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Full text of "El triunfo de los otros, comedia dramática en 3 actos"

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ROBERTO  PAYRÓ 


EL  TRIUNFO 

DE  LOS  OTROS 

Comedia  Dramática  en  3  Actos 

© 


BUENOS  AIRES 
Imp.  M.  Rodríguez  Giles— Bmé.  Mitre  1423 

Á  1907 


L5 


ROBERTO  RMYRÓ 


de lé$  ©tro* 

COnCPIR  PfWVVTKA  EH  3  ACTOS 


502088 


BUENOS  AIRES 
Casa  Editora  é  Impresora  de  M.  Rodríguez  Giles 
Bartolomé  Mitre  1423 

1907 


A  ENRIQUE  CAPRILE 


PERSONAJES 


JULIÁN,  40  años. 

INÉS,  35  años. 

DOÑA  AMALIA,  60  anos. 

ERNESTO  VIERA,  30  años. 

ANTONIO  BERMUDEZ,  45  años. 

JOSÉ  CIENFUEGOS,  30  años. 

LEVY. 

DR.  MARTÍNEZ. 
CABALLEROS  1°  y  2«\ 
MENSAJERO. 

escena,  cuyos  detalles  deben  ajustarse  al  carácter  y 
posición  del  protagonista,  representa  un  escritorio 
pobremente  alhajado,  que  al  propio  tiempo  sirve  de 
comedor;  fuera  del  sitio  ocupado  por  los  pocos  mue- 
bles, las  paredes  están  cubiertas  de  grandes  estantes 
llenos  de  libros.  Ventanas  con  postigos  dejan  ver  al 
foro  la  calle  con  árboles  de  un  arrabal.  Puertas  á 
ambos  lados;  las  de  la  izquierda  del  actor  comunican 
con  la  huerta  y  las  habitaciones  interiores;  la  de  la 
derecha  con  el  exterior. 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


ACTO  PRIMERO 

ESCENA  I 
JULIAN,  luego  INES 

Julián  está  escribiendo  á  la  luz  de  su  lámpara.  Hace 
un  ademán  de  fatiga,  se  levanta  V  va  á  abrir  los  pos- 
tigos, por  los  que  entra  la  viva  luz  de  la  mañana. 
Apaga  la  lámpara  y  se  sienta  de  nuevo  á  escribir. 
Aparece  Inés,  que  va  de  puntillas  á  besarlo  en  la 
frente. 

Julián.— ¡Hola,  dormilona! 

Inés.— ¿Acaso  hago  de  la  noche  día  como  tú? 

Julián. — {aludiendo  cí  la  luz  clara  del  día). 
La  noche  retrasa  á  veces... 

Inés.— Son  las  ocho.  Y  tú  ¿á  qué  horas  te 
levantaste,  que  no  te  oí? 

Julián  —A  las  dos.  Quería  terminar  este  tra- 
bajo que  vendrán  á  buscar  á  las  nueve. 

Inés.— ¿Qué  es? 

Julián.— Un  discurso  que  me  ha  encargado 
Bermúdez  sobre  el  proyecto  de  ley  de  di- 
vorcio 

Inés.— Siempre  trabajando  para  los  demás, 
nunca  para  tí,  para  nosotros!    ¡No  quiero! 

Julián  .  —  {risueño).  Vaya,  no  te  alteres .  Ya  lle- 
gará el  día.  Tengo  la  convicción  deque 
se  acerca.  En  fin:  dame  un  poco  de  café. 
Necesito  aclarar  las  ideas. 

Inés.— ¿Te  falta  mucho? 


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PAYRÓ 


Julián.— El  párrafo  filial.  Busco  algo  de  elec- 
to", algo  altisonante  y  que,  sin  embargo,  no 
resulte  ridículo . 

Inés.— Habías  puesto  agua  á  calentar. . .  (Se 
ocupa  en  preparar  el  café  y  otras  menu- 
dencias, hablando  con  pausa), 

Julián.— Si. 

Inés  . —¿Lo  quieres  con  un  poco  de  leche? 
Julián.'— No;  puro,  puro. 

Inés.— Sabes  que  te  hace  daño,  que  te  excita. 
Julián.— Es,  precisamente  lo  que  quiero.  Un 

latigazo  á  los  nervios  para  acabar  con 

el  discurso. 

Inés.— Tu  discurso  de  Bermúdez  ..  Tu  seu- 
dónimo no  me  gusta,  tanto  más  cuanto  que 
hace  mucho  trabajas  con  él  sin  provecho. 
No  me  gusta  ningún  seudónimo.  Quisiera 
verte  trabajar,  por  fin,  á  cara  descubierta, 
en  evidencia,  conquistándote  el  lugar  que 
te  corresponde,  y  no  haciendo  esfuerzos  que 
encumbran  á  otros  y  á  tí  no  te  dan  sino 
para  vivir  estrechamente,  casi  en  la  miseria. 

Julián.— Bah,  Bermúdez  ha  prometido  poner- 
me el  hombro,  sacarme  á  la  luz,  y  en- 
tonces ¿quién  me  detiene?  Se  acabaron  las 
amarguras,  las  dificultades,  se  derrumbó  la 
barrera  en  que  me  estrello,  y  queda  ante 
mí  el  campo  amplio  y  abierto,  que  sabré 
conquistar  y  dominar.  ¡El  mundo  es  mío, 
Inésl  ¡Ahora  vamos  á  vivir  la  vida!  ¡Aho- 
ra empieza  nuestra  juventud! 
nés.— A  los  cuarenta  años...  Con  la  salud 
arruinada  por  el  exceso  de  trabajo . . .  cuan- 
do otros  descansan  ya. . . 

Julián.— O  han  muerto,  sí...  Pero  el  triunfo 
rejuvenece,  es  un  renacimiento,  un  vigor 
nuevo,  una  fuerza  que  ya  siento  y  me  agi- 
ganta con  solo  imaginarlo!  ¡Tú  no  tienes 
esperanza,  tú  no  tienes  fé!  ¡Cree  en  mí, 
espera  en  mí,  mujer,  como  creo,  como  es- 
pero yo!  Y  aleja  de  tí  la  tristeza  que  me 
enerva,  ese  aire  de  resignación  que  tomas 
en  cuanto  dejas  de  vigilarte.  ¡Sonríe,  son- 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


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ríe!  Tú  debes  ser  el  rayo  de  sol  en  esta 
casa,  mi  rayo  de  sol,  mi  fuerza,  mi  con- 
fianza, mi  convicción  del  triunfo.  ¡Sonríe, 
sonríe! 

iNÉs.^-Portí  me  aflijo,  no  por  mí.  Soy  tu  com- 
pañera desde  tus  veinte  años.  A  tu  lado 
aprendí  a  pensar  y  á  observar  el  mundo. 
Siempre  creí  que  te  conquistarías  una  po- 
sición con  tu  talento  y  tu  saber. . .  Los  des- 
encantos y  las  derrotas  se  han  sucedido 
sin  interrupción  durante  veinte  años  de 
lucha  continua.  Para  mí  eres  más  grande, 
mucho  más  grande  que  antes;  pero  ¿para 
los  demás?...  ¡No  basta  serlo  para  tu  po- 
bre mujer,  Julián!  ¡hay  que  serlo  para  to- 
dos! La  vida  es  tan  triste,  tan  amarga, 
tan  dura . . . 

Julián.— Pero  ¿qué  quieres  que  haga? 

Inés, — ¡Qué  triunfes!  {le  sirve  el  café). 

Julián.— ¿Y  cómo  había  de  triunfar  hasta  aho- 
ra, con  todas  las  puertas  cerradas,  con  to- 
dos los  caminos  barreados?  Quince  años 
de  periodismo  anónimo  me  exprimieron 
material  y  mentalmente.  Pero  siquiera  vi- 
víamos de  mis  jornales,— porque  no  fui 
otra  cosa  que  un  jornalero  de  la  pluma,  y 
mi  trabajo  redundó  siempre  en  honra  y 
provecho,  no  mios,  sino  del  propietario 
del  periódico.  Sabes  perfectamente  cómo 
sacudí  el  yugo,  cómo  escapé  á  la  esclavi- 
tud para  caer  en  esta  falsa  independencia, 
en  la  que  no  dependo  de  uno  sino  de  mu- 
chos, y  en  la  que  á  veces  no  logro  ganar 
nuestro  pan. . .  ¡Libros  ajenos,  dramas  aje- 
nos, artículos  ajenos,  discursos  ajenos!... 
Se  olfatea  mi  existencia,  se  conjetura  mi 
aptitud,  se  me  asedia  para  que  lave  toda 
esa  ropa  sucia,  para  que  edifique  sólida  y 
magníficamente  con  ridículos  granos  de 
arena.  Y,  sin  embargo,  ¡no  tengo  reputa- 
ción! ¡soy  un  desconocido,  un  anónimo! . . . 

Inés.— Esos  mismos  hechos  te  están  probando 
que  no  lo  eres. 


PAYRÓ 


Julián.— Para  los  que  me  utilizan  no;  para  el 
público,  para  el  pueblo,  para  lo  que  impor- 
ta, para  aquellos  cuyo  aplauso  es  una  glo- 
ria, una  caricia,  el  soplo  del  futuro,  sí;  des- 
graciadamente sí! 

Inés.  —  ¡Surge!  ¡Levanta  entonces  la  frente, 
muéstrate,  para  que  te  vean  y  te  admiren! 

Julián.— Fácil  es  decirlo...  ¿Cómo?...  ¿Con  el 
diario  que  mata?  ¿Con  el  libro  que  no  en- 
cuentra editor  ó  debe  regalarse?  ¿Con  la 
mezquina  política  de  las  camarillas  igno- 
rantes y  ambiciosas?  ¿Con  un  sectarismo 
cualquiera?...  Todo  lo  he  ensayado...  inú- 
tilmente; y  si  el  teatro. . . 

Inés.  —  (Con  esperanza  entusiasta)— ¡Ahí  Tu 
drama. . . 

Julián.— (Continuando)— Si  el  teatro  me  es 
tan  hostil  como  el  resto,  ya  puedo,  ya  ten- 
go que  resignarme  á  seguir  contigo  la  mis- 
ma  vida  de  zozobras,  de  angustia  y  de  mi- 
seria! ¡Pobre  Inés!  (pausa.  Transición  ala 
alegría).  ¡Pero,  no!  Confío  en  Bermúdez; 
es  bueno,  sabrá  agradecer,  cumplir  sus 
promesas  y  entonces,  entonces  queri- 
da, trabajaremos  para  nosotros,  vencere- 
mos, gozaremos,  nos  desquitaremos  en  el 
banquete  que  hasta  ahora  preparé  para  los 
otros  sin  gustarlo  jamás- 

Inés.— Antes  será  preciso  que  rompas  muchos 
lazos. 

Julián. — (poniéndose  en  guardia)  ¿Qué  quieres 
decir? 

Inés  .  —  Perdóname  Julián,  pero,  si  yo  no  te 
digo  la  verdad  ~¿quién  te  la  diría?  Estás 
mal  rodeado. . .  Debieras  codearte  con 
otra  sociedad,  intelectual  y  socialmente 
más  elevada,  introducirte  en  el  círculo 
de  los  que  han  llegado  ya. 

Julián.—  ¿Esos?.  . .  ¡Quieren  que  seles  soli- 
cite, que  se  les  rinda  pleito  homenaje!  ¿Por 
qué?. . .  Yo  no  he  de  hacerlo,  ¡oh,  no!  ¡Que 
me  busquen  á  mí,  que  me  llamen,  que  me 
reconozcan!  Sino...  sino,  déjame  con  los 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


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infelices  que  acuden  á  rodearme,  que  no 
me  exigen  vasallaje,  al  contrario... 

Inés.— Que  te  adulan. . . 

Julián. —¡Inés,  Inés! 

Inés.  -  No  te  enfades,  queridito.  Deja  que  tu 
mujercita  te  diga  estas  amargas  verdades, 
porque  no  quiere  sino  tu  bien. . .  Te  adu- 
lan, te  explotan,  y  lo  que  es  peor,  en  vez 
de  alzarse  hasta  tí,  te  rebajan  hasta  su 
propio  nivel  en  la  opinión  ajena. . . 

Julián.— No  digas  esas  cosas.  Calla  porque 
no  puedo  soportarlas  y  no  quiero  eno- 
jarle! 

Inés- -Piénsalas,  sin  embargo. 

Julián  {escribiendo)  —  Sí.  . .  Sí. . .  Déjame. . . 
¡Oh,  buen  sentido!'  ¡cuántas  injusticias  se 
cometen  en  tu  nombre! 

Inés.— ¡Ah!  {suspira  corno  si  si<¿s  palabras  le 
hubieran  costado  un  gran  esfuerzo,  y  con- 
templa tiernamente  á  Julián,  que  sigue 
escribiendo .  En  seguida  ve  pasar  una 
sombra  por  el  foro,  y  exclama'!)  ¡Ahí  vie- 
ne tu  amigóte  Viera,  el  más  inútil  y  el 
peor  de  todos! 

Julián.  — ¡Pobre  muchacho!  Bajo  su  capa  de 
imbecilidad  y  de  vicio  tiene  buen  cora- 
zón. 

Inés  {hace  que  se  va). 

Julián.— Quédate,  por  favor.  No  lo  trates  mal: 
no  lo  merece  tanto  como  muchos.  Y  á 
mí. . .  me  sirve. 

Inés.— Como  quieras. 


Ernesto  {soñoliento  y  con  la  lengua  algo  torpe). 

—Buenos  días.  ¿Trabajando  tan  temprano? 

Muy  buenos  días,  señora. 
Julián.— ¡Oh!  ya  hace  rato  que  estoy  en  pie. 

Desde  las  dos. 
Ernesto.— ¡Caramba! 

Julián.— ¿Quieres  café?  {vuelve  d  escribir). 


ESCENA  II 


Dichos-ERNESTO  VIERA 


10  PAYRÓ 

Ernesto.— De  mil  amores.   Me  he  levantado 

con  la  cabeza,  un  poco. . . 
Inés  (irónica)— Me  doy  cuenta. 
Ernesto  .  —¿Por  qué,  señora? 
Inés.— ¡Oh!  ¡por  nada!  por  nada  malo...  Sus 

quehaceres,  sus  preocupaciones  (irónica) 
Ernesto.— ¡ Ah,  sí!   La  vida  se  está  haciendo 

tan  difícil. . . 
Inés. —Sírvase  usted  (le  sirve). 
Ernesto.— ¡Muy  honrado! 
Inés.— ¿Tiene  suficiente  azúcar? 
Ernesto  .  -  ¡Está  exquisito,  señora! 
Inés.— Algo  frío,  quizá. 

Ernesto.— Tibio.   Lo  prefiero  así.  (Apara  y 

le  devuelve  la  jicara). 
Julián.— ¡Gracias  á  Dios!  (tira  la  pluma  y  se 

levanta).    ¡Ya  acabé!  Seis  horas  largas  de 

tarea  intensiva.   Tengo  las  piernas  flojas, 

y  la  cabeza  me  da  vueltas. 
Inés.— Descansa.   Recuéstate  un  rato  en  el 

canapé. 

Julián.— Al  contrario.   Hay  que  poner  la  san- 
gre en  movimiento . . . 
Inés. -Vuelvo  en  seguida. 


ESCENA  III 
JULIAN-ERNESTO 

Ernesto.— Parece  que  tu  señora  me  huye... 

Julián.— No  lo  creas.  Es  que  la  pobre  lleva 
todo  el  peso  de  la  casa  (recostado  en  el 
canapé).  Y  aunque  yo  anhele  verla  como 
una  reina,  realizar  toados  sus  sueños. . . 

Ernesto— ¡Es  tan  inteligente!  ¡Tiene  tanto  ta- 
lento! 

Julián  (como  si  la  profanase)— Calla.  ¡Piensa 
lo  que  quieras,  pero  no  me  lo  digas!  ¡No 
lo  digas  tú,  sobre  todo! 

Ernesto  . —¿Por  qué? 

Julián.— Porque. . .  porque...  yo  no  te  hablo 
de  ella.  Tú  eres  un  ser  particular,  un  ser 
indefinible  y  proteiforme  para  mí,  que  te 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


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imagino  tal  como  se  me  ocurre,  como  ne- 
cesito que  sea  mi  interlocutor  del  momen- 
to.. .  Y  por  eso  te  quiero,  ¡oh,  pretexto  an- 
dante de  mis  monólogos! . . .  Vamos,  dame 
tema  para  soñar  y  hablar  soñando.  ¿Dónde 
estuviste  anoche? 
Ernesto. —¿Después  del  teatro? 

Íulián  .  — Naturalm  ente. 
lrnesto. — Pues  nos  reunimos  en  el  café  va- 
rios intelectuales. . . 
Julián  (con  admiración  fingida)— \Ah\  tú  tam- 
bién*. . . 

Ernesto.— ¡Qué  cos^s  me  dices! 

Julián  .  —¿Yo?   ¡Nada !  Continúa. 

Ernesto. — Núñez,  Pérez,  Talavera,  José  Cien- 
fuegos...  cuatro  ó  cinco  más.  "Se  habló 
de  muchas  cosas  interesantes,  y  un  poco 
de 'tí. . . 

Julián  (sarcástico)— ¿También  de  mí?  ¿Qué  se 
dijo? 

Ernesto.— Se  reconoció  tú  talento,  ¡oh,  eso 
sí!. 

Julián.—  ¡Ah!  ¿  Conque  se  reconoció  mi. . . 
Sigue. 

Ernesto.— Solamente,  algunos  lamentaron  que 
á  tu  edad,  no  hubieras  hecho  nada  todavía. 

Íulián  .  —¿Nada,  eh? 
Ernesto.— Nada  serio,  por  lo  menos.  Se  con- 
vino en  que  carecías  de  esprit  de  snile,  de 
perseverancia.... 
Julián.—  ¡Entiendo,  entiendo! 
Ernesto.  — Y  como  probablemente  ya  no  has 

de  reaccionar,  á  tus  años  .. 
Julián.— ¿Soy  un  fracasado,  verdad?  ¡Un  fra- 
casado! ¡Yo!  {levantándose  de  un  salto 
corre  á  la  biblioteca  y  saca  febrilmente  li- 
bros con  los  que  hace  un  montón  sobre  el 
escritorio).  Mira...  éste...  y  éste  otro,... 
y  éste  más.. .  No  te  muevas...  Desde  allí. 
No  te  acerques...  y  éste. ..  y  éste...  y  todos 
éstos  ¿ves?  ¿los  ves?  ¡Todos  son  míos!  ¡To- 
dos los  pensé,  los  llevé  largos  días  en  el 
cerebro,  ¡los  escribí!.  .  todos   son  mis  hi- 


PAYRÓ 


jos,  más  que  mis  hijos,  ¡mi  pensamiento 

viviente! 
Ernesto.— ¿Estás  loco? 

Julián . —¿Loco?  ¡ja,  ja!  Nunca  he  estado  más 
cuerdo.  Te  digo  que  todas  estas  obras, 
aunque  lleven  otro  nombre,  las  he  hecho  ó 
las  he  rehecho  yo,  y  más,  muchas  más. . . 
¡Son  hijas  adulterinas  de  mi  talento  y  la  re- 
putación de  algunos  imbéciles,  incapaces 
de  bastarla!  ¡Libros,  y  discursos,  y  memo- 
rias, y  artículos  de  resonancia,  de  éxito  se- 
guro para  otros!  ¡Nunca  para  mí!  ¿Ves, 
íos  ves? 

Ernesto  —{queriendo  acercarse)— Déjame  ver., 
mirar.  . 

Julián.  No.  Apártate»  Sería  una  indiscreción, 
una  falta  á  la  palabra  empeñada.  Sólo 
estando  loco  podría  cometerla.  Esto  es 
una  especie  de  secreto  de  confesión  (vol- 
viendo á  poner  los  volúmenes  en  sn  silio). 
¡No  temáis,  parásitos  de  mi  cerebro!  ¡No 
os  quitaré  la  vida  que  me  habéis  arreba- 
tado á  cambio  de  un  mendrugo!  ¡No  la  ne- 
cesito! ¡Tengo  otra  más  grande!  (volvién- 
dose), ¡Sí,  tengo  otra  más  grande,  Ernesto! 
¡Tengo  un  drama!... 

Ernesto.-— A  propósito  de  dramas...  Cienfue- 
gos  dijo  anoche  que  estabas  leyendo  el 
suyo.. . 

Julián,  —(irónico)— ¿Leyendo?  (conteniéndose). 
Sí;  ya  lo  he  leído... 

Ernesto.— ¿Y,  qué  tal? 
•  Julián.— Ahora  me  parece  bueno. 

Ernesto.— ¿Por  qué  dices  «ahora»? 

Julián. — Porque  cuando  empecé  á...  leerlo, 
no  me  lo  parecía  tanto...  Oye,  díme;  apues- 
to á  que  Cienfuegos  fué  quien  me  declaró 
falto  de  perseverancia? 

Ernesto.— ¡Oh!  ¿cómo  supones? 

Julián.— ¡Es  una  liendre  esa!...  ¡En  fin!  Poco 
me  importa,  y  no  por  eso  he  de  dejar.... 
¡Bah!  Pero  ¿sabes  lo  que  observo?  (burlón) 
Qué  no  te  interesan  mis  asuntos.  Te  digo 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


13 


que  tengo  un  drama  y  ¡saco!  te  pones  á 
hablar  de  otra  cosa... 

Ernesto.— Disculpa,  Julián;  no  he  querido.  . 

Julián. —Generalmente  no  te  pido  tu  atención, 
sino  tu  presencia,  para  hablar.  Pero  hoy 
es  diferente.  Tienes  que  prestarme  un  ser- 
vicio, un  gran  servicio...  No  te  alteres. 
Aunque  es"  algo  de  importancia,  tu  santo 
egoísmo  no  tendrá  nada  que  sufrir.  ¡Al 
contrario!  Se  trata  de  un  paseo  en  que  po- 
drás darte  mucho  pisto:  como  plenipoten- 
ciario de  un  autor  ante  las  empresas  tea- 
trales... 

Ernesto.— ¿Para ofrecer  tu  drama?- 
Julián.— Si  adivinas  lo  que  llevo  en  esta  ca- 
nasta te  doy  un  racimo.  ¡Acertaste,  que- 
rido! 

Ernesto.— (moh?no}—\Hab\'d  en  serio! 

Julián.— Sí,  disculpa.  Tú,  que  tienes  tantas  re- 
laciones en  los  teatros,  ahórrame  los  besa- 
manos y  las  antesalas,  haz  que  lo  lean,  y 
pronto  ¡tengo  prisa!  quiero  salir  de  esta 
obscuridad,  probarles,  á  ésos,  que  mienten 
á  sabiendas,  por  envidia  y  maldad,  cuando 
me  llaman  fracasado!...  Que  lo  lean...  que 
lo  lea  uno  solo:  ¡eso  basta!  Lo  aceptarán, 
lo  aceptarán  corriendo. .  Pero  que  lo  lean, 
que  se  dejen  hipnotizar,  es  lo  único  que 
pido...  ¡Y  el  público  después!  ¡Aquí  lo  tie- 
nes (le  da  un  manuscrito  con  cubierta 
obscura) . 

Ernesto.— ¿Cómo  se  titula? 

Julián.— Ahí  lo  tienes:  «Anónimo».  ¡Oh!  Es 
un  drama  extraño,  un  jirón  de  vida,  la 
disección  de  un  espíritu  y  una  inteligen- 
cia, asfixiados,  asesinados  por  las  circuns- 
tancias y  el  ambiente,  víctimas  del  fatum 
sordo  y  ciego 

Ernesto  .  —¿El  fatum! 

Julián— El  destino,  la  suerte,  la  adversidad. 
La  malevolencia  dirá,  cuando  se  repre- 
sente, que  he  llorado  sobre  mí  mismo, 
que  he  hecho  una  autobiografía  lacrimosa 


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PAYRÓ 


y  exagerada. .  No  pusilámine  ¡muy  al  con- 
trario! pude  poner  mi  corazón  y  mi  cere- 
bro sobre  la  mesa  de  trabajo  y  hacerles 
la  mas  terrible  y  trágica  vivisección.  ¡Pe- 
ro, no  he  querido!  tomé  otros  casos— ¡abun- 
dan en  esta  obscuridad!— y  los  señalaré 
en  cuanto  se  me  acuse,  para  no  dejar  ni 
ese  flanco  á  la  crítica...  ¡Oh,  pese  á  la  crí- 
tica, á  la  maldad,  á  la  envidia  pérfida,  el 
público  será  mío  desde  la  primera  noche, 
y  después  de  ver  estos  negros  episodios 
ele  la  vida  real,  se  irá  á  sus  casas  temblan- 
do de  haber  delinquido  contra  los  espíri- 
tus superiores!. . . 

Ernesto.— ¡Qué  talento  tienes! 

Julián.— (como  despertando)— ¡No  digas  ton- 
terías! Tú  no  eres  quién  para  juzgarme. 
Te  lo  cuento  porque  el  drama  rebosa  de 
mí,  no  para  pedir  tu  opinión. . .  Y  se  lo 
contaría  álas  paredes... 

Ernesto.— ¡Julián!  Me  tienes  muy  en  poco... 

Julián.— También  tú.. .  ¿por  qué  no  me  dejas 
soñar,  sin  despertarme?...  En  el  sobresal- 
to te  tiro  con  lo  primero  que  encuentro.. . 
Pero  eres  buen  muchacho  y  no  te  enfadas, 
¿eh?...  Cuídame  el  manuscrito  porque  es 
el  único .  ¡Ni  tiempo  para  copiarlo  tengo! 
Bien...  ¿Lo  recomendarás,  lo  harás  leer, 
conseguirás  que  se  ponga  inmediatamen- 
te?... ¡Si  vieras  cuánta  prisa,  cuánta  es- 
peranza tengo!... 

Ernesto.— Haré  todo  lo  posible. 

Juián.— Y  lograrás  que  se  represente  ¡vaya 
si  lograrás!. . .  ¡Y  entonces!...  En  la  hora 
del  triunfo,  Ernesto,  en  la  hora  del  triunfo 
todos  serán  triunfos!  Después  del  teatro, 
el  libro,  el  periódico,  la  fama,  la  victoria 
definitiva! . . . 

Ernesto.  — Sí.  Estás  llamado  á. . . 

Julián.— ¡Calla!  ¡Tú  no  sabes...  no  puedes  sa- 
ber!... ¡Fracasado!...  ¡Cada  mes  traerá 
consigo  un  éxito  que  será  un  escalón!  ¡Y 
si  llego  á  caer,  será  con  ruido,  con  grande- 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS  15 

za,  y  mis  propios  escombros  no  ser- 
virán de  pedestal  á  nadie,  sino  á  mi  me- 
moria! 

Ernesto,  {hojeando  el  manuscrito)  ¿Tu  héroe 
se  suicida  en  el  tercer  acto?. . . 

Julián— Ese  final  encierra  un  símbolo:  quitán- 
dose la  vida  puede  darla  á  su  obra  anó- 
nima é  ignorada,  merced  á  ciertas  cir- 
cunstancias especiales.  Entonces  no  vaci- 
la, y  como  un  padre  heróico  se  mata  para 
que  sus  hijos  vivan,  inmortales! 

Ernesto.—  {levantándose)—  El  público  no  gus- 
ta de  estos  desenlaces. 

Julián— {despreciativo)— Entonces  haré  que 
Numase  case  con  Pompilio. . .  Ve,  vé  sin 
cuidado.  Ese  es  un  ejemplo  moralizador: 
me  basta  saberlo  eficaz  para  unos  pocos, 
que  luego  serán  legión.  ¿Cuándo  piensas 
presentarlo?  ¿Ahora? 

Ernesto.— Esta  misma  tarde.  Tengo  que  ir 
antes  á  casa. 

Julián  . —Cuando  pases  devuelta,  entra  un  mo- 
mento—vives  ádos  pasos:— quizá  tenga  algo 
mas  que  encargarte. 

Ernesto.—  {acercándose  á  la  ventana)— Allí 
está  Cienfuegos,  tomando  el  aire  en  su  bal- 
cón. 

Julián.— Grítale  al  pasar  que  venga  á  recoger 
su  manuscrito. 

Ernesto  .  —Sí .  Pero  no  vendrá  en  seguida,  por- 
que no  está  en  traje  de  calle. 

Julián.— |Bah!  ¡En  estos  barrios!. . . 

Ernesto.— Es  tan  presumido. . .  Hasta  dentro 
de  un  rato. 

Julián.— Hasta  luego.  No  dejes  de  venir. 

Ernesto  .  —No .  (  Vase  y  vuelve) . 

Julián. —¿Se  te  olvida  algo? 

Ernesto.— No.  Es  que. .  Necesitaba. . .  Díme 
¿te  queda  algún  dinero? 

Julián,  {sonriendo)— ¡Hombre,  no!  Y,  á  pro- 
pósito: trata  de  que  me  adelanten  algo  so- 
bre el  drama. 

Ernesto  .  —¿Cuánto? 


15 


PAYRÓ 


Julián.— Lo  más  que  se  pueda.  Espero  fondos, 
pero  bueno  es  un  pan  con  un  pedazo,  y 
tengo  compromisos  urgentes.  . . 

Ernesto. —Lo  haré...  Pero  entretanto...  Ni 
para  el  tranvía,  Julián. . .  ¿No  te  queda  na- 
da?... Dame  entonces  algunas  novelas 
francesas  que  no  te  sirvan. 

Julián— {riendo)— ¿Para  bebértelas?. . .  Bueno; 
cuando  vuelvas  te  tendré  un  lote. 

Ernesto. — ¿Gracias,  querido!  (Vase). 


Julián. — (Se  acerca  al  escritorio,  tarareando 
á  boca  cerrada  el  coro   de  la  Marsellesa. 
Arregla  algunos  papeles,  se  sienta  y  co- 
mienza á  escribir  con  entusiasmo). 
Inés  (entrando)— Me  pareció  oirte  cantar. 
Julián.— Sí.  . .  cantaba. . . 


Julián  —Cosas. . .  cosas...  Proyectos  que  se 
formalizan. . .  Sueños  que  se  encarnan  (sin 
dejar  de  escribir). 
Inés  .  —¿Se  fué ...  tu  amigo? 
Julián. — Sí. 

Inés  .  —  Estaba  un  poco . . . 
Julián  .  —No  he  notado . 

Inés.  -Tú  nunca  notas  nada.    Los  humos  de 

anoche,  probablemente. 
Julián.— No  insistas. 

Inés  (después  de  una  vacilación)  —  ¿Deseas 

algo? 
Julián  .  —No . 
Inés. — ¿Qué  almorzarás? 
Julián. — Lo  que  hagas. 
Inés  .  —Preferirías . . . 
Julián.  —  Cualquier  cosa. . . 
Inés  — ¿Te  incomodo? 
J  lián.— No,  querida:  me  interrumpes. 
Inés  (resentida)  —  ¡Ah!  (busca  quehacer). 


escena  iv 


JULIAN  luego  INES 


EL  TRTUNFO  DE  LOS  OTROS 


17 


ESCENA  V 
Dichos-  AMALIA 

Amali\— Aquí  estoy  yo,  de  rondón,  como  Pe- 
dro por  su  casa. 
Inés.— Muy  bien  venida. 

Julián  {sin  levantarse)— \Oh,  mi  vieja  amiga! 

Y  no  lo  digo  porque  sea  usted  vieja,  sino 

porque  lo  es  nuestra  amistad . 
Amalia.  — No  nos  forjemos  ilusiones,  Julián. 

Vd.  mismo  tiene  canas,  ¡y  lo  he  llevado  en 

brazos! 

Julián  {escribiendo)— En  los  primeros  años  las 
pequeñas  diferencias  de  edad  parecen  enor- 
mes; pero  el  tiempo  se  encarga  de  ir  ajus- 
fándolas á  su  debida  proporción. 

Amalia.— ¡Adulador!  ¿Vusted,  hija,  cómo  ha 
pasado  estas  semanas  últimas? 

Inés.  —  Perfectamente  Ya  sabe  usted  que 
tengo  una  salud  de  hierro.  En  cambio 
Julián... 

Amalia.— ¿Ha  estado  enfermo? 

Inés.— No.  Trabaja  demasiado,  como  siem- 
pre, y.  ya  usted  ve,  ¿quién  resiste?  Hoy, 
por  ejemplo,  está  en  pie  desde  las  dos. 

Amalia.—  ¡Jesús!  {alto  á  Julián).  Pero  cuídese, 
Julián . 

Julián  {id)—  ¡Oh,  sí  señora.  Me  cuido!  Y,  á 
propósito,  voy  á  terminar  una  cosilla  y  soy 
con  Vd. 

Amalia  {á  Inés)— ;nía  y  noche  así? 

Inés,— Día  y  noche.  Para  él  no  hay  domingos, 
ni  días  de  fiesta ...  El  año  corre  igual, 
con  una  abrumadora  monotonía  en  el  es- 
fuerzo... Pero  quítese  usted  el  sombrero, 
estará  mejor.  Porque  supongo  que  almor- 
zará con  nosotros. 

Amalia. — Si  no  incomodo. . . 

Inés.— ¿Qué  dice  usted?  ¡Julián  tiene  tanto 
gusto,  y  por  consiguiente  yo! . . . 

Amalia.— Eso  es  pura  galantería. 


Í8 


PA\RÓ 


Inés.— Julián  dice  que  basta  su  presencia  pa- 
ra evocar,  para  resucitar  materialmente 
los  a  Tíos  luminosos  de  su  niñez,  para  vol- 
verlo niño  de  nuevo;  por  eso,  mientras  la 
ve,  rebosa  de  júbilo  y  canta  y  juega; 
por  eso,  cuando  V.  se  marcha— ¡y  conste 
ue  me  estoy  muriendo  de  celos! — se  que- 
a  con  los  ojos  tristes  y  turbios.  La  últi- 
ma vez— y  otras  muchas  veces,  antes- 
repetía  melancólicamente:  « ¡  Oh,  recuer- 
dos y  encantos  y  alegrías  de  los  pasados 
dias  !> 

Amalia  (alzando  la  voz)— «¡Oh  gratos  sueños 
de  color  de  rosa!» 

Inés  (con  cierta  amargura,  mas  alto)— ¡Oh  do- 
rada ilusión  de  alas  abiertas!. . . 

Julián  (oye  esto  último  y  se  levanta  entonan- 
do:) ¡Que  á  la  vida  despiertas  en  nuestra 
breve  primavera  hermosa!  ¡Y  que  luego 
sigue  alentándonos,  fortaleciéndonos,  re- 
gocijándonos, mi  excelente  amiga!. ..  Ahora 
que  he  terminado,  déjeme  usted  que  le  re- 

Eita  una  y  otra  vez:  «¡Buenos  días!  ¡Muy 
uenos-días!  ¡dulce  hada  evocadora  de  mi 
infancia  que  oculta  bajo  el  cabello  blan- 
co la  juventud  inmortal  de  su  corazón! 
Buenos  días,  muy  buenos  días  ¡y  ben- 
dita la  hora  en  que  su  sonrisa  ilumina 
estas  paredes!  ¡Aprende,  Inés!  ¡Así  son- 
reían las  hechiceras  avasalladoras  de  hom- 
bres! 

Inés.— ¿No  le  dije  á  usted  que  debo  estar 
celosa? 

Amalia-  ¿Y  no  ve  usted  que  si  yo  no  quisiera 
á  Julián  como  una  abuela  algo  chocha,  no 
podría  perdonarle  semejante  burla?...— 
Seriamente,  hijos  míos:  yo  también  gozo 
al  lado  de  ustedes  y  me  enternece  tanto 
cariño.  No  me  siento  tan  sola  en  el  mun- 
do, cuando  me  asilo  en  este  hogar,  y  tam- 
bién recuerdo...  recuerdo  (conmovida  d 
pesar  suyo), 

Julián.—  «Amor  che  á  null'amato». . . 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


19 


Amalia  {volviendo  á  sonreír)— Pero  lo  que  no 
puedo  tolerar  es  que  me  ofresca  usted  co- 
mo ejemplo  á  esta  encantadora  criatura. . . 
¿Que  sonría,  le  pide  usted?  Si  está  siem- 
pre sonriendo,  ¿Y  no  ve  que  cuando  lo 
hace  irradia  algo  de  dulce  y  s^nto,  inde- 
finible y  arrobador  como  la  música? 

Inés  {riendo)— ¡Oh,  señora! 

Julián.— ¡Qué  bien  sabían  ustedes  manejar  el 
discreteo  y  la  galantería!  Nosotros,  los 
modernos,  somos  tan  toscos  y  huraños.. . 

Amalia— Los  maridos...  Los  maridos  en  mi 
tiempo  eran  también  así.  Debe  ser  una 
enfermedad  común  al  estado.  Una  conse- 
cuencia de  la  ceguera. 

Julián  — Los  maridos  ¡cuidado!  son  daltóni- 
cos,  no  ciegos.  Ven  unas  cosas,  y  otras 
no,  según  el  color. . . 

Amalia. --Entiendo.  Pero  suelen  no  ver  tam- 
poco en  otro  sentido. 

Julián. — ¿En  cuál?  {Julián,  entretanto  hace 
una  pila  de  volúmenes  d  la  rústica,  que 
deja  sobre  el  escritorio  para  Ernesto). 

Amalia.— En  el  de  la  perfección. 

Julián.— ¿Cómo  así? 

Amalia— El  marido  de  una  mujer  perfecta 

será  el  último  que  la  considere  tal. 
Julián— ¿Por  qué? 

Amalia.— Porque  «no  hay  grande  hombre  para 
su  ayuda  de  cámara >,  se  ha  dicho  . . 

Julián.— ¿De  modo  que...  marido...  ayuda 
de  cámara . . .  todo  es  lo  mismo? 

Amalia.— Guardando  las  debidas  proporcio- 
nes. . .  Vd.,  por  ejemplo,  está  lejos  de  saber 
que  tiene  una  mujercita  incomparable... 

Inés.— ¡Oh!  ¡Dejemos  los  ejemplos,  por  favor! 

Julián.— ¿Y  quien  dice  que  esté  lejos?  veamos. 

Amalia.— Lo  de  la  sonrisa.  Si  Inés  fuera  ven 
gativa  y  coqueta,  hallaría  centenares  de 
personas  que,  como  yo,  le  dirían  que  son- 
ríe como  un  ángel,  y  que  prefieren  su  son- 
risa á  mi  mueca. . .  Si  quiere  usted  verlo 
con  sus  propios  ojos... 


20  PAYRÓ 

Julián.— No,  muchas  gracias.  Le  creo  á  us- 
ted sin  necesidad  de  pruebas  al  canto . . . 
Y  sé  también  lo  que  vale  este  pedazo  de 
mi  alma,  (ad  libitiim). 

Inés.— Deja. . .  no  seas  fastidioso...  Llaman  á 
la  puerta. 

Julián.— ¿Quién  puede  ser?  ¡Ah!  Pase  usted. 


escena  vi 
Dichos  y  LEW 

Levy  entra  compungido,  encorvado,  lloroso,  mirándolo 
todo  con  avidez  y  disimulo. 

Julián.— Hola,  ilustre  hombre  de  letras.  ¿Qué 
lo  trae  á  usted  por  acá,  tan  temprano? 

Levy.— Venía  por. . .  pero. . . 

Julián. — Hable,  hable  usted.  La  señora  es  de 
mi  absoluta  confianza,  y  no  tengo  nada 
que  ocultarle. . . 

Levy.— ¡Ah!. . .  siendo  así. . .  {mira  á  Inés). 

Julián— Y  la  más  joven  es  mi  esposa,  para 
quien  tampoco  tengo  secretos. . .  Si  no  se 
trata,  pues,  señor  Levy,  de  algún  miste- 
rio suyo . . . 

Levy.  —  No . . .    no . . .    ¡Líbreme   el   cielo! . . . 
Yo  soy  un  pobre  viejo,  enfermo  y  en  la 
miseria. . .   Si  no  fuera  así. . . 
uliáN'—  Vamos,  desembuche  ¿que  le  pasa  á 
usted? 

Levy.— ¿No  recuerda,  don  Julián,  qué  fecha  es 
pasado  mañana? 

Julián.— Hombre,  ¡no!  Pero,  siéntese  usted. 
Tengo  muy  mala  memoria  para  las  fechas 
y  los  números:  hasta  suelo  olvidar  el  de 
mi  casa.  ¡También,  para  las  cifras  que 
debería  recordar! . . .  Ya  me  las  recuer- 
dan otros,  y  se  me  alcanza  que  si  me 
honra  usted  con  su  visita,  será  porque 
pasado  mañana. . . 

Levy.— -Vence  el  documento,  sí,  don  Julián; 
.    y  si  no  estuviera  tan  viejo,  y  tan  enfermo, 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS  21 

y  tan  solo...  En  fin,  si  usted  no  pudiera 
ponerse  al  corriente,  me  perjudicaría,  oh, 
sí,  mucho.  Porque  yo  soy  un  pobre. . . 

Julián. — ¡Y  yo  un  rico,  Levy!  ¡Un  poderoso 
déla  tierra,  Levy!...  Sólo  que  mi  capital 
está  aquí  dentro  (la  cabeza). 

Levy  (alarmado)—  ¡Ahí,  únicamente!  Porque 
estoy  tan  pobre,  tan  enfermo. 

Julián.— ¿Ahí  únicamente?  ¡Y  le  parece  poco! 
¡Ah!  si  yo  tuviera  su  habilidad,  su  llanto 
continuo,  Levy,  lo  haría  fructificar  levan- 
tando montañas  de  oro! . . .  ¿Quiere  ser  mi 
empresario  Levy? 

Levy  (sobresaltado  y  como  pronto  d  soltar  el 
llanto)— Su  empresario  de  usted,  yo,  un 
infeliz,  unpo. . . 

Inés  (interrumpiéndolo)— ¡No  lo  aflijas,  Julián! 

Julián.— Vaya.  Esté  usted  tranquilo,  Levy. 
Será  usted  íntegramente  pagado  en  su  día 
y  hora.  Mire  usted,  aquí  tengo  la  nota  del 
vencimiento,  con  la  cantidad,  la  fecha  y 
demás.  Porque  también  nosotros  pagamos 
nuestras  deudas .. .  y  perdonamos  á  nues- 
tros deudores.  Vamos  más  allá  que  el  Pa- 
drenuestro, que  usted  no  debe  conocer... 

Levy— Si,  sí.  Yo  soy  cristiano...  De  modo 
que. . . 

Julián.— De  modo  que  pasado  mañana  recibirá 
usted  los  doscientos  pesos. . . 

Levy  (irguiéndose)— ¡Como  doscientos! 

Julián.— Déjeme  usted  concluir:  los  doscien- 
tos pesos  que  me  prestó,  más  los  cien  pe- 
sos de  ¿intereses  les  llama  usted,  ver- 
dad? 

Levy  .  —Yo  soy  un  po . . . 

Julián.— Sí;  ya  sabemos. 

Levy.— ¡La  vida  es  tan  cara! 

Julián.- -También  lo  sabemos.  Vaya:  már- 
chese usted  en  paz,  faceta  de  aquel  Shy- 
lock  en  eme  el  gran  Guillermo  fundió  toda, 
esta  estirpe  inmortal. 

Levy.— No  entiendo. 

Julián.— No  hace  falta. 


•ti 


PAYRÓ 


Levy.— Pero. . . 

Julián. — Será  usted  pagado  hasta  el  último 
céntimo,  Harpagón  mío! 

Inés  —Julián  {sin  saber  si  reírse  ó  enfadarse). 

Levy  {yéndose)  —  Estoy  tan. . .  (reverencias) 
tan  viejo...  {reverencias)  tan  enfermo  {úl- 
tima reverencia).    Tan  pobre. . .  (  Vase). 


ESCENA  VII 
JULIAN,  INES,  AMALIA 

Inés.— No  sé  qué  me  da  oirte  decir  esas  cosas, 
Julián.  ¿Por  qué  te  gozas  en  hacerlo  su- 
frir? 

Amalia.— La  verdad  que  sus  años  le  hacen 
acreedor  á  ciertas  consideraciones.  Un 
anciano  . . 

Julián.—  Ese  no  es  un  anciano,  como  no  es 
un  pobre  ni  un  enfermo.  Es,  puramente  un 
usurero,  y  esa  casta  de  pájaros  no  merece 
el  interés  de  nadie,  sino  el  desprecio... 

Inés  .  —¿Te  eriges  ahora  en  juez?  Te  prefiero 
cuando  dices  que  comprenderlo  todo  es 
perdonarlo  todo,  aunque  tampoco  esté  con- 
forme con  esto,  en  absoluto. 

Julián.— Es  verdad  .  ¡Pero  resulta  tan  difícil 
poner  estrictamente  de  acuerdo  la  acción 
con  la  doctrina!  Hay  siempre  entre  noso- 
tros, pese  á  nosotros,  un  instinto  perverso 
que  de  repente  sale  á  la  superficie,  impo- 
niéndose incontrastablemente,  aunque  sea 
un  momento. 

Amalia.— Por  eso  dirá  el  proverbio  que  una 
cosa  es  predicar  y  otia  dar  trigo. 

Julián  —Por  eso.  Aunque  lleguemos  á  tener 
una  filosofía  seráfica,  aunque  seamos  fun- 
damentalmente buenos,  somos  malos  á  ra- 
tos. .  sobre  todo  cuando  somos  desgra- 
ciados. 

Amalia.— De  manera  que  es  usted  desgracia- 
dOj  porque  ha  sido  malo . . . 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


23 


Inés.—  {sonriendo)— ¡Qué  ingratitud  yr  qué  in- 
consecuencia, Julián!  ¡Creía  no  merecer 
eso  de  ti! 

Julián.— No  he  tenido  intención  de  decir  se- 
mejante cosa,  Inés,  como  no  tuve  la  de 
ofender  al  usurero,  señora.  Tiene  la  cor- 
teza bastante  dura  para  resistir  t  iles  bro- 
mas y  otras  peores,  y  además,  sabe  ven- 
garse . 

Inés  .  —¿Vengarse? 

Julián. —Cobrando  sin  piedad.  Bebe,  en  simu- 
lacro, la  sangre  del  cliente,  y  en  un  hombre 
se  venga  de  todos,  porque  todos  lo  despre- 
cian y  no  todos  se  le  ponen  á  tiro.  {Cam- 
biando de  tono).  En  fin...  ¿has  hecho, 
Inés,  el  resumen  de  las  cuentas  pendien- 
tes? 

Inés.— Sí; ahí  lo  tienes  sobre  el  escritorio. 
Julián.  -Veamos,  veamos. 

Inés  y  Amalia  conversan.  Julián  toma  un  papel  del 
escritorio'y  hace  rápidamente  una  suma. 

Julián.  — Seiscientos  veinticinco.  ¿Esto  es  to- 
do? 

Inés.— ¿Te  parece  poco? 
Julián  .  —No,  creía . . . 
Inés  .  —Es  que  ya  sabes . . . 

Julián.— ¿Qué  en  casa  no  hay?  ¡Harto  lo  sé! 
Pero  no  te  atribules:  aquí  está  la  varita  de 
virtud  {por  las  cuartillas  que  tiene  sobre 
el  escritorio).  Estos  papelitos  nos  darán 
todo  lo  necesario. . .  y  más. 

Inés.— Ha  parado  un  coche. . . 

Julián  —Precisamente  . .  Ahí  viene  el  mágico 
prodigioso.  Si;  él  es.  Necesito  estar  solo.. . 

Inés.— ¿Vamos,  señora? 

Amalia  . —Vamos .  Hasta  luego,  Julián. 

Vánse  Inés  y  Amalia  á  las  habitaciones  interiores. 
Julián  sale  á  recibir  á  Bermúdez.  y  la  escena  que- 
da un  momento  sola. 


24 


PAYRÓ 


ESCENA  VIII 
Entra  BERMUDEZ  y  tras  él  JULIAN 

Bermúdez.— De  modo  que  cumplió  usted  su 

promesa! 
Julián.  — Como  siempre. 

Bermúdez.— No  sólo  debo  agradecerle  el  tra 
bajo  sinó  también  la  puntualidad.  Y  le  agra- 
dezco de  veras  una  y  otra  cosa. 

Julián.— No  hay  por  qué.  Desde  el  punto  en 
que  me  comprometo  á  realizar  una  tarea, 
mi  deber  es  cumplir,  como  lo  es  de  los 
demás. 

Bermúdez  .  —¿Servicio  por  servicio,  verdad? 
Julián.— Precisamente.  Aquí  tiene  usted  el 
trabajito. 

Bermúdez  .  —Veamos,  veamos  (se  sienta  y  re- 
corre las  cuartillas  lentamente).  Muy  bien... 
Magnifico.  - .  Muy  bien. 

Julián.— Observe  usted  que  hay  cierta  nove- 
dad en  las  ideas. . . 

Bermúdez.— Profundidad  también. 

Julián.— Y  que  la  forma  es  bastante  clara. 

Bermúdez . —Clarísima  y  muy  elegante.  Ya 
sabía  yo  que  usted  desarrollada  mi  plan 
con  verdadero  brillo. 

Julián.— ¿Su  plan? 

Bermúdez  .  —Sí,  la  pauta ...  la  norma  de  con- 
ducta, en  fin,  la  corriente  de. . .  como  usted 
quiera . 

Julián  .  —¿Le  parece  á  usted  que  estoy  acerta- 
do cuando  digo:  «El  divorcio  no  puede 
considerarse  desde  el  punto  de  vista  parti- 
cular sino  social,  porque  la  pareja  humana 
es  un  eslabón  integrante  é  inseparable  de 
la  humanidad?» 

Bermúdez.— Es  mi  modo  de  pensar  exacta- 
mente expuesto. 

Íulian  .  —El  final  no  es  malo . . . 
>ermúdez  (después  de  buscarlo),—  Producirá  - 
gran  efecto. . .  Ese  llamado  á  la  conciencia, 
sublime!  Y  esta  exclamación:  «¡Para  juz- 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


25 


gar,  para  sentenciar  es  necesario  saber!  ¡Y 
aquí  tratamos,  en  una  cuestión  de  vida  ó 
muerte,  de  juzgar,  de  sentenciar  á  tientas, 
en  un  pleito  que  ignoramos,  y  que  puede 
traer  consigo  la  disolución  de  la  sociedad! 
¡Cuidado!  No  sacrifiquemos  á  la  problemá- 
tica felicidad  de  dos  seres,  quizá  ilusos, 
quizá  equivocados,  la  dicha  y  la  estabilidad 
de  todo  un  pueblo!»  ¡Admirable!  esto  lo 
aprenderé  palabra  por  palabra.  ;Es  de  un 
erecto  seguro  y  eficacísimo! 

Julián.— Me  alegro  de  que  le  agrade  tanto. . . 

Bermúdez.— Sabré  corresponder,  Julián,  á  es- 
tos esfuerzos.  Sé  que,  sin  usted,  sería  una 
de  tantas  medianías  como  pululan  en  la 
política  del  país;  sé  que  como  el  grajo  de  la 
fábula  me  adorno,  en  apariencia,  con  plu- 
mas que  no  son  mías.  Pero  la  intención  es 
buena.  Su  pensamiento  es,  á  mi  juicio, 
grande  y  noble,  pero  usted  no  puede  toda- 
vía sembrarlo  en  tierra  adecuada.  Yo  puedo 
hacerlo,  en  cambio,  y  lo  hago,  no  sin  cierta 
vanagloria,  es  verdad,  pero  también  con  el 
sano  deseo  de  que  esa  semilla  no  siga 
permaneciendo  inútil  y  estéril. 

Julián.  — Sin  embargo,  podría  usted  lanzarme 
á  mí. 

Bermúdez . —Llegará  el  momento. 
Julián.— ¿Quiere  decir  que  no  ha  llegado  to- 
davía? 

Bermúdez.— Desgraciadamente,  no. 
Julián.— Usted,  sin  embargo,  ocupa  tal  posi- 
ción. . . 

Bermúdez  . —Pero  la  veo  amenazada  de  todos 
lados,  instable,  transitoria  quizá,  mientras 
un  acto  trascendental  no  me  imponga  y 
me  haga  indiscutible.  No  me  forjo  ilusio- 
nes y  por  eso  ando  con  piés  de  plomo.  No 
he  surgido  aun  de  entre  los  políticos  pesa- 
dos que  cuando  caen  una  vez  es  para  no 
levantarse  ya,  pero  que  si  logran  evitar  la 
caída,  llegan  á  la  altura  y  allí  quedan, 
inconmovibles.  ¡Ya  ve  usted  cuánta  razón 


26 


PAYRÓ 


me  asiste  para  rehuir  todo  nuevo  peso! 
¡Ya  tiene  usted  explicado  por  qué  no  me 
apresuro  á  llenar  sus  deseos,  antes  *  de 
tener,  como  se  dice,  la  sartén  por  el  man- 
go! Usted  estudia  y  piensa;  yo  actúo.  Usted 
no  sabe  que  pedido  denegado  es,  para  el 
mismo  que  lo  niega,  una  invitación,  una 
incitación  á  la  hostilidad. 
Julián.  —  ¡Qué  teoría,  ó  qué  sofisma  tan  cu- 
rioso! 

Bermúdez .  — No  es  sofisma,  Julián.  Suponga 
que,  haciendo  lo  que  más  deseo,  me  pre- 
sentara á  un  ministro  pidiendo  un  destino 
para  usted,— el  que  usted  merece,  que  no  es 
ni  puede  ser  poca  cosa.  Suponga  lo  más 
probable:  que  me  lo  negara.  Yo  insistiría; 
él  también,  con  tanta  mayor  razón  cuanto 
que  no  soy  todavía  ni  un  apoyo  fuerte  ni 
un  opositor  peligroso,  y  hay  cien  preten- 
dientes en  mucho  mejores  condiciones  que 
yo.  ¿Qué  ocurriría  entonces?  Que,  al  reti- 
rarme, el  ministro  se  quedaría  diciéndose; 
«Ese  es  ya  mi  enemigo»  ¡Y  como  el  que 
pega  primero  pega  dos  veces,  el  ministro 
rompería  las  hostilidades,  me  perseguiría, 
yo  quedaría  sin  ese  amigo,  y  usted  tan  sin 
el  empleo  como  antes! . . .  ¿Comprende  us- 
ted por  qué  no  quiero  precipitarme? 

Julián. —Puede  que  tenga  usted  razón. . .  Pe- 
ro bien  podría  ensayar,  tantear  el  terreno, 
y  si  lo  encuentra  propicio. . . 

Bermúdez .  — Eso  haré...  Pero  necesito  tiem- 
po... No  es  posible  jugar  el  todo  por  el 
todo,  poner  el  capital  sobre  una  mala  carta. 

Julián  {que  va  poniéndo  nervioso).— K  mí  sí 
que  me  parece  haberlo  puesto  sobre  una 
pésima. 

Bermúdez  .  —¿Qué  quiere  usted  decir? 

Julián.— ¡Nada!. ..  {acalorado)  ¿Le  parece  posi- 
ble esperar,  esperar  siempre,  durante  vein- 
te años,  dar  la  sangre,  la  vida,  hasta  la 
última  partícula  de  fósforo  que  queda  en  el 
cerebro,  verse  envejecer,  sentirse  enfermo, 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


27 


gastado,  vacilante  y  buscaren  vano,  el  sín- 
toma de  una  mudanza,  de  una  mejora,  sin 
vislumbrar  ni  el  alboreo  del  triunfo?  ¡Le 
parece  posible  vivir  para  los  otros,  verles 
brillar  con  la  propia  luz,  y  no  morirse  de 
rabia  y  de  envidia!  ¡De  envidia  de  los  que 
son  menos,  de  los  que  siempre  serán 
menos,  de  los  parásitos  de  su  espíritu!  ¿Le 
parece  posible? 
Bermúdez.— Amigo  mío,  usted  se  exalta  con- 
tra lo  que  es  razón,  contra  lo  que  es  expe- 
riencia. 

Julián.— ¡Me  exalto  contraía  iniquidad! 

Bermúdez. — Yo  le  juro  que  me  animan  los  me- 
jores sentimientos,  que  le  admiro  á  usted 
por  lo  mucho  que  vale,  que  le  respeto  por 
su  nobleza,  y  que  nada  hará  disminuir  mi 
gratitud . 

Tulián.— ¡ Palabras,  palabras,  palabrasl 

Bermúdez.— A  la  prueba  me  remito.  Es  usted 
demasiado  vehemente,  pero  comprendo  las 
causas  y  las  encuentro  poderosas...  Es- 
tamos en  una  época  harto  difícil.  Recuerde 
usted  lo  que  ha  de  sentir  todos  los  días: 
que  el  dinero  es  hoy  la  palanca  formida- 
ble, casi  la  única  enérgica.  Ahora  bien,  yo 
no  soy  rico.  Si  lo  fuera,  usted  sería  ya  uno 
de  los  guías  de  este  pueblo.  Si  llego  á  la 
riqueza  ó  al  poder,  usted  lo  será,  para  bien 
mío  y  de  todos.  ¿Está  usted  conforme?  ¡Va- 
mos! ¡un  poco  de  caima! 

Julián.— Sí  {irónico).  Estoy  tranquilo. 

Bermúdez.— Entonces. . .  (levantándose). 

Julián.— ¡Entonces,  búsqueme  usted  empleo! 
¡Me  lo  debe  usted!. . .  ¡Quiero  salir  de  esta 
horrenda,  de  esta  maldita,  de  esta  repug- 
nante miseria! 

Bermúdez.— Se  lo  debo  . .  Y  pagaré. . . 
Julián.  -¿Cuándo? 

Bermúdez.— Ya  lo  he  dicho:  en  cuanto  me  sea 

posible. 
Julián.— Nunca,  pues . . , 


28 


PAYRÓ 


Bermúdez.— Es  usted  un  niño  y  duda  del  úni- 
co de  quien  no  debiera  dudar. . .  A  propó- 
sito: le  traigo  una  pequeña  cantidad...  No 
es  mucho;  siempre  quedaré  siendo  su  deu- 
dor moral  y  materialmente.  ¡Hombre! 
debo  haberla  olvidado  sobre  el  escrito- 
rio... era  una  letra...  Sí,  no  la  traigo  con-, 
migo.  ¡Qué  cabeza!. .  Pero  se  la  enviaré 
en  seguida. 

Julián  (sarcástico)— Como  usted  guste. 

"Bermúdez.— Vaya:  hasta  pronto.  Déme  usted 
la  mano. ..  Confíe. . .  O  dude,  no  impor- 
ta.. .  ¡A  fe  de  hombre  honrado,  cuando  me 
necesite  me  hallará  junto  á  usted.— Adiós. 
(  Vase) . 

Julián  (solo)— ¡Farsante! 

(Medita  un  momento,  muy  agitado), 


ESCENA  IX 
JULIAN-INES 

Inés.— ¿Era  él,  verdad? 
Julián— Sí. 

Inés.— ¿Por  qué  te  has  puesto  tan  nervioso? 

¿Alguna  contrariedad? 
Julián.— No,  no.   Un  poco  de  dolor  de  cabeza. 
Inés.— ¡Te  has  incomodado  con  élf 
Julián.— No,  te  aseguro.   He  hablado,  nada 

más. 

Inés —¿El  empleo? 

Julián.— Hay  que  esperar. . .  todavía. . .  No  es 
momento  oportuno.  Tiene  que  afianzarse 
un  poco  más  antes  de  pedir. . .  (cambiando 
de  tono)  ¡Ah,  la  expectativa,  la  expectati- 
va! ¡Veinte  interminables  años  de  expec- 
tativa! ...  # 

Inés.— No  seas  extremoso:  ¡caes  de  la  alegría 
en  la  desesperación!  No  te  alteres  así. 
Hablemos  de  otra  cosa.   ¿Te  trajo  dinero? 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


29 


Julián.— No.    Traía  una  letra,  pero  la  dejó  ol- 
vidada en  casa. 
Inés  .  —¿Olvidada? 
Julián.— Sí.   Ahora  me  la  enviará. 
Inés.  —  jAh! 

Julián.— ¿Qué?  ¿Dudas?. . .  Pues  yo...  también 
sospecho  que  se  habrá  avergonzado  del 
monto  y  evita  pagarme  personalmente. . . 
quinientos  ó  seiscientos  pesos.  El  com- 
prende la  situación  y...  Pero  dices  bien: 
no  hay  que  afligirse.  ¡Abramos  los  pul- 
mones al  buen  viento,  refresquemos  el 
corazón,  alegrémonos,  confiemos!.  .  El 
pesimismo  es  una  mala  droga!...  ¿Y  mi 
viejecita? 

Inés.— Se  le  ha  ocurrido  ayudarme  á  cocinar. 

Está  preparando  un  plato  que,  según  dice, 

era  tu  delicia  cuando  niño. 
Julián.— ¡Qué  señora! 

Inés.— Yo,  entretanto,  voy  á  poner  la  mesa. 
{Lo  hace). 

ulián.— Te  ayudaré.  {Lo  hace). 

nés.— Tira  del  mantel. 
Julián.— Ya  está. 
Inés.— El  vino. 

Julián.— El  pan. . .  Tomaré  un  trago. 
Inés.— Te  hace  tanto  daño...  Hoy  estás  tan 
bien. . . 

Julián  —Es  el  mejor  tónico:  estoy  cansado  de 
arsénico,  y  estrignina  y  fósforo  y  de  los  cien 
venenos  que  preconizan  los  médicos. 

Inés.  —Es  que  abusas  hasta  de  eso. 

Julián.— ¡Vamos,  vamos,  mujer! 

Inés.— Debías  consultar. . .  Pedir  un  método. 

Julián.— ¡Tontería!  Ahí  {por  la  biblioteca)  es- 
tán mis  facultativos.  Sé  perfectamente  lo 
que  tengo,  que  puede  llamarse  neuraste- 
nia, anemia  cerebral,  cualquier  cosa;  pero 
que,  en  definitiva,  no  es  sino  exceso  eró 
nico  de  trabajo. 

Inés.— Y  de  oirás  cosas,  Julián.  Eres  excesi- 
vo en  todo.  Yo  también  he  leído,  y  sé  que 
con  método . . . 


Bü 


PAYRÓ 


Julián.  -  Acabarás  por  recetarme  como  el 
médico  aquel  vecino  nuestro  que  me  vió 
últimamente:  Campo,  ejercicio  al  aire  li- 
bre, completo  reposo  mental  durante  seis 
ú  ocho  meses.  Recetas  que  deberían  es- 
cribirse en  billetes  de  banco,  para  ser 
aplicables  á  gente  como  nosotros  {risueño). 


escena  x 
Dichos— AMALIA 

Amalia— Aquello  marcha  á  pedir  de  boca. 

Inés.— Y  la  mesa  está  puesta. 

Julián.— De  modo  que  antes  de  media  hora 
podremos  sentarnos  á  almorzar...  Por- 
que si  el  que  usted  prepara  es  aquel  pla- 
tito  de  mis  amores,  exige  unos  cuarenta  ó 
cuarenta  y  cinco  minutos  ¿acerté? 

Amalia  —Pues  ése  es,  sí  señor. 

Inés.— ¿Llaman? 

Amalia.— Creo  que  sí. 

Inés.— A  ver  (asomándose).   Otro  amigóte. 

Julián  (asomándose  también)—  José  Cienfue- 
gos.  Yo  le  mandé  llamar  (  Ala  puerta). 
Entra,  entra,  hombre»  ¿A  qué  vienen  esos 
cumplidos? 


ESCENA  XI 
Dichos  —  JOSE 

José.— Señoras:  Al  pasar  me  avisó  Ernesto 
que  me  aguardabas.  Y  he  venido  á  in- 
vitarte para  que  almorcemos  juntos  los 
tres. 

Julián.  —  Imposible.  Ya  ves  (señalando  á 
Amalia). 

Amalia.  — Por  mí  no  se  prive,  Julián. 
Inés.— Julián. . .  por  favor...  semejante  desai- 
re á  la  señora. . . 


ÉL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS  Bl 

Julián.— Si  no  pienso,  hija,  sí  no  pienso.  Tú 
me  disculparás  José,  y  otro  día. . . 

José.— Sí,  sí.  Perfectamente.  Sólo  que,  co- 
mo Ernesto  vendrá  á  buscarme. . . 

Julián.— Aguárdale,  hombre,  siéntate. 

Inés  {por  cumplido)—^!  desean  ustedes  almor- 
zar con  nosotros. . . 

José— Mil  gracias,  señora.  Se  trata  de  toda 
una  exploración...  una  fonda  nueva  que 
hemos  descubierto  á  poca  distancia  de 
aquí,  en  la  calle  Ombúes. . .  / 

Julián.  — ¡Ah,  sil   La  fonda  de  la  Buena  Sopa! 

José.— Eso  es.  Y  vamos  á  poner  la  sopa  á 
prueba. 

Inés  (á  Amalia)—^  supiera  usted  cuanto  me 
alegro  de  que  no  vaya  con  ellos! . . .  Por- 
que siempre. . . 

Amalia.— ¿Siempre? 

Inés  {reprimiéndose)  —  Le  sucede  algo  des- 

.  agradable. 
Julián  —¿No  te  llevarás  ahora  eso? 
José.— ¿Qué? 

Julián  —¿No  te  dijo  Ernesto? 
José— Ah,  sí,  el. . . 

Inés.— Vamos  señora.  Ellos  tienen  que  hablar, 
y  nosotras  que  atender  á  nuestras  cosas. 
Amalia  {riendo,  á  Inés)-^  Este  Julián  es  el 

hombre  de  los  misterios. 
Inés.— De  los  misterios  ajenos. 


escena  xii 

JULIAN -JOSE 

José.— Preguntabas  si  me  llevaría  ahora  el 
manuscrito. 
.  Julián.— Sí. 

José.— Dámelo.  Debo  entregarlo  hoy  mismo 
pues  la  empresa  piensa  ponerlo  en  esce- 
na inmediatamente,  ensayando  día  y  no- 
che. 

Julián.— Te  felicito.  Aquí  lo  tienes. 


B2  payro 

José.— Gracias. . .  Veamos...  (Examina  rápi- 
damente la  obra). 

fPero  esto  está  completamente  rehecho! 

Julián.— Disculpa. . .  Como  me  autorizaste... 

José.— Lo  has  escrito  todo  sobre  mis  mismos 
renglones! 

Julián.— ¡Verás  que  no  es  malo! 

JosÉ.j— Qué  ha  de  ser  hombre!  ¡Será  soberbio! 

Julián  —Creí  que  te  enfadabas. . .  que  me  acu- 
sabas de  haberme  extralimitado. 

José.— ¡Muy  por  el  contrario,  Julián,  mi  que- 
rido Julián!  ¡Cuánto  te  agradezco.^  ¡Eres 
un  grande  hombre!  ¡Tienes  un  inmenso 
talento  y  un  corazón  de  oro!  Anoche  mis- 
mo lo  decía. 

Julián  {ligero  sarcasmo)— ¿Anoche,  eh? 

José,— ¡Sil  En  una  rueda  de  amigos  intelec- 
tuales.   ¿No  te  lo  ha  contado  Ernesto? 

Julián  {seriamente)— Sí.  Y  yo  también  te  lo 
agradezco,  José. 

José— A  propósito.  Supongo  que. . .  (señal  de 
silencio). 

Julián.— ¡Absoluto!   No  me  convendría  decir- 
lo.  Me  lloverían  los  originales. 
José.— Y  yo  no  te  lo  perdonaría  jamás! 
Julián.— ¡Ah,  já,  já! 

José. --Es  lógico,  porque  so  capa  de  amistad, 
cometerías  conmigo  la  más  negra  de  las 
perfidias. 

Julián.— ¡No  te  adelantes  á  los  sucesos,  hom- 
bre! (riendo)  Nunca  se  me  ocurrirá  se- 
mejante cosa,  una  traición  tan  abomina- 
ble, según  dices.  Lejos  de  eso,  gozaré 
con  tu  triunfo,  porque  desde  ahora  te  vati- 
cino un  triunfo  ruidoso,  un  éxito  colosal, 
como  suelen  rezar  los  programas. 

José.— Sí;  yo  también  creo...  con  tus  indica- 
ciones. . .  con  tus. . . 

Julián.— Ligeras  modificaciones  (en  serio). 

José  (algo  extrañado  al  principio  *  acepta  sin 
embargo  las  palabras).— Ligeras  modifica- 
ciones, el  drama  se  impondrá...    Pero  no 


Ml  triunfo  de  los  otros  83 

podré  presentarlo  hasta  mañana. . .  copiad o 
de  nuevo ...   Se  verían  las . . . 

Julián.— Indicaciones. 

José.— Eso  es...  Aquí  viene  Ernesto. 

Julián.— No.  Es  un  mensajero.  jEl  que  espe- 
raba!  ¡Inés,  Inés! 

José.— Si  incomodo . . . 

Julián.— No,  hombre.  Aguarda  á  Ernesto.  No 
tardará . 


ESCENA  xiii 
Dichos— El  Mensajero 

Mensajero.— ¿Don  Julián  Gómez? 

ÍULiÁN.— Soy  yo. 
Iensajero.— Esta  carta... 

Íulian.— Dámela  (va  á  abrirla) 
Iensajero.— ¿  Quiere  usted  firmarme  el  re- 
cibo ? 

Íulian.— Sí.  Trae. 
Iensajero.— Tome  usted. 
Julián  {reparando  en  la  gorra)— Pero.. .  dime 

¿tú  eres  de  este  barrio? 
Mensajero.— Sí,  señor. 
Julián— ¿Dónde  está  tu  oficina? 
Mensajero— A  poca  distancia  de  aquí;  en  la 
calle. . . 

Íulian.— Y  esta  carta  ¿quién  te  la  dió? 
Iensajero.— Un  caballero   que  venía  en  ca- 
rruaje de  esta  dirección.   Me  dijo  que 
aguardara  un  rato,  antes  de  salir,  y  aguar- 
dé.  Si  he  hecho  mal. . . 
Julián.— No.  Toma  el  recibo. . . 
Mensajero.— ¿Para  el   mensajero,  señor?  (Pi- 
diendo la  propina). 
Julián    Ten   (Busca  en  el  chaleco  y  no  en- 
cuentra). 
José.— Yo  tengo  suelto.  Toma. 
Mensajero.— Gracias.  (Vase). 
Julián.— (Rompe  el  sobre,  y  cambiando  de 
idea  corre  á  detener  al  mensajero).—  Eh, 
chico,  espera!   }Se  marchó!    ¡Inés!  jlnés! 


34 


PAYRÓ 


ESCENA  XIV 
Dichos— INES— AMALIA 

Inés.— ¿Qué  me  quieres? 

Julián— ¡No  te  dije  que  Bermúdez!. . .  Traia 
la  carta  en  el  bolsillo  y  no  se  atrevió. . . 
La  ha  mandado  por  un  mensajero  del  ba- 
rrio . .  Seguro  que. . . 

Inés.— Puede  ser  un  exceso  de  delicadeza. 
Tranquilízate  y  lee. 

Julián.-  Esta  es  la  letra.  Aquí  hay,  también 
una  esquela.   Disculpa  un  momento,  José. 

José.— Disculpado . 

Julián.— «Mi  estimado,  etc..  Lo  exiguo  de 
la  suma  no  está  en  relación  con  lo  que  le 
debo  ni  con  mi  gratitud.»   ¿Ves?  ¿Lo  ves? 

Inés—  Dame  la  letra. 

Julián.— ¡No!  Quita. 

Inés.— ¡Dlmela,  te  lo  suplico!. . . 

]  ulian —  ( Lee  la  letra  y  entra  en  un  gran  fu- 
ror, paseándose,  gesticulando  y  lanzando 
sordas  interjecciones) . 


escena  xv 
Dichos-  ERNESTO 

Ernesto  {Entrando  alegremente)— ¿Vamos  á 

almorzar?   ¿Tienes  los  libros? 
Julián. — Sí,  ahí  están. 
José  (á  Julián).— Pero  ¿qué  te  pasa? 
Julián.— j Ah,  infame,:  vil,  vampiro!   ¡Ah,  no 

puede  tenerse  menos  vergüenza,  menos 

pudor!  Mira. 
Inés.— Cincuenta  pesos. . .  Nada  . .  Jesús,  Dios 

mío. 

Amalia.— Niña.  ¿Tú  también  f laqueas?  Re 
cuerda  lo  que  acabas  de  decirme:  «Yo  se- 
ré la  esposa,  la  madre,  y  el  sostén»! 

Inés.— Tiene  usted  razón. 

) ulian  (Paseándose  con  furor) .— ¡Ah,  si  lo  tu 
viera  sí  lo  tuviera  aquí!...   (Escribe  fe- 


EL  triunfo  de  los  otros  35 

brilmente  una  esquela,  quita  la  letra  á 
Inés,  pone  todo  en  un  sobre  y  la  dice:)  En- 
vía esto  inmediatamente  por  un  mensa- 
jero. 

Inés.— ¡Alguna  locura  que  le  hará  romper  con 
ese  hombre.  {La  guarda), 

Julián.-— Vamos,  muchachos!  Necesito...  ne- 
cesito aturdirme,  olvidarme  de  mí  mismo. 
¡Inés,  el  sombrero!  ¡Vamos! 

Inés.— ¡Julián,  por  Dios!  ¡Tu  salud,  tu  vida, 
mí  vida! 

Julián.—  ¡Déjame! 

Inés.— No;  no  irás;  no  irás. 

Julián  —¡Si,  iré!  ¡Mi  sombrero! 

Inés. — {En  voz  baja  y  reconcentrada)— ¿Y  eres 
tú  el  hombre  grande,  el  hombre  fuerte,  el 
que  se  eleva  sobre  los  demás  y  ha  de  do- 
minarlos un  día?  ¿Tú,  que  á  la  primera 
contrariedad,  al  primer  tropiezo  flaqueas 
y  te  doblas  como  una  mujerzuela? 

Julián.— ( Terrible)— ¡Inés! 

Inés.— Perdona.  Perdóname.  ¡Estoy  loca!  ¿Sa- 
bes por  qué  te  lo  digo?...  {como  sonámbu- 
la). Porque  era  tan  feliz  viéndote  sano, 
porque  me  alegraba  tanto  de  que  almor- 
zaras conmigo,  con  Amalia,  recordando 
los  tiempos  felices,  proyectando  la  dicha 
que  vendrá. . . 

Amalia.—  {Risueña).— No  creía  verme  desai- 
rada. ¡Las  cocineras  de  afición  tenemos 
tanta  vanidad!  ¡Pero  ya  se  fueron  los  «re- 
cuerdos, encantos  y  alegrías»... 

Julián.— {Conmovido)— Señora. .  Mi  Inés. . . 
Almorzaré  aquí;  me  quedo.  Tienes  razón. 
José,  Ernesto:  vayan  Vv.,  yo  estaré  allí  á 
la  hora  del  café. 

Ernesto.— ¿  Decididamente,  no  nos  acompa- 
ñas? 

Julián.— No. 

José  — Hasta  de  aquí  un  rato,  entonces.  A  los 
piés  de  Vv.,  señoras. 


36 


PAYRÓ 


ESCENA  XVI 
JULIAN— INES— AMALIA 

Amalia.— Yo  corro  á  la  cocina,  á  servir  el  al- 
muerzo {aparte  á  Inés).  Después  busque 
usted  el  medio  de  que  no  salga. 

Inés.— Ya  lo  tengo. 

Amalia—  Voy,  pues.  (  Vase). 

ESCENA  XVII 
JULIAN-INES 

Inés.— Gracias,  Julián.  ¡Como  te  quiero!  ¡Qué 

bueno  eres! 
Julián.  -\Y  tu,  qué  caprichosilla! 
Inés.— jlbas  á. . . 

Julián.— A  desahogarme  de  este  volcán  que 
tengo  en  el  pecho .  A  soñar  en  un  mundo 
más  justo,  en  una  humanidad  mejor,  en  el 
laurel,  en  el  premio. . . 

Inés.— ¿No  te  lo  dan  mis  brazos? 

Julián.— Sí. . .  (con  reticencia)  para  el  co- 
razón . . 

(Julián  en  sus  brazos:  se  ve  que  está  profundamente  con- 
movido). 


TELÓN 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


37 


ACTO  SEGUNDO 
La  misma  decoración 


ESCENA  I 

INES,  en  seguida  AMALIA 

Inés  arregla  la  habitación.  Al  cabo  de  un  momento  en- 
tra doña  Amalia  de  la  calle. 

Amalia  .  —¿Cómo  sigue  el  enfermo? 

Inés.— Mejor,  mucho  mejor.  Desde  ayer  está 

más  tranquilo. 
Amalia.— ¿Y  la  depresión  nerviosa? 
Inés.— Está  más  animado  también. 
Amalia.— Me  alarmó  mucho. 
Inés.— ¡Oh!  jy  á   mí!  Nunca  lo  había  visto 

tan  mal. 

Amalia.— Las  contrariedades  io  desequilibran, 
lo  matan. . . 

Inés.— Porque  no  puede  contenerse;  diríase 

que  lo  arrastra  una  fuerza  ajena  á  él,  á  su 

voluntad. 
Amalia.— ¿Qué  hace  ahora? 
Inés.— Hace  un  momento  dormía  (se  asoma, 

izquierda).  Sí,  duerme. 
Amalia.— Eso  le  hará  bien. 
Inés.— Cae  en  unos  sopores  de  que  nada  lo 

arranca  y  que  me  asustan. .. 
Amalia. — El  descanso  es  saludable.  ¿Lo  vió  el 

médico? 

Inés.— No.  Se  pondría  furioso  si  lo  llamara. 

Se  exaltaría  más  y  hay  que  evitarlo . . . 
Amalia.— ¿De  modo  que  aquel  día  salió  en 

cuanto  me  marché? 
Inés.— Si,  fué  á  reunirse  con  sus  amigos... 

Yo,  en  cierto  modo  tuve  la  culpa.  jPor 


38 


PAYRÓ 


más  que  lo  estudio,  nunca  encuentro  la  ma- 
nera de  tratarlo!  No  tengo  tacto . . . 
Amalia.— ¿Qué  no?. . . 

Inés.— Y  él  es  tan  susceptible,  está  tan  irrita- 
ble, tan  versátil. . .  Después  de  marcharse 
usted  conversábamos  cariñosamente,  cuan- 
do se  me  ocurrió  repetirle  que  debía  rom- 
per con  sus  falsos  amigos,  como  se  lo  he 
dicho  tantas  veces.  Me  contestó  que  su 
amistad  no  podía  traerle  malas  consecuen- 
cias, que  lo  entretenía,  que  era  un  des 
ahogo  fatalmente  necesario  para  él,  en  la 
asfixia  que  lo  sofoca.  Insistí  y  se  irritó. 
Quise  calmarlo,  pero  ya  era  tarde:  tomó 
el  sombrero,  salió  y. . . 

Amalia— Dígamelo  usted  todo,  hija  mía:  soy 
^  una  madre  para  él. 

Inés.— Y  no  volvió  hasta  la  mañana  jen  qué 
estado,  Dios  mío!  Desencajado,  trémulo, 
vacilante,  con  la  vista  extraviada,  parecía 
loco  ó  á  punto  de  enloquecer...  Cayó  en 
cama  deshecho,  como  un  harapo  humano, 
para  despertar  después  convulso,  abatido, 
sin  memoria,  sin  voluntad. . . 

Amalia. —¡Pobre  Julián!  ¡Pobre  hija  mía!... 
¿Pero  él,  no  comprende  todo  el  daño  que 
se  hace? 

Inés.— Lo  comprende,  sí;  maldice  los  excesos 
y  después...  como  si  quisiera  dar  una 
aplicación  agotadora  á  su  energía,  vuelve 
á  caer  en  ellos  sin  pensar  en  las  conse- 
cuencias. ¿Será  posible  que  hombres  como 
Julián  sufran  semejantes  extravíos,  corran 
al  suicidio  á  la  primera  contrariedad,  pier- 
dan el  valor  y  la  inteligencia  y  sean  con- 
tradictorios consigo  mismos/  fluctuando 
entre  dos  extremos,  entre  la  sublimidad 
de  la  idea  y  la  bajeza  del  sensualismo? 
¿Cómo  se  explican,  cómo  puede  usted  ex- 
plicar estas  cosas? 

Amalia.— Yo  no  lo  explico,  Inés;  soy  una  po- 
bre mujer  y  no  puedo  acompañarte  en  tan 
hondas  reflexiones.  Yo  no  tuve  un  marido 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


39 


como  tu  Julián,  á  cuyo  lado  sólo  apren- 
diste á  enconar  tus  heridas,  creyendo  des- 
cubrir el  misterio  de  las  cosas...  Pero 
creo  que  la  imaginación,  como  la  luz,  irra- 
dia en  todos  sentidos  y  tanto  va  hacia 
arriba  como  hacia  abajo,  Julián  exagera 
y  magnifica  la  felicidad;  exagerará  y  ma- 
nificará  también  la  desgracia.  ¡Es  tan  sen- 
sible! Cuando  niño,  una  nada  lo  llenaba 
de  júbilo  y  entusiasmo,  y  otra  lo  sumía 
en  las  lágrimas  y  la  desesperación.  Aho- 
ra es  lo  mismo.  Si  asoma  la  esperanza, 
espera  con  toda  su  alma  y  todo  su  cora- 
zón, vuelve  a  ser  niño;  si  viene  el  desen- 
canto, su  desesperación  es  también  infan- 
til.. .  satánica  en  un  hombre. . . 

Inés.— ¿Cómo  remediarlo? 

Amalia.— Habría  un  remedio. . . 

Inés.— Diga,  diga  usted. 

Amalia.— La  felicidad. 

Inés.— ¡Ay!  Desgraciadamente  no  depende  de 
.  mí.  Julián  me  quiere,  pero  á  su  manera. 
¡Oh,  no  estoy  celosa!  Es  incapaz  i  e  amar 
á  otra  mujer. . .  Pero  no  vive  para  mí,  lo 
abrasa  una  pasión  interna,  impersonal,  que 
podría  llamarse  ambición,  si  esa  palabra 
no  rebajara  el  concepto. . .  ¡Es  el  ansia  de 
actuar,  de  ocupar  su  tiempo  en  grandes 
obras,  de  satisfacer  su  necesidad  de  pro- 
ducción, de  hacerse  admirar,  de  ser  jefe, 
cabeza,  eje  de  algo,  de  mucho,  de  todo!... 
Esta  pasión  prima. . .  Yo  ocupo  el  segundo 
lugar  en  su  alma,  y  ¡cuántos  dolores  me 
ha  costado  resignarme! 

Amalia.— ¿Y  hoy? 

Inés.— Hoy  he  confundido  mi  alma  con  la  su- 
ya, y  quiero  lo  mismo  que  él,  para  él,  co- 
mo él  lo  quiere  ¡Ah!  pero  «eso»  no,  «eso» 
no,  nunca! 

Amalia.—  'después  de  una  pansa)— Entonces. . . 

es  preciso  que  triunfe.  En  la  derrota,  en  la 

miseria  será. . . 
Inés.— ¿Será? 


40 


PA\RÓ 


Amalia  {eludiendo).— ¡Muy  desgraciado! 

Inés.  -  Y  eso,  la  miseria,  la  derrota  es  lo  que 
nos  espera.  ¡A  usted  puedo  decírselo  todo, 
y  yo  también  necesito  desahogarme,  quejar- 
me por  última,  por  primera  y  última  vezl 

Amalia.— ¡Habla,  hija  mía,  habla! 

Inés. — Se  lo  oculto  á  Julián,  porque  lo  mataría, 
pero  fatalmente  llegará  á  saberlo...  La 
situación  es  insostenible.  Las  deudas  cre- 
cen y  no  se  pagan. . .  El  no  puede  traba- 
jar... Hay  una  letra  protestada...  Los 
proveedores  nos  han  cerrado  el  crédito,  el 
casero  nos  desaloja,  la  catástrofe  llega... 

Amalia.— ¿Pero  no  esperaba  Julián  cierto  di- 
nero? 

Inés.— Sí.  Lo  esperaba:  pero  usted  asistió  á 
la  escena,  cuando  llegó  á  sus  manos... 
Acmello  bastaba  apenas  para  lo  más  apre- 
miante... Julián,  desesperado,  me  mandó 
devolverlo  con  una  carta  en  que  rompía 
definitivamente  con  Bermúdez.  No  devol- 
ví el  dinero.  No  envié  la  carta. 

Amalia  . — ¡Cómo! 

Inés.— No  me  arrepiento .  He  evitado  así  una 
nueva  locura  de  Julián,  y  he  retardado  la 
catástrofe.  La  carta  le  quitaba  el  único 
aliado  con  que  quizá  cuente  hoy,  porque 
ese  hombre  lo  necesita,  no  puede  «ser»,  no 
puede  subsistir  sin  mi  Julián,  que  le  decía: 
«Sólo  mi  dignidad  y  el  respeto  que  por  mí 
mismo  tengo,  me  impiden  revelar  que  es 
usted  un  impudente  grajo,  así  como  el 
triste  papel  de  apuntador  á  que  las  cir- 
cunstancias me  condenan.  Guarde  usted 
esa  suma  tan  mezquina  y  ridicula  como  su 
corazón  y  mismo  intelecto» .  Después  de 
semejantes  insultos,  usted  comprende  que 
no  quedaba  compostura  posible. . . 

Amalia.— Lo  había  merecido,  pero  nunca  se 
puede  decir  toda  la  verdad.  Hizo  usted 
bien. . . 

Inés.— -Con  todo,  solo  he  conseguido  una  tre- 
gua. . .  Julián  pierde  la  cabeza  frente  á  las 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


41 


exigencias  materiales  de  la  vida.  Así  co- 
mo ignora  el  valor  del  dinero  cuando  lo 
tiene,  así  también  no  acierta  á  procurárse- 
lo cuando  le  hace  falta . . .  Ahí  está  su  única 
falla:  carece  por  completo,  en  absoluto  de 
espíritu  práctico.  Si  lo  tuviera  sería  el 
«hombre  perfecto». . .  ¡Oh,  tiemblo  al  pen- 
sar que  de  un  momento  á  otro  verá  for- 
zosamente la  situación! . . . 

Amalia.— Yo  tengo  algunas  economías...  muy 
poca  cosa ...  y  si  en  un  momento  dado . . . 

Inés.— Gracias,  señora,  gracias...  Sería  una 
gota  de  agua  en  un  arenal. 

Amalia.  —Sin  embargo. . . 


ESCENA  II 
Dichos-ERNESTO 

Ernesto.— ¿Dan  ustedes  su  permiso?  (se  conoce 

que  ha  bebido). 
Inés.— Pase  usted. 

Ernesto.— Creí  que  Julián  estuviese  trabajando. 
Inés.— No:  en  este  momento  duerme. 
Ernesto.— Se  acostaría  tarde. . . 
Inés.— No;  ha  estado  mal...  enfermo. 
Ernesto.—  ¡Ahí 

Inés.— Pero  siéntese  usted;  tengo  algo  que  pe- 
dirle. 

Ernesto  .  —¿A  mí,  señora? 

Inés  — Que  suplicarle,  mejor  dicho. 

Ernesto.— No  atino.  Pero  estoy  incondicional- 
mente  á  sus  órdenes,  señora. 

Inés.— Es  un  asunto  algo  delicado  y  no  qui- 
siera... ofenderlo  á  usted  |por  el  contra- 
rio! Lo  primero  gue  le  pido,  pues,  es  que 
no  tome  á  mal  mis  palabras. 

Ernesto.  -  Señora. . .  cuente  usted  con. . . 

Inés.— Y  perdone,  también,  que  le  hable  en 
presencia  de  mi  amiga.  Está  al  corrien- 
te,. .  Conoce  el  mundo. . , 

Ernesto  (inclinándose)— Señora. 

Inés.—  Pues, , .  (haciendo  un  esfuerzo)  Julián 


42  PAYRÓ 

tiene  malos  amigo.r,  le  rodean  gentes  que 
no  se  preocupan  de  su  salud,  ni  de  su  fa- 
ma, ni  de  su  inteligencia. 

Ernesto. — Señora...  yo.,  no... 

Inés.— Lo  sé.  Por  eso  me  dirijo  á  usted,  al  que 
más  le  quiere,  al  que  menos  lo  envi- 
dia, porque  sigue  otro  camino. 

Ernesto.— ¡Eso  puede  usted  proclamarlo  bien 
alto! . . .  Pero  ¿los  malos  amigos?. . . 

Inés.  -Usted  me  escuchará  y  me  prometerá, 
después,  hacer  lo  que  fe  pido:  ponerse 
entre  esos  hombres  y  Julián,  impedir  que 
lo  arrastren  á  los  excesos  que  lo  matan, 
débil  y  enfermo  de  cuerpo,  y  abrumado 
hasta  lo  inaudito  de  fatiga  intelectual... 

Ernesto  .  —¿Tanto? 

Inés.— Sí;  Ellos  lo  saben  y,  sin  embargo,  apro- 
vechan todas  sus  excitaciones,  todas  sus 
contrariedades,  para  conducirlo...  ¡al  ol- 
vido, dicen!  já  la  muerte  ó  al...  {quiere 
decir  manicomio,  pero  no  puede). 

Ernesto  {levantándose  más  ebrio). — Señora. . . 
¡Sí,  es  verdad!...  Hay  algunos  envidiosos, 
criminales...  Pero  yo,  no;  eso,  sí:  yo  ja- 
más. Siempre  le  aconsejo  que  se  modere. . . 
trato  de  disuadirlo,  de  impedirle... 

Inés  —Pero  le  acompaña. 

Ernesto.  —  Precisamente  para  contenerlo. . . 
para  no  dejarlo  solo  por  ahí. . .  Pero  desde 
hoy  {tiende  la  mano),  desde  hoy  le  juro  á 
usted  por  lo  más  sagrado,  que  haré  lo  que 
me  pide:  que  me  pondré  entre  esos  hom- 
bres y  Julián.  ¡Eso  es!  ¡entre  esos  hom- 
bres y  Julián!  ¡Lo  quiero  tanto!  {compun- 
gido)  Es  mi  mejor  amigo,  mi  hermano. . . 

Inés .  —Entonces  ¿me  lo  promete  usted...? 

Ernesto.— ¡Señora!    ¡Lo  he  jurado! 

Inés.— Déme  usted  la  mano.  Gracias.  Viera. 

Ernesto.— ¡AJh,  señora!  {estrechándole  la  mano) 

Amalia.— ¡Yo  también  quiero  estrecharle  la 
mano!  ¡Cumpla  usted  su  promesa,  y  Dios 
se  lo  pagará!...  Julián  mismo  sabrá  agra- 
decérselo más  tarde. 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS  43 

Ernesto .  —Estoy  seguro,  señora...  {pausa). 
¿De  modo  que  no  podré  verlo  por  el  mo- 
mento? 

Inés. —Salvo  que  sea  algo  urgente,  pues  en  tal 
caso  lo  despertaría. 

Ernesto — No.    Es  á  propósito  de  «Anónimo». 

Inés.— ¡El  drama! 

Amalia.— ¿Cuándo  se  representa? 

Ernesto.— Aquí  está  el  manuscrito.  ¡Oh!  ¡Es 
admirable!  ¡Una  obra  maestra!  ¡Todos 
lo  dicen!  ¡Es  digno  coronamiento  á  la  la- 
bor de  Julián  en  estos  últimos  años! 

Inés.— Pero  ¿por  qué  trae  usted  el  manuscrito 
entonces? 

Ernesto.— Porque  no  lo  quieren  representar. 

Inés  .  —¿Que  no  lo . . . 

Amalia. —¿Cómo  dice  usted? 

Ernesto  .  —Que  no  quieren  representarlo . 

Inés.— ¿Quién? 

Ernesto.— Nadie,  señora.  Ninguna  de  las  em- 
presas lo  acepta.  Lo  mismo  donde  lo  le- 
yeron que  donde  no  lo  han  leído. 

Inés.— Pero  ¿por  qué. . .  por  qué?. . . 

Ernesto  • —Unos  dicen  que  no  es  teatral,  otros 
que  es  demasiado  nebuloso  y  tétrico.  Dos 
ó  tres  aconsejan  al  autor  que  desarrolle  el 
asunto  en  forma  de  novela. . .  Creo  que  es 
lo  más  acertado. 

Inés  (arrebatándoselo)~\Deme  usted!  ¡No  sabe 
lo  que  dice! 

Ernesto  .  —Señora . . .  yo,  señora . . .  Ya  dije 
que  es  una  obra  maestra,  en  mi  opinión. 
Pero  ¿quién  puede  imponerse  á  un  empre- 
sario? ¿Quién  les  quita  de  la  cabeza  lo  que 
se  les  ocurre?. . . 

Amalia.— Pero  usted...  ¿no  se  había  compro- 
metido?. . . 

Ernesto.— El  hombre  propone  y  Dios  dispone, 
señora.  Cosas  son  esas  que  no  está  en  mi 
mano  remediar. . . 

Inés.— Entonces! . . . 

ürnesto.— Siento  mucho  haberles  dado  tan 
mala  noticia. . .   Pero. . .  hay  que  confor 


44  paVró 

marse...  Volveré  á  ver  á  Julián...  Se- 
ñoras... Soy  muy  servidor  de  ustedes. 
{solemne)  ;Y  lo  dicho,  dicho! 

Amalia.— Confiamos  en  usted. 

Ernesto— En  cuanto  al  drama...  ¡Yo  lo  he 
leído!  ;Obras  así  no  mueren!  ¡Yo  lo  he 
leído  y  sé! 


ESCENA  III 
INES,  AMALIA 

Amalia.— ¡Otro  golpe! 

Inés.— El  peor  de  todos...    Julián  confiaba 

tanto  en  su  obra! 
Amalia.— Será  preciso  no  decirle... 
Inés.  —Naturalmente. 

Amalia.— Y. . .  ¿confía  usted  en  que  ese  hom- 
bre cumplirá  su  palabra? 
Inés.  -  No. 

Amalia.— ¡Entonces!. . . 

Inés.— Entonces  tendré  el  derecho  de  arrojar- 
lo de  esta  casa;  y  lo  arrojaré...  {desde- 
ñosamente) ¡Qué  ha  leído  el  drama! . . .  ¡Yo 
sí  que  lo  he  leído,  escena  por  escena, 
cuartilla  por  cuartilla!  ¿Leído?. . .  ¡Lo  he 
vivido,  lo  he  sufrido,  me  envuelve  aún  con 
sus  tenebrosos  infortunios!. . .  ¡Oh,  desgra- 
ciado «Anónimo>,  yo  también,  como  tu  es- 
posa, puedo  exclamar  (lee):  «¡Qué  negra 
es  esta  vida!  ¡Qué  fúnebres  son  estos  últi- 
mos fulgores  de  juventud!  ¡No!  Yo  he  na- 
cido para  otra  cosa,  ¡quiero  ser  otra  cosa! 
¡Suerte  implacable,  pese  á  tí,  haré  que  mi 
alma  se  abra  como  una  flor  y  lo  perfume 
todo  en  torno  mío!»  (esto  último  lo  ha  di- 
cho de  memoria). 

Amalia  — ¡Pobre  Inés! 

Inés.— Pero  no,  yo  no  quiero  otro  cosa;  quiero 

«una*  sola:  ¡el  triunfo  de  Julián! 
Amalia.— Y  vendrá. 

Inés.— Sí;  debo  creerlo;  lo  creo;  ¡lo  espero! 
Amalia.— ¡Ah!  (al  ver  á  Julián). 


ÉL  TRIUNFO  DE  LOS  OÍROS 


45 


ESCENA  IV 
Dichos-JULIAN 

Julián  aparece  desencajado  y  vacilante,  algo  trémulo. 

Julián— ¿Qué  tienes  en  la  mano? 
Inés.— ¿Yo? 

Julián.— ¿Por  qué  lo  ocultas?...   ¡Ah,  señora, 

disculpe  usted;  no  la  había  visto. 
Amalia.— ¿Cómo  está,  Julián? 
Julián.— Bien,  muy  bien.  Muéstrame  eso. 
Inés. -¡Oh,  no  es  nada!  es  el  drama.  Leía. 
Julián.— Pero  ¿cómo  está  aquí? 
Inés  — Acaban  de  traerlo. 
Julián— ¿Ernesto? 
Inés.— Sí. 

Julián— ¿Ya  lo  han  copiado  entonces?  ¿En  qué 
teatro? 

Inés.— No  lo  sé.  Vino  y  lo  dejó.  Volverá  más 

tarde. . .  El  te  dirá. 
Julián.— ¿De  modo  que  no  preguntaste? 
Inés.— No'. 

Julián.— ¿Es  cierto,  señora? 
Amalia— ¡Oh! 

Inés.— ¿Crees  que  soy  capaz  de  engañarte? 

Julián —¡Hum! .. .  Engañarme,  no...  Pero  es- 
te drama  aquí...  tu  indiferencia...  Dejas 
que  dude,  quizá  por  ahorrarme  un  disgus- 
to, un  nuevo  dolor. . . 

Inés.— ¡Por  Dios,  Julián! 

Julián.— Pueden  haberlo  rechazado. . .  ¡Tengo 
tan  mala  suerte! 

Amalia.— ¡No  diga  usted  eso! 

Julián.— ¡Oh!  ¡Pero  si  no  quieren  representar- 
lo, lo  quemaré!  Con  estas  mismas  manos 
lo  convertiré  en  pavesas,  aunque  me  haga 
pedazos  el  corazón...  ¡No  irás,  ño,  á  ser 
presa  de  las  aves  de  rapiña!...  ¡Antes  de- 
saparecerás... y  yo  contigo! 

Inés.— ¡No  te  exaltes  así! 

Julián.— No  me  exalto . . .  Hago  proyectos . . . 
Inés.— Terribles. . .  criminales  proyectos! 


46  PAYRÓ 

Julián— No  te  exaltes  tú,  ahora.  Hablo  por 
hablan 

Amalia.— Usted  exagera  siempre,  Julián,  el 
lado  malo  de  las  ~cosas! 

Julián.— ¿Yo?  PQuién  dice  tal?  ¡Las  veo  como 
son!  Estamos  rodeados  de  desgracias  y  en 
plena  desgracia.  ¡Coma  en  los  pantanos,  á 
cada  esfuerzo  por  salir,  nos  hundimos  más! 
.Debemos  tener  una  letra  protestada,  el  em- 
bargo en  perspectiva;  la  casa  no  se  paga  qué 
sé  yo  desde  cuando;  y  para  colmo  de  desdi- 
chas me  es  imposible  trabajar. . .  (Va  á  to- 
mar el  sombriro).  Voy  á  ver  si  encuentro 
cómo  salir  del  atolladero. 

Inés— No  vayas  hoy.  ¡Estás  tan  débil! 

Julián.— Es  preciso. 

Inés —¡No,  no  hay  apremio  alguno,  créeme! 

Julián.— Veré  á  mis  amigos  y  á  mis  enemigos. 
Sé  que  han  de  esquivarse,  negarse;  pero 
no  importa:  debo  ensayar.  ¡No  es  posible 
seguir  así!...  ¡Ah,  si  ese  avaro,  ese  vam- 
piro de  Bermúdez,  no  se  hubiera  burlado  de 
mí!...  Pero  hasta  ese  mismo  sacrificio, 
haré. . .  Iré  á  verlo,  á  pesar  de  la  carta,  y 
si  no  se  arrepiente,  si  no  me  pide  disculpa, 
si  no  repara  lo  que  me  ha  hecho,  soy  ca- 
paz. . .  Pero  qué,  ¡si  se  ha  tragado  mis  in- 
sultos, quedándose  tan  fresco!. . . 

Inés.— Tus  insultos. . . 

Amalia.— La  carta... 

Julián.— ¿Qué? 

Amalia.— No  fué  enviada. 

Julián.— ¿Y  quién?... 

Amalia.— Yo  se  lo  aconsejé,  Julián. 

Inés.— No.  Yo  sola  lo  hice,  por  mi  propio  im- 
pulso. . . 

Julián  .  —¡Tú! 

Inés.— Te  vi  tan  exaltado,  tan  fuera  de  tí... 
Julián  —¿Conque  no  mandaste?... 
Inés.— La  ruptura,  los  disgustos... 
Julián— Y  el  dinero  ¡tampoco  mandarías  el 
dinero! 


EL  TRIÜNFÓ  DE  LOS  OTROS 


Inés.— Tampoco. . .  Pero  no  me  mires  así, 
Julián . . .  ¡Lo  hice  por  tu  bien,  sólo  por  tu 
bien! 

Julián. — ¡Hasta  mi  propia  mujer! 

Amalia.—  ¡Julián,  Julián!  En  nombre  de  la 
razón,  en  nombre  de  la  equidad  ¡no  pro- 
longue esta  escena,  por  Dios! 

Julián.— ¡Pero  no  mandó  la  carta!  ¿Oye  us- 
ted? ¡No  mandó  la  carta!  ¡No  pudo  com- 
prender que  yo  lo  repetiría  á  todo  el  mun- 
do, indignado  como  estaba!  ¡Que  mis  ami- 
gos lo  propalarían  por  todas  partes!  ¡Que 
el  ridículo  me  iba  á  envolver  para  acabar 
de  matarme!. . .  ¡La  traición. . .  por  un  pu- 
ñado de  dinero  que  nada  remediaría. . .  en 
mi  propia  casa,  por  el  ser  que  más  quie- 
ro!.. . 

Amalia.— ¡Es  demasiado! 

Inés.— Déjelo  usted:  son  los  nervios. . . 

Julián.— Es  la  locura.  ¿Por  qué  no  dices  la 
locura?,..  ¡Ah,  sí;  es  lo  que  conseguirán 
con  sus  ultrajes,  con  sus  sarcasmos,  con 
sus  traiciones,  con  su  horrenda  iniquidad! 
¿Qué  queréis?  ¿Un  alma,  un  corazón,  un 
cerebro,  para  pisotearlos  y  aniquilarlos?... 
¡Aquí  los  tenéis,  acjuí  los  tenéis! . .  ¡Pi- 
sotead, enlodad,  aniquilad!  ¡Nadie  os  pe- 
dirá cuenta:  es  presa  vil  en  que  podéis 
saciar  la  sed  de  envilecimiento  y  destruc- 
ción! 

Inés.— ¡Juiián,  Julián! 
Amalia  —¡Hijo  mío! 

Julián.— Y  tú,  tú  que  finges  llorar  ahora  ¿pa- 
ra qué  estás  á  mi  lado  sino  para  obscu- 
recer, para  amargar  más  mi  vida  misera- 
ble?. . . 

Inés.— ¡Qué  horror!  ¡No  puedo!...  ¡No  pue- 
do!. . .  (retirándose) 

Julián .  —No,  no  te  irás.  ¡Has  de  escucharme! 
Sólo  tengo  un  refugio,  uno  solo:  ¡mi  pobre 
casa!  Y  tú,  que  podrías  iluminarla  como 
un  rayo  de  sol,  haces  que  la  huya,  que  la 
odie,  porque,  con  la  cara  mustia,  llena  de 


iS  PAYRO 

desconsuelo,  te  complaces  convirtiéndote 
en  mi  eterna  acusación. . .  ¡Sí!  ¡Ya  sé  que 
no  tienes  palacios,  ni  sedas,  ni  joyas!  ¡Ya 
sé  que  los  soñaste!  Pero  ¿qué  quieres, 
dime?  ¿Qué  me  abra  las  venas?  ¡Me  las 
abriré,  ahora  mismo!  ¡Pero  nada  reme- 
diarás, aunque  acabe  con  mi  vida!...  ¡No  pue- 
do, no  puedo! . . .  ¡Soy  un  miserable  harapo, 
una  vil  armazón  impotente! . . .  (cae  en  una 
silla). 

Amalia  (bajo)— ¡Está  extraviado! 

Inés.— ¡Escúchame,  Julián  mío!  ¡Tu  arreba- 
to te  hace  injusto  y  cruel! 

Julián  (decayendo).— \No\  ¡No  me  aflijas  más! 
¡Apártate  y  no  te  acerques  hasta  que  sonrías! 
¡Sonríe,  sonríe,  aunque  mientas!  ¡Sonríe 
para  que  yo  pueda  engañarme  á  mí  mismo! 

(Transición.  Deja  caer  la  cabeza  sobre  el  pecho. 
Inés  y  Amalia  lo  observan  con  auáustia). 

Inés.— Callemos.  Es  una  crisis  nerviosa. 

Amalia.— ¡Qué  momentos  terribles! 

Inés— Pronto  reaccionará. 

Amalia.— ¡Cómo  te  compadezco,  hija  mía! 

Inés.— No.  Compasión,  no.  Le  quiero...  y 
basta!  (Pausa) 

Julián.  —  (alzando  débilmente  la  cabeza)  — 
¡Inés! . . .  Perdóname. . .  Estas  angustias  me 
enajenan...  No  quise  ofenderte..  Olvida 
esas  palabras  infames! 

Inés.— ¡No  he  oído,  mi  Julián! 

Julián.— ¡Sé  cuánto  te  debo,  desgraciada  com- 
pañera de  cadena!  Te  he  engañado  hacién- 
date soñar  dichas  irrealizables,  y  tú,  siem- 
pre amante,  siempre  fiel! . . . 

Inés  .  —Tranquilízate . 

Amalia.— Ya  pasó  todo,  Julián.  La  desespe- 
ración hace  decir  cosas  harto  amargas; 
pero  no  tienen  valor. 

Julián.— (<i  Inés)  Oh,  sí.  Estoy  tranquilo .  Har- 
to tranquilo  porque  las  ideas  se  me  obs- 
curecen y  la  memoria  se  me  escapa.  Todo 
lo  veo  confuso,  como  en  la  niebla... 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


49 


Amalia.— Tome  usted  un  poco  de  agua  {ofre- 
ciéndosela). 

Julián.  —No.  Más  bien  un  estimulante  cualquie- 
ra. Es  la  sacudida,  después  del  exceso  de 
trabajo  mental. . . 

Inés —Estimulantes,  no,  ¡por  Dios!  Deja  que 
la  naturaleza  reaccione  por  sí  misma.  Eso 
es  la  salud. 

Julián.— ¿Y  entretanto?  ¿Cómo  trabajaré?  ¡La 
receta  del  descanso  y  "como  efecto  la  muerte 
por  hambre!  ¿verdad?  Ya  sé  que  estos  es- 
fuerzos acabarán  con  mi  vida  ó  con  mi  razón, 
pero  ¿cómo  evitarlos  si  vivimos  de  ellos? 

Amalia.— Es  que  no  se  cuida  usted  bastante, 
Julián:  un  momento  de  abandono,  cual- 
quier desorden. . . 

Julián.— Usted  también,  Amalia,  usted  tam- 
bién contribuye  á  dar  consistencia  á  la  ca- 
lumnia? ¡Ah,  no  lo  crea,  no  lo  repita,  por 
Dios,  no  lo  insinúe  siquiera! . . .  Esos  mise- 
rables lo  propalan  para  detenerme  en  el 
camino,  para  nacerme  rodar  bien  hasta  el 
fondo!...  ¡Ah,  no  lo  diga,  usted  por  lo 
menos,  no  lo  diga! 

Amalia.— ¡Por  Dios,  yo  le  suplico,  no  he  que- 
rido significar!. . .  ¡Soy  una  torpe!. . . 

Inés.— ¡Mira  qué  disgusto  estás  dando  á  tu 
pobre  amiga,  Julián!  ¡Tranquilízate!  ¡Toma, 
toma  bromuro! 

Julián—  {sin  escucharla)—'^  los  calumniado- 
res saben  que  trabajo  meses,  meses  ente- 
ros, sin  descanso,  sin  tregua,  doce  horas 
diarias,  encerrado  entre  estas  cuatro  pare- 
des! ¡Qué  sólo  un  esclavo  atado  al  remo, 
un  presidiario  de  las  letras  puede  produ- 
cir lo  que  he  producido!  ¡mi  obra  y  la  obra 
de  otros!  ¡Que  es  imposible  realizar  dece- 
nas, centenares  de  vo!úmenes  en  medio  de 
la  disipación  y  de  la  orgía!  ¡Que  el  califi- 
cativo de  bohemio  no  me  cuadra  sino  por 
la  pobreza!  Lo  saben,  y  siembre  en  acecho, 
en  emboscada,  viles  enemigos,  falsos  ami- 
gos, hipócritamente  compadecidos,— para 


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PAYRÓ 


herir  mejor  espían  el  momento  en  que  mi 
cabeza  es  un  volcán,  en  que  la  tensión  va 
á  hacer  estallar  mis  nervios,  en  que  salgo 
como  un  potro  que  rompe  sus  ligaduras  y 
escapa  embriagado  de  aire  y  de  libertad 
antes  de  respirarlos...  ¡Y  luego!  luego, 
enternecidos,  van  de  casa  en  casa,  calum- 
niando mi  vida  entera  con  la  verdad  de 
un  solo  minuto! . . . 

Amalia.— Sin  embargo. . .  ¡En  un  minuto  pue- 
de cometerse  un  crimen! 

Julián— ¡En!  si  no  me  defiendo,  si  no  me  dis- 
culpo, si  no  hago  la  apología  del  desor- 
den... Y  al  sentir  sus  efectos,  pienso  que 
puedo  acabar  como  tantos  neurópatas:  lo- 
co ó  idiota,  suicida  ó  megalómano.  ¡Quizá 
lo  sea  ya! . . .  Por  ésta  me  espanto.  Por 
mí...  ¡por  mí  nada  me  importa!  ¡Quisiera 
acabar  sin  pensamiento,  de  pronto,  así,  co- 
mo una  bugía  en  una  corriente  de  aire! 
¡No  pensar!  ¡No  sufrir!  {abrumado  otra  vez). 

Amalia.—  {aparté)— Hagámoslo  cambiar  de  te- 
ma. 

Inés.— {aparte)— Sí. 
Amalia.— Dígame  usted,  Julián... 
Inés.— ¿Por  qué  no  le  escribes  á  Bermúdez? 
Julián.— ¿A  Bermúdez? 
Amalia.— Es  razonable. 
Inés.— Expónle  en  dos  palabras  la  situación. 
Julián— ¿Pero  cómo  te  imaginas? . . . 
Inés.— ¡Oh!  sin  detalles:  le  dices  que  varios  com- 
promisos. . . 
Julián.— Después  de. . . 
Amalia.— La  carta  no  llegó. 
Inés.— El  discurso  le  fué  muy  aplaudido. 
Julián.— ¡Sabías! 

Inés.— ¿Cómo  quieres  que  no  lo  sepa,  Julián? 
Julián.— Lo  pensaré . . .  Preferiría  verlo,  ha- 
blarle . . . 
Inés.— Te  exaltarás. 

Julián.— No.  Iré  mañana,  más  tranquilo.  Aho- 
ra tengo  un  cansancio,  una  depresión, . . 
Inés.— Acuéstate  un  rato. 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS  51 

Julián.— Sí.  La  cabeza  parece  rompérseme. 
Amalia. — Sí,  acuéstese  usted. 
Inés.— Ven.  te  arreglaré  la  cama. 

(Lo  lleva  como  á  un  niño) 

Amalia.  —  ¡Desgraciados!    ¡Desgraciados  los 
dos! 

escena  v 
AMALIA,  luego  BERMUDEZ 

Amalia.— ¿Un  carruaje? 

{Llaman  á  la  puerta  de  la  derecha). 
Amalia  .  —  Adelante . 

Bermúdez.— Señora. . .  ¿PodrLi  hablar  condón 
Julián? 

Amalia.— Creo. . .  {con  una  idea).   Sí,  señor: 

en  seguida. 
Bermúdez.— No  se  moleste  usted. 
Amalia.— Iba  adentro;  le  avisaré  de  paso. 
Bermúdez.— Muchísimas  gracias. 
Amalia.— Siéntese  usted.  Vendrá  al  momenta 
Bermúdez.— Perfectamente.  (  Vase  Amalia). 


escena  vi 

BERMUDEZ 

Bermúdez  se  pasea  por  la  habitación,  examina  distraída- 
mente la  biblioteca.  Luego  saca  varios  papeles  del 
bolsillo  y  elige  algunos,  con  los  que  se  queda  en  la 
mano.  La  escena  debe  durar  apenas  lo  bastante  para 
dar  una  leve  impresión  de  tardanza  y  de  expectativa. 


ESCENA  VII 
BERMUDEZ-INES 

Inés.— Julián  tardará  un  instante,  señor  Ber- 
múdez, y  quiero  aprovecharlo  para  hablar 
dos  palabras  con  usted. 

Bermúdez.— Señora,  aunque  no  tengo  el  ho- 
nor . . . 


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PAYRÓ 


Inés.— Soy  la  esposa  de  Julián,  y  debo  comen- 
zar por  asegurarle  que  ignora  el  paso  que 
doy  en  este  momento.  ¡Es,  por  otra  parte, 
un  momento  solemne! 

Bermúdez.— La  escucho  á  usted. 

Inés.— Julián  está  enfermo,  mucho  más  enfer- 
mo de  lo  que  él  cree,  quizá  de  lo  que  creo 
yo  misma...  Vacilante,  desesperado,  su 
entereza  y  su  iniciativa  fluctúan...  No  sa- 
be qué  hacer...  El  trabajo  excesivo  co- 
menzó por  agotarle  las  fuerzas  físicas 
é  intelectuales...  ahora  lo  está  matan- 
do... 

Bermúdez.— ¡Señora!  cuanto  yo  pueda  hacer... 

Inés .— {Continuando).  Vd.  sabe  que  era  muy 
nervioso,  muy  exaltado,  extremadísimo  en 
todo. . .  Hoy  "está  mucho  peor:  tiene  tre- 
mendas explosiones,  á  las  que  siguen  de- 
caimientos mortales...  Temo  mucho  por 
él!  ¡Por  ese  camino  se  llega,  voluntaria  ó 
involuntariamente  á  cosas...  á  cosas  ter- 
ribles, que  se  imponen  de  pronto  como  una 
fatalidad! . . 

Bermúdez.— Quiere  usted  decir  que  está... 

Inés.— ¡¡No!!  ¡¡Loco  no!!  Pero  su  desesperación 
me  espanta,  porque  sé  que  sus  motivos, 
en  lugar  de  disminuir,  aumentan  sin  que 
lo  sepa  él...  ¡Y  cuando  lo  sepa!...  No:  ¡la 
tormenta  debe  haber  pasado,  cuando  Ju- 
lián despierte  de  su  pesadilla! 

Bermúdez.— Si  está  en  mi  mano. . . 


mano.  Julián  cree  que  tiene  grave  queja 
contra  usted,  no  quiero  saber  si  con  razón 
ó  no . . .  Cuando  venga,  seguramente  se  lo 
dirá...  ¡Por  loque  usted  más  quiera,  por 
evitar  un  remordimiento  futuro,  no  le  con- 
tradiga usted!  ¡No  lo  exaspere  usted,  por 
amor  de  Dios!  Sopórtelo  usted  todo... 
¡Será  un  acto  de  verdadero  valor,  no  de 
cobardía  hipócrita! . . .  ¿Puedo  esperarlo? 
Bermúdez.— Soy  muy  dueño  de  mí  mismo,  se- 
ñora, y  le  aseguro  que  toleraré  más  de  lo 


Inés.— Sí, 


lo  menos  en  parte  está  en  su 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


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tolerable.  Pero,  si  Julián  llegara  á  tales 
extremos  que. . . 
Inés.— ¿Usted  lo    dejaría,    usted  se  retiraría, 

verdad? 
Bermúdez.— ¡Oh! 

Inés.— Yo  seríala  primera  en  proclamar  la  no- 
bleza de  su  corazón! 

Bermúdez.— Me . . .  me  retiraría,  sí,  señora. 

Inés.  -¡Oh,  gracias!. .  Pero  todavía  no  he  ter- 
minado mi  súplica.  Julián  piensa  reiterarle 
un  pedido,  exigirle  el  cumplimiento  de  una 
promesa  de  cuya  realización  cree  pendien- 
te su  vida.  ¡Aunque  sea  imposible  dé- 
sela usted  por  segura!  ¡Hay  que  ganar 
tiempo;  en  su  estado  es  menester  tratarlo 
como  á  un  niño,  acariciar  sus  ilusiones! . . 
¡De  ilusiones  vive,  con  ilusiones  se  susten- 
ta desde  que  todos  lo  engañan,  lo  explo- 
tan, le  sorben  la  sangre  y  el  cerebro! . . 
{conmovida  y  persuasiva):  Usted  mismo, 
¿qué  sería  sin  él? 

Bermúdez —¡Cómo!  ¡Julián!.. 

Inés.— ¡Julián  no  me  ha  dicho  nada!  ¡Julián  es 
mudo  para  mí  como  para  los  demás!  Pero 
la  mujer  que  ama  tiene  un  sentido  nuevo. 
Yo  sé  para. quien  trabaja  mi  marido,  qué 
piensa,  qué  escribe,  con  quien  anda,  don- 
de va. . .  ¡Oh!  ustedes  no  pueden  compren- 
der estas  cosas,  no  llegan  á  ellas...  Yo 
soy  un  complemento  que  vive  su  propia 
vida  ¡y  ni  él  mismo  lo  sabe!...  Yo  le  he  vis- 
to noche  y  día  trabajando  para  usted,  con 
tesón,  con  ahinco,  con  encarnizamiento,  ca- 
si con  entusiasmo. . .  ¡Con  entusiasmo,  con 
verdadero  entusiasmo  muchas  veces! . .  Y 
quiere  usted  que  lo  ignore...  ¡Oh,  no!  ¡no 
sería  su  esposa! . . . 

Bermúdez.— ¡Su  entrañable  afecto  me  conmue- 
ve, señora! 

Inés.— Tarde  quizá,..  Porque  usted  ha  sido 
injusto  con  Julián.  Usted  no  ha  sabido  co- 
rresponder dignamente  á  sus  sacrificios, 
usted  ha  creído  pagarle  su  cerebro  y  su 


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PAYRÓ 


vida  con  un  puñado  de  dinero  que  no  al- 
canzaba ni  para  sus  más  urgentes  necesi- 
dades . . . 

Bermúdez.— ¡Y  con  mi  cariño,  con  mi  respeto, 

con  mi  admiración! 
Inés.— No  se  conocía. . . 

Bermúdez.— ¡Señora!  Sólo  en  este  momento 
comienzo  á  ver  claro...  Si  la  compensa- 
ción fué  escasa,  lo  ha  sido  por  dos  razones. 
Porque  no  soy  rico  ni  mucho  menos,  y  mi 
posición  y  mi  ambición,  legítima  ó  no,  me 
obligan  á  enormes  gastos,  en  primer  lu- 
gar; y  en  segundo,  porque  los  trabajos  que 
encomendaba  á  Julián  eran,  en  mi  concep- 
to, subsidiarios  para  él:  una  especie  de 
ayuda  de  costas  que  venía  á  mejorar  sus 
eneradas  ordinarias.  ¡Como  no  se  trataba 
de  transportar  montañas!. . . 

Inés.— ¡Cómo  se  ve  que  usted  no  aprecia  su 
obra  en  lo  que  vale!  Supone  fruto  de  la 
improvisación  lo  que  es  hijo  de  los  desve- 
los. ¡No  se  improvisan  esas  cosas,  se- 
ñor!. . .  Trate  usted  de  hacerlas. . . 

Bermúdez.— Pero  él  tiene  otras  ocupaciones. . . 

Inés.— ¡Tan  aleatorias,  tan  mal  remunera- 
v  das!...  ¡Y  sin  un  apoyo,  sin  un  elemento 
seguro,  con  la  zozobra  eterna  de  lo  insta- 
ble, de  lo  que  puede  fallar  mañana,  de  lo 
que  falla  siempre!  ¡Si  consiguiera  usted 
para  él  el  empleo  que  le  ha  prometido 
tantas  veces! . . . 

Bermúdez*— Lo  haré,  señora:  lo  pediié,  me 
empeñaré,  me  sacrificaré  si  es  preciso.  Y 
en  caso  de  no  cons?guirlo,  siempre  le 
hallaré  un  puesto  en  algún  periódico. . . 

Inés.— ¡En  un  periódico!  ¡Agotado  como  está! 
¡Seríala  muerte! 

Bermúdez  .—No  se  alarme  usted:  un  puesto  des- 
cansado, tranquilo,  que  le  deje  tiempo 
para  reposar  ó  para  dedicarse  á  otras  cosas 
que  lo  animen  y  reconforten. . . 

Inés  — -¿Y  será  pronto? 

Bermúdez . —Algo  tardará.    Imposible  hacer 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


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esto  de  la  noche  á  la  mañana...  Dentro 
de  unos  días. 
Inés.— ¡No  le  hable  usted  así!  ¡Afírmele,  por 
el  contrario,  que  ya  tiene  su  suerte  ase- 
gurada, que  han  acabado  sus  horas  de 
prueba. 

Bermúdez. — Asilo  haré,  señora.  Y  en  cuanto 
á  otra  clase  de  urgencias,  escríbame  us- 
ted una  palabra,  y  será  servida. . . 

Inés. —¡Gracias!  ¡Lo  esperaba  de  usted!... 
¡  Ah!  Dele  usted  la  noticia  antes  de  que  él 
le  hable. .  •    Así  se  evitará. . . 


ESCENA  VIII 
Dichos— AMALIA 

Amalia.— ¡Inés!   Julián  se  levanta  y  viene. 

Inés.— Por  suerte  habíamos  terminado  ya. 

Amalia.— Oyó  rumor  de  voces,  y  no  pude  de- 
tenerlo más. 

Inés— ¿Confío  en  usted? 

Bermúdez . —Vuelvo  á  empeñar  mi  palabra. 

Inés.— No  se  retire  usted,  señora.  Es  bueno 
que  estemos  presentes. 

Bermúdez. —Sí. 

Amalia.— Me  quedaré. 


escena  IX 
Dichos-JULIAN 

Julián  (hosco). —¿Estaba  usted  aquí? 

Bermúdez  . —Acabo  de  llegar  en  este  momento. 

Inés.— Iba  á  avisarte. 

Julián  .  —Déjanos. 

Inés.— Sí;  ¿vamos?   (d  Amalia). 

Bermúdez.— No  se  retiren  ustedes,  señoras.  Es 
innecesario.  Lo  que  tengo  que  decir  á 
Julián  no  exige  reserva  alguna. 

Amalia.— Sin  embargo... 

Bermúdez.— Le  traigo  á  usted  una  buena  no- 
ticia. 


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PAYRÓ 


Julián.— ¿Una  buena  noticia,  usted? 
Bermúdez.— Sí.    Me  he  ocupado  empeñosa- 
mente de  asegurar  su  posición. 
Julián  (irónico).  — \Ah\ 

Bermúdez  . —¿No  me  he  apresurado  mucho, 
verdad?  Sin  embargo,  todo  llega  para 
quien  sabe  esperar.  Y  á  usted  le  consta 
que  las  circunstancias  no  me  permitían. . . 
¡Bien,  pues!  Acabo  de  tener  una  larga 
conversación  con  cierto  ministro,  todavía 
no  puedo  decirle  cual— y  ¡cosa  hecha!  Ten- 
go en  la  mano  las  credenciales  de  usted. . . 

Julián.— ¿De  veras?   ¿Y  se  trata? 

Bermúdez  .  —De  un  puesto  digno  de  sus  apti- 
tudes, y  que  las  pondrá  en  evidencia. 

(Juego  nítido  de  Inés  y  Amalia} 

Julián.— -¡Oh,  me  devuelve  usted  la  vida! 

Bermúdez— Aun  hay  otra  cosa. 

Julián  (dudoso,  pero  pronto  a  dejarse  conven- 
cer) .  —¿Tan  buena? 

Bermúdez.— De  otro  orden,  pero  buena  tam- 
bién. 

Íulian.— ¡Diga,  diga  usted! . . . 
Bermúdez.— Tampoco  puedo  ser  muy  explíci- 
4  to.   Se#  trata  de  un  periódico  cuya  empre- 
sa quiere  contar  con  usted... 
Julián.— Un  periódico... 

Bermúdez.— No  hay  que  alarmarse.    Usted  se- 
ría redactor  eñ  excelentes  condiciones... 
Julián.— ¿Anónimo? 

Bermúdez.— Firmando  sus  artículos.  El  di- 
rector me  ha  pedido  que  lo  tantee,  para 
conocer  sus  exigencias. 

Julián.— ¿Qué  opinión  tiene  el  periódico? 

Bermúdez.— La  opinión...  la  opinión  no  hace  al 
caso,  pues  usted  tendría  libertad  absoluta 
para  escribir  de  todo,  menos  de  política. . . 

Julián  .  —¿Mucho? 

Bermúdez.— Lo  que  usted  quiera. 

Julián.— Entonces,  hágame  usted  un  favor... 

Bermúdez  .  —¿Y  es? 

Julián.— Tantee  á  su  vez  al  director  y  arre- 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


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gle  usted  lo  referente  á  intereses  de  la 
mejor  manera  posible.    ¡Soy  tan  torpe 
para  cuanto  se  refiere  á  números! 
Bermúdez.— ¡Así  lo  haré! 

Julián.— ¡Oh,  cuánto  le  debo,  Bermúdez!  y  yo 

que. . .  y  yo  que. . . 
Inés. —  ¡Julián! 

Julián.— Yo  que  estuve  á  punto. . . 
Inés.— ¡No  insistas! 

Bermúdez.— Sí;  me  doy  cuenta.  Dudaba  V. 
de  mí . . . 

Julián.— Era  tan  verosímil. . . 

Bernúdez.— Las  circunstancias  me  han  hecho 
parecer  injusto.  Pero  iluminado  de  pron- 
to {mira  á  Inés)  redimiré  mis  faltas. 

Julián.— ¡Mi  querido  amigo! 

Bermúdez.— ¡Tenga  usted  confianza  en  el  futu- 
ro, que  es  nuestro!  ¡Vd.  ha  trabajado  para 
mí,  yo  trabajaré  ahora  para  Vd.,  y  he  de 
colocarlo  sobre  mi  cabeza!. . . 

Julián.  —  ¡Oh,  Bermúdez,  no  tanto,  no  tanto!. . . 

Bermúdez  .  —Pero ...  es  menester  no  descuidar- 
se... Es  necesario  dar  el  gran  golpe,  el  gran 
golpe  que  ha  de  afirmarnos  para  siem- 
pre. . .  Tome  V.  estas  notas:  ellas  le  dirán 
loque  deseo.    Verá  usted  su  importancia. 

Julián.— Sí. 


Bermúdez.— El  trabajo  es  urgentísimo...  (Ju- 
lián examina  las  notas'). 

Inés  (aparte  á  Amalia)— ¡Da  palabras  y  exige 
vida,  en  cambio! 

Amalia  (aparte  á  Inés).—  ¡No  nos  apresure- 
mos á  sentenciar! 

Inés  (id).—  ¡Pero  si  así  ha  sido  siempre!  • 

Amalia  (id)  —  ¡Pero  Julián  revive!  ¡Mírelo 
usted!  (Inés  se  anima) 

Julián.—  ¡Muy  bien!  ¡Magnífico!  ¡Haremos  con 
esto  una  revolución  pacífica!  ¡Tengo  mis 
ideas,  mi  plan!  ¡Déjemelo  usted!  ¡Mañana 
estará  pronto  aunque  me  cueste!  ¡Y  gra- 
cias, gracias,  Bermúdez!... 

Bermúdez.— Gracias  á  usted,  Julián.  (Se  estre 
chan  la  mano).  Señora...  (Vase.) 


58 


PAYRÓ 


ESCENA  X 
JULIAN,  INES,  AMALIA 

Iulian.—  Un  discurso-programa. . .  Dentro  de 
mis  ideas...  Con  las  grandes  líneas  de 
acuerdo  con  mi  modo  de  pensar...  Con 
los  detalles  libres...  ¡Oh,  mi  obra,  mi 
obra! . . .  Digo  que  no  soy  nada . . .  Me  de- 
sespero y  estoy  realizando  mi  obra  por 
manos  de  Bermúdez... 

Inés.— ¡Sí,  Julián!  Tienes  razón  de  estar  con- 
tento. 

Amalia.— Mis  felicitaciones  por  el  empleo. 

Julián.— ¡Y  el  periodismo  de  verdad!  ¡á  cara 
descubierta!  ¡con  mi  firma!...  ¡Llegó  la 
hora!...  ¡Me  siento  sano,  fuerte,  joven!... 
{ligera  nube  que  reprime  luego):  ¡Si  no  fue- 
ra por  este  dolorcito  de  cabeza  que  no  me 
abandona!.  .  ¡Ea!  ¡a  vivir,  á  triunfar! 

Inés.— No  exageres  ahora  tu  alegría;  aun  no 
tienes. . . 

Julián.— ¡Ahuyenta  tus  temores!¡  Estoy  segu- 
ro! ¡Seguro!...  ¡La  victoria   es  nuestra! 
¡Esto  {por  las  notas)  esto  nos  pondrá  al 
'  frente  del  país,  así,  como  suena!. . . 
Amalia.— ¡Siempre  niño! 

Julián.— ¡Eh!  ¡Pero  hay  que  trabajar!. . .  Voy 
á  la  huerta,  á  pasearme  poniendo  en  or- 
den mis  ideas.   ¡Estoy  loco  de  contento! 

( Vase  tarareando  la  Marsellesa). 


escena  XI 
INES- AMALIA 

Inés.— ¡Y  decir  que  este  es  el  efecto  de  una 
simple  ilusión!  ¡Pobre  Julián!  ¡Qué  alma 
angélica!  ¡Y  cuán  criminales  son  los  que 
te  engañan  por  explotarte!... 

Amalía.— Pero  lo  que  ha  dicho  ese  señor... 

Inés.— No  encierra  una  palabra  de  verdad... 
por  ahora. . . 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


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Amalia— ¿Nada?  ¿nada? 

Inés.— Bermúdez  no  ha  hecho  sino  repetir  la 

lección  que  yo  misma  le  he  enseñado. 
Amalia— ¡Oh! 

Inés.— Sólo  que..,  me  promete  convertir  es- 
tos sueños  en  realidad.  ¡Dios  lo  quiera! 

Amalia— Sí  ¡Dios  lo  quiera! 

Inés.— |Y  lo  querrá,  porque  un  nuevo  desen- 
gaño mataría  á  Julián! ... 

Amalia.— Pero  ese  nombre  parece  honrado, 
bondadoso. 

Inés.— Y  lo  será  sin  duda. . .  Pero,  si  cree  que 
Julián  ha  de  hacerle  sombra...  desperta- 
rá su  instinto  de  conservación,  y  pese  á  su 
bondad,  á  su  honradez. . .  entonces. . . 

Amalia. — ¿Entonces? 

Inés.— ¡No  habrá  remedio  ni  en  el  cielo  ni  en 

la  tierra!  {Pansa) 
Amalia. — ¿Cómo  entra  este  hombre  hasta  aquí? 

escena  xii 
Dichas— LEVY  ' 

Levy  (con  cierto  airecillo  autoritario) — Vengo 
á  decirle  otra  vez  que  ha  vencido  hace  una 
semana. 

Inés.— ¿Por  qué  esa  insistencia? 

Levy.— Porque  soy  un  enfermo,  un  pobre  hom- 
bre, un  viejo,  que  no  puedo  permitir  que 
se  queden  con  lo  poco  que  tengo  para 
comer. 

Inés.  — ¡Pero,  se  le  pagará! 

Levy.— Eso  viene  usted  diciendo  ¡y  nada!  ¡Por 
suerte  sé  cómo  debo  defender  mis  intere- 
ses! Lo  protesté  en  tiempo,  seguí  los  trá- 
mites ante  la  justicia...  Don  Julián  .está 
condenado  en  rebeldía.  Ahora  puedo  eje- 
cutar, embargar  en  el  momento  que  quie- 
ra... Yo  lo  siento  mucho,  muchísimo... 
Pero  soy  un  pobre...  y  el  dinero  es  sa- 
grado..', ¿cómo  se  haría,  entonces,  para 
vivir? 


60  PAYRÓ 

Inés.— Puede  pagarse  usted  con... 
Lev  y.— ¿Con  qué? 

Inés.— Con  la  biblioteca.  (Levy  va  á  examinar 
la  biblioteca). 

Levy,— ¡A  ver,  á  ver! 

Inés.— Hay  tantos  y  tan  buenos  libros . . . 

Levy.— ¡Eh,  eh!. . .  ¡Yo  soy  un  pobre. . .  igno- 
rante eh!...  ¡Obras  científicas,  eh!...  ¡Li- 
bros viejos,  eh!...  ¡Ni  una  novela,  eh!... 
¡Hum!  ¡Hum!  Esto  no  basta. 

Inés.— Julián  la  ha  reunido  en  largos,  muy 
largos  años  y  le  cuesta  mucho  dinero,  mu- 
chas privaciones. 

Levy.— No  digo  que  no. . .  Pero  una  cosa  es 
«costar» . . .  otra  cosa  es  «valer» ...  Y  estos 
libros  no  valen  nada. . .  ¡En  plaza  no  hay 
quien  dé  nada  por  ellos! 

Inés.— ¡Dios  mío! 

Amalia.— ¡Valor,  hija,  valor! 

Inés.— ¿Quiere  decir,  que  no  alcanzan? 

Levy.— ¡Alcanzar!  ¡No  alcanza  todo  lo  que 
ustedes  tienen  en  la  casa! 

Inés.— Los  muebles. . . 

Levy.— Y  la  ropa...  Ni  para  el  documento 
solo...  y  hay  que  agregar  los  gastos  de 
s  procurador,  y  los  otros  intereses  y. . . 
Amalia.—  ¡Pero  eso  es  una  iniquidad! 
Inés.— Calle  usted!  ¡Si Julián  se  enterara!... 
Amalia.  —¡Jesús! .  . . 

Levy.— Yo  no  soy  un  usurero ...  ni  un  tirano . .  * 
Soy  un  pobre...  Vamos,  señora:  no  se 
aflija...  Le  daré  un  nuevo  plazo...  Muy 
corto...  porque  ya  esperé  demasiado  y 
no  puedo  más.. . 

Inés.— ¿Hasta  cuándo? 

Levy.— Hasta. . .  mañana  á  las  tres  de  la  tarde, 
Inés.— ¡Mañana! 

Levy.— Mañana  á  las  tres  vendré  con  el  al- 
guacil, á  recoger  el  dinero  ó  á  llevarme 
los  muebles  y  los  libros. . .  ¡¡Si  no  fuera  un 
pobre!! 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


61 


ESCENA  XIII 

INES-AMALIA 

Amalia.— Corro  á  casa.  {Poniéndose  el  som- 
brero). 

Inés.— ¿Qué  va  usted  á  hacer? 
Amalia.— A  traer  lo  poco  que  tengo. 
Inés.— ¡Pero,  señora! 

Amalia.— ¡Ni  una  palabra!  Es  insignificante 
pero  quizá  de  otro  lado  consigan  ustedes.  . 
Inés.— No  puedo  permitir. 
Amalia.— ¡Calla,  calla,  pobre  hija  mía! 


escena  xiv 

Dichos  JULIAN 

Julián.— ¿Se  marcha  usted? 

Amalia.— Vuelvo  en  seguida. 

Julián.— ¡Vaya!  ¡me  alegro  de  que  vuelva! . 
¡Tengo  la  cabeza  hirviendo!  ¡Me  duele, 
lanza  chispas:  y  ese  dolor  es  la  inspiración, 
esas  chispas  son  las  ideas! . . .  ¡Qué  discur- 
so! ¡Qué  gran  discurso! 

Amalia.— Hasta  luego,  hija. 

Inés  .  —Hasta  luego,  y  gracias,  señora. 


escena  xv 

INES  —  JULIAN 

Inés.— ¡No  trabajes  demasiado! 

Julián.— Despreocúpate.  ¡Cuando  estoy  como 
ahora,  lo  mejor  es  escribir!  ¡Tengo  fie- 
bre! ¡Los  pensamientes  hierven  aquí,  co- 
mo en  una  olla!  ¡Qué  discurso!  ¡Qué  pro- 
grama grandioso!  {escribiendo).  ¡  Corre, 
pluma  mía!  ¡Brota,  cerebro  mío!...  ¡Oh, 
qué  júbilo!  ¡la  gloria,  la  fortuna,  el  po- 
der! . . . 

Inés.— Bien;  trabaja. 


62  PAYRÓ 

Julián— Sí. 

Inés.— Vendré  dentro  de  un  rato  para  obligar- 
te á  descansar 
ULiAN. — ¡No,  no  vengas! 
nes.— Pero. . . 

Julián.— Al  interrumpirme  me  sacudirías  el 

cerebro,  me  trastornarías. 
Inés.— ¿Con  mi  presencia? 
Julián.— ¡No  lo  tomes  así! 
Inés.— Me  lo  dices  de  un  modo.. . 
Julián  {displicente)— Entonces. . .  ven... 
Inés  {aparte).— Vendré.  (  Vase). 

ESCENA  XVI 

JULIAN,  luego  ERNESTO  más  ebrio  que  antes 

Julián  escribe,  se  levanta,   consulta  un  libro,  vuelve  á 
escribir  febrilmente.   Entra  Ernesto. 

Ernesto  {grita)— ¡Por  fin,   hombre!   Creí  que 

ibas  á  dormir... 
Julián  {sobresaltado)— \~Eh\   {movimiento  muy 

violento). 

Ernesto  {terminando)— hasta  el  juicio  final. 

Julián.— ¡Caramba  contigo!  Ves  que  estoy 
trabajando  y. . .!  Entra  y  calla. 

Ernesto.— Es  que  debo  decirte  algo  grave . 

Julián  .  —¿Grave?  ¡Habla! 

Ernesto.— Mi  franqueza  y  mi  lealtad... 

Julián.— Deja  los  circunloquios. 

Ernesto.— Acabo  de  hablar  de  tí  con  Bermúdez. 
Fui  para  eso.  ¡Está  afligidísimo!  Dice  que 
te  ha  hecho,  obligado  por  las  circunstan- 
cias, promesas  inconsideradas,  que  no  sabe 
como  cumplir  ¡Que  es  cosa  de  volverse 
loco!... 

Julián  {irritándose  é  indignándose  por  gra- 
dos).—Vero  él  me  aseguraba. . . 

Ernesto.— Te  ha  engañado  creyendo  hacerte 
un  servicio.  Me  exigió  la  más  completa 
reserva...  Me  dijo  que  solo  á  un  amigo 
íntimo  como  yo...  Pero  ¡ya  sabes!  mi  lealtad... 

Julián.  —  ¡Engañarme! . . .  ¡Bermúdez! ...  ¡A 
mí!...  ¡Ah  traidor!   ¡Ah,  asesino!... 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


6c 


Ernesto.— Cumplía  á  mi  amistad. . . 

Julián.— Sí,  sí;  no  importa...  ¡Has  hecho 
bien!. . .  ¡Has  hecho  una  honesta  y  santa  ca- 
nallada!. . .  {rompe  con  furor  las  cuartillas, 
y  al  tomar  otrá,  toma  también  el  drama). 
¡Ah!  ¿tú  has  traído  esto?  (Hundiéndolo) . 

Ernesto  .—Sí  . 

Julián.— ¿Por  qué  no  lo  quieren  representar? 
Ernesto.— ¿Te  lo  dijo  tu  señora? 

Íulian.— ¿En  qué  teatro? 
lrnesto.— En  ninguno...  En  cambio  el  de 

Cienfuegos  se  representa  esta  semana. 
Julián.— ¡Pero  el  de  Cienfuegos  sí!...  ¡Ah,  es- 
toy condenado!  ¡El  drama!  ¡Mi  sueño,  mi 
única  esperanza,  mi  porvenir! .  ¿Mi  por- 
venir? ¡Mira,  mira  lo  que  hago  de  mi  por- 
venir!... ¡Polvo  y  ceniza!  ¡Así!  ¡Así!  (lo 
rasga  y  lo  tira  al  suelo). 
Ernesto.— ¡Qué  locura,  Julián! 
Julián.— ¿Por  qué?  ¿No  ves  que  estoy  muerto, 
muerto?  ¡Que  ya  no  hay  más  desgracias! 
¡Que  esta  vida  es  una  horrenda  pesadilla!... 
¡Ven,  ven  tú!  ¡vamos!  te  encenagaré  en  el 
olvido  y  en  el  embrutecimiento,  y  yo  mismo 
me  hundiré  contigo.  ¡Ven!  ¡corramos! 


Inés  (desgarrador amenté)—  ¡Julián! 

Julián.— ¿Qué  me  quieres? 

Inés. —¡No  salgas,  no  te  vayas,  no  sigas  á  ese 
hombre!  (tropieza  con  los  fragmentos  del 
drama).   ¡El  drama!  (paralizada). 

Julián.— ¡Que  no  vaya!  ¡Que  no  vaya!  ¿Y  qué 
puedes  darme  en  cambio? 

Inés.— ¡Amor! 

Julián  (Desesperado,  golpeándose  la  frente)— 
Para  esto  no  basta.  (Vase  corriendo.  Er- 
nesto lo  sigue). 

Inés  (de  rodillas,  recogiendo  el  drama,  sollo- 
za:)—¡Yo  lo  salvaré! 


escena  xvii 


Dichos— INES 


TELÓN 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


65 


ACTO  TERCERO 

La  misma  decoración.— Han  desaparecido  la  biblioteca 
y  los  muebles,  y  sólo  ocupan  la  escena  varias  sillas 
de  paja  y  una  mesa  de  pino. 


ESCENA  I 
INES-AMALIA 

Inés.— Y  en  ese  torbellino  de  infortunios  sólo 
acerté  á  salvar  el  drama  y  correr  á  casa 
de  Bermúdez  para  exponerle  más  clara- 
mente la  situación. . . 

Amalia.  —¿Y,  entonces? 

Inés.— ¡El  drama  lo  tengo.  íntegro,  rehecho, 
sin  que  falte  una  sola  frase!  ¡Pronto  para 
la  escena  y  los  aplausos,  que  han  de  llegar 
un  día! 

Amalia.  —Pero  Bermúdez. . . 

Inés.— Hizo  lo  que  pudo...  atendió  á  lo  más 
urgente:  gracias  á  él  no  nos  han  desalo- 
jado. . . 

Amalia.  — Yo  volví,  y  viendo  la  casa  cerrada, 
dejé  en  el  buzón. . . 

Inés.— Sí. . .  Comprendí  que  era  usted. . ,  Gra- 
cias, mi  buena,  mi  noble  amiga. 

Amalia  .  —¡Era  tan  poco,  hija  mía! 

Inés.— Por  eso  los  muebles,  las  ropas...  ¡los 
libros  que  tanto  costaron!...  ¡los  libros, 
sobre  todo! 

Amalia.  —¿No  hizo  más  Bermúdez? 

Inés. — No  podía  por  el  momento.  Vino  á  la 
noche  siguiente .  —Se  conmovió  al  ver  que 
nos  lo  habían  embargado  todo,  dejó  pasar, 
imperturbable,  una  espantosa  explosión  de 
Julián,  y  luego,  con  calma,  con  afecto,  co- 


m 


PAYRÓ 


mo  si"  hablara  á  un  niño,  le  probó  que  no 
tenía  razón  de  dudar,  mostrándole  una 
carta  en  que  el  ministro  del  interior  le  pro- 
metía ocuparse  de  él  y  nombrarlo  en  la 
primera  oportunidad. 
Amalia.  —¿Y  Julián? 

Inés.— ¡Pasó,  como  de  costumbre,  de  la  des- 
esperación á  la  esperanza  más  loca!  Entu- 
siasmado se  puso  á  escribir  el  discurso- 
programa  que  á  mí  me  asusta  por  lo  ma- 
ravilloso que  me  parece.  Siento  como  si 
esa  obra  señalara  una  culminación  y  no 
pudiera  anunciar  otra  semejante...  Hoy 
lo  pronunciará  Bermúdez. . .  ¡Ah,  olvidabal 
también  comenzó  á  cumplir  sus  promesas 
en  otro  sentido. . . 

Amalia.— ¿Sí?  ¿Cómo? 

Inés.— Le  trajo  el  encargo  de  escribir  algu- 
nos artículos  para  La  Verdad,  aunque 
muy  modesta,  ya  es  una  base  conUa  que 
se  puede  contar...  Aquí  está  el  principio 
del  artículo. 

Amalia.—  ¡Lea,  léalo  usted! 

Inés.—  Es  apenas  una  cuartilla:  {lee).  «La 
1  acción  que,  aparentemente  prima  sobre  el 
pensamiento  en  la  materialidad  de  la  vida, 
no  puede  ejercerse  si  el  pensamiento  no 
la  impulsa.  Pero,  por  una  inexplicable 
anomalía,  mientras  los  hombres  de  acción 
son  elevados  á  las  mayores  alturas,  los 
nombres  de  pensamiento  se  ven  abandona- 
dos, desdeñados  y  expuestos  á  la  miseria 
que  acaba  con  ellos.  Se  les  olvida,  vi- 
vos, para  hipócritamente,  llorar  después 
sobre  sus  cadáveres.  Se  les  asesina 
moral  y  materialmente  y  luego  se  rehu- 
ye la  reponsabilidad  y  el  castigo  tras 
de  las  lágrimas  que  dicen:  « ¡Yo  no 
fui! . . »  ¡Y  nadie  ha  sido  porque  tocios 
lloran!»  {Conmovida). 

Amalia.  —¿No  hay  más? 

Inés.— Aquí  se  interrumpió...  {Deja  la  cuar- 
tilla) . 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS  67 

Amalia.— Es  como  ei  compendio  de  su  vidar 
su  . . 

Inés.—  ¡No  lo  diga  V.! 

ESCENA  II 
Dichos-JULIAN 

Julián.— V.  no  nos  abandona. 
Amalia.— Me  refugio  aquí,  mejor  dicho.  ¿Esa 
salud? 

Julián.  — Bien.  Sólo  este  dolor  de  cabeza... 

Estaba  escribiendo  y  he  tenido  que  dejar. 
Inés.— Y,  sin  embargo,  te  esfuerzas... 
Julián.— Sabes  que  es  necesario. . .  Mi  estreno 

en  La  Verdad. . .  ¿Cómo  retardarlo,  no  es 

así,  señora? 
Amalia.— Pero  estando  enfermo... 
Julián.—  Oh,  es  poca  cosa. 

(Suenan  Juera  voces  y  vivas), 
Inés.— ¿Qué  es  eso? 
Amalia.— No  me  doy  cuenta. 
Inés.— Hay  un  gentío  enorme  frente  á  la  casa 

de  Cienfuegos. 
Amalia.— ¿Qué  será? 
Inés.— ¡Vaya  V.  á  saber! 

(Julián,  entretanto,  se  esfuerza  por  escribir  y 
va  rompiendo  cuartillas  con  creciente  agi- 
tación). 

Julián  .  —¡Esto  es  desesperante!  ¿Me  irá  á  fal- 
tar el  pensamiento  cuando  más  lo  nece- 
sito?. . . 

Inés.— ¡Julián,  por  favor,  no  te  esfuerces! 

Julián.— ¡No!  Si  tengo. . .  Si  tengo. . . 

Inés.— ¡Paséate!  ¡Descansa! 

Julián.— Quiero  acabar. 

Inés  .  —Pero  no  ves . . . 

Julián.— ¡Déjame! 

Amalia.— Por  Dios,  Julián. . . 

Julián.  — No;  si  tengo  que  seguir.  Me  he  plan- 
tado aquí,  de  golpe,  y  no  es  razonable. 
¡Sí  el  artículo  estaba  pensado,  ordenado, 
hecho!  ¡Y  ahora!. . . 

Inés.— Déjalo  para  más  tarde. 


68  PAYRÓ 

Amalia.— El  ruido  de  la  calle  es  lo  que  le  ma- 
rea, Julián.  Aguarde  V.  por  lo  menos  á 

que  cese. 
Juián.— ¡En  fin!...  {Levantándose), 

ESCENA  III 
Dichos-ERNESTO 

{Entra  Ernesto  corriendo,  sofocado,  y  casi  sin 
saludar  á  las  damas  se  precipita  hacia  Ju- 
lián) . 

Ernesto.— ¡Ven  Julián,  ven!  ¡Tú  no  puedes 
faltar!  José  está  recibiendo  una  manifes- 
tación estupenda. 

Julián.  —(Con  creciente  agitación^  violentísima 
al  fin) —\Ah  ¿esos  vítores! 

Ernesto.— A  él. 

Julián.— Esos  aplausos. . ■ 

Ernesto.— A  él,  también.  Ven,  ven  pronto. 
Me  envía  á  buscarte. 

Julián.— Pero,  veamos  ¿por  qué  esa  manifes- 
tación? 

Ernesto.— ¡Cómo!  ¿No  sabes? 
Julián  .  —No 

Ernesto.— ¡Por  el  enorme  triunfo  de  su  dra- 
ma, pues! 
Julián.— ¿De  su  drama? 

Ernesto.— Estrenado  anoche  en  la  Comedia. 

Julián.— Su  drama,  dices,  ¿cuál? 

Ernesto.— ¡La  Apoteósis!  ¡El  único  que  tiene. 

Julián.— ¿La  Apoteósis,  dices?  ¿Qué  La  Apo- 
teósis es  suya?  ¡No,  mil  veces  no!  ¡La  Apo- 
teósis es  mía!  ¡Ese  triunfo  es  legítima,  ex- 
clusivamente mío!  ¡La  obra  la  escribí  yo, 
frase  por  frase,  escena  por  escena!  ¡Y  lo 
diré,  lo  proclapaaré,  reclamaré  lo  mío:  to- 
dos esos  aplausos,  esas  aclamaciones,  esa 
manifestación!  ¡Ahora,  ahora  mismo!  (Ce- 
san los  vítores).  ¡Dame  el  sombrero!  ¡Dón- 
de está  el  sombrero!  ¡No!  iré  así,  así,  co- 
mo una  madre  á  quien  roban  los  hijos! 
¡Ya  basta!  ¡Ya  basta! 

Inés.— ¡Julián,  por  Dios!  ¡Oyeme!  ¡Escucha! 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


69 


Julián.— ¡Nada! 

Ernesto  —¡Te  has  vuelto  loco,  Julián! 

Julián.— ¡Sí!  ,Loco  de  indignación  y  de  sed  de 
justicia!  ¡Déjame! 

Ernesto.— {Mirando  por  la  ventana).— Y  di  es 
inútil.. .  Se  han  marchado. 

Amalia.— ¡Bendito  sea  Dios! 

Inés.— ¡Ah!  ¡Respiro!  ¡Qué  suplicio! 

Ernesto.— ¡Con  que  el  drama  es  tuyo! 

Julián.—  {Como  demente.)  —  ¡Lo  he  rehecho 
todo!  ¡Y  el  mío  es  rechazado  como  un  es- 
perpento mientras  me  endiosan  bajo  otro 
nombre! 

Ernesto.— Pues  hijo,  ¡al  César  lo  que  es  del 

César!  ¡Yo  lo  pondré    todo  en  su  lugar! 

¡Confía  en  mí! . . .  {Aparte).  Llegaré  á  tiempo. 
Juliáh.— ¿Qué  piensas  hacer? 
Ernesto— ¡Ya  lo  verás!...  {Al  salir  viendo  á 

José.  Ap.)  ¡Este  aqui!  ¡No  se  mete  en  mal 

avispero! 

{Deja  entrar  á  José  y  se  escurre  hiego  á  la  calle.) 


José.— (Corriendo  á  abrazarlo).— -¡Mi  querido 
Julián!  ¡Te  mandé  llamar  para  que  goza- 
ras con  mi  triunfo,  con  mi  magnífico  triun- 
fo ¡Estoy  loco  de  contento!  ¿No  has  oído? 
Julián.— (Separándose  y  retrocediendo) . — ¿Tu 
triunfo?  ¿Me  esperabas?  ¿Me  mandaste  bus- 
car? ¿Y  por  qué  no  trajiste  á  «tus»  mani- 
festantes hasta  esa  puerta  para  decirles, 
para  gritar:  «El  que  ha  merecido  vuestros 
aplausos,  vuestros  vítores,  habita  en  este 
miserable  rincón!  ¡Su  cerebro  engendró  las 
grandes  ideas  que  os  entusiasman!  ¡Entre- 
mos á  arrancarle  de  la  obscuridad  de  la 
muerte,  á  reintegrarlo  á  la  vida  y  á  la  luz! 
¡Entremos!  ¡Tengo  que  devolverle  lo  que 
le  he  lobado!» 
José.—  {Irguiéndose).— ¿Lo  que  te  he  robado? 


ESCENA  IV 


JOSE,  JULIAN,  INES,  AMALIA 


¿Qué  te  he  robado? 


70 


PAYRÓ 


Julián.— ¡La  vida!  ¡El  futuro!  Tú  y  los  demás 
parásitos  de  mi  cerebro  me  habéis  robado 
la  vida,  me  la  habéis  sorbido  gota  á  gota. 
¡Más!  ¡Me  habéis  cerrado  el  porvenir,  ha- 
béis borrado  mi  nombre  de  la  historia!  ¡Y 
hoy  que,  rendido.,  exhausto,  embotado,  no 
puedo  daros  la  savia  que  no  tengo,  os  ha- 
lláis prontos  á  arrojarme  al  muladar!  ¡Ca- 
nalla! ¡Oh,  qué  canalla!. . . 

José.— ¡No  por  qué  estés  en  tu  casa  y  delante 
de  señoras  puedo  tolerarte  un  "lenguaje 
que  no  autorizan,  por  cierto,  cuatro  indi- 
caciones más  ó  menos  superfíuas  que  me 
has  hecho! 

Julián.— ¡Cuatro  indicaciones!  ¡Ve!  ¡Trae  el  ma- 
nuscrito corregido,  y  pruébalo!  ¿Saben 
Vds.  lo  que  ha  quedado  de  su  famoso  origi- 
nal? ¿Quieren  saberlo?  ¡¡El  papel!!  ¡¡El  rico 
papel  inglés!!  ¡Lo  demás  es  mío,  lo  demás 
brotó  de  aquí!. . . 

José.— ¡La  idea! . . . 

Julián.-  Tu  idea  era  una  inepcia  y  yo  la  tro- 
qué en  pensamiento  noble,  elevado,  fecun- 
do! ¡Tus  tipos  eran  miserables  muñecos  de 
cartón  y  yo  les  di  el  soplo  genial  de  la 
vida!  ¡Tus  escenas  eran  desfiles  de  trajes 
llevados  por  fantoches,  y  yo  las  hice  her- 
videros humanos,  choque  de  pasiones  é 
intereses,  pedazos  de  amarga  vida!.. 

TosÉ.—  ¡Mientes,  Julián! 

Julián.— ¡Que  miento,  soberbio  gusano  devora- 
dor  de  cadáveres!  ¡Que  miento!  ¡Trae, 
muestra,  exhibe  el  manuscrito  y  se  verá 
quien  es  el  embustero  y  el  ladrón!  ¡El  la- 
drón, sí,  el  ladrón! 

José.— Lo  que  haces  es  cobarde  é  insensato! 

Julián.— ¡Ah!  ¡vil,  vil!  (quiere  precipitarse  so- 
bre éL  Inés  se  interpone.  Amalia  apar- 
ta cí  José). 

Amalia.— ¡Señor,  por  Dios,  considere! 

José.— ¡Esto  es  una  miserable  emboscada! 

Julián.— ¡Ah,  triple  y  venenoso  cretino! 

Amalia.— ¡Por  favor!. . .  Está  enfermo. . . 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS  71 

José.— Me  iré,  sí  señora.  ¡Me  marcho! 
Amalia.— ¡Ah!  ¡gracias,  gracias! 
Julián— {Amenazador,  en  la  puerta).  ¡Pero  esto 
no  puede  quedar  así! ... 

escena  v 

JULIAN,  INES,  AMALIA 

Julián  queda  anonadado  y  citando  Amalia  co- 
rre á  él,  se  desprende  de  los  brazos  de  Inés 
y  cae  sin  fuerzas  en  una  silla. 

Amalia.— ¡Qué  espanto! 

Inés.— ¡Tranquilízate,  Julián! 

Amalia.— Algún  calmante... 

Inés.— Toma  un  poco  de  bromuro  (se  lo  ofrece) 

Julián— {lo  rechaza  con  el  ademán). 

Amalia.  -  Ha  quedado  sofocado.  ¡También, 
semejante  estallido! . . . 

Inés -—¿Tiemblas?   ¡Toma  el  bromuro! 

Julián  {vuelve  á  rechazarlo). 

Inés. — Vamos  ¿Ya  pasó?. . . 

Amalia,— ¡Una  excitación  semejante! 

Inés.— ¡Y  por  tan  poca  cosa,  Julián^  ¡Precisa- 
mente cuando  empiezas  á  trabajar  para  tí, 
para  mi! 

Amalia.— ¡Vamos  Julián!  ¿Para  qué  sirven  ese 
corazón  y  esa  inteligencia  sino  para  sobre- 
ponerse ^á  todas  estas  pequeñeces  de  la 
vida? 

Inés .  —  ¡Habla! . . .  ¡Háblame! 
Julián— Sirven. . .  Sirven. . .  Sirven. . . 
Inés.— ¡Ven!  ¡Anímate!. . .  Vamos  á  pasear  por 

la  huerta. . . 
Julián  {murmuro,  ininteligiblemente). 
Inés. — Vamos  á  la  calle,  á  la  plaza. . . 
Julián  .—{Mueve  desfallecido  la  cabeza). 
Inés.— Tomaremos  un  carruaje. . .  ¿No  quieres? 
Amalia  .  —Es  inútil. 

Inés.—  {Aparte  á  Amalia). — ¡Hay  otro  medio!  {al- 
to, con  voz  fuerte  y  serena).  ¡Julián,  tienes 
que  trabajar,  que  terminar  tu  artículo! 

Julián. — ¡Ah!  {movimiento  de  interés  de  Ju- 
lián). 


PAYRÓ 


Inés.—  ¡Mira!  ese  artículo,  ¡lo  siento,  lo  adivi- 
no! va  á  ser  tu  revelación!  ¡Con  él  te  im- 
pondrás! 

Julián.— Sí  (vago,  este  si). 

Inés.— ¡En  cuanto  aparezca  serás  otro  hom- 
bre! ¡Y  después!  ¡Los  siguientes,  aún  más 
hermosos,  aún  más  grandes,  sellarán  para 
siempre  tu  reputación!...  ¡Ten confianza! 
¡Espera!   ¡Mira  cuánto  espero  yo! 

Julián.— El  artículo...  El  artículo...  Sí.  (se 
levanta  vacilante). 

Inés  — (Arrepentida  al  verlo  asi)— Toma  un  poco 
de  aire  antes. 

Julián.— No. . .  Ahora. . .  Ahora. . .  Deja  (va 
tambaleándose  á  la  mesa  y  se  sienta  á  es- 
cribir) . 

Inés.— !Ojalá  pueda!  ¡Si  trabaja,  vive! 

Amalia.— !Qué  aflicciones!  

Julián.— No  (tira  la  cuartilla). 

Amalia.— Esperemos. .  .  Ahora  empieza. . . 

Julián.— No. . .  (id). 

Inés.— Se  esfuerza  demasiado. 

Amalia.— ¡Hay  que  impedirle! 

Julián.— No. .  .(id.  Luego  escribe  un  momento. 
.Expectativa). 

Amalia.— ¡Hablele  usted!  ¡No!  ¡Al  fin  consi- 
gue! — 

Julián.— ¡No  puedo...  no  puedo...  no  pue- 
do!... Las  ideas...  se  borran...  Las  pa- 
labras... no  quieren  acudir...  ¡Siento... 
la  cabeza  vacía,  vacía,  vacía! 
Amalia.— Salga  usted  á  respirar  un  rato... 
Julián.— Sí. . .  voy. . . 


ser  la  madre,  la  compañera,  la  esclava  de 
mi  Julián! 

Julián.— No  puedo.,  (desfalleciendo  de  nue- 
vo). 

Inés  .  —¿Que  tienes  ahora? 

Julián.— Ahora. . .  un  clavo  aquí...  ardien- 
do... en  las  sienes...  Y  nada...  nada... 
nada, 

Inés.— ¡Toma  el  bromuro! 


¡solo  no!  Conmigo...   ¡Yo  debo 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


73 


Julián. — ¿Bromuro?  (sin  recordar  lo  que  es), 

¡Ah!  sí. . . 
Inés.— Y  duerme  un  rato. 
Julián.  — Sí. . .  sí. . . 
Amalia.— ¡Qué  dulzura!  ¡Ni  un  niño! 
Inés.— ¡Es  lo  terrible! 
Amalia.— Será. . . 

Inés.— ¡Nunca  lo  he  visto  así,  nunca!  Toma, 
bebe,  Julián. 

Julián,  -(después  de  beber,  extrañando  el  sa- 
bor). Salado. . . 

Inés.— ¡Dios  mío!  Ven,  acuéstate. 

Julián.— ¿Acostarme?  ..  ¿Donde?..  . 

Inés.—  Allí. . .  en  tu  cama. 

Julián.— ¡Ah!  sí  . .  .Ya  no  me  acordaba  (riendo). 

Inés. — Ven.  (lo  lleva,  como  mareado). 

ESCENA  VI 

Amalia,  sola,  se  acerca  á  la  puerta  por  donde  han  salido 
Inés  y  Julián,  y  escucha  visiblemente  ansiosa.  Pasado 
un  momento  vuelve  Inés. 

ESCENA  VII 
INÉS-AMALIA 

Amalia.— ¿Se  acostó? 
Inés.— Sí.  Vestido. 
Amalia.— ¿Se  le  pasa? 

Inés.— Ahora  parece  más  tranquilo. . .  Sin  em- 
bargo, casi  preferiría  verlo  inquieto...  No 
sé  qué  calofrío  me  da  su  abatimiento . . . 
¡Siento  como  si  nunca,  nunca  más  fuera  á 
verlo  de  otro  modo!. . .  ¡Tengo  un  miedo!. . 

Amalia,  — ¡Qué  aprensiva  se  está  usted  po- 
niendo! 

Inés.— ¡Julián  empeora,  enflaquece,  las  crisis 
son  cada  vez  más  frecuentes  y  espantosas! 

Amalia.— Sería  bueno  consultar  un  médico. 

Inés.— Sí,  sería.  Pero  Julián  no  quiere»  y  si 
lo  llamamos  es  capaz  de  enfurecerse;  des- 
pués, cuando  lo  haya  convencido...  ¡Ah! 
¡Si  tuviéramos  todavía  la  biblioteca! 

Amalia.— ¿Para  qué? 


74 


PAYRÓ 


Inés.— -¡Había  tantos  libros  de  medicina!. . .  En 
uno  de  ellos  me  parece  haber  leído...  sí, 
he  leído. . .  ¡el  caso  que  Julián  citaba  siem- 
pre!... El  caso  de  Paul  Feval,  deMaupas- 
sant. . .  Y  otros,  otros  más. . .  Figúrese  us- 
ted ...  un  hombre  de  talento  muerto  en 
vida. . .  Un  cuerpo  sin  alma. . .  ¡Oh,  qué 
horror,  qué  horror! 

Amalia.  —¡No  piense  usted  en  semejante  cosa! 
¿Qué  tiene  que  ver  todo  eso  con  un  ataque 
de  nervios  del  pobre  Julián? 

Inés— ¿Y  si  tuviera?  ¿si  tuviera?. . .  ¿Qué  cami- 
no íne  quedaría?  ¡¡El,  inconsciente!!  ¿Matar- 
lo y  matarme? 

Amalia.— ¡Qué  atrocidad!  ¡Hija  mía! 

Inés.— Sí;  tiene  razón...  Sería  demasiado  ho- 
rrible... ¡Matarlo,  oh,  no,  no!...  ¡Aun  sin 
espíritu,  custodiaría  ese  cuerpo  como  una 
reliquia,  como  una  tumba  amada  y  vene- 
rable! ¡como  un  santo  sepulcro!... 

Amalia.— Vuelve  en  tí,  Inés,  vuelve  en  tí! 
Sacude  esa  horrible  pesadilla!  ¿Despierta, 
me  oyes?  ¡Despierta! 

Iné^.— Pesadilla. . .  Sí,  es  una  pesadilla,  nada 
más...  ¿Por  qué  habría  de  suceder?  ¿Por 
qué  no  habría  de  vivir  con  el  alma  y  con 
el  cuerpo,  ahora  que  la  vida  se  ofrece  á  él, 
ahora  que  empieza? 

Amalia.— ¡Tiene  usted  razón!  Usted  lo  sabe 
como  yo  lo  sé;  la  condición  necesaria  para 
Julián  es  poder  pisar  con  pie  firme;  cuando 
se  sienta  alentado  centuplicará  sus  bríos. 
¡Un  poco  de  felicidad  le  hará  capaz  de  con- 
quistar toda  la  felicidad!  ¡Un  poco  de  éxito 
le  hará  alcanzar  todos  los  éxitos! 

Inés.— ¡Es  verdad!  ¡Es  verdad! 

Amalia.— Las  mujeres  adivinamos  estas  cosas 
que  los  hombres  no  saben.  Julián  reaccio 
nara,  y  desde  ese  momento!. . . 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


75 


ESCENA  VIII 
Dichos.— ERNESTO  con  un  periódico  en  la  mano 

Ernesto.— ¡Ah  señor!  ¡Por  suerte  llegué  antes 
de  que  se  cerrasen  las  formas! 

Inés.— ¿Las  formas? 

Ernesto. —¡Sí,  del  periódico! 

Inés.— No  entiendo.  ¿De  qué  se  trata? 

Ernesto.— ¡Del  comunicado,  pues!  ¡Del  comu- 
nicado! ¿No  les  dije  que  confiasen  en  mí? 

Inés.— ¿Un  comunicado? 

Ernesto.— ¡Con  mi  firma,  sí!  ¡Terrible! 

Inés.— ¿Sobre  qué? 

Ernesto.— ¡Sobre  qué!...  ¡Sobre  todas  estas 
infamias,  pues!. . .  ¡Oh,  yo  sé  hacer  las  co- 
sas! He  revelado  la  verdad. 

Inés. — {vendo  hacia  la  izquierda  y  asomándose 
d  la  puerta)  ¡Más  bajo,  por  favor! 

Ernesto  .  —Pues  dentro  de  un  momento  la  ciu- 
dad comenzará  á  enterarse;  mañana  sabrá 
la  verdad  el  país,  el  mundo.  ¡Y  era  tiempo! 

Inés.— Pero. . . 

Amalia.— ¿De  qué  verdad  habla  Vd? 

Inés.— ¡Expliqúese,  por  Dios! 

Ernesto.— Que  «Apoteosis»,  no  es  de  Cienfue- 
gos.  sino  de  Julián!  ¡Lo  he  dicho  con  todas 
sus  letras,  abonado  con  mi  firma!  ¡Porque 
yo  estoy  siempre  pronto  al  sacrificio  por 
mis  amigos,  por  mis  hermanos! 

Amalia.— ¿Pero  qué  dice?  [á  Inés). 

Ernesto. —El  comunicado  dice  textualmente: 
«Yo  mismo,  con  mis  propios  ojos,  he  visto 
las  correcciones,  que  no  son  tales  correc- 
ciones, sino  un  drama  nuevo,  entero  y  ver- 
dadero! ¡El  triunfo  de  anoche  no  es  de 
Cienfuegos!  ¡Al  César  !o  que  es  del  Cesar! 
¡Aplaudamos  á  Julián  Gómez!  ¡El  es  el 
único  autor  de  «Apoteosis»!  Y  mi  firma: 
Ernesto  Viera! . . .  ¿Dónde  está  Julián? 

Amalia.— Creo  que  duerme  aún.  (Inés,  sober- 
bia de  ira}  se  contiene  atín) . 


78 


PAYRÓ 


Ernesto.— Sería  bueno  despertarlo.  ¡La  noticia 
le  dará  tanto  gusto! 

Inés.— (sarcástica)  ¡Y  estos  son  los  amigos  de 
Julián!  ¡No  le  dará  gusto,  no!  ¡Le  causará 
enojo  y  repugnancia!  Julián  puede,  fuera 
de  sí7  en  un  arrebato,  hacer  semejantes  re- 
velaciones, para  arrepentirse  después  . . 
Pero  á  sangre  fría . . .  á  sangre  fría . . .  ¡Lo 
juzgará  tan  mezquino  y  tan  bajo  y  tan  ruin 
como  hacerse  devolver  una  miserable  li- 
mosna que  lo  ha  dejado  tan  rico  como  an- 
tes! . . . 

Amalia.— ¡Es  verdad! 

Ernesto.— Señora. . .  Yo  creía  hacerle  un  ser- 
vicio. . . 

Inés.— ¡Oh,  no  dudo  de  sus  intenciones!  Pero 
no  son  ustedes  los  llamados  á  interpretar 
y  reflejar  á  mi  marido. . .  ¡Apenas  si  puedo 
nacerlo  yo,  con  la  clarovidencia  de  las  ma- 
dres y  de  las  amantes! . . . 

Ernesto  (confundido) .—Señora. . .  yo. . . 

Inés.— Vd...  Vd.  no  lo  comprende...  ¡Vd.  no 
es  ni  siquiera  capaz  de  cumplir  su  palabra 
empeñada...  ¡Sabe  por  qué  se  lo  digo!... 
Sabe  que  después  de  aquella  tarde  horri- 
ble no  debió  poner  los  pies  en  esta  casa, 
no  debió  acercarse  nuevamente  á  Julián! . . . 
¡Vaya,  váyase  Vd!  ¡Acabará  de  asesinárme- 
melo!  ¡No  quiero  que  vuelva  á  tocarle  un 
pelo  de  la  ropa!  (terrible)  ¿Ha  oído  Vd? 

Ernesto  .  —Señora . . .  Comprendo . . .  Lamen- 
to.. .  Soy  culpable. . .  Todos  podemos  equi- 
vocarnos, extraviarnos. . .  Pero  no  merezco 
ese  rigor. 

Inés.— ¡Que  no! 

Ernesto.— Y  no  me  es  posible  marcharme— ¡sí, 
me  iré!— antes  de  decirle.  .  ¡Quizá  cam- 
bie usted  de  opinión  á  mi  respecto,  cuan- 
do le  diga  que  visto  otra  vez  á  Ber- 
múdez  que  le  he  hablado  al  alma  y  que 
vendrá  en  seguida  para  llevarse  á  Julián, 
para  devolverle  lo  que  le  pertenece,  para 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


77 


imponerlo  á  la  admiración  y  al  respeto  de 
todos!. . . 

Inés.— ¡No  ha  hecho  usted  sino  parte  de  su 
deber!  ¡Mucho  le  falta  para  lavar  sus  cul- 
pas!. . . 

Amalia.— ¿Y  el  señor  Bermúdez? 

Inés.— Todo  .lo  puede  ya,  gracias  al  discurso 
programa  de  hoy.  ¡Una  maravilla!  ¡El 
triunfo  más  colosal! 

Amalia. — ¡También  «ajeno»!. . . 

Ernesto.  —¡Una  pieza  oratoria  estupenda!  ¡Ha 
arrebatado!  En  adelante,  Bermúdez  será 
cuanto  se  le  ocurra;  ministro,  presiden- 
te!.. .  Vendrá  con  algo  para  Julián  ¡un  gran 
empleo,  sin  duda! 

Inés.— ¡Dios  lo  quiera! 

Ernesto.— Y  aun  más...  Con  una  carta  del 
ministro  de  instrucción  allanará  todas  las 
dificultades  ¡y  el  drama  subirá  á  la  es- 
cena!. . . 

Inés  {muy  enternecida,  casi  llorando).— ¡Ma- 
dre mía!  ¡Con  tal  que  no  sea  demasiado 
tarde! 

Amalia.— ¡Abrázame!  ¡No  temas  ya!  ¡Respi- 
ra, hija  mía! 
Ernesto.— ¡Estoy  absuelto! 

ESCENA  IX 
Dichos-JULIAN 

Ernesto  (corriendo  hacia  él)  —  ¡Ah,  Julián!  ¡Bue- 
nas noticias!  ¡Magníficas  noticias! 
Julián.  — ¿Sí? 
Inés.— ¡Julián,  Julián! 
Julián.— ¿Qué? 
Amalia.— ¡Amigo  mío! 

Julián.— Déjame  (á  Inés,  desfallecido]  se  sienta 

co  mpleta  m  en  te  aniqu  ü  a  do). 
Inés. —¿Dormiste  un  rato? 
Julián.—  ¿En?. . .  ¡Ah!...  sí. 
Ernesto.— ¡Mira  Julián!  oye  lo  que  dice  este 

diario. 


78  PAYRÓ 

Amalia  . —Aguarde  usted  un  momento  ¿no 
ve?. . . 

Ernesto  .  —Pero  ¿qué  te  pasa,  Julián? 

Julián.— ¿A  mí?...  ¿Pasar?...  Nada,  nada. 

Amalia  (á  Ernesto) .  —Sería  mejor  dejarlo... 
Retirarse . . . 

Inés  (que  está  entre  los  dos,  mira  á  Ernesto, 
luego  á  Julián.—  ¡Sí!  ¡que  se  marche  ese 
hombre!  (con  espanto).  ¡Oh,  qué  horror! . . . 
¡Ahora  se  parecen!. . . 

Ernesto. — Señora. . . 

Amalia.  — ¡Déjelo  usted!  ¡Retírese! 

Ernesto.— ¡Se  me  ofende  injustamente!...  ¡Si 
yo  puedo  hacerlo  reaccionar! . . .  ¡Mi  cari- 
ño, mi  lealtad!  ¡Toma,  toma  Julián!  ¡lee 
esta  noticia. . . 

Julián. —¿Qué?  (tomando  el  periódico  desga- 
nadamente). 

Ernesto.— ¡Aquí!  ¡Lee!... 

Julián  (recorre  la  columna  sin  fijar  los  ojos) . 
—Muy  bonito...  Muy  bonito  (deja  caer  el 
periódico). 

Ernesto  (recogiendolojl— ¡Oh!  pero  esto  te  in- 
teresa, tiene  que  interesarte  muchísimo, 
¡Oye,  por  lo  menos  esta  noticia!  (lee):  «Ul- 
tima hora.— Acontecimiento  político.— De 
acontecimiento  político  es  ya  calificado 
por  todo  el  mundo  el  magno  discurso- 
programa  con  que  acaba  de  sorprendernos 
y  arrebatarnos  el  Sr.  Bermúdez,  y  que 
abre  nuevos  é  inmensos  horizontes  á  la 
política  y  el  porvenir  de  la  nación,  agru- 
pando en  torno  de  una  magnífica  idea  de 
solidaridad  humana  generosa  y  triunfado- 
ra, á  todos  los  hombres  de  buena  volun- 
tad, desde  el  proletario  que  gime  en  la 
miseria  hasta  el  multimillonario  ahito  de 
goces.  ¡Este  programa  no  es,  solo,  nacio- 
nal! Desborda  de  las  fronteras,  para  ha- 
cerse continental,  universal! . . .  De  hoy  en 
más  yérguese  en  nuestro  país  un  partido 
inmenso,  formidable,  incontrarrestable  que, 
sino  nos  da  la  imposible  felicidad  absoluta, 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS  79 

nos  dará  la  perfección  dentro  de  lo  humano: 
la  justicia  integral ,  el  reinado  de  la  equi- 
dad, en  todo  y  para  todo.  Tal  es  la 
genial,  la  admirable  y  gigantesca  obra  de 
Bermúdez ...» 

(Esta  lectura  debe  servir  de  acompañamiento  á  un  juego, 
muy  sobrio  de  Julián,  luchando  terrible  é  inútilmente 
por  entender). 

Julián.— De  Bermúdez,  sí. . .  ¿Por  qué  lees?. . . 
No  puedo  entenderte. . .  Te  oigo  y  tus  pa- 
labras confusas  me  zumban  en  los  oídos . . . 
¿Por  qué...  no  hablas...  más  claro?... 

Inés.— Márchese  usted,  se  lo  suplico...  No  lo 
atormente...  ¡Yo  sola  lo  comprendo!  ¡Lo 
veo  como  fué! 

Ernesto.—  -¿Si  se  llamara  un  médico? (d  Amalia). 

Amalia  (d  Inés).— ¿Un  médico? 

Inés.— ¡Sí!  Que  llame  al  que  ya  lo  ha  visto, 
al  vecino;  que  nos  deje;  que  no  vuelva. .. 

Ernesto.— Aquí  está  Bermúdez. 

Inés.— Por  fin. 

Amalia.— Quizá  su  presencia...  las  noticias. 

Dejémoslos  solos.  (Vdse). 
Inés.— ¡Ah!. . . 

Ernesto.— ¡Adelante,  señor  Bermúdez,  adelan- 
te! (Aparte)  Voy  por  el  médico.  (Vdse). 

escena  x 

JULIÁN,  INÉS,  BERMÚDEZ 

Bermúdez  (entrando  entusiasmado)— Señoras... 
(corre  hacia  Julidn)\  ¡Ah.  mi  querido,  mi 
querido  amigo!  ¡Hemos  triunfado!  ¡Hemos 
triunfado  en  toda  la  línea!  ¡Qué  entusias- 
mo! ¡Qué  delirio!  ¡Qué  estupenda  victoria! 
¡El  mundo  es  nuestro!. . .  ¡De  hoy  en  ade- 
lante no  nos  separaremos  ya!  ¡Usted  es  mi 
brazo  derecho,  mi  cerebro,  el  cerebro  del 
país!  ¡Pero  déme  usted  un  abrazo! . . . 

Inés.— (al  foro)\Yloy  todos  han  entrado  así,  tri- 
unfantes, enajenados,  ¡y  él! . . . 


80  PAYRÓ 

Bermúdez.— ¡No  soy  ingrato,  no!   ¡A  usted  se 

lo  debo  todo,  y  todo  se  lo  restituiré! 
Julián.— Sí . . . 

Bermúdez.— ¡Sí!  ¡Ahora  lo  proclamo!  ¡Usted  se- 
rá mi  segundo!  ¡No!  ¡El  primero!  Usted 
será  la  cabeza,  yo  la  mano:  usted  el  pen- 
samiento, yo  la  acción!  ¡Y  así  siempre, 
hasta  la  muerte,  de  batalla  en  batalla,  de 
victoria  en  victoria! . . .  ¿Quién  nos  detiene? 
¡Adelante,  adelante,  mi  querido,  mi  gran 
Julián! 

Inés  (fatídica).— ¡Llegó  usted  tarde! 

Bermúdez.— ¡Cómo!  ¡Qué  quiere  decir  eso!  ¿Qué 
tiene  usted?  ¡Hable,  Julián,  diga!. . . 

Inés  (con  voz  reconcentrada) .—¡Es  la  muer- 
te ó... 

Bermúdez.— ¡Qué  horror!  ¡Qué injusticia!. . .  ¡No 
puede  ser,  no  puede  ser! . . . 

Inés.— ¿No  le  ve  usted?. . . 

Bermúdez:— ¡Un  médico! 

Amalia.— Han  ido  á  buscarlo. 

Bermúdez.— ¡Julián,  mi  buen  Julián!  ¡Mi  gran- 
de y  noble  amigo!  ¡Conteste  Vd.!  ¿Sufre? 
¿Siente  algún  dolor? 

Juhán.— ¿Dolor?  No. 

Bermúdez— ¿La  cabeza?... 

Julián.— U. . .  como  si  no  tuviera. . .  cabeza. . . 
Nada.,. 

Bermúdez  .  —¿No  le  duele? 

Julián.  — Nada. 

Bermúdez.— ¡Entonces  alégrese  Vd.! 

Íulián— Sí. 
)Ermúdez.— Traigo  las  manos  llenas  de  felici- 
dades. . . 
Julián  .  —Sí . 

Bermúdez.— En  medio  de  la  embriaguez  del 
triunfo  no  me  olvidé  de  Vd. . .  ¡Me  despren- 
dí de  todos.  .  de  todo!  Corrí  á  ver  al  mi- 
nistro. . .  al  teatro. . .  ¡Llega  la  gloria  y  la 
fortuna  Julián!. . .  ¡Tome,  tome  Vd.!  ¡Es  la 
primera  prueba  de  que  ahora  lo  podemos 
todo!. . .  ¡El  primer  peldaño!  Tome  Vd. . . 

Julián.— ¿Qué? 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS 


81 


Bermúdez.— Su  nombramiento . . .  Subsecreta- 
rio del  ministerio  del  interior. . .  ¡Se  reco- 
nocerá su  valía!  ¡No  habrá  puerta  cerra- 
da para  Vd.!  ¡Todo  queda  á  su  alcance,  á  su 
capricho!  ¡El  porvenir  es  suyo!... 

Julián.— El  porvenir. . .  {como  buscando  el  sig- 
nificado de  la  palabra). 

Bermúdez  (afligido).— No  reacciona. 

Inés  (como  enloquecida  hasta  el  fin).—\No\  ¡No 
reacciona!  ¡No!  ¡No  vive!  ¡No!  ¡Ya  es  un 
guiñapo!  ¡Este  nombre  ha  sido  muchos 
hombres!  ¡Esta  derrota  está  hecha  de  mu- 
chos triunfos! 

Bermúdez  (ir  guiándose  irritado,  y  compade- 
ciéndose en  seguida) .—¡Oh! 

Inés.— ¡Y  usted!  ¡Usted  que  viene  tarde  á  de- 
volverle lo  suyo,  usted  daría  poco,  si  le 
diera  toda  la  sangre  de  sus  venas! 

Bermúdez  (profundamente  compadecido).— \La 
daría! 

Inés.— ¡Oh,  aunque  lo  quiera  no  puede,  porque 
ese  sacrificio  está  reservado  para  mí,  sólo 
para  mí!  ¡Sera  mi  único  consuelo,  mi  única 
gloria! 

escena  XI 
Dichos— AMALIA 

Amalia  —¡Cálmate,  Inés! 

Inés.— Y  usted  que  ha  contribuido  tanto  á aca- 
bar con  su  vida,  usted  no  tiene  sitio  aquí. 
¡Su  tardía  equidad  es  una  mentira  más,  una 
escarnecedora  y  sangrienta  mentira!  (aho- 
gándose en  llanto  cada  vez  más);  usted: 
como  los  otros,  oculta  el  crimen  tras  de 
las  lágrimas  que  dicen:  «¡Yo  no  fui!»  «¡y 
nadie  ha  sido,  porque  todos  lloran!» 

Cae  de  bruces  sobre  Julián,  que  le  acaricia  el  cabello,  ex- 
trañado. 

Julián .  —¿Lloras?. . .  ¿Por  qué? 
Bermúdez— ¡Desgraciados! 
Amalia— ¡Oh,  señor! 


82  PAYRÓ 

Bermúdez— Comprendo  ese  dolor...  ¡Es  tam- 
bién mío! 

InÉs  (entre  sollozos) .  — ¡ Julián!  Julián! 

ESCENA  XII 

Dichos-EL  MÉDICO-ERNESTO 

Médico.— ¿Dónde  está  el  enfermo? 
Ernesto.— Alli. 

Médico  (á  Inés) -Levántese  usted,  señora. 

(Escena  muda.  El  médico  examina  á  Julián.  Le  habla  en 
vos  baja.  Inés  y  Amalia  lo  rodean.  Bermúdez  se  apro- 
xima. Ernesto  queda  detrás  del  grupo,  entre  éste  y  la 
puerta  de  calle  ) 

ESCENA  XIII  (D 

Dichos-CABALLEROS  Io  y  2o  vestidos  de  negro 

Ernesto  se  separa  del  grupo  y  va  hacia  la  puerta.  Apare- 
cen los  caballeros,  permaneciendo  junto  á  ella. 

Ernesto.— ¿Qué  deseaban  ustedes?  (los  saluda 

como  á  conocidos). 
Caballero  1°.— Venimos  en  representación  de 

Cienfuegos. 
Caballero  2o.— Los  insultos  que. . . 
Ernesto.— ¿Un  desafío? 
Caballero  Io. — Se  impone. 
Ernesto  .  —¡Imposible! 

Caballero  2o.— Son  nuestras  instrucciones. 
Ernesto.— ¡José!   ¡Qué  ingratitud!...    ¡A  Ju- 
lián! 

Caballero  1°.—  Lo  ha  insultado. 
Ernesto.— ¡Más  lo  insulto  yo,  públicamente! 
Caballero  2o  (con  cierta  ironía  despéctiva).— 

De  usted  no  nos  ha  hablado. 
Ernesto.— ¡Pero  si  Julián  se  está  muriendo! 
Caballero  1°.— ¿Cómo? 
Ernesto— Miren  ustedes... 
Caballero  Io.— ¡Ah! 

Ernesto.— Lo  han...  ¡lo  hemos  asesinado! 
Caballero  1°.— Siendo  así... 

(Se  consultan,  sin  separar  la  vista  del  grupo.) 


EL  TRIUNFO  DE  LOS  OTROS  83 

Caballero  1°.— Nos  retiramos. 

Caballero  2o.  -Haremos  constar  la  diligencia... 

Caballero  1°.— Y  si  más  tarde  hay  lugar... 

(Se  despiden  y  vanse). 

escena  xiv 

Dichos— Menos  CABALLEROS  Io  y  2* 

Luego  el  médico  se  desprende  del  grupo  y  se  acerca  á  Ber- 
múdez  que  se  adelanta  á  su  vez.  Inés  les  sigue  á  hur- 
tadillas para  sorprender  la  sentencia). 

Bermudez.— ¿Su  diagnóstico? 

Médico.— Hace  meses  que  lo  preveía:  Se  apa- 
gó el  cerebro. 

Bermudez  .  —Para  siempre . 

Médico.— Para  siempre. . .  sí. 

Bermudez.— ¡El,  que  nació  para  gobernar  el 
mundo! 

Inés  (en  un  arrebato  desesperado). — ¡Y  que  lo 
ha  gobernado  por  mano  ajena!  (con  la  so- 
lemnidad de  un  juramento)'.  ¡Oh,  pero  tu 
pensamiento  vivirá,  yo  te  lo  juro!  ¡Tu  Anó- 
nimo rasgará  la  noche,  será  luz!  ¡El  triun- 
fo de  los  otros  es  el  tuyo,  Julián! 

(Vuelve  á  caer  como  en  la  escena  xi). 


Telón. 


(1)  Esta  escena  puede  ser  suprimida  en  la  representación, 
continuando  en  la  escena  XIV,  sin  modificación  alguna. 


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