ROBERTO PAYRÓ
EL TRIUNFO
DE LOS OTROS
Comedia Dramática en 3 Actos
©
BUENOS AIRES
Imp. M. Rodríguez Giles— Bmé. Mitre 1423
Á 1907
L5
ROBERTO RMYRÓ
de lé$ ©tro*
COnCPIR PfWVVTKA EH 3 ACTOS
502088
BUENOS AIRES
Casa Editora é Impresora de M. Rodríguez Giles
Bartolomé Mitre 1423
1907
A ENRIQUE CAPRILE
PERSONAJES
JULIÁN, 40 años.
INÉS, 35 años.
DOÑA AMALIA, 60 anos.
ERNESTO VIERA, 30 años.
ANTONIO BERMUDEZ, 45 años.
JOSÉ CIENFUEGOS, 30 años.
LEVY.
DR. MARTÍNEZ.
CABALLEROS 1° y 2«\
MENSAJERO.
escena, cuyos detalles deben ajustarse al carácter y
posición del protagonista, representa un escritorio
pobremente alhajado, que al propio tiempo sirve de
comedor; fuera del sitio ocupado por los pocos mue-
bles, las paredes están cubiertas de grandes estantes
llenos de libros. Ventanas con postigos dejan ver al
foro la calle con árboles de un arrabal. Puertas á
ambos lados; las de la izquierda del actor comunican
con la huerta y las habitaciones interiores; la de la
derecha con el exterior.
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
ACTO PRIMERO
ESCENA I
JULIAN, luego INES
Julián está escribiendo á la luz de su lámpara. Hace
un ademán de fatiga, se levanta V va á abrir los pos-
tigos, por los que entra la viva luz de la mañana.
Apaga la lámpara y se sienta de nuevo á escribir.
Aparece Inés, que va de puntillas á besarlo en la
frente.
Julián.— ¡Hola, dormilona!
Inés.— ¿Acaso hago de la noche día como tú?
Julián. — {aludiendo cí la luz clara del día).
La noche retrasa á veces...
Inés.— Son las ocho. Y tú ¿á qué horas te
levantaste, que no te oí?
Julián —A las dos. Quería terminar este tra-
bajo que vendrán á buscar á las nueve.
Inés.— ¿Qué es?
Julián.— Un discurso que me ha encargado
Bermúdez sobre el proyecto de ley de di-
vorcio
Inés.— Siempre trabajando para los demás,
nunca para tí, para nosotros! ¡No quiero!
Julián . — {risueño). Vaya, no te alteres . Ya lle-
gará el día. Tengo la convicción deque
se acerca. En fin: dame un poco de café.
Necesito aclarar las ideas.
Inés.— ¿Te falta mucho?
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PAYRÓ
Julián.— El párrafo filial. Busco algo de elec-
to", algo altisonante y que, sin embargo, no
resulte ridículo .
Inés.— Habías puesto agua á calentar. . . (Se
ocupa en preparar el café y otras menu-
dencias, hablando con pausa),
Julián.— Si.
Inés . —¿Lo quieres con un poco de leche?
Julián.'— No; puro, puro.
Inés.— Sabes que te hace daño, que te excita.
Julián.— Es, precisamente lo que quiero. Un
latigazo á los nervios para acabar con
el discurso.
Inés.— Tu discurso de Bermúdez .. Tu seu-
dónimo no me gusta, tanto más cuanto que
hace mucho trabajas con él sin provecho.
No me gusta ningún seudónimo. Quisiera
verte trabajar, por fin, á cara descubierta,
en evidencia, conquistándote el lugar que
te corresponde, y no haciendo esfuerzos que
encumbran á otros y á tí no te dan sino
para vivir estrechamente, casi en la miseria.
Julián.— Bah, Bermúdez ha prometido poner-
me el hombro, sacarme á la luz, y en-
tonces ¿quién me detiene? Se acabaron las
amarguras, las dificultades, se derrumbó la
barrera en que me estrello, y queda ante
mí el campo amplio y abierto, que sabré
conquistar y dominar. ¡El mundo es mío,
Inésl ¡Ahora vamos á vivir la vida! ¡Aho-
ra empieza nuestra juventud!
nés.— A los cuarenta años... Con la salud
arruinada por el exceso de trabajo . . . cuan-
do otros descansan ya. . .
Julián.— O han muerto, sí... Pero el triunfo
rejuvenece, es un renacimiento, un vigor
nuevo, una fuerza que ya siento y me agi-
ganta con solo imaginarlo! ¡Tú no tienes
esperanza, tú no tienes fé! ¡Cree en mí,
espera en mí, mujer, como creo, como es-
pero yo! Y aleja de tí la tristeza que me
enerva, ese aire de resignación que tomas
en cuanto dejas de vigilarte. ¡Sonríe, son-
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
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ríe! Tú debes ser el rayo de sol en esta
casa, mi rayo de sol, mi fuerza, mi con-
fianza, mi convicción del triunfo. ¡Sonríe,
sonríe!
iNÉs.^-Portí me aflijo, no por mí. Soy tu com-
pañera desde tus veinte años. A tu lado
aprendí a pensar y á observar el mundo.
Siempre creí que te conquistarías una po-
sición con tu talento y tu saber. . . Los des-
encantos y las derrotas se han sucedido
sin interrupción durante veinte años de
lucha continua. Para mí eres más grande,
mucho más grande que antes; pero ¿para
los demás?... ¡No basta serlo para tu po-
bre mujer, Julián! ¡hay que serlo para to-
dos! La vida es tan triste, tan amarga,
tan dura . . .
Julián.— Pero ¿qué quieres que haga?
Inés, — ¡Qué triunfes! {le sirve el café).
Julián.— ¿Y cómo había de triunfar hasta aho-
ra, con todas las puertas cerradas, con to-
dos los caminos barreados? Quince años
de periodismo anónimo me exprimieron
material y mentalmente. Pero siquiera vi-
víamos de mis jornales,— porque no fui
otra cosa que un jornalero de la pluma, y
mi trabajo redundó siempre en honra y
provecho, no mios, sino del propietario
del periódico. Sabes perfectamente cómo
sacudí el yugo, cómo escapé á la esclavi-
tud para caer en esta falsa independencia,
en la que no dependo de uno sino de mu-
chos, y en la que á veces no logro ganar
nuestro pan. . . ¡Libros ajenos, dramas aje-
nos, artículos ajenos, discursos ajenos!...
Se olfatea mi existencia, se conjetura mi
aptitud, se me asedia para que lave toda
esa ropa sucia, para que edifique sólida y
magníficamente con ridículos granos de
arena. Y, sin embargo, ¡no tengo reputa-
ción! ¡soy un desconocido, un anónimo! . . .
Inés.— Esos mismos hechos te están probando
que no lo eres.
PAYRÓ
Julián.— Para los que me utilizan no; para el
público, para el pueblo, para lo que impor-
ta, para aquellos cuyo aplauso es una glo-
ria, una caricia, el soplo del futuro, sí; des-
graciadamente sí!
Inés. — ¡Surge! ¡Levanta entonces la frente,
muéstrate, para que te vean y te admiren!
Julián.— Fácil es decirlo... ¿Cómo?... ¿Con el
diario que mata? ¿Con el libro que no en-
cuentra editor ó debe regalarse? ¿Con la
mezquina política de las camarillas igno-
rantes y ambiciosas? ¿Con un sectarismo
cualquiera?... Todo lo he ensayado... inú-
tilmente; y si el teatro. . .
Inés. — (Con esperanza entusiasta)— ¡Ahí Tu
drama. . .
Julián.— (Continuando)— Si el teatro me es
tan hostil como el resto, ya puedo, ya ten-
go que resignarme á seguir contigo la mis-
ma vida de zozobras, de angustia y de mi-
seria! ¡Pobre Inés! (pausa. Transición ala
alegría). ¡Pero, no! Confío en Bermúdez;
es bueno, sabrá agradecer, cumplir sus
promesas y entonces, entonces queri-
da, trabajaremos para nosotros, vencere-
mos, gozaremos, nos desquitaremos en el
banquete que hasta ahora preparé para los
otros sin gustarlo jamás-
Inés.— Antes será preciso que rompas muchos
lazos.
Julián. — (poniéndose en guardia) ¿Qué quieres
decir?
Inés . — Perdóname Julián, pero, si yo no te
digo la verdad ~¿quién te la diría? Estás
mal rodeado. . . Debieras codearte con
otra sociedad, intelectual y socialmente
más elevada, introducirte en el círculo
de los que han llegado ya.
Julián.— ¿Esos?. . . ¡Quieren que seles soli-
cite, que se les rinda pleito homenaje! ¿Por
qué?. . . Yo no he de hacerlo, ¡oh, no! ¡Que
me busquen á mí, que me llamen, que me
reconozcan! Sino... sino, déjame con los
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
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infelices que acuden á rodearme, que no
me exigen vasallaje, al contrario...
Inés.— Que te adulan. . .
Julián. —¡Inés, Inés!
Inés. - No te enfades, queridito. Deja que tu
mujercita te diga estas amargas verdades,
porque no quiere sino tu bien. . . Te adu-
lan, te explotan, y lo que es peor, en vez
de alzarse hasta tí, te rebajan hasta su
propio nivel en la opinión ajena. . .
Julián.— No digas esas cosas. Calla porque
no puedo soportarlas y no quiero eno-
jarle!
Inés- -Piénsalas, sin embargo.
Julián {escribiendo) — Sí. . . Sí. . . Déjame. . .
¡Oh, buen sentido!' ¡cuántas injusticias se
cometen en tu nombre!
Inés.— ¡Ah! {suspira corno si si<¿s palabras le
hubieran costado un gran esfuerzo, y con-
templa tiernamente á Julián, que sigue
escribiendo . En seguida ve pasar una
sombra por el foro, y exclama'!) ¡Ahí vie-
ne tu amigóte Viera, el más inútil y el
peor de todos!
Julián. — ¡Pobre muchacho! Bajo su capa de
imbecilidad y de vicio tiene buen cora-
zón.
Inés {hace que se va).
Julián.— Quédate, por favor. No lo trates mal:
no lo merece tanto como muchos. Y á
mí. . . me sirve.
Inés.— Como quieras.
Ernesto {soñoliento y con la lengua algo torpe).
—Buenos días. ¿Trabajando tan temprano?
Muy buenos días, señora.
Julián.— ¡Oh! ya hace rato que estoy en pie.
Desde las dos.
Ernesto.— ¡Caramba!
Julián.— ¿Quieres café? {vuelve d escribir).
ESCENA II
Dichos-ERNESTO VIERA
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Ernesto.— De mil amores. Me he levantado
con la cabeza, un poco. . .
Inés (irónica)— Me doy cuenta.
Ernesto . —¿Por qué, señora?
Inés.— ¡Oh! ¡por nada! por nada malo... Sus
quehaceres, sus preocupaciones (irónica)
Ernesto.— ¡ Ah, sí! La vida se está haciendo
tan difícil. . .
Inés. —Sírvase usted (le sirve).
Ernesto.— ¡Muy honrado!
Inés.— ¿Tiene suficiente azúcar?
Ernesto . - ¡Está exquisito, señora!
Inés.— Algo frío, quizá.
Ernesto.— Tibio. Lo prefiero así. (Apara y
le devuelve la jicara).
Julián.— ¡Gracias á Dios! (tira la pluma y se
levanta). ¡Ya acabé! Seis horas largas de
tarea intensiva. Tengo las piernas flojas,
y la cabeza me da vueltas.
Inés.— Descansa. Recuéstate un rato en el
canapé.
Julián.— Al contrario. Hay que poner la san-
gre en movimiento . . .
Inés. -Vuelvo en seguida.
ESCENA III
JULIAN-ERNESTO
Ernesto.— Parece que tu señora me huye...
Julián.— No lo creas. Es que la pobre lleva
todo el peso de la casa (recostado en el
canapé). Y aunque yo anhele verla como
una reina, realizar toados sus sueños. . .
Ernesto— ¡Es tan inteligente! ¡Tiene tanto ta-
lento!
Julián (como si la profanase)— Calla. ¡Piensa
lo que quieras, pero no me lo digas! ¡No
lo digas tú, sobre todo!
Ernesto . —¿Por qué?
Julián.— Porque. . . porque... yo no te hablo
de ella. Tú eres un ser particular, un ser
indefinible y proteiforme para mí, que te
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imagino tal como se me ocurre, como ne-
cesito que sea mi interlocutor del momen-
to.. . Y por eso te quiero, ¡oh, pretexto an-
dante de mis monólogos! . . . Vamos, dame
tema para soñar y hablar soñando. ¿Dónde
estuviste anoche?
Ernesto. —¿Después del teatro?
Íulián . — Naturalm ente.
lrnesto. — Pues nos reunimos en el café va-
rios intelectuales. . .
Julián (con admiración fingida)— \Ah\ tú tam-
bién*. . .
Ernesto.— ¡Qué cos^s me dices!
Julián . —¿Yo? ¡Nada ! Continúa.
Ernesto. — Núñez, Pérez, Talavera, José Cien-
fuegos... cuatro ó cinco más. "Se habló
de muchas cosas interesantes, y un poco
de 'tí. . .
Julián (sarcástico)— ¿También de mí? ¿Qué se
dijo?
Ernesto.— Se reconoció tú talento, ¡oh, eso
sí!.
Julián.— ¡Ah! ¿ Conque se reconoció mi. . .
Sigue.
Ernesto.— Solamente, algunos lamentaron que
á tu edad, no hubieras hecho nada todavía.
Íulián . —¿Nada, eh?
Ernesto.— Nada serio, por lo menos. Se con-
vino en que carecías de esprit de snile, de
perseverancia....
Julián.— ¡Entiendo, entiendo!
Ernesto. — Y como probablemente ya no has
de reaccionar, á tus años ..
Julián.— ¿Soy un fracasado, verdad? ¡Un fra-
casado! ¡Yo! {levantándose de un salto
corre á la biblioteca y saca febrilmente li-
bros con los que hace un montón sobre el
escritorio). Mira... éste... y éste otro,...
y éste más.. . No te muevas... Desde allí.
No te acerques... y éste. .. y éste... y todos
éstos ¿ves? ¿los ves? ¡Todos son míos! ¡To-
dos los pensé, los llevé largos días en el
cerebro, ¡los escribí!. . todos son mis hi-
PAYRÓ
jos, más que mis hijos, ¡mi pensamiento
viviente!
Ernesto.— ¿Estás loco?
Julián . —¿Loco? ¡ja, ja! Nunca he estado más
cuerdo. Te digo que todas estas obras,
aunque lleven otro nombre, las he hecho ó
las he rehecho yo, y más, muchas más. . .
¡Son hijas adulterinas de mi talento y la re-
putación de algunos imbéciles, incapaces
de bastarla! ¡Libros, y discursos, y memo-
rias, y artículos de resonancia, de éxito se-
guro para otros! ¡Nunca para mí! ¿Ves,
íos ves?
Ernesto —{queriendo acercarse)— Déjame ver.,
mirar. .
Julián. No. Apártate» Sería una indiscreción,
una falta á la palabra empeñada. Sólo
estando loco podría cometerla. Esto es
una especie de secreto de confesión (vol-
viendo á poner los volúmenes en sn silio).
¡No temáis, parásitos de mi cerebro! ¡No
os quitaré la vida que me habéis arreba-
tado á cambio de un mendrugo! ¡No la ne-
cesito! ¡Tengo otra más grande! (volvién-
dose), ¡Sí, tengo otra más grande, Ernesto!
¡Tengo un drama!...
Ernesto.-— A propósito de dramas... Cienfue-
gos dijo anoche que estabas leyendo el
suyo.. .
Julián, —(irónico)— ¿Leyendo? (conteniéndose).
Sí; ya lo he leído...
Ernesto.— ¿Y, qué tal?
• Julián.— Ahora me parece bueno.
Ernesto.— ¿Por qué dices «ahora»?
Julián. — Porque cuando empecé á... leerlo,
no me lo parecía tanto... Oye, díme; apues-
to á que Cienfuegos fué quien me declaró
falto de perseverancia?
Ernesto.— ¡Oh! ¿cómo supones?
Julián.— ¡Es una liendre esa!... ¡En fin! Poco
me importa, y no por eso he de dejar....
¡Bah! Pero ¿sabes lo que observo? (burlón)
Qué no te interesan mis asuntos. Te digo
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
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que tengo un drama y ¡saco! te pones á
hablar de otra cosa...
Ernesto.— Disculpa, Julián; no he querido. .
Julián. —Generalmente no te pido tu atención,
sino tu presencia, para hablar. Pero hoy
es diferente. Tienes que prestarme un ser-
vicio, un gran servicio... No te alteres.
Aunque es" algo de importancia, tu santo
egoísmo no tendrá nada que sufrir. ¡Al
contrario! Se trata de un paseo en que po-
drás darte mucho pisto: como plenipoten-
ciario de un autor ante las empresas tea-
trales...
Ernesto.— ¿Para ofrecer tu drama?-
Julián.— Si adivinas lo que llevo en esta ca-
nasta te doy un racimo. ¡Acertaste, que-
rido!
Ernesto.— (moh?no}—\Hab\'d en serio!
Julián.— Sí, disculpa. Tú, que tienes tantas re-
laciones en los teatros, ahórrame los besa-
manos y las antesalas, haz que lo lean, y
pronto ¡tengo prisa! quiero salir de esta
obscuridad, probarles, á ésos, que mienten
á sabiendas, por envidia y maldad, cuando
me llaman fracasado!... Que lo lean... que
lo lea uno solo: ¡eso basta! Lo aceptarán,
lo aceptarán corriendo. . Pero que lo lean,
que se dejen hipnotizar, es lo único que
pido... ¡Y el público después! ¡Aquí lo tie-
nes (le da un manuscrito con cubierta
obscura) .
Ernesto.— ¿Cómo se titula?
Julián.— Ahí lo tienes: «Anónimo». ¡Oh! Es
un drama extraño, un jirón de vida, la
disección de un espíritu y una inteligen-
cia, asfixiados, asesinados por las circuns-
tancias y el ambiente, víctimas del fatum
sordo y ciego
Ernesto . —¿El fatum!
Julián— El destino, la suerte, la adversidad.
La malevolencia dirá, cuando se repre-
sente, que he llorado sobre mí mismo,
que he hecho una autobiografía lacrimosa
14
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y exagerada. . No pusilámine ¡muy al con-
trario! pude poner mi corazón y mi cere-
bro sobre la mesa de trabajo y hacerles
la mas terrible y trágica vivisección. ¡Pe-
ro, no he querido! tomé otros casos— ¡abun-
dan en esta obscuridad!— y los señalaré
en cuanto se me acuse, para no dejar ni
ese flanco á la crítica... ¡Oh, pese á la crí-
tica, á la maldad, á la envidia pérfida, el
público será mío desde la primera noche,
y después de ver estos negros episodios
ele la vida real, se irá á sus casas temblan-
do de haber delinquido contra los espíri-
tus superiores!. . .
Ernesto.— ¡Qué talento tienes!
Julián.— (como despertando)— ¡No digas ton-
terías! Tú no eres quién para juzgarme.
Te lo cuento porque el drama rebosa de
mí, no para pedir tu opinión. . . Y se lo
contaría álas paredes...
Ernesto.— ¡Julián! Me tienes muy en poco...
Julián.— También tú.. . ¿por qué no me dejas
soñar, sin despertarme?... En el sobresal-
to te tiro con lo primero que encuentro.. .
Pero eres buen muchacho y no te enfadas,
¿eh?... Cuídame el manuscrito porque es
el único . ¡Ni tiempo para copiarlo tengo!
Bien... ¿Lo recomendarás, lo harás leer,
conseguirás que se ponga inmediatamen-
te?... ¡Si vieras cuánta prisa, cuánta es-
peranza tengo!...
Ernesto.— Haré todo lo posible.
Juián.— Y lograrás que se represente ¡vaya
si lograrás!. . . ¡Y entonces!... En la hora
del triunfo, Ernesto, en la hora del triunfo
todos serán triunfos! Después del teatro,
el libro, el periódico, la fama, la victoria
definitiva! . . .
Ernesto. — Sí. Estás llamado á. . .
Julián.— ¡Calla! ¡Tú no sabes... no puedes sa-
ber!... ¡Fracasado!... ¡Cada mes traerá
consigo un éxito que será un escalón! ¡Y
si llego á caer, será con ruido, con grande-
EL TRIUNFO DE LOS OTROS 15
za, y mis propios escombros no ser-
virán de pedestal á nadie, sino á mi me-
moria!
Ernesto, {hojeando el manuscrito) ¿Tu héroe
se suicida en el tercer acto?. . .
Julián— Ese final encierra un símbolo: quitán-
dose la vida puede darla á su obra anó-
nima é ignorada, merced á ciertas cir-
cunstancias especiales. Entonces no vaci-
la, y como un padre heróico se mata para
que sus hijos vivan, inmortales!
Ernesto.— {levantándose)— El público no gus-
ta de estos desenlaces.
Julián— {despreciativo)— Entonces haré que
Numase case con Pompilio. . . Ve, vé sin
cuidado. Ese es un ejemplo moralizador:
me basta saberlo eficaz para unos pocos,
que luego serán legión. ¿Cuándo piensas
presentarlo? ¿Ahora?
Ernesto.— Esta misma tarde. Tengo que ir
antes á casa.
Julián . —Cuando pases devuelta, entra un mo-
mento—vives ádos pasos:— quizá tenga algo
mas que encargarte.
Ernesto.— {acercándose á la ventana)— Allí
está Cienfuegos, tomando el aire en su bal-
cón.
Julián.— Grítale al pasar que venga á recoger
su manuscrito.
Ernesto . —Sí . Pero no vendrá en seguida, por-
que no está en traje de calle.
Julián.— |Bah! ¡En estos barrios!. . .
Ernesto.— Es tan presumido. . . Hasta dentro
de un rato.
Julián.— Hasta luego. No dejes de venir.
Ernesto . —No . ( Vase y vuelve) .
Julián. —¿Se te olvida algo?
Ernesto.— No. Es que. . Necesitaba. . . Díme
¿te queda algún dinero?
Julián, {sonriendo)— ¡Hombre, no! Y, á pro-
pósito: trata de que me adelanten algo so-
bre el drama.
Ernesto . —¿Cuánto?
15
PAYRÓ
Julián.— Lo más que se pueda. Espero fondos,
pero bueno es un pan con un pedazo, y
tengo compromisos urgentes. . .
Ernesto. —Lo haré... Pero entretanto... Ni
para el tranvía, Julián. . . ¿No te queda na-
da?... Dame entonces algunas novelas
francesas que no te sirvan.
Julián— {riendo)— ¿Para bebértelas?. . . Bueno;
cuando vuelvas te tendré un lote.
Ernesto. — ¿Gracias, querido! (Vase).
Julián. — (Se acerca al escritorio, tarareando
á boca cerrada el coro de la Marsellesa.
Arregla algunos papeles, se sienta y co-
mienza á escribir con entusiasmo).
Inés (entrando)— Me pareció oirte cantar.
Julián.— Sí. . . cantaba. . .
Julián —Cosas. . . cosas... Proyectos que se
formalizan. . . Sueños que se encarnan (sin
dejar de escribir).
Inés . —¿Se fué ... tu amigo?
Julián. — Sí.
Inés . — Estaba un poco . . .
Julián . —No he notado .
Inés. -Tú nunca notas nada. Los humos de
anoche, probablemente.
Julián.— No insistas.
Inés (después de una vacilación) — ¿Deseas
algo?
Julián . —No .
Inés. — ¿Qué almorzarás?
Julián. — Lo que hagas.
Inés . —Preferirías . . .
Julián. — Cualquier cosa. . .
Inés — ¿Te incomodo?
J lián.— No, querida: me interrumpes.
Inés (resentida) — ¡Ah! (busca quehacer).
escena iv
JULIAN luego INES
EL TRTUNFO DE LOS OTROS
17
ESCENA V
Dichos- AMALIA
Amali\— Aquí estoy yo, de rondón, como Pe-
dro por su casa.
Inés.— Muy bien venida.
Julián {sin levantarse)— \Oh, mi vieja amiga!
Y no lo digo porque sea usted vieja, sino
porque lo es nuestra amistad .
Amalia. — No nos forjemos ilusiones, Julián.
Vd. mismo tiene canas, ¡y lo he llevado en
brazos!
Julián {escribiendo)— En los primeros años las
pequeñas diferencias de edad parecen enor-
mes; pero el tiempo se encarga de ir ajus-
fándolas á su debida proporción.
Amalia.— ¡Adulador! ¿Vusted, hija, cómo ha
pasado estas semanas últimas?
Inés. — Perfectamente Ya sabe usted que
tengo una salud de hierro. En cambio
Julián...
Amalia.— ¿Ha estado enfermo?
Inés.— No. Trabaja demasiado, como siem-
pre, y. ya usted ve, ¿quién resiste? Hoy,
por ejemplo, está en pie desde las dos.
Amalia.— ¡Jesús! {alto á Julián). Pero cuídese,
Julián .
Julián {id)— ¡Oh, sí señora. Me cuido! Y, á
propósito, voy á terminar una cosilla y soy
con Vd.
Amalia {á Inés)— ;nía y noche así?
Inés,— Día y noche. Para él no hay domingos,
ni días de fiesta ... El año corre igual,
con una abrumadora monotonía en el es-
fuerzo... Pero quítese usted el sombrero,
estará mejor. Porque supongo que almor-
zará con nosotros.
Amalia. — Si no incomodo. . .
Inés.— ¿Qué dice usted? ¡Julián tiene tanto
gusto, y por consiguiente yo! . . .
Amalia.— Eso es pura galantería.
Í8
PA\RÓ
Inés.— Julián dice que basta su presencia pa-
ra evocar, para resucitar materialmente
los a Tíos luminosos de su niñez, para vol-
verlo niño de nuevo; por eso, mientras la
ve, rebosa de júbilo y canta y juega;
por eso, cuando V. se marcha— ¡y conste
ue me estoy muriendo de celos! — se que-
a con los ojos tristes y turbios. La últi-
ma vez— y otras muchas veces, antes-
repetía melancólicamente: « ¡ Oh, recuer-
dos y encantos y alegrías de los pasados
dias !>
Amalia (alzando la voz)— «¡Oh gratos sueños
de color de rosa!»
Inés (con cierta amargura, mas alto)— ¡Oh do-
rada ilusión de alas abiertas!. . .
Julián (oye esto último y se levanta entonan-
do:) ¡Que á la vida despiertas en nuestra
breve primavera hermosa! ¡Y que luego
sigue alentándonos, fortaleciéndonos, re-
gocijándonos, mi excelente amiga!. .. Ahora
que he terminado, déjeme usted que le re-
Eita una y otra vez: «¡Buenos días! ¡Muy
uenos-días! ¡dulce hada evocadora de mi
infancia que oculta bajo el cabello blan-
co la juventud inmortal de su corazón!
Buenos días, muy buenos días ¡y ben-
dita la hora en que su sonrisa ilumina
estas paredes! ¡Aprende, Inés! ¡Así son-
reían las hechiceras avasalladoras de hom-
bres!
Inés.— ¿No le dije á usted que debo estar
celosa?
Amalia- ¿Y no ve usted que si yo no quisiera
á Julián como una abuela algo chocha, no
podría perdonarle semejante burla?...—
Seriamente, hijos míos: yo también gozo
al lado de ustedes y me enternece tanto
cariño. No me siento tan sola en el mun-
do, cuando me asilo en este hogar, y tam-
bién recuerdo... recuerdo (conmovida d
pesar suyo),
Julián.— «Amor che á null'amato». . .
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
19
Amalia {volviendo á sonreír)— Pero lo que no
puedo tolerar es que me ofresca usted co-
mo ejemplo á esta encantadora criatura. . .
¿Que sonría, le pide usted? Si está siem-
pre sonriendo, ¿Y no ve que cuando lo
hace irradia algo de dulce y s^nto, inde-
finible y arrobador como la música?
Inés {riendo)— ¡Oh, señora!
Julián.— ¡Qué bien sabían ustedes manejar el
discreteo y la galantería! Nosotros, los
modernos, somos tan toscos y huraños.. .
Amalia— Los maridos... Los maridos en mi
tiempo eran también así. Debe ser una
enfermedad común al estado. Una conse-
cuencia de la ceguera.
Julián — Los maridos ¡cuidado! son daltóni-
cos, no ciegos. Ven unas cosas, y otras
no, según el color. . .
Amalia. --Entiendo. Pero suelen no ver tam-
poco en otro sentido.
Julián. — ¿En cuál? {Julián, entretanto hace
una pila de volúmenes d la rústica, que
deja sobre el escritorio para Ernesto).
Amalia.— En el de la perfección.
Julián.— ¿Cómo así?
Amalia— El marido de una mujer perfecta
será el último que la considere tal.
Julián— ¿Por qué?
Amalia.— Porque «no hay grande hombre para
su ayuda de cámara >, se ha dicho . .
Julián.— ¿De modo que... marido... ayuda
de cámara . . . todo es lo mismo?
Amalia.— Guardando las debidas proporcio-
nes. . . Vd., por ejemplo, está lejos de saber
que tiene una mujercita incomparable...
Inés.— ¡Oh! ¡Dejemos los ejemplos, por favor!
Julián.— ¿Y quien dice que esté lejos? veamos.
Amalia.— Lo de la sonrisa. Si Inés fuera ven
gativa y coqueta, hallaría centenares de
personas que, como yo, le dirían que son-
ríe como un ángel, y que prefieren su son-
risa á mi mueca. . . Si quiere usted verlo
con sus propios ojos...
20 PAYRÓ
Julián.— No, muchas gracias. Le creo á us-
ted sin necesidad de pruebas al canto . . .
Y sé también lo que vale este pedazo de
mi alma, (ad libitiim).
Inés.— Deja. . . no seas fastidioso... Llaman á
la puerta.
Julián.— ¿Quién puede ser? ¡Ah! Pase usted.
escena vi
Dichos y LEW
Levy entra compungido, encorvado, lloroso, mirándolo
todo con avidez y disimulo.
Julián.— Hola, ilustre hombre de letras. ¿Qué
lo trae á usted por acá, tan temprano?
Levy.— Venía por. . . pero. . .
Julián. — Hable, hable usted. La señora es de
mi absoluta confianza, y no tengo nada
que ocultarle. . .
Levy.— ¡Ah!. . . siendo así. . . {mira á Inés).
Julián— Y la más joven es mi esposa, para
quien tampoco tengo secretos. . . Si no se
trata, pues, señor Levy, de algún miste-
rio suyo . . .
Levy. — No . . . no . . . ¡Líbreme el cielo! . . .
Yo soy un pobre viejo, enfermo y en la
miseria. . . Si no fuera así. . .
uliáN'— Vamos, desembuche ¿que le pasa á
usted?
Levy.— ¿No recuerda, don Julián, qué fecha es
pasado mañana?
Julián.— Hombre, ¡no! Pero, siéntese usted.
Tengo muy mala memoria para las fechas
y los números: hasta suelo olvidar el de
mi casa. ¡También, para las cifras que
debería recordar! . . . Ya me las recuer-
dan otros, y se me alcanza que si me
honra usted con su visita, será porque
pasado mañana. . .
Levy.— -Vence el documento, sí, don Julián;
. y si no estuviera tan viejo, y tan enfermo,
EL TRIUNFO DE LOS OTROS 21
y tan solo... En fin, si usted no pudiera
ponerse al corriente, me perjudicaría, oh,
sí, mucho. Porque yo soy un pobre. . .
Julián. — ¡Y yo un rico, Levy! ¡Un poderoso
déla tierra, Levy!... Sólo que mi capital
está aquí dentro (la cabeza).
Levy (alarmado)— ¡Ahí, únicamente! Porque
estoy tan pobre, tan enfermo.
Julián.— ¿Ahí únicamente? ¡Y le parece poco!
¡Ah! si yo tuviera su habilidad, su llanto
continuo, Levy, lo haría fructificar levan-
tando montañas de oro! . . . ¿Quiere ser mi
empresario Levy?
Levy (sobresaltado y como pronto d soltar el
llanto)— Su empresario de usted, yo, un
infeliz, unpo. . .
Inés (interrumpiéndolo)— ¡No lo aflijas, Julián!
Julián.— Vaya. Esté usted tranquilo, Levy.
Será usted íntegramente pagado en su día
y hora. Mire usted, aquí tengo la nota del
vencimiento, con la cantidad, la fecha y
demás. Porque también nosotros pagamos
nuestras deudas .. . y perdonamos á nues-
tros deudores. Vamos más allá que el Pa-
drenuestro, que usted no debe conocer...
Levy— Si, sí. Yo soy cristiano... De modo
que. . .
Julián.— De modo que pasado mañana recibirá
usted los doscientos pesos. . .
Levy (irguiéndose)— ¡Como doscientos!
Julián.— Déjeme usted concluir: los doscien-
tos pesos que me prestó, más los cien pe-
sos de ¿intereses les llama usted, ver-
dad?
Levy . —Yo soy un po . . .
Julián.— Sí; ya sabemos.
Levy.— ¡La vida es tan cara!
Julián.- -También lo sabemos. Vaya: már-
chese usted en paz, faceta de aquel Shy-
lock en eme el gran Guillermo fundió toda,
esta estirpe inmortal.
Levy.— No entiendo.
Julián.— No hace falta.
•ti
PAYRÓ
Levy.— Pero. . .
Julián. — Será usted pagado hasta el último
céntimo, Harpagón mío!
Inés —Julián {sin saber si reírse ó enfadarse).
Levy {yéndose) — Estoy tan. . . (reverencias)
tan viejo... {reverencias) tan enfermo {úl-
tima reverencia). Tan pobre. . . ( Vase).
ESCENA VII
JULIAN, INES, AMALIA
Inés.— No sé qué me da oirte decir esas cosas,
Julián. ¿Por qué te gozas en hacerlo su-
frir?
Amalia.— La verdad que sus años le hacen
acreedor á ciertas consideraciones. Un
anciano . .
Julián.— Ese no es un anciano, como no es
un pobre ni un enfermo. Es, puramente un
usurero, y esa casta de pájaros no merece
el interés de nadie, sino el desprecio...
Inés . —¿Te eriges ahora en juez? Te prefiero
cuando dices que comprenderlo todo es
perdonarlo todo, aunque tampoco esté con-
forme con esto, en absoluto.
Julián.— Es verdad . ¡Pero resulta tan difícil
poner estrictamente de acuerdo la acción
con la doctrina! Hay siempre entre noso-
tros, pese á nosotros, un instinto perverso
que de repente sale á la superficie, impo-
niéndose incontrastablemente, aunque sea
un momento.
Amalia.— Por eso dirá el proverbio que una
cosa es predicar y otia dar trigo.
Julián —Por eso. Aunque lleguemos á tener
una filosofía seráfica, aunque seamos fun-
damentalmente buenos, somos malos á ra-
tos. . sobre todo cuando somos desgra-
ciados.
Amalia.— De manera que es usted desgracia-
dOj porque ha sido malo . . .
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
23
Inés.— {sonriendo)— ¡Qué ingratitud yr qué in-
consecuencia, Julián! ¡Creía no merecer
eso de ti!
Julián.— No he tenido intención de decir se-
mejante cosa, Inés, como no tuve la de
ofender al usurero, señora. Tiene la cor-
teza bastante dura para resistir t iles bro-
mas y otras peores, y además, sabe ven-
garse .
Inés . —¿Vengarse?
Julián. —Cobrando sin piedad. Bebe, en simu-
lacro, la sangre del cliente, y en un hombre
se venga de todos, porque todos lo despre-
cian y no todos se le ponen á tiro. {Cam-
biando de tono). En fin... ¿has hecho,
Inés, el resumen de las cuentas pendien-
tes?
Inés.— Sí; ahí lo tienes sobre el escritorio.
Julián. -Veamos, veamos.
Inés y Amalia conversan. Julián toma un papel del
escritorio'y hace rápidamente una suma.
Julián. — Seiscientos veinticinco. ¿Esto es to-
do?
Inés.— ¿Te parece poco?
Julián . —No, creía . . .
Inés . —Es que ya sabes . . .
Julián.— ¿Qué en casa no hay? ¡Harto lo sé!
Pero no te atribules: aquí está la varita de
virtud {por las cuartillas que tiene sobre
el escritorio). Estos papelitos nos darán
todo lo necesario. . . y más.
Inés.— Ha parado un coche. . .
Julián —Precisamente . . Ahí viene el mágico
prodigioso. Si; él es. Necesito estar solo.. .
Inés.— ¿Vamos, señora?
Amalia . —Vamos . Hasta luego, Julián.
Vánse Inés y Amalia á las habitaciones interiores.
Julián sale á recibir á Bermúdez. y la escena que-
da un momento sola.
24
PAYRÓ
ESCENA VIII
Entra BERMUDEZ y tras él JULIAN
Bermúdez.— De modo que cumplió usted su
promesa!
Julián. — Como siempre.
Bermúdez.— No sólo debo agradecerle el tra
bajo sinó también la puntualidad. Y le agra-
dezco de veras una y otra cosa.
Julián.— No hay por qué. Desde el punto en
que me comprometo á realizar una tarea,
mi deber es cumplir, como lo es de los
demás.
Bermúdez . —¿Servicio por servicio, verdad?
Julián.— Precisamente. Aquí tiene usted el
trabajito.
Bermúdez . —Veamos, veamos (se sienta y re-
corre las cuartillas lentamente). Muy bien...
Magnifico. - . Muy bien.
Julián.— Observe usted que hay cierta nove-
dad en las ideas. . .
Bermúdez.— Profundidad también.
Julián.— Y que la forma es bastante clara.
Bermúdez . —Clarísima y muy elegante. Ya
sabía yo que usted desarrollada mi plan
con verdadero brillo.
Julián.— ¿Su plan?
Bermúdez . —Sí, la pauta ... la norma de con-
ducta, en fin, la corriente de. . . como usted
quiera .
Julián . —¿Le parece á usted que estoy acerta-
do cuando digo: «El divorcio no puede
considerarse desde el punto de vista parti-
cular sino social, porque la pareja humana
es un eslabón integrante é inseparable de
la humanidad?»
Bermúdez.— Es mi modo de pensar exacta-
mente expuesto.
Íulian . —El final no es malo . . .
>ermúdez (después de buscarlo),— Producirá -
gran efecto. . . Ese llamado á la conciencia,
sublime! Y esta exclamación: «¡Para juz-
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
25
gar, para sentenciar es necesario saber! ¡Y
aquí tratamos, en una cuestión de vida ó
muerte, de juzgar, de sentenciar á tientas,
en un pleito que ignoramos, y que puede
traer consigo la disolución de la sociedad!
¡Cuidado! No sacrifiquemos á la problemá-
tica felicidad de dos seres, quizá ilusos,
quizá equivocados, la dicha y la estabilidad
de todo un pueblo!» ¡Admirable! esto lo
aprenderé palabra por palabra. ;Es de un
erecto seguro y eficacísimo!
Julián.— Me alegro de que le agrade tanto. . .
Bermúdez.— Sabré corresponder, Julián, á es-
tos esfuerzos. Sé que, sin usted, sería una
de tantas medianías como pululan en la
política del país; sé que como el grajo de la
fábula me adorno, en apariencia, con plu-
mas que no son mías. Pero la intención es
buena. Su pensamiento es, á mi juicio,
grande y noble, pero usted no puede toda-
vía sembrarlo en tierra adecuada. Yo puedo
hacerlo, en cambio, y lo hago, no sin cierta
vanagloria, es verdad, pero también con el
sano deseo de que esa semilla no siga
permaneciendo inútil y estéril.
Julián. — Sin embargo, podría usted lanzarme
á mí.
Bermúdez . —Llegará el momento.
Julián.— ¿Quiere decir que no ha llegado to-
davía?
Bermúdez.— Desgraciadamente, no.
Julián.— Usted, sin embargo, ocupa tal posi-
ción. . .
Bermúdez . —Pero la veo amenazada de todos
lados, instable, transitoria quizá, mientras
un acto trascendental no me imponga y
me haga indiscutible. No me forjo ilusio-
nes y por eso ando con piés de plomo. No
he surgido aun de entre los políticos pesa-
dos que cuando caen una vez es para no
levantarse ya, pero que si logran evitar la
caída, llegan á la altura y allí quedan,
inconmovibles. ¡Ya ve usted cuánta razón
26
PAYRÓ
me asiste para rehuir todo nuevo peso!
¡Ya tiene usted explicado por qué no me
apresuro á llenar sus deseos, antes * de
tener, como se dice, la sartén por el man-
go! Usted estudia y piensa; yo actúo. Usted
no sabe que pedido denegado es, para el
mismo que lo niega, una invitación, una
incitación á la hostilidad.
Julián. — ¡Qué teoría, ó qué sofisma tan cu-
rioso!
Bermúdez . — No es sofisma, Julián. Suponga
que, haciendo lo que más deseo, me pre-
sentara á un ministro pidiendo un destino
para usted,— el que usted merece, que no es
ni puede ser poca cosa. Suponga lo más
probable: que me lo negara. Yo insistiría;
él también, con tanta mayor razón cuanto
que no soy todavía ni un apoyo fuerte ni
un opositor peligroso, y hay cien preten-
dientes en mucho mejores condiciones que
yo. ¿Qué ocurriría entonces? Que, al reti-
rarme, el ministro se quedaría diciéndose;
«Ese es ya mi enemigo» ¡Y como el que
pega primero pega dos veces, el ministro
rompería las hostilidades, me perseguiría,
yo quedaría sin ese amigo, y usted tan sin
el empleo como antes! . . . ¿Comprende us-
ted por qué no quiero precipitarme?
Julián. —Puede que tenga usted razón. . . Pe-
ro bien podría ensayar, tantear el terreno,
y si lo encuentra propicio. . .
Bermúdez . — Eso haré... Pero necesito tiem-
po... No es posible jugar el todo por el
todo, poner el capital sobre una mala carta.
Julián {que va poniéndo nervioso).— K mí sí
que me parece haberlo puesto sobre una
pésima.
Bermúdez . —¿Qué quiere usted decir?
Julián.— ¡Nada!. .. {acalorado) ¿Le parece posi-
ble esperar, esperar siempre, durante vein-
te años, dar la sangre, la vida, hasta la
última partícula de fósforo que queda en el
cerebro, verse envejecer, sentirse enfermo,
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
27
gastado, vacilante y buscaren vano, el sín-
toma de una mudanza, de una mejora, sin
vislumbrar ni el alboreo del triunfo? ¡Le
parece posible vivir para los otros, verles
brillar con la propia luz, y no morirse de
rabia y de envidia! ¡De envidia de los que
son menos, de los que siempre serán
menos, de los parásitos de su espíritu! ¿Le
parece posible?
Bermúdez.— Amigo mío, usted se exalta con-
tra lo que es razón, contra lo que es expe-
riencia.
Julián.— ¡Me exalto contraía iniquidad!
Bermúdez. — Yo le juro que me animan los me-
jores sentimientos, que le admiro á usted
por lo mucho que vale, que le respeto por
su nobleza, y que nada hará disminuir mi
gratitud .
Tulián.— ¡ Palabras, palabras, palabrasl
Bermúdez.— A la prueba me remito. Es usted
demasiado vehemente, pero comprendo las
causas y las encuentro poderosas... Es-
tamos en una época harto difícil. Recuerde
usted lo que ha de sentir todos los días:
que el dinero es hoy la palanca formida-
ble, casi la única enérgica. Ahora bien, yo
no soy rico. Si lo fuera, usted sería ya uno
de los guías de este pueblo. Si llego á la
riqueza ó al poder, usted lo será, para bien
mío y de todos. ¿Está usted conforme? ¡Va-
mos! ¡un poco de caima!
Julián.— Sí {irónico). Estoy tranquilo.
Bermúdez.— Entonces. . . (levantándose).
Julián.— ¡Entonces, búsqueme usted empleo!
¡Me lo debe usted!. . . ¡Quiero salir de esta
horrenda, de esta maldita, de esta repug-
nante miseria!
Bermúdez.— Se lo debo . . Y pagaré. . .
Julián. -¿Cuándo?
Bermúdez.— Ya lo he dicho: en cuanto me sea
posible.
Julián.— Nunca, pues . . ,
28
PAYRÓ
Bermúdez.— Es usted un niño y duda del úni-
co de quien no debiera dudar. . . A propó-
sito: le traigo una pequeña cantidad... No
es mucho; siempre quedaré siendo su deu-
dor moral y materialmente. ¡Hombre!
debo haberla olvidado sobre el escrito-
rio... era una letra... Sí, no la traigo con-,
migo. ¡Qué cabeza!. . Pero se la enviaré
en seguida.
Julián (sarcástico)— Como usted guste.
"Bermúdez.— Vaya: hasta pronto. Déme usted
la mano. .. Confíe. . . O dude, no impor-
ta.. . ¡A fe de hombre honrado, cuando me
necesite me hallará junto á usted.— Adiós.
( Vase) .
Julián (solo)— ¡Farsante!
(Medita un momento, muy agitado),
ESCENA IX
JULIAN-INES
Inés.— ¿Era él, verdad?
Julián— Sí.
Inés.— ¿Por qué te has puesto tan nervioso?
¿Alguna contrariedad?
Julián.— No, no. Un poco de dolor de cabeza.
Inés.— ¡Te has incomodado con élf
Julián.— No, te aseguro. He hablado, nada
más.
Inés —¿El empleo?
Julián.— Hay que esperar. . . todavía. . . No es
momento oportuno. Tiene que afianzarse
un poco más antes de pedir. . . (cambiando
de tono) ¡Ah, la expectativa, la expectati-
va! ¡Veinte interminables años de expec-
tativa! ... #
Inés.— No seas extremoso: ¡caes de la alegría
en la desesperación! No te alteres así.
Hablemos de otra cosa. ¿Te trajo dinero?
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
29
Julián.— No. Traía una letra, pero la dejó ol-
vidada en casa.
Inés . —¿Olvidada?
Julián.— Sí. Ahora me la enviará.
Inés. — jAh!
Julián.— ¿Qué? ¿Dudas?. . . Pues yo... también
sospecho que se habrá avergonzado del
monto y evita pagarme personalmente. . .
quinientos ó seiscientos pesos. El com-
prende la situación y... Pero dices bien:
no hay que afligirse. ¡Abramos los pul-
mones al buen viento, refresquemos el
corazón, alegrémonos, confiemos!. . El
pesimismo es una mala droga!... ¿Y mi
viejecita?
Inés.— Se le ha ocurrido ayudarme á cocinar.
Está preparando un plato que, según dice,
era tu delicia cuando niño.
Julián.— ¡Qué señora!
Inés.— Yo, entretanto, voy á poner la mesa.
{Lo hace).
ulián.— Te ayudaré. {Lo hace).
nés.— Tira del mantel.
Julián.— Ya está.
Inés.— El vino.
Julián.— El pan. . . Tomaré un trago.
Inés.— Te hace tanto daño... Hoy estás tan
bien. . .
Julián —Es el mejor tónico: estoy cansado de
arsénico, y estrignina y fósforo y de los cien
venenos que preconizan los médicos.
Inés. —Es que abusas hasta de eso.
Julián.— ¡Vamos, vamos, mujer!
Inés.— Debías consultar. . . Pedir un método.
Julián.— ¡Tontería! Ahí {por la biblioteca) es-
tán mis facultativos. Sé perfectamente lo
que tengo, que puede llamarse neuraste-
nia, anemia cerebral, cualquier cosa; pero
que, en definitiva, no es sino exceso eró
nico de trabajo.
Inés.— Y de oirás cosas, Julián. Eres excesi-
vo en todo. Yo también he leído, y sé que
con método . . .
Bü
PAYRÓ
Julián. - Acabarás por recetarme como el
médico aquel vecino nuestro que me vió
últimamente: Campo, ejercicio al aire li-
bre, completo reposo mental durante seis
ú ocho meses. Recetas que deberían es-
cribirse en billetes de banco, para ser
aplicables á gente como nosotros {risueño).
escena x
Dichos— AMALIA
Amalia— Aquello marcha á pedir de boca.
Inés.— Y la mesa está puesta.
Julián.— De modo que antes de media hora
podremos sentarnos á almorzar... Por-
que si el que usted prepara es aquel pla-
tito de mis amores, exige unos cuarenta ó
cuarenta y cinco minutos ¿acerté?
Amalia —Pues ése es, sí señor.
Inés.— ¿Llaman?
Amalia.— Creo que sí.
Inés.— A ver (asomándose). Otro amigóte.
Julián (asomándose también)— José Cienfue-
gos. Yo le mandé llamar ( Ala puerta).
Entra, entra, hombre» ¿A qué vienen esos
cumplidos?
ESCENA XI
Dichos — JOSE
José.— Señoras: Al pasar me avisó Ernesto
que me aguardabas. Y he venido á in-
vitarte para que almorcemos juntos los
tres.
Julián. — Imposible. Ya ves (señalando á
Amalia).
Amalia. — Por mí no se prive, Julián.
Inés.— Julián. . . por favor... semejante desai-
re á la señora. . .
ÉL TRIUNFO DE LOS OTROS Bl
Julián.— Si no pienso, hija, sí no pienso. Tú
me disculparás José, y otro día. . .
José.— Sí, sí. Perfectamente. Sólo que, co-
mo Ernesto vendrá á buscarme. . .
Julián.— Aguárdale, hombre, siéntate.
Inés {por cumplido)—^! desean ustedes almor-
zar con nosotros. . .
José— Mil gracias, señora. Se trata de toda
una exploración... una fonda nueva que
hemos descubierto á poca distancia de
aquí, en la calle Ombúes. . . /
Julián. — ¡Ah, sil La fonda de la Buena Sopa!
José.— Eso es. Y vamos á poner la sopa á
prueba.
Inés (á Amalia)—^ supiera usted cuanto me
alegro de que no vaya con ellos! . . . Por-
que siempre. . .
Amalia.— ¿Siempre?
Inés {reprimiéndose) — Le sucede algo des-
. agradable.
Julián —¿No te llevarás ahora eso?
José.— ¿Qué?
Julián —¿No te dijo Ernesto?
José— Ah, sí, el. . .
Inés.— Vamos señora. Ellos tienen que hablar,
y nosotras que atender á nuestras cosas.
Amalia {riendo, á Inés)-^ Este Julián es el
hombre de los misterios.
Inés.— De los misterios ajenos.
escena xii
JULIAN -JOSE
José.— Preguntabas si me llevaría ahora el
manuscrito.
. Julián.— Sí.
José.— Dámelo. Debo entregarlo hoy mismo
pues la empresa piensa ponerlo en esce-
na inmediatamente, ensayando día y no-
che.
Julián.— Te felicito. Aquí lo tienes.
B2 payro
José.— Gracias. . . Veamos... (Examina rápi-
damente la obra).
fPero esto está completamente rehecho!
Julián.— Disculpa. . . Como me autorizaste...
José.— Lo has escrito todo sobre mis mismos
renglones!
Julián.— ¡Verás que no es malo!
JosÉ.j— Qué ha de ser hombre! ¡Será soberbio!
Julián —Creí que te enfadabas. . . que me acu-
sabas de haberme extralimitado.
José.— ¡Muy por el contrario, Julián, mi que-
rido Julián! ¡Cuánto te agradezco.^ ¡Eres
un grande hombre! ¡Tienes un inmenso
talento y un corazón de oro! Anoche mis-
mo lo decía.
Julián {ligero sarcasmo)— ¿Anoche, eh?
José,— ¡Sil En una rueda de amigos intelec-
tuales. ¿No te lo ha contado Ernesto?
Julián {seriamente)— Sí. Y yo también te lo
agradezco, José.
José— A propósito. Supongo que. . . (señal de
silencio).
Julián.— ¡Absoluto! No me convendría decir-
lo. Me lloverían los originales.
José.— Y yo no te lo perdonaría jamás!
Julián.— ¡Ah, já, já!
José. --Es lógico, porque so capa de amistad,
cometerías conmigo la más negra de las
perfidias.
Julián.— ¡No te adelantes á los sucesos, hom-
bre! (riendo) Nunca se me ocurrirá se-
mejante cosa, una traición tan abomina-
ble, según dices. Lejos de eso, gozaré
con tu triunfo, porque desde ahora te vati-
cino un triunfo ruidoso, un éxito colosal,
como suelen rezar los programas.
José.— Sí; yo también creo... con tus indica-
ciones. . . con tus. . .
Julián.— Ligeras modificaciones (en serio).
José (algo extrañado al principio * acepta sin
embargo las palabras).— Ligeras modifica-
ciones, el drama se impondrá... Pero no
Ml triunfo de los otros 83
podré presentarlo hasta mañana. . . copiad o
de nuevo ... Se verían las . . .
Julián.— Indicaciones.
José.— Eso es... Aquí viene Ernesto.
Julián.— No. Es un mensajero. jEl que espe-
raba! ¡Inés, Inés!
José.— Si incomodo . . .
Julián.— No, hombre. Aguarda á Ernesto. No
tardará .
ESCENA xiii
Dichos— El Mensajero
Mensajero.— ¿Don Julián Gómez?
ÍULiÁN.— Soy yo.
Iensajero.— Esta carta...
Íulian.— Dámela (va á abrirla)
Iensajero.— ¿ Quiere usted firmarme el re-
cibo ?
Íulian.— Sí. Trae.
Iensajero.— Tome usted.
Julián {reparando en la gorra)— Pero.. . dime
¿tú eres de este barrio?
Mensajero.— Sí, señor.
Julián— ¿Dónde está tu oficina?
Mensajero— A poca distancia de aquí; en la
calle. . .
Íulian.— Y esta carta ¿quién te la dió?
Iensajero.— Un caballero que venía en ca-
rruaje de esta dirección. Me dijo que
aguardara un rato, antes de salir, y aguar-
dé. Si he hecho mal. . .
Julián.— No. Toma el recibo. . .
Mensajero.— ¿Para el mensajero, señor? (Pi-
diendo la propina).
Julián Ten (Busca en el chaleco y no en-
cuentra).
José.— Yo tengo suelto. Toma.
Mensajero.— Gracias. (Vase).
Julián.— (Rompe el sobre, y cambiando de
idea corre á detener al mensajero).— Eh,
chico, espera! }Se marchó! ¡Inés! jlnés!
34
PAYRÓ
ESCENA XIV
Dichos— INES— AMALIA
Inés.— ¿Qué me quieres?
Julián— ¡No te dije que Bermúdez!. . . Traia
la carta en el bolsillo y no se atrevió. . .
La ha mandado por un mensajero del ba-
rrio . . Seguro que. . .
Inés.— Puede ser un exceso de delicadeza.
Tranquilízate y lee.
Julián.- Esta es la letra. Aquí hay, también
una esquela. Disculpa un momento, José.
José.— Disculpado .
Julián.— «Mi estimado, etc.. Lo exiguo de
la suma no está en relación con lo que le
debo ni con mi gratitud.» ¿Ves? ¿Lo ves?
Inés— Dame la letra.
Julián.— ¡No! Quita.
Inés.— ¡Dlmela, te lo suplico!. . .
] ulian — ( Lee la letra y entra en un gran fu-
ror, paseándose, gesticulando y lanzando
sordas interjecciones) .
escena xv
Dichos- ERNESTO
Ernesto {Entrando alegremente)— ¿Vamos á
almorzar? ¿Tienes los libros?
Julián. — Sí, ahí están.
José (á Julián).— Pero ¿qué te pasa?
Julián.— j Ah, infame,: vil, vampiro! ¡Ah, no
puede tenerse menos vergüenza, menos
pudor! Mira.
Inés.— Cincuenta pesos. . . Nada . . Jesús, Dios
mío.
Amalia.— Niña. ¿Tú también f laqueas? Re
cuerda lo que acabas de decirme: «Yo se-
ré la esposa, la madre, y el sostén»!
Inés.— Tiene usted razón.
) ulian (Paseándose con furor) .— ¡Ah, si lo tu
viera sí lo tuviera aquí!... (Escribe fe-
EL triunfo de los otros 35
brilmente una esquela, quita la letra á
Inés, pone todo en un sobre y la dice:) En-
vía esto inmediatamente por un mensa-
jero.
Inés.— ¡Alguna locura que le hará romper con
ese hombre. {La guarda),
Julián.-— Vamos, muchachos! Necesito... ne-
cesito aturdirme, olvidarme de mí mismo.
¡Inés, el sombrero! ¡Vamos!
Inés.— ¡Julián, por Dios! ¡Tu salud, tu vida,
mí vida!
Julián.— ¡Déjame!
Inés.— No; no irás; no irás.
Julián —¡Si, iré! ¡Mi sombrero!
Inés. — {En voz baja y reconcentrada)— ¿Y eres
tú el hombre grande, el hombre fuerte, el
que se eleva sobre los demás y ha de do-
minarlos un día? ¿Tú, que á la primera
contrariedad, al primer tropiezo flaqueas
y te doblas como una mujerzuela?
Julián.— ( Terrible)— ¡Inés!
Inés.— Perdona. Perdóname. ¡Estoy loca! ¿Sa-
bes por qué te lo digo?... {como sonámbu-
la). Porque era tan feliz viéndote sano,
porque me alegraba tanto de que almor-
zaras conmigo, con Amalia, recordando
los tiempos felices, proyectando la dicha
que vendrá. . .
Amalia.— {Risueña).— No creía verme desai-
rada. ¡Las cocineras de afición tenemos
tanta vanidad! ¡Pero ya se fueron los «re-
cuerdos, encantos y alegrías»...
Julián.— {Conmovido)— Señora. . Mi Inés. . .
Almorzaré aquí; me quedo. Tienes razón.
José, Ernesto: vayan Vv., yo estaré allí á
la hora del café.
Ernesto.— ¿ Decididamente, no nos acompa-
ñas?
Julián.— No.
José — Hasta de aquí un rato, entonces. A los
piés de Vv., señoras.
36
PAYRÓ
ESCENA XVI
JULIAN— INES— AMALIA
Amalia.— Yo corro á la cocina, á servir el al-
muerzo {aparte á Inés). Después busque
usted el medio de que no salga.
Inés.— Ya lo tengo.
Amalia— Voy, pues. ( Vase).
ESCENA XVII
JULIAN-INES
Inés.— Gracias, Julián. ¡Como te quiero! ¡Qué
bueno eres!
Julián. -\Y tu, qué caprichosilla!
Inés.— jlbas á. . .
Julián.— A desahogarme de este volcán que
tengo en el pecho . A soñar en un mundo
más justo, en una humanidad mejor, en el
laurel, en el premio. . .
Inés.— ¿No te lo dan mis brazos?
Julián.— Sí. . . (con reticencia) para el co-
razón . .
(Julián en sus brazos: se ve que está profundamente con-
movido).
TELÓN
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
37
ACTO SEGUNDO
La misma decoración
ESCENA I
INES, en seguida AMALIA
Inés arregla la habitación. Al cabo de un momento en-
tra doña Amalia de la calle.
Amalia . —¿Cómo sigue el enfermo?
Inés.— Mejor, mucho mejor. Desde ayer está
más tranquilo.
Amalia.— ¿Y la depresión nerviosa?
Inés.— Está más animado también.
Amalia.— Me alarmó mucho.
Inés.— ¡Oh! jy á mí! Nunca lo había visto
tan mal.
Amalia.— Las contrariedades io desequilibran,
lo matan. . .
Inés.— Porque no puede contenerse; diríase
que lo arrastra una fuerza ajena á él, á su
voluntad.
Amalia.— ¿Qué hace ahora?
Inés.— Hace un momento dormía (se asoma,
izquierda). Sí, duerme.
Amalia.— Eso le hará bien.
Inés.— Cae en unos sopores de que nada lo
arranca y que me asustan. ..
Amalia. — El descanso es saludable. ¿Lo vió el
médico?
Inés.— No. Se pondría furioso si lo llamara.
Se exaltaría más y hay que evitarlo . . .
Amalia.— ¿De modo que aquel día salió en
cuanto me marché?
Inés.— Si, fué á reunirse con sus amigos...
Yo, en cierto modo tuve la culpa. jPor
38
PAYRÓ
más que lo estudio, nunca encuentro la ma-
nera de tratarlo! No tengo tacto . . .
Amalia.— ¿Qué no?. . .
Inés.— Y él es tan susceptible, está tan irrita-
ble, tan versátil. . . Después de marcharse
usted conversábamos cariñosamente, cuan-
do se me ocurrió repetirle que debía rom-
per con sus falsos amigos, como se lo he
dicho tantas veces. Me contestó que su
amistad no podía traerle malas consecuen-
cias, que lo entretenía, que era un des
ahogo fatalmente necesario para él, en la
asfixia que lo sofoca. Insistí y se irritó.
Quise calmarlo, pero ya era tarde: tomó
el sombrero, salió y. . .
Amalia— Dígamelo usted todo, hija mía: soy
^ una madre para él.
Inés.— Y no volvió hasta la mañana jen qué
estado, Dios mío! Desencajado, trémulo,
vacilante, con la vista extraviada, parecía
loco ó á punto de enloquecer... Cayó en
cama deshecho, como un harapo humano,
para despertar después convulso, abatido,
sin memoria, sin voluntad. . .
Amalia. —¡Pobre Julián! ¡Pobre hija mía!...
¿Pero él, no comprende todo el daño que
se hace?
Inés.— Lo comprende, sí; maldice los excesos
y después... como si quisiera dar una
aplicación agotadora á su energía, vuelve
á caer en ellos sin pensar en las conse-
cuencias. ¿Será posible que hombres como
Julián sufran semejantes extravíos, corran
al suicidio á la primera contrariedad, pier-
dan el valor y la inteligencia y sean con-
tradictorios consigo mismos/ fluctuando
entre dos extremos, entre la sublimidad
de la idea y la bajeza del sensualismo?
¿Cómo se explican, cómo puede usted ex-
plicar estas cosas?
Amalia.— Yo no lo explico, Inés; soy una po-
bre mujer y no puedo acompañarte en tan
hondas reflexiones. Yo no tuve un marido
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
39
como tu Julián, á cuyo lado sólo apren-
diste á enconar tus heridas, creyendo des-
cubrir el misterio de las cosas... Pero
creo que la imaginación, como la luz, irra-
dia en todos sentidos y tanto va hacia
arriba como hacia abajo, Julián exagera
y magnifica la felicidad; exagerará y ma-
nificará también la desgracia. ¡Es tan sen-
sible! Cuando niño, una nada lo llenaba
de júbilo y entusiasmo, y otra lo sumía
en las lágrimas y la desesperación. Aho-
ra es lo mismo. Si asoma la esperanza,
espera con toda su alma y todo su cora-
zón, vuelve a ser niño; si viene el desen-
canto, su desesperación es también infan-
til.. . satánica en un hombre. . .
Inés.— ¿Cómo remediarlo?
Amalia.— Habría un remedio. . .
Inés.— Diga, diga usted.
Amalia.— La felicidad.
Inés.— ¡Ay! Desgraciadamente no depende de
. mí. Julián me quiere, pero á su manera.
¡Oh, no estoy celosa! Es incapaz i e amar
á otra mujer. . . Pero no vive para mí, lo
abrasa una pasión interna, impersonal, que
podría llamarse ambición, si esa palabra
no rebajara el concepto. . . ¡Es el ansia de
actuar, de ocupar su tiempo en grandes
obras, de satisfacer su necesidad de pro-
ducción, de hacerse admirar, de ser jefe,
cabeza, eje de algo, de mucho, de todo!...
Esta pasión prima. . . Yo ocupo el segundo
lugar en su alma, y ¡cuántos dolores me
ha costado resignarme!
Amalia.— ¿Y hoy?
Inés.— Hoy he confundido mi alma con la su-
ya, y quiero lo mismo que él, para él, co-
mo él lo quiere ¡Ah! pero «eso» no, «eso»
no, nunca!
Amalia.— 'después de una pansa)— Entonces. . .
es preciso que triunfe. En la derrota, en la
miseria será. . .
Inés.— ¿Será?
40
PA\RÓ
Amalia {eludiendo).— ¡Muy desgraciado!
Inés. - Y eso, la miseria, la derrota es lo que
nos espera. ¡A usted puedo decírselo todo,
y yo también necesito desahogarme, quejar-
me por última, por primera y última vezl
Amalia.— ¡Habla, hija mía, habla!
Inés. — Se lo oculto á Julián, porque lo mataría,
pero fatalmente llegará á saberlo... La
situación es insostenible. Las deudas cre-
cen y no se pagan. . . El no puede traba-
jar... Hay una letra protestada... Los
proveedores nos han cerrado el crédito, el
casero nos desaloja, la catástrofe llega...
Amalia.— ¿Pero no esperaba Julián cierto di-
nero?
Inés.— Sí. Lo esperaba: pero usted asistió á
la escena, cuando llegó á sus manos...
Acmello bastaba apenas para lo más apre-
miante... Julián, desesperado, me mandó
devolverlo con una carta en que rompía
definitivamente con Bermúdez. No devol-
ví el dinero. No envié la carta.
Amalia . — ¡Cómo!
Inés.— No me arrepiento . He evitado así una
nueva locura de Julián, y he retardado la
catástrofe. La carta le quitaba el único
aliado con que quizá cuente hoy, porque
ese hombre lo necesita, no puede «ser», no
puede subsistir sin mi Julián, que le decía:
«Sólo mi dignidad y el respeto que por mí
mismo tengo, me impiden revelar que es
usted un impudente grajo, así como el
triste papel de apuntador á que las cir-
cunstancias me condenan. Guarde usted
esa suma tan mezquina y ridicula como su
corazón y mismo intelecto» . Después de
semejantes insultos, usted comprende que
no quedaba compostura posible. . .
Amalia.— Lo había merecido, pero nunca se
puede decir toda la verdad. Hizo usted
bien. . .
Inés.— -Con todo, solo he conseguido una tre-
gua. . . Julián pierde la cabeza frente á las
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
41
exigencias materiales de la vida. Así co-
mo ignora el valor del dinero cuando lo
tiene, así también no acierta á procurárse-
lo cuando le hace falta . . . Ahí está su única
falla: carece por completo, en absoluto de
espíritu práctico. Si lo tuviera sería el
«hombre perfecto». . . ¡Oh, tiemblo al pen-
sar que de un momento á otro verá for-
zosamente la situación! . . .
Amalia.— Yo tengo algunas economías... muy
poca cosa ... y si en un momento dado . . .
Inés.— Gracias, señora, gracias... Sería una
gota de agua en un arenal.
Amalia. —Sin embargo. . .
ESCENA II
Dichos-ERNESTO
Ernesto.— ¿Dan ustedes su permiso? (se conoce
que ha bebido).
Inés.— Pase usted.
Ernesto.— Creí que Julián estuviese trabajando.
Inés.— No: en este momento duerme.
Ernesto.— Se acostaría tarde. . .
Inés.— No; ha estado mal... enfermo.
Ernesto.— ¡Ahí
Inés.— Pero siéntese usted; tengo algo que pe-
dirle.
Ernesto . —¿A mí, señora?
Inés — Que suplicarle, mejor dicho.
Ernesto.— No atino. Pero estoy incondicional-
mente á sus órdenes, señora.
Inés.— Es un asunto algo delicado y no qui-
siera... ofenderlo á usted |por el contra-
rio! Lo primero gue le pido, pues, es que
no tome á mal mis palabras.
Ernesto. - Señora. . . cuente usted con. . .
Inés.— Y perdone, también, que le hable en
presencia de mi amiga. Está al corrien-
te,. . Conoce el mundo. . ,
Ernesto (inclinándose)— Señora.
Inés.— Pues, , . (haciendo un esfuerzo) Julián
42 PAYRÓ
tiene malos amigo.r, le rodean gentes que
no se preocupan de su salud, ni de su fa-
ma, ni de su inteligencia.
Ernesto. — Señora... yo., no...
Inés.— Lo sé. Por eso me dirijo á usted, al que
más le quiere, al que menos lo envi-
dia, porque sigue otro camino.
Ernesto.— ¡Eso puede usted proclamarlo bien
alto! . . . Pero ¿los malos amigos?. . .
Inés. -Usted me escuchará y me prometerá,
después, hacer lo que fe pido: ponerse
entre esos hombres y Julián, impedir que
lo arrastren á los excesos que lo matan,
débil y enfermo de cuerpo, y abrumado
hasta lo inaudito de fatiga intelectual...
Ernesto . —¿Tanto?
Inés.— Sí; Ellos lo saben y, sin embargo, apro-
vechan todas sus excitaciones, todas sus
contrariedades, para conducirlo... ¡al ol-
vido, dicen! já la muerte ó al... {quiere
decir manicomio, pero no puede).
Ernesto {levantándose más ebrio). — Señora. . .
¡Sí, es verdad!... Hay algunos envidiosos,
criminales... Pero yo, no; eso, sí: yo ja-
más. Siempre le aconsejo que se modere. . .
trato de disuadirlo, de impedirle...
Inés —Pero le acompaña.
Ernesto. — Precisamente para contenerlo. . .
para no dejarlo solo por ahí. . . Pero desde
hoy {tiende la mano), desde hoy le juro á
usted por lo más sagrado, que haré lo que
me pide: que me pondré entre esos hom-
bres y Julián. ¡Eso es! ¡entre esos hom-
bres y Julián! ¡Lo quiero tanto! {compun-
gido) Es mi mejor amigo, mi hermano. . .
Inés . —Entonces ¿me lo promete usted...?
Ernesto.— ¡Señora! ¡Lo he jurado!
Inés.— Déme usted la mano. Gracias. Viera.
Ernesto.— ¡AJh, señora! {estrechándole la mano)
Amalia.— ¡Yo también quiero estrecharle la
mano! ¡Cumpla usted su promesa, y Dios
se lo pagará!... Julián mismo sabrá agra-
decérselo más tarde.
EL TRIUNFO DE LOS OTROS 43
Ernesto . —Estoy seguro, señora... {pausa).
¿De modo que no podré verlo por el mo-
mento?
Inés. —Salvo que sea algo urgente, pues en tal
caso lo despertaría.
Ernesto — No. Es á propósito de «Anónimo».
Inés.— ¡El drama!
Amalia.— ¿Cuándo se representa?
Ernesto.— Aquí está el manuscrito. ¡Oh! ¡Es
admirable! ¡Una obra maestra! ¡Todos
lo dicen! ¡Es digno coronamiento á la la-
bor de Julián en estos últimos años!
Inés.— Pero ¿por qué trae usted el manuscrito
entonces?
Ernesto.— Porque no lo quieren representar.
Inés . —¿Que no lo . . .
Amalia. —¿Cómo dice usted?
Ernesto . —Que no quieren representarlo .
Inés.— ¿Quién?
Ernesto.— Nadie, señora. Ninguna de las em-
presas lo acepta. Lo mismo donde lo le-
yeron que donde no lo han leído.
Inés.— Pero ¿por qué. . . por qué?. . .
Ernesto • —Unos dicen que no es teatral, otros
que es demasiado nebuloso y tétrico. Dos
ó tres aconsejan al autor que desarrolle el
asunto en forma de novela. . . Creo que es
lo más acertado.
Inés (arrebatándoselo)~\Deme usted! ¡No sabe
lo que dice!
Ernesto . —Señora . . . yo, señora . . . Ya dije
que es una obra maestra, en mi opinión.
Pero ¿quién puede imponerse á un empre-
sario? ¿Quién les quita de la cabeza lo que
se les ocurre?. . .
Amalia.— Pero usted... ¿no se había compro-
metido?. . .
Ernesto.— El hombre propone y Dios dispone,
señora. Cosas son esas que no está en mi
mano remediar. . .
Inés.— Entonces! . . .
ürnesto.— Siento mucho haberles dado tan
mala noticia. . . Pero. . . hay que confor
44 paVró
marse... Volveré á ver á Julián... Se-
ñoras... Soy muy servidor de ustedes.
{solemne) ;Y lo dicho, dicho!
Amalia.— Confiamos en usted.
Ernesto— En cuanto al drama... ¡Yo lo he
leído! ;Obras así no mueren! ¡Yo lo he
leído y sé!
ESCENA III
INES, AMALIA
Amalia.— ¡Otro golpe!
Inés.— El peor de todos... Julián confiaba
tanto en su obra!
Amalia.— Será preciso no decirle...
Inés. —Naturalmente.
Amalia.— Y. . . ¿confía usted en que ese hom-
bre cumplirá su palabra?
Inés. - No.
Amalia.— ¡Entonces!. . .
Inés.— Entonces tendré el derecho de arrojar-
lo de esta casa; y lo arrojaré... {desde-
ñosamente) ¡Qué ha leído el drama! . . . ¡Yo
sí que lo he leído, escena por escena,
cuartilla por cuartilla! ¿Leído?. . . ¡Lo he
vivido, lo he sufrido, me envuelve aún con
sus tenebrosos infortunios!. . . ¡Oh, desgra-
ciado «Anónimo>, yo también, como tu es-
posa, puedo exclamar (lee): «¡Qué negra
es esta vida! ¡Qué fúnebres son estos últi-
mos fulgores de juventud! ¡No! Yo he na-
cido para otra cosa, ¡quiero ser otra cosa!
¡Suerte implacable, pese á tí, haré que mi
alma se abra como una flor y lo perfume
todo en torno mío!» (esto último lo ha di-
cho de memoria).
Amalia — ¡Pobre Inés!
Inés.— Pero no, yo no quiero otro cosa; quiero
«una* sola: ¡el triunfo de Julián!
Amalia.— Y vendrá.
Inés.— Sí; debo creerlo; lo creo; ¡lo espero!
Amalia.— ¡Ah! (al ver á Julián).
ÉL TRIUNFO DE LOS OÍROS
45
ESCENA IV
Dichos-JULIAN
Julián aparece desencajado y vacilante, algo trémulo.
Julián— ¿Qué tienes en la mano?
Inés.— ¿Yo?
Julián.— ¿Por qué lo ocultas?... ¡Ah, señora,
disculpe usted; no la había visto.
Amalia.— ¿Cómo está, Julián?
Julián.— Bien, muy bien. Muéstrame eso.
Inés. -¡Oh, no es nada! es el drama. Leía.
Julián.— Pero ¿cómo está aquí?
Inés — Acaban de traerlo.
Julián— ¿Ernesto?
Inés.— Sí.
Julián— ¿Ya lo han copiado entonces? ¿En qué
teatro?
Inés.— No lo sé. Vino y lo dejó. Volverá más
tarde. . . El te dirá.
Julián.— ¿De modo que no preguntaste?
Inés.— No'.
Julián.— ¿Es cierto, señora?
Amalia— ¡Oh!
Inés.— ¿Crees que soy capaz de engañarte?
Julián —¡Hum! .. . Engañarme, no... Pero es-
te drama aquí... tu indiferencia... Dejas
que dude, quizá por ahorrarme un disgus-
to, un nuevo dolor. . .
Inés.— ¡Por Dios, Julián!
Julián.— Pueden haberlo rechazado. . . ¡Tengo
tan mala suerte!
Amalia.— ¡No diga usted eso!
Julián.— ¡Oh! ¡Pero si no quieren representar-
lo, lo quemaré! Con estas mismas manos
lo convertiré en pavesas, aunque me haga
pedazos el corazón... ¡No irás, ño, á ser
presa de las aves de rapiña!... ¡Antes de-
saparecerás... y yo contigo!
Inés.— ¡No te exaltes así!
Julián.— No me exalto . . . Hago proyectos . . .
Inés.— Terribles. . . criminales proyectos!
46 PAYRÓ
Julián— No te exaltes tú, ahora. Hablo por
hablan
Amalia.— Usted exagera siempre, Julián, el
lado malo de las ~cosas!
Julián.— ¿Yo? PQuién dice tal? ¡Las veo como
son! Estamos rodeados de desgracias y en
plena desgracia. ¡Coma en los pantanos, á
cada esfuerzo por salir, nos hundimos más!
.Debemos tener una letra protestada, el em-
bargo en perspectiva; la casa no se paga qué
sé yo desde cuando; y para colmo de desdi-
chas me es imposible trabajar. . . (Va á to-
mar el sombriro). Voy á ver si encuentro
cómo salir del atolladero.
Inés— No vayas hoy. ¡Estás tan débil!
Julián.— Es preciso.
Inés —¡No, no hay apremio alguno, créeme!
Julián.— Veré á mis amigos y á mis enemigos.
Sé que han de esquivarse, negarse; pero
no importa: debo ensayar. ¡No es posible
seguir así!... ¡Ah, si ese avaro, ese vam-
piro de Bermúdez, no se hubiera burlado de
mí!... Pero hasta ese mismo sacrificio,
haré. . . Iré á verlo, á pesar de la carta, y
si no se arrepiente, si no me pide disculpa,
si no repara lo que me ha hecho, soy ca-
paz. . . Pero qué, ¡si se ha tragado mis in-
sultos, quedándose tan fresco!. . .
Inés.— Tus insultos. . .
Amalia.— La carta...
Julián.— ¿Qué?
Amalia.— No fué enviada.
Julián.— ¿Y quién?...
Amalia.— Yo se lo aconsejé, Julián.
Inés.— No. Yo sola lo hice, por mi propio im-
pulso. . .
Julián . —¡Tú!
Inés.— Te vi tan exaltado, tan fuera de tí...
Julián —¿Conque no mandaste?...
Inés.— La ruptura, los disgustos...
Julián— Y el dinero ¡tampoco mandarías el
dinero!
EL TRIÜNFÓ DE LOS OTROS
Inés.— Tampoco. . . Pero no me mires así,
Julián . . . ¡Lo hice por tu bien, sólo por tu
bien!
Julián. — ¡Hasta mi propia mujer!
Amalia.— ¡Julián, Julián! En nombre de la
razón, en nombre de la equidad ¡no pro-
longue esta escena, por Dios!
Julián.— ¡Pero no mandó la carta! ¿Oye us-
ted? ¡No mandó la carta! ¡No pudo com-
prender que yo lo repetiría á todo el mun-
do, indignado como estaba! ¡Que mis ami-
gos lo propalarían por todas partes! ¡Que
el ridículo me iba á envolver para acabar
de matarme!. . . ¡La traición. . . por un pu-
ñado de dinero que nada remediaría. . . en
mi propia casa, por el ser que más quie-
ro!.. .
Amalia.— ¡Es demasiado!
Inés.— Déjelo usted: son los nervios. . .
Julián.— Es la locura. ¿Por qué no dices la
locura?,.. ¡Ah, sí; es lo que conseguirán
con sus ultrajes, con sus sarcasmos, con
sus traiciones, con su horrenda iniquidad!
¿Qué queréis? ¿Un alma, un corazón, un
cerebro, para pisotearlos y aniquilarlos?...
¡Aquí los tenéis, acjuí los tenéis! . . ¡Pi-
sotead, enlodad, aniquilad! ¡Nadie os pe-
dirá cuenta: es presa vil en que podéis
saciar la sed de envilecimiento y destruc-
ción!
Inés.— ¡Juiián, Julián!
Amalia —¡Hijo mío!
Julián.— Y tú, tú que finges llorar ahora ¿pa-
ra qué estás á mi lado sino para obscu-
recer, para amargar más mi vida misera-
ble?. . .
Inés.— ¡Qué horror! ¡No puedo!... ¡No pue-
do!. . . (retirándose)
Julián . —No, no te irás. ¡Has de escucharme!
Sólo tengo un refugio, uno solo: ¡mi pobre
casa! Y tú, que podrías iluminarla como
un rayo de sol, haces que la huya, que la
odie, porque, con la cara mustia, llena de
iS PAYRO
desconsuelo, te complaces convirtiéndote
en mi eterna acusación. . . ¡Sí! ¡Ya sé que
no tienes palacios, ni sedas, ni joyas! ¡Ya
sé que los soñaste! Pero ¿qué quieres,
dime? ¿Qué me abra las venas? ¡Me las
abriré, ahora mismo! ¡Pero nada reme-
diarás, aunque acabe con mi vida!... ¡No pue-
do, no puedo! . . . ¡Soy un miserable harapo,
una vil armazón impotente! . . . (cae en una
silla).
Amalia (bajo)— ¡Está extraviado!
Inés.— ¡Escúchame, Julián mío! ¡Tu arreba-
to te hace injusto y cruel!
Julián (decayendo).— \No\ ¡No me aflijas más!
¡Apártate y no te acerques hasta que sonrías!
¡Sonríe, sonríe, aunque mientas! ¡Sonríe
para que yo pueda engañarme á mí mismo!
(Transición. Deja caer la cabeza sobre el pecho.
Inés y Amalia lo observan con auáustia).
Inés.— Callemos. Es una crisis nerviosa.
Amalia.— ¡Qué momentos terribles!
Inés— Pronto reaccionará.
Amalia.— ¡Cómo te compadezco, hija mía!
Inés.— No. Compasión, no. Le quiero... y
basta! (Pausa)
Julián. — (alzando débilmente la cabeza) —
¡Inés! . . . Perdóname. . . Estas angustias me
enajenan... No quise ofenderte.. Olvida
esas palabras infames!
Inés.— ¡No he oído, mi Julián!
Julián.— ¡Sé cuánto te debo, desgraciada com-
pañera de cadena! Te he engañado hacién-
date soñar dichas irrealizables, y tú, siem-
pre amante, siempre fiel! . . .
Inés . —Tranquilízate .
Amalia.— Ya pasó todo, Julián. La desespe-
ración hace decir cosas harto amargas;
pero no tienen valor.
Julián.— (<i Inés) Oh, sí. Estoy tranquilo . Har-
to tranquilo porque las ideas se me obs-
curecen y la memoria se me escapa. Todo
lo veo confuso, como en la niebla...
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
49
Amalia.— Tome usted un poco de agua {ofre-
ciéndosela).
Julián. —No. Más bien un estimulante cualquie-
ra. Es la sacudida, después del exceso de
trabajo mental. . .
Inés —Estimulantes, no, ¡por Dios! Deja que
la naturaleza reaccione por sí misma. Eso
es la salud.
Julián.— ¿Y entretanto? ¿Cómo trabajaré? ¡La
receta del descanso y "como efecto la muerte
por hambre! ¿verdad? Ya sé que estos es-
fuerzos acabarán con mi vida ó con mi razón,
pero ¿cómo evitarlos si vivimos de ellos?
Amalia.— Es que no se cuida usted bastante,
Julián: un momento de abandono, cual-
quier desorden. . .
Julián.— Usted también, Amalia, usted tam-
bién contribuye á dar consistencia á la ca-
lumnia? ¡Ah, no lo crea, no lo repita, por
Dios, no lo insinúe siquiera! . . . Esos mise-
rables lo propalan para detenerme en el
camino, para nacerme rodar bien hasta el
fondo!... ¡Ah, no lo diga, usted por lo
menos, no lo diga!
Amalia.— ¡Por Dios, yo le suplico, no he que-
rido significar!. . . ¡Soy una torpe!. . .
Inés.— ¡Mira qué disgusto estás dando á tu
pobre amiga, Julián! ¡Tranquilízate! ¡Toma,
toma bromuro!
Julián— {sin escucharla)—'^ los calumniado-
res saben que trabajo meses, meses ente-
ros, sin descanso, sin tregua, doce horas
diarias, encerrado entre estas cuatro pare-
des! ¡Qué sólo un esclavo atado al remo,
un presidiario de las letras puede produ-
cir lo que he producido! ¡mi obra y la obra
de otros! ¡Que es imposible realizar dece-
nas, centenares de vo!úmenes en medio de
la disipación y de la orgía! ¡Que el califi-
cativo de bohemio no me cuadra sino por
la pobreza! Lo saben, y siembre en acecho,
en emboscada, viles enemigos, falsos ami-
gos, hipócritamente compadecidos,— para
50
PAYRÓ
herir mejor espían el momento en que mi
cabeza es un volcán, en que la tensión va
á hacer estallar mis nervios, en que salgo
como un potro que rompe sus ligaduras y
escapa embriagado de aire y de libertad
antes de respirarlos... ¡Y luego! luego,
enternecidos, van de casa en casa, calum-
niando mi vida entera con la verdad de
un solo minuto! . . .
Amalia.— Sin embargo. . . ¡En un minuto pue-
de cometerse un crimen!
Julián— ¡En! si no me defiendo, si no me dis-
culpo, si no hago la apología del desor-
den... Y al sentir sus efectos, pienso que
puedo acabar como tantos neurópatas: lo-
co ó idiota, suicida ó megalómano. ¡Quizá
lo sea ya! . . . Por ésta me espanto. Por
mí... ¡por mí nada me importa! ¡Quisiera
acabar sin pensamiento, de pronto, así, co-
mo una bugía en una corriente de aire!
¡No pensar! ¡No sufrir! {abrumado otra vez).
Amalia.— {aparté)— Hagámoslo cambiar de te-
ma.
Inés.— {aparte)— Sí.
Amalia.— Dígame usted, Julián...
Inés.— ¿Por qué no le escribes á Bermúdez?
Julián.— ¿A Bermúdez?
Amalia.— Es razonable.
Inés.— Expónle en dos palabras la situación.
Julián— ¿Pero cómo te imaginas? . . .
Inés.— ¡Oh! sin detalles: le dices que varios com-
promisos. . .
Julián.— Después de. . .
Amalia.— La carta no llegó.
Inés.— El discurso le fué muy aplaudido.
Julián.— ¡Sabías!
Inés.— ¿Cómo quieres que no lo sepa, Julián?
Julián.— Lo pensaré . . . Preferiría verlo, ha-
blarle . . .
Inés.— Te exaltarás.
Julián.— No. Iré mañana, más tranquilo. Aho-
ra tengo un cansancio, una depresión, . .
Inés.— Acuéstate un rato.
EL TRIUNFO DE LOS OTROS 51
Julián.— Sí. La cabeza parece rompérseme.
Amalia. — Sí, acuéstese usted.
Inés.— Ven. te arreglaré la cama.
(Lo lleva como á un niño)
Amalia. — ¡Desgraciados! ¡Desgraciados los
dos!
escena v
AMALIA, luego BERMUDEZ
Amalia.— ¿Un carruaje?
{Llaman á la puerta de la derecha).
Amalia . — Adelante .
Bermúdez.— Señora. . . ¿PodrLi hablar condón
Julián?
Amalia.— Creo. . . {con una idea). Sí, señor:
en seguida.
Bermúdez.— No se moleste usted.
Amalia.— Iba adentro; le avisaré de paso.
Bermúdez.— Muchísimas gracias.
Amalia.— Siéntese usted. Vendrá al momenta
Bermúdez.— Perfectamente. ( Vase Amalia).
escena vi
BERMUDEZ
Bermúdez se pasea por la habitación, examina distraída-
mente la biblioteca. Luego saca varios papeles del
bolsillo y elige algunos, con los que se queda en la
mano. La escena debe durar apenas lo bastante para
dar una leve impresión de tardanza y de expectativa.
ESCENA VII
BERMUDEZ-INES
Inés.— Julián tardará un instante, señor Ber-
múdez, y quiero aprovecharlo para hablar
dos palabras con usted.
Bermúdez.— Señora, aunque no tengo el ho-
nor . . .
52
PAYRÓ
Inés.— Soy la esposa de Julián, y debo comen-
zar por asegurarle que ignora el paso que
doy en este momento. ¡Es, por otra parte,
un momento solemne!
Bermúdez.— La escucho á usted.
Inés.— Julián está enfermo, mucho más enfer-
mo de lo que él cree, quizá de lo que creo
yo misma... Vacilante, desesperado, su
entereza y su iniciativa fluctúan... No sa-
be qué hacer... El trabajo excesivo co-
menzó por agotarle las fuerzas físicas
é intelectuales... ahora lo está matan-
do...
Bermúdez.— ¡Señora! cuanto yo pueda hacer...
Inés .— {Continuando). Vd. sabe que era muy
nervioso, muy exaltado, extremadísimo en
todo. . . Hoy "está mucho peor: tiene tre-
mendas explosiones, á las que siguen de-
caimientos mortales... Temo mucho por
él! ¡Por ese camino se llega, voluntaria ó
involuntariamente á cosas... á cosas ter-
ribles, que se imponen de pronto como una
fatalidad! . .
Bermúdez.— Quiere usted decir que está...
Inés.— ¡¡No!! ¡¡Loco no!! Pero su desesperación
me espanta, porque sé que sus motivos,
en lugar de disminuir, aumentan sin que
lo sepa él... ¡Y cuando lo sepa!... No: ¡la
tormenta debe haber pasado, cuando Ju-
lián despierte de su pesadilla!
Bermúdez.— Si está en mi mano. . .
mano. Julián cree que tiene grave queja
contra usted, no quiero saber si con razón
ó no . . . Cuando venga, seguramente se lo
dirá... ¡Por loque usted más quiera, por
evitar un remordimiento futuro, no le con-
tradiga usted! ¡No lo exaspere usted, por
amor de Dios! Sopórtelo usted todo...
¡Será un acto de verdadero valor, no de
cobardía hipócrita! . . . ¿Puedo esperarlo?
Bermúdez.— Soy muy dueño de mí mismo, se-
ñora, y le aseguro que toleraré más de lo
Inés.— Sí,
lo menos en parte está en su
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
53
tolerable. Pero, si Julián llegara á tales
extremos que. . .
Inés.— ¿Usted lo dejaría, usted se retiraría,
verdad?
Bermúdez.— ¡Oh!
Inés.— Yo seríala primera en proclamar la no-
bleza de su corazón!
Bermúdez.— Me . . . me retiraría, sí, señora.
Inés. -¡Oh, gracias!. . Pero todavía no he ter-
minado mi súplica. Julián piensa reiterarle
un pedido, exigirle el cumplimiento de una
promesa de cuya realización cree pendien-
te su vida. ¡Aunque sea imposible dé-
sela usted por segura! ¡Hay que ganar
tiempo; en su estado es menester tratarlo
como á un niño, acariciar sus ilusiones! . .
¡De ilusiones vive, con ilusiones se susten-
ta desde que todos lo engañan, lo explo-
tan, le sorben la sangre y el cerebro! . .
{conmovida y persuasiva): Usted mismo,
¿qué sería sin él?
Bermúdez —¡Cómo! ¡Julián!..
Inés.— ¡Julián no me ha dicho nada! ¡Julián es
mudo para mí como para los demás! Pero
la mujer que ama tiene un sentido nuevo.
Yo sé para. quien trabaja mi marido, qué
piensa, qué escribe, con quien anda, don-
de va. . . ¡Oh! ustedes no pueden compren-
der estas cosas, no llegan á ellas... Yo
soy un complemento que vive su propia
vida ¡y ni él mismo lo sabe!... Yo le he vis-
to noche y día trabajando para usted, con
tesón, con ahinco, con encarnizamiento, ca-
si con entusiasmo. . . ¡Con entusiasmo, con
verdadero entusiasmo muchas veces! . . Y
quiere usted que lo ignore... ¡Oh, no! ¡no
sería su esposa! . . .
Bermúdez.— ¡Su entrañable afecto me conmue-
ve, señora!
Inés.— Tarde quizá,.. Porque usted ha sido
injusto con Julián. Usted no ha sabido co-
rresponder dignamente á sus sacrificios,
usted ha creído pagarle su cerebro y su
54
PAYRÓ
vida con un puñado de dinero que no al-
canzaba ni para sus más urgentes necesi-
dades . . .
Bermúdez.— ¡Y con mi cariño, con mi respeto,
con mi admiración!
Inés.— No se conocía. . .
Bermúdez.— ¡Señora! Sólo en este momento
comienzo á ver claro... Si la compensa-
ción fué escasa, lo ha sido por dos razones.
Porque no soy rico ni mucho menos, y mi
posición y mi ambición, legítima ó no, me
obligan á enormes gastos, en primer lu-
gar; y en segundo, porque los trabajos que
encomendaba á Julián eran, en mi concep-
to, subsidiarios para él: una especie de
ayuda de costas que venía á mejorar sus
eneradas ordinarias. ¡Como no se trataba
de transportar montañas!. . .
Inés.— ¡Cómo se ve que usted no aprecia su
obra en lo que vale! Supone fruto de la
improvisación lo que es hijo de los desve-
los. ¡No se improvisan esas cosas, se-
ñor!. . . Trate usted de hacerlas. . .
Bermúdez.— Pero él tiene otras ocupaciones. . .
Inés.— ¡Tan aleatorias, tan mal remunera-
v das!... ¡Y sin un apoyo, sin un elemento
seguro, con la zozobra eterna de lo insta-
ble, de lo que puede fallar mañana, de lo
que falla siempre! ¡Si consiguiera usted
para él el empleo que le ha prometido
tantas veces! . . .
Bermúdez*— Lo haré, señora: lo pediié, me
empeñaré, me sacrificaré si es preciso. Y
en caso de no cons?guirlo, siempre le
hallaré un puesto en algún periódico. . .
Inés.— ¡En un periódico! ¡Agotado como está!
¡Seríala muerte!
Bermúdez .—No se alarme usted: un puesto des-
cansado, tranquilo, que le deje tiempo
para reposar ó para dedicarse á otras cosas
que lo animen y reconforten. . .
Inés — -¿Y será pronto?
Bermúdez . —Algo tardará. Imposible hacer
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
55
esto de la noche á la mañana... Dentro
de unos días.
Inés.— ¡No le hable usted así! ¡Afírmele, por
el contrario, que ya tiene su suerte ase-
gurada, que han acabado sus horas de
prueba.
Bermúdez. — Asilo haré, señora. Y en cuanto
á otra clase de urgencias, escríbame us-
ted una palabra, y será servida. . .
Inés. —¡Gracias! ¡Lo esperaba de usted!...
¡ Ah! Dele usted la noticia antes de que él
le hable. . • Así se evitará. . .
ESCENA VIII
Dichos— AMALIA
Amalia.— ¡Inés! Julián se levanta y viene.
Inés.— Por suerte habíamos terminado ya.
Amalia.— Oyó rumor de voces, y no pude de-
tenerlo más.
Inés— ¿Confío en usted?
Bermúdez . —Vuelvo á empeñar mi palabra.
Inés.— No se retire usted, señora. Es bueno
que estemos presentes.
Bermúdez. —Sí.
Amalia.— Me quedaré.
escena IX
Dichos-JULIAN
Julián (hosco). —¿Estaba usted aquí?
Bermúdez . —Acabo de llegar en este momento.
Inés.— Iba á avisarte.
Julián . —Déjanos.
Inés.— Sí; ¿vamos? (d Amalia).
Bermúdez.— No se retiren ustedes, señoras. Es
innecesario. Lo que tengo que decir á
Julián no exige reserva alguna.
Amalia.— Sin embargo...
Bermúdez.— Le traigo á usted una buena no-
ticia.
56
PAYRÓ
Julián.— ¿Una buena noticia, usted?
Bermúdez.— Sí. Me he ocupado empeñosa-
mente de asegurar su posición.
Julián (irónico). — \Ah\
Bermúdez . —¿No me he apresurado mucho,
verdad? Sin embargo, todo llega para
quien sabe esperar. Y á usted le consta
que las circunstancias no me permitían. . .
¡Bien, pues! Acabo de tener una larga
conversación con cierto ministro, todavía
no puedo decirle cual— y ¡cosa hecha! Ten-
go en la mano las credenciales de usted. . .
Julián.— ¿De veras? ¿Y se trata?
Bermúdez . —De un puesto digno de sus apti-
tudes, y que las pondrá en evidencia.
(Juego nítido de Inés y Amalia}
Julián.— -¡Oh, me devuelve usted la vida!
Bermúdez— Aun hay otra cosa.
Julián (dudoso, pero pronto a dejarse conven-
cer) . —¿Tan buena?
Bermúdez.— De otro orden, pero buena tam-
bién.
Íulian.— ¡Diga, diga usted! . . .
Bermúdez.— Tampoco puedo ser muy explíci-
4 to. Se# trata de un periódico cuya empre-
sa quiere contar con usted...
Julián.— Un periódico...
Bermúdez.— No hay que alarmarse. Usted se-
ría redactor eñ excelentes condiciones...
Julián.— ¿Anónimo?
Bermúdez.— Firmando sus artículos. El di-
rector me ha pedido que lo tantee, para
conocer sus exigencias.
Julián.— ¿Qué opinión tiene el periódico?
Bermúdez.— La opinión... la opinión no hace al
caso, pues usted tendría libertad absoluta
para escribir de todo, menos de política. . .
Julián . —¿Mucho?
Bermúdez.— Lo que usted quiera.
Julián.— Entonces, hágame usted un favor...
Bermúdez . —¿Y es?
Julián.— Tantee á su vez al director y arre-
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
57
gle usted lo referente á intereses de la
mejor manera posible. ¡Soy tan torpe
para cuanto se refiere á números!
Bermúdez.— ¡Así lo haré!
Julián.— ¡Oh, cuánto le debo, Bermúdez! y yo
que. . . y yo que. . .
Inés. — ¡Julián!
Julián.— Yo que estuve á punto. . .
Inés.— ¡No insistas!
Bermúdez.— Sí; me doy cuenta. Dudaba V.
de mí . . .
Julián.— Era tan verosímil. . .
Bernúdez.— Las circunstancias me han hecho
parecer injusto. Pero iluminado de pron-
to {mira á Inés) redimiré mis faltas.
Julián.— ¡Mi querido amigo!
Bermúdez.— ¡Tenga usted confianza en el futu-
ro, que es nuestro! ¡Vd. ha trabajado para
mí, yo trabajaré ahora para Vd., y he de
colocarlo sobre mi cabeza!. . .
Julián. — ¡Oh, Bermúdez, no tanto, no tanto!. . .
Bermúdez . —Pero ... es menester no descuidar-
se... Es necesario dar el gran golpe, el gran
golpe que ha de afirmarnos para siem-
pre. . . Tome V. estas notas: ellas le dirán
loque deseo. Verá usted su importancia.
Julián.— Sí.
Bermúdez.— El trabajo es urgentísimo... (Ju-
lián examina las notas').
Inés (aparte á Amalia)— ¡Da palabras y exige
vida, en cambio!
Amalia (aparte á Inés).— ¡No nos apresure-
mos á sentenciar!
Inés (id).— ¡Pero si así ha sido siempre! •
Amalia (id) — ¡Pero Julián revive! ¡Mírelo
usted! (Inés se anima)
Julián.— ¡Muy bien! ¡Magnífico! ¡Haremos con
esto una revolución pacífica! ¡Tengo mis
ideas, mi plan! ¡Déjemelo usted! ¡Mañana
estará pronto aunque me cueste! ¡Y gra-
cias, gracias, Bermúdez!...
Bermúdez.— Gracias á usted, Julián. (Se estre
chan la mano). Señora... (Vase.)
58
PAYRÓ
ESCENA X
JULIAN, INES, AMALIA
Iulian.— Un discurso-programa. . . Dentro de
mis ideas... Con las grandes líneas de
acuerdo con mi modo de pensar... Con
los detalles libres... ¡Oh, mi obra, mi
obra! . . . Digo que no soy nada . . . Me de-
sespero y estoy realizando mi obra por
manos de Bermúdez...
Inés.— ¡Sí, Julián! Tienes razón de estar con-
tento.
Amalia.— Mis felicitaciones por el empleo.
Julián.— ¡Y el periodismo de verdad! ¡á cara
descubierta! ¡con mi firma!... ¡Llegó la
hora!... ¡Me siento sano, fuerte, joven!...
{ligera nube que reprime luego): ¡Si no fue-
ra por este dolorcito de cabeza que no me
abandona!. . ¡Ea! ¡a vivir, á triunfar!
Inés.— No exageres ahora tu alegría; aun no
tienes. . .
Julián.— ¡Ahuyenta tus temores!¡ Estoy segu-
ro! ¡Seguro!... ¡La victoria es nuestra!
¡Esto {por las notas) esto nos pondrá al
' frente del país, así, como suena!. . .
Amalia.— ¡Siempre niño!
Julián.— ¡Eh! ¡Pero hay que trabajar!. . . Voy
á la huerta, á pasearme poniendo en or-
den mis ideas. ¡Estoy loco de contento!
( Vase tarareando la Marsellesa).
escena XI
INES- AMALIA
Inés.— ¡Y decir que este es el efecto de una
simple ilusión! ¡Pobre Julián! ¡Qué alma
angélica! ¡Y cuán criminales son los que
te engañan por explotarte!...
Amalía.— Pero lo que ha dicho ese señor...
Inés.— No encierra una palabra de verdad...
por ahora. . .
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
59
Amalia— ¿Nada? ¿nada?
Inés.— Bermúdez no ha hecho sino repetir la
lección que yo misma le he enseñado.
Amalia— ¡Oh!
Inés.— Sólo que.., me promete convertir es-
tos sueños en realidad. ¡Dios lo quiera!
Amalia— Sí ¡Dios lo quiera!
Inés.— |Y lo querrá, porque un nuevo desen-
gaño mataría á Julián! ...
Amalia.— Pero ese nombre parece honrado,
bondadoso.
Inés.— Y lo será sin duda. . . Pero, si cree que
Julián ha de hacerle sombra... desperta-
rá su instinto de conservación, y pese á su
bondad, á su honradez. . . entonces. . .
Amalia. — ¿Entonces?
Inés.— ¡No habrá remedio ni en el cielo ni en
la tierra! {Pansa)
Amalia. — ¿Cómo entra este hombre hasta aquí?
escena xii
Dichas— LEVY '
Levy (con cierto airecillo autoritario) — Vengo
á decirle otra vez que ha vencido hace una
semana.
Inés.— ¿Por qué esa insistencia?
Levy.— Porque soy un enfermo, un pobre hom-
bre, un viejo, que no puedo permitir que
se queden con lo poco que tengo para
comer.
Inés. — ¡Pero, se le pagará!
Levy.— Eso viene usted diciendo ¡y nada! ¡Por
suerte sé cómo debo defender mis intere-
ses! Lo protesté en tiempo, seguí los trá-
mites ante la justicia... Don Julián .está
condenado en rebeldía. Ahora puedo eje-
cutar, embargar en el momento que quie-
ra... Yo lo siento mucho, muchísimo...
Pero soy un pobre... y el dinero es sa-
grado..', ¿cómo se haría, entonces, para
vivir?
60 PAYRÓ
Inés.— Puede pagarse usted con...
Lev y.— ¿Con qué?
Inés.— Con la biblioteca. (Levy va á examinar
la biblioteca).
Levy,— ¡A ver, á ver!
Inés.— Hay tantos y tan buenos libros . . .
Levy.— ¡Eh, eh!. . . ¡Yo soy un pobre. . . igno-
rante eh!... ¡Obras científicas, eh!... ¡Li-
bros viejos, eh!... ¡Ni una novela, eh!...
¡Hum! ¡Hum! Esto no basta.
Inés.— Julián la ha reunido en largos, muy
largos años y le cuesta mucho dinero, mu-
chas privaciones.
Levy.— No digo que no. . . Pero una cosa es
«costar» . . . otra cosa es «valer» ... Y estos
libros no valen nada. . . ¡En plaza no hay
quien dé nada por ellos!
Inés.— ¡Dios mío!
Amalia.— ¡Valor, hija, valor!
Inés.— ¿Quiere decir, que no alcanzan?
Levy.— ¡Alcanzar! ¡No alcanza todo lo que
ustedes tienen en la casa!
Inés.— Los muebles. . .
Levy.— Y la ropa... Ni para el documento
solo... y hay que agregar los gastos de
s procurador, y los otros intereses y. . .
Amalia.— ¡Pero eso es una iniquidad!
Inés.— Calle usted! ¡Si Julián se enterara!...
Amalia. —¡Jesús! . . .
Levy.— Yo no soy un usurero ... ni un tirano . . *
Soy un pobre... Vamos, señora: no se
aflija... Le daré un nuevo plazo... Muy
corto... porque ya esperé demasiado y
no puedo más.. .
Inés.— ¿Hasta cuándo?
Levy.— Hasta. . . mañana á las tres de la tarde,
Inés.— ¡Mañana!
Levy.— Mañana á las tres vendré con el al-
guacil, á recoger el dinero ó á llevarme
los muebles y los libros. . . ¡¡Si no fuera un
pobre!!
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
61
ESCENA XIII
INES-AMALIA
Amalia.— Corro á casa. {Poniéndose el som-
brero).
Inés.— ¿Qué va usted á hacer?
Amalia.— A traer lo poco que tengo.
Inés.— ¡Pero, señora!
Amalia.— ¡Ni una palabra! Es insignificante
pero quizá de otro lado consigan ustedes. .
Inés.— No puedo permitir.
Amalia.— ¡Calla, calla, pobre hija mía!
escena xiv
Dichos JULIAN
Julián.— ¿Se marcha usted?
Amalia.— Vuelvo en seguida.
Julián.— ¡Vaya! ¡me alegro de que vuelva! .
¡Tengo la cabeza hirviendo! ¡Me duele,
lanza chispas: y ese dolor es la inspiración,
esas chispas son las ideas! . . . ¡Qué discur-
so! ¡Qué gran discurso!
Amalia.— Hasta luego, hija.
Inés . —Hasta luego, y gracias, señora.
escena xv
INES — JULIAN
Inés.— ¡No trabajes demasiado!
Julián.— Despreocúpate. ¡Cuando estoy como
ahora, lo mejor es escribir! ¡Tengo fie-
bre! ¡Los pensamientes hierven aquí, co-
mo en una olla! ¡Qué discurso! ¡Qué pro-
grama grandioso! {escribiendo). ¡ Corre,
pluma mía! ¡Brota, cerebro mío!... ¡Oh,
qué júbilo! ¡la gloria, la fortuna, el po-
der! . . .
Inés.— Bien; trabaja.
62 PAYRÓ
Julián— Sí.
Inés.— Vendré dentro de un rato para obligar-
te á descansar
ULiAN. — ¡No, no vengas!
nes.— Pero. . .
Julián.— Al interrumpirme me sacudirías el
cerebro, me trastornarías.
Inés.— ¿Con mi presencia?
Julián.— ¡No lo tomes así!
Inés.— Me lo dices de un modo.. .
Julián {displicente)— Entonces. . . ven...
Inés {aparte).— Vendré. ( Vase).
ESCENA XVI
JULIAN, luego ERNESTO más ebrio que antes
Julián escribe, se levanta, consulta un libro, vuelve á
escribir febrilmente. Entra Ernesto.
Ernesto {grita)— ¡Por fin, hombre! Creí que
ibas á dormir...
Julián {sobresaltado)— \~Eh\ {movimiento muy
violento).
Ernesto {terminando)— hasta el juicio final.
Julián.— ¡Caramba contigo! Ves que estoy
trabajando y. . .! Entra y calla.
Ernesto.— Es que debo decirte algo grave .
Julián . —¿Grave? ¡Habla!
Ernesto.— Mi franqueza y mi lealtad...
Julián.— Deja los circunloquios.
Ernesto.— Acabo de hablar de tí con Bermúdez.
Fui para eso. ¡Está afligidísimo! Dice que
te ha hecho, obligado por las circunstan-
cias, promesas inconsideradas, que no sabe
como cumplir ¡Que es cosa de volverse
loco!...
Julián {irritándose é indignándose por gra-
dos).—Vero él me aseguraba. . .
Ernesto.— Te ha engañado creyendo hacerte
un servicio. Me exigió la más completa
reserva... Me dijo que solo á un amigo
íntimo como yo... Pero ¡ya sabes! mi lealtad...
Julián. — ¡Engañarme! . . . ¡Bermúdez! ... ¡A
mí!... ¡Ah traidor! ¡Ah, asesino!...
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
6c
Ernesto.— Cumplía á mi amistad. . .
Julián.— Sí, sí; no importa... ¡Has hecho
bien!. . . ¡Has hecho una honesta y santa ca-
nallada!. . . {rompe con furor las cuartillas,
y al tomar otrá, toma también el drama).
¡Ah! ¿tú has traído esto? (Hundiéndolo) .
Ernesto .—Sí .
Julián.— ¿Por qué no lo quieren representar?
Ernesto.— ¿Te lo dijo tu señora?
Íulian.— ¿En qué teatro?
lrnesto.— En ninguno... En cambio el de
Cienfuegos se representa esta semana.
Julián.— ¡Pero el de Cienfuegos sí!... ¡Ah, es-
toy condenado! ¡El drama! ¡Mi sueño, mi
única esperanza, mi porvenir! . ¿Mi por-
venir? ¡Mira, mira lo que hago de mi por-
venir!... ¡Polvo y ceniza! ¡Así! ¡Así! (lo
rasga y lo tira al suelo).
Ernesto.— ¡Qué locura, Julián!
Julián.— ¿Por qué? ¿No ves que estoy muerto,
muerto? ¡Que ya no hay más desgracias!
¡Que esta vida es una horrenda pesadilla!...
¡Ven, ven tú! ¡vamos! te encenagaré en el
olvido y en el embrutecimiento, y yo mismo
me hundiré contigo. ¡Ven! ¡corramos!
Inés (desgarrador amenté)— ¡Julián!
Julián.— ¿Qué me quieres?
Inés. —¡No salgas, no te vayas, no sigas á ese
hombre! (tropieza con los fragmentos del
drama). ¡El drama! (paralizada).
Julián.— ¡Que no vaya! ¡Que no vaya! ¿Y qué
puedes darme en cambio?
Inés.— ¡Amor!
Julián (Desesperado, golpeándose la frente)—
Para esto no basta. (Vase corriendo. Er-
nesto lo sigue).
Inés (de rodillas, recogiendo el drama, sollo-
za:)—¡Yo lo salvaré!
escena xvii
Dichos— INES
TELÓN
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
65
ACTO TERCERO
La misma decoración.— Han desaparecido la biblioteca
y los muebles, y sólo ocupan la escena varias sillas
de paja y una mesa de pino.
ESCENA I
INES-AMALIA
Inés.— Y en ese torbellino de infortunios sólo
acerté á salvar el drama y correr á casa
de Bermúdez para exponerle más clara-
mente la situación. . .
Amalia. —¿Y, entonces?
Inés.— ¡El drama lo tengo. íntegro, rehecho,
sin que falte una sola frase! ¡Pronto para
la escena y los aplausos, que han de llegar
un día!
Amalia. —Pero Bermúdez. . .
Inés.— Hizo lo que pudo... atendió á lo más
urgente: gracias á él no nos han desalo-
jado. . .
Amalia. — Yo volví, y viendo la casa cerrada,
dejé en el buzón. . .
Inés.— Sí. . . Comprendí que era usted. . , Gra-
cias, mi buena, mi noble amiga.
Amalia . —¡Era tan poco, hija mía!
Inés.— Por eso los muebles, las ropas... ¡los
libros que tanto costaron!... ¡los libros,
sobre todo!
Amalia. —¿No hizo más Bermúdez?
Inés. — No podía por el momento. Vino á la
noche siguiente . —Se conmovió al ver que
nos lo habían embargado todo, dejó pasar,
imperturbable, una espantosa explosión de
Julián, y luego, con calma, con afecto, co-
m
PAYRÓ
mo si" hablara á un niño, le probó que no
tenía razón de dudar, mostrándole una
carta en que el ministro del interior le pro-
metía ocuparse de él y nombrarlo en la
primera oportunidad.
Amalia. —¿Y Julián?
Inés.— ¡Pasó, como de costumbre, de la des-
esperación á la esperanza más loca! Entu-
siasmado se puso á escribir el discurso-
programa que á mí me asusta por lo ma-
ravilloso que me parece. Siento como si
esa obra señalara una culminación y no
pudiera anunciar otra semejante... Hoy
lo pronunciará Bermúdez. . . ¡Ah, olvidabal
también comenzó á cumplir sus promesas
en otro sentido. . .
Amalia.— ¿Sí? ¿Cómo?
Inés.— Le trajo el encargo de escribir algu-
nos artículos para La Verdad, aunque
muy modesta, ya es una base conUa que
se puede contar... Aquí está el principio
del artículo.
Amalia.— ¡Lea, léalo usted!
Inés.— Es apenas una cuartilla: {lee). «La
1 acción que, aparentemente prima sobre el
pensamiento en la materialidad de la vida,
no puede ejercerse si el pensamiento no
la impulsa. Pero, por una inexplicable
anomalía, mientras los hombres de acción
son elevados á las mayores alturas, los
nombres de pensamiento se ven abandona-
dos, desdeñados y expuestos á la miseria
que acaba con ellos. Se les olvida, vi-
vos, para hipócritamente, llorar después
sobre sus cadáveres. Se les asesina
moral y materialmente y luego se rehu-
ye la reponsabilidad y el castigo tras
de las lágrimas que dicen: « ¡Yo no
fui! . . » ¡Y nadie ha sido porque tocios
lloran!» {Conmovida).
Amalia. —¿No hay más?
Inés.— Aquí se interrumpió... {Deja la cuar-
tilla) .
EL TRIUNFO DE LOS OTROS 67
Amalia.— Es como ei compendio de su vidar
su . .
Inés.— ¡No lo diga V.!
ESCENA II
Dichos-JULIAN
Julián.— V. no nos abandona.
Amalia.— Me refugio aquí, mejor dicho. ¿Esa
salud?
Julián. — Bien. Sólo este dolor de cabeza...
Estaba escribiendo y he tenido que dejar.
Inés.— Y, sin embargo, te esfuerzas...
Julián.— Sabes que es necesario. . . Mi estreno
en La Verdad. . . ¿Cómo retardarlo, no es
así, señora?
Amalia.— Pero estando enfermo...
Julián.— Oh, es poca cosa.
(Suenan Juera voces y vivas),
Inés.— ¿Qué es eso?
Amalia.— No me doy cuenta.
Inés.— Hay un gentío enorme frente á la casa
de Cienfuegos.
Amalia.— ¿Qué será?
Inés.— ¡Vaya V. á saber!
(Julián, entretanto, se esfuerza por escribir y
va rompiendo cuartillas con creciente agi-
tación).
Julián . —¡Esto es desesperante! ¿Me irá á fal-
tar el pensamiento cuando más lo nece-
sito?. . .
Inés.— ¡Julián, por favor, no te esfuerces!
Julián.— ¡No! Si tengo. . . Si tengo. . .
Inés.— ¡Paséate! ¡Descansa!
Julián.— Quiero acabar.
Inés . —Pero no ves . . .
Julián.— ¡Déjame!
Amalia.— Por Dios, Julián. . .
Julián. — No; si tengo que seguir. Me he plan-
tado aquí, de golpe, y no es razonable.
¡Sí el artículo estaba pensado, ordenado,
hecho! ¡Y ahora!. . .
Inés.— Déjalo para más tarde.
68 PAYRÓ
Amalia.— El ruido de la calle es lo que le ma-
rea, Julián. Aguarde V. por lo menos á
que cese.
Juián.— ¡En fin!... {Levantándose),
ESCENA III
Dichos-ERNESTO
{Entra Ernesto corriendo, sofocado, y casi sin
saludar á las damas se precipita hacia Ju-
lián) .
Ernesto.— ¡Ven Julián, ven! ¡Tú no puedes
faltar! José está recibiendo una manifes-
tación estupenda.
Julián. —(Con creciente agitación^ violentísima
al fin) —\Ah ¿esos vítores!
Ernesto.— A él.
Julián.— Esos aplausos. . ■
Ernesto.— A él, también. Ven, ven pronto.
Me envía á buscarte.
Julián.— Pero, veamos ¿por qué esa manifes-
tación?
Ernesto.— ¡Cómo! ¿No sabes?
Julián . —No
Ernesto.— ¡Por el enorme triunfo de su dra-
ma, pues!
Julián.— ¿De su drama?
Ernesto.— Estrenado anoche en la Comedia.
Julián.— Su drama, dices, ¿cuál?
Ernesto.— ¡La Apoteósis! ¡El único que tiene.
Julián.— ¿La Apoteósis, dices? ¿Qué La Apo-
teósis es suya? ¡No, mil veces no! ¡La Apo-
teósis es mía! ¡Ese triunfo es legítima, ex-
clusivamente mío! ¡La obra la escribí yo,
frase por frase, escena por escena! ¡Y lo
diré, lo proclapaaré, reclamaré lo mío: to-
dos esos aplausos, esas aclamaciones, esa
manifestación! ¡Ahora, ahora mismo! (Ce-
san los vítores). ¡Dame el sombrero! ¡Dón-
de está el sombrero! ¡No! iré así, así, co-
mo una madre á quien roban los hijos!
¡Ya basta! ¡Ya basta!
Inés.— ¡Julián, por Dios! ¡Oyeme! ¡Escucha!
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
69
Julián.— ¡Nada!
Ernesto —¡Te has vuelto loco, Julián!
Julián.— ¡Sí! ,Loco de indignación y de sed de
justicia! ¡Déjame!
Ernesto.— {Mirando por la ventana).— Y di es
inútil.. . Se han marchado.
Amalia.— ¡Bendito sea Dios!
Inés.— ¡Ah! ¡Respiro! ¡Qué suplicio!
Ernesto.— ¡Con que el drama es tuyo!
Julián.— {Como demente.) — ¡Lo he rehecho
todo! ¡Y el mío es rechazado como un es-
perpento mientras me endiosan bajo otro
nombre!
Ernesto.— Pues hijo, ¡al César lo que es del
César! ¡Yo lo pondré todo en su lugar!
¡Confía en mí! . . . {Aparte). Llegaré á tiempo.
Juliáh.— ¿Qué piensas hacer?
Ernesto— ¡Ya lo verás!... {Al salir viendo á
José. Ap.) ¡Este aqui! ¡No se mete en mal
avispero!
{Deja entrar á José y se escurre hiego á la calle.)
José.— (Corriendo á abrazarlo).— -¡Mi querido
Julián! ¡Te mandé llamar para que goza-
ras con mi triunfo, con mi magnífico triun-
fo ¡Estoy loco de contento! ¿No has oído?
Julián.— (Separándose y retrocediendo) . — ¿Tu
triunfo? ¿Me esperabas? ¿Me mandaste bus-
car? ¿Y por qué no trajiste á «tus» mani-
festantes hasta esa puerta para decirles,
para gritar: «El que ha merecido vuestros
aplausos, vuestros vítores, habita en este
miserable rincón! ¡Su cerebro engendró las
grandes ideas que os entusiasman! ¡Entre-
mos á arrancarle de la obscuridad de la
muerte, á reintegrarlo á la vida y á la luz!
¡Entremos! ¡Tengo que devolverle lo que
le he lobado!»
José.— {Irguiéndose).— ¿Lo que te he robado?
ESCENA IV
JOSE, JULIAN, INES, AMALIA
¿Qué te he robado?
70
PAYRÓ
Julián.— ¡La vida! ¡El futuro! Tú y los demás
parásitos de mi cerebro me habéis robado
la vida, me la habéis sorbido gota á gota.
¡Más! ¡Me habéis cerrado el porvenir, ha-
béis borrado mi nombre de la historia! ¡Y
hoy que, rendido., exhausto, embotado, no
puedo daros la savia que no tengo, os ha-
lláis prontos á arrojarme al muladar! ¡Ca-
nalla! ¡Oh, qué canalla!. . .
José.— ¡No por qué estés en tu casa y delante
de señoras puedo tolerarte un "lenguaje
que no autorizan, por cierto, cuatro indi-
caciones más ó menos superfíuas que me
has hecho!
Julián.— ¡Cuatro indicaciones! ¡Ve! ¡Trae el ma-
nuscrito corregido, y pruébalo! ¿Saben
Vds. lo que ha quedado de su famoso origi-
nal? ¿Quieren saberlo? ¡¡El papel!! ¡¡El rico
papel inglés!! ¡Lo demás es mío, lo demás
brotó de aquí!. . .
José.— ¡La idea! . . .
Julián.- Tu idea era una inepcia y yo la tro-
qué en pensamiento noble, elevado, fecun-
do! ¡Tus tipos eran miserables muñecos de
cartón y yo les di el soplo genial de la
vida! ¡Tus escenas eran desfiles de trajes
llevados por fantoches, y yo las hice her-
videros humanos, choque de pasiones é
intereses, pedazos de amarga vida!..
TosÉ.— ¡Mientes, Julián!
Julián.— ¡Que miento, soberbio gusano devora-
dor de cadáveres! ¡Que miento! ¡Trae,
muestra, exhibe el manuscrito y se verá
quien es el embustero y el ladrón! ¡El la-
drón, sí, el ladrón!
José.— Lo que haces es cobarde é insensato!
Julián.— ¡Ah! ¡vil, vil! (quiere precipitarse so-
bre éL Inés se interpone. Amalia apar-
ta cí José).
Amalia.— ¡Señor, por Dios, considere!
José.— ¡Esto es una miserable emboscada!
Julián.— ¡Ah, triple y venenoso cretino!
Amalia.— ¡Por favor!. . . Está enfermo. . .
EL TRIUNFO DE LOS OTROS 71
José.— Me iré, sí señora. ¡Me marcho!
Amalia.— ¡Ah! ¡gracias, gracias!
Julián— {Amenazador, en la puerta). ¡Pero esto
no puede quedar así! ...
escena v
JULIAN, INES, AMALIA
Julián queda anonadado y citando Amalia co-
rre á él, se desprende de los brazos de Inés
y cae sin fuerzas en una silla.
Amalia.— ¡Qué espanto!
Inés.— ¡Tranquilízate, Julián!
Amalia.— Algún calmante...
Inés.— Toma un poco de bromuro (se lo ofrece)
Julián— {lo rechaza con el ademán).
Amalia. - Ha quedado sofocado. ¡También,
semejante estallido! . . .
Inés -—¿Tiemblas? ¡Toma el bromuro!
Julián {vuelve á rechazarlo).
Inés. — Vamos ¿Ya pasó?. . .
Amalia,— ¡Una excitación semejante!
Inés.— ¡Y por tan poca cosa, Julián^ ¡Precisa-
mente cuando empiezas á trabajar para tí,
para mi!
Amalia.— ¡Vamos Julián! ¿Para qué sirven ese
corazón y esa inteligencia sino para sobre-
ponerse ^á todas estas pequeñeces de la
vida?
Inés . — ¡Habla! . . . ¡Háblame!
Julián— Sirven. . . Sirven. . . Sirven. . .
Inés.— ¡Ven! ¡Anímate!. . . Vamos á pasear por
la huerta. . .
Julián {murmuro, ininteligiblemente).
Inés. — Vamos á la calle, á la plaza. . .
Julián .—{Mueve desfallecido la cabeza).
Inés.— Tomaremos un carruaje. . . ¿No quieres?
Amalia . —Es inútil.
Inés.— {Aparte á Amalia). — ¡Hay otro medio! {al-
to, con voz fuerte y serena). ¡Julián, tienes
que trabajar, que terminar tu artículo!
Julián. — ¡Ah! {movimiento de interés de Ju-
lián).
PAYRÓ
Inés.— ¡Mira! ese artículo, ¡lo siento, lo adivi-
no! va á ser tu revelación! ¡Con él te im-
pondrás!
Julián.— Sí (vago, este si).
Inés.— ¡En cuanto aparezca serás otro hom-
bre! ¡Y después! ¡Los siguientes, aún más
hermosos, aún más grandes, sellarán para
siempre tu reputación!... ¡Ten confianza!
¡Espera! ¡Mira cuánto espero yo!
Julián.— El artículo... El artículo... Sí. (se
levanta vacilante).
Inés — (Arrepentida al verlo asi)— Toma un poco
de aire antes.
Julián.— No. . . Ahora. . . Ahora. . . Deja (va
tambaleándose á la mesa y se sienta á es-
cribir) .
Inés.— !Ojalá pueda! ¡Si trabaja, vive!
Amalia.— !Qué aflicciones!
Julián.— No (tira la cuartilla).
Amalia.— Esperemos. . . Ahora empieza. . .
Julián.— No. . . (id).
Inés.— Se esfuerza demasiado.
Amalia.— ¡Hay que impedirle!
Julián.— No. . .(id. Luego escribe un momento.
.Expectativa).
Amalia.— ¡Hablele usted! ¡No! ¡Al fin consi-
gue! —
Julián.— ¡No puedo... no puedo... no pue-
do!... Las ideas... se borran... Las pa-
labras... no quieren acudir... ¡Siento...
la cabeza vacía, vacía, vacía!
Amalia.— Salga usted á respirar un rato...
Julián.— Sí. . . voy. . .
ser la madre, la compañera, la esclava de
mi Julián!
Julián.— No puedo., (desfalleciendo de nue-
vo).
Inés . —¿Que tienes ahora?
Julián.— Ahora. . . un clavo aquí... ardien-
do... en las sienes... Y nada... nada...
nada,
Inés.— ¡Toma el bromuro!
¡solo no! Conmigo... ¡Yo debo
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
73
Julián. — ¿Bromuro? (sin recordar lo que es),
¡Ah! sí. . .
Inés.— Y duerme un rato.
Julián. — Sí. . . sí. . .
Amalia.— ¡Qué dulzura! ¡Ni un niño!
Inés.— ¡Es lo terrible!
Amalia.— Será. . .
Inés.— ¡Nunca lo he visto así, nunca! Toma,
bebe, Julián.
Julián, -(después de beber, extrañando el sa-
bor). Salado. . .
Inés.— ¡Dios mío! Ven, acuéstate.
Julián.— ¿Acostarme? .. ¿Donde?.. .
Inés.— Allí. . . en tu cama.
Julián.— ¡Ah! sí . . .Ya no me acordaba (riendo).
Inés. — Ven. (lo lleva, como mareado).
ESCENA VI
Amalia, sola, se acerca á la puerta por donde han salido
Inés y Julián, y escucha visiblemente ansiosa. Pasado
un momento vuelve Inés.
ESCENA VII
INÉS-AMALIA
Amalia.— ¿Se acostó?
Inés.— Sí. Vestido.
Amalia.— ¿Se le pasa?
Inés.— Ahora parece más tranquilo. . . Sin em-
bargo, casi preferiría verlo inquieto... No
sé qué calofrío me da su abatimiento . . .
¡Siento como si nunca, nunca más fuera á
verlo de otro modo!. . . ¡Tengo un miedo!. .
Amalia, — ¡Qué aprensiva se está usted po-
niendo!
Inés.— ¡Julián empeora, enflaquece, las crisis
son cada vez más frecuentes y espantosas!
Amalia.— Sería bueno consultar un médico.
Inés.— Sí, sería. Pero Julián no quiere» y si
lo llamamos es capaz de enfurecerse; des-
pués, cuando lo haya convencido... ¡Ah!
¡Si tuviéramos todavía la biblioteca!
Amalia.— ¿Para qué?
74
PAYRÓ
Inés.— -¡Había tantos libros de medicina!. . . En
uno de ellos me parece haber leído... sí,
he leído. . . ¡el caso que Julián citaba siem-
pre!... El caso de Paul Feval, deMaupas-
sant. . . Y otros, otros más. . . Figúrese us-
ted ... un hombre de talento muerto en
vida. . . Un cuerpo sin alma. . . ¡Oh, qué
horror, qué horror!
Amalia. —¡No piense usted en semejante cosa!
¿Qué tiene que ver todo eso con un ataque
de nervios del pobre Julián?
Inés— ¿Y si tuviera? ¿si tuviera?. . . ¿Qué cami-
no íne quedaría? ¡¡El, inconsciente!! ¿Matar-
lo y matarme?
Amalia.— ¡Qué atrocidad! ¡Hija mía!
Inés.— Sí; tiene razón... Sería demasiado ho-
rrible... ¡Matarlo, oh, no, no!... ¡Aun sin
espíritu, custodiaría ese cuerpo como una
reliquia, como una tumba amada y vene-
rable! ¡como un santo sepulcro!...
Amalia.— Vuelve en tí, Inés, vuelve en tí!
Sacude esa horrible pesadilla! ¿Despierta,
me oyes? ¡Despierta!
Iné^.— Pesadilla. . . Sí, es una pesadilla, nada
más... ¿Por qué habría de suceder? ¿Por
qué no habría de vivir con el alma y con
el cuerpo, ahora que la vida se ofrece á él,
ahora que empieza?
Amalia.— ¡Tiene usted razón! Usted lo sabe
como yo lo sé; la condición necesaria para
Julián es poder pisar con pie firme; cuando
se sienta alentado centuplicará sus bríos.
¡Un poco de felicidad le hará capaz de con-
quistar toda la felicidad! ¡Un poco de éxito
le hará alcanzar todos los éxitos!
Inés.— ¡Es verdad! ¡Es verdad!
Amalia.— Las mujeres adivinamos estas cosas
que los hombres no saben. Julián reaccio
nara, y desde ese momento!. . .
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
75
ESCENA VIII
Dichos.— ERNESTO con un periódico en la mano
Ernesto.— ¡Ah señor! ¡Por suerte llegué antes
de que se cerrasen las formas!
Inés.— ¿Las formas?
Ernesto. —¡Sí, del periódico!
Inés.— No entiendo. ¿De qué se trata?
Ernesto.— ¡Del comunicado, pues! ¡Del comu-
nicado! ¿No les dije que confiasen en mí?
Inés.— ¿Un comunicado?
Ernesto.— ¡Con mi firma, sí! ¡Terrible!
Inés.— ¿Sobre qué?
Ernesto.— ¡Sobre qué!... ¡Sobre todas estas
infamias, pues!. . . ¡Oh, yo sé hacer las co-
sas! He revelado la verdad.
Inés. — {vendo hacia la izquierda y asomándose
d la puerta) ¡Más bajo, por favor!
Ernesto . —Pues dentro de un momento la ciu-
dad comenzará á enterarse; mañana sabrá
la verdad el país, el mundo. ¡Y era tiempo!
Inés.— Pero. . .
Amalia.— ¿De qué verdad habla Vd?
Inés.— ¡Expliqúese, por Dios!
Ernesto.— Que «Apoteosis», no es de Cienfue-
gos. sino de Julián! ¡Lo he dicho con todas
sus letras, abonado con mi firma! ¡Porque
yo estoy siempre pronto al sacrificio por
mis amigos, por mis hermanos!
Amalia.— ¿Pero qué dice? [á Inés).
Ernesto. —El comunicado dice textualmente:
«Yo mismo, con mis propios ojos, he visto
las correcciones, que no son tales correc-
ciones, sino un drama nuevo, entero y ver-
dadero! ¡El triunfo de anoche no es de
Cienfuegos! ¡Al César !o que es del Cesar!
¡Aplaudamos á Julián Gómez! ¡El es el
único autor de «Apoteosis»! Y mi firma:
Ernesto Viera! . . . ¿Dónde está Julián?
Amalia.— Creo que duerme aún. (Inés, sober-
bia de ira} se contiene atín) .
78
PAYRÓ
Ernesto.— Sería bueno despertarlo. ¡La noticia
le dará tanto gusto!
Inés.— (sarcástica) ¡Y estos son los amigos de
Julián! ¡No le dará gusto, no! ¡Le causará
enojo y repugnancia! Julián puede, fuera
de sí7 en un arrebato, hacer semejantes re-
velaciones, para arrepentirse después . .
Pero á sangre fría . . . á sangre fría . . . ¡Lo
juzgará tan mezquino y tan bajo y tan ruin
como hacerse devolver una miserable li-
mosna que lo ha dejado tan rico como an-
tes! . . .
Amalia.— ¡Es verdad!
Ernesto.— Señora. . . Yo creía hacerle un ser-
vicio. . .
Inés.— ¡Oh, no dudo de sus intenciones! Pero
no son ustedes los llamados á interpretar
y reflejar á mi marido. . . ¡Apenas si puedo
nacerlo yo, con la clarovidencia de las ma-
dres y de las amantes! . . .
Ernesto (confundido) .—Señora. . . yo. . .
Inés.— Vd... Vd. no lo comprende... ¡Vd. no
es ni siquiera capaz de cumplir su palabra
empeñada... ¡Sabe por qué se lo digo!...
Sabe que después de aquella tarde horri-
ble no debió poner los pies en esta casa,
no debió acercarse nuevamente á Julián! . . .
¡Vaya, váyase Vd! ¡Acabará de asesinárme-
melo! ¡No quiero que vuelva á tocarle un
pelo de la ropa! (terrible) ¿Ha oído Vd?
Ernesto . —Señora . . . Comprendo . . . Lamen-
to.. . Soy culpable. . . Todos podemos equi-
vocarnos, extraviarnos. . . Pero no merezco
ese rigor.
Inés.— ¡Que no!
Ernesto.— Y no me es posible marcharme— ¡sí,
me iré!— antes de decirle. . ¡Quizá cam-
bie usted de opinión á mi respecto, cuan-
do le diga que visto otra vez á Ber-
múdez que le he hablado al alma y que
vendrá en seguida para llevarse á Julián,
para devolverle lo que le pertenece, para
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
77
imponerlo á la admiración y al respeto de
todos!. . .
Inés.— ¡No ha hecho usted sino parte de su
deber! ¡Mucho le falta para lavar sus cul-
pas!. . .
Amalia.— ¿Y el señor Bermúdez?
Inés.— Todo .lo puede ya, gracias al discurso
programa de hoy. ¡Una maravilla! ¡El
triunfo más colosal!
Amalia. — ¡También «ajeno»!. . .
Ernesto. —¡Una pieza oratoria estupenda! ¡Ha
arrebatado! En adelante, Bermúdez será
cuanto se le ocurra; ministro, presiden-
te!.. . Vendrá con algo para Julián ¡un gran
empleo, sin duda!
Inés.— ¡Dios lo quiera!
Ernesto.— Y aun más... Con una carta del
ministro de instrucción allanará todas las
dificultades ¡y el drama subirá á la es-
cena!. . .
Inés {muy enternecida, casi llorando).— ¡Ma-
dre mía! ¡Con tal que no sea demasiado
tarde!
Amalia.— ¡Abrázame! ¡No temas ya! ¡Respi-
ra, hija mía!
Ernesto.— ¡Estoy absuelto!
ESCENA IX
Dichos-JULIAN
Ernesto (corriendo hacia él) — ¡Ah, Julián! ¡Bue-
nas noticias! ¡Magníficas noticias!
Julián. — ¿Sí?
Inés.— ¡Julián, Julián!
Julián.— ¿Qué?
Amalia.— ¡Amigo mío!
Julián.— Déjame (á Inés, desfallecido] se sienta
co mpleta m en te aniqu ü a do).
Inés. —¿Dormiste un rato?
Julián.— ¿En?. . . ¡Ah!... sí.
Ernesto.— ¡Mira Julián! oye lo que dice este
diario.
78 PAYRÓ
Amalia . —Aguarde usted un momento ¿no
ve?. . .
Ernesto . —Pero ¿qué te pasa, Julián?
Julián.— ¿A mí?... ¿Pasar?... Nada, nada.
Amalia (á Ernesto) . —Sería mejor dejarlo...
Retirarse . . .
Inés (que está entre los dos, mira á Ernesto,
luego á Julián.— ¡Sí! ¡que se marche ese
hombre! (con espanto). ¡Oh, qué horror! . . .
¡Ahora se parecen!. . .
Ernesto. — Señora. . .
Amalia. — ¡Déjelo usted! ¡Retírese!
Ernesto.— ¡Se me ofende injustamente!... ¡Si
yo puedo hacerlo reaccionar! . . . ¡Mi cari-
ño, mi lealtad! ¡Toma, toma Julián! ¡lee
esta noticia. . .
Julián. —¿Qué? (tomando el periódico desga-
nadamente).
Ernesto.— ¡Aquí! ¡Lee!...
Julián (recorre la columna sin fijar los ojos) .
—Muy bonito... Muy bonito (deja caer el
periódico).
Ernesto (recogiendolojl— ¡Oh! pero esto te in-
teresa, tiene que interesarte muchísimo,
¡Oye, por lo menos esta noticia! (lee): «Ul-
tima hora.— Acontecimiento político.— De
acontecimiento político es ya calificado
por todo el mundo el magno discurso-
programa con que acaba de sorprendernos
y arrebatarnos el Sr. Bermúdez, y que
abre nuevos é inmensos horizontes á la
política y el porvenir de la nación, agru-
pando en torno de una magnífica idea de
solidaridad humana generosa y triunfado-
ra, á todos los hombres de buena volun-
tad, desde el proletario que gime en la
miseria hasta el multimillonario ahito de
goces. ¡Este programa no es, solo, nacio-
nal! Desborda de las fronteras, para ha-
cerse continental, universal! . . . De hoy en
más yérguese en nuestro país un partido
inmenso, formidable, incontrarrestable que,
sino nos da la imposible felicidad absoluta,
EL TRIUNFO DE LOS OTROS 79
nos dará la perfección dentro de lo humano:
la justicia integral , el reinado de la equi-
dad, en todo y para todo. Tal es la
genial, la admirable y gigantesca obra de
Bermúdez ...»
(Esta lectura debe servir de acompañamiento á un juego,
muy sobrio de Julián, luchando terrible é inútilmente
por entender).
Julián.— De Bermúdez, sí. . . ¿Por qué lees?. . .
No puedo entenderte. . . Te oigo y tus pa-
labras confusas me zumban en los oídos . . .
¿Por qué... no hablas... más claro?...
Inés.— Márchese usted, se lo suplico... No lo
atormente... ¡Yo sola lo comprendo! ¡Lo
veo como fué!
Ernesto.— -¿Si se llamara un médico? (d Amalia).
Amalia (d Inés).— ¿Un médico?
Inés.— ¡Sí! Que llame al que ya lo ha visto,
al vecino; que nos deje; que no vuelva. ..
Ernesto.— Aquí está Bermúdez.
Inés.— Por fin.
Amalia.— Quizá su presencia... las noticias.
Dejémoslos solos. (Vdse).
Inés.— ¡Ah!. . .
Ernesto.— ¡Adelante, señor Bermúdez, adelan-
te! (Aparte) Voy por el médico. (Vdse).
escena x
JULIÁN, INÉS, BERMÚDEZ
Bermúdez (entrando entusiasmado)— Señoras...
(corre hacia Julidn)\ ¡Ah. mi querido, mi
querido amigo! ¡Hemos triunfado! ¡Hemos
triunfado en toda la línea! ¡Qué entusias-
mo! ¡Qué delirio! ¡Qué estupenda victoria!
¡El mundo es nuestro!. . . ¡De hoy en ade-
lante no nos separaremos ya! ¡Usted es mi
brazo derecho, mi cerebro, el cerebro del
país! ¡Pero déme usted un abrazo! . . .
Inés.— (al foro)\Yloy todos han entrado así, tri-
unfantes, enajenados, ¡y él! . . .
80 PAYRÓ
Bermúdez.— ¡No soy ingrato, no! ¡A usted se
lo debo todo, y todo se lo restituiré!
Julián.— Sí . . .
Bermúdez.— ¡Sí! ¡Ahora lo proclamo! ¡Usted se-
rá mi segundo! ¡No! ¡El primero! Usted
será la cabeza, yo la mano: usted el pen-
samiento, yo la acción! ¡Y así siempre,
hasta la muerte, de batalla en batalla, de
victoria en victoria! . . . ¿Quién nos detiene?
¡Adelante, adelante, mi querido, mi gran
Julián!
Inés (fatídica).— ¡Llegó usted tarde!
Bermúdez.— ¡Cómo! ¡Qué quiere decir eso! ¿Qué
tiene usted? ¡Hable, Julián, diga!. . .
Inés (con voz reconcentrada) .—¡Es la muer-
te ó...
Bermúdez.— ¡Qué horror! ¡Qué injusticia!. . . ¡No
puede ser, no puede ser! . . .
Inés.— ¿No le ve usted?. . .
Bermúdez:— ¡Un médico!
Amalia.— Han ido á buscarlo.
Bermúdez.— ¡Julián, mi buen Julián! ¡Mi gran-
de y noble amigo! ¡Conteste Vd.! ¿Sufre?
¿Siente algún dolor?
Juhán.— ¿Dolor? No.
Bermúdez— ¿La cabeza?...
Julián.— U. . . como si no tuviera. . . cabeza. . .
Nada.,.
Bermúdez . —¿No le duele?
Julián. — Nada.
Bermúdez.— ¡Entonces alégrese Vd.!
Íulián— Sí.
)Ermúdez.— Traigo las manos llenas de felici-
dades. . .
Julián . —Sí .
Bermúdez.— En medio de la embriaguez del
triunfo no me olvidé de Vd. . . ¡Me despren-
dí de todos. . de todo! Corrí á ver al mi-
nistro. . . al teatro. . . ¡Llega la gloria y la
fortuna Julián!. . . ¡Tome, tome Vd.! ¡Es la
primera prueba de que ahora lo podemos
todo!. . . ¡El primer peldaño! Tome Vd. . .
Julián.— ¿Qué?
EL TRIUNFO DE LOS OTROS
81
Bermúdez.— Su nombramiento . . . Subsecreta-
rio del ministerio del interior. . . ¡Se reco-
nocerá su valía! ¡No habrá puerta cerra-
da para Vd.! ¡Todo queda á su alcance, á su
capricho! ¡El porvenir es suyo!...
Julián.— El porvenir. . . {como buscando el sig-
nificado de la palabra).
Bermúdez (afligido).— No reacciona.
Inés (como enloquecida hasta el fin).—\No\ ¡No
reacciona! ¡No! ¡No vive! ¡No! ¡Ya es un
guiñapo! ¡Este nombre ha sido muchos
hombres! ¡Esta derrota está hecha de mu-
chos triunfos!
Bermúdez (ir guiándose irritado, y compade-
ciéndose en seguida) .—¡Oh!
Inés.— ¡Y usted! ¡Usted que viene tarde á de-
volverle lo suyo, usted daría poco, si le
diera toda la sangre de sus venas!
Bermúdez (profundamente compadecido).— \La
daría!
Inés.— ¡Oh, aunque lo quiera no puede, porque
ese sacrificio está reservado para mí, sólo
para mí! ¡Sera mi único consuelo, mi única
gloria!
escena XI
Dichos— AMALIA
Amalia —¡Cálmate, Inés!
Inés.— Y usted que ha contribuido tanto á aca-
bar con su vida, usted no tiene sitio aquí.
¡Su tardía equidad es una mentira más, una
escarnecedora y sangrienta mentira! (aho-
gándose en llanto cada vez más); usted:
como los otros, oculta el crimen tras de
las lágrimas que dicen: «¡Yo no fui!» «¡y
nadie ha sido, porque todos lloran!»
Cae de bruces sobre Julián, que le acaricia el cabello, ex-
trañado.
Julián . —¿Lloras?. . . ¿Por qué?
Bermúdez— ¡Desgraciados!
Amalia— ¡Oh, señor!
82 PAYRÓ
Bermúdez— Comprendo ese dolor... ¡Es tam-
bién mío!
InÉs (entre sollozos) . — ¡ Julián! Julián!
ESCENA XII
Dichos-EL MÉDICO-ERNESTO
Médico.— ¿Dónde está el enfermo?
Ernesto.— Alli.
Médico (á Inés) -Levántese usted, señora.
(Escena muda. El médico examina á Julián. Le habla en
vos baja. Inés y Amalia lo rodean. Bermúdez se apro-
xima. Ernesto queda detrás del grupo, entre éste y la
puerta de calle )
ESCENA XIII (D
Dichos-CABALLEROS Io y 2o vestidos de negro
Ernesto se separa del grupo y va hacia la puerta. Apare-
cen los caballeros, permaneciendo junto á ella.
Ernesto.— ¿Qué deseaban ustedes? (los saluda
como á conocidos).
Caballero 1°.— Venimos en representación de
Cienfuegos.
Caballero 2o.— Los insultos que. . .
Ernesto.— ¿Un desafío?
Caballero Io. — Se impone.
Ernesto . —¡Imposible!
Caballero 2o.— Son nuestras instrucciones.
Ernesto.— ¡José! ¡Qué ingratitud!... ¡A Ju-
lián!
Caballero 1°.— Lo ha insultado.
Ernesto.— ¡Más lo insulto yo, públicamente!
Caballero 2o (con cierta ironía despéctiva).—
De usted no nos ha hablado.
Ernesto.— ¡Pero si Julián se está muriendo!
Caballero 1°.— ¿Cómo?
Ernesto— Miren ustedes...
Caballero Io.— ¡Ah!
Ernesto.— Lo han... ¡lo hemos asesinado!
Caballero 1°.— Siendo así...
(Se consultan, sin separar la vista del grupo.)
EL TRIUNFO DE LOS OTROS 83
Caballero 1°.— Nos retiramos.
Caballero 2o. -Haremos constar la diligencia...
Caballero 1°.— Y si más tarde hay lugar...
(Se despiden y vanse).
escena xiv
Dichos— Menos CABALLEROS Io y 2*
Luego el médico se desprende del grupo y se acerca á Ber-
múdez que se adelanta á su vez. Inés les sigue á hur-
tadillas para sorprender la sentencia).
Bermudez.— ¿Su diagnóstico?
Médico.— Hace meses que lo preveía: Se apa-
gó el cerebro.
Bermudez . —Para siempre .
Médico.— Para siempre. . . sí.
Bermudez.— ¡El, que nació para gobernar el
mundo!
Inés (en un arrebato desesperado). — ¡Y que lo
ha gobernado por mano ajena! (con la so-
lemnidad de un juramento)'. ¡Oh, pero tu
pensamiento vivirá, yo te lo juro! ¡Tu Anó-
nimo rasgará la noche, será luz! ¡El triun-
fo de los otros es el tuyo, Julián!
(Vuelve á caer como en la escena xi).
Telón.
(1) Esta escena puede ser suprimida en la representación,
continuando en la escena XIV, sin modificación alguna.
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