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EL INGENIOSO HIDALGO
DON OUIXOTE DE LA MANCHA
^^ ESTUDIO HISTÓRIGO-TOPOGRÁFIGO
DE
EL INGENIOSO HIDALGO
Don Quixote de la Mancha
DEDUCIDO DB Sü LECTURA, Y APLICANDO LAS LEYENDAS
DE IMPORTANTES SUCESOS Y LAS CONSEJAS POPULARES
DE LA « REGIÓN BBTURIANA » . CON CONOCIMIENTO EXACTO DEL TERRENO
QUE DESCRIBIÓ CERVANTES, DONDE LA TRADICIÓN
CONSERVA LOS NOMBRES QUE JUSTIFICAN LOS PASAJES
MÁS CULMINANTES DE ESTA FANTÁSTICA OBRA,
POR
UN MANOHEGO, QUE LUEGO 8E D!RA
*••■■
MADRID I 1
Calle del Olñrar, nüm. S
1916 ^ 3
l-"'í¿1'^'
Ktij
.1
ES PROPIEDAD
QUEDA HKCHO EL DEPÓSITO
QUE MARCA LA LEY
DEDICATORIA
Á la memoria de mi madre..
¿Qué más puedo desear qué ser hijo tuyo?... ¡Ak, sí!
,,.iin beso; una caricia; dormir en tu regazo.
El recuerdo de estas alegrías de nuestros felices y amoro-
sos tiempos, es bálsamo á mis doloridos ayes por tu ausencia.
Tú me enseñaste á querer, no te quejes, madre Luisa, si
mi cariño hacía tí aparece confundido con el de la madre
España.
Tu Paco,
• \
SALUDO
AL CUEEPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO EN MADRID
excelencias: .brande fué mi airevimiento al acometer esta-
empresa con tan "pocas letras, pero, aunc^ioe ^ingenio lego» fy esto
no entra en los fileros gramaticales), comprendí fue la primera
ohligación al salir l>xiscando mis desventuras consistía en dar
gracias infinitas á los ^ue formaron coro alrededor del Mihro=
Qraivde, cocAtora del úenio, símlolo de nuestra Mahla, ^ue para
lionra de loy Jfación española salió del vientre de mi Jíadre.
¡Gracias, oiohles Varones/ y os sicplico, con las veras de mi-
alma, las trasmitáis á vuestros puehlos, (^ue, acogiendo carirvosa-
mente la feliz ocurrencia del Muy ufohle ^arón J^oi'd de Gar"
teret, nos impusieron su impender ahle grandeza.
Mccihidlas, excelentísimos señores, y suhsanetnos este olvido
de Gerv antes, vian flaco de memoria)-) al decir de las gentes.
^s lesa loumildemente las tnanos,
Juan Francisco de la Jara v Sánchez de Molina.
AL LECTOR:
Ardua empresa, lector bondadosísimo, me proporciona cHamete» con
su honrosa distinción; pero ¿cómo negarme, habiendo hecho un viaje al
solo objeto de procurar á nuestra amada patria (¡Ay, así debía de ser,
amada!) los medios de rehabilitación ante el mundo, que nos tacha de
superficiales, «mancha indeleble de nuestra idiosincracia»? ¿Y qué se diría
de esta tierra hidalga si á su empeño no correspondiese con todas mis
energías, supliendo con buena voluntad y arranques de alma agradecida los
términos de una erudición ampulosa... que por carencia de solidez, nece-
saria, forzosamente resultaría insustancial?
Las circunstancias especiales que rodean este misterioso asunto, pres-
tan un aliciente tan simpático á la naturaleza de la misión que se me con-
fía, que, orgulloso por haber sido el elegido, nada me arredra, pidiéndote
sólo seas benigno con el moro que te presento.
Y no te molestes en indagar quién me presentad mí, porque te contes-
tará J. Flavio Fiacco «que puse en esta obra todo mi cariño y no se pa-
rece á ninguna de las farsas inventadas hasta el día.»
Después de inmensas cavilaciones (hijas de un escrúpulo muy lógico,
si se atiende á que yo no me dedicaba á estas cosas), por ciertas dudas que
me asaltaron con motivo de la exposición que había de hacerte, acudió en
mi socorro el bueno de «Hamete», y, sin preámbulo, sin rodeos, con esa
ingenuidad candorosa que imprime á sus actos el que camina en alas de
hi sinceridad, me dijo: «¿Qué temor puede ser causa de tu indecisión? ¿No
has leído el libro y mis notas...? Vamos, mi especial y cariñoso amigo...
En la dedicatoria de Cervantes al gran conde de Lemos hallarás el filón
que deseas». Y, en efecto; cuando al hojear nuevamente tan ingeniosa com-
posición llegué á la página deseada, mi cerebro se iluminó con sus radian •
10
tes destellos, «percibiendo clara y distintamente las insinuaciones de ca-
rácter concreto y bien definido, que el rey de los genios sometía al procer
su Mecenas. »
De las reticencias que abundan en la especial y peculiar manera de
expresarse, se trasluce con diafanidad que Cervantes fué invitado á trasla-
darse á Ñapóles (pues la China cae muy lejos); que rehusó por no ser indi-
cación directa (probablemente por los Argensolas), ó por las razones con
que arguye y porque confiaba en la bondad de su protector, y que en la
dedicatoria hace resaltar su acendrado amor á España, estimulando, con
todas las energías de su genio, al virrey de Ñapóles, para que, en unión
de su tío, el Ilustrísimo de Toledo, empleasen sus grandes valimientos en
hacer que se pusiera de texto en todas las escuelas de España el libro que
compuso.
Es decir, que á las instigaciones para enseñar el castellano en aquel
virreinato, contestaba Cervantes: «Es aquí, en mi amada Patria, donde se
necesita>. ¿Por qué semejante empeño ..? Tanto tesón, exponiéndose á las
iras de sus enemigos, merece reñexionarse; pues, mirado «superficial-
mente», no tiene otro valor que el egoísta de proporcionarle un triunfo
para satisfacer su amor propio, consagrándole por maestro del buen decir;
y esto, precisamente, se lo acaba de ortogar España... al cabo de trescien-
tos años. ¿Y sabes cómo, lector? Triste es confesarlo, pero es verdad: in-
conscientemente.
El estímulo constante de los extranjeros nos obligó á reconocer que
Cervantes era un genio, á su instancia, primero, y por sus repetidas insi-
nuaciones, después, hubimos de proceder á la busca y captura de todos
sus escritos; en el continuo interés que mostraron, hallamos el acicate que
sacudió nuestra eterna modorra; y, por último, cuando nos dispusimos á
empresa tan honrosa, como por arte de encantamiento, se produjo un
estado de compenetración inexplicable entre los desaprensivos forjadores
de leyendas, y los investigadores, dispuestos á creerlas..., que causa horror
cómo pudieron hacer ostentación de tamañas tragaderas. Y que no se han
dado cuenta del por qué lo han hecho, no admite réplica; pudiéndote ase-
gurar que la intención cervantina no ha dejado hasta hoy de ser una
incógnita.
Cervantes, observador perspicaz y conocedor «á fondo» de la vida en
su tiempo, vidente de la evolución que se produciría, dejó trazadas dos
rutas, homogéneas en su nacimiento, pero de finalidad bien distinta: una
secundaria, de orden privado y acomodaticia á la otra; ésta, primordial,
— II
grandiosa, inconmensurablemente grandiosa, bastante por si sola á gran
jearle el dictado de «Patricio Sumo y Único >.
Y ahora juzgarás, lector, si tengo razón.
Poniendo de texto en las escuelas su libro, más pronto ó más tarde,
pero seguramente, llegarían los chiquillos, sin darse cuenta, con la viva-
cidad inherente á los pocos años y ayudados eficacísimamente por el cono-
cimiento del terreno en que habían nacido, á descubrir ios parajes que el
autor é iniciador de la idea holló cuando iba tomando apuntes para com-
ponerlo. Kesultando de una claridad meridiana, que esta parte correspon-
día, por derecho natural, á los que habitasen en la Mancha.
La otra, ¡portento de concepciones!, consistía en hacer de los dislo-
cados, heterogéneos y extenuados residuos de una raza que fué grande,
poderosa y magnífica... una nueva España.
Aquel que intentó alzarse con el reino de Argel para su patria, con
los ojos puestos en la península Ibérica, ideó la forma de estimular los
sentimientos de su pueblo, haciéndoles vibrar en latidos unísonos; y la
ocasión no pudo estar mejor escogida: agotada la vitalidad española por la
empresa de los reyes católicos y la expulsión de judíos y árabes; por las
aventuras constantes de Carlos V; por las locas y soberbias pretensiones
de Feiipe II; por la segunda expulsión de moriscos en 1609; por la cre-
ciente emigración á las Indias, y el aditamento de la Inquisición en todos
los tiempos (salvo raras excepciones...), la anexión de Portugal y sus colo-
nias no bastaba á resarcirnos de las plagas sufridas. Había necesidad de
acometer una reforma, que, aunque enorme en el íondo, por la suavidad
de los medios que se emplearían había de producir opimos frutos.
Implantando en las escuelas la enseñanza obligatoria del libro que él
escribió, se unificaría la dirección de los estudios; obligando X los niños á
discurrir agradablemente sobre aventuras, llegaría á constituirse una socie-
dad que ejecutase con método, que practicase con orden y sintiese los mis-
mos efectos; es decir, que por senderos floridos, distraídamente, sin can-
sancio, se llegaría á descubrir que lo más descabellado, en su forma
aparente, ocultaba las más bellas imágenes, reveladoras de la redención
de España. —
Más aún; que el continuo estudio de su libro, incitador á la reflexión,
poco á poco iría aproximando á unos y á otros, al par que, irreflexiva é in-
sensiblemente, los apartase de las ideas de separación regional que por
torpezas de los gobernantes se vienen manteniendo.
Es preciso decirlo, con todas sus letras, para no continuar haciendo el
— 12
«bú» eu la historia del mundo: «¡El idealismo de Don Quixote consiste eu
que, al cristalizar en la vida real de España, había nacido para su adorada
patria la era de la felicidad! »
Por las artes de este mágico sublime debieron integrarse hace tiempo
en una sola unidad los diferentes miembros que sangraban disgregados de
su tronco; por cohesión espiritual, haber llegado amorosamente á fundirse
en un solo cuerpo; extinguidas las ideas de bandería, hubiera brotado el
pensamiento único; «resurgiendo á la vida mundial unida, fuerte, vigorosa,
la matrona que por tantos siglos esparció por el Universo, con generoso
desprendimento, los más preciados dones de su exuberante fecundidad».
Así pensaba el más grande soñador que ha tenido el mundo; así quería
qne fuese la madre que le dio vida; su hermosa lectura llenó de ilusiones
mi alma, y yo también sueño... mirando al Sur.
¡Isabel!... ¡Alma española!...
Juan Francisco de la Jara y Sánchez de Molina.
EL RETRATO DE CERVANTES
«Según indicios» pintó su retrato Francisco Pacheco, y «positiva-
mente» el caballero sevillano D. Juan de Jáuregui, gran pintor y poeta,
«Dicen» que de cualquiera de estos dos puede ser copia el que posee la
Academia, «atribuido por unos» á Alonso del Arco y «por otros» á Vi-
cente Carducho ó Eugenio Caxes ó alguno de su escuela.
Esta ambigüedad pone de manifiesto que lo dijeron «por decir algo»;
pero que no tuvieron arte ni parte los susodichos artistas. Y mi afirmación
de ningún modo envuelve censura que tienda á mermar sus bien ganadas
reputaciones, haciéndolo constar así, como testimonio de admiración á sus
talentos artísticos y en evitación de torcidas interpretaciones.
Ahora, veamos lo que dicen que asegura Cervantes (habrá que verlo
del revés) en el prólogo de sus «Novelas ejemplares».
«Quisiera yo, si fuera posible (lector amantísimo), excusarme de es-
cribir este prólogo, por que no me fué tan bien con el que puse en mi
€Don Quixote», que quedase con ganas de segundar con éste. De esto
tiene la culpa algún amigo mío de los muchos que en el discurso de mi
vida he granjeado antes con mi condición que con mi ingenio; el cual
amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, gravarme y esculpirme en
la primera hoja de este libro, pues le diera mi retrato el famoso D. Juan
de Jáuregui, y con esto quedara mi ambición satisfecha, y el deseo de al-
gunos que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreve á salir
con tantas invenciones en la plaza del mundo á los ojos de las gentes
poniendo debajo del retrato: «Este que veis aquí, de rostro aguileno, de
cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz
corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte
años que fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes
— M
no crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados y peor
puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el
cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes
blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies;
éste, digo, que es el rostro del autor de «La Calatea» y de «Don Quiíote
de la Mancha>, y del que hizo el «Viaje del Parnaso» á imitación del de
César Caporal Perusino y otras que andan por ahi descarriadas y quizá
sin el nombre de su dueño, «llámase comunmente Miguel de Cervantes
Saavedra»; fué soldado muchos años y cinco y medio cautivo, donde
aprendió á tener paciencia en las adversidades; perdió en la batalla naval
de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo; herida que, aunque parec«
fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable
y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperen ver los venideros,
militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del ra3'o de la gue-
rra, Carlos V, de felice memoria; y cuando á la de este amigo, de quien
rae quejo, no ocurrieran otras cosas de las dichas que decir de mí, yo me
levantara á mí mismo dos docenas de testimonios, y se los dijera en se-
creto, con que extendiera mi nombre y acreditara mi ingenio; porque pen-
sar «que dicen verdad los tales elogios» es disparate, por no tener punto
preciso ni determinado las alabanzas ni los vituperios. En fin, pues ya
es*a ocasión se pasó, y yo me he quedado en blanco y sin figura, será for-
zoso valerme por mi pico, que, aunque tartamudo, no lo será para decir
verdades, que dichas por señas suelen ser entendidas».
La disparidad de criterio que existe entre lo que afirman «muy débil-
mente» sus panegiristas y el que yo sustento en este punto, me ha movido
á emitir una idea, que fundamento en el sentido del párrafo copiado.
Cuando Cervantes, acercándose al umbral de la tumba (ese momento
en que el hombre parece estar obligado á ser sincero por primera vez en
el curso de su vida), dedicaba sus novelas al gran conde de Lemos, toda-
vía se sintió con bríos para insinuar que su mala suerte le persiguió hasta
el borde del sepulcro, impidiendo poder legar á la Humanidad su retrato.
Y no es posible negar que presidió el despecho en la redacción del prólogo;
el detallado análisis que hace de su persona para ponerlo al pie del re-
trato, se debe interpretar como un desahogo de su amargura.
El último párrafo, no debe estar escrito en chino «cuando lo he leído
yo...> Se quedó en blanco y sin figura... y las señas con que se despide
de sus amigos son bien transparentes.
La alusión á Jáuregui es una sátira al pintor y poeta, que le pagó los
15
elogios recibidos haciendo su retrato en verso; pudiendo sospecharse que
envuelve una recriminación, porque impidió conservar el mejor testimonio
de su figura. ¡Y he aquí la causa de la tristeza que embargaba á Cervantes
en el último trance de su vida!
El retrato que existe en la Academia fué concebido muy posterior-
mente, concediéndole un abolengo no superior á la fecha en que el noble
barón de Carteret hizo aquel encargo á Majans, y debió ejecutarse á me-
diados del siglo xviii.
La intención del artista anónimo que quiso suplir aquella falta es
magnífica; su obra, propia de un genio, que puso el suyo en tortura con
presencia tan sólo de la descripción cervantina y de los versos del poeta;
pero aunque mi admiración y agradecimiento sean enormes, no me obli-
gan á silenciar por más tiempo la verdad que dejo apuntada.
Examine el retrato el que quiera salir de dudas, y adquirirá pleno
convencimiento de que al preciosísimo conjunto de la genial creación le
falta expresión, alegría, movimiento, vida Y esto solamente puede su-
ministrarlo la presencia del modelo.
Prisión real de Cervantes á que hace referencia en
su libro y la supuesta por los investigadores. —
Su permanencia en La Mancha desde los prime-
ros días del mes de diciembre de 1597 hasta fin
de enero de 1603.
ADVERTENCIA
En este trabajo únicamente me he ser-
vido de Navarrete, confrontando las fechas
con otros. (Vale.)
Cuando Cervantes salió de Madrid el año 1587 para trasladarse á Se-
villa, D. Antonio de Guevara, que era el proveedor general de las Galeras
de Indias, lo nombró comisionado para el abastecimiento á 15 de junio de
1588; y desde esta fecha, en el ejercicio de su cargo, recorrió las provin-
cias de Sevilla, Granada, Córdoba y Jaén, hasta que regresó á la Corte en
el de 1594.
Una vez en la Villa Coronada, mediante gestiones y fianza de su
amigo D. Francisco Xuarez Gaseo, vecino de Tarancón, pero con residencia
en Madrid, fué nombrado Agente ejecutivo de apremios de la provincia de
Granada el dia 1." de julio de dicho año.
Después de haber realizado algunas partidas, y sin duda por apremio
del Tesoro, marchó á Sevilla, entregando al comerciante hebreo Simón
Freiré de Lima la cantidad de 7.400 reales para recibirlos en Madrid del
portugués Gabriel Kodríguez; pero como pasase á la Corte donde no pudo
hacer efectivo el importe de la letra, y en el entretanto se percatase de la
quiebra del judío, se trasladó nuevamente á aquella ciudad andaluza,
en 1595, con el fin de entablar las gestiones procedentes en estos casos.
2
- i8 _
Hechas estas diligencias, continuó recorriendo los pueblos que tenía
asignados para la recaudación, hasta que D. Gaspar de Vallejo, Juez de
grados de Sevilla, lo mandó llamar y lo prendió «so pretexto de haber
quedado un descubierto de ¡2.217 reales! poco más, en el asunto del mer-
cader Freiré». A Xuarez, le retuyieron la fianza. ¡Qué tiempos más felices!
Pero como ya pesaba sobre Cervantes la excomimión del Abad de
tícija por haber embargado los cereales almacenados en las fábricas ecle-
siásticas, no obstante ser ejecutor de un mandato real, creo que mediarían
instrucciones secretas «por algo desconocido hasta el día», debiendo «á lo
que fuese» su encarcelamiento.
Por tan enorme descubierto pasó algunos meses en la cárcel, y puesto
en libertad condicional en virtud de una orden del mismo Rey, fecha l.o de
diciembre de 1597, «con la obligación de presentarse en Madrid dentro
del plazo de treinta días, para liquidar su débito y contestar á los cargos
(?) que contra él tenía formulados la Contaduría general del Reino». (No
guarda armonía la pequenez de la deuda con la calidad de los personajes).
Respecto al esfuerzo que con tanto tesón han venido sosteniendo los
habitantes de Argamasilla de Alba y de Alcázar de San Juan, digo, que
aunque tuvo origen á presencia de requerimientos extraños, sustentándolo
por confusión, merecen un aplauso sincero, y no he de ser yo el que rega-
tee mérito á una acción tan piadosa. ¡Alguien había de hacer honor á la
memoria del más grande de los mortales!
Aun á sabiendas de que se descubriese la superchería, inventaron his-
torias rebosantes de inverosimilitudes; recordaron con pasmosa facilidad
(hasta en sus menores detalles 120 años después de su muerte) las peri-
pecias acaecidas á un alguacil (cuyo nombre no consta, ¿para qué) allá por
los años de 1586 á 1589, y se las aplicaron «al silencioso Cervantes»
que estuvo en La Mancha desde diciembre de 1597 á enero de 1603.
Pero la invención que tiene más gracia es posterior: me refiero á la
que D. Antonio Sánchez Liaño, Cura propio de La Argamasilla, trasmitió
en 7 de febrero de 1805 á D. Martín Fernandez de Navarrete, «la pasta-
flora de la credulidad». El exordio de la cartita, dicen que decía: ^luengos
días y menguadas noches me fatigan en esta cárcel, ó mejor diré ca-
verna, (f- » ¿Te ha gustado, lector? Pues á mí, no; me ha erizado los
cabellos. Pero no acaba aquí el saínete. «Al ser requerido el suministrante
de esta majadería para que entregase el papelito, contestó al Sacerdote
que se le había extraviado*. Esta chuscada pudo interpretarse como mo-
delo de desaprensión, que refleja el carácter del autor del vergonzante
— 19 —
remedo á la dicción Cervantina y no debieron publicarla. Además, como
se intitulaba «descendiente directo de un tio de Cervantes», en su empeño
se ve claramente la intención de serlo de D. Baltasar de Cervantes; y ea
este caso, lector, ya sabes el crédito que has de conceder al que heredó su
apellido de una sotana: ¡Otro Mahoma!
El documento público que aparece firmado por Miguel de Cervantes
Saavedra el año 1600 en Sevilla, y que se conserva en muy buen estado
(¡pues no faltaba más!) en un archivo de aquella ciudad, debe ser una cosa
así como la partida de bautismo de Alcázar, «con la diferencia de haber
sucedido en Seviya».
Y no pudo ser el autor de Don Quinóte ¡ó no hay lógica en el mundo!,
«porque estando excomulgado y reclamado judicialmente (con las agra-
vantes de inhabilitación, rebeldía y haber faltado á su palabra de Caba-
llero), no es, ni presumible siquiera, que se presentase en el acto oficial
de un otorgamiento». ¡Y en aquellos tiempos!
jY pensar que por una humorada de las infinitas que contiene el libro
se armó tal baraúnda! Cervantes, que no callaba nada, dice «que su
hijo avellanado y seco lo engendró en una cárcel», pero yo nunca he leído
•«que lo pariese», y en esto existe una pequeña diferencia de apreciación.
El no haberla percibido á tiempo, ha sido causa de que se concediese im-
portancia á una suposición harto extendida, y que viene á demostrar lo
que te vengo contando, lector: que no han comprendido la manera de
decir ambigua que empleó el autor en la construcción del libro.
Su dicción tiene un sabor lugareño que encanta, encubriendo maravi-
llosamente con la gramática parda que emplean sus personajes, muchas
cosas hasta ahora ignoradas; y el haberme percatado de estas circunstan-
cias, facilitó mi estudio, señalando ancha brecha por donde penetré sus
secretos á través de parajes no hollados por pluma alguna.
Que no estuvo preso Cervantes todo el lapso de tiempo que faltó de
Madrid, y menos en la lób^^^d cueva de la casa de Medrano «en la Arga-
masilla», ni tampoco en otra caverna peor en El Toboso, no te quepa duda,
lector, ahora... que ya lo irás sabiendo.
Parece cosa de magia, pero en esta época, «incógnita de su vida»,
han resultado infructuosas cuantas investigaciones se practicaron; y es que
el Genio, á imitación del río Guadiana, se escondió para reaparecer ea
ocasión oportuna. ¡Por eso no se hallan documentos que justifiquen el
vacío de estos cinco años!
Apenas liberto de la cárcel sevillana, ¿cómo avenirse á nuevo cautive-
— 20 —
rio, él, que intentó romperlas cadenas argelinas? ¡Prefirió la vida errante
y miserable que le ofrecía la gran Sierra Negra escondiéndose en sus in-
trincados laberintos, á presentarse entre aquellos dos poderes que hicieron
odioso al mundo el sacrosanto nombre de nuestra madre España! ¡Re-
belión pasiva que la Humanidad le aplaude sinceramente! ¡Rasgo subli-
me cuajado en su organización extraordinaria, acostumbrada á mayores
empresas!.
Una vez establecido, halló en la soledad de los montes el bálsamo
bienhechor que curase las heridas de su alma lacerada; y abstraído del
mundo y desús impurezas, contemplando la Naturaleza en su magnífica
grandiosidad, fué fortaleciendo su ánimo deprimido por tan injusta perse-
cución y predisponiéndolo al éxtasis precursor de la más grande concep-
ción humana. Sin género de duda: en la gran Sierra Negra nació, se nu-
trió y adquirió desarrollo el fruto de la gestación laboriosísima, que nos
dice concibió en una cárcel.
¿Que por qué digo esto? Porque en el libro, rebosante de inspiración
al aire libre, hay señales manifiestas de haberla recibido en lo alto de los
riscos ó en las sinuosidades de los valles; y las impresiones, matrices de
una germinación exuberante, al abrigo de una choza ó debajo de una en-
cina, metido en las hendiduras de las peñas ó recibiendo en su frente los
fecundizantes rayos del astro rey, durmiendo sobre malezas á la intemperie,
brincando por breñales, saltando arroyos y salvando precipicios.
Todo esto se halla en su fábula, permitiendo transparentar á través del
velo con que nubla la vista del lector en sus inimitables descripciones, que
los cinco años de tinieblas, pero no sin rastros de sus huellas, los pasó
escondido en las entrañas de esa gran Cordillera conocida por los antiguos
y algunos historiadores de su tiempo con el nombre de Mons Aranni ó
Mariani; él la llamó Sierra Morena.
Los gráficos que acompaño á la obra justifican con exactitud los sitios
cuyas leyendas guardan concomitancia con las simuladas aventuras del
godo Quixote, y que he deducido de su lectura literal con conocimiento
material de los terrenos descritos en el inmortal libro de Cervantes.
LA MANCHA
Anhelo, incertidumbre, confusión, vértigo..., tal fué la gradación en el
orden de sensaciones que experimentaron los comentaristas del libro de
Cervantes al poner en tortura su magín para desentrañarlo; habiendo ob-
tenido como galardón el mostrar cuan presto se olvida lo que prendieron
con alfileres.
Todos «admiran» las bellísimas descripciones que contiene; aplauden,
«hasta desgañitarse», la propiedad de las narraciones «por la justeza con
que están hechas»; y yo pregunto: ¿cómo se puede afirmar esto si aún no
se han fijado los puntos en que supone desarrolladas las aventuras? Per-
cibo (con harta pena lo digo) «una superficialidad tan marcada en la
mayor parte de cuanto se ha escrito con relación á este libro», que temo
por mi Patria continúe haciendo estragos esta enfermedad.
Es verdad que constantemente relata aventuras ocurridas en La Man-
cha, pero refiriéndose al país en general; y como la región manchega corai-
prende las provincias de Toledo y Cuenca (Mancha alta); Albacete y Ciu-
dad Real (Mancha baja), más un trozo de terreno enclavado en la de Te-
ruel conocido por Mancha de Monte Aragón, hubiera sido de mucho
provecho la especificación clara y terminante del ■punto en que se des-
arrolló cada aventura, para apreciar en toda su magnitud si los críticos
tenían razón. Yo creo que no, ique conste!
Entre ellos, los hay que están de acuerdo en el lugar de la penitencia
(pero nada más que entre ellos), llevada á cabo en los términos orientales
de Sierra Morena y como en el centro donde nacen los ríos Guadalraena y
Guadalén; mas, afortunadamente, no pasa de ser una suposición que acre,
dita la impenetrabilidad en el libro y en los montes: «se hacían los estu-
dios aquí, en Madrid, y allá, en Sierra Morena, había infinitos bandoleros» .
22 —
Y como para poder distinguir en el conjunto inmanente de la fábula
la parte real que verdaderamente encierra, sea de imprescindible necesidad
marcar la porción que llamó con sugestiva gracia y propiedad simula
Malindrania», deberá tenerse presente que ínsula era equivalente á
<Gohíerno» y <i-malandrines* á •ladrones». Altisonante, ¡como todos los
nombres de su invención!, guarda perfecta armonía con las leyendas tra-
dicionales de personajes siniestros que se guarecían en sus montañas, y
cuyas fechorías se encargó de agrandar el miedo y esparcir la fama, tal y
como han llegado á nosotros.
También explotó con acierto el lenguaje escaso y recortado, impreciso
y confuso, lleno de refranes, de abreviaciones y rodeos, de los que moraban
en aquellos pueblos «que nunca dicen francamente lo que desean», presen-
tándolos á cada paso taimados é indolentes: rasgos distintivos que caracte-
rizan la raza que dibujó tan magno artista.
Ahora, veamos qué país es éste, y la situación que ocupa en el Globo
terráqueo, pues hasta la fecha no se ha podido delinir si la tan celebrada
«como conocida ínsula» criaba carne ó pescado.
En tiempos fenicios y griegos, se llamó JBeturia; pero hace ya muchos
siglos que los historiadores y geógrafos divagan de un modo raro sobre su
existencia, sin concretar detalles que permitan fijar una orientación, ó eli-
minándola en la generalidad de los casos. No obstante, «como es cierto que
ha existido con esta denominación y Cervantes la considera teatro de gran-
dísimas hazañas», los datos que he topado, aunque escasos é inseguros, los
haré constar para que sirvan de indicio á ulteriores investigaciones.
Cuando los caudillos de las legiones romanas dominaron la resistencia
ibera, Junio Bruto dispuso la traslación de los Celtas que habitaban en la
región S. de La Lusitania á la cuenca situada entre los ríos Bétis y Anna,
estableciendo varias colonias en parajes designados con antelación y distri-
buidas á ambos lados de los Mons Aranni, en la extensión que media
desde la parte E. de la Cordillera al S. de Montiel hasta Belalcázar por el O.
Aunque la oscuridad que se nota en los libros antiguos impida fijar el
sitio en que tuvo lugar la batalla de la Beturia en la época romana, más
adelante se esbozará una conjetura con visos de realidad.
Tampoco fué óbice á mis pesquisas tanta dificultad, pues he hallado, en
fueraa de buscar antecedentes, que existen nombres reveladores de la raza
que los fundó: «Carcuvitim», «Lapides Artiy^ (?) ^Maestatizay», «J.rf-
liuhras», «-Font-amiosas* y <iBctnis>, aunque bastante desfigurados, lo
atestiguan.
Y ya que trato de La Mancha, añadiré que creo Cervantina la siguien
te copleja, tan sabida de todos, pero á medias:
Aunque eoy de La Mancha
no mancho á «naidei;
más de cuatro, quisieran,
(¡Sangre de origen godo, que era de lo que se preciaban los nobles es-
pañoles del siglo XVI y de cuya procedencia somos los manchegos!) Ahora
bien, como las seguidillas manchegas deben ir acompañadas de su corres-
pondiente estribillo, aplicándolo «el cantaor á su antojo», sin duda por no
parecerle bonito el que tenía, lo sustituyeron por otros más modernos; pero
aún no se ha olvidado del todo: el verdadero, ¡el auténtico!, alcancé á oirlo
una vez, yendo de paso, por el camino viejo que desde el puerto de Niefla
conduce á Fuencaliente, en un Cortijo, y era:
Esto lo dijo
un hombre que era manco
en un Cortijo (1).
¡Qué archiveros!
(1) tSe da este nombre á los caseríos en aquella parte limítrofe de
Andalucía.
VINDICACIÓN DE BETURIA
Por su lectura, que instruye deleitando y educa é incita á la reflexión,
bien puedo calificarlo de prodigioso sin que me tachen de exagerado,
puesto que ha hecho esclavo de su atractivo á todo el género humano. ¡Fué
tanto el arte que derrochó en su confección, que ha sugestionado al mundo!
La grandeza de sus concepciones, la facilidad de exposición, la precisión
admirable en sus cuadros, el oportunísimo juego de figuras, el lenguaje tan
castizo que emplea, el desenvolvimiento parcial y de conjunto de tanta
aventura, fueron causa de mi asombro y perplegidad. ¿Cómo yo, pigmeo en
letras, que apenas cuento con las necesarias para desempeñar una plaza de
copista á sueldo, me atrevería á tan descomunal empresa? l)j otra parte,
¿qué necesidad me impelía á salir á la plaza del mundo sólo por m:)3trar el
tosco ingenio mío?
Las reflexiones expuestas motivaron una inercia tan grande en mis ener-
gías, que á no ser por un poderoso esfuerzo de voluntad, esta idea lumino-
sa (que, aunque toscamente expresada, ha de servir de faro á los doctos para
que con datos ciertos y su facundia irradien por todos los ámbitos la verda-
dera luz que centellea en el libro de Cervantes) hubiera quedaio relegadi
á segundo término; mas no ha sucedido así, felicitándome por haber venci-
do la resistencia que me hubiera acarreado eterno remordimiento. P.)rquí
¿cómo argumentar á mi conciencia, recriminadora constante de mi cobar-
día, por la ocultación de un secreto de interés universal? ¿C)n qué derecho
seguiría callando si á mis ojos se presentaba el dilema de ser útil á mi
Patria en alguna cosa ó desaparecer del planeta con el pesado fardo de raí
egoísmo?
Después de grandes insomnios y sufrir por largo tiempo ese müestar
latente que crea la duda, hube de recapacitar y decirms: «No es tan grave
— 26 —
delito como supones entrar en la liza acompañándote la razón, puesto que
lo penuria del discurso estará amparada por una acción meritoria».
Desde aquel instante, exento de temor, he considerado deber ineludible
rendir á la verdad su tributo sin pasión, sin egoismo, con la alegría que
produce la satisfacción de una obligación cumplida. Y para ser sincero en
todo, añadiré: «Ya no le temo á la crítica; porque considerándome yo en el
montón de los iliteratos, no creo á nadie capaz de perder el tiempo y el in-
genio en andanzas sin provecho.»
El fondo de mi propósito es claro, preciso, terminante, y aunque los
valiosos ropones de una erudición grandilocuente hubieran sido oportunísi
raos para hacerle grato á los lectores, no han de menester la ampulosidad
en sus formas: Cide Hamete Benengeli fué autor «arábigo y manchego», y
el que esto escribe «no quiere prescindir» de hacer resaltar esta última
condición, ya que la de autor no le coja de cerca.
Por haber visto la luz en un pueblo de la región Beturiana, cuyos giros
de dicción y trazas de su suelo están patentes en el libro de Cervantes, me
atrevo á afirmar, bien convencido, que La Beturia albergó á aquel Caba-
llero andante, dechado de virtudes, que el autor nos presenta por modela
de altruismo; y de la algarabía que resultó en el lenguaje por mezcla de
tantas razas, tomó el Genio la materia prima con que esmaltó las maravi-
llosas narraciones de su hermosa fábula.
iQué facilidad y qué arte para apropiarse y colocar las medias palabras,
los giros, hipérboles y equívocos!
La pintura que salió á pesar de tan toscos materiales, «concebida en una
cárcel», sobrepuja al deseo del más exigente artista: luz, colorido, expre-
sión, términos, dimensiones,... cuantos detalles (por ínfimos que sean) se
reputen como imprescindibles, constan en la debida proporción. Velázquez,
Murillo, Goya y tantos otros, ; gloria de España!, sois sus hermanos. Yo os
aseguro que tendréis vida por centurias de años en fuerza de retoques; pero
la producción de aquel Manco ha de vivir luengos siglos, conservando inal-
terables sus rasgos, «aunque malandrines historiadores descuelguen la pé-
ñola de Hamete para profanarla».
Con este objeto he salido á la palestra, y ¡vive Dios! que no he de cejar
hasta conseguir la restauración de tan bellísima obra.
Críticas y correcciones al libro
No te sabré decir su antigüedad, querido lector, pero si que son geme-
las é innatas en nuestra raza. ¿No lias tropezado (¡ay!, tanta frecuencia
constituye nuestra mayor desgracia) con individuos que apenas tuvieron
tiempo para oir ó leer (muchas veces sin llegar al final) una cosa, pidieron
la palabra en contra ó cogieron la pluma para impugnarla? Pues eres un
mortal feliz.
Esto precisamente ha sucedido con esa genial creación del más grande
de los mortales, y yo pregunto: ¿Alguno de ellos señaló la región en
donde se emplea el lenguaje que tan admirablemente trasladó á su libro
Cervantes? No. ¿Tienen autoridad para modificar su texto? Tampoco.
Pues si este libro se ha hecho incomprensible, si no supieron transportarse
á aquellos tiempos para desentrañar su lectura y su texto debió de ser sa-
grado, ¿qué razones ó clase de argumentación adujeron para conseguir
retocarlo? A muchos conozco que hacen esta pregunta, sin hallar res-
puesta satisfactoria, y como yo presumo haberla encontrado, te la voy á
decir, lector (en lenguaje manchego y en secreto, no haga el diablo que
la tomen conmigo): Deshaciendo la ohra de Cervantes, que para ellos
no significaba nada, nunca se presentaría ocasión de descubrirles su
ingenio.
Todos cuantos se dedicaron al estudio de este libro, debieron tener
presentes los versos que puso Cerhino (aunque aquí leas Cervantes no te
acongojes, aciertas) al pie de las armas de Orlando:
Nadie las mueva,
que estar no pueda con Roldan á prueba.
— 28 —
Muy lejos de mi ánimo está el liacer critica, pero no puedo sustraerme
al deber de señalar algunos casos, y éstos con brevedad.
El plan cronológico de Rios es inconciliable con la fábula, por dos ra-
zones: «Porque Cervantes no pensó en tal cosa ó pensó en lo contrario».
Y como el ir en rogativas por el mes de a^osío jamás lo vi en mi tierra,
sobran la cronometría y la lógica.
El mapa que delineó D. Tomás López, «con observaciones hechas (?)
sobre el terreno» por D. Joseph Hermosilla, os una obra ilusoria que re-
vela «travesura», pero nada más. Por la época en que debió confeccio-
narse este «pastel», estaba Sierra Morena infestada de malandrínes y
debía de hacer mucho «frío»; por lo cual, tuvieron á bien no pasar de
Mestanzd y sus alrededores. Después de todo... una leyenda más.
Pellicer, Mayans y Navarrete, con otros muchos que me alegro no
haber leído, «gloria de la credulidad ó de la inventiva», recopilaron una
gran cantidad de leyendas fabricadas en La Argamasilla, lanzándolas á la
publicidad y volviendo locos á los extranjeros... en justa reciprocidad á
que nos impusieron la grandeza de Cervantes. ¡Aún se le ensalza por lo
que nos dijeron de él!
Cleraencín. Leyó tantísimos libros de caballerías, que se le extravió la
brújula: asegura haber estado en La Mancha, y confunde la puerta falsa
de un corral con la principal de la casa; el postigo no sabe en donde colo-
carlo, y, finalmente, arremete enfurecido contra el Ventero porque no re-
comendó á su ahijado proveyese á Sancho de una maleta (según él, hubiera
sido más decente) en vez de unas alforjas.
Una maleta en La Mancha y hace tres siglos... lector: no lo tomes á
desconsideración si me río un rato largo, soy raanchego.
Hartzenbusch. Acreditó su paciencia oriunda de germanos publicando
un volumen con «l.GS.-i notas al Quixote» (¡ahí es nada!), y confiesa en
una de ellas «que no sabe lo que son veros^. ¿Sería por falta de tiempo...?
En La Mancha le hubiesen dicho: ¡Veros de aquí! Con música de
Caballero: celehro tanto volvet- á veros. Y el Diccionario de la Academia á
que perteneció, dice: Blasones: Esmaltes que cubren el escudo, d'-.
Pero todo esto, con ser mucho, no es tan grave como la falta que co-
metió la Academia de la Lengua Española al prestar asentimiento á las
interpretaciones que formularon varios de sus miembros, muy doctos, es
cierto (todos los escritores lo dicen...), pero en mi humilde opinión y sin
agraviar á nadie, estaban ayunos en la materia. Ea fin, lector, ya te irás
dando cuenta.
Hamete, bien á pesar su5^o, se ve obligado á variar algunas letras, mii}^
pocas, pero no porque ofrezca dificultad su lectura, como pomposamente
argüyeron más de cuatro sin hacer las debidas salvedades, no; es, que por
haber introducido muchísimas innovaciones que alteran esencialmente la
constitución de nuestra habla, distanciándola de las fuentes de su primi-
tivo origen y desviando su curso innecesariamente hacia otras orientacio-
nes, se ha llegado al presente caos, que justifica la disparidad existente;
pudiéndose asegurar «que la dificultad sólo estriba en la pronunciación
de algunas letras, pero de ningún modo en la comprensión del significado
á que responden las palabras y oraciones de este hermoso libro».
Las causas que alegaron doctoralmente «los entendidos» para acredi-
tar los trastornos que hicieron, no son más que repeticiones de la eterna
muletilla: No se imede leer en este libro, porque su escritura está, anti-
cuada, y no se comprende lien lo que quiso decir Cervantes. Pero te
aseguro que tal afirmación ha de quedar totalmente desvirtuada, sin más
artificio que levísimas modificaciones en el texto de la presente edición y
que anoto al final del presente capítulo sobre críticas.
¿Y qué fundamento tiene el tan cacareado desorden gramatical cuando
la primer gramática que fijó reglas para usar con método de nuestros vo-
cablos la escribió el P. Antonio de Nebrija pocos años antes de la publi-
cación Cervantina? Vamos, ¡que se lee cada argumento! ¿Alguno puede
demostrar que Cervantes la estudió? Si se confeccionó el primer libro
regimental de nuestra dicción estando Cervantes en Italia, y después atra-
vesó infinitas vicisitudes que le alejaron de la Corte, ¿cómo exigirle expre-
sión ajustada á los cánones?
Pues, ¿y de la puntuación? Cada uno de los Censores {...de la familia
de Catón) la ha acomodado á su criterio, descomponiendo los periodos
más bellos á su capricho. Pero yo, admirador sincero del Genio y azote
de sus profanadores, la restituyo al estado de la edición de 1608, sin-
tiendo no podértela servir como la de 1605, por no haber llegado á mis
manos ningún ejemplar de éstos.
Ahora bien; como abarca una intención perfectamente definida, no
descubierta por los que al rebuscar sólo hallaron defectos, necesito expli-
carte... que de la dicción goda, y de la posterior, arábiga, salió esa mez-
cla con que Cervantes esmalta su ingeniosa producción. Y, como el autor
«era moro», debe presidir en su lectura gran reposo; pues se sabe que son
desconfiados, recelosos, cautos hasta en el andar, dominadores de sus ner-
vios, y atemperan sus modalidades físicas á la mejor inexpresión de su
— 30 —
semblante. Son perspicaces en grado sumo, y la sagacidad es innata en su
raza; cualidades todas que los hacen caminar con aplomo, y así, en sos
conversaciones se muestran parcos, para dar tiempo á madurar lo que han
de decir sin comprometerse por palabra de más ó de menos.
En la puntuación estriban las más preciosas incógnitas: porque pe
presta á esas continuas mutaciones en que la misma persona ocupa dis-
tinto lugar en la conversación; hace innecesario el aviso de la intromisión
de otro actor en escena; el narrador ó lector de una fábula se convierte en
protagonista, y por último, los incisos, que son su alma, eliminan por in-
necesarios los apartes y las aclaraciones.
De lo expuesto se deduce que á este libro, «hijo del entendimiento de
Hamete», hay que leerlo mtiy despacio.
Modificaciones que se ha visto precisado á introducir este otro Hamete:
La S antigua, fácilmente confundible con la/ actual, queda suprimida,
empleando siempre la 5 moderna.
La fque se empleaba indistintamente oomo Y ó como 7i, fijado su
uso como vocal solamente, no tendrá otro en el presente libro; y la V y B
se destinan á las voces que necesiten de estas consonantes.
Las alteraciones por el no uso de letras con pronunciación distinta á
su escritura, se verifican por supresión en los casos en cfue se decía S por
C con cedilla ó por Z; y la Q se convierte en C.
En otros, la y griega por i latina, y viceversa.
En los que se empleaba tilde sobre vocal para denotar la presencia y
pronunciación de la N, se pone esta.
Y la X hubiera preferido conservarla, porque aunque cueste un po-
quito más de trabajo su pronunciación gutural arábiga, no considero á
nadie tan escaso (y esta ventaja les llevo á los críticos y reforraadore?),
que establezca diferencia entre «^cuaxada» y cuajada; pero me he conte-
nido, reteniéndola sólo en el caso concreto de JDon Quixote, que nació
asi por voluntad hien estudiada de su Señor padre.
Ei ingenioso hidalgo
don Quixote de !a Mancha
Dice Clemencín que se ha dudado de la propiedad y conveniencia de
este título «tachándolo de abultado y hueco»; según Pellicer, la calidad de
«ingenioso» se aplicaba, no á la persona del Hidalgo, sino á la obra, «para
denotar el ingenio con que estaba escrita», y los restantes han abusado de
la pobreza del autor.
Lector, ¿no te parece una amalgama indigna, que debe cesar, la aplica-
ción al Genio de epítetos rimbombantes mezclados con el producto de re-
buscaciones terrenas, que aunque ejecutadas de buena fe parecen tenden-
ciosas? Por decoro debemos desistir de ciertas inquisiciones. ¿Cuánto me-
jor no haríamos tratando su memoria «con respeto sentido», que al fin y al
cabo constituye en nuestro patrimonio mundial el más preciado florón?
Esto sería nuestro mayor honor.
Los Señores que han criticado ó comentado su obra, hanse excedido en
sus juicios extremadamente capciosos; y aunque emitidos con gran erudi-
ción, «no han tenido habilidad bastante para evitar que se trasluzca la con-
trariedad que les produjo no comprenderlo». ¿Con qué dereclio llaman va-
nidoso á Cervantes? ¿Por qué razón calificaron de abultado y hueco ei títu-
lo de su libro si no lo comprendían? «Peor será meneallo»: van transcurridos
trescientos diez años desde su publicación y nadie acertó á interpretarlo.
¡Triste espectáculo el nuestro! ¡Y siempre criticándolo!
El presente trabajo tiende á servir de pauta para estudios sucesivos,
proporcionando materiales ignorados hasta el día é indispensables, tanto
para deshacer errores, como para continuar por una ruta cierta; bien enten-
dido que todo cuanto yo exponga es de fácil comprobación.
No estará de más recordar, que en vida de Cervantes desorientaron á la
opinión y efectuaron las enmiendas que tuvieron por conveniente al hacer li
— ^2 —
tirada de 1G08; y que allá por los años de 178G á 738, cuando el Lord
inglés interesó de Majárs escribiese la «Vida de Cervantes», se produjo tal
re\uelo en Espcña, que al disputarse el honor de haberle visto nacer varias
poblaciones, dieron principio las tan traidas y llevadas historias de sucesos
que nada tenían de común con lo que le sucedió al inventor de este cuen-
to ideal». Desde entonces data la obsesión que se apoderó de nuestros lite-
ratos: «cuantos se dedicaron al cultivo de las letras, se creyeron en el deber
de rcmper una lanza con El Manco de Lepanto (¿seria por esto?), contán-
dose muy pocos que no hayan propuesto correcciones». (jOh, poder de la
sabiduría, á qué extremos conduces á los hombres que arriban á tu cum*
bre!). Kesullando lo que tenía que ocurrir como cosa irremediable: que se
haga imposible el estudio del libro Don (¿uixote sirviéndose de una edi-
ción moderna. ¡De tal modo le han desfigurado el rostro los que se creye-
ron capacitados, que, á vivir, no lo conocería ni el padre que lo «fundó»!
Y para que te convenzas de que en lo que yo digo no existe artificio,
deseo de encumbramientio ó de mortificación (te ruego lo consideres como
una perogrullada mía), confronta una edición moderna con otra antigua, «y
verás que no te miento».
Y paso á di mostrarte, lector, que no es oscuro ni poco feliz el titulillo
que puso Cervantes al Caballero-Libro.
Con este epígrafe quiso dar á entender «que un ingenioso hidalgo de
La Mancha» descubriría el país de Don Quixote. Y la razón de este argu-
mento (que se le olvidó (?) decir al autor) es obvia: Si entonces para ingre-
sar en las Universidades se exigía Ja acreditación de limpieza de sangre, los
estudiantes habrían de ser necesariamente hijos de Ricos-homes, de Caba-
lleros y de HijosdaJgos; ofreciéndose esta ocasión, no única en el curso de
tan larga cerno sabrosa historia, para rendir justo tributo de admiración á
la videncia de aquel Ser privilegiado.
La interpretación literal de líamete es como sigue: Un Hijodalgo,
estudioso, de ingenio despierto y conocedor del terreno, habría de ser el
que descuhiera los ^parajes que holló en sus correrías el inmortal don
Quixote de la Mancha.
¿Que lo de ingenioso lo dijo Cervantes por Hamete? Léase en la pri-
mera parte el epígrafe del 2.o capítulo «metamorfoseado por los endiabla-
dos retocadores»: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el
ingenioso don Quixote. — En su muerte: Estefm tuvo el ingenioso hidal-
go de la Mancha.— VúVlq^x no estuvo ala altura de sabiduría que le
asignaron los clasificadores.
Tasa
Yo Juan Gallo de Andrada, escribano de Cámara del Rey nuestro señor,
de los que residen en su Consejo, y doy fe, que habiendo visto por los se-
ñores del un libro, intitulado. El ingenioso Hidalgo de la Mancha, com-
puesto por Miguel de Cervantes Saavedra: tasaron cada pliego del dicho
libro á tres maravedís y medio: el cual tiene setenta y tres pliegos, que al
dicho precio monta el dicho libro, doscientos y cincuenta y cinco maravedís
y medio, en que se ha de vender en papel, y dieron licencia para que á
este precio se pueda vender. Y mandaron que esta tasa se ponga al princi-
pio del libro, y no se pueda vender sin ella. Y para que dello conste di la
presente en Valladolid, á veinte días del mes de Diciembre de mil y seis-
cientos y cuatro años.
Jaan Gallo de Andrada.
Vi este libro, intitulado Don Quixofe de la Mancha, y en él no hay
cosa digna de notar que no corresponda á su original. Dada en Madrid en
veinte y cinco de Junio de 1608 años.
£/ Licenciado Francisco Murcia de la Llana.
Yo El Rey
Por cuanto por parte de vos Miguel de Cervantes Saavedra, nos fué fe-
cha relación, que habíades compuesto un libro, intitulado El ingenioso Hi-
dalgo de la Mancha, el cual os habla costado mucho trabajo, y era muy
útil y provechoso, nos pedistes, y suplicastes, os mandásemos dar licencia
y facultad, para le poder imprimir: y privilegio por el tiempo que fuésemos
servidos, ó como la nuestra merced fuese. Lo cual visto por los de nuestro
Consejo, por cuanto en el dicho libro se hicieron las diligencias que la pre-
mática últimamente por nos fecha, sobre la impresión de los libros dispone,
fué acordado, que debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos en la
dicha razón, y nos tuvímoslo por bien. Por lo cual, por os hacer bien y
merced, os damos licencia y facultad, para que vos, ó la persona que vues-
tro poder hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir el dicho libro, intitu-
lado El ingenioso Hidalgo de la Mancha, que de suso se hace mención,
en todos estos nuestros Reinos de Castilla, por tiempo y espacio de diez
años, que corran y se cuenten, desde el dicho día de la data desta nuestra
cédula. So pena, que la persona, ó personas, que sin tener vuestro poder lo
imprimiere, ó vendiere, ó hiciere imprimir, ó vender por el mesmo caso
pierde la impresión que hiciere, con los moldes, y aparejos della: y más
incurre en pena de cincuenta mil maravedís, cada vez que lo contrario hi-
ciere. La cual dicha pena, sea la tercia parte para la persona que lo acusa-
re: y la otra tercia parte, para nuestra cámara: y la otra tercia parte para
el juez que lo sentenciare. Con tanto, que todas las veces que hubiéredes de
hacer imprimir el dicho libro, durante el tiempo de los dichos diez años,
le traigáis al nuestro Consejo, juntamente con el original que en él fué vis-
to, que va rubricado cada plana, y firmado al íln del, de Juan Gallo de
Andrada, nuestro escribano de cámara, de los que en él residen, para saber
- 36 -
si la dicha impresión está conforme el original: ó traigáis fe en pública for-
ma, de como por Corretor nombrado por nuestro mandado, se vio, y corri-
gió la dicha impresión por el original, y se imprimió conforme á él, y
quedan impresas las erratas por él apuntadas, para cada un libro de los que
asi fueren impresos, para que se tase el precio que por cada volumen hu-
biéredes de haber. Y mandamos al Impresor que así imprimiese el dicho
libro, no imprima el principio, ni el primer pliego del, ni entregue más de
un solo libro, con el original al Autor, ó persona á cuya costa lo imprimie-
re, ni otro alguno, para efeto de la dicha correción, y tasa, hasta que antes,
y primero el dicho libro esté corregido, y tasado por los del nuestro Con-
sejo: y estando hecho, y no de otra manera, pweda imprimir el dicho prin-
cipio, y primer pliego: y sucesivamente ponga esta nuestra cédula, y la
aprobación, tasa, y erratas, so pena de caer, é incurrir en las penas conte-
nidas en las leyes, y premáticas destos nuestros Keinos. Y mandamos á los
del nuestro Consejo, y á otras cualesquier justicias dellos, guarden, y cum-
plan esta nuestra cédula, y lo en ella contenido. Fecha en Valladolid, á
veinte y seis días del mes de Setiembre, de mil y seiscientos y cuatro años.
Yo El Rey
Por mandado del Rey nuestro señor.
Jgan de Amésqueta.
El Duque de Béjar, Marqués de Gibraleón, Conde
de Benalcázar, y Bañares, Vizconde de la Puebla
de Alcocer, Señor de las villas de Capilla, Curiel,
y Burguillos.
En fe del buen acogimiento, y honra, que hace vuestra Excelencia á
toda suerte de libros, como Príncipe tan inclinado á favorecer las buenas
artes, mayormente, las que por su nobleza no se abate al servicio y gran-
jerias del vulgo, he determinado de sacar á la luz al ingenioso hidalgo
Don Quixote de la Mancha, al abrigo del clarísimo nombre de vuestra Ex-
celencia, á quien, con el acatamiento que debo á tanta grandeza, suplico,
le reciba agradablemente en su protección, para que á su sombra, aunque
desnudo de aquel precioso ornamento de elegancia, y erudición, de que
suelen andar vestidas las obras que se componen en las casas de los hom-
bres que saben, ose parecer seguramente en el juicio de algunos, que
no conteniéndose en los límites de su ignorancia, suelen condenar con más
rigor, y menos justicia los trabajos ajenos, que poniendo los ojos la pru-
dencia de vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío, que no desdeñará la
cortedad de tan humilde servicio.
Miguel de Cervantes Saavedra.
Prólogo
Desocupado lector, siu juramento me podrás creer, que quisiera que
este libro como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más ga-
llardo, y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo con-
travenir la orden de naturaleza, que en ella cada cosa engendra su seme-
jante. Y así, qué podía engendrar el estéril, y mal cultivado ingenio mío,
sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo, y lleno de pensa-
mientos varios, y nunca imaginados de otro alguno: bien como quien se
engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento, y donde
todo triste ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la
amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las
fuentes, la quietud del espíritu, son gran parte para que las musas más
estériles, se muestren fecundas, y ofrezcan partos al mundo, que le colmen
de maravilla, y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo, y sin
gracia alguna, y el amor que le tiene, le pone una venda en los ojos; para
que no vea sus faltas: antes las juzga por discreciones, y lindezas, y las
cuenta á sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo, que aunque pa-
rezco padre, soy padrastro de don Quixote, no quiero irme con la corriente
del uso, ni suplicarte, casi con lágrimas en los ojos, como otros hacen.
Lector carísimo, que perdones ó disimules las faltas que en este mi hijo
vieres: y pues ni eres su pariente, ni su amigo, y tienes tu alma en tu
cuerpo, y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde
eres señor della, como el Rey de sus alcabalas, y sabes lo que comun-
mente se dice, que debajo de mi manto; al Rey mato. Todo lo cual te
exenta y hace; libro de todo respeto, y obligación: así puedes decir de la
historia, todo aquello que te pareciere, sin temor que te calumnien por el
mal, ni te premien por el bien que dijeres della.
- 40 —
Sólo quisiera dártela monda, y desnuda, sin el ornamento de prólogo,
ni de la inumerabilidad, y catálogo de los acostumbrados Sonetos, Epiera-
mas, y elogios que al principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé
decir, que aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por
mayor, que hacer esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la
pluma para escribirla, y muchas veces la dejé, por no saber lo que escri-
biría: y estando una suspenso con el papel delante, la pluma en la oreja,
el codo en el bufete, y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró
á deshora un amigo mío, gracioso, y bien entendido. El cual viéndome
tan imaginativo, me preguntó la causa: y no encubriéndosela yo, le dije,
que pensaba en el Prólogo que había de hacer á la historia de don Qui-
jote, y que me tenía de suerte, que ni quería hacerle, ni menos sacar á la
luz las hazañas de tan noble caballero. Porque cómo queréis vos que no
me tenga confuso, el qué dirá el antiguo legislador, que llaman vulgo,
cuando vea que al cabo de tantos años como ha que duermo, en el silencio
del olvido, salgo ahora con todos mis años á cuestas, con una leyenda seca
como un esparto, agena de invención, menguada de estilo, pobre de con-
ceptos, y falta de toda erudición, y doctrina: sin acotaciones en las már-
genes, y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros
libros, aunque sean fabulosos, y profanos, tan llenos de sentencias de Aris-
tóteles, de Platón, y de toda la caterva de Filósofos, que admiran á los
leyentes, y tienen á sus autores por hombres leídos, eruditos, y elocuentes?
Pues que cuando citan la divina Escritura, no dirán sino que son unos san-
tos Tomases, y otros Doctores de la Iglesia, guardando en esto un decoro
tan ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado distraído, y
en otro hacen un sermoncico Cristiano, que es un contento, y un regalo,
oirle, ó leerle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo que
acotar en el margen, ni que anotar en el fin, ni menos sé que autores sigo
en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del
A. B. C. Comenzando en Aristóteles, y acabando en Xenofonte, y en Zoilo,
ó Zeuxis, aunque fué maldiciente el uno, y pintor el otro. También ha de
carecer mi libro de Sonetos al principio, á lo menos de Sonetos, cuyos
autores sean Duques, Marqueses, Condes, Obispos, Damas, ó Poetas cele-
bérrimos. Aunque si yo los pidiese á dos, ó tres oficiales amigos, yo se que
me los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que tienen más
nombre en nuestra España.
En fin señor, y amigo mío (proseguí) yo determino, que el señor don
Quiíote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el
— 41 —
Cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan, porque yo me
hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia, y pocas letras: y porque
naturalmente soy poltrón, y perezoso, de andarme buscando autores, que
digan lo que yo me sé decir sin ellos. De aquí nace la suspensión, y ele-
vamiento en que me liallastes, bastante causa para ponerme en ella, la
que de mí habéis oído. Oyendo lo cual mi amigo, dándome una palmada
en la frente, y disparando en una larga risa, me dijo: Por Dios hermano,
que ahora me acabo de desengañar, de un engaño en que he estado, todo el
mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he tenido por
discreto, y prudente, en todas vuestras acciones. Pero ahora veo, que estáis
tan lejos de serlo, como lo está el cíelo de la tierra.
Como, que es posible, que cosas de tan poco momento, y tan fácil de
remediar, puedan tener fuerzas de suspender, y absortar un ingenio tan
maduro como el vuestro, y tan hecho á romper, y atropellar por otras difi-
cultades mayores? A la fé, esto no nace de falta de habilidad, sino de
sobra de pereza, y penuria de discurso. Queréis ver si es verdad lo que
digo? Pues estadme atento, y veréis como en un abrir, y cerrar de ojos,
confundo todas vuestras dificultades, y remedio todas las faltas que decís
que os suspenden, y acobardan, para dejar de sacar á la luz del mundo, la
historia de vuestro famoso don Quixote, luz, y espejo de toda la caballería
andante. Decid, le repliqué yo, oyendo lo que me decía: De qué modo
pensáis llenar el vacío de mi temor, y reducir á claridad, el caos de mi con-
fusión? A lo cual él dijo: Lo primero en que reparáis de los Sonetos,
Epigramas, ó Elogios, que os faltan para el principio, y que sean de perso-
najes graves, y de título, se puede remediar, en que vos mismo toméis
algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar, y poner el nom-
bre que quisiereis, ahijándolos al Preste Juan de las Indias, ó al Empe-
rador de Trapisonda: de quien yo sé que hay noticia, que fueron famosos
Poetas: y cuando no lo hayan sido, y hubiere algunos pedantes, y bachi-
lleres, que por detrás os muerdan, y murmuren desta verdad, no se os
dé dos maravedís, porque ya que os averigüen la mentira, no os han de
cortar la mano con que lo escribistes.
En lo de citar en las márgenes los libros, y autores de donde sacáredes
las sentencias, y dichos que pusiércdes en vuestra historia, no hay más,
sino hacer de manera que vengan á pelo algunas sentencias, ó latines, que
vos sepáis de memoria: ó á lo menos que os cuesten poco trabajo el bus-
callo. Como será poner, tratando de libertad, y cautiverio. Non bene 2)ro
tolo libertas vendünr auro. Y luego en el margen citar á Horacio, ó á
— 42 -
quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la muerte, acudir luego con, Pa-
luda mors fpquo pulsat pede pauperum tabernas, Regunque turres.
Si de la amistad, y amor que Dios manda que se ten ga al enemigo, entra-
ros luego al punto por la Escritura divina, que lo podéis hacer con tantico
de curiosidad, y decir las palabras por lo menos, del mismo Dios. Egc
aiitem dico vohis, diligite inirnicos vestros. Si tratáredes de malos pen-
samientos, acudid con el Evangelio. De corde cxeunt cogitatione mala.
Si de la instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico.
JJonec erisfelix, multase numerahis amicos, témpora sifuerint nuhila
solus cris. Y con estos latinicos, y otros tales os tendrán siquiera por gra-
mático, que el serlo no es de poca honra, y provecho el día de hoy. En lo
que toca el poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo podéis hacer
desta manera. Si nombráis algún Gigante en vuestro libro, hacelde que
sea el Gigante Golias, y con sólo esto (que os costará casi nada) tenéis
una grande anotación, pues podéis poner: El Gigante Golias, ó Goliat, fué
un Filisteo, á quien el pastor David mató de una gran pedrada, en el valle
de Terebinto, según se cuenta en el libro de los Reyes, en el capítulo que
vos halláredes que se escribe.
Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmó-
grafo, haced de modo como en vuestra historia se nombre el río Tajo, y
os veréis luego con otra famosa anotación, poniendo: El río Tajo, fué asi
dicho por un Rey de las Españas: tiene su nacimiento en tal lugar, y mue-
re en el mar Océano, besando los muros de la famosa ciudad de Lisboa: y
es opinión que tiene las arenas de oro, etc. Si tratáredes de ladrones, yo
os daré la historia de Caco, que la sé de coro. Si de mujeres rameras, ahí
está el Obispo de Mondoñedo, que os prestará á Lamia, Laida, y Flora,
cuya anotación os dará gran crédito. Si de crueles, Ovidio os entregará á
Medea. Si de encantadores, y hechiceras, Homero tiene á Calipso, y Virgi-
lio á Circe. Si de Capitanes valerosos, el mismo Julio César os prestará
á sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará mil Alejandres. Si
tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, to-
paréis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no queréis anda-
ros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis á Fonseca del amor de
Dios, donde se cifra todo lo que vos, y el más ingenioso acertare á desear
en tal materia. En resolución, no hay más, sino que vos procuréis nombrar
estos nombres, ó tocar estashistoriasenla vuestra, que aquí he dicho, ydejad-
me á mí el cargo de poner las anotaciones, y acotaciones, que yo os voto
á tal de llenaros los márgenes, y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
— 43 -
Vengamos ahora á la citación de los autores que los otros libros tie-
nen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil,
porque no habéis de hacer otra cosa, que buscar un libro que los acote
todos, desde la A hasta la Z como vos decís. Pues ese mismo abecedario
pondréis vos en vuestro libro. Que puesto que á la clara se vea la mentira,
por la poca necesidad que vos teniades de aprovecharos dellos, no importa
nada: y quizá alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis
aprovechado, en la simple, y sencilla historia vuestra. Y cuando no sirva de
otra cosa, por lo menos servirá aquel largo Catálogo de autores á dar de
improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga á ave-
riguar, si los seguistes, 6 no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto
más, que si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad
de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es
una inventiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó
Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón. Ni caen debajo
de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni
las observaciones de la Astrología: ni le son do importancia las medidas
geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien se sirve la Ke-
tórica: ni tiene para qué predicar á ninguno, mezclando lo humano con lo
divino, que es un género de mezcla, de quien no se ha de vestir ningún
cristiano entendimiento. Sólo tiene que aprovecharse de la imitación, en lo
que fuere escribiendo, que cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor
será lo que se escribiere. Y pues esta vuestra escritura no mira á más, que
á deshacer ia autoridad, y cabida, que en el mundo, y en el vulgo tienen los
libros de caballerías, no hay para que andéis mendigando sentencias de
filósofos, consejos de la divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de
retóricos, milagros de santos: sino procurar que á la llana, con palabras
significantes, honestas, y bien colocadas, salga vuestra oración, y período,
sonoro, y festivo. Pintando en todo lo que alcanzáredes y fuere posible
vuestra intención, dando á entender vuestros conceptos, sin intrincarlos, y
obscurecerlos. Procurad también, que leyendo vuestra historia, el melancó-
lico se mueva á risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el
discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el pruden-
te deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta á derribar la máquina
mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos, y alabados
de muchos más: que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco. Con
silencio grande estuve escuchando, lo que mi amigo rae decía, y de tal
manera se imprimieron en mí sus razones, que sin disputa, las aprobé
— 44 —
por buenas, y de ellas mismas quise hacer este prólogo. En el cual verás,
lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía, en hallar en
tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo, en hallar tan sincera,
y tan sin revueltas, la historia del famoso Don Quixote de la Mancha: de
quien hay opinión por todos los habitadores del distrito del campo de
Montiel, que fué el más casto enamorado, y el más valiente caballero, que
de muchos años á esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero
encarecerte el servicio que te hago, en darte á conocer tan notable, y tan
honrado caballero: pero quiero que me agradezcas el conocimiento que
tendrás, del famoso Sancho Panza su escudero, en quien á mi parecer te
doy cifradas todas las gracias escuderiles, que en la caterva de los libros
de caballerías, están esparcidas. Y con esto, Dios te dé salud, y á mí no
olvide (?).— (Vale.)
Al libro de Don Quixote de la Mancha^
Urganda la Desconocida
Si de llegarte á los bus
Libro fueres con letu
No te dirá el boquirru
Que no pones bien los de.
Mas si el pan no se te cue
Por ir á manos de idió
Verás de manos a bo
Aun no dar una en el cía
Si bien se comen las ma
Por mostrar que son curio
Y pues la experiencia ense
Que el que a buen árbol se arri
Buena sombra le cobi
En Bejar tu buena estre.
Un árbol real te ofre
Que dá Príncipes por fru
En el cual florece un Du
Que es nuevo Alejandro Ma
Llega a su sombra que a osa
Favorece la fortu
De un noble hidalgo Manche
Cantarás las aventu
A quien ociosas letu
Trastornaron la cabe.
Damas, armas, caballa
Le provocaron de mo
Que cual Orlando furio
Templado a lo enamora
Alcanzó a fuerza de bra
A Dulcinea del Tobo.
No indiscretos hierogli
Estampes en el escu
- 46 -
Que cuando cb todo figu
Con ruines puntos se embi.
Si en la dirección te humi
No dirá mofante algu
Que Don Alvaro de Lu
Que Aníbal el de Carta
Que Rey Francisco en Eepa
8e queja de la fortu
Pues al cielo no le plu
Que salieses tan ladi
Como el negro Juan La ti
Hablar latines rehu.
No me despuntes de agu
Ni me alegues con filo
Porque torciendo la bo
Dirá el que entiende la le
No un palmo de la ore
Para que conmigo flo?
No te metas en dibu
Ni ei\ saber vidas age
Que en lo que no vá ni vie
Pasar de largo es cordu.
Que suelen en caperu
Darles á los que grace
Mas tú quémate las ce
Solo en cobrar buena fa
Que el que imprime neceda
Dalas a censo perpe.
Advierte que es desati
Siendo de vidrio el teja
Tomar piedras en la ma
Para tirar al veci.
Deja que el hombre de jui
En las obras que compo
Se vaya con pies de pío
Que el que saca á luz pape
Para entretener doñee
Escribe á tontas, y a lo (1).
(1) Urganda la desconocida. Aunque Clemencín, apoyándose en la his-
toria de Amadís de Gaula, asegure que era su amiga y que la llamaban así
por la facilidad con que se transformaba y desconocía, no llevará á mi
47 -
Amadís de Caula, á Don Quixotc de la Mancha
Soneto
Tú que imitaste la llorosa vida,
Que tuve ausente, y desdeñado, sobre
El gran ribazo de la peña pobre,
De alegre á penitencia reducida.
Tú, á quien los ojos dieron la bebida,
De abundante licor, aunque salobre,
Y alzándote la plata, estaño, y cobre.
Te dio la tierra, en tierra la comida.
Vive seguro, de que eternamente,
En tanto al menos que en la cuarta esfera,
Sus caballos aguije el rubio Apolo.
Tendrás claro renombre de valiente,
Tu patria será en todas la primera.
Tu sabio autor al mundo único, y solo. (1).
Don Belíanís de Grecia, á Don Quixote de la Mancha
Soneto
Rompí, corté, abollé, y dije, y hice.
Mas que en el orbe caballero andante,
Fui diestro, fui valiente, y fui arrogante.
Mil agravios vengué, cien mil deshice.
ánimo el convencimiento de que sentía lo que escribió; más bien creo, por
la manera de eludir su analización, que esta salida constituye «una hal)i
lidad tácita». El pensamiento de Cervantes iba encaminado á iniciar oí
investigador por un derrotero que lo aproximara á un punto, cuyo nom-
bre conserva estrecho parentesco con el del lugar que él no quiso nombrar.
A nuestra antigua tUrgao* en los campos Fostetanos, la han desfigu-
rado tanto, que bien puede aplicársele «flcsconocida ■»,}', aunque en la ac-
tualidad pasa por ser *Arjonay>, no me atrevo á afirmar que esto sea ver-
dad. ¡Qué poder el de los encantadores! ¿eh?
¡TJrgando en lo desconocido! Entonces no lo era, y ahora, i)Ueda ser qwe
tampoco. Al tiempo..., señores urgaores.
(1) Ámadifí de (lanía. Personaje caballeresco cuando Dios quipo, y que
Cervantes, dormitando (según dice el mago Clemencín), dio acomodo en
su historia. Yo he notado una pequeña diferencia, cual es, lu de desera
penar su papelito.
- 48 -
Hazañas di á la fama que eternice,
Fui comedido, y regalado amante,
Fué enano para mí todo gigante,
Y al duelo en cualquier punto natisíice
Tuve á mis pies postrada la fortuna,
Y trajo del copete mi cordura,
A la calva ocasión al estricote.
Mas aunque sobre el cuerno de la lui:a,
Siempre se vio encumbrada mi ventura,
Tus proezas envidio, ó gran Quixote. (1).
La Señora Oriana, á Dulcinea del Toboso
Soneto
O quien tuviera hermosa Dulcinea,
Por mas comodidad, y más reposo,
A Mira/lores puesto en el Toboso,
Y trocara sus Londres con tu Aldea,
O quien de tus deseos, y librea,
Alma, y cuerpo adornara, y del famoso
Caballero, que hiciste venturoso,
Mirara alguna desigual pelea,
O quien tan castamente se escapara,
Del señor Amadís, como tú hiciste,
Del comedido hidalgo don Quixote.
Que asi envidiada fuera, y no envidiada,
Y fuera alegre el tiempo que fué triste,
Y gozara los gustos sin escote. (2).
(1) Don Belianís de Grecia. Otro andante, con su libro correspon-
diente.
(2) La Señora Oriana. Era hija del Rey Lisuarte y de la Reina Bri-
sena, señora de Amadís, y habitaba esta Princesa de la caballería andan-
tesca un castillo ó casa de placer (que esto está por averiguar), á dos
leguas de Londres, llamado Mirañores. Y dice la historia: E ante la puerta
cJM, un trecho de ballesta, había un monasterio de monjas.
El nombre de tan alta dama, mediante metátesis que hace á la O
• j -i.- -i Oriana .
vanar de sitio, se convierte en -^ • y como su sonido parece acer-
Uio-ana, ■' ^
carse al de Ariadna, nos muestra... que á semejanza de lo que hizo Teseo,
— 49 —
esto es, sin soltar el hilo, debemos seguir paralelamente el curso del
-p, — j ; V encontraremos los primeros lunares del hermosísimo rostro
Quadi-ana, '' ^
que, con el manto de la erudición Cervantina, tan admirablemente escon-
didos se hallan en el libro. El paradojismo que encierra se desen-
vuelve con tanta sencillez, que nos revela su parte real no vista ante-
riormente.
Cuando los árabes se adueñaron de España, un moro de cuenta lla-
mado Raabah fué nombrado gobernador de la Beturia (superior ó céltica,
para distinguirla de la que habitaban Túrdulos y Postetanos en la Bética),
extendiéndose la demarcación de su ínsula, desde la parte andaluza que
comprende la margen derecha del rio Jándula y atraviesa Los Pedroches,
hasta Santa Eufemia (limitación al Sur de Sierra Morena); sube la linde
Oeste hasta el río Guadiana, continuando su curso en dirección ascendente
con algunos puntos que fortificaron en el partido de Piedrabuena hasta
la antigua Calatrava, y, desde aquí, por tierras de Torralva, Carrión,
Miguel- Turra y La Calzada, hasta tocar la orilla derecha del río de las
^Fresnedas, que al internarse en la provincia de Jaén recibe el nombre de
'Jándula.
Calatrava. Próximamente en el sitio donde se halló enclavada la anti-
quísima Ciudad de Mii-aclo (corrupción del lemosín Milacre), debió darse
la célebre batalla de la Beturia, de cuyas resultas fué arrasada hasta sus
cimientos. Y como no se conservan documentos de los Fenicios ú otros
que acrediten su fundación, y los Romanos que la demolieron callan este
crimen gemelo de Numancia, de ahí que los historiadores apliquen el
nombre de Milagro á la Ciudad de Almagro, con origen godo; pero se sabe
que ésta se llamó Oretum, dando apellidación á otros territorios cuyos
linderos naturales son los de la ínsula Malindrania. El error ha consistido
en que el Arzobispo D. Rodrigo construyó una torre ó fortaleza por el
año 1214 en las proximidades de Almagro, llamándola Milagro, en con-
memoración de la victoria de las Navas de Tolosa.
Aprovechando la situación estratégica de aquellas ruinas como ba-
luarte avanzado de sus dominios, por estar enclavada en el ángulo de
conjunción con los Campos Oretanos y Laminitanos, fundó un castillo (Ka-
lat en árabe), y siguiendo la usanza de la época le dio su nombre, de
donde Kalat-Éaabah. Má,8 tarde, por depravación en el lenguaje, se contrajo
en Calatraba, conservándose para designar la parte llana de la goberna-
ción que tuvieron en feudo liaahah y su hijo Ali. Y que no busquen otras
etimologías á su nombre. Esta que doy es la más admitida por la tradi-
ción; la razón no la rechaza, y está apoyada por los ejemplos qiie presen-
tan Calatayud de Kalat-Ayub, y Albarracín de Ahen-liazin, que fueron los
fundadores.
Ahora pasemos al asunto capital de esta intrincada historia.
Proclaifiado Emir Hixem-ben-Abdcr-Rahmán el año 788, dio la gober-
nación de aquella ínsula á su hijo Al-IIakem-ebn-Uixem-ben-Abder-Eahmán,
quien la conservó en su poder hasta que sucedió á su Padre en el Emirato
por el año 795.
Este Príncipe, no obstante su calidad moruna, era apasionadísimo
por su hija ^Halía:», y correspondió á sus mimos y requerimientos, man-
dando construir un * Palacio» á orillas del «.Gíiadiana^, para solaz y espar-
cimiento de la joven y hermosísima Princesa.
50 —
Gandalín escudero de Amadis de Caula, á Sancho
Panza, escudero de Don Quixote
Soneto
Salve, varón famoso, á quien fortuna,
Cuando en el trato escuderil te puso
Tan l)landa, y cuerdamente lo dispuso,
Que lo pasaste sin desgracia alguna.
Ya la azada, ó la hoz poco repugna
Al andante ejercicio, ya está en uso
La llaneza escudera, con que acuso
Al soberbio que intenta hollar la Luna.
Envidio a tu jumento y á tu nombre,
Y á tus alforjas igualmente envidio,
Que mostraron tu cuerda providencia.
Según ha podido comprobar alíamete- Aben-Xaráh, el Beturaní* (por
documentos de autenticidad indiscutible que se conservan primorosa-
mente en aquellos archivos), las ruinas de aquella mansión señorial sobre
la ribera derecha del río Guadi-ana, se hallan convertidas en casa de labor;
de los hermosos y bien cuidados jardines que se extendían por muy gran-
de espacio bordeando la orilla del río, quedan muy escasos rastros; y para
completar el cuadro, añadiré, que al par de tantas vicisitudes, su nombre
también experimentó transformación: De <Halta» y de «.Anna^, suavi-
zando la pronunciación aspirada de la H árabe (que suena .7), y verifi-
, , . , lili Halia-Aiia.
cando la contracción, sacaron el actual de ., ,.
(raíl-ana.
De donde resulta, que los romances que cantan las grandezas relativas
á los Palacios de Galiana, han sido mal interpretados y peor aplicados:
no tienen nada que ver con las leyendas de la cueva toledana que
muere en el río Tajo.
E aun trecho como de ballesta de Galiana se halla el cabero de Alárcos,
con una Ermita, que no es convento de monjas precisamente, pero para el
objeto del símil es lo mismo.
Y laa dos leguas (que, tratándose de leguas debía ser un poco máa acá
de Ingalaterra) , distaba * Miradores de sus Londres*, están muy bien re-
presentadas por la distancia que media entre la antigua Ciudad de Ckila-
trava y la casa de placer que hubo en Galiana.
Ahora bien, el sitio que realmente sirvió á Cervantes para establecer
la comparación, se halla situado al O. de Galiana, en una eminencia,
cerca de Piedrabuena, conocido en nuestros dias por el tCastillo de Mira-
flores*. Por cierto, que hará unos treinta años cuando lo \i, se conservaba
ea bastante buen estado. (Véase gráfico.)
— 3J
— 52
Salve otra vez, oh Sancho, tan buen nombre,
Que á fiólo tú nuestro español Ovidio
Con buzcorona te hace reverencia (1 \
Del Donoso poeta entreverado, á Sancho Panza,
y Rocinante
Soy Sancho Panza escude
Del Manchego Don Quixo
Puse pies en polvoro
Por vivir á lo discre.
Que el tácito Villadie
Toda su razón de esta
Cifró en una retira
Según siente Celesti
Libro en mi opinión divi
Si encubriera más lo huma.
A Rocinante
Soy Rocinante el famo
Bisnieto del gran Babie
Por pecados de flaque
Fui á poder de un Don Quixo,
Parejas corrí á lo flo
Mas por uña de caba
No se me escapó ceba
Que esto saqué á Lazari
Cuando para hurtar el vi
Al ciego le di la pa (2).
(1) Gandálln. Amadis premió los servicios de su hermano de leche
haciéndole Conde de la ínsula firme (Dinamarca); pero de este Ovidio
español sólo se sabe que hacia el «W» (mamolas, zalamerías) cuando lie*
gaba la ocasión.
(2) Del Donoso. Y dice Clemencín: Si fueron obscuros los versos de
Urganda, no lo son menos los del Donoso. Pero, ¡Dios mío!..., ¿por quó
permitiste que este libro cayese en sus manos? ¿Quisiste, acaso, castigar
BU soberbia?... Desde ahora para siempre afirmo tque no existe obscuri-
dad, confusión y mucho menos impropiedad, en ninguno de los concep-
- 53 —
Orlando furioso, á Don Quixote de la Mancha
Soneto
Si no eres par, tampoco le has tenido,
Que par pudieras ser entre rail pares,
Ni puede haberle donde tú te hallares,
Invicto vencedor, jamás vencido.
Orlando soy Quixote, que perdido
Por Angélica vi remotos mares,
Ofreciendo á la dama en sus altares,
Aquel valor, que respetó el olvido.
No puedo ser tu igual, que este decoro
Se debe á tus proezas, y á tu fama.
Puesto que como yo perdiste el seso.
Mas serlo has mío, si al soberbio Moro,
Y Cita fiero domas, que hoy nos llama,
-Iguales en amor con mal suceso (1).
tos que emitió Cervantes». Son artilugios que se derrumban: al tiempo.
En el soneto del Donoso establece un paralelo entre Sancho y el tó,-
cito Villadiego, es verdad; pero debió tenerse presente para la crítica que
el deseo en Sancho de mejorar de condición carece de afinidad con la
razón de estado que arguye socarronamente en favor del otro. Viéndose
claro que, ó yo sé poco de achaques de libros de caballerías, ó Cervantes
hizo alusión á una locución manchega, que nació allí, llena de ironía, y
que se aplica en los casos de manifiesta cobardía, cuando dicen: ^Ese
tomó las de Villadiego. y>
Y lo de poeta entreverado supongo que pueda referirse á poner las pa-
labras en hilera, por aquello de que suelen llamarlo ^hacer versos»; y en
este caso deduzco que para comprobar la frase anotada es menester bus-
car en los romances ó en las leyendas, porque en la historia no consta.
Seguramente.
(1) Oríanáo/Mrioso. Cervantes empleó nombres que se encuentran en
este libro, formó otros á su semejanza, y, aunque guardan bastante ana-
logía de construcción, se observa una diferencia notable en los rumbos
que siguieron: el de nAriosto» comienza y acaba transportándose á vista
del lector á lo inverosímil; pero «Don (Quixote» acusa mucho fondo, ó lo
que es lo mismo, que la estructura extrínseca la forma en fuerza de re-
tórica para dar lugar á escenas ({ue ocurrieron á un loco y caben en lo
posible, llegando á idealizar los vulgarísimos lugares que supone frecuen-
tados por el hijo de su entendimiento.
- F4 —
El Caballero del Febo, á Don Quixote de la Mancha
Soneto
A vuestra espada no igualó la mía,
Febo Español, curioso cortesano,
Ni á la alta gloria de valor mi mano,
Que rayo fué do nace, y muere el día.
Imperios desprecié, y la Monarquía
Que me ofreció el Oriente (rojo) en vano,
Dejé por ver el rostro soberano
De Claridiana, Aurora hermosa raía.
Amela por milagro único, y raro,
Y ausente en su desgracia, el propio infierno
Temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas vos Godo Quixote, ilustre, y claro,
Por Dulcinea sois al mundo eterno,
Y ella por vos famosa, honesta, y sabia (1),
De Solisdan, á Don Quixote de la Mancha
Soneto
Maguer señor Quixote, que sandeces
Vos tengan el cerbelo derrumbado,
Nunca seréis de alguno reprochado.
Por hombre de obras viles, y soeces.
Serán vuesas f azaüas los joeces.
Pues tuertos desfaciendo habéis andado^
Siendo vegadas mil apaleado,
Por follones cautivos, y raheces.
Y si la vuesa linda Dulcinea,
Desaguisado contra vos comete.
Ni á vuesas cuitas muestra buen talante.
(1) El Caballero del Febo. Desconozco el mérito del libro; pero como
llama á Don Quixote Febo Español, caí en la cuenta del parecido que
tiene en algunos pasajes con « Villadiego*.
— 55 —
En tal desmán vueso conorte sea,
Que Sancho Panza fué mal alcahuete,
Necio él, dura ella, y vos no amante (1).
Diálogo entre Babieca y Rocinante
Soneto
B. Cómo estáis Rocinante tan delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues qué es de la cebada y de la paja?
R. No me deja mi amo, ni un bocado.
B. Anda señor, que estáis muy mal criado,
Pues vuestra lengua de asno al amo ultraja:
R. Asno se es de la cuna á la mortaja,
Queréislo ver? miraldo enamorado.
B. Es necedad amar? — R. No es gran prudencia.
B. Metafísico estáis. — R. Es que no como,
B. Quejaos del escudero. — R. No es bastante.
Cómo me he de quejar en mi dolencia.
Si el amo, y escudero, ó mayordomo.
Son tan Rocines como Rocinante, (2)
(1) Solisdán. El Sr. de Toro Gómez pone en las nubes al Sr. Pablo
Groussac por haber descubierto, después de muchas vigilias, que se llamó
Lassindo el escudero de «Bruneo de Bo7iamar». Hay sobrado motivo para
exclamar: ¡No tanto. Señor, no tanto!... Es usted extremoso en sus entu-
Kiasmos; al fin, de Loja. Y, si con el hallazgo se hubiese hecho luz, menos
mal; pero parodiando á Sancho, diremos: Eramos pocos... y se aumentó
el número de los involucradores.
Solisdáyi es una combinación preciosa de Lassindo, no lo puedo negar;
pero el valor que aporta esa joya no puede cotizarse en la actualidad; ge
ha descubierto muy tarde.
Su verdadera traducción la tiene en -r^—z — = y lleva un dardo en-
Jnd. Lasso,
venenado con destino al « mestizo > Garci-Lasso Inca de la Vega, que, á
juzgar por el soneto, él debió ser causante de que á Cervantes no le ad-
mitieran en la Academia «Imitatoria» de Madrid.
Sin salir de casa... Y pudiera tener otra significación que se desconoce
ahora.
(2^ Estos tres últimos versos han sido arbitrariamente interrogados
por los que, en su hartura, no conciben un bostezo... precursor del des-
mayo que se apoderó de Rocinante. Por rpo termina el soneto en «coma>...
por falta de lastre. (¡Pobre pueblo españoll) «
LIBRO PRIMERO
PRIMERA PARTE
DEL
Ingeoioso hidalgo don Quixote de la Mancha
CAPITULO PKIMEKO
Que trata de la condición y ejercicio del famoso
don Quixote de la Mancha
En un lugar de la Mancha,
de cuyo nombre no quiero acordarme
Así empieza su discurso Cervantes, y, á fe mía, que los investigadores
interpretaron su sentido en armonía con historias inventadas por desocupa-
dos manchegos, y apoyándose, ¡caso estupendo y casi increíble!, en las afir-
maciones Avellanedescas.
Pero, sin hacer comentarios, yo te diré de donde tomó (para transfor-
mar con inimitable picardía) el ^dístico que publicaba con sobrada sonori-
dad la mancha del pueblecito.
Verás, lector, qué graciosa Ensaladilla:
Un lencero Portugués
rezién venido á Castilla,
más valiente que Roldan,
y más galán que Macías,
En un lugar de la Mancha
que no le saldrá en su vida,
se enamoró muy despacio
de una bella casadilla,
que vendiéndole rúan
para faldas de camisa,
una tarde le contó
8U6 amorosas fatigas.
Eecuchábaselas ella
ni muy falsa, ni muy fina,
que es grande alcahuete un fardo
de olanda y hilo de pita:
— 6o —
Derritido el Portugués
al sol de su hermosa vista,
á cada vara que mide
un palmo le daba encima,
Alabábale su tierra,
su nación, su fidalguía,
su música, sus regalos,
su espada en África limpia.
Prometiéndole en efeto
las especias de las Indias,
los olores de Lisboa,
y los barros de la China.
Hicieron los dos concierto
que aquella noche misma,
si el marido fuese al campo,
campo franco le daría.
Quedóse en casa una pieza
de rúan y olanda rica
en rehenes de la junta
de Portugal y Castilla.
Era la villana astuta,
y el Manchego de la vida,
y en saliendo el Portugués,
hablaron en su desdicha.
Y visto bien el processo,
condenáronle en re\ásta
en perdimiento de bienes
para gastos de justicia,
y á dos dozenas de palos
con una tranca de enzina,
guardándole la cabeza
á honor de su fantasía.
A dos horas de la noche
se escondió la bella Cintia
cuando el Portugués y el cielo
de vayeta se cubrían.
Tomó su espada y guitarra,
y entre una y otra requinta
á suspiros fué templando
desde el bordón á la prima.
Puesto en la calle mirando
- 6i —
á la ventana de arriba,
á su dama reconoce
que le cecea y le silva,
Y entonando la garganta,
suspiros y voz caminan
al ayre, y á quien también
le escucha muerta de risa.
«Afora, afora Rodrigo
el soberbo Castejano,
acordarse te debeira
de aquel tempo ja passado,
quando te armé cabaleyro
no el altar de Santiago,
miña may te deu las armas,
miño pai te deu el cabalo,
Castejano malo,
el soberbo Castejano».
Apenas esto acabó,
quando á su mismo requiebro
por la calle abaxo acuden
otros galanes del pueblo:
El uno era el sacristán,
que en otros passados tiempos,
de todo su pie de altar
le daba contino el medio.
Renunciada la sotana,
y echado al mundo el greguesco
viene por la calle abaxo
echando votos y retos.
Sus mismas pisadas siguen
el boticario y barbero,
que entrambos cantan romance«
de Belardo y de Riselo.
Juntada pues la capilla,
quiso el bonete primero
en una ronca bandurria
cantar los presentes versop.
«Si siempre crecen a.ssí
tu desdén y mi passión,
— 63 —
bien pueden cantar por mi,
kyrie eleysón.
Si desta manera crece
señora tu disfavor,
y al mismo punto mi amor
se levanta y desvanece.
Y si por amar assí
no merezco galardón,
bien pueden cantar por mí
kyrie eleysón.»
El barbero y boticario
que al sacristán conocieron,
en dos guitarras templadas
esparcen la voz al viento.
íZagaleja del ojo rasgado,
vente á mí que no soy toro bravo.
Vente á mí zagaleja vente,
que adoro á las damas, y mato á la gente,
zagaleja del ojo negro,
vente á mí que te adoro y quiero
dexaré que me tomes el cuerno,
y me lleves si quieres al prado.
Tente á mí que no soy toro bravo».
Determinada la dama
al concierto del marido,
entre los cuatro llamados
fué el Portugués admitido.
Baxó á la puerta y llamóle
por un pequeño resquicio,
y entonces el vitorioso,
cantando á los otros, dixo:
cPois que Madaleua
remedio meu mal,
viva Portugal,
é morra Castella.
Seja amor testigo
de tamanno ben,
-63-
nao chegue ninguen
á zombar conmigo,
que á eapada é rodela
á forneira sal,
viva Portugal,
é morra Castella».
Entróse dentro con esto,
y los tres que le miraban,
á tres juntaron assí
quexas, vozes, y guitarras.
«Si para sufrir agravios
al amor le pintan ciego,
fuego.
Si para ver y callar
le ponen aquella venda,
el mismo fuego le encienda
con que nos suele quemar,
que sufrir cuernos y amar,
y viendo fingirse ciego,
fuego».
Desampararon la calle,
quando ya el lencero estaba
desnudo de sus vestidos,
aunque armado de esperanza.
Pero apenas puso el pie
en el lazo de la cama,
quando salió el cazador
detrás de la puerta falsa,
y á dos manos esgrimiendo
la verde y nudosa tran ca,
al que vive de medir,
midió muy bien las espaldas.
El Portugués daba vozes,
aquí dey Rey que me matan,
pero el Rey que no lo oya,
tampoco le remediaba.
Echóse por la escalera,
y quiso por la ventana:
- 64 -
- 65 -
y hallando apenas la puerta,
se fué en camisa á su casa.
Esto, querido lector, es completamente nuevo á través de los siglos,
y, por si te sabe á poco, allá vá una copleja que aprendí siendo niño, que
me produjo vértigo cuando alcancé su significación:
Puerto-llano, Argamasilla,
Villamayor y El Corral,
Mestanza é Hinojosillas,
Veredas y El Retamar...
«con cierto lugar alindan».
Pero, Dios mío, ¿qué pueblo será éste, que ha permanecido en la os-
"Curidad nada menos que tres siglos? No, pues ya que Cervantes no lo
dijo, yo, tampoco. ¡La lunita, allá dirá! (Véase el gráfico).
• ••• •
En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme,
no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,
adarga antigua, rocín flaco, y galgo corredor. Una olla de algo más vaca
í[ue carnero, salpicón las más noches, duelos, y quebrantos los Sábados,
lentejas los Viernes, algún palomino de añadidura los Domingos, consu-
mían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían, sayo de ve-
larte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantufios de lo mismo,
y los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Te-
nía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta: y una sobrina que no
llegaba á los veinte, y un mozo de campo, y plaza, que así ensillaba el
rocín, como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con
los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de
rostro, gran madrugador, y amigo de la caza. Quieren decir, que tenía el
sobre nombre de Quixada, ó Quesada (que en esto hay alguna diferencia
en los autores que deste caso escriben) aunque por conjeturas verosímiles
se deja entender, que se llama Quixana. Pero esto importa poco á nuestro
<;uento, basta que en la narración del no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso
(que eran los más del año) se daba á leer libros de caballerías, con tanta
afición, y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y
aun la administración de su hacienda: y llegó á tanto su curiosidad, y des-
atino en esto, que vendió muchas anegas de tierra de sembradura, para
comprar libros de caballerías que leer, y así llevó á su casa todos cuantos
5
— 66 —
pudo haber dellos: y de todos, ningunos le parecían tan bien, como los que
compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa, y
aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas: y más cuando
llegaba á leer aquellos requiebros, y cartas de desafios, donde en muchas
partes hallaba escrito. La razón de la sin razón que á, mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de
la vuestra fermosura. Y también cuando leía. Los altos cielos que de
vuestra divinidad, divinamente con las estrellas os Jortifican, y os ha-
cen merecedora del merecimiento que merece vuestra grandeza. Con
estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por enten-
derlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera
el mismo Aristóteles, si resucitara para ello solo. No estaba muy bien con
las heridas que don Belianís daba, y recibía, porque se imaginaba, que por
grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro, y
todo el cuerpo lleno de cicatrices, y señales. Pero con todo alababa en su
.autor,, aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable av-entur»,
y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y dalle fin al pie de la
letra, como allí se promete: y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera
con ello, si otros mayores, y continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el Cura de su lugar (que era hombre
docto, graduado en Sigüenza) sobre cual había sido mejor caballero, Pal-
merin de Ingalaterra, ó Amadís de Gaula: mas Maese Nicolás, barbero del
mismo pueblo decía, que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que
si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de
Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo, que no era
caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la
valentía no le iba en zaga. En resolución, él se enfrascó tanto en su lec-
tura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de
turbio en turbio: y así del poco dormir, y del mucho leer, se le secó el ce-
rebro de manera, que vino á perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias,
batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas, y disparates im-
posibles. Y asentósele de tal modo en la imaginación, que era verdad toda
aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no
había otra historia más cierta en el mundo. Decía él, que el Cid Kuydiaz
había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el caballero
de la Ardiente espada, que de solo un revés había partido por medio dos
fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpió,
- 67 -
porque en Koncesvalles había muerto á Koldán el encantado, valiéndose de
la industria de Hércules, cuando ahogó á Anteón el hijo de la tierra entre
los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de
aquella generación gigantea, que todos son soberbios, y descomedidos, él
solo era afable, y bien criado. Pero sobre todos estaba Reinaldos de Mon-
talbán, y más cuando le veía salir de su castillo, y robar cuanto topaba: y
cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según
dice su historia. Diera él por dar una mano de coces al traidor de Galalón,
al ama que tenía, y aun á su sobrina de añadidura. En efecto, rematado ya
su juicio, vino á dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en
el mundo, y fué, que le pareció convenible, y necesario, así para el aumen-
to de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero
andante, y irse por todo el mundo con sus armas, y caballo, á buscar aven-
turas, y á ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros
andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose
en ocasiones, y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre, y fama.
Imaginábase el pobre, ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos
del Imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos,
llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa á poner en efecto
lo que deseaba. Y lo primero que hizo, fué limpiar unas armas que habían
sido de sus visagüelos, que tomadas de orín, llenas de moho, luengos siglos
había que estaban puestas, y olvidadas en un rincón. Limpiólas, y aderezó-
las lo mejor que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no
tenían celada de encaje, sino morrión simple: mas á esto suplió su indus-
tria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con
el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para pro-
bar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada,
y le dio dos golpes, y con el primero, y en un punto deshizo lo que había
hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la
había hecho pedazos, y por asegurarse deste peligro, la tornó á hacer de
nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera, que
él quedó satisfecho de su fortaleza, y sin querer hacer nueva experiencia
della, la diputó, y tuvo por celada finísima de encaje. Fué luego á ver ásu
rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo
de Gonela, que tantum pcllis, et oasa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo
de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le
pasaron en imaginar qué nombre le pondría, porque (según se decía él á sí
mismo) no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él
— 68 -
por SI, estuviese sin nombre conocido, y así procuraba acomodársele, de
manera que declarase quién había sido, antes que fuese de caballero andan-
te, y lo que era entonces: pues estaba muy puesto en razón, que mudando
su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso, y de
estruendo, como convenía á la nueva orden, y al nuevo fjercicio que ya
profesaba: y así después de muchos nombres que formó, borró, y quitó,
añadió, deshizo, y tornó á hacer en su memoria, é imaginación: al fin le
vino ú llamar Rocinante, (1) nombre á su parecer, alto, sonoro, y significa-
tivo de lo que había sido, cuando fué rocín antes de lo que ahora era, que
era antes, y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre, y tan
á su gusto á su caballo, quiso ponérsele á sí mismo, y en este pensamiento
duró otros ocho días, y al cabo se vino á llamar don Quixote: (2) de donde
(1) No sé cómo empezar, pues tratándose de «Rocinante», que ha con-
movido al mundo con sus bondadosas cualidades (á excepción de aque-
llos dos ratitos en que hizo patente el tierno amor que le inclinaba al
rucio y la malhadada ocurrencia de las yeguas), todas la¿ alabanzas que
se le prodiguen resultarán eclipsadas ante la esplendorosa luminaria de
sus delicadas costumbres. Y si se tiene en cuenta que entre el ensalza-
miento Cervantino y lo argumentado por otros — parece como que á mi
no me queda por decir maldita la cosa — , mi situación resulta enojosa y
dificilísima, porque examinando detenidamente tan peliagudo asunto, si
yo no expongo una idea nueva, la ovación va á ser morrocotuda; pero, ¿y
si sale espontáneamente? Debo prevenirte, lector, que yo la tengo por
inédita, recordando haberla oído referir á los archiveros que tanto ensalzó
el socarrón de Hamete.
Rocinante es una palabra de invención Cervántica, que la empleó no
para zaherir, como gratuitamente se ha supuesto, á los naturales de la
región que habitó (como los investigadores no supieron hallarla, esta in-
sidia queda desvirtuada )' los inventores en ridículo), generalmente anal-
fabetos, sino para poner de manifiesto la inveterada costumbre de aque-
llas gentes que, en su ruda ignorancia, se nombran siempre en primer
lugar. Ejemplos: «Yo y Fulano, juimos á tal sitio». — «Agora iremos, yo
y mi mujer». — «Cuando venimos, yo y aquél».
¿Está claro que Cervantes jamás usó de impropiedades en su libro?
Aplicó el horriqnito por delante para iniciar á los investigadores, y si éstos
desatendieron sus indicaciones, echémosle la culpa... al Destino.
La pretensión de querer hacernos ver que por haber nido antes rocín
puso Don Quixote á su caballo el nombre de Rocinante, es un absurdo. Debían
los que tal aseguraron haber fijado la fecha y todas cuantas circunstan-
cias concurrieron en el nunca visto ni oído momento de su metanorfosis. De
caso tan asombroso bien pudieron escribir una historia. ¡Ahí es nada,
molestar á Don Quixote... ^en su ojito derecho»!
(2) Causa de grandes disquisiciones fué el nombre de Don Quixote: y
no podía suceder otra cosa, puesto que al autor creó uno de sus más gra-
-69 -
(como queda dicho) tomaron ocasión los autores desta tan verdadera histo-
ria, que sin duda se debía de llamar Quixada, y no Quesada, como otros
quisieron decir: pero acordándose que el valeroso Amadis, no sólo se había
contentado con llamarse Amadis á secas, sino que añadió el nombre de su
Reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadis de Gaula: así quiso
como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse don
Quísote de la Mancha, con que á su parecer declaraba muy al vivo su lina-
je, y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della. Limpias pues
ves aprietos. ¡Cuando al formarlo mostró tanto empeño en obscurecer el
de aquel que se lo sugirió, sus motivos tendría!
Los que envueltos en el más impenetrable misterio, al parecer, dejan
entrever la finalidad perseguida, traslucen «que hubiera empleado el
nombre de Quixano — cuya terminación le contuvo y no especificaba su
intento — si no atisbase el peligro de crearse enemistades, precisamente en
los momentos de su vida que debía guardar más atenciones para asegu-
rar su refugio». ¡No había necesidad de adjudicarle los calificativos de
pendenciero, inmoral ú otros de que se hallan repletas las historias Arga-
masillescas!
En la graciosísima é inmensa duda que le abruma, no sabe sí es
Quixada el nombre de su hijastro; y aunque veladamente hace alusión al
mayordomo de Carlos Y, yo vislumbro el propósito de ir tejiendo el
embolismo que ha de ocultar su intención.
A continuación cita á Quexada, de igual origen que el anterior, y sirve
para nombrar una venta situada á corta distancia de Villarta de San
Juan, en la provincia de Ciudad Real, pero con el deliberado propósito
de establecer confusión, pues donde dirige los tiros es á la población an-
daluza de este nombre, de extraordinaria importancia estratégica, para
orientarse en las averiguaciones «de cierto nombre» que no se ha querido
decir en el discurso del libro.
Como justificación de lo expuesto, y aunque Cide Hamete Benengelí
guardó silencio, digo: (iue en arábigo se escribe y pronuncia Kiratn, y
de aquí á Qiiixote un paso. ]A la vista está! Y pues que sin salir de la
provincia de Jaén y en los comienzos del libro nos ha citado el autor á
Urgao prolongando el recorrido á Kixata, colijo que no debe estar muy
lejos el pueblecito.
La afirmación condicional estampada seguidamente diciendo que es
Quixana, lleva embebida una bonísima intención: despistar al lector y
aproximarse al verdadero nombre de Quixano.
Por último, cuando postrado en su lecho de muerte recobra la lucidez
y se pronuncia voluntariamente por hacer testamento, insiste en que lo
llamen t Alonso Quixano, el bueno-», que así lo nombraban sus convecinos,
y él lo recordaba con placer desde el fondo de su alma noble y sencilla.
(¡Dios habrá acogido en su gracia á tan ferviente cristiano como buen ca-
l)allero!)
Deduciendo: que Quixada, Quexada, Kixata, Quixana, Quixano y Quixo-
te son una misma cosa.
Sólo me resta reconstituir desde su origen este nombre Cervantino,
4>
— 70 —
SUS armas, hecho del morrión celada, puesto nombre ú su rocín, y confir-
mándose á sí mismo, se dio á entender, que no le faltaba otra cosa, sino
buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin
amores era árbol sin hojas, y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: Si yo
por malos de mis pecados, ó por mi buena suerte, me encuentro por ahí
con algún gigante (como de ordinario les acontece á los caballeros andan-
tes), y le derribo de un encuentro, 6 le parto por mitad del cuerpo, ó final-
mente le venzo, y le rindo, no será bien tener á quien enviarle presentado;
y que entre, y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz
humilde, y rendida: Yo soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula
Malindrania, (1) á quien venció en singular batalla, el jamás como se debe
para evitar que, por las torcidas interpretaciones aplicadas, se lo adjudi-
quen algunos Sanchos.
A la raíz latina Quiss (convertidas las 5 <S en X) le aumentó la par-
tícula ote, que se emplea para formar los aumentativos despreciativos, y
ima vez hecho esto, tanto porque la frase (comprimida en una palabra)
resultaba deficiente para explicar su designio, como porque se trataba de
un Caballero de hidalga alcurnia, le hizo preceder del Don, dejando al
arbitrio del curioso lector, si caía en la cuenta, el pronunciar la O como A,
con igual derecho que los árabes pronunciaban nuestra D con el sonido
de la T.
Ocurriéndoseme preguntar: ¿Por qué se ha sustituido la X con una Jf
¿No habían quedado en que los nombres propios deberían conservar la
ortografía que les imprimió el uso? Además, ¿este nombre no nació con Xf
Orbaneja! Orbaneja! Te has quedado muy chiquito. En Málaga ador-
naron con un chaleco aun Santo Cristo.
(1) Yo soy el gigante t Caraculiambro*, señor de la ins^ula...
Por la sencillez de su construcción se percibe claramente que Cervan-
tes no se cuidó más que de señalar un punto «próximo al otro» para obli-
gar al observador á rastrear de cerca las huellas de sus andancias: Ca-
racuel y tierra pobre son los únicos componentes empleados en la confec-
oión de este nombre.
Anteriormente á la dominación romana ya existía un pueblo cuyo
nombre no consta; pero, positivamente, ellos lo llamaron Carcitvio y Car-
cuvium, pues lo señalan como mansión militar en el itinerario de Mérida
(pasando por La Mancha) á Zaragoza.
Los árabes, que transformaron los de la generalidad de los pueblos,
conservaron éste con bastante parecido: Caracul y Caracoi.
Las ruinas de su castillo acreditan que los moros concedieron gran va-
lor á su situación topográfica guarneciendo la fortaleza con importantes
retenes, por ser el centro para una rápida comunicación con Alarcos y
Calatrava al N. y Mestanza y Castro-Ferral por el S.
El gran teKmetia Cervantes, conocedor de aquellos terrenos, lo eligió
como punto culminante, desde donde se divi-'^aban los territorios que
abarcó el gobierno de Kaabah, envolviéndolos con el gráfico remoquete
- 71 -
alabado caballero don Quixote de la Mancba, el cual me mandó, que me
presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga
de mí á su talante. O como se bolgó nuestro buen caballero, cuando hubo
hecho este discurso, y más cuando halló á quien dar nombre de su dama:
y fué á lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo, había una moza la-;
bradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado,
aunque según se entiende, ella jamás lo supo, ni se dio cata dello). Lla-
mábase Aldonza Lorenzo, y á esta le pareció ser bien darle título de seño-
ra de sus pensamientos: y buscándole nombre que no desdijese mucho del
suyo, y que tirase, y se encaminase al de Princesa, y gran señora, vino á
llamarla Dulcinea del Toboso (1) porque era natural del Toboso: nombre á
su parecer músico, y peregrino, y significativo, como todos los demás que
á él, y á sus cosas había puesto.
de tlnsula Malindrania» , acepción burlesca, ciertamente; pero conviene
con la circunstancia innegable de haber albergado en los escondrijos de
sus montes tantos bandoleros como pregonan las historias.
Y también pudo sugerirle este nombre la disolución del Califato de
Córdoba en tiempo de los Ommyadas, cuya desmembración dio motivo
para que se formasen hasta veintitrés gobiernos ó estados (con sus reye-
zuelos correspondientes, denominados por la Historia: «.Reinos de taifas*.
Que no carece de significación y altisonancia.
(Véase el gráfico de la página siguiente.)
(1) Dulcinea... Dulcinea... ¡Dulcinea!
Cervantes, que aprovecha todas las coyunturas para hacer indicaciones,
salva de una manera sutilísima al principio de su libro el error que por
supresión del acento pudiera cometerse al pronunciar el nombre músico,
peregrino y significativo de tan alta dama. En el verso trigésimo de ür-
ganda la desconocida, fija de modo preciso y terminante su pronunciación,
porque aunque la imprenta lo suprima, el verso resulta largo... y contra
esto no hay argumento.
Alguno dirá: en el soneto de Solisdán... no siga, hermano, y repita
con el poeta: ¡fuerza del consonante á lo que obligas! Cervantes dejó sen-
tado el precedente para su pronunciación, obligando al lector á embeber
una sílaba en la ocasión primera que lo escribe, y si después se ha gene-
ralizado distinta acentuacióii, culpémonos por haber establecido una va-
riante que nos alejaba de su verdadero sentido.
La sospecha que me asaltó al leer el verso referido, desapareció al ins-
tante, pues por la significación de dulce nuevo, fuerza á pensar seguida-
mente en dulzón y hasta en dulcíneo. Después pensé en la caña de azúcar
que había sido importada de las Indias, por lo que pudo tener de novedad
entre sus contemporáneos el nuevo dulce, sin olvidar que hul:)iera podido
sugerírselo la miel de abejas, el arrope, mostillo, alfajor ú otro cualquiera de
la región.
íSin desechar el resultado de tan ¡peregrino pensamiento, me eché á.
— 72 -
— 73 —
CAPITULO II
Que trata de la primera salida que de su tierra
hizo el ingenioso don Quixote
Hechas pues estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo á "po-
ner en efecto su pensamiento, apretándole á ello la falta que él pensaba
que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que Ipensaba
deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que
mejorar, y deudas que satisfacer. Y así sin dar parte á persona alguna de
su intención, y sin que nadie le viese, una mañana antes del día (que era
cavilar acerca de su significativo sentido, pero ¡que si quieres, morena!
Varié de rumbo infinitas veces, hasta que por fin topé «de manos á boca»
con El Toboso. Descubrir que este nombre tuvo su origen por las muchas
tobas que en su suelo había y ponerme á bailar, fué cuestión de unos se-
gundos. Había logrado con mi paciencia (bien empleada ¡vive Dios!)
arrebatar á los malignos encantadores el tesoro que tan cuidadosamente
escondieron por espacio de tres siglos bajo el insignificante nombre de
las tobas.
Esta palabra «mágica» me llevó, como de la mano, á buscar en el Dic-
cionario de tuuestra» lengua su significación; y héteme confuso, aturdi-
do, al no hallar más definición que ésta: «Toba. Especie de piedra caliza^
esponjosa y blanda de orige^i acuático». Me quedé como el hielo. ¡Yo que
esperaba encontrar la tabla de mi salvación en un elocuentísimo discur-
so, rebosante de sapiencia, de la comunidad más docta del solariego Case-
rón de mis mayoresl ¡Fementida ilusión que se formó al calor de mi buen
deseo! Ya no creo en nada. ¡Cuando vea desaparecer de tus entrañas el
fárrago inmenso de voces forasteras que te integran, introducidas por ma-
landrines historiadores para afear su hermoso rostro... entonces hablare-
mos! ¡Los sueños dorados de mi niñez se han esfumado por las malas
artes del viejo Arcalaus y su caterva maldita! ¡Cuantísima razón debía de
tener mi querido maestro, D, Francisco Ruíz Moróte! ¡Dios lo habrá aco-
gido en su gracia! Fué muy buen hijo, honrando á sus padres y regando
con su sangro los campos africanos en aquella jornada tan gloriosa como
infecunda; amantisimo padre; maestro de varias generaciones manchegas,
Ír no sé cuantas cosas más; pero lo que sí aseguro, es que todas estas cua-
idades (aunque amparadas por la grandeza de su alma hermosísima), no
fueron bastante á mitigar su acerbo dolor por las continuas é innecesa-
rias innovaciones de la Academia Española. Porque, como él decía: «Si
los señores que la componen frecuentasen las regiones de nuestra patria.
— 74 —
uno (le los calurosos del mes de Julio) se armó de todas sus armas, subió
sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga,
tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral salió al campo con gran-
dísimo contento, y alborozo, de ver con cuanta facilidad había dado princi-
pio á su buen deseo: mas apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un
pensamiento terrible, y tal que por poco le hiciera dejar la comenzada
empresa, y fué, que le vino á la memoria, que no era armado caballero, y
que conforme á la ley de caballería, ni podía, ni debía tomar armas con
ningún caballero: y puesto que lo fuera había de llevar armas blancas,
como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su
esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propó-
sito, mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de
hacerse armar caballero del primero que topase, á imitación de otros mu-
chos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le
¿cómo es posible que se introdujesen tantos vocablos extranjeros? ¿La
causa? El desconocimiento délo mucho y bueno que atesora España».
Cerrando siempre sus peroraciones con un dejo de amargura que impreg-
naba á sus oyentes... «...la apatía, esa maldita condición que nos atrofia
y que no tratamos de sacudir, tiene la culpa de cuanto malo nos su-
ceda!...»
Por honor á la verdad, digo, que mi opinión es insuficiente para apre-
ciar lo expuesto á modo de recuerdo: tanto por la escasez de conocimien-
tos, como porque el continuo roce con oradores oficinescos y muchas
veces «bilingües», produce graves trastornos; pero no ocultaré el disgusto
que me produjo hallar un vacío en el sitio donde creí encontrar magis-
tralmente definida la otra acepción, la regional, la que conviene con el
músico nombre Cervantino. Y ahora, lector, sabrás el por qué.
En La Mancha, llaman á las caiias de los cardos-cucos, tobas; miden
vara y media próximamente de altura; son de corteza blanda y fibrosa,
sin nudos^ con unas cuantas hojas de regular grandor, y su florecilla en
la parte superior formada por pelusa que con facilidad se desmorona: se
cimbrea muy desgarbadamente á los embates del viento en aquellas lla-
nuras. Cuando yo fui muchacho, ¡pena me dá recordarlol, hice de sus ca-
ñas ¡flautas!; después... ¡he percibido las dxdcíneas notas de aquel gran
músico que en su eternal vida se llamará Cervantes!
El aditamento del Toboso, suple en el presente caso al puntero que uti-
liza el Maestro pitra señalar A los niños las letras de los carteles, ó si nó, y
con más propiedad por ser algunas huecas, á la batuta del Director de una
orquesta...; y sirve para enseñarnos adonde debieron encaminarse las in-
vestigaciones.
iQué profundidad encierran sus estrambóticos decires!
¡Homero, Cicerón, Séneca, enviadme algo de aquel soplo divino que
iluminó vuestras inteligencias á la antigua ciudad de Miacum!
- 75 -
tenían. En lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas de manera (en te-
niendo lugar) que lo fuesen más que un armiño: y con esto se quietó, y
prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, cre-
yendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras. Yendo pues
caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo, y
diciendo: Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga á
la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los
escribiere no ponga, cuando llegue á contar esta mi primera salida tan
de mañana, desta manera? Apenas había el rubicundo Apolo tendido por
la faz de la ancha, y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos
cabellos, y apenas los pequeños, y pintados pajarillos con sus harpadas
lenguas habían saludado con dulce, y meliflua armonía la venida de la ro-
sada Aurora, que dejando la blanda cama del celoso marido, por las puer-
tas y balcones del Manchego horizonte, á los mortales se mostraba, cuando
el famoso caballero don Quixote de la Mancha, dejando las ociosas plumas,
subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó á caminar por el
antiguo, y conocido campo de Montiel (y era la verdad que por él cami-
naba) (1) y añadió diciendo: Dichosa edad, y siglo dichoso aquél, adonde
saldrán á luz las famosas haaafias mías, dignas de entallarse en bronces,
para memoria en lo futuro. O tu sabio encantador, quien quiera que seas,
á quien ha de tocar el ser cronista desta peregrina historia, ruégote, que
no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos
mis caminos, y carreras. Luego volvía diciendo (como si verdaderamente
fuera enamorado). O Princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón,
mucho agravio me habedes fecho en despedirme, y reprocharme con el
riguroso afincamiento, de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura:
Plegaos señora de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas
cuitas por vuestro amor padece. Con éstos iba ensartando otros disparates,
todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en
cuanto podía su lenguaje: y con esto caminaba tan despacio, y el sol en-
traba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante derretirle los sesos
(1) Si se tiene presente que dos afirmaciones se destruyen, no es
verdad esta manifefctación, ó sobra la reafirmación del paréntesis; además,
ya lo dijo en el prólogo é insiste en lo mismo cuando Don Quixote sale
Begunda vez á pus aventuras.
Y como quiera (jue «campo» está escrito con minúscula y la aclara-
ción holgaba, infiero que Cervantes puso especial empaño en ocultar los
verdadenjs pasos del Hidalgo, como se verá en la nota siguiente.
(si algunos tuviera). Casi todo aquel día caminó sin aconteccrle cosa que
de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego
con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que
dicen, que la primera aventura que le avino, fué la del puerto Lapice,
otros dicen, que la de los molinos de viento. (1).
(1) Si pasas la vista por el adjunto gráfico, querido lector, ol^servarás
que el lugar fijado por los investigadores (La Argamasilla, ó Lugar nuevo
como decimos los manchegos) se halla fuera de la jurisdicción de Mon-
tiel, por lo cual habrá que convenir en que Don Qaixote salió con direc-
ción al S., y en alas del deseo, envuelto en una ráfaga de buen viento,
aunque contrario, ó á causa de la ojeriza que le tenían los encantadores
(que será lo más cierto), vino á caer por desdicha diez ó doce leguas
más al N.; pero lo que dicen que se pudo averiguar, es que Eolo soplaba
con fuerza escasa, pues por la poca elevación con que efectuó el vi&je
nuestro Caballero, le recogieron prendido de un chaparro en el puerto.
Un poquito más... y verás con qué facilidad se desenvuelve la parte sutil
de este enmarañado negocio.
Según consta por relación topográfica que los vecino.'? de Villa-Harta
(hoy Villarta de San Juan) remitieron al Gobierno en 1573, *en el sitio
al N. de la villa y /unto á la venta del puerto Lapice, se había llevado á cabo
el rompimiento de un puerto, j^ara facilitar la comunicación C07i Andalucía y
¡as provincias orientales del S. E.» Por tanto, la importancia que le conce-
dió Cervantes es ilusoria, tomando por los cabellos la ocasión de la no-
vedad que ofrecía, y, al propio tiempo, sirviéndose de su insignificancia
para hacer indicaciones de gran mérito, que no han sido apreciadas.
Puerto Lapice viene del Portus Lápidum de los romanos, y Cervantes,
por medio de deducciones lógicas, nos obliga á pensar:
1.0 Que con un lápiz ó carboncillo, escribió su obra; y
2.0 Que por Lápidum, profundizando en las investigaciones, se podría
llegar á conocer el nombre del pueblo que él no quiso decir.
Luego que Cervantes tuvo otra intención al hacer esta cita, es inne-
gable; ¿cuál sería...? En todos los cuadros que tan magistralmente nos
pinta, y con un derroche de inmenso poderío, muestra una divinidad
arrebujada graciosamente entre los pliegues de finísima gasa, recamada
de dorados reflejos: por esta causa, aunque su hermosura nos deslumbre,
se debe insistir con tenaz fijeza profundizando en el fondo de sus hirien-
tes destellos hasta escudriñar su interior. «Achacarle que cometió errores,
sufrió distracciones ó se olvidaba de lo que escribía», debe considerarse
como pobre artificio que usaron los que, en su inopia, tacharon de «ita-
lianismos» los saladísimos giros del más castizo decir.
La humorada, «que en un lugar de la Mancha», etc., juntamente con la
creación de «Académicos Argamasillescos», llamar los naturales del pais
Lugar nuevo á «La Argamasilla», citar al «puerto Lapice», y nombrar al
«campo de Montiel», causas fueron en mi sentir de tan general trans-
torno; pero aun así, la mayor y más grande parte de culpa corresponde á
los que han dado las gentes en llamar «investigadores», que, con un des-
parpajo punible, hicieron gala de su superficialidad.
lia Argamasilla á que hace alusión Cervantes, es la otra, la de Cala-
- 78-
Pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado
escrito en los Anales de la mancha, es, que él anduvo todo aquel día, y al
anochecer, su rocín, y él se hallaron cansados, y muertos de hambre: y que
mirando á todas partes, por ver si descubriría algún castillo, ó alguna ma-
trava, con abolengo ilustre muy bien ganado en tiempo de las Cruzadas:
allí se encontrarán rastros verídicos y abundantes de generaciones hidal-
gas, como los Rosales, los Maestre, los Corchado, los Salido, los Sánchez-
Tirado, los Rodríguez-Tardío... y alguno que otro Medrano y Pasamente;
hallándose enclavada dentro del Campo de operaciones de Don Quixote.
Como en aquel rinconcinco se ha participado de la creencia tan gene-
ralizada de ser este libro una sátira burlesca contra los manchegos, no
tiene nada de particular el que mis paisanos, guiándose por apariencias
engañosas (esparcidas malévolamente por los que en su tiempo aparen-
taban no entenderlo), hayan guardado un silencio absoluto; pero bueno
será advertirles «que de lo dicho no hay nada», como verá el que leyere.
Usa Cervantes del «campo de Montiel» por contraposición al «campo
de Calatrava», subsistiendo aún la causa que justifica este equivoco: «La
indiferencia con que miramos los grandes problemas que nos afectan, y
el estúpido ardor que ponemos en lo que no nos importa». Me apoyo en
la historia. Por haber dado muerte el de Trastamara á su hermano el Rey
D. Pedro en Montiel, hubieron de confeccionarse historias, cuyas exage-
radas leyendas encontraron sanción en la General; y como quiera que
el hecho en sí no merecía la importancia que se le ha concedido (pues se
resolvió de la manera más favorable para los españoles), Cervantes,
gran observador, nos lo echa en cara, «contraponiéndolo por su pequenez
á una serie de lances ininterrumpida durante varios siglos, que por su
grandeza merecían especial detalle y permanecen en la oscuridad.»
Para que la orientación sea exacta, sirviendo de comprobante á lo que
digo, mídanse las distancias que median entre Argamasilla de Alba y
puerto Lapice, y Argamasilla de Calatrava y el puerto del Muradal; ob-
sérvese, que el campo de Montiel cae al S. y fuera de la trayectoria á re-
correr entre ¡a de Alba y puerto Lapice, debiendo su celebridad á un suce-
so solamente: por tanto, su valor bajo cualquier punto de vista que se
mire, es cero.
Pero corriéndose hacia el O., ¡ya es otra cosa!, aunque la Historia sea
parca en alabanzas. Allí se encuentra el campo de Calatrava, célebre por
haber sido teatro de grandes y casi increíbles hazañas; y en su confín S. O.
una región desconocida (como Urgnnda) que en la antigüedad se llamó: LA
BETURIA. ¡Región misteriosa, cuya densísima oscuridad impide averi-
guaciones! ¡Mansión intangible para los historiadores, qué oculto poder
imprimieron los dioses á tu nombre para causar tanto respeto? Perdóna-
me, si por un exceso de curiosidad penetro en tus soledades: no temas que
rasgue tus vestiduras: ¡son, para mí, sagradas!
Perteneció al confuso estado de Thurro, Bey de Alcea, después Alces,
conocida en la actualidad por Alcázar de San Juan; Tito Sempronio Graco
lo derrotó, cogiendo prisioneros á sus dos hijos y á su hija.
Pero antes de este suceso, cuenta la tradición, de Miguel, que habién-
— 79 -
dolé mandado ou padre guardar el extremo O. del territorio, construyó
entre otras, una torre, para comunicarse con las avanzadas de sus domi-
nios y en ella fijó su residencia. Su hermano Gil, en medio de extensa
llanura abrió un pozo, levantó una casa, labró su huerta, y por mucho
tiempo vivió en un espléndido aislamiento.
Gracias á un aparato de trasmisión, marca manchega, se ha podido
averiguar que la Torre de Miguel es ahora Miguel-turra, y el Pozo-seco
(porque estaba en tierras de secano, pues bien desmintió el mote cuando
Alfonso Vm dio de beber á todo su ejército en 1212, y en algún año de
sequía que presenció Hamete), se llamó por mucho tiempo Pozo seco de
don OH. Alfonso X, fundó un pueblo amurallado con la denominación de
Villa-real y en la actualidad lo conocemos por Ciudad-Real. Hallándose
comprendidos estos pueblos en la región que gobernó el moro Raabah,
fundador del castillo de su nombre, que denomina á toda la comarca.
¿Habrá alguno que ignore la existencia de una Orden de Caballeros
Cristianos que se llamaban Calatrabos? Lo dudo. Pero hasta que se creó
esta institución, ¿qué pasó allí? Entonemos un himno en el lugar que dejó
vacío la Historia.
Esa condición sequereña de su suelo, que guarda perfecta armonía con
el carácter de sus hijos, le acarreó el calificativo de Mancha... mancha
maldital... ¡/Bendita sea La Mancha!!... ¡IMogollo de los de mi casta que
me legaron su sangre, sus bríos y su quixotismo! ¡Huesa infinita de inno-
minados mártires que se sacrificaron en aras de la independencia españo-
la, con el significativo lema: Por su madre, por su fe y por su hogar! ¡Tierra
santificada con la sangre de sus hijos (¡por eso es roja!) que sin medir los
pehgros se lanzaron á la peleal ¡Pechos generosos que servísteis de muro
contentivo á las hordas agarenas, qué fué de vuestro esfuerzo?.... La His-
toria, calla; vuestros hermanos, os vilipendian. Pero no os importe: por
mucha cantidad de malicia que acumulen los detractores, nunca será bas-
tante á perturbar el tranquilo sueño que gozáis en la mansión de los ele-
gidos. Podrán los mahgnos encantadores con artes de su cosf^cha tergiver-
sar vuestros méritos, pero, ¿hacerlos desaparecer? ¡Imposible! ¡Los escri-
bisteis con la sangre de honrosísimas heridas sobre el suelo que os sustenta;
en las piedras de los matorrales; en los peñascos de las sierras; en la cor-
teza de viejísimas encinas (secreto imperturbable de los tiempos); y cuan-
do llevan agua vuestros riachuelos, al través de su transparencia argentada
dejan ver á modo de señales... que son los signos de tan grandiosa histo-
toria!... ¿Que no aciertan á descifrarlos? ¡No importa! Esos caracteres deno-
tan origen gentílico; y ahora escasean los escudriñadores de cosas antiguas.
Por eso no se le ha concedido gran valor á una alhaja manchega, pero yo
haré resaltar su mérito.
Después de pasar revista á las tropas en Salvatierra y acordado por los
caudillos cristianos el acometer á los sarracenos, ¿á quién dirás, lector, que
dan el caUficativo de t héroe de la jornada»? El Cronista ocular de aquel
suceso extraordinario. Arzobispo D. Rodrigo, y los que le sucedieron en el
comento de nuestra Historia, se remontan á regiones indistintas para arre-
batar la gloria... á un pobre pastor manchego. Y eso, no: se llamaba /Jíar-
tin Halaja Gotrán!, y su nombre debe grabarse en los corazones de cuan-
tos alienten sangre española.
Por su humilde profesión conocía admirablemente los desfiladeros de
— 8o —
jada de pastores donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha
necesidad: vio no lejos del camino por donde iba, una venta, que fué como
si viera una estrella, que á los portales, sino á los alcázares de su reden-
ción, le encaminaba. Diose priesa á caminar, y llegó á ella á tiempo que
anochecía (1).
los Montes Marianos; se ofreció á guiarlos, y loa condujo por el puerto de
Murada! á la victoria. Agregando, cuantos de esto escribieron, que desapare-
ció. ¡Y pensar que el Héroe moriría en el com batel Pero no: esto es una
quimera. ¡Vive en las desconocidas regiones de la gloria, donde moran in-
contable número de manchegos que ofrendaron su vida á su Dios y á su
Patria! ¡Dichosos ellos que haciendo alarde de una fe sentida (lo mismo
que ahora), escalaron los empíricos aposentos! Cristianos sin mancilla;
enamorados de im ideal; esforzados con silencioso tesón; oriundos de una
raza brava y altruista; sois dignos de figurar por vuestros titánicos esfuer-
zos á la cabeza de los más afamados Caballeros que ha tenido el mundo,
¡PORQUE SOIS DE LA MANCHA!
Ahora, dime, lector, ¿fueron justos los historiadores?
(1) Prepárate, lector, para recibir en tu gracia una revelación traduci-
da al castellano de un libro escrito en manchego.
La Venta que produjo tanto trastorno en algunos cerebros, se halla si-
tuada en la Sierra del S. del Valle de Alcudia, precisamente adonde va á
morir la ladera meridional del Monte Judío. Es de antigüedad remota, y
punto de reunión de los dos caminos de herradura que, por distintos sitios
de la provincia de Toledo, atravesaban la de Ciudad-Real para dirigirse á
las de Córdoba y Sevilla.
En la preciosa novela de Rinconete y Cortadillo se hace mención de laa
Ventas del Molinillo y del Alcalde^ que sin duda fueron los puntos que tocó
á su paso para Andalucía.
La Venta del Molinillo, propiamente dicha, se halla enclavada en el
Monte de la Estrella al N. de la provincia de Ciudad Real; pero como Cer-
vantes señala dos bajo una sola denominación, no estará demás explicar
en qué consiste esta mutación.
Dice tan habilidoso prestidigitador: En la Vetita del Molinillo que está
puesta en los fines de los campos de Alcudiaj como vamos de Castilla á la An-
dalucía... Como podrá observarse, nombra á la del N., pero refiriéndose
á un suceso acaecido en la del S.; y es que á ésta la llamaban así por su
proximidad al Molino del Campillo.
Nuestro genial artista, que gozaba lo indecible donnitando, mediante
una sencillísima contracción que le dieron hecha las gentes de aquellos
contornos, comprendió á ambas bajo un solo epígrafe. Véase:
Veyíta del Molino Campillo.
Venta del Molin illo.
Este resultado lo confirma Cervantes cuando más adelante refiere qtie
una tropa de á caballo pasó por allí é iban á sestear á la Venta del Alcalde,
distante media legíia, pero se le olvidó agregar manchega. Y como el autor
— 81 —
Estaban acaso á la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del
.partido, las cuales iban á Sevilla con unos arrieros, que en la venta aque-
lla noche acertaron á hacer jornada: y como á nuestro aventurero, todo
cuanto pensaba, veía, ó imaginaba, le parecía ser hecho, y pasar al modo
■de lo que había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un
castillo con sus cuatro torres, y capiteles de luciente plata, sin faltarle su
puente levadiza, y honda cava, con todos aquellos adherentes que seme-
jantes castillss se pintan. Fuese llegando á la venta (que á el le parecía
castillo), y á poco trecho della, detuvo las riendas á Eocinante, esperando
que algún enano se pusiese entre las almenas, á dar señal con alguna trom-
peta, de que llegaba caballero al castillo. Pero como vio que se tardaban,
y que Rocinante se daba priesa por llegar á la caballeriza, se llegó á la
puerta de la venta, y vio á las dos distraídas mozas que allí estaban, que
á él le parecieron dos hermosas doncellas, ó dos graciosas damas, que de-
lante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto sucedió acaso,
que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de
puercos (que sin perdón así se llaman) tocó un cuerno, á cuya señal ellos
se recogen, y al instante se le representó á don Quixote lo que deseaba,
que era que algún enano hacía señal de su venida, y así con extraño con-
tento llegó á la venta, y á las damas. Las cuales como vieron venir un
hombre de aquella suerte, armado, y con lanza, y adarga, llenas de miedo
se iban á entrar en la venta: pero don Quixote, coligiendo por su huida su
miedo, alzándose la visera de papelón, y descubriendo su seco, y polvoroso
•íostro, con gentil talante, y voz reposada les dijo: Non fuyan las vuestras
establece un símil diabólico, habré de aclararte en qué consiste, aunque á
medias.
Desde la Venta del Jlhlinillo á la en que armaron Caballero á Don Qui-
xote hay poco más de media legua, pero de ningún modo pudo referirse á
l<i del Alcalde, distante más de tres, sino para establecer una comparación
que aún rueda de lengua en lengua, sin que se pueda concretar su proce-
dencia y si tienen razón ó no los murmuradores.
Se llamó y se llama La Venta del puerto del Mochuelo, conocida en toda
la región, y debe su celebridad á que el Ventero fué un capitán de saltea-
dores que terminó su historia en Peralvillo á manos de los de la Santa Her-
mandad.
¿\'erdad, lector, que trascienden á rancias estas leyendas? Aquella.s
gentes todo lo archivan; pero de la del Alcalde-Mochuelo, algo se dirá en
su tiempo.
(Véase el gráfico de la página siguiente).
6
— 82 -
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mercedes, nin teman desaguisado alguno, ca á la orden de caballería que
profeso, non toca, ni atañe facerle á ninguno, cuanto más á tan altas don-
cellas como vuestras presencias demuestran. Mirábanle las mozas, y anda-
ban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le encubría. Mas
como se 03'eron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pu-
dieron tener la risa, y fué de manera, que don Quixote vino á correrse, y
á decirles: Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez ade-
más la risa, que de leve causa procede: pero non vos lo digo porque os
acuitedes, ni mostredes mal talante, que el mío non es al, que de serviros.
El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caba-
llero acrecentaba en ellas la risa, y en él el enojo, y pasara muy adelante,
si á aquel punto no saliera el ventero, hombre que por ser muy gordo, era
muy pacífico, el cual viendo aquella figura contrahecha, armada de armas
tan desiguales, como eran la brida, lanza, adarga, y coselete no estuvo en
nada en acompañar á las doncellas en las muestras de su contento. Mas en
efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle
comedidamente, y así le dijo: Si vuestra merced, señor caballero, busca
posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno) todo lo de-
más se hallará en ella en mucha abundancia: Viendo don Quixote la hu-
mildad del Alcaide de la fortaleza (que tal le pareció á él el ventero, y la
venta) respondió: Para mí señor Castellano, cualquiera cosa basta, porque
mis arreos son las armas, mi descanso el pelear, etc. Pensó el huésped,
que el haberle llamado Castellano, había sido por haberle parecido de los
sanos de Castilla, aunque él era Andaluz, y de los de la playa de Sanlucar,
no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiante, ó paje, y
así le repondió: Según eso, las camas de vuestra merced serán duras pe-
ñas, y su dormir siempre velar: y siendo así, bien se puede apear, con se-
guridad de hallar en esta choza ocasión, y ocasiones para no dormir en
todo un año, cuanto más en una noche. Y diciendo esto, fué á tener del
estribo á don Quixote, el cual se apeó con mucha dificultad, y trabajo (como
aquél que en todo aquel día no se había desayunado). Dijo luego al hués-
ped, que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor
pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció tan
bueno como don Quixote decía, ni aun la mitad: y acomodádole en la ca-
balleriza, volvió á ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban desar-
mando las doncellas (que ya se habían reconciliado con él) las cuales, aun-
que le habían quitado el peto, y el espaldar, jamás supieron, ni pudieron
desencajarle la gola, ni quitarle la contrahecha celada, que traía atada
- 84 -
con unas cintas verdes, y era menester cortarlas por no poderse quitar los
nudos, mas él no lo quiso consentir en ninguna manera: y asi se quedó
toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa, y extraña
figura que se pudiera pensar: y al desarmarle (como él se imaginaba que
aquellas traídas, y llevadas que le desarmaban, eran algunas principales
señoras, y damas de aquel castillo) les dijo con mucho donaire: Nunca
fuera caballero de damas tan bien servido, como fuera don Quixote cuando
de su aldea vino, doncellas curaban del. Princesas de su rocino. O Rocinan-
te, que éste es el nombre, señoras mias, de mi caballo, y don Quixote de la
mancha el mío: que puesto que no quisiera descubrirme, fasta que las faza-
ñas fechas en vuestro servicio, y pro, me descubrieran, la fuerza de aco-
modar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote, ha sido causa
que sepáis mi nombre antes de toda sazón: pero tiempo vendrá en que las
vuestras señorías me manden, y yo obedezca, y el valor de mi brazo descu-
bra el deseo que tengo de serviros. Las mozas que no estaban hechas á oir
semejantes retóricas, no respondían palabra, sólo le preguntaron, si quería
comer alguna cosa. Cualquiera yantaría yo, respondió don Quixote, porque
á lo que entiendo, me haría mucho al caso. A dicha acertó á ser Viernes
aquel día: y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado, que
en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacalao: y en otras partes cura-
dillo, y en otras truchuela. Preguntáronle, si por ventura comería su merced
truchuela, que no había otro pescado que darle de comer. Como haya mu-
chas truchuelas, respondió don Quixote, podrán servir de una trucha, porque
eso me dá que me den ocho reales en sencillos, que en una pieza de á ocho.
Cuanto más que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera que
es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero sea lo que fuere,
venga luego, que el trabajo, y peso de las armas, no se puede llevar sin el
gobierno de las tripas. Pusiéronle la mesa á la puerta de la venta, por el
fresco, y trájole el huésped una porción del mal remojado, y peor cocido ba-
calao, y un pan tan negro, y mugriento como sus armas: pero era materia
de grande risa verle comer, porque como tenía puesta la celada, y alzada la
visera, no podía poner nada en la boca con sus manos, si otro no se lo daba,
y ponía, y así una de aquellas señoras servía deste menester: mas al darle de
beber no fué posible, ni lo fuera, si el ventero no horadara una caña, y pues-
to el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino: y todo esto lo re-
cibía en paciencia, á trueco de no romper las cintas de la celada. Estando en
esto, llegó acaso á la venta un castrador de puercos, y así como llegó, sonó
su silvato de cañas, cuatro, ó cinco veces, con lo cual acabó de confirmar
- 85 -
don Quixote, que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con mú-
sica, y que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras damas: y
el ventero, Castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su
determinación, y salida. Mas lo que más le fatigaba, era el no verse armado
caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura
alguna, sin recibir la orden de caballería.
- 86 —
CAPITULO III
Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo
don Quixote en armarse caballero
T así fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril, y limitada cena,
la cual acabada llamó al ventero, y encerrándose con él en la caballeriza,
se hincó de rodillas ante el, diciéndole: No me levantaré jamás de donde
estoy, valeroso caballero, hasta que la vuestra cortesía me otorgue un don
que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra, y en pro del
género humano. El ventero que vio á su huésped á sus pies, y oyó seme-
jantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse, ni decirle,
y porfiaba con el que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de
decir que él le otorgaba el don que le pedía. No esperaba yo menos de la
gran magnificencia vuestra, señor mío, respondió don Quiiote, y así os
digo, que el don que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido
otorgado, es, que mañana en aquel día me habéis de armar caballero: y
esta noche en la capilla deste vuestro castillo velaré las armas, y mañana,
como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se
debe, ir por todas las cuatro partes del mundo, buscando aventuras en pro
de los menesterosos, como está á cargo de la caballería, y de los caballeros
andantes, como soy yo, cuyo deseo á semejantes hazañas está inclinado.
El ventero (que como está dicho) era un poco socarrón, y ya tenía algunos
barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando
acabó de oír semejantes razones: y por tener que reir aquella noche, de-
terminó de seguirle el humor, y así le dijo, que andaba muy acertado en
lo que deseaba, y que tal propuesto era propio, y natural de los caballeros
tan principales, como él parecía, y como su gallarda presencia mostraba:
y que él asimismo en los años de su mocedad, se había dado á aquel hon-
roso ejercicio, andando por diversas partes del mundo, buscando sus aven-
turas, sin que hubiese dejado los percheles de Málaga, islas ác Riarán,
compás de Sevilla, azoguejo de Segovia, la olivera de Valencia, rondilla de
Granada, playa de Sanlucar, potro de Córdoba, y las Teudillas de Toledo,
y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies,
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sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viu-
das, deshaciendo algunas daac9llas, y engañando á algunos pupilos, y
finalmente dándose á conocer por cuantas audiencias, y tribunales hay casi
en toda España: y que á lo último se había venido á recoger á aquel su
«astillo, donde vivía con su hacienda, y con las agenas, recogiendo en él
á todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad, y condición que fue-
sen, sólo por la mucha afición que les teníü,, y porque partiesen con él
de sus haberes, en pago de su buen deseo. Díjole también, que en aquel
su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque
estaba derribada para hacerla de nuevo: pero que en caso de necesidad, él
sabía que se podían velar dondequiera, y que aquella noche las podría
velar en un patio del castillo, que á la mañana, siendo Dios servido, se
harían las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado caba-
llero, y tan caballero que no pudiese ser más en el mundo. Preguntóle si
traía dineros, respondió don Quixote, que no traía blanca, porque él nunca
había leído en las historias de los caballeros andantes, que ninguno los hu-
biese traído. A esto dijo el ventero, que se engañaba, que puesto caso que
en las historias no se escribía, por haberles parecido á los autores dalla,
que no era menester escribir una cosa tan clara, y tan necesaria de traerse,
como eran dineros, y camisas limpias, no por eso se había de creer, que no
los trajeron: y así tuviese por cierto, y averiguado, que todos los caballeros
andantes, de que tantos libros están llenos, y atestados, llevaban bien he-
rradas las bolsas por lo que pudiese sucederles, y que asimismo llevaban
camisas, y una arqueta pequeña llena de ungüentos, para curar las heridas
que recibían, porque no odas veces en los campos, y desiertos donde se
combatían, y salían heridos, había quien los curase, si ya no era, que
tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo
por el aire en alguna nube alguna doncella, ó Enano, con alguna redoma
de agua de tal virtud, que en gustando alguna gota della, luego al punto
quedaban sanos de sus llagas, y heridas, como si mal alguno hubiesen
tenido: mas que en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caba-
lleros por cosa acertada, que sus escuderos fuesen provistos de dineros, y
de otras cosas necesarias, como eran hilas, y ungüentos para curarse: y
cuando sucedía, que los tales caballeros no tenían escuderos (que eran
pocas, y raras veces) ellos mismos lo llevaban todo en unas alforjas muy
sutiles, que casi no se parecían, á las ancas del caballo, como que era otra
cosa de más importancia: porque no siendo por ocasión semejante, esto de
llevar alforjas, no fué muy admitido entre los caballeros andantes: y por
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esto le daba por consejo, pues aún se lo podía mandar como á su ahijado»
que tan pronto lo había de ser, que no camínase de alli adelante sin dine-
ros, y sin las precaucioues recibidas, y que vería cuan bien se hallaba con
ellas, cuando menos lo esperase. Prometióle don Quixote, de hacer lo que
se le aconsejaba con toda puntualidad: y así se dio luego orden como ve-
lase las armas, en un corral grande que á un lado de la venta estaba, y
recogiéndolas don Quíxote todas, las puso sobre una pila que junto á
un pozo estaba: y embrazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil
continente se comenzó á pasear delante de la pila, y cuando comenzó el
paseo, comenzaba á cerrar la noche. Contó el ventero á todos cuantos
estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas, y la
armazón de caballería que esperaba. Admirándose de tan extraño género-
de locura, íuéronselo á mirar desde lejos, y vieron que con sosegado ade-
mán, unas veces se paseaba, otras arrimado á su lanza, ponía los ojos en
las armas, sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la
noche con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se la
prestaba: de manera, que cuanto el novel caballero hacía, era bien visto de-
todos. Antojósele en esto á uno de los harrieros que estaban en la venta,
ir á dar agua á su recua, y fué [menester quitar ¿las armas de don Quixote,
que estaban sobre la pila, el cual viéndole llegar, en voz alta le dijo: O tu
quien quiera que seas atrevido caballero, que llegas á tocar las armas del
más valeroso andante, que jamás se ciñó espada, mira lo que haces, y ño-
las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento. No se
curó el harriero de estas razones, (y fuera mejor que se curara, porque-
fuera curarse en salud) antes trabando de las correas, las arrojó gran trecho-
de sí. Lo cual visto por don Quixote, alzó los ojos al cielo, y puesto el pen-
samiento (á lo que pareció) en su señora Dulcinea, dijo: Acorredme señora
mía en esta primera afrenta, que á este vuestro avasallado pecho se le ofrece,
no me desfallezca en este primer trance vuestro favor, y amparo: y diciendo
estas, y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza á dos
manos, y dio con ella tan gran golpe al harriero en la cabeza, que le de-
rribó en el suelo tan maltrecho, que si segundara con otro, no tuviera
necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas, y tornó
á pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí á poco, sin sabérse-
lo que había pasado, (porque aún estaba aturdido el harriero) llegó otro
con la misma intención, de dar agua á sus mulos, y llegando á quitar las
armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quixote palabra, y sin
pedir favor á nadie, soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la lanza, y sin
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hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo harriero, porque
se la abrió por cuatro: al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre
ellos el ventero. Viendo esto don Quixote, embrazó su adarga, y puesta
mano á su espada, dijo: O señora de la hermosura esfuerzo, y vigor del
debilitado corazón mío, ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu gran-
deza, á este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo.
Con esto cobró á su parecer tanto ánimo, que si le acometieran todos los
harrieros del mundo, uo volviera el pie atrás. Los compañeros de los
heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos á llover piedras sobre
don Quixote, el cual lo mejor que podía, se reparaba con su adarga, y no
se osaba apartar de la pila, por no desamparar las armas. El ventero daba
voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por
loco se libraría, aunque los matase á todos. También don Quixote las daba
mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo
era un follón, y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía, que
se tratasen los andantes caballeros, y que si él hubiera recibido la orden
de caballería, que él le diera ú entender su alevosía, pero de vosotros, soez
y baja canalla, no hago caso alguno. Tirad, llegad, venid, y oféndeme en
cuanto pudieres, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez
y demasía. Decía esto con tanto brío, y denuedo, que infundió un terrible
temor en los que le acometían: y asi por esto, como por las persuasiones
del ventero, le dejaron de tirar: y él dejó retirar á los heridos y tornó á
la vela de sus armas, con la misma quietud y sosiego que primero. No le
parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar,
y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia suce-
diese, y así llegándose á él, se disculpó de la insolencia que aquella gente
baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna: pero que bien
castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le había dicho,
que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer, tam-
poco era necesaria, que todo el toque de quedar armado caballero, consistía
en la pescozada, y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial
de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer: y que
ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas
dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que él había estado más de
cuatro. Todo se lo creyó don Quiíote, y dijo, que él estaba allí presto para
obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese, porque
si fuese otra vez acometido, y se viese armado caballero, no pensaba de-
jar persona viva en il castillo, excepto aquellas que él le mandase, á quien
— 90 —
por 911 respeto dejaría. Advertido y medroso desto el Castellano, trajo luego
un libro donde asentaba la paja, y cebada que daba á loa harrieros, y con
un cabo de vela que le traía un muchacho, y con la3 ya dichas doncellas,
se vino á donde don Quixote estaba, al cual mandó hincar de rodillas, y
leyendo en su manual (como que decía alguna devota oración) en mitad
de la leyenda, alzó la mano, y dióle sobre el cuello un gran golpe, y tras
él con su misma espada un gentil espaldarazo (siempre murmurando entre
dientes, como que rezaba). Hecho esto, mandó á una de aquellas damas
que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura, y discre-
ción, porque no fué menester poca para no reventar de risa á cada punto
de las ceremonias: pero las proezas que ya habían visto del novel caballero,
les tenía la risa á raya. Al ceñirle la espada, dijo la buena señora: Dios
haga á vuestra merced muy venturoso caballero, y le dé ventura en lideS'
Don Quixote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí ade-
lante á quién quedaba obligado, por la merced recibida, porque pensaba
darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo.
Ella respondió con mucha humildad, que se llamaba la Tolosa, y que era
hija de un remendón natural de Toledo, que vi fía á las tendillas de San-
chobienaya, y que dondequiera que ella estuviese le serviría, y le tendría
por señor. Don Quixote le replicó, que por su amor le hiciese merced, que
de allí adelante se pusiese don, y se llamase doña Tolosa. Ella se lo pro-
metió: y la otra le calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo co-
loquio que con la de la espada. Preguntóle su nombre, y dijo que se lla-
maba la Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera:
á la cual también rogó don Quixote, que se pusiese don, y se llamase doña
Molinera, ofreciéndole nuevos servicios, y mercedes. Hechas pues de
galope, y apriesa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don
Quixote de verse á caballo, y salir buscando las aventuras: y ensillando
luego á Eocinante, subió en él, abrazando á su huésped, le dijo cosas tan
extrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es
posible acertar á referirlas. El ventero por verle ya fuera di la venta, con
no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió á las suyas,
y sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir á la buena hora .
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CAPITULO IV
De lo que le sucedió á nuestro caballero cuando
salió de la venta
La del alba sería, cuando don Quixote salió de la venta, tan contento,
tan gallardo, tan alborozado, por verse ya armado caballero, que el gozo
le reventaba por las cinchas del caballo. Mas viniéndole á la memoria los
consejos de su huésped, cerca de las prevenciones tan necesarias que había
de llevar consigo, especial la de los dineros, y camisas, determinó volver á
su casa, y acomodarse de todo, y de un escudero: haciendo cuenta de reci-
bir á un labrador vecino suyo, que era pobre, y con hijos, pero muy apro-
pósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió
á Rocinante hacia su aldea, el cual casi conociendo la querencia, con tanta
gana comenzó á caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo.
No había andado mucho, cuando le pareció que á su diestra mano, de la
espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como
de persona que se quejaba. Y apenas las hubo oido, cuando dijo: Gracias
doy al cielo por la merced que me hace, pues tan pronto me pone ocasio-
nes delante, donde yo pueda cumplir con lo que debo á mi profesión, y
donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda
son de algún menesteroso, ó menesterosa, que ha menester mi favor, y
ayuda, y volviendo las riendas, encaminó á Rocinante hacia donde le pa-
reció que las voces salían. Y á pocos pasos que entró por el bosque, vio
atada una yegua á una encina, y atado en otra aun muchacho, desnudo de
medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las
voces daba: y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos
azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una re-
prensión, y consejo: porque decía: La lengua queda, y los ojos listos. Y el
muchacho respondía: No lo haré otra vez, señor mío, por la pasión de
Dios, que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante mas
cuidado con el hato. Y viendo don Quixote lo que pasaba, con voz airada
dijo: Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se
puede, subid sobre vuestro caballo, y tomad vuestra lanza (que también
tenía una lanza arrimada á la encina, adonde estaba arrendada la yegua)
que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo. El labrador
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que vio sobre sí aquella figura llena de armas, blandiendo la lanza sobre
su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió: Sefior ca-
ballero, este muchacho que estoy castigando, es un mi criado, que me
sirve de guardar una manada de ovejas, que tengo en estos contornos, el
cual es tan descuidado, que cada dia me falta una, y porque castigo su
descuido, ó bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagarle la
soldada que le debo, y en Dios, y en mi ánima que miente. Miente de-
lante de mí, ruin villano, dijo don Quixote, por el sol que nos alumbra,
que estoy por pasaros de parte á parte con esta lanza, pagadle luego sin
más réplica, sino por el Dios que nos rige que os concluya, y aniquile en
este punto: y sin responder palabra desató á su criado. Al cual preguntó
don Quixote, que cuánto le debía su amo: el dijo que nueve meses, á siete
reales cada mes. Hizo la cuenta don Quixote, y halló que montaban se-
tenta, y tres reales: y díjole al labrador que al momento los desembolsase,
sino quería morir por ello. Respondió elmedroco villano, que para el paso
en que estaba, y juramento que había hecho (y aún no había jurado nada)
que no eran tantos: porque se le habían de descontar, y recibir en cuenta
tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le
habían hecho estando enfermo. Bien está todo eso, replicó don Quixote:
pero quédense los zapatos, y las sangrías, por los azotes que sin culpa le
habéis dado, que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagasteis,
vos le habéis roto el de su cuerpo: y si le sacó el barbero sangre estando
enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado: así que por esta parte no os
debe nada. El daño está señor caballero, en que no tengo aquí dineros,
véngase Andrés conmigo á mi casa, que yo se los pagaré un real sobre
otro. Irme yo con él, ¿ijo el muchacho, mas mal año, mi señor, ni por
pienso, porque en viéndose solo, me desollará como á un S. Bartolomé. No
hará tal, replicó don Quixote, basta.que yo se lo mande, para que me tenga
respeto: y con que me lo jure, poí la ley de caballería que ha recibido, le
dejaré ir libre, y aseguraré la paga. Mire vuestra merced señor, lo que
dice, dijo el muchacho, que este mi amo no es caballero, ni ha recibido
orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo el rico, el vecino del
Quintanar. Importa poco eso, respondió don Quixote, que Haldudos puede
haber caballeros: cuanto mas, que cada uno es hijo de sus obras. (1).
(1) A pesar de la manifestación de Cervantes, yo nunca creí que el
Juan Haldudo fuese del Quintanar, pues conozco perfectamente el camino
que conduce á la próxima aventura de los mercaderes.
La escena en que «pinta» cómo desollaban vivo al cabrerillo Andrés,
— 93 —
Así es verdad, dijo Andrés: pero este mi amo de qué obras es hijo,
pues me niega mi soldada, y mi sudor, y trabajo? No niego hermano An-
drés, respondió el labrador, y hacedme placer de veniros conmigo, que yo
juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo de pagaros
como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados. Del sanmerio os
hago gracia, dijo don Quixote, dádselos en reales, que con eso me conten-
to: y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado, sino por el mismo ju-
ramento os juro, de volver á buscaros, y castigaros, y que os tengo de ha-
llar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quien
os manda esto para quedar con más veras obligado á cumplirlo: Sabed que
3^0 soy el valeroso don Quixote de la Mancha, el desfacedor de agravios, y
sinrazones, y á Dios quedad: y no se os aparte de las mientes lo prometi-
do, y jurado, so pena de la pena pronunciada. Y en diciendo esto, picó á su
llocinante, y en breve espacio se apartó dellos. Siguióle el labrador con los
ojos, y cuando vio que había traspuesto del bosque, y que ya no parecía,
volvió á su criado Andrés, y díjole: Venid acá hijo mío, que os quiero pa-
gar lo que os debo, como aquel deshacedor de agravios me dejó mandado.
Eso juro yo, dijo Andrés, y como que andará vuestra merced acertado en
cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva, (jue
según es de valeroso, y de buen juez, vive Roque que si no me paga, que
vuelva, y ejecute lo que dijo. También lo juro yo; dijo el labrador, pero
por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda, para acrecentar
la paga. Y asiéndole del brazo le tornó á atar á la encina, donde le dio
tantos azotes, que le dejó por muerto. Llamad señor Andrés ahora, decía
el labrador, al desfacedor de agravios veréis como no desjacc aqueste,
aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de deso-
llaros vivo, como vos temíais: pero al fin le desató, y le dio licencia que
fuese ú buscar á su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia,
Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir á buscar al valeroso don
Quixote de la Mancha, y contarle punto por punto lo que había pasado, y
tiene su explicación topográfica en el Estrecho del Ahogadero, al pie de la
Sierra de San Andrés; siguiendo ésta, se llega á la Sierra de los Caldero-
nes, y, al final, se halla la Aldea del Hoyo, de donde era el Haldudo de
nuestro cuento.
Ahora bien, como este punto <ha sido rozado por un escritor» sin que
pueda asegurar el grado Je consciencia con que lo hizo, lo dejo correr
hasta que pase el centenario; pero á partir de esa fecha quedo relevado
de este voto.
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que se lo había de pagar con las setenas. Pero con todo esto él se partió
llorando, y su amo se quedó riendo, y desta manera deshizo el agravio el
valeroso don Quixote, el cual contentísimo de lo sucedido, pareciéndole
que había dado felicísimo, y alto principio á sus caballerías, con gran sa-
tisfacción de si mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo á media
voz: Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ó
sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso, pues te cupo en suerte, tener
■ sujeto, y rendido á toda tu voluntad, y talante, á un tan valiente, y tan
nombrado caballero, como lo es, y será don Quixote de la Plancha: el cual
(como todo el mundo sabe) ayer recibió la orden de caballería, y hoy ha
desfecho el mayor tuerto, y agravio, que formó la sinrazón, y cometió la
crueldad. Hoy quitó el látigo de la mano á aquel despiadado enemigo, que
tan sin ocasión vapuleaba á aquel delicado infante. En esto llegó á un ca-
mino que en cuatro se dividía, y luego se le vino á la imaginación las en-
crucijadas donde los caballeros andantes se ponían á pensar cual camino
de aquellos tomarían: y por imitarlos, estuvo un rato quedo, y al cabo de
haberlo muy bien pensado soltó la rienda á Rocinante, dejando á la volun-
tad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fué el irse ca-
mino de su caballeriza. Y habiendo andado como dos millas, descubrió don
Quixote un gran tropel de gente, que, como después se supo, eran unos
mercaderes Toledanos, que iban á comprar seda á Murcia. Eran seis, y
venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados á caballo, y tres mozos
de muías á pie. Apenas los divisó don Quixote, cuando se imaginó ser cosa
de nueva aventura: y por imitar en todo cuanto á él le parecía posible, los
pasos que había leído en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que
pensaba hacer. Y asi, con gentil continente, y denuedo, se afirmó en los
estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho, y puesto en la mitad del
camino, estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen, que
ya él por tales los tenía, y juzgaba: y cuando llegaron á trecho que ge pu-
dieron ver, y oír, levantó don Quixote la voz, y con ademán arrogante dijo:
Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa, que no hay en el
mundo todo doncella más hermosa que la Emperatriz de la Mancha, la sin
par Dulcinea del Toboso. Paráronse los mercaderes al son destas razones,
y á ver la extraña figura del que las decía: y por la figura, y por ellas
luego echaron de ver la locura de su dueño, mas quisieron ver despacio, en
qué paraba aquella confesión, que se les pedía, y uno dellos que era un
poco burlón, y muy mucho discreto, le dijo: Señor caballero, nosotros no
conocemos quién sea esa buena señora que decís, mostrádnosla, que si ella
— 95 —
fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana, y sin apremio
alguno confesaremos la verdad, que por parte vuestra nos es pedida. Si os
la mostrara, replicó don Quixote, qué hicierais vosotros en confesar una
verdad tan notoria, la importancia está, en que sin verla lo habéis de creer,
confesar, afirmar, jurar y defender, donde no conmigo sois en batalla,
gente descomunal, y soberbia: que ahora vengáis uno á uno (como pide la
orden de caballería) ora todos juntos, como es costumbre, y mala usanza
de los de vuestra ralea, aquí os aguardo, y espero, confiado en la razón que
de mi parte tengo. Señor caballero, replicó el mercader, suplico á vuestra
merced, en nombre de todos estos Príncipes, que aquí estamos, que por-
que no carguemos nuestras conciencias, confesando una cosa por nosotros
jamás vista, ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las Reinas de la Al-
carria, y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún
retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo, que por
el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos, y seguros, y
Vuestra merced quedará contento, y pagado: y aún creo que estamos ya tan
de su parte, que aunque su retrato nos muestre, que es tuerta de un ojo,
y que del otro le mana bermellón, y piedra azufre, con todo eso por com-
placer á vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere. Ko le
mana, canalla infame, respondió don Quixote encendido en colera, no le
mana digo eso que decís, sino ámbar, y algalia entre algodones: y no es
tuerta, ni corcobada, sino más derecha que un uso de Guadarrama: (1) pero
(1) Los toledancs que iban á Murcia, debe considerarse un sofisma para
encubrir la verdad. Nadie ignora en la región que por el puerto del Mo-
chuelo ó por el del Muradal^ según do donde procedían ó á la parte que
se dirigían, se trasladaban los harrieros á las provincias de Córdoba ó
Jaén para comprar aceite; acordándome haber oido referir, en distintas
ocasiones, que los Montoreños, particularmente, llamaban Toledanos á
todos sus compradores, sin distinción de provincia.
Pero lo que tiene «la gracia por arrobas», es el embolismo que forma
defendiendo á las Emperatrices de la Mancha, &... para terminar asegu-
rando que Dulcinea ev más derecha que un huso de Guadarrama.
Asegura el Sr. de Toro Gómez, que los críticos Cowle, A.sensio, Cíe-
mcncín ('?), Cortejón y otros, ya discutieron suficientemente este extre-
mo; pero como yo no opino del mismo modo, con su permiso *voy ó
echar mi cuarto á espadas» (pues también soy hijo de Dios), por creerlo
más armónico con la locución: «Estar ó ser, más derecho que un huso de
Gíiadarrama* .
Cuantos se dedicaron á sacar punta á las agujas de hielo con que ador-
na «Mamá Naturaleza» á la Sierra de este nombre que atraviesa por
territorio de los antiguos Vaceos, vieron visiones y han perdido un
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vosotros pagareis la gran blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad
«orno es la de mi señora. Y en diciendo esto, arremetió con la lanza baja,
contra el que lo había dicho, con tanta furia, y enojo, que si la buena suer-
te no hiciera, que en la mitad del camino tropezara, y cayera Rocinante,
lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó liociuante, y fué rodando su amo
una buena pieza por el campo, y queriéndose levantar, jamás pudo: tal em-
barazo le causaban la lanza, adarga, espuelas, y celada, con el peso de las
antiguas armas. Y entretanto que pugnaba por levantarse, y no podía, es-
taba diciendo: Non fuyades gente cobarde, gente cautiva atended, que no
por culpa raía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido. Un mozo de muías
de los que allí venían, que no debía de ser muy biea intencionado, oyeado
decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir, sin darle la res-
puesta en las costillas. Y llegándose á él, tomó la lanza, y después de ha-
berla hecho pedazos, con uno de ellos comenzó á dar á nuestro Don Quixo-
te tantos palos, que á despecho, y pesar de sus armas, le molió como cibe-
ra. Dábanle voces sus amos, que no le diese tanto, y que le dejase: pero
estaba ya el mozo picado, y no quiso dejar el juego, hasta envidar todo el
resto de su cólera: y acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó
de deshacer sobre el miserable caído, que con toda aquella tempestad de
palos que sobre él vía, no cerraba la boca, amenazando al cielo, y á la tie-
rra, y á los Malandrines, que tal le parecían. Cansóse el mozo, y los mer-
tiempo precioso; demostración al canto: «La vara larga que en posición
vertical susteiita el rocadero donde tienen engarce la rueca de hilar ó el basti-
dor de la devanadera, esa, digo que es el huso á 'que se refería Cerrantes, que
trataba asuntos vianchegos exclusivamente, y por convenir con la locución, pues
tiene que ser y estar derecha».
Era la señora de sus pensamientos ¡nada menos! el objeto de la com-
paración, y, además, el que va á dilucidar este enigma por todos los si-
glos venideros es Hamete, que aún no se ha examinado de Geografía, ni
de Topografía, ni de refranes.
Entre la Aldea de Huertezuelas de Sierra Morena y buscando el término
municipal de Calzada de Calatrava para revolver al del Viso del Mar-
qués, se espacia una «montañuela» conocida geográficamente por Sierra
Baja, que afecta á la forma de herradura algo irregular.
La ])unta E., por poniente se denomina ¡ Umbría de Guadarranm!: De
este sitio cortaban las varillas para hacer los husos, y allí nació la frase-
cita que desveló á unos cuantos.
Y en donde cierra el semicírculo por la parte N., existe un cerro que
recibe el requetesaladísimo y significativo apodo de <íLos Mirones^.
Estos lugares lindan con los de la aventura anterior.
(Véase el gráfico).
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caderes siguieron su camino, llevando que contar en todo él del pobre apa-
leado; el cual después que se vio solo, tornó á probar si podía levantarse:
pero sino lo pudo hacer cuando sano, y bueno, cómo lo haría molido, y
casi desecho? y aún se tenía por diciioso, pareciéndole que aquella era
propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía á la falta de
su caballo, y no era posible levantarse, según tenía abrumado todo el
cuerpo.
- 99 —
CAPÍTULO V
Donde se prosigue la narración de la desgracia
de nuestro caballero.
Viendo pues que en efecto no podía menearse, acordó de acogerse á su
ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros, y trájole
su locura á la memoria aquel de Baldovinos, y del Marqués de Mantua
cuando Carloto le dejó herido en la montiña, historia sabida de los niños,
no ignorada de los mozos, celebrada, y aún creída de los viejos: y con todo
esto, no más verdadera que los milagros de Mahoma. Esta pues le pareció
á él que le venía de molde, para el paso en que se hallaba: y así con mues-
tras de grandes sentimientos, se comenzó á volcar por la tierra, y á decir
con debilitado aliento, lo mismo que dicen decía el herido caballero del
bftsque: Dónde estás señora mía, que no te duele mi mal? ó no lo sabes
señora, ó eres falsa, ó desleal. Y desta manera fué prosiguiendo el roman-
ce, hasta aquellos versos que dicen: O noble Marqués de Mantua, mi tío,
y señor carnal. Y quiso la suerte, que cuando llegó á este verso, acertó á
pasar por allí un labrador de su mismo lugar, y vecino suyo, que venía de
llevar una carga de trigo al molino: el cual viendo aquel hombre allí ten-
dido, se llegó á él, y le preguntó, que quién era, y qué mal sentía, que tan
tristemente se quejaba? Don Quiíote creyó sin duda, que aquél era el Mar-
qués de Mantua su tío, y así no le respondió otra cosa, sino fué proseguir
en su romance, donde le daba cuenta de su desgracia, y de ios amores del
hijo del Emperante con su esposa, todo de la misma manera que el roman-
ce lo canta. El labrador estaba admirado, oyendo aquellos disparates, y
quitándole la visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió
el rostro, que lo tenía lleno de polvo. Y apenas le hubo limpiado cuando le
conoció, y le dijo: Señor Quixada (que así se debía de llamar cuando él
tenía juicio, y no había pasado de hidalgo sosegado, á caballero andante)
quién á puesto á vuestra merced desta suerte: pero él seguía con su roman-
ce á cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo
le quitó el peto, y espaldar, para ver si tenía alguna herida, pero no vio
sangre, ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco traba-
— 100 —
jo le subió sobre su jumento, por parecerle caballería más sosegada. Reco-
gió las armas, hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante, al
cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pue-
blo, bien pensativo de oír los disparates que Don Quiíote decía: y no me-
nos iba Don Quiíote, que de puro molido, y quebrantado no se podía tener
sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía
en el cielo, de modo, que de nuevo obligó á que el labrador le preguntase,
le dijese qué mal sentía: y no parece sino que el diablo le traía ala memo-
ria los cuentos acomodados á sus sucesos, porque en aquel punto, olvidán-
dose de Baldovinos, se acordó del Moro Abindarraez, cuando el Alcaide
de Antequera, Rodrigo de Narvaez le prendió, y llevó preso á su Alcaidía.
De suerte, que cuando el labrador le volvió á preguntar que cómo estaba,
y qué sentía, le respondió las mismas palabras, y razones, que el cautivo
Abencerraje respondía á Rodrigo de Narvaez, del mismo modo que él ha-
bía leído la historia en la Diana de Jorge de Montemayor, donde se escri-
be: aprovenchándose della tan de propósito, que el labrador se iba dando
al diablo de oir tanta máquina de necedades, por donde conoció, que su ve-
cino estaba loco, y dábale priesa á llegar al pueblo, por excusar el enfado
que Don Quixote le causaba con su larga arenga. Al cabo de lu cual dijo:
Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narvaez, que esta hermosa
Xarifa que he dicho, es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo
he hecho, hago, y haré los más famosos hechos de caballerías que se han
visto, vean, ni verán en el mundo. A esto respondió el labrador: Mire vues-
tra merced señor, pecador de mí; que yo no soy don Rodrigo de Narvaez,
ni el Marqués de Mantua, sino Pedro Alonso su vecino: ni vuestra merced
es Baldovinos, ni Abindarraez, sino el honrado hidalgo del señor Quixada.
Yo sé quien soy, respondió Don Quixote, y sé que puedo ser, no sólo los
que he dicho, sino todos los doce pares de Francia, y aun todos los nueve
de la Fama, pwes á todas las hazañas que ellos todos juntos, y cada uno
por sí hicieron, se aventajarán las mías. En estas pláticas, y en otras
semejantes, llegaron al lugar, á la hora que anochecía: pero el labrador
aguardó á que fuese algo más noche, porque no viesen al molido hidal-
go tan mal caballero. Llegada pues la hora que le pareció, entró en el pue-
blo, y en la casa de Don Quiíote, la cual halló toda alborotada, y estaban
en ella el Cura, y el Barbero del lugar, que eran grandes amigos de Dou
Quiíote, que estaba diciéndoles su ama á voces: Qué le parece á vuestra
merced, señor Licenciado Pero Pérez (que así se llamaba el Cura) de la
desgi'acia de mi señor, seis días hace que no parecen él, ni el rocín, ni la
— lOI —
adarga, ni la lanza, ni las armas: desventurada de mí, que me doy á enten-
der, y así es ello la verdad: como nací para morir, que estos malditos li-
bros de caballerías que él tiene, y suele leer tan de ordinario, le han vuel-
to el juicio, que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces, hablan-
do entre sí, que quería hacerse caballero andante, é irse á buscar las aven-
turas por esos mundos. Encomendados sean á Santanás, y á Barrabás tales
libros, que así han echado á perder el más delicado entendimiento que ha-
bía en toda la Mancha. La sobrina decía lo mismo, y aún decía más: Sepa
señor Maese Nicolás, (que éste era el nombre del Barbero), que muchas
veces le aconteció á mi señor tío, estarse leyendo en estos desalmados li-
bros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales, arroja-
ba el libro de las manos, y ponía mano á la espada, y andaba á cuchilladas
con las paredes, y cuando estaba muy cansado, decía que había muerto á
cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio,
decía que era sangre de las heridas que había recibido en la batalla, y
bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado,
diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida, que le había traído
el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo: mas yo me tengo la
culpa de todo, que no avisé á vuestras mercedes de los disparates de mi
seSor tío, para que lo remediaran, antes de llegar á lo que ha llegado, y
quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que bien
merecen ser abrasados, como si fuesen de hereges. Esto digo yo también,
dijo el Cura, y á íé que no se pase el día de mañana, sin que dellos no se
haga acto público, y sean condenados al fuego, porque no den ocasión á
quien los leyere, de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho.
Todo esto estaban oyendo el labrador, y Don Quixote, con que acabó de
entender el labrador la enfermedad de su vecino, y así comenzó á decir á
Toces: Abran vuestras mercedes al señor Baldo vinos, y al señor Marqués
de Mantua que viene mal ferido, y al señor Moro Abindarraez, que trae
cautivo el valeroso Rodrigo de Narvaez Alcaide de Antequera. A estas vo-
ces salieron todos, y como conocieron los unos á su amigo, las otras á su
amo, y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque no podía,
orrieron á abrazarle. El dijo: Ténganse todos, que vengo mal ferido por
la culpa de mi caballo: llévenme á mi lecho, y llámese, si fuere posible, á
la sabia Urganda, que cure, y cate de mis feridas. Mirad en hora mala,
dijo á este punto el ama, si me decía á mí bien mi corazón, del pie que
cojeaba mi señor: Sul)a vuestra merced en huen hora, que sin que venga
esa Urganda le sobremos curar. Malditos digo sean otra vez, y otras cien
— IQZ
to, estos libros de caballerías, que tan mal han parado á vuestra merced.
Lleváronle luego á la cama, y catándole las heridas, no le hallaron ningu-
na: y él dijo, que todo era molimiento, por haber dado una gran caída cou
Bocinante su caballo, combatiéndose con diez Jayanes, los más desafora-
dos, y atrevidos, que se pudieran hallar en gran parte de la tierra. Ta, ta,
dijo el Cura, Jayanes hay en la danza, para mi santiguada, que yo los
queme mañana antes que llegue la noche. Hiciéronle á Don Quixote mil
preguntas, y á ninguna quiso responder otra cosa, sino que le diesen de
comer, y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba. Hízose así,
y el Cura se informó muy á la larga del labrador, del modo que había
hallado á Don Quiíote: él se lo contó todo, con los disparates que al hallar-
le, y al traerle había dicho, que fué poner más deseo en el Licenciado, de
hacer lo que otro día hizo, que fué llamar á su amigo el Barbero Maesa
Nicolás, con el cual se vino á casa de Don Quixote.
103 —
CAPITULO VI
Del donoso, y grande escrutinio que el Cura, y el
Barbero hicieron en la librería de nuestro inge-
nioso hidalgo.
El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves á la sobrina del aposento,
donde estaban los libros, autores del daño, y ella se las dio de muy buena
gana: entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien
cuerpos de libros grandes muy bien encuadernados, y otros pequeños: y
así como el ama los vio, volvióse á salir del aposento con gran priesa, y
tornó luego con una escudilla de agua bendita, y un hisopo, y dijo: Tome
vuestra merced señor Licenciado, rocíe este aposento, no esté aquí algún
encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena
de Ja que les queremos dar, echándolos del mundo. Causó risa al Licen-
ciado la simplicidad del ama, y mandó al Barbero que le fuese dando de
aquellos libros uno á uno, para ver de que trataban, pues podía ser hallar
algunos que no mereciesen castigo de fuego. No, dijo la sobrina, no hay
para qué perdonar á ninguno, porque todos han sido los dañadores, mejor
será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos, y
pegarles fuego, y sino llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no
ofenderá el humo. Lo mismo dijo el ama, tal era la gana que las dos tenían
de la muerte de aquellos inocentes, mas el Cura no vino en ello, sin pri-
mero leer los títulos. Y el primero, que Maese Nicolás le dio en las ma-
nos, fué los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el Cura: Parece cosa de
misterio esta, porque según he oido decir, este libro fué el primero de ca-
ballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado prin-
cipio y origen deste, y así me parece, que como á dogmatizador de una
secta tan mala, le debemos sin escusa alguna condenar al fuego. No señor,
dijo el barbero, que también he oido decir, que es el mejor de todos los
libros que de este género se han compuesto, y así como á único en su arte
se debe perdonar. Así es verdad, dijo el Cura, y por esa razón se le otorga
la vida por ahora. Veamos esotro que está junto á él. Es, dijo el barbero,
las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula. Pues en
— 104 —
verdad, dijo el Cura, que no le ha de valer al hijo la bondad del padre:
Tomad señora ama, abrid esa ventana, y echadle al corral, y dé principio
al montón de la hoguera que se ha de hacer. Hízolo así el ama con mucho
contento, y el bueno de Esplandián fué volando al corral, esperando con
toda paciencia el fuego que le amenazaba. Adelante, dijo el Cura. Este
que viene, dijo el barbero, es Amadís de Grecia, y aun todos los deste lado,
á lo que creo, son del mismo linaje de Araadis. Pues vayan todos al corral,
dijo el Cura, que á trueque de quemar á la Reina Pitiquiniestra, y al
Pastor Dariniel, y á sus Églogas, y á las endiabladas y revueltas razones
de su autor, quemara con ellos al padre que mí engendró, si anduviera en
figura de caballero andante. De ese parecer soy yo, dijo el barbero: y aun
yo, añadió la sobrina. Pues asi es, dijo el ama, vengan, y al corral con
ellos, Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera, y dio con
ellos por la ventana abajo. Quién es ese tonel, dijo el Cura. Este es, respon-
dió el barbero, don Olivante de Laura. El autor des€ libro, dijo el Cura,
fué el mismo que compuso á Jardín de Flores, y en verdad que no sepa
determinar, cual de los dos libros es más verdadero, ó por decir mejor,
menos mentiroso, sólo sé decir, que éste irá al corral, por disparatado, y
arrogante. Este que se sigue, es Florismarte de Hircarnia, dijo el barbero.
Ahí está el señor Florismarte, replicó el Cura, pues á fe, que ha de parar
pronto on el corral, á pesar de su extraño nacimiento, y soñadas aventuras,
que no da lugar á otra cosa la dureza, y sequedad de su estilo. Al corral
con él, y con esotro, señora ama. Que rae place señor mío, respondió ella,
y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado. Este es el caballero
Platir, dijo el barbero. Antiguo libro es ese, dijo el Cura, y no hallo en él
cosa que merezca venia: acompañe á los demás sin réplica, y así fué hecho.
Abrióse otro libro, y vieron que tenía^ por título, el Caballero de la Cruz,
por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignoran-
cia, mas también se suele decir, tras la Cruz está el diablo, vaya al fuego.
Tomando el barbero otro libro, dijo: Este es Espejo de caballerías. Ya
conozco á su merced, dijo el Cura, ahí anda el señor Reinaldos de Mon-
talbán, con sus amigos, y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce
Pares con el verdadero historiador Turpín, y en verdad que estoy por con-
denarlos no más que á destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de
la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el
Cristiano Poeta Ludovico Ariosto, al cual si aquí le hallo, y que habla en
otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno, pero si habla en
su Idioma, le pondré sobre mi cabeza. Pues yo le tengo en Italiano, dijo
~ 105 —
el barbero, mas no lo entiendo. Ni aun fuera bien que vos le entendierais,
respondió el Cura, y aquí le perdonáramos al señor Capitán, que no le
hubiera traido á España, y hecho Castellano, que le quitó mucho de su
natural valor, y lo mismo harán todos aquellos que los libros de verso qui-
sieren volver en otra lengua, que por mucho cuidado que pongan, y habi-
lidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer
nacimiento. Digo en efecto, que este libro, y todos los que se hallaren que
tratan destas cosas de Francia, se echen, y depositen en un pozo seco,
hasta que con más acuerdo se vea, lo que se ha de hacer dellos, excep-
tuando á un Bernardo de Carpió que anda por ahí, y á otro llamado Kon"
cesvalles, que éstos en llegando á mis manos, han de estar en las del ama,
y dellas en las del fuego sin remisión alguna. Todo lo confirmó el barbero,
y lo tuvo por bien, y por cosa muy acertada, por entender que era el Cura
tan buen Cristiano, y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por
todas las del mundo. Y abriendo otro libro, vio que era Palmerín de
Oliva, y junto á él estaba otro, que se llamaba Palmerín de Inglaterra. Lo
cual visto por el Licenciado, dijo: Esa Oliva se haga luego rajas, y se
queme, que aún no queden della cenizas, y esa Palma de Inglaterra se
guarde, y se conserve, como á cosa única, y se haga para ella otra caja,
como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para
guardar en ella las sobras del Poeta Homero. Este libro, señor compadre,
tiene autoridad por dos cosas: la una porque él por sí es muy bueno: y la
otra, porque es fama que le compuso un discreto Rey de Portugal. Todas
las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas, y de gran artificio,
las razones cortesanas, y claras, que guardan, y miran el decoro del que
habla, con mucha propiedad y entendimiento. Digo pues, salvo vuestro
buen parecer (señor Maese Nicolás) que éste, y Amadís de Gaula, queden
libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan.
No señor compadre, replicó el barbero, que este que aquí tengo, es el afa-
mado don Belianís. Pues ese, replicó el Cura, con la segunda, tercera, y
cuarta parte tienen necesidad de un poco de ruibarbo, para purgar la
demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de
la Fama, y otras impertinencias de más importancia, para lo cual seles dá
término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de mi-
sericordia, ó de justicia, y en tanto, tenedlos vos compadre en vuestra casa,
mas no los dejéis leer á ninguno. Que me place, respondió el barbero, y
sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama, que
tomase todos los grandes, y diese con ellos en el corral. No se dijo á tonta,
— io6 —
ni á sorda, sino á quien tenía más gana de quemarlos, que de echar una
tela, por grande y delgada que fuera, y asiendo casi oelio de una vez, los
arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno á los pies
del barbero, que le tomó gana de ver de quien era, y vio que decía: Histo-
ria del famoso caballero Tirante el Blanco. Válgame Dios, dijo el Cura,
dando una gran voz, que aquí esté Tirante el Blanco, dádmele acá compa-
dre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento, y una
mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de Montalbán, valeroso
caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el caballero Fonseca, con
la batalla que el valiente Detriante hizo con el Alano, y la^ agudezas de
la doncella Placerdemivida, con los amores, y embustes de la viuda Repo-
sada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipólito su escudero. Dígoos
verdad, señor compadre, que por su estilo es éste el mejor libro del mundo:
aquí comen los caballeros, y duermen, y mueren en sus casas, y hacen
testamento antes de su muerte, con otras cosas, de que todos los demás
libros deste género carecen. Con todo eso os digo, que merecía el que lo
compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran á
galeras por todos los días de su vida. Llevadle á casa y leedle, y veréis que
es verdad cuanto del os he dicho. Así será, respondió el barbero, pero qué
haremos destos pequeños libros que quedan. Estos, dijo el Cura, no deben
de ser de caballerías, sino de Poesía, y abriendo uno, vio que era la Diana
de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos los demás eran del
mismo género): Estos no merecen ser quemados como los demás, porque
no hacen, ni harán el daño, que los de caballerías han hecho, que son
libros de entendimiento, sin perjuicio de tercero. Ay señor, dijo la sobrina,
bien los puede vuestra merced mandar quemar como á los demás, porque
no sería mucho, que habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caba-
lleresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor, y andarse por los
bosques y prados, cantando, y tañendo: y lo que sería peor, hacerse Poeta,
que según dicen, es enfermedad incurable, y pegadiza. Verdad dice esta
doncella, dijo el Cura, y será bien quitarle á nuestro amigo este tropiezo,
y ocasión delante, Y pues comenzamos por la Diana de Montemayor, soy
de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de
la sabia Felicia, y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores,
y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser primero en seme-
jantes libros. Este que se sigue, dijo el barbero, es la Diana llamada se-
gunda, del Salmantino, y este otro que tiene el mismo nombre, cuyo autor
es Gil Polo. Pues la del Salmantino, respondió el Cura, acompañe, y acre-
— 107 —
cíente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde,
como si fuera del mismo Apolo, y pase adelante señor compadre, y démo-
nos priesa, que se va haciendo tarde. Este libro es, dijo el barbero abriendo
otro, ios diez libros de fortuna de Amor, compuestos por Antonio de
Loíraso, Poeta Sardo. Por las órdenes que recibí, dijo el Cura, que desde
que Apolo fué Apolo, y las Musas Musas, y los Poetas Poetas, tan gra-
cioso, ni tan disparatado libro como ese, no se ha compuesto, y que por su
camino es el mejor, y el más único de cuantos deste género han salido á la
luz del mundo: y el que no le ha leído, puede hacer cuenta que no ha
leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá compadre, que aprecio más
haberle hallado, que si me dieran una sotana de raja de Florencia. Púsole
aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió, diciendo: Estos que
se siguen, son, el pastor de Iberia, Ninfas de Enares, y desengaños de
celos. Pues no hay más que hacer, dijo el Cura, sino entregarlos al brazo
seglar del ama, y no se me pregunte el por qué, que sería nunca acabar.
Este que viene, es el Pastor de Filida. No es ese pastor, dijo el Cura, sino
muy discreto cortesano, guárdese como joya preciosa. Este grande que
aquí viene, se intitula, dijo el barbero. Tesoro de varias Poesías. Como
ellas no fueran tantas, dijo el Cura, fueran más estimadas: menester es,
que este libro se escarde, y limpie de algunas bajezas que entre sus gran-
dezas tiene: guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de
otras más heroicas, y levantadas obras que ha escrito. Este es, siguió el
barbero, el Cancionero de López Maldonado. También el autor dése libro,
replicó el Cura, es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran á
quien los oye, y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta.
Algo largo es en las Églogas, pero nunca lo bueno fué mucho; guárdese
con los escogidos. Pero qué libro es ese que está junto á él: La Calatea de
Miguel de Cervantes, dijo el barbero. Muchos años ha, que es grande
amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en
versos. Su libro tiene algo de buena intención, propone algo, y no concluye
oíada: es menester esperar la segunda parte que promete, quizá con la
enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega, y entre-
tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada. Señor compadre,
que me place, respondió el barbero, y aquí vienen tres todos juntos: la
Araucana de don Alonso de Ercilla, la Austriada de Juan Rufo Jurado de
Córdoba, y el Monserrato de Cristóbal de Virues, Poeta Valenciano. Todos
estos tres libros, dijo el Cura, son los mejores que en verso heroico, en
lengua Castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos
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de Italia: guárdense como las más ricas prendas de Poesía que tiene Ea-
pafta. Cansóse el Cura de ver más libros, y así á carga cerrada, quiso que
todos los demás se quemasen, pero ya tenía abierto uno el barbero, que se
llamaba las Lágrimas de Angélica. Lloráralas yo, dijo el Cura en oyendo el
nombre, si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fué uno de
los famosos Poetas del mundo, no sólo de España: y fué felicísimo en la
traducción de algunas fábulas de Ovidio.
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CAPITULO VII
De la segunda salida de nuestro buen caballero,
don Quixote de la Mancha
Estando en esto, comenzó á dar voces don Quixote, diciendo: Aquí,
aquí valerosos caballeros, aquí es menester mostrar la fuerza de vuestros
valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del torneo. Por acudir
á este ruido, y estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio de los de-
más libros que quedaban, y así se cree, que fueron al fuego, sin ser
vistos ni oídos, la Carolea, y León de España, con los hechos del Empera-
dor, compuestos por don Luis de Avila, que sin duda debían de estar entre
los que quedaban, y quizá si el Cura los viera, no pasaran por tan rigurosa
sentencia. Cuando llegaron á don Quixote, ya él estaba levantado de la
cama, y proseguía en sus voces, y en sus desatinos, dando cuchilladas, y
reveses á todas partes, estando tan despierto, como si nunca hubiera dor-
mido. Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho, y después que
hubo sosegado un poco, volviéndose á hablar con el Cura, le dijo: Por cierto
señor Arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que nos llamamos doce
Pares, dejar tan sin más, ni más, llevar la victoria deste torneo á los caba-
lleros Cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez en los
tres días antecedentes. Calle vuestra merced señor compadre, dijo el Cura,
que Dios será servido, que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde,
se gane mañana, y atienda vuestra merced á su salud por ahora, que me
parece, que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es, que está
mal herido. Herido no, dijo don Quixote, pero molido y quebrantado, no
hay duda en ello, porque aquel bastardo de don Koldán, me ha molido á
palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve, que yo solo
soy el opuesto á sus valentías: mas no me llamaría yo Reinaldos de Mon-
talbán, si en levantándome deste lecho no me lo pagare, á pesar de todos
sus encantamientos, y por ahora tráigame de yantar, que sé que es lo que
más me hará al caso, y quédese lo del vengarme á mi cargo. Hiciéronlo
así, diéronle de comer, y quedóse otra vez dormido, y ellos admirados de
su locura. Aquella noche quemó, y abrasó el ama cuajitos libros había en
— no —
el corral, y en toda la casa, y tales debieron de arder, que merecían guar-
darse en perpetuos archivos, mas no lo permitió su suerte, y la pereza dei
escudriñador, y así se cumplió el refrán en ellos, de que pagan á las veces
justos por pecadores. Uno de los remedios que el Cura, y el barbero dieron
por entonces para el mal de su amigo, fué, que le murasen, y tapiasen el
aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase, quizá
quitando la causa, cesaría el efecto, y que dijesen, que un encantador se los
había llevado, y el aposento, y todo, y así fué hecho con mucha presteza.
De allí á dos días se levantó don Quixote, y lo primero que hizo, fué ir á
ver sus libros, y como no hallaba el aposento donde le había dejado, anda-
ba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta,
y tentaba con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir pa-
labra: pero al cabo de una buena pieza, preguntó á su ama que hacia qué
parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba advertida de
lo que habla de responder, le dijo: Qué aposento, ó qué nada busca vuestra
merced, ya no hay aposento, ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó
el mismo diablo. No era diablo, replicó la sobrina, sino un encantador, que
vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí
se partió, y apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el
aposento, y no sé lo que hizo dentro, que á cabo de poca pieza salió volan-
do por el tejado, y dejó la casa llena de humo, y cuando acordamos á mirar
lo que dejaba hecho, no vimos libro, ni aposento alguno, sólo se nos acuer-
da muy bien, á mí y al ama, que al tiempo de partirse aquel mal viejo,
dijo en altas voces, que por enemistad secreta, que tenía al dueño de aque-
llos libros, y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa, que después
se vería: dijo también, que se llamaba el sabio Muñatón. Frestón diría: dijo
don Quixote. No sé, respondió el ama, si se llamaba Frestón, ó Fritón, sólo
se, que acabó en ton su nombre. Así es, dijo don Quixote, que ese es un
sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, porque sabe
por sus artes y letras, que tengo de venir andando los tiempos, á pelear
en singular batalla con un caballero á .quien él favorece, y le tengo de ven-
cer, sin que él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los sin-
sabores que puede, y mandóle yo, que mal podrá él contradecir, ni evitar
lo que por el cielo está ordenado. Quién duda de eso, dijo la sobrina, pero
quién le mete á vuestra merced señor tío, en esas pendencias, no será mejor
estarse pacífico en su casa, y no irse por el mundo á buscar pan de trastri-
go, sin considerar que muchos van por lana, y vuelven trasquilados. O so-
brina mía, respondió don Quixote, y cuan mal que estás en la cuenta, pri-
— III —
mero que á mí me trasquilen, tendré peladas, y quitadas las barbas á cuan-
tos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello. No quisieron las
dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera. Es pues el
caso, por él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de
querer segundar sus primeros devaneos, en los cuales días, pasó graciosísi-
mos cuentos con sus dos compadres el Cura, y el barbero, sobre que él
decía, que la cosa de que mas necesidad tenía el mundo, era de caballeros
andantes, y de que en él se resucitase la caballería andatesca. El Cura
algunas veces le contradecía, porque sino guardaba este artificio, no había
poder averiguarse con él. En este tiempo solicitó don Quixote á un labra-
dor vecino suyo, hombre de bien (si es que este título se puede dar al que
es pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo,
tanto le persuadió, y prometió, que el pobre villano se determinó de salir-
se con él, y servirle de escudero. Decíale entre otras cosas don Quiíote,
que se dispusiese á ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suce-
der aventura, que ganase en quítame allá esas pajas, alguna Ínsula, y le
dejase á él por gobernador della. Con estas promesas, y otras tales, Sancho
Panza (que así se llamaba el labrador), dejó su mujer, é hijos, y asento por
escudero de su vecino. Dio luego don Quixote orden en buscar dineros, y
vendiendo una casa, y empeñando otra, y malbaratándolas todas, allegó una
razonable cantidad. Acomodóse asimismo de una rodela que pidió presta-
da á UD su amigo, y pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó
á su escudero Sancho, del día, y la hora que pensaba ponerse en camino,
para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester. Sobre
todo le encargó que llevase alforjas: y dijo, que sí llevaría, y que asimis-
mo pensaba llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba hecho
á andar mucho á pie. En lo del asno reparó un poco don Quixote, imagi-
nando, si se le acordaba, si algún caballero andante, había traído escudero
caballero asnalmente, pero nunca le vino alguno á la memoria: mas con
todo esto, determinó, que le llevase, con propósito de acomodarle de más
honrada caballería, en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al
primer descortés caballero que topase. Proveyóle deca misas, y de las de-
más cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado.
Todo lo cual hecho, y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos-, y mu-
jer, ni don Quixote de su ama, y sobrina, una noche se salieron del lugar»
sin que persona los viese, en la cual caminaron tanto, que al amanecer se
tuvieron por seguros de que no los hallarían, aunque los buscasen. Iba
Sancho Panza sobre bu jumento como un patriarca con sus alforjas, y su
— 112 —
bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo
le había prometido. Acertó don Quixote á tomar la misma derrota, y ca-
mino, que el que él había tomado su primer viaje, que fué por el campo
de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasa-
da, porque por ser la hora de la mañana, y herirles á soslayo los rayos del
sol, no les fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza á su amo: Mire vuestra
merced, señor caballero andante, que no se le olvide, lo que de la ínsula
me tiene prometido, que yo la sabré gobernar por grande que sea. A lo
cual le respondió don Quixote: Has de saber amigo Sancho Panza ,que fué
costumbre muy usada de les caballeros andantes antiguos, hacer goberna-
dores á sus escuderos, de las ínsulas, ó Reinos que ganaban, y yo tengo
determinado, de que por mí no falte tan agradecida usanza, antes pienso
aventajarme en ella, porque ellos algunas veces, y quizá las más, espera-
ban á que sus escuderos fuesen viejos, y ya después de hartos de servir, y
de llevar malos días, y peores noches, les daban algún título de Conde, ó
por lo menos de Marqués de algún Valle, ó Provincia de poco más ó me-
nos, pero si tú vives, y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ga-
nase yo tal Keino, que tuviese otros á él adherentes, que viniese de molde
para coronarte por Rey de unos dellos. Y no lo tengas á mucho, que cosas,
y casos acontecen á los tales caballeros, por modos tan nunca vistos, ni
pensados, que con facilidad te podría dar, aun más de lo que te prometo,
Desa manera, respondió Sancho Panza, si yo fuese Rey por algún milagro
de los que vuestra merced me dice, por lo menos Juana Gutiérrez, mi
oíslo (1) vendría á ser Reina, y mis hijos infantes. Pues quién lo duda, res-
pondió don Quixote. Yo lo dudo, replicó Sancho Panza, porque tengo para
mí, que aunque lloviese Dios Reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien
sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa señor, que no vale dos maravedís
para Reina, Condesa le caerá mejor, y aun Dios, y ayuda. Encomiéndalo tú
á Dios Sancho, respondió don Quixote, que él te dará lo que más le con-
venga: pero no apoques tu ánimo tanto, que te vengas á contentar con me-
nos, que con ser Adelantado. No haré señor mío, respondió Sancho, y más
teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aque-
llo que me esté bien, y yo pueda llevar.
(1) ((Mi oíslo» no es italianismo, es un giro muy español importado á
La Mancha en tiempos de las Cruzadas, por algunos que se quedaron en
el país. Se usa mucho de.sde la Rioja para arriba, y más de cuatro lecto-
res de don Quixote habrán recordado: «Hay que se... amolar», como decía
la Pasiega.
in —
CAPITULO VIII
Del buen suceso que el valeroso don Quixote tuvo
en la espantable y jamás imaginada aventura de
los molinos de viento, con otros sucesos dignos
de felice recordación .
Eq esto descubrieron treinta, ó cuarenta molinos de viento que hay en
aquel campo (1), y asi como don Quixote los vio, dijo á su escudero. La ven-
tura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos á deseai*.
Porque ves allí amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, ó pocos
más desaforados Gigantes con quien pienso hacer batalla, y quitarles á
todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos á enriquecer, que esta
es buena guerra, y es gran servicio de Dios, quitar tan mala simiente de
sobre la faz de la tierra. Qué Gigantes, dijo Sancho Panza. Aquellos que
alli ves, respondió su amo, de los brazos largos, que los suelen tener algu-
nos de casi dos leguas. Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aqu(>-
(1) ¡Genio sin iguall ¡Creación fantástica y originalísima! ¡Cuánto tiem-
po perdieron los investigadores (?) discurriendo sobre lo imaginario, lo
inexistente, puesto que se trata del subterfugio mejor de su fábula! La
pantalla que opuso á la realidad, repujada de matices riquísimas, no fué
producto de grandes vigilias; ni la visión estrambótica de un sueño; fué,
sencillamente, «que su espíritu observador y práctico recogió al vuelo el
conjunto que se ofreció á su vista y le dio aplicación». ¿Te acuerdas, lec-
tor, del Gigante Briareo, con muchos y muy largos brazos? Pues rétenlo
en la memoria, porque t€ hará falta.
A poco más de una milla de la Venta del Mochuelo se halla la del
Campillo, y más allá, la Gran Sierra Negra, pues bien: ¿qué dirás que vio
Cervantes cuando ascendió á su cumbre? Te ruego, con todas las veras de
mi alma, lleves mejor la cuenta que el famoso Don Quixote en el cuento
de las cabras que pasaban el río, es muy importante.
Al extremo S. de la Sierra y sobre las riberas de mucho;*
ó ribera
arroyos y riachuelos que con sus aguas acaudalan las del río Giuidalmez,
se hallan los siguientes: Molino del Campillo, Molino del Batán, Molino
de la Raya, Molino Maestro, Molino La Jurado, Molino de la Costanilla,
Molino de la Señuela, Molino Camacho, Molino de los Monges, Molino
8
114 —
líos que allí se parecen no son Gigantes, sino molinos de viento, y lo que
en ellos parecen brazos, son las aspas, que volteadas del viento, hacen
andar la piedra del molino. Bien parece, respondió don Quixote, que no
estás cursado en esto de las aventuras, ellos son Gigantes, y si tienes
miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy á entrar
con ellos en fiera, y desigual batalla. Y diciendo esto, dio de espuelas á su
caballo Rocinante, sin atender á las voces que su escudero Sancho le daba,
" advirtiéndole, que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes,
^ aquellos que iba á acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes,
que no oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque es-
taba ya bien cerca, lo que eran, antes iba diciendo en voces altas: No fu-
yades cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os
acomete. Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comen-
zaron á moverse, lo cual visto por don Quixote, dijo: Pues aunque mováis
más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar. Y en di-
ciendo esto, y encomendándose de todo corazón á su señora Dulcinea, pi-
diéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la
lanza en el ristre, arremetió á todo el galope de Rocinante, y embistió con
el primero molino que estaba delante, y dándole una lanzada en el aspa,
la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose
tras sí al caballo, y al caballero, que fué rodando muy mal trecho por el
campo. Acudió Sancho Panza á socorrerle, á todo el correr de su asno, y
de las Tres Paradas, Molino de la Grañuela, Molino del Dorna.io, Molino
del Barranco, Molino de la Viña, Molino de las Monjas, Molino de Cas-
tilcabra, Molino del Horcajo, Molino de los Tamujos, Molino Nuevo y algu-
nos más. , . . ., , ,
Luego, dice Sancho á su amo, con una socarronería inimitable: «no
le dije yo á Vm. que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos
de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza.'»
La verdadera lección de las dos Uneas del texto, debió interpretarse
así- quien dice treinta, dice cuarenta ó los queftiese)}. Molinos con minúscula,
ayuda á deshacer la figura y explica admirablemente lo dados que somos
á forjar castillos en el aire, y, en el mapa, además de otros molinos, en-
contrarás la semejanza de Briareo con el río Guadalmez.
La circunstancia de atribuir sus desdichas al sabio Freston (yo no lo
considero error por Fristón), me hizo pensar, en que trasladaba el campo
de sus aventuras; iniciándome en este secreto de tan verídica y monumen-
tal historia, el que en su nueva ruta hay un sitio que efectivamente tiene
, tres fuentes, de donde deduje, que se convertía «por arte de los malos»
en II^"!^ -(Véase el gráfico.)
Tres-fón.
- US -
s
— ]i6 —
cuando llegó, halló que no se podía menear: tal fué el golpe que dio con
el Rocinante. Válgame Dios, dijo Sancho, no le dije yo á vuestra merced,
que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo
podía ignorar, sino quien llevase otros tales en la cabeza. Calla amigo
Sancho, respondió don Quixote, que las cosas de la guerra más que otras
están sujetas á continua mudanza: cuanto más que yo pienso, y es asi ver-
dad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento, y los libros, ha
vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento,
tal es la enemistad que me tiene, mas al cabo al cabo, han de poder poco
sus malas artes contra la bondad de mi espada. Dios lo haga como puede,
respondió Sancho Panza, y ayudándole á levantar, tornó ó subir sobre Ro-
cinante, que medio despaldado estaba: y hablando en la pasada aventura,
siguieron el camino del puerto Lapice, porque allí decía don Quixote, que
no era posible dejar de hallarse muchas, y diversas aventuras, por ser
lugar muy pasajero, sino que iba muy pesaroso por haberle faltado la
lanza, y diciéndoselo á su escudero, le dijo: Yo me acuerdo haber leído,
que un caballero Español, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele
en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo, ó
tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos Moros, que
le quedó por sobrenombre Machuca, y así él como sus descendientes, se
llamaron desde aquel día en adelante. Vargas y Machuca. Hete dicho esto,
porque de la primera encina, ó roble que se me depare, pienso desgajar
otro tronco, tal y tan bueno como aquel, que me imagino, y pienso hacer
con él tales hazañas, que tú te tengas por bien afortunado, de haber mere-
cido venir á verlas, y á ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas.
A la mano de Dios, dijo Sancho, yo lo creo todo así como vuestra merced
lo dice, pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe
de ser del molimiento de la caída. Así es la verdad, respondió don Quixot«,
y si no me quejo del dolor, es, porque no es dado á los caballeros andan-
tes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella. Si
eso es así, no tengo yo que replicar, respondió Sancho, pero sabe Dios, sí
yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le do-
liera. De mí sé decir, que me he de quejar del más pequeño dolor que
tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros an-
dantes, eso del no quejarse. No se dejó de reír don Quixote de la simpli-
cidad de su escudero, y así le declaró que podía muy bien quejarse, cómo,
y cuando quisiese, sin gana, ó con ella, que hasta entonces no había leído
cosa en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho, que mirase que
— 117 —
«ra hora de comer. Respondióle su amo, que por entonces no le hacía me
nester, que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia se acomodó
Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y sacando de las alforjas lo
que en ellas había puesto, iba caminando, y comiendo detrás de su amo,
muy despacio, y de cuando en cuando empinaba la bota con tanto gusto,
que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. (1).
Y en tanto que iba de aquella manera menudeando tragos, no se le
acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por
ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras,
por peligrosas que fuesen. En resolución, aquella noche la pasaron entre
unos árboles, y del uno dellos desgajó don Quixote un ramo seco, que casi
le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le
liabía quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quixote, pensando en
su señora Dulcinea, por acomodarse á lo que había leído en sus libros,
(1) ¿Porqué de Málaga más que de otra parte? No lo entiendo, etc., con
fiesa Clemencín... ¡Por ahí debió empezar el amigo antes de meterse en
camisa de once varas! Y es que no recordó la locución vulgarísima de
*salir de Málaga y entrar en Malagón», que da á entender haber perdido
en un cambio. Y si mal no recuerdo, esto es lo que le sucedió á Sancho.
Y, además, que no toparon con aquello...
de aquí vino á Malagón
la del refrán bien sabido:
que justifica la antigüedad de
(en Malagón..., en cada casa un ladrón,
y en la del Alcalde, el hijo y el padre.)
También debieron tenerse presente en la crítica, «el estado financiero
de Sancho, y la distancia>, para deducir que le estaba vedado surtirse de
tan lejos. Esto es elemental.
Otra cosa es la causa que originó esta expresión, veamos: Iba Sancho
«embaulando» al pasar por Sierra Malagona; enfrente de esta Sierra tiene
6u nacimiento el Arroyo de las Malagonas, y por aquellos vallecillos, seme-
jando callejuelas, el continuo serpentear del riachuelo obliga al caminan-
te á cruzarlo más de veinte veces. (No me he atrevido á estampar vadearlo,
porque no se alboroten los críticos que han abusado hasta el infinito de
la escasez de aguas en mi tierra, pero sin aportar una gota.) ¡Vaya si bebe-
ría! Hasta hartarse. Y de lo barato.
Esto, es tan cierto .
como saltarse vn ojo
y quedarse tuerto.
Por último, si Cervantes hubiese dicho Ma!.a<x;)n en vez de Málaga,
aparecería en abierta oposición al sistema que eniple í.
(Véase el gráfico de la ftágina siguiente).
— 118 —
— 119 —
cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas,
y despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó
así Sancho Panza, que como tenía el estómago lleno, y no de agua de
achicoria, de un sueño se la llevó toda, y no fueran parte para despertarle
(si su amo no le llamara) los rayos del sol que le daban en el rostro, ni el
canto de las aves, que muchas, y muy regocijadamente la venida del
nuevo día saludaban. Al levantarse dio un tiento á la bota, y hallóla algo
más ñaca que la noche antes, y afligióse el corazón, por parecerle que no
llevaban camino de remediar tan pronto su falta. No quiso desayunarse
don Quixote, porque como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas me-
morias. Tornaron á su comenzado camino del puerto Lapice, y á obra de
las tres del día le descubrieron. (1).
(1) Y no podía suceder de otro modo, porque el intrincado laberinto
de montes y valles que hubieron de cruzar se hallaba cubierto de tupidí-
sima vegetación que, con su exuberancia, hacía imposible distinguir, des-
de donde se encontrasen, el cerro más inmediato. Para que formes idea,
lector, del camino que siguieron, anoto una trayectoria fácilmente com-
probable (aliora, ¿eh'?), pues Píamete recuerda de su infantil edad, que
por allí abundaban los nidos. ¡Quién lo había de decirl
Desde cierto lugar, emprendiendo el caminejo que pasa por el puerto
y la Aldea de La Viñuela, marchando con dirección al puerto de Tres
Ventas, se presenta el Valle de Alcudia á la vista; y á manderedia, á j)0ca
distancia en la solana de la Sierra, la fuente de la Pizarra (Véase «La Ilus-
tre fregona»), cuyas aguas bebió Cervantes. Ahora la llaman la fuente de la
Zarza, pero los pastores la nombran con el que antiguainente tuvo. Des-
pués, dejando el camino del puerto del Mochuelo, se tuerce á la izquierda
por el que conduce al Quinto de la Fuente del Castaño, para seguir desde
aquí á la Venta del Zarzoso, y marchar por otro caminillo ó vereda vieja,
í^i no se quiere salir al general do la Venta del Mochuelo, hasta llegar á la
Venta del Molino del Campillo con vistas al Molino del Batán. Se retro-
cede un poco para emprender la nueva caminata, y dejando á la derecha
los Cerros de la Rivera (del nombre de un caz antidiluviano en el cual hay
hasta cuatro molinos más), por el puerto del Correo, interna en un valle-
cilio que se extiende á lo largo por entre las Sierras del Horcajo al N. y
de la Garganta al S., y sin perder el hilo de las que prolongan á ésta, cono-
cidas por Malagona y La Serrezuela, se llega á - — -j~- que es Fuenca-
liente.
He elegido en mi itinerario el ce mino de la Fuente del Castaño, por
seguir el humor al Caballero aventurero, al cual convenía que no le des-
cubriesen; y yendo por medio del Valle de Alcudia, en grandes trechos
despoblados de encinas, hubiera sido fácil á los que él suiwnía que habían
de salir en su busca, divisarlo desde una eminencia cualquiera.
Afirmo, querido lector, que Frestón es Fuencaliente, porque en las co-
— 120 —
Aquí (dijo en viéndole don Quiíote) podemos hermano Sancho Panza,
meter las manos hasta los codos, en esto que llaman aventuras. Mas advier-
ta, que aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner
mano á tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden.
sas que ocurrieron á nuestro Hidalgo, casi siempre se percibe algo que
trasciende á malignidad de los encantadores; y como yo les tengo tanto
miedo, procuro examinar con escrupulosa exquisitez hasta sus más insigni-
ficantes escondrijos. ¡No que no! Por eso he llegado á averiguar, que si Fres-
tón fué un sabio encantador con fama bien ganada en los libros que tratan
de estas cosas, Fuencaliente es el mejor símil que pudo establecer Cervan-
tes. Lajuente é San Benito tiene una agua riquísima, ¡como que es de Sie-
rral, y los nacimientos de sus baños, ¡que se lo pregunten á los reumáticos!
f, Verdad que parece cosa de brujería?
Continuaron caminando por los valles situados en la falda de Sierra
Madrona, hasta que saliendo á la parte llana, aprovechada en su curso
por el río de las Fresnedas, vieron el puerto del ¡Muradal!
¿Qué puerto será éste? Urganda, Minerva, ¡acorredme en el más duro
trance de mi vida! Argos, portentísimo Argos, ¡préstame una de las
cien candelicas de tu exclusivo servicio, para recorrer y ver de descubrir
los oscuros ei que también inescrutables precipicios en que por ventura
me hallo metido!
Mucho temo, que por la inconsistencia de los rasgos que trazó líame-
te con un lápiz del puerto al escribir tan verídica historia, pueda tergi-
versar su verdadero sentido; pero, en este caso, se lo pasaremos en cuenta
á la fatalidad, que es muy socorrido entre musulmanes ser fatalistas. Y
empiezo:
En tiempos de los romanos ya existía como punto de tránsito; y si bien
es cierto, que el laconismo empleado por aquellos historiadores ofrece
bastante dificultad para fijar con exactitud el sitio en que se halla enclava-
do, no es menos verídico el abandono observado por nuestros historiógra-
fos en este punto concreto. Pero aún hay algo más, ¡que es lastimosísimo!
D. Joaquín Ramón Domínguez, autor de un Diccionario, dice: « J/wm-
daí», véase a. Muladar.»
D. José Antonio Conde, en su Geograña-Histórica de España: el puer-
to del Muradal ó del Muladar
D. Leandro Mariscal, en su Compendio de Geografía Militar: hay ade-
más varios senderos, de los que podemos citar contó principales dos, poco al O.
de Despeñaperros, que cruzan los jmertos del <s.líoradal-» y del Rey
¿Para qué seguir? Hay más textos equivocados indudablemente, pero
como éstos fueron los primeros que cayeron en mis manos, les he con-
cedido este honor; yo, por mi parte, esquivo los comentarios.
¿Puede darse justificación más patente de mis aseveraciones? ¿No es
verdad cuando aseguro que hay muchos errores á causa de haber escrito
desde el cuarto de estudio? Pues ahí están esos tres botoncitos sobre el
mismo tema, y, por si no es bastante, añadiré <í.que cuanto se relaciona con
el libro de Cervantes está inx:ert\do.'»
Alguno habrá capaz de suponer en mí el deseo de lauros á que tan
— 121 —
es canalla, y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme: pero si íue-
ren caballeros, en ninguna manera te es lícito, ni concedido por las leyes
de caballería, que me ayudes, hasta que seas armado caballero. Por cierto
señor, respondió Sancho, que vuestra merced sea muy bien obedecido en
aficionados se muestran los mortales, pero como me hallo divorciado (á
Dios las gracias) del común sentir, «con exactitud, y sin recriminaciones»,
copiaré los párrafos de donde tomaron el error, sin tener presente p^ra
nada los grandes males que acarreaban á la juventud estudiosa. ¡Buen
trabajo me costó hallarlos!
En la crónica de D. Alfonso VII, Emperador de las Españas, que es-
cribió Fr. Prudencio de Sandoval, Obispo de Pamplona, impresa en Ma-
drid el año 1792, hallo que dice con reíerencia al año 1131: «acordóse que
>se juntase la gente de guerra en Toledo pusieron su exército en orden,
»y asentaron sus tiendas riberas del río Tajo. De ahí levantaron el campo,
»y á una jornada dividieron el exército en dos partes, porque, por ser mu-
»cha la gente, no hallaron c(m que se sustentar. Entró el Rey con la parte
»que tomó para sí por el puerto Real, y el otro exército, que con el Rey
»Moro Zafadola llevaba el Conde D. Rodrigo Martínez Osorio, entró por
>el puerto del MuradaU.
En otro capítulo, al relatar los sucesos acaecidos el año 1167, se expre-
sa de esta^uisa: «Regresaba El Emperador de Andalucía, después de alla-
»nar á todos los Moros del Reyno de Jaén, y Córdoba, dexando por sus
j' vasallos los Reyes que había entre ellos; y á su hijo el Rey Don Sancho
»por frontero y guarda de aquellas tierras, sintiéndose mal dispuesto, dio
»la vuelta para Castilla; y llegando al puerto del Muladar le fué cargando
»la enfermedad, de manera que no pudo pasar adelante de un lugarejo,
»llamado las Fresnedas, y debaxo de una encina le armaron la tienda, y el
^Arzobispo de Toledo D. Juan le dio los Sacramentos, en veinte y un días
>de Agosto del referido año».
Como nadie, al menos que yo sepa, se ha tomado el trabajo de averi-
guar si fué equivocación del Sr. Obispo, ó sencillamente un error de im-
prenta (en este caso no se ha notado; en cambio, lector, al libro que sa-
bes ¡las que le sacaron!), trataré de reconstituir el sitio, los hechos más
culminantes que allí acaecieron, y, en junto, «todo lo que tenga conexión
y esté á mi alcance (pues voluntad me sobra), y sirva de justificación á su
legendario historial».
Por confusión en la interpretación de los textos latinos, sin duda, que
denominan bajo la sola acepción de Saltus Castulonemis á todos los saltos
(puertos en Castellano) que facilitan el paso de los Mons Aranni, y toman-
do al pie de la letra lo que dicen el P. Mariana y otros que le copiaron,
nos hallamos frente á un problema cuya solución parece difícil, por afir-
mar que = e¿ = Saltus Castidonensis es el puerto del Muradal. Y así como
este nombre viene de la antigua Cástiúo, y Mariana dice que se vea Cazlo-
pu, ein aclarar que sea Cazorla, he podido observar que en su índice de nom-
bres antiguos con los correspondientes modernos, existe otro sin definir, que
lo conocía Cervantes y no quiso nombrar.
En tiempos de los romanos (los itinerarios antiguos no expresan éste
122 —
esto, y más que yo de mío me soy pacífico, y enemigo de meterme en rui-
dos, ni pendencias: bien es verdad, que en lo que tocare á defender mi per-
sona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas, y humanas
permiten, que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle. No digo
que voy á trazar), desde Cástulo, por el puerto del Muradal y caminando
por los vallecillos que se extienden á lo largo de Sierra Madrona, saltaban
por los puertos de Ventillas ó de Niefla al Valle de Alcudia; atravesaban
éste en dirección de S. E. á N. O., y pasando por la Bienvenida se dirigían
por el puerto de la Morena á Sisajw, hoy Almadén del Azogue.
Durante la dominación sarracena, el Califato lo utilizó como punto de
fácil acceso y comunicación con la ínsula Malindrania, para las incursio-
nes á tierras de cristianos.
Almanzor, acampó el año 1195 con su ejército en los Barrancos de
Sierra Morena (á dos jornadas cortas de Medina Alarca, según cuentan las
historias), cuando aquello de Villadiego, que uo logró averiguar el mago
Clemencln.
Cuando Alfonso VIII intentó atravesar los Mons Aranni por los puer-
tos del Rey y de Despeñaperros, hubo de desistir, y gracias al pastor Ha-
laja, fueron conducidos sin quebranto por el puerto del Muradal á la vic-
toria.
Por último, Cervantes, riñó en el Muradal la más estupenda y desco-
munal batalla que ha podido imaginarse, pero como no dio el nombre ni
dijo el sitio, seguimos igual: repitiendo de coro la lección aprendida, y de-
mostrando al mundo nuestra condición de aves parleras.
La agudísima sátira con que nos recrimina el mejor hijo que ha tenido
España (al par que se duele de tan grave olvido), produjo muy saludables
efectos, porque es innegable que corriendo una coma á distinto lugar del
en que la puso el autor, variaba el sentido de la frase j quedando á gusto del
interpretador (?). Pero no me negarás, amable lector, que estos rasgos de
ingenio que cayeron sobre el libro como nube de langosta en campos man-
chegos, dejaron huellas: [El hermoso rostro de la más grande y genial
creación, deformado en fuerza de rasguños y mordiscos, ha pasado á con-
vertirse en un antifaz indefinible, cubierto de chichones, lleno de excres-
cencias é impresentable! ¡El loco sublime, todo abnegación y sacrificio, ha
sido suplantado por los magos modernistas! ¡Los yangüeses.... fueron unos
infelices!
Nadie las mueva, que somos respetuosísimos.
El puerto del Muradal, torno á mi comenzada historia, se halla en
Sierra Morena, ocupando el sitio por donde corren las aguas del rio Fres-
nedas; por allí pasó Alfonso VII, el año 1131; y de retorno de la campaña
del 1157, murió debajo de una encina en la Aldea de las Fresnedas, que se
conoce aún por la Aldehuela, conservando ruinas de las cuatro casuchas
<jue la formaron.
Por él, el pastor Halaja condujo á las tropas que capitaneaban don
Diego López de Haro y D. García Romeu al castillo de Ferral (Castro-
Ferral), sorprendiendo por el flanco izquierdo á las huestes agarenas, apos-
tadas en los desfiladeros y quebradas de la .'¡ierra, mientras el grueso de
— 123 —
yo menos, respondió don Quixote, pero en esto de ayudarme contra caba-
lleros, has de tener á raya tus naturales ímpetus. Digo que asi lo haré, res-
pondió Sancho, y que guardaré ese precepto tan bien como el día del Do-
mingo. Estando en estas razones, asomaron por el camino dos Frailes de
la orden de S. Benito, (1) caballeros sobre dos Dromedarios, que no eran
más pequeñas dos muías en que venían. Traían sus antojos de camino, y
sus quitasoles. Detrás dellos venía un coche, con cuatro, ó cinco de á ca-
ballo que le acompañaban, y dos mozos de muías á pie. Venía en el coche,
como después se supo, una señora Vizcaína, que iba á Sevilla donde estaba
las fuerzas que acaudillaba Alfonso VIII^ acampaba en tierras de Jaén,
dejando á mano derecha dicho río, que por allí recibe el nombre de río
Jándula^ y extendiéndose hacia Las Navas.
¿Es añeja su historia? Bien merece no olvidarse.
Posdata. — Cuando se dividió en dos el ejército de Alfonso VII, á una jor-
nada de Toledo, supongo que tuviera lugar en los Montes de Toledo, en el
sitio que de antiguas excursiones conservaba el conocido nombre de Fuente
del Emperador (?), ó pasado el río Guadiana; pues bien: si las causas eran
la abundancia de gente y la falta de mantenimientos, necesariamente hubieron
de emprender las siguientes trayectorias: El Rey, desde Calatrava, por
Almagro, á buscar El Viso, para salvar el puerto Real; y el Conde, por
Alarcos y Róblete, siguiendo la» llanuras de la ya conocida ínsula del moro
Raabah, á pasar por el puerto-llano, y por Mestanza al puerto del Muradal.
Porque pensar que se separaron á una jornada de Toledo por las razones
dichas, para caminar paralelamente hasta el puerto Real y Despeñape-
rros, que los separa una pequeña distancia, es pensar un imposible. Y en
esto, dice Hametc, que no cayeron los historiadores. (Véase el gráfico de
la plana siguiente).
(1) El autor: Estando en estas razones, asomaron por el camin» dos frai-
les de la ORDEN de San Benito
Sancho: Mire, señor, que aquellos son Frailes de San Benito
Los frailes: Señor caballero, nosotros no somos endiablados, ni desco-
munales, sino dos religiosos de San Benito
Con auxilio de la telegrafía de señales que emplearon los Árabes, me
dijo Hamete los otros días usando unos signos nuevos y perfectamente
comprensibles: no eches en saco roto el encarguito de leer despacio, y ob-
serva: que el autor hace la cita correctamente; que Sancho abrevió la fra-
se de un modo muy significativo puesto que señala á aquellos, y lo mismo
podían ser frailes, vecinos ó harrieros que él conocía, ó demostraba en su
presunción conocer por de San Benito; y por último, en la contestación de
ambos religiosos se nota que se dirigían al que cabalgaba, no al caballero
por condición. (Señor caballero, etc.) Después, arremetió Don Quixote al
primero Fraile, y el segundo religioso huyó.»
Tanta variedad en la repetición de los nombres para afirmar el embo-
lismo que se propuso, tiene fácil y lógica explicación, porque una leyenda
que oyó Cervantes lo aclara todo.
En los tiempos de Mari- Castaña salieron dos hombres de la Aldea de
— 124 —
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su marido, que pasaba á las Indias con un muy honroso cargo. No venían
los Frailes con ella, aunque iban el mismo camino: mas apenas los divisó
don Quiíote cuando dijo á su escudero: O yo me engaño, ó esta ha de ser
la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros
que allí aparecen, deben de ser, y son sin duda algunos encantadores, que
llevan hurtada alguna Princesa en aquel coche, y es menester deshacer este
tuerto á todo mi poderío. Peor será esto que los molinos de viento, dijo
Sancho: Mire señor, que aquellos son Frailes de S. Benito, y el coche debe
de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo, que mire bien lo que hace,
no sea el diablo que le engañe. Ya te he dicho Sancho, respondió don Qui-
íote, que sabes poco de achaque de aventuras, lo que yo digo es verdad, y
ahora lo verás: y diciendo esto se adelantó, y se puso en la mitad del cami-
no por donde los Frailes venían, y en llegando tan cerca, que á él le pare-
ció que le podrían oír lo que dijese, en voz alta dijo: Gente endiablada, y
descomunal, dejad luego al punto las altas Princesas que en ese coche lle-
váis forzadas, sino aparejaos á recibir pronta muerte por justo castigo de
vuestras malas obras. Detuvieron los Frayles las riendas, y quedaron admi-
rados, así de la figura de don Quixote, como de sus razones, á las cuales
respondieron: Señor caballero, nosotros no somos endiablados, ni descomu -
nales, sino dos religiosos de san Benito, que vamos nuestro camino, y no
sabemos si en este coche vienen, ó no, ningunas forzadas Princesas. Para
conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco fementida canalla,
dijo don Quiíote, y sin esperar más respuesta picó á Rocinante, y la lanza
baja arremetió contra el primero Fraile, con tanta furia, y denuedo, que si
el Fraile no se dejara caer de la muía, él le hiciera venir al suelo mal de
su grado, y aun mal herido, sino cayera muerto. El segundo religioso, que
vio del modo que trataban á su compañero, puso piernas al castillo de su
buena muía, y comenzó á correr por aquella campaña, más ligero que el
mismo viento. Sancho Panza, que vio en el suelo al Fraile, apeándose lige-
San Benito, y al trasponer un altozano de aquellos vallecillos, se toparon
con la partida del Mochuelo, que desde una encrucijada les dio el ¡alto!,
conminándolos Beguidamente: ¡la bolsa ó la vida!. Ante la inopinada y
brutal sorpresa, recurrieron á las súplicas para calmar las amenazas que
Bobre ellos menudeaban, implorando piedad del capitán de los bandole-
ro*! en esta forma: no nos tnate Vm., por Dios, que somos unos infelices; buenos
y derotos cristianos; muy religiosos ; ¡por la Pasión del Serior, que tenemos
familia, y somos de San Benito!
Hamete, sirviéndose de este original é ilustrándolo con moruna fanta-
eía, desarrolló una de sus más graciosas aventuras.
— 126^ —
ramente de su asno, arremetió á él, y le comenzó á quitar los hábitos. Lle-
garon en esto dos mozos de los Frailes, y preguntáronle, que porqué le
desnudaba? Kespondióles Sancho, que aquello le tocaba á él legítimamen-
te, como despojos de la batalla que su señor don Quixote había ganado.
Los mozos que no sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos, ni
batallas, viendo que ya don Quixote estaba desviado de allí, hablando con
las que en el coche venían, arremetieron con Sancho, y dieron con él en el
suelo, y sin dejarle pelo en las barbas, le molieron á coces, y le dejaron
tendido en el suelo, sin aliento, ni sentido: y sin detenerse un punto, tornó
á subir el Fraile, todo temeroso, y acobardado, y sin color, en el rostro: y
cuando se vio á caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de
allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y
sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siíjuieron su
camino, haciéndose más cruces que si llevaran el diablo á las espaldas. Don
Quixote estaba como se ha dicho, hablando con la señora del coche, dicién-
dole: La vuestra hermosura señora mía, puede hacer de su persona lo que
más le viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace
por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo: y porque no penéis por
saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quixote
de la Mancha, caballero andante, y cautivo de la sin par, y hermosa doña
Dulcinea del Toboso: y en pago del beneficio que de mí habéis recibido,
no quiero otra cosa, sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os pre-
sentéis ante esta señora, y le digáis lo que por vuestra libertad he hecho.
Todo esto que don Quixote decía, escuchaba un escudero Viícaíno, el cual
viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego
había de dar la vuelta al Toboso, se fué para don Quixote, y asiéndole de
la lanza, le dijo en mala lengua Castellana, y peor Vizcaína, desta manera:
Anda caballero, que mal andes, por el Dios que crióme, que si no dejas
coche, así te matas como estás ahí Vizcaíno. Entendióle muy bien don Qui-
xote, y con mucho sosiego le respondió: Si fueras caballero como no lo eres,
ya yo hubiera castigado tu sandez, y atrevimiento, cautiva criatura. A lo
cual replicó el Vizcaíno: Yo no caballero: Juro á Dios tan mientes como
Cristiano. Si lanza arrojas, y espada sacas, el agua cuan pronto verás que
al gato llevas: Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo,
y mientes, que mira si otra dices cosa. Ahora lo veredes dijo Agrages, res-
pondió don Quixote, y arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada, y em-
brazó su rodela, y arremetió al Vizcaíno, con determinación de quitarle la
vida. El Vizcaíno que asi le vio venir, aunque quisiera apearse de la muía,
— 127 —
que por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo
hacer otra cosa, sino sacar su espada: pero avínole bien, que se halló junto
al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y
luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos.
La demás gente quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el
Vizcaíno en sus mal trabadas razones, que sino le dejaban acabar su bata-
lla, que él mismo había de matar á su ama, y á toda la gente que se lo es-
torbase. La señora del coche, admirada, y temerosa de lo que veía, hizo al
cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso á mirar
la rigurosa contienda: en el discurso de la cual, dio el Vizcaíno una gran
cuchillada á don Quixote encima de un hombro, por encima de la rodela
que á dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quixote que
sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, dicien-
do: O señora de mi alma Dulcinea, flor de la hermosura, socorred á este
vuestro caballero, que por satisfacer á la vuestra mucha bondad, en este
riguroso trance se halla. El decir esto, y el apretar la espada y el cubrirse
bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fué en un tiempo, lle-
vando determinación de aventurarlo todo á la de un solo golpe. El Viz-
caíno que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su cora-
je, y determinó de hacer lo mismo que don Quixote: y así le aguardó bien
cubierto de su almohada, sin poder rodear la muía á una, ni á otra parte,
que ya de puro cansada, y no hecha á semejantes niñerías, no podía dar un
paso. Venía pues, como se ha dicho, don Quixote contra el cauto Vizcaíno,
con la espada en alto, con determinación de abrirle por medio: y el Viz-
caíno le aguardaba asimismo, levantada la espada, y aforrado con su al-
mohada, y todos los circunstantes estaban temerosos, y colgados de lo que
había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban, y la
señora del coche, y las demás criadas suyas, estaban haciendo mil votos, y
ofrecimientos á todas las imágenes, y casas de devoción de España, porque
Dios librase á su escudero, y á ellas, de aquel tan grande peligro en que se
hallaban. Pero está el daño de todo esto, que en este punto, y término,
deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose, que no
halló más escrito destas hazañas de don Quixote, délas que deja referidas.
Bien es verdad, que el segundo autor desta obra, no quiso creer, que tan
curiosa historia estuviese entregada á las leyes del olvido, ni que hubiese
sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus
archivos, ó en sus escritorios, algunos papeles que deste famoso caballero
tratasen, y así con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta
128 —
apacible historia, el cual siéndole el cielo favorable, le halló del modo que
se contará en la segunda paite (1).
(1) Esta aventura ha sido adjudicada, ccon rara unanimidad>, á los
vascuences, pero creo que el pensamiento del autor no salió de La Man-
cha más que para establecer el sinail, haciendo que prorrumpiesen todoe:
¡son uvas! ¡son uvas!, porque lo presentó en una banasta, y entre pámpa-
nos. Y si fué así, lo consiguió.
Sin necesidad de salir de La Mancha (donde no recuerdo que hubiese
Secretarios de Carlos V, ni de Felipe U, único extremo en que coincido
con todos los historiadores) puede demostrarse que Cervantes halló cuan-
to necesitaba; en testimonio de lo cual, sería conveniente dar una vuelte-
cita por las Aldeas y Lugares donde cantan las siguientes coplas:
En mi pueblo. En la ínsula.
Como sé que t'agusta Aceitunas con tomate
tanto el mostillo y un canto encima...
por abajo la puerta se crian las moiuelas
feché un adobe. como ceporros.
San Pedro que lo supo En el Cerro d'Alárcos,
mercó tres varas... dijo Pichurri:
para los Angélicos a'njablegar con puchero
qu'están escalzos. no hay quien me gane.
Alrededores de la Venta.
Jaléate, cuelpo güeno
que te vas anequilando,
con la calor del ivierno
y las frescas del verano.
SEGUNDA PARTE
DEL
iDgeDioso hidalgo don Quiíote de la MaDcha
CAPITULO IX
Donde se concluye, y da fin á la estupenda batalla,
que el gallardo Vizcaíno, y el valiente Manchego
tuvieron.
Dejamos en la primera parte desta historia, al valeroso Vizcaíno, y al
famoso don Quixote, con las espadas altas, y desnudas, en guisa de des-
cargar dos furibundos hendientes, tales que si en lleno se acertaban, por
lo menos se dividirían, y henderían de arriba abajo, y abrirían como una
granada: y que en aquel punto tan dudoso paró, y quedó destroncada tan
sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor donde se podría hallar
lo que della faltaba. Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de
haber leído tan poco, se volvía en disgusto, de pensar el mal camino que
se ofrecía, para hallar lo mucho que á mi parecer faltaba de tan sabroso
cuento. Parecióme cosa imposible, y fuera de toda buena costumbre, que
á tan buen caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara á cargo el
escribir sus nunca vista hazañas, cosa que no faltó á ninguno de los caba-
lleros andantes, de los que dicen las gentes, que van á sus aventuras, por-
que cada uno dellos tenía uno, ó dos sabios como de molde, que no sola-
mente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensa-
mientos, y niñerías, por más escondidas que fuesen. Y no había de ser tan
desdichado tan buen caballero, que le faltase á él lo que sobró á Platir, y
á otros semejantes. Y así no podía inclinarme á creer que tan gallarda his-
toria hubiese quedado manca, y estropeada, y echaba la culpa á la maligni-
dad del tiempo devorador, y consumidor de todas las cosas: el cual, ó la
tenía oculta, ó consumida. Por otra parte me parecía, que pues entre sus
libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos, y Ninfas,
y pastores de Henares, que también su historia debía de ser moderna, y
que ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su
aldea, y de las á ella circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso,
y deseoso de saber real, y verdaderamente, toda la vida, y milagros de
nuestro famoso Español don Quixote de la Mancha, luz, y espejo de la
caballería Manchega, y el primero que en nuestra edad, y en estos tan ca-
- '32 -
lamitosos tiempos se puso al trabajo, j ejercicio de las andantes armas: y
al de deshacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que
andaban con sus azotes, y palafrenes, y con toda su virginidad á cuestas,
de monte en monte, y de valle en valle: que sino era que algún follón, 6
algún villano de hacha, y capellina, 6 algún descomunal Gigante las forza-
ba, doncella hubo en los pasados tiempos, que al cabo de ochenta años,
que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, se fué tan entera
la sepultura, como la madre que la había parido. Digo pues, que por estos,
y otros muchos respetos, es digno nuestro gallardo Quixote, de continuas
y memorables alabanzas: y aun á mí no se me deben negar, por el trabajo,
y diligencia que puse, en buscar el ftn desta agradable historia. Aunque
bien sé, que si el cielo, al acaso, y la fortuna no me ayudaran, el mundo
quedará falto, y sin el pasatiempo, y gusto que bien casi dos horas podrá
tener, el que con atención la leyere. Pasó pues el hallarla en esta manera.
Estando yo un día en el Alcana de Toledo, llegó un muchacho á ven
der unos cartapacios, y papeles viejos á un escudero, y como soy aficionado
á leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natu-
ral inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile
con caracteres que conocí ser Arábigos. Y puesto que aunque los conocía,
no los sabía leer, anduve mirando si aparecería por allí algún Morisco
Aljamiado que los leyese: y no fué muy dificultoso hallar intérprete seme-
jante, pues aunque le buscara de otra mejor, y más antigua lengua le halla-
ra. En fin la suerte me deparó uno, que diciéndole mi deseo, y poniéndole el
libro en las manos, le abrió por medio, y leyendo un poco en él, se comenzó
á reir. Pregúntele, que de qué se reía? y respondióme, que de una cosa que
tenía aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele. que me la
dijese, y él sin dejar la risa, dijo: Está, como he dicho, aquí en el margen
escrito esto: Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia refe-
rida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos, que otra mujer de
toda la Mancha. Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito, y
suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían
la historia de Don Quixote. Con esta imaginación le di priesa que leyese el
principio: y haciéndolo así. volviendo de improviso el Arábigo en Cas-
tellano, dijo que decía: Historia de Don Quixote de la Mancha, escrita por
Cide Hamete Benengeli, historiador Arábigo. (1)
(1) Dice Clemencín, que Cervantes cometió errores porque no repasaba
lo que escribía, y, sin duda de ningún género, el equivocado era el autor
- '33 —
Mucha discreción fué menester para disimular el contento que recibí,
cuando llegó á mis oídos el título del libro: y salteándosele al escudero,
compré al muchacho todos los papeles, y cartapacios, por medio real: que
si él tuviera discreción, y supiera lo que yo los deseaba, bien se pudiera
prometer, y llevar más de seis reales de la compra. Apárteme luego con el
Morisco por el claustro de la Iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos
cartapacios, todos los que trataban de don Quixote, en lengua Castellana,
sin quitarles, ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Con-
tentóse con dos arrobas de pasas, y dos fanegas de trigo, y prometió de
traducirlos bien, y fielmente, y con mucha brevedad. Pero yo por facilitar
.más el negocio, y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le traje á mi
casa, donde en poco más de un mes, y medio la tradujo toda, del mismo
modo que aquí se refiere. Estaba en el primer cartapacio pintada muy al
natural la batalla de don Quixote con el Vizcaíno, puestos en la misma
postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de
su rodela, el otro de la almohada: y la muía del Vizcaíno tan al vivo, que
estaba mostrando ser de alquiler á tiro de ballesta. Tenía á los pies escrito
el Vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpeitia, que sin duda de
bía de ser su nombre: y á los pies de Bocinante estaba otro que decía: don
de una gramática: vio estampado Benengegeli, y no comprendió la adver-
tencia.
Aunque el descuidado Cervantes escribió en una palabra, mal escrita,
concedido, Benengeli, yo entiendo que fué para dar color de apariencia á
la tan debatida confusión que se produciría entre los defensores de la he-
rengena, y los que hiciesen valer hijo del ciervo como verdadera traducción.
Este nombre arábigo no acertaré á definirlo en toda su extensión por
mi pobreza de conocimientos y escasez del idioma, pero, así de pronto, en-
treveo una indicación precisa que nos guía por senderos árabes en busca
de giros que estampó en su libro; y volviéndolo dtl revés Mighel de Ce-
bante y ene. Si no fuera, lector bondadosísimo, por temor á que me ofus-
que el buen deseo, me atrevería á leer de corrido con la alegría de los pri-
meros años: Mighel, del italiano, segnala al Ariosto, libro de donde recibió
impresiones para la composición del suyo, este otro que ostentaba el ape-
llido de una ilustre familia, que á su vez lo había tomado del Valle de Ce-
barde en Asturias; y }s., es la inicial que empleamos desde tiempo remo-
to, en sustitución de un nombre que nos es desconocido.
Cervantes, por consecuencia de un desafío que tuvo en su juventud
con un pariente y admirador de la que después fué su mujer, aprovechan-
do la estada en Madrid del Cardonal Aquaviva, se acogió á sagrado, tras-
ladándose á Italia; después .... ya lo dijo bien claro en el prólogo de sus
Novelas ejemplares: llamábase cormnmente, Miguel de Cervantes Saavedra,
en vez de Cortinas, que era su apellido materno.
- 134 -
Quixote. Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo, y tendido,
tan estenuado, y flaco, con tanto espinazo, tan ético confirmado, que mos-
traba bien al descubierto con cuanta advertencia, y propiedad, se le había
puesto el nombre de Rocinante. Junto á él estaba Sancho Panza, que tenía
del cabestro á su asno: á los pies del cual estaba otro rótulo, que decía:
Sancho Zancas, y debía de ser, que tenía á lo que mostraba la pintura, la
barriga grande, el talle corto, y las zancas largas: y por esto se le debió de
poner nombre de Panza, y de zancas, que con estos dos sobrenombres le
llama algunas veces la historia. Otras algunas menudencias había que ad-
vertir, pero todas son de poca importancia, y que no hacen al caso á la
verdadera relación de la historia, que ninguna es mala como sea verdadera*
Si á ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá
ser otra, sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de
aquella nación ser mentirosos: aunque por ser tan nuestros enemigos, antes
se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y así me pa-
rece á mí, cuando pudiera, y debiera extender la pluma, en las alabanzas
de tan buen caballero; parece que de industria las pasa en silencio. Cosa
mal hecha, y peor pensada, habiendo, y debiendo ser los historiadores
puntuales, verdaderos, y no nada apasionados, y que ni el interés, ni el
miedo, el rencor, ni la afición, no les haga torcer del camino de la verdad,
cuya madre es la historia émula del tiempo, depósito de las acciones, tes-
tigo de lo pasado, ejemplo, y aviso de lo presente, advertencia de lo por
venir. En esta sé, que se hallará todo lo que se acertare á desearen la más
apacible: y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo, qu« fué por culpa
del galgo de su autor, antes que por falta de sujeto. En fin su segunda
parte, siguiendo la traducción, comenzaba desta manera.
Puestas, y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos,
y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo,
á la tierra y al abismo; tal era el denuedo y continente que tenían. Y el
primero que fué á descargar el golpe, fué el colérico Vizcaíno: el cual fué
dado con tanta fuerza, y tanta furia, que á no volvérsele la espada en el ca-
mino, aquel sólo golpe fuera bastante para dar fin á su rigurosa contienda,
y á todas las aventuras de nuestro caballero: mas la buena suerte que para
mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo,
que aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que
desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada,
con la mitad de la oreja, que todo ello con espantosa ruina vino al suelo-
deiándole muy mal trecho. Válgame Dios, y quién será aquél que buena
- 135 -
mente pueda contar ahora, la rabia que entró en el coraaón de nuestro
Manchego, viéndose parar de aquella manera! No se diga más, sino que fué
de manera, que se alzó de nr.evo en los estribos, y apretando más la espada
en las dos manos, con tal furia descargó sobre el Vizcaíno, acertándole de
lleno sobre la almohada, y sobre la cabeza, que sin ser parte tan buena de-
fensa, como si cayera sobre él una montaña, comenzó á echar sangre por las
narices, y por la boca, y por los oídos, y á dar muestras de caer de la muía
abajo, de donde cayera sin duda, si no se abrazara con el cuello: pero con
todo eso sacó los pies de los estribos, y luego soltó los brazos, y la muía
espantada del terrible golpe, dio á correr por el campo, y á pocos corcobos
dio con su dueño en tierra. Estábaselo con muoho sosiego mirando don
Quixote: y como le vio caer, saltó de su caballo, y con mucha ligereza se
llegó á él, y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se
'rindiese, sino que le cortaría la cabeza. Estaba el Vizcaíno tan turbado, que
no podía responder palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego don
Quixote, si las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo
habían mirado la pendencia, no fueran adonde estaba, y le pidieran con
mucho encarecimiento, les hiciese tan gran merced, y favor, de perdonar la
vida á aquel su escudero. A lo cual don Quixote respondió, con mucho en-
tono, y gravedad: Por cierto herniosas, yo soy muy contento de hacer lO
que rae pedís, mas ha de ser con una condición, y concierto: y es, que este
caballero me ha de prometer de ir al lugar del Toboso, y presentarse de mi
parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga del lo que más fuere
de su voluntad: La temerosa, y desconsolada señora, sin entrar en cuenta
de lo que don Quixott' pedía, y sin preguntar quien Dulcinea fuese, le pro-
metieron que el escudero haría todo aquello que de su parte le fuese man.
dado. Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo
teaía bien merecido.
-136-
CAPITULO X
De lo que más le avino á don Quixote con el Vizcaí-
no, y del peligro en que se vio con una turba de
Yangüeses (o.
Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltratado
de los mozos de los Frayles, y había estado atento á la batalla de su señor
don Quixote, y rogaba á Dios en su corazón, fuese servido de darle la vic-
toria, y que en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese Gobernador,
como se lo había prometido. Viendo pues ya acabada la pendencia, y que
su amo volvía á subir sobre Bocinante, llegó á tenerle el estribo: y antes
que subiese se hincó de rodillas delante del, y asiéndole de la mano se la
besó y le dijo: Sea vuestra merced serndo, señor don Quixote mío, de dar-
me el gobierno de la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado,
que por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar, tal,
y tan bien, como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo. A lo cual
respondió don Quixote, advertid hermano Sancho, que esta aventura, y las
á estas semejantes, no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en
(1) Así rezaba el título original de este capítulo puesto por Cervantes,
y así queda restituido por mí en la presente edición, pero la Academia de
la Lengua Española á requerimiento de los Alquifes que la integraban, le
colocó este otro, rebosante de gracia, como podrás observar sin grande
egf uerzo: De los graciosos razonamientos que pasaron entre Don Quixote y San-
cho Panza su escudero.
Con un candidez merecedora de azotes anticipan que el discurso va á
ser gracioso, «cosa rara tratándose de este libro», nombran á las personas
que tú, pacientísimo lector, ignorabas, y, por último, aprendes que Sancho
era escudero del otro. (?)
La soberbia que representa esta suplantación sólo es comparable con
el destrozo realizado, pues no vieron el ingenioso artificio, por el cual,
Cervantes, obliga al lector á que le siga con la esperanza de ver aumenta-
das las peripecias de tan tremenda batalla, ó, al menos, con sucesos á ella
conexos; que no llegan, es cierto, pero también es verdad que el lector
entretenido salva la narración, y sin acordarse de lo que le tenían anun-
ciado se precipita en el capítulo inmediato.
Al no entenderlo, estarse quietos.
- 137 —
las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza ó una oreja menos.
Tened paciencia, que aventuras se ofrecerán, en donde no solamente os
pueda hacer Gobernador, sino más adelante. Agradecióselo mucho Sancho,
y besándole otra vez la mano, y la falda de la loriga, le ayudó á subir sobre
Rocinante, y él subió sobre su asno, y comenzó á seguir á su señor, que á
paso tirado, sin despedirse, ni hablar más con las del coche, se entró por un
bosque que allí junto estaba. Seguíale Sancho, á todo el trote de su jumen-
to: pero caminaba tanto Bocinante, que viéndose quedar atrás, le fué forzo-
so dar voces á su amo, que se aguardase. Hízolo así don Quixote, teniendo
las riendas á Rocinante, hasta que llegase su cansado escudero, el cual en
llegando le dijo: Paréceme señor, que sería acertado irnos á retraer á algu-
na Iglesia, que según quedó maltrecho aquel con quien os combatisteis, no
será mucho que den noticia del caso á la santa Hermandad, y nos prendan:
y á f é que si lo hacen, que primero que salgamos de la cárcel, que nos ha
de sudar el hopo. Calla, dijo don Quixote, y dónde has visto tú, ó leído ja-
más, que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más ho-
micidios que hubiese cometido. Yo no sé nada de omecillos, respondió
Sancho, ni en mi vida le caté á ninguno: sólo sé, que la santa Hermandad
tiene que ver con los que pelean en el campo, y en esotro no me entrome-
to. Pues no tengas pena amigo, respondió don Quixote, que yo te sacaré de
las manos de los Caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime
por tu vida, ¿has tú visto más valeroso caballero que yo, en todo lo descu-
bierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga, ni haya tenido
más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el he-
rir, ni más maña en el derribar? La verdad sea, respondió Sancho, que yo
no he leído ninguna historia jamás, porque ni sé leer, ni escribir: mas lo
que osaré apostar, es, que más atrevido amo que vuestra merced, yo no le
he servido en todos los días de mi vida, y quiera Dios que estos atrevi-
mientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego á vuestra mer-
ced, es, que se cure, que le va mucha sangre de esa oreja, que aquí traigo
hilas, y un poco de ungüento blanco en las alforjas. Todo eso fuera bien
escusado, respondió don Quixote, si á mí se me acordara de hacer una re-
doma del bálsamo de Fierabrás, que con sólo una gota, ahorraran tiempo, y
medicinas. ¿Qué redoma y qué bálsamo es ese, dijo Sancho Panza? Es un
bálsamo, respondió don Quixote, de quien tengo la receta en la memoria,
con el cual no hay que tener temor á la muerte, ni hay pensar en morir de
herida alguna. Y así, cuando yo le haga, y te le dé, no tienes más que ha-
cer, sino que cuando vieres que en alguna batalla me han partido por me-
- I3« -
dio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer): bonitamente la parte
del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sutileza, antes que
la sangre se hiele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla,
advirtiendo de encajarlo igualmente y al justo. Luego me darás á beber so-
los dos tragos del bálsamo que he dicho, y verasme quedar más sano que
una manzana. Si eso hay, dijo Panza, yo renuncio desde aquí el gobierno
de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa en pago de mis muchos, y
buenos servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese extrema-
do licor, que para mí tengo que valdrá la onza adonde quiera, más de dos
reales, y no he menester yo más, para pasar esta vida honrada, y descansa-
damente. Pero es de saber ahora, si tiene mucha costa el hacerle? Con me-
nos de tres reales se pueden hacer tres azumbres, respondió don Quiíote.
Pecador de mí, replicó Sancho, ¿pues á qué aguarda vuestra merced á ha-
cerle, y enseñármele? Calla amigo, respondió don Quixote, que mayores
secretos pienso enseñarte, y mayores mercedes hacerte: y por ahora curé-
monos, que la oreja me duele más de lo que yo quisiera. Sacó Sancho
de las alforjas hilas, y ungüento: mas cuando don Quixote llegó á ver rota
su celada, pensó perder el juicio, y puesta la mano en la espada, y alzando
los ojos al cielo, dijo: Yo hago juramento al Criador de todas las cosas, y
á los santos cuatro Evangelios, donde más largamente estén escritos, de
hacer la vida que hizo el grande Marqués de Mantua, cuando juró de ven-
gar la muerte de su sobrino Baldevinos; que fué, de no comer pan á man-
teles, ni con su mujer folgar, (l)y otras cosas, que aunque dellas no me
(1) Empieza esta aventura recordando el juramento del Marqués de
Mantua, por la muerte de su sobrino Baldovinos, de no comer pan á mante-
les, ni cotí su mujer folgar, hasta haberlo vengado; pero sospecho un símil,
y una afirmación del terreno que pisa Cervantes.
Cuando D. Alvar Pérez de Castro llamó al Santo Rey Fernando por
haber sorprendido la Axarquía de Córdoba, el Monarca, con sólo cien
Caballeros de su Corte, .se trasladó á Benquerencia; alcanzándole en esta
fortaleza escuadrones aislados, en virtud de los avisos que circularon desde
los puntos de su tránsito.
Por haberse prolongado el sitio, y considerando esta empresa trans-
cendentahsima para ulteriores determinaciones, hubo de permanecer allí
bastante tiempo, y, en este lapso, se trasladaron al Pozuelo de Don Gil
(Ciudad-Real), su madre D.» Berenguela (atormentada de horribles presen-
timientos cumplidos bien pronto) y su segunda esposa la Reina D.* Juana.
Y que no debe andar muy descaminado Hamete en sus suposiciones,
lo dice bien claro el arzobispo D. Rodrigo en el siguiente párrafo de su
crónica: el santo Rey, se trasladó á este punto j^ara saludar á su madre y folgar
en la Reina D.^ Juana. Además, ya había pronunciado la solemnísima
— 139 —
acuerdo, las doy aquí por expresadas, hasta tomar entera venganza del que
tal desaguisado me hizo. Oyendo esto Sancho, le dijo: Advierta vuestra
merced, señor don Quixote, que si el caballero cumplió lo que se le dejó
ordenado, de irse á presentar ante mi señora Dulcinea del Toboso, ya ha-
brá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena, sino comete nuevo
delito. Has hablado, y apuntado muy bien, respondió don Quixote, y así
anulo el juramento, en cuanto lo que toca á tomar nueva venganza: pero
hágole, y confirmóle de nuevo, de hacer la vida que he dicho, hasta tanto
que quite por fuerza otra celada, tal, y tan buena como esta á algún caba-
llero. Y no pienses Sancho, que así á humo de pajas hago esto, que bien
tengo á quien imitar en ello, que esto mismo pasó al pie de la letra sobre
el yelmo de Mambrino, que tan caro le costó á Sacripante (1).
Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío, replicó
Sancho, que son muy en daño de la salud, y muy en perjuicio de la con-
ciencia. Si no dígame ahora, si acaso en muchos días no topamos hombre
armado con celada, ¿qué hemos de hacer, base de cumplir el juramento, á
despecho de tantos inconvenientes é incomodidades, como será el dormir
vestido, y en no dormir en poblado, y otras mil penitencias, que contenía
el juramento de aquel loco viejo del Marqués de Mantua, que vuestra mer-
ced quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien, que por todos estos
promesa de no regresar á Castilla sin haber conquistado á Córdoba, y, en esta
diabólica aplicación, estriba la malignidad del chiste; pues se sabe perfec-
tamente que Alfonso VIII juró venganza, pero de lo otro ¿no tenía
completamente abandonada á la Reina, por la hermosa judía que degolla-
ron los cortesanos?
La doble confirmación de lo expuesto, en la historia y en la nota si-
guiente.
(1) Como consecuencia inmediata del juramento que acababa de hacer
tan cristiano caballero, lo que procedía en consonancia con sus arraigadí-
simas convicciones, era encomendarse á Dios por tan grave falta, y vinién-
dosele á las mientes los nombres del «Orlando furioso», los aplica con una
oportunidad encantadora.
Ee costumbre muy generalizada por aquellos lugares, santiguarse acto
seguido de haber nombrado al diablo, y Cervantes que no desperdiciaba
ocasión para fijar los usos del país y sus parajes, aprovecha ésta para
decirnos que -— -~- es un recuerdo al Monte Judío, al lado de la Ven-
Mon rabín
ta, por donde pasó Fernando III; y el que pronunciad continuación, para
dejar bien expuesto lo que debe hacer todo buen cristiano: signarse, en el
nombre del padre, & cuya es la significación de — '
sicnapater
— MO -
caminos no andan hombres armados, sino harrieros, y carreteros, que no
sólo no traen celadas, pero quizá no las hayan oído nombrar en todos los
días de su vida. Engañaste en eso, dijo don Quixote, porque no habremos
estado dos horas por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que
los que vinieron sobre Albraca, á la conquista de Angélica la Bella. (1)
Alto pues, sea así, dijo Sancho, y á Dios plazca que nos suceda bien, y
que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y
muérame yo luego. Ya te he dicho Sancho, que no te de eso cuidado algo-
no, que cuando faltare Ínsula, ahí está el Reino de Dinamarca, ó el de So-
bradisa, que te vendrán como anillo al dedo, y más qut por ser en tierra
firme te debes más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si
traes algo en estas alforjas que comamos, porque vamos luego eu busca de
algún castillo donde alojemos esta noche, y hagamos el bálsamo que te he
dicho, porque yo te voto á Dios, que me va doliendo mucho esta oreja. (2)
(1) Símil habilísimo que con su espejuelo deslumhró á los investiga-
dores, haciéndoles caminar por regiones remotas en busca de lo que tenía-
mos en nuestra propia casa.
En su aspecto exterior, se debe reconocer que apunta al Castillo de
Albraca, que según las historias era una fortaleza de origen fabuloso, que
Galafrón, Emperador del Catai, mandó construir para guardar á su hija
Angélica la Bella, en previsión de que Agricán, Rey de Tartaria, le decla-
rase la guerra, disgustado porque no se ' a dio en matrimonio; pero si nos
, , , , . Albraca ,
paramos a pensar que por metátesis es -jj^ y por otra, con supresión
de la h es Alarca, tendremos ante los ojos un camino expedito que nos
conduce á la solución, colmando la medida de nuestros deseos.
Cuando Alfonso VIII, corriendo y talando los campos andaluces Uegó
hasta Xerez, retando al Miramamolín de Marruecos, Almanzor aceptó el
desafío para la campaña siguiente, y desembarcando en Algeciras con nu-
meroso ejército, á buenas jornadas llego á Córdoba, estableciendo su cam-
pamento en los Montes y Dehesa de Albacra; después emprendió el cami-
no que le condujo al puerto del Muradal, y una vez traspuesto, dio des-
canso á sus tropas en los Barrancos de Sierra Morena (á dos jornadas cortas
de Medina Alarca); luego, atravesaron las llanuras del Campo de Kalat-
Rabah (Calatrava), avistándose á 19 de Julio de 1195 con el enemigo, al
que derrotaron.
De lo manifestado infiere Hamete, que el Castillo de Albraca era
nuestra fortaleza de Alarcos, guardia constante de Angélica la Bella, cono-
cida en los rom'ances árabes por la Hermosa Halía, la de los Palacios de
Galiana; pero en realidad, Angélica la Bella es otra.
(2) Entre burlas y veras, ésta es una de las escenas más claritas de
Cervantes. Hicieron ¡alto! en una choza (que tal aspecto presentaba la
— 141 —
Aquí traigo una cebolla, y un poco de queso, y no sé cuantos mendru-
gos, dijo Sancho, pero no son manjares que pertenecen á tan valiente ca-
ballero como vuestra merced. Qué mal lo entiendes, respondió don Quiíote:
hágote saber Sancho, que es honra de los caballeros andantes, no comer
en un mes, y ya que coman, sea de aquello que hallaren más á mano: y
esto se te hiciera cierto, si hubieras leído tantas historias como yo, que
aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación do
que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso, y en algunos sun-
tuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores.
Y aunque se deja entender, que no podían pasar sin comer, y sin hacer todos
los otros menesteres naturales, porque en efecto eran hombres como nosotros,
hase de entender también, que andando lo más del tiempo de su vida por
las florestas, y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida
sería de viandas rústicas, tales como las que tú ahora m« ofreces. Así que
Sancho amigo, no te acongoje lo que á mí me da gusto, ni quieras tu
hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería andante de sus quicios. Perdó-
neme vuestra merced, dijo Sancho, que como yo no sé leer, ni escribir,
como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la profesión
caballeresca, y de aquí adelante yo proveeré las alforjas de todo género de
fruta seca para vuestra merced, que es caballero: y para mí las proveeré,
pues no lo soy, de otras cosas volátiles, y de más sustancia. No digo yo,
Sancho, replicó don Quixote, que sea forzoso á los caballeros andantes, no
comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más ordinario sus-
tento debía de ser dellas, y de algunas yerbas que hallaban por los cam-
pos, que ellos conocían, y yo también conozco. Virtud es, respondió Sancho,
conocer esas yerbas, que según yo me voy imaginando, algún día será me-
nester usar de ese conocimiento. Y sacando en esto, lo que dijo que traía,
comieron los dos en buena paz, y compaña. Pero deseosos de buscar donde
alojar aquella noche, acabaron con mucha brevedad su pobre, y seca co-
mida. Subieron luego á caballo, y diéronse priesa por llegar á poblado
dichosa venta que ha producido infinitos desvelos) para comer; la ínsula
á que hace alusión es Córdoba (Taifa á la desmembración árabe), y se de-
bía de alegrar Sancho que le diera uvo en tierra firme, porque el de Sobradi-
sa (Sobrarbe, que tuvo su nacimiento en tiempo de los Moros) se hallaba en
tierra de cristianos. El de Dinamarca, no tiene más finalidad que exten-
der la figura y establecer la confusión.
O, de no ser esto, la Historia y la Retórica están demás.
— 142 -
ant€B que anocheciese: pero faltóles el Sol, y la esperanza de alcanzar lo
que (leseaban, junto á unas chozas de unos cabreros, y así determinaron
de pasarla allí: que cuanto fué de pesadumbre para Sancho no llegar á
poblado, fué de contente para su amo, dormirla al cielo descubierto, por
parecerlc que cada vez que esto le sucedía, era hacer un acto posesivo que
iacilitaba la prueba de su caballería.
— 143 —
CAPITULO XI
De lo que sucedió á don Quixote con unos cabreros.
Fué recogido de los cabreros con buen ánimo, y habiendo Sancho, lo
mejor que pudo, acomodado á Kocinante, y á su jumento, se fué tras el
olor que despedían de sí ciertos tasajos de cabra, que hirviendo al fuego
en un caldero estaban, y aunque él quisiera en aquel mismo punto, ver si
estaban en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer,
porque los cabreros los quitaron del fuego, y tendiendo por el suelo unas
pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa, y convida-
ron á los dos, con muestras de muy buena voluntad con lo que tenían.
Sentáronse á la redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la
majada había: habiendo primero con groseras ceremonias rogado á don
Quixote que se sentase sobre un dornaje que vuelto del revés le pusieron.
Sentóse don Quixote, y quedábase Sancho en pié para servirle la copa, que
era hecha de cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo: Porque veas Sancho
el bien que en sí encierra la andante caballería, y cuan á pique están los
que en cualquiera ministerio della se ejercitan, de venir brevemente á ser
honrados, y estimados del mundo, quiere que aquí á mi lado, y en compa-
ñía desta buena gente te sientes, y que seas una misma cosa conmigo, que
soy tu amo, y natural señor, que comas en mi plato, y bebas por donde yo
bebiere: porque de la caballería andante se puede decir lo mismo que del
Amor se dice, que todas las cosas iguala. Gran merced, dijo Sancho, pero
sé decir á vuestra merced, que como yo tuviese bien de comer, tan bien, y
mejor me lo comería en pié, y á mis solas, como sentado á par de un Em-
perador. Y aún si vá á decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en
mi rincón, sin melindres, ni respetos, aunque sea pan, y cebolla, que los
gallipavos de otras mesas, donde me sea forzoso mascar despacio, beber
poco, limpiarme á menudo, no estornudar, ni toser, si me viene en gana,
ni hacer otras cosas que la soledad, y la libertad traen consigo. Así que
señor mío, estas honras de vuestra merced quiere darme, por ser ministro,
y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vues-
tra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más acomodo, y
— >44 —
provecho que éstas (aunque las doy por bien recibidas) las renuncio para
desde aquí al fin del mundo. Con todo eso te has de sentar, porque á quien
se humilla Dios le ensalza, y asiéndole por el brazo, le forzó á que junto á
él se sentase. No entendían los cabreros aquella gerigonza de escuderos, y
de caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer, y callar, y mirar
á sus huéspedes, que con mucho donaire, y gana embaulaban tasajo como
el puño. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran
cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso,
más duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba en esto ocioso el cuer-
no, porque andaba á la redonda tan á menudo (ya lleno, ya vacio) como ar-
caduz de noria, que con facilidad vació un zaque, de dos que estaban de
manifiesto. Después que don Quixote hubo bien satisfecho su estómago,
tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas atentamente, soltó la
voz á semejantes razones: Dichosa edad, y siglos dichosos aquellos, á quien
los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro (que
en esta nuestra edad de hierro tanto se estima) se alcanzase en aquella ven-
turosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían, igno-
raban estas dos palabras de Tuyo y Mío. Eran en aquella santa edad todas
las cosas comunes, á nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sus-
tento, tomar otro trabajo, que alzar la mano, y alcanzarle de las robustas
encinas, que liberalraente les estaban con\idando, con su dulce y sazonado
fruto. Las claras fuentes, y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sa-
brosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas, y
en lo hueco de los árboles, formaban su república las solícitas, y discretas
abejas, ofreciéndose á cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cose-
cha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí,
sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas, y livianas cortezas, con
que se comenzaron á cubrir las casas sobre rústicas estacas sustentadas, no
más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces,
todo amistad, todo cortesía: aún no se había atrevido la pesada reja del
corvo arado á abrir, ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera
madre, que ella sin ser forzada, ofrecía por todas las partes de su fértil, y
espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar, y deleitar á los hijos que
entonces la poseían. Entonces sí, que andaban las simples, y hermosas za-
galejas de valle en valle, y de otero en otero, en trenza, y en cabello, sin
más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente, lo
que la honestidad quiere, y ha querido siempre que se cubra, y no eran
sus adornos de los que ahora se usan, á quien la púrpura de Tyro, y la por
— 145 —
tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas de verdes
lampazos, y yedra, entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas, y com-
puestas, como van ahoranuestras cortesanas con las raras, y peregrinas inven,
dones, que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se declaraban los
conceptos amorosos del alma, simple, y sencillamente, del mismo modo, y ma-
nera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para enca-
recerlos. No había el fraude, el engaño, ni la malicia, mezclándose con la
verdad, y llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la
osasen turbar, ni ofender los del favor, y los del interés, que tanto ahora la
menoscaban, turban, y persiguen. La ley del encaje, aún no se había sen-
tado en el entendimiento del juez, porque entonces no había que juzgar, ni
quien fuese juzgado. Las doncellas, y la honestidad andaban, como tengo
dicho, por donde quiera, solas, y señoras, sin temor que la ajena desenvol-
tura, y lascivo intento las menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto,
y propia voluntad. Y, ahora en estos nuestros detestables siglos, no está
segura ninguna, aunque la oculte, y cierre otro nuevo laberinto como el de
Creta, porque allí por los resquicios, ó por el aire, con el celo de la maldi-
ta solicitud, se les entra la amorosa pestilencia, y les hace dar con todo su
recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos, y
creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes,
para defender las doncellas, amparar lae viudas, y socorrer á los huérfanos,
y á los menesterosos. Desta orden soy yo hermanos cabreros, á quien agra-
dezco el agasajo, y buen acogimiento que hacéis á mí, y á mi escudero:
que aunque por ley natural, están todos los que viven obligados á favore
cer á los caballeros andantes, todavía por saber, que sin saber vosotros
esta obligación, me acogisteis, y regalasteis, es razón, que con la voluntad
á mí posible, os agradezca la vuestra. Toda esta arenga (que se pudiera
muy bien escusar) dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le dieron,
le trajeron á la memoria la edad dorada: y antojósele hacer aquel inútil
razonamiento á los cabreros, que sin responderle palabra, embobados, y
suspensos le estuvieron escuchando. Sancho, asimismo callaba, y comía
bellotas, y visitaba muy á menudo el segundo zaque, que porque se enfriase
el vino, le tenían colgado de un alcornoque. Más tardó en hablar don Qui-
xote, que en acabarse la cena: al fin de la cual, uno de los cabreros dijo:
Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero an-
dante, que le agasajamos con pronta, y buena voluntad, queremos darle
solaz, y contento, con hacer, que cante un compañero nuestro, que no tar-
dará mucho en estar aquí: el cual es un zagal muy entendido, y muy ena-
10
I4í> -
morado, y que sobre todo sabe leer y escribir, y efl músico de un rabel,
que no hay máá que desear. Apenas había el cabrero acabado de decir
esto, cuando llegó á sus oídos el son del rabel, y de allí á poco llegó el
que le tañía, que era un mozo de hasta veinte, y dos afios, de muy buena
gracia. Preguntáronle sus compañeros, si había cenado, y respondiendo, que
sí, el que había hecho los ofrecimientos, le dijo: De esa manera Antonio,
bien podrás hacernos placer de cantar un poco, porque vea este señor hués-
ped, que tenemos también por los montes, y selvas, quien sepa de música.
Hémosle dicho tus buenas cualidades, y deseamos que las muestres, y nos
saques verdaderos: y así te ruego, por tu vida, que te sientes, y cantes el
Romance de tus amores, que te compuso el Beneficiado tu tío, que en el
pueblo ha parecido muy bien. Que me place, lespondió el mozo, y sin ha-
cerse más de rogar, se sentó en el tronco de una desmochada encina, y
templando su rabel, de allí á poco con muy buena gracia comenzó á can-
tar, diciendo desta manera.
ANTONIO
Yo sé Olalla que me adoras,
Puesto que no me lo has dicho,
Ni aun con los ojas siquiera,
.Mudas lenguas de amorío.s.
Porque sé que eres sabida,
En que me quieres me afirnn).
Que nunca fué desdichado
Amor que fué conocido.
Bien es verdad, que ta! vez
Olalla, me has dado indicio,
Que tienes de bronce el alma,
Y el blanco pecho de risco.
Mas allá entre tus reprochen,
Y honestísimoH desvíos.
Tal vez la esperanza muostra
La orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
Mi fé, que nunca ha podido,
Ni menguar por no llamada,
Ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía.
— 147 —
De la que tienes colijo,
Qu« el fin de mis esperanzas,
Ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
Algunos de los que he hecho
Fortalecen mi partido.
Porque si has mirado en ello,
Más de una vez habrás visto,
Que me he vestido en los Lunes,
Lo que me honraba el Domingo.
Como el amor y la gala
Andan un mismo camino,
En todo tiempo á tus ojos
Quise mostrarme pulido.
Dejo el bailar por tu causa,
Ni las músicas te pinto.
Que has escuchado á deshoras,
Y al canto del gaUo primo.
No cuento las alabanzas,
Que de tu belleza he dicho,
Que aunque verdaderas, hacen,
Ser yo de algunas mal quisto.
Teresa del Berrocal,
Yo alabándote, me dijo.
Tal piensa que adora un Ángel,
Y viene á adorar á un gimió.
Merced á los muchos dijes,
Y á los cabellos postizos,
Y á hipócritas hermosuras,
Que engañan al amor mismo.
Desmentila, y enojóse,
volvió por ella su primo.
Desafióme, y ya sabes
Lo que yo hice, y él hizo.
No te quiero yo á montón.
Ni te pretendo, y te sirvo,
Por lo de barragan ía.
Que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la Iglesia,
Que son lazadas d© sirgo.
— mR —
Pon tn cuello en la gamella,
Verás como pongo el rolo.
Donde no, deede aquí juro
Por el santo más bendito.
De no salir deetas sierras,
Sino para Capuchino.
Con esto dio el cabrero fin á su canto, y aunque don Quiíote le rogó
que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más
para dormir, que para oir canciones. Y así dijo á su amo: Bien puede vues-
tra merced acomodarse desde luego, adonde ha de posar esta noche, que el
trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día, no permite que pasen
las noches cantando. Ya te entiendo Sancho, le respondió don Quiíote, que
bien se me trasluce, que las visitas del zaque piden más recompensa de
sueño, que de música. A todos nos sabe ¿ien, bendito sea Dios, respondió
Sancho. No lo niego replicó don Quixote, pero acomódate tú donde quisie-
res, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero
con todo eso, sería bien Sancho, que me vuelvas á curar esta oreja, que me
va doliendo más de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se le manda-
ba. Y viendo uno de los cabreros la herida, le dijo, que no tuviese pena,
que él pondría remedio con que fácilmente se sanase. Y tomando algunas
hojas de romero, de mucho que por allí había, las mascó, y las mezcló con
un poco de sal, y aplicándoselas á la «reja, se la vendó muy bien, asegu-
rándole, que no había menester otra medicina, y así fué la verdad.
— 149 -
CAPÍTULO XII
De lo que contó un cabrero á los que estaban con
don Quíxote.
Estando en esto, llegó otro mozo de los que les traían del Aldea el
bastimento, y dijo; Sabéis lo que pasa en el lugar compañeros? Cómo lo
podemos saber, respondió uno dellos. Pues sabed, prosiguió el mozo, que
murió esta mañana, aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo,
y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de
Marcela, la hija de Gruillermo el rico, aquella que se anda en hábito de
pastora por esos andurriales. Por Marcela dirás; dijo uno? Por esa digo,
respondió el cabrero: Y es lo bueno, que mandó en su testamento, que le
enterrasen en el campo, como si fuera Moro, y que sea al pié de la peña,
donde está la fuente del alcornoque: (1) porque según es fama, y él dicen,
que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también
mandó otras cosas tales, que los Abades del pueblo, dicen que no se han
de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de Gentiles. A
todo lo cual, responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que
también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo sin faltar
nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo albo-
(1) Esto corresponde á una leyenda muy confusa de algo que se dea-
arrolló en el Valle de Alcudia, pero como la distancia es grande, la habi-
lidad del que compuso esta fábula extraordinaria, y, por si acaso, loa
malditos retocadores cometieron una falta garrafal, he perdido muchísimo
tiempo hasta hallar su explicación.
Alcornoque está contrapuesto á encina, y en la umbría de la Sierra S. del
Valle hay una fuente, que, ei mal no recuerdo, empieza á formarse el arca
del agua á raiz de una gran peña. A cinco pasos, y á la vera del arroyue-
lo, una corpulenta y frondosísima encina resguarda de los rayos solares á
loe bañiotas que acuden á Fuencaliente buscando alivio á sus afeccionen
reumáticas, y es punto obligado para almorzar y echar un rato de siesta,
sustrayéndose á la sombra de tan anciano quitasol de las abrasadoras ca-
ricias de Febo.
Casi lindando con estos sitios se halla el Quinto de Pedro Morillo, y
como el mozo que lo cuenta se llama Pedro, deduje si podría tener con-
comitancia lo uno con lo otro (aunque sin vislumbrar el alcance que pudo
_*T50 —
rotado, mas á lo que se dice, en fin, se hará lo que Ambrosio y todos los
pastoree sus amigos quieren, y mañana le vienen á enterrar con gran
pompa, adonde tengo dicho. Y tengo para mí, qu« ha de ser cosa muy de
ver, al menos yo no dejaré de ir á verla, si supiese no volver mañana al
lugar. Todos haremos lo mismo, respondieron los cabreros, y echaremos
suertes á quién ha de quedar á guardar las cabras de todos. Bien dices
Pedro, dijo, aunque no será menester usar de esa diligencia, que yo me
quedaré por todos: y no lo atribuyáis á virtud, y á poca curiosidad mia,
sino á que no me deja andar el garrancho, que el otro día me pasó este
pie. Con todo eso te lo agradecemos, respondió Pedro. Y don Quiíote rogó
á Pedro le dijese, qué muerto era aquél, y qué pastora aquélla. A lo cual
Pedro respondió, que lo que sabía era, que el muerto era un hidalgo rico,
vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el cual había sido estu-
diante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto á su
lugar, con opinión de muy sabio, y muy leído. Principalmente decían, que
sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que pasan allá en el cielo, el Sol,
y la Luna, porque puntualmente nos decía el cris del Sol, y de la Luna.
Eclipse se llama amigo, que no cris, el oscurecerse esos dos luminares
mayores, dijo don Quixote. Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosi-
guió su cuento, diciendo: Asimismo adivinaba, cuando había de ser el
año abundante, ó estíl. Estéril queréis decir amigo, dijo don Quixote? Es-
téril, ó estíl, respondió Pedro, todo se sale allá. Y digo, que con esto que
decía, se hicieron su padre, y sus amigos que le daban crédito, muy ricos,
dar Cervantes al nombre de Grisóstomo, anagramático de Moro Sigstc).
¿Quién seria este moro?
El significado que se pudiera deducir del nombre de su amigo Ambro-
sio, viene á corroborar mis suposiciones, y aunque parezca una débil afir-
mación, es metátesis de Ambos río con aplicación al rio Tablillas que pasa
cerca y conviene con ambos por la pluralidad del nombre.
Las pasiones árabes están magníficamente retratadas en la escena que
describe, rememoradora de los celos del Moro de Venecia; las costumbree
morunas, traen á la memoria en seguida el testamento de Mulhacén, pero
esta historia se ha perdido. No encontré la tradición.
Ahora bien, algo queda que demuestra el trabajoso triunfo de mis pee-
quifiicionee^ y Cervantes nos lo dijo al llamar endiablada moza á Marcela.
La pastora hermosísima que nos presenta iluminada por la aureola de la
discreción, la han perpetuado aquellas gentes de modo imperecedero: se
sabe positivamente que la vieja Caria fué transformada en ¡Casa de la Di-
mna Pastora! (En otra ocasión seré extenso.)
Véase el gráfico.
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porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: Sembrad «ate año
cebada, no trigo: en éate podéis sembrar garbanzos, y no cebada: el que
viene será de guilla de aceite: los tres siguientes no se cogerá gota. Eaa
ciencia se llama Astrología, dijo don Quixote. No se yo cómo se llama,
replicó Pedro, mas sé que todo esto sabía, y aun más. Finalmente, no pa-
saron muchos meses, después que vino de Salamanca, cuando un día
remaneció vestido de pastor, con su ganado, y pellico, habiéndose quitado
los hábitos largos, que como escolar traía, y juntamente se vistió con el
de pastor, otro su grande amigo llamado Ambrosio, que había sido su
compañero en los estudios. Olvidábaseme de decir, como Grisóstomo el
diftinto fué grande hombre de componer coplas, tanto que él hacía los vi-
llancicos para la noche del nacimiento del Señor, y los autos para el día
de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos
decían, que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso
vestidos de pastores á los dos escolares, quedaron admirados, y no podían
adivinar la causa que les había movido á hacer aquella tan extraña mu-
danza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro Grisóstomo, y él
quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, así en muebles, como en
raíces, y en no pequeña cantidad de ganado, mayor, y menor, y en gran
cantidad de dineros: de todo lo cual quedó el mozo señor absoluto, y en
verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero, y caritativo,
y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición. Después se
vino á entender, que el haberse mudado de traje, no había sido por otra
cosa, que por andarse por estos despoblados, en pos de aquella pastora
Marcela, que nuestro zagal nombró antes, de la que s« había enamorado
el pobre difunto de Grisóstomo. Y quiéreos decir ahora, porque es bien
que lo sepáis, quién es esta rapaza, quizá, y sin quizá, no habréis oído se-
mejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años
que la Sarna, Decid Sarra, replicó don Quixote, no pudiendo sufrir el tro-
car de los vocablos del cabrero. Harto vive la sarna, respondió Pedro, y
si es señor que me habéis de andar zahiriendo á cada paso los vocablos,
no acabaremos en un año. Perdonad amigo, dijo don Quiíote, que por
haber tanta diferencia de sarna á Sarra, os lo dije, pero vos respondisteis
muy bien, porque vive más sarna que Sarra, y proseguid vuestra historia,
que no os replicaré más en nada. Digo pues, señor mío de mi alma, dijo
el cabrero, que en nuestra aldea hubo un labrador, aún más rico que el
padre de Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios,
amén de las muchas, y grandes riquezas, una hija, de cuyo parto murió su
— 153 —
madre, que fué la más honrada mujer que hubo ea todos estos contornos:
no parece sino que ahora la veo con aquella cara, que del un cabo tenía el
Sol, y del otro la Luna, y sobre todo hacendosa, y amiga de los pobres,
por lo que creo que debe de estar su ánima á la hora de ahora, gozando de
Dios en el otro mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer, murió
su marido Guillermo, dejando á su hija Marcela muchacha, y rica, en po-
der de un tío suyo Sacerdote, y Beneficiado en nuestro lugar. Creció la
niña con tanta belleza, que nos hacía acordar de la de su madre, que la
tuvo muy grande, y con todo esto se juzgaba que le había de pasar la de
la hija. Y así fué, que cuando llegó á edad de catorce á quince años, nadie
la miraba, que no bendecía á Dios que tan hermosa la había criado, y los
más quedaban enamorados, y perdidos por ella. Guardábala su tío con mu-
cho recato, y con mucho encerramiento: pero con todo esto, la fama de su
mucha hermosura, se extendió de manera, que así por ella, como por sus
muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino de los de
muchas leguas á la redonda, y de los mejores dellos, era rogado, solicitado,
é importunado su tío se la diese por mujer. Mas él (que á las derechas es
buen Cristiano) aunque quisiera casarla luego, así como la veía de edad,
no quiso hacerle sin su consentimiento, sin tener ojo á la ganancia, y gran-
jeria que le ofrecía el tener la hacienda de la moza, dilatando su casa-
miento. Y á fé que se dijo esto en más de un corrillo en el pueblo en ala-
banza del buen Sacerdote. Que quiero que sepa señor andante, que en
estos lugares cortos de todo se trata, y de todo se murmura. Y tened para
vos, como yo tengo para mí. que debía de ser demasiadamente bueno el
clérigo, que obliga á sus feligreses á que digan bien del, especialmente en
las aldeas. Así es la verdad, dijo don Quixote, y proseguid adelante, que
el cuento es muy bueno, y vos buen Pedro, le contáis con muy buena gra-
cia. La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. Y en lo demás
sabréis, que aunque el tío proponía á la sobrina, y le decía las cualidades
de cada uno en particular, de los muchos que por mujer la pedían, rogán-
dole que se casase, y escogiese á su gusto, jamás ella respondió otra cosa,
sino que por entonces no quería casarse, y que por ser tan muchacha no se
sentía hábil para llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba, al
parece? justas escusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba á que en-
trase algo más en edad, y ella supiese escoger compañía á su gusto: Por-
que decía él, y decía muy bien; que no habían de dar los padres á sus hijos
estado contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cate, que rema-
nece un día la melindrosa Marcela hecha pastora: y sin ser parte su tío, ni
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todos los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo, eoa
las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su misrao ganado. Y así
como ella salió en público, y su hermosura se vio al descubierto, no os sa-
bré decir, cuantos ricos mancebos, hidalgos, y labradores, han tomado el
traje de Grisóstomo, y la andan requebrando por esos campos. Uno de Iob
cuales, como ya está dicho, fué nuestro difunto, del cual decía, que la de-
jaba de querer, y la adoraba. Y no se piense, que porque Marcela se puso
en aquella libertad, y vida tan suelta, y de tan poco, ó de ningún recogi-
miento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en menos-
cabo de su honestidad, y recato: antes es tanta, y tal la vigilancia con que
mira por su honra, que de cuantos la sirven, y solicitan, ninguno se ha
alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna pequeña
esperanza de alcanzar su deseo. Que puesto, que no huye, ni se esquiva de
la compañía, y conversación de los pastores, y los trata cortés, y amiga-
blemente, en llegando á descubrir su intención cualquiera dellos, aunque
sea tan justa, y santa, como la del matrimonio, los arroja de sí como con
un trabuco. Y con esta manera de condición, hace más daño en esta tierra,
que si por ella entrara la pestilencia, porque su afabilidad, y hermosura
atrae los corazones de los que la tratan á servirla, y á amarla: pero su des-
dén, y desengaño, los conduce á términos de desesperarse: y así no sabe
que decirle, sino llamarla á voces cruel, y desagradecida, con otros títulos
á este semejante, que bien la calidad de su condición manifiestan: y si aquí
estuvieseis señor algún día, veríais resonar estas tierras, y estos valles, con
los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí
un sitio, donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna q«e
en su lisa certeza no tenga grabado, y escrito el nombre de Marcela, y en-
cima de alguna corona grabada en el mismo árbol, como si más claramen-
te dijera su amante, que Marcela la lleva, y la merece de toda la hermo-
sura humana. Aquí suspira un pastor, allí se queja otro, acullá se oyen
amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cual hay, que pasa todas
la horas de la noche sentado al pié de alguna encina, ó peñasco, y allí sin
plegar los llorosos ojos, embebecido, y transportado en sus pensamientos,
le halló el Sol á la mañana. Y cual hay, que sin dar vado, ni tregua á sus
suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del Verano, tendido
sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo: y deste, y de
aquél, y de aquéllos, y destos, libre, y desenfadadamente triunfa la hermosa
Marcela. Y todos los que la conocemos, estamos esperando en que ha de
parar su altivez, y quien ha de ser el dichoso que ha de venir á domeñar
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condición tan terrible, y gozar de hermosura tan extremada. Por ser todo
lo que he contado tan averiguada verdad, me lo doy á entender, que tam-
bién es la que nuestro zagal dijo, que se decía de la causa de la muerte de
Grisóstomo. Y así os aconsejo señor, que no dejéis de hallaros mañana á
su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos amigos,
y no está deste lugar, á aquel donde manda enterrarse, media legua. En
cuidado me lo tengo, dijo don Quixote, y agradezcoos el gusto que me ha-
béis dado con la narración de tan sabroso cuento. O, replicó el cabrero,
aún no se yo la mitad de los casos sucedidos á los amantes de Marcela,
mas podría ser que mañana topásemos en el camino algún pastor que nos
los dijese: y por ahora bien será que os vayáis á dormir debajo de techado,
porque el sereno os podría dañar la herida, puesto que es tal la medicina
que se os ha puesto, que no hay que temer de contrario accidente. Sancho
Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó por su
parte, que su amo se entrase á dormir en la choza de Pedro. Hízolo así,
y todo lo más de la noche se le pasó en memorias de su señora Dulcinea,
á imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó entre
Rocinante, y su jumento, y durmió no como enamorado desfavorecido, sino
como hombre molido á coces.
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CAPITULO xm
Donde se da fín al cuento de la pastora Marcela,
con otros sucesos.
Mas apenas comenzó á descubrirse el día por los balcones del Oriente,
cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron, y fueron á despertai-
á don Quixote, y á decirle si estaba todavía con propósito de ir á ver el
famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Qui-
xote, que ofcra cosa no deseaba, se levantó, y mandó á Sancho que ensillase,
y enalbardase al momento, lo cual hizo con mucha diligencia, y con la
misma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un
cuarto de legua, cuando al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos
hasta seis pastores, vestidos con pellicos negros, y coronadas las cabezas
con guirnaldas de ciprés, y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso
bastón de acebo en la mano. Venían con ellos así mismo dos gentiles hom-
bres de á caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos
de á pie, que lus acompañaban. En llegándose á juntar se saludaron cor-
tésmente: y preguntándose los unos á los otros donde iban, supieron que
todos se encaminaban al lugar del entierro, y así comenzaron á caminar
todos juntos. Uno de los de á caballo, hablando con su compañero le dijo:
Paréceme señor Vibaldo, que hemos de dar por bien empleada la tardanza»
que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser
íamoso, según estos pastores nos han contado extraflezas, así del muerto
pastor, como de la pastora homicida. Así me lo parece á mí, respondió
Vibaldo: y no digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera
á trueco de verle. Preguntóles don Quixote, qué era lo que habían oído de
Marcela, y de Grisóstomo. El caminante dijo, que aquella madrugada ha-
bían encontrado con aquellos pastores, y que por haberles visto, en aquel
tan triste traje, les había preguntado la ocasión por qué iban de aquella
manera, que uno dellos se lo contó: contando la extrañeza, y hermosura
de una pastora llamada Marcela, y los amores de muchos que la reque-
braban, con la muerte de aquel Grisóstomo, á cuyo entierro iban. Final-
mente, él contó todo lo que Pedro á don Quixote había contado. Cesó esta
- 157 -
plática, y comenzaron otra, preguntando el que se llamaba Vibaldo, á don
Quixote, qué era la ocasión que le movía á andar armado de aquella ma-
nera por tierra tan pacífica? A lo cual respondió don Quixote: La profesión
de mi ejercicio no consiente, ni permite que yo ande de otra manera: El
buen paso, el regalo, y el reposo, allá se inventó para los blandos corte-
sanos: mas el trabajo, la inquietud, y las armas, sólo se inventaron, é
hicieron, para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los
cuales, yo aunque indigno, soy el menor de todos. Apenas le oyeron esto,
cuando todos le tuvieron por loco. Y por averiguarlo más, y ver qué gé-
nero de locara era el suyo, le tornó á preguntar Vibaldo, qué quería decir
caballeros andantes? No han vuestras mercedes leído, respondió don Qui-
xote, los anales é historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas
hazañas del Key Arturo, que continuamente en nuestro Eomancero Caste-
llano llamamos, el Rey Artús, de quien es tradición antigua, y común en
todo aquel Reino de la Gran Bretaña, que este Rey no murió, sino que
por arte de encantamiento se convirtió en cuervo, y que andafcdo lo»
tiempos ha de volver á reinar, y á cobrar su Reino, y cetro. A cuya causa
no se probará que desde aquel tiempo á este, haya ningún Inglés muerto
cuervo alguno. Pues en tiempo deste buen Rey fué instituida aquella
famosa orden de caballería, de los caballeros de )a tabla Redonda, y pasa-
ron sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan, de don Lanzarote
del Lago, con la Reyna Ginebra, siendo medianera dellos, y sabidora,
aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel tan sabido
romance, y tan decantado en nuestra España, de «Nunca ñiera caballero
de damas tan bien servido, como fuera Lanzarote cuando de Bretaña vino».
Con aquel progreso tan dulce, y tan suave, de sus amorosos y fuertes he-
chos. Pues desde entonces, de mano en mano fué aquella orden de caba-
llería extendiéndose, y dilatándose por muchas, y diversas partes del
mundo: y en ella fueron famosos, y conocidos por sus hechos, el valiente
Amadís de Gaula, con todos sus hijos, y nietos, hasta la quinta genera-
ción: y el valeroso Felixmarte de Hircania: y el nunca como se debe ala-
bado Tirante el Blanco: y casi que en nuestros días, vimos, y comunica-
mos, y oímos al invencible, y valeroso caballero don Belianís de Grecia.
Esto pues señores es ser caballero andante, y la que he dicho, es la orden
de su caballería. En la cual, como otra vez he dicho, yo aunque pecador^
he hecho profesión, y lo mismo que profesaron los caballeros referidos
profeso yo: y así me voy por estas soledades, y despoblados, buscando
aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo, y mi persona, á la
— 158 -
más peligrosa que la suerte me deparare, en ajuda de los flacos, 7 meneaU-
rosos. Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los caminantes,
que era don Quixote falto de juicio, y del género de locura que lo seño-
reaba, de lo cual, recibieron la misma admiración, que recibían todos
aquellos que de nuevo venían en conocimiento della. Y Vibaldo, que era
persona muy discreta, y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el
poco camino que decían que les faltaba, al llegar á la sierra del entierro,
quiso darle ocasión á que pasase más adelante con sus disparates. Y así le
dijo. Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado
una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra: y tengo para
mí, que aun la de los Frailes Cartujos no es tan estrecha. Tan estrecha
bien podía ser, respondió nuestro don Quiíote, pero tan necesaria en el
mundo, no estoy en dos dedos de ponerlo en duda. Porque si va á decir
verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su Capitán
le manda, que el mismo Capitán que se lo ordena. Quiero decir, que los
religiosos con toda paz, y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra: pero
los soldados, y caballeros, ponemos en ejecución lo que ellos nos piden,
defendiéndola con el valor de nuestros brazos, y filos de nuestras espadas.
No debajo de cubierta, sido al cielo abierto, puestos por blanco de los in-
sufribles rayos del Sol en Verano, y de los erizados hielos del Inrierno.
Así, que somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se eje-
cuta en ella su justicia. Y como las cosas de la guerra, y las á ella tocan-
tes, y concernientes, no se pueden poner en ejecución, sino sudando,
afanando, y trabajando excesivamente, sigúese, que aquellos que la profe-
san, tienen sin duda mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz, y
reposo, están rogando á Dios, favorezca á los que poco pueden. No quiero
yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caba-
llero andante, como el de encerrado religioso, sólo quiero inferir por lo
que yo padezco, que sin duda es más trabajo, y más aporreado, y más
hambriento, y sediento, y miserable, roto, y piojoso, porque no hay duda,
sino que los caballeros andantes pasados pasaron mucha malaventura en
el discurso de su vida. Y si algunos subieron á ser Emperadores por el
valor de su brazo, á fé que les costó buen por qué de su sangre, y de su
sudor: y que si á los que á tal grado subieron les faltaran encantadores, y
sabios que los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de sus de-
seos, y bien engañados de sus esperanzas. De ese parecer estoy yo, replicó
el caminante: pero una cosa entre otras muchas me parece muy mal de
los caballeros andantes, y es, que cuando se ven en ocasión de acometer
- 159 —
una grande, y peligrosa aventura, en que se ve manifiesto peligro de per-
der la vida, nunca en aquel instante de acometerla se acuerdan de enco-
mendarse á Dios, como cada Cristiano está, obligado á hacer en peligros
semejantes: antes se encomiendan á sus damas con tanta gana, y devoción,
como si ellas fueran su Dios: cosa que rae parece que huele algo á Genti-
lidad. Señor, respondió don Quixote, eso no puede ser menos en ninguna
manera, y caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese,
que ya está en uso, y costumbre en la caballería andantesca, que el caba-
llero andante que al acometer algún gran hecho de armas, tuviese su
señora delante, vuelva á ella los ojos, blanda, y amorosamente, como que
le pide con ellos le favorezca, y ampare en el dudoso trance que acomete.
T aun si nadie le oye, está obligado á decir algunas palabras entre dientes^
en que de todo corazón se le encomiende, y desto tenemos innumerables
ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto, que han de
dejar de encomendarse á Dios, que tiempo, y lugar les queda para hacerlo
en el discurso de la obra. Con todo eso, replicó el caminante, me queda
un escrúpulo, y es, que muchas veces he leído, que se traban palabras
entre dos andantes caballeros, y de una en otra se les viene á encender la
cólera, y á volver los caballos, y á tomar una buena pieza del campo, y
luego sin más, ni más, á todo el correr dellos, se vuelven á encontrar, y en
mitad de la corrida se encomiendan á sus damas: y lo que suele suceder
del encuentro, es, que el uno cae por las ancas del caballo, pasado con la
lanza del contrario de parte á parte: y al otro le viene también, que á no
tenerse á las crines del suyo, no pudiera dejar de venir al suelo. Y no
sé yo, cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse á Dios, en el dis-
curso desta tan acelerada obra. Mejor fuera, que las palabras que en
la carrera gastó, encomendándose á su dama, las gastara en lo que debía,
y estaba obligado como Cristiano. Cuanto más, que yo tengo para mí, que
no todos los caballeros andantes tienen damas á quien encomendarse, por-
que no todos son enamorados. Eso no puede ser, respondió don Quixote:
Digo que no puede ser, que haya caballero andante sin dama, porque tan
propio, y tan natural les es á los tales ser enamorados, como al cielo tener
estrellas. Y á buen seguro que no se haya visto historia, donde se halle
caballero andante sin ameres: y por el mismo caso que estuviese sin ellos,
no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo, y que entró en la
fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como
salteador, y ladrón. Con todo eso, dijo el caminante, rae parece (si raal no
me acuerdo) haber leído, que don Galaor, hermano del valeroso Amadis
— j6o —
de Gaula, Dunca tuvo dama señalada á quien pudiese encomendarse: y eoo
todo esto, no fué tenido en menos, y fué un muy valiente y famoso caba-
llero. A lo cual respondió nuestro don Quiíote: Señor, una golondrina sola
no hace Verano. Cuanto más, que yo sé, que de secreto estaba ese caba-
llero muy bien enamorado: fuera que aquello de querer á todas bien, cuan-
tas bien le parecian, era condición natural, á quien no podía ir á la mano.
Pero en resolución, averiguado está muy bien, que él tenía una sola, á
quien él había hecho señora de su voluntad, á la cual se encomendaba
muy á menudo, y muy secretamente, porque se preció de secreto caballe-
ro. Luego si es de esencia, que todo caballero andante, haya de ser enamo-
rado (dijo el caminante) bien se puede creer, que vuestra merced lo es,
pues es de la profesión. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan
secreto como don Galaor, con las veras que puedo, le suplico en nombre
de toda esta compañía, y en el mío nos diga el nombre, patria, calidad, y
hermosura de su dama, que ella se tendría por dichosa, de que todo el
mundo sepa, que es querida, y servida de un tal caballero como vuestra
merced parece. Aquí dio un gran suspiro don Quixote, y dijo: Yo no podré
afirmar si la dulce mi enemiga, gusta, ó no, de que el mundo sepa que ye
la sirvo, sólo sé decir (respondiendo á lo, que con tanto comedimiento se
me pide) que su nombre es Bulcinea, su patria el Toboso, un lugar de la
Mancha: su calidad poj lo menos, hade ser Princesa, pues es Reina, y
señora mía. Su hermosura sobrehumana, pues en ella se vienen á hacer
verdaderos todos los imposibles, y quiméricos atributos de belleza, que los
Poetas dan á sus damas. Que sus cabellos son oro, su frente campos Elí-
seos, sus cejas arcos de cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios
corales: perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil
sus manos, su blancura nieve: y las partes que á la vista humana encubrió
la honestidad, son tales, según yo pienso, y entiendo, que sólo la discreta
consideración puede encarecerlas, y no compararlas. El linaje, prosapia, y
alcurnia, querríamos saber, replicó Vibaldo. A lo cual respondió don
Quixote: No es de los antiguos Curcios, Gayos, y Cipiones Eomanos, ni
de los modernos Colonnas, y ursinos: ni de los Moneadas, y Requesenes
de Cataluña: ni menos de los Rebellas, y Villanovas de Valencia, Pala-
foxes, Nuzas, Kocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Fozes, y Ga-
rreas de Aragón: Cerdas, Manriques, Meudozas, y Guzmanes de Castilla:
Alencastros, Pallas, y Meneses de Portugal: pero es de los del Toboso de
la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio
á las más ilustres familias de los venideros siglos: y no se me replique en
— i6i —
esto, si no fuere con las condiciones que puso Cerbino al pie del trofeo de
las armas de Orlando, que decía: «Nadie las mueva, que estar no pueda
con Koldán á prueba>. Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo,
respondió el caminante, no le osaré yo poner con el del Toboso de la Man-
cha: puesto que para decir verdad, semejante apellido, hasta ahora no ha
llegado á mis oídos. Como eso no habrá llegado, replicó don Quixote. Coh
gran atención iban escuchando todos los demás la plática de los dos: y
aun hasta los mismos cabreros, y pastores, conocieron la demasiada falta
de juicio de nuestro don Quixote. Sólo Sancho Panza pensaba, que cuanto
su amo decía era verdad, sabiendo él quién era, y habiéndole conocido
desde su nacimiento. Y en lo que dudaba algo, era en creer aquello de la
linda Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre, ni tal Princesa, había
llegado jamás á su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso. En esta
plática iban, cuando vieron que por la quiebra que dos altas montañas
hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana
vestidos, y coronados con guirnaldas, que á lo que después pareció, eran
cual de Tejo, y cual de Ciprés. Entre seis dellos traían unas andas, cu-
biertas de mucha diversidad de flores, y de ramos. Lo cual visto por uno
de los cabreros dijo: Aquellos que allí vienen, son los que traen el cuerpo
de Grisóstomo: y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó
que le enterrasen. Por esto se dieron priesa á llegar, y fué á tiempo, que
ya los que venían habían puesto las andas en el suelo: y cuatro dellos con
agudos picos estaban cavando la sepultura á un lado de una dura peña.
Recibiéronse los unos, y los otros cortésmente: y luego don Quixote, y los
que con él venían, se pusieron á mirar las andas, y en ellas vieron cubier-
to de flores un cuerpo muerto, y vestido como pastor, de edad al parecer
de treinta años: y aunque muerto, mostraba, que vivo había sido de rostro
hermoso, y de disposición gallarda. Alrededor del tenía en las mismas
andas algimos libros y muchos papeles abiertos, y cerrados. Y así los que
esto miraban, como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí
había, guardaban un maravilloso silencio. Hasta que uno de los que al
muerto trajeron, dijo á otro: Mirad bien Ambrosio, si es éste el lugar que
Grisóstomo dijo, ya que queréis, que tan puntualmente se cumpla lo que
dejó mandado en su testamento. Este es, respondió Ambrosio, que muchas
veces en él me contó mi desdichado amigo, la historia de su desventura.
Allí me dijo él, que vio la vez primera á aquella enemiga mortal del linaje
humano: y allí fué también, donde la primera vez le declaró su pensa-
miento tan honesto como enamorado: y allí fué la última vez, donde Mar-
II
l62 —
cela le acabó de desengañar, y desdeñar, de suerte que puso íin á la trage-
dia de su miserable vida. T aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso
él que le depositasen en las entrañas del eterno olvido. Y volviéndose á
don Quixote, y á los caminantes, prosiguió, diciendo: Esc cuerpo, señores,
que con piadosos ojos estáis mirando, fué depositario de un alma, en quien
el cielo puso infinita parte de sus riquezas: Ese es el cuerpo de Grisósto-
mo, que fué único en el ingenio, solo en la cortesía, extremo en la genti-
leza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre
sin bajeza: y finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin se-
gundo en todo lo que fué ser desdichado. Quiso bien, fué aborrecido: ado-
ró, fué desdeñado: rogó á una fiera, importunó á un mármol, corrió tras el
viento, dio voces á la soledad, sirvió á la ingratitud, de quien alcanzó por
premio, ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida. A
la cual dio fin una pastora, á quien él procuraba eternizar, para que vivie-
ra en la memoria de las gentes: cual lo pudieran mostrar bien esos pape-
les que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al
fuego, en habiendo entregado su cuerpo á la tierra. De mayor rigor, y
crueldad usaréis vos con ellos, dijo Vibaldo, que su mismo dueño, pues no
es justo, ni acertado, que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena
va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera bueno Augusto César,
si consintiera que se pusiera en ejecución, lo que el divino Mantuano dejó
en su testamento mandado. Así que, señor Ambrosio, ya que deis el cuer-
po de vuestro amigo á la tierra, no queráis dar sus escritos al olvido, que
si él ordenó como agraviado, no es bien que vos cumpláis como indiscreto:
antes haced, dando la vida á estos papeles, que la tenga siempre la cruel-
dad de Marcela, para que sirva de ejemplo en los tiempos que están por
venir á los vivientes, para que se aparten, y huyan de caer en semejantes
despeñaderos; que ya sé yo, y los que aquí venimos, la historia deste
vuestro enamorado, y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra, y
la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida: de
la cual lamentable historia, se puede sacar, cuanto haya sido la crueldad
de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el
paradero que tienen los que á rienda suelta corren por la senda que el
desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte
de Grisóstomo, y que en este lugar había de ser enterrado, y así de curio-
sidad, y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos de venir
á ver con los ojos, lo que tanto nos había lastimado en oírlo: y en pago
desta lástima, y del deseo que en nosotros nació de remediarla, si pudié-
~i65-
ramos, te rogamos, ó discreto Ambrosio (al menos, yo te lo suplico de mi
parte), que dejando de abrasar estos papeles, me dejes llevar algunos
dellos. Y sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano, y tomó
algunos de los que más cerca estaban, viendo lo cual Ambrosio, dijo: Por
cortesía, consentiré que os quedéis señor con los que ya habéis tomado,
pero pensar que dejaré de quemar los que quedan, es pensamiento vano.
Vibaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego él uno
dellos, y vio que tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio, y
dijo: Ese es el último papel que escribió el desdichado, y porque veáis se-
ñor, en el término que le tenían sus desventuras, leedle de modo que seáis
oído, que bien os dará lugar á ello, el que se tardare en abrir la sepultura.
Eso haré yo de muy buena gana, dijo Vibaldo: y como todos los circuns-
tantes tenían el mismo deseo, se le pusieron á la redonda, y él leyendo en
voz clara, vio que decía:
— 104 —
CAPITULO XIV
Donde se pone los versos desesperados del difunto
pastor, con otros no esperados sucesos
Canción de Grisóstomo.
Ya que quieres cruel que se publique
De lengua en lengua, y de uno en otra gente
Del áspero rigor tuyo la fuerza:
Haré que el mismo infierno comunique
Al triste pecho mío un son doliente,
Con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
A decir mi dolor, y tus hazañas.
De la espantable voz irá el acento,
Y en él mezcladas, por mayor tormento,
Pedazos de las míseras entrañas.
Escucha pues, y presta atento oído.
No al concertado son, sino al ruido.
Que de lo hondo de mi amargo pecho,
Ijlevado de un forzoso desvarío,
Por gusto mío sale, y tu despecho.
El rugir del León, del Lobo ñero
El temeroso aullido, el silbo horrendo
De escamosa serpiente, el espantable
Baladro de algún monstruo: el agorero
Graznar de la corneja, y el estruendo
Del viento contrastado en mar instable.
Del ya vencido toro el implacable
Bramido, y de la viuda tortolilla
El sentible arrullar, el triste canto
Del envidiado buho, con el llanto
De toda la infernal negra cuadrilla.
Salgan con la doliente ánima fuera,
Mezclados en un son de tal manera,
Que se confundan los sentidos todos.
- 165 -
Pues la pena cruel que en mí se halla,
Para contarla pide nuevos modos.
De tanta conñisión, no las arenas
Del Padre Tajo, oirán los tristes ecos,
Ni del famoso Betis las olivas:
Que allí se esparcirán mis duras penas,
En altos riscos, y en profundos huecos,
Con muerta lengua, y con palabras vivas
Oye en oscuros valles, ó en esquivas
Playas, desnudas de contrato humano,
O á donde el sol jamás mostró su lumbre,
O entre la venenosa muchedumbre
De fieras, que alimenta el Nilo llano.
Que puesto que en los páramos desiertos.
Los ecos roncos de mi mal inciertos,
Suenen con tu rigor, tan sin segundo,
Por privilegio de mis cortos hados.
Serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, aterra la paciencia,
O verdadera, ó faka una sospecha.
Matan los celos con rigor más fuerte:
Desconcierta la vida larga ausencia,
Contra un temor de olvido no aprovecha
Firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta inevitable muerte.
Mas yo (milagro nunca visto) vivo
Celoso, ausente, desdeñado, y cierto
De las sospechas que me tienen muerto,
Y en el olvido en quien mi fuego avivo.
Y entre tantos tormentos, nunca alcanza
Mi vista á ver en sombra á la esperanza,
Ni yo desesperado la procuro,
Antes por extremarme en mi querella.
Estar sin ella eternamente juro.
Puédese por ventura en un instante
Esperar, y temer? ó es bien hacerlo,
Siendo las causas del temor más ciertas?
Tengo, si el duro celo está delante
De cerrar estos ojos? si he de verlo
Por mil heridas, en el alma abiertas?
Quién no abrirá de par en par las puertas
— i66 -
De la dcBConfianza, cuando mira
Descubierto el desdén? y las sospechas,
(O amarga conversión) verdades hechas,
Y la limpia verdad, vuelta en mentira?
O en el Reino de amor, fieros tiranos
Celos, ponedme un hierro en estas manos,
Dame desdén una torcida soga.
Mas ay de mí, que con cruel victoria
Vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero en tin, y porque nunca espere
Buen suceso en la muerte, ni en la vida.
Pertinaz estaré en mi fantasía:
Diré que la enemiga siempre mía,
Hermosa el alma, como el cuerpo tiene,
Y que su olvido de mi culpa nace,
Y que en fé de los males que nos hace
Amor su Imperio en justa paz mantiene.
Y con esta opinión, y un duro lazo,
Acelerando el miserable plazo,
A que me han conducido sus desdenes.
Ofreceré á los vientos cuerpo y alma,
Sin lauro, ó palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
La razón que me fuerza á que la haga;
A la cansada vida que aborrezco:
Pues ya ves que te dá notorias muestras,
Esta del corazón profunda llaga,
De cómo alegre á tu rigor me ofrezco.
Si por dicha conoces que merezco,
Que el cielo claro de tus bellos ojos,
En mi muerte se turbe, no lo hagas,
Que no quiero que en nada satisfagas,
Al darte de mi alma los despojos.
Antes con risa en la ocasión funesta
Descubre, que el fin mío fué tu fiesta.
Mas gran simpleza es avisarte desto,
Pues sé que está tu gloria conocida,
En que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed, Sísifo venga
Con el peso terrible de su canto.
— i67 —
Ticio traiga su buitre, y asimismo
Con su rueda Egión no se detenga,
Ni las hermanas que trabajan tanto,
Y todos juntos, su mortal quebranto
Trasladen en mi pecho, y en voz baja,
(Si ya á un desesperado son debidas)
Canten obsequias, tristes, doloridas
Al cuerpo, á quien se niega aiin la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros.
Con otras mil quimeras, y mil monstruos
Lleven el doloroso contrapunto.
Que otra pompa mejor no me parece
Que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes,
Cuando mi triste compañía dejes,
Antes pues que la causa do naciste.
Con mi desdicha aumentas su ventura,
«Aumente en la sepultura» no estés triste (1).
Bien les pareció á los que escuchado habían la canción de Grrisóstomo,
puesto que el que la leyó, dijo, que no le parecía, que conformaba con la
relación que él había oído del recato, y bondad de Marcela, porque en ella
se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas, y de ausencia, todo en perjui-
cio del buen crédito, y buena fama de Marcela. A lo cual respondió Am-
brosio (como aquel que sabía bien los más escondidos pensamientos de su
amigo): Para que señor os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis, que
(1) Pesaditos anduvieron los Críticos que, en el pleito poético, nega-
ron á Cervantes esta cualidad.
Después ha salido un caballero diciendo: ¡Cervantes fué un gran poeta!
Pero ya estaba hecha la atmósfera, y nadie lo ha tomado en serio... ¡Cómo
ha de ser!
Ahora, Hamete — que no sabe Retórica, ni Poética, ni cosa que lo
valga — va á probar fortuna, por si esta volubilísima danzante le sonríe
con más franqueza que al autor del «Florilegio». (Es cuestión de oído,
nada más.)
Don Ramón de Campoamor, de talento innegable, gran pensador y
filósofo profundo — español que no bebía en extrañas fuentes — no se
desdeñó en remedar una cosa tan mala como es la canción antecedente,
aunque sin penetrar el alcance del Genio.
Te ruego, lector amable, si en ello no existe molestia, que leas segui-
damente «El tren expreso.
- i68 —
cuando este desdichado escribió esta canción, estaba ausente de Marcela,
de quien se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la
ausencia de sus ordinarios fueros. Y como al enamorado ausente, no hay
cosa que no le fatigue, ni temor que no le dé alcance: asi le fatigaban á
Grisóstomo los celos imaginados, y las sospechas tenidas, como si f'uerao
verdaderas. Y con esto queda en su punto la verdad que la fama pregona,
de la bondad de Marcela: la cual, fuera de ser cruel, y un poco arrogante,
y un mucho desdeñosa, la misma envidia, ni debe, ni puede ponerla falta
alguna. Así es la verdad, respondió Vibaldo, y queriendo leer otro papel
de los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visióo
(que tal parecía ella) que improvisamente se les ofreció á los ojos: y fué,
que por cima de la peña donde se cavaba la sepultura, apareció la pastora
Marcela, tan hermosa que pasaba á su fama su hermosura. Los que hasta
entonces no la habían visto, la miraban con admiración, y silencio: y los
que ya estaban acostumbrados á verla, no quedaron menos suspensos que
los que nunca la habían visto. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando
con muestras de ánimo indignado, le dijo: ¿Vienes á ver por ventura, ó
fiero basilisco destas montañas, si con tu presencia vierten sangre las heri-
das deste miserable, á quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes á ufanarte
en las crueles hazañas de tu condición? ¿O á ver desde esa altura, como
otro despiadado Nerón, el incendio de su abrasada Roma? ¿O á pisar arro-
gante este desdichado cadáver, como el de la ingrata hija al de su padre
Tarquino? Dinos pronto á lo que vienes, ó qué es aquello de que más gus-
tas, que por saber yo, que los pensamientos de Grisóstomo, jamás dejaron
de obedecerte en vida, haré, que aun él muerto, te obedezcan los de todos
aquellos que se llamaron sus amigos. No vengo, ó Ambrosio, á ninguna
cosa de las que has dicho, respondió Marcela, sino á volver por mí misma,
y á dar á entender, cuan fuera de razón van todos aquellos que de sus pe-
nas, y de la muerte de Grisóstomo me culpan: y así ruego á todos los que
aquí estáis, me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo, ni
gastar muchas palabras, para persuadir una verdad á los discretos. Hízome
el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que sin ser pode-
rosos á otra cosa, á que me améis, os mueve mi hermosura. Y por el amor
que me mostráis, decís, y aun queréis que esté yo obligada á amaros. Yo
conozco con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo her-
moso es amable: mas no alcanzo, que por razón de ser amado, esté obli-
gado lo que es amado por hermoso, á amar á quien le ama. Y más, que
podría acontecer, que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo
— 109 —
digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: Quiérete por hermosa hás-
me de amar aunque sea feo. Pero puesto caso que corran igualmente las
hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas
hermosuras enamoran, que algunas alegran la vista y no rinden la volun-
tad. Que si todas las bellezas enamorasen, y rindiesen, sería un andar las
voluntades confusas, y descaminadas, sin saber en cual habían de parar:
porque siendo infinitos los sujetos hermosos: infinitos habían de ser los
deseos, y según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de
ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por-
qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más, de que
decís que me queréis bien? Sino decidme, si como el cielo me hizo hermo-
sa, me hiciera fea, fuera justo que me quejara de vosotros, porque no me
amabais? Cuanto más, que habéis de considerar, que yo no escogí la her-
mosura que tengo, que tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pe-
dirla ni escogerla. Y así como la víbora no merece ser culpada por la pon-
zoña, que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza:
tampoco yo merezco ser reprendida por ser hermosa, que la hermosura en
la mujer honesta es como el fuego apartado, ó como la espada aguda, que
ni él quema, ni ella corta á quien á ellos no se acerca. La honra, y las
virtudes, son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo aunque lo sea, no
debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes,
que el cuerpo y alma más adornan, y hermosean, por qué la ha de perder
la que es amada por hermosa, por corresponder á la intención de aquel que
por sólo su gusto, con todas sus fuerzas, é industrias, procura que la pier-
da? Yo nací libre, y para poder vivir libre, escogí la soledad de los cam-
pos. Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas des-
tos arroyos mis espejos: con los árboles, y con las aguas comunico mis
pensamientos, y hermosura. Fuego soy apartado, y espada puesta lejos. A
los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y si
los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna á Gri-
sóstomo, ni á otro alguno el fin de ninguno dellos, bien se puede decir,
que antes le mató su porfía, que mi crueldad. Y si se me hace cargo, que
eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada á corres-
ponder á ellos, digo, que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava
su sepultura, me descubrió la bondad de su intención, le dije yo, que la
mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto
de mi recogimitnto, y los despojos de mi hermosura: y si él con todo este
desengaño, quiso porfiar contra la esperanza, y navegar contra el viento,
— lyo —
qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le
entretuviera, fuera falsa, si le contentara, hiciera contra mi mejor intención,
y presupuesto. Porfió desengañado: desesperó sin ser aborrecido, mirad
ahora si será razón, que de su pena se me dé á mí culpa? Quéjese el en-
gañado: desespérese aquel á quien le faltaron las prometidas esperanzas:
confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere: pero no rae llame
cruel, ni homicida, aquel á quien yo no prometo, engaño, llamo, ni admito.
El cielo aun hasta ahora no ha querido, que yo ame por destino, y el pen-
sar, que tengo de amar por elección, es excusado. Este general desengaño,
sirva á cada uno de los que me solicitan, de su particular provecho: y
entiéndase de aquí adelante que si alguno por mí muriese, no muere de
celoso, ni desdichado, porque quien á nadie quiere á ninguno debe dar
celos, que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El
que me llama fiera, y basilisco, déjeme como cosa perjudicial, y mala: el
que me llama ingrata, no me sirva: el que desconocida, no me conozca:
quien cruel, no me siga: que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta
cruel, y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá, ni eeguirá en
ninguna manera. Que si á Grisóstomo mató su impaciencia, y arrojado
deseo, por qué se ha de culpar mi honesto proceder, y recato? Si yo con-
servo mi limpieza con la compañía de los árboles, por qué ha de querer
que la pierda, el que quiere que la tenga con los hombres? Yo como sabéis,
tengo riquezas propias, y no codicio las agenas. Tengo libre condición, y
no gusto de sujetarme, ni quiero, ni aborrezco á nadie. No engaño á éste,
ni solicito aquél, ni burlo con uno, ni me entretengo con el otro. La con-
versación honesta de las zagalas destas aldeas, y el cuidado de mis cabras
me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas: y si de aquí
salen, es á contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el
alma á su morada primera. Y en diciendo esto, sin querer oir respuesta
alguna, volvió las espaldas, y se entró por lo más cerrado de un monte
que allí cerca estaba, dejando admirados tanto de su discreción, como de
su hermosura, á todos los que allí estaban. Y algunos dieron muestras (de
aquellos que de la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban
heridos) de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño,
que habían oído. Lo cual visto por don Quixote, pareciéndole que allí
venía bien usar de su caballería, socorriendo á las doncellas menesterosas,
puesta la mano en el puño de su espada, en altas, é inteligibles voces,
dijo: Ninguna persona de cualquier estado, y condición que sea, se atreva
á seguir á la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación
- 171 -
mía. Ella ha mostrado con claras razones la poca, ó ninguna culpa que ha
tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuan agena vive de condescender con
los deseos de ninguno de sus amantes: á cuya causa, es justo, que en lugar
de ser seguida, y perseguida, sea honrada, y estimada de todos los buenos
del mundo, pues muestra, que en él ella es sola la que con tan honesta
intención vive. O ya que fuese por las amenazas de don Quixote, ó porque
Ambrosio les dijo, que concluyesen con lo que á su buen amigo debían,
ninguno de los pastores se movió, ni apartó de allí, hasta que acabada la
sepultura, y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en
ella, no sin muchas lágrimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura
con una gruesa peña, en tanto, que se acababa una losa, que según Am-
brosio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que había de decir
desta manera.
Yace aquí de un amador
El mísero cuerpo helado,
Que fué pastor de ganado,
Perdido por desamor.
Murió á manos del rigor
De una esquiva hermosa ingrata,
Con quien su imperio dilata
La tiranía del amor.
Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores, y ramos: dan
do todos el pésame á su amigo Ambrosio, se despidieron del. Lo mismo
hicieron Vibaldo, y sus compañeros; y don Quixote se despidió de sus
huéspedes, y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese cen ellos
á Sevilla, por ser lugar tan acomodado á hallar aventuras, que en cada
calle, y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quixote
les agradeció el aviso, y el ánimo, que mostraban de hacerle merced, y
dijo, que por entonces no quería, ni debía ir á Sevilla, hasta que hubiese
despojado todas aquellas sierras de ladrones Malandrines, de quien era
fama que todas estaban llenas. Viendo su buena determinación, no quisie-
ron los caminantes importunarle más, sino tornándose á despedir de nuevo
le dejaron, y prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar,
así de la historia de Marcela, y Grisóstomo, como de las locuras de don
Quixote: el cual determinó de ir á buscar á Marcela y ofrecerle todo lo que
él podía en su servicio. Mas no le avino como él pensaba, según se cuenta
en el discurso desta verdadera historia, dando aquí ñn la segunda parte.
TERCERA PARTE
DEL
Ingeoioso hidalgo don Quíxote de la Mancha
175 -
CAPITULO XV
Donde se cuenta la desgraciada aventura que se
topó don Quixote, en topar con unos desalmados
Yangüeses.
Cuenta el sabio Cide Haraete Venengeli, que así como don Quixote se
despidió de sus huéspedes, y de todos los que se hallaron al entierro del
pastor Grisóstomo: él y su escudero se entraron por el mismo bosque, don-
de vieron, que se había entrado la pastora Marcela. Y habiendo andado
más de dos horas por él buscándola por todas partes sin poder hallarla, vi-
nieron á parar á un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corría un
arroyo apacible, y fresco: tanto, que convidó, y forzó á pasar allí las horas
de la siesta, que rigurosamente comenzaba ya á entrar. Apeáronse don
Quixote, y Sancho, dejando al jumento, y á Eocinante á sus anchas pacer
de la mucha yerba que allí había dieron saco á las alforjas, y sin ceremo-
nia alguna, en buena paz, y compañía amo, y mozo comieron, lo que en
ellas hallaron. No se había curado Sancho de echar sueltas á Rocinante,
seguro de que le conocía por tan manso, y tan poco rijoso, que todas las
yeguas de la dehesa de Córdoba no le hicieron tomar mal siniestro. Orde-
nó pues la suerte, y el diablo, que no todas veces duerme, que andaban
por aquel valle paciendo una manada de hacas Galicianas, de unos arrieros
Yangüeses: de los cuales es costumbre sestear con su recua en lugares, y
sitios de yerba, y agua. Y aquel donde acertó á hallarse don Quixote, era
muy á propósito de los Yangüeses. Sucedió pues, que á Rocinante le vino
en deseo de refocilarse con las señoras facas: y saliendo así como las olió de
su natural paso, y costumbre, sin pedir licencia á su dueño, tomó un tro-
tillo algo picadillo, y se fué á comunicar su necesidad con ellas. Mas ellas,
que á lo, que pareció, debían de tener más gana de pacer, que de al, reci-
biéronle con las herraduras, y con los dientes, de tal manera, que á poco
espacio se le rompieron las cinchas, y quedó sin silla en pelota. Pero lo,
que él debió más de sentir fué, que viendo los arrieros la fuerza, que á sus
yeguas se les hacía, acudieron á sus estacas, (1) y tantos palos le dieron.
(1) Magnificas deecripcioneB (comprobables ahora) hizo Cervantes
de aquellos terrenos en anteriores capítulos; pero en ésta, como si hubiese
- 176 -
que le derribaron mal parado en el suelo. Ya en esto don Quixote, y San-
cho (que la paliza de Rocinante habían visto) llegaban jadeando. Y dijo
don Quixote á Sancho: A lo que yo veo amigo Sancho, estos no son caba-
lleros, sino gente soez, y de baja ralea: Dígolo, porque bien me puedes
ayudar á tomar la debida venganza del agravio, que delante de nuestros
ojos se le ha hecho á Rocinante. Qué diablos de venganza hemos de tomar,
respondió Sancho, si estos son más de veinte, y nosotros no más de dos, y
aún quizá nosotros, sino uno, y medio. Yo valgo por ciento, replicó don
Quixote, y sin hacer más discursos echó mano á su espada, y arremetió á
los Yangüeses, y lo mismo hizo Sancho Panza, incitado, y movido del
ejemplo de su amo. Y á las primeras, dio don Quixote una cuchillada á
uno, que le abrió un sayo de cuero de que venía vestido con gran parte de
la espalda. Los Yangüeses que se vieron maltratar de aquellos dos hom-
bres solos, siendo ellos tantos, acudieron á sus estacas, y cogiendo á los
dos en medio, comenzaron á menudear sobre ellos con grande ahinco, y
vehemencia. Verdad es, que al segundo toque, dieron con Sancho en el
suelo, y lo mismo le avino á don Quixote, sin que le valiese su destreza, y
buen ánimo. Y quiso su ventura, que viniese á caer á los pies de Rocinan-
te, que aún no se había levantado: donde se echa de ver la furia con que
machacan estacas puestas en manos rústicas, y enojadas. Viendo pues los
Yangüeses, el mal recado, que habían hecho, con la mayor presteza, que
pudieron cargaron su recua, y siguieron su camino, dejando á los dos aven-
tureros de mala traza, y de peor talante. El primero, que se resintió, fué
tenido el presentimiento de que pudieran descubrirle, ideó narrar la aven-
tura de los yangüeses por retazos, que por hallarse diseminados con un
arte inimitable, confunden y dificultan la penosa tarea de reunirlos para
formar un sólo cuerpo. ¡Tal y tan grande es la inconexión de sus compo-
nentes!
Y habiendo andado más de dos horas por él (el bosque) buscando á Mar-
cela... iñnieron á 2)arar á un prado, lleno de fresca yerba, junto al cual corría
un arroyo apacible y fresco... qne todas las yeguas de la dehesa de Córdoba...
una manada de hacas galicianas... de unos arrieros Yangüeses... acudieron á
sus estacas... ¿Para qué seguir? El embolismo está primorosamente tejido,
deduciéndose únicamente que por haber seguido á Marcela se extravia-
ron, yendo á dar con sus huesos en un pradecillo de los muchos que hay
á la parte S. del puerto de Niefla, donde sestearon.
Pero Rocinante, caldeado por los ardentísimos rayos de un sol abrasa-
dor, al dar muestras de enagenación (pasajera y disculpable) no lo hizo
tan disimuladamente, que no quedasen señales inequívocas de su herra-
je. Ya irán saliendo.
— 177 —
Sancho Panza, y hallándose junto á su señor, con voz enferma, y lastimada
dijo: Señor don Quixote? señor don Quixote? Qué quieres Sancho herma-
no, respondió don Quixote, con el mismo tono afeminado, y doliente, que
Sancho. Querría si fuese posible, respondió Sancho Panza, que vuestra
merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es, que la
tiene vuestra merced ahí á mano, quizá será de provecho para los quebran-
tamientos de huesos, como lo es para las heridas. Pues á tenerla yo aquí,
desgraciado yo, qué nos faltaba, respondió don Quixote. Mas, yo te juro
Sancho Panza, á fé de caballero andante que antes, que pasen dos días (si
la fortuna no ordena otra cosa) la tengo de tener en mi poder, ó mal me
han de andar las manos. Pues en cuantos le parece á vuestra merced, que
podremos mover los pies, replicó Sancho Panza. De mí sé decir (dijo el
molido caballero don Quixote) que no sabré poner término á esos días: Mas
yo me tengo culpa de todo, que no había de poner mano á la espada con-
tra hombres, que no fuesen armados caballeros como yo. Y así creo que en
pena de haber pasado las leyes de la caballería, ha permitido el Dios de
las batallas, que se me diese este castigo: por lo cual hermano Sancho, con-
viene que estés advertido en esto que ahora te diré, porque importa mucho
á la salud de entrambos: y es, que cuando veas que semejante canalla nos
hace algún agravio, no aguardes á que yo ponga mano á la espada para
ellos, porque no lo haré en ninguna manera, sino pon tu mano á tu espada y
castígalos muy á tu sabor, que si en su ayuda, y defensa acudieren caballe-
ros, yo te sabré defender, y ofenderlos con todo mi poder, que ya habrás
visto por mil señales, y experiencias, hasta donde se extiende el valor de
este mi fuerte brazo. (Tal quedó de arrogante el pobre señor, con el venci-
miento del valiente Vizcaíno). Mas no le pareció tan bien á Sancho Panza,
el aviso de su amo, que dejase de responder, diciendo: Señor, yo soy hom-
bre pacífico, manso, sosegado, y sé disimular cualquiera injuria, porque
tengo mujer, é hijos que sustentar, y criar. Así, que séale á vuestra mer-
ced también aviso (pues no puede ser mandato) que en ninguna manera
pondré mano á la espada, ni contra villano, ni contra caballero. Y que des-
de aquí para delante de Dios, perdono cuantos agravios me han hecho, y
han de hacer: ora me los haya hecho, ó haga, ó haya de hacer persona alta,
6 baja, rico, ó pobre, hidalgo, ó pechero, sin aceptar estado, ni condición
alguna. Lo cual oído por su amo, le respondió: Quisiera tener aliento para
poder hablar un poco descansado, y que el dolor que tengo en esta costilla
se aplacara tanto cuanto, para darte á entender Panza, en el error en que
«stás. Ven acá pecador, si el viento de la fortuna hasta ahora tan contrario,
12
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en iiiiestio favor se vuelve, llenándonos las velas del deseo, para que segu-
rauDcnte, y sin contraste alguno tomemos puerto en alguna de las ínsulas
que te tengo prometida: qué sería de tí, si ganándola yo, te hiciese señor
della, pues lo vendrás á imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo ser,
ni tenor valor, ni intención de vengar tus injurias, y defender tu señorío?
Porque has de saber, que en los lleynos, y provincias nuevamente con-
quistados, nunca están tan quietos los ánimos de sus naturales, ni tan
de parte del nuevo sefior, que no se tenga temor, de que han de hacer
alguna novedad, para alterar de nuevo las cosas, y volver como dicen, á
probar ventura: y así es menester, que el nuevo posesor tenga entendi-
miento para saberse gobernar, y valor para ofender, y defenderse en cual-
quier acontecimiento. En este que ahora nos ha acontecido, respondió
Sancho, quisiera yo tener ese entendimiento, y ese valor, que vuestra
merced dice: mas yo le juro á fé de pobre hombre, que más estoy para
bizmas, que para pláticas. Mire vuestra merced si se puede levantar, y
ayudaremos á Kocinante, aunque no lo merece, porque él fué la causa
principal de todo este molimiento. Jamás tal creí de Rocinante, que le
tenía por persona casta, y tan pacífica como yo. En fin, bien dicen, que es
menester mucho tiempo para venir á conocer las personas: y que no hay
cosa segura en esta vida. Quién dijera, que tras de aquellas tan grandes
cuchilladas, como vuestra merced dio á aquel desdichado caballero an-
dante, había de venir por la posta, y enseguimiento suyo, esta tan grande
tempestad de palos, que ha descargado sobre nuestras espaldas? Aun las
tuyas Sancho, replicó don Quixote, deben de estar hechas á semejantes
nublados, pero las mías criadas entre sinabafas, y holandas, claro está que
sentirán más el dolor desta desgracia. Y si no fuese porque imagino (que
digo imaginó) sé muy cierto, que todas estas incomodidades son muy ane-
jas al ejercicio de las armas, aquí me dejaría morir de puro enojo. A esto
replicó el escudero: Señor, ya que estas desgracias son de la cosecha de la
caballería, dígame vuestra merced, si suceden muy á menudo, ó si tienen
sus tiempos limitados en que acaecen, porque me parece á mí, que á dos
cosechas quedaremos inútiles para la tercera, si Dios por su infinita mise-
ricordia no nos socorre. Sábete amigo Sancho, respondió don Quixote, que
la vida de los caballeros andantes está sujeta á mil peligros, y desven-
turas: y ni más, ni menos está en potencia propincua de ser los caballeros
andantes. Reyes, y Emperadores, como lo ha demostrado la experiencia
en muchos, y diversos caballeros, de cuyas historias yo tengo entera noti-
cia.jY pudiérate contar ahora (si el dolor me diera lugar) de algunos, que
— 179 —
sólo por el valor de su brazo, han subido á los altos grados, que he con-
tado. Y estos mismos, se vieron antes, y después en diversas calamidades,
y miserias: porque el valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de su
mortal enemigo Arcalaus el encantador, de quien se tiene por averi-
guado, que le dio teniéndole preso más de doscientos azotes con las rien-
das de su caballo, atado á una columna de un patio. Y aún hay un autor
secreto, y de no poco crédito, que dice, que habiendo cogido al caba-
llero del Febo con una cierta trampa, que se le hundió debajo de los
pies, en un cierto castillo, y al caer se halló en una honda sima debajo
de tierra, atado de pies, y manos, y allí le echaron unas destas que
llaman medicinas de agua de nieve, y arena, de lo que llegó muy al
cabo: y si no fuera socorrido en aquella gran cuita, de un sabio grande
amigo suyo, lo pasara muy mal el pobre caballero. (1) Así, que bien
puedo yo pasar entre tan buena gente, que mayores afrentas son las que
estos pasaron, que no las que ahora nosotros pasamos: porque quiero
hacerte saber Sancho, que no afrentan las heridas, que se dan con los ins-
trumentos, que acaso se hallan en las manos. Y esto está en la ley del
duelo, escrito por palabras expresas, que si el zapatero dá á otro con la
horma, que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de palo, no
por eso se dirá que queda apaleado aquel á quien dio con ella. Digo esto,
porque no pienses, que puesto que quedamos desta pendencia molidos,
quedamos afrentados, porque las armas que aquellos hombres traían con
(1) No respuesto aún del inmenso trabajo que me proporcionaron las
dos nota.s precedentes, me hallo perplejo ante la actual, por haber trasla-
dado el campo de sus imágenes diez y seis leguas más al N.; y aunque con-
serve el distintivo — fácilmente conocible para mí — del terreno, ofrece la
dificultad de presentarlas envueltas en lienzos de nuestra historia, y re-
cubiertas con gasas del Amadís,
Adornada con la deslumbrante hermosura nacida en su fecundo inte-
lecto, nos pinta las amarguras que debió sufrir Alfonso VIH cuando lo
derrotaron en Alarcos; percibiéndose al través de tan primorosos encajes,
que Amadís de Gaula y El Caballero del Febo se confunden en una
misma persona, el Rey de los Cristianos.
Arcalaus representa al Miramamolín de los Sarracenos, Almanzor; y
el poder transfor mista de este «verdadero sabio encantador», rayó tan
ÁTCdldHS
alto, que es anagrama-metático de j^ —
' ^ '^ su- Atarea.
La penitencia que Amadís llevó á cabo en la peña Pobre por desdenes
de su señora ami'ja Uriana, está equiparada al juramento de aquel Rey,
ñe no descansar hasta haberse vengado.
Pero aunque j^eña Pobre rodeada de agua, tenga mucho parecido con
— I80 —
que nos machacaron, no eran otras que sus estacas, y ninguno dellos (á lo
que se rae acuerda) tenía estoque, espada, ni pufial. No me dieron á mí
lugar, respondió Sancho, á que mirase en tanto, porque apenas puse mano
á mi tizona, cuando me santiguaron los hombros con sus pinos, de manera
que me quitaron la vista de los ojos, y la fuerza de los pies, dando con-
migo adonde ahora yazgo, y adonde no me dá pena alguna, el pensar si
fué afrenta ó no, lo de los estacazos, como me la dá el dolor de los golpes,
que rae han de quedar tan impresos en la memoria, como en las espaldas.
Con todo eso, te hago saber hermano Panza, replicó don Quixote, que no
hay memoria á quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le con-
suma. Pues qué mayor desdicha puede ser, replicó Panra, de aquella, que
aguarda al tiempo que la consuma, y á la muerte que la acabe. Si esta
nuestra desgracia fuera de aquellas que con un par de bizmas se curan,
aún no tan malo: pero voy viendo, que no han de bastar todos los emplas-
tos de un hospital, para ponerlas en buen término siquiera. Déjate deso, y
saca fuerzas de flaqueza Sancho, respondió don Quixote, que así haré yo,
y veamos cómo está Rocinante, que á lo que me parece, no le ha cabido
al pobre la menor parte desta desgracia. No hay de qué maravillarse deso,
respondió Sancho, siendo él también caballero andante. De lo que yo me
maravillo, es de que mi jumento haya quedado libre, y sin costas, donde
nosotros salimos sin costillas. Siempre deja la ventura una puerta abierta
en las desdichas, para dar remedio á ellas, dijo don Quixote. Dígolo, por-
que esa bestezuela podrá suplir ahora la falta de Rocinante, llevándome á
mí desde aquí, á algún castillo, donde sea curado de mis heridas. Y más,
que no tendré á deshonra la tal caballería, porque me acuerdo haber
leído, que aquel buen viejo Sileno, ayo, y pedagogo del alegre Dios de la
risa, cuando entró en la ciudad de las cien puertas, iba muy á su placer ca-
el Cabezo de Alárcos (pues tal quedó á la terminación del desastre), y
por pasar el río Guadiana al pié, entiéndase como un artilugio mágico;
el símil de esta doble significación que aquí se presenta, tiene su aplica-
ción exacta en Peña escrita, y su explicación en la vida de todos los escri-
tores de todos los tiempos antiguos.
Su Alarca, quiere decir debajo del Cerro de Alarcos, y es parecida, por
la relación que guarda, á una cierta trampa que se le hundió debajo de
los pies en un cierto castillo al Caballero del Febo, y quitándole los azotes
y las melecinas de agua de nieve con que exornó tan artística narración,
resultará perceptible el acaecimiento del 19 de Julio de 1195.
El autor secreto, de bastante crédito por cierto, suele ser en mi tierra
el abuelo, que, al resplandor de inmensa hoguera, cuenta á sus nietecillos
todas las tradiciones que aprendió en su vida.
— l8l —
ballero sobre un muy hermoso asno. Verdad será, que él debía de ir caballero
como vuestra merced dice, respondió Sancho: pero hay gran diferencia del
ir caballero, al ir atravesado como costal de basura. A lo cual respondió
don Quixote: Las heridas que se reciben en las batallas, antes dan honra,
que la quitan. Así que Panza amigo, no me repliques más, sino como ya
te he dicho, levántate lo mejor que pudieres, y ponme de la manera que
más te agradare encima de tu jumento, y vamos de aquí, antes que la
noche venga, y nos saltee en este despoblado. Pues yo he oído decir á
vuestra merced, dijo Panza, que es muy de caballeros andantes, el dormir
en los páramos, y desiertos lo más del año, y que lo tienen á mucha ven-
tura. Eso es, dijo don Quixote, cuando no pueden más, ó cuando están
enamorados: y es tan verdad esto, que ha habido caballero que se ha es-
tado sobre una pefía, al Sol, y á la sombra, y á las inclemencias del cielo,
dos años, sin que lo supiese su señora. Y uno deetos fué Amadís, cuando
llamándose Beltenebros, se alojó en la peña Pobre, ni sé gi ocho años, 6
ocho meses, que no estoy muy bien en la cuenta. Basta que él estuvo allí,
haciendo penitencia, por no se qué sinsabor le hizo la señora Oriana. Pero
dejemos ya esto Sancho, y acaba antes de que suceda otra desgracia al
jumento, como á Rocinante. Aún ahí sería el diablo, dijo Sancho, y despi-
diendo treinta ayes, y sesenta suspiros, y ciento y veinte pestes, y renie-
gos de quien allí le había traído, se levantó, quedándose agobiado en la
mitad del camino, como arco Turquesco, sin poder acabar de enderezarse:
y con todo este trabajo aparejó su asno (que también había andado algo
distraído con la demasiada libertad de aquel día). Levantó luego á Roci-
nante, el cual si tuviera lengua con que quejarse, á buen seguro, que
Sancho, ni su amo no le fueran en zaga. En resolución Sancho acomodó á
don Quixote sobre el asno, y puso de reata á Rocinante: y Jlevando al asno
de cabestro, se encaminó poco más ó menos hacia donde le pareció que
podía «gtar el camino Real. Y la suerte, que sus cosas de bien en mejor
iba guiando, aún no hubo andado una pequeña legua, cuando le deparó el
camino, en el cual descubrió una venta, que á pesar suyo, y gusto de don
Quixote, había de ser castillo. Porfiaba Sancho que ena venta, y su amo
que no, sino castillo: y tanto duró la porfía, que tuvieron lugar sin aca-
barla de llegar á ella, en la cual Sancho se entró sin más averiguación con
toda su recua. (1)
(1) Por esta vez, era castillo, el de Miraílores, y allí fué donde se refu-
gió en la noche del 19 de Julio, Alfonso VIII, que iba cuatodiado por U
caballería de D. Lope de Haro (Sancho de Azpeitia).
— -l82 ^
CAPITULO XVI
De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta,
que él imaginaba ser castillo
El ventero, que vio á don Quixote atravesado en el asno, preguntó á
Sancho, qué mal traía? Sancho le respondió, que no era nada, sino, que
había dado una caída de una peña abajo, y que venía algo brumadas las
costillas. Tenía el ventero por mujer á una, no de la condición que suelen
tener las de semejante trato, porque naturalmente era caritativa y se dolía
de las calamidades de sus prójimos: y así acudió luego á curar á don Qui-
xote: y hizo, que una hija suya doncella, muchacha, y de muy buen pare-
cer la ayudase á curar á su huésped. Servía en la venta asimismo una moza
Asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta,
y del otro no muy sana. Verdad es, que la gallardía del cuerpo suplía Jas
demás faltas. No tenía siete palmos de los pies á la cabeza, y las espaldas
que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo, más de lo que ella
quisiera. Esta gentil moza pues ayudó á la doncella, y las dos hicieron una
muy mala cama á don Quixote en un camaranchón, que en otros tiempos
daba manifiestos indicios que había servido de pajar muchos años: en la
cual también alojaba un arriero, que tenía su cama hecha un poco más
allá de la de nuestro don Quixote. Y aunque era de las enjalmas, y mantas
de sus machos, hacía mucha ventaja á la de don Quixote, que sólo contenía
cuatro mal lisas tablas, sobre dos no muy iguales bancos, que en lo sutil
parecía colcha, lleno de bodoques, que á no mostrar que era de lana por
algunas roturas, al tiento en la dureza semejaba de guijarro, y dos sábanas
hechas de cuero de adarga, y una frazada, cuyos hilos si se quisieran con-
tar, no se perdiera uno solo de la cuenta. En esta maldita cama se acostó
don Quixote: y luego la ventera, y su hija le emplastaron de arriba abajo,
alumbrándoles Maritornes, (1) que así se llamaba la Asturiana. Y como al
El altercado de ambos antes de la batalla, es, pintiparado, el combate
que sostuvieron D. Alonso Quixano y el valiente Vizcaíno; ó la Historia
de España es menor de edad, y por tanto, irresponsable.
¡Conste que no me meto con Jos sabios!
(1) Maritornes. Perdónenme los Señores Críticos, pero la creo com-
binación Cervantina, con dos significaciones:
- 183 -
bizmarle viese la ventera tan acardenalado á partes á don Quixote dijo, que
aquello más parecían golpes, que caída. No fueron golpes, dijo Sancho,
sino que la peña tenía muchos picos, y tropezones, y que cada uno había
hecho su cardenal, Y también le dijo: Haga vuestra merced señora de
manera que queden algunas estopas que no faltará quien las haya menes-
ter, que también me duelen á mi un poco los lomos. Desamanera, respon-
dió la ventera también debisteis vos de caer? No caí, dijo Sancho Panza,
sino que del sobresalto que tomé de ver caer á mi amo, de tal manera me
duele á mí el cuerpo, que me parece, que me han dado mil palos. Bien
podría ser eso, dijo la doncella, que á mí me ha acontecido muchas veces,
soñar, que caía de una torre abajo, y que nunca acababa de llegar al suelo,
y cuando despertaba del sueño, hallarme tan molida, y quebrantada, como
si verdaderamente hubiera caído. Ahí está el toque señora, respondió San-
cho Panza, que yo sin soñar nada, sino estando más despierto, que ahora
estoy, me hallo con pocos menos cardenales, que mi señor don Quixote.
Cómo se llama este caballero? preguntó la Asturiana Maritornes. Don
Quixote de la Mancha, respondió Sancho Panza, y es caballero aventurero,
y de los mejores, y más fuertes, que de luengos tiempos acá se han visto
en el mundo. Qué es caballero aventurero? replicó la moza. Tan nueva sois
en el mundo, que no lo sabéis vos, respondió Sancho Panza. Pues sabed
hermana mía, que caballero aventurero es una cosa, que en dos palabras
se ve apaleado, y Emperador. Hcy está la más desdichada criatura del
mundo, y la más menesterosa, y mañana tendrá dos ó tres coronas de
Reinos que dar á su escudero. Pues cómo vos, siéndolo deste tan buen se-
ñor, dijo la ventera, no tenéis, á lo que parece, siquiera algún Condado?
Aun es temprano, respondió Sancho, porque no ha sido un mes que anda-
mos buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna,
que lo sea. Y tal vez hay, que se busca una cosa, y se halla otra. Verdad
es, que si mi señor don Quixote sana desta herida, ó caída, y yo no quedo
Sirt-Morena. Compuesto de la palabra turca que denomina á los ban-
cos de arena, y de la castellana que expresa el color.
Tir's Morena. Pronunciación del plural de la voz germana die Thür,
que manifiesta ser sierra de muchos puertos.
Habiendo podido observar cómo los historiadores de su tiempo llama-
ban Mons Marianos á la Cordillera Mariánica, de donde deduzco que el
que lo dio el nombre actual fué Cervantes.
(En La Calatea, para nombrar á su amigo y paisano el poeta Luis
Gálvez de Montalvo, ya empleó Sir albo.)
— i84 —
contrahecho della, no trocaría mis esperanzas con el mejor título de Espa-
ña. Todas estas pláticas estaba escuchando muy atento don Quiíote, y
sentándose en el lecho como pudo tomando de la mano á la ventera, le
dijo: Creadme hermosa señora, que os podéis llamar venturosa, por haber
alojado en este vuestro castillo á mi persona, que es tal, que si yo no la
alabo, es por lo que suele decirse, que la alabanza propia envilece; pero mi
escudero os dirá quién soy: sólo os digo, que tendré eternamente escrito
en mi memoria el servicio que me habéis hecho, para agradecéroslo mien-
tras la vida me durare. Y pluguiera á los altos cielos, que el amor no me
tuviera tan rendido, y tan sujeto á sus leyes, y los ojos de aquella hermosa
ingrata, que digo entre mis dientes, que los desta hermosa doncella fueran
señores de mi libertad. Confusas estaban la ventera, y su hija, y la buena
de Maritornes, oyendo las razones del andante caballero, que así las enten-
dían como si hablara en Griego: aunque bien alcanzaron que todas se en-
caminaban á ofrecimiento, y requiebros: y como no usadas á semejante
lene:uaje, mirábanle, y admirábanse, y parecíales otro hombre de los que
se usaban, y agradeciéndole con venteriles razones sus ofrecimientos, le
dejaron. Y la Asturiana Maritornes curó á Sancho, que no menos lo había
menester, que su amo. Había el arriero concertado con ella, que aquella
noche se refocilarían juntos: y ella le había dado su palabra, de que en
estando sosegados los huéspedes, y durmiendo sus amos, le iría á buscar,
y satisfacerle el gusto en cnanto le mandase. Y cuéntase desta buen moza,
que jamás dio semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese
en un monte, y sin testigo alguno: porque presumía muy de hidalga, y no
tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta; porque
decía ella, que desgracias, y malos sucesos, la habían traído á aquel esta-
do. El duro, estrecho, apocado, y fementido lecho de don Quiíote, estaba
primero en mitad de aquel estrellado establo: y luego junto á él hizo el
suyo Sancho, que sólo contenía una estera de enea, y una manta, que an-
tes mostraba ser de angeo tundido, que de lana. Sucedía á estos dos lechos
el del harriero, fabricado como se ha dicho, de las enjalmas, y de todo el
adorno de los dos mejores mulos que traía: aunque eran doce, lucios, gor-
dos, y famosos, porque eran unos de los ricos harrieros de Arévalo, según
lo dice el autor desta historia, que deste harriero hace particular mención,
porque le conocía muy bien, y aun quieren decir que era al^o pariente
suyo. Fuera de que Cide Mahamate Benengeli fué historiador muy cu-
rioso, y muy puntual en todas las cosas: y échase bien de ver, pues las
que quedan referidas, con ser tan mínimas, y tan rateras, no las quiso pa-
- i85 -
«ar en silencio. De donde podrán tomar ejemplo los historiadores grares,
que nos cuentan las acciones, tan corta, y sucintamente, que apenas nos
llegan á los labios, dejándose en el tintero, ya por descuido, por malicia,
ó ignorancia, lo más sustancial de la obra. Bien haya mil veces el autor
de Tablante de Ricamonte, y aquel del otro libro, donde se cuentan los
hechos del Conde Tomillas, y con qué puntualidad lo describen todo. Digo
pues, que después de haber visitado el harriero á su recua, y dádole el se-
gundo pienso, se tendió en sus enjalmas, y se dio á esperar á su puntua-
lísima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y aunque pro-
curaba dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas: y don Quiíote coa
«I dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como la liebre. Toda la venta
estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba una
lámpara, que colgada en medio del portal ardía. Esta maravillosa quietud,
y ios pensamientos que siempre nuestro caballero traía, de los sucesos que
á cada paso se cuentan en los libros, autores de su desgracia, la trajo á la
imaginación, una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pue-
den: y fué, que él se imaginó haber llegado á un famoso castillo (que como
le ha dicho, castillos eran á su parecer todas las ventas donde alojaba) y
que la hija del ventero, lo era del señor del castillo: la cual vencida de su
gentileza, se había enamorado del, y prometido que aquella noche á hurto
de sus padres, vendría á yacer con él una buena pieza. Y teniendo toda
esta quimera (que él se había fabricado) por firme, y valedera, se comenzó
á cuitar, y á pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había
de ver. Y propuso en su corazón, de no cometer alevosía á su señora Dul-
cinea del Toboso, aunque la misma Reyna Ginebra con su dama Quintaño-
na se le pusiesen delante. Pensando pues en estos disparates, se llegó el
tiempo, y la hora (que para él fué menguada) de la venida de la Asturiana,
la cual en camisa, y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fus-
tán, con tácitos, y atentados pasos entró en el aposento, donde los tres alo-
jaban, en busca del harriero. Pero apenas llegó á la puerta cuando don Qui-
íote la sintió, y sentándose en la cama á pesar de sus bizmas, y con dolor
de sus costillas, tendió los brazos para recibir á su hermosa doncella la
Asturiana, que toda recogida, y callando, iba con las manos delante, bus-
cando á su querido. Topó con los brazos de don Quixote, el cual la asió
fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia sí (sin que ella osase hablar
palabra) la hizo sentar sobre la cama. Tentóle luego la camisa, y aunque
ella era de arpillera, á él le pareció ser de finísimo, y delgado cendal.
Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio, pero á él le dieron vislum-
- i86 —
bres de preciosas perlas Orientales. Los cabellos, que en albina manera ti-
raban á crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo
resplandor al del mismo Sol oscurecía. Y el aliento, que sin duda alguna
olía á ensalada, fiaaibre, y trasnochada, á él le pareció que arrojaba de su
boca un olor suave, y aromático: y finalmente él la pintó en su imagina-
ción de la misma traza, y modo, lo que había leído en sus libros de la otra
Princesa, que vino á ver el mal herido caballero, vencido de sus amores,
con todos los adornos que aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del
pobre hidalgo que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la
buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar á
otro que no fuera harriero. Antes le parecía que tenía entre sus brazos á la
diosa de la hermosura Y teniéndola bien asida, con voz amorosa, y baja,
le comenzó á decir: Quisiera hallarme en términos, hermosa, y alta señora,
de poder pagar tamaña merced, como la que con la vista de vuestra gran
hermosura me habéis hecho: pero ha querido la fortuna (que no se cansa
de perseguir á los buenos) ponerme en este lecho, donde yago tan molido
y quebrantado, que aunque de mi voluntad quisiera satisfacer á la vuestra,
fuera imposible. Y más se añade á esta imposibilidad otra mayor, que es
la prometida íé, que tengo dada, á la sin par Dulcinea del Toboso, única
señora de mis más escondidos pensamientos: que si esto no hubiera de por
medio, no fuera yo tan sandio caballero, que dejara pasar en blanco la ven-
turosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto. Maritornes esta-
ba acongojadísima, y trasudando, de verse tan asida de don Quixote, y sin
entender ni estar atenta á las razones que le decía, procuraba sin hablar
palabra desasirse. El bueno del harriero, á quien tenían despierto sus malos
deseos, desde el punto que entró su coima por la puerta la sintió: estuvo
atentamente escuchando todo lo que don Quixote decía, y celoso de que la
Asturiana le hubiese faltado á la palabra por otro, se fué llegando más al
lecho de don Quixote, y estúvose quedo, hasta ver en que paraban aquellas
razones que él no podía entender. Pero como vio que la moza forcejaba por
desasirse, y don Quixote trabajaba por tenerla: pareciéndole mal la burla,
enarboló el brazo en alto, y descargó tan terrible puñada sobre las estre-
chas quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre: y
no contento con esto, se le subió encima de las costillas, y con los pies, más
que de trote, se las paseó todas de cabo á cabo. El lecho que era un poco
endeble, y de no firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del
harriero, dio consigo ea el suelo, á cuyo gran ruido despertó el ventero, y
luego imaginó que debían de ser pendencias de Maritornes, porque habién-
- i87 -
dola llamado á voces no respondía. Con esta sospecha se levantó, y encen-
diendo un candil, se fué hacia donde había sentido la pelea. La moza vien-
do que su amo venía, y que era de condición terrible, toda medrosica y
alborotada, se acogió á la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y allí se
acurrucó, y se hizo un ovillo. El ventero entró diciendo: Adonde estás puta?
A buen seguro que son tus cosas estas. En esto despertó Sancho, y sintien-
do aquel bulto casi encima de sí, pensó que tenía la pesadilla, y comenzó
á dar puñadas á una, ú otra parte, y entre otras alcanzó con no sé cuantas
á Maritornes, la cual sentida del dolor, echando á rodar la honestidad, dio
el retorno á Sancho con tantas, que á su despecho le quitó el sueño: el cual
▼iéndose tratar de aquella manera, y sin saber de quién, alzándose como
pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la más reñida,
y graciosa escaramuza del mundo. Viendo pues el harriero á la lumbre del
candil del ventero, cual andaba su dama, dejando á don Quixote, acudió á
darle el socorro necesario: lo mismo hizo el ventero, pero con intención di-
ferente: porque fué á castigar á la moza, creyendo sin duda, que ella sola
era la ocasión de toda aquella armonía. Y así como suele decirse, el gato
al rato, el rato á la cuerda, la cuerda al palo: daba el harriero á Sancho,
Sancho á la moza, la moza á él, el ventero á la moza, y todos menudeaban
con tanta priesa, que no se daban punto de reposo: y ftié lo bueno, que al
ventero se le apagó el candil, y como quedaron á oscuras, dábanse tan sin
compasión todos á bulto, que á do quiera que ponían la mano, no dejaban
cosa sana. Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero, de los
que llaman de la santa Hermandad vieja de Toledo, el cual oyendo asimis-
mo el extraño estruendo de la pelea, asió de su media vara, y de la caja de
lata de sus títulos, y entró á oscuras en el aposento, diciendo: Téngase á la
justicia, téngase á la santa Hermandad. Y el primero con quien topó, fué
con el apuñeado de don Quixote, que estaba en su derribado lecho, tendido
boca arriba sin sentido alguno, y echándole á tiento mano á las barbas, no
cesaba de decir: Favor á la justicia: pero viendo que el que tenía asido no
se bullía, ni meneaba, se dio á entender que estaba muerto, y que los que
allí dentro estaban'eran sus matadores: y con esta sospecha, reforzó la voz,
diciendo: Ciérrese la puerta de la venta, miren no se vaya nadie, que han
muerto aquí á un hombre. Esta voz sobresaltó á todos, y cada cual dejó la
pendencia en el grado que le tomó la voz. Retiróse el ventero á su aposen-
to, el harriero á sus enjalmas, la moza á su rancho: solos los desventurados,
don Qnixote, y Sancho, no se pudieron mover de donde estaban. Soltó en
esto el cuadrillero la barba de don Quixote, y salió á buscar luz para bus-
^
— i8« —
car, y prender los delincuentes, mas no la halló, porque el rentero de in-
dustria había muerto la lámpara, cuando se retiró á su estancia, y fuéle
forzoso acudir á la chimenea, donde con mucho trabajo, y tiempo encendió
el cuadrillero otro candil.
— I»Q --
CAPITULO XVII
Donde se prosigue los innumerables trabajos que el
bravo don Quixote, y su buen escudero Sancho
Panza pasaron en la venta, que por su mal pensó
que era Castillo.
Había ya vuelto en este tiempo de su parasismo don Quixote, y con el
mismo tono de voz con que el día antes había llamado á su escudero,
cuando estaba tendido en el «val de las estacas», (1) le comenzó á llamar,
diciendo: Sancho amigo duermes? Qué tengo de dormir, pese á mí, res-
pondió Sancho lleno de pesadumbre, y de despecho, que no parece sino
que todos los diablos han andado conmigo esta noche. Puédeslo creer así
sin duda, respondió don Quixote: porque ó yo sé poco, ó este castillo es
encantado. Porque has de saber, mas esto que ahora quiero decirte hásme
de jurar que lo tendrás secreto hasta después de mi muerte. Sí juro, res-
pondió Sancho. Dígolo, replicó don Quixote, porque soy enemigo de que
se quite la honra á nadie. Digo que sí juro, tornó á decir Sancho, que lo
callaré hasta después de los días de vuestra merced, y plega á Dios que lo
pueda descubrir mañana. Tan malas obras te hago Sancho, respondió don
Quixote, que me querrías ver muerto con tanta brevedad? No es por eso,
respondió Sancho, sino porque soy enemigo de guardar mucho las cosas,
y no querría que se me pudriesen de guardadas. Sea por lo que fuere, dijo
don Quixote, que más fío de tu amor, y de tu cortesía: y así has de saber
(1) Y dicen los comentari.stas: El antiquísimo romance titulado « Val de
las estacas»... se ha perdido. Pero ¿existió? Históricamente, hace alusión á
la batalla de Alarcos, donde se repartieron estacazos á granel; mas el sitio
de la aventura que narra, existe.
En el camino que desde el puerto de Niefla conduce á Fuencaliente,
más al E. del Quinto de Balandra, conozco un vallecillo que conserva
«todavía» en los archivos manchegos el altisonante y significativo nom-
bre de tValdestacas*. ¡Qué cosas tan extrañas han sucedido con todo lo
atañedero á este librol Cuando hacían falta el romance y la carta de ma-
rras^ se extraviaron. Lo innegable es que Cervantes fué más desgraciado
que el Postigo de San Rafael.
— 190 —
que esta noche me ha sucedido una de las más extrafías aventuras, que yo
Babré encarecer, y por contártela en breve, sabrás, que poco ha que á mí
vino la hija del señor deste castillo, que es la más apuesta y hermosa don-
cella, que en gran parte de la tierra se puede liallar. Qué te podría decir
del adorno de su persona? Qué de su gallardo entendimiento? Qué de
otras cosas ocultas, que por guardar la íe que debo á mi señora Dulcinea
del Toboso, dejaré pasar intactas, y en silencio? Sólo te quiero decir, que
envidioso el cielo de tanto bien, como la ventura me había puesto en las
manos, ó quizá (y esto es lo más cierto) que como tengo dicho, es encan-
tado este castillo, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos, y amo-
rosísimos coloquios, sin que yo la viese, ni supiese por donde venía, vino
una mano pegada á algún brazo de algún descomunal Gigante, y asentóme
una puñada en las quijadas, tal que las tengo todas bañadas en sangre, y
después me molió de tal suerte, que estoy peor que ayer cuando los harrie-
ros, que por demasías de Bocinante, nos hicieron el agravio que sabes.
Por donde conjeturo, que el tesoro de la hermosura desta doncella, le debe
de guardar algún encantado Moro, y no debe de ser para mí. Ni para mí
tampoco, respondió Sancho, porque más de cuatrocientos Moros me han
aporreado de manera, que el molimiento de las estacas, fué tortas y pan
pintado. Pero dígame señor: Cómo llama á esta buena y rara aventura,
habiendo quedado della cual quedamos? Aun vuestra merced menos mal,
pues tuvo en sus manos aquella incomparable hermosura que ha dicho.
Pero yo qué tuve, sino los mayores porrazos que pienso recibir en toda
mi vida? Desdichado de mí, y de la madre que me parió, que ni soy caba-
llero andante, ni lo pienso ser jamás, y de todas las malandanzas me cabe
la mayor parte. Luego también estás tú aporreado, respondió don Quixo-
te? No le he dicho que sí, pese á mi linaje, dijo Sancho. No tengas pena
amigo, dijo don Quixote, que yo haré ahora el bálsamo precioso, con que
sanaremos en un abrir y cerrar de ojos. Acabó en esto de encender el can-
dil el cuadrillero, y entró á ver el que pensaba que era muerto, y así como
lo vio entrar Sancho, viéndole venir en camisa, y con su paño de cabeza, y
candil en la mano, y con una muy mala cara, preguntó á su amo: Señor,
si será éste á dicha el Moro encantado que nos vuelve á castigar, si se dejó
algo en el tintero? No puede ser el Moro, respondió don Quixote, porque
los encantados no se dejan ver de nadie. Sino se dejan ver, déjanse sentir,
dijo Sancho, sino díganlo mis espaldas. También lo podrían decir las mías,
respondió don Quixote, pero no es bastante indicio ese, para creer, que este
que se ve sea el encantado Moro. Llegó el ■cuadrillero, y como los halló
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hablando en tan sosegada conversación, quedó suspenso. Bien es verdad,
que aún don Quixote se estaba boca arriba, sin poderse menear de puro
molido, y emplastado. Llegóse á él el cuadrillero, y díjole: Pues, cómo va
buen hombre? Hablara yo más bien criado, respondió don Quixote, si fue-
ra que vos. Usase en esta tierra hablar desa suerte á los caballeros andan-
tes, majadero? El cuadrillero que se vio tratar tan mal, de un hombre de
tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y alzando el candil con todo su aceite,
dio á don Quixote con él en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien
descalabrado, y como todo quedó á obscuras, salióse luego. Y Sancho Pan-
za dijo: Sin duda señor que éste es el Moro encantado, y debe de guardar
el tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas, y los candi-
lazos. Asi es, respondió don Quixote, y no hay que hacer caso destas cosas
de encantamientos, ni hay para qué tomar cólera, ni enojo con ellas, que
como son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quien vengarnos, aun-
que más lo procuremos. Levántate Sancho si puedes, y llama al alcaide
desta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal, y ro-
mero, para hacer el salutífero bálsamo, que en verdad que creo que lo he
bien menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta
fantasma me ha dado. Levantóse Sancho con harto dolor de sus huesos, y
fué á obscuras donde estaba el ventero, y encontrándose con el cuadrillero,
que estaba escuchando en qué paraba su enemigo, le dijo: Señor quien
quiera que seáis, hacednos merced, y beneficio, de darnos un poco de ro-
mero, aceite, sal, y vino que es menester para curar uno de los mejores
\;aballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama mal-
herido, por las manos del encantado Moro que está en esta venta. Cuando
el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de seso. Y porque ya co-
menzaba á amanecer, abrió la puerta de la venta, y llamando al ventero,
le diio lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de cuanto
quiso, y Sancho se lo llevó á don Quixote, que estaba con las manos en la
cabeza, quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más
mal, que levantarle dos chichones algo crecidos: y lo que él pensaba que
era sangre, no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tor-
menta. En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un com-
puesto, mezclándolos todos, y cociéndolos un buen espacio, hasta que le
pareció que estaban en su punto. Pidió luego una redoma para echarlo, y
como no la hubo en la venta, se resolvió de ponerlo en una alcuza, ó acei-
tera de hojadelata, de quien el ventero le hizo grata donación. Y luego
dijo sobre la alcuza más de ochenta Pater nostres, y otras tantas Ave-
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Marías, Salves, y Credos, y á cada palabra acompañaba una cruz, á modo
de bendición: á todo lo cual se hallaron presentes, Sancho, el ventero, y
cuadrillero, que ya el harriero sosegadamente andaba entendiendo «n el be-
neficio de sus machos. Hecho esto, quiso él mismo hacer luego la expe-
riencia de la virtud de aquel precioso bálsamo que él se imaginaba: y asi
se bebió de lo que no pudo caber en la alcuza, y quedaba en la olla donde
se había cocido casi media azumbre, y apenas lo acabó de beber, cuando
comenzó á vomitar de manera, que no le quedó cosa en el estómago, y con
las ansias, y agitación del vómito, le dio un sudor copiosísimo, por lo cual
mandó que le arropasen y le dejasen solo. Hiciéronlo así, y quedóse dor-
mido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó, y se sintió alivia-
dísimo del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento, que se
tuvo por sano. Y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo
de Fierabrás, y que con aquel remedio, podía acometer desde allí adelante
sin temor alguno, cualesquiera ruinas, batallas, y pendencias, por peligro-
sas que fuesen. Sancho Panza, que también tuvo á milagro la mejoría de
su amo, le rogó que le diese á él, lo que quedada en la olla, que no era
poca cantidad. Concedióselo don Quixote, y él tomándola á dos manos, con
buena fe, y mejor talante, se la echó á pechos, y envasó bien poco menos
que su amo. Es pues el caso, que el estómago del pobre Sancho, no debía de
ser tan delicado como el de su amo, y así primero que vomitase le dieron
tantas ansias, y vascas, con tantos trasudores, y desmayos, que él pensó biin
y verdaderamente, que era llegada su última hora: y viéndose tan afligido, y
acongojado, maldecía el bálsamo, y al ladrón que se lo había dado. Vién-
dole así don Quixote, le dijo: Yo creo Sancho que todo este mal te viene de
no ser armado caballero: porque tengo para mí, que este licor no debe de
aprovechar á los que no lo son. Si eso sabía vuestra merced, replicó San-
cho, mal haya yo, y toda mi parentela, para qué consintió que lo gustase?
En esto hizo su operación el brebaje, y comenzó el pobre escudero á des-
aguarse por entrambas canales, con tanta priesa, que la estera de Enea sobre
quien se había vuelto á echar, ni la manta de angeo con que se cubría,
fueron más de provecho. Sudaba, y trasudaba con tales parasismos, y acci-
dentes, que no solamente él, sino todos pensaron que se le acababa la vida.
Duróle esta borrasca, y mala andanza casi dos horas, al cabo de las cuales
no quedó como su amo, sino tan molido, y quebrantado, que no se podía
tener. Pero don Quixote, que como se ha dicho, se sintió aliviado y sano,
quiso partirse luego á buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo
que allí se tardaba, era quitársele al mundo, y á los menesterosos de su
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favor y amparo: y más con la seguridad, y confianza que llevaba en su bal.
samo: y así forzado deste deseo, él mismo ensilló á Rocinante, y enalbardó
al jumento de su escudero, á quien también ayudó á vestir, y á subir en el
asno. Púsole luego á caballo, y llegándose á un rincón de la venta, asió de
un lanzón que allí estaba, para que le sirviese de lanza. Estábanle mirando
todos cuantos había en la venta, que pasaban de más de veinte personas,
mirábale también la hija del ventero, y él también no quitaba los ojos de-
ila, y de cuando en cuando arrojaba un suspiro, que parecía que lo arran-
caba de lo profimdo de sus entrañas, y todos pensaban que debía de ser del
dolor que sentía en las costillas, al menos pensábanlo aquellos que la noche
antes le habían visto bizmar. Ya que estuvieron los dos á caballo, puesto á
la puerta de la venta, llamó al ventero, y con voz muy reposada y grave, le
dijo: Muchas y muy grandes son las mercedes, señor Alcaide, que en este
vuestro castillo he recibido, y quedo obligadísimo á agradecéroslas todos
los días de mi vida. Si os las puedo pagar en haceros vengado de algún so-
berbio que os haya hecho algún agravio, sabed que mi oficio no es otro sino
valer á los que poco pueden, y vengar á los que reciben tuertos, y castigar
alevosías. Recorred vuestra memoria, y si halláis alguna cosa de este jaez
que encomendarme, no hay sino decirla, que yo os prometo, por la orden
de caballero que recibí, de haceros satisfecho, pagado, á toda vuestra vo-
luntad. El ventero le respondió con el mismo sosiego: Señor caballero, yo
no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue i^ingún agravio, por-
que yo sé tomar la venganza que me parece, cuando se me hacen. Sólo he
menester que vuestra merced me pague el gasto que esta noche ha hecho
en la venta, así de la paja, y cebada de sus dos bestias, como de la cena, y
camas. Luego venta es ésta? Replicó don Quixote, Y muy honrada, respon-
dió el ventero. Engañado he vivido hasta aquí, respondió don Quixote, que
en verdad que pensé que era castillo, y no malo pero pues es así, que no
es castillo sino venta: lo que podrá hacer por ahora es, que perdonéis por
la paga, que yo no puedo contravenir á la orden de los caballeros andantes:
de los cuales sé cierto (sin que hasta ahora haya leído cosa en contrario)
que jamás pagaren posada, ni otra cosa, en venta donde estuviesen. Porque
se les debe de fuero, y de derecho, cualquier buen acogimiento que se les
hiciere, en pago del insufible trabajo que padecen, buscando las aventuras
de noche, y de día, en invierno, y en verano, á pie, y á caballo, con sed, y
con hambre, con calor, y con frío, sujetos á todas las inclemencias del cie-
lo, y á todos los incómodos de la tierra. Poco tengo yo que ver con eso, -
respondió el ventero, pagúeseme lo que se me debe, y dejémonos de cuen->
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tos, ni de caballerías, que yo no tengo cuenta con otra cosa, que con cobrar
mi hacienda. Vos sois un sandio, y mal hostelero, respondió don Quiío-
te, y poniendo piernas á Rocinante, y terciando su lanzón se sa'ió de la
venta sin que nadie le detuviese: y él sin mirar si le seguía su escudero, se
alongó un buen trecho. El ventero que le vio ir, y que no le pagaba, acu-
dió á cobrar de Sancho Panza, el cual dijo, que pues su señor no había
querido pagar, que tampoco él pagaría, porque siendo él escudero de caba-
llero andante como era, la misma regla, y razón corría por él, como por su
amo, en no pagar cosa alguna, en los mesones, y ventas. Amohinóse mu-
cho desto el ventero, y amenazóle, que si no le pagaba, que lo cobraría de
modo que le pesase. A lo cual Sancho respondió, que por la ley de caba-
llería que su amo había recibido, no pagaría un sólo cornado, aunque le
costase la vida, porque no había de perder por él la buena, y antigua usan-
za de los caballeros andantes, ni se habían de quejar de los escuderos de
los tales, que estaban por venir al mundo, reprochándole el quebranta-
tamiento de tan justo fuero. Quiso la mala suerte del desdichado Sancho,
que entre la gente que estaba en la venta, se hallasen cuatro peráiles de
Segovia, tres agujeros del potro de Córdoba, y dos vecinos de la hería át
Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante, y juguetona, los cuales
casi instigados, y movidos de un mismo espíritu, se llegaron á Sancho, y
apeándole del asno, uno dellos entró por la manta de la cama del huésped:
y echándole en ella, alzaron los ojos, y vieron que el techo era algo más
bajo de lo que habían menester para su obra, y determinaron salirse al co-
rral, que tenía por límite el cielo. Y allí puesto Sancho en mitad de la
manta, comenzaron á levantarle en alto, y á holgarse con él, como con pe-
rro por carnestolendas. Las voces que el mísero manteado daba, fueron
tantas, que llegaron á los oídos de su amo: el cual deteniéndose á escuchar
atentamente, creyó, que alguna nueva aventura le venía, hasta que clara-
mente conoció que el que gritaba era su escudero, y volviendo las riendas,
con un penado galope llegó á la venta, y hallándola cerrada la rodeó, por
Ter si hallaba por donde entrar. Pero no hubo llegado á las paredes del co-
rral (que no eran muy altas) cuando vio el mal juego que se le hacía á su
escudero. Viole bajar y subir por el aire, con tanta gracia, y presteza, que
si la cólera le dejara, tengo para mí que se riera. Probó á subir desde el
caballo á las bardas, pero estaba tan molido y quebrantado, que aun apearse
no pudo: y así desde encima del caballo comenzó á decir tantos denuestos,
y baldones á los que á Sancho manteaban, que no es posible acertar á es-
cribirlos, mas no por esto cesaban ellos de su risa, y de su obra, ni el vo»
— 195 -
lador Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos,
más todo aprovechaba poco, ni aprovechó, hasta que de puro cansados
le dejaron. Trajéronle allí su asno, y subiéndole encima, le arroparon con
su gabán. Y la compasiva de Mantornes, viéndole tan fatigado, le pareció
ser bien socorrerle con un jarro de agua, y así se lo trajo del pozo, por ser
más frío Tomóle Sancho, y llevándole á la boca, se paró á las voces que su
amo le daba, diciendo: Hijo Sancho no bebas agua, hijo no la bebas, que te
matará, ves aquí tengo el santísimo bálsamo (y enseñábale la alcuza del
brebaje) que con dos gotas que del bebas sanarás sin duda. A estas voces
volvió Sancho los ojos como de través, y dijo con otras mayores: Por dicha
básele olvidado á vuestra merced, como yo no soy caballero, ó quiere que
acabe de vomitar las entrañas, que me quedaron de anoche. Guárdese su
licor con todos los diablos, y déjeme á mí. Y el acabar de decir esto, y el
comenzar á beber, todo fué uno: mas como al primer trago vio que era
agua, no quiso pasar adelante, y rogó á Maritornes que se lo trajese de
vino: y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo pagó de su mismo di-
nero, porque en efecto se dice della, que aunque estaba en aquel trato, te-
nía unas sombras, y dejos de Cristiana. Así como bebió Sancho, dio de los
caréanos á su asno, y abriéndole la puerta de la venta de par en par, se sa-
lió della muy contento de no haber pagado nada, y de haber salido con su
intención, aunque había sido á costa de sus acostumbrados fiadores, que
eran sus espaldas. Verdad es, que el ventero se quedó con sus alforjas, en
pago de lo que se le debía: mas Sancho no las echó menos, según salió
turbado. Quiso el ventero atrancar bien la puerta, así como le vio fuera,
mas no lo consintieron los manteadores, que era gente, que aunque don
Quixote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la tabla redon-
da, no le estimaran en los ardites.
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CAPITULO XVIII
Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Pan-
za con su señor don Quixote, con otras aventuras
dignas de ser contadas
Llegó Sancho á su amo, marchito, y desmayado, tanto que no podía
arrear á su jumento. Cuando así le rió don Quixote, le dijo: Ahora acabo
de creer Sancho el bueno, que aquel castillo, ó venta, es encantado sin
duda, porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo contigo,
qué podían ser sino fantasmas, y gente del otro mundol Y confirmo esto,
por haber visto que cuando estaba por las bardas del corral, mirando los
actos de tu triste tragedia, no me fué posible subir por ellas, ni menos
pude apearme de Bocinante, porque me debían de tener encantado; que te
juro por la fe de quien soy, que si pudiera subir, ó apearme, que yo te
hiciera vengado de manera, que aquellos follones, y Malandrines, se acor-
daran de la burla para siempre, aunque en ello supiera contravenir á las
leyes de caballería, que como ya muchas veces te he dicho, no consienten
que caballero ponga mano contra quien no lo sea, sino fuere en defensa de
su propia vida, y persona, en caso de urgente, y gran necesidad. También
me vengara yo si pudiera, fuera, ó no fuera armado caballero, pero no
pude: aunque tengo para mí, que aquellos que se holgaron conmigo, no
eran fantasmas, ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino
hombres de carne, y de hueso, como nosotros: y todos según los oí nom-
brar, cuando me volteaban, tenían sus nombres, que el uno se llamaba
Pedro Martínez, y el otro Tenorio Hernández; y el ventero oí que se lla-
maba Juan Palo meque el Zurdo. Así que señor, el no poder saltar las bar-
das del corral, ni apearse del caballo, en al estuvo, que en encantamientos.
Y lo que yo saco en limpio de todo esto, es, que estas aventuras que an-
damos buscando, al cabo, al cabo, nos han de traer á tantas desventuras,
que no sepamos cuál es nuestro pie derecho. Y lo que sería mejor, y más
acertado, según mi poco entendimiento, fuera el volvernos á nuestro lugar,
ahora que es tiempo de la siega, y de entender en la hacienda, dejándonos
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de andar de ceca en meca, y de zoca en colodra, como dicen. Qué poco
sabes Sancho, respondió don Quixote, de achaque de caballería, calla y ten
paciencia, que día vendrá, donde veas por vista de ojos, cuan honrosa cosa
es andar en este ejercicio. Si no dime, qué mayor contento puede haber en
el mundo, ó qué gusto puede igualarse al de vencer una batalla, y al de
triunfar de su enemigo? Ninguno sin duda alguna. Así debe de ser, res-
pondió Sancho, puesto que yo no lo sé. Sólo sé, que después que somos ca-
balleros andantes, ó vuestra merced lo es (que yo no hay para que me cuente
en tan honroso número) jamás hemos v^encido batalla alguna, sino fué la
del Vizcaíno, y aun de aquella salió vuestra merced con medía oreja, y me-
dia celada menos, que después acá todo han sido palos, y más palos, puña-
das y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento, y haberme su-
cedido por personas encantadas, de quien no puedo vengarme, por saber
hasta donde llega el gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra
merced dice. Esa es la pena que yo tengo, y la que tú debes tener Sancho,
respondió don Quixote: pero de aquí adelante, yo procuraré haber á las
manos alguna espada hecha por tan maestría, que al que la trajere consigo,
no le puedan hacer ningún género de encantamientos. Y aun podría ser que
me deparase la aventura aquella de Amadís, cuando se llamaba el caballero
de la ardiente espada, que fué una de las mejores espadas que tuvo caba-
llero en el mundo: porque ñiera que tenía la virtud dicha, cortaba como
una navaja, y no había armadura por fuerte, y encantada que fuese, que se
le parase delante. Yo soy tan venturoso, dijo Sancho, que cuando eso fuese,
y vuestra merced viniese á hallar espada semejante, sólo vendría á servir,
y aprovechar á los armados caballeros, como el bálsamo, y á los escuderos
que se los papen duelos. No temas eso Sancho, dijo don Quixote, que me-
jor lo hará el cíelo contigo. En estos coloquios iban don Quixote, y su es-
cudero: cuando vio don Quixote, que por el camino que iban, venía hacia
ellos una grande, y espesa polvareda, y en viéndola se volvió á Sancho, y
le dijo: Este es el día, ó Sancho, en el cual se ha de ver el bien que me
tiene guardado mi suerte. Este es el día (1) en que se ha de mostrar,
tanto como en otro alguno, el valor de mi brazo, y en el que tengo
de hacer obras que queden escritas en el libro de la fama, por todos los
venideros siglos. Vés aquella polvareda, que allí se levanta Sancho? Pues
(1) 19 de Julio de 1195, época de siega, y fecha precisa de un dolo-
rosísimo desastre.
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toda es cuajada (1) de un copiosísimo ejército, que de diversas é innume-
rables naciones por allí viene marchando. A esa cuenta dos deben de ser,
dijo Sancho, porque desta parte contraria se levanta asimismo otra seme-
jante polvareda. Volvió á mirarlo don Quixote, y vio que así era la verdad:
y alegrándose sobre manera, pensó sin duda alguna, que eran dos ejércitos
que venían a embestirse, y á encontrarse en mitad de aquella espaciosa
llanura. Porque tenia á todas horas, y momentos llena la fantasía de aque-
llas batallas, encantamientos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en
los libros de caballerías se cuentan: y todo cuanto hablaba, pensaba, ó ha-
cía, era encaminado á cosas semejantes, y la polvareda que había visto, la
levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros, que por aquel mismo
camino, de dos diferentes partes venían, las cuales con el polvo no se echa-
ron de ver, hasta que llegaron cerca. Y con tanto ahinco afirmaba don Qui-
xote que eran ejércitos, que Sancho lo vino á creer, y á decirle: Señor, pues
qué hemos de hacer nosotros? Qué, dijo don Quixote, favorecer, y ayudar á
los menesterosos, y desvalidos, Y has de saber Sancho, que este que viene
por nuestra frente, le conduce, y guía, el grande Emperador Alifanfarón,
señor de la grande Isla Trapobana: este otro que á mis espaldas marcha,
es el de su enemigo el Rey de los Garamantas, Pentapolín del arremanga-
do brazo, (1) porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho
desnudo. Pues porqué se quieren tan mal estos dos señores, preguntó San-
cho? Quiérense mal, respondió don Quixote, porque este Alifanfarón es un
furibundo pagano, y está enamorado de la hija de Pentapolín, que es una
muy hermosa, y además agraciada señora, y es Cristiana, y su padre no se
la quiere entregar al Rey pagano, si no deja primero la ley de su falso pro-
feta Mahoma, y se vuelve á la suya. Para mis barbas, dijo Sancho, sino hace
muy bien Pentapolín, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere. En eso
(1) Dice Clemencin que la palabra cuaxada no la aplicó Cervantes
con propiedad. ¡Phs!
Y dice Hamete: «Cocido un huevo, se le quita el cascarón, y, sin par-
tirlo, averigüese dónde termina la clara y empieza la yema.» Y esto mis-
mo pasa en el caso presente: Don Quixote veía la densísima polvareda,
tan compacta, que hacía imposible distinguir al ejército de los «Sarrace-
nos» que todos han creído de «carneros».
¿Quién tiene razón?...
(1) Pido la palabra: Mahomed el Verde, Sancho el fuerte (Rey de
Fantpilone) y Alfonso VIH se están saliendo del marco. Mas como quie-
ra que este emboHsmo archimonumental <está bien tramado», aviso que
en plazo no lejano quedará deshícho.
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harás lo que debes Sancho, dijo don Quixote, porque para entrar en bata-
llas semejantes, no se requiere ser armado caballero. Bien se me alcanza
«so, respondió Sancho: pero dónde pondremos á este asno, que estemos
ciertos de hallarle después de pasada la refriega, porque en entrar en ella
«n semejante caballería, no creo que está en uso hasta ahora. Así es verdad,
dijo don Quixote, lo que puedes hacer del, es, dejarle á sus aventuras,
ahora se pierda, ó no, porque serán tantos los caballos que tendremos des-
pués que salgamos vencedores, que aún corre peligro Bocinante, no le true-
que por otro. Pero estarae atento, y mira que te quiero dar cuenta de los
caballeros más principales que en estos dos ejércitos vienen. Y para que
mejor lo veas, y notes, retirémonos aquel altillo que allí se hace, de don-
de se deben de descubrir los dos ejércitos. Hiciéronlo así, y pudieron ver
sobre una loma, desde la cual se verían las dos manadas, que á don Quixo-
te se le hicieron ejército, si las nubes del polvo que levantaban no les tur-
bara, y cegara la vista: pero con todo esto, viendo en su imaginación lo que
no veía, ni había con voz levantada comenzó á decir: Aquel caballero que
allí ves, de las armas jaldes, que trae en el escudo un león coronado, ren-
dido á los pies de una doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la puen-
te de Plata: el otro de las armas de las flores de oro, que trae en el escudo
tres coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran Du-
que de Quirocia: el otro de los miembros Giganteos, está á su derecha
mano, es el nunca medroso Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres
Arabias, que viene armado de aquel cuero de serpiente, y tiene por escudo
una puerta, que según es fama, es una de las del templo que derribó San-
són, cuando con su muerte se vengó de sus enemigos. Pero vuelve los ojos
á estotra parte, y verás delante, y enfrente destotro ejército, al siempre
vencedor, y jamás vencido. Timonel de Carcaxona, príncipe de la nueva
Vizcaya, que viene armado con las armas partidas á cuarteles azules, ver-
des, blancas, y amarillas, y trae en el esciido un gato de oro en campo
leonado, con una letra que dice, Min, que es el principio del nombre de su
dama, que según se dice es la sin par Miulina, hija del Duque Alfeñiquen
del Algarve. El otro que carga, y oprime los lomos de aquella poderosa
Alfana, que trae las armas como nieve blancas, y el escudo blanco, y sin
empresa alguna, es un caballero novel de nación Francés, llamado Pierres
Papín, señor de las Baronías de Utrique: el otro que bate las lujadas con
los herrados caréanos á aquella pintada, y ligera cebra, y trae las armas de
los veros azules, es el poderoso Duque de Nerbia, Espartafi lardo del Bos-
que, que trae por empresa en el escudo una esparraguera, con una letra en
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Castellano, que dice así, «Rastrea mi suerte». Y desta manera fué nom-
brando muchos caballeros del uno, y del otro escuadrón que él se imagi-
naba: y á todos les dio sus armas, colores, empresas, y motes de impron-
80, llevado de la imaginación de su nunca vista locura, y sin parar prosi-
guió, diciendo: A este escuadrón frontero, forman, y hacen gentes de
diversas naciones; aquí están los que beben las dulces aguas del famoso xan-
to, los Montuosos que pisan los Masílleos campos: los que criban el finísi-
mo, y menudo oro en la felice Arabia: los que gozan las famosas, y frescas
riberas del claro Termodonte: los que sangran por muchas, y diversas vías
al dorado Pactólo: los Numidas dudosos en sus promesas: los Persas en
arcos, y flechas famosos: los Partos, los Medos, que pelean huyendo: los
Árabes de mudables casas: los Citas tan crueles como blancos: los Etiopes
de horadados labios, y otras infinitas naciones, cuyos rostros conozco y veo,
aunque de los nombres no me acuerdo. Eu estotro escuadrón vienen los que
beben las corrientes cristalinas del olivífero Betis, los que tersan, y pulen
sus rostros con el licor del siempre rico, y dorado Tajo: los que gozan las
provechosas aguas del divino Genil: los que pisan los Tartesios campos de
pastos abundantes: los que se alegran en los elíseos Xerezanos prados: los
Manchegos ricos, y coronados de rubias espigas: los de hierro vestidos, re-
liquias antiguas de la sangre Goda: los que en Pisuerga se bañan, famoso
por la mansedumbre de su corriente, los que su ganado apacientan en las
extendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido cur-
so: los que tiemblan con el frío del silboso Pirineo, y con los blancos copos
del levantado Apenino. Finalmente, cuantos la Europa en sí contiene y en-
cierra. Válgame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró,
dándole á cada una con maravillosa presteza los atributos que le pertene-
cían, todo absorto, y empapado en lo que había leído en sus libros menti-
rosos! Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras sin hablar ninguna, y
de cuando en cuando volvía la cabeza á ver si veía los Caballeros, y Gigan-
tes que su amo nombraba: y como no descubría ninguno, le dijo: Señor en-
comiendo al diablo hombre ni Gigante, ni caballero de cuantos vuestra
merced dice, parece por todo esto al menos yo no los veo, quizá todo debe
ser encantamiento, como las fantasmas de anoche. Cómo dices eso, respon-
dió don Quixote? No oyes el relincho de los caballos, el tocar de los clari-
nes, el ruido de los atambores? No oigo otra cosa, respondió Sancho, sino
muchos balidos de ovejas y carneros: y así era la verdad, porque ya llega-
ban cerca los dos rebaños. El miedo que tienes, dijo don Quixote, te hace
Sancho que ni veas, ni oigas á derechas. Porque uno de los efectos del
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miedo es, turbar los sentidos, y hacer que las cosas no parezcan lo que
son: y si es que tanto temes, retírate á una xiarte, (1) y déjame solo,
que sólo basto á dar la victoria á la parte á quien yo diere mi ayuda: y
diciendo esto, puso las espuelas á Rocinante, y puesta la lanza en el ris-
tre, bajó la costezuela como un rayo. Dióle voces Sancho, diciéndole: Vuél-
vase vuestra merced señor don Qnixote, que voto á Dios que son carne-
ros, y ©vejas las que va á embestir. Vuélvase, desdichado del padre que
me engendró, qué locura es ésta? Mire que no hay Gigante, ni caballero
alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos, ni enteros; ni veros azules,
ni endiablados: qué es lo que hace pecador yo soy á Dios? Ni por esas vol-
vió don Quixote, antes en altas voces iba diciendo: Ea caballeros, los que
seguís, y militáis debajo de las banderas del valeroso Emperador Pentapo-
lín del arremangado brazo, seguidme todos, veréis cuan fácilmente le doy
Tenganza de su enemigo Alifanfarón de la Trapobana. Esto diciendo se en
tro por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó á alancearlas con
tanto coraje, y denuedo, como si de veras alanceara á sus mortales enemi-
gos. Los pastores, y ganaderos, que con la manada venían, dábanle voces,
que no hiciese aquello, pero viendo que no aprovechaban, desciñéronse las
hondas, y comenzaron á saludarle los oídos, con piedras como el puño. Don
Quixote no se curaba de las piedras, antes discurriendo á todas partes de-
cía. Adonde estás soberbio Alifanfarón, vente á mí, que un caballero sólo
soy, que desea de sólo á sólo probar tus fuerzas, y quitarte la vida, en pena
de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta. Llegó en esto una pela-
dilla de arroyo, y dándole en un lado le sepultó dos costillas en el cuer-
po. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto, ó mal
herido: y acordándose de su licor, sacó su alcuza, y piisosela á la boca, y
comenzó á echar licor en el estómago: mas antes que acabase de envasar lo
que á él le parecía bastante, llegó otra almendra, y dióle en la mano, y en
la alcuza tan de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres ó
cuatro dientes, y muelas de la boca, y machacándole malamente dos dedos
d© la mano. Tal fué el golpe primero, y tal el segundo, que le fué forzoso
al pobre caballero, dar consigo del caballo abajo. Llegáronse á él los pas-
tores, y creyeron que le habían muerto. Y así con mucha priesa recogieron
su ganado, y cargaron de las reses muertas, que pasaban de siete, y sin
averiguar otra cosa se fueron. Estábase todo este tiempo Sancho sobre la
(1) Haro 86 retiró á Alarcos.
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cuesta, mirando las locuras que bu amo hacía, y arrancábase las barbas,
maldiciendo la hora, y el punto en que la fortuna se le había dado á cono*
oer. Viéndole pues caído en el suelo, y que ya los pastores se habían ido'
bajó de la cuesta, y llegóse á él, y hallóle de muy mal arte, aunque no ha-
bía perdido el sentido, y díjole: No le decía yo, señor don Quixote, que se
volviese, que los que iba á acometer no eran ejércitos, sino manadas de
carneros. Como eso puede desaparecer, y contrahacer, aquel ladrón del sa-
bio mi enemigo. Sábete Sancho que es muy fácil cosa á los tales, hacernos
parecer lo que quieren, y este Maglimo que me persigue, envidioso de la
gloria que vio que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escua-
drones de enemigos en manadas de ovejas. Si no haz una cosa Sancho, por
mi vida, porque te desengañes y veas ser verdad lo que te digo, sube en tu
asno, y sigúelos bonitamente, y verás como en alejándose de aquí algún
poco, se vuelven en su ser primero, y dejando de ser carneros, son hombres
hechos y derechos, como yo te los pinté primero. Pero no vayas ahora, que
he menester tu favor, y ayuda: llégate á mí, y mira cuantas muelas, y
dientes me faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la
boca. Llegóse Sancho tan cerca, que casi le metía los ojos en la boca, y
fué á tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago de don Qui-
xote, y al tiempo que Sancho llegó á mirarle la boca, arrojó de sí más re-
cio que una escopeta cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en las barbas
del compasivo escudero. Santa María, (1) dijo Sancho, y qué es esto que me
ha sucedido, sin duda este pecador está herido de muerte, pues vomita san-
gre por la boca. Pero reparando un poco más en ello, echó de ver en el color,
sabor, y olor, que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza, que él le había
visto beber: y fué tanto el asco que tomó, que revolviéndosele el estómago,
vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron entrambos como de
perlas. Acudió Sancho á su asno para sacar de las alforjas con que limpiar-
se, y con que curar á su amo, y como no las halló, estuvo á punto de perder
el juicio: maldijese de nuevo, y propuso en su corazón, de dejar á su amo, y
volverse á su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido, y las esperanzas
del gobierno de la prometida ínsula. Levantóse en esto don Quixote, y pues-
ta la mano izquierda en la boca, porque no se le acabasen de salir los dien-
tes, asió con la otra las riendas de Bocinante, que nunca se había movido
de junto á su amo (tal era de leal, y bien acondicionado) y fuese adonde su
(1) De Alarcos, y se completa la exclamación.
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escudero estaba, de pechos sobre su asno, con la mano en la mejilla, en
guisa de hombre pensativo además. Y viéndole don Quixote de aquella ma-
nera, con muestras de tanta tristeza, le dijo: Sábete Sancho, que no es un
hombre más que otro, sino hace más que otro. Todas estas borrascas que
nos suceden, son señales de que pronto ha de serenar el tiempo, 5^ han de
sucedemos bien las cosas, porque no es posible, que el mal, ni el bien sean
durables, y de aquí se sigue, que habiendo durado mucho el mal, el bien
está ya cerca. Asi que no debes acongojarte, por las desgracias que á mí
me suceden, pues á tí no te cabe parte en ellas. Cómo no, respondió San-
cho: por ventura el que ayer mantearon, era otro que el hijo de mi padre?
Y las alforjas que hoy me faltan con todas mis alhajas, son de otro que
del mismo? Que te faltan las alforjas Sancho, düo don Quixote? Sí que
me faltan, respondió Sancho. De ese modo no tenemos que comer hoy, re-
plicó don Quixote. Eso fuera, respondió Sancho, cuando faltaran por estos
prados las yerbas que vuestra merced dice que conoce, con que suelen su-
plir semejantes faltas los tan malaventurados caballeros andantes como
vuestra merced es. Con todo eso, respondió don Quixote, tomara yo ahora
más bien un cuartal de pan, ó una hogaza, y dos cabezas de sardinas aren-
ques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrada
por el Doctor Laguna. Mas con todo esto sube en tu jumento Sancho el
bueno, y vente tras de mí, que Dios que es proveedor de todas las cosas,
no nos ha de faltar: y más andando tan en su servicio, como andamos, pues
no falta á los mosquitos del aire, ni á los gusanillos de la tierra, ni á los
renacuajos del agua. Y es tan piadoso, que hace salir su Sol, sobre los bue-
nos, y los malos, y llueve sobre los injustos, y justos. Más bueno era vues-
tra merced, dijo Sancho, para predicador, que para caballero andante. De
todo sabían, y han de saber los caballeros andantes Sancho, dijo don Qui-
xote, porque caballero andante hubo en los pasados siglos, que así se para-
ba á hacer un sermón, ó plática en mitad de un campo real, como si fuera
graduado por la Universidad de París: (1) de donde se infiere, que nunca la
lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza. Ahora bien, sea así como
vuestra merced dice, respondió Sancho, vamos ahora de aquí, y procure-
mos donde alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte donde no haya
mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni Moros encantados, que si los
hay, daré al diablo el hato, y el garabato. Pídeselo tú á Dios hijo, dijo don
(1) Arzobispo Don Rodrigo.
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Quixote, y guía tú por donde quisieres, que esta vez quiero dejar á tu elec-
ción el alojarnos: pero dame acá la mano, y tiéntame con el dedo, y mira
bien cuantos dientes, y muelas me faltan deste lado derecho, de la quijada
alta, que allí siento el dolor. Metió Sancho los dedos, y estándole tentando,
le dijo: Cuántas muelas solía vuestra merced tened en esta parte? Cuatro,
respondió don Quixote, fuera de la cordal, todas enteras, y muy sanas.
Mire vuestra merced bien lo que dice, respondió Sancho. Digo cuatro,
sino eran cinco, respondió don Quixote, porque en toda mi vida me han
sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caldo, ni comido de negui-
jón, ni de reuma alguna. Pues en esta parte de abajo, dijo Sancho, no tie-
ne vuestra merced más de dos muelas, y media: y en la de arriba, ni me-
dia, ni ninguna, que toda está rasa como la palma de la mano. Sin ventura
yo, dijo don Quixote, oyendo las tristes nuevas que su escudero le daba,
que más quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el
de la espada. Porque te hago saber Sancho, que la boca sin muelas es como
molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente, que un
diamante. Mas á todo esto estamos sujetos los que profesamos la estrecha
orden de la caballería: sube amigo, y guía, que yo te seguiré al paso que
quisieres. Hízolo asi Sancho, y encaminóse hacia donde le pareció que po-
día hallar acogimiento, sin salir del camino real, que por allí iba muy se-
guido. Yéndose pues poco á poco, porque el dolor de las quijadas de don
Quixote no le dejaba sosegar, ni atender á darse priesa, quiso Sancho en-
tretenerle, y divertirle, diciéndole alguna cosa, y entre otras que le dijo,
fué, lo que se dirá en el capitulo siguiente. (1)
(1) Habrás observado, lector, que «ni una sola vez» se le ha escapado
á Sancho «su mercé», siempre dice, vuestrm merced.
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CAPITULO XIX
De las discretas razones que Sancho pasaba con su
amo, y de la aventura que le sucedió con un cuer-
po muerto: con oíros acontecinaáentos famosos.
Parécerae señor mío, que todas estas desventuras que estos días nos
han sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado cometido x)or
vuestra merced contra la orden de su caballería, no habiendo cumplido el
juramento que hizo, de no comer pan á manteles, ni con la Keina folgar,
con todo aquello que á esto se sigue, y vuestra merced juró de cumplir,
hasta quitar aquel almete de Malandrino, ó como se llama el moro, que no
me acuerdo bien, (1) Tienes mucha razón Sancho, dijo don Quixote. Mas
para decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria: y también
puedes tener por cierto, que por la culpa de no habérmelo tú acordado en
tiempo, te sucedió aquello de la manta: ]pero yo haré la enmienda, que
modos hay de composición en la orden de caballería para todo. Pues juré
yo algo por dicha, respondió Sancho? No importa que no hayas jurado,
dijo don Quixote, basta que yo entiendo que de participantes no estás
muy seguro: y por sí, ó por no, no será malo proveernos de remedio. Pues
si ello es así, dijo Sancho, mire vues1;i'a merced no se le torne á olvidar
esto, como lo del juramento, quizá les volverá la gana á las fantasmas, de
solazarse otra vez conmigo, y aun con vuestra merced si le ven tan perti-
naz. En estas, y otras pláticas, les tomó la noche en mitad del camino, sin
tener, ni descubrir donde aquella noche se recogiesen: y lo que no había
de bueno en ello, era, que perecían de hambre, que con la falta de las al-
forjas, les faltó toda la despensa, y matalotaje. Y para acabar de confirmar
esta desgracia, les sucedió una aventura, que sin artificio alguno, verdade-
(1) Aún, entre la gente rústica de aquellos lugares para la cual es
cosa sagrada la tradición (que llegó hasta mí), la derrota que en Alarcos
sufrió Alfonso VIII fué debida á que se hallaba en pecado mortal; esto
68, que por estar amancebado con una judía tenía abandonados sus debe-
res conyugales, y Dios lo castigó.
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ramente lo parecía. (1) Y fué, que la noche cerró con alguna obscuridad,
pero con todo esto caminaban, creyendo Sancho, que pues aquel camino
era Real, á una, ó dos leguas, de buena razón hallaría en él alguna venta.
Yendo pues desta manera, la noche obscura, el escudero hambriento, y el
amo con gana de comer, vieron que por el mismo camino que iban, venían
hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que
se movían. Pasmóse Sancho en viéndolas, y don Quixote no las tuvo todas
consigo: tiró el uno del cabestro á su asno, y el otro de las riendas á su
Bocino, y estuvieron quedos, mirando atentamente lo que podía ser aque-
llo, y vieron que las lumbres se iban acercando á ellos, y mientras más se
llegaban, mayores parecían. A cuya vista Sancho comenzó á temblar como
un azogado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron á don Quixote. El
cual animándose un poco, dijo: Esta sin duda Sancho debe de ser grandí-
sima, y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo
mi valor y esfuerzo. Desdichado de mí, respondió Sancho, si acaso esta
aventura fuese de fantasmas, como me lo va pareciendo, adonde habrá
costillas que la sufran? Por más fantasmas que sean, dijo don Quixote, no
consentiré yo, que te toquen en el pelo de la ropa: que si la otra vez se
(1) En la presente aventura, que sin artificio alguno, verdader ámenle lo
parecía, todo es fantasmagórico.
Tina ó dos leguas de buena razón llevarían andadas, y además, man-
chegas.
Sancho comenzó á temblar como un azogado dirige las señales al Valle,
Río y Aldea de Valdeazogues, pero no es verdad; á sus pies y en corto
perímetro, se conservan aún empaquetados en aquellos archivos los cuer-
pos del delito.
Navarrete aplica á esta aventura la leyenda de la traslación del cadá-
ver de San Juan de la Cruz en el año 1593, desde Ubeda á Segovia; y
Clemencín arguye con una de laa de cajón: que todos los qiie toman ó respi-
ran el azogue se ponen trémulos. Hay que confesar que es verdad, y, que los
chiquillos de la región^ lo saben ¡también!. Pero lo mejor será poner las
cosas en su punto, que ya es hora.
Cervantes hiro ascender á Don Quixote y á Sancho por la Sierra á un
peñón aislado y escarpado de 1160 metros de altura, y como el buenazo
de Sancho era tan medrosico, al verse en aquella eminencia se echó á
temblar; la cosa más natural del mundo.
Pero no es eso: En su larga caminata por aquellos andurriales llegaron
á Rio Frió, y al vadearlo con todo género de precauciones (probablemen-
te estaría seco, pero no importa), presumiendo sentir una mojadura ho-
rrible y dando diente con diente, prorrumpieron el tan sabido como ejer-
citado ¡aaaaaaaaal
Siguieron por entre breñales, y fué tan espantoso el sobresalto que les
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burlaron contigo, fué porque no pude yo saltar las paredes del corral, pero
ahora estamos en campo raso, donde podré yo como quisiere esgrimir la
espada. Y si le encantan y entumecen, como la otra vez lo hicieron, dije»
Sancho, qué aprovechará estar en campo abierto, ó no? Con todo eso, re-
plicó don Quísote, te ruego Sancho, que tengas buen ánimo, que la expe-
riencia te dará á entender el que yo tengo. Sí tendré, sí á Dios place, res-
pondió Sancho, y apartándose los dos á un lado del camino, tornaron á
mirar atentamente, lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban po-
día ser: y de allí á muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya
temerosa visión de todo pur.to remató el ánimo de Sancho Panza, el cual
comenzó á dar diente con diente, como quien tiene frío de cuartana: y
creció más el batir, y dentellear, cuando distintamente vieron lo que era,
porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos á caballo, con sus
hachas encendidas en la mano: detrás de los cuales venía una litera, cu-
bierta de luto, á la cual seguían otros seis de á caballo, enlutados hasta los
pies de las muías, que bien vieron que no eran caballos en el sosiego con
que caminaban. Iban los encamisados murmurando entre sí, con una voz
causó encontrarse con el Arroyo del Muerto, que, sin darse cuenta, excla-
maron: ¡eeeeeeeeel
Huyendo despavoridos de lugares tan siniestros subieron á Punta Re-
bollera, y ateridos por las corrientes de aquella atmósfera, parece que se
les oye la destemplada estridencia ¡iiiiiiüil
Desde la cumbre, divisaron una serie de cerros chiquitos que se ex-
tienden al S. de Sierra Morena, en tierras de Jaén, que se mueven mucho,
conocidos por Las Tembladeras; y esta sorpresa, en un tris estuvo que no
les costase muy cara, porque motivó un ¡oooooooool, que á poco más se
caen.
Pero la chuscada mayor que jugó Hamete á loa inescudriñadores,
consta que pasó de la manera siguiente: Para evitar á Don Quixote y á
Sancho el grave contratiempo que podía haberles sobrevenido, tanto por
la impremeditada subida, como por la peligrosa bajada de un peñón cua-
jado de musgo, les ordenó bajasen pasitamente, y luego que lo hubieron
efectuado, abrazados como un solo hombre, rebosando alegría rompie-
ron el silencio sepulcral de tan solitarios parajes, cantando alabanzas á
las divinidades escondidas (>n aquellos Bosques sagrados, dejando percibir
el inimitable ¡uuuuuuuuuy, qué miedo hemos pasado!
De donde podrás colegir, y sacar en limpio, lector, que esto no tiene
relación con lo de San Juan déla Cruz, más que en apariencia; y, que para
comprender á Cervantes, se hace preciso aprender el a, e, i, o, u, que pro-
nuncian en aquella bendita tierra con tanta gracia, conservando intacta
la originalísima rusticidad do los tiempos de Plinio. No importa omitir si
fué el viejo ó el joven; es igual.
(Véase el gráfico en la página siguiente.)
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baja, y compasiva. Esta extraña visión á tales horas, y en tal despoblado,
bien bastaba para poner miedo en el corazón de Sancho, y aun en el de su
amo: y así fuera en cuanto á don Quixote, que ya Sancho había dado al
traste con todo su esfuerzo. Lo contrario le avino á su amo, al cual en
aquel punto se le presentó en su imaginación al vivo, que aquella era
una de las aventuras de sus libros. Figurósele, que la litera eran andas
donde debía de ir algún malherido, ó muerto caballero, cuya venganza á él
sólo estaba reservada: y sin hacer otro discurso enristró su lanzón, púsose
bien en la silla, y con gentil brío, y continente se puso en la mitad del
camino por donde los encamisados forzosamente habían de pasar; y cuando
los vio cerca alzó la voz, y dijo: Deteneos caballeros, quienquiera que
seáis, y dadme cuenta de quién sois? de dónde venís? adonde vais? qué es
lo que en esas andas lleváis? que según las muestras: ó vosotros habéis
hecho, ó, os han hecho algún desaguisado, y conviene, y es menester que
yo lo sepa, ó bien para castigaros del mal que hicisteis, ó bien para ven-
garos, del tuerto que os hicieron. Vamos de priesa, respondió uno de los
encamisados, y está la venta lejos, y no nos podemos detener á dar tanta
cuenta como pedís: y picando la muía pasó adelante. Sintióse desta res-
puesta grandemente don Quixote, y trabando del freno dijo: Deteneos, y
sed más bien criado, y dadme cuenta de lo que os he preguntado, sino con-
migo sois todos en batalla. Era la muía asombradiza, y al tomarla del fre-
no se espantó de manera, que alzándose en los pies dio con su dueño por
las ancas en el suelo. Un mozo que iba á pie, viendo caer el encamisado,
comenzó á denostar á don Quixote, el cual ya encolerizado, sin esperar más,
enristró su lanzón, arremetió á uno de los enlutados, y mal herido dio con
él en tierra: y revolviéndose por los demás, era cosa de ver con la presteza
que los acometía, y desbarataba, que no parecía sino que en aquel instante
le habían salido alas á Rocinante, según andaba de ligero, y orgulloso.
Todos los encamisados eran gente medrosa, y sin armas, y así con facilidad
en un momento dejaron la refriega, y comenzaron á correr por aquel cam-
po, con las hachas encendidas, que no parecían sino á los de las máscaras,
que en noche de regocijo, y fiesta corren. Los enlutados asimismo revuel-
tos, y envueltos en sus faldamentos, y lobas, no se podían mover: así que
muy á su salvo don Quixote los apaleó á todos, y les hizo dejar el sitio
mal de su grado: porque todos pensaron que aquel no era hombre, sino dia-
blo del infierno que les salía á quitar el cuerpo muerto, que en la litera
llevaban. Todo lo miraba Sancho, admirado del ardimiento de su señor, y
decía entre si: Sin duda este mi amo es tan valiente, y esforzado como él
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dice. Estaba una hacha ardiendo en el suelo, junto al primero que derribó
la muía, á cuya luz le pudo ver don Quixote, y llegándose á él le puso la
punta del lanzón en el rostro, diciéndole, que se rindiese, sino que le ma-
taría. A lo cual respondió el caído: Harto rendido estoy, pues no rae puedo
mover, que tengo una pierna quebrada, suplico á vuestra merced, si es ca-
ballero Cristiano, que no rae raate, que coraeterá un gran sacrilegio, que
soy Licenciado, y tengo las primeras órdenes. Pues quién diablos os ha
traído aquí, dijo don Quiíote, siendo hombre de Iglesia? Quién señor, re-
plicó el caído, rai desventura. Pues otra raayor os araenaza, dijo don Qui-
xote, sino rae satisfacéis á tedo cuanto primero os pregimte. Con facilidad
será vuestra merced satisfecho, respondió el Licenciado, y así sabrá vues-
tra merced, que aunque antes dije que yo era Licenciado, no soy sino Ba-
chiller, y llamóme Alonso López, soy natural de Alcobendas, vengo de la
ciudad de Baeza, con otros once Sacerdotes, que son los que huyeron con
las hachas: vamos á la ciudad de Segovia acompañando un cuerpo muerto
que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza; don-
de fué depositado, y ahora (como digo) llevaraos sus huesos á su sepultura.
que está en Segovia, de donde es natural. Y quién le mató? preguntó don
Quixote. Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron,
respondió el Bachiller. Desa suerte, dijo don Quixote, quitado me ha nues-
tro Señor del trabajo que había de tomar en vengar su muerte, si otro
alguno le hubiera muerto: pero habiéndole muerto quien lo mató no hay
sino callar, y encoger los hombros, porque lo mismo hiciera si á raí mismo
me matara. Y quiero que sepa vuestra reverencia, que yo soy un caballero
de la Mancha, llamado don Quixote, y es mi oficio y ejercicio, andar por
el mundo enderezando tuertos, y deshaciendo agravios. No sé cómo pueda
ser eso de enderezar tuertos, dijo el Bachiller, pues á mí de derecho me
habéis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no~se verá
derecha en todos los días de su vida: y el agravio que en mí habéis des-
hecho, ha sido dejarme agraviado de manera, que me quedaré agraviado
para siempre: y harta desventura ha sido topar con vos que vais buscando
aventuras. No todas las cosas, respondió don Quixote, suceden de un mis-
mo modo: el daño estuvo, señor Bachiller Alonso López, en venir corao
veníais de noche, vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas encen-
didas, rezando, cubiertos de luto, y así yo no pude dejar de cumplir con
mi obligación acometiéndoos, y os acometiera aunque verdaderamente su
piera que erais los mismos Satanases del infierno, que por tales os juzgué,
y tuve siempre. Ya que así lo ha querido mi suerte, dijo el Bachiller, su-
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plico á vuestra merced señor caballero andante (que tan mala andanza rae
ha dado) me ayude á salir de debajo desta muía, que me tiene tomada una
pierna entre el estribo, y la silla. Hablara yo mañana, dijo don Quiíote, y
hasta cuándo aguardabais á decirme vuestro afán? Dio luego voces á San-
cho Panza, que viniese: pero él no se curó de venir, porque andaba ocu-
pado desvalijando una acémila de repuesto, que traían aquellos buenos se-
ñores, bien abastecida de cosas de comer. Hizo Sancho costal de su gabán,
y recogiendo todo lo que pudo y cupo en el talego, cargó su jumento, y
luego acudió á las voces de su amo, y ayudó á sacar al señor Bachiller, de
la opresión de la muía: y poniéndole encima della, le dio la hacha, y don
Quixote le dijo, que siguiese la derrota de sus compañeros, á quien de su
parte pidiese perdón del agravio, que no había sido en su mano dejar de
haberle hecho. Dijole también Sancho: Si acaso quisieren saber esos seño
res, quién ha sido el valeroso que tales los puso, diráles vuestra merced
que es el famoso don Quiíote de la Mancha, que otro nombre se llama
El caballero de la triste figura. (1) Con esto se fué el Bachiller, y don
Quixote preguntó á Sancho, que qué le había movido á llamarle el caba
llero de la triste figura, más entonces que nunca? Yo se lo diré, respondió
Sancho, porque le he estado mirando un rato á la luz de acuella hacha que
lleva aquel malandante, y verdaderamente tiene vuestra merced la más
mala figura de poco acá, que jamás he visto; y débelo de haber causado,
ó ya el cansancio deste combate, ó ya la falta de las muelas, y dientes. No
es eso, respondió don Quixote, sino que el sabio á cuyo cargo debe de estar
el escribir la historia de mis hazañas, le habrá parecido, que será bien que
yo tome algiin nombre apelativo, como lo tomaban todos los caballeros
pasados: cual se llamaba el de la ardiente Espada: cual el del Unicornio;
aquel el de las Doncellas: aqueste el del ave Fénix: el otro el caballero del
Grife: estotro el de la muerte: y por estos nombres, é insignias eran cono-
cidos por toda la redondez de la tierra. Y así digo, que el Sabio ya dicho,
te habrá puesto en la lengua, y en el pensamiento ahora, que me llamases
el caballero de la triste figura, como pienso llamarme desde hoy en ade-
(1) que es el famoso don Quixote de la mancha. — ¿Qué otro
nombre se llama? — El caballero de la tríate figura.
Y ep igual, á El caballero de la tirte áfugsir, perfectamente traducible
á El caballero de la Tirtc á fuera.
Cuando trate de EL Buscapié diré algo más en obsequio á los que nie-
gan la paternidad cervantina. ¡Yo pondré las cosas en su punto, Adolfo
de Castro, para mayor honra tuya y gloria de los crédulos!
— 2J2
Jante: y para que mejor me cuadre tal nombre, determino de hacer pintar,
cuando haya lugar en mi escudo, una muy triste figura No hay para qué
señor querer gastar tiempo, y dineros en hacer esa figura, dijo Sancho,
sino lo que se ha de hacer es, que vuestra merced descubra la suya, y dé
rostro á los que le miraren, que sin más ni más, y sin otra imagen, ni
escudo le llamarán el de la triste Figura: y créame que le digo verdad,
porque le prometo á vuestra merced señor, (y esto sea dicho ea burlas) que
le hace tan mala cara la hambre, y la falta de las muelas, que como yo
tengo dicho, se podrá muy bien escusar la triste pintura. Rióse don Quixote
del donaire de Sancho, pero con todo propuso de llamarse de aquel nombre,
en pudiendo pintar su escudo, ó rodela, como había imaginado, y dijole:
Yo entiendo Sancho, que quedo descomulgado, por haber puesto las manos
violentamente en cosa sagrada, Juxta illud, si quis suadente diabolo, d^.
Aunque se bien que no puse las manos, sino este lanzón: cuanto más, que
yo no pensé que ofendía á Sacerdote, ni á cosa de la Iglesia, á quien res-
peto, y adoro como á Católico, y fiel Cristiano que soy, sino á fantasmas,
y á vestiglos del otro mundo. Y cuando ello así fuese, en la memoria ten-
go lo que le pasó al Cid Ruy Díaz cuando quebró la silla del Embajador
de aquel Rey, delante de su Santidad del Papa, por lo cual lo descomulgó,
y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar, como muy honrado, y va-
liente caballero. En oyendo esto el Bachiller se fué, como queda dicho, sin
replicarle palabra. Quisiera don Quixote mirar, si el cuerpo que venía en
la litera eran huesos, ó no, pero no lo consintió Sancho, diciéndole: Señor,
vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más á su salvo, de
todas las que yo he visto, esta gente aunque vencida, y desbaratada, podría
ser que cayese en la cuenta, de que los venció solo una persona, y corridos,
y avergonzados desto, volviesen á rehacerse, y á buscarnos, y nos diesen
muy bien en que entender. El jumento está como conviene, la montaña
está cerca, la hambre carga, no hay que hacer más, sino retirarnos con
gentil compás de pies: y como dicen, vayase el muerto á la sepultura, y el
vivo á la hogaza: y antecogiendo su asno, rogó á su señor que le siguiese:
el cual pareciéndole que Sancho tenía razón, sin volverle á replicar le si-
guió. Y á poco trecho que caminaban por entre dos montañuelas, se halla-
ron en un espacioso, y escondido valle, donde se apearon, y Sancho alivió
el jumento, y tendido sobre la verde yerba, con la salsa de su hambre,
almorzaron, comieron, merendaron, y cenaron á un mismo punto, satisfa-
ciendo sus estómagos con más de una fiambrera que los señores clérigos
del difunto (que pocaí veces se deja mal pasar) en la acémila de su repues-
211, —
to traían. Más sucedióles otra desgracia, que Sancho la tuvo por la peor
de todas, y fué, que no tenían vino que beber, ni agua que llegar á la boca,
y acosados de la sed, dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban:
estaba colmado de verde, y menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente
capítulo.
— 214 —
CAPITULO XX
De la jamás vista, ni oída aventura que con más
poco peligro fué acabada del famoso caballero en
el mundo, como la que acabó el valeroso don Qui-
xote de la Mancha.
No es posible señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que
por aquí cerca debe de estar alguna fuente, ó arroyo, que estas yerbas hu-
medece: 7 así será bien que vayamos un poco más adelante, que ya topare-
mos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que sin duda
causa mayor pena que la hambre. Parecióle bien el consejo á don Quixote,
y tomando de la rienda á Rocinante, y Sancho del cabestro á su asno, des-
pués de haber puesto sobre él los relieves que de la cena quedaron, comen-
zaron á caminar por el prado arriba á tiento, porque la obscuridad de la
noche no les dejaba ver cosa alguna: mas no hubieron andado doscientos
pasos cuando llegó á sus oídos un grande ruido de agua, como que de al-
gunos grandes, y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran
manera, y parándose á escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron á deshora
otro estruendo, que le aguó el contento del agua, especialmente á Sancho,
que naturalmente era medroso, y de poco ánimo. Digo que oyeron que da-
ban unos golpes á compás, con un cierto crujir de hierros, y cadenas, que
acompañados del furioso estruendo del agua, pusieran pavor á cualquier
otro corazón que no fuera el de don Quixote. Era la noche, como se ha
dicho, obscura, y ellos acertaron á entrar entre unos árboles altos, cuyas
hojas movidas del blando viento, hacían un temeroso, y manso ruido: de
manera que la soledad, el sitio, la obscuridad, el ruido del agua, con el su-
surro de las hojas, todo causaba horror, y espanto: y más cuando vieron,
que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba: aña-
diendo á todo esto, el ignorar el lugar donde se hallaban. Pero don Quixo-
te, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante, y embrazando
su rodela, terció su lanzón, y dijo: Sancho amigo, has de saber, que yo nací
por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella
la de oro, ó la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel para quien esta-
— 215 -
ban guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos Yo
soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la tabla redonda, los doce
de Francia, y los nueve de la íama, y el que ha de poner en olvido los Pla-
tires, los Tablantes, Olivantes, y Tirantes: los Febos, y Belianisis, con toda
la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo
en este en que me hallo tales grandezas, extrafiezas, y hechos de armas,
que obscurezcan las más «laras que ni ellos hicieron. Bien notas escudero
fiel, y legal, las tinieblas desta noche, su extraño silencio, el sordo y conftiso
estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca
venimos, (jue parece que se despeña, y derrumba desde los altos montes
de la luna, y aquel incesable golpear que nos hiere, y lastima los oídos; las
cuales cosas todas juntas, y cada una de por sí, son bastantes á infundir
miedo, temor, y espanto en el pecho del mismo Marte, cuanto más en aquel
que no está acostumbrado á semejantes acontecimientos, y aventuras. Pues
todo esto que yo te pinto, son incentivos, y despertadores de mi ánimo,
que ya hace que el corazón rae reviente en el pecho, con el deseo que tiene
de acometer esta aventura, por más dificultosa que se muestra. Así que
aprieta un poco las cinchas á Eocinante, y quédate á Dios, y espérame aquí
hasta tres días no más, en los cuales sino volviere, puedes tú volverte á
nuestra aldea, y desde allí, por hacerme merced, y buena obra, irás al To-
boso, donde dirás á la incomparable señora mía Dulcinea, que su cautivo
caballero murió, por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse
suyo. Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó á llorar con la
mayor ternura del mundo, y á decirle: Señor, yo no sé por qué quiere vuestra
merced acometer esta tan temerosa aventura: ahora es de noche, aquí no
nos ve nadie, bien podemos torcer el camino, y desviarnos del peligro, aun-
que no bebamos en tres días: y pues no hay quien nos vea, menos habrá
quien nos note de cobardes. Cuanto más, que yo he oído muchas veces pre-
dicar al cura de nuestro lugar (que vuestra merced muy bien conoce) que
quien busca el peligro perece en él: así que no es bien tentar á Dios, acome-
tiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por milagro: y
basta los que ha hecho el cielo con vuestra merced, en librarle de ser man-
teado, como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre, y salvo de entre tantos
enemigos como acompañaban al difunto. Y cuando todo esto no mueva, ni
hablande ese duro corazón, muévale el pensar, y creer, que apenas se habrá
vuestra merced apartado de aquí, cuando yo de miedo dé mi ánima á quien
quisiere llevarla. Yo salí de mi tierra, y dejé hijos, y mujer, por venir á
servir á vuestra merced, creyendo valer más, y no menos; pero como la co-
— 2l6 —
dicia rompe el saco, á mi me ha rasgado mis esperanzas, pues cuaudo más
vivas las tenía de alcanzar aquella negra, y malhadada ínsula, que tantas
veces vuestra merced me ha prometido, veo que en pago, y trueco della,
me quiere ahora dejar en un lugar apartado del trato humano. Por un solo
Dios, señor mío, que no se me haga tal desaguisado: y ya que del todo no
quiera vuestra merced desistir de acometer este hecho, dilátelo, al menos
hasta la mañana, que á lo que á mí me muestra la ciencia que aprendí,
cuando era pastor, no debe haber desde aquí al alba tres horas: porque la
boca de la bocina está encima de la cabeza, y hace la media noche en la
línea del brazo izquierdo. Cómo puedes tú Sancho, dijo don Quixote, ver
donde hace esa línea, ni donde está esa boca, ó ese colodrillo que dices, si
hace la noche tan obscura, que no aparece en todo el cielo estrella alguna?
Así es, dijo Sancho, pero tiene el miedo muchos ojos, y ve las cosas debajo
de tierra, cuanto más encima en el cielo, puesto que por buen discurso bien
se puede entender que hay poco de aquí al día. Falte lo que faltare, res-
pondió Don Quixote, que no se ha de decir por mí ahora, ni en ningún
tiempo, que lágrimas, y ruegos me apartaron de hacer lo que debía á estilo
de caballero: y así te ruego Sancho, que calles, que Dios que me ha puesto
en corazón de acometer ahora esta tan no vista, y tan temerosa aventura,
tendrá cuidado de mirar por mi salud, y de consolar tu tristeza. Lo que has
de hacer, es, apretar bien las cintas á Rocinante, y quedarte aquí, que yo
daré la vuelta presto, ó vivo, ó muerto. Viendo pues Sancho la última re-
solución de su amo, y cuan poco valían con él sus lágrimas, consejos, y
ruegos, determinó de aprovecharse de su industria, y hacerle esperar hasta
el día si pudiese: y así cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamen-
te, y sin ser sentido ató con el cabestro de su amo, ambos pies á Rocinan-
te, de manera que cuando don Quixote se quiso partir no pudo, porque el
caballo no se podía mover sino á saltos. Viendo Sancho Panza el buen su-
ceso de su embuste, dijo: Ea señor, que el cielo conmovido de mis lágri-
mas, y plegarias, ha ordenado que no se pueda mover Rocinante, y si vos
queréis porfiar, y espolear, y darle, será enojar á la Fortuna, y dar coces
(como dicen) contra el aguijón. Desesperábase con esto don Quixote, y por
más que ponía las piernas al caballo, menos le podía mover: y sin caer en
la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de sosegarse, y esperar, ó á que
amaneciese, ó á que Rocinante se menease, creyendo sin duda, que aquello
venía de otra parte que de la industria de Sancho, y así le dijo: Pues así
es Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de esperar á
que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir. No hay que
— 217 -
llorar, dijo Sancho, que yo entretendré á vuestra merced, contando cuentos
desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear, y echarse á dormir un
poco, sobre la verde yerba, á uso de caballeros andantes, para hallarse más
descansado cuando llegue el día, y punto de acometer esta tan desemejable
aventura que le espera. A qué llamas apear, ó á qué dormir, dijo don Quixo-
te? Soy yo por ventura de aquellos caballeros que toman reposo en los peli-
gros? Duerme tú que nacistes para dormir, ó haz lo que quisieres, que yo haré
lo que viere que más conviene con mi pretensión. No se enoje vuestra merced
señor mío, respondió Sancho, que no lo dije por tanto: y llegándose á él, puso
la una mano en el arzón delantero, y el otro en el otro, de modo que quedó
abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar del un dedo:
tal era el miedo que tenía á los golpes, que todavía alternativamente son <?
ban. Díjole don Quixote, que contase algún cuento para entretenerle, como
se lo había prometido: á lo que Sancho dijo, que sí hiciera, si le dejara el
temor de lo que oía, pero con todo eso yo me esforzaré á decir una histo-
ria, que si la acierto á contar, y no me van á la mano, es la mejor de las
historias: y estéme vuestra merced atento, que ya comienzo. Erase que se
era, el bien que viniere para todos sea, y el mal para quien lo fuere á bus-
car. Y advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que los anti-
guos dieron á sus consejas, no fué así como se quiera, que fué una senten-
cia de Catón Zonzorino Romano, que dice. Y el mal para quien le fuere á
buscar, que viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se
esté quedo, y no vaya á buscar el mal á ninguna parte, sino que nos volva-
mos por otro camino, pues nadie nos fuerza á que sigamos éste, donde tan-
tos miedos nos sobresaltan. Sigue tu cuento Sancho, dijo don Quixote, y
del camino que hemos de seguir, déjame á mí el cuidado. Digo pues, pro-
siguió Sancho, que en un lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo,
quiero decir, que guardaba cabras, el cual pastor, ó cabrerizo, como digo
de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz, y este Lope Ruiz, andaba enamorado
de una pastora que se llamaba Torralva, la cual pastora llamada Torralva,
era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico... Si desa manera cuen-
tas tu cuento, dijo don Quixote, repitiendo dos veces lo que vas diciendo,
no acabarás en dos días: dilo seguidamente, y cuéntalo como hombre de
entendimiento, y sino no digas nada. De la misma manera que yo lo cuen-
to, respondió Sancho, se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo no
sé contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida que haga usos
nuevos. Di como quisieres, respondió don Quixote, que pues la suerte quie-
re que no pueda djare de escucharte, prosigue. Así, que señor mío de mi
- 2lR —
ánima, prosiguió Sancho, que como ya tengo dicho, este pastor estaba ena-
morado de Torralva la pastora, que era una moza rolliza, zahareña, v tira-
ba algo á hombruna, porque tenía unos pocos bigotes, que parece que
ahora la veo. Luego conocístela tú, dijo don Quiíote? No la conocí yo, res
pondió Sancho, pero quien me contó este cuento, me dijo, que era tan
cierto y verdadero, que podía bien cuando lo contase á otro, afirmar y ju-
rar, que lo había visto todo. Así, que yendo días, y viniendo días, el diablo
que no duerme, y que todo lo añasca, hizo de manera, que el amor que el
pastor tenía á la pastora, se volviese en omecillo, y mala voluntad, y la
causa fué, según malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le
dio, tales, que pasaban de la raya, y llegaban á lo vedado, y fué tanto lo
que el pastor la aborreció de allí adelante, que por no verla, se quiso ausen-
tar de aquella tierra, é irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralva
que se vio desdeñada de Lope, luego le quiso bien, más que nunca le había
querido. Esa es natural condición de mujeres, dijo don Quiíote, desdeñar
á quien las quiere, y amar á quien las aborrece, pasa adelante Sancho. Su-
cedió, dijo Sancho, que el pastor puso por obra su determinación, y ante-
cogiendo sus cabras se encaminó por los campos de Extremadura, para pa-
sarse á los Keinos de Portugal. La Torralva que lo supo su fué tras él, y
seguíale á pie, y descalza desde lejos, con un bordón en la mano, y con
unas alforjas al cuello, donde llevaba (según es fama) un pedazo de espejo,
y otro de un peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara: mas lle-
vase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguarlo. Sólo
diré que dicen, que el pastor llegó con su ganado á pasar el río Guadiana,
y en aquella sazón iba crecido, y casi fuera de madre: y por la parte que
llegó no había barca, ni barco, ni quien le pasase á él, ni á su ganado de
la otra parte, de lo que se acongojó mucho, porque veía que la Torralva
venía ya muy cerca, y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos,
y lágrimas: mas tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía jun-
to á sí un barco tan pequeño, que solamente podían caber en él una per-
sona, y una cabra: y con todo esto le habló, y concertó con él, que le pasase
á él, y á trescientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco, y
pasó una cabra, volvió y pasó otra, tornó á volver y tornó á pasar otra.
Tenga vuestra merced cuenta con las cabras que el pescador va pasando,
porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento, y no será po-
sible contar más palabra del. Sigo pues, y digo, que el desembarcadero de
la otra parte, estaba lleno de cieno, y resbaloso, y tardaba el pescador mu-
cho tiempo en ir, y volver. Con todo esto, volvió por otra cabra, y otra, y
— 219 —
otra. Haz cuenta que las pasó todas, dijo don Quixote, no andes yendo y
viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un afio. Cuántas han
pasado hasta ahora, dijo Sancho? Yo qué diablos sé, respondió don Quixo-
te. He ahí lo que yo dije, que tuviese buena cuenta. Pues por Dios que se
ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante. Cómo puede ser eso, res-
pondió don Quixote? Tan de esencia de la historia es, saber las cabras que
han pasado por extenso, que si se yerra una del número, no puedes seguir
adelante con la historia? No señor, en ninguna manera, respondió Sancho,
porque así como yo pregunté á vuestra merced, que me dijese cuantas ca-
bras habían pasado, y me respondió que no sabía, en aquel mismo instante
se me fué á mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y á fé que era
de mucha virtud y contento. De modo, dijo don Quixote, que ya la histo-
ria es acabada? Tan acabada es como mi madre, dijo Sancho. Dígote de
verdad, respondió don Quixote, que tú has contado una de las nuevas con-
sejas, cuento, ó historia, que nadie pudo pensar en el mundo, y que tal
modo de contarla, ni dejarla, jamás se podrá ver, ni habrá visto en toda la
vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso, mas no me ma-
ravillo, pues quizá estos golpes que no cesan, te deben de tener turbado el
entendimiento. Todo puede ser, respondió Sancho, mas yo sé que en lo de
mi cuento, no hay más que decir, que allí se acaba, do comienza el yerro
de la cuenta del pasaje de las cabras. Acabe norabuena donde quisiere, dijo
don Quixote, y veamos si se puede mover Bocinante. Tornóle á poner las
piernas, y él tornó á dar saltes y estarse quedo, tanto estaba de bien atado-
En esto parece ser, ó que el frío de la mañana que ya venía, ó que Sancho
hubiese cenado algunas cosas lenitivas, ó que fuese cosa natural (que es lo
que más se debe creer) á él le vino en voluntad, y deseo de hacer lo que
otro no pudiera hacer por él. Mas era tanto el miedo que había entrado en
su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pen-
sar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible, y así lo que hizo
por bien de paz, fué soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón tra-
sero, con la cual bonitamente, y sin rumor alguno, se soltó la lazada corre-
diza, con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y en qui-
tándosela dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos: tras esto alzó
la camisa lo mejor que pudo, y echó al aire entrambas posaderas, (que no
eran muy pequeñas). Hecho esto (que él pensó que era lo más que ttínía
que hacer, para salir de aquel terrible aprieto, y angustia) le sobrevino
otra mayor, que fué, que le pareció que no podía mudarse, sin hacer estré-
pito, y ruido, y comenzó á apretar los dientes, y á encoger ios hombros.
— 220 —
recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía. Pero con todas estas diligen-
cias, fué tan desdichado, que al cabo al cabo, vino á hacer un poco de rui-
do, bien diferente de aquel que á él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quixo-
te, y dijo: Qué rumor es ese Sancho? No sé señor, respondió él, alguna
cosa nueva debe de ser, que las aventuras, y desventuras, nunca comienzan
por poco. Tornó otra vez á probar ventura, y sucedióle tan bien, que sin más
ruido, ni alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesa-
dumbre le había dado. Mas como don Quiíote tenía el sentido del olfato,
tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto, y cosido con él,
que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escu-
sar, de que algunos no llegasen á sus narices: y apenas hubieron llegado,
cuando él fué al socorro, apretándolas entre los dos dedos, y con tono algo
gangoso, dijo: Paréceme Sancho, que tienes mucho miedo? Sí tengo, res-
pondió Sancho, mas en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que
nunca? En que ahora más que nunca hueles, y no á ámbar, respondió don
Quixote. Bien podrá ser, dijo Sancho, más yo no tengo la culpa, sino vues-
tra merced, que me trae á deshoras, y por estos no acostumbrados pasos.
Ketírate tres, ó cuatro allá amigo, dijo don Quixote (todo esto sin quitarse
las dedos de las narices) y desde aquí adelante ten más cuenta con tu per-
sona, y con lo que debes á la mía, que la mucha conversación que tengo,
contigo, ha engendrado este menosprecio. Apostaré, replicó Sancho, que
piensa vuestra merced, que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no
deba. Peor es meneallo amigo Sancho, respondió don Quixote. En estos
coloquios, y otros semejantes, pasaron la noche, amo y mozo. Mas viendo
Sancho que á más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó á
Rocinante, y se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre (aunque él
de suyo no <íra nada brioso) parece que se resintió, y comenzó á dar mano-
tadas, porque corbetas (con perdón suyo) no las sabía hacer. Viendo pues
don Quixote, que ya Rocinante se movía, lo tuvo á buena señal, y creyó
que lo era, de que acometiese aquella temerosa aventura. Acabó en esto
de descubrirse el alba, y de parecer distintamente las cosas, y vio don Qui-
xote, que estaba entre unos árboles altos, que eran castaños, que hacen la
sombra muy oscura: sintió también que el golpear no cesaba, pero no vio
quien lo podía causar. Y así sin más detenerse, hizo sentir las espuelas á
Rocinante, y tornando á despedirse de Sancho, le mandó que allí le aguar-
dase tres días, á lo más largo (como ya otra vez se lo había dicho) y que si
al cabo dellos no hubiese vuelto tuviese por cierto, qse Dios había sido ser-
vido, de que en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días. Tornóle
— 221 —
á referir el recado y embajada, que había de llevar de su parte á su señora
Dulcinea, y que en lo que tocaba á la paga de sus servicios, no tuviese
pena, porque él había dejado hecho testamento, antes que saliera de su
lugar, donde sf hallaría gratificado de todo lo tocante á su salario, rata por
cantidad del tiempo que hubiese servido. Pero que si Dios le sacaba de
aquel peligro, sano, y salvo, y sin cautela, se podía tener por muy más que
cierta la prometida ínsula. De nuevo tornó á llorar Sancho, oyendo de
nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y determinó de no dejarle,
hasta el último tránsito, y fin de aquel negocio. Destas lágrimas, y deter-
minación tan honrada de Sancho Panza, saca el autor desta historia, que
debía de ser bien nacido, y por lo menos Cristiano viejo. Cuyo sentimiento
enterneció algo á su amo, pero no tanto que mostrase flaqueza alguna, an-
tes disimulando lo mejor que pudo, comenzó á caminar hacia la parte por
donde le pareció que el ruido del agua, y del golpear venía. Seguíale San-
cho á pie, llevando como tenía de costumbre, del cabestro á su jumento,
perpetuo compañero de sus prósperas, y adversas fortunas. Y habiendo
andado una buena pieza por entre aquellos castaños, y árboles sombríos,
dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peñas se hacía, de las cua-
les se precipitaba un grandísimo golpe de agua. Al pie de las peñas esta-
ban unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios, que casas,
de entre las cuales advirtieron que salía el ruido, y estruendo de aquel
golpear (que aún no cesaba). Alborotóse Bocinante con el estruendo del
agua, y de los golpes: y sosegándole don Quixote, se fué llegando poco á
poco á las casas, encomendándose de todo corazón á su señora, suplicán-
dole que en aquella temerosa jornada, y empresa le favoreciese: y de cami
no se encomendaba también á Dios, que no le olvidase. No se le quitaba
Sancho del lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello, y la vista por en-
tre las piernas de Rocinante, por ver si vería ya, lo que tan suspenso, y
medroso le tenía. Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando al
doblar de una punta, apareció descubierta, y patente la misma causa, sin
que pudiese ser otra, de aquel horrísono, y para ellos espantable ruido,
que tan suspensos, y medrosos toda la noche los había tenido. Y eran (si
no lo has, ó lector, por pesadumbre, y enojo) seis mazos de batán, qué
eon sus alternativos golpes aquel estruendo formaban. (1) Cuando don
(1) Por haberse hablado ya de muchos molinos, entre ellos el del
« Batán >, parece como que huele á rancio este asunto, pero ofrece la no-
vedad de desarrollarse á gran distancia y en paraje distinto.
Tiene por teatro el sitio en que por desnivel del terreno ee produce
— 222 —
Quixote vio lo que era, enmudeció, y pasmóse de arriba abajo. Miróle San-
cho, y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de
estar corrido. Miró también don Quixote á Sancho, y viole que tenía los ca-
rrillos hinchados, y la boca llena de risa, con evidentes señales de querer
reventar con ella: y no pudo su melancolía tanto con él, que á la vista de
Sancho, pudiese dejar de reírse, y como vio Sancho que su amo había co-
menzado, soltó la presa de manera, que tuvo necesidad de apretarse las ija-
das con los puños, por no reventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras tan-
tas volvió á su risa con el mismo ímpetu que primero: de lo cual ya se daba
al diablo don Quixote: y más cuando le oyó decir, como por modo de fisga:
Has de saber, ó Sancho amigo, que yo nací por querer del cielo en esta
nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la dorada, ó de oro. Yo soy
aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los va-
lerosos hechos. Y por aquí fué repitiendo todas, ó las más razones que don
Quixote dijo la vez primera que oyeron los temerosos golpes. Viendo pues
don Quixote, que Sancho hacía burla del, se corrió, y enojó en tanta ma-
nera, que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales, que si como los recibió
en las espaldas, los recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el sa-
lario, sino fuera á sus herederos. Viendo Sancho que sacaba tan malas ve-
ras de sus burlas, con temor de que su amo no pasase adelante en ellas,
con mucha humildad le dijo: Sosiégúese vuestra merced, que por Dios que
me burlo: Pues porque os burláis, no me burlo yo, respondió don Quixote.
Venid acá señor alegre, pareceos á vos, que si como estos fueron mazos de
una regular cascada en el Arroyo ó rio de los Batanes, antes de llegar con
sus aguas á engrosar el Río de los Molinos, marcando una confusión que
desaparece al citar á Catón Zonzorino Ronuxno.
Demasiado sabía él, que de los dos Catones, al mayor, para distinguir-
lo del menor, le llamaban Catón el Censor. ¿Por qué verificó la mutación
de Censor en Zonzorino? Aquí tienes, lector, una cuestión de magia que
ningún nigromante ha resuelto; pero Hamete, abusando tal vez del aje-
treo cabalLstico á que le condujo la superstición, dice que pronunciando
las Z. Z. como S. S. ha llegado á averiguar que —, — tiene su equi-
o -1 no-zonzon ^
valencia en río s»n son.
Y aunque supone que esta niusiquita te habrá iluminado acerca de la
verdadera significación, me ruega te suplique, que hagas el favor de fijar-
te en lo que dijo Don Quixote á Sancho: «Estoy yo obhgado á dicha
(siendo como soy caballero^ á conocer, y distinguir los sones, y saber cua-
les son de batanes ó no? »
(Véase el gráfico.)
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- 224 —
batán, fueran otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo que
conrenía, para emprenderla, y acabarla? Estoy yo obligado á dicha (siendo
como soy caballero) á conocer, y distinguir los sones, y saber cuáles son
de batanes, ó no? Y más que podría ser (como es verdad) que no los he visto
en mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado,
y nacido entre ellos. Si no haced vos que estos seis mazos, se vuelvan en
seis Jayanes, y echádmelos á las barbas uno á uno, ó todos juntos, y cuan-
do yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que quisiereis.
No haya más señor mío, replicó Sancho, que yo confieso, que he andado
algo risueño en demasía: pero dígame vuestra merced, ahora que esta-
mos en paz, así Dios le saque de todas las aventuras que le sucedie-
ren, tan sano, y salvo como le ha sacado desta, no ha sido cosa de reír,
y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido, al menos el que yo
tuve, que de vuestra meiced, ya yo sé, que no le conoce, ni sabe qué es te-
mor, ni espanto? No niego yo, respondió don Quixot«, que lo que nos ha
sucedido, no sea cosa digna de risa pero no es digna de contarse, que no
son todas las personas tan discretas, que sepan poner en su punto las co-
sas. Al menos, respondió Sancho, supo vuestra merced poner en su punto
el lanzón, apuntándome á la cabeza, y dándome en las espaldas: gracias á
Dios, y á la diligencia que puse en ladearme. Pero vaya, que todo saldrá
en la colada, que yo he oído decir: Ese te quiere bien, que te hace llorar:
y más que suelen los principales señores, tras una mala palabra que dicen
á un criado, darle luego unas calzas, aunque no sé, lo que le suelen dar
tras haberle ¿lado de palos: si ya no es, que los caballeros andantes, dan
tras palos ínsulas, ó Keinos, en tierra firme. Tal podría correr el dado, dijo
don Quiíote, que todo lo que dices viniese á ser verdad: y perdona lo pa-
sado, pues eres discreto, y sabes que los primeros movimientos no son en
mano del hombre: y está advertido de aquí adelante en una cosa (para que
te abstengas, y reportes en el hablar demasiado conmigo) que en cuantos
libros de caballerías he leído, que son infinitos, jamás he hallado que nin-
gún escudero hablase tanto con su señor, como tú con el tuyo. Y en ver-
dad que lo tengo á gran falta tuya, y mía: tuya, en que me estimas en poco:
mía, en que no me dejo estimar en más. Gí que Gandalín, escudero de Ama-
dís de Gaula, Conde fué de la ínsula firme. Y se lee del, que siempre ha-
blaba á su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza, y doblado el
cuerpo (more Turquesco). Pues qué diremos de Gasabal, escudero de don
Galaor, que fué tan callado, que para declararnos la excelencia de su ma-
ravilloso silencio, sola una vez se nombra su nombre en toda aquella tan
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grande como verdadera historia. De todo lo que he dicho, has de inferir
Sancho, que es menester hacer diferencia, de amo á mozo, de señor á cria-
do, j de caballero, á escudero. Asi que desde hoy en adelante nos hemos
de tratar con más respeto, sin darnos cordelejo, porque de cualquiera ma-
nera que yo rae enoje con vos, han de ser mal para el cántaro. Las merce-
des, y beneficios que yo os he prometido, llegarán á su tiempo, y sino lle-
garen, el salario al menos no se ha de perder (como ya os he dicho). Está
bien cuanto vuestra merced dice, dijo Sancho. Pero querría yo saber (por
si acaso no llegase el tiempo de las mercedes, y fuese necesario acudir al
de los salarios) cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en aque-
llos tiempos? y si se concertaban por meses, ó por dias, como peones de
albañil? No creo yo, respondió don Quixote, que jamás los tales escuderos
estuvieron á salario, sino á merced. Y si yo ahora te le he señalado á tí en
el testamento cerrado que dejé en mi casa, fué por lo que podía suceder,
que aún m sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros la
caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro
mundo. Porque quiero que sepas Sancho, que en él no hay estado más pe-
ligroso, que el de los aventureros. Así es verdad, dijo Sancho, pues sólo el
ruido de los mazos de un batán, pudo alborotar, y desasosegar el corazón
de un tan valeroso andante aventurero, como es vuestra merced. Mas bien
puede estar seguro, que de aquí adelante, no despliegue mis labios, para
hacer donaire de las cosas de vuestra merced, sino fuere para honrarle como
á mi amo, y señor natural. Desa manera, replicó don Quixote, vivirás sobre
la haz de la tierra, porque después de á los padres, á los amos se ha de
respetar, como si lo fuesen.
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CAPITULO XXI
Que trata de la alta aventura, y rica ganancia del
yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas á
nuestro invencible caballero.
En esto comenzó á llover un poco, y quisiera Sancho que se entraran
en el molino de los batanes. Mas habíales cobrado tal aborrecimiento don
Quixote por la pasada burla, que en ninguna manera quiso entrar dentro:
y asi torciendo el camino á la derecha mano dieron en otro como el que
habían llevado el día de antes. De allí á poco, descubrió don Quixote un
hombre á caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba, como
si fuera de oro, y aun él apenas le hubo visto, cuando se volvió á Sancho,
y le dijo: Paréceme Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, por-
que todos son sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de las
ciencias todas: especialmente aquel que dice: Donde una puerta se cierra,
otra se abre. Dígolo, porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la
que buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en
par otra, para otra mejor, y más cierta aventura, que si yo no acertare á
entrar por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar á la poca noticia de
batanes, ni á la oscuridad de la noche. Digo esto, porque sino me engaño,
hacia nosotros viene uno, que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mam-
brino, sobre que yo hice el juramento que sabes. Mire vuestra merced
bien lo que dice, y mejor lo que hace, dijo Sancho, que no querría que fue-
sen otros batanes, que nos acabasen de batanar, y aporrear el sentido. Vál-
gate el diablo por hombre, replicó don Quixote, qué va de yelmo á bata-
nes? (1) No sé nada, respondió Sancho, mas á fe que si yo pudiera hablar
(1) Símil por el cual nos hace pensar aquel gran retórico Cervant«s,
valiéndose de la brillantez de las aguas y el relumbrón de una hacia de
azófar heridas por los rayos solares que no debemos ocuparnos para
nada de los Batanes aludidos anteriormente. Bien claro dice que bebieron
del agua del arroyo de los batanes svi volver la cura á mirarlos, y yo supon-
go, que así como el agua del arroyo del Molino del Batán no estaría bebi-
ble, la del otro, carente de fondo fangoso por constituir su lecho multitud
— 327 —
tanto como solía, que quizá diera tales razones, que vuestra merced viera
que se engañaba en lo que dice. Cómo me puedo engañar en lo que digo,
traidor escrupuloso, dijo don Quixote? Dime, no ves aquel caballero que
hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la
cabeza un yelmo de oro? Lo que veo, y columbro, respondió Sancho, no es
sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabe-
za una cosa que relumbra. Pues ese es el yelmo de Mambrino, dijo don
Quixote, apártate á una parte, y déjame con él á solas, verás cuan sin ha-
blar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura, y queda por
mío el yelmo que tanto he deseado. Yo me tengo en cuidado el apartarme,
replicó Sancho: mas quiera Dios, torno á decir, que orégano sea, y no ba-
tanes. Ya os he dicho hermano, que no me mentéis, ni por pienso más eso
de los batanes, dijo don Quixote, que voto, y no digo más, que os batanee
el alma. Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese el voto, que le
había echado redondo como una bola. Es pues el caso, que el yelmo, y el
de piedrecitas, correría cristalina é incitaría á apagar la sed del más escru-
puloí=o.
Desdo que se alejaron los protagonistas del arroyo de los batanes, an-
duvieron vagando al azar, hasta que la buena ventura que sus pasos guiaba
los proveyó de lo necesario á mitigar la pesadumbre de don Quixote con
harta pena de Sancho.
Los lugares que veía, colocados en cada cabo del camino por donde
vio venir al caballero del yelmo, eran, y son, las aldeas de El Hoyo y del
Tamaral que, acobardadas por su insignificancia, no se han atrevido á sa-
lir á la vergüenza pública luciendo su abolengo.
El Hoyo, debe su nombre á la situación topográfica que ocupa en uno
de los «Barrancos de Sierra Morena», es bastante mayor que la otra, y ya
en aquellos tiempos estaba mejor surtida que la Solanilla del Tamaral,
que en 1865 constaba de Seis casas, y con los caseríos inmediatos que in-
tegran el censo de la aldea 132 habitantes. Esta era la que no tenía botica
ni barbero.
Y por último, la fenomenal batalla que permitió á don Quixote entrar
en posesión de la rica ganancia del yelmo de Mambrino, se dio en el cruce
del camino real de Andalucía, con el que lo atraviesa para trasladarse
desde El Hoyo á la Solanilla, ó viceversa.
Dice tan estupendo como mínimo narrador, que allí despojaron la
acémila; de las sobras del real (es decir, de lo que supuso desparramado
como consecuencia de la cno vista» batalla) almorzaron, junto al arroyo
llamado rio Frío, en su confluencia con el río de las Fresnedas, y des-
pués volvieron al camino real.
Al hablar de la mitad de la bacía del barbero (que, por serlo, tocaría
la guitarra), agrega: Yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero.
Alusión á sitios que frecuentó, conocidos por «Cañada de los Herradores>
y «Cerro de la Herradura». (Véase el gráfico de la página siguiente.)
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caballo, y el caballero que don Quixote veía, era esto, que en aquel contor-
no había dos lugares, el uno tan pequeño, que ni tenía botica, ni barbero,
y el otro que estaba junto á él, sí, y así el barbero del mayor, servía al
menor: en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse, y otro de ha-
cerse la barba, para lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azófar.
Y quiso la suerte, que al tiempo que venía, comenzó á llover, y porque no
se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre
la cabeza, y como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía
sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y esta fué la ocasión que á don
Quixote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y el yelmo de oro:
que todas las cosas que veía, con mucha facilidad las acomodaba á sus des-
variadas caballerías, y malandantes pensamientos. Y cuando él vio que el
pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, á todo correr
de Eocinante, le enristró con el lanzón bajo, llevando intención de pasarle
de parte á parte. Mas cuando á él llegaba, sin detener la furia de su carre-
ra, le dijo: Defiéndete cautiva criatura, ó entrégame de tu voluntad, lo que
con tanta razón se me debe. El barbero, que tan sin pensarlo, ni temerlo,
vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio, para poder guar-
darse del golpe de la lanza, sino fué el dejarse caer del asno abajo, y no
hubo tocado al suelo, cuando se levantó más ligero que un gamo, y comen-
zó á correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento. Dejóse la bacía
en el suelo, con la cual se contentó don Quixote, y dijo que el pagano ha-
bía andado discreto, y que había imitado al Castor, el cual viéndose aco-
sado de los cazadores, se taraza, y corta con los dientes, aquello por lo que
él por instinto natural sabe, que es perseguido. Mandó á Sancho, que alza-
se el yelmo, el cual tomándole en las manos, dijo: Por Dios que la bacía
es buena, y que vale un real de á ocho, como un maravedí. Y dándosela á
su amo, se la puso luego en la cabeza, rodeándola á una parte, y á otra,
buscándole el encaje: y como no se le hallaba, dijo: Sin duda que el paga-
no, á cuya medida se forjó primero esta famosa celada, debía de tener
grandísima cabeza, y lo peor dello es, que te falta la mitad. Cuando San-
cho oyó llamar á la bacía, celada, no pudo tener la risa, más vínosele á las
mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad della. De qué te ríes San-
cho, dijo don Quixote? liíome, respondió él, de considerar la gran cabeza
que tenía el paisano, dueño deste almete, que no semeja si una bacía de
barbero, pintiparada. (1) Sabes que imagino Sancho, que esta famosa pieza
(1) En estos «soliloquios» Cervantinos, ha habido errores de tanto
bulto como el de interpretar hablando de la celada, y lo peor es que le falta
— 230 —
deste encantado yelmo, por algún extraño accidente debió de venir á naanos
de quien no supo conocer, ni estimar su valor, y sin saber lo que hacía,
viéndola de oro purísimo, debió de fundir la otra mitad para aprovecharse
del precio, y de la otra mitad hizo ésta que parece bacía de barbero, como
tú dices: pero sea lo que fuere, que para mí que la conozco, no hace al caso
8u transmutación, que yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herre-
ro, y de suerte que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la que hizo y forjó
el dios de las herrerías, para el dios de las batallas: y en este entretanto la
traeré como pudiere, que más vale algo que no nada, cuanto más, que bien
será bastante, para defenderme de alguna pedrada. Eso será dijo Sancho,
sino se tira con honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos,
cuando le santiguaron á vuestra merced las muelas, y le rompieron la al-
cuza, donde venía aquel benditísimo brebaje, que me hizo vomitar las asa-
duras. No me dá mucha pena el haberle perdido, que ya sabes tú Sancho,
dijo don Quixote, que yo tengo la receta en la memoria. También la tengo
yo, respondió Sancho. Pero si yo le hiciere, ni le probare más en mi vida,
aquí sea mi hora. Cuanto más que no pienso ponerme en ocasión de haber-
le menester, porque pienso guardarme con todos mis cincos sentidos, de
ser herido, ni de herir á nadie. De lo del ser otra vez manteado no digo
nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no
la mitad. Sin duda los comentaristas no se dieron cuenta de que don Qui-
xote la tenía en la mano, y á ella se dirigía, por eso está escrito, y muy
bien expresadp: que te falta la mitad.
Otra interpretación capciosa es, la agregación al sí de un no á todas
luces innecesario: la negación de la «semejanza», la afirmación de que es
«bacía» y la redundancia de «pintiparada» que en este caso concreto
equivale á «igual», demuestran claramente que no ha sido comprendido
el Genio.
No quise — al tratar de los desaforados gigantazos de hacha y capelli-
na— deshacer el enredo, esperando esta coyuntura en que el gran Clemen-
cín mete al; porque al afirmar que almete se llamaba también capellina,
puede afirmar que no hay Dios, y por el solo hecho ¡insólito! de decirlo
un sabio, que lo crean.
A Capellina, al igual que capacete, se les ha dado la misma acepción por
la Academia de la Lengua, sin duda á instancia de Clemencín, que las
leyó en este libro; pero la significación real y verdadera en la región de
donde tomó Cervantes el habla para su fantástica historia, es como sigue:
Se llama capellina á un capotillo muy corto, del tamaño de la esclavina
más corta del carrick, que lleva unida á la parte del cuello un capuchón
para cubrirse la cabeza. Y como yo he visto á los leñadores de mi tierra
ir al monte con hacha y capellina, protesto de este olvido. ¡Allá los
Gigantes!
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hay que hacer otra cosa, sino encoger los hombros, detener el aliento, ce-
rrar los ojos, y dejarse ir por donde la suerte, y la manta nos llevare. Mal
Cristiano eres Sancho, dijo oyendo esto don Quixote, porque nunca olvidas
la injuria que una vez te han hecho: pues sábete que es de pechos nobles,
y generosos, no hacer caso de niñerías. Qué pie sacaste cojo, qué costilla
quebrada, qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla? que bien
apurada la cosa, burla ñié, y pasatiempo, que á no entenderlo yo así, ya yo
hubiera vuelto allá, y hubiera hecho en tu venganza más daño, que el que
hicieron los Griegos por la robada Elena. La cual si fuera en este tiempo,
ó mi Dulcinea fuera en aquel, pudiera estar segura, que no tuviera tanta
fama de hermosa como tiene: y aquí dio un suspiro, y le puso en las nubes.
Y dijo Sancho, por burlas, pues la venganza no puede pasar en veras: pero
yo sé de que calidad fueron las veras, y las burlas, y sé también que no se
me caerán de la memoria, como nunca se quitarán de las espaldas. Pero
dejando esto aparte, dígame vuestra merced, qué haremos deste caballo ru-
cio rodado, que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Mar-
tino, que vuestra merced derribó, que según él puso los pies en polvorosa,
y cogió las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás, y para
mis barbas, sino es bueno el rucio. Nunca yo acostumbro, dijo don Quixo-
te, despojar á los que venzo, ni es uso de caballería, quitarles los caballos,
y dejarles á pie: si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pen-
dencia el suyo, que en este caso, lícito es tomar el del vencido, como ga-
nado en guerra lícita. Así que Sancho deja ese caballo, ó asno, ó lo que tú
quisieres que sea, que como su dueño nos vea alongados de aquí, volverá
por él. Dios sabe si quisiera llevarle, replicó Sancho, ó por lo menos tro-
carle con este mío, que no me parece tan bueno, verdaderamente que son
estrechas las leyes de caballería, pues no se extienden á dejar trocar un
asno por otro, y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera. En eso
no estoy muy cierto, respondió don Quixote, y en caso de duda (hasta estar
mejor informado) digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad
extrema. Tan extrema es, respondió Sancho, que si fueran para mi misma
persona, no los hubiera menester más: y luego habilitado con aquella licen-
cia, hizo mutatio caparum, y puso su jumento á las mil lindezas, deján-
dole mejorado en tercio, y quinto. Hecho esto, almorzaron las sobras del
real que del acémila despojaron bebieron del agua del arroyo de los bata-
nes, sin volver la cara á mirarlos (tal era el aborrecimiento que les tenían),
por el miedo en que les habían puesto, que cortada la cólera, y aun la
melancolía, subieron á caballo, y sin tomar determinado camino (por ser
— 232 —
muy de caballeros andantes no tomar ninguno cierto) se pusieron á cami-
nar por donde la voluntad de Rocinante quiso (que se llevaba tras si la
de su anao, y aún la del asno, que siempre le seguía por dondequiera que
guiaba, en buen amor, y compañía). Con todo esto volvieron al camino real,
y siguieron por él á la ventura, sin otro designio alguno. Yendo pues asi
caminando, dijo Sancho á su amo: Señor quiere vuestra merced darme li
cencía, que departa un poco con él, que después que me puso aquel áspe-
ro mandamiento del silencio, se me han podrido más de cuatro cosas en
el estómago, y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua, no que-
rría que se me malograse? Dila, dijo don Quixote, y sé breve en tus razo-
namientos, que ninguno hay gustoso, si es largo. Digo pues señor, dijo
Sancho, que de algunos días á esta parte he considerado, cuan poco se
gana, y granjea, de andar buscando estas aventuras, que vuestra merced
busca por estos desiertos, y encrucijadas de caminos, donde ya que se ven-
zan, y acaben las más peligrosas, no hay quien las vea, ni sepa, y así se han
de quedar en perpetuo silencio, y en perjuicio de la intención de vuestra
merced, y de lo que ellas merecen. Y así me parece que sería mejor (salvo
el mejor parecer de vuestra merced) que nos fuésemos á servir á algún Em-
perador, ó á otro Príncipe grande, que tenga alguna guerra, en cuyo ser-
vicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes fuerzas,
y mayor entendimiento: que visto esto del señor á quien serviremos, por
fuerza nos ha de remunerar, á cada cual, según sus méritos, y allí no falta-
rá quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced, para perpetua
memoria. De las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites es-
cuderiles: aunque sé decir, que si se usa en la caballería escribir hazañas
de escuderos, que no pienso que se han de quedar las mías entre renglo-
nes. No dices mal Sancho, respondió don Quixote, mas antes que se llegue
á este término, es menester andar por el mundo, como en aprobación, bus-
cando las aventuras: para que acabando algunas, se cobre nombre, y fama,
tal, que cuando se fuere á la Corte de algún gran Monarca, ya sea el caba-
llero conocido por sus obras, y que apenas le hayan visto entrar los mucha-
chos por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan, y rodeen dando vo-
ces, diciendo: Este es el caballero del Sol, ó de la Serpiente, ó de otra
insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas. Este
es dirán, el que venció en singular batalla al Gigantazo Brocabuno de la
gran fuerza, el que desencantó al gran Mameluco de Persia del largo en-
cantamiento, en que había estado casi novecientos años. Así que de mano
en mano irán pregonando sus hechos, y luego al alboroto de los mucha-
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chos, y de la demás gente, se parará á las ventanas (1) de su Real palacio,
el Rey de aquel Reino: y así como vea al caballero, conociéndole por las
armas, ó por la empresa de su escudo, forzosamente ha de decir: Ea su^s
salgan mis caballeros, cuantos en mi Corte están, á recibir á la flor de la
caballería que allí viene, á cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará
hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le dará
paz, besándole en el rostro, y luego le llevará por la mano al aposento de
la señora Reina, adonde el caballero la hallará con la Infanta su hija, que
ha de ser una de las más hermosas, y acabadas doncellas, que en gran par-
te de lo descubierto de la tierra á duras penas se puede hallar. Sucederá
tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el caballero, y él
en los della, y cada uno parezca al otro cosa más divina que humana, y sin
saber cómo, no como no, han de quedar presos, y enlazados en la intrinca-
ble red amorosa, y con gran cuita en sus corazones, por no saber como se
han de hablar, para descubrir sus ansias, y sentimientos. Desde allí le lle-
varán sin duda á algún cuarto del palacio, ricamente aderezado: donde ha-
biéndole quitado las armas, le traerán un rico mantón de escarlata, con que
se cubra: y si bien pareció armado, tan bien, y mejor ha de parecer en far-
seto. Venida la noche, cenará con el Rey, Reina, é Infanta, donde nunca
quitará los ojos della mirándola á hurto de los circunstantes: y ella hará
lo mismo, y con la misma sagacidad, porque como tengo dicho, es muy
discreta doncella. Levantarse han las tablas, y entrará á deshora por la
puerta de la sala un feo, y pequeño enano, con una hermosa dueña, que
entre dos Gigantes, detrás del enano viene, con cierta aventura, hecha por
un antiquísimo sabio, que el que la acabare será tenido por el mejor caba-
llero del mundo. Mandará luego el Rey, que todos los que están presentes
la prueben, y ninguno le dará fin, y cima, sino el caballero huésped, en
mucho pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y se
tendrá por contenta, y pagada además, por haber puesto, y colocado sus
pensamientos en tan alta parte. Y lo bueno es, que este Rey, ó Príncipe, ó
lo que es, tiene una muy reñida guerra, con otro tan poderoso como él: y
el caballero huésped le pide (al cabo de algunos días que ha estado en su
Corte) licencia para ir á servirle en aquella guerra dicha. Darásela el Rey,
de muy buen talante, y el caballero le besará cortésmente las manos, por
la merced que le hace. Y aquella noche se despedirá de su señora la Infan-
ta, por las rejas de un jardín, que cae en el aposento donde ella duerme,
(1) «Ventanas», sustituye á la palabra lemosina «feneetras».
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por las cualea ya otras muchas veces la había hablado, siendo medianera,
y sabidora de todo, una doncella de quien la infanta mucho se fia. Suspi-
rará él, desmayarase ella, traerá agua la doncella, acuitarase mucho, por-
que viene la mañana, y no querría que fuesen descubiertos, por la honra de
su señora. Finalmente, la Infanta volverá en sí, y dará sus blancas manos
por la reja al caballero, el cual se las besará mil, y mil veces, y se las ba-
ñará en lágrimas Quedará concertado entre los dos, del modo que se han
de hacer saber sus buenos, ó malos sucesos: y rogarále la Princesa, que se
detenga lo menos que pudiere: prometérselo ha él con muchos juramentos,
tórnale á besar las manos, y despídese con tanto sentimiento, que estará
poco por acabar la vida: vase desde allí á su aposento, échase sobre su le-
cho, no puede dormir del dolor de la partida, madruga muy de mañana,
váse á despedir del Rey, y de la Reina, y de la Infanta, diciéndole (habién-
dose despedido de los dos) que la señora Infanta está mal dispuesta, y que
no puede recibir visita: piensa el caballero, que es de pena de su partida,
traspásasele el corazón, y falta poco de no dar indicio manifiesto de su pena:
está la doncella medianera delante, halo de notar todo, váselo á decir á su
señora, la cual la recibe con lágrimas, y le dice, que una de las mayores
penas que tiene, es no saber quien sea su caballero, y si es de linaje de
Reyes, ó no: asegura la doncella, que no puede caber tanta cortesía, genti-
leza, y valentía, como la de su caballero, sino en sujeto real, y grave. Con-
suélase con esto la cuitada, y procura consolarse, por no dar mal indicio de
sí á sus padres. Y á cabo de dos días sale en público: ya se es ido el caba-
llero, pelea en la guerra, vence al enemigo del Rey, gana muchas ciudades,
triunfa de muchas batallas, vuelve á la Corte, ve á su señora por donde sue-
le, conciértase que la pida á su padre por mujer, en pago de sus servicios,
no se la quiere dar el Rey, porque no sabe quien es. Pero con todo esto, ó
robada, ó de otra cualquier suerte que sea, la Infanta viene á ser su espo-
sa, y su padre lo viene á tener á gran ventura, porque le vino á averiguar,
que el tal caballero, es hijo de un valeroso Rey de no sé que Reino, porque
creo que no debe de estar en el mapa. Muérese el padre, hereda la Infanta,
queda Rey el caballero en dos palabras. Aquí entra luego el hacer merced
á su escudero, y á todos aquellos que le ayudaron á subir á tan alto estado.
Casa á su escudero con una doncella de la Infanta, que es hija de un Du-
que muy principal. Eso pido, y barras derechas, dijo Sancho, á eso me
atengo, porque todo al pie de la letra ha de suceder por vuestra merced,
llamándose: el caballero de la triste Figura. No lo dudes Sancho, replicó
don Quixote, porque del mismo, y por los mismos pasos que esto he con-
— 235 —
tado, suben, y han subido los caballeros andantes á ser Reyes, y Empera-
dores. Sólo falta ahora mirar, qué Rey de los Cristianos, ó de los Paganos
tenga guerra, y tenga hija hermosa: pero tiempo habrá para pensar esto,
pues como te tengo dicho, primero se ha de c»brar fama por otras partes,
que se acuda á la Corte. También me falta otra cosa, que puesto caso que
se halle Rey con guerra, y con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama
increíble por todo el universo, no sé yo cómo se podía hallar que yo sea de
linaje de Reyes, ó por lo menos, primo segundo de Emperador? Porque no
me querrá el Rey dar á su hija por mujer, sino está primero muy enterado
en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos: así que por esta fal
ta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien es verdad, que
yo soy hidalgo, de solar conocido, de posesión, y propiedad, y de devengar
quinientos sueldos: y podría ser que el sabio que escribiese mi historia,
deslindase de tal manera mi parentela, y descendencia, que me hallase
quinto, ó sexto nieto de Rey. Porque te hago saber Sancho, que hay dos
maneras de linajes en el mundo: unos que traen, y derivan su descendencia
de Príncipes, y Monarcas, á quien poco á poco el tiempo ha deshecho, y
han acabado en punta, como pirámides. Otros tuvieron principio de gente
baja, y van subiendo de grado en grado, hasta llegar á ser grandes señores.
De manera que está la diferencia, en que unos fueron, que ya no son: y
otros son que ya no fueron, y podría ser yo destos, que después de averi-
guado, hubiese sido mi principio grande, y famoso, con lo cual se debía de
contentar el Rey mi suegro que hubiere de ser. Y cuando no, la Infanta me
ha de querer de manera, que á pesar de su padre, aunque claramente sepa
que soy hijo de un azacán, rae ha de admitir por señor, y por esposo: y
sino aquí entra el robarla, y llevarla donde más gusto me diere, que el
tiempo, ó la muerte ha de acabar el enojo de sus padres. Ahí entra bien
también, dijo Sancho, lo que algunos desalmados dicen. No pidas de gra-
do, lo que puedes tomar por fuerza. Aunque mejor cuadre decir: Más vale
salto de mata, que ruego de hombres buenos. Dígolo, porque si el señor
Rey, suegro de vuestra merced, no se quisiere domeñar á entregarle á mi
señora la Infanta, no hay sino como vuestra merced dice, robarla, y tras-
ponerla. Pero está el daño, que en tanto que se hagan las paces, y se goce
pacíficamente del Reino, el pobre escudero se podrá estar á diente en esto
de las mercedes: si ya no es, que la doncella tercera, que ha de ser su mu-
jer, se sale con la Infanta, y él pase oon ella su malaventura, hasta que el
cielo ordene otra cosa, porque bien podrá, creo yo, desde luego dársela su
señor por legítima esposa. Eso no hay quien lo quite, dijo don Quixote.
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Pues como eso sea, respondió Sancho, no hay sino enconaendarse á Dios, j
dejar correr la suerte, por donde mejor lo encaminare. Hágalo Dios, res-
pondió don Quixote, como yo deseo, y tú Sancho has menester, y ruin sea
quien por ruin se tiene. Sea por Dios, dijo Sancho, que yo Cristiano viejo
soy, y para ser Conde esto me basta. Y aún te sobra, dijo don Quixote, y
cuando no lo fueras, no hacia nada al caso, porque siendo yo el Key, bien
te puedo dar nobleza sin que la compres, ni me sirvas con nada: porque
en haciéndote Conde, cátate caballero, y digan lo que dijeren, que á buena
fé que te han de llamar señoría, mal que les pese. Y montas que no sabría
yo autorizar el litado, dijo Sancho. Dictado has de decir, que no litado,
dijo su amo. Sea así respondió Sancho Panza. Digo que le sabría bien aco-
modar, porque por vida mía que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y
que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía
presencia para poder ser Prioste de la misma cofradía. Pues qué será,
cuando me ponga un ropón Ducal acuestas, ó me vista de oro, y de perlas,
á uso de Conde extranjero para mí tengo, que me han de venir á ver de
cien leguas. Bien parecerás, dijo don Quixote, pero será menester que te
rapes las barbas á menudo, que según las tienes de espesas, aborrascadas,
y mal puestas, sino te las rapas á navaja cada dos días por lo menos, á
tiro de escopeta, se echará de ver lo que eres. Qué hay más, dijo Sancho,
sino tomar un barbero, y tenerle asalariado en casa, y aun si fuera menes-
ter, le haré .que ande tras mí, como caballerizo de grande. Pues cómo sabes
tú, preguntó don Quixote, que los grandes llevan detrás de sí á sus caballe-
rizos? Yo se lo diré, respondió Sancho: Los años pasados estuve un mes en
la Cort«, y allí vi, que paseándose un señor muy pequeño, que decían que
era muy grande, un hombre le seguía á caballo, á todas las vueltas, que
daba que no parecía, sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hom-
bre no se juntaba con el otro hombre? Respondiéronme, que era su caba-
llerizo y que era uso de grandes, llevar tras sí á los tales. Desde entonces
lo sé tan bien que nunca se me ha olvidado. Digo que tienes razón dijo don
Quixote, y que así puedes tú llevar á tu barbero, que los usos no vinieron
todos juntos, ni se inventaron á una, y puedes ser tú el primer Conde que
lleva tras sí á su barbero: y aún es de más confianza el hacerla barba, que
ensillar un caballo. Quédese eso del barbero á mi cargo, dijo Sancho, y al
de vuestra merced se quede, el procurar venir á ser Rey, y el hacerme
Conde. Así será, dijo don Quixote, y alzando los ojos vio, lo que se dirá en
el siguiente capitulo.
— 237 —
CAPITULO XXII
De la libertad que dio don Quixote á muchos desdi-
chados, que mal de su grado los llevaban donde
no quisieran ir.
Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor Arábigo, y Manchego, en esta
gravísima, altisonante, mínima, dulce, é imaginada historia, que después que
entre el famoso don Quixote de la Mancha, y Sancho Panza su escudero
pasaron aquellas razones, que en el fin del capítulo veinte, y uno, quedan
referidas: Que don Quixote alzó los ojos, y vio que por aquel camino que
llevaba, venían hasta doce hombres á pie, ensartados como cuentas en una
gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas á las manos.
Venían asimismo con ellos dos hombres de á caballo, y dos de á pie. Los
de á caballo con escopetas de rueda, y los de á pie con dardos, y espadas,
y que así como Sancho Panza los vio, dijo: Esta es cadena de galeotes,
gente forzada del Rey, que va á las galeras. Cómo gente forzada, pregun-
tó don Quixote? es posible que el Rey haga fuerza á ninguna gente? No
digo eso, respondió Sancho, sino que es gente, que por sus delitos va con-
denada, á servir al Rey en las galeras de por fuerza. En resolución, repli-
có don Quixote: como quiera que ello sea, esta gente aunque los llevan
van de por fuerza, y no de su voluntad. Así es, dijo Sancho. Pues desa
manera, dijo su amo, aquí encaja la ejecución de mi oficio, deshacer fuer*
zas, y socorrer, y acudir á los miserables. Advierta vuestra merced, dijo
Sancho, que la justicia, que es el mismo Rey, no hace fuerza, ni agravio
á semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos. Llegó en
esto la cadena de los galeotes, y <lon Quixote, con muy corteses razones,
pidió á los que iban en su guarda, fuesen servidos, de informarle, y decir-
le, la causa, ó causas, porque llevaban aquella gente de aquella manera?
Uno de los guardas de á caballo respondió, que eran galeotes, gente de su
Majestad, que iba á galeras, y que no había más que decir, ni él tenía
más que saber. Con todo eso, replicó don Quixote, querría saber de cada
uno dellos en particular la causa de su desgracia? Añadió á estas, otras
238-
tales y tan comedidas razones, para moverlos á que le dijesen lo que de-
seaba, que el otro guarda de á caballo le dijo: Aunque llevamos aquí el
registro, y la fe de las sentencias, de cada uno destos malaventurados, no
es tiempo este de detenerles á sacarlas, ni á leerlas, vuestra merced lle-
gue, y se lo pregunte á ellos mismos, que ellos lo dirán, si quisieren, que
sí querrán, porque es gente que recibe gusto, de hacer, y decir bellaque-
rías. Con esta licencia que don Quiíote se tomara, aunque no se la dieran,
se llegó á la cadena, y al primero le preguntó: Que por qué pecados iba de
tan mala guisa? El respondió, que por enamorado. Por eso no más? replicó
don Quixote, pues si por enamorados echan á galeras, días ha que pudiera
yo estar bogando en ellas. No son los amores como los que vuestra merced
piensa, dijo el galeote, que los míos fueron, que quise tanto á una canasta
de colar, atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente,
que á no quitármela la justicia por fuerza, aún hasta ahora no la hubiera
dejado de mi voluntad. Fué en flagrante, no hubo lugar de tormento, con-
cluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura
tres años de gurapas, y acabóse la obra. Qué son gurapas, preguntó don
Quixote? Gurapas son galeras, respondió el galeote, el cual era un mozo,
de hasta edad de veinte, y cuatro años, y dijo que era natural de Piedra-
hita. Lo mismo preguntó don Quixote al segundo, el cual no respondió
palabra, según iba de triste, y melancólico; mas respondió por él el prime-
ro, y dijo: Este señor va por Canario, digo, que por músico, y cantor. Pues
cómo, repitió don Quixote, por músicos, y cantores van también á galeras?
Sí señor, respondió el galeote, que no hay peor cosa que cantar en el ansia.
Antes he oído decir, dijo don Quixote, que quien canta, sus males espanta.
Acá es al revés, dijo el galeote, que quien canta una vez, llora toda la vida.
No lo entiendo, dijo don Quixote; mas uno de los guardas le dijo: Señor
caballero, cantar en el ansia se dice entre esta gente non sancta, confesar en
el tormento. A este pecador le dieron tormento, y confesó su delito, que
era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias y por haber confesado le con-
denaron por seis años á galeras, amén de doscientos azotes que ya lleva en
las espaldas. Y va siempre pensativo, y triste, porque los demás ladrones
que allá quedan, y aquí van, le maltratan, y aniquilan, y escarnecen, y tie-
nen en poco, porque confesó, y no tuvo ánimo de decir nones. Porque di-
cen ellos, que tantas letras tiene un no, como un sí: y que harta ventura
tiene un delincuente, que está en su lengua su vida, ó su muerte, y no en
la de los testigos, y probanzas, y para mí tengo, que no van muy fuera de
camino. Y yo lo entiendo así, respondió don Quixote, el cual pasando al
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tercero, preguntó lo que á los otros: el cual de presto, y con mucho des-
enfado, respondió, y dijo: Yo voy por cinco años á las señoras gurapas, por
faltarme diez ducados. Yo daré veinte de muy buena gana, dijo don Qui-
xote, por libraros desa pesadumbre. Eso me parece, respondió el galeote,
como quien tiene dinero en mitad del golfo, y se está muriendo de ham-
bre, sin tener adonde comprar lo que ha menester. Dígolo, porque si á su
tiempo tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece,
hubiera untado con ellos la péndola del escribano, y avivado el ingenio del
procurador, de manera, que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodo-
ver de Toledo, y no en este camino atraillado como galgo, pero Dios es
grande, paciencia, y basta. Pasó don Quixote al cuarto, que era un hombre
de venerable rostro, con una barba blanca, que le pasaba del pecho: el cual
oyéndose preguntar la causa, por qué allí venía, comenzó á llorar, y no res-
pondió palabra: mas el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo: Este
hombre honrado, va por cuatro años á galeras, habiendo paseado las acos-
tumbradas, vestido en pompa, y á caballo. Eso es, dijo Sancho Panza, á lo
que á mí me parece, haber salido á la vergüenza. Así es, replicó el galeo-
te: y la culpa porque le dieron esta pena, es por haber sido corredor de
oreja, y aun de todo el cuerpo: en efecto quiero decir, que este caballero
va por alcahuete, y por tener asimismo sus puntas, y collar de hechicero.
A no haberle añadido esas puntas, y collar, dijo don Quixote, por solamen-
te el alcahuete limpio, no merecía el ir á bogar en las galeras, sino á man-
darlas, y á ser General dellas, porque no es así como quiera el oficio de
alcahuete, que es oficio de discretos, y necesarísimo en la república bien
ordenada, y que no le debía de ejercer sino gente muy bien nacida: y aún
había de haber veedor, y examinador de los tales, como le hay de los de-
más oficios, con número diputado, y conocido, como corredores de lonja; y
desta manera se escusarían muchos males, que se causan, por andar en
este oficio, y ejercicio entre gente idiota, y de poco entendimiento: como
son mujercillas de poco más á menos, pajecillos, y truhanes de pocos años,
y de muy poca experiencia, que á la más necesaria ocasión, y cuando es
menester dar una traza que importe, se les hielan las migas entre la boca,
y la mano, y no saben cuál es su mano derecha. Quisiera pasar adelante,
y dar las razones, por qué convenía hacer elección de los que en la repú-
blica habían de tener tan necesario oficio: pero no es el lugar acomodado
para ello, algún día lo diré, á quien lo pueda proveer, y remediar. Solo
digo ahora, que la pena que me ha causado ver estas blancas canas, y este
rostro venerable en tanta íatiga por alcahuete, me ha quitado el asunto de
— 24© —
ser hechicero. Aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo, que pue-
dan mover, y lorzar la voluntad, como algunos simples piensan, que es
libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce: lo que
suelen hacer algunas mujercillas simples, y algunos embusteros bellacos,
es algunas mixturas, y venenos con que vuelven locos á los hombres, dan-
do á entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo como digo
cosa imposible, forzar la voluntad. Así es, dijo el buen viejo, y en verdad
señor, que en lo de hechicero, que no tuve culpa, en lo de alcahuete, no
lo pude negar: pero nunca pensé que hacía mal en ello, que toda mi inten-
ción era, que todo el muiiJo se holgase, y viviese en paz, y quietud, sin
pendencias ni penas: pv- no me aprovechó nada este buen deseo, para
dejar de ir adonde no v;-;.i,:j volver, según me cargan los años, y un mal
de orina que llevo, que no me deja reposar un rato: y aquí tornó á 8U
llanto como de primero, y túvole Sancho tanta compasión, que sacó un
real de á cuatro del seno, y se le dio de limosna. Pasó adelante don Qui-
lote, y preguntó á otro su delito, el cual respondió con no menos, sino con
mucha más gallardía que el pasado: Yo voy aquí porque me burlé dema-
siadamente con dos primas hermanas mías, y con otras dos hermanas, que
no lo eran mías: finalmente tanto me burlé con todas, que resultó de la
burla, crecer la parentela tan intrincadamente, que no hay Sumista que la
declare. Probóseme todo, faltó faver, no tuve dineros, vime á pique de per-
der los tragaderos: sentenciáronme á galeras por seis años, consentí; casti-
go es de mi culpa, mozo soy, dure la vida, que con ella todo se alcanza.
Si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer á
estos pobretes. Dios se lo pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la
tierra cuidado de rogar á Dios en nuestras oraciones por la vida, y salud
de vuestra merced, que sea tan larga, y tan buena, como su buena presen-
cia merece Este iba en hábito de estudiante, y dijo uno de los guardas,
que, era muy grande hablador, y muy gentil Latino. Tras todos estos, venia
un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar
metía un ojo en el otro: un poco venía diferentemente atado que los demás,
porque traía una cadena al pie, tan grande, que se la liaba por todo el
cuerpo, y dos argollas á la garganta, la una en la cadena, y la otra, de las
que llaman guarda amigo, ó pie de amigo. De la cual descendían dos hie-
rros, que llegaban á la cintura, en los cuales se asían dos esposas, donde
llevaba las manos, cerradas con un grueso candado, de manera, que ni con
las manos podía llegar á la boca, ni podía bajar la cabeza á llegar á las
manos. Preguntó don Quixote, que cómo iba aquel hombre con tantas pri-
- 241 —
siones, más que los otros? Respondióle el guarda: Porque tenía aquel solo
más delitos, que todos los otros juntos: y que era tan atrevido, y tan gran-
de bellaco, que aunque le llevaban de aquella manera, uo iban seguros del,
sino que temían que se U-s Labia de huir. Qué delitos puede tener, dijo
don Quixote, sino ha merecido mas pena que echarle á las galeras? Va por
diez años, replicó el guarda, que es como muerte civil: No se quiera saber
más, sino que este buen hombre es el famoso Ginés de Pasamente, que
por otro nombre llaman, Ginesillo de Parapilla. Señor Comisario, dijo en-
tonces el galeote, vayase poco á poco, y no andemos ahora á deslindar
nombres, y sobrenombres, Ginés me llamo, y no Ginesillo, y Pasamonte
es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice, y cada uno se dé una vuel-
ta á la redonda, y no hará poco. Hable con menos tono, replicó el Comi-
sario, señor ladrón de más de la marca, sino quiere que le haga callar,
mal que le pese. Bien parece, respondió el galeote, que va el hombre como
Dios es servido, pero algún día sabrá alguno, si me llamo Ginesillo de
Parapilla, ó no. Pues no te llaman asi embustero, dijo el guarda? Sí lla-
man, respondió Ginés, mas yo haré que no me lo llamen, ó me las pelaría,
donde yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si tiene algo que darnos,
dénoslo ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto querer saber vidas
ajenas: y si la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya
vida está escrita por estos pulgares. Dice verdad, dijo el Comisario, que el
mismo ha escrito su historia, que no hay más que desear, y deja empeña-
do el libro en la cárcel en doscientos reales. Y le pienso quitar, dijo Ginés,
si quedara en doscientos ducados. Tan bueno es, dijo don Quixote. Es tan
bueno, respondió Ginés, que mal año para Lazarillo de Termes, y para
todos cuantos de aquel género se han escrito, ó escribieren. Lo que sé de-
cir á voacé, es, que trata verdades, y que son verdades tan lindas, y tan
donosas, que no pueden haber mentiras que se le igualen. Y cómo se inti-
tula el libro, preguntó don Quixote? La vida de Ginés de Pasamonte, res-
pondió el mismo. Y está acabado, preguntó don Quixote? Cómo puede
estar acabado, respondió él, sino está acabada mi vida: lo que está escrito,
es desde mi nacimiento, hasta el punto que esta última vez me han echado
en galeras. Luego otra vez habéis estado en ellas, dijo don Quixote? Para
servir á Dios, y al líey, otra vez he estado cuatro años, y ya sé á qué sabe
el bizcocho, y el corbacho, respondió Ginés: y no me pesa mucho de ir á
ellas, porque allí tendré lugar de acabar mi libro, que me quedan muchas
cosas que decir: y en las galeras de España, hay más sosiego de aquel que
seria menester, aunque no es menester mucho más para lo que yo tengo
I6
— 242 •
de escribir, porque me lo sé de coro. Hábil pareces, diio don Quixote? Y
desdichado, respondió Ginés, porque siempre las desdichas persiguen al
buen ingenio. Persiguen á los bellacos, dijo el Comisario. Ya le he dicho
señor Comisario, respondió Pasamente, que se vaya poco á poco, que
aquellos señores no le dieron esa vara, para que maltratase á los pobre-
tes que aquí vamos, sino para que nos guiase, y llevase, adonde su Ma-
jestad manda: sino por vida de, basta, que podría ser que saliesen algún
día en la colada, las manchas que se hicieron en la venta; y todo el mun-
ndo calle, y viva bien, y hable mejor, y caminemos, que ya es mucho
regodeo este. Alzó la vara en alto el Comisario, para dar á Pasamente
en respuesta de sus amenazas, mas don Quixote se puso en medio, y le
rogó que no le maltratase, pues no era mucho, que quien llevaba tan ata-
das las manos, tuviese algún tanto suelta la lengua: j volviéndose á todos
los déla cadena, dijo: De todo de cuanto me habéis dicho, hermanos carí-
simos, he sacado en limpio, que aunque os han castigado por vuestras cul-
pas, las penas que vais á padecer no os dan mucho gusto, y que vais á
ellas muy de mala gana, y muy contra vuestra voluntad: y que podría ser,
que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de dineros des-
te, el poco favor del otro, y finalmente el torcido juicio del juez, hubiese
sido causa de vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que
de vuestra parte teníais. Todo lo cual se me representa á mí ahora en la
memoria, de manera que me está diciendo, persuadiendo, y aun forzando.
que muestre con vosotros el efecto para que el cielo me arrojó al mundo,
y me hizo profesar en él la orden de caballería que profeso, y el voto que
que en ella hice, de favorecer á los menesterosos, y opresos de los mayo-
res. Pero porque sé, que una de las partes de la prudencia es, lo que se
puede hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar á estos señores
guardianes, y Comisario, sean servidos de desataros, y dejaros ir en paz,
que no faltarán otros que sirvan al Rey en mejores ocasiones: porque me
parece duro caso hacer esclavos á los que Dios, y naturaleza hizo libres.
Cuanto más, señores guardas, añadió don Quiíote, que estos pobres no
han cometido nada contra vosotros, allá se lo haya cada uno con su peca-
do, Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al malo, ni de pre-
miar al bueno: y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de
los otros hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta manse-
dumbre, y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros: y
cuando de grado no lo hagáis, esta lanza, y esta espada, con el valor de mi
brazo, harán que lo hagáis por la fuerza. Donosa majadería, respondió el
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Comisario: bueno está el donaire con que ha salido á cabo de rato, los for-
zados del Eey quiere que le dejemos, como si tuviéramos autoridad para
soltarlos, ó él la tuviera para mandárnoslo. Vayase vuestra merced, señor,
norabuena su camino adelante, y enderécese ese bacín que trae en la cabe-
za, y no ande buscando tres pies al gato. Vos sois el gato, y el rato, y el
bellaco, respondió don Quixote: y diciendo, y haciendo, arremetió con él
tan presto, que sin que tuviese lugar de ponerse en defensa, dio con él en el
suelo, mal herido de una lanzada: y avínole bien, que este era el de la es-
copeta. Los demás guardas quedaron atónitos, y suspensos del no esperado
acontecimiento, pero volviendo sobre sí, pusieron mano á sus espadas los
de á caballo, y los de á pie á sus dardos, y arremetieron á don Quixote, que
con mucho sosiego los aguardaba: y sin duda lo pasara mal, si los galeotes
viendo la ocasión que se les ofrecía de alcanzar libertad, no la procuraran,
procurando romper la cadena donde venían ensartados. Fué la revuelta de
manera, que los guardas, ya por acudir á los galeotes que se desataban, ya
por acometer á don Quixote, que los acometía, no hicieron cosa que fuese
de provecho. Ayudó Sancho por su parte, á la soltura de Ginés de Pasa-
monte, que fué el primero que saltó en la campaña libre, y desembarazado;
y arremetiendo al Comisario caído, le quitó la espada, y la escopeta, con la
cual apuntando al uno, y señalando al otro, sin dispararla jamás, no quedó
guarda en todo el campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta de
Pasamonte, como de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les
tiraban. Entristecióse mucho Sancho deste suceso, porque se le representó
que los que iban huyendo habían de dar noticia del caso á la santa Herman-
dad, la cual á campana herida saldría á buscar los delincuentes, y así se lo
dijo á su amo, y le rogó que luego de allí se partiesen, y se emboscasen en
la sierra, que estaba cerca. Bien está eso, dijo don Quixote. pero yo sé lo
que ahora conviene que se haga: v llamando todos los galeotes, que anda-
ban alborotados, y habían despojado al Comisario, hasta dejarle en cueros,
se le pusieron todos á la redonda para ver lo que les mandaba, y así les
dijo: De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de
los pecados que más á Dios ofende, es la ingratitud. Dígolo, porque ya ha-
béis visto, señores, con manifiesta experiencia, el que de mí habéis recibi-
do, en pago del cual querría, y es mi voluntad, que cargados de esa cadena
que quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino, y vayáis á la
ciudad del Toboso, y allí os presentéis ant« la señora Dulcinea del Toboso,
y le digáis, que su caballero, el de la triste figura, se le envía á encomen-
dar: y le contéis punto por punto todos los que ha tenido esta famosa aven-
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tura, hasta poneros en la deseada libertad: j hecho esto os podréis ir donde
quisiereis, á la buena ventura. Respondió por todos Ginés Pasamonte, j
dijo: lo que vuestra merced nos manda, señor, y libertador nuestro, es im-
posible de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por
los caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando
meterse en las entrañas de la tierra, por no ser hallado de la santa Her-
mandad, que sin duda alguna ha de salir en nuestra busca: lo que vuestra
merced puede hacer, y es justo que se haga, es, mudar ese servicio y mon-
tazgo de la señora Dulcinea del Toboso, en alguna cantidad de Ave-Marías,
Credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced, y esta es
cosa que se podrá cumplir de noche, y de día: huyendo, ó reposando: en
paz, ó en guerra: pero pensar que hemos de volver ahora á las ollas de
Kgipk), digo, á tomar nuestra cadena, y á ponernos en camino del Toboso,
es pensar que es ahora de noche, que aún no son las diez del día, y es pe-
dir á nosotros eso, como pedir peras al olmo. Pues voto á tal dijo don Quí-
sote (ya puesto en cólera) don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo,
ó como os llaméis, que habéis de ir vos sólo, rabo entre piernas, con toda
la cadena á cuestas. Pasamonte que no era nada bien sufrido, estando ya
enterado que don Quixote no era muy cuerdo (pues tal disparate había co-
metido, como el de querer darles libertad) viéndose tratar mal, y de aquella
manera, hizo del ojo á los compañeros, y apartándose aparte, comenzaron á
llover tantas y tantas piedras sobre don Quixote, que no se daba manos á
cubrirse con la rodela: y el pobre de Rocinante no hacía más caso de la es-
puela, que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él
se defendía de la nube, y pedrisco que sobre entrambos llovía. No se pudo
escudar tan bien don Quixote, que no le acertasen no sé cuantos guijarros
en el cuerpo, con tanta fuerza, que dieron con él en el suelo: y apenas hubo
caído, cuando fué sobre él el estudiante, y le quitó la bacía de la cabeza, y
dióle con ella tres, ó cuatro golpes en las espaldas, y otros en la tierra, con
que la hizo casi pedazos. Quitáronle una ropilla que traía sobre las armas,
y las medias calzas le querían quitar, si las grebas no lo estorbaran. A
Sancho le quitaron el gabán, y dejándole en pelota, repartiendo entre sí los
demás despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con más cui-
dado de escaparse de la Hermandad que temían, que de cargarse de la ca-
dena, é ir á presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso. Solos quedaron
jumento, y Rocinante, Sancho, y doi Quixote. El jumento cabizbajo, y
pensativo, sacudiendo de cuaude en cuando las orejas, pensando que aún no
había cesado la borrasca de las piedras que le perseguían los oídos. Roci-
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nante, tendido junto á su amo, que tambiéu vino al suelo de otra pedrada.
Sancho en pelota, y tenaeroso de la Santa Hermandad. Don Quixote mohi-
nísimo de verse tan mal parado, por los mismos á quien tanto bien había
hecho.
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CAPITULO XXIII
De lo que le aconteció al famoso don Quixote en Sie-
rra Morena, que fué una de las más raras aventu-
ras que en esta verdadera historia se cuentan.
Viéndose tan mal parado don Quixote, dijo á su escudero: Siempre
Sancho lo he oído decir, que el hacer bien á villanos, es echar agua en la
mar. Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera escusado esta pe-
sadumbre, pero ya está hecho, paciencia, y escarmentar para desde aquí
adelante. Asi escarmentará vuestra merced, respondió Sancho, como yo
soy Turco: pero pues dice, que si me hubiera creído se hubiera escusado
este daño, créame ahora, y escusará otro mayor: porque le hago saber, que
con la santa Hermandad no hay usar de caballerías, que no se le da á ella
por cuantos caballeros andantes hay dos maravedís: y sepa que ya me pa-
rece, que sus saetas me zumban por los oídos. Naturalmente eres cobarde
Sancho, dijo don Quixote, pero porque no digas que soy contumaz, y que
jamás hago lo que me aconsejas, por esta vez quiero tomar tu consejo, y
apartarme de la furia que tanto temes, mas ha de ser con una condición,
que jamás en vida, ni en muerte has de decir á nadie, que yo me retiré,
y aparté deste peligro de miedo, sino por complacer á tus ruegos: que si
otra cosa dijeres, mentirás en ello: y desde ahora para entonces, y desde
entonces para ahora te desmiento, y digo que mientes, y mentirás todas
las veces que lo pensares, ó lo dijeres: y no me repliques más, que en solo
pensar que me aparto, y retiro de algún peligro, especialmente deste, que
parece que lleva algún es no es de sombra de miedo, estoy ya para que-
darme, y para aguardar aquí solo, no solamente á la santa Hermandad que
dices, y temes, sino á los hermanos de las doce Tribus de Israel, y á los
siete Macabeos, (1) y á Castor, y á Polux, y aun á todos los hermanos, j
hermandades que hay en el mundo. Señor, respondió Sancho, que el reti-
rar no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja á la
(1) Aunque no lo dijese en la primera edición de Cuesta, yo siempre
sostendría que era un error intencionado lo de los siete Mancebos.
— 247 -
esperanza: y de sabios es guardarse hoy para mañana, y no aventurarlo
todo en un día. Y sepa, que aunque zafio, y villano, todavía se me alcanza
algo desto que llaman, buen gobierno: así que no se arrepienta de haber
tomado mi consejo, sino suba en Kocinante, si puede, ó sino yo le ayudaré,
y sígame, que el caletre me dice, que hemos menester ahora más los pies
que las manos. Subió don Quixote, sin replicarle más palabra, y guiando
Sancho sobre su asno, se entraron por una parte de Sierra Morena, que
allí junto estaba, llevando Sancho intención de atravesarla toda, eirá salir
al Viso, ó á Almodóvar del Campo, (1) y esconderse algunos días por aque.
lias asperezas, por no ser hallados, si la Hermandad los buscase. Animóle
á esto haber visto, que de la refriega de los galeotes se había escapado
libre la despensa que sobre su asno venía, cosa que la juzgó á milagro,
«egún fué lo que llevaron, y buscaron los galeotes. Aquella noche llegaron
ú la mitad de las entrañas de Sierra Morena, adonde le pareció á Sancho,
(1) Eii el gráfico anterior consta el pradeciílo donde comieron al reti-
rarse de la despampanante refriega sostenida con el barbero, confirmán-
dolo Sancho, que en su apresuramiento por huir, marca dos direcciones:
al E., el Viso del Marqués, y al N., Almodóvar del Campo.
Fijándose en dicho gráfico, se observará que desde el sitio elegido para
descanso de nuestros héroes (donde engulleron his sobras del real) prolon-
gando dos rectas hasta los puntos que cita el imprudente Sancho, no exis-
te una milésima de diferencia; y esto, aparentemente casual, tiene fácil y
lógica explicación, si se recuerda al profesor de telemetría que midió las
distancias desde las Argamasillas á los puertos y estableció su observato-
rio en Caraculiambro.
Después pasaron el río Fresnedas, y al cruzar el camino real — tras la
escena de los galeotes — determinaron de atravesar toda la Sierra, longitu-
dinalmente, de O. á E., que es la trayectoria que recorrieron Haro y Ro-
meu — aún no había nacido D. Josoph Hermosilla — para subir á Castro-
Ferral; y aunque asegura que aquella noche llegaron á la mitad (de su
anchura, do N. á S.,) de las entrañas de la Sierra que allí junto estaba,
pasando la noche entre dos peñas y muchos alcornoques, debemos levan-
tar por ahora el juramento de no creerle por lo que diga, pues la pa:saron
en la «Serrezuela del Agua», que es la montañuela por donde iba saltando
Cardenio al amanecer.
Enfrente, por el N., está Ortezuela, (jue ahora se dico Huertezuelas de
•Sierra Morena, y e^ta terminación en uda, se usa mucho por aquella parte
de España descubierta nn poco después que I^as Hurdes; salvando el caso
— ¡claro está! — de que sea un italianismo más, y yo no rae haya apercibido.
Y, para terminar, agregan los cabreros: le homs de llevar á la villa de
Almodóvar, que está de aquí ocho leguas. Justas y cabales. Esa es la distan-
cia que media entre Sierra Morena y Almodóvar del Campo, por Mestan-
la y el Puerto llano.
— 2^8 —
pasar aquella noche, y aun otros algunos días, al menos todos aquellos que
durase el matíilotaje que llevaba: y así hicieron noche entre dos peñas, y
entre muchos alcornoques. Pero la suerte fatal, que segiin opinión de los
que no tienen lumbre de la verdadera Fe, todo lo guía, guisa, y compone
á su modo, ordenó, que Ginés de Pasamonte, el famoso embustero, y
ladrón, que de la cadena, por virtud, y locura de don Quixote, se había
escapado, llevado del miedo de la santa Hermandad (de quien con justa
razón temía) acordó de esconderse en aquellas montañas: y llevóle su suer-
te, y su miedo á la misma parte donde había llevado á don Quixote, y á
Sancho Panza, á hora y tiempo que los pudo conocer, y á punto que los
dejó dormir. Y como siempre los malos son desagradecidos, y la necesidad
sea ooasión de acudir á lo que se debe, y el remedio presente venza á lo
porvenir, Ginés, que no era ni agradecido, ni bien intencionado, acordó de
hurtar el asno á Sancho Panza, no curándose de Rocinante, por ser prenda
tan mala para empeñada, como para vendida. Dormía Sancho Panza, hur-
tóle su jumento, y antes que amaneciese se halló bien lej^^s de poder ser
hallado. Salió la Aurora alegrando la tierra, y entristeciendo á Sancho Pan-
za, porque halló menos su Rucio, el cual viéndose sin él, comenzó á hacer
el más triste, y doloroso llanto del mundo: y fué de manera, que don Qui-
xote despertó á las roces, y oyó que en ellas decía: O hijo de mis entrañas,
nacido en mi misma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer., envi-
dia de mis vecinos, alivio de mis cargas: y finalmente, sustentador de la
mitad de mi persona, porque con veinte, y seis maravedís que ganaba cada
día, mediaba yo mi despensa. Don Quixote que vio el llanto, y supo la
causa, consoló á Sancho con las mejores razones que pudo, y le rogó que
tuviese paciencia, prometiéndole de darle una cédula de cambio, para que
le diesen tres en su casa, de cinco que había dejado en ella. Consolóse
Sancho con esto, y limpió sus lágrimas, templó sus sollozos, y agradeció á
don Quixote la merced que le hacía. El cual como entró por aquellas mon-
tañas, se le alegró el corazón, pareciéndole aquellos lugares acomodados
para las aventuras que buscaba. Reducíansele á la memoria los maravillo-
sos acaecimientos, que en semejantes soledades, y asperezas habían suce-
dido á caballeros andantes: Iba pensando en estas cosas, tan embebido, y
transportado en ellas, que de ninguna otra se acordaba. Ni Sancho llevaba
otro cuidado (después que le pareció que caminaba por parte segura) sino
de satisfacer su estómago con los relieves que del despojo clerical habían
quedado, y así iba tras su amo cargado con todo aquello que había de lle-
var el Rucio, sacando de un costal, j embaulando en su panza: y no se le
— 249 —
diera por hallar otra aventura entretanto que iba de aquella manera, un
ardite. En esto alzó los ojos, y vio que su amo estaba parado, procurando
con la punta del lanzóu alzar no sé qué bulto que estaba caído en el suelo,
por lo cual se dio priesa á llegar á ayudarle, si fuese menester: y cuando
llegó fué á tiempo, que alzaba con la punta del lanzón un cojín, y una ma-
leta asida á él, medio podridos, ó podridos del todo, y deshechos: mas
pesaba tanto, que fué necesario que Sancho se apease á tomarlos, y man-
dóle su amo que viese lo que en la maleta venía. Hízolo con mudia pres-
teza Sancho, y aunque la maleta venía cerrada con una cadena, y su can-
dado, por lo roto, y podrido della vio lo que en ella, que eran cuatro cami-
sas de delgada holanda, y otras cosas de lienzo, no menos curiosas que lim-
pias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de escudos de oro: y así
como los vio, dijo: Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una
aventura que sea de provecho. Y buscando más, halló un librillo de memo-
ria, ricamente guarnecido. Este le pidió don Quixote, y mandóle que guar-
dase el dinero, y lo tomase para él. Besóle las manos Sancho, por la mer-
ced, y desvalijando á la valija de su lencería, la puso en el costal de la
despensa. Todo lo cual, visto por don Quixote, dijo: Paréceme Sancho (y
no es posible que sea otra cosa) que algún caminante descaminado debió
de pasar por esta Sierra, y salteándole Malandrines, le debieron de matar,
y le trajeron á enterrar en esta tan escondida parte? No puede ser eso, res-
pondió Sancho, porque si fueran ladrones, no se dejaran aquí este dinero.
Verdad dices, dijo don Quixote, y así no adivino, ni doy en lo que esto
pueda ser: mas espérate veremos si en este librillo de memoria hay alguna
cosa escrita, por donde podamos rastrear, y venir en conocimiento de lo que
deseamos. Abrióle, y lo primero que halló en él, escrito como en borrador,
aunque de muy buena letra, fué un Soneto, que leyéndole alto porque San-
cho también lo oyese, vio que decía desta manera.
O le falta al amor conocimiento,
O le sobra crueldad, ó no es mi pena
Igual á la ocasión que me condena,
Al género más duro de tormento.
Pero si amor es dios, es argumento,
Que nada ignora, y es razón muy buena,
Que un dios no sea cruel: pues quién ordena
El terrible dolor que adoro, y siento?
Si digo qun sois vos Fili, no acierto.
Que tanto mal en tanto bien no cabe.
— 250 —
Ni me viene del cielo esta ruina.
Presto habré de morir, que e'i lo máa cierto,
Que al mal, de quien la causa no se sabe,
Milagro es acertar la medicina.
Por esta trova, dijo Sancho, ne se puede saber nada, si ja no es que
por ese hilo que está ahí se saque el ovillo de todo. Qué hilo está aquí,
dijo don Quixote? Paréceme, dijo Sancho, que vuestra merced nombró ahí
hilo. No dije sino Fili, respondió don Quixote, y éste sin duda es el nom-
bre de la dama de quien se queja el autor deste Soneto: y á fe que debe de
ser razonable Poeta, ó yo sé poco de arte. Luego también, dijo Sancho, se
le entiende á vuestra merced de trovas? Y más de lo que tu piensas, res-
pondió don Quixote, y veráslo cuando lleves una carta escrita en verso de
arriba abajo, á mi señora Dulcinea del Toboso: porque quiero que sepas
Sancho, que todos, ó los más caballeros andantes de la edad pasada, eraa
grandes trovadores, y grandes músicos, que estas dos .habilidades, ó gra-
cias (por mejor decir) son anejas á, ios enamorados andantes. Verdad es,
que las coplas de los pasados caballeros, tienen más de espíritu, que de
primor. Lea más vuestra merced dijo Sancho, que ya hallará algo que nos
satisfaga. Volvió la hoja don Quixote, y dijo: Esto es prosa, y parece carta.
Carta misiva, señor, preguntó Sancho? En el principio no parece sino de
amores, respondió don Quixote. Pues lea vuestra merced alto, dijo Sancho,
que gusto mucho destas cosas de amores. Que me place, dijo don Quixote,
y leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio que decía desta
manera.
«Tu falsa promesa, y mi cierta desventura, me llevan á parte, donde
antes volverán á tus oídos las nuevas de mi muerte, que las razones de
mis quejas. Desechásteme, ó ingrata, por quien tiene, mas no por quien
vale más que yo: mas si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envi-
diara yo dichas agenas, ni llorara desdichas propias. Lo que levantó tu
hermosura, han derribado tus obras: por ella entendí, que eras Ángel, y
por ellas conozco que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi gue-
rra, y haga el cielo, que los engaños de tu esposo estén siempre encubier-
tos, porque tú no quedes arrepentida de lo que hiciste, y yo no tome ven-
ganza de lo que no deseo.»
Acabando de leer la carta, dijo don Quixote: Menos por ésta que por
los versos se puede sacar más, de que quien la escribió es algún desdeñado
amante. Y hojeando casi todo el librillo, halló otros versos, y cartas, que
- 251 —
algunos pudo leer, y otros no: pero lo que todos contenían, eran quejas,
lamentos, desconfianzas, sabores, y sinsabores; favores, y desdenes, solem-
nizados los unos, y llorados los otros. En tanto que don Quixote pasaba el
libro, pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincón en toda ella, ni en el cojín
que no buscase, escudriñase, ó inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni
vedija de lana que no escarmenase, porque no se quedase nada por diligen-
cia, ni mal recado: tal golosina habían despertado en él los hallados escu-
dos, que pasaban de ciento. Y aunque no halló más de lo hallado, dio por
bien empleados los vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, las bendi-
ciones de las estacas, las puñadas del harriero, la falta de las alforjas, el
robo del gabán, y toda la hambre, sed, y cansancio que había pasado en
servicio de su buen señor, pareciéndole que estaba más que rebién pagado
con la merced recibida, de la entrega del hallazgo. Con gran deseo quedó
el caballero de la triste figura, de saber quien fuese el dueño de la maleta,
conjeturando por el Soneto, y carta, por el dinero en oro, y por las tan
buenas camisas, que debía de ser de algún principal enamorado, á quien
desdenes, y malos tratamientos de su dama, debían de haber conducido á
algún desesperado término. Pero como por aquel lugar inhabitable, y es-
cabroso, no parecía persona alguna de quien poder informarse, no se curó
de más, que de pasar adelante, sin llevar otro camino que aquel que Boci-
nante quería, que era por donde él podía caminar: siempre con imagina-
ción que no podía faltar por aquellas malezas, alguna extraña aventura:
Yendo pues con este pensamiento, vio que por cima de una montañuela,
que delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre de risco en
risco, y de mata en mata, con extraña ligereza. Figurósele que iba desnu-
do, la barba negra, y espesa, los cabellos muchos, y rebultados, los pies
descalzos, y las piernas sin cosa alguna: los muslos cubrían unos calzones,
al parecer de terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos, que por muchas
partes se le descubrían las carnes. Traía la cabeza descubierta, y aunque
I>a^ó con la ligereza que se ha dicho, todas estas menudencias miró, y notó
el caballero de la triste figura: y aunque lo procuró no pudo seguirle, por-
que no era dado á la debilidad de Rocinante andar por aqueUas asperezas,
y más siendo él de suyo pisacorto, y ñemático. Luego imaginó don Quixo-
te, que aquel era el dueño del cojín, y de la maleta, y propuso en sí de
buscarle, aunque supiese andar un año por aquellas montañas hasta hallar-
le: y así mandó á Sancho, que se apease del asno, y atajase por la una
parte de la montaña, que él iría por la otra, y podría ser que topasen con
esta diligencia, con aquel hombre que con tanta priesa se les había quitado
— 352 —
de delante. No podré hacer eso, respondió Sancho, porque en apartándome
de vuestra merced, luego es conmigo el miedo, que me asalta con mil gé-
neros de sobresaltos, y visiones. Y sírvale esto que digo de aviso, para que
de aquí adelante no rae aparte un dedo de su presencia. Así será, dijo el de
la triste figura, y yo estoy contento de que te quieras valer de mi ánimo,
el cual no te ha de faltar, aunque te falte el ánima del cuerpo: y vente ahora
tras mí, poco á poco, ó como pudieres, y haz de los ojos linternas, rodea-
remos esta serrezuela, quizá toparemos con aquel hombre que vimos, el
cual sin duda alguna no es otro, que el dueño de nuestro hallazgo. A lo
que Sancho respondió: Harto mejor sería no buscarle, porque si le halla-
mos, y acaso fuese el dueño del dinero, claro está que lo tengo de restituir,
y así fuera mejor sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo yo con buena íé,
hasta que por otra vía menos curiosa, y diligente pareciera su verdadero
señor, y quizá fuera á tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el Rey me
hacía franco. Engañaste en esto Sancho, respondió don Quixot«, que ya que
hemos caído en sospecha de quien es el dueño, casi delante, estamos obli-
gados á buscarle, y volvérselos: y cuando no le busquemos, la vehemente
sospecha que tenemos de que él lo sea, nos pone ya en tanta culpa como
si lo fuese. Así que Sancho amigo, no te dé pena el buscarle, por la que á
mí se me quitará, si le hallo: y así picó á Rocinante, y siguióle Sancho á
pie, y cargado, merced á Ginesillo de Pasamente. Y habiendo rodeado la
montaña, hallaron en un arroyo caída, muerta, y medio comida de perros,
y picada de grajos, una muía, ensillada, y enfrenada. Todo lo cual confirmó
en ellos más la sospecha, de que aquel que huía era el dueño de la muía, y
del cojín. Instándola mirando, oyeron un silbo, como de pastor que guarda-
ba ganado: y á deshora á su siniestra mano, parecieron una buena cantidad
de cabras, y tras ellas por cima de la montaña, apareció el cabrero que las
guardaba, que era un hombre anciano. Dióle voces don Quísote, y rogóle
que bajase donde estaba. El respondió á gritos, que quién les había traído
por aquel lugar, pocas, ó ningimas veces pisado, sino es de cabras, ó de lo-
bos, y otras fieras que por allí andaban? Respondióle Sancho, que bajase,
que de todo le darían buena cuenta. Bajó el cabrero, y en llegando adonde
don Quiíote estaba, dijo: Apostaré que está mirando la muía de alquiler que
está muerta en esa hondonada, pues á buena fe que ha ya seis meses que
está en ese lugar. Díganme, han topado por ahí á su dueño? No hemos to-
pado á nadie, respondió don Quixote, sino á un cojín, y á una maletilla que
no lejos deste lugar hallamos. También la hallé yo, respondió el cabrero,
mas nunca la quise alzar, ni llegar á ella, temeroso de algún desmán, y áe
- 253 —
que no me la pidiesen por hurto, que es el diablo sutil, y debajo de los pies
8e levanta al hombre cosa donde tropiece, y caiga, sin saber cómo, ni como
DO. Eso mismo es lo yo digo, respondió Sancho, que también la hallé yo, y
no quise llegar á ella con un tiro de piedra; alli la dejé, y allí se queda
como se estaba, que no quiero perro con cencerro. Decidme buen hombre,
dijo don Quixote, sabéis vos quien sea el dueño destas prendas? Lo que sa-
bré yo decir, dijo el cabrero, es, que habrá al pie de seis meses, poco más
ó menos, que llegó á una majada de pastores, que estará como tres leguas
deste lugar, un mancebo de gentil talle, y apostura, caballero sobre esa
misma muía que ahí está muerta, y con el mismo cojín, y maleta, que de-
cís que hallasteis, y no tocasteis. Preguntónos que cuál parte desta sierra era
la más áspera, y escondida. Dijímosle, que era esta donde ahora estamos:
y es, así la verdad, porque si entráis media legua más adentro, quizá no
acertaréis á salir: y estoy maravillado de cómo habéis podido llegar aquí,
porque no hay camino, ni senda que á este lugar encamine. Digo pues,
que en oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió las riendas, y enca-
minó hacia el lugar donde le señalamos, dejándonos á todos contentos
de su buen talle, y admirados de su demanda, y de la priesa con que le
veíamos caminar, y volverse hacia la sierra: y desde entonces nunca más le
vimos, hasta que desde allí á algunos días salió al camino á uno de nues-
tros pastores, y sin decirle nada se allegó á él, y le dio muchas puñadas, y
coces, y luego se fué á la borrica del hato, y le quitó cuanto pan, y queso
en ella traía: y con extraña ligereza, hecho esto, se volvió á entrar en la
sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le anduvimos á buscar casi
dos días, por lo más cerrado desta sierra, al cabo de los cuales le hallamos
metido en el hueco de un grueso, y valiente alcornoque. Salió á nosotros
con mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y el rostro desfigurado, y tos-
tado del Sol, de tal suerte, que apenas le conocimos, sino que los vestidos,
aunque rotos, con la noticia que dellos teníamos, nos dieron á entender que
era el que buscábamos- Saludónos cortésmente, y en pocas, y muy buenas
razones nos dijo, que no nos maravillásemos de verle andar de aquella
suerte, porque así le convenía para cumplir cierta penitencia que por sus
muchos pecados le había sido impuesta. Rogámosle que nos dijese quién
era, mas nunca lo pudimos acabar con él. Pedímosle también, que cuando
hubiese menester el sustento (sin el cual no podía pasar) nos dijese dónde
le hallaríamos, porque con mucho amor, y cuidado se lo llevaríamos: y que
si esto tampoco fuese de su gusto, que al menos saliese á pedirlo, y no á
quitarlo á los pastores. Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió perdón de
— 254 -
los asaltos pasados, y ofreció de pedirlo de allí adelante por amor de Dios,
sin dar molestia alguna á nadie. En cuanto lo que tocaba á la estancia de
su habitación dijo, que no tenia otra que aquella que le ofrecía la ocasión
donde le tomaba la noche, y acabó su plática con un tierno llanto, que bien
fuéramos de piedra los que escuchado le habíamop, si en él no le acompañá-
ramos: considerándole como le habíamos visto la vez primera, y cual le vela-
mos entonces. Porque como tengo dicho, era muy gentil, y agraciado man-
cebo, y en sus corteses, y concertadas razones, mostraba ser bien nacido, y
muy cortesana persona. Que puesto que éramos rústicos los que le escu-
chábamos, su gentileza era tanta, que bastaba á darse conocer á la misma
rusticidad. Y estando en lo mejor de su plática paró, y enmudecióse: clavó
los ojos en el suelo por un buen espacio, en el cual todos estuvimos que-
dos, y suspensos, esperando en qué había de parar aquel embelesamiento,
con no poca lástima de verlo, porque por lo que hacía de abrir los ojos,
estar fijo mirando al suelo, sin mover pestaña gran rato, y otras veces ce-
rrarlos, apretando los labios, y enarcando las cejas, fácilmente conocimos,
que algún accidente de locura le había sobrevenido: mas él nos dio á en-
tender presto, ser verdad lo que pensábamos: porque se levantó con gran
furia del suelo, donde se había echado, y arremetió con el primero que
halló junte á sí con tal denuedo, y rabia, que sino se le quitáramos le ma-
tara á puñadas, y á bocados. Y todo esto hacía, diciendo: A fementido
Fernando, aquí, aquí me pagarás la sinrazón que me hiciste, estas manos
te sacarán el corazón, donde albergan, y tienen manida todas las maldades
juntas, principalmente el fraude, y el engaño: y á éstas añadía otras razo-
nes, que todas se encaminaban á decir mal de Fernando, y á tacharle de
traidor, y fementido. Quitámosele pues con no poca pesadumbre, y él sin
decir más palabra se apartó de nosotros, y se emboscó corriendo por entre
estos jarales, y malezas, de modo que nos imposibilitó el seguirle. Por
esto conjeturamos, que la locura le venía á tiempos, y que alguno que se
llamaba Fernando, le debía de haber hecho alguna mala obra, tan pesada,
cuanto lo mostraba el término á que le había conducido. Todo lo cual se
ha confirmado después acá, con las veces (que han sido muchas) qus él ha
salido al camino, unas á pedir á los pastores le den de lo que llevan para
comer, y otras á quitárselo por fuerza: porque cuando está con el acciden-
te de la locura, aunque los pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo
admite, sino que lo toma á puñadas: y cuando está en su seso lo pide por
amor de Dios, cortés, y comedidamente, y rinde por ello muchas gracias,
y no con falta de lágrimas. Y en verdad os digo, señores, prosiguió el ca-
- 255 -
brero, que ayer determinamos yo, y cuatro zagales, los dos criados, y los
dos amigos míos, de buscarle, hasta tanto que le hallemos, y después de
hallado, ya por fuerza, ya por grado, le hemos de llevar á la villa de Almo-
dóvar, que está de aquí ocho leguas, y allí le curaremos, si es que su mal
tiene cura, ó sabremos quién es cuando esté en su seso, y si tiene parien-
tes á quien dar noticia de su desgracia. Esto es, señores, lo que sabré de-
ciros de lo que rae habéis preguntado: y entended que el dueño de las
prendas que hallasteis, es el mismo que visteis pasar con tanta ligereza,
como desnudez: que ya le había dicho don Quixote, cómo había visto pasar
aquel hombre saltando por la sierra. El cual quedó admirado de lo que al
cabrero había oído, y quedó con más deseo de saber quién era el desdicha-
do loco, y propuso en sí lo mismo que ya tenía pensado, de buscarle por
toda la montaña, sin deiar rincón, ni cuenca en ella que no mirase, hasta
hallarle. Pero hízolo mejor la suerte, de lo que él pensaba, ni esperaba:
porque en aquel mismo instante apareció por entre una quebrada de una
sierra que salía donde ellos estaban, el mancebo que buscaba: el cual venía
hablando entre sí, cosas que no podían ser entendidas de cerca, cuanto más
de lejos. Su traje era cual se ha pintado, solo que llegando cerca vio don
Quixote, que un coleto hecho pedazos que sobre sí traía, era de ámbar: por
donde acabó de entender, que persona que tales hábitos traía, no debía
de ser de ínfima calidad. En llegando el mancebo á ell«s, los saludó con
una voz desentonada, y bronca, pero con mucha cortesía. Don Quixote le
volvió los saludos, con no menos comedimiento, y apeándose de Rocinante,
con gentil continente, y donaire le fué á abrazar, y le tuvo un buen espa-
cio estrechamente entre sus brazos, como si de luengos tiempos le hubiera
conocido. El otro, á quien podemos llamar el Roto de la mala figura (como
á don Quixote, el de la triste) después de haberse dejado abrazar, le apartó
un poco de sí, y puestas sus manos en los hombros de don Quixote, le es-
taba mirando, como que quería ver si le conocía: no menos admirado quizá,
de ver la figura, talle, y armas de don Quixote, que don Quixote lo estaba
de verle á él. En resolución, el primero que habló después del abraza-
miento, fué el Roto, y dijo lo que se dirá adelante.
2--,6 -
CAPITULO XXIV
Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena.
Dice la historia, que era grandísima la atención con que don Quiíote
escuchaba al astroso caballero de la Sierra, el cual prosiguiendo su plática,
dijo: Por cierto, señor, quienquiera que seáis, que yo no os conozco, yo os
agradezco las muestras, y la cortesía que conmigo habéis usado: y quisiera
yo hallarme en términos que con más que la voluntad pudiera servir la
que habéis mostrado tenerme, en el buen acogimiento que me habéis he-
cho, mas no quiere mi suerte darme otra cosa con que corresponda á las
buenas obras que me hacen, que buenos deseos de satisfacerlas. Los que yo
tengo respondió don Quixote, son de serviros, tanto, que tenia determina-
do de no salir destas sierras hasta hallaros, y saber de vos si al dolor que
en la extrañeza de vuestra vida mostráis tener, se podía hallar algún géne-
ro de remedio: y si fuera menester buscarle, buscarle con la diligencia po-
sible. Y cuando vuestra desventura fuera de aquellas que tienen cerradas
las puertas á todo género de consuelo, pensaba ayudaros á llorarla, y á pla-
ñiría como mejor pudiera, que todavía es consuelo en las desgracias, hallar
quien se duela dellas. Y si es que mi buen intento merece ser agradecido
con algún género de cortesía, yo os suplico señor, por la mucha que veo
que en vos se encierra: y juntamente os conjuro, por la cosa que en esta
vida más habéis amado, ó amáis, que me digáis quien sois, y la causa que
os ha traído á vivir, y á morir entre estas soledades, como bruto animal,
pues moráis entre ellos, tan ageno de vos mismo, cual lo muestra vuestro
traje, y persona. Y juro (añadió don Quixote) por la orden de caballería
que recibí (aunque indigno, y pecador) y por la profesión de caballero an-
dante, que si en esto, señor, me complacéis, de serviros con las veras á que
me obliga el ser quien soy: ora remediando vuestra desgracia, si tiene re-
medio: ora ayudándoos á llorarla, como os lo he prometido. El caballero
del bosque, que de tal manera oyó hablar al de la triste figura, no hacía
sino mirarle, y remirarle, y tornarle ú mirar de arriba abajo: y después
que le hubo bien mirado, le dijo: Si tienen algo que darme de comer, por
amor de Dios que me lo den, que después de haber comido yo haré todo
- 257 -
lo que se me manda, en agradecimiento de tan buenos deseos como aquí
se me han mostrado. Luego sacaron, Sancho de su costal, y el cabrero de
su zurrón con que satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo que le dieron
como persona atontada, tan apriesa, que no daba espacio de un bocado al
otro, pues antes los engullía que tragaba: y en tanto que comía, ni él, ni
los que le miraban hablaban una palabra. Como acabó de comer, les hizo
de señas que le siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó á un verde pra-
decillo, que á la vuelta de una peña, poco desviada de allí estaba. En lle-
gando á él se tendió en el suelo, encima de la yerba, y los demás hicieron
lo mismo: y todo esto sin que ninguno hablase, hasta que el Roto, después
de haberse acomodado en su asiento, dijo: Si gustáis señores, que os diga
en breves razones la inmensidad de mis desventuras, habeisme de prome-
ter, de que con ninguna pregunta, ni otra cosa, no interrumpiréis el hilo
de mi triste historia: porque en el punto que lo hagáis, en ese se quedará
!o que fuere contando. Estas razones del Roto, trajeron á la memoria á don
Quixote el cuento que le había contado su escudero, cuando no acertó el
número de las cabras que habían pasado el río, y se quedó la historia pen-
diente. Pero volviendo al Roto, prosiguió, diciendo: Esta prevención que
hago, es, porque querría pasar brevemente por el cuento de mis desgra-
cias: que el traerlas á la memoria no me sirve de otra cosa, que añadir
otras de nuevo: y mientras menos me preguntéis, mas presto acabaré yo
de decirlas, puesto que no dejaré por contar cosa alguna, que sea de im-
portancia, para no satisfacer del todo á vuestro deseo. Don Quixote lo pro-
metió en nombre de los demás: y él con este seguro, comenzó desta
manera:
Mi nombre es Cardenio, mi patria una ciudad de las mejores desta
Andalucía, (1) mi linaje noble, mis padres ricos, mi desventura tanta, que
(1) La ambigüedad que imprimió el Genio á esta frase de construc
ción sencillísima ha producido un estado caótico en el que, por de-^gracia
y con rara unanimidad, se han mostrado contormes los críticos.
Desta Andalucía, se ha interpretado en el sentido natural que deíinede
un modo concreto la permanencia en tierra andaluza, pero como Cervan-
tes la empleó en sentido figurado, esta forma elíptica da á entender que
Cardenio, en tierra mtinche;/a, puesto en pié y acompañando la acción á la pa-
labra, señaló el punto hacia donde radicaba el pueblo de su naturaleza.
Tampoco estoy conforme con el que, como ampliación al concepto
anterior, Be le ha dudo á la frase madre de los mejores caballos del mundo.
Cervantes no dijo nada de los cal)allo3 cordobeses, reconocidos y ensalza-
dos por la farají en tiempos árabes, infiriendo yo (^ue hace alusión á Lfbe-
17
— 258 —
la deben de haber llorado mis padres, y sentido mi linaje, sin poderla ali-
viar con su riqueza: que para remediar desdichas del cielo, poco suelen
valer los bienes de fortuna. Vivía en esta misma tierra un cielo, donde-
puso el amor toda la gloria que yo acertara á desearme. Tal es la hermo-
sura de Luscinda, doncella tan noble, y tan rica como yo, pero de más ven-
tura, y de menos firmeza de la que á mis honrados pensamientos se debía.
A esta Luscinda amé, quise, y adoré, desde mis tiernos, y primeros años:
y ella me quiso á mi, con aquella sencillez, y buen ánimo, que su poca
edad permitía. Sabían nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba
dallo, porque bien veían, que cuando pasaran adelante, no podían tener
otro fin, que el de casarnos: cosa que casi la concertaba la igualdad de
nuestro linaje, y riquezas. Creció la edad, y con ella el amor de entrambos,
que al padre de Luscinda le pareció, que por buenos respetos estaba obli-
gado á negarme la entrada de su casa: casi imitando en esto, á los padres
de aquella Tisbe, tan decantada de los Poetas. Y fué esta negación, añadir
llama á llama, y deseo á deseo: porque aunque pusieron silencio á las len-
guas, no le pudieron poner á las plumas, las cuales con más libertad que
las lenguas suelen dar á entender á quien quieren, lo que en el alma está
encerrado, que muchas veces la presencia de la cosa amada, turba, y en-
mudece la intención más determinada, y la lengua más atrevida. Ay cie-
los, y cuántos billetes la escribí? Cuan regaladas, y honestas respuestas
tuve? Cuántas canciones compuse, y cuántos enamorados versos, donde el
alma declaraba, y trasladaba sus sentimientos, pintaba sus encendidos de-
seos, entretenía sus memorias,, y recreaba su voluntad? En efecto, viéndo-
me apurado, y que mi alma se consumía con el deseo de verla, determiné
poner por obra, y acabar en un punto, lo que me pareció que más conve-
nía para salir con mi deseado, y merecido premio: y fué, el pedírsela á su
padre por legítima esposa, como lo hice. A lo que él me respondió: Que
me agradecía la voluntad que mostraba de honrarle, y de querer honrarme
con prendas suyas, pero que siendo mi padre vivo, á él tocaba de justo de-
recho, hacer aquella demanda: porque sino fuese con mucha voluntad, j
da, que desde época remota conservaban esta nombradla los potros que
se criaban en sus lomas.
Y, á propósito: Clemencín ignoraba la procedencia de una locución
que corre de boca en boca: irse por los cerros de l'beda. Maestro de escue-
la. Académico, autor de una Gramática, criticador del Quixote , no e»
lo mipmo ir á Valladolid, que hablar con el Ordinario, l'n mayoral de
"Übeda se lo hubiera explicado.
— 259 —
gusto suyo, no era Luscinda para tomarse, ni darse á hurto. Yo le agra-
decí su buen intento, pareciéndome que llevaba razón en lo que decía, y
que mi padre vendría en ello, como yo se lo dijese. Y con este intento,
luego en aquel mismo instante fui á decirle á mi padre lo que deseaba: y
al tiempo que entré en un aposento donde estaba, le hallé con una carta
abierta en la mano, la cual antes que yo le dijese palabra, me la dio, y me
dijo: Por esa carta verás Cárdenlo, la voluntad que el Duque Ricardo tiene
de hacerte merced. Este Duque Ricardo, como ya vosotros, señores, debéis
de saber, es un grande de España, que tiene su estado en lo mejor desta
Andalucía. Tomé, y leí la carta la cual venía tan encarecida, que á mí mis-
mo me pareció mal, si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella se le
pedía, que era, que me enviase luego donde él estaba, que quería, que
fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor: y que él tomaba á cargo
el ponerme en estado, que correspondiese á la estimación en que me
tenía. Leí la carta, y enmudecí leyéndola, y mas cuando oí que mi padre
me decía: De aquí á dos días te partirás Cardenio, á hacer la voluntad del
Duque, y da gracias á Dios que te va abriendo camino por donde alcances
lo que yo sé que mereces. Añadió á éstas otras razones de padre consejero.
Llegóse el término de mi partida, hablé una noche á Luscinda, díjele todo
lo que pasaba, y lo mismo hice á su padre, suplicándole se entretuviese
algunos días, y dilatase el darla estado, hasta que yo viese lo que Ricardo
me quería. El me lo prometió, y ella me la confirmó con mil juramentos,
y mil desmayos. Vine en fin donde el Duque Ricardo estaba, fui del tan
bien recibido, y tratado que desde luego comenzó la envidia á hacer su
oficio, teniéndomela los criados antiguos; pareciéndoles, que las muestras
que el Duque daba de hacerme merced, habían de ser en perjuicio suyo.
Pero el que más se holgó con mi ida, fué un hijo segundo del Duque, lla-
mado Fernando, mozo gallardo, gentilhombre, liberal, y enamorado: el
cual en peco tiempo quiso que fuese tan su amigo, que daba que decir íi
todos: y aunque el mayor me quería bien, y me hacía merced, no llegó al
extremo con que don Fernando me quería, y trataba. Es pues el caso, que
como entre los amigos no hay cosa secreta, que no se comunique, y la pri-
vanza que yo tenía con don Fernando, dejaba de serlo, por ser amistad,
todos sus pensamientos me declaraba, especialmente uno enamorado, que
le traía con un poco de desasosiego. Quería bien á una labradora, vasalla
de su padre: y ella los tenía muy ricos, y era tan hermosa, recatada, dis-
creta, y honesta, que nadie que la conocía se determinaba en cual destas
cosas tuviese más excelencia, ni más se aventajase. Estas tan buenas par-
— 26o —
tes (le la hermosa labradora, redujeron á tal término los deseos de don
Fernando, que se determinó para poder alcanzarlo (y conquistar la entere-
za de la labradora) darle palabra de ser su esposo, porque de otra manera,
era procurar lo imposible. Yo obligado de su amistad, con las mejores ra-
zones que supe, y con los más vivos ejemplos que pude, procuré estorbar-
le, y apartarle de tal propósito. Pero viendo que no aprovechaba, determi-
né de decirle el caso al Duque Ricardo su pndre. Mas don Fernando, como
astuto, y discreto, se receló, y temió desto, por parecerle que estaba yo
obligado, en vez de buen criado, no tener encubierta cosa que tan en per-
juicio de la honra de mi señor el Duque venía: y asi por divertirme, y en-
gañarme, me dijo: Que no hallaba otro mejor remedio para poder apartar
de la memoria la hermosura que tan sujeto le tenía, que el ausentarse por
algunos meses: y que quería que la ausencia fuese, que los dos viniésemos
en casa de mi padre, con ocasión que darían al Duque, que venia á ver, y
á feriar unos muy buenos caballos, que en mi ciudad había, que es madre
de los mejores caballos del mundo. Apenas le oí yo decir esto, cuando
(movido de mi afición) aunque su determinación no fuera tan buena, la
aprobara yo por una de las más acertadas que se podían imaginar: por ver
cuan buena ocasión y coyuntura se me ofrecía, de volver á ver á mi Lus-
cinda. Con este pensamiento, y deseo, aprobé su parecer, y esforcé su pro-
pósito, diciéndole, que lo pusiese por obra con la brevedad posible, porque
en efecto la ausencia hacía su oficio, apesar de los más firmes pensamien-
tos. Y cuando él me vino á decir esto, según después se supo, había goza-
do á la labradora, con título de esposo, y esperaba ocasión de descubrirse
á su salvo, temeroso de lo que el Duque su padre haría, cuando supiese su
disparate: Sucedió pues, que como el amor en los mozos, por la mayor
parte no lo es, sino apetito, el cual como tiene por último fin el deleite,
en llegando á alcanzarle, se acaba, y ha de volver atrás aquello que pare-
cía amor: porque no puede pasar adelante del término que le puso natura-
leza, el cual término no le puso á lo que es verdadero amor. Quiero decir,
que así como don Fernando gozó á la labradora, se le aplacaron sus deseos,
y se resfriaron sus ahíncos: y si primero fingía quererse ausentar por reme-
diarlos, ahora de veras procuraba irse, por no ponerlos en ejecución. Dióle
el Duque licencia, y mandóme que le acompañase. Vinimos á mi ciudad,
recibióle mi padre como quien era: vi yo luego á Luscinda, tornaron á vivir
(aunque no habían estado muertos, ni amortiguados) mis deseos, de los cua-
les di cuenta, por mi mal, á don Fernando, por parecerme, que en la ley
de la mucha amistad que mostraba, no le debía SRCubrir nada. Alábele la
— 26l —
hermosura, donaire, y discreción de Luscinda, de tal manera, que mis ala-
. banzas movieron en él los deseos de querer ver doncella de tan buenas par-
tes adornada. Cumpliselos yo, por mi corta suerte, ensenándosela una no-
che, á la luz de una vela, por una ventana por donde los dos solíamos ha-
blarnos. Viola, en sayo tal, que todas las bellezas hasta entonces por él
Tistas, las puso en olvido. Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto: y
finalmente tan enamorado, cual lo veréis en el discurso del cuento de mi
desventura. Y para encenderle más el deseo (que á mí me celaba, y ai cielo
á solas descubría) quiso la fortuna, que hallase un día un billete suyo pi-
diéndome que la pidiese á su padre por esposa: tan discreto, tan honesto,
y tan enamorado, que en leyéndolo me dijo, que en sola Luscinda se ence-
rraban todas las gracias de hermosura, y de entendimiento, que en las de-
más mujeres del mundo estaban repartidas. Bien es verdad, que quiero
confesar ahora, que puesto que yo veía con cuan justas causas don Fernan-
do á Luscinda alababa, me pesaba de oír aquellas alabanzas de su boca, y
comencé á temer, y con razón á recelarme del, porque no se pasaba mo-
mento, donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la pláti-
ca aunque la trajese por los cabellos, cosa que despertaba en mí un no sé
qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de la bondad, y de la fe
de Luscinda, pero con todo eso me hacía temer mi suerte, lo mismo que
ella me aseguraba. Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que
yo á Luscinda enviaba, y los que ella me respondía, á título que la discre-
ción de los dos gustaba mucho. Acaeció pues, que habiéndome pedido Lus-
cinda un libro de caballerías en que leer, de quien era ella muy aficionada,
que era el de Amadís de Gaula. No hubo bien oído don Quixote nombrar
libro de caballerías, cuando dijo: Con que me dijera vuestra merced al prin-
cipio de su historia, que su merced de la señora Luscinda era aficionada á
libros de caballerías, no fuera menester otra exageración, para darme á en-
tender la alteza de su entendimiento, porque no le tuviera tan bueno, como
vos señor le habéis pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda:
así que para conmigo no es menester gastar más palabras en declararme
su hermosura, valor, y entendimiento, que con solo haber entendido su
afición, la confirmo por la más hermosa, y más discreta mujer del mundo:
y quisiera yo, señor, que vuestra merced le hubiera enviado junto con
Amadís de Gaula al bueno de don Rugel de Grecia, que yo sé que gustara
la señora Luscinda mucho de Daraida, y Garaya, y de las discreciones del
pastor Darinel, y de aquellos admirables versos de sus Bucólicas, cantadas.
y representadas por él con todo donaire, discreción, y desenvoltura: pero
— 203 -
tiempo podrá reñir en que se enmiende esta falta, y no dura más en ha-
cerse la enmienda, de cuanto quiera vuestra merced ser servido de venirse
conmigo á mi aldea, que allí le podré dar más de trescientos libros, que
son el regalo de mi alma, y el entretenimiento de mi vida: aunque tengo
para mi, que ya no tengo ninguno, merced á la malicia de malos, y envi-
diosos encantadores. Y perdóneme vuestra merced, el haber contravenido á
lo que prometimos, de no interrumpir su plática, pues en oyendo cosas de
caballerías, y de caballeros andantes, así es en mi mano dejar de hablar de
ellos, como lo es en la de los rayos del Sol dejar de calentar, ni humede-
cer en los de la Luna. Asi que, perdón, y proseguir, que es lo que ahora
hace más al caso: En tanto que don Qiiixote estaba diciendo lo que queda
dicho, se le había caído á Cardenio la cabeza sobre el pecho, dando mues-
tras de estar profundamente pensativo. Y puesto que dos veces le dijo don
Quixote, que prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza, ni respondía pa-
labra. Pero al cabo de un buen espacio la levantó, y dijo: No se me puede
quitar del pensamiento, ni habrá quien me lo quite en el mundo, ni quien
rae dé á entender otra cosa: y sería un majadero el que lo contrario enten-
diese, ó creyese, sino que aquel bellaconazo del Maestro Elísabat, estaba
amancebado con la Beina Madásima. íJso no, voto á tal, respondió con mu-
cha cólera don Quixote, (y arrojóle como tenía de costumbre) y esa es muy
gran malicia, ó bellaquería, por mejor decir. La Reina Madásima fué muy
principal señora, y no se ha de presumir, que tan alta Princesa se había
de amancebar con un sacapotras: y quien lo contrario entendiere, miente
como muy gran bellacazo. Y yo se lo daré á entender, á pie, ó á caballo:
armado, ó desarmado: de noche, ó de día, ó como más gusto le diere. Es-
tábale mirando Cardenio muy atentamente, al cual ya había venido el
accidente de su locura, y no estaba para proseguir su historia, ni tampoco
don Quixote se la oyera, según le había disgustado lo que de Madásima le
había oído. Extraño caso, que así volvió por ella, como si verdaderamente
fuera su verdadera, y natural señora: tal le tenían sus descomulgados
libros. Digo pues, que como ya Cardenio estaba loco, y se oyó tratar de
mentís, y de bellaco, con otros denuestos semejantes, parecióle mal la bur-
la, y alzó un guijarro que halló junto á sí, y dio con él en los pechos tal
golpe á don Quixote, que le hizo caer de espaldas. Sancho Panza que de
tal modo vio parar á su señor, arremetió al loco con el puño cerrado: y el
Roto le recibió de tal suerte, que con una puñada dio con él á sus pies, y
luego se subió sobre él, y le abrumó las costillas muy ú su sabor. El ca-
brero que le quiso defender, corrió el mismo peligro. Y después que los
— 203 —
tuvo á todos rendidos, y molidos, los dejd, y se fué con gentil sosiego, á
-^.'rabosearse en la montaña. Levantóse Sancho, y con la rabia que tenía de
verse aporreado tan sin merecerlo, acudió á tomar la venganza del cabrero,
diciéndole, que él tenía la culpa de no haberles avisado que á aquel hom-
bre le tomaba á tiempos la locura, que si esto supieran, hubieran estado
sobre aviso, para poderse guardar. Respondió el cabrero, que ya lo había
•dicho, y que si él no lo había oído, que no era suya la culpa. Replicó San-
nho Panza, y tornó á replicar el cabrero: y fué el fin de las réplicas, asirse
de las barbas, y darse tales puñadas que si don Quixote no los pusiera en
paz, se hicieran pedazos. Decía Sancho, asido con el cabrero: Déjeme vues-
tra merced, señor caballero de la triste Figura, que en este que es villano
-como yo, y no está armado caballero, bien puedo á mi salvo satisfacerme
del agravio que me ha hecho, peleando con él mano á mano, como hom-
bre honrado. Así es, dijo don Quixote: pero yo sé que él no tiene ninguna
culpa de lo sucedido. Con esto los apaciguó, y don Quixote volvió á pre-
guntar al cabrero, si sería posible hallar á Cárdenlo, porque quedaba con
gi-andísimo deseo de saber el íin de su historia. Díjole el cabrero lo que
primero había dicho, que era no saber de cierto su manida: pero que si
anduviese mucho por aquellos contornos, no dejaría de hallarle, ó cuerdo,
<5 loco.
— 264 —
CAPITULO XXV
Que trata de las extrañas cosas que en Sierramore-
na sucedieron al valiente caballero de la Mancha:
y de la imitación que hizo á la penitencia de Bel-
tenebros.
Despidióse del cabrero don Quixote, y subiendo otra vez sobre Koci-
nante, mandó á Sancho que le siguiese, el cual lo hizo con su jumento, de
muy mala gana. Y vánse poco á poco entrando en lo más áspero de la mon-
taña, y Sancho iba muerto por razonar con su amo, y deseaba que él co-
menzase la plática, por no contravenir á lo que le t^nia mandado: mas ni>
pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo: Señor don Quiiot«, vuestra merced
me eche su bendición, y me dé licencia, que desde aquí me quiero volver
á mi casa, y á mi mujer, y á mis hijos, con los cuales por lo menos habla-
ré, y departiré todo lo que quisiere, porque querer vuestra merced que Taya
con él por estas soledades, de día, y de noche, y que no le hable cuando
me diere gusto, es enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte que lu?
animales hablaran, como hablaban en tiempo de Guisopete, fuera menos
mal, porque departiera yo con mi jumento lo que me viniera en gana, y
con esto pasara mi mala aventura: que es recia cosa, y que no se puede lle-
var en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida, y no hallar, sino
coces, y manteamientos, ladrillazos, y puñadas, y con todo esto, nos hemos
de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en su corazón, como
si fuera mudo. Ya te entiendo Sancho respondió don Quixote, tú mueres
porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la lengua, dale por al-
zado, y di lo que quisieres, con condición, que no ha de durar este alza-
miento más de en cuanto anduviéremos por estas sierras. Sea asi, dijo
Sancho, hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será, y comenzando
á gozar de este salvoconducto, digo: Que qué le iba á vuestra merced en
volver tanto por aquella Keina Magimasa, ó cómo se llama? O qué hacia
al caso, que aquel Abad fuese su amigo, ó no? Que si vuestra merced pa-
sara con ello, pues no era su juez, bien creo yo, que el loco pasara adelan-
te con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro, y las coces,
— 2Ó5 —
y aun más de seis torniscones. A fé Sancho, respondió Don Quixote, que si
tú supieras como yo lo sé, cuan honrada, y cuan principal señora era hi
Beina Madásima, yo sé que dijeras, que tuve mucha paciencia, pues no
quebré la boca por donde tales blasfemias salieron. Porque es muy gran
blasfemia decir, ni pensar, que una Keina esté amancebada con un ciruja-
no. La verdad del cuento es, que aquel maestro Elisabat, que el loco dijo,
fué un hombre muy prudente, y de muy sanos consejos, y sirvió de ayo, y
de médico á la lieina: pero pensar que ella era su amiga, es disparate dig-
no de muy gran castigo. Y porque veas que Cárdenlo no supo lo que dijo,
has de advertir, que cuando lo dijo, ya estaba sin juicio. Eso digo yo, dijo
Sancho, que no había para qué hacer cuenta de las palabras de un loco,
porque si la buena suerte no ayudara á vuestra merced, y encaminara el
guijarro á la cabeza, como le encaminó al pecho, buenos quedaremos, por
haber vuelto por aquella mi señora, que Dios cohouda. (1) Pues montas que
no se librará Cárdenlo por loco. Contra cuerdos, y contra locos, está obli-
gado cualquier caballero andante á volver por la honra de las mujeres, cua-
lesquiera que sean, cuanto más por las Reinas de tan alta guisa, y pro,
como fué la lieina Madásima, á quien yo tengo particular afición, por sus
buenas partes: porque fuera de haber sido hermosa además, fué muy pru-
dente, y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas. Y los con-
sejos, y compañía del maestro Elisabat, le fué, y le fueron de mucho pro-
vecho, y alivio, para poder llevar sus trabajos, con prudencia, y paciencia.
Y de aquí tomó ocasión el vulgo Ignorante, y mal Intencionado, de decir,
y pensar, que ella era su manceba: y mienten digo otra vez, y mentirán
otras doscientas, todos los que tal pensaren, y dijeren. NI yo lo digo, ni lo
pienso, respondió Sancho, allá se lo hayan, con su pan se lo coman: si fue-
ron amancebados, ó no, á Dios habrán dado la cuenta: de mis viñas vengo,
no sé nada, no soy amigo de saber vidas agenas, que el que compra, y mien-
te en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo nací, desnudo me hallo,
ni pierdo, ni gano: mas que lo fuesen, qué rae vá á raí? Y muchos piensan
que hay tocinos, y no hay estacas. Mas quién puede poner puertas al cam-
po? Cuanto más, que de Dios dijeron. Válgame Dios, dijo don Quixote, y
que de necedades vas ensartando, qué vá de lo que tratamos, á los refranes
que enhilas? Por tu vida Sancho que calles, y de aquí adelante entre-
métete en espolear á tu asno, y deja de hacerlo en lo que no te Importa. Y
(1) Interprétese, que Dios confunda.
- 266 —
entiende con todos tus cinco sentidos, que todo cuanto yo lie liecho, hago,
€ hiciere, va muy puesto en razón, y muy coníorme á las reglas de caballe-
ría, que las sé mejor que cuantos caballeros profesaron en el mundo. Se-
ñor, respondió Sancho, y es buena regla de caballería, que andemos perdi-
dos por estas montarías, sin senda, ni camino, buscando, aún lo que el cual
después de hallado, quizá le vendrá en voluntad de acabar le que dejó co-
menzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra merced, y de mis
costillas acabándonoslas de romper de todo punto? Calla te digo otra vez
.Sancho, dijo don Quixote, porque te hago saber, que no sólo me trae por
estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el que tengo de hacer en
ellas una hazaña, con que he de ganar perpetuo nombre, y fama, en todo
lo descubierto de la tierra, y será tal, que he de echar con ella el sello á
todo aquello que puede ser perfecto, y famoso á un andante caballero. Y és
de muy gran peligro esa hazaña, preguntó Sancho Panza? No, respondió el
de la triste Figura, puesto que de tal manera podía acorrer el dado, que
echásemos azar, en lugar de encuentro, (1) pero todo ha de estar en tu di-
ligencia. En mi diligencia, dijo Sancho? Sí, dijo don Quixote, porque gi
vuelves presto, de adonde pienso enviarte, presto se acabará mi pena, y
presto comenzará mi gloria: y porque no es bien que te tenga más suspen-
so, esperando en lo que han de parar mis razones, quiero Sancho que sepas,
que el famoso Amadís de Gaula, fué uno de los más perfectos caballeros
andantes: no he dicho bien, fué uno, fué el sólo, el primero, el único, el
señor de todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo. Mal año, y mal
mes para don Belianís, y para todos aquellos que dijeren, que se le igualó
en algo, porque se engañan juro cierto. Digo asimismo, que cuando algún
pintor quiere salir famoso en su arte, procura imitar los originales de los
más únicos pintores que sabe. Y esta misma regla corre por todos los más
oficios, ó ejercicios de cuenta, que sirven para adorno de las repúblicas. Y
así lo ha de hacer, y hace, el que quisiere alcanzar nombre de prudente, y
sufrido, imitando á ülises, en cuya persona, y trabajos, nos pinta Homero,
un retrato vivo de prudencia, y de sufrimiento, como también nos mostró
Virgilio, en persona de Eneas, el valor de un hijo piadoso, y la sagacidad
de un valiente, y entendido capitán, no pintándolo, ni descubriéndolo como
(1) Me rebelo contra la opinión de Clemencín. 8i azar, en el juego, es
el lance que pierde, y encuentro, el lance que gana, hay que reconocer que
Cervantes empleó magistralmente la palabra acorrer, que en el presente
caso significa /arorecer.
— 207 —
ellos fueron: sino como habían de ser, para quedar ejemplo á los venideros
hombres de sus virtudes. Desta misma suerte Amadis fué el norte, el lu-
cero, el sol de los valientes, y enamorados caballeros, á quien debemos de
imitar todos aquellos, que debajo de la bandera de amor, y de la caballe-
ría militamos. Siendo pues esto así, como lo es, hallo yo Sancho amigo, que
el caballero andante que más le imitare, estará más cerca de alcanzar la
perfección de la caballería. Y una de las cosas en que más este caballero
mostró su prudencia, valor, valtntía, sufrimiento, firmeza, y amor, fué
cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, á hacer penitencia en la
peña Pobre, mudando su nombre, en el de Beltenebros, (1) nombre por
-cierto significativo, y propio para la vida que él de su voluntad había esco-
gido. Así que me es á mí más fácil, imitarle en esto, que no hender Gi-
gantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fraca-
sar armadas, y deshacer encantamientos. Y pues estos lugares son tan aco-
modados para semejantes efectos, no hay para que se deje pasar la ocasión,
que ahora con tanta comodidad me ofrece sus guedejas. Sn efecto, dijo
Sancho, qué es lo que vuestra merced quiere hacer, en este tan remoto Ixtr
(1) la señora Oriana j)eña Pobre Beltenebros
Cervantes, en e.'^ta ocasión se limita á referir la penitencia de Amadis
cuando se retiró á la pe7ta Pobre por desdenes de su señora amiga Oriana^
pero, ¿cómo lo hace?, desvaneciendo con una malignidad que confun-
de, y una intencioncica de dos mil legiones de los malos. Nos muestra con
arte inimitable en su construcción, paradigmas preciosos de aquella dic-
ción regional (jue guardan armonía con el godo; disemina los trozos de
tan aparato.<a creación con destreza suma, bajo la ampulosidad «metódi-
ca» de su expresión, siempre castiza, y aplica frases escogidas, empleando
palabras que con facilidad puedan representar á influjo de doble signifi-
cación el intento que desea.
La «señora», escrito con minúscula, denota que no es á «Oriana» á
quien va dirigida la alusión; la «peña Pobre», está contrapuesta á «Peña
escrita*, y aunque «Beltenebros» signifique «^belleza triste-», pudiéndose
aplicar á la corriente del Guadiana (río Ana, contracción metática de
Oriana), desapruebo esta interpretación. Es que Cervantes está haciendo
la descripciiMí del terreno en que se halla, y gran conocedor de nuestra
Historia y del Orlando, al divisar dieciseis leguas más al N. el Cerro de
Alarcos, recordó todas las circunstancias aprovechables para intercalarlas
«n el presente pasaje.
Peña (srrifa, lugar de la penitencia, dista de Fuencaliente poco más
de una legua al N. E. y en su término se encuentran los Lucos, que son
unas cuevas abiertas en la roca viva, con bastante longitud algunas de
ellas, y que, () mucho me equivoco, ó debieron albergar algún tiempo al
Genio más grande de la tierra.
Ha sido imposible congeturar la época probable de su fundación, por-
— 368 —
gar? Ya no te he dicho, respondió don Quitóte, que quiero imitar á Ama
dÍ8, haciendo aquí del desesperado, del sandio, y del furioso. Por imitar
juntamente al valiente don Roldan, cuando halló en una fuente las señales
de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro. De coya pe-
sadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las
claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó
«asas, arrastró ¡yeguas, y hizo otras cien mil insolencias, dignas de eterno
renombre, y escritura. Y puesto que yo no pienso imitar á Roldan, ó Or-
lando, ó Rotolando (que estos tres nombres tenía) parte por parte, en todas
las locuras que hizo, dijo, y pienso haré el bosquejo, como mejor pudiere,
en las que me parecieren ser más esenciales. Y podrá ser que viniese á
contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de
daño, sino de lloros, y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más,
Paréceme á mí, dijo Sancho, que los caballeros que lo tal hicieron, fueron
provocados, y tuvieron causa para hacer esas necedades, y penitencias: pero
vuestra merced, qué causa tiene para volverse loco? Qué dama le ha des-
deñado? O qué señales ha hallado, que le den á entender, que la señora
Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con Moro, ó Cristiano? Ahí
está el punto, respondió don Quixot^, y esa es la fineza de mi negocio: que
que los caracteres con que están representados los signos y jeroglíficos que
aún se perciben, no corresponden á los alfabetos conocidos, pero lógica-
mente pensando, las figuras tendrían asignada su divinidad correspon-
diente; los jeroglíficos deben guardar misteriosamente las oraciones que
dedicasen á sus dioses, y fueron sus fundadores, los indígenas primitivos,
ó alguna raza que pasó desapercibida con anterioridad á las pobladoras
que conocemos.
Debe remontarse á tiempos prehistóricos de los que no existen ni le-
yendas, de ahí que en la actualidad no sa hayan podido descifrar; y como
Jos gentiles construían sus Lucos en los parajes más montuosos y selváti-
cos, denominándolos «Bosques Sagrados* j por eso Cervantes invoca á los
rústicos dioses y á las Napeas y Driadas que son las Ninfas de los bosques.
El peñón tajado (situado entre otras muchas montañas) asegura Ha-
mete que es Punta Rebollera, con 1.160 metros de altura. Y añade: Btlt,
suena á nombre de un río germano, y como en este país hace bastante
frío, recordó que al S. de Punta llebollera surca río Frió; no muy lejos,
pero algo más al S. O., el Arroyo del ^^(lerto; y entre los arbustos, debida-
mente clasificado, consta la abundancia del Enebro.
¡Belleza triste! ¿No te parece, lector, que á este peñón rodeado de bos-
ques inextricables conviene perfectamente la palabra Bcltenébros, por
explicar en toda su intensidad el concepto para que fué creada?
Para siempre: En Sierra Madrona, desde Punta Rebollera hasta Peña
«ecrita, llevó á cabo la penitencia Don Quixote.
209 -
volverse loco un caballero andante coa causa, ni grado, ni gracias: el toque
está, desatinar sin ocasión, y dar á entender á mi dama, que si en seco hago
esfco, qué hiciera en mojado. Cuanto más, que harta ocasión tengo en la
larga ausencia que he hecho, de la siempre señora mía Dulcinea del To-
boso, que como ya oiste decir á aquel pastor de Marías Ambrosio. (1) Así
que Sancho amigo no gastes tiempo en aconsejarme, que deje tan rara, tan
felice, y tan no vista imitación. Loco soy, loco he de ser, hasta tanto que
(1) q\te como ya oiste decir á aquel pastor de Marías Ambrosio
Así consta en el facsímile de la edición de 1.608, y ¿sabes, lector, lo
que dice en las modernas? aquel pastor de marras Ambrosio Si no lo
tuviera á la vista, no lo creería; y esto es, sencillamente, ¡¡incalifícableü.
El sentido común, tal vez por ser el último que inventó el hombre en
su fraseología, ó por ser el más chiquitín de los sentidos, anduvo por los
suelos.
La cxjnstante preocupación que arrastra á las criaturas (haciéndolas
oacalar las cumbres para que se despeñen estrepitosamente), bien paten-
tizada queda leyendo lo que tradujo Hamete al primer golpe de vista en
j'U mezcolanza arábigo-raanchega: « Vuestro San Aynhrosio, fué pastor de
Marías; rebaño de humildísimas corderas, que en vuestra Santa religión atien-
den por María Magdalena, María del Carmen, María de la Concepción, Ma-
ría del Milagro, etc., etc.-».
Por tanto, si Ambrosio era el pastor, ^:por qué no hemos de buscar .
entre tantas borreguitas á la madre de todas? A María, ¿Madre sublime
del Verbo y nuestra Santa Madre? Pues esta es, ni más ni menos, la que
se conoce y venera por 'cLa Divina Pastora-» .
Pero como me pareciese poco este resultado, ó, por lo menos, de fuer-
za muy débil para causar estado, seguí ahondando en las inquisiciones
hasta descubrir «que se hinchaba la medida de mis deseos*.
Lo del Ttío Tablillas me tenía con cuidado, y por aquí sospeché que
el ])adre se llamase como su hijo, Ambrosio, muy usual en las familias;
después, me asaltó la duda del parentesco «probable» con la endiablada
)noza que atendía 2)or Marcela, y resultó que eran hermanos; y, por último,
que debían ser oriundos de una Aldea cuyo nombre correspondiese con
el de un Santo, y allí hay la de San Benito. Habiendo tenido la inmensa
satisfacción de comprobar que mis sospechas eran absolutamente ciertas.
Nuestro S<:m Ambrosio se llamaba como su padre y tenía dos títulos,
Obispo y Doctor, cuya duplicidad conviene con Tablillas: an hermana ma-
yor se llamó Marcelina y murió virgen, contraponiéndole Cervantes el de
«ía endiablwla moza Marcela-*; y para dar cima á esta aclaración de histo-
ria tan importante, agrego: El que por sus virtudes y sabiduría llegó á
Santo, en sus primeros tiempos ejerció do Abad en un convento de monjas
de la regla de San Benito, y, como al objeto del símil nn convento tiene re-
presentación ajustada en una Aldea, y ambos lugares ostentan el noml)re
de un Santo, he llegado á adquirir el convencimiento de que la familia
encargada de la guardería del Quinto de «I^a Divina Pastora» procedía
de la Aldea de San Benito.
270
tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar, á mi
señora Dulcinea: y si fuere tal cual á mi fé se le debe, acabarse ha mi san-
dez, y mi penitencia: y si íiiere al contrario, seré loco de veras, y siéndolo
no sentiré nada. Así que de cualquiera manera que responda, saldré del
conflicto, y trabajo en que me dejares, gozando el bien que me trajeres por
cuerdo, ó no sintiendo el mal que me aportares, por loco. Pero dime San-
cho, traes bien guardado el yelmo de Mambrino, que ya vi que le alzaste
del suelo, cuando aquel desagradecido le quiso hacer pedazos? pero no
pudo, donde se puede echar de ver, la fineza de su temple. A lo cual res-
pondió Sancho: Vive Dios señor caballero de la triste Figura, que no pue-
do sufrir, ni llevar en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y
que por ellas vengo á imaginar, que todo cuanto me dice de caballerías, y
de alcanzar Reinos, é Imperios, de dar ínsulas, y de hacer otras mercedes
y grandezas, como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa
de viento y mentira, y todo pastraña, ó patraña, ó como lo llamáremos:
porque quien oyere decir á vuestra merced, que una bacía de barbero es el
yelmo de Mambrino, y que no salga deste error en más de cuatro días, qué
ha de pensar, sino que quien tal dice, y afirma debe de tener huero el jui-
cio. La bacía yo la llevo en el costal toda abollada, y llevóla para adere-
zarla en mi casa, y hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gra-
cia, que algún día me vea con mi mujer, y hijos. Mira Sancho, por el
mismo que antes juraste, te juro, dijo don Quixote, que tienes el más corto
entendimiento que tiene, ni tuvo escudero en el mundo: que es posible, que
en cuanto ha que andas conmigo, no has echado de ver, que todas las co.
sas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades, y desatinos, y
que son todas hechas al revés? Y no porque sea ello así, sino porque an-
dan entre nosotros siempre una caterva de encantadores, que todas nuestras
cosas mudan, y truecan, y las vuelven, según su gusto, y según tienen la
gana de favorecernos, ó destruirnos, y así eso que á tí te parece bacía de
barbero, me parece á mí el yelmo de Mambrino, y á otro le parecerá otra
cosa. Y fué rara providencia del sabio que es de mi parte, hacer que pa-
rezca bacía á todos, lo que real, y verdaderamente es yelmo de Mambrino:
á causa, que siendo él de tanta estima, todo el mundo me perseguirá, por
quitármele, pero como ven que no es más de un bacín de barbero, no se
curan de procurarle. Como se mostró bien en el que quiso romperle, y le
dejó en el suelo sin llevarle, que á fé que si le conociera, que nunca él le
dejara. Guárdale amigo, que por ahora no le he menester, que antes me
tengo de quitar todas estas armas, y quedar desnudo como caando nací, si
— 271 —
es que me da en voluntad de seguir en mi penitencia, más á Eokián, que
á Amadís. Llegaron en estas pláticas al pie de una alta montaña, que casi
como peñón tajado estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría
por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado
tan verde, y vicioso que daba contento á los ojos que le miraban. Había por
allí muchos árboles silvestres, y algunas plantas, y flores, que hacían el
lugar apacible. Este sitio escogió el caballero de la triste Figura, para ha-
cer su penitencia, y así en viéndole, comenzó á decir en voz alta, como si
estuviera sin juicio: Este es el lugar, ó cielos, que diputo, y escojo para
llorar la desventura en que vosotros mismos me habéis puesto. Este es el
sitio donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño
arroyo, y mis continuos, y profundos suspiros moverán á la continua las
hojas destos montaraces árboles, en testimonio, y señal, de la pena que mi
asendereado corazón padece. O vosotros, quienquiera que seáis, rústicos
dioses, que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las quejas
deste desdichado amante, á quien una luenga ausencia, y unos imaginados
celos, han traído á lamentarse entre estas asperezas, y aquejarse de la dura
condición de aquella ingrata, y bella, término, y fin de toda humana her-
mosura. O vosotras Napeas, y Dríadas, que tenéis por costumbre de habi-
tar en las espesuras de los montes, así los ligeros, y lascivos sátiros, de
quien sois, aunque en vano amadas, no pertuben jamás vuestro dulce so-
siego, que me ayudéis á lamentar mi desventura, ó al menos, no os canséis
de oírla. O dulcinea díl Toboso, día de mi noche, gloria de mi pena, norte
de mis caminos, estrella de mi ventura, así el cielo te la dé buena en cuan-
to acertares á pedirle, que consideres el lugar, y el estado á que tu ausen-
cia me ha conducido, y que con buen término correspondas, al que á mi fé
se le debe. O solitarios árboles (que desde hoy en adelante habéis de hacer
compañía á mi soledad) dad indicio con el blando movimiento de vuestras
ramas, que no os desagrade mi presencia. O tu escudero mío, agradable
compañero, en mis prósperos, y adversos sucesos, toma bien en la memo-
ria lo que aquí me verás hacer, para que lo cuentes, y recetes á la causa
total de todo ello. Y diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en un momen-
to le quitó el freno, y la silla, y dándole una palmada en las ancas, le dijo:
Libertad te da el que sin ella queda, ó caballo tan extremado por tus obras,
cuan desdichado por tu suerte. Vete por do quisieres, que en la frente lle-
vas escrito, que no te igualó en ligereza el Hipogrifo de Astolfo, ni el nom-
brado Frontino, que tan caro le costó á Bradamante. Viendo esto Sancho,
dijo: Bien haya quien nos quitó ahora el trabajo de desenalbardar al rucio,
273 —
que á fé que no faltaran palmadicas que darle, ni cosas que decirle en su
alabanza: pero si él aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le desalbar-
dara, pues no habla para qué, que á él no le tocaban las generales de ena-
morado, ni de desesperado, pues no lo estaba su amo, que era yo, cuando
Dios quería. Y en verdad señor caballero de la triste Figura, qiie si es que
mi partida, y su locura de vuestra merced, va de veras, que será bien tor-
nar á ensillar á Kocinante, para que supla la falta del rucio, porque será
ahorrar tiempo á mi ida, y vuelta, que si la hago á pie, no sé cuando lle-
garé, ni cuando volveré, porque en resolución, soy mal caminante. Digo
Sancho, respondió don Quixote, que sea como tú quisieres, que no me pa-
rece mal tu designio: y digo que de aquí á tres días te partirás, porque
quiero que en este tiempo veas lo que por ella hago, y digo, para que se lo
digas. Pues qué más tengo que ver, dijo Sancho que lo que he visto? Bien
estás en el cuento, respondió don Quixote, ahora me falta rasgar las Testi-
duras, esparcir las armas, y darme de calabazadas por estas peñas, con otras
cosas deste jaez, que te han de admirar. Por amor de Dios, dijo Sancho,
que mire vuestra merced como se dá esas calabazadas, que á tal peña po-
drá llegar, y en tal punto, que con la primera se acabase la máquina desta
penitencia: y sería yo de parecer, que ya que á vuestra merced le parece,
que son aquí necesarias calabazadas, y que no se puede hacer esta obra siu
ellas, se contentase, pues todo esto es fingido, y cosa contrahecha, y de
burla, se contentase, digo, con dárselas en el agua, ó en alguna cosa blan-
da, como algodón, y déjeme á mí el cargo, que yo diré á mi señora, que
vuestra merced se las daba en una punta de peña, más dura que la de un
diamante. Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho, respondió don
Quixote, mas quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago, no
son de burlas, sino muy de veras, porque de otra manera, sería contrave-
nir á las órdenes de caballería, que nos mandan, no digamos mentira algu-
na, pena de relapsos, y el hacer una cosa por otra, lo mismo es que mentir.
Así que mis calabazadas, han de ser verdaderas, firmes, y valederas, sin que
lleven nada del sofístico, ni del fantástico. Y será necesario, que me dejes
algunas hilas para curarme, pues que la ventura quiso que nos faltase el
bálsamo que perdimos. Más fué perder el asno, respondió Sancho, pues se
perdieron en él las hilas, y todo, y ruégole á vuestra merced, que no se
acuerde más de aquel maldito brebaje, que en solo oirle mentar, se me re-
vuelve el alma, cuanto y más el estómago. Y más le ruego, que haga cuenta
que son ya pasados los tres días que me ha dado de término, pai'a ver las
locuras que hace, que ya las doy por vistas, y por pasadas en cosa juzgada.
— 273 -
y diré maravillas a mi señora, y escriba la carta, y despácheme luego, por»
qne tengo gran deseo de volver á sacar á vuestra merced deste purgatori*
donde le dejo. Purgatorio le llamas Sancho, dijo don Quixote, mejor hicie-
i'as de llamarle infierno, y aún peor, si hay otra cosa que lo sea. Quien ha
infierno, respondió Sancho, nula es reteticio según he oído decir. No en-
tiendo qué quiere decir retencio, dijo don Quixote. Betencio es, respondió
Sancho, que quien está en el infierno, nunca sale del, ni puede. (1) Lo cual
será al revés en vuestra merced, ó á mí me andarán mal los pies, si es quo
llevo espuelas para avivar á Rocinante: y póngame yo una por una en ei
Toboso, y delante de mi señora Dulcinea, que yo le diré tales cosas, de las
necedades, y locuras {que todo es uno) que vuestra merced ha hecho, y que-
da haciendo, que la venga á poner más blanda que un guante, aunque la
halle más dura que un alcornoque, con cuya respuesta dulce, y melificada,
volveré por los aires como brujo, y sacaré á vuestra merced deste purgato-
rio, que parece infierno, y no lo es, pues hay esperanza de salir del: la cual,
como tengo dicho, no la tienen de salir los que están en el infierno, ni creo
que vuestra merced dirá otra cosa. Así es la verdad, dijo el de la triste Fi-
gura, pero qué haremos para escribir la carta? y la libranza pollinesca,
también añadió Sandio. Todo irá inserto, dijo don Quixote, y sería bueno,
ya que no hay papel, que la escribiésemos donde hacían los antiguos, en
hojas de árboles, ó en unas tablitas de cera, aunque tan dificultoso será
hallarse eso ahora, como el papel. Mas ya me ha venido á la memoria,
donde será bien, y aun más que bien escribirla, que es en el librillo de me-
moria que fué de Cárdenlo, y tú tendrás cuidado, de hacerla trasladar eu
papel de buena letra en el primer lugar que hallares, donde haya maestro
de escuela de muchachos, ó si no cualquiera sacristán te la trasladará: y
no se la des á trasladar á ningún escribano, que hacen letra procesada, que
no la entenderá Satanás. Pues que se ha de hacer de la firma, dijo Sancho:
nunca las cartas de Amadís se firmaron, respondió don Quixote. Está bien,
respondió Sancho, pero la libranza forzosamente se ha de firmar, y esa si
se traslada, dirán que la firma es falsa, y quedaréme sin pollinos. La li-
branza irá en el mismo libro firmada, que en viéndola mi sobrina, no poik-
drá dificultad en cumplirla. Y en lo que toca á la carta de amores, pondrás
por firma: Vuestro hasta la muerte, el de la triste Figura. Y hará poco al
(1) La verdad sea dicha, no tuvieron que hacer aaínenoH do injjenio
los criticadorefl del libro para demostrar que era un Italia nisino (nnüa es
retenfio), pues lo aaben hasta los alabarderos de Romea.
i8
— 274 —
caso, que vaya de mano agena, porque á lo que yo me sé acordar, Dulcineít
no sabe escribir, ni leer, y en toda su vida ha visto letra mía, ni carta mía.
porque mis amores, y los suyos, han sido siempre Platónicos, sin exten-
derse á más, que á un honesto mirar. T aun esto tan de cuando en cuando,
que osaré jurar con verdad, que en doce años que ha que la quiero má.>
que á la lumbre destos ojos que hau de comer la tierra, no la he visto cua-
tro veces, y aun podrá ser, que destas cuatro veces no hubiese ella echado
de ver la una que la miraba. Tal es el recato, y encerramiento con que suíí-
padres, Loreujto Corchuelo, y su madre Aldonza Nogales, la hau criado.
Ta, ta, dijo Sancho, que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulci-
nea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo? Esa es, dijo
don Quixote, y es la que merece ser señora de todo el universo. Bien la
conozco, dijo Sancho, y sé decir, que tira tan bien á la barra, como el más
forzudo zagal de todo el pueblo. (1) Vive el dador, que es moza de chapa,
hecha, y derecha, y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo»
á cualquier caballero andante, ó por andar, que la tuviere por señora.
O hideputa, que rejo que tiene, y que voz: sé decir, que se puso un día en-
cima del campanario del aldea, á llamar unos zagales suyos, que andaban
en un barbecho de su padre, y aunque estaban de allí más de media legua,,
así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre: y lo mejor que tiene es,
que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana, con todos se
burla, y de todo hace mueca, y donaire. Ahora digo, señor caballero de la
triste Figura, que no solamente puede, y debe vuestra merced hacer locu-
ras por ella, sino que con justo título puede desesperarse, y ahorcarse, que
nadie habrá que lo sepa, que no diga que hizo demasiado bien, puesto que-
(1) Aquel altisonante y significativo nombre descrito on los comienzos
del libro, creación requetesaladísima del eandunguerísimo Migueliyo, por
arte de encantamiento ó por la espontaneidad de un loco — como se quie-
ra— ha venido á convertirse en el oscuro de Aldonza Lorenzo; que si á
nosotros no nos gusta esta transformación, al «penitente indino» de aque-
llos solitarios bosques c debió de saberle á gloria». Y con tan plausible
motivo, paso á contar la procedencia de aquello y de esto.
Como 68 muy raro en aquellos lugares que se escape alguno sin su co-
rrespondiente apodo (sin contar con el que por derecho de herencia os-
tente su familia), me eché á buscar en un cuaderno de la edad media el
modo que empleaban los árabes para apellidarse, hallando, que de las
condiciones físicas ó morales tomaban su principal acopio, y así: El Ru-
bio, El Moreno, El Cojo, El Valiente, El Tremendo, El Blanco, etc. Mas
oonio no rae satisficiesen estas explicaciones, recurrí d otro cuaderno, casi
de la misma edad, pero con referencias más lejanas, y hallé que decía:
— 275 -
le lleve el diablo: y querría ya verme en camino, solo por verla, que ha
muchos días que no la veo, y debe de estar ya trocada, porque gasta mu-
cho la faz de las mujeres, andar siempre al campo, al sol, y al aire. Y con-
fieso á vuestra merced una verdad, señor don Quixote, que hasta aquí he
estado en una grande ignorancia, que pensaba bien, y fielmente, que la se-
ñora Dulcinea, debía de ser alguna Princesa, de quien vuestra merced
estaba enamorado, ó alguna persona tal, que mereciese los ricos presentes
que vuestra merced le ha enviado: así el del Vizcaíno, como el de los ga-
leotes, y otros muchos que deben ser, según deben de ser muchas las vic-
torias que vuestra merced ha ganado, y ganó en el tiempo que yo aún no
era su escudero. Pero bien considerado, qué se le ha de dar á la señora
Aldonza Lorenzo, digo á la señora Dulcinea del Toboso, de que se le vayan
á hincar de rodillas delante della, los vencidos que vuestra merced envía,
y ha de enviar? Porque podría ser. que al tiempo que ellos llegasen, estu-
viese ella rastrillando lino, ó trillando en las eras, y ellos se corriesen de
verla, y ella se riese, y enfadase del presente. Ya te tengo dicho antes de
ahora muchas veces Sancho, dijo don Quixote, que eres muy grande ha-
blador, y que aunque de ingenio boto, muchas veces despuntas de agudo:
mas para que veas cuan necio eres tú, y cuan discreto soy yo, quiero que
me oigas un breve cuento: Has de saber, que una viuda hermosa, moza li-
bre, y rica, y sobre todo desenfadada, se enamoró de un mozo motilón, ro-
llizo, y de buen tomo: alcanzólo á saber su mayor, y un día dijo á la buena
viuda, por vía de fraternal reprensión: Maravillado estoy señora, y no sin
mucha causa, de que una mujer tan principal, tan hermosa, y tan rica como
De origen griego, las hordas de la Tracia que invadieron á España intro-
dujeron el uso de poner motes á las tierras que cultivaban, tomándolois
después para apellidar á los esclavos que en fuerza de buenos servicios
lograban salir de tan triste condición.
Con estos antecedentes, más en armonía con la oriundez de don Qui-
xote, busqué en los archivos del país, hallando en uno (sin foliar por su-
puesto): t Coser ¿o de Corchuelo*. Tomó su nombre, de los iv finitos alcorjwques
que haij en aquellos sitios; fué unida al yminicipio de la Solana del Piyio, en d
año de gracia de 1791.
Y como Cervantes hizo penitencia en el término aquel, distante unos
tres cuartos de legua de Solana del Pino, deduzco «que se hartó de arropo
en el Cortijo de Corchnelo, donde no faltaría un Nogal á la puerta de la casa
que sirvió {)ara dar apellido á la madre de su dulcísimo entretenimiento.
¡Esta fué su alcuña!
Criada con recato y encerramiento una moza que tiraba á la barra
como el más forzudo zagal ¡ja, jal
- 376 -
vuestra merced se baja enamorado de un hombre tan soez, tan bajo, j tan
idiota como fulano, habiendo en esta casa tantos maestros, tantos presen-
tados, y tantos teólogos, en quien vuestra merced pudiera escoger, como
entre peras, y decir, este quiero, aqueste no quiero? Mas ella le respondió
con mucho donaire, y desenvoltura: Vuestra merced señor mío, está muy
engañado, y piensa muy á lo antiguo, si piensa que yo he escogido mal en
fulano por idiota que le parece, pues para lo que yo le quiero, tanta filoso-
fía sabe, y más que Aristóteles. Así que Sancho, por lo que yo quiero á
Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta Princesa de la tierra. Sí
que todos los Poetas que alaban damas, debajo de un nombre que ellos á
su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. Piensas tú que las Amari-
lis, las Filis, las Silvas, las Dianas, las Galateas, y otras tales, de que los
libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las come-
dias están llenos, fueron verdaderamente damas de carne, y hueso, y de
aquellos que las celebran, y celebraron? No por cierto, sino que las más se
las fingen por dar sujeto á sus versos, y porque los tengan por enamorados,
y por hombres qne tienen valor para serlo. Y así bástame á mí pensar, y
creer, que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa, y honesta: y en lo del
linaje importa poco, que no han de ir á hacer la información del, para dar-
le algún hábito, y yo me hago cuenta, que es la más alta Princesa del
mundo. Porque has de saber Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas
incitan á amar más que otras, que son la mucha hermosura, y la buena
fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en
ser hermosa, ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y
para concluir con todo, yo imagino, que todo lo que digo es así, sin que
sobre, ni falte nada. Y pintóla en mi imaginación como la deseo, así en la
belleza, como en la principalidad: y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucre-
cia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades, Griega, Bárbara,
ó Latina. Y diga cada uno lo que quisiere, que si por esto ftiere reprendido
de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos. Digo que en todo tie-
ne vuestra merced razón, respondió Sancho, y que soy un asno: mas no sé
yo para qué nombro asno en mi boca, pues no se ha de mentar la soga en
casa del ahorcado: pero venga la carta, y adiós que me mudo. Sacó el libro
de memoria don Quixote, y apartándose á una parte, con mucho sosiego
comenzó á escribir la carta, y en acabándola llamó á Sancho, y le dijo, que
se la quería leer, porque la tomase en la memoria, si acaso se le perdiese
por el camino, porque de su desdicha todo se podía temer. A lo cual res-
pondió Sancho: Escríbala vuestra merced dos, ó tres veces ahí en el libro,
— 277 —
y démele que yo le 'llevaré bien guardado, porque pensar que yo la he de
tomar en la memoria, es disparate, que la tengo tan mala, que muchas ve-
ces se me olvida como me llamo. Pero con todo eso, dígamela que holgaré
mucho de oiría, que debe de ir como de molde. Escucha que así dice, dijo
don Quiiot«,
«CAKTA DE DON QUIXOTE, A DULCINEA DEL TOBOSO
Soberana, y alta señora.
El ferido de punta de ausencia, y el llagado de las telas del corazón,
dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu íer-
mosura me desprecia: Si tu valor no es en mi pro: Si tus desdenes son en
mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme
en esta cuita, que además de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero
Sancho te dará entera relación, ó bella ingrata, amada enemiga mía del
modo que por tu causa quedo: si gustares de acorrerme, tuyo soy, y si no,
haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho á
tu crueldad, y á mi deseo.
Tuyo hasta la muerte.
El cahaUero de la triste Figura.^
Por vida de mi padre, dijo Sancho en oyendo la carta, que es la más
alta cosa que jamás he oído. Pesia á mi, y como que le dice vuestra mer-
ced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma el caballero
de la triste Figura. Digo de verdad, que es vuestra merced el mismo dia-
blo, y que no hay cosa que no sepa. Todo es menester, respondió don Qui-
xote, para el oficio que yo traigo. Ea pues, dijo Sancho ponga vuestra mer-
ced en estotra vuelta la cédula de los tres pollinos, y fírmela con mucha
claridad, porque le conozcan en viéndola. Que me place, dijo don Quixote,
y habiéndola escrito se la leyó, que decía así.
«Mandará vuestra merced, por esta primera de pollinos, señora sobri-
na, dar á Sancho Panza mi escudero tres de los cinco que dejé en casa, y
están á cargo de vuestra merced. Los cuales tres pollinos, se los mando li-
brar, y pagar por otros tantos aquí recibidos de contado, que con esta, y
con su carta de pago serán bien dados. Fecha en las entrañas de Sierramo-
rena, á veinte, y siete de Agosto, deste presente año.»
Buena está, dijo Sancho, fírmela vuestra merced. No es menester fir-
marla, dijo don Quixote, sino solamente poner mi rúbrica, que es lo mis-
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mo que firma, y para tres asnos, y aun para trescientos fuera bastante.
Yo me confío de vuestra merced, dijo Sancho, déjeme, iré á ensillar á Ro-
cinante, y aparéjese á echarme su bendición, que luego pienso partirme
sin ver las sandeces que vuestra merced ha de hacer, que yo diré que le vi
hacer tantas, que no quiera más. Por lo menos quiero Sancho, y porque es
menester así, quiero y digo que me veas en cueros, y hacer una, ó dos do-
cenas de locuras, que las haré en menos de media hora, porque habiéndo-
las tú visto por tus ojos, puedas jurar á tu salvo en las demás que quisie-
res añadir: y, aseguróte, que no dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer.
Por amor de Dios señor mío, que no vea yo en cueros á vuestra merced,
que me dará mucha lástima, y no podré dejar de llorar, y tengo tal la ca-
beza del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme
en nuevos lloros: y si es que vuestra merced gusta, de que yo vea algimas
locuras, hágalas vestido breves, y las que le vinieren más á cuento. Cuanto
más, que para mí no era menester nada deso, y como ya tengo dicho, fuera
ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nuevas que vuestra
merced desea, y merece. Y si no aparéjese la señora Dulcinea, que sino
responde como es razón, voto hago solemne á quien puedo, que le tengo
de sacar la buena respuesta del estómago á coces, y á bofetones: porque
dónde se ha de sufrir, que un caballero andante, tan famoso como vuestra
merced, se vuelva loco, sin qué, ni para qué, por una? No me lo haga de-
cir la señora, porque por Dios que despotrique, y lo eche todo á doce,
aunque nunca se venda. Bonito soy yo para eso, mal me conoce: pues á fe
que si me conociese, que me ayudase. A fe Sancho, dijo don Quixote, que
á lo que parece, que no estás tú más cuerdo que yo. No estoy tan loco,
respondió Sancho, mas estoy más colérico. Pero dejando esto aparte, qué
es lo que ha de comer vuestra merced, en tanto que vuelvo? Ha de salir al
camino como Cardenio, á quitárselo á los pastores? No te dé pena ese cui-
dado, respondió don Quixote, porque aunque tuviera, no comiera otra cosa
que las yerbas, y frutos, que este prado, y estos árboles me dieren, que la
fineza de mi negocio está en no comer, y en hacer otras asperezas. A esto
dijo Sancho, sabe vuestra merced que temo, que no tengo de acertar á vol-
ver á este lugar donde ahora le dejo, según está escondido. Toma bien las
señas, que yo procuraré no apartarme destos contornos, dijo don Quixote:
y aun tendré cuidado de subirme por estos más altos riscos, por ver si te
descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que b más acertado será, para que
no me yerres, y te pierdas, que cortes algunas retamas, de las muchas que
por aquí hay, y las vayas poniendo de trecho á trecho, hasta salir á lo raso.
— 279 —
las cuales te servirán de mojones, y señales, para que me halles cuando
vuelvas, á imitación del laberinto de Perseo. (1) Asi lo haré, respondió
Sancho Panza: y cortando algunos, pidió la bendición á su señor, y no sin
muchas lágrimas de entrambos, se despidió del. Y subiendo sobre Roci-
nante, á quien don Quixote encomendó mucho, y que mirase por él. como
por su propia persona, se puso en camino del llano, esparciendo de trecho
á trecho los ramos de la retama, como su amo se lo había aconsejado: y
asi se fué, aunque todavía le importunaba don Quixote, que le viese, si-
quiera hacer dos locuras. Mas no hubo andado cien pasos, cuando volvió,
j dijo: Digo señor, que vuestra merced ha dicho muy bien, que para que
pueda jurar sin cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, será bien
(1) Ni el Doctor Bowle, en quien se escuda Clemencín, ni éste, tienen
razón al sostener «que fué error de Cervantes por Teseo »
Aunque exista parecido en el nombre, no es bastante fundamento
para asegurar que motivase error en el autor; es, sencillamente, que antes
«Je escribirse este libro no se tenia noticia más que de cuatro laberintos,
y, á pesar del anuncio, ¡Señores, que hay un quinto!, ningún «averiguan-
te» dio con él.
Y sigo leyendo: La edición de Londres de 1738 corrigió (?) el error y
puso Teseo; Fellicer * imitó* (¡ya pareció aquello!, esta palabra escrita por
Clemencín lo aclara todo: donde dice, digo, no dice digo, que dice Diego).
ú los editores de Londres; y la Academia Éspamla siguió (falta la palabra
«imitando», pero se sobreentiende) á Pellieer,en su última edición de 1819
¡Todos en él pusisteis vuestras manos! Huelgan los comentarios.
¿Habrá sonado la hora de ponerlo como estaba, para que exprese la
intención del que lo escribió? No importa que no lo entiendan los que en
ül colmo de su presunción lo destrozaron, basta con que no lo toquen
«trt estar á ¡¡rueha; alguno vendrá que lo irá interpretando. Pero ¿de cuán-
do acá hay autoridad para retocar y trastocar un libro por insignilicante
que sea? ¡|Maldición!! ¿Qué placer hallarían las juventudes estudio-
sas en las traducciones de la «lliada» de Homero, ó en la «Eneida* de
Virgilio, si sus textos griego y latino hubieran sufrido la transformación
que ha experimentado Don Quixote? No basta con que las multitudes
aplaudan la sabiduría de los que puede que lo sean en otros ramos del
í^aber humano, no; es preciso, que sin mañosidades retóricas se demues-
tre haberlo comprendido, proporcionando una lectura racional de lo que
contiene.
Este libro |ha debido respetarse como á cosa sagrada!, pero ya que no
Jo fué, yo me encargo de refutar todas las notas (con pobreza vestidas,
pero sinceramente) que afectan á su sentido, cuando pa^e el ccntt'iiario,
porque ahora, para honrarle cual merece, y en evitación de mayores ma-
les, tengo que hacer este trabajo «quitándole tiempo al sueño».
La videncia de aquel eer privilegiado, demostrada está en sus últimas
— 2ÍO -
que vea siquiera una, aunque bien grande la he visto, en la quedada d&
vuestra merced. No te lo decía yo dijo don Quixote, espérate Sancho, que
en un credo las haré, Y desnudándose con toda priesa los calzones, qued'>
en carnes, y en pañales; y luego sin más ni más dio dos zapatetas en el
aire, y dos tumbas la cabeza abajo, y los pies en alto, descubriendo cosas,
que por no verlas, otra vez volvió Sancho la rienda á Kocinant«, y se di<S
por contento, y satisfecho, de que podía jurar, que su amo quedaba loco, y
así le dejaremos ir su camino hasta la vuelta, que fué breve.
palabras: si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelga/*
para profanarte, péñola mía
Ariadna dio una soga á Teseo para que acertase á salir del laberinto
de Creta una vez deshecho el encanto, es verdad; pero no lo es meno.s,
que el en que se hallaba metido Cervantes, guarda máe analogía con el
otro en medio de selvas impracticables de inaccesibles montañas á
(ñelo descubierto y, cuando lo dicho no bastare, ahi está bu nombro
PERSEO; por sí solo, justificador de la región.
«Este sujeto á quien se ha postergado injustamente, dicen las histo-
>rias, que atacó á la Ciudad llamada Petra en la Macedonia; después, de-
«rrotado por Paulo Emilio en aquellos montes parecidos á Sierra Morena,
«murió en Roma miserablemente, semejando este detalle de su vida, la
»que llevó nuestro Hidalgo en estas montañas de tanto parecido á aque-
>llas.>
«El otro, el Argivo, fué el que usó el caballo Pegaso, nacido de la san-
>gre de Medusa, y, por no querer hospedarle Atlante, Rey de la Maurita-
>nia, enfurecido Perseo, lo convirtió en un monte altísimo á presencia de
>la cabeza de la hija de Forco.»
p— parece gemelo del Pefroxe de los Árabes con que denominaron
al Betrus de los Romanos, fundadores de las colonias con Celtas de la Lu-
fiitania inferior. Y siendo así, puede muy bien pasar por Los Pedroches,
que caen hacia donde concluye la vertiente meridional de Sierra Morena,
que dicen que es un monte altísimo, pero aunque parezca insuficiente
esta explicación, yo aseguro que Cervantes no se equivocó. La justifica-
ción completa de esto, radica en el segundo libro.
— 38j —
CAPITULO XXVI
Donde se prosiguen las finezas que de enamorado
hizo Don Quixote en Sierramorena.
Y volviendo á contar lo que hizo el de la triste Figura, después que se
vio sólo: dice la historia, que así como don Quixote acabó de dar las tum-
bas, ó vueltas, de medio abajo desnudo, y de medio arriba vestido, y que
vio que Sancho se había ido, sin querer aguardar á ver más sandeces, se
subió sobre una punta de una alta peña y allí tornó á pensar lo que otras
muchas veces había pensado, sin haberse jamás resuelto en ello. Y era, que
eual sería mejor, y le estaría más á cuento imitar á Eoldán en las locuras
desaforadas que hizo, ó á Amadís en las melancólicas, y hablando entre sí
mismo decía: Si Roldan fué tan buen caballero, y tan valiente como todos
dicen, qué maravilla, pues al fin era encantado, y no le podía matar nadie,
si no era metiéndole un alfiler de á blanca por la punta del pie, y él traía^
siempre los zapatos con siete suelas de hierro. Aunque no le valieron tretasi
con Bernardo del Carpió, que se las entendió, y le ahogó entre los brazos
en Roncesvalles. Pero dejando en él lo de la valentía á una parte, venga-
mos á lo de perder el juicio, que es cierto que le perdió por las señales que
halló en la fortuna, (1) y por las nuevas que le dio el pastor, de que Angé-
lica labia dormido más de dos siestas con Medoro un Morillo de cabellos
enrizados, y paje de Agramante. Y si él entendió que esto era verdad, y
que su dama le había cometido desaguisado, no hizo mucho en volverse
loco. Pero yo cómo puedo imitarle en las locuras, sino le imito en la oca-
sión dellas, porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar, que no ha visto
en todos los días de su vida Moro alguno, así como él es, en su mismo tra^
(1) La sustitución de fuente por fortujia, ni es error, ni otra cosa que
incomprensión: loe señores críticos no entendieron las señales Cervántico-
manchegas, y, por e.«o, propusieron la corrección. Pero el autor pensab.T
otra cosa, y a ella me atengo para explanar su sentido. Las nuevas que le
dio el pastor, coincidían con lo» augurios (señales) que halló en la rueda de
la fortuna.
— 282 —
jn, y que se está hoy como la madre que la parió: y haríale agravio mani-
íiesto, si imaginando otra cosa della. me volviese loco de aquel género de
locura de Koldán el furioso. Por otra parte veo, que Araadís de Gaula, sin
perder el juicio, y sin hacer locuras, alcanzó tanta fama de enamorado, como
e\ que más. Porque lo que hizo, según su historia, no fué más de que por
verse desdeñado de su señora Oriana, que le había mandado, que no pare-
ciese ante su presencia, hasta que fuese su voluntad: de que se retiró á la
peña Pobre, en compañía de un ermitaño, y alli se hartó de llorar, hasta
que el cielo le acorrió en medio de su mayor cuita, y necesidad. Y si esto
es verdad, como lo es, para qué quiero yo tomar trabajo ahora, de desnu-
darme del todo, ni dar pesadumbre á estos árboles, que no me han hecho
mal alguno, ni tengo para que enturbiar el agua clara destos arroyos, los
cuales me han de dar de beber, cuando tenga gana. Viva la memoria de
Amadis, y sea imitado de don Quixote de la mancha, en todo lo que pu-
diere: del cual se dirá lo que del otro se dijo, que sino acabó grandes co-
sas, murió por acometerlas. Y si yo no soy desechado, ni desdeñado de mi
Dulcinea, bástame, como ya he dicho, estar ausente della. Ea pues, manos
á la obra, venid á mi memoria cosas de Amadis, y enseñadme por donde
tensjo de comenzar á imitaros: mas ya sé que lo más que él hizo, fué rezar,
y así lo haré yo. Y sirviéronle de rosario unas agallas grande de un alcor-
norque, que ensartó, de que hizo un diez. Y lo que le fatigaba mucho, era
no hallar por allí otro hermitaño, (1) que le confesase, y con quien conso-
larse: y así se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo, y gra-
bando por las cortezas de los árboles, y por la menuda arena, muchos ver-
sos, todos acomodados á su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea.
Mas los que se pudieron hallar enteros, y que se pudiesen leer después que
á él allí le hallaron, no fueron más que estos que aquí se siguen.
Arboles, yerbas, y plantas
Que en aqueste sitio estáis.
Tan altas, verdes, y tantas.
Si de mi inal 7io os Iwlgais
Escuchad mis quejas santas.
(1) Este ermitaño con h, quiere decir que en los Lucos — que era don-
de se hallaba — no lo había, estando contrapuesto al ermitaño que existía
en la ermita de Santa María de Alarcos; aquella peña Pobre de fatal re-
cordación.
Asi, como éste, son muchos de loo errores que le atribuyeron.
— 283 —
Mi dolor no o.^ alborote,
Aunque más terrible sea,
Pues por pagaros escote,
Aquí lloró don Quixote
Ausencias de Dulcinea
Del Toboso.
Es aquí el lugar, adonde
El amador más leal
De su señora se esconde,
Y lia venido á tanto mal
Sin saber cómo, ó por dónde.
Tráete amor al estricote,
Qne es de muy m,ala ralea,
Y asi hasta henchir un pipote.
Aquí lloró don Quixote
Ausencias de Dulcinea
Del Toboso.
Buscando las desventuras
Por entre las duras peñas,
Maldiciendo entrañas duras,
Que entre riscos, y entre breñas,
Halla el triste desventuras.
Hirióle amor con su azote.
No con su blanda correa,
Y en tocándole al cogote.
Aquí lloró don Quixote
Amencias de Dulcinea
Del Toboso. (1)
(1) Recuerdas, amado lector, que el Toboso era á modo de una indi-
cación? Pues ahora queda reducido á un colgajo, como podrás apreciar en
la continuación del texto á estos versos, que tampoco son lo que parecen.
Por mi tierra y sus contornos, las tres quintillas que no llevan estrambo-
te, se cantan confundidas con las saetas de la Semana Santa. Y aunque
no he podido recopilar todas las de la semana, á continuación copio la
que no he olvidado.
Jesús que triunfante entró
domingo en Jerusalen,
por Mesías se aclamó,
y U)áo el pueblo en tropel
á recibirle salió.
— 284 —
No causó poca risa en los que hallaron los versos referidos, la añadi-
dura del Toboso al nombre de Dulcinea, -porque imaginaron que debió
de imaginar don Quixote, que si en nombrando á Dulcinea, no decía tam-
bién el Toboso, no se podría entender la copla, y así fué la verdad, como
él des'pués confesó. Otros muchos escribió, pero como se ha dicho, no se
pudieron sacar en limpio, ni enteros, más destas tres coplas. En esto, y en
suspirar, y llamar á los Faunos, y Silvanos de aquellos bosques, á las niii-
ías de los ríos, á la dolorosa, (1) y húmida Eco, que le respondiesen, con-
solasen, y escuchasen, se entretenía, y en buscar algunas yerbas conque
sustentarse, en tanto que Sancho volvía, que si como tardó tres días, tar-
dara tres semanas, el caballero de la triste Figura quedara tan desfigurado,
que no lo conociera la madre que lo parió. Y será bien dejarle envuelto en-
tre suspiros, y versos, por contar lo que le avino á Sancho Panza en su
mandadería. Y fué, que en saliendo al camino Real, se puso en busca del
Toboso, y otro día llegó á la venta, donde le había sucedido la desgracia
de la manta, y no la hubo bien visto, cuando le pareció que otra vez anda-
ba en los aires, y no quiso entrar dentro, aunque llegó á hora que lo pu-
diera, y debiera hacer, por ser la de comer, y llevar en deseo de gustar algo
caliente, que había grandes días que todo era hambre. Esta necesidad le
forzó á que llegase junto á la venta, todavía dudoso, si entraría, ó no. Y es-
tando en esto salieron de la venta dos personas, que luego le conocieron: y
dijo el uno al otro. Dígame señor licenciado aquel del caballo no es San
cho Panza, el que dijo el ama de nuestro aventurero, que había salido con
^u señor por escudero? Sí, es, dijo el Licenciado, y aquél es el caballo de
nuestro don Quixote. Y conociéronlo también, como aquellos que eran el
Cura, y el barbero de su mismo lugar, y los que hicieron el escrutinio, y
auto general de los libros, los cuales así como acabaron de conocer á San-
cho Panza, y á Rocinante, deseosos de saber de don Quixote se fueron á él,
y el Cura le llamó por su nombre, diciéndole: Amigo Sancho Panza, adon-
de queda vuestro amo? Conociólos luego Sancho Panza, y determinó de
encubrir el lugar, y la suerte, donde, y como su amo quedaba: y así res-
pondió, que su amo quedaba ocupado en cierta parte, y en cierta cosa que
(1) A la Dolorosa, es confirmación de que los versos anteriores son las
saetas que se dedican en dicha época del año, disimulada con la húmido.
Eco, que debe intepretarse llorosa, expresado con la voz kumidad que se
usa mucho por allí. Y, además, que emplea el nombre de la ninfa para
establecer confusión con el sustantivo que denota la r<'d transmisora por
cuyos hilos llegaron hasta nosotros los sucesos de Tierra Santa.
- 385-
Ic era do mucha importancia, la cual no podía descubrir por los ojos que
en la cara tenía. No, no, dijo el barbero, Sancho Panza, si tos no nos decía
donde queda, imaginaremos, como ya imaginamos, que vos le habéis muer-
to, y robado, pues venís encima de su caballo: en verdad que nos habéis de
dar el dueño del rocín, ó sobre eso morena. No hay para qué conmigo ame-
nazas, que yo no soy hombre que robo, ni mato á nadie, á cada uno mate
su ventura, ó Dios que lo hizo. Mi amo queda haciendo penitencia en la
mitad desta montaña, muy á su sabor. Y luego de corrida, y sin parar les
contó de la suerte que quedaba, las aventuras que le habían sucedido, y
cerno llevaba la carta á la señora Dulcinea del Toboso, que era la hija de
Lorenzo Corchuelo, de quien estaba enamorado bástalos hígados. Quedaron
admirados los dos, de lo que Sancho Panza les contaban, y aunque ya sa-
bían la locura de don Quixote, y el género della, siempre que la oían se
admiraban de nuevo. Pidiéronle á Sancho Panza, que les enseñase la carta
que llevaba á la señora Dulcinea del Toboso. El dijo, que iba escrita en un
libro de memoria, y que era orden de su señor, que la hiciese trasladar en
papel, en el primer lugar que llegase. A lo cual dijo el Cura, que se la
mostrase, que él la trasladaría de muy buena letra. Metió la mano en el
seno Sancho Panza, buscando el librillo: pero no le halló, ni le podía ha-
llar, si le buscara hasta ahora, porque se había quedado don Quixote con
el, y no se le había dado, ni á él se le acordó de pedírsele. Cuando Sancho
vio que no hallaba el libro, fuésele parando mortal el rostro: y tornándose
á tentar todo el cuerpo muy apriesa, tornó á echar de ver que no le halla-
ba, y sin más ni más se echó entrambos á las barbas, y se arrancó la mi-
tad dellas: y luego apriesa, y sin cesar, se dio media docena de puñadas en
el rostro, y en las narices, que se las bañó todas en sangre. Vi^to lo cual
por el Cura, y el barbero, le dijeron, que qué le había sucedido que tan
mal se paraba? Qué me ha de suceder, respondió Sancho, sino el haber
perdido de una mano á otra, en un instante tres pollinos, que cada uno era
como un castillo. Cómo es esto, replicó el barbero? He perdido el libro de
memoria, respondió Sancho, donde venía carta para Dulcinea, y una cédu-
la firmada de su señor, por la cual mandaba, que su sobrina me diese tres
pollinos, de cuatro, ó cinco que estaban en casa. Y con esto les contó la
pérdida del rucio. Consolóle el cura, y díjole, que en hallando á su señor,
él le haría revalidar la demanda, y que tornase á hacer la libranza en pa-
pel, como era uso, y costumbre, porque las que se hacían en libros de me-
moria, jamás se aceptaban, ni se cumplían. Con esto se consoló Sancho, y
dijo, que como aquello fuese así, que no le daba mucha pena la pérdida de
— 28t) —
la carta de Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria, de la cual se po-
día trasladar, adonde, y cuando quisiesen. Decidlo Sancho pues, dijo el ca-
brero, que después la trasladaremos. Paróse Sancho Panza á rascar la ca-
beza, para traer á la memoria la carta: y ya ponía sobre un pie, y ya sobre
el otro. Unas veces miraba al suelo, otras al cielo; y al cabo de haberíse
roído la mitad de la yema de un dedo, teniendo suspensos á los que espe-
raban que ya la dijese, dijo al cabo de un grandísimo rato: Por Dios señor
Licenciado, que los diablos lleven la cosa que de la carta se me acuerda,
aunque en el principio decía: Alta, y sobajada señora. No dirá dijo el bai*-
bero, sobajada, sino sobrehumana, ó soberana señora. Así es, dijo Sancho.
Luego si mal no me acuerdo, proseguía, si mal no me acuerdo, el llagado,
y falto de sueño, y el herido besa á vuestra merced las manos, ingrata, y
muy desconocida hermosa, y no sé que decía de salud, y de enfermedad
que le enviaba: y por aquí iba discurriendo, hasta que acababa, en vuestro
hasta la muerte, El caballero de la triste Figura. No poco gustaron los dos
de ver la buena memoria de Sancho Panza, y alabáronsela mucho, y le pi-
dieron que dijese la carta otras dos veces, para que ellos asimismo la to-
masen de memoria, para trasladarla á su tiempo. Tornóla á decir Sancho
otras tres veces, y otras tantas volvió á decir tres mil disparates. Tras esto
contó asimismo las cosas de su amo, pero no habló palabra acerca del man-
teamiento que le había sucedido en aquella venta, en la cual rehusaba en-
trar. Dijo también, cómo su señor en trayendo que le trajera buen despa-
cho de la señora Dulcinea del Toboso, se había de poner en camino, á
procurar como ser Emperador, ó por lo menos Monarca, que así lo tenían
concertado entre los dos: y era cosa muy fácil venir á serio, según era el
valor de su persona, y la fuerza de su brazo, y que en siéndolo, le había de
casar á él, porque ya sería viudo, que no podía ser menos. Y la había de
dar por mujer á una doncella de la Emperatriz, heredera de un rico, y
grande estado de tierra firme, sin Insulos ni ínsula?, que ya no las quería.
Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose de cuando en ciiaudo las
narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nue\n, conside-
rando, cuan vehemente había sido la locura de don Quixote, pue.« había lle-
vado tras sí el juicio de aquel pobre hombre. No quisieron cansarse en sa-
carle del error en que estaba, pareciéndoles, que pues no le dañaba nada
la conciencia, mejor era dejarle en él, y á ellos les sería de más gusto oir
sus necedades: y así le dijeron, que rogase á Dios por la salud do su señor,
que cosa contingente, y muy agible era venir con el discurso del tiempo á
ser Emperador, como él decía, ó por lo menos Arzobispo, ú otra dignidad
— 287 —
equivalente. A lo cual respondió Sancho: Señores, si la fortuna rodease las
cosas de manera, que á mi amo le viniese en voluntad de no ser Empera-
dor, sino de ser Arzobispo, querría yo saber ahora, qué suele dar los Arzo.
bispos andantes á los escuderos? Suélenles dar, respondió el Cura, algún
beneficio simple, ó curado, ó alguna sacristía, que les vale mucho de rento
rentada, amén del pie de altar, que se suele estimar en otro tanto. Para
eso será menester, replicó Sancho, que el escudero no sea casado, y que
sepa ayudar á Misa por lo menos: y si esto es así, desdichado yo, que soy
casado, y no sé la primera letra del Abe, qué será de mí, si á mi amo le
dá antojo de ser Arzobispo, y no Emperador, como es uso, y (fcstumbre de
los caballeros andantes? No tengáis pena Sancho amigo, dijo el barbero,
que aquí rogaremos á vuestro amo, y se lo aconsejaremos, y aun se lo pon-
dremos en caso de conciencia, que sea Emperador, y no Arzobispo, porque
le será más fácil, á causa de que él es más valiente, que estudiante. Asi me
ha parecido á mí, respondió Sancho, aunque sé decir, que para todo tiene-
habilidad. Lo que yo pienso hacer de mi parte, es rogarle á nuestro Sefnr,
que le eche á aquellas partes donde él más se sirva, y adonde á mí más
mercedes me haga. Vos lo decís como discreto, dijo el Cura, y lo haréis;
como buen Cristiano. Mas lo que ahora se ha de hacer, es dar orden como
sacar á vuestro amo de aquella inútil penitencia, que decís que queda ha-
ciendo: y para pensar el modo que hemos de tener, y para comer que ya
es hora, será bien nos entremos en esta venta. Sancho dijo, que entrasen
ellos, que él esperaba allí fuera, y que después les diría la causa porque no
entraba ni le convenía entrar en ella: mas que les rogaba que le sacasen
allí algo de comer, que fuese cosa caliente, y asimismo cebada para Roci-
nante Ellos se entraron, y le dejaron, y de allí á poco, el barbero le sacú
de comer. Después habiendo bien pensado entre los dos el modo que ten-
drían para conseguir lo que deseaban, vino el Cura en un pensamiento
muy acomodado al gusto de don Quixote, y para lo que ellos querían. Y
fué, que dijo el barbero, que lo que había pensado era, que él se vestiría en
hábito de doncella andante, y que él procurase ponerse lo mejor que pu-
diese, como escudero, y que así irían adonde don Quixote estaba, fingiendo
ser ella una doncella afligida, y menesterosa, y le pediría un don, el cual él
no podría dejársele de otorgar, como valeroso caballero andante. Y que el
don que le pensaba pedir, era que se viniese con ella, donde ella le lleva-
se, á deshacerle un agravio que un mal caballero le tenía hecho: y que le
suplicaba asimismo, que no la mandase quitar su antifaz, ni la demandase
cosa de su hacienda, hasta que la hubiese hecho derecho de aquel mal ca-
_ 288 -
ballero, y que creyese sin duda, que don Quixote vendría en todo cuanto le
pidiese por este término, y que desta manera le sacarían de allí, y le lleva-
rían á su lugar donde procuraríac ver si tenía algún remedio su eitrafia
locara.
389
CAPITULO XXVII
De como salieron con su intención el Cura y el bar-
bero, con otras cosas dignas de que se cuenten en
esta grande historia.
No le pareció mal al barbero, la invención del Cura, sino tan bien que
luego la pusieron por obra. Pidiéronle á la ventera una saja, y unas tocas,
dejándole en prendas una sotana nueva del Cura. El barbero hizo una gran
barba de una cola rucia, ó roja de buey, donde el ventero tenia colgado el
peine. Preguntóles la ventera, que para qué le pedían aquellas cosas? El
Cura le contó en breves razones la locura de don Quixote, y cómo convenía
aquel disfraz, para sacarle de la montaña donde á la sazón estaba. Cayeron
luego el ventero, y la ventera en que el loco era su huésped del bálsamo,
y el amo del manteado escudero, y contaron al Cura todo lo que con él les
había pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho. En resolución, la ven-
tera vistió al Cura de modo, que no había más que ver. Púsole una saya
de paño llena de fajas de terciopelo negro, de un palmo de ancho, todaí
acuchilladas, y unos corpinos de terciopelo verde, guarnecidos con unos
ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer ellos, y la saya en tiempo
del Rey Wamba. No consintió el Cura que le tocasen, sino púsose en la
cabeza un birrttillo de lienzo colchado que llevaba para dormir de noche:
y ciñóse por la frente una liga de tafetán negro, y con otra liga hizo anti-
faz con que se cubrió muy bien las barbas, y el rostro. Encasquetóse su
sombrero, que era tan grande que le podía servir de quitasol: y cubrién-
dose el herreruelo, subió en su muía á mujeriegas, y el barbero en la suya,
con su barba que le llegaba á la cintura, entre roja, y blanca, como aque-
lla que (como se ha diciio) era hecha de la cola de un buey barroso. Despi-
diéronse de todos, y de la buena de Maritornes, que prometió de rezar un
rosario, aunque pecadora, porque Dios les diese buen suceso en tan arduo,
y tan Cristiano negocio, como era el que habían emprendido. Mas apenas
hubo salido de la venta, cuando le vino al Cura un pensamiento, que hacía,
mal en haberse puesto de aquella manera, por ser cosa indecente, que un
Sacerdote se pusiese así, aunque le fuese mucho en ello: y diciéndoselo al
í9
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barbero, le rogó, que trocasen trajes, pues era más justo, que él fuese al
doncella menesterosa, y que él haría el escudero, y que así se profanaba
menos su dignidad: y que sino lo quería hacer, determinaba, de no paaír
adelante, aunque á don Quixote se le llevase el diablo. En esto llegó San-
cho, y de yer á los dos en aquel traje, no pudo tener la risa. En efecto, el
barbero vino en todo aquello que el Cura quiso: y trocando la invención, el
Cura le fué informando el modo que había de tener, y las palabras que
había de decir á don Quixote, para moverle, y forzarle, ú que con él se
viniese, y dejase la querencia del lugar que había escogido para su vana
penitencia. El barbero respondió, que sin que se le diese lección, él lo pon-
dría bien en su punto. No quiso vestirse por entonces, hasta que estuviesen
junto de don Quixote estaba, y así dobló sus vestidos, y el Cura acomodó
su barba, y siguieron su camino, guiándolos Sancho Panza: el cual les fué
contando lo que les aconteció con el loco que hallaron en la sierra: encu-
briendo empero el hallazgo de la maleta, y de cuanto en ella venia, que
maguer que tonto, era un poco codicioso el mancebo. Otro día llegaron al
lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de las ramas, para
acertar el lugar donde había dejado á su señor: y en reconociéndole, les
dijo, cómo aquella era la entrada, y que bien se podían vestir, si era que
aquello hacía al caso para la libertad de su señor: porque ellos le habían
dicho antes, que el ir de aquella suerte, y vestirse de aquel modo, era toda
la importancia, para sacar á su amo de aquella mala vida, que había esco-
gido: y que le encargaban mucho, que no dijese á su amo quien ellos eran,
ni que los conocía. Y que si le preguntase, como se lo había de preguntar,
si dio la carta á Dulcinea, dijese que sí, y que por no saber leer, le había
respondido de palabra, diciéndole, que le mandaba, so pena de la su des-
gracia, que luego al momento se viniese á ver con ella, que era cosa, que
le importaba mucho: porque con esto, y con lo que ellos pensaban decirle,
tenían por cosa cierta, reducirle á mejor vida, y hacer con él que luego se
pusiese en camino, para ir á ser Empe'rador, ó Monarca, que en lo de ser
Arzobispo, no había de qué temer. Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy
bien la memoria, y les agradeció mucho la intención que tenían de aconse-
jar á su señor, fuese Emperador, y no Arzobispo, porque él tenía para sí,
que para hacer mercedes á sus escuderos, más podían los Emperadores,
que los Arzobispos andantes. También les dijo, que sería bien, que él fuese
delante á buscarle, y darle la respuesta de su señora, que ya sería ella
bastante á sacarle de aquel lugar, sin que ellos Se pusiesen en tanto tra-
bajo. Parecióles bien lo que Sancho Panza decía, y así determinaron de
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aguardarle hasta que volviese con las nuevas del hallazgo de su amo. Eq-
tróae Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando á los dos en una,
por donde corría un pequeño, y manso arroyo, á quien hacían sombra
agradable, y fresca otras peñas, y algunos árboles que por allí estaban.
El calor, y el día que allí llegaron, era de los del mes de Agosto, que por
aquellas partes suele ser el ardor muy grande: la hora, las tres de la tarde:
todo lo cual hacía al sitio más agradable, y que convidase á que en él espe-
rasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron. Estando pues los dos allí, so-
segados, y á la sombra, llegó á sus oídos una voz, que sin acompañarla
son de algún otro instrumento, dulce, y regaladamente sonaba: de que no
poco se admiraron, por parecerles que aquél no era lugar donde pudieso
haber quien tan bien cantase. Porque aunque suele decirse, que por las
selvas, y campos se hallan pastores de voces extremadas, más son encare-
cimientos de Poetas, que verdades: y más cuando advirtieron que lo que
oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de discretos Corte-
ganos. Y confirmó esta verdad, haber sido los versos que oyeron estos.
Quién menoscaba mis bienes?
Desdenes.
Y quién aumenta mis duelos?
Los celos.
Y quién prueba mi paciencia?
Ausencia.
De ese modo en mi dolencia
Ningún remedio se alcanza.
Pues me matan la esperanza.
Desdenes, celos, y ausencia.
Quién me causa esté dolor?
Amor. ;
Y quién mi gloria repugna.
Fortuna.
Y quién consiente mi duelo?
El cielo. y
De ese modo yo recelo ,
Morir deste mal extraño,
Pues se aunan en mi daño
Amor, fortuna, y el cielo.
Quién mejorará mi .«tuerte?
La muerte.
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Y el bien de amar quién le alcanza?
Mudanza,
Y sus males quién los cura?
Locura.
De ese modo no es cordura
Querer curar la pawión,
Cuando los remedios son,
Muerte, mudanza, y locura.
La hora, el tiempo, la soledad, la voz, y la destreza del que cantaba,,
causó admiración, y contento en los dos oyentes, los cuales estuvieron que-
dos, esperando, si otra alguna cosa oían: pero viendo que duraba algÚQ
tanto el silencio, determinaron de salir á buscar el músico, que con tan
buena voz cantaba, Y queriéndolo poner en efecto, hizo la misma voz, que-
no se moviesen, la cual llegó de nuevo á sus oídos, cantando este Soneto.
SONETO
Santa amistad, que con ligeras alas,
Tu apariencia quedándose en el suelo,
Entre benditas almas en el cielo.
Subiste alegre á las empíreas salas.
Desde allá (cuando quieres) nos señalaa
La justa paz, cubierta con un velo,
Por quien á veces se trasluce el celo
De buenas obras, que á la fin son malas.
Deja el cielo, ó amistad, ó no permitas,
Que el engaño se vista tu librea.
Con que destruye á la intención sincera.
Que si tus apariencias no le quitas.
Presto ha de verse el mundo en la pelea
De la discorde confusión primeríL
El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos con atención vol-
Tieron á esperar si más se cantaba: pero viendo que la música se había
vuelto en sollozos, y en lastimeros ayes, acordaron de saber, quién era el
triste, tan extremado en la voz, como doloroso en los gemidos. Y no andu-^
yieron mucho, cuando al volver de una punta de una peña, vieron á uq
hombre, del mismo talle, y figura que Sancho Panza Jes había pintado,
cuando les contó el cuento de Cárdenlo: el cual hombre cuando los vio, sin
sobresaltarse estuvo quedo, con h cabeza inclinada sobre el pecho, á guiga
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•de hombre pensativo, sin alzar los ojos á mirarlos, más de la vez primera,
cuando de improviso llegaron. El cura, que era hombre bien hablado (como
el que ya tenía noticia de su desgracia, pues por las señas le había cono-
cido) se llegó á él, y con breves, aunque discretas razones, le rogó, y per-
•íuadió, que aquella tan miserable vida dejase, porque allí no la perdiese,
•que era la desdicha mayor de las desdichas. Estaba Cardenio entonces en
«u entero juicio, libre de aquel furioso accidente, que tan á menudo le sa-
caba de sí mismo: y así habiendo á los dos en traje tan no usado de los
■que por aquellas soledades andaban, no dejó de admirarse algún tanto: y
más cuando oyó que le habían hablado en su negocio, como en cosa sabida
{porque las razones que el Cura le dijo, así lo dieron á entender) y así res-
pondió desta manera: Bien veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el
cielo, que tiene cuidado de socorrer á los buenos, y aun á los malos mu-
chas veces, sin yo merecerlo, me envía en estos tan remotos, y apartados
lugares del trato común de las gentes, algunas personas, que poniéndome
delante de los ojos con vivas, y varias razones, cuan sin ella ando, en ha-
cer la vida que hago, han procurado sacarme desta á mejor parte: pero
<;omo no saben que sé yo, que en saliendo deste daño, he de caer en otro
mayor, quizá me deben de tener por hombre de flacos discursos: y aun lo
que peor sería, por de ningún juicio. Y no sería maravilla, que así fuese,
porque á mí se me trasluce, que la fuerza de la imaginación de mis des-
gracias es tan intensa, y puede tanto en mi perdición, que sin que yo pue-
da ser parte á estorbarlo, vengo á quedar como una piedra, falto de todo
buen sentido, y conocimiento: y vengo á caer en la cuenta desta verdad,
cuando algunos me dicen, y muestran señales de las cosas que he hecho
en tanto que aquel terrible accidente me señorea, y no sé más, que doler-
me en vano, y maldecir sin provecho mi ventura: y dar por disculpa de
mis locuras, el decir la causa dellas, á cuantos oírla quieren, porque viendo
Jos cuerdos cuál es la causa, no se maravillen de los efectos: y sino me
dieren remedio, á lo menos no me darán culpa, convirtiéndoseles el enojo
de mi desenvoltura, en lástima de mis desgracias. Y si es que vosotros
señores, venís con la misma intención que otros han venido, antes que pa-
séis adelante en vuestras discretas persuasiones, os ruego, que escuchéis
el cuento, que no le tiene de mis desventuras: porque quizá después de
entendido, ahorrareis del trabajo que tomareis en consolar un mal, que de
todo consuelo es incapaz. Los dos, que no deseaban otra cosa, que saber de
eu misma boca la causa de su daño, le rogaron se la contase, ofreciéndole
de no hacer otra cosa de la que él quisiese en su rf medio, ó consuelo: y
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con esto el triste caballero comenzó su lastimera historia, caí;i por las mi3
mas palabras, y pasos, que la había contado á don Quiíote, y al cabrero,
pocos días atrás, cuando poi ocasión del Maestro Elisabat, y puntualidad
de don Quiíote, en guardar el decoro á la caballería, se quedó el cuento
imperfecto, como la historia lo deja contado. Pero ahora quiso la buena
suerte, que se detuvo el accidente de la lociira, y le dio lugar de contarlo
hasta el fin: y así llegando al pa,so del billete, que había hallado don Fer-
nando entre el libro de Amadís de Gaula, dijo Cárdenlo, que le tenía bien
en la memoria, y que decía desta manera,
Luscinda á Cardenio.
cCada día descubro en vos valores, que me obligan, y fuerzan, á que
en más os estime: y así si quisiéredes sacarme desta deuda, sin ejecutarme
en la honra, lo podréis muy bien hacer. Padre tengo, que os conoce, y que
me quiere bien, el cual sin forzar mi voluntad cumplirá lo que será justo
que vos tengáis, si es que me estimáis como decís, y como yo creo.>
Por este billete me moví á pedir á Luscinda por esposa, como ya os he
contado, y este ñié por quien quedó Luscinda en la opinión de don Fer-
nando, por una de las más discretas, y avisadas mujeres de su tiempo.
Y este billete fué, el que le puso en deseo de destruirme, antes que el mío
se ejecutase. Díjele yo á don Fernando, en le que reparaba el padre de
Luscinda, que era en que mi padre se la pidiese: lo cual yo no le osaba
decir, temeroso que no vendría en ello: no porque no tuviese bien conoci-
da la calidad, bondad, virtud, y hermosura de Luscinda, y que tenía partes
bastantes para ennoblecer cualquier otro linaj« de España: sino porque yo
entendía del, que deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo que el
Duque Eicardo hacía conmigo. En resolución, le dije, que no me aventu-
raba á decírselo á mi padre, así por aquel inconveniente, como por otros
muchos que me acobardaban, sin saber cuáles eran: sino que me parecía,
que lo que yo desease, jamás había de tener efecto. A todo esto me rts-
pondió don Fernando, que él se encargaba de hablar á mi padre, y hacer
con él, que hablase al de Luscinda. O Mario ambicioso, ó Catilina cruel,
ó Quila facineroso, (1) ó Galalún embustero, ó Vellido traidor, ó Julián
(1) Aunque se sobreentiende que aludo z\ facineroso Siln, bueno será
restituir lo que dejó estampado, por si en la suplantación hay misterio,
pues no empece á su lectura, (^luila, que no tiene equivalencia, y faciho-
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vengativo, ó Judas codicioso. Traidor, cruel, vengativo, y embustero, qué
de servicios te había hecho este triste, que con tanta llaneza te descubrió
los secretos, y contentos de su corazón? Qué ofensa te hice? Qué palabras
te dije, ó qué consejos te di, que no fuesen todos encaminados á acrecentar
tu honra, y tu provecho? Mas de qué me quejo, desventurado de mi, pues
es cosa cierta, que cuando traen las desgracias la corriente de las estrellas,
como vienen de alto á bajo despeñándose con furor, y con violencia, no
hay fuerza en la tierra que las detenga, ni industria humana que prevenir-
la pueda. Quién pudiera imaginar, que don Fernando, caballero ilustre,
discreto, obligado de mis servicios, poderoso para alcanzar lo que el deseo
amoroso le pidiese, donde quiera que le ocupase, se había de enconar (como
suele decirse) en tomarme á mí una sola oveja, que aún no poseía? Pero
quédense estas consideraciones aparte, como inútiles, y sin provecho, y
anudamos el roto hilo de mi desdichada historia. Digo pues, que parecién-
dole á don Fernando, que mi presencia le era inconveniente para poner en
ejecución su falso, y mal pensamiento, determinó de enviarme á su her-
mano mayor, con ocasión de pedirle unos dineros, pava pagar seis caballos,
que de industria, y solo para este efecto de que me ausentase (para poder
mejor salir con su dañado intento) el mismo día que se ofreció hablar á mi
padre los compró, y quiso que yo viniese por el dinero. Pude yo prevenir
esta traición? Pude por ventura caer en imaginarla? No por cierto, antes
con grandísimo gusto me ofrecí á partir luego, contento de la buena com-
pra hecha. Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo que don Fer-
nando quedaba concertado, y que tuviese firme esperanza, de que tendrían
efecto nuestros buenos, y justos deseos. Ella me dijo, tan segura como yo
de la traición de don Fernando, que procurase volver presto, porque creía
que no tardaría más la conclusión de nuestras voluntades, que tardase mi
padre de hablar al tuyo. No sé que se fué, que en acabando de decirme
esto, se le llenaron los ojos de lágrimas, y un nudo se le atravesó en la
garganta, que no le dejaba hablar palabra, de otras muchas que me pare-
ció que procuraba decirme. Quedé admirado deste nuevo accidenta!, hasta
roso, como dicen aún por allí, aunque malcasados, su desconcertante unión
C8 muy significativa.
¿Quiénes serían los personajes de aquella época encubiertos bajo los
nombres del Duque Ricardo y ^3U hijo Fernando?
No Be debe desconfiar, |por Alah santo!, de que llegará un dia en que
ae sabrá: entre el cielo y la tierra no puede haber nada oculto.
i96 —
allí jamás en ella visto, porque siempre nos hablábamos, las veces que la
buena fortuna, y mi diligencia concedía, con todo regocijo, y contento, sin
mezclar en nuestras pláticas, lágrimas, suspiros, celos, sospechas, ó temo-
res. Todo era engrandecer yo mi ventura, por habérmela dado el cielo por
señora. Exageraba su belleza, admirábame de su valor, y entendimiento.
Volvíame ella el recambio, alabando en mí lo que como enamorada le pa-
reció digno de alabanza. Con esto nos contábamos mil niñerías, y acaeci-
mientos de nuestros vecinos, y conocidos: y á lo que más se extendía mi
desenvoltura, era á tomarle casi por fuerza, una de sus bellas, y blancas
manos, y llegarla á mi boca, según daba lugar la estrecheza de una baja
reja que nos dividía. Pero la noche que precedió al triste día de mi parti-
da, ella lloró, gimió, y suspiró, y se fué, y me dejó lleno de confusión, y
sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas, y tan tristes muestras de
dolor, y sentimiento en Luscinda. Pero por no destruir mis esperanzas,
todo lo atribuí á la fuerza del amor que me tenía, y al dolor que suele
causar la ausencia en los que bien se quieren. En fin yo me partí triste, y
pensativo, llena el alma de imaginaciones, y sospechas, sin saber lo que
sospechaba, ni imaginaba. Claros indicios que mostraban el triste suceso,
y desventura que me estaba guardada. Llegué al lugar donde era enviado.
Di las cartas al hermano de don Fernando. Fui bien recibido, pero no bien
despachado, porque me mandó aguardar (bien á mi disgusto) ocho días, y
en parte donde el Duque su padre no me viese: porque su hermano le es-
cribía, que le enviase cierto dinero, sin su sabiduría. Y todo fué invención
del falso don Fernando, pues no le faltaban á su hermano dineros para
despacharme luego. Orden, y mandato fué éste, que me puso en condición
de no obedecerle, por parecerme imposible sustentar tantos días la vida en
la ausencia de Luscinda, y más habiéndola dejado con la tristeza que os
he contado. Pero con todo esto obedecí, como buen criado, aunque veía
que había de ser á costa de mi salud. Pero á los cuatro días que allí lle-
gué, llegó un hombre en mi busca con una carta que me dio, que en el
sobrescrito conocí ser de Luscinda, porque la letra del era suya. Abríla
temeroso, y con sobresalto, creyendo que cosa grande debía de ser la que la
había movido á escribirme, estando ausente, pues presente pocas veces lo
hacía. Pregúntele al hombre, antes de leerla, quién se la había dado, y el
tiempo que había tardado en el camino. Díjome, que acaso pasando por
una calle de la ciudad á la hora de medio día, una señora muy hermosa le
llamó desde una ventana, los ojos llenos de lágrimas, y que con mucha
priesa le dijo: Hermano, si sois Cristiano, como lo parecéis, por amor de
— 297 —
Dios os ruego, que caminéis luego, luego esta carta al lugar, y á la per-
sona que dice el sobrescrito, que todo es bien conocido, y en ello haréis
un gran servicio á nuestro Señor. Y para que no os falte comodidad de po-
derlo hacer, tomad lo que va en este pañuelo: y diciendo esto, me arrojó
por la ventana un pañuelo donde venían atados cien reales, y esta sortija
de oro que aquí traigo, con esa carta que os he dado: y luego sin aguardar
respuesta raía, se quitó de la ventana; aunque primero vio como yo tomé
la carta, y el pañuelo, y por señas le dije, que haría lo que me mandaba.
T así viédome tan bien pagado del trabajo que podía tomar en traérosla,
y conociendo por el sobrescrito, que erais vos á quien se enviaba, porque
yo, señor, os conozco muy bien: y obligado asimismo de las lágrimas de
acuella hermosa señora, determiné de no fiarme de otra persona, sino
venir yo mismo á dárosla. Y en diez, y seis horas que ha que se me dio,
he hecho el camino que sabéis, que es de diez, y ocho leguas. En tanto
que el agradecido, y nuevo correo esto me decía, estaba yo colgado de sus
palabras, temblándome las piernas, de manera, que apenas podía sostener-
me. En efecto abrí la carta, y vi que contenía estas razones.
«La palabra que don Fernando os dio, de hablar á vuestro padre para
que hablase al mío, la ha cumplido mucho más en su gusto que en vuestro
provecho. Sabed Señor, que él me ha pedido por esposa, y mi padre lleva-
do de la ventaja que él piensa que don Fernando os hace, ha venido en lo
que quiere, con tantas veras, que de aquí á dos días se ha de hacer el des-
posorio: tan secreto, y tan á solas, que sólo han de ser testigos los cielos,
y alguna gente de casa. Cual yo quedo, imaginadlo. Si os cumple venir,
vedlo. Y si os quiere bien, ó no, el suceso deste negocio os lo dará á en-
tender. A Dios plega, que esta llegue á vuestras manos, antes que la mía
se vea en condición de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fó
que promete.»
Estas en suma fueron las razones que la carta contenía, y las que me
hicieron poner luego en camino, sin esperar otra respuesta, ni otros dine-
ros: que bien claro conocí entonces, que no la compra de los caballos, sino
la de 8u gusto, había movido á don Fernando á enviarme á su hermano. El
enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de perder la
prenda que con tantos años de servicios, y deseos tenía granjeada, me pu-
sieron alas, pues casi como en vuelo, otro día me puse en mi lugar al
punto, y hora que convenía para ir á hablar á Luscinda. Entré secreto, y
dejé una raula en que venía, en casa del buen hombre que me había lleva-
do la carta. Y quiso la suerte, que entonces la tuviese tan buena, que hallé
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¿ Luscinda puesta á la reja, testigo de nuestros amores. Conocióme Lus-
cinda luego, y conocila yo, mas no como debía ella conocerme, y yo cono-
cerla. Pero quién hay en el mundo que se pueda alabar, que ha penetrado,
y sabido el contuso pensamiento, y condición mudable de una mujer? Nin-
guno por cierto. Digo pues, que así como Luscinda me vio, me dijo: Cár-
denlo de boda estoy vestida, ya me están aguardando en la sala, don Fer-
nando el traidor, y mi padre el codicioso, con otros testigos, que antea lo
serán de mi muerte, que de mi desposorio. No te turbes amigo, sino pro-
cura hallarte presente á este sacrificio, el cual sino pudiere ser estorbado
de mis razones, una daga llevo escondida, que podrá estorbar mis determi-
nadas fuerzas, dando fin á mi vida, y principio á que conozf'as la voluntad
que te he tenido, y tengo. Yo le respondí turbado, y apriesa, temeroso no
me faltase lugar para responderla: Hagan, señora, tus obras verdaderas
tus palabras, que si tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada
para defenderte con ella, ó para matarme, si la suerte nos fuere contraria. No
creo que pudo oír todas estas razones, porque sentí que la llamabau apriesa,
porque el desposado aguardaba. Cerróse con esto la noche de mi tristeza:
púsoseme el sol de mi alegría: quedé sin luz en los ojos, y sin discurso en
el entendimiento. No acertaba á entrar en su casa, ni podía moverme á
parte alguna: pero considerando cuanto importaba mi presencia, para lo que
suceder pudiese en aquel caso, me animé, lo más que pude, y entré en su
casa. Y como ya sabía muy bien todas sus entradas y salidas, y más con el
alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me eclió de ver. Así que sin
ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacía una ventana de la
misma sala, que con las puntas, y remates de dos tapices se cubría, por
entre los cuales podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto en la sala se hacía.
Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el corazón mientras
allí estuve? Los pensamientos que se me ocurrieron? Las consideraciones
que hice? que fueron tantas, y tales, que ni se pueden decir, ni aun es bien
que se digan: basta que sepáis que el desposado entró en la sala, sin otro
adorno que los mismos vestidos ordinarios que solía. Traía por padrino á
un primo hermano de Luscinda, y en toda la sala no había persona de fue-
ra, sino los criados de casa. De allí á poco salió de una recámara Lus-
cinda, acompañada de su madre, y de dos doncellas suyas: tan bien adere-
zada, y compuesta, como su calidad y hermosura merecían: y como quien
era la perfección de la gala, y bizarría cortesana. No me dio lugar mi sus-
pensión, y arrobamiento, para que mirase, y notase en particular lo que
traía vestido, sólo pude advertir los colores, que eran encarnado, y blanca):
j en las vislumbres que las piedras, y joyas del tocado, y de todo el vesti-
do hacían, á todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus hermo-
sos, y rubios cabellos, tales, que en competencia de las preciosas piedras, y
de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya con más res-
plandor á los ojos ofrecían. O memoria, enemiga mortal de mi descanso, de
qué sirve representarme ahora la incomparable belleza de aquella adorada
enemiga n)ía? No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes, y repre-
sentes lo que entonces hizo, para que movido de tan manifiesto agravio,
procure, ya que no la venganza, á lo menos perder la vida? No os canséis
señores, de oir estas disgresiones que hago, que no es mi pena de aquellas
que puedan, ni deban contarse sucintamente, y de paso, pues cada circuns-
tancia suya, me parece á mi que es digna de un largo discurso. A esto le
respondió el Cura, que no sólo no se cansaban en oirle, sino que les daba
mucho gusto las menudencias que contaba por ser tales, que merecían no
pasarse en silencio, y la misma atención que lo principal del cuento. Digo
pues, prosiguió Cárdenlo, que estando todos en la sala entró el Cura de la
parroquia, y tomando á los dos por la mano, para hacer lo que en tal acto
se requiere, al decir: Queréis, señora Luscinda, al señor don Fernando que
está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la santa madre
Iglesia? yo saqué toda la cabeza, y cuello, de entre los tapices, y con aten-
tísimos oídos, y alma turbada, me puse á escuchar lo que Luscinda res-
pondía: esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte, ó la confir-
mación de mi vida. O quien se atreviera á salir entonces, diciendo á voces:
A Luscinda, Luscinda, mira lo que haces, considera lo que me debes, mira
que eres mía, y que no puedes ser de otro. Advierte, que el decir tú. Sí, y
el acabárseme la vida, ha de ser todo á un punto, A traidor don Fernando,
robador de mi gloria, muerte de mi vida, qué quieres? qué pretendes? con-
sidera, que no puedes Cristianamente llegar al fin de tus deseos, porque
Luscinda es mi esposa, y yo soy su marido. A loco de raí, ahora que estoy
ausente, y lejos del peligro, digo que había de hacer lo que no hice. Ahora
que dejé robar mi cara prenda, maldigo al robador, de quien pudiera ven-
garme, si tuviera corazón para ello, como lo tengo para quejarme. En fin,
pues fui entonces cobarde, y necio, no es mucho que muera ahora corrido,
arrepentido, y loco. Estaba esperando el Cura la respuesta de Luscinda, que
se detuvo un buen espacio en darla, y cuando yo pensé que sacaba la daga
para acreditarse, ó desataba la lengua para decir alguna verdad, ó desengaño,
que en mi provecho redundase, oigo que dijo con voz desmayada, y fiacat
£i quiero: y lo mi.smo dijo don Fernando, y dándole el anillo, quedaron en
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indisoluble nudo ligados. Llegó el desposado á abrazar á su esposa, y ella
poniéndose la mano sobre el corazón, cayó desniayada en los brazos de su
madre. Kesta ahora decir cual quedé yo, viendo con el Sí, que había oído,
burladas mis esperanzas, falsas las palabras, y promesas de Luscinda: im-
posibilitado de cobrar en algún tiempo, el bien que en aquel instante había
perdido. Quedé falto de consejo, desamparado, á mi parecer, de todo el
cielo, hecho enemigo de la tierra que me sustentaba, negándome el aire
aliento para mis suspiros, y el agua humor para mis ojos: sólo el fuego se
acrecentaba de manera, que todo ardía de rabia, y de celos. Alborotáronse
todos con el desmayo de Luscinda, y desabrochándole su madre el pecho
para que le diese el aire, se descubrió en él un papel cerrado, que don Fer-
nando tomó luego, y se le puso á leer á la luz de una de las hachas, y en
•acabando de leerle se sentó en una silla, y se puso la mano en la mejilla, con
muestras de hombre muy pensativo, sin acudir á los remedios que á su es-
posa se hacían, para que del desmayo volviese. Yo viendo alborotada toda
la gente de casa, me aventuré á salir, ora fuese visto, ó no, con determi-
nación que si me viesen, de hacer un desatino, tal, que todo el mundo n-
niera á entender la justa indignación de mi pecho, en el castigo del falso
don Fernando, y aun en el mudable de la desmayada traidora. Pero mi
suerte, que para mayores males (si es posible que los haya) me debe tener
guardado, ordenó, que en aquel punto me sobrase el entendimiento, que
después acá me ha faltado: y así sin querer tomar venganza de mis mayo-
res enemigos (que por estar tan sin pensamiento mío fuera fácil tomarla)
quise tomarla de mi mano, y ejecutar en mí la pena que ellos merecían: y
aun quizá con más rigor del que con ellos se usara, si entonces les diera
muerte, pues la que se recibe repentina, presto acaba la pena, mas la que
se dilata con tormentos, siempre mata sin acabar la vida. En fin, yo salí de
aquella casa, y vine á la de aquel donde había dejado la muía: hice, que la
ensillase, sin despedirme del subí en ella, y salí de la ciudad, sin osar,
como otro Lot, volver el rostro á mirarla: y cuando me vi en el í'ampo solo,
y que la obscuridad de la noche me encubría, y su silencio convidaba á
-quejarme, sin respeto, ó miedo de ser escuchado, ni conocido, solté la voz,
y desaté la lengua en tantas maldiciones de Luscinda, y de don Fernando,
como si con ellas satisficiera el agravio que me habían hecho. Díle títulos
de cruel, de ingrata, de falsa, y desagradecida: pero sobre todos, de codi-
ciosa, pues la riqueza de mi enemigo la había cerrado los ojos de la volun-
tad, para quitármela á mí, y entregarla á aquel con quien más liberal, y
franca la fortuna se había mostrado, y en mitad de las fugas destas maldi-
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Clones, y vituperios la disculpaba, diciendo que no era mucho que una don-
cella recogida en casa de sus padres, hecha, y acostumbrada siempre á
obedecerlos, hubiese querido condescender con su gusto pues le daban por
esposo á un caballero tan principal, tan rico, y tan gentilhombre, que á no
querer recibirle se podía pensar, ó que no tenia juicio, ó que en otra parte
tenía la voluntad, cosa que redundaba tan en perjuicio de su buena opinión,
y fama. Luego volvía diciendo, que puesto que ella dijera, que yo era su
esposo, vieran ellos que no había hecho en escogerme tan mala elección, que
no la disculparan, pues antes de ofrecérseles don Fernando, no pudieran
ellos mismos acertar á desear, si con razón midiese su deseo, otro mejor
que yo, para esposo de su hija: y que bien pudiera ella antes de ponerse en
el trance forzoso, y último, de dar la mano, decir, que ya yo le había dado
la mía, que yo viniera, y concediera con todo cuanto ella acertara á fingir
en este caso. (1) En fin me resolví, en que poco amor, poco juicio, mucha
ambición, y deseos de grandezas hicieron que se olvidase de las palabras cob
que me había engañado, entretenido, y sustentado en mis esperanzas, y ho-
nestos deseos. Con estas voces, y con esta inquietud caminé lo que quedaba
de la noche, y di al amanecer en una entrada destas sierras, por las cuales
caminé otros tres días, sin senda, ni camino alguno, hasta que vine á parar á
unos prados, que no sé á qué mano destas montañas caen, y allí pregunté
á unos ganaderos, que hacia dónde era lo más áspero destas sierras. Dijé-
ronme, que hacia esta parte. Luego me encaminé á ella, con intención de
acabar aquí la vida: y en entrando por estas asperezas, del cansancio y de
la hambre se cayó mi muía muerta: ó lo que yo más creo, por desechar de
sí tan inútil carga como en mí llevaba. Yo quedé á pie, rendido de la na-
turaleza, traspasado de hambre, sin tener, ni pensar buscar quien me so-
corriese. De aquella manera estuve no sé qué tiempo, tendido en el suelo,
al cabo del cual me levanté sin hambre, y hallé junto á mí á unos cabre-
ros, que sin duda debieron ser los que mi necesidad remediaron: porque
ellos me dijeron de la manera que me habían hallado, y como estaba di-
ciendo tantos disparates, y desatinos, que daba indicios claros de haber
perdido el juicio: y yo he sentido en mí, después acá, que no todas vecéis
le tengo cabal, sino tan desmedrado, y flaco, que hago mil locuras, rasgá»-
dóme los vestidos, dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventu-
(1) La circunstancia de figurar con letras de doble tamaño las que yo
ct»cribo, me hace sospechar, que ee suplantó todo el párrafo, y como la «•-
eritura eptá anticuada, no ee fácil penetrar en su sentido. ¡Qué lastima no
poder descubrir sus rasgosl
- 3^2 —
rn, y repitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro
discurso, ni intento entonces, que procarar acabar la vida voceando: y cuan-
do en mí vuelro, me hallo tan cansado, y molido, que apenas puedo mo-
verme. Mi más común habitación es el hueco de un Alcornoque, capaz de
cubrir este miserable cuerpo. Los vaqueros, y cabreros que andan por estas
montañas, movidos de caridad me sustentan, poniéndome el manjar por los
caminos, y por las peñas por donde entienden que acaso podré pasar, y
hallarlo: y así aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me
da á conocer el mantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo,
y la voluntad de tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me encuen-
tran con juicio, que yo salgo á los caminos, y que se lo quito por fuerza,
aunque me lo den de grado á los pastores que vienen con ello del lugar á
las majadas. Desta manera paso mi miserable, y extrema vida hasta que
el cielo sea servido de conducirle á su último fin, ó de ponerle en mi me-
moria, para que no me acuerde de la hermosura, y de la traición de Lus-
cinda, y del agravio de don Fernando, que si esto él hace sin quitarme la
vida, yo volveré á mejor discurso mis pensamientos: donde no, no hay sino
rogarle, que absolutamente tenga misericordia de mi alma, que yo no
siento en mí valor, ni fuerzas para sacar el cuerpo desta estrecheza en que
por mi gusto he querido ponerle. Esta es, ó señores, la amarga historia de
rai desgracia: decidme si es tal que pueda celebrarse con menos sentimien-
tos, que los que en mí habéis visto. Y no os canséis en persuadirme, ni
aconsejarme, lo que la razón os dijere que puede ser bueno para mi reme-
dio, porque han de aprovechar conmigo, lo que aprovecha la medicina
recetada de famoso Médico, al enfermo que recibir no la quiere. Yo no
quiero salud sin Luscinda: y pues ella gusta de ser agena, siendo, ó de-
biendo ser raía, guste yo de ser de la desventura, pudiehdo haber sido de
la buena dicha. Ella quiso con su mudanza hacer estable mi perdición: yo
querré con procurar perderme, hacer contenta su voluntad, y será ejemplo
á los por venir, de que á mí solo faltó lo que á todos los desdichados so-
bra, á los cuales suele ser consuelo la imposibilidad de tenerle, y en más
causa de mayores sentimientos, y males, porque aún pienso que no se han
de acabar con la muerte. Aquí díó fin Cardenio á su larga plática, y tan
desdichada como amorosa historia. Y al tiempo que el Cura se prevenía
para decirle algunas razones de consuelo, le suspendió una voz que llegó á
sus oídos, que en lastimados acentos oyeron que decía, lo que se dirá en la
cuarta parte desta narración, que en este punto dio fin la tercera el sabio,
y atentado historiador Cide Hamete Benengeli.
CUARTA PARTE
DSL
Ingenioso hidalgo don fiuixote de la MiQcha
3^5 —
CAPITULO xxvin
Que trata de la nueva y agradable aventura que
al Cura y barbero sucedió en la misma sierra.
Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo el
audacísimo caballero don Quixote de la Mancha, pues por haber tenido tan
honrosa, determinación, como fué el querer resucitar, y volver al mundo, la
ya perdida, y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos ahora en
nuestra edad necesitada, de alegres entretenimientos, no sólo de la dulzura
de su verdadera historia, sino de los cuentos, y episodios della, que en parte
no son menos agradables, y artificiosos, y verdaderos, que la misma histo-
ria, la cual prosiguiendo su rastrillado, torcido, y aspado hilo, cuenta, que
asi como el Cura comenzó á prevenirse para consolar á Cardenio, lo impi-
dió una voz que llegó á sus oídos, que con tristes acentos decía desta
manera.
Ay Dios, si será posible que he ya hallado lugar que pueda servir de
escondida sepultura á la carga pesada deste cuerpo, que tan contra mi vo-
luntad sostengo? Sí será, si la soledad que prometen estas sierras no m«
mienten. Ay desdichada, y cuan más agradable compañía harán estos ris-
cos, y malezas á mi intención, pues me darán lugar para que con quejas
comunique mi desgracia al cielo, que no la de ningún hombre humano,
pues no hay ninguno en la tierra de quien se pueda esperar consejo en las
dudas, alivio en las quejas, ni remedios en los males. Todas estas razones
oyeron, y percibieron el Cura, y los que con él estaban: y por parecerles,
como ello era, que allí junto las decían, se levantaron á buscar el dueño, y
no hubieron andado veinte pasos, cuando detrás de un peñasco vieron sen-
tado al pie de un fresno, á un mozo, vestido como labrador, el cual por te-
ner inclinado el rostro, á causa de que se lavaba los pies en el arroyo que
por allí corría, no se le pudieron ver por entonces: y ellos llegaron con tan-
to silencio, que del no fueron sentidos, ni él estaba á otra cosa atento, que
á lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blan-
co cristal, que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido. Suspen-
dióles la blancura, y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban he-
20
— 3o6 —
chos á pisar terrones, ni á andar tras el arado, y los bueyes, como mostraba
el hábito de su dueño: y así viendo que no habían sido sentidos, el Cura
que iba delante, hizo señas á los otros dos, que se agazapasen, ó escondie-
sen detrás de unos pedazos de peña que allí había, así lo hicieron todos,
mirando con atención lo que el mozo hacía: el cual traía puesto un capoti-
llo pardo de dos haldas, muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca. Traía
asimismo unos calzones, y polainas de paño pardo, y en la cabeza una mon-
tera parda. Tenía las polainas hasta la mitad de la pierna, que sin duda
alguna de blanco alabastro parecía. Acabóse de larar los hermosos pies, y
luego con un paño de tocar, que sacó debajo de la montera, se los limpió:
y al querer quitársele alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole es-
taban, de ver una hermosura incomparable, tal, que Cárdenlo dijo al Cura,
con voz baja: Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino di-
vina. El mozo se quitó la montera, y sacudiendo la cabeza á una, y otra
parte, se comenzaron á descoger, y desparcir unos cabellos, que pudieren
los del Sol tenerles envidia. Con esto conocieron que el que parecía labra-
dor, era mujer, y delicada, y aún la más hermosa que hasta entonces los
ojos de los dos habían visto, y aun los de Cárdenlo, sino hubieran mirado,
y conocido á Luscinda, que después afirmó, que sola la belleza de Luscin-
da podía contender con aquella. Los luengos, y rubios cabellos, no sólo le
cubrieron las espaldas, mas toda en torno la escondieron debajo de ellos,
que sino eran los pies, ninguna otra cosa d« su cuerpo se parecía, tales,
tantos eran. En esto le sirvió de peine unas manos, que si los pies en el
agua habían parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semeja-
ban pedazos de apretada nieve: todo lo cual, en más admiración, y en más
deseo de saber quién era, ponía á los tres que la miraban. Por esto deter-
minaron de mostrarse, y al movimiento que hicieron de ponerse en pie, la
hermosa moza alzó la cabeza, y apartándose los cabellos de delante de los
ojos, con entrambas manos, miró los que el ruido hacían: y apenas los hubo
visto, cuando se levantó en pie, y sin aguardar á calzarse, ni á recoger los
cabellos, asió con mucha presteza un bulto como de ropa, que junto á sí
tenía, y quiso ponerse en huida, llena de turbación, y sobresalto: mas no
hubo dado seis pasos, cuando no pudiendo sufrir los delicados pies la aspe-
reza de las piedras, dio consigo en el suelo. Lo cual visto por los tres, sa-
lieron á ella, y el Cura fué el primero que le dijo: Deteneos, señora, quien-
quiera que seáis, que los que aquí veis sólo tienen intención de serviros: no
hay para qué os pongáis en tan impertinente huida, porque ni vuestros pies
lo podrán sufrir, ni nosotros consentir. A todo esto ella ,10 respondía pala-
- 3^7 -
bra, atónita, y confusa. Llegaron pues á ella, y asiéndola por la mano el
Cura, prosiguió, diciendo: Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros
cabellos nos descubren señales claras, que no deben de ser de poco momen-
to las causas que han disfrazado vuestra belleza en hábito tan indigno, y
traídola á tanta soledad como es esta, en la cual ha sido ventura el halla-
ros: sino para dar remedio á vuestros males, á lo menos para darles conse-
jo, pues ningún mal puede fatigar tanto, ni llegar tan al extremo de serlo,
mientras no acaba la vida, que rehuya de no escuchar siquiera, el consejo
que con buena intención se le dá, al que lo padece. Así que señora mía, ó
señor mío, ó lo que vos quisiereis ser, perded el sobresalto que nuestra vi-
sita os ha causado, y contadnos vuestra buena, ó mala suerte, que en nos-
otros juntos, ó en cada uno hallaréis quien os ayude á sentir vuestras des-
gracias. En tanto que el Cura decía estas razones, estaba la disfrazada moza
como embelesada, mirándolos á todos, sin mover labio, ni decir palabra al-
guna: bien así como rústico aldeano, que de improviso se le muestran co-
sas raras, y del jamás vistas. Mas volviendo el Cura á decirle otras razones,
al mismo efecto encaminadas, dando ella un profundo suspiro, rompió el
silencio, y dijo: Pues que la soledad destas sierras no ha sido parte para
encubrirme, ni la soltura de mis descompuestos cabellos, no me ha permi-
tido que sea mentirosa mi lengua, en balde sería fingir yo de nuevo ahora,
lo que si se me creyese, sería más por cortesía que por otra razón alguna.
Presupuesto esto, digo señores, que os agradezco el ofrecimiento que me
habéis hecho, el cual me ha puesto en obligación de satisfaceros en todo lo
que me habéis pedido: puesto que temo, que la relación que os hiciere de
mis desdichas, os ha de causar al par de la compasión la pesadumbre, por-
que BO habéis de hallar remedio para remediarlas, ni consuelo para entre-
tenerlas. Pero con todo esto, porque no ande vacilando mi honra en vues-
tras intenciones, habiéndome ya conocido por mujer, y viéndome moza,
sola, y en este traje, cosas todas juntas, y cada una por sí, que pueden
echar por tierra cualquier honesto crédito, os habré de decir lo que quisie-
ra callar, si pudiera. Todo esto dijo sin parar, la que tan hermosa mujer
parecía, tan suelta de lengua, con voz tan suave, que no menos les admiró
su discreción que su hermosura. Y tornándole á hacer nuevos ofrecimien-
tos, y nuevos ruegos, para que lo prometido cumpliese, ella sin hacerse má.s
de rogar, calzándose con toda honestidad, y recogiendo sus cabellos, se
acomodó en el asiento de una piedra, y puestos los tres alrededor della, ha-
ciéndose fuerza por detener algunas lágrimas que á los ojos se le venían,
con voz reposada, y clara comenzó la historia de su vida desta manera.
- 308 -
En esta Andalucía hay un lugar, de quien toma título un Duque, que
le hace uno de los que llaman Grandes de España: (1) este tiene dos hijos,
el mayor heredero de su estado, y al parecer, de sus buenas costumbres, y
el menor, no sé yo de qué sea heredero, sino de las traiciones de Vellido, y
de los embustes de Galalóo. Deste señor son vasallos mis padres, humildes
en linaje, pero tan ricos, que si los bienes de su naturaleza igualaran á los
de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear, ni yo temiera verme en la
desdicha en que me veo: porque quizá nace mi poca ventura, de la que no
tuvieron ellos en no haber nacido ilustres. Bien es verdad, que uo son tan
bajos, que puedan afrentarse de su estado, ni tan altos, que á mí me quiten
la imaginación que tengo, de que de su humildad viene mi desgracia. Ellos
en fin son labradores, gente llana, sin mezcla de alguna raza mal sonante,
(1) En esta nota Clemencín, aludiendo al capítulo XXIV, dice que
Cárdenlo hace alusión á Córdoba, pero ya queda demostrado que la nmdre
de los mejores caballos del mundo es JJheda; en el XXVII, que Cárdenlo y
Dorotea eran del mismo pueblo, porque halla escrito: cpues casi como en
vuelo otro día me puse en mi lugar al punto y hora que convenía para
hablar á Luscinda>. Y Cárdenlo hace alusión al sitio concertado de ante-
mano para que Luscinda sin vacilación pudiese llamarlo para hablar por
la ventana.
Luego, haciendo referencia á una nota de Pellicer, agrega que laa
señas que da al final del capítulo XXI coinciden con las del gran Duque
de Osuna; pero como el que habla en el libro y en ese pasaje es Sancho,
y el que estuvo en Madrid años atrás (1594 y 1595) fué el narrador Cer-
vantes, infiero que trató de ridiculizar la pedantería de su tiempo, sin
afectar en lo más mínimo á la honorabilidad de aquel Procer, qice, además, no
tiene parentesco con la fábula.
Y añade por su cuenta, el señor de Toro Gómez f[ Agarrarse!): El ins-
pirado poeta, incansable investigador y elegante escritor andaluz Sr. Rodríguez
Marín (como soy nuevo en estas lides y desconozco á los personajes Lite-
rarios que se piropean de este modo, me asaltó la duda de si será este
señor el Bibliotecario mayor del Reino, pues las señas coinciden) tiene
anunciada una obra en que trata de explicar este pasaje del QUIJOTE (?) y
otros con documentos históricos.
Yo creo, con perdón sea dicho, que una vez puestos de acuerdo los
comentaristas (menos yo, que no soy tal y conozco el terreno) en lo de la
penitencia entre los ríos Guadalén y Guadalmena, tanto como en lo refe-
rente á Lassindo (Solisdan), no hay más que hablar; y además, como el
Caballero-Mentor de la lengua hispana dejó bien sentado que '^duelos, y que-
brantos los sábados» es un modismo manchego que se emplea para seña-
lar el plato de * torreznos y huevosy, creo yo que el más descontentadizo se
dará por satisfecho. O, si no, ahí está Lhardy.
Con su excelsa pluma va á salvar una distancia histórica de más de
cincuenta leguas ¡Era mucho Fr. Francisco, el del índice! ¿Para qué se
molestaría Cervantes en escribir su libro?
- 309 —
y como suele decirse, Cristianos viejos ranciosos, pero tan rancios, que su
riqueza, y magnífico trato, les va poco á poco adquiriendo nombre de hidal-
gos, y aún de caballeros. Puesto que de la mayor riqueza, y nobleza que
ellos se preciaban, era de tenerme á mi por hija: y así por no tener otra, ni
otro que los heredase, como por ser padres, y aficionados, yo era una de las
más regaladas hijas que padres jamás regalaron. Era el espejo en que se
miraban, el báculo de su vejez, y el sujeto á quien encaminaban, midién-
dolos con el cielo todos sus deseos: de los cuales, por ser ellos tan buenos,
los míos no salían un punto. Y del mismo modo que yo era señora de sus
ánimos, así lo era de su hacienda. Por mi fé recibían, y despedían los cria-
dos. La razón, y cuenta de lo que se sembraba, y cogía, pasaba por mi
mano. Los molinos de aceite, los lagares del vino, el número del ganado
mayor, y menor, el de las colmenas: finalmente, de todo aquello que un
rico tan labrador como mi padre puede tener, y tiene, tenía yo la cuenta,
y era la mayordoma, y señora, con tanta solicitud mía, y con tanto gusto
suyo, que buenamente no acertaré á encarecerlo. Los ratos que del día me
quedaban, después de haber dado lo que convenía á los mayorales, ó capa-
taces, y á otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son á las donce-
llas tan lícitos como necesarios, como son, los que ofrece la aguja, y la
almohadilla, y la rueca muchas veces: y si alguna por recrear el ánimo,
estos ejercicios dejaba, me acogía al entretenimiento de leer algún libro
devoto, ó á tocar una arpa, porque la experiencia me mostraba, que la
música compone los ánimos descompuestos, y alivia los trabajos que nacen
del espíritu. Esta pues era la vida que yo tenía en casa de mis padres: la
cual si tan particularmente he contado, no ha sido por ostentación, ni por
dar á entender que soy rica, sino porque se advierta, cuan sin culpa me he
venido de aquel buen estado que he dicho, al infelice en que ahora me ha-
llo. Es pues el caso, que pasando mi vida en tantas ocupaciones, y en un
encerramiento tal, que al de un monasterio pudiera compararse, sin ser
vista, á mi parecer, de otra persona alguna, que de los criados de casa,
porque los días que iba á Misa, era tan de mañana, y tan acompañada de
mi madre, y de otras criadas, y yo tan cubierta, y recatada, que apenas
reían mis ojos más tierra de aquella, donde ponía los pies: y con todo esto,
los del amor ó los de la ociosidad, por mejor decir, á quien los del lince no
pueden igualarse, me vieron, puestos en la solicitud de don Fernando, que
est^ es el nombre del hijo menor del Duque, que os he contado. No hubo
bien nombrado á don Fernando la que el cuento contaba, cuando á Cardenio
se le mudó el color del rostro, y comenzó á trasudar con tan grande alte-
— 3J0 -
ración, que el Cura, y el barbero, que miraron en ello, temieron que le ve-
nia aquel accidente de locura, que hablan oido decir que de cuando en
cuando le venia. Mas Cárdenlo no hizo otra que trasudar, y estarse quedo,
mirando de hito en hito, á la labradora, imaginando quien ella era, la cual
Bin advertir en los movimientos de Cárdenlo, prosiguió su historia, dicien-
do: Y DO me hubieron bien visto, cuando (según él dijo después) quedó tan
preso de mis am»res, cuando le dieron bien á entender sus demostraciones.
Mas por acabar presto con el cuento (que no le tiene) de mis desdichas,
quiero pasar en silencio las diligencias que don Fernando hizo, para decla-
rarme su voluntad. Sobornó toda la gente de mi casa, dio, y ofreció dádi-
vas, y mercedes á mis parientes. Los dias eran todos de fiesta, y de rego-
cijo en mi calle. Las noches no dejaban dormir á nadie las músicas. Los
billetes que sin saber cómo, á mis manos venían, eran infinitos, llenos de
enamoradas razones, y ofrecimientos, con meuos letras que promesas, y ju-
ramentos. Todo lo cual, no sólo no me ablandaba, pero me endurecía de
manera, como si fuera mi mortal enemigo, y que todas las obras que para
reducirme á su voluntad hacía, las hiciera para el efecte contrario: no por-
que á mí me pareciese mal la gentileza de don Fernando, ni que tuviese á
demasía sus solicitudes, porque me daba un no sé qué de contento, verm«
tan querida y estimada de un tan principal caballero: y no me pesaba ver
en sus papeles mis alabanzas: que en esto, por feas que seamos las muje-
res, me parece á mí, que siempre nos da gusto el oír que nos llaman her-
mosas. Pero á todo esto se opone mi honestidad, y los consejos continuos
que mis padres me daban, que ya muy al descubierto sabían la voluntad de
don Fernando, porque ya á él no se le daba nada de que todo el mundo la
supiese. Decíanme mis padres, que en sola mi virtud, y bondad dejaban, y
depositaban su honra, y fama: y que considerase la desigualdad que había
entre mí, y don Fernando, y que por aquí echaría de ver, que sus pensa-
mientos (aunque él dijese otra cosa) más se encaminaban á su gusto, que á
mi provecho. Y que si yo quisiese poner en alguna manera algún inconve-
niente, para que él se dejase de su injusta pretensión, que ellos me casarían
luego con quien yo más gustase, así de los más principales de nuestro lu-
gar, como de todos los circunvecinos, pues todo se podía esperar de su mu-
cha hacienda, y de mi buena fama. Con estos ciertos prometimientos, y con
la verdad que ellos me decían, fortificaba yo mi entereza, y jamás quise
responder á don Fernando palabra que le pudiese mostrar, aunque de muy
lejos, esperanza de alcanzar su deseo. Todos estos recatos míos, que él de-
bía de tener por desdenes, debieron de ser causa de avivar más su lascivo
- 311 —
apetito (que este nombre quiero dar á la voluntad que mostraba) la cual si
ella fuera como debía, no la supierais vosotros ahora, porque hubiera fal-
tado ocasión de decírosla. Finalmente don Fernando, supo que mis padres
andaban por darme estado: por quitarle á él la esperanza, de poseerme, ó
á lo menos, porque yo tuviese más guardas para guardarme. Y esta nueva,
ó sospecha, fué causa para que hiciese, lo que ahora oiréis. Y fué que una
noche estando yo en mi aposento, con sola la compañía de una doncella que
me servía, teniendo bien cerradas las puertas, por temor que por descuide,
mi honestidad no se viese en peligro: sin saber, ni imaginar cómo, en me-
dio destos recatos, y prevenciones, y en la soledad desde silencio, y encie-
rro, me le hallé delante. Cuya vista me turbó de manera, que me quitó la
de mis ojos, y me enmudeció la lengua. Y así no fui poderosa de dar voces,
ni aun él creo que me las dejara dar, porque luego se llegó á mí, tomándome
entre sus brazos (porque yo como digo, no tuve fuerzas para deferderme,
según estaba turbada) comenzó á decirme tales razones, que no sé cómo es
posible, que tenga tanta habilidad la mentira, que las sepa componer de
modo que parezcan tan verdaderas. Hacía el traidor que sus lágrimas acre-
ditasen sus palabras, y los suspiros su intención. Yo pobrecilla sola, entre
los míos mal ejercitada en casos semejantes, comencé no sé en qué modo,
á tener por verdaderas tantas falsedades: pero no de suerte, que me movie-
sen á compasión, menos que buena, sus lágrimas, y suspiros. Y así pasán-
doseme aquel sobresalto primero, torné algún tanto á cobrar mis perdidos
espíritus, y con más ánimo del que pensé que pudiera tener, le dije: Si
como estoy señor en tus brazos, estuviera entre los de un león fiero, y el li-
brarme dellos se me asegurara, con que hiciera, ó dijera cosa que fuera en
perjuicio de mi honestidad, así fuera posible hacerla, ó decirla, como es po-
sible dejar de haber sido lo que fué. Así que si tú tienes ceñido mi cuerpo
con tus brazos, yo tengo atada mi alma con mis buenos deseos, que son tan
diferentes de los tuyos, como lo verás, si con hacerme fuerza, quisieres pa-
sar adelante en ellos. Tu vasalla soy, pero no tu esclava, ni tiene, ni debe
tener imperio, la nobleza de tu sangre, para deshonrar, y tener en poco la
humildad de la mía. Y en tanto me estimo yo villana, y labradora, como tú
señor y caballero. Conmigo no han de ser de ningún efecto tus fueizas, ni
han de tener valor tus riquezas, ni tus palabras han de poder engañarme,
ni tus suspiros, y lágrimas enternecerme. Si alguna de todas estas cosas
que he dicho, viera yo en el que mis padres me dieran por esposo, á su vo-
luntad se ajustara la mía, y mi voluntad de la suya no saliera. De modo,
que como quedara con honra, aunque quedara sin gusto, de grado te entre-
— 312 —
gara, lo que tú señor ahora con tanta íuerza procuras. Todo esto he dicho,
porque no es pensar, que de mí alcauce cosa alguna, el que no fuere mi le-
gítimo esposo. Sino reparas más que en eso, bellísima Dorotea (que este es
el nombre desta desdichada dijo el desleal caballero) ves aquí te doy la
mano de serlo tuyo, y sean testigos desta verdad los cíelos, á quien ningu-
na cosa se esconde, y esta imagen de nuestra Señora que aquí tienes. Cuan-
do Cardeoio le oyó decir, que se llamaba Dorotea, tornó de nuevo á sus
sobresaltos, y acabó de confirmar por verdadera su primera opinión, pero
no quiso interrumpir el cuento, por ver en qué venín á parar, lo que él ya
casi sabía, sólo dijo: Que Dorotea es tu nombre, señora? Otra he oído yo
decir del mismo, que quizá corre parejas con tus desdichas. Pasa adelante,
que tiempo vendrá, en que te diga cosas que te espante en el mismo grado
que te lastimen. Keparó Dorotea en las razones de Cárdenlo, y en su extra-
fio, y desastrado traje, y rogóle, que si alguna cosa de su hacienda sabía, se
la dijese luego. Porque si algo le había dejado bueno la fortuna, era el áni-
mo que tenía, para sufrir cualquier desastre, que le sobreviniese, segura de
que á su parecer ninguno podía llegar, que el que tenia acrecentase un pun-
to. No le perdiera yo señora, respondió Cárdenlo, en decirte lo que pienso,
si fuera verdad lo que imagino, y hasta ahora no se pierde coyuntura, ni á
tí te importa nada el saberlo. Sea lo que fuere, respondió Dorotea, lo que
en mi cuento pasa, fué, que tomando don Fernando una imagen, que en
aquel aposento estaba, la puso por testigo de nuestro desposorio con pala-
bras eficacísimas, y juramentos extraordinarios, rae dio la palabra de ser mi
marido. Puesto que antes que acabase de decirlas, le dije, que mirase bien
lo que hacía, y que considerase el enojo que su padre había de recibir, de
verle casado con una villana, vasalla suya, que no le cegase mi hermosura,
tal cual era. Pues no era bastante, para hallar en ella disculpa de su yerro:
y que si algún bien me quería hacer, por el amor que me tenía, fuese dejar
correr mi suerte á lo igual, de lo que mi calidad podía. Porque nunca los
tan desiguales casamientos se gozan ni duran mucho, en aquel gusto con-
que se comienzan. Todas estas razones que aquí he dicho, le dije, y otras
muchas, de que no me acuerdo, pero no fueron parte, para que él dejase de
seguir su intento, bien así como el que no piensa pagar, que al concertar
de la barata, no repara en inconvenientes. Yo á esta sazón hice un breve
discurso conmigo, y me dije para mí misma: Sí que no seré yo la primera,
que por vía del matrimonio haya subido de humilde á grande estado, ni
será don Fernando el primero, á quien hermosura, ó ciega afición (que es
lo más cierto) haya hecho tomar compañía desigual á su grandeza? Pues si
— 313 —
no hago ni mundo, ni uso nuevo, bien es acudir á esta honra, que la suerte
me ofrece. Puesto que en este no dure más la voluntad que me muestra,
de cuanto dure el cumplimiento de su deseo, que en fin, para con Dios, seré
su esposa. Y si quiero con desdenes despedirle, en término le veo, que no
usando el que debe, usará el de la fuerza, y vendré á quedar deshonrada, y
sin disculpa, de la culpa que me podía dar, el que no supiere, cuan sin ella
he venido á este punto. Porque, qué razones serán bastantes para persuadir
á mis padres, y á otros, que este caballero entró en mi aposento, sin con-
sentimiento mío? Todas estas demandas, y respuestas revolví en un instante
en la imaginación. Y sobre todo, me comenzaron á hacer fuerza y á incli-
narme á lo que fué (sin yo pensarlo) mi petición, los juramentos de don
Fernando, los testigos que ponía, las lágrimas que derramaba, y finalmente
su disposición, y gentileza, que acompañada con tantas muestras de verda-
dero amor, pudieran rendir á otro tan libre, y recatado corazón, como el
mío. Llamé á mi criada, para que en la tierra acompañase á los testigos
del cielo. Tornó don Fernando á reiterar, y confirmar sus juramentos. Aña-
dió á los primeros nuevos santos por testigos, echóse mil futuras maldicio-
nes, sino cumpliese lo que me prometía. Volvió á humedecer sus ojos, y
acrecentar sus suspiros, apretóme más entre sus brazos, de los cuales ja-
más me había dejado. Y con esto, y con volverse á salir del aposento mi
doncella, yo dejé de serlo, y él acabó de ser traidor, y fementido. El día que
sucedió á la noche de mi desgracia, se venía aun no tan apriesa, como yo
pienso que don Fernando deseaba. Porque después de cumplido aquello que
el apetito pide, el mayor gusto que puede venir, es apartarse de donde le
alcanzaron. Digo esto, porque don Fernando dio priesa, por partirse de raí,
y por industria de mi doncella, que era la misma que allí le había traído,
antes que amaneciese se vio en la calle. Y al despedirse de mí (aunque no
con tanto ahinco, y vehemencia, como cuando vino) me dijo que estuviese
segura de su fé, y de ser firmes, y verdaderos sus juramentos: y para más
confirmación de su palabra, sacó un rico anillo del dedo, y lo puso en el mío.
En efecto él se fué, y yo quedé, no sé si triste, ó alegre: esto sé bien de-
cir, que quedé confusa, y pensativa, y casi fuera de mí, con el nuevo acae-
cimiento, y no tuve ánimo, ó no se me acordó de reñir á mi doncella, por
la traición cometida, de encerrar á don Fernando en mi mismo aposento:
porque aún no me determinaba, si era bien, ó mal, el que me había sucedi-
do. Díjele al partir á don Fernando, que por el mismo camino de aquella,
podía verme otras noches, pues ya era suya, hasta que cuando él quisiese,
aquel hecho se publicase. Pero no vino otra alguna, sino fué la siguiente,
- 3M —
ni yo pude verle en la calle, ni en la Iglesia eu más de un mes, que en
vano me cansé en solicitarle: puesto que supe, que estaba eu la villa, y que
los más días iba á caza, ejercicio de que él era muy aficionado. Estos días,
y estas horas, bien sé yo que para mí fueron aciaííos, y menguados. Y bien
sé que comencé á dudar en ellos, y aun á descreer de la fe de don Feruaa-
do. Y sé también, que mi doncella oyó entonces las palabras que en re-
prensión de su atrevimiento antes no había oído. Y sé que me fué forzoso
tener cuenta con mis lágrimas, y con la compostura de mi rostro por no
dar ocasión á que mis padres me preguntasen, que de qué andaba descon-
tenta, y me obligasen á buscar mentiras que decirles. Pero todo esto se
acabó en un punto, llegándose uno donde se atropellaron respetas, y se
acabaron los honrados discursos, y donde se perdió la paciencia, y salieron
á plaza mis secretos pensamientos. Y esto fué, porque de allí á pocos días,
se dijo en el lugar, como en una Ciudad allí cerca, se había casado don
Fernando con una doncella hermosísima en todo extremo, y de muy prin-
cipales padres, aunque no tan rica, que por la dote, pudiera aspirar á tan
noble casamiento. Díjose, que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en
sus desposorios sucedieron, dignas de admiración. Oyó Cárdenlo el nom-
bre de Luscinda, y no hizo otra cosa, que encoger los hombros, morderse
los labios, enarcar las cejas, y dejar de allí á poco caer por sus ojos doB
fuentes de lágrimas. Mas no por esto dejó Dorotea de seguir su cui»nto,
diciendo, llegó esta triste nueva á mis oídos, y en lugar de helárseme el
corazón en oírla, fué tanta la cólera, y nbia que se encendió en él, que
faltó poco para no salirme por las calles, dando voces, publicando la ale-
vosía, y traición, que se me había hecho. Mas templóse esta furia por en-
tonces, con pensar de poner aquella misma noche por obra, lo que puse.
Que fué, ponerme en este hábito, que rae dio uno de los que llaman zaga-
les en casa de los labradores, que era criado de mi padre, al cual descubrí
toda mi desventura, y le rogué me acompañase hasta la Ciudad, donde
entendí que mi enemigo estaba. El después que hubo reprendido mi atre-
vimiento, y afeado mi determinación, viéndome resuelta en mi parecer, se
ofreció á tenerme compañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo. Luego
al momento encerré en una almohada de lienzo, un vestido de mujer, y
algunas joyas, y dineros, por lo que podía suceder. Y en el silencio de
aquella noche, sin dar cuenta á mi traidora doncella salí de mi casa acom-
pañada de mi criado, y de muchas imaginaciones, y me puse en camino de
la Ciudad á pie, llevada en vuelo del deseo de llegar, ya que no á estorbar,
lo que tenia por hecho, á lo menos á decir á don Fernando, me dijese con
— 315 -
qué alma lo había hecho. Llegué en dos días, y medio, donde quería, y en
entrando por la Ciudad, pregunté por la casa de los padres de Luscinda, y
al primero á quien hice la pregunta, rae respondió más de lo que yo qui-
siera oír. Díjome la casa, y todo lo que había sucedido en el desposorio de
su hija, cosa tan pública en la Ciudad, que se hacen corrillos, para contar-
la por toda ella. Uíjome, que la noche que don Fernando se desposó con
Luscinda, después de haber ella dado el sí, de ser su esposa, le había to-
mado un recio desmayo, y que llegando su esposo á desabrocharle el pecho,
para que le diese el aire, le halló un papel escrito de la misma letra de
Luscinda, en que decía, y declaraba, que ella no podía ser esposa de don
Fernando, porque lo era de Cárdenlo, que á lo que el hombre rae dijo, era
un caballero muy principal, de la misma Ciudad. Y que si había dado el
sí, á don Fernando, fué por no salir de la obediencia de sus padres: en re-
solución, tales razones dijo que contenía el papel, que daba á entender,
que ella había tenido intenoión de matarse, en acabándose de desposar, y
daba allí las razones, porque se había quitado la vida. Todo lo cual dicen
que confirmó una daga que le hallaron no sé en qué parte de sus vestidos.
Todo lo cual, visto por don Fersando, pareciéndole que Luscinda le había
burlado, y escarnecido, y tenido en poco, arremetió a ella, antes que de su
desmayo volviese, y con la misma daga que le hallaron, la quiso dar de
puñaladas, y lo hiciera, si sus padres, y los que le hallaron presentes, no
se lo estorbaran. Dijeron más, que luego se ausentó don Fernando, y que
Luscinda no había vuelto de su parasismo, hasta otro día, que contó á sus
padres, como ella era la verdadera esposa de aquel Cárdenlo que he dicho.
Supe más, que el Cárdenlo, según decían, se halló presente á los desposo-
rios, y que en viéndola desposada, lo cual éi jamás pensó, se salió de la
Ciudad desesperado, dejándole primero escrita una carta donde daba á en-
tender el agravio que Luscinda le había hecho, y de cómo él se iba, adon-
de gentes no le viesen. Esto todo era público, y notorio en toda la Ciudad,
y todos hablaban dello, y más hablaron, cuando supieron que Luscinda
había faltado de casa de su padre, y de la Ciudad, pues no la hallaron en
toda ella, de que perdían el juicio sus padres, y no sabían qué medio se to-
mar para hallarla. Esto que supe, puso en bando mis esperanzas, y tuve
por mejor no haber hallado á don Fernando, que no hallarle casado, pare-
ciéndome que aún no estaba del todo cerrada la puerta á mi remedio, dán-
dome yo á entender, que podría ser, que el cielo hubiese puesto aquel im-
pedimento en el segundo matrimonio, por atraerle á conocer, lo que al pri-
mero debía, y á caer en la cuenta, de que era Cristiano, y que estaba más
- 3i6 -
obligado á su alma, que á los respetos humanos. Todas estas cosas rerol-
TÍa en mi fantasía, y me consolaba sin tener consuelo fingiendo unas espe-
ranzas largas, y desmayadas, para entretener la vida, que ya aborrezco.
Estando pues en la Ciudad, sin saber qué hacerme, pues á don Fernando
no hallaba, llegó á mis oídos un público pregón, donde se prometía gran-
de hallazgo á quien me hallase, dando las señas de la edad, y del mismo
traje que traía. Y ol decir que se decía, que me habla sacado de casa de
mis padres el mozo que conmigo vino, cosa que me llegó al alma, por ver
cuan decaído andaba mi crédito, pues no bastaba perderle con mi venida,
sino añadir el con quién, siendo sujeto tan bajo, y tan indigno de mis bue-
nos pensamientos. Al punto que oí el pregón, me salí de la Ciudad con mi
criado, que ya comenzaba á dar muestras de titubear en la fe que de fide-
lidad me tenía prometida, y aquella noche nos entramos por lo espeso des-
ta montaña, con el miedo de no ser hallados. Pero como suele decirse, que
un mal llama á otro, y que el fin de una desgracia suele ser principio de
otra mayor: así me sucedió á raí, porque mi buen criado, hasta entonces
fiel y seguro, así como me vio en esta soledad, incitado de su misma be-
llaquería, antes que de mi hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión,
que á su parecer estos yermos le ofrecían. Y con poca vergüenza, y menos
temor de Dios, ni respeto mío, me requirió de amores, y viendo que yo
con feas, y justas palabras respondía á las desvergüenzas de sus propósitos,
dejó aparte los ruegos, de quien primero pensó aprovecharse, y comenzó á
usar de la fuerza. Pero el justo cielo, que pocas, ó ningunas veces, deja de
mirar, y favorecer á las justas intenciones, favoreció las mías, de manera,
que con mis pocas fuerzas, y con poco trabajo, di con él por un derrum-
badero, donde le dejé, ni sé si muerto, ó si vivo. Y luego con más ligereza,
que mi sobresalto, y cansancio pedían, me entré por estas montañas, sin
llevar otro pensamiento, ni otro designio, que esconderme en ellas, y huir
de mi padre, y de aquellos que de su parte me andaban buscando con este
deseo. Ha no sé cuántos meses que entré en ellas, donde hallé un ganade-
ro, que me llevó por su criado, á un lugar que está en las entrañas desta
sierra, al cual he servido de zagal todo este tiempo, procurando estar siem-
pre en el campo, por encubrir estos cabellos, que ahora tan sin pensarlo
me han descubierto. Pero toda mi industria, y toda mi solicitud, fué, y ha
sido, de ningún provecho, pues mi amo vino en conocimiento, de que yo
no era varón y nació en él, el mismo mal pensamiento, que en mi criado,
y como no siempre la fortuna, con los trabajos da los remedios, no hallé
derrumbadero, ni barranco, de donde despeñar y despenar al amo, como le
- 317 -
hallé para el criado. Y así tuve por menor inconveniente, dejarle y escon-
derme de nuevo entre estas asperezas, que probar con él mis fuerzas, ó mis
disculpas. Digo pues, que me torné á emboscar, y á buscar, donde sin im-
pedimento alguno pudiese con suspiros, y lágrimas, rogar al cielo se duela
de mi desventura, y me dé industria, y favor para salir della, ó para dejar
la vida entre estas soledades, sin que quede memoria desta triste, que tan
sin culpa suya habrá dado materia, para que de ella se hable, y murmure
en la suya, y en las ajenas tierras.
- .V8 -
CAPITULO XXIX
Que trata de la discordia de la hermosa Dorotea,
con otros casos de mucho gusto y pasatiempo.
Esta es señores, la verdadera historia de mi tragedia, mirad, y juzgad
ahora, si los suspiros que escuchasteis, las palabras que oísteis, y las lágri-
mas que de mis ojos salían, tenían ocasión bastante, para mostrarse en ma-
yor abundancia: y considerada la calidad de mi desgracia, veréis que será
en vano el consuelo, pues es imposible el remedio della. Sólo os ruego, lo
que con facilidad podréis, y debéis hacer, que me aconsejéis dénde podré
pasar la vida, sin que me acabe el temor, y sobresalto que tengo, de ser
hallada de los que me buscan, que aunque sé que el mucho amor que mis
padres me tienen, me asegura, que seré dellos bien recibida, es tanta la
vergüenza que me ocupa, sólo el pensar que no como ellos pensaban, tengo
de parecer á su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre,
de ser vista, que no verles el rostro, con pensamiento que ellos miran el
mío, ajeno de la honestidad, que de mí se debían de tener prometida. Ca-
lló en diciento esto, y el rostro se le cubrió de un color, que mostró bien
claro el sentimiento, y vergüenza del alma. En las suyas sintieron los que
escuchado la habían, tanta lástima, como admiración de su desgracia: y
aunque luego quisiera el Cura consolarla, y aconsejarla, tomó primero la
mano Cárdenlo diciendo. En fin señora, que tú eres la hermosa Dorotea, la
hija única del rico Clenardo. Admirada quedó Dorotea, cuando oyó el nom-
bre de su padre, y de ver cuan de poco era el que le nombraba, porque ya
se ha dicho de la mala manera que Cárdenlo estaba vestido. Y así le dijo:
Y quién sois vos hermano, que así sabéis el nombre de mi padre, porque
yo hasta ahora (si mal no me acuerdo) en todo el discurso del cuento, de
mi desdicha, no le he nombrado? Soy, respondió Cárdenlo, aquel sin ven-
tura, que según vos señora habéis dicho, Luscinda dijo que era su esposa.
Soy el desdichado Cárdenlo, á quien el mal término de aquel que á vos os
ha puesto en el que estáis, me ha traído á que me veáis, cual me veis, roto,
desnudo, falto de todo humano consuelo, y lo que es peor de todo, falto de
juicio, pues no le tengo, sino cuando al cielo se le antoja dármele, por al*
— 319 —
gÚD breve espacio. Yo, Teodora, soy el que me hallé presente á las sinrazo-
nes de don Fernando, y el que aguardó oir el sí, que de ser su esposa pro-
nunció Luscinda. Yo soy el que no tuvo áninao, para ver en qué paraba su
desmayo, ni lo que resultaba del papel, que le fué hallado en el pecho. Por-
que no tuvo el alma sufrimiento, para ver tantas desventuras juntas, y asi
dejé la casa, y la paciencia, y una carta que dejé á un huésped mío, á quien
rogué que en manos de Luscinda la pusiese, y víneme á estas soledades,
con intención de acabar en ellas la vida, que desde aquel tiempo aborrecí,
como mortal enemiga mía. Mas no ha querido la suerte quitármela, con-
tentándose con quitarme el juicio, quizá para guardarme para la buena
ventura, que he tenido en hallaros: pues siendo verdad, como creo que lo
es, lo que aquí habéis contado aún podría ser, que á entrambos nos tuviese
el ciclo guardado mejor suceso en nuestros desastres, que nosotros pensa-
mos. Porque presupuesto que Luscinda no puede casarse con don Fernan-
do por ser mía, ni don Fernando con ella, por ser vuestro, y haberlo ella
tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar, que el cielo nos res-
tituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser, y no se ha enagenado,
ni deshecho. Y pues este consuelo tenemos, nacido no de muy remota es-
peranza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplicóos señora, que
toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos, pues yo la pienso
tomaren los iníos, acomodándoos á esperar mejor fortuna. Que yo os juro
poí la fé de Caballero, y de Cristiano, de no desampararos, hasta veros en
poder de don Fernando, y que cuando con razones no le pudiere atraer, á
que conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que me concede
el ser Caballero, y poder con justo título desafiarle, en razón de la sinrazón
qup os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza dejaré al cielo,
por acudir en la tierra á los vuestros. Con lo que Cárdenlo dijo se acabó de
admirar Dorotea, y por no saber qué gracias volver á tan grandes ofreci-
mientos, quiso tomarle los pies para besárselos, mas no lo consintió Cár-
denlo: y el licenciado respondió por entrambos, y aprobó el buen discurso
de Cárdenlo, y sobre todo les rogó, aconsejó, y persuadió, que se fuesen con
él á su aldea, donde se podrían reparar las cosas que les faltaban, y que
allí se daría orden, como buscar á don Fernando, ó como llevar á Dorotea
á sus padres, ó hacer lo que más les pareciese conveniente. Caidenio, y
Dorotea, se lo agradecieron, y aceptaron la merced que se les ofrecía. El
barbero que á todo había estado suspenso, y callado, hizo también su bue-
na plática, y se ofreció con no menos voluntad que el Cura, á todo aquello
que fuese bueno para servirles. Contó asimismo con brevedad la causa que
— 3^0 —
allí loK habia traído, con la eitrañeza de la locura de don Quixote, y cómo
aguardaban á su escudero, que había ido á buscarle. Vínosele á la memo-
ria á Cardenio, como por sueños, la pendencia que con don Quixotf había
tenido, y contóla á los demás, mas no supo decir, por qué causa tué sa
cuestión. En esto oyeron voces, y conocieron que el que las daba, era San-
cho Panza, que por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los lla-
maba é. voces. Saliéronle al encuentro, y preguntádole por don Quiíotei
les dijo, cómo le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo, y muer-
to de hambre, y suspirando por su señora Dulcinea, y que puesto que le
habia dicho, que ella le mandaba que saliese de aquel lugar, y se fuese al
del Toboso, donde le quedaba esperando, había respondido, que estaba de-
terminado de no parecer ante su hermosura, hasta que hubiese hecho ha-
zañas, que le hiciesen digno de su gracia. Y que si aquello pasaba adelante,
corría peligro de no venir á ser Emperador, como estaba obligado, ni aun
Arzobispo, que era lo menos que podía ser. Por eso que mirasen lo que se
había de hacer, para sacarle de allí. El licenciado le respondió, que no tu-
viese pena, que ellos le sacarían de allí mal que le pesase. Contó luego á
Cardenio, y á Dorotea, lo que tenían pensado, para remedio de don Quixo-
te, á lo menos para llevarle á su casa. A lo cual dijo Dorotea, que ella ha-
ría la doncella menesterosa mejor que el barbero, y más que tenia allí ves-
tidos con que hacerlo al natural. Y que la dejasen el cargo, de saber repre-
sentar todo aquello que fuese menester, para llevar adelante su intento,
porque ella había leído muchos libros de caballerías, y sabía bien el estilo
que tenían las doncellas cuitadas, cuando pedían sus dones á los andantes
caballeros. Pues no es menester más, dijo el Cura, sino que luego se pon-
ga por obra. Que sin duda la buena suerte se muestra en favor mío, pues
tan sin pensarlo, á vosotros señores se os ha comenzado á abrir puerta para
vuestro remedio, y á nosotros se nos ha facilitado la que habíamos menes-
ter. Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla
rica, y una mantellina, de otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar,
y otras joyas, con que en un instante se adornó, de manera, que una rica,
y gran señora parecía. Todo aquello, y más, dijo que había sacado de su
easa, para lo que se ofreciese, y que hasta entonces no se le había ofrecido
ocasión de haberlo menester. A todos contentó en extremo su mucha gra-
cia, donaire, y hermosura, y confirmaron á don Fernando por de poco co-
nocimiento, pues tanta belleza desechaba. Pero el que más se admiró, filé
Sancho Panza, por parecerle (como era así verdad) que en todos los días de
su vida había visto tan hermosa criatura: y así preguntó al Cura con gran-
— 321 —
•de ahinco, le dijese, quién era aquella tan hermosa señora? Y qué era lo
que buscaba por aquellos andurriales? Esta hermosa señora, respondió el
Cura, Sancho hermano, es como quien no dice nada, es la heredera por
línea directa de varón del gran reino de Micomicón, la cual viene en busca
de vuestro amo, á pedirle un don, el cual es, que deshaga un tuerto, ó
agravio que un mal gigante le tiene hecho: y á la fama que de buen caba-
llero vuestro amo tiene por todo lo descubierto de Gruinea, ha venido á bus-
carle esta Princesa. Dichosa buscada, y dichoso hallazgo, dijo á esta sazón
Sancho Panza, y más si mi amo es tan venturoso, que deshaga ese agravio,
y enderece ese tuerto, matando á ese hideputa dése gigante que vuestra
merced dice: que sí matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que
contra los fantasmas no tiene mi señor poder alguno. Pero una cosa quiero
suplicar á \iiestra merced, entre otras cosas, señor Licenciado, y es que
porque á mi amo no le tome gana de ser Arzobispo (que es lo que yo temo
que vuestra merced le aconseje) que se case luego con esta Princesa, y así
quedará imposibilitado de recibir órdenes Arzobispales, y vendrá con faci-
lidad á su Imperio, y yo al fin de mis deseos: que yo he mirado bien en
ello, y hallo por mi cuenta, que no me está bien que mi amo sea Arzobis-
po, porque yo soy inútil para la Iglesia, pues soy casado, y andarme ahora
á traer dispensaciones para poder tener renta por la Iglesia, teniendo, como
tengo mujer, y hijos, sería nunca acabar. Así que, señor, todo el toque
está, en que mi amo se case luego con esta señora, que hasta ahora no sé
su gracia, y así no la llamo por su nombre. Llámase respondió el Cura, la
Princesa Micomicona, porque llamándose su reino Micomicón, claro está
que ella se ha de llamar así. No hay duda en eso, respondió Sancho, que
yo he visto á muchos, tomar el apellido, y alcurnia del lugar donde nacie-
ron, llamándose Pedro de Alcalá, Juan de Úbeda, y Diego de Valladolid,
y esto mismo se debe de usar allá en Guinea, tomar las Reinas los nom-
bres de los reinos. Así debe de ser dijo el Cura, y en lo de casarse vuestro
amo, yo haré en ello todos mis poderíos. Con lo que quedó tan contento
Sancho, cuanto el Cura admirado de su simplicidad, y de ver, cuan enca-
jados tenía en la fantasía los mismos disparates que su amo, pues sin al-
guna duda se daba á entender que había de venir á ser Emperador, Ya en
esto se había puesto Dorotea sobre la muía del Cura, y el barbero se había
acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron á Sancho, que
los guiase á donde don Quixote estaba, al cual advirtieron que no dijese
que conocía al Licenciado, ni al barbero, porque en no conocerlos consistía
todo el toque de venir á ser Emperador su amo. Puesto que ni el Cura, ni
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Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase á don Quiíote la
pendencia que con Cardenio había tenido: y el Cura, porque no era menes-
ter por entonces su presencia, y así los dejaron ir delante, y ellos los fue-
ron siguiendo á pie, poco á poco. No dejó de avisar el Cura lo que había
de hacer Dorotea: á lo que ella dijo, que descuidasen, que todo se haría sin
faltar punto, como lo pedían, y pintaban los libros de caballerías. Tres
cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron á don Quísote entre
unas intrincadas peñas, ya vestido, aunque no armado: y asi como Dorotea
le vio, y fué informada de Sancho, que aquel era don Quiíote, dio del azote
á su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero: y en llegando junto á
él, el escudero se arrojó de la muía, y fué á tomar en los brazos á Dorotea,
la cual apeándose con grande desenvoltura, se fué á hincar de rodillas ante
las de don Quixote: y aunque él pugnaba por levantarla, ella sin levantar-
se le habló en esta guisa: De aquí no me levantaré, ó valeroso, y esforzado
caballero, hasta que la vuestra bondad, y cortesía me otorgue un don, el
cual redundará en honra, y prez de vuestra persona, y en pro de la más
desconsolada, y agraviada doncella que el Sol ha visto. Y si es que el valor
de vuestro fuerte brazo corresponde á la voz de vuestra inmortal fama,
obligado estáis á favorecer á la sin ventura que de tan luefies tierras viene,
al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus desdi-
chas. No 03 responderé palabra, hermosa señora, respondió don Quixote,
ni oiré más cosa de vuestra hacienda, hasta que os levantéis de tierra. No
me levantaré, señor, respondió la afligida doncella, si primero, por la vues-
tra cortesía, no me es otorgado el don que pido. Yo os le otorgo, y conce-
do, respondió don Quixote, como no se haya de cumplir en daño, ó men-
gua de mi Eey, de mi patria, de aquella que de mi corazón, y libertad
tiene la llave. No será en daño, ni en mengua de lo que decís, mi buen
señor, replicó la dolorosa doncella. Y estando en esto, se llegó Sancho
Panza al oído de su señor, y muy pasito le dijo: Bien puede vuestra mer-
ced, señor, concederle el don que pide que no es cosa de nada, solo es
matar á un gigantazo, y ésta que lo pide es la alta Princesa Micomicona,
Reina del gran reino Micomicón de Etiopía. Sea quien fuere, respondió
don Quixote, que yo haré lo que soy obligado, y lo que me dicta mi con-
ciencia, conforme á lo que profesado tengo: y volviéndose á la doncella, dijo:
La vuestra gran hermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedir-
me quisiere. Pues el que pido es, dijo la doncella, que la vuestra magnánima
persona se venga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa, que no
se ha de entremeter en otra aventura, ni demanda alguna, hasta darme ven-
— 323 —
ganza de un traidor, que contra todo derecho divino, y humano, me tiene
usurpado mi reino. Digo que así lo otorgo, respondió don Quixote, y asi po-
déis señora, desde hoy más, desechar la melancolia que os fatiga, y hacer que
cobre nuevos bríos, y fuerzas vuestra desmayada esperanza, que con la ayuda
de Dios, y la de mi brazo, vos os veréis presto restituida en vuestro reino, y
sentada en la silla de vuestro antiguo, y grande estado, á pesar, y á despe-
cho de los follones que contradecirlo quisieren: y manos á labor, que en la
tardanza dicen que suele estar el peligro. La menesterosa doncella, pugnó
con mucha porfía, por besarle las manos, mas don Quixote, que en todo era
comedido, y cortés caballero, jamás lo consintió, antes la hizo levantar, y la
abrazó con mucha cortesía, y comedimiento: y mandó á Sancho que requi-
riese las cinchas á Rocinante, y le armase luego al punto, Sancho descolgó
las armas, que como trofeo, de un árbol estaban pendientes, y requiriendo
las cinchas, en un punto armó á su señor: el cual viéndose armado, dijo:
Vamos de aquí, en el nombre de Dios á favorecer esta gran señora. Está-
base el barbero aún de rodillas, teniendo gran cuenta de disimular la risa,
y de que no se le cayese la barba, con cuya caída quizá quedaran todos sin
conseguir su buena intención: y viendo que ya el don estaba concedido, y
con la diligencia que don Quixote se alistaba para ir á cumplirle, se levan-
tó, y tomó de la otra mano á su señora, y entre los dos la subieron en la
muía: luego subió don Quixote sobre Eocinante: y el barbero se acomodó
en su cabalgadura, quedándose Sancho á pie, donde de nuevo se le renovó
la pérdida del rucio, con la falta que entonces le hacía: mas todo lo llevaba
con gusto, por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino, y muy
á pique de ser Emperador: porque sin duda alguna pensaba que se había
de casar con aquella Princesa, y ser por lo menos Rey de Micomicón: sólo
le daba pesadumbre, el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y
que la gente, que por sus vasallos le diesen, habían de ser todos negros: á
lo cual hizo luego en su imaginación un buen remedio, y dijese é.'ú mismo.
Qué se me dá á mí que mis vasallos, sean negros, habrá más que cargar
con ellos, y traerlos á España, donde los pondré vender, y adonde me los
pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título, ó algún
oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida? No sino dormios,
y no tengáis ingenio, ni habilidad para disponer de las cosas, y para ven-
der treinta, ó diez mil vasallos, en dácame esas pajas. Por Dios que los he
de volar chico con grande, ó como pudiere: y que por negros que sean los
he de volver blancos, ó amarillos: llegaos que me mamo el dedo. Con esto
andaba tan solícito, y tan contento, que se le olvidaba ,1a pesadumbre de
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caminar á pie. Todo esto miraban de entre unas breñas, Cardenio, y el Cura
y no sabían qué hacerse para juntarse cou ellos: pero el Cura, que era prao
tracista, imaginó luego lo que harían para conseguir lo que deseaban, y íué,
que con unas tijeras que traía en un estuche, quitó con mucha presteza la
barb:\ á Cardenio, y vistióle un capotillo pardo que él traía, y dióle, un he-
rreruelo negro, y él se quedó en calzas, y en jubón: y quedó tan otro de lo
que antes parecía Cardenio, que él mismo no se conociera, aunque á un es-
pejo se mirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habían pasado adelan-
te, en tanto que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real
antes que ellos, porque las malezas, y malos pasos de aquellos lugares no
concedían que anduviesen tanto los de á caballo, como los de á pie. En efec-
to, ellos se pusieron en el llano á la salida de la sierra, y así como salió
della don Quixote, y sus camaradas, el Cura se le puso á mirar muy des-
pacio, dando señales de que le iba reconociendo: y al cabo de haberle una
buena pieza estado mirando, se fué á él abiertos los brazos, y diciendo á
voces: Para bien sea hallado el espejo de la caballería, el mi buen compa-
triota don Quixote de la Mancha, la flor, y la nata de la gentileza, el amparo
y remedio de los menesterosos, la quinta esencia de los caballeros andan-
tes: y diciendo esto, tenía abrazado por la rodilla de la pierna izquierda á
don Quixote: el cual espantado de lo que veía, y oía decir, y hacer aquel
hombre se le puso á mirar con atención, y al fin le conoció, y quedó como
espantado de verle, y hizo grande fuerza por apearse, mas el Cura no lo
consintió, por lo cual don Quixote decía: Déjeme vuestra merced, señor Li-
cenciado, que no es razón que yo esté á caballo, y una tan reverenda persona
como vuestra merced esté á pie. Esto no consentiré yo en ningún modo,
dijo el Cura, estése la vuestra grandeza á caballo, pues estando á caballo
acaba las mayores hazañas, y aventuras que en nuestra edad se han visto,
que á mí aunque indigno sacerdote, bastaráme subir en las ancas de una
destas muías destos señores que con vuestra merced caminan, sino lo han
por enojo: y aun haré cuenta, que voy caballero sobre el caballo Pegaso,
ó sobre la cebra, ó alfana en que cabalgaba aquel famoso Moro Muzara-
que, que aún hasta ahora yace encantado en la gran cuesta Zulema, que
dista poco de la gran Cómpluto. Aún no caía yo en tanto, mi señor Licen-
ciado, respondió don Quixote, y yo sé que mi señora la Princesa será ser-
vida, por mi amor, de mandar á su escudero, dé á vuestra merced la silla
de su muía, que él podrá acomodarse en las ancas, si es que ella las sufre.
Si sufre, á lo que yo creo, respondió la Princesa: y también sé que no será
menester mandárselo al señor mi escudero, que él es tan cortés, y tan Cor-
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tesano, que no consentirá que una persona Eclesiástica vaya á pie, pudiendo
ir á caballo. Asi es, respondió el barbero, y apeándose en un punto, convidó
al Cura con la silla, y él la tomó sin hacerse mucho de rogar, Y fué el
mal, que al subir á las ancas el barbero, la muía, que en efecto era de al-
quiler, que para decir que era mala, esto basta, alzó un poco los cuartos
traseros, y dio dos coces en el aire, que á darlas en el pecho de Maesa
Nicolás, ó en la cabeza, él diera al diablo la venida por don Quixote. Con
todo eso le sobresaltaron de manera, que cayó en el suelo, con tan poco
cuidado de las barbas, que se le cayeron: y como se vio sin ellas, no tuvo
otro remedio, sino acudir á cubrirse el rostro con ambas manos, y á quejar-
se, que le hablan derribado las muelas. Don Quixote, como vio todo aquél
mazo de barbas, sin quijadas, y sin sangre, lejos del rostro del escudero
caído, dijo: Vive Dios que es gran milagro éste, las barbas le ha derribado
y arrancado del rostro, como si las quitaran aposta. El Cura que vio el pe-
ligro que corría su invención, de ser descubierta, acudió luego á las bar-
bas, y fuese con ellas adonde yacía Maese Nicolás, dando aún voces toda-
vía, y de un golpe llegándole la cabeza á su pecho, se las puso, murmuran-
do sobre él unas palabras, que dijo que era cierto ensalmo apropiado para
pegar barbas, como lo verían: y cuando se las tuvo puestas se apartó, y
quedó el escudero tan bien barbado, y tan sano como de antes: de que se
admiró don Quixote sobremanera, y rogó al Cura, que cuando tuviese lu-
gar le enseñase aquel ensalmo, que él entendía que su virtud á más que
pegar barbas se debía de extender, pues estaba claro, que de donde las bar-
bas se quitasen, había de quedar la carne llagada, y maltrecha, y que pues
todo lo sanaba, á más que barbas aprovechaba. Así es, dijo el Cura, y pro-
metió de enseñársele en la primera ocasión. Concertáronse, que por enton-
ces subiese el Cura, y á trechos se fuesen los tres mudando, hasta que lle-
gasen á la venta, que estaría hasta dos leguas de allí. Puestos los tres á
caballo, es á saber, don Quixote, la Princesa, y el Cura: y los tres á pie^
Cárdenlo, el barbero, y Sancho Panza, don Quixote dijo á la doncella:
Vuestra grandeza, señora mía, guíe por donde más gusto le diere. Y antes
que ella respondiese, dijo el Licenciado: Hacia qué reino quiere guiar la
vuestra señoría, es por ventura hacia el de Micoraicón, que sí debe de ser,
ó yo sé poco de reinos? Ella que estaba bien en todo, entendió que había
de responder que sí, y así dijo: Sí señor, hacia ese reino es mi camino. Si
así es, dijo el Cura, por la mitad de mi pueblo hemos de pasar, y de allí
tomará vuestra merced la derrota de Cartagena, donde se podrá embarcar
con la buena ventura: y si hay viento próspero, mar tranquilo, y sin bo-
— 326 —
rrasca, en en poco menos de nueve años se podrá estar á la vista de la gran
laguna Meona, digo, Meótides, que está poco más de cien jornadas más
acá del reino de vuestra grandeza. Vuestra merced está engañado, señor
mío, dijo ella, porque no ha dos años que yo partí del, y en verdad que
nunca tuve buen tiempo, y con todo eso he llegado á ver lo que tanto de-
seaba, que es al señor don Quixote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron á
mis oídos, asi como puse los pies en España, y ellas me movieron á bus-
carle, para encomendarme en su cortesía, y tiar mi justicia del valor de su
invencible brazo. No más, cesen mis alabanzas, dijo á esta sazón don Qui-
xote, porque soy enemigo de todo género de adulación, y aunque esta no
lo sea, todavía ofenden mis castas orejas semejantes pláticas. Lo que yo sé
decir, señora mía, que ahora tenga valor, ó no, el que tuviere, ó no tuviere,
se ha de emplear en vuestro servicio, hasta perder la vida: y así dejando
esto para su tiempo, ruego al señor Licenciado me diga, qué es la causa
que le ha traído por estas partes, tan solo, tan sin criados, y tan á la lige.
ra, que me pone espanto? A eso yo responderé con brevedad, respondió el
Cura, porque sabrá vuestra merced, señor don Quixote, que yo, y Maese
Nicolás, nuestro amigo, y nuestro barbero, íbamos á Sevilla, á cobrar cier-
to dinero, que un pariente mío que ha muchos años que pasó á Indias, me
había enviado y no tan pocos que no pasan de sesenta mil pesos ensayados,
que es otro que tal, y pasando ayer por estos lugares, nos salieron al en-
cuentro cuatro salteadores, y nos quitaron hasta las barbas; y de modo nos
las quitaron, que le convino al barbero ponérselas postizas: y aun á este
mancebo que aquí va, señalando á Cardenio, le pusieron como de nuevo.
Y es lo bueno, que es pública fama por todos estos contornos, que los que
nos saltearon son de unos galeotes, que dicen que libertó, casi en este mis-
mositio, un hombre tan valiente, que á pesar del Comisario, y de los guar-
das, los soltó á todos: y sin duda alguna, él debía de estar fuera de juicio, ó
debe de ser tan grande bellaco como ellos, ó algún hombre sin alma, y sil
conciencia, pues quiso soltar al lobo entre las ovejas, á la raposa entre las
gallinas, á la mosca entre la miel: quiso defraudar la justicia, ir contra sa
Rey, y señor natural, pues fué contra sus justos mandamientos. Quiso,
digo, quitar á las galeras sus pies, poner en alboroto á la santa Herman-
dad, que había muchos años que reposaba. Quiso fiualmente hacer un he-
cho, por donde se pierda su alma, y no se gane su cuerpo. Habíales con-
tado Sancho al Cura, y al barbero, la aventura de los galeotes que acabó
su amo con tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano el Cura refirién-
dola, por ver lo que hacía, ó decía don Quixote, al cual se le mudaba el
— 327 —
color á cada palabra, y no osaba decir que él había sido el libertador de
aquella buena gente: Esto pues, dijo el Cura, fueron los que nos robaron,
que Dios por su misericordia se lo perdone al que no los dejó llevar al de-
bido suplicio.
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CAPITULO XXX
Que trata del gracioso artificio, y orden que se tuvo
en sacar á nuestro enamorado caballero de la as-
perísima penitencia en que se había puesto.
No hubo bien acabado el Cura, cuando Sancho dijo: Pues mía fé, señor
Licenciado, el que hizo esta hazaña fué mi amo, y no porque yo no le dije
antes, y le avisé, que mirase lo que hacia, y que era pecado darles libertad,
porque todos iban allí por grandísimos bellacos. Majadero, dijo á esta sazón
don Qnixote, á los caballeros andantes no les toca, ni atañe averiguar, si
los afligidos, encadenados, y opresos que encuentran por los caminos, van
de aquella manera, ó están en aquella angustia por sus culpas, ó por sus
gracias, sólo le toca ayudarles como á menesterosos, poniendo los ojos en
sus penas, y no en sus bellaquerías. Yo topé un rosario, y sarta de gente,
mohína, y desdichada, y hice con ellos lo que mi religión me pide, y lo
demás allá se avenga: y á quien mal le ha parecido, salvóla santa dignidad
del señor Licenciado, y su honrada persona, digo que sabe poco de acha-
que de caballería, y que miente como un hideputa, y mal nacido: y esto le
haré conocer con mi espada, donde más largamente se contiene; y esto dijo
afirmándose en los estribos, y calándose el morrión, porque la bacía de
barbero, que á su cuenta era el yelmo de Mambrino, llevaba colgado del
arzón delantero, hasta adobarla del mal tratamiento que la hicieron los
galeotes. Dorotea (que era discreta, y de gran donaire) como quien ya sabía
el menguado humor de don Quixote, y que todos hacían burla del, sino
Sancho Panza, no quiso ser para menos, y viéndole tan enojado, le dijo:
Señor caballero, miémbresele á la vuestra merced el don que me tiene pro-
metido, y que conforme á él, no puede entrometerse en otra aventura, por
urgente que sea: sosiegue vuestra merced el pecho, que si el señor Licen-
ciado supiera que por este invicto brazo habían sido librados los galeotes,
él se diera tres huntos en la boca, y aun se mordiera tres veces la lengua
antes que haber dicho palabra que en despecho de vuestra merced redun-
dara. Eso juro yo bien, dijo el Cura, y aun me hubiera quitado un bigote.
Yo callaré, señora mía, dijo don Quixote, y reprimiré la justa cólera, que
— 329 —
ya en mi pecho se había levantado, y iré quieto, y pacífico, hasta tanto que
os cumpla el don prometido: pero en pago deste buen deseo, os suplico me
digáis, sino se os hace de mal, cuál es la vuestra cuita? y cuántas, quié-
nes, y cuáles son las personas de quien os tengo de dar debida, satisfecha,
y entera venganza? Eso haré yo de gana, respondió Dorotea, si es que no
os enfadan oír lástimas, y desgracias. No enfadará, señora mía, respondía
don Quixote: á lo que respondió Dorotea: Pues así es, esténme vuestras
mercedes atentos. No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio, y el barbero
se le pusieron al lado, deseosos de ver cómo fingía su historia: y lo mismo
hizo Sancho, que tan engañado iba con ella como su amo. Y ella, después
de haberse puesto bien en la silla, y prevenídose con toser, y hacer otros
ademanes con mucho donaire, comenzó á decir desta manera.
Primeramente quiero que vuestras mercedes sepan, señores míos, que á
mí me llaman: y detúvose aquí nn poco, porque se le olvidó el nombre que
el Cura le había puesto: pero él acudió al remedio, porque entendió en lo
que reparaba, y dijo: No es maravilla, señora mía, que la vuestra grandeza
se turbe, y empache, contando sus desventuras, que ellas suelen ser tales,
que muchas veces quitan la memoria á los que maltratan, de tal manera,
que aun de sus mismos nombres no se les acuerda, como han hecho con
vuestra gran señoría, que se ha olvidado que se llama la Princesa Micomi-
cona, legítima heredera del gran reino Micomicón: y con este apuntamien-
to puede la vuestra grandeza reducir ahora fácilmente á su lastimada me-
moria, todo aquello que contar quisiere. Así es la verdad, respondió la
doncella, y desde aquí adelante, creo que no será menester apuntarme
nada, que yo saldré á buen puerto con mi verdadera historia: la cual es,
que el iiey mi padre, que se llamaba Tinacrio el Sabidor, (1) fué muy
docto en esto que llaman el arte Mágica, y alcanzó por su ciencia, que mi
madre que se llamaba la Reina Xaramilla, había de morir primero que él,
(1) ¿No percibes, lector, cómo trasciende á magia todo esto? Los crí-
ticos no han visto el secreto que encerraba este nombre fantástico, que
fué, pero ya no es; ahora es otro.
El año 8060 del Mundo, Sículo fué desde España con una armada á
la tlsla de Tinacria» y la pobló, f}uedándole por él en adelante el nom-
bre de «Sicilia»; de modo, que tratándose de un reino imaginario con el
sobrenombre de «Sahidor» (que tiene su equivalencia en «Nigromante»),
más breve será buscar una varita milagrosa que nos deshaga el en-
canto.
Desde el sitio en que se desarrolló la escena del encuentro — que pue-
de suponerse próximo á Punta Rebollera — tirando una línea por el puer
lo del Muradal, se llega á Sabiote, de la provincia de Jaén; después se pro-
— 330 —
y que de allí á poco ti«rapo él también había de pasar desta vida, y yo
había de quedar huérfana de padre, y madre. Pero decía él, que no le fati-
gaba tanto esto, cuanto le ponía en confusión saber por cosa muy cierta,
que un descomunal Gigante, sefior de una grande ínsula, que casi alinda
con nuestro reino, llamado Pandafilaudo de la fosca vista: porque es cosa
averiguada, que aunque tiene los ojos en su lugar, y derechos, siempre
mira al revés, como si fuese bizco: y esto lo hace él de maligno, y por po-
ner miedo, y espanto á los que mira. Digo que supo, que este Gigante en
sabiendo mi horfandad, había de pasar con gran poderío sobre mi reino, y
me lo había de quitar todo, sin dejarme una pequeña aldea donde me re-
cogiese. Pero que podía excusar toda esta ruina, y desgracia, si yo me
quisiese casar con él: mas á lo que él entendía, jamás pensaba que me ven-
dría á mí en voluntad de hacer tan desigual casamiento: y dijo en esto la
pura verdad, porque jamás me ha pasado por el pensamiento, casarme con
aquel Gigante, (1) pero ni con otro alguno, por grande, y desaforado que
fuese. Dijo también mi padre, que después que él fuese muerto, y viese
yo, que Pandafilando comenzaba á pasar sobre mi reino, que no aguardase
á ponerme en defensa, porque sería destruirme, sino que libremente le de-
jase desembarazado el reino, si quería excusar la muerte, y total destruc-
ción de mis buenos, y leales vasallos, porque no había de ser posible de-
fenderme de la endiablada fuerza del Gigante: sino que luego, con algunos
de los míos, me pusiese en camino de las Españas, donde hallaría el reme
dio de mis males, hallando á un caballero andante, cuya fama en este tiem-
longa con leve inclinación al S., y ¿á qué punto, lector, dirás que condu-
ce? Al pueblo de Dorotea.
Con auxilio de la vara de virtudes se traduce el nombre de su padre en
Tinacrio el Sabidor , i , . , . . , , •
'r-p^ j 7 o^¿ — '■ — ~ y, o yo estoy trascordado, o en la provincia de Jaén,
no lejos de TJbeda, existe un pueblo conocido por el muy significativo de
Cabra del Santo Cristo. ¡Qué sabios aquéllos!
(1) Al restituir Clemencín <ípero ni con otro alguno», el señor de Toro
le da un fuerte palmetazo; pero no creas, amado lector, que fué por seguir
al Genio, no, es que no imitó al Sr. Cortejón, con lo cual se hubiese aho-
rrado una nota. Pero ¿qué va á ser esto? ¿Sabe el señor de Toro lo que
varía el sentido quitando — nada inás que por capricho — una sola de las
comas que trasladaron de lugar los comentaristas? jAh, señor de Toro!
Para demostrar, q^ue se sabe leer en el libro ha debido respetarse integra
su puntuación, que es su alma; después, asimilarse al sentido que le dio
un tal Cervantes, á quien traen á mal traer sus admiradores, y, por lilti-
mo, dejar ese tpero*, que es la clave de la maravillosa fábula.
¡Hay muchos Pandafilandos por el muudol
— 331 —
po se extendería por todo este reino, el cual se había de llamar, si mal no
me acuerdo, don Azote ó don Gigote. Don Quixote diría, señora dijo á esta
sazón Sancho Panza, ó por otro nombre, el caballero de la triste figura.
Así es la verdad, dijo Dorotea. Dijo más, que había de ser alto de cuerpo,
seco de rostro, y que en el lado derecho, debajo del hombro izquierdo, ó
por allí junto, había de tener un lunar pardo, con ciertos cabellos á mane-
ra de cerdas. En oyendo esto don Quixote, dijo á su escudero: Ten aquí
Sancho, hijo, ayúdame á desnudar, que quiero ver si soy el caballero que
aquel sabio Key dejó profetizado. Pues para qué quiere vuestra merced
desnudarse, dijo Dorotea? Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre
dijo, respondió don Quixote. No hay para qué desnudarse, dijo Sancho, que
yo sé que tiene vuestra merced un lunar de esas señas en la mitad del es-
pinazo, que es señal de ser hombre fuerte. Eso basta dijo Dorotea, porque
con los amigos no se ha de mirar en pocas cosas, y que esté en el hombro,
ó que esté en el espinazo, importa poco, basta que haya lunar, y esté don-
de estuviere, pues todo es una misma carne: y sin duda acertó mi buea
padre en todo, y yo he acertado en encomendarme al señor don Quixote,
que él es por quien mi padre dijo, pues las señales del rostro vienen con las
de la buena fama, que este caballero tiene, no sólo en España, pero en toda
la Mancha, pues apenas hube desembarcado en Osuna, cuando oí decir tan-
tas hazañas suyas, que luego me dio el alma que era el mismo que venía
á buscar. Pues cómo se desembarcó vuestra merced en Osuna, señora mía,
preguntó don Quixote, si no es puerto de mar? Mas antes que Dorotea res-
pondiese, tomó el Cura la mano, y dijo: Debe de querer decir la señora
Princesa, que después que desembarcó en Málaga, la primera parte donde
oyó nuevas de vuestra merced, fué en Osuna. Eso quise decir dijo Dorotea.
Y esto lleva camino, dijo el Cura, y prosiga vuestra Majestad adelante. No
hay que proseguir, respondió Dorotea, sino que finalmente mi suerte ha
sido tan buena, en hallar al señor don Quixote, que ya me cuento, y tengo
por Keina, y señora de todo mi Keino, pues él por su cortesía, y magnifi-
cencia me ha prometido el don de irse conmigo, dondequiera que yo le lle-
vare, que no será á otra parte, que á ponerle delante de Pandafilando de
la fosca vista, para que le mate, y me restituya lo que tan contra razón me
tiene usurpado: que todo esto ha de suceder á pedir de boca, pues así lo
dejó profetizado Tinacrio el Sabidor mi buen padre: el cual también dejó
dicho, y escrito en letras Caldeas, ó Griegas, que yo no las sé leer, que si
este caballero de la profecía, después de haber degollado al Gigante, qui-
siese casarse conmigo, que yo me otorgase luego sin réplica alguna, por su
— 332 —
legítima esposa, y le diese la posesión de mi reino, junto con la de mi per
sona. Qué te parece Sancho amigo? dijo á este punto don Quixote, no oyes
lo que pasa? no te lo dije yo? mira si tenemos ya reino que mandar, y
Keina con quien casar. Eso juro yo, dijo lancho: Para el puto que no se
casare en abriendo el gaznatico al señor Pandafiilado. Pues monta que es
mala la Reina, así se me vuelvan las pulgas de la cama: y diciendo esto,
dio dos zapatetas en el aire, con muestras de grandísimo contento, y luego
filé á tomar las riendas de la muía de Dorotea, y haciéndola detener, se
hincó de rodillas ante ella, suplicándole le diese las manos para besárselas,
en señal que la recibía por su Reina, y señora. Quién no había de reír de
los circunstantes, viendo la locura del amo, y la simplicidad del criado. En
efecto Dorotea se las dio, y le prometió de hacerle gran señor en su reino,
cuando el cielo le hiciese tanto bien, que se lo dejase cobrar, y gozar. Agra-
decióselo Sancho con tales palabras, que renovó la risa en todos. Esta
señores, prosiguió Dorotea, es mi historia, sólo resta por deciros, que de
cuanta gente de acompañamiento saqué de mi reino, no me ha quedado
sino sólo este bien barbado escudero, porque todos se anegaron en una gran
borrasca que tuvimos á vista del puerto. Y él, y yo salimos en dos tablas á
tierra, como por milagro, y así es todo milagro, y misterio el discurso de
mi vida, como lo habéis notado. Y si en alguna cosa he andado demasiada,
ó no tan acertada como debiera, echad la culpa á lo que el señor Licencia
do dijo al principio de mi cuento, que los trabajos continuos, y extraordi-
narios, quitan la memoria al que los padece. Esa no me quitarán á mí, ó
alta, y valerosa señora, dijo don Quixote, cuantos yo pasare en serviros, por
grandes, y no vistos que sean. Y así de nuevo confirmo el don que os
he prometido, y juro de ir con vos al cabo del mundo, hasta verme con el
fiero enemigo vuestro, á quien pienso con la ayuda de Dios, y de mi brazo,
tajar la cabeza soberbia, con los filos desta (no quiero decir buena) espada,
merced á Ginés de Pasamonte, que me llevó la mía: esto dijo entre dien-
tes, y prosiguió diciendo: y después de habérsela tajado, y puestos en pací-
fica posesión de vuestro estado, quedará á vuestra voluntad, hacer de
vuestra persona lo que más en talante os viniere. Porque mientras que
yo tuviere ocupada la memoria, y cautiva la voluntad, perdido el en-
tendimiento por aquella, y no digo más, no es posible que yo arros-
tre, ni por pienso, el casarme, aunque fuese con el Ave fénix. Parecióle
tan mal á Sancho, lo que últimamente su amo dijo, acerca de no que-
rer casarse, que con grande enojo, alzando la voz, dijo: Voto á mí, y juro á
mí, que no tiene vuestra merced señor don Quixote cabal juicio: pues cómo
— 333 —
es posible, que pone vuestra merced en duda el casarse con tan alta Prin-
cesa como aquesta? Piensa que le ha de ofrecer la fortuna tras cada canti-
llo semejante ventura, como la que ahora se le ofrece? Es por dicha más
hermosa mi señora Dulcinea? no por cierto, ni aun con la mitad, y aun
estoy por decir, que no llega á su zapato de la que está delante. Así nora-
mala alcanzaré yo el Condado que espero, si vuestra merced se anda á pedir
cotufas en el golfo, cásese, cásese luego, encomiéndole yo á satanás, y tome
ese reino que se le viene á las manos, de bovis, hovis, y en siendo Rey,
hágame Marqués, ó Adelantado, y luego siquiera se lo lleve el diablo todo,
Don Quixote, que tales blasfemias oyó decir contra su señora Dulcinea, no
lo pudo sufrir, y alzando el lanzón, sin hablarle palabra á Sancho, y sin
decirle esta boca es mía, le dio tales dos palos, que dio con él en tierra, y
sino fuera porque Dorotea le dio voces que no le diera más, sin duda le
quitara allí la vida. Pensáis, le dijo, á cabo de rato, villano ruin, que ha de
haber lugar siempre para ponerme la mano en la horcajadura, y que todo
á de ser errar vos, y perdonaros yo? Pues no lo penséis bellaco descomul-
gado, que sin duda lo estás; pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea.
Y no sabéis vos, faquín, belitre, que sino fuese por el valor que ella infun-
de en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid soca-
rrón de lengua viperina, y quién pensáis que ha ganado este reino? Y cor-
tado la cabeza á este Gigante? Y héchoos á vos Marqués (que todo esto
doy ya por hecho, y por cosa pasada en cosa juzgada) sino es el valor de
Dulcinea, tomando á mi brazo por instrumento de sus hazañas, ella pelea
en mí, y vence en mí, y yo vivo, y respiro en ella, y tengo vida, y ser.
O hideputa bellaco, y como sois desagradecido, que os veis levantado del
polvo de la tierra á ser señor de título, y correspondéis á tan buena obra,
con decir mal de quien os la hizo. No estaba tan maltrecho Sancho, que
DO oyese todo cuanto su amo le decía, y levantándose con un poco de pres-
teza, se fué á poner detrás del palafrén de Dorotea, y desde allí dijo á su
amo: Dígame señor, si vuestra merced tiene determinado de no casarse con
esta gran Princesa, claro está que no será el reino suyo, y no siéndolo, qué
mercedes me puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo, cásese vuestra
merced una por una con esta Keina, ahora que la tenemos aquí, como llo-
vida del cielo, y después puede volverse con mi señora Dulcinea, que Eeyes
debe de haber habido en el mundo, que hayan sido amancebados. En lo de
la hermosura, no me entremeto, que en verdad si vaá decirla, que entram-
bas me parecen bien, puesto que yo nunca he visto á la señora Dulcinea.
Cómo que no la has visto traidor blasfemo, dijo don Quixote, pues no acabas
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de traerme ahora un recado de su parte? Digo que no la he visto tan despa-
cio, dijo Sancho, que pueda haber notado particularmente su hermosura, y
sus buenas partes punto por punto, pero asi á bulto me parece bien. Ahora
te disculpo, dijo don Quixote, y perdóname el enojo que te he dado, que
los primeros movimientos no son en manos de ios hombres. Ya yo lo veo,
respondió Sancho, y así en mí la gana de hablar, siempre es primero mo-
vimiento, y no puedo dejar de decir, por una vez siquiera, lo que me viene
á la lengua. Con todo eso, dijo don Quixote, mira Sancho lo que hablas,
porque tantas veces va el cantarillo á la fuente, y no te digo más. Ahora
bien, respondió Sancho, Dios está en el cielo que ve las trampas, y será juez
de quien hace más mal, yo en no hablar bien, ó vuestra merced en obrarlo.
No haya más, dijo Dorotea, corred Sancho, y besad la mano á vuestro se-
ñor, y pedidle perdón, y de aquí adelante andad más atentado en vues-
tras alabanzas y vituperios, y no digáis mal de aquesa señora Tobosa,
á quien yo no conozco, sino es para servirla, y tened confianza en Dios,
que no os ha de faltar un estado donde viváis como un Príncipe. Fué
Sancho cabizbajo, y pidió la mano á su señor, y él se la dio con reposa-
do continente, y después que se la hubo besado, le echó la bendición, y
dijo á Sancho que se adelantasen un poco, que tenía que preguntarle, y
que departir con él cosas de mucha importancia. Hízolo así Sancho, y apar-
táronse los dos algo adelante, y díjole don Quixote, después que viniste no
he tenido lugar, ni espacio, para preguntarte muchas cosas de particulari-
dad, acerca de la embajada que llevaste, y de la respuesta que trajiste, y
ahora pues la fortuna nos ha concedido tiempo, y lugar, no me niegues tú
la ventura, que puede darme, con tan buenas nuevas. Pregunte vuestra
merced lo que quisiere, respondió Sancho, que á todo daré tan buena sali-
da, como tuve la entrada. Pero suplico á vuestra merced, señor mío, que no
sea de aquí adelante tan vengativo. Por qwé lo dices Sancho, dijo don Qui-
xote? Dígolo, respondió, porque estos palos de ahora, más fueron por la
pendencia que entre los dos trabó el diablo la otra noche, que por lo que
dije contra mi señora Dulcinea, á quien amo, y reverencio como á una re-
liquia, aunque en ella no la haya, sólo por ser cosa de vuestra merced.
No tornes á esas pláticas Sancho, por tu vida, dijo don Quixote, que me
dan pesadumbre: ya te perdoné entonces, y bien sabes tú que suele decir-
se, á pecado nuevo, penitencia nueva. Mientras esto pasaba vieron venir por
el camino donde ellos iban á un hombre caballero sobre un jumento, y
cuando llegó cerca les parecía que era Gitano: pero Sancho Panza que do
quiera que veía asnos se le iban los ojos, y el alma, apenas hubo visto al
— 335 —
hombre, cuando conoció que era Ginés de Pasamonte, y por el hilo del Gi-
tano sacó el ovillo de su asno, como era la verdad, pues era el rucio sobre
que Pasamonte venía: el cual por no ser conocido, y por vender el asno se
había puesto en traje de Gitano, cuya lengua, y otras muchas sabía muy
bien hablar, como si fueran naturales suyas. Viole Sancho, y conocióle, y
apenas le hubo visto y conocido, cuando á grandes voces le dijo: A ladrón
Ginesillo deja mi prenda, suelta mi vida, no te empaches con mi descanso,
deja mi asno, deja mi regalo, huye puto, auséntate ladrón, y desampara lo
que no es tuyo. No fueron menester tantas palabras, ni baldones, porque á
la primera saltó Ginés, y tomando un trote que parecía carrera, en un pun-
to se ausentó, y alejó de todos. Sancho llegó á su rucio, y abrazándole, le
dijo: Cómo has estado bien mío, rucio de mis ojos, compañero mío, y con
esto le besaba, y acariciaba como si fuera persona, el asno callaba, y se de-
jaba besar, y acariciar de Sancho sin responderle palabra alguna. Llegaron
todos, y diéronle el parabién del hallazgo del rucio, especialmente don
Quixote, el cual le dijo, que no por eso anulaba la póliza de los tres po-
llinos. Sancho se lo agradeció. En tanto que los dos iban en estas pláti-
cas, dijo el Cura á Dorotea, que había andado muy discreta, así en el
cuento, como en la brevedad del, y en la similitud que tuvo con los de
los libros de caballerías: ella dijo, que muchos ratos se había entretenido
en leerlos, pero que no sabía ella, donde eran las provincias, ni puertos de
mar, y que así había dicho á tiento, que se había desembarcado en Osu-
na. Yo lo entendí así, dijo el Cura, y por eso acudí luego á decir, lo que
dije, con que se acomodó todo. Pero no es cosa extraña, ver con cuanta fa-
cilidad cree este desventurado hidalgo todas estas invenciones, y mentiras,
sólo porque llevan el estilo, y modo de las necedades de sus libros. Si es,
dijo Cardenio, y tan rara, y nunca vista, que yo no sé si queriendo inven-
tarla, y fabricarla mentirosamente, hubiera tan agudo ingenio, que pudiera
dar en ella. Pues otra cosa hay en ello, dijo el Cura, que fuera de las sim-
plicidades que este buen hidalgo dice, tocantes á su locura, si le tratan de
otras cosas, discurre con bonísimas razones, y muestra tener un entendi-
miento claro, y apacible en todo. De manera, que como no le toquen en sus
caballerías, no habrá nadie que le juzgue, sino por de muy buen entendi-
miento. En tanto que ellos iban en esta conversación, prosiguió don Quixote
con la suya, y dijo á Sancho: Echemos, Panza amigo, pelillos á la mar, en
esto de nuestras pendencias, y dime ahora, sin tener cuenta con enojo, ni
rencor alguno. Dónde, cómo, y cuándo hallaste á Dulcinea? Qué hacía? Qué
le dijiste? Qué te respondió? Qué rostro hizo, cuando leía mi carta? Quién
- 33^ -
te la trasladó? Y todo aquello que vieres, que en este caso es digno de sa-
berse, de preguntarse, y satisfacerse, sin que añadas, ó mientas por darme
gusto: ni menos te acortes, por no quitármele. Señor, respondió Sancho, si
vá á decir la verdad, la carta no me la trasladó nadie, porque yo no llevé
carta alguna. Así es como tu dices, dijo don Quixote, porque el librillo de
memoria donde yo la escribí, le hallé en mi poder, á cabo de dos días de
tu partida, lo cual me causó grandísima pena, por no saber lo que habías
tú de hacer, cuando te vieses sin carta, y creí siempre que te volvieras, des-
de el lugar donde la echaras menos. Así fuera, respondió Sancho, sino la
hubiera yo tomado en la memoria, cuando vuestra merced me la leyó, de
manera que se la dije á un sacristán, que me la trasladó del entendimien-
to, tan punto por punto, que dijo que en todos los días de su vida, aunque
había leído muchas cartas de descomunión, no había visto, ni leído tan lin-
da carta como aquella. Y tiénesla todavía en la memoria Sancho, dijo don
Quixote? No señor, respondió Sancho, porque después que la di, como vi
que no había de ser de más provecho, di en olvidarla. Y si algo se me acuer-
da, es aquello de sobajada, digo del soberana señora, y lo último, vuestro
liasta la muerte, el caballero de la triste figura. Y en medio destas dos co-
sas, le puse más de trescientas almas, y vidas, y ojos míos.
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CAPITULO XXXI
De los sabrosos razonamientos que pasaron entre
Don Quixote, y Sancho Panza su escudero, con
otros sucesos.
Todo eso no me descontenta, prosigue adelante, dijo don Quixote. Lle-
gaste, y qué hacía aquella Reina de la hermosura? á buen seguro, que la
hallaste ensartando perlas, ó bordando alguna empresa con oro de canutillo
para este su cautivo caballero. No la hallé, respondió Sancho, sino aechan-
do dos fanegas de trigo en un corral de su casa. Pues haz cuenta, dijo don
Quixote, que los granos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de
sus manos. Y si miraste amigo, el trigo era candeal, ó trechel? No era
sino rubión, respondió Sancho. Pues yo te aseguro, dijo don Quixote, que
aechado por sus manos hizo pan candeal sin duda alguna: pero pasa ade-
lante. Cuando le diste mi carta besóla? Púsosela sobre la cabeza? hizo al-
guna ceremonia, digna de tal carta? ó qué hizo? Cuando yo se la iba á
dar, respondió Sancho, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte
de trigo, que tenia en la criba. Y díjome, poned amigo esa carta sobre
aquél costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que
aquí está. Discreta señora, dijo don Quixote, eso debió de ser por leerla
despacio, y recrearse con ella. Adelante Sancho, y en tanto que estaba en
su menester, qué coloquios pasó contigo? Qué te preguntó de mí? Y tú qué
le respondiste? Acaba cuéntamelo todo, no se te quede en el tintero una
mínima. Ella no me preguntó nada, dijo Sancho, mas yo le dije de la ma-
nera que vuestra merced por su servicio quedaba haciendo penitencia, des-
nudo de la cintura arriba, metido entre estas sierras, como si fuera salvaje,
durmiendo en el suelo, sin comer pan á manteles, ni sin peinarse la barba,
llorando, y maldiciendo su fortuna. En decir que maldecía mi fortuna, di-
jiste mal, dijo don Quixote, porque antes la bendigo, y bendeciré todos los
días de mi vida, por haberme hecho digno de merecer amar tan alta seño-
ra, como Dulcinea del Toboso. Tan alta es, respondió Sancho, que á buena
fe, que me lleva á mí más de un coto. Pues cómo Sancho, dijo don Quixo-
te, baste medido tú con ella? Medíme en esta manera, respondió Sancho,
22
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que llegando á ayudar á poner un costal de trigo sobre un jumento, llega-
mos tan juntos, que eché de ver, que me llevaba más de un gran palmo.
Pues es verdad, replicó don Quiíote, que no acompaña esa grandeza, y la
adorna con mil millones, y gracias del alma. Pero no me negarás Sancho
una cosa, cuando llegaste junto á ella, no sentiste un olor sabeo, una fra-
gancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto á darle nom-
bre, digo un tuho, ó tufo, como si estuvieras en la tienda de algún curioso
guantero? Lo que sé decir, dijo Sancho, es que sentí un olorcillo algo
hombruno, y debía de ser, que ella con el mucho ejercicio estaba sudada,
y algo correosa. No sería eso, respondió don Quixote, sino que tú debías
de estar romadizado, ó te debiste de oler á tí mismo, porque yo sé bien lo
que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar
desleído. Todo puede ser, respondió Sancho, que muchas veces sale de mí
aquel olor, que entonces me pareció que salía de su merced, de la señora
Dulcinea, pero no hay de qué maravillarse, que un diablo parece á otro.
Y bien, prosiguió don Quixote, he aquí que acabó de limpiar su trigo, y de
enviarlo al molino, qué hizo cuando leyó la carta? La carta, dijo Sancho,
no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir, antes la rasgó, y la
hizo menudas piezas, diciendo que no la quería dar á leer á nadie, porque
no se supiesen en el lugar sus secretos, y que bastaba lo que yo le había
dicho de palabra, acerca del amor que vuestra merced le tenía, y de la
penitencia extraordinaria, que por su causa quedaba haciendo. Y finalmen-
te me dijo, que dijese á vuestra merced, que le besaba las manos, y que
allí quedaba con más deseo de verle, que de escribirle: y que así le supli-
caba, y mandaba, que vista la presente, saliese de aquellos matorrales, y
se dejase de hacer disparates, y se pusiese luego, luego, en camino del
Toboso, si otra cosa de más importancia no le sucediese, porque tenía gran
deseo de ver á vuestra merced. Eióse mucho cuando le dije, cómo se lla-
maba vuestra merced el caballero de la triste figura. Pregúntele si había
ido allá el Vizcaíno de marras, di jome que sí, y que era un hombre muy
de bien. Tambiép le pregunté por los galeotes, mas díjome que no había
visto hasta entonces alguno. Todo va bien hasta ahora, dijo don Quixote.
Pero díme, qué joya fué la que te dio al despedirte, por las nuevas que de
mí le llevaste? Porque es usada, y antigua costumbre, entre los caballeros,
y damas andantes, dar á los escuderos, doncellas, ó enanos, que les llevan
nuevas de sus damas á ellos, á ellas de sus andantes, alguna rica joya, en
albricias, en agradecimiento de su recado. Bien puede eso ser así, y yo la
tengo por buena usanza, pero eso debía de ser en los tiempos pasados, que
I
~ 339 —
ahora sólo se debe de acostumbrar á dar un pedazo de pan, y queso, que
esto íué lo que me dio mi señora Dulcinea por las bardas de un corral,
cuando della me despedí: y aun por más señas, era el queso ovejuno. Es
liberal en extremo, dijo don Quixote, y si no te dio joya de oro, sin duda
debió de ser, porque no la tendría allí á la mano para dártela, pero buena
son mangas después de Pascua, yo la veré, y se satisfará todo. Sabes de
qué estoy maravillado Sancho? De que me parece que fuiste, y viniste por
los aires, pues poco más de tres días has tardado, en ir, y venir desde
AQUÍ AL Toboso, habiendo de aquí allá, más de treinta leguas. Por lo cual
me doy á entender, que aquel sabio nigromante, que tiene cuenta con mis
cosas, y es mi amigo, porque por fuerza le hay, y le ha de haber, so pena
que yo no sería buen caballero andante. Digo que este tal te debió de ayu-
dar á caminar, sin que tú lo sintieses, que hay sabio destos que coge á un
caballero andante durmiendo en su cama, sin saber cómo, ó en qué mane-
ra amanece otro día más de mil leguas de donde anocheció. Y sino fuese
por esto, no se podrían socorrer en sus peligros los caballeros andantes
unos á otros, como se socorren á cada paso. Que acaece estar uno peleando
en las sierras de Armenia con algún Endriago, ó con algún fiero Vestiglo,
ó con otro caballero, donde lleva lo peor de la batalla, y está ya á punto
de muerte: y «cuando no os me cato», asoma por acullá encima de una
Dube, ó sobre un carro de fuego, otro caballero amigo suyo, que poco antes
se hallaba en Inglaterra, que le favorece, y libra de la muerte, y á la noche
se halla en su posada cenando muy á su sabor, y suele haber de la una á
la otra parte, dos, ó tres mil leguas. Y todo esto se hace por industria, y
sabiduría de estos sabios encantadores, que tienen cuidado destos valerosos
caballeros. Así que amigo Sancho, no se me hace dificultoso creer, que en
tan br«ve tiempo hayas ido, y venido desde este lugar al del Toboso, pues
como tengo dicho, algún sabio amigo te debió de llevar en volandillas, sin
que tú lo sintieses. Así sería, dijo Sancho, porque á buena fe, que andaba
Bocinante, como si fuera asno de Gitano con azogue en los oídos. Y como
si llevaba azogue, dijo don Quixote, y aun una legión de demonios, que
es gente que camina, y hace caminar sin cansarse, todo aquello que se les
antoja. Pero dejando esto aparte, qué te parece á tí que debo yo de hacer
ahora, cerca de lo que mi señora me manda, que la vaya á ver, que aunque
yo veo que estoy obligado á cumplir su mandamiento, véome también
imposibilitado del don que he prometido á la Princesa, que con nosotros
viene, y fuérzame la ley de caballería, á cumplir mi palabra, antes que mi
gusto. Por una parte me acosa, y fatiga el deseo de ver á mi señora, por
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otra me incita, y llama, la prometida fe, y la gloria que he de alcanzar en
esta empresa. Pero lo que pienso hacer, será caminar apriesa, y llegar
presto donde está este Gigante, y en llegando le cortaré la cabeza, y pon-
dré á la Princesa pacíficamente en su Estado, y al punto daré la ruelta, á
rer á la luz que mis sentidos alumbra. A la cual daré tales disculpas, que
ella venga á tener por buena mi tardanza, pues verá que todo redunda en
aumento de su gloria, y fama, pues cuanta yo he alcanzado, alcanzo y
alcanzaré por las armas en esta vida, toda me viene del favor que ella me
da, y de ser yo suyo. Ay, dijo Sancho, y cómo está vuestra merced lasti-
mado de esos cascos. Pues dígame señor, piensa vuestra merced caminar
este camino en balde? Y dejar pisar, y perder un tan rico y tan principal
casamiento como éste? Donde le dan en dote un Reino, que á buena ver-
dad, que he oído decir, que tiene más de veinte mil leguas de contorno, y
que es abundantísimo de todas las cosas que son necesarias para el susten-
to de la vida humana, y que es mayor que Portugal, y que Castilla juntos.
Calle por amor de Dios, y tenga vergüenza de lo que ha dicho, y tome mi
consejo, y perdóneme, y cásese luego en el primer lugar que haya Cura, y
sino ahí está nuestro Licenciado, que lo hará de perlas. Y advierta que ya
tengo edad para dar consejos, y que éste que le doy le viene de molde,
que más vale pájaro en mano, que buitre volando, porque quien bien tiene,
y mal escoge, por bien que se enoja, no se venga. Mira Sancho, respondió
don Quixote, si el consejo que me das de que me case, es porque sea luego
Rey, en matando al Gigante, y tenga cómodo para hacerte mercedes, y
darte lo prometido. Hágote saber, que sin casarme podré cumplir tu deseo
muy fácilmente, porque yo sacaré de «adahala», antes de entrar en la ba-
talla, que saliendo vencedor della, ya que no me case, me han de dar una
parte del Reino, para que la pueda dar á quien yo quisiere: y en dándome-
la, á quién quieres tú que la de, sino á tí? Eso está claro, respondió Sancho,
pero mire vuestra merced que la escoja hacia la marina, porque si no me
contentare la vivienda, pueda embarcar mis negros vasallos, y hacer dellos
lo que ya he dicho. Y vuestra merced no se cure de ir por ahora á ver á
mi señora Dulcinea, sino vayase á matar al Gigante, y concluyamos este
negocio, que por Dios que se me asienta, que ha de ser de mucha honra, y
de mucho provecho. Dígote Sancho, dijo don Quixote, que estás en lo cier-
to, y que habré de tomar tu consejo, en cuanto al ir antes con la Princesa,
que á ver á Dulcinea. Y avisóte que no digas nada á nadie, ni á los que
con nosotros vienen, de lo que aquí hemos departido, y tratado, que pues
Dulcinea es tan recatada, que no quiere que se sepan sus pensamientos, lo
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será bien que yo, ni otro por mí los descubra. Pues si eso es así, dijo San-
cho, cómo hace vuestra merced, que todos los que vence por su brazo, se
vayan á presentar ante mi señora Dulcinea, siendo esto firma de su nom-
bre, que la quiere bien, y que es su enamorado. Y siendo forzoso que los
que fueren, se han de ir á hincar de hinojos ante su presencia, y decir que
van de parte de vuestra merced á darle la obediencia, cómo se pueden en-
cubrir los pensamientos de entrambos? O qué necio y qué simple que
eres, dijo don Quixote. Tú no ves Sancho, que eso todo redunda en su ma-
yor ensalzamiento. Porque has de saber, que en este nuestro estilo de ca-
ballería, es gran honra tener una dama muchos caballeros andantes que las
sirvan, sin que se extiendan más sus pensamientos, que á servirla, por sólo
ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos, y buenos deseos,
sino que ella se contente de aceptarlos por sus caballeros. Con esa manera
de amor, dijo Sancho, he oído yo predicar, que se ha de amar á nuestro
Señor, por si sólo, sin que nos mueva esperanza de gloria, ó temor de pena.
Aunque yo le querría amar, y servir, por lo que pudiese. Válgate el diablo
por villano, dijo don Quixote, y qué de discreciones dices á las veces, no
parece sino que has estudiado. Pues á fe mía que no sé leer, respondió
Sancho. En esto les dio voces, Maese Nicolás, que esperasen un poco, que
querían detenerse á beber en una fuentecilla que allí estaba. Detúvose don
Quixote, con no poco gusto de Sancho, que ya estaba cansado de mentir
tanto, y temía no le cogiese su amo á palabras. Porque puesto que él sabía
que Dulcinea era una labradora del Toboso, no la había visto en toda su
vida. Habíase en este tiempo vestido Cárdenlo los vestidos que Dorotea traía,
cuando la hallaron, que aunque no eran muy buenos, hacían mucha venta-
ja á los que dejaba. Apeáronse junto á la fuente, y con lo que el Cura se
acomodó en la venta, satisficieron, aunque poco, la mucha hambre que to-
dos traían. Estando en esto, acertó á pasar por allí un muchacho, que iba
de camino, el cual poniéndose á mirar con mucha atención á los que en la
fuente estaban: de allí á poco arremetió á don Quixote, y abrazándole por
las piernas, comenzó á llorar muy de propósito, diciendo: Ay señor mío, no
me conoce vuestra merced? Pues míreme bien, que yo soy aquel mozo An-
drés, que quitó vuestra merced de la encina donde estaba atado. Recono-
cióle don Quixote, y asiéndole por la mano, se volvió á los que allí estaban,
y dijo: Porque vean vuestras mercedes, cuan de importancia es haber caba-
lleros andantes en el mundo que deshagan los tuertos, y agravios, que en
él se hacen, por los insolentes, y malos hombres, que en él viven, sepan
▼uestras mercedes, que los días pasados, pasando por un bosque, oí unos
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gritos, y unas vocea muy lastimosas, como de persona afligida, y meneste-
rosa: acudí luego, llevado de mi obligación, hacia la parte donde me pare-
ció que las lamentables voces sonaban, y hallé atado á una encina á este
muchacho que ahora está delante (de lo que me huelgo en el alma, porque
será testigo que no me dejará mentir en nada). Digo que estaba atado á la
encina, desnudo del medio cuerpo arriba, y estábale abriéndole á azotes con
las riendas de una yegua un villano, que después supe que era amo suyo:
y asi como yo lo vi, le pregunté la causa de tan atroz vapuleamiento, res-
pondió el zafio, que le azotaba, porque era su criado, y que ciertos descui-
dos que tenía, nacían más de ladrón, que de simple. A lo cual este niño
dijo: Señor no me azota sino porque le pido mi salario. El amo replicó, no
sé qué arengas, y disculpas, las cuales aunque de mi fueron oídas, no fue-
ron admitidas. En resolución, yo le hice desatar, y tomé juramento al vi-
llano, de que le llevaría consigo, y le pagaría un real sobre otro, y aun
sahumados. No es verdad todo esto hijo Andrés? no notaste con cuanto im-
perio se le mandé, y con cuanta humildad prometió de hacer todo cuanto
yo le impuse, y notifiqué, y quise? Responde, no te turbes, ni dudes en
nada, di lo que pasó á estos señores, porque se vea, y considere, ser de pro-
vecho que digo, haber caballeros andantes por los caminos. Todo lo que
vuestra merced ha dicho es mucha verdad, respondió el muchacho, pero el
fin del negocio sucedió muy al revés de lo que vuestra merced se imagina.
Cómo al revés, replicó don Quixote, luego no te pagó el villano? No sólo
no me pagó, respondió el muchacho, pero asi como vuestra merced traspuso
del bosque, y quedamos solos, me volvió á atar á la misma encina, y me
dio de nuevo tantos azotes, que quedé hecho un San Bartolomé desollado.
Y á cada azote que me daba, me decía un donaire, y chufeta, acerca de ha-
cer burla de vuestra merced, que á no sentir yo tanto dolor, me riera de lo
que decía. En efecto, él me paró tal, que hasta ahora he estado curándome
en un hospital, del mal que el mal villano entonces me hizo. De todo lo
cual tiene vuestra merced la culpa, porque si se fuera su camino adelante,
y no viniera donde no le llamaban, ni se entremetiera en negocios ajenos,
mi amo se contentara con darme una, ó dos docenas de azotes, y luego me
soltara, y pagara cuanto me debía. Mas como vuestra merced le deshonró
tan sin propósito, y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y como
no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio sólo descargó sobre mí
el nublado, de modo que me parece, que no seré más hombre en toda mi
vida. El daño estuvo, dijo don Quixote, en irme yo de allí, que no me ha-
bía de ir hasta dejarte pagado: Porque bien debía yo de saber por luengas
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experiencias, que no hay villano que guarde palabra que tiene, si él ve que
no le está bien guardarla. Pero ya te acuerdas Andrés, que yo juré que sino
te pagaba, que había de ir á buscarle, y que le había de hallar, aunque se
escondiese en el vientre de la Vallena. Así es la verdad, dijo Andrés, pero
no aprovechó nada. Ahora verás si aprovecha dijo don Quixote, y dicien-
do esto, se levantó muy apriesa, y mandó á Sancho que enfrenase á Roci-
nante (que estaba paciendo en tanto que ellos comían). Preguntóle Dorotea,
qué era lo que hacer quería? El le respondió, que quería ir á buscar al vi-
llano, y castigarle de tan mal término, y hacer pagado á Andrés, hasta el
último maravedí, á despecho, y pesar de cuantos villanos hubiese el mun-
do. A lo qut ella respondió, que advirtiese, que no podía conforme al don
prometido entremeterse en ninguna empresa, hasta acabar la suya, y que
pues esto sabía él mejor que otro alguno, que sosegase el pecho, hasta la
vuelta de su Reino. Así es verdad, respondió don Quixote, y es forzoso que
Andrés tenga paciencia hasta la vuelta, como vos señores decís, que yo le
torno á jurar, y á prometer de nuevo, de no parar hasta hacerle vengado, y
pagado. No me creo desos juramentos, dijo Andrés, más quisiera tener
ahora con que llegar á Sevilla, que todas las venganzas del mundo: déme
si tiene ahí algo que coma, y lleve, y quédese con Dios su merced, y todos
los caballeros andantes, que también andantes sean ellos para consigo, como
lo han sido para conmigo. Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de pan, y
otro de queso, y dándoselo al mozo, le dijo: Toma hermano Andrés, que á
todos nos alcanza parte de vuestra desgracia. Pues qué parte os alcanza á
vos, preguntó Andrés? Esta parte de queso, y pan que os doy, respondió
Sancho, que Dios sabe si me ha de hacer falta, ó no, porque os hago saber
amigo que los escuderos de los caballeros andantes estamos sujetos á mu-
cha hambre, y á mala ventura, y aún á otras cosas, que se sienten mejor que
se dicen. Andrés asió de su pan, y queso, y viendo que nadie le daba otra
cosa bajó su cabeza, y tomó el camino en las manos, como suele decirse.
Bien es verdad, que al partirse dijo á don Quixote: Por amor de Dios se-
ñor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me
hacen pedazos no me socorra, ni ayude, sino déjeme con mi desgracia, que
no será tanta, que no sea mayor la que vendrá de su ayuda de vuestra mer-
ced, á quien Dios maldiga, y á todos cuantos caballeros andantes han na-
cido en el mundo. Y váse á levantar don Quixote para castigarle, mas él se
puso á correr de modo, que ninguno se atrevió á seguirlo Quedó corridísi-
mo don Quixote del cuento de Andrés, y fué menester que los demás tu-
viesen mucha cuenta con no reírse, por no acabarle de correr del todo.
344 —
CAPITULO XXXII
Que trata de lo que sucedió en la venta á toda la cua-
drilla de don Quixote.
Acabóse la buena comida, ensillaron luego, y sin que les sucediese cosa
digna de contar, llegaron otro dia á la venta, espanto, y asombro de San-
cho Panza: y aunque él quisiera no entrar en ella, no lo pudo huir. La ven-
tera, ventero, su hija, y Maritornes, que vieron venir á don Quixote, y á
Sancho, les salieron á recibir con muestras de mucha alegría, y él las reci-
bió con grave continente, y aplauso, y díjoles que le aderezasen otro mejor
lecho que la vez pasada: á lo cual respondió la huéspeda, que eomo la pa-
gase mejor que la otra vez, que ella se la daría de Príncipes. Don Quixote
dijo, que sí haría, y así le aderezaron una razonable en el mismo camaran-
chón de marras: y él se acostó luego, porque venía muy quebrantado, y
íalto de juicio. No se hubo bien encerrado, cuando la huéspeda arremetió
al barbero, y asiéndole de la barba, dijo: Para mi santiguada, que no se ha
aún de aprovechar más de mi rabo para su barba, y que me ha de volver
mi cola, que anda lo de mi marido por estos suelos que es vergüenza, digo
el peine, que solía yo colgar de mi buena cola. No se la quería dar el bar-
bero, aunque ella más tiraba, hasta que el Licenciado le dijo, que se la
diese, que ya no era menester mas usar de aquella industria, sino que se
descubriese, y mostrase en su misma forma, y dijese á don Quixote que
cuando le despojaron los ladrones galeotes se había venido á aquella venta
huyendo, y que si preguntase por el escudero de la Princesa, le dirían que
ella le había enviado adelante á dar aviso á los de su Reino, como ella iba,
y llevaba consigo el libertador de todos. Con esto dio de buena gana la
cola á la ventera el barbero, y asimismo le volvieron todos los adherentes,
que había prestado para la libertad de don Quixote. Espantáronse todos los
de la venta de la hermosura de Dorotea, y aun del buen talle del zagal
Cárdenlo. Hizo el Cura, que les aderezasen de comer de lo que en la venta
hubiese, y el huésped con esperanza de mejor paga, con diligencia les ade-
rezó una razonable comida, y á todo esto dormía don Quixote, y fueron de
parecer de no despertarle. Porque más provecho le haría por entonces el
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dormir, que el comer. Trataron sobrecomida, estando delante el ventero,
su mujer, su hija, y Maritornes, todos los pasajeros, de la extraña locura
de don Quixote, y del modo que le habían hallado. La huéspeda les contó
lo que con él, y con el harriero les había acontecido, mirando si acaso es-
taba allí Sancho, como no le viese, contó todo lo de su manteamiento, de
que no poco gusto recibieron. Y como el Cura dijese, que los libros de ca-
ballerías, que don Quixote había leído le habían vuelto el juicio, dijo el
ventero. No sé yo cómo puede ser eso, que en verdad que á lo que yo en-
tiendo no hay mejor lectura en el mundo, y que tengo ahí dos, ó tres de-
llos con otros papeles, que verdaderamente me han dado la vida, no sólo á
mí, sino á otros muchos. Porque cuando es tiempo de la siega se recojen
aquí las siestas muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer,
el cual coge uno destos libros en las manos, y rodéamenos del más de
treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas:
á lo menos de mi sé decir, que cuando oigo decir aquellos furibundos, y
terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro
tanto, y que querría estar oyéndolos noches, y días. Y yo ni más, ni me-
nos, dijo la ventera, porque nunca tengo buen rato en mi casa, sino aquel
que vos estáis escuchando leer, que estáis tan embobado, que no os acor-
dais de reñir por entonces. Así es la verdad, dijo Maritornes, y á buena fe,
que yo también gusto mucho de oír aquellas cosas, que son muy lindas, y
más cuando cuentan, que se está la otra señora debajo de unos naranjos
abrazada con su caballero; y que les está una dueña haciéndoles la guarda
muerta de envidia, y con mucho sobresalto. Digo que todo eso es cosa de
mieles. Y á vos qué os parece señora doncella, dijo el Cura, hablando con
la hija del ventero? No sé señor, en mi ánima, respondió ella, también yo
lo escucho, y en verdad que aunque no lo entiendo, que recibo gusto en
oírlo: pero no gusto yo de los golpes de que mi padre gusta, sino de las
lamentaciones que los caballeros hacen, cuando están ausentes de sus seño-
ras: que en verdad, que algunas veces me hacen llorar de compasión que
les tengo. Luego bien las remediarais vos señora doncella, dijo Dorotea, si
por vos lloraran? No sé lo que me hiciera, respondió la moza, sólo sé que
hay algunas señoras de aquellas tan crueles, que las llaman sus caballeros
tigres, y leones, y otras mil inmundicias. Y Jesús, yo no sé qué gente es
aquella tan desalmada, y tan sin conciencia, que por no mirar á un hombre
honrado, le dejan que se muera, ó que se vuelva loco. Yo no sé para qué
es tanto melindre, si lo hacen de honradas, cásense con ellos, que ellos no
desean otra cosa. Calla niña, dijo la ventera, que parece que sabes mucho
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destas cosas: y no está bien á las doncellas saber, ni hablar tanto. Como
me lo pregunta este señor, respondió ella, no pude dejar de responderle.
Ahora bien dijo el Cura, traedme señor huésped, aquesos libros, que los
quiero ver. Que me place, respondió él, y entrando en su aposento sacó del
una maletilla vieja cerrada con una cadenilla, y abriéndola halló en ella
tres libros grandes, y unos papeles de muy buena letra escritos de mano.
El primer libro que abrió, vio que era don Cirongilio de Tracia: y el otro
de Felixmarte de Hircania: y el otro la historia del gran Capitán Gonzalo
Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes. Así como
el Cura leyó los dos títulos primeros, volvió el rostro al barbero, y dijo:
Falta nos hace aquí ahora el ama de mi amigo, y su sobrina. No hacen res-
pondió el barbero que también sé yo llevarlos al corral, ó á la chimenea,
que en verdad, que hay muy buen fuego en ella. Luego quiere V. m. que-
mar más libros, dijo el ventero? No más, dijo el Cura, que estos dos el de
don Cirongilio, y el de Felixmarte. Pues por ventura, dijo el ventero, mis
libros son herejes, ó flemáticos, que los quiere quemar? Cismáticos que-
réis decir amigo, dijo el barbero, que no flemáticos. Así es replicó el ven-
tero: mas si alguno quiere quemar sea ese del gran Capitán, y dése Diego
García, que antes dejaré quemar un hijo, que dejar quemar ninguno des-
otros. Hermano mío, dijo el Cura, estos dos libros son mentirosos, y están
llenos de disparates, y devaneos. Y este del gran Capitán es historia ver-
dadera, y tiene los hechos de Gonzalo Hernández de Córdoba: el cual por
sus muchas, y grandes hazañas, mereció ser llamado de todo el mundo el
gran Capitán, renombre famoso, y claro, y del solo merecido. Y este Diego
García de Paredes, fué un principal caballero, natural de la ciudad de Tru-
jillo, en Extremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales,
que detenía con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia.
Y puesto con un montante en la entrada de una puente detuvo á todo un
innumerable ejército, que no pasase por ella. Y hizo otras tales cosas, que
como si él las cuenta, y las escribe, él asimismo con la modestia de caba-
llero, y de cronista propio las escribiera otro libre, y desapasionado, pusie-
ran en su olvido la de los Héctores, Aquiles, y Roldanes. Tomaos con mi
padre, dijo el dicho ventero, mirad de que se espanta de detener una rue-
da de molino, por Dios ahora: había vuestra merced de leer lo que leí yo
de Felixmarte de Hircania, que de un revés sólo partió cinco gigantes por
la cintura, como si fueran hechos de habas, como los frailecicos que hacen
los niños. Y otra vez arremetió con un grandísimo, y poderosísimo ejército
donde llevó más de un millón, y seiscientos mil soldados, todos armados
— 347 —
desde el pie, hasta la cabeza, y los desbarató á todos, como si fueran ma-
nadas de ovejas. Pues qué me dirán del bueno de don Cirongilio de Tra-
cia, que ñié tan valiente, y animoso, como se verá en el libro donde cuen-
ta, que navegando por un rio le salió de la mitad del agua una serpiente
de fuego, y él así como la vio se arrojó sobre ella, y se puso á horcajadas
encima de sus escamosas espaldas, y la apretó con ambas manos la gar-
ganta, con tanta fuerza, que viendo la serpiente que la iba ahogando, no
tuvo otro remedio, sino dejarse ir á lo hondo del río, llevándose tras sí al
caballero, que nunca la quiso soltar, y cuando llegaron allá abajo, se halló
en unos palacios, y en unos jardines tan lindos, que era maravilla: y luego
la sierpe se volvió en un viejo anciano, que le dijo de tantas cosas que
no hay más que oiv. Calle señor, que si oyese esto se volvería loco de pla-
cer. Dos higas para el gran Capitán, y para ese Diego García, que dice.
Oyendo esto Dorotea, dijo callando á Cárdenlo: Poco le falta á nuestro
huésped para hacer la segunda parte de don Quixote? Así me parece á mí,
respondió Cárdenlo, porque según da indicio, él tiene por cierto, que todo
lo que estos libros cuentan pasó, ni más ni menos que lo escriben, y no le
harán creer otra cosa frailes descalzos. Mirad hermano, tornó á decir el
Cura, que no hubo en el mundo Felixmarte de Hircania, ni don Cirongilio
de Tracia, ni otros caballeros semejantes, que los libros de caballerías
cuentan. Porque todo es compostura, y ficción de ingenios ociosos, que los
compusieron para el efecto que vos decís de entretener el tiempo, como lo
entretienen leyéndolos vuestros segadores: porque realmente os juro que
nunca tales caballeros fueron en el mundo, ni tales hazañas, ni disparates
acontecieron en él. A otro perro con ese hueso, respondió el ventero, como
si yo no supiese cuántas son cinco, y adonde me aprieta el zapato: no pien-
se vuestra merced darme papilla, porque por Dios que no soy nada blanco.
Bueno es, que quiera darme vuestra merced á entender, que todo- aquello
que estos buenos libros dicen, sea disparates, y mentiras, estando impreso
con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fueran gente
que habían de dejar imprimir tanta mentira junta, y tantas batallas, y tan-
tos encantamientos, que quitan el juicio. Ya os he dicho amigo, replicó el
Cura, que esto se hace para entretener nuestros ociosos pensamientos: y
así como se consiente en las Repúblicas bien concertadas, haya juegos de
Ajedrez, de pelota, y de trucos, para entretener á algunos, que ni tienen
ni deben, ni pueden trabajar: así se consiente imprimir, y que haya tales
libros: creyendo, como es verdad, que no ha de haber alguno tan ignoran-
te, que tenga por historia verdadera ninguna destos libros. Y si me fuera
- M^ -
licito ahora, y el auditorio lo requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que
han de tentr los libros de caballerías para ser buenos, que quizá fueran de
provecho, y aun de gusto para algunos: pero yo espero, que vendrá tiempo
en que lo pueda comunicar con quien pueda remediarlo, y en este entre-
tanto, creed señor ventero lo que os he dicho, y tomad vuestros libros, y
allá 08 avenid con sus verdades, ó mentiras, y buen provecho os hagan, y
quiera Dios, que no cojeéis del pie que cojea vuestro huésped don Quixote.
Eso no, respondió el ventero, que no seré yo tan loco, que me haga caba-
llero andante, que bien veo, que ahora no se usa Jo que se usaba en aquel
tiempo, cuando se dice, que andaban por el mundo estos famosos caballe-
ros. A la mitad desta plática se halló Sancho presente, y quedó muy con-
fuso, y pensativo de lo que había oído decir, que ahora no se usaban caba-
lleros andantes y que todos los libros de caballerías eran necedades, y men-
tiras: y propuso en su corazón de esperar en lo que paraba aquel vj^je de
su amo, y que si salía con la felicidad que él pensaba, determinaba de
dejarle y volverse con su mujer, y sus hijos á su acostumbrado trabajo.
Llevábase la maleta, y los libros el ventero, mas el Cura le dijo: Esperad
que quiero ver qué papeles son esos, que de tan buena letra están escritos:
sacólos el huésped, y dándoselos á leer, vio hasta obra de ocho pliegos es-
critos de mano, y al principio tenían un título grande que decía: Novela
del curioso impertinente: leyó el Cura para sí tres, ó cuatro renglones, y
dijo: Cierto que no me parece mal el título desta novela, y que me viene
voluntad de leerla toda. A lo que respondió el ventero: Pues bien puede
leerla su reverencia, porque le hago saber, que á algunos huéspedes que
aquí la han leído les ha contentado mucho, y me la han pedido con mu-
chas veras, mas yo no se la he querido dar, pensando volvérsela á quien
aquí dejó esta maleta olvidada con estos libros, y esos papeles, que bien
puede ser que vuelva su dueño por aquí algún tiempo: y aunque sé que me
han de hacer falta los libros, á fe que los he de volver, que aunque vente-
ro todavía soy Cristiano. Vos tenéis mucha razón amigo, dijo el Cura, mas
con todo eso si la novela me contenta, me la habéis de dejar trasladar: De
muy buena gana, respondió el ventero. Mientras los dos esta decían, había
tomado Cárdenlo la novela, y comenzado á leer en ella: y pareciéndole lo
mismo que al Cura, le rogó que la leyese de modo que todos la oyesen.
Sí leyera dijo el Cura, sino fuera mejor gastar este tiempo en dormir, que
en leer. Harto reposo será para mí, dijo Dorotea, entretener el tiempo
oyendo algún cuento, pues aún no tengo el espíritu tan sosegado, que me
conceda dormir, cuando fuera razón. Pues desa manera, dijo el Cura, quie-
- 349 —
ro leerla por curiosidad, siquiera quizá tendrá alguna de gusto. Acudió
Maese Nicolás á rogarle lo mismo, y Sancho también: lo cual visto del
Cura, y entendiendo que á todos daría gusto, y él le recibiría, dijo: Pues
así es, esténme todos atentos, que la novela comienza desta manera:
350 —
CAPITULO XXXIII
Donde se cuenta la novela del curioso impertinente.
En Florencia, ciudad rica, y famosa de Italia, en la Provincia que lla-
man Toscana, vivían Anselmo, y Lotario, dos caballeros ricos, y principa-
les, y tan amigos, que por excelencia, y antonomasia de todos los que los
conocían, los dos amigos, eran llamados: eran solteros, mozos de una mis-
ma edad, y de unas mismas costumbres: todo lo cual era bastante causa á
que los dos con recíproca amistad se correspondiesen. Bien es verdad, que
el Anselmo era algo más inclinado á los pasatiempos amorosos que el Lo-
tario, al cual llevaban tras sí los de la caza. Pero cuando se ofrecía dejaba
Anselmo de acudir á sus gustos, por seguirlos de Lotario: y Lotario dejaba
los suyos por acudir á los de Anselmo: y desta manera andaban tan á una
sus voluntades, que no había concertado reloj que asilo anduviese. Andaba
Anselmo perdido de amores de una doncella principal, y hermosa, de la
misma ciudad, hija de tan buenos padres, y tan buena ella por sí, que se
determinó (con el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna cosa
hacía) de pedirla por esposa á sus padres, y así lo puso en ejecución, y el
que llevó la embajada, ftié Lotario, y el que concluyó el negocio tan á gusto
de su amigo, que en breve tiempo se vio puesto en la posesión que desea-
ba, y Camila tan contenta de haber alcanzado á Anselmo por esposo, que
no cesaban de dar gracias al cielo, y á Lotario, por cuyo medio tanto bien
le había venido. Los primeros días, como todos los de boda suelen ser ale-
gres, continuó Lotario, como solía, la casa de su amigo Anselmo, procu-
rando honrarle, festejarle, y regocijarle con todo aquello que á él le fué
posible. Pero acabadas las bodas, y sosegada ya la frecuencia de las visitas,
y parabienes, comenzó Lotario á descuidarse con cuidado de las idas en
casa de Anselmo, por parecerle á él (como es razón que parezca á todos los
que fueren discretos) que no se han de visitar, ni continuar las casas de los
amigos casados, de la misma manera que cuando eran solteros. Porque
aunque la buena, y verdadera amistad no puede, ni debe de ser sospechosa
en nada, con todo esto es tan delicada la honra del casado, que parece que
se puede ofender, aun de los mismos hermanos, cuanto más de los amigos.
- 351 -
NoW Anselmo la remisión de Lotario, y formó del quejas grandes, dicién-
dole, que si él supiera, que el casarse había de ser parte para no comuni-
carle, como solía, que jamás lo hubiera hecho: y que si por la buena corres-
pondencia que los dos tenían mientras él fué soltero habían alcanzado tan
dulce nombre como el ser llamados los dos amigos, que no permitiese, por
querer hacer del circunspecto, sin otra ocasión alguna, que tan famoso, y
tan afifradable nombre se perdiese: y que así le suplicaba, si era lícito, que
tal término de hablar se usase entre ellos, que volviese á ser señor de su
casa, y á entrar, y salir en ella, como de antes, asegurándole que su esposa
Camila no tenía otro gusto, ni otra voluntad que la que él quería que tu-
viese: y que por haber sabido ella con cuantas veras los dos se amaban,
estaba confusa de ver en él tanta esquiveza. A todas estas, y otras muchas
razones, que Anselmo dijo á Lotario, para persuadirle, volviese como solía
á su casa, respondió Lotario con tanta prudencia, discreción, y aviso, que
Anselmo quedó satisfecho de la buena intención de su amigo: y quedaron
de concierto, que dos días en la semana, y las fiestas fuese Lotario á comer
con él: y aunque esto quedó así concertado entre los dos, propuso Lotario
de no hacer más de aquello que viese que más convenía á la honra de su
amigo, cuyo crédito estaba en más que el suyo propio. Decía él, y decía
bien, que el casado á quien el cielo había concedido mujer hermosa tanto
cuidado había de tener, qué amigos llevaba, á su casa, como en mirar con
qué amigas su mujer conversaba, porque lo que no se hace, ni concierta
en las plazas, ni en los templos, ni en las fiestas públicas, ni estaciones,
(cosas que no todas veces las han de negar los maridos á sus mujeres) se
concierta, y facilita en casa de la amiga, ó la parienta de quien más satis-
facción se tiene. También decía Lotario, que tenían necesidad los casados de
tener cada uno algún amigo que le advirtiese de los descuidos, que en su
proceder hiciesen, porque suele acontecer, que con el mucho amor que el
marido á la mujer tiene, ó no le advierte, ó no le dice por no enojarla, que
haga, ó deje de hacer algunas cosas, que el hacerlas, ó no, le sería de hon-
ra, ó de vituperio: de lo cual siendo del amigo advertido fácilmente pondría
remedio en todo: pero dónde se hallará amigo tan discreto, y tan leal, y
verdadero, como aquí Lotario le pide: no lo sé yo por cierto, sólo Lotario
era eate, que con toda solicitud, y advertimiento miraba por la honra de su
amigo, y procuraba dezmar, frisar, y acortar (1) los días del concierto del
(1) Dezmar , frisar , y acortar.
1.* Aunque ahora se emplea en todos los casos diezmar, Cervantes deió
establecida esta variante que, al mismo tiempo de separarla del sentido
— 352 —
ir á su casa, porque no pareciese mal al vulgo ocioso, y á los ojoa vaga-
bundos, y maliciosos la entrada de un mozo rico, gentilhombre, y bien
nacido, y de las buenas partes, que él pensaba que tenía, en la casa de una
mujer tan hermosa como Camila: que puesto que su bondad, y valor podía
poner freno á toda maldiciente lengua, todavía no quería poner en duda su
crédito, ni el de su amigo, y por esto los más de los días del concierto los
ocupaba, y entretenía en otras cosas, que él daba á entender ser inexcusa-
bles. Así que en quejas del uno, y disculpas del otro, se pasaban muchos
ratos, y partes del día. Sucedió pues, que uno, que los dos se andaban pa-
seando por un prado fuera de la ciudad... Anselmo dijo á Lotario las seme-
iantes razones.
Pensabas amigo Lotario, que á las mercedes que Dios me ha hecho en
hacerme hijo de tales padres, como fueron los míos, y al darme no con
mano escasa los bienes, así los que llaman de naturaleza, como los de for-
tuna, no puedo yo corresponder con agradecimiento, que llegue al bien re-
cibido, y sobre el que me hizo en darme á tí por amigo, y á Camila por
mujer propia, dos prendas que las estimo, sino en el grado que debo, y en
el que puedo, pues con todas estas partes, que suelen ser el todo con que
los hombres suelen, y pueden vivir contentos, vivo yo el más despechado,
y el más desabrido hombre de todo el universo mundo? Porque no sé qué
días á esta parte me fatiga,j aprieta un deseo tan extraño, y tan fuera del
uso común de otros, que yo me maravillo de mí mismo, y me culpo, y me
riño á solas, y procuro callarlo, y encubrirlo de mis propios pensamientos:
y así me ha sido posible salir con este secreto, como si de industria procu-
rara decirlo á todo mundo: y pues que en efecto él ha de salir aplaza quie-
ro que sea en la del archivo de tu secreto: confiado que con él, y con la
militar que encierra, se distanciaba lo suficiente para salvar la confusión
con los diezmos, quedando incólunae el espíritu religioso de la época.
2.* Su significación de acercar aproximaba tanto las faltas dezmadas,
que únicamente el proponente Sr. Cabrera, y el aceptante Sr. Hartzen-
busch, pudieron confundirla y sustituirla con la palabra sisar ¡pero el señor
de Toro, bien pudo hacer resaltar que este verbo lo acreditaron los sas-
tres, ganando en honrosa lid su extensión las maritornes de ogaño.
3.*^ Lo que procedía para eludir «un concierto penoso» era acortar
las visitas, que pasaron á ocupar el lugar de los dezmos por obra y gracia
de Cervantes, que nos dejó hecha la inversión.
Hay que reconocer que antiguamente se expresaban con más libertad,
y por este motivo^ la extensión de las voces alcanzaba proporciones ilimi-
tadas que enriquecieron «embelleciendo» nuestra habla; constreñida
actualmente á límites vergonzosos, por el afán de adornarla con parches
extraños que acreditan falta de ingenio y servilismo.
— 353 —
diligencia que pondrás, como mi amigo verdadero en remediarme, yo me
veré presto libre de la angustia que me causa, y llegará mi alegría por tu
solicitud al grado que ha llegado mi descontento por mi locura. Suspenso
tenían á Lotario las razones de Anselmo, y no sabía en qué había de parar
tan larga prevención, ó preámbulo: y aunque iba revolviendo en su imagi-
nación qué deseo podría ser aquel que á su amigo tanto fatigaba, dio siem-
pre muy lejos del blanco de la verdad: y por salir presto de la agonía que
le causaba aquella suspensión le dijo, que hacía notorio agravio á su mucha
amistad, en andar buscando rodeos, para decirle sus más encubiertos pen-
samientos, pues tenía cierto que se podía prometer del, ó ya consejos para
entretenerlos, ó ya remedios para cumplirlos. Así es la verdad, respondió
Anselmo, y con esa confianza te hago saber amigo Lotario que el deseo
que me fatiga, es pensar si Camila mi esposa está tan buena, y tan perfec-
ta como yo pienso: y no puedo enterarme en esta verdad, sino es probán-
dola, de manera que la prueba manifieste los quilates de su bondad, como
el fuego muestra los del oro. Porque yo tengo para mí (ó amigo) que no
es una mujer más buena de cuanto es, ó no es solicitada: y que aquella
sola es fuerte, que no se dobla á las promesas, á las dádivas, á las lágrimas,
y á las continuas importunidades de los solícitos amantes. Porque qué hay
que agradecer, decía él, que una mujer sea buena, si nadie le dice que sea
mala? Qué mucho que esté recogida, y temerosa la que no le dan ocasión
para que se suelte, y la que sabe que tiene marido, que en cogiéndola en
la primera desenvoltura, la ha de quitar la vida? Así que la que es buena
por temor, ó por falta de lugar, yo no la quiero tener en aquella estima en
que tendré á la solicitada, y perseguida, que salió con la corona del venci-
miento. De modo que por estas razones, y por otras muchas que te pudiera
decir, para acreditar, y fortalecer la opinión que tengo, deseo que Camila
mi esposa pase por estas dificultades, y se acrisole, y quilate en el fuego
de verse requerida, y solicitada, y de quien tenga valor para poner en ella
sus deseos: y si ella sale, como creo que saldrá, con la palma desta batalla,
tendré yo por sin igual mi ventura. Podré yo decir, que está como el vacío
de mis deseos. Diré que me cupo en suerte, á mujer fuerte, de quien el
Sabio dice, que quién la hallará? Y cuando esto suceda al revés de lo que
pienso, con el gusto de ver que acerté en mi opinión, llevaré sin pena, la
que de razón podrá causarme mi tan costosa experiencia. Y presupuesto
que ninguna cosa de cuantas me dijeres en contra de mi deseo, ha de ser
de algún provecho, para dejar de ponerle por la obra, quiero, ó amigo Lo-
tario, que te dispongas á ser el instrumento que labre aquesta obra de mi
33
- 354 -
gusto, que yo te daré lugar para que lo hagas, sin faltarte todo aquello
que yo viere ser necesario para solicitar á una mujer honesta, honrada,
recogida, y desinteresada. Y muéveme, entre otras cosas, á fiar de ti esta
tan ardua empresa, el ver que si de ti es vencida Camila, no ha de llegar
el vencimiento á todo trance, y rigor, sino á sólo á tener por hecho lo que
ge ha de hacer por buen respeto, y así no quedaré yo ofendido más de con
el deseo, y mi injuria quedará escondida en la virtud de tu silencio, que
bien sé, que en lo que me tocare ha de ser eterno como el de la muerte.
Así que si quieres que yo tenga vida, que pueda decir, que lo es, desde
luego has de entrar en esta amorosa batalla, no tibia, ni perezosamente,
sino con el ahinco y diligencia que mi deseo pide, y con la confianza que
nuestra amistad me asegura. Estas fueron las razones que Anselmo dijo á
Lotario, á todas las cuales estuvo tan atento, que sino fueron las que que-
dan escritas que le dijo, no desplegó sus labios hasta que hubo acabado: y
viendo que no decía más, después que le estuvo mirando un buen espacio,
como si mirara otra cosa que jamás hubiera visto, que le causara admira-
ción, y espanto, le dijo: No me puedo persuadir, ó amigo Anselmo, á que
no sean burlas las cosas que me has dicho, que á pensar que de veras las
decías, no consintiera, que tan adelante pasaras, porque con no escuchart-e
previniera tu larga arenga: sin duda imagino, ó que no me conoces, ó que
yo no te cenozco. Pero no, que bien sé que eres Anselmo, y tú sabes que
yo soy Lotario: el daño está, en que yo pienso que no eres el Anselmo que
solías, y tú debes de haber pensado, que tampoco yo soy el Lotario que
debía ser: porque las cosas que me has dicho, ni son de aquel Anselmo mi
amigo, ni Jas que rae pides se han de pedir á aquel Lotario que tú cono-
ces. Porque los buenos amigos han de probar á sus amigos, y valerse de-
Uos, como dijo un Poeta, usque ad aras, que quiso decir, que no se habían
de valer de su amistad en cosas que fuesen contra Dios. Pues si esto sin-
tió un Gentil de la amistad, cuánto mejor es que lo sienta el Cristiano,
que sabe que por ninguna humana ha de perder la amistad divina? Y cuan-
do el amigo tirase tanto la barra, que pusiese aparte los respetos del cielo,
por acudir á los de su amigo, no ha de ser por cosas ligeras, y de poco
momento, sino por aquellas en que vaya la honra, y la vida de su amigo.
Pues dime tú ahora, Anselmo, cuál Jestas dos cosas tienes en peligro, para
que yo me aventure á complacerte, y á hacer una cosa tan detestable como
me pides? Ninguna por cierto, ant€s me pides, según yo entiendo, que pro-
cure, y solicite quitarte la honra, y la vida, y quitármela á mí juntamente.
Porque si yo he de procurar quitarte la honra, claro está, que te quito la
— 355 —
vida, pues el hombre sin honra, peor es que un muerto: y siendo yo el ins-
trumento, como tú quieres que lo sea, de tanto mal tuyo, yo vengo á que-
dar deshonrado, y por el mismo consiguiente sin vida? Escucha amigo
Anselmo, y ten paciencia de no responderme, hasta que acabe de decirte
lo que se me ofreciere, acerca de lo que te ha pedido tu deseo, que tiempo
quedará para que tú me repliques, y yo te escuche. Que me place, dijo
Anselmo, di lo que quisieres. Y Lotario prosiguió, diciendo: Paréceme, ó
Anselmo, que tienes tú ahora el ingenio como el que siempre tienen los
Moros, á los cuales no se les puede dar á entender el error de su secta con
las acotaciones de la santa Escritura, ni con razones que consistan en espe-
culación del entendimiento, ni que vayan fundadas en artículos de fe, sino
que les han de traer ejemplos palpables, fáciles, inteligibles, demostrati-
vos, indubitables, con demostraciones Matemáticas, que no se pueden ne-
gar, como cuando dicen: Si de dos partes iguales, quitamos partes iguales,
las que quedan también son iguales. Y cuando esto no entiendan de pala-
bra, como en efecto no lo entienden, báseles demostrar con las manos, y
ponérselo delante de los ojos, y aun con todo esto, no basta nadie con ellos
á persuadirles las verdades de nuestra sacra Religión, Y este mismo tér-
mino, y modo me convendrá usar contigo, porque el deseo que en tí ha
nacido, va tan descaminado, y tan fuera de todo aquello que tenga sombra
de razonable, que me parece que ha de ser tiempo malgastado, el que
ocupare en darte á entender tu simplicidad, que por ahora no le quiero dar
otro nombre, y aun estoy por dejarte en tu desatino, en pena de tu mal
deseo: mas no me deja usar deste rigor la amistad que te tengo, la cual
DO consiente que te deje puesto en tan manifiesto peligro de perderte. Y
porque claro lo veas, díme Anselmo, tú no me has dicho que tengo de
solicitar á una retirada? persuadir á una honesta? ofrecer á una desintere-
sada? servir á una prudente? Sí que me lo has dicho. Pues si tú sabes que
tienes mujer retirada, honesta, desinteresada, y prudente, qué buscas? Y
si piensas que de todos mis asaltos ha de salir vencedora, como saldrá sin
duda, qué mejores títulos piensas darle después, que los que ahora tiene?
ó qué será más después de lo que es ahora? O es que tú no la tienes por la
que dices, ó tú no sabes lo que pides. Si no la tienes por lo que dices, para
qué quieres probarla, sino como á mala, hacer della lo que más te viniere
en gusto? mas si es tan buena como crees, impertinente cosa será hacer
experiencia de la misma verdad, pues después de hecha se ha de quedar
con la estimación que primero tenía. Así que es razón concluyente, que d
intentar las cosas, de las cuales nos puede suceder más daño que provecho.
-356 -
es de juicios sin discurso, y temerarios: y más cuando quieren intentar aque-
llas á que no son forzados, ni compelidos, y que de muy lejos traen descu-
bierto, que el intentarlas es manifiesta locura. Las cosas dificultosas se in-
tentan por Dios, ó por el mundo, ó por entrambos á dos: las que se acome-
ten por Dios, son las que acometieron los santos, acometiendo á vivir vida
de Angeles, en cuerpos humanos: las que se acometen por respeto del
mundo son las de aquellos que pasan tanta infinidad de agua, tanta diver-
sidad de climas, tanta extrañeza de gentes, por adquirir estos que llaman,
bienes de fortuna. Y las que se intentan por Dios, y por el mundo junta-
mente son aquellas de los valerosos soldados, que apenas ven en el contra-
rio muro abierto tanto espacio, cuanto es el que pudo hacer una redonda
bala de artillería, cuando puesto aparte todo temor, sin hacer discurso, ni
advertir el manifiesto peligro que les amenaza, llevados en vuelo de las alas
del deseo de volver por su fe, por su nación, y por su Rey, se arrojan in-
trépidamente por la mitad de mil contrapuestas muertes que los esperan.
Estas cosas son las que suelen intentarse, y es honra, gloria, y provecho
intentarlas, aunque tan llenas de inconvenientes, y peligros. Pero la que
tú dices, que quieres intentar, y poner por obra, ni te ha de alcanzar gloria
de Dios, bienes de la fortuna, ni fama con los hombres: porque puesto que
salgas con ella como deseas, no has de quedar, ni más ufano, ni más rico,
ni más honrado que estás ahora: y sino sales, te has de ver en la mayor
miseria que imaginarse pueda: porque no te ha de aprovechar pensar en-
tonces, que no sabe nadie la desgracia que te ha sucedida, porque bastará
para afligirte, y deshacerte, que la sepas tú mismo. Y para confirmación
desta verdad, te quiero decir una estancia, que hizo el famoso Poeta Luis
Tansilo, en el fin de su primera parte de las lágrimas de san Pedro, que
dice asi.
Crece el dolor, y crece la vergüenza
En Pedro cuando el día se ha mostrado,
Y aunque allí no ve á nadie, se avergüenza
de sí mismo, por ver que había pecado:
Que á un maghánimo pecho á haber vergüenza,
No sólo ha de moverle el ser mirado
Que de sí se avergüenza cuando yerra,
Si bien otro no ve que cielo y tierra.
Así, que no escusarás con el secreto tu dolor, antes tendrás que llorar
'contino, sino lágrimas de los ojos, lágrimas de sangre del corazón, como
las lloraba aquel simple Doctor que nuestro Poeta nos cuenta, que hizo la
1
- 357 -
prueba del vaso, que con mejor discurso se escusó de hacerla el prudente
Eeinaldos: que puesto que aquello sea ficción Poética, tiene en sí encerra-
dos secretos morales, dignos de ser advertidos, y entendidos, é imita-
dos. (1) Cuanto más, que con lo que ahora pienso decirte, acabarás de ve-
nir en conocimiento del grande error que quieres cometer. Dime Anselmo,
si el cielo, ó la suerte buena, te hubiera hecho señor, y legítimo poseedor
de un finísimo diamante, de cuya bondad, y quilates estuviesen satisfechos
cuantos lapidarios le viesen, que todos á una voz, y de común parecer dije-
sen, que llegaba en quilates, bondad y fineza, á cuanto se podía extender.
la naturaleza de tal piedra, y tú mismo lo creyeses así, sin saber otra cosa
en contrario, sería justo que te viniese en deseo de tomar aquel diamante,
y ponerle entre un yunque, y un martillo, y allí á pura fuerza de golpes,
y brazos, probar si es tan duro, y tan fino como dicen? y más si lo pusie-
ses por obra: que puesto caso que la piedra hiciese resistencia á tan necia
prueba, no por eso se le añadiría más valor, ni más fama: y si se rompiese,
cosa que podría ser, no se perdería todo? Sí por cierto, dejando á su dueño
en estimación de que todos le tengan por simple. Pues haz cuenta, Ansel-
mo amigo, que Camila es finísimo diamante, así en tu estimación, como en
la agena, y que no es razón ponerla en contingencia de que se quiebre, pues
aanque se quede con su entereza, no puede subir á más valor del que aho-
ra tiene: y si faltase, y no resistiese, considera desde ahora, cual quedaría
sin ella, y con cuanta razón te podrías quejar de tí mismo, por haber sido
causa de su perdición, y la tuya? Mira que no hay joya en el mundo que
tanto valga, como la mujer casta, y honrada, y que todo el honor de las
mujeres consiste en la opinión buena que dellas se tiene: y pues la de tu
esposa es tal, que llega al extremo de bondad- que sabes, para qué quieres
poner esta verdad en duda? Mira amigo, que la mujer es animal imperfec-
to, y que no se le han de poner embarazos donde tropiece, y caiga, sino
quitárselos, y despojarle el camino de cualquier inconveniente, para que
sin pesadumbre corra ligera á alcanzar la perfección que le falta, que con-
siste en el ser virtuosa. Cuentan los naturales, que el Arminio es un ani-
malejo que tiene una piel blanquísima, y que cuando quieren cazarle los
cazadores, usan deste artificio, que sabiendo las partes por donde suele pa-
sar, y acudir, las atajan con lodo, y después ojeándole, le encaminan hacia
aquel lugar, y así como el Arminio llega al lodo, se está quedo, y se deja
prender, y cautivar, á trueco de no pasar por el cieno, y perder, y ensuciar
(1) Este verso es el que debe ser desentrañado.
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811 blancura, que la estima en más que la libertad, y la vida. La honesta, y
casta mujer, es Arminio, y es más que nieve blanca, y limpia la virtud de
la honestidad, y el que quisiere, que no la pierda, antes la guarde, y con-
serve, ha de usar de otro estilo diferente que con el Arminio se tiene, por-
que no le han de poner delante el cieno de los regalos, y servicios de los
importunos amantes, porque quizá, y aun sin quizá, no tiene tanta virtud,
y fuerza natural, que pueda por si misma atrepellar, y pasar por aquellos
embarazos: y es necesario quitárselos, y ponerle delante la limpieza de la
tirtud, y la belleza que encierra en sí la buena fama. Es asimismo la bue-
na mujer, como espejo de cristal luciente, y claro, pero está sujeto á em-
pañarse, y oscurecerse con cualquiera aliento que le toque. Háse de usar
con la honesta mujer el estilo que con las reliquias, adorarlas, y no tocar-
las. Háse de guardar, y estimar la mujer buena, como se guarda, y estima
ua hermoso jardín que está lleno de flores, y rosas, cuyo dueño no consien-
te, que nadie le pasee, ni manosee, basta que desde lejos, y por entre las
verjas de hierro gocen de su fragancia, y hermosura. Finalmente quiero de-
cirte unos versos que se me han venido á la memoria, que los oí en una co-
media moderna, que me parecen al propósito de lo que vamos tratando.
Aconsejaba un prudente viejo á otro padre de una doncella, que la recogie-
se, guardase y encerrase, y entre otras razones le dijo estas.
Es de vidrio la mujer,
Pero no se ha de probar
Si se puede, ó no quebrar,
Porque todo podría ser.
Y es más fácil el quebrarse,
Y no es cordura ponerse
A peligro de romperse
Lo que no puede soldarse.
Y en esta opinión estén
Todos, y en razón la fundo,
Que si hay Danaes en el mundo,
Hay pluvias de oro también.
Cuanto hasta aquí te he dicho, ó Anselmo, ha sido por lo que á tí te
toca, y ahora es bien que se oiga algo de lo que á mí me conviene: y sí fue-
re largo, perdóname, que todo lo requiere el laberinto donde te has entra-
do, y de donde quieres que yo te saque. Tú me tienes por amigo, y quieres
quitarme la honra, cosa que es contra toda amistad: y aún no sólo preten-
des esto, sino que procuras, que yo te la quite á tí. Que me la quieres qui-
— 359 -
\qx á mí, está claro, pues cuando Camila vea que yo la solicito, como me
pides, cierto está, que me ha de tener por hombre sin honra, y mal mira-
do, pues intento, y hago una cosa taa fuera de aquello que el ser quien soy,
y tu amistad me obliga. De que quieres que te la quite á tí, no hay duda,
porque viendo Camila que yo la solicito, ha de pensar que yo he visto en
ella alguna liviandad, que me dio atrevimiento á descubrirle mi mal deseo»
y teniéndose por deshonrada te toca á tí, como á cosa suya, su misma des-
honra. Y de aquí nace lo que comunmente se platica, que el marido de la
mujer adúltera, puesto que él no lo sepa, ni haya dado ocasión para que su
mujer no sea la que debe, ni haya sido en su mano, ni en su descuido, y
poco recato, estorbar su desgracia, con todo le llaman, y le nombran con
nombre de vituperio, y bajo: Y en cierta manera le miran, los que la maldad
de su mujer saben, con ojos de menosprecio, en cambio de mirarle con los
ojos de lástima, viendo que no por su culpa, sino por el gusto de su mala
compañera está en aquella desventura. Pero quiérete decir la causa, porqué
con justa razón es deshonrado el marido de la mujer mala, aunque él no
sepa que lo es, ni tenga culpa, ni haya sido parte, ni dado ocasión para que
ella lo sea: y no te canses de oirme, que todo ha de redundar en tu prove-
cho. Cuando Dios crió á nuestro primer Padre en el Paraíso terrenal, dice la
divina Escritura, que infundió Dios sueño en Adán, y que estando durmien-
do le sacó una costilla del lado siniestro, de la cual formó á nuestra madre
Eva: y así como Adán despertó, y la miró, dijo: Esta es carne de mi carne,
y hueso de mis huesos. Y Dios dijo: Por esta dejará el hombre á su padre,
y madre, y serán dos en una carne misma. Y entonces fué instituido el di-
vino Sacramento del JMatrimonio con tales lazos, que sola la muerte puede
desatarlos. Y tiene tanta fuerza, y virtud este milagroso Sacramento, que
hace que dos diferentes personas, sean una misma carne: y aún hace más
en los buenos casados, que aunque tienen dos almas, no tienen más de una
voluntad. Y de aquí viene, que como la carne de la esposa sea una misma
con la del esposo, las manchas que en ella caen, ó los defectos que se pro-
curan, redundan en la carne del marido, aunque él no haya dado, como
queda dicho, ocasión para aquel daño. Porque así el dolor del pie, ó de
cualquier miembro del cuerpo humano, le siente todo el cuerpo, por ser
todo de una carne misma: y la cabeza siente el daño del tobillo, sin que
ella se le haya causado. Así el marido es participante de la deshonra de la
mujer, por ser una misma cosa con ella. Y como Ins honras, y deshonras
del mundo, sean todas, y nazcan de carne, y sangre, y las de la mujer mala
sean deste género, es forzoso, que al marido le quepa parte dellas, y sea
— 3^0 —
tenido por deshonrado, sin que él lo sepa. Mira pues, ó Anselmo, al peligro
que te pones, en querer turbar el sosiego en que tu buena esposa vive. Mira
por cuan vana, é impertinente curiosidad, quieres revolver los humores que
ahora están sosegados en el pecho de tu casta esposa. Advierte, que lo que
aventuras á ganar, es poco, y que lo que perderás será tanto, que lo dejaré
en su punto, porque me faltan palabras para encarecerlo. Pero si todo cuan-
to he dicho no basta á moverte de tu mal propósito, bien puedes buscar otro
instrumento de tu deshonra, y desventura, que yo no pienso serlo, aunque
por ello pierda tu amistad, que es la mayor pérdida que imaginar puedo.
Calló en diciendo esto, el virtuoso, y prudente Lotario, y Anselmo quedó
tan confuso, y pensativo, que por un buen espacio no le pudo responder
palabra, pero en fin le dijo: Con la atención que has visto he escuchadt,
Lotario amigo, cuanto has querido decirme, y en tus razones, ejemplos, y
comparaciones, he visto la mucha discreción que tienes, y el extremo de la
verdadera amistad que alcanzas: y asimismo veo, y confieso, que sino sigo
tu parecer, y me voy tras el mío, voy huyendo del bien, y corriendo tras
el mal. Presupuesto esto, has de considerar, que yo padezco ahora la en-
fermedad que suelen tener algunas mujeres que se les antoja comer tierra,
yeso, carbón, y otras cosas peores, aun asquerosas para mirarse, cuanto más
para comerse así que es menester usar de algún artificio para que yo sane,
y esto se podía hacer con facilidad, sólo con que comiences, aunque tibia,
y fingidamente, á solicitar á Camila, la cual no ha de ser tan tierna, que á
los primeros encuentros dé con su honestidad por tierra, y con sólo este
principio quedaré contento, y tú habrás cumplido con lo que debes á nues-
tra amistad, no solamente dándome la vida, sino persuadiéndome de no ver-
me sin honra. Y estás obligado á hacer esto, por una razón sola, y es, que
estando yo, como estoy determinado, de poner en plática esta prueba, no
has tú de consentir que yo dé cuenta de mi desatino á otra persona, con
que pondría en aventura el honor que tú procuras que no pierda, y cuando
el tuyo no esté en el punto que debe en la intención de Camila, en tanto
que la solicitares, importa poco, ó nada, pues con brevedad viendo ella la
entereza que esperamos, le podrás decir la pura verdad de nuestro artificio,
con que volverá tu crédito al ser primero. Y pues tan poco aventuras, y
tanto contento me puedes dar aventurándote, no lo dejes de hacer, aunque
más inconvenientes se te pongan delante, pues como ya he dicho con sólo
que comiences daré por concluida la causa. Viendo Lotario la resoluta vo-
luntad de Anselmo, y no sabiendo qué más ejemplos traerle, ni qué más
razones mostrarle para que no las siguiese: y viendo que le amenazaba que
— 2i>i —
daría á otro cuenta de su mal deseo, por evitar mayor mal, determinó de
contentarle, y hacer lo que le pedía con propósito, é intención de guiar
aquel negocio de modo, que sin alterar los pensamientos de Camila queda-
se Anselmo satisfecho, y así le respondió, que no comunicase su pensa-
miento con otro alguno, que él tomaba á su cargo aquella empresa, la cual
comenzaría cuando á él le diese más gusto. Abrazóle Anselmo, tierna, y
amorosamente, y agradecióle su ofrecimiento, como si alguna grande mer-
ced le hubiera hecho, y quedaron de acuerdo entre los dos, que desde otro
día siguiente se comenzase la obra, que él le daría lugar, j tiempo como á
sus solas pudiese hablar á Camila, y asimismo le daría dineros, y joyas que
darla, y que ofrecerla. Aconsejóle, que le diese músicas, que escribiese ver-
sos en su alabanza, y que cuando él no quisiese tomar trabajo de hacerlos,
él mismo los haría. A todo se ofreció Lotario, bien con diíerente intención
que Anselmo pensaba: y con este acuerdo se volvieron á casa de Anselmo,
donde hallaron á Camila con ansia, y cuidado, esperando á su esposo, por-
que aquel día tardaba en venir más de lo acostumbrado. Fuese Lotario á
su casa, y Anselmo quedó en la suya, tan contento, como Lotario fué pen-
sativo, no sabiendo, que traza dar para salir bien de aquel impertinente
negocio. Pero aquella noche pensó el modo que tendría para engañar á
Anselmo, sin ofender á Camila: y otro día vino á comer con su amigo, y
fué bien recibido de Camila, la cual le recibía, y regalaba con mucha vo-
luntad, por entender la buena que su esposo le tenía. Acabaron de comer,
levantaron los manteles, y Anselmo dijo á Lotario, que se quedase allí con
Camila, en tanto que él iba á un negocio forzoso, que dentro de hora y me-
dia volvería. Rogóle Camila que no se fuese, y Lotario se ofreció á hacerle
compañía, mas nada aprovechó con Anselmo, antes importunó á Lotario,
que se quedase, y le aguardase, porque tenía que tratar con él una cosa de
mucha importancia. Dijo también á Camila que no dejase solo á Lotario,
en tanto que él volviese. En efecto él supo tan bien fingir la necesidad, ó ne-
cedad de su ausencia, que nadie pudiera entender que era fingida. Fuese An-
selmo, yquedaron solos á la mesa Camila, y Lotario, porque la demás gente
de casa, toda se había ido á comer. Vióse Lotario puesto en la estacada que
su amigo deseaba: y con el enemigo delante, que pudiera vencer con sola
sa hermosura á un escuadrón de caballeros armados: mirad si era razón que
le temiera Lotario? Pero lo que hizo, fué poner el codo sobre el brazo de
la silla, y la mano abierta en la mejilla, y pidiendo perdón á Camila del
mal comedimiento, dijo que quería reposar un poco en tanto que Anselmo
Tolvía. Camila le respondió, que mejor reposaría en el estrado, que en la
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silla, y así le rogó se entrase á dormir en él. No quiso Lotario, y allí se
quedó dormido, hasta que volvió Anselmo: el cual como halló á Camila en
.su aposento y á Lotario durmiendo creyó que como se había tardado tanto,
ya habrían tenido los dos lugar para hablar, y aun para dormir, y no vio la
hora en que Lotario despertase, para volverse con él fuera, y preguntarle de
su ventura. Todo le sucedió como él quiso. Lotario despertó, y luego salie-
ron los dos de casa, y así le preguntó lo que deseaba: y le respondió Lota-
rio, que no le había parecido ser bien que la primera vez se descubriese del
todo, y así no había hecho otra cosa, que alabar á Camila de hermosa, d¡-
ciéndole, que en toda la ciudad no se trataba de otra cosa, que de su her-
mosura, y discreción, y que éste le había parecido buen principio para en-
trar ganando la voluntad, y disponiéndola á que otra vez le escuchase con
gusto: usando en esto del artificio que el demonio usa cuando quiere enga-
ñar á alguno que está puesto en atalaya de mirar por sí, que se transforma
en Ángel de luz, siéndolo él de tinieblas, y poniéndole delante apariencias
buenas, al cabo descubre quién es, y sale con su intención, si á los princi-
pios no es descubierto su engaño. Todo esto le contentó mucho á Anselmo,
y dijo, que cada día daría el mismo lugar, aunque no saliese de casa, por-
que en ella se ocuparía en cosas que Camila no pudiese venir en conoci-
miento de su artificio. Sucedió pues, que se pasaron muchos días que sin
decir Lotario palabra á Camila, respondía á Anselmo, que la hablaba, y ja-
más podía sacar della una pequeña muestra de venir en ninguna cosa que
mala fuese, ni aun dar una señal de sombra de esperanza: antes decía que
le amenazaba, que si de aquel mal pensamiento no se quitaba, que lo había
de decir á su esposo. Bien está, dijo Anselmo, hasta aquí ha resistido Ca-
mila á las palabras, es menester ver, cómo resiste á las obras, yo os daré
mañana dos mil escudos de oro, para que se los ofrezcáis, y aun se los deis:
y otros tantos para que compréis joyas con que cebarla: que las mujeres
suelen ser aficionadas, y más si son hermosas, por más castas que sean, á
esto de traerse bien, y andar galanas: y si ella os resiste á esta tentación, yo
quedaré satisfecho, y no os daré más pesadumbre. Lotario respondió, que
ya que había comenzado, que él llevaría hasta el fin aquella empresa, pues-
to que entendía salir della cansado y vencido. Otro día recibió los cuatro
mil escudos, y con ellos cuatro mil confusiones, porque no sabía qué de-
cirse para mentir de nuevo, pero en efecto determinó decirle, que Camila
estaba tan entera á las dádivas, y promesas, como á las palabras, y que no
había para qué cansarse más, porque todo el tiempo se gastaba en balde.
Pero la suerte, que las cosas guiaba de otra manera, ordenó, que habiendo
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dejado Anselmo solos, á Lotario, y á Camila, como otras veces solía, él se
encerró en un aposento, y por los agujeros de la cerradura estuvo mirando,
y escuchando lo que los dos trataban, y vio que en más de media hora Lo-
tario no habló palabra á Camila, ni se la hablara, si allí estuviera un siglo.
Y cayó en la cuenta, de que cuanto su amigo le había dicho de las respues-
tas de Camila, todo era ficción, y mentira. Y para ver si esto era así, salió
del aposento, y llamando á Lotario aparte, le preguntó qué nuevas había,
y de qué temple estaba Camila? Lotario le respondió, que no pensaba más
darle puntada en aquel negocio, porque respondía tan áspera, y desabrida
mente, que no tendría ánimo para volver á decirle cosa alguna. Ah, dijo
Anselmo, Lotario, Lotario, y cuan mal correspondes á lo que me debes, y
á lo mucho que de tí confío. Ahora te he estado mirando, por el lugar que
concede la entrada desta llave, y he visto que no has dicho palabra á Ca-
mila. Por donde me doy á entender, que aun las primeras le tienes por de-
cir: y si esto es así, como sin duda lo es, para qué me engañas? O porqué
quieres quitarme con tu industria, los medios que yo podría hallar para
conseguir mi deseo? No dijo más Anselmo, pero bastó lo que había dicho,
para dejar corrido, y confuso á Lotario. El cual casi como tomando por pun-
to de honra, el haber sido hallado en mentira, juró á Anselmo, que desde
aquel momento, tomaba tan á su cargo el contentarle, y no mentirle, cual lo
vería, si con curiosidad lo espiaba: cuanto más, que no sería menester usar de
ninguna diligencia, porque la que él pensaba poner en satisfacerle, le qui-
taría de toda sospecha. Creyóle Anselmo, y para darle comodidad más se-
gura, y menos sobresaltada, determinó de hacer ausencia de su casa, por
ocho días, yéndose á la de un amigo suyo, que estaba en una aldea, no le-
jos de la Ciudad. Con el cual amigo concertó, que le enviase á llamar con
muchas veras, para tener ocasión con Camila, de su partida. Desdichado, y
mal advertido de tí Anselmo, qué es lo que haces? qué es lo que trazas?
qué es lo que ordenas? Mira, que haces contra tí mismo, trazando tu des-
honra, y ordenando tu perdición. Buena es tu esposa Camila, quieta, y so-
segadamente la posees, nadie sobresalta tu gusto, sus pensamientos no sa-
len de las paredes de su casa, tú eres su cielo en la tierra, el blanco de sus
deseos, el cumplimiento de sus gustos, y la medida por donde mide su vo-
luntad, ajustándola en todo con la suya, y con la del cielo. Pues si la mina
de su honor, hermosura, honestidad, y recogimiento, te dá sin ningún tra-
bajo, toda la riqueza que tiene, y tú puedes desear, para qué quieres ahon-
dar la tierra, y buscar nuevas vetas, de nuevo, y nunca visto tesoro, ponién-
dote á peligro, que toda venga abajo, pues en fin se sustenta sobre los
— 3^4 —
débiles arrimos de su flaca naturaleza? Mira que el que busca lo imposible,
es justo que lo posible se le niegue. Como lo dijo mejor un Poeta diciendo.
Busco en 1? muerte la vida,
Salud en la enfermedad,
En la prisión libertad.
En lo cerrado salida,
Y en el traidor lealtad.
Pero mi suerte de quien
Jamás espero algún bien,
Con el cielo ha estatuido,
Que pues lo imposible pido,
Lo posible aun no me den.
Fuese otro día Anselmo á la aldea, dejando dicho á Camila, que el
tiempo que estunese ausente, vendría Lotario á mirar por su casa, y á
comer con ella, que tuviese cuidado de tratarle como á su misma persona.
Afligióse Camila, oomo mujer discreta, y honrada, de la orden que su ma-
rido le dejaba: y díjole que advirtiese, que no estaba bien, que nadie, él
ausente, ocupase la silla de su mesa, que si lo hacia por no tener confianza,
que ella sabría gobernar su casa, que probase por aquella vez, y vería por
experiencia, como para mayores cuidados era bastante. Anselmo le replicó,
que aquél era su gusto, y que no tenía más que hacer, que bajar la cabeza,
y obedecerle. Camila dijo, que así lo haría, aunque contra su voluntad.
Partióse Anselmo, y otro día vino á su casa Lotario, donde fué recibido de
Camila con amoroso, y honesto acogimiento. La cual jamás se puso en
parte, donde Lotario la viese á solas, porque siempre andaba rodeada de
sus criados, y criadas, especialmente de una doncella suya, llamada Leo-
Dela, á quien ella mucho quería, por haberse criado desde niñas las dos
juntas, en casa de los padres de Camila, y cuando se casó con Anselmo, la
trajo consigo. En los tres días primeros, nunca Lotario le dijo nada, aun-
que pudiera, cuando se levantaban los manteles, y la gente se iba á comer
con mucha priesa, porque así se lo tenía mandado Camila. Y aun tenía
orden Leonela, que comiese primero que Camila, y que de su lado jamás
se quitase: mas ella, que en otras cosas de su gusto tenía puesto el pensa-
miento, y había menester aquellas horas, y aquel lugar, para ocuparle en
su contentos, no cumplía todas veces el mandamiento de su señora, antes
los dejaba solos, como si aquello le hubiera mandado. Mas la honesta pre-
sencia de Camila, la gravedad de su rostro, la compostura de su persona,
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era tanta, que ponía freno á la lengua de Lotario. Pero el provecho que las
muchas virtudes de Camila hicieron, poniendo silencio en la lengua de Lo-
tario, redundó más en daño de los dos. Porque si la lengua callaba, el pen.
Sarniento discurría, y tenía lugar de contemplar parte por parte todos los
extremos de bondad, y de hermosura que Camila tenía, bastantes á enamo-
rar á una estatua de mármol, no un corazón de carne. Mirábala Lotario en
el lugar, y espacio que había de hablarla, y consideraba, cuan digna era de
ser amada; y esta consideración comenzó poco á poco á dar asalto á los res-
petos que á Anselmo tenía, y mil veces quiso ausentarse de la Ciudad, y
irse donde jamás Anselmo le viese á él, ni él viese á Camila; mas ya le
hacía impedimento, y detenía el gusto que hallaba en mirarla. Hacíase
fuerza, y peleaba consigo mismo, por desechar, y no sentir el contento, que
le llevaba á mirar á Camila. Culpábase á solas de su desatino, llamábase
mal amigo, y aun mal Cristiano. Hacía discursos, y comparaciones entre
él, y Anselmo, y todos paraban en decir, que más había sido la locura, y
confianza de Anselmo, que su poca fidelidad. Y que si así tuviera disculpa
para con Dios, como para con los hombres, de lo que pensaba hacer, que
no temiera pena por su culpa. En efecto, la hermosura, y la bondad de
Camila, juntamente con la ocasión que el ignorante marido le había puesto
en las manos, dieron con la lealtad de Lotario en tierra. Y sin mirar á otra
cosa, que aquella á que su gusto le inclinaba, al cabo de tres días de la
ausencia de Anselmo, en- los cuales estuvo en continua batalla, por resistir
á sus deseos, comenzó á requebrar á Camila con tanta turbación, y con tan
amorosas razones, que Camila quedó suspensa, y no hizo otra cosa, que
levantarse de donde estaba, y entrarse en su aposento, sin responderle pa-
labra alguna. Mas no por esta sequedad, se desmayó en Lotario la espe-
ranza, que siempre nace juntamente con el amor, antes tuvo en más á
Camila. La cual habiendo visto en Lotario lo que jamás pensara, no sabía
qué hacerse. Y pareciéndole no ser cosa segura, ni bien hecha, darle oca-
sión, ni lugar, á que otra vez la hablase, determinó de enviar aquella mis-
ma noche, como lo hizo á un criado suyo con un billete á Anselmo, donde
le escribió estas razones.
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CAPITULO XXXIV
Donde se prosigue la novela del curioso
impertinente.
«Así como suele decirse, que parece mal el ejército sin su General, y
el castillo sin su Castellano. Digo yo, que parece muy peor la mujer casa-
da, y moza, sin su marido, cuando justísimas ocasiones no lo impiden. Yo
me hallo tan mal sin vos, y tan imposibilitada, de no poder sufrir esta au-
sencia, que si presto no venís, me habré de ir á entretener en casa de mis
padres, aunque deje sin guarda la vuestra. Porque la que me dejastes, si
es que quedó con tal título, creo que mira más por su gusto, que por lo
que á vos os toca, y pues sois discreto, no tengo más que deciros, ni aun es
bien que más os diga. >
Esta carta recibió Anselmo, y entendió por ella, que Lotario había ya
comenzado la empresa, y que Camila debía de haber respondido como él
deseaba. Y alegre sobremanera de tales nuevas, respondió á Camila de pa-
labra, que no hiciese mudamiento de su casa en modo ninguno, porque él
volvería con mucha brevedad. Admirada quedó Camila de la respuesta de
Anselmo, que la puso en más confusión que primero, porque ni se atrevía
á estar en su casa, ni menos irse á la de sus padres. Porque en la quedada
corría peligro su honestidad, y en la ida iba contra el mandamiento de su
esposo. En fin se resolvió en lo que le estuvo peor, que fué, en el quedar-
se, con determinación de no huir la presencia de Lotario, por no dar qué
decir á sus criados, y ya le pesaba de haber escrito, lo que escribió á su
esposo, temerosa de que no pensase, que Lotario había visto en ella alguna
desenvoltura, que le hubiese movido á no guardarle el decoro que debía.
Pero fiada en su bondad, se fió en Dios, y en su buen pensamiento, con que
pensaba resistir callando, á todo aquello que Lotario decirle quisiese, sin
dar más cuenta á su marido, por no ponerle en alguna pendencia, y traba-
jo. Y aún andaba buscando manera cómo disculpar á Lotario con Anselmo,
cuando le preguntase la ocasión, que le había movido á escribirle aquel pa-
pel. Con estos pensamientos, más honrados que acertados, ni provechosos,
estuvo otro día escuchando á Lotario, el cual cargó la mano de manera, que
comenzó á titubear la firmeza de Camila, y su honestidad tuvo harto que
- 36? —
hacer en acudir á los ojos, para que no diesen muestra de alguna amorosa
compasión, que las lágrimas, y las razones de Lotario en su pecho habían
despertado. Todo esto notaba Lotario, y todo le encendía. Finalmente á él
le pareció, que era menester en el espacio, y lugar, que daba la ausencia
de Anselmo, apretar el cerco á aquella fortaleza. Y así acometió á su pre-
tensión, con las alabanzas de su hermosura, porque no hay cosa que más
presto rinda, y allane las encastilladas torres de la vanidad de las hermo-
sas que la misma vanidad, puesta ea las lenguas de la adulación. En efec-
to, él con toda diligencia minó la roca de su entereza con tales pertrechos,
que aunque Camila fuera toda de bronce, viniera al suelo. Lloró, rogó, ofre-
ció, aduló, porfió, y fingió Lotario, con tanto sentimiento, con muestras
de tantas veras, que dio al través con el recato de Camila, y vino á triun-
far de lo que menos se pensaba, y más deseaba. Rindióse Camila, Camila
se rindió: pero qué mucho, si la amistad de Lotario no quedó en pie? Ejem-
plo claro, que nos muestra, que sólo se vence la pasión amorosa, con huir-
la, y que nadie se ha de poner abrazos con tan poderoso enemigo. Porque
es menester fuerzas divinas, para vencer las suyas humanas. Sólo supo
Leonelala ñaqueza de su señora, porque no se la pudieron encubrir, los dos
malos amigos, y nuevos amantes. No quiso Lotario decir á Camila la pre-
tensión de Anselmo, ni que él le había dado lugar, para llegar á aquel pun-
to. Porque no tuviese en menos su amor, y pensase que así acaso, y sin
pensar, y no de propósito, la había solicitado. Volvió de allí á pocos días
Anselmo á su casa, y no echó de ver lo que faltaba en ella, que era lo que
en menos tenía, y más estimaba. Fuese luego á ver á Lotario, y hallóle en
su casa, abrazáronse los dos, y el uno preguntó por las nuevas de su yida,
ó de su muerte. Las nuevas que te podré dar, ó amigo Anselmo, dijo Lotario
son de que tienes una mujer, que dignamente puede ser ejemplo, y corona
de todas las mujeres buenas. Las palabras que le he dicho, se las ha lleva-
do el aire, los ofrecimientos se han tenido en poco, las dádivas no se han
admitido, de algunas lágrimas fingidas mías se ha hecho burla notable.
En resolución, así como Camila es cifra de toda belleza, es archivo donde
asiste la honestidad, y vive el comedimiento, y el recato, y todas las vir-
tudes que pueden hacer loable, y bien afortunada á una honrada mujer.
Vuelve á tomar tus dineros amigo, que aquí los tengo, sin haber tenido
necesidad de tocar á ellos, que la entereza de Camila, no se rinde á cosas
tan bajas, como son dádivas ni promesas. Conténtate Anselmo, y no quie-
ras hacer más pruebas de las hechas. Y pues á pie enjuto has pasado el
mar de las dificultades, y sospechas, que de las mujeres suelen, y pueden
— 3^8 -
tenerse, no quieras entrar de nuevo en el profundo piélago, de nuevos in-
convenientes, ni quieras hacer experiencia con otro piloto, de la bondad, y
fortaleza del navio que el cielo te dio en suerte, para que en él pasases la
mar deste mundo. Sino haz cuenta que estás ya en seguro puerto, y afé-
rrate con las áncoras de la buena consideración, y déjate estar hasta que
te vengan á pedir la deuda, que no hay hidalguía humana, que de pagarla
se escuse. Contentísimo quedó Anselmo, de las razones de Lotario, y así
se las creyó, como si fueran dichas por algún Oráculo. Pero con todo eso
le rogó, que no dejase la empresa, aunque no fuese más de por curiosidad,
y entretenimiento, aunque no se aprovechase de allí adelante de tan ahin-
cadas diligencias, como hasta entonces. Y que sólo quería, que le escribie-
se algunos versos en su alabanza, debajo del nombre de Clori, porque él
le daría á entender á Camila, que andaba enamorado de una dama, á quien
le había puesto aquel nombre, por poder celebrarla, con el decoro que á su
honestidad se le debía. Y que cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de
escribir los versos, que él los haría. No será menester eso, dijo Lotario,
pues no me son tan enemigas las musas, que algunos ratos del año no me
visiten, Dile tú á Camila lo que has dicho del fingimiento de mis amores,
que los versos yo los haré, sino tan buenos como el sujeto merece, serán
por lo menos los mejores que yo pudiere. Quedaron deste acuerdo, el im-
pertinente, y el traidor amigo. Y vuelto Lotario á su casa, preguntó á
Camila, lo que ella ya se maravillaba, que no se lo hubiese preguntado.
Que fué, que le dijese la ocasión porqué le había escrito el papel que le
envió. Camila le respondió, que le había parecido, que Lotario la miraba
un poco más desenvueltamente, que cuando él estaba en casa. Pero ya
estaba desengañada, y creía que había sido imaginación suya, porque ya
Lotario huía de verla, y de estar con ella á solas. Díjole Anselmo, que
bien podía estar segura de aquella sospecha, porque él sabía que Lotario
andaba enamorado de una doncella principal de la Ciudad, á quien él cele-
braba debajo del nombre de Clori, y que aunque no lo estuviera, no habla
que temer de la verdad de Lotario, y de la mucha amistad de entrambos.
Y á no estar avisada Camila de Lotario, de que eran fingidos aquellos
amores de Clori, y que él se lo había dicho á Anselmo, por poder ocuparse
algunos ratos en las mismas alabanzas de Camila, ella sin duda cayera en
la desesperada red de los celos: mas por estar ya advertida, pasó aquel
sobresalto sin pesadumbre. Otro día, estando los tres sobre mesa, rogó
Anselmo á Lotario, dijese alguna cosa de las que había compuesto á su
amada Clori, que pues Camila no la conocía, seguramente podía decir lo
— 3^9 —
que quisiese. Aunque la conociera, respondió Lotario, no encubriera yo
Hada, porque cuando algún amante loa á su dama de hermosa, y la nota
de cruel, ningún oprobio hace á su buen crédito. Pero sea lo que fuere, lo
que sé decir, que ayer hice un Soneto á la ingratitud desta Clori, que
dice así.
SONETO
En el silencio de la noche, cuando
Ocupa el dulce sueño á los mortales
La pobre cuenta de mié ricos males
Estoy al cielo, y á mi Clori dando.
Y al tiempo cuando el Sol se va mostrando
Por las rosadas puertas Orientales,
Con suspiros, y acentos desiguales
Voy la antigua querella renovando.
Y cuando el Sol de su estrellado asiento
Derechos rayos á la tierra envía.
El llanto crece, y doblo los gemidos.
Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento,
Y siempre hallo en mi mortal porfía,
Al cielo sordo, á Clori sin oídos.
Bien le pareció el Soneto á Camila, pero mejor á Anselmo, pues le
alabó, y dijo que era demasiadamente cruel la dama, que á tan claras ver-
dades no correspondía. A lo que dijo Camila: Luego todo aquello que los
Poetas enamorados dicen, es verdad? En cuanto poetas no la dicen, respon-
dió Lotario, mas en cuanto enamorados siempre quedan tan cortos, como
verdaderos. No hay duda deso, replicó Anselmo, todo por apoyar, y acre-
ditar los pensamientos de Lotario con Camila, tan descuidada del artificio
de Anselmo, como ya enamorada de Lotario. Y así con el gusto que de sus
cosas tenía, y más teniendo por entendido, que sus deseos, y escritos, á
ella se encaminaban, y que ella era la verdadera Clori, le rogó, que si otro
Soneto, ó otros versos sabía, los dijese? Sí sé, respondió Lotario, pero no
creo que es tan bueno como el primero, ó por mejor decir, menos malo.
T podréislo bien juzgar, pues es este.
SONETO
Yo sé que muero, y si no soy creído,
Es más cierto el morir, como es más cierto
Verme á tus pies, ó bella ingrata muerto.
Antes que de adorarte arrepentido.
— 370 —
Podré yo verme en la región de olvido,
De vida, y gloria, y de favor desierto,
Y allí verse podrá en mi pecho abierto,
Cómo tu hermoso rostro está esculpido,
Que esta reliquia guardo para el duro
Trance, que me amenaza mi porfía.
Que en su mismo vigor se fortalece.
Ay de aquel que navega el cielo oscuro,
Por mar no usado, y peligrosa vía.
Adonde Norte, ó puerto no se ofrece.
También alabó este segundo Soneto Anselmo como había hecho el pri-
mero, y desta manera iba añadiendo eslabón, á eslabón á la cadena, con
que se enlazaba, y trababa su deshonra, pues cuando más Lotario le des-
honraba, entonces le decía que estaba más honrado. Y con esto, todos los
escalones que Camila bajaba hacia el centro de su menosprecio, los subía
en la opinión de su marido, hacia la cumbre de la virtud, y de su buena
fama. Sucedió en esto, que hallándose una vez entre otras sola Camila con
su doncella, le dijo: Corrida estoy, amiga Leonela, de saber en cuan poco
he sabido estimarme, pues siquiera no hice, que con el tiempo comprara
Lotario la entera posesión, que le di tan presto de mi voluntad. Temo que
ha de desestimar mi presteza, ó lijereza, sin que eche de ver la fuerza que
él me hizo, para no poder resistirle. No te dé pena eso señora mía, respon-
dió Leonela, que no está la monta, ni es causa para mengua, la estimación,
darse lo que se da presto, si en efecto lo que se da es bueno, y ello por sí
digno de estimarse. Y aun suele decirse, que el que luego da, da dos ve-
yeces. También se suele decir, dijo Camila, que lo que cuesta poco, se
estima en menos. No corre por tí esa razón, respondió Leonela, porque el
amor, según he oído decir, unas veces vuela, y otras anda, con éste corre,
y con aquél va despacio, á unos entibia, y á otros abrasa, á unos hiere, y
á otros mata. En un mismo punto comienza la carrera de sus deseos, y en
aquel mismo punto la acaba, y concluye. Por la mañana suele poner el
cerco á una fortaleza, y á la noche la tiene rendida, porque no hay fuerza
que le resista. Y siendo así, de qué te espantas, ó de qué temes, si lo mis-
mo debe de haber acontecido á Lotario, habiendo tomado el amor por ins-
trumento de rendirnos la ausencia de mi señor? Y era forzoso que en ella
se concluyese lo que el amor tenía determinado, sin dar tiempo al tiempo,
para que Anselmo le tuviese de volver, y con su presencia quedase imper-
fecta la obra? Porque el amor no tiene otro mejor ministro, para ejecutar
- 371 —
lo que desea, que es la ocasión: de la ocasión se sirve en todos sus hechos,
principalmente en los principios. Todo esto sé yo muy bien más de expe-
riencia, que de oídas: y algún día te lo diré señora, que yo también soy de
carne, y de sangre moza. Cuanto más señora Camila, que no te entregaste,
ni diste tan luego, que primero no hubieses visto en los ojos, en los suspi-
ros, en las razones, y en las promesas, y dádivas de Lotario toda su alma,
viendo en ella, y en sus virtudes, cuan digno era Lotario de ser amado.
Pues si esto es así, no te asalten la imaginación esos escrupulosos, y me-
lindrosos pensamientos, sino asegúrate, que Lotario te estima, como tú le
estimas á él, y vive con contento, y satisfacción, de que ya que caíste en el
lazo amoroso, es el que te aprieta de valor, y de estima. Y que no sólo
tiene las cuatro SS. que dicen que han de tener los buenos enamorados,
sino todo un A. b. c. entero: sino escúchame, y verás cómo te lo digo de
coro. El es según yo veo, y á mí me parece, agradecido, bueno, caballero,
dadivoso, enamorado, firme, gallardo, honrado, ilustre, leal, mozo, noble,
honesto, principal, quanfioso, rico; y las SS. que dicen. Y luego, tácito,
verdadero. La X no le cuadra, porque es letra áspera. (1) La Y ya está
(1) Sin existir fundamento serio que lo acredite, pues la dificultad de
pronunciación el uso la hubiera resuelto hace muchos años, el desprecio
oon que se mira á la letra X es cierto y parece estar llamada á desapare-
cer: se verifica su eliminación, lenta, pero constantemente.
Citaré algunos casos de tan despiadada metamorfosis.
En Xerez la convirtieron en J, y ahora se escribe ferez
> Tartuxa S Toriosa
» Manxa Ch, Mancha
> Exigha C, Ecija
Aunque se conserve en bastantes voces supliendo loe sonidos de c -s, ó
de g-s, y se la use en la numeración romana, ó como signo de multiplica-
ción, ó represente la incógnita, nunca se la resarcirá lo suficiente por las
pérdidas sufridas.
Yo, que hace tiempo vengo persiguiendo cuanto se relaciona con esta
letra que ocupa el 26. <> lugar de nuestro alfabeto, no he hallado rastros por
los que pueda venir en conocimiento de tan loca antipatía, si no es en este
capítulo, cuando dice Cervantes: las SS. qué dicenf la X no le cuadra
por ser letra áspera
tY pues» que la consideraba de preciosa utilidad para mi estudio,
hube de releer varias veces el parrafito, hasta convencerme, de que Cer-
vantes, con la forma anfibológica adoptada en su discurso, quería signi-
ficar, €que las SS. de la raiz latina ^Quiss* las transformó en X para com-
poner un nombre raro>.
Luego, suplantada la X por una J, le han desfigurado tanto el rostro
á Don Quixote, que ¿cómo lo van á conocer, y menos penetrar sus secre-
tos? |Imposiblel
— 372 —
dicha. La Z zelador de tu honra. Rióse Camila del A. h. c. de su doñee
lia, y túvola por más plática (1) en las cosas de amor, que ella decía.
Y asi lo confesó ella, descubriendo á Camila, cómo trataba amores con un
mancebo bien nacido de la misma Ciudad. De lo cual se turbó Camila,
temiendo que era aquel camino por donde su honra podía correr riesgo.
Apuróla, si pasaba sus pláticas á más que serlo. Ella con poca vergüenza,
y mucha desenvoltura, le respondió que si pasaban. Porque es cosa ya
cierta, que los descuidos de las señoras quitan la vergüenza á las criadas,
las cuales cuando ven á las amas, echar traspiés, no se les da nada á ellas,
de cojear, ni de que lo sepan. No pudo hacer otra cosa Camila, sino rogar
á Leonela, no dijese nada de su hecho, al que decía ser su amante, y que
tratase sus cosas con secreto, porque no viniesen á noticia de Anselmo, ni
de Lotario. Leonela respondió, que así lo haría, mas cumpliólo de manera,
que hizo cierto el temor de Camila, de que por ella había de perder su
crédito. Porque la deshonesta, y atrevida Leonela, después que vio, que el
proceder de su ama no era el que solía, atrevióse á entrar, y poner dentro
de casa á su amante, confiada que aunque su señora le viese, no había de
osar descubrirle. Que este daño acarrean entre otros, los pecados de las
señoras, que se hacen esclavas de sus mismas criadas, y se obligan á encu-
brirles sus deshonestidades, y vilezas, como aconteció con Camila. Que
aunque vio una, y muchas veces, que su Leonela estaba con su galán en
un aposento de su casa, no sólo no la osaba reñir, más dábale lugar á que
lo encerrase, y quitábale todos los estorbos, para que no fuese visto de su
marido. Pero no los pudo quitar, que Lotario no le viese una vez salir, al
romper del alba. El cual sin conocer quién era, pensó primero que debía
de ser alguna fantasma. Mas cuando le vio caminar, embozarse, y encu,
brirse con cuidado, y recato, cayó de su simple pensamiento, y dio en otro-
que fuera la perdición de todos, si Camila no lo remediara. Pensó Lotario,
que aquel hombre que había visto salir tan á deshora de casa de Anselmo,
Bo había entrado en ella por Leonela, ni aun se acordó si Leonela era en
el mundo. Sólo creyó que Camila, de la misma manera que había sido
fácil, y ligera con él, lo era para otro, que estas añadiduras trae consigo la
maldad de la mujer mala, que pierde el crédito de su honra, con el mismo
á quien se entregó rogada, y persuadida. Y cree que con mayor facilidad
se entrega á otros, y da infalible crédito á cualquiera sospecha que desto
le venga. Y no parece, sino que le faltó á Lotario en este punto todo su
(1) Contrapuesto á la práctica de que dio pruebas.
- 373 —
buen entendimiento, y se le fueron de la memoria todos sus advertidos
discursos. Pues sin hacer alguno que bueno fuese, ni aun razonable, sin
más ni más, antes que Anselmo se levantase impaciente, y ciego de la ce
losa rabia, que las entrañas le roía, muriendo por vengarse de Camila, qu
en ninguna cosa le habia ofendido, se fué á Anselmo, y le dijo: Sábete An-
selmo, que ha muchos días que he andado peleando conmigo mismo, ha-
ciéndome fuerza, á no decirte lo que ya no es posible, ni justo, que más te
encubra. Sábete que la fortaleza de Camila, está ya rendida, y sujeta átodo
aquello que yo quisiere hacer della, y si he tardado en descubrirte esta
verdad, ha sido por ver si era algún liviano antojo suyo, ó si lo hacía por
probarme, y ver si eran con propósito firme tratados los amores que con tu
licencia con ella he comenzado. Creí asimismo, que ella si fuera la que de-
bía, y la que entrambos pensábamos, ya te hubiera dado cuenta de mi so-
licitud. Pero habiendo visto que se tarda, conozco, que son verdaderas las
promesas que me ha dado, de que cuando otra vez hagas ausencia de tu
casa, me hablará en la recámara, donde está el repuesto de tus alhajas, (y
era la verdad, que allí le solía hablar Camila) y no quiero precipitosamen-
te corras á hacer alguna venganza, pues no está aún cometido el pecado
sino con pensamiento, y podría ser, que deste, hasta el tiempo de ponerle
por obra, se mudase el de Camila, y naciese en su lugar el arrepentimien-
to. Y así ya que en todo, ó en parte has seguido siempre mis consejos, si-
gue, y guarda uno que ahora te diré, para que sin engaño, y con medroso
advertimiento te satisfagas de aquello que más vieres que te convenga.
Finge que te ausentas por dos, ó tres días, como otras veces sueles, y haz
de manera que te quedes escondido en tu recámara, pues los tapices que
allí hay, y otras cosas con que te puedas encubrir, te ofrecen mucha como-
didad, y entonces verás por tus mismos ojos, y yo por los míos, lo que Ca-
mila quiere: y si fuere la maldad que se puede temer antes que esperar,
con silencio, sagacidad, y discreción podrás ser el verdugo de tu agravio.
Absorto, suspenso, y admirado quedó Anselmo, con las razones de Lotario,
porque le cogieron en tiempo, donde menos las esperaba oír, porque ya te-
nía á Camila por vencedora de los fingidos asaltos de Lotario, y comenzaba
á gozar la gloria del vencimiento. Callando estuvo por un buen espacio mi-
rando al suelo sin mover pestaña, y al cabo dijo: Tú lo has hecho Lotario,
como yo esperaba de tu amistad, en todo he de seguir tu consejo, haz lo
que quisieres, y guarda aquel secreto, que ves que conviene en caso tan no
pensado. Prometióselo Lotario, y en apartándose del, se arrepintió total
mente de cuanto le había dicho, viendo cuan neciamente había andado
- 374 -
pues pudiera él vengarse de Camila, y no por camino tan cruel, y tan des-
konrado. Maldecía bu entendimiento, afeaba su ligera determinación, y no
sabía qué medio tomarse para deshacer lo hecho, ó para darle alguna razo-
nable salida. Al fin acordó de dar cuenta de todo á Camila, y como no fal-
taba lugar para poderlo hacer, aquel mismo día la halló sola: y allí así como
vio que la podía hablar, le dijo: (1)
Sabed amigo Lotario que tengo una pena en el corazón, que me le
aprieta de suerte, que parece que quiere reventar en el pecho, y ha de ser
maravilla, sino lo hace. Pues ha llegado la desvergüenza de Leonela á tan-
to, que cada noche encierra á un galán suyo en esta casa, y se está con él
hasta el día, tan á costa de mi crédito, cuanto le quedará campo abierto
de juzgarlo al que le viere salir á horas tan inusitadas de mi casa, y lo
que me fatiga es que no la puedo castigar, ni reñir: que el ser ella secre-
tario de nuestros tratos me ha puesto un freno en la boca, para callar los
suyos, y temo que de aquí ha de nacer algún mal suceso. Al principio que
Camila esto decía, creyó Lotario que era artificio para desmentirle, que el
kombre que había visto salir era de Leonela, y no suyo: pero viéndola llo-
rar y afligirse, y pedirle remedio, vino á creer la verdad, y creyéndola
acabó de estar confuso, y arrepentido dtl todo. Pero con todo esto respon-
dió á Camila, que no tuviese pena, que él ordenaría remedio para atajar
la insolencia de Leonela. Díjole asimismo lo que instigado de la furiosa
rabia de los celos había dicho á Anselmo, y cómo estaba concertado de
esconderse en la recámara para ver desde allí á la clara la poca lealtad,
que ella le guardaba. Pidióle perdón desta locura, y consejo para poder
remediarla, y salir bien de tan revuelto laberinto, como su mal discurso
le había puesto. Espantada quedó Camila de oír lo que Lotario le decía,
y con mucho enojo, y muchas, y discretas razones le riñó, y afeó su mal
pensamiento, y la simple, y mala determinación que había tenido. Pero
como naturalmente tiene la mujer ingenio presto para el bien, y para el
mal, más que el varón: puesto que le va faltando, cuando de propósito
(1) Aunque Clemencín convierta el advervio de lugar allí en el pro-
nombre personal ella y el dativo de la tercera persona le en el artículo ia,
para buscar el sentido de! párrafo, no me hará creer que tiene razón. Ya,
lo que creo, es que debieron poner una línea de puntos en sustitución dt
lo que dijese Lotario á Camila, que debió de ser sabrosísimo, cuando no
pasó por el tamiz de Murcia, Cetina y CompaTiía, encargados de estas difi-
cultosas operaciones quirúrgicas.
— 375 -
se pone á hacer discursos, luego al instante halló Camila el modo de re-
mediar tan al parecer irremediable negocio, y dijo á Lotario que procura-
se que otro día se escondiese Anselmo donde decía, porque ella pensaba
sacar de su escondimiento comodidad, para que desde allí en adelante los
dos se gozasen sin sobresalto alguno: y sin declararle del todo su pensa-
miento le advirtió, que tuviese cuidado que en estando Anselmo escondi-
do, él viniese cuando Leonela le llamase, y que á cuanto ella le dijese, le
respondiese, como respondiera, aunque no supiera que Anselmo le escu-
chaba. Porfió Lotario, que le acabase de declarar su intención, porque con
más seguridad, y aviso guardase todo lo que viese ser necesario. Digo, dijo
Camila, que no hay más que aguardar, si no fuere responderme como yo
os preguntare. No queriendo Camila darle antes cuenta de lo que pensaba
hacer, temerosa que no quisiese seguir el parecer que á ella tan bueno le
parecía, y siguiese, ó buscase otros, que no podrían ser tan buenos. Con
esto se fué Lotario, y Anselmo otro día, con la escusa de ir á aquella aldea
de su amigo se partió, y volvió á esconderse, que lo pudo hacer con como-
didad, porque de industria se la dieron Camila y Leonela. Escondido pues
Anselmo con aquel sobresalto que se puede imaginar, que tendría el que
esperaba ver por sus ojos hacer notomía de las entrañas de su honra, íbase
á pique de perder el sumo bien, que él pensaba que tenía en su querida Ca-
mila. Seguras ya, y ciertas Camila, y Leonela, que Anselmo estaba escon-
dido, entraron en la recámara: y apenas hubo puesto los pies en ella Cami-
la, cuando dando un grande suspiro, dijo: Ay Leonela amiga, no sería me-
jor que antes que llegase á poner en ejecución lo que no quiero que sepas,
porque no procures estorbarlo, que tomases la daga de Anselmo que te he
pedido, y pasases con ella este infame pecho mío? Pero no hagas tal, que
no será razón que yo lleve la pena de la ajena culpa. Primero quiero saber,
ijué es lo que vieron en mí los atrevidos, y deshonestos ojos de Lotario,
que fuese causa de darle atrevimiento á descubrirme un tan mal deseo, como
es el que me ha descubierto en desprecio de su amigo, y en deshonra mía.
Ponte Leonela á esa ventana, y llámale, que sin duda alguna él debe de es-
tar en la calle, esperando poner en efecto su mala intención. Pero primero
se pondrá la cruel, cuanto honrada mía. Ay señora mía, respondió la sagaz,
j advertida Leonela, y qué es lo que quieres hacer con esta daga? Quieres
for ventura quitarte la vida, ó quitársela á Lotario? que cualquiera destas
eosas que quieras ha de redundar en pérdida de tu crédito, y fama. Mejor
es que disimales tu agravio, y no des lugar á que este mal hombre entre
ahora en esta casa, y nos halle solas: mira señora que somos flacas mujeres,
- 37^ —
y él es hombre, y determinado, y como viene con aquel mal propósito cie-
go, y apasionado, quizá antes que tú pongas en ejecución el tuyo hará él
lo que te estarla más mal, que quitarte la vida. Mal haya mi señor Ansel-
mo, que tanto mal ha querido dar á este desuella caras en su casa. Y ya
señora que le mates, como yo pienso que quieres hacer, qué hemos de ha-
cer del después de muerto? Qué amiga, respondió Camila, dejarémosle para
que Anselmo le entierre, pues será justo que tenga por descanso el trabajo
que tomare en poner debajo de la tierra su misma infamia. Llámale acaba,
que todo el tiempo que tardo en tomar la debida venganza de mi agravio,
parece que ofendo á la lealtad que á mi esposo debo. Todo esto escuchaba
Anselmo, y á cada palabra que Camila decía, se le mudaban los pensamien-
tos. Mas cuando entendió que estaba resuelta en matar á Lotario, quiso
salir, y descubrirse, porque tal cosa no se hiciese: pero detúvole el deseo
de ver en qué paraba tanta gallardía, y honesta resolución, con propósito
de salir á tiempo que la estorbase. Tomóle en esto á Camila un fuerte des-
mayo, y arrojándose encima de una cama que allí estaba, comenzó Leonela
á llorar muy amargamente, y á decir; Ay desdichada de mí, si fuese tan sin
ventura, que se me muriese aquí entre mis brazos la flor de la honestidad
del mundo, la corona de las buenas mujeres, el ejemplo de la castidad, con
otras cosas á estas semejantes, que ninguno la escuchara, que no la tuvie-
se por la más lastimada, y leal doncella del mundo, y á su señora por otra
nueva, y perseguida Penélope. Poco tardó en volver de su desmayo Cami-
la, y al volver en sí, dijo: Porqué no vas Leonela á llamar al más desleal
amigo de amigo que vio el Sol, ó cubrió la noche. Acaba, corre, aguija, ca-
mina, no se desfogue con la tardanza el fuego de la cólera que tengo, y se
pase en amena la justa venganza que espero. Ya voyá llamarle, señora,
mía, dijo Leonela, mas hasme de dar primero esa daga, porque no hagas
cosa en tanto que falto, que dejes con ella que llorar toda la vida á todos
los que bien te quieren. Vé segura Leonela amiga, que no haré, respondió
Camila, porque ya que sea atrevida, y simple á tu parecer en volver por mi
honra, no lo he de ser tanto como aquella Lucrecia, de quien dicen, que se
mató sin haber cometido error alguno, y sin haber muerto primero á quien
tuvo la causa de su desgracia: yo moriré si muero, pero ha de ser vengada,
y satisfecha del que me ha dado ocasión de venir á este lugar á llorar sus
atrevimientos, nacidos tan sin culpa mía. Mucho se hizo de rogar Leonel»
antes que saliese á llamar á Lotario, pero en fin salió, y entretanto que vol-
vía quedó Camila diciendo, como que hablaba consigo misma: Válgame
Dios, no fuera más acertado haber despedido á Lotario, como otras muchas
— 377 -
veces lo he hecho, que no ponerle en condición, como ya le he puesto, que
me tenga por deshonesta, y mala, siquiera este tiempo que he tardado en
desengañarle? mejor fuera sin duda: pero no quedara yo vengada, ni la hon-
ra de mi marido satisfecha, si tan á manos lavadas, y tan á paso llano se
volviera á salir de donde sus malos pensamientos le entraron. Pague el
traidor con la vida, lo que intentó con tan lascivo deseo. Sepa el mundo (si
acaso llegare á saberlo) de que Camila no sólo guardó la lealtad á su espo-
so, sino que le dio venganza del que se atrevió á ofenderle. Mas con todo
creo, que fuera mejor dar cuenta desto á Anselmo, pero ya se la apunté á
dar en la carta que le escribí á la aldea, y creo que el no acudir él al re-
medio del daño que allí le señalé, debió de ser que de puro bueno, y con-
fiado, no quiso, ni pudo creer, que en el pecho de su tan firme amigo pu-
diese caber género de pensamiento que contra su honra fuese, ni aun yo lo
creí después por muchos días, ni lo creyera jamás, si su insolencia no lle-
gara á tanto, que las manifiestas dádivas, y las largas promesas, y las con-
tinuas lágrimas no me lo manifestaran. Mas para qué hago yo ahora estos
discursos? tiene por ventura una resolución gallarda necesidad de consejo
alguno? no por cierto. Afuera pues traidores, aquí venganzas: entre el fal-
so, venga, llegue, muera, y acabe, y suceda lo que sucediere. Limpia entré
en poder del que el cielo me dio por mío, limpia he de salir del, y cuando
mucho saldré bañada en mi casta sangre, y en la impura del más falso
amigo que vio la amistad en el mundo, y diciendo esto se paseaba por la sala
con la daga desenvainada, dando tan desconcertados, y desaforados pasos,
y haciendo tales ademanes, que no parecía sino que le faltaba el juicio, y
que no era mujer delicada, sino un ruñan desesperado. Todo lo miraba An-
selmo cubierto detrás de unos tapices, donde se había escondido, y de todo
se admiraba, y ya le parecía que lo que había visto, y oído era bastante sa-
tisfacción para mayores sospechas: y la quisiera la prueba de venir Lotario
aunque temeroso de algún mal repentino suceso: y estando ya para mani-
festarse, y salir para abrazar, y desengañar á su esposa, se detuvo, porque
vio que Leonela volvía con Lotario de la mano, y así como Camila le vio,
haciendo con la daga en el suelo una gran raya delante della, le dijo: Lo-
tario, advierte lo que te digo si á dicha te atrevieres, á pasar desta raya
que ves, ni aún llegar á ella, en el punto que viere que lo intentas, en ese
mismo me pasaré el pecho con esta daga que en las manos tengo: y antes
que á esto me respondas palabra, quiero que otras algunas me escuches, que
después responderás lo que más te agradare. Lo primero, quiero Lotario que
me digas si conoces á Anselmo mi marido, y en qué opinión le tienes? Y
- 378-
lo segundo, quiero saber también si me conoces á mi? Respóndeme á esto,
y no te turbes, ni pienses mucho lo que has de responder: pues no son di-
ficultades las que te pregunto? No era tan ignorante Lotario, que desde el
primer punto que Camila le dijo que hiciese esconder á Anselmo, no hu-
biese dado en la cuenta de lo que ella pensaba hacer, y asi correspondió
con su intención tan discretamente, y tan á tiempo, que hicieran los dos
pasar aquella mentira por más que cierta verdad, y así respondió á Cami-
la desta manera. No pensé yo, hermosa Camila, que me llamabas para pre-
guntarme cosas tan fuera de la intención con que yo aquí vengo: si lo haces
por dilatarme la prometida merced, desde más lejos pudieras entretenerla,
porque tanto más íatiga el bien deseado, cuanto la esperanza está más cer-
ca de poseerlo: pero porque no digas, que no respondo á tus preguntas, digo
que conozco á tu esposo Anselmo, y nos conocemos los dos desde nuestros
más tiernos años, y no quiero decir lo que tú también sabes de nuestra
amistad por me hacer testigo del agravio que el amor hace que le haga po-
derosa disculpa de mayores yerros. A tí te conozco, y tengo en la misma
posesión que él te tiene, que á no ser así, por menos prendas que las tuyas,
no había yo de ir contra lo que debo á ser quien soy, y contra las santas le-
yes de la verdadera amistad, ahora por tan poderoso enemigo como el
amor por mí rotas, y violadas. Si eso confiesas, respondió Camila, enemigo
mortal de todo aquello que justamente merece ser amado, con qué rostro
osas parecer ante quien sabes que es el espejo donde se mira aquel en quien
tú te debieras mirar, para que vieras con cuan poca ocasión le agravias?
Pero ya caigo, ay desdichada de mí, en la cuenta de quien te ha hecho te-
ner tan poca con lo que á tí mismo debes, que debe de haber sido alguna
desenvoltura mía, que no quiero llamarla deshonestidad, pues no habrá pro-
cedido de deliberada determinación sino de algún descuido de los que las
mujeres, que piensan que no tienen de quien recatarse, suelen hacer inad-
vertidamente. Si no dime cuando, ó traidor, respondí á tus ruegos con
alguna palabra, ó señal, que pudiese despertar en tí alguna sombra de es-
peranza, de cumplir tus infames deseos? Cuándo tus amorosas palabras no
fueron deshechas, y reprendidas de las mías, con rigor, y con aspereza?
Cuándo tus muchas promesas, y mayores dádivas fueron de mí creídas,
ni admitidas? Pero por parecerme, que alguno no puede perseverar en el
intento amoroso luengo tiempo, sino es sustentado de alguna esperanza,
quiero atribuirme á mí la culpa de tu impertinencia: pues sin duda algún
descuido mío ha sustentado tanto tiempo tu cuidado, y así quiero castigar-
me, y darme la pena que tu culpa merece. Y porque vieses, que siendo
— 379 —
conmigo tan inhumana, no era posible dejar de serlo contigo, quise traerte á
ser testigo del sacrificio que pienso hacer á la ofendida honra de mi tan hon-
rado marido, agraviado de tí con el mayor cuidado que te ha sido posible: y
de mi también con el poco recato que he tenido del huir la ocasión, si alguna
te di para favorecer, y canonizar tus malas intenciones. Torno á decir, que la
sospecha que tengo que algún descuido mío engendró en tí tan desvariados
pensamientos, es la que más me fatiga, y la que yo más deseo castigar con
mis propias manos porque castigándome otro verdugo, quizá seria más pú-
blica mi culpa: pero antes que esto haga, quiero matar muriendo, y llevar
conmigo quien me acabe de satisfacer el deseo de la venganza que espero, y
tengo, viendo allá, donde quiera que fuere la pena que da la justicia desin-
teresada, y que no se dobla al que en términos tan desesperados me ha pues-
to. Y diciendo estas razones con una increíble fuerza, y ligereza arremetió á
Lotario con la daga desenvainada, con tales muestras de querer enclavársela
en el pecho, que casi él estuvo en duda, si aquellas demostraciones eran fal-
sas, ó verdaderas, porque le fué forzoso valerse de su industria, y de su fuer-
za, para estorbar que Camila no le diese, la cual tan vivamente fingía aquel
extraño embuste, y fealdad, que por darle color de verdad la quiso matizar
con su misma sangre, porque viendo que no podía haber á Lotario, ó fin-
giendo que no podía, dijo: Pues la suerte no quiere satisfacer del todo mi
tan justo deseo, á lo menos no será tan poderosa que en parte me quite
que no le satisfaga: y haciendo fuerza para soltar la mano de la daga que
Lotario la tenía asida, la sacó, y guiando su punta por parte que pudiese
herir no profundamente, se la entró, y escondió por más arriba de la islilla
del lado izquierdo junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo como
desmayada. Estaban Leonela, y Lotario suspensos, y atónitos, de tal suce-
so: y todavía dudaban de la verdad de aquel hecho, viendo á Camila ten-
dida en tierra, y bañada en su sangre: acudió Lotario con mucha presteza
despavorido, y sin aliento á sacar la daga, y en ver la pequeña herida salió
del temor que hasta entonces tenía, y de nuevo se admiró de la sagacidad,
prudencia, y mucha discreción de la hermosa Camila: y por acudir con lo
que á él le tocaba, comenzó á hacer una larga, y triste lamentación sobre
el cuerpo de Camila, como si estuviera difunta, echándose muchas maldi-
ciones, no solo á él, sino al que había sido causa de haberle puesto en
aquel término. Y como sabía que le escuchaba su amigo Anselmo, decía
cosas, que el que le oyera le tuviera mucha más lástima que á Camila,
aunque por muerta la juzgara. Leonela la tomó en brazos, y la puso en el
lecho, suplicando á Lotario fuese á buscar quien secretamente á Camila
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curase. Pedíale asimismo consejo, y parecer de lo que dirían á Anselmo
de aquella herida de su señora, si acaso viniese antes que estuviese sana.
El respondió que dijesen lo que quisiesen, que él no estaba para dar con-
sejo que de provecho fuese, sólo le dijo, que procurase tomarle la sangre,
porque él se iba adonde gentes n> le viesen. Y con muestras de mucho do-
lor, y sentimiento se salió de casa, y cuando se vio solo, y en parte donde
nadie le veía, no cesaba de hacerse Cruces, maravillándose de la industria
de Camila, y de los ademanes tan propios de Leonela. Consideraba cuan
enterado había de quedar Anselmo de que tenia por mujer á una segunda
Porcia, y deseaba verse con él, para celebrar los dos la mentira, y la ver-
dad más disimulada, que jamás pudiera imaginarse. Leonela tomó, como
se ha dicho, la sangre á su señora, que no era más de aquello que bastó
para acreditar su embuste, y lavando con un poco de vino la herida, se la
ató lo mejor que supo, diciendo tales razones en tanto que la curaba, que
aunque no hubieran precedido otras, bastaran á hacer creer á Anselmo que
tenía en Camila un simulacro de la honestidad. Juntáronse á las palabras
Leonela, otras de Camila, llamándose cobarde, y de poco ánimo, pues le
había faltado al tiempo que fuera más necesario tenerle, para quitarse la
vida, que tan aborrecida tenía. Pedía consejo á su doncella, si diría, 6 no
todo aquel suceso á su querido esposo, la cual le dijo, que no se lo dijese, por-
que le pondría en obligación de vengarse de Lotario, lo cual no podría ser
sin mucho riesgo suyo, y que la buena mujer estaba obligada, á no dar
ocasión á su marido á que riñese, sino á quitarle todas aquellas que le fue"
se posible. Respondió Camila, que le parecía muy bien su parecer, y que
ella le seguiría. Pero que en todo caso convenía buscar qué decir á Ansel-
mo de la causa de aquella herida, que él no podría dejar de ver á lo que
Leonela respondía, que ella, ni aun burlando no sabía mentir. Pues yo
hermana, replicó Camila, qué tengo de saber? que no me atreveré á forjar,
ni sustentar una mentira si me fuese en ello la vida? Y si es que no hemos
de saber dar salida á esto, mejor será decirle la verdad desnuda, que no
que nos alcance en mentirosa cuenta No tengas pena señora de aquí á ma-
ñana, respondió Leonela, yo pensaré que le digamos, y quizá que por ser
la herida donde es, se podrá encubrir sin que él la vea, y el cielo será ser-
vido de favorecer á nuestros tan justos, y tan honrados pensamientos. So-
siégate señora mía, y procura sosegar tu alteración, porque mi señor no te
halle sobresaltada: y lo demás déjalo á mi cargo, y al de Dios, que siem-
pre acude á los buenos deseos. Atentísimo había estado Anselmo á escu-
char, y á ver representar la tragedia de la muerte de su honra: la cual con
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tan extraños, y eficaces afectos la representaron los personajes della, que
pareció que se habían transformado en la misma verdad de lo que fingían.
Deseaba mucho la noche, y el tener lugar para salir de su casa, y ir á verse
con su buen amigo Lotario, congratulándose con él de la margarita pre-
ciosa que había hallado en el desengaño de la bondad de su esposa. Tuvie-
ron cuidado las dos de darle lugar, y comodidad á que saliese, y él sin
perderla salió, y luego fué á buscar á Lotario, el cual hallado, no se puede
buenamente contar los abrazos que le dio, las cosas que de su contento le
dijo, las alabanzas que dio á Camila. Todo lo cual escuchó Lotario sin po-
der dar muestras de alguna alegría: porque se le representaba á la memo-
ria cuan engañado estaba su amigo, y cuan injustamente él le agraviaba.
Y aunque Anselmo veía que Lotario no se alegraba, creía yt ser la causa
por haber dejado á Camila herida, y haber él sido la causa. Y así entre
otras razones le dijo, que no tuviese pena del suceso de Camila, porque
sin duda la herida era ligera: pues quedaban de concierto de encubrírsela
á él. Y que según esto no había de qué temer, sino que de allí adelante se
gozase, y alegrase con él, pues por su industria, y medio él se veía levan-
tado á la más alta felicidad, que acertara á desearse, y quería que no fue-
sen otros sus entretenimientos que en hacer versos en alabanza de Camila»
que la hiciesen eterna en la memoria de los siglos venideros. Lotario alabó
su buena determinación, y dijo, que él por su parte ayudaría á levantar
tan ilustre edificio. Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosamente
engañado que pudo haber en el mundo: él mismo llevaba por la mano á
su casa, creyendo que llevaba el instrumento de su gloria, toda la perdi-
ción de su fama. Recibíale Camila con rostro al parecer torcido, aunque
con alma risueña. Duró este engaño algunos días, hasta que al cabo de
pocos meses volvió fortuna su rueda, y salió á plaza la maldad con tanto
artificio hasta allí cubierta, y á Anselmo le costó la vida su impertinente
curiosidad.
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CAPITULO XXXY O
Donde se da fin á la novela del curioso impertinente.
Poco más quedaba por leer de la novela, cuando del camaranchón
donde reposaba don Quixote, salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo
á voces: Acudid señores presto, y socorred á mi señor, que anda enruelto
en la más reñida, y trabada batalla, que mis ojos han visto. Vive Dios que
ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora Princesa Micomi-
cona, que le ha tajado la cabeza cercén á cercén, como si fuera un nabo.
Qué decís hermano, dijo el Cura, (dejando de leer lo que de la novela que-
daba) estáis en vos Sancho? Cómo diablos puede ser esto que decís, estan-
do el gigante dos mil leguas de aquí. En esto oyeron un gran ruido en el
aposento, y que don Quixote decía á voces: Tente ladrón, malandrín, follón,
que aquí te tengo, y no te ha de valer tu cimitarra. Y parecía que daba
grandes cuchilladas por las paredes. Y dijo Sancho, no tienen que pararse
á escuchar, sino entren á despartir la pelea, ó á ayudar, á mi amo: aunque
ya no será menester, porque sin duda alguna el gigante está ya muerto, y
dando cuenta á Dios de su pasada, y mala vida, que yo vi correr la sangre
por el suelo, y la cabeza cortada, y caída á un lado que es tamaña como un
gran cuero de vino. Que me maten, dijo, á esta sazón el ventero, si don
Quixote, ó don diablo no ha dado alguna cuchillada en alguno de los cue-
ros de vino tinto, que á su cabecera estaban llenos, y el vino derramado
(1) La Academia corrigió la equivocación — según Clemencín — trasla-
dando y anteponiendo al titulo de este capítulo «el anuncio de la batalla
con los cueros de vino que figura en el capitulo siguiente»; pero como no
se conocían los parajes que se citan en la presente fábula, ni el graciosí-
simo alcance de su sentido, creo fué prematuro el obrar á impulsos de su
descomunal poderío, que perjudicaba notablemente el crédito del autor.
Ahora bien, Cervantes siguiendo la inveterada y no perdida costum-
bre de aquellas gentes, «puso el anuncio después del suceso», y esto, al
parecer ilógico, tiene su intríngulis: Allá en mi tierra, entra uno en una casa,
toma asiento en el «camapé», saca la tagarnina y la navaja, pica el tabaco, lía
el cigarro, lo enciende, remueve los leños para calentarse bien, y cuando apare-
•ce alguien de la casa, viene lo de anunciar su visita. No sé si estará bien defi-
nido, pero yo creo que no fué olvido ni ignorancia de las costumbres
patriarcales que se usan por allí.
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debe de ser lo que le parece sangre á este buen hombre. Y con esto entró
en el aposento, y todos tras él, y hallaron á don Quísote en el más extraño
traje del mundo: estaba en camisa, la cual no era tan cumplida, que por
delante le acabase de cubrir los muslos, y por detrás tenia seis dedos me-
nos: las piernas eran muy largas, y flacas, llenas de bello, y no nada lim-
pias. Tenía en la cabeza un bonetillo colorado grasiento, que era del ven-
tero. En el brazo izquierdo tenia revuelta la manta de la cama, con quien
tenía ojeriza Sancho, y él se sabía bien el porqué. Y en la derecha des-
envainada la espada, con la cual daba cuchilladas á todas partes, diciendo
palabras, como si verdaderamente estuviera peleando con algún gigante: y
es lo bueno, que no tenía los ojos abiertos, porque estaba durmiendo, y
soñando que estaba en batalla con el gigante. Que fué tan intensa la ima-
ginación de la aventura que iba á fenecer, que le hizo soñar que ya había
llegado al Reino de Micomicón, y que ya estaba en la pelea con su enemi-
go, y había dado tantas cuchilladas en los cueros, creyendo que las daba
en el gigante, que todo el aposento estaba lien® de vino: lo cual visto por
el ventero, tomó tanto enojo, que arremetió con don Quixote, y á puño
cerrado le comenzó á dar tantos golpes, que si Cárdenlo, y el Cura no se
le quitaran, él acabara la guerra del gigante, y con todo aquello no des-
pertaba el pobre caballero, hasta que el barbero trajo un gran caldero de
agua fría del pozo, y se le echó por todo el cuerpo de golpe, con lo cual
despertó don Quixote, mas no con tanto acuerdo, que echase de ver de la
manera que estaba. Dorotea que vio cuan corta, y sutilmente estaba vesti-
do, no quiso entrar á ver la batalla de su. ayudador, y de su contrario. An-
daba Sancho buscando la cabeza del gigante, por todo el suelo, y como no
la hallaba, dijo: Ya yo sé que todo lo desta casa es encantamiento, que la
otra vez en este mismo lugar donde ahora me hallo, me dieron muchos
mojicones, y porrazos, sin saber quién me los daba, y nunca pude ver á
nadie: y ahora no parece por aquí esta cabeza, que vi cortar por mis mis-
mos ojos, y la sangre corría del cuerpo, como de una fuente. Qué sangre,
ni qué fuente dices, enemigo de Dios y de sus santos, dijo el ventero? No
ves, ladrón, que la sangre, y la fuente no es otra cosa, que estos cueros que
aquí están horadados, y el vino tinto que nada en este aposento, que na-
dando vea yo el alma en los inflemos, de quien los horadó? No sé nada,
respondió Sancho, solo sé, que vendré á ser tan desdichado, que por no
hallar esta cabeza se me ha de deshacer mi Condado, como la sal en el
agua. Y estaba peor Sancho despierto, que su amo durmiendo: tal le tenían
las promesas que su amo le había hecho. El ventero se desesperaba de tcj
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la flema del escudero, y el maleficio del señor, y juraba que no había de
ser como la vez pasada, que se le fueron sin pagar: y que ahora no le ha-
bían de valer los privilegios de su caballería, para dejar de pagar lo uno, y
lo otro, aun hasta lo que pudiesen costar las botanas que se habían de
echar á los rotos cueros. Tenía el Cura de las manos á don Quixote, el cual
creyendo que ya había acabado la aventura, y que se hallaba delante de la
Princesa Micomicona, se hincó de rodillas delante del Cura, diciendo: Bien
puede la vuestra grandeza, alta, y hermosa señora, vivir de hoy más segu-
ra, sin que le pueda hacer mal esta mal nacida criatura: y yo también de
hoy más soy quito de la palabra que os di, pues con la ayuda del alto
Dios, y con el favor de aquella por quien yo vivo, y respiro, también la he
cumplido. No lo dije yo? dijo oyendo esto Sancho, sí que no estaba yo bo.
rracho, mirad si tiene puesto ya en sal mi amo al gigante? Cierto son los
toros, mi Condado está de molde. Quién no había de reir con los dispara-
tes de los dos, amo, y mozo? Todos reían, sino el ventero, que se daba á
Satanás. Pero en fin, tanto hicieron el barbero. Cárdenlo, y el Cura, que con
no poco trabajo dieron con don Quixote en la cama, el cual se quedó dor-
mido, con muestras de grandísimo cansancio. Dejáronle dormir, y saliéron-
se al portal de la venta, á consolar á Sancho Panza, de no haber hallado la
cabeza del gigante: aunque más tuvieron que hacer en aplacar al ventero,
que estaba desesperado por la repentina muerte de sus cueros: y la vente-
ra decía en voz, y en grito: En mal punto, y en hora menguada entró en
mi casa este caballero andante, que nunca mis ojos le hubieran visto, que
tan caro me cuesta. La vez pasada se fué con el coste de una noche, de
cena, cama, paja, cebada para él, y para su escudero, y un rocín, y un ju-
mento, diciendo que era caballero aventurero, que mala aventura le dé Dios,
á él, y á cuantos aventureros hay en el mundo: y que por esto no estaba
obligado á pagar nada, que así estaba escrito en los aranceles de la caballe-
ría andantesca. Y ahora por su respeto, vino estotro señor, y me llevó mi
cola, y hámela vuelto con más de dos cuartillos de daño, toda pelada, que
no puede servir para lo que la quiere mi marido. Y por fin, y remate de
todo, romperme mis cueros, y derramarme mi vino: que derramada le vea
yo su sangre. Pues no se piense, que por los huesos de mi padre, y por el
siglo de mi madre, sino me lo han de pagar un cuarto sobre otro, ó me lla-
maría yo como me llamo, ni sería hija de quien soy. Estas, y otras razones
tales, decía la ventera, con grande enojo: y ayudábala su buena criada Ma-
ritornes. La hija callaba, y de cuando en cuando se sonreía. El Cura lo so-
«egó todo, prometiendo de satisfacerles su pérdida, lo m«jor que pudiese,
-385-
así de los cueros, como del vino: y principalmente del menoscabo de la
cola, de quien tanta cuenta hacían. Dorotea consoló á Sancho Panza, di-
ciéndole, que cada, y cuando que pareciese haber sido verdad que su amo
hubiese descabezado al gigante, le prometía, en viéndose pacífica en su
Reino, de darle el mejor Condado que en él hubiese. Consolóse con esto
Sancho, y aseguró á la Princesa, que tuviese por cierto que éJ había visto
la cabeza del gigante, y que por más señas, tenía una barba que le llegaba
á la cintura, y que sino parecía, era porque todo cuanto en aquella casa
pasaba, era por vía de encantamiento, como él lo había probado otra vez
que había posado en ella. Dorotea, dijo que así lo creía, y que no tuviese
pena, que todo se haría bien, y sucedería á pedir de boca. Sosegados todos,
el Cura quiso acabar de leer la novela, porque vio que faltaba poco. Cárde-
nlo, Dorotea, y todos los demás le rogaron la acabase: él que á todos quiso
dar gusto, y por el que él tenía de leerla, prosiguió el cuento, que así
decía.
Sucedió pues, que por la satisfacción que Anselmo tenía de la bondad
de Camila, vivía una vida contenta, y descuidada: y Camila de industria
hacía mal rostro á Lotario, porque Anselmo entendiese al revés, de la vo-
luntad que le tenía: y para más confirmación de su hecho, pidió licencia
Lotario, para no venir á su casa, pues claramente se mostraba la pesadum-
bre que coB su vista Camila recibía, mas el engañado Anselmo le dijo, que
en ninguna manera tal hiciese. Y desta manera, por mil maneras era An-
selmo el fabricador de su deshonra, creyendo que lo era de su gusto. En
esto, el gozo que tenía Leonela de verse calificada en sus amores, llegó á
tanto, que sin mirar otra cosa, se iba tras él á suelta rienda, fiada en que
su señora la encubría, y aun la advertía del modo que con poco recelo pu-
diese ponerle en ejecución. En fin, una noche sintió Anselmo pasos en el
aposento de Leonela, y queriendo entrar á ver quien los daba, sintió que le
detenían la puerta: cosa que le puso más voluntad de abrirla, y tanta fuer-
za hizo, que la abrió, y entró dentro á tiempo que rió que un hombre sal-
taba por la ventana á la calle: y acudiendo con presteza á alcanzarle, ó co-
nocerle, no pudo conseguir lo uno, ni lo otro, porque Leonela se abrazó con
él, diciéndole: Sosiégate, señor mío, y no te alborotes, ni sigas al que de
aquí saltó que es cosa mía. y tanto, que es mi esposo. No lo quiso creer
Anselmo, antes ciego de enojo, sacó la daga, y quiso herir á Leonela, di-
ciéndole, que le dijese la verdad, si no que la mataría. Ella con el miedo,
sin saber lo que se decía, le dijo: No me mates, señor, que yo te diré cosaa
de más importancia de la que puedes imaginar. Dilas luego, dijo Anselmo,
♦ 35
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sino muerta eres. Por ahora será imposible, dijo Leonela, según estoy de
turbada, déjame hasta mañana, que entonces sabrás de mí lo que te ha de
admirar: y está segure, que el que saltó por esta ventana, es un mancebo
de esta ciudad, que me ha dado la mano de ser mi esposo. Sosegóse con
esto Anselmo, y quiso aguardar el término que se le pedia, porque no pen-
saba oir cosa que contra Camila fuese, por estar de su bondad tan satisfe-
cho, y seguro, y asi se salió del aposento, y dejó encerrada en él á Leone-
la, diciéndole, que de allí no saldría, hasta que le dijese lo que tenía que
decirle. Fué luego á ver á Camila, y á decirle, como le dijo, todo aquello
que con su doncella le había pasado, y la palabra que le había dado de de'
cirle grandes cosas, y de importancia. Si se turbó Camila, ó no, no hay
para qué decirlo, porque fué tanto el temor que cobró, creyendo verdade-
ramente (y era de creer) que Leonela había de decir á Anselmo, todo lo que
sabía de su poca íé, que no tuvo ánimo para esperar si su sospecha salía
falsa, ó no. Y aquella misma noche, cuando le pareció que Anselmo dor-
mía, juntó las mejores joyas que tenía, y algunos dineros, y sin ser de na-
die sentida, salió de casa, y se fué á la de Lotario, á quien contó lo que pa-
saba, y le pidió, que la pusiese en cobro, ó que se ausentasen los dos, donde
de Anselmo pudiesen estar seguros. La confusión en que Camila puso á
Lotario, fué tal, que no le sabía responder palabra, ni menos sabía resol-
verse en lo que haría. En fin, acordó de llevar á Camila á un monasterio,
en quien era Priora una su hermana. Consintió Camila en ello, y con la
presteza que el caso pedía, la llevó Lotario, y la dejó en el monasterio: y
él asimismo, se ausentó luego de la ciudad, sin dar parte á nadie de su au-
sencia. Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo, que Camila faltaba de
su lado, con el deseo que tenía de saber lo que Leonela quería decirle, se
levantó y fué adonde la había dejado encerrada. Abrió, y entró en el apo-
sento, pero no halló en él á Leonela, sólo halló puestas unas sábanas anu-
dadas á la ventana, indicio, y señal, que por allí se había descolgado, é ido.
Volvió luego muy triste, á decírselo á Camila, y no hallándola en la cama,
ni en toda la casa, quedó asombrado. Preguntó á los criados de casa por
ella, pero nadie le supo dar razón de lo que pedía. Acertó acaso andando á
buscar á Camila, que vio sus cofres abiertos, y que dellos faltaban las más
de sus joyas, y con esto acabó de caer en la cuenta de su desgracia, y en
que no era Leonela la causa de su desventura. Y así como estaba, sin aca-
barse de vestir, triste, y pensativo, se fué á dar cuenta de su desdicha á su
amigo Lotario: mas cuando no le halló, y sus criados le dijeron, que aque-
lla noche había faltado de casa, y había llevado consigo todos los dineros
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que tenía, pensó perder el juicio. Y para acabar de concluir con todo, vol-
viéndose á su casa, no halló en ella ninguno de cuantos criados, ni criadas
tenía, sino la casa desierta y sola. No sabía qué pensar, qué decir, ni qué
hacer, y poco á poco se le iba volviendo el juicio. Contemplábase, y mirá-
base en un instante, sin mujer, sin amigo, y sin criados: desamparado, á su
parecer, del cielo que le cubría, y sobre todo sin honra, porque en la íalta
de Camila vio su perdición. Kevolvióse en fin, á cabo de una gran pieza de
irse á la aldea de su amigo, donde había estado cuando dio lugar á que se
maquinase toda aquella desventura. Cerró las puertas de su casa, subió á
caballo, y con desmayado aliento se puso en camino: y apenas hubo andado
la mitad, cuando acosado de sus pensamientos, le fué forzoso apearse, y
arrendar su caballo á un árbol, á cuyo tronco se dejó caer, dando tiernos,
y dolorosos suspiros: y allí se estuvo, hasta casi que anochecía, y aquella
hora vio, que venía un hombre á caballo de la ciudad: y después de haber-
le saludado le preguntó, qué nuevas había en Florencia? El ciudadano res-
pondió: Las más extrañas que muchos días ha se han oído en ella, porque
se dice públicamente, que Lotario, aquel grande amigo de Anselmo el rico,
que vivía á San Juan, se llevó esta noche á Camila, mujer de Anselmo, el
cual tampoco parece. Todo esto ha dicho una criada de Camila, que anoche
la halló el Gobernador, descolgándose con una sábana por las ventanas de
la casa de Anselmo. En efecto, no sé puntualmente cómo pasó el negocio,
sólo sé, que toda la ciudad estaba admirada deste suceso, porque no se po-
día esperar tal hecho, de la mucha, y familiar amistad de los dos, que di-
cen que era tanta, que los llamaban: Los dos amigos. Sábese por ventura,
dijo Anselmo, el camino que llevan Lotario, y Camila? Ni por pienso, dijo
el ciudadano, puesto que el Gobernador ha usado de mucha diligencia en
buscarlos. A Dios vayáis, señor, dijo Anselmo. Con él quedéis, respondió el
ciudadano, y fuese. Con tan desdichadas nuevas, casi, casi llegó á términos
Anselmo, no sólo de perder el juicio, sino de acabar la vida. Levantóse
como pudo, y llegó á casa de su amigo, que aún no sabía su desgracia: mas
como le vio llegar amarillo, consumido, y seco, entendió que de algún gra- .
ve mal venía fatigado. Pidió luego Anselmo, que le acostasen, y que le die-
sen aderezo de escribir. Hízose así, y dejáronle acostado, y sólo, porque él
así lo quiso, y aún que le cerrasen la puerta. Viéndose pues sólo, comenzó
á cargar tanto la imaginación de su desventura, que claramente conoció por
las premisas mortales que en sí sentía que se le iba acabando la vida, y así
ordenó de dejar noticia de la causa de su extraña muerte: y comenzando á
escribir, antes que acabase de poner todo lo que quería, le faltó el aliento,
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y dejó la vida en las manos del dolor, que le causó su curiosidad imperti-
nente. Viendo el señor de casa que era ya tarde, y que Anselmo no llama-
ba, acordó de entrar á saber, si pasaba adelante su indisposición, y hallóle
tendido boca abajo, la mitad del cuerpo en la cama, y la otra mitad sobre
el bufete, sobre el cual estaba con el papel escrito, y abierto: y él tenía aún
la pluma en la mano. Llegóse el huésped á él, habiéndole llamado prime-
ro, y trabándole por la mano, viendo que no le respondía, y hallándole
frío, vio que estaba muerto. Admiróse, y acongojóse en gran manera, y
llamó á la gente de casa para que viesen la desgracia á Anselmo sucedida:
y finalmente leyó el papel, que conoció que de su misma mano estaba es-
crito, el cual contenia estas razones.
«Un necio, é impertinente deseo me quitó la vida. Si las nuevas de mi
muerte llegaren á los oídos de Camila, sepa que jo la perdono, porque
no estaba ella obligada á hacer milagros, ni yo tenía necesidad de querer
que ella los hiciese: y pues yo soy el fabricador de mi deshonra, no hay
para qué »
Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se echó de ver, que en aquel
punto, sin poder acabar la razón, se le acabó la vida. Otro dia dio aviso su
amigo, á los parientes de Anselmo de su muerte: los cuales ya sabían su
desgracia, y el monasterio donde Camila estaba, casi en el término de
acompañar á su esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto
esposo, mas por las que supo del ausente amigo. Dícese, que aunque se vio
viuda, no quiso salir del monasterio, ni menos hacer profesión de monja,
hasta que no de allí á muchos días le vinieron nuevas, que Lotario había
muerto en una batalla que en aquel tiempo dio Monsiur de Lautrec, al gran
Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, en el Reino de Ñápeles, donde ha-
bía ido á parar el tarde arrepentido amigo: lo cual sabido por Camila, hizo
profesión, y acabó en breves días la vida á las rigurosas manes de tristezas,
y melancolías. Este fué el fin que tuvieron todos, nacido de un tan desati-
nado principio. Bien, dijo el Cura, me parece esta novela, pero no me pue-
do persuadir que esto sea verdad, y si es fingido, fingió mal el autor, por-
que no se puede imaginar, que haya marido tan necio, que quiera hacer tan
costosa experiencia como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un galán,
y una dama, pudiérase llevar, pero entre mando y mujer, algo tiene de
imposible: y en lo que toca al modo de contarle, no me descontenta.
389 -
CAPITULO XXXVI
Que trata de la brava, y descomunal batalla que don
Quixote tuvo con unos cueros de vino tinto, con
otros raros sucesos que en la venta se sucedieron.
Estando en esto, el ventero que estaba á la puerta de la venta, dijo:
Esta que viene es una hermosa tropa de huéspedes, si ellos paran aquí,
gaudeamus tenemos. Qué gente es, dijo Cárdenlo? Cuatro hombres, res-
pondió el ventero, vienen á caballo á la jineta, con lanzas, y adargas, y
todos con antifaces negros: y junto con ellos viene una mujer vestida de
blanco en un sillón, asimismo cubierto el rostro: y otros dos mozos de á
pie. Viene muy cerca, preguntó el Cura? Tan cerca, respondió el ventero
que ya llegan. (1) Oyendo esto Dorotea, se cubrió el rostro, y Cárdenlo se
entró en el aposento de don Quixote, y casi no habían tenido lugar para
esto, cuando entraron en la venta todos los que el ventero había dicho: y
apeándose los cuatro de á caballo, que de muy gentil talle, y disposición
eran, fueron á apear á la mujer que en el sillón venia: y tomándola uno
dellos en sus brazos, la sentó en una silla que estaba á la entrada del apo-
sento donde Cárdenlo se había escondido. En todo este tiempo, ni ella, ni
ellos se habían quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna: sólo que
al sentarse la mujer en la silla, dio un profundo suspiro, y dejó caer los
(1) Al regreso de Sierra Morena, sin saber cómo ni por dónde, todos
Tan á parar á una venta muy parecida á la en que pasaron tan malos ra-
tos nuestros héroes, pero debo advertir, que aunque en ella se halle gente
conocida, no es el mismo sitio; los encantadores que constantemente tras-
mutaban las cosas de don Quixote, la variaron de lugar para hacerlos co-
incidir con los raptores de Luscinda.
Así como don Fernando logró averiguar el paradero de Luscinda, Ha-
mete ha llegado á saber que en la villa de Almodóvar del Campo se fun-
dó el año 1559 un Convento de Monjas Carmelitas, conocido por el de
San José, cuyas monjitas, por economías de Hacienda, fueron trasladadas
¿ Yepes, en 19 de Diciembre de 1606. Al abandono sucedió la ruina, y la
reedificación de su Ermita llevada á cabo á raíz de la guerra de la Inde-
pendencia, se debe á D. Agustín Salido.
Maguer que no dijesen nada los enmascarados, yo le prometo, lector,
que en la Venta nos encontraremos.
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brazos, como persona enferma, y desmayada. Los mozos de á pie, llevaron
los caballos á la caballeriza. Viendo esto el Cura, deseoso de saber qué
gente era aquella, que con tal traje, y tal silencio estaba, se fué donde es-
taban los mozos, y á uno dellos le preguntó lo que ya deseaba: el cual le
respondió: Pardiez, señor, yo no sabré deciros qué gente sea esta, sólo sé,
que muestra ser muy principal, especialmente aquel que llegó á tomar en
sus brazos á aquella señora que habéis visto: y esto dígolo, porque todos
los demás le tienen respeto, y no se hace otra cosa más de la que él orde-
na, y manda. Y la señora quién es, preguntó el Cura? Tampoco sabré de-
cir eso, respondió el mozo, porque en todo el camino no la he visto el ros-
tro: suspirar sí la he oído muchas veces, y dar unos gemidos, que parece
que con cada uno dellos quiere dar el alma: y no es de maravillar que no
sepamos más de lo que hemos dicho, porque mi compañero, y yo, no ha
más de dos días que los acompañamos, porque habiéndolos encontrado en
el camino, nos rogaron, y persuadieron, que viniésemos con ellos hasta
Andalucía, ofreciéndose á pagárnoslo muy bien. Y habréis oído nombrar á
alguno dellos, preguntó el Cura? No por cierto, respondió el mozo, por-
que todos caminan con tanto silencio, que es maravilla, porque no se oye
entre ellos otra cosa, que los suspiros, y sollozos de la pobre señora, que
nos mueven á lástima: y sin duda tenemos creído, que ella va forzada don-
dequiera que va: y según se puede colegir por su hábito, ella es monja, 6
ra á serlo, que es lo más cierto: y quizá porque no le debe de nacer de vo-
luntad el monjío, va triste, como parece. Todo podría ser, dijo el Cura, j
dejándolos, se volvió adonde estaba Dorotea, la cual como había oído sus-
pirar á la embozada, movida de natural compasión, se llegó á ella, y le
dijo: Qué mal sentís señora mía? mirad si es alguno de quien las mujeret
suelen tener uso, y experiencia de curarle, que de mi parte os ofrezco una
buena voluntad de serviros? A todo esto callaba la lastimada señora: y
aunque Dorotea tornó con mayores ofrecimientos, todavía se estaba en su
silencio, hasta que llegó el caballero embozado (que dijo el mozo que los
demás obedecían) y dijo á Dorotea: No os canséis, señora, en ofrecer nada
á esa mujer, porque tiene por costumbre de no agradecer cosa que por ella
se hace, ni procuréis que os responda, sino queréis oír alguna mentira de
su boca. Jamás la dije (dijo á esta sazón la que hasta allí había estado ca-
llando) antes por ser tan verdadera, y tan sin trazas mentirosas, rae veo
ahora en tanta desventura: y desto vos mismo quiero que seáis el testigo,
pues mi pura verdad os hace á vos ser falso, y mentiroso. Oyó estas razo-
nes Cárdenlo, bien clara, y distintamente, como quien estaba tan junto de
— 391 —
quien las decía, que sola la puerta del aposento de don Quixote estaba en
medio, y así como las oyó, dando una gran voz, dijo: Válgame Dios, qué
es esto que oigo? Qué voz es esta que ha llegado á mis oídos? Volvió la
cabeza á estos gritos, aquella señora, toda sobresaltada, y no viendo quién
las daba, se levantó en pie, y fuese á entrar en el aposento: lo cual visto
por el caballero, la detuvo, sin dejarla mover un paso. A ella con la tur-
bación, y desasosiego, se le cayó el tafetán con que traía cubierto el ros-
tro, y descubrió una hermosura incomparable, y un rostro milagroso, aun-
que descolorido, y asombrado: porque con los ojos andaba rodeando todos
los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahinco, que parecía per-
sona fuera de juicio, cuyas señales, sin saber por qué las hacía, pusieron
gran lástima en Dorotea, y en cuantos la miraban. Teníala el caballero
fuertemente asida por las espaldas, y por estar tan ocupado en tenerla, no
pudo acudir á alzarse el embozo que se le caía, como en efecto se le cayó
del todo: y alzando los ojos Dorotea (que abrazada con la señora estaba)
vio, que el que abrazada asimismo la tenía, era su esposo don Fernando: y
apenas le hubo conocido, cuando arrojando de lo íntimo de sus entrañas
un luengo, y tristísimo ay, se dejó caer de espaldas, desmayada: y á no
hallarse allí junto el barbero, que la recogió en los brazos, ella diera con-
sigo en el suelo. Acudió luego el Cura á quitarle el embozo, para echarle
agua en el rostro, y así como la descubrió la conoció don Fernando, que
era el que estaba abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla,
pero no porque dejase con todo esto, de tener á Luscinda, que era la que
procuraba soltarse de sus brazos: la cual había conocido en el suspiro á
Cardenio, y él la había conocido á ella. Oyó asimismo Cardenio, el ay que
dio Dorotea, cuando se cayó desmayada, y creyendo que era su Luscinda,
salió del aposento despavorido, y lo primero que vio fué á don Fernando,
que tenía abrazada á Luscinda. También don Fernando conoció luego á
Cardenio: y todos tres, Luscinda, Cardenio, y Dorotea, quedaron mudos,
y suspensos, casi sin saber lo que les había acontecido. Callaban todos, y
mirábanse todos, Dorotea á don Fernando, don Fernando á Cardenio, y
Cardenio á Luscinda, y Luscinda á Cardenio. Mas quien primero rompió
el silencio fué Luscinda, hablando á don Fernando desta manera: Dejadme
señor don Fernando, por lo que debéis á ser quien sois, ya que por otro
respeto no lo hagáis, dejadme llegar al muro de quien yo soy yedra, al
arrimo de quien no me han podido apartar vuestras importunaciones, vues-
tras amenazas, vuestras promesas, ni vuestras dádivas. Notad como el
cielo, por desusados, y á nosotros encubiertos caminos, me ha puesto á mi
— 392 —
Terdadero esposo delante. Y bien sabéis por mil costosas experiencias, que
sola la muerte íuera bastante para borrarle de mi memoria: sean pues par-
te tan claros desengaños, para que volváis (ya que no podáis hacer otra
cosa) el amor en rabia, la voluntad en despecho, y acabadme con él la
vida, que como yo la rinda delante de mi buen esposo, la daré por bien
empleada: quizá con mi muerte quedará satisfecho de la íe que le mantu-
ve, hasta el último trance de la vida. Había en este entretanto vuelto Do-
rotea en sí, y había estado escuckando todas las razones que Luscinda dijo,
por las cuales vino en conocimiento de quién ella era: que viendo que don
Fernando aún no la dejaba de los brazos, ni respondía á sus razones, esfor-
zándose lo más que pudo, se levantó, y se fué á hincar de rodillas á su»
pies, y derramando mucha cantidad de hermosas, y lastimeras lágrimas,
asi le comenzó á decir.
Si ya no es, señor mío, que los rayos deste Sol que en tus brazos eclip-
sado tienes, te quitan, y ofuscan los de tus ojos, ya habrás echado de ver,
que la que á tus pies está arrodillada, es la sin ventura (hasta que tú quie-
ras) la desdichada Dorotea. Yo soy aquella labradora humilde, á quien tú
por tu bondad, ó por tu gusto, quisiste levantar á la alteza de poder lla-
marse suya. Soy la que encerrada en los límites de la honestidad vivió
vida contenta, hasta que á las voces de tus importunidades, y al parecer,
justos, y amorosos sentimientos, abrió las puertas de su recato, y te entre-
gó las llaves de su libertad: dádiva, de tí tan mal agradecida, cual lo
muestra bien claro, haber sido forzoso hallarme en el lugar ddnde me ha-
llas, y verte yo á tí de la manera que te veo. Pero con todo esto, no que-
rría que cayese en tu imaginación, pensar que he venido aquí con pasos d«
mi deshonra, habiéndome traído sólo los del dolor, y sentimiento de verme
de tí olvidada. Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisistelo de manera, que
aunque ahora quieras que no lo sea, no será posible que tú dejes de ser mío.
Mira, señor mío, que puede ser recompensa á la hermosura, y nobleza por
quien me dejas, la incomparable voluntad que te tengo. Tú no puedes ser
de la hermosa Luscinda, porque eres mío: ni ella puede ser tuya, porque
•s de Cárdenlo. Y más fácil será, si en ello miras, reducir tu voluntad á
querer á quien te adora, que no encaminar la que te aborrece á que biei
te quiera. Tú solicitaste mi descuido, tú rogaste á mi entereza, tú no igno-
raste mi calidad: tú sabes bien de la manera que me entregué á toda tu
Toluntad, no te queda lugar, ni acogida de llamarte á engaño. Y si esto es
así, como lo es, y tú eres tan Cristiano como caballero, por qué con tantos
rodeos dilatas de hacerme venturosa en los fines, como me hiciste en los
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principios? Y sino me quieres por la que soy, que soy tu verdadera, y legí-
tima esposa, quiéreme á lo menos, y admíteme por tu esclava, que como
yo esté en tu poder, me tendré por dichosa, y bien afortunada. No permi-
tas, con dejarme, y desampararme, que se hagan y junten corrillos en mi
deshonrar. No des tan mala vejez á mis padres, pues no lo merecen los
leales servicios, que como buenos vasallos á los tuyos siempre han hecho.
T si te parece que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con la mía,
considera, que pocas, ó ninguna nobleza hay en el mundo, que no haya
©orrido por este camino: y que la que se toma de las mujeres, no es la que
hace al caso en las ilustres descendencias. Cuanto más, que la verdadera
nobleza consiste en la virtud, y si ésta á tí te falta, negándome lo que tan
justamente me debes, yo quedaré con más ventajas de noble, que las que
tú tienes. En fin, señor, lo que últimamente te digo, es, que quieras, ó no
quieras, yo soy tu esposa, testigos son tus palabras, que no han, ni deben
ser mentirosas, si ya es que te precias de aquello porque me desprecias.
Testigo será la firma que hiciste, y testigo el cielo, á quien tú llamaste
por testigo de lo que me prometías. Y cuando todo esto falte, tu misma
fonciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías,
Tolviendo por esta verdad que te he dicho, y turbando tus mejores gustos,
y contentos. Estas, y otras razones dijo la lastimada Dorotea con tanto sen-
timiento, y lágrimas, que los mismos que acompañaban á don Fernando,
y cuantos presentes estaban, la acompañaron en ellas. Escuchóla don Fer-
nando sin replicarle palabra, hasta que ella dio fin á las suyas, y principio
á tantos sollozos, y suspiros, que bien había de ser corazón de bronce el
que con muestras de tanto dolor no se enterneciera. Mirándola estaba Lus-
cinda, no menos lastimada de su sentimiento, que admirada de su mucha
discreción, y hermosura: Y aunque quisiera llegarse á ella, y decirle algunas
palabras de consuelo, no la dejaban los brazos de don Fernando, que apreta-
da la tenían: el cual lleno de confusión, y espanto, al cabo de un buen espa-
cio, que atentamente estuvo mirando á Dorotea abrió los brazos, y dejando
libre á Luscinda, dijo: Venciste hermosa Dorotea, venciste porque no es po-
sible tener ánimo para negar tantas verdades juntas. Con el desmayo que
Luscinda había tenido, así como la dejó don Fernando, iba á caer en el suelo,
mas hallándose Cárdenlo allí junto, que á las espaldas de don Fernando se
había puesto porque no le conociese, pospuesto todo temor, y aventurando á
todo riesgo, acudió á sostener á Luscinda, y cogiéndola entre sus brazos, le
dijo: Si el piadoso cielo gusta, y quiere que ya tengas algún descanso, leal,
firme, y hermosa señora mía, en ninguna parte creo yo que le tendrás
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más seguro que en estos brazos que ahora te reciben, y otro tiempo te re-
cibieron cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mía. A estas razo-
nes puso Luscinda en Cárdenlo los ojos, y habiendo comenzado á cono-
cerle primero por la toz, y asegurándose que él era con la vista, casi fuera
de sentido, y sin tener cuenta á ningún honesto respeto, le echó loi
brazos al cuello, y juntando su rostro con el de Cárdenlo le dijo: vos sí
señor mío, sois el verdadero duefio desta vuestra cautiva, aunque más
lo impida la contraria suerte, y aunque más amenazas le hagan á esta vida,
que en la vuestra se sustenta. Extraño espectáculo fué éste para don Fer-
nando, y para todos los circunstantes, admirándose de tan no visto suceso.
Parecióle á Dorotea que don Fernando habla perdido el color del rostro, y
que hacia ademán de querer vengarse de Cárdenlo porque le vio encaminar
la mano á ponerla en la espada, y así como lo pensó con no vista presteza
Be abrazó con él por las rodillas, besándoselas, y teniéndole apretado que
no le dejaba mover, y sin cesar un punto de sus lágrimas, le decía: Qué es
lo que piensas hacer único refugio mío, en este tan impensado trance? Tú
tienes á tus pies á tu esposa, y la que quieres que lo sea está en los brazoi
de su marido, mira si te estará bien, ó te será posible deshacer lo que el
cielo ha hecho, ó si te convendrá, querer levantar á igualar á tí mismo á
la que pospuesto todo inconveniente, confirmada en su verdad, y firmeza,
delante de tus ojos tienes los suyos bañados de licor amoroso el rostro, y
pecho de su verdadero esposo. Por quien Dios es, te ruego, y por quien tú
eres te suplico, que este tan notorio desengaño no sólo no acreciente tu ira,
sino que la mengüe en tal manera, que con quietud, y sosiego permitas
que ellos dos amantes le tengan sin impedimento tuyo, todo el tiempo que
el cielo quisiere concedérsele. Y en esto mostrarás la generosidad de ta
ilustre, y noble pecho, y verá el mundo que tiene contigo más fuerza la ra-
zón, que el apetito. En tanto que esto decía Dorotea, aunque Cárdenlo te-
nía abrazada á Luscinda, no quitaba los ojos de don Fernando, con deter-
minación de que si le viese hacer algún movimiento en su perjuicio, procu-
rar defenderse, y ofender, como mejor pudiese á todos aquellos que en sa
daño se mostrasen, aunque le costase la vida: pero á esta sazón acudieron
los amigos de don Fernando, y el Cura, y el barbero, que á todo habían
estado presentes, sin que faltase el bueno de Sancho Panza, y todos rodea-
ban á don Fernando, suplicándole tuviese por bien de mirar las lágrimas de
Dorotea, y que siendo verdad, como sin duda ellos creían que lo era, lo que
en sus razones había dicho, que no permitiese, quedase defraudada de sui
tan justas esperanzas. Que considerase, que no acaso, como parecía, sino
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con particular proridencia del cielo se habían todos juntado en lugar
donde menos ninguna pensaba. Y que advirtiese, dijo el Cura, que sola la
muerte podía apartar á Luscinda de CardeHÍo, y aunque los dividiesen filos
de alguna espada, ellos tendrían por felicísima su muerte: y que en los la-
zos irremediables era suma cordura, forzándose, y venciéndose á sí mismo,
mostrar un generoso pecho, permitiendo que por sola su voluntad los dos
gozasen el bien que el cielo ya les había concedido, que pusiese los ojos
asimismo en la beldad de Dorotea, y verla que pocas, ó ninguna se le po-
dían igualar, cuanto más hacerle ventaja, y que juntase á su hermosura su
humildad, y el extremo del amor que le tenía: y sobre todo advirtiese, que
si se preciaba de caballero, y de Cristiano, que no podía hacer otra cosa
que cumplirle la palabra dada, y que cumpliéndosela cumpliría con Dios,
y satisfaría á las gentes discretas, las cuales saben, y conocen que es pre-
rrogativa de la hermosura, aunque esté en sujeto humilde como se acom-
pañe con la honestidad, poder levantarse, é igualarse á cualquiera alteza,
sin nota de menoscabo del que la levanta, é iguala á sí mismo: y cuando
se cumplen las fuertes leyes del gusto, como en ello no intervenga pecado,
no debe de ser culpado el que las sigue. En efecto á estas razones añadieron
todos otras tales, y tantas, que el valeroso pecho de don Fernando, en fin
como alimentado con ilustre sangre, se ablandó, y dejó vencer de la verdad
que él no pudiera negar, y aunque quisiera: y la señal que dio de haberse
rendido, y entregado al buen parecer que se le habla propuesto, fué bajar-
se, y abrazar á Dorotea, diciéndole: Levantaos señora mía, que no es justo
que esté arrodillada á mis pies la que yo tengo en mi alma: y si hasta aquí
no he dado muestras de lo que digo, quizá ha sido por orden del cielo,
para que viendo yo en vos la fe con que me amáis, os sepa estimar en lo
que merecéis: lo que os ruego es, que no me reprendáis mi mal término,
y mi mucho descuido. Pues la misma ocasión, y fuerza que me movió
para aceptaros por mía, esa misma me impelió para procurar no ser vues-
tro: y que esto sea verdad, volved, y mirad los ojos de la ya contenta Lus-
cinda, y en ellos hallaréis disculpa de todos mis yerros: y pues ella halló,
y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado en vos lo que me cumple, viva
ella segura, y contenta luengos, y felices años con su Cárdenlo, que yo de
rodillas rogaré al cielo que me los deje vivir con mi Dorotea: y diciendo
esto la tornó á abrazar, y á juntar su rostro con el suyo con tan tierno sen-
timiento, que le fué necesario tener gran cuenta con que las lágrimas no
acabasen de dar indubitables señales de su amor, y arrepentimiento. No lo
hicieron así las de Luscinda, y Cárdenlo, y aun las de casi todos los que
- 396 -
allí presentes estaban, porque comenzaron á derramar tantas los unos de
contento propio, y los otros del ajeno, que no parecía sino que algún gra-
ve, y mal caso á todos había sucedido. Hasta Sancho Panza lloraba, aun-
que después dijo, que no lloraba él, sino por ver que Dorotea no era como
él pensaba la Keina Micomicona, de quien él tantas mercedes esperaba.
Duró algún espacio, junto con el llanto, la admiración de todos: y luego
Cardenio, y Luscinda se fueron á poner de rodillas ante don Fernando,
dándole gracias de la merced que les había hecho con tan corteses razones,
que don Fernando no sabía qué responderles, y asi los levantó, y abrazó
«on muestras de mucho amor, y de mucha cortesía. Preguntó luego i
Dorotea, le dijese cómo había venido á aquel lugar tan lejos del suyo? Ella
•on breves, y discretas razones ccntó todo lo que antes había contado á
Cardenio: de lo cual gustó tanto don Fernando, y los que coi él venían,
que quisieran que durara el cuento más tiempo, tanta era la gracia con
que Dorotea contaba sus desventuras. Y así como hubo acabado, dijo doa
Fernando lo que en la ciudad le había acontecido después que halló el
papel en el seno de Luscinda, donde declaraba ser esposa de Cardenio, y
no poderlo ser suya, dijo que la quiso matar, y lo hiciera si de sus padres
10 fuera impedido: y que así se salió de su casa despechado, y corrido, con
determinación de vengarse con más comodidad, y que otro día supo cómo
Luscinda había faltado de casa de sus padres, sin que nadie supiese decir
dónde se había ido, y que en resolución al cabo de algunos meses vino á sa-
ber como estaba en un monasterio con voluntad de quedarse en él toda la
TÍda, siao la pudiese pasar con Cardenio, y que así como lo supo escogiendo
para su compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar donde estaba, á la
cual no había querido hablar temeroso, que en sabiendo que él estaba allí
había de haber más guarda en el monasterio: y así aguardando un día á que
la portería estuviese abierta, dejó á los dos á la guarda de la puerta, y ól
«on otro habían entrado en el monasterio buscando á Luscinda, la cual ha-
llaron en el claustro hablando con una monja, y arrebatándola sin darle lu-
gar á otra cosa se habían venido con ella á un lugar donde se acomodaron de
aquello que hubieron menester para traerla. Todo lo cual habían podido ha-
cer bien á su salvo por estar el monasterio en el campo buen trecho fuera del
pueblo. Dijo, que así como Luscinda se vio en su poder, perdió todos los
sentidos, y que después de vuelta en sí, no había hecho otra cosa sino llorar,
y suspirar sin hablar palabra alguna: y que así acompañados de silencio, y
de lágrimas habían llegado i aquella venta, que para él era haber llegado
al cielo, donde se rematan, y tienen fin todas las desventuras de la tierra.
397 —
CAPITULO XXXVII
Que trata donde se prosigue la historia de la fa-
mosa Infanta Micomicona, con otras graciosas
aventuras.
Todo esto escuchaba Sancho, no con poco dolor de su ánimo, viendo
que se le desparecían, ó iban en humo las esperanzas de su ditado: (1) y
que la linda Princesa Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y el Gi-
gante en don Fernando, y su amo se estaba durmiendo á sueño suelto, bien
descuidado de todo lo sucedido. No se podía asegurar Dorotea si era soña.
do el bien que poseía. Cárdenlo estaba en el mismo pensamiento: y el de
Luscinda corría por la misma cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo,
por la merced recibida, y .haberle sacado de aquel intrincado laberinto,
donde se hallaba tan á pique de perder el crédito, y el alma: y finalmente
cuantos en la venta estaban, estaban contentos, y gozosos del buen suceso
que había tenido, tan trabados, y desesperados negocios. Todo lo ponía en
su punto el Cura como discreto, y á cada uno daba el parabién del bien
alcanzado: pero quien más jubilaba, (2) y se contentaba era la ventera, por
(.1) DITADO. Según Clemencín, es lo mismo que dictado ó título de
dignidad y señorío. No está mal: Habló Blas, punto redondo. Pero si no lo
toman á mal los admiradores del dómine murciano, diré que no tiene razón.
Como el lenguaje lugareño es carente de elasticidad, Sancho empleó
el vocablo ditado, que venía á suplir á lo que le bullía en el magín, que
aunque torpe, lleva embebido la depresión de ánimo que experimentó al ver
hurladas sus esperanzas * imaginadas * ; por eso Cervantes usó el verbo
des-parecer, que, ó yo no sé el valor de las palabras castellanas, ó está muy
bien escrito por contraposición á desaparecer.
(2) Contra la opinión del mismo, digo, que si el Sr. de Toro me justifi-
ca que la psáabra. jubilaba quedó allí desde los tiempos en que las legiones
romanas perseguían á Viriato (en el confín de la Beturia y punto conoci-
do por Chillón, se recuerda por aquellos lugares que tuvo su Corte) reco-
noceré que es italianismo; pero no caerá esa breva. Mis textos, que no son
otros que el conocimiento de la región que dambos á dos desconocían, co-
rroboran una forma libre de extensión del vocablo júbilo, con que se ma-
nifiesta alegría.
Es muy cómodo afirmar, esto es así porque lo decimos nosotros, ó porque
el escritor fulano lo usó en una de sus obras.
Esta amplificación, ¿no significará una crítica mordacísima contra los
estrechos límites en que empezaban á encerrar nuestro idioma sus doctos
contemporáneos? Puede que la innovación del P. Nebrija, secundada por
los eclécticos de su tiempo, se la sugiriese.
- 398 -
la promesa qae Cardenio, y el Cura le habían hecho de pagarle todos los
daños, é intereses que por cuenta de don Quixote le hubiesen venido. Sólo
Sancho, como ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado, y el triste:
y así con melancólico semblante entró á su amo, el cual acababa de des-
pertar, á quien dijo: Bien puede vuestra merced, señor triste figura, dor-
mir todo lo que quisiere sin cuidado de matar á ningún gigante, ni de
volver á la Princesa su Keino, que ya todo está hecho, y concluido. Eso
creo yo bien, respondió don Quixote, porque he tenido con el gigante la
más descomunal, y desaforada batalla que pienso tener en todos los días
de mi vida: y de un revés, zas, le derribé la cabeza en el suelo, y fué tanta
la sangre que le salió, que los arrollos corrían por la tierra, como si fueran
de agua. Como si fueran de vino tinto. Pudiera vuestra merced decir me-
jor, respondió Sancho: porque quiero que sepa vuestra merced, si es qae
no lo sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre seis
arrobas de vino tinto, que encerraba en su vientre: y la cabeza cortada, es
la puta que me parió, y llévelo todo Satanás. Y qué es lo que dices loco,
replicó don Quixote, estás en tu seso? Levántese vuestra merced, dijo
Sancho, y verá el buen recado que ha hecho, y lo que tenemos que pagar,
y verá á la Keina convertida en una dama particular llamada Dorotea, con
otros sucesos, que si cae en ellos, le han de admirar. No me maravillaría
de nada deso, replicó don Quixote, porque si bien te acuerdas, la otra vez
que aquí estuvimos, te dije yo, que todo cuanto aquí sucedía eran cosas de
encantamiento, y no sería mucho que ahora fuese lo mismo. Todo lo cre-
yera yo, respondió Sancho, si también mi manteamiento fuera cosa dése
jaez, mas no lo fué, sino real, y verdaderamente: y vi yo que el ventero
que aquí está hoy día tenía de un cabo de la manta, y me empujaba hacia
el cielo con mucho donaire, y brío, y con tanta risa, como fuerza, y donde
interviene conocerse las personas tengo para mí, aunque simple, y pecador,
que no hay encantamiento alguno, sino mucho molimiento, y mucha mala-
ventura: Ahora bien. Dios lo remediará, dijo don Quixote, dame de vestir,
y déjame salir allá fuera, que quiero ver los sucesos, y transformaciones
que dices. Dióle de vestir Sancho, y en el entretanto que don Quixote se
vestía, contó el Cura á don Fernando, y á los demás qfue allí estaban las
locuras de don Quixote, y del artificio que habían usado, para sacarle de
la peña ¡johre donde él se imaginaba estar, por desdenes de su señora.
Contóles asimismo casi todas las aventuras que Sancho había contado, de
que no poco se admiraron y rieron, por parecerles, lo que á todos parecía,
ser el más extraño género de locura que podía caber en pensamiento dis-
— 399 —
paratado. Dijo más el Cora, que pues ya el buen suceso de la señora Do-
rotea impedía pasar con su designio adelante, que era menester inventar,
y hallar otro para poderle llevar á su tierra. Ofrecióse Cárdenlo de prose-
guir lo comenzado, y que Luscinda haría, y representaría suficientemente
la persona de Dorotea. No, dijo don Fernando, no ha de ser así, que yo
quiero que Dorotea prosiga su invención, que como no sea muy lejos de
aquí el lugar de este buen caballero, yo holgaré de que se procure su re-
medio. No está más de dos jornadas de aquí, (1) pues aunque estuviera
más, gustara yo de caminarlas, á trueco de hacer tan buena obra. Salió en
esto don Quixote armado de todos sus pertrechos, con el yelmo, aunque
abollado, de Mambrino en la cabeza, embrazado de su rodela, y arrimado
á su tronco, ó lanzón. Suspendió á don Fernando, y á los demás la extraña
presencia de don Quixote, viendo su rostro de media legua de andadura,
seco, y amarillo, la desigualdad de sus armas, y su mesurado continente,
y estuvieron callando hasta ver lo que él decía, el cual con mucha grave
dad, y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo.
Estoy informado (hermosa señora) deste mi escudero que la vuestra
grandeza se ha aniquilado, y vuestro ser se ha deshecho, porque de Keina,
y gran señora que solíais ser, os habéis vuelto en una particular doncella:
si esto ha sido por orden del Rey nigromante de vuestro padre, temeroso
que yo no os diese la necesaria, y debida ayuda, digo, que no supo, ni sabe
de la Misa la media, y que fué poco versado en las historias caballerescas,
porque si él las hubiera leído, y pasado tan atentamente, y con tanto es-
pacio como yo las pasé, y leí, hallará á cada paso, cómo otros caballeros
de menor fama que la mía, habían acabado cosas más dificultosas, no sién-
dolo mucho matar á un gigantillo, por arrogante que sea, porque no ha
(1) |Cómo desbarra el de tierras de Tadmir! Y dicen que es el mejor
ilustrador que tuvo, ¿quién?..
Después de la frase No está más de dos leguas de aquí, que la separa
Clemencín del párrafo (porque sí), empieza con letra mayúscula, y esto
es una enormidad, pues parece como que otro personaje de la novela dijo
lo señalado con bastardilla.
A continuación de la palabra remedio, y á modo de aclaración, póngan-
se unos puntos suspensivos (ocultadores de una voz extraña, que dice:
Está dos jornadas — esto era para alargar la distancia — de aquí, señor, no
se moleste) y seguirá don Fernando en el uso de la palabra; que, como se
expresa con la tosca dicción inmodulada de la rusticidad, no necesita ni
el signo interrogativo al final de lo bastardeado (por mí, pero no tergi-
versado).
¡Qué rigoristasi
— 400 —
muchas horas que yo me tí con él, y quiero Callar, porque no me digan que
miento: pero el tiempo descubridor de todas las cosas lo dirá, cuando me-
nos lo pensemos. Vísteos vos con dos cueros, que no con un gigante, dijo á
esta sazón el ventero, al cual mandó don Fernando que callase, y no inte-
rrumpiese la plática de don Quiíote en ninguna manera: y don Quiíote pro-
siguió, diciendo: Digo en fin alta, y desheredada señora, que si por lacaus»
que he dicho, vuestro padre ha hecho esta Metamorfosis en vuestra perso-
na, que no le deis crédito alguno: porque no hay ningún peligro en la tie-
rra, por quien no le abra camino mi espada, con la cual poniendo la cabe-
za de vuestro enemigo en tierra, os pondré á vos la corona de la vuestra ea
la cabeza en breves días. No dije más don Quiíote, y esperó á que la Prin-
cesa le respondiese, la cual como ya sabía la determinación de don Fernan-
do, de que se prosiguiese adelante en el engaño hasta llevar á tierra á doi
Quiíote, con mucho donaire, y gravedad le respondió: Quienquiera que os
dijo, valeroso caballero de la triste figura, que yo me había mudado, y tro-
cado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que ayer fui, me soy
hoy: verdad es, que alguna mudanza han hecho en mí ciertos acontecimieu-
tos de buena ventura, que me la han dado la mejor que yo pudiera desear-
me: pero no por eso he dejado de ser la que antes, y de tener los mismos
pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso, é invencible brazo,
que siempre he tenido. Así que señor mío, vuestra bondad vuelva la honra
al padre que me engendró, y téngale por hombre advertido, y prudente,
pues con su ciencia halló camino tan fácil, y tan verdadero para remediar
mi desgracia, que yo creo, que si por vos señor no fuera, jamás acertara á
tener la ventura que tengo, y en esto digo tanta verdad como son buenoi
testigos della los más destos señores que están presentes: lo que resta es,
que mañana nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca
jornada, y en lo demás del buen suceso que espero, lo dejaré á Dios, y al
valor de vuestro pecho. Esto dijo la discreta Dorotea, y en oyéndole don
Quiíote, se volvió á Sancho, y con muestras de mucho enojo, le dijo: Aho-
ra te digo Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en España: dime
ladrón, vagamundo, no me acabaste de decir ahora que esta Princesa se
había vuelto en una doncella que se llamaba Dorotea? Y que la cabeza que
entiendo que corté á un gigante, era la puta que te parió, con otros dispa-
rates que me pusieron en la mayor confusión que jamás he estado en todos
los días de mi vida? Voto, y miró al cielo, y apretó los dientes, que estoy
por hacer un estrago en tí, que ponga sal en la mollera á todos cuantos
mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes de aquí adelante en
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el mundo. Vuestra merced se sosiegue, señor mío, respondió Sancho, que
bien podría ser yo el engañado en lo que toca á la mutación de la señora
Princesa Micomicona: pero en lo que toca á la cabeza del gigante, ó á lo
menos á la horadación de los cueros, y á lo de ser vino tinto la sangre, no
me engaño vive Dios, porque los cueros allí están heridos á la cabecera del
lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el aposento, y
sino al freír de los huevos lo verá; quiero decir que lo verá, cuando aquí su
merced del señor ventero le pida el menoscabo de todo. De lo demás, de
que la señora Reina se esté como se estaba, me regocijo en el alma, porque
me va mi parte, como á cada hijo de vecino. Ahora yo te digo Sancho, dijo
don Quixote, que eres un mentecato, y perdóname, y basta. Basta, dijo don
Fernando, y no se hable más en esto: y pues la señora Princesa dice que se
camine mañana, porque ya hoy es tarde, hágase así, y esta noche la podre-
mos pasar en buena conversación, hasta el venidero día donde todos acom-
pañaremos al señor don Quixote, porque queremos ser testigos de las vale-
rosas, é inauditas hazañas, que ha de hacer en el discurso desta grande
empresa que á su cargo lleva. Yo soy el que tengo de serviros, y acompa-
ñaros, respondió don Quixote: y agradezco mucho la merced que se me
hace, y la buena opinión que de mí se tiene, la cual procuraré que salga
verdadera, ó me costará la vida, y aún más, si más costarme puede. Mu-
chas palabras de comedimiento, y muchos ofrecimientos pasaron entre don
Quixote, y don Fernando: pero á todos puso silencio un pasajero que en
aquella sazón entró en la venta: el cual en su traje mostraba ser Cristiano
recién venido de tierra de Moros, porque venía vestido con una casaca de
paño azul, corta de faldas, con medias mangas, y sin cuello: los calzones eran
asimismo de lienzo azul, con bonete del mismo color: traía unos borceguíes
datilados, y un alíange Morisco, puesto en un tahalí que le atravesaba el pe-
cho. Entró luego tras él encima de un jumento una mujer á la Morisca vesti-
da, cubierto el rostro con una toca en la cabeza: traía un bonetillo de broca-
do, y vestida una almalafa que desde los hombros á los pies la cubría. Era
el hombre de robusto y agraciado talle, de edad de poco más de cuarenta
años, algo moreno de rostro largo de bigotes, y la barba muy bien puesta, en
resolución él mostraba en su apostura, que si estuviera bien vestido le juz-
garan por persona de calidad, y bien nacida. Pidió en entrando un aposento,
y como le dijeron que en la venta no le había, mostró recibir pesadumbre,
y llegándose á la que en el traje parecía mora, la apeó en sus brazos, Lus-
cinda, Dorotea, su hija, y Maritornes llevados del nuevo, y para ellos nun-
ca visto traje, rodearon á la Mora, y Dorotea que siempre fué agraciada,
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comedida, y discreta, pareciéndole que asi ella, como el que la traía se
acongojaban por falta del aposento, le dijo: No os dé mucha pena, señora
mía, la incomodidad de regalo que aquí falta, pues es propio de ventas no
hallarse en ellas: pero con todo esto si gustareis de pasar eon nosotras,
señalando á Luscinda, quizá en el discurso de este camino habréis hallada
otros no tan buenos acogimientos? No respondió nada á esto la embozada,
ni hizo otra cosa que levantarse de donde sentado se había, y puestas en-
trambas manos cruzadas sobre el pecho, inclinada la cabeza dobló el cuer-
po, en señal de que lo agradecía. Por su silencio imaginaron que sin duda
alguna debía de ser Mora, y que no sabía hablar Cristiano. Llegó en esto el
cautivo, que entendiendo en otra cosa hasta entonces había estado, y viendo
que todas tenían cercada á la que con él venía, y que ella á cuanto le de-
cían callaba, dijo: Señoras mías, esta doncella apenas entiende mi lengua,
ni sabe hablar otra ninguna sino conforme á su tierra, y por esto no debe
de haber respondido, ni responde á lo que se le ha preguntado. No se le
pregunta cosa ninguna, respondió Luscinda, sino ofrecerle por esta noche
nuestra compañía, y parte del lugar donde nos acomodaremos, donde se le
hará el regalo que la comodidad ofreciere con la voluntad que obliga á
servir á todos los extranjeros que del lo tuvieren necesidad, especialmente
siendo mujer á quien se sirve. Por ella, y por raí, respondió el cautivo, os
beso señora mía las manos, y estimo mucho, y en lo quQ es razón, la mer-
ced ofrecida, que en tal ocasión, y de tales personas como vuestro parecer
muestra, bien se echa de ver que ha de ser muy grande. Decidme señor,
dijo Dorotea, esta señora es Cristiana, ó Mora? porque el traje, y el silencio
nos hace pensar, que es lo que no querríamos que fuese? Mora es en el
traje, y en el cuerpo: pero en el alma es muy grande Cristiana, porque
tiene grandísimos deseos de serlo. Luego no es bautizada replicó Luscinda?
No ha habido lugar para ello, respondió el cautivo, después que salió de
Argel su patria, y tierra, y hasta ahora no se ha visto en peligro de muer-
te tan cercana, que obligase á bautizarla, sin que supiese primero todas
las ceremonias que nuestra madre la santa Iglesia manda: pero Dios será
servido que presto se bautice con la decencia que la calidad de su persona
merece, que es más de lo que muestra su hábito, y el mío. Estas razones
puso gana en todos los que escuchándole estaban, de saber quien fuese la
Mora, y el cautivo: pero nadie se lo quiso preguntar por entonces, por ver
que aquella sazón era más para procurarles descanso, que para preguntar-
les sus vidas. Dorotea la tomó por la mano, y la llevó á sentar junto á sí,,
y le rogó que se quitase el embozo. Ella miró al cautivo, como si le pre-
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guntara, le dijese lo que decían, y lo que ella haría. Él en lengua Arábiga
le dijo, que le pedían se quitase el embozo, y que lo hiciese, y así se lo
quitó, y descubrió un rostro tan hermoso, que Dorotea la tuvo por más
hermosa que á Luscinda, y Luscinda por más hermosa que á Dorotea, y
todos los circunstantes conocieron que si alguno se podría igualar al de las
dos, era el de la Mora, y aun hubo algunos que le aventajaron el alguna
cosa. T como la hermosura tenga prerrogativa, y gracia de reconciliar los
ánimos, y atraer las voluntades, luego se rindieron todos al deseo deservir,
y acariciar á la hermosa Mora. Preguntó don Fernando al cautivo cómo se
llamaba la Mora, el cual respondió que Lela Zorayda, (1) y así como esto
oyó, ella entendió lo que le habían preguntado al Cristiano, y dijo con
mucha priesa llena de congoja, y donaire: No, no Zorayda, María, Maiía,
dando á entender que se llamaba María, y no Zorayda. Estas palabras, y
el grande afecto con que la Mora las dijo, hicieron derramar más de una
lágrima á algunos de los que la escucharon, especialmente á las mujeres
que de su naturaleza son tiernas y compasivas. Abrazóla Luscinda con
mucho amor, diciéndole: Sí, sí, María, María, á lo cual respondió la Mora:
Sí, sí, María, Zorayda macange, que quiere decir, no. Ya en esto llegaba
la noche, y por orden de los que venían con don Fernando, había el ven-
tero puesto diligencia, y cuidado en aderezarles de cenar, lo mejor que á
él le filé posible. Llegada pues la hora, sentáronse todos á una larga mesa,
como de tinelo, porque no la había redonda, ni cuadrada en la venta. Y
dieron la cabecera, y principal asiento, puesto que él lo rehusaba á don
Quixote, el cual quiso que estuviese á su lado la señora Micomicona, pues
él era su aguardador. Luego se sentaron Luscinda, y Zorayda, frontero
dellas don Fernando, y Cárdenlo, y luego el cautivo, y los demás caballe-
ros, y al lado de las señoras el Cura y el barbero. Y así cenaron con mucho
contento, y acrecentóseles más, viendo que dejando de comer don Quixote,
movido de otro semejante espíritu, que el que le movió á hablar tanto,
como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó á decir: Verdadera-
(1) «.Lela ó Lel-la en arábigo quiere decir la adorable, la divina, la bien-
aventurada por excelencia. Sólo se da este nombre á MARÍA SANTÍSIMA.
Zoraida es nombre propio de mujer, diminutivo de Zahira ó Zohraita, que sig-
nifica Florencia, Florencifa». (N. de la A. E.)
Esta nota resulta interesantísima, precisamente por ser en grado in-
tenso superficial, y Clcmencín al copiarla hace bueno el verso del autor
«á tontas y á locas;>; remachando el clavo cuantos dijeron que esta novela
está ingerida.
Cuando en otro estudio toque aclarar este extremo, se verá que esta
Lela Marien sabía más idiomas que el Arzobispo D. Rodrigo.
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mente si bien se considera, señores míos, grandes é inauditas cosas ven los
que profesan la orden de la andante caballería. Sino cuál de los vivientes
habrá en el mundo que ahora por la puerta de este castillo entrara, y de
la suerte que estamos nos viera, que juzgue, y crea, que nosotros somos,
quien somos? Quién podrá decir que esta señora que está á mi lado es la
gran Keina que todos sabemos, y que yo soy aquel caballero de la triste
figura, que anda por ahí en boca de la fama? Ahora no hay que dudar,
sino que esta arte, y ejercicio, excede á todas aquellas; y aquellos, que los
hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima, cuanto á más
peligros está sujeto. Quítense delante, los que dijeren que las letras hacen
ventaja á las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo
que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir, y á lo que ellos más
se atienen, es, que los trabajos del espíritu exceden á los del cuerpo. Y
que las armas, solo coa el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio
oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas.
O como si en esto llamamos armas, los que las profesamos, no se encerra-
sen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutarlo mucho enten-
dimiento. O como si no trabajase el ánimo del guerrero, que tiene á su
cargo un ejército, ó la defensa de una Ciudad sitiada asi con el espíritu,
como con el cuerpo. Sino véase si se alcanza con las fuerzas corporales, á
saber, y conjeturar el intento del enemigo, los designios, las estratagemas,
las dificultades, el prevenir los daños que se temen, que todas estas cosas
son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte alguna el cuerpo.
Siendo pues asi, que las armas requieren espíritu como las letras, veamos
ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado, ó el del guerrero, trabaja
más? Y esto se vendrá á conocer por el fin, y paradero á que cada uno se
encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más, que tiene
por objeto más noble fin. Es el fin, y paradero de las letras, (y no hablo
ahora de las divinas, que tienen por blanco, llevar, y encaminar las almas
al cielo, que á un fin, tan sin fin como éste, ninguno otro se le puede igua-
lar) hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justi-
cia distributiv^a, y dar á cada uno lo que es suyo, entender, y hacer que
las buenas leyes se guarden: fin por cierto generoso, y alto, y digno de
grande alabanza, pero no de tanta, como merece aquel á que las armas
atienden, las cuales tienen por objeto, y fin la paz, que es el mayor bien
que los hombres pueden desear en esta vida. Y así las primeras buenas
nuevas que tuvo el mundo, y tuvieron los hombres, fueron las que dieron
los Angeles, la noche que fué nuestro día, cuando cantaron en los aires:
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Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra á los hombres de buena volun-
tad: y á la salutación, que el mejor maestro de la tierra, y del cielo, ense-
ñó á sus allegados, y favorecidos, fué decirles, que cuando entrasen en
alguna casa, dijesen: Paz sea en esta casa. T otras muchas veces les dijo:
Mi paz os doy, mi paz os dejo, paz sea con vosotros. Bien como joya, y
prenda dada, y dejada de tal mano, joya que sin ella en la tierra, ni en el
cielo, puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la guerra
que lo mismo es decir armas, que guerra. Presupuesta pues esta verdad.
que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al fin de las
letras, vengamos ahora á los trabajos del cuerpo del letrado, y á los de
profesor de las armas, y véase cuáles son mayores. De tal manera, y por
tan buenos términos iba prosiguiendo en su plática don Quixote, que obli-
gó á que por entonces ninguno de los que escuchándole estaban, le tuvie^
sen por loco. Antes como todos los más eran caballeros, á quien son anejas
las armas, le escuchaban de muy buena gana, y él prosiguió diciendo:
Digo pues, que los trabajos del estudiante son estos: Principalmente po-
breza (no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el
extremo que pueda ser) y en haber dicho que padece pobreza, me parece
que no había que decir más de su mala ventura. Porque quien es pobre,
no tiene cosa buena, esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre,
ya en frío, ya en desnudez, ya en todo junto. Pero con todo eso no es
tanta que no coma; aunque sea un poco más tarde de lo que se usa,
aunque sea de las sobras de los ricos, que es la mayor miseria del estu-
diante, este que entre ellos llaman andar á la sopa, y no les falta algún
ajeno brasero, ó chimenea, que si no calienta, á lo menos entibie su frío,
y en fin la noche duermen muy bien debajo de cubierta. No quiero llegar
á otras menudencias, conviene á saber de la falta de camisas, y no sobra
de zapatos, la raridad y poco pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto
gusto, cuando la buena suerte les depara algún banquete. Por este camino
que he pintado, áspero, y dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí, levan-
tándose acullá, tornando á caer acá, llegan al grado que desean, el cual alzan-
do á muchos hemos visto (que habiendo pasado por estas Siertes, y por es-
tas Scilas, y Caribdis, como llevados en vuejo de la favorable fortuna) digo
que lo hemos visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su
hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir
en una estera, en reposar en holandas, 'y damasces. Premio justamente
merecido de su virtud, pero contrapuestos, y comparados sus trabajos con
los del milite guerrero, se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.
406 —
CAPITULO XXXVIII
Que trata del curioso discurso que hizo don Quixote,
de las armas, y las letras.
Prosiguiendo don Quixote, dijo: Pues comenzamos eo el estudiante por
la pobreza, y sus partes, veamos si es más rico el soldado. Y veremos que
no hay ninguno más pobre en la misma pobreza, porque está atenido á la
miseria de su paga, que viene, ó tarde, ó nunca, ó á lo que garbeare por
sus manos, con notable peligro de su vida, y de su conciencia. Y á veces
suele ser su desnudez tanta, que un coleto acuchillado le sirve de gala, y
de camisa, y en la mitad del invierno le suele reparar de las inclemencias
del cielo. Estando en la campaña rasa, con solo el aliento de su boca, que
como sale de lugar vacío, tengo por averiguado, que debe de salir frío con-
tra toda naturaleza. Pues esperad, que espere que llegue la noche, para
restaurarse de todas estas incomodidades en la cama que le aguarda. La
cual si no es por su culpa, jamás pecará de estrecha, que bien puede me-
dir en la tierra los pies que quisiere, y revolverse en ella á su sabor, sin
temor que se le encojan las sábanas. Llegúese pues á todo esto el día, y la
hora de recibir el grado de su ejercicio: llegúese un día de batalla, que allí
le pondrán la borla en la cabeza, echa de hilas, para curarle algún balazo,
que quizá le habrá pasado las sienes, ó le dejará estropeado de brazo, ó
pierna. Y cuando esto no suceda, sino que el cielo piadoso le guarde, y
conserve, sano, y vivo, podrá ser que se quede en la misma pobreza que
antes estaba, y que sea menester que suceda uno, y otro reencuentro, una,
y otra batalla, y que de todas salga vencedor, para medrar en algo. Pero
estos milagros vense raras veces. Pero decidme señores, si habéis mirado
en ello? Cuan menos son los premiados por la guerra, que los que han
perecido en ella? Sin duda habéis de responder, que no tienen compa-
ración ni se pueden reducir á cuenta los muertos, y que se podrán contar
los premiados vivos, con tres letras de guarismo. Todo esto es al revés
en los letrados, porque de faldas, que no quiero decir de mangas, todos
tienen en qué entretenerse. Así que aunque es mayor el trabajo del sol-
dado, es mucho menor el premio. Pero á esto se puede responder, que
es más fácil, premiar á dos mil letrados, que á treinta mil soldados.
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Porque á aquéllos se premian con darles oficios, que por fuerza se han
■de dar á los de su profesión: y á éstos no se pueden premiar, sino con la
misma hacienda del señor á quien sirven: y esta imposibilidad fortifica
más la razón que tengo. Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de
muy dificultosa salida, sino volvamos á la preeminencia de las armas,
contra las letras. Materia que hasta ahora está por averiguar, según son
las razones, que cada una de su parte alega: y entre las que he dicho, di-
cen las letras, que sin ellas no se podrían sustentar las armas. Porque la
guerra también tiene sus leyes, y está sujeta á ellas, y que las leyes caen
debajo de lo que son letras, y letrados. A esto responden las armas, que
las leyes no se podrán sustentar sin ellas. Porque con las armas, se defien-
den las repúblicas, se conservan los Keinos, se guardan las Ciudades, se
aseguran los caminos, se despojan los mares de corsarios. Y finalmente, si
por ellas no fuese, las repúblicas, los Reinos, las Monarquías, las Ciuda-
des, los caminos de mar, y tierra estarían sujetos al rigor, y ala confusión
que trae consigo la guerra el tiempo que dura, y tiene licencia de usar de
sus privilegios, y de sus fuerzas. Y es razón averiguada, que aquello que
más cuesta, se estima, y debe de estimar en más. Alcanzar alguno á ser
eminente en letras, le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, vahídos
de cabeza, indigestiones de estómago, y otras cosas á estas adherentes, que
en parte ya las tengo referidas. Mas llegar uno por sus términos á ser buen
soldado, le cuesta todo lo que á el estudiante, en tanto mayor grado, que
no tiene comparación, porque á cada paso está á pique de perder la vida.
Y qué temor de necesidad, y pobreza, puede llegar, ni fatigar al estudian-
te, que llegue al que tiene un soldado, que hallándose cercado en alguna
fuerza, y estando de posta, ó guarda, en algún rebellín, ó caballero, siente
que los enemigos están minando hacia la parte donde él está, y no puede
apartarse de allí, por ningún caso, ni huir el peligro, que de tan cerca le
amenaza. Sólo lo que puede hacer, es, dar noticia á su Capitán de lo que
pasa, para que lo remedie con alguna contramina, y el estarse quedo te-
miendo, y esperando, cuando improvisadamente ha de subir á las nubes
sin alas, y bajar al profundo sin su voluntad. Y si este parece pequeño pe-
ligro, veamos si le iguala, ó hace ventaja, el de embestirse dos galeras por
las proas en mitad del mar espacio. Las cuales enclavijadas, y trabadas, no
le queda al soldado más espacio, del que concede dos pies de tabla del
espolón. Y con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros
de la muerte, que le amenazan, cuantos cañones de artillería le asestan de
la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al
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primer descuido de los pies iría á visitar los profundos senos de Neptuno:
y con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita,
se pone á ser blanco de tanta arcabucería, y procura pasar por tan estrecho
paso al bajel contrario. Y lo que más es de admirar, que apenas uno ha
caído, donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro
ocupa su mismo lugar, y si éste también cae en el mar, que como á ene-
migo le aguarda, otro, y otro, le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus
muertes, valentía, y atrevimiento, el mayor que se puede hallar en todos
los trances de la guerra. Bien hayan aquellos benditos siglos, que carecie-
ron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la
artillería, á cuyo inventor, tengo para mí, que en el infierno se le está dan-
do el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa, que un infa-
me, y cobarde brazo, quite la vida á un valeroso caballero, y que sin saber
cómo, ó por dónde, en la mitad del coraje, y brío, que enciende, y anima
á los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada, de quien
quizá huyó, y se espantó, del resplandor que hizo el fuego, al disparar de
la maldita máquina) y corta, y caba en un instante los pen?amientos, y
vida, de quien la merecía gozar luengos siglos. Y así considerando eso,
estoy por decir, que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de
caballero andante en edad tan detestable, como es esta, en que ahora vivi-
mos: porque aunque á mí ningún peligro me pone miedo, todavía me pone
recelo, pensar si la pólvora, y el estaño, me han de quitar la ocasión de
hacerme famoso, y conocido por el valor de mi brazo, filos de mi espada
por todo lo descubierto de la tierra. Pero haga el cielo lo que fuere servi-
do, que tanto seré más estimado, si salgo con lo que pretendo, cuanto á
mayores peligros me he puesto, que se pusieron los caballeros andantes,
de los pasados siglos. Todo este largo preámbulo, dijo don Quixote, en
tanto que los demás cenaban, olvidándose de llevar bocado á la boca, pues-
to que algimas veces le había dicho Sancho Panza, que cenase, que después
habría lugar, para decir todo lo que quisiese. En los que escuchado le ha-
bían, sobrevino nueva lástima, de ver que hombre, que al parecer tenía
buen entendimiento, y buen discurso en todas las cosas que trataban, le
hubiese perdido tan rematadamente, en tratándole de su negra, y pizraien
ta caballería. El Cura le dijo, que tenía mucha razón, en todo cuanto había
dicho en favor de las armas, y que él aunque letrado, y graduado, estaba
áe su mismo parecer. Acabaron de cenar, levantaron los manteles, y en
tanto que la ventera, su hija, y Maritornes aderezaban el camaranchón de
don Quixote de la Mancha, donde habían determinado, que aquella noche
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las mujeres solas en él se recogiesen: don Fernando rogó al cautivo, les
contase el discurso de su vida, porque no podría ser, sino que fuese pere-
grino, y gustoso, según las muestras que había comenzado á dar viniendo
en compañía de Zorayda. A lo cual respondió el cautivo, que de muy bue-
na gana haría lo que se le mandaba, y que sólo temía, que el cuento no
había de ser tal, que les diese el gusto que él deseaba. Pero que con todo
eso, por no faltar en obedecerle, le contaría: El Cura, y todos los demás se
lo agradecieron, y de nuevo se lo rogaron. Y él viéndose rogar de tantos,
dijo: Que no eran menester ruegos, adonde el mandar tenía tanta fuerza.
Y así estén vuestras mercedes atentos, y oirán un discurso verdadero, á
quien podría ser que no llegasen los mentirosos, que con curioso, y pensa-
do artiñcio, suelen componerse. Con esto que dijo, hizo que todos se aco-
modasen, y le prestasen un grande silencio, y él viendo que ya callaban, y
esperaban lo que decir quisiese, con voz agradable, y reposada comenzó á
decir desta manera.
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CAPITULO XXXIX
Donde el cautivo cuenta su vida, y sucesos.
En un Lugar de las montañas de León, tuvo principio mi linaje, con
quien fué más agradecida, y liberal la naturaleza, que la fortuna. Aunque
en la estrecheza de aquellos pueblos, todavía alcanzaba mi padre fama de
rico, y verdaderamente lo fuera, si así se diera maña á conservar su ha-
cienda, como se la daba en gastarla. Y la condición que tenía de ser libe-
ral, y gastador, le procedió de haber sido soldado los años de su juventud.
Que es escuela la soldadesca, donde el mezquino se hace franco, y el fran-
co pródigo, y si algunos soldados se hallan miserables, son como mons-
truos, que se ven raras veces. Pasaba mi padre los términos de la libera-
lidad, y rayaba en los de ser pródigo. Cosa que no le es de ningún provecho
al hombre casado, y que tiene hijos que le han de suceder en el nombre, y
en el ser. Los que mi padre tenía eran tres, todos varones, y todos de edad
de poder elegir estado. Viendo pues mi padre, que según él decía, no podía
irse á la mano contra su condición, quiso privarse del instrumento, y causa,
que le hacía gastador, y dadivoso, que fué privarse de la hacienda, sin la
cuál el mismo Alejandro pareciera estrecho. Y así llamándonos un día á
todos tres, á solas en un aposento, nos dijo unas razones semejantes á las
que ahora diré: Hijos para deciros que os quiero bien, basta saber, y decir,
que sois mis hijos, y para entender que os quiero mal, basta saber que no
me voy á la mano, en lo que toca á conservar vuestra hacienda. Pues para
que entendáis desde aquí adelante, que os quiero como padre, y que no os
quiero destruir como padrastro, quiero hacer una cosa con vosotros, que ha
muchos días que la tengo pensada, y con madura consideración dispuesta.
Vosotros estáis ya en edad de tomar estado, ó á lo menos de elegir ejerci-
cio, tal que cuando mayores os honre, y aproveche. Y lo que he pensado,
es, hacer de mi hacienda cuatro partes, las tres os daré á vosotros, á cada
uno la que le tocare, sin exceder en cosa alguna, y con la otra me quedaré
yo, para vivir, y sustentarme los días que el cielo fuere servido de darme
de vida. Pero querría, que después que cada uno tuviese en su poder la
parte que le toca de su hacienda, siguiese uno de los caminos que le diré.
Hay un refrán en nuestra España, á mi parecer muy verdadero, como to-
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dos lo son, por ser sentencias breves, sacadas de la luenga, y discreta ex-
periencia, y el que yo digo, dice: Iglesia, ó mar, ó casa Real, como si
más claramente dijera. Quien quisiere valer, y ser rico, siga, ó la Iglesia,
ó navegue, ejercitando el arte de la mercancía, ó entre á servir á los Keyes
en sus casas, porque dicen: Más vale migaja de Rey, que merced de se-
ñor. Digo esto, porque querría, y es mi voluntad, que uno de vosotros si-
guiese las letras, y el otro la mercancía, y el otro sirviese al Eey en gue-
rra, pues es dificultoso entrar á servirle en su casa que ya que la guerra no
dé muchas riquezas, suele dar mucho valor, y mucha fama. Dentro de ocho
días os daré toda vuestra parte en dineros, sin defraudaros en un ardite,
como lo veréis por la obra. Decidme ahora, si queréis seguir mi parecer, y
consejo en lo que os he propuesto, y mandándome á mí por ser el mayor,
que respondiese. Después de haberle dicho que no se deshiciese de la ha-
cienda, sino que gastase todo lo que fuese su voluntad, que nosotros éramos
mozos para saber ganarla, vine á concluir, en que cumpliría su gusto, y que
el mío era seguir el ejercicio de las armas, sirviendo en él á Dios, y á mi
Key. El según Jo hermano, hizo los mismos ofrecimientos, y escogió el irse
á las Indias, llevando empleada la hacienda que le cupiese. El menor, y á
lo que yo creo el más discreto, dijo que quería seguir la Iglesia, ó irse á
acabar sus comenzados estudios á Salamanca. Así como acabamos de con-
cordarnos, y escoger nuestros ejercicios, mi padre nos abrazó á todos, y con
la brevedad que dijo, puso por obra cuanto nos había prometido, y dando
á cada uno su parte, que á lo que se me acuerda, fueron cada tres mil du-
cados en dinero, porque un nuestro tío compró toda la hacienda, y la pagó
de contado, porque no saliese del tronco de la casa. En un mismo día nos
despedimos todos tres de nuestro buen padre, y en aquel mismo, parecién-
dome á mí ser inhumanidad, que mi padre quedase viejo, y con tan poca
hacienda, hice con él, que de mis tres mil tomase los dos mil ducados,
porque á mí me bastaba con el resto, para acomodarme, de lo que había
menester un soldado. Mis dos hermanos movidos de mi ejemplo, cada uno
le dio mil ducados. De modo, que á mi padre le quedaron cuatro mil du-
cados en dinero, y más de tres mil, que á lo que parece valía la hacienda
que le cupo, que no quiso vender, sino quedarse con ella en raíces. Digo en
fin, que nos despedimos del, y de aquel nuestro tío que he dicho, no sin
mucho sentimiento, y lágrimas de todos, encargándonos, que les hiciése-
mos saber todas las veces que hubiese comodidad para ello, de nuestros
sucesos, prósperos ó adversos. Prometímoselo, y abranzándonos y echándo-
nos su bendición, el uno tomó el viaje de Salamanca, y el otro de Sevilla,
— 412 —
y yo el de Alicante, donde tuve nuevas que había una nave Genovesa, que
cargaba allí lana para Genova. Este hará veinte y dos años, que salí de caía
de mi padre, y en todos ellos, puesto que he escrito algunas cartas, no he
sabido del, ni de mis hermanos nueva alguna. Y lo que en este discurso de
tiempo he pasado, lo diré brevemente. Embarquéme en Alicante, llegué con
próspero viaje á Genova, fui desde allí á Milán, donde me acomodé de ar-
mas, y de algunas galas de soldado, de donde quise ir á sentar mi plaza al
Piamonte, y estando ya de Camino para Alejandría de la Palla, tuve nue-
vas que el gran Duque de Alba pasaba á Flandes. Mudé propósito, íuíme
con él, servíle en las jornadas que hizo, hálleme en la muerte de los Con-
des de Egmont, y de Horn, alcancé á ser Alférez de un famoso Capitán de
Guadalajara, llamado Diego de ürbina. Y á cabo de algún tiempo que lle-
gué á Flandes, se tuvo nuevas de la liga, que la Santidad del Papa Pío
quinto de felice recordación, había hecho con Venecia, y con España, con-
tra el enemigo común, que es el turco. El cual en aquel mismo tiempo ha-
bía ganado con su armada la famosa isla de Chipre, que estaba debajo del
dominio de Venecianos, pérdida lamentable, y desdichada. Súpose cierto
que venía por General desta liga el serenísimo don Juan de Austria, her-
mano natural de nuestro buen Rey don Felipe. Divulgóse el grandísimo
aparato de guerra que se hacía. Todo lo cual me incitó, y conmovió el áni-
mo, y el deseo de verme en la jornada que se esperaba: y aunque tenía ba-
rruntos, y casi promesas ciertas, de que en \s primera ocasión que se ofre-
ciese, sería promovido á Capitán, lo quise dejar todo, y venirme, como rae
vine á Italia. Y quiso mi buena suerte, que el señor don Juan de Austria
acababa de llegar á Genova, que pasaba á Ñapóles, á juntarse con la arma-
da de Venecia, como después lo hizo en Mecina. Digo en fin, que yo me
hallé en aquella felicísima jornada, ya hecho Capitán de Infantería, á cuyo
honroso cargo me subió mi buena suerte, más q.ie mis merecimientos. Y
aquel día, que fué para la Cristiandad tan dichoso, porque en él se des-
engañó el mundo, y todas las naciones, del error en que estaban, creyendo
que los Turcos eran invencibles por el mar, en aquel día digo, donde que-
dó el orgullo, y soberbia Otomana quebrantada, entre tantos venturosos,
como allí hubo. Porque más ventura tuvieron los Cristianos que allí mu-
rieron, que los que vivos, y vencedores quedaron. Yo sólo fui el desdichado,
pues en cambio de que pudiera esperar, si fuera en los Romanos siglos, al-
guna naval corona, me vi aquella noche, que siguió á tan famoso día, con
cadenas á los pies, y esposas á las manos. Y fué desta suerte, que habiendo
el üchalí Rey de Argel, atrevido, y venturoso corsario, embestido, y rendí-
— 413 —
do la Capitaua de Malta, que solos tres caballeros quedaron vivos en ella, y
estos mal heridos, acudió la Capitana de Juan Andrea á socorrerla en la
cual yo iba con mi compañía, y haciendo lo que debía en ocasión semejan-
te, salté en la galera contraria, la cual desviándose de la que había embes-
tido, estorbó que mis soldados me siguiesen, y así me hallé solo entre mis
enemigos, á quien no pude resistir por ser tantos, en fin me rindi^^ron lleno
de heridas. Y como ya habéis señores oído decir, que el Uchalí se salvó
con toda su escuadra, vine yo á quedar cautivo en su poder, y sólo fui el
triste entre tantos alegres, y el cautivo entre tantos libres, porque fueron
quince mil Cristianos los que aquel día alcanzaron la deseada libertad, que
todos venían al remo de la Turquesca armada. Lleváronme á Constantino-
pla, donde el gran Turco Selín hizo General de la mar á mi amo, porque
había hecho su deber en la batalla, habiendo llevado por muestra de su
valor el Estandarte de la religión de Malta. Hálleme el segundo año, que
fué el de setenta y dos, en Navarino, bogando en la Capitana de los tres
fanales. Vi, y noté la ocasión que allí se perdió, de no coger en el puerto
toda la armada Turquesca. Porque todos los Levantes, y Genízaros, que
en ella venían, tuvieron por cierto, que les habían de embestir dentro del
mismo puerto, y tenían á punt« su ropa, y pasamaques, que son sus zapa-
tos, para huirse luego por tierra, sin esperar ser combatidos: tanto era el
miedo que habían cobrado á nuestra armada. Pero el cielo lo ordenó de
otra manera, no por culpa, ni descuido del General, que á los nuestros
regía, sino por los pecados de la Cristiandad: y porque quiere, y permite
Dios, que tengamos siempre verdugos que nos castiguen. En efecto, el
Uchalí se recogió á Modón, que es una isla que está junto á Navarino, y
echando la gente en tierra, fortificó la boca del puerto, y estúvose quedo,
hasta que el señor don Juan se volvió. En este viaje se tomó la galera, que
se llamaba la Presa, de quien era Capitán un hijo de aquel famoso corsa-
rio Barbarroja: tomóla la Capitana de Ñapóles, llamada la Loba, regida
por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel ventu-
roso, y jamás vencido Capitán don Alvaro de Bazán, Marqués de Santa
Cruz. Y no quiero dejar de decir lo que sucedió en la presa de la Presa.
Era tan cruel el hijo de Barbarroja, y trataba tan mal á sus cautivos, que
así como los que venían al remo vieron que la galera Loba les iba entran-
do, y que los alcanzaba, soltaron todos á un tiempo los remos, y asieron de
su Capitán, que estaba sobro el estanterol, gritando que bogasen «priesa, y
pasándole de banco en banco, de popa á proa, le dieron bocados, que á
poco más que pasó del árbol, ya había pasado su ánima al infierno. Tal
- 4M —
era, como he dicho, la crueldad con que lo3 trataba, y el odio que ellos le
teoian. Volvimos á Constantinopla, y el afio siguiente, que fué el de seten-
ta, y tres, se supo en ella, como el señor don Juan había ganado á Túnez,
y quitando aquel Reino á los Turcos, y puesto en posesión del á Mu ley
Hamet, cortando las esperanzas que de volver á reinar en él tenía Muley
Hamida, el Moro más cruel, y más valiente que tuvo el mundo. Sintió ma-
cho esta pérdida el gran Turco, y usando de la sagacidad que todos los de
su casa tienen, hizo paz con Venecianos, que mucho más que él la desea-
ban: y el año siguiente de setenta y cuatro, acometió á la Goleta, y al fuer-
te, que junto á Túnez había dejado medio levantado el señor don Juan.
En todos estos trances andaba yo al remo, sin esperanza de libertad algu-
na: á lo menos no esperaba tenerla por rescate, porque tenía determinado
de no escribir las nuevas de mi desgracia á mi Padre. Perdióse en fin la
Goleta, perdióse el fuerte, sobre las cuales plazas hubo de soldados
Turcos, pagados, setenta y cinco mil: y de Moros y Alárabes de toda la
África, más de cuatrocientos mil, acompañado este tan gran número de
gente con tantas municiones, y pertrechos de guerra, y con tantos gas-
tadores, que con las manos, y á puñados de tierra pudieran cubrir la
Goleta y el fuerte. Perdióse primero la Goleta, tenida hasta entonces por
inexpugnable, y no se perdió por culpa de sus defensores, los cuales
hicieron en su defensa todo aquello que debían, y podían, sino porque la
experiencia mostró la facilidad con que se podían levantar trincheras en
aquella desierta arena, porque á dos palmos se hallaba agua, y los Turcos
no la hallaron á dos varas: y así con muchos sacos de arena levantaron
las trincheras tan altas, que sobrepujaban las murallas de la fuerza, y ti-
rándoles á caballero, ninguno podía parar, ni asistir á la defensa. Fué
común opinión, que no se habían de encerrar los nuestros en la Goleta,
sino esperar en campaña, al desembarcadero: y los que esto dicen hablan
de lejos, y con poca experiencia de casos semejantes: porque si en la Go-
leta, y en el fuerte apenas había siete mil soldados, cómo podía t^n poco
número (aunque más esforzados fuesen) salir á la campaña, y quedar en
las fuerzas, contra tanto como era el de los enemigos? Y cómo es posible
dejar de perderse fuerza que no es socorrida, y más cuando la cercan ene-
migos muchos, y porfiados, y en su misma tierra. Pero á muchos les pa-
reció, y así me pareció á mí, que fué particular gracia, y merced que el
cielo hizo á España, en permitir que se asolase aquella oficina, y capa de
maldades, y aquella gomia ó esponja, y polilla de la infinidad de dineros
que allí sin provecho se gastaban, sin servir de otra cosa, que de conservar
— 415 -
la memoria de haberla ganado, la felicísima del invictísimo Carlos Quinto,
como si fuera menester para hacerla eterna (como lo es, y será) que aque.
Has piedras la sustentaran? Perdióse también el fuerte, pero íuéronle ga-
nando los Turcos palmo á palmo, porque los soldados que lo defendían
pelearon tan valerosa, y fuertemente, que pasaron de veinte, y cinco mil
enemigos los que mataron en veinte y dos asaltos generales que les dieron.
Ninguno cautivaron sano, de trescientos que quedaron vivos, señal cierta,
y clara de su esfuerzo, y valor, y de lo bien que se habían defendido, y
guardado sus plazas. Rindióse á partido un pequeño fuerte, ó torre que
estaba en mitad del estaño, á cargo de don Juan Zanoguera, caballero Va-
lenciano, y famoso soldado. Cautivaron á don Pedro Puertocarrero, Gene-
ral de la Goleta, el cual hizo cuanto fué posible, por defender su fuerza, y
sintió tanto el haberla perdido, que de pesar murió en el camino de Cons-
tantinopla. donde le llevaban cautivo. Cautivaron asimismo al General del
Fuerte, que se llamaba, Gabrio Cerbellón, caballero Milanés, grande inge-
niero, y valentísimo soldado. Murieron en estas dos fuerzas muclias perso-
nas de cuenta, de las cuales fué una. Pagan de Oria, caballero del hábito
de San Juan, de condición generoso, como lo mostró la suma liberalidad
que usó, con su hermano el famoso Juan Andrea de Oria: y lo que más
hizo lastimosa su muerte, fué haber muerto á manos de unos Alárabes, de
quien se fió viendo ya perdido el Fuerte, que se ofrecieron de llevarle en
hábito de Moro á Tabarca, que es un portezuelo, ó casa que en aquellas
riberas tienen los Genoveses, que se ejercitan en la pesquería del coral, los
cuales Alárabes le cortaron la cabeza, y se la trajeron al General de la
armada Turquesca: el cual cumplió con ellos nuestro refrán Castellano.
Que aunque la traición aplace, el traidor se aborrece: y así se dice, que
mandó el General ahorcar á los que le trajeron el presente, porque no se
le habían traído vivo. Entre los Cristianos que en el Fuerte se perdieron,
fué uno llamado don Pedro de Aguilar natural no sé de qué lugar de An-
dalucía, el cual había sido Alférez en el Fuerte, soldado de mucha cuenta,
y de raro entendimiento: especialmente tenía particular gracia en lo que
llaman Poesía. Dígolo, porque su suerte le trajo á mi galera, y á mi banco,
y á ser esclavo de mi mismo Patrón: y antes que nos partiésemos de aquel
puerto, hizo este caballero dos Sonetos á manera de. epitafios, el uno á la
Goleta, y el otro al Fuerte. Y en verdad que los tengo de decir, porque los
sé de memoria, y creo que antes causarán gusto que pesadumbre. En el
punto que el cautivo nombró á don Pedro de Aguilar, don Fernando miró
á sus camaradas, y todos tres se sonrieron: y cuando llegué á decir de los
— 4'6 —
Sonetos, dijo el uno. Antes que vuestra merced paae adelante, le suplico
me diga, qué se hizo ese don Pedro de Aguilar que ha dicho? Lo que sé
es, respondió el cautivo, que al cabo de dos años que estuvo en Constanti-
nopla, se huyó en traje de Arnaute, con un griego espía, y no s»'- ^i vino en
libertad: puesto que creo que sí, porque de allí á un año vi yo al Griego
en Constantinopla, y no le pude preguntar el suceso de aquel viaje. Pues
no fué, respondió el caballero, porque ese don Pedro es mi hermano, y
está ahora en nuestro lugar, bueno, y rico, casado, y con tres hijos. Gra-
cias sean dadas á Dios, dijo el cautivo, por tantas mercedes como le hizo,
porque no hay en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale á
alcanzar la libertad, perdida. Y más replicó el caballero, que yo sé los So-
netos que mi hermano hizo. Dígalos pues Vuestra merced, dijo el cautivo,
que los sabrá decir mejor que yo. Que me place, respondió el caballero: y
el de la Goleta decía así:
417 —
CAPITULO XL
Donde se prosigue la historia del cautivo.
SONETO
Almas dichosas que del mortal velo
Libres, y exentas, por el bien que obrastes,
Desde la baja tierra os levantastes
A lo más alto, y lo mejor del cielo.
Y ardiendo en ira, y en honroso celo,
De los cuerpos la fuerza ejercitastes
Que en propia y sangre agena colorastes
El mar vecino, y arenoso suelo.
Primero que el valor, faltó la vida
En los cansados brazos, que muriendo
Con ser vencidos llevan la victoria.
Y esta vuestra mortal triste caída.
Entre el muro, y el hierro os va adquiriendo
Fama, que el mundo os da, y el cielo gloria.
Desa misma manera le sé yo, dijo el cautivo. Pues el del Fuerte, si
mal no me acuerdo, dijo el caballero, dice asi.
SONETO
De entre esta tierra estéril, derribada,
Destos torreones por el suelo echados,
Las almas santas de tres mil soldados,
Subieron vivas á mejor morada.
Siendo primero en vano ejercitada
La fuerza de sus brazos esforzados,
Hasta que al fin de pocos, y cansados.
Dieron la vida al filo de la espada.
Y este es el suelo que continuo ha sido
De mil memorias lamentables lleno
En los pasados siglos, y presentes.
Mas no más justas de su duro seno
Habrán al claro cielo almas subido,
Ni aun 1^1 sostuvo cuerpos tan valientes.
27
— 415 —
No parecieron mal los Sonetos, y el cautivo se alegró con las nuevas
que de su camarada le dieron: y prosiguiendo su cuento, dijo: Rendidos
pues la Goleta, y el Fuerte los Turcos dieron orden en desmantelar la Go-
leta, porque el Fuerte quedó tal. que no hubo que poner por tierra: y para
hacerlo con más brevedad, y menos trabajo, la minaron por tres partes,
pero con ninguna se pudo rolar lo que parecía menos fuerte, que eran las
murallas viejas: y todo aquello que había quedado en pie de la fortifica-
ción nueva, que había hecho el Fratín, con mucha facilidad vino á tierra.
En resolución, la armada volvió á Constantinopla, triunfante, y vencedora:
y de allí á pocos meses murió mi amo el Uchalí, al cual llamaban üchalí
Fartax, que quiere decir en lengua Turquesca, el renegado tinoso, por-
que lo era: y es costumbre entre los Turcos, ponerse nombres de alguna
falta que tengan, ó de alguna virtud que en ellos haya. Y esto es, porque
no hay entre ellos, sino cuatro apellidos de linajes, que descienden de la
casa Otomana, y los demás, como tengo dicho, toman nombre, y apellido,
ya de las tachas del cuerpo, y ya de las virtudes del ánimo: y este tinoso
bogó al remo, siendo esclavo del gran señor catorce aflos, y á má.s de los
34 de su edad renegó, de despecho de que un Turco estando al remo, le
dio un bofetón, y por poderse vengar, dejó su fé: y fué tanto su valor, que
sin subir por los torpes medios, y caminos que los más privados del gran
Turco suben, vino á ser Eey de Argel, y después á ser General de la mar,
que es el tercer cargo que hay en aquel señorío. Era Calabrés de nación, y
moralmente fué hombre de bien, y trataba con mucha humanidad á sus
cautivos, que llegó á tener tres mil, los cuales después de su muerte se re-
partieron, como él lo dejó en su testamento, entre el gran señor (que tam-
bién es hijo heredero de cuantos mueren, y entra á la parte con los más
hijos que deja el difunto) y entre sus renegados: y yo cupe á un renegado^
Veneciano, que siendo grumete de una nave, le cautivó el Uchalí, y le qui-
so tanto, que fué uno de los más regalados garzones suyos, y él vino á ser
el más cruel renegado que jamás se ha visto. Llamábase Azanaga, y lleg6
á ser muy rico, y á ser Rey de Argel, con el cual yo vine de Constantino-
pla algo contento, por estar tan cerca de España, no porque pensase escribir
á nadie el desdichado suceso mío, sino por ver si me era más favorable la
suerte en Argel que en Constantinopla, donde ya había probado mil maneras
de huiíme, y ninguna tuvo sazón, ni ventura: y pensaba en Argel buscar otros
medios de alcanzar lo que tanto deseaba, porque jamás me desamparó la
esperanza de tener libertad, y cuando en lo que fabricaba, pensaba, y ponía
por obra, no correspondía el suceso á la intención, luego sin abandonarme,.
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fingía, y buscaba otra esperanza que me sustentase, aunque fuese débil, y
flaca. Con esto entretenía la vida, encerrado en una prisión, ó casa, que los
Turcos llaman baño, donde encierran los cautivos Cristianos, así los que
son del Rey, como de algunos particulares, y los que llaman del Almacén,
que es como decir, cautivos del Concejo, que sirven á la ciudad en las obras
públicas que hace, y en otros oficios: y estos tales cautivos tienen muy di-
ficultosa su libertad, que como son del común, y no tienen amo particular,
no hay con quien tratar su rescate, aunque le tengan. En estos baños, como
tengo dicho, suelen llevar á sus cautivos algunos particulares del pueblo,
principalmente cuando son de rescate, porque allí los tienen holgados, y
seguros, hasta que venga su rescate. También los cautivos del Key, que son
de rescate, no salen al trabajo con la demás chusma, sino es cuando se tar-
da su rescate, que entonces, por hacerles que escriban por él con más ahin-
co les hacen trabajar, y ir por leña con los demás, que es un no pequeño
trabajo. Yo pues era uno de los de rescate, que como se supo que era Ca-
pitán, puesto que dije mi poca posibilidad, y falta de hacienda, no aprove-
chó nada para que no me pusiese en el número de los caballeros, y gente
de rescate. Pusiéronme una cadena más por señal de rescate, que por guar-
darme con ella, y así pasaba la vida en aquel baño con otros muchos ca-
balleros, y gente principal, señalados, y tenidos por de rescate. Y aunque
el hambre, y desnudez pudiera fatigarnos á veces, y aun casi siempre, nin-
guna cosa nos fatigaba tanto, como oir, y ver á cada paso las jamás vistas,
ni oidas crueldades que mi amo usaba con los Cristianos. Cada día ahorca-
ba el suyo, empalaba á éste, desorejaba á aquél, y esto por tan poca ocasión,
y tan sin ella, que los Turcos conocían que lo hacía no más de por hacerlo,
y por ser natural condición suya ser homicida de todo el género humano.
Sólo libró bien con él un soldado Español, llamado tal de Saavedra, el cual
con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por
muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se loman-
do dar, ni le dijo mala palabra: y por la menor cosa de muchas que hizo,
temíamos todos que había de ser empalado, y así lo temió él más de una
vez: y sino fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo
que este soldado hizo, que fuera parte para entreteneros, y admiraros, harto
mejor que con el cuento de mi historia. Digo pues, que encima del patio
de nuestra prisión, caían las ventanas de la casa de un Moro rico, y prin-
cipal, las cuales, como de ordinario son las de los Moros, más eran aguje-
ros que ventanas, y aun éstas ee cubrían con celosías muy espesas, y apre-
tadas. Acaeció pues, que un día estando en un terrado de nuestra prisión,
— 4-0 —
con otros tres compañeros, haciendo pruebas de saltar con las cadenas, per
entretener el tiempo, estando solos, porque todos los demás Cristianos ha-
bían salido á trabajar, alcé acaso los ojos, y vi que por aquellas cerradas
ventanillas que he dicho parecía una caña, y al remate della puesto un lien-
zo atado, y la cafia se estaba blandeando, y moviéndose, casi como si hiciera
señas, que llegásemos á tomarla. Miramos en ello, y uno de los que con-
migo estaban, fué á ponerse debajo de la caña por ver si la soltaban, ó lo
que hacían: pero así como llegó alzaron la cafia, y la movieron á los dos
lados, como si dijeran, no, con la cabeza. Volvióse el Cristiano, y tornáronla
á bajar, y hacer los mismos movimientos que primero. Fué otro de mis
compañeros, y sucedióle lo mismo que al primero. Finalmente fué el ter-
cero, y avínole lo que al primero, y al segundo. Viendo yo esto, no quise
dejar de probar la suerte, y así como llegué á ponerme debajo de la caña,
la dejaron caer, y dio á mis pies dentro del baño: acudí luego á desatar el
lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro del venían diez ziafíiys, que son unas
monedas de oro bajo, que usan los Moros, que cada una vale por diez reales
de los nuestros. Si me holgué con el hallazgo no hay para qué decirlo, pues
fué tanto el contento, como la admiración de pensar de donde podía venir-
nos aquel bien, especialmente á mí, pues las muestras de no haber querido
soltar la cafia sino á mí, claro decían, que á mí se hacía la merced. Tomé
mi buen dinero, quebré la caña, volvíme al terradillo, miré la ventana, y
vi que por ella salía una blanca mano, que la abrían, y cerraban muy aprie-
sa. Con esto entendimos, ó imaginamos, que alguna mujer que en aquella
casa vivía, nos debía de haber hecho aquel beneficio: y en señal de que lo
agradecíamos, hicimos zalemas á uso de Moros, inclinando la cabeza, do-
blando el cuerpo, y poniendo los brazos sobre el pecho. De allí á poco sa-
caron por la misma ventana una pequeña cruz, hecha de cañas, y luego la
volvieron á entrar. Esta señal nos confirmó, en que alguna Cristiana debía
de estar cautiva en aquella casa, y era la que el bien nos hacia: pero la
blancura de la mano y las ajorcas que en ella vimos, nos deshizo este pen-
samiento, puesto que imaginamos, que debía de ser Cristiana renegada, á
quien de ordinario suelen tomar por legítimas mujeres sus mismos amos,
y aun lo tienen á ventura, porque las estiman en más que las de su nación.
En todos nuestros discursos, dimos muy lejos de la verdad del caso, y así
todo nuestro entretenimiento desde allí adelante, era mirar y tener por
norte, á la ventana donde nos había aparecido la estrella de la cafia: pero
bien se pasaron quince días en que no la vimos, ni la mano tampoco, ni
otra señal alguna. Y aunque en este tiempo procuramos con toda solicitud,
121 —
saber quien en aquella casa vivía, y si había en ella alguna Cristiana reen-
gada, jamás hubo quien nos dijese otra cosa, sino que allí vivía un Moro
principal, y rico, llamado Agimorato, Alcaide que había sido de la Pata'
que es oficio entre ellos de mucha calidad. Mas cuando más descuidados es-
tábamos, de que por allí habían de llover más zianiys, vimos á deshora pa-
recer la caña, y otro lienzo en ella, con otro nudo más crecido: y esto fué
á tiempo que estaba el baño como la vez pasada, solo, y sin gente. Hicimos
la acostumbrada prueba, yendo cada uno primero que yo, de los mismos
tres que estábamos, pero á ninguno se rindió la caña sino á mí, porque
en llegando yo la dejaron caer. Desaté el nudo, y hallé cuarenta escudos
de oro Españoles, y un papel escrito en Arábigo, y al cabo de lo escrito
hecha una grande cruz. Besé la cruz, tomé los escudos, volvíme al terrado,
hicimos todos nuestras zalemas, tornó á parecer la mano, hice señas que
leería el papel, cerraron la ventana. Quedamos todos confusos, y alegres
con lo sucedido, y como ninguno de nosotros no entendía el Arábigo, era
grande el deseo que teníamos de entender lo que el papel contenía, y ma-
yor la dificultad de buscar quien lo leyese. En fin yo me determiné de fiar-
me de un renegado, natural de Murcia, que se había dado por grande amigo
mío, y puesto prendas entre los dos, que le obligaban á guardar el secreto
que la encargase: porque suelen algunos renegados, cuando tienen inten-
ción de volverse á tierra de Cristianos, traer consigo algunas firmas de cau-
tivos principales, en que dan lé en la forma que pueden, cómo el tal rene-
gado es hombre de bien, y que siempre ha hecho bien á Cristianos, y que
lleva deseo de huirse en la primera ocasión que se le ofrezca. Algunos hay,
que procuran estas fes con buena intención: otros se sirven dellas, acaso, y
de industria: que viniendo á robar á tierra de Cristianos, si á dicha se pier-
den, ó los cautivan, sacan sus firmas, y dicen, que por aquellos papeles se
verá el propósito con que venían, el cual era de quedarse en tierra de Cris-
tianos, y que por eso venían en corso con los demás Turcos. Con esto se
escapan de aquel primer ímpetu, y se reconcilian con la Iglesia, sin que se
les haga daño, y cuando ven la suya, se vuelven á Berbería á ser lo que
antes eran. Otros liay que usan destos papeles, y los procuran con buen in-
tento, y se quedan en tierra dciCristianos. Pues uno de los renegados que
he dicho, era este amigo, el cual tenía firmas de todos nuestros camaradas,
donde le acreditábamos cuanto era posible: y si los Moros le hallaran estos
papeles, le quemaran vivo. Supe que sabía muy bien Arábigo, y no sola-
mente hablarlo sino escribirlo. Pero antes que del todo me declarase con
él, le dije, que me leyese aquel papel, que acaso me había hallado en un
— 422-
agujero de mi rancho. Abrióle, y estuvo un buen espacio mirándole, y
construyéndole, murmurando entre los dientes. Pregúntele, si lo entendía?
Díjome, que muy bien, y que si quería que me lo declarase palabra por
palabra, que le diese tinta, y pluma, porque mejor lo hiciese. Diraosle lue-
go lo que pedía, y él poco á poco lo fué traduciendo: y en acabando, dijo:
Todo lo que va aquí en Romance sin faltar letra, es lo que contiene est^
papel Morisco: y hase de advertir, que adonde dice. Lela Maritn, quiere
decir, nuestra Señora la Virgen María. Leímos el papel, y decía así.
cCuando yo era niña, tenía mi padre una esclava, la cual en mi lengua
me mostró la Zalá Cristianesca, y me dijo muchas cosas de Lela Manen.
La Cristiana murió, y yo sé que no fué al fuego, sino con Alá, porque des-
pués la vi dos veces, y me dijo, que me fuese á tierra de Cristianos, á ver
á Lela Marien, que me quería mucho. No sé yo cómo vaya, muchos Cris-
tianos he visto por esta ventana, y ninguno me ha parecido caballero, sino
tú. Yo soy muy hermosa, y muchacha, y tengo muchos dineros que llevar
conmigo. Mira tú si puedes hacer cómo nos vamos, y serás allá mi marido,
si quisieres, y sino quisieres, no se me dará nada, que Lela Marien me
dará con quien me case. Yo escribí esto, mira á quién lo das á leer, do te
fies de ningún Moro, porque son todos marjuces. üesto tengo mucha pena,
que quisiera que no te descubrieras á nadie, porque si mi padre lo sabe, me
echará luego en un pozo, y me cubrirá de piedras. En la caña pondré un
hilo, ata allí la respuesta: y sino tienes quien te escriba Arábigo, dímelo
por señas, que Lela Marien hará que te entienda. Ella, y Alá, te guarde, y
esa cruz que yo beso muchas veces, que así me lo mandó la cautiva.»
Mirad, señores, si es razón que las razones deste papel nos admirasen,
y alegrasen, y así lo uno, y lo otro fué de manera, que el renegado enten-
dió, que no acaso se había hallado aquel papel, sino que realmente á algu-
no de nosotros se había escrito, y así nos rogó, que si era verdad lo que
sospechaba, que nos fiásemos del, y se lo dijésemos, que él aventuraría su
vida por nuestra libertad, y diciendo esto, sacó del pecho un crufijo de
metal, y con muchas lágrimas juró por el Dios que aquella imagen repre-
sentaba, en quien él, aunque pecador, y malo, bien, y fielmente creía, de
guardarnos lealtad, y secreto, en todo cuanto quisiésemos descubrirle, por-
que le parecía, y casi adivinaba, que por medio de aquella que aquel papel
había escrito, había él, y todos nosotros de tener libertad, y verse él en lo
que tanto deseaba, que era reducirse al gremio de la santa Iglesia su ma-
dre, de quien como miembro podrido estaba dividido, y apartado por su ig-
norancia y pecado. Con tantas lágrimas, y con muestras de tanto arrepen-
— 423 —
timiento dijo eito el renegado, que todos de un mismo parecer consentimos,
y vinimos en declarar la verdad del caso, y así le dimos cuenta de todo, sin
descubrirle nada. Mostrárnosle la ventanilla por donde parecía la caña, y él
marcó desde allí la casa, y quedó de tener especial, y gran cuidado, de in-
formarse quién en ella vivía. Acordamos asimismo, que sería bien respon-
der al billete de la Mora: y como teníamos quien lo supiese hacer, luego al
momento el renegado escribió las razones que yo le fui notando, que pun-
tualmente fueron las que diré, porque de todos los puntos sustanciales que
en este suceso me acontecieron, ninguno se me ha ido de la memoria, ni
aun se me irá en tanto que tuviere vida. En efecto, lo que á la Mora se le
respondió, fué esto.
«El verdadero Alá te guarde, señora mía, y aquella bendita Marien,
que es la verdadera Madre de Dios, y es la que te ha puesto en corazón,
que te vayas á tierra de Cristianos, porque te quiere bien. Ruégale tú que
se sirva de darte á entender, cómo podrás poner por obra lo que te manda,
que ella es tan buena, que sí hará. De mi parte, y de la de todos estos
Cristianos que están conmigo, te ofrezco de hacer por tí todo lo que pudié-
remos, hasta morir. No dejes de escribirme, y avisarme lo que pensares
hacer, que yo te responderé siempre, que el grande Alá nos ha dado un
Cristiano cautivo, que sabe hablar, y escribir tu lengua, tan bien como lo
verás por este papel. Así que sin tener miedo, nos puedes avisar de todo lo
que quisieres. A lo que dices, que si fueres á tierra de Cristianos, que has
de ser mi mujer, yo te lo prometo, como buen Cristiano: y sabe que los
Cristianos cumplen lo que prometen, mejor que los Moros. Alá y Marien
su Madre sean en tu guarda, señora mía.»
Escrito, y cerrado este papel, aguardé dos días á que estuviese el baño
sólo, como solía, y luego salí al paso acostumbrado del terradillo, por ver
si la caña parecía, que no tardó mucho en asomar. Así como la vi, aunque
no podía ver quién la ponía, mostré el papel, como dando á entender, que
pusiesen el hilo: pero ya venía puesto en la caña, al cual até el papel, y de
allí á poco tornó á parecer nuestra estrella con la blanca bandera de paz
del atadillo, dejándola caer, y álcela yo, y hallé en el paño en toda suer-
te de moneda, de plata, y de oro, más de cincuenta escudos, los cuales cin-
cuenta veces más doblaron nuestro contento, y continuaron la esoeranza
de tener libertad. Aquella misma noche volvió nuotro renegado, y nos
dijo, que había sabido que en aquella casa vivía el misino Moro que á nos-
otros nos habían dicho que se llamaba Agimorato, riiiuísiuio por todo ex-
tremo, el cual tenía una sola hija, heredera de toda su liacienda; y que era
— 424 —
comÚH opinión en toda la ciudad, ser la más hermosa mujer de la Berbe-
ría: y que muchos de los Virreyes que allí venían la habían pedido por
mujer, y que ella nunca se habla querido casar: y que también supo, que
tuvo una Cristiana cautiva, que ya se había muerto. Todo lo cual concer-
taba con lo que venía en el papel. Entramos luego en consejo con el rene-
gado, en qué orden se tendría para sacar á la Mora, y venirnos todos á
tierra de Cristianos: y en fin se acordó por entonces, que esperásemos al
aviso segundo de Zoraida, que así se llamaba la que ahora quiere llamarse
María. Porque bien vimos, que ella, y no otra alguna era la que había de
dar medio á todas aquellas dificultades. Después que quedamos en esto,
dijo el renegado, que no tuviésemos pena, que él perdería la nda, ó nos
pondría en libertad. Cuatro días estuvo el baño con gente, que tué ocasión
que cuatro días tardase en parecer la caña: al cabo de los cuales en la acos-
tumbrada soledad del baño pareció con el lienzo tan preñado, que un feli-
císimo parto prometía. Inclinóse á mí la caña, y el lienzo, hallé en él otro
papel, y cien escudos de oro sin otra moneda alguna. Estaba allí el rene-
gado, dímosle á leer el papel dentro de nuestro rancho, el cual dijo que
así decía.
«Yo no sé, mi señor, cómo dar orden que nos vamos á España, ni Lela
Marien me lo ha dicho, aunque yo se lo he preguntado: lo que se podrá
hacer, es, que yo os daré por esta ventana muchísimos dineros de oro, res-
cataos vos con ellos, y vuestros amigos, y vaya uno en tierra de Cristianos,
y compre allá una barca, y vuelva por los demás, y á mí me hallará en el
jardín de mi padre, que está á la puerta de Babazón, junto á la marina,
donde tengo de «star todo este Verano con mi padre, y con mis criados:
de allí de noche me podréis sacar sin miedo, y llevarme á la barca. Y mira
que has de ser mi marido, porque sino yo pediré á Marien que te castigue.
Si no te fías de nadie, que vaya por la barca, rescátate tú, y ve, que yo sé
que volverás mejor que otro, pues eres caballero, y Cristiano. Procura sa-
ber el jardín, y cuando te pasees por ahí sabré que está sólo el baño, y te
daré mucho dinero. Alá te guarde, señor mío.t
Esto decía, y contenía el segundo papel: lo cual visto por todos, cada
uno se ofreció á querer ser el rescatado, y prometió de ir, y volver con toda
puntualidad, y también yo me ofrecí á lo mismo: á todo lo cual se opuso
el renegado, diciendo, que en ninguna manera consentiría que ninguno sa-
liese de libertad, hasta que fuesen todos juntos, porque la experiencia le
había mostrado, cuan mal cumplían los libres las palabras que daban en
el cautiverio: porque muchas veces habían usado de aquel remedio algunos
— 425 —
principales cautivos rescatando á uno que fuese á Valencia, ó Mallorca con
dineros para poder armar una barca, j volver por los que le habían resca-
tado, y nunca habían vuelto: porque de la libertad alcanzada, y el temor
de no volver á perderla, les borraba de la memoria todas las obligaciones
del mundo. Y en confirmación de la verdad que nos decía, nos contó bre-
vemente un caso que casi en aquella misma sazón había acaecido á unos
caballeros Cristianos, el más extraño que jamás sucedió en aquellas partes,
donde á cada paso suceden cosas de grande espanto, y de admiración. En
efecto él vino á decir, que lo que se podía, y debía hacer, era, que el dine-
ro que se había de dar para rescatar al Cristiano, que se le diese á él, para
comprar allí en Argel una barca, con achaque de hacerse mercader, y tra-
tante en Tetuán, y en aquella costa, y que siendo él señor de la barca fá-
cilmente se daría traza para sacarlos del baño, y embarcarlos á todos.
Cuanto más que si la Mora, como ella decía, daba dineros para rescatarlos
á todos, que estando libres era facilísima cosa aun embarcarse en la mitad
del día: y que la dificultad que se ofrecía mayor, era, que los Moros no
consienten, que renegado alguno compre, ni tenga barca, sino es bajel
grande para ir en corso: porque se temen, que el que compra barca, prin-
cipalmewte si es Español, no la quiere sino para irse atierra de Cristianos:
pero que él facilitaría este inconveniente, con hacer que un Moro Tange-
rino fuese á la parte con él en la compañía de la barca, y en la ganancia
de las mercancías, y con esta sombra él vendría á ser señor de la barca,
con que daba por acabado todo lo demás. Y puesto que á mí, y á mis ca-
maradas nos había parecido mejor lo de enviar por la barca á Mallorca,
omo la Mora decía, no osamos contradecirle, temerosos que si no hacía-
mos lo que él decía, nos había de descubrir, y poner á peligro de perder
las vidas, si descubriese el trato de Zoraida, por cuya vida diéramos todos
las nuestras: y así determinamos de ponernos en las manos de Dios, y en
las del renegado. Y en aquel mismo punto se le respondió á Zoraida, di-
ciéndole que haríamos todo cuanto nos aconsejaba, porque lo había adver-
tido tan bien, como si Lela Marien se lo hubiera dicho, y que en ella sola
estaba dilatar aquel negocio, ó ponerlo luego por obra. Of reámele (1) de
(1) Ofrecimele. Mal interpretado ])or Clemencín, lleva embebida la
duplo expresión que él no alcanzó. Debe leerse: Ofrecíme, y ofrecÜc, con lo
cual el «r/e» ser tampoco sobra.
Sigamos. Otro dia que acaeció ««» estar solo en el harto Dice este mí-
nimo huertano, que acaeció es error por acertó, ó que debe suprimirse la
— 42fj —
Duevo de ser su espuso, y con esto, otro día que acaeció á estar solo el
baño, eii diversas veces con la caña, y el paño, nos dio dos mil escudos de
oro, y un papel donde decía, que el primer Juma, que es el Viernes, se
iba al jardín de ?u padre, y que antes que se fuese nos daría más dinero:
y que si aquello no bastase, que se lo avisásemos, que nos daría cuanto le
pidiésemos, que su padre tenía tantos, que no le echaríam-^s menos, cuanto
más, que ella tenía las llaves de todo. Dimos luego quinientos escudos al
renegado, para comprar la barca: cou ochocientos me rescaté yo, dando el
dinero á un mercader Valenciano, que á la sazón se hallaba en Argel, el
cual me rescató del Rey, tomándome sobre su palabra, diuidola de que con
el primer bajel que viniese de Valencia pagaría mi rescate. Porque si lue-
go diera el dinero, fuera dar sospechas al Rey que había ¡luiclios días que
mi rescate estaba en Argel, y que el mercader por sus granjerias lo había
callado. Finalmente, mi amo era tan caviloso, que en ninguna manera me
atreví á que luego se desembolsase el dinero. El Jueves antes del Viernes,
que la hermosa Zoraida se había de ir al jardín nos dio otros mil escudos,
y nos avisó de su partida: rogándome, que si me rescatase supiese luego el
jardín de su padre, y que en todo caso buscase ocasión de ir allá, y verla.
Bespondíle en breves palabras, que así lo haría, y que tuviese cuidado de
encomendarnos á Lela Marien, con todas aquellas oriici'-'nes que la cautiva
le había enseñado. Hecho esto, dieron orden en qiu* los tres compañeros
nuestros se rescatasen, por facilitar la salida del ban--: y porque viéndome
á mí rescatado, y á ellos no, pues había dinero, u» se alborotasen, y les
persuadiese el diablo que hiciesen alguna cosa en piS-juicio de Zoraida: que
puesto que el ser ellos quien eran, me podía asegurar deste temor, con todo
eso no quise poner el negocio en aventura, y así los hice rescatar por la
misma orden que yo me rescaté, entregando todo A dinero al mercader,
para que con certeza, y seguridad, pudiese hacer la fianza: al cual nunca
descubrimos nuestro trato, y secreto, por el peligro que había.
«(í>. Si se hubiera percatado de que lo que acaeció fué «ó» otro día de es-
tar solo en el baño, se hubiera ahorrado esta mojadura.
Y pues que más adelante enmienda á Cervantes, sustituyendo Morre-
nago (que era el nombre del reneíjadó) ])or el adjetivo que expret?a su con-
dición, rae veo precisado á decir que reniego de su restauración tanto como de
la admiración que sentía por El Manco.
Amexí , amexí á escardar cebollinos! Pronto pedirán para tí la erec-
ción de un monumento.
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CAPITULO XLI
Donde todavía prosigue el cautivo su suceso.
No se pasaron quince días, cuando ya nuestro renegado tenía compra-
da una muy buena barca, capaz de más de treinta personas: y para asegu-
rar su hecho, y darle color, quiso hacer, como hizo, un viaje á un lugar
que se llama Sargel, que está treinta leguas de Argel hacia la parte de
Oran, en el cual hay mucha contratación de higos pasos. Dos, ó tres veces
hizo este viaje en compañía del Tagarino, que había dicho. Tagarino lla-
man en Berbería á los Moros de Aragón: y á los de Granada, Mudejares: y
en el Reino de Fez llaman á los Mudejares, Elches, los cuales son la gente
de quien aquel Rey más se sirve en la guerra. Digo pues, que cada vez
que pasaba con su barca daba fondo en una caleta, que estaba no dos tiros
de ballesta del jardín donde Zoraida esperaba: y allí muy de propósito se
ponía el renegado con los Morillos que bogaban el remo, ó ya á hacer la
cala, ó á como por ensayarse de burlas, á lo que pensaba hacer de veras: y
así se iba al jardín de Zoraida, y le pedía fruta, y su padre se la daba sin
conocerle: y aunque él quisiera hablar á Zoraida, como él después me dijo,
y decirle que él era el que por orden mía la había de llevar á tierra de
Cristianos, que estuviese contenta, y segura, nunca le fué posible, porque
las Moras no se dejan ver de ningún Moro, ni Turco, sino es que su mari-
do, ó su padre se lo manden. De Cristianos cautivos se dejan tratar, y co-
municar, aun más de aquello que sería razonable: y á mí me hubiera pe-
sado que él la hubiera hablado, que quizá la alborotara, viendo que su
negocio andaba en boca de renegados. Pero Dios que lo ordenaba de otra
manera no dio lugar al buen deseo que nuestro renegado tenía: el cual
viendo cuan seguramente iba, y venía á Sargel, y que daba fondo cuando,
y como, y adonde quería, y que el Tagarino su compañero no tenía más vo"
luntad de lo que la suya ordenaba, y que yo estaba ya rescatado, y que solo
faltaba buscar algunos Cristianos que bogasen el remo, me dijo, que mira-
se yo cuales quería traer conmigo fuera de los rescatados, y que los tuviese
hablados para el primer Viernes, donde tenía determinado que fuese nues-
tra partida. Viendo esto hablé á doce españoles, todos valientes hombres
do remo, y de aquellos que más libremente podían salir de la ciudad: y no
— 43H —
filé poco hallar tantos en aquella coyuntura, porque estaban veinte bajeles
en corso, y se habían llevado toda la gente de remo: y éstos no se hallaran,
sino fuera que su anrio se quedó aquel Verano sin ir en corso á acabar una
galeota que tenía en Astillero. A los cuales no les dije otra cosa, sino que
el primer Viernes en la tarde se saliesen uno á uno disimuladamente, y se
fuesen la vuelta del jardín de Agimorato, y que allí me aguardasen hasta
que yo fuese. A cada uno di este aviso de por sí, con orden, que aunque allí
viesen otros Cristianos, no les dijesen, sino que yo les había mandado es-
perar en aquel lugar. Hecha esta diligencia, rae faltaba hacer otra, que era
la que más me convenía, y era la de avisar á Zoraida en el punto que esta
ban los negocios, para que estuviese apercibida, y sobre aviso, que no se
sobresaltase, si de improviso la asaltásemos antes del tiempo que ella po-
día imaginar, que la barca de Cristianos podía volver. Y así determiné de
ir al jardín, y ver si podía hablarla: y con ocasión de cojer algunas yerbas,
un día antes de mi partida fui allá, y la primera persona con quien encon-
tré fué con su padre, el cual me dijo en lengua que en toda la Berbería, y
aun en Constantinopla se halla entre cautivos, y Moros, que ni es Morisca
ni Castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las len-
guas, con la cual todos nos entendemos. Digo pues, que en esta manera de
lenguaje me preguntó, que qué buscaba en aquel su jardín, y de quién era.
Eespondíle, que era esclavo de Arnaute Mamí (y esto porque sabía yo por
muy cierto, que era un grandísimo amigo suyo) y que buscaba de todas
yerbas para hacer ensalada. Preguntóme por el consiguiente, si era hombre
de rescate, ó no, y que cuánto pedía mi amo por mí. Estando en todas es-
tas preguntas, y respuestas, salió de la casa del jardín la bella Zoraida, la
cual ya había mucho que me había visto: y como las Moras en ninguna
manera hacen melindre de mostrarse á los Cristianos, ni tampoco se es-
quivan (como ya he dicho) no se le dio nada de venir adonde su padre con-
migo estaba, antes luego cuando su padre vio que venía, y despacio, la lla-
mó, y mandó que llegase. Demasiada cosa sería decir yo ahora la mucha
hermosura, la gentileza, el gallardo, y rico adorno con que mi querida Zo-
raida se mostró á mis ojos: sólo diré, que más perlas pendía de su hermo-
sísimo cuello, orejas, y cabellos, que cabellos tenía en la cabeza. En las
gargantas de los sus pies, que descubiertas á su usanza traía, traía dos
carcajes (que así se llamaban las manillas, ó ajorcas de los pies, en Moris-
co) de purísimo oro con tantos diamantes engastados, que ella me dijo des-
pués, que su padre los estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las
muñecas de las manos valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad,
— 429 —
y muy buenas, porque la mayor gala, y bizarría de las Moras, es adornar
se de ricas perlas, y aljófar: y así hay más perlas, y aljófar entre Moros,
que entre todas las demás naciones, y el padre de Zoraida tenía fama de
tener muchas, y de las mejores que en Argel había, y de tener asimismo
más de doscientos mil escudos Españoles: de todo lo cual era señora esta
que ahora lo es mía. Si con todo este adorno podía venir entonces hermo-
sa, ó no, por las reliquias que le han quedado en tantos trabajos, se podrá
conjeturar cuál debía de ser en las prosperidades? Porque ya se sabe que la
hermosura de algunas mujeres tiene días, y sazones, y requiere accidentes
para disminuirse, ó acrecentarse: y es natural cosa que las pasiones del
ánimo la levanten, ó bajen, puesto que las más veces la destruyen. Digo
en fin, que entonces llegó en todo extremo aderezada, y en todo extremo
hermosa, ó á lo menos á mí me pareció serlo la más que hasta entonces
había visto: y con esto viendo las obligaciones en que me había putsto, me
parecía que tenía delante de mí una deidad del cielo, venida á la tierra
para mi gusto, y para mi remedio. Así como ella llegó, le dijo su padre en
su lengua, cómo yo era cautivo de su amigo Arnaute Mamí. y que venía á
buscar ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas que
tengo dicho, me preguntó, si era caballero, y qué era la causa que no me
rescataba. Yo le respondí: que ya estaba rescatado, y que en el precio podía
echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mí, mil
y quinientos zoltanís. A lo cual ella respondió. En verdad que si tú fueras
de mi padre, que yo hiciera que no te diera él por otros dos tantos: porque
vosotros Cristianos, siempre mentís en cuanto decís: y os hacéis pobres, por
engañar á los Moros. Bien podía ser eso señora, le respondí, mas en verdad,
que yo la he tratado con mi amo, y la trato, y la trataré con cuantas personas
hay en el mundo. Y cuándo te vas, dijo Zoraida? Mañana creo yo, dije: por-
que está aquí un bajel de Francia, que se hace mañana á la vela, y pienso
irme con él. No es mejor (replicó Zoraida) esperar á que vengan bajeles de
España,y irse con ellos, que no con los de Francia, que no son vuestros ami-
gos? No respondí yo, aunque si como hay nuevas que viene ya un bajel de
España es verdad, todavía yo le aguardaré, puesto que es más cierto el par-
tirme mañana, porque el deseo que tengo de verme en mi tierra, y con las
personas que bien quiero, es tanto, que no me dejará esperar otra comodi-
dad si se tarda, por mejor que sea. Debes de ser sin duda casado en tu tie-
rra, dijo Zoraida, y por eso deseas ir á verte con tu mujer? No soy respon-
dí yo, casado, mas tengo dada la palabra de casarme en llegando allá. Y es
hermosa la dama á quien se la diste, dijo Zoraida? Tan hermosa es, res-
— 430 —
pondí yo, que para encarecerla, y decirte la verdad, te parece á tí mucho.
Desto se rió muy de veras su padre, y dijo: Guala Cristiano, que debe de
ser muy hermosa si se parece á mi hija, que es la más hermosa de todo
este lleino? Si no mírala bien, y verás cómo te digo verdad. Servíanos de
intérprete á las más destas palabras, y razones, el padre de Zoraida como
más ladino, que aunque ella hablaba la bastarda lengua, que como he di-
cho allí se usa, más declaraba su intención por señas, que por palabras.
Estando en estas, y otras muchas razones, llegó un Moro corriendo, y dijo
á grandes voces, y que por las bardas, ó paredes del jardín, habían saltado
cuatro Turcos, y andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba madura.
Sobresaltóse el viejo, y lo mismo hizo Zoraida. Porque es común, y casi
natural, el miedo que los Moros á los Turcos tienen, especialmente á los
soldados, los cuales son tan insolentes, y tienen tanto imperio sobre los
Moros que á ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos
suyos. Digo pues, que dijo su padre á Zoraida: Hija retírate á la casa, y
enciérrate, en tanto que yo voy á hablar á estos canes: y tú Cristiano bus-
ca tus yerbas, y vete en buen hora, y llévete Alá con bien á tu tierra. Yo
me incliné, y él se fué á buscar los Turcos, dejándome solo con Zoraida,
que comenzó á dar muestras de irse donde su padre la había mandado.
Pero apenas él se encubrió con los árboles del jardín, cuando ella volvióse
á mi, llenos los ojos de lágrimas, me dijo: Amexí, Cristiano, amexi, que
quiere decir: Vaste Cristiano, vaste? Yo la respondí: Señora sí, pero no en
ninguna manera sin tí: el primer Juma me aguarda, y no te sobresaltes
cuando nos veas, que sin duda alguna iremos á tierra de Cristianos. Yo le
dije esto de manera, que ella me entendió muy bien á todas las razones
que entrambos pasamos: y echándome un brazo al cuello, con desmayados
pasos comenzó á caminar hacia la casa: y quiso la suerte, que pudiera ser
muy mala, si el cielo no lo ordenara de otra manera, que yendo los dos de
la manera, y postura que os he contado, con un brazo al cuello, su padre
que ya volvía de hacer ir á los Turcos, nos vio de la suerte, y manera que
Íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto, Pero Zoraida advertida,
y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello, antes se llegó más á mi,
y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas, dando cla-
ras señales, y muestras que se desmayaba: y yo asimismo di á entender,
que la sostenía contra mi voluntad. Su padre llegó corriendo adonde está-
bamos, y viendo á su hija de aquella manera le preguntó, que qué tenía:
Pero como ella no le respondiese dijo su padre: Sin duda alguna, que con
el sobresalto de la entrada de estos canes se ha desmayado, y quitándola
- 431 -
del mío, la arrimó á su pecho: y ella dando un suspiro, y aún no enjutos
los ojos de lágrimas, volvió á decir: Amexí Cristiano, ame.xi: Vete Cris-
tiano, vtíte A lo que su padre respondió: No importa hija que el Cristiano
se vaya, que ningún mal te ha hecho, y los Tarcos ya son idos: no te so-
bresalte cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte pesadum.bre: pues
como ya te he dicho, los Turcos á mi ruego se volvieron por donde entra-
ron. Ellos, señor, la sobresaltaron como has dicho, dije yo á su padre: mas-
pues ella dice, que yo me vaya, no la quiero dar pesadumbre, quédate en
paz, y con tu licencia volveré, si fuere menester por yerbas á este jardín,
que según dice mi amo, en ninguno las hay mejores para ensalada, que en él.
Todas las que quisieres podrás volver, respondió Agimorato, que mi hija
no dice esto porque tú, ni ninguno de los Cristianos la enojaban, sino que
por decir que los Turcos se fuesen, dijo que tú te fueses, ó porque ya era
hora que buscases tus yerbas. Con esto me despedí al punto de entrambos,
y ella arrancándosele el alma (al parecer) se fué con su padre. Y yo con
achaque de buscar las yerbas, rodeé muy bien, y á mi placer todo el jar-
dín. Miré bien las entradas, y salidas, y la fortaleza de la casa, y la como-
didad que se podía ofrecer, para facilitar todo nuestro negocio. Hecho
esto, me vine, y di cuenta de cuanto había pasado al renegado, y á mis
compañeros: y ya no veía la hora de verme gozar sin sobresalto del bien
que en la hermosa, y bella Zoraida la suerte me ofrecía. En fin el tiempo
se pasó, y se llegó el día, y plazo de nosotros tan deseado: y siguiendo
todos el orden, y parecer, que con discreta consideración, y largo discurso
muchas veces habíamos dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos.
Porque el Viernes, que se siguió al día que yo con Zoraida hablé eu
el jardín, Morrenayo al anochecer dio fondo con la barca, casi fronte-
ro de donde la hermosísima Zoraida estaba. Ya los Cristianos que liabíau
de bogar el remo, estaban prevenidos, y escondidos por diversas partes de
todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y alborozados, aguar-
dándome, deseosos ya de embestir con el bajel, que á los ojos tenían;
porque ellos no sabían el concierto del Eenegado, sino que pensaban que
á fuerza de brazos habían de haber y ganar la libertad, quitando la vida
á los Moros que dentro de la barca estaban. Sucedió pues, que así como
yo me mostré, y mis compañeros, todos los demás escondidos que nos
vieron, se vinieron llegando á nosotros. Esto era ya á tiempo que la Ciudad
estaba ya cerrada, y por toda aquella campaña ninguna persona parecía.
Como estuvimos juntos, dudamos si seria mejor ir primero por Zoraida^
ó rendir primero á los Moros vagarinos, que bogaban el remo en la bar-
- 432 -
ca. Y estando en esta duda, llegó á nosotros nuestro Renegado, diciendo-
nos, que en qué nos deteníamos, que ya era hora, y que todos sus Moros
estaban descuidados, y los más dcllos durmiendo. Dijimosle en lo que re-
parábamos, y él dijo, que lo que más importaba, era rendir primero el ba-
jel, que se podía hacer con grandísima facilidad, y sin peligro alguno, y que
luego podíamos ir por Zoraida. Pareciónos bien á todos lo que decía, y asi
sin detenernos más, haciendo él la guía llegamos al bajel, y saltando él
dentro primero metió mano á un alfanje, y dijo en Morisco: Ninguno de
vosotros se mueva de aquí, sino quiere que le cueste la vida. Ya á este
tiempo habían entrado dentro casi todos los Cristianos. Los Moros que eran
de poco ánimo, viendo hablar de aquella manera á su Arráez, quedáronse
espantados, y sin ninguno de todos ellos echar mano á las armas, que pocas,
ó casi ninguna tenían, se dejaron, sin hablar alguna palabra, maniatar de
los Cristianos, los cuales con mucha presteza lo hicieron, amenazando á
los Moros, que si alzaban por alguna vía, ó manera la voz, que luego al
punto los pasarían todos á cuchillo. Hecho ya esto, quedándose en guardia
dellos la mitad de los nuestros: los que quedábamos, haciéndonos asimismo
el renegado la guía, fuimos al jardín de Agimorato, y quiso la buena suer-
te, que llegando á abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad, como si ce-
rrada no estuviera, y así con gran quietud, y silencio llegamos á la casa sin
ser sentidos de nadie. Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos á una
ventana, y así como sintió gente, preguntó con voz baja, si éramos Niza-
rani, como si dijera, ó preguntara, si éramos Cristianos? Yo le respondí,
que sí, y que bajase. Cuando ella me conoció, no se detuvo un punto, por-
que sin responderme palabra, bajó en un instante: abrió la puerta, y mos-
tróse á todos tan hermosa, y ricamente vestida, que no lo acierto é enca-
recer. Luego que yo la vi le tomé una mano, y la comencé á besar, y el
renegado hizo lo mismo, y mis dos camaradas: y los demás que el caso no
sabían, hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos, que no parecía «ino
que le dábamos las gracias, y la reconocíamos por señora de nuestra liber-
tad. El renegado le dijo en lengua Morisca, si estaba su padre en el jardín?
Ella respondió que sí, y que dormía. Pues será menester despertarle, re-
plicó el renegado, y llevárnosle con nosotros, y todo aquello que tiene de
valor en este hermoso jardín. No, dijo ella, á mi padre no se ha de tocar
en ningún modo: y en esta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que
es tanto, que bien habrá para que todos quedéis ricos, y contentos: y es-
peraos un poco, y lo veréis. Y diciendo esto, se volvió á entrar, diciendo,
que de muy presto volvería, que nos estuviésemos quedos, sin hacer nin-
- 433 -
gún ruido. Pregiintéle al renegado, lo que con ella había pasado: el cual
me lo contó, á quien yo dije, que en ninguna cosa se había de hacer más
de lo que Zoraida quisiese. La cual ya volvía cargada con un cofrecillo
lleno de escudos de oro, tantos, que apenas lo píJdía sustentar. Quiso la
mala suerte, que su padre despertase en el ínterin, y sintiese el ruido que
andaba en el jardín, y asomándose á la ventana, luego conoció que todos
los que en él estaban eran Cristianos, y dando muchas, grandes, y desafo-
radas voces, comenzó á decir en Arábigo: Cristianos, Cristianos; ladrones,
ladrones: por los cuales gritos nos vimos todos puestos en grandísima, y
temerosa confusión. Pero el renegado viendo el peligro en que estábamos,
y lo mucho que le importaba salir oon aquella empresa, antes de ser sen-
tido, con grandísima presteza subió donde Agimorato estaba: y juntamente
con él fueron algunos de nosotros, que yo no osé desamparar á la Zoraida,
que como desmayada se había dejado caer en mis brazos: en resolución los
que subieron se dieron tan buena maña, que en un momento bajaron con
Agimorato, trayéndole atadas las manos, y puestos un pañizuelo en la boca,
que no le dejaba hablar palabra, amenazándole que el hablarla le había de
costar la vida. Cuando su hija le vio, se cubrió los ojos por no verle, y su
padre quedó espantado, ignorando cuan de su voluntad se había puesto ea
nuestras manos. Mas entonces siendo más necesarios los pies, con diligen-
cia, y presteza nos pusimos en la barca, que ya los que en ella habían que-
dado nos esperaban, temerosos de algún mal suceso nuestro. Apenas serían
dos horas pasadas de la noche cuando ya estábamos todos en la barca, ea
la cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura de las manos, y el pan©
de la boca: pero tornóle á decir el renegado, que no hablase palabra, que
le quitarían la vida: él como vio allí á su hija comenzó á suspirar ternísi-
mamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía abrazada, y que
>ella sin defenderse ni quejarse, ni esquivarse, se estaba queda, pero cen
codo esto callaba, porque no pusiesen en efecto las muchas amenazas que
el Renegado le hacía. Viéndose pues Zoraida ya en la barca, y que quería-
mos dar los remos al agua, y viendo allí á su padre, y á los demás Moros
que atados estaban, le dijo al Renegado, que me dijese le hiciese merced
de soltar á aquellos Moros, y de dar libertad á su padre, porque antes se
arrojaría en la mar que ver delante de sus ojos, y por causa suya llevar
cautivo á un padre q»ie tanto la había querido. El Renegado me lo dijo, y
yo respondí, que era muy contento: pero él respondió, que no convenía, á
causa que si allí los dejaban apellidarían luego la tierra, y alborotarían la
Ciudad, y serían causa, que saliesen á buscarlos con algunas fragatas lige-
28
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ras, y les tomasen la tierra, y la mar, de manera que no pudiésemos esca-
parnos, que lo que se podría hacer, era, darles libertad en llegando á la
primera tierra de Cristianos: en este parecer vinimos todos, y Zoraida, á
quien se le dio cuenta, con las causas que nos movían á no hacer luego lo
que quería, también se satisfizo, y luego con regocijado silencio, y alegre
diligencia cada uno de nuestros valientes remeros tomó su remo, y comen-
zamos, encomendándonos á Dios de todo corazón á navegar la vuelta de
las Islas de Mallorca, que es la tierra de Cristianos más cerca: pero á cau-
sa de soplar uu poco el viento Tramontana, y estar la mar algo picada,
no fué posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos forzoso dejarnos ir
tierra, á tierra la vuelta de Oran, no sin mucha pesadumbre nuestra, por
no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en aquella costa cae no más
que sesenta millas de Argel: y asimismo temíamos encontrar por aquel
paraje alguna galeota de las que de ordinario venían con mercancía de
Tetuán, aunque cada uno por sí, y por todos juntos presumíamos, de %ue
si se encontraba galeota de mercancía, como no fuese de las que andan en
corso, que no sólo no nos perderíamos, mas que tomaríamos bajel donde
con más seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto
que se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos, por no ver á su padre,
y sentía yo que iba llamando á Lela Marien, que nos ayudase. Bien habría-
mos navegado treinta millas, cuando nos amaneció, como tres tiros de
arcabuz desviados de tierra, toda la cual vimos desierta, y sin nadie que
nos descubriese, pero con todo eso nos fuimos á fuerza de brazos entrando
un poco en el mar, que ya estaba algo más sosegado, y habiendo entrado
casi dos leguas, dióse orden que se bogase á cuarteles en tanto que comía-
mos algo, que iba bien proveída la barca, puesto que los que bogaban
dijeron que no era aquel tiempo de tomar reposo alguno, que les diesen de
comer los que no bogaban, que ellos no querían soltar los remos de las
manos en manera alguna. Hízose así, y en esto comenzó á soplar un viento
largo que nos obligó á hacer luego vela, y á dejar el remo, y enderezar á
Oran por no ser posible poder hacer otro viaje: todo se hizo con mu-
cha presteza, y así á Ja vela navegamos por más de ocho millas por
hora, sin llevar otro temor alguno, sino el de encontrar con bajel que de
corso fuese. Dimos de comer á los Moros vagarinos, y el renegado le&
consoló, diciéndoles cómo no iban cautivos, que en la primera ocasión, les
darían libertad: lo mismo se lo dijo al padre de Zoraida, el cual res-
pondió: Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar, y creer de vuestra li-
beralidad, y buen término, ó Cristianos, mas el darme libertad, no me
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tengáis por tan simple, que lo imagine, que nunca os pusisteis vosotros al
peligro (le quitármela para volverla tan liberalmente, especialmente sabien-
do quien soy yo, y el interés que se os puede seguir de dármela, el cual inte-
rés si le queréis poner nombre, desde aquí os ofrezco todo aquello que qui-
siereis por mi, y por esa desdichada hija mía, ó sino por ella sola, que es la
mayor, y la mejor parte de mi alma. En diciendo esto, comenzó á llorar tan
amargamente, que á todos nos movió á compasión, y forzó á Zoraida que le
mirase, la cual viéndole llorar así, se enterneció, que se levantó de mis
pies, y fué á abrazar á su padre, y juntando su rostro con el suyo, comen-
zaron los dos tan tierne llanto, que muchos de los que allí íbamos le acom-
pañamos en él: pero cuando su padre la vio adornada de fiesta, y con tantas
joyas sobre sí, le dijo en su lengua: Qué es esto hija, que ayer al ano-
checer, antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos
vemos, te vi con tus ordinarios, y caseros vestidos, y ahora sin que hayas
tenido tiempo de vestirte, y sin haberte dado alguna nueva alegre de so-
lemnizarla con adornarte, y pulirte te veo compuesta con los mejores ves-
tidos que yo supe, y pude darte, cuando nos fué la ventura más favora-
ble? Respóndeme á esto, que me tiene más suspenso, y admirado, que la
misma desgracia en que me hallo? Todo lo que el Moro decía á su hija,
nos lo declaraba el renegado, y ella no le respondía palabra: pero cuando
él vio á un lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas,
el cual sabía bien, que le había dejado en Argel, y no traídole al jardín,
quedó más confuso, y preguntóle, que cómo aquel cofre había venido á
nuestras manos, y qué era lo que venía dentro? A lo cual el renegado, sin
aguardar que Zoraida le respondiese, le respondió: No te canses señor en
preguntar á Zoraida tu hija tantas cosas, porque con una que yo te respon-
da te satisfaré á todas: y así quiero, que sepas que ella es Cristiana, y es
la que ha sido la lima de nuestras cadenas, y la libertad de nuestro cauti-
verio, ella va aquí de su voluntad tan contenta, á lo que yo imagino, de
verse en este estado, como el que sale de las tinieblas á la luz, de la muer-
te á la vida, y de la pena á la gloria. Es verdad lo que este dice hija, dijo
el Moro? Así es respondió Zoraida. Que en efecto, replicó el viejo, tú eres
Cristiana, y la que ha puesto á su padre en poder de sus enemigos? A lo
cual respondió Zoraida: La que es Cristiana yo soy: pero no la que te ha
puesto en este punto, porque nunca mi deseo se extendió á dejarte, ni á
hacerte mal, sino á hacerme á mí bien. Y qué bien es el que te has hecho
hija? Eso, pregúntaselo tú á Lela Marien, que ella te lo sabrá decir mejor
que yo. Apenas hubo oído esto el Moro, cuando con una increíble presteza
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se arrojó de cabeza al mar, donde sin ninguna duda se ahogara, si el ves-
tido largo, y embarazoso que traía no le entretuviera un poco sobre el agua.
Dio voces Zoraida que le sacasen, y asi acudimos luego todos, y asiéndole
de la almalafa le sacamos medio ahogado, y sin sentido, de que recibió
tanta pena Zoraida, que como si fuera ya muerto hacía sobre él un tierno,
y doloroso llanto. Volvímosle boca abajo, volvió mucha agua: tornó en sí
al cabo de dos horas, en las cuales habiéndose trocado el viento nos convi-
no volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos por no embestir en ella:
mas quiso nuestra buena suerte, que llegamos á una cala que se hace al
lado de un pequeño promontorio, ó cabo, que de los Moros es llamado el
de la Caba Kumia, que en nuestra lengua quiere decir la mala mujer Cris-
tiana, y es tradición entre los Moros, que en aquel lugar está enterrada la
Caba, por quien se perdió España: porque Caba en su lengua, quiere decir
mujer mala, y Rumia Cristiana, y aún tienen por mal agüero llegar allí á
dar fondo, cuando la necesidad les fuerza á ello, porque nunca le dan sin
ella, puesto que para nosotros no fué abrigo de mala mujer, sino puerto
seguro de nuestro remedio, según andaba alterada la mar. Pusimos nues-
tras centinelas en tierra, y no dejamos jamás los remos de la mano: comi-
mos de lo que el renegado había proveído, y rogamos á Dios, y á nuestra
Señora de todo nuestro corazón, que nos ayudase, y favoreciese, para que
felizmente diésemos fin á tan dichoso principio. Dióse orden á suplicación de
Zoraida como echásemos en tierra á su padre, y á todos los demás Moros que
allí atados venían: porque no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus
blandas entrañas, ver delante de sus ojos atado á su padre, y aquellos de
su tierra presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo de la partida, pues
no corría peligro el dejarlos en aquel lugar que era despoblado. No fueron
tan vanas nuestras oraciones que no fuesen oidas del cielo, que en nuestro
favor luego volvió el viento tranquilo el mar, convidándonos á que torná-
semos alegres á proseguir nuestro comenzado viaje. Viendo esto desatamos
á los Moros, y uno á uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se quedarou
admirados: pero llegando á desembarcar al padre de Zoraida, que ya esta-
ba en todo su acuerdo, dijo: Porqué pensáis Cristianos que esta mala hem-
bra huelga de que me deis libertad? Pensáis que es por piedad que de mí
tiene, no por cierto, sino que lo hace por el estorbo que le dará mi presen-
cia, cuando quiera poner en ejecución sus malos deseos, ni penséis que la
ha movido á mudar religión, entender ella que la yuestra á la nuestra se
aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se usa la deshonestidad más
libremente que en la nuestra: y volviéndose á Zoraida, teniéndole yo, y otro
— 437 —
Cristiano de entrambos brazos asido, porque algún desatino no hiciese, le
dijo: O infanie moza, y mal aconsejada muchacha, adonde vas ciega, y des-
atinada en poder destos perros naturales enemigos nuestros. Maldita sea la
hora en que yo te engendré, y malditos sean los regalos, y deleites en que
te he criado. Pero viendo yo que llevaba término de no acabar tan pres-
to, di priesa á ponerle en tierra, y desde allí á voces prosiguió en sus mal-
diciones, y lamentos, rogando á Mahoma rogase i Alá que nos destruyese,
confundiese, y acabase: y cuando por habernos hecho á la vela no pudimos
oir sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse
los cabellos, y arrastrarse por el suelo: mas una vez esforzó la voz de tal
manera que pudimos entender que decía: Vuelve amada hija, vuelve atie-
rra que todo te lo perdono, entrega á esos hombres ese dinero que ya es tuyo,
y vuelve á consolar á este triste padre tuyo, que en esta desierta arena de-
jará la vida si tú le dejas. Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sen-
tía, y lloraba, y no supo decirle, ni responderle palabra, sino: Plega á Alá
padre mío, que Lela Marien, que ha sido la causa de que yo sea Cristiana,
ella te consuele en tu tristeza. Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa
de la que he hecho, y que estos Cristianos no deben nada á mi voluntad,
pues aunque quisiera no venir con ellos, y quedarme en mi casa, me fuera
imposible, según la priesa que me daba mi alma á poner por obra esta que
á mí me parece tan buena, como tú padre amado la juzgas por mala. Esto
dijo á tiempo que ni su padre la oía, ni nosotros ya le veíamos: y así con-
solando yo á Zoraida atendimos todos á nuestro viaje, el cual nos le facili-
taba el propio viento, de tal manera, que bien tuvimos por cierto de ver-
nos otro día al amanecer en las riberas de España: mas como pocas veces,
ó nunca viene el bien puro, y sencillo sin ser acompañado, ó seguido de al-
gún mal que le turbe, ó sobresalte, quiso nuestra ventura, ó quizá las mal-
diciones que el Moro á su hija había echado, que siempre se han de te-
mer de cualquier padre que sean: quiso digo, que estando ya engolfados,
y siendo ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la vela tendida
de alto abajo, frenillados los remos, porque el próspero viento nos quitaba
del trabajo de haberlos menester con la luz de la Luna, que claramente
resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel redondo que con todas las
velas tendidas, llevando uh poco á orza el timón delante de nosotros, atra-
vesaba, y esto tan cerca que nos fué forzoso amainar por no embestirle, y
ellos asimismo hicieron fuerza de timón para darnos lugar que pasásemos:
habíanse puesto á bordo del bajel á preguntarnos quién éramos, y adonde
navegábamos, y de dónde veníamos: pero por preguntarnos esto en lengua
- 43S -
Francesa, dijo nuestro renegado: Ninguno responda, porque estos sin duda
son corsarios Franceses, que hacen á toda ropa: por este advertimiento
ninguno respondió palabra, y habiendo pasado un poco delante, que ya el
bajel quedaba sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillería, y á
lo que parecía ambas venían con cadenas, porque con una cortaron nuestro
árbol por medio, y dieron con él, y con la vela en la mar, y al momento
disparando otra pieza vino á dar la vela en mitad de nuestra barca, de modo
que la abrió toda sin hacer otro mal alguno: pero como nosotros nos vimos
ir á fondo, comenzamos todos á grandes voces á pedir socorro, y á rogar á
los del bajel que nos acogiesen, porque nos anegábamos: amainaron enton-
ces, y echando el esquife, ó barca á la mar, entraron en él hasta doce Fran-
ceses bien armados con sus arcabuces, y cuerdas encendidas, y así llegaron
junto al nuestro, y viendo cuan pocos éramos, y cómo el bajel se hundía nos
recogieron, diciendo, que por haber usado de la descortesía de no respon-
derles nos había sucedido aquello. Nuestro renegado tomó el corre de las
riquezas de Zoraida, y dio con él en la mar, sin que ninguno echase de ver
en lo que hacía: en resolución todos pasamos con los Franceses, los cuales
después de haberse informado de todo aquello que de nosotros saber quisie-
ron, como si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron de todo
cuanto teníamos, y á Zoraida le quitaron hasta los carcajes que traía en los
pies, pero no me daba á mí tanta pesadumbre la que á Zoraida daban, como
me la daba el temor que tenía, de que habían de pasar del quitar de las
riquísimas, y preciosísimas joyas, al quitar de la joya que más valía, y
ella más estimaba, pero los deseos de aquella gente no se extienden á más
que al dinero, y desto jamás se ve harta su codicia, lo cual entonce? llegó
á tanto, que aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaron, si de algún
provecho les fuera: y hubo parecer entre ellos de que á todos nos arrojasen
á la mar envueltos en una vela, porque tenían intención de tratar en algu-
nos puertos de España, con nombre de que eran Bretones, y si nos lleva-
ban vivos serían castigados siendo descubierto su hurto, mas el Capitán
que era el que había despojado á mi querida Zoraida, dijo que él se con-
tentaba con la presa que tenía, y que no quería tocar en ningún puerto de
España, sino irse luego á camino, y pasar el estrecho de Gibraltar de no-
che, ó como pudiese, hasta la Rochela de donde había salido, y así toma-
ron por acuerdo de darnos el esquife de su navio, y todo lo necesario, para
la corta navegación que nos quedaba, como lo hicieron otro día, ya á vista
de tierra de España, con la cual vista, y alegría, todas nuestras pesadum-
bres, y pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si propiamente no
— 439 —
liubieran pasado por nosotros, tanto es el gusto de alcanzar la libertad per-
dida. Cerca de medio día podría ser, cuando nos echaron en la barca, dán-
donos dos barriles de agua, y algún bizcocho, y el Capitán movido no sé
de qué misericordia al embarcarse la hermosísima Zoraida le dio hasta
cuarenta escudos de oro, y no consintió que le quitasen sus soldados estos
mismos vestidos, que ahora tiene puestos. Entramos en el bajel, dímosles
las gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos más agradecidos que
quejosos: ellos se hicieron á lo largo siguiendo la derrota del estrecho, nos-
otros sin mirar á otro Norte, que á la tierra que se nos mostraba delante
nos dimos tanta priesa á bogar, que al poner del Sol estábamos tan cerca
que bien pudiéramos á nuestro parecer llegar antes que fuera muy noche
pero por no parecer en aquella noche la Luna, y el cielo mostrarse oscuro
y por ignorar el paraje en que estábamos, nos pareció cosa segura embes
tir en tierra, como á muchos de nosotros les parecía, diciendo, que diese
mos en ella, aunque fuese en unas peñas, y lejos de poblado, porque así
aseguraríamos el temor que de razón se debía tener, que por allí anduvie-
sen bajeles de corsarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería, y
amanecen en las Costas de España, y hacen de ordinario presa, y se vuel-
ven á dormir á sus casas: pero de los contrarios pareceres, el que se tomó
fué, que nos llegásemos poco á poco, y que si el sosiego del mar lo conce-
diese, desembarcásemos donde pudiésemos. Hízose así, y poco antes de la
media noche sería, cuando llegamos al pie de una disformísima, y alta
montaña, no tan junto al mar, que no concediese un poco de espacio, para
poder desembarcar cómodamente, embestimos en la arena, salimos todos á
tierra, y besamos el suelo, y con lágrimas de alegrísimo contento, dimos
todos gracias á Dios Señor nuestro, por el bien tan mcomparable, que nos
había hecho en nuestro viaje: sacamos de la barca los bastimentos que
tenía, tirámosla en tierra, y subimos un grandísimo trecho en la montaña,
porque aun allí estábamos y aun no podíamos asegurar el pecho, ni acabá-
bamos de creer que era tierra de Cristianos la que ya nos sostenía. Ama-
neció más tarde, á mi parecer, de lo que quisiéramos: acabamos de subir
toda la montaña por ver si desde allí algún poblado se descubría, ó algu-
nas cabanas de pastores, pero aunque más tendimos la vista, ni poblado ni
persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo esto determinamos de
entrarnos la tierra adentro: pues no podría ser menos, sino que presto des-
cubriésemos quien nos diese noticia della: pero lo que á mí más me fati-
gaba, era el ver ir á pie á Zoraida per aquellas asperezas, que puesto que
alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba á ella mi cansan-
- 440 —
cío, que la reposaba mi reposo, y así nunca más quiso que yo aquel tra-
bajo tomase: y con mucha paciencia, y muestras de alegría llevándola yo
siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber
andado, cuando llegó á nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal
clara que por allí cerca había ganado, y mirando todos con atención si
alguno se aparecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, qu©
con grande reposo, y descuido estaba labrando un palo con un cuchilllo,
dimos voces, y él alzando la cabeza se puso ligeramente en pie, y á lo que
después supimos, los primeros que á la vista se le ofrecieron, fueron el
Kenegado, y Zoraida, y como él los vio en hábito de Moros, pensó que
todos los de la Berbería estaban sobre él, y metiéndose con extraña lige-
reza por el bosque adelante comenzó á dar los mayores gritos del mundo,
diciendo: Moros, Moros hay en la tierra: Moros, Moros, arma, arma. Con
estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos, pero
considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que
la caballería de la costa había de venir luego á ver lo que era, acordamos
que el renegado se desnudase las ropas de Turco, y se vistiese un gile-
co (1) ó casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se
quedó en camisa, y así encomendándonos á Dios fuimos por el mismo
camino, que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había
de dar sobre nosotros la caballería de la costa, y no nos engañó nuestro
pensamiento, porque aún no habrían pasado dos horas, cuando habiendo
ya salido de aquellas malezas á un llano descubrimos hasta cincuenta
caballeros, que con gran ligereza corriendo á media rienda á nosotros se
Tenían; y así como los vimos nos estuvimos quedos aguardándolos, pero
como ellos llegaron, y vieron, en lugar de los Moros que buscaban, tanto
pobre Cristiano, quedaron confusos, y uno dellos nos preguntó si éramos
nosotros acaso la ocasión, porque un pastor había apellidado arma: Sí, dije
yo, y queriendo comenzar á decirle mi suceso, y de dónde veníamos, y
quién éramos: uno de los Cristianos que con nosotros venían conoció al
jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo sin dejarme á mí decir más
palabra: Gracias sean dadas á Dios, señores, que á tan buena parte nos ha
conducido, porque si yo no me engaño, la tierra que pisamos es la de Vé-
lez-Málaga, si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de la me-
moria el acordarme, que vos señor, que nos preguntáis quién somos, sois
Pedro de Bustamante tío mío: apenas hubo dicho esto el Cristiano cautivo,
(1) Chaleco.
- 441 —
cnando el jinete se arrojó del caballo, y vino á abrazar al mozo diciéndole:
Sobrino de mi alma, y de mi vida, ya te conozco, y ya te he llorado por
muerto, yo, y mi hermana tu madre, y todos los tuyos, que aún viven: y
Dios ha sido servido de darles vida, para que gocen el placer de verte: ya
sabíamos que estabas en Argel, y por las señales, y muestras de tus vesti-
dos, y la de todos los desta compañía comprendo que habéis tenido mila-
grosa libertad. Asi es respondió el mozo, y tiempo nos quedará para con-
tároslo todo. Luego que los ginetes entendieron que éramos Cristianos
cautivos, se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo,
para llevarnos á la Ciudad de Vélez-Málaga, que legua, y media de allí es-
taba, algunos dellos volvieron á llevar la barca á la Ciudad, diciéndoles
dónde la habíamos dejado: otros nos subieron á las ancas: y Zoraida fué en
las del caballo del tío del Cristiano. Saliónos á recibir todo el pueblo, que
ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida.
No se admiraban de ver cautivos libres, ni Moros cautivos, porque toda
la gente de aquella costa está hecha á ver los unos, y á los otros, pero
admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante, y
sazón estaba en su punto, así con el cansacio del camino, como con la
alegría de verse ya en tierra de Cristianos, sin sobresalto de perderse, y
esto le había sacado al rostro tales colores, que sino es que la afición
entonces me engañaba, osara decir, que más hermosa criatura no había
en el mundo, á lo menos, que yo la hubiese visto. Fuimos derechos á la
Iglesia á dar gracias á Dios por la merced recibida, y así como en ella
entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían á los de Lela
Marien: dijímosle que eran imágenes suyas, y como mejor se pudo le dio
el renegado á entender lo que significaban, para que ella las adorase,
como si verdaderamente fueran cada una, de ellas la misma Lela Marien,
que la había hablado: ella que tiene buen entendimiento, y un natural
fácil, y claro entendió luego, cuanto acerca de las imágenes se le dijo.
Desde allí nos llevaron, y repartieron á todos en diferentes casas del pue-
blo, pero al Eenegado, Zoraida, y á mi nos llevó el Cristiano que vino
con nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomoda-
dos de los bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto amor, como á su
mismo hijo. Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el Eene-
gado hecha su información de cuanto le convenía, se fué á la Ciudad de
Granada á reducirse por medio de la santa Inquisición, al gremio santísi-
mo de la Iglesia, los demás Cristianos libertados se fueron cada uno donde
mejor le pareció, solos quedamos Zoraida, y yo con solos los escudos que
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la cortesía del Francés le dio á Zoraida, de los cuales compré este animal
en que ella viene, y sirviéndola yo hasta ahora de padre, y escudero, y ne
de esposo, vamos con intención de ver si mi padre es vivo, 6 si alguno de
mis hermanos ha tenido más próspera ventura, que la mia. Puesto que
por haberme kecho el cielo, compañero de Zoraida, me parece, que nin-
guna otra suerte me pudiera venir, por buena que fuera, que más la esti-
mara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades, que la po-
breza trac consigo, y el deseo que muestra tener, de verse ya Cristiana, es
tanto, y tal, que me admira, y me mueve á servirla todo el tiempo de mi
vida. Puesto que el gusto que tengo de verme suyo, y de que ella sea mía,
me le turba, y deshace, no saber si hallaré en mi tii^rra algún rincón don-
de recogerla, y si habrán hecho el tiempo, y la muerte, tal mudanza en la
hacienda, y vida de mi padre, y hermanos, que apenas halle quien me
conozca, si ellos faltan. No tengo más señores que deciros de mi historia.
La cual si es agradable, y peregrina, júzguenlo vuestros buenos entendi-
mientos, que de mí sé decir, que quisiera haberlos contado más breve-
mente, puesto que el temor de enfadaros, más de cuatro circunstancias me
ha quitado de la lengua.
443 —
CAPITULO XLII
Que trata de lo que más sucedió en la venta, y de
otras muchas cosas dignas de saberse.
Calló en diciendo esto el cautivo, á quien don Fernando dijo: Por cier-
to señor Capitán, el modo con que habéis contado este extraño suceso, ha
sido tal, que iguala á la novedad, y extrañeza del mismo caso. Todo es pe-
regrino, y raro, y lleno de accidentes, que maravillan, y suspenden, á quien
los oye. Y es de tal manera el gusto que hemos recibido, en escucharle,
que aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el mismo cuen-
to, holgáramos que de nuevo se comenzara. Y en diciendo esto, don Anto-
nio, (1) y todos ios demás se le ofrecieron, con todo lo á ellos posible, para
servirle, con palabras, y razones tan amorosas, y tan verdaderas, que el
Capitán se tuvo por bien satisfecho de sus voluntades. Especialmente le
ofreció don Fernando, que si quería volverse con él, que él haría que el
Marqués su hermano fuese padrino del Bautismo de Zoraida, y que él
por su parte le acomodaría de m.anera, que pudiese entrar en su tierra, con
la autoridad, y acomodamiento, que á su persona se debía. Todo lo agrade-
ció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso aceptar ninguno de sus li-
berales ofrecimientos. En esto llegaba ya la noche, y al cerrar della llegó
á la venta un coche con algunos hombres de á caballo: pidieron posada, á
quien la ventera respondió, que no había en toda la venta un palmo des-
ocupado. Pues aunque eso sea, dijo uno de los de á caballo, que habían en-
trado, no ha de faltar para el señor Oidor, que aquí viene. A este nombre
(1) «íZon Antonio». Dice Clemencín que la Academia lo corrigió. Pues
hizo muy mal, porque al igual que en Dorotea {Teodora), su primera lec-
ción es... que no se llamaba ni una cosa ni otra; aunque no exista serio
motivo para conceder que alguno de los personajes se llamase así, no ha
lugar á tan arbitraria modificación, y más, cuando pasan en silencio que
á continuación habla de el Marqués su hermano.
Ahora bien; como el error es intencional, y su aclaración no correspon-
de á este estudio (limitado á la andadura Cervantina), en otro se demos-
trará que los archiveros aquellos, de que tanta mención se hace en esta
mínima historia, no necesitan comer rabos de pasas.
De todo lo cual se infiere, que don Fernando no era Duque; que Ri-
cardo podía serlo y, por último, que su hermano bien pudo ser Marqués.
— 444 —
se turbó la huéspeda, y dijo: Señor lo que en ello hay, es, que no tengo
camas, si es que su merced del señor Oidor la trae, que si debe de traer,
entre en buen hora, que yo, y mi marido nos saldremos de nuestro aposen-
to, por acomodar á su merced. Sea en buen hora, dijo el escudero: pero á
este tiempo ya habia salido del coche un hombre, que en el traje mostró
luego el oticio, y cargo que tenia, porque la ropa luenga, con las mangas
arrocadas, que vestia, mostraron ser Oidor, como su criado había dicho.
Traia de la mano una doncella, al parecer de hasta diez, y seis años, ves-
tida de camino, tan bizarra, tan hermosa, y tan gallarda, que á todos puso
en admiración su vista. De suerte, que á no haber visto á Dorotea, y á Lus-
cinda, y á Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra tal hermo-
sura, como la desta doncella, difícilmente pudiera hallarse. Hallóse don
Quixote al entrar del Oidor, y de la doncella, y asi como le rió, dijo: Segu-
ramente puede vuestra merced entrar, y espaciarse en este castillo, que
aunque es estrecho, y mal acomodado, no hay estrecheza, ni incomodidad
en el mundo, que no dé lugar á las armas, y á las letras, y más si las ar-
mas, y letras, traen por guía, y adalid á la hermosura, como la traen las
letras de vuestra merced, ea esta hermosa doncella, á quien deben no sólo
abrirse, y manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos, y dividirse, y
abajarse las montañas, para darle acogida. Entre vuestra merced, digo, en
este paraíso, que aquí hallará estrellas, y soles, que acompañen el cielo,
que vuestra merced trae consigo. Aquí hallará las armas en su punto, y la
hermosura en su extremo. Admirado quedó el Oidor del razonamiento de
don Quixote, á quien se puso á mirar muy de propósito. Y no menos le
admiraba su talle, que sus palabras, y sin hallar ningunas con que respon-
derle, se tornó á admirar de nuevo, cuando vio delante de si á Luscinda,
Dorotea, y á Zoraida, que á las nuevas de los nuevos huéspedes, y á las
que la ventera les había dado de la hermosura de la doncella, habían veni-
do á verla, y á recibirla. Pero don Fernando, Cardenio, y el Cura, le hicieron
más llenos, y más cortesanos ofrecimientos. En efecto, el señor Oidor entró
confuso, y asi de lo que veía, como de lo que escuchaba, y las hermosas de
la venta dieron la bien Ihgada á la hermosa doncella. (1) En resolución,
(1) las hermosas de la Ve7üa dieron la « hie7i llegada* á la hermosa doncella.
¡Ya hemos llegado! La analogía que le asignan los críticos con bienve-
nida, excusa emplear linces para escudriñar su sentido; y á costa de tan
pequeño artificio, oculta el nombre de la « Venta de la Bienvenida*, que se
en cuentra en el centro del Valle de Alcudia.
Existe una Ermita, para decir misa á los pastores, en determinados
— 445 —
bien echó de ver el Oidor, que era gente principal toda la que allí estaba.
Pero el talle, visaje, y la apostura de don Quixote, le desatinaba, y habiendo
pasado entre todos corteses ofrecimientos, y tanteado la comodidad de la
venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado, que todas las mujeres se
entrasen en el camaranchón ya referido, y que los hombres se quedasen
fuera, como en su guarda. Y así fué contento el Oidor, que su hija, que era
la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que ella hizo de muy buena
gana. Y con parte de la estrecha cama del ventero, y con la mitad de la que
el Oidor traía, se acomodaron aquella noche mejor de lo que pensaban. El
cautivo, que desde el punto que vio al Oidor, le dio saltos el corazón, y ba-
rruntos, de que aquél era su hermano, preguntó á uno de los criados, que
con él venían, que cómo se llamaba, y si sabía de qué tierra era? El criado
le respondió, que se llamaba, el Licenciado Juan Pérez de Viedma, y que
había oido decir, que era de un lugar de las Montañas de León. Con esta
relación, y con la que él había visto, se acabó de confirmar, de que aquél
era su hermano, que había seguido las letras por consejo de su padre. Y
alborotado y rentento, (1) llamando aparte á don Fernando, á Cárdenlo y al
Cura, les contó lo que pasaba, certificándoles, que aquel Oidor era su her-
mano. Habíale dicho también el criado, cómo iba proveído por Oidor á las
Indias, en la Audiencia de Méjico. Supo también, cómo aquella doncella era
días del año; hay algunas casas más, para los guardas de los Quintos cu-
yos límites convergen allí; y en otra habita el Alcalde del Valle, pedáneo
de Almodóvar del Campo, que al propio tiempo es Ventero.
Esta es la que en su novela «Rinconete y Cortadillo» nombra Venta
del Alcalde.
(En el cap. II de la Segunda parte, como no ha de menester guardar
secreto... Sancho estuvo á dar la «bienvenidas al Bachiller).
(1) * ALBOROTADO Y RENTENTO».
Así las escribió Cervantes, pero — otros que probablemente sabrían más
que él — las han sustituido por «alborozado y contento^, y á raí entender
resulta una preciosidad este cambio. ¿Quién tendrá razón? Sin discusión,
Cervantes.
Dice el Diccionario: Alborotado. El que por mucha viveza obra sin
rañejiíón.^^ Alborozado. El que siente alegría, satisfacción y regocijo gran-
áe.^=^Rentento. No tiene acepción.
Dice Hamete que el cautivo experimentó una impresión tan grande
al hallarse frente á fronte de su hermano, que todo alborotado, es decir,
aturdido por tan inopinada sorpresa; más claro: que se le subió la sangre á la
cabeza, estuvo retentado de darse á conocer, y para dar tiempo á que se
serenase y explorar el ánimo del Oidor, el Cura acudió á retenerle oculto
en la habitación inmediata.
Rentento, es una forma libre regional.
— 44
SU hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él habla quedado muy
rico con el dote, que con l,a hija se le quedó en casa. Pidióles con^í-jo, qué
modo tendría para descubrirse, ó para conocer primero, si después de dea-
cubierto, su hermano por verle pobre se afrentaría, ó le recibiría con bue-
nas entrañas. Déjeseme á mí el hacer esa experiencia, dijo el Cura, cuanto
más que no hay pensar, sino que vos señor Capitán seréis muy bien reci-
bido, porque el valor, y prudencia, que en su buen parecer descubre vues-
tro hermano, no da indicios de ser arrogante, ni desconocido, ni que no ha
de saber poner los casos de la fortuna en su punto. Con todo eso, dijo el
Capitán, yo querría no de improviso, sino por rodeos, dármele á conocer.
Ya os digo respondió el Cura, que yo lo trazaré de modo, que todos que-
demos satisfechos. Ya en esto estaba aderezada la cena, y todos se senta-
ron á la mesa, excepto el cautivo, y las señoras, que cenaron de por si en
su aposento. En la mitad de la cena, dijo el Cura: Del mismo nombre de
vuestra merced, señor Oidor, tuve yo un camarada en Constantinopla, don-
de estuve cautivo algunos años. El cual camarada, era uno de los valientes
soldados, y Capitanes, que había en toda la infantería Española. Pero tanto
cuanto tenía de esforzado, y valeroso, tenía de desdichado. Y cómo se lla-
maba ese Capitán señor mío, preguntó el Oidor? Llamábase, respondió el
Cura, Kuypércz de Viedma, y era natural de un lugar de las Montañas de
León. El cual me contó un caso, que á su padre con sus hermanos le había
sucedido, que á no contármelo un hombre tan verdadero como ól, lo tuvie-
ra por conseja, de aquellas que las viejas cuentan el invierno al fuego. Por-
que me dijo, que su padre había dividido su hacienda entre tres hijos que
tenía, y les había dado ciertos consejos, mejores que los de Catón. Y sé yo
decir, que el que él escogió, de venir á la guerra, le había sucedido tam-
bién, que en pocos años por su valor, y esfuerzo, sin otro brazo que el de
su mucha virtud, subió á ser Capitán de infantería, y á verse en camino, y
predicamento, de ser presto maestre de Campo. Pero fuéle la fortuna con-
traria, pues donde la pudiera esperar, y tener buena, allí la perdió, con per-
der la libertad, en la felicísima jornada, donde tantos la cobraron, que fué
en la batalla de Lepauto. Yo la perdí en la Goleta, y después por diferen-
tes sucesos nos hallamos camaradas en Constantinopla. Desde allí vino á
Argel, donde sé que le sucedió uno de los más extraños casos, que en el
mundo han sucedido. De aquí fué prosiguiendo el Cura, y con brevedad
sucinta contó lo que con Zoraida á su hermano había sucedido. A todo lo
cual estaba tan atento el Oidor, que ninguna vez había sido tan oidor como
entonces. Sólo llegó el Cura al punto, de cuando los Franceses despojaron
— 447 —
á los Cristianos que en la barca venían, y la pobreza, y necesidad en que
su camarada, y la hermosa Mora había quedado. De los cuales, no había
sabido en qué habían parado, ni si habían llegado á España, ó Uevádolos
los Franceses á Francia. Todo lo que el Cura decía, estaba escuchando algo
de allí desviado el Capitán, y notaba todos los movimientos que su herma-
no hacía. El cual, viendo que ya el Cura había llegado al fin de su cuento,
dando un grande suspiro, y llenándosele los ojos de agua, dijo: O señor, si
supieseis las nuevas que me habéis contado, y cómo me tocan tan en par-
te, que me es forzoso dar muestras dello con estas lágrimas, que contra
toda mi discreción, y recato, me salen por los ojos. Ese Capitán tan vale-
roso que decís, es mi mayor hermano, el cual como más fuerte, y de más
altos pensamientos, que yo, ni otro hermano menor mío, escogió el honro-
so, y digno ejercicio de la guerra. Que fué uno de los tres caminos, que
nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestro camarada en la conseja,
que á vuestro parecer le oísteis. Yo seguí el de las letras, en las cuales,
Dios, y mi diligencia, me han puesto en el grado que me veis. Mi menor
hermano, está en el Perú tan rico, que con lo que ha enviado á mi padre
y á mí, ha satisfecho bien la parte que él se llevó. Y aun dado á las manos
de mi padre, con que poder hartar su liberalidad natural. Y yo asimismo
he podido con más decencia, y autoridad tratarme de mis estudios, y lle-
gar al puesto en que me veo. Vive aún mi padre muriendo, con el deseo de
saber de su hijo mayor, y pide á Dios con continuas oraciones, no cierre la
muerte sus ojos, hasta que él vea con vida á los de su hijo. Del cual me
maravillo, siendo tan discreto, cómo en tantos trabajos, y aflicciones, ó
prósperos sucesos, se haya descuidado de dar noticia de si á su padre, que
si él lo supiera, ó alguno de nosotros, no tuviera necesidad de aguardar al
milagro de la caña, para alcanzar su rescate. Pero de lo que yo ahora me
temo es, de pensar si aquellos Franceses le habrán dado libertad, ó le ha-
brán muerto, para encubrir su hurto. Esto todo será, que yo prosiga mi
viaje, no con aquel contento con que le comencé, sino con toda melancolía,
y tristeza. O buen hermano mío, y quién supiera ahora dónde estás, que
yo te fuera á buscar, y á librar de tus trabajos, aunque fuera á costa de los
míos. O quién llevara nuevas á nuestro viejo padre, de ^ue tenías vida, aun-
que estuvieras en las mazmorras más escondidas de Berbería, que de allí
te sacaran sus riquezas, las de mi hermano, y las mías. O Zoraida hermosa
y liberal, quién pudiera pagar el bien que á un hermano hiciste, quién pu-
diera hallarse al renacer de tu alma, y á las bodas, que tanto gusto á todos
DOS dieran. Estas, y otras semejantes palabras decía el Oidor, lleno de tanta
- 44H -
compasión, con las nuevas que de su hernaano le habían dado, que todos
los que le oían, le acompañaban, en dar muestras del sentimiento, que te-
nían de su lástima. Viendo pues el Cura, que tan bien había salido con su
intención, y con lo que deseaba el Capitán, no quiso tenerlos á todos más
tiempo tristes, y así se levantó de la mesa, y entrando donde estaba Zorai-
da, la tomó por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea, y la
hija del Oidor. Estaba esperando el Capitán á ver lo que el Cura quería
hacer, que fué, que tomándole á él, asimismo de la otro mano, con entram-
bos á dos, se fué donde el Oidor, y los demás caballeros estaban, y dijo:
Cesen señor Oidor vuestras lágrimas, y cólmese vuestro deseo, de todo el
bien que acertare á desearse, pues tenéis delante á vuestro buen hermano,
y á vuestra buena cuñada: éste que aquí veis, es el Capitán Viedma, yésta
la hermosa Mora, que tanto bien le hizo. Los Franceses que os dije, los pu-
sieron en la estrecheza que veis, para que vos mostréis la liberalidad de
vuestro buen pecho. Acudió el Capitán á abrazar á su hermano, y él le
puso las manos en los pechos, por mirarle algo más apartado: mas cuando
le acabó de conocer, le abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas
lágrimas de contento, que los más de los que presentes estaban, le hubie-
ron de acompañar en ellas. Las palabras que entrambos hermanos se dije-
ron, los sentimientos que mostraron, apenas creo que pueden pensarse,
cuanto más escribirse. Allí en breves razones, se dieron cuenta de sus su-
cesos, allí mostraron puesta en su punto, la buena amistad de dos herma-
nos, allí abrazó el Oidor á Zoraida, allí la ofreció su hacienda, allí hizo
que la abrazase su hija, allí la Cristiana hermosa, y la Mora hermosísima
renovaron las lágrimas de todos. Allí don Quixote estaba atento, sin ha-
blar palabra, considerando estos tan extraños sucesos, atribuyéndolos to-
dos á quimeras de la andante caballería. Allí concertaron, que el Capitán,
y Zoraida, se volviesen con su hermano á Sevilla, y avisasen á su padre de
su hallazgo, y libertad. Para que como pudiese, viniese á hallarse en las
bodas, y bautismo de Zoraida, por no serle al Oidor posible, dejar el
camino que llevaba á causa de tener nuevas, que de allí á un raes partía
la flota de Sevilla á la Nueva España, y fuérale de grande incomodidad
perder el viaje. Efl resolución, todos quedaron contentos, y alegres del
buen suceso del cautivo, y como ya la noche iba casi en las dos partes de
su jornada, acordaron de recojerse, y reposar lo que de ella les quedaba.
Don Quixote se ofreció á hacer la guardia del castillo, porque de algún
Gigante, ó otro mal andante follón, no fuesen acometidos, codiciosos del
gran tesoro de hermosura, que en aquel castillo se encerraba. Agradeció-
— 449 -
ronselo los que le conocían, y dieron al Oidor cuenta del humor extraño
de don Quixote, de que no poco gusto recibió. Sólo Sancho Panza se des-
esperaba, con la tardanza del recogimiento, y sólo él se acomodó mejor
que todos, echándose sobre los aparejos de su jumento, que le costaron
tan caros, como adelante se dirá. Recogidas pues las damas eu su estan-
cia, y los demás acomodándose, como menos mal pudieron, don Quixote
se salió fuera de la venta á hacer la centinela del castillo, como lo había
prometido. Sucedió pues, que faltando poco para venir el alba, llegó á los
oídos de las damas, una voz tan entonada, y tan buena, que les obligó á
que todas le prestasen atento oído. Especialmente Dorotea, que despierta
estaba, á cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que así se llamaba la
hija del Oidor, Nadie podía imaginar quién era la persona, que tan bien
cantaba, y era una voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno.
Unas veces les parecía que cantaban en el patio, otras que en la caballe-
riza, y estando en esta confusión muy atentas, llegó á la puerta del apo-
sento Cárdenlo, y dijo: Quien no duerme escuche, que oirán una voz de un
mozo de muías, que de tal manera canta, que encanta. Ya lo oímos señor,
respondió Dorotea. Y con esto se fué Cárdenlo, y Dorotea, poniendo toda
la atención posible, entendió que lo que se cantaba era esto.
29
450 —
CAPITULO XLIII
Donde se cuenta la agradable historia del mozo de
muías, con otros extraños acontecimientos en la
venta sucedidos.
Marinero soy de amor,
Y en su piélago profundo
Navego sin esperanza,
De llegar á puerto alguno.
Siguiendo voy á una estrella.
Que desde lejos descubro,
Más bella, y resplandeciente,
Que cuantas vio Palinuro.
Yo no sé adonde me guía,
Y así navego confuso.
El alma á mirarla atenta.
Cuidadosa, y con descuido.
Recatos impertinentes,
Honestidad contra el uso,
Son nubes que me la encubren,
Cuando más verla procuro.
O clara, y luciente estrella,
En cuya lumbre me apuro,
Al punto que te me encubras.
Será de mi muerte el punto.
Llegando el que cantaba á este punto, le pareció á Dorotea, que no se-
ría bien, que dejase Clara de oir una tan buena voz, y así moviéndola á
una, y á otra parte, la despertó, diciéndole: Perdóname niña, que te des-
pierto, pues lo hago, porque gustes de oir la mejor voz, que quizá habrás
oído en toda tu vida. Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez
no entendió lo que Dorotea le decía, y volviéndoselo á preguntar ella, se
o volvió á decir, por lo cual estuvo atenta Clara. Pero apenas hubo oído
dos versos, que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un tem-
blor tan extraño, como á de algún grave accidente de cuartana estuviera
- 451 —
enferma, y abrazándose estrechamente con Dorotea, le dijo: Ay señora de
mi alma, y de mi vida, para qué me despertastes, que el mayor bien que
la fortuna me podía hacer por ahora, era tenerme cerrados los ojos, y los
oídos, para no ver, ni oír á ese desdichado músico. Qué es lo que dices
niña, mira que dicen que el que canta, es un mozo de muías? No es sino
señor de lugares, respondió Clara, y el que él tiene en mi alma con tanta
seguridad, que si él no quiere dejarle, no le será quitado eternamente. Ad-
mirada quedó Dorotea, de las sentidas razones de la muchacha, parecién-
dole que se aventajaban en mucho, á la discreción que sus pocos años pro-
metían. Y así le dijo: Habláis de modo señora Clara, que no puedo enten-
deros: declaraos más, y decidme, qué es lo que decís de alma, y de luga-
res, y deste músico, cuya voz tan inquieta os tiene? Pero no me digáis
nada por ahora, que no quiero perder por acudir á vuestro sobresalto, el
gusto que recibo, de oír al que canta, que me parece que con nuevos ver-
sos, y nuevo tono, torna á su canto. Sea en buena hora, respondió Clara,
y por no oírle, se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que también
se admiró Dorotea. La cual estando atenta á lo que se cantaba, vio que
proseguían en esta manera.
Dulce esperanza mía.
Que rompiendo imposibles, y malezas,
Sigues firme la vía,
Que tú misma te finjes, y aderezas.
No te desmaye el verte,
A cada paso junto al de tu muerte.
No alcanzan perezosos
Honrados triunfos, ni victoria alguna,
Ni pueden ser dichosos,
Los que no contrastando á la fortuna
Entregan desvalidos
Al ocio blando todos los sentidos.
Que amor sus glorias venda
Caras, es gran razón, y es trato justo,
Pues no hay más rica prenda.
Que la que se quilata por su gusto,
Y es cosa manifiesta.
Que no es de estima lo que poco cuesta.
Amorosas porfías
Tal vez alcanzan imposibles cosas,
Y así aunque con las mías
— 452 —
Sigo de amor las más dificultosae,
No por eso recelo,
De no alcanzar desde la tierra el cielo.
Aquí dio fin la voz, y principio á nuevos sollozos Clara. Todo lo cual
encendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave
caoto, y de tan triste lloro. Y así le volvió á preguntar, qué era lo que le
quería decir (leñantes? Entonces Clara temerosa, de que Luscinda no la
oyese, abrazando estrechamente á Dorotea, puso su boca tan junto del
oído de Dorotea, que seguramente podía hablar, sin ser de otro sentida.
y así le dijo: Este que canta señora mía, es un hijo de un caballero, natu-
ral del Keino de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la
casa de mi padre en la Corte. Y aunque mi padre tenía las ventanas de su
casa, con lienzos en el invierno, y celosías en el verano, yo no sé lo que
fué, ni lo que no, que este caballero que andaba al estudio, me vio, ni sé
si en la Iglesia, ó en otra parte: finalmente, él se enamoró de mí, y me lo
dio á entender desde las ventanas de su casa con tantas señas, y con tantr.s
lágrimas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que me quería.
Entre las señas que me hacía, era una, de juntarse la una mano con la
otra, dándome á entender, que se casaría conmigo, y aunque yo me holga-
ría mucho, de que así fuera: como sola, y sin madre, no sabía con quién
comunicarlo, y así lo dejé estar, sin darle otro favor, sino era cuando esta-
ba mi padre fuera de casa, y el suyo también, alzar un poco el lienzo, ó la
celosía, y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba seña-
les de volverse loco. Llegóse en esto al tiempo de la partida de mi padre,
la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, á lo
que yo entiendo, de pesadumbre, y así el día que nos partimos, nunca
pude verle, para despedirme del, siquiera con los ojos. Pero á cabo de dos
días que caminábamos, al entrar de una posada en un lugar, una jornada
de aquí, le vi á la puerta del mesón, puesto en hábito de mozo de muías,
tan al natural, que si yo no le trajera tan retratado en mi alma, fuera im-
posible conocerle. Conocíle, admíreme, y alégreme: él me miró á hurto de
mi padre, de quien él siempre se esconde, cuando atraviesa por delante de
mí, en los caminos, y en las posadas do llegamos. Y como yo sé quién es,
y considero, que por amor de mí viene á pie, y con tanto trabajo, muérc-
me de pesadumbre, y donde él pone los pies, pongo yo los ojos. No sé con
qué intención viene, ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quie-
re extraordinariamente, porque no tiene otro heredero, y porque él lo me-
— 453 —
i'ece, como lo verá vuestra merced, cuando le vea. Y más le sé decir, que
todo aquello que canta, lo saca de su cabeza, que he oído decir que es muy
grande estudiante, y Poeta. Y hay más, que cada vez que le veo, ó le oigo
cantar, tiemblo toda, y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conoz-
ca, y venga en conocimiento de nuestros deseos. En mi vida le he hablado
palabra, y con todo eso le quiero de manera, que no he de poder vivir sin
él. Esto es señora mía, todo lo que os puedo decir deste músico, cuya voz
tanto os ha contentado, que en sola ella echaréis bien de ver, que no es
mozo de muías, como decís, sino señor de almas, y lugares, como ya os he
dicho. No digáis más señora doña Clara, dijo á esta sazón Dorotea, y esto
besándola mil veces. No digáis más digo, y esperad que venga el nuevo
día, que yo espero en Dios, de encaminar de manera vuestros negocios,
que tengan el felice fin, que tan honestos principios merecen. Ay señora,
dijo doña Clara, qué fin se puede esperar, si su padre es tan principal, y
tan rico, que le parecerá, que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuaa-
to más esposa: pues casarme yo á hurto de mi padre, no lo haré por cuanto
hay en el mundo. No querría, sino que este mozo se volviese, y me dejase
quizá con no verle, y con la gran distancia del camino que llevamos, se me
aliviaría la pena que ahora llevo: aunque sé decir, que este remedio que
me imagino, me ha de aprovechar bien poco: no sé qué diablos ha sido
«sto, ni por dónde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan
muchacha, y él tan muchacho, que en verdad que creo, que somos de uaa
edad misma, y que yo no tengo cumplidos diez, y seis años, que para el
día de san Miguel que vendrá dice mi padre que los cumplo. No pudo
dejar de reírse Dorotea, oyendo cuan como niña hablaba doña Clara; á
quien dijo: Reposemos señora, lo poco que creo queda de la noche, y ama-
necerá Dios, y medraremos, ó mal me andarán las manos. Sosegáronse con
esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio, solamente no dor-
mían la hija de la ventera, y Maritornes su criada. Las cuales como ya
sabían el humor, de que pecaba don Quixote, y que estaba fuera de la ven-
ta, armado, y á caballo, haciendo la guarda, determinaron las dos de ha-
cerle alguna burla, ó á lo menos de pasar un poco el tiempo, oyéndole sus
disparates.
Es pues el caso, que en toda la venta no había ventana que saliese al
campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja por de fue-
ra. A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que don
Quixote estaba á caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en
cuando tan dolientes, y profundos suspiros, que parecía que con cada uno se
— 454 —
le arrancaba el alma. Y asimismo oyeron que decía con voz blanda, regala-
da, y amorosa: O mi señora Dulcinea del Toboso, extremo de toda hermo-
sura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de
la honestidad: y últimamente idea de todo lo provechoso, honesto, y delei-
table que hay en el mundo, y qué hará ahora la tn merced, si tendrás por
ventura las mientes en tu cautivo caballero, que á tantos peligros por sólo
servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, ó Lu-
minaria de las tres caras: quizá con envidia de la suya la estás ahora mi-
rando, que ó paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, ó ya
puesta de pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su
honestidad, y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi
cuitado corazón padece, qué gloria á de dar á mis penas, qué sosiego á mi
cuidado: y finalmente, qué vida á mi muerte, y qué premio á mis servi-
cios. Y tú Sol, que debes de estar apriesa ensillando tus caballos, por ma-
drugar, y salir á ver á mi señora, así como la veas, suplicóte que de mi
parte la saludes: pero guárdate que al verla, y saludarla, no le des paz en
el rostro, que tendré más celos de tí, que tú los tuviste de aquella ligera
ingrata, que tanto te hizo sudar, y correr por los llanos de Tesalia, ó por
las riberas de Peneo, que yo me acuerdo bien por donde corriste entonces,
celoso, y enamorado. A este punto llegaba entonces don Quixote en su tan
lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó á cecear,
y á decirle: Señor mío, llegúese acá la vuestra merced, si es servido.
A cuyas señas, y voz volvió don Quixote U cabeza, y vio á la luz de la
Luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban del agu-
cero que á él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene
que las tengan tan ricos castillos, como él se imaginaba que era aquella
venta: y luego en el instante se le representó en su loca imaginación, que
otro vez como la pasada la doncella hermosa hija de la señora de aquel
castillo, vencida de su amor, tornaba á solicitarle; y con este pensamiento,
por no mostrarse descortés, y desagradecido, volvió las riecdas á Rocinan-
te, y se llegó al agujero, y así como vio á las dos mozas, dijo: Lástima os
tengo, hermosa señora, de que hayáis puesto vuestras amorosas mientes
en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran
valor, y gentileza, de lo que no debéis dar culpa á este miserable andante
caballero, á quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad
á otra, que á aquella, que en el punto que sus ojos la vieron, la hizo seño-
ra absoluta de su alma. Perdonadme buena señora, y recogeos en vuestro
aposento, y no queráis con significarme más vuestros deseos, que yo me
— 455 —
muestre más desagradecido: y si del amor que me tenéis, halláis en mí
otra cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedídmela, que
yo os juro, por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla en conti-
nente, (l)si bien me pidieseis una guedeja de los cabellos de Medusa, que
era todos culebras: ó ya los mismos rayos del Sol, encerrados en una re-
doma. No ha menester nada de eso mi señora (señor caballero) dijo á este
punto Maritornes. Pues qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora,
respondió don Quixote? Sola una de vuestras hermosas manos, dijo Mari-
tornes, por poder desfogar con ella el gran deseo que á este agujero la ha
traído, tan á peligro de su honor, que si su señor padre la hubiera sentido,
la menor tajada fuera la oreja. Ya quisiera yo ver eso respondió don Qui-
xote, pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer el más desastra-
do fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los de-
licados miembros de su enamorada hija. Parecióle á Maritornes, que sin
duda don Quixote daría la mano que le había pedido, y proponiendo en su
pensamiento lo que había de hacer, se bajó del agujero, y se fué á la ca-
balleriza, donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mu-
cha presteza se volvió á su agujero, á tiempo que don Quixote se había
puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar á la ventana enre"
jada, donde se imaginaba estar la herida doncella: y al darle la mano, dijo:
Tomad, señora, esa mano, ó por mejor decir, ese verdugo de los malhe-
chores del mundo: tomad esa mano digo, á quien no ha tocado otra de mu-
jer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuer-
po. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contestura de
sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura, y espaciosidad de sus
venas, de donde sacaréis, qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal
mano tiene. Ahora lo veremos, dijo Maritornes, y haciendo una lazada co-
rrediza al cabestro se la echó á la muñeca, y bajándose del agujero, ató lo
que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Qui-
xote que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo: Más parece que
vuestra merced me ralla, que no que me regala la mano: no la tratéis tan
mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien
que en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo: mirad que quien
quiere bien, no se venga tan mal. Pero todas estas razones de don Quixote,
ya no las escuchaba nadie, porque así como Maritornes le ató, ella, y la otra
se fueron muertas de risa, y le dejaron asido de manera, que fué imposible
(1) Forma que se usa allí por in continenti.
— 45<'-' —
soltarse. Estaba pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido
todo el brazo por el agujero, y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puer-
ta con grandísimo temor, y cuidado, que si Rocinante se desviaba á un
cabo, ó á otro, había de quedar colgado del brazo, y así no osaba hacer
movimiento alguno: puesto que de la paciencia, y quietud de Rocinante,
bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero. En resolu-
ción viéndose don Quixote atado, y que ya las damas se habían ido, se dio
á imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamiento, como la
vez pasada, cuando en aquel mismo castillo le molió aquel Moro encantado
del harriero: y maldecía entre sí su poca discreción, y discurso, pues ha-
biendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había aventurado
á entrar en él la segunda: siendo advertimiento de caballeros andantes, que
cuando han probado una aventura, y no salido bien con ella, es señal que
no está para ellos guardada, sino para otros, y así no tienen necesidad de
probarla segunda vez. Con todo esto tiraba de su brazo, por ver si podía
soltarse, mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en
vano. Bien es verdad, que tiraba con tiento, porque Rocinante no se mo-
viese: y aunque él quisiera sentarse, y ponerse en la silla, no podía, sino
estar en pie, ó arrancarse la mano. Allí fué el desear de la espada de Ama-
dís contra quien no tenía fuerza de encantamiento alguno: allí fué el mal-
decir de su fortuna: allí fué el exagerar la falta que haría en el mundo su
presencia, el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se
había creído que lo estaba. Allí el acordarse de nuevo de su querida Dul-
cinea del Toboso: allí fué el llamar á su buen escudero Sancho Panza, que
sepultado en sueño, y tendido sobre la albarda de su jumento, no se acor-
daba en aquel instante, de la madre que lo había parido: allí llamó á los
-sabios Lirgandeo, y Alquife, que le ayudasen, allí invocó á su buena ami-
ga Urganda, que le socorriese: y finalmeute, allí le tomó la mañana, tan
desesperado, y confuso,^ que bramaba como un toro, porque no esperaba él,
que con el día se remediaría su cuita, porque la tenía por eterna, tenién-
dose por encantado: y hacíale creer esto, ver que Rocinante, poco, ni mu-
cho se movía: y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber, ni dormir,
habían de estar él, y su caballo, hasta que aquel mal influjo de las estre-
llas se pasase, ó hasta que otro más sabio encantador le desencantase. Pero
engañóse mucho en su creencia, porque apenas comenzó á amanecer, cuan-
do llegaron á la venta, cuatro hombres de á caballo, muy bien puestos, y
aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron á la puerta de
la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes: lo oual visto por don
- 457 —
Quixote, desde donde aún no dejaba de hacer la centinela, con voz arro-
gante, y alta, dijo: Caballeros, ó escuderos, ó quienquiera que seáis, no
tenéis para qué llamar á las puertas deste castillo, que asaz de claro está,
que á tales horas, ó los que están dentro duermen, ó no tienen por costum-
bre de abrirse las fortalezas, hasta que el Sol esté extendido por todo el
suelo: desviaos afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si
será justo, 6 no, que os abran. Qué diablos de fortaleza ó castillo es este,
dijo uno, para obligarnos á guardar esas ceremonias: si sois el ventero,
mandad que os abran, que somos caminantes, que no queremos más de
dar cebada á nuestras cabalgaduras, y pasar adelante, porque vamos de
priesa. Pareceos caballeros que tengo yo talle de ventero, respondió don
Quixote? No sé de qué tenéis talle, respondió el otro, pero sé que decís
disparates en llamar castillo á esta venta. Castillo es replicó don Quixote,
y aun de los mejores de toda esta provincia: y gente tiene dentro, que ha
tenido cetro en la mano, y corona en la cabeza. Mejor fuera al revés, dijo
el caminante, el cetro en la cabeza, y la corona en la mano, y será, si á
mano viene, que debe de estar dentro alguna compañía de representantes,
de los cuales es tener á menudo esas coronas, y cetro que decís; porque en
una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto silencio como esta, no
creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro. Sabéis poco del
mundo, replicó don Quixote, pues ignoráis los casos que suelen acontecer
en la caballería andante. Cansábanse los compañeros que con el pregun-
tante venían, del coloquio que con don Quixote pasaba, y así tornaron á
llamar con grande furia, y fué de modo, que el ventero despertó, y aun
todos cuantos en la venta estaban, y así se levantó á preguntar quién lla-
maba. Sucedió en este tiempo, que una de las cabalgaduras en que venían
los cuatro que llamaban, se llegó á oler á Rocinante, que melancólico, y
triste, con las orejas caídas, sostenía sin moverse, á su estirado señor, y
como en tin era de carne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resen-
tirse, y tornar á oler á quien lo llegaba á hacer caricias: y asi no se hubo
movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de don Quixote,
y resbalando de la silla, dieran con él en el suelo, á no quedar colgado del
brazo: cosa que le causó tanto dolor, que creyó, ó que la muñeca le corta-
ban, ó que el brazo se le arrancaba, porque él quedó tan cerca del suelo,
que con los extremos de las puntas de los pies besaba la tierra, que era en
su perjuicio, porque como sentía lo poco que le faltaba para poner las
plantas en la tierra, fatigábase, y estirábase cuanto podía, por alcanzar al
suelo, bien así como los que están en el tormento de la garrucha puestos
- 458 -
á toca no toca, que ellos mismos son causa de acrecentar su dolor con el
ahinco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les repre-
senta que con poco más que se estiren llegarán al suelo.
— 459
CAPITULO XLIV
Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta
En efecto, fueron tantas las voces que don Quixote dio, que abriendo
de presto las puertas de la venta, salió el ventero despavorido, á ver quién
tales gritos daba: y los que estaban fuera hicieron lo mismo. Maritornes,
que ya había despertado á las mismas voces, imaginando lo que podía ser,
se fué al pajar, y desató sin que nadie lo viese, el cabestro que á don Qui-
xote sostenía, y él dio luego en el suelo, á Aista del ventero, y de los cami-
nantes, que llegándose á él le preguntaron, qué tenía, que tales voces daba?
El sin responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca, y levantándose
en pie, subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su lanzón, y
tomando buena parte del campo, volvió á medio galope, diciendo: Qual-
quiera que dijere que yo he sido con justo título encantado, como mi seño-
ra la Princesa Micomicona, me dé licencia para ello, yo le desmiento, le
reto, y desafío á singular batalla. Admirados se quedaron los nuevos cami-
nantes de las palabras de don Quixote, pero el ventero les quitó de aquella
admiración, diciéndoles, que era don Quixote, y que no había que hacer
caso del, porque estaba fuera de juicio. Preguntáronle al ventero, si acaso
había llegado á aquella venta un muchacho, de hasta edad de quince años,
que venía vestido como de mozo de muías, de tales, y tales señas, dando
las mismas que traía el amante de doña Clara. El ventero respondió, que
había tanta gente en la venta, que no había echado de ver en el que pre-
guntaban. Pero habiendo visto uno dellos el coche donde había venido el
Oidor, dijo: Aquí debe de estar sin duda, porque éste es el coche que él
dicen que sigue quédese uno de nosotros á la puerta, y entren los demás
á buscarle: y aun sería bien, que uno de nosotros rodease toda la venta,
porque no se fuese por las bardas de los corrales. Así se hará, respondió
uno dellos, y entrándose los dos dentro, uno se quedó á la puerta, y el otro
se fué á rodear la venta: todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para
qué se hacían aquellas diligencias, puesto que bien creyó que buscaban aquel
mozo cuyas señas le habían dado. Ya á esta sazón aclaraba el día, y así por
esto, como por el ruido que don Quixote había hecho, estaban todos des
piertos, y se levantaban, especialmente doña Clara, y Dorotea, que la una
— 46o —
con sobresalto de tener tan cerca á su amante, y la otra con el deseo de
verle, habían podido dormir bien mal aquella noche. Don Quixote que vio
que ninguno de los cuatro caminantes hacía caso del, ni le respondía á su
demanda, moría, y rabiaba de despecho, y saña: y si él hallara en las orde-
nanzas de su caballería que lícitamente podía el caballero andante, toraari
y emprender otra empresa, habiendo dado su palabra, y fé, de no ponerse
en ninguna, hasta acabar la que había prometido, él embistiera con todos,
y les hiciera responder mal de su grado. Pero por parecerle no convenirle
bien comenzar nueva empresa, hasta poner á Micomicona en su Reino, hubo
de callar, y estarse quedo, esperando á ver en qué paraban las diligenciaa
de aquellos caminantes: uno de los cuales halló al mancebo que buscaba,
durmiendo al lado de un mozo de muías, bien descuidado de que nadie, ni
le buscase, ni menos de que le hallase. El hombre le trabó del brazo, y le
dijo: Por cierto señor don Luis, que responde bien á quien vos sois el hábito
que tenéis, y que dice bien la cama en que os hallo al regalo con que vues-
tra madre os crió. Limpióse el mozo los soñolientos ojos, y miró despacio
al que le tenía asido, y luego conoció que era criado de su padre, de que
recibió tal sobresalto, que no acertó, ó no pudo hablarle palabra por un
buen espacio: y el criado prosiguió, diciendo: Aquí no hay que hacer otra
cosa, señor don Luis, sino prestar paciencia, y dar la vuelta á casa, si ya
vuestra merced no gusta, que su padre, y mi señor la dé al otro mundo,
porque no se puede esperar otra cosa de la pena con que queda por vuestra
ausencia. Pues cómo supo mi padre, dijo don Luis, que yo venía este ca-
mino, y en este traje? Un estudiante, respondió el criado, á quien diste
cuenta de vuestros pensamientos, fué el que lo descubrió, movido á lásti-
ma, de las que vio que hacía vuestro padre, al punto que os echó menos,
y así despachó á cuatro de sus criados en vuestra busca, y todos esta-
mos aquí á vuestro servicio, más contentos de lo que imaginarse puede, por
el buen despacho con que tornaremos, llevándoos á los ojos que tanto os
quieren. Eso será como yo quisiere, ó como el cielo ordenare, respondió
don Luis. Qué habéis de querer, ó qué ha de ordenar el cielo, fuera de con-
sentir en volveros, porque no ha de ser posible otra cosa? Todas estas ra-
zones que entre los dos pasaban, oyó el mozo de muías, junto á quien don
Luis estaba, y levantándose de allí fué á decir lo que pasaba á don Fer-
nando, y á Cardenio, y á los demás, que ya visto se habían: á los cuales
dijo, cómo aquel hombre llamaba de don'á, aquel muchacho, y las razones
que pasaban, y cómo le quería volver á casa de su padre, y el mozo no
quería: y con todo esto, y con lo que del sabían de la buena voz que el
— 46í —
cielo le había dado, vinieron todos en gran deseo de saber más particular-
mente quién era, y aun de ayudarle, si alguna fuerza le quisiesen hacer, y
así se fueron hacia la parte donde aún estaba hablando, y porfiando con su
criado. Salió en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doña Clara, toda
turbada, llamando Dorotea á Cárdenlo aparte, le contó en breves razones
la historia del músico, y de doña Clara: á quien él también dijo lo que pa-
saba, de la venida á buscarle los criados de su padre, y no se lo dijo tan
callando, que lo dejase de oir doña Clara, de lo que quedó tan fuera de sí,
que si Dorotea no llegara á tenerla, diera consigo en el suelo. Cárdenlo dijo
á Dorotea, que le volviesen al aposento, que él procuraría poner remedio en
todo, y ellas lo hicieron. Ya estaban todos los cuatro que venían á buscar á
don Luis dentro de la venta, y rodeados del, persuadiéndole, que luego sin
detenerse un punto, volviese á consolará su padre. El respondió, que en nin-
guna manera lo podía hacer, hasta dar fin aun negocio en que le iba la vida,
la honra, y el alma. Apretáronle entonces los criados, diciéndols, que en
ningún modo se volverían sin él, y que le llevarían, quisiese, ó no quisie-
se. Esto no haréis vosotros, replicó don Luis, sino es llevándome muerto:
aunque de cualquiera manera que me llevéis, será llevarme sin vida. Ya á
esta sazón habían acudido á la porfía todos los más que en la venta esta-
ban, especialmente Cárdenlo, don Fernando, sus camaradas, el Oidor, el
Cura, el barbero, y don Quixote, que ya le pareció que no había necesidad
de guardar más el castillo. Cárdenlo, como ya sabía la historia del mozo,
preguntó á los que llevarle querían, que qué les movía á querer llevar con-
tra su voluntad aquel muchacho? Muévenos, respondió uno de los cuatro,
dar la vida á su padre, que por la ausencia deste caballero, queda á peli-
gro de perderla. A esto dijo don Luis: No hay para qué se dé cuenta aquí
de mis cosas, yo soy libre, y volveré, y si me diese gusto, y sino ninguno
de vosotros me ha de hacer fuerza. Harásela á vuestra merced la razón,
respondió el hombre, y cuando ella no bastare con V. m. bastará con nos-
otros para hacer á lo que venimos, y lo que somos obligados. Sepamos
qué es esto, de raíz, dijo á este tiempo el Oidor. Pero el hombre, que lo
conoció, como vecino de su casa, respondió: No conoce V. m. señor Oidor
á este caballero, que es el hijo de su vecino, el cual se ha ausentado de casa
de su padre en el hábito tan indecente á su calidad, como V. m. puede ver?
Miróle entonces el Oidor más atentamente, y conocióle, y abrazándole,
dijo: Qué niñerías son éstas señor don Luis, ó qué causas tan poderosas,
que os hayan movido á venir desta manera, y en este traje, que dice tan
mal con la calidad vuestra? Al mozo se le vinieron las lágrimas á los ojos.
— 4^2 —
y no pudo responder palabra al Oidor. Dijo á los cuatro, que se sosegasen
que todo se haría bien, y tomando por la mano á don Luis, le apartó á una
parte, y le preguntó, qué venida habia sido aquella. Y en tanto, que le ha-
cía esta, y otras preguntas, oyeron grandes voces á la puerta de la venta,
y era la causa dellas, que dos huéspedes que aquella noche habían alojado
en ella, viendo á toda la gente ocupada en saber lo que los cuatro busca-
ban, habían intentado irse sin pagar lo que debían, mas el ventero que
atendía más á su negocio que á los ajenos, les asió al salir de la puerta, y
pidió su paga, y les afeó su mala intención con tales palabras, que les mo-
vió á que le respondiesen con los puños: y así le comenzaron á dar tal
mano, que el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces, y pedir socorro.
La ventera, y su hija, no vieron á otro más desocupado para poder soco-
rrerle, que á don Quixote, á quien la hija de la ventera dijo: Socorra vues-
tra merced, señor caballero, por la virtud, que Dios le dio, á mi pobre
padre, que dos malos hombres le están moliendo como á cibera. A lo cual
respondió don Quixote muy despacio, y con mucha flema: Hermosa don-
cella, no ha lugar por ahora vuestra petición, porque estoy impedido de
entremeterme en otra aventura en tanto que no diere cima á una en que
mi palabra me ha puesto: mas lo que yo podré hacer por serviros, es lo
que ahora diré: Corred, y decid á vuestro padre, que se entretenga en esa
batalla lo mejor que pudiere, y que no se deje vencer en ningún modo, en
tanto que yo pido licencia á la Princesa Micomicona, para poder socorrerle
en su cuita, que si ella me la da, tened por cierto que yo le sacaré della:
Pecadora de mí dijo á esto Maritornes, que estaba delante: primero que
V. m. alcance esa licencia que dice, estará ya mi señor en el otro mundo.
Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia que digo, respondió don
Quixote, que como yo la tenga, poco hará al caso, que él esté en el otro
mundo, que de allí le sacaré á pesar del mismo mundo que lo contradiga,
ó por lo menos, os daré tal venganza de los que allá le hubieren enviado,
que quedéis más que medianamente satisfechas. Y sin decir más, se fué á
poner de hinojos ante Dorotea, pidiéndole con palabras caballerescas, y
andantescas, que la su grandeza fuese servida de darle licencia de acorrer,
y socorrer al Castellano de aquel castillo, que estaba puesto en una grave
mengua. La Princesa se la dio de buen talante: y él luego, embrazando su
adarga, y poniendo mano á su espada, acudió á la puerta de la venta, adon-
de aún todavía traían los dos huéspedes á mal traer al ventero, pero así
como llegó embazó, y se estuvo quedo, aunque Maritornes, y la ventera le
decían que en qué se detenía, que socorriese á su señor, y marido. Deten-
— 463 —
gome, dijo don Quixote, porque no me es lícito poner mano á la espada
contra gente escuderil: pero llamadme aqui á mi escudero Sancho, que á
él toca, y atañe esta defensa, y venganza. Esto pasaba en la puerta de la
venta, y en ella andaban las puñadas, y mojicones muy en su punto,
todo en daño del ventero, y en rabia de Maritornes, la ventera, y su
hija, que se desesperaba de ver la cobardía de don Quixote, y de lo mal
que lo pasaba su marido, señor, y padre. Pero dejémosle aquí, que no fal-
tará quien le socorra, ó sino sufra, y calle el que se atreve á más de á lo
que sus fuerzas le prometen, y volvámonos atrás cincuenta pasos, á ver qué
fué lo que don Luis respondió al Oidor, que le dejamos aparte, preguntán-
dole la causa de su venida á pie, y de tan vil traje vestido: lo cual el mozo,
asiéndole fuertemente de las manos, como en señal de que algún gran do-
lor le apretaba el corazón, y derramando lágrimas en grande abundancia,
le dijo: Señor mío, yo no sé deciros otra cosa, sino que desde el punto que
quiso el cielo, y facilitó nuestra vecindad, que yo viese á mi señora doña
Clara, hija vuestra, y señora mía, desde aquel instante la hice dueño de
mi voluntad: y si la vuestra, verdadero señor, y padre mío, no lo impide,
en este mismo día ha de ser mi esposa. Por ella dejé la casa de mi padre,
y por ella me puse en este traje para seguirla, dondequiera que fuese, como
la saeta al blanco, ó como el marinero al Norte. Ella no sabe de mis deseos,
más de lo que ha podido entender de algunas veces que desde lejos ha vis-
to llorar mis ojos. Ya señor sabéis la riqueza, y la nobleza de mis padres,
y como yo soy único heredero: si os parece que estas son partes para que
os aventuréis á hacerme en todo venturoso, recibidme luego por vuestro
hijo: que si mi padre, llevado de otros designios suyos, no gustare deste
bien que yo supe buscarme, más fuerza tiene el tiempo para deshacer, y
mudar las cosas, que las humanas voluntades. Calló en diciendo esto el
enamorado mancebo, y el Oidor quedó en oírle suspenso, confuso, y admi-
rado, así de haber oído el modo, y la discreción con que don Luis le había
descubierto su pensamiento, como de verse en punto que no sabía el que
poder tomar en tan repentino, y no esperado negocio: y así no respondió
otra cosa, sino que se sosegase por entonces, y entretuviese á sus criados,
que por aquel día no le volviesen, porque se tuviese tiempo para conside-
rar lo que mejor á todos estuviese. Besóle las manos por fuerza don Luis,
y aun se las bañó con lágrimas, cosa que pudiera enternecer un corazón de
mármol, no sólo el del Oidor, que como discreto ya había conocido cuan
bien le estaba á su hija aquel matrimonio: puesto que si fuera posible, lo
quisiera efectuar con voluntad del padre de don Luis, del cual sabía, que
— 4M —
preteDdia hacer de titulo á su hijo. Yaá esta sazóo estaban en paz los hués-
pedes con el ventero, pues por persuasión, y buenas razones de don Quixo-
te, más que por amenazas, le habían pagado todo lo que él quiso, y los
criados de don Luis aguardaban el fín de la plática del Oidor, y la resolu-
ción de su amo, cuando el demonio que no duerme, ordenó, que en aquel
mismo punto entró en la venta el barbero á quien don Quixote quitó el
yelmo de Mambrino, y Sancho Panza los aparejos del asno que trocó con
los del suyo: el cual barbero, llevando su jumento á la caballeriza vio á San-
cho Panza que estaba aderezando no sé qué de la albarda, y asi como la
vio la conoció, y se atrevió á arremeter á Sancho, diciendo: A don ladrón,
que aquí os tengo, venga mi bacía, y mi albarda con todos mis aparejo»
que me robastes. Sancho que se vio acometer tan de improviso, y oyó los
vituperios que le decían, con la una mano asió de la albarda, y con la otra
dio un mojicón al barbero, que le bañó los dientes en sangre: pero no por
esto dejó el barbero la presa que tenía hecha en la albarda, antes alzó la
voz de tal manera, que todos los de la venta acudieron al ruido, y penden-
cia, y decía: Aquí del Rey, y de la justicia, que sobre cobrar mi hacieada
me quiere matar este ladrón salteador de caminos. Mentís, respondió San-
cho, que yo no soy salteador de caminos, que en buena guerra ganó mi se-
ñor don Quixote estos despojos. Ya estaba don Quixote delante con mucho
contento de ver cuan bien se defendía, y ofendía su escudero, y túvole des-
de allí adelante por hombre de pro, y propuso en su corazón de armarle
caballero en la primera ocasión que se le ofreciese, por parecerle que sería
en él bien empleada la orden de la caballería. Entre otras cosas que el bar-
bero decía en el discurso de la pendencia, vino á decir: Señores asi esta al-
barda es mía, como la muerte que debo á Dios, y así la conozco, como si
la hubiera parido, y ahí está mi asno en el establo que no me dejará men-
tir, sino pruébensela, y sino le viniere pintiparada, yo quedaré por infame:
y hay más, que el mismo día que ella se me quitó, me quitaron también
una bacía de azófar nueva que no se había estrenado, que era señora de un
escudo. Aquí no se pudo contener don Quixote sin responder, y poniéndose
entre los dos, y apartándoles, depositando la albarda en el suelo, que la
tuviese de manifiesto, hasta que la verdad se aclarase, dijo: Porque vean
vuestras mercedes clara, y manifiestamente el error en que está este buen
escudero, pues llama bacía á lo que fué, es, y será, el yelmo de Mambrino,
el cual se lo quité yo en buena guerra, y me hice señor del con legítima, y
lícita posesión, en lo del albarda no me entremeto, que lo que en ello sa-
bré decir, es, que mi escudero Sancho me pidió licencia para quitar los
- 465 -
jaeces del caballo deste vencido cobarde, y con ellos adornar el suyo, yo se
la di, y él los tomó, y de haberse convertido de jaez en albarda, no sabré
dar otra razón, sino es la ordinaria, que como esas transformaciones se ven
en los sucesos de la caballería: para confirmación de lo cual corre Sancho
hijo, y saca aquí el yelmo que este buen hombre dice ser bacía. Pardiez
señor, dijo Sancho, sino tenemos otra prueba de nuestra intención, que la
que vuestra merced dice, tan bacía es el yelmo de Mambrino, como el jaez
deste buen hombre albarda. Haz lo que te mando replicó don Quixote,
que no todas las cosas deste castillo han de ser guiadas por encantamiento.
Sancho fué á do estaba la bacía, y la trajo, y asi como don Quixote la vio
la tomo en las manos, y dijo: Miren vuestras mercedes con qué cara podía
decir este escudero que ésta es bacía, y no el yelmo que yo he dicho: y
juro por la orden de caballería que profeso, que este yelmo fué el mismo que
yo le quité, sin haber añadido en él, ni quitado cosa alguna. En eso no hay
duda, dijo á esta sazón Sancho, porque desde que mi señor le ganó hasta
ahora, no ha hecho con él más de una batalla, cuando libró á los sinventu-
ra encadenados, y sino fuera por este baciyelmo no lo pasara entonces muy
bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance.
3o
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CAPITULO XLV
Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de
Mambrino, y de la albarda, y otras aventuras su-
cedidas con toda verdad.
Qué les parece á vuestras mercedes, señores dijo el barbero, de lo que-
afirman estos gentiles hombres, pues aún porfían que ésta no es bacía, sino
jelmo? Y quien lo contrario dijere, dijo don Quixote, le haré jo conocer
que miente si fuere caballero, y si escudero, que remiente mil veces. Nues-
tro barbero que á todo estaba presente como tenía tan bien conocido el
humor de don Quixote, quiso esforzar su desatino, y llevar adelante la
burla, para que todos riesen: y dijo hablando con el otro barbero: Señor
barbero, ó quién sois, sabed que yo también soy de vuestro oficio, y tengo
más ha de veinte años carta de examen: y conozco muy bien de todos los
instrumentos de la barbería, sin que le falte uno, y ni más ni menos fui un
tiempo en mi mocedad soldado, y sé también qué es yelmo, y qué es mo-
rrión, y celada de encaje, y otras cosas tocantes á la milicia, digo á los gé-
neros de armas de los soldados: y digo salvo mejor parecer, remitiéndome-
siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que está aquí delante, que
este buen señor tiene en las manos, no sólo no es bacía de barbero, pero-
está tan lejos de serlo, como está lejos lo blanco de lo negro, y la verdad
de la mentira; también digo, que éste aunque es yelmo, no es yelmo ente-
ro. No por cierto, dijo don Quixote, porque le falta la mitad que es la ba-
bera. Así es, dijo el Cura, que ya había entendido la intención de su ami-
go el barbero, y lo mismo confirmó Cárdenlo, don Fernando, y sus cama-
radas, y aun el Oidor, sino estuviera tan pensativo con el negocio de don
Luis, ayudara por su parte á la burla: pero las veras de lo que pensaba le
tenían tan suspenso, que poco, ó nada atendía á aquellos donaires. Válga-
me Dios, dijo á esta sazón el barbero burlado, qué es posible, que tanta
gente honrada diga, que esta no es bacía, sino yelmo: cosa parece ésta qiie
puede poner en admiración á toda una Universidad por discreta que sea.
Basta, si es que esta bacía es yelmo, también debe de ser esta albarda jaez
de caballo, como este señor ha dicho. A mi albarda me parece, dijo don
Quixote, pero ya he dicho que en eso no me entremeto de que sea albarda.
- 467 —
Ó jaez. Dijo el Cura, no está en más de decirlo el señor don Quixote, que
en estas cosas de la caballería todos estos señores, y yo le damos la ven-
taja. Por Dios señores míos, dijo don Quixote, que son tantas, y tan extra-
ñas las cosas que en este castillo, en dos veces que en él he alojado, me
han sucedido, que no me atreva á decir afirmativamente ninguna cosa, de
lo que acerca de lo que en él se contiene, se preguntare, porque imagino
que cuanto en él se trata va por vía de encantamiento: la primera vez me
fatigó mucho un Moro encantado que en él hay, y á Sancho no le fué muy
bien con otros sus secuaces, y anoche estuve colgado deste brazo casi dos
horas, sin saber cómo, ni cómo no vine á caer en aquella desgracia. Así
que ponerme yo ahora en cosa de tanta confusión á dar mi parecer, será
caer en juicio temerario: en lo que toca á lo que dicen que esta es bacía,
y no yelmo, ya yo tengo respondido, pero en lo de declarar si esa es albar-
da, ó jaez, no me atrevo á dar sentencia definitiva, sólo lo dejo al buen pa-
recer de vuestras mercedes, que quizá por no ser armados caballeros, como
yo lo soy, no tendrán que ver con vuestras mercedes los encantamientos
deste lugar, y tendrán los entendimientos libres, y podrán juzgar de las
cosas deste castillo como ellas son, real, y verdaderamente, y no como á
mi me parecían. No hay duda, respondió á esto don Fernando, sino que el
señor don Quixote ha dicho muy bien hoy, que á nosotros toca la defini-
ción deste caso: y porque vaya con más fundamento, yo tomaré en secreto
los votos destos señores, y de lo que resultare daré entera, y clara noticia.
Para aquellos que la tenían del humor de don Quixote, era todo esto ma-
teria de grandísima risa: pero para los que la ignoraban les parecía el ma-
yor disparate del mundo, especialmente á los cuatro criados de don Luis,
y á don Luis, ni más, ni menos, y á otros tres pasajeros que acaso habían
llegado á la venta que tenían parecer de ser cuadrilleros, como en efecto
lo eran: pero el que más se desesperaba era el barbero, cuya bacía allí de
lante de sus ojos se la había vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya albar-
da pensaba sin duda alguna, que se le había de volver en jaez rico de caba-
llo, y los unos, y los otros se reían de ver cómo andaba don Fernando to-
mando los votos de unos en otros, hablando al oído, para que en secreto
declarasen si era albarda, ó jaez aquella joya, sobre quien tanto se habla
peleado: y después que hubo tomado los votos de aquellos que á don Qui-
xote conocían, dijo en alta voz: El caso es buen hombre, que ya yo estoy
cansado de tomar tantos pareceres, porque veo que á ninguno pregunto lo
que deseo saber, que no me diga, que es disparate el decir que ésta sea
albarda de jumento, sino jaez de caballo, y aun de caballo castizo, y así
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habréis de tener paciencia, porque á vuestro pesar, y al de vuestro asno
éste es jaez, y no albarda, y vos habéis alegado, y probado muy mal de
vuestra parte. No la tenga yo en el cielo dijo el sobreharbero, si todas
vuestras mercedes no se engafian, y que así parezca mi ánima ante Dios,
como ella me parece á mi albarda, y no jaez; pero allá van leyes, etc. y no
digo más, y en verdad que no estoy borracho, que no me he desayunado,
si de pecar no. No menos causaban risa las necedades que decía el barbe-
ro, que los disparates de don Quixote: el cual á esta sazón dijo: Aquí do
hay más que hacer, sino que cada uno tome lo que es suyo, y á quien Dios
se la dio San Pedro se la bendiga. Uno de los cuatro dijo: Si ya no es que
esto sea burla pensada, no me puedo persuadir que hombres de tan buen
entendimiento como son, ó parecen todos los que aquí están, se atrevan á
decir, y afirmar que ésta no es bacía, ni aquélla albarda, mas como veo
que lo afirman, y lo dicen, me doy á entender que no carece de misterio el
porfiar una cosa tan contraria de lo que nos muestra la misma verdad, y
la misma experiencia: porque voto á tal, y arrojóle redondo, que no me
den á mi á entender cuantos hoy viven en el mundo al revés de que esta
no sea bacía de barbero, y ésta albarda de asno. Bien podría ser de borri-
ca, dijo el Cura. Tanto monta, dijo el Criado, que el caso no consiste en
eso, sino en si es, ó no es albarda, como vuestras mercedes dicen. Oyendo
esto uno de los cuadrilleros que habían entrado, que habían oído la pen-
dencia, y cuestión, lleno de cólera, y enfado, dijo: Tan albarda es como mi
padre, y el que otra cosa ha dicho, ó dijere, debe de estar hecho una uva.
Mentís, como bellaco villano, respondió don Quixote, y alzando el lanzón,
que nunca le dejaba de las manos, le iba á descargar tal golpe sobre la
cabeza, que á no desviarse el cuadrillero se le dejara allí tendido: el lanzón
se hizo pedazos en el suelo, y los demás cuadrilleros que vieron tratar mal
á su compañero alzaron la voz pidiendo favor á la santa Hermandad. El
ventero que era de la cuadrilla entró al punto por su varilla, y por su espada,
y se puso al lado de sus compañeros: los criados de don Luis rodearon á
don Luis, porque con el alboroto no se les fuese. El barbero viendo la casa
revuelta tornó á asir de su albarda, y lo mismo hizo Sancho. Don Quixote
puso mano á su espada, y arremetió á los cuadrilleros, don Luis daba voces
á sus criados que le dejasen á él y acorriesen á don Quixote, y á Cárdenlo,
y á don Fernando, que todos favorecían á don Quixote. El Cura daba voces:
la ventera gritaba, su hija se afligía. Maritornes lloraba, Dorotea estaba
confusa, Luscinda suspensa, y doña Clara desmayada. El barbero aporrea-
ba á Sancho, Sancho molía al barbero: don Luis, á quien un criado suyo se
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atrevió á asirle del brazo, porque no se fuese, le dio una puñada, que le
bañó los dientes en sangre, el Oidor le defendía: don Fernando tenía debajo
de sus pies á un cuadrillero midiéndole el cuerpo con ellos muy á su sabor.
El ventero tornó á reforzar la voz, pidiendo favor á la santa Hermandad: de
modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, so-
bresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces, y efusión de san-
gre: y en la mitad deste caos, máquina, y laberinto de cosas se le representó
en la memoria de don Quixote, que iba metido de hoz, y de coz en la discor-
dia del campo de Agramante: y así dijo con voz que atronaba la venta: Tén-
ganse todos, todos envainen, todos se sosieguen, óiganme todos, si todos quie-
ren quedar con vida. A cuya gran voz todos se pararon, y él prosiguió, dicien-
do: No os dije yo señores que este castillo era encantado, y que alguna región
de demonios debe de habitar en él? en confirmación de lo cual quiero que
veáis por vuestros ojos cómo se ha pasado aquí, y trasladado entre nosotros
la discordia del campo de Agramante: mirad cómo allí se pelea por la es-
pada: aquí por el caballo, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos pe-
leamos, y todos no nos entendemos: venga pues vuestra merced señor Oidor,
y vuestra merced señor Cura, y el uno sirva de Key Agramante, y el otro
de Key sobrino, y póngannos en paz, porque por Dios todopoderoso, que es
gran bellaquería que tanta gente principal como aquí estamos se mate por
causas tan livianas: los cuadrilleros que no entendían el frasis de don Qui-
xote, y se veían mal parados de don Fernando, Cárdenlo, y sus cama-
radas no querían sosegarse, el barbero sí, porque en la pendencia tenia des-
hechas las barbas, y la albarda: Sancho á la más mínima voz de su amo
obedeció, como buen criado: los cuatro criados de don Luis también se es-
tuvieron quedos, viendo cuan poco les iba en no estarlo, sólo el ventero
porfiaba, que se habían de castigar las insolencias de aquel loco que á cada
paso le alborotaba la venta: finalmente el rumor se apaciguó por entonces,
la albarda se quedó por jaez hasta el día del juicio, y la bacía por yelmo,
y la venta por castillo en la imaginación de don Quixote. Puestos pues ya
en sosiego, y hechos amigos todos, á persuasión del Oidor, y del Cura, vol-
vieron los criados de don Luis á porfiarle que al momento se viniese cod
ellos; y en tanto que él con ellos se avenía, el Oidor comunicó con don Fer-
nando, Cárdenlo, y el Cura, qué debía hacer en aquel caso, contándosela
con las razones que don Luis le había dicho, en fin fué acordado que don
Fernando dijese á los criados de don Luis quién él era, y cómo era su gus-
to, que don Luis se fuese con él á Andalucía, donde de su hermano el
Marqués seria estimado como el valor de don Luis merecía, porque desta
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manera se sabía de Ja intención de don Luis que no volvería por aquella
vez á los ojos de su padre si le hiciesen pedazos. Entendida pues de los
cuatro la calidad de don Fernando, y la intención de don Luis, determina
ron entre ellos, que los tres se volviesen á contar lo que pasaba á su padre,
y el otro se quedase á servir á don Luis, y á no dejarle hasta que ellos
volviesen por él, ó viese lo que su padre les ordenaba: desta manera se apa-
ciguó aquella máquina de pendencias, por la autoridad de Agramante, y
prudencia del Key Sobrino: pero viéndose el enemigo de la concordia, y el
émulo de la paz menospreciado, y burlado, y el poco fruto que había gran-
geado de haberlos puesto á todos en tan confuso laberinto, acordó de pro ■
bar otra vez la mano resucitando nuevas pendencias, y desasosiegos. Es
pues el caso, que los cuadrilleros se sosegaron por haber entreoído la cali-
dad de los que con ellos se habían combatido, y se retiraron de la penden-
cia por parecerles que de cualquiera manera que sucediese habían de llevar
lo peor de la batalla: pero uno de ellos que fué el que fué molido, y patea-
do por don Fernando, le vino á la memoria, que entre algunos mandamien-
tos que traía para prender á algunos delincuentes, traía uno contra don
Quixote, á quien la santa Hermandad había mandado prender por la liber-
tad que dio á los galeotes, y como Sancho con mucha razón había temido;
imaginando pues esto, quiso certificarse si las señas que de don Quixot*
traía, venían bien, y sacando del seno un pergamino topó con el que bus-
caba, y poniéndosele á leer despacio, porque no era buen lector, á cada pa-
labra que leía, ponía los ojos en don Quixote, y iba cotejando las señas del
mandamiento con el rostro de don Quixote, y halló que sin duda alguna
era, el que el mandamiento rezaba, y apenas se hubo certificado, cuando
recogiendo su pergamino, y quizá tomó el mandamiento, y con la derecha
asió á don Quixote del cuello fuertemente que no le dejaba alentar, y á
grandes voces decía: Favor á la santa Hermandad, y para que se vea que
lo que pido es de veras, léase este mandamiento donde se contiene que se
prenda á este salteador de caminos. Tomó el mandamiento el Cura, y vio
cómo era verdad cuanto el cuadrillero decía, y cómo convenía con las señas
con don Quixote, el cual viéndose tratar mal de aquel villano Malandrín,
puesta la cólera en su punto, y crujiéndole los huesos de su cuerpo, como
mejor pudo él asió al cuadrillero con entrambas manos de la garganta, que
á no ser socorrido de sus compañeros, allí dejara la vida antes que don
Quixote la presa. El ventero que por fuerza había de favorecer á I05 de su
oficio, acudió luego á darle favor. La ventera que vio de nuevo á su mari-
do en pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego, Ma-
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ritornes, y su hija, pidiéndole favor al cielo, y á los que allí estaban, San-
cho dijo viendo lo que pasaba: Vive el Señor que es verdad cuanto mi
amo dice de los encantos deste castillo, pues no es posible vivir una hora
<con quietud en él. Don Fernando despartió al cuadrillero, y á don Quixote,
y con gusto de entrambos les desenclavijó las manos, que el uno en el
collar del sayo del uno, y el otro en la garganta del otro bien asidas tenían :
pero no por esto cesaban los cuadrilleros de pedir su preso, y que les ayu-
•dasen á dársele atado, y entregado á toda su voluntad, porque así convenía
al servicio del Eey, y de la santa Hermandad, de cuya parte de nuevo los
pedían socorro, y favor, para hacer aquella prisión de aquel robador, y sal-
teador de sendas, y de carreras. Reíase de oír decir estas razones don Qui-
xote, y con mucho sosiego, dijo: Venid acá gente soez, y mal nacida, sal-
tear de caminos llamáis al dar libertad á los encadenados, soltar los pre-
sos, acorrer á los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos:
á gente infame, digna por vuestro bajo, y vil entendimiento, que el cielo
no os comunique el valor que se encierra en la caballería andante, ni os
dé á entender el pecado, é ignorancia en que estáis en no reverenciar la
sombra, cuanto más la asistencia de cualquier caballero andante. Venid
acá ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores de caminos con
licencia de la santa Hermandad, decidme quién fué el ignorante que firmó
mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? Quién el que
ignoró que son exentos de todo judicial fuero los caballeros andantes?
Y que su ley es espada, sus fueros, sus bríos, sus pragmáticas, su volun
tad? Quién fué el mentecato, vuelvo á decir, que no sabe que no hay eje-
cutoria de hidalgo con tantas preeminencias, ni exenciones como la que
adquiere un caballero andante el día que se arma caballero, y se entrega
al duro ejercicio de la caballería. Qué caballero andante pagó pecho, alca-
bala, chapín de la Reina moneda forera, portazgo, ni barca? Qué sastre le
llevó hechura de vestido que le hiciese? Qué Castellano le acogió en su
castillo que le hiciese pagar el escote: Qué Rey no le sentó á su mesa?
Qué doncella no se le aficionó, y se le entregó rendida á todo su talante,
y voluntad: Y finalmente, qué caballero andante ha habido, hay, ni habrá
en el mundo, que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos á
cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?
— 472 -^
CAPITULO XLVI
De la notable aventura de los cuadrilleros, y la
gran ferocidad de nuestro buen caballero don
Quixote.
En tanto que don Quixote esto decía, estaba persuadiendo el Cura á
los cuadrilleros cómo don Quixote era falto de juicio, como lo veían por sus
obras, y por sus palabras, y que no tenían para qué llevar aquel negocio ade-
lante: pues aunque le prendiesen, y llevasen, luego le habían de dejar por
loco: á lo que respondió el del mandamiento: Que á él no tocaba juzgar de
la locura de don Quixote, sino hacer lo que por su mayor le era mandado,
y que una vez preso, siquiera le soltasen trescientas. Con todo eso, dijo el
Cura, por esta vez no le habéis de llevar, ni aun él dejara llevarse, á lo que
yo entiendo: en efecto tanto les supo el cura decir, y tantas locuras supo
don Quixote hacer, que más locos fueran que no él los cuadrilleros, sino
conocieran la falta de don Quixote, y así tuvieron por bien de apaciguarse,
y aun de ser medianeros de hacer las paces entre el barbero, y Sancho
Panza, que todavía asistían con gran rencor á su pendencia: finalmente
ellos como miembros de justicia mediaron la causa, y fueron arbitros della,
de tal modo, que ambas partes quedaron, sino del todo contentas, á lo me-
nos en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no las cinchas,
y jáquimas. Y en lo que tocaba á lo del yelmo de ¡Mambrino, el Cura á
socapa, y sin que don Quixote lo entendiese, le dio por la bacía ocho rea-
les, y el barbero le hizo una cédula del recibo, y de no llamarse á engaño
por entonces, ni por siempre jamás. Amén. Sosegadas pues estas dos pen-
dencias, que eran las más principales, y de más tomo, restaba que los
criados de don Luis se contentasen de volver los tres, y que el uno que-
dase para acompañarle donde don Fernando le quería llevar: y como ya la
buena suerte, y mejor fortuna había comenzado á romper lanzas, y facili-
tar dificultades en saber de los amantes de la venta, y de los valientes
della, quiso llevarlo al cabo, y á dar á todo felice suceso, porque los cria-
dos se contentaron de cuanto don Luis quería, de que recibió tanto con-
tento doña Clara, que ninguno en aquella sazón la mirara al rostro que no
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conociera el regocijo de su alma. Zoraida, aunque no entendía bien todos
los sucesos que había visto, se entristecía, y alegraba á bulto conforme
veía, y notaba los semblantes á cada uno, especialmente de su Español, en
quien tenía siempre puestos los ojos, y traía colgada el alma. El ventero á
quien se le pasó por alto la dádiva, y recompensa que el Cura había hecho
al barbero, pidió el escote de don Quixote, con el menoscabo de sus cueros,
y falta de vino, jurando que no saldría de la venta Bocinante, ni el jumen-
to de Sancho, sin que se le pagase primero hasta el último ardite. Todo lo
apaciguó el Cura, y lo pagó don Fernando, puesto que el Oidor de muy
buena voluntad había también ofrecido la paga, y de tal manera quedaron
todos en paz, y sosiego, que ya no parecía la venta la discordia del campo
de Agramante, como don Quixote había dicho, sino la misma paz, y quie-
tud del tiempo de Octaviano: de todo lo cual fué común opinión, que se
debían dar las gracias á la buena intención, y mucha elocuencia del señor
Cura, y á la incomparable liberalidad de don Fernando. Viéndose pues
don Quixote libre, y desembarazado de tantas pendencias, así de su escu-
dero, como suyas, le pareció que sería bien seguir su comenzado viaje, y
dar fin á aquella grande aventura, para que había sido llamado, y escogi-
do: y así con resoluta determinación se fué á poner de hinojos ante Doro-
tea, la cual no le consintió que hablase palabra hasta que se levantase, y
él por obedecerla se puso en pie, y le dijo: Es común proverbio, hermosa
señora, que la diligencia es madre de la buena ventura, y en muchas, y
graves cosas ha mostrado la experiencia, que la solicitud del negociante
trae á buen fin el pleito dudoso, pero en ningunas cosas se muestra más
esta verdad, que en las de la guerra, adonde la celeridad, y presteza pre-
viene los discursos del enemigo, y alcanza la victoria, antes que el contra-
rio se ponga en defensa: todo esto digo alta, y preciosa señora, porque me
parece, que la estada nuestra en este castillo, ya es sin provecho, y podría
sernos de tanto daño, que lo echásemos de ver algún día, porque quién
sabe si por ocultas espías, y diligentes habrá sabido ya vuestro enemigo
el gigante, de que yo voy á destruirle, y dándole lugar el tiempo se forti-
ficase en algún inexpugnable castillo, ó fortaleza contra quien valiesen
poco mis diligencias, y la fuerza de mi incansable brazo: así que señora
mía, prevengamos, como tengo dicho, con nuestra diligencia sus designios,
y partámonos luego á la buena ventura, que no está más de tener la vues-
tra grandeza, lo que desea, de cuanto yo tarde de verme con vuestro con-
trario. Calló, y no dijo más don Quixote, y esperó con mucho sosiego la
respuesta de la hermosa Infanta, la cual con ademán señoril, y acomodado
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al estilo de don Quiíote, le respondió desta manera: Yo os agradezco señor
caballero el deseo que mostráis tener de favorecerme en mi gran cuita,
bien así como caballero, á quien es anexo, y concerniente favorecer loa
huérfanos, y menesterosos: y quiera el cielo que el vuestro, y mi deseo se
cumplan, para que veáis que hay agradecidas mujeres en el mundo: y en
lo de mi partida, sea luego, que yo no tengo más voluntad que la vuestra,
disponed vos de mí á toda vuestra guisa, y talante, que la que una vez os
entregó la defensa de su persona, y puso en vuestras manos la restaura-
ción de sus señoríos, no ha de querer ir contra lo que la vuestra pruden-
cia ordenare. A la mano de Dios, dijo don Quixote, pues así es, que una
señora se me. humilla, no quiero yo perder la ocasión de levantarla, y po-
nerla en su heredado trono: la partida sea luego porque me va poniendo
espuelas el deseo, y el camino, lo que suele decirse que en la tardanza está
el peligro: y pues no ha criado el cielo, ni visto el infierno ninguno que me
espante, ni acobarde, ensilla Sancho á Eocinante, y apareja tu jumento, y
el palafrén de la Eeina, y despidámonos del Castellano, y destos señores,
y vamos de aquí luego al punto. Sancho, que á todo estaba presente, dijo
meneando la cabeza á una parte, y á otra: Ay señor, señor, y cómo hay
más mal en el aldehuela que se suena, con perdón sea dicho de las tocas
honradas. Qué mal puede haber en ninguna aldea, ni en todas las ciuda-
des del mundo, que pueda sonarse en menoscabo mío villano? Si vuestra
merced se enoja, respondió Sancho, yo callaré, y dejaré decir lo que soy
obligado como buen escudero, y como debe un buen criado decir á su señor.
Di lo que quisieres, replicó don Qaixote, como tus palabras no se encami-
nen á ponerme miedo: que si tú le tienes, haces como quien eres: y si yo
no le tengo hago como quien soy. No es eso, pecador fui yo á Dios, res-
pondió Sancho, sino que yo tengo por cierto, y por averiguado que esta
señora que se dice ser Keina del gran Eeino Micomicón, no lo es más que
mi madre, porque á ser lo que ella dice, no se anduviera hocicando con
alguno de los que están en la rueda á vuelta de cabeza, y á cada traspues-
ta. Paróse colorada con las razones de Sancho Dorotea, porque era verdad
que su esposo don Fernando alguna vez á hurto de otros ojos, había cogido
con los labios parte del premio que merecían sus deseos. Lo cual había
visto Sancho, y pareciéndole que aquella desenvoltura, más era de dama
cortesana, que de Eeina de tan gran Eeino. Y no pudo, ni quiso responder
palabra á Sancho, sino dejóle proseguir en su plática, y él fué diciendo:
Esto digo señor, porque si al cabo de haber andado caminos, y carreras, y
pasado malas noches, y peores días, ha de venir á coger el fruto de núes-
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tros trabajos, el que se está holgando en esta venta, no hay para qué dar-
me priesa, á que ensille á Rocinante, albarde el jumento, y aderece el pa-
lafrén, pues será mejor que nos estemos quedos, y cada puta hile, y coma-
mos, O válgame Dios, y cuan grande que fué el enojo que recibió don
Quixote, oyendo las descompuestas palabras de su escudero. Digo que fué
tanto, que con voz atropellada, y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego
por los ojos, dijo: O bellaco villano, mal mirado, descompuesto, é ignoran-
te, infacundo, deslenguado, atrevido murmurador, y maldiciente, tales pa,
labras has osado decir en mi presencia, y en la destas ínclitas señoras?
Y tales deshonestidades, y atrevimientos osaste poner en tu confusa ima-
ginación? Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza, depositario de
mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerías, inventor de maldades,
publicador de sandeces, enemigo del decoro que se debe á las Reales per-
sonas. Vete no parezcas delante de mí, so pena de mi ira: y diciendo esto-
enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró á todas partes, y dio con el pie
derecho una gran patada en el suelo, señales todas de la ira que encerraba
ea sus entrañas. A cuyas palabras, y furibundos ademanes, quedó Sancho
tan encogido, y medroso, que se holgara que en aquel instante se abriera
debajo de sus pies la tierra, y le tragara. Y no supo qué hacerse, sino vol-
ver las espaldas, y quitarse de la enojada presencia de su señor. Pero la
discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya el humor de don Quixote,
dijo, para templarle la ira: No os despechéis señor caballero de la triste
Figura, de las sandeces que vuestro buen escudero ha dicho. Porque quizá
no las debe de decir sin ocasión, ni de su buen entendimiento, y cristiana
conciencia, se puede sospechar que levante testimonio á nadie: y así se ha
de creer sin poner duda en ello, que como en este castillo, según vos señor
caballero decís, todas las cosas van, y suceden por modo de encantamien-
to, podría ser, digo, que Sancho hubiese visto por esta diabólica vía, lo que
él dice que vio, tan en ofensa de mi honestidad. Por el omnipotente Dios
juro, dijo á esta sazón don Quixote, que la vuestra grandeza ha dado en el
punto, y que alguna mala visión se le puso delante á este pecador de San-
cho, que le hizo ver lo que fuera imposible verse de otro modo, que por el
de encantos no fuera, que sé yo bien de la bondad, é inocencia deste des-
dichado, que no sabe levantar testimonios á nadie. Así es, y así será, dijo
don Fernando, por lo cual debe vuestra merced señor don Quixote, perdo-
narle, y reducirle al gremio de su gracia, <íSicuterat in principio^ , antes
que las tales visiones le sacasen de juicio. Don Quixote respondió, que él
le perdonaba, y el Cura fué por Sancho, el cual vino muy humilde, y hin-
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candóse de rodillas, pidió la mano á su amo, y él se la dio, y después de
habérsela dejado besar, le echó la bendición, diciendo: Ahora acabarás de
conocer Sancho hijo, ser verdad lo que yo otras muchas veces te he dicho,
de que todas las cosas deste castillo son hechas por vía de encantamiento.
Así lo creo yo, dijo Sancho, excepto aquello de la manta, que realmente
sucedió por vía ordinaria. No lo creas, respondió don Quixote, que si así
fuera, yo te vengara entonces, y aun ahora. Pero ni entonces, ni ahora
pude, ni vi en quién tomar venganza de tu agravio. Desearon saber todos,
qué era aquello de la manta, y el ventero lo contó punto por punto, la vo-
latería de Sancho Panza, de que no poco se rieron todos. Y de que no
menos se corriera Sancho, si de nuevo no le asegurara su amo, que era
encantamiento. Puesto que jamás llegó la sandez de Sancho á tanto, que
creyese no ser verdad pura, y averiguada, sin mezcla de engaño alguno, lo
de haber sido manteado por personas de carne, y hueso, y no por fantas-
mas soñadas, ni imaginadas, como su señor lo creía, y lo afirmaba. Dos
días eran ya pasados los que había que toda aquella ilustre compañía esta-
ba en la venta: y pareciéndoles que ya era tiempo de partirse, dieron orden,
para que sin ponerse al trabajo, de volver Dorotea, y don Fernando con
don Quixote á su aldea con la intención de la libertad de la Reina Mico-
micona, pudiesen el Cura, y el barbero, llevársele como deseaba, y procu-
rar la cura de su locura en su tierra. Y lo que ordenaron, fué, que se con-
certaron con un carretero de bueyes, que acaso acertó á pasar por allí,
para que lo llevasen en esta forma. Hicieron una como jaula, de palos en-
rejados, capaz, que pudiese en ella caber holgadamente don Quixote: y
luego don Fernando, y sus camaradas, con los criados de don Luis, y los
cuadrilleros, juntamente con el ventero, todos por orden, y parecer del
Cura se cubrieron los rostros, y se disfrazaron, quién de una manera, y
quién de otra: de modo, que á don Quixote le pareciese ser otra gente, de
la que en aquel castillo había visto. Hecho esto, con grandísimo silencio
se entraron adonde él estaba durmiendo, y descansando de las pasadas re-
friegas. Llegáronse á él, que libre, y seguro de tal acontecimiento dormía,
y asiéndole fuertemente, le ataron muy bien las manos, y los pies: de
modo, que cuando él despertó con sobresalto, no pudo menearse, ni hacer
otra cosa, más que admirarse, y suspenderse de ver delante de sí tan ex-
traños visajes. Y luego dio en la cuenta, de lo que su continua y desvaria-
da imaginación le representaba, y se creyó, que todas aquellas figuras eran
fantasmas de aquel encantado castillo, y que sin duda alguna ya estaba
encantado, pues no se podía menear, ni defender. Todo á punto, como ha-
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bía pensado que sucedería el Cura, trazador desta máquina. Sólo Sancho
de todos los presentes estaba en su mismo juicio, y en su misma figura:
el cual aunque le faltaba bien poco para tener la misma enfermedad de su
amo, no dejó de conocer quién eran todas aquellas contrahechas figuras,
mas no osó descoser su boca, hasta ver en qué paraba aquel asalto, 3^ pri-
sión de su amo, el cual tampoco hablaba palabra, atendiendo á ver el pa-
radero de su desgracia. Que fué, que trayendo allí la jaula, le encerraron
dentro, y le clavaron los maderos tan fuertemente, que no se pudieran
romper á dos tirones. Tomáronle luego en hombros, y al salir del aposen-
to se oyó una voz temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero, no el
del albarda, sino el otro, que decía: «O caballero de la triste Figura, no te
dé afincamiento la prisión en que vas, porque así conviene para acabar
más presto la aventura en que tu gran esfuerzo te puso. La cual se acabará,
cuando el furibundo león Manchado, con la blanca paloma Tobosina, ya-
cieren en uno, ya después de humilladas las altas cervices al blando yugo
matrimonesco. De cuyo inaudito consorcio saldrán á la luz del Orbe los
bravos cachorros, que imitarán las rapantes garras del valeroso padre.
T esto será antes, que el seguidor de la fugitiva ninfa, faga dos vegadas, á
la visita de las lucientes imágenes con su rápido, y natural curso. Y tú, ó
el más noble, y obediente escudero que tuvo espada en cinta, barbas en
rostro, y olfato en las narices, no te desmaye, ni descontente, ver llevar
así delante de tus ojos mismos, á la ñor de la caballería andante. Que
presto, si al Plasmador del murado le place, te verás tan alto, y tan subli-
mado, que no te conozcas,y no saldrán defraudadas las promesas, que te
ha hecho tu buen señor. Y aseguróte, de parte de la sabia Mentironiana,
que tu salario te sea pagado, como lo verás por la obra, y sigue las pisa-
das del valeroso, y encantado caballero, que conviene que vayas donde
paréis entrambos: y porque no me es lícito decir otra cosa, á Dios quedad,
que yo me vuelvo donde yo me sé.» Y al acabar de la profecía, alzó la voz
de punto, y disminuyóla después con tan tierno acento, que aun los sabi-
dores de la burla estuvieron por creer, que era verdad lo que oían. Quedó
don Quixote consolado con la escuchada profecía, porque luego coligió de
todo en todo, la significación de ella: y vio que le prometían el verse
ayuntados en santo, y debido matrimonio con su querida Dulcinea del
Toboso, de cuyo felice vientre saldrían los cachorros, que eran sus hijos,
para gloria perpetua de la Mancha. Y creyendo esto bien, y firmemente,
alzó la voz, y dando un gran suspiro, dijo: O tú quienquiera que seas que
tanto bien me has pronosticado, ruégote, que pidas de mi parte al sabio
- 478 -
encantador que mis cosas tiene á cargo que no me deje perecer en esta
prisión, donde ahora me llevan, hasta ver cumplidas tan alegres, é incom-
parables promesas, como son las que aquí se me han hecho. Que como
esto sea, tendré por gloria las penas de mi cárcel, j por alivio estas cade-
nas que me ciñen, y no por duro campo de batalla este lecho en que me
acuestan sino por cama blanda, y tálamo dichoso. Y en lo que toca á la
consolación de Sancho Panza mi escudero, yo confío de su bondad, y buen
proceder, que no me dejará, en buena, ni en mala suerte. Porque cuando
no suceda por la suya, ó por mi corta ventura, el poderle yo dar la ínsula,
ó otra cosa equivalente, que le tengo prometida, por lo menos su salario
no podrá perderse, que en mi testamento, que ya está hecho, dejo decla-
rado lo que se le ha de dar, no conforme á sus muchos, y buenos servi-
cios, sino á la posibilidad mía. Sancho Panza se le inclinó con mucho co-
medimiento, y le besó entrambas las manos, porque la una no pudiera,
por estar atadas entrambas. Luego tomaron la jaula en hombros, aquellas
visiones, y la acomodaron en el carro de los bueyes.
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CAPITULO XLVII
Del extraño modo con que fué encantado don
Quixote de la Mancha, con otros famosos su-
cesos.
Cuando don Quixote se vid de aquella manera enjaulado, y encima deí
carro, dijo: Muchas, y muy grandes historias he leído yo de caballeros an-
dantes, pero jamás he leído, ni visto, ni oído, que á los caballeros encan-
tados, los lleven desta manera, y con el espacio que prometen estos pere-
zosos, y tardíos animales. Porque siempre los suelen llevar por los aires
con extraña ligereza, encerrados en alguna parda, y oscura nube, ó en algún
carro de fuego, ó ya sobre algún Hipógrifo, ó otra bestia semíjante. Pero
que me lleven á mi ahora sobre un carro de bueyes, vive Dios que me
pone en conftisión. Pero quizá la caballería, y los encantos destos nuestros
tiempos, deben de seguir otro camino, que siguieron los antiguos. Y tam-
bién podría ser, que como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el pri-
mero que ha resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aventure-
ra, también nuevamente se hayan inventado otros géneros de encanta-
mientos, y otros modos de llevar á los encantados. Qué te parece desto
Sancho hijo? No sé yo lo que me parece, respondió Sancho, por no ser tan
leído como vuestra merced, en las escrituras andantes. Pero con todo eso
osaría afirmar, y jurar, que estas visiones que por aquí andan, que no son
del todo católicas. Católicas mi padre, respondió don Quixote, cómo han
de ser católicas, si son todos demonios, que han tomado cuerpos fantásti-
cos, para venir á hacer esto, y á ponerme en este estado. Y si quieres ver
esta verdad, tócalos, y pálpalos, y verás cómo no tienen cuerpo, sino de
aire, y cómo no consiste más de en la apariencia. Por Dios señor, replicó
Sancho, ya yo los he tocado, y este diablo que aquí anda tan solícito, es
rollizo de carnes, y tiene otra propiedad, muy diferente de la que yo he
oído decir, que tienen los demonios. Porque según se dice, todos huelen á
piedra azufre, y á otros malos olores, pero éste huele á ámbar de media
legua. Decía esto Sancho, por don Fernando, que como tan señor, debía
de oler á lo que Sancho decía. No te maravilles deso, Sancho amigo, res-
— 48o —
pondió don Quixote, porque te hago saber, que los diablos sabeu mucho,
y puesto que traigan olores consigo, ellos no huelen nada, porque son es-
píritus, y si huelen no pueden oler cosas buenas, sino malas, y hediondas.
Y la razón es, que como ellos dondequiera que están, traen el infierno
consigo, y no pueden recibir género de alivio alguno ín sus tormentos, y
el buen clor sea cosa que deleita, y contenta, no es posible que ellos hue-
lan cosa buena. Y si á ti te parece, que ese demonio que dices, huele á
ámbar, ó tú te engañas, ó él quiere engañarte, con hacer que no le tengas
por demonio. Todos estos coloquios pasaron entre amo, y criado, temiendo
don Fernando, y Cárdenlo, que Sancho no viniese á caer del todo en la
cuenta de su invención, á quien andaba ya muy en los alcances, determi-
naron de abreviar con la partida, y llamando aparte al ventero, le ordena-
ron que ensillase á Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho, el cual
lo hizo con mucha presteza. Ya en esto el Cura se había concertado con
los cuadrilleros, que le acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto
cada día. Colgó Cardenio del arzón de la silla de Rocinante, del un cabo
la adarga, y del otro la bacía, y por señas mandó á Sancho, que subiese en
su asno, y tomase de las riendas á Rocinante, y puso á los dos lados del
carro á los dos cuadrilleros con sus escopetas. Pero antes que se moviese
el carro, salió la ventera, su hija, y Maritornes á despedirse de don Qui-
xote, fingiendo que lloraban de dolor de su desgracia, á quien don Quixote
dijo: No lloréis mis buenas señoras, que tcfdas estas desdichas son anexas
á los que profesan lo que yo profeso, y si estas calamidades no me aconte-
cieran, no me tuviera yo por famoso caballero andante. Porque á los caba-
lleros de poco nombre, y fama, nunca les suceden semejantes casos, por-
que no hay en el mundo quien se acuerde dellos. A los valerosos si, que
tienen envidiosos de su virtud, y valentía, á muchos Príncipes, y á muchos
otros caballeros, que procuran por malas vías destruir á los buenos. Pero
con todo eso, la virtud es tan poderosa, que por sí sola, á pesar de toda la
nigromancia, que supo su primer inventor Zoroastes, saldrá vencedora de
todo trance, y dará de sí luz en el mundo, como la da el Sol en el cielo.
Perdonadme hermosas damas, si algún desaguisado, por descuido mío os
he hecho, que de voluntad, y á sabiendas, jamás le di á nadie. Y rogad á
Dios me saque destas prisiones, donde algún mal intencionado encantador
me ha puesto, que si dellas me veo libre, no se me caerán de la memoria
las mercedes que en este castillo me habéis hecho para gratificarlas, ser-
virlas, y recompensarlas, como ellas merecen. En tanto que las damas del
castillo esto pasaban con don Quixote, el Cura, y el barbero^ se despidie-
— 48i —
ron de don Fernando, y sus camaradas, y del Capitán, y de su hermano, y
todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea, y Luscinda.
Todos se abrazaron, y quedaron de darse noticia de sus sucesos. Diciendo
don Fernando al Cura, dónde había de escribirle, para avisarle en lo que
paraba don Quixote, asegurándole, que no habría cosa que más gusto le
diese, que saberlo. Y que él asimismo le avisaría de todo aquello que él
viese que podría darle gusto, así de su casamiento, como del Bautismo de
Zoraida, y suceso de don Luis, y vuelta de Luscinda á su casa. El Cura
ofreció de hacer cuanto se le mandaba, con toda puntualidad. Tornaron á
abrazarse otra vez, y otra vez tornaron á nuevos ofrecimientos. El ventero
se llegó al Cura, y le dio unos papeles, diciéndole que los había hallado en
un forro de la maleta, (1) donde se halló la novela del curioso impertinen-
te, y que pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los llevase
todos, que pues él no sabía leer, no los quería. El Cura se lo agradeció, y
abriéndolos luego, vio que al principio de lo escrito, decía: Novela de Riu-
Gonete, y Cortadillo, por donde entendió ser alguna novela: y coligió, que
pues la del curioso impertinente había sido buena, que también lo sería
aquella, pues podría ser fuesen todas de un mismo autor, y así la guardó,
con presupuesto de leerla, cuando tuviese comodidad. Subió á caballo, y
también su amigo el barbero con sus antifaces, porque no fuesen luego
conocidos de don Quixote, y pusiéronse á caminar tras el carro, y el ordea
que llevaban era éste. Iba primero el carro, guiándole su dueño: á los dos
lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus escopetas: seguía
luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de rienda á Rocinante. Detrás
de todo esto iban el Cura, y el barbero, sobre sus poderosas muías, cubier-
tos los rostros, como se ha dicho, con grave y reposado continente, no ca-
(1) En la Venta hallaron una maleta (ya sospechaba yo que n» á
humo de pajas hizo la furiosa reconvención el mago Clemencín, (|qué ge-
nio!), y dentro de ella, las novelas del Curioso impertinen4e y de Rinconete
y Cortadillo, y á mi entender, todo lo que constituía su equipaje.
Saborearon los viajeros la primera, leída por el autor, según nos cuen-
ta; pero lo que calló constituye la parte más interesante, ;l juzgar por lo
que dice líamete. Moro verídico. Cervantes no quiso leer la novela do
Rinconete y Cortadillo, por si acaso entre los oyentes había algún Curiono,
y, cayendo en la cuenta de la significación que alcanzaban la.s Venías del
Molinillo y del Alcalde (marcadoras de una ruta cierta de sus pasos por
La Mancha), le seguían la pista.
De donde se deduce, que tampoco fué lefída allí, Bino en Madrid, lo-
grando con su silencio que el chico aquel de las t.Aliagas'* no tuviese ooa-
eión de aplicar las «inquisiciones» en esta direccióu.
31
- 482 —
minando más de lo qae permitía el paso tardo de los bueyes. Don Quixote
iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies, y arrimado á
las verjas, con tanto silencio, y tanta paciencia, como si no fuera hombre
de carne, sino estatua de piedra. Y así con aquel espacio, y éilencio, cami-
laron hasta dos leguas, que llegaron á un valle, donde le pareció al boye-
ro, ser lugar acomodado para reposar, y dar pasto á los bueyes. (1) Y co-
municándolo con el Cura, fué de parecer el barbero, que caminasen un
poco más, porque él sabía que detrás de un recuesto que cerca de allí se
mostraba, había un valle de más yerba, y mucho mejor que aquel, donde
parar querían. Tomóse el parecer del barbero, y asi tornaron á proseguir
sa camino. En esto volvió el Cura el rostro, y vio que á sus espaldas ve-
nían hasta seis, ó siete hombres de á caballo, bien puestos, y aderezados^
de los cuales fueron presto alcanzados, porque caminaban, no con la flema,
y reposo de los bueyes, sino como quien iba sobre muías de Canónigos, y
con deseo de llegar presto á sestear á la venta, que menos de una legua de
allí se parecía. Llegaron los diligentes á los perezosos, y saludáronse cor-
tésmente, y uno de los que venían, que en resolución era Canónigo de To
ledo, y señor de los demás que le acompañaban, viendo la concertada pro-
(1) Conociendo palmo á palmo aquellos terrenos, la primera impre
sión induce á pensar que salieron de la Venta de la Bienvenida, por el
puerto de Tres Ventas llegaron al Valle de Valdeazogues, y subiendo un
pequeño recuesto, descansaron en el Valle de La Viñuela; después Be sos-
pecha, que la ruta debieron emprenderla por el Valle de Alcudia al puer-
to viejo de Veredas, descendiendo al Vallecillo de est^ nombre, para su-
bir á otro que, por el Talaverano, conduce al puerto de La Viñuela, con
vistas al lugarcito de los desvelos; pero como de la lectura del libro se
desprenda otra cosa, habrá que seguir — rastreando las huellas — hacia
el E. hasta encontrar la Sierra de Montoro, y sin desviarse de ella, halla-
remos los parajes de las aventuras que cuenta más adelante.
Respecto á la consulta que el boyero hizo al Cura, evacuada sin am-
bajes ni rodeos por maese Nicolás, denota la propensión — más antigua
que la sarna, y venga ó no á pelo, como decimos por allí — de inmiscuir-
nos en todo, dando cada cual nuestro parecer sin ser solicitado; y aunque
sobre el particular pudiera disertarse copioeísimamente llenando muchos
volúmenes, no he de ser yo el que pierda un tiempo tan precioso, remi-
tiendo al lector á que saboree una copleja muy sabida por aquellos con-
tornos sin alcanzar su significación.
El once le dijo al doce,
el trece ¿dónde estará?
y le respondió el catorce:
el quince te lo dirá,
que el dieciseis lo conoce.
- 483 -
cesión del carro, cuadrilleros, Sancho, Kocinante, Cara, y barbero, y más
á don Quixote enjaulado, y aprisionado, no pudo dejar de preguntar, qué
significaba llevar aquel hombre de aquella manera. Aunque ya se había
dado á entender, viendo las insignias de los cuadrilleros, que debía de ser
algún facineroso salteador, ó otro delincuente, cuyo castigo tocase á la
santa Hermandad. Uno de los cuadrilleros, á quien fué hecha la pregunta,
respondió así: Señor lo que significa ir este caballero desta manera, dígalo
él, porque nosotros no lo sabemos: Oyó don Quixote la plática, y dijo: Por
dicha vuestras mercedes señores caballeros, son versados, y peritos en
esto de la caballería andante, porque si lo son, comunicaré con ellos mis
desgracias, y sino, no hay para qué me canse en decirlas. Y á este tiempo
habían ya llegado el Cura, y el barbero, viendo que los caminantes esta-
ban en pláticas con don Quixote de la Mancha, para responder de modo,
que no fuese descubierto su artificio. El Canónigo, á lo que don Quixote
dijo, respondió: En verdad hermano, que sé más de libros de caballerías,
que de las súmulas de Villalpando, así que si no está más que en esto,
seguramente podéis comunicar conmigo lo que quisiereis. A la mano de
Dios, replicó don Quixote, pues asi es, quiero señor caballero que sepáis,
que yo voy encantado en esta jaula, por envidia, y fraude, de malos encan-
tadores, que la virtud, más es perseguida de los malos, que amada de los
buenos. Caballero andante soy, y no de aquellos, de cuyos nombres jamás
la fama se acordó para eternizarlos en su memoria, sino de aquellos que á
despecho, y pesar de la misma envidia, y de cuantos Magos crió Persia,
Bracmanes la India, Ginosofistas la Etiopía, ha de poner su nombre en el
templo de la inmortalidad, para que sirva de ejemplo, y dechado en los
venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que han de
seguir, si quisieren llegar á la cumbre, y alteza honrosa de las armas. Dice
verdad el señor don Quixote de la Mancha, dijo á esta sazón el Cura, que
él va encantado en esta carreta, no por sus culpas, y pecados, sino por la
mala intención de aquellos á quien la virtud enfada y la valentía enoja.
Este es señor, el caballero de la triste figura, y ya le oíste nombrar en
algún tiempo, cuyas valerosas hazañas, y grandes hechos, serán escritos
en bronces duros, y en eternos mármoles, por más que se canse la envidia
en oscurecerlos, y la malicia en ocultarlos. Cuando el Canónigo oyó hablar
al preso, y al libre en semejante estilo, estuvo por hacerse la cruz de ad-
mirado, y no podía saber lo que le había acontecido, y en la misma admi-
ración cayeron todos los que con él venían. En esto Sancho Panza, que se
había acercado á oir la plática, para adobarlo todo, dijo: Ahora señores
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quiéranme bien <5 quiéranme mal por lo que dijere, el caso de ello es, que
así va encantado mi señor don Quixote, como mi madre; él tiene su entero
juicio, él come, y bebe, y hace sus necesidades como los demás hombres,
y como las hacia ayer antes que le enjaulasen. Siendo esto asi, cómo quie-
ren hacerme á mi entender que va encantado? Pues yo he oido decir á
muchas personas, que los encantados, ni comen, ni duermen, ni hablan, y
mi amo sino le van á la mano, hablará máe que treinta procuradores.
Y volviéndose á mirar al Cura, prosiguió diciendo: A señor Cura, señor
Cura, pensará vuestra merced que no le conozco, y pensará que yo no calo,
y adivino, adonde se encaminan estos nuevos encantamientos, pues sepa
que le conozco, por más que se encubra el rostro, y sepa que le entiendo
por más que disimule sus embustes? En fin, donde reina la envidia, ni
puede vivir la virtud, ni adonde hay escasez, la liberalidad. Mal haya el
diablo, que si por su reverencia no fuera, esta fuera ya la hora que mi se-
ñor estuviera casado con la Infanta Micoraicona, y yo fuera Conde por lo
menos, pues no se podía esperar otra cosa, así de la bondad de mi señor,
el de la triste figura, como de la grandeza de mis servicios. Pero ya veo
que es verdad, lo que se dice por ahí, que la rueda de la fortuna anda más
lista, que una rueda de molino, y que los que ayer estaban cr pinganitos,
hoy están por el suelo. De mis hijos, y de mi mujer me pesa, pues cuande
podían, y debían esperar, ver entrar á su padre por sus puertas hecho Go-
bernador, ó Visorrey de alguna ínsula, ó Reino, le verán entiar hech«
mozo de caballos. Todo esto que he dicho, señor Cura, no es más de por
encarecer á su Paternidad, haga conciencia, del mal tratamiento que á mi
señor le hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta prisión de
mi amo, y se le haga cargo de todos aquellos socorros, y bienes, que mi
señor don Quixote deja de hacer en este tiempo que está preso. Adóbame
esos candiles, dijo á este punto el barbero. También vos Sancho, sois de la
cofradía de vuestro amo? Vive el señor, que voy viendo, que le habéis de
tener compañía en la jaula, y que habéis de quedar tan encantado com«
él, por lo que os toca de su humor, y de su caballería. En mal punto os
empreñastes de sus promesas, y en mal hora se os entró en los cascos la
ínsula que tanto deseáis. To no estoy preñado de nadie, respondió Sancho,
ni soy hombre que me dejaría empreñar del Rey que fuese, y aunque po-
bre soy Cristiano viejo, y no debo nada á nadie, y si ínsulas deseo, otros
desean otras cosas peores, y cada uno es hijo de sus obras, y debajo de ser
hombre puedo venir á ser Papa, cuanto más Grobernador de una ínsula, j
más pudieudo ganar tantas mi señor, que le falte á quien darlas. Vuestra
- 485 -
merced mire como habla, señor barbero, que no es todo hacer barbas, y
algo va de Pedro á Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y á mí no
se me ha de echar dado faltso. Y en esto del encanto de mi amo. Dios sabe
la verdad, y quédese aquí, porque es peor menearlo. No quiso responder
el barbero á Sancho, porque no descubriese con sus simplicidades lo que
él, y el Cura tanto procuraban encubrir. Y por este mismo temor había el
Cura dicho al Canónigo, que caminase un poco delante, que él le diría el
misterio del enjaulado, con otras cosas que le diesen gusto. Hízolo así el
Canónigo, y adelantóse con sus criados, y con él estuvo atento á todo aque-
llo que decirle quiso, de la condición, vida, locura, y costumbres de don
Quixote. Contándole brevemente el principio, y causa de su desvarío, y
todo el progreso de sus sucesos, hasta haberlo puesto en aquella jaula, y
el designio que llevaban, de llevarse ásu tierra, para ver si por algún me-
dio, hallaban remedio á su locura. Admiráronse de nuevo los criados, y el
Canónigo, de oír la peregrina historia de don Quixote. Y en acabándola de
oír, dijo: Verdaderamente señor Cura, yo hallo por mi cuenta, que son
perjudiciales en la república, estos que llaman libros de caballerías. Y aun-
que he leído, llevado de un ocioso, y falso gusto, casi el principio de todos
los más que hay impresos, jamás me he podido acomodar á leer ninguno
del principio al cabo. Porque me parece, que cual más, cual menos, todos
ellos son una misma cosa, y no tiene más éste que aquél, ni estotro, que
el otro. Y según á mí me parece, este género de escritura, y composición
cae debajo de aquel de las fábulas, que llaman Milesias que son cuentos
disparatados, que atienden solamente á deleitar, y no á enseñar, al contra-
rio de lo que hacen las fábulas Apólogas, que deleitan, y enseñan junta-
mente. Y puesto que el principal intento, de semejantes libros, sea el de-
leitar, no sé yo cómo puedan conseguirle, yendo llenos de tantos, y tan
desaforados disparates. Que el deleite que en el alma se concibe, ha de ser
de la hermosura, y concordancia que ve, ó contempla en las cosas que la
vista, ó la imaginación le ponen delante: y toda cosa que tiene en sí fealdad,
y descompostura, no nos puede causar contento alguno. Pues qué hermo-
sura puede haber, ó qué proporción de partes con el todo, y del todo coa
las partes, en un libro ó fábula, donde un mozo de diez, y seis años da una
cuchillada á un gigante como una torre, y le divide en dos mitades como
si fuera de alfeñique: y qué cuando nos quieren pintar una batalla, después
de haber dicho, que hay de la parte de los enemigos un millón de comba-
tientes, como sea contra ellos el señor del Libro, forzosamente mal que
nos pese habremos de entender, que el tal caballero alcanzó la victoria por
- 4% -
sólo el valor de su fuerte brazo? Pues qué diremos de la facilidad con que
una Reina, ó Emperatriz heredera, se conduce en los brazos de un andan-
te, y no conocido caballero? Qué ingenio, sino es del todo bárbaro, é in-
culto, podrá contentarse leyendo, que una gran torre llena de caballeros
va por la mar adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en
Lombardía, y mañana amanezca en tierras del Preste Juan de las Indias,
ó en otras, que ni las descubrió Tolomeo, ni las vio Marco Polo? Y si á
esto se me respondiese, que los que tales libros componen, los escriben
como cosas de mentira, y que así no están obligados á mirar en delicade-
zas, ni verdades. Responderles habría yo, que tanto la mentira es mejor,
cuanto más parece verdadera: y tanto más agrada, cuanto tiene más de lo
dudoso, y posible. Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendi-
miento de los que las leyeren, escribiendo de suerte, que facilitando los
imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren,
suspendan, alborocen, y entretengan, de modo que anden á un mismo paso
la admiración, y la alegría juntas: y todas estas cosas no podrá hacer el
que huyere de la verosimilitud: y de la imitación en quien consiste la per-
fección de lo que se escribe, no he visto ningún libro de caballerías, que
haga un cuerpo de tabula entero con todos sus miembros, de manera, que
el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio, sino
que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan inten-
ción á formar una quimera, ó un monstruo, que á hacer una figura pro-
porcionada. Fuera desto son en el estilo duros, en las hazañas increíbles,
en los amores lascivos, en las cortesías mal mirados, largos en las batallas,
necios en las razones, disparatados en los viajes: y finalmente ajenos de
todo discreto artificio, y por esto dignos de ser desterrados de la Repú-
blica Cristiana, como á gente inútil. El Cura le estuvo escuchando con
grande atención, y parecióle hombre de buen entendimiento, y que tenía
razón en cuanto decía: y así le dijo, que por ser él de su misma opinión, y
tener ojeriza á los libros de caballerías, había quemado todos los de don
Quixote, que eran muchos. Y contóle el escrutinio que dellos había hecho,
y los que había condenado al fuego, y dejado con vida, de que no poco se
rió el Canónigo, y dijo, que con todo cuanto mal había dicho de tales
libres, hallaba en ellos una cosa buena, que era el sujeto que ofrecían,
para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos, porque daban
largo, y espacioso campo, por donde sin empadro alguno pudiese correr la
pluma, describiendo naufragios, tormentas, reencuentros, y batallas, pin-
tando un Capitán valeroso, con todas las partes que para ser tal se requie-
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ren, mostrándose prudente, previniendo las astucias de sus enemigos: y
elocuente orador, persuadiendo, ó disuadiendo á sus soldados; maduro en
el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como en el
acometer. Pintando ora un lamentable, y trágico suceso, ahora un alegre,
y no pensado acontecimiento: allí una hermosísima dama, honesta, dis-
creta, y recatada: aquí un caballero Cristiano, valiente, y comedido, acullá
un desaforado bárbaro fanfarrón: acá un Príncipe cortés, valeroso, y bien
mirado: representando bondad, y lealtad de vasallos, grandezas, y merce-
des de señores, ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya
músico, ya inteligente en las materias de estado: y tal vez le vendrá oca-
sión de mostrarse nigromante si quisiere. Puede mostrar las astucias de
Ulises, la piedad de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héc-
tor, las traiciones de Sinón, la amistad de Eurialo, la liberalidad de Ale-
jandro, el valor de César, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad
de Zopiro, la prudencia de Catón: y finalmente todas aquellas acciones
que pueden hacer perfecto á un varón ilustre, ahora poniéndolas en uno
solo, ahora dividiéndolas en muchos, y siendo esto hecho con apacibilidad
de estilo, y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible á la
verdad, sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lazos tejida,
que después de acabada tal perfección y hermosura muestre, que consiga
el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar, y deleitar
juntamente, como ya tengo dicho. Porque la escritura desatada destos
libros da lugar á que el autor pueda mostrarse Épico, Lírico, Trágico,
Cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas, y
.agradables ciencias de la Poesía, y de la Oratoria: que la Épica también
puede escribirse en prosa como en verso.
— 488 —
CAPITULO XLVni
Donde prosigue el Canónigo la materia de los libros
de Caballerías, con otras cosas dignas de su
ingenio.
Así es como vnestra merced dice, señor Canónigo, dijo el Cura, y por
esta causa son más dignos de reprensión, los que hasta aquí han compues-
to semejantes libros, sin t^ner advertencia á ningún buen discurso, ni al
arte, y reglas por donde pudieran guiarse, y hacerse famosos en prosa,
como lo son en verso los dos Príacipes de la Poesía Griega, y Latina. Yo
á lo menos, replicó el Canónigo, he tenido cierta tentación de hacer un li-
bro de caballerías, guardando en él todos los puntos que he significado: y
si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien hojas, y para hacer
la experiencia, de si correspondían á mi estimación, las he comunicado
con hombres apasionados desta leyenda, doctos, y discretos, y con otros
ignorantes, que sólo atienden al gusto de oir disparates, y de todos he ha-
llado una agradable aprobación: pero con todo esto no he proseguido ade-
lante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi profesión, como por
ver que es más el número de los simples, que de los prudentes: y que
puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios, que burlado de los mi^^
ckos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo,
á quien por la mayor parte toca leer semejantes libros: pero lo que más
me le quitó de las manos, y aun del pensamiento, de acabarle, fué un ar-
gumento que hice conmigo mismo, sacado de las comedias que ahora se
representan, diciendo: Si estas que ahora se usan, asi las imaginadas, como
las de historia, todas, ó las más son conocidos disparates, y cosas que no
llevan pies ni cabeza, y con todo eso el vulgo las oye con gusto, y las tie-
ne y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que
la componen, y los actores que las representan dicen, que así han de ser,
porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera: y que las que llevan
traza, y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro dis-
cretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender
su artificio, y que á ellos les está mejor ganar de comer con los muchos,.
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que no opinión con los pocos. Deste modo vendrá á ser un libro, al cabo
de haberme quemado las cejas, por guardar los preceptos referidos, y ven-
dré á ser el sastre del cantillo. (1) Y aunque algunas veces he procurado
persuadir á los autores, que se engañan en tener la opinión que tienen, y
que más gente atraerán, y más fama cobrarán representando comedias, que
sigan el arte, que no con las disparatadas, ya están tan asidos, y incorpo-
rados en su parecer, que no hay razón, ni evidencia que del los saque-
Acuerdóme que un día dije á uno de estos pertinaces: Decidme, no os acor-
dáis que ha pocos años, que se representaron en España tres Tragedias,
que compuso un famoso Poeta de estos Reinos, las cuales fueron tales, que
admiraron, alegraron, y suspendieron á todos cuantos las oyeron, así sim-
ples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más
dineros á los representantes ellas tres solas, que treinta de las mejores que
después acá se han hecho? Sin duda, respondió el autor que digo, que debe
de decir vuestra merced por la Isabela, la Filis, y la Alejandra? Por
esas digo, le repliqué yo: y mirad si guardaban bien los preceptos del
arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran, y de agradar á
todo el mundo? Así que no está la falta en el vulgo que pide disparates,
sino en aquellos que no saben representar otra cosa. Sí que no fué dispa-
rate la Ingratitud vengada, ni le tuvo la Numancia, ni se le halló en la
del Mercader amante, ni menos en la Enemiga favorable, ni en otras
algunas, que de algunos entendidos Poetas han sido compuestas, para
fama y renombre suyo, y para ganancia de los que las han representado,
y otras cosas añadí á estas, con queá mi parecer le dejé algo confuso, pero
LO satisfecho, ni convencido, para sacarle de su errado pensamiento. En
materia ha tocado V. m. señor Canónigo, dijo á esta sazón el Cura, que
ha despertado en mí un antiguo rencor que tengo con las comedias que
ahora se usan, tal que iguala al que tengo con los libros de caballerías.
(1) El sastre del cantillo. Aunque reconozca la sabiduría de D. Francis-
co de Quevedo, y Clemencín diga que era gran voto en la inateria — frase de
cajón, que alguna vez incluiré en mi <iSal(lo de convencionalismos» — , ya
no me hacen mella las afirmaciones hueras.
Cervantes alude al que citó el Marqués de Santillana, y yo te diré el
por qué, lector: El alfayate del cantillo, fué un individuo que se pasó la
vida cantando como la Cigarra, y Cervantes que tenía el presentimiento
de que con su libro haría compañía á Calaínos, ya anuncia (oh, iector,^
que visión más terrible de la realidad) que predicar en desierto, ser-
món perdido.
De donde se deduce que el haberlo sustituido por El sastre del Campi-
llo es improcedente.
— 490 —
porque habiendo de ser la comedia, segúa le parece á Tulio, espejo de la
vida humana, excepto de las costumbres, é imagen de la verdad, las que
ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades, é
imágenes de lascivia. Porque qué mayor disparate puede ser en el sujeto
que tratamos, que salir un niño en mantillas en la primera escena del pri-
mer acto, y en la segunda salir ya hecho un hombre barbado? Y qué ma-
yor, que pintarnos un viejo valiente, y un mozo cobarde, un lacayo retóri-
co, un paje consejero, un Rey ganapán, y una Princesa fregona? Qué diré
pues de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden, ó po-
dían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que
la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se
acabó en África, y aun si fuera de cuatro jornadas la cuarta acabara en
América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo. Y
si es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, cómo es
posible que satisfaga á ningún mediano entendimiento? que fingiendo una
acción que pasa en tiempo de el Rey Pepino, y Cario Magno, el mismo
que en ella hace la persona principal, le atribuyan que fué el Emperador
Heraclio, que entró con la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la casa san-
ta, como Godofre de Bullón habiendo infinitos años de lo uno á lo otro, y
fundándose la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia,
j mezclarle pedazos de otras sucedidas á diferentes personas, y tiempos:
y esto no con trazas verosímiles, sino con patentes errores de todo punto
inexcusables: y es lo malo, que hay ignorantes que digan, que esto es lo
perfecto, y que lo demás es buscar gollerías. Pues qué si venimos á las
comedias divinas, qué de milagros fingen en ellas, qué de cosas apócrifas,
y mal entendidas, atribuyendo á un santo los milagros de otro. Y aun en
las humanas se atreven á hacer milagros, sin más respeto, ni considera-
<;ión, que parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia, como
ellos llaman, para que la gente ignorante se admire, y venga á la come-
dia: que todo esto es en perjuicio de la verdad, y en menoscabo de las his-
torias, y aun en oprobio de los ingenios Españoles: porque los Extranjeros
que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen
por bárbaros, é ignorantes, viendo los absurdos, y disparates de las que ha-
cemos. Y no sería bastante disculpa desto decir, que el principal intento
que las repúblicas bien ordenadas tienen, permitiendo que se hagan pú-
blicas comedias, es para entretener la comunidad con alguna honesta re-
creación, y divertirla á veces de los malos humores que suele engendrar la
ociosidad: y que pues éste se consigue con cualquier comedia buena, ó
— 491 —
mala, no hay para qué poner leyes, ni estrechar á los que las componen, y
representan, á que las hagan como debían hacerse: pues como he dicho, con
■cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende. A lo cual respondería
yo, que este fin se conseguiría mucho mejor sin comparación alguna, con
las comedias buenas, que con las no tales. Porque de haber oído la come-
<lia artificiosa, y bien ordenada, saldría el oyente alegre con las burlas: en-
señado con las veras: admirado de los sucesos: discreto con las razones:
advertido con los embustes: sagaz con los ejemplos: airado contra el vicio,
y enamorado de la virtud: que todos estos afectos ha de despertar la buena
comedia en el ánimo del que la escuchare, por rústico, y torpe que sea. Y
de toda imposibilidad es imposible dejar de alegrar, y entretener, satisfa-
•cer, y contentar la comedia que todas estas partes tuviere, mucho más que
aquella que pareciere dellas: como por la mayor parte carecen estas que de
ordinario ahora se representan. Y no tienen la culpa desto los Poetas que
las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que
yerran, y saben extremadamente lo que deben hacer. Pero como las come-
dias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los re-
presentantes no se las comprarían, sino fuesen de aquel jaez: y así el Poe-
ta, procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su
obra, le pide. Y que esto sea verdad, véase por muchas é infinitas come-
dias, que ha compuesto un felicísimo ingenio destos Reinos, con tanta
gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones,
con tan graves sentencias, y finalmente tan llenas de elocuencia y alteza
de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama. Y por querer acomodarse
al gusto de los representantes, no han llegado todas, como han llegado al-
gunas al punto de la perfección que requieren. Otros las componen tan sin
mirar lo que hacen, que después de representadas tienen necesidad los re-
citantes de huirse, y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han
sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos
Reyes y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvenientes ce-
sarían, y aun otros muchos más, que no digo, con que hubiese en la Corte
una persona inteligente, y discreta, que examinase todas las comedias, an-
tes que se representasen: no sólo aquellas que se hiciesen en la Corte, sino
todas las que se quisiesen representar en España, sin la cual aprobación,
sello, y firma, ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia al-
guna: y desta manera los comediantes tendrían cuidado de enviar las co-
medias á la Corte, y con seguridad podrían representarlas: y aquellos que
las componen, mirarían con más cuidado, y estudio lo que hacían, ternero-
— 492 —
808 de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entien-
de: y desta manera ?e harían buenas comedias, y se conseguiría felicísi-
mamente lo que en ellas se pretende, así el entretenimiento del pueblo,
como la opinión de los ingenios de España, el interés, y seguridad de los
recitantes, y el ahorro del cuidado de castigarlos. Y si se diese cargo á
•tro, ó á este mismo que examinase los libros de caballerías, que de nuevo
se compusiesen, sin duda podrían salir algunos con la perfección que vues-
tra merced ha dicho, enriqueciendo nuestra lengua del agradable, y precio-
so tesoro de la elocuencia, dando ocasión que los libros viejos se oscu-
reciesen á la luz de los nuevos que saliesen, para honesto pasatiempo,
no solamente los ociosos, sino de los más ocupados. Pues no es posible
que esté continuo el arco armado, ni la condición, y flaqueza humana
se pueda sustentar sin alguna lícita recreación. A este punto de su co-
loquio, llegaban el Canónigo, y el Cura, cuando adelantándose el bar-
bero llegó á ellos y dijo al Cura: Aquí señor Licenciado es el lugar que
yo dije que era bueno, para que sesteando nosotros, tuviesen los bue-
yes fresco, y abundoso pasto: Así me lo parece á mí, respondió el Cura:
y diciéndole al Canónigo lo que pensaba hacer, él también quiso que-
darse con ellos, convidado del sitio de un hermoso valle que á la vista
se les ofrecía: y así por gozar del, como de la conversación del Cura, de
quien ya se iba aficionando: y por saber más por menudo las hazañas de
don Quixote, mandó á algunos de sus criados que se fuesen á la venta, que
no lejos de allí estaba, y trajesen della lo que hubiese de comer, para
todos: porque él determinaba de estarse en aquel lugar aquella tarde.
A lo cual uno de sus criados respondió: Que la acémila del repuesto, que
ya debía de estar en la venta traía recado bastante, para no obligar á to-
mar de la venta más que cebada. Pues así es, dijo el Canónigo, llévense
allá todas las cabalgaduras, y haced volver la acémila. En tanto que esto
pasaba, viendo Sancho que podía hablar á su amo, si la continua asisten-
cia del Cura, y el barbero, que tenía por sospechosos, se llegó á la jaula,
y le dijo: Señor para descargo de mi conciencia le quiero decir lo que
pasa acerca de su encantamiento, y es: Que aquestos dos que vienei aquí
encubiertos los rostros, son el Cura de nuestro lugar, y el barbero, y ima-
gino han dado esta traza de llevarle desta manera, de pura envidia que
tienen cómo vuestra merced se les adelanta en hacer famosos hechos. Pre-
supuesta pues esta verdad, sigúese, que no va encantado, sino embaído y
tonto. Para prueba de lo cual le quiero preguntar una cosa, y si me res-
ponde, como creo que me ha de responder, tocará con la mano este enga-
— 493 —
ño, y verá cómo no va encantado, sino trastornado el juicio. Pregunta lo
que quisieres hijo Sancho, respondió don Quixote, que yo te satisfaré, y
responderé á toda tu voluntad. Y en lo que dices, que aquellos que allí
van, y vienen con nosotros, son el Cura, y el barbero nuestros compatrio-
tas y conocidos, bien podrá ser que parezca que son ellos mismos: pero
que lo sean realmente y en efecto, eso no lo creas en ninguna manera. Lo
que has de creer, y entender es, que si ellos se les parecen, como dices,
debe de ser que los que me han encantado habrán tomado esa apariencia,
y semejanza, porque es fácil á los encantadores tomar la figura que se les
antoja, y habrán tomado las destos nuestros amigos: para darte á ti oca-
sión de que pienses lo que piensas, y ponerte en un laberinto de imagina-
ciones que no aciertes á salir del, aunque tuvieses la soga de Teseo: y tana-
bién lo habrán hecho, para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa
atinar de donde viene este daño. Porque si por una parte tú me dices, que
me acompañan el barbero, y el Cura de nuestro pueblo, y por otra yo me
veo enjaulado, y sé de mi, que fuerzas humanas, como no fueran sobrena-
turales, no fueran bastantes para enjaularle: qué quieres que diga, ó pien-
se, sino que la manera de mi encantamiento excede á cuantas yo he leido
en todas las historias que tratan de caballeros andantes que han sido en-
cantados. Así que bien puedes darte paz, y sosiego en esto de creer que
son los que dices: porque así son ellos como yo soy Turco. Y en lo que
toca á querer preguntarme algo, di, que yo te responderé, aunque me pre-
guntes de aquí á mañana. Válgame nuestra Señora, respondió Sancho,
dando una gran voz, y es posible que sea vuestra merced tan duro de ce-
rebro, y tan falto de meollo, que no eche de ver que es pura verdad la que
le digo: y que en esta su prisión, y desgracia, tiene más parte la malicia,
que el encanto? Pero pues así es, yo le quiero probar evidentemente cómo
no va encantado. Sino dígame, así Dios le saque desta tormenta, y así se
vea en los brazos de mi señora Dulcinea, cuando menos se piense. Acaba
de conjurarme, dijo don Quixote, y pregunta lo que quisieres, que ya te he
dicho que te responderé con toda puntualidad. Eso pido replicó Sancho: y
lo que quiero saber es, que me diga, sin añadir ni quitar cosa ninguna,
sino con toda verdad, como se espera que la han de decir, y la dicen todos
aquellos que profesan las armas, como vuestra merced las profesa debajo
de título de caballeros andantes? Digo que no mentiré en cosa alguna,
respondió don Quixote. Acaba ya de preguntar, que en verdad que mo
cansas con tantas salvas, plegarias, y prevenciones, Sancho. Digo que yo
estoy seguro de la bondad, y verdad de mi amo, y así, porque hace al caso
— 494 —
á nuestro cuento, pregunto, hablando con acatamiento: Si acaso después
que vuestra merced va enjaulado, y á su parecer encantado en esta jaula,
le ha venido gana, y voluntad de hacer aguas, mayores, 6 menores, como
suele decirse: No entiendo eso de hacer aguas Sancho, aclárate más, si
quieres que te responda derechamente. Es posible que no entiende vuestra
merced de hacer aguas menores, ó mayores? Pues en la escuela destetan
á los muchachos con ello. Pues sepa, que quiero decir. Si le ha venido
gana de hacer lo que no se escusa. Ya, ya te entiendo Sancho: y muchas
veces: y aun ahora la tengo, sácame deste peligro, que no anda todo limpio.
- 495 —
CAPITULO XLIX
Donde se trata del discreto coloquio que Sancho
Panza tuvo con su señor don Quixote.
Ah, dijo Sancho, cogido le tengo: esto es lo que yo deseaba saber como
al alma, y como á la vida. Venga acá señor: podría negar lo que común-
mente suele decirse per ahí, cuando una persona está de mala voluntad:
No sé qué tiene fulano, que ni come, ni bebe, ni duerme, ni responde á
propósito á lo que le preguntan, que no parece sino que está encantado?
De donde se viene á sacar, que los que no comen, ni beben, ni duermen,
ni hacen las obras naturales que yo digo, estos tales están encantados,
pero no aquellos que tienen la gana que vuestra merced tiene, y que bebe
cuando se lo dan, y come cuando lo tiene, y responde á todo aquello que
le preguntan? Verdad dices, Sancho, respondió don Quixote: pero ya te he
dicho que hay muchas maneras de encantamientos, y podrá ser, que con
el tiempo se hubiesen mudado de unos en otros: y que ahora se use, que
los encantados hagan todo lo que yo hago, aunque antes no lo hacían. De
manera, que contra el uso de los tiempos no hay que argüir, ni de que
hacer consecuencias. Yo sé, y tengo para mí, que voy encantado, y esto
me basta para la seguridad de mi conciencia, que la formaría muy gran-
de, si yo pensase que no estaba encantado, y me dejase estar en esta jaula,
perezoso, y cobarde, defraudando el socorro que podría dar á muchos me-
nesterosos, y necesitados, que de mi ayuda y amparo deben tener á la hora
de ahora precisa y extrema necesidad. Pues con todo eso, replicó Sancho,
digo, que para mayor abundancia y satisfacción, sería bien que vuestra
merced probase á salir desta cárcel, que yo me obligo con todo mi poder
á facilitarlo, y aun sacarle della, y probase de nuevo á subir sobre su buen
Rocinante, que también parece que va encantado, según va de melancóli-
co, y triste. Y hecho esto, probásemos otra vez la suerte de buscar más
aventuras: y sino nos sucediese bien, tiempo nos queda para volvernos á
la jaula: en la cual prometo á ley de buen, y leal escudero de encerrarme
juntamente con vuestra merced, si acaso fuere vuestra merced tan desdi-
chado, ó yo tan simple, que no acierte á salir con lo que digo. Yo soy
contento de hacer lo que dices, Sancho hermano, replicó don Quixote: y
— 496 —
cuando tú veas coyuntura de poner en obra mi libertad, yo te obedeceré
en todo y por todo: pero tú, Sancho verás cómo te engañas en el conoci-
miento de rai desgracia. En estas pláticas se entretuvieron el caballero
andante, y el mal andante escudero, hasta que llegaron, dondü ya apeados
los aguardaban el Cura, el Canónigo, y el barbero. Desunció luego loa
bueyes de la carreta el boyero, y dejólos andar á sus anchuras por aquel
verde, y apacible sitio, cuya frescura convidaba á quererla gozar, no á las
personas tan encantadas como don Quixote, sino á los tan advertidos, y
discretos como su escudero: el cual rogó al Cura, que permitiese que su
señor saliese por un rato de la jaula: porque sino le dejaban salir, no iría
tan limpia aquella prisión, como requería la decencia de un tal caballero
como su amo. Entendióle el Cura, y dijo, que de muy gana haría lo que
le pedía, sino temiera, que en viéndose su señor en libertad, había de ha-
cer de las suyas, y irse donde jamás gentes le viesen. Yo le fío de la fuga,
respondió Sancho: Y yo y todo, dijo el Canónigo: y más si él me da U
palabra como caballero, de no apartarse de nosotros, hasta que sea nuee-
tra voluntad. Sí doy, respondió don Quixote, que todo lo estaba escuchan-
do, cuanto más, que él está encantado como yo, no tiene libertad para ha-
cer de su persona lo que quisiere: porque el que le encantó le puede hacer,
que no se mueva de un lugar en tres siglos: y si hubiere huido, le hará
volver en volandas: y que pues esto será así, bien podían soltarle, y más
siendo tan en provecho de todos: y del no soltarle les protestaba que no
podía dejar de fatigarles el olfato, si de allí no se desviaban. Tomóle la
mano el Canónigo, aunque las tenía atadas, y debajo de su buena fe, y pa-
labra, le desenjaularon, de que él se alegró infinito, y en grande manera
de verse fuera de la jaula. Y lo primero que hizo, fué, estirarse todo el
cuerpo, y luego se fué donde estaba Kocinaute, y dándole dos palmadas en
las ancas, dijo: Aún espero en Dios, y en su bendita Madre, flor, y espejo
de los caballos, que presto nos hemos de ver los dos cual deseamos: tú
con tu señor acuestas, y yo encima de tí, ejercitando el oficio para que
Dios me e«hó al mundo. Y diciendo esto don Quixote, se apartó con San-
cho en remota parte, de donde vino más aliviado, y con más deseos de
poner en obra lo que su escudero ordenase. Mirábalo el Canónigo, y admi-
rábase de ver la eitrafieza de su grande locura, y de que en cuanto habla-
ba, y respondía, mostraba tener bonísimo entendimiento, solamente venía
á perder los estribos, como otras veces se ha dicho, en tratándole de caba-
llerías: y así movido de compasión, después de haberse sentado todos en
ia verde yerba, para esperar el repuesto del Canónigo, le dijo: Es posible
— 497 —
señor hidalgo, que haya podido tanto con vuestra merced la amarga, y
ociosa lectura de los libros de caballerías, que le hayan vuelto el juicio de
modo, que venga á creer que va encantado, con otras cosas deste jaez, tan
lejos de ser verdaderas, como lo está la misma mentira de la verdad?
Y cómo es posible que haya entendimiento humano, que se dé á entender
que ha habido en el mundo aquella infinidad de Amadises, y aquella tur-
bamulta de tanto famoso caballero, tanto Emperador de Trapisonda, tanto
Felixmarte de Hircania, tanto palafrén, tanta doncella andante, tantas sier-
pes, tantos endriagos, tantos Gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto gé-
nero de encantamiento, tantas batallas, tantos desaforados encuentros, tanta
bizarría de trajes, tantas Princesas enamoradas, tantos escuderos Condes,
tantos enanos graciosos, tanto billete, tanto requiebro, tantas mujeres
valientes: y finalmente, tantos y tan disparatadas cosas como los libros
de caballerías contienen? De mí sé decir, que cuando los leo, en tan-
to que no pongo la imaginación en pensar, que son todos mentira, y
liviandad, me dan algún contento: pero cuando caigo en la cuenta de lo
que son, doy con el mejor dellos en la pared: y aun diera con él en
el fuego, si cerca, ó presente le tuviera, bien como á merecedores de
tal pena, por ser falsos, y embusteros, y fuera del trato que pide la
común naturaleza, y como á inventores de nuevas sectas, y de nuevo
modo de vida: y como á quien da ocasión que el vulgo ignorante venga á
creer, y tener por verdaderas, tantas necedades como contienen. Y aún
tienen tanto atrevimiento, que se atreven á turbar los ingenios de
los discretos, y bien nacidos hidalgos, como se echa bien de ver por lo que
con vuestra merced han hecho, pues le han traído á términos, que sea for-
zoso encerrarle en una jaula, y traerle sobre un carro de bueyes, como
quien trae ó lleva algún león, ó algún tigre, de lugar en lugar, para ganar
con él, dejando que le vean. Ea señor don Quixote, duélase de sí mismo,
redúzcase al gremio de la discreción, y sepa usar de la mucha que el cielo
fué servido de darle, empleando el felicísimo talento de su ingenio en otra
lectura, que redunde en aprovechamiento de su conciencia, y en aumento
de su honra. Y si todavía, llegado de su natural inclinación, quisiere leer
libros de hazañas, y de caballerías, lea en la sacra Escritura el de los Jue-
ces, que allí hallará verdades grandiosas, y hechos tan verdaderos como
valientes, ün Viriato tuvo Lusitania, un César Roma, un Aníbal Cartago,
un Alejandro Grecia, un Conde Fernán González Castilla, un Cid Valen-
cia, un Gonzalo Fernández Andalucía, un Diego García de Paredes Extre-
madura, un Garcí Pérez de Vargas Jerez, un Garcí Laso Toledo, un don
- 498 -
Manuel de León Sevilla, cuya lección de sus valerosos hechos, puede en-
tretener, enseñar, deleitar, y admirar á los más altos ingenios que los le-
yeren. Esta sí será lectura digna del buen entendimiento de vuestra mer-
ced, señor don Quixote mío, de la cual saldrá erudito en la historia,
enamorado de la virtud, enseñado en la bondad, mejorado en las costum-
bres, valiente sin temeridad, osado sin cobardía: y todo esto para honra de
Dios, provecho suyo, y fama de la Mancha, do según he sabido, trae vues-
tra merced su principio, y origen. Atentísimamente estuvo don Quiíote
escuchando las razones del Canónigo, y cuando vio que ya había puesto fin
á ellas: después de haberle estado un buen espacio mirando, le dijo: Paré-
cerne señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha encaminado á
querer darme á entender, que no ha habido caballeros andantes en el mun-
do, y que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañadores,
é inútiles para la república, y que yo he hecho mal en leerlos, y peor en
creerlos, y más mal en imitarlos, habiéndome puesto á seguir la durísima
profesión de la caballería andante, que ellos enseñan, negándome que no
ha habido en el mundo Amadises, ni de Gaula, ni de Grecia, ni todos los
otros caballeros de que las escrituras están llenas? Todo es al pie de la
letra, como vuestra merced lo va relatando, dijo á esta sazón el Canónigo.
A lo cual respondió don Quixote: Añadió también vuestra merced, dicien-
do, que me habían hecho mucho daño tales libros, pues me habían vuelto
el juicio, y puéstome en una jaula, y que me sería mejor hacer la enmien-
da, y mudar de lectura, leyendo otros más verdaderos, y que mejor delei-
tan, y enseñan. Así es, dijo el Canónigo. Pues yo, replicó don Quixote,
hallo por mi cuenta, que el sin juicio, y el encantado, es vuestra merced,
pues se ha puesto á decir tantas blasfemias contra una cosa tan recibida
en el mundo, y tenida por tan verdadera, que el que la negase, como vues-
tra merced la niega, merecía la misma pena, que vuestra merced dice que
da á los libros, cuando los lee, y le enfadan. Porque querer dar á entender
á nadie, que Amadís no fué en el mundo, ni todos los otros caballeros
aventureros, de que están colmadas las historias, será querer persuadir,
que el Sol no alumbra, ni el hielo enfría, ni la tierra sustenta: porque qué
ingenio puede haber en el mundo, que pueda persuadir á otro, que no fué
verdad lo de la Infanta Floripes, y Güy de Borgoña: y lo de Fierabrás, con
la puente de Mantible, que sucedió en el tiempo de Cario Magno, que voto
á tal, que es tanta verdad, como es ahora de día? Y si es mentira también
lo debe de ser, que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni
los doce Pares de Francia, ni el Rey Artús de Inglaterra, que anda hasta
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ahora convertido en cuervo, y le esperan en su Reino por momentos. Y
también se atreverán á decir, que es mentirosa la historia de Guarino Mez-
quino, la de la demanda del santo Grial, y que son apócrifos los amores
de don Tristán, y la Eeina Iseo, como los de Ginebra, y Lanzarote, ha-
biendo personas que casi se acuerdan de haber visto á la dueña Quitañona,
que fué la mejor escanciadora de vino que tuvo la gran Bretaña: y es esto
tan asi, que me acuerdo yo que me decía una mi abuela, de parte de mi
padre, cuando veía alguna dueña con tocas reverendas: Aquella, nieto, se
parece á la dueña Quintañona, de donde argullo yo, que la debió de conocer
ella, ó por lo menos, debió de alcanzar á ver algún retrato suyo. Pues quién
podrá negar, no ser verdadera la historia de Fierres, y la linda Magalona,
pues aun hasta hoy día se ven en la armería de los Eeyes, la clavija con
que volvía el caballo de madera, sobre quien iba el valiente Fierres por los
aires, que es un poco mayor que un timón de carreta: y junto á la clavija,
está la silla de Babieca. Y en Roncesvalles está el cuerno de Roldan, tama-
fio como una grande viga: de donde se infiere, que hubo doce Fares, que
hubo Fierres, que hubo Cides, y otros caballeros semejantes, destos que
dicen las gentes, que á sus aventuras van. Si no dígame también, que no
es verdad que fué caballero andante el valiente Lusitano Juan de Merlo,
que fué á Borgoña, y se combatió en la Ciudad de Ras, con el famoso se-
ñor de Charní, llamado Mosén Fierres, y después en la Ciudad de Basilea
con Mosén Enrique de Remestán, saliendo de entrambas empresas vence-
dor, y lleno de honrosa fama. Y las aventuras, y desafios, que también aca-
baron en Borgoña los valientes Españoles, Fedro Barba, y Gutiérrez Qui-
jada (de cuya alcurnia yo desciendo por línea recta de varón) venciendo á
los hijos del Conde de San Folo. Niegúenme asimismo que no fué á bus-
car las aventuras á Alemania don Fernando de Guevara, donde se comba-
tió con Micer Jorge, caballero de la casa del Duque de Austria. Digan que
fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del paso: las empresas de
Mosén Luis de Falces, contra don Gonzalo de Guzmán, caballero Castella-
no, con otras muchas hazañas hechas por caballeros Cristianos, destos, y
de los Reinos extranjeros, tan auténticas y verdaderas, que torno á decir,
que el que las negase, carecería de toda razón, y buen discurso. Admirado
quedó el Canónigo, de oir la mezcla que don Quixote hacía, de verdades,
y mentiras, y de ver la noticia que tenía de todas aquellas cosas, tocantes,
y concernientes á los hechos de su andante caballería, y así le respondió:
No puedo yo negar señor don Quixote, que no sea verdad algo de lo que
vuestra merced ha dicho, especialmente en lo que toca á los caballeros an-
— 500 —
danteg Españoles: y asimismo quiero conceder, que hubo doce Pares de
Francia, pero no quiero creer, que hicieron todas aquellas cosas que el Ar-
zobispo Turpín, dellos escribe: porque la verdad dello es, que fueron caba-
lleros escogidos por los Reyes de Francia, á quien llamaron Pares, por ser
todos iguales en valor, en calidad, y en valentía, á lo menes sino lo eran,
era razón que lo fuesen, y era como una religión de las que ahora se usan,
de Santiago, ó de Calatrava, que se presupone que los que la profesan, han
de ser, ó deben ser caballeros valerosos, valientes, y bien nacidos: y como
ahora dicen caballero de San Juan, ó de Alcántara, decían en aquel tiem-
po: Caballero de los doce Pares, porque no fueron doce iguales los que
para esta religión militar se escogieron. En lo de que hubo Cid, no hay
duda, ni menos Bernardo del Carpió, pero de que hicieron las hazañas que
dicen, creo que la hay muy grande. En lo otro de la clavija, que vuestra
merced dice del Conde Fierres, y que está junto á la silla de Babieca en
la armería de los Reyes, confieso mi pecado, que soy tan ignorante, ó tan
corto de vista, que aunque he visto la silla, no he echado de ver la clavija
y más siendo tan grande como vuestra merced ha dicho. Pues allí está sin
duda alguna, replicó don Quixote, y por más señas dicen que está metida
en una funda de vaqueta, porque no se tome de moho. Tod© pueder ser,
respondió el Canónigo, pero por las órdenes que recibí, que no me acuerdo
haberla visto: mas puesto que conceda que está allí, no por eso me obligo
á creer las historias de tantos Amadises, ni las de tanta turbamulta de ca-
balleros como por ahí nos cuentan: ni es razón, que un hombre como vues-
tra merced, tan honrado, y de tan buenas partes, y dotado de tan buen en-
tendimiento, se dé á entender, que son verdaderas tantas, y tan extrañas
locuras, como las que están escritas en los disparatados libros de caba-
llerías.
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CAPITULO L
De las discretas altercaciones que don Quixote,
y el Canónigo tuvieron, con otros sucesos.
Bueno está eso, respondió don Quixote, los libros que están impresos
con licencia de los Reyes, y con aprobación de aquellos á quien se remi-
tieron, y que con gusto general son leídos, y celebrados de los grandes y
de los chicos: de los pobres, y de los ricos: de los letrados, é ignorantes:
de los plebeyos, y caballeros: finalmente, de todo género de personas de
cualquier estado y condición, que sean, habían de ser mentira, y más lle-
vando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la
patria, los parientes, la edad, el lugar, y las hazañas, punto por punto, y
día por día, que el tal caballero hizo, ó caballeros hicieron. Calle vuestra
merced, no diga tal blasfemia, y créame, que le aconsejo en esto lo que
debe de hacer, como discreto, sino léalos, y verá el gusto que recibe de su
leyenda. Sino dígame, hay mayor contento, que ver, como si dijésemos»
aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez, hirviendo
á borbollones, y que andan nadando, y cruzando por él muchas serpientes,
culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces, y espan-
tables, y que del medio del lago sale una voz tristísima, que dice: Tú ca-
ballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando, si quie-
res alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se encubre, muestra el
valor de tu fuerte pecho, y arrójate en mitad de su negro y encendido
licor, porque si así no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas
que en sí encierran, y contienen los siete castillos de las siete Fadas, que
debajo desta negrura yacen: y que apenas el caballero no ha acabado de
oir la voz temerosa, cuando sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse
á considerar el peligro á que se pone, y aun sin despojarse de la pesadum-
bre de sus fuertes armas, encomendándose á Dios, y á su señora, se arroja
en mitad del bullente lago: y cuando no se cata, ni sabe dónde ha de parar,
se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que
ver en ninguna cosa. Allí le parece, que el cielo es más transparente, y
que el Sol luce con claridad más nueva. Ofrécesele á los ojos una apacible
floresta de tan verdes, y frondosos árboles compuesta, que alegra á la vista
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8U verdura, y entretiene los oídos el dulce, y no aprendido canto de los
pequeños, infinitos, y pintados pajarillos, que por los intrincados ramos
van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas frescas aguas, que líqui-
dos cristalen parecen, corren sobre menudas arenas, y blancas pedrezuelas,
que oro cernido, y puras perlas semejan. Acullá ve una artificiosa fuente
de jaspe variado, y de liso mármol compuesta. Acá ve otra á lo brutesco
ordenada, adonde las menudas conchas de las almejas, con las torcidas
casas, blancas, y amarillas del caracol, puestas con orden desordenado,
mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente, y de contrahechas esme-
raldas, hacen una variada labor, de manera, que el arte imitando á la na-
turaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso, se le descubre un
fuerte castillo, ó vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro, las
almenas de diamantes, las puertas de jacintos: finalmente, él es de tan
admirable compostura, que con ser la materia de que está formado, no
menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro, y de
esmeraldas, es de más estimación su hechura? Y hay más que ver después
de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen núme-
ro de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusiese ahora á
decirlos, como las historias nos los cuentan, sería nunca acabar? y tomar
luego la que parecía principal de todas, por la mano al atrevido caballero,
que se arrojó en ^1 ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro
del rico alcázar, ó castillo, y hacerle desnudar, como su madre le parió, y
bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos,
y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa, y perfumada: y
acudir doncella, y echarle un mantón sobre los hombros, que otra por lo
menos, dicen que suele valer una ciudad, y aún más? Qué es ver pues,
cuando nos cuentan que tras todo esto le llevan á otra sala, donde halla
puestas las mesas, con tanto concierto, que queda suspenso, y admirado?
Qué el verle echar agua á manos, toda de ámbar, y de olorosas flores des-
tilada? Qué el hacerle sentar sobre una silla de marfil? Qué verle servir
todas las doncellas, guardando un maravilloso silencio? Qué el traerle tan-
ta diferencia de manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el ape-
tito á cuál deba de alargar la mano? Cuál será oír la música que en tanto
que come suena, sin saberse quién la canta, ni adonde suena? Y después
de la comida acabada, y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostad©
sobre la silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar
á deshora por la puerta de la sala otra mucho más hermosa doncella, que
ninguna de las primeras, y sentarse al lado del caballero, y comenzar á
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darle cuenta, de qué castillo es aquél, y de cómo ella está encantada en él,
con otras cosas, que suspenden al caballero, y admiran á los leyentes que
van leyendo su historia? No quiero alargarme más en esto, pues dello se
puede colegir, que cualquiera parte que se lea, de cualquiera historia de
caballero andante, ha de causar gusto, y maravilla á cualquiera que la le-
yere. Y vuestra merced créame, y cemo otra vez le he dicho, lea estos
libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran
la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir, que después que soy
caballero andante, soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso,
cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de
encantos: y aunque ha tampoco que me vi encerrado en una jaula como
loco, pienso por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo, y no sién-
dome contraria la fortuna, en pocos días verme Rey de algún Reino, adon-
de pueda mostrar el agradecimiento, y liberalidad que mi pecho encierra:
que mía fe, señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de
la liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea: y el agrade-
cimiento, que sólo consiste en el deseo, es cosa muerta, como es muerta la
íe sin obras. Por esto querría que la fortuna me ofreciese presto alguna
ocasión, donde me hiciese Emperador, por mostrar mi pecho, haciendo
bien á mis amigos, especialmente á este pobre de Sancho Panza, mi escu-
dero, que es el mejor hombre del mundo, y querría darle un Condado, que
le tengo muchos días ha prometido, sino que temo, que no ha de tener
habilidad para gobernar su estado. Casi estas últimas palbras oyó Sancho
á su amo, á quien dijo: Trabaje V. m. señor don Quixote, en darme ese
Condado, tan prometido de V. m. como de mí esperado, que yo le prome-
to, que no me faite á mí habilidad para gobernarle: y caando me faltare,
yo he oído decir, que hay hombres en el mundo, que toman en arrenda-
miento los estados de los señores, y les dan un tanto cada año, y ellos se
tienen cuidado del gobierno, y el señor se está á pierna tendida, gozando
de la renta que le dan, sin curarse de otra cosa: y así haré yo, y no repa-
raré en tanto más cuanto, sino que luego me desistiré de todo, y me go-
zaré mi renta, como un Duque, y allá se lo hayan. Eso hermano Sancho,
dijo el Canónigo, entiéndese en cuanto al gozar la renta, empero al admi-
nistrar justicia, ha de entender el señor del estado, y aquí entra la habili-
dad, y buen juicio, y principalmente la buena intención de acertar, que si
ésta falta en los principios, siempre irán errados los medios, y los fines: y
así suele Dios ayudar al buen deseo del simple, como desfavorecer al malo,
del discreto. No sé esas filosofías, respondió Sancho Panza, mas sólo sé
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que tan presto tuyiese yo el Condado, como sabría regirle, que tanta alma
tengo yo como otro, y tanto cuerpo como el que más, y tan Key sería yo
de mi estado como cada uno del suyo: y siéndolo, haría lo que quisiese: y
haciendo lo que quisiese, haría mi gusto: y haciendo mi gusto, estaría con-
tento: y en estando uno contento, no tiene más que desear: y no teniendo
más que desear, acabóse, y el estado venga, y adiós, y veámonos, como
dijo un ciego á otro. A lo cual respondió don Quiíote: No son malas filo-
sofías esas, como tú dices, Sancho, pero con todo eso hay mucho que decir
sobre esta materia de Condados. Yo no sé qué haya que decir, sólo me
guío por muchos, y diversos ejemplos que podría traer á este propósito de
caballeros de mi profesión, que correspondiendo á los leales, y señalados
servicios que de sus escuderos habían recibido, les hicieron notables mer-
cedes, haciéndoles señores absolutos de ciudades, y ínsulas: y cuál hubo
que llegaron sus merecimientos á tanto grado, que tuvo humos de hacerse
Key. Pero para qué gasto tiempo en esto ofreciéndome un tan insigne
ejemplo el grande, y nunca bien alabado Amadís de Gaula, que hizo á su
escudero Conde de la ínsula Firme, y así puedo yo sin escrúpulo de con-
ciencia, hacer Conde á Sancho Panza que es uno de los mejores escuderos
que caballero andante ha tenido. Admirado quedó el Canónigo, de los con-
certados disparates (si disparates sufren concierto) que don Quiíote había
dicho, y del modo con que había pintado la aventura del caballero del
Lago de la impresión que en él habían hecho las pensadas mentiras de los
libros que había leído: y finalmente le admiraba la necedad de Sancho,
que con tanto ahinco deseaba alcanzar el Condado que su amo le había
prometido. Ya en esto volvían los criados del Canónigo, que á la venta
habían ido por la acémila del repuesto, y haciendo mesa de una alfombra
y de la verde yerba del prado, á la sombra de unos árboles se sentaron, y
comieron allí, porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio,
como queda dicho. Y estando comiendo, á deshora oyeron un recio estruen-
do, y un son de esquila, que por entre unas zarzas, y espesas matas que
allí junto estaban, sonaba, y al mismo instante vieron salir de entre aque-
llas malezas, una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco,
y pardo. Tras ella venía un cabrero dándole voces, y diciéndole palabras á
su uso, para que se detuviese, ó al rebaño volviese. La fugitiva cabra te-
merosa, y despavorida, se vino á la gente, como á favorecerse della, y allí
se detuvo: Llegó el cabrero, y asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz
de discurso, y entendimiento, le dijo: Ah cerrera, cerrera, manchada, man-
chada, y cómo andáis vos estos días de pie cojo? qué lobos os espantan? Hija
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no rae diréis qué es esto, hermosa? Mas qué puede ser, sino que sois hem-
bra, y no podéis estar sosegada, que mal haya vuestra condición y la de
todas aquellas á quien imitáis. Volved, volved amiga, que sino tan conten-
ta, á lo menos estaréis segura en vuestro aprisco, ó con vuestras compañe
ras: que si vos que las habéis de guardar, y encaminar, andáis tan sin
guia, y tan descaminada, en qué podrán parar ellas? Contento dieron las
palabras del cabrero á los que las oyeron, especialmente al Canónigo, que
le dijo: Por vida de vuestro hermano, que os soseguéis un poco, y no os
acuciéis en volver tan presto esa cabra á su rebaño, que pues ella es hem •
bra, como vos decís, ha de seguir su natural instinto, por más que vos os
pongáis á estorbarlo. Tomad este bocado, y bebed una vez, con que tem-
plaréis la cólera, y en tanto descansará la cabra. Y el decir esto, y el darle
con la punta del cuchillo los lomos de un conejo fiambre todo fué uno.
Tomólo, y agradeciólo el cabrero: bebió, y sosegóse, y luego dijo: No que-
rría que por haber yo hablado con esta alimaña tan en seso, me tuviesen
vuestras mercedes por hombre simple, que en verdad que no carecen de
misterio las palabras que le dije. Rústico soy pero no tanto que no entien-
da cómo se ha de tratar con los hombres, y con las bestias. Eso creo yo
muy bien, dijo el Cura, que ya yo sé de experiencia, que los montes crían
letrados, y las cabanas de los pastores encierran filósofos. A lo menos,
señor, replicó el cabrero, acogen hombres escarmentados: y para que creáis
esta verdad, y la toquéis con la mano, aunque parezca que sin ser togado
me convido, sino os enfadáis dello, y queréis, señores, un breve espacio
prestarme oído atento, os contaré una verdad, que acredite lo que ese
señor (señalando al Cura) ha dicho, y la mía? A esto respondió don Quixo-
te: Por ver que tiene este caso un no sé qué de sombra de aventura de
caballería, yo por mi parte os oiré, hermano de muy buena gana, y así lo
harán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos, y de ser
amigos de curiosas novedades, que suspendan, alegren, y entretengan los
sentidos, como sin duda pienso que le ha de hacer vuestro cuento. Comen-
zad pues, amigo, que todos escucharemos. Saco la mía, dijo Sancho, que
yo á aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por
tres días, porque he oído decir á mi señor don Quixote que el escudero de
caballero andante ha de comer, cuando se le ofreciere, hasta no poder más,
á causa que se les suele ofrecer entrar acaso por una selva tan intrincada,
que no aciertan á salir della en seis días, y si el hombre no va harto, ó
bien proveídas las alforjas, allí se podrá quedar, como muchas veces se
queda, hecho carne momia. Tú estas en lo cierto, Sancho, dijo don Quijo-
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te, vete adonde quisieres, y come lo que pudieres, que yo ya estoy satis-
fecho, y sólo me falta dar al alma su refacción, como se la daré escuchando
el cuento de este buen hombre. Así la daremos todos á las nuestras, dijo
el Canónigo: y luego rogó al cabrero que diese principio á lo que prome-
tido había. El cabrero dio dos palmadas sobre el lomo á la cabra que por
los cuernos tenía, diciéndole: Recuéstate junto á mi, manchada, que tiem-
po nos queda para volver á nuestro apero. Parece que lo entendió la cabra»
porque en sentándose su dueño, se extendió ella junto ¿ él, con mucho
sosiego, y mirándole al rostro daba á entender, que estaba atenta á lo que
el cabrero iba diciendo: el cual comenzó su historia desta manera.
507 —
CAPITULO LI
Que trata de lo que contó el cabrero á todos los que
llevaban á don Quixote.
Tres leguas deste valle está una aldea, que aunque pequeña, es de las
más ricas que hay en todos estos contornos, (1) en la cual había un labra-
dor muy honrado, y tanto, que aunque es anexo al ser rico el ser honrado,
más lo era él por la virtud que tenía, que por la riqueza que alcanzaba:
mas lo que le hacia más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan
extremada hermosura, rara discreción, donaire, y virtud, que el que la co-
nocía, y la miraba, se admiraba de ver las extremadas partes con que el
cielo, y la naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fué hermosa, y
siempre fué creciendo en belleza, y en la edad de diez y seis años fué her-
mosísima. La fama de su belleza se comenzó á extender por todas las cir-
cunvecinas, aldeas que digo yo, por las circunvecinas no más, si se exten-
dió á las apartadas ciudades, y aun se entró por las salas de los Reyes, y
por los oídos de todo género de gente, que como á cosa rara, ó como á
imagen de milagros, de todas partes á verla venían. (2) Guardábala su pa-
dre, y guardábase ella, que no hay candados, guardas, ni cerraduras, que
mejor guarden á una doncella, que las del recato propio: la riqueza del
padre, y la belleza de la hija movieron á muchos, así del pueblo, como fo-
rasteros, á que por mujer se la pidiesen, mas él como á quien tocaba dis-
(1) La distancia está tomada desde la Venta de la Bienvenida, y aun
que no resulte con matemática exactitud por la diferencia que se nota en
las leguas manchegas, ó porque el camino á seguir sea saltando por el
puerto de Ventillas, ó por el Valle de Alcudia hasta faldear la Sierra de
Montoro, ésta digo que es la ruta que nos lleva á la explicación de la es-
cena en que el cabrero tuvo tan desgraciada coparticipación.
(Véase el gráfico en la página siguiente.)
(2) Con objeto de que puedas, lector, apreciar lo que dijo el Genio —
oculto por la mano de gato que le dieron los sabios — voy á copiar el pá-
rrafo adoptado por la Academia de la Ivcngua, que dice:
* La f orna de su belleza se comenzó á extemler por todas las circunvecina<i
aldeas; ¿qxcé digo yo por las circuiwecinas vo más, si se exievdió á las aparta-
das ciudades, y aun se adró por las salas de los reyes y per los oidos de todo
- 5o« —
HSBtaga^as^
— 509 —
poner de tan rica joya, andaba confuso sin saber determinarse, á quién la
entregaría de los infinitos que le importunaban, y entre los muchos que
tan buen deseo tenian fui yo uno, á quien dieron muchas, y grandes espe-
ranzas de buen suceso, conocer que el padre conocía quien yo era, el ser
natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad floreciente, en la
hacienda muy rico, y en el ingenio no menos acabado: con todas estas mis-
mas partes, la pidió también otro del mismo pueblo, que fué causa de sus-
pender, y poner en balanza la voluntad del padre á quien parecía, que con
cualquiera de nosotros estaba su bija bien empleada: y por salir desta con-
fusión determinó decírselo á Leandra, que asi se llama la rica, que en mi-
seria me tiene puesto, advirtiendo, que pues los dos éramos iguales, era
bien dejar á la voluntad de su querida hija el escoger á su gusto, cosa dig-
na de imitar de todos los padres que á sus hijos quieren poner en estado.
No digo yo que los dejen escojer en cosas ruines, y malas, sino que se las
propongan buenas, y de las buenas que escojan á su gusto: no sé yo el que
tuvo Leandra, sólo sé que el padre nos entretuvo á entrambos con la poca
género de gente, que corno á cosa rara ó como á imagen de milagros de iodos
partes á verla venían?».
Y como quiera que la mayoría de los comentaristas siguieron esta lec-
ción, te hago gracia de establecer más con)paraciones, porque además de
pesado resultaría interminable. Sigo leyendo en el libro del otro.
jQué comparación tan magnífica! En esta narración urdió con un cui-
dado primoroso la más bella de sus historias. Gran pesar me produce
tener que descorrer el velo encubridor de esta preciosísima figura, pero
¿qué remedio? Desharé el encanto.
Toda la baraúnda de rara hermosura y milagrería que había invadido
los Alcázares, no es más que la fama pregonada por aquellas aldeas
cuando dos soldados de Cabezarrubías, al regresar de Andalucía por con-
Becuencia de una campaña contra los moros acertaron A pasar por Fuenca-
liente, en cuyas aguas se curaron la sarna que padecían. La tradición conserva
esta leyenda con referencia al siglo xiv, intercalándola Cervantes en este
pasaje del libro para su conservación, y, cualquiera de por allí dará fe de
todo. ¿Pues no habían de ir á verla?
Otra cosa es, Vicente de la Roca, que aunque aparezca en ediciones
anteriores con cedilla, sólo es para que con la pronunciación se distanciara
de la realidad. Su interpretación es como sigue: Sentábase el soldado Vice-
ente (semi dios, aplicándolo á la virtud casi divina de las aguas de Fuen-
cali-ente, que obraban tales milagros) en un poyo (que hay debajo del ca-
marín de la € Virgen de los baños >) que guardaba estrecha analogía con
BU apellido y con el terreno en donde edificaron el pueblo; mas como
quiera que dice, que debajo de un gran álamo (?) está en nuestra plaza, ha-
brá que echarse á buscar por otros sitios para deshacer el encanto. La
parte novelescoideal, radica en Fuencaliente, pero la concerniente al he-
cho real, sucedido á personas de carne y hueso, se deearrclló... en La So-
— 5IO —
edad de su hija, y con palabras generales, que ni le obligaban, ni nos des-
obligaba tampoco. Llámase mi competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque
veáis con noticia de los nombres de las personas, que en esta tragedia se
contienen, cuyo fin aún está pendiente: pero bien se dfja entender que ha de
ser desastrado. En esta sazón vino á nuestro pueblo un Vicente de la Roca,
hijo de un pobre labrador del mismo lugar: el cual Vicente venía de las
Italias, y de otras diversas partes de ser soldado, llevóle de nuestro lugar
siendo muchacho de hasta doce años, un Capitán, qut con su compañía por
allí acertó á pasar, (1) y volvió el mozo de allí á otros doce vestido á la
soldadesca, pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal, y sutiles
cadenas de acero: hoy se ponía una gala, y mañana otra: pero todas sutiles,
pintadas, de poco peso, y menos tomo: la gente labradora, que de suyo es
maliciosa, y dándole el ocio lugar, es la misma malicia, lo notó, y contó
punto por punto sus galas, y preseas, y halló que los vestidos eran tres de
diferentes colores, con sus ligas, y medias, pero él hacía tantos guisados,
é invenciones dellas, que sino se los contaran hubiera quien jurara que
había hecho muestras de más de diez pares de vestidos, y de más de veinte
plumas. Y no parezca impertinencia, y demasía esto que de los vestidos
voy contando, porque ellos hacen una buena parte en esta historia. Sentá-
base en un poyo que debajo de un gran álamo está en nuestra plaza, y allí
lanilla del Puio, que á simple vista parecía como álamo; que esta y no otra
era la aldea más rica de aquellos contornos, teniendo por circunvecinas á
las pobrísimas de Ventilla?, El Tamaral, El Hoyo y Hortezuelas.
En la parte S. de una Sierra que se conoce por Lantigua, eligiendo la
meseta más ventilada y alrededor de un frondoso pino, levantaron sus
chozos unos pastores para preservarse de las inclemencias celestes, y en
particular de las caricias de Febo, abrasadoras en la estación ardiente
por aquellos parajes; pero en la actualidad, aunque se ha formado un
pueblecito bastante regular, no pueden resguardarse de los rayos solares
debajo del árbol secular, porque no han conservado más que el recuerdo.
Ahora bien; lo que no han podido destruir los hombres, porque está
escrito «sobre» los anales de La Mancha y el tiempo lo ha conservado con
la etiqueta que le pusieron tan cuidadosos «archiveros», es la Cueva en
donde dejó abandonada a Leandra su falso amante. Junto al Estrecho del
Ahogadero, donde tuvo lugar la fingida paliza del cabrerillo Ayidrés, hay
unos cerros, que la tradición, gran conservadora de nuestras leyendas, con
religioso celo muestra al peregrino caminante que las visita, conservando
el sugestivo epitojio de Cerros de la Cueva de la Monja.
De aquí la sacó su desconsolado padre — trasladándola al convento de
donde arrebataron á Luscinda los enmascarados — en camisa y sin dineros,
pero no le tocaron al pelo de la ropa.
(1) Esto tiene su explicación en la carta de Teresa Panza á su marido.
- 5" -
nos tenía á todos la boca abierta, pendientes de las hazañas que nos iba
contando: no había tierra en todo el Orbe que no hubiese visto, ni batalla
donde no se hubiese hallado: había muerto más Moros que tiene Marrue-
cos, y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según él decía, que
Gante, y Luna, Diego García de Paredes, y otros mil que nombraba, y de
todos había salido con victoria, sin que le hubiesen derramado una sola
gota de sangre: por otra parte mostraba señales de heridas, que aunque no
se divisaban, nos hacía entender, que eran arcabuzazos dados en diferentes
reencuentros, acciones: finalmente con una no vista arrogancia llamaba de
vos á sus iguales, y á los mismos que le conocían, y decían, que su padre
era su brazo, su linaje, sus obras, y que debajo de ser soldado, al mismo
Rey no debía nada. Añadiósele á estas arrogancias ser un poco músico, y
tocar una guitarra á lo rasgado, de manera que decían algunos que la ha-
cía hablar: pero no pararon aquí sus gracias, que también la tenía de Poe-
ta, y así de cada niñería que pasaba en el pueblo, componía un romance
de legua, y media de escritura. Este soldado, pues que aquí he pintado,
este Vicente de la Roca, este bravo, este galán, este músico, este Poeta,
fué visto, y mirado muchas veces de Leandra desde una ventana de su casa
que tenía la vista á la plaza, enamoróla el oropel de sus vistosos trajes: en
cantáronla sus romances, que de cada uno que componía daba veinte tras-
lados: llegaron á sus oídos las hazañas que él de sí mismo había referido:
y finalmente que así el diablo lo debía de tener ordenado, ella se vino á
enamorar del antes que en él naciese presunción de solicitarla: y como en
los casos de amor no hay ninguno que con más facilidad se cumpla, que
aquel que tiene de su parte el deseo de la dama, con facilidad se concerta-
ron Leandra, y Vicente, y primero que alguno de sus muchos pretendien-
tes cayese en la cuenta de su deseo, ya ella teníale cumplido, habiendo
dejado la casa de su querido, y amado padre, (que madre no la tiene) y
ausentádose de la aldea con el soldado que salió con más triunfo desta
empresa, que de todas las muchas que él se aplicaba. Admiró el suceso á
toda la aldea, y aun á todos los que del noticia tuvieron: yo quedé suspen-
so, Anselmo atónito, el padre triste, sus parientes afrentados, solícita la
justicia, los cuadrilleros listos, tomáronse los caminos, escudriñáronse los
bosques, y cuanto había, y al cabo de tres días hallaron á la antojadiza
Leandra en una cueva de un monte, desnuda en camisa, sin muchos dine-
ros, y preciosísimas joyas que de su casa había sacado: volviénronla á la
presencia del lastimado padre, preguntáronle su desgracia, y confesó sin
apremio que Vicente de la Roca la había engañado, y debajo de su palabra
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de ser su esposo la persuadió que dejase la casa de su padre, que él la lle-
varía á la más rica, y más viciosa ciudad que había eu todo el universo
mundo, que era Ñápeles, y que ella mal advertida, y peor engañada le ha-
bía creído: y robando á su padre, se le entregó la misma noche que había
faltado, y que él la llevó á un áspero monte, y la encerró en aquella cue-
va, donde la habían hallado: contó también cómo el soldado sin quitarle su
honor le robó cuanto tenía, y la dejó en aquella cueva, y se fué: suceso que
de nuevo puso en admiración á todos. Difícil señor se hizo de creer la con-
tinencia del mozo, pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte
para que el desconsolado padre se consolase, no haciendo cuenta de las ri-
quezas que le llevaban: pues le habían dejado á su hija con la joya, que si
una vez se pierde no deja esperanza de que jamás se cobre. El mismo
día que pareció Leandra, la despareció su padre de nuestros ojos, y la llevó
á encerrar en un monasterio de una villa que está aquí cerca, esperando
que el tiempo gaste alguna parte de la mala opinión en que su hija se
, puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de disculpa de su culpa, á lo
menos con aquellos que no les iba algún interés en que ella fuese mala, ó
buena: pero los que conocían su discreción, y mucho entendimiento, no
atribuyeron á ignorancia su pecado, sino á su desenvoltura, y á la natural
inclinación de las mujeres, que por la mayor parte suele ser desatinada, y
mal compuesta. Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos,
á lo menos sin tener cosa que mirar que contento le diese: los míos en ti-
nieblas sin luz que á ninguna cosa de gusto les encaminase con la ausencia
de Leandra: crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia, maldecía-
mos las galas del soldado, y abominábamos del poco recato del padre de
Leandra: finalmente Anselmo, y yo nos concertamos de dejar la aldea, y
venirnos á este valle, donde él apacentando una gran cantidad de ovejas su-
yas propias, y yo un numeroso rebaño de cabras también mías, pasamos la
vida entre los árboles, dando vado á nuestras pasiones, ó cantando juntos
alabanzas, ó vituperios de la Hermosa Leandra, ó suspirando solos, y á so-
las comunicando con el cielo nuestras querellas. A imitación nuestra, otros
muchos de los pretendientes de Leandra se han venido á estos ásperos
montes, usando el mismo ejercicio nuestro y son tantos que parece que este
sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia, según está colmado de pasto-
res, y de apriscos, y no hay parte en él donde no se oiga el nombre de la
hermosa Leandra: éste la maldice, y la llama antojadiza, varia, y des-
honesta: aquél la condena por fácil, y ligera: tal la absuelve, y perdona, y
tal la justifica, y vitupera: uno celebra su hermosura, otro reniega de su
bo
condición, y en fin todos la deshonran, y todos la adoran, y de todos se
extiende á tanto la locura, que hay quien se queje de desdén, sin haberla
jamás hablado, y aun quien se lamente, y sienta la rabiosa enfermedad de
los celos, que ella jamás dio á nadie: pero como ya tengo dicho, antes se
Bupo su pecado, que su deseo: no hay hueco de peña, ni margen de arroyo-
dí sombra de árbol, que no esté ocupada de algún pastor que sus desven-
turas á los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandro dondequiera
que puede formarse: Leandra resuenan los montes: Leandra murmuran
los arroyos, y Leandra nos tiene á todos suspensos, y encantados, esperan-
do sin esperanza, y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estos dispa,
ratados, el que muestra que menos, y más juicio tiene, es mi competidor
Anselmo, el cual teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se queja
de ausencia, y al sol de un rabel que admirablemente toca con versos, don-
de muestra su buen entendimiento, cantando se queja: yo sigo otro camino
más fácil, y á mi parecer el más acertado, que es decir mal de la ligereza
de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus promesas
muertas, de su fe rota: y finalmente del poco discurso, que tienen en sa-
ber colocar sus pensamientos, é intenciones: y esta fué la ocasión señores
de las palabras, y razones que dije á esta cabra, cuando aquí llegué, que
por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor de todo mi apero,
Esta es la historia que prometí contaros, si he sido en el contarlo prolijo.
no seré en servicios corto, cerca de aquí tengo mi majada, y en ella tengo
fresca leche, y muy sabrosísimo queso, con otras varias, y sazonadas fru-
tas, no menos á la vista que al gusto agradables. (1)
(1) Este cuento cabreril — burdo en la forma — es un monumento de
habilidad, pues abarca dos sucesos distintos, confundiéndolos; por cuya
causa, al narrar el de mayor resonancia ocurrido en la Solanilla del Pino
y no existir más que remotos indicios, habrá que pensar, que el que afec-
taba al cabrero acaeció más cerca. En el Quinto de la Cabra.
Es imposible ser más explícito, por corresponder la aclaración de este
embolismo al segundo libro.
Los que sustituyeron la palabra servicios con serviros, están de enho-
rabuena; pues según se desprende de la lectura del párrafo, el cabrero se
ofreció á darles varios platos, que yo entiendo por servicios, ó la literatura
está reñida con el arte culinario.
33
— 514 -
CAPITULO LIT
De la pendencia que don Quixote tuvo con el cabre-
ro, con la rara aventura de los disciplinantes, á
quien dio felice fin á costa de su sudor.
General gusto causó el cuento del cabrero á todos los que escuchado
le habían, especialmente le recibió el Canónigo, que con extraña curiosi-
dad notó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústico
cabrero, cuan cerca de mostrarse discreto cortesano: y así dijo que había
dicho muy bien el Cura en decir, que los montes criaban letrados: todos se
ofrecieron á Eugenio, pero el que más se mostró liberal en esto, fué don
Quixote, que le dijo: Por cierto hermano cabrero, que si yo me hallara
posibilitado de poder comenzar alguna aventura, que luego, luego me pu-
siera en camino, porque vos la tuvierais buena, que yo sacara del monaste-
rio (donde sin duda alguna debe de estar contra su voluntad) á Leandra á
pesar de la Abadesa, y de cuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en
vuestras manos, para que hicierais della á toda vuestra voluntad, y talan-
te, guardando pero las leyes de la caballería, que mandan que á ninguna
doncella se le sea hecho desaguisado alguno: aunque yo espero en Dios
nuestro Señor, que no ha de poder tanto la fuerza de un encantador mali-
cioso, que no pueda más la de otro encantador mejor intencionado, y para
entonces os prometo mi favor, y ayuda, como me obliga mi profesión, que
no es otra, sino de favorecer á los desvalidos, y menesterosos. Miróle el
cabrero, y como vio á don Quixote de tan mal pelaje, y catadura, admiró-
se, y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía: Señor quién es este hom-
bre que tal talle tiene, y de tal manera habla? Quién ha de ser, respondió
el barbero, sino el famoso don Quixote de la Mancha, deshacedor de agra-
vios, enderezador de tuertos, el amparo de las doncellas, el asombro de los
gigantes, y el vencedor de las batallas. Eso me semeja, respondió el ca-
brero, á lo que se lee en los libros de caballeros andantes, que hacían todo
eso que deste hombre vuestra merced dice: puesto que para mí tengo, ó
que vuestra merced se burla, ó que este gentil hombre debe de tener va
cíos los aposentos de la cabeza. Sois un grandísimo bellaco, dijo á esta sa-
— 515 -
zón don Qiiixote, y vos sois el vacío, y el menguado, que yo estoy más
lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa, puta que os parió, y diciendo,
y hablando arrebató de un pan que junto á sí tenía, y dio con él al cabre-
ro en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó las narices: mas el
cabrero que no sabía de burlas, viendo con cuantas veras le maltrataba,
sin tener respeto á la alfombra, ni á los manteles, ni á todos aquellos que
comiendo estaban, saltó sobre don Quixote, y asiéndole del cuello con en-
trambas manos, no dudara de ahogarle, si Sancho Panza no llegara en
aquel punto, y le asiera por las espaldas, y diera con él encima de la mesa,
quebrando platos, rompiendo tazas, y derramando, y esparciendo cuanto en
ella estaba. Don Quixote que se vio libre, acudió á subirse sobre el cabre-
ro, el cual lleno de sangre el rostro, molido á coces de Sancho, andaba
buscando á gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna sanguino-
lenta venganza: pero estorbáronselo el Canónigo, y el Cura, mas el barbero
hizo de suerte que el cabrero cogió debajo de sí á don Quixote, sobre el
cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre caballero
llovía tanta sangre, como del suyo. Reventaban de risa el Canónigo, y el
Cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, azuzaban los unos, y los otros,
como hacen á los perros cuando en pendencia están trabados, sólo Sancho
Panza se desesperaba, porque no se podía desasir de un criado del Canó-
nigo, que le estorbaba que á su amo no ayudase. En resolución estando
todos en regocijo, y fiesta, sino los dos aporreantes que se carpían, oyeron
el son de una trompeta, tan triste, que los hizo volver los rostros hacia
donde les pareció que sonaba: pero el que más se alborotó de oírle fué don
Quixote, el cual aunque estaba debajo del cabrero, harto contra su volun-
tad, y más que medianamente molido, le dijo: Hermano demonio, que no
es posible que dejes de serlo, pues has tenido valor, y fuerzas para sujetar
las mías, ruégote que hagamos treguas, no más de por una hora, porque
el doloroso son de aquella trompeta que á nuestros oídos llega, me parece,
que á alguna nueva aventura me llama. (1) El cabrero que ya estaba can-
(1) O yo no sé historia, ó es innegable que en este pasaje existe un
remedo á la desventurada escena que se desarrolló en Montiel; pues la
pendencia es idéntica, las circunstancias se confunden, y el resultado
histórico es tan fantástico como el novelesco. Las palabras de D. Pedro y
de don Quixote, calcadas; D. Enrique y el Cabrero, volvieron por sus
fueros; el barbero hizo lo mismo que Duguesclín, y por si faltaba algo, el
Cura impidió que Sancho ayudase á su amo. Don Men, tanipoco pudo
penetrar en la tienda.
Aquello ocurrió de noche, y esto á deshora.
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sado de moler, y Ber molido, le dejó luego, y don Quixote se puso en pie,
volviendo asimismo el rostro adonde el son se oía, y vio á deshora que por
un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de blanco, á modo de disci-
plinantes. Era el caso, que aquel afio habían las nubes negado su rocío á
la tierra, y por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones,
rogativas, y disciplinas, pidiendo á Dios abriese las manos de su miseri-
cordia, y lea lloviese: y para este efecto la gente de una aldea que allí
junto estaba venía en procesión á una devota ermita, que en un recuesto
de aquel valle había. (1) Don Quixote que vio los extraños trajes que l»s
disciplinantes, sin pasarle por la memoria las muchas veces que los había
de haber visto, se imaginó que era cosa de aventura, y que á él solo toca-
ba, como á caballero andante, el acometerla: y confirmóle más esta imagi-
nación pensar, que una imagen que traían cubierta de luto, fuese alguna
principal señora que llevaban por fuerza aquellos follones, y descomedidos
Malandrines, y como esto le cayó en las mientes, con gran ligereza arre-
metió á Rocinante, que paciendo andaba, quitándole del arzón el freno, y
la adarga, y en un punto le enfrenó, y pidiendo á Sancho su espada subió
sobre Rocinante, y embrazó su adarga, y dijo en alta voz á todos los que
presentes estaban: Ahora valerosa compañía veréis cuanto importa que haya
(1) Cervantes, que no hacía ni decía nada tá tontas ni á locas», tuvo
presente que las rogativas impetrando al Altísimo agua para los sembra-
dos— cuando por esta causa las cosechas vienen retrasadas— se llevan á
cabo por los meses de Abril ó Mayo, pero nunca en Agosto, recogidas ya
en los graneros, ó por excesivo retraso en la era. Bien se columbra que el
Sr. Ríos no fué agricultor, ó que no sabia dónde caía esto.
Ahora pasemos á deshacer este «embolismo intenso, acaso más inten-
so por involuntario* — frase vertida por la señora escritora Condesa de
Pardo Bazán, en su segunda conferencia sobre el Quijote (?) en el Ateneo
de Madrid — del mejor revolcaor de verdaes que ha tenido el mundo.
Esta rogativa que pudo salir de la Solanilla del Pino — que es el lugar
á que alude el cabrero en su cuento — recorriendo las aldeas de El Tama-
ral, El Hoyo, Ortezuela y Mestanza, para pasear la venerada imagen de
la Virgen de la Antigua, procedente de una efigie que se encontraron en
la Sierra de Lantigua, no se llevó á efecto allí; es que el narrador, con su
poderosa inventiva, aplicando las palabras con pleno conocimiento del
idioma que emplea y caldeando la imaginación del lector con su magia
arrolladora, aturde, desconcierta y fascina, hasta evitar el discernimiento.
De donde salió la rogativa — compuesta por las gentes de Veredas, La
Vihuela, El Retamar y el Caserío de Navalcaballo — fué del pueblo de
Hamete, cuya ermita de entonces, reedificada, es hoy la iglesia de San
Ildefonso, en la parte superior del recuesto de referencia.
(Véase el gráfico.)
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en el mundo caballeros que profesen la orden de la andante caballería
ahora digo que veréis en la libertad de aquella buena señora que allí va
cautiva, si se han de estimar los caballeros andantes: y en diciento esto;
apretó loi muslos á Rocinante, porque espuelas no las tenía, y á todo ga-
lope, porque carrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia, que
jamás la diese Rocinante, se fué á encontrar con los disciplinantes: bien
que fueron el Cura, y el Canónigo, y barbero á detenerle, mas no les faé
posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo:
Adonde va sefior don Quiíote, qué demonios lleva en el pecho que le inci-
tan á ir contra nuestra Fe Católica? advierta mal haya yo, que aquella es
procesión de disciplinantes, y que aquella señora que llevan, sobre la
peana, es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla: mire señor lo
que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe. Fatigóse
en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar á los ensabana-
dos, y en librar á la Señora enlutada, que no oyó palabra, y aunque la
oyera no volviera, si el Rey se lo mandara. Llegó pues á la procesión, y
paró á Rocinante que ya llevaba deseo de quietarse un poco, y con turba-
da, y ronca voz dijo: Vosotros, que quizá por no ser buenos os encubrís los
rostros, atended, y escuchad lo que deciros quiero. Los primeros que se
detuvieron fueron los que la imagen llevaban, y uno de los cuatro clérigos
que cantaban las Letanías viendo la extraña catadura de don Quiíote, la
flaqueza de Rocinante, y otras circunstancias de risa que notó, y descubrió
en don Quixote, le respondió diciendo: Señor hernaano, si nos quiere decir
algo, dígalo presto, porque se van estos hermanos abriendo las carnes, y no
podemos, ni es razón que nos detengamos á oir cosa alguna, si ya no es tan
breve que en dos palabras se diga. En una lo diré, replicó don Quiíote, y
es esta, que luego al punto dejéis libre á esa hermosa señora, cuyas lágri-
mas, y triste semblante dan claras muestras que la lleváis contra su volun-
tad, y que algún notorio desaguisado le habéis hecho, y yo que nací en el
mundo para deshacer semejantes agravios, no consentiré, que un solo paso
adelante pase, sin darle la deseada libertad que merece. En estas razones
cayeron todos los que las oyeron, que don Quixote debía de ser algún hom-
bre loco, y tomáronse á reír muy de gana, cuya risa fué poner pólvora á la
cólera de don Quiíote, porque sin decir más palabra sacando la espada
arremetió á las andas: uno de aquellos que las llevaban dejando la carga á
sus compañeros salió al encuentro de don Quiíote enarbolando una hor-
quilla, ó bastón con que sustentaba las andas en tanto que descansaba y
recibiendo en ella una gran cuchillada que le tiró don Quiíote, con que se
— 5i9 —
la hizo dos partes, con el último tercio que le quedó en la mano dio tal
golpe á don Quixote encima de un hombro por el mismo lado de la espa-
da, que no pudo cubrir la adarga contra la villana fuerza, que el pobre don
Quixote vino al suelo muy mal parado. Sancho Panza que jadeando le iba
á los alcances, viéndole caído, dio voces á su moledor, que no le diese otro
palo, porque era un pobre caballero encantado, que no había hecho mal á
nadie en todos los días de su vida, mas lo que detuvo al villano, no fueron
las voces de Sancho, sino el ver que don Quixote no bullía pie, ni mano, y
así creyendo que le había muerto, con priesa se alzó la túnica á la cinta, y
dio á huir por la campaña, como un gamo: ya en esto llegaron todos los
de la compañía de don Quixote adonde él estaba, y más los de la procesión
que los vieron venir corriendo, y con ellos los cuadrilleros con sus balles-
tas, temieron algún mal suceso, y hiciéronse todos un remolino alrededor
de la imagen, y alzados los capirotes empuñando las disciplinas, y los clé-
rigos los ciriales, esperaban el asalto, con determinación de defenderse, y
aun ofender si pudiesen á sus acometedores; pero la fortuna lo hizo me-
jor que se pensaba, porque Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el
cuerpo de su señor, haciendo sobre él el más doloroso, y risueño llanto del
mundo creyendo que estaba muerto. El cura fué conocido de otro Cura que
en la procesión venia, cuyo conocimiento puso en sosiego el concebido te-
mor de los dos escuadrones: el primer Cura dio al segundo en dos razones
cuenta de quién era don Quixote, y así él como toda la turba de los disci-
plinantes fueron á ver si estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que
Sancho Panza con lágrimas en los ojos decía: O flor de la caballería, que
con solo un garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien gastados años.
O honra de tu linaje, honor, y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el
mundo, el cual faltando tú en él, quedará lleno de malhechores, sin temor
de ser castigados de sus malas fechorías. O liberal sobre todos los Alejan-
dros, pues por solos ocho meses de servicio me tenías dada la mejor ínsula
que el mar ciñe, y rodea. O humilde con los soberbios, y arrogante con los
humildes, acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin
causa, imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines:
en fin caballero andante, que es todo lo que decirse puede. (1) Con las vo-
(1) Empezaré por recordar «lo original de la fábula, que nada debe
á leyendas, tradiciones ni poemas arcaicos», según expresión feliz recogi-
da de la glosa periodística de la segunda conferencia ateneísta, y cer-
vantina.
Árido es el terreno de las sospechas, pero aún lo es más el de las afir-
— 520 -
ees, y gemidos de Sancho, rerivió don Quixote, y la primer palabra que
dijo fué: El que de vos vive ausente dulcísima Dulcinea, á mayores mise-
rias que estas está sujeto, ayúdame Sancho amigo á ponerme sobre el carro
encantado, que no estoy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo
todo este hombro hecho pedazos. Eso haré yo de muy buena gana, señor
mío, respondió Sancho, y volvamos á mi aldea en compañía destos seño-
res que su bien desean, y allí daremos orden de hacer otra salida, que nos
sea de más provecho, y fama. Bien dices Sancho, respondió don Quixote,
y será gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estrellas que ahora
maciones gratuitas, que tienden sólo á demostrar vastísima ilustración;
bien que, como no hemos especializado en nada, seguiremos negando que
Cervantes sabía historia y pasaremos plaza de sabios.
Con permiso de tanto encantador como anda por ahí, voy á permitir-
me copiar un fragmento de la crónica que dejó escrita un creyente apo-
dado Rasis, por creer, sin género de dudas, que sirvió de abrevadero al
cautivo en Argel en este paso cómico-trágico del ser al no ser de su hi-
jastro.
«Quando Belasj'-n — personaje de cuenta en la corte del rey Rodrigo-
sopo en como don Sancho — el caballero de más fama de las España —
era muerto, dixo: ay señor Dios fijo de santa María yo ya bien veo quan-
to mal fize y que tanta ira veo sobre mi quando tu Señor sufriste que yo
viese la muerte del espejo de la Cavalleria de España, et agora rey capti-
vo, et desaventurado, que faras viejo astroso y mezquino desque non
hovieres ante ti en batalla aquel que te daba esfuerzo et que era escudo
fuerte el mui buen mi sobrino, y ya mientras Dios fuere en los Cielos
nunca podrás facer caballero en España que de nos haya tan gran senti-
miento et vos erados, el valiente, et vos mi sobrino erades el esforzado,
et vos erades el piadoso, et vos erades el agradoso et vos erades el mortal
ponzoña aquellos que a nos desamábamos vos erades el leal amigo a
quien lo prometiesedes, y que diré, ay mezquino? vos mi sobrino erades
el mi brazo diestro y la vuestra espada era temerosa sobre todas las del
mundo que yo nunca vi, y de la cual yo nunca oi fablar, et ay Dios señor,
que ganastes vos que por los mis pecados toUistes de sobre la tierra home
que tan bueno era y tanta mengua me fará et Señor bien sabedes vos
porque lo ficiste por me dar a entender que mala muerte se me allega, y
Señor si a vos pluguiere mejor fuera que yo viejo mezquino muriese y
fincara aquel mi sobrino que era mi esfuerzo, y quando el esto decía, llo-
raba y maldecía la hora en que el fuera nacido :»
Cervantes se sabía de coro todas las leyendas y tradiciones que for-
man parte de nuestra historia; Cervantes fustiga la exageración que pre-
sidió al escribir el libro patrio, que á su juicio debía de ser un monu-
mento de sinceridad; Cervantes conocía ciertos hechos con más exacti-
tud que la estampada en las crónicas, y, por eso, ataca tan valientemente
á los encantadores que acompañaban á los Caballeros andantes en sus
correrías. Todos los sucesos están falseados: la adulación es su disculpa.
jCorrijámonos!
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corre. El Canónigo, y el Cura, y barbero, le dijeron que haría muy bien
en hacer lo que decía, y así habiendo recibido grande gusto de las simpli-
cidades de Sancho Panza, pusieron á don Quixote en el carro, como antes
venía. La procesión, volvió á ordenarse, y á proseguir su camino. El cabre-
ro se despidió de todos: los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el
Cura les pagó lo que se les debía: el Canónigo pidió al Cura le avisase el
suceso de don Quixote, si sanaba de su locura, ó si proseguía en ella: y
con esto tomó licencia para seguir su viaje: en fia todos se dividieron, y
apartaron, quedando solos el Cura, y barbero, don Quixote, y Panza, y el
bueno de Rocinante, que á todo lo que había visto estaba con tanta pa-
ciencia, como su amo. El boyero unció sus bueyes, y acomodó á don Qui-
xote sobre un haz de heno, y con su acostumbrada flema siguió el camino
que el Cura quiso, y á cabo de seis días llegaron á la aldea de don Quixote,
adonde entraron en la mitad del día que acertó á ser Domingo, y la gente
estaba.toda en la plaza, por mitad de la cual atravesó el carro de don Qui-
xote. Acudieron todos á ver lo que en el carro venía, y cuando conocieron á
su compatriota, quedaron maravillados, y un muchacho acudió corriendo á
dar las nuevas á su ama, y á su sobrina, de que su tío, y su señor venía flaco,
y amarillo, y rendido sobre un montón de heno, y sobre un carro de bueyes.
Cosa de lástima fué oír los gritos que las dos buenas señoras alzaron, las
bofetadas que se dieron, las maldiciones que de nuevo echaron á los mal-
ditos libros de caballerías, todo lo cual se renovó cuando vieron entrar á
don Quixote por sus puertas. A las nuevas desta venida de don Quixote,
acudió la mujer de Sancho Panza, que ya había sabido que había ido con
él, sirviéndole de escudero, y así como vio á Sancho lo primero que le
preguntó fué que si venía bueno el asno? Sancho respondió, que venía
mejor que su amo. G-racias sean dadas á Dios, replicó ella, que tanto bien
me ha hecho: pero contadme ahora amigo qué bien habéis sacado de vues
tras escuderías? qué saboyana me traéis á mí? qué zapaticos á vuestros
hijos? No traigo nada deso, dijo Sancho, mujer mía, aunque traigo otras
cosas de más momento, y consideración. Deso recibo yo mucho gusto, res-
pondió la mujer: mostradme esas cosas de más consideración, y más mo-
mento, amigo mío, que las quiero ver para que se me alegre este corazón,
que tan triste, y descontento ha estado en todos los siglos de vuestra au-
sencia? En casa os las mostraré mujer, dijo Panza, y por ahora estad con-
tenta, que siendo Dios servido de que otra vez salgamos en viaje, á buscar
aventuras, vos me veréis presto Conde, ó Gobernador de una ínsula, y no
de las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse. Quiéralo así el cielo,
— 522 —
marido mío, que bien lo hemos menester. Mas decidme, qué es eso de
ínsulas, que no lo entiendo? No es la miel para la boca del asno, respon-
dió Sancho, á su tiempo lo verás mujer, y aun te admirarás de oirte lla-
mar señoría de todos tus vasallos. Qué es lo que decís Sancho, de señorías,
ínsulas, y vasallos? respondió Juana Panza, que así se llamaba la mujer
de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha
tomar las mujeres el apellido de sus maridos. No te acucies Juana por
saber todo esto tan apriesa, basta que te diga verdad, y cose la boca. Sólo
te sabré decir así de paso, que no hay cosa más gustosa en el mundo que
ser un hombre honrado escudero de un caballero andante, buscador de
aventuras. Bien es verdad, que las más que se hallan, no salen tan á gusto
como el hombre querría, porque de ciento que se encuentran, las noventa,
y nueve suelen salir aviesas, y torcidas. Sélo yo de experiencia, porque de
algunas he salido manteado, y de otras molido. Pero con todo eso es linda
cosa esperar los sucesos, atravesando montes, escudriñando selvas, pisando
peñas, visitando castillos, alojando en ventas, á toda discreción sin pagar
ofrecido sea al diablo el maravedí. Todas estas pláticas pasaron entre San-
cho Panza, y Juana Panza su mujer, en tanto que el ama, y sobrina de
don Quixote, le recibieron, y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo
leclio. Mirábalas él con ojos atravesados, y no acababa de entender en qué
parte estaba. El Cura encargó á la s«brina, tuviese gran cuenta con rega-
lar á su tío, y que estuviesen alerta, de que otra vez no se les escapase,
contando lo que había sido menester para traerle á su casa. Aquí alzaron
las dos de nuevo los gritos al cielo, allí se renovaron las maldiciones de
los libros de caballerías, allí pidieron al cielo, que confundiese en el cen-
tro del abismo á los autores de tantas mentiras, y disparates. Finalmente,
ellas quedaron confusas, y temerosas de que se habían de ver sin su amo,
y tío, en el mismo punto que tuviese alguna mejoría: y sí fué, como ellas
se lo imaginaron. Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad,
y diligencia, ha buscado los hechos que don Quixote hizo en su tercera
salida, no ha podido hallar noticia de ellas, á lo menos por escrituras au-
ténticas, sólo la fama ha guardado en las memorias de la Mancha, que
don Quixote, la tercera vez que salió de su casa, fué á Zaragoza, donde se
halló en unas famosas justas, que en aquella ciudad se hicieron, y allí le
pasaron cosas dignas de su valor, y buen entendimiento. Ni de su fin, y
acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara, ni supiera, si la
buena suerte no le deparara un antiguo médico, que tenía en su poder una
caja de plomo, que según él dijo, se había hallado en los cimientos derri-
— 523 —
bados de una antigua ermita, que se renovaba. En la cual caja, se habían
hallado unos pergaminos escritos con letras Góticas, pero en versos Caste-
llanos, que contenían muchas de sus hazañas, y daban noticia de la her-
mosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad
de Sancho Panza, y de la sepultura del mismo don Quixote, con diferen'
tes epitafios, y elogios de su vida, y costumbres. Y los que se pudieron
leer, y sacar en limpio, fueron los que aquí pone el fidedigno autor desta
nueva, y jamás vista historia. El cual autor no pide á los que la leyeren»
en premio del inmenso trabajo, que le costó inquirir, y buscar todos los
archivos Manchegos, por sacarla á luz: sino que le den el mismo crédito
que suelen dar los discretos á los libros de caballerías, que tan validos
andan en el mundo, que con esto se tendrá por bien pagado, y satisfecho*
Y se animará á sacar, y buscar otras, sino tan verdaderas, á lo menos de
tanta invención, y pasatiempo. Las palabras primeras que estaban escritas
en el pergamino que se halló en la caja de plomo, eran estas.
Los Académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha en vida,
y muerte del valeroso don Quixote de la Mancha, hoc scripserunt. (1)
(1) En las ediciones modernas le quitaron la puntuación y el adje-
tivo caliñcativo ^valeroso*, ¿por qué? ¿Contendrá algún misterio? Mien-
tras que la imaginación fantasea, no estará demás intentar analizarlo,
por si encierra algún secreto y yo no acierto, que otros más perspicaces
puedan desentrañarlo.
La oración gramatical de este raro epitafio — seguida de los sonetos —
puede descomponerse en cuatro partes:
1.* Los Académicos— que así se escribía antiguamente — de la Arga-
masilla, está contrapuesto á Los Académicos del Tajo de que hablan los ro-
mances.
2.^ Lugar de la Mancha en vida, es igual á Mancha del lugar venida, y
nos lleva á pensar que debía de ser motivada por la posesión del Lugar,
pero de ninguna de las maneras que afectase á la región española que se
denomina así.
3."* Y muerte del valeroso Don Quixote de la Mancha; que no dice cómo
fué, pero hace constar que Don Quixote era valeroso, y además tenía una
mancha muy grande, por cuanto se escribe con letra mayúscula, y recal-
cando la palabra. Y
4.a Que hoc scripserunt, descompuesto, y reconstruido con aires de
antigüedad, puede y debe entenderse por una despedida eterna, repre-
sentada por el nombre del Hijo de Dios; y así, Hesu Cripsto.
Añadiendo, para que no falte nada, el
R. I. P.
porque las tres letras sobrantes R. N. y C, corresponden á la 1.», 2.» y
3.a de las palabras de esta inscripción.
La dicha supresión del acento, envuelve una pulla contra los de la
- 524 —
El MonicoDgo Académico, de la Argamasilla, á la sepultura de don
Quixote.
EPITAFIO
El calvatrueno, que adornó á la Mancha,
De más despojos que Jasón de Creta,
El juicio que tuvo la veleta,
Aguda donde fuera mejor ancha.
El brazo que su fuerza tanto ensancha.
Que llegó del Catai, hasta Gaeta,
La Musa más horrenda y más discreta,
que grabó versos en broncínea plancha.
El que á cola dejó ios Ainadises,
Y en muy poquito á Galaores tuvo,
Estribando en su amor, y bizarría,
El que hizo callar los Belianisis,
Aquel que en Rocinante errando anduvo,
Yace debajo desta losa fría.
«Imitatoria», por no admitirle en su seno; y esto se ve claro, por loa
nombres con que distinguió á los más queridos: El cMonicongo», «El
Paniaguado» (ya los había); etc., etc.
Por hacer constar inmediatamente después de la Argamasilla, lugar
de la Mancha, me di en pensar, si á influjo de la mágica construcción del
libro podría percibirse otra significación, hallando su equivalencia en
tchegnala Muradal», y esto superó mis ambiciones. [Tiene gracia el ha-
llazgo! Ahora caigo en la cuenta de cómo empieza el libro: en un lugar de
la Mancha, etc., y acaba..., no me acuerdo bien, pero me parece que era una
cosa así como que no lo quiso decir Benengeli. lluego si la Argamasilla á
que se refiere Cervantes señala al Muradal, en Argamasilla de Calairava
estuvo El Manco de Lepante.
La indicación que hace respecto á la tercera salida de Don Quixote,
debió considerarse como un ardid, en el cual no cayeron los comentaris-
tas por haber visto (con harta obsesión) cabalgar á Sancho sobre el rucio
que le hurtó Ginesillo.
Después, y mientras simula que lo traían de la Bienvenida con direc-
ción al pueblo, estaba preparándole los responsos «que á modo de roga-
tivas» le dijeron en su entierro (aquellos de la procesión acompañaron su
cadáver). Los de las disciplinas ¿quiénes serían?...
Que no fué en la Ermita de la Vera de Lantigua, ¿qué duda cabe?
Pero que Cervantes lo dejaba muerto y sepultado tal vez en sagrado lugar,
no admite réplica.
¡Descansa, valeroso Caballero!
[Gloria á Dios en las alturas, y paz en la tierra á los hombres (qu«
cual tú, [Oh, gran Cervantes!, se han mostrado al mundo) de buena vo-
luntad!
— 525 -
Del paniaguado Académico, de la Argamasilla, in laudem Dulcineas
del Toboso.
SONETO
Esta que veis de rostro amondongado,
Alta de pechos, y ademán brioso.
Es Dulcinea Reina del Toboso,
De quien fué el gran Quixote aficionado.
Pisó por ella el uno, y otro lado
De la gran Sierra Negra, y el famoso
Campo de MontieI_, hasta el Eruolo. (1)
Llano de Aranjuez, á pie, y cansado.
(Culpa de Rodil ante.) O dura estrella,
Que esta Manchega dama, y este invicto
Andante caballero, en tiernos años.
Ella dejó muriendo de ser bella,
Y él aunque queda en mármoles escrito,
No pudo huir de amor, iras, y engaños.
Del caprichoso, discretísimo Académico, de la Argamasilla en loor de
Rocinante, caballo de don Quixote de la Mancha.
SONETO
En el soberbio tronco diamantino.
Que con sangrientas plantas huella Marte,
(Frenético) el Manchego su estandarte
Tremola con esfuerzo peregrino.
Cuelga las armas, y el acero fino,
con que destroza, asuela, raja, y parte,
(Nuevas proezas) pero inventa el arte
un nuevo estilo, al nuevo Paladino.
(1) La palabra Eruolo — mediante una feliz ocurrencia — fué converti-
da en herboso, y los autores y consentidores de la innovación se quedaron
tan frescos; pero yo aseguro que el Maestro no se equivocó: fueron los
otros, ¡sus admiradores!
Cervantes trató de esquivar la confusión que se produciría en el caso
de poner airoso, peligrando la acepción que él se propuso, y entonces es-
tampó Eruolo, que es metátesis de Enrolo, y licencia poética de Euro. ¡Por
Eolo! lector, ¿te vas enterando?
Con esta pequeña explicación, queda demostrada la improcedencia de
la rectificacioncita, y suficientemente claro que Cervantes hizo alusión á los
vientos, pero de ningún modo á las hierbas.
¡Siempre Clemencínl ¿Que no se ve por su historia que pisase los her
bosos llanos de Aranjuez? Pues se aireó y soleó por dichos llanos hasta que-
llegó á Madrid á pie y cansado, entrando por el Portillo de Gilimón. ¡Qué
lástima que no viviera usted para regalarle unos lentesl
— 526 —
Y si de su Amadís se precia Gaula,
Por cuyos bravos descendientes Grecia,
Triunfó rail veces, y su fama ensancha.
Hoy á Quixote le corona el Aula.
De Belona, preside, y del se precia.
Más que Grecia, ni Gaula la alta Mancha.
Nunca sus glorias el olvido mancha,
Pues hasta Rocinante en ser gallardo,
Excede á Brilladoro y á Bayardo.
Del Burlador Academice Argamasillesco, á Sancho Panza:
SONETO
Sancho Panza es aqueste en cuerpo chico,
Pero grande en valor, milagro extraño.
Escudero el más simple, y sin engaño.
Que tuvo el mundo, os juro, y certifico.
De ser Conde no estuvo en un tantico,
Sino se conjuraran en su daño,
Insolencias, y agravios del tacaño
Siglo, que aún no perdonan á un borrico.
Sobre él anduvo, con perdón se miente,
este manso escudero, tras el manso
Caballo Rocinante, y tras su dueño.
O vanas esperanzas de la gente.
Cómo pasáis con prometer descanso.
Y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño.
Del Cachidiablo Academice, de la Argamasilla, en la sepultura de don
Quixote.
EPITAFIO
Aquí yace el caballero
Bien molido, y mal andante,
A quien llevó Rocinante
Por uno, y otro sendero.
Sancho Panza el majadero.
Yace también junto á él.
Escudero el más fiel.
Que vio el trato de escudero.
— 527 —
Del Tiquitoc Académico, de la Argamasilla, en la sepultura de Dulci-
nea del Toboso.
EPITAFIO
Reposa aquí Dulcinea,
Y aunque de carnes rolliza,
La volvió en polvo, y ceniza,
La muerte espantable, y fea.
Fué de castiza ralea,
Y tuvo asonaos de dama.
Del gran Quixote fué llama,
Y fué gloria de su aldea: (1)
(1) Lector: Un cierto escritor hispalense, lumbrera in excelsis de núes
ira literatura, sí que también muy dado á libros de caballerías, dio en
servirnos hace años la siguente retahila: «Si lodos cuantos afirman haber
leído el Quijote lo hubieran leído en realidad, yo no me atrevería á asen-
tar esta afirmación; pero es la verdad que se miente más que se lee».
Y debe de ser verdad esto, por cuanto que no ha habido protestas.
Pero es el caso, que en el prólogo de la edición del ingenioso sevillano
de 1911, consta el parrafito, y, además, lo reprodujo en un artículo á 23 de
Abril de 1915, publicado en El Liberal; de donde deduzco, que repite us-
ted más que el Beiro,. Señor de de Rodríguez. Se ha sentido usted.
codorniz (y no de las buenas, porque tres golpes son pocos); y no sería tan
mala cosa que tuviera usted razón, no; lo peor, según mis cortas entende-
deras, es que una carta escrita en plácido manchego — que no iba dirigida á
usted — le arrancó la sutilísima idea de asombrarnos con la tercena pres-
tancia que los virgíneos aposentos de su merced concibieron hace varios
lustros. Y como por las vísperas se sacan los santos, desde entonces le
tengo á usted incurso en su propia afirmación; sin que esto modifique el
que antes ya tuviese yo barruntos.
Ahora tocaría demostrarlo sino estuviesen casados con los comienzos
del segundo libro, mas, aun así, apuntaré lo que sigue: Los versos de Ur-
ganda y siguientes, los denomina usted «Versos preliminares», y, aunque
yo los dejo en el mismo sitio, debo hacer constar que no lo tienen allí, sino
á continuación del epitafio de Tiquitoc; lo cual que esta indicación ya
inicia que deben llamarse finales.
Aquellos versos que nos dejamos en los comienzos del libro, son el eje
de estas dos lindísimas ruedas, que impulsadas por una fuerza misterio-
sa, pasean triunfalniente al Genio por todos los ámbitos del mundo, sin
que por un instante decaiga su interés; sin que pierda la intensidad má-
gica que atrae y fascina; sin que desgaste la elástica flexibilidad que obli-
ga, conmueve y subyuga, haciendo prisionero de placer y gusto al que lo
lee dos veces.
Aquellos versos transpuestos de lugar por quienes abusando de su pode-
río pudieron hacerlo, son á modo de finísimas hebras de aeda que aunan
imperceptiblemente las dos telas — á cual más ricas — coii que este entre-
— 52^ —
Estos fueron los versos que se pudieron leer, los demás por estar car-
comida la letra, se entregaron á un Académico, para que por conjeturas
los declarase. Tiéncse noticia que lo ha hecho, á costa de muchas vigilias,
y mucho trabajo, y que tiene intención de sacarlos á luz, con esperanza de
la tercera salida de don Quiíote.
Por si altro cantera con miglior plectro.
Fims
tejedor de verdades disfrazadas y acaecimientos desvanecidos, nos contó
las cuitas de su vida y de su tiempo.
[Lástima grande — lo reconozco y deploro — que esta empresa no haya
estado reservada para pluma más pulida que la míal Pero, ¿cómo ha de
ser? Estaría escrito.
Y, mire usted por donde, va á resultar que yo también sé leer en el li-
bro ¡Qué coincidencial Ya somos dos. Pero ahora falta distinguir, quién
es el interpretador del sentido cervantino, y cuál el glosador de los co-
mentaristas. Nada una pequeña diferencia.
529 —
A Miguel de Cervantes y Cortinas, el Alcalaíno.
Si en las empíreas salas donde moras
existen aparatos transmisores,
alquílame uno, para muchas horas:
|Por Aláh, gran Miguel, no me abandones!
Que en tí confío. ¡Dame más destellos!
Corroborando los que «la mi madre»
me dio en vida; y que no se embacen
mi esfuerzo, mi intención, y mis desvelos.
Elévame, hacia sueños redentores,
para desentrañar tu concepción sublime.
Que un buen padre (apellido bien notorio)
tenga vindicación: su lustre no hace al caso.
Si no dijiste del pueblo el Hombrecillo,
ó sino lo encontraron — que es más cierto — ,
préstame ingenio para yo decirlo:
Bien que —no peque — como allá en tu tiempo.
Y así, en la segunda parte, y en su sitio,
con el respeto que mereces, yo,
haré constar con miramiento visto,
quién fué el que en vida á su sabor te odió.
Que maguer Sancho fué mal alcahuete,
yo, al través de un ojo de cristal,
he percibido la silueta triste
á quien sirvió un monstruo ocasional.
Un Académico de TXuedhan.
(Como se vé, está fuera de texto y de concurso. Escala : 1 x 1000.)
34
TABLILLA PRELIMINAR
Pigt.
Dedicatoria 5
Saludo 7
Al lector 9
El retrato de Cervantes 13
Prisión real de Cervantes á que hace referencia en sü libro y
la supuesta por los investigadores. Su permanencia en La Mancha
desde loa primeros días del mes de diciembre de 1597 hasta fin de
enero de 1603 17
La Mancha 21
Vindicación de Beturia 25
Críticas y correcciones al Hbro 27
El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha 31
Tasa 33
Yo EL REY 35
Dedicatoria al Duque de Béjar 37
Prólogo 39
Tabla de los capítulos que contiene esta famosa Historia
del valeroso caballero don Quixote de la Mancha
PRIMERA PARTE DEL INGENIOSO DON QUIXOTE DE LA MANCHA
Capítulo I. — Que trata de la condición, y ejercicio del famoso,
y valiente hidalgo (esto está suprimido en el título del texto; y cuando
tanto empeño pusieron en hacerlo desaparecer, es prueba evidente de que
era hidalgo y valeroso) don Quixote de la Mancha 59
IL — Que trata de la primera salida que de su tierra (esto también
lo suprimieron algunos) hizo el ingenioso don Quixote 73
m. — Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quixote
en armarse caballero ^6
- 532 -
Capítulo IV. — De lo que le sucedió á nuestro caballero cuando
salió de la venta 91
V. — Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro
caballero 99
VI. — Del donoso escrutinio que el Cura, y el barbero hicieron
en la librería de nuestro ingenioso hidalgo ^ 103
VII, — De la segunda salida de nuestro buen caballero 109
Vni. — Del buen suceso que el valeroso don Quixote tuvo en la
espantable y jamás imaginada aventura de los molinosde viento, etc. 113
SEGUNDA PARTE DEL INGENIOSO DON QUIXOTE DE LA MANCHA
Capitulo IX. — Donde se concluye, y da fin á la estupenda bata-
lla que el gallardo Vizcaíno y el valiente Manchego tuvieron 131
X. — De lo que más le avino á don Quixote con el Vizcaíno: y del
peligro en que se vio, con una caterva (en el texto dice t turba») de
Yangüeses 136
XI. — De lo que sucedió á don Quixote con unos cabreros ] 43
Xll. — De lo que contó un cabrero á los que estaba con don Quixote. 149
XIII. — Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela: con otros
sucesos . 156
XIV. — Donde se po7ie7i los versos del difunto pastor: con otros
sucesos r;1 .'. .'.^'.V'.. . . . 164
TERCERA PARTE DEL INGENI060 DON QUIXOTE DE LA MANCHA
Capitulo XV. — Donde se cuenta la desgraciada aventura que se
topó don Quixote en topar con unos desalmados Yangüeses 175
XVI. — De lo que le sucedió al ingenioso Hidalgo en la venta que
él se imaginaba ser castillo 182
XVII. — Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el
bravo don Quixote, y su buen escudero Sancho Panza pasaron, etc. 189
XVIII. — Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con
su señor don Quixote: con otras aventuras dignas de ser contadas. . 196
XIX. — De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo:
y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, etc 205
XX. — De la jamás vista, ni oída aventura que con más poco pe-
ligro fué acabada de famoso caballero en el mundo, como la que
acabó el valeroso don Quixote 214
XXI. — Que trata de la alta aventura, y rica ganancia del yelmo
de mambrino, etc , » 226
- 533 -
Págs.
Capítulo XXII. — De la libertad que dio don Quixote á muchos
desdichados galeotes 237
XXin. — De lo que le aconteció al famoso don Quixote en Sie-
rramorena, que fué una de las más raras aventuras que en esta ver-
dadera historia se cuenta 246
XXIV. — Donde se prosigue la aventura de Sierramorena.. ..... 256
XXV. — Que trata de las extrañas cosas que en Sierramorena
sucedió al valiente caballero de la Mancha, y de la imitación que
hizo á la penitencia de Beltenebros 264
XXVI. — Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo
el nuestro don Quixote en Sierramorena 281
XX\TI. — De como salieron con su intento el Cura, y el barbero:
con otras cosas dignas de que se cuenten 289
CUARTA PARTE DE LA HISTORIA DEL INGENIOSO HIDALGO DON
QUIXOTE DE LA MANCHA
Capítulo XXVIII. — Que trata de la nueva, y agradable aventura
que al Cura, y barbero sucedió en la misma Sierra 305
XXIX. — Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea: con
otras cosas de gusto, y pasatiempo 318
XXX. — Que trata del gracioso artificio, y orden que se tuvo en
sacar á nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en
que se había puesto 328
XXXI. — De los sabrosos razonamientoa que pasaron entre don
Quixote, y Sancho Panza su escudero, con otros sucesos 337
XXXII. — Que trata de lo que sucedió en la venta á toda la cua-
drilla de don Quixote 344
XXXni. — Donde se cuéntala novela del curioso impertinente. 350
XXXIV. — Donde se prosigue la novela del curioso impertinente. 366
XXXV. — Donde se da fin á la novela del curioso impertinente. 382
XXXVI. — Que trata de la brava y descomunal batalla que don
Quixote tuvo con unos cueros de vino tinto: con otros raros sucesos
que en la venta sucedieron 389
XXXVII. — Que prosigue la historia de famosa Infanta Micomi-
cona: con otras graciosas aventuras 397
XXXVIII. — Que trata del discurso que hizo don Quixote de las
armas, y las letras 406
XXXIX. — Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos 410
XL.— Donde se prosigue la historia del cautivo 417
- 534 -
PÉ»..
Capítulo XLI. — Donde todavía prosigue el cautivo bu suceso. . . 427
XLII. — Que trata de lo que más sucedió en la venta: y de otras
muchas cosas dignas de saberse 443
XLin. — Donde se cuenta la agradable historia del mozo de
muías: con otros extraños acaecimientos en la venta sucedidos 450
XLIV. — Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta. . 459
XLV. — Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mam-
brino, y de la albarda: y otras aventuras sucedidas con toda verdad. . 466
XLVI. — De la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran fe-
rocidad de nuestro buen caballero 472
XLVII. — Del extraño modo con que fué encantado don Quixote:
con otros famosos sucesos 479
XLVm. — Donde prosigue el Canónigo la materia de los libros
de caballerías: con otras cosas dignas de su ingenio 488
XLIX. — Donde se trata del discreto coloquio que Sancho Panza
tuvo con su señor don Quixote 495
L. — De las discretas alteraciones que don Quixote, y el Canónigo
tuvieron: con otros sucesos 501
LI. — Que trata de lo que contó el cabrero á todos los que lleva-
ban al valiente don Quixote 507
LII. — De la pendencia que don Quixote tuvo con el cabrero:
con la rara aventura de los disciplinantes, á quien dio felice fin á
costa de su sudor 514
FIN DE LA TABLA
A Miguel de Cervantes y Cortinas, el Alcalaíno, por un Aca-
démico de T'Xuedhan 530
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