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Full text of "Estudio histórico-topográfico de El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha deducido de su lectura, y aplicando las leyendas de importantes sucesos y las consejas populares de la "Region Beturiana" con conocimiento exacto del Terreno que describió Cervantes, donde la tradición conserva los nombres que justifican los pasajes más culminantes de esta fantástica obra"

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Digitized  by  the  Internet  Archive 

in  2011  with  funding  from 

University  of  Toronto 


http://www.archive.org/details/estudiohistricot01madr 


EL  INGENIOSO  HIDALGO 

DON  OUIXOTE  DE  LA  MANCHA 


^^     ESTUDIO  HISTÓRIGO-TOPOGRÁFIGO 


DE 


EL  INGENIOSO  HIDALGO 


Don  Quixote  de  la  Mancha 


DEDUCIDO  DB  Sü  LECTURA,  Y  APLICANDO  LAS  LEYENDAS 

DE  IMPORTANTES   SUCESOS    Y   LAS   CONSEJAS   POPULARES 

DE   LA     « REGIÓN    BBTURIANA  » .    CON    CONOCIMIENTO    EXACTO    DEL    TERRENO 

QUE  DESCRIBIÓ  CERVANTES,  DONDE  LA  TRADICIÓN 

CONSERVA    LOS    NOMBRES    QUE    JUSTIFICAN    LOS    PASAJES 

MÁS  CULMINANTES  DE  ESTA  FANTÁSTICA  OBRA, 


POR 


UN  MANOHEGO,  QUE  LUEGO  8E  D!RA 


*••■■ 


MADRID  I  1 


Calle  del  Olñrar,  nüm.   S 

1916  ^       3 


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ES  PROPIEDAD 

QUEDA  HKCHO  EL  DEPÓSITO 
QUE  MARCA  LA  LEY 


DEDICATORIA 

Á  la  memoria  de  mi  madre.. 


¿Qué  más  puedo  desear  qué  ser  hijo  tuyo?...  ¡Ak,  sí! 
,,.iin  beso;  una  caricia;  dormir  en  tu  regazo. 

El  recuerdo  de  estas  alegrías  de  nuestros  felices  y  amoro- 
sos tiempos,  es  bálsamo  á  mis  doloridos  ayes  por  tu  ausencia. 

Tú  me  enseñaste  á  querer,  no  te  quejes,  madre  Luisa,  si 
mi  cariño  hacía  tí  aparece  confundido  con  el  de  la  madre 
España. 

Tu  Paco, 


•  \ 


SALUDO 

AL  CUEEPO  DIPLOMÁTICO  ACREDITADO  EN  MADRID 

excelencias:  .brande  fué  mi  airevimiento  al  acometer  esta- 
empresa  con  tan  "pocas  letras,  pero,  aunc^ioe  ^ingenio  lego»  fy  esto 
no  entra  en  los  fileros  gramaticales),  comprendí  fue  la  primera 
ohligación  al  salir  l>xiscando  mis  desventuras  consistía  en  dar 
gracias  infinitas  á  los  ^ue  formaron  coro  alrededor  del  Mihro= 
Qraivde,  cocAtora  del  úenio,  símlolo  de  nuestra  Mahla,  ^ue  para 
lionra  de  loy  Jfación  española  salió  del  vientre  de  mi  Jíadre. 

¡Gracias,  oiohles  Varones/  y  os  sicplico,  con  las  veras  de  mi- 
alma,  las  trasmitáis  á  vuestros  puehlos,  (^ue,  acogiendo  carirvosa- 
mente  la  feliz  ocurrencia  del  Muy  ufohle  ^arón  J^oi'd  de  Gar" 
teret,  nos  impusieron  su  impender ahle  grandeza. 

Mccihidlas,  excelentísimos  señores,  y  suhsanetnos  este  olvido 
de  Gerv antes,  vian  flaco  de  memoria)-)  al  decir  de  las  gentes. 

^s  lesa  loumildemente  las  tnanos, 

Juan  Francisco  de  la  Jara  v  Sánchez  de  Molina. 


AL  LECTOR: 

Ardua  empresa,  lector  bondadosísimo,  me  proporciona  cHamete»  con 
su  honrosa  distinción;  pero  ¿cómo  negarme,  habiendo  hecho  un  viaje  al 
solo  objeto  de  procurar  á  nuestra  amada  patria  (¡Ay,  así  debía  de  ser, 
amada!)  los  medios  de  rehabilitación  ante  el  mundo,  que  nos  tacha  de 
superficiales,  «mancha  indeleble  de  nuestra  idiosincracia»?  ¿Y  qué  se  diría 
de  esta  tierra  hidalga  si  á  su  empeño  no  correspondiese  con  todas  mis 
energías,  supliendo  con  buena  voluntad  y  arranques  de  alma  agradecida  los 
términos  de  una  erudición  ampulosa...  que  por  carencia  de  solidez,  nece- 
saria, forzosamente  resultaría  insustancial? 

Las  circunstancias  especiales  que  rodean  este  misterioso  asunto,  pres- 
tan un  aliciente  tan  simpático  á  la  naturaleza  de  la  misión  que  se  me  con- 
fía, que,  orgulloso  por  haber  sido  el  elegido,  nada  me  arredra,  pidiéndote 
sólo  seas  benigno  con  el  moro  que  te  presento. 

Y  no  te  molestes  en  indagar  quién  me  presentad  mí,  porque  te  contes- 
tará J.  Flavio  Fiacco  «que  puse  en  esta  obra  todo  mi  cariño  y  no  se  pa- 
rece á  ninguna  de  las  farsas  inventadas  hasta  el  día.» 

Después  de  inmensas  cavilaciones  (hijas  de  un  escrúpulo  muy  lógico, 
si  se  atiende  á  que  yo  no  me  dedicaba  á  estas  cosas),  por  ciertas  dudas  que 
me  asaltaron  con  motivo  de  la  exposición  que  había  de  hacerte,  acudió  en 
mi  socorro  el  bueno  de  «Hamete»,  y,  sin  preámbulo,  sin  rodeos,  con  esa 
ingenuidad  candorosa  que  imprime  á  sus  actos  el  que  camina  en  alas  de 
hi  sinceridad,  me  dijo:  «¿Qué  temor  puede  ser  causa  de  tu  indecisión?  ¿No 
has  leído  el  libro  y  mis  notas...?  Vamos,  mi  especial  y  cariñoso  amigo... 
En  la  dedicatoria  de  Cervantes  al  gran  conde  de  Lemos  hallarás  el  filón 
que  deseas».  Y,  en  efecto;  cuando  al  hojear  nuevamente  tan  ingeniosa  com- 
posición llegué  á  la  página  deseada,  mi  cerebro  se  iluminó  con  sus  radian  • 


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tes  destellos,  «percibiendo  clara  y  distintamente  las  insinuaciones  de  ca- 
rácter concreto  y  bien  definido,  que  el  rey  de  los  genios  sometía  al  procer 
su  Mecenas. » 

De  las  reticencias  que  abundan  en  la  especial  y  peculiar  manera  de 
expresarse,  se  trasluce  con  diafanidad  que  Cervantes  fué  invitado  á  trasla- 
darse á  Ñapóles  (pues  la  China  cae  muy  lejos);  que  rehusó  por  no  ser  indi- 
cación directa  (probablemente  por  los  Argensolas),  ó  por  las  razones  con 
que  arguye  y  porque  confiaba  en  la  bondad  de  su  protector,  y  que  en  la 
dedicatoria  hace  resaltar  su  acendrado  amor  á  España,  estimulando,  con 
todas  las  energías  de  su  genio,  al  virrey  de  Ñapóles,  para  que,  en  unión 
de  su  tío,  el  Ilustrísimo  de  Toledo,  empleasen  sus  grandes  valimientos  en 
hacer  que  se  pusiera  de  texto  en  todas  las  escuelas  de  España  el  libro  que 
compuso. 

Es  decir,  que  á  las  instigaciones  para  enseñar  el  castellano  en  aquel 
virreinato,  contestaba  Cervantes:  «Es  aquí,  en  mi  amada  Patria,  donde  se 
necesita>.  ¿Por  qué  semejante  empeño  ..?  Tanto  tesón,  exponiéndose  á  las 
iras  de  sus  enemigos,  merece  reñexionarse;  pues,  mirado  «superficial- 
mente», no  tiene  otro  valor  que  el  egoísta  de  proporcionarle  un  triunfo 
para  satisfacer  su  amor  propio,  consagrándole  por  maestro  del  buen  decir; 
y  esto,  precisamente,  se  lo  acaba  de  ortogar  España...  al  cabo  de  trescien- 
tos años.  ¿Y  sabes  cómo,  lector?  Triste  es  confesarlo,  pero  es  verdad:  in- 
conscientemente. 

El  estímulo  constante  de  los  extranjeros  nos  obligó  á  reconocer  que 
Cervantes  era  un  genio,  á  su  instancia,  primero,  y  por  sus  repetidas  insi- 
nuaciones, después,  hubimos  de  proceder  á  la  busca  y  captura  de  todos 
sus  escritos;  en  el  continuo  interés  que  mostraron,  hallamos  el  acicate  que 
sacudió  nuestra  eterna  modorra;  y,  por  último,  cuando  nos  dispusimos  á 
empresa  tan  honrosa,  como  por  arte  de  encantamiento,  se  produjo  un 
estado  de  compenetración  inexplicable  entre  los  desaprensivos  forjadores 
de  leyendas,  y  los  investigadores,  dispuestos  á  creerlas...,  que  causa  horror 
cómo  pudieron  hacer  ostentación  de  tamañas  tragaderas.  Y  que  no  se  han 
dado  cuenta  del  por  qué  lo  han  hecho,  no  admite  réplica;  pudiéndote  ase- 
gurar que  la  intención  cervantina  no  ha  dejado  hasta  hoy  de  ser  una 
incógnita. 

Cervantes,  observador  perspicaz  y  conocedor  «á  fondo»  de  la  vida  en 
su  tiempo,  vidente  de  la  evolución  que  se  produciría,  dejó  trazadas  dos 
rutas,  homogéneas  en  su  nacimiento,  pero  de  finalidad  bien  distinta:  una 
secundaria,  de  orden  privado  y  acomodaticia  á  la  otra;  ésta,  primordial, 


—  II 


grandiosa,  inconmensurablemente  grandiosa,  bastante  por  si  sola  á  gran 
jearle  el  dictado  de  «Patricio  Sumo  y  Único >. 

Y  ahora  juzgarás,  lector,  si  tengo  razón. 

Poniendo  de  texto  en  las  escuelas  su  libro,  más  pronto  ó  más  tarde, 
pero  seguramente,  llegarían  los  chiquillos,  sin  darse  cuenta,  con  la  viva- 
cidad inherente  á  los  pocos  años  y  ayudados  eficacísimamente  por  el  cono- 
cimiento del  terreno  en  que  habían  nacido,  á  descubrir  ios  parajes  que  el 
autor  é  iniciador  de  la  idea  holló  cuando  iba  tomando  apuntes  para  com- 
ponerlo. Kesultando  de  una  claridad  meridiana,  que  esta  parte  correspon- 
día, por  derecho  natural,  á  los  que  habitasen  en  la  Mancha. 

La  otra,  ¡portento  de  concepciones!,  consistía  en  hacer  de  los  dislo- 
cados, heterogéneos  y  extenuados  residuos  de  una  raza  que  fué  grande, 
poderosa  y  magnífica...  una  nueva  España. 

Aquel  que  intentó  alzarse  con  el  reino  de  Argel  para  su  patria,  con 
los  ojos  puestos  en  la  península  Ibérica,  ideó  la  forma  de  estimular  los 
sentimientos  de  su  pueblo,  haciéndoles  vibrar  en  latidos  unísonos;  y  la 
ocasión  no  pudo  estar  mejor  escogida:  agotada  la  vitalidad  española  por  la 
empresa  de  los  reyes  católicos  y  la  expulsión  de  judíos  y  árabes;  por  las 
aventuras  constantes  de  Carlos  V;  por  las  locas  y  soberbias  pretensiones 
de  Feiipe  II;  por  la  segunda  expulsión  de  moriscos  en  1609;  por  la  cre- 
ciente emigración  á  las  Indias,  y  el  aditamento  de  la  Inquisición  en  todos 
los  tiempos  (salvo  raras  excepciones...),  la  anexión  de  Portugal  y  sus  colo- 
nias no  bastaba  á  resarcirnos  de  las  plagas  sufridas.  Había  necesidad  de 
acometer  una  reforma,  que,  aunque  enorme  en  el  íondo,  por  la  suavidad 
de  los  medios  que  se  emplearían  había  de  producir  opimos  frutos. 

Implantando  en  las  escuelas  la  enseñanza  obligatoria  del  libro  que  él 
escribió,  se  unificaría  la  dirección  de  los  estudios;  obligando  X  los  niños  á 
discurrir  agradablemente  sobre  aventuras,  llegaría  á  constituirse  una  socie- 
dad que  ejecutase  con  método,  que  practicase  con  orden  y  sintiese  los  mis- 
mos efectos;  es  decir,  que  por  senderos  floridos,  distraídamente,  sin  can- 
sancio, se  llegaría  á  descubrir  que  lo  más  descabellado,  en  su  forma 
aparente,  ocultaba  las  más  bellas  imágenes,  reveladoras  de  la  redención 
de  España.  — 

Más  aún;  que  el  continuo  estudio  de  su  libro,  incitador  á  la  reflexión, 
poco  á  poco  iría  aproximando  á  unos  y  á  otros,  al  par  que,  irreflexiva  é  in- 
sensiblemente, los  apartase  de  las  ideas  de  separación  regional  que  por 
torpezas  de  los  gobernantes  se  vienen  manteniendo. 

Es  preciso  decirlo,  con  todas  sus  letras,  para  no  continuar  haciendo  el 


—    12 


«bú»  eu  la  historia  del  mundo:  «¡El  idealismo  de  Don  Quixote  consiste  eu 
que,  al  cristalizar  en  la  vida  real  de  España,  había  nacido  para  su  adorada 
patria  la  era  de  la  felicidad! » 

Por  las  artes  de  este  mágico  sublime  debieron  integrarse  hace  tiempo 
en  una  sola  unidad  los  diferentes  miembros  que  sangraban  disgregados  de 
su  tronco;  por  cohesión  espiritual,  haber  llegado  amorosamente  á  fundirse 
en  un  solo  cuerpo;  extinguidas  las  ideas  de  bandería,  hubiera  brotado  el 
pensamiento  único;  «resurgiendo  á  la  vida  mundial  unida,  fuerte,  vigorosa, 
la  matrona  que  por  tantos  siglos  esparció  por  el  Universo,  con  generoso 
desprendimento,  los  más  preciados  dones  de  su  exuberante  fecundidad». 

Así  pensaba  el  más  grande  soñador  que  ha  tenido  el  mundo;  así  quería 
qne  fuese  la  madre  que  le  dio  vida;  su  hermosa  lectura  llenó  de  ilusiones 
mi  alma,  y  yo  también  sueño...  mirando  al  Sur. 

¡Isabel!...  ¡Alma  española!... 

Juan  Francisco  de  la  Jara  y  Sánchez  de  Molina. 


EL  RETRATO  DE  CERVANTES 


«Según  indicios»  pintó  su  retrato  Francisco  Pacheco,  y  «positiva- 
mente» el  caballero  sevillano  D.  Juan  de  Jáuregui,  gran  pintor  y  poeta, 
«Dicen»  que  de  cualquiera  de  estos  dos  puede  ser  copia  el  que  posee  la 
Academia,  «atribuido  por  unos»  á  Alonso  del  Arco  y  «por  otros»  á  Vi- 
cente Carducho  ó  Eugenio  Caxes  ó  alguno  de  su  escuela. 

Esta  ambigüedad  pone  de  manifiesto  que  lo  dijeron  «por  decir  algo»; 
pero  que  no  tuvieron  arte  ni  parte  los  susodichos  artistas.  Y  mi  afirmación 
de  ningún  modo  envuelve  censura  que  tienda  á  mermar  sus  bien  ganadas 
reputaciones,  haciéndolo  constar  así,  como  testimonio  de  admiración  á  sus 
talentos  artísticos  y  en  evitación  de  torcidas  interpretaciones. 

Ahora,  veamos  lo  que  dicen  que  asegura  Cervantes  (habrá  que  verlo 
del  revés)  en  el  prólogo  de  sus  «Novelas  ejemplares». 

«Quisiera  yo,  si  fuera  posible  (lector  amantísimo),  excusarme  de  es- 
cribir este  prólogo,  por  que  no  me  fué  tan  bien  con  el  que  puse  en  mi 
€Don  Quixote»,  que  quedase  con  ganas  de  segundar  con  éste.  De  esto 
tiene  la  culpa  algún  amigo  mío  de  los  muchos  que  en  el  discurso  de  mi 
vida  he  granjeado  antes  con  mi  condición  que  con  mi  ingenio;  el  cual 
amigo  bien  pudiera,  como  es  uso  y  costumbre,  gravarme  y  esculpirme  en 
la  primera  hoja  de  este  libro,  pues  le  diera  mi  retrato  el  famoso  D.  Juan 
de  Jáuregui,  y  con  esto  quedara  mi  ambición  satisfecha,  y  el  deseo  de  al- 
gunos que  querrían  saber  qué  rostro  y  talle  tiene  quien  se  atreve  á  salir 
con  tantas  invenciones  en  la  plaza  del  mundo  á  los  ojos  de  las  gentes 
poniendo  debajo  del  retrato:  «Este  que  veis  aquí,  de  rostro  aguileno,  de 
cabello  castaño,  frente  lisa  y  desembarazada,  de  alegres  ojos  y  de  nariz 
corva,  aunque  bien  proporcionada;  las  barbas  de  plata,  que  no  ha  veinte 
años  que  fueron  de  oro;  los  bigotes  grandes,  la  boca  pequeña,  los  dientes 


—  M 

no  crecidos,  porque  no  tiene  sino  seis,  y  esos  mal  acondicionados  y  peor 
puestos,  porque  no  tienen  correspondencia  los  unos  con  los  otros;  el 
cuerpo  entre  dos  extremos,  ni  grande  ni  pequeño;  la  color  viva,  antes 
blanca  que  morena;  algo  cargado  de  espaldas  y  no  muy  ligero  de  pies; 
éste,  digo,  que  es  el  rostro  del  autor  de  «La  Calatea»  y  de  «Don  Quiíote 
de  la  Mancha>,  y  del  que  hizo  el  «Viaje  del  Parnaso»  á  imitación  del  de 
César  Caporal  Perusino  y  otras  que  andan  por  ahi  descarriadas  y  quizá 
sin  el  nombre  de  su  dueño,  «llámase  comunmente  Miguel  de  Cervantes 
Saavedra»;  fué  soldado  muchos  años  y  cinco  y  medio  cautivo,  donde 
aprendió  á  tener  paciencia  en  las  adversidades;  perdió  en  la  batalla  naval 
de  Lepanto  la  mano  izquierda  de  un  arcabuzazo;  herida  que,  aunque  parec« 
fea,  él  la  tiene  por  hermosa,  por  haberla  cobrado  en  la  más  memorable 
y  alta  ocasión  que  vieron  los  pasados  siglos  ni  esperen  ver  los  venideros, 
militando  debajo  de  las  vencedoras  banderas  del  hijo  del  ra3'o  de  la  gue- 
rra, Carlos  V,  de  felice  memoria;  y  cuando  á  la  de  este  amigo,  de  quien 
rae  quejo,  no  ocurrieran  otras  cosas  de  las  dichas  que  decir  de  mí,  yo  me 
levantara  á  mí  mismo  dos  docenas  de  testimonios,  y  se  los  dijera  en  se- 
creto, con  que  extendiera  mi  nombre  y  acreditara  mi  ingenio;  porque  pen- 
sar «que  dicen  verdad  los  tales  elogios»  es  disparate,  por  no  tener  punto 
preciso  ni  determinado  las  alabanzas  ni  los  vituperios.  En  fin,  pues  ya 
es*a  ocasión  se  pasó,  y  yo  me  he  quedado  en  blanco  y  sin  figura,  será  for- 
zoso valerme  por  mi  pico,  que,  aunque  tartamudo,  no  lo  será  para  decir 
verdades,  que  dichas  por  señas  suelen  ser  entendidas». 

La  disparidad  de  criterio  que  existe  entre  lo  que  afirman  «muy  débil- 
mente» sus  panegiristas  y  el  que  yo  sustento  en  este  punto,  me  ha  movido 
á  emitir  una  idea,  que  fundamento  en  el  sentido  del  párrafo  copiado. 

Cuando  Cervantes,  acercándose  al  umbral  de  la  tumba  (ese  momento 
en  que  el  hombre  parece  estar  obligado  á  ser  sincero  por  primera  vez  en 
el  curso  de  su  vida),  dedicaba  sus  novelas  al  gran  conde  de  Lemos,  toda- 
vía se  sintió  con  bríos  para  insinuar  que  su  mala  suerte  le  persiguió  hasta 
el  borde  del  sepulcro,  impidiendo  poder  legar  á  la  Humanidad  su  retrato. 
Y  no  es  posible  negar  que  presidió  el  despecho  en  la  redacción  del  prólogo; 
el  detallado  análisis  que  hace  de  su  persona  para  ponerlo  al  pie  del  re- 
trato, se  debe  interpretar  como  un  desahogo  de  su  amargura. 

El  último  párrafo,  no  debe  estar  escrito  en  chino  «cuando  lo  he  leído 
yo...>  Se  quedó  en  blanco  y  sin  figura...  y  las  señas  con  que  se  despide 
de  sus  amigos  son  bien  transparentes. 

La  alusión  á  Jáuregui  es  una  sátira  al  pintor  y  poeta,  que  le  pagó  los 


15 

elogios  recibidos  haciendo  su  retrato  en  verso;  pudiendo  sospecharse  que 
envuelve  una  recriminación,  porque  impidió  conservar  el  mejor  testimonio 
de  su  figura.  ¡Y  he  aquí  la  causa  de  la  tristeza  que  embargaba  á  Cervantes 
en  el  último  trance  de  su  vida! 

El  retrato  que  existe  en  la  Academia  fué  concebido  muy  posterior- 
mente, concediéndole  un  abolengo  no  superior  á  la  fecha  en  que  el  noble 
barón  de  Carteret  hizo  aquel  encargo  á  Majans,  y  debió  ejecutarse  á  me- 
diados del  siglo  xviii. 

La  intención  del  artista  anónimo  que  quiso  suplir  aquella  falta  es 
magnífica;  su  obra,  propia  de  un  genio,  que  puso  el  suyo  en  tortura  con 
presencia  tan  sólo  de  la  descripción  cervantina  y  de  los  versos  del  poeta; 
pero  aunque  mi  admiración  y  agradecimiento  sean  enormes,  no  me  obli- 
gan á  silenciar  por  más  tiempo  la  verdad  que  dejo  apuntada. 

Examine  el  retrato  el  que  quiera  salir  de  dudas,  y  adquirirá  pleno 
convencimiento  de  que  al  preciosísimo  conjunto  de  la  genial  creación  le 
falta  expresión,  alegría,  movimiento,  vida Y  esto  solamente  puede  su- 
ministrarlo la  presencia  del  modelo. 


Prisión  real  de  Cervantes  á  que  hace  referencia  en 
su  libro  y  la  supuesta  por  los  investigadores. — 
Su  permanencia  en  La  Mancha  desde  los  prime- 
ros días  del  mes  de  diciembre  de  1597  hasta  fin 
de  enero  de  1603. 

ADVERTENCIA 


En  este  trabajo  únicamente  me  he  ser- 
vido de  Navarrete,  confrontando  las  fechas 
con  otros.  (Vale.) 

Cuando  Cervantes  salió  de  Madrid  el  año  1587  para  trasladarse  á  Se- 
villa, D.  Antonio  de  Guevara,  que  era  el  proveedor  general  de  las  Galeras 
de  Indias,  lo  nombró  comisionado  para  el  abastecimiento  á  15  de  junio  de 
1588;  y  desde  esta  fecha,  en  el  ejercicio  de  su  cargo,  recorrió  las  provin- 
cias de  Sevilla,  Granada,  Córdoba  y  Jaén,  hasta  que  regresó  á  la  Corte  en 
el  de  1594. 

Una  vez  en  la  Villa  Coronada,  mediante  gestiones  y  fianza  de  su 
amigo  D.  Francisco  Xuarez  Gaseo,  vecino  de  Tarancón,  pero  con  residencia 
en  Madrid,  fué  nombrado  Agente  ejecutivo  de  apremios  de  la  provincia  de 
Granada  el  dia  1."  de  julio  de  dicho  año. 

Después  de  haber  realizado  algunas  partidas,  y  sin  duda  por  apremio 
del  Tesoro,  marchó  á  Sevilla,  entregando  al  comerciante  hebreo  Simón 
Freiré  de  Lima  la  cantidad  de  7.400  reales  para  recibirlos  en  Madrid  del 
portugués  Gabriel  Kodríguez;  pero  como  pasase  á  la  Corte  donde  no  pudo 
hacer  efectivo  el  importe  de  la  letra,  y  en  el  entretanto  se  percatase  de  la 
quiebra  del  judío,  se  trasladó  nuevamente  á  aquella  ciudad  andaluza, 
en  1595,  con  el  fin  de  entablar  las  gestiones  procedentes  en  estos  casos. 

2 


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Hechas  estas  diligencias,  continuó  recorriendo  los  pueblos  que  tenía 
asignados  para  la  recaudación,  hasta  que  D.  Gaspar  de  Vallejo,  Juez  de 
grados  de  Sevilla,  lo  mandó  llamar  y  lo  prendió  «so  pretexto  de  haber 
quedado  un  descubierto  de  ¡2.217  reales!  poco  más,  en  el  asunto  del  mer- 
cader Freiré».  A  Xuarez,  le  retuyieron  la  fianza.  ¡Qué  tiempos  más  felices! 
Pero  como  ya  pesaba  sobre  Cervantes  la  excomimión  del  Abad  de 
tícija  por  haber  embargado  los  cereales  almacenados  en  las  fábricas  ecle- 
siásticas, no  obstante  ser  ejecutor  de  un  mandato  real,  creo  que  mediarían 
instrucciones  secretas  «por  algo  desconocido  hasta  el  día»,  debiendo  «á  lo 
que  fuese»  su  encarcelamiento. 

Por  tan  enorme  descubierto  pasó  algunos  meses  en  la  cárcel,  y  puesto 
en  libertad  condicional  en  virtud  de  una  orden  del  mismo  Rey,  fecha  l.o  de 
diciembre  de  1597,  «con  la  obligación  de  presentarse  en  Madrid  dentro 
del  plazo  de  treinta  días,  para  liquidar  su  débito  y  contestar  á  los  cargos 
(?)  que  contra  él  tenía  formulados  la  Contaduría  general  del  Reino».  (No 
guarda  armonía  la  pequenez  de  la  deuda  con  la  calidad  de  los  personajes). 
Respecto  al  esfuerzo  que  con  tanto  tesón  han  venido  sosteniendo  los 
habitantes  de  Argamasilla  de  Alba  y  de  Alcázar  de  San  Juan,  digo,  que 
aunque  tuvo  origen  á  presencia  de  requerimientos  extraños,  sustentándolo 
por  confusión,  merecen  un  aplauso  sincero,  y  no  he  de  ser  yo  el  que  rega- 
tee mérito  á  una  acción  tan  piadosa.  ¡Alguien  había  de  hacer  honor  á  la 
memoria  del  más  grande  de  los  mortales! 

Aun  á  sabiendas  de  que  se  descubriese  la  superchería,  inventaron  his- 
torias rebosantes  de  inverosimilitudes;  recordaron  con  pasmosa  facilidad 
(hasta  en  sus  menores  detalles  120  años  después  de  su  muerte)  las  peri- 
pecias acaecidas  á  un  alguacil  (cuyo  nombre  no  consta,  ¿para  qué)  allá  por 
los  años  de  1586  á  1589,  y  se  las  aplicaron  «al  silencioso  Cervantes» 
que  estuvo  en  La  Mancha  desde  diciembre  de  1597  á  enero  de  1603. 

Pero  la  invención  que  tiene  más  gracia  es  posterior:  me  refiero  á  la 
que  D.  Antonio  Sánchez  Liaño,  Cura  propio  de  La  Argamasilla,  trasmitió 
en  7  de  febrero  de  1805  á  D.  Martín  Fernandez  de  Navarrete,  «la  pasta- 
flora de  la  credulidad».  El  exordio  de  la  cartita,  dicen  que  decía:  ^luengos 
días  y  menguadas  noches  me  fatigan  en  esta  cárcel,  ó  mejor  diré  ca- 
verna, (f- »  ¿Te  ha  gustado,  lector?  Pues  á  mí,  no;  me  ha  erizado  los 

cabellos.  Pero  no  acaba  aquí  el  saínete.  «Al  ser  requerido  el  suministrante 
de  esta  majadería  para  que  entregase  el  papelito,  contestó  al  Sacerdote 
que  se  le  había  extraviado*.  Esta  chuscada  pudo  interpretarse  como  mo- 
delo de  desaprensión,  que  refleja  el  carácter  del  autor  del  vergonzante 


—  19  — 

remedo  á  la  dicción  Cervantina  y  no  debieron  publicarla.  Además,  como 
se  intitulaba  «descendiente  directo  de  un  tio  de  Cervantes»,  en  su  empeño 
se  ve  claramente  la  intención  de  serlo  de  D.  Baltasar  de  Cervantes;  y  ea 
este  caso,  lector,  ya  sabes  el  crédito  que  has  de  conceder  al  que  heredó  su 
apellido  de  una  sotana:  ¡Otro  Mahoma! 

El  documento  público  que  aparece  firmado  por  Miguel  de  Cervantes 
Saavedra  el  año  1600  en  Sevilla,  y  que  se  conserva  en  muy  buen  estado 
(¡pues  no  faltaba  más!)  en  un  archivo  de  aquella  ciudad,  debe  ser  una  cosa 
así  como  la  partida  de  bautismo  de  Alcázar,  «con  la  diferencia  de  haber 
sucedido  en  Seviya». 

Y  no  pudo  ser  el  autor  de  Don  Quinóte  ¡ó  no  hay  lógica  en  el  mundo!, 
«porque  estando  excomulgado  y  reclamado  judicialmente  (con  las  agra- 
vantes de  inhabilitación,  rebeldía  y  haber  faltado  á  su  palabra  de  Caba- 
llero), no  es,  ni  presumible  siquiera,  que  se  presentase  en  el  acto  oficial 
de  un  otorgamiento».  ¡Y  en  aquellos  tiempos! 

jY  pensar  que  por  una  humorada  de  las  infinitas  que  contiene  el  libro 

se  armó  tal  baraúnda! Cervantes,  que  no  callaba  nada,  dice  «que  su 

hijo  avellanado  y  seco  lo  engendró  en  una  cárcel»,  pero  yo  nunca  he  leído 
•«que  lo  pariese»,  y  en  esto  existe  una  pequeña  diferencia  de  apreciación. 
El  no  haberla  percibido  á  tiempo,  ha  sido  causa  de  que  se  concediese  im- 
portancia á  una  suposición  harto  extendida,  y  que  viene  á  demostrar  lo 
que  te  vengo  contando,  lector:  que  no  han  comprendido  la  manera  de 
decir  ambigua  que  empleó  el  autor  en  la  construcción  del  libro. 

Su  dicción  tiene  un  sabor  lugareño  que  encanta,  encubriendo  maravi- 
llosamente con  la  gramática  parda  que  emplean  sus  personajes,  muchas 
cosas  hasta  ahora  ignoradas;  y  el  haberme  percatado  de  estas  circunstan- 
cias, facilitó  mi  estudio,  señalando  ancha  brecha  por  donde  penetré  sus 
secretos  á  través  de  parajes  no  hollados  por  pluma  alguna. 

Que  no  estuvo  preso  Cervantes  todo  el  lapso  de  tiempo  que  faltó  de 
Madrid,  y  menos  en  la  lób^^^d  cueva  de  la  casa  de  Medrano  «en  la  Arga- 
masilla»,  ni  tampoco  en  otra  caverna  peor  en  El  Toboso,  no  te  quepa  duda, 
lector,  ahora...  que  ya  lo  irás  sabiendo. 

Parece  cosa  de  magia,  pero  en  esta  época,  «incógnita  de  su  vida», 
han  resultado  infructuosas  cuantas  investigaciones  se  practicaron;  y  es  que 
el  Genio,  á  imitación  del  río  Guadiana,  se  escondió  para  reaparecer  ea 
ocasión  oportuna.  ¡Por  eso  no  se  hallan  documentos  que  justifiquen  el 
vacío  de  estos  cinco  años! 

Apenas  liberto  de  la  cárcel  sevillana,  ¿cómo  avenirse  á  nuevo  cautive- 


—    20    — 


rio,  él,  que  intentó  romperlas  cadenas  argelinas?  ¡Prefirió  la  vida  errante 
y  miserable  que  le  ofrecía  la  gran  Sierra  Negra  escondiéndose  en  sus  in- 
trincados laberintos,  á  presentarse  entre  aquellos  dos  poderes  que  hicieron 
odioso  al  mundo  el  sacrosanto  nombre  de  nuestra  madre  España! ¡Re- 
belión pasiva  que  la  Humanidad  le  aplaude  sinceramente! ¡Rasgo  subli- 
me cuajado  en  su  organización  extraordinaria,  acostumbrada  á  mayores 


empresas!. 


Una  vez  establecido,  halló  en  la  soledad  de  los  montes  el  bálsamo 
bienhechor  que  curase  las  heridas  de  su  alma  lacerada;  y  abstraído  del 
mundo  y  desús  impurezas,  contemplando  la  Naturaleza  en  su  magnífica 
grandiosidad,  fué  fortaleciendo  su  ánimo  deprimido  por  tan  injusta  perse- 
cución y  predisponiéndolo  al  éxtasis  precursor  de  la  más  grande  concep- 
ción humana.  Sin  género  de  duda:  en  la  gran  Sierra  Negra  nació,  se  nu- 
trió y  adquirió  desarrollo  el  fruto  de  la  gestación  laboriosísima,  que  nos 
dice  concibió  en  una  cárcel. 

¿Que  por  qué  digo  esto?  Porque  en  el  libro,  rebosante  de  inspiración 
al  aire  libre,  hay  señales  manifiestas  de  haberla  recibido  en  lo  alto  de  los 
riscos  ó  en  las  sinuosidades  de  los  valles;  y  las  impresiones,  matrices  de 
una  germinación  exuberante,  al  abrigo  de  una  choza  ó  debajo  de  una  en- 
cina, metido  en  las  hendiduras  de  las  peñas  ó  recibiendo  en  su  frente  los 
fecundizantes  rayos  del  astro  rey,  durmiendo  sobre  malezas  á  la  intemperie, 
brincando  por  breñales,  saltando  arroyos  y  salvando  precipicios. 

Todo  esto  se  halla  en  su  fábula,  permitiendo  transparentar  á  través  del 
velo  con  que  nubla  la  vista  del  lector  en  sus  inimitables  descripciones,  que 
los  cinco  años  de  tinieblas,  pero  no  sin  rastros  de  sus  huellas,  los  pasó 
escondido  en  las  entrañas  de  esa  gran  Cordillera  conocida  por  los  antiguos 
y  algunos  historiadores  de  su  tiempo  con  el  nombre  de  Mons  Aranni  ó 
Mariani;  él  la  llamó  Sierra  Morena. 

Los  gráficos  que  acompaño  á  la  obra  justifican  con  exactitud  los  sitios 
cuyas  leyendas  guardan  concomitancia  con  las  simuladas  aventuras  del 
godo  Quixote,  y  que  he  deducido  de  su  lectura  literal  con  conocimiento 
material  de  los  terrenos  descritos  en  el  inmortal  libro  de  Cervantes. 


LA  MANCHA 


Anhelo,  incertidumbre,  confusión,  vértigo...,  tal  fué  la  gradación  en  el 
orden  de  sensaciones  que  experimentaron  los  comentaristas  del  libro  de 
Cervantes  al  poner  en  tortura  su  magín  para  desentrañarlo;  habiendo  ob- 
tenido como  galardón  el  mostrar  cuan  presto  se  olvida  lo  que  prendieron 
con  alfileres. 

Todos  «admiran»  las  bellísimas  descripciones  que  contiene;  aplauden, 
«hasta  desgañitarse»,  la  propiedad  de  las  narraciones  «por  la  justeza  con 
que  están  hechas»;  y  yo  pregunto:  ¿cómo  se  puede  afirmar  esto  si  aún  no 
se  han  fijado  los  puntos  en  que  supone  desarrolladas  las  aventuras?  Per- 
cibo (con  harta  pena  lo  digo)  «una  superficialidad  tan  marcada  en  la 
mayor  parte  de  cuanto  se  ha  escrito  con  relación  á  este  libro»,  que  temo 
por  mi  Patria  continúe  haciendo  estragos  esta  enfermedad. 

Es  verdad  que  constantemente  relata  aventuras  ocurridas  en  La  Man- 
cha, pero  refiriéndose  al  país  en  general;  y  como  la  región  manchega  corai- 
prende  las  provincias  de  Toledo  y  Cuenca  (Mancha  alta);  Albacete  y  Ciu- 
dad Real  (Mancha  baja),  más  un  trozo  de  terreno  enclavado  en  la  de  Te- 
ruel conocido  por  Mancha  de  Monte  Aragón,  hubiera  sido  de  mucho 
provecho  la  especificación  clara  y  terminante  del  ■punto  en  que  se  des- 
arrolló cada  aventura,  para  apreciar  en  toda  su  magnitud  si  los  críticos 
tenían  razón.  Yo  creo  que  no,  ique  conste! 

Entre  ellos,  los  hay  que  están  de  acuerdo  en  el  lugar  de  la  penitencia 
(pero  nada  más  que  entre  ellos),  llevada  á  cabo  en  los  términos  orientales 
de  Sierra  Morena  y  como  en  el  centro  donde  nacen  los  ríos  Guadalraena  y 
Guadalén;  mas,  afortunadamente,  no  pasa  de  ser  una  suposición  que  acre, 
dita  la  impenetrabilidad  en  el  libro  y  en  los  montes:  «se  hacían  los  estu- 
dios aquí,  en  Madrid,  y  allá,  en  Sierra  Morena,  había  infinitos  bandoleros»  . 


22    — 


Y  como  para  poder  distinguir  en  el  conjunto  inmanente  de  la  fábula 
la  parte  real  que  verdaderamente  encierra,  sea  de  imprescindible  necesidad 
marcar  la  porción  que  llamó  con  sugestiva  gracia  y  propiedad  simula 
Malindrania»,  deberá  tenerse  presente  que  ínsula  era  equivalente  á 
<Gohíerno»  y  <i-malandrines*  á  •ladrones».  Altisonante,  ¡como  todos  los 
nombres  de  su  invención!,  guarda  perfecta  armonía  con  las  leyendas  tra- 
dicionales de  personajes  siniestros  que  se  guarecían  en  sus  montañas,  y 
cuyas  fechorías  se  encargó  de  agrandar  el  miedo  y  esparcir  la  fama,  tal  y 
como  han  llegado  á  nosotros. 

También  explotó  con  acierto  el  lenguaje  escaso  y  recortado,  impreciso 
y  confuso,  lleno  de  refranes,  de  abreviaciones  y  rodeos,  de  los  que  moraban 
en  aquellos  pueblos  «que  nunca  dicen  francamente  lo  que  desean»,  presen- 
tándolos á  cada  paso  taimados  é  indolentes:  rasgos  distintivos  que  caracte- 
rizan la  raza  que  dibujó  tan  magno  artista. 

Ahora,  veamos  qué  país  es  éste,  y  la  situación  que  ocupa  en  el  Globo 
terráqueo,  pues  hasta  la  fecha  no  se  ha  podido  delinir  si  la  tan  celebrada 
«como  conocida  ínsula»  criaba  carne  ó  pescado. 

En  tiempos  fenicios  y  griegos,  se  llamó  JBeturia;  pero  hace  ya  muchos 
siglos  que  los  historiadores  y  geógrafos  divagan  de  un  modo  raro  sobre  su 
existencia,  sin  concretar  detalles  que  permitan  fijar  una  orientación,  ó  eli- 
minándola en  la  generalidad  de  los  casos.  No  obstante,  «como  es  cierto  que 
ha  existido  con  esta  denominación  y  Cervantes  la  considera  teatro  de  gran- 
dísimas hazañas»,  los  datos  que  he  topado,  aunque  escasos  é  inseguros,  los 
haré  constar  para  que  sirvan  de  indicio  á  ulteriores  investigaciones. 

Cuando  los  caudillos  de  las  legiones  romanas  dominaron  la  resistencia 
ibera,  Junio  Bruto  dispuso  la  traslación  de  los  Celtas  que  habitaban  en  la 
región  S.  de  La  Lusitania  á  la  cuenca  situada  entre  los  ríos  Bétis  y  Anna, 
estableciendo  varias  colonias  en  parajes  designados  con  antelación  y  distri- 
buidas á  ambos  lados  de  los  Mons  Aranni,  en  la  extensión  que  media 
desde  la  parte  E.  de  la  Cordillera  al  S.  de  Montiel  hasta  Belalcázar  por  el  O. 

Aunque  la  oscuridad  que  se  nota  en  los  libros  antiguos  impida  fijar  el 
sitio  en  que  tuvo  lugar  la  batalla  de  la  Beturia  en  la  época  romana,  más 
adelante  se  esbozará  una  conjetura  con  visos  de  realidad. 

Tampoco  fué  óbice  á  mis  pesquisas  tanta  dificultad,  pues  he  hallado,  en 
fueraa  de  buscar  antecedentes,  que  existen  nombres  reveladores  de  la  raza 
que  los  fundó:  «Carcuvitim»,  «Lapides  Artiy^  (?)  ^Maestatizay»,  «J.rf- 
liuhras»,  «-Font-amiosas*  y  <iBctnis>,  aunque  bastante  desfigurados,  lo 
atestiguan. 


Y  ya  que  trato  de  La  Mancha,  añadiré  que  creo  Cervantina  la  siguien 
te  copleja,  tan  sabida  de  todos,  pero  á  medias: 

Aunque  eoy  de  La  Mancha 
no  mancho  á  «naidei; 
más  de  cuatro,  quisieran, 


(¡Sangre  de  origen  godo,  que  era  de  lo  que  se  preciaban  los  nobles  es- 
pañoles del  siglo  XVI  y  de  cuya  procedencia  somos  los  manchegos!)  Ahora 
bien,  como  las  seguidillas  manchegas  deben  ir  acompañadas  de  su  corres- 
pondiente estribillo,  aplicándolo  «el  cantaor  á  su  antojo»,  sin  duda  por  no 
parecerle  bonito  el  que  tenía,  lo  sustituyeron  por  otros  más  modernos;  pero 
aún  no  se  ha  olvidado  del  todo:  el  verdadero,  ¡el  auténtico!,  alcancé  á  oirlo 
una  vez,  yendo  de  paso,  por  el  camino  viejo  que  desde  el  puerto  de  Niefla 
conduce  á  Fuencaliente,  en  un  Cortijo,  y  era: 

Esto  lo  dijo 
un  hombre  que  era  manco 
en  un  Cortijo  (1). 

¡Qué  archiveros! 


(1)     tSe  da  este  nombre  á  los  caseríos  en  aquella  parte  limítrofe  de 
Andalucía. 


VINDICACIÓN  DE  BETURIA 


Por  su  lectura,  que  instruye  deleitando  y  educa  é  incita  á  la  reflexión, 
bien  puedo  calificarlo  de  prodigioso  sin  que  me  tachen  de  exagerado, 
puesto  que  ha  hecho  esclavo  de  su  atractivo  á  todo  el  género  humano.  ¡Fué 
tanto  el  arte  que  derrochó  en  su  confección,  que  ha  sugestionado  al  mundo! 

La  grandeza  de  sus  concepciones,  la  facilidad  de  exposición,  la  precisión 
admirable  en  sus  cuadros,  el  oportunísimo  juego  de  figuras,  el  lenguaje  tan 
castizo  que  emplea,  el  desenvolvimiento  parcial  y  de  conjunto  de  tanta 
aventura,  fueron  causa  de  mi  asombro  y  perplegidad.  ¿Cómo  yo,  pigmeo  en 
letras,  que  apenas  cuento  con  las  necesarias  para  desempeñar  una  plaza  de 
copista  á  sueldo,  me  atrevería  á  tan  descomunal  empresa?  l)j  otra  parte, 
¿qué  necesidad  me  impelía  á  salir  á  la  plaza  del  mundo  sólo  por  m:)3trar  el 
tosco  ingenio  mío? 

Las  reflexiones  expuestas  motivaron  una  inercia  tan  grande  en  mis  ener- 
gías, que  á  no  ser  por  un  poderoso  esfuerzo  de  voluntad,  esta  idea  lumino- 
sa (que,  aunque  toscamente  expresada,  ha  de  servir  de  faro  á  los  doctos  para 
que  con  datos  ciertos  y  su  facundia  irradien  por  todos  los  ámbitos  la  verda- 
dera luz  que  centellea  en  el  libro  de  Cervantes)  hubiera  quedaio  relegadi 
á  segundo  término;  mas  no  ha  sucedido  así,  felicitándome  por  haber  venci- 
do la  resistencia  que  me  hubiera  acarreado  eterno  remordimiento.  P.)rquí 
¿cómo  argumentar  á  mi  conciencia,  recriminadora  constante  de  mi  cobar- 
día, por  la  ocultación  de  un  secreto  de  interés  universal?  ¿C)n  qué  derecho 
seguiría  callando  si  á  mis  ojos  se  presentaba  el  dilema  de  ser  útil  á  mi 
Patria  en  alguna  cosa  ó  desaparecer  del  planeta  con  el  pesado  fardo  de  raí 
egoísmo? 

Después  de  grandes  insomnios  y  sufrir  por  largo  tiempo  ese  müestar 
latente  que  crea  la  duda,  hube  de  recapacitar  y  decirms:  «No  es  tan  grave 


—   26   — 

delito  como  supones  entrar  en  la  liza  acompañándote  la  razón,  puesto  que 
lo  penuria  del  discurso  estará  amparada  por  una  acción  meritoria». 

Desde  aquel  instante,  exento  de  temor,  he  considerado  deber  ineludible 
rendir  á  la  verdad  su  tributo  sin  pasión,  sin  egoismo,  con  la  alegría  que 
produce  la  satisfacción  de  una  obligación  cumplida.  Y  para  ser  sincero  en 
todo,  añadiré:  «Ya  no  le  temo  á  la  crítica;  porque  considerándome  yo  en  el 
montón  de  los  iliteratos,  no  creo  á  nadie  capaz  de  perder  el  tiempo  y  el  in- 
genio en  andanzas  sin  provecho.» 

El  fondo  de  mi  propósito  es  claro,  preciso,  terminante,  y  aunque  los 
valiosos  ropones  de  una  erudición  grandilocuente  hubieran  sido  oportunísi 
raos  para  hacerle  grato  á  los  lectores,  no  han  de  menester  la  ampulosidad 
en  sus  formas:  Cide  Hamete  Benengeli  fué  autor  «arábigo  y  manchego»,  y 
el  que  esto  escribe  «no  quiere  prescindir»  de  hacer  resaltar  esta  última 
condición,  ya  que  la  de  autor  no  le  coja  de  cerca. 

Por  haber  visto  la  luz  en  un  pueblo  de  la  región  Beturiana,  cuyos  giros 
de  dicción  y  trazas  de  su  suelo  están  patentes  en  el  libro  de  Cervantes,  me 
atrevo  á  afirmar,  bien  convencido,  que  La  Beturia  albergó  á  aquel  Caba- 
llero andante,  dechado  de  virtudes,  que  el  autor  nos  presenta  por  modela 
de  altruismo;  y  de  la  algarabía  que  resultó  en  el  lenguaje  por  mezcla  de 
tantas  razas,  tomó  el  Genio  la  materia  prima  con  que  esmaltó  las  maravi- 
llosas narraciones  de  su  hermosa  fábula. 

iQué  facilidad  y  qué  arte  para  apropiarse  y  colocar  las  medias  palabras, 
los  giros,  hipérboles  y  equívocos! 

La  pintura  que  salió  á  pesar  de  tan  toscos  materiales,  «concebida  en  una 
cárcel»,  sobrepuja  al  deseo  del  más  exigente  artista:  luz,  colorido,  expre- 
sión, términos,  dimensiones,...  cuantos  detalles  (por  ínfimos  que  sean)  se 
reputen  como  imprescindibles,  constan  en  la  debida  proporción.  Velázquez, 
Murillo,  Goya  y  tantos  otros,  ; gloria  de  España!,  sois  sus  hermanos.  Yo  os 
aseguro  que  tendréis  vida  por  centurias  de  años  en  fuerza  de  retoques;  pero 
la  producción  de  aquel  Manco  ha  de  vivir  luengos  siglos,  conservando  inal- 
terables sus  rasgos,  «aunque  malandrines  historiadores  descuelguen  la  pé- 
ñola de  Hamete  para  profanarla». 

Con  este  objeto  he  salido  á  la  palestra,  y  ¡vive  Dios!  que  no  he  de  cejar 
hasta  conseguir  la  restauración  de  tan  bellísima  obra. 


Críticas  y  correcciones  al  libro 


No  te  sabré  decir  su  antigüedad,  querido  lector,  pero  si  que  son  geme- 
las é  innatas  en  nuestra  raza.  ¿No  lias  tropezado  (¡ay!,  tanta  frecuencia 
constituye  nuestra  mayor  desgracia)  con  individuos  que  apenas  tuvieron 
tiempo  para  oir  ó  leer  (muchas  veces  sin  llegar  al  final)  una  cosa,  pidieron 
la  palabra  en  contra  ó  cogieron  la  pluma  para  impugnarla?  Pues  eres  un 
mortal  feliz. 

Esto  precisamente  ha  sucedido  con  esa  genial  creación  del  más  grande 
de  los  mortales,  y  yo  pregunto:  ¿Alguno  de  ellos  señaló  la  región  en 
donde  se  emplea  el  lenguaje  que  tan  admirablemente  trasladó  á  su  libro 
Cervantes?  No.  ¿Tienen  autoridad  para  modificar  su  texto?  Tampoco. 
Pues  si  este  libro  se  ha  hecho  incomprensible,  si  no  supieron  transportarse 
á  aquellos  tiempos  para  desentrañar  su  lectura  y  su  texto  debió  de  ser  sa- 
grado, ¿qué  razones  ó  clase  de  argumentación  adujeron  para  conseguir 
retocarlo?  A  muchos  conozco  que  hacen  esta  pregunta,  sin  hallar  res- 
puesta satisfactoria,  y  como  yo  presumo  haberla  encontrado,  te  la  voy  á 
decir,  lector  (en  lenguaje  manchego  y  en  secreto,  no  haga  el  diablo  que 
la  tomen  conmigo):  Deshaciendo  la  ohra  de  Cervantes,  que  para  ellos 
no  significaba  nada,  nunca  se  presentaría  ocasión  de  descubrirles  su 
ingenio. 

Todos  cuantos  se  dedicaron  al  estudio  de  este  libro,  debieron  tener 
presentes  los  versos  que  puso  Cerhino  (aunque  aquí  leas  Cervantes  no  te 
acongojes,  aciertas)  al  pie  de  las  armas  de  Orlando: 

Nadie  las  mueva, 
que  estar  no  pueda  con  Roldan  á  prueba. 


—  28  — 

Muy  lejos  de  mi  ánimo  está  el  liacer  critica,  pero  no  puedo  sustraerme 
al  deber  de  señalar  algunos  casos,  y  éstos  con  brevedad. 

El  plan  cronológico  de  Rios  es  inconciliable  con  la  fábula,  por  dos  ra- 
zones: «Porque  Cervantes  no  pensó  en  tal  cosa  ó  pensó  en  lo  contrario». 
Y  como  el  ir  en  rogativas  por  el  mes  de  a^osío  jamás  lo  vi  en  mi  tierra, 
sobran  la  cronometría  y  la  lógica. 

El  mapa  que  delineó  D.  Tomás  López,  «con  observaciones  hechas  (?) 
sobre  el  terreno»  por  D.  Joseph  Hermosilla,  os  una  obra  ilusoria  que  re- 
vela «travesura»,  pero  nada  más.  Por  la  época  en  que  debió  confeccio- 
narse este  «pastel»,  estaba  Sierra  Morena  infestada  de  malandrínes  y 
debía  de  hacer  mucho  «frío»;  por  lo  cual,  tuvieron  á  bien  no  pasar  de 
Mestanzd  y  sus  alrededores.  Después  de  todo...  una  leyenda  más. 

Pellicer,  Mayans  y  Navarrete,  con  otros  muchos  que  me  alegro  no 
haber  leído,  «gloria  de  la  credulidad  ó  de  la  inventiva»,  recopilaron  una 
gran  cantidad  de  leyendas  fabricadas  en  La  Argamasilla,  lanzándolas  á  la 
publicidad  y  volviendo  locos  á  los  extranjeros...  en  justa  reciprocidad  á 
que  nos  impusieron  la  grandeza  de  Cervantes.  ¡Aún  se  le  ensalza  por  lo 
que  nos  dijeron  de  él! 

Cleraencín.  Leyó  tantísimos  libros  de  caballerías,  que  se  le  extravió  la 
brújula:  asegura  haber  estado  en  La  Mancha,  y  confunde  la  puerta  falsa 
de  un  corral  con  la  principal  de  la  casa;  el  postigo  no  sabe  en  donde  colo- 
carlo, y,  finalmente,  arremete  enfurecido  contra  el  Ventero  porque  no  re- 
comendó á  su  ahijado  proveyese  á  Sancho  de  una  maleta  (según  él,  hubiera 
sido  más  decente)  en  vez  de  unas  alforjas. 

Una  maleta  en  La  Mancha  y  hace  tres  siglos...  lector:  no  lo  tomes  á 
desconsideración  si  me  río  un  rato  largo,  soy  raanchego. 

Hartzenbusch.  Acreditó  su  paciencia  oriunda  de  germanos  publicando 
un  volumen  con  «l.GS.-i  notas  al  Quixote»  (¡ahí  es  nada!),  y  confiesa  en 
una  de  ellas  «que  no  sabe  lo  que  son  veros^.  ¿Sería  por  falta  de  tiempo...? 
En  La  Mancha  le  hubiesen  dicho:  ¡Veros  de  aquí!  Con  música  de 
Caballero:  celehro  tanto  volvet-  á  veros.  Y  el  Diccionario  de  la  Academia  á 
que  perteneció,  dice:  Blasones:  Esmaltes  que  cubren  el  escudo,  d'-. 

Pero  todo  esto,  con  ser  mucho,  no  es  tan  grave  como  la  falta  que  co- 
metió la  Academia  de  la  Lengua  Española  al  prestar  asentimiento  á  las 
interpretaciones  que  formularon  varios  de  sus  miembros,  muy  doctos,  es 
cierto  (todos  los  escritores  lo  dicen...),  pero  en  mi  humilde  opinión  y  sin 
agraviar  á  nadie,  estaban  ayunos  en  la  materia.  Ea  fin,  lector,  ya  te  irás 
dando  cuenta. 


Hamete,  bien  á  pesar  su5^o,  se  ve  obligado  á  variar  algunas  letras,  mii}^ 
pocas,  pero  no  porque  ofrezca  dificultad  su  lectura,  como  pomposamente 
argüyeron  más  de  cuatro  sin  hacer  las  debidas  salvedades,  no;  es,  que  por 
haber  introducido  muchísimas  innovaciones  que  alteran  esencialmente  la 
constitución  de  nuestra  habla,  distanciándola  de  las  fuentes  de  su  primi- 
tivo origen  y  desviando  su  curso  innecesariamente  hacia  otras  orientacio- 
nes, se  ha  llegado  al  presente  caos,  que  justifica  la  disparidad  existente; 
pudiéndose  asegurar  «que  la  dificultad  sólo  estriba  en  la  pronunciación 
de  algunas  letras,  pero  de  ningún  modo  en  la  comprensión  del  significado 
á  que  responden  las  palabras  y  oraciones  de  este  hermoso  libro». 

Las  causas  que  alegaron  doctoralmente  «los  entendidos»  para  acredi- 
tar los  trastornos  que  hicieron,  no  son  más  que  repeticiones  de  la  eterna 
muletilla:  No  se  imede  leer  en  este  libro,  porque  su  escritura  está,  anti- 
cuada, y  no  se  comprende  lien  lo  que  quiso  decir  Cervantes.  Pero  te 
aseguro  que  tal  afirmación  ha  de  quedar  totalmente  desvirtuada,  sin  más 
artificio  que  levísimas  modificaciones  en  el  texto  de  la  presente  edición  y 
que  anoto  al  final  del  presente  capítulo  sobre  críticas. 

¿Y  qué  fundamento  tiene  el  tan  cacareado  desorden  gramatical  cuando 
la  primer  gramática  que  fijó  reglas  para  usar  con  método  de  nuestros  vo- 
cablos la  escribió  el  P.  Antonio  de  Nebrija  pocos  años  antes  de  la  publi- 
cación Cervantina?  Vamos,  ¡que  se  lee  cada  argumento!  ¿Alguno  puede 
demostrar  que  Cervantes  la  estudió?  Si  se  confeccionó  el  primer  libro 
regimental  de  nuestra  dicción  estando  Cervantes  en  Italia,  y  después  atra- 
vesó infinitas  vicisitudes  que  le  alejaron  de  la  Corte,  ¿cómo  exigirle  expre- 
sión ajustada  á  los  cánones? 

Pues,  ¿y  de  la  puntuación?  Cada  uno  de  los  Censores  {...de  la  familia 
de  Catón)  la  ha  acomodado  á  su  criterio,  descomponiendo  los  periodos 
más  bellos  á  su  capricho.  Pero  yo,  admirador  sincero  del  Genio  y  azote 
de  sus  profanadores,  la  restituyo  al  estado  de  la  edición  de  1608,  sin- 
tiendo no  podértela  servir  como  la  de  1605,  por  no  haber  llegado  á  mis 
manos  ningún  ejemplar  de  éstos. 

Ahora  bien;  como  abarca  una  intención  perfectamente  definida,  no 
descubierta  por  los  que  al  rebuscar  sólo  hallaron  defectos,  necesito  expli- 
carte... que  de  la  dicción  goda,  y  de  la  posterior,  arábiga,  salió  esa  mez- 
cla con  que  Cervantes  esmalta  su  ingeniosa  producción.  Y,  como  el  autor 
«era  moro»,  debe  presidir  en  su  lectura  gran  reposo;  pues  se  sabe  que  son 
desconfiados,  recelosos,  cautos  hasta  en  el  andar,  dominadores  de  sus  ner- 
vios, y  atemperan  sus  modalidades  físicas  á  la  mejor  inexpresión  de  su 


—  30  — 

semblante.  Son  perspicaces  en  grado  sumo,  y  la  sagacidad  es  innata  en  su 
raza;  cualidades  todas  que  los  hacen  caminar  con  aplomo,  y  así,  en  sos 
conversaciones  se  muestran  parcos,  para  dar  tiempo  á  madurar  lo  que  han 
de  decir  sin  comprometerse  por  palabra  de  más  ó  de  menos. 

En  la  puntuación  estriban  las  más  preciosas  incógnitas:  porque  pe 
presta  á  esas  continuas  mutaciones  en  que  la  misma  persona  ocupa  dis- 
tinto lugar  en  la  conversación;  hace  innecesario  el  aviso  de  la  intromisión 
de  otro  actor  en  escena;  el  narrador  ó  lector  de  una  fábula  se  convierte  en 
protagonista,  y  por  último,  los  incisos,  que  son  su  alma,  eliminan  por  in- 
necesarios los  apartes  y  las  aclaraciones. 

De  lo  expuesto  se  deduce  que  á  este  libro,  «hijo  del  entendimiento  de 
Hamete»,  hay  que  leerlo  mtiy  despacio. 

Modificaciones  que  se  ha  visto  precisado  á  introducir  este  otro  Hamete: 

La  S  antigua,  fácilmente  confundible  con  la/  actual,  queda  suprimida, 
empleando  siempre  la  5  moderna. 

La  fque  se  empleaba  indistintamente  oomo  Y  ó  como  7i,  fijado  su 
uso  como  vocal  solamente,  no  tendrá  otro  en  el  presente  libro;  y  la  V  y  B 
se  destinan  á  las  voces  que  necesiten  de  estas  consonantes. 

Las  alteraciones  por  el  no  uso  de  letras  con  pronunciación  distinta  á 
su  escritura,  se  verifican  por  supresión  en  los  casos  en  cfue  se  decía  S  por 
C  con  cedilla  ó  por  Z;  y  la  Q  se  convierte  en  C. 

En  otros,  la  y  griega  por  i  latina,  y  viceversa. 

En  los  que  se  empleaba  tilde  sobre  vocal  para  denotar  la  presencia  y 
pronunciación  de  la  N,  se  pone  esta. 

Y  la  X  hubiera  preferido  conservarla,  porque  aunque  cueste  un  po- 
quito más  de  trabajo  su  pronunciación  gutural  arábiga,  no  considero  á 
nadie  tan  escaso  (y  esta  ventaja  les  llevo  á  los  críticos  y  reforraadore?), 
que  establezca  diferencia  entre  «^cuaxada»  y  cuajada;  pero  me  he  conte- 
nido, reteniéndola  sólo  en  el  caso  concreto  de  JDon  Quixote,  que  nació 
asi  por  voluntad  hien  estudiada  de  su  Señor  padre. 


Ei  ingenioso  hidalgo 

don  Quixote  de  !a  Mancha 

Dice  Clemencín  que  se  ha  dudado  de  la  propiedad  y  conveniencia  de 
este  título  «tachándolo  de  abultado  y  hueco»;  según  Pellicer,  la  calidad  de 
«ingenioso»  se  aplicaba,  no  á  la  persona  del  Hidalgo,  sino  á  la  obra,  «para 
denotar  el  ingenio  con  que  estaba  escrita»,  y  los  restantes  han  abusado  de 
la  pobreza  del  autor. 

Lector,  ¿no  te  parece  una  amalgama  indigna,  que  debe  cesar,  la  aplica- 
ción al  Genio  de  epítetos  rimbombantes  mezclados  con  el  producto  de  re- 
buscaciones  terrenas,  que  aunque  ejecutadas  de  buena  fe  parecen  tenden- 
ciosas? Por  decoro  debemos  desistir  de  ciertas  inquisiciones.  ¿Cuánto  me- 
jor no  haríamos  tratando  su  memoria  «con  respeto  sentido»,  que  al  fin  y  al 
cabo  constituye  en  nuestro  patrimonio  mundial  el  más  preciado  florón? 
Esto  sería  nuestro  mayor  honor. 

Los  Señores  que  han  criticado  ó  comentado  su  obra,  hanse  excedido  en 
sus  juicios  extremadamente  capciosos;  y  aunque  emitidos  con  gran  erudi- 
ción, «no  han  tenido  habilidad  bastante  para  evitar  que  se  trasluzca  la  con- 
trariedad que  les  produjo  no  comprenderlo».  ¿Con  qué  dereclio  llaman  va- 
nidoso á  Cervantes?  ¿Por  qué  razón  calificaron  de  abultado  y  hueco  ei  títu- 
lo de  su  libro  si  no  lo  comprendían?  «Peor  será  meneallo»:  van  transcurridos 
trescientos  diez  años  desde  su  publicación  y  nadie  acertó  á  interpretarlo. 
¡Triste  espectáculo  el  nuestro!  ¡Y  siempre  criticándolo! 

El  presente  trabajo  tiende  á  servir  de  pauta  para  estudios  sucesivos, 
proporcionando  materiales  ignorados  hasta  el  día  é  indispensables,  tanto 
para  deshacer  errores,  como  para  continuar  por  una  ruta  cierta;  bien  enten- 
dido que  todo  cuanto  yo  exponga  es  de  fácil  comprobación. 

No  estará  de  más  recordar,  que  en  vida  de  Cervantes  desorientaron  á  la 
opinión  y  efectuaron  las  enmiendas  que  tuvieron  por  conveniente  al  hacer  li 


—    ^2   — 

tirada  de  1G08;  y  que  allá  por  los  años  de  178G  á  738,  cuando  el  Lord 
inglés  interesó  de  Majárs  escribiese  la  «Vida  de  Cervantes»,  se  produjo  tal 
re\uelo  en  Espcña,  que  al  disputarse  el  honor  de  haberle  visto  nacer  varias 
poblaciones,  dieron  principio  las  tan  traidas  y  llevadas  historias  de  sucesos 
que  nada  tenían  de  común  con  lo  que  le  sucedió  al  inventor  de  este  cuen- 
to ideal».  Desde  entonces  data  la  obsesión  que  se  apoderó  de  nuestros  lite- 
ratos: «cuantos  se  dedicaron  al  cultivo  de  las  letras,  se  creyeron  en  el  deber 
de  rcmper  una  lanza  con  El  Manco  de  Lepanto  (¿seria  por  esto?),  contán- 
dose muy  pocos  que  no  hayan  propuesto  correcciones».  (jOh,  poder  de  la 
sabiduría,  á  qué  extremos  conduces  á  los  hombres  que  arriban  á  tu  cum* 
bre!).  Kesullando  lo  que  tenía  que  ocurrir  como  cosa  irremediable:  que  se 
haga  imposible  el  estudio  del  libro  Don  (¿uixote  sirviéndose  de  una  edi- 
ción moderna.  ¡De  tal  modo  le  han  desfigurado  el  rostro  los  que  se  creye- 
ron capacitados,  que,  á  vivir,  no  lo  conocería  ni  el  padre  que  lo  «fundó»! 

Y  para  que  te  convenzas  de  que  en  lo  que  yo  digo  no  existe  artificio, 
deseo  de  encumbramientio  ó  de  mortificación  (te  ruego  lo  consideres  como 
una  perogrullada  mía),  confronta  una  edición  moderna  con  otra  antigua,  «y 
verás  que  no  te  miento». 

Y  paso  á  di  mostrarte,  lector,  que  no  es  oscuro  ni  poco  feliz  el  titulillo 
que  puso  Cervantes  al  Caballero-Libro. 

Con  este  epígrafe  quiso  dar  á  entender  «que  un  ingenioso  hidalgo  de 
La  Mancha»  descubriría  el  país  de  Don  Quixote.  Y  la  razón  de  este  argu- 
mento (que  se  le  olvidó  (?)  decir  al  autor)  es  obvia:  Si  entonces  para  ingre- 
sar en  las  Universidades  se  exigía  Ja  acreditación  de  limpieza  de  sangre,  los 
estudiantes  habrían  de  ser  necesariamente  hijos  de  Ricos-homes,  de  Caba- 
lleros y  de  HijosdaJgos;  ofreciéndose  esta  ocasión,  no  única  en  el  curso  de 
tan  larga  cerno  sabrosa  historia,  para  rendir  justo  tributo  de  admiración  á 
la  videncia  de  aquel  Ser  privilegiado. 

La  interpretación  literal  de  líamete  es  como  sigue:  Un  Hijodalgo, 
estudioso,  de  ingenio  despierto  y  conocedor  del  terreno,  habría  de  ser  el 
que  descuhiera  los  ^parajes  que  holló  en  sus  correrías  el  inmortal  don 
Quixote  de  la  Mancha. 

¿Que  lo  de  ingenioso  lo  dijo  Cervantes  por  Hamete?  Léase  en  la  pri- 
mera parte  el  epígrafe  del  2.o  capítulo  «metamorfoseado  por  los  endiabla- 
dos retocadores»:  Que  trata  de  la  primera  salida  que  de  su  tierra  hizo  el 
ingenioso  don  Quixote. — En  su  muerte:  Estefm  tuvo  el  ingenioso  hidal- 
go de  la  Mancha.— VúVlq^x  no  estuvo  ala  altura  de  sabiduría  que  le 
asignaron  los  clasificadores. 


Tasa 


Yo  Juan  Gallo  de  Andrada,  escribano  de  Cámara  del  Rey  nuestro  señor, 
de  los  que  residen  en  su  Consejo,  y  doy  fe,  que  habiendo  visto  por  los  se- 
ñores del  un  libro,  intitulado.  El  ingenioso  Hidalgo  de  la  Mancha,  com- 
puesto por  Miguel  de  Cervantes  Saavedra:  tasaron  cada  pliego  del  dicho 
libro  á  tres  maravedís  y  medio:  el  cual  tiene  setenta  y  tres  pliegos,  que  al 
dicho  precio  monta  el  dicho  libro,  doscientos  y  cincuenta  y  cinco  maravedís 
y  medio,  en  que  se  ha  de  vender  en  papel,  y  dieron  licencia  para  que  á 
este  precio  se  pueda  vender.  Y  mandaron  que  esta  tasa  se  ponga  al  princi- 
pio del  libro,  y  no  se  pueda  vender  sin  ella.  Y  para  que  dello  conste  di  la 
presente  en  Valladolid,  á  veinte  días  del  mes  de  Diciembre  de  mil  y  seis- 
cientos y  cuatro  años. 

Jaan  Gallo  de  Andrada. 

Vi  este  libro,  intitulado  Don  Quixofe  de  la  Mancha,  y  en  él  no  hay 
cosa  digna  de  notar  que  no  corresponda  á  su  original.  Dada  en  Madrid  en 
veinte  y  cinco  de  Junio  de  1608  años. 

£/  Licenciado  Francisco  Murcia  de  la  Llana. 


Yo  El  Rey 


Por  cuanto  por  parte  de  vos  Miguel  de  Cervantes  Saavedra,  nos  fué  fe- 
cha relación,  que  habíades  compuesto  un  libro,  intitulado  El  ingenioso  Hi- 
dalgo de  la  Mancha,  el  cual  os  habla  costado  mucho  trabajo,  y  era  muy 
útil  y  provechoso,  nos  pedistes,  y  suplicastes,  os  mandásemos  dar  licencia 
y  facultad,  para  le  poder  imprimir:  y  privilegio  por  el  tiempo  que  fuésemos 
servidos,  ó  como  la  nuestra  merced  fuese.  Lo  cual  visto  por  los  de  nuestro 
Consejo,  por  cuanto  en  el  dicho  libro  se  hicieron  las  diligencias  que  la  pre- 
mática  últimamente  por  nos  fecha,  sobre  la  impresión  de  los  libros  dispone, 
fué  acordado,  que  debíamos  mandar  dar  esta  nuestra  cédula  para  vos  en  la 
dicha  razón,  y  nos  tuvímoslo  por  bien.  Por  lo  cual,  por  os  hacer  bien  y 
merced,  os  damos  licencia  y  facultad,  para  que  vos,  ó  la  persona  que  vues- 
tro poder  hubiere,  y  no  otra  alguna,  podáis  imprimir  el  dicho  libro,  intitu- 
lado El  ingenioso  Hidalgo  de  la  Mancha,  que  de  suso  se  hace  mención, 
en  todos  estos  nuestros  Reinos  de  Castilla,  por  tiempo  y  espacio  de  diez 
años,  que  corran  y  se  cuenten,  desde  el  dicho  día  de  la  data  desta  nuestra 
cédula.  So  pena,  que  la  persona,  ó  personas,  que  sin  tener  vuestro  poder  lo 
imprimiere,  ó  vendiere,  ó  hiciere  imprimir,  ó  vender  por  el  mesmo  caso 
pierde  la  impresión  que  hiciere,  con  los  moldes,  y  aparejos  della:  y  más 
incurre  en  pena  de  cincuenta  mil  maravedís,  cada  vez  que  lo  contrario  hi- 
ciere. La  cual  dicha  pena,  sea  la  tercia  parte  para  la  persona  que  lo  acusa- 
re: y  la  otra  tercia  parte,  para  nuestra  cámara:  y  la  otra  tercia  parte  para 
el  juez  que  lo  sentenciare.  Con  tanto,  que  todas  las  veces  que  hubiéredes  de 
hacer  imprimir  el  dicho  libro,  durante  el  tiempo  de  los  dichos  diez  años, 
le  traigáis  al  nuestro  Consejo,  juntamente  con  el  original  que  en  él  fué  vis- 
to, que  va  rubricado  cada  plana,  y  firmado  al  íln  del,  de  Juan  Gallo  de 
Andrada,  nuestro  escribano  de  cámara,  de  los  que  en  él  residen,  para  saber 


-  36  - 

si  la  dicha  impresión  está  conforme  el  original:  ó  traigáis  fe  en  pública  for- 
ma, de  como  por  Corretor  nombrado  por  nuestro  mandado,  se  vio,  y  corri- 
gió  la  dicha  impresión  por  el  original,  y  se  imprimió  conforme  á  él,  y 
quedan  impresas  las  erratas  por  él  apuntadas,  para  cada  un  libro  de  los  que 
asi  fueren  impresos,  para  que  se  tase  el  precio  que  por  cada  volumen  hu- 
biéredes  de  haber.  Y  mandamos  al  Impresor  que  así  imprimiese  el  dicho 
libro,  no  imprima  el  principio,  ni  el  primer  pliego  del,  ni  entregue  más  de 
un  solo  libro,  con  el  original  al  Autor,  ó  persona  á  cuya  costa  lo  imprimie- 
re, ni  otro  alguno,  para  efeto  de  la  dicha  correción,  y  tasa,  hasta  que  antes, 
y  primero  el  dicho  libro  esté  corregido,  y  tasado  por  los  del  nuestro  Con- 
sejo: y  estando  hecho,  y  no  de  otra  manera,  pweda  imprimir  el  dicho  prin- 
cipio, y  primer  pliego:  y  sucesivamente  ponga  esta  nuestra  cédula,  y  la 
aprobación,  tasa,  y  erratas,  so  pena  de  caer,  é  incurrir  en  las  penas  conte- 
nidas en  las  leyes,  y  premáticas  destos  nuestros  Keinos.  Y  mandamos  á  los 
del  nuestro  Consejo,  y  á  otras  cualesquier  justicias  dellos,  guarden,  y  cum- 
plan esta  nuestra  cédula,  y  lo  en  ella  contenido.  Fecha  en  Valladolid,  á 
veinte  y  seis  días  del  mes  de  Setiembre,  de  mil  y  seiscientos  y  cuatro  años. 

Yo  El  Rey 
Por  mandado  del  Rey  nuestro  señor. 
Jgan  de  Amésqueta. 


El  Duque  de  Béjar,  Marqués  de  Gibraleón,  Conde 
de  Benalcázar,  y  Bañares,  Vizconde  de  la  Puebla 
de  Alcocer,  Señor  de  las  villas  de  Capilla,  Curiel, 
y  Burguillos. 

En  fe  del  buen  acogimiento,  y  honra,  que  hace  vuestra  Excelencia  á 
toda  suerte  de  libros,  como  Príncipe  tan  inclinado  á  favorecer  las  buenas 
artes,  mayormente,  las  que  por  su  nobleza  no  se  abate  al  servicio  y  gran- 
jerias del  vulgo,  he  determinado  de  sacar  á  la  luz  al  ingenioso  hidalgo 
Don  Quixote  de  la  Mancha,  al  abrigo  del  clarísimo  nombre  de  vuestra  Ex- 
celencia, á  quien,  con  el  acatamiento  que  debo  á  tanta  grandeza,  suplico, 
le  reciba  agradablemente  en  su  protección,  para  que  á  su  sombra,  aunque 
desnudo  de  aquel  precioso  ornamento  de  elegancia,  y  erudición,  de  que 
suelen  andar  vestidas  las  obras  que  se  componen  en  las  casas  de  los  hom- 
bres que  saben,  ose  parecer  seguramente  en  el  juicio  de  algunos,  que 
no  conteniéndose  en  los  límites  de  su  ignorancia,  suelen  condenar  con  más 
rigor,  y  menos  justicia  los  trabajos  ajenos,  que  poniendo  los  ojos  la  pru- 
dencia de  vuestra  Excelencia  en  mi  buen  deseo,  fío,  que  no  desdeñará  la 
cortedad  de  tan  humilde  servicio. 

Miguel  de  Cervantes  Saavedra. 


Prólogo 


Desocupado  lector,  siu  juramento  me  podrás  creer,  que  quisiera  que 
este  libro  como  hijo  del  entendimiento,  fuera  el  más  hermoso,  el  más  ga- 
llardo, y  más  discreto  que  pudiera  imaginarse.  Pero  no  he  podido  yo  con- 
travenir la  orden  de  naturaleza,  que  en  ella  cada  cosa  engendra  su  seme- 
jante. Y  así,  qué  podía  engendrar  el  estéril,  y  mal  cultivado  ingenio  mío, 
sino  la  historia  de  un  hijo  seco,  avellanado,  antojadizo,  y  lleno  de  pensa- 
mientos varios,  y  nunca  imaginados  de  otro  alguno:  bien  como  quien  se 
engendró  en  una  cárcel,  donde  toda  incomodidad  tiene  su  asiento,  y  donde 
todo  triste  ruido  hace  su  habitación?  El  sosiego,  el  lugar  apacible,  la 
amenidad  de  los  campos,  la  serenidad  de  los  cielos,  el  murmurar  de  las 
fuentes,  la  quietud  del  espíritu,  son  gran  parte  para  que  las  musas  más 
estériles,  se  muestren  fecundas,  y  ofrezcan  partos  al  mundo,  que  le  colmen 
de  maravilla,  y  de  contento.  Acontece  tener  un  padre  un  hijo  feo,  y  sin 
gracia  alguna,  y  el  amor  que  le  tiene,  le  pone  una  venda  en  los  ojos;  para 
que  no  vea  sus  faltas:  antes  las  juzga  por  discreciones,  y  lindezas,  y  las 
cuenta  á  sus  amigos  por  agudezas  y  donaires.  Pero  yo,  que  aunque  pa- 
rezco padre,  soy  padrastro  de  don  Quixote,  no  quiero  irme  con  la  corriente 
del  uso,  ni  suplicarte,  casi  con  lágrimas  en  los  ojos,  como  otros  hacen. 
Lector  carísimo,  que  perdones  ó  disimules  las  faltas  que  en  este  mi  hijo 
vieres:  y  pues  ni  eres  su  pariente,  ni  su  amigo,  y  tienes  tu  alma  en  tu 
cuerpo,  y  tu  libre  albedrío  como  el  más  pintado,  y  estás  en  tu  casa,  donde 
eres  señor  della,  como  el  Rey  de  sus  alcabalas,  y  sabes  lo  que  comun- 
mente se  dice,  que  debajo  de  mi  manto;  al  Rey  mato.  Todo  lo  cual  te 
exenta  y  hace;  libro  de  todo  respeto,  y  obligación:  así  puedes  decir  de  la 
historia,  todo  aquello  que  te  pareciere,  sin  temor  que  te  calumnien  por  el 
mal,  ni  te  premien  por  el  bien  que  dijeres  della. 


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Sólo  quisiera  dártela  monda,  y  desnuda,  sin  el  ornamento  de  prólogo, 
ni  de  la  inumerabilidad,  y  catálogo  de  los  acostumbrados  Sonetos,  Epiera- 
mas,  y  elogios  que  al  principio  de  los  libros  suelen  ponerse.  Porque  te  sé 
decir,  que  aunque  me  costó  algún  trabajo  componerla,  ninguno  tuve  por 
mayor,  que  hacer  esta  prefación  que  vas  leyendo.  Muchas  veces  tomé  la 
pluma  para  escribirla,  y  muchas  veces  la  dejé,  por  no  saber  lo  que  escri- 
biría: y  estando  una  suspenso  con  el  papel  delante,  la  pluma  en  la  oreja, 
el  codo  en  el  bufete,  y  la  mano  en  la  mejilla,  pensando  lo  que  diría,  entró 
á  deshora  un  amigo  mío,  gracioso,  y  bien  entendido.  El  cual  viéndome 
tan  imaginativo,  me  preguntó  la  causa:  y  no  encubriéndosela  yo,  le  dije, 
que  pensaba  en  el  Prólogo  que  había  de  hacer  á  la  historia  de  don  Qui- 
jote, y  que  me  tenía  de  suerte,  que  ni  quería  hacerle,  ni  menos  sacar  á  la 
luz  las  hazañas  de  tan  noble  caballero.  Porque  cómo  queréis  vos  que  no 
me  tenga  confuso,  el  qué  dirá  el  antiguo  legislador,  que  llaman  vulgo, 
cuando  vea  que  al  cabo  de  tantos  años  como  ha  que  duermo,  en  el  silencio 
del  olvido,  salgo  ahora  con  todos  mis  años  á  cuestas,  con  una  leyenda  seca 
como  un  esparto,  agena  de  invención,  menguada  de  estilo,  pobre  de  con- 
ceptos, y  falta  de  toda  erudición,  y  doctrina:  sin  acotaciones  en  las  már- 
genes, y  sin  anotaciones  en  el  fin  del  libro,  como  veo  que  están  otros 
libros,  aunque  sean  fabulosos,  y  profanos,  tan  llenos  de  sentencias  de  Aris- 
tóteles, de  Platón,  y  de  toda  la  caterva  de  Filósofos,  que  admiran  á  los 
leyentes,  y  tienen  á  sus  autores  por  hombres  leídos,  eruditos,  y  elocuentes? 
Pues  que  cuando  citan  la  divina  Escritura,  no  dirán  sino  que  son  unos  san- 
tos Tomases,  y  otros  Doctores  de  la  Iglesia,  guardando  en  esto  un  decoro 
tan  ingenioso,  que  en  un  renglón  han  pintado  un  enamorado  distraído,  y 
en  otro  hacen  un  sermoncico  Cristiano,  que  es  un  contento,  y  un  regalo, 
oirle,  ó  leerle.  De  todo  esto  ha  de  carecer  mi  libro,  porque  ni  tengo  que 
acotar  en  el  margen,  ni  que  anotar  en  el  fin,  ni  menos  sé  que  autores  sigo 
en  él,  para  ponerlos  al  principio,  como  hacen  todos,  por  las  letras  del 
A.  B.  C.  Comenzando  en  Aristóteles,  y  acabando  en  Xenofonte,  y  en  Zoilo, 
ó  Zeuxis,  aunque  fué  maldiciente  el  uno,  y  pintor  el  otro.  También  ha  de 
carecer  mi  libro  de  Sonetos  al  principio,  á  lo  menos  de  Sonetos,  cuyos 
autores  sean  Duques,  Marqueses,  Condes,  Obispos,  Damas,  ó  Poetas  cele- 
bérrimos. Aunque  si  yo  los  pidiese  á  dos,  ó  tres  oficiales  amigos,  yo  se  que 
me  los  darían,  y  tales,  que  no  les  igualasen  los  de  aquellos  que  tienen  más 
nombre  en  nuestra  España. 

En  fin  señor,  y  amigo  mío  (proseguí)  yo  determino,  que  el  señor  don 
Quiíote  se  quede  sepultado  en  sus  archivos  en  la  Mancha,  hasta  que  el 


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Cielo  depare  quien  le  adorne  de  tantas  cosas  como  le  faltan,  porque  yo  me 
hallo  incapaz  de  remediarlas,  por  mi  insuficiencia,  y  pocas  letras:  y  porque 
naturalmente  soy  poltrón,  y  perezoso,  de  andarme  buscando  autores,  que 
digan  lo  que  yo  me  sé  decir  sin  ellos.  De  aquí  nace  la  suspensión,  y  ele- 
vamiento en  que  me  liallastes,  bastante  causa  para  ponerme  en  ella,  la 
que  de  mí  habéis  oído.  Oyendo  lo  cual  mi  amigo,  dándome  una  palmada 
en  la  frente,  y  disparando  en  una  larga  risa,  me  dijo:  Por  Dios  hermano, 
que  ahora  me  acabo  de  desengañar,  de  un  engaño  en  que  he  estado,  todo  el 
mucho  tiempo  que  ha  que  os  conozco,  en  el  cual  siempre  os  he  tenido  por 
discreto,  y  prudente,  en  todas  vuestras  acciones.  Pero  ahora  veo,  que  estáis 
tan  lejos  de  serlo,  como  lo  está  el  cíelo  de  la  tierra. 

Como,  que  es  posible,  que  cosas  de  tan  poco  momento,  y  tan  fácil  de 
remediar,  puedan  tener  fuerzas  de  suspender,  y  absortar  un  ingenio  tan 
maduro  como  el  vuestro,  y  tan  hecho  á  romper,  y  atropellar  por  otras  difi- 
cultades mayores?  A  la  fé,  esto  no  nace  de  falta  de  habilidad,  sino  de 
sobra  de  pereza,  y  penuria  de  discurso.  Queréis  ver  si  es  verdad  lo  que 
digo?  Pues  estadme  atento,  y  veréis  como  en  un  abrir,  y  cerrar  de  ojos, 
confundo  todas  vuestras  dificultades,  y  remedio  todas  las  faltas  que  decís 
que  os  suspenden,  y  acobardan,  para  dejar  de  sacar  á  la  luz  del  mundo,  la 
historia  de  vuestro  famoso  don  Quixote,  luz,  y  espejo  de  toda  la  caballería 
andante.  Decid,  le  repliqué  yo,  oyendo  lo  que  me  decía:  De  qué  modo 
pensáis  llenar  el  vacío  de  mi  temor,  y  reducir  á  claridad,  el  caos  de  mi  con- 
fusión? A  lo  cual  él  dijo:  Lo  primero  en  que  reparáis  de  los  Sonetos, 
Epigramas,  ó  Elogios,  que  os  faltan  para  el  principio,  y  que  sean  de  perso- 
najes graves,  y  de  título,  se  puede  remediar,  en  que  vos  mismo  toméis 
algún  trabajo  en  hacerlos,  y  después  los  podéis  bautizar,  y  poner  el  nom- 
bre que  quisiereis,  ahijándolos  al  Preste  Juan  de  las  Indias,  ó  al  Empe- 
rador de  Trapisonda:  de  quien  yo  sé  que  hay  noticia,  que  fueron  famosos 
Poetas:  y  cuando  no  lo  hayan  sido,  y  hubiere  algunos  pedantes,  y  bachi- 
lleres, que  por  detrás  os  muerdan,  y  murmuren  desta  verdad,  no  se  os 
dé  dos  maravedís,  porque  ya  que  os  averigüen  la  mentira,  no  os  han  de 
cortar  la  mano  con  que  lo  escribistes. 

En  lo  de  citar  en  las  márgenes  los  libros,  y  autores  de  donde  sacáredes 
las  sentencias,  y  dichos  que  pusiércdes  en  vuestra  historia,  no  hay  más, 
sino  hacer  de  manera  que  vengan  á  pelo  algunas  sentencias,  ó  latines,  que 
vos  sepáis  de  memoria:  ó  á  lo  menos  que  os  cuesten  poco  trabajo  el  bus- 
callo.  Como  será  poner,  tratando  de  libertad,  y  cautiverio.  Non  bene  2)ro 
tolo  libertas  vendünr  auro.  Y  luego  en  el  margen  citar  á  Horacio,  ó  á 


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quien  lo  dijo.  Si  tratáredes  del  poder  de  la  muerte,  acudir  luego  con,  Pa- 
luda mors  fpquo  pulsat  pede  pauperum  tabernas,  Regunque  turres. 
Si  de  la  amistad,  y  amor  que  Dios  manda  que  se  ten  ga  al  enemigo,  entra- 
ros luego  al  punto  por  la  Escritura  divina,  que  lo  podéis  hacer  con  tantico 
de  curiosidad,  y  decir  las  palabras  por  lo  menos,  del  mismo  Dios.  Egc 
aiitem  dico  vohis,  diligite  inirnicos  vestros.  Si  tratáredes  de  malos  pen- 
samientos, acudid  con  el  Evangelio.  De  corde  cxeunt  cogitatione  mala. 
Si  de  la  instabilidad  de  los  amigos,  ahí  está  Catón,  que  os  dará  su  dístico. 
JJonec  erisfelix,  multase  numerahis  amicos,  témpora  sifuerint  nuhila 
solus  cris.  Y  con  estos  latinicos,  y  otros  tales  os  tendrán  siquiera  por  gra- 
mático, que  el  serlo  no  es  de  poca  honra,  y  provecho  el  día  de  hoy.  En  lo 
que  toca  el  poner  anotaciones  al  fin  del  libro,  seguramente  lo  podéis  hacer 
desta  manera.  Si  nombráis  algún  Gigante  en  vuestro  libro,  hacelde  que 
sea  el  Gigante  Golias,  y  con  sólo  esto  (que  os  costará  casi  nada)  tenéis 
una  grande  anotación,  pues  podéis  poner:  El  Gigante  Golias,  ó  Goliat,  fué 
un  Filisteo,  á  quien  el  pastor  David  mató  de  una  gran  pedrada,  en  el  valle 
de  Terebinto,  según  se  cuenta  en  el  libro  de  los  Reyes,  en  el  capítulo  que 
vos  halláredes  que  se  escribe. 

Tras  esto,  para  mostraros  hombre  erudito  en  letras  humanas  y  cosmó- 
grafo, haced  de  modo  como  en  vuestra  historia  se  nombre  el  río  Tajo,  y 
os  veréis  luego  con  otra  famosa  anotación,  poniendo:  El  río  Tajo,  fué  asi 
dicho  por  un  Rey  de  las  Españas:  tiene  su  nacimiento  en  tal  lugar,  y  mue- 
re en  el  mar  Océano,  besando  los  muros  de  la  famosa  ciudad  de  Lisboa:  y 
es  opinión  que  tiene  las  arenas  de  oro,  etc.  Si  tratáredes  de  ladrones,  yo 
os  daré  la  historia  de  Caco,  que  la  sé  de  coro.  Si  de  mujeres  rameras,  ahí 
está  el  Obispo  de  Mondoñedo,  que  os  prestará  á  Lamia,  Laida,  y  Flora, 
cuya  anotación  os  dará  gran  crédito.  Si  de  crueles,  Ovidio  os  entregará  á 
Medea.  Si  de  encantadores,  y  hechiceras,  Homero  tiene  á  Calipso,  y  Virgi- 
lio á  Circe.  Si  de  Capitanes  valerosos,  el  mismo  Julio  César  os  prestará 
á  sí  mismo  en  sus  Comentarios,  y  Plutarco  os  dará  mil  Alejandres.  Si 
tratáredes  de  amores,  con  dos  onzas  que  sepáis  de  la  lengua  toscana,  to- 
paréis con  León  Hebreo,  que  os  hincha  las  medidas.  Y  si  no  queréis  anda- 
ros por  tierras  extrañas,  en  vuestra  casa  tenéis  á  Fonseca  del  amor  de 
Dios,  donde  se  cifra  todo  lo  que  vos,  y  el  más  ingenioso  acertare  á  desear 
en  tal  materia.  En  resolución,  no  hay  más,  sino  que  vos  procuréis  nombrar 
estos  nombres,  ó  tocar  estashistoriasenla  vuestra, que  aquí  he  dicho,  ydejad- 
me  á  mí  el  cargo  de  poner  las  anotaciones,  y  acotaciones,  que  yo  os  voto 
á  tal  de  llenaros  los  márgenes,  y  de  gastar  cuatro  pliegos  en  el  fin  del  libro. 


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Vengamos  ahora  á  la  citación  de  los  autores  que  los  otros  libros  tie- 
nen, que  en  el  vuestro  os  faltan.  El  remedio  que  esto  tiene  es  muy  fácil, 
porque  no  habéis  de  hacer  otra  cosa,  que  buscar  un  libro  que  los  acote 
todos,  desde  la  A  hasta  la  Z  como  vos  decís.  Pues  ese  mismo  abecedario 
pondréis  vos  en  vuestro  libro.  Que  puesto  que  á  la  clara  se  vea  la  mentira, 
por  la  poca  necesidad  que  vos  teniades  de  aprovecharos  dellos,  no  importa 
nada:  y  quizá  alguno  habrá  tan  simple,  que  crea  que  de  todos  os  habéis 
aprovechado,  en  la  simple,  y  sencilla  historia  vuestra.  Y  cuando  no  sirva  de 
otra  cosa,  por  lo  menos  servirá  aquel  largo  Catálogo  de  autores  á  dar  de 
improviso  autoridad  al  libro.  Y  más,  que  no  habrá  quien  se  ponga  á  ave- 
riguar, si  los  seguistes,  6  no  los  seguistes,  no  yéndole  nada  en  ello.  Cuanto 
más,  que  si  bien  caigo  en  la  cuenta,  este  vuestro  libro  no  tiene  necesidad 
de  ninguna  cosa  de  aquellas  que  vos  decís  que  le  falta,  porque  todo  él  es 
una  inventiva  contra  los  libros  de  caballerías,  de  quien  nunca  se  acordó 
Aristóteles,  ni  dijo  nada  San  Basilio,  ni  alcanzó  Cicerón.  Ni  caen  debajo 
de  la  cuenta  de  sus  fabulosos  disparates  las  puntualidades  de  la  verdad,  ni 
las  observaciones  de  la  Astrología:  ni  le  son  do  importancia  las  medidas 
geométricas,  ni  la  confutación  de  los  argumentos  de  quien  se  sirve  la  Ke- 
tórica:  ni  tiene  para  qué  predicar  á  ninguno,  mezclando  lo  humano  con  lo 
divino,  que  es  un  género  de  mezcla,  de  quien  no  se  ha  de  vestir  ningún 
cristiano  entendimiento.  Sólo  tiene  que  aprovecharse  de  la  imitación,  en  lo 
que  fuere  escribiendo,   que  cuanto  ella  fuere  más  perfecta,  tanto  mejor 
será  lo  que  se  escribiere.  Y  pues  esta  vuestra  escritura  no  mira  á  más,  que 
á  deshacer  ia  autoridad,  y  cabida,  que  en  el  mundo,  y  en  el  vulgo  tienen  los 
libros  de  caballerías,  no  hay  para  que  andéis  mendigando  sentencias  de 
filósofos,  consejos  de  la  divina  Escritura,  fábulas  de  poetas,  oraciones  de 
retóricos,  milagros  de  santos:  sino  procurar  que  á  la  llana,   con  palabras 
significantes,  honestas,  y  bien  colocadas,  salga  vuestra  oración,  y  período, 
sonoro,  y  festivo.  Pintando  en  todo  lo  que  alcanzáredes  y  fuere  posible 
vuestra  intención,  dando  á  entender  vuestros  conceptos,  sin  intrincarlos,  y 
obscurecerlos.  Procurad  también,  que  leyendo  vuestra  historia,  el  melancó- 
lico se  mueva  á  risa,  el  risueño  la  acreciente,  el  simple  no  se  enfade,  el 
discreto  se  admire  de  la  invención,  el  grave  no  la  desprecie,  ni  el  pruden- 
te deje  de  alabarla.  En  efecto,  llevad  la  mira  puesta  á  derribar  la  máquina 
mal  fundada  destos  caballerescos  libros,  aborrecidos  de  tantos,  y  alabados 
de  muchos  más:  que  si  esto  alcanzásedes,  no  habríades  alcanzado  poco.  Con 
silencio  grande  estuve  escuchando,  lo  que  mi  amigo  rae  decía,  y  de  tal 
manera  se  imprimieron  en  mí  sus  razones,  que  sin  disputa,  las  aprobé 


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por  buenas,  y  de  ellas  mismas  quise  hacer  este  prólogo.  En  el  cual  verás, 
lector  suave,  la  discreción  de  mi  amigo,  la  buena  ventura  mía,  en  hallar  en 
tiempo  tan  necesitado  tal  consejero,  y  el  alivio  tuyo,  en  hallar  tan  sincera, 
y  tan  sin  revueltas,  la  historia  del  famoso  Don  Quixote  de  la  Mancha:  de 
quien  hay  opinión  por  todos  los  habitadores  del  distrito  del  campo  de 
Montiel,  que  fué  el  más  casto  enamorado,  y  el  más  valiente  caballero,  que 
de  muchos  años  á  esta  parte  se  vio  en  aquellos  contornos.  Yo  no  quiero 
encarecerte  el  servicio  que  te  hago,  en  darte  á  conocer  tan  notable,  y  tan 
honrado  caballero:  pero  quiero  que  me  agradezcas  el  conocimiento  que 
tendrás,  del  famoso  Sancho  Panza  su  escudero,  en  quien  á  mi  parecer  te 
doy  cifradas  todas  las  gracias  escuderiles,  que  en  la  caterva  de  los  libros 
de  caballerías,  están  esparcidas.  Y  con  esto,  Dios  te  dé  salud,  y  á  mí  no 
olvide  (?).— (Vale.) 


Al  libro  de  Don  Quixote  de  la  Mancha^ 
Urganda  la  Desconocida 

Si  de  llegarte  á  los  bus 
Libro  fueres  con  letu 
No  te  dirá  el  boquirru 
Que  no  pones  bien  los  de. 

Mas  si  el  pan  no  se  te  cue 
Por  ir  á  manos  de  idió 
Verás  de  manos  a  bo 
Aun  no  dar  una  en  el  cía 
Si  bien  se  comen  las  ma 
Por  mostrar  que  son  curio 

Y  pues  la  experiencia  ense 
Que  el  que  a  buen  árbol  se  arri 
Buena  sombra  le  cobi 
En  Bejar  tu  buena  estre. 

Un  árbol  real  te  ofre 
Que  dá  Príncipes  por  fru 
En  el  cual  florece  un  Du 
Que  es  nuevo  Alejandro  Ma 
Llega  a  su  sombra  que  a  osa 
Favorece  la  fortu 

De  un  noble  hidalgo  Manche 
Cantarás  las  aventu 
A  quien  ociosas  letu 
Trastornaron  la  cabe. 

Damas,  armas,  caballa 
Le  provocaron  de  mo 
Que  cual  Orlando  furio 
Templado  a  lo  enamora 
Alcanzó  a  fuerza  de  bra 
A  Dulcinea  del  Tobo. 

No  indiscretos  hierogli 
Estampes  en  el  escu 


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Que  cuando  cb  todo  figu 
Con  ruines  puntos  se  embi. 

Si  en  la  dirección  te  humi 
No  dirá  mofante  algu 
Que  Don  Alvaro  de  Lu 
Que  Aníbal  el  de  Carta 
Que  Rey  Francisco  en  Eepa 
8e  queja  de  la  fortu 

Pues  al  cielo  no  le  plu 
Que  salieses  tan  ladi 
Como  el  negro  Juan  La  ti 
Hablar  latines  rehu. 

No  me  despuntes  de  agu 
Ni  me  alegues  con  filo 
Porque  torciendo  la  bo 
Dirá  el  que  entiende  la  le 
No  un  palmo  de  la  ore 
Para  que  conmigo  flo? 

No  te  metas  en  dibu 
Ni  ei\  saber  vidas  age 
Que  en  lo  que  no  vá  ni  vie 
Pasar  de  largo  es  cordu. 

Que  suelen  en  caperu 
Darles  á  los  que  grace 
Mas  tú  quémate  las  ce 
Solo  en  cobrar  buena  fa 
Que  el  que  imprime  neceda 
Dalas  a  censo  perpe. 

Advierte  que  es  desati 
Siendo  de  vidrio  el  teja 
Tomar  piedras  en  la  ma 
Para  tirar  al  veci. 

Deja  que  el  hombre  de  jui 
En  las  obras  que  compo 
Se  vaya  con  pies  de  pío 
Que  el  que  saca  á  luz  pape 
Para  entretener  doñee 
Escribe  á  tontas,  y  a  lo  (1). 


(1)  Urganda  la  desconocida.  Aunque  Clemencín,  apoyándose  en  la  his- 
toria de  Amadís  de  Gaula,  asegure  que  era  su  amiga  y  que  la  llamaban  así 
por  la  facilidad  con  que  se  transformaba  y  desconocía,  no  llevará  á  mi 


47  - 

Amadís  de  Caula,  á  Don  Quixotc  de  la  Mancha 

Soneto 

Tú  que  imitaste  la  llorosa  vida, 
Que  tuve  ausente,  y  desdeñado,  sobre 
El  gran  ribazo  de  la  peña  pobre, 
De  alegre  á  penitencia  reducida. 

Tú,  á  quien  los  ojos  dieron  la  bebida, 
De  abundante  licor,  aunque  salobre, 
Y  alzándote  la  plata,  estaño,  y  cobre. 
Te  dio  la  tierra,  en  tierra  la  comida. 

Vive  seguro,  de  que  eternamente, 
En  tanto  al  menos  que  en  la  cuarta  esfera, 
Sus  caballos  aguije  el  rubio  Apolo. 

Tendrás  claro  renombre  de  valiente, 
Tu  patria  será  en  todas  la  primera. 
Tu  sabio  autor  al  mundo  único,  y  solo.  (1). 

Don  Belíanís  de  Grecia,  á  Don  Quixote  de  la  Mancha 

Soneto 

Rompí,  corté,  abollé,  y  dije,  y  hice. 
Mas  que  en  el  orbe  caballero  andante, 
Fui  diestro,  fui  valiente,  y  fui  arrogante. 
Mil  agravios  vengué,  cien  mil  deshice. 


ánimo  el  convencimiento  de  que  sentía  lo  que  escribió;  más  bien  creo,  por 
la  manera  de  eludir  su  analización,  que  esta  salida  constituye  «una  hal)i 
lidad  tácita».  El  pensamiento  de  Cervantes  iba  encaminado  á  iniciar  oí 
investigador  por  un  derrotero  que  lo  aproximara  á  un  punto,  cuyo  nom- 
bre conserva  estrecho  parentesco  con  el  del  lugar  que  él  no  quiso  nombrar. 

A  nuestra  antigua  tUrgao*  en  los  campos  Fostetanos,  la  han  desfigu- 
rado tanto,  que  bien  puede  aplicársele  «flcsconocida ■»,}',  aunque  en  la  ac- 
tualidad pasa  por  ser  *Arjonay>,  no  me  atrevo  á  afirmar  que  esto  sea  ver- 
dad. ¡Qué  poder  el  de  los  encantadores!  ¿eh? 

¡TJrgando  en  lo  desconocido!  Entonces  no  lo  era,  y  ahora,  i)Ueda  ser  qwe 
tampoco.  Al  tiempo...,  señores  urgaores. 

(1)  Ámadifí  de  (lanía.  Personaje  caballeresco  cuando  Dios  quipo,  y  que 
Cervantes,  dormitando  (según  dice  el  mago  Clemencín),  dio  acomodo  en 
su  historia.  Yo  he  notado  una  pequeña  diferencia,  cual  es,  lu  de  desera 
penar  su  papelito. 


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Hazañas  di  á  la  fama  que  eternice, 
Fui  comedido,  y  regalado  amante, 
Fué  enano  para  mí  todo  gigante, 

Y  al  duelo  en  cualquier  punto  natisíice 
Tuve  á  mis  pies  postrada  la  fortuna, 

Y  trajo  del  copete  mi  cordura, 
A  la  calva  ocasión  al  estricote. 

Mas  aunque  sobre  el  cuerno  de  la  lui:a, 
Siempre  se  vio  encumbrada  mi  ventura, 
Tus  proezas  envidio,  ó  gran  Quixote.  (1). 


La  Señora  Oriana,  á  Dulcinea  del  Toboso 

Soneto 

O  quien  tuviera  hermosa  Dulcinea, 
Por  mas  comodidad,  y  más  reposo, 
A  Mira/lores  puesto  en  el  Toboso, 

Y  trocara  sus  Londres  con  tu  Aldea, 
O  quien  de  tus  deseos,  y  librea, 

Alma,  y  cuerpo  adornara,  y  del  famoso 
Caballero,  que  hiciste  venturoso, 
Mirara  alguna  desigual  pelea, 

O  quien  tan  castamente  se  escapara, 
Del  señor  Amadís,  como  tú  hiciste, 
Del  comedido  hidalgo  don  Quixote. 

Que  asi  envidiada  fuera,  y  no  envidiada, 

Y  fuera  alegre  el  tiempo  que  fué  triste, 

Y  gozara  los  gustos  sin  escote.  (2). 


(1)  Don  Belianís  de  Grecia.  Otro  andante,  con  su  libro  correspon- 
diente. 

(2)  La  Señora  Oriana.  Era  hija  del  Rey  Lisuarte  y  de  la  Reina  Bri- 
sena,  señora  de  Amadís,  y  habitaba  esta  Princesa  de  la  caballería  andan- 
tesca  un  castillo  ó  casa  de  placer  (que  esto  está  por  averiguar),  á  dos 
leguas  de  Londres,  llamado  Mirañores.  Y  dice  la  historia:  E  ante  la  puerta 
cJM,  un  trecho  de  ballesta,  había  un  monasterio  de  monjas. 

El  nombre  de  tan  alta  dama,  mediante  metátesis  que  hace  á  la  O 

•      j      -i.-  -i  Oriana  . 

vanar  de  sitio,  se  convierte  en  -^ •  y  como  su  sonido  parece  acer- 

Uio-ana,    ■'  ^ 

carse  al  de  Ariadna,  nos  muestra...  que  á  semejanza  de  lo  que  hizo  Teseo, 


—  49  — 

esto  es,  sin  soltar  el  hilo,  debemos  seguir  paralelamente  el  curso  del 

-p, — j ; V  encontraremos  los  primeros  lunares  del  hermosísimo  rostro 

Quadi-ana,   ''  ^ 

que,  con  el  manto  de  la  erudición  Cervantina,  tan  admirablemente  escon- 
didos se  hallan  en  el  libro.  El  paradojismo  que  encierra  se  desen- 
vuelve con  tanta  sencillez,  que  nos  revela  su  parte  real  no  vista  ante- 
riormente. 

Cuando  los  árabes  se  adueñaron  de  España,  un  moro  de  cuenta  lla- 
mado Raabah  fué  nombrado  gobernador  de  la  Beturia  (superior  ó  céltica, 
para  distinguirla  de  la  que  habitaban  Túrdulos  y  Postetanos  en  la  Bética), 
extendiéndose  la  demarcación  de  su  ínsula,  desde  la  parte  andaluza  que 
comprende  la  margen  derecha  del  rio  Jándula  y  atraviesa  Los  Pedroches, 
hasta  Santa  Eufemia  (limitación  al  Sur  de  Sierra  Morena);  sube  la  linde 
Oeste  hasta  el  río  Guadiana,  continuando  su  curso  en  dirección  ascendente 
con  algunos  puntos  que  fortificaron  en  el  partido  de  Piedrabuena  hasta 
la  antigua  Calatrava,  y,  desde  aquí,  por  tierras  de  Torralva,  Carrión, 
Miguel- Turra  y  La  Calzada,  hasta  tocar  la  orilla  derecha  del  río  de  las 
^Fresnedas,  que  al  internarse  en  la  provincia  de  Jaén  recibe  el  nombre  de 
'Jándula. 

Calatrava.  Próximamente  en  el  sitio  donde  se  halló  enclavada  la  anti- 
quísima Ciudad  de  Mii-aclo  (corrupción  del  lemosín  Milacre),  debió  darse 
la  célebre  batalla  de  la  Beturia,  de  cuyas  resultas  fué  arrasada  hasta  sus 
cimientos.  Y  como  no  se  conservan  documentos  de  los  Fenicios  ú  otros 
que  acrediten  su  fundación,  y  los  Romanos  que  la  demolieron  callan  este 
crimen  gemelo  de  Numancia,  de  ahí  que  los  historiadores  apliquen  el 
nombre  de  Milagro  á  la  Ciudad  de  Almagro,  con  origen  godo;  pero  se  sabe 
que  ésta  se  llamó  Oretum,  dando  apellidación  á  otros  territorios  cuyos 
linderos  naturales  son  los  de  la  ínsula  Malindrania.  El  error  ha  consistido 
en  que  el  Arzobispo  D.  Rodrigo  construyó  una  torre  ó  fortaleza  por  el 
año  1214  en  las  proximidades  de  Almagro,  llamándola  Milagro,  en  con- 
memoración de  la  victoria  de  las  Navas  de  Tolosa. 

Aprovechando  la  situación  estratégica  de  aquellas  ruinas  como  ba- 
luarte avanzado  de  sus  dominios,  por  estar  enclavada  en  el  ángulo  de 
conjunción  con  los  Campos  Oretanos  y  Laminitanos,  fundó  un  castillo  (Ka- 
lat  en  árabe),  y  siguiendo  la  usanza  de  la  época  le  dio  su  nombre,  de 
donde  Kalat-Éaabah.  Má,8  tarde,  por  depravación  en  el  lenguaje,  se  contrajo 
en  Calatraba,  conservándose  para  designar  la  parte  llana  de  la  goberna- 
ción que  tuvieron  en  feudo  liaahah  y  su  hijo  Ali.  Y  que  no  busquen  otras 
etimologías  á  su  nombre.  Esta  que  doy  es  la  más  admitida  por  la  tradi- 
ción; la  razón  no  la  rechaza,  y  está  apoyada  por  los  ejemplos  qiie  presen- 
tan Calatayud  de  Kalat-Ayub,  y  Albarracín  de  Ahen-liazin,  que  fueron  los 
fundadores. 

Ahora  pasemos  al  asunto  capital  de  esta  intrincada  historia. 

Proclaifiado  Emir  Hixem-ben-Abdcr-Rahmán  el  año  788,  dio  la  gober- 
nación de  aquella  ínsula  á su  hijo  Al-IIakem-ebn-Uixem-ben-Abder-Eahmán, 
quien  la  conservó  en  su  poder  hasta  que  sucedió  á  su  Padre  en  el  Emirato 
por  el  año  795. 

Este  Príncipe,  no  obstante  su  calidad  moruna,  era  apasionadísimo 
por  su  hija  ^Halía:»,  y  correspondió  á  sus  mimos  y  requerimientos,  man- 
dando construir  un  *  Palacio»  á  orillas  del  «.Gíiadiana^,  para  solaz  y  espar- 
cimiento de  la  joven  y  hermosísima  Princesa. 


50  — 


Gandalín  escudero  de  Amadis  de  Caula,  á  Sancho 
Panza,  escudero  de  Don  Quixote 

Soneto 

Salve,  varón  famoso,  á  quien  fortuna, 
Cuando  en  el  trato  escuderil  te  puso 
Tan  l)landa,  y  cuerdamente  lo  dispuso, 
Que  lo  pasaste  sin  desgracia  alguna. 

Ya  la  azada,  ó  la  hoz  poco  repugna 
Al  andante  ejercicio,  ya  está  en  uso 
La  llaneza  escudera,  con  que  acuso 
Al  soberbio  que  intenta  hollar  la  Luna. 

Envidio  a  tu  jumento  y  á  tu  nombre, 
Y  á  tus  alforjas  igualmente  envidio, 
Que  mostraron  tu  cuerda  providencia. 


Según  ha  podido  comprobar  alíamete- Aben-Xaráh,  el  Beturaní*  (por 
documentos  de  autenticidad  indiscutible  que  se  conservan  primorosa- 
mente en  aquellos  archivos),  las  ruinas  de  aquella  mansión  señorial  sobre 
la  ribera  derecha  del  río  Guadi-ana,  se  hallan  convertidas  en  casa  de  labor; 
de  los  hermosos  y  bien  cuidados  jardines  que  se  extendían  por  muy  gran- 
de espacio  bordeando  la  orilla  del  río,  quedan  muy  escasos  rastros;  y  para 
completar  el  cuadro,  añadiré,  que  al  par  de  tantas  vicisitudes,  su  nombre 
también  experimentó  transformación:  De  <Halta»  y  de  «.Anna^,  suavi- 
zando la  pronunciación  aspirada  de  la  H  árabe  (que  suena  .7),  y  verifi- 

,    ,  . ,  lili     Halia-Aiia. 

cando  la  contracción,  sacaron  el  actual  de     .,  ,. 

(raíl-ana. 

De  donde  resulta,  que  los  romances  que  cantan  las  grandezas  relativas 
á  los  Palacios  de  Galiana,  han  sido  mal  interpretados  y  peor  aplicados: 
no  tienen  nada  que  ver  con  las  leyendas  de  la  cueva  toledana  que 
muere  en  el  río  Tajo. 

E  aun  trecho  como  de  ballesta  de  Galiana  se  halla  el  cabero  de  Alárcos, 
con  una  Ermita,  que  no  es  convento  de  monjas  precisamente,  pero  para  el 
objeto  del  símil  es  lo  mismo. 

Y  laa  dos  leguas  (que,  tratándose  de  leguas  debía  ser  un  poco  máa  acá 
de  Ingalaterra) ,  distaba  *  Miradores  de  sus  Londres*,  están  muy  bien  re- 
presentadas por  la  distancia  que  media  entre  la  antigua  Ciudad  de  Ckila- 
trava  y  la  casa  de  placer  que  hubo  en  Galiana. 

Ahora  bien,  el  sitio  que  realmente  sirvió  á  Cervantes  para  establecer 
la  comparación,  se  halla  situado  al  O.  de  Galiana,  en  una  eminencia, 
cerca  de  Piedrabuena,  conocido  en  nuestros  dias  por  el  tCastillo  de  Mira- 
flores*.  Por  cierto,  que  hará  unos  treinta  años  cuando  lo  \i,  se  conservaba 
ea  bastante  buen  estado.  (Véase  gráfico.) 


—   3J 


—   52 


Salve  otra  vez,  oh  Sancho,  tan  buen  nombre, 
Que  á  fiólo  tú  nuestro  español  Ovidio 
Con  buzcorona  te  hace  reverencia  (1  \ 


Del  Donoso  poeta  entreverado,  á  Sancho  Panza, 
y  Rocinante 

Soy  Sancho  Panza  escude 
Del  Manchego  Don  Quixo 
Puse  pies  en  polvoro 
Por  vivir  á  lo  discre. 
Que  el  tácito  Villadie 
Toda  su  razón  de  esta 
Cifró  en  una  retira 
Según  siente  Celesti 
Libro  en  mi  opinión  divi 
Si  encubriera  más  lo  huma. 


A  Rocinante 

Soy  Rocinante  el  famo 
Bisnieto  del  gran  Babie 
Por  pecados  de  flaque 
Fui  á  poder  de  un  Don  Quixo, 
Parejas  corrí  á  lo  flo 
Mas  por  uña  de  caba 
No  se  me  escapó  ceba 
Que  esto  saqué  á  Lazari 
Cuando  para  hurtar  el  vi 
Al  ciego  le  di  la  pa  (2). 


(1)  Gandálln.  Amadis  premió  los  servicios  de  su  hermano  de  leche 
haciéndole  Conde  de  la  ínsula  firme  (Dinamarca);  pero  de  este  Ovidio 
español  sólo  se  sabe  que  hacia  el  «W»  (mamolas,  zalamerías)  cuando  lie* 
gaba  la  ocasión. 

(2)  Del  Donoso.  Y  dice  Clemencín:  Si  fueron  obscuros  los  versos  de 
Urganda,  no  lo  son  menos  los  del  Donoso.  Pero,  ¡Dios  mío!...,  ¿por  quó 
permitiste  que  este  libro  cayese  en  sus  manos?  ¿Quisiste,  acaso,  castigar 
BU  soberbia?...  Desde  ahora  para  siempre  afirmo  tque  no  existe  obscuri- 
dad, confusión  y  mucho  menos  impropiedad,  en  ninguno  de  los  concep- 


-  53  — 

Orlando  furioso,  á  Don  Quixote  de  la  Mancha 
Soneto 

Si  no  eres  par,  tampoco  le  has  tenido, 
Que  par  pudieras  ser  entre  rail  pares, 
Ni  puede  haberle  donde  tú  te  hallares, 
Invicto  vencedor,  jamás  vencido. 

Orlando  soy  Quixote,  que  perdido 
Por  Angélica  vi  remotos  mares, 
Ofreciendo  á  la  dama  en  sus  altares, 
Aquel  valor,  que  respetó  el  olvido. 

No  puedo  ser  tu  igual,  que  este  decoro 
Se  debe  á  tus  proezas,  y  á  tu  fama. 
Puesto  que  como  yo  perdiste  el  seso. 

Mas  serlo  has  mío,  si  al  soberbio  Moro, 
Y  Cita  fiero  domas,  que  hoy  nos  llama, 
-Iguales  en  amor  con  mal  suceso  (1). 


tos  que  emitió  Cervantes».  Son  artilugios  que  se  derrumban:  al  tiempo. 

En  el  soneto  del  Donoso  establece  un  paralelo  entre  Sancho  y  el  tó,- 
cito  Villadiego,  es  verdad;  pero  debió  tenerse  presente  para  la  crítica  que 
el  deseo  en  Sancho  de  mejorar  de  condición  carece  de  afinidad  con  la 
razón  de  estado  que  arguye  socarronamente  en  favor  del  otro.  Viéndose 
claro  que,  ó  yo  sé  poco  de  achaques  de  libros  de  caballerías,  ó  Cervantes 
hizo  alusión  á  una  locución  manchega,  que  nació  allí,  llena  de  ironía,  y 
que  se  aplica  en  los  casos  de  manifiesta  cobardía,  cuando  dicen:  ^Ese 
tomó  las  de  Villadiego. y> 

Y  lo  de  poeta  entreverado  supongo  que  pueda  referirse  á  poner  las  pa- 
labras en  hilera,  por  aquello  de  que  suelen  llamarlo  ^hacer  versos»;  y  en 
este  caso  deduzco  que  para  comprobar  la  frase  anotada  es  menester  bus- 
car en  los  romances  ó  en  las  leyendas,  porque  en  la  historia  no  consta. 
Seguramente. 

(1)  Oríanáo/Mrioso.  Cervantes  empleó  nombres  que  se  encuentran  en 
este  libro,  formó  otros  á  su  semejanza,  y,  aunque  guardan  bastante  ana- 
logía de  construcción,  se  observa  una  diferencia  notable  en  los  rumbos 
que  siguieron:  el  de  nAriosto»  comienza  y  acaba  transportándose  á  vista 
del  lector  á  lo  inverosímil;  pero  «Don  (Quixote»  acusa  mucho  fondo,  ó  lo 
que  es  lo  mismo,  que  la  estructura  extrínseca  la  forma  en  fuerza  de  re- 
tórica para  dar  lugar  á  escenas  ({ue  ocurrieron  á  un  loco  y  caben  en  lo 
posible,  llegando  á  idealizar  los  vulgarísimos  lugares  que  supone  frecuen- 
tados por  el  hijo  de  su  entendimiento. 


-  F4  — 

El  Caballero  del  Febo,  á  Don  Quixote  de  la  Mancha 

Soneto 

A  vuestra  espada  no  igualó  la  mía, 
Febo  Español,  curioso  cortesano, 
Ni  á  la  alta  gloria  de  valor  mi  mano, 
Que  rayo  fué  do  nace,  y  muere  el  día. 

Imperios  desprecié,  y  la  Monarquía 
Que  me  ofreció  el  Oriente  (rojo)  en  vano, 
Dejé  por  ver  el  rostro  soberano 
De  Claridiana,  Aurora  hermosa  raía. 

Amela  por  milagro  único,  y  raro, 

Y  ausente  en  su  desgracia,  el  propio  infierno 
Temió  mi  brazo,  que  domó  su  rabia. 

Mas  vos  Godo  Quixote,  ilustre,  y  claro, 
Por  Dulcinea  sois  al  mundo  eterno, 

Y  ella  por  vos  famosa,  honesta,  y  sabia  (1), 

De  Solisdan,  á  Don  Quixote  de  la  Mancha 
Soneto 

Maguer  señor  Quixote,  que  sandeces 
Vos  tengan  el  cerbelo  derrumbado, 
Nunca  seréis  de  alguno  reprochado. 
Por  hombre  de  obras  viles,  y  soeces. 

Serán  vuesas  f azaüas  los  joeces. 
Pues  tuertos  desfaciendo  habéis  andado^ 
Siendo  vegadas  mil  apaleado, 
Por  follones  cautivos,  y  raheces. 

Y  si  la  vuesa  linda  Dulcinea, 
Desaguisado  contra  vos  comete. 
Ni  á  vuesas  cuitas  muestra  buen  talante. 


(1)  El  Caballero  del  Febo.  Desconozco  el  mérito  del  libro;  pero  como 
llama  á  Don  Quixote  Febo  Español,  caí  en  la  cuenta  del  parecido  que 
tiene  en  algunos  pasajes  con  «  Villadiego*. 


—  55  — 

En  tal  desmán  vueso  conorte  sea, 
Que  Sancho  Panza  fué  mal  alcahuete, 
Necio  él,  dura  ella,  y  vos  no  amante  (1). 

Diálogo  entre  Babieca  y  Rocinante 
Soneto 

B.     Cómo  estáis  Rocinante  tan  delgado? 

R.    Porque  nunca  se  come,  y  se  trabaja. 

B.    Pues  qué  es  de  la  cebada  y  de  la  paja? 

R.    No  me  deja  mi  amo,  ni  un  bocado. 

B.     Anda  señor,  que  estáis  muy  mal  criado, 
Pues  vuestra  lengua  de  asno  al  amo  ultraja: 

R.     Asno  se  es  de  la  cuna  á  la  mortaja, 
Queréislo  ver?  miraldo  enamorado. 

B.    Es  necedad  amar? — R.    No  es  gran  prudencia. 

B.    Metafísico  estáis. — R.    Es  que  no  como, 

B.     Quejaos  del  escudero. — R.     No  es  bastante. 
Cómo  me  he  de  quejar  en  mi  dolencia. 
Si  el  amo,  y  escudero,  ó  mayordomo. 
Son  tan  Rocines  como  Rocinante,  (2) 


(1)  Solisdán.  El  Sr.  de  Toro  Gómez  pone  en  las  nubes  al  Sr.  Pablo 
Groussac  por  haber  descubierto,  después  de  muchas  vigilias,  que  se  llamó 
Lassindo  el  escudero  de  «Bruneo  de  Bo7iamar».  Hay  sobrado  motivo  para 
exclamar:  ¡No  tanto.  Señor,  no  tanto!...  Es  usted  extremoso  en  sus  entu- 
Kiasmos;  al  fin,  de  Loja.  Y,  si  con  el  hallazgo  se  hubiese  hecho  luz,  menos 
mal;  pero  parodiando  á  Sancho,  diremos:  Eramos  pocos...  y  se  aumentó 
el  número  de  los  involucradores. 

Solisdáyi  es  una  combinación  preciosa  de  Lassindo,  no  lo  puedo  negar; 
pero  el  valor  que  aporta  esa  joya  no  puede  cotizarse  en  la  actualidad;  ge 
ha  descubierto  muy  tarde. 

Su  verdadera  traducción  la  tiene  en  -r^—z — = y  lleva  un  dardo  en- 

Jnd.  Lasso, 

venenado  con  destino  al  « mestizo >  Garci-Lasso  Inca  de  la  Vega,  que,  á 
juzgar  por  el  soneto,  él  debió  ser  causante  de  que  á  Cervantes  no  le  ad- 
mitieran en  la  Academia  «Imitatoria»  de  Madrid. 

Sin  salir  de  casa...  Y  pudiera  tener  otra  significación  que  se  desconoce 
ahora. 

(2^  Estos  tres  últimos  versos  han  sido  arbitrariamente  interrogados 
por  los  que,  en  su  hartura,  no  conciben  un  bostezo...  precursor  del  des- 
mayo que  se  apoderó  de  Rocinante.  Por  rpo  termina  el  soneto  en  «coma>... 
por  falta  de  lastre.  (¡Pobre  pueblo  españoll)  « 


LIBRO   PRIMERO 


PRIMERA  PARTE 


DEL 


Ingeoioso  hidalgo  don  Quixote  de  la  Mancha 


CAPITULO  PKIMEKO 

Que  trata  de  la  condición  y  ejercicio  del  famoso 
don  Quixote  de  la  Mancha 

En  un  lugar  de  la  Mancha, 
de  cuyo  nombre  no  quiero  acordarme 

Así  empieza  su  discurso  Cervantes,  y,  á  fe  mía,  que  los  investigadores 
interpretaron  su  sentido  en  armonía  con  historias  inventadas  por  desocupa- 
dos manchegos,  y  apoyándose,  ¡caso  estupendo  y  casi  increíble!,  en  las  afir- 
maciones Avellanedescas. 

Pero,  sin  hacer  comentarios,  yo  te  diré  de  donde  tomó  (para  transfor- 
mar con  inimitable  picardía)  el  ^dístico  que  publicaba  con  sobrada  sonori- 
dad la  mancha  del  pueblecito. 

Verás,  lector,  qué  graciosa  Ensaladilla: 

Un  lencero  Portugués 
rezién  venido  á  Castilla, 
más  valiente  que  Roldan, 
y  más  galán  que  Macías, 
En  un  lugar  de  la  Mancha 
que  no  le  saldrá  en  su  vida, 
se  enamoró  muy  despacio 
de  una  bella  casadilla, 
que  vendiéndole  rúan 
para  faldas  de  camisa, 
una  tarde  le  contó 
8U6  amorosas  fatigas. 
Eecuchábaselas  ella 
ni  muy  falsa,  ni  muy  fina, 
que  es  grande  alcahuete  un  fardo 
de  olanda  y  hilo  de  pita: 


—  6o  — 

Derritido  el  Portugués 
al  sol  de  su  hermosa  vista, 
á  cada  vara  que  mide 
un  palmo  le  daba  encima, 
Alabábale  su  tierra, 
su  nación,  su  fidalguía, 
su  música,  sus  regalos, 
su  espada  en  África  limpia. 
Prometiéndole  en  efeto 
las  especias  de  las  Indias, 
los  olores  de  Lisboa, 
y  los  barros  de  la  China. 
Hicieron  los  dos  concierto 
que  aquella  noche  misma, 
si  el  marido  fuese  al  campo, 
campo  franco  le  daría. 
Quedóse  en  casa  una  pieza 
de  rúan  y  olanda  rica 
en  rehenes  de  la  junta 
de  Portugal  y  Castilla. 
Era  la  villana  astuta, 
y  el  Manchego  de  la  vida, 
y  en  saliendo  el  Portugués, 
hablaron  en  su  desdicha. 
Y  visto  bien  el  processo, 
condenáronle  en  re\ásta 
en  perdimiento  de  bienes 
para  gastos  de  justicia, 
y  á  dos  dozenas  de  palos 
con  una  tranca  de  enzina, 
guardándole  la  cabeza 
á  honor  de  su  fantasía. 
A  dos  horas  de  la  noche 
se  escondió  la  bella  Cintia 
cuando  el  Portugués  y  el  cielo 
de  vayeta  se  cubrían. 
Tomó  su  espada  y  guitarra, 
y  entre  una  y  otra  requinta 
á  suspiros  fué  templando 
desde  el  bordón  á  la  prima. 
Puesto  en  la  calle  mirando 


-  6i  — 

á  la  ventana  de  arriba, 
á  su  dama  reconoce 
que  le  cecea  y  le  silva, 
Y  entonando  la  garganta, 
suspiros  y  voz  caminan 
al  ayre,  y  á  quien  también 
le  escucha  muerta  de  risa. 

«Afora,  afora  Rodrigo 
el  soberbo  Castejano, 
acordarse  te  debeira 
de  aquel  tempo  ja  passado, 
quando  te  armé  cabaleyro 
no  el  altar  de  Santiago, 
miña  may  te  deu  las  armas, 
miño  pai  te  deu  el  cabalo, 
Castejano  malo, 
el  soberbo  Castejano». 

Apenas  esto  acabó, 
quando  á  su  mismo  requiebro 
por  la  calle  abaxo  acuden 
otros  galanes  del  pueblo: 
El  uno  era  el  sacristán, 
que  en  otros  passados  tiempos, 
de  todo  su  pie  de  altar 
le  daba  contino  el  medio. 
Renunciada  la  sotana, 
y  echado  al  mundo  el  greguesco 
viene  por  la  calle  abaxo 
echando  votos  y  retos. 
Sus  mismas  pisadas  siguen 
el  boticario  y  barbero, 
que  entrambos  cantan  romance« 
de  Belardo  y  de  Riselo. 
Juntada  pues  la  capilla, 
quiso  el  bonete  primero 
en  una  ronca  bandurria 
cantar  los  presentes  versop. 

«Si  siempre  crecen  a.ssí 
tu  desdén  y  mi  passión, 


—   63  — 

bien  pueden  cantar  por  mi, 

kyrie  eleysón. 
Si  desta  manera  crece 

señora  tu  disfavor, 
y  al  mismo  punto  mi  amor 

se  levanta  y  desvanece. 
Y  si  por  amar  assí 

no  merezco  galardón, 
bien  pueden  cantar  por  mí 

kyrie  eleysón.» 

El  barbero  y  boticario 
que  al  sacristán  conocieron, 
en  dos  guitarras  templadas 
esparcen  la  voz  al  viento. 

íZagaleja  del  ojo  rasgado, 
vente  á  mí  que  no  soy  toro  bravo. 
Vente  á  mí  zagaleja  vente, 
que  adoro  á  las  damas,  y  mato  á  la  gente, 
zagaleja  del  ojo  negro, 
vente  á  mí  que  te  adoro  y  quiero 
dexaré  que  me  tomes  el  cuerno, 
y  me  lleves  si  quieres  al  prado. 
Tente  á  mí  que  no  soy  toro  bravo». 

Determinada  la  dama 
al  concierto  del  marido, 
entre  los  cuatro  llamados 
fué  el  Portugués  admitido. 
Baxó  á  la  puerta  y  llamóle 
por  un  pequeño  resquicio, 
y  entonces  el  vitorioso, 
cantando  á  los  otros,  dixo: 

cPois  que  Madaleua 
remedio  meu  mal, 
viva  Portugal, 
é  morra  Castella. 

Seja  amor  testigo 
de  tamanno  ben, 


-63- 

nao  chegue  ninguen 
á  zombar  conmigo, 
que  á  eapada  é  rodela 
á  forneira  sal, 
viva  Portugal, 
é  morra  Castella». 

Entróse  dentro  con  esto, 
y  los  tres  que  le  miraban, 
á  tres  juntaron  assí 
quexas,  vozes,  y  guitarras. 

«Si  para  sufrir  agravios 
al  amor  le  pintan  ciego, 

fuego. 
Si  para  ver  y  callar 
le  ponen  aquella  venda, 
el  mismo  fuego  le  encienda 
con  que  nos  suele  quemar, 
que  sufrir  cuernos  y  amar, 
y  viendo  fingirse  ciego, 

fuego». 

Desampararon  la  calle, 
quando  ya  el  lencero  estaba 
desnudo  de  sus  vestidos, 
aunque  armado  de  esperanza. 
Pero  apenas  puso  el  pie 
en  el  lazo  de  la  cama, 
quando  salió  el  cazador 
detrás  de  la  puerta  falsa, 
y  á  dos  manos  esgrimiendo 
la  verde  y  nudosa  tran  ca, 
al  que  vive  de  medir, 
midió  muy  bien  las  espaldas. 
El  Portugués  daba  vozes, 
aquí  dey  Rey  que  me  matan, 
pero  el  Rey  que  no  lo  oya, 
tampoco  le  remediaba. 
Echóse  por  la  escalera, 
y  quiso  por  la  ventana: 


-  64  - 


-  65  - 

y  hallando  apenas  la  puerta, 
se  fué  en  camisa  á  su  casa. 

Esto,  querido  lector,  es  completamente  nuevo  á  través  de  los  siglos, 
y,  por  si  te  sabe  á  poco,  allá  vá  una  copleja  que  aprendí  siendo  niño,  que 
me  produjo  vértigo  cuando  alcancé  su  significación: 

Puerto-llano,  Argamasilla, 
Villamayor  y  El  Corral, 
Mestanza  é  Hinojosillas, 
Veredas  y  El  Retamar... 
«con  cierto  lugar  alindan». 

Pero,  Dios  mío,  ¿qué  pueblo  será  éste,  que  ha  permanecido  en  la  os- 
"Curidad  nada  menos  que  tres  siglos?  No,  pues  ya  que  Cervantes  no  lo 
dijo,  yo,  tampoco.  ¡La  lunita,  allá  dirá!  (Véase  el  gráfico). 
•     •••         • 

En  un  lugar  de  la  Mancha  de  cuyo  nombre  no  quiero  acordarme, 
no  ha  mucho  tiempo  que  vivía  un  hidalgo  de  los  de  lanza  en  astillero, 
adarga  antigua,  rocín  flaco,  y  galgo  corredor.  Una  olla  de  algo  más  vaca 
í[ue  carnero,  salpicón  las  más  noches,  duelos,  y  quebrantos  los  Sábados, 
lentejas  los  Viernes,  algún  palomino  de  añadidura  los  Domingos,  consu- 
mían las  tres  partes  de  su  hacienda.  El  resto  della  concluían,  sayo  de  ve- 
larte, calzas  de  velludo  para  las  fiestas,  con  sus  pantufios  de  lo  mismo, 
y  los  días  de  entre  semana  se  honraba  con  su  vellorí  de  lo  más  fino.  Te- 
nía en  su  casa  una  ama  que  pasaba  de  los  cuarenta:  y  una  sobrina  que  no 
llegaba  á  los  veinte,  y  un  mozo  de  campo,  y  plaza,  que  así  ensillaba  el 
rocín,  como  tomaba  la  podadera.  Frisaba  la  edad  de  nuestro  hidalgo  con 
los  cincuenta  años.  Era  de  complexión  recia,  seco  de  carnes,  enjuto  de 
rostro,  gran  madrugador,  y  amigo  de  la  caza.  Quieren  decir,  que  tenía  el 
sobre  nombre  de  Quixada,  ó  Quesada  (que  en  esto  hay  alguna  diferencia 
en  los  autores  que  deste  caso  escriben)  aunque  por  conjeturas  verosímiles 
se  deja  entender,  que  se  llama  Quixana.  Pero  esto  importa  poco  á  nuestro 
<;uento,  basta  que  en  la  narración  del  no  se  salga  un  punto  de  la  verdad. 
Es,  pues,  de  saber,  que  este  sobredicho  hidalgo,  los  ratos  que  estaba  ocioso 
(que  eran  los  más  del  año)  se  daba  á  leer  libros  de  caballerías,  con  tanta 
afición,  y  gusto,  que  olvidó  casi  de  todo  punto  el  ejercicio  de  la  caza,  y 
aun  la  administración  de  su  hacienda:  y  llegó  á  tanto  su  curiosidad,  y  des- 
atino en  esto,  que  vendió  muchas  anegas  de  tierra  de  sembradura,  para 
comprar  libros  de  caballerías  que  leer,  y  así  llevó  á  su  casa  todos  cuantos 

5 


—  66  — 

pudo  haber  dellos:  y  de  todos,  ningunos  le  parecían  tan  bien,  como  los  que 
compuso  el  famoso  Feliciano  de  Silva,  porque  la  claridad  de  su  prosa,  y 
aquellas  intrincadas  razones  suyas,  le  parecían  de  perlas:  y  más  cuando 
llegaba  á  leer  aquellos  requiebros,  y  cartas  de  desafios,  donde  en  muchas 
partes  hallaba  escrito.  La  razón  de  la  sin  razón  que  á,  mi  razón  se 
hace,  de  tal  manera  mi  razón  enflaquece,  que  con  razón  me  quejo  de 
la  vuestra  fermosura.  Y  también  cuando  leía.  Los  altos  cielos  que  de 
vuestra  divinidad,  divinamente  con  las  estrellas  os  Jortifican,  y  os  ha- 
cen merecedora  del  merecimiento  que  merece  vuestra  grandeza.  Con 
estas  razones  perdía  el  pobre  caballero  el  juicio,  y  desvelábase  por  enten- 
derlas y  desentrañarles  el  sentido,  que  no  se  lo  sacara,  ni  las  entendiera 
el  mismo  Aristóteles,  si  resucitara  para  ello  solo.  No  estaba  muy  bien  con 
las  heridas  que  don  Belianís  daba,  y  recibía,  porque  se  imaginaba,  que  por 
grandes  maestros  que  le  hubiesen  curado,  no  dejaría  de  tener  el  rostro,  y 
todo  el  cuerpo  lleno  de  cicatrices,  y  señales.  Pero  con  todo  alababa  en  su 
.autor,,  aquel  acabar  su  libro  con  la  promesa  de  aquella  inacabable  av-entur», 
y  muchas  veces  le  vino  deseo  de  tomar  la  pluma,  y  dalle  fin  al  pie  de  la 
letra,  como  allí  se  promete:  y  sin  duda  alguna  lo  hiciera,  y  aun  saliera 
con  ello,  si  otros  mayores,  y  continuos  pensamientos  no  se  lo  estorbaran. 
Tuvo  muchas  veces  competencia  con  el  Cura  de  su  lugar  (que  era  hombre 
docto,  graduado  en  Sigüenza)  sobre  cual  había  sido  mejor  caballero,  Pal- 
merin  de  Ingalaterra,  ó  Amadís  de  Gaula:  mas  Maese  Nicolás,  barbero  del 
mismo  pueblo  decía,  que  ninguno  llegaba  al  Caballero  del  Febo,  y  que 
si  alguno  se  le  podía  comparar,  era  don  Galaor,  hermano  de  Amadís  de 
Gaula,  porque  tenía  muy  acomodada  condición  para  todo,  que  no  era 
caballero  melindroso,  ni  tan  llorón  como  su  hermano,  y  que  en  lo  de  la 
valentía  no  le  iba  en  zaga.  En  resolución,  él  se  enfrascó  tanto  en  su  lec- 
tura, que  se  le  pasaban  las  noches  leyendo  de  claro  en  claro,  y  los  días  de 
turbio  en  turbio:  y  así  del  poco  dormir,  y  del  mucho  leer,  se  le  secó  el  ce- 
rebro de  manera,  que  vino  á  perder  el  juicio.  Llenósele  la  fantasía  de  todo 
aquello  que  leía  en  los  libros,  así  de  encantamientos,  como  de  pendencias, 
batallas,  desafíos,  heridas,  requiebros,  amores,  tormentas,  y  disparates  im- 
posibles. Y  asentósele  de  tal  modo  en  la  imaginación,  que  era  verdad  toda 
aquella  máquina  de  aquellas  soñadas  invenciones  que  leía,  que  para  él  no 
había  otra  historia  más  cierta  en  el  mundo.  Decía  él,  que  el  Cid  Kuydiaz 
había  sido  muy  buen  caballero,  pero  que  no  tenía  que  ver  con  el  caballero 
de  la  Ardiente  espada,  que  de  solo  un  revés  había  partido  por  medio  dos 
fieros  y  descomunales  gigantes.  Mejor  estaba  con  Bernardo  del  Carpió, 


-   67  - 

porque  en  Koncesvalles  había  muerto  á  Koldán  el  encantado,  valiéndose  de 
la  industria  de  Hércules,  cuando  ahogó  á  Anteón  el  hijo  de  la  tierra  entre 
los  brazos.  Decía  mucho  bien  del  gigante  Morgante,  porque  con  ser  de 
aquella  generación  gigantea,  que  todos  son  soberbios,  y  descomedidos,  él 
solo  era  afable,  y  bien  criado.  Pero  sobre  todos  estaba  Reinaldos  de  Mon- 
talbán,  y  más  cuando  le  veía  salir  de  su  castillo,  y  robar  cuanto  topaba:  y 
cuando  en  allende  robó  aquel  ídolo  de  Mahoma,  que  era  todo  de  oro,  según 
dice  su  historia.  Diera  él  por  dar  una  mano  de  coces  al  traidor  de  Galalón, 
al  ama  que  tenía,  y  aun  á  su  sobrina  de  añadidura.  En  efecto,  rematado  ya 
su  juicio,  vino  á  dar  en  el  más  extraño  pensamiento  que  jamás  dio  loco  en 
el  mundo,  y  fué,  que  le  pareció  convenible,  y  necesario,  así  para  el  aumen- 
to de  su  honra,  como  para  el  servicio  de  su  república,  hacerse  caballero 
andante,  y  irse  por  todo  el  mundo  con  sus  armas,  y  caballo,  á  buscar  aven- 
turas, y  á  ejercitarse  en  todo  aquello  que  él  había  leído,  que  los  caballeros 
andantes  se  ejercitaban,  deshaciendo  todo  género  de  agravio,  y  poniéndose 
en  ocasiones,  y  peligros,  donde  acabándolos,  cobrase  eterno  nombre,  y  fama. 
Imaginábase  el  pobre,  ya  coronado  por  el  valor  de  su  brazo,  por  lo  menos 
del  Imperio  de  Trapisonda:  y  así  con  estos  tan  agradables  pensamientos, 
llevado  del  extraño  gusto  que  en  ellos  sentía,  se  dio  priesa  á  poner  en  efecto 
lo  que  deseaba.  Y  lo  primero  que  hizo,  fué  limpiar  unas  armas  que  habían 
sido  de  sus  visagüelos,  que  tomadas  de  orín,  llenas  de  moho,  luengos  siglos 
había  que  estaban  puestas,  y  olvidadas  en  un  rincón.  Limpiólas,  y  aderezó- 
las lo  mejor  que  pudo,  pero  vio  que  tenían  una  gran  falta,  y  era  que  no 
tenían  celada  de  encaje,  sino  morrión  simple:  mas  á  esto  suplió  su  indus- 
tria, porque  de  cartones  hizo  un  modo  de  media  celada,  que  encajada  con 
el  morrión,  hacía  una  apariencia  de  celada  entera.  Es  verdad  que  para  pro- 
bar si  era  fuerte,  y  podía  estar  al  riesgo  de  una  cuchillada,  sacó  su  espada, 
y  le  dio  dos  golpes,  y  con  el  primero,  y  en  un  punto  deshizo  lo  que  había 
hecho  en  una  semana:  y  no  dejó  de  parecerle  mal  la  facilidad  con  que  la 
había  hecho  pedazos,  y  por  asegurarse  deste  peligro,  la  tornó  á  hacer  de 
nuevo,  poniéndole  unas  barras  de  hierro  por  de  dentro,  de  tal  manera,  que 
él  quedó  satisfecho  de  su  fortaleza,  y  sin  querer  hacer  nueva  experiencia 
della,  la  diputó,  y  tuvo  por  celada  finísima  de  encaje.  Fué  luego  á  ver  ásu 
rocín,  y  aunque  tenía  más  cuartos  que  un  real,  y  más  tachas  que  el  caballo 
de  Gonela,  que  tantum  pcllis,  et  oasa  fuit,  le  pareció  que  ni  el  Bucéfalo 
de  Alejandro,  ni  Babieca  el  del  Cid  con  él  se  igualaban.  Cuatro  días  se  le 
pasaron  en  imaginar  qué  nombre  le  pondría,  porque  (según  se  decía  él  á  sí 
mismo)  no  era  razón  que  caballo  de  caballero  tan  famoso,  y  tan  bueno  él 


—  68  - 

por  SI,  estuviese  sin  nombre  conocido,  y  así  procuraba  acomodársele,  de 
manera  que  declarase  quién  había  sido,  antes  que  fuese  de  caballero  andan- 
te, y  lo  que  era  entonces:  pues  estaba  muy  puesto  en  razón,  que  mudando 
su  señor  estado,  mudase  él  también  el  nombre,  y  le  cobrase  famoso,  y  de 
estruendo,  como  convenía  á  la  nueva  orden,  y  al  nuevo  fjercicio  que  ya 
profesaba:  y  así  después  de  muchos  nombres  que  formó,  borró,  y  quitó, 
añadió,  deshizo,  y  tornó  á  hacer  en  su  memoria,  é  imaginación:  al  fin  le 
vino  ú  llamar  Rocinante,  (1)  nombre  á  su  parecer,  alto,  sonoro,  y  significa- 
tivo de  lo  que  había  sido,  cuando  fué  rocín  antes  de  lo  que  ahora  era,  que 
era  antes,  y  primero  de  todos  los  rocines  del  mundo.  Puesto  nombre,  y  tan 
á  su  gusto  á  su  caballo,  quiso  ponérsele  á  sí  mismo,  y  en  este  pensamiento 
duró  otros  ocho  días,  y  al  cabo  se  vino  á  llamar  don  Quixote:  (2)  de  donde 


(1)  No  sé  cómo  empezar,  pues  tratándose  de  «Rocinante»,  que  ha  con- 
movido al  mundo  con  sus  bondadosas  cualidades  (á  excepción  de  aque- 
llos dos  ratitos  en  que  hizo  patente  el  tierno  amor  que  le  inclinaba  al 
rucio  y  la  malhadada  ocurrencia  de  las  yeguas),  todas  la¿  alabanzas  que 
se  le  prodiguen  resultarán  eclipsadas  ante  la  esplendorosa  luminaria  de 
sus  delicadas  costumbres.  Y  si  se  tiene  en  cuenta  que  entre  el  ensalza- 
miento Cervantino  y  lo  argumentado  por  otros — parece  como  que  á  mi 
no  me  queda  por  decir  maldita  la  cosa — ,  mi  situación  resulta  enojosa  y 
dificilísima,  porque  examinando  detenidamente  tan  peliagudo  asunto,  si 
yo  no  expongo  una  idea  nueva,  la  ovación  va  á  ser  morrocotuda;  pero,  ¿y 
si  sale  espontáneamente?  Debo  prevenirte,  lector,  que  yo  la  tengo  por 
inédita,  recordando  haberla  oído  referir  á  los  archiveros  que  tanto  ensalzó 
el  socarrón  de  Hamete. 

Rocinante  es  una  palabra  de  invención  Cervántica,  que  la  empleó  no 
para  zaherir,  como  gratuitamente  se  ha  supuesto,  á  los  naturales  de  la 
región  que  habitó  (como  los  investigadores  no  supieron  hallarla,  esta  in- 
sidia queda  desvirtuada  )'  los  inventores  en  ridículo),  generalmente  anal- 
fabetos, sino  para  poner  de  manifiesto  la  inveterada  costumbre  de  aque- 
llas gentes  que,  en  su  ruda  ignorancia,  se  nombran  siempre  en  primer 
lugar.  Ejemplos:  «Yo  y  Fulano,  juimos  á  tal  sitio». — «Agora  iremos,  yo 
y  mi  mujer». — «Cuando  venimos,  yo  y  aquél». 

¿Está  claro  que  Cervantes  jamás  usó  de  impropiedades  en  su  libro? 
Aplicó  el  horriqnito  por  delante  para  iniciar  á  los  investigadores,  y  si  éstos 
desatendieron  sus  indicaciones,  echémosle  la  culpa...  al  Destino. 

La  pretensión  de  querer  hacernos  ver  que  por  haber  nido  antes  rocín 
puso  Don  Quixote  á  su  caballo  el  nombre  de  Rocinante,  es  un  absurdo.  Debían 
los  que  tal  aseguraron  haber  fijado  la  fecha  y  todas  cuantas  circunstan- 
cias concurrieron  en  el  nunca  visto  ni  oído  momento  de  su  metanorfosis.  De 
caso  tan  asombroso  bien  pudieron  escribir  una  historia.  ¡Ahí  es  nada, 
molestar  á  Don  Quixote...  ^en  su  ojito  derecho»! 

(2)  Causa  de  grandes  disquisiciones  fué  el  nombre  de  Don  Quixote:  y 
no  podía  suceder  otra  cosa,  puesto  que  al  autor  creó  uno  de  sus  más  gra- 


-69  - 

(como  queda  dicho)  tomaron  ocasión  los  autores  desta  tan  verdadera  histo- 
ria, que  sin  duda  se  debía  de  llamar  Quixada,  y  no  Quesada,  como  otros 
quisieron  decir:  pero  acordándose  que  el  valeroso  Amadis,  no  sólo  se  había 
contentado  con  llamarse  Amadis  á  secas,  sino  que  añadió  el  nombre  de  su 
Reino  y  patria,  por  hacerla  famosa,  y  se  llamó  Amadis  de  Gaula:  así  quiso 
como  buen  caballero,  añadir  al  suyo  el  nombre  de  la  suya,  y  llamarse  don 
Quísote  de  la  Mancha,  con  que  á  su  parecer  declaraba  muy  al  vivo  su  lina- 
je, y  patria,  y  la  honraba  con  tomar  el  sobrenombre  della.  Limpias  pues 


ves  aprietos.  ¡Cuando  al  formarlo  mostró  tanto  empeño  en  obscurecer  el 
de  aquel  que  se  lo  sugirió,  sus  motivos  tendría! 

Los  que  envueltos  en  el  más  impenetrable  misterio,  al  parecer,  dejan 
entrever  la  finalidad  perseguida,  traslucen  «que  hubiera  empleado  el 
nombre  de  Quixano — cuya  terminación  le  contuvo  y  no  especificaba  su 
intento — si  no  atisbase  el  peligro  de  crearse  enemistades,  precisamente  en 
los  momentos  de  su  vida  que  debía  guardar  más  atenciones  para  asegu- 
rar su  refugio».  ¡No  había  necesidad  de  adjudicarle  los  calificativos  de 
pendenciero,  inmoral  ú  otros  de  que  se  hallan  repletas  las  historias  Arga- 
masillescas! 

En  la  graciosísima  é  inmensa  duda  que  le  abruma,  no  sabe  sí  es 
Quixada  el  nombre  de  su  hijastro;  y  aunque  veladamente  hace  alusión  al 
mayordomo  de  Carlos  Y,  yo  vislumbro  el  propósito  de  ir  tejiendo  el 
embolismo  que  ha  de  ocultar  su  intención. 

A  continuación  cita  á  Quexada,  de  igual  origen  que  el  anterior,  y  sirve 
para  nombrar  una  venta  situada  á  corta  distancia  de  Villarta  de  San 
Juan,  en  la  provincia  de  Ciudad  Real,  pero  con  el  deliberado  propósito 
de  establecer  confusión,  pues  donde  dirige  los  tiros  es  á  la  población  an- 
daluza de  este  nombre,  de  extraordinaria  importancia  estratégica,  para 
orientarse  en  las  averiguaciones  «de  cierto  nombre»  que  no  se  ha  querido 
decir  en  el  discurso  del  libro. 

Como  justificación  de  lo  expuesto,  y  aunque  Cide  Hamete  Benengelí 
guardó  silencio,  digo:  (iue  en  arábigo  se  escribe  y  pronuncia  Kiratn,  y 
de  aquí  á  Qiiixote  un  paso.  ]A  la  vista  está!  Y  pues  que  sin  salir  de  la 
provincia  de  Jaén  y  en  los  comienzos  del  libro  nos  ha  citado  el  autor  á 
Urgao  prolongando  el  recorrido  á  Kixata,  colijo  que  no  debe  estar  muy 
lejos  el  pueblecito. 

La  afirmación  condicional  estampada  seguidamente  diciendo  que  es 
Quixana,  lleva  embebida  una  bonísima  intención:  despistar  al  lector  y 
aproximarse  al  verdadero  nombre  de  Quixano. 

Por  último,  cuando  postrado  en  su  lecho  de  muerte  recobra  la  lucidez 
y  se  pronuncia  voluntariamente  por  hacer  testamento,  insiste  en  que  lo 
llamen  t Alonso  Quixano,  el  bueno-»,  que  así  lo  nombraban  sus  convecinos, 
y  él  lo  recordaba  con  placer  desde  el  fondo  de  su  alma  noble  y  sencilla. 
(¡Dios  habrá  acogido  en  su  gracia  á  tan  ferviente  cristiano  como  buen  ca- 
l)allero!) 

Deduciendo:  que  Quixada,  Quexada,  Kixata,  Quixana,  Quixano  y  Quixo- 
te  son  una  misma  cosa. 

Sólo  me  resta  reconstituir  desde  su  origen  este  nombre  Cervantino, 


4> 


—  70  — 


SUS  armas,  hecho  del  morrión  celada,  puesto  nombre  ú  su  rocín,  y  confir- 
mándose á  sí  mismo,  se  dio  á  entender,  que  no  le  faltaba  otra  cosa,  sino 
buscar  una  dama  de  quien  enamorarse,  porque  el  caballero  andante  sin 
amores  era  árbol  sin  hojas,  y  sin  fruto,  y  cuerpo  sin  alma.  Decíase  él:  Si  yo 
por  malos  de  mis  pecados,  ó  por  mi  buena  suerte,  me  encuentro  por  ahí 
con  algún  gigante  (como  de  ordinario  les  acontece  á  los  caballeros  andan- 
tes), y  le  derribo  de  un  encuentro,  6  le  parto  por  mitad  del  cuerpo,  ó  final- 
mente le  venzo,  y  le  rindo,  no  será  bien  tener  á  quien  enviarle  presentado; 
y  que  entre,  y  se  hinque  de  rodillas  ante  mi  dulce  señora,  y  diga  con  voz 
humilde,  y  rendida:  Yo  soy  el  gigante  Caraculiambro,  señor  de  la  ínsula 
Malindrania,  (1)  á  quien  venció  en  singular  batalla,  el  jamás  como  se  debe 


para  evitar  que,  por  las  torcidas  interpretaciones  aplicadas,  se  lo  adjudi- 
quen algunos  Sanchos. 

A  la  raíz  latina  Quiss  (convertidas  las  5  <S  en  X)  le  aumentó  la  par- 
tícula ote,  que  se  emplea  para  formar  los  aumentativos  despreciativos,  y 
ima  vez  hecho  esto,  tanto  porque  la  frase  (comprimida  en  una  palabra) 
resultaba  deficiente  para  explicar  su  designio,  como  porque  se  trataba  de 
un  Caballero  de  hidalga  alcurnia,  le  hizo  preceder  del  Don,  dejando  al 
arbitrio  del  curioso  lector,  si  caía  en  la  cuenta,  el  pronunciar  la  O  como  A, 
con  igual  derecho  que  los  árabes  pronunciaban  nuestra  D  con  el  sonido 
de  la  T. 

Ocurriéndoseme  preguntar:  ¿Por  qué  se  ha  sustituido  la  X  con  una  Jf 
¿No  habían  quedado  en  que  los  nombres  propios  deberían  conservar  la 
ortografía  que  les  imprimió  el  uso?  Además,  ¿este  nombre  no  nació  con  Xf 

Orbaneja!  Orbaneja!  Te  has  quedado  muy  chiquito.  En  Málaga  ador- 
naron con  un  chaleco  aun  Santo  Cristo. 

(1)    Yo  soy  el  gigante  t Caraculiambro*,  señor  de  la  ins^ula... 

Por  la  sencillez  de  su  construcción  se  percibe  claramente  que  Cervan- 
tes no  se  cuidó  más  que  de  señalar  un  punto  «próximo  al  otro»  para  obli- 
gar al  observador  á  rastrear  de  cerca  las  huellas  de  sus  andancias:  Ca- 
racuel  y  tierra  pobre  son  los  únicos  componentes  empleados  en  la  confec- 
oión  de  este  nombre. 

Anteriormente  á  la  dominación  romana  ya  existía  un  pueblo  cuyo 
nombre  no  consta;  pero,  positivamente,  ellos  lo  llamaron  Carcitvio  y  Car- 
cuvium,  pues  lo  señalan  como  mansión  militar  en  el  itinerario  de  Mérida 
(pasando  por  La  Mancha)  á  Zaragoza. 

Los  árabes,  que  transformaron  los  de  la  generalidad  de  los  pueblos, 
conservaron  éste  con  bastante  parecido:  Caracul  y  Caracoi. 

Las  ruinas  de  su  castillo  acreditan  que  los  moros  concedieron  gran  va- 
lor á  su  situación  topográfica  guarneciendo  la  fortaleza  con  importantes 
retenes,  por  ser  el  centro  para  una  rápida  comunicación  con  Alarcos  y 
Calatrava  al  N.  y  Mestanza  y  Castro-Ferral  por  el  S. 

El  gran  teKmetia  Cervantes,  conocedor  de  aquellos  terrenos,  lo  eligió 
como  punto  culminante,  desde  donde  se  divi-'^aban  los  territorios  que 
abarcó  el  gobierno  de  Kaabah,  envolviéndolos  con  el  gráfico  remoquete 


-  71  - 

alabado  caballero  don  Quixote  de  la  Mancba,  el  cual  me  mandó,  que  me 
presentase  ante  la  vuestra  merced,  para  que  la  vuestra  grandeza  disponga 
de  mí  á  su  talante.  O  como  se  bolgó  nuestro  buen  caballero,  cuando  hubo 
hecho  este  discurso,  y  más  cuando  halló  á  quien  dar  nombre  de  su  dama: 
y  fué  á  lo  que  se  cree,  que  en  un  lugar  cerca  del  suyo,  había  una  moza  la-; 
bradora  de  muy  buen  parecer,  de  quien  él  un  tiempo  anduvo  enamorado, 
aunque  según  se  entiende,  ella  jamás  lo  supo,  ni  se  dio  cata  dello).  Lla- 
mábase Aldonza  Lorenzo,  y  á  esta  le  pareció  ser  bien  darle  título  de  seño- 
ra de  sus  pensamientos:  y  buscándole  nombre  que  no  desdijese  mucho  del 
suyo,  y  que  tirase,  y  se  encaminase  al  de  Princesa,  y  gran  señora,  vino  á 
llamarla  Dulcinea  del  Toboso  (1)  porque  era  natural  del  Toboso:  nombre  á 
su  parecer  músico,  y  peregrino,  y  significativo,  como  todos  los  demás  que 
á  él,  y  á  sus  cosas  había  puesto. 


de  tlnsula  Malindrania» ,  acepción  burlesca,  ciertamente;  pero  conviene 
con  la  circunstancia  innegable  de  haber  albergado  en  los  escondrijos  de 
sus  montes  tantos  bandoleros  como  pregonan  las  historias. 

Y  también  pudo  sugerirle  este  nombre  la  disolución  del  Califato  de 
Córdoba  en  tiempo  de  los  Ommyadas,  cuya  desmembración  dio  motivo 
para  que  se  formasen  hasta  veintitrés  gobiernos  ó  estados  (con  sus  reye- 
zuelos correspondientes,  denominados  por  la  Historia:  «.Reinos  de  taifas*. 
Que  no  carece  de  significación  y  altisonancia. 

(Véase  el  gráfico  de  la  página  siguiente.) 
(1)    Dulcinea...  Dulcinea...  ¡Dulcinea! 

Cervantes,  que  aprovecha  todas  las  coyunturas  para  hacer  indicaciones, 
salva  de  una  manera  sutilísima  al  principio  de  su  libro  el  error  que  por 
supresión  del  acento  pudiera  cometerse  al  pronunciar  el  nombre  músico, 
peregrino  y  significativo  de  tan  alta  dama.  En  el  verso  trigésimo  de  ür- 
ganda  la  desconocida,  fija  de  modo  preciso  y  terminante  su  pronunciación, 
porque  aunque  la  imprenta  lo  suprima,  el  verso  resulta  largo...  y  contra 
esto  no  hay  argumento. 

Alguno  dirá:  en  el  soneto  de  Solisdán...  no  siga,  hermano,  y  repita 
con  el  poeta:  ¡fuerza  del  consonante  á  lo  que  obligas!  Cervantes  dejó  sen- 
tado el  precedente  para  su  pronunciación,  obligando  al  lector  á  embeber 
una  sílaba  en  la  ocasión  primera  que  lo  escribe,  y  si  después  se  ha  gene- 
ralizado distinta  acentuacióii,  culpémonos  por  haber  establecido  una  va- 
riante que  nos  alejaba  de  su  verdadero  sentido. 

La  sospecha  que  me  asaltó  al  leer  el  verso  referido,  desapareció  al  ins- 
tante, pues  por  la  significación  de  dulce  nuevo,  fuerza  á  pensar  seguida- 
mente en  dulzón  y  hasta  en  dulcíneo.  Después  pensé  en  la  caña  de  azúcar 
que  había  sido  importada  de  las  Indias,  por  lo  que  pudo  tener  de  novedad 
entre  sus  contemporáneos  el  nuevo  dulce,  sin  olvidar  que  hul:)iera  podido 
sugerírselo  la  miel  de  abejas,  el  arrope,  mostillo,  alfajor  ú  otro  cualquiera  de 
la  región. 

íSin  desechar  el  resultado  de  tan  ¡peregrino  pensamiento,  me  eché  á. 


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—  73  — 


CAPITULO  II 

Que  trata  de  la  primera  salida  que  de  su  tierra 
hizo  el  ingenioso  don  Quixote 

Hechas  pues  estas  prevenciones,  no  quiso  aguardar  más  tiempo  á  "po- 
ner en  efecto  su  pensamiento,  apretándole  á  ello  la  falta  que  él  pensaba 
que  hacía  en  el  mundo  su  tardanza,  según  eran  los  agravios  que  Ipensaba 
deshacer,  tuertos  que  enderezar,  sinrazones  que  enmendar,  y  abusos  que 
mejorar,  y  deudas  que  satisfacer.  Y  así  sin  dar  parte  á  persona  alguna  de 
su  intención,  y  sin  que  nadie  le  viese,  una  mañana  antes  del  día  (que  era 


cavilar  acerca  de  su  significativo  sentido,  pero  ¡que  si  quieres,  morena! 
Varié  de  rumbo  infinitas  veces,  hasta  que  por  fin  topé  «de  manos  á  boca» 
con  El  Toboso.  Descubrir  que  este  nombre  tuvo  su  origen  por  las  muchas 
tobas  que  en  su  suelo  había  y  ponerme  á  bailar,  fué  cuestión  de  unos  se- 
gundos. Había  logrado  con  mi  paciencia  (bien  empleada  ¡vive  Dios!) 
arrebatar  á  los  malignos  encantadores  el  tesoro  que  tan  cuidadosamente 
escondieron  por  espacio  de  tres  siglos  bajo  el  insignificante  nombre  de 
las  tobas. 

Esta  palabra  «mágica»  me  llevó,  como  de  la  mano,  á  buscar  en  el  Dic- 
cionario de  tuuestra»  lengua  su  significación;  y  héteme  confuso,  aturdi- 
do, al  no  hallar  más  definición  que  ésta:  «Toba.  Especie  de  piedra  caliza^ 
esponjosa  y  blanda  de  orige^i  acuático».  Me  quedé  como  el  hielo.  ¡Yo  que 
esperaba  encontrar  la  tabla  de  mi  salvación  en  un  elocuentísimo  discur- 
so, rebosante  de  sapiencia,  de  la  comunidad  más  docta  del  solariego  Case- 
rón de  mis  mayoresl  ¡Fementida  ilusión  que  se  formó  al  calor  de  mi  buen 
deseo!  Ya  no  creo  en  nada.  ¡Cuando  vea  desaparecer  de  tus  entrañas  el 
fárrago  inmenso  de  voces  forasteras  que  te  integran,  introducidas  por  ma- 
landrines historiadores  para  afear  su  hermoso  rostro...  entonces  hablare- 
mos! ¡Los  sueños  dorados  de  mi  niñez  se  han  esfumado  por  las  malas 
artes  del  viejo  Arcalaus  y  su  caterva  maldita!  ¡Cuantísima  razón  debía  de 
tener  mi  querido  maestro,  D,  Francisco  Ruíz  Moróte!  ¡Dios  lo  habrá  aco- 
gido en  su  gracia!  Fué  muy  buen  hijo,  honrando  á  sus  padres  y  regando 
con  su  sangro  los  campos  africanos  en  aquella  jornada  tan  gloriosa  como 
infecunda;  amantisimo  padre;  maestro  de  varias  generaciones  manchegas, 

Ír  no  sé  cuantas  cosas  más;  pero  lo  que  sí  aseguro,  es  que  todas  estas  cua- 
idades  (aunque  amparadas  por  la  grandeza  de  su  alma  hermosísima),  no 
fueron  bastante  á  mitigar  su  acerbo  dolor  por  las  continuas  é  innecesa- 
rias innovaciones  de  la  Academia  Española.  Porque,  como  él  decía:  «Si 
los  señores  que  la  componen  frecuentasen  las  regiones  de  nuestra  patria. 


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uno  (le  los  calurosos  del  mes  de  Julio)  se  armó  de  todas  sus  armas,  subió 
sobre  Rocinante,  puesta  su  mal  compuesta  celada,  embrazó  su  adarga, 
tomó  su  lanza,  y  por  la  puerta  falsa  de  un  corral  salió  al  campo  con  gran- 
dísimo contento,  y  alborozo,  de  ver  con  cuanta  facilidad  había  dado  princi- 
pio á  su  buen  deseo:  mas  apenas  se  vio  en  el  campo,  cuando  le  asaltó  un 
pensamiento  terrible,  y  tal  que  por  poco  le  hiciera  dejar  la  comenzada 
empresa,  y  fué,  que  le  vino  á  la  memoria,  que  no  era  armado  caballero,  y 
que  conforme  á  la  ley  de  caballería,  ni  podía,  ni  debía  tomar  armas  con 
ningún  caballero:  y  puesto  que  lo  fuera  había  de  llevar  armas  blancas, 
como  novel  caballero,  sin  empresa  en  el  escudo,  hasta  que  por  su 
esfuerzo  la  ganase.  Estos  pensamientos  le  hicieron  titubear  en  su  propó- 
sito, mas  pudiendo  más  su  locura  que  otra  razón  alguna,  propuso  de 
hacerse  armar  caballero  del  primero  que  topase,  á  imitación  de  otros  mu- 
chos que  así  lo  hicieron,  según  él  había  leído  en  los  libros  que  tal  le 


¿cómo  es  posible  que  se  introdujesen  tantos  vocablos  extranjeros?  ¿La 
causa?  El  desconocimiento  délo  mucho  y  bueno  que  atesora  España». 
Cerrando  siempre  sus  peroraciones  con  un  dejo  de  amargura  que  impreg- 
naba á  sus  oyentes...  «...la  apatía,  esa  maldita  condición  que  nos  atrofia 
y  que  no  tratamos  de  sacudir,  tiene  la  culpa  de  cuanto  malo  nos  su- 
ceda!...» 

Por  honor  á  la  verdad,  digo,  que  mi  opinión  es  insuficiente  para  apre- 
ciar lo  expuesto  á  modo  de  recuerdo:  tanto  por  la  escasez  de  conocimien- 
tos, como  porque  el  continuo  roce  con  oradores  oficinescos  y  muchas 
veces  «bilingües»,  produce  graves  trastornos;  pero  no  ocultaré  el  disgusto 
que  me  produjo  hallar  un  vacío  en  el  sitio  donde  creí  encontrar  magis- 
tralmente  definida  la  otra  acepción,  la  regional,  la  que  conviene  con  el 
músico  nombre  Cervantino.  Y  ahora,  lector,  sabrás  el  por  qué. 

En  La  Mancha,  llaman  á  las  caiias  de  los  cardos-cucos,  tobas;  miden 
vara  y  media  próximamente  de  altura;  son  de  corteza  blanda  y  fibrosa, 
sin  nudos^  con  unas  cuantas  hojas  de  regular  grandor,  y  su  florecilla  en 
la  parte  superior  formada  por  pelusa  que  con  facilidad  se  desmorona:  se 
cimbrea  muy  desgarbadamente  á  los  embates  del  viento  en  aquellas  lla- 
nuras. Cuando  yo  fui  muchacho,  ¡pena  me  dá  recordarlol,  hice  de  sus  ca- 
ñas ¡flautas!;  después...  ¡he  percibido  las  dxdcíneas  notas  de  aquel  gran 
músico  que  en  su  eternal  vida  se  llamará  Cervantes! 

El  aditamento  del  Toboso,  suple  en  el  presente  caso  al  puntero  que  uti- 
liza el  Maestro  pitra  señalar  A  los  niños  las  letras  de  los  carteles,  ó  si  nó,  y 
con  más  propiedad  por  ser  algunas  huecas,  á  la  batuta  del  Director  de  una 
orquesta...;  y  sirve  para  enseñarnos  adonde  debieron  encaminarse  las  in- 
vestigaciones. 

iQué  profundidad  encierran  sus  estrambóticos  decires! 

¡Homero,  Cicerón,  Séneca,  enviadme  algo  de  aquel  soplo  divino  que 
iluminó  vuestras  inteligencias  á  la  antigua  ciudad  de  Miacum! 


-  75  - 

tenían.  En  lo  de  las  armas  blancas,  pensaba  limpiarlas  de  manera  (en  te- 
niendo lugar)  que  lo  fuesen  más  que  un  armiño:  y  con  esto  se  quietó,  y 
prosiguió  su  camino,  sin  llevar  otro  que  aquel  que  su  caballo  quería,  cre- 
yendo que  en  aquello  consistía  la  fuerza  de  las  aventuras.  Yendo  pues 
caminando  nuestro  flamante  aventurero,  iba  hablando  consigo  mismo,  y 
diciendo:  Quién  duda,  sino  que  en  los  venideros  tiempos,  cuando  salga  á 
la  luz  la  verdadera  historia  de  mis  famosos  hechos,  que  el  sabio  que  los 
escribiere  no  ponga,  cuando  llegue  á  contar  esta  mi  primera  salida  tan 
de  mañana,  desta  manera?  Apenas  había  el  rubicundo  Apolo  tendido  por 
la  faz  de  la  ancha,  y  espaciosa  tierra  las  doradas  hebras  de  sus  hermosos 
cabellos,  y  apenas  los  pequeños,  y  pintados  pajarillos  con  sus  harpadas 
lenguas  habían  saludado  con  dulce,  y  meliflua  armonía  la  venida  de  la  ro- 
sada Aurora,  que  dejando  la  blanda  cama  del  celoso  marido,  por  las  puer- 
tas y  balcones  del  Manchego  horizonte,  á  los  mortales  se  mostraba,  cuando 
el  famoso  caballero  don  Quixote  de  la  Mancha,  dejando  las  ociosas  plumas, 
subió  sobre  su  famoso  caballo  Rocinante,  y  comenzó  á  caminar  por  el 
antiguo,  y  conocido  campo  de  Montiel  (y  era  la  verdad  que  por  él  cami- 
naba) (1)  y  añadió  diciendo:  Dichosa  edad,  y  siglo  dichoso  aquél,  adonde 
saldrán  á  luz  las  famosas  haaafias  mías,  dignas  de  entallarse  en  bronces, 
para  memoria  en  lo  futuro.  O  tu  sabio  encantador,  quien  quiera  que  seas, 
á  quien  ha  de  tocar  el  ser  cronista  desta  peregrina  historia,  ruégote,  que 
no  te  olvides  de  mi  buen  Rocinante,  compañero  eterno  mío  en  todos 
mis  caminos,  y  carreras.  Luego  volvía  diciendo  (como  si  verdaderamente 
fuera  enamorado).  O  Princesa  Dulcinea,  señora  de  este  cautivo  corazón, 
mucho  agravio  me  habedes  fecho  en  despedirme,  y  reprocharme  con  el 
riguroso  afincamiento,  de  mandarme  no  parecer  ante  la  vuestra  fermosura: 
Plegaos  señora  de  membraros  deste  vuestro  sujeto  corazón,  que  tantas 
cuitas  por  vuestro  amor  padece.  Con  éstos  iba  ensartando  otros  disparates, 
todos  al  modo  de  los  que  sus  libros  le  habían  enseñado,  imitando  en 
cuanto  podía  su  lenguaje:  y  con  esto  caminaba  tan  despacio,  y  el  sol  en- 
traba tan  apriesa  y  con  tanto  ardor,  que  fuera  bastante  derretirle  los  sesos 


(1)  Si  se  tiene  presente  que  dos  afirmaciones  se  destruyen,  no  es 
verdad  esta  manifefctación,  ó  sobra  la  reafirmación  del  paréntesis;  además, 
ya  lo  dijo  en  el  prólogo  é  insiste  en  lo  mismo  cuando  Don  Quixote  sale 
Begunda  vez  á  pus  aventuras. 

Y  como  quiera  (jue  «campo»  está  escrito  con  minúscula  y  la  aclara- 
ción holgaba,  infiero  que  Cervantes  puso  especial  empaño  en  ocultar  los 
verdadenjs  pasos  del  Hidalgo,  como  se  verá  en  la  nota  siguiente. 


(si  algunos  tuviera).  Casi  todo  aquel  día  caminó  sin  aconteccrle  cosa  que 
de  contar  fuese,  de  lo  cual  se  desesperaba,  porque  quisiera  topar  luego 
con  quien  hacer  experiencia  del  valor  de  su  fuerte  brazo.  Autores  hay  que 
dicen,  que  la  primera  aventura  que  le  avino,  fué  la  del  puerto  Lapice, 
otros  dicen,  que  la  de  los  molinos  de  viento.  (1). 

(1)  Si  pasas  la  vista  por  el  adjunto  gráfico,  querido  lector,  ol^servarás 
que  el  lugar  fijado  por  los  investigadores  (La  Argamasilla,  ó  Lugar  nuevo 
como  decimos  los  manchegos)  se  halla  fuera  de  la  jurisdicción  de  Mon- 
tiel,  por  lo  cual  habrá  que  convenir  en  que  Don  Qaixote  salió  con  direc- 
ción al  S.,  y  en  alas  del  deseo,  envuelto  en  una  ráfaga  de  buen  viento, 
aunque  contrario,  ó  á  causa  de  la  ojeriza  que  le  tenían  los  encantadores 
(que  será  lo  más  cierto),  vino  á  caer  por  desdicha  diez  ó  doce  leguas 
más  al  N.;  pero  lo  que  dicen  que  se  pudo  averiguar,  es  que  Eolo  soplaba 
con  fuerza  escasa,  pues  por  la  poca  elevación  con  que  efectuó  el  vi&je 
nuestro  Caballero,  le  recogieron  prendido  de  un  chaparro  en  el  puerto. 
Un  poquito  más...  y  verás  con  qué  facilidad  se  desenvuelve  la  parte  sutil 
de  este  enmarañado  negocio. 

Según  consta  por  relación  topográfica  que  los  vecino.'?  de  Villa-Harta 
(hoy  Villarta  de  San  Juan)  remitieron  al  Gobierno  en  1573,  *en  el  sitio 
al  N.  de  la  villa  y  /unto  á  la  venta  del  puerto  Lapice,  se  había  llevado  á  cabo 
el  rompimiento  de  un  puerto,  j^ara  facilitar  la  comunicación  C07i  Andalucía  y 
¡as  provincias  orientales  del  S.  E.»  Por  tanto,  la  importancia  que  le  conce- 
dió Cervantes  es  ilusoria,  tomando  por  los  cabellos  la  ocasión  de  la  no- 
vedad que  ofrecía,  y,  al  propio  tiempo,  sirviéndose  de  su  insignificancia 
para  hacer  indicaciones  de  gran  mérito,  que  no  han  sido  apreciadas. 

Puerto  Lapice  viene  del  Portus  Lápidum  de  los  romanos,  y  Cervantes, 
por  medio  de  deducciones  lógicas,  nos  obliga  á  pensar: 
1.0     Que  con  un  lápiz  ó  carboncillo,  escribió  su  obra;  y 
2.0     Que  por  Lápidum,  profundizando  en  las  investigaciones,  se  podría 
llegar  á  conocer  el  nombre  del  pueblo  que  él  no  quiso  decir. 

Luego  que  Cervantes  tuvo  otra  intención  al  hacer  esta  cita,  es  inne- 
gable; ¿cuál  sería...?  En  todos  los  cuadros  que  tan  magistralmente  nos 
pinta,  y  con  un  derroche  de  inmenso  poderío,  muestra  una  divinidad 
arrebujada  graciosamente  entre  los  pliegues  de  finísima  gasa,  recamada 
de  dorados  reflejos:  por  esta  causa,  aunque  su  hermosura  nos  deslumbre, 
se  debe  insistir  con  tenaz  fijeza  profundizando  en  el  fondo  de  sus  hirien- 
tes destellos  hasta  escudriñar  su  interior.  «Achacarle  que  cometió  errores, 
sufrió  distracciones  ó  se  olvidaba  de  lo  que  escribía»,  debe  considerarse 
como  pobre  artificio  que  usaron  los  que,  en  su  inopia,  tacharon  de  «ita- 
lianismos»  los  saladísimos  giros  del  más  castizo  decir. 

La  humorada,  «que  en  un  lugar  de  la  Mancha»,  etc.,  juntamente  con  la 
creación  de  «Académicos  Argamasillescos»,  llamar  los  naturales  del  pais 
Lugar  nuevo  á  «La  Argamasilla»,  citar  al  «puerto  Lapice»,  y  nombrar  al 
«campo  de  Montiel»,  causas  fueron  en  mi  sentir  de  tan  general  trans- 
torno; pero  aun  así,  la  mayor  y  más  grande  parte  de  culpa  corresponde  á 
los  que  han  dado  las  gentes  en  llamar  «investigadores»,  que,  con  un  des- 
parpajo punible,  hicieron  gala  de  su  superficialidad. 

lia  Argamasilla  á  que  hace  alusión  Cervantes,  es  la  otra,  la  de  Cala- 


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Pero  lo  que  yo  he  podido  averiguar  en  este  caso,  y  lo  que  he  hallado 
escrito  en  los  Anales  de  la  mancha,  es,  que  él  anduvo  todo  aquel  día,  y  al 
anochecer,  su  rocín,  y  él  se  hallaron  cansados,  y  muertos  de  hambre:  y  que 
mirando  á  todas  partes,  por  ver  si  descubriría  algún  castillo,  ó  alguna  ma- 


trava,  con  abolengo  ilustre  muy  bien  ganado  en  tiempo  de  las  Cruzadas: 
allí  se  encontrarán  rastros  verídicos  y  abundantes  de  generaciones  hidal- 
gas, como  los  Rosales,  los  Maestre,  los  Corchado,  los  Salido,  los  Sánchez- 
Tirado,  los  Rodríguez-Tardío...  y  alguno  que  otro  Medrano  y  Pasamente; 
hallándose  enclavada  dentro  del  Campo  de  operaciones  de  Don  Quixote. 

Como  en  aquel  rinconcinco  se  ha  participado  de  la  creencia  tan  gene- 
ralizada de  ser  este  libro  una  sátira  burlesca  contra  los  manchegos,  no 
tiene  nada  de  particular  el  que  mis  paisanos,  guiándose  por  apariencias 
engañosas  (esparcidas  malévolamente  por  los  que  en  su  tiempo  aparen- 
taban no  entenderlo),  hayan  guardado  un  silencio  absoluto;  pero  bueno 
será  advertirles   «que  de  lo  dicho  no  hay  nada»,  como  verá  el  que  leyere. 

Usa  Cervantes  del  «campo  de  Montiel»  por  contraposición  al  «campo 
de  Calatrava»,  subsistiendo  aún  la  causa  que  justifica  este  equivoco:  «La 
indiferencia  con  que  miramos  los  grandes  problemas  que  nos  afectan,  y 
el  estúpido  ardor  que  ponemos  en  lo  que  no  nos  importa».  Me  apoyo  en 
la  historia.  Por  haber  dado  muerte  el  de  Trastamara  á  su  hermano  el  Rey 
D.  Pedro  en  Montiel,  hubieron  de  confeccionarse  historias,  cuyas  exage- 
radas leyendas  encontraron  sanción  en  la  General;  y  como  quiera  que 
el  hecho  en  sí  no  merecía  la  importancia  que  se  le  ha  concedido  (pues  se 
resolvió  de  la  manera  más  favorable  para  los  españoles),  Cervantes, 
gran  observador,  nos  lo  echa  en  cara,  «contraponiéndolo  por  su  pequenez 
á  una  serie  de  lances  ininterrumpida  durante  varios  siglos,  que  por  su 
grandeza  merecían  especial  detalle  y  permanecen  en  la  oscuridad.» 

Para  que  la  orientación  sea  exacta,  sirviendo  de  comprobante  á  lo  que 
digo,  mídanse  las  distancias  que  median  entre  Argamasilla  de  Alba  y 
puerto  Lapice,  y  Argamasilla  de  Calatrava  y  el  puerto  del  Muradal;  ob- 
sérvese, que  el  campo  de  Montiel  cae  al  S.  y  fuera  de  la  trayectoria  á  re- 
correr entre  ¡a  de  Alba  y  puerto  Lapice,  debiendo  su  celebridad  á  un  suce- 
so solamente:  por  tanto,  su  valor  bajo  cualquier  punto  de  vista  que  se 
mire,  es  cero. 

Pero  corriéndose  hacia  el  O.,  ¡ya  es  otra  cosa!,  aunque  la  Historia  sea 
parca  en  alabanzas.  Allí  se  encuentra  el  campo  de  Calatrava,  célebre  por 
haber  sido  teatro  de  grandes  y  casi  increíbles  hazañas;  y  en  su  confín  S.  O. 
una  región  desconocida  (como  Urgnnda)  que  en  la  antigüedad  se  llamó:  LA 
BETURIA.  ¡Región  misteriosa,  cuya  densísima  oscuridad  impide  averi- 
guaciones! ¡Mansión  intangible  para  los  historiadores,  qué  oculto  poder 
imprimieron  los  dioses  á  tu  nombre  para  causar  tanto  respeto?  Perdóna- 
me, si  por  un  exceso  de  curiosidad  penetro  en  tus  soledades:  no  temas  que 
rasgue  tus  vestiduras:  ¡son,  para  mí,  sagradas! 

Perteneció  al  confuso  estado  de  Thurro,  Bey  de  Alcea,  después  Alces, 
conocida  en  la  actualidad  por  Alcázar  de  San  Juan;  Tito  Sempronio  Graco 
lo  derrotó,  cogiendo  prisioneros  á  sus  dos  hijos  y  á  su  hija. 

Pero  antes  de  este  suceso,  cuenta  la  tradición,  de  Miguel,  que  habién- 


—  79  - 

dolé  mandado  ou  padre  guardar  el  extremo  O.  del  territorio,  construyó 
entre  otras,  una  torre,  para  comunicarse  con  las  avanzadas  de  sus  domi- 
nios y  en  ella  fijó  su  residencia.  Su  hermano  Gil,  en  medio  de  extensa 
llanura  abrió  un  pozo,  levantó  una  casa,  labró  su  huerta,  y  por  mucho 
tiempo  vivió  en  un  espléndido  aislamiento. 

Gracias  á  un  aparato  de  trasmisión,  marca  manchega,  se  ha  podido 
averiguar  que  la  Torre  de  Miguel  es  ahora  Miguel-turra,  y  el  Pozo-seco 
(porque  estaba  en  tierras  de  secano,  pues  bien  desmintió  el  mote  cuando 
Alfonso  Vm  dio  de  beber  á  todo  su  ejército  en  1212,  y  en  algún  año  de 
sequía  que  presenció  Hamete),  se  llamó  por  mucho  tiempo  Pozo  seco  de 
don  OH.  Alfonso  X,  fundó  un  pueblo  amurallado  con  la  denominación  de 
Villa-real  y  en  la  actualidad  lo  conocemos  por  Ciudad-Real.  Hallándose 
comprendidos  estos  pueblos  en  la  región  que  gobernó  el  moro  Raabah, 
fundador  del  castillo  de  su  nombre,  que  denomina  á  toda  la  comarca. 

¿Habrá  alguno  que  ignore  la  existencia  de  una  Orden  de  Caballeros 
Cristianos  que  se  llamaban  Calatrabos?  Lo  dudo.  Pero  hasta  que  se  creó 
esta  institución,  ¿qué  pasó  allí?  Entonemos  un  himno  en  el  lugar  que  dejó 
vacío  la  Historia. 

Esa  condición  sequereña  de  su  suelo,  que  guarda  perfecta  armonía  con 
el  carácter  de  sus  hijos,  le  acarreó  el  calificativo  de  Mancha...  mancha 
maldital...  ¡/Bendita  sea  La  Mancha!!...  ¡IMogollo  de  los  de  mi  casta  que 
me  legaron  su  sangre,  sus  bríos  y  su  quixotismo!  ¡Huesa  infinita  de  inno- 
minados mártires  que  se  sacrificaron  en  aras  de  la  independencia  españo- 
la, con  el  significativo  lema:  Por  su  madre,  por  su  fe  y  por  su  hogar!  ¡Tierra 
santificada  con  la  sangre  de  sus  hijos  (¡por  eso  es  roja!)  que  sin  medir  los 
pehgros  se  lanzaron  á  la  peleal  ¡Pechos  generosos  que  servísteis  de  muro 
contentivo  á  las  hordas  agarenas,  qué  fué  de  vuestro  esfuerzo?....  La  His- 
toria, calla;  vuestros  hermanos,  os  vilipendian.  Pero  no  os  importe:  por 
mucha  cantidad  de  malicia  que  acumulen  los  detractores,  nunca  será  bas- 
tante á  perturbar  el  tranquilo  sueño  que  gozáis  en  la  mansión  de  los  ele- 
gidos. Podrán  los  mahgnos  encantadores  con  artes  de  su  cosf^cha  tergiver- 
sar vuestros  méritos,  pero,  ¿hacerlos  desaparecer?  ¡Imposible!  ¡Los  escri- 
bisteis con  la  sangre  de  honrosísimas  heridas  sobre  el  suelo  que  os  sustenta; 
en  las  piedras  de  los  matorrales;  en  los  peñascos  de  las  sierras;  en  la  cor- 
teza de  viejísimas  encinas  (secreto  imperturbable  de  los  tiempos);  y  cuan- 
do llevan  agua  vuestros  riachuelos,  al  través  de  su  transparencia  argentada 
dejan  ver  á  modo  de  señales...  que  son  los  signos  de  tan  grandiosa  histo- 
toria!...  ¿Que  no  aciertan  á  descifrarlos?  ¡No  importa!  Esos  caracteres  deno- 
tan origen  gentílico;  y  ahora  escasean  los  escudriñadores  de  cosas  antiguas. 
Por  eso  no  se  le  ha  concedido  gran  valor  á  una  alhaja  manchega,  pero  yo 
haré  resaltar  su  mérito. 

Después  de  pasar  revista  á  las  tropas  en  Salvatierra  y  acordado  por  los 
caudillos  cristianos  el  acometer  á  los  sarracenos,  ¿á  quién  dirás,  lector,  que 
dan  el  caUficativo  de  t héroe  de  la  jornada»?  El  Cronista  ocular  de  aquel 
suceso  extraordinario.  Arzobispo  D.  Rodrigo,  y  los  que  le  sucedieron  en  el 
comento  de  nuestra  Historia,  se  remontan  á  regiones  indistintas  para  arre- 
batar la  gloria...  á  un  pobre  pastor  manchego.  Y  eso,  no:  se  llamaba /Jíar- 
tin  Halaja  Gotrán!,  y  su  nombre  debe  grabarse  en  los  corazones  de  cuan- 
tos alienten  sangre  española. 

Por  su  humilde  profesión  conocía  admirablemente  los  desfiladeros  de 


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jada  de  pastores  donde  recogerse,  y  adonde  pudiese  remediar  su  mucha 
necesidad:  vio  no  lejos  del  camino  por  donde  iba,  una  venta,  que  fué  como 
si  viera  una  estrella,  que  á  los  portales,  sino  á  los  alcázares  de  su  reden- 
ción, le  encaminaba.  Diose  priesa  á  caminar,  y  llegó  á  ella  á  tiempo  que 
anochecía  (1). 


los  Montes  Marianos;  se  ofreció  á  guiarlos,  y  loa  condujo  por  el  puerto  de 
Murada!  á  la  victoria.  Agregando,  cuantos  de  esto  escribieron,  que  desapare- 
ció. ¡Y  pensar  que  el  Héroe  moriría  en  el  com batel  Pero  no:  esto  es  una 
quimera.  ¡Vive  en  las  desconocidas  regiones  de  la  gloria,  donde  moran  in- 
contable número  de  manchegos  que  ofrendaron  su  vida  á  su  Dios  y  á  su 
Patria!  ¡Dichosos  ellos  que  haciendo  alarde  de  una  fe  sentida  (lo  mismo 
que  ahora),  escalaron  los  empíricos  aposentos!  Cristianos  sin  mancilla; 
enamorados  de  im  ideal;  esforzados  con  silencioso  tesón;  oriundos  de  una 
raza  brava  y  altruista;  sois  dignos  de  figurar  por  vuestros  titánicos  esfuer- 
zos á  la  cabeza  de  los  más  afamados  Caballeros  que  ha  tenido  el  mundo, 
¡PORQUE  SOIS  DE  LA  MANCHA! 

Ahora,  dime,  lector,  ¿fueron  justos  los  historiadores? 

(1)  Prepárate,  lector,  para  recibir  en  tu  gracia  una  revelación  traduci- 
da al  castellano  de  un  libro  escrito  en  manchego. 

La  Venta  que  produjo  tanto  trastorno  en  algunos  cerebros,  se  halla  si- 
tuada en  la  Sierra  del  S.  del  Valle  de  Alcudia,  precisamente  adonde  va  á 
morir  la  ladera  meridional  del  Monte  Judío.  Es  de  antigüedad  remota,  y 
punto  de  reunión  de  los  dos  caminos  de  herradura  que,  por  distintos  sitios 
de  la  provincia  de  Toledo,  atravesaban  la  de  Ciudad-Real  para  dirigirse  á 
las  de  Córdoba  y  Sevilla. 

En  la  preciosa  novela  de  Rinconete  y  Cortadillo  se  hace  mención  de  laa 
Ventas  del  Molinillo  y  del  Alcalde^  que  sin  duda  fueron  los  puntos  que  tocó 
á  su  paso  para  Andalucía. 

La  Venta  del  Molinillo,  propiamente  dicha,  se  halla  enclavada  en  el 
Monte  de  la  Estrella  al  N.  de  la  provincia  de  Ciudad  Real;  pero  como  Cer- 
vantes señala  dos  bajo  una  sola  denominación,  no  estará  demás  explicar 
en  qué  consiste  esta  mutación. 

Dice  tan  habilidoso  prestidigitador:  En  la  Vetita  del  Molinillo  que  está 
puesta  en  los  fines  de  los  campos  de  Alcudiaj  como  vamos  de  Castilla  á  la  An- 
dalucía... Como  podrá  observarse,  nombra  á  la  del  N.,  pero  refiriéndose 
á  un  suceso  acaecido  en  la  del  S.;  y  es  que  á  ésta  la  llamaban  así  por  su 
proximidad  al  Molino  del  Campillo. 

Nuestro  genial  artista,  que  gozaba  lo  indecible  donnitando,  mediante 
una  sencillísima  contracción  que  le  dieron  hecha  las  gentes  de  aquellos 
contornos,  comprendió  á  ambas  bajo  un  solo  epígrafe.  Véase: 

Veyíta  del  Molino  Campillo. 


Venta  del  Molin illo. 


Este  resultado  lo  confirma  Cervantes  cuando  más  adelante  refiere  qtie 
una  tropa  de  á  caballo  pasó  por  allí  é  iban  á  sestear  á  la  Venta  del  Alcalde, 
distante  media  legíia,  pero  se  le  olvidó  agregar  manchega.  Y  como  el  autor 


—  81   — 


Estaban  acaso  á  la  puerta  dos  mujeres  mozas,  destas  que  llaman  del 
.partido,  las  cuales  iban  á  Sevilla  con  unos  arrieros,  que  en  la  venta  aque- 
lla noche  acertaron  á  hacer  jornada:  y  como  á  nuestro  aventurero,  todo 
cuanto  pensaba,  veía,  ó  imaginaba,  le  parecía  ser  hecho,  y  pasar  al  modo 
■de  lo  que  había  leído,  luego  que  vio  la  venta,  se  le  representó  que  era  un 
castillo  con  sus  cuatro  torres,  y  capiteles  de  luciente  plata,  sin  faltarle  su 
puente  levadiza,  y  honda  cava,  con  todos  aquellos  adherentes  que  seme- 
jantes castillss  se  pintan.  Fuese  llegando  á  la  venta  (que  á  el  le  parecía 
castillo),  y  á  poco  trecho  della,  detuvo  las  riendas  á  Eocinante,  esperando 
que  algún  enano  se  pusiese  entre  las  almenas,  á  dar  señal  con  alguna  trom- 
peta, de  que  llegaba  caballero  al  castillo.  Pero  como  vio  que  se  tardaban, 
y  que  Rocinante  se  daba  priesa  por  llegar  á  la  caballeriza,  se  llegó  á  la 
puerta  de  la  venta,  y  vio  á  las  dos  distraídas  mozas  que  allí  estaban,  que 
á  él  le  parecieron  dos  hermosas  doncellas,  ó  dos  graciosas  damas,  que  de- 
lante de  la  puerta  del  castillo  se  estaban  solazando.  En  esto  sucedió  acaso, 
que  un  porquero  que  andaba  recogiendo  de  unos  rastrojos  una  manada  de 
puercos  (que  sin  perdón  así  se  llaman)  tocó  un  cuerno,  á  cuya  señal  ellos 
se  recogen,  y  al  instante  se  le  representó  á  don  Quixote  lo  que  deseaba, 
que  era  que  algún  enano  hacía  señal  de  su  venida,  y  así  con  extraño  con- 
tento llegó  á  la  venta,  y  á  las  damas.  Las  cuales  como  vieron  venir  un 
hombre  de  aquella  suerte,  armado,  y  con  lanza,  y  adarga,  llenas  de  miedo 
se  iban  á  entrar  en  la  venta:  pero  don  Quixote,  coligiendo  por  su  huida  su 
miedo,  alzándose  la  visera  de  papelón,  y  descubriendo  su  seco,  y  polvoroso 
•íostro,  con  gentil  talante,  y  voz  reposada  les  dijo:  Non  fuyan  las  vuestras 


establece  un  símil  diabólico,  habré  de  aclararte  en  qué  consiste,  aunque  á 
medias. 

Desde  la  Venta  del  Jlhlinillo  á  la  en  que  armaron  Caballero  á  Don  Qui- 
xote hay  poco  más  de  media  legua,  pero  de  ningún  modo  pudo  referirse  á 
l<i  del  Alcalde,  distante  más  de  tres,  sino  para  establecer  una  comparación 
que  aún  rueda  de  lengua  en  lengua,  sin  que  se  pueda  concretar  su  proce- 
dencia y  si  tienen  razón  ó  no  los  murmuradores. 

Se  llamó  y  se  llama  La  Venta  del  puerto  del  Mochuelo,  conocida  en  toda 
la  región,  y  debe  su  celebridad  á  que  el  Ventero  fué  un  capitán  de  saltea- 
dores que  terminó  su  historia  en  Peralvillo  á  manos  de  los  de  la  Santa  Her- 
mandad. 

¿\'erdad,  lector,  que  trascienden  á  rancias  estas  leyendas?  Aquella.s 
gentes  todo  lo  archivan;  pero  de  la  del  Alcalde-Mochuelo,  algo  se  dirá  en 
su  tiempo. 

(Véase  el  gráfico  de  la  página  siguiente). 

6 


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mercedes,  nin  teman  desaguisado  alguno,  ca  á  la  orden  de  caballería  que 
profeso,  non  toca,  ni  atañe  facerle  á  ninguno,  cuanto  más  á  tan  altas  don- 
cellas como  vuestras  presencias  demuestran.  Mirábanle  las  mozas,  y  anda- 
ban con  los  ojos  buscándole  el  rostro,  que  la  mala  visera  le  encubría.  Mas 
como  se  03'eron  llamar  doncellas,  cosa  tan  fuera  de  su  profesión,  no  pu- 
dieron tener  la  risa,  y  fué  de  manera,  que  don  Quixote  vino  á  correrse,  y 
á  decirles:  Bien  parece  la  mesura  en  las  fermosas,  y  es  mucha  sandez  ade- 
más la  risa,  que  de  leve  causa  procede:  pero  non  vos  lo  digo  porque  os 
acuitedes,  ni  mostredes  mal  talante,  que  el  mío  non  es  al,  que  de  serviros. 
El  lenguaje  no  entendido  de  las  señoras,  y  el  mal  talle  de  nuestro  caba- 
llero acrecentaba  en  ellas  la  risa,  y  en  él  el  enojo,  y  pasara  muy  adelante, 
si  á  aquel  punto  no  saliera  el  ventero,  hombre  que  por  ser  muy  gordo,  era 
muy  pacífico,  el  cual  viendo  aquella  figura  contrahecha,  armada  de  armas 
tan  desiguales,  como  eran  la  brida,  lanza,  adarga,  y  coselete  no  estuvo  en 
nada  en  acompañar  á  las  doncellas  en  las  muestras  de  su  contento.  Mas  en 
efecto,  temiendo  la  máquina  de  tantos  pertrechos,  determinó  de  hablarle 
comedidamente,  y  así  le  dijo:  Si  vuestra  merced,  señor  caballero,  busca 
posada,  amén  del  lecho  (porque  en  esta  venta  no  hay  ninguno)  todo  lo  de- 
más se  hallará  en  ella  en  mucha  abundancia:  Viendo  don  Quixote  la  hu- 
mildad del  Alcaide  de  la  fortaleza  (que  tal  le  pareció  á  él  el  ventero,  y  la 
venta)  respondió:  Para  mí  señor  Castellano,  cualquiera  cosa  basta,  porque 
mis  arreos  son  las  armas,  mi  descanso  el  pelear,  etc.  Pensó  el  huésped, 
que  el  haberle  llamado  Castellano,  había  sido  por  haberle  parecido  de  los 
sanos  de  Castilla,  aunque  él  era  Andaluz,  y  de  los  de  la  playa  de  Sanlucar, 
no  menos  ladrón  que  Caco,  ni  menos  maleante  que  estudiante,  ó  paje,  y 
así  le  repondió:  Según  eso,  las  camas  de  vuestra  merced  serán  duras  pe- 
ñas, y  su  dormir  siempre  velar:  y  siendo  así,  bien  se  puede  apear,  con  se- 
guridad de  hallar  en  esta  choza  ocasión,  y  ocasiones  para  no  dormir  en 
todo  un  año,  cuanto  más  en  una  noche.  Y  diciendo  esto,  fué  á  tener  del 
estribo  á  don  Quixote,  el  cual  se  apeó  con  mucha  dificultad,  y  trabajo  (como 
aquél  que  en  todo  aquel  día  no  se  había  desayunado).  Dijo  luego  al  hués- 
ped, que  le  tuviese  mucho  cuidado  de  su  caballo,  porque  era  la  mejor 
pieza  que  comía  pan  en  el  mundo.  Miróle  el  ventero,  y  no  le  pareció  tan 
bueno  como  don  Quixote  decía,  ni  aun  la  mitad:  y  acomodádole  en  la  ca- 
balleriza, volvió  á  ver  lo  que  su  huésped  mandaba,  al  cual  estaban  desar- 
mando las  doncellas  (que  ya  se  habían  reconciliado  con  él)  las  cuales,  aun- 
que le  habían  quitado  el  peto,  y  el  espaldar,  jamás  supieron,  ni  pudieron 
desencajarle  la  gola,  ni  quitarle  la  contrahecha  celada,  que  traía  atada 


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con  unas  cintas  verdes,  y  era  menester  cortarlas  por  no  poderse  quitar  los 
nudos,  mas  él  no  lo  quiso  consentir  en  ninguna  manera:  y  asi  se  quedó 
toda  aquella  noche  con  la  celada  puesta,  que  era  la  más  graciosa,  y  extraña 
figura  que  se  pudiera  pensar:  y  al  desarmarle  (como  él  se  imaginaba  que 
aquellas  traídas,  y  llevadas  que  le  desarmaban,  eran  algunas  principales 
señoras,  y  damas  de  aquel  castillo)  les  dijo  con  mucho  donaire:  Nunca 
fuera  caballero  de  damas  tan  bien  servido,  como  fuera  don  Quixote  cuando 
de  su  aldea  vino,  doncellas  curaban  del.  Princesas  de  su  rocino.  O  Rocinan- 
te, que  éste  es  el  nombre,  señoras  mias,  de  mi  caballo,  y  don  Quixote  de  la 
mancha  el  mío:  que  puesto  que  no  quisiera  descubrirme,  fasta  que  las  faza- 
ñas  fechas  en  vuestro  servicio,  y  pro,  me  descubrieran,  la  fuerza  de  aco- 
modar al  propósito  presente  este  romance  viejo  de  Lanzarote,  ha  sido  causa 
que  sepáis  mi  nombre  antes  de  toda  sazón:  pero  tiempo  vendrá  en  que  las 
vuestras  señorías  me  manden,  y  yo  obedezca,  y  el  valor  de  mi  brazo  descu- 
bra el  deseo  que  tengo  de  serviros.  Las  mozas  que  no  estaban  hechas  á  oir 
semejantes  retóricas,  no  respondían  palabra,  sólo  le  preguntaron,  si  quería 
comer  alguna  cosa.  Cualquiera  yantaría  yo,  respondió  don  Quixote,  porque 
á  lo  que  entiendo,  me  haría  mucho  al  caso.  A  dicha  acertó  á  ser  Viernes 
aquel  día:  y  no  había  en  toda  la  venta  sino  unas  raciones  de  un  pescado,  que 
en  Castilla  llaman  abadejo,  y  en  Andalucía  bacalao:  y  en  otras  partes  cura- 
dillo, y  en  otras  truchuela.  Preguntáronle,  si  por  ventura  comería  su  merced 
truchuela,  que  no  había  otro  pescado  que  darle  de  comer.  Como  haya  mu- 
chas truchuelas,  respondió  don  Quixote,  podrán  servir  de  una  trucha,  porque 
eso  me  dá  que  me  den  ocho  reales  en  sencillos,  que  en  una  pieza  de  á  ocho. 
Cuanto  más  que  podría  ser  que  fuesen  estas  truchuelas  como  la  ternera  que 
es  mejor  que  la  vaca,  y  el  cabrito  que  el  cabrón.  Pero  sea  lo  que  fuere, 
venga  luego,  que  el  trabajo,  y  peso  de  las  armas,  no  se  puede  llevar  sin  el 
gobierno  de  las  tripas.  Pusiéronle  la  mesa  á  la  puerta  de  la  venta,  por  el 
fresco,  y  trájole  el  huésped  una  porción  del  mal  remojado,  y  peor  cocido  ba- 
calao, y  un  pan  tan  negro,  y  mugriento  como  sus  armas:  pero  era  materia 
de  grande  risa  verle  comer,  porque  como  tenía  puesta  la  celada,  y  alzada  la 
visera,  no  podía  poner  nada  en  la  boca  con  sus  manos,  si  otro  no  se  lo  daba, 
y  ponía,  y  así  una  de  aquellas  señoras  servía  deste  menester:  mas  al  darle  de 
beber  no  fué  posible,  ni  lo  fuera,  si  el  ventero  no  horadara  una  caña,  y  pues- 
to el  un  cabo  en  la  boca,  por  el  otro  le  iba  echando  el  vino:  y  todo  esto  lo  re- 
cibía en  paciencia,  á  trueco  de  no  romper  las  cintas  de  la  celada.  Estando  en 
esto,  llegó  acaso  á  la  venta  un  castrador  de  puercos,  y  así  como  llegó,  sonó 
su  silvato  de  cañas,  cuatro,  ó  cinco  veces,  con  lo  cual  acabó  de  confirmar 


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don  Quixote,  que  estaba  en  algún  famoso  castillo,  y  que  le  servían  con  mú- 
sica, y  que  el  abadejo  eran  truchas,  el  pan  candeal,  y  las  rameras  damas:  y 
el  ventero,  Castellano  del  castillo,  y  con  esto  daba  por  bien  empleada  su 
determinación,  y  salida.  Mas  lo  que  más  le  fatigaba,  era  el  no  verse  armado 
caballero,  por  parecerle  que  no  se  podría  poner  legítimamente  en  aventura 
alguna,  sin  recibir  la  orden  de  caballería. 


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CAPITULO  III 

Donde  se  cuenta  la  graciosa  manera  que  tuvo 
don  Quixote  en  armarse  caballero 

T  así  fatigado  deste  pensamiento,  abrevió  su  venteril,  y  limitada  cena, 
la  cual  acabada  llamó  al  ventero,  y  encerrándose  con  él  en  la  caballeriza, 
se  hincó  de  rodillas  ante  el,  diciéndole:  No  me  levantaré  jamás  de  donde 
estoy,  valeroso  caballero,  hasta  que  la  vuestra  cortesía  me  otorgue  un  don 
que  pedirle  quiero,  el  cual  redundará  en  alabanza  vuestra,  y  en  pro  del 
género  humano.  El  ventero  que  vio  á  su  huésped  á  sus  pies,  y  oyó  seme- 
jantes razones,  estaba  confuso  mirándole,  sin  saber  qué  hacerse,  ni  decirle, 
y  porfiaba  con  el  que  se  levantase,  y  jamás  quiso,  hasta  que  le  hubo  de 
decir  que  él  le  otorgaba  el  don  que  le  pedía.  No  esperaba  yo  menos  de  la 
gran  magnificencia  vuestra,  señor  mío,  respondió  don  Quiiote,  y  así  os 
digo,  que  el  don  que  os  he  pedido,  y  de  vuestra  liberalidad  me  ha  sido 
otorgado,  es,  que  mañana  en  aquel  día  me  habéis  de  armar  caballero:  y 
esta  noche  en  la  capilla  deste  vuestro  castillo  velaré  las  armas,  y  mañana, 
como  tengo  dicho,  se  cumplirá  lo  que  tanto  deseo,  para  poder,  como  se 
debe,  ir  por  todas  las  cuatro  partes  del  mundo,  buscando  aventuras  en  pro 
de  los  menesterosos,  como  está  á  cargo  de  la  caballería,  y  de  los  caballeros 
andantes,  como  soy  yo,  cuyo  deseo  á  semejantes  hazañas  está  inclinado. 
El  ventero  (que  como  está  dicho)  era  un  poco  socarrón,  y  ya  tenía  algunos 
barruntos  de  la  falta  de  juicio  de  su  huésped,  acabó  de  creerlo  cuando 
acabó  de  oír  semejantes  razones:  y  por  tener  que  reir  aquella  noche,  de- 
terminó de  seguirle  el  humor,  y  así  le  dijo,  que  andaba  muy  acertado  en 
lo  que  deseaba,  y  que  tal  propuesto  era  propio,  y  natural  de  los  caballeros 
tan  principales,  como  él  parecía,  y  como  su  gallarda  presencia  mostraba: 
y  que  él  asimismo  en  los  años  de  su  mocedad,  se  había  dado  á  aquel  hon- 
roso ejercicio,  andando  por  diversas  partes  del  mundo,  buscando  sus  aven- 
turas, sin  que  hubiese  dejado  los  percheles  de  Málaga,  islas  ác  Riarán, 
compás  de  Sevilla,  azoguejo  de  Segovia,  la  olivera  de  Valencia,  rondilla  de 
Granada,  playa  de  Sanlucar,  potro  de  Córdoba,  y  las  Teudillas  de  Toledo, 
y  otras  diversas  partes,  donde  había  ejercitado  la  ligereza  de  sus  pies, 


87- 

sutileza  de  sus  manos,  haciendo  muchos  tuertos,  recuestando  muchas  viu- 
das, deshaciendo  algunas  daac9llas,  y  engañando  á  algunos  pupilos,  y 
finalmente  dándose  á  conocer  por  cuantas  audiencias,  y  tribunales  hay  casi 
en  toda  España:  y  que  á  lo  último  se  había  venido  á  recoger  á  aquel  su 
«astillo,  donde  vivía  con  su  hacienda,  y  con  las  agenas,  recogiendo  en  él 
á  todos  los  caballeros  andantes,  de  cualquiera  calidad,  y  condición  que  fue- 
sen, sólo  por  la  mucha  afición  que  les  teníü,,  y  porque  partiesen  con  él 
de  sus  haberes,  en  pago  de  su  buen  deseo.  Díjole  también,  que  en  aquel 
su  castillo  no  había  capilla  alguna  donde  poder  velar  las  armas,  porque 
estaba  derribada  para  hacerla  de  nuevo:  pero  que  en  caso  de  necesidad,  él 
sabía  que  se  podían  velar  dondequiera,  y  que  aquella  noche  las  podría 
velar  en  un  patio  del  castillo,  que  á  la  mañana,  siendo  Dios  servido,  se 
harían  las  debidas  ceremonias,  de  manera  que  él  quedase  armado  caba- 
llero, y  tan  caballero  que  no  pudiese  ser  más  en  el  mundo.  Preguntóle  si 
traía  dineros,  respondió  don  Quixote,  que  no  traía  blanca,  porque  él  nunca 
había  leído  en  las  historias  de  los  caballeros  andantes,  que  ninguno  los  hu- 
biese traído.  A  esto  dijo  el  ventero,  que  se  engañaba,  que  puesto  caso  que 
en  las  historias  no  se  escribía,  por  haberles  parecido  á  los  autores  dalla, 
que  no  era  menester  escribir  una  cosa  tan  clara,  y  tan  necesaria  de  traerse, 
como  eran  dineros,  y  camisas  limpias,  no  por  eso  se  había  de  creer,  que  no 
los  trajeron:  y  así  tuviese  por  cierto,  y  averiguado,  que  todos  los  caballeros 
andantes,  de  que  tantos  libros  están  llenos,  y  atestados,  llevaban  bien  he- 
rradas las  bolsas  por  lo  que  pudiese  sucederles,  y  que  asimismo  llevaban 
camisas,  y  una  arqueta  pequeña  llena  de  ungüentos,  para  curar  las  heridas 
que  recibían,  porque  no  odas  veces  en  los  campos,  y  desiertos  donde  se 
combatían,  y  salían  heridos,  había  quien  los  curase,  si  ya  no  era,  que 
tenían  algún  sabio  encantador  por  amigo,  que  luego  los  socorría,  trayendo 
por  el  aire  en  alguna  nube  alguna  doncella,  ó  Enano,  con  alguna  redoma 
de  agua  de  tal  virtud,  que  en  gustando  alguna  gota  della,  luego  al  punto 
quedaban  sanos  de  sus  llagas,  y  heridas,  como  si  mal  alguno  hubiesen 
tenido:  mas  que  en  tanto  que  esto  no  hubiese,  tuvieron  los  pasados  caba- 
lleros por  cosa  acertada,  que  sus  escuderos  fuesen  provistos  de  dineros,  y 
de  otras  cosas  necesarias,  como  eran  hilas,  y  ungüentos  para  curarse:  y 
cuando  sucedía,  que  los  tales  caballeros  no  tenían  escuderos  (que  eran 
pocas,  y  raras  veces)  ellos  mismos  lo  llevaban  todo  en  unas  alforjas  muy 
sutiles,  que  casi  no  se  parecían,  á  las  ancas  del  caballo,  como  que  era  otra 
cosa  de  más  importancia:  porque  no  siendo  por  ocasión  semejante,  esto  de 
llevar  alforjas,  no  fué  muy  admitido  entre  los  caballeros  andantes:  y  por 


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esto  le  daba  por  consejo,  pues  aún  se  lo  podía  mandar  como  á  su  ahijado» 
que  tan  pronto  lo  había  de  ser,  que  no  camínase  de  alli  adelante  sin  dine- 
ros, y  sin  las  precaucioues  recibidas,  y  que  vería  cuan  bien  se  hallaba  con 
ellas,  cuando  menos  lo  esperase.  Prometióle  don  Quixote,  de  hacer  lo  que 
se  le  aconsejaba  con  toda  puntualidad:  y  así  se  dio  luego  orden  como  ve- 
lase las  armas,  en  un  corral  grande  que  á  un  lado  de  la  venta  estaba,  y 
recogiéndolas  don   Quíxote  todas,  las  puso  sobre  una  pila  que  junto  á 
un  pozo  estaba:  y  embrazando  su  adarga,  asió  de  su  lanza,  y  con  gentil 
continente  se  comenzó  á  pasear  delante  de  la  pila,  y  cuando  comenzó  el 
paseo,  comenzaba  á  cerrar  la  noche.  Contó  el  ventero  á  todos  cuantos 
estaban  en  la  venta  la  locura  de  su  huésped,  la  vela  de  las  armas,  y  la 
armazón  de  caballería  que  esperaba.  Admirándose  de  tan  extraño  género- 
de  locura,  íuéronselo  á  mirar  desde  lejos,  y  vieron  que  con  sosegado  ade- 
mán, unas  veces  se  paseaba,  otras  arrimado  á  su  lanza,  ponía  los  ojos  en 
las  armas,  sin  quitarlos  por  un  buen  espacio  de  ellas.  Acabó  de  cerrar  la 
noche  con  tanta  claridad  de  la  luna,  que  podía  competir  con  el  que  se  la 
prestaba:  de  manera,  que  cuanto  el  novel  caballero  hacía,  era  bien  visto  de- 
todos. Antojósele  en  esto  á  uno  de  los  harrieros  que  estaban  en  la  venta, 
ir  á  dar  agua  á  su  recua,  y  fué  [menester  quitar  ¿las  armas  de  don  Quixote, 
que  estaban  sobre  la  pila,  el  cual  viéndole  llegar,  en  voz  alta  le  dijo:  O  tu 
quien  quiera  que  seas  atrevido  caballero,  que  llegas  á  tocar  las  armas  del 
más  valeroso  andante,  que  jamás  se  ciñó  espada,  mira  lo  que  haces,  y  ño- 
las toques,  si  no  quieres  dejar  la  vida  en  pago  de  tu  atrevimiento.  No  se 
curó  el  harriero  de  estas  razones,  (y  fuera  mejor  que  se  curara,  porque- 
fuera  curarse  en  salud)  antes  trabando  de  las  correas,  las  arrojó  gran  trecho- 
de  sí.  Lo  cual  visto  por  don  Quixote,  alzó  los  ojos  al  cielo,  y  puesto  el  pen- 
samiento (á  lo  que  pareció)  en  su  señora  Dulcinea,  dijo:  Acorredme  señora 
mía  en  esta  primera  afrenta,  que  á  este  vuestro  avasallado  pecho  se  le  ofrece, 
no  me  desfallezca  en  este  primer  trance  vuestro  favor,  y  amparo:  y  diciendo 
estas,  y  otras  semejantes  razones,  soltando  la  adarga,  alzó  la  lanza  á  dos 
manos,  y  dio  con  ella  tan  gran  golpe  al  harriero  en  la  cabeza,  que  le  de- 
rribó en  el  suelo  tan  maltrecho,  que  si  segundara  con  otro,  no  tuviera 
necesidad  de  maestro  que  le  curara.  Hecho  esto,  recogió  sus  armas,  y  tornó 
á  pasearse  con  el  mismo  reposo  que  primero.  Desde  allí  á  poco,  sin  sabérse- 
lo que  había  pasado,  (porque  aún  estaba  aturdido  el  harriero)  llegó  otro 
con  la  misma  intención,  de  dar  agua  á  sus  mulos,  y  llegando  á  quitar  las 
armas  para  desembarazar  la  pila,  sin  hablar  don  Quixote  palabra,  y  sin 
pedir  favor  á  nadie,  soltó  otra  vez  la  adarga,  y  alzó  otra  vez  la  lanza,  y  sin 


89  - 

hacerla  pedazos,  hizo  más  de  tres  la  cabeza  del  segundo  harriero,  porque 
se  la  abrió  por  cuatro:  al  ruido  acudió  toda  la  gente  de  la  venta,  y  entre 
ellos  el  ventero.  Viendo  esto  don  Quixote,  embrazó  su  adarga,  y  puesta 
mano  á  su  espada,  dijo:  O  señora  de  la  hermosura  esfuerzo,  y  vigor  del 
debilitado  corazón  mío,  ahora  es  tiempo  que  vuelvas  los  ojos  de  tu  gran- 
deza, á  este  tu  cautivo  caballero,  que  tamaña  aventura  está  atendiendo. 
Con  esto  cobró  á  su  parecer  tanto  ánimo,  que  si  le  acometieran  todos  los 
harrieros  del  mundo,  uo  volviera  el  pie  atrás.  Los  compañeros  de  los 
heridos,  que  tales  los  vieron,  comenzaron  desde  lejos  á  llover  piedras  sobre 
don  Quixote,  el  cual  lo  mejor  que  podía,  se  reparaba  con  su  adarga,  y  no 
se  osaba  apartar  de  la  pila,  por  no  desamparar  las  armas.  El  ventero  daba 
voces  que  le  dejasen,  porque  ya  les  había  dicho  como  era  loco,  y  que  por 
loco  se  libraría,  aunque  los  matase  á  todos.  También  don  Quixote  las  daba 
mayores,  llamándolos  de  alevosos  y  traidores,  y  que  el  señor  del  castillo 
era  un  follón,  y  mal  nacido  caballero,  pues  de  tal  manera  consentía,  que 
se  tratasen  los  andantes  caballeros,  y  que  si  él  hubiera  recibido  la  orden 
de  caballería,  que  él  le  diera  ú  entender  su  alevosía,  pero  de  vosotros,  soez 
y  baja  canalla,  no  hago  caso  alguno.  Tirad,  llegad,  venid,  y  oféndeme  en 
cuanto  pudieres,  que  vosotros  veréis  el  pago  que  lleváis  de  vuestra  sandez 
y  demasía.  Decía  esto  con  tanto  brío,  y  denuedo,  que  infundió  un  terrible 
temor  en  los  que  le  acometían:  y  asi  por  esto,  como  por  las  persuasiones 
del  ventero,  le  dejaron  de  tirar:  y  él  dejó  retirar  á  los  heridos  y  tornó  á 
la  vela  de  sus  armas,  con  la  misma  quietud  y  sosiego  que  primero.  No  le 
parecieron  bien  al  ventero  las  burlas  de  su  huésped,  y  determinó  abreviar, 
y  darle  la  negra  orden  de  caballería  luego,  antes  que  otra  desgracia  suce- 
diese, y  así  llegándose  á  él,  se  disculpó  de  la  insolencia  que  aquella  gente 
baja  con  él  había  usado,  sin  que  él  supiese  cosa  alguna:  pero  que  bien 
castigados  quedaban  de  su  atrevimiento.  Díjole  como  ya  le  había  dicho, 
que  en  aquel  castillo  no  había  capilla,  y  para  lo  que  restaba  de  hacer,  tam- 
poco era  necesaria,  que  todo  el  toque  de  quedar  armado  caballero,  consistía 
en  la  pescozada,  y  en  el  espaldarazo,  según  él  tenía  noticia  del  ceremonial 
de  la  orden,  y  que  aquello  en  mitad  de  un  campo  se  podía  hacer:  y  que 
ya  había  cumplido  con  lo  que  tocaba  al  velar  de  las  armas,  que  con  solas 
dos  horas  de  vela  se  cumplía,  cuanto  más,  que  él  había  estado  más  de 
cuatro.  Todo  se  lo  creyó  don  Quiíote,  y  dijo,  que  él  estaba  allí  presto  para 
obedecerle,  y  que  concluyese  con  la  mayor  brevedad  que  pudiese,  porque 
si  fuese  otra  vez  acometido,  y  se  viese  armado  caballero,  no  pensaba  de- 
jar persona  viva  en  il  castillo,  excepto  aquellas  que  él  le  mandase,  á  quien 


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por  911  respeto  dejaría.  Advertido  y  medroso  desto  el  Castellano,  trajo  luego 
un  libro  donde  asentaba  la  paja,  y  cebada  que  daba  á  loa  harrieros,  y  con 
un  cabo  de  vela  que  le  traía  un  muchacho,  y  con  la3  ya  dichas  doncellas, 
se  vino  á  donde  don  Quixote  estaba,  al  cual  mandó  hincar  de  rodillas,  y 
leyendo  en  su  manual  (como  que  decía  alguna  devota  oración)  en  mitad 
de  la  leyenda,  alzó  la  mano,  y  dióle  sobre  el  cuello  un  gran  golpe,  y  tras 
él  con  su  misma  espada  un  gentil  espaldarazo  (siempre  murmurando  entre 
dientes,  como  que  rezaba).  Hecho  esto,  mandó  á  una  de  aquellas  damas 
que  le  ciñese  la  espada,  la  cual  lo  hizo  con  mucha  desenvoltura,  y  discre- 
ción, porque  no  fué  menester  poca  para  no  reventar  de  risa  á  cada  punto 
de  las  ceremonias:  pero  las  proezas  que  ya  habían  visto  del  novel  caballero, 
les  tenía  la  risa  á  raya.  Al  ceñirle  la  espada,  dijo  la  buena  señora:  Dios 
haga  á  vuestra  merced  muy  venturoso  caballero,  y  le  dé  ventura  en  lideS' 
Don  Quixote  le  preguntó  cómo  se  llamaba,  porque  él  supiese  de  allí  ade- 
lante á  quién  quedaba  obligado,  por  la  merced  recibida,  porque  pensaba 
darle  alguna  parte  de  la  honra  que  alcanzase  por  el  valor  de  su  brazo. 
Ella  respondió  con  mucha  humildad,  que  se  llamaba  la  Tolosa,  y  que  era 
hija  de  un  remendón  natural  de  Toledo,  que  vi  fía  á  las  tendillas  de  San- 
chobienaya,  y  que  dondequiera  que  ella  estuviese  le  serviría,  y  le  tendría 
por  señor.  Don  Quixote  le  replicó,  que  por  su  amor  le  hiciese  merced,  que 
de  allí  adelante  se  pusiese  don,  y  se  llamase  doña  Tolosa.  Ella  se  lo  pro- 
metió: y  la  otra  le  calzó  la  espuela,  con  la  cual  le  pasó  casi  el  mismo  co- 
loquio que  con  la  de  la  espada.  Preguntóle  su  nombre,  y  dijo  que  se  lla- 
maba la  Molinera,  y  que  era  hija  de  un  honrado  molinero  de  Antequera: 
á  la  cual  también  rogó  don  Quixote,  que  se  pusiese  don,  y  se  llamase  doña 
Molinera,  ofreciéndole  nuevos  servicios,  y  mercedes.  Hechas  pues  de 
galope,  y  apriesa  las  hasta  allí  nunca  vistas  ceremonias,  no  vio  la  hora  don 
Quixote  de  verse  á  caballo,  y  salir  buscando  las  aventuras:  y  ensillando 
luego  á  Eocinante,  subió  en  él,  abrazando  á  su  huésped,  le  dijo  cosas  tan 
extrañas,  agradeciéndole  la  merced  de  haberle  armado  caballero,  que  no  es 
posible  acertar  á  referirlas.  El  ventero  por  verle  ya  fuera  di  la  venta,  con 
no  menos  retóricas,  aunque  con  más  breves  palabras,  respondió  á  las  suyas, 
y  sin  pedirle  la  costa  de  la  posada,  le  dejó  ir  á  la  buena  hora  . 


-   9t 


CAPITULO  IV 

De  lo  que  le  sucedió  á  nuestro  caballero  cuando 
salió  de  la  venta 

La  del  alba  sería,  cuando  don  Quixote  salió  de  la  venta,  tan  contento, 
tan  gallardo,  tan  alborozado,  por  verse  ya  armado  caballero,  que  el  gozo 
le  reventaba  por  las  cinchas  del  caballo.  Mas  viniéndole  á  la  memoria  los 
consejos  de  su  huésped,  cerca  de  las  prevenciones  tan  necesarias  que  había 
de  llevar  consigo,  especial  la  de  los  dineros,  y  camisas,  determinó  volver  á 
su  casa,  y  acomodarse  de  todo,  y  de  un  escudero:  haciendo  cuenta  de  reci- 
bir á  un  labrador  vecino  suyo,  que  era  pobre,  y  con  hijos,  pero  muy  apro- 
pósito  para  el  oficio  escuderil  de  la  caballería.  Con  este  pensamiento  guió 
á  Rocinante  hacia  su  aldea,  el  cual  casi  conociendo  la  querencia,  con  tanta 
gana  comenzó  á  caminar,  que  parecía  que  no  ponía  los  pies  en  el  suelo. 
No  había  andado  mucho,  cuando  le  pareció  que  á  su  diestra  mano,  de  la 
espesura  de  un  bosque  que  allí  estaba,  salían  unas  voces  delicadas,  como 
de  persona  que  se  quejaba.  Y  apenas  las  hubo  oido,  cuando  dijo:  Gracias 
doy  al  cielo  por  la  merced  que  me  hace,  pues  tan  pronto  me  pone  ocasio- 
nes delante,  donde  yo  pueda  cumplir  con  lo  que  debo  á  mi  profesión,  y 
donde  pueda  coger  el  fruto  de  mis  buenos  deseos.  Estas  voces,  sin  duda 
son  de  algún  menesteroso,  ó  menesterosa,  que  ha  menester  mi  favor,  y 
ayuda,  y  volviendo  las  riendas,  encaminó  á  Rocinante  hacia  donde  le  pa- 
reció que  las  voces  salían.  Y  á  pocos  pasos  que  entró  por  el  bosque,  vio 
atada  una  yegua  á  una  encina,  y  atado  en  otra  aun  muchacho,  desnudo  de 
medio  cuerpo  arriba,  hasta  de  edad  de  quince  años,  que  era  el  que  las 
voces  daba:  y  no  sin  causa,  porque  le  estaba  dando  con  una  pretina  muchos 
azotes  un  labrador  de  buen  talle,  y  cada  azote  le  acompañaba  con  una  re- 
prensión, y  consejo:  porque  decía:  La  lengua  queda,  y  los  ojos  listos.  Y  el 
muchacho  respondía:  No  lo  haré  otra  vez,  señor  mío,  por  la  pasión  de 
Dios,  que  no  lo  haré  otra  vez,  y  yo  prometo  de  tener  de  aquí  adelante  mas 
cuidado  con  el  hato.  Y  viendo  don  Quixote  lo  que  pasaba,  con  voz  airada 
dijo:  Descortés  caballero,  mal  parece  tomaros  con  quien  defender  no  se 
puede,  subid  sobre  vuestro  caballo,  y  tomad  vuestra  lanza  (que  también 
tenía  una  lanza  arrimada  á  la  encina,  adonde  estaba  arrendada  la  yegua) 
que  yo  os  haré  conocer  ser  de  cobardes  lo  que  estáis  haciendo.  El  labrador 


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que  vio  sobre  sí  aquella  figura  llena  de  armas,  blandiendo  la  lanza  sobre 
su  rostro,  túvose  por  muerto,  y  con  buenas  palabras  respondió:  Sefior  ca- 
ballero, este  muchacho  que  estoy  castigando,  es  un  mi  criado,  que  me 
sirve  de  guardar  una  manada  de  ovejas,  que  tengo  en  estos  contornos,  el 
cual  es  tan  descuidado,  que  cada  dia  me  falta  una,  y  porque  castigo  su 
descuido,  ó  bellaquería,  dice  que  lo  hago  de  miserable,  por  no  pagarle  la 
soldada  que  le  debo,  y  en  Dios,  y  en  mi  ánima  que  miente.  Miente  de- 
lante de  mí,  ruin  villano,  dijo  don  Quixote,  por  el  sol  que  nos   alumbra, 
que  estoy  por  pasaros  de  parte  á  parte  con  esta  lanza,  pagadle  luego  sin 
más  réplica,  sino  por  el  Dios  que  nos  rige  que  os  concluya,  y  aniquile  en 
este  punto:  y  sin  responder  palabra  desató  á  su  criado.  Al  cual  preguntó 
don  Quixote,  que  cuánto  le  debía  su  amo:  el  dijo  que  nueve  meses,  á  siete 
reales  cada  mes.  Hizo  la  cuenta  don  Quixote,  y  halló  que  montaban  se- 
tenta, y  tres  reales:  y  díjole  al  labrador  que  al  momento  los  desembolsase, 
sino  quería  morir  por  ello.  Respondió  elmedroco  villano,  que  para  el  paso 
en  que  estaba,  y  juramento  que  había  hecho  (y  aún  no  había  jurado  nada) 
que  no  eran  tantos:  porque  se  le  habían  de  descontar,  y  recibir  en  cuenta 
tres  pares  de  zapatos  que  le  había  dado,  y  un  real  de  dos  sangrías  que  le 
habían  hecho  estando  enfermo.  Bien  está  todo  eso,  replicó  don  Quixote: 
pero  quédense  los  zapatos,  y  las  sangrías,  por  los  azotes  que  sin  culpa  le 
habéis  dado,  que  si  él  rompió  el  cuero  de  los  zapatos  que  vos  pagasteis, 
vos  le  habéis  roto  el  de  su  cuerpo:  y  si  le  sacó  el  barbero  sangre  estando 
enfermo,  vos  en  sanidad  se  la  habéis  sacado:  así  que  por  esta  parte  no  os 
debe  nada.  El  daño  está  señor  caballero,  en  que  no  tengo  aquí  dineros, 
véngase  Andrés  conmigo  á  mi  casa,  que  yo  se  los  pagaré  un  real  sobre 
otro.  Irme  yo  con  él,  ¿ijo  el  muchacho,  mas  mal  año,  mi  señor,  ni  por 
pienso,  porque  en  viéndose  solo,  me  desollará  como  á  un  S.  Bartolomé.  No 
hará  tal,  replicó  don  Quixote,  basta.que  yo  se  lo  mande,  para  que  me  tenga 
respeto:  y  con  que  me  lo  jure,  poí  la  ley  de  caballería  que  ha  recibido,  le 
dejaré  ir  libre,  y  aseguraré  la  paga.  Mire  vuestra  merced  señor,  lo  que 
dice,  dijo  el  muchacho,  que  este  mi  amo  no  es  caballero,  ni  ha  recibido 
orden  de  caballería  alguna,  que  es  Juan  Haldudo  el  rico,  el  vecino  del 
Quintanar.  Importa  poco  eso,  respondió  don  Quixote,  que  Haldudos  puede 
haber  caballeros:  cuanto  mas,  que  cada  uno  es  hijo  de  sus  obras.  (1). 


(1)  A  pesar  de  la  manifestación  de  Cervantes,  yo  nunca  creí  que  el 
Juan  Haldudo  fuese  del  Quintanar,  pues  conozco  perfectamente  el  camino 
que  conduce  á  la  próxima  aventura  de  los  mercaderes. 

La  escena  en  que  «pinta»  cómo  desollaban  vivo  al  cabrerillo  Andrés, 


—  93  — 

Así  es  verdad,  dijo  Andrés:  pero  este  mi  amo  de  qué  obras  es  hijo, 
pues  me  niega  mi  soldada,  y  mi  sudor,  y  trabajo?  No  niego  hermano  An- 
drés, respondió  el  labrador,  y  hacedme  placer  de  veniros  conmigo,  que  yo 
juro  por  todas  las  órdenes  que  de  caballerías  hay  en  el  mundo  de  pagaros 
como  tengo  dicho,  un  real  sobre  otro,  y  aun  sahumados.  Del  sanmerio  os 
hago  gracia,  dijo  don  Quixote,  dádselos  en  reales,  que  con  eso  me  conten- 
to: y  mirad  que  lo  cumpláis  como  lo  habéis  jurado,  sino  por  el  mismo  ju- 
ramento os  juro,  de  volver  á  buscaros,  y  castigaros,  y  que  os  tengo  de  ha- 
llar, aunque  os  escondáis  más  que  una  lagartija.  Y  si  queréis  saber  quien 
os  manda  esto  para  quedar  con  más  veras  obligado  á  cumplirlo:  Sabed  que 
3^0  soy  el  valeroso  don  Quixote  de  la  Mancha,  el  desfacedor  de  agravios,  y 
sinrazones,  y  á  Dios  quedad:  y  no  se  os  aparte  de  las  mientes  lo  prometi- 
do, y  jurado,  so  pena  de  la  pena  pronunciada.  Y  en  diciendo  esto,  picó  á  su 
llocinante,  y  en  breve  espacio  se  apartó  dellos.  Siguióle  el  labrador  con  los 
ojos,  y  cuando  vio  que  había  traspuesto  del  bosque,  y  que  ya  no  parecía, 
volvió  á  su  criado  Andrés,  y  díjole:  Venid  acá  hijo  mío,  que  os  quiero  pa- 
gar lo  que  os  debo,  como  aquel  deshacedor  de  agravios  me  dejó  mandado. 
Eso  juro  yo,  dijo  Andrés,  y  como  que  andará  vuestra  merced  acertado  en 
cumplir  el  mandamiento  de  aquel  buen  caballero,  que  mil  años  viva,  (jue 
según  es  de  valeroso,  y  de  buen  juez,  vive  Roque  que  si  no  me  paga,  que 
vuelva,  y  ejecute  lo  que  dijo.  También  lo  juro  yo;  dijo  el  labrador,  pero 
por  lo  mucho  que  os  quiero,  quiero  acrecentar  la  deuda,  para  acrecentar 
la  paga.  Y  asiéndole  del  brazo  le  tornó  á  atar  á  la  encina,  donde  le  dio 
tantos  azotes,  que  le  dejó  por  muerto.  Llamad  señor  Andrés  ahora,  decía 
el  labrador,  al  desfacedor  de  agravios  veréis  como  no  desjacc  aqueste, 
aunque  creo  que  no  está  acabado  de  hacer,  porque  me  viene  gana  de  deso- 
llaros vivo,  como  vos  temíais:  pero  al  fin  le  desató,  y  le  dio  licencia  que 
fuese  ú  buscar  á  su  juez,  para  que  ejecutase  la  pronunciada  sentencia, 
Andrés  se  partió  algo  mohíno,  jurando  de  ir  á  buscar  al  valeroso  don 
Quixote  de  la  Mancha,  y  contarle  punto  por  punto  lo  que  había  pasado,  y 


tiene  su  explicación  topográfica  en  el  Estrecho  del  Ahogadero,  al  pie  de  la 
Sierra  de  San  Andrés;  siguiendo  ésta,  se  llega  á  la  Sierra  de  los  Caldero- 
nes, y,  al  final,  se  halla  la  Aldea  del  Hoyo,  de  donde  era  el  Haldudo  de 
nuestro  cuento. 

Ahora  bien,  como  este  punto  <ha  sido  rozado  por  un  escritor»  sin  que 
pueda  asegurar  el  grado  Je  consciencia  con  que  lo  hizo,  lo  dejo  correr 
hasta  que  pase  el  centenario;  pero  á  partir  de  esa  fecha  quedo  relevado 
de  este  voto. 


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que  se  lo  había  de  pagar  con  las  setenas.  Pero  con  todo  esto  él  se  partió 
llorando,  y  su  amo  se  quedó  riendo,  y  desta  manera  deshizo  el  agravio  el 
valeroso  don  Quixote,  el  cual  contentísimo  de  lo  sucedido,  pareciéndole 
que  había  dado  felicísimo,  y  alto  principio  á  sus  caballerías,  con  gran  sa- 
tisfacción de  si  mismo  iba  caminando  hacia  su  aldea,  diciendo  á  media 
voz:  Bien  te  puedes  llamar  dichosa  sobre  cuantas  hoy  viven  en  la  tierra,  ó 
sobre  las  bellas  bella  Dulcinea  del  Toboso,  pues  te  cupo  en  suerte,  tener 
■  sujeto,  y  rendido  á  toda  tu  voluntad,  y  talante,  á  un  tan  valiente,  y  tan 
nombrado  caballero,  como  lo  es,  y  será  don  Quixote  de  la  Plancha:  el  cual 
(como  todo  el  mundo  sabe)  ayer  recibió  la  orden  de  caballería,  y  hoy  ha 
desfecho  el  mayor  tuerto,  y  agravio,  que  formó  la  sinrazón,  y  cometió  la 
crueldad.  Hoy  quitó  el  látigo  de  la  mano  á  aquel  despiadado  enemigo,  que 
tan  sin  ocasión  vapuleaba  á  aquel  delicado  infante.  En  esto  llegó  á  un  ca- 
mino que  en  cuatro  se  dividía,  y  luego  se  le  vino  á  la  imaginación  las  en- 
crucijadas donde  los  caballeros  andantes  se  ponían  á  pensar  cual  camino 
de  aquellos  tomarían:  y  por  imitarlos,  estuvo  un  rato  quedo,  y  al  cabo  de 
haberlo  muy  bien  pensado  soltó  la  rienda  á  Rocinante,  dejando  á  la  volun- 
tad del  rocín  la  suya,  el  cual  siguió  su  primer  intento,  que  fué  el  irse  ca- 
mino de  su  caballeriza.  Y  habiendo  andado  como  dos  millas,  descubrió  don 
Quixote  un  gran  tropel  de  gente,  que,  como  después  se  supo,  eran  unos 
mercaderes  Toledanos,  que  iban  á  comprar  seda  á  Murcia.  Eran  seis,  y 
venían  con  sus  quitasoles,  con  otros  cuatro  criados  á  caballo,  y  tres  mozos 
de  muías  á  pie.  Apenas  los  divisó  don  Quixote,  cuando  se  imaginó  ser  cosa 
de  nueva  aventura:  y  por  imitar  en  todo  cuanto  á  él  le  parecía  posible,  los 
pasos  que  había  leído  en  sus  libros,  le  pareció  venir  allí  de  molde  uno  que 
pensaba  hacer.  Y  asi,  con  gentil  continente,  y  denuedo,  se  afirmó  en  los 
estribos,  apretó  la  lanza,  llegó  la  adarga  al  pecho,  y  puesto  en  la  mitad  del 
camino,  estuvo  esperando  que  aquellos  caballeros  andantes  llegasen,  que 
ya  él  por  tales  los  tenía,  y  juzgaba:  y  cuando  llegaron  á  trecho  que  ge  pu- 
dieron ver,  y  oír,  levantó  don  Quixote  la  voz,  y  con  ademán  arrogante  dijo: 
Todo  el  mundo  se  tenga,  si  todo  el  mundo  no  confiesa,  que  no  hay  en  el 
mundo  todo  doncella  más  hermosa  que  la  Emperatriz  de  la  Mancha,  la  sin 
par  Dulcinea  del  Toboso.  Paráronse  los  mercaderes  al  son  destas  razones, 
y  á  ver  la  extraña  figura  del  que  las  decía:  y  por  la  figura,  y  por  ellas 
luego  echaron  de  ver  la  locura  de  su  dueño,  mas  quisieron  ver  despacio,  en 
qué  paraba  aquella  confesión,  que  se  les  pedía,  y  uno  dellos  que  era  un 
poco  burlón,  y  muy  mucho  discreto,  le  dijo:  Señor  caballero,  nosotros  no 
conocemos  quién  sea  esa  buena  señora  que  decís,  mostrádnosla,  que  si  ella 


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fuere  de  tanta  hermosura  como  significáis,  de  buena  gana,  y  sin  apremio 
alguno  confesaremos  la  verdad,  que  por  parte  vuestra  nos  es  pedida.  Si  os 
la  mostrara,  replicó  don  Quixote,  qué  hicierais  vosotros  en  confesar  una 
verdad  tan  notoria,  la  importancia  está,  en  que  sin  verla  lo  habéis  de  creer, 
confesar,  afirmar,  jurar  y  defender,  donde  no  conmigo  sois  en  batalla, 
gente  descomunal,  y  soberbia:  que  ahora  vengáis  uno  á  uno  (como  pide  la 
orden  de  caballería)  ora  todos  juntos,  como  es  costumbre,  y  mala  usanza 
de  los  de  vuestra  ralea,  aquí  os  aguardo,  y  espero,  confiado  en  la  razón  que 
de  mi  parte  tengo.  Señor  caballero,  replicó  el  mercader,  suplico  á  vuestra 
merced,  en  nombre  de  todos  estos  Príncipes,  que  aquí  estamos,  que  por- 
que no  carguemos  nuestras  conciencias,  confesando  una  cosa  por  nosotros 
jamás  vista,  ni  oída,  y  más  siendo  tan  en  perjuicio  de  las  Reinas  de  la  Al- 
carria, y  Extremadura,  que  vuestra  merced  sea  servido  de  mostrarnos  algún 
retrato  de  esa  señora,  aunque  sea  tamaño  como  un  grano  de  trigo,  que  por 
el  hilo  se  sacará  el  ovillo,  y  quedaremos  con  esto  satisfechos,  y  seguros,  y 
Vuestra  merced  quedará  contento,  y  pagado:  y  aún  creo  que  estamos  ya  tan 
de  su  parte,  que  aunque  su  retrato  nos  muestre,  que  es  tuerta  de  un  ojo, 
y  que  del  otro  le  mana  bermellón,  y  piedra  azufre,  con  todo  eso  por  com- 
placer á  vuestra  merced,  diremos  en  su  favor  todo  lo  que  quisiere.  Ko  le 
mana,  canalla  infame,  respondió  don  Quixote  encendido  en  colera,  no  le 
mana  digo  eso  que  decís,  sino  ámbar,  y  algalia  entre  algodones:  y  no  es 
tuerta,  ni  corcobada,  sino  más  derecha  que  un  uso  de  Guadarrama:  (1)  pero 


(1)  Los  toledancs  que  iban  á  Murcia,  debe  considerarse  un  sofisma  para 
encubrir  la  verdad.  Nadie  ignora  en  la  región  que  por  el  puerto  del  Mo- 
chuelo ó  por  el  del  Muradal^  según  do  donde  procedían  ó  á  la  parte  que 
se  dirigían,  se  trasladaban  los  harrieros  á  las  provincias  de  Córdoba  ó 
Jaén  para  comprar  aceite;  acordándome  haber  oido  referir,  en  distintas 
ocasiones,  que  los  Montoreños,  particularmente,  llamaban  Toledanos  á 
todos  sus  compradores,  sin  distinción  de  provincia. 

Pero  lo  que  tiene  «la  gracia  por  arrobas»,  es  el  embolismo  que  forma 
defendiendo  á  las  Emperatrices  de  la  Mancha,  &...  para  terminar  asegu- 
rando que  Dulcinea  ev  más  derecha  que  un  huso  de  Guadarrama. 

Asegura  el  Sr.  de  Toro  Gómez,  que  los  críticos  Cowle,  A.sensio,  Cíe- 
mcncín  ('?),  Cortejón  y  otros,  ya  discutieron  suficientemente  este  extre- 
mo; pero  como  yo  no  opino  del  mismo  modo,  con  su  permiso  *voy  ó 
echar  mi  cuarto  á  espadas»  (pues  también  soy  hijo  de  Dios),  por  creerlo 
más  armónico  con  la  locución:  «Estar  ó  ser,  más  derecho  que  un  huso  de 
Gíiadarrama* . 

Cuantos  se  dedicaron  á  sacar  punta  á  las  agujas  de  hielo  con  que  ador- 
na «Mamá  Naturaleza»  á  la  Sierra  de  este  nombre  que  atraviesa  por 
territorio  de  los  antiguos   Vaceos,   vieron  visiones   y   han  perdido  un 


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vosotros  pagareis  la  gran  blasfemia  que  habéis  dicho  contra  tamaña  beldad 
«orno  es  la  de  mi  señora.  Y  en  diciendo  esto,  arremetió  con  la  lanza  baja, 
contra  el  que  lo  había  dicho,  con  tanta  furia,  y  enojo,  que  si  la  buena  suer- 
te no  hiciera,  que  en  la  mitad  del  camino  tropezara,  y  cayera  Rocinante, 
lo  pasara  mal  el  atrevido  mercader.  Cayó  liociuante,  y  fué  rodando  su  amo 
una  buena  pieza  por  el  campo,  y  queriéndose  levantar,  jamás  pudo:  tal  em- 
barazo le  causaban  la  lanza,  adarga,  espuelas,  y  celada,  con  el  peso  de  las 
antiguas  armas.  Y  entretanto  que  pugnaba  por  levantarse,  y  no  podía,  es- 
taba diciendo:  Non  fuyades  gente  cobarde,  gente  cautiva  atended,  que  no 
por  culpa  raía,  sino  de  mi  caballo,  estoy  aquí  tendido.  Un  mozo  de  muías 
de  los  que  allí  venían,  que  no  debía  de  ser  muy  biea  intencionado,  oyeado 
decir  al  pobre  caído  tantas  arrogancias,  no  lo  pudo  sufrir,  sin  darle  la  res- 
puesta en  las  costillas.  Y  llegándose  á  él,  tomó  la  lanza,  y  después  de  ha- 
berla hecho  pedazos,  con  uno  de  ellos  comenzó  á  dar  á  nuestro  Don  Quixo- 
te  tantos  palos,  que  á  despecho,  y  pesar  de  sus  armas,  le  molió  como  cibe- 
ra. Dábanle  voces  sus  amos,  que  no  le  diese  tanto,  y  que  le  dejase:  pero 
estaba  ya  el  mozo  picado,  y  no  quiso  dejar  el  juego,  hasta  envidar  todo  el 
resto  de  su  cólera:  y  acudiendo  por  los  demás  trozos  de  la  lanza,  los  acabó 
de  deshacer  sobre  el  miserable  caído,  que  con  toda  aquella  tempestad  de 
palos  que  sobre  él  vía,  no  cerraba  la  boca,  amenazando  al  cielo,  y  á  la  tie- 
rra, y  á  los  Malandrines,  que  tal  le  parecían.  Cansóse  el  mozo,  y  los  mer- 


tiempo  precioso;  demostración  al  canto:  «La  vara  larga  que  en  posición 
vertical  susteiita  el  rocadero  donde  tienen  engarce  la  rueca  de  hilar  ó  el  basti- 
dor de  la  devanadera,  esa,  digo  que  es  el  huso  á  'que  se  refería  Cerrantes,  que 
trataba  asuntos  vianchegos  exclusivamente,  y  por  convenir  con  la  locución, pues 
tiene  que  ser  y  estar  derecha». 

Era  la  señora  de  sus  pensamientos  ¡nada  menos!  el  objeto  de  la  com- 
paración, y,  además,  el  que  va  á  dilucidar  este  enigma  por  todos  los  si- 
glos venideros  es  Hamete,  que  aún  no  se  ha  examinado  de  Geografía,  ni 
de  Topografía,  ni  de  refranes. 

Entre  la  Aldea  de  Huertezuelas  de  Sierra  Morena  y  buscando  el  término 
municipal  de  Calzada  de  Calatrava  para  revolver  al  del  Viso  del  Mar- 
qués, se  espacia  una  «montañuela»  conocida  geográficamente  por  Sierra 
Baja,  que  afecta  á  la  forma  de  herradura  algo  irregular. 

La  ])unta  E.,  por  poniente  se  denomina  ¡  Umbría  de  Guadarranm!:  De 
este  sitio  cortaban  las  varillas  para  hacer  los  husos,  y  allí  nació  la  frase- 
cita  que  desveló  á  unos  cuantos. 

Y  en  donde  cierra  el  semicírculo  por  la  parte  N.,  existe  un  cerro  que 
recibe  el  requetesaladísimo  y  significativo  apodo  de  <íLos  Mirones^. 

Estos  lugares  lindan  con  los  de  la  aventura  anterior. 

(Véase  el  gráfico). 


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caderes  siguieron  su  camino,  llevando  que  contar  en  todo  él  del  pobre  apa- 
leado; el  cual  después  que  se  vio  solo,  tornó  á  probar  si  podía  levantarse: 
pero  sino  lo  pudo  hacer  cuando  sano,  y  bueno,  cómo  lo  haría  molido,  y 
casi  desecho?  y  aún  se  tenía  por  diciioso,  pareciéndole  que  aquella  era 
propia  desgracia  de  caballeros  andantes,  y  toda  la  atribuía  á  la  falta  de 
su  caballo,  y  no  era  posible  levantarse,  según  tenía  abrumado  todo  el 
cuerpo. 


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CAPÍTULO  V 

Donde  se  prosigue  la  narración  de  la  desgracia 
de  nuestro  caballero. 

Viendo  pues  que  en  efecto  no  podía  menearse,  acordó  de  acogerse  á  su 
ordinario  remedio,  que  era  pensar  en  algún  paso  de  sus  libros,  y  trájole 
su  locura  á  la  memoria  aquel  de  Baldovinos,  y  del  Marqués  de  Mantua 
cuando  Carloto  le  dejó  herido  en  la  montiña,  historia  sabida  de  los  niños, 
no  ignorada  de  los  mozos,  celebrada,  y  aún  creída  de  los  viejos:  y  con  todo 
esto,  no  más  verdadera  que  los  milagros  de  Mahoma.  Esta  pues  le  pareció 
á  él  que  le  venía  de  molde,  para  el  paso  en  que  se  hallaba:  y  así  con  mues- 
tras de  grandes  sentimientos,  se  comenzó  á  volcar  por  la  tierra,  y  á  decir 
con  debilitado  aliento,  lo  mismo  que  dicen  decía  el  herido  caballero  del 
bftsque:  Dónde  estás  señora  mía,  que  no  te  duele  mi  mal?  ó  no  lo  sabes 
señora,  ó  eres  falsa,  ó  desleal.  Y  desta  manera  fué  prosiguiendo  el  roman- 
ce, hasta  aquellos  versos  que  dicen:  O  noble  Marqués  de  Mantua,  mi  tío, 
y  señor  carnal.  Y  quiso  la  suerte,  que  cuando  llegó  á  este  verso,  acertó  á 
pasar  por  allí  un  labrador  de  su  mismo  lugar,  y  vecino  suyo,  que  venía  de 
llevar  una  carga  de  trigo  al  molino:  el  cual  viendo  aquel  hombre  allí  ten- 
dido, se  llegó  á  él,  y  le  preguntó,  que  quién  era,  y  qué  mal  sentía,  que  tan 
tristemente  se  quejaba?  Don  Quiíote  creyó  sin  duda,  que  aquél  era  el  Mar- 
qués de  Mantua  su  tío,  y  así  no  le  respondió  otra  cosa,  sino  fué  proseguir 
en  su  romance,  donde  le  daba  cuenta  de  su  desgracia,  y  de  ios  amores  del 
hijo  del  Emperante  con  su  esposa,  todo  de  la  misma  manera  que  el  roman- 
ce lo  canta.  El  labrador  estaba  admirado,  oyendo  aquellos  disparates,  y 
quitándole  la  visera,  que  ya  estaba  hecha  pedazos  de  los  palos,  le  limpió 
el  rostro,  que  lo  tenía  lleno  de  polvo.  Y  apenas  le  hubo  limpiado  cuando  le 
conoció,  y  le  dijo:  Señor  Quixada  (que  así  se  debía  de  llamar  cuando  él 
tenía  juicio,  y  no  había  pasado  de  hidalgo  sosegado,  á  caballero  andante) 
quién  á  puesto  á  vuestra  merced  desta  suerte:  pero  él  seguía  con  su  roman- 
ce á  cuanto  le  preguntaba.  Viendo  esto  el  buen  hombre,  lo  mejor  que  pudo 
le  quitó  el  peto,  y  espaldar,  para  ver  si  tenía  alguna  herida,  pero  no  vio 
sangre,  ni  señal  alguna.  Procuró  levantarle  del  suelo,  y  no  con  poco  traba- 


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jo  le  subió  sobre  su  jumento,  por  parecerle  caballería  más  sosegada.  Reco- 
gió las  armas,  hasta  las  astillas  de  la  lanza,  y  liólas  sobre  Rocinante,  al 
cual  tomó  de  la  rienda,  y  del  cabestro  al  asno,  y  se  encaminó  hacia  su  pue- 
blo, bien  pensativo  de  oír  los  disparates  que  Don  Quiíote  decía:  y  no  me- 
nos iba  Don  Quiíote,  que  de  puro  molido,  y  quebrantado  no  se  podía  tener 
sobre  el  borrico,  y  de  cuando  en  cuando  daba  unos  suspiros  que  los  ponía 
en  el  cielo,  de  modo,  que  de  nuevo  obligó  á  que  el  labrador  le  preguntase, 
le  dijese  qué  mal  sentía:  y  no  parece  sino  que  el  diablo  le  traía  ala  memo- 
ria los  cuentos  acomodados  á  sus  sucesos,  porque  en  aquel  punto,  olvidán- 
dose de  Baldovinos,  se  acordó  del  Moro  Abindarraez,  cuando  el  Alcaide 
de  Antequera,  Rodrigo  de  Narvaez  le  prendió,  y  llevó  preso  á  su  Alcaidía. 
De  suerte,  que  cuando  el  labrador  le  volvió  á  preguntar  que  cómo  estaba, 
y  qué  sentía,  le  respondió  las  mismas  palabras,  y  razones,  que  el  cautivo 
Abencerraje  respondía  á  Rodrigo  de  Narvaez,  del  mismo  modo  que  él  ha- 
bía leído  la  historia  en  la  Diana  de  Jorge  de  Montemayor,  donde  se  escri- 
be: aprovenchándose  della  tan  de  propósito,  que  el  labrador  se  iba  dando 
al  diablo  de  oir  tanta  máquina  de  necedades,  por  donde  conoció,  que  su  ve- 
cino estaba  loco,  y  dábale  priesa  á  llegar  al  pueblo,  por  excusar  el  enfado 
que  Don  Quixote  le  causaba  con  su  larga  arenga.  Al  cabo  de  lu  cual  dijo: 
Sepa  vuestra  merced,  señor  don  Rodrigo  de  Narvaez,  que  esta  hermosa 
Xarifa  que  he  dicho,  es  ahora  la  linda  Dulcinea  del  Toboso,  por  quien  yo 
he  hecho,  hago,  y  haré  los  más  famosos  hechos  de  caballerías  que  se  han 
visto,  vean,  ni  verán  en  el  mundo.  A  esto  respondió  el  labrador:  Mire  vues- 
tra merced  señor,  pecador  de  mí;  que  yo  no  soy  don  Rodrigo  de  Narvaez, 
ni  el  Marqués  de  Mantua,  sino  Pedro  Alonso  su  vecino:  ni  vuestra  merced 
es  Baldovinos,  ni  Abindarraez,  sino  el  honrado  hidalgo  del  señor  Quixada. 
Yo  sé  quien  soy,  respondió  Don  Quixote,  y  sé  que  puedo  ser,  no  sólo  los 
que  he  dicho,  sino  todos  los  doce  pares  de  Francia,  y  aun  todos  los  nueve 
de  la  Fama,  pwes  á  todas  las  hazañas  que  ellos  todos  juntos,  y  cada  uno 
por  sí  hicieron,  se  aventajarán  las  mías.  En  estas  pláticas,  y  en  otras 
semejantes,  llegaron  al  lugar,  á  la  hora  que  anochecía:  pero  el  labrador 
aguardó  á  que  fuese  algo  más  noche,  porque  no  viesen  al  molido  hidal- 
go tan  mal  caballero.  Llegada  pues  la  hora  que  le  pareció,  entró  en  el  pue- 
blo, y  en  la  casa  de  Don  Quiíote,  la  cual  halló  toda  alborotada,  y  estaban 
en  ella  el  Cura,  y  el  Barbero  del  lugar,  que  eran  grandes  amigos  de  Dou 
Quiíote,  que  estaba  diciéndoles  su  ama  á  voces:  Qué  le  parece  á  vuestra 
merced,  señor  Licenciado  Pero  Pérez  (que  así  se  llamaba  el  Cura)  de  la 
desgi'acia  de  mi  señor,  seis  días  hace  que  no  parecen  él,  ni  el  rocín,  ni  la 


—    lOI    — 


adarga,  ni  la  lanza,  ni  las  armas:  desventurada  de  mí,  que  me  doy  á  enten- 
der, y  así  es  ello  la  verdad:  como  nací  para  morir,  que  estos  malditos  li- 
bros de  caballerías  que  él  tiene,  y  suele  leer  tan  de  ordinario,  le  han  vuel- 
to el  juicio,  que  ahora  me  acuerdo  haberle  oído  decir  muchas  veces,  hablan- 
do entre  sí,  que  quería  hacerse  caballero  andante,  é  irse  á  buscar  las  aven- 
turas por  esos  mundos.  Encomendados  sean  á  Santanás,  y  á  Barrabás  tales 
libros,  que  así  han  echado  á  perder  el  más  delicado  entendimiento  que  ha- 
bía en  toda  la  Mancha.  La  sobrina  decía  lo  mismo,  y  aún  decía  más:  Sepa 
señor  Maese  Nicolás,  (que  éste  era  el  nombre  del  Barbero),  que  muchas 
veces  le  aconteció  á  mi  señor  tío,  estarse  leyendo  en  estos  desalmados  li- 
bros de  desventuras  dos  días  con  sus  noches,  al  cabo  de  los  cuales,  arroja- 
ba el  libro  de  las  manos,  y  ponía  mano  á  la  espada,  y  andaba  á  cuchilladas 
con  las  paredes,  y  cuando  estaba  muy  cansado,  decía  que  había  muerto  á 
cuatro  gigantes  como  cuatro  torres,  y  el  sudor  que  sudaba  del  cansancio, 
decía  que  era  sangre  de  las  heridas  que  había  recibido  en  la  batalla,  y 
bebíase  luego  un  gran  jarro  de  agua  fría,  y  quedaba  sano  y  sosegado, 
diciendo  que  aquella  agua  era  una  preciosísima  bebida,  que  le  había  traído 
el  sabio  Esquife,  un  grande  encantador  y  amigo  suyo:  mas  yo  me  tengo  la 
culpa  de  todo,  que  no  avisé  á  vuestras  mercedes  de  los  disparates  de  mi 
seSor  tío,  para  que  lo  remediaran,  antes  de  llegar  á  lo  que  ha  llegado,  y 
quemaran  todos  estos  descomulgados  libros,  que  tiene  muchos,  que  bien 
merecen  ser  abrasados,  como  si  fuesen  de  hereges.  Esto  digo  yo  también, 
dijo  el  Cura,  y  á  íé  que  no  se  pase  el  día  de  mañana,  sin  que  dellos  no  se 
haga  acto  público,  y  sean  condenados  al  fuego,  porque  no  den  ocasión  á 
quien  los  leyere,  de  hacer  lo  que  mi  buen  amigo  debe  de  haber  hecho. 
Todo  esto  estaban  oyendo  el  labrador,  y  Don  Quixote,  con  que  acabó  de 
entender  el  labrador  la  enfermedad  de  su  vecino,  y  así  comenzó  á  decir  á 
Toces:  Abran  vuestras  mercedes  al  señor  Baldo  vinos,  y  al  señor  Marqués 
de  Mantua  que  viene  mal  ferido,  y  al  señor  Moro  Abindarraez,  que  trae 
cautivo  el  valeroso  Rodrigo  de  Narvaez  Alcaide  de  Antequera.  A  estas  vo- 
ces salieron  todos,  y  como  conocieron  los  unos  á  su  amigo,  las  otras  á  su 
amo,  y  tío,  que  aún  no  se  había  apeado  del  jumento,  porque  no  podía, 
orrieron  á  abrazarle.  El  dijo:  Ténganse  todos,  que  vengo  mal  ferido  por 
la  culpa  de  mi  caballo:  llévenme  á  mi  lecho,  y  llámese,  si  fuere  posible,  á 
la  sabia  Urganda,  que  cure,  y  cate  de  mis  feridas.  Mirad  en  hora  mala, 
dijo  á  este  punto  el  ama,  si  me  decía  á  mí  bien  mi  corazón,  del  pie  que 
cojeaba  mi  señor:  Sul)a  vuestra  merced  en  huen  hora,  que  sin  que  venga 
esa  Urganda  le  sobremos  curar.  Malditos  digo  sean  otra  vez,  y  otras  cien 


—    IQZ 


to,  estos  libros  de  caballerías,  que  tan  mal  han  parado  á  vuestra  merced. 
Lleváronle  luego  á  la  cama,  y  catándole  las  heridas,  no  le  hallaron  ningu- 
na: y  él  dijo,  que  todo  era  molimiento,  por  haber  dado  una  gran  caída  cou 
Bocinante  su  caballo,  combatiéndose  con  diez  Jayanes,  los  más  desafora- 
dos, y  atrevidos,  que  se  pudieran  hallar  en  gran  parte  de  la  tierra.  Ta,  ta, 
dijo  el  Cura,  Jayanes  hay  en  la  danza,  para  mi  santiguada,  que  yo  los 
queme  mañana  antes  que  llegue  la  noche.  Hiciéronle  á  Don  Quixote  mil 
preguntas,  y  á  ninguna  quiso  responder  otra  cosa,  sino  que  le  diesen  de 
comer,  y  le  dejasen  dormir,  que  era  lo  que  más  le  importaba.  Hízose  así, 
y  el  Cura  se  informó  muy  á  la  larga  del  labrador,  del  modo  que  había 
hallado  á  Don  Quiíote:  él  se  lo  contó  todo,  con  los  disparates  que  al  hallar- 
le, y  al  traerle  había  dicho,  que  fué  poner  más  deseo  en  el  Licenciado,  de 
hacer  lo  que  otro  día  hizo,  que  fué  llamar  á  su  amigo  el  Barbero  Maesa 
Nicolás,  con  el  cual  se  vino  á  casa  de  Don  Quixote. 


103  — 


CAPITULO  VI 

Del  donoso,  y  grande  escrutinio  que  el  Cura,  y  el 
Barbero  hicieron  en  la  librería  de  nuestro  inge- 
nioso hidalgo. 

El  cual  aún  todavía  dormía.  Pidió  las  llaves  á  la  sobrina  del  aposento, 
donde  estaban  los  libros,  autores  del  daño,  y  ella  se  las  dio  de  muy  buena 
gana:  entraron  dentro  todos,  y  la  ama  con  ellos,  y  hallaron  más  de  cien 
cuerpos  de  libros  grandes  muy  bien  encuadernados,  y  otros  pequeños:  y 
así  como  el  ama  los  vio,  volvióse  á  salir  del  aposento  con  gran  priesa,  y 
tornó  luego  con  una  escudilla  de  agua  bendita,  y  un  hisopo,  y  dijo:  Tome 
vuestra  merced  señor  Licenciado,  rocíe  este  aposento,  no  esté  aquí  algún 
encantador  de  los  muchos  que  tienen  estos  libros,  y  nos  encanten,  en  pena 
de  Ja  que  les  queremos  dar,  echándolos  del  mundo.  Causó  risa  al  Licen- 
ciado la  simplicidad  del  ama,  y  mandó  al  Barbero  que  le  fuese  dando  de 
aquellos  libros  uno  á  uno,  para  ver  de  que  trataban,  pues  podía  ser  hallar 
algunos  que  no  mereciesen  castigo  de  fuego.  No,  dijo  la  sobrina,  no  hay 
para  qué  perdonar  á  ninguno,  porque  todos  han  sido  los  dañadores,  mejor 
será  arrojarlos  por  las  ventanas  al  patio,  y  hacer  un  rimero  dellos,  y 
pegarles  fuego,  y  sino  llevarlos  al  corral,  y  allí  se  hará  la  hoguera,  y  no 
ofenderá  el  humo.  Lo  mismo  dijo  el  ama,  tal  era  la  gana  que  las  dos  tenían 
de  la  muerte  de  aquellos  inocentes,  mas  el  Cura  no  vino  en  ello,  sin  pri- 
mero leer  los  títulos.  Y  el  primero,  que  Maese  Nicolás  le  dio  en  las  ma- 
nos, fué  los  cuatro  de  Amadís  de  Gaula,  y  dijo  el  Cura:  Parece  cosa  de 
misterio  esta,  porque  según  he  oido  decir,  este  libro  fué  el  primero  de  ca- 
ballerías que  se  imprimió  en  España,  y  todos  los  demás  han  tomado  prin- 
cipio y  origen  deste,  y  así  me  parece,  que  como  á  dogmatizador  de  una 
secta  tan  mala,  le  debemos  sin  escusa  alguna  condenar  al  fuego.  No  señor, 
dijo  el  barbero,  que  también  he  oido  decir,  que  es  el  mejor  de  todos  los 
libros  que  de  este  género  se  han  compuesto,  y  así  como  á  único  en  su  arte 
se  debe  perdonar.  Así  es  verdad,  dijo  el  Cura,  y  por  esa  razón  se  le  otorga 
la  vida  por  ahora.  Veamos  esotro  que  está  junto  á  él.  Es,  dijo  el  barbero, 
las  Sergas  de  Esplandián,  hijo  legítimo  de  Amadís  de  Gaula.  Pues  en 


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verdad,  dijo  el  Cura,  que  no  le  ha  de  valer  al  hijo  la  bondad  del  padre: 
Tomad  señora  ama,  abrid  esa  ventana,  y  echadle  al  corral,  y  dé  principio 
al  montón  de  la  hoguera  que  se  ha  de  hacer.  Hízolo  así  el  ama  con  mucho 
contento,  y  el  bueno  de  Esplandián  fué  volando  al  corral,  esperando  con 
toda  paciencia  el  fuego  que  le  amenazaba.  Adelante,  dijo  el  Cura.  Este 
que  viene,  dijo  el  barbero,  es  Amadís  de  Grecia,  y  aun  todos  los  deste  lado, 
á  lo  que  creo,  son  del  mismo  linaje  de  Araadis.  Pues  vayan  todos  al  corral, 
dijo  el  Cura,  que  á  trueque  de  quemar  á  la  Reina  Pitiquiniestra,  y  al 
Pastor  Dariniel,  y  á  sus  Églogas,  y  á  las  endiabladas  y  revueltas  razones 
de  su  autor,  quemara  con  ellos  al  padre  que  mí  engendró,  si  anduviera  en 
figura  de  caballero  andante.  De  ese  parecer  soy  yo,  dijo  el  barbero:  y  aun 
yo,  añadió  la  sobrina.  Pues  asi  es,  dijo  el  ama,  vengan,  y  al  corral  con 
ellos,  Diéronselos,  que  eran  muchos,  y  ella  ahorró  la  escalera,  y  dio  con 
ellos  por  la  ventana  abajo.  Quién  es  ese  tonel,  dijo  el  Cura.  Este  es,  respon- 
dió el  barbero,  don  Olivante  de  Laura.  El  autor  des€  libro,  dijo  el  Cura, 
fué  el  mismo  que  compuso  á  Jardín  de  Flores,  y  en  verdad  que  no  sepa 
determinar,  cual  de  los  dos  libros  es  más  verdadero,  ó  por  decir  mejor, 
menos  mentiroso,  sólo  sé  decir,  que  éste  irá  al  corral,  por  disparatado,  y 
arrogante.  Este  que  se  sigue,  es  Florismarte  de  Hircarnia,  dijo  el  barbero. 
Ahí  está  el  señor  Florismarte,  replicó  el  Cura,  pues  á  fe,  que  ha  de  parar 
pronto  on  el  corral,  á  pesar  de  su  extraño  nacimiento,  y  soñadas  aventuras, 
que  no  da  lugar  á  otra  cosa  la  dureza,  y  sequedad  de  su  estilo.  Al  corral 
con  él,  y  con  esotro,  señora  ama.  Que  rae  place  señor  mío,  respondió  ella, 
y  con  mucha  alegría  ejecutaba  lo  que  le  era  mandado.  Este  es  el  caballero 
Platir,  dijo  el  barbero.  Antiguo  libro  es  ese,  dijo  el  Cura,  y  no  hallo  en  él 
cosa  que  merezca  venia:  acompañe  á  los  demás  sin  réplica,  y  así  fué  hecho. 
Abrióse  otro  libro,  y  vieron  que  tenía^  por  título,  el  Caballero  de  la  Cruz, 
por  nombre  tan  santo  como  este  libro  tiene,  se  podía  perdonar  su  ignoran- 
cia, mas  también  se  suele  decir,  tras  la  Cruz  está  el  diablo,  vaya  al  fuego. 
Tomando  el  barbero  otro  libro,  dijo:  Este  es  Espejo  de  caballerías.  Ya 
conozco  á  su  merced,  dijo  el  Cura,  ahí  anda  el  señor  Reinaldos  de  Mon- 
talbán,  con  sus  amigos,  y  compañeros,  más  ladrones  que  Caco,  y  los  doce 
Pares  con  el  verdadero  historiador  Turpín,  y  en  verdad  que  estoy  por  con- 
denarlos no  más  que  á  destierro  perpetuo,  siquiera  porque  tienen  parte  de 
la  invención  del  famoso  Mateo  Boyardo,  de  donde  también  tejió  su  tela  el 
Cristiano  Poeta  Ludovico  Ariosto,  al  cual  si  aquí  le  hallo,  y  que  habla  en 
otra  lengua  que  la  suya,  no  le  guardaré  respeto  alguno,  pero  si  habla  en 
su  Idioma,  le  pondré  sobre  mi  cabeza.  Pues  yo  le  tengo  en  Italiano,  dijo 


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el  barbero,  mas  no  lo  entiendo.  Ni  aun  fuera  bien  que  vos  le  entendierais, 
respondió  el  Cura,  y  aquí  le  perdonáramos  al  señor  Capitán,  que  no  le 
hubiera  traido  á  España,  y  hecho  Castellano,  que  le  quitó  mucho  de  su 
natural  valor,  y  lo  mismo  harán  todos  aquellos  que  los  libros  de  verso  qui- 
sieren volver  en  otra  lengua,  que  por  mucho  cuidado  que  pongan,  y  habi- 
lidad que  muestren,  jamás  llegarán  al  punto  que  ellos  tienen  en  su  primer 
nacimiento.  Digo  en  efecto,  que  este  libro,  y  todos  los  que  se  hallaren  que 
tratan  destas  cosas  de  Francia,  se  echen,  y  depositen  en  un  pozo  seco, 
hasta  que  con  más  acuerdo  se  vea,  lo  que  se  ha  de  hacer  dellos,  excep- 
tuando á  un  Bernardo  de  Carpió  que  anda  por  ahí,  y  á  otro  llamado  Kon" 
cesvalles,  que  éstos  en  llegando  á  mis  manos,  han  de  estar  en  las  del  ama, 
y  dellas  en  las  del  fuego  sin  remisión  alguna.  Todo  lo  confirmó  el  barbero, 
y  lo  tuvo  por  bien,  y  por  cosa  muy  acertada,  por  entender  que  era  el  Cura 
tan  buen  Cristiano,  y  tan  amigo  de  la  verdad,  que  no  diría  otra  cosa  por 
todas  las  del  mundo.  Y  abriendo  otro  libro,  vio  que  era  Palmerín  de 
Oliva,  y  junto  á  él  estaba  otro,  que  se  llamaba  Palmerín  de  Inglaterra.  Lo 
cual  visto  por  el  Licenciado,  dijo:  Esa  Oliva  se  haga  luego  rajas,  y  se 
queme,  que  aún  no  queden  della  cenizas,  y  esa  Palma  de  Inglaterra  se 
guarde,  y  se  conserve,  como  á  cosa  única,  y  se  haga  para  ella  otra  caja, 
como  la  que  halló  Alejandro  en  los  despojos  de  Darío,  que  la  diputó  para 
guardar  en  ella  las  sobras  del  Poeta  Homero.  Este  libro,  señor  compadre, 
tiene  autoridad  por  dos  cosas:  la  una  porque  él  por  sí  es  muy  bueno:  y  la 
otra,  porque  es  fama  que  le  compuso  un  discreto  Rey  de  Portugal.  Todas 
las  aventuras  del  castillo  de  Miraguarda  son  bonísimas,  y  de  gran  artificio, 
las  razones  cortesanas,  y  claras,  que  guardan,  y  miran  el  decoro  del  que 
habla,  con  mucha  propiedad  y  entendimiento.  Digo  pues,  salvo  vuestro 
buen  parecer  (señor  Maese  Nicolás)  que  éste,  y  Amadís  de  Gaula,  queden 
libres  del  fuego,  y  todos  los  demás,  sin  hacer  más  cala  y  cata,  perezcan. 
No  señor  compadre,  replicó  el  barbero,  que  este  que  aquí  tengo,  es  el  afa- 
mado don  Belianís.  Pues  ese,  replicó  el  Cura,  con  la  segunda,  tercera,  y 
cuarta  parte  tienen  necesidad  de  un  poco  de  ruibarbo,  para  purgar  la 
demasiada  cólera  suya,  y  es  menester  quitarles  todo  aquello  del  castillo  de 
la  Fama,  y  otras  impertinencias  de  más  importancia,  para  lo  cual  seles  dá 
término  ultramarino,  y  como  se  enmendaren,  así  se  usará  con  ellos  de  mi- 
sericordia, ó  de  justicia,  y  en  tanto,  tenedlos  vos  compadre  en  vuestra  casa, 
mas  no  los  dejéis  leer  á  ninguno.  Que  me  place,  respondió  el  barbero,  y 
sin  querer  cansarse  más  en  leer  libros  de  caballerías,  mandó  al  ama,  que 
tomase  todos  los  grandes,  y  diese  con  ellos  en  el  corral.  No  se  dijo  á  tonta, 


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ni  á  sorda,  sino  á  quien  tenía  más  gana  de  quemarlos,  que  de  echar  una 
tela,  por  grande  y  delgada  que  fuera,  y  asiendo  casi  oelio  de  una  vez,  los 
arrojó  por  la  ventana.  Por  tomar  muchos  juntos,  se  le  cayó  uno  á  los  pies 
del  barbero,  que  le  tomó  gana  de  ver  de  quien  era,  y  vio  que  decía:  Histo- 
ria del  famoso  caballero  Tirante  el  Blanco.  Válgame  Dios,  dijo  el  Cura, 
dando  una  gran  voz,  que  aquí  esté  Tirante  el  Blanco,  dádmele  acá  compa- 
dre, que  hago  cuenta  que  he  hallado  en  él  un  tesoro  de  contento,  y  una 
mina  de  pasatiempos.  Aquí  está  don  Quirieleisón  de  Montalbán,  valeroso 
caballero,  y  su  hermano  Tomás  de  Montalbán,  y  el  caballero  Fonseca,  con 
la  batalla  que  el  valiente  Detriante  hizo  con  el  Alano,  y  la^  agudezas  de 
la  doncella  Placerdemivida,  con  los  amores,  y  embustes  de  la  viuda  Repo- 
sada, y  la  señora  Emperatriz,  enamorada  de  Hipólito  su  escudero.  Dígoos 
verdad,  señor  compadre,  que  por  su  estilo  es  éste  el  mejor  libro  del  mundo: 
aquí  comen  los  caballeros,  y  duermen,  y  mueren  en  sus  casas,  y  hacen 
testamento  antes  de  su  muerte,  con  otras  cosas,  de  que  todos  los  demás 
libros  deste  género  carecen.  Con  todo  eso  os  digo,  que  merecía  el  que  lo 
compuso,  pues  no  hizo  tantas  necedades  de  industria,  que  le  echaran  á 
galeras  por  todos  los  días  de  su  vida.  Llevadle  á  casa  y  leedle,  y  veréis  que 
es  verdad  cuanto  del  os  he  dicho.  Así  será,  respondió  el  barbero,  pero  qué 
haremos  destos  pequeños  libros  que  quedan.  Estos,  dijo  el  Cura,  no  deben 
de  ser  de  caballerías,  sino  de  Poesía,  y  abriendo  uno,  vio  que  era  la  Diana 
de  Jorge  de  Montemayor,  y  dijo  (creyendo  que  todos  los  demás  eran  del 
mismo  género):  Estos  no  merecen  ser  quemados  como  los  demás,  porque 
no  hacen,  ni  harán  el  daño,  que  los  de  caballerías  han  hecho,  que  son 
libros  de  entendimiento,  sin  perjuicio  de  tercero.  Ay  señor,  dijo  la  sobrina, 
bien  los  puede  vuestra  merced  mandar  quemar  como  á  los  demás,  porque 
no  sería  mucho,  que  habiendo  sanado  mi  señor  tío  de  la  enfermedad  caba- 
lleresca, leyendo  éstos  se  le  antojase  de  hacerse  pastor,  y  andarse  por  los 
bosques  y  prados,  cantando,  y  tañendo:  y  lo  que  sería  peor,  hacerse  Poeta, 
que  según  dicen,  es  enfermedad  incurable,  y  pegadiza.  Verdad  dice  esta 
doncella,  dijo  el  Cura,  y  será  bien  quitarle  á  nuestro  amigo  este  tropiezo, 
y  ocasión  delante,  Y  pues  comenzamos  por  la  Diana  de  Montemayor,  soy 
de  parecer  que  no  se  queme,  sino  que  se  le  quite  todo  aquello  que  trata  de 
la  sabia  Felicia,  y  de  la  agua  encantada,  y  casi  todos  los  versos  mayores, 
y  quédesele  en  hora  buena  la  prosa,  y  la  honra  de  ser  primero  en  seme- 
jantes libros.  Este  que  se  sigue,  dijo  el  barbero,  es  la  Diana  llamada  se- 
gunda, del  Salmantino,  y  este  otro  que  tiene  el  mismo  nombre,  cuyo  autor 
es  Gil  Polo.  Pues  la  del  Salmantino,  respondió  el  Cura,  acompañe,  y  acre- 


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cíente  el  número  de  los  condenados  al  corral,  y  la  de  Gil  Polo  se  guarde, 
como  si  fuera  del  mismo  Apolo,  y  pase  adelante  señor  compadre,  y  démo- 
nos priesa,  que  se  va  haciendo  tarde.  Este  libro  es,  dijo  el  barbero  abriendo 
otro,  ios  diez  libros  de  fortuna  de  Amor,  compuestos  por  Antonio  de 
Loíraso,  Poeta  Sardo.  Por  las  órdenes  que  recibí,  dijo  el  Cura,  que  desde 
que  Apolo  fué  Apolo,  y  las  Musas  Musas,  y  los  Poetas  Poetas,  tan  gra- 
cioso, ni  tan  disparatado  libro  como  ese,  no  se  ha  compuesto,  y  que  por  su 
camino  es  el  mejor,  y  el  más  único  de  cuantos  deste  género  han  salido  á  la 
luz  del  mundo:  y  el  que  no  le  ha  leído,  puede  hacer  cuenta  que  no  ha 
leído  jamás  cosa  de  gusto.  Dádmele  acá  compadre,  que  aprecio  más 
haberle  hallado,  que  si  me  dieran  una  sotana  de  raja  de  Florencia.  Púsole 
aparte  con  grandísimo  gusto,  y  el  barbero  prosiguió,  diciendo:  Estos  que 
se  siguen,  son,  el  pastor  de  Iberia,  Ninfas  de  Enares,  y  desengaños  de 
celos.  Pues  no  hay  más  que  hacer,  dijo  el  Cura,  sino  entregarlos  al  brazo 
seglar  del  ama,  y  no  se  me  pregunte  el  por  qué,  que  sería  nunca  acabar. 
Este  que  viene,  es  el  Pastor  de  Filida.  No  es  ese  pastor,  dijo  el  Cura,  sino 
muy  discreto  cortesano,  guárdese  como  joya  preciosa.  Este  grande  que 
aquí  viene,  se  intitula,  dijo  el  barbero.  Tesoro  de  varias  Poesías.  Como 
ellas  no  fueran  tantas,  dijo  el  Cura,  fueran  más  estimadas:  menester  es, 
que  este  libro  se  escarde,  y  limpie  de  algunas  bajezas  que  entre  sus  gran- 
dezas tiene:  guárdese,  porque  su  autor  es  amigo  mío,  y  por  respeto  de 
otras  más  heroicas,  y  levantadas  obras  que  ha  escrito.  Este  es,  siguió  el 
barbero,  el  Cancionero  de  López  Maldonado.  También  el  autor  dése  libro, 
replicó  el  Cura,  es  grande  amigo  mío,  y  sus  versos  en  su  boca  admiran  á 
quien  los  oye,  y  tal  es  la  suavidad  de  la  voz  con  que  los  canta,  que  encanta. 
Algo  largo  es  en  las  Églogas,  pero  nunca  lo  bueno  fué  mucho;  guárdese 
con  los  escogidos.  Pero  qué  libro  es  ese  que  está  junto  á  él:  La  Calatea  de 
Miguel  de  Cervantes,  dijo  el  barbero.  Muchos  años  ha,  que  es  grande 
amigo  mío  ese  Cervantes,  y  sé  que  es  más  versado  en  desdichas  que  en 
versos.  Su  libro  tiene  algo  de  buena  intención,  propone  algo,  y  no  concluye 
oíada:  es  menester  esperar  la  segunda  parte  que  promete,  quizá  con  la 
enmienda  alcanzará  del  todo  la  misericordia  que  ahora  se  le  niega,  y  entre- 
tanto que  esto  se  ve,  tenedle  recluso  en  vuestra  posada.  Señor  compadre, 
que  me  place,  respondió  el  barbero,  y  aquí  vienen  tres  todos  juntos:  la 
Araucana  de  don  Alonso  de  Ercilla,  la  Austriada  de  Juan  Rufo  Jurado  de 
Córdoba,  y  el  Monserrato  de  Cristóbal  de  Virues,  Poeta  Valenciano.  Todos 
estos  tres  libros,  dijo  el  Cura,  son  los  mejores  que  en  verso  heroico,  en 
lengua  Castellana  están  escritos,  y  pueden  competir  con  los  más  famosos 


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de  Italia:  guárdense  como  las  más  ricas  prendas  de  Poesía  que  tiene  Ea- 
pafta.  Cansóse  el  Cura  de  ver  más  libros,  y  así  á  carga  cerrada,  quiso  que 
todos  los  demás  se  quemasen,  pero  ya  tenía  abierto  uno  el  barbero,  que  se 
llamaba  las  Lágrimas  de  Angélica.  Lloráralas  yo,  dijo  el  Cura  en  oyendo  el 
nombre,  si  tal  libro  hubiera  mandado  quemar,  porque  su  autor  fué  uno  de 
los  famosos  Poetas  del  mundo,  no  sólo  de  España:  y  fué  felicísimo  en  la 
traducción  de  algunas  fábulas  de  Ovidio. 


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CAPITULO  VII 

De  la  segunda  salida  de  nuestro  buen  caballero, 
don  Quixote  de  la  Mancha 

Estando  en  esto,  comenzó  á  dar  voces  don  Quixote,  diciendo:  Aquí, 
aquí  valerosos  caballeros,  aquí  es  menester  mostrar  la  fuerza  de  vuestros 
valerosos  brazos,  que  los  cortesanos  llevan  lo  mejor  del  torneo.  Por  acudir 
á  este  ruido,  y  estruendo,  no  se  pasó  adelante  con  el  escrutinio  de  los  de- 
más libros  que  quedaban,  y  así  se  cree,  que  fueron  al  fuego,  sin  ser 
vistos  ni  oídos,  la  Carolea,  y  León  de  España,  con  los  hechos  del  Empera- 
dor, compuestos  por  don  Luis  de  Avila,  que  sin  duda  debían  de  estar  entre 
los  que  quedaban,  y  quizá  si  el  Cura  los  viera,  no  pasaran  por  tan  rigurosa 
sentencia.  Cuando  llegaron  á  don  Quixote,  ya  él  estaba  levantado  de  la 
cama,  y  proseguía  en  sus  voces,  y  en  sus  desatinos,  dando  cuchilladas,  y 
reveses  á  todas  partes,  estando  tan  despierto,  como  si  nunca  hubiera  dor- 
mido. Abrazáronse  con  él,  y  por  fuerza  le  volvieron  al  lecho,  y  después  que 
hubo  sosegado  un  poco,  volviéndose  á  hablar  con  el  Cura,  le  dijo:  Por  cierto 
señor  Arzobispo  Turpín,  que  es  gran  mengua  de  los  que  nos  llamamos  doce 
Pares,  dejar  tan  sin  más,  ni  más,  llevar  la  victoria  deste  torneo  á  los  caba- 
lleros Cortesanos,  habiendo  nosotros  los  aventureros  ganado  el  prez  en  los 
tres  días  antecedentes.  Calle  vuestra  merced  señor  compadre,  dijo  el  Cura, 
que  Dios  será  servido,  que  la  suerte  se  mude,  y  que  lo  que  hoy  se  pierde, 
se  gane  mañana,  y  atienda  vuestra  merced  á  su  salud  por  ahora,  que  me 
parece,  que  debe  de  estar  demasiadamente  cansado,  si  ya  no  es,  que  está 
mal  herido.  Herido  no,  dijo  don  Quixote,  pero  molido  y  quebrantado,  no 
hay  duda  en  ello,  porque  aquel  bastardo  de  don  Koldán,  me  ha  molido  á 
palos  con  el  tronco  de  una  encina,  y  todo  de  envidia,  porque  ve,  que  yo  solo 
soy  el  opuesto  á  sus  valentías:  mas  no  me  llamaría  yo  Reinaldos  de  Mon- 
talbán,  si  en  levantándome  deste  lecho  no  me  lo  pagare,  á  pesar  de  todos 
sus  encantamientos,  y  por  ahora  tráigame  de  yantar,  que  sé  que  es  lo  que 
más  me  hará  al  caso,  y  quédese  lo  del  vengarme  á  mi  cargo.  Hiciéronlo 
así,  diéronle  de  comer,  y  quedóse  otra  vez  dormido,  y  ellos  admirados  de 
su  locura.  Aquella  noche  quemó,  y  abrasó  el  ama  cuajitos  libros  había  en 


—  no  — 


el  corral,  y  en  toda  la  casa,  y  tales  debieron  de  arder,  que  merecían  guar- 
darse en  perpetuos  archivos,  mas  no  lo  permitió  su  suerte,  y  la  pereza  dei 
escudriñador,  y  así  se  cumplió  el  refrán  en  ellos,  de  que  pagan  á  las  veces 
justos  por  pecadores.  Uno  de  los  remedios  que  el  Cura,  y  el  barbero  dieron 
por  entonces  para  el  mal  de  su  amigo,  fué,  que  le  murasen,  y  tapiasen  el 
aposento  de  los  libros,  porque  cuando  se  levantase  no  los  hallase,  quizá 
quitando  la  causa,  cesaría  el  efecto,  y  que  dijesen,  que  un  encantador  se  los 
había  llevado,  y  el  aposento,  y  todo,  y  así  fué  hecho  con  mucha  presteza. 
De  allí  á  dos  días  se  levantó  don  Quixote,  y  lo  primero  que  hizo,  fué  ir  á 
ver  sus  libros,  y  como  no  hallaba  el  aposento  donde  le  había  dejado,  anda- 
ba de  una  en  otra  parte  buscándole.  Llegaba  adonde  solía  tener  la  puerta, 
y  tentaba  con  las  manos,  y  volvía  y  revolvía  los  ojos  por  todo,  sin  decir  pa- 
labra: pero  al  cabo  de  una  buena  pieza,  preguntó  á  su  ama  que  hacia  qué 
parte  estaba  el  aposento  de  sus  libros.  El  ama,  que  ya  estaba  advertida  de 
lo  que  habla  de  responder,  le  dijo:  Qué  aposento,  ó  qué  nada  busca  vuestra 
merced,  ya  no  hay  aposento,  ni  libros  en  esta  casa,  porque  todo  se  lo  llevó 
el  mismo  diablo.  No  era  diablo,  replicó  la  sobrina,  sino  un  encantador,  que 
vino  sobre  una  nube  una  noche,  después  del  día  que  vuestra  merced  de  aquí 
se  partió,  y  apeándose  de  una  sierpe  en  que  venía  caballero,  entró  en  el 
aposento,  y  no  sé  lo  que  hizo  dentro,  que  á  cabo  de  poca  pieza  salió  volan- 
do por  el  tejado,  y  dejó  la  casa  llena  de  humo,  y  cuando  acordamos  á  mirar 
lo  que  dejaba  hecho,  no  vimos  libro,  ni  aposento  alguno,  sólo  se  nos  acuer- 
da muy  bien,  á  mí  y  al  ama,  que  al  tiempo  de  partirse  aquel  mal  viejo, 
dijo  en  altas  voces,  que  por  enemistad  secreta,  que  tenía  al  dueño  de  aque- 
llos libros,  y  aposento,  dejaba  hecho  el  daño  en  aquella  casa,  que  después 
se  vería:  dijo  también,  que  se  llamaba  el  sabio  Muñatón.  Frestón  diría:  dijo 
don  Quixote.  No  sé,  respondió  el  ama,  si  se  llamaba  Frestón,  ó  Fritón,  sólo 
se,  que  acabó  en  ton  su  nombre.  Así  es,  dijo  don  Quixote,  que  ese  es  un 
sabio  encantador,  grande  enemigo  mío,  que  me  tiene  ojeriza,  porque  sabe 
por  sus  artes  y  letras,  que  tengo  de  venir  andando  los  tiempos,  á  pelear 
en  singular  batalla  con  un  caballero  á  .quien  él  favorece,  y  le  tengo  de  ven- 
cer, sin  que  él  lo  pueda  estorbar,  y  por  esto  procura  hacerme  todos  los  sin- 
sabores que  puede,  y  mandóle  yo,  que  mal  podrá  él  contradecir,  ni  evitar 
lo  que  por  el  cielo  está  ordenado.  Quién  duda  de  eso,  dijo  la  sobrina,  pero 
quién  le  mete  á  vuestra  merced  señor  tío,  en  esas  pendencias,  no  será  mejor 
estarse  pacífico  en  su  casa,  y  no  irse  por  el  mundo  á  buscar  pan  de  trastri- 
go,  sin  considerar  que  muchos  van  por  lana,  y  vuelven  trasquilados.  O  so- 
brina mía,  respondió  don  Quixote,  y  cuan  mal  que  estás  en  la  cuenta,  pri- 


—  III  — 


mero  que  á  mí  me  trasquilen,  tendré  peladas,  y  quitadas  las  barbas  á  cuan- 
tos imaginaren  tocarme  en  la  punta  de  un  solo  cabello.  No  quisieron  las 
dos  replicarle  más,  porque  vieron  que  se  le  encendía  la  cólera.  Es  pues  el 
caso,  por  él  estuvo  quince  días  en  casa  muy  sosegado,  sin  dar  muestras  de 
querer  segundar  sus  primeros  devaneos,  en  los  cuales  días,  pasó  graciosísi- 
mos cuentos  con  sus  dos  compadres  el  Cura,  y  el  barbero,  sobre  que  él 
decía,  que  la  cosa  de  que  mas  necesidad  tenía  el  mundo,  era  de  caballeros 
andantes,  y  de  que  en  él  se  resucitase  la  caballería  andatesca.  El  Cura 
algunas  veces  le  contradecía,  porque  sino  guardaba  este  artificio,  no  había 
poder  averiguarse  con  él.  En  este  tiempo  solicitó  don  Quixote  á  un  labra- 
dor vecino  suyo,  hombre  de  bien  (si  es  que  este  título  se  puede  dar  al  que 
es  pobre),  pero  de  muy  poca  sal  en  la  mollera.  En  resolución,  tanto  le  dijo, 
tanto  le  persuadió,  y  prometió,  que  el  pobre  villano  se  determinó  de  salir- 
se con  él,  y  servirle  de  escudero.  Decíale  entre  otras  cosas  don  Quiíote, 
que  se  dispusiese  á  ir  con  él  de  buena  gana,  porque  tal  vez  le  podía  suce- 
der aventura,  que  ganase  en  quítame  allá  esas  pajas,  alguna  Ínsula,  y  le 
dejase  á  él  por  gobernador  della.  Con  estas  promesas,  y  otras  tales,  Sancho 
Panza  (que  así  se  llamaba  el  labrador),  dejó  su  mujer,  é  hijos,  y  asento  por 
escudero  de  su  vecino.  Dio  luego  don  Quixote  orden  en  buscar  dineros,  y 
vendiendo  una  casa,  y  empeñando  otra,  y  malbaratándolas  todas,  allegó  una 
razonable  cantidad.  Acomodóse  asimismo  de  una  rodela  que  pidió  presta- 
da á  UD  su  amigo,  y  pertrechando  su  rota  celada  lo  mejor  que  pudo,  avisó 
á  su  escudero  Sancho,  del  día,  y  la  hora  que  pensaba  ponerse  en  camino, 
para  que  él  se  acomodase  de  lo  que  viese  que  más  le  era  menester.  Sobre 
todo  le  encargó  que  llevase  alforjas:  y  dijo,  que  sí  llevaría,  y  que  asimis- 
mo pensaba  llevar  un  asno  que  tenía  muy  bueno,  porque  él  no  estaba  hecho 
á  andar  mucho  á  pie.  En  lo  del  asno  reparó  un  poco  don  Quixote,  imagi- 
nando, si  se  le  acordaba,  si  algún  caballero  andante,  había  traído  escudero 
caballero  asnalmente,  pero  nunca  le  vino  alguno  á  la  memoria:  mas  con 
todo  esto,  determinó,  que  le  llevase,  con  propósito  de  acomodarle  de  más 
honrada  caballería,  en  habiendo  ocasión  para  ello,  quitándole  el  caballo  al 
primer  descortés  caballero  que  topase.  Proveyóle  deca  misas,  y  de  las  de- 
más cosas  que  él  pudo,  conforme  al  consejo  que  el  ventero  le  había  dado. 
Todo  lo  cual  hecho,  y  cumplido,  sin  despedirse  Panza  de  sus  hijos-,  y  mu- 
jer, ni  don  Quixote  de  su  ama,  y  sobrina,  una  noche  se  salieron  del  lugar» 
sin  que  persona  los  viese,  en  la  cual  caminaron  tanto,  que  al  amanecer  se 
tuvieron  por  seguros  de  que  no  los  hallarían,  aunque  los  buscasen.  Iba 
Sancho  Panza  sobre  bu  jumento  como  un  patriarca  con  sus  alforjas,  y  su 


—    112    — 


bota,  y  con  mucho  deseo  de  verse  ya  gobernador  de  la  ínsula  que  su  amo 
le  había  prometido.  Acertó  don  Quixote  á  tomar  la  misma  derrota,  y  ca- 
mino, que  el  que  él  había  tomado  su  primer  viaje,  que  fué  por  el  campo 
de  Montiel,  por  el  cual  caminaba  con  menos  pesadumbre  que  la  vez  pasa- 
da, porque  por  ser  la  hora  de  la  mañana,  y  herirles  á  soslayo  los  rayos  del 
sol,  no  les  fatigaban.  Dijo  en  esto  Sancho  Panza  á  su  amo:  Mire  vuestra 
merced,  señor  caballero  andante,  que  no  se  le  olvide,  lo  que  de  la  ínsula 
me  tiene  prometido,  que  yo  la  sabré  gobernar  por  grande  que  sea.  A  lo 
cual  le  respondió  don  Quixote:  Has  de  saber  amigo  Sancho  Panza  ,que  fué 
costumbre  muy  usada  de  les  caballeros  andantes  antiguos,  hacer  goberna- 
dores á  sus  escuderos,  de  las  ínsulas,  ó  Reinos  que  ganaban,  y  yo  tengo 
determinado,  de  que  por  mí  no  falte  tan  agradecida  usanza,  antes  pienso 
aventajarme  en  ella,  porque  ellos  algunas  veces,  y  quizá  las  más,  espera- 
ban á  que  sus  escuderos  fuesen  viejos,  y  ya  después  de  hartos  de  servir,  y 
de  llevar  malos  días,  y  peores  noches,  les  daban  algún  título  de  Conde,  ó 
por  lo  menos  de  Marqués  de  algún  Valle,  ó  Provincia  de  poco  más  ó  me- 
nos, pero  si  tú  vives,  y  yo  vivo,  bien  podría  ser  que  antes  de  seis  días  ga- 
nase yo  tal  Keino,  que  tuviese  otros  á  él  adherentes,  que  viniese  de  molde 
para  coronarte  por  Rey  de  unos  dellos.  Y  no  lo  tengas  á  mucho,  que  cosas, 
y  casos  acontecen  á  los  tales  caballeros,  por  modos  tan  nunca  vistos,  ni 
pensados,  que  con  facilidad  te  podría  dar,  aun  más  de  lo  que  te  prometo, 
Desa  manera,  respondió  Sancho  Panza,  si  yo  fuese  Rey  por  algún  milagro 
de  los  que  vuestra  merced  me  dice,  por  lo  menos  Juana  Gutiérrez,  mi 
oíslo  (1)  vendría  á  ser  Reina,  y  mis  hijos  infantes.  Pues  quién  lo  duda,  res- 
pondió don  Quixote.  Yo  lo  dudo,  replicó  Sancho  Panza,  porque  tengo  para 
mí,  que  aunque  lloviese  Dios  Reinos  sobre  la  tierra,  ninguno  asentaría  bien 
sobre  la  cabeza  de  Mari  Gutiérrez.  Sepa  señor,  que  no  vale  dos  maravedís 
para  Reina,  Condesa  le  caerá  mejor,  y  aun  Dios,  y  ayuda.  Encomiéndalo  tú 
á  Dios  Sancho,  respondió  don  Quixote,  que  él  te  dará  lo  que  más  le  con- 
venga: pero  no  apoques  tu  ánimo  tanto,  que  te  vengas  á  contentar  con  me- 
nos, que  con  ser  Adelantado.  No  haré  señor  mío,  respondió  Sancho,  y  más 
teniendo  tan  principal  amo  en  vuestra  merced,  que  me  sabrá  dar  todo  aque- 
llo que  me  esté  bien,  y  yo  pueda  llevar. 


(1)  ((Mi  oíslo»  no  es  italianismo,  es  un  giro  muy  español  importado  á 
La  Mancha  en  tiempos  de  las  Cruzadas,  por  algunos  que  se  quedaron  en 
el  país.  Se  usa  mucho  de.sde  la  Rioja  para  arriba,  y  más  de  cuatro  lecto- 
res de  don  Quixote  habrán  recordado:  «Hay  que  se...  amolar»,  como  decía 
la  Pasiega. 


in  — 


CAPITULO  VIII 

Del  buen  suceso  que  el  valeroso  don  Quixote  tuvo 
en  la  espantable  y  jamás  imaginada  aventura  de 
los  molinos  de  viento,  con  otros  sucesos  dignos 
de  felice  recordación . 

Eq  esto  descubrieron  treinta,  ó  cuarenta  molinos  de  viento  que  hay  en 
aquel  campo  (1),  y  asi  como  don  Quixote  los  vio,  dijo  á  su  escudero.  La  ven- 
tura va  guiando  nuestras  cosas  mejor  de  lo  que  acertáramos  á  deseai*. 
Porque  ves  allí  amigo  Sancho  Panza,  donde  se  descubren  treinta,  ó  pocos 
más  desaforados  Gigantes  con  quien  pienso  hacer  batalla,  y  quitarles  á 
todos  las  vidas,  con  cuyos  despojos  comenzaremos  á  enriquecer,  que  esta 
es  buena  guerra,  y  es  gran  servicio  de  Dios,  quitar  tan  mala  simiente  de 
sobre  la  faz  de  la  tierra.  Qué  Gigantes,  dijo  Sancho  Panza.  Aquellos  que 
alli  ves,  respondió  su  amo,  de  los  brazos  largos,  que  los  suelen  tener  algu- 
nos de  casi  dos  leguas.  Mire  vuestra  merced,  respondió  Sancho,  que  aqu(>- 


(1)  ¡Genio  sin  iguall  ¡Creación  fantástica  y  originalísima!  ¡Cuánto  tiem- 
po perdieron  los  investigadores  (?)  discurriendo  sobre  lo  imaginario,  lo 
inexistente,  puesto  que  se  trata  del  subterfugio  mejor  de  su  fábula!  La 
pantalla  que  opuso  á  la  realidad,  repujada  de  matices  riquísimas,  no  fué 
producto  de  grandes  vigilias;  ni  la  visión  estrambótica  de  un  sueño;  fué, 
sencillamente,  «que  su  espíritu  observador  y  práctico  recogió  al  vuelo  el 
conjunto  que  se  ofreció  á  su  vista  y  le  dio  aplicación».  ¿Te  acuerdas,  lec- 
tor, del  Gigante  Briareo,  con  muchos  y  muy  largos  brazos?  Pues  rétenlo 
en  la  memoria,  porque  t€  hará  falta. 

A  poco  más  de  una  milla  de  la  Venta  del  Mochuelo  se  halla  la  del 
Campillo,  y  más  allá,  la  Gran  Sierra  Negra,  pues  bien:  ¿qué  dirás  que  vio 
Cervantes  cuando  ascendió  á  su  cumbre?  Te  ruego,  con  todas  las  veras  de 
mi  alma,  lleves  mejor  la  cuenta  que  el  famoso  Don  Quixote  en  el  cuento 
de  las  cabras  que  pasaban  el  río,  es  muy  importante. 

Al  extremo  S.  de  la  Sierra  y  sobre  las  riberas de  mucho;* 

ó  ribera 

arroyos  y  riachuelos  que  con  sus  aguas  acaudalan  las  del  río  Giuidalmez, 

se  hallan  los  siguientes:  Molino  del  Campillo,  Molino  del  Batán,  Molino 

de  la  Raya,  Molino  Maestro,  Molino  La  Jurado,  Molino  de  la  Costanilla, 

Molino  de  la  Señuela,  Molino  Camacho,  Molino  de  los  Monges,  Molino 

8 


114  — 


líos  que  allí  se  parecen  no  son  Gigantes,  sino  molinos  de  viento,  y  lo  que 
en  ellos  parecen  brazos,  son  las  aspas,  que  volteadas  del  viento,  hacen 
andar  la  piedra  del  molino.  Bien  parece,  respondió  don  Quixote,  que  no 
estás  cursado  en  esto  de  las  aventuras,  ellos  son  Gigantes,  y  si  tienes 
miedo,  quítate  de  ahí,  y  ponte  en  oración  en  el  espacio  que  yo  voy  á  entrar 
con  ellos  en  fiera,  y  desigual  batalla.  Y  diciendo  esto,  dio  de  espuelas  á  su 
caballo  Rocinante,  sin  atender  á  las  voces  que  su  escudero  Sancho  le  daba, 
"  advirtiéndole,  que  sin  duda  alguna  eran  molinos  de  viento,  y  no  gigantes, 
^  aquellos  que  iba  á  acometer.  Pero  él  iba  tan  puesto  en  que  eran  gigantes, 
que  no  oía  las  voces  de  su  escudero  Sancho,  ni  echaba  de  ver,  aunque  es- 
taba ya  bien  cerca,  lo  que  eran,  antes  iba  diciendo  en  voces  altas:  No  fu- 
yades  cobardes  y  viles  criaturas,  que  un  solo  caballero  es  el  que  os 
acomete.  Levantóse  en  esto  un  poco  de  viento,  y  las  grandes  aspas  comen- 
zaron á  moverse,  lo  cual  visto  por  don  Quixote,  dijo:  Pues  aunque  mováis 
más  brazos  que  los  del  gigante  Briareo,  me  lo  habéis  de  pagar.  Y  en  di- 
ciendo esto,  y  encomendándose  de  todo  corazón  á  su  señora  Dulcinea,  pi- 
diéndole que  en  tal  trance  le  socorriese,  bien  cubierto  de  su  rodela,  con  la 
lanza  en  el  ristre,  arremetió  á  todo  el  galope  de  Rocinante,  y  embistió  con 
el  primero  molino  que  estaba  delante,  y  dándole  una  lanzada  en  el  aspa, 
la  volvió  el  viento  con  tanta  furia,  que  hizo  la  lanza  pedazos,  llevándose 
tras  sí  al  caballo,  y  al  caballero,  que  fué  rodando  muy  mal  trecho  por  el 
campo.  Acudió  Sancho  Panza  á  socorrerle,  á  todo  el  correr  de  su  asno,  y 


de  las  Tres  Paradas,  Molino  de  la  Grañuela,  Molino  del  Dorna.io,  Molino 
del  Barranco,  Molino  de  la  Viña,  Molino  de  las  Monjas,  Molino  de  Cas- 
tilcabra,  Molino  del  Horcajo,  Molino  de  los  Tamujos,  Molino  Nuevo  y  algu- 
nos más.  ,     .   .    .,  ,  , 

Luego,  dice  Sancho  á  su  amo,  con  una  socarronería  inimitable:  «no 
le  dije  yo  á  Vm.  que  mirase  bien  lo  que  hacía,  que  no  eran  sino  molinos 
de  viento,  y  no  lo  podía  ignorar  sino  quien  llevase  otros  tales  en  la  cabeza.'» 

La  verdadera  lección  de  las  dos  Uneas  del  texto,  debió  interpretarse 
así-  quien  dice  treinta,  dice  cuarenta  ó  los  queftiese)}.  Molinos  con  minúscula, 
ayuda  á  deshacer  la  figura  y  explica  admirablemente  lo  dados  que  somos 
á  forjar  castillos  en  el  aire,  y,  en  el  mapa,  además  de  otros  molinos,  en- 
contrarás la  semejanza  de  Briareo  con  el  río  Guadalmez. 

La  circunstancia  de  atribuir  sus  desdichas  al  sabio  Freston  (yo  no  lo 
considero  error  por  Fristón),  me  hizo  pensar,  en  que  trasladaba  el  campo 
de  sus  aventuras;  iniciándome  en  este  secreto  de  tan  verídica  y  monumen- 
tal historia,  el  que  en  su  nueva  ruta  hay  un  sitio  que  efectivamente  tiene 
,  tres  fuentes,  de  donde  deduje,  que  se  convertía  «por  arte  de  los  malos» 

en  II^"!^  -(Véase  el  gráfico.) 
Tres-fón. 


-  US  - 


s 


—  ]i6  — 

cuando  llegó,  halló  que  no  se  podía  menear:  tal  fué  el  golpe  que  dio  con 
el  Rocinante.  Válgame  Dios,  dijo  Sancho,  no  le  dije  yo  á  vuestra  merced, 
que  mirase  bien  lo  que  hacía,  que  no  eran  sino  molinos  de  viento,  y  no  lo 
podía  ignorar,  sino  quien  llevase  otros  tales  en  la  cabeza.  Calla  amigo 
Sancho,  respondió  don  Quixote,  que  las  cosas  de  la  guerra  más  que  otras 
están  sujetas  á  continua  mudanza:  cuanto  más  que  yo  pienso,  y  es  asi  ver- 
dad, que  aquel  sabio  Frestón  que  me  robó  el  aposento,  y  los  libros,  ha 
vuelto  estos  gigantes  en  molinos,  por  quitarme  la  gloria  de  su  vencimiento, 
tal  es  la  enemistad  que  me  tiene,  mas  al  cabo  al  cabo,  han  de  poder  poco 
sus  malas  artes  contra  la  bondad  de  mi  espada.  Dios  lo  haga  como  puede, 
respondió  Sancho  Panza,  y  ayudándole  á  levantar,  tornó  ó  subir  sobre  Ro- 
cinante, que  medio  despaldado  estaba:  y  hablando  en  la  pasada  aventura, 
siguieron  el  camino  del  puerto  Lapice,  porque  allí  decía  don  Quixote,  que 
no  era  posible  dejar  de  hallarse  muchas,  y  diversas  aventuras,  por  ser 
lugar  muy  pasajero,  sino  que  iba  muy  pesaroso  por  haberle  faltado  la 
lanza,  y  diciéndoselo  á  su  escudero,  le  dijo:  Yo  me  acuerdo  haber  leído, 
que  un  caballero  Español,  llamado  Diego  Pérez  de  Vargas,  habiéndosele 
en  una  batalla  roto  la  espada,  desgajó  de  una  encina  un  pesado  ramo,  ó 
tronco,  y  con  él  hizo  tales  cosas  aquel  día,  y  machacó  tantos  Moros,  que 
le  quedó  por  sobrenombre  Machuca,  y  así  él  como  sus  descendientes,  se 
llamaron  desde  aquel  día  en  adelante.  Vargas  y  Machuca.  Hete  dicho  esto, 
porque  de  la  primera  encina,  ó  roble  que  se  me  depare,  pienso  desgajar 
otro  tronco,  tal  y  tan  bueno  como  aquel,  que  me  imagino,  y  pienso  hacer 
con  él  tales  hazañas,  que  tú  te  tengas  por  bien  afortunado,  de  haber  mere- 
cido venir  á  verlas,  y  á  ser  testigo  de  cosas  que  apenas  podrán  ser  creídas. 
A  la  mano  de  Dios,  dijo  Sancho,  yo  lo  creo  todo  así  como  vuestra  merced 
lo  dice,  pero  enderécese  un  poco,  que  parece  que  va  de  medio  lado,  y  debe 
de  ser  del  molimiento  de  la  caída.  Así  es  la  verdad,  respondió  don  Quixot«, 
y  si  no  me  quejo  del  dolor,  es,  porque  no  es  dado  á  los  caballeros  andan- 
tes quejarse  de  herida  alguna,  aunque  se  le  salgan  las  tripas  por  ella.  Si 
eso  es  así,  no  tengo  yo  que  replicar,  respondió  Sancho,  pero  sabe  Dios,  sí 
yo  me  holgara  que  vuestra  merced  se  quejara  cuando  alguna  cosa  le  do- 
liera. De  mí  sé  decir,  que  me  he  de  quejar  del  más  pequeño  dolor  que 
tenga,  si  ya  no  se  entiende  también  con  los  escuderos  de  los  caballeros  an- 
dantes, eso  del  no  quejarse.  No  se  dejó  de  reír  don  Quixote  de  la  simpli- 
cidad de  su  escudero,  y  así  le  declaró  que  podía  muy  bien  quejarse,  cómo, 
y  cuando  quisiese,  sin  gana,  ó  con  ella,  que  hasta  entonces  no  había  leído 
cosa  en  contrario  en  la  orden  de  caballería.  Díjole  Sancho,  que  mirase  que 


—  117  — 


«ra  hora  de  comer.  Respondióle  su  amo,  que  por  entonces  no  le  hacía  me 
nester,  que  comiese  él  cuando  se  le  antojase.  Con  esta  licencia  se  acomodó 
Sancho  lo  mejor  que  pudo  sobre  su  jumento,  y  sacando  de  las  alforjas  lo 
que  en  ellas  había  puesto,  iba  caminando,  y  comiendo  detrás  de  su  amo, 
muy  despacio,  y  de  cuando  en  cuando  empinaba  la  bota  con  tanto  gusto, 
que  le  pudiera  envidiar  el  más  regalado  bodegonero  de  Málaga.  (1). 

Y  en  tanto  que  iba  de  aquella  manera  menudeando  tragos,  no  se  le 
acordaba  de  ninguna  promesa  que  su  amo  le  hubiese  hecho,  ni  tenía  por 
ningún  trabajo,  sino  por  mucho  descanso,  andar  buscando  las  aventuras, 
por  peligrosas  que  fuesen.  En  resolución,  aquella  noche  la  pasaron  entre 
unos  árboles,  y  del  uno  dellos  desgajó  don  Quixote  un  ramo  seco,  que  casi 
le  podía  servir  de  lanza,  y  puso  en  él  el  hierro  que  quitó  de  la  que  se  le 
liabía  quebrado.  Toda  aquella  noche  no  durmió  don  Quixote,  pensando  en 
su  señora  Dulcinea,  por  acomodarse  á  lo  que  había  leído  en  sus  libros, 


(1)  ¿Porqué  de  Málaga  más  que  de  otra  parte?  No  lo  entiendo,  etc.,  con 
fiesa  Clemencín...  ¡Por  ahí  debió  empezar  el  amigo  antes  de  meterse  en 
camisa  de  once  varas!  Y  es  que  no  recordó  la  locución  vulgarísima  de 
*salir  de  Málaga  y  entrar  en  Malagón»,  que  da  á  entender  haber  perdido 
en  un  cambio.  Y  si  mal  no  recuerdo,  esto  es  lo  que  le  sucedió  á  Sancho. 
Y,  además,  que  no  toparon  con  aquello... 

de  aquí  vino  á  Malagón 

la  del  refrán  bien  sabido: 
que  justifica  la  antigüedad  de 

(en  Malagón...,  en  cada  casa  un  ladrón, 

y  en  la  del  Alcalde,  el  hijo  y  el  padre.) 
También  debieron  tenerse  presente  en  la  crítica,  «el  estado  financiero 
de  Sancho,  y  la  distancia>,  para  deducir  que  le  estaba  vedado  surtirse  de 
tan  lejos.  Esto  es  elemental. 

Otra  cosa  es  la  causa  que  originó  esta  expresión,  veamos:  Iba  Sancho 
«embaulando»  al  pasar  por  Sierra  Malagona;  enfrente  de  esta  Sierra  tiene 
6u  nacimiento  el  Arroyo  de  las  Malagonas,  y  por  aquellos  vallecillos,  seme- 
jando callejuelas,  el  continuo  serpentear  del  riachuelo  obliga  al  caminan- 
te á  cruzarlo  más  de  veinte  veces.  (No  me  he  atrevido  á  estampar  vadearlo, 
porque  no  se  alboroten  los  críticos  que  han  abusado  hasta  el  infinito  de 
la  escasez  de  aguas  en  mi  tierra,  pero  sin  aportar  una  gota.)  ¡Vaya  si  bebe- 
ría! Hasta  hartarse.  Y  de  lo  barato. 

Esto,  es  tan  cierto . 
como  saltarse  vn  ojo 
y  quedarse  tuerto. 
Por  último,  si  Cervantes  hubiese  dicho  Ma!.a<x;)n  en  vez  de  Málaga, 
aparecería  en  abierta  oposición  al  sistema  que  eniple  í. 
(Véase  el  gráfico  de  la  ftágina  siguiente). 


—  118  — 


—  119  — 

cuando  los  caballeros  pasaban  sin  dormir  muchas  noches  en  las  florestas, 
y  despoblados,  entretenidos  con  las  memorias  de  sus  señoras.  No  la  pasó 
así  Sancho  Panza,  que  como  tenía  el  estómago  lleno,  y  no  de  agua  de 
achicoria,  de  un  sueño  se  la  llevó  toda,  y  no  fueran  parte  para  despertarle 
(si  su  amo  no  le  llamara)  los  rayos  del  sol  que  le  daban  en  el  rostro,  ni  el 
canto  de  las  aves,  que  muchas,  y  muy  regocijadamente  la  venida  del 
nuevo  día  saludaban.  Al  levantarse  dio  un  tiento  á  la  bota,  y  hallóla  algo 
más  ñaca  que  la  noche  antes,  y  afligióse  el  corazón,  por  parecerle  que  no 
llevaban  camino  de  remediar  tan  pronto  su  falta.  No  quiso  desayunarse 
don  Quixote,  porque  como  está  dicho,  dio  en  sustentarse  de  sabrosas  me- 
morias. Tornaron  á  su  comenzado  camino  del  puerto  Lapice,  y  á  obra  de 
las  tres  del  día  le  descubrieron.  (1). 


(1)  Y  no  podía  suceder  de  otro  modo,  porque  el  intrincado  laberinto 
de  montes  y  valles  que  hubieron  de  cruzar  se  hallaba  cubierto  de  tupidí- 
sima vegetación  que,  con  su  exuberancia,  hacía  imposible  distinguir,  des- 
de donde  se  encontrasen,  el  cerro  más  inmediato.  Para  que  formes  idea, 
lector,  del  camino  que  siguieron,  anoto  una  trayectoria  fácilmente  com- 
probable (aliora,  ¿eh'?),  pues  Píamete  recuerda  de  su  infantil  edad,  que 
por  allí  abundaban  los  nidos.  ¡Quién  lo  había  de  decirl 

Desde  cierto  lugar,  emprendiendo  el  caminejo  que  pasa  por  el  puerto 
y  la  Aldea  de  La  Viñuela,  marchando  con  dirección  al  puerto  de  Tres 
Ventas,  se  presenta  el  Valle  de  Alcudia  á  la  vista;  y  á  manderedia,  á  j)0ca 
distancia  en  la  solana  de  la  Sierra,  la  fuente  de  la  Pizarra  (Véase  «La  Ilus- 
tre fregona»),  cuyas  aguas  bebió  Cervantes.  Ahora  la  llaman  la  fuente  de  la 
Zarza,  pero  los  pastores  la  nombran  con  el  que  antiguainente  tuvo.  Des- 
pués, dejando  el  camino  del  puerto  del  Mochuelo,  se  tuerce  á  la  izquierda 
por  el  que  conduce  al  Quinto  de  la  Fuente  del  Castaño,  para  seguir  desde 
aquí  á  la  Venta  del  Zarzoso,  y  marchar  por  otro  caminillo  ó  vereda  vieja, 
í^i  no  se  quiere  salir  al  general  do  la  Venta  del  Mochuelo,  hasta  llegar  á  la 
Venta  del  Molino  del  Campillo  con  vistas  al  Molino  del  Batán.  Se  retro- 
cede un  poco  para  emprender  la  nueva  caminata,  y  dejando  á  la  derecha 
los  Cerros  de  la  Rivera  (del  nombre  de  un  caz  antidiluviano  en  el  cual  hay 
hasta  cuatro  molinos  más),  por  el  puerto  del  Correo,  interna  en  un  valle- 
cilio  que  se  extiende  á  lo  largo  por  entre  las  Sierras  del  Horcajo  al  N.  y 
de  la  Garganta  al  S.,  y  sin  perder  el  hilo  de  las  que  prolongan  á  ésta,  cono- 
cidas por  Malagona  y  La  Serrezuela,  se  llega  á  - — -j~-  que   es   Fuenca- 

liente. 

He  elegido  en  mi  itinerario  el  ce  mino  de  la  Fuente  del  Castaño,  por 
seguir  el  humor  al  Caballero  aventurero,  al  cual  convenía  que  no  le  des- 
cubriesen; y  yendo  por  medio  del  Valle  de  Alcudia,  en  grandes  trechos 
despoblados  de  encinas,  hubiera  sido  fácil  á  los  que  él  suiwnía  que  habían 
de  salir  en  su  busca,  divisarlo  desde  una  eminencia  cualquiera. 

Afirmo,  querido  lector,  que  Frestón  es  Fuencaliente,  porque  en  las  co- 


—    120   — 


Aquí  (dijo  en  viéndole  don  Quiíote)  podemos  hermano  Sancho  Panza, 
meter  las  manos  hasta  los  codos,  en  esto  que  llaman  aventuras.  Mas  advier- 
ta, que  aunque  me  veas  en  los  mayores  peligros  del  mundo,  no  has  de  poner 
mano  á  tu  espada  para  defenderme,  si  ya  no  vieres  que  los  que  me  ofenden. 


sas  que  ocurrieron  á  nuestro  Hidalgo,  casi  siempre  se  percibe  algo  que 
trasciende  á  malignidad  de  los  encantadores;  y  como  yo  les  tengo  tanto 
miedo,  procuro  examinar  con  escrupulosa  exquisitez  hasta  sus  más  insigni- 
ficantes escondrijos.  ¡No  que  no!  Por  eso  he  llegado  á  averiguar,  que  si  Fres- 
tón  fué  un  sabio  encantador  con  fama  bien  ganada  en  los  libros  que  tratan 
de  estas  cosas,  Fuencaliente  es  el  mejor  símil  que  pudo  establecer  Cervan- 
tes. Lajuente  é  San  Benito  tiene  una  agua  riquísima,  ¡como  que  es  de  Sie- 
rral,  y  los  nacimientos  de  sus  baños,  ¡que  se  lo  pregunten  á  los  reumáticos! 
f, Verdad  que  parece  cosa  de  brujería? 

Continuaron  caminando  por  los  valles  situados  en  la  falda  de  Sierra 
Madrona,  hasta  que  saliendo  á  la  parte  llana,  aprovechada  en  su  curso 
por  el  río  de  las  Fresnedas,  vieron  el  puerto  del  ¡Muradal! 

¿Qué  puerto  será  éste?  Urganda,  Minerva,  ¡acorredme  en  el  más  duro 

trance  de  mi  vida! Argos,  portentísimo  Argos,  ¡préstame  una  de  las 

cien  candelicas  de  tu  exclusivo  servicio,  para  recorrer  y  ver  de  descubrir 
los  oscuros  ei  que  también  inescrutables  precipicios  en  que  por  ventura 
me  hallo  metido! 

Mucho  temo,  que  por  la  inconsistencia  de  los  rasgos  que  trazó  líame- 
te con  un  lápiz  del  puerto  al  escribir  tan  verídica  historia,  pueda  tergi- 
versar su  verdadero  sentido;  pero,  en  este  caso,  se  lo  pasaremos  en  cuenta 
á  la  fatalidad,  que  es  muy  socorrido  entre  musulmanes  ser  fatalistas.  Y 
empiezo: 

En  tiempos  de  los  romanos  ya  existía  como  punto  de  tránsito;  y  si  bien 
es  cierto,  que  el  laconismo  empleado  por  aquellos  historiadores  ofrece 
bastante  dificultad  para  fijar  con  exactitud  el  sitio  en  que  se  halla  enclava- 
do, no  es  menos  verídico  el  abandono  observado  por  nuestros  historiógra- 
fos en  este  punto  concreto.  Pero  aún  hay  algo  más,  ¡que  es  lastimosísimo! 

D.  Joaquín  Ramón  Domínguez,  autor  de  un  Diccionario,  dice:  « J/wm- 
daí»,  véase  a. Muladar.» 

D.  José  Antonio  Conde,  en  su  Geograña-Histórica  de  España:  el  puer- 
to del  Muradal  ó  del  Muladar 

D.  Leandro  Mariscal,  en  su  Compendio  de  Geografía  Militar:  hay  ade- 
más varios  senderos,  de  los  que  podemos  citar  contó  principales  dos,  poco  al  O. 

de  Despeñaperros,  que  cruzan  los  jmertos  del  <s.líoradal-»  y  del  Rey 

¿Para  qué  seguir?  Hay  más  textos  equivocados  indudablemente,  pero 
como  éstos  fueron  los  primeros  que  cayeron  en  mis  manos,  les  he  con- 
cedido este  honor;  yo,  por  mi  parte,  esquivo  los  comentarios. 

¿Puede  darse  justificación  más  patente  de  mis  aseveraciones?  ¿No  es 
verdad  cuando  aseguro  que  hay  muchos  errores  á  causa  de  haber  escrito 
desde  el  cuarto  de  estudio?  Pues  ahí  están  esos  tres  botoncitos  sobre  el 
mismo  tema,  y,  por  si  no  es  bastante,  añadiré  <í.que  cuanto  se  relaciona  con 
el  libro  de  Cervantes  está  inx:ert\do.'» 

Alguno  habrá  capaz  de  suponer  en  mí  el  deseo  de  lauros  á  que  tan 


—    121    — 


es  canalla,  y  gente  baja,  que  en  tal  caso  bien  puedes  ayudarme:  pero  si  íue- 
ren  caballeros,  en  ninguna  manera  te  es  lícito,  ni  concedido  por  las  leyes 
de  caballería,  que  me  ayudes,  hasta  que  seas  armado  caballero.  Por  cierto 
señor,  respondió  Sancho,  que  vuestra  merced  sea  muy  bien  obedecido  en 


aficionados  se  muestran  los  mortales,  pero  como  me  hallo  divorciado  (á 
Dios  las  gracias)  del  común  sentir,  «con  exactitud,  y  sin  recriminaciones», 
copiaré  los  párrafos  de  donde  tomaron  el  error,  sin  tener  presente  p^ra 
nada  los  grandes  males  que  acarreaban  á  la  juventud  estudiosa.  ¡Buen 
trabajo  me  costó  hallarlos! 

En  la  crónica  de  D.  Alfonso  VII,  Emperador  de  las  Españas,  que  es- 
cribió Fr.  Prudencio  de  Sandoval,  Obispo  de  Pamplona,  impresa  en  Ma- 
drid el  año  1792,  hallo  que  dice  con  reíerencia  al  año  1131:  «acordóse  que 

>se  juntase  la  gente  de  guerra  en  Toledo pusieron  su  exército  en  orden, 

»y  asentaron  sus  tiendas  riberas  del  río  Tajo.  De  ahí  levantaron  el  campo, 
»y  á  una  jornada  dividieron  el  exército  en  dos  partes,  porque,  por  ser  mu- 
»cha  la  gente,  no  hallaron  c(m  que  se  sustentar.  Entró  el  Rey  con  la  parte 
»que  tomó  para  sí  por  el  puerto  Real,  y  el  otro  exército,  que  con  el  Rey 
»Moro  Zafadola  llevaba  el  Conde  D.  Rodrigo  Martínez  Osorio,  entró  por 
>el  puerto  del  MuradaU. 

En  otro  capítulo,  al  relatar  los  sucesos  acaecidos  el  año  1167,  se  expre- 
sa de  esta^uisa:  «Regresaba  El  Emperador  de  Andalucía,  después  de  alla- 
»nar  á  todos  los  Moros  del  Reyno  de  Jaén,  y  Córdoba,  dexando  por  sus 
j' vasallos  los  Reyes  que  había  entre  ellos;  y  á  su  hijo  el  Rey  Don  Sancho 
»por  frontero  y  guarda  de  aquellas  tierras,  sintiéndose  mal  dispuesto,  dio 
»la  vuelta  para  Castilla;  y  llegando  al  puerto  del  Muladar  le  fué  cargando 
»la  enfermedad,  de  manera  que  no  pudo  pasar  adelante  de  un  lugarejo, 
»llamado  las  Fresnedas,  y  debaxo  de  una  encina  le  armaron  la  tienda,  y  el 
^Arzobispo  de  Toledo  D.  Juan  le  dio  los  Sacramentos,  en  veinte  y  un  días 
>de  Agosto  del  referido  año». 

Como  nadie,  al  menos  que  yo  sepa,  se  ha  tomado  el  trabajo  de  averi- 
guar si  fué  equivocación  del  Sr.  Obispo,  ó  sencillamente  un  error  de  im- 
prenta (en  este  caso  no  se  ha  notado;  en  cambio,  lector,  al  libro  que  sa- 
bes   ¡las  que  le  sacaron!),  trataré  de  reconstituir  el  sitio,  los  hechos  más 

culminantes  que  allí  acaecieron,  y,  en  junto,  «todo  lo  que  tenga  conexión 
y  esté  á  mi  alcance  (pues  voluntad  me  sobra),  y  sirva  de  justificación  á  su 
legendario  historial». 

Por  confusión  en  la  interpretación  de  los  textos  latinos,  sin  duda,  que 
denominan  bajo  la  sola  acepción  de  Saltus  Castulonemis  á  todos  los  saltos 
(puertos  en  Castellano)  que  facilitan  el  paso  de  los  Mons  Aranni,  y  toman- 
do al  pie  de  la  letra  lo  que  dicen  el  P.  Mariana  y  otros  que  le  copiaron, 
nos  hallamos  frente  á  un  problema  cuya  solución  parece  difícil,  por  afir- 
mar que  =  e¿  =  Saltus  Castidonensis  es  el  puerto  del  Muradal.  Y  así  como 
este  nombre  viene  de  la  antigua  Cástiúo,  y  Mariana  dice  que  se  vea  Cazlo- 
pu,  ein  aclarar  que  sea  Cazorla,  he  podido  observar  que  en  su  índice  de  nom- 
bres antiguos  con  los  correspondientes  modernos,  existe  otro  sin  definir,  que 
lo  conocía  Cervantes  y  no  quiso  nombrar. 

En  tiempos  de  los  romanos  (los  itinerarios  antiguos  no  expresan  éste 


122   — 


esto,  y  más  que  yo  de  mío  me  soy  pacífico,  y  enemigo  de  meterme  en  rui- 
dos, ni  pendencias:  bien  es  verdad,  que  en  lo  que  tocare  á  defender  mi  per- 
sona, no  tendré  mucha  cuenta  con  esas  leyes,  pues  las  divinas,  y  humanas 
permiten,  que  cada  uno  se  defienda  de  quien  quisiere  agraviarle.  No  digo 


que  voy  á  trazar),  desde  Cástulo,  por  el  puerto  del  Muradal  y  caminando 
por  los  vallecillos  que  se  extienden  á  lo  largo  de  Sierra  Madrona,  saltaban 
por  los  puertos  de  Ventillas  ó  de  Niefla  al  Valle  de  Alcudia;  atravesaban 
éste  en  dirección  de  S.  E.  á  N.  O.,  y  pasando  por  la  Bienvenida  se  dirigían 
por  el  puerto  de  la  Morena  á  Sisajw,  hoy  Almadén  del  Azogue. 

Durante  la  dominación  sarracena,  el  Califato  lo  utilizó  como  punto  de 
fácil  acceso  y  comunicación  con  la  ínsula  Malindrania,  para  las  incursio- 
nes á  tierras  de  cristianos. 

Almanzor,  acampó  el  año  1195  con  su  ejército  en  los  Barrancos  de 
Sierra  Morena  (á  dos  jornadas  cortas  de  Medina  Alarca,  según  cuentan  las 
historias),  cuando  aquello  de  Villadiego,  que  uo  logró  averiguar  el  mago 
Clemencln. 

Cuando  Alfonso  VIII  intentó  atravesar  los  Mons  Aranni  por  los  puer- 
tos del  Rey  y  de  Despeñaperros,  hubo  de  desistir,  y  gracias  al  pastor  Ha- 
laja,  fueron  conducidos  sin  quebranto  por  el  puerto  del  Muradal  á  la  vic- 
toria. 

Por  último,  Cervantes,  riñó  en  el  Muradal  la  más  estupenda  y  desco- 
munal batalla  que  ha  podido  imaginarse,  pero  como  no  dio  el  nombre  ni 
dijo  el  sitio,  seguimos  igual:  repitiendo  de  coro  la  lección  aprendida,  y  de- 
mostrando al  mundo  nuestra  condición  de  aves  parleras. 

La  agudísima  sátira  con  que  nos  recrimina  el  mejor  hijo  que  ha  tenido 
España  (al  par  que  se  duele  de  tan  grave  olvido),  produjo  muy  saludables 
efectos,  porque  es  innegable  que  corriendo  una  coma  á  distinto  lugar  del 
en  que  la  puso  el  autor,  variaba  el  sentido  de  la  frase j  quedando  á  gusto  del 
interpretador  (?).  Pero  no  me  negarás,  amable  lector,  que  estos  rasgos  de 
ingenio  que  cayeron  sobre  el  libro  como  nube  de  langosta  en  campos  man- 
chegos,  dejaron  huellas:  [El  hermoso  rostro  de  la  más  grande  y  genial 
creación,  deformado  en  fuerza  de  rasguños  y  mordiscos,  ha  pasado  á  con- 
vertirse en  un  antifaz  indefinible,  cubierto  de  chichones,  lleno  de  excres- 
cencias é  impresentable!  ¡El  loco  sublime,  todo  abnegación  y  sacrificio,  ha 
sido  suplantado  por  los  magos  modernistas!  ¡Los  yangüeses....  fueron  unos 
infelices! 

Nadie  las  mueva,  que somos  respetuosísimos. 

El  puerto  del  Muradal,  torno  á  mi  comenzada  historia,  se  halla  en 
Sierra  Morena,  ocupando  el  sitio  por  donde  corren  las  aguas  del  rio  Fres- 
nedas; por  allí  pasó  Alfonso  VII,  el  año  1131;  y  de  retorno  de  la  campaña 
del  1157,  murió  debajo  de  una  encina  en  la  Aldea  de  las  Fresnedas,  que  se 
conoce  aún  por  la  Aldehuela,  conservando  ruinas  de  las  cuatro  casuchas 
<jue  la  formaron. 

Por  él,  el  pastor  Halaja  condujo  á  las  tropas  que  capitaneaban  don 
Diego  López  de  Haro  y  D.  García  Romeu  al  castillo  de  Ferral  (Castro- 
Ferral),  sorprendiendo  por  el  flanco  izquierdo  á  las  huestes  agarenas,  apos- 
tadas en  los  desfiladeros  y  quebradas  de  la  .'¡ierra,  mientras  el  grueso  de 


—   123  — 

yo  menos,  respondió  don  Quixote,  pero  en  esto  de  ayudarme  contra  caba- 
lleros, has  de  tener  á  raya  tus  naturales  ímpetus.  Digo  que  asi  lo  haré,  res- 
pondió Sancho,  y  que  guardaré  ese  precepto  tan  bien  como  el  día  del  Do- 
mingo. Estando  en  estas  razones,  asomaron  por  el  camino  dos  Frailes  de 
la  orden  de  S.  Benito,  (1)  caballeros  sobre  dos  Dromedarios,  que  no  eran 
más  pequeñas  dos  muías  en  que  venían.  Traían  sus  antojos  de  camino,  y 
sus  quitasoles.  Detrás  dellos  venía  un  coche,  con  cuatro,  ó  cinco  de  á  ca- 
ballo que  le  acompañaban,  y  dos  mozos  de  muías  á  pie.  Venía  en  el  coche, 
como  después  se  supo,  una  señora  Vizcaína,  que  iba  á  Sevilla  donde  estaba 


las  fuerzas  que  acaudillaba  Alfonso  VIII^  acampaba  en  tierras  de  Jaén, 
dejando  á  mano  derecha  dicho  río,  que  por  allí  recibe  el  nombre  de  río 
Jándula^  y  extendiéndose  hacia  Las  Navas. 

¿Es  añeja  su  historia?  Bien  merece  no  olvidarse. 

Posdata. — Cuando  se  dividió  en  dos  el  ejército  de  Alfonso  VII, á  una  jor- 
nada de  Toledo,  supongo  que  tuviera  lugar  en  los  Montes  de  Toledo,  en  el 
sitio  que  de  antiguas  excursiones  conservaba  el  conocido  nombre  de  Fuente 
del  Emperador  (?),  ó  pasado  el  río  Guadiana;  pues  bien:  si  las  causas  eran 
la  abundancia  de  gente  y  la  falta  de  mantenimientos,  necesariamente  hubieron 
de  emprender  las  siguientes  trayectorias:  El  Rey,  desde  Calatrava,  por 
Almagro,  á  buscar  El  Viso,  para  salvar  el  puerto  Real;  y  el  Conde,  por 
Alarcos  y  Róblete,  siguiendo  la»  llanuras  de  la  ya  conocida  ínsula  del  moro 
Raabah,  á  pasar  por  el  puerto-llano,  y  por  Mestanza  al  puerto  del  Muradal. 
Porque  pensar  que  se  separaron  á  una  jornada  de  Toledo  por  las  razones 
dichas,  para  caminar  paralelamente  hasta  el  puerto  Real  y  Despeñape- 
rros,  que  los  separa  una  pequeña  distancia,  es  pensar  un  imposible.  Y  en 
esto,  dice  Hametc,  que  no  cayeron  los  historiadores.  (Véase  el  gráfico  de 
la  plana  siguiente). 

(1)    El  autor:  Estando  en  estas  razones,  asomaron  por  el  camin»  dos  frai- 
les de  la  ORDEN  de  San  Benito 

Sancho:  Mire,  señor,  que  aquellos  son  Frailes  de  San  Benito 

Los  frailes:  Señor  caballero,  nosotros  no  somos  endiablados,  ni  desco- 
munales, sino  dos  religiosos  de  San  Benito 

Con  auxilio  de  la  telegrafía  de  señales  que  emplearon  los  Árabes,  me 
dijo  Hamete  los  otros  días  usando  unos  signos  nuevos  y  perfectamente 
comprensibles:  no  eches  en  saco  roto  el  encarguito  de  leer  despacio,  y  ob- 
serva: que  el  autor  hace  la  cita  correctamente;  que  Sancho  abrevió  la  fra- 
se de  un  modo  muy  significativo  puesto  que  señala  á  aquellos,  y  lo  mismo 
podían  ser  frailes,  vecinos  ó  harrieros  que  él  conocía,  ó  demostraba  en  su 
presunción  conocer  por  de  San  Benito;  y  por  último,  en  la  contestación  de 
ambos  religiosos  se  nota  que  se  dirigían  al  que  cabalgaba,  no  al  caballero 
por  condición.  (Señor  caballero,  etc.)  Después,  arremetió  Don  Quixote  al 
primero  Fraile,  y  el  segundo  religioso  huyó.» 

Tanta  variedad  en  la  repetición  de  los  nombres  para  afirmar  el  embo- 
lismo que  se  propuso,  tiene  fácil  y  lógica  explicación,  porque  una  leyenda 
que  oyó  Cervantes  lo  aclara  todo. 

En  los  tiempos  de  Mari- Castaña  salieron  dos  hombres  de  la  Aldea  de 


—    124    — 


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—  125  — 

su  marido,  que  pasaba  á  las  Indias  con  un  muy  honroso  cargo.  No  venían 
los  Frailes  con  ella,  aunque  iban  el  mismo  camino:  mas  apenas  los  divisó 
don  Quiíote  cuando  dijo  á  su  escudero:  O  yo  me  engaño,  ó  esta  ha  de  ser 
la  más  famosa  aventura  que  se  haya  visto,  porque  aquellos  bultos  negros 
que  allí  aparecen,  deben  de  ser,  y  son  sin  duda  algunos  encantadores,  que 
llevan  hurtada  alguna  Princesa  en  aquel  coche,  y  es  menester  deshacer  este 
tuerto  á  todo  mi  poderío.  Peor  será  esto  que  los  molinos  de  viento,  dijo 
Sancho:  Mire  señor,  que  aquellos  son  Frailes  de  S.  Benito,  y  el  coche  debe 
de  ser  de  alguna  gente  pasajera.  Mire  que  digo,  que  mire  bien  lo  que  hace, 
no  sea  el  diablo  que  le  engañe.  Ya  te  he  dicho  Sancho,  respondió  don  Qui- 
íote, que  sabes  poco  de  achaque  de  aventuras,  lo  que  yo  digo  es  verdad,  y 
ahora  lo  verás:  y  diciendo  esto  se  adelantó,  y  se  puso  en  la  mitad  del  cami- 
no por  donde  los  Frailes  venían,  y  en  llegando  tan  cerca,  que  á  él  le  pare- 
ció que  le  podrían  oír  lo  que  dijese,  en  voz  alta  dijo:  Gente  endiablada,  y 
descomunal,  dejad  luego  al  punto  las  altas  Princesas  que  en  ese  coche  lle- 
váis forzadas,  sino  aparejaos  á  recibir  pronta  muerte  por  justo  castigo  de 
vuestras  malas  obras.  Detuvieron  los  Frayles  las  riendas,  y  quedaron  admi- 
rados, así  de  la  figura  de  don  Quixote,  como  de  sus  razones,  á  las  cuales 
respondieron:  Señor  caballero,  nosotros  no  somos  endiablados,  ni  descomu  - 
nales,  sino  dos  religiosos  de  san  Benito,  que  vamos  nuestro  camino,  y  no 
sabemos  si  en  este  coche  vienen,  ó  no,  ningunas  forzadas  Princesas.  Para 
conmigo  no  hay  palabras  blandas,  que  ya  yo  os  conozco  fementida  canalla, 
dijo  don  Quiíote,  y  sin  esperar  más  respuesta  picó  á  Rocinante,  y  la  lanza 
baja  arremetió  contra  el  primero  Fraile,  con  tanta  furia,  y  denuedo,  que  si 
el  Fraile  no  se  dejara  caer  de  la  muía,  él  le  hiciera  venir  al  suelo  mal  de 
su  grado,  y  aun  mal  herido,  sino  cayera  muerto.  El  segundo  religioso,  que 
vio  del  modo  que  trataban  á  su  compañero,  puso  piernas  al  castillo  de  su 
buena  muía,  y  comenzó  á  correr  por  aquella  campaña,  más  ligero  que  el 
mismo  viento.  Sancho  Panza,  que  vio  en  el  suelo  al  Fraile,  apeándose  lige- 


San  Benito,  y  al  trasponer  un  altozano  de  aquellos  vallecillos,  se  toparon 
con  la  partida  del  Mochuelo,  que  desde  una  encrucijada  les  dio  el  ¡alto!, 
conminándolos  Beguidamente:  ¡la  bolsa  ó  la  vida!.  Ante  la  inopinada  y 
brutal  sorpresa,  recurrieron  á  las  súplicas  para  calmar  las  amenazas  que 
Bobre  ellos  menudeaban,  implorando  piedad  del  capitán  de  los  bandole- 
ro*! en  esta  forma:  no  nos  tnate  Vm.,  por  Dios,  que  somos  unos  infelices;  buenos 

y  derotos  cristianos;  muy  religiosos ;  ¡por  la  Pasión  del  Serior,  que  tenemos 

familia,  y  somos  de  San  Benito! 

Hamete,  sirviéndose  de  este  original  é  ilustrándolo  con  moruna  fanta- 
eía,  desarrolló  una  de  sus  más  graciosas  aventuras. 


—   126^  — 

ramente  de  su  asno,  arremetió  á  él,  y  le  comenzó  á  quitar  los  hábitos.  Lle- 
garon en  esto  dos  mozos  de  los  Frailes,  y  preguntáronle,  que  porqué  le 
desnudaba?  Kespondióles  Sancho,  que  aquello  le  tocaba  á  él  legítimamen- 
te, como  despojos  de  la  batalla  que  su  señor  don  Quixote  había  ganado. 
Los  mozos  que  no  sabían  de  burlas,  ni  entendían  aquello  de  despojos,  ni 
batallas,  viendo  que  ya  don  Quixote  estaba  desviado  de  allí,  hablando  con 
las  que  en  el  coche  venían,  arremetieron  con  Sancho,  y  dieron  con  él  en  el 
suelo,  y  sin  dejarle  pelo  en  las  barbas,  le  molieron  á  coces,  y  le  dejaron 
tendido  en  el  suelo,  sin  aliento,  ni  sentido:  y  sin  detenerse  un  punto,  tornó 
á  subir  el  Fraile,  todo  temeroso,  y  acobardado,  y  sin  color,  en  el  rostro:  y 
cuando  se  vio  á  caballo,  picó  tras  su  compañero,  que  un  buen  espacio  de 
allí  le  estaba  aguardando,  y  esperando  en  qué  paraba  aquel  sobresalto;  y 
sin  querer  aguardar  el  fin  de  todo  aquel  comenzado  suceso,  siíjuieron  su 
camino,  haciéndose  más  cruces  que  si  llevaran  el  diablo  á  las  espaldas.  Don 
Quixote  estaba  como  se  ha  dicho,  hablando  con  la  señora  del  coche,  dicién- 
dole:  La  vuestra  hermosura  señora  mía,  puede  hacer  de  su  persona  lo  que 
más  le  viniere  en  talante,  porque  ya  la  soberbia  de  vuestros  robadores  yace 
por  el  suelo,  derribada  por  este  mi  fuerte  brazo:  y  porque  no  penéis  por 
saber  el  nombre  de  vuestro  libertador,  sabed  que  yo  me  llamo  don  Quixote 
de  la  Mancha,  caballero  andante,  y  cautivo  de  la  sin  par,  y  hermosa  doña 
Dulcinea  del  Toboso:  y  en  pago  del  beneficio  que  de  mí  habéis  recibido, 
no  quiero  otra  cosa,  sino  que  volváis  al  Toboso,  y  que  de  mi  parte  os  pre- 
sentéis ante  esta  señora,  y  le  digáis  lo  que  por  vuestra  libertad  he  hecho. 
Todo  esto  que  don  Quixote  decía,  escuchaba  un  escudero  Viícaíno,  el  cual 
viendo  que  no  quería  dejar  pasar  el  coche  adelante,  sino  que  decía  que  luego 
había  de  dar  la  vuelta  al  Toboso,  se  fué  para  don  Quixote,  y  asiéndole  de 
la  lanza,  le  dijo  en  mala  lengua  Castellana,  y  peor  Vizcaína,  desta  manera: 
Anda  caballero,  que  mal  andes,  por  el  Dios  que  crióme,  que  si  no  dejas 
coche,  así  te  matas  como  estás  ahí  Vizcaíno.  Entendióle  muy  bien  don  Qui- 
xote, y  con  mucho  sosiego  le  respondió:  Si  fueras  caballero  como  no  lo  eres, 
ya  yo  hubiera  castigado  tu  sandez,  y  atrevimiento,  cautiva  criatura.  A  lo 
cual  replicó  el  Vizcaíno:  Yo  no  caballero:  Juro  á  Dios  tan  mientes  como 
Cristiano.  Si  lanza  arrojas,  y  espada  sacas,  el  agua  cuan  pronto  verás  que 
al  gato  llevas:  Vizcaíno  por  tierra,  hidalgo  por  mar,  hidalgo  por  el  diablo, 
y  mientes,  que  mira  si  otra  dices  cosa.  Ahora  lo  veredes  dijo  Agrages,  res- 
pondió don  Quixote,  y  arrojando  la  lanza  en  el  suelo,  sacó  su  espada,  y  em- 
brazó su  rodela,  y  arremetió  al  Vizcaíno,  con  determinación  de  quitarle  la 
vida.  El  Vizcaíno  que  asi  le  vio  venir,  aunque  quisiera  apearse  de  la  muía, 


—   127  — 

que  por  ser  de  las  malas  de  alquiler,  no  había  que  fiar  en  ella,  no  pudo 
hacer  otra  cosa,  sino  sacar  su  espada:  pero  avínole  bien,  que  se  halló  junto 
al  coche,  de  donde  pudo  tomar  una  almohada  que  le  sirvió  de  escudo,  y 
luego  se  fueron  el  uno  para  el  otro,  como  si  fueran  dos  mortales  enemigos. 
La  demás  gente  quisiera  ponerlos  en  paz,  mas  no  pudo,  porque  decía  el 
Vizcaíno  en  sus  mal  trabadas  razones,  que  sino  le  dejaban  acabar  su  bata- 
lla, que  él  mismo  había  de  matar  á  su  ama,  y  á  toda  la  gente  que  se  lo  es- 
torbase. La  señora  del  coche,  admirada,  y  temerosa  de  lo  que  veía,  hizo  al 
cochero  que  se  desviase  de  allí  algún  poco,  y  desde  lejos  se  puso  á  mirar 
la  rigurosa  contienda:  en  el  discurso  de  la  cual,  dio  el  Vizcaíno  una  gran 
cuchillada  á  don  Quixote  encima  de  un  hombro,  por  encima  de  la  rodela 
que  á  dársela  sin  defensa,  le  abriera  hasta  la  cintura.  Don  Quixote  que 
sintió  la  pesadumbre  de  aquel  desaforado  golpe,  dio  una  gran  voz,  dicien- 
do: O  señora  de  mi  alma  Dulcinea,  flor  de  la  hermosura,  socorred  á  este 
vuestro  caballero,  que  por  satisfacer  á  la  vuestra  mucha  bondad,  en  este 
riguroso  trance  se  halla.  El  decir  esto,  y  el  apretar  la  espada  y  el  cubrirse 
bien  de  su  rodela,  y  el  arremeter  al  vizcaíno,  todo  fué  en  un  tiempo,  lle- 
vando determinación  de  aventurarlo  todo  á  la  de  un  solo  golpe.  El  Viz- 
caíno que  así  le  vio  venir  contra  él,  bien  entendió  por  su  denuedo  su  cora- 
je, y  determinó  de  hacer  lo  mismo  que  don  Quixote:  y  así  le  aguardó  bien 
cubierto  de  su  almohada,  sin  poder  rodear  la  muía  á  una,  ni  á  otra  parte, 
que  ya  de  puro  cansada,  y  no  hecha  á  semejantes  niñerías,  no  podía  dar  un 
paso.  Venía  pues,  como  se  ha  dicho,  don  Quixote  contra  el  cauto  Vizcaíno, 
con  la  espada  en  alto,  con  determinación  de  abrirle  por  medio:  y  el  Viz- 
caíno le  aguardaba  asimismo,  levantada  la  espada,  y  aforrado  con  su  al- 
mohada, y  todos  los  circunstantes  estaban  temerosos,  y  colgados  de  lo  que 
había  de  suceder  de  aquellos  tamaños  golpes  con  que  se  amenazaban,  y  la 
señora  del  coche,  y  las  demás  criadas  suyas,  estaban  haciendo  mil  votos,  y 
ofrecimientos  á  todas  las  imágenes,  y  casas  de  devoción  de  España,  porque 
Dios  librase  á  su  escudero,  y  á  ellas,  de  aquel  tan  grande  peligro  en  que  se 
hallaban.  Pero  está  el  daño  de  todo  esto,  que  en  este  punto,  y  término, 
deja  pendiente  el  autor  desta  historia  esta  batalla,  disculpándose,  que  no 
halló  más  escrito  destas  hazañas  de  don  Quixote,  délas  que  deja  referidas. 
Bien  es  verdad,  que  el  segundo  autor  desta  obra,  no  quiso  creer,  que  tan 
curiosa  historia  estuviese  entregada  á  las  leyes  del  olvido,  ni  que  hubiese 
sido  tan  poco  curiosos  los  ingenios  de  la  Mancha,  que  no  tuviesen  en  sus 
archivos,  ó  en  sus  escritorios,  algunos  papeles  que  deste  famoso  caballero 
tratasen,  y  así  con  esta  imaginación,  no  se  desesperó  de  hallar  el  fin  desta 


128   — 


apacible  historia,  el  cual  siéndole  el  cielo  favorable,  le  halló  del  modo  que 
se  contará  en  la  segunda  paite  (1). 


(1)  Esta  aventura  ha  sido  adjudicada,  ccon  rara  unanimidad>,  á  los 
vascuences,  pero  creo  que  el  pensamiento  del  autor  no  salió  de  La  Man- 
cha más  que  para  establecer  el  sinail,  haciendo  que  prorrumpiesen  todoe: 
¡son  uvas!  ¡son  uvas!,  porque  lo  presentó  en  una  banasta,  y  entre  pámpa- 
nos. Y  si  fué  así,  lo  consiguió. 

Sin  necesidad  de  salir  de  La  Mancha  (donde  no  recuerdo  que  hubiese 
Secretarios  de  Carlos  V,  ni  de  Felipe  U,  único  extremo  en  que  coincido 
con  todos  los  historiadores)  puede  demostrarse  que  Cervantes  halló  cuan- 
to necesitaba;  en  testimonio  de  lo  cual,  sería  conveniente  dar  una  vuelte- 
cita  por  las  Aldeas  y  Lugares  donde  cantan  las  siguientes  coplas: 

En  mi  pueblo.  En  la  ínsula. 

Como  sé  que  t'agusta  Aceitunas  con  tomate 

tanto  el  mostillo y  un  canto  encima... 

por  abajo  la  puerta  se  crian  las  moiuelas 

feché  un  adobe.  como  ceporros. 


San  Pedro  que  lo  supo  En  el  Cerro  d'Alárcos, 

mercó  tres  varas...  dijo  Pichurri: 

para  los  Angélicos  a'njablegar  con  puchero 

qu'están  escalzos.  no  hay  quien  me  gane. 

Alrededores  de  la  Venta. 

Jaléate,  cuelpo  güeno 
que  te  vas  anequilando, 
con  la  calor  del  ivierno 
y  las  frescas  del  verano. 


SEGUNDA  PARTE 


DEL 


iDgeDioso  hidalgo  don  Quiíote  de  la  MaDcha 


CAPITULO  IX 

Donde  se  concluye,  y  da  fin  á  la  estupenda  batalla, 
que  el  gallardo  Vizcaíno,  y  el  valiente  Manchego 
tuvieron. 

Dejamos  en  la  primera  parte  desta  historia,  al  valeroso  Vizcaíno,  y  al 
famoso  don  Quixote,  con  las  espadas  altas,  y  desnudas,  en  guisa  de  des- 
cargar dos  furibundos  hendientes,  tales  que  si  en  lleno  se  acertaban,  por 
lo  menos  se  dividirían,  y  henderían  de  arriba  abajo,  y  abrirían  como  una 
granada:  y  que  en  aquel  punto  tan  dudoso  paró,  y  quedó  destroncada  tan 
sabrosa  historia,  sin  que  nos  diese  noticia  su  autor  donde  se  podría  hallar 
lo  que  della  faltaba.  Causóme  esto  mucha  pesadumbre,  porque  el  gusto  de 
haber  leído  tan  poco,  se  volvía  en  disgusto,  de  pensar  el  mal  camino  que 
se  ofrecía,  para  hallar  lo  mucho  que  á  mi  parecer  faltaba  de  tan  sabroso 
cuento.  Parecióme  cosa  imposible,  y  fuera  de  toda  buena  costumbre,  que 
á  tan  buen  caballero  le  hubiese  faltado  algún  sabio  que  tomara  á  cargo  el 
escribir  sus  nunca  vista  hazañas,  cosa  que  no  faltó  á  ninguno  de  los  caba- 
lleros andantes,  de  los  que  dicen  las  gentes,  que  van  á  sus  aventuras,  por- 
que cada  uno  dellos  tenía  uno,  ó  dos  sabios  como  de  molde,  que  no  sola- 
mente escribían  sus  hechos,  sino  que  pintaban  sus  más  mínimos  pensa- 
mientos, y  niñerías,  por  más  escondidas  que  fuesen.  Y  no  había  de  ser  tan 
desdichado  tan  buen  caballero,  que  le  faltase  á  él  lo  que  sobró  á  Platir,  y 
á  otros  semejantes.  Y  así  no  podía  inclinarme  á  creer  que  tan  gallarda  his- 
toria hubiese  quedado  manca,  y  estropeada,  y  echaba  la  culpa  á  la  maligni- 
dad del  tiempo  devorador,  y  consumidor  de  todas  las  cosas:  el  cual,  ó  la 
tenía  oculta,  ó  consumida.  Por  otra  parte  me  parecía,  que  pues  entre  sus 
libros  se  habían  hallado  tan  modernos  como  Desengaño  de  celos,  y  Ninfas, 
y  pastores  de  Henares,  que  también  su  historia  debía  de  ser  moderna,  y 
que  ya  que  no  estuviese  escrita,  estaría  en  la  memoria  de  la  gente  de  su 
aldea,  y  de  las  á  ella  circunvecinas.  Esta  imaginación  me  traía  confuso, 
y  deseoso  de  saber  real,  y  verdaderamente,  toda  la  vida,  y  milagros  de 
nuestro  famoso  Español  don  Quixote  de  la  Mancha,  luz,  y  espejo  de  la 
caballería  Manchega,  y  el  primero  que  en  nuestra  edad,  y  en  estos  tan  ca- 


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lamitosos  tiempos  se  puso  al  trabajo,  j  ejercicio  de  las  andantes  armas:  y 
al  de  deshacer  agravios,  socorrer  viudas,  amparar  doncellas,  de  aquellas  que 
andaban  con  sus  azotes,  y  palafrenes,  y  con  toda  su  virginidad  á  cuestas, 
de  monte  en  monte,  y  de  valle  en  valle:  que  sino  era  que  algún  follón,  6 
algún  villano  de  hacha,  y  capellina,  6  algún  descomunal  Gigante  las  forza- 
ba, doncella  hubo  en  los  pasados  tiempos,  que  al  cabo  de  ochenta  años, 
que  en  todos  ellos  no  durmió  un  día  debajo  de  tejado,  se  fué  tan  entera 
la  sepultura,  como  la  madre  que  la  había  parido.  Digo  pues,  que  por  estos, 
y  otros  muchos  respetos,  es  digno  nuestro  gallardo  Quixote,  de  continuas 
y  memorables  alabanzas:  y  aun  á  mí  no  se  me  deben  negar,  por  el  trabajo, 
y  diligencia  que  puse,  en  buscar  el  ftn  desta  agradable  historia.  Aunque 
bien  sé,  que  si  el  cielo,  al  acaso,  y  la  fortuna  no  me  ayudaran,  el  mundo 
quedará  falto,  y  sin  el  pasatiempo,  y  gusto  que  bien  casi  dos  horas  podrá 
tener,  el  que  con  atención  la  leyere.  Pasó  pues  el  hallarla  en  esta  manera. 
Estando  yo  un  día  en  el  Alcana  de  Toledo,  llegó  un  muchacho  á  ven 
der  unos  cartapacios,  y  papeles  viejos  á  un  escudero,  y  como  soy  aficionado 
á  leer,  aunque  sean  los  papeles  rotos  de  las  calles,  llevado  desta  mi  natu- 
ral inclinación,  tomé  un  cartapacio  de  los  que  el  muchacho  vendía,  y  vile 
con  caracteres  que  conocí  ser  Arábigos.  Y  puesto  que  aunque  los  conocía, 
no  los  sabía  leer,  anduve  mirando  si  aparecería  por  allí  algún  Morisco 
Aljamiado  que  los  leyese:  y  no  fué  muy  dificultoso  hallar  intérprete  seme- 
jante, pues  aunque  le  buscara  de  otra  mejor,  y  más  antigua  lengua  le  halla- 
ra. En  fin  la  suerte  me  deparó  uno,  que  diciéndole  mi  deseo,  y  poniéndole  el 
libro  en  las  manos,  le  abrió  por  medio,  y  leyendo  un  poco  en  él,  se  comenzó 
á  reir.  Pregúntele,  que  de  qué  se  reía?  y  respondióme,  que  de  una  cosa  que 
tenía  aquel  libro  escrita  en  el  margen  por  anotación.  Díjele.  que  me  la 
dijese,  y  él  sin  dejar  la  risa,  dijo:  Está,  como  he  dicho,  aquí  en  el  margen 
escrito  esto:  Esta  Dulcinea  del  Toboso,  tantas  veces  en  esta  historia  refe- 
rida, dicen  que  tuvo  la  mejor  mano  para  salar  puercos,  que  otra  mujer  de 
toda  la  Mancha.  Cuando  yo  oí  decir  Dulcinea  del  Toboso,  quedé  atónito,  y 
suspenso,  porque  luego  se  me  representó  que  aquellos  cartapacios  contenían 
la  historia  de  Don  Quixote.  Con  esta  imaginación  le  di  priesa  que  leyese  el 
principio:  y  haciéndolo  así.  volviendo  de  improviso  el  Arábigo  en  Cas- 
tellano, dijo  que  decía:  Historia  de  Don  Quixote  de  la  Mancha,  escrita  por 
Cide  Hamete  Benengeli,  historiador  Arábigo.  (1) 


(1)    Dice  Clemencín,  que  Cervantes  cometió  errores  porque  no  repasaba 
lo  que  escribía,  y,  sin  duda  de  ningún  género,  el  equivocado  era  el  autor 


-    '33  — 

Mucha  discreción  fué  menester  para  disimular  el  contento  que  recibí, 
cuando  llegó  á  mis  oídos  el  título  del  libro:  y  salteándosele  al  escudero, 
compré  al  muchacho  todos  los  papeles,  y  cartapacios,  por  medio  real:  que 
si  él  tuviera  discreción,  y  supiera  lo  que  yo  los  deseaba,  bien  se  pudiera 
prometer,  y  llevar  más  de  seis  reales  de  la  compra.  Apárteme  luego  con  el 
Morisco  por  el  claustro  de  la  Iglesia  mayor,  y  roguéle  me  volviese  aquellos 
cartapacios,  todos  los  que  trataban  de  don  Quixote,  en  lengua  Castellana, 
sin  quitarles,  ni  añadirles  nada,  ofreciéndole  la  paga  que  él  quisiese.  Con- 
tentóse con  dos  arrobas  de  pasas,  y  dos  fanegas  de  trigo,  y  prometió  de 
traducirlos  bien,  y  fielmente,  y  con  mucha  brevedad.  Pero  yo  por  facilitar 
.más  el  negocio,  y  por  no  dejar  de  la  mano  tan  buen  hallazgo,  le  traje  á  mi 
casa,  donde  en  poco  más  de  un  mes,  y  medio  la  tradujo  toda,  del  mismo 
modo  que  aquí  se  refiere.  Estaba  en  el  primer  cartapacio  pintada  muy  al 
natural  la  batalla  de  don  Quixote  con  el  Vizcaíno,  puestos  en  la  misma 
postura  que  la  historia  cuenta,  levantadas  las  espadas,  el  uno  cubierto  de 
su  rodela,  el  otro  de  la  almohada:  y  la  muía  del  Vizcaíno  tan  al  vivo,  que 
estaba  mostrando  ser  de  alquiler  á  tiro  de  ballesta.  Tenía  á  los  pies  escrito 
el  Vizcaíno  un  título  que  decía:  Don  Sancho  de  Azpeitia,  que  sin  duda  de 
bía  de  ser  su  nombre:  y  á  los  pies  de  Bocinante  estaba  otro  que  decía:  don 


de  una  gramática:  vio  estampado  Benengegeli,  y  no  comprendió  la  adver- 
tencia. 

Aunque  el  descuidado  Cervantes  escribió  en  una  palabra,  mal  escrita, 
concedido,  Benengeli,  yo  entiendo  que  fué  para  dar  color  de  apariencia  á 
la  tan  debatida  confusión  que  se  produciría  entre  los  defensores  de  la  he- 
rengena,  y  los  que  hiciesen  valer  hijo  del  ciervo  como  verdadera  traducción. 

Este  nombre  arábigo  no  acertaré  á  definirlo  en  toda  su  extensión  por 
mi  pobreza  de  conocimientos  y  escasez  del  idioma,  pero,  así  de  pronto,  en- 
treveo una  indicación  precisa  que  nos  guía  por  senderos  árabes  en  busca 
de  giros  que  estampó  en  su  libro;  y  volviéndolo  dtl  revés Mighel  de  Ce- 
bante y  ene.  Si  no  fuera,  lector  bondadosísimo,  por  temor  á  que  me  ofus- 
que el  buen  deseo,  me  atrevería  á  leer  de  corrido  con  la  alegría  de  los  pri- 
meros años:  Mighel,  del  italiano,  segnala  al  Ariosto,  libro  de  donde  recibió 
impresiones  para  la  composición  del  suyo,  este  otro  que  ostentaba  el  ape- 
llido de  una  ilustre  familia,  que  á  su  vez  lo  había  tomado  del  Valle  de  Ce- 
barde  en  Asturias;  y  }s.,  es  la  inicial  que  empleamos  desde  tiempo  remo- 
to, en  sustitución  de  un  nombre  que  nos  es  desconocido. 

Cervantes,  por  consecuencia  de  un  desafío  que  tuvo  en  su  juventud 
con  un  pariente  y  admirador  de  la  que  después  fué  su  mujer,  aprovechan- 
do la  estada  en  Madrid  del  Cardonal  Aquaviva,  se  acogió  á  sagrado,  tras- 
ladándose á  Italia;  después  ....  ya  lo  dijo  bien  claro  en  el  prólogo  de  sus 
Novelas  ejemplares:  llamábase  cormnmente,  Miguel  de  Cervantes  Saavedra, 
en  vez  de  Cortinas,  que  era  su  apellido  materno. 


-   134  - 

Quixote.  Estaba  Rocinante  maravillosamente  pintado,  tan  largo,  y  tendido, 
tan  estenuado,  y  flaco,  con  tanto  espinazo,  tan  ético  confirmado,  que  mos- 
traba bien  al  descubierto  con  cuanta  advertencia,  y  propiedad,  se  le  había 
puesto  el  nombre  de  Rocinante.  Junto  á  él  estaba  Sancho  Panza,  que  tenía 
del  cabestro  á  su  asno:  á  los  pies  del  cual  estaba  otro  rótulo,  que  decía: 
Sancho  Zancas,  y  debía  de  ser,  que  tenía  á  lo  que  mostraba  la  pintura,  la 
barriga  grande,  el  talle  corto,  y  las  zancas  largas:  y  por  esto  se  le  debió  de 
poner  nombre  de  Panza,  y  de  zancas,  que  con  estos  dos  sobrenombres  le 
llama  algunas  veces  la  historia.  Otras  algunas  menudencias  había  que  ad- 
vertir, pero  todas  son  de  poca  importancia,  y  que  no  hacen  al  caso  á  la 
verdadera  relación  de  la  historia,  que  ninguna  es  mala  como  sea  verdadera* 
Si  á  ésta  se  le  puede  poner  alguna  objeción  cerca  de  su  verdad,  no  podrá 
ser  otra,  sino  haber  sido  su  autor  arábigo,  siendo  muy  propio  de  los  de 
aquella  nación  ser  mentirosos:  aunque  por  ser  tan  nuestros  enemigos,  antes 
se  puede  entender  haber  quedado  falto  en  ella  que  demasiado.  Y  así  me  pa- 
rece á  mí,  cuando  pudiera,  y  debiera  extender  la  pluma,  en  las  alabanzas 
de  tan  buen  caballero;  parece  que  de  industria  las  pasa  en  silencio.  Cosa 
mal  hecha,  y  peor  pensada,  habiendo,  y  debiendo  ser  los  historiadores 
puntuales,  verdaderos,  y  no  nada  apasionados,  y  que  ni  el  interés,  ni  el 
miedo,  el  rencor,  ni  la  afición,  no  les  haga  torcer  del  camino  de  la  verdad, 
cuya  madre  es  la  historia  émula  del  tiempo,  depósito  de  las  acciones,  tes- 
tigo de  lo  pasado,  ejemplo,  y  aviso  de  lo  presente,  advertencia  de  lo  por 
venir.  En  esta  sé,  que  se  hallará  todo  lo  que  se  acertare  á  desearen  la  más 
apacible:  y  si  algo  bueno  en  ella  faltare,  para  mí  tengo,  qu«  fué  por  culpa 
del  galgo  de  su  autor,  antes  que  por  falta  de  sujeto.  En  fin  su  segunda 
parte,  siguiendo  la  traducción,  comenzaba  desta  manera. 

Puestas,  y  levantadas  en  alto  las  cortadoras  espadas  de  los  dos  valerosos, 
y  enojados  combatientes,  no  parecía  sino  que  estaban  amenazando  al  cielo, 
á  la  tierra  y  al  abismo;  tal  era  el  denuedo  y  continente  que  tenían.  Y  el 
primero  que  fué  á  descargar  el  golpe,  fué  el  colérico  Vizcaíno:  el  cual  fué 
dado  con  tanta  fuerza,  y  tanta  furia,  que  á  no  volvérsele  la  espada  en  el  ca- 
mino, aquel  sólo  golpe  fuera  bastante  para  dar  fin  á  su  rigurosa  contienda, 
y  á  todas  las  aventuras  de  nuestro  caballero:  mas  la  buena  suerte  que  para 
mayores  cosas  le  tenía  guardado,  torció  la  espada  de  su  contrario,  de  modo, 
que  aunque  le  acertó  en  el  hombro  izquierdo,  no  le  hizo  otro  daño  que 
desarmarle  todo  aquel  lado,  llevándole  de  camino  gran  parte  de  la  celada, 
con  la  mitad  de  la  oreja,  que  todo  ello  con  espantosa  ruina  vino  al  suelo- 
deiándole  muy  mal  trecho.  Válgame  Dios,  y  quién  será  aquél  que  buena 


-  135  - 

mente  pueda  contar  ahora,  la  rabia  que  entró  en  el  coraaón  de  nuestro 
Manchego,  viéndose  parar  de  aquella  manera!  No  se  diga  más,  sino  que  fué 
de  manera,  que  se  alzó  de  nr.evo  en  los  estribos,  y  apretando  más  la  espada 
en  las  dos  manos,  con  tal  furia  descargó  sobre  el  Vizcaíno,  acertándole  de 
lleno  sobre  la  almohada,  y  sobre  la  cabeza,  que  sin  ser  parte  tan  buena  de- 
fensa, como  si  cayera  sobre  él  una  montaña,  comenzó  á  echar  sangre  por  las 
narices,  y  por  la  boca,  y  por  los  oídos,  y  á  dar  muestras  de  caer  de  la  muía 
abajo,  de  donde  cayera  sin  duda,  si  no  se  abrazara  con  el  cuello:  pero  con 
todo  eso  sacó  los  pies  de  los  estribos,  y  luego  soltó  los  brazos,  y  la  muía 
espantada  del  terrible  golpe,  dio  á  correr  por  el  campo,  y  á  pocos  corcobos 
dio  con  su  dueño  en  tierra.  Estábaselo  con  muoho  sosiego  mirando  don 
Quixote:  y  como  le  vio  caer,  saltó  de  su  caballo,  y  con  mucha  ligereza  se 
llegó  á  él,  y  poniéndole  la  punta  de  la  espada  en  los  ojos,  le  dijo  que  se 
'rindiese,  sino  que  le  cortaría  la  cabeza.  Estaba  el  Vizcaíno  tan  turbado,  que 
no  podía  responder  palabra,  y  él  lo  pasara  mal,  según  estaba  ciego  don 
Quixote,  si  las  señoras  del  coche,  que  hasta  entonces  con  gran  desmayo 
habían  mirado  la  pendencia,  no  fueran  adonde  estaba,  y  le  pidieran  con 
mucho  encarecimiento,  les  hiciese  tan  gran  merced,  y  favor,  de  perdonar  la 
vida  á  aquel  su  escudero.  A  lo  cual  don  Quixote  respondió,  con  mucho  en- 
tono, y  gravedad:  Por  cierto  herniosas,  yo  soy  muy  contento  de  hacer  lO 
que  rae  pedís,  mas  ha  de  ser  con  una  condición,  y  concierto:  y  es,  que  este 
caballero  me  ha  de  prometer  de  ir  al  lugar  del  Toboso,  y  presentarse  de  mi 
parte  ante  la  sin  par  doña  Dulcinea,  para  que  ella  haga  del  lo  que  más  fuere 
de  su  voluntad:  La  temerosa,  y  desconsolada  señora,  sin  entrar  en  cuenta 
de  lo  que  don  Quixott'  pedía,  y  sin  preguntar  quien  Dulcinea  fuese,  le  pro- 
metieron que  el  escudero  haría  todo  aquello  que  de  su  parte  le  fuese  man. 
dado.  Pues  en  fe  de  esa  palabra,  yo  no  le  haré  más  daño,  puesto  que  me  lo 
teaía  bien  merecido. 


-136- 


CAPITULO   X 

De  lo  que  más  le  avino  á  don  Quixote  con  el  Vizcaí- 
no, y  del  peligro  en  que  se  vio  con  una  turba  de 
Yangüeses  (o. 

Ya  en  este  tiempo  se  había  levantado  Sancho  Panza,  algo  maltratado 
de  los  mozos  de  los  Frayles,  y  había  estado  atento  á  la  batalla  de  su  señor 
don  Quixote,  y  rogaba  á  Dios  en  su  corazón,  fuese  servido  de  darle  la  vic- 
toria, y  que  en  ella  ganase  alguna  ínsula  de  donde  le  hiciese  Gobernador, 
como  se  lo  había  prometido.  Viendo  pues  ya  acabada  la  pendencia,  y  que 
su  amo  volvía  á  subir  sobre  Bocinante,  llegó  á  tenerle  el  estribo:  y  antes 
que  subiese  se  hincó  de  rodillas  delante  del,  y  asiéndole  de  la  mano  se  la 
besó  y  le  dijo:  Sea  vuestra  merced  serndo,  señor  don  Quixote  mío,  de  dar- 
me el  gobierno  de  la  ínsula  que  en  esta  rigurosa  pendencia  se  ha  ganado, 
que  por  grande  que  sea,  yo  me  siento  con  fuerzas  de  saberla  gobernar,  tal, 
y  tan  bien,  como  otro  que  haya  gobernado  ínsulas  en  el  mundo.  A  lo  cual 
respondió  don  Quixote,  advertid  hermano  Sancho,  que  esta  aventura,  y  las 
á  estas  semejantes,  no  son  aventuras  de  ínsulas,  sino  de  encrucijadas,  en 


(1)  Así  rezaba  el  título  original  de  este  capítulo  puesto  por  Cervantes, 
y  así  queda  restituido  por  mí  en  la  presente  edición,  pero  la  Academia  de 
la  Lengua  Española  á  requerimiento  de  los  Alquifes  que  la  integraban,  le 
colocó  este  otro,  rebosante  de  gracia,  como  podrás  observar  sin  grande 
egf  uerzo:  De  los  graciosos  razonamientos  que  pasaron  entre  Don  Quixote  y  San- 
cho Panza  su  escudero. 

Con  un  candidez  merecedora  de  azotes  anticipan  que  el  discurso  va  á 
ser  gracioso,  «cosa  rara  tratándose  de  este  libro»,  nombran  á  las  personas 
que  tú,  pacientísimo  lector,  ignorabas,  y,  por  último,  aprendes  que  Sancho 
era  escudero  del  otro.  (?) 

La  soberbia  que  representa  esta  suplantación  sólo  es  comparable  con 
el  destrozo  realizado,  pues  no  vieron  el  ingenioso  artificio,  por  el  cual, 
Cervantes,  obliga  al  lector  á  que  le  siga  con  la  esperanza  de  ver  aumenta- 
das las  peripecias  de  tan  tremenda  batalla,  ó,  al  menos,  con  sucesos  á  ella 
conexos;  que  no  llegan,  es  cierto,  pero  también  es  verdad  que  el  lector 
entretenido  salva  la  narración,  y  sin  acordarse  de  lo  que  le  tenían  anun- 
ciado se  precipita  en  el  capítulo  inmediato. 

Al  no  entenderlo,  estarse  quietos. 


-  137  — 

las  cuales  no  se  gana  otra  cosa  que  sacar  rota  la  cabeza  ó  una  oreja  menos. 
Tened  paciencia,  que  aventuras  se  ofrecerán,  en  donde  no  solamente  os 
pueda  hacer  Gobernador,  sino  más  adelante.  Agradecióselo  mucho  Sancho, 
y  besándole  otra  vez  la  mano,  y  la  falda  de  la  loriga,  le  ayudó  á  subir  sobre 
Rocinante,  y  él  subió  sobre  su  asno,  y  comenzó  á  seguir  á  su  señor,  que  á 
paso  tirado,  sin  despedirse,  ni  hablar  más  con  las  del  coche,  se  entró  por  un 
bosque  que  allí  junto  estaba.  Seguíale  Sancho,  á  todo  el  trote  de  su  jumen- 
to: pero  caminaba  tanto  Bocinante,  que  viéndose  quedar  atrás,  le  fué  forzo- 
so dar  voces  á  su  amo,  que  se  aguardase.  Hízolo  así  don  Quixote,  teniendo 
las  riendas  á  Rocinante,  hasta  que  llegase  su  cansado  escudero,  el  cual  en 
llegando  le  dijo:  Paréceme  señor,  que  sería  acertado  irnos  á  retraer  á  algu- 
na Iglesia,  que  según  quedó  maltrecho  aquel  con  quien  os  combatisteis,  no 
será  mucho  que  den  noticia  del  caso  á  la  santa  Hermandad,  y  nos  prendan: 
y  á  f é  que  si  lo  hacen,  que  primero  que  salgamos  de  la  cárcel,  que  nos  ha 
de  sudar  el  hopo.  Calla,  dijo  don  Quixote,  y  dónde  has  visto  tú,  ó  leído  ja- 
más, que  caballero  andante  haya  sido  puesto  ante  la  justicia,  por  más  ho- 
micidios que  hubiese  cometido.  Yo  no  sé  nada  de  omecillos,  respondió 
Sancho,  ni  en  mi  vida  le  caté  á  ninguno:  sólo  sé,  que  la  santa  Hermandad 
tiene  que  ver  con  los  que  pelean  en  el  campo,  y  en  esotro  no  me  entrome- 
to. Pues  no  tengas  pena  amigo,  respondió  don  Quixote,  que  yo  te  sacaré  de 
las  manos  de  los  Caldeos,  cuanto  más  de  las  de  la  Hermandad.  Pero  dime 
por  tu  vida,  ¿has  tú  visto  más  valeroso  caballero  que  yo,  en  todo  lo  descu- 
bierto de  la  tierra?  ¿Has  leído  en  historias  otro  que  tenga,  ni  haya  tenido 
más  brío  en  acometer,  más  aliento  en  el  perseverar,  más  destreza  en  el  he- 
rir, ni  más  maña  en  el  derribar?  La  verdad  sea,  respondió  Sancho,  que  yo 
no  he  leído  ninguna  historia  jamás,  porque  ni  sé  leer,  ni  escribir:  mas  lo 
que  osaré  apostar,  es,  que  más  atrevido  amo  que  vuestra  merced,  yo  no  le 
he  servido  en  todos  los  días  de  mi  vida,  y  quiera  Dios  que  estos  atrevi- 
mientos no  se  paguen  donde  tengo  dicho.  Lo  que  le  ruego  á  vuestra  mer- 
ced, es,  que  se  cure,  que  le  va  mucha  sangre  de  esa  oreja,  que  aquí  traigo 
hilas,  y  un  poco  de  ungüento  blanco  en  las  alforjas.  Todo  eso  fuera  bien 
escusado,  respondió  don  Quixote,  si  á  mí  se  me  acordara  de  hacer  una  re- 
doma del  bálsamo  de  Fierabrás,  que  con  sólo  una  gota,  ahorraran  tiempo,  y 
medicinas.  ¿Qué  redoma  y  qué  bálsamo  es  ese,  dijo  Sancho  Panza?  Es  un 
bálsamo,  respondió  don  Quixote,  de  quien  tengo  la  receta  en  la  memoria, 
con  el  cual  no  hay  que  tener  temor  á  la  muerte,  ni  hay  pensar  en  morir  de 
herida  alguna.  Y  así,  cuando  yo  le  haga,  y  te  le  dé,  no  tienes  más  que  ha- 
cer, sino  que  cuando  vieres  que  en  alguna  batalla  me  han  partido  por  me- 


-  I3«  - 

dio  del  cuerpo  (como  muchas  veces  suele  acontecer):  bonitamente  la  parte 
del  cuerpo  que  hubiere  caído  en  el  suelo,  y  con  mucha  sutileza,  antes  que 
la  sangre  se  hiele,  la  pondrás  sobre  la  otra  mitad  que  quedare  en  la  silla, 
advirtiendo  de  encajarlo  igualmente  y  al  justo.  Luego  me  darás  á  beber  so- 
los dos  tragos  del  bálsamo  que  he  dicho,  y  verasme  quedar  más  sano  que 
una  manzana.  Si  eso  hay,  dijo  Panza,  yo  renuncio  desde  aquí  el  gobierno 
de  la  prometida  ínsula,  y  no  quiero  otra  cosa  en  pago  de  mis  muchos,  y 
buenos  servicios,  sino  que  vuestra  merced  me  dé  la  receta  de  ese  extrema- 
do licor,  que  para  mí  tengo  que  valdrá  la  onza  adonde  quiera,  más  de  dos 
reales,  y  no  he  menester  yo  más,  para  pasar  esta  vida  honrada,  y  descansa- 
damente. Pero  es  de  saber  ahora,  si  tiene  mucha  costa  el  hacerle?  Con  me- 
nos de  tres  reales  se  pueden  hacer  tres  azumbres,  respondió  don  Quiíote. 
Pecador  de  mí,  replicó  Sancho,  ¿pues  á  qué  aguarda  vuestra  merced  á  ha- 
cerle, y  enseñármele?  Calla  amigo,  respondió  don  Quixote,  que  mayores 
secretos  pienso  enseñarte,  y  mayores  mercedes  hacerte:  y  por  ahora  curé- 
monos, que  la  oreja  me  duele  más  de  lo  que  yo  quisiera.  Sacó  Sancho 
de  las  alforjas  hilas,  y  ungüento:  mas  cuando  don  Quixote  llegó  á  ver  rota 
su  celada,  pensó  perder  el  juicio,  y  puesta  la  mano  en  la  espada,  y  alzando 
los  ojos  al  cielo,  dijo:  Yo  hago  juramento  al  Criador  de  todas  las  cosas,  y 
á  los  santos  cuatro  Evangelios,  donde  más  largamente  estén  escritos,  de 
hacer  la  vida  que  hizo  el  grande  Marqués  de  Mantua,  cuando  juró  de  ven- 
gar la  muerte  de  su  sobrino  Baldevinos;  que  fué,  de  no  comer  pan  á  man- 
teles, ni  con  su  mujer  folgar,  (l)y  otras  cosas,  que  aunque  dellas  no  me 


(1)  Empieza  esta  aventura  recordando  el  juramento  del  Marqués  de 
Mantua,  por  la  muerte  de  su  sobrino  Baldovinos,  de  no  comer  pan  á  mante- 
les, ni  cotí  su  mujer  folgar,  hasta  haberlo  vengado;  pero  sospecho  un  símil, 
y  una  afirmación  del  terreno  que  pisa  Cervantes. 

Cuando  D.  Alvar  Pérez  de  Castro  llamó  al  Santo  Rey  Fernando  por 
haber  sorprendido  la  Axarquía  de  Córdoba,  el  Monarca,  con  sólo  cien 
Caballeros  de  su  Corte,  .se  trasladó  á  Benquerencia;  alcanzándole  en  esta 
fortaleza  escuadrones  aislados,  en  virtud  de  los  avisos  que  circularon  desde 
los  puntos  de  su  tránsito. 

Por  haberse  prolongado  el  sitio,  y  considerando  esta  empresa  trans- 
cendentahsima  para  ulteriores  determinaciones,  hubo  de  permanecer  allí 
bastante  tiempo,  y,  en  este  lapso,  se  trasladaron  al  Pozuelo  de  Don  Gil 
(Ciudad-Real),  su  madre  D.»  Berenguela  (atormentada  de  horribles  presen- 
timientos cumplidos  bien  pronto)  y  su  segunda  esposa  la  Reina  D.*  Juana. 

Y  que  no  debe  andar  muy  descaminado  Hamete  en  sus  suposiciones, 
lo  dice  bien  claro  el  arzobispo  D.  Rodrigo  en  el  siguiente  párrafo  de  su 
crónica:  el  santo  Rey,  se  trasladó  á  este  punto  j^ara  saludar  á  su  madre  y  folgar 
en  la  Reina  D.^  Juana.  Además,  ya  había  pronunciado  la  solemnísima 


—  139  — 

acuerdo,  las  doy  aquí  por  expresadas,  hasta  tomar  entera  venganza  del  que 
tal  desaguisado  me  hizo.  Oyendo  esto  Sancho,  le  dijo:  Advierta  vuestra 
merced,  señor  don  Quixote,  que  si  el  caballero  cumplió  lo  que  se  le  dejó 
ordenado,  de  irse  á  presentar  ante  mi  señora  Dulcinea  del  Toboso,  ya  ha- 
brá cumplido  con  lo  que  debía,  y  no  merece  otra  pena,  sino  comete  nuevo 
delito.  Has  hablado,  y  apuntado  muy  bien,  respondió  don  Quixote,  y  así 
anulo  el  juramento,  en  cuanto  lo  que  toca  á  tomar  nueva  venganza:  pero 
hágole,  y  confirmóle  de  nuevo,  de  hacer  la  vida  que  he  dicho,  hasta  tanto 
que  quite  por  fuerza  otra  celada,  tal,  y  tan  buena  como  esta  á  algún  caba- 
llero. Y  no  pienses  Sancho,  que  así  á  humo  de  pajas  hago  esto,  que  bien 
tengo  á  quien  imitar  en  ello,  que  esto  mismo  pasó  al  pie  de  la  letra  sobre 
el  yelmo  de  Mambrino,  que  tan  caro  le  costó  á  Sacripante  (1). 

Que  dé  al  diablo  vuestra  merced  tales  juramentos,  señor  mío,  replicó 
Sancho,  que  son  muy  en  daño  de  la  salud,  y  muy  en  perjuicio  de  la  con- 
ciencia. Si  no  dígame  ahora,  si  acaso  en  muchos  días  no  topamos  hombre 
armado  con  celada,  ¿qué  hemos  de  hacer,  base  de  cumplir  el  juramento,  á 
despecho  de  tantos  inconvenientes  é  incomodidades,  como  será  el  dormir 
vestido,  y  en  no  dormir  en  poblado,  y  otras  mil  penitencias,  que  contenía 
el  juramento  de  aquel  loco  viejo  del  Marqués  de  Mantua,  que  vuestra  mer- 
ced quiere  revalidar  ahora?  Mire  vuestra  merced  bien,  que  por  todos  estos 


promesa  de  no  regresar  á  Castilla  sin  haber  conquistado  á  Córdoba,  y,  en  esta 
diabólica  aplicación,  estriba  la  malignidad  del  chiste;  pues  se  sabe  perfec- 
tamente que  Alfonso  VIII  juró  venganza,  pero  de  lo  otro ¿no  tenía 

completamente  abandonada  á  la  Reina,  por  la  hermosa  judía  que  degolla- 
ron los  cortesanos? 

La  doble  confirmación  de  lo  expuesto,  en  la  historia  y  en  la  nota  si- 
guiente. 

(1)  Como  consecuencia  inmediata  del  juramento  que  acababa  de  hacer 
tan  cristiano  caballero,  lo  que  procedía  en  consonancia  con  sus  arraigadí- 
simas  convicciones,  era  encomendarse  á  Dios  por  tan  grave  falta,  y  vinién- 
dosele á  las  mientes  los  nombres  del  «Orlando  furioso»,  los  aplica  con  una 
oportunidad  encantadora. 

Ee  costumbre  muy  generalizada  por  aquellos  lugares,  santiguarse  acto 
seguido  de  haber  nombrado  al  diablo,  y  Cervantes  que  no  desperdiciaba 
ocasión  para  fijar  los  usos  del  país  y  sus  parajes,  aprovecha  ésta  para 

decirnos  que  -— -~-  es  un  recuerdo  al  Monte  Judío,  al  lado  de  la  Ven- 

Mon  rabín 

ta,  por  donde  pasó  Fernando  III;  y  el  que  pronunciad  continuación,  para 

dejar  bien  expuesto  lo  que  debe  hacer  todo  buen  cristiano:  signarse,  en  el 

nombre  del  padre,  & cuya  es  la  significación  de — ' 

sicnapater 


—   MO  - 

caminos  no  andan  hombres  armados,  sino  harrieros,  y  carreteros,  que  no 
sólo  no  traen  celadas,  pero  quizá  no  las  hayan  oído  nombrar  en  todos  los 
días  de  su  vida.  Engañaste  en  eso,  dijo  don  Quixote,  porque  no  habremos 
estado  dos  horas  por  estas  encrucijadas,  cuando  veamos  más  armados  que 
los  que  vinieron  sobre  Albraca,  á  la  conquista  de  Angélica  la  Bella.  (1) 

Alto  pues,  sea  así,  dijo  Sancho,  y  á  Dios  plazca  que  nos  suceda  bien,  y 
que  se  llegue  ya  el  tiempo  de  ganar  esta  ínsula  que  tan  cara  me  cuesta,  y 
muérame  yo  luego.  Ya  te  he  dicho  Sancho,  que  no  te  de  eso  cuidado  algo- 
no,  que  cuando  faltare  Ínsula,  ahí  está  el  Reino  de  Dinamarca,  ó  el  de  So- 
bradisa,  que  te  vendrán  como  anillo  al  dedo,  y  más  qut  por  ser  en  tierra 
firme  te  debes  más  alegrar.  Pero  dejemos  esto  para  su  tiempo,  y  mira  si 
traes  algo  en  estas  alforjas  que  comamos,  porque  vamos  luego  eu  busca  de 
algún  castillo  donde  alojemos  esta  noche,  y  hagamos  el  bálsamo  que  te  he 
dicho,  porque  yo  te  voto  á  Dios,  que  me  va  doliendo  mucho  esta  oreja.  (2) 


(1)  Símil  habilísimo  que  con  su  espejuelo  deslumhró  á  los  investiga- 
dores, haciéndoles  caminar  por  regiones  remotas  en  busca  de  lo  que  tenía- 
mos en  nuestra  propia  casa. 

En  su  aspecto  exterior,  se  debe  reconocer  que  apunta  al  Castillo  de 
Albraca,  que  según  las  historias  era  una  fortaleza  de  origen  fabuloso,  que 
Galafrón,  Emperador  del  Catai,  mandó  construir  para  guardar  á  su  hija 
Angélica  la  Bella,  en  previsión  de  que  Agricán,  Rey  de  Tartaria,  le  decla- 
rase la  guerra,  disgustado  porque  no  se  '  a  dio  en  matrimonio;  pero  si  nos 

,                                    , , ,     .          Albraca  , 

paramos  a  pensar  que  por  metátesis  es  -jj^ y  por  otra,  con  supresión 

de  la  h  es  Alarca,  tendremos  ante  los  ojos  un  camino  expedito  que  nos 
conduce  á  la  solución,  colmando  la  medida  de  nuestros  deseos. 

Cuando  Alfonso  VIII,  corriendo  y  talando  los  campos  andaluces  Uegó 
hasta  Xerez,  retando  al  Miramamolín  de  Marruecos,  Almanzor  aceptó  el 
desafío  para  la  campaña  siguiente,  y  desembarcando  en  Algeciras  con  nu- 
meroso ejército,  á  buenas  jornadas  llego  á  Córdoba,  estableciendo  su  cam- 
pamento en  los  Montes  y  Dehesa  de  Albacra;  después  emprendió  el  cami- 
no que  le  condujo  al  puerto  del  Muradal,  y  una  vez  traspuesto,  dio  des- 
canso á  sus  tropas  en  los  Barrancos  de  Sierra  Morena  (á  dos  jornadas  cortas 
de  Medina  Alarca);  luego,  atravesaron  las  llanuras  del  Campo  de  Kalat- 
Rabah  (Calatrava),  avistándose  á  19  de  Julio  de  1195  con  el  enemigo,  al 
que  derrotaron. 

De  lo  manifestado  infiere  Hamete,  que  el  Castillo  de  Albraca  era 
nuestra  fortaleza  de  Alarcos,  guardia  constante  de  Angélica  la  Bella,  cono- 
cida en  los  rom'ances  árabes  por  la  Hermosa  Halía,  la  de  los  Palacios  de 
Galiana;  pero  en  realidad,  Angélica  la  Bella  es  otra. 

(2)  Entre  burlas  y  veras,  ésta  es  una  de  las  escenas  más  claritas  de 
Cervantes.  Hicieron  ¡alto!  en  una  choza  (que  tal  aspecto  presentaba  la 


—  141  — 

Aquí  traigo  una  cebolla,  y  un  poco  de  queso,  y  no  sé  cuantos  mendru- 
gos, dijo  Sancho,  pero  no  son  manjares  que  pertenecen  á  tan  valiente  ca- 
ballero como  vuestra  merced.  Qué  mal  lo  entiendes,  respondió  don  Quiíote: 
hágote  saber  Sancho,  que  es  honra  de  los  caballeros  andantes,  no  comer 
en  un  mes,  y  ya  que  coman,  sea  de  aquello  que  hallaren  más  á  mano:  y 
esto  se  te  hiciera  cierto,  si  hubieras  leído  tantas  historias  como  yo,  que 
aunque  han  sido  muchas,  en  todas  ellas  no  he  hallado  hecha  relación  do 
que  los  caballeros  andantes  comiesen,  si  no  era  acaso,  y  en  algunos  sun- 
tuosos banquetes  que  les  hacían,  y  los  demás  días  se  los  pasaban  en  flores. 
Y  aunque  se  deja  entender,  que  no  podían  pasar  sin  comer,  y  sin  hacer  todos 
los  otros  menesteres  naturales,  porque  en  efecto  eran  hombres  como  nosotros, 
hase  de  entender  también,  que  andando  lo  más  del  tiempo  de  su  vida  por 
las  florestas,  y  despoblados,  y  sin  cocinero,  que  su  más  ordinaria  comida 
sería  de  viandas  rústicas,  tales  como  las  que  tú  ahora  m«  ofreces.  Así  que 
Sancho  amigo,  no  te  acongoje  lo  que  á  mí  me  da  gusto,  ni  quieras  tu 
hacer  mundo  nuevo,  ni  sacar  la  caballería  andante  de  sus  quicios.  Perdó- 
neme vuestra  merced,  dijo  Sancho,  que  como  yo  no  sé  leer,  ni  escribir, 
como  otra  vez  he  dicho,  no  sé  ni  he  caído  en  las  reglas  de  la  profesión 
caballeresca,  y  de  aquí  adelante  yo  proveeré  las  alforjas  de  todo  género  de 
fruta  seca  para  vuestra  merced,  que  es  caballero:  y  para  mí  las  proveeré, 
pues  no  lo  soy,  de  otras  cosas  volátiles,  y  de  más  sustancia.  No  digo  yo, 
Sancho,  replicó  don  Quixote,  que  sea  forzoso  á  los  caballeros  andantes,  no 
comer  otra  cosa  sino  esas  frutas  que  dices,  sino  que  su  más  ordinario  sus- 
tento debía  de  ser  dellas,  y  de  algunas  yerbas  que  hallaban  por  los  cam- 
pos, que  ellos  conocían,  y  yo  también  conozco.  Virtud  es,  respondió  Sancho, 
conocer  esas  yerbas,  que  según  yo  me  voy  imaginando,  algún  día  será  me- 
nester usar  de  ese  conocimiento.  Y  sacando  en  esto,  lo  que  dijo  que  traía, 
comieron  los  dos  en  buena  paz,  y  compaña.  Pero  deseosos  de  buscar  donde 
alojar  aquella  noche,  acabaron  con  mucha  brevedad  su  pobre,  y  seca  co- 
mida. Subieron  luego  á  caballo,  y  diéronse  priesa  por  llegar  á  poblado 


dichosa  venta  que  ha  producido  infinitos  desvelos)  para  comer;  la  ínsula 
á  que  hace  alusión  es  Córdoba  (Taifa  á  la  desmembración  árabe),  y  se  de- 
bía de  alegrar  Sancho  que  le  diera  uvo  en  tierra  firme,  porque  el  de  Sobradi- 
sa  (Sobrarbe,  que  tuvo  su  nacimiento  en  tiempo  de  los  Moros)  se  hallaba  en 
tierra  de  cristianos.  El  de  Dinamarca,  no  tiene  más  finalidad  que  exten- 
der la  figura  y  establecer  la  confusión. 

O,  de  no  ser  esto,  la  Historia  y  la  Retórica  están  demás. 


—  142  - 

ant€B  que  anocheciese:  pero  faltóles  el  Sol,  y  la  esperanza  de  alcanzar  lo 
que  (leseaban,  junto  á  unas  chozas  de  unos  cabreros,  y  así  determinaron 
de  pasarla  allí:  que  cuanto  fué  de  pesadumbre  para  Sancho  no  llegar  á 
poblado,  fué  de  contente  para  su  amo,  dormirla  al  cielo  descubierto,  por 
parecerlc  que  cada  vez  que  esto  le  sucedía,  era  hacer  un  acto  posesivo  que 
iacilitaba  la  prueba  de  su  caballería. 


—   143  — 


CAPITULO  XI 
De  lo  que  sucedió  á  don  Quixote  con  unos  cabreros. 

Fué  recogido  de  los  cabreros  con  buen  ánimo,  y  habiendo  Sancho,  lo 
mejor  que  pudo,  acomodado  á  Kocinante,  y  á  su  jumento,  se  fué  tras  el 
olor  que  despedían  de  sí  ciertos  tasajos  de  cabra,  que  hirviendo  al  fuego 
en  un  caldero  estaban,  y  aunque  él  quisiera  en  aquel  mismo  punto,  ver  si 
estaban  en  sazón  de  trasladarlos  del  caldero  al  estómago,  lo  dejó  de  hacer, 
porque  los  cabreros  los  quitaron  del  fuego,  y  tendiendo  por  el  suelo  unas 
pieles  de  ovejas,  aderezaron  con  mucha  priesa  su  rústica  mesa,  y  convida- 
ron á  los  dos,  con  muestras   de  muy  buena  voluntad  con  lo  que  tenían. 
Sentáronse  á  la  redonda  de  las  pieles  seis  dellos,  que  eran  los  que  en  la 
majada  había:  habiendo  primero  con  groseras  ceremonias  rogado  á  don 
Quixote  que  se  sentase  sobre  un  dornaje  que  vuelto  del  revés  le  pusieron. 
Sentóse  don  Quixote,  y  quedábase  Sancho  en  pié  para  servirle  la  copa,  que 
era  hecha  de  cuerno.  Viéndole  en  pie  su  amo,  le  dijo:  Porque  veas  Sancho 
el  bien  que  en  sí  encierra  la  andante  caballería,  y  cuan  á  pique  están  los 
que  en  cualquiera  ministerio  della  se  ejercitan,  de  venir  brevemente  á  ser 
honrados,  y  estimados  del  mundo,  quiere  que  aquí  á  mi  lado,  y  en  compa- 
ñía desta  buena  gente  te  sientes,  y  que  seas  una  misma  cosa  conmigo,  que 
soy  tu  amo,  y  natural  señor,  que  comas  en  mi  plato,  y  bebas  por  donde  yo 
bebiere:  porque  de  la  caballería  andante  se  puede  decir  lo  mismo  que  del 
Amor  se  dice,  que  todas  las  cosas  iguala.  Gran  merced,  dijo  Sancho,  pero 
sé  decir  á  vuestra  merced,  que  como  yo  tuviese  bien  de  comer,  tan  bien,  y 
mejor  me  lo  comería  en  pié,  y  á  mis  solas,  como  sentado  á  par  de  un  Em- 
perador. Y  aún  si  vá  á  decir  verdad,  mucho  mejor  me  sabe  lo  que  como  en 
mi  rincón,  sin  melindres,  ni  respetos,  aunque  sea  pan,  y  cebolla,  que  los 
gallipavos  de  otras  mesas,  donde  me  sea  forzoso  mascar  despacio,  beber 
poco,  limpiarme  á  menudo,  no  estornudar,  ni  toser,  si  me  viene  en  gana, 
ni  hacer  otras  cosas  que  la  soledad,  y  la  libertad  traen  consigo.  Así  que 
señor  mío,  estas  honras  de  vuestra  merced  quiere  darme,  por  ser  ministro, 
y  adherente  de  la  caballería  andante,  como  lo  soy  siendo  escudero  de  vues- 
tra merced,  conviértalas  en  otras  cosas  que  me  sean  de  más  acomodo,  y 


—  >44  — 

provecho  que  éstas  (aunque  las  doy  por  bien  recibidas)  las  renuncio  para 
desde  aquí  al  fin  del  mundo.  Con  todo  eso  te  has  de  sentar,  porque  á  quien 
se  humilla  Dios  le  ensalza,  y  asiéndole  por  el  brazo,  le  forzó  á  que  junto  á 
él  se  sentase.  No  entendían  los  cabreros  aquella  gerigonza  de  escuderos,  y 
de  caballeros  andantes,  y  no  hacían  otra  cosa  que  comer,  y  callar,  y  mirar 
á  sus  huéspedes,  que  con  mucho  donaire,  y  gana  embaulaban  tasajo  como 
el  puño.  Acabado  el  servicio  de  carne,  tendieron  sobre  las  zaleas  gran 
cantidad  de  bellotas  avellanadas,  y  juntamente  pusieron  un  medio  queso, 
más  duro  que  si  fuera  hecho  de  argamasa.  No  estaba  en  esto  ocioso  el  cuer- 
no, porque  andaba  á  la  redonda  tan  á  menudo  (ya  lleno,  ya  vacio)  como  ar- 
caduz de  noria,  que  con  facilidad  vació  un  zaque,  de  dos  que  estaban  de 
manifiesto.  Después  que  don  Quixote  hubo  bien  satisfecho  su  estómago, 
tomó  un  puño  de  bellotas  en  la  mano,  y  mirándolas  atentamente,  soltó  la 
voz  á  semejantes  razones:  Dichosa  edad,  y  siglos  dichosos  aquellos,  á  quien 
los  antiguos  pusieron  nombre  de  dorados,  y  no  porque  en  ellos  el  oro  (que 
en  esta  nuestra  edad  de  hierro  tanto  se  estima)  se  alcanzase  en  aquella  ven- 
turosa sin  fatiga  alguna,  sino  porque  entonces  los  que  en  ella  vivían,  igno- 
raban estas  dos  palabras  de  Tuyo  y  Mío.  Eran  en  aquella  santa  edad  todas 
las  cosas  comunes,  á  nadie  le  era  necesario,  para  alcanzar  su  ordinario  sus- 
tento, tomar  otro  trabajo,  que  alzar  la  mano,  y  alcanzarle  de  las  robustas 
encinas,  que  liberalraente  les  estaban  con\idando,  con  su  dulce  y  sazonado 
fruto.  Las  claras  fuentes,  y  corrientes  ríos,  en  magnífica  abundancia,  sa- 
brosas y  transparentes  aguas  les  ofrecían.  En  las  quiebras  de  las  peñas,  y 
en  lo  hueco  de  los  árboles,  formaban  su  república  las  solícitas,  y  discretas 
abejas,  ofreciéndose  á  cualquiera  mano,  sin  interés  alguno,  la  fértil  cose- 
cha de  su  dulcísimo  trabajo.  Los  valientes  alcornoques  despedían  de  sí, 
sin  otro  artificio  que  el  de  su  cortesía,  sus  anchas,  y  livianas  cortezas,  con 
que  se  comenzaron  á  cubrir  las  casas  sobre  rústicas  estacas  sustentadas,  no 
más  que  para  defensa  de  las  inclemencias  del  cielo.  Todo  era  paz  entonces, 
todo  amistad,  todo  cortesía:  aún  no  se  había  atrevido  la  pesada  reja  del 
corvo  arado  á  abrir,  ni  visitar  las  entrañas  piadosas  de  nuestra  primera 
madre,  que  ella  sin  ser  forzada,  ofrecía  por  todas  las  partes  de  su  fértil,  y 
espacioso  seno,  lo  que  pudiese  hartar,  sustentar,  y  deleitar  á  los  hijos  que 
entonces  la  poseían.  Entonces  sí,  que  andaban  las  simples,  y  hermosas  za- 
galejas  de  valle  en  valle,  y  de  otero  en  otero,  en  trenza,  y  en  cabello,  sin 
más  vestidos  de  aquellos  que  eran  menester  para  cubrir  honestamente,  lo 
que  la  honestidad  quiere,  y  ha  querido  siempre  que  se  cubra,  y  no  eran 
sus  adornos  de  los  que  ahora  se  usan,  á  quien  la  púrpura  de  Tyro,  y  la  por 


—  145  — 

tantos  modos  martirizada  seda  encarecen,  sino  de  algunas  hojas  de  verdes 
lampazos,  y  yedra,  entretejidas,  con  lo  que  quizá  iban  tan  pomposas,  y  com- 
puestas, como  van  ahoranuestras  cortesanas  con  las  raras,  y  peregrinas  inven, 
dones,  que  la  curiosidad  ociosa  les  ha  mostrado.  Entonces  se  declaraban  los 
conceptos  amorosos  del  alma,  simple,  y  sencillamente,  del  mismo  modo,  y  ma- 
nera que  ella  los  concebía,  sin  buscar  artificioso  rodeo  de  palabras  para  enca- 
recerlos. No  había  el  fraude,  el  engaño,  ni  la  malicia,  mezclándose  con  la 
verdad,  y  llaneza.  La  justicia  se  estaba  en  sus  propios  términos,  sin  que  la 
osasen  turbar,  ni  ofender  los  del  favor,  y  los  del  interés,  que  tanto  ahora  la 
menoscaban,  turban,  y  persiguen.  La  ley  del  encaje,  aún  no  se  había  sen- 
tado en  el  entendimiento  del  juez,  porque  entonces  no  había  que  juzgar,  ni 
quien  fuese  juzgado.  Las  doncellas,  y  la  honestidad  andaban,  como  tengo 
dicho,  por  donde  quiera,  solas,  y  señoras,  sin  temor  que  la  ajena  desenvol- 
tura, y  lascivo  intento  las  menoscabasen,  y  su  perdición  nacía  de  su  gusto, 
y  propia  voluntad.  Y,  ahora  en  estos  nuestros  detestables  siglos,  no  está 
segura  ninguna,  aunque  la  oculte,  y  cierre  otro  nuevo  laberinto  como  el  de 
Creta,  porque  allí  por  los  resquicios,  ó  por  el  aire,  con  el  celo  de  la  maldi- 
ta solicitud,  se  les  entra  la  amorosa  pestilencia,  y  les  hace  dar  con  todo  su 
recogimiento  al  traste.  Para  cuya  seguridad,  andando  más  los  tiempos,  y 
creciendo  más  la  malicia,  se  instituyó  la  orden  de  los  caballeros  andantes, 
para  defender  las  doncellas,  amparar  lae  viudas,  y  socorrer  á  los  huérfanos, 
y  á  los  menesterosos.  Desta  orden  soy  yo  hermanos  cabreros,  á  quien  agra- 
dezco el  agasajo,  y  buen  acogimiento  que  hacéis  á  mí,  y  á  mi  escudero: 
que  aunque  por  ley  natural,  están  todos  los  que  viven  obligados  á  favore 
cer  á  los  caballeros  andantes,  todavía  por  saber,  que  sin  saber  vosotros 
esta  obligación,  me  acogisteis,  y  regalasteis,  es  razón,  que  con  la  voluntad 
á  mí  posible,  os  agradezca  la  vuestra.  Toda  esta  arenga  (que  se  pudiera 
muy  bien  escusar)  dijo  nuestro  caballero,  porque  las  bellotas  que  le  dieron, 
le  trajeron  á  la  memoria  la  edad  dorada:  y  antojósele  hacer  aquel  inútil 
razonamiento  á  los  cabreros,  que  sin  responderle  palabra,  embobados,  y 
suspensos  le  estuvieron  escuchando.  Sancho,  asimismo  callaba,  y  comía 
bellotas,  y  visitaba  muy  á  menudo  el  segundo  zaque,  que  porque  se  enfriase 
el  vino,  le  tenían  colgado  de  un  alcornoque.  Más  tardó  en  hablar  don  Qui- 
xote,  que  en  acabarse  la  cena:  al  fin  de  la  cual,  uno  de  los  cabreros  dijo: 
Para  que  con  más  veras  pueda  vuestra  merced  decir,  señor  caballero  an- 
dante, que  le  agasajamos  con  pronta,  y  buena  voluntad,  queremos  darle 
solaz,  y  contento,  con  hacer,  que  cante  un  compañero  nuestro,  que  no  tar- 
dará mucho  en  estar  aquí:  el  cual  es  un  zagal  muy  entendido,  y  muy  ena- 

10 


I4í>  - 

morado,  y  que  sobre  todo  sabe  leer  y  escribir,  y  efl  músico  de  un  rabel, 
que  no  hay  máá  que  desear.  Apenas  había  el  cabrero  acabado  de  decir 
esto,  cuando  llegó  á  sus  oídos  el  son  del  rabel,  y  de  allí  á  poco  llegó  el 
que  le  tañía,  que  era  un  mozo  de  hasta  veinte,  y  dos  afios,  de  muy  buena 
gracia.  Preguntáronle  sus  compañeros,  si  había  cenado,  y  respondiendo,  que 
sí,  el  que  había  hecho  los  ofrecimientos,  le  dijo:  De  esa  manera  Antonio, 
bien  podrás  hacernos  placer  de  cantar  un  poco,  porque  vea  este  señor  hués- 
ped, que  tenemos  también  por  los  montes,  y  selvas,  quien  sepa  de  música. 
Hémosle  dicho  tus  buenas  cualidades,  y  deseamos  que  las  muestres,  y  nos 
saques  verdaderos:  y  así  te  ruego,  por  tu  vida,  que  te  sientes,  y  cantes  el 
Romance  de  tus  amores,  que  te  compuso  el  Beneficiado  tu  tío,  que  en  el 
pueblo  ha  parecido  muy  bien.  Que  me  place,  lespondió  el  mozo,  y  sin  ha- 
cerse más  de  rogar,  se  sentó  en  el  tronco  de  una  desmochada  encina,  y 
templando  su  rabel,  de  allí  á  poco  con  muy  buena  gracia  comenzó  á  can- 
tar, diciendo  desta  manera. 


ANTONIO 

Yo  sé  Olalla  que  me  adoras, 
Puesto  que  no  me  lo  has  dicho, 
Ni  aun  con  los  ojas  siquiera, 
.Mudas  lenguas  de  amorío.s. 

Porque  sé  que  eres  sabida, 
En  que  me  quieres  me  afirnn). 
Que  nunca  fué  desdichado 
Amor  que  fué  conocido. 

Bien  es  verdad,  que  ta!  vez 
Olalla,  me  has  dado  indicio, 
Que  tienes  de  bronce  el  alma, 

Y  el  blanco  pecho  de  risco. 
Mas  allá  entre  tus  reprochen, 

Y  honestísimoH  desvíos. 
Tal  vez  la  esperanza  muostra 
La  orilla  de  su  vestido. 

Abalánzase  al  señuelo 
Mi  fé,  que  nunca  ha  podido, 
Ni  menguar  por  no  llamada, 
Ni  crecer  por  escogido. 

Si  el  amor  es  cortesía. 


—  147  — 

De  la  que  tienes  colijo, 
Qu«  el  fin  de  mis  esperanzas, 
Ha  de  ser  cual  imagino. 

Y  si  son  servicios  parte 
de  hacer  un  pecho  benigno, 
Algunos  de  los  que  he  hecho 
Fortalecen  mi  partido. 

Porque  si  has  mirado  en  ello, 
Más  de  una  vez  habrás  visto, 
Que  me  he  vestido  en  los  Lunes, 
Lo  que  me  honraba  el  Domingo. 

Como  el  amor  y  la  gala 
Andan  un  mismo  camino, 
En  todo  tiempo  á  tus  ojos 
Quise  mostrarme  pulido. 

Dejo  el  bailar  por  tu  causa, 
Ni  las  músicas  te  pinto. 
Que  has  escuchado  á  deshoras, 

Y  al  canto  del  gaUo  primo. 
No  cuento  las  alabanzas, 

Que  de  tu  belleza  he  dicho, 
Que  aunque  verdaderas,  hacen, 
Ser  yo  de  algunas  mal  quisto. 

Teresa  del  Berrocal, 
Yo  alabándote,  me  dijo. 
Tal  piensa  que  adora  un  Ángel, 

Y  viene  á  adorar  á  un  gimió. 
Merced  á  los  muchos  dijes, 

Y  á  los  cabellos  postizos, 

Y  á  hipócritas  hermosuras, 
Que  engañan  al  amor  mismo. 

Desmentila,  y  enojóse, 
volvió  por  ella  su  primo. 
Desafióme,  y  ya  sabes 
Lo  que  yo  hice,  y  él  hizo. 

No  te  quiero  yo  á  montón. 
Ni  te  pretendo,  y  te  sirvo, 
Por  lo  de  barragan  ía. 
Que  más  bueno  es  mi  designio. 

Coyundas  tiene  la  Iglesia, 
Que  son  lazadas  d©  sirgo. 


—  mR  — 

Pon  tn  cuello  en  la  gamella, 
Verás  como  pongo  el  rolo. 

Donde  no,  deede  aquí  juro 
Por  el  santo  más  bendito. 
De  no  salir  deetas  sierras, 
Sino  para  Capuchino. 

Con  esto  dio  el  cabrero  fin  á  su  canto,  y  aunque  don  Quiíote  le  rogó 
que  algo  más  cantase,  no  lo  consintió  Sancho  Panza,  porque  estaba  más 
para  dormir,  que  para  oir  canciones.  Y  así  dijo  á  su  amo:  Bien  puede  vues- 
tra merced  acomodarse  desde  luego,  adonde  ha  de  posar  esta  noche,  que  el 
trabajo  que  estos  buenos  hombres  tienen  todo  el  día,  no  permite  que  pasen 
las  noches  cantando.  Ya  te  entiendo  Sancho,  le  respondió  don  Quiíote,  que 
bien  se  me  trasluce,  que  las  visitas  del  zaque  piden  más  recompensa  de 
sueño,  que  de  música.  A  todos  nos  sabe  ¿ien,  bendito  sea  Dios,  respondió 
Sancho.  No  lo  niego  replicó  don  Quixote,  pero  acomódate  tú  donde  quisie- 
res, que  los  de  mi  profesión  mejor  parecen  velando  que  durmiendo.  Pero 
con  todo  eso,  sería  bien  Sancho,  que  me  vuelvas  á  curar  esta  oreja,  que  me 
va  doliendo  más  de  lo  que  es  menester.  Hizo  Sancho  lo  que  se  le  manda- 
ba. Y  viendo  uno  de  los  cabreros  la  herida,  le  dijo,  que  no  tuviese  pena, 
que  él  pondría  remedio  con  que  fácilmente  se  sanase.  Y  tomando  algunas 
hojas  de  romero,  de  mucho  que  por  allí  había,  las  mascó,  y  las  mezcló  con 
un  poco  de  sal,  y  aplicándoselas  á  la  «reja,  se  la  vendó  muy  bien,  asegu- 
rándole, que  no  había  menester  otra  medicina,  y  así  fué  la  verdad. 


—  149  - 


CAPÍTULO  XII 

De  lo  que  contó  un  cabrero  á  los  que  estaban  con 

don  Quíxote. 

Estando  en  esto,  llegó  otro  mozo  de  los  que  les  traían  del  Aldea  el 
bastimento,  y  dijo;  Sabéis  lo  que  pasa  en  el  lugar  compañeros?  Cómo  lo 
podemos  saber,  respondió  uno  dellos.  Pues  sabed,  prosiguió  el  mozo,  que 
murió  esta  mañana,  aquel  famoso  pastor  estudiante  llamado  Grisóstomo, 
y  se  murmura  que  ha  muerto  de  amores  de  aquella  endiablada  moza  de 
Marcela,  la  hija  de  Gruillermo  el  rico,  aquella  que  se  anda  en  hábito  de 
pastora  por  esos  andurriales.  Por  Marcela  dirás;  dijo  uno?  Por  esa  digo, 
respondió  el  cabrero:  Y  es  lo  bueno,  que  mandó  en  su  testamento,  que  le 
enterrasen  en  el  campo,  como  si  fuera  Moro,  y  que  sea  al  pié  de  la  peña, 
donde  está  la  fuente  del  alcornoque:  (1)  porque  según  es  fama,  y  él  dicen, 
que  lo  dijo,  aquel  lugar  es  adonde  él  la  vio  la  vez  primera.  Y  también 
mandó  otras  cosas  tales,  que  los  Abades  del  pueblo,  dicen  que  no  se  han 
de  cumplir,  ni  es  bien  que  se  cumplan,  porque  parecen  de  Gentiles.  A 
todo  lo  cual,  responde  aquel  gran  su  amigo  Ambrosio,  el  estudiante,  que 
también  se  vistió  de  pastor  con  él,  que  se  ha  de  cumplir  todo  sin  faltar 
nada,  como  lo  dejó  mandado  Grisóstomo,  y  sobre  esto  anda  el  pueblo  albo- 


(1)  Esto  corresponde  á  una  leyenda  muy  confusa  de  algo  que  se  dea- 
arrolló  en  el  Valle  de  Alcudia,  pero  como  la  distancia  es  grande,  la  habi- 
lidad del  que  compuso  esta  fábula  extraordinaria,  y,  por  si  acaso,  loa 
malditos  retocadores  cometieron  una  falta  garrafal,  he  perdido  muchísimo 
tiempo  hasta  hallar  su  explicación. 

Alcornoque  está  contrapuesto  á  encina,  y  en  la  umbría  de  la  Sierra  S.  del 
Valle  hay  una  fuente,  que,  ei  mal  no  recuerdo,  empieza  á  formarse  el  arca 
del  agua  á  raiz  de  una  gran  peña.  A  cinco  pasos,  y  á  la  vera  del  arroyue- 
lo,  una  corpulenta  y  frondosísima  encina  resguarda  de  los  rayos  solares  á 
loe  bañiotas  que  acuden  á  Fuencaliente  buscando  alivio  á  sus  afeccionen 
reumáticas,  y  es  punto  obligado  para  almorzar  y  echar  un  rato  de  siesta, 
sustrayéndose  á  la  sombra  de  tan  anciano  quitasol  de  las  abrasadoras  ca- 
ricias de  Febo. 

Casi  lindando  con  estos  sitios  se  halla  el  Quinto  de  Pedro  Morillo,  y 
como  el  mozo  que  lo  cuenta  se  llama  Pedro,  deduje  si  podría  tener  con- 
comitancia lo  uno  con  lo  otro  (aunque  sin  vislumbrar  el  alcance  que  pudo 


_*T50   — 

rotado,  mas  á  lo  que  se  dice,  en  fin,  se  hará  lo  que  Ambrosio  y  todos  los 
pastoree  sus  amigos  quieren,  y  mañana  le  vienen  á  enterrar  con  gran 
pompa,  adonde  tengo  dicho.  Y  tengo  para  mí,  qu«  ha  de  ser  cosa  muy  de 
ver,  al  menos  yo  no  dejaré  de  ir  á  verla,  si  supiese  no  volver  mañana  al 
lugar.  Todos  haremos  lo  mismo,  respondieron  los  cabreros,  y  echaremos 
suertes  á  quién  ha  de  quedar  á  guardar  las  cabras  de  todos.  Bien  dices 
Pedro,  dijo,  aunque  no  será  menester  usar  de  esa  diligencia,  que  yo  me 
quedaré  por  todos:  y  no  lo  atribuyáis  á  virtud,  y  á  poca  curiosidad  mia, 
sino  á  que  no  me  deja  andar  el  garrancho,  que  el  otro  día  me  pasó  este 
pie.  Con  todo  eso  te  lo  agradecemos,  respondió  Pedro.  Y  don  Quiíote  rogó 
á  Pedro  le  dijese,  qué  muerto  era  aquél,  y  qué  pastora  aquélla.  A  lo  cual 
Pedro  respondió,  que  lo  que  sabía  era,  que  el  muerto  era  un  hidalgo  rico, 
vecino  de  un  lugar  que  estaba  en  aquellas  sierras,  el  cual  había  sido  estu- 
diante muchos  años  en  Salamanca,  al  cabo  de  los  cuales  había  vuelto  á  su 
lugar,  con  opinión  de  muy  sabio,  y  muy  leído.  Principalmente  decían,  que 
sabía  la  ciencia  de  las  estrellas,  y  de  lo  que  pasan  allá  en  el  cielo,  el  Sol, 
y  la  Luna,  porque  puntualmente  nos  decía  el  cris  del  Sol,  y  de  la  Luna. 
Eclipse  se  llama  amigo,  que  no  cris,  el  oscurecerse  esos  dos  luminares 
mayores,  dijo  don  Quixote.  Mas  Pedro,  no  reparando  en  niñerías,  prosi- 
guió su  cuento,  diciendo:  Asimismo  adivinaba,  cuando  había  de  ser  el 
año  abundante,  ó  estíl.  Estéril  queréis  decir  amigo,  dijo  don  Quixote?  Es- 
téril, ó  estíl,  respondió  Pedro,  todo  se  sale  allá.  Y  digo,  que  con  esto  que 
decía,  se  hicieron  su  padre,  y  sus  amigos  que  le  daban  crédito,  muy  ricos, 


dar  Cervantes  al  nombre  de  Grisóstomo,  anagramático  de  Moro  Sigstc). 
¿Quién  seria  este  moro? 

El  significado  que  se  pudiera  deducir  del  nombre  de  su  amigo  Ambro- 
sio, viene  á  corroborar  mis  suposiciones,  y  aunque  parezca  una  débil  afir- 
mación, es  metátesis  de  Ambos  río  con  aplicación  al  rio  Tablillas  que  pasa 
cerca  y  conviene  con  ambos  por  la  pluralidad  del  nombre. 

Las  pasiones  árabes  están  magníficamente  retratadas  en  la  escena  que 
describe,  rememoradora  de  los  celos  del  Moro  de  Venecia;  las  costumbree 
morunas,  traen  á  la  memoria  en  seguida  el  testamento  de  Mulhacén,  pero 
esta  historia  se  ha  perdido.  No  encontré  la  tradición. 

Ahora  bien,  algo  queda  que  demuestra  el  trabajoso  triunfo  de  mis  pee- 
quifiicionee^  y  Cervantes  nos  lo  dijo  al  llamar  endiablada  moza  á  Marcela. 
La  pastora  hermosísima  que  nos  presenta  iluminada  por  la  aureola  de  la 
discreción,  la  han  perpetuado  aquellas  gentes  de  modo  imperecedero:  se 
sabe  positivamente  que  la  vieja  Caria  fué  transformada  en  ¡Casa  de  la  Di- 
mna  Pastora!  (En  otra  ocasión  seré  extenso.) 

Véase  el  gráfico. 


-  151  - 


—    152   - 

porque  hacían  lo  que  él  les  aconsejaba,  diciéndoles:  Sembrad  «ate  año 
cebada,  no  trigo:  en  éate  podéis  sembrar  garbanzos,  y  no  cebada:  el  que 
viene  será  de  guilla  de  aceite:  los  tres  siguientes  no  se  cogerá  gota.  Eaa 
ciencia  se  llama  Astrología,  dijo  don  Quixote.  No  se  yo  cómo  se  llama, 
replicó  Pedro,  mas  sé  que  todo  esto  sabía,  y  aun  más.  Finalmente,  no  pa- 
saron muchos  meses,  después  que  vino  de  Salamanca,  cuando  un  día 
remaneció  vestido  de  pastor,  con  su  ganado,  y  pellico,  habiéndose  quitado 
los  hábitos  largos,  que  como  escolar  traía,  y  juntamente  se  vistió  con  el 
de  pastor,  otro  su  grande  amigo  llamado  Ambrosio,  que  había  sido  su 
compañero  en  los  estudios.  Olvidábaseme  de  decir,  como  Grisóstomo  el 
diftinto  fué  grande  hombre  de  componer  coplas,  tanto  que  él  hacía  los  vi- 
llancicos para  la  noche  del  nacimiento  del  Señor,  y  los  autos  para  el  día 
de  Dios,  que  los  representaban  los  mozos  de  nuestro  pueblo,  y  todos 
decían,  que  eran  por  el  cabo.  Cuando  los  del  lugar  vieron  tan  de  improviso 
vestidos  de  pastores  á  los  dos  escolares,  quedaron  admirados,  y  no  podían 
adivinar  la  causa  que  les  había  movido  á  hacer  aquella  tan  extraña  mu- 
danza. Ya  en  este  tiempo  era  muerto  el  padre  de  nuestro  Grisóstomo,  y  él 
quedó  heredado  en  mucha  cantidad  de  hacienda,  así  en  muebles,  como  en 
raíces,  y  en  no  pequeña  cantidad  de  ganado,  mayor,  y  menor,  y  en  gran 
cantidad  de  dineros:  de  todo  lo  cual  quedó  el  mozo  señor  absoluto,  y  en 
verdad  que  todo  lo  merecía,  que  era  muy  buen  compañero,  y  caritativo, 
y  amigo  de  los  buenos,  y  tenía  una  cara  como  una  bendición.  Después  se 
vino  á  entender,  que  el  haberse  mudado  de  traje,  no  había  sido  por  otra 
cosa,  que  por  andarse  por  estos  despoblados,  en  pos  de  aquella  pastora 
Marcela,  que  nuestro  zagal  nombró  antes,  de  la  que  s«  había  enamorado 
el  pobre  difunto  de  Grisóstomo.  Y  quiéreos  decir  ahora,  porque  es  bien 
que  lo  sepáis,  quién  es  esta  rapaza,  quizá,  y  sin  quizá,  no  habréis  oído  se- 
mejante cosa  en  todos  los  días  de  vuestra  vida,  aunque  viváis  más  años 
que  la  Sarna,  Decid  Sarra,  replicó  don  Quixote,  no  pudiendo  sufrir  el  tro- 
car de  los  vocablos  del  cabrero.  Harto  vive  la  sarna,  respondió  Pedro,  y 
si  es  señor  que  me  habéis  de  andar  zahiriendo  á  cada  paso  los  vocablos, 
no  acabaremos  en  un  año.  Perdonad  amigo,  dijo  don  Quiíote,  que  por 
haber  tanta  diferencia  de  sarna  á  Sarra,  os  lo  dije,  pero  vos  respondisteis 
muy  bien,  porque  vive  más  sarna  que  Sarra,  y  proseguid  vuestra  historia, 
que  no  os  replicaré  más  en  nada.  Digo  pues,  señor  mío  de  mi  alma,  dijo 
el  cabrero,  que  en  nuestra  aldea  hubo  un  labrador,  aún  más  rico  que  el 
padre  de  Grisóstomo,  el  cual  se  llamaba  Guillermo,  y  al  cual  dio  Dios, 
amén  de  las  muchas,  y  grandes  riquezas,  una  hija,  de  cuyo  parto  murió  su 


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madre,  que  fué  la  más  honrada  mujer  que  hubo  ea  todos  estos  contornos: 
no  parece  sino  que  ahora  la  veo  con  aquella  cara,  que  del  un  cabo  tenía  el 
Sol,  y  del  otro  la  Luna,  y  sobre  todo  hacendosa,  y  amiga  de  los  pobres, 
por  lo  que  creo  que  debe  de  estar  su  ánima  á  la  hora  de  ahora,  gozando  de 
Dios  en  el  otro  mundo.  De  pesar  de  la  muerte  de  tan  buena  mujer,  murió 
su  marido  Guillermo,  dejando  á  su  hija  Marcela  muchacha,  y  rica,  en  po- 
der de  un  tío  suyo  Sacerdote,  y  Beneficiado  en  nuestro  lugar.  Creció  la 
niña  con  tanta  belleza,  que  nos  hacía  acordar  de  la  de  su  madre,  que  la 
tuvo  muy  grande,  y  con  todo  esto  se  juzgaba  que  le  había  de  pasar  la  de 
la  hija.  Y  así  fué,  que  cuando  llegó  á  edad  de  catorce  á  quince  años,  nadie 
la  miraba,  que  no  bendecía  á  Dios  que  tan  hermosa  la  había  criado,  y  los 
más  quedaban  enamorados,  y  perdidos  por  ella.  Guardábala  su  tío  con  mu- 
cho recato,  y  con  mucho  encerramiento:  pero  con  todo  esto,  la  fama  de  su 
mucha  hermosura,  se  extendió  de  manera,  que  así  por  ella,  como  por  sus 
muchas  riquezas,  no  solamente  de  los  de  nuestro  pueblo,  sino  de  los  de 
muchas  leguas  á  la  redonda,  y  de  los  mejores  dellos,  era  rogado,  solicitado, 
é  importunado  su  tío  se  la  diese  por  mujer.  Mas  él  (que  á  las  derechas  es 
buen  Cristiano)  aunque  quisiera  casarla  luego,  así  como  la  veía  de  edad, 
no  quiso  hacerle  sin  su  consentimiento,  sin  tener  ojo  á  la  ganancia,  y  gran- 
jeria que  le  ofrecía  el  tener  la  hacienda  de  la  moza,  dilatando  su  casa- 
miento. Y  á  fé  que  se  dijo  esto  en  más  de  un  corrillo  en  el  pueblo  en  ala- 
banza del  buen  Sacerdote.  Que  quiero  que  sepa  señor  andante,  que  en 
estos  lugares  cortos  de  todo  se  trata,  y  de  todo  se  murmura.  Y  tened  para 
vos,  como  yo  tengo  para  mí.  que  debía  de  ser  demasiadamente  bueno  el 
clérigo,  que  obliga  á  sus  feligreses  á  que  digan  bien  del,  especialmente  en 
las  aldeas.  Así  es  la  verdad,  dijo  don  Quixote,  y  proseguid  adelante,  que 
el  cuento  es  muy  bueno,  y  vos  buen  Pedro,  le  contáis  con  muy  buena  gra- 
cia. La  del  Señor  no  me  falte,  que  es  la  que  hace  al  caso.  Y  en  lo  demás 
sabréis,  que  aunque  el  tío  proponía  á  la  sobrina,  y  le  decía  las  cualidades 
de  cada  uno  en  particular,  de  los  muchos  que  por  mujer  la  pedían,  rogán- 
dole que  se  casase,  y  escogiese  á  su  gusto,  jamás  ella  respondió  otra  cosa, 
sino  que  por  entonces  no  quería  casarse,  y  que  por  ser  tan  muchacha  no  se 
sentía  hábil  para  llevar  la  carga  del  matrimonio.  Con  estas  que  daba,  al 
parece?  justas  escusas,  dejaba  el  tío  de  importunarla,  y  esperaba  á  que  en- 
trase algo  más  en  edad,  y  ella  supiese  escoger  compañía  á  su  gusto:  Por- 
que decía  él,  y  decía  muy  bien;  que  no  habían  de  dar  los  padres  á  sus  hijos 
estado  contra  su  voluntad.  Pero  hételo  aquí,  cuando  no  me  cate,  que  rema- 
nece un  día  la  melindrosa  Marcela  hecha  pastora:  y  sin  ser  parte  su  tío,  ni 


-  Í54     - 

todos  los  del  pueblo,  que  se  lo  desaconsejaban,  dio  en  irse  al  campo,  eoa 
las  demás  zagalas  del  lugar,  y  dio  en  guardar  su  misrao  ganado.  Y  así 
como  ella  salió  en  público,  y  su  hermosura  se  vio  al  descubierto,  no  os  sa- 
bré decir,  cuantos  ricos  mancebos,  hidalgos,  y  labradores,  han  tomado  el 
traje  de  Grisóstomo,  y  la  andan  requebrando  por  esos  campos.  Uno  de  Iob 
cuales,  como  ya  está  dicho,  fué  nuestro  difunto,  del  cual  decía,  que  la  de- 
jaba de  querer,  y  la  adoraba.  Y  no  se  piense,  que  porque  Marcela  se  puso 
en  aquella  libertad,  y  vida  tan  suelta,  y  de  tan  poco,  ó  de  ningún  recogi- 
miento, que  por  eso  ha  dado  indicio,  ni  por  semejas,  que  venga  en  menos- 
cabo de  su  honestidad,  y  recato:  antes  es  tanta,  y  tal  la  vigilancia  con  que 
mira  por  su  honra,  que  de  cuantos  la  sirven,  y  solicitan,  ninguno  se  ha 
alabado,  ni  con  verdad  se  podrá  alabar,  que  le  haya  dado  alguna  pequeña 
esperanza  de  alcanzar  su  deseo.  Que  puesto,  que  no  huye,  ni  se  esquiva  de 
la  compañía,  y  conversación  de  los  pastores,  y  los  trata  cortés,  y  amiga- 
blemente, en  llegando  á  descubrir  su  intención  cualquiera  dellos,  aunque 
sea  tan  justa,  y  santa,  como  la  del  matrimonio,  los  arroja  de  sí  como  con 
un  trabuco.  Y  con  esta  manera  de  condición,  hace  más  daño  en  esta  tierra, 
que  si  por  ella  entrara  la  pestilencia,  porque  su  afabilidad,  y  hermosura 
atrae  los  corazones  de  los  que  la  tratan  á  servirla,  y  á  amarla:  pero  su  des- 
dén, y  desengaño,  los  conduce  á  términos  de  desesperarse:  y  así  no  sabe 
que  decirle,  sino  llamarla  á  voces  cruel,  y  desagradecida,  con  otros  títulos 
á  este  semejante,  que  bien  la  calidad  de  su  condición  manifiestan:  y  si  aquí 
estuvieseis  señor  algún  día,  veríais  resonar  estas  tierras,  y  estos  valles,  con 
los  lamentos  de  los  desengañados  que  la  siguen.  No  está  muy  lejos  de  aquí 
un  sitio,  donde  hay  casi  dos  docenas  de  altas  hayas,  y  no  hay  ninguna  q«e 
en  su  lisa  certeza  no  tenga  grabado,  y  escrito  el  nombre  de  Marcela,  y  en- 
cima de  alguna  corona  grabada  en  el  mismo  árbol,  como  si  más  claramen- 
te dijera  su  amante,  que  Marcela  la  lleva,  y  la  merece  de  toda  la  hermo- 
sura humana.  Aquí  suspira  un  pastor,  allí  se  queja  otro,  acullá  se  oyen 
amorosas  canciones,  acá  desesperadas  endechas.  Cual  hay,  que  pasa  todas 
la  horas  de  la  noche  sentado  al  pié  de  alguna  encina,  ó  peñasco,  y  allí  sin 
plegar  los  llorosos  ojos,  embebecido,  y  transportado  en  sus  pensamientos, 
le  halló  el  Sol  á  la  mañana.  Y  cual  hay,  que  sin  dar  vado,  ni  tregua  á  sus 
suspiros,  en  mitad  del  ardor  de  la  más  enfadosa  siesta  del  Verano,  tendido 
sobre  la  ardiente  arena,  envía  sus  quejas  al  piadoso  cielo:  y  deste,  y  de 
aquél,  y  de  aquéllos,  y  destos,  libre,  y  desenfadadamente  triunfa  la  hermosa 
Marcela.  Y  todos  los  que  la  conocemos,  estamos  esperando  en  que  ha  de 
parar  su  altivez,  y  quien  ha  de  ser  el  dichoso  que  ha  de  venir  á  domeñar 


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condición  tan  terrible,  y  gozar  de  hermosura  tan  extremada.  Por  ser  todo 
lo  que  he  contado  tan  averiguada  verdad,  me  lo  doy  á  entender,  que  tam- 
bién es  la  que  nuestro  zagal  dijo,  que  se  decía  de  la  causa  de  la  muerte  de 
Grisóstomo.  Y  así  os  aconsejo  señor,  que  no  dejéis  de  hallaros  mañana  á 
su  entierro,  que  será  muy  de  ver,  porque  Grisóstomo  tiene  muchos  amigos, 
y  no  está  deste  lugar,  á  aquel  donde  manda  enterrarse,  media  legua.  En 
cuidado  me  lo  tengo,  dijo  don  Quixote,  y  agradezcoos  el  gusto  que  me  ha- 
béis dado  con  la  narración  de  tan  sabroso  cuento.  O,  replicó  el  cabrero, 
aún  no  se  yo  la  mitad  de  los  casos  sucedidos  á  los  amantes  de  Marcela, 
mas  podría  ser  que  mañana  topásemos  en  el  camino  algún  pastor  que  nos 
los  dijese:  y  por  ahora  bien  será  que  os  vayáis  á  dormir  debajo  de  techado, 
porque  el  sereno  os  podría  dañar  la  herida,  puesto  que  es  tal  la  medicina 
que  se  os  ha  puesto,  que  no  hay  que  temer  de  contrario  accidente.  Sancho 
Panza,  que  ya  daba  al  diablo  el  tanto  hablar  del  cabrero,  solicitó  por  su 
parte,  que  su  amo  se  entrase  á  dormir  en  la  choza  de  Pedro.  Hízolo  así, 
y  todo  lo  más  de  la  noche  se  le  pasó  en  memorias  de  su  señora  Dulcinea, 
á  imitación  de  los  amantes  de  Marcela.  Sancho  Panza  se  acomodó  entre 
Rocinante,  y  su  jumento,  y  durmió  no  como  enamorado  desfavorecido,  sino 
como  hombre  molido  á  coces. 


156   - 


CAPITULO  xm 

Donde  se  da  fín  al  cuento  de  la  pastora  Marcela, 
con  otros  sucesos. 

Mas  apenas  comenzó  á  descubrirse  el  día  por  los  balcones  del  Oriente, 
cuando  los  cinco  de  los  seis  cabreros  se  levantaron,  y  fueron  á  despertai- 
á  don  Quixote,  y  á  decirle  si  estaba  todavía  con  propósito  de  ir  á  ver  el 
famoso  entierro  de  Grisóstomo,  y  que  ellos  le  harían  compañía.  Don  Qui- 
xote, que  ofcra  cosa  no  deseaba,  se  levantó,  y  mandó  á  Sancho  que  ensillase, 
y  enalbardase  al  momento,  lo  cual  hizo  con  mucha  diligencia,  y  con  la 
misma  se  pusieron  luego  todos  en  camino.  Y  no  hubieron  andado  un 
cuarto  de  legua,  cuando  al  cruzar  de  una  senda,  vieron  venir  hacia  ellos 
hasta  seis  pastores,  vestidos  con  pellicos  negros,  y  coronadas  las  cabezas 
con  guirnaldas  de  ciprés,  y  de  amarga  adelfa.  Traía  cada  uno  un  grueso 
bastón  de  acebo  en  la  mano.  Venían  con  ellos  así  mismo  dos  gentiles  hom- 
bres de  á  caballo,  muy  bien  aderezados  de  camino,  con  otros  tres  mozos 
de  á  pie,  que  lus  acompañaban.  En  llegándose  á  juntar  se  saludaron  cor- 
tésmente:  y  preguntándose  los  unos  á  los  otros  donde  iban,  supieron  que 
todos  se  encaminaban  al  lugar  del  entierro,  y  así  comenzaron  á  caminar 
todos  juntos.  Uno  de  los  de  á  caballo,  hablando  con  su  compañero  le  dijo: 
Paréceme  señor  Vibaldo,  que  hemos  de  dar  por  bien  empleada  la  tardanza» 
que  hiciéremos  en  ver  este  famoso  entierro,  que  no  podrá  dejar  de  ser 
íamoso,  según  estos  pastores  nos  han  contado  extraflezas,  así  del  muerto 
pastor,  como  de  la  pastora  homicida.  Así  me  lo  parece  á  mí,  respondió 
Vibaldo:  y  no  digo  yo  hacer  tardanza  de  un  día,  pero  de  cuatro  la  hiciera 
á  trueco  de  verle.  Preguntóles  don  Quixote,  qué  era  lo  que  habían  oído  de 
Marcela,  y  de  Grisóstomo.  El  caminante  dijo,  que  aquella  madrugada  ha- 
bían encontrado  con  aquellos  pastores,  y  que  por  haberles  visto,  en  aquel 
tan  triste  traje,  les  había  preguntado  la  ocasión  por  qué  iban  de  aquella 
manera,  que  uno  dellos  se  lo  contó:  contando  la  extrañeza,  y  hermosura 
de  una  pastora  llamada  Marcela,  y  los  amores  de  muchos  que  la  reque- 
braban, con  la  muerte  de  aquel  Grisóstomo,  á  cuyo  entierro  iban.  Final- 
mente, él  contó  todo  lo  que  Pedro  á  don  Quixote  había  contado.  Cesó  esta 


-  157  - 

plática,  y  comenzaron  otra,  preguntando  el  que  se  llamaba  Vibaldo,  á  don 
Quixote,  qué  era  la  ocasión  que  le  movía  á  andar  armado  de  aquella  ma- 
nera por  tierra  tan  pacífica?  A  lo  cual  respondió  don  Quixote:  La  profesión 
de  mi  ejercicio  no  consiente,  ni  permite  que  yo  ande  de  otra  manera:  El 
buen  paso,  el  regalo,  y  el  reposo,  allá  se  inventó  para  los  blandos  corte- 
sanos: mas  el  trabajo,  la  inquietud,  y  las  armas,  sólo  se  inventaron,  é 
hicieron,  para  aquellos  que  el  mundo  llama  caballeros  andantes,  de  los 
cuales,  yo  aunque  indigno,  soy  el  menor  de  todos.  Apenas  le  oyeron  esto, 
cuando  todos  le  tuvieron  por  loco.  Y  por  averiguarlo  más,  y  ver  qué  gé- 
nero de  locara  era  el  suyo,  le  tornó  á  preguntar  Vibaldo,  qué  quería  decir 
caballeros  andantes?   No  han  vuestras  mercedes  leído,  respondió  don  Qui- 
xote, los  anales  é  historias  de  Ingalaterra,  donde  se  tratan  las  famosas 
hazañas  del  Key  Arturo,  que  continuamente  en  nuestro  Eomancero  Caste- 
llano llamamos,  el  Rey  Artús,  de  quien  es  tradición  antigua,  y  común  en 
todo  aquel  Reino  de  la  Gran  Bretaña,  que  este  Rey  no  murió,  sino  que 
por  arte  de  encantamiento  se  convirtió  en  cuervo,  y  que  andafcdo  lo» 
tiempos  ha  de  volver  á  reinar,  y  á  cobrar  su  Reino,  y  cetro.  A  cuya  causa 
no  se  probará  que  desde  aquel  tiempo  á  este,  haya  ningún  Inglés  muerto 
cuervo  alguno.  Pues  en  tiempo  deste  buen  Rey  fué  instituida  aquella 
famosa  orden  de  caballería,  de  los  caballeros  de  )a  tabla  Redonda,  y  pasa- 
ron sin  faltar  un  punto,  los  amores  que  allí  se  cuentan,  de  don  Lanzarote 
del  Lago,  con  la  Reyna  Ginebra,  siendo  medianera  dellos,  y  sabidora, 
aquella  tan  honrada  dueña  Quintañona,  de  donde  nació  aquel  tan  sabido 
romance,  y  tan  decantado  en  nuestra  España,  de  «Nunca  ñiera  caballero 
de  damas  tan  bien  servido,  como  fuera  Lanzarote  cuando  de  Bretaña  vino». 
Con  aquel  progreso  tan  dulce,  y  tan  suave,  de  sus  amorosos  y  fuertes  he- 
chos. Pues  desde  entonces,  de  mano  en  mano  fué  aquella  orden  de  caba- 
llería extendiéndose,  y  dilatándose  por  muchas,  y  diversas  partes  del 
mundo:  y  en  ella  fueron  famosos,  y  conocidos  por  sus  hechos,  el  valiente 
Amadís  de  Gaula,  con  todos  sus  hijos,  y  nietos,  hasta  la  quinta  genera- 
ción: y  el  valeroso  Felixmarte  de  Hircania:  y  el  nunca  como  se  debe  ala- 
bado Tirante  el  Blanco:  y  casi  que  en  nuestros  días,  vimos,  y  comunica- 
mos, y  oímos  al  invencible,  y  valeroso  caballero  don  Belianís  de  Grecia. 
Esto  pues  señores  es  ser  caballero  andante,  y  la  que  he  dicho,  es  la  orden 
de  su  caballería.  En  la  cual,  como  otra  vez  he  dicho,  yo  aunque  pecador^ 
he  hecho  profesión,  y  lo  mismo  que  profesaron  los  caballeros  referidos 
profeso  yo:  y  así  me  voy  por  estas  soledades,  y  despoblados,  buscando 
aventuras,  con  ánimo  deliberado  de  ofrecer  mi  brazo,  y  mi  persona,  á  la 


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más  peligrosa  que  la  suerte  me  deparare,  en  ajuda  de  los  flacos,  7  meneaU- 
rosos.  Por  estas  razones  que  dijo,  acabaron  de  enterarse  los  caminantes, 
que  era  don  Quixote  falto  de  juicio,  y  del  género  de  locura  que  lo  seño- 
reaba, de  lo  cual,  recibieron  la  misma  admiración,  que  recibían  todos 
aquellos  que  de  nuevo  venían  en  conocimiento  della.  Y  Vibaldo,  que  era 
persona  muy  discreta,  y  de  alegre  condición,  por  pasar  sin  pesadumbre  el 
poco  camino  que  decían  que  les  faltaba,  al  llegar  á  la  sierra  del  entierro, 
quiso  darle  ocasión  á  que  pasase  más  adelante  con  sus  disparates.  Y  así  le 
dijo.  Paréceme,  señor  caballero  andante,  que  vuestra  merced  ha  profesado 
una  de  las  más  estrechas  profesiones  que  hay  en  la  tierra:  y  tengo  para 
mí,  que  aun  la  de  los  Frailes  Cartujos  no  es  tan  estrecha.  Tan  estrecha 
bien  podía  ser,  respondió  nuestro  don  Quiíote,  pero  tan  necesaria  en  el 
mundo,  no  estoy  en  dos  dedos  de  ponerlo  en  duda.  Porque  si  va  á  decir 
verdad,  no  hace  menos  el  soldado  que  pone  en  ejecución  lo  que  su  Capitán 
le  manda,  que  el  mismo  Capitán  que  se  lo  ordena.  Quiero  decir,  que  los 
religiosos  con  toda  paz,  y  sosiego,  piden  al  cielo  el  bien  de  la  tierra:  pero 
los  soldados,  y  caballeros,  ponemos  en  ejecución  lo  que  ellos  nos  piden, 
defendiéndola  con  el  valor  de  nuestros  brazos,  y  filos  de  nuestras  espadas. 
No  debajo  de  cubierta,  sido  al  cielo  abierto,  puestos  por  blanco  de  los  in- 
sufribles rayos  del  Sol  en  Verano,  y  de  los  erizados  hielos  del  Inrierno. 
Así,  que  somos  ministros  de  Dios  en  la  tierra,  y  brazos  por  quien  se  eje- 
cuta en  ella  su  justicia.  Y  como  las  cosas  de  la  guerra,  y  las  á  ella  tocan- 
tes, y  concernientes,  no  se  pueden  poner  en  ejecución,  sino  sudando, 
afanando,  y  trabajando  excesivamente,  sigúese,  que  aquellos  que  la  profe- 
san, tienen  sin  duda  mayor  trabajo  que  aquellos  que  en  sosegada  paz,  y 
reposo,  están  rogando  á  Dios,  favorezca  á  los  que  poco  pueden.  No  quiero 
yo  decir,  ni  me  pasa  por  pensamiento,  que  es  tan  buen  estado  el  de  caba- 
llero andante,  como  el  de  encerrado  religioso,  sólo  quiero  inferir  por  lo 
que  yo  padezco,  que  sin  duda  es  más  trabajo,  y  más  aporreado,  y  más 
hambriento,  y  sediento,  y  miserable,  roto,  y  piojoso,  porque  no  hay  duda, 
sino  que  los  caballeros  andantes  pasados  pasaron  mucha  malaventura  en 
el  discurso  de  su  vida.  Y  si  algunos  subieron  á  ser  Emperadores  por  el 
valor  de  su  brazo,  á  fé  que  les  costó  buen  por  qué  de  su  sangre,  y  de  su 
sudor:  y  que  si  á  los  que  á  tal  grado  subieron  les  faltaran  encantadores,  y 
sabios  que  los  ayudaran,  que  ellos  quedaran  bien  defraudados  de  sus  de- 
seos, y  bien  engañados  de  sus  esperanzas.  De  ese  parecer  estoy  yo,  replicó 
el  caminante:  pero  una  cosa  entre  otras  muchas  me  parece  muy  mal  de 
los  caballeros  andantes,  y  es,  que  cuando  se  ven  en  ocasión  de  acometer 


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una  grande,  y  peligrosa  aventura,  en  que  se  ve  manifiesto  peligro  de  per- 
der la  vida,  nunca  en  aquel  instante  de  acometerla  se  acuerdan  de  enco- 
mendarse á  Dios,  como  cada  Cristiano  está,  obligado  á  hacer  en  peligros 
semejantes:  antes  se  encomiendan  á  sus  damas  con  tanta  gana,  y  devoción, 
como  si  ellas  fueran  su  Dios:  cosa  que  rae  parece  que  huele  algo  á  Genti- 
lidad. Señor,  respondió  don  Quixote,  eso  no  puede  ser  menos  en  ninguna 
manera,  y  caería  en  mal  caso  el  caballero  andante  que  otra  cosa  hiciese, 
que  ya  está  en  uso,  y  costumbre  en  la  caballería  andantesca,  que  el  caba- 
llero andante  que  al  acometer  algún  gran  hecho  de  armas,  tuviese  su 
señora  delante,  vuelva  á  ella  los  ojos,  blanda,  y  amorosamente,  como  que 
le  pide  con  ellos  le  favorezca,  y  ampare  en  el  dudoso  trance  que  acomete. 
T  aun  si  nadie  le  oye,  está  obligado  á  decir  algunas  palabras  entre  dientes^ 
en  que  de  todo  corazón  se  le  encomiende,  y  desto  tenemos  innumerables 
ejemplos  en  las  historias.  Y  no  se  ha  de  entender  por  esto,  que  han  de 
dejar  de  encomendarse  á  Dios,  que  tiempo,  y  lugar  les  queda  para  hacerlo 
en  el  discurso  de  la  obra.  Con  todo  eso,  replicó  el  caminante,  me  queda 
un  escrúpulo,  y  es,  que  muchas  veces  he  leído,  que  se  traban  palabras 
entre  dos  andantes  caballeros,  y  de  una  en  otra  se  les  viene  á  encender  la 
cólera,  y  á  volver  los  caballos,  y  á  tomar  una  buena  pieza  del  campo,  y 
luego  sin  más,  ni  más,  á  todo  el  correr  dellos,  se  vuelven  á  encontrar,  y  en 
mitad  de  la  corrida  se  encomiendan  á  sus  damas:  y  lo  que  suele  suceder 
del  encuentro,  es,  que  el  uno  cae  por  las  ancas  del  caballo,  pasado  con  la 
lanza  del  contrario  de  parte  á  parte:  y  al  otro  le  viene  también,  que  á  no 
tenerse  á  las  crines  del  suyo,  no  pudiera  dejar  de  venir  al  suelo.  Y  no 
sé  yo,  cómo  el  muerto  tuvo  lugar  para  encomendarse  á  Dios,  en  el  dis- 
curso desta  tan  acelerada  obra.  Mejor  fuera,  que  las  palabras  que  en 
la  carrera  gastó,  encomendándose  á  su  dama,  las  gastara  en  lo  que  debía, 
y  estaba  obligado  como  Cristiano.  Cuanto  más,  que  yo  tengo  para  mí,  que 
no  todos  los  caballeros  andantes  tienen  damas  á  quien  encomendarse,  por- 
que no  todos  son  enamorados.  Eso  no  puede  ser,  respondió  don  Quixote: 
Digo  que  no  puede  ser,  que  haya  caballero  andante  sin  dama,  porque  tan 
propio,  y  tan  natural  les  es  á  los  tales  ser  enamorados,  como  al  cielo  tener 
estrellas.  Y  á  buen  seguro  que  no  se  haya  visto  historia,  donde  se  halle 
caballero  andante  sin  ameres:  y  por  el  mismo  caso  que  estuviese  sin  ellos, 
no  sería  tenido  por  legítimo  caballero,  sino  por  bastardo,  y  que  entró  en  la 
fortaleza  de  la  caballería  dicha,  no  por  la  puerta,  sino  por  las  bardas,  como 
salteador,  y  ladrón.  Con  todo  eso,  dijo  el  caminante,  rae  parece  (si  raal  no 
me  acuerdo)  haber  leído,  que  don  Galaor,  hermano  del  valeroso  Amadis 


—  j6o  — 

de  Gaula,  Dunca  tuvo  dama  señalada  á  quien  pudiese  encomendarse:  y  eoo 
todo  esto,  no  fué  tenido  en  menos,  y  fué  un  muy  valiente  y  famoso  caba- 
llero. A  lo  cual  respondió  nuestro  don  Quiíote:  Señor,  una  golondrina  sola 
no  hace  Verano.  Cuanto  más,  que  yo  sé,  que  de  secreto  estaba  ese  caba- 
llero muy  bien  enamorado:  fuera  que  aquello  de  querer  á  todas  bien,  cuan- 
tas bien  le  parecian,  era  condición  natural,  á  quien  no  podía  ir  á  la  mano. 
Pero  en  resolución,  averiguado  está  muy  bien,  que  él  tenía  una  sola,  á 
quien  él  había  hecho  señora  de  su  voluntad,  á  la  cual  se  encomendaba 
muy  á  menudo,  y  muy  secretamente,  porque  se  preció  de  secreto  caballe- 
ro. Luego  si  es  de  esencia,  que  todo  caballero  andante,  haya  de  ser  enamo- 
rado (dijo  el  caminante)  bien  se  puede  creer,  que  vuestra  merced  lo  es, 
pues  es  de  la  profesión.  Y  si  es  que  vuestra  merced  no  se  precia  de  ser  tan 
secreto  como  don  Galaor,  con  las  veras  que  puedo,  le  suplico  en  nombre 
de  toda  esta  compañía,  y  en  el  mío  nos  diga  el  nombre,  patria,  calidad,  y 
hermosura  de  su  dama,  que  ella  se  tendría  por  dichosa,  de  que  todo  el 
mundo  sepa,  que  es  querida,  y  servida  de  un  tal  caballero  como  vuestra 
merced  parece.  Aquí  dio  un  gran  suspiro  don  Quixote,  y  dijo:  Yo  no  podré 
afirmar  si  la  dulce  mi  enemiga,  gusta,  ó  no,  de  que  el  mundo  sepa  que  ye 
la  sirvo,  sólo  sé  decir  (respondiendo  á  lo,  que  con  tanto  comedimiento  se 
me  pide)  que  su  nombre  es  Bulcinea,  su  patria  el  Toboso,  un  lugar  de  la 
Mancha:  su  calidad  poj  lo  menos,  hade  ser  Princesa,  pues  es  Reina,  y 
señora  mía.  Su  hermosura  sobrehumana,  pues  en  ella  se  vienen  á  hacer 
verdaderos  todos  los  imposibles,  y  quiméricos  atributos  de  belleza,  que  los 
Poetas  dan  á  sus  damas.  Que  sus  cabellos  son  oro,  su  frente  campos  Elí- 
seos, sus  cejas  arcos  de  cielo,  sus  ojos  soles,  sus  mejillas  rosas,  sus  labios 
corales:  perlas  sus  dientes,  alabastro  su  cuello,  mármol  su  pecho,  marfil 
sus  manos,  su  blancura  nieve:  y  las  partes  que  á  la  vista  humana  encubrió 
la  honestidad,  son  tales,  según  yo  pienso,  y  entiendo,  que  sólo  la  discreta 
consideración  puede  encarecerlas,  y  no  compararlas.  El  linaje,  prosapia,  y 
alcurnia,  querríamos  saber,  replicó  Vibaldo.  A  lo  cual  respondió  don 
Quixote:  No  es  de  los  antiguos  Curcios,  Gayos,  y  Cipiones  Eomanos,  ni 
de  los  modernos  Colonnas,  y  ursinos:  ni  de  los  Moneadas,  y  Requesenes 
de  Cataluña:  ni  menos  de  los  Rebellas,  y  Villanovas  de  Valencia,  Pala- 
foxes,  Nuzas,  Kocabertis,  Corellas,  Lunas,  Alagones,  Urreas,  Fozes,  y  Ga- 
rreas de  Aragón:  Cerdas,  Manriques,  Meudozas,  y  Guzmanes  de  Castilla: 
Alencastros,  Pallas,  y  Meneses  de  Portugal:  pero  es  de  los  del  Toboso  de 
la  Mancha,  linaje,  aunque  moderno,  tal,  que  puede  dar  generoso  principio 
á  las  más  ilustres  familias  de  los  venideros  siglos:  y  no  se  me  replique  en 


—  i6i  — 

esto,  si  no  fuere  con  las  condiciones  que  puso  Cerbino  al  pie  del  trofeo  de 
las  armas  de  Orlando,  que  decía:  «Nadie  las  mueva,  que  estar  no  pueda 
con  Koldán  á  prueba>.  Aunque  el  mío  es  de  los  Cachopines  de  Laredo, 
respondió  el  caminante,  no  le  osaré  yo  poner  con  el  del  Toboso  de  la  Man- 
cha: puesto  que  para  decir  verdad,  semejante  apellido,  hasta  ahora  no  ha 
llegado  á  mis  oídos.  Como  eso  no  habrá  llegado,  replicó  don  Quixote.  Coh 
gran  atención  iban  escuchando  todos  los  demás  la  plática  de  los  dos:  y 
aun  hasta  los  mismos  cabreros,  y  pastores,  conocieron  la  demasiada  falta 
de  juicio  de  nuestro  don  Quixote.  Sólo  Sancho  Panza  pensaba,  que  cuanto 
su  amo  decía  era  verdad,  sabiendo  él  quién  era,  y  habiéndole  conocido 
desde  su  nacimiento.  Y  en  lo  que  dudaba  algo,  era  en  creer  aquello  de  la 
linda  Dulcinea  del  Toboso,  porque  nunca  tal  nombre,  ni  tal  Princesa,  había 
llegado  jamás  á  su  noticia,  aunque  vivía  tan  cerca  del  Toboso.  En  esta 
plática  iban,  cuando  vieron  que  por  la  quiebra  que  dos  altas  montañas 
hacían,  bajaban  hasta  veinte  pastores,  todos  con  pellicos  de  negra  lana 
vestidos,  y  coronados  con  guirnaldas,  que  á  lo  que  después  pareció,  eran 
cual  de  Tejo,  y  cual  de  Ciprés.  Entre  seis  dellos  traían  unas  andas,  cu- 
biertas de  mucha  diversidad  de  flores,  y  de  ramos.  Lo  cual  visto  por  uno 
de  los  cabreros  dijo:  Aquellos  que  allí  vienen,  son  los  que  traen  el  cuerpo 
de  Grisóstomo:  y  el  pie  de  aquella  montaña  es  el  lugar  donde  él  mandó 
que  le  enterrasen.  Por  esto  se  dieron  priesa  á  llegar,  y  fué  á  tiempo,  que 
ya  los  que  venían  habían  puesto  las  andas  en  el  suelo:  y  cuatro  dellos  con 
agudos  picos  estaban  cavando  la  sepultura  á  un  lado  de  una  dura  peña. 
Recibiéronse  los  unos,  y  los  otros  cortésmente:  y  luego  don  Quixote,  y  los 
que  con  él  venían,  se  pusieron  á  mirar  las  andas,  y  en  ellas  vieron  cubier- 
to de  flores  un  cuerpo  muerto,  y  vestido  como  pastor,  de  edad  al  parecer 
de  treinta  años:  y  aunque  muerto,  mostraba,  que  vivo  había  sido  de  rostro 
hermoso,  y  de  disposición  gallarda.  Alrededor  del  tenía  en  las  mismas 
andas  algimos  libros  y  muchos  papeles  abiertos,  y  cerrados.  Y  así  los  que 
esto  miraban,  como  los  que  abrían  la  sepultura,  y  todos  los  demás  que  allí 
había,  guardaban  un  maravilloso  silencio.  Hasta  que  uno  de  los  que  al 
muerto  trajeron,  dijo  á  otro:  Mirad  bien  Ambrosio,  si  es  éste  el  lugar  que 
Grisóstomo  dijo,  ya  que  queréis,  que  tan  puntualmente  se  cumpla  lo  que 
dejó  mandado  en  su  testamento.  Este  es,  respondió  Ambrosio,  que  muchas 
veces  en  él  me  contó  mi  desdichado  amigo,  la  historia  de  su  desventura. 
Allí  me  dijo  él,  que  vio  la  vez  primera  á  aquella  enemiga  mortal  del  linaje 
humano:  y  allí  fué  también,  donde  la  primera  vez  le  declaró  su  pensa- 
miento tan  honesto  como  enamorado:  y  allí  fué  la  última  vez,  donde  Mar- 

II 


l62    — 

cela  le  acabó  de  desengañar,  y  desdeñar,  de  suerte  que  puso  íin  á  la  trage- 
dia de  su  miserable  vida.  T  aquí,  en  memoria  de  tantas  desdichas,  quiso 
él  que  le  depositasen  en  las  entrañas  del  eterno  olvido.  Y  volviéndose  á 
don  Quixote,  y  á  los  caminantes,  prosiguió,  diciendo:  Esc  cuerpo,  señores, 
que  con  piadosos  ojos  estáis  mirando,  fué  depositario  de  un  alma,  en  quien 
el  cielo  puso  infinita  parte  de  sus  riquezas:  Ese  es  el  cuerpo  de  Grisósto- 
mo,  que  fué  único  en  el  ingenio,  solo  en  la  cortesía,  extremo  en  la  genti- 
leza, fénix  en  la  amistad,  magnífico  sin  tasa,  grave  sin  presunción,  alegre 
sin  bajeza:  y  finalmente,  primero  en  todo  lo  que  es  ser  bueno,  y  sin  se- 
gundo en  todo  lo  que  fué  ser  desdichado.  Quiso  bien,  fué  aborrecido:  ado- 
ró, fué  desdeñado:  rogó  á  una  fiera,  importunó  á  un  mármol,  corrió  tras  el 
viento,  dio  voces  á  la  soledad,  sirvió  á  la  ingratitud,  de  quien  alcanzó  por 
premio,  ser  despojos  de  la  muerte  en  la  mitad  de  la  carrera  de  su  vida.  A 
la  cual  dio  fin  una  pastora,  á  quien  él  procuraba  eternizar,  para  que  vivie- 
ra en  la  memoria  de  las  gentes:  cual  lo  pudieran  mostrar  bien  esos  pape- 
les que  estáis  mirando,  si  él  no  me  hubiera  mandado  que  los  entregara  al 
fuego,  en  habiendo  entregado  su  cuerpo  á  la  tierra.  De  mayor  rigor,  y 
crueldad  usaréis  vos  con  ellos,  dijo  Vibaldo,  que  su  mismo  dueño,  pues  no 
es  justo,  ni  acertado,  que  se  cumpla  la  voluntad  de  quien  lo  que  ordena 
va  fuera  de  todo  razonable  discurso.  Y  no  le  tuviera  bueno  Augusto  César, 
si  consintiera  que  se  pusiera  en  ejecución,  lo  que  el  divino  Mantuano  dejó 
en  su  testamento  mandado.  Así  que,  señor  Ambrosio,  ya  que  deis  el  cuer- 
po de  vuestro  amigo  á  la  tierra,  no  queráis  dar  sus  escritos  al  olvido,  que 
si  él  ordenó  como  agraviado,  no  es  bien  que  vos  cumpláis  como  indiscreto: 
antes  haced,  dando  la  vida  á  estos  papeles,  que  la  tenga  siempre  la  cruel- 
dad de  Marcela,  para  que  sirva  de  ejemplo  en  los  tiempos  que  están  por 
venir  á  los  vivientes,  para  que  se  aparten,  y  huyan  de  caer  en  semejantes 
despeñaderos;  que  ya  sé  yo,  y  los  que  aquí  venimos,  la  historia  deste 
vuestro  enamorado,  y  desesperado  amigo,  y  sabemos  la  amistad  vuestra,  y 
la  ocasión  de  su  muerte,  y  lo  que  dejó  mandado  al  acabar  de  la  vida:  de 
la  cual  lamentable  historia,  se  puede  sacar,  cuanto  haya  sido  la  crueldad 
de  Marcela,  el  amor  de  Grisóstomo,  la  fe  de  la  amistad  vuestra,  con  el 
paradero  que  tienen  los  que  á  rienda  suelta  corren  por  la  senda  que  el 
desvariado  amor  delante  de  los  ojos  les  pone.  Anoche  supimos  la  muerte 
de  Grisóstomo,  y  que  en  este  lugar  había  de  ser  enterrado,  y  así  de  curio- 
sidad, y  de  lástima,  dejamos  nuestro  derecho  viaje,  y  acordamos  de  venir 
á  ver  con  los  ojos,  lo  que  tanto  nos  había  lastimado  en  oírlo:  y  en  pago 
desta  lástima,  y  del  deseo  que  en  nosotros  nació  de  remediarla,  si  pudié- 


~i65- 

ramos,  te  rogamos,  ó  discreto  Ambrosio  (al  menos,  yo  te  lo  suplico  de  mi 
parte),  que  dejando  de  abrasar  estos  papeles,  me  dejes  llevar  algunos 
dellos.  Y  sin  aguardar  que  el  pastor  respondiese,  alargó  la  mano,  y  tomó 
algunos  de  los  que  más  cerca  estaban,  viendo  lo  cual  Ambrosio,  dijo:  Por 
cortesía,  consentiré  que  os  quedéis  señor  con  los  que  ya  habéis  tomado, 
pero  pensar  que  dejaré  de  quemar  los  que  quedan,  es  pensamiento  vano. 
Vibaldo,  que  deseaba  ver  lo  que  los  papeles  decían,  abrió  luego  él  uno 
dellos,  y  vio  que  tenía  por  título:  Canción  desesperada.  Oyólo  Ambrosio,  y 
dijo:  Ese  es  el  último  papel  que  escribió  el  desdichado,  y  porque  veáis  se- 
ñor, en  el  término  que  le  tenían  sus  desventuras,  leedle  de  modo  que  seáis 
oído,  que  bien  os  dará  lugar  á  ello,  el  que  se  tardare  en  abrir  la  sepultura. 
Eso  haré  yo  de  muy  buena  gana,  dijo  Vibaldo:  y  como  todos  los  circuns- 
tantes tenían  el  mismo  deseo,  se  le  pusieron  á  la  redonda,  y  él  leyendo  en 
voz  clara,  vio  que  decía: 


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CAPITULO  XIV 

Donde  se  pone  los  versos  desesperados  del  difunto 
pastor,  con  otros  no  esperados  sucesos 

Canción  de  Grisóstomo. 

Ya  que  quieres  cruel  que  se  publique 
De  lengua  en  lengua,  y  de  uno  en  otra  gente 
Del  áspero  rigor  tuyo  la  fuerza: 

Haré  que  el  mismo  infierno  comunique 
Al  triste  pecho  mío  un  son  doliente, 
Con  que  el  uso  común  de  mi  voz  tuerza. 

Y  al  par  de  mi  deseo,  que  se  esfuerza 
A  decir  mi  dolor,  y  tus  hazañas. 
De  la  espantable  voz  irá  el  acento, 
Y  en  él  mezcladas,  por  mayor  tormento, 
Pedazos  de  las  míseras  entrañas. 

Escucha  pues,  y  presta  atento  oído. 
No  al  concertado  son,  sino  al  ruido. 
Que  de  lo  hondo  de  mi  amargo  pecho, 
Ijlevado  de  un  forzoso  desvarío, 
Por  gusto  mío  sale,  y  tu  despecho. 

El  rugir  del  León,  del  Lobo  ñero 
El  temeroso  aullido,  el  silbo  horrendo 
De  escamosa  serpiente,  el  espantable 

Baladro  de  algún  monstruo:  el  agorero 
Graznar  de  la  corneja,  y  el  estruendo 
Del  viento  contrastado  en  mar  instable. 

Del  ya  vencido  toro  el  implacable 
Bramido,  y  de  la  viuda  tortolilla 
El  sentible  arrullar,  el  triste  canto 
Del  envidiado  buho,  con  el  llanto 
De  toda  la  infernal  negra  cuadrilla. 

Salgan  con  la  doliente  ánima  fuera, 
Mezclados  en  un  son  de  tal  manera, 
Que  se  confundan  los  sentidos  todos. 


-  165  - 

Pues  la  pena  cruel  que  en  mí  se  halla, 
Para  contarla  pide  nuevos  modos. 

De  tanta  conñisión,  no  las  arenas 
Del  Padre  Tajo,  oirán  los  tristes  ecos, 
Ni  del  famoso  Betis  las  olivas: 
Que  allí  se  esparcirán  mis  duras  penas, 
En  altos  riscos,  y  en  profundos  huecos, 
Con  muerta  lengua,  y  con  palabras  vivas 

Oye  en  oscuros  valles,  ó  en  esquivas 
Playas,  desnudas  de  contrato  humano, 
O  á  donde  el  sol  jamás  mostró  su  lumbre, 
O  entre  la  venenosa  muchedumbre 
De  fieras,  que  alimenta  el  Nilo  llano. 

Que  puesto  que  en  los  páramos  desiertos. 
Los  ecos  roncos  de  mi  mal  inciertos, 
Suenen  con  tu  rigor,  tan  sin  segundo, 
Por  privilegio  de  mis  cortos  hados. 
Serán  llevados  por  el  ancho  mundo. 

Mata  un  desdén,  aterra  la  paciencia, 
O  verdadera,  ó  faka  una  sospecha. 
Matan  los  celos  con  rigor  más  fuerte: 

Desconcierta  la  vida  larga  ausencia, 
Contra  un  temor  de  olvido  no  aprovecha 
Firme  esperanza  de  dichosa  suerte. 

En  todo  hay  cierta  inevitable  muerte. 
Mas  yo  (milagro  nunca  visto)  vivo 
Celoso,  ausente,  desdeñado,  y  cierto 
De  las  sospechas  que  me  tienen  muerto, 
Y  en  el  olvido  en  quien  mi  fuego  avivo. 

Y  entre  tantos  tormentos,  nunca  alcanza 
Mi  vista  á  ver  en  sombra  á  la  esperanza, 
Ni  yo  desesperado  la  procuro, 
Antes  por  extremarme  en  mi  querella. 
Estar  sin  ella  eternamente  juro. 

Puédese  por  ventura  en  un  instante 
Esperar,  y  temer?  ó  es  bien  hacerlo, 
Siendo  las  causas  del  temor  más  ciertas? 

Tengo,  si  el  duro  celo  está  delante 
De  cerrar  estos  ojos?  si  he  de  verlo 
Por  mil  heridas,  en  el  alma  abiertas? 

Quién  no  abrirá  de  par  en  par  las  puertas 


—  i66  - 

De  la  dcBConfianza,  cuando  mira 
Descubierto  el  desdén?  y  las  sospechas, 
(O  amarga  conversión)  verdades  hechas, 
Y  la  limpia  verdad,  vuelta  en  mentira? 

O  en  el  Reino  de  amor,  fieros  tiranos 
Celos,  ponedme  un  hierro  en  estas  manos, 
Dame  desdén  una  torcida  soga. 
Mas  ay  de  mí,  que  con  cruel  victoria 
Vuestra  memoria  el  sufrimiento  ahoga. 

Yo  muero  en  tin,  y  porque  nunca  espere 
Buen  suceso  en  la  muerte,  ni  en  la  vida. 
Pertinaz  estaré  en  mi  fantasía: 

Diré  que  la  enemiga  siempre  mía, 
Hermosa  el  alma,  como  el  cuerpo  tiene, 

Y  que  su  olvido  de  mi  culpa  nace, 

Y  que  en  fé  de  los  males  que  nos  hace 
Amor  su  Imperio  en  justa  paz  mantiene. 

Y  con  esta  opinión,  y  un  duro  lazo, 
Acelerando  el  miserable  plazo, 
A  que  me  han  conducido  sus  desdenes. 
Ofreceré  á  los  vientos  cuerpo  y  alma, 
Sin  lauro,  ó  palma  de  futuros  bienes. 

Tú,  que  con  tantas  sinrazones  muestras 
La  razón  que  me  fuerza  á  que  la  haga; 
A  la  cansada  vida  que  aborrezco: 

Pues  ya  ves  que  te  dá  notorias  muestras, 
Esta  del  corazón  profunda  llaga, 
De  cómo  alegre  á  tu  rigor  me  ofrezco. 

Si  por  dicha  conoces  que  merezco, 
Que  el  cielo  claro  de  tus  bellos  ojos, 
En  mi  muerte  se  turbe,  no  lo  hagas, 
Que  no  quiero  que  en  nada  satisfagas, 
Al  darte  de  mi  alma  los  despojos. 

Antes  con  risa  en  la  ocasión  funesta 
Descubre,  que  el  fin  mío  fué  tu  fiesta. 
Mas  gran  simpleza  es  avisarte  desto, 
Pues  sé  que  está  tu  gloria  conocida, 
En  que  mi  vida  llegue  al  fin  tan  presto. 

Venga,  que  es  tiempo  ya,  del  hondo  abismo 
Tántalo  con  su  sed,  Sísifo  venga 
Con  el  peso  terrible  de  su  canto. 


—  i67  — 

Ticio  traiga  su  buitre,  y  asimismo 
Con  su  rueda  Egión  no  se  detenga, 
Ni  las  hermanas  que  trabajan  tanto, 

Y  todos  juntos,  su  mortal  quebranto 
Trasladen  en  mi  pecho,  y  en  voz  baja, 
(Si  ya  á  un  desesperado  son  debidas) 
Canten  obsequias,  tristes,  doloridas 

Al  cuerpo,  á  quien  se  niega  aiin  la  mortaja. 

Y  el  portero  infernal  de  los  tres  rostros. 
Con  otras  mil  quimeras,  y  mil  monstruos 
Lleven  el  doloroso  contrapunto. 

Que  otra  pompa  mejor  no  me  parece 
Que  la  merece  un  amador  difunto. 

Canción  desesperada,  no  te  quejes, 
Cuando  mi  triste  compañía  dejes, 
Antes  pues  que  la  causa  do  naciste. 
Con  mi  desdicha  aumentas  su  ventura, 
«Aumente  en  la  sepultura»  no  estés  triste  (1). 

Bien  les  pareció  á  los  que  escuchado  habían  la  canción  de  Grrisóstomo, 
puesto  que  el  que  la  leyó,  dijo,  que  no  le  parecía,  que  conformaba  con  la 
relación  que  él  había  oído  del  recato,  y  bondad  de  Marcela,  porque  en  ella 
se  quejaba  Grisóstomo  de  celos,  sospechas,  y  de  ausencia,  todo  en  perjui- 
cio del  buen  crédito,  y  buena  fama  de  Marcela.  A  lo  cual  respondió  Am- 
brosio (como  aquel  que  sabía  bien  los  más  escondidos  pensamientos  de  su 
amigo):  Para  que  señor  os  satisfagáis  desa  duda,  es  bien  que  sepáis,  que 


(1)  Pesaditos  anduvieron  los  Críticos  que,  en  el  pleito  poético,  nega- 
ron á  Cervantes  esta  cualidad. 

Después  ha  salido  un  caballero  diciendo:  ¡Cervantes  fué  un  gran  poeta! 
Pero  ya  estaba  hecha  la  atmósfera,  y  nadie  lo  ha  tomado  en  serio...  ¡Cómo 
ha  de  ser! 

Ahora,  Hamete  —  que  no  sabe  Retórica,  ni  Poética,  ni  cosa  que  lo 
valga  —  va  á  probar  fortuna,  por  si  esta  volubilísima  danzante  le  sonríe 
con  más  franqueza  que  al  autor  del  «Florilegio».  (Es  cuestión  de  oído, 
nada  más.) 

Don  Ramón  de  Campoamor,  de  talento  innegable,  gran  pensador  y 
filósofo  profundo  —  español  que  no  bebía  en  extrañas  fuentes  —  no  se 
desdeñó  en  remedar  una  cosa  tan  mala  como  es  la  canción  antecedente, 
aunque  sin  penetrar  el  alcance  del  Genio. 

Te  ruego,  lector  amable,  si  en  ello  no  existe  molestia,  que  leas  segui- 
damente «El  tren  expreso. 


-  i68  — 

cuando  este  desdichado  escribió  esta  canción,  estaba  ausente  de  Marcela, 
de  quien  se  había  ausentado  por  su  voluntad,  por  ver  si  usaba  con  él  la 
ausencia  de  sus  ordinarios  fueros.  Y  como  al  enamorado  ausente,  no  hay 
cosa  que  no  le  fatigue,  ni  temor  que  no  le  dé  alcance:  asi  le  fatigaban  á 
Grisóstomo  los  celos  imaginados,  y  las  sospechas  tenidas,  como  si  f'uerao 
verdaderas.  Y  con  esto  queda  en  su  punto  la  verdad  que  la  fama  pregona, 
de  la  bondad  de  Marcela:  la  cual,  fuera  de  ser  cruel,  y  un  poco  arrogante, 
y  un  mucho  desdeñosa,  la  misma  envidia,  ni  debe,  ni  puede  ponerla  falta 
alguna.  Así  es  la  verdad,  respondió  Vibaldo,  y  queriendo  leer  otro  papel 
de  los  que  había  reservado  del  fuego,  lo  estorbó  una  maravillosa  visióo 
(que  tal  parecía  ella)  que  improvisamente  se  les  ofreció  á  los  ojos:  y  fué, 
que  por  cima  de  la  peña  donde  se  cavaba  la  sepultura,  apareció  la  pastora 
Marcela,  tan  hermosa  que  pasaba  á  su  fama  su  hermosura.  Los  que  hasta 
entonces  no  la  habían  visto,  la  miraban  con  admiración,  y  silencio:  y  los 
que  ya  estaban  acostumbrados  á  verla,  no  quedaron  menos  suspensos  que 
los  que  nunca  la  habían  visto.  Mas  apenas  la  hubo  visto  Ambrosio,  cuando 
con  muestras  de  ánimo  indignado,  le  dijo:  ¿Vienes  á  ver  por  ventura,  ó 
fiero  basilisco  destas  montañas,  si  con  tu  presencia  vierten  sangre  las  heri- 
das deste  miserable,  á  quien  tu  crueldad  quitó  la  vida?  ¿O  vienes  á  ufanarte 
en  las  crueles  hazañas  de  tu  condición?  ¿O  á  ver  desde  esa  altura,  como 
otro  despiadado  Nerón,  el  incendio  de  su  abrasada  Roma?  ¿O  á  pisar  arro- 
gante este  desdichado  cadáver,  como  el  de  la  ingrata  hija  al  de  su  padre 
Tarquino?  Dinos  pronto  á  lo  que  vienes,  ó  qué  es  aquello  de  que  más  gus- 
tas, que  por  saber  yo,  que  los  pensamientos  de  Grisóstomo,  jamás  dejaron 
de  obedecerte  en  vida,  haré,  que  aun  él  muerto,  te  obedezcan  los  de  todos 
aquellos  que  se  llamaron  sus  amigos.  No  vengo,  ó  Ambrosio,  á  ninguna 
cosa  de  las  que  has  dicho,  respondió  Marcela,  sino  á  volver  por  mí  misma, 
y  á  dar  á  entender,  cuan  fuera  de  razón  van  todos  aquellos  que  de  sus  pe- 
nas, y  de  la  muerte  de  Grisóstomo  me  culpan:  y  así  ruego  á  todos  los  que 
aquí  estáis,  me  estéis  atentos,  que  no  será  menester  mucho  tiempo,  ni 
gastar  muchas  palabras,  para  persuadir  una  verdad  á  los  discretos.  Hízome 
el  cielo,  según  vosotros  decís,  hermosa,  y  de  tal  manera,  que  sin  ser  pode- 
rosos á  otra  cosa,  á  que  me  améis,  os  mueve  mi  hermosura.  Y  por  el  amor 
que  me  mostráis,  decís,  y  aun  queréis  que  esté  yo  obligada  á  amaros.  Yo 
conozco  con  el  natural  entendimiento  que  Dios  me  ha  dado,  que  todo  lo  her- 
moso es  amable:  mas  no  alcanzo,  que  por  razón  de  ser  amado,  esté  obli- 
gado lo  que  es  amado  por  hermoso,  á  amar  á  quien  le  ama.  Y  más,  que 
podría  acontecer,  que  el  amador  de  lo  hermoso  fuese  feo,  y  siendo  lo  feo 


—  109  — 

digno  de  ser  aborrecido,  cae  muy  mal  el  decir:  Quiérete  por  hermosa  hás- 
me  de  amar  aunque  sea  feo.  Pero  puesto  caso  que  corran  igualmente  las 
hermosuras,  no  por  eso  han  de  correr  iguales  los  deseos,  que  no  todas 
hermosuras  enamoran,  que  algunas  alegran  la  vista  y  no  rinden  la  volun- 
tad. Que  si  todas  las  bellezas  enamorasen,  y  rindiesen,  sería  un  andar  las 
voluntades  confusas,  y  descaminadas,  sin  saber  en  cual  habían  de  parar: 
porque  siendo  infinitos  los  sujetos  hermosos:  infinitos  habían  de  ser  los 
deseos,  y  según  yo  he  oído  decir,  el  verdadero  amor  no  se  divide,  y  ha  de 
ser  voluntario,  y  no  forzoso.  Siendo  esto  así,  como  yo  creo  que  lo  es,  ¿por- 
qué queréis  que  rinda  mi  voluntad  por  fuerza,  obligada  no  más,  de  que 
decís  que  me  queréis  bien?  Sino  decidme,  si  como  el  cielo  me  hizo  hermo- 
sa, me  hiciera  fea,  fuera  justo  que  me  quejara  de  vosotros,  porque  no  me 
amabais?  Cuanto  más,  que  habéis  de  considerar,  que  yo  no  escogí  la  her- 
mosura que  tengo,  que  tal  cual  es,  el  cielo  me  la  dio  de  gracia,  sin  yo  pe- 
dirla ni  escogerla.  Y  así  como  la  víbora  no  merece  ser  culpada  por  la  pon- 
zoña, que  tiene,  puesto  que  con  ella  mata,  por  habérsela  dado  naturaleza: 
tampoco  yo  merezco  ser  reprendida  por  ser  hermosa,  que  la  hermosura  en 
la  mujer  honesta  es  como  el  fuego  apartado,  ó  como  la  espada  aguda,  que 
ni  él  quema,  ni  ella  corta  á  quien  á  ellos  no  se  acerca.  La  honra,  y  las 
virtudes,  son  adornos  del  alma,  sin  las  cuales  el  cuerpo  aunque  lo  sea,  no 
debe  de  parecer  hermoso.  Pues  si  la  honestidad  es  una  de  las  virtudes, 
que  el  cuerpo  y  alma  más  adornan,  y  hermosean,  por  qué  la  ha  de  perder 
la  que  es  amada  por  hermosa,  por  corresponder  á  la  intención  de  aquel  que 
por  sólo  su  gusto,  con  todas  sus  fuerzas,  é  industrias,  procura  que  la  pier- 
da? Yo  nací  libre,  y  para  poder  vivir  libre,  escogí  la  soledad  de  los  cam- 
pos. Los  árboles  destas  montañas  son  mi  compañía,  las  claras  aguas  des- 
tos  arroyos  mis  espejos:  con  los  árboles,  y  con  las  aguas  comunico  mis 
pensamientos,  y  hermosura.  Fuego  soy  apartado,  y  espada  puesta  lejos.  A 
los  que  he  enamorado  con  la  vista  he  desengañado  con  las  palabras.  Y  si 
los  deseos  se  sustentan  con  esperanzas,  no  habiendo  yo  dado  alguna  á  Gri- 
sóstomo,  ni  á  otro  alguno  el  fin  de  ninguno  dellos,  bien  se  puede  decir, 
que  antes  le  mató  su  porfía,  que  mi  crueldad.  Y  si  se  me  hace  cargo,  que 
eran  honestos  sus  pensamientos,  y  que  por  esto  estaba  obligada  á  corres- 
ponder á  ellos,  digo,  que  cuando  en  ese  mismo  lugar  donde  ahora  se  cava 
su  sepultura,  me  descubrió  la  bondad  de  su  intención,  le  dije  yo,  que  la 
mía  era  vivir  en  perpetua  soledad,  y  de  que  sola  la  tierra  gozase  el  fruto 
de  mi  recogimitnto,  y  los  despojos  de  mi  hermosura:  y  si  él  con  todo  este 
desengaño,  quiso  porfiar  contra  la  esperanza,  y  navegar  contra  el  viento, 


—  lyo  — 

qué  mucho  que  se  anegase  en  la  mitad  del  golfo  de  su  desatino?  Si  yo  le 
entretuviera,  fuera  falsa,  si  le  contentara,  hiciera  contra  mi  mejor  intención, 
y  presupuesto.  Porfió  desengañado:  desesperó  sin  ser  aborrecido,  mirad 
ahora  si  será  razón,  que  de  su  pena  se  me  dé  á  mí  culpa?  Quéjese  el  en- 
gañado: desespérese  aquel  á  quien  le  faltaron  las  prometidas  esperanzas: 
confíese  el  que  yo  llamare,  ufánese  el  que  yo  admitiere:  pero  no  rae  llame 
cruel,  ni  homicida,  aquel  á  quien  yo  no  prometo,  engaño,  llamo,  ni  admito. 
El  cielo  aun  hasta  ahora  no  ha  querido,  que  yo  ame  por  destino,  y  el  pen- 
sar, que  tengo  de  amar  por  elección,  es  excusado.  Este  general  desengaño, 
sirva  á  cada  uno  de  los  que  me  solicitan,  de  su  particular  provecho:  y 
entiéndase  de  aquí  adelante  que  si  alguno  por  mí  muriese,  no  muere  de 
celoso,  ni  desdichado,  porque  quien  á  nadie  quiere  á  ninguno  debe  dar 
celos,  que  los  desengaños  no  se  han  de  tomar  en  cuenta  de  desdenes.  El 
que  me  llama  fiera,  y  basilisco,  déjeme  como  cosa  perjudicial,  y  mala:  el 
que  me  llama  ingrata,  no  me  sirva:  el  que  desconocida,  no  me  conozca: 
quien  cruel,  no  me  siga:  que  esta  fiera,  este  basilisco,  esta  ingrata,  esta 
cruel,  y  esta  desconocida,  ni  los  buscará,  servirá,  conocerá,  ni  eeguirá  en 
ninguna  manera.  Que  si  á  Grisóstomo  mató  su  impaciencia,  y  arrojado 
deseo,  por  qué  se  ha  de  culpar  mi  honesto  proceder,  y  recato?  Si  yo  con- 
servo mi  limpieza  con  la  compañía  de  los  árboles,  por  qué  ha  de  querer 
que  la  pierda,  el  que  quiere  que  la  tenga  con  los  hombres?  Yo  como  sabéis, 
tengo  riquezas  propias,  y  no  codicio  las  agenas.  Tengo  libre  condición,  y 
no  gusto  de  sujetarme,  ni  quiero,  ni  aborrezco  á  nadie.  No  engaño  á  éste, 
ni  solicito  aquél,  ni  burlo  con  uno,  ni  me  entretengo  con  el  otro.  La  con- 
versación honesta  de  las  zagalas  destas  aldeas,  y  el  cuidado  de  mis  cabras 
me  entretiene.  Tienen  mis  deseos  por  término  estas  montañas:  y  si  de  aquí 
salen,  es  á  contemplar  la  hermosura  del  cielo,  pasos  con  que  camina  el 
alma  á  su  morada  primera.  Y  en  diciendo  esto,  sin  querer  oir  respuesta 
alguna,  volvió  las  espaldas,  y  se  entró  por  lo  más  cerrado  de  un  monte 
que  allí  cerca  estaba,  dejando  admirados  tanto  de  su  discreción,  como  de 
su  hermosura,  á  todos  los  que  allí  estaban.  Y  algunos  dieron  muestras  (de 
aquellos  que  de  la  poderosa  flecha  de  los  rayos  de  sus  bellos  ojos  estaban 
heridos)  de  quererla  seguir,  sin  aprovecharse  del  manifiesto  desengaño, 
que  habían  oído.  Lo  cual  visto  por  don  Quixote,  pareciéndole  que  allí 
venía  bien  usar  de  su  caballería,  socorriendo  á  las  doncellas  menesterosas, 
puesta  la  mano  en  el  puño  de  su  espada,  en  altas,  é  inteligibles  voces, 
dijo:  Ninguna  persona  de  cualquier  estado,  y  condición  que  sea,  se  atreva 
á  seguir  á  la  hermosa  Marcela,  so  pena  de  caer  en  la  furiosa  indignación 


-  171  - 

mía.  Ella  ha  mostrado  con  claras  razones  la  poca,  ó  ninguna  culpa  que  ha 
tenido  en  la  muerte  de  Grisóstomo,  y  cuan  agena  vive  de  condescender  con 
los  deseos  de  ninguno  de  sus  amantes:  á  cuya  causa,  es  justo,  que  en  lugar 
de  ser  seguida,  y  perseguida,  sea  honrada,  y  estimada  de  todos  los  buenos 
del  mundo,  pues  muestra,  que  en  él  ella  es  sola  la  que  con  tan  honesta 
intención  vive.  O  ya  que  fuese  por  las  amenazas  de  don  Quixote,  ó  porque 
Ambrosio  les  dijo,  que  concluyesen  con  lo  que  á  su  buen  amigo  debían, 
ninguno  de  los  pastores  se  movió,  ni  apartó  de  allí,  hasta  que  acabada  la 
sepultura,  y  abrasados  los  papeles  de  Grisóstomo,  pusieron  su  cuerpo  en 
ella,  no  sin  muchas  lágrimas  de  los  circunstantes.  Cerraron  la  sepultura 
con  una  gruesa  peña,  en  tanto,  que  se  acababa  una  losa,  que  según  Am- 
brosio dijo,  pensaba  mandar  hacer,  con  un  epitafio  que  había  de  decir 
desta  manera. 

Yace  aquí  de  un  amador 
El  mísero  cuerpo  helado, 
Que  fué  pastor  de  ganado, 
Perdido  por  desamor. 

Murió  á  manos  del  rigor 
De  una  esquiva  hermosa  ingrata, 
Con  quien  su  imperio  dilata 
La  tiranía  del  amor. 

Luego  esparcieron  por  cima  de  la  sepultura  muchas  flores,  y  ramos:  dan 
do  todos  el  pésame  á  su  amigo  Ambrosio,  se  despidieron  del.  Lo  mismo 
hicieron  Vibaldo,  y  sus  compañeros;  y  don  Quixote  se  despidió  de  sus 
huéspedes,  y  de  los  caminantes,  los  cuales  le  rogaron  se  viniese  cen  ellos 
á  Sevilla,  por  ser  lugar  tan  acomodado  á  hallar  aventuras,  que  en  cada 
calle,  y  tras  cada  esquina  se  ofrecen  más  que  en  otro  alguno.  Don  Quixote 
les  agradeció  el  aviso,  y  el  ánimo,  que  mostraban  de  hacerle  merced,  y 
dijo,  que  por  entonces  no  quería,  ni  debía  ir  á  Sevilla,  hasta  que  hubiese 
despojado  todas  aquellas  sierras  de  ladrones  Malandrines,  de  quien  era 
fama  que  todas  estaban  llenas.  Viendo  su  buena  determinación,  no  quisie- 
ron los  caminantes  importunarle  más,  sino  tornándose  á  despedir  de  nuevo 
le  dejaron,  y  prosiguieron  su  camino,  en  el  cual  no  les  faltó  de  qué  tratar, 
así  de  la  historia  de  Marcela,  y  Grisóstomo,  como  de  las  locuras  de  don 
Quixote:  el  cual  determinó  de  ir  á  buscar  á  Marcela  y  ofrecerle  todo  lo  que 
él  podía  en  su  servicio.  Mas  no  le  avino  como  él  pensaba,  según  se  cuenta 
en  el  discurso  desta  verdadera  historia,  dando  aquí  ñn  la  segunda  parte. 


TERCERA  PARTE 


DEL 


Ingeoioso  hidalgo  don  Quíxote  de  la  Mancha 


175  - 


CAPITULO  XV 

Donde  se  cuenta  la  desgraciada  aventura  que  se 
topó  don  Quixote,  en  topar  con  unos  desalmados 
Yangüeses. 

Cuenta  el  sabio  Cide  Haraete  Venengeli,  que  así  como  don  Quixote  se 
despidió  de  sus  huéspedes,  y  de  todos  los  que  se  hallaron  al  entierro  del 
pastor  Grisóstomo:  él  y  su  escudero  se  entraron  por  el  mismo  bosque,  don- 
de vieron,  que  se  había  entrado  la  pastora  Marcela.  Y  habiendo  andado 
más  de  dos  horas  por  él  buscándola  por  todas  partes  sin  poder  hallarla,  vi- 
nieron á  parar  á  un  prado  lleno  de  fresca  yerba,  junto  del  cual  corría  un 
arroyo  apacible,  y  fresco:  tanto,  que  convidó,  y  forzó  á  pasar  allí  las  horas 
de  la  siesta,  que  rigurosamente  comenzaba  ya  á  entrar.  Apeáronse  don 
Quixote,  y  Sancho,  dejando  al  jumento,  y  á  Eocinante  á  sus  anchas  pacer 
de  la  mucha  yerba  que  allí  había  dieron  saco  á  las  alforjas,  y  sin  ceremo- 
nia alguna,  en  buena  paz,  y  compañía  amo,  y  mozo  comieron,  lo  que  en 
ellas  hallaron.  No  se  había  curado  Sancho  de  echar  sueltas  á  Rocinante, 
seguro  de  que  le  conocía  por  tan  manso,  y  tan  poco  rijoso,  que  todas  las 
yeguas  de  la  dehesa  de  Córdoba  no  le  hicieron  tomar  mal  siniestro.  Orde- 
nó pues  la  suerte,  y  el  diablo,  que  no  todas  veces  duerme,  que  andaban 
por  aquel  valle  paciendo  una  manada  de  hacas  Galicianas,  de  unos  arrieros 
Yangüeses:  de  los  cuales  es  costumbre  sestear  con  su  recua  en  lugares,  y 
sitios  de  yerba,  y  agua.  Y  aquel  donde  acertó  á  hallarse  don  Quixote,  era 
muy  á  propósito  de  los  Yangüeses.  Sucedió  pues,  que  á  Rocinante  le  vino 
en  deseo  de  refocilarse  con  las  señoras  facas:  y  saliendo  así  como  las  olió  de 
su  natural  paso,  y  costumbre,  sin  pedir  licencia  á  su  dueño,  tomó  un  tro- 
tillo  algo  picadillo,  y  se  fué  á  comunicar  su  necesidad  con  ellas.  Mas  ellas, 
que  á  lo,  que  pareció,  debían  de  tener  más  gana  de  pacer,  que  de  al,  reci- 
biéronle con  las  herraduras,  y  con  los  dientes,  de  tal  manera,  que  á  poco 
espacio  se  le  rompieron  las  cinchas,  y  quedó  sin  silla  en  pelota.  Pero  lo, 
que  él  debió  más  de  sentir  fué,  que  viendo  los  arrieros  la  fuerza,  que  á  sus 
yeguas  se  les  hacía,  acudieron  á  sus  estacas,  (1)  y  tantos  palos  le  dieron. 


(1)     Magnificas  deecripcioneB   (comprobables  ahora)   hizo  Cervantes 
de  aquellos  terrenos  en  anteriores  capítulos;  pero  en  ésta,  como  si  hubiese 


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que  le  derribaron  mal  parado  en  el  suelo.  Ya  en  esto  don  Quixote,  y  San- 
cho (que  la  paliza  de  Rocinante  habían  visto)  llegaban  jadeando.  Y  dijo 
don  Quixote  á  Sancho:  A  lo  que  yo  veo  amigo  Sancho,  estos  no  son  caba- 
lleros,  sino  gente  soez,  y  de  baja  ralea:  Dígolo,  porque  bien  me  puedes 
ayudar  á  tomar  la  debida  venganza  del  agravio,  que  delante  de  nuestros 
ojos  se  le  ha  hecho  á  Rocinante.  Qué  diablos  de  venganza  hemos  de  tomar, 
respondió  Sancho,  si  estos  son  más  de  veinte,  y  nosotros  no  más  de  dos,  y 
aún  quizá  nosotros,  sino  uno,  y  medio.  Yo  valgo  por  ciento,  replicó  don 
Quixote,  y  sin  hacer  más  discursos  echó  mano  á  su  espada,  y  arremetió  á 
los  Yangüeses,  y  lo  mismo  hizo  Sancho  Panza,  incitado,  y  movido  del 
ejemplo  de  su  amo.  Y  á  las  primeras,  dio  don  Quixote  una  cuchillada  á 
uno,  que  le  abrió  un  sayo  de  cuero  de  que  venía  vestido  con  gran  parte  de 
la  espalda.  Los  Yangüeses  que  se  vieron  maltratar  de  aquellos  dos  hom- 
bres solos,  siendo  ellos  tantos,  acudieron  á  sus  estacas,  y  cogiendo  á  los 
dos  en  medio,  comenzaron  á  menudear  sobre  ellos  con  grande  ahinco,  y 
vehemencia.  Verdad  es,  que  al  segundo  toque,  dieron  con  Sancho  en  el 
suelo,  y  lo  mismo  le  avino  á  don  Quixote,  sin  que  le  valiese  su  destreza,  y 
buen  ánimo.  Y  quiso  su  ventura,  que  viniese  á  caer  á  los  pies  de  Rocinan- 
te, que  aún  no  se  había  levantado:  donde  se  echa  de  ver  la  furia  con  que 
machacan  estacas  puestas  en  manos  rústicas,  y  enojadas.  Viendo  pues  los 
Yangüeses,  el  mal  recado,  que  habían  hecho,  con  la  mayor  presteza,  que 
pudieron  cargaron  su  recua,  y  siguieron  su  camino,  dejando  á  los  dos  aven- 
tureros de  mala  traza,  y  de  peor  talante.  El  primero,  que  se  resintió,  fué 


tenido  el  presentimiento  de  que  pudieran  descubrirle,  ideó  narrar  la  aven- 
tura de  los  yangüeses  por  retazos,  que  por  hallarse  diseminados  con  un 
arte  inimitable,  confunden  y  dificultan  la  penosa  tarea  de  reunirlos  para 
formar  un  sólo  cuerpo.  ¡Tal  y  tan  grande  es  la  inconexión  de  sus  compo- 
nentes! 

Y  habiendo  andado  más  de  dos  horas  por  él  (el  bosque)  buscando  á  Mar- 
cela... iñnieron  á  2)arar  á  un  prado,  lleno  de  fresca  yerba,  junto  al  cual  corría 
un  arroyo  apacible  y  fresco...  qne  todas  las  yeguas  de  la  dehesa  de  Córdoba... 
una  manada  de  hacas  galicianas...  de  unos  arrieros  Yangüeses...  acudieron  á 
sus  estacas...  ¿Para  qué  seguir?  El  embolismo  está  primorosamente  tejido, 
deduciéndose  únicamente  que  por  haber  seguido  á  Marcela  se  extravia- 
ron, yendo  á  dar  con  sus  huesos  en  un  pradecillo  de  los  muchos  que  hay 
á  la  parte  S.  del  puerto  de  Niefla,  donde  sestearon. 

Pero  Rocinante,  caldeado  por  los  ardentísimos  rayos  de  un  sol  abrasa- 
dor, al  dar  muestras  de  enagenación  (pasajera  y  disculpable)  no  lo  hizo 
tan  disimuladamente,  que  no  quedasen  señales  inequívocas  de  su  herra- 
je. Ya  irán  saliendo. 


—  177  — 

Sancho  Panza,  y  hallándose  junto  á  su  señor,  con  voz  enferma,  y  lastimada 
dijo:  Señor  don  Quixote?  señor  don  Quixote?  Qué  quieres  Sancho  herma- 
no, respondió  don  Quixote,  con  el  mismo  tono  afeminado,  y  doliente,  que 
Sancho.  Querría  si  fuese  posible,  respondió  Sancho  Panza,  que  vuestra 
merced  me  diese  dos  tragos  de  aquella  bebida  del  feo  Blas,  si  es,  que  la 
tiene  vuestra  merced  ahí  á  mano,  quizá  será  de  provecho  para  los  quebran- 
tamientos de  huesos,  como  lo  es  para  las  heridas.  Pues  á  tenerla  yo  aquí, 
desgraciado  yo,  qué  nos  faltaba,  respondió  don  Quixote.  Mas,  yo  te  juro 
Sancho  Panza,  á  fé  de  caballero  andante  que  antes,  que  pasen  dos  días  (si 
la  fortuna  no  ordena  otra  cosa)  la  tengo  de  tener  en  mi  poder,  ó  mal  me 
han  de  andar  las  manos.  Pues  en  cuantos  le  parece  á  vuestra  merced,  que 
podremos  mover  los  pies,  replicó  Sancho  Panza.  De  mí  sé  decir  (dijo  el 
molido  caballero  don  Quixote)  que  no  sabré  poner  término  á  esos  días:  Mas 
yo  me  tengo  culpa  de  todo,  que  no  había  de  poner  mano  á  la  espada  con- 
tra hombres,  que  no  fuesen  armados  caballeros  como  yo.  Y  así  creo  que  en 
pena  de  haber  pasado  las  leyes  de  la  caballería,  ha  permitido  el  Dios  de 
las  batallas,  que  se  me  diese  este  castigo:  por  lo  cual  hermano  Sancho,  con- 
viene que  estés  advertido  en  esto  que  ahora  te  diré,  porque  importa  mucho 
á  la  salud  de  entrambos:  y  es,  que  cuando  veas  que  semejante  canalla  nos 
hace  algún  agravio,  no  aguardes  á  que  yo  ponga  mano  á  la  espada  para 
ellos,  porque  no  lo  haré  en  ninguna  manera,  sino  pon  tu  mano  á  tu  espada  y 
castígalos  muy  á  tu  sabor,  que  si  en  su  ayuda,  y  defensa  acudieren  caballe- 
ros, yo  te  sabré  defender,  y  ofenderlos  con  todo  mi  poder,  que  ya  habrás 
visto  por  mil  señales,  y  experiencias,  hasta  donde  se  extiende  el  valor  de 
este  mi  fuerte  brazo.  (Tal  quedó  de  arrogante  el  pobre  señor,  con  el  venci- 
miento del  valiente  Vizcaíno).  Mas  no  le  pareció  tan  bien  á  Sancho  Panza, 
el  aviso  de  su  amo,  que  dejase  de  responder,  diciendo:  Señor,  yo  soy  hom- 
bre pacífico,  manso,  sosegado,  y  sé  disimular  cualquiera  injuria,  porque 
tengo  mujer,  é  hijos  que  sustentar,  y  criar.  Así,  que  séale  á  vuestra  mer- 
ced también  aviso  (pues  no  puede  ser  mandato)  que  en  ninguna  manera 
pondré  mano  á  la  espada,  ni  contra  villano,  ni  contra  caballero.  Y  que  des- 
de aquí  para  delante  de  Dios,  perdono  cuantos  agravios  me  han  hecho,  y 
han  de  hacer:  ora  me  los  haya  hecho,  ó  haga,  ó  haya  de  hacer  persona  alta, 
6  baja,  rico,  ó  pobre,  hidalgo,  ó  pechero,  sin  aceptar  estado,  ni  condición 
alguna.  Lo  cual  oído  por  su  amo,  le  respondió:  Quisiera  tener  aliento  para 
poder  hablar  un  poco  descansado,  y  que  el  dolor  que  tengo  en  esta  costilla 
se  aplacara  tanto  cuanto,  para  darte  á  entender  Panza,  en  el  error  en  que 
«stás.  Ven  acá  pecador,  si  el  viento  de  la  fortuna  hasta  ahora  tan  contrario, 

12 


-  178  - 

en  iiiiestio  favor  se  vuelve,  llenándonos  las  velas  del  deseo,  para  que  segu- 
rauDcnte,  y  sin  contraste  alguno  tomemos  puerto  en  alguna  de  las  ínsulas 
que  te  tengo  prometida:  qué  sería  de  tí,  si  ganándola  yo,  te  hiciese  señor 
della,  pues  lo  vendrás  á  imposibilitar  por  no  ser  caballero,  ni  quererlo  ser, 
ni  tenor  valor,  ni  intención  de  vengar  tus  injurias,  y  defender  tu  señorío? 
Porque  has  de  saber,  que  en  los  lleynos,  y  provincias  nuevamente  con- 
quistados, nunca  están  tan  quietos  los  ánimos  de  sus  naturales,  ni  tan 
de  parte  del  nuevo  sefior,  que  no  se  tenga  temor,  de  que  han  de  hacer 
alguna  novedad,  para  alterar  de  nuevo  las  cosas,  y  volver  como  dicen,  á 
probar  ventura:  y  así  es  menester,  que  el  nuevo  posesor  tenga  entendi- 
miento para  saberse  gobernar,  y  valor  para  ofender,  y  defenderse  en  cual- 
quier acontecimiento.  En  este  que  ahora  nos  ha  acontecido,  respondió 
Sancho,  quisiera  yo  tener  ese  entendimiento,  y  ese  valor,  que  vuestra 
merced  dice:  mas  yo  le  juro  á  fé  de  pobre  hombre,  que  más  estoy  para 
bizmas,  que  para  pláticas.  Mire  vuestra  merced  si  se  puede  levantar,  y 
ayudaremos  á  Kocinante,  aunque  no  lo  merece,  porque  él  fué  la  causa 
principal  de  todo  este  molimiento.  Jamás  tal  creí  de  Rocinante,  que  le 
tenía  por  persona  casta,  y  tan  pacífica  como  yo.  En  fin,  bien  dicen,  que  es 
menester  mucho  tiempo  para  venir  á  conocer  las  personas:  y  que  no  hay 
cosa  segura  en  esta  vida.  Quién  dijera,  que  tras  de  aquellas  tan  grandes 
cuchilladas,  como  vuestra  merced  dio  á  aquel  desdichado  caballero  an- 
dante, había  de  venir  por  la  posta,  y  enseguimiento  suyo,  esta  tan  grande 
tempestad  de  palos,  que  ha  descargado  sobre  nuestras  espaldas?  Aun  las 
tuyas  Sancho,  replicó  don  Quixote,  deben  de  estar  hechas  á  semejantes 
nublados,  pero  las  mías  criadas  entre  sinabafas,  y  holandas,  claro  está  que 
sentirán  más  el  dolor  desta  desgracia.  Y  si  no  fuese  porque  imagino  (que 
digo  imaginó)  sé  muy  cierto,  que  todas  estas  incomodidades  son  muy  ane- 
jas al  ejercicio  de  las  armas,  aquí  me  dejaría  morir  de  puro  enojo.  A  esto 
replicó  el  escudero:  Señor,  ya  que  estas  desgracias  son  de  la  cosecha  de  la 
caballería,  dígame  vuestra  merced,  si  suceden  muy  á  menudo,  ó  si  tienen 
sus  tiempos  limitados  en  que  acaecen,  porque  me  parece  á  mí,  que  á  dos 
cosechas  quedaremos  inútiles  para  la  tercera,  si  Dios  por  su  infinita  mise- 
ricordia no  nos  socorre.  Sábete  amigo  Sancho,  respondió  don  Quixote,  que 
la  vida  de  los  caballeros  andantes  está  sujeta  á  mil  peligros,  y  desven- 
turas: y  ni  más,  ni  menos  está  en  potencia  propincua  de  ser  los  caballeros 
andantes.  Reyes,  y  Emperadores,  como  lo  ha  demostrado  la  experiencia 
en  muchos,  y  diversos  caballeros,  de  cuyas  historias  yo  tengo  entera  noti- 
cia.jY  pudiérate  contar  ahora  (si  el  dolor  me  diera  lugar)  de  algunos,  que 


—  179  — 

sólo  por  el  valor  de  su  brazo,  han  subido  á  los  altos  grados,  que  he  con- 
tado. Y  estos  mismos,  se  vieron  antes,  y  después  en  diversas  calamidades, 
y  miserias:  porque  el  valeroso  Amadís  de  Gaula  se  vio  en  poder  de  su 
mortal  enemigo  Arcalaus  el  encantador,  de  quien  se  tiene  por  averi- 
guado, que  le  dio  teniéndole  preso  más  de  doscientos  azotes  con  las  rien- 
das de  su  caballo,  atado  á  una  columna  de  un  patio.  Y  aún  hay  un  autor 
secreto,  y  de  no  poco  crédito,  que  dice,  que  habiendo  cogido  al  caba- 
llero del  Febo  con  una  cierta  trampa,  que  se  le  hundió  debajo  de  los 
pies,  en  un  cierto  castillo,  y  al  caer  se  halló  en  una  honda  sima  debajo 
de  tierra,  atado  de  pies,  y  manos,  y  allí  le  echaron  unas  destas  que 
llaman  medicinas  de  agua  de  nieve,  y  arena,  de  lo  que  llegó  muy  al 
cabo:  y  si  no  fuera  socorrido  en  aquella  gran  cuita,  de  un  sabio  grande 
amigo  suyo,  lo  pasara  muy  mal  el  pobre  caballero.  (1)  Así,  que  bien 
puedo  yo  pasar  entre  tan  buena  gente,  que  mayores  afrentas  son  las  que 
estos  pasaron,  que  no  las  que  ahora  nosotros  pasamos:  porque  quiero 
hacerte  saber  Sancho,  que  no  afrentan  las  heridas,  que  se  dan  con  los  ins- 
trumentos, que  acaso  se  hallan  en  las  manos.  Y  esto  está  en  la  ley  del 
duelo,  escrito  por  palabras  expresas,  que  si  el  zapatero  dá  á  otro  con  la 
horma,  que  tiene  en  la  mano,  puesto  que  verdaderamente  es  de  palo,  no 
por  eso  se  dirá  que  queda  apaleado  aquel  á  quien  dio  con  ella.  Digo  esto, 
porque  no  pienses,  que  puesto  que  quedamos  desta  pendencia  molidos, 
quedamos  afrentados,  porque  las  armas  que  aquellos  hombres  traían  con 


(1)  No  respuesto  aún  del  inmenso  trabajo  que  me  proporcionaron  las 
dos  nota.s  precedentes,  me  hallo  perplejo  ante  la  actual,  por  haber  trasla- 
dado el  campo  de  sus  imágenes  diez  y  seis  leguas  más  al  N.;  y  aunque  con- 
serve el  distintivo  —  fácilmente  conocible  para  mí  —  del  terreno,  ofrece  la 
dificultad  de  presentarlas  envueltas  en  lienzos  de  nuestra  historia,  y  re- 
cubiertas con  gasas  del  Amadís, 

Adornada  con  la  deslumbrante  hermosura  nacida  en  su  fecundo  inte- 
lecto, nos  pinta  las  amarguras  que  debió  sufrir  Alfonso  VIH  cuando  lo 
derrotaron  en  Alarcos;  percibiéndose  al  través  de  tan  primorosos  encajes, 
que  Amadís  de  Gaula  y  El  Caballero  del  Febo  se  confunden  en  una 
misma  persona,  el  Rey  de  los  Cristianos. 

Arcalaus  representa  al  Miramamolín  de  los  Sarracenos,  Almanzor;  y 
el  poder  transfor mista  de  este  «verdadero  sabio  encantador»,  rayó  tan 

ÁTCdldHS 

alto,  que  es  anagrama-metático  de j^ — 

'  ^  '^  su- Atarea. 

La  penitencia  que  Amadís  llevó  á  cabo  en  la  peña  Pobre  por  desdenes 
de  su  señora  ami'ja  Uriana,  está  equiparada  al  juramento  de  aquel  Rey, 
ñe  no  descansar  hasta  haberse  vengado. 

Pero  aunque  j^eña  Pobre  rodeada  de  agua,  tenga  mucho  parecido  con 


—   I80  — 

que  nos  machacaron,  no  eran  otras  que  sus  estacas,  y  ninguno  dellos  (á  lo 
que  se  rae  acuerda)  tenía  estoque,  espada,  ni  pufial.  No  me  dieron  á  mí 
lugar,  respondió  Sancho,  á  que  mirase  en  tanto,  porque  apenas  puse  mano 
á  mi  tizona,  cuando  me  santiguaron  los  hombros  con  sus  pinos,  de  manera 
que  me  quitaron  la  vista  de  los  ojos,  y  la  fuerza  de  los  pies,  dando  con- 
migo adonde  ahora  yazgo,  y  adonde  no  me  dá  pena  alguna,  el  pensar  si 
fué  afrenta  ó  no,  lo  de  los  estacazos,  como  me  la  dá  el  dolor  de  los  golpes, 
que  rae  han  de  quedar  tan  impresos  en  la  memoria,  como  en  las  espaldas. 
Con  todo  eso,  te  hago  saber  hermano  Panza,  replicó  don  Quixote,  que  no 
hay  memoria  á  quien  el  tiempo  no  acabe,  ni  dolor  que  muerte  no  le  con- 
suma. Pues  qué  mayor  desdicha  puede  ser,  replicó  Panra,  de  aquella,  que 
aguarda  al  tiempo  que  la  consuma,  y  á  la  muerte  que  la  acabe.  Si  esta 
nuestra  desgracia  fuera  de  aquellas  que  con  un  par  de  bizmas  se  curan, 
aún  no  tan  malo:  pero  voy  viendo,  que  no  han  de  bastar  todos  los  emplas- 
tos de  un  hospital,  para  ponerlas  en  buen  término  siquiera.  Déjate  deso,  y 
saca  fuerzas  de  flaqueza  Sancho,  respondió  don  Quixote,  que  así  haré  yo, 
y  veamos  cómo  está  Rocinante,  que  á  lo  que  me  parece,  no  le  ha  cabido 
al  pobre  la  menor  parte  desta  desgracia.  No  hay  de  qué  maravillarse  deso, 
respondió  Sancho,  siendo  él  también  caballero  andante.  De  lo  que  yo  me 
maravillo,  es  de  que  mi  jumento  haya  quedado  libre,  y  sin  costas,  donde 
nosotros  salimos  sin  costillas.  Siempre  deja  la  ventura  una  puerta  abierta 
en  las  desdichas,  para  dar  remedio  á  ellas,  dijo  don  Quixote.  Dígolo,  por- 
que esa  bestezuela  podrá  suplir  ahora  la  falta  de  Rocinante,  llevándome  á 
mí  desde  aquí,  á  algún  castillo,  donde  sea  curado  de  mis  heridas.  Y  más, 
que  no  tendré  á  deshonra  la  tal  caballería,  porque  me  acuerdo  haber 
leído,  que  aquel  buen  viejo  Sileno,  ayo,  y  pedagogo  del  alegre  Dios  de  la 
risa,  cuando  entró  en  la  ciudad  de  las  cien  puertas,  iba  muy  á  su  placer  ca- 


el  Cabezo  de  Alárcos  (pues  tal  quedó  á  la  terminación  del  desastre),  y 
por  pasar  el  río  Guadiana  al  pié,  entiéndase  como  un  artilugio  mágico; 
el  símil  de  esta  doble  significación  que  aquí  se  presenta,  tiene  su  aplica- 
ción exacta  en  Peña  escrita,  y  su  explicación  en  la  vida  de  todos  los  escri- 
tores de  todos  los  tiempos  antiguos. 

Su  Alarca,  quiere  decir  debajo  del  Cerro  de  Alarcos,  y  es  parecida,  por 
la  relación  que  guarda,  á  una  cierta  trampa  que  se  le  hundió  debajo  de 
los  pies  en  un  cierto  castillo  al  Caballero  del  Febo,  y  quitándole  los  azotes 
y  las  melecinas  de  agua  de  nieve  con  que  exornó  tan  artística  narración, 
resultará  perceptible  el  acaecimiento  del  19  de  Julio  de  1195. 

El  autor  secreto,  de  bastante  crédito  por  cierto,  suele  ser  en  mi  tierra 
el  abuelo,  que,  al  resplandor  de  inmensa  hoguera,  cuenta  á  sus  nietecillos 
todas  las  tradiciones  que  aprendió  en  su  vida. 


—  l8l  — 

ballero  sobre  un  muy  hermoso  asno.  Verdad  será,  que  él  debía  de  ir  caballero 
como  vuestra  merced  dice,  respondió  Sancho:  pero  hay  gran  diferencia  del 
ir  caballero,  al  ir  atravesado  como  costal  de  basura.  A  lo  cual  respondió 
don  Quixote:  Las  heridas  que  se  reciben  en  las  batallas,  antes  dan  honra, 
que  la  quitan.  Así  que  Panza  amigo,  no  me  repliques  más,  sino  como  ya 
te  he  dicho,  levántate  lo  mejor  que  pudieres,  y  ponme  de  la  manera  que 
más  te  agradare  encima  de  tu  jumento,  y  vamos  de  aquí,  antes  que  la 
noche  venga,  y  nos  saltee  en  este  despoblado.  Pues  yo  he  oído  decir  á 
vuestra  merced,  dijo  Panza,  que  es  muy  de  caballeros  andantes,  el  dormir 
en  los  páramos,  y  desiertos  lo  más  del  año,  y  que  lo  tienen  á  mucha  ven- 
tura. Eso  es,  dijo  don  Quixote,  cuando  no  pueden  más,  ó  cuando  están 
enamorados:  y  es  tan  verdad  esto,  que  ha  habido  caballero  que  se  ha  es- 
tado sobre  una  pefía,  al  Sol,  y  á  la  sombra,  y  á  las  inclemencias  del  cielo, 
dos  años,  sin  que  lo  supiese  su  señora.  Y  uno  deetos  fué  Amadís,  cuando 
llamándose  Beltenebros,  se  alojó  en  la  peña  Pobre,  ni  sé  gi  ocho  años,  6 
ocho  meses,  que  no  estoy  muy  bien  en  la  cuenta.  Basta  que  él  estuvo  allí, 
haciendo  penitencia,  por  no  se  qué  sinsabor  le  hizo  la  señora  Oriana.  Pero 
dejemos  ya  esto  Sancho,  y  acaba  antes  de  que  suceda  otra  desgracia  al 
jumento,  como  á  Rocinante.  Aún  ahí  sería  el  diablo,  dijo  Sancho,  y  despi- 
diendo treinta  ayes,  y  sesenta  suspiros,  y  ciento  y  veinte  pestes,  y  renie- 
gos de  quien  allí  le  había  traído,  se  levantó,  quedándose  agobiado  en  la 
mitad  del  camino,  como  arco  Turquesco,  sin  poder  acabar  de  enderezarse: 
y  con  todo  este  trabajo  aparejó  su  asno  (que  también  había  andado  algo 
distraído  con  la  demasiada  libertad  de  aquel  día).  Levantó  luego  á  Roci- 
nante, el  cual  si  tuviera  lengua  con  que  quejarse,  á  buen  seguro,  que 
Sancho,  ni  su  amo  no  le  fueran  en  zaga.  En  resolución  Sancho  acomodó  á 
don  Quixote  sobre  el  asno,  y  puso  de  reata  á  Rocinante:  y  Jlevando  al  asno 
de  cabestro,  se  encaminó  poco  más  ó  menos  hacia  donde  le  pareció  que 
podía  «gtar  el  camino  Real.  Y  la  suerte,  que  sus  cosas  de  bien  en  mejor 
iba  guiando,  aún  no  hubo  andado  una  pequeña  legua,  cuando  le  deparó  el 
camino,  en  el  cual  descubrió  una  venta,  que  á  pesar  suyo,  y  gusto  de  don 
Quixote,  había  de  ser  castillo.  Porfiaba  Sancho  que  ena  venta,  y  su  amo 
que  no,  sino  castillo:  y  tanto  duró  la  porfía,  que  tuvieron  lugar  sin  aca- 
barla de  llegar  á  ella,  en  la  cual  Sancho  se  entró  sin  más  averiguación  con 
toda  su  recua.  (1) 

(1)  Por  esta  vez,  era  castillo,  el  de  Miraílores,  y  allí  fué  donde  se  refu- 
gió en  la  noche  del  19  de  Julio,  Alfonso  VIII,  que  iba  cuatodiado  por  U 
caballería  de  D.  Lope  de  Haro  (Sancho  de  Azpeitia). 


— -l82   ^ 


CAPITULO  XVI 

De  lo  que  le  sucedió  al  ingenioso  hidalgo  en  la  venta, 
que  él  imaginaba  ser  castillo 

El  ventero,  que  vio  á  don  Quixote  atravesado  en  el  asno,  preguntó  á 
Sancho,  qué  mal  traía?  Sancho  le  respondió,  que  no  era  nada,  sino,  que 
había  dado  una  caída  de  una  peña  abajo,  y  que  venía  algo  brumadas  las 
costillas.  Tenía  el  ventero  por  mujer  á  una,  no  de  la  condición  que  suelen 
tener  las  de  semejante  trato,  porque  naturalmente  era  caritativa  y  se  dolía 
de  las  calamidades  de  sus  prójimos:  y  así  acudió  luego  á  curar  á  don  Qui- 
xote: y  hizo,  que  una  hija  suya  doncella,  muchacha,  y  de  muy  buen  pare- 
cer la  ayudase  á  curar  á  su  huésped.  Servía  en  la  venta  asimismo  una  moza 
Asturiana,  ancha  de  cara,  llana  de  cogote,  de  nariz  roma,  del  un  ojo  tuerta, 
y  del  otro  no  muy  sana.  Verdad  es,  que  la  gallardía  del  cuerpo  suplía  Jas 
demás  faltas.  No  tenía  siete  palmos  de  los  pies  á  la  cabeza,  y  las  espaldas 
que  algún  tanto  le  cargaban,  la  hacían  mirar  al  suelo,  más  de  lo  que  ella 
quisiera.  Esta  gentil  moza  pues  ayudó  á  la  doncella,  y  las  dos  hicieron  una 
muy  mala  cama  á  don  Quixote  en  un  camaranchón,  que  en  otros  tiempos 
daba  manifiestos  indicios  que  había  servido  de  pajar  muchos  años:  en  la 
cual  también  alojaba  un  arriero,  que  tenía  su  cama  hecha  un  poco  más 
allá  de  la  de  nuestro  don  Quixote.  Y  aunque  era  de  las  enjalmas,  y  mantas 
de  sus  machos,  hacía  mucha  ventaja  á  la  de  don  Quixote,  que  sólo  contenía 
cuatro  mal  lisas  tablas,  sobre  dos  no  muy  iguales  bancos,  que  en  lo  sutil 
parecía  colcha,  lleno  de  bodoques,  que  á  no  mostrar  que  era  de  lana  por 
algunas  roturas,  al  tiento  en  la  dureza  semejaba  de  guijarro,  y  dos  sábanas 
hechas  de  cuero  de  adarga,  y  una  frazada,  cuyos  hilos  si  se  quisieran  con- 
tar, no  se  perdiera  uno  solo  de  la  cuenta.  En  esta  maldita  cama  se  acostó 
don  Quixote:  y  luego  la  ventera,  y  su  hija  le  emplastaron  de  arriba  abajo, 
alumbrándoles  Maritornes,  (1)  que  así  se  llamaba  la  Asturiana.  Y  como  al 


El  altercado  de  ambos  antes  de  la  batalla,  es,  pintiparado,  el  combate 
que  sostuvieron  D.  Alonso  Quixano  y  el  valiente  Vizcaíno;  ó  la  Historia 
de  España  es  menor  de  edad,  y  por  tanto,  irresponsable. 
¡Conste  que  no  me  meto  con  Jos  sabios! 
(1)     Maritornes.     Perdónenme  los  Señores  Críticos,  pero  la  creo  com- 
binación Cervantina,  con  dos  significaciones: 


-  183  - 

bizmarle  viese  la  ventera  tan  acardenalado  á  partes  á  don  Quixote  dijo,  que 
aquello  más  parecían  golpes,  que  caída.  No  fueron  golpes,  dijo  Sancho, 
sino  que  la  peña  tenía  muchos  picos,  y  tropezones,  y  que  cada  uno  había 
hecho  su  cardenal,  Y  también  le  dijo:  Haga  vuestra  merced  señora  de 
manera  que  queden  algunas  estopas  que  no  faltará  quien  las  haya  menes- 
ter, que  también  me  duelen  á  mi  un  poco  los  lomos.  Desamanera,  respon- 
dió la  ventera  también  debisteis  vos  de  caer?  No  caí,  dijo  Sancho  Panza, 
sino  que  del  sobresalto  que  tomé  de  ver  caer  á  mi  amo,  de  tal  manera  me 
duele  á  mí  el  cuerpo,  que  me  parece,  que  me  han  dado  mil  palos.  Bien 
podría  ser  eso,  dijo  la  doncella,  que  á  mí  me  ha  acontecido  muchas  veces, 
soñar,  que  caía  de  una  torre  abajo,  y  que  nunca  acababa  de  llegar  al  suelo, 
y  cuando  despertaba  del  sueño,  hallarme  tan  molida,  y  quebrantada,  como 
si  verdaderamente  hubiera  caído.  Ahí  está  el  toque  señora,  respondió  San- 
cho Panza,  que  yo  sin  soñar  nada,  sino  estando  más  despierto,  que  ahora 
estoy,  me  hallo  con  pocos  menos  cardenales,  que  mi  señor  don  Quixote. 
Cómo  se  llama  este  caballero?  preguntó  la  Asturiana  Maritornes.  Don 
Quixote  de  la  Mancha,  respondió  Sancho  Panza,  y  es  caballero  aventurero, 
y  de  los  mejores,  y  más  fuertes,  que  de  luengos  tiempos  acá  se  han  visto 
en  el  mundo.  Qué  es  caballero  aventurero?  replicó  la  moza.  Tan  nueva  sois 
en  el  mundo,  que  no  lo  sabéis  vos,  respondió  Sancho  Panza.  Pues  sabed 
hermana  mía,  que  caballero  aventurero  es  una  cosa,  que  en  dos  palabras 
se  ve  apaleado,  y  Emperador.  Hcy  está  la  más  desdichada  criatura  del 
mundo,  y  la  más  menesterosa,  y  mañana  tendrá  dos  ó  tres  coronas  de 
Reinos  que  dar  á  su  escudero.  Pues  cómo  vos,  siéndolo  deste  tan  buen  se- 
ñor, dijo  la  ventera,  no  tenéis,  á  lo  que  parece,  siquiera  algún  Condado? 
Aun  es  temprano,  respondió  Sancho,  porque  no  ha  sido  un  mes  que  anda- 
mos buscando  las  aventuras,  y  hasta  ahora  no  hemos  topado  con  ninguna, 
que  lo  sea.  Y  tal  vez  hay,  que  se  busca  una  cosa,  y  se  halla  otra.  Verdad 
es,  que  si  mi  señor  don  Quixote  sana  desta  herida,  ó  caída,  y  yo  no  quedo 


Sirt-Morena.  Compuesto  de  la  palabra  turca  que  denomina  á  los  ban- 
cos de  arena,  y  de  la  castellana  que  expresa  el  color. 

Tir's  Morena.  Pronunciación  del  plural  de  la  voz  germana  die  Thür, 
que  manifiesta  ser  sierra  de  muchos  puertos. 

Habiendo  podido  observar  cómo  los  historiadores  de  su  tiempo  llama- 
ban Mons  Marianos  á  la  Cordillera  Mariánica,  de  donde  deduzco  que  el 
que  lo  dio  el  nombre  actual  fué  Cervantes. 

(En  La  Calatea,  para  nombrar  á  su  amigo  y  paisano  el  poeta  Luis 
Gálvez  de  Montalvo,  ya  empleó  Sir  albo.) 


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contrahecho  della,  no  trocaría  mis  esperanzas  con  el  mejor  título  de  Espa- 
ña. Todas  estas  pláticas  estaba  escuchando  muy  atento  don  Quiíote,  y 
sentándose  en  el  lecho  como  pudo  tomando  de  la  mano  á  la  ventera,  le 
dijo:  Creadme  hermosa  señora,  que  os  podéis  llamar  venturosa,  por  haber 
alojado  en  este  vuestro  castillo  á  mi  persona,  que  es  tal,  que  si  yo  no  la 
alabo,  es  por  lo  que  suele  decirse,  que  la  alabanza  propia  envilece;  pero  mi 
escudero  os  dirá  quién  soy:  sólo  os  digo,  que  tendré  eternamente  escrito 
en  mi  memoria  el  servicio  que  me  habéis  hecho,  para  agradecéroslo  mien- 
tras la  vida  me  durare.  Y  pluguiera  á  los  altos  cielos,  que  el  amor  no  me 
tuviera  tan  rendido,  y  tan  sujeto  á  sus  leyes,  y  los  ojos  de  aquella  hermosa 
ingrata,  que  digo  entre  mis  dientes,  que  los  desta  hermosa  doncella  fueran 
señores  de  mi  libertad.  Confusas  estaban  la  ventera,  y  su  hija,  y  la  buena 
de  Maritornes,  oyendo  las  razones  del  andante  caballero,  que  así  las  enten- 
dían como  si  hablara  en  Griego:  aunque  bien  alcanzaron  que  todas  se  en- 
caminaban á  ofrecimiento,  y  requiebros:  y  como  no  usadas  á  semejante 
lene:uaje,  mirábanle,  y  admirábanse,  y  parecíales  otro  hombre  de  los  que 
se  usaban,  y  agradeciéndole  con  venteriles  razones  sus  ofrecimientos,  le 
dejaron.  Y  la  Asturiana  Maritornes  curó  á  Sancho,  que  no  menos  lo  había 
menester,  que  su  amo.  Había  el  arriero  concertado  con  ella,  que  aquella 
noche  se  refocilarían  juntos:  y  ella  le  había  dado  su  palabra,  de  que  en 
estando  sosegados  los  huéspedes,  y  durmiendo  sus  amos,  le  iría  á  buscar, 
y  satisfacerle  el  gusto  en  cnanto  le  mandase.  Y  cuéntase  desta  buen  moza, 
que  jamás  dio  semejantes  palabras  que  no  las  cumpliese,  aunque  las  diese 
en  un  monte,  y  sin  testigo  alguno:  porque  presumía  muy  de  hidalga,  y  no 
tenía  por  afrenta  estar  en  aquel  ejercicio  de  servir  en  la  venta;  porque 
decía  ella,  que  desgracias,  y  malos  sucesos,  la  habían  traído  á  aquel  esta- 
do. El  duro,  estrecho,  apocado,  y  fementido  lecho  de  don  Quiíote,  estaba 
primero  en  mitad  de  aquel  estrellado  establo:  y  luego  junto  á  él  hizo  el 
suyo  Sancho,  que  sólo  contenía  una  estera  de  enea,  y  una  manta,  que  an- 
tes mostraba  ser  de  angeo  tundido,  que  de  lana.  Sucedía  á  estos  dos  lechos 
el  del  harriero,  fabricado  como  se  ha  dicho,  de  las  enjalmas,  y  de  todo  el 
adorno  de  los  dos  mejores  mulos  que  traía:  aunque  eran  doce,  lucios,  gor- 
dos, y  famosos,  porque  eran  unos  de  los  ricos  harrieros  de  Arévalo,  según 
lo  dice  el  autor  desta  historia,  que  deste  harriero  hace  particular  mención, 
porque  le  conocía  muy  bien,  y  aun  quieren  decir  que  era  al^o  pariente 
suyo.  Fuera  de  que  Cide  Mahamate  Benengeli  fué  historiador  muy  cu- 
rioso, y  muy  puntual  en  todas  las  cosas:  y  échase  bien  de  ver,  pues  las 
que  quedan  referidas,  con  ser  tan  mínimas,  y  tan  rateras,  no  las  quiso  pa- 


-    i85  - 

«ar  en  silencio.  De  donde  podrán  tomar  ejemplo  los  historiadores  grares, 
que  nos  cuentan  las  acciones,  tan  corta,  y  sucintamente,  que  apenas  nos 
llegan  á  los  labios,  dejándose  en  el  tintero,  ya  por  descuido,  por  malicia, 
ó  ignorancia,  lo  más  sustancial  de  la  obra.  Bien  haya  mil  veces  el  autor 
de  Tablante  de  Ricamonte,  y  aquel  del  otro  libro,  donde  se  cuentan  los 
hechos  del  Conde  Tomillas,  y  con  qué  puntualidad  lo  describen  todo.  Digo 
pues,  que  después  de  haber  visitado  el  harriero  á  su  recua,  y  dádole  el  se- 
gundo pienso,  se  tendió  en  sus  enjalmas,  y  se  dio  á  esperar  á  su  puntua- 
lísima Maritornes.  Ya  estaba  Sancho  bizmado  y  acostado,  y  aunque  pro- 
curaba dormir,  no  lo  consentía  el  dolor  de  sus  costillas:  y  don  Quiíote  coa 
«I  dolor  de  las  suyas,  tenía  los  ojos  abiertos  como  la  liebre.  Toda  la  venta 
estaba  en  silencio,  y  en  toda  ella  no  había  otra  luz  que  la  que  daba  una 
lámpara,  que  colgada  en  medio  del  portal  ardía.  Esta  maravillosa  quietud, 
y  ios  pensamientos  que  siempre  nuestro  caballero  traía,  de  los  sucesos  que 
á  cada  paso  se  cuentan  en  los  libros,  autores  de  su  desgracia,  la  trajo  á  la 
imaginación,  una  de  las  extrañas  locuras  que  buenamente  imaginarse  pue- 
den: y  fué,  que  él  se  imaginó  haber  llegado  á  un  famoso  castillo  (que  como 
le  ha  dicho,  castillos  eran  á  su  parecer  todas  las  ventas  donde  alojaba)  y 
que  la  hija  del  ventero,  lo  era  del  señor  del  castillo:  la  cual  vencida  de  su 
gentileza,  se  había  enamorado  del,  y  prometido  que  aquella  noche  á  hurto 
de  sus  padres,  vendría  á  yacer  con  él  una  buena  pieza.  Y  teniendo  toda 
esta  quimera  (que  él  se  había  fabricado)  por  firme,  y  valedera,  se  comenzó 
á  cuitar,  y  á  pensar  en  el  peligroso  trance  en  que  su  honestidad  se  había 
de  ver.  Y  propuso  en  su  corazón,  de  no  cometer  alevosía  á  su  señora  Dul- 
cinea del  Toboso,  aunque  la  misma  Reyna  Ginebra  con  su  dama  Quintaño- 
na se  le  pusiesen  delante.  Pensando  pues  en  estos  disparates,  se  llegó  el 
tiempo,  y  la  hora  (que  para  él  fué  menguada)  de  la  venida  de  la  Asturiana, 
la  cual  en  camisa,  y  descalza,  cogidos  los  cabellos  en  una  albanega  de  fus- 
tán, con  tácitos,  y  atentados  pasos  entró  en  el  aposento,  donde  los  tres  alo- 
jaban, en  busca  del  harriero.  Pero  apenas  llegó  á  la  puerta  cuando  don  Qui- 
íote la  sintió,  y  sentándose  en  la  cama  á  pesar  de  sus  bizmas,  y  con  dolor 
de  sus  costillas,  tendió  los  brazos  para  recibir  á  su  hermosa  doncella  la 
Asturiana,  que  toda  recogida,  y  callando,  iba  con  las  manos  delante,  bus- 
cando á  su  querido.  Topó  con  los  brazos  de  don  Quixote,  el  cual  la  asió 
fuertemente  de  una  muñeca,  y  tirándola  hacia  sí  (sin  que  ella  osase  hablar 
palabra)  la  hizo  sentar  sobre  la  cama.  Tentóle  luego  la  camisa,  y  aunque 
ella  era  de  arpillera,  á  él  le  pareció  ser  de  finísimo,  y  delgado  cendal. 
Traía  en  las  muñecas  unas  cuentas  de  vidrio,  pero  á  él  le  dieron  vislum- 


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bres  de  preciosas  perlas  Orientales.  Los  cabellos,  que  en  albina  manera  ti- 
raban á  crines,  él  los  marcó  por  hebras  de  lucidísimo  oro  de  Arabia,  cuyo 
resplandor  al  del  mismo  Sol  oscurecía.  Y  el  aliento,  que  sin  duda  alguna 
olía  á  ensalada,  fiaaibre,  y  trasnochada,  á  él  le  pareció  que  arrojaba  de  su 
boca  un  olor  suave,  y  aromático:  y  finalmente  él  la  pintó  en  su  imagina- 
ción de  la  misma  traza,  y  modo,  lo  que  había  leído  en  sus  libros  de  la  otra 
Princesa,  que  vino  á  ver  el  mal  herido  caballero,  vencido  de  sus  amores, 
con  todos  los  adornos  que  aquí  van  puestos.  Y  era  tanta  la  ceguedad  del 
pobre  hidalgo  que  el  tacto,  ni  el  aliento,  ni  otras  cosas  que  traía  en  sí  la 
buena  doncella,  no  le  desengañaban,  las  cuales  pudieran  hacer  vomitar  á 
otro  que  no  fuera  harriero.  Antes  le  parecía  que  tenía  entre  sus  brazos  á  la 
diosa  de  la  hermosura  Y  teniéndola  bien  asida,  con  voz  amorosa,  y  baja, 
le  comenzó  á  decir:  Quisiera  hallarme  en  términos,  hermosa,  y  alta  señora, 
de  poder  pagar  tamaña  merced,  como  la  que  con  la  vista  de  vuestra  gran 
hermosura  me  habéis  hecho:  pero  ha  querido  la  fortuna  (que  no  se  cansa 
de  perseguir  á  los  buenos)  ponerme  en  este  lecho,  donde  yago  tan  molido 
y  quebrantado,  que  aunque  de  mi  voluntad  quisiera  satisfacer  á  la  vuestra, 
fuera  imposible.  Y  más  se  añade  á  esta  imposibilidad  otra  mayor,  que  es 
la  prometida  íé,  que  tengo  dada,  á  la  sin  par  Dulcinea  del  Toboso,  única 
señora  de  mis  más  escondidos  pensamientos:  que  si  esto  no  hubiera  de  por 
medio,  no  fuera  yo  tan  sandio  caballero,  que  dejara  pasar  en  blanco  la  ven- 
turosa ocasión  en  que  vuestra  gran  bondad  me  ha  puesto.  Maritornes  esta- 
ba acongojadísima,  y  trasudando,  de  verse  tan  asida  de  don  Quixote,  y  sin 
entender  ni  estar  atenta  á  las  razones  que  le  decía,  procuraba  sin  hablar 
palabra  desasirse.  El  bueno  del  harriero,  á  quien  tenían  despierto  sus  malos 
deseos,  desde  el  punto  que  entró  su  coima  por  la  puerta  la  sintió:  estuvo 
atentamente  escuchando  todo  lo  que  don  Quixote  decía,  y  celoso  de  que  la 
Asturiana  le  hubiese  faltado  á  la  palabra  por  otro,  se  fué  llegando  más  al 
lecho  de  don  Quixote,  y  estúvose  quedo,  hasta  ver  en  que  paraban  aquellas 
razones  que  él  no  podía  entender.  Pero  como  vio  que  la  moza  forcejaba  por 
desasirse,  y  don  Quixote  trabajaba  por  tenerla:  pareciéndole  mal  la  burla, 
enarboló  el  brazo  en  alto,  y  descargó  tan  terrible  puñada  sobre  las  estre- 
chas quijadas  del  enamorado  caballero,  que  le  bañó  toda  la  boca  en  sangre:  y 
no  contento  con  esto,  se  le  subió  encima  de  las  costillas,  y  con  los  pies,  más 
que  de  trote,  se  las  paseó  todas  de  cabo  á  cabo.  El  lecho  que  era  un  poco 
endeble,  y  de  no  firmes  fundamentos,  no  pudiendo  sufrir  la  añadidura  del 
harriero,  dio  consigo  ea  el  suelo,  á  cuyo  gran  ruido  despertó  el  ventero,  y 
luego  imaginó  que  debían  de  ser  pendencias  de  Maritornes,  porque  habién- 


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dola  llamado  á  voces  no  respondía.  Con  esta  sospecha  se  levantó,  y  encen- 
diendo un  candil,  se  fué  hacia  donde  había  sentido  la  pelea.  La  moza  vien- 
do que  su  amo  venía,  y  que  era  de  condición  terrible,  toda  medrosica  y 
alborotada,  se  acogió  á  la  cama  de  Sancho  Panza,  que  aún  dormía,  y  allí  se 
acurrucó,  y  se  hizo  un  ovillo.  El  ventero  entró  diciendo:  Adonde  estás  puta? 
A  buen  seguro  que  son  tus  cosas  estas.  En  esto  despertó  Sancho,  y  sintien- 
do aquel  bulto  casi  encima  de  sí,  pensó  que  tenía  la  pesadilla,  y  comenzó 
á  dar  puñadas  á  una,  ú  otra  parte,  y  entre  otras  alcanzó  con  no  sé  cuantas 
á  Maritornes,  la  cual  sentida  del  dolor,  echando  á  rodar  la  honestidad,  dio 
el  retorno  á  Sancho  con  tantas,  que  á  su  despecho  le  quitó  el  sueño:  el  cual 
▼iéndose  tratar  de  aquella  manera,  y  sin  saber  de  quién,  alzándose  como 
pudo,  se  abrazó  con  Maritornes,  y  comenzaron  entre  los  dos  la  más  reñida, 
y  graciosa  escaramuza  del  mundo.  Viendo  pues  el  harriero  á  la  lumbre  del 
candil  del  ventero,  cual  andaba  su  dama,  dejando  á  don  Quixote,  acudió  á 
darle  el  socorro  necesario:  lo  mismo  hizo  el  ventero,  pero  con  intención  di- 
ferente: porque  fué  á  castigar  á  la  moza,  creyendo  sin  duda,  que  ella  sola 
era  la  ocasión  de  toda  aquella  armonía.  Y  así  como  suele  decirse,  el  gato 
al  rato,  el  rato  á  la  cuerda,  la  cuerda  al  palo:  daba  el  harriero  á  Sancho, 
Sancho  á  la  moza,  la  moza  á  él,  el  ventero  á  la  moza,  y  todos  menudeaban 
con  tanta  priesa,  que  no  se  daban  punto  de  reposo:  y  ftié  lo  bueno,  que  al 
ventero  se  le  apagó  el  candil,  y  como  quedaron  á  oscuras,  dábanse  tan  sin 
compasión  todos  á  bulto,  que  á  do  quiera  que  ponían  la  mano,  no  dejaban 
cosa  sana.  Alojaba  acaso  aquella  noche  en  la  venta  un  cuadrillero,  de  los 
que  llaman  de  la  santa  Hermandad  vieja  de  Toledo,  el  cual  oyendo  asimis- 
mo el  extraño  estruendo  de  la  pelea,  asió  de  su  media  vara,  y  de  la  caja  de 
lata  de  sus  títulos,  y  entró  á  oscuras  en  el  aposento,  diciendo:  Téngase  á  la 
justicia,  téngase  á  la  santa  Hermandad.  Y  el  primero  con  quien  topó,  fué 
con  el  apuñeado  de  don  Quixote,  que  estaba  en  su  derribado  lecho,  tendido 
boca  arriba  sin  sentido  alguno,  y  echándole  á  tiento  mano  á  las  barbas,  no 
cesaba  de  decir:  Favor  á  la  justicia:  pero  viendo  que  el  que  tenía  asido  no 
se  bullía,  ni  meneaba,  se  dio  á  entender  que  estaba  muerto,  y  que  los  que 
allí  dentro  estaban'eran  sus  matadores:  y  con  esta  sospecha,  reforzó  la  voz, 
diciendo:  Ciérrese  la  puerta  de  la  venta,  miren  no  se  vaya  nadie,  que  han 
muerto  aquí  á  un  hombre.  Esta  voz  sobresaltó  á  todos,  y  cada  cual  dejó  la 
pendencia  en  el  grado  que  le  tomó  la  voz.  Retiróse  el  ventero  á  su  aposen- 
to, el  harriero  á  sus  enjalmas,  la  moza  á  su  rancho:  solos  los  desventurados, 
don  Qnixote,  y  Sancho,  no  se  pudieron  mover  de  donde  estaban.  Soltó  en 
esto  el  cuadrillero  la  barba  de  don  Quixote,  y  salió  á  buscar  luz  para  bus- 


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—  i8«  — 

car,  y  prender  los  delincuentes,  mas  no  la  halló,  porque  el  rentero  de  in- 
dustria había  muerto  la  lámpara,  cuando  se  retiró  á  su  estancia,  y  fuéle 
forzoso  acudir  á  la  chimenea,  donde  con  mucho  trabajo,  y  tiempo  encendió 
el  cuadrillero  otro  candil. 


—    I»Q   -- 


CAPITULO  XVII 

Donde  se  prosigue  los  innumerables  trabajos  que  el 
bravo  don  Quixote,  y  su  buen  escudero  Sancho 
Panza  pasaron  en  la  venta,  que  por  su  mal  pensó 
que  era  Castillo. 

Había  ya  vuelto  en  este  tiempo  de  su  parasismo  don  Quixote,  y  con  el 
mismo  tono  de  voz  con  que  el  día  antes  había  llamado  á  su  escudero, 
cuando  estaba  tendido  en  el  «val  de  las  estacas»,  (1)  le  comenzó  á  llamar, 
diciendo:  Sancho  amigo  duermes?  Qué  tengo  de  dormir,  pese  á  mí,  res- 
pondió Sancho  lleno  de  pesadumbre,  y  de  despecho,  que  no  parece  sino 
que  todos  los  diablos  han  andado  conmigo  esta  noche.  Puédeslo  creer  así 
sin  duda,  respondió  don  Quixote:  porque  ó  yo  sé  poco,  ó  este  castillo  es 
encantado.  Porque  has  de  saber,  mas  esto  que  ahora  quiero  decirte  hásme 
de  jurar  que  lo  tendrás  secreto  hasta  después  de  mi  muerte.  Sí  juro,  res- 
pondió Sancho.  Dígolo,  replicó  don  Quixote,  porque  soy  enemigo  de  que 
se  quite  la  honra  á  nadie.  Digo  que  sí  juro,  tornó  á  decir  Sancho,  que  lo 
callaré  hasta  después  de  los  días  de  vuestra  merced,  y  plega  á  Dios  que  lo 
pueda  descubrir  mañana.  Tan  malas  obras  te  hago  Sancho,  respondió  don 
Quixote,  que  me  querrías  ver  muerto  con  tanta  brevedad?  No  es  por  eso, 
respondió  Sancho,  sino  porque  soy  enemigo  de  guardar  mucho  las  cosas, 
y  no  querría  que  se  me  pudriesen  de  guardadas.  Sea  por  lo  que  fuere,  dijo 
don  Quixote,  que  más  fío  de  tu  amor,  y  de  tu  cortesía:  y  así  has  de  saber 


(1)  Y  dicen  los  comentari.stas:  El  antiquísimo  romance  titulado  «  Val  de 
las  estacas»...  se  ha  perdido.  Pero  ¿existió?  Históricamente,  hace  alusión  á 
la  batalla  de  Alarcos,  donde  se  repartieron  estacazos  á  granel;  mas  el  sitio 
de  la  aventura  que  narra,  existe. 

En  el  camino  que  desde  el  puerto  de  Niefla  conduce  á  Fuencaliente, 
más  al  E.  del  Quinto  de  Balandra,  conozco  un  vallecillo  que  conserva 
«todavía»  en  los  archivos  manchegos  el  altisonante  y  significativo  nom- 
bre de  tValdestacas*.  ¡Qué  cosas  tan  extrañas  han  sucedido  con  todo  lo 
atañedero  á  este  librol  Cuando  hacían  falta  el  romance  y  la  carta  de  ma- 
rras^ se  extraviaron.  Lo  innegable  es  que  Cervantes  fué  más  desgraciado 
que  el  Postigo  de  San  Rafael. 


—  190  — 

que  esta  noche  me  ha  sucedido  una  de  las  más  extrafías  aventuras,  que  yo 
Babré  encarecer,  y  por  contártela  en  breve,  sabrás,  que  poco  ha  que  á  mí 
vino  la  hija  del  señor  deste  castillo,  que  es  la  más  apuesta  y  hermosa  don- 
cella, que  en  gran  parte  de  la  tierra  se  puede  liallar.  Qué  te  podría  decir 
del  adorno  de  su  persona?  Qué  de  su  gallardo  entendimiento?  Qué  de 
otras  cosas  ocultas,  que  por  guardar  la  íe  que  debo  á  mi  señora  Dulcinea 
del  Toboso,  dejaré  pasar  intactas,  y  en  silencio?  Sólo  te  quiero  decir,  que 
envidioso  el  cielo  de  tanto  bien,  como  la  ventura  me  había  puesto  en  las 
manos,  ó  quizá  (y  esto  es  lo  más  cierto)  que  como  tengo  dicho,  es  encan- 
tado este  castillo,  al  tiempo  que  yo  estaba  con  ella  en  dulcísimos,  y  amo- 
rosísimos coloquios,  sin  que  yo  la  viese,  ni  supiese  por  donde  venía,  vino 
una  mano  pegada  á  algún  brazo  de  algún  descomunal  Gigante,  y  asentóme 
una  puñada  en  las  quijadas,  tal  que  las  tengo  todas  bañadas  en  sangre,  y 
después  me  molió  de  tal  suerte,  que  estoy  peor  que  ayer  cuando  los  harrie- 
ros, que  por  demasías  de  Bocinante,  nos  hicieron  el  agravio  que  sabes. 
Por  donde  conjeturo,  que  el  tesoro  de  la  hermosura  desta  doncella,  le  debe 
de  guardar  algún  encantado  Moro,  y  no  debe  de  ser  para  mí.  Ni  para  mí 
tampoco,  respondió  Sancho,  porque  más  de  cuatrocientos  Moros  me  han 
aporreado  de  manera,  que  el  molimiento  de  las  estacas,  fué  tortas  y  pan 
pintado.  Pero  dígame  señor:  Cómo  llama  á  esta  buena  y  rara  aventura, 
habiendo  quedado  della  cual  quedamos?  Aun  vuestra  merced  menos  mal, 
pues  tuvo  en  sus  manos  aquella  incomparable  hermosura  que  ha  dicho. 
Pero  yo  qué  tuve,  sino  los  mayores  porrazos  que  pienso  recibir  en  toda 
mi  vida?  Desdichado  de  mí,  y  de  la  madre  que  me  parió,  que  ni  soy  caba- 
llero andante,  ni  lo  pienso  ser  jamás,  y  de  todas  las  malandanzas  me  cabe 
la  mayor  parte.  Luego  también  estás  tú  aporreado,  respondió  don  Quixo- 
te?  No  le  he  dicho  que  sí,  pese  á  mi  linaje,  dijo  Sancho.  No  tengas  pena 
amigo,  dijo  don  Quixote,  que  yo  haré  ahora  el  bálsamo  precioso,  con  que 
sanaremos  en  un  abrir  y  cerrar  de  ojos.  Acabó  en  esto  de  encender  el  can- 
dil el  cuadrillero,  y  entró  á  ver  el  que  pensaba  que  era  muerto,  y  así  como 
lo  vio  entrar  Sancho,  viéndole  venir  en  camisa,  y  con  su  paño  de  cabeza,  y 
candil  en  la  mano,  y  con  una  muy  mala  cara,  preguntó  á  su  amo:  Señor, 
si  será  éste  á  dicha  el  Moro  encantado  que  nos  vuelve  á  castigar,  si  se  dejó 
algo  en  el  tintero?  No  puede  ser  el  Moro,  respondió  don  Quixote,  porque 
los  encantados  no  se  dejan  ver  de  nadie.  Sino  se  dejan  ver,  déjanse  sentir, 
dijo  Sancho,  sino  díganlo  mis  espaldas.  También  lo  podrían  decir  las  mías, 
respondió  don  Quixote,  pero  no  es  bastante  indicio  ese,  para  creer,  que  este 
que  se  ve  sea  el  encantado  Moro.  Llegó  el  ■cuadrillero,  y  como  los  halló 


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hablando  en  tan  sosegada  conversación,  quedó  suspenso.  Bien  es  verdad, 
que  aún  don  Quixote  se  estaba  boca  arriba,  sin  poderse  menear  de  puro 
molido,  y  emplastado.  Llegóse  á  él  el  cuadrillero,  y  díjole:  Pues,  cómo  va 
buen  hombre?  Hablara  yo  más  bien  criado,  respondió  don  Quixote,  si  fue- 
ra que  vos.  Usase  en  esta  tierra  hablar  desa  suerte  á  los  caballeros  andan- 
tes, majadero?  El  cuadrillero  que  se  vio  tratar  tan  mal,  de  un  hombre  de 
tan  mal  parecer,  no  lo  pudo  sufrir,  y  alzando  el  candil  con  todo  su  aceite, 
dio  á  don  Quixote  con  él  en  la  cabeza,  de  suerte  que  le  dejó  muy  bien 
descalabrado,  y  como  todo  quedó  á  obscuras,  salióse  luego.  Y  Sancho  Pan- 
za dijo:  Sin  duda  señor  que  éste  es  el  Moro  encantado,  y  debe  de  guardar 
el  tesoro  para  otros,  y  para  nosotros  sólo  guarda  las  puñadas,  y  los  candi- 
lazos.  Asi  es,  respondió  don  Quixote,  y  no  hay  que  hacer  caso  destas  cosas 
de  encantamientos,  ni  hay  para  qué  tomar  cólera,  ni  enojo  con  ellas,  que 
como  son  invisibles  y  fantásticas,  no  hallaremos  de  quien  vengarnos,  aun- 
que más  lo  procuremos.  Levántate  Sancho  si  puedes,  y  llama  al  alcaide 
desta  fortaleza,  y  procura  que  se  me  dé  un  poco  de  aceite,  vino,  sal,  y  ro- 
mero, para  hacer  el  salutífero  bálsamo,  que  en  verdad  que  creo  que  lo  he 
bien  menester  ahora,  porque  se  me  va  mucha  sangre  de  la  herida  que  esta 
fantasma  me  ha  dado.  Levantóse  Sancho  con  harto  dolor  de  sus  huesos,  y 
fué  á  obscuras  donde  estaba  el  ventero,  y  encontrándose  con  el  cuadrillero, 
que  estaba  escuchando  en  qué  paraba  su  enemigo,  le  dijo:  Señor  quien 
quiera  que  seáis,  hacednos  merced,  y  beneficio,  de  darnos  un  poco  de  ro- 
mero, aceite,  sal,  y  vino  que  es  menester  para  curar  uno  de  los  mejores 
\;aballeros  andantes  que  hay  en  la  tierra,  el  cual  yace  en  aquella  cama  mal- 
herido, por  las  manos  del  encantado  Moro  que  está  en  esta  venta.  Cuando 
el  cuadrillero  tal  oyó,  túvole  por  hombre  falto  de  seso.  Y  porque  ya  co- 
menzaba á  amanecer,  abrió  la  puerta  de  la  venta,  y  llamando  al  ventero, 
le  diio  lo  que  aquel  buen  hombre  quería.  El  ventero  le  proveyó  de  cuanto 
quiso,  y  Sancho  se  lo  llevó  á  don  Quixote,  que  estaba  con  las  manos  en  la 
cabeza,  quejándose  del  dolor  del  candilazo,  que  no  le  había  hecho  más 
mal,  que  levantarle  dos  chichones  algo  crecidos:  y  lo  que  él  pensaba  que 
era  sangre,  no  era  sino  sudor  que  sudaba  con  la  congoja  de  la  pasada  tor- 
menta. En  resolución,  él  tomó  sus  simples,  de  los  cuales  hizo  un  com- 
puesto, mezclándolos  todos,  y  cociéndolos  un  buen  espacio,  hasta  que  le 
pareció  que  estaban  en  su  punto.  Pidió  luego  una  redoma  para  echarlo,  y 
como  no  la  hubo  en  la  venta,  se  resolvió  de  ponerlo  en  una  alcuza,  ó  acei- 
tera de  hojadelata,  de  quien  el  ventero  le  hizo  grata  donación.  Y  luego 
dijo  sobre  la  alcuza  más  de  ochenta  Pater  nostres,  y  otras  tantas  Ave- 


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Marías,  Salves,  y  Credos,  y  á  cada  palabra  acompañaba  una  cruz,  á  modo 
de  bendición:  á  todo  lo  cual  se  hallaron  presentes,  Sancho,  el  ventero,  y 
cuadrillero,  que  ya  el  harriero  sosegadamente  andaba  entendiendo  «n  el  be- 
neficio de  sus  machos.  Hecho  esto,  quiso  él  mismo  hacer  luego  la  expe- 
riencia de  la  virtud  de  aquel  precioso  bálsamo  que  él  se  imaginaba:  y  asi 
se  bebió  de  lo  que  no  pudo  caber  en  la  alcuza,  y  quedaba  en  la  olla  donde 
se  había  cocido  casi  media  azumbre,  y  apenas  lo  acabó  de  beber,  cuando 
comenzó  á  vomitar  de  manera,  que  no  le  quedó  cosa  en  el  estómago,  y  con 
las  ansias,  y  agitación  del  vómito,  le  dio  un  sudor  copiosísimo,  por  lo  cual 
mandó  que  le  arropasen  y  le  dejasen  solo.  Hiciéronlo  así,  y  quedóse  dor- 
mido más  de  tres  horas,  al  cabo  de  las  cuales  despertó,  y  se  sintió  alivia- 
dísimo  del  cuerpo,  y  en  tal  manera  mejor  de  su  quebrantamiento,  que  se 
tuvo  por  sano.  Y  verdaderamente  creyó  que  había  acertado  con  el  bálsamo 
de  Fierabrás,  y  que  con  aquel  remedio,  podía  acometer  desde  allí  adelante 
sin  temor  alguno,  cualesquiera  ruinas,  batallas,  y  pendencias,  por  peligro- 
sas que  fuesen.  Sancho  Panza,  que  también  tuvo  á  milagro  la  mejoría  de 
su  amo,  le  rogó  que  le  diese  á  él,  lo  que  quedada  en  la  olla,  que  no  era 
poca  cantidad.  Concedióselo  don  Quixote,  y  él  tomándola  á  dos  manos,  con 
buena  fe,  y  mejor  talante,  se  la  echó  á  pechos,  y  envasó  bien  poco  menos 
que  su  amo.  Es  pues  el  caso,  que  el  estómago  del  pobre  Sancho,  no  debía  de 
ser  tan  delicado  como  el  de  su  amo,  y  así  primero  que  vomitase  le  dieron 
tantas  ansias,  y  vascas,  con  tantos  trasudores,  y  desmayos,  que  él  pensó  biin 
y  verdaderamente,  que  era  llegada  su  última  hora:  y  viéndose  tan  afligido,  y 
acongojado,  maldecía  el  bálsamo,  y  al  ladrón  que  se  lo  había  dado.  Vién- 
dole así  don  Quixote,  le  dijo:  Yo  creo  Sancho  que  todo  este  mal  te  viene  de 
no  ser  armado  caballero:  porque  tengo  para  mí,  que  este  licor  no  debe  de 
aprovechar  á  los  que  no  lo  son.  Si  eso  sabía  vuestra  merced,  replicó  San- 
cho, mal  haya  yo,  y  toda  mi  parentela,  para  qué  consintió  que  lo  gustase? 
En  esto  hizo  su  operación  el  brebaje,  y  comenzó  el  pobre  escudero  á  des- 
aguarse por  entrambas  canales,  con  tanta  priesa,  que  la  estera  de  Enea  sobre 
quien  se  había  vuelto  á  echar,  ni  la  manta  de  angeo  con  que  se  cubría, 
fueron  más  de  provecho.  Sudaba,  y  trasudaba  con  tales  parasismos,  y  acci- 
dentes, que  no  solamente  él,  sino  todos  pensaron  que  se  le  acababa  la  vida. 
Duróle  esta  borrasca,  y  mala  andanza  casi  dos  horas,  al  cabo  de  las  cuales 
no  quedó  como  su  amo,  sino  tan  molido,  y  quebrantado,  que  no  se  podía 
tener.  Pero  don  Quixote,  que  como  se  ha  dicho,  se  sintió  aliviado  y  sano, 
quiso  partirse  luego  á  buscar  aventuras,  pareciéndole  que  todo  el  tiempo 
que  allí  se  tardaba,  era  quitársele  al  mundo,  y  á  los  menesterosos  de  su 


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favor  y  amparo:  y  más  con  la  seguridad,  y  confianza  que  llevaba  en  su  bal. 
samo:  y  así  forzado  deste  deseo,  él  mismo  ensilló  á  Rocinante,  y  enalbardó 
al  jumento  de  su  escudero,  á  quien  también  ayudó  á  vestir,  y  á  subir  en  el 
asno.  Púsole  luego  á  caballo,  y  llegándose  á  un  rincón  de  la  venta,  asió  de 
un  lanzón  que  allí  estaba,  para  que  le  sirviese  de  lanza.  Estábanle  mirando 
todos  cuantos  había  en  la  venta,  que  pasaban  de  más  de  veinte  personas, 
mirábale  también  la  hija  del  ventero,  y  él  también  no  quitaba  los  ojos  de- 
ila,  y  de  cuando  en  cuando  arrojaba  un  suspiro,  que  parecía  que  lo  arran- 
caba de  lo  profimdo  de  sus  entrañas,  y  todos  pensaban  que  debía  de  ser  del 
dolor  que  sentía  en  las  costillas,  al  menos  pensábanlo  aquellos  que  la  noche 
antes  le  habían  visto  bizmar.  Ya  que  estuvieron  los  dos  á  caballo,  puesto  á 
la  puerta  de  la  venta,  llamó  al  ventero,  y  con  voz  muy  reposada  y  grave,  le 
dijo:  Muchas  y  muy  grandes  son  las  mercedes,  señor  Alcaide,  que  en  este 
vuestro  castillo  he  recibido,  y  quedo  obligadísimo  á  agradecéroslas  todos 
los  días  de  mi  vida.  Si  os  las  puedo  pagar  en  haceros  vengado  de  algún  so- 
berbio que  os  haya  hecho  algún  agravio,  sabed  que  mi  oficio  no  es  otro  sino 
valer  á  los  que  poco  pueden,  y  vengar  á  los  que  reciben  tuertos,  y  castigar 
alevosías.  Recorred  vuestra  memoria,  y  si  halláis  alguna  cosa  de  este  jaez 
que  encomendarme,  no  hay  sino  decirla,  que  yo  os  prometo,  por  la  orden 
de  caballero  que  recibí,  de  haceros  satisfecho,  pagado,  á  toda  vuestra  vo- 
luntad. El  ventero  le  respondió  con  el  mismo  sosiego:  Señor  caballero,  yo 
no  tengo  necesidad  de  que  vuestra  merced  me  vengue  i^ingún  agravio,  por- 
que yo  sé  tomar  la  venganza  que  me  parece,  cuando  se  me  hacen.  Sólo  he 
menester  que  vuestra  merced  me  pague  el  gasto  que  esta  noche  ha  hecho 
en  la  venta,  así  de  la  paja,  y  cebada  de  sus  dos  bestias,  como  de  la  cena,  y 
camas.  Luego  venta  es  ésta?  Replicó  don  Quixote,  Y  muy  honrada,  respon- 
dió el  ventero.  Engañado  he  vivido  hasta  aquí,  respondió  don  Quixote,  que 
en  verdad  que  pensé  que  era  castillo,  y  no  malo  pero  pues  es  así,  que  no 
es  castillo  sino  venta:  lo  que  podrá  hacer  por  ahora  es,  que  perdonéis  por 
la  paga,  que  yo  no  puedo  contravenir  á  la  orden  de  los  caballeros  andantes: 
de  los  cuales  sé  cierto  (sin  que  hasta  ahora  haya  leído  cosa  en  contrario) 
que  jamás  pagaren  posada,  ni  otra  cosa,  en  venta  donde  estuviesen.  Porque 
se  les  debe  de  fuero,  y  de  derecho,  cualquier  buen  acogimiento  que  se  les 
hiciere,  en  pago  del  insufible  trabajo  que  padecen,  buscando  las  aventuras 
de  noche,  y  de  día,  en  invierno,  y  en  verano,  á  pie,  y  á  caballo,  con  sed,  y 
con  hambre,  con  calor,  y  con  frío,  sujetos  á  todas  las  inclemencias  del  cie- 
lo, y  á  todos  los  incómodos  de  la  tierra.  Poco  tengo  yo  que  ver  con  eso,  - 
respondió  el  ventero,  pagúeseme  lo  que  se  me  debe,  y  dejémonos  de  cuen-> 

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tos,  ni  de  caballerías,  que  yo  no  tengo  cuenta  con  otra  cosa,  que  con  cobrar 
mi  hacienda.  Vos  sois  un  sandio,  y  mal  hostelero,  respondió  don  Quiío- 
te,  y  poniendo  piernas  á  Rocinante,  y  terciando  su  lanzón  se  sa'ió  de  la 
venta  sin  que  nadie  le  detuviese:  y  él  sin  mirar  si  le  seguía  su  escudero,  se 
alongó  un  buen  trecho.  El  ventero  que  le  vio  ir,  y  que  no  le  pagaba,  acu- 
dió á  cobrar  de  Sancho  Panza,  el  cual  dijo,  que  pues  su  señor  no  había 
querido  pagar,  que  tampoco  él  pagaría,  porque  siendo  él  escudero  de  caba- 
llero andante  como  era,  la  misma  regla,  y  razón  corría  por  él,  como  por  su 
amo,  en  no  pagar  cosa  alguna,  en  los  mesones,  y  ventas.  Amohinóse  mu- 
cho desto  el  ventero,  y  amenazóle,  que  si  no  le  pagaba,  que  lo  cobraría  de 
modo  que  le  pesase.  A  lo  cual  Sancho  respondió,  que  por  la  ley  de  caba- 
llería que  su  amo  había  recibido,  no  pagaría  un  sólo  cornado,  aunque  le 
costase  la  vida,  porque  no  había  de  perder  por  él  la  buena,  y  antigua  usan- 
za de  los  caballeros  andantes,  ni  se  habían  de  quejar  de  los  escuderos  de 
los  tales,  que  estaban  por  venir  al  mundo,  reprochándole  el  quebranta- 
tamiento  de  tan  justo  fuero.  Quiso  la  mala  suerte  del  desdichado  Sancho, 
que  entre  la  gente  que  estaba  en  la  venta,  se  hallasen  cuatro  peráiles  de 
Segovia,  tres  agujeros  del  potro  de  Córdoba,  y  dos  vecinos  de  la  hería  át 
Sevilla,  gente  alegre,  bien  intencionada,  maleante,  y  juguetona,  los  cuales 
casi  instigados,  y  movidos  de  un  mismo  espíritu,  se  llegaron  á  Sancho,  y 
apeándole  del  asno,  uno  dellos  entró  por  la  manta  de  la  cama  del  huésped: 
y  echándole  en  ella,  alzaron  los  ojos,  y  vieron  que  el  techo  era  algo  más 
bajo  de  lo  que  habían  menester  para  su  obra,  y  determinaron  salirse  al  co- 
rral, que  tenía  por  límite  el  cielo.  Y  allí  puesto  Sancho  en  mitad  de  la 
manta,  comenzaron  á  levantarle  en  alto,  y  á  holgarse  con  él,  como  con  pe- 
rro por  carnestolendas.  Las  voces  que  el  mísero  manteado  daba,  fueron 
tantas,  que  llegaron  á  los  oídos  de  su  amo:  el  cual  deteniéndose  á  escuchar 
atentamente,  creyó,  que  alguna  nueva  aventura  le  venía,  hasta  que  clara- 
mente conoció  que  el  que  gritaba  era  su  escudero,  y  volviendo  las  riendas, 
con  un  penado  galope  llegó  á  la  venta,  y  hallándola  cerrada  la  rodeó,  por 
Ter  si  hallaba  por  donde  entrar.  Pero  no  hubo  llegado  á  las  paredes  del  co- 
rral (que  no  eran  muy  altas)  cuando  vio  el  mal  juego  que  se  le  hacía  á  su 
escudero.  Viole  bajar  y  subir  por  el  aire,  con  tanta  gracia,  y  presteza,  que 
si  la  cólera  le  dejara,  tengo  para  mí  que  se  riera.  Probó  á  subir  desde  el 
caballo  á  las  bardas,  pero  estaba  tan  molido  y  quebrantado,  que  aun  apearse 
no  pudo:  y  así  desde  encima  del  caballo  comenzó  á  decir  tantos  denuestos, 
y  baldones  á  los  que  á  Sancho  manteaban,  que  no  es  posible  acertar  á  es- 
cribirlos, mas  no  por  esto  cesaban  ellos  de  su  risa,  y  de  su  obra,  ni  el  vo» 


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lador  Sancho  dejaba  sus  quejas,  mezcladas  ya  con  amenazas,  ya  con  ruegos, 
más  todo  aprovechaba  poco,  ni  aprovechó,  hasta  que  de  puro  cansados 
le  dejaron.  Trajéronle  allí  su  asno,  y  subiéndole  encima,  le  arroparon  con 
su  gabán.  Y  la  compasiva  de  Mantornes,  viéndole  tan  fatigado,  le  pareció 
ser  bien  socorrerle  con  un  jarro  de  agua,  y  así  se  lo  trajo  del  pozo,  por  ser 
más  frío  Tomóle  Sancho,  y  llevándole  á  la  boca,  se  paró  á  las  voces  que  su 
amo  le  daba,  diciendo:  Hijo  Sancho  no  bebas  agua,  hijo  no  la  bebas,  que  te 
matará,  ves  aquí  tengo  el  santísimo  bálsamo  (y  enseñábale  la  alcuza  del 
brebaje)  que  con  dos  gotas  que  del  bebas  sanarás  sin  duda.  A  estas  voces 
volvió  Sancho  los  ojos  como  de  través,  y  dijo  con  otras  mayores:  Por  dicha 
básele  olvidado  á  vuestra  merced,  como  yo  no  soy  caballero,  ó  quiere  que 
acabe  de  vomitar  las  entrañas,  que  me  quedaron  de  anoche.  Guárdese  su 
licor  con  todos  los  diablos,  y  déjeme  á  mí.  Y  el  acabar  de  decir  esto,  y  el 
comenzar  á  beber,  todo  fué  uno:  mas  como  al  primer  trago  vio  que  era 
agua,  no  quiso  pasar  adelante,  y  rogó  á  Maritornes  que  se  lo  trajese  de 
vino:  y  así  lo  hizo  ella  de  muy  buena  voluntad,  y  lo  pagó  de  su  mismo  di- 
nero, porque  en  efecto  se  dice  della,  que  aunque  estaba  en  aquel  trato,  te- 
nía unas  sombras,  y  dejos  de  Cristiana.  Así  como  bebió  Sancho,  dio  de  los 
caréanos  á  su  asno,  y  abriéndole  la  puerta  de  la  venta  de  par  en  par,  se  sa- 
lió della  muy  contento  de  no  haber  pagado  nada,  y  de  haber  salido  con  su 
intención,  aunque  había  sido  á  costa  de  sus  acostumbrados  fiadores,  que 
eran  sus  espaldas.  Verdad  es,  que  el  ventero  se  quedó  con  sus  alforjas,  en 
pago  de  lo  que  se  le  debía:  mas  Sancho  no  las  echó  menos,  según  salió 
turbado.  Quiso  el  ventero  atrancar  bien  la  puerta,  así  como  le  vio  fuera, 
mas  no  lo  consintieron  los  manteadores,  que  era  gente,  que  aunque  don 
Quixote  fuera  verdaderamente  de  los  caballeros  andantes  de  la  tabla  redon- 
da, no  le  estimaran  en  los  ardites. 


—  196  — 


CAPITULO  XVIII 

Donde  se  cuentan  las  razones  que  pasó  Sancho  Pan- 
za con  su  señor  don  Quixote,  con  otras  aventuras 
dignas  de  ser  contadas 

Llegó  Sancho  á  su  amo,  marchito,  y  desmayado,  tanto  que  no  podía 
arrear  á  su  jumento.  Cuando  así  le  rió  don  Quixote,  le  dijo:  Ahora  acabo 
de  creer  Sancho  el  bueno,  que  aquel  castillo,  ó  venta,  es  encantado  sin 
duda,  porque  aquellos  que  tan  atrozmente  tomaron  pasatiempo  contigo, 
qué  podían  ser  sino  fantasmas,  y  gente  del  otro  mundol  Y  confirmo  esto, 
por  haber  visto  que  cuando  estaba  por  las  bardas  del  corral,  mirando  los 
actos  de  tu  triste  tragedia,  no  me  fué  posible  subir  por  ellas,  ni  menos 
pude  apearme  de  Bocinante,  porque  me  debían  de  tener  encantado;  que  te 
juro  por  la  fe  de  quien  soy,  que  si  pudiera  subir,  ó  apearme,  que  yo  te 
hiciera  vengado  de  manera,  que  aquellos  follones,  y  Malandrines,  se  acor- 
daran de  la  burla  para  siempre,  aunque  en  ello  supiera  contravenir  á  las 
leyes  de  caballería,  que  como  ya  muchas  veces  te  he  dicho,  no  consienten 
que  caballero  ponga  mano  contra  quien  no  lo  sea,  sino  fuere  en  defensa  de 
su  propia  vida,  y  persona,  en  caso  de  urgente,  y  gran  necesidad.  También 
me  vengara  yo  si  pudiera,  fuera,  ó  no  fuera  armado  caballero,  pero  no 
pude:  aunque  tengo  para  mí,  que  aquellos  que  se  holgaron  conmigo,  no 
eran  fantasmas,  ni  hombres  encantados,  como  vuestra  merced  dice,  sino 
hombres  de  carne,  y  de  hueso,  como  nosotros:  y  todos  según  los  oí  nom- 
brar, cuando  me  volteaban,  tenían  sus  nombres,  que  el  uno  se  llamaba 
Pedro  Martínez,  y  el  otro  Tenorio  Hernández;  y  el  ventero  oí  que  se  lla- 
maba Juan  Palo  meque  el  Zurdo.  Así  que  señor,  el  no  poder  saltar  las  bar- 
das del  corral,  ni  apearse  del  caballo,  en  al  estuvo,  que  en  encantamientos. 
Y  lo  que  yo  saco  en  limpio  de  todo  esto,  es,  que  estas  aventuras  que  an- 
damos buscando,  al  cabo,  al  cabo,  nos  han  de  traer  á  tantas  desventuras, 
que  no  sepamos  cuál  es  nuestro  pie  derecho.  Y  lo  que  sería  mejor,  y  más 
acertado,  según  mi  poco  entendimiento,  fuera  el  volvernos  á  nuestro  lugar, 
ahora  que  es  tiempo  de  la  siega,  y  de  entender  en  la  hacienda,  dejándonos 


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de  andar  de  ceca  en  meca,  y  de  zoca  en  colodra,  como  dicen.  Qué  poco 
sabes  Sancho,  respondió  don  Quixote,  de  achaque  de  caballería,  calla  y  ten 
paciencia,  que  día  vendrá,  donde  veas  por  vista  de  ojos,  cuan  honrosa  cosa 
es  andar  en  este  ejercicio.  Si  no  dime,  qué  mayor  contento  puede  haber  en 
el  mundo,  ó  qué  gusto  puede  igualarse  al  de  vencer  una  batalla,  y  al  de 
triunfar  de  su  enemigo?  Ninguno  sin  duda  alguna.  Así  debe  de  ser,  res- 
pondió Sancho,  puesto  que  yo  no  lo  sé.  Sólo  sé,  que  después  que  somos  ca- 
balleros andantes,  ó  vuestra  merced  lo  es  (que  yo  no  hay  para  que  me  cuente 
en  tan  honroso  número)  jamás  hemos  v^encido  batalla  alguna,  sino  fué  la 
del  Vizcaíno,  y  aun  de  aquella  salió  vuestra  merced  con  medía  oreja,  y  me- 
dia celada  menos,  que  después  acá  todo  han  sido  palos,  y  más  palos,  puña- 
das y  más  puñadas,  llevando  yo  de  ventaja  el  manteamiento,  y  haberme  su- 
cedido por  personas  encantadas,  de  quien  no  puedo  vengarme,  por  saber 
hasta  donde  llega  el  gusto  del  vencimiento  del  enemigo,  como  vuestra 
merced  dice.  Esa  es  la  pena  que  yo  tengo,  y  la  que  tú  debes  tener  Sancho, 
respondió  don  Quixote:  pero  de  aquí  adelante,  yo  procuraré  haber  á  las 
manos  alguna  espada  hecha  por  tan  maestría,  que  al  que  la  trajere  consigo, 
no  le  puedan  hacer  ningún  género  de  encantamientos.  Y  aun  podría  ser  que 
me  deparase  la  aventura  aquella  de  Amadís,  cuando  se  llamaba  el  caballero 
de  la  ardiente  espada,  que  fué  una  de  las  mejores  espadas  que  tuvo  caba- 
llero en  el  mundo:  porque  ñiera  que  tenía  la  virtud  dicha,  cortaba  como 
una  navaja,  y  no  había  armadura  por  fuerte,  y  encantada  que  fuese,  que  se 
le  parase  delante.  Yo  soy  tan  venturoso,  dijo  Sancho,  que  cuando  eso  fuese, 
y  vuestra  merced  viniese  á  hallar  espada  semejante,  sólo  vendría  á  servir, 
y  aprovechar  á  los  armados  caballeros,  como  el  bálsamo,  y  á  los  escuderos 
que  se  los  papen  duelos.  No  temas  eso  Sancho,  dijo  don  Quixote,  que  me- 
jor lo  hará  el  cíelo  contigo.  En  estos  coloquios  iban  don  Quixote,  y  su  es- 
cudero: cuando  vio  don  Quixote,  que  por  el  camino  que  iban,  venía  hacia 
ellos  una  grande,  y  espesa  polvareda,  y  en  viéndola  se  volvió  á  Sancho,  y 
le  dijo:  Este  es  el  día,  ó  Sancho,  en  el  cual  se  ha  de  ver  el  bien  que  me 
tiene  guardado  mi  suerte.  Este  es  el  día  (1)  en  que  se  ha  de  mostrar, 
tanto  como  en  otro  alguno,  el  valor  de  mi  brazo,  y  en  el  que  tengo 
de  hacer  obras  que  queden  escritas  en  el  libro  de  la  fama,  por  todos  los 
venideros  siglos.  Vés  aquella  polvareda,  que  allí  se  levanta  Sancho?  Pues 


(1)    19  de  Julio  de  1195,  época  de  siega,  y  fecha  precisa  de  un  dolo- 
rosísimo  desastre. 


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toda  es  cuajada  (1)  de  un  copiosísimo  ejército,  que  de  diversas  é  innume- 
rables naciones  por  allí  viene  marchando.  A  esa  cuenta  dos  deben  de  ser, 
dijo  Sancho,  porque  desta  parte  contraria  se  levanta  asimismo  otra  seme- 
jante polvareda.  Volvió  á  mirarlo  don  Quixote,  y  vio  que  así  era  la  verdad: 
y  alegrándose  sobre  manera,  pensó  sin  duda  alguna,  que  eran  dos  ejércitos 
que  venían  a  embestirse,  y  á  encontrarse  en  mitad  de  aquella  espaciosa 
llanura.  Porque  tenia  á  todas  horas,  y  momentos  llena  la  fantasía  de  aque- 
llas batallas,  encantamientos,  sucesos,  desatinos,  amores,  desafíos,  que  en 
los  libros  de  caballerías  se  cuentan:  y  todo  cuanto  hablaba,  pensaba,  ó  ha- 
cía, era  encaminado  á  cosas  semejantes,  y  la  polvareda  que  había  visto,  la 
levantaban  dos  grandes  manadas  de  ovejas  y  carneros,  que  por  aquel  mismo 
camino,  de  dos  diferentes  partes  venían,  las  cuales  con  el  polvo  no  se  echa- 
ron de  ver,  hasta  que  llegaron  cerca.  Y  con  tanto  ahinco  afirmaba  don  Qui- 
xote que  eran  ejércitos,  que  Sancho  lo  vino  á  creer,  y  á  decirle:  Señor,  pues 
qué  hemos  de  hacer  nosotros?  Qué,  dijo  don  Quixote,  favorecer,  y  ayudar  á 
los  menesterosos,  y  desvalidos,  Y  has  de  saber  Sancho,  que  este  que  viene 
por  nuestra  frente,  le  conduce,  y  guía,  el  grande  Emperador  Alifanfarón, 
señor  de  la  grande  Isla  Trapobana:  este  otro  que  á  mis  espaldas  marcha, 
es  el  de  su  enemigo  el  Rey  de  los  Garamantas,  Pentapolín  del  arremanga- 
do brazo,  (1)  porque  siempre  entra  en  las  batallas  con  el  brazo  derecho 
desnudo.  Pues  porqué  se  quieren  tan  mal  estos  dos  señores,  preguntó  San- 
cho? Quiérense  mal,  respondió  don  Quixote,  porque  este  Alifanfarón  es  un 
furibundo  pagano,  y  está  enamorado  de  la  hija  de  Pentapolín,  que  es  una 
muy  hermosa,  y  además  agraciada  señora,  y  es  Cristiana,  y  su  padre  no  se 
la  quiere  entregar  al  Rey  pagano,  si  no  deja  primero  la  ley  de  su  falso  pro- 
feta Mahoma,  y  se  vuelve  á  la  suya.  Para  mis  barbas,  dijo  Sancho,  sino  hace 
muy  bien  Pentapolín,  y  que  le  tengo  de  ayudar  en  cuanto  pudiere.  En  eso 


(1)  Dice  Clemencin  que  la  palabra  cuaxada  no  la  aplicó  Cervantes 
con  propiedad.  ¡Phs! 

Y  dice  Hamete:  «Cocido  un  huevo,  se  le  quita  el  cascarón,  y,  sin  par- 
tirlo, averigüese  dónde  termina  la  clara  y  empieza  la  yema.»  Y  esto  mis- 
mo pasa  en  el  caso  presente:  Don  Quixote  veía  la  densísima  polvareda, 
tan  compacta,  que  hacía  imposible  distinguir  al  ejército  de  los  «Sarrace- 
nos» que  todos  han  creído  de  «carneros». 

¿Quién  tiene  razón?... 

(1)  Pido  la  palabra:  Mahomed  el  Verde,  Sancho  el  fuerte  (Rey  de 
Fantpilone)  y  Alfonso  VIH  se  están  saliendo  del  marco.  Mas  como  quie- 
ra que  este  emboHsmo  archimonumental  <está  bien  tramado»,  aviso  que 
en  plazo  no  lejano  quedará  deshícho. 


—  199  — 

harás  lo  que  debes  Sancho,  dijo  don  Quixote,  porque  para  entrar  en  bata- 
llas semejantes,  no  se  requiere  ser  armado  caballero.  Bien  se  me  alcanza 
«so,  respondió  Sancho:  pero  dónde  pondremos  á  este  asno,  que  estemos 
ciertos  de  hallarle  después  de  pasada  la  refriega,  porque  en  entrar  en  ella 
«n  semejante  caballería,  no  creo  que  está  en  uso  hasta  ahora.  Así  es  verdad, 
dijo  don  Quixote,  lo  que  puedes  hacer  del,  es,  dejarle  á  sus  aventuras, 
ahora  se  pierda,  ó  no,  porque  serán  tantos  los  caballos  que  tendremos  des- 
pués que  salgamos  vencedores,  que  aún  corre  peligro  Bocinante,  no  le  true- 
que por  otro.  Pero  estarae  atento,  y  mira  que  te  quiero  dar  cuenta  de  los 
caballeros  más  principales  que  en  estos  dos  ejércitos  vienen.  Y  para  que 
mejor  lo  veas,  y  notes,  retirémonos  aquel  altillo  que  allí  se  hace,  de  don- 
de se  deben  de  descubrir  los  dos  ejércitos.  Hiciéronlo  así,  y  pudieron  ver 
sobre  una  loma,  desde  la  cual  se  verían  las  dos  manadas,  que  á  don  Quixo- 
te se  le  hicieron  ejército,  si  las  nubes  del  polvo  que  levantaban  no  les  tur- 
bara, y  cegara  la  vista:  pero  con  todo  esto,  viendo  en  su  imaginación  lo  que 
no  veía,  ni  había  con  voz  levantada  comenzó  á  decir:  Aquel  caballero  que 
allí  ves,  de  las  armas  jaldes,  que  trae  en  el  escudo  un  león  coronado,  ren- 
dido á  los  pies  de  una  doncella,  es  el  valeroso  Laurcalco,  señor  de  la  puen- 
te de  Plata:  el  otro  de  las  armas  de  las  flores  de  oro,  que  trae  en  el  escudo 
tres  coronas  de  plata  en  campo  azul,  es  el  temido  Micocolembo,  gran  Du- 
que de  Quirocia:  el  otro  de  los  miembros  Giganteos,  está  á  su  derecha 
mano,  es  el  nunca  medroso  Brandabarbarán  de  Boliche,  señor  de  las  tres 
Arabias,  que  viene  armado  de  aquel  cuero  de  serpiente,  y  tiene  por  escudo 
una  puerta,  que  según  es  fama,  es  una  de  las  del  templo  que  derribó  San- 
són, cuando  con  su  muerte  se  vengó  de  sus  enemigos.  Pero  vuelve  los  ojos 
á  estotra  parte,  y  verás  delante,  y  enfrente  destotro  ejército,  al  siempre 
vencedor,  y  jamás  vencido.  Timonel  de  Carcaxona,  príncipe  de  la  nueva 
Vizcaya,  que  viene  armado  con  las  armas  partidas  á  cuarteles  azules,  ver- 
des, blancas,  y  amarillas,  y  trae  en  el  esciido  un  gato  de  oro  en  campo 
leonado,  con  una  letra  que  dice,  Min,  que  es  el  principio  del  nombre  de  su 
dama,  que  según  se  dice  es  la  sin  par  Miulina,  hija  del  Duque  Alfeñiquen 
del  Algarve.  El  otro  que  carga,  y  oprime  los  lomos  de  aquella  poderosa 
Alfana,  que  trae  las  armas  como  nieve  blancas,  y  el  escudo  blanco,  y  sin 
empresa  alguna,  es  un  caballero  novel  de  nación  Francés,  llamado  Pierres 
Papín,  señor  de  las  Baronías  de  Utrique:  el  otro  que  bate  las  lujadas  con 
los  herrados  caréanos  á  aquella  pintada,  y  ligera  cebra,  y  trae  las  armas  de 
los  veros  azules,  es  el  poderoso  Duque  de  Nerbia,  Espartafi lardo  del  Bos- 
que, que  trae  por  empresa  en  el  escudo  una  esparraguera,  con  una  letra  en 


—    200   — 

Castellano,  que  dice  así,  «Rastrea  mi  suerte».  Y  desta  manera  fué  nom- 
brando muchos  caballeros  del  uno,  y  del  otro  escuadrón  que  él  se  imagi- 
naba: y  á  todos  les  dio  sus  armas,  colores,  empresas,  y  motes  de  impron- 
80,  llevado  de  la  imaginación  de  su  nunca  vista  locura,  y  sin  parar  prosi- 
guió, diciendo:  A  este  escuadrón  frontero,  forman,  y  hacen  gentes  de 
diversas  naciones;  aquí  están  los  que  beben  las  dulces  aguas  del  famoso  xan- 
to,  los  Montuosos  que  pisan  los  Masílleos  campos:  los  que  criban  el  finísi- 
mo, y  menudo  oro  en  la  felice  Arabia:  los  que  gozan  las  famosas,  y  frescas 
riberas  del  claro  Termodonte:  los  que  sangran  por  muchas,  y  diversas  vías 
al  dorado  Pactólo:  los  Numidas  dudosos  en  sus  promesas:  los  Persas  en 
arcos,  y  flechas  famosos:  los  Partos,  los  Medos,  que  pelean  huyendo:  los 
Árabes  de  mudables  casas:  los  Citas  tan  crueles  como  blancos:  los  Etiopes 
de  horadados  labios,  y  otras  infinitas  naciones,  cuyos  rostros  conozco  y  veo, 
aunque  de  los  nombres  no  me  acuerdo.  Eu  estotro  escuadrón  vienen  los  que 
beben  las  corrientes  cristalinas  del  olivífero  Betis,  los  que  tersan,  y  pulen 
sus  rostros  con  el  licor  del  siempre  rico,  y  dorado  Tajo:  los  que  gozan  las 
provechosas  aguas  del  divino  Genil:  los  que  pisan  los  Tartesios  campos  de 
pastos  abundantes:  los  que  se  alegran  en  los  elíseos  Xerezanos  prados:  los 
Manchegos  ricos,  y  coronados  de  rubias  espigas:  los  de  hierro  vestidos,  re- 
liquias antiguas  de  la  sangre  Goda:  los  que  en  Pisuerga  se  bañan,  famoso 
por  la  mansedumbre  de  su  corriente,  los  que  su  ganado  apacientan  en  las 
extendidas  dehesas  del  tortuoso  Guadiana,  celebrado  por  su  escondido  cur- 
so: los  que  tiemblan  con  el  frío  del  silboso  Pirineo,  y  con  los  blancos  copos 
del  levantado  Apenino.  Finalmente,  cuantos  la  Europa  en  sí  contiene  y  en- 
cierra. Válgame  Dios,  y  cuántas  provincias  dijo,  cuántas  naciones  nombró, 
dándole  á  cada  una  con  maravillosa  presteza  los  atributos  que  le  pertene- 
cían, todo  absorto,  y  empapado  en  lo  que  había  leído  en  sus  libros  menti- 
rosos! Estaba  Sancho  Panza  colgado  de  sus  palabras  sin  hablar  ninguna,  y 
de  cuando  en  cuando  volvía  la  cabeza  á  ver  si  veía  los  Caballeros,  y  Gigan- 
tes que  su  amo  nombraba:  y  como  no  descubría  ninguno,  le  dijo:  Señor  en- 
comiendo al  diablo  hombre  ni  Gigante,  ni  caballero  de  cuantos  vuestra 
merced  dice,  parece  por  todo  esto  al  menos  yo  no  los  veo,  quizá  todo  debe 
ser  encantamiento,  como  las  fantasmas  de  anoche.  Cómo  dices  eso,  respon- 
dió don  Quixote?  No  oyes  el  relincho  de  los  caballos,  el  tocar  de  los  clari- 
nes, el  ruido  de  los  atambores?  No  oigo  otra  cosa,  respondió  Sancho,  sino 
muchos  balidos  de  ovejas  y  carneros:  y  así  era  la  verdad,  porque  ya  llega- 
ban cerca  los  dos  rebaños.  El  miedo  que  tienes,  dijo  don  Quixote,  te  hace 
Sancho  que  ni  veas,  ni  oigas  á  derechas.  Porque  uno  de  los  efectos  del 


—   201   — 

miedo  es,  turbar  los  sentidos,  y  hacer  que  las  cosas  no  parezcan  lo  que 
son:  y  si  es  que  tanto  temes,  retírate  á  una  xiarte,  (1)  y  déjame  solo, 
que  sólo  basto  á  dar  la  victoria  á  la  parte  á  quien  yo  diere  mi  ayuda:  y 
diciendo  esto,  puso  las  espuelas  á  Rocinante,  y  puesta  la  lanza  en  el  ris- 
tre, bajó  la  costezuela  como  un  rayo.  Dióle  voces  Sancho,  diciéndole:  Vuél- 
vase vuestra  merced  señor  don  Qnixote,  que  voto  á  Dios  que  son  carne- 
ros, y  ©vejas  las  que  va  á  embestir.  Vuélvase,  desdichado  del  padre  que 
me  engendró,  qué  locura  es  ésta?  Mire  que  no  hay  Gigante,  ni  caballero 
alguno,  ni  gatos,  ni  armas,  ni  escudos  partidos,  ni  enteros;  ni  veros  azules, 
ni  endiablados:  qué  es  lo  que  hace  pecador  yo  soy  á  Dios?  Ni  por  esas  vol- 
vió don  Quixote,  antes  en  altas  voces  iba  diciendo:  Ea  caballeros,  los  que 
seguís,  y  militáis  debajo  de  las  banderas  del  valeroso  Emperador  Pentapo- 
lín  del  arremangado  brazo,  seguidme  todos,  veréis  cuan  fácilmente  le  doy 
Tenganza  de  su  enemigo  Alifanfarón  de  la  Trapobana.  Esto  diciendo  se  en 
tro  por  medio  del  escuadrón  de  las  ovejas,  y  comenzó  á  alancearlas  con 
tanto  coraje,  y  denuedo,  como  si  de  veras  alanceara  á  sus  mortales  enemi- 
gos. Los  pastores,  y  ganaderos,  que  con  la  manada  venían,  dábanle  voces, 
que  no  hiciese  aquello,  pero  viendo  que  no  aprovechaban,  desciñéronse  las 
hondas,  y  comenzaron  á  saludarle  los  oídos,  con  piedras  como  el  puño.  Don 
Quixote  no  se  curaba  de  las  piedras,  antes  discurriendo  á  todas  partes  de- 
cía. Adonde  estás  soberbio  Alifanfarón,  vente  á  mí,  que  un  caballero  sólo 
soy,  que  desea  de  sólo  á  sólo  probar  tus  fuerzas,  y  quitarte  la  vida,  en  pena 
de  la  que  das  al  valeroso  Pentapolín  Garamanta.  Llegó  en  esto  una  pela- 
dilla de  arroyo,  y  dándole  en  un  lado  le  sepultó  dos  costillas  en  el  cuer- 
po. Viéndose  tan  maltrecho,  creyó  sin  duda  que  estaba  muerto,  ó  mal 
herido:  y  acordándose  de  su  licor,  sacó  su  alcuza,  y  piisosela  á  la  boca,  y 
comenzó  á  echar  licor  en  el  estómago:  mas  antes  que  acabase  de  envasar  lo 
que  á  él  le  parecía  bastante,  llegó  otra  almendra,  y  dióle  en  la  mano,  y  en 
la  alcuza  tan  de  lleno,  que  se  la  hizo  pedazos,  llevándole  de  camino  tres  ó 
cuatro  dientes,  y  muelas  de  la  boca,  y  machacándole  malamente  dos  dedos 
d©  la  mano.  Tal  fué  el  golpe  primero,  y  tal  el  segundo,  que  le  fué  forzoso 
al  pobre  caballero,  dar  consigo  del  caballo  abajo.  Llegáronse  á  él  los  pas- 
tores, y  creyeron  que  le  habían  muerto.  Y  así  con  mucha  priesa  recogieron 
su  ganado,  y  cargaron  de  las  reses  muertas,  que  pasaban  de  siete,  y  sin 
averiguar  otra  cosa  se  fueron.  Estábase  todo  este  tiempo  Sancho  sobre  la 


(1)    Haro  86  retiró  á  Alarcos. 


—    202    — 

cuesta,  mirando  las  locuras  que  bu  amo  hacía,  y  arrancábase  las  barbas, 
maldiciendo  la  hora,  y  el  punto  en  que  la  fortuna  se  le  había  dado  á  cono* 
oer.  Viéndole  pues  caído  en  el  suelo,  y  que  ya  los  pastores  se  habían  ido' 
bajó  de  la  cuesta,  y  llegóse  á  él,  y  hallóle  de  muy  mal  arte,  aunque  no  ha- 
bía perdido  el  sentido,  y  díjole:  No  le  decía  yo,  señor  don  Quixote,  que  se 
volviese,  que  los  que  iba  á  acometer  no  eran  ejércitos,  sino  manadas  de 
carneros.  Como  eso  puede  desaparecer,  y  contrahacer,  aquel  ladrón  del  sa- 
bio mi  enemigo.  Sábete  Sancho  que  es  muy  fácil  cosa  á  los  tales,  hacernos 
parecer  lo  que  quieren,  y  este  Maglimo  que  me  persigue,  envidioso  de  la 
gloria  que  vio  que  yo  había  de  alcanzar  desta  batalla,  ha  vuelto  los  escua- 
drones de  enemigos  en  manadas  de  ovejas.  Si  no  haz  una  cosa  Sancho,  por 
mi  vida,  porque  te  desengañes  y  veas  ser  verdad  lo  que  te  digo,  sube  en  tu 
asno,  y  sigúelos  bonitamente,  y  verás  como  en  alejándose  de  aquí  algún 
poco,  se  vuelven  en  su  ser  primero,  y  dejando  de  ser  carneros,  son  hombres 
hechos  y  derechos,  como  yo  te  los  pinté  primero.  Pero  no  vayas  ahora,  que 
he  menester  tu  favor,  y  ayuda:  llégate  á  mí,  y  mira  cuantas  muelas,  y 
dientes  me  faltan,  que  me  parece  que  no  me  ha  quedado  ninguno  en  la 
boca.  Llegóse  Sancho  tan  cerca,  que  casi  le  metía  los  ojos  en  la  boca,  y 
fué  á  tiempo  que  ya  había  obrado  el  bálsamo  en  el  estómago  de  don  Qui- 
xote, y  al  tiempo  que  Sancho  llegó  á  mirarle  la  boca,  arrojó  de  sí  más  re- 
cio que  una  escopeta  cuanto  dentro  tenía,  y  dio  con  todo  ello  en  las  barbas 
del  compasivo  escudero.  Santa  María,  (1)  dijo  Sancho,  y  qué  es  esto  que  me 
ha  sucedido,  sin  duda  este  pecador  está  herido  de  muerte,  pues  vomita  san- 
gre por  la  boca.  Pero  reparando  un  poco  más  en  ello,  echó  de  ver  en  el  color, 
sabor,  y  olor,  que  no  era  sangre,  sino  el  bálsamo  de  la  alcuza,  que  él  le  había 
visto  beber:  y  fué  tanto  el  asco  que  tomó,  que  revolviéndosele  el  estómago, 
vomitó  las  tripas  sobre  su  mismo  señor,  y  quedaron  entrambos  como  de 
perlas.  Acudió  Sancho  á  su  asno  para  sacar  de  las  alforjas  con  que  limpiar- 
se, y  con  que  curar  á  su  amo,  y  como  no  las  halló,  estuvo  á  punto  de  perder 
el  juicio:  maldijese  de  nuevo,  y  propuso  en  su  corazón,  de  dejar  á  su  amo,  y 
volverse  á  su  tierra,  aunque  perdiese  el  salario  de  lo  servido,  y  las  esperanzas 
del  gobierno  de  la  prometida  ínsula.  Levantóse  en  esto  don  Quixote,  y  pues- 
ta la  mano  izquierda  en  la  boca,  porque  no  se  le  acabasen  de  salir  los  dien- 
tes, asió  con  la  otra  las  riendas  de  Bocinante,  que  nunca  se  había  movido 
de  junto  á  su  amo  (tal  era  de  leal,  y  bien  acondicionado)  y  fuese  adonde  su 


(1)    De  Alarcos,  y  se  completa  la  exclamación. 


—  203  — 

escudero  estaba,  de  pechos  sobre  su  asno,  con  la  mano  en  la  mejilla,  en 
guisa  de  hombre  pensativo  además.  Y  viéndole  don  Quixote  de  aquella  ma- 
nera, con  muestras  de  tanta  tristeza,  le  dijo:  Sábete  Sancho,  que  no  es  un 
hombre  más  que  otro,  sino  hace  más  que  otro.  Todas  estas  borrascas  que 
nos  suceden,  son  señales  de  que  pronto  ha  de  serenar  el  tiempo,  5^  han  de 
sucedemos  bien  las  cosas,  porque  no  es  posible,  que  el  mal,  ni  el  bien  sean 
durables,  y  de  aquí  se  sigue,  que  habiendo  durado  mucho  el  mal,  el  bien 
está  ya  cerca.  Asi  que  no  debes  acongojarte,  por  las  desgracias  que  á  mí 
me  suceden,  pues  á  tí  no  te  cabe  parte  en  ellas.  Cómo  no,  respondió  San- 
cho: por  ventura  el  que  ayer  mantearon,  era  otro  que  el  hijo  de  mi  padre? 
Y  las  alforjas  que  hoy  me  faltan  con  todas  mis  alhajas,  son  de  otro  que 
del  mismo?  Que  te  faltan  las  alforjas  Sancho,  düo  don  Quixote?  Sí  que 
me  faltan,  respondió  Sancho.  De  ese  modo  no  tenemos  que  comer  hoy,  re- 
plicó don  Quixote.  Eso  fuera,  respondió  Sancho,  cuando  faltaran  por  estos 
prados  las  yerbas  que  vuestra  merced  dice  que  conoce,  con  que  suelen  su- 
plir semejantes  faltas  los  tan  malaventurados  caballeros  andantes  como 
vuestra  merced  es.  Con  todo  eso,  respondió  don  Quixote,  tomara  yo  ahora 
más  bien  un  cuartal  de  pan,  ó  una  hogaza,  y  dos  cabezas  de  sardinas  aren- 
ques, que  cuantas  yerbas  describe  Dioscórides,  aunque  fuera  el  ilustrada 
por  el  Doctor  Laguna.  Mas  con  todo  esto  sube  en  tu  jumento  Sancho  el 
bueno,  y  vente  tras  de  mí,  que  Dios  que  es  proveedor  de  todas  las  cosas, 
no  nos  ha  de  faltar:  y  más  andando  tan  en  su  servicio,  como  andamos,  pues 
no  falta  á  los  mosquitos  del  aire,  ni  á  los  gusanillos  de  la  tierra,  ni  á  los 
renacuajos  del  agua.  Y  es  tan  piadoso,  que  hace  salir  su  Sol,  sobre  los  bue- 
nos, y  los  malos,  y  llueve  sobre  los  injustos,  y  justos.  Más  bueno  era  vues- 
tra merced,  dijo  Sancho,  para  predicador,  que  para  caballero  andante.  De 
todo  sabían,  y  han  de  saber  los  caballeros  andantes  Sancho,  dijo  don  Qui- 
xote, porque  caballero  andante  hubo  en  los  pasados  siglos,  que  así  se  para- 
ba á  hacer  un  sermón,  ó  plática  en  mitad  de  un  campo  real,  como  si  fuera 
graduado  por  la  Universidad  de  París:  (1)  de  donde  se  infiere,  que  nunca  la 
lanza  embotó  la  pluma,  ni  la  pluma  la  lanza.  Ahora  bien,  sea  así  como 
vuestra  merced  dice,  respondió  Sancho,  vamos  ahora  de  aquí,  y  procure- 
mos donde  alojar  esta  noche,  y  quiera  Dios  que  sea  en  parte  donde  no  haya 
mantas,  ni  manteadores,  ni  fantasmas,  ni  Moros  encantados,  que  si  los 
hay,  daré  al  diablo  el  hato,  y  el  garabato.  Pídeselo  tú  á  Dios  hijo,  dijo  don 


(1)    Arzobispo  Don  Rodrigo. 


—   204    — 

Quixote,  y  guía  tú  por  donde  quisieres,  que  esta  vez  quiero  dejar  á  tu  elec- 
ción el  alojarnos:  pero  dame  acá  la  mano,  y  tiéntame  con  el  dedo,  y  mira 
bien  cuantos  dientes,  y  muelas  me  faltan  deste  lado  derecho,  de  la  quijada 
alta,  que  allí  siento  el  dolor.  Metió  Sancho  los  dedos,  y  estándole  tentando, 
le  dijo:  Cuántas  muelas  solía  vuestra  merced  tened  en  esta  parte?  Cuatro, 
respondió  don  Quixote,  fuera  de  la  cordal,  todas  enteras,  y  muy  sanas. 
Mire  vuestra  merced  bien  lo  que  dice,  respondió  Sancho.  Digo  cuatro, 
sino  eran  cinco,  respondió  don  Quixote,  porque  en  toda  mi  vida  me  han 
sacado  diente  ni  muela  de  la  boca,  ni  se  me  ha  caldo,  ni  comido  de  negui- 
jón, ni  de  reuma  alguna.  Pues  en  esta  parte  de  abajo,  dijo  Sancho,  no  tie- 
ne vuestra  merced  más  de  dos  muelas,  y  media:  y  en  la  de  arriba,  ni  me- 
dia, ni  ninguna,  que  toda  está  rasa  como  la  palma  de  la  mano.  Sin  ventura 
yo,  dijo  don  Quixote,  oyendo  las  tristes  nuevas  que  su  escudero  le  daba, 
que  más  quisiera  que  me  hubieran  derribado  un  brazo,  como  no  fuera  el 
de  la  espada.  Porque  te  hago  saber  Sancho,  que  la  boca  sin  muelas  es  como 
molino  sin  piedra,  y  en  mucho  más  se  ha  de  estimar  un  diente,  que  un 
diamante.  Mas  á  todo  esto  estamos  sujetos  los  que  profesamos  la  estrecha 
orden  de  la  caballería:  sube  amigo,  y  guía,  que  yo  te  seguiré  al  paso  que 
quisieres.  Hízolo  asi  Sancho,  y  encaminóse  hacia  donde  le  pareció  que  po- 
día hallar  acogimiento,  sin  salir  del  camino  real,  que  por  allí  iba  muy  se- 
guido. Yéndose  pues  poco  á  poco,  porque  el  dolor  de  las  quijadas  de  don 
Quixote  no  le  dejaba  sosegar,  ni  atender  á  darse  priesa,  quiso  Sancho  en- 
tretenerle, y  divertirle,  diciéndole  alguna  cosa,  y  entre  otras  que  le  dijo, 
fué,  lo  que  se  dirá  en  el  capitulo  siguiente.  (1) 


(1)    Habrás  observado,  lector,  que  «ni  una  sola  vez»  se  le  ha  escapado 
á  Sancho  «su  mercé»,  siempre  dice,  vuestrm  merced. 


—   305 


CAPITULO  XIX 

De  las  discretas  razones  que  Sancho  pasaba  con  su 
amo,  y  de  la  aventura  que  le  sucedió  con  un  cuer- 
po muerto:  con  oíros  acontecinaáentos  famosos. 

Parécerae  señor  mío,  que  todas  estas  desventuras  que  estos  días  nos 
han  sucedido,  sin  duda  alguna  han  sido  pena  del  pecado  cometido  x)or 
vuestra  merced  contra  la  orden  de  su  caballería,  no  habiendo  cumplido  el 
juramento  que  hizo,  de  no  comer  pan  á  manteles,  ni  con  la  Keina  folgar, 
con  todo  aquello  que  á  esto  se  sigue,  y  vuestra  merced  juró  de  cumplir, 
hasta  quitar  aquel  almete  de  Malandrino,  ó  como  se  llama  el  moro,  que  no 
me  acuerdo  bien,  (1)  Tienes  mucha  razón  Sancho,  dijo  don  Quixote.  Mas 
para  decirte  verdad,  ello  se  me  había  pasado  de  la  memoria:  y  también 
puedes  tener  por  cierto,  que  por  la  culpa  de  no  habérmelo  tú  acordado  en 
tiempo,  te  sucedió  aquello  de  la  manta:  ]pero  yo  haré  la  enmienda,  que 
modos  hay  de  composición  en  la  orden  de  caballería  para  todo.  Pues  juré 
yo  algo  por  dicha,  respondió  Sancho?  No  importa  que  no  hayas  jurado, 
dijo  don  Quixote,  basta  que  yo  entiendo  que  de  participantes  no  estás 
muy  seguro:  y  por  sí,  ó  por  no,  no  será  malo  proveernos  de  remedio.  Pues 
si  ello  es  así,  dijo  Sancho,  mire  vues1;i'a  merced  no  se  le  torne  á  olvidar 
esto,  como  lo  del  juramento,  quizá  les  volverá  la  gana  á  las  fantasmas,  de 
solazarse  otra  vez  conmigo,  y  aun  con  vuestra  merced  si  le  ven  tan  perti- 
naz. En  estas,  y  otras  pláticas,  les  tomó  la  noche  en  mitad  del  camino,  sin 
tener,  ni  descubrir  donde  aquella  noche  se  recogiesen:  y  lo  que  no  había 
de  bueno  en  ello,  era,  que  perecían  de  hambre,  que  con  la  falta  de  las  al- 
forjas, les  faltó  toda  la  despensa,  y  matalotaje.  Y  para  acabar  de  confirmar 
esta  desgracia,  les  sucedió  una  aventura,  que  sin  artificio  alguno,  verdade- 


(1)  Aún,  entre  la  gente  rústica  de  aquellos  lugares  para  la  cual  es 
cosa  sagrada  la  tradición  (que  llegó  hasta  mí),  la  derrota  que  en  Alarcos 
sufrió  Alfonso  VIII  fué  debida  á  que  se  hallaba  en  pecado  mortal;  esto 
68,  que  por  estar  amancebado  con  una  judía  tenía  abandonados  sus  debe- 
res conyugales,  y  Dios  lo  castigó. 


—    206  — 

ramente  lo  parecía.  (1)  Y  fué,  que  la  noche  cerró  con  alguna  obscuridad, 
pero  con  todo  esto  caminaban,  creyendo  Sancho,  que  pues  aquel  camino 
era  Real,  á  una,  ó  dos  leguas,  de  buena  razón  hallaría  en  él  alguna  venta. 
Yendo  pues  desta  manera,  la  noche  obscura,  el  escudero  hambriento,  y  el 
amo  con  gana  de  comer,  vieron  que  por  el  mismo  camino  que  iban,  venían 
hacia  ellos  gran  multitud  de  lumbres,  que  no  parecían  sino  estrellas  que 
se  movían.  Pasmóse  Sancho  en  viéndolas,  y  don  Quixote  no  las  tuvo  todas 
consigo:  tiró  el  uno  del  cabestro  á  su  asno,  y  el  otro  de  las  riendas  á  su 
Bocino,  y  estuvieron  quedos,  mirando  atentamente  lo  que  podía  ser  aque- 
llo, y  vieron  que  las  lumbres  se  iban  acercando  á  ellos,  y  mientras  más  se 
llegaban,  mayores  parecían.  A  cuya  vista  Sancho  comenzó  á  temblar  como 
un  azogado,  y  los  cabellos  de  la  cabeza  se  le  erizaron  á  don  Quixote.  El 
cual  animándose  un  poco,  dijo:  Esta  sin  duda  Sancho  debe  de  ser  grandí- 
sima, y  peligrosísima  aventura,  donde  será  necesario  que  yo  muestre  todo 
mi  valor  y  esfuerzo.  Desdichado  de  mí,  respondió  Sancho,  si  acaso  esta 
aventura  fuese  de  fantasmas,  como  me  lo  va  pareciendo,  adonde  habrá 
costillas  que  la  sufran?  Por  más  fantasmas  que  sean,  dijo  don  Quixote,  no 
consentiré  yo,  que  te  toquen  en  el  pelo  de  la  ropa:  que  si  la  otra  vez  se 


(1)  En  la  presente  aventura,  que  sin  artificio  alguno,  verdader ámenle  lo 
parecía,  todo  es  fantasmagórico. 

Tina  ó  dos  leguas  de  buena  razón llevarían  andadas,  y  además,  man- 

chegas. 

Sancho  comenzó  á  temblar  como  un  azogado dirige  las  señales  al  Valle, 

Río  y  Aldea  de  Valdeazogues,  pero  no  es  verdad;  á  sus  pies  y  en  corto 
perímetro,  se  conservan  aún  empaquetados  en  aquellos  archivos  los  cuer- 
pos del  delito. 

Navarrete  aplica  á  esta  aventura  la  leyenda  de  la  traslación  del  cadá- 
ver de  San  Juan  de  la  Cruz  en  el  año  1593,  desde  Ubeda  á  Segovia;  y 
Clemencín  arguye  con  una  de  laa  de  cajón:  que  todos  los  qiie  toman  ó  respi- 
ran el  azogue  se  ponen  trémulos.  Hay  que  confesar  que  es  verdad,  y,  que  los 
chiquillos  de  la  región^  lo  saben  ¡también!.  Pero  lo  mejor  será  poner  las 
cosas  en  su  punto,  que  ya  es  hora. 

Cervantes  hiro  ascender  á  Don  Quixote  y  á  Sancho  por  la  Sierra  á  un 
peñón  aislado  y  escarpado  de  1160  metros  de  altura,  y  como  el  buenazo 
de  Sancho  era  tan  medrosico,  al  verse  en  aquella  eminencia  se  echó  á 
temblar;  la  cosa  más  natural  del  mundo. 

Pero  no  es  eso:  En  su  larga  caminata  por  aquellos  andurriales  llegaron 
á  Rio  Frió,  y  al  vadearlo  con  todo  género  de  precauciones  (probablemen- 
te estaría  seco,  pero  no  importa),  presumiendo  sentir  una  mojadura  ho- 
rrible y  dando  diente  con  diente,  prorrumpieron  el  tan  sabido  como  ejer- 
citado ¡aaaaaaaaal 

Siguieron  por  entre  breñales,  y  fué  tan  espantoso  el  sobresalto  que  les 


—   207    — 

burlaron  contigo,  fué  porque  no  pude  yo  saltar  las  paredes  del  corral,  pero 
ahora  estamos  en  campo  raso,  donde  podré  yo  como  quisiere  esgrimir  la 
espada.  Y  si  le  encantan  y  entumecen,  como  la  otra  vez  lo  hicieron,  dije» 
Sancho,  qué  aprovechará  estar  en  campo  abierto,  ó  no?  Con  todo  eso,  re- 
plicó don  Quísote,  te  ruego  Sancho,  que  tengas  buen  ánimo,  que  la  expe- 
riencia te  dará  á  entender  el  que  yo  tengo.  Sí  tendré,  sí  á  Dios  place,  res- 
pondió Sancho,  y  apartándose  los  dos  á  un  lado  del  camino,  tornaron  á 
mirar  atentamente,  lo  que  aquello  de  aquellas  lumbres  que  caminaban  po- 
día ser:  y  de  allí  á  muy  poco  descubrieron  muchos  encamisados,  cuya 
temerosa  visión  de  todo  pur.to  remató  el  ánimo  de  Sancho  Panza,  el  cual 
comenzó  á  dar  diente  con  diente,  como  quien  tiene  frío  de  cuartana:  y 
creció  más  el  batir,  y  dentellear,  cuando  distintamente  vieron  lo  que  era, 
porque  descubrieron  hasta  veinte  encamisados,  todos  á  caballo,  con  sus 
hachas  encendidas  en  la  mano:  detrás  de  los  cuales  venía  una  litera,  cu- 
bierta de  luto,  á  la  cual  seguían  otros  seis  de  á  caballo,  enlutados  hasta  los 
pies  de  las  muías,  que  bien  vieron  que  no  eran  caballos  en  el  sosiego  con 
que  caminaban.  Iban  los  encamisados  murmurando  entre  sí,  con  una  voz 


causó  encontrarse  con  el  Arroyo  del  Muerto,  que,  sin  darse  cuenta,  excla- 
maron: ¡eeeeeeeeel 

Huyendo  despavoridos  de  lugares  tan  siniestros  subieron  á  Punta  Re- 
bollera,  y  ateridos  por  las  corrientes  de  aquella  atmósfera,  parece  que  se 
les  oye  la  destemplada  estridencia  ¡iiiiiiüil 

Desde  la  cumbre,  divisaron  una  serie  de  cerros  chiquitos  que  se  ex- 
tienden al  S.  de  Sierra  Morena,  en  tierras  de  Jaén,  que  se  mueven  mucho, 
conocidos  por  Las  Tembladeras;  y  esta  sorpresa,  en  un  tris  estuvo  que  no 
les  costase  muy  cara,  porque  motivó  un  ¡oooooooool,  que  á  poco  más  se 
caen. 

Pero  la  chuscada  mayor  que  jugó  Hamete  á  loa  inescudriñadores, 
consta  que  pasó  de  la  manera  siguiente:  Para  evitar  á  Don  Quixote  y  á 
Sancho  el  grave  contratiempo  que  podía  haberles  sobrevenido,  tanto  por 
la  impremeditada  subida,  como  por  la  peligrosa  bajada  de  un  peñón  cua- 
jado de  musgo,  les  ordenó  bajasen  pasitamente,  y  luego  que  lo  hubieron 
efectuado,  abrazados  como  un  solo  hombre,  rebosando  alegría rompie- 
ron el  silencio  sepulcral  de  tan  solitarios  parajes,  cantando  alabanzas  á 
las  divinidades  escondidas  (>n  aquellos  Bosques  sagrados,  dejando  percibir 
el  inimitable  ¡uuuuuuuuuy,  qué  miedo  hemos  pasado! 

De  donde  podrás  colegir,  y  sacar  en  limpio,  lector,  que  esto  no  tiene 
relación  con  lo  de  San  Juan  déla  Cruz,  más  que  en  apariencia;  y,  que  para 
comprender  á  Cervantes,  se  hace  preciso  aprender  el  a,  e,  i,  o,  u,  que  pro- 
nuncian en  aquella  bendita  tierra  con  tanta  gracia,  conservando  intacta 
la  originalísima  rusticidad  do  los  tiempos  de  Plinio.  No  importa  omitir  si 
fué  el  viejo  ó  el  joven;  es  igual. 

(Véase  el  gráfico  en  la  página  siguiente.) 


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baja,  y  compasiva.  Esta  extraña  visión  á  tales  horas,  y  en  tal  despoblado, 
bien  bastaba  para  poner  miedo  en  el  corazón  de  Sancho,  y  aun  en  el  de  su 
amo:  y  así  fuera  en  cuanto  á  don  Quixote,  que  ya  Sancho  había  dado  al 
traste  con  todo  su  esfuerzo.  Lo  contrario  le  avino  á  su  amo,  al  cual  en 
aquel  punto  se  le  presentó  en  su  imaginación  al  vivo,  que  aquella  era 
una  de  las  aventuras  de  sus  libros.  Figurósele,  que  la  litera  eran  andas 
donde  debía  de  ir  algún  malherido,  ó  muerto  caballero,  cuya  venganza  á  él 
sólo  estaba  reservada:  y  sin  hacer  otro  discurso  enristró  su  lanzón,  púsose 
bien  en  la  silla,  y  con  gentil  brío,  y  continente  se  puso  en  la  mitad  del 
camino  por  donde  los  encamisados  forzosamente  habían  de  pasar;  y  cuando 
los  vio  cerca  alzó  la  voz,  y  dijo:  Deteneos  caballeros,  quienquiera  que 
seáis,  y  dadme  cuenta  de  quién  sois?  de  dónde  venís?  adonde  vais?  qué  es 
lo  que  en  esas  andas  lleváis?  que  según  las  muestras:  ó  vosotros  habéis 
hecho,  ó,  os  han  hecho  algún  desaguisado,  y  conviene,  y  es  menester  que 
yo  lo  sepa,  ó  bien  para  castigaros  del  mal  que  hicisteis,  ó  bien  para  ven- 
garos, del  tuerto  que  os  hicieron.  Vamos  de  priesa,  respondió  uno  de  los 
encamisados,  y  está  la  venta  lejos,  y  no  nos  podemos  detener  á  dar  tanta 
cuenta  como  pedís:  y  picando  la  muía  pasó  adelante.  Sintióse  desta  res- 
puesta grandemente  don  Quixote,  y  trabando  del  freno  dijo:  Deteneos,  y 
sed  más  bien  criado,  y  dadme  cuenta  de  lo  que  os  he  preguntado,  sino  con- 
migo sois  todos  en  batalla.  Era  la  muía  asombradiza,  y  al  tomarla  del  fre- 
no se  espantó  de  manera,  que  alzándose  en  los  pies  dio  con  su  dueño  por 
las  ancas  en  el  suelo.  Un  mozo  que  iba  á  pie,  viendo  caer  el  encamisado, 
comenzó  á  denostar  á  don  Quixote,  el  cual  ya  encolerizado,  sin  esperar  más, 
enristró  su  lanzón,  arremetió  á  uno  de  los  enlutados,  y  mal  herido  dio  con 
él  en  tierra:  y  revolviéndose  por  los  demás,  era  cosa  de  ver  con  la  presteza 
que  los  acometía,  y  desbarataba,  que  no  parecía  sino  que  en  aquel  instante 
le  habían  salido  alas  á  Rocinante,  según  andaba  de  ligero,  y  orgulloso. 
Todos  los  encamisados  eran  gente  medrosa,  y  sin  armas,  y  así  con  facilidad 
en  un  momento  dejaron  la  refriega,  y  comenzaron  á  correr  por  aquel  cam- 
po, con  las  hachas  encendidas,  que  no  parecían  sino  á  los  de  las  máscaras, 
que  en  noche  de  regocijo,  y  fiesta  corren.  Los  enlutados  asimismo  revuel- 
tos, y  envueltos  en  sus  faldamentos,  y  lobas,  no  se  podían  mover:  así  que 
muy  á  su  salvo  don  Quixote  los  apaleó  á  todos,  y  les  hizo  dejar  el  sitio 
mal  de  su  grado:  porque  todos  pensaron  que  aquel  no  era  hombre,  sino  dia- 
blo del  infierno  que  les  salía  á  quitar  el  cuerpo  muerto,  que  en  la  litera 
llevaban.  Todo  lo  miraba  Sancho,  admirado  del  ardimiento  de  su  señor,  y 
decía  entre  si:  Sin  duda  este  mi  amo  es  tan  valiente,  y  esforzado  como  él 


—    210   — 

dice.  Estaba  una  hacha  ardiendo  en  el  suelo,  junto  al  primero  que  derribó 
la  muía,  á  cuya  luz  le  pudo  ver  don  Quixote,  y  llegándose  á  él  le  puso  la 
punta  del  lanzón  en  el  rostro,  diciéndole,  que  se  rindiese,  sino  que  le  ma- 
taría. A  lo  cual  respondió  el  caído:  Harto  rendido  estoy,  pues  no  rae  puedo 
mover,  que  tengo  una  pierna  quebrada,  suplico  á  vuestra  merced,  si  es  ca- 
ballero Cristiano,  que  no  rae  raate,  que  coraeterá  un  gran  sacrilegio,  que 
soy  Licenciado,  y  tengo  las  primeras  órdenes.  Pues  quién  diablos  os  ha 
traído  aquí,  dijo  don  Quiíote,  siendo  hombre  de  Iglesia?  Quién  señor,  re- 
plicó el  caído,  rai  desventura.  Pues  otra  raayor  os  araenaza,  dijo  don  Qui- 
xote, sino  rae  satisfacéis  á  tedo  cuanto  primero  os  pregimte.  Con  facilidad 
será  vuestra  merced  satisfecho,  respondió  el  Licenciado,  y  así  sabrá  vues- 
tra merced,  que  aunque  antes  dije  que  yo  era  Licenciado,  no  soy  sino  Ba- 
chiller, y  llamóme  Alonso  López,  soy  natural  de  Alcobendas,  vengo  de  la 
ciudad  de  Baeza,  con  otros  once  Sacerdotes,  que  son  los  que  huyeron  con 
las  hachas:  vamos  á  la  ciudad  de  Segovia  acompañando  un  cuerpo  muerto 
que  va  en  aquella  litera,  que  es  de  un  caballero  que  murió  en  Baeza;  don- 
de fué  depositado,  y  ahora  (como  digo)  llevaraos  sus  huesos  á  su  sepultura. 
que  está  en  Segovia,  de  donde  es  natural.  Y  quién  le  mató?  preguntó  don 
Quixote.  Dios,  por  medio  de  unas  calenturas  pestilentes  que  le  dieron, 
respondió  el  Bachiller.  Desa  suerte,  dijo  don  Quixote,  quitado  me  ha  nues- 
tro Señor  del  trabajo  que  había  de  tomar  en  vengar  su  muerte,  si  otro 
alguno  le  hubiera  muerto:  pero  habiéndole  muerto  quien  lo  mató  no  hay 
sino  callar,  y  encoger  los  hombros,  porque  lo  mismo  hiciera  si  á  raí  mismo 
me  matara.  Y  quiero  que  sepa  vuestra  reverencia,  que  yo  soy  un  caballero 
de  la  Mancha,  llamado  don  Quixote,  y  es  mi  oficio  y  ejercicio,  andar  por 
el  mundo  enderezando  tuertos,  y  deshaciendo  agravios.  No  sé  cómo  pueda 
ser  eso  de  enderezar  tuertos,  dijo  el  Bachiller,  pues  á  mí  de  derecho  me 
habéis  vuelto  tuerto,  dejándome  una  pierna  quebrada,  la  cual  no~se  verá 
derecha  en  todos  los  días  de  su  vida:  y  el  agravio  que  en  mí  habéis  des- 
hecho, ha  sido  dejarme  agraviado  de  manera,  que  me  quedaré  agraviado 
para  siempre:  y  harta  desventura  ha  sido  topar  con  vos  que  vais  buscando 
aventuras.  No  todas  las  cosas,  respondió  don  Quixote,  suceden  de  un  mis- 
mo modo:  el  daño  estuvo,  señor  Bachiller  Alonso  López,  en  venir  corao 
veníais  de  noche,  vestidos  con  aquellas  sobrepellices,  con  las  hachas  encen- 
didas, rezando,  cubiertos  de  luto,  y  así  yo  no  pude  dejar  de  cumplir  con 
mi  obligación  acometiéndoos,  y  os  acometiera  aunque  verdaderamente  su 
piera  que  erais  los  mismos  Satanases  del  infierno,  que  por  tales  os  juzgué, 
y  tuve  siempre.  Ya  que  así  lo  ha  querido  mi  suerte,  dijo  el  Bachiller,  su- 


—    211    — 


plico  á  vuestra  merced  señor  caballero  andante  (que  tan  mala  andanza  rae 
ha  dado)  me  ayude  á  salir  de  debajo  desta  muía,  que  me  tiene  tomada  una 
pierna  entre  el  estribo,  y  la  silla.  Hablara  yo  mañana,  dijo  don  Quiíote,  y 
hasta  cuándo  aguardabais  á  decirme  vuestro  afán?  Dio  luego  voces  á  San- 
cho Panza,  que  viniese:  pero  él  no  se  curó  de  venir,  porque  andaba  ocu- 
pado desvalijando  una  acémila  de  repuesto,  que  traían  aquellos  buenos  se- 
ñores, bien  abastecida  de  cosas  de  comer.  Hizo  Sancho  costal  de  su  gabán, 
y  recogiendo  todo  lo  que  pudo  y  cupo  en  el  talego,  cargó  su  jumento,  y 
luego  acudió  á  las  voces  de  su  amo,  y  ayudó  á  sacar  al  señor  Bachiller,  de 
la  opresión  de  la  muía:  y  poniéndole  encima  della,  le  dio  la  hacha,  y  don 
Quixote  le  dijo,  que  siguiese  la  derrota  de  sus  compañeros,  á  quien  de  su 
parte  pidiese  perdón  del  agravio,  que  no  había  sido  en  su  mano  dejar  de 
haberle  hecho.  Dijole  también  Sancho:  Si  acaso  quisieren  saber  esos  seño 
res,  quién  ha  sido  el  valeroso  que  tales  los  puso,  diráles  vuestra  merced 
que  es  el  famoso  don  Quiíote  de  la  Mancha,  que  otro  nombre  se  llama 
El  caballero  de  la  triste  figura.  (1)  Con  esto  se  fué  el  Bachiller,  y  don 
Quixote  preguntó  á  Sancho,  que  qué  le  había  movido  á  llamarle  el  caba 
llero  de  la  triste  figura,  más  entonces  que  nunca?  Yo  se  lo  diré,  respondió 
Sancho,  porque  le  he  estado  mirando  un  rato  á  la  luz  de  acuella  hacha  que 
lleva  aquel  malandante,  y  verdaderamente  tiene  vuestra  merced  la  más 
mala  figura  de  poco  acá,  que  jamás  he  visto;  y  débelo  de  haber  causado, 
ó  ya  el  cansancio  deste  combate,  ó  ya  la  falta  de  las  muelas,  y  dientes.  No 
es  eso,  respondió  don  Quixote,  sino  que  el  sabio  á  cuyo  cargo  debe  de  estar 
el  escribir  la  historia  de  mis  hazañas,  le  habrá  parecido,  que  será  bien  que 
yo  tome  algiin  nombre  apelativo,  como  lo  tomaban  todos  los  caballeros 
pasados:  cual  se  llamaba  el  de  la  ardiente  Espada:  cual  el  del  Unicornio; 
aquel  el  de  las  Doncellas:  aqueste  el  del  ave  Fénix:  el  otro  el  caballero  del 
Grife:  estotro  el  de  la  muerte:  y  por  estos  nombres,  é  insignias  eran  cono- 
cidos por  toda  la  redondez  de  la  tierra.  Y  así  digo,  que  el  Sabio  ya  dicho, 
te  habrá  puesto  en  la  lengua,  y  en  el  pensamiento  ahora,  que  me  llamases 
el  caballero  de  la  triste  figura,  como  pienso  llamarme  desde  hoy  en  ade- 


(1)     que  es  el  famoso  don  Quixote  de  la  mancha.  —  ¿Qué  otro 

nombre  se  llama?  —  El  caballero  de  la  tríate  figura. 

Y  ep  igual,  á  El  caballero  de  la  tirte  áfugsir,  perfectamente  traducible 
á  El  caballero  de  la  Tirtc  á  fuera. 

Cuando  trate  de  EL  Buscapié  diré  algo  más  en  obsequio  á  los  que  nie- 
gan la  paternidad  cervantina.  ¡Yo  pondré  las  cosas  en  su  punto,  Adolfo 
de  Castro,  para  mayor  honra  tuya  y  gloria  de  los  crédulos! 


—    2J2 


Jante:  y  para  que  mejor  me  cuadre  tal  nombre,  determino  de  hacer  pintar, 
cuando  haya  lugar  en  mi  escudo,  una  muy  triste  figura  No  hay  para  qué 
señor  querer  gastar  tiempo,  y  dineros  en  hacer  esa  figura,  dijo  Sancho, 
sino  lo  que  se  ha  de  hacer  es,  que  vuestra  merced  descubra  la  suya,  y  dé 
rostro  á  los  que  le  miraren,  que  sin  más  ni  más,  y  sin  otra  imagen,  ni 
escudo  le  llamarán  el  de  la  triste  Figura:  y  créame  que  le  digo  verdad, 
porque  le  prometo  á  vuestra  merced  señor,  (y  esto  sea  dicho  ea  burlas)  que 
le  hace  tan  mala  cara  la  hambre,  y  la  falta  de  las  muelas,  que  como  yo 
tengo  dicho,  se  podrá  muy  bien  escusar  la  triste  pintura.  Rióse  don  Quixote 
del  donaire  de  Sancho,  pero  con  todo  propuso  de  llamarse  de  aquel  nombre, 
en  pudiendo  pintar  su  escudo,  ó  rodela,  como  había  imaginado,  y  dijole: 
Yo  entiendo  Sancho,  que  quedo  descomulgado,  por  haber  puesto  las  manos 
violentamente  en  cosa  sagrada,  Juxta  illud,  si  quis  suadente  diabolo,  d^. 
Aunque  se  bien  que  no  puse  las  manos,  sino  este  lanzón:  cuanto  más,  que 
yo  no  pensé  que  ofendía  á  Sacerdote,  ni  á  cosa  de  la  Iglesia,  á  quien  res- 
peto, y  adoro  como  á  Católico,  y  fiel  Cristiano  que  soy,  sino  á  fantasmas, 
y  á  vestiglos  del  otro  mundo.  Y  cuando  ello  así  fuese,  en  la  memoria  ten- 
go lo  que  le  pasó  al  Cid  Ruy  Díaz  cuando  quebró  la  silla  del  Embajador 
de  aquel  Rey,  delante  de  su  Santidad  del  Papa,  por  lo  cual  lo  descomulgó, 
y  anduvo  aquel  día  el  buen  Rodrigo  de  Vivar,  como  muy  honrado,  y  va- 
liente caballero.  En  oyendo  esto  el  Bachiller  se  fué,  como  queda  dicho,  sin 
replicarle  palabra.  Quisiera  don  Quixote  mirar,  si  el  cuerpo  que  venía  en 
la  litera  eran  huesos,  ó  no,  pero  no  lo  consintió  Sancho,  diciéndole:  Señor, 
vuestra  merced  ha  acabado  esta  peligrosa  aventura  lo  más  á  su  salvo,  de 
todas  las  que  yo  he  visto,  esta  gente  aunque  vencida,  y  desbaratada,  podría 
ser  que  cayese  en  la  cuenta,  de  que  los  venció  solo  una  persona,  y  corridos, 
y  avergonzados  desto,  volviesen  á  rehacerse,  y  á  buscarnos,  y  nos  diesen 
muy  bien  en  que  entender.  El  jumento  está  como  conviene,  la  montaña 
está  cerca,  la  hambre  carga,  no  hay  que  hacer  más,  sino  retirarnos  con 
gentil  compás  de  pies:  y  como  dicen,  vayase  el  muerto  á  la  sepultura,  y  el 
vivo  á  la  hogaza:  y  antecogiendo  su  asno,  rogó  á  su  señor  que  le  siguiese: 
el  cual  pareciéndole  que  Sancho  tenía  razón,  sin  volverle  á  replicar  le  si- 
guió. Y  á  poco  trecho  que  caminaban  por  entre  dos  montañuelas,  se  halla- 
ron en  un  espacioso,  y  escondido  valle,  donde  se  apearon,  y  Sancho  alivió 
el  jumento,  y  tendido  sobre  la  verde  yerba,  con  la  salsa  de  su  hambre, 
almorzaron,  comieron,  merendaron,  y  cenaron  á  un  mismo  punto,  satisfa- 
ciendo sus  estómagos  con  más  de  una  fiambrera  que  los  señores  clérigos 
del  difunto  (que  pocaí  veces  se  deja  mal  pasar)  en  la  acémila  de  su  repues- 


211,  — 

to  traían.  Más  sucedióles  otra  desgracia,  que  Sancho  la  tuvo  por  la  peor 
de  todas,  y  fué,  que  no  tenían  vino  que  beber,  ni  agua  que  llegar  á  la  boca, 
y  acosados  de  la  sed,  dijo  Sancho,  viendo  que  el  prado  donde  estaban: 
estaba  colmado  de  verde,  y  menuda  yerba,  lo  que  se  dirá  en  el  siguiente 
capítulo. 


—    214   — 


CAPITULO   XX 

De  la  jamás  vista,  ni  oída  aventura  que  con  más 
poco  peligro  fué  acabada  del  famoso  caballero  en 
el  mundo,  como  la  que  acabó  el  valeroso  don  Qui- 
xote  de  la  Mancha. 

No  es  posible  señor  mío,  sino  que  estas  yerbas  dan  testimonio  de  que 
por  aquí  cerca  debe  de  estar  alguna  fuente,  ó  arroyo,  que  estas  yerbas  hu- 
medece: 7  así  será  bien  que  vayamos  un  poco  más  adelante,  que  ya  topare- 
mos donde  podamos  mitigar  esta  terrible  sed  que  nos  fatiga,  que  sin  duda 
causa  mayor  pena  que  la  hambre.  Parecióle  bien  el  consejo  á  don  Quixote, 
y  tomando  de  la  rienda  á  Rocinante,  y  Sancho  del  cabestro  á  su  asno,  des- 
pués de  haber  puesto  sobre  él  los  relieves  que  de  la  cena  quedaron,  comen- 
zaron á  caminar  por  el  prado  arriba  á  tiento,  porque  la  obscuridad  de  la 
noche  no  les  dejaba  ver  cosa  alguna:  mas  no  hubieron  andado  doscientos 
pasos  cuando  llegó  á  sus  oídos  un  grande  ruido  de  agua,  como  que  de  al- 
gunos grandes,  y  levantados  riscos  se  despeñaba.  Alegróles  el  ruido  en  gran 
manera,  y  parándose  á  escuchar  hacia  qué  parte  sonaba,  oyeron  á  deshora 
otro  estruendo,  que  le  aguó  el  contento  del  agua,  especialmente  á  Sancho, 
que  naturalmente  era  medroso,  y  de  poco  ánimo.  Digo  que  oyeron  que  da- 
ban unos  golpes  á  compás,  con  un  cierto  crujir  de  hierros,  y  cadenas,  que 
acompañados  del  furioso  estruendo  del  agua,  pusieran  pavor  á  cualquier 
otro  corazón  que  no  fuera  el  de  don  Quixote.  Era  la  noche,  como  se  ha 
dicho,  obscura,  y  ellos  acertaron  á  entrar  entre  unos  árboles  altos,  cuyas 
hojas  movidas  del  blando  viento,  hacían  un  temeroso,  y  manso  ruido:  de 
manera  que  la  soledad,  el  sitio,  la  obscuridad,  el  ruido  del  agua,  con  el  su- 
surro de  las  hojas,  todo  causaba  horror,  y  espanto:  y  más  cuando  vieron, 
que  ni  los  golpes  cesaban,  ni  el  viento  dormía,  ni  la  mañana  llegaba:  aña- 
diendo á  todo  esto,  el  ignorar  el  lugar  donde  se  hallaban.  Pero  don  Quixo- 
te, acompañado  de  su  intrépido  corazón,  saltó  sobre  Rocinante,  y  embrazando 
su  rodela,  terció  su  lanzón,  y  dijo:  Sancho  amigo,  has  de  saber,  que  yo  nací 
por  querer  del  cielo  en  esta  nuestra  edad  de  hierro,  para  resucitar  en  ella 
la  de  oro,  ó  la  dorada,  como  suele  llamarse.  Yo  soy  aquel  para  quien  esta- 


—    215    - 

ban  guardados  los  peligros,  las  grandes  hazañas,  los  valerosos  hechos  Yo 
soy,  digo  otra  vez,  quien  ha  de  resucitar  los  de  la  tabla  redonda,  los  doce 
de  Francia,  y  los  nueve  de  la  íama,  y  el  que  ha  de  poner  en  olvido  los  Pla- 
tires,  los  Tablantes,  Olivantes,  y  Tirantes:  los  Febos,  y  Belianisis,  con  toda 
la  caterva  de  los  famosos  caballeros  andantes  del  pasado  tiempo,  haciendo 
en  este  en  que  me  hallo  tales  grandezas,  extrafiezas,  y  hechos  de  armas, 
que  obscurezcan  las  más  «laras  que  ni  ellos  hicieron.  Bien  notas  escudero 
fiel,  y  legal,  las  tinieblas  desta  noche,  su  extraño  silencio,  el  sordo  y  conftiso 
estruendo  destos  árboles,  el  temeroso  ruido  de  aquella  agua  en  cuya  busca 
venimos,  (jue  parece  que  se  despeña,  y  derrumba  desde  los  altos  montes 
de  la  luna,  y  aquel  incesable  golpear  que  nos  hiere,  y  lastima  los  oídos;  las 
cuales  cosas  todas  juntas,  y  cada  una  de  por  sí,  son  bastantes  á  infundir 
miedo,  temor,  y  espanto  en  el  pecho  del  mismo  Marte,  cuanto  más  en  aquel 
que  no  está  acostumbrado  á  semejantes  acontecimientos,  y  aventuras.  Pues 
todo  esto  que  yo  te  pinto,  son  incentivos,  y  despertadores  de  mi  ánimo, 
que  ya  hace  que  el  corazón  rae  reviente  en  el  pecho,  con  el  deseo  que  tiene 
de  acometer  esta  aventura,  por  más  dificultosa  que  se  muestra.  Así  que 
aprieta  un  poco  las  cinchas  á  Eocinante,  y  quédate  á  Dios,  y  espérame  aquí 
hasta  tres  días  no  más,  en  los  cuales  sino  volviere,  puedes  tú  volverte  á 
nuestra  aldea,  y  desde  allí,  por  hacerme  merced,  y  buena  obra,  irás  al  To- 
boso, donde  dirás  á  la  incomparable  señora  mía  Dulcinea,  que  su  cautivo 
caballero  murió,  por  acometer  cosas  que  le  hiciesen  digno  de  poder  llamarse 
suyo.  Cuando  Sancho  oyó  las  palabras  de  su  amo,  comenzó  á  llorar  con  la 
mayor  ternura  del  mundo,  y  á  decirle:  Señor,  yo  no  sé  por  qué  quiere  vuestra 
merced  acometer  esta  tan  temerosa  aventura:  ahora  es  de  noche,  aquí  no 
nos  ve  nadie,  bien  podemos  torcer  el  camino,  y  desviarnos  del  peligro,  aun- 
que no  bebamos  en  tres  días:  y  pues  no  hay  quien  nos  vea,  menos  habrá 
quien  nos  note  de  cobardes.  Cuanto  más,  que  yo  he  oído  muchas  veces  pre- 
dicar al  cura  de  nuestro  lugar  (que  vuestra  merced  muy  bien  conoce)  que 
quien  busca  el  peligro  perece  en  él:  así  que  no  es  bien  tentar  á  Dios,  acome- 
tiendo tan  desaforado  hecho,  donde  no  se  puede  escapar  sino  por  milagro:  y 
basta  los  que  ha  hecho  el  cielo  con  vuestra  merced,  en  librarle  de  ser  man- 
teado, como  yo  lo  fui,  y  en  sacarle  vencedor,  libre,  y  salvo  de  entre  tantos 
enemigos  como  acompañaban  al  difunto.  Y  cuando  todo  esto  no  mueva,  ni 
hablande  ese  duro  corazón,  muévale  el  pensar,  y  creer,  que  apenas  se  habrá 
vuestra  merced  apartado  de  aquí,  cuando  yo  de  miedo  dé  mi  ánima  á  quien 
quisiere  llevarla.  Yo  salí  de  mi  tierra,  y  dejé  hijos,  y  mujer,  por  venir  á 
servir  á  vuestra  merced,  creyendo  valer  más,  y  no  menos;  pero  como  la  co- 


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dicia  rompe  el  saco,  á  mi  me  ha  rasgado  mis  esperanzas,  pues  cuaudo  más 
vivas  las  tenía  de  alcanzar  aquella  negra,  y  malhadada  ínsula,  que  tantas 
veces  vuestra  merced  me  ha  prometido,  veo  que  en  pago,  y  trueco  della, 
me  quiere  ahora  dejar  en  un  lugar  apartado  del  trato  humano.  Por  un  solo 
Dios,  señor  mío,  que  no  se  me  haga  tal  desaguisado:  y  ya  que  del  todo  no 
quiera  vuestra  merced  desistir  de  acometer  este  hecho,  dilátelo,  al  menos 
hasta  la  mañana,  que  á  lo  que  á  mí  me  muestra  la  ciencia  que  aprendí, 
cuando  era  pastor,  no  debe  haber  desde  aquí  al  alba  tres  horas:  porque  la 
boca  de  la  bocina  está  encima  de  la  cabeza,  y  hace  la  media  noche  en  la 
línea  del  brazo  izquierdo.  Cómo  puedes  tú  Sancho,  dijo  don  Quixote,  ver 
donde  hace  esa  línea,  ni  donde  está  esa  boca,  ó  ese  colodrillo  que  dices,  si 
hace  la  noche  tan  obscura,  que  no  aparece  en  todo  el  cielo  estrella  alguna? 
Así  es,  dijo  Sancho,  pero  tiene  el  miedo  muchos  ojos,  y  ve  las  cosas  debajo 
de  tierra,  cuanto  más  encima  en  el  cielo,  puesto  que  por  buen  discurso  bien 
se  puede  entender  que  hay  poco  de  aquí  al  día.  Falte  lo  que  faltare,  res- 
pondió Don  Quixote,  que  no  se  ha  de  decir  por  mí  ahora,  ni  en  ningún 
tiempo,  que  lágrimas,  y  ruegos  me  apartaron  de  hacer  lo  que  debía  á  estilo 
de  caballero:  y  así  te  ruego  Sancho,  que  calles,  que  Dios  que  me  ha  puesto 
en  corazón  de  acometer  ahora  esta  tan  no  vista,  y  tan  temerosa  aventura, 
tendrá  cuidado  de  mirar  por  mi  salud,  y  de  consolar  tu  tristeza.  Lo  que  has 
de  hacer,  es,  apretar  bien  las  cintas  á  Rocinante,  y  quedarte  aquí,  que  yo 
daré  la  vuelta  presto,  ó  vivo,  ó  muerto.  Viendo  pues  Sancho  la  última  re- 
solución de  su  amo,  y  cuan  poco  valían  con  él  sus  lágrimas,  consejos,  y 
ruegos,  determinó  de  aprovecharse  de  su  industria,  y  hacerle  esperar  hasta 
el  día  si  pudiese:  y  así  cuando  apretaba  las  cinchas  al  caballo,  bonitamen- 
te, y  sin  ser  sentido  ató  con  el  cabestro  de  su  amo,  ambos  pies  á  Rocinan- 
te, de  manera  que  cuando  don  Quixote  se  quiso  partir  no  pudo,  porque  el 
caballo  no  se  podía  mover  sino  á  saltos.  Viendo  Sancho  Panza  el  buen  su- 
ceso de  su  embuste,  dijo:  Ea  señor,  que  el  cielo  conmovido  de  mis  lágri- 
mas, y  plegarias,  ha  ordenado  que  no  se  pueda  mover  Rocinante,  y  si  vos 
queréis  porfiar,  y  espolear,  y  darle,  será  enojar  á  la  Fortuna,  y  dar  coces 
(como  dicen)  contra  el  aguijón.  Desesperábase  con  esto  don  Quixote,  y  por 
más  que  ponía  las  piernas  al  caballo,  menos  le  podía  mover:  y  sin  caer  en 
la  cuenta  de  la  ligadura,  tuvo  por  bien  de  sosegarse,  y  esperar,  ó  á  que 
amaneciese,  ó  á  que  Rocinante  se  menease,  creyendo  sin  duda,  que  aquello 
venía  de  otra  parte  que  de  la  industria  de  Sancho,  y  así  le  dijo:  Pues  así 
es  Sancho,  que  Rocinante  no  puede  moverse,  yo  soy  contento  de  esperar  á 
que  ría  el  alba,  aunque  yo  llore  lo  que  ella  tardare  en  venir.  No  hay  que 


—   217   - 

llorar,  dijo  Sancho,  que  yo  entretendré  á  vuestra  merced,  contando  cuentos 
desde  aquí  al  día,  si  ya  no  es  que  se  quiere  apear,  y  echarse  á  dormir  un 
poco,  sobre  la  verde  yerba,  á  uso  de  caballeros  andantes,  para  hallarse  más 
descansado  cuando  llegue  el  día,  y  punto  de  acometer  esta  tan  desemejable 
aventura  que  le  espera.  A  qué  llamas  apear,  ó  á  qué  dormir,  dijo  don  Quixo- 
te?  Soy  yo  por  ventura  de  aquellos  caballeros  que  toman  reposo  en  los  peli- 
gros? Duerme  tú  que  nacistes  para  dormir,  ó  haz  lo  que  quisieres,  que  yo  haré 
lo  que  viere  que  más  conviene  con  mi  pretensión.  No  se  enoje  vuestra  merced 
señor  mío,  respondió  Sancho,  que  no  lo  dije  por  tanto:  y  llegándose  á  él,  puso 
la  una  mano  en  el  arzón  delantero,  y  el  otro  en  el  otro,  de  modo  que  quedó 
abrazado  con  el  muslo  izquierdo  de  su  amo,  sin  osarse  apartar  del  un  dedo: 
tal  era  el  miedo  que  tenía  á  los  golpes,  que  todavía  alternativamente  son  <? 
ban.  Díjole  don  Quixote,  que  contase  algún  cuento  para  entretenerle,  como 
se  lo  había  prometido:  á  lo  que  Sancho  dijo,  que  sí  hiciera,  si  le  dejara  el 
temor  de  lo  que  oía,  pero  con  todo  eso  yo  me  esforzaré  á  decir  una  histo- 
ria, que  si  la  acierto  á  contar,  y  no  me  van  á  la  mano,  es  la  mejor  de  las 
historias:  y  estéme  vuestra  merced  atento,  que  ya  comienzo.  Erase  que  se 
era,  el  bien  que  viniere  para  todos  sea,  y  el  mal  para  quien  lo  fuere  á  bus- 
car. Y  advierta  vuestra  merced,  señor  mío,  que  el  principio  que  los  anti- 
guos dieron  á  sus  consejas,  no  fué  así  como  se  quiera,  que  fué  una  senten- 
cia de  Catón  Zonzorino  Romano,  que  dice.  Y  el  mal  para  quien  le  fuere  á 
buscar,  que  viene  aquí  como  anillo  al  dedo,  para  que  vuestra  merced  se 
esté  quedo,  y  no  vaya  á  buscar  el  mal  á  ninguna  parte,  sino  que  nos  volva- 
mos por  otro  camino,  pues  nadie  nos  fuerza  á  que  sigamos  éste,  donde  tan- 
tos miedos  nos  sobresaltan.  Sigue  tu  cuento  Sancho,  dijo  don  Quixote,  y 
del  camino  que  hemos  de  seguir,  déjame  á  mí  el  cuidado.  Digo  pues,  pro- 
siguió Sancho,  que  en  un  lugar  de  Extremadura  había  un  pastor  cabrerizo, 
quiero  decir,  que  guardaba  cabras,  el  cual  pastor,  ó  cabrerizo,  como  digo 
de  mi  cuento,  se  llamaba  Lope  Ruiz,  y  este  Lope  Ruiz,  andaba  enamorado 
de  una  pastora  que  se  llamaba  Torralva,  la  cual  pastora  llamada  Torralva, 
era  hija  de  un  ganadero  rico,  y  este  ganadero  rico...  Si  desa  manera  cuen- 
tas tu  cuento,  dijo  don  Quixote,  repitiendo  dos  veces  lo  que  vas  diciendo, 
no  acabarás  en  dos  días:  dilo  seguidamente,  y  cuéntalo  como  hombre  de 
entendimiento,  y  sino  no  digas  nada.  De  la  misma  manera  que  yo  lo  cuen- 
to, respondió  Sancho,  se  cuentan  en  mi  tierra  todas  las  consejas,  y  yo  no 
sé  contarlo  de  otra,  ni  es  bien  que  vuestra  merced  me  pida  que  haga  usos 
nuevos.  Di  como  quisieres,  respondió  don  Quixote,  que  pues  la  suerte  quie- 
re que  no  pueda  djare  de  escucharte,  prosigue.  Así,  que  señor  mío  de  mi 


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ánima,  prosiguió  Sancho,  que  como  ya  tengo  dicho,  este  pastor  estaba  ena- 
morado de  Torralva  la  pastora,  que  era  una  moza  rolliza,  zahareña,  v  tira- 
ba algo  á  hombruna,  porque  tenía  unos  pocos  bigotes,  que  parece  que 
ahora  la  veo.  Luego  conocístela  tú,  dijo  don  Quiíote?  No  la  conocí  yo,  res 
pondió  Sancho,  pero  quien  me  contó  este  cuento,  me  dijo,  que  era  tan 
cierto  y  verdadero,  que  podía  bien  cuando  lo  contase  á  otro,  afirmar  y  ju- 
rar, que  lo  había  visto  todo.  Así,  que  yendo  días,  y  viniendo  días,  el  diablo 
que  no  duerme,  y  que  todo  lo  añasca,  hizo  de  manera,  que  el  amor  que  el 
pastor  tenía  á  la  pastora,  se  volviese  en  omecillo,  y  mala  voluntad,  y  la 
causa  fué,  según  malas  lenguas,  una  cierta  cantidad  de  celillos  que  ella  le 
dio,  tales,  que  pasaban  de  la  raya,  y  llegaban  á  lo  vedado,  y  fué  tanto  lo 
que  el  pastor  la  aborreció  de  allí  adelante,  que  por  no  verla,  se  quiso  ausen- 
tar de  aquella  tierra,  é  irse  donde  sus  ojos  no  la  viesen  jamás.  La  Torralva 
que  se  vio  desdeñada  de  Lope,  luego  le  quiso  bien,  más  que  nunca  le  había 
querido.  Esa  es  natural  condición  de  mujeres,  dijo  don  Quiíote,  desdeñar 
á  quien  las  quiere,  y  amar  á  quien  las  aborrece,  pasa  adelante  Sancho.  Su- 
cedió, dijo  Sancho,  que  el  pastor  puso  por  obra  su  determinación,  y  ante- 
cogiendo sus  cabras  se  encaminó  por  los  campos  de  Extremadura,  para  pa- 
sarse á  los  Keinos  de  Portugal.  La  Torralva  que  lo  supo  su  fué  tras  él,  y 
seguíale  á  pie,  y  descalza  desde  lejos,  con  un  bordón  en  la  mano,  y  con 
unas  alforjas  al  cuello,  donde  llevaba  (según  es  fama)  un  pedazo  de  espejo, 
y  otro  de  un  peine,  y  no  sé  qué  botecillo  de  mudas  para  la  cara:  mas  lle- 
vase lo  que  llevase,  que  yo  no  me  quiero  meter  ahora  en  averiguarlo.  Sólo 
diré  que  dicen,  que  el  pastor  llegó  con  su  ganado  á  pasar  el  río  Guadiana, 
y  en  aquella  sazón  iba  crecido,  y  casi  fuera  de  madre:  y  por  la  parte  que 
llegó  no  había  barca,  ni  barco,  ni  quien  le  pasase  á  él,  ni  á  su  ganado  de 
la  otra  parte,  de  lo  que  se  acongojó  mucho,  porque  veía  que  la  Torralva 
venía  ya  muy  cerca,  y  le  había  de  dar  mucha  pesadumbre  con  sus  ruegos, 
y  lágrimas:  mas  tanto  anduvo  mirando,  que  vio  un  pescador  que  tenía  jun- 
to á  sí  un  barco  tan  pequeño,  que  solamente  podían  caber  en  él  una  per- 
sona, y  una  cabra:  y  con  todo  esto  le  habló,  y  concertó  con  él,  que  le  pasase 
á  él,  y  á  trescientas  cabras  que  llevaba.  Entró  el  pescador  en  el  barco,  y 
pasó  una  cabra,  volvió  y  pasó  otra,  tornó  á  volver  y  tornó  á  pasar  otra. 
Tenga  vuestra  merced  cuenta  con  las  cabras  que  el  pescador  va  pasando, 
porque  si  se  pierde  una  de  la  memoria,  se  acabará  el  cuento,  y  no  será  po- 
sible contar  más  palabra  del.  Sigo  pues,  y  digo,  que  el  desembarcadero  de 
la  otra  parte,  estaba  lleno  de  cieno,  y  resbaloso,  y  tardaba  el  pescador  mu- 
cho tiempo  en  ir,  y  volver.  Con  todo  esto,  volvió  por  otra  cabra,  y  otra,  y 


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otra.  Haz  cuenta  que  las  pasó  todas,  dijo  don  Quixote,  no  andes  yendo  y 
viniendo  desa  manera,  que  no  acabarás  de  pasarlas  en  un  afio.  Cuántas  han 
pasado  hasta  ahora,  dijo  Sancho?  Yo  qué  diablos  sé,  respondió  don  Quixo- 
te. He  ahí  lo  que  yo  dije,  que  tuviese  buena  cuenta.  Pues  por  Dios  que  se 
ha  acabado  el  cuento,  que  no  hay  pasar  adelante.  Cómo  puede  ser  eso,  res- 
pondió don  Quixote?  Tan  de  esencia  de  la  historia  es,  saber  las  cabras  que 
han  pasado  por  extenso,  que  si  se  yerra  una  del  número,  no  puedes  seguir 
adelante  con  la  historia?  No  señor,  en  ninguna  manera,  respondió  Sancho, 
porque  así  como  yo  pregunté  á  vuestra  merced,  que  me  dijese  cuantas  ca- 
bras habían  pasado,  y  me  respondió  que  no  sabía,  en  aquel  mismo  instante 
se  me  fué  á  mí  de  la  memoria  cuanto  me  quedaba  por  decir,  y  á  fé  que  era 
de  mucha  virtud  y  contento.  De  modo,  dijo  don  Quixote,  que  ya  la  histo- 
ria es  acabada?  Tan  acabada  es  como  mi  madre,  dijo  Sancho.  Dígote  de 
verdad,  respondió  don  Quixote,  que  tú  has  contado  una  de  las  nuevas  con- 
sejas, cuento,  ó  historia,  que  nadie  pudo  pensar  en  el  mundo,  y  que  tal 
modo  de  contarla,  ni  dejarla,  jamás  se  podrá  ver,  ni  habrá  visto  en  toda  la 
vida,  aunque  no  esperaba  yo  otra  cosa  de  tu  buen  discurso,  mas  no  me  ma- 
ravillo, pues  quizá  estos  golpes  que  no  cesan,  te  deben  de  tener  turbado  el 
entendimiento.  Todo  puede  ser,  respondió  Sancho,  mas  yo  sé  que  en  lo  de 
mi  cuento,  no  hay  más  que  decir,  que  allí  se  acaba,  do  comienza  el  yerro 
de  la  cuenta  del  pasaje  de  las  cabras.  Acabe  norabuena  donde  quisiere,  dijo 
don  Quixote,  y  veamos  si  se  puede  mover  Bocinante.  Tornóle  á  poner  las 
piernas,  y  él  tornó  á  dar  saltes  y  estarse  quedo,  tanto  estaba  de  bien  atado- 
En  esto  parece  ser,  ó  que  el  frío  de  la  mañana  que  ya  venía,  ó  que  Sancho 
hubiese  cenado  algunas  cosas  lenitivas,  ó  que  fuese  cosa  natural  (que  es  lo 
que  más  se  debe  creer)  á  él  le  vino  en  voluntad,  y  deseo  de  hacer  lo  que 
otro  no  pudiera  hacer  por  él.  Mas  era  tanto  el  miedo  que  había  entrado  en 
su  corazón,  que  no  osaba  apartarse  un  negro  de  uña  de  su  amo.  Pues  pen- 
sar de  no  hacer  lo  que  tenía  gana,  tampoco  era  posible,  y  así  lo  que  hizo 
por  bien  de  paz,  fué  soltar  la  mano  derecha,  que  tenía  asida  al  arzón  tra- 
sero, con  la  cual  bonitamente,  y  sin  rumor  alguno,  se  soltó  la  lazada  corre- 
diza, con  que  los  calzones  se  sostenían,  sin  ayuda  de  otra  alguna,  y  en  qui- 
tándosela dieron  luego  abajo,  y  se  le  quedaron  como  grillos:  tras  esto  alzó 
la  camisa  lo  mejor  que  pudo,  y  echó  al  aire  entrambas  posaderas,  (que  no 
eran  muy  pequeñas).  Hecho  esto  (que  él  pensó  que  era  lo  más  que  ttínía 
que  hacer,  para  salir  de  aquel  terrible  aprieto,  y  angustia)  le  sobrevino 
otra  mayor,  que  fué,  que  le  pareció  que  no  podía  mudarse,  sin  hacer  estré- 
pito, y  ruido,  y  comenzó  á  apretar  los  dientes,  y  á  encoger  ios  hombros. 


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recogiendo  en  sí  el  aliento  todo  cuanto  podía.  Pero  con  todas  estas  diligen- 
cias, fué  tan  desdichado,  que  al  cabo  al  cabo,  vino  á  hacer  un  poco  de  rui- 
do, bien  diferente  de  aquel  que  á  él  le  ponía  tanto  miedo.  Oyólo  don  Quixo- 
te,  y  dijo:  Qué  rumor  es  ese  Sancho?  No  sé  señor,  respondió  él,  alguna 
cosa  nueva  debe  de  ser,  que  las  aventuras,  y  desventuras,  nunca  comienzan 
por  poco.  Tornó  otra  vez  á  probar  ventura,  y  sucedióle  tan  bien,  que  sin  más 
ruido,  ni  alboroto  que  el  pasado,  se  halló  libre  de  la  carga  que  tanta  pesa- 
dumbre le  había  dado.  Mas  como  don  Quiíote  tenía  el  sentido  del  olfato, 
tan  vivo  como  el  de  los  oídos,  y  Sancho  estaba  tan  junto,  y  cosido  con  él, 
que  casi  por  línea  recta  subían  los  vapores  hacia  arriba,  no  se  pudo  escu- 
sar,  de  que  algunos  no  llegasen  á  sus  narices:  y  apenas  hubieron  llegado, 
cuando  él  fué  al  socorro,  apretándolas  entre  los  dos  dedos,  y  con  tono  algo 
gangoso,  dijo:  Paréceme  Sancho,  que  tienes  mucho  miedo?  Sí  tengo,  res- 
pondió Sancho,  mas  en  qué  lo  echa  de  ver  vuestra  merced  ahora  más  que 
nunca?  En  que  ahora  más  que  nunca  hueles,  y  no  á  ámbar,  respondió  don 
Quixote.  Bien  podrá  ser,  dijo  Sancho,  más  yo  no  tengo  la  culpa,  sino  vues- 
tra merced,  que  me  trae  á  deshoras,  y  por  estos  no  acostumbrados  pasos. 
Ketírate  tres,  ó  cuatro  allá  amigo,  dijo  don  Quixote  (todo  esto  sin  quitarse 
las  dedos  de  las  narices)  y  desde  aquí  adelante  ten  más  cuenta  con  tu  per- 
sona, y  con  lo  que  debes  á  la  mía,  que  la  mucha  conversación  que  tengo, 
contigo,  ha  engendrado  este  menosprecio.  Apostaré,  replicó  Sancho,  que 
piensa  vuestra  merced,  que  yo  he  hecho  de  mi  persona  alguna  cosa  que  no 
deba.  Peor  es  meneallo  amigo  Sancho,  respondió  don  Quixote.  En  estos 
coloquios,  y  otros  semejantes,  pasaron  la  noche,  amo  y  mozo.  Mas  viendo 
Sancho  que  á  más  andar  se  venía  la  mañana,  con  mucho  tiento  desligó  á 
Rocinante,  y  se  ató  los  calzones.  Como  Rocinante  se  vio  libre  (aunque  él 
de  suyo  no  <íra  nada  brioso)  parece  que  se  resintió,  y  comenzó  á  dar  mano- 
tadas, porque  corbetas  (con  perdón  suyo)  no  las  sabía  hacer.  Viendo  pues 
don  Quixote,  que  ya  Rocinante  se  movía,  lo  tuvo  á  buena  señal,  y  creyó 
que  lo  era,  de  que  acometiese  aquella  temerosa  aventura.  Acabó  en  esto 
de  descubrirse  el  alba,  y  de  parecer  distintamente  las  cosas,  y  vio  don  Qui- 
xote, que  estaba  entre  unos  árboles  altos,  que  eran  castaños,  que  hacen  la 
sombra  muy  oscura:  sintió  también  que  el  golpear  no  cesaba,  pero  no  vio 
quien  lo  podía  causar.  Y  así  sin  más  detenerse,  hizo  sentir  las  espuelas  á 
Rocinante,  y  tornando  á  despedirse  de  Sancho,  le  mandó  que  allí  le  aguar- 
dase tres  días,  á  lo  más  largo  (como  ya  otra  vez  se  lo  había  dicho)  y  que  si 
al  cabo  dellos  no  hubiese  vuelto  tuviese  por  cierto,  qse  Dios  había  sido  ser- 
vido, de  que  en  aquella  peligrosa  aventura  se  le  acabasen  sus  días.  Tornóle 


—    221    — 


á  referir  el  recado  y  embajada,  que  había  de  llevar  de  su  parte  á  su  señora 
Dulcinea,  y  que  en  lo  que  tocaba  á  la  paga  de  sus  servicios,  no  tuviese 
pena,  porque  él  había  dejado  hecho  testamento,  antes  que  saliera  de  su 
lugar,  donde  sf  hallaría  gratificado  de  todo  lo  tocante  á  su  salario,  rata  por 
cantidad  del  tiempo  que  hubiese  servido.  Pero  que  si  Dios  le  sacaba  de 
aquel  peligro,  sano,  y  salvo,  y  sin  cautela,  se  podía  tener  por  muy  más  que 
cierta  la  prometida  ínsula.  De  nuevo  tornó  á  llorar  Sancho,  oyendo  de 
nuevo  las  lastimeras  razones  de  su  buen  señor,  y  determinó  de  no  dejarle, 
hasta  el  último  tránsito,  y  fin  de  aquel  negocio.  Destas  lágrimas,  y  deter- 
minación tan  honrada  de  Sancho  Panza,  saca  el  autor  desta  historia,  que 
debía  de  ser  bien  nacido,  y  por  lo  menos  Cristiano  viejo.  Cuyo  sentimiento 
enterneció  algo  á  su  amo,  pero  no  tanto  que  mostrase  flaqueza  alguna,  an- 
tes disimulando  lo  mejor  que  pudo,  comenzó  á  caminar  hacia  la  parte  por 
donde  le  pareció  que  el  ruido  del  agua,  y  del  golpear  venía.  Seguíale  San- 
cho á  pie,  llevando  como  tenía  de  costumbre,  del  cabestro  á  su  jumento, 
perpetuo  compañero  de  sus  prósperas,  y  adversas  fortunas.  Y  habiendo 
andado  una  buena  pieza  por  entre  aquellos  castaños,  y  árboles  sombríos, 
dieron  en  un  pradecillo  que  al  pie  de  unas  altas  peñas  se  hacía,  de  las  cua- 
les se  precipitaba  un  grandísimo  golpe  de  agua.  Al  pie  de  las  peñas  esta- 
ban unas  casas  mal  hechas,  que  más  parecían  ruinas  de  edificios,  que  casas, 
de  entre  las  cuales  advirtieron  que  salía  el  ruido,  y  estruendo  de  aquel 
golpear  (que  aún  no  cesaba).  Alborotóse  Bocinante  con  el  estruendo  del 
agua,  y  de  los  golpes:  y  sosegándole  don  Quixote,  se  fué  llegando  poco  á 
poco  á  las  casas,  encomendándose  de  todo  corazón  á  su  señora,  suplicán- 
dole que  en  aquella  temerosa  jornada,  y  empresa  le  favoreciese:  y  de  cami 
no  se  encomendaba  también  á  Dios,  que  no  le  olvidase.  No  se  le  quitaba 
Sancho  del  lado,  el  cual  alargaba  cuanto  podía  el  cuello,  y  la  vista  por  en- 
tre las  piernas  de  Rocinante,  por  ver  si  vería  ya,  lo  que  tan  suspenso,  y 
medroso  le  tenía.  Otros  cien  pasos  serían  los  que  anduvieron,  cuando  al 
doblar  de  una  punta,  apareció  descubierta,  y  patente  la  misma  causa,  sin 
que  pudiese  ser  otra,  de  aquel  horrísono,  y  para  ellos  espantable  ruido, 
que  tan  suspensos,  y  medrosos  toda  la  noche  los  había  tenido.  Y  eran  (si 
no  lo  has,  ó  lector,  por  pesadumbre,  y  enojo)  seis  mazos  de  batán,  qué 
eon  sus  alternativos  golpes  aquel  estruendo  formaban.  (1)  Cuando  don 


(1)  Por  haberse  hablado  ya  de  muchos  molinos,  entre  ellos  el  del 
« Batán  >,  parece  como  que  huele  á  rancio  este  asunto,  pero  ofrece  la  no- 
vedad de  desarrollarse  á  gran  distancia  y  en  paraje  distinto. 

Tiene  por  teatro  el  sitio  en  que  por  desnivel  del  terreno  ee  produce 


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Quixote  vio  lo  que  era,  enmudeció,  y  pasmóse  de  arriba  abajo.  Miróle  San- 
cho, y  vio  que  tenía  la  cabeza  inclinada  sobre  el  pecho,  con  muestras  de 
estar  corrido.  Miró  también  don  Quixote  á  Sancho,  y  viole  que  tenía  los  ca- 
rrillos hinchados,  y  la  boca  llena  de  risa,  con  evidentes  señales  de  querer 
reventar  con  ella:  y  no  pudo  su  melancolía  tanto  con  él,  que  á  la  vista  de 
Sancho,  pudiese  dejar  de  reírse,  y  como  vio  Sancho  que  su  amo  había  co- 
menzado, soltó  la  presa  de  manera,  que  tuvo  necesidad  de  apretarse  las  ija- 
das con  los  puños,  por  no  reventar  riendo.  Cuatro  veces  sosegó,  y  otras  tan- 
tas volvió  á  su  risa  con  el  mismo  ímpetu  que  primero:  de  lo  cual  ya  se  daba 
al  diablo  don  Quixote:  y  más  cuando  le  oyó  decir,  como  por  modo  de  fisga: 
Has  de  saber,  ó  Sancho  amigo,  que  yo  nací  por  querer  del  cielo  en  esta 
nuestra  edad  de  hierro,  para  resucitar  en  ella  la  dorada,  ó  de  oro.  Yo  soy 
aquel  para  quien  están  guardados  los  peligros,  las  hazañas  grandes,  los  va- 
lerosos hechos.  Y  por  aquí  fué  repitiendo  todas,  ó  las  más  razones  que  don 
Quixote  dijo  la  vez  primera  que  oyeron  los  temerosos  golpes.  Viendo  pues 
don  Quixote,  que  Sancho  hacía  burla  del,  se  corrió,  y  enojó  en  tanta  ma- 
nera, que  alzó  el  lanzón  y  le  asentó  dos  palos,  tales,  que  si  como  los  recibió 
en  las  espaldas,  los  recibiera  en  la  cabeza,  quedara  libre  de  pagarle  el  sa- 
lario, sino  fuera  á  sus  herederos.  Viendo  Sancho  que  sacaba  tan  malas  ve- 
ras de  sus  burlas,  con  temor  de  que  su  amo  no  pasase  adelante  en  ellas, 
con  mucha  humildad  le  dijo:  Sosiégúese  vuestra  merced,  que  por  Dios  que 
me  burlo:  Pues  porque  os  burláis,  no  me  burlo  yo,  respondió  don  Quixote. 
Venid  acá  señor  alegre,  pareceos  á  vos,  que  si  como  estos  fueron  mazos  de 


una  regular  cascada  en  el  Arroyo  ó  rio  de  los  Batanes,  antes  de  llegar  con 
sus  aguas  á  engrosar  el  Río  de  los  Molinos,  marcando  una  confusión  que 
desaparece  al  citar  á  Catón  Zonzorino  Ronuxno. 

Demasiado  sabía  él,  que  de  los  dos  Catones,  al  mayor,  para  distinguir- 
lo del  menor,  le  llamaban  Catón  el  Censor.  ¿Por  qué  verificó  la  mutación 
de  Censor  en  Zonzorino?  Aquí  tienes,  lector,  una  cuestión  de  magia  que 
ningún  nigromante  ha  resuelto;  pero  Hamete,  abusando  tal  vez  del  aje- 
treo cabalLstico  á  que  le  condujo  la  superstición,  dice  que  pronunciando 

las  Z.  Z.  como  S.  S.  ha  llegado  á  averiguar  que  —, — tiene  su  equi- 

o         -1       no-zonzon  ^ 

valencia  en  río  s»n  son. 

Y  aunque  supone  que  esta  niusiquita  te  habrá  iluminado  acerca  de  la 
verdadera  significación,  me  ruega  te  suplique,  que  hagas  el  favor  de  fijar- 
te en  lo  que  dijo  Don  Quixote  á  Sancho:  «Estoy  yo  obhgado  á  dicha 
(siendo  como  soy  caballero^  á  conocer,  y  distinguir  los  sones,  y  saber  cua- 
les son  de  batanes  ó  no? » 

(Véase  el  gráfico.) 


—    223 


-     224    — 

batán,  fueran  otra  peligrosa  aventura,  no  había  yo  mostrado  el  ánimo  que 
conrenía,  para  emprenderla,  y  acabarla?  Estoy  yo  obligado  á  dicha  (siendo 
como  soy  caballero)  á  conocer,  y  distinguir  los  sones,  y  saber  cuáles  son 
de  batanes,  ó  no?  Y  más  que  podría  ser  (como  es  verdad)  que  no  los  he  visto 
en  mi  vida,  como  vos  los  habréis  visto,  como  villano  ruin  que  sois,  criado, 
y  nacido  entre  ellos.  Si  no  haced  vos  que  estos  seis  mazos,  se  vuelvan  en 
seis  Jayanes,  y  echádmelos  á  las  barbas  uno  á  uno,  ó  todos  juntos,  y  cuan- 
do yo  no  diere  con  todos  patas  arriba,  haced  de  mí  la  burla  que  quisiereis. 
No  haya  más  señor  mío,  replicó  Sancho,  que  yo  confieso,  que  he  andado 
algo  risueño  en  demasía:  pero  dígame  vuestra  merced,  ahora  que  esta- 
mos en  paz,  así  Dios  le  saque  de  todas  las  aventuras  que  le  sucedie- 
ren, tan  sano,  y  salvo  como  le  ha  sacado  desta,  no  ha  sido  cosa  de  reír, 
y  lo  es  de  contar,  el  gran  miedo  que  hemos  tenido,  al  menos  el  que  yo 
tuve,  que  de  vuestra  meiced,  ya  yo  sé,  que  no  le  conoce,  ni  sabe  qué  es  te- 
mor, ni  espanto?  No  niego  yo,  respondió  don  Quixot«,  que  lo  que  nos  ha 
sucedido,  no  sea  cosa  digna  de  risa  pero  no  es  digna  de  contarse,  que  no 
son  todas  las  personas  tan  discretas,  que  sepan  poner  en  su  punto  las  co- 
sas. Al  menos,  respondió  Sancho,  supo  vuestra  merced  poner  en  su  punto 
el  lanzón,  apuntándome  á  la  cabeza,  y  dándome  en  las  espaldas:  gracias  á 
Dios,  y  á  la  diligencia  que  puse  en  ladearme.  Pero  vaya,  que  todo  saldrá 
en  la  colada,  que  yo  he  oído  decir:  Ese  te  quiere  bien,  que  te  hace  llorar: 
y  más  que  suelen  los  principales  señores,  tras  una  mala  palabra  que  dicen 
á  un  criado,  darle  luego  unas  calzas,  aunque  no  sé,  lo  que  le  suelen  dar 
tras  haberle  ¿lado  de  palos:  si  ya  no  es,  que  los  caballeros  andantes,  dan 
tras  palos  ínsulas,  ó  Keinos,  en  tierra  firme.  Tal  podría  correr  el  dado,  dijo 
don  Quiíote,  que  todo  lo  que  dices  viniese  á  ser  verdad:  y  perdona  lo  pa- 
sado, pues  eres  discreto,  y  sabes  que  los  primeros  movimientos  no  son  en 
mano  del  hombre:  y  está  advertido  de  aquí  adelante  en  una  cosa  (para  que 
te  abstengas,  y  reportes  en  el  hablar  demasiado  conmigo)  que  en  cuantos 
libros  de  caballerías  he  leído,  que  son  infinitos,  jamás  he  hallado  que  nin- 
gún escudero  hablase  tanto  con  su  señor,  como  tú  con  el  tuyo.  Y  en  ver- 
dad que  lo  tengo  á  gran  falta  tuya,  y  mía:  tuya,  en  que  me  estimas  en  poco: 
mía,  en  que  no  me  dejo  estimar  en  más.  Gí  que  Gandalín,  escudero  de  Ama- 
dís  de  Gaula,  Conde  fué  de  la  ínsula  firme.  Y  se  lee  del,  que  siempre  ha- 
blaba á  su  señor  con  la  gorra  en  la  mano,  inclinada  la  cabeza,  y  doblado  el 
cuerpo  (more  Turquesco).  Pues  qué  diremos  de  Gasabal,  escudero  de  don 
Galaor,  que  fué  tan  callado,  que  para  declararnos  la  excelencia  de  su  ma- 
ravilloso silencio,  sola  una  vez  se  nombra  su  nombre  en  toda  aquella  tan 


—    225   — 

grande  como  verdadera  historia.  De  todo  lo  que  he  dicho,  has  de  inferir 
Sancho,  que  es  menester  hacer  diferencia,  de  amo  á  mozo,  de  señor  á  cria- 
do, j  de  caballero,  á  escudero.  Asi  que  desde  hoy  en  adelante  nos  hemos 
de  tratar  con  más  respeto,  sin  darnos  cordelejo,  porque  de  cualquiera  ma- 
nera que  yo  rae  enoje  con  vos,  han  de  ser  mal  para  el  cántaro.  Las  merce- 
des, y  beneficios  que  yo  os  he  prometido,  llegarán  á  su  tiempo,  y  sino  lle- 
garen, el  salario  al  menos  no  se  ha  de  perder  (como  ya  os  he  dicho).  Está 
bien  cuanto  vuestra  merced  dice,  dijo  Sancho.  Pero  querría  yo  saber  (por 
si  acaso  no  llegase  el  tiempo  de  las  mercedes,  y  fuese  necesario  acudir  al 
de  los  salarios)  cuánto  ganaba  un  escudero  de  un  caballero  andante  en  aque- 
llos tiempos?  y  si  se  concertaban  por  meses,  ó  por  dias,  como  peones  de 
albañil?  No  creo  yo,  respondió  don  Quixote,  que  jamás  los  tales  escuderos 
estuvieron  á  salario,  sino  á  merced.  Y  si  yo  ahora  te  le  he  señalado  á  tí  en 
el  testamento  cerrado  que  dejé  en  mi  casa,  fué  por  lo  que  podía  suceder, 
que  aún  m  sé  cómo  prueba  en  estos  tan  calamitosos  tiempos  nuestros  la 
caballería,  y  no  querría  que  por  pocas  cosas  penase  mi  ánima  en  el  otro 
mundo.  Porque  quiero  que  sepas  Sancho,  que  en  él  no  hay  estado  más  pe- 
ligroso, que  el  de  los  aventureros.  Así  es  verdad,  dijo  Sancho,  pues  sólo  el 
ruido  de  los  mazos  de  un  batán,  pudo  alborotar,  y  desasosegar  el  corazón 
de  un  tan  valeroso  andante  aventurero,  como  es  vuestra  merced.  Mas  bien 
puede  estar  seguro,  que  de  aquí  adelante,  no  despliegue  mis  labios,  para 
hacer  donaire  de  las  cosas  de  vuestra  merced,  sino  fuere  para  honrarle  como 
á  mi  amo,  y  señor  natural.  Desa  manera,  replicó  don  Quixote,  vivirás  sobre 
la  haz  de  la  tierra,  porque  después  de  á  los  padres,  á  los  amos  se  ha  de 
respetar,  como  si  lo  fuesen. 


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—    236 


CAPITULO  XXI 

Que  trata  de  la  alta  aventura,  y  rica  ganancia  del 
yelmo  de  Mambrino,  con  otras  cosas  sucedidas  á 
nuestro  invencible  caballero. 

En  esto  comenzó  á  llover  un  poco,  y  quisiera  Sancho  que  se  entraran 
en  el  molino  de  los  batanes.  Mas  habíales  cobrado  tal  aborrecimiento  don 
Quixote  por  la  pasada  burla,  que  en  ninguna  manera  quiso  entrar  dentro: 
y  asi  torciendo  el  camino  á  la  derecha  mano  dieron  en  otro  como  el  que 
habían  llevado  el  día  de  antes.  De  allí  á  poco,  descubrió  don  Quixote  un 
hombre  á  caballo,  que  traía  en  la  cabeza  una  cosa  que  relumbraba,  como 
si  fuera  de  oro,  y  aun  él  apenas  le  hubo  visto,  cuando  se  volvió  á  Sancho, 
y  le  dijo:  Paréceme  Sancho,  que  no  hay  refrán  que  no  sea  verdadero,  por- 
que todos  son  sentencias  sacadas  de  la  misma  experiencia,  madre  de  las 
ciencias  todas:  especialmente  aquel  que  dice:  Donde  una  puerta  se  cierra, 
otra  se  abre.  Dígolo,  porque  si  anoche  nos  cerró  la  ventura  la  puerta  de  la 
que  buscábamos,  engañándonos  con  los  batanes,  ahora  nos  abre  de  par  en 
par  otra,  para  otra  mejor,  y  más  cierta  aventura,  que  si  yo  no  acertare  á 
entrar  por  ella,  mía  será  la  culpa,  sin  que  la  pueda  dar  á  la  poca  noticia  de 
batanes,  ni  á  la  oscuridad  de  la  noche.  Digo  esto,  porque  sino  me  engaño, 
hacia  nosotros  viene  uno,  que  trae  en  su  cabeza  puesto  el  yelmo  de  Mam- 
brino, sobre  que  yo  hice  el  juramento  que  sabes.  Mire  vuestra  merced 
bien  lo  que  dice,  y  mejor  lo  que  hace,  dijo  Sancho,  que  no  querría  que  fue- 
sen otros  batanes,  que  nos  acabasen  de  batanar,  y  aporrear  el  sentido.  Vál- 
gate el  diablo  por  hombre,  replicó  don  Quixote,  qué  va  de  yelmo  á  bata- 
nes? (1)  No  sé  nada,  respondió  Sancho,  mas  á  fe  que  si  yo  pudiera  hablar 


(1)    Símil  por  el  cual  nos  hace  pensar  aquel  gran  retórico  Cervant«s, 
valiéndose  de  la  brillantez  de  las  aguas  y  el  relumbrón  de  una  hacia  de 

azófar  heridas  por  los  rayos  solares que  no  debemos  ocuparnos  para 

nada  de  los  Batanes  aludidos  anteriormente.  Bien  claro  dice  que  bebieron 
del  agua  del  arroyo  de  los  batanes  svi  volver  la  cura  á  mirarlos,  y  yo  supon- 
go, que  así  como  el  agua  del  arroyo  del  Molino  del  Batán  no  estaría  bebi- 
ble, la  del  otro,  carente  de  fondo  fangoso  por  constituir  su  lecho  multitud 


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tanto  como  solía,  que  quizá  diera  tales  razones,  que  vuestra  merced  viera 
que  se  engañaba  en  lo  que  dice.  Cómo  me  puedo  engañar  en  lo  que  digo, 
traidor  escrupuloso,  dijo  don  Quixote?  Dime,  no  ves  aquel  caballero  que 
hacia  nosotros  viene,  sobre  un  caballo  rucio  rodado,  que  trae  puesto  en  la 
cabeza  un  yelmo  de  oro?  Lo  que  veo,  y  columbro,  respondió  Sancho,  no  es 
sino  un  hombre  sobre  un  asno  pardo,  como  el  mío,  que  trae  sobre  la  cabe- 
za una  cosa  que  relumbra.  Pues  ese  es  el  yelmo  de  Mambrino,  dijo  don 
Quixote,  apártate  á  una  parte,  y  déjame  con  él  á  solas,  verás  cuan  sin  ha- 
blar palabra,  por  ahorrar  del  tiempo,  concluyo  esta  aventura,  y  queda  por 
mío  el  yelmo  que  tanto  he  deseado.  Yo  me  tengo  en  cuidado  el  apartarme, 
replicó  Sancho:  mas  quiera  Dios,  torno  á  decir,  que  orégano  sea,  y  no  ba- 
tanes. Ya  os  he  dicho  hermano,  que  no  me  mentéis,  ni  por  pienso  más  eso 
de  los  batanes,  dijo  don  Quixote,  que  voto,  y  no  digo  más,  que  os  batanee 
el  alma.  Calló  Sancho,  con  temor  que  su  amo  no  cumpliese  el  voto,  que  le 
había  echado  redondo  como  una  bola.  Es  pues  el  caso,  que  el  yelmo,  y  el 

de  piedrecitas,  correría  cristalina  é  incitaría  á  apagar  la  sed  del  más  escru- 
puloí=o. 

Desdo  que  se  alejaron  los  protagonistas  del  arroyo  de  los  batanes,  an- 
duvieron vagando  al  azar,  hasta  que  la  buena  ventura  que  sus  pasos  guiaba 
los  proveyó  de  lo  necesario  á  mitigar  la  pesadumbre  de  don  Quixote  con 
harta  pena  de  Sancho. 

Los  lugares  que  veía,  colocados  en  cada  cabo  del  camino  por  donde 
vio  venir  al  caballero  del  yelmo,  eran,  y  son,  las  aldeas  de  El  Hoyo  y  del 
Tamaral  que,  acobardadas  por  su  insignificancia,  no  se  han  atrevido  á  sa- 
lir á  la  vergüenza  pública  luciendo  su  abolengo. 

El  Hoyo,  debe  su  nombre  á  la  situación  topográfica  que  ocupa  en  uno 
de  los  «Barrancos  de  Sierra  Morena»,  es  bastante  mayor  que  la  otra,  y  ya 
en  aquellos  tiempos  estaba  mejor  surtida  que  la  Solanilla  del  Tamaral, 
que  en  1865  constaba  de  Seis  casas,  y  con  los  caseríos  inmediatos  que  in- 
tegran el  censo  de  la  aldea  132  habitantes.  Esta  era  la  que  no  tenía  botica 
ni  barbero. 

Y  por  último,  la  fenomenal  batalla  que  permitió  á  don  Quixote  entrar 
en  posesión  de  la  rica  ganancia  del  yelmo  de  Mambrino,  se  dio  en  el  cruce 
del  camino  real  de  Andalucía,  con  el  que  lo  atraviesa  para  trasladarse 
desde  El  Hoyo  á  la  Solanilla,  ó  viceversa. 

Dice  tan  estupendo  como  mínimo  narrador,  que  allí  despojaron  la 
acémila;  de  las  sobras  del  real  (es  decir,  de  lo  que  supuso  desparramado 
como  consecuencia  de  la  cno  vista»  batalla)  almorzaron,  junto  al  arroyo 
llamado  rio  Frío,  en  su  confluencia  con  el  río  de  las  Fresnedas,  y  des- 
pués  volvieron  al  camino  real. 

Al  hablar  de  la  mitad  de  la  bacía  del  barbero  (que,  por  serlo,  tocaría 
la  guitarra),  agrega:  Yo  la  aderezaré  en  el  primer  lugar  donde  haya  herrero. 
Alusión  á  sitios  que  frecuentó,  conocidos  por  «Cañada  de  los  Herradores> 
y  «Cerro  de  la  Herradura».  (Véase  el  gráfico  de  la  página  siguiente.) 


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caballo,  y  el  caballero  que  don  Quixote  veía,  era  esto,  que  en  aquel  contor- 
no había  dos  lugares,  el  uno  tan  pequeño,  que  ni  tenía  botica,  ni  barbero, 
y  el  otro  que  estaba  junto  á  él,  sí,  y  así  el  barbero  del  mayor,  servía  al 
menor:  en  el  cual  tuvo  necesidad  un  enfermo  de  sangrarse,  y  otro  de  ha- 
cerse la  barba,  para  lo  cual  venía  el  barbero,  y  traía  una  bacía  de  azófar. 
Y  quiso  la  suerte,  que  al  tiempo  que  venía,  comenzó  á  llover,  y  porque  no 
se  le  manchase  el  sombrero,  que  debía  de  ser  nuevo,  se  puso  la  bacía  sobre 
la  cabeza,  y  como  estaba  limpia,  desde  media  legua  relumbraba.  Venía 
sobre  un  asno  pardo,  como  Sancho  dijo,  y  esta  fué  la  ocasión  que  á  don 
Quixote  le  pareció  caballo  rucio  rodado,  y  caballero,  y  el  yelmo  de  oro: 
que  todas  las  cosas  que  veía,  con  mucha  facilidad  las  acomodaba  á  sus  des- 
variadas caballerías,  y  malandantes  pensamientos.  Y  cuando  él  vio  que  el 
pobre  caballero  llegaba  cerca,  sin  ponerse  con  él  en  razones,  á  todo  correr 
de  Eocinante,  le  enristró  con  el  lanzón  bajo,  llevando  intención  de  pasarle 
de  parte  á  parte.  Mas  cuando  á  él  llegaba,  sin  detener  la  furia  de  su  carre- 
ra, le  dijo:  Defiéndete  cautiva  criatura,  ó  entrégame  de  tu  voluntad,  lo  que 
con  tanta  razón  se  me  debe.  El  barbero,  que  tan  sin  pensarlo,  ni  temerlo, 
vio  venir  aquella  fantasma  sobre  sí,  no  tuvo  otro  remedio,  para  poder  guar- 
darse del  golpe  de  la  lanza,  sino  fué  el  dejarse  caer  del  asno  abajo,  y  no 
hubo  tocado  al  suelo,  cuando  se  levantó  más  ligero  que  un  gamo,  y  comen- 
zó á  correr  por  aquel  llano,  que  no  le  alcanzara  el  viento.  Dejóse  la  bacía 
en  el  suelo,  con  la  cual  se  contentó  don  Quixote,  y  dijo  que  el  pagano  ha- 
bía andado  discreto,  y  que  había  imitado  al  Castor,  el  cual  viéndose  aco- 
sado de  los  cazadores,  se  taraza,  y  corta  con  los  dientes,  aquello  por  lo  que 
él  por  instinto  natural  sabe,  que  es  perseguido.  Mandó  á  Sancho,  que  alza- 
se el  yelmo,  el  cual  tomándole  en  las  manos,  dijo:  Por  Dios  que  la  bacía 
es  buena,  y  que  vale  un  real  de  á  ocho,  como  un  maravedí.  Y  dándosela  á 
su  amo,  se  la  puso  luego  en  la  cabeza,  rodeándola  á  una  parte,  y  á  otra, 
buscándole  el  encaje:  y  como  no  se  le  hallaba,  dijo:  Sin  duda  que  el  paga- 
no, á  cuya  medida  se  forjó  primero  esta  famosa  celada,  debía  de  tener 
grandísima  cabeza,  y  lo  peor  dello  es,  que  te  falta  la  mitad.  Cuando  San- 
cho oyó  llamar  á  la  bacía,  celada,  no  pudo  tener  la  risa,  más  vínosele  á  las 
mientes  la  cólera  de  su  amo,  y  calló  en  la  mitad  della.  De  qué  te  ríes  San- 
cho, dijo  don  Quixote?  liíome,  respondió  él,  de  considerar  la  gran  cabeza 
que  tenía  el  paisano,  dueño  deste  almete,  que  no  semeja  si  una  bacía  de 
barbero,  pintiparada.  (1)  Sabes  que  imagino  Sancho,  que  esta  famosa  pieza 

(1)    En  estos  «soliloquios»  Cervantinos,  ha  habido  errores  de  tanto 
bulto  como  el  de  interpretar  hablando  de  la  celada,  y  lo  peor  es  que  le  falta 


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deste  encantado  yelmo,  por  algún  extraño  accidente  debió  de  venir  á  naanos 
de  quien  no  supo  conocer,  ni  estimar  su  valor,  y  sin  saber  lo  que  hacía, 
viéndola  de  oro  purísimo,  debió  de  fundir  la  otra  mitad  para  aprovecharse 
del  precio,  y  de  la  otra  mitad  hizo  ésta  que  parece  bacía  de  barbero,  como 
tú  dices:  pero  sea  lo  que  fuere,  que  para  mí  que  la  conozco,  no  hace  al  caso 
8u  transmutación,  que  yo  la  aderezaré  en  el  primer  lugar  donde  haya  herre- 
ro, y  de  suerte  que  no  le  haga  ventaja,  ni  aun  le  llegue,  la  que  hizo  y  forjó 
el  dios  de  las  herrerías,  para  el  dios  de  las  batallas:  y  en  este  entretanto  la 
traeré  como  pudiere,  que  más  vale  algo  que  no  nada,  cuanto  más,  que  bien 
será  bastante,  para  defenderme  de  alguna  pedrada.  Eso  será  dijo  Sancho, 
sino  se  tira  con  honda,  como  se  tiraron  en  la  pelea  de  los  dos  ejércitos, 
cuando  le  santiguaron  á  vuestra  merced  las  muelas,  y  le  rompieron  la  al- 
cuza, donde  venía  aquel  benditísimo  brebaje,  que  me  hizo  vomitar  las  asa- 
duras. No  me  dá  mucha  pena  el  haberle  perdido,  que  ya  sabes  tú  Sancho, 
dijo  don  Quixote,  que  yo  tengo  la  receta  en  la  memoria.  También  la  tengo 
yo,  respondió  Sancho.  Pero  si  yo  le  hiciere,  ni  le  probare  más  en  mi  vida, 
aquí  sea  mi  hora.  Cuanto  más  que  no  pienso  ponerme  en  ocasión  de  haber- 
le menester,  porque  pienso  guardarme  con  todos  mis  cincos  sentidos,  de 
ser  herido,  ni  de  herir  á  nadie.  De  lo  del  ser  otra  vez  manteado  no  digo 
nada,  que  semejantes  desgracias  mal  se  pueden  prevenir,  y  si  vienen,  no 


la  mitad.  Sin  duda  los  comentaristas  no  se  dieron  cuenta  de  que  don  Qui- 
xote la  tenía  en  la  mano,  y  á  ella  se  dirigía,  por  eso  está  escrito,  y  muy 
bien  expresadp:  que  te  falta  la  mitad. 

Otra  interpretación  capciosa  es,  la  agregación  al  sí  de  un  no  á  todas 
luces  innecesario:  la  negación  de  la  «semejanza»,  la  afirmación  de  que  es 
«bacía»  y  la  redundancia  de  «pintiparada»  que  en  este  caso  concreto 
equivale  á  «igual»,  demuestran  claramente  que  no  ha  sido  comprendido 
el  Genio. 

No  quise — al  tratar  de  los  desaforados  gigantazos  de  hacha  y  capelli- 
na— deshacer  el  enredo,  esperando  esta  coyuntura  en  que  el  gran  Clemen- 
cín  mete  al;  porque  al  afirmar  que  almete  se  llamaba  también  capellina, 
puede  afirmar  que  no  hay  Dios,  y  por  el  solo  hecho  ¡insólito!  de  decirlo 
un  sabio,  que  lo  crean. 

A  Capellina,  al  igual  que  capacete,  se  les  ha  dado  la  misma  acepción  por 
la  Academia  de  la  Lengua,  sin  duda  á  instancia  de  Clemencín,  que  las 
leyó  en  este  libro;  pero  la  significación  real  y  verdadera  en  la  región  de 
donde  tomó  Cervantes  el  habla  para  su  fantástica  historia,  es  como  sigue: 
Se  llama  capellina  á  un  capotillo  muy  corto,  del  tamaño  de  la  esclavina 
más  corta  del  carrick,  que  lleva  unida  á  la  parte  del  cuello  un  capuchón 
para  cubrirse  la  cabeza.  Y  como  yo  he  visto  á  los  leñadores  de  mi  tierra 
ir  al  monte  con  hacha  y  capellina,  protesto  de  este  olvido.  ¡Allá  los 
Gigantes! 


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hay  que  hacer  otra  cosa,  sino  encoger  los  hombros,  detener  el  aliento,  ce- 
rrar los  ojos,  y  dejarse  ir  por  donde  la  suerte,  y  la  manta  nos  llevare.  Mal 
Cristiano  eres  Sancho,  dijo  oyendo  esto  don  Quixote,  porque  nunca  olvidas 
la  injuria  que  una  vez  te  han  hecho:  pues  sábete  que  es  de  pechos  nobles, 
y  generosos,  no  hacer  caso  de  niñerías.  Qué  pie  sacaste  cojo,  qué  costilla 
quebrada,  qué  cabeza  rota,  para  que  no  se  te  olvide  aquella  burla?  que  bien 
apurada  la  cosa,  burla  ñié,  y  pasatiempo,  que  á  no  entenderlo  yo  así,  ya  yo 
hubiera  vuelto  allá,  y  hubiera  hecho  en  tu  venganza  más  daño,  que  el  que 
hicieron  los  Griegos  por  la  robada  Elena.  La  cual  si  fuera  en  este  tiempo, 
ó  mi  Dulcinea  fuera  en  aquel,  pudiera  estar  segura,  que  no  tuviera  tanta 
fama  de  hermosa  como  tiene:  y  aquí  dio  un  suspiro,  y  le  puso  en  las  nubes. 
Y  dijo  Sancho,  por  burlas,  pues  la  venganza  no  puede  pasar  en  veras:  pero 
yo  sé  de  que  calidad  fueron  las  veras,  y  las  burlas,  y  sé  también  que  no  se 
me  caerán  de  la  memoria,  como  nunca  se  quitarán  de  las  espaldas.  Pero 
dejando  esto  aparte,  dígame  vuestra  merced,  qué  haremos  deste  caballo  ru- 
cio rodado,  que  parece  asno  pardo,  que  dejó  aquí  desamparado  aquel  Mar- 
tino,  que  vuestra  merced  derribó,  que  según  él  puso  los  pies  en  polvorosa, 
y  cogió  las  de  Villadiego,  no  lleva  pergenio  de  volver  por  él  jamás,  y  para 
mis  barbas,  sino  es  bueno  el  rucio.  Nunca  yo  acostumbro,  dijo  don  Quixo- 
te, despojar  á  los  que  venzo,  ni  es  uso  de  caballería,  quitarles  los  caballos, 
y  dejarles  á  pie:  si  ya  no  fuese  que  el  vencedor  hubiese  perdido  en  la  pen- 
dencia el  suyo,  que  en  este  caso,  lícito  es  tomar  el  del  vencido,  como  ga- 
nado en  guerra  lícita.  Así  que  Sancho  deja  ese  caballo,  ó  asno,  ó  lo  que  tú 
quisieres  que  sea,  que  como  su  dueño  nos  vea  alongados  de  aquí,  volverá 
por  él.  Dios  sabe  si  quisiera  llevarle,  replicó  Sancho,  ó  por  lo  menos  tro- 
carle con  este  mío,  que  no  me  parece  tan  bueno,  verdaderamente  que  son 
estrechas  las  leyes  de  caballería,  pues  no  se  extienden  á  dejar  trocar  un 
asno  por  otro,  y  querría  saber  si  podría  trocar  los  aparejos  siquiera.  En  eso 
no  estoy  muy  cierto,  respondió  don  Quixote,  y  en  caso  de  duda  (hasta  estar 
mejor  informado)  digo  que  los  trueques,  si  es  que  tienes  dellos  necesidad 
extrema.  Tan  extrema  es,  respondió  Sancho,  que  si  fueran  para  mi  misma 
persona,  no  los  hubiera  menester  más:  y  luego  habilitado  con  aquella  licen- 
cia, hizo  mutatio  caparum,  y  puso  su  jumento  á  las  mil  lindezas,  deján- 
dole mejorado  en  tercio,  y  quinto.  Hecho  esto,  almorzaron  las  sobras  del 
real  que  del  acémila  despojaron  bebieron  del  agua  del  arroyo  de  los  bata- 
nes, sin  volver  la  cara  á  mirarlos  (tal  era  el  aborrecimiento  que  les  tenían), 
por  el  miedo  en  que  les  habían  puesto,  que  cortada  la  cólera,  y  aun  la 
melancolía,  subieron  á  caballo,  y  sin  tomar  determinado  camino  (por  ser 


—    232    — 

muy  de  caballeros  andantes  no  tomar  ninguno  cierto)  se  pusieron  á  cami- 
nar por  donde  la  voluntad  de  Rocinante  quiso  (que  se  llevaba  tras  si  la 
de  su  anao,  y  aún  la  del  asno,  que  siempre  le  seguía  por  dondequiera  que 
guiaba,  en  buen  amor,  y  compañía).  Con  todo  esto  volvieron  al  camino  real, 
y  siguieron  por  él  á  la  ventura,  sin  otro  designio  alguno.  Yendo  pues  asi 
caminando,  dijo  Sancho  á  su  amo:  Señor  quiere  vuestra  merced  darme  li 
cencía,  que  departa  un  poco  con  él,  que  después  que  me  puso  aquel  áspe- 
ro mandamiento  del  silencio,  se  me  han  podrido  más  de  cuatro  cosas  en 
el  estómago,  y  una  sola  que  ahora  tengo  en  el  pico  de  la  lengua,  no  que- 
rría que  se  me  malograse?  Dila,  dijo  don  Quixote,  y  sé  breve  en  tus  razo- 
namientos, que  ninguno  hay  gustoso,  si  es  largo.  Digo  pues  señor,  dijo 
Sancho,  que  de  algunos  días  á  esta  parte  he  considerado,  cuan  poco  se 
gana,  y  granjea,  de  andar  buscando  estas  aventuras,  que  vuestra  merced 
busca  por  estos  desiertos,  y  encrucijadas  de  caminos,  donde  ya  que  se  ven- 
zan, y  acaben  las  más  peligrosas,  no  hay  quien  las  vea,  ni  sepa,  y  así  se  han 
de  quedar  en  perpetuo  silencio,  y  en  perjuicio  de  la  intención  de  vuestra 
merced,  y  de  lo  que  ellas  merecen.  Y  así  me  parece  que  sería  mejor  (salvo 
el  mejor  parecer  de  vuestra  merced)  que  nos  fuésemos  á  servir  á  algún  Em- 
perador, ó  á  otro  Príncipe  grande,  que  tenga  alguna  guerra,  en  cuyo  ser- 
vicio vuestra  merced  muestre  el  valor  de  su  persona,  sus  grandes  fuerzas, 
y  mayor  entendimiento:  que  visto  esto  del  señor  á  quien  serviremos,  por 
fuerza  nos  ha  de  remunerar,  á  cada  cual,  según  sus  méritos,  y  allí  no  falta- 
rá quien  ponga  en  escrito  las  hazañas  de  vuestra  merced,  para  perpetua 
memoria.  De  las  mías  no  digo  nada,  pues  no  han  de  salir  de  los  límites  es- 
cuderiles: aunque  sé  decir,  que  si  se  usa  en  la  caballería  escribir  hazañas 
de  escuderos,  que  no  pienso  que  se  han  de  quedar  las  mías  entre  renglo- 
nes. No  dices  mal  Sancho,  respondió  don  Quixote,  mas  antes  que  se  llegue 
á  este  término,  es  menester  andar  por  el  mundo,  como  en  aprobación,  bus- 
cando las  aventuras:  para  que  acabando  algunas,  se  cobre  nombre,  y  fama, 
tal,  que  cuando  se  fuere  á  la  Corte  de  algún  gran  Monarca,  ya  sea  el  caba- 
llero conocido  por  sus  obras,  y  que  apenas  le  hayan  visto  entrar  los  mucha- 
chos por  la  puerta  de  la  ciudad,  cuando  todos  le  sigan,  y  rodeen  dando  vo- 
ces, diciendo:  Este  es  el  caballero  del  Sol,  ó  de  la  Serpiente,  ó  de  otra 
insignia  alguna,  debajo  de  la  cual  hubiere  acabado  grandes  hazañas.  Este 
es  dirán,  el  que  venció  en  singular  batalla  al  Gigantazo  Brocabuno  de  la 
gran  fuerza,  el  que  desencantó  al  gran  Mameluco  de  Persia  del  largo  en- 
cantamiento, en  que  había  estado  casi  novecientos  años.  Así  que  de  mano 
en  mano  irán  pregonando  sus  hechos,  y  luego  al  alboroto  de  los  mucha- 


—  233  - 

chos,  y  de  la  demás  gente,  se  parará  á  las  ventanas  (1)  de  su  Real  palacio, 
el  Rey  de  aquel  Reino:  y  así  como  vea  al  caballero,  conociéndole  por  las 
armas,  ó  por  la  empresa  de  su  escudo,  forzosamente  ha  de  decir:  Ea  su^s 
salgan  mis  caballeros,  cuantos  en  mi  Corte  están,  á  recibir  á  la  flor  de  la 
caballería  que  allí  viene,  á  cuyo  mandamiento  saldrán  todos,  y  él  llegará 
hasta  la  mitad  de  la  escalera,  y  le  abrazará  estrechísimamente,  y  le  dará 
paz,  besándole  en  el  rostro,  y  luego  le  llevará  por  la  mano  al  aposento  de 
la  señora  Reina,  adonde  el  caballero  la  hallará  con  la  Infanta  su  hija,  que 
ha  de  ser  una  de  las  más  hermosas,  y  acabadas  doncellas,  que  en  gran  par- 
te de  lo  descubierto  de  la  tierra  á  duras  penas  se  puede  hallar.  Sucederá 
tras  esto,  luego  en  continente,  que  ella  ponga  los  ojos  en  el  caballero,  y  él 
en  los  della,  y  cada  uno  parezca  al  otro  cosa  más  divina  que  humana,  y  sin 
saber  cómo,  no  como  no,  han  de  quedar  presos,  y  enlazados  en  la  intrinca- 
ble  red  amorosa,  y  con  gran  cuita  en  sus  corazones,  por  no  saber  como  se 
han  de  hablar,  para  descubrir  sus  ansias,  y  sentimientos.  Desde  allí  le  lle- 
varán sin  duda  á  algún  cuarto  del  palacio,  ricamente  aderezado:  donde  ha- 
biéndole quitado  las  armas,  le  traerán  un  rico  mantón  de  escarlata,  con  que 
se  cubra:  y  si  bien  pareció  armado,  tan  bien,  y  mejor  ha  de  parecer  en  far- 
seto.  Venida  la  noche,  cenará  con  el  Rey,  Reina,  é  Infanta,  donde  nunca 
quitará  los  ojos  della  mirándola  á  hurto  de  los  circunstantes:  y  ella  hará 
lo  mismo,  y  con  la  misma  sagacidad,  porque  como  tengo  dicho,  es  muy 
discreta  doncella.  Levantarse  han  las  tablas,  y  entrará  á  deshora  por  la 
puerta  de  la  sala  un  feo,  y  pequeño  enano,  con  una  hermosa  dueña,  que 
entre  dos  Gigantes,  detrás  del  enano  viene,  con  cierta  aventura,  hecha  por 
un  antiquísimo  sabio,  que  el  que  la  acabare  será  tenido  por  el  mejor  caba- 
llero del  mundo.  Mandará  luego  el  Rey,  que  todos  los  que  están  presentes 
la  prueben,  y  ninguno  le  dará  fin,  y  cima,  sino  el  caballero  huésped,  en 
mucho  pro  de  su  fama,  de  lo  cual  quedará  contentísima  la  infanta,  y  se 
tendrá  por  contenta,  y  pagada  además,  por  haber  puesto,  y  colocado  sus 
pensamientos  en  tan  alta  parte.  Y  lo  bueno  es,  que  este  Rey,  ó  Príncipe,  ó 
lo  que  es,  tiene  una  muy  reñida  guerra,  con  otro  tan  poderoso  como  él:  y 
el  caballero  huésped  le  pide  (al  cabo  de  algunos  días  que  ha  estado  en  su 
Corte)  licencia  para  ir  á  servirle  en  aquella  guerra  dicha.  Darásela  el  Rey, 
de  muy  buen  talante,  y  el  caballero  le  besará  cortésmente  las  manos,  por 
la  merced  que  le  hace.  Y  aquella  noche  se  despedirá  de  su  señora  la  Infan- 
ta, por  las  rejas  de  un  jardín,  que  cae  en  el  aposento  donde  ella  duerme, 


(1)     «Ventanas»,  sustituye  á  la  palabra  lemosina  «feneetras». 


-  234 

por  las  cualea  ya  otras  muchas  veces  la  había  hablado,  siendo  medianera, 
y  sabidora  de  todo,  una  doncella  de  quien  la  infanta  mucho  se  fia.  Suspi- 
rará él,  desmayarase  ella,  traerá  agua  la  doncella,  acuitarase  mucho,  por- 
que viene  la  mañana,  y  no  querría  que  fuesen  descubiertos,  por  la  honra  de 
su  señora.  Finalmente,  la  Infanta  volverá  en  sí,  y  dará  sus  blancas  manos 
por  la  reja  al  caballero,  el  cual  se  las  besará  mil,  y  mil  veces,  y  se  las  ba- 
ñará en  lágrimas  Quedará  concertado  entre  los  dos,  del  modo  que  se  han 
de  hacer  saber  sus  buenos,  ó  malos  sucesos:  y  rogarále  la  Princesa,  que  se 
detenga  lo  menos  que  pudiere:  prometérselo  ha  él  con  muchos  juramentos, 
tórnale  á  besar  las  manos,  y  despídese  con  tanto  sentimiento,  que  estará 
poco  por  acabar  la  vida:  vase  desde  allí  á  su  aposento,  échase  sobre  su  le- 
cho, no  puede  dormir  del  dolor  de  la  partida,  madruga  muy  de  mañana, 
váse  á  despedir  del  Rey,  y  de  la  Reina,  y  de  la  Infanta,  diciéndole  (habién- 
dose despedido  de  los  dos)  que  la  señora  Infanta  está  mal  dispuesta,  y  que 
no  puede  recibir  visita:  piensa  el  caballero,  que  es  de  pena  de  su  partida, 
traspásasele  el  corazón,  y  falta  poco  de  no  dar  indicio  manifiesto  de  su  pena: 
está  la  doncella  medianera  delante,  halo  de  notar  todo,  váselo  á  decir  á  su 
señora,  la  cual  la  recibe  con  lágrimas,  y  le  dice,  que  una  de  las  mayores 
penas  que  tiene,  es  no  saber  quien  sea  su  caballero,  y  si  es  de  linaje  de 
Reyes,  ó  no:  asegura  la  doncella,  que  no  puede  caber  tanta  cortesía,  genti- 
leza, y  valentía,  como  la  de  su  caballero,  sino  en  sujeto  real,  y  grave.  Con- 
suélase con  esto  la  cuitada,  y  procura  consolarse,  por  no  dar  mal  indicio  de 
sí  á  sus  padres.  Y  á  cabo  de  dos  días  sale  en  público:  ya  se  es  ido  el  caba- 
llero, pelea  en  la  guerra,  vence  al  enemigo  del  Rey,  gana  muchas  ciudades, 
triunfa  de  muchas  batallas,  vuelve  á  la  Corte,  ve  á  su  señora  por  donde  sue- 
le, conciértase  que  la  pida  á  su  padre  por  mujer,  en  pago  de  sus  servicios, 
no  se  la  quiere  dar  el  Rey,  porque  no  sabe  quien  es.  Pero  con  todo  esto,  ó 
robada,  ó  de  otra  cualquier  suerte  que  sea,  la  Infanta  viene  á  ser  su  espo- 
sa, y  su  padre  lo  viene  á  tener  á  gran  ventura,  porque  le  vino  á  averiguar, 
que  el  tal  caballero,  es  hijo  de  un  valeroso  Rey  de  no  sé  que  Reino,  porque 
creo  que  no  debe  de  estar  en  el  mapa.  Muérese  el  padre,  hereda  la  Infanta, 
queda  Rey  el  caballero  en  dos  palabras.  Aquí  entra  luego  el  hacer  merced 
á  su  escudero,  y  á  todos  aquellos  que  le  ayudaron  á  subir  á  tan  alto  estado. 
Casa  á  su  escudero  con  una  doncella  de  la  Infanta,  que  es  hija  de  un  Du- 
que muy  principal.  Eso  pido,  y  barras  derechas,  dijo  Sancho,  á  eso  me 
atengo,  porque  todo  al  pie  de  la  letra  ha  de  suceder  por  vuestra  merced, 
llamándose:  el  caballero  de  la  triste  Figura.  No  lo  dudes  Sancho,  replicó 
don  Quixote,  porque  del  mismo,  y  por  los  mismos  pasos  que  esto  he  con- 


—  235  — 

tado,  suben,  y  han  subido  los  caballeros  andantes  á  ser  Reyes,  y  Empera- 
dores. Sólo  falta  ahora  mirar,  qué  Rey  de  los  Cristianos,  ó  de  los  Paganos 
tenga  guerra,  y  tenga  hija  hermosa:  pero  tiempo  habrá  para  pensar  esto, 
pues  como  te  tengo  dicho,  primero  se  ha  de  c»brar  fama  por  otras  partes, 
que  se  acuda  á  la  Corte.  También  me  falta  otra  cosa,  que  puesto  caso  que 
se  halle  Rey  con  guerra,  y  con  hija  hermosa,  y  que  yo  haya  cobrado  fama 
increíble  por  todo  el  universo,  no  sé  yo  cómo  se  podía  hallar  que  yo  sea  de 
linaje  de  Reyes,  ó  por  lo  menos,  primo  segundo  de  Emperador?  Porque  no 
me  querrá  el  Rey  dar  á  su  hija  por  mujer,  sino  está  primero  muy  enterado 
en  esto,  aunque  más  lo  merezcan  mis  famosos  hechos:  así  que  por  esta  fal 
ta,  temo  perder  lo  que  mi  brazo  tiene  bien  merecido.  Bien  es  verdad,  que 
yo  soy  hidalgo,  de  solar  conocido,  de  posesión,  y  propiedad,  y  de  devengar 
quinientos  sueldos:  y  podría  ser  que  el  sabio  que  escribiese  mi  historia, 
deslindase  de  tal  manera  mi  parentela,  y  descendencia,  que  me  hallase 
quinto,  ó  sexto  nieto  de  Rey.  Porque  te  hago  saber  Sancho,  que  hay  dos 
maneras  de  linajes  en  el  mundo:  unos  que  traen,  y  derivan  su  descendencia 
de  Príncipes,  y  Monarcas,  á  quien  poco  á  poco  el  tiempo  ha  deshecho,  y 
han  acabado  en  punta,  como  pirámides.  Otros  tuvieron  principio  de  gente 
baja,  y  van  subiendo  de  grado  en  grado,  hasta  llegar  á  ser  grandes  señores. 
De  manera  que  está  la  diferencia,  en  que  unos  fueron,  que  ya  no  son:  y 
otros  son  que  ya  no  fueron,  y  podría  ser  yo  destos,  que  después  de  averi- 
guado, hubiese  sido  mi  principio  grande,  y  famoso,  con  lo  cual  se  debía  de 
contentar  el  Rey  mi  suegro  que  hubiere  de  ser.  Y  cuando  no,  la  Infanta  me 
ha  de  querer  de  manera,  que  á  pesar  de  su  padre,  aunque  claramente  sepa 
que  soy  hijo  de  un  azacán,  rae  ha  de  admitir  por  señor,  y  por  esposo:  y 
sino  aquí  entra  el  robarla,  y  llevarla  donde  más  gusto  me  diere,  que  el 
tiempo,  ó  la  muerte  ha  de  acabar  el  enojo  de  sus  padres.  Ahí  entra  bien 
también,  dijo  Sancho,  lo  que  algunos  desalmados  dicen.  No  pidas  de  gra- 
do, lo  que  puedes  tomar  por  fuerza.  Aunque  mejor  cuadre  decir:  Más  vale 
salto  de  mata,  que  ruego  de  hombres  buenos.  Dígolo,  porque  si  el  señor 
Rey,  suegro  de  vuestra  merced,  no  se  quisiere  domeñar  á  entregarle  á  mi 
señora  la  Infanta,  no  hay  sino  como  vuestra  merced  dice,  robarla,  y  tras- 
ponerla. Pero  está  el  daño,  que  en  tanto  que  se  hagan  las  paces,  y  se  goce 
pacíficamente  del  Reino,  el  pobre  escudero  se  podrá  estar  á  diente  en  esto 
de  las  mercedes:  si  ya  no  es,  que  la  doncella  tercera,  que  ha  de  ser  su  mu- 
jer, se  sale  con  la  Infanta,  y  él  pase  oon  ella  su  malaventura,  hasta  que  el 
cielo  ordene  otra  cosa,  porque  bien  podrá,  creo  yo,  desde  luego  dársela  su 
señor  por  legítima  esposa.  Eso  no  hay  quien  lo  quite,  dijo  don  Quixote. 


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Pues  como  eso  sea,  respondió  Sancho,  no  hay  sino  enconaendarse  á  Dios,  j 
dejar  correr  la  suerte,  por  donde  mejor  lo  encaminare.  Hágalo  Dios,  res- 
pondió don  Quixote,  como  yo  deseo,  y  tú  Sancho  has  menester,  y  ruin  sea 
quien  por  ruin  se  tiene.  Sea  por  Dios,  dijo  Sancho,  que  yo  Cristiano  viejo 
soy,  y  para  ser  Conde  esto  me  basta.  Y  aún  te  sobra,  dijo  don  Quixote,  y 
cuando  no  lo  fueras,  no  hacia  nada  al  caso,  porque  siendo  yo  el  Key,  bien 
te  puedo  dar  nobleza  sin  que  la  compres,  ni  me  sirvas  con  nada:  porque 
en  haciéndote  Conde,  cátate  caballero,  y  digan  lo  que  dijeren,  que  á  buena 
fé  que  te  han  de  llamar  señoría,  mal  que  les  pese.  Y  montas  que  no  sabría 
yo  autorizar  el  litado,  dijo  Sancho.  Dictado  has  de  decir,  que  no  litado, 
dijo  su  amo.  Sea  así  respondió  Sancho  Panza.  Digo  que  le  sabría  bien  aco- 
modar, porque  por  vida  mía  que  un  tiempo  fui  muñidor  de  una  cofradía,  y 
que  me  asentaba  tan  bien  la  ropa  de  muñidor,  que  decían  todos  que  tenía 
presencia  para  poder  ser  Prioste  de  la  misma  cofradía.  Pues  qué  será, 
cuando  me  ponga  un  ropón  Ducal  acuestas,  ó  me  vista  de  oro,  y  de  perlas, 
á  uso  de  Conde  extranjero  para  mí  tengo,  que  me  han  de  venir  á  ver  de 
cien  leguas.  Bien  parecerás,  dijo  don  Quixote,  pero  será  menester  que  te 
rapes  las  barbas  á  menudo,  que  según  las  tienes  de  espesas,  aborrascadas, 
y  mal  puestas,  sino  te  las  rapas  á  navaja  cada  dos  días  por  lo  menos,  á 
tiro  de  escopeta,  se  echará  de  ver  lo  que  eres.  Qué  hay  más,  dijo  Sancho, 
sino  tomar  un  barbero,  y  tenerle  asalariado  en  casa,  y  aun  si  fuera  menes- 
ter, le  haré  .que  ande  tras  mí,  como  caballerizo  de  grande.  Pues  cómo  sabes 
tú,  preguntó  don  Quixote,  que  los  grandes  llevan  detrás  de  sí  á  sus  caballe- 
rizos? Yo  se  lo  diré,  respondió  Sancho:  Los  años  pasados  estuve  un  mes  en 
la  Cort«,  y  allí  vi,  que  paseándose  un  señor  muy  pequeño,  que  decían  que 
era  muy  grande,  un  hombre  le  seguía  á  caballo,  á  todas  las  vueltas,  que 
daba  que  no  parecía,  sino  que  era  su  rabo.  Pregunté  que  cómo  aquel  hom- 
bre no  se  juntaba  con  el  otro  hombre?  Respondiéronme,  que  era  su  caba- 
llerizo y  que  era  uso  de  grandes,  llevar  tras  sí  á  los  tales.  Desde  entonces 
lo  sé  tan  bien  que  nunca  se  me  ha  olvidado.  Digo  que  tienes  razón  dijo  don 
Quixote,  y  que  así  puedes  tú  llevar  á  tu  barbero,  que  los  usos  no  vinieron 
todos  juntos,  ni  se  inventaron  á  una,  y  puedes  ser  tú  el  primer  Conde  que 
lleva  tras  sí  á  su  barbero:  y  aún  es  de  más  confianza  el  hacerla  barba,  que 
ensillar  un  caballo.  Quédese  eso  del  barbero  á  mi  cargo,  dijo  Sancho,  y  al 
de  vuestra  merced  se  quede,  el  procurar  venir  á  ser  Rey,  y  el  hacerme 
Conde.  Así  será,  dijo  don  Quixote,  y  alzando  los  ojos  vio,  lo  que  se  dirá  en 
el  siguiente  capitulo. 


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CAPITULO  XXII 

De  la  libertad  que  dio  don  Quixote  á  muchos  desdi- 
chados, que  mal  de  su  grado  los  llevaban  donde 
no  quisieran  ir. 

Cuenta  Cide  Hamete  Benengeli,  autor  Arábigo,  y  Manchego,  en  esta 
gravísima,  altisonante, mínima, dulce, é  imaginada  historia,  que  después  que 
entre  el  famoso  don  Quixote  de  la  Mancha,  y  Sancho  Panza  su  escudero 
pasaron  aquellas  razones,  que  en  el  fin  del  capítulo  veinte,  y  uno,  quedan 
referidas:  Que  don  Quixote  alzó  los  ojos,  y  vio  que  por  aquel  camino  que 
llevaba,  venían  hasta  doce  hombres  á  pie,  ensartados  como  cuentas  en  una 
gran  cadena  de  hierro  por  los  cuellos,  y  todos  con  esposas  á  las  manos. 
Venían  asimismo  con  ellos  dos  hombres  de  á  caballo,  y  dos  de  á  pie.  Los 
de  á  caballo  con  escopetas  de  rueda,  y  los  de  á  pie  con  dardos,  y  espadas, 
y  que  así  como  Sancho  Panza  los  vio,  dijo:  Esta  es  cadena  de  galeotes, 
gente  forzada  del  Rey,  que  va  á  las  galeras.  Cómo  gente  forzada,  pregun- 
tó don  Quixote?  es  posible  que  el  Rey  haga  fuerza  á  ninguna  gente?  No 
digo  eso,  respondió  Sancho,  sino  que  es  gente,  que  por  sus  delitos  va  con- 
denada, á  servir  al  Rey  en  las  galeras  de  por  fuerza.  En  resolución,  repli- 
có don  Quixote:  como  quiera  que  ello  sea,  esta  gente  aunque  los  llevan 
van  de  por  fuerza,  y  no  de  su  voluntad.  Así  es,  dijo  Sancho.  Pues  desa 
manera,  dijo  su  amo,  aquí  encaja  la  ejecución  de  mi  oficio,  deshacer  fuer* 
zas,  y  socorrer,  y  acudir  á  los  miserables.  Advierta  vuestra  merced,  dijo 
Sancho,  que  la  justicia,  que  es  el  mismo  Rey,  no  hace  fuerza,  ni  agravio 
á  semejante  gente,  sino  que  los  castiga  en  pena  de  sus  delitos.  Llegó  en 
esto  la  cadena  de  los  galeotes,  y  <lon  Quixote,  con  muy  corteses  razones, 
pidió  á  los  que  iban  en  su  guarda,  fuesen  servidos,  de  informarle,  y  decir- 
le, la  causa,  ó  causas,  porque  llevaban  aquella  gente  de  aquella  manera? 
Uno  de  los  guardas  de  á  caballo  respondió,  que  eran  galeotes,  gente  de  su 
Majestad,  que  iba  á  galeras,  y  que  no  había  más  que  decir,  ni  él  tenía 
más  que  saber.  Con  todo  eso,  replicó  don  Quixote,  querría  saber  de  cada 
uno  dellos  en  particular  la  causa  de  su  desgracia?  Añadió  á  estas,  otras 


238- 

tales  y  tan  comedidas  razones,  para  moverlos  á  que  le  dijesen  lo  que  de- 
seaba, que  el  otro  guarda  de  á  caballo  le  dijo:  Aunque  llevamos  aquí  el 
registro,  y  la  fe  de  las  sentencias,  de  cada  uno  destos  malaventurados,  no 
es  tiempo  este  de  detenerles  á  sacarlas,  ni  á  leerlas,  vuestra  merced  lle- 
gue, y  se  lo  pregunte  á  ellos  mismos,  que  ellos  lo  dirán,  si  quisieren,  que 
sí  querrán,  porque  es  gente  que  recibe  gusto,  de  hacer,  y  decir  bellaque- 
rías. Con  esta  licencia  que  don  Quiíote  se  tomara,  aunque  no  se  la  dieran, 
se  llegó  á  la  cadena,  y  al  primero  le  preguntó:  Que  por  qué  pecados  iba  de 
tan  mala  guisa?  El  respondió,  que  por  enamorado.  Por  eso  no  más?  replicó 
don  Quixote,  pues  si  por  enamorados  echan  á  galeras,  días  ha  que  pudiera 
yo  estar  bogando  en  ellas.  No  son  los  amores  como  los  que  vuestra  merced 
piensa,  dijo  el  galeote,  que  los  míos  fueron,  que  quise  tanto  á  una  canasta 
de  colar,  atestada  de  ropa  blanca,  que  la  abracé  conmigo  tan  fuertemente, 
que  á  no  quitármela  la  justicia  por  fuerza,  aún  hasta  ahora  no  la  hubiera 
dejado  de  mi  voluntad.  Fué  en  flagrante,  no  hubo  lugar  de  tormento,  con- 
cluyóse la  causa,  acomodáronme  las  espaldas  con  ciento,  y  por  añadidura 
tres  años  de  gurapas,  y  acabóse  la  obra.  Qué  son  gurapas,  preguntó  don 
Quixote?  Gurapas  son  galeras,  respondió  el  galeote,  el  cual  era  un  mozo, 
de  hasta  edad  de  veinte,  y  cuatro  años,  y  dijo  que  era  natural  de  Piedra- 
hita.  Lo  mismo  preguntó  don  Quixote  al  segundo,  el  cual  no  respondió 
palabra,  según  iba  de  triste,  y  melancólico;  mas  respondió  por  él  el  prime- 
ro, y  dijo:  Este  señor  va  por  Canario,  digo,  que  por  músico,  y  cantor.  Pues 
cómo,  repitió  don  Quixote,  por  músicos,  y  cantores  van  también  á  galeras? 
Sí  señor,  respondió  el  galeote,  que  no  hay  peor  cosa  que  cantar  en  el  ansia. 
Antes  he  oído  decir,  dijo  don  Quixote,  que  quien  canta,  sus  males  espanta. 
Acá  es  al  revés,  dijo  el  galeote,  que  quien  canta  una  vez,  llora  toda  la  vida. 
No  lo  entiendo,  dijo  don  Quixote;  mas  uno  de  los  guardas  le  dijo:  Señor 
caballero,  cantar  en  el  ansia  se  dice  entre  esta  gente  non  sancta,  confesar  en 
el  tormento.  A  este  pecador  le  dieron  tormento,  y  confesó  su  delito,  que 
era  ser  cuatrero,  que  es  ser  ladrón  de  bestias  y  por  haber  confesado  le  con- 
denaron por  seis  años  á  galeras,  amén  de  doscientos  azotes  que  ya  lleva  en 
las  espaldas.  Y  va  siempre  pensativo,  y  triste,  porque  los  demás  ladrones 
que  allá  quedan,  y  aquí  van,  le  maltratan,  y  aniquilan,  y  escarnecen,  y  tie- 
nen en  poco,  porque  confesó,  y  no  tuvo  ánimo  de  decir  nones.  Porque  di- 
cen ellos,  que  tantas  letras  tiene  un  no,  como  un  sí:  y  que  harta  ventura 
tiene  un  delincuente,  que  está  en  su  lengua  su  vida,  ó  su  muerte,  y  no  en 
la  de  los  testigos,  y  probanzas,  y  para  mí  tengo,  que  no  van  muy  fuera  de 
camino.  Y  yo  lo  entiendo  así,  respondió  don  Quixote,  el  cual  pasando  al 


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tercero,  preguntó  lo  que  á  los  otros:  el  cual  de  presto,  y  con  mucho  des- 
enfado, respondió,  y  dijo:  Yo  voy  por  cinco  años  á  las  señoras  gurapas,  por 
faltarme  diez  ducados.  Yo  daré  veinte  de  muy  buena  gana,  dijo  don  Qui- 
xote,  por  libraros  desa  pesadumbre.  Eso  me  parece,  respondió  el  galeote, 
como  quien  tiene  dinero  en  mitad  del  golfo,  y  se  está  muriendo  de  ham- 
bre, sin  tener  adonde  comprar  lo  que  ha  menester.  Dígolo,  porque  si  á  su 
tiempo  tuviera  yo  esos  veinte  ducados  que  vuestra  merced  ahora  me  ofrece, 
hubiera  untado  con  ellos  la  péndola  del  escribano,  y  avivado  el  ingenio  del 
procurador,  de  manera,  que  hoy  me  viera  en  mitad  de  la  plaza  de  Zocodo- 
ver  de  Toledo,  y  no  en  este  camino  atraillado  como  galgo,  pero  Dios  es 
grande,  paciencia,  y  basta.  Pasó  don  Quixote  al  cuarto,  que  era  un  hombre 
de  venerable  rostro,  con  una  barba  blanca,  que  le  pasaba  del  pecho:  el  cual 
oyéndose  preguntar  la  causa,  por  qué  allí  venía,  comenzó  á  llorar,  y  no  res- 
pondió palabra:  mas  el  quinto  condenado  le  sirvió  de  lengua,  y  dijo:  Este 
hombre  honrado,  va  por  cuatro  años  á  galeras,  habiendo  paseado  las  acos- 
tumbradas, vestido  en  pompa,  y  á  caballo.  Eso  es,  dijo  Sancho  Panza,  á  lo 
que  á  mí  me  parece,  haber  salido  á  la  vergüenza.  Así  es,  replicó  el  galeo- 
te: y  la  culpa  porque  le  dieron  esta  pena,  es  por  haber  sido  corredor  de 
oreja,  y  aun  de  todo  el  cuerpo:  en  efecto  quiero  decir,  que  este  caballero 
va  por  alcahuete,  y  por  tener  asimismo  sus  puntas,  y  collar  de  hechicero. 
A  no  haberle  añadido  esas  puntas,  y  collar,  dijo  don  Quixote,  por  solamen- 
te el  alcahuete  limpio,  no  merecía  el  ir  á  bogar  en  las  galeras,  sino  á  man- 
darlas, y  á  ser  General  dellas,  porque  no  es  así  como  quiera  el  oficio  de 
alcahuete,  que  es  oficio  de  discretos,  y  necesarísimo  en  la  república  bien 
ordenada,  y  que  no  le  debía  de  ejercer  sino  gente  muy  bien  nacida:  y  aún 
había  de  haber  veedor,  y  examinador  de  los  tales,  como  le  hay  de  los  de- 
más oficios,  con  número  diputado,  y  conocido,  como  corredores  de  lonja;  y 
desta  manera  se  escusarían  muchos  males,  que  se  causan,  por  andar  en 
este  oficio,  y  ejercicio  entre  gente  idiota,  y  de  poco  entendimiento:  como 
son  mujercillas  de  poco  más  á  menos,  pajecillos,  y  truhanes  de  pocos  años, 
y  de  muy  poca  experiencia,  que  á  la  más  necesaria  ocasión,  y  cuando  es 
menester  dar  una  traza  que  importe,  se  les  hielan  las  migas  entre  la  boca, 
y  la  mano,  y  no  saben  cuál  es  su  mano  derecha.  Quisiera  pasar  adelante, 
y  dar  las  razones,  por  qué  convenía  hacer  elección  de  los  que  en  la  repú- 
blica habían  de  tener  tan  necesario  oficio:  pero  no  es  el  lugar  acomodado 
para  ello,  algún  día  lo  diré,  á  quien  lo  pueda  proveer,  y  remediar.  Solo 
digo  ahora,  que  la  pena  que  me  ha  causado  ver  estas  blancas  canas,  y  este 
rostro  venerable  en  tanta  íatiga  por  alcahuete,  me  ha  quitado  el  asunto  de 


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ser  hechicero.  Aunque  bien  sé  que  no  hay  hechizos  en  el  mundo,  que  pue- 
dan mover,  y  lorzar  la  voluntad,  como  algunos  simples  piensan,  que  es 
libre  nuestro  albedrío,  y  no  hay  yerba  ni  encanto  que  le  fuerce:  lo  que 
suelen  hacer  algunas  mujercillas  simples,  y  algunos  embusteros  bellacos, 
es  algunas  mixturas,  y  venenos  con  que  vuelven  locos  á  los  hombres,  dan- 
do á  entender  que  tienen  fuerza  para  hacer  querer  bien,  siendo  como  digo 
cosa  imposible,  forzar  la  voluntad.  Así  es,  dijo  el  buen  viejo,  y  en  verdad 
señor,  que  en  lo  de  hechicero,  que  no  tuve  culpa,  en  lo  de  alcahuete,  no 
lo  pude  negar:  pero  nunca  pensé  que  hacía  mal  en  ello,  que  toda  mi  inten- 
ción era,  que  todo  el  muiiJo  se  holgase,  y  viviese  en  paz,  y  quietud,  sin 
pendencias  ni  penas:  pv-  no  me  aprovechó  nada  este  buen  deseo,  para 
dejar  de  ir  adonde  no  v;-;.i,:j  volver,  según  me  cargan  los  años,  y  un  mal 
de  orina  que  llevo,  que  no  me  deja  reposar  un  rato:  y  aquí  tornó  á  8U 
llanto  como  de  primero,  y  túvole  Sancho  tanta  compasión,  que  sacó  un 
real  de  á  cuatro  del  seno,  y  se  le  dio  de  limosna.  Pasó  adelante  don  Qui- 
lote,  y  preguntó  á  otro  su  delito,  el  cual  respondió  con  no  menos,  sino  con 
mucha  más  gallardía  que  el  pasado:  Yo  voy  aquí  porque  me  burlé  dema- 
siadamente con  dos  primas  hermanas  mías,  y  con  otras  dos  hermanas,  que 
no  lo  eran  mías:  finalmente  tanto  me  burlé  con  todas,  que  resultó  de  la 
burla,  crecer  la  parentela  tan  intrincadamente,  que  no  hay  Sumista  que  la 
declare.  Probóseme  todo,  faltó  faver,  no  tuve  dineros,  vime  á  pique  de  per- 
der los  tragaderos:  sentenciáronme  á  galeras  por  seis  años,  consentí;  casti- 
go es  de  mi  culpa,  mozo  soy,  dure  la  vida,  que  con  ella  todo  se  alcanza. 
Si  vuestra  merced,  señor  caballero,  lleva  alguna  cosa  con  que  socorrer  á 
estos  pobretes.  Dios  se  lo  pagará  en  el  cielo,  y  nosotros  tendremos  en  la 
tierra  cuidado  de  rogar  á  Dios  en  nuestras  oraciones  por  la  vida,  y  salud 
de  vuestra  merced,  que  sea  tan  larga,  y  tan  buena,  como  su  buena  presen- 
cia merece  Este  iba  en  hábito  de  estudiante,  y  dijo  uno  de  los  guardas, 
que,  era  muy  grande  hablador,  y  muy  gentil  Latino.  Tras  todos  estos,  venia 
un  hombre  de  muy  buen  parecer,  de  edad  de  treinta  años,  sino  que  al  mirar 
metía  un  ojo  en  el  otro:  un  poco  venía  diferentemente  atado  que  los  demás, 
porque  traía  una  cadena  al  pie,  tan  grande,  que  se  la  liaba  por  todo  el 
cuerpo,  y  dos  argollas  á  la  garganta,  la  una  en  la  cadena,  y  la  otra,  de  las 
que  llaman  guarda  amigo,  ó  pie  de  amigo.  De  la  cual  descendían  dos  hie- 
rros, que  llegaban  á  la  cintura,  en  los  cuales  se  asían  dos  esposas,  donde 
llevaba  las  manos,  cerradas  con  un  grueso  candado,  de  manera,  que  ni  con 
las  manos  podía  llegar  á  la  boca,  ni  podía  bajar  la  cabeza  á  llegar  á  las 
manos.  Preguntó  don  Quixote,  que  cómo  iba  aquel  hombre  con  tantas  pri- 


-  241    — 

siones,  más  que  los  otros?  Respondióle  el  guarda:  Porque  tenía  aquel  solo 
más  delitos,  que  todos  los  otros  juntos:  y  que  era  tan  atrevido,  y  tan  gran- 
de bellaco,  que  aunque  le  llevaban  de  aquella  manera,  uo  iban  seguros  del, 
sino  que  temían  que  se  U-s  Labia  de  huir.  Qué  delitos  puede  tener,  dijo 
don  Quixote,  sino  ha  merecido  mas  pena  que  echarle  á  las  galeras?  Va  por 
diez  años,  replicó  el  guarda,  que  es  como  muerte  civil:  No  se  quiera  saber 
más,  sino  que  este  buen  hombre  es  el  famoso  Ginés  de  Pasamente,  que 
por  otro  nombre  llaman,  Ginesillo  de  Parapilla.  Señor  Comisario,  dijo  en- 
tonces el  galeote,  vayase  poco  á  poco,  y  no  andemos  ahora  á  deslindar 
nombres,  y  sobrenombres,  Ginés  me  llamo,  y  no  Ginesillo,  y  Pasamonte 
es  mi  alcurnia,  y  no  Parapilla,  como  voacé  dice,  y  cada  uno  se  dé  una  vuel- 
ta á  la  redonda,  y  no  hará  poco.  Hable  con  menos  tono,  replicó  el  Comi- 
sario, señor  ladrón  de  más  de  la  marca,  sino  quiere  que  le  haga  callar, 
mal  que  le  pese.  Bien  parece,  respondió  el  galeote,  que  va  el  hombre  como 
Dios  es  servido,  pero  algún  día  sabrá  alguno,  si  me  llamo  Ginesillo  de 
Parapilla,  ó  no.  Pues  no  te  llaman  asi  embustero,  dijo  el  guarda?  Sí  lla- 
man, respondió  Ginés,  mas  yo  haré  que  no  me  lo  llamen,  ó  me  las  pelaría, 
donde  yo  digo  entre  mis  dientes.  Señor  caballero,  si  tiene  algo  que  darnos, 
dénoslo  ya,  y  vaya  con  Dios,  que  ya  enfada  con  tanto  querer  saber  vidas 
ajenas:  y  si  la  mía  quiere  saber,  sepa  que  yo  soy  Ginés  de  Pasamonte,  cuya 
vida  está  escrita  por  estos  pulgares.  Dice  verdad,  dijo  el  Comisario,  que  el 
mismo  ha  escrito  su  historia,  que  no  hay  más  que  desear,  y  deja  empeña- 
do el  libro  en  la  cárcel  en  doscientos  reales.  Y  le  pienso  quitar,  dijo  Ginés, 
si  quedara  en  doscientos  ducados.  Tan  bueno  es,  dijo  don  Quixote.  Es  tan 
bueno,  respondió  Ginés,  que  mal  año  para  Lazarillo  de  Termes,  y  para 
todos  cuantos  de  aquel  género  se  han  escrito,  ó  escribieren.  Lo  que  sé  de- 
cir á  voacé,  es,  que  trata  verdades,  y  que  son  verdades  tan  lindas,  y  tan 
donosas,  que  no  pueden  haber  mentiras  que  se  le  igualen.  Y  cómo  se  inti- 
tula el  libro,  preguntó  don  Quixote?  La  vida  de  Ginés  de  Pasamonte,  res- 
pondió el  mismo.  Y  está  acabado,  preguntó  don  Quixote?  Cómo  puede 
estar  acabado,  respondió  él,  sino  está  acabada  mi  vida:  lo  que  está  escrito, 
es  desde  mi  nacimiento,  hasta  el  punto  que  esta  última  vez  me  han  echado 
en  galeras.  Luego  otra  vez  habéis  estado  en  ellas,  dijo  don  Quixote?  Para 
servir  á  Dios,  y  al  líey,  otra  vez  he  estado  cuatro  años,  y  ya  sé  á  qué  sabe 
el  bizcocho,  y  el  corbacho,  respondió  Ginés:  y  no  me  pesa  mucho  de  ir  á 
ellas,  porque  allí  tendré  lugar  de  acabar  mi  libro,  que  me  quedan  muchas 
cosas  que  decir:  y  en  las  galeras  de  España,  hay  más  sosiego  de  aquel  que 
seria  menester,  aunque  no  es  menester  mucho  más  para  lo  que  yo  tengo 

I6 


—    242  • 

de  escribir,  porque  me  lo  sé  de  coro.  Hábil  pareces,  diio  don  Quixote?  Y 
desdichado,  respondió  Ginés,  porque  siempre  las  desdichas  persiguen  al 
buen  ingenio.  Persiguen  á  los  bellacos,  dijo  el  Comisario.  Ya  le  he  dicho 
señor  Comisario,  respondió  Pasamente,  que  se  vaya  poco  á  poco,  que 
aquellos  señores  no  le  dieron  esa  vara,  para  que  maltratase  á  los  pobre- 
tes que  aquí  vamos,  sino  para  que  nos  guiase,  y  llevase,  adonde  su  Ma- 
jestad manda:  sino  por  vida  de,  basta,  que  podría  ser  que  saliesen  algún 
día  en  la  colada,  las  manchas  que  se  hicieron  en  la  venta;  y  todo  el  mun- 
ndo  calle,  y  viva  bien,  y  hable  mejor,  y  caminemos,  que  ya  es  mucho 
regodeo  este.  Alzó  la  vara  en  alto  el  Comisario,  para  dar  á  Pasamente 
en  respuesta  de  sus  amenazas,  mas  don  Quixote  se  puso  en  medio,  y  le 
rogó  que  no  le  maltratase,  pues  no  era  mucho,  que  quien  llevaba  tan  ata- 
das las  manos,  tuviese  algún  tanto  suelta  la  lengua:  j  volviéndose  á  todos 
los  déla  cadena,  dijo:  De  todo  de  cuanto  me  habéis  dicho,  hermanos  carí- 
simos, he  sacado  en  limpio,  que  aunque  os  han  castigado  por  vuestras  cul- 
pas, las  penas  que  vais  á  padecer  no  os  dan  mucho  gusto,  y  que  vais  á 
ellas  muy  de  mala  gana,  y  muy  contra  vuestra  voluntad:  y  que  podría  ser, 
que  el  poco  ánimo  que  aquel  tuvo  en  el  tormento,  la  falta  de  dineros  des- 
te,  el  poco  favor  del  otro,  y  finalmente  el  torcido  juicio  del  juez,  hubiese 
sido  causa  de  vuestra  perdición,  y  de  no  haber  salido  con  la  justicia  que 
de  vuestra  parte  teníais.  Todo  lo  cual  se  me  representa  á  mí  ahora  en  la 
memoria,  de  manera  que  me  está  diciendo,  persuadiendo,  y  aun  forzando. 
que  muestre  con  vosotros  el  efecto  para  que  el  cielo  me  arrojó  al  mundo, 
y  me  hizo  profesar  en  él  la  orden  de  caballería  que  profeso,  y  el  voto  que 
que  en  ella  hice,  de  favorecer  á  los  menesterosos,  y  opresos  de  los  mayo- 
res. Pero  porque  sé,  que  una  de  las  partes  de  la  prudencia  es,  lo  que  se 
puede  hacer  por  bien  no  se  haga  por  mal,  quiero  rogar  á  estos  señores 
guardianes,  y  Comisario,  sean  servidos  de  desataros,  y  dejaros  ir  en  paz, 
que  no  faltarán  otros  que  sirvan  al  Rey  en  mejores  ocasiones:  porque  me 
parece  duro  caso  hacer  esclavos  á  los  que  Dios,  y  naturaleza  hizo  libres. 
Cuanto  más,  señores  guardas,  añadió  don  Quiíote,  que  estos  pobres  no 
han  cometido  nada  contra  vosotros,  allá  se  lo  haya  cada  uno  con  su  peca- 
do, Dios  hay  en  el  cielo  que  no  se  descuida  de  castigar  al  malo,  ni  de  pre- 
miar al  bueno:  y  no  es  bien  que  los  hombres  honrados  sean  verdugos  de 
los  otros  hombres,  no  yéndoles  nada  en  ello.  Pido  esto  con  esta  manse- 
dumbre, y  sosiego,  porque  tenga,  si  lo  cumplís,  algo  que  agradeceros:  y 
cuando  de  grado  no  lo  hagáis,  esta  lanza,  y  esta  espada,  con  el  valor  de  mi 
brazo,  harán  que  lo  hagáis  por  la  fuerza.  Donosa  majadería,  respondió  el 


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Comisario:  bueno  está  el  donaire  con  que  ha  salido  á  cabo  de  rato,  los  for- 
zados del  Eey  quiere  que  le  dejemos,  como  si  tuviéramos  autoridad  para 
soltarlos,  ó  él  la  tuviera  para  mandárnoslo.  Vayase  vuestra  merced,  señor, 
norabuena  su  camino  adelante,  y  enderécese  ese  bacín  que  trae  en  la  cabe- 
za, y  no  ande  buscando  tres  pies  al  gato.  Vos  sois  el  gato,  y  el  rato,  y  el 
bellaco,  respondió  don  Quixote:  y  diciendo,  y  haciendo,  arremetió  con  él 
tan  presto,  que  sin  que  tuviese  lugar  de  ponerse  en  defensa,  dio  con  él  en  el 
suelo,  mal  herido  de  una  lanzada:  y  avínole  bien,  que  este  era  el  de  la  es- 
copeta. Los  demás  guardas  quedaron  atónitos,  y  suspensos  del  no  esperado 
acontecimiento,  pero  volviendo  sobre  sí,  pusieron  mano  á  sus  espadas  los 
de  á  caballo,  y  los  de  á  pie  á  sus  dardos,  y  arremetieron  á  don  Quixote,  que 
con  mucho  sosiego  los  aguardaba:  y  sin  duda  lo  pasara  mal,  si  los  galeotes 
viendo  la  ocasión  que  se  les  ofrecía  de  alcanzar  libertad,  no  la  procuraran, 
procurando  romper  la  cadena  donde  venían  ensartados.  Fué  la  revuelta  de 
manera,  que  los  guardas,  ya  por  acudir  á  los  galeotes  que  se  desataban,  ya 
por  acometer  á  don  Quixote,  que  los  acometía,  no  hicieron  cosa  que  fuese 
de  provecho.  Ayudó  Sancho  por  su  parte,  á  la  soltura  de  Ginés  de  Pasa- 
monte,  que  fué  el  primero  que  saltó  en  la  campaña  libre,  y  desembarazado; 
y  arremetiendo  al  Comisario  caído,  le  quitó  la  espada,  y  la  escopeta,  con  la 
cual  apuntando  al  uno,  y  señalando  al  otro,  sin  dispararla  jamás,  no  quedó 
guarda  en  todo  el  campo,  porque  se  fueron  huyendo,  así  de  la  escopeta  de 
Pasamonte,  como  de  las  muchas  pedradas  que  los  ya  sueltos  galeotes  les 
tiraban.  Entristecióse  mucho  Sancho  deste  suceso,  porque  se  le  representó 
que  los  que  iban  huyendo  habían  de  dar  noticia  del  caso  á  la  santa  Herman- 
dad, la  cual  á  campana  herida  saldría  á  buscar  los  delincuentes,  y  así  se  lo 
dijo  á  su  amo,  y  le  rogó  que  luego  de  allí  se  partiesen,  y  se  emboscasen  en 
la  sierra,  que  estaba  cerca.  Bien  está  eso,  dijo  don  Quixote.  pero  yo  sé  lo 
que  ahora  conviene  que  se  haga:  v  llamando  todos  los  galeotes,  que  anda- 
ban alborotados,  y  habían  despojado  al  Comisario,  hasta  dejarle  en  cueros, 
se  le  pusieron  todos  á  la  redonda  para  ver  lo  que  les  mandaba,  y  así  les 
dijo:  De  gente  bien  nacida  es  agradecer  los  beneficios  que  reciben,  y  uno  de 
los  pecados  que  más  á  Dios  ofende,  es  la  ingratitud.  Dígolo,  porque  ya  ha- 
béis visto,  señores,  con  manifiesta  experiencia,  el  que  de  mí  habéis  recibi- 
do, en  pago  del  cual  querría,  y  es  mi  voluntad,  que  cargados  de  esa  cadena 
que  quité  de  vuestros  cuellos,  luego  os  pongáis  en  camino,  y  vayáis  á  la 
ciudad  del  Toboso,  y  allí  os  presentéis  ant«  la  señora  Dulcinea  del  Toboso, 
y  le  digáis,  que  su  caballero,  el  de  la  triste  figura,  se  le  envía  á  encomen- 
dar: y  le  contéis  punto  por  punto  todos  los  que  ha  tenido  esta  famosa  aven- 


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tura,  hasta  poneros  en  la  deseada  libertad:  j  hecho  esto  os  podréis  ir  donde 
quisiereis,  á  la  buena  ventura.  Respondió  por  todos  Ginés  Pasamonte,  j 
dijo:  lo  que  vuestra  merced  nos  manda,  señor,  y  libertador  nuestro,  es  im- 
posible de  toda  imposibilidad  cumplirlo,  porque  no  podemos  ir  juntos  por 
los  caminos,  sino  solos  y  divididos,  y  cada  uno  por  su  parte,  procurando 
meterse  en  las  entrañas  de  la  tierra,  por  no  ser  hallado  de  la  santa  Her- 
mandad, que  sin  duda  alguna  ha  de  salir  en  nuestra  busca:  lo  que  vuestra 
merced  puede  hacer,  y  es  justo  que  se  haga,  es,  mudar  ese  servicio  y  mon- 
tazgo de  la  señora  Dulcinea  del  Toboso,  en  alguna  cantidad  de  Ave-Marías, 
Credos,  que  nosotros  diremos  por  la  intención  de  vuestra  merced,  y  esta  es 
cosa  que  se  podrá  cumplir  de  noche,  y  de  día:  huyendo,  ó  reposando:  en 
paz,  ó  en  guerra:  pero  pensar  que  hemos  de  volver  ahora  á  las  ollas  de 
Kgipk),  digo,  á  tomar  nuestra  cadena,  y  á  ponernos  en  camino  del  Toboso, 
es  pensar  que  es  ahora  de  noche,  que  aún  no  son  las  diez  del  día,  y  es  pe- 
dir á  nosotros  eso,  como  pedir  peras  al  olmo.  Pues  voto  á  tal  dijo  don  Quí- 
sote (ya  puesto  en  cólera)  don  hijo  de  la  puta,  don  Ginesillo  de  Paropillo, 
ó  como  os  llaméis,  que  habéis  de  ir  vos  sólo,  rabo  entre  piernas,  con  toda 
la  cadena  á  cuestas.  Pasamonte  que  no  era  nada  bien  sufrido,  estando  ya 
enterado  que  don  Quixote  no  era  muy  cuerdo  (pues  tal  disparate  había  co- 
metido, como  el  de  querer  darles  libertad)  viéndose  tratar  mal,  y  de  aquella 
manera,  hizo  del  ojo  á  los  compañeros,  y  apartándose  aparte,  comenzaron  á 
llover  tantas  y  tantas  piedras  sobre  don  Quixote,  que  no  se  daba  manos  á 
cubrirse  con  la  rodela:  y  el  pobre  de  Rocinante  no  hacía  más  caso  de  la  es- 
puela, que  si  fuera  hecho  de  bronce.  Sancho  se  puso  tras  su  asno,  y  con  él 
se  defendía  de  la  nube,  y  pedrisco  que  sobre  entrambos  llovía.  No  se  pudo 
escudar  tan  bien  don  Quixote,  que  no  le  acertasen  no  sé  cuantos  guijarros 
en  el  cuerpo,  con  tanta  fuerza,  que  dieron  con  él  en  el  suelo:  y  apenas  hubo 
caído,  cuando  fué  sobre  él  el  estudiante,  y  le  quitó  la  bacía  de  la  cabeza,  y 
dióle  con  ella  tres,  ó  cuatro  golpes  en  las  espaldas,  y  otros  en  la  tierra,  con 
que  la  hizo  casi  pedazos.  Quitáronle  una  ropilla  que  traía  sobre  las  armas, 
y  las  medias  calzas  le  querían  quitar,  si  las  grebas  no  lo  estorbaran.  A 
Sancho  le  quitaron  el  gabán,  y  dejándole  en  pelota,  repartiendo  entre  sí  los 
demás  despojos  de  la  batalla,  se  fueron  cada  uno  por  su  parte,  con  más  cui- 
dado de  escaparse  de  la  Hermandad  que  temían,  que  de  cargarse  de  la  ca- 
dena, é  ir  á  presentarse  ante  la  señora  Dulcinea  del  Toboso.  Solos  quedaron 
jumento,  y  Rocinante,  Sancho,  y  doi  Quixote.  El  jumento  cabizbajo,  y 
pensativo,  sacudiendo  de  cuaude  en  cuando  las  orejas,  pensando  que  aún  no 
había  cesado  la  borrasca  de  las  piedras  que  le  perseguían  los  oídos.  Roci- 


—  245  — 

nante,  tendido  junto  á  su  amo,  que  tambiéu  vino  al  suelo  de  otra  pedrada. 
Sancho  en  pelota,  y  tenaeroso  de  la  Santa  Hermandad.  Don  Quixote  mohi- 
nísimo de  verse  tan  mal  parado,  por  los  mismos  á  quien  tanto  bien  había 
hecho. 


—  246  — 


CAPITULO  XXIII 

De  lo  que  le  aconteció  al  famoso  don  Quixote  en  Sie- 
rra Morena,  que  fué  una  de  las  más  raras  aventu- 
ras que  en  esta  verdadera  historia  se  cuentan. 

Viéndose  tan  mal  parado  don  Quixote,  dijo  á  su  escudero:  Siempre 
Sancho  lo  he  oído  decir,  que  el  hacer  bien  á  villanos,  es  echar  agua  en  la 
mar.  Si  yo  hubiera  creído  lo  que  me  dijiste,  yo  hubiera  escusado  esta  pe- 
sadumbre, pero  ya  está  hecho,  paciencia,  y  escarmentar  para  desde  aquí 
adelante.  Asi  escarmentará  vuestra  merced,  respondió  Sancho,  como  yo 
soy  Turco:  pero  pues  dice,  que  si  me  hubiera  creído  se  hubiera  escusado 
este  daño,  créame  ahora,  y  escusará  otro  mayor:  porque  le  hago  saber,  que 
con  la  santa  Hermandad  no  hay  usar  de  caballerías,  que  no  se  le  da  á  ella 
por  cuantos  caballeros  andantes  hay  dos  maravedís:  y  sepa  que  ya  me  pa- 
rece, que  sus  saetas  me  zumban  por  los  oídos.  Naturalmente  eres  cobarde 
Sancho,  dijo  don  Quixote,  pero  porque  no  digas  que  soy  contumaz,  y  que 
jamás  hago  lo  que  me  aconsejas,  por  esta  vez  quiero  tomar  tu  consejo,  y 
apartarme  de  la  furia  que  tanto  temes,  mas  ha  de  ser  con  una  condición, 
que  jamás  en  vida,  ni  en  muerte  has  de  decir  á  nadie,  que  yo  me  retiré, 
y  aparté  deste  peligro  de  miedo,  sino  por  complacer  á  tus  ruegos:  que  si 
otra  cosa  dijeres,  mentirás  en  ello:  y  desde  ahora  para  entonces,  y  desde 
entonces  para  ahora  te  desmiento,  y  digo  que  mientes,  y  mentirás  todas 
las  veces  que  lo  pensares,  ó  lo  dijeres:  y  no  me  repliques  más,  que  en  solo 
pensar  que  me  aparto,  y  retiro  de  algún  peligro,  especialmente  deste,  que 
parece  que  lleva  algún  es  no  es  de  sombra  de  miedo,  estoy  ya  para  que- 
darme, y  para  aguardar  aquí  solo,  no  solamente  á  la  santa  Hermandad  que 
dices,  y  temes,  sino  á  los  hermanos  de  las  doce  Tribus  de  Israel,  y  á  los 
siete  Macabeos,  (1)  y  á  Castor,  y  á  Polux,  y  aun  á  todos  los  hermanos,  j 
hermandades  que  hay  en  el  mundo.  Señor,  respondió  Sancho,  que  el  reti- 
rar no  es  huir,  ni  el  esperar  es  cordura,  cuando  el  peligro  sobrepuja  á  la 


(1)    Aunque  no  lo  dijese  en  la  primera  edición  de  Cuesta,  yo  siempre 
sostendría  que  era  un  error  intencionado  lo  de  los  siete  Mancebos. 


—  247  - 

esperanza:  y  de  sabios  es  guardarse  hoy  para  mañana,  y  no  aventurarlo 
todo  en  un  día.  Y  sepa,  que  aunque  zafio,  y  villano,  todavía  se  me  alcanza 
algo  desto  que  llaman,  buen  gobierno:  así  que  no  se  arrepienta  de  haber 
tomado  mi  consejo,  sino  suba  en  Kocinante,  si  puede,  ó  sino  yo  le  ayudaré, 
y  sígame,  que  el  caletre  me  dice,  que  hemos  menester  ahora  más  los  pies 
que  las  manos.  Subió  don  Quixote,  sin  replicarle  más  palabra,  y  guiando 
Sancho  sobre  su  asno,  se  entraron  por  una  parte  de  Sierra  Morena,  que 
allí  junto  estaba,  llevando  Sancho  intención  de  atravesarla  toda,  eirá  salir 
al  Viso,  ó  á  Almodóvar  del  Campo,  (1)  y  esconderse  algunos  días  por  aque. 
lias  asperezas,  por  no  ser  hallados,  si  la  Hermandad  los  buscase.  Animóle 
á  esto  haber  visto,  que  de  la  refriega  de  los  galeotes  se  había  escapado 
libre  la  despensa  que  sobre  su  asno  venía,  cosa  que  la  juzgó  á  milagro, 
«egún  fué  lo  que  llevaron,  y  buscaron  los  galeotes.  Aquella  noche  llegaron 
ú  la  mitad  de  las  entrañas  de  Sierra  Morena,  adonde  le  pareció  á  Sancho, 


(1)  Eii  el  gráfico  anterior  consta  el  pradeciílo  donde  comieron  al  reti- 
rarse de  la  despampanante  refriega  sostenida  con  el  barbero,  confirmán- 
dolo Sancho,  que  en  su  apresuramiento  por  huir,  marca  dos  direcciones: 
al  E.,  el  Viso  del  Marqués,  y  al  N.,  Almodóvar  del  Campo. 

Fijándose  en  dicho  gráfico,  se  observará  que  desde  el  sitio  elegido  para 
descanso  de  nuestros  héroes  (donde  engulleron  his  sobras  del  real)  prolon- 
gando dos  rectas  hasta  los  puntos  que  cita  el  imprudente  Sancho,  no  exis- 
te una  milésima  de  diferencia;  y  esto,  aparentemente  casual,  tiene  fácil  y 
lógica  explicación,  si  se  recuerda  al  profesor  de  telemetría  que  midió  las 
distancias  desde  las  Argamasillas  á  los  puertos  y  estableció  su  observato- 
rio en  Caraculiambro. 

Después  pasaron  el  río  Fresnedas,  y  al  cruzar  el  camino  real — tras  la 
escena  de  los  galeotes — determinaron  de  atravesar  toda  la  Sierra,  longitu- 
dinalmente, de  O.  á  E.,  que  es  la  trayectoria  que  recorrieron  Haro  y  Ro- 
meu — aún  no  había  nacido  D.  Josoph  Hermosilla — para  subir  á  Castro- 
Ferral;  y  aunque  asegura  que  aquella  noche  llegaron  á  la  mitad  (de  su 
anchura,  do  N.  á  S.,)  de  las  entrañas  de  la  Sierra  que  allí  junto  estaba, 
pasando  la  noche  entre  dos  peñas  y  muchos  alcornoques,  debemos  levan- 
tar por  ahora  el  juramento  de  no  creerle  por  lo  que  diga,  pues  la  pa:saron 
en  la  «Serrezuela  del  Agua»,  que  es  la  montañuela  por  donde  iba  saltando 
Cardenio  al  amanecer. 

Enfrente,  por  el  N.,  está  Ortezuela,  (jue  ahora  se  dico  Huertezuelas  de 
•Sierra  Morena,  y  e^ta  terminación  en  uda,  se  usa  mucho  por  aquella  parte 
de  España  descubierta  nn  poco  después  que  I^as  Hurdes;  salvando  el  caso 
— ¡claro  está! — de  que  sea  un  italianismo  más,  y  yo  no  rae  haya  apercibido. 

Y,  para  terminar,  agregan  los  cabreros:  le  homs  de  llevar  á  la  villa  de 
Almodóvar,  que  está  de  aquí  ocho  leguas.  Justas  y  cabales.  Esa  es  la  distan- 
cia que  media  entre  Sierra  Morena  y  Almodóvar  del  Campo,  por  Mestan- 
la  y  el  Puerto  llano. 


—   2^8  — 

pasar  aquella  noche,  y  aun  otros  algunos  días,  al  menos  todos  aquellos  que 
durase  el  matíilotaje  que  llevaba:  y  así  hicieron  noche  entre  dos  peñas,  y 
entre  muchos  alcornoques.  Pero  la  suerte  fatal,  que  segiin  opinión  de  los 
que  no  tienen  lumbre  de  la  verdadera  Fe,  todo  lo  guía,  guisa,  y  compone 
á  su  modo,  ordenó,  que  Ginés  de  Pasamonte,  el  famoso  embustero,  y 
ladrón,  que  de  la  cadena,  por  virtud,  y  locura  de  don  Quixote,  se  había 
escapado,  llevado  del  miedo  de  la  santa  Hermandad  (de  quien  con  justa 
razón  temía)  acordó  de  esconderse  en  aquellas  montañas:  y  llevóle  su  suer- 
te, y  su  miedo  á  la  misma  parte  donde  había  llevado  á  don  Quixote,  y  á 
Sancho  Panza,  á  hora  y  tiempo  que  los  pudo  conocer,  y  á  punto  que  los 
dejó  dormir.  Y  como  siempre  los  malos  son  desagradecidos,  y  la  necesidad 
sea  ooasión  de  acudir  á  lo  que  se  debe,  y  el  remedio  presente  venza  á  lo 
porvenir,  Ginés,  que  no  era  ni  agradecido,  ni  bien  intencionado,  acordó  de 
hurtar  el  asno  á  Sancho  Panza,  no  curándose  de  Rocinante,  por  ser  prenda 
tan  mala  para  empeñada,  como  para  vendida.  Dormía  Sancho  Panza,  hur- 
tóle su  jumento,  y  antes  que  amaneciese  se  halló  bien  lej^^s  de  poder  ser 
hallado.  Salió  la  Aurora  alegrando  la  tierra,  y  entristeciendo  á  Sancho  Pan- 
za, porque  halló  menos  su  Rucio,  el  cual  viéndose  sin  él,  comenzó  á  hacer 
el  más  triste,  y  doloroso  llanto  del  mundo:  y  fué  de  manera,  que  don  Qui- 
xote despertó  á  las  roces,  y  oyó  que  en  ellas  decía:  O  hijo  de  mis  entrañas, 
nacido  en  mi  misma  casa,  brinco  de  mis  hijos,  regalo  de  mi  mujer.,  envi- 
dia de  mis  vecinos,  alivio  de  mis  cargas:  y  finalmente,  sustentador  de  la 
mitad  de  mi  persona,  porque  con  veinte,  y  seis  maravedís  que  ganaba  cada 
día,  mediaba  yo  mi  despensa.  Don  Quixote  que  vio  el  llanto,  y  supo  la 
causa,  consoló  á  Sancho  con  las  mejores  razones  que  pudo,  y  le  rogó  que 
tuviese  paciencia,  prometiéndole  de  darle  una  cédula  de  cambio,  para  que 
le  diesen  tres  en  su  casa,  de  cinco  que  había  dejado  en  ella.  Consolóse 
Sancho  con  esto,  y  limpió  sus  lágrimas,  templó  sus  sollozos,  y  agradeció  á 
don  Quixote  la  merced  que  le  hacía.  El  cual  como  entró  por  aquellas  mon- 
tañas, se  le  alegró  el  corazón,  pareciéndole  aquellos  lugares  acomodados 
para  las  aventuras  que  buscaba.  Reducíansele  á  la  memoria  los  maravillo- 
sos acaecimientos,  que  en  semejantes  soledades,  y  asperezas  habían  suce- 
dido á  caballeros  andantes:  Iba  pensando  en  estas  cosas,  tan  embebido,  y 
transportado  en  ellas,  que  de  ninguna  otra  se  acordaba.  Ni  Sancho  llevaba 
otro  cuidado  (después  que  le  pareció  que  caminaba  por  parte  segura)  sino 
de  satisfacer  su  estómago  con  los  relieves  que  del  despojo  clerical  habían 
quedado,  y  así  iba  tras  su  amo  cargado  con  todo  aquello  que  había  de  lle- 
var el  Rucio,  sacando  de  un  costal,  j  embaulando  en  su  panza:  y  no  se  le 


—    249  — 

diera  por  hallar  otra  aventura  entretanto  que  iba  de  aquella  manera,  un 
ardite.  En  esto  alzó  los  ojos,  y  vio  que  su  amo  estaba  parado,  procurando 
con  la  punta  del  lanzóu  alzar  no  sé  qué  bulto  que  estaba  caído  en  el  suelo, 
por  lo  cual  se  dio  priesa  á  llegar  á  ayudarle,  si  fuese  menester:  y  cuando 
llegó  fué  á  tiempo,  que  alzaba  con  la  punta  del  lanzón  un  cojín,  y  una  ma- 
leta asida  á  él,  medio  podridos,  ó  podridos  del  todo,  y  deshechos:  mas 
pesaba  tanto,  que  fué  necesario  que  Sancho  se  apease  á  tomarlos,  y  man- 
dóle su  amo  que  viese  lo  que  en  la  maleta  venía.  Hízolo  con  mudia  pres- 
teza Sancho,  y  aunque  la  maleta  venía  cerrada  con  una  cadena,  y  su  can- 
dado, por  lo  roto,  y  podrido  della  vio  lo  que  en  ella,  que  eran  cuatro  cami- 
sas de  delgada  holanda,  y  otras  cosas  de  lienzo,  no  menos  curiosas  que  lim- 
pias, y  en  un  pañizuelo  halló  un  buen  montoncillo  de  escudos  de  oro:  y  así 
como  los  vio,  dijo:  Bendito  sea  todo  el  cielo,  que  nos  ha  deparado  una 
aventura  que  sea  de  provecho.  Y  buscando  más,  halló  un  librillo  de  memo- 
ria, ricamente  guarnecido.  Este  le  pidió  don  Quixote,  y  mandóle  que  guar- 
dase el  dinero,  y  lo  tomase  para  él.  Besóle  las  manos  Sancho,  por  la  mer- 
ced, y  desvalijando  á  la  valija  de  su  lencería,  la  puso  en  el  costal  de  la 
despensa.  Todo  lo  cual,  visto  por  don  Quixote,  dijo:  Paréceme  Sancho  (y 
no  es  posible  que  sea  otra  cosa)  que  algún  caminante  descaminado  debió 
de  pasar  por  esta  Sierra,  y  salteándole  Malandrines,  le  debieron  de  matar, 
y  le  trajeron  á  enterrar  en  esta  tan  escondida  parte?  No  puede  ser  eso,  res- 
pondió Sancho,  porque  si  fueran  ladrones,  no  se  dejaran  aquí  este  dinero. 
Verdad  dices,  dijo  don  Quixote,  y  así  no  adivino,  ni  doy  en  lo  que  esto 
pueda  ser:  mas  espérate  veremos  si  en  este  librillo  de  memoria  hay  alguna 
cosa  escrita,  por  donde  podamos  rastrear,  y  venir  en  conocimiento  de  lo  que 
deseamos.  Abrióle,  y  lo  primero  que  halló  en  él,  escrito  como  en  borrador, 
aunque  de  muy  buena  letra,  fué  un  Soneto,  que  leyéndole  alto  porque  San- 
cho también  lo  oyese,  vio  que  decía  desta  manera. 

O  le  falta  al  amor  conocimiento, 
O  le  sobra  crueldad,  ó  no  es  mi  pena 
Igual  á  la  ocasión  que  me  condena, 
Al  género  más  duro  de  tormento. 

Pero  si  amor  es  dios,  es  argumento, 
Que  nada  ignora,  y  es  razón  muy  buena, 
Que  un  dios  no  sea  cruel:  pues  quién  ordena 
El  terrible  dolor  que  adoro,  y  siento? 

Si  digo  qun  sois  vos  Fili,  no  acierto. 
Que  tanto  mal  en  tanto  bien  no  cabe. 


—  250    — 

Ni  me  viene  del  cielo  esta  ruina. 

Presto  habré  de  morir,  que  e'i  lo  máa  cierto, 
Que  al  mal,  de  quien  la  causa  no  se  sabe, 
Milagro  es  acertar  la  medicina. 

Por  esta  trova,  dijo  Sancho,  ne  se  puede  saber  nada,  si  ja  no  es  que 
por  ese  hilo  que  está  ahí  se  saque  el  ovillo  de  todo.  Qué  hilo  está  aquí, 
dijo  don  Quixote?  Paréceme,  dijo  Sancho,  que  vuestra  merced  nombró  ahí 
hilo.  No  dije  sino  Fili,  respondió  don  Quixote,  y  éste  sin  duda  es  el  nom- 
bre de  la  dama  de  quien  se  queja  el  autor  deste  Soneto:  y  á  fe  que  debe  de 
ser  razonable  Poeta,  ó  yo  sé  poco  de  arte.  Luego  también,  dijo  Sancho,  se 
le  entiende  á  vuestra  merced  de  trovas?  Y  más  de  lo  que  tu  piensas,  res- 
pondió don  Quixote,  y  veráslo  cuando  lleves  una  carta  escrita  en  verso  de 
arriba  abajo,  á  mi  señora  Dulcinea  del  Toboso:  porque  quiero  que  sepas 
Sancho,  que  todos,  ó  los  más  caballeros  andantes  de  la  edad  pasada,  eraa 
grandes  trovadores,  y  grandes  músicos,  que  estas  dos  .habilidades,  ó  gra- 
cias (por  mejor  decir)  son  anejas  á, ios  enamorados  andantes.  Verdad  es, 
que  las  coplas  de  los  pasados  caballeros,  tienen  más  de  espíritu,  que  de 
primor.  Lea  más  vuestra  merced  dijo  Sancho,  que  ya  hallará  algo  que  nos 
satisfaga.  Volvió  la  hoja  don  Quixote,  y  dijo:  Esto  es  prosa,  y  parece  carta. 
Carta  misiva,  señor,  preguntó  Sancho?  En  el  principio  no  parece  sino  de 
amores,  respondió  don  Quixote.  Pues  lea  vuestra  merced  alto,  dijo  Sancho, 
que  gusto  mucho  destas  cosas  de  amores.  Que  me  place,  dijo  don  Quixote, 
y  leyéndola  alto,  como  Sancho  se  lo  había  rogado,  vio  que  decía  desta 
manera. 

«Tu  falsa  promesa,  y  mi  cierta  desventura,  me  llevan  á  parte,  donde 
antes  volverán  á  tus  oídos  las  nuevas  de  mi  muerte,  que  las  razones  de 
mis  quejas.  Desechásteme,  ó  ingrata,  por  quien  tiene,  mas  no  por  quien 
vale  más  que  yo:  mas  si  la  virtud  fuera  riqueza  que  se  estimara,  no  envi- 
diara yo  dichas  agenas,  ni  llorara  desdichas  propias.  Lo  que  levantó  tu 
hermosura,  han  derribado  tus  obras:  por  ella  entendí,  que  eras  Ángel,  y 
por  ellas  conozco  que  eres  mujer.  Quédate  en  paz,  causadora  de  mi  gue- 
rra, y  haga  el  cielo,  que  los  engaños  de  tu  esposo  estén  siempre  encubier- 
tos, porque  tú  no  quedes  arrepentida  de  lo  que  hiciste,  y  yo  no  tome  ven- 
ganza de  lo  que  no  deseo.» 

Acabando  de  leer  la  carta,  dijo  don  Quixote:  Menos  por  ésta  que  por 
los  versos  se  puede  sacar  más,  de  que  quien  la  escribió  es  algún  desdeñado 
amante.  Y  hojeando  casi  todo  el  librillo,  halló  otros  versos,  y  cartas,  que 


-    251    — 

algunos  pudo  leer,  y  otros  no:  pero  lo  que  todos  contenían,  eran  quejas, 
lamentos,  desconfianzas,  sabores,  y  sinsabores;  favores,  y  desdenes,  solem- 
nizados los  unos,  y  llorados  los  otros.  En  tanto  que  don  Quixote  pasaba  el 
libro,  pasaba  Sancho  la  maleta,  sin  dejar  rincón  en  toda  ella,  ni  en  el  cojín 
que  no  buscase,  escudriñase,  ó  inquiriese,  ni  costura  que  no  deshiciese,  ni 
vedija  de  lana  que  no  escarmenase,  porque  no  se  quedase  nada  por  diligen- 
cia, ni  mal  recado:  tal  golosina  habían  despertado  en  él  los  hallados  escu- 
dos, que  pasaban  de  ciento.  Y  aunque  no  halló  más  de  lo  hallado,  dio  por 
bien  empleados  los  vuelos  de  la  manta,  el  vomitar  del  brebaje,  las  bendi- 
ciones de  las  estacas,  las  puñadas  del  harriero,  la  falta  de  las  alforjas,  el 
robo  del  gabán,  y  toda  la  hambre,  sed,  y  cansancio  que  había  pasado  en 
servicio  de  su  buen  señor,  pareciéndole  que  estaba  más  que  rebién  pagado 
con  la  merced  recibida,  de  la  entrega  del  hallazgo.  Con  gran  deseo  quedó 
el  caballero  de  la  triste  figura,  de  saber  quien  fuese  el  dueño  de  la  maleta, 
conjeturando  por  el  Soneto,  y  carta,  por  el  dinero  en  oro,  y  por  las  tan 
buenas  camisas,  que  debía  de  ser  de  algún  principal  enamorado,  á  quien 
desdenes,  y  malos  tratamientos  de  su  dama,  debían  de  haber  conducido  á 
algún  desesperado  término.  Pero  como  por  aquel  lugar  inhabitable,  y  es- 
cabroso, no  parecía  persona  alguna  de  quien  poder  informarse,  no  se  curó 
de  más,  que  de  pasar  adelante,  sin  llevar  otro  camino  que  aquel  que  Boci- 
nante quería,  que  era  por  donde  él  podía  caminar:  siempre  con  imagina- 
ción que  no  podía  faltar  por  aquellas  malezas,  alguna  extraña  aventura: 
Yendo  pues  con  este  pensamiento,  vio  que  por  cima  de  una  montañuela, 
que  delante  de  los  ojos  se  le  ofrecía,  iba  saltando  un  hombre  de  risco  en 
risco,  y  de  mata  en  mata,  con  extraña  ligereza.  Figurósele  que  iba  desnu- 
do, la  barba  negra,  y  espesa,  los  cabellos  muchos,  y  rebultados,  los  pies 
descalzos,  y  las  piernas  sin  cosa  alguna:  los  muslos  cubrían  unos  calzones, 
al  parecer  de  terciopelo  leonado,  mas  tan  hechos  pedazos,  que  por  muchas 
partes  se  le  descubrían  las  carnes.  Traía  la  cabeza  descubierta,  y  aunque 
I>a^ó  con  la  ligereza  que  se  ha  dicho,  todas  estas  menudencias  miró,  y  notó 
el  caballero  de  la  triste  figura:  y  aunque  lo  procuró  no  pudo  seguirle,  por- 
que no  era  dado  á  la  debilidad  de  Rocinante  andar  por  aqueUas  asperezas, 
y  más  siendo  él  de  suyo  pisacorto,  y  ñemático.  Luego  imaginó  don  Quixo- 
te, que  aquel  era  el  dueño  del  cojín,  y  de  la  maleta,  y  propuso  en  sí  de 
buscarle,  aunque  supiese  andar  un  año  por  aquellas  montañas  hasta  hallar- 
le: y  así  mandó  á  Sancho,  que  se  apease  del  asno,  y  atajase  por  la  una 
parte  de  la  montaña,  que  él  iría  por  la  otra,  y  podría  ser  que  topasen  con 
esta  diligencia,  con  aquel  hombre  que  con  tanta  priesa  se  les  había  quitado 


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de  delante.  No  podré  hacer  eso,  respondió  Sancho,  porque  en  apartándome 
de  vuestra  merced,  luego  es  conmigo  el  miedo,  que  me  asalta  con  mil  gé- 
neros de  sobresaltos,  y  visiones.  Y  sírvale  esto  que  digo  de  aviso,  para  que 
de  aquí  adelante  no  rae  aparte  un  dedo  de  su  presencia.  Así  será,  dijo  el  de 
la  triste  figura,  y  yo  estoy  contento  de  que  te  quieras  valer  de  mi  ánimo, 
el  cual  no  te  ha  de  faltar,  aunque  te  falte  el  ánima  del  cuerpo:  y  vente  ahora 
tras  mí,  poco  á  poco,  ó  como  pudieres,  y  haz  de  los  ojos  linternas,  rodea- 
remos esta  serrezuela,  quizá  toparemos  con  aquel  hombre  que  vimos,  el 
cual  sin  duda  alguna  no  es  otro,  que  el  dueño  de  nuestro  hallazgo.  A  lo 
que  Sancho  respondió:  Harto  mejor  sería  no  buscarle,  porque  si  le  halla- 
mos, y  acaso  fuese  el  dueño  del  dinero,  claro  está  que  lo  tengo  de  restituir, 
y  así  fuera  mejor  sin  hacer  esta  inútil  diligencia,  poseerlo  yo  con  buena  íé, 
hasta  que  por  otra  vía  menos  curiosa,  y  diligente  pareciera  su  verdadero 
señor,  y  quizá  fuera  á  tiempo  que  lo  hubiera  gastado,  y  entonces  el  Rey  me 
hacía  franco.  Engañaste  en  esto  Sancho,  respondió  don  Quixot«,  que  ya  que 
hemos  caído  en  sospecha  de  quien  es  el  dueño,  casi  delante,  estamos  obli- 
gados á  buscarle,  y  volvérselos:  y  cuando  no  le  busquemos,  la  vehemente 
sospecha  que  tenemos  de  que  él  lo  sea,  nos  pone  ya  en  tanta  culpa  como 
si  lo  fuese.  Así  que  Sancho  amigo,  no  te  dé  pena  el  buscarle,  por  la  que  á 
mí  se  me  quitará,  si  le  hallo:  y  así  picó  á  Rocinante,  y  siguióle  Sancho  á 
pie,  y  cargado,  merced  á  Ginesillo  de  Pasamente.  Y  habiendo  rodeado  la 
montaña,  hallaron  en  un  arroyo  caída,  muerta,  y  medio  comida  de  perros, 
y  picada  de  grajos,  una  muía,  ensillada,  y  enfrenada.  Todo  lo  cual  confirmó 
en  ellos  más  la  sospecha,  de  que  aquel  que  huía  era  el  dueño  de  la  muía,  y 
del  cojín.  Instándola  mirando,  oyeron  un  silbo,  como  de  pastor  que  guarda- 
ba ganado:  y  á  deshora  á  su  siniestra  mano,  parecieron  una  buena  cantidad 
de  cabras,  y  tras  ellas  por  cima  de  la  montaña,  apareció  el  cabrero  que  las 
guardaba,  que  era  un  hombre  anciano.  Dióle  voces  don  Quísote,  y  rogóle 
que  bajase  donde  estaba.  El  respondió  á  gritos,  que  quién  les  había  traído 
por  aquel  lugar,  pocas,  ó  ningimas  veces  pisado,  sino  es  de  cabras,  ó  de  lo- 
bos, y  otras  fieras  que  por  allí  andaban?  Respondióle  Sancho,  que  bajase, 
que  de  todo  le  darían  buena  cuenta.  Bajó  el  cabrero,  y  en  llegando  adonde 
don  Quiíote  estaba,  dijo:  Apostaré  que  está  mirando  la  muía  de  alquiler  que 
está  muerta  en  esa  hondonada,  pues  á  buena  fe  que  ha  ya  seis  meses  que 
está  en  ese  lugar.  Díganme,  han  topado  por  ahí  á  su  dueño?  No  hemos  to- 
pado á  nadie,  respondió  don  Quixote,  sino  á  un  cojín,  y  á  una  maletilla  que 
no  lejos  deste  lugar  hallamos.  También  la  hallé  yo,  respondió  el  cabrero, 
mas  nunca  la  quise  alzar,  ni  llegar  á  ella,  temeroso  de  algún  desmán,  y  áe 


-  253  — 

que  no  me  la  pidiesen  por  hurto,  que  es  el  diablo  sutil,  y  debajo  de  los  pies 
8e  levanta  al  hombre  cosa  donde  tropiece,  y  caiga,  sin  saber  cómo,  ni  como 
DO.  Eso  mismo  es  lo  yo  digo,  respondió  Sancho,  que  también  la  hallé  yo,  y 
no  quise  llegar  á  ella  con  un  tiro  de  piedra;  alli  la  dejé,  y  allí  se  queda 
como  se  estaba,  que  no  quiero  perro  con  cencerro.  Decidme  buen  hombre, 
dijo  don  Quixote,  sabéis  vos  quien  sea  el  dueño  destas  prendas?  Lo  que  sa- 
bré yo  decir,  dijo  el  cabrero,  es,  que  habrá  al  pie  de  seis  meses,  poco  más 
ó  menos,  que  llegó  á  una  majada  de  pastores,  que  estará  como  tres  leguas 
deste  lugar,  un  mancebo  de  gentil  talle,  y  apostura,  caballero  sobre  esa 
misma  muía  que  ahí  está  muerta,  y  con  el  mismo  cojín,  y  maleta,  que  de- 
cís que  hallasteis,  y  no  tocasteis.  Preguntónos  que  cuál  parte  desta  sierra  era 
la  más  áspera,  y  escondida.  Dijímosle,  que  era  esta  donde  ahora  estamos: 
y  es,  así  la  verdad,  porque  si  entráis  media  legua  más  adentro,  quizá  no 
acertaréis  á  salir:  y  estoy  maravillado  de  cómo  habéis  podido  llegar  aquí, 
porque  no  hay  camino,  ni  senda  que  á  este  lugar  encamine.  Digo  pues, 
que  en  oyendo  nuestra  respuesta  el  mancebo,  volvió  las  riendas,  y  enca- 
minó hacia  el  lugar  donde  le  señalamos,  dejándonos  á  todos  contentos 
de  su  buen  talle,  y  admirados  de  su  demanda,  y  de  la  priesa  con  que  le 
veíamos  caminar,  y  volverse  hacia  la  sierra:  y  desde  entonces  nunca  más  le 
vimos,  hasta  que  desde  allí  á  algunos  días  salió  al  camino  á  uno  de  nues- 
tros pastores,  y  sin  decirle  nada  se  allegó  á  él,  y  le  dio  muchas  puñadas,  y 
coces,  y  luego  se  fué  á  la  borrica  del  hato,  y  le  quitó  cuanto  pan,  y  queso 
en  ella  traía:  y  con  extraña  ligereza,  hecho  esto,  se  volvió  á  entrar  en  la 
sierra.  Como  esto  supimos  algunos  cabreros,  le  anduvimos  á  buscar  casi 
dos  días,  por  lo  más  cerrado  desta  sierra,  al  cabo  de  los  cuales  le  hallamos 
metido  en  el  hueco  de  un  grueso,  y  valiente  alcornoque.  Salió  á  nosotros 
con  mucha  mansedumbre,  ya  roto  el  vestido,  y  el  rostro  desfigurado,  y  tos- 
tado del  Sol,  de  tal  suerte,  que  apenas  le  conocimos,  sino  que  los  vestidos, 
aunque  rotos,  con  la  noticia  que  dellos  teníamos,  nos  dieron  á  entender  que 
era  el  que  buscábamos-  Saludónos  cortésmente,  y  en  pocas,  y  muy  buenas 
razones  nos  dijo,  que  no  nos  maravillásemos  de  verle  andar  de  aquella 
suerte,  porque  así  le  convenía  para  cumplir  cierta  penitencia  que  por  sus 
muchos  pecados  le  había  sido  impuesta.  Rogámosle  que  nos  dijese  quién 
era,  mas  nunca  lo  pudimos  acabar  con  él.  Pedímosle  también,  que  cuando 
hubiese  menester  el  sustento  (sin  el  cual  no  podía  pasar)  nos  dijese  dónde 
le  hallaríamos,  porque  con  mucho  amor,  y  cuidado  se  lo  llevaríamos:  y  que 
si  esto  tampoco  fuese  de  su  gusto,  que  al  menos  saliese  á  pedirlo,  y  no  á 
quitarlo  á  los  pastores.  Agradeció  nuestro  ofrecimiento,  pidió  perdón  de 


—  254    - 

los  asaltos  pasados,  y  ofreció  de  pedirlo  de  allí  adelante  por  amor  de  Dios, 
sin  dar  molestia  alguna  á  nadie.  En  cuanto  lo  que  tocaba  á  la  estancia  de 
su  habitación  dijo,  que  no  tenia  otra  que  aquella  que  le  ofrecía  la  ocasión 
donde  le  tomaba  la  noche,  y  acabó  su  plática  con  un  tierno  llanto,  que  bien 
fuéramos  de  piedra  los  que  escuchado  le  habíamop,  si  en  él  no  le  acompañá- 
ramos: considerándole  como  le  habíamos  visto  la  vez  primera,  y  cual  le  vela- 
mos entonces.  Porque  como  tengo  dicho,  era  muy  gentil,  y  agraciado  man- 
cebo, y  en  sus  corteses,  y  concertadas  razones,  mostraba  ser  bien  nacido,  y 
muy  cortesana  persona.  Que  puesto  que  éramos  rústicos  los  que  le  escu- 
chábamos, su  gentileza  era  tanta,  que  bastaba  á  darse  conocer  á  la  misma 
rusticidad.  Y  estando  en  lo  mejor  de  su  plática  paró,  y  enmudecióse:  clavó 
los  ojos  en  el  suelo  por  un  buen  espacio,  en  el  cual  todos  estuvimos  que- 
dos, y  suspensos,  esperando  en  qué  había  de  parar  aquel  embelesamiento, 
con  no  poca  lástima  de  verlo,  porque  por  lo  que  hacía  de  abrir  los  ojos, 
estar  fijo  mirando  al  suelo,  sin  mover  pestaña  gran  rato,  y  otras  veces  ce- 
rrarlos, apretando  los  labios,  y  enarcando  las  cejas,  fácilmente  conocimos, 
que  algún  accidente  de  locura  le  había  sobrevenido:  mas  él  nos  dio  á  en- 
tender presto,  ser  verdad  lo  que  pensábamos:  porque  se  levantó  con  gran 
furia  del  suelo,  donde  se  había  echado,  y  arremetió  con  el  primero  que 
halló  junte  á  sí  con  tal  denuedo,  y  rabia,  que  sino  se  le  quitáramos  le  ma- 
tara á  puñadas,  y  á  bocados.  Y  todo  esto  hacía,  diciendo:  A  fementido 
Fernando,  aquí,  aquí  me  pagarás  la  sinrazón  que  me  hiciste,  estas  manos 
te  sacarán  el  corazón,  donde  albergan,  y  tienen  manida  todas  las  maldades 
juntas,  principalmente  el  fraude,  y  el  engaño:  y  á  éstas  añadía  otras  razo- 
nes, que  todas  se  encaminaban  á  decir  mal  de  Fernando,  y  á  tacharle  de 
traidor,  y  fementido.  Quitámosele  pues  con  no  poca  pesadumbre,  y  él  sin 
decir  más  palabra  se  apartó  de  nosotros,  y  se  emboscó  corriendo  por  entre 
estos  jarales,  y  malezas,  de  modo  que  nos  imposibilitó  el  seguirle.  Por 
esto  conjeturamos,  que  la  locura  le  venía  á  tiempos,  y  que  alguno  que  se 
llamaba  Fernando,  le  debía  de  haber  hecho  alguna  mala  obra,  tan  pesada, 
cuanto  lo  mostraba  el  término  á  que  le  había  conducido.  Todo  lo  cual  se 
ha  confirmado  después  acá,  con  las  veces  (que  han  sido  muchas)  qus  él  ha 
salido  al  camino,  unas  á  pedir  á  los  pastores  le  den  de  lo  que  llevan  para 
comer,  y  otras  á  quitárselo  por  fuerza:  porque  cuando  está  con  el  acciden- 
te de  la  locura,  aunque  los  pastores  se  lo  ofrezcan  de  buen  grado,  no  lo 
admite,  sino  que  lo  toma  á  puñadas:  y  cuando  está  en  su  seso  lo  pide  por 
amor  de  Dios,  cortés,  y  comedidamente,  y  rinde  por  ello  muchas  gracias, 
y  no  con  falta  de  lágrimas.  Y  en  verdad  os  digo,  señores,  prosiguió  el  ca- 


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brero,  que  ayer  determinamos  yo,  y  cuatro  zagales,  los  dos  criados,  y  los 
dos  amigos  míos,  de  buscarle,  hasta  tanto  que  le  hallemos,  y  después  de 
hallado,  ya  por  fuerza,  ya  por  grado,  le  hemos  de  llevar  á  la  villa  de  Almo- 
dóvar,  que  está  de  aquí  ocho  leguas,  y  allí  le  curaremos,  si  es  que  su  mal 
tiene  cura,  ó  sabremos  quién  es  cuando  esté  en  su  seso,  y  si  tiene  parien- 
tes á  quien  dar  noticia  de  su  desgracia.  Esto  es,  señores,  lo  que  sabré  de- 
ciros de  lo  que  rae  habéis  preguntado:  y  entended  que  el  dueño  de  las 
prendas  que  hallasteis,  es  el  mismo  que  visteis  pasar  con  tanta  ligereza, 
como  desnudez:  que  ya  le  había  dicho  don  Quixote,  cómo  había  visto  pasar 
aquel  hombre  saltando  por  la  sierra.  El  cual  quedó  admirado  de  lo  que  al 
cabrero  había  oído,  y  quedó  con  más  deseo  de  saber  quién  era  el  desdicha- 
do loco,  y  propuso  en  sí  lo  mismo  que  ya  tenía  pensado,  de  buscarle  por 
toda  la  montaña,  sin  deiar  rincón,  ni  cuenca  en  ella  que  no  mirase,  hasta 
hallarle.  Pero  hízolo  mejor  la  suerte,  de  lo  que  él  pensaba,  ni  esperaba: 
porque  en  aquel  mismo  instante  apareció  por  entre  una  quebrada  de  una 
sierra  que  salía  donde  ellos  estaban,  el  mancebo  que  buscaba:  el  cual  venía 
hablando  entre  sí,  cosas  que  no  podían  ser  entendidas  de  cerca,  cuanto  más 
de  lejos.  Su  traje  era  cual  se  ha  pintado,  solo  que  llegando  cerca  vio  don 
Quixote,  que  un  coleto  hecho  pedazos  que  sobre  sí  traía,  era  de  ámbar:  por 
donde  acabó  de  entender,  que  persona  que  tales  hábitos  traía,  no  debía 
de  ser  de  ínfima  calidad.  En  llegando  el  mancebo  á  ell«s,  los  saludó  con 
una  voz  desentonada,  y  bronca,  pero  con  mucha  cortesía.  Don  Quixote  le 
volvió  los  saludos,  con  no  menos  comedimiento,  y  apeándose  de  Rocinante, 
con  gentil  continente,  y  donaire  le  fué  á  abrazar,  y  le  tuvo  un  buen  espa- 
cio estrechamente  entre  sus  brazos,  como  si  de  luengos  tiempos  le  hubiera 
conocido.  El  otro,  á  quien  podemos  llamar  el  Roto  de  la  mala  figura  (como 
á  don  Quixote,  el  de  la  triste)  después  de  haberse  dejado  abrazar,  le  apartó 
un  poco  de  sí,  y  puestas  sus  manos  en  los  hombros  de  don  Quixote,  le  es- 
taba mirando,  como  que  quería  ver  si  le  conocía:  no  menos  admirado  quizá, 
de  ver  la  figura,  talle,  y  armas  de  don  Quixote,  que  don  Quixote  lo  estaba 
de  verle  á  él.  En  resolución,  el  primero  que  habló  después  del  abraza- 
miento, fué  el  Roto,  y  dijo  lo  que  se  dirá  adelante. 


2--,6   - 


CAPITULO  XXIV 
Donde  se  prosigue  la  aventura  de  la  Sierra  Morena. 

Dice  la  historia,  que  era  grandísima  la  atención  con  que  don  Quiíote 
escuchaba  al  astroso  caballero  de  la  Sierra,  el  cual  prosiguiendo  su  plática, 
dijo:  Por  cierto,  señor,  quienquiera  que  seáis,  que  yo  no  os  conozco,  yo  os 
agradezco  las  muestras,  y  la  cortesía  que  conmigo  habéis  usado:  y  quisiera 
yo  hallarme  en  términos  que  con  más  que  la  voluntad  pudiera  servir  la 
que  habéis  mostrado  tenerme,  en  el  buen  acogimiento  que  me  habéis  he- 
cho, mas  no  quiere  mi  suerte  darme  otra  cosa  con  que  corresponda  á  las 
buenas  obras  que  me  hacen,  que  buenos  deseos  de  satisfacerlas.  Los  que  yo 
tengo  respondió  don  Quixote,  son  de  serviros,  tanto,  que  tenia  determina- 
do de  no  salir  destas  sierras  hasta  hallaros,  y  saber  de  vos  si  al  dolor  que 
en  la  extrañeza  de  vuestra  vida  mostráis  tener,  se  podía  hallar  algún  géne- 
ro de  remedio:  y  si  fuera  menester  buscarle,  buscarle  con  la  diligencia  po- 
sible. Y  cuando  vuestra  desventura  fuera  de  aquellas  que  tienen  cerradas 
las  puertas  á  todo  género  de  consuelo,  pensaba  ayudaros  á  llorarla,  y  á  pla- 
ñiría como  mejor  pudiera,  que  todavía  es  consuelo  en  las  desgracias,  hallar 
quien  se  duela  dellas.  Y  si  es  que  mi  buen  intento  merece  ser  agradecido 
con  algún  género  de  cortesía,  yo  os  suplico  señor,  por  la  mucha  que  veo 
que  en  vos  se  encierra:  y  juntamente  os  conjuro,  por  la  cosa  que  en  esta 
vida  más  habéis  amado,  ó  amáis,  que  me  digáis  quien  sois,  y  la  causa  que 
os  ha  traído  á  vivir,  y  á  morir  entre  estas  soledades,  como  bruto  animal, 
pues  moráis  entre  ellos,  tan  ageno  de  vos  mismo,  cual  lo  muestra  vuestro 
traje,  y  persona.  Y  juro  (añadió  don  Quixote)  por  la  orden  de  caballería 
que  recibí  (aunque  indigno,  y  pecador)  y  por  la  profesión  de  caballero  an- 
dante, que  si  en  esto,  señor,  me  complacéis,  de  serviros  con  las  veras  á  que 
me  obliga  el  ser  quien  soy:  ora  remediando  vuestra  desgracia,  si  tiene  re- 
medio: ora  ayudándoos  á  llorarla,  como  os  lo  he  prometido.  El  caballero 
del  bosque,  que  de  tal  manera  oyó  hablar  al  de  la  triste  figura,  no  hacía 
sino  mirarle,  y  remirarle,  y  tornarle  ú  mirar  de  arriba  abajo:  y  después 
que  le  hubo  bien  mirado,  le  dijo:  Si  tienen  algo  que  darme  de  comer,  por 
amor  de  Dios  que  me  lo  den,  que  después  de  haber  comido  yo  haré  todo 


-  257  - 

lo  que  se  me  manda,  en  agradecimiento  de  tan  buenos  deseos  como  aquí 
se  me  han  mostrado.  Luego  sacaron,  Sancho  de  su  costal,  y  el  cabrero  de 
su  zurrón  con  que  satisfizo  el  Roto  su  hambre,  comiendo  lo  que  le  dieron 
como  persona  atontada,  tan  apriesa,  que  no  daba  espacio  de  un  bocado  al 
otro,  pues  antes  los  engullía  que  tragaba:  y  en  tanto  que  comía,  ni  él,  ni 
los  que  le  miraban  hablaban  una  palabra.  Como  acabó  de  comer,  les  hizo 
de  señas  que  le  siguiesen,  como  lo  hicieron,  y  él  los  llevó  á  un  verde  pra- 
decillo,  que  á  la  vuelta  de  una  peña,  poco  desviada  de  allí  estaba.  En  lle- 
gando á  él  se  tendió  en  el  suelo,  encima  de  la  yerba,  y  los  demás  hicieron 
lo  mismo:  y  todo  esto  sin  que  ninguno  hablase,  hasta  que  el  Roto,  después 
de  haberse  acomodado  en  su  asiento,  dijo:  Si  gustáis  señores,  que  os  diga 
en  breves  razones  la  inmensidad  de  mis  desventuras,  habeisme  de  prome- 
ter, de  que  con  ninguna  pregunta,  ni  otra  cosa,  no  interrumpiréis  el  hilo 
de  mi  triste  historia:  porque  en  el  punto  que  lo  hagáis,  en  ese  se  quedará 
!o  que  fuere  contando.  Estas  razones  del  Roto,  trajeron  á  la  memoria  á  don 
Quixote  el  cuento  que  le  había  contado  su  escudero,  cuando  no  acertó  el 
número  de  las  cabras  que  habían  pasado  el  río,  y  se  quedó  la  historia  pen- 
diente. Pero  volviendo  al  Roto,  prosiguió,  diciendo:  Esta  prevención  que 
hago,  es,  porque  querría  pasar  brevemente  por  el  cuento  de  mis  desgra- 
cias: que  el  traerlas  á  la  memoria  no  me  sirve  de  otra  cosa,  que  añadir 
otras  de  nuevo:  y  mientras  menos  me  preguntéis,  mas  presto  acabaré  yo 
de  decirlas,  puesto  que  no  dejaré  por  contar  cosa  alguna,  que  sea  de  im- 
portancia, para  no  satisfacer  del  todo  á  vuestro  deseo.  Don  Quixote  lo  pro- 
metió en  nombre  de  los  demás:  y  él  con  este  seguro,  comenzó  desta 
manera: 

Mi  nombre  es  Cardenio,  mi  patria  una  ciudad  de  las  mejores  desta 
Andalucía,  (1)  mi  linaje  noble,  mis  padres  ricos,  mi  desventura  tanta,  que 


(1)    La  ambigüedad  que  imprimió  el  Genio  á  esta  frase  de  construc 
ción  sencillísima  ha  producido  un  estado  caótico  en  el  que,  por  de-^gracia 
y  con  rara  unanimidad,  se  han  mostrado  contormes  los  críticos. 

Desta  Andalucía,  se  ha  interpretado  en  el  sentido  natural  que  deíinede 
un  modo  concreto  la  permanencia  en  tierra  andaluza,  pero  como  Cervan- 
tes la  empleó  en  sentido  figurado,  esta  forma  elíptica  da  á  entender  que 
Cardenio,  en  tierra  mtinche;/a,  puesto  en  pié  y  acompañando  la  acción  á  la  pa- 
labra, señaló  el  punto  hacia  donde  radicaba  el  pueblo  de  su  naturaleza. 

Tampoco  estoy  conforme  con  el  que,  como  ampliación  al  concepto 
anterior,  Be  le  ha  dudo  á  la  frase  madre  de  los  mejores  caballos  del  mundo. 
Cervantes  no  dijo  nada  de  los  cal)allo3  cordobeses,  reconocidos  y  ensalza- 
dos por  la  farají  en  tiempos  árabes,  infiriendo  yo  (^ue  hace  alusión  á  Lfbe- 

17 


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la  deben  de  haber  llorado  mis  padres,  y  sentido  mi  linaje,  sin  poderla  ali- 
viar con  su  riqueza:  que  para  remediar  desdichas  del  cielo,  poco  suelen 
valer  los  bienes  de  fortuna.  Vivía  en  esta  misma  tierra  un  cielo,  donde- 
puso  el  amor  toda  la  gloria  que  yo  acertara  á  desearme.  Tal  es  la  hermo- 
sura de  Luscinda,  doncella  tan  noble,  y  tan  rica  como  yo,  pero  de  más  ven- 
tura, y  de  menos  firmeza  de  la  que  á  mis  honrados  pensamientos  se  debía. 
A  esta  Luscinda  amé,  quise,  y  adoré,  desde  mis  tiernos,  y  primeros  años: 
y  ella  me  quiso  á  mi,  con  aquella  sencillez,  y  buen  ánimo,  que  su  poca 
edad  permitía.  Sabían  nuestros  padres  nuestros  intentos,  y  no  les  pesaba 
dallo,  porque  bien  veían,  que  cuando  pasaran  adelante,  no  podían  tener 
otro  fin,  que  el  de  casarnos:  cosa  que  casi  la  concertaba  la  igualdad  de 
nuestro  linaje,  y  riquezas.  Creció  la  edad,  y  con  ella  el  amor  de  entrambos, 
que  al  padre  de  Luscinda  le  pareció,  que  por  buenos  respetos  estaba  obli- 
gado á  negarme  la  entrada  de  su  casa:  casi  imitando  en  esto,  á  los  padres 
de  aquella  Tisbe,  tan  decantada  de  los  Poetas.  Y  fué  esta  negación,  añadir 
llama  á  llama,  y  deseo  á  deseo:  porque  aunque  pusieron  silencio  á  las  len- 
guas, no  le  pudieron  poner  á  las  plumas,  las  cuales  con  más  libertad  que 
las  lenguas  suelen  dar  á  entender  á  quien  quieren,  lo  que  en  el  alma  está 
encerrado,  que  muchas  veces  la  presencia  de  la  cosa  amada,  turba,  y  en- 
mudece la  intención  más  determinada,  y  la  lengua  más  atrevida.  Ay  cie- 
los, y  cuántos  billetes  la  escribí?  Cuan  regaladas,  y  honestas  respuestas 
tuve?  Cuántas  canciones  compuse,  y  cuántos  enamorados  versos,  donde  el 
alma  declaraba,  y  trasladaba  sus  sentimientos,  pintaba  sus  encendidos  de- 
seos, entretenía  sus  memorias,,  y  recreaba  su  voluntad?  En  efecto,  viéndo- 
me apurado,  y  que  mi  alma  se  consumía  con  el  deseo  de  verla,  determiné 
poner  por  obra,  y  acabar  en  un  punto,  lo  que  me  pareció  que  más  conve- 
nía para  salir  con  mi  deseado,  y  merecido  premio:  y  fué,  el  pedírsela  á  su 
padre  por  legítima  esposa,  como  lo  hice.  A  lo  que  él  me  respondió:  Que 
me  agradecía  la  voluntad  que  mostraba  de  honrarle,  y  de  querer  honrarme 
con  prendas  suyas,  pero  que  siendo  mi  padre  vivo,  á  él  tocaba  de  justo  de- 
recho, hacer  aquella  demanda:  porque  sino  fuese  con  mucha  voluntad,  j 


da,  que  desde  época  remota  conservaban  esta  nombradla  los  potros  que 
se  criaban  en  sus  lomas. 

Y,  á  propósito:  Clemencín  ignoraba  la  procedencia  de  una  locución 
que  corre  de  boca  en  boca:  irse  por  los  cerros  de  l'beda.  Maestro  de  escue- 
la. Académico,  autor  de  una  Gramática,  criticador  del  Quixote ,  no  e» 

lo  mipmo  ir  á  Valladolid,  que  hablar  con  el  Ordinario,  l'n  mayoral  de 
"Übeda  se  lo  hubiera  explicado. 


—  259  — 

gusto  suyo,  no  era  Luscinda  para  tomarse,  ni  darse  á  hurto.  Yo  le  agra- 
decí su  buen  intento,  pareciéndome  que  llevaba  razón  en  lo  que  decía,  y 
que  mi  padre  vendría  en  ello,  como  yo  se  lo  dijese.  Y  con  este  intento, 
luego  en  aquel  mismo  instante  fui  á  decirle  á  mi  padre  lo  que  deseaba:  y 
al  tiempo  que  entré  en  un  aposento  donde  estaba,  le  hallé  con  una  carta 
abierta  en  la  mano,  la  cual  antes  que  yo  le  dijese  palabra,  me  la  dio,  y  me 
dijo:  Por  esa  carta  verás  Cárdenlo,  la  voluntad  que  el  Duque  Ricardo  tiene 
de  hacerte  merced.  Este  Duque  Ricardo,  como  ya  vosotros,  señores,  debéis 
de  saber,  es  un  grande  de  España,  que  tiene  su  estado  en  lo  mejor  desta 
Andalucía.  Tomé,  y  leí  la  carta  la  cual  venía  tan  encarecida,  que  á  mí  mis- 
mo me  pareció  mal,  si  mi  padre  dejaba  de  cumplir  lo  que  en  ella  se  le 
pedía,  que  era,  que  me  enviase  luego  donde  él  estaba,  que  quería,  que 
fuese  compañero,  no  criado,  de  su  hijo  el  mayor:  y  que  él  tomaba  á  cargo 
el  ponerme  en  estado,  que  correspondiese  á  la  estimación  en  que  me 
tenía.  Leí  la  carta,  y  enmudecí  leyéndola,  y  mas  cuando  oí  que  mi  padre 
me  decía:  De  aquí  á  dos  días  te  partirás  Cardenio,  á  hacer  la  voluntad  del 
Duque,  y  da  gracias  á  Dios  que  te  va  abriendo  camino  por  donde  alcances 
lo  que  yo  sé  que  mereces.  Añadió  á  éstas  otras  razones  de  padre  consejero. 
Llegóse  el  término  de  mi  partida,  hablé  una  noche  á  Luscinda,  díjele  todo 
lo  que  pasaba,  y  lo  mismo  hice  á  su  padre,  suplicándole  se  entretuviese 
algunos  días,  y  dilatase  el  darla  estado,  hasta  que  yo  viese  lo  que  Ricardo 
me  quería.  El  me  lo  prometió,  y  ella  me  la  confirmó  con  mil  juramentos, 
y  mil  desmayos.  Vine  en  fin  donde  el  Duque  Ricardo  estaba,  fui  del  tan 
bien  recibido,  y  tratado  que  desde  luego  comenzó  la  envidia  á  hacer  su 
oficio,  teniéndomela  los  criados  antiguos;  pareciéndoles,  que  las  muestras 
que  el  Duque  daba  de  hacerme  merced,  habían  de  ser  en  perjuicio  suyo. 
Pero  el  que  más  se  holgó  con  mi  ida,  fué  un  hijo  segundo  del  Duque,  lla- 
mado Fernando,  mozo  gallardo,  gentilhombre,  liberal,  y  enamorado:  el 
cual  en  peco  tiempo  quiso  que  fuese  tan  su  amigo,  que  daba  que  decir  íi 
todos:  y  aunque  el  mayor  me  quería  bien,  y  me  hacía  merced,  no  llegó  al 
extremo  con  que  don  Fernando  me  quería,  y  trataba.  Es  pues  el  caso,  que 
como  entre  los  amigos  no  hay  cosa  secreta,  que  no  se  comunique,  y  la  pri- 
vanza que  yo  tenía  con  don  Fernando,  dejaba  de  serlo,  por  ser  amistad, 
todos  sus  pensamientos  me  declaraba,  especialmente  uno  enamorado,  que 
le  traía  con  un  poco  de  desasosiego.  Quería  bien  á  una  labradora,  vasalla 
de  su  padre:  y  ella  los  tenía  muy  ricos,  y  era  tan  hermosa,  recatada,  dis- 
creta, y  honesta,  que  nadie  que  la  conocía  se  determinaba  en  cual  destas 
cosas  tuviese  más  excelencia,  ni  más  se  aventajase.  Estas  tan  buenas  par- 


—  26o  — 

tes  (le  la  hermosa  labradora,  redujeron  á  tal  término  los  deseos  de  don 
Fernando,  que  se  determinó  para  poder  alcanzarlo  (y  conquistar  la  entere- 
za de  la  labradora)  darle  palabra  de  ser  su  esposo,  porque  de  otra  manera, 
era  procurar  lo  imposible.  Yo  obligado  de  su  amistad,  con  las  mejores  ra- 
zones que  supe,  y  con  los  más  vivos  ejemplos  que  pude,  procuré  estorbar- 
le, y  apartarle  de  tal  propósito.  Pero  viendo  que  no  aprovechaba,  determi- 
né de  decirle  el  caso  al  Duque  Ricardo  su  pndre.  Mas  don  Fernando,  como 
astuto,  y  discreto,  se  receló,  y  temió  desto,  por  parecerle  que  estaba  yo 
obligado,  en  vez  de  buen  criado,  no  tener  encubierta  cosa  que  tan  en  per- 
juicio de  la  honra  de  mi  señor  el  Duque  venía:  y  asi  por  divertirme,  y  en- 
gañarme, me  dijo:  Que  no  hallaba  otro  mejor  remedio  para  poder  apartar 
de  la  memoria  la  hermosura  que  tan  sujeto  le  tenía,  que  el  ausentarse  por 
algunos  meses:  y  que  quería  que  la  ausencia  fuese,  que  los  dos  viniésemos 
en  casa  de  mi  padre,  con  ocasión  que  darían  al  Duque,  que  venia  á  ver,  y 
á  feriar  unos  muy  buenos  caballos,  que  en  mi  ciudad  había,  que  es  madre 
de  los  mejores  caballos  del  mundo.  Apenas  le  oí  yo  decir  esto,  cuando 
(movido  de  mi  afición)  aunque  su  determinación  no  fuera  tan  buena,  la 
aprobara  yo  por  una  de  las  más  acertadas  que  se  podían  imaginar:  por  ver 
cuan  buena  ocasión  y  coyuntura  se  me  ofrecía,  de  volver  á  ver  á  mi  Lus- 
cinda.  Con  este  pensamiento,  y  deseo,  aprobé  su  parecer,  y  esforcé  su  pro- 
pósito, diciéndole,  que  lo  pusiese  por  obra  con  la  brevedad  posible,  porque 
en  efecto  la  ausencia  hacía  su  oficio,  apesar  de  los  más  firmes  pensamien- 
tos. Y  cuando  él  me  vino  á  decir  esto,  según  después  se  supo,  había  goza- 
do á  la  labradora,  con  título  de  esposo,  y  esperaba  ocasión  de  descubrirse 
á  su  salvo,  temeroso  de  lo  que  el  Duque  su  padre  haría,  cuando  supiese  su 
disparate:  Sucedió  pues,  que  como  el  amor  en  los  mozos,  por  la  mayor 
parte  no  lo  es,  sino  apetito,  el  cual  como  tiene  por  último  fin  el  deleite, 
en  llegando  á  alcanzarle,  se  acaba,  y  ha  de  volver  atrás  aquello  que  pare- 
cía amor:  porque  no  puede  pasar  adelante  del  término  que  le  puso  natura- 
leza, el  cual  término  no  le  puso  á  lo  que  es  verdadero  amor.  Quiero  decir, 
que  así  como  don  Fernando  gozó  á  la  labradora,  se  le  aplacaron  sus  deseos, 
y  se  resfriaron  sus  ahíncos:  y  si  primero  fingía  quererse  ausentar  por  reme- 
diarlos, ahora  de  veras  procuraba  irse,  por  no  ponerlos  en  ejecución.  Dióle 
el  Duque  licencia,  y  mandóme  que  le  acompañase.  Vinimos  á  mi  ciudad, 
recibióle  mi  padre  como  quien  era:  vi  yo  luego  á  Luscinda,  tornaron  á  vivir 
(aunque  no  habían  estado  muertos,  ni  amortiguados)  mis  deseos,  de  los  cua- 
les di  cuenta,  por  mi  mal,  á  don  Fernando,  por  parecerme,  que  en  la  ley 
de  la  mucha  amistad  que  mostraba,  no  le  debía  SRCubrir  nada.  Alábele  la 


—   26l    — 

hermosura,  donaire,  y  discreción  de  Luscinda,  de  tal  manera,  que  mis  ala- 
.  banzas  movieron  en  él  los  deseos  de  querer  ver  doncella  de  tan  buenas  par- 
tes adornada.  Cumpliselos  yo,  por  mi  corta  suerte,  ensenándosela  una  no- 
che, á  la  luz  de  una  vela,  por  una  ventana  por  donde  los  dos  solíamos  ha- 
blarnos. Viola,  en  sayo  tal,  que  todas  las  bellezas  hasta  entonces  por  él 
Tistas,  las  puso  en  olvido.  Enmudeció,  perdió  el  sentido,  quedó  absorto:  y 
finalmente  tan  enamorado,  cual  lo  veréis  en  el  discurso  del  cuento  de  mi 
desventura.  Y  para  encenderle  más  el  deseo  (que  á  mí  me  celaba,  y  ai  cielo 
á  solas  descubría)  quiso  la  fortuna,  que  hallase  un  día  un  billete  suyo  pi- 
diéndome que  la  pidiese  á  su  padre  por  esposa:  tan  discreto,  tan  honesto, 
y  tan  enamorado,  que  en  leyéndolo  me  dijo,  que  en  sola  Luscinda  se  ence- 
rraban todas  las  gracias  de  hermosura,  y  de  entendimiento,  que  en  las  de- 
más mujeres  del  mundo  estaban  repartidas.  Bien  es  verdad,  que  quiero 
confesar  ahora,  que  puesto  que  yo  veía  con  cuan  justas  causas  don  Fernan- 
do á  Luscinda  alababa,  me  pesaba  de  oír  aquellas  alabanzas  de  su  boca,  y 
comencé  á  temer,  y  con  razón  á  recelarme  del,  porque  no  se  pasaba  mo- 
mento, donde  no  quisiese  que  tratásemos  de  Luscinda,  y  él  movía  la  pláti- 
ca aunque  la  trajese  por  los  cabellos,  cosa  que  despertaba  en  mí  un  no  sé 
qué  de  celos,  no  porque  yo  temiese  revés  alguno  de  la  bondad,  y  de  la  fe 
de  Luscinda,  pero  con  todo  eso  me  hacía  temer  mi  suerte,  lo  mismo  que 
ella  me  aseguraba.  Procuraba  siempre  don  Fernando  leer  los  papeles  que 
yo  á  Luscinda  enviaba,  y  los  que  ella  me  respondía,  á  título  que  la  discre- 
ción de  los  dos  gustaba  mucho.  Acaeció  pues,  que  habiéndome  pedido  Lus- 
cinda un  libro  de  caballerías  en  que  leer,  de  quien  era  ella  muy  aficionada, 
que  era  el  de  Amadís  de  Gaula.  No  hubo  bien  oído  don  Quixote  nombrar 
libro  de  caballerías,  cuando  dijo:  Con  que  me  dijera  vuestra  merced  al  prin- 
cipio de  su  historia,  que  su  merced  de  la  señora  Luscinda  era  aficionada  á 
libros  de  caballerías,  no  fuera  menester  otra  exageración,  para  darme  á  en- 
tender la  alteza  de  su  entendimiento,  porque  no  le  tuviera  tan  bueno,  como 
vos  señor  le  habéis  pintado,  si  careciera  del  gusto  de  tan  sabrosa  leyenda: 
así  que  para  conmigo  no  es  menester  gastar  más  palabras  en  declararme 
su  hermosura,  valor,  y  entendimiento,  que  con  solo  haber  entendido  su 
afición,  la  confirmo  por  la  más  hermosa,  y  más  discreta  mujer  del  mundo: 
y  quisiera  yo,  señor,  que  vuestra  merced  le  hubiera  enviado  junto  con 
Amadís  de  Gaula  al  bueno  de  don  Rugel  de  Grecia,  que  yo  sé  que  gustara 
la  señora  Luscinda  mucho  de  Daraida,  y  Garaya,  y  de  las  discreciones  del 
pastor  Darinel,  y  de  aquellos  admirables  versos  de  sus  Bucólicas,  cantadas. 
y  representadas  por  él  con  todo  donaire,  discreción,  y  desenvoltura:  pero 


—   203    - 

tiempo  podrá  reñir  en  que  se  enmiende  esta  falta,  y  no  dura  más  en  ha- 
cerse la  enmienda,  de  cuanto  quiera  vuestra  merced  ser  servido  de  venirse 
conmigo  á  mi  aldea,  que  allí  le  podré  dar  más  de  trescientos  libros,  que 
son  el  regalo  de  mi  alma,  y  el  entretenimiento  de  mi  vida:  aunque  tengo 
para  mi,  que  ya  no  tengo  ninguno,  merced  á  la  malicia  de  malos,  y  envi- 
diosos encantadores.  Y  perdóneme  vuestra  merced,  el  haber  contravenido  á 
lo  que  prometimos,  de  no  interrumpir  su  plática,  pues  en  oyendo  cosas  de 
caballerías,  y  de  caballeros  andantes,  así  es  en  mi  mano  dejar  de  hablar  de 
ellos,  como  lo  es  en  la  de  los  rayos  del  Sol  dejar  de  calentar,  ni  humede- 
cer en  los  de  la  Luna.  Asi  que,  perdón,  y  proseguir,  que  es  lo  que  ahora 
hace  más  al  caso:  En  tanto  que  don  Qiiixote  estaba  diciendo  lo  que  queda 
dicho,  se  le  había  caído  á  Cardenio  la  cabeza  sobre  el  pecho,  dando  mues- 
tras de  estar  profundamente  pensativo.  Y  puesto  que  dos  veces  le  dijo  don 
Quixote,  que  prosiguiese  su  historia,  ni  alzaba  la  cabeza,  ni  respondía  pa- 
labra. Pero  al  cabo  de  un  buen  espacio  la  levantó,  y  dijo:  No  se  me  puede 
quitar  del  pensamiento,  ni  habrá  quien  me  lo  quite  en  el  mundo,  ni  quien 
rae  dé  á  entender  otra  cosa:  y  sería  un  majadero  el  que  lo  contrario  enten- 
diese, ó  creyese,  sino  que  aquel  bellaconazo  del  Maestro  Elísabat,  estaba 
amancebado  con  la  Beina  Madásima.  íJso  no,  voto  á  tal,  respondió  con  mu- 
cha cólera  don  Quixote,  (y  arrojóle  como  tenía  de  costumbre)  y  esa  es  muy 
gran  malicia,  ó  bellaquería,  por  mejor  decir.  La  Reina  Madásima  fué  muy 
principal  señora,  y  no  se  ha  de  presumir,  que  tan  alta  Princesa  se  había 
de  amancebar  con  un  sacapotras:  y  quien  lo  contrario  entendiere,  miente 
como  muy  gran  bellacazo.  Y  yo  se  lo  daré  á  entender,  á  pie,  ó  á  caballo: 
armado,  ó  desarmado:  de  noche,  ó  de  día,  ó  como  más  gusto  le  diere.  Es- 
tábale mirando  Cardenio  muy  atentamente,  al  cual  ya  había  venido  el 
accidente  de  su  locura,  y  no  estaba  para  proseguir  su  historia,  ni  tampoco 
don  Quixote  se  la  oyera,  según  le  había  disgustado  lo  que  de  Madásima  le 
había  oído.  Extraño  caso,  que  así  volvió  por  ella,  como  si  verdaderamente 
fuera  su  verdadera,  y  natural  señora:  tal  le  tenían  sus  descomulgados 
libros.  Digo  pues,  que  como  ya  Cardenio  estaba  loco,  y  se  oyó  tratar  de 
mentís,  y  de  bellaco,  con  otros  denuestos  semejantes,  parecióle  mal  la  bur- 
la, y  alzó  un  guijarro  que  halló  junto  á  sí,  y  dio  con  él  en  los  pechos  tal 
golpe  á  don  Quixote,  que  le  hizo  caer  de  espaldas.  Sancho  Panza  que  de 
tal  modo  vio  parar  á  su  señor,  arremetió  al  loco  con  el  puño  cerrado:  y  el 
Roto  le  recibió  de  tal  suerte,  que  con  una  puñada  dio  con  él  á  sus  pies,  y 
luego  se  subió  sobre  él,  y  le  abrumó  las  costillas  muy  ú  su  sabor.  El  ca- 
brero que  le  quiso  defender,  corrió  el  mismo  peligro.  Y  después  que  los 


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tuvo  á  todos  rendidos,  y  molidos,  los  dejd,  y  se  fué  con  gentil  sosiego,  á 
-^.'rabosearse  en  la  montaña.  Levantóse  Sancho,  y  con  la  rabia  que  tenía  de 
verse  aporreado  tan  sin  merecerlo,  acudió  á  tomar  la  venganza  del  cabrero, 
diciéndole,  que  él  tenía  la  culpa  de  no  haberles  avisado  que  á  aquel  hom- 
bre le  tomaba  á  tiempos  la  locura,  que  si  esto  supieran,  hubieran  estado 
sobre  aviso,  para  poderse  guardar.  Respondió  el  cabrero,  que  ya  lo  había 
•dicho,  y  que  si  él  no  lo  había  oído,  que  no  era  suya  la  culpa.  Replicó  San- 
nho  Panza,  y  tornó  á  replicar  el  cabrero:  y  fué  el  fin  de  las  réplicas,  asirse 
de  las  barbas,  y  darse  tales  puñadas  que  si  don  Quixote  no  los  pusiera  en 
paz,  se  hicieran  pedazos.  Decía  Sancho,  asido  con  el  cabrero:  Déjeme  vues- 
tra merced,  señor  caballero  de  la  triste  Figura,  que  en  este  que  es  villano 
-como  yo,  y  no  está  armado  caballero,  bien  puedo  á  mi  salvo  satisfacerme 
del  agravio  que  me  ha  hecho,  peleando  con  él  mano  á  mano,  como  hom- 
bre honrado.  Así  es,  dijo  don  Quixote:  pero  yo  sé  que  él  no  tiene  ninguna 
culpa  de  lo  sucedido.  Con  esto  los  apaciguó,  y  don  Quixote  volvió  á  pre- 
guntar al  cabrero,  si  sería  posible  hallar  á  Cárdenlo,  porque  quedaba  con 
gi-andísimo  deseo  de  saber  el  íin  de  su  historia.  Díjole  el  cabrero  lo  que 
primero  había  dicho,  que  era  no  saber  de  cierto  su  manida:  pero  que  si 
anduviese  mucho  por  aquellos  contornos,  no  dejaría  de  hallarle,  ó  cuerdo, 
<5  loco. 


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CAPITULO  XXV 

Que  trata  de  las  extrañas  cosas  que  en  Sierramore- 
na  sucedieron  al  valiente  caballero  de  la  Mancha: 
y  de  la  imitación  que  hizo  á  la  penitencia  de  Bel- 
tenebros. 

Despidióse  del  cabrero  don  Quixote,  y  subiendo  otra  vez  sobre  Koci- 
nante,  mandó  á  Sancho  que  le  siguiese,  el  cual  lo  hizo  con  su  jumento,  de 
muy  mala  gana.  Y  vánse  poco  á  poco  entrando  en  lo  más  áspero  de  la  mon- 
taña, y  Sancho  iba  muerto  por  razonar  con  su  amo,  y  deseaba  que  él  co- 
menzase la  plática,  por  no  contravenir  á  lo  que  le  t^nia  mandado:  mas  ni> 
pudiendo  sufrir  tanto  silencio,  le  dijo:  Señor  don  Quiiot«,  vuestra  merced 
me  eche  su  bendición,  y  me  dé  licencia,  que  desde  aquí  me  quiero  volver 
á  mi  casa,  y  á  mi  mujer,  y  á  mis  hijos,  con  los  cuales  por  lo  menos  habla- 
ré, y  departiré  todo  lo  que  quisiere,  porque  querer  vuestra  merced  que  Taya 
con  él  por  estas  soledades,  de  día,  y  de  noche,  y  que  no  le  hable  cuando 
me  diere  gusto,  es  enterrarme  en  vida.  Si  ya  quisiera  la  suerte  que  lu? 
animales  hablaran,  como  hablaban  en  tiempo  de  Guisopete,  fuera  menos 
mal,  porque  departiera  yo  con  mi  jumento  lo  que  me  viniera  en  gana,  y 
con  esto  pasara  mi  mala  aventura:  que  es  recia  cosa,  y  que  no  se  puede  lle- 
var en  paciencia,  andar  buscando  aventuras  toda  la  vida,  y  no  hallar,  sino 
coces,  y  manteamientos,  ladrillazos,  y  puñadas,  y  con  todo  esto,  nos  hemos 
de  coser  la  boca,  sin  osar  decir  lo  que  el  hombre  tiene  en  su  corazón,  como 
si  fuera  mudo.  Ya  te  entiendo  Sancho  respondió  don  Quixote,  tú  mueres 
porque  te  alce  el  entredicho  que  te  tengo  puesto  en  la  lengua,  dale  por  al- 
zado, y  di  lo  que  quisieres,  con  condición,  que  no  ha  de  durar  este  alza- 
miento más  de  en  cuanto  anduviéremos  por  estas  sierras.  Sea  asi,  dijo 
Sancho,  hable  yo  ahora,  que  después  Dios  sabe  lo  que  será,  y  comenzando 
á  gozar  de  este  salvoconducto,  digo:  Que  qué  le  iba  á  vuestra  merced  en 
volver  tanto  por  aquella  Keina  Magimasa,  ó  cómo  se  llama?  O  qué  hacia 
al  caso,  que  aquel  Abad  fuese  su  amigo,  ó  no?  Que  si  vuestra  merced  pa- 
sara con  ello,  pues  no  era  su  juez,  bien  creo  yo,  que  el  loco  pasara  adelan- 
te con  su  historia,  y  se  hubieran  ahorrado  el  golpe  del  guijarro,  y  las  coces, 


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y  aun  más  de  seis  torniscones.  A  fé  Sancho,  respondió  Don  Quixote,  que  si 
tú  supieras  como  yo  lo  sé,  cuan  honrada,  y  cuan  principal  señora  era  hi 
Beina  Madásima,  yo  sé  que  dijeras,  que  tuve  mucha  paciencia,  pues  no 
quebré  la  boca  por  donde  tales  blasfemias  salieron.  Porque  es  muy  gran 
blasfemia  decir,  ni  pensar,  que  una  Keina  esté  amancebada  con  un  ciruja- 
no. La  verdad  del  cuento  es,  que  aquel  maestro  Elisabat,  que  el  loco  dijo, 
fué  un  hombre  muy  prudente,  y  de  muy  sanos  consejos,  y  sirvió  de  ayo,  y 
de  médico  á  la  lieina:  pero  pensar  que  ella  era  su  amiga,  es  disparate  dig- 
no de  muy  gran  castigo.  Y  porque  veas  que  Cárdenlo  no  supo  lo  que  dijo, 
has  de  advertir,  que  cuando  lo  dijo,  ya  estaba  sin  juicio.  Eso  digo  yo,  dijo 
Sancho,  que  no  había  para  qué  hacer  cuenta  de  las  palabras  de  un  loco, 
porque  si  la  buena  suerte  no  ayudara  á  vuestra  merced,  y  encaminara  el 
guijarro  á  la  cabeza,  como  le  encaminó  al  pecho,  buenos  quedaremos,  por 
haber  vuelto  por  aquella  mi  señora,  que  Dios  cohouda.  (1)  Pues  montas  que 
no  se  librará  Cárdenlo  por  loco.  Contra  cuerdos,  y  contra  locos,  está  obli- 
gado cualquier  caballero  andante  á  volver  por  la  honra  de  las  mujeres,  cua- 
lesquiera que  sean,  cuanto  más  por  las  Reinas  de  tan  alta  guisa,  y  pro, 
como  fué  la  lieina  Madásima,  á  quien  yo  tengo  particular  afición,  por  sus 
buenas  partes:  porque  fuera  de  haber  sido  hermosa  además,  fué  muy  pru- 
dente, y  muy  sufrida  en  sus  calamidades,  que  las  tuvo  muchas.  Y  los  con- 
sejos, y  compañía  del  maestro  Elisabat,  le  fué,  y  le  fueron  de  mucho  pro- 
vecho, y  alivio,  para  poder  llevar  sus  trabajos,  con  prudencia,  y  paciencia. 
Y  de  aquí  tomó  ocasión  el  vulgo  Ignorante,  y  mal  Intencionado,  de  decir, 
y  pensar,  que  ella  era  su  manceba:  y  mienten  digo  otra  vez,  y  mentirán 
otras  doscientas,  todos  los  que  tal  pensaren,  y  dijeren.  NI  yo  lo  digo,  ni  lo 
pienso,  respondió  Sancho,  allá  se  lo  hayan,  con  su  pan  se  lo  coman:  si  fue- 
ron amancebados,  ó  no,  á  Dios  habrán  dado  la  cuenta:  de  mis  viñas  vengo, 
no  sé  nada,  no  soy  amigo  de  saber  vidas  agenas,  que  el  que  compra,  y  mien- 
te en  su  bolsa  lo  siente.  Cuanto  más,  que  desnudo  nací,  desnudo  me  hallo, 
ni  pierdo,  ni  gano:  mas  que  lo  fuesen,  qué  rae  vá  á  raí?  Y  muchos  piensan 
que  hay  tocinos,  y  no  hay  estacas.  Mas  quién  puede  poner  puertas  al  cam- 
po? Cuanto  más,  que  de  Dios  dijeron.  Válgame  Dios,  dijo  don  Quixote,  y 
que  de  necedades  vas  ensartando,  qué  vá  de  lo  que  tratamos,  á  los  refranes 
que  enhilas?  Por  tu  vida  Sancho  que  calles,  y  de  aquí  adelante  entre- 
métete en  espolear  á  tu  asno,  y  deja  de  hacerlo  en  lo  que  no  te  Importa.  Y 


(1)     Interprétese,  que  Dios  confunda. 


-    266  — 

entiende  con  todos  tus  cinco  sentidos,  que  todo  cuanto  yo  lie  liecho,  hago, 
€  hiciere,  va  muy  puesto  en  razón,  y  muy  coníorme  á  las  reglas  de  caballe- 
ría, que  las  sé  mejor  que  cuantos  caballeros  profesaron  en  el  mundo.  Se- 
ñor, respondió  Sancho,  y  es  buena  regla  de  caballería,  que  andemos  perdi- 
dos por  estas  montarías,  sin  senda,  ni  camino,  buscando,  aún  lo  que  el  cual 
después  de  hallado,  quizá  le  vendrá  en  voluntad  de  acabar  le  que  dejó  co- 
menzado, no  de  su  cuento,  sino  de  la  cabeza  de  vuestra  merced,  y  de  mis 
costillas  acabándonoslas  de  romper  de  todo  punto?  Calla  te  digo  otra  vez 
.Sancho,  dijo  don  Quixote,  porque  te  hago  saber,  que  no  sólo  me  trae  por 
estas  partes  el  deseo  de  hallar  al  loco,  cuanto  el  que  tengo  de  hacer  en 
ellas  una  hazaña,  con  que  he  de  ganar  perpetuo  nombre,  y  fama,  en  todo 
lo  descubierto  de  la  tierra,  y  será  tal,  que  he  de  echar  con  ella  el  sello  á 
todo  aquello  que  puede  ser  perfecto,  y  famoso  á  un  andante  caballero.  Y  és 
de  muy  gran  peligro  esa  hazaña,  preguntó  Sancho  Panza?  No,  respondió  el 
de  la  triste  Figura,  puesto  que  de  tal  manera  podía  acorrer  el  dado,  que 
echásemos  azar,  en  lugar  de  encuentro,  (1)  pero  todo  ha  de  estar  en  tu  di- 
ligencia. En  mi  diligencia,  dijo  Sancho?  Sí,  dijo  don  Quixote,  porque  gi 
vuelves  presto,  de  adonde  pienso  enviarte,  presto  se  acabará  mi  pena,  y 
presto  comenzará  mi  gloria:  y  porque  no  es  bien  que  te  tenga  más  suspen- 
so, esperando  en  lo  que  han  de  parar  mis  razones,  quiero  Sancho  que  sepas, 
que  el  famoso  Amadís  de  Gaula,  fué  uno  de  los  más  perfectos  caballeros 
andantes:  no  he  dicho  bien,  fué  uno,  fué  el  sólo,  el  primero,  el  único,  el 
señor  de  todos  cuantos  hubo  en  su  tiempo  en  el  mundo.  Mal  año,  y  mal 
mes  para  don  Belianís,  y  para  todos  aquellos  que  dijeren,  que  se  le  igualó 
en  algo,  porque  se  engañan  juro  cierto.  Digo  asimismo,  que  cuando  algún 
pintor  quiere  salir  famoso  en  su  arte,  procura  imitar  los  originales  de  los 
más  únicos  pintores  que  sabe.  Y  esta  misma  regla  corre  por  todos  los  más 
oficios,  ó  ejercicios  de  cuenta,  que  sirven  para  adorno  de  las  repúblicas.  Y 
así  lo  ha  de  hacer,  y  hace,  el  que  quisiere  alcanzar  nombre  de  prudente,  y 
sufrido,  imitando  á  ülises,  en  cuya  persona,  y  trabajos,  nos  pinta  Homero, 
un  retrato  vivo  de  prudencia,  y  de  sufrimiento,  como  también  nos  mostró 
Virgilio,  en  persona  de  Eneas,  el  valor  de  un  hijo  piadoso,  y  la  sagacidad 
de  un  valiente,  y  entendido  capitán,  no  pintándolo,  ni  descubriéndolo  como 


(1)  Me  rebelo  contra  la  opinión  de  Clemencín.  8i  azar,  en  el  juego,  es 
el  lance  que  pierde,  y  encuentro,  el  lance  que  gana,  hay  que  reconocer  que 
Cervantes  empleó  magistralmente  la  palabra  acorrer,  que  en  el  presente 
caso  significa /arorecer. 


—  207  — 

ellos  fueron:  sino  como  habían  de  ser,  para  quedar  ejemplo  á  los  venideros 
hombres  de  sus  virtudes.  Desta  misma  suerte  Amadis  fué  el  norte,  el  lu- 
cero, el  sol  de  los  valientes,  y  enamorados  caballeros,  á  quien  debemos  de 
imitar  todos  aquellos,  que  debajo  de  la  bandera  de  amor,  y  de  la  caballe- 
ría militamos.  Siendo  pues  esto  así,  como  lo  es,  hallo  yo  Sancho  amigo,  que 
el  caballero  andante  que  más  le  imitare,  estará  más  cerca  de  alcanzar  la 
perfección  de  la  caballería.  Y  una  de  las  cosas  en  que  más  este  caballero 
mostró  su  prudencia,  valor,  valtntía,  sufrimiento,  firmeza,  y  amor,  fué 
cuando  se  retiró,  desdeñado  de  la  señora  Oriana,  á  hacer  penitencia  en  la 
peña  Pobre,  mudando  su  nombre,  en  el  de  Beltenebros,  (1)  nombre  por 
-cierto  significativo,  y  propio  para  la  vida  que  él  de  su  voluntad  había  esco- 
gido. Así  que  me  es  á  mí  más  fácil,  imitarle  en  esto,  que  no  hender  Gi- 
gantes, descabezar  serpientes,  matar  endriagos,  desbaratar  ejércitos,  fraca- 
sar armadas,  y  deshacer  encantamientos.  Y  pues  estos  lugares  son  tan  aco- 
modados para  semejantes  efectos,  no  hay  para  que  se  deje  pasar  la  ocasión, 
que  ahora  con  tanta  comodidad  me  ofrece  sus  guedejas.  Sn  efecto,  dijo 
Sancho,  qué  es  lo  que  vuestra  merced  quiere  hacer,  en  este  tan  remoto  Ixtr 


(1)     la  señora  Oriana j)eña  Pobre Beltenebros 

Cervantes,  en  e.'^ta  ocasión  se  limita  á  referir  la  penitencia  de  Amadis 
cuando  se  retiró  á  la  pe7ta  Pobre  por  desdenes  de  su  señora  amiga  Oriana^ 
pero,  ¿cómo  lo  hace?,  desvaneciendo con  una  malignidad  que  confun- 
de, y  una  intencioncica  de  dos  mil  legiones  de  los  malos.  Nos  muestra  con 
arte  inimitable  en  su  construcción,  paradigmas  preciosos  de  aquella  dic- 
ción regional  (jue  guardan  armonía  con  el  godo;  disemina  los  trozos  de 
tan  aparato.<a  creación  con  destreza  suma,  bajo  la  ampulosidad  «metódi- 
ca» de  su  expresión,  siempre  castiza,  y  aplica  frases  escogidas,  empleando 
palabras  que  con  facilidad  puedan  representar  á  influjo  de  doble  signifi- 
cación el  intento  que  desea. 

La  «señora»,  escrito  con  minúscula,  denota  que  no  es  á  «Oriana»  á 
quien  va  dirigida  la  alusión;  la  «peña  Pobre»,  está  contrapuesta  á  «Peña 
escrita*,  y  aunque  «Beltenebros»  signifique  «^belleza  triste-»,  pudiéndose 
aplicar  á  la  corriente  del  Guadiana  (río  Ana,  contracción  metática  de 
Oriana),  desapruebo  esta  interpretación.  Es  que  Cervantes  está  haciendo 
la  descripciiMí  del  terreno  en  que  se  halla,  y  gran  conocedor  de  nuestra 
Historia  y  del  Orlando,  al  divisar  dieciseis  leguas  más  al  N.  el  Cerro  de 
Alarcos,  recordó  todas  las  circunstancias  aprovechables  para  intercalarlas 
«n  el  presente  pasaje. 

Peña  (srrifa,  lugar  de  la  penitencia,  dista  de  Fuencaliente  poco  más 
de  una  legua  al  N.  E.  y  en  su  término  se  encuentran  los  Lucos,  que  son 
unas  cuevas  abiertas  en  la  roca  viva,  con  bastante  longitud  algunas  de 
ellas,  y  que,  ()  mucho  me  equivoco,  ó  debieron  albergar  algún  tiempo  al 
Genio  más  grande  de  la  tierra. 

Ha  sido  imposible  congeturar  la  época  probable  de  su  fundación,  por- 


—  368  — 

gar?  Ya  no  te  he  dicho,  respondió  don  Quitóte,  que  quiero  imitar  á  Ama 
dÍ8,  haciendo  aquí  del  desesperado,  del  sandio,  y  del  furioso.  Por  imitar 
juntamente  al  valiente  don  Roldan,  cuando  halló  en  una  fuente  las  señales 
de  que  Angélica  la  Bella  había  cometido  vileza  con  Medoro.  De  coya  pe- 
sadumbre se  volvió  loco,  y  arrancó  los  árboles,  enturbió  las  aguas  de  las 
claras  fuentes,  mató  pastores,  destruyó  ganados,  abrasó  chozas,  derribó 
«asas,  arrastró  ¡yeguas,  y  hizo  otras  cien  mil  insolencias,  dignas  de  eterno 
renombre,  y  escritura.  Y  puesto  que  yo  no  pienso  imitar  á  Roldan,  ó  Or- 
lando, ó  Rotolando  (que  estos  tres  nombres  tenía)  parte  por  parte,  en  todas 
las  locuras  que  hizo,  dijo,  y  pienso  haré  el  bosquejo,  como  mejor  pudiere, 
en  las  que  me  parecieren  ser  más  esenciales.  Y  podrá  ser  que  viniese  á 
contentarme  con  sola  la  imitación  de  Amadís,  que  sin  hacer  locuras  de 
daño,  sino  de  lloros,  y  sentimientos,  alcanzó  tanta  fama  como  el  que  más, 
Paréceme  á  mí,  dijo  Sancho,  que  los  caballeros  que  lo  tal  hicieron,  fueron 
provocados,  y  tuvieron  causa  para  hacer  esas  necedades,  y  penitencias:  pero 
vuestra  merced,  qué  causa  tiene  para  volverse  loco?  Qué  dama  le  ha  des- 
deñado? O  qué  señales  ha  hallado,  que  le  den  á  entender,  que  la  señora 
Dulcinea  del  Toboso  ha  hecho  alguna  niñería  con  Moro,  ó  Cristiano?  Ahí 
está  el  punto,  respondió  don  Quixot^,  y  esa  es  la  fineza  de  mi  negocio:  que 


que  los  caracteres  con  que  están  representados  los  signos  y  jeroglíficos  que 
aún  se  perciben,  no  corresponden  á  los  alfabetos  conocidos,  pero  lógica- 
mente pensando,  las  figuras  tendrían  asignada  su  divinidad  correspon- 
diente; los  jeroglíficos  deben  guardar  misteriosamente  las  oraciones  que 
dedicasen  á  sus  dioses,  y  fueron  sus  fundadores,  los  indígenas  primitivos, 
ó  alguna  raza  que  pasó  desapercibida  con  anterioridad  á  las  pobladoras 
que  conocemos. 

Debe  remontarse  á  tiempos  prehistóricos  de  los  que  no  existen  ni  le- 
yendas, de  ahí  que  en  la  actualidad  no  sa  hayan  podido  descifrar;  y  como 
Jos  gentiles  construían  sus  Lucos  en  los  parajes  más  montuosos  y  selváti- 
cos, denominándolos  «Bosques  Sagrados* j  por  eso  Cervantes  invoca  á  los 
rústicos  dioses  y  á  las  Napeas  y  Driadas  que  son  las  Ninfas  de  los  bosques. 

El  peñón  tajado  (situado  entre  otras  muchas  montañas)  asegura  Ha- 
mete  que  es  Punta  Rebollera,  con  1.160  metros  de  altura.  Y  añade:  Btlt, 
suena  á  nombre  de  un  río  germano,  y  como  en  este  país  hace  bastante 
frío,  recordó  que  al  S.  de  Punta  llebollera  surca  río  Frió;  no  muy  lejos, 
pero  algo  más  al  S.  O.,  el  Arroyo  del  ^^(lerto;  y  entre  los  arbustos,  debida- 
mente clasificado,  consta  la  abundancia  del  Enebro. 

¡Belleza  triste!  ¿No  te  parece,  lector,  que  á  este  peñón  rodeado  de  bos- 
ques inextricables  conviene  perfectamente  la  palabra  Bcltenébros,  por 
explicar  en  toda  su  intensidad  el  concepto  para  que  fué  creada? 

Para  siempre:  En  Sierra  Madrona,  desde  Punta  Rebollera  hasta  Peña 
«ecrita,  llevó  á  cabo  la  penitencia  Don  Quixote. 


209  - 

volverse  loco  un  caballero  andante  coa  causa,  ni  grado,  ni  gracias:  el  toque 
está,  desatinar  sin  ocasión,  y  dar  á  entender  á  mi  dama,  que  si  en  seco  hago 
esfco,  qué  hiciera  en  mojado.  Cuanto  más,  que  harta  ocasión  tengo  en  la 
larga  ausencia  que  he  hecho,  de  la  siempre  señora  mía  Dulcinea  del  To- 
boso, que  como  ya  oiste  decir  á  aquel  pastor  de  Marías  Ambrosio.  (1)  Así 
que  Sancho  amigo  no  gastes  tiempo  en  aconsejarme,  que  deje  tan  rara,  tan 
felice,  y  tan  no  vista  imitación.  Loco  soy,  loco  he  de  ser,  hasta  tanto  que 


(1)     q\te  como  ya  oiste  decir  á  aquel  pastor  de  Marías  Ambrosio 

Así  consta  en  el  facsímile  de  la  edición  de  1.608,  y  ¿sabes,  lector,  lo 

que  dice  en  las  modernas? aquel  pastor  de  marras  Ambrosio Si  no  lo 

tuviera  á  la  vista,  no  lo  creería;  y  esto  es,  sencillamente,  ¡¡incalifícableü. 

El  sentido  común,  tal  vez  por  ser  el  último  que  inventó  el  hombre  en 
su  fraseología,  ó  por  ser  el  más  chiquitín  de  los  sentidos,  anduvo  por  los 
suelos. 

La  cxjnstante  preocupación  que  arrastra  á  las  criaturas  (haciéndolas 
oacalar  las  cumbres  para  que  se  despeñen  estrepitosamente),  bien  paten- 
tizada queda  leyendo  lo  que  tradujo  Hamete  al  primer  golpe  de  vista  en 
j'U  mezcolanza  arábigo-raanchega:  «  Vuestro  San  Aynhrosio,  fué  pastor  de 
Marías;  rebaño  de  humildísimas  corderas,  que  en  vuestra  Santa  religión  atien- 
den por  María  Magdalena,  María  del  Carmen,  María  de  la  Concepción,  Ma- 
ría del  Milagro,  etc.,  etc.-». 

Por  tanto,  si  Ambrosio  era  el  pastor,  ^:por  qué  no  hemos  de  buscar . 
entre  tantas  borreguitas  á  la  madre  de  todas?  A  María,  ¿Madre  sublime 
del  Verbo  y  nuestra  Santa  Madre?  Pues  esta  es,  ni  más  ni  menos,  la  que 
se  conoce  y  venera  por  'cLa  Divina  Pastora-» . 

Pero  como  me  pareciese  poco  este  resultado,  ó,  por  lo  menos,  de  fuer- 
za muy  débil  para  causar  estado,  seguí  ahondando  en  las  inquisiciones 
hasta  descubrir  «que  se  hinchaba  la  medida  de  mis  deseos*. 

Lo  del  Ttío  Tablillas  me  tenía  con  cuidado,  y  por  aquí  sospeché  que 
el  ])adre  se  llamase  como  su  hijo,  Ambrosio,  muy  usual  en  las  familias; 
después,  me  asaltó  la  duda  del  parentesco  «probable»  con  la  endiablada 
)noza  que  atendía  2)or  Marcela,  y  resultó  que  eran  hermanos;  y,  por  último, 
que  debían  ser  oriundos  de  una  Aldea  cuyo  nombre  correspondiese  con 
el  de  un  Santo,  y  allí  hay  la  de  San  Benito.  Habiendo  tenido  la  inmensa 
satisfacción  de  comprobar  que  mis  sospechas  eran  absolutamente  ciertas. 

Nuestro  S<:m  Ambrosio  se  llamaba  como  su  padre  y  tenía  dos  títulos, 
Obispo  y  Doctor,  cuya  duplicidad  conviene  con  Tablillas:  an  hermana  ma- 
yor se  llamó  Marcelina  y  murió  virgen,  contraponiéndole  Cervantes  el  de 
«ía  endiablwla  moza  Marcela-*;  y  para  dar  cima  á  esta  aclaración  de  histo- 
ria tan  importante,  agrego:  El  que  por  sus  virtudes  y  sabiduría  llegó  á 
Santo,  en  sus  primeros  tiempos  ejerció  do  Abad  en  un  convento  de  monjas 
de  la  regla  de  San  Benito,  y,  como  al  objeto  del  símil  nn  convento  tiene  re- 
presentación ajustada  en  una  Aldea,  y  ambos  lugares  ostentan  el  noml)re 
de  un  Santo,  he  llegado  á  adquirir  el  convencimiento  de  que  la  familia 
encargada  de  la  guardería  del  Quinto  de  «I^a  Divina  Pastora»  procedía 
de  la  Aldea  de  San  Benito. 


270 

tú  vuelvas  con  la  respuesta  de  una  carta  que  contigo  pienso  enviar,  á  mi 
señora  Dulcinea:  y  si  fuere  tal  cual  á  mi  fé  se  le  debe,  acabarse  ha  mi  san- 
dez, y  mi  penitencia:  y  si  íiiere  al  contrario,  seré  loco  de  veras,  y  siéndolo 
no  sentiré  nada.  Así  que  de  cualquiera  manera  que  responda,  saldré  del 
conflicto,  y  trabajo  en  que  me  dejares,  gozando  el  bien  que  me  trajeres  por 
cuerdo,  ó  no  sintiendo  el  mal  que  me  aportares,  por  loco.  Pero  dime  San- 
cho, traes  bien  guardado  el  yelmo  de  Mambrino,  que  ya  vi  que  le  alzaste 
del  suelo,  cuando  aquel  desagradecido  le  quiso  hacer  pedazos?  pero  no 
pudo,  donde  se  puede  echar  de  ver,  la  fineza  de  su  temple.  A  lo  cual  res- 
pondió Sancho:  Vive  Dios  señor  caballero  de  la  triste  Figura,  que  no  pue- 
do sufrir,  ni  llevar  en  paciencia  algunas  cosas  que  vuestra  merced  dice,  y 
que  por  ellas  vengo  á  imaginar,  que  todo  cuanto  me  dice  de  caballerías,  y 
de  alcanzar  Reinos,  é  Imperios,  de  dar  ínsulas,  y  de  hacer  otras  mercedes 
y  grandezas,  como  es  uso  de  caballeros  andantes,  que  todo  debe  de  ser  cosa 
de  viento  y  mentira,  y  todo  pastraña,  ó  patraña,  ó  como  lo  llamáremos: 
porque  quien  oyere  decir  á  vuestra  merced,  que  una  bacía  de  barbero  es  el 
yelmo  de  Mambrino,  y  que  no  salga  deste  error  en  más  de  cuatro  días,  qué 
ha  de  pensar,  sino  que  quien  tal  dice,  y  afirma  debe  de  tener  huero  el  jui- 
cio. La  bacía  yo  la  llevo  en  el  costal  toda  abollada,  y  llevóla  para  adere- 
zarla en  mi  casa,  y  hacerme  la  barba  en  ella,  si  Dios  me  diere  tanta  gra- 
cia, que  algún  día  me  vea  con  mi  mujer,  y  hijos.  Mira  Sancho,  por  el 
mismo  que  antes  juraste,  te  juro,  dijo  don  Quixote,  que  tienes  el  más  corto 
entendimiento  que  tiene,  ni  tuvo  escudero  en  el  mundo:  que  es  posible,  que 
en  cuanto  ha  que  andas  conmigo,  no  has  echado  de  ver,  que  todas  las  co. 
sas  de  los  caballeros  andantes  parecen  quimeras,  necedades,  y  desatinos,  y 
que  son  todas  hechas  al  revés?  Y  no  porque  sea  ello  así,  sino  porque  an- 
dan entre  nosotros  siempre  una  caterva  de  encantadores,  que  todas  nuestras 
cosas  mudan,  y  truecan,  y  las  vuelven,  según  su  gusto,  y  según  tienen  la 
gana  de  favorecernos,  ó  destruirnos,  y  así  eso  que  á  tí  te  parece  bacía  de 
barbero,  me  parece  á  mí  el  yelmo  de  Mambrino,  y  á  otro  le  parecerá  otra 
cosa.  Y  fué  rara  providencia  del  sabio  que  es  de  mi  parte,  hacer  que  pa- 
rezca bacía  á  todos,  lo  que  real,  y  verdaderamente  es  yelmo  de  Mambrino: 
á  causa,  que  siendo  él  de  tanta  estima,  todo  el  mundo  me  perseguirá,  por 
quitármele,  pero  como  ven  que  no  es  más  de  un  bacín  de  barbero,  no  se 
curan  de  procurarle.  Como  se  mostró  bien  en  el  que  quiso  romperle,  y  le 
dejó  en  el  suelo  sin  llevarle,  que  á  fé  que  si  le  conociera,  que  nunca  él  le 
dejara.  Guárdale  amigo,  que  por  ahora  no  le  he  menester,  que  antes  me 
tengo  de  quitar  todas  estas  armas,  y  quedar  desnudo  como  caando  nací,  si 


—   271    — 

es  que  me  da  en  voluntad  de  seguir  en  mi  penitencia,  más  á  Eokián,  que 
á  Amadís.  Llegaron  en  estas  pláticas  al  pie  de  una  alta  montaña,  que  casi 
como  peñón  tajado  estaba  sola  entre  otras  muchas  que  la  rodeaban.  Corría 
por  su  falda  un  manso  arroyuelo,  y  hacíase  por  toda  su  redondez  un  prado 
tan  verde,  y  vicioso  que  daba  contento  á  los  ojos  que  le  miraban.  Había  por 
allí  muchos  árboles  silvestres,  y  algunas  plantas,  y  flores,  que  hacían  el 
lugar  apacible.  Este  sitio  escogió  el  caballero  de  la  triste  Figura,  para  ha- 
cer su  penitencia,  y  así  en  viéndole,  comenzó  á  decir  en  voz  alta,  como  si 
estuviera  sin  juicio:  Este  es  el  lugar,  ó  cielos,  que  diputo,  y  escojo  para 
llorar  la  desventura  en  que  vosotros  mismos  me  habéis  puesto.  Este  es  el 
sitio  donde  el  humor  de  mis  ojos  acrecentará  las  aguas  deste  pequeño 
arroyo,  y  mis  continuos,  y  profundos  suspiros  moverán  á  la  continua  las 
hojas  destos  montaraces  árboles,  en  testimonio,  y  señal,  de  la  pena  que  mi 
asendereado  corazón  padece.  O  vosotros,  quienquiera  que  seáis,  rústicos 
dioses,  que  en  este  inhabitable  lugar  tenéis  vuestra  morada,  oíd  las  quejas 
deste  desdichado  amante,  á  quien  una  luenga  ausencia,  y  unos  imaginados 
celos,  han  traído  á  lamentarse  entre  estas  asperezas, y  aquejarse  de  la  dura 
condición  de  aquella  ingrata,  y  bella,  término,  y  fin  de  toda  humana  her- 
mosura. O  vosotras  Napeas,  y  Dríadas,  que  tenéis  por  costumbre  de  habi- 
tar en  las  espesuras  de  los  montes,  así  los  ligeros,  y  lascivos  sátiros,  de 
quien  sois,  aunque  en  vano  amadas,  no  pertuben  jamás  vuestro  dulce  so- 
siego, que  me  ayudéis  á  lamentar  mi  desventura,  ó  al  menos,  no  os  canséis 
de  oírla.  O  dulcinea  díl  Toboso,  día  de  mi  noche,  gloria  de  mi  pena,  norte 
de  mis  caminos,  estrella  de  mi  ventura,  así  el  cielo  te  la  dé  buena  en  cuan- 
to acertares  á  pedirle,  que  consideres  el  lugar,  y  el  estado  á  que  tu  ausen- 
cia me  ha  conducido,  y  que  con  buen  término  correspondas,  al  que  á  mi  fé 
se  le  debe.  O  solitarios  árboles  (que  desde  hoy  en  adelante  habéis  de  hacer 
compañía  á  mi  soledad)  dad  indicio  con  el  blando  movimiento  de  vuestras 
ramas,  que  no  os  desagrade  mi  presencia.  O  tu  escudero  mío,  agradable 
compañero,  en  mis  prósperos,  y  adversos  sucesos,  toma  bien  en  la  memo- 
ria lo  que  aquí  me  verás  hacer,  para  que  lo  cuentes,  y  recetes  á  la  causa 
total  de  todo  ello.  Y  diciendo  esto,  se  apeó  de  Rocinante,  y  en  un  momen- 
to le  quitó  el  freno,  y  la  silla,  y  dándole  una  palmada  en  las  ancas,  le  dijo: 
Libertad  te  da  el  que  sin  ella  queda,  ó  caballo  tan  extremado  por  tus  obras, 
cuan  desdichado  por  tu  suerte.  Vete  por  do  quisieres,  que  en  la  frente  lle- 
vas escrito,  que  no  te  igualó  en  ligereza  el  Hipogrifo  de  Astolfo,  ni  el  nom- 
brado Frontino,  que  tan  caro  le  costó  á  Bradamante.  Viendo  esto  Sancho, 
dijo:  Bien  haya  quien  nos  quitó  ahora  el  trabajo  de  desenalbardar  al  rucio, 


273  — 

que  á  fé  que  no  faltaran  palmadicas  que  darle,  ni  cosas  que  decirle  en  su 
alabanza:  pero  si  él  aquí  estuviera,  no  consintiera  yo  que  nadie  le  desalbar- 
dara, pues  no  habla  para  qué,  que  á  él  no  le  tocaban  las  generales  de  ena- 
morado, ni  de  desesperado,  pues  no  lo  estaba  su  amo,  que  era  yo,  cuando 
Dios  quería.  Y  en  verdad  señor  caballero  de  la  triste  Figura,  qiie  si  es  que 
mi  partida,  y  su  locura  de  vuestra  merced,  va  de  veras,  que  será  bien  tor- 
nar á  ensillar  á  Kocinante,  para  que  supla  la  falta  del  rucio,  porque  será 
ahorrar  tiempo  á  mi  ida,  y  vuelta,  que  si  la  hago  á  pie,  no  sé  cuando  lle- 
garé, ni  cuando  volveré,  porque  en  resolución,  soy  mal  caminante.  Digo 
Sancho,  respondió  don  Quixote,  que  sea  como  tú  quisieres,  que  no  me  pa- 
rece mal  tu  designio:  y  digo  que  de  aquí  á  tres  días  te  partirás,  porque 
quiero  que  en  este  tiempo  veas  lo  que  por  ella  hago,  y  digo,  para  que  se  lo 
digas.  Pues  qué  más  tengo  que  ver,  dijo  Sancho  que  lo  que  he  visto?  Bien 
estás  en  el  cuento,  respondió  don  Quixote,  ahora  me  falta  rasgar  las  Testi- 
duras, esparcir  las  armas,  y  darme  de  calabazadas  por  estas  peñas,  con  otras 
cosas  deste  jaez,  que  te  han  de  admirar.  Por  amor  de  Dios,  dijo  Sancho, 
que  mire  vuestra  merced  como  se  dá  esas  calabazadas,  que  á  tal  peña  po- 
drá llegar,  y  en  tal  punto,  que  con  la  primera  se  acabase  la  máquina  desta 
penitencia:  y  sería  yo  de  parecer,  que  ya  que  á  vuestra  merced  le  parece, 
que  son  aquí  necesarias  calabazadas,  y  que  no  se  puede  hacer  esta  obra  siu 
ellas,  se  contentase,  pues  todo  esto  es  fingido,  y  cosa  contrahecha,  y  de 
burla,  se  contentase,  digo,  con  dárselas  en  el  agua,  ó  en  alguna  cosa  blan- 
da, como  algodón,  y  déjeme  á  mí  el  cargo,  que  yo  diré  á  mi  señora,  que 
vuestra  merced  se  las  daba  en  una  punta  de  peña,  más  dura  que  la  de  un 
diamante.  Yo  agradezco  tu  buena  intención,  amigo  Sancho,  respondió  don 
Quixote,  mas  quiérote  hacer  sabidor  de  que  todas  estas  cosas  que  hago,  no 
son  de  burlas,  sino  muy  de  veras,  porque  de  otra  manera,  sería  contrave- 
nir á  las  órdenes  de  caballería,  que  nos  mandan,  no  digamos  mentira  algu- 
na, pena  de  relapsos,  y  el  hacer  una  cosa  por  otra,  lo  mismo  es  que  mentir. 
Así  que  mis  calabazadas,  han  de  ser  verdaderas,  firmes,  y  valederas,  sin  que 
lleven  nada  del  sofístico,  ni  del  fantástico.  Y  será  necesario,  que  me  dejes 
algunas  hilas  para  curarme,  pues  que  la  ventura  quiso  que  nos  faltase  el 
bálsamo  que  perdimos.  Más  fué  perder  el  asno,  respondió  Sancho,  pues  se 
perdieron  en  él  las  hilas,  y  todo,  y  ruégole  á  vuestra  merced,  que  no  se 
acuerde  más  de  aquel  maldito  brebaje,  que  en  solo  oirle  mentar,  se  me  re- 
vuelve el  alma,  cuanto  y  más  el  estómago.  Y  más  le  ruego,  que  haga  cuenta 
que  son  ya  pasados  los  tres  días  que  me  ha  dado  de  término,  pai'a  ver  las 
locuras  que  hace,  que  ya  las  doy  por  vistas,  y  por  pasadas  en  cosa  juzgada. 


—  273  - 

y  diré  maravillas  a  mi  señora,  y  escriba  la  carta,  y  despácheme  luego,  por» 
qne  tengo  gran  deseo  de  volver  á  sacar  á  vuestra  merced  deste  purgatori* 
donde  le  dejo.  Purgatorio  le  llamas  Sancho,  dijo  don  Quixote,  mejor  hicie- 
i'as  de  llamarle  infierno,  y  aún  peor,  si  hay  otra  cosa  que  lo  sea.  Quien  ha 
infierno,  respondió  Sancho,  nula  es  reteticio  según  he  oído  decir.  No  en- 
tiendo qué  quiere  decir  retencio,  dijo  don  Quixote.  Betencio  es,  respondió 
Sancho,  que  quien  está  en  el  infierno,  nunca  sale  del,  ni  puede.  (1)  Lo  cual 
será  al  revés  en  vuestra  merced,  ó  á  mí  me  andarán  mal  los  pies,  si  es  quo 
llevo  espuelas  para  avivar  á  Rocinante:  y  póngame  yo  una  por  una  en  ei 
Toboso,  y  delante  de  mi  señora  Dulcinea,  que  yo  le  diré  tales  cosas,  de  las 
necedades,  y  locuras  {que  todo  es  uno)  que  vuestra  merced  ha  hecho,  y  que- 
da haciendo,  que  la  venga  á  poner  más  blanda  que  un  guante,  aunque  la 
halle  más  dura  que  un  alcornoque,  con  cuya  respuesta  dulce,  y  melificada, 
volveré  por  los  aires  como  brujo,  y  sacaré  á  vuestra  merced  deste  purgato- 
rio, que  parece  infierno,  y  no  lo  es,  pues  hay  esperanza  de  salir  del:  la  cual, 
como  tengo  dicho,  no  la  tienen  de  salir  los  que  están  en  el  infierno,  ni  creo 
que  vuestra  merced  dirá  otra  cosa.  Así  es  la  verdad,  dijo  el  de  la  triste  Fi- 
gura, pero  qué  haremos  para  escribir  la  carta?  y  la  libranza  pollinesca, 
también  añadió  Sandio.  Todo  irá  inserto,  dijo  don  Quixote,  y  sería  bueno, 
ya  que  no  hay  papel,  que  la  escribiésemos  donde  hacían  los  antiguos,  en 
hojas  de  árboles,  ó  en  unas  tablitas  de  cera,  aunque  tan  dificultoso  será 
hallarse  eso  ahora,  como  el  papel.  Mas  ya  me  ha  venido  á  la  memoria, 
donde  será  bien,  y  aun  más  que  bien  escribirla,  que  es  en  el  librillo  de  me- 
moria que  fué  de  Cárdenlo,  y  tú  tendrás  cuidado,  de  hacerla  trasladar  eu 
papel  de  buena  letra  en  el  primer  lugar  que  hallares,  donde  haya  maestro 
de  escuela  de  muchachos,  ó  si  no  cualquiera  sacristán  te  la  trasladará:  y 
no  se  la  des  á  trasladar  á  ningún  escribano,  que  hacen  letra  procesada,  que 
no  la  entenderá  Satanás.  Pues  que  se  ha  de  hacer  de  la  firma,  dijo  Sancho: 
nunca  las  cartas  de  Amadís  se  firmaron,  respondió  don  Quixote.  Está  bien, 
respondió  Sancho,  pero  la  libranza  forzosamente  se  ha  de  firmar,  y  esa  si 
se  traslada,  dirán  que  la  firma  es  falsa,  y  quedaréme  sin  pollinos.  La  li- 
branza  irá  en  el  mismo  libro  firmada,  que  en  viéndola  mi  sobrina,  no  poik- 
drá  dificultad  en  cumplirla.  Y  en  lo  que  toca  á  la  carta  de  amores,  pondrás 
por  firma:  Vuestro  hasta  la  muerte,  el  de  la  triste  Figura.  Y  hará  poco  al 


(1)  La  verdad  sea  dicha,  no  tuvieron  que  hacer  aaínenoH  do  injjenio 
los  criticadorefl  del  libro  para  demostrar  que  era  un  Italia nisino  (nnüa  es 
retenfio),  pues  lo  aaben  hasta  los  alabarderos  de  Romea. 

i8 


—  274  — 

caso,  que  vaya  de  mano  agena,  porque  á  lo  que  yo  me  sé  acordar,  Dulcineít 
no  sabe  escribir,  ni  leer,  y  en  toda  su  vida  ha  visto  letra  mía,  ni  carta  mía. 
porque  mis  amores,  y  los  suyos,  han  sido  siempre  Platónicos,  sin  exten- 
derse á  más,  que  á  un  honesto  mirar.  T  aun  esto  tan  de  cuando  en  cuando, 
que  osaré  jurar  con  verdad,  que  en  doce  años  que  ha  que  la  quiero  má.> 
que  á  la  lumbre  destos  ojos  que  hau  de  comer  la  tierra,  no  la  he  visto  cua- 
tro veces,  y  aun  podrá  ser,  que  destas  cuatro  veces  no  hubiese  ella  echado 
de  ver  la  una  que  la  miraba.  Tal  es  el  recato,  y  encerramiento  con  que  suíí- 
padres,  Loreujto  Corchuelo,  y  su  madre  Aldonza  Nogales,  la  hau  criado. 
Ta,  ta,  dijo  Sancho,  que  la  hija  de  Lorenzo  Corchuelo  es  la  señora  Dulci- 
nea del  Toboso,  llamada  por  otro  nombre  Aldonza  Lorenzo?  Esa  es,  dijo 
don  Quixote,  y  es  la  que  merece  ser  señora  de  todo  el  universo.  Bien  la 
conozco,  dijo  Sancho,  y  sé  decir,  que  tira  tan  bien  á  la  barra,  como  el  más 
forzudo  zagal  de  todo  el  pueblo.  (1)  Vive  el  dador,  que  es  moza  de  chapa, 
hecha,  y  derecha,  y  de  pelo  en  pecho,  y  que  puede  sacar  la  barba  del  lodo» 
á  cualquier  caballero  andante,  ó  por  andar,  que  la  tuviere  por  señora. 
O  hideputa,  que  rejo  que  tiene,  y  que  voz:  sé  decir,  que  se  puso  un  día  en- 
cima del  campanario  del  aldea,  á  llamar  unos  zagales  suyos,  que  andaban 
en  un  barbecho  de  su  padre,  y  aunque  estaban  de  allí  más  de  media  legua,, 
así  la  oyeron  como  si  estuvieran  al  pie  de  la  torre:  y  lo  mejor  que  tiene  es, 
que  no  es  nada  melindrosa,  porque  tiene  mucho  de  cortesana,  con  todos  se 
burla,  y  de  todo  hace  mueca,  y  donaire.  Ahora  digo,  señor  caballero  de  la 
triste  Figura,  que  no  solamente  puede,  y  debe  vuestra  merced  hacer  locu- 
ras por  ella,  sino  que  con  justo  título  puede  desesperarse,  y  ahorcarse,  que 
nadie  habrá  que  lo  sepa,  que  no  diga  que  hizo  demasiado  bien,  puesto  que- 


(1)  Aquel  altisonante  y  significativo  nombre  descrito  on  los  comienzos 
del  libro,  creación  requetesaladísima  del  eandunguerísimo  Migueliyo,  por 
arte  de  encantamiento  ó  por  la  espontaneidad  de  un  loco — como  se  quie- 
ra— ha  venido  á  convertirse  en  el  oscuro  de  Aldonza  Lorenzo;  que  si  á 
nosotros  no  nos  gusta  esta  transformación,  al  «penitente  indino»  de  aque- 
llos solitarios  bosques  c debió  de  saberle  á  gloria».  Y  con  tan  plausible 
motivo,  paso  á  contar  la  procedencia  de  aquello  y  de  esto. 

Como  68  muy  raro  en  aquellos  lugares  que  se  escape  alguno  sin  su  co- 
rrespondiente apodo  (sin  contar  con  el  que  por  derecho  de  herencia  os- 
tente su  familia),  me  eché  á  buscar  en  un  cuaderno  de  la  edad  media  el 
modo  que  empleaban  los  árabes  para  apellidarse,  hallando,  que  de  las 
condiciones  físicas  ó  morales  tomaban  su  principal  acopio,  y  así:  El  Ru- 
bio, El  Moreno,  El  Cojo,  El  Valiente,  El  Tremendo,  El  Blanco,  etc.  Mas 
oonio  no  rae  satisficiesen  estas  explicaciones,  recurrí  d  otro  cuaderno,  casi 
de  la  misma  edad,  pero  con  referencias  más  lejanas,  y  hallé  que  decía: 


—  275  - 

le  lleve  el  diablo:  y  querría  ya  verme  en  camino,  solo  por  verla,  que  ha 
muchos  días  que  no  la  veo,  y  debe  de  estar  ya  trocada,  porque  gasta  mu- 
cho la  faz  de  las  mujeres,  andar  siempre  al  campo,  al  sol,  y  al  aire.  Y  con- 
fieso á  vuestra  merced  una  verdad,  señor  don  Quixote,  que  hasta  aquí  he 
estado  en  una  grande  ignorancia,  que  pensaba  bien,  y  fielmente,  que  la  se- 
ñora Dulcinea,  debía  de  ser  alguna  Princesa,  de  quien  vuestra  merced 
estaba  enamorado,  ó  alguna  persona  tal,  que  mereciese  los  ricos  presentes 
que  vuestra  merced  le  ha  enviado:  así  el  del  Vizcaíno,  como  el  de  los  ga- 
leotes, y  otros  muchos  que  deben  ser,  según  deben  de  ser  muchas  las  vic- 
torias que  vuestra  merced  ha  ganado,  y  ganó  en  el  tiempo  que  yo  aún  no 
era  su  escudero.  Pero  bien  considerado,  qué  se  le  ha  de  dar  á  la  señora 
Aldonza  Lorenzo,  digo  á  la  señora  Dulcinea  del  Toboso,  de  que  se  le  vayan 
á  hincar  de  rodillas  delante  della,  los  vencidos  que  vuestra  merced  envía, 
y  ha  de  enviar?  Porque  podría  ser.  que  al  tiempo  que  ellos  llegasen,  estu- 
viese ella  rastrillando  lino,  ó  trillando  en  las  eras,  y  ellos  se  corriesen  de 
verla,  y  ella  se  riese,  y  enfadase  del  presente.  Ya  te  tengo  dicho  antes  de 
ahora  muchas  veces  Sancho,  dijo  don  Quixote,  que  eres  muy  grande  ha- 
blador, y  que  aunque  de  ingenio  boto,  muchas  veces  despuntas  de  agudo: 
mas  para  que  veas  cuan  necio  eres  tú,  y  cuan  discreto  soy  yo,  quiero  que 
me  oigas  un  breve  cuento:  Has  de  saber,  que  una  viuda  hermosa,  moza  li- 
bre, y  rica,  y  sobre  todo  desenfadada,  se  enamoró  de  un  mozo  motilón,  ro- 
llizo, y  de  buen  tomo:  alcanzólo  á  saber  su  mayor,  y  un  día  dijo  á  la  buena 
viuda,  por  vía  de  fraternal  reprensión:  Maravillado  estoy  señora,  y  no  sin 
mucha  causa,  de  que  una  mujer  tan  principal,  tan  hermosa,  y  tan  rica  como 


De  origen  griego,  las  hordas  de  la  Tracia  que  invadieron  á  España  intro- 
dujeron el  uso  de  poner  motes  á  las  tierras  que  cultivaban,  tomándolois 
después  para  apellidar  á  los  esclavos  que  en  fuerza  de  buenos  servicios 
lograban  salir  de  tan  triste  condición. 

Con  estos  antecedentes,  más  en  armonía  con  la  oriundez  de  don  Qui- 
xote, busqué  en  los  archivos  del  país,  hallando  en  uno  (sin  foliar  por  su- 
puesto): t  Coser  ¿o  de  Corchuelo*.  Tomó  su  nombre,  de  los  iv finitos  alcorjwques 
que  haij  en  aquellos  sitios;  fué  unida  al  yminicipio  de  la  Solana  del  Piyio,  en  d 
año  de  gracia  de  1791. 

Y  como  Cervantes  hizo  penitencia  en  el  término  aquel,  distante  unos 
tres  cuartos  de  legua  de  Solana  del  Pino,  deduzco  «que  se  hartó  de  arropo 
en  el  Cortijo  de  Corchnelo,  donde  no  faltaría  un  Nogal  á  la  puerta  de  la  casa 
que  sirvió  {)ara  dar  apellido  á  la  madre  de  su  dulcísimo  entretenimiento. 
¡Esta  fué  su  alcuña! 

Criada  con  recato  y  encerramiento  una  moza  que  tiraba  á  la  barra 
como  el  más  forzudo  zagal ¡ja,  jal 


-  376  - 

vuestra  merced  se  baja  enamorado  de  un  hombre  tan  soez,  tan  bajo,  j  tan 
idiota  como  fulano,  habiendo  en  esta  casa  tantos  maestros,  tantos  presen- 
tados, y  tantos  teólogos,  en  quien  vuestra  merced  pudiera  escoger,  como 
entre  peras,  y  decir,  este  quiero,  aqueste  no  quiero?  Mas  ella  le  respondió 
con  mucho  donaire,  y  desenvoltura:  Vuestra  merced  señor  mío,  está  muy 
engañado,  y  piensa  muy  á  lo  antiguo,  si  piensa  que  yo  he  escogido  mal  en 
fulano  por  idiota  que  le  parece,  pues  para  lo  que  yo  le  quiero,  tanta  filoso- 
fía sabe,  y  más  que  Aristóteles.  Así  que  Sancho,  por  lo  que  yo  quiero  á 
Dulcinea  del  Toboso,  tanto  vale  como  la  más  alta  Princesa  de  la  tierra.  Sí 
que  todos  los  Poetas  que  alaban  damas,  debajo  de  un  nombre  que  ellos  á 
su  albedrío  les  ponen,  es  verdad  que  las  tienen.  Piensas  tú  que  las  Amari- 
lis, las  Filis,  las  Silvas,  las  Dianas,  las  Galateas,  y  otras  tales,  de  que  los 
libros,  los  romances,  las  tiendas  de  los  barberos,  los  teatros  de  las  come- 
dias están  llenos,  fueron  verdaderamente  damas  de  carne,  y  hueso,  y  de 
aquellos  que  las  celebran,  y  celebraron?  No  por  cierto,  sino  que  las  más  se 
las  fingen  por  dar  sujeto  á  sus  versos,  y  porque  los  tengan  por  enamorados, 
y  por  hombres  qne  tienen  valor  para  serlo.  Y  así  bástame  á  mí  pensar,  y 
creer,  que  la  buena  de  Aldonza  Lorenzo  es  hermosa,  y  honesta:  y  en  lo  del 
linaje  importa  poco,  que  no  han  de  ir  á  hacer  la  información  del,  para  dar- 
le algún  hábito,  y  yo  me  hago  cuenta,  que  es  la  más  alta  Princesa  del 
mundo.  Porque  has  de  saber  Sancho,  si  no  lo  sabes,  que  dos  cosas  solas 
incitan  á  amar  más  que  otras,  que  son  la  mucha  hermosura,  y  la  buena 
fama,  y  estas  dos  cosas  se  hallan  consumadamente  en  Dulcinea,  porque  en 
ser  hermosa,  ninguna  le  iguala,  y  en  la  buena  fama,  pocas  le  llegan.  Y 
para  concluir  con  todo,  yo  imagino,  que  todo  lo  que  digo  es  así,  sin  que 
sobre,  ni  falte  nada.  Y  pintóla  en  mi  imaginación  como  la  deseo,  así  en  la 
belleza,  como  en  la  principalidad:  y  ni  la  llega  Elena,  ni  la  alcanza  Lucre- 
cia, ni  otra  alguna  de  las  famosas  mujeres  de  las  edades,  Griega,  Bárbara, 
ó  Latina.  Y  diga  cada  uno  lo  que  quisiere,  que  si  por  esto  ftiere  reprendido 
de  los  ignorantes,  no  seré  castigado  de  los  rigurosos.  Digo  que  en  todo  tie- 
ne vuestra  merced  razón,  respondió  Sancho,  y  que  soy  un  asno:  mas  no  sé 
yo  para  qué  nombro  asno  en  mi  boca,  pues  no  se  ha  de  mentar  la  soga  en 
casa  del  ahorcado:  pero  venga  la  carta,  y  adiós  que  me  mudo.  Sacó  el  libro 
de  memoria  don  Quixote,  y  apartándose  á  una  parte,  con  mucho  sosiego 
comenzó  á  escribir  la  carta,  y  en  acabándola  llamó  á  Sancho,  y  le  dijo,  que 
se  la  quería  leer,  porque  la  tomase  en  la  memoria,  si  acaso  se  le  perdiese 
por  el  camino,  porque  de  su  desdicha  todo  se  podía  temer.  A  lo  cual  res- 
pondió Sancho:  Escríbala  vuestra  merced  dos,  ó  tres  veces  ahí  en  el  libro, 


—  277  — 

y  démele  que  yo  le 'llevaré  bien  guardado,  porque  pensar  que  yo  la  he  de 
tomar  en  la  memoria,  es  disparate,  que  la  tengo  tan  mala,  que  muchas  ve- 
ces se  me  olvida  como  me  llamo.  Pero  con  todo  eso,  dígamela  que  holgaré 
mucho  de  oiría,  que  debe  de  ir  como  de  molde.  Escucha  que  así  dice,  dijo 
don  Quiiot«, 

«CAKTA  DE  DON  QUIXOTE,  A  DULCINEA  DEL  TOBOSO 

Soberana,  y  alta  señora. 

El  ferido  de  punta  de  ausencia,  y  el  llagado  de  las  telas  del  corazón, 
dulcísima  Dulcinea  del  Toboso,  te  envía  la  salud  que  él  no  tiene.  Si  tu  íer- 
mosura  me  desprecia:  Si  tu  valor  no  es  en  mi  pro:  Si  tus  desdenes  son  en 
mi  afincamiento,  maguer  que  yo  sea  asaz  de  sufrido,  mal  podré  sostenerme 
en  esta  cuita,  que  además  de  ser  fuerte,  es  muy  duradera.  Mi  buen  escudero 
Sancho  te  dará  entera  relación,  ó  bella  ingrata,  amada  enemiga  mía  del 
modo  que  por  tu  causa  quedo:  si  gustares  de  acorrerme,  tuyo  soy,  y  si  no, 
haz  lo  que  te  viniere  en  gusto,  que  con  acabar  mi  vida  habré  satisfecho  á 
tu  crueldad,  y  á  mi  deseo. 

Tuyo  hasta  la  muerte. 

El  cahaUero  de  la  triste  Figura.^ 

Por  vida  de  mi  padre,  dijo  Sancho  en  oyendo  la  carta,  que  es  la  más 
alta  cosa  que  jamás  he  oído.  Pesia  á  mi,  y  como  que  le  dice  vuestra  mer- 
ced ahí  todo  cuanto  quiere,  y  qué  bien  que  encaja  en  la  firma  el  caballero 
de  la  triste  Figura.  Digo  de  verdad,  que  es  vuestra  merced  el  mismo  dia- 
blo, y  que  no  hay  cosa  que  no  sepa.  Todo  es  menester,  respondió  don  Qui- 
xote,  para  el  oficio  que  yo  traigo.  Ea  pues,  dijo  Sancho  ponga  vuestra  mer- 
ced en  estotra  vuelta  la  cédula  de  los  tres  pollinos,  y  fírmela  con  mucha 
claridad,  porque  le  conozcan  en  viéndola.  Que  me  place,  dijo  don  Quixote, 
y  habiéndola  escrito  se  la  leyó,  que  decía  así. 

«Mandará  vuestra  merced,  por  esta  primera  de  pollinos,  señora  sobri- 
na, dar  á  Sancho  Panza  mi  escudero  tres  de  los  cinco  que  dejé  en  casa,  y 
están  á  cargo  de  vuestra  merced.  Los  cuales  tres  pollinos,  se  los  mando  li- 
brar, y  pagar  por  otros  tantos  aquí  recibidos  de  contado,  que  con  esta,  y 
con  su  carta  de  pago  serán  bien  dados.  Fecha  en  las  entrañas  de  Sierramo- 
rena,  á  veinte,  y  siete  de  Agosto,  deste  presente  año.» 

Buena  está,  dijo  Sancho,  fírmela  vuestra  merced.  No  es  menester  fir- 
marla, dijo  don  Quixote,  sino  solamente  poner  mi  rúbrica,  que  es  lo  mis- 


—  287  — 

mo  que  firma,  y  para  tres  asnos,  y  aun  para  trescientos  fuera  bastante. 
Yo  me  confío  de  vuestra  merced,  dijo  Sancho,  déjeme,  iré  á  ensillar  á  Ro- 
cinante, y  aparéjese  á  echarme  su  bendición,  que  luego  pienso  partirme 
sin  ver  las  sandeces  que  vuestra  merced  ha  de  hacer,  que  yo  diré  que  le  vi 
hacer  tantas,  que  no  quiera  más.  Por  lo  menos  quiero  Sancho,  y  porque  es 
menester  así,  quiero  y  digo  que  me  veas  en  cueros,  y  hacer  una,  ó  dos  do- 
cenas de  locuras,  que  las  haré  en  menos  de  media  hora,  porque  habiéndo- 
las tú  visto  por  tus  ojos,  puedas  jurar  á  tu  salvo  en  las  demás  que  quisie- 
res añadir:  y,  aseguróte,  que  no  dirás  tú  tantas  cuantas  yo  pienso  hacer. 
Por  amor  de  Dios  señor  mío,  que  no  vea  yo  en  cueros  á  vuestra  merced, 
que  me  dará  mucha  lástima,  y  no  podré  dejar  de  llorar,  y  tengo  tal  la  ca- 
beza del  llanto  que  anoche  hice  por  el  rucio,  que  no  estoy  para  meterme 
en  nuevos  lloros:  y  si  es  que  vuestra  merced  gusta,  de  que  yo  vea  algimas 
locuras,  hágalas  vestido  breves,  y  las  que  le  vinieren  más  á  cuento.  Cuanto 
más,  que  para  mí  no  era  menester  nada  deso,  y  como  ya  tengo  dicho,  fuera 
ahorrar  el  camino  de  mi  vuelta,  que  ha  de  ser  con  las  nuevas  que  vuestra 
merced  desea,  y  merece.  Y  si  no  aparéjese  la  señora  Dulcinea,  que  sino 
responde  como  es  razón,  voto  hago  solemne  á  quien  puedo,  que  le  tengo 
de  sacar  la  buena  respuesta  del  estómago  á  coces,  y  á  bofetones:  porque 
dónde  se  ha  de  sufrir,  que  un  caballero  andante,  tan  famoso  como  vuestra 
merced,  se  vuelva  loco,  sin  qué,  ni  para  qué,  por  una?  No  me  lo  haga  de- 
cir la  señora,  porque  por  Dios  que  despotrique,  y  lo  eche  todo  á  doce, 
aunque  nunca  se  venda.  Bonito  soy  yo  para  eso,  mal  me  conoce:  pues  á  fe 
que  si  me  conociese,  que  me  ayudase.  A  fe  Sancho,  dijo  don  Quixote,  que 
á  lo  que  parece,  que  no  estás  tú  más  cuerdo  que  yo.  No  estoy  tan  loco, 
respondió  Sancho,  mas  estoy  más  colérico.  Pero  dejando  esto  aparte,  qué 
es  lo  que  ha  de  comer  vuestra  merced,  en  tanto  que  vuelvo?  Ha  de  salir  al 
camino  como  Cardenio,  á  quitárselo  á  los  pastores?  No  te  dé  pena  ese  cui- 
dado, respondió  don  Quixote,  porque  aunque  tuviera,  no  comiera  otra  cosa 
que  las  yerbas,  y  frutos,  que  este  prado,  y  estos  árboles  me  dieren,  que  la 
fineza  de  mi  negocio  está  en  no  comer,  y  en  hacer  otras  asperezas.  A  esto 
dijo  Sancho,  sabe  vuestra  merced  que  temo,  que  no  tengo  de  acertar  á  vol- 
ver á  este  lugar  donde  ahora  le  dejo,  según  está  escondido.  Toma  bien  las 
señas,  que  yo  procuraré  no  apartarme  destos  contornos,  dijo  don  Quixote: 
y  aun  tendré  cuidado  de  subirme  por  estos  más  altos  riscos,  por  ver  si  te 
descubro  cuando  vuelvas.  Cuanto  más,  que  b  más  acertado  será,  para  que 
no  me  yerres,  y  te  pierdas,  que  cortes  algunas  retamas,  de  las  muchas  que 
por  aquí  hay,  y  las  vayas  poniendo  de  trecho  á  trecho,  hasta  salir  á  lo  raso. 


—  279  — 

las  cuales  te  servirán  de  mojones,  y  señales,  para  que  me  halles  cuando 
vuelvas,  á  imitación  del  laberinto  de  Perseo.  (1)  Asi  lo  haré,  respondió 
Sancho  Panza:  y  cortando  algunos,  pidió  la  bendición  á  su  señor,  y  no  sin 
muchas  lágrimas  de  entrambos,  se  despidió  del.  Y  subiendo  sobre  Roci- 
nante, á  quien  don  Quixote  encomendó  mucho,  y  que  mirase  por  él.  como 
por  su  propia  persona,  se  puso  en  camino  del  llano,  esparciendo  de  trecho 
á  trecho  los  ramos  de  la  retama,  como  su  amo  se  lo  había  aconsejado:  y 
asi  se  fué,  aunque  todavía  le  importunaba  don  Quixote,  que  le  viese,  si- 
quiera hacer  dos  locuras.  Mas  no  hubo  andado  cien  pasos,  cuando  volvió, 
j  dijo:  Digo  señor,  que  vuestra  merced  ha  dicho  muy  bien,  que  para  que 
pueda  jurar  sin  cargo  de  conciencia  que  le  he  visto  hacer  locuras,  será  bien 


(1)  Ni  el  Doctor  Bowle,  en  quien  se  escuda  Clemencín,  ni  éste,  tienen 
razón  al  sostener  «que  fué  error  de  Cervantes  por  Teseo  » 

Aunque  exista  parecido  en  el  nombre,  no  es  bastante  fundamento 
para  asegurar  que  motivase  error  en  el  autor;  es,  sencillamente,  que  antes 
«Je  escribirse  este  libro  no  se  tenia  noticia  más  que  de  cuatro  laberintos, 
y,  á  pesar  del  anuncio,  ¡Señores,  que  hay  un  quinto!,  ningún  «averiguan- 
te» dio  con  él. 

Y  sigo  leyendo:  La  edición  de  Londres  de  1738  corrigió  (?)  el  error  y 
puso  Teseo;  Fellicer  *  imitó*  (¡ya  pareció  aquello!,  esta  palabra  escrita  por 
Clemencín  lo  aclara  todo:  donde  dice,  digo,  no  dice  digo,  que  dice  Diego). 
ú  los  editores  de  Londres;  y  la  Academia  Éspamla  siguió  (falta  la  palabra 

«imitando»,  pero  se  sobreentiende)  á  Pellieer,en  su  última  edición  de  1819 

¡Todos  en  él  pusisteis  vuestras  manos!  Huelgan  los  comentarios. 

¿Habrá  sonado  la  hora  de  ponerlo  como  estaba,  para  que  exprese  la 
intención  del  que  lo  escribió?  No  importa  que  no  lo  entiendan  los  que  en 

ül  colmo  de  su  presunción  lo  destrozaron,  basta  con  que  no  lo  toquen 

«trt  estar  á  ¡¡rueha;  alguno  vendrá  que  lo  irá  interpretando.  Pero  ¿de  cuán- 
do acá  hay  autoridad  para  retocar  y  trastocar  un  libro  por  insignilicante 
que  sea? ¡|Maldición!! ¿Qué  placer  hallarían  las  juventudes  estudio- 
sas en  las  traducciones  de  la  «lliada»  de  Homero,  ó  en  la  «Eneida*  de 
Virgilio,  si  sus  textos  griego  y  latino  hubieran  sufrido  la  transformación 
que  ha  experimentado  Don  Quixote?  No  basta  con  que  las  multitudes 
aplaudan  la  sabiduría  de  los  que  puede  que  lo  sean  en  otros  ramos  del 
í^aber  humano,  no;  es  preciso,  que  sin  mañosidades  retóricas  se  demues- 
tre haberlo  comprendido,  proporcionando  una  lectura  racional  de  lo  que 
contiene. 

Este  libro  |ha  debido  respetarse  como  á  cosa  sagrada!,  pero  ya  que  no 
Jo  fué,  yo  me  encargo  de  refutar  todas  las  notas  (con  pobreza  vestidas, 
pero  sinceramente)  que  afectan  á  su  sentido,  cuando  pa^e  el  ccntt'iiario, 
porque  ahora,  para  honrarle  cual  merece,  y  en  evitación  de  mayores  ma- 
les, tengo  que  hacer  este  trabajo  «quitándole  tiempo  al  sueño». 

La  videncia  de  aquel  eer  privilegiado,  demostrada  está  en  sus  últimas 


—  2ÍO    - 

que  vea  siquiera  una,  aunque  bien  grande  la  he  visto,  en  la  quedada  d& 
vuestra  merced.  No  te  lo  decía  yo  dijo  don  Quixote,  espérate  Sancho,  que 
en  un  credo  las  haré,  Y  desnudándose  con  toda  priesa  los  calzones,  qued'> 
en  carnes,  y  en  pañales;  y  luego  sin  más  ni  más  dio  dos  zapatetas  en  el 
aire,  y  dos  tumbas  la  cabeza  abajo,  y  los  pies  en  alto,  descubriendo  cosas, 
que  por  no  verlas,  otra  vez  volvió  Sancho  la  rienda  á  Kocinant«,  y  se  di<S 
por  contento,  y  satisfecho,  de  que  podía  jurar,  que  su  amo  quedaba  loco,  y 
así  le  dejaremos  ir  su  camino  hasta  la  vuelta,  que  fué  breve. 


palabras: si  presuntuosos  y  malandrines  historiadores  no  te  descuelga/* 

para  profanarte,  péñola  mía 

Ariadna  dio  una  soga  á  Teseo  para  que  acertase  á  salir  del  laberinto 
de  Creta  una  vez  deshecho  el  encanto,  es  verdad;  pero  no  lo  es  meno.s, 
que  el  en  que  se  hallaba  metido  Cervantes,  guarda  máe  analogía  con  el 

otro en  medio  de  selvas  impracticables de  inaccesibles  montañas á 

(ñelo  descubierto y,  cuando  lo  dicho  no  bastare,  ahi  está  bu  nombro 

PERSEO;  por  sí  solo,  justificador  de  la  región. 

«Este  sujeto  á  quien  se  ha  postergado  injustamente,  dicen  las  histo- 
>rias,  que  atacó  á  la  Ciudad  llamada  Petra  en  la  Macedonia;  después,  de- 
«rrotado  por  Paulo  Emilio  en  aquellos  montes  parecidos  á  Sierra  Morena, 
«murió  en  Roma  miserablemente,  semejando  este  detalle  de  su  vida,  la 
»que  llevó  nuestro  Hidalgo  en  estas  montañas  de  tanto  parecido  á  aque- 
>llas.> 

«El  otro,  el  Argivo,  fué  el  que  usó  el  caballo  Pegaso,  nacido  de  la  san- 
>gre  de  Medusa,  y,  por  no  querer  hospedarle  Atlante,  Rey  de  la  Maurita- 
>nia,  enfurecido  Perseo,  lo  convirtió  en  un  monte  altísimo  á  presencia  de 
>la  cabeza  de  la  hija  de  Forco.» 

p— parece  gemelo  del  Pefroxe  de  los  Árabes  con  que  denominaron 

al  Betrus  de  los  Romanos,  fundadores  de  las  colonias  con  Celtas  de  la  Lu- 
fiitania  inferior.  Y  siendo  así,  puede  muy  bien  pasar  por  Los  Pedroches, 
que  caen  hacia  donde  concluye  la  vertiente  meridional  de  Sierra  Morena, 

que  dicen  que  es  un  monte  altísimo,  pero aunque  parezca  insuficiente 

esta  explicación,  yo  aseguro  que  Cervantes  no  se  equivocó.  La  justifica- 
ción completa  de  esto,  radica  en  el  segundo  libro. 


—  38j  — 


CAPITULO  XXVI 

Donde  se  prosiguen  las  finezas  que  de  enamorado 
hizo  Don  Quixote  en  Sierramorena. 

Y  volviendo  á  contar  lo  que  hizo  el  de  la  triste  Figura,  después  que  se 
vio  sólo:  dice  la  historia,  que  así  como  don  Quixote  acabó  de  dar  las  tum- 
bas, ó  vueltas,  de  medio  abajo  desnudo,  y  de  medio  arriba  vestido,  y  que 
vio  que  Sancho  se  había  ido,  sin  querer  aguardar  á  ver  más  sandeces,  se 
subió  sobre  una  punta  de  una  alta  peña  y  allí  tornó  á  pensar  lo  que  otras 
muchas  veces  había  pensado,  sin  haberse  jamás  resuelto  en  ello.  Y  era,  que 
eual  sería  mejor,  y  le  estaría  más  á  cuento  imitar  á  Eoldán  en  las  locuras 
desaforadas  que  hizo,  ó  á  Amadís  en  las  melancólicas,  y  hablando  entre  sí 
mismo  decía:  Si  Roldan  fué  tan  buen  caballero,  y  tan  valiente  como  todos 
dicen,  qué  maravilla,  pues  al  fin  era  encantado,  y  no  le  podía  matar  nadie, 
si  no  era  metiéndole  un  alfiler  de  á  blanca  por  la  punta  del  pie,  y  él  traía^ 
siempre  los  zapatos  con  siete  suelas  de  hierro.  Aunque  no  le  valieron  tretasi 
con  Bernardo  del  Carpió,  que  se  las  entendió,  y  le  ahogó  entre  los  brazos 
en  Roncesvalles.  Pero  dejando  en  él  lo  de  la  valentía  á  una  parte,  venga- 
mos á  lo  de  perder  el  juicio,  que  es  cierto  que  le  perdió  por  las  señales  que 
halló  en  la  fortuna,  (1)  y  por  las  nuevas  que  le  dio  el  pastor,  de  que  Angé- 
lica labia  dormido  más  de  dos  siestas  con  Medoro  un  Morillo  de  cabellos 
enrizados,  y  paje  de  Agramante.  Y  si  él  entendió  que  esto  era  verdad,  y 
que  su  dama  le  había  cometido  desaguisado,  no  hizo  mucho  en  volverse 
loco.  Pero  yo  cómo  puedo  imitarle  en  las  locuras,  sino  le  imito  en  la  oca- 
sión dellas,  porque  mi  Dulcinea  del  Toboso  osaré  yo  jurar,  que  no  ha  visto 
en  todos  los  días  de  su  vida  Moro  alguno,  así  como  él  es,  en  su  mismo  tra^ 


(1)  La  sustitución  de  fuente  por  fortujia,  ni  es  error,  ni  otra  cosa  que 
incomprensión:  loe  señores  críticos  no  entendieron  las  señales  Cervántico- 
manchegas,  y,  por  e.«o,  propusieron  la  corrección.  Pero  el  autor  pensab.T 
otra  cosa,  y  a  ella  me  atengo  para  explanar  su  sentido.  Las  nuevas  que  le 
dio  el  pastor,  coincidían  con  lo»  augurios  (señales)  que  halló  en  la  rueda  de 
la  fortuna. 


—   282  — 

jn,  y  que  se  está  hoy  como  la  madre  que  la  parió:  y  haríale  agravio  mani- 
íiesto,  si  imaginando  otra  cosa  della.  me  volviese  loco  de  aquel  género  de 
locura  de  Koldán  el  furioso.  Por  otra  parte  veo,  que  Araadís  de  Gaula,  sin 
perder  el  juicio,  y  sin  hacer  locuras,  alcanzó  tanta  fama  de  enamorado,  como 
e\  que  más.  Porque  lo  que  hizo,  según  su  historia,  no  fué  más  de  que  por 
verse  desdeñado  de  su  señora  Oriana,  que  le  había  mandado,  que  no  pare- 
ciese ante  su  presencia,  hasta  que  fuese  su  voluntad:  de  que  se  retiró  á  la 
peña  Pobre,  en  compañía  de  un  ermitaño,  y  alli  se  hartó  de  llorar,  hasta 
que  el  cielo  le  acorrió  en  medio  de  su  mayor  cuita,  y  necesidad.  Y  si  esto 
es  verdad,  como  lo  es,  para  qué  quiero  yo  tomar  trabajo  ahora,  de  desnu- 
darme del  todo,  ni  dar  pesadumbre  á  estos  árboles,  que  no  me  han  hecho 
mal  alguno,  ni  tengo  para  que  enturbiar  el  agua  clara  destos  arroyos,  los 
cuales  me  han  de  dar  de  beber,  cuando  tenga  gana.  Viva  la  memoria  de 
Amadis,  y  sea  imitado  de  don  Quixote  de  la  mancha,  en  todo  lo  que  pu- 
diere: del  cual  se  dirá  lo  que  del  otro  se  dijo,  que  sino  acabó  grandes  co- 
sas, murió  por  acometerlas.  Y  si  yo  no  soy  desechado,  ni  desdeñado  de  mi 
Dulcinea,  bástame,  como  ya  he  dicho,  estar  ausente  della.  Ea  pues,  manos 
á  la  obra,  venid  á  mi  memoria  cosas  de  Amadis,  y  enseñadme  por  donde 
tensjo  de  comenzar  á  imitaros:  mas  ya  sé  que  lo  más  que  él  hizo,  fué  rezar, 
y  así  lo  haré  yo.  Y  sirviéronle  de  rosario  unas  agallas  grande  de  un  alcor- 
norque,  que  ensartó,  de  que  hizo  un  diez.  Y  lo  que  le  fatigaba  mucho,  era 
no  hallar  por  allí  otro  hermitaño,  (1)  que  le  confesase,  y  con  quien  conso- 
larse: y  así  se  entretenía  paseándose  por  el  pradecillo,  escribiendo,  y  gra- 
bando por  las  cortezas  de  los  árboles,  y  por  la  menuda  arena,  muchos  ver- 
sos, todos  acomodados  á  su  tristeza,  y  algunos  en  alabanza  de  Dulcinea. 
Mas  los  que  se  pudieron  hallar  enteros,  y  que  se  pudiesen  leer  después  que 
á  él  allí  le  hallaron,  no  fueron  más  que  estos  que  aquí  se  siguen. 

Arboles,  yerbas,  y  plantas 
Que  en  aqueste  sitio  estáis. 
Tan  altas,  verdes,  y  tantas. 
Si  de  mi  inal  7io  os  Iwlgais 
Escuchad  mis  quejas  santas. 


(1)  Este  ermitaño  con  h,  quiere  decir  que  en  los  Lucos — que  era  don- 
de se  hallaba — no  lo  había,  estando  contrapuesto  al  ermitaño  que  existía 
en  la  ermita  de  Santa  María  de  Alarcos;  aquella  peña  Pobre  de  fatal  re- 
cordación. 

Asi,  como  éste,  son  muchos  de  loo  errores  que  le  atribuyeron. 


—  283  — 

Mi  dolor  no  o.^  alborote, 
Aunque  más  terrible  sea, 
Pues  por  pagaros  escote, 
Aquí  lloró  don  Quixote 
Ausencias  de  Dulcinea 
Del  Toboso. 

Es  aquí  el  lugar,  adonde 
El  amador  más  leal 
De  su  señora  se  esconde, 

Y  lia  venido  á  tanto  mal 
Sin  saber  cómo,  ó  por  dónde. 

Tráete  amor  al  estricote, 
Qne  es  de  muy  m,ala  ralea, 

Y  asi  hasta  henchir  un  pipote. 
Aquí  lloró  don  Quixote 
Ausencias  de  Dulcinea 

Del  Toboso. 

Buscando  las  desventuras 
Por  entre  las  duras  peñas, 
Maldiciendo  entrañas  duras, 
Que  entre  riscos,  y  entre  breñas, 
Halla  el  triste  desventuras. 

Hirióle  amor  con  su  azote. 
No  con  su  blanda  correa, 

Y  en  tocándole  al  cogote. 
Aquí  lloró  don  Quixote 
Amencias  de  Dulcinea 

Del  Toboso.  (1) 


(1)  Recuerdas,  amado  lector,  que  el  Toboso  era  á  modo  de  una  indi- 
cación? Pues  ahora  queda  reducido  á  un  colgajo,  como  podrás  apreciar  en 
la  continuación  del  texto  á  estos  versos,  que  tampoco  son  lo  que  parecen. 
Por  mi  tierra  y  sus  contornos,  las  tres  quintillas  que  no  llevan  estrambo- 
te,  se  cantan  confundidas  con  las  saetas  de  la  Semana  Santa.  Y  aunque 
no  he  podido  recopilar  todas  las  de  la  semana,  á  continuación  copio  la 
que  no  he  olvidado. 


Jesús  que  triunfante  entró 
domingo  en  Jerusalen, 
por  Mesías  se  aclamó, 
y  U)áo  el  pueblo  en  tropel 
á  recibirle  salió. 


—  284  — 

No  causó  poca  risa  en  los  que  hallaron  los  versos  referidos,  la  añadi- 
dura del  Toboso  al  nombre  de  Dulcinea,  -porque  imaginaron  que  debió 
de  imaginar  don  Quixote,  que  si  en  nombrando  á  Dulcinea,  no  decía  tam- 
bién el  Toboso,  no  se  podría  entender  la  copla,  y  así  fué  la  verdad,  como 
él  des'pués  confesó.  Otros  muchos  escribió,  pero  como  se  ha  dicho,  no  se 
pudieron  sacar  en  limpio,  ni  enteros,  más  destas  tres  coplas.  En  esto,  y  en 
suspirar,  y  llamar  á  los  Faunos,  y  Silvanos  de  aquellos  bosques,  á  las  niii- 
ías  de  los  ríos,  á  la  dolorosa,  (1)  y  húmida  Eco,  que  le  respondiesen,  con- 
solasen, y  escuchasen,  se  entretenía,  y  en  buscar  algunas  yerbas  conque 
sustentarse,  en  tanto  que  Sancho  volvía,  que  si  como  tardó  tres  días,  tar- 
dara tres  semanas,  el  caballero  de  la  triste  Figura  quedara  tan  desfigurado, 
que  no  lo  conociera  la  madre  que  lo  parió.  Y  será  bien  dejarle  envuelto  en- 
tre suspiros,  y  versos,  por  contar  lo  que  le  avino  á  Sancho  Panza  en  su 
mandadería.  Y  fué,  que  en  saliendo  al  camino  Real,  se  puso  en  busca  del 
Toboso,  y  otro  día  llegó  á  la  venta,  donde  le  había  sucedido  la  desgracia 
de  la  manta,  y  no  la  hubo  bien  visto,  cuando  le  pareció  que  otra  vez  anda- 
ba en  los  aires,  y  no  quiso  entrar  dentro,  aunque  llegó  á  hora  que  lo  pu- 
diera, y  debiera  hacer,  por  ser  la  de  comer,  y  llevar  en  deseo  de  gustar  algo 
caliente,  que  había  grandes  días  que  todo  era  hambre.  Esta  necesidad  le 
forzó  á  que  llegase  junto  á  la  venta,  todavía  dudoso,  si  entraría,  ó  no.  Y  es- 
tando en  esto  salieron  de  la  venta  dos  personas,  que  luego  le  conocieron:  y 
dijo  el  uno  al  otro.  Dígame  señor  licenciado  aquel  del  caballo  no  es  San 
cho  Panza,  el  que  dijo  el  ama  de  nuestro  aventurero,  que  había  salido  con 
^u  señor  por  escudero?  Sí,  es,  dijo  el  Licenciado,  y  aquél  es  el  caballo  de 
nuestro  don  Quixote.  Y  conociéronlo  también,  como  aquellos  que  eran  el 
Cura,  y  el  barbero  de  su  mismo  lugar,  y  los  que  hicieron  el  escrutinio,  y 
auto  general  de  los  libros,  los  cuales  así  como  acabaron  de  conocer  á  San- 
cho Panza,  y  á  Rocinante,  deseosos  de  saber  de  don  Quixote  se  fueron  á  él, 
y  el  Cura  le  llamó  por  su  nombre,  diciéndole:  Amigo  Sancho  Panza,  adon- 
de queda  vuestro  amo?  Conociólos  luego  Sancho  Panza,  y  determinó  de 
encubrir  el  lugar,  y  la  suerte,  donde,  y  como  su  amo  quedaba:  y  así  res- 
pondió, que  su  amo  quedaba  ocupado  en  cierta  parte,  y  en  cierta  cosa  que 


(1)  A  la  Dolorosa,  es  confirmación  de  que  los  versos  anteriores  son  las 
saetas  que  se  dedican  en  dicha  época  del  año,  disimulada  con  la  húmido. 
Eco,  que  debe  intepretarse  llorosa,  expresado  con  la  voz  kumidad  que  se 
usa  mucho  por  allí.  Y,  además,  que  emplea  el  nombre  de  la  ninfa  para 
establecer  confusión  con  el  sustantivo  que  denota  la  r<'d  transmisora  por 
cuyos  hilos  llegaron  hasta  nosotros  los  sucesos  de  Tierra  Santa. 


-  385- 

Ic  era  do  mucha  importancia,  la  cual  no  podía  descubrir  por  los  ojos  que 
en  la  cara  tenía.  No,  no,  dijo  el  barbero,  Sancho  Panza,  si  tos  no  nos  decía 
donde  queda,  imaginaremos,  como  ya  imaginamos,  que  vos  le  habéis  muer- 
to, y  robado,  pues  venís  encima  de  su  caballo:  en  verdad  que  nos  habéis  de 
dar  el  dueño  del  rocín,  ó  sobre  eso  morena.  No  hay  para  qué  conmigo  ame- 
nazas, que  yo  no  soy  hombre  que  robo,  ni  mato  á  nadie,  á  cada  uno  mate 
su  ventura,  ó  Dios  que  lo  hizo.  Mi  amo  queda  haciendo  penitencia  en  la 
mitad  desta  montaña,  muy  á  su  sabor.  Y  luego  de  corrida,  y  sin  parar  les 
contó  de  la  suerte  que  quedaba,  las  aventuras  que  le  habían  sucedido,  y 
cerno  llevaba  la  carta  á  la  señora  Dulcinea  del  Toboso,  que  era  la  hija  de 
Lorenzo  Corchuelo,  de  quien  estaba  enamorado  bástalos  hígados.  Quedaron 
admirados  los  dos,  de  lo  que  Sancho  Panza  les  contaban,  y  aunque  ya  sa- 
bían la  locura  de  don  Quixote,  y  el  género  della,  siempre  que  la  oían  se 
admiraban  de  nuevo.  Pidiéronle  á  Sancho  Panza,  que  les  enseñase  la  carta 
que  llevaba  á  la  señora  Dulcinea  del  Toboso.  El  dijo,  que  iba  escrita  en  un 
libro  de  memoria,  y  que  era  orden  de  su  señor,  que  la  hiciese  trasladar  en 
papel,  en  el  primer  lugar  que  llegase.  A  lo  cual  dijo  el  Cura,  que  se  la 
mostrase,  que  él  la  trasladaría  de  muy  buena  letra.  Metió  la  mano  en  el 
seno  Sancho  Panza,  buscando  el  librillo:  pero  no  le  halló,  ni  le  podía  ha- 
llar, si  le  buscara  hasta  ahora,  porque  se  había  quedado  don  Quixote  con 
el,  y  no  se  le  había  dado,  ni  á  él  se  le  acordó  de  pedírsele.  Cuando  Sancho 
vio  que  no  hallaba  el  libro,  fuésele  parando  mortal  el  rostro:  y  tornándose 
á  tentar  todo  el  cuerpo  muy  apriesa,  tornó  á  echar  de  ver  que  no  le  halla- 
ba, y  sin  más  ni  más  se  echó  entrambos  á  las  barbas,  y  se  arrancó  la  mi- 
tad dellas:  y  luego  apriesa,  y  sin  cesar,  se  dio  media  docena  de  puñadas  en 
el  rostro,  y  en  las  narices,  que  se  las  bañó  todas  en  sangre.  Vi^to  lo  cual 
por  el  Cura,  y  el  barbero,  le  dijeron,  que  qué  le  había  sucedido  que  tan 
mal  se  paraba?  Qué  me  ha  de  suceder,  respondió  Sancho,  sino  el  haber 
perdido  de  una  mano  á  otra,  en  un  instante  tres  pollinos,  que  cada  uno  era 
como  un  castillo.  Cómo  es  esto,  replicó  el  barbero?  He  perdido  el  libro  de 
memoria,  respondió  Sancho,  donde  venía  carta  para  Dulcinea,  y  una  cédu- 
la firmada  de  su  señor,  por  la  cual  mandaba,  que  su  sobrina  me  diese  tres 
pollinos,  de  cuatro,  ó  cinco  que  estaban  en  casa.  Y  con  esto  les  contó  la 
pérdida  del  rucio.  Consolóle  el  cura,  y  díjole,  que  en  hallando  á  su  señor, 
él  le  haría  revalidar  la  demanda,  y  que  tornase  á  hacer  la  libranza  en  pa- 
pel, como  era  uso,  y  costumbre,  porque  las  que  se  hacían  en  libros  de  me- 
moria, jamás  se  aceptaban,  ni  se  cumplían.  Con  esto  se  consoló  Sancho,  y 
dijo,  que  como  aquello  fuese  así,  que  no  le  daba  mucha  pena  la  pérdida  de 


—   28t)   — 

la  carta  de  Dulcinea,  porque  él  la  sabía  casi  de  memoria,  de  la  cual  se  po- 
día trasladar,  adonde,  y  cuando  quisiesen.  Decidlo  Sancho  pues,  dijo  el  ca- 
brero, que  después  la  trasladaremos.  Paróse  Sancho  Panza  á  rascar  la  ca- 
beza, para  traer  á  la  memoria  la  carta:  y  ya  ponía  sobre  un  pie,  y  ya  sobre 
el  otro.  Unas  veces  miraba  al  suelo,  otras  al  cielo;  y  al  cabo  de  haberíse 
roído  la  mitad  de  la  yema  de  un  dedo,  teniendo  suspensos  á  los  que  espe- 
raban que  ya  la  dijese,  dijo  al  cabo  de  un  grandísimo  rato:  Por  Dios  señor 
Licenciado,  que  los  diablos  lleven  la  cosa  que  de  la  carta  se  me  acuerda, 
aunque  en  el  principio  decía:  Alta,  y  sobajada  señora.  No  dirá  dijo  el  bai*- 
bero,  sobajada,  sino  sobrehumana,  ó  soberana  señora.  Así  es,  dijo  Sancho. 
Luego  si  mal  no  me  acuerdo,  proseguía,  si  mal  no  me  acuerdo,  el  llagado, 
y  falto  de  sueño,  y  el  herido  besa  á  vuestra  merced  las  manos,  ingrata,  y 
muy  desconocida  hermosa,  y  no  sé  que  decía  de  salud,  y  de  enfermedad 
que  le  enviaba:  y  por  aquí  iba  discurriendo,  hasta  que  acababa,  en  vuestro 
hasta  la  muerte,  El  caballero  de  la  triste  Figura.  No  poco  gustaron  los  dos 
de  ver  la  buena  memoria  de  Sancho  Panza,  y  alabáronsela  mucho,  y  le  pi- 
dieron que  dijese  la  carta  otras  dos  veces,  para  que  ellos  asimismo  la  to- 
masen de  memoria,  para  trasladarla  á  su  tiempo.  Tornóla  á  decir  Sancho 
otras  tres  veces,  y  otras  tantas  volvió  á  decir  tres  mil  disparates.  Tras  esto 
contó  asimismo  las  cosas  de  su  amo,  pero  no  habló  palabra  acerca  del  man- 
teamiento que  le  había  sucedido  en  aquella  venta,  en  la  cual  rehusaba  en- 
trar. Dijo  también,  cómo  su  señor  en  trayendo  que  le  trajera  buen  despa- 
cho de  la  señora  Dulcinea  del  Toboso,  se  había  de  poner  en  camino,  á 
procurar  como  ser  Emperador,  ó  por  lo  menos  Monarca,  que  así  lo  tenían 
concertado  entre  los  dos:  y  era  cosa  muy  fácil  venir  á  serio,  según  era  el 
valor  de  su  persona,  y  la  fuerza  de  su  brazo,  y  que  en  siéndolo,  le  había  de 
casar  á  él,  porque  ya  sería  viudo,  que  no  podía  ser  menos.  Y  la  había  de 
dar  por  mujer  á  una  doncella  de  la  Emperatriz,  heredera  de  un  rico,  y 
grande  estado  de  tierra  firme,  sin  Insulos  ni  ínsula?,  que  ya  no  las  quería. 
Decía  esto  Sancho  con  tanto  reposo,  limpiándose  de  cuando  en  ciiaudo  las 
narices,  y  con  tan  poco  juicio,  que  los  dos  se  admiraron  de  nue\n,  conside- 
rando, cuan  vehemente  había  sido  la  locura  de  don  Quixote,  pue.«  había  lle- 
vado tras  sí  el  juicio  de  aquel  pobre  hombre.  No  quisieron  cansarse  en  sa- 
carle del  error  en  que  estaba,  pareciéndoles,  que  pues  no  le  dañaba  nada 
la  conciencia,  mejor  era  dejarle  en  él,  y  á  ellos  les  sería  de  más  gusto  oir 
sus  necedades:  y  así  le  dijeron,  que  rogase  á  Dios  por  la  salud  do  su  señor, 
que  cosa  contingente,  y  muy  agible  era  venir  con  el  discurso  del  tiempo  á 
ser  Emperador,  como  él  decía,  ó  por  lo  menos  Arzobispo,  ú  otra  dignidad 


—  287  — 

equivalente.  A  lo  cual  respondió  Sancho:  Señores,  si  la  fortuna  rodease  las 
cosas  de  manera,  que  á  mi  amo  le  viniese  en  voluntad  de  no  ser  Empera- 
dor, sino  de  ser  Arzobispo,  querría  yo  saber  ahora,  qué  suele  dar  los  Arzo. 
bispos  andantes  á  los  escuderos?  Suélenles  dar,  respondió  el  Cura,  algún 
beneficio  simple,  ó  curado,  ó  alguna  sacristía,  que  les  vale  mucho  de  rento 
rentada,  amén  del  pie  de  altar,  que  se  suele  estimar  en  otro  tanto.  Para 
eso  será  menester,  replicó  Sancho,  que  el  escudero  no  sea  casado,  y  que 
sepa  ayudar  á  Misa  por  lo  menos:  y  si  esto  es  así,  desdichado  yo,  que  soy 
casado,  y  no  sé  la  primera  letra  del  Abe,  qué  será  de  mí,  si  á  mi  amo  le 
dá  antojo  de  ser  Arzobispo,  y  no  Emperador,  como  es  uso,  y  (fcstumbre  de 
los  caballeros  andantes?  No  tengáis  pena  Sancho  amigo,  dijo  el  barbero, 
que  aquí  rogaremos  á  vuestro  amo,  y  se  lo  aconsejaremos,  y  aun  se  lo  pon- 
dremos en  caso  de  conciencia,  que  sea  Emperador,  y  no  Arzobispo,  porque 
le  será  más  fácil,  á  causa  de  que  él  es  más  valiente,  que  estudiante.  Asi  me 
ha  parecido  á  mí,  respondió  Sancho,  aunque  sé  decir,  que  para  todo  tiene- 
habilidad.  Lo  que  yo  pienso  hacer  de  mi  parte,  es  rogarle  á  nuestro  Sefnr, 
que  le  eche  á  aquellas  partes  donde  él  más  se  sirva,  y  adonde  á  mí  más 
mercedes  me  haga.  Vos  lo  decís  como  discreto,  dijo  el  Cura,  y  lo  haréis; 
como  buen  Cristiano.  Mas  lo  que  ahora  se  ha  de  hacer,  es  dar  orden  como 
sacar  á  vuestro  amo  de  aquella  inútil  penitencia,  que  decís  que  queda  ha- 
ciendo: y  para  pensar  el  modo  que  hemos  de  tener,  y  para  comer  que  ya 
es  hora,  será  bien  nos  entremos  en  esta  venta.  Sancho  dijo,  que  entrasen 
ellos,  que  él  esperaba  allí  fuera,  y  que  después  les  diría  la  causa  porque  no 
entraba  ni  le  convenía  entrar  en  ella:  mas  que  les  rogaba  que  le  sacasen 
allí  algo  de  comer,  que  fuese  cosa  caliente,  y  asimismo  cebada  para  Roci- 
nante Ellos  se  entraron,  y  le  dejaron,  y  de  allí  á  poco,  el  barbero  le  sacú 
de  comer.  Después  habiendo  bien  pensado  entre  los  dos  el  modo  que  ten- 
drían para  conseguir  lo  que  deseaban,  vino  el  Cura  en  un  pensamiento 
muy  acomodado  al  gusto  de  don  Quixote,  y  para  lo  que  ellos  querían.  Y 
fué,  que  dijo  el  barbero,  que  lo  que  había  pensado  era,  que  él  se  vestiría  en 
hábito  de  doncella  andante,  y  que  él  procurase  ponerse  lo  mejor  que  pu- 
diese, como  escudero,  y  que  así  irían  adonde  don  Quixote  estaba,  fingiendo 
ser  ella  una  doncella  afligida,  y  menesterosa,  y  le  pediría  un  don,  el  cual  él 
no  podría  dejársele  de  otorgar,  como  valeroso  caballero  andante.  Y  que  el 
don  que  le  pensaba  pedir,  era  que  se  viniese  con  ella,  donde  ella  le  lleva- 
se, á  deshacerle  un  agravio  que  un  mal  caballero  le  tenía  hecho:  y  que  le 
suplicaba  asimismo,  que  no  la  mandase  quitar  su  antifaz,  ni  la  demandase 
cosa  de  su  hacienda,  hasta  que  la  hubiese  hecho  derecho  de  aquel  mal  ca- 


_  288  - 

ballero,  y  que  creyese  sin  duda,  que  don  Quixote  vendría  en  todo  cuanto  le 
pidiese  por  este  término,  y  que  desta  manera  le  sacarían  de  allí,  y  le  lleva- 
rían á  su  lugar  donde  procuraríac  ver  si  tenía  algún  remedio  su  eitrafia 
locara. 


389 


CAPITULO  XXVII 

De  como  salieron  con  su  intención  el  Cura  y  el  bar- 
bero, con  otras  cosas  dignas  de  que  se  cuenten  en 
esta  grande  historia. 

No  le  pareció  mal  al  barbero,  la  invención  del  Cura,  sino  tan  bien  que 
luego  la  pusieron  por  obra.  Pidiéronle  á  la  ventera  una  saja,  y  unas  tocas, 
dejándole  en  prendas  una  sotana  nueva  del  Cura.  El  barbero  hizo  una  gran 
barba  de  una  cola  rucia,  ó  roja  de  buey,  donde  el  ventero  tenia  colgado  el 
peine.  Preguntóles  la  ventera,  que  para  qué  le  pedían  aquellas  cosas?  El 
Cura  le  contó  en  breves  razones  la  locura  de  don  Quixote,  y  cómo  convenía 
aquel  disfraz,  para  sacarle  de  la  montaña  donde  á  la  sazón  estaba.  Cayeron 
luego  el  ventero,  y  la  ventera  en  que  el  loco  era  su  huésped  del  bálsamo, 
y  el  amo  del  manteado  escudero,  y  contaron  al  Cura  todo  lo  que  con  él  les 
había  pasado,  sin  callar  lo  que  tanto  callaba  Sancho.  En  resolución,  la  ven- 
tera vistió  al  Cura  de  modo,  que  no  había  más  que  ver.  Púsole  una  saya 
de  paño  llena  de  fajas  de  terciopelo  negro,  de  un  palmo  de  ancho,  todaí 
acuchilladas,  y  unos  corpinos  de  terciopelo  verde,  guarnecidos  con  unos 
ribetes  de  raso  blanco,  que  se  debieron  de  hacer  ellos,  y  la  saya  en  tiempo 
del  Rey  Wamba.  No  consintió  el  Cura  que  le  tocasen,  sino  púsose  en  la 
cabeza  un  birrttillo  de  lienzo  colchado  que  llevaba  para  dormir  de  noche: 
y  ciñóse  por  la  frente  una  liga  de  tafetán  negro,  y  con  otra  liga  hizo  anti- 
faz con  que  se  cubrió  muy  bien  las  barbas,  y  el  rostro.  Encasquetóse  su 
sombrero,  que  era  tan  grande  que  le  podía  servir  de  quitasol:  y  cubrién- 
dose el  herreruelo,  subió  en  su  muía  á  mujeriegas,  y  el  barbero  en  la  suya, 
con  su  barba  que  le  llegaba  á  la  cintura,  entre  roja,  y  blanca,  como  aque- 
lla que  (como  se  ha  diciio)  era  hecha  de  la  cola  de  un  buey  barroso.  Despi- 
diéronse de  todos,  y  de  la  buena  de  Maritornes,  que  prometió  de  rezar  un 
rosario,  aunque  pecadora,  porque  Dios  les  diese  buen  suceso  en  tan  arduo, 
y  tan  Cristiano  negocio,  como  era  el  que  habían  emprendido.  Mas  apenas 
hubo  salido  de  la  venta,  cuando  le  vino  al  Cura  un  pensamiento,  que  hacía, 
mal  en  haberse  puesto  de  aquella  manera,  por  ser  cosa  indecente,  que  un 
Sacerdote  se  pusiese  así,  aunque  le  fuese  mucho  en  ello:  y  diciéndoselo  al 

í9 


—    290   — 

barbero,  le  rogó,  que  trocasen  trajes,  pues  era  más  justo,  que  él  fuese  al 
doncella  menesterosa,  y  que  él  haría  el  escudero,  y  que  así  se  profanaba 
menos  su  dignidad:  y  que  sino  lo  quería  hacer,  determinaba,  de  no  paaír 
adelante,  aunque  á  don  Quixote  se  le  llevase  el  diablo.  En  esto  llegó  San- 
cho, y  de  yer  á  los  dos  en  aquel  traje,  no  pudo  tener  la  risa.  En  efecto,  el 
barbero  vino  en  todo  aquello  que  el  Cura  quiso:  y  trocando  la  invención,  el 
Cura  le  fué  informando  el  modo  que  había  de  tener,  y  las  palabras  que 
había  de  decir  á  don  Quixote,  para  moverle,  y  forzarle,  ú  que  con  él  se 
viniese,  y  dejase  la  querencia  del  lugar  que  había  escogido  para  su  vana 
penitencia.  El  barbero  respondió,  que  sin  que  se  le  diese  lección,  él  lo  pon- 
dría bien  en  su  punto.  No  quiso  vestirse  por  entonces,  hasta  que  estuviesen 
junto  de  don  Quixote  estaba,  y  así  dobló  sus  vestidos,  y  el  Cura  acomodó 
su  barba,  y  siguieron  su  camino,  guiándolos  Sancho  Panza:  el  cual  les  fué 
contando  lo  que  les  aconteció  con  el  loco  que  hallaron  en  la  sierra:  encu- 
briendo empero  el  hallazgo  de  la  maleta,  y  de  cuanto  en  ella  venia,  que 
maguer  que  tonto,  era  un  poco  codicioso  el  mancebo.  Otro  día  llegaron  al 
lugar  donde  Sancho  había  dejado  puestas  las  señales  de  las  ramas,  para 
acertar  el  lugar  donde  había  dejado  á  su  señor:  y  en  reconociéndole,  les 
dijo,  cómo  aquella  era  la  entrada,  y  que  bien  se  podían  vestir,  si  era  que 
aquello  hacía  al  caso  para  la  libertad  de  su  señor:  porque  ellos  le  habían 
dicho  antes,  que  el  ir  de  aquella  suerte,  y  vestirse  de  aquel  modo,  era  toda 
la  importancia,  para  sacar  á  su  amo  de  aquella  mala  vida,  que  había  esco- 
gido: y  que  le  encargaban  mucho,  que  no  dijese  á  su  amo  quien  ellos  eran, 
ni  que  los  conocía.  Y  que  si  le  preguntase,  como  se  lo  había  de  preguntar, 
si  dio  la  carta  á  Dulcinea,  dijese  que  sí,  y  que  por  no  saber  leer,  le  había 
respondido  de  palabra,  diciéndole,  que  le  mandaba,  so  pena  de  la  su  des- 
gracia, que  luego  al  momento  se  viniese  á  ver  con  ella,  que  era  cosa,  que 
le  importaba  mucho:  porque  con  esto,  y  con  lo  que  ellos  pensaban  decirle, 
tenían  por  cosa  cierta,  reducirle  á  mejor  vida,  y  hacer  con  él  que  luego  se 
pusiese  en  camino,  para  ir  á  ser  Empe'rador,  ó  Monarca,  que  en  lo  de  ser 
Arzobispo,  no  había  de  qué  temer.  Todo  lo  escuchó  Sancho,  y  lo  tomó  muy 
bien  la  memoria,  y  les  agradeció  mucho  la  intención  que  tenían  de  aconse- 
jar á  su  señor,  fuese  Emperador,  y  no  Arzobispo,  porque  él  tenía  para  sí, 
que  para  hacer  mercedes  á  sus  escuderos,  más  podían  los  Emperadores, 
que  los  Arzobispos  andantes.  También  les  dijo,  que  sería  bien,  que  él  fuese 
delante  á  buscarle,  y  darle  la  respuesta  de  su  señora,  que  ya  sería  ella 
bastante  á  sacarle  de  aquel  lugar,  sin  que  ellos  Se  pusiesen  en  tanto  tra- 
bajo. Parecióles  bien  lo  que  Sancho  Panza  decía,  y  así  determinaron  de 


—  291    — 

aguardarle  hasta  que  volviese  con  las  nuevas  del  hallazgo  de  su  amo.  Eq- 
tróae  Sancho  por  aquellas  quebradas  de  la  sierra,  dejando  á  los  dos  en  una, 
por  donde  corría  un  pequeño,  y  manso  arroyo,  á  quien  hacían  sombra 
agradable,  y  fresca  otras  peñas,  y  algunos  árboles  que  por  allí  estaban. 
El  calor,  y  el  día  que  allí  llegaron,  era  de  los  del  mes  de  Agosto,  que  por 
aquellas  partes  suele  ser  el  ardor  muy  grande:  la  hora,  las  tres  de  la  tarde: 
todo  lo  cual  hacía  al  sitio  más  agradable,  y  que  convidase  á  que  en  él  espe- 
rasen la  vuelta  de  Sancho,  como  lo  hicieron.  Estando  pues  los  dos  allí,  so- 
segados, y  á  la  sombra,  llegó  á  sus  oídos  una  voz,  que  sin  acompañarla 
son  de  algún  otro  instrumento,  dulce,  y  regaladamente  sonaba:  de  que  no 
poco  se  admiraron,  por  parecerles  que  aquél  no  era  lugar  donde  pudieso 
haber  quien  tan  bien  cantase.  Porque  aunque  suele  decirse,  que  por  las 
selvas,  y  campos  se  hallan  pastores  de  voces  extremadas,  más  son  encare- 
cimientos de  Poetas,  que  verdades:  y  más  cuando  advirtieron  que  lo  que 
oían  cantar  eran  versos,  no  de  rústicos  ganaderos,  sino  de  discretos  Corte- 
ganos.  Y  confirmó  esta  verdad,  haber  sido  los  versos  que  oyeron  estos. 

Quién  menoscaba  mis  bienes? 
Desdenes. 

Y  quién  aumenta  mis  duelos? 

Los  celos. 

Y  quién  prueba  mi  paciencia? 

Ausencia. 
De  ese  modo  en  mi  dolencia 
Ningún  remedio  se  alcanza. 
Pues  me  matan  la  esperanza. 
Desdenes,  celos,  y  ausencia. 

Quién  me  causa  esté  dolor? 

Amor.  ; 

Y  quién  mi  gloria  repugna. 

Fortuna. 

Y  quién  consiente  mi  duelo? 

El  cielo.  y 

De  ese  modo  yo  recelo  , 

Morir  deste  mal  extraño, 
Pues  se  aunan  en  mi  daño 
Amor,  fortuna,  y  el  cielo. 

Quién  mejorará  mi  .«tuerte? 
La  muerte. 


—    292     — 

Y  el  bien  de  amar  quién  le  alcanza? 

Mudanza, 

Y  sus  males  quién  los  cura? 

Locura. 
De  ese  modo  no  es  cordura 
Querer  curar  la  pawión, 
Cuando  los  remedios  son, 
Muerte,  mudanza,  y  locura. 

La  hora,  el  tiempo,  la  soledad,  la  voz,  y  la  destreza  del  que  cantaba,, 
causó  admiración,  y  contento  en  los  dos  oyentes,  los  cuales  estuvieron  que- 
dos, esperando,  si  otra  alguna  cosa  oían:  pero  viendo  que  duraba  algÚQ 
tanto  el  silencio,  determinaron  de  salir  á  buscar  el  músico,  que  con  tan 
buena  voz  cantaba,  Y  queriéndolo  poner  en  efecto,  hizo  la  misma  voz,  que- 
no  se  moviesen,  la  cual  llegó  de  nuevo  á  sus  oídos,  cantando  este  Soneto. 

SONETO 

Santa  amistad,  que  con  ligeras  alas, 
Tu  apariencia  quedándose  en  el  suelo, 
Entre  benditas  almas  en  el  cielo. 
Subiste  alegre  á  las  empíreas  salas. 

Desde  allá  (cuando  quieres)  nos  señalaa 
La  justa  paz,  cubierta  con  un  velo, 
Por  quien  á  veces  se  trasluce  el  celo 
De  buenas  obras,  que  á  la  fin  son  malas. 

Deja  el  cielo,  ó  amistad,  ó  no  permitas, 
Que  el  engaño  se  vista  tu  librea. 
Con  que  destruye  á  la  intención  sincera. 
Que  si  tus  apariencias  no  le  quitas. 
Presto  ha  de  verse  el  mundo  en  la  pelea 
De  la  discorde  confusión  primeríL 

El  canto  se  acabó  con  un  profundo  suspiro,  y  los  dos  con  atención  vol- 
Tieron  á  esperar  si  más  se  cantaba:  pero  viendo  que  la  música  se  había 
vuelto  en  sollozos,  y  en  lastimeros  ayes,  acordaron  de  saber,  quién  era  el 
triste,  tan  extremado  en  la  voz,  como  doloroso  en  los  gemidos.  Y  no  andu-^ 
yieron  mucho,  cuando  al  volver  de  una  punta  de  una  peña,  vieron  á  uq 
hombre,  del  mismo  talle,  y  figura  que  Sancho  Panza  Jes  había  pintado, 
cuando  les  contó  el  cuento  de  Cárdenlo:  el  cual  hombre  cuando  los  vio,  sin 
sobresaltarse  estuvo  quedo,  con  h  cabeza  inclinada  sobre  el  pecho,  á  guiga 


—  293  — 

•de  hombre  pensativo,  sin  alzar  los  ojos  á  mirarlos,  más  de  la  vez  primera, 
cuando  de  improviso  llegaron.  El  cura,  que  era  hombre  bien  hablado  (como 
el  que  ya  tenía  noticia  de  su  desgracia,  pues  por  las  señas  le  había  cono- 
cido) se  llegó  á  él,  y  con  breves,  aunque  discretas  razones,  le  rogó,  y  per- 
•íuadió,  que  aquella  tan  miserable  vida  dejase,  porque  allí  no  la  perdiese, 
•que  era  la  desdicha  mayor  de  las  desdichas.  Estaba  Cardenio  entonces  en 
«u  entero  juicio,  libre  de  aquel  furioso  accidente,  que  tan  á  menudo  le  sa- 
caba de  sí  mismo:  y  así  habiendo  á  los  dos  en  traje  tan  no  usado  de  los 
■que  por  aquellas  soledades  andaban,  no  dejó  de  admirarse  algún  tanto:  y 
más  cuando  oyó  que  le  habían  hablado  en  su  negocio,  como  en  cosa  sabida 
{porque  las  razones  que  el  Cura  le  dijo,  así  lo  dieron  á  entender)  y  así  res- 
pondió desta  manera:  Bien  veo  yo,  señores,  quienquiera  que  seáis,  que  el 
cielo,  que  tiene  cuidado  de  socorrer  á  los  buenos,  y  aun  á  los  malos  mu- 
chas veces,  sin  yo  merecerlo,  me  envía  en  estos  tan  remotos,  y  apartados 
lugares  del  trato  común  de  las  gentes,  algunas  personas,  que  poniéndome 
delante  de  los  ojos  con  vivas,  y  varias  razones,  cuan  sin  ella  ando,  en  ha- 
cer la  vida  que  hago,  han  procurado  sacarme  desta  á  mejor  parte:  pero 
<;omo  no  saben  que  sé  yo,  que  en  saliendo  deste  daño,  he  de  caer  en  otro 
mayor,  quizá  me  deben  de  tener  por  hombre  de  flacos  discursos:  y  aun  lo 
que  peor  sería,  por  de  ningún  juicio.  Y  no  sería  maravilla,  que  así  fuese, 
porque  á  mí  se  me  trasluce,  que  la  fuerza  de  la  imaginación  de  mis  des- 
gracias es  tan  intensa,  y  puede  tanto  en  mi  perdición,  que  sin  que  yo  pue- 
da ser  parte  á  estorbarlo,  vengo  á  quedar  como  una  piedra,  falto  de  todo 
buen  sentido,  y  conocimiento:  y  vengo  á  caer  en  la  cuenta  desta  verdad, 
cuando  algunos  me  dicen,  y  muestran  señales  de  las  cosas  que  he  hecho 
en  tanto  que  aquel  terrible  accidente  me  señorea,  y  no  sé  más,  que  doler- 
me  en  vano,  y  maldecir  sin  provecho  mi  ventura:  y  dar  por  disculpa  de 
mis  locuras,  el  decir  la  causa  dellas,  á  cuantos  oírla  quieren,  porque  viendo 
Jos  cuerdos  cuál  es  la  causa,  no  se  maravillen  de  los  efectos:  y  sino  me 
dieren  remedio,  á  lo  menos  no  me  darán  culpa,  convirtiéndoseles  el  enojo 
de  mi  desenvoltura,  en  lástima  de  mis  desgracias.  Y  si  es  que  vosotros 
señores,  venís  con  la  misma  intención  que  otros  han  venido,  antes  que  pa- 
séis adelante  en  vuestras  discretas  persuasiones,  os  ruego,  que  escuchéis 
el  cuento,  que  no  le  tiene  de  mis  desventuras:  porque  quizá  después  de 
entendido,  ahorrareis  del  trabajo  que  tomareis  en  consolar  un  mal,  que  de 
todo  consuelo  es  incapaz.  Los  dos,  que  no  deseaban  otra  cosa,  que  saber  de 
eu  misma  boca  la  causa  de  su  daño,  le  rogaron  se  la  contase,  ofreciéndole 
de  no  hacer  otra  cosa  de  la  que  él  quisiese  en  su  rf  medio,  ó  consuelo:  y 


—  294  — 

con  esto  el  triste  caballero  comenzó  su  lastimera  historia,  caí;i  por  las  mi3 
mas  palabras,  y  pasos,  que  la  había  contado  á  don  Quiíote,  y  al  cabrero, 
pocos  días  atrás,  cuando  poi  ocasión  del  Maestro  Elisabat,  y  puntualidad 
de  don  Quiíote,  en  guardar  el  decoro  á  la  caballería,  se  quedó  el  cuento 
imperfecto,  como  la  historia  lo  deja  contado.  Pero  ahora  quiso  la  buena 
suerte,  que  se  detuvo  el  accidente  de  la  lociira,  y  le  dio  lugar  de  contarlo 
hasta  el  fin:  y  así  llegando  al  pa,so  del  billete,  que  había  hallado  don  Fer- 
nando entre  el  libro  de  Amadís  de  Gaula,  dijo  Cárdenlo,  que  le  tenía  bien 
en  la  memoria,  y  que  decía  desta  manera, 

Luscinda  á  Cardenio. 

cCada  día  descubro  en  vos  valores,  que  me  obligan,  y  fuerzan,  á  que 
en  más  os  estime:  y  así  si  quisiéredes  sacarme  desta  deuda,  sin  ejecutarme 
en  la  honra,  lo  podréis  muy  bien  hacer.  Padre  tengo,  que  os  conoce,  y  que 
me  quiere  bien,  el  cual  sin  forzar  mi  voluntad  cumplirá  lo  que  será  justo 
que  vos  tengáis,  si  es  que  me  estimáis  como  decís,  y  como  yo  creo.> 

Por  este  billete  me  moví  á  pedir  á  Luscinda  por  esposa,  como  ya  os  he 
contado,  y  este  ñié  por  quien  quedó  Luscinda  en  la  opinión  de  don  Fer- 
nando, por  una  de  las  más  discretas,  y  avisadas  mujeres  de  su  tiempo. 
Y  este  billete  fué,  el  que  le  puso  en  deseo  de  destruirme,  antes  que  el  mío 
se  ejecutase.  Díjele  yo  á  don  Fernando,  en  le  que  reparaba  el  padre  de 
Luscinda,  que  era  en  que  mi  padre  se  la  pidiese:  lo  cual  yo  no  le  osaba 
decir,  temeroso  que  no  vendría  en  ello:  no  porque  no  tuviese  bien  conoci- 
da la  calidad,  bondad,  virtud,  y  hermosura  de  Luscinda,  y  que  tenía  partes 
bastantes  para  ennoblecer  cualquier  otro  linaj«  de  España:  sino  porque  yo 
entendía  del,  que  deseaba  que  no  me  casase  tan  presto,  hasta  ver  lo  que  el 
Duque  Eicardo  hacía  conmigo.  En  resolución,  le  dije,  que  no  me  aventu- 
raba á  decírselo  á  mi  padre,  así  por  aquel  inconveniente,  como  por  otros 
muchos  que  me  acobardaban,  sin  saber  cuáles  eran:  sino  que  me  parecía, 
que  lo  que  yo  desease,  jamás  había  de  tener  efecto.  A  todo  esto  me  rts- 
pondió  don  Fernando,  que  él  se  encargaba  de  hablar  á  mi  padre,  y  hacer 
con  él,  que  hablase  al  de  Luscinda.  O  Mario  ambicioso,  ó  Catilina  cruel, 
ó  Quila  facineroso,  (1)  ó  Galalún  embustero,  ó  Vellido  traidor,  ó  Julián 


(1)  Aunque  se  sobreentiende  que  aludo  z\  facineroso  Siln,  bueno  será 
restituir  lo  que  dejó  estampado,  por  si  en  la  suplantación  hay  misterio, 
pues  no  empece  á  su  lectura,  (^luila,  que  no  tiene  equivalencia,  y  faciho- 


—  295  — 

vengativo,  ó  Judas  codicioso.  Traidor,  cruel,  vengativo,  y  embustero,  qué 
de  servicios  te  había  hecho  este  triste,  que  con  tanta  llaneza  te  descubrió 
los  secretos,  y  contentos  de  su  corazón?  Qué  ofensa  te  hice?  Qué  palabras 
te  dije,  ó  qué  consejos  te  di,  que  no  fuesen  todos  encaminados  á  acrecentar 
tu  honra,  y  tu  provecho?  Mas  de  qué  me  quejo,  desventurado  de  mi,  pues 
es  cosa  cierta,  que  cuando  traen  las  desgracias  la  corriente  de  las  estrellas, 
como  vienen  de  alto  á  bajo  despeñándose  con  furor,  y  con  violencia,  no 
hay  fuerza  en  la  tierra  que  las  detenga,  ni  industria  humana  que  prevenir- 
la pueda.  Quién  pudiera  imaginar,  que  don  Fernando,  caballero  ilustre, 
discreto,  obligado  de  mis  servicios,  poderoso  para  alcanzar  lo  que  el  deseo 
amoroso  le  pidiese,  donde  quiera  que  le  ocupase,  se  había  de  enconar  (como 
suele  decirse)  en  tomarme  á  mí  una  sola  oveja,  que  aún  no  poseía?  Pero 
quédense  estas  consideraciones  aparte,  como  inútiles,  y  sin  provecho,  y 
anudamos  el  roto  hilo  de  mi  desdichada  historia.  Digo  pues,  que  parecién- 
dole  á  don  Fernando,  que  mi  presencia  le  era  inconveniente  para  poner  en 
ejecución  su  falso,  y  mal  pensamiento,  determinó  de  enviarme  á  su  her- 
mano mayor,  con  ocasión  de  pedirle  unos  dineros,  pava  pagar  seis  caballos, 
que  de  industria,  y  solo  para  este  efecto  de  que  me  ausentase  (para  poder 
mejor  salir  con  su  dañado  intento)  el  mismo  día  que  se  ofreció  hablar  á  mi 
padre  los  compró,  y  quiso  que  yo  viniese  por  el  dinero.  Pude  yo  prevenir 
esta  traición?  Pude  por  ventura  caer  en  imaginarla?  No  por  cierto,  antes 
con  grandísimo  gusto  me  ofrecí  á  partir  luego,  contento  de  la  buena  com- 
pra hecha.  Aquella  noche  hablé  con  Luscinda,  y  le  dije  lo  que  don  Fer- 
nando quedaba  concertado,  y  que  tuviese  firme  esperanza,  de  que  tendrían 
efecto  nuestros  buenos,  y  justos  deseos.  Ella  me  dijo,  tan  segura  como  yo 
de  la  traición  de  don  Fernando,  que  procurase  volver  presto,  porque  creía 
que  no  tardaría  más  la  conclusión  de  nuestras  voluntades,  que  tardase  mi 
padre  de  hablar  al  tuyo.  No  sé  que  se  fué,  que  en  acabando  de  decirme 
esto,  se  le  llenaron  los  ojos  de  lágrimas,  y  un  nudo  se  le  atravesó  en  la 
garganta,  que  no  le  dejaba  hablar  palabra,  de  otras  muchas  que  me  pare- 
ció que  procuraba  decirme.  Quedé  admirado  deste  nuevo  accidenta!,  hasta 


roso,  como  dicen  aún  por  allí,  aunque  malcasados,  su  desconcertante  unión 
C8  muy  significativa. 

¿Quiénes  serían  los  personajes  de  aquella  época  encubiertos  bajo  los 
nombres  del  Duque  Ricardo  y  ^3U  hijo  Fernando? 

No  Be  debe  desconfiar,  |por  Alah  santo!,  de  que  llegará  un  dia  en  que 
ae  sabrá:  entre  el  cielo  y  la  tierra  no  puede  haber  nada  oculto. 


i96  — 

allí  jamás  en  ella  visto,  porque  siempre  nos  hablábamos,  las  veces  que  la 
buena  fortuna,  y  mi  diligencia  concedía,  con  todo  regocijo,  y  contento,  sin 
mezclar  en  nuestras  pláticas,  lágrimas,  suspiros,  celos,  sospechas,  ó  temo- 
res. Todo  era  engrandecer  yo  mi  ventura,  por  habérmela  dado  el  cielo  por 
señora.  Exageraba  su  belleza,  admirábame  de  su  valor,  y  entendimiento. 
Volvíame  ella  el  recambio,  alabando  en  mí  lo  que  como  enamorada  le  pa- 
reció digno  de  alabanza.  Con  esto  nos  contábamos  mil  niñerías,  y  acaeci- 
mientos de  nuestros  vecinos,  y  conocidos:  y  á  lo  que  más  se  extendía  mi 
desenvoltura,  era  á  tomarle  casi  por  fuerza,  una  de  sus  bellas,  y  blancas 
manos,  y  llegarla  á  mi  boca,  según  daba  lugar  la  estrecheza  de  una  baja 
reja  que  nos  dividía.  Pero  la  noche  que  precedió  al  triste  día  de  mi  parti- 
da, ella  lloró,  gimió,  y  suspiró,  y  se  fué,  y  me  dejó  lleno  de  confusión,  y 
sobresalto,  espantado  de  haber  visto  tan  nuevas,  y  tan  tristes  muestras  de 
dolor,  y  sentimiento  en  Luscinda.  Pero  por  no  destruir  mis  esperanzas, 
todo  lo  atribuí  á  la  fuerza  del  amor  que  me  tenía,  y  al  dolor  que  suele 
causar  la  ausencia  en  los  que  bien  se  quieren.  En  fin  yo  me  partí  triste,  y 
pensativo,  llena  el  alma  de  imaginaciones,  y  sospechas,  sin  saber  lo  que 
sospechaba,  ni  imaginaba.  Claros  indicios  que  mostraban  el  triste  suceso, 
y  desventura  que  me  estaba  guardada.  Llegué  al  lugar  donde  era  enviado. 
Di  las  cartas  al  hermano  de  don  Fernando.  Fui  bien  recibido,  pero  no  bien 
despachado,  porque  me  mandó  aguardar  (bien  á  mi  disgusto)  ocho  días,  y 
en  parte  donde  el  Duque  su  padre  no  me  viese:  porque  su  hermano  le  es- 
cribía, que  le  enviase  cierto  dinero,  sin  su  sabiduría.  Y  todo  fué  invención 
del  falso  don  Fernando,  pues  no  le  faltaban  á  su  hermano  dineros  para 
despacharme  luego.  Orden,  y  mandato  fué  éste,  que  me  puso  en  condición 
de  no  obedecerle,  por  parecerme  imposible  sustentar  tantos  días  la  vida  en 
la  ausencia  de  Luscinda,  y  más  habiéndola  dejado  con  la  tristeza  que  os 
he  contado.  Pero  con  todo  esto  obedecí,  como  buen  criado,  aunque  veía 
que  había  de  ser  á  costa  de  mi  salud.  Pero  á  los  cuatro  días  que  allí  lle- 
gué, llegó  un  hombre  en  mi  busca  con  una  carta  que  me  dio,  que  en  el 
sobrescrito  conocí  ser  de  Luscinda,  porque  la  letra  del  era  suya.  Abríla 
temeroso,  y  con  sobresalto,  creyendo  que  cosa  grande  debía  de  ser  la  que  la 
había  movido  á  escribirme,  estando  ausente,  pues  presente  pocas  veces  lo 
hacía.  Pregúntele  al  hombre,  antes  de  leerla,  quién  se  la  había  dado,  y  el 
tiempo  que  había  tardado  en  el  camino.  Díjome,  que  acaso  pasando  por 
una  calle  de  la  ciudad  á  la  hora  de  medio  día,  una  señora  muy  hermosa  le 
llamó  desde  una  ventana,  los  ojos  llenos  de  lágrimas,  y  que  con  mucha 
priesa  le  dijo:  Hermano,  si  sois  Cristiano,  como  lo  parecéis,  por  amor  de 


—  297  — 

Dios  os  ruego,  que  caminéis  luego,  luego  esta  carta  al  lugar,  y  á  la  per- 
sona que  dice  el  sobrescrito,  que  todo  es  bien  conocido,  y  en  ello  haréis 
un  gran  servicio  á  nuestro  Señor.  Y  para  que  no  os  falte  comodidad  de  po- 
derlo hacer,  tomad  lo  que  va  en  este  pañuelo:  y  diciendo  esto,  me  arrojó 
por  la  ventana  un  pañuelo  donde  venían  atados  cien  reales,  y  esta  sortija 
de  oro  que  aquí  traigo,  con  esa  carta  que  os  he  dado:  y  luego  sin  aguardar 
respuesta  raía,  se  quitó  de  la  ventana;  aunque  primero  vio  como  yo  tomé 
la  carta,  y  el  pañuelo,  y  por  señas  le  dije,  que  haría  lo  que  me  mandaba. 
T  así  viédome  tan  bien  pagado  del  trabajo  que  podía  tomar  en  traérosla, 
y  conociendo  por  el  sobrescrito,  que  erais  vos  á  quien  se  enviaba,  porque 
yo,  señor,  os  conozco  muy  bien:  y  obligado  asimismo  de  las  lágrimas  de 
acuella  hermosa  señora,  determiné  de  no  fiarme  de  otra  persona,  sino 
venir  yo  mismo  á  dárosla.  Y  en  diez,  y  seis  horas  que  ha  que  se  me  dio, 
he  hecho  el  camino  que  sabéis,  que  es  de  diez,  y  ocho  leguas.  En  tanto 
que  el  agradecido,  y  nuevo  correo  esto  me  decía,  estaba  yo  colgado  de  sus 
palabras,  temblándome  las  piernas,  de  manera,  que  apenas  podía  sostener- 
me. En  efecto  abrí  la  carta,  y  vi  que  contenía  estas  razones. 

«La  palabra  que  don  Fernando  os  dio,  de  hablar  á  vuestro  padre  para 
que  hablase  al  mío,  la  ha  cumplido  mucho  más  en  su  gusto  que  en  vuestro 
provecho.  Sabed  Señor,  que  él  me  ha  pedido  por  esposa,  y  mi  padre  lleva- 
do de  la  ventaja  que  él  piensa  que  don  Fernando  os  hace,  ha  venido  en  lo 
que  quiere,  con  tantas  veras,  que  de  aquí  á  dos  días  se  ha  de  hacer  el  des- 
posorio: tan  secreto,  y  tan  á  solas,  que  sólo  han  de  ser  testigos  los  cielos, 
y  alguna  gente  de  casa.  Cual  yo  quedo,  imaginadlo.  Si  os  cumple  venir, 
vedlo.  Y  si  os  quiere  bien,  ó  no,  el  suceso  deste  negocio  os  lo  dará  á  en- 
tender. A  Dios  plega,  que  esta  llegue  á  vuestras  manos,  antes  que  la  mía 
se  vea  en  condición  de  juntarse  con  la  de  quien  tan  mal  sabe  guardar  la  fó 
que  promete.» 

Estas  en  suma  fueron  las  razones  que  la  carta  contenía,  y  las  que  me 
hicieron  poner  luego  en  camino,  sin  esperar  otra  respuesta,  ni  otros  dine- 
ros: que  bien  claro  conocí  entonces,  que  no  la  compra  de  los  caballos,  sino 
la  de  8u  gusto,  había  movido  á  don  Fernando  á  enviarme  á  su  hermano.  El 
enojo  que  contra  don  Fernando  concebí,  junto  con  el  temor  de  perder  la 
prenda  que  con  tantos  años  de  servicios,  y  deseos  tenía  granjeada,  me  pu- 
sieron alas,  pues  casi  como  en  vuelo,  otro  día  me  puse  en  mi  lugar  al 
punto,  y  hora  que  convenía  para  ir  á  hablar  á  Luscinda.  Entré  secreto,  y 
dejé  una  raula  en  que  venía,  en  casa  del  buen  hombre  que  me  había  lleva- 
do la  carta.  Y  quiso  la  suerte,  que  entonces  la  tuviese  tan  buena,  que  hallé 


—  3^8  — 

¿  Luscinda  puesta  á  la  reja,  testigo  de  nuestros  amores.  Conocióme  Lus- 
cinda  luego,  y  conocila  yo,  mas  no  como  debía  ella  conocerme,  y  yo  cono- 
cerla. Pero  quién  hay  en  el  mundo  que  se  pueda  alabar,  que  ha  penetrado, 
y  sabido  el  contuso  pensamiento,  y  condición  mudable  de  una  mujer?  Nin- 
guno por  cierto.  Digo  pues,  que  así  como  Luscinda  me  vio,  me  dijo:  Cár- 
denlo de  boda  estoy  vestida,  ya  me  están  aguardando  en  la  sala,  don  Fer- 
nando el  traidor,  y  mi  padre  el  codicioso,  con  otros  testigos,  que  antea  lo 
serán  de  mi  muerte,  que  de  mi  desposorio.  No  te  turbes  amigo,  sino  pro- 
cura hallarte  presente  á  este  sacrificio,  el  cual  sino  pudiere  ser  estorbado 
de  mis  razones,  una  daga  llevo  escondida,  que  podrá  estorbar  mis  determi- 
nadas fuerzas,  dando  fin  á  mi  vida,  y  principio  á  que  conozf'as  la  voluntad 
que  te  he  tenido,  y  tengo.  Yo  le  respondí  turbado,  y  apriesa,  temeroso  no 
me  faltase  lugar  para  responderla:  Hagan,  señora,  tus  obras  verdaderas 
tus  palabras,  que  si  tú  llevas  daga  para  acreditarte,  aquí  llevo  yo  espada 
para  defenderte  con  ella,  ó  para  matarme,  si  la  suerte  nos  fuere  contraria.  No 
creo  que  pudo  oír  todas  estas  razones,  porque  sentí  que  la  llamabau  apriesa, 
porque  el  desposado  aguardaba.  Cerróse  con  esto  la  noche  de  mi  tristeza: 
púsoseme  el  sol  de  mi  alegría:  quedé  sin  luz  en  los  ojos,  y  sin  discurso  en 
el  entendimiento.  No  acertaba  á  entrar  en  su  casa,  ni  podía  moverme  á 
parte  alguna:  pero  considerando  cuanto  importaba  mi  presencia,  para  lo  que 
suceder  pudiese  en  aquel  caso,  me  animé,  lo  más  que  pude,  y  entré  en  su 
casa.  Y  como  ya  sabía  muy  bien  todas  sus  entradas  y  salidas,  y  más  con  el 
alboroto  que  de  secreto  en  ella  andaba,  nadie  me  eclió  de  ver.  Así  que  sin 
ser  visto,  tuve  lugar  de  ponerme  en  el  hueco  que  hacía  una  ventana  de  la 
misma  sala,  que  con  las  puntas,  y  remates  de  dos  tapices  se  cubría,  por 
entre  los  cuales  podía  yo  ver,  sin  ser  visto,  todo  cuanto  en  la  sala  se  hacía. 
Quién  pudiera  decir  ahora  los  sobresaltos  que  me  dio  el  corazón  mientras 
allí  estuve?  Los  pensamientos  que  se  me  ocurrieron?  Las  consideraciones 
que  hice?  que  fueron  tantas,  y  tales,  que  ni  se  pueden  decir,  ni  aun  es  bien 
que  se  digan:  basta  que  sepáis  que  el  desposado  entró  en  la  sala,  sin  otro 
adorno  que  los  mismos  vestidos  ordinarios  que  solía.  Traía  por  padrino  á 
un  primo  hermano  de  Luscinda,  y  en  toda  la  sala  no  había  persona  de  fue- 
ra, sino  los  criados  de  casa.  De  allí  á  poco  salió  de  una  recámara  Lus- 
cinda, acompañada  de  su  madre,  y  de  dos  doncellas  suyas:  tan  bien  adere- 
zada, y  compuesta,  como  su  calidad  y  hermosura  merecían:  y  como  quien 
era  la  perfección  de  la  gala,  y  bizarría  cortesana.  No  me  dio  lugar  mi  sus- 
pensión, y  arrobamiento,  para  que  mirase,  y  notase  en  particular  lo  que 
traía  vestido,  sólo  pude  advertir  los  colores,  que  eran  encarnado,  y  blanca): 


j  en  las  vislumbres  que  las  piedras,  y  joyas  del  tocado,  y  de  todo  el  vesti- 
do hacían,  á  todo  lo  cual  se  aventajaba  la  belleza  singular  de  sus  hermo- 
sos, y  rubios  cabellos,  tales,  que  en  competencia  de  las  preciosas  piedras,  y 
de  las  luces  de  cuatro  hachas  que  en  la  sala  estaban,  la  suya  con  más  res- 
plandor á  los  ojos  ofrecían.  O  memoria,  enemiga  mortal  de  mi  descanso,  de 
qué  sirve  representarme  ahora  la  incomparable  belleza  de  aquella  adorada 
enemiga  n)ía?  No  será  mejor,  cruel  memoria,  que  me  acuerdes,  y  repre- 
sentes lo  que  entonces  hizo,  para  que  movido  de  tan  manifiesto  agravio, 
procure,  ya  que  no  la  venganza,  á  lo  menos  perder  la  vida?  No  os  canséis 
señores,  de  oir  estas  disgresiones  que  hago,  que  no  es  mi  pena  de  aquellas 
que  puedan,  ni  deban  contarse  sucintamente,  y  de  paso,  pues  cada  circuns- 
tancia suya,  me  parece  á  mi  que  es  digna  de  un  largo  discurso.  A  esto  le 
respondió  el  Cura,  que  no  sólo  no  se  cansaban  en  oirle,  sino  que  les  daba 
mucho  gusto  las  menudencias  que  contaba  por  ser  tales,  que  merecían  no 
pasarse  en  silencio,  y  la  misma  atención  que  lo  principal  del  cuento.  Digo 
pues,  prosiguió  Cárdenlo,  que  estando  todos  en  la  sala  entró  el  Cura  de  la 
parroquia,  y  tomando  á  los  dos  por  la  mano,  para  hacer  lo  que  en  tal  acto 
se  requiere,  al  decir:  Queréis,  señora  Luscinda,  al  señor  don  Fernando  que 
está  presente,  por  vuestro  legítimo  esposo,  como  lo  manda  la  santa  madre 
Iglesia?  yo  saqué  toda  la  cabeza,  y  cuello,  de  entre  los  tapices,  y  con  aten- 
tísimos oídos,  y  alma  turbada,  me  puse  á  escuchar  lo  que  Luscinda  res- 
pondía: esperando  de  su  respuesta  la  sentencia  de  mi  muerte,  ó  la  confir- 
mación de  mi  vida.  O  quien  se  atreviera  á  salir  entonces,  diciendo  á  voces: 
A  Luscinda,  Luscinda,  mira  lo  que  haces,  considera  lo  que  me  debes,  mira 
que  eres  mía,  y  que  no  puedes  ser  de  otro.  Advierte,  que  el  decir  tú.  Sí,  y 
el  acabárseme  la  vida,  ha  de  ser  todo  á  un  punto,  A  traidor  don  Fernando, 
robador  de  mi  gloria,  muerte  de  mi  vida,  qué  quieres?  qué  pretendes?  con- 
sidera, que  no  puedes  Cristianamente  llegar  al  fin  de  tus  deseos,  porque 
Luscinda  es  mi  esposa,  y  yo  soy  su  marido.  A  loco  de  raí,  ahora  que  estoy 
ausente,  y  lejos  del  peligro,  digo  que  había  de  hacer  lo  que  no  hice.  Ahora 
que  dejé  robar  mi  cara  prenda,  maldigo  al  robador,  de  quien  pudiera  ven- 
garme, si  tuviera  corazón  para  ello,  como  lo  tengo  para  quejarme.  En  fin, 
pues  fui  entonces  cobarde,  y  necio,  no  es  mucho  que  muera  ahora  corrido, 
arrepentido,  y  loco.  Estaba  esperando  el  Cura  la  respuesta  de  Luscinda,  que 
se  detuvo  un  buen  espacio  en  darla,  y  cuando  yo  pensé  que  sacaba  la  daga 
para  acreditarse,  ó  desataba  la  lengua  para  decir  alguna  verdad,  ó  desengaño, 
que  en  mi  provecho  redundase,  oigo  que  dijo  con  voz  desmayada,  y  fiacat 
£i  quiero:  y  lo  mi.smo  dijo  don  Fernando,  y  dándole  el  anillo,  quedaron  en 


~  300  — 

indisoluble  nudo  ligados.  Llegó  el  desposado  á  abrazar  á  su  esposa,  y  ella 
poniéndose  la  mano  sobre  el  corazón,  cayó  desniayada  en  los  brazos  de  su 
madre.  Kesta  ahora  decir  cual  quedé  yo,  viendo  con  el  Sí,  que  había  oído, 
burladas  mis  esperanzas,  falsas  las  palabras,  y  promesas  de  Luscinda:  im- 
posibilitado de  cobrar  en  algún  tiempo,  el  bien  que  en  aquel  instante  había 
perdido.  Quedé  falto  de  consejo,  desamparado,  á  mi  parecer,  de  todo  el 
cielo,  hecho  enemigo  de  la  tierra  que  me  sustentaba,  negándome  el  aire 
aliento  para  mis  suspiros,  y  el  agua  humor  para  mis  ojos:  sólo  el  fuego  se 
acrecentaba  de  manera,  que  todo  ardía  de  rabia,  y  de  celos.  Alborotáronse 
todos  con  el  desmayo  de  Luscinda,  y  desabrochándole  su  madre  el  pecho 
para  que  le  diese  el  aire,  se  descubrió  en  él  un  papel  cerrado,  que  don  Fer- 
nando tomó  luego,  y  se  le  puso  á  leer  á  la  luz  de  una  de  las  hachas,  y  en 
•acabando  de  leerle  se  sentó  en  una  silla,  y  se  puso  la  mano  en  la  mejilla,  con 
muestras  de  hombre  muy  pensativo,  sin  acudir  á  los  remedios  que  á  su  es- 
posa se  hacían,  para  que  del  desmayo  volviese.  Yo  viendo  alborotada  toda 
la  gente  de  casa,  me  aventuré  á  salir,  ora  fuese  visto,  ó  no,  con  determi- 
nación que  si  me  viesen,  de  hacer  un  desatino,  tal,  que  todo  el  mundo  n- 
niera  á  entender  la  justa  indignación  de  mi  pecho,  en  el  castigo  del  falso 
don  Fernando,  y  aun  en  el  mudable  de  la  desmayada  traidora.  Pero  mi 
suerte,  que  para  mayores  males  (si  es  posible  que  los  haya)  me  debe  tener 
guardado,  ordenó,  que  en  aquel  punto  me  sobrase  el  entendimiento,  que 
después  acá  me  ha  faltado:  y  así  sin  querer  tomar  venganza  de  mis  mayo- 
res enemigos  (que  por  estar  tan  sin  pensamiento  mío  fuera  fácil  tomarla) 
quise  tomarla  de  mi  mano,  y  ejecutar  en  mí  la  pena  que  ellos  merecían:  y 
aun  quizá  con  más  rigor  del  que  con  ellos  se  usara,  si  entonces  les  diera 
muerte,  pues  la  que  se  recibe  repentina,  presto  acaba  la  pena,  mas  la  que 
se  dilata  con  tormentos,  siempre  mata  sin  acabar  la  vida.  En  fin,  yo  salí  de 
aquella  casa,  y  vine  á  la  de  aquel  donde  había  dejado  la  muía:  hice,  que  la 
ensillase,  sin  despedirme  del  subí  en  ella,  y  salí  de  la  ciudad,  sin  osar, 
como  otro  Lot,  volver  el  rostro  á  mirarla:  y  cuando  me  vi  en  el  í'ampo  solo, 
y  que  la  obscuridad  de  la  noche  me  encubría,  y  su  silencio  convidaba  á 
-quejarme,  sin  respeto,  ó  miedo  de  ser  escuchado,  ni  conocido,  solté  la  voz, 
y  desaté  la  lengua  en  tantas  maldiciones  de  Luscinda,  y  de  don  Fernando, 
como  si  con  ellas  satisficiera  el  agravio  que  me  habían  hecho.  Díle  títulos 
de  cruel,  de  ingrata,  de  falsa,  y  desagradecida:  pero  sobre  todos,  de  codi- 
ciosa, pues  la  riqueza  de  mi  enemigo  la  había  cerrado  los  ojos  de  la  volun- 
tad, para  quitármela  á  mí,  y  entregarla  á  aquel  con  quien  más  liberal,  y 
franca  la  fortuna  se  había  mostrado,  y  en  mitad  de  las  fugas  destas  maldi- 


-  301  — 

Clones,  y  vituperios  la  disculpaba,  diciendo  que  no  era  mucho  que  una  don- 
cella recogida  en  casa  de  sus  padres,  hecha,  y  acostumbrada  siempre  á 
obedecerlos,  hubiese  querido  condescender  con  su  gusto  pues  le  daban  por 
esposo  á  un  caballero  tan  principal,  tan  rico,  y  tan  gentilhombre,  que  á  no 
querer  recibirle  se  podía  pensar,  ó  que  no  tenia  juicio,  ó  que  en  otra  parte 
tenía  la  voluntad,  cosa  que  redundaba  tan  en  perjuicio  de  su  buena  opinión, 
y  fama.  Luego  volvía  diciendo,  que  puesto  que  ella  dijera,  que  yo  era  su 
esposo,  vieran  ellos  que  no  había  hecho  en  escogerme  tan  mala  elección,  que 
no  la  disculparan,  pues  antes  de  ofrecérseles  don  Fernando,  no  pudieran 
ellos  mismos  acertar  á  desear,  si  con  razón  midiese  su  deseo,  otro  mejor 
que  yo,  para  esposo  de  su  hija:  y  que  bien  pudiera  ella  antes  de  ponerse  en 
el  trance  forzoso,  y  último,  de  dar  la  mano,  decir,  que  ya  yo  le  había  dado 
la  mía,  que  yo  viniera,  y  concediera  con  todo  cuanto  ella  acertara  á  fingir 
en  este  caso.  (1)  En  fin  me  resolví,  en  que  poco  amor,  poco  juicio,  mucha 
ambición,  y  deseos  de  grandezas  hicieron  que  se  olvidase  de  las  palabras  cob 
que  me  había  engañado,  entretenido,  y  sustentado  en  mis  esperanzas,  y  ho- 
nestos deseos.  Con  estas  voces,  y  con  esta  inquietud  caminé  lo  que  quedaba 
de  la  noche,  y  di  al  amanecer  en  una  entrada  destas  sierras,  por  las  cuales 
caminé  otros  tres  días,  sin  senda,  ni  camino  alguno,  hasta  que  vine  á  parar  á 
unos  prados,  que  no  sé  á  qué  mano  destas  montañas  caen,  y  allí  pregunté 
á  unos  ganaderos,  que  hacia  dónde  era  lo  más  áspero  destas  sierras.  Dijé- 
ronme,  que  hacia  esta  parte.  Luego  me  encaminé  á  ella,  con  intención  de 
acabar  aquí  la  vida:  y  en  entrando  por  estas  asperezas,  del  cansancio  y  de 
la  hambre  se  cayó  mi  muía  muerta:  ó  lo  que  yo  más  creo,  por  desechar  de 
sí  tan  inútil  carga  como  en  mí  llevaba.  Yo  quedé  á  pie,  rendido  de  la  na- 
turaleza, traspasado  de  hambre,  sin  tener,  ni  pensar  buscar  quien  me  so- 
corriese. De  aquella  manera  estuve  no  sé  qué  tiempo,  tendido  en  el  suelo, 
al  cabo  del  cual  me  levanté  sin  hambre,  y  hallé  junto  á  mí  á  unos  cabre- 
ros, que  sin  duda  debieron  ser  los  que  mi  necesidad  remediaron:  porque 
ellos  me  dijeron  de  la  manera  que  me  habían  hallado,  y  como  estaba  di- 
ciendo tantos  disparates,  y  desatinos,  que  daba  indicios  claros  de  haber 
perdido  el  juicio:  y  yo  he  sentido  en  mí,  después  acá,  que  no  todas  vecéis 
le  tengo  cabal,  sino  tan  desmedrado,  y  flaco,  que  hago  mil  locuras,  rasgá»- 
dóme  los  vestidos,  dando  voces  por  estas  soledades,  maldiciendo  mi  ventu- 


(1)  La  circunstancia  de  figurar  con  letras  de  doble  tamaño  las  que  yo 
ct»cribo,  me  hace  sospechar,  que  ee  suplantó  todo  el  párrafo,  y  como  la  «•- 
eritura  eptá  anticuada,  no  ee  fácil  penetrar  en  su  sentido.  ¡Qué  lastima  no 
poder  descubrir  sus  rasgosl 


-     3^2    — 

rn,  y  repitiendo  en  vano  el  nombre  amado  de  mi  enemiga,  sin  tener  otro 
discurso,  ni  intento  entonces,  que  procarar  acabar  la  vida  voceando:  y  cuan- 
do en  mí  vuelro,  me  hallo  tan  cansado,  y  molido,  que  apenas  puedo  mo- 
verme. Mi  más  común  habitación  es  el  hueco  de  un  Alcornoque,  capaz  de 
cubrir  este  miserable  cuerpo.  Los  vaqueros,  y  cabreros  que  andan  por  estas 
montañas,  movidos  de  caridad  me  sustentan,  poniéndome  el  manjar  por  los 
caminos,  y  por  las  peñas  por  donde  entienden  que  acaso  podré  pasar,  y 
hallarlo:  y  así  aunque  entonces  me  falte  el  juicio,  la  necesidad  natural  me 
da  á  conocer  el  mantenimiento,  y  despierta  en  mí  el  deseo  de  apetecerlo, 
y  la  voluntad  de  tomarlo.  Otras  veces  me  dicen  ellos,  cuando  me  encuen- 
tran con  juicio,  que  yo  salgo  á  los  caminos,  y  que  se  lo  quito  por  fuerza, 
aunque  me  lo  den  de  grado  á  los  pastores  que  vienen  con  ello  del  lugar  á 
las  majadas.  Desta  manera  paso  mi  miserable,  y  extrema  vida  hasta  que 
el  cielo  sea  servido  de  conducirle  á  su  último  fin,  ó  de  ponerle  en  mi  me- 
moria, para  que  no  me  acuerde  de  la  hermosura,  y  de  la  traición  de  Lus- 
cinda,  y  del  agravio  de  don  Fernando,  que  si  esto  él  hace  sin  quitarme  la 
vida,  yo  volveré  á  mejor  discurso  mis  pensamientos:  donde  no,  no  hay  sino 
rogarle,  que  absolutamente  tenga  misericordia  de  mi  alma,  que  yo  no 
siento  en  mí  valor,  ni  fuerzas  para  sacar  el  cuerpo  desta  estrecheza  en  que 
por  mi  gusto  he  querido  ponerle.  Esta  es,  ó  señores,  la  amarga  historia  de 
rai  desgracia:  decidme  si  es  tal  que  pueda  celebrarse  con  menos  sentimien- 
tos, que  los  que  en  mí  habéis  visto.  Y  no  os  canséis  en  persuadirme,  ni 
aconsejarme,  lo  que  la  razón  os  dijere  que  puede  ser  bueno  para  mi  reme- 
dio, porque  han  de  aprovechar  conmigo,  lo  que  aprovecha  la  medicina 
recetada  de  famoso  Médico,  al  enfermo  que  recibir  no  la  quiere.  Yo  no 
quiero  salud  sin  Luscinda:  y  pues  ella  gusta  de  ser  agena,  siendo,  ó  de- 
biendo ser  raía,  guste  yo  de  ser  de  la  desventura,  pudiehdo  haber  sido  de 
la  buena  dicha.  Ella  quiso  con  su  mudanza  hacer  estable  mi  perdición:  yo 
querré  con  procurar  perderme,  hacer  contenta  su  voluntad,  y  será  ejemplo 
á  los  por  venir,  de  que  á  mí  solo  faltó  lo  que  á  todos  los  desdichados  so- 
bra, á  los  cuales  suele  ser  consuelo  la  imposibilidad  de  tenerle,  y  en  más 
causa  de  mayores  sentimientos,  y  males,  porque  aún  pienso  que  no  se  han 
de  acabar  con  la  muerte.  Aquí  díó  fin  Cardenio  á  su  larga  plática,  y  tan 
desdichada  como  amorosa  historia.  Y  al  tiempo  que  el  Cura  se  prevenía 
para  decirle  algunas  razones  de  consuelo,  le  suspendió  una  voz  que  llegó  á 
sus  oídos,  que  en  lastimados  acentos  oyeron  que  decía,  lo  que  se  dirá  en  la 
cuarta  parte  desta  narración,  que  en  este  punto  dio  fin  la  tercera  el  sabio, 
y  atentado  historiador  Cide  Hamete  Benengeli. 


CUARTA  PARTE 


DSL 


Ingenioso  hidalgo  don  fiuixote  de  la  MiQcha 


3^5  — 


CAPITULO  xxvin 

Que  trata  de  la  nueva  y  agradable  aventura  que 
al  Cura  y  barbero  sucedió  en  la  misma  sierra. 

Felicísimos  y  venturosos  fueron  los  tiempos  donde  se  echó  al  mundo  el 
audacísimo  caballero  don  Quixote  de  la  Mancha,  pues  por  haber  tenido  tan 
honrosa,  determinación,  como  fué  el  querer  resucitar,  y  volver  al  mundo,  la 
ya  perdida,  y  casi  muerta  orden  de  la  andante  caballería,  gozamos  ahora  en 
nuestra  edad  necesitada,  de  alegres  entretenimientos,  no  sólo  de  la  dulzura 
de  su  verdadera  historia,  sino  de  los  cuentos,  y  episodios  della,  que  en  parte 
no  son  menos  agradables,  y  artificiosos,  y  verdaderos,  que  la  misma  histo- 
ria, la  cual  prosiguiendo  su  rastrillado,  torcido,  y  aspado  hilo,  cuenta,  que 
asi  como  el  Cura  comenzó  á  prevenirse  para  consolar  á  Cardenio,  lo  impi- 
dió una  voz  que  llegó  á  sus  oídos,  que  con  tristes  acentos  decía  desta 
manera. 

Ay  Dios,  si  será  posible  que  he  ya  hallado  lugar  que  pueda  servir  de 
escondida  sepultura  á  la  carga  pesada  deste  cuerpo,  que  tan  contra  mi  vo- 
luntad sostengo?  Sí  será,  si  la  soledad  que  prometen  estas  sierras  no  m« 
mienten.  Ay  desdichada,  y  cuan  más  agradable  compañía  harán  estos  ris- 
cos, y  malezas  á  mi  intención,  pues  me  darán  lugar  para  que  con  quejas 
comunique  mi  desgracia  al  cielo,  que  no  la  de  ningún  hombre  humano, 
pues  no  hay  ninguno  en  la  tierra  de  quien  se  pueda  esperar  consejo  en  las 
dudas,  alivio  en  las  quejas,  ni  remedios  en  los  males.  Todas  estas  razones 
oyeron,  y  percibieron  el  Cura,  y  los  que  con  él  estaban:  y  por  parecerles, 
como  ello  era,  que  allí  junto  las  decían,  se  levantaron  á  buscar  el  dueño,  y 
no  hubieron  andado  veinte  pasos,  cuando  detrás  de  un  peñasco  vieron  sen- 
tado al  pie  de  un  fresno,  á  un  mozo,  vestido  como  labrador,  el  cual  por  te- 
ner inclinado  el  rostro,  á  causa  de  que  se  lavaba  los  pies  en  el  arroyo  que 
por  allí  corría,  no  se  le  pudieron  ver  por  entonces:  y  ellos  llegaron  con  tan- 
to silencio,  que  del  no  fueron  sentidos,  ni  él  estaba  á  otra  cosa  atento,  que 
á  lavarse  los  pies,  que  eran  tales,  que  no  parecían  sino  dos  pedazos  de  blan- 
co cristal,  que  entre  las  otras  piedras  del  arroyo  se  habían  nacido.  Suspen- 
dióles la  blancura,  y  belleza  de  los  pies,  pareciéndoles  que  no  estaban  he- 

20 


—  3o6  — 

chos  á  pisar  terrones,  ni  á  andar  tras  el  arado,  y  los  bueyes,  como  mostraba 
el  hábito  de  su  dueño:  y  así  viendo  que  no  habían  sido  sentidos,  el  Cura 
que  iba  delante,  hizo  señas  á  los  otros  dos,  que  se  agazapasen,  ó  escondie- 
sen detrás  de  unos  pedazos  de  peña  que  allí  había,  así  lo  hicieron  todos, 
mirando  con  atención  lo  que  el  mozo  hacía:  el  cual  traía  puesto  un  capoti- 
llo pardo  de  dos  haldas,  muy  ceñido  al  cuerpo  con  una  toalla  blanca.  Traía 
asimismo  unos  calzones,  y  polainas  de  paño  pardo,  y  en  la  cabeza  una  mon- 
tera parda.  Tenía  las  polainas  hasta  la  mitad  de  la  pierna,  que  sin  duda 
alguna  de  blanco  alabastro  parecía.  Acabóse  de  larar  los  hermosos  pies,  y 
luego  con  un  paño  de  tocar,  que  sacó  debajo  de  la  montera,  se  los  limpió: 
y  al  querer  quitársele  alzó  el  rostro,  y  tuvieron  lugar  los  que  mirándole  es- 
taban, de  ver  una  hermosura  incomparable,  tal,  que  Cárdenlo  dijo  al  Cura, 
con  voz  baja:  Esta,  ya  que  no  es  Luscinda,  no  es  persona  humana,  sino  di- 
vina. El  mozo  se  quitó  la  montera,  y  sacudiendo  la  cabeza  á  una,  y  otra 
parte,  se  comenzaron  á  descoger,  y  desparcir  unos  cabellos,  que  pudieren 
los  del  Sol  tenerles  envidia.  Con  esto  conocieron  que  el  que  parecía  labra- 
dor, era  mujer,  y  delicada,  y  aún  la  más  hermosa  que  hasta  entonces  los 
ojos  de  los  dos  habían  visto,  y  aun  los  de  Cárdenlo,  sino  hubieran  mirado, 
y  conocido  á  Luscinda,  que  después  afirmó,  que  sola  la  belleza  de  Luscin- 
da  podía  contender  con  aquella.  Los  luengos,  y  rubios  cabellos,  no  sólo  le 
cubrieron  las  espaldas,  mas  toda  en  torno  la  escondieron  debajo  de  ellos, 
que  sino  eran  los  pies,  ninguna  otra  cosa  d«  su  cuerpo  se  parecía,  tales, 
tantos  eran.  En  esto  le  sirvió  de  peine  unas  manos,  que  si  los  pies  en  el 
agua  habían  parecido  pedazos  de  cristal,  las  manos  en  los  cabellos  semeja- 
ban pedazos  de  apretada  nieve:  todo  lo  cual,  en  más  admiración,  y  en  más 
deseo  de  saber  quién  era,  ponía  á  los  tres  que  la  miraban.  Por  esto  deter- 
minaron  de  mostrarse,  y  al  movimiento  que  hicieron  de  ponerse  en  pie,  la 
hermosa  moza  alzó  la  cabeza,  y  apartándose  los  cabellos  de  delante  de  los 
ojos,  con  entrambas  manos,  miró  los  que  el  ruido  hacían:  y  apenas  los  hubo 
visto,  cuando  se  levantó  en  pie,  y  sin  aguardar  á  calzarse,  ni  á  recoger  los 
cabellos,  asió  con  mucha  presteza  un  bulto  como  de  ropa,  que  junto  á  sí 
tenía,  y  quiso  ponerse  en  huida,  llena  de  turbación,  y  sobresalto:  mas  no 
hubo  dado  seis  pasos,  cuando  no  pudiendo  sufrir  los  delicados  pies  la  aspe- 
reza de  las  piedras,  dio  consigo  en  el  suelo.  Lo  cual  visto  por  los  tres,  sa- 
lieron á  ella,  y  el  Cura  fué  el  primero  que  le  dijo:  Deteneos,  señora,  quien- 
quiera que  seáis,  que  los  que  aquí  veis  sólo  tienen  intención  de  serviros:  no 
hay  para  qué  os  pongáis  en  tan  impertinente  huida,  porque  ni  vuestros  pies 
lo  podrán  sufrir,  ni  nosotros  consentir.  A  todo  esto  ella  ,10  respondía  pala- 


-  3^7  - 

bra,  atónita,  y  confusa.  Llegaron  pues  á  ella,  y  asiéndola  por  la  mano  el 
Cura,  prosiguió,  diciendo:  Lo  que  vuestro  traje,  señora,  nos  niega,  vuestros 
cabellos  nos  descubren  señales  claras,  que  no  deben  de  ser  de  poco  momen- 
to las  causas  que  han  disfrazado  vuestra  belleza  en  hábito  tan  indigno,  y 
traídola  á  tanta  soledad  como  es  esta,  en  la  cual  ha  sido  ventura  el  halla- 
ros: sino  para  dar  remedio  á  vuestros  males,  á  lo  menos  para  darles  conse- 
jo, pues  ningún  mal  puede  fatigar  tanto,  ni  llegar  tan  al  extremo  de  serlo, 
mientras  no  acaba  la  vida,  que  rehuya  de  no  escuchar  siquiera,  el  consejo 
que  con  buena  intención  se  le  dá,  al  que  lo  padece.  Así  que  señora  mía,  ó 
señor  mío,  ó  lo  que  vos  quisiereis  ser,  perded  el  sobresalto  que  nuestra  vi- 
sita os  ha  causado,  y  contadnos  vuestra  buena,  ó  mala  suerte,  que  en  nos- 
otros juntos,  ó  en  cada  uno  hallaréis  quien  os  ayude  á  sentir  vuestras  des- 
gracias. En  tanto  que  el  Cura  decía  estas  razones,  estaba  la  disfrazada  moza 
como  embelesada,  mirándolos  á  todos,  sin  mover  labio,  ni  decir  palabra  al- 
guna: bien  así  como  rústico  aldeano,  que  de  improviso  se  le  muestran  co- 
sas raras,  y  del  jamás  vistas.  Mas  volviendo  el  Cura  á  decirle  otras  razones, 
al  mismo  efecto  encaminadas,  dando  ella  un  profundo  suspiro,  rompió  el 
silencio,  y  dijo:  Pues  que  la  soledad  destas  sierras  no  ha  sido  parte  para 
encubrirme,  ni  la  soltura  de  mis  descompuestos  cabellos,  no  me  ha  permi- 
tido que  sea  mentirosa  mi  lengua,  en  balde  sería  fingir  yo  de  nuevo  ahora, 
lo  que  si  se  me  creyese,  sería  más  por  cortesía  que  por  otra  razón  alguna. 
Presupuesto  esto,  digo  señores,  que  os  agradezco  el  ofrecimiento  que  me 
habéis  hecho,  el  cual  me  ha  puesto  en  obligación  de  satisfaceros  en  todo  lo 
que  me  habéis  pedido:  puesto  que  temo,  que  la  relación  que  os  hiciere  de 
mis  desdichas,  os  ha  de  causar  al  par  de  la  compasión  la  pesadumbre,  por- 
que BO  habéis  de  hallar  remedio  para  remediarlas,  ni  consuelo  para  entre- 
tenerlas. Pero  con  todo  esto,  porque  no  ande  vacilando  mi  honra  en  vues- 
tras intenciones,  habiéndome  ya  conocido  por  mujer,  y  viéndome  moza, 
sola,  y  en  este  traje,  cosas  todas  juntas,  y  cada  una  por  sí,  que  pueden 
echar  por  tierra  cualquier  honesto  crédito,  os  habré  de  decir  lo  que  quisie- 
ra callar,  si  pudiera.  Todo  esto  dijo  sin  parar,  la  que  tan  hermosa  mujer 
parecía,  tan  suelta  de  lengua,  con  voz  tan  suave,  que  no  menos  les  admiró 
su  discreción  que  su  hermosura.  Y  tornándole  á  hacer  nuevos  ofrecimien- 
tos, y  nuevos  ruegos,  para  que  lo  prometido  cumpliese,  ella  sin  hacerse  má.s 
de  rogar,  calzándose  con  toda  honestidad,  y  recogiendo  sus  cabellos,  se 
acomodó  en  el  asiento  de  una  piedra,  y  puestos  los  tres  alrededor  della,  ha- 
ciéndose fuerza  por  detener  algunas  lágrimas  que  á  los  ojos  se  le  venían, 
con  voz  reposada,  y  clara  comenzó  la  historia  de  su  vida  desta  manera. 


-  308  - 

En  esta  Andalucía  hay  un  lugar,  de  quien  toma  título  un  Duque,  que 
le  hace  uno  de  los  que  llaman  Grandes  de  España:  (1)  este  tiene  dos  hijos, 
el  mayor  heredero  de  su  estado,  y  al  parecer,  de  sus  buenas  costumbres,  y 
el  menor,  no  sé  yo  de  qué  sea  heredero,  sino  de  las  traiciones  de  Vellido,  y 
de  los  embustes  de  Galalóo.  Deste  señor  son  vasallos  mis  padres,  humildes 
en  linaje,  pero  tan  ricos,  que  si  los  bienes  de  su  naturaleza  igualaran  á  los 
de  su  fortuna,  ni  ellos  tuvieran  más  que  desear,  ni  yo  temiera  verme  en  la 
desdicha  en  que  me  veo:  porque  quizá  nace  mi  poca  ventura,  de  la  que  no 
tuvieron  ellos  en  no  haber  nacido  ilustres.  Bien  es  verdad,  que  uo  son  tan 
bajos,  que  puedan  afrentarse  de  su  estado,  ni  tan  altos,  que  á  mí  me  quiten 
la  imaginación  que  tengo,  de  que  de  su  humildad  viene  mi  desgracia.  Ellos 
en  fin  son  labradores,  gente  llana,  sin  mezcla  de  alguna  raza  mal  sonante, 

(1)  En  esta  nota  Clemencín,  aludiendo  al  capítulo  XXIV,  dice  que 
Cárdenlo  hace  alusión  á  Córdoba,  pero  ya  queda  demostrado  que  la  nmdre 
de  los  mejores  caballos  del  mundo  es  JJheda;  en  el  XXVII,  que  Cárdenlo  y 
Dorotea  eran  del  mismo  pueblo,  porque  halla  escrito:  cpues  casi  como  en 
vuelo  otro  día  me  puse  en  mi  lugar  al  punto  y  hora  que  convenía  para 
hablar  á  Luscinda>.  Y  Cárdenlo  hace  alusión  al  sitio  concertado  de  ante- 
mano para  que  Luscinda  sin  vacilación  pudiese  llamarlo  para  hablar  por 
la  ventana. 

Luego,  haciendo  referencia  á  una  nota  de  Pellicer,  agrega  que  laa 
señas  que  da  al  final  del  capítulo  XXI  coinciden  con  las  del  gran  Duque 
de  Osuna;  pero  como  el  que  habla  en  el  libro  y  en  ese  pasaje  es  Sancho, 
y  el  que  estuvo  en  Madrid  años  atrás  (1594  y  1595)  fué  el  narrador  Cer- 
vantes, infiero  que  trató  de  ridiculizar  la  pedantería  de  su  tiempo,  sin 
afectar  en  lo  más  mínimo  á  la  honorabilidad  de  aquel  Procer,  qice,  además,  no 
tiene  parentesco  con  la  fábula. 

Y  añade  por  su  cuenta,  el  señor  de  Toro  Gómez  f[ Agarrarse!):  El  ins- 
pirado poeta,  incansable  investigador  y  elegante  escritor  andaluz  Sr.  Rodríguez 
Marín  (como  soy  nuevo  en  estas  lides  y  desconozco  á  los  personajes  Lite- 
rarios que  se  piropean  de  este  modo,  me  asaltó  la  duda  de  si  será  este 
señor  el  Bibliotecario  mayor  del  Reino,  pues  las  señas  coinciden)  tiene 
anunciada  una  obra  en  que  trata  de  explicar  este  pasaje  del  QUIJOTE  (?)  y 
otros  con  documentos  históricos. 

Yo  creo,  con  perdón  sea  dicho,  que  una  vez  puestos  de  acuerdo  los 
comentaristas  (menos  yo,  que  no  soy  tal  y  conozco  el  terreno)  en  lo  de  la 
penitencia  entre  los  ríos  Guadalén  y  Guadalmena,  tanto  como  en  lo  refe- 
rente á  Lassindo  (Solisdan),  no  hay  más  que  hablar;  y  además,  como  el 
Caballero-Mentor  de  la  lengua  hispana  dejó  bien  sentado  que  '^duelos,  y  que- 
brantos los  sábados»  es  un  modismo  manchego  que  se  emplea  para  seña- 
lar el  plato  de  *  torreznos  y  huevosy,  creo  yo  que  el  más  descontentadizo  se 
dará  por  satisfecho.  O,  si  no,  ahí  está  Lhardy. 

Con  su  excelsa  pluma  va  á  salvar  una  distancia  histórica  de  más  de 

cincuenta  leguas ¡Era  mucho  Fr.  Francisco,  el  del  índice!  ¿Para  qué  se 

molestaría  Cervantes  en  escribir  su  libro? 


-  309  — 

y  como  suele  decirse,  Cristianos  viejos  ranciosos,  pero  tan  rancios,  que  su 
riqueza,  y  magnífico  trato,  les  va  poco  á  poco  adquiriendo  nombre  de  hidal- 
gos, y  aún  de  caballeros.  Puesto  que  de  la  mayor  riqueza,  y  nobleza  que 
ellos  se  preciaban,  era  de  tenerme  á  mi  por  hija:  y  así  por  no  tener  otra,  ni 
otro  que  los  heredase,  como  por  ser  padres,  y  aficionados,  yo  era  una  de  las 
más  regaladas  hijas  que  padres  jamás  regalaron.  Era  el  espejo  en  que  se 
miraban,  el  báculo  de  su  vejez,  y  el  sujeto  á  quien  encaminaban,  midién- 
dolos con  el  cielo  todos  sus  deseos:  de  los  cuales,  por  ser  ellos  tan  buenos, 
los  míos  no  salían  un  punto.  Y  del  mismo  modo  que  yo  era  señora  de  sus 
ánimos,  así  lo  era  de  su  hacienda.  Por  mi  fé  recibían,  y  despedían  los  cria- 
dos. La  razón,  y  cuenta  de  lo  que  se  sembraba,  y  cogía,  pasaba  por  mi 
mano.  Los  molinos  de  aceite,  los  lagares  del  vino,  el  número  del  ganado 
mayor,  y  menor,  el  de  las  colmenas:  finalmente,  de  todo  aquello  que  un 
rico  tan  labrador  como  mi  padre  puede  tener,  y  tiene,  tenía  yo  la  cuenta, 
y  era  la  mayordoma,  y  señora,  con  tanta  solicitud  mía,  y  con  tanto  gusto 
suyo,  que  buenamente  no  acertaré  á  encarecerlo.  Los  ratos  que  del  día  me 
quedaban,  después  de  haber  dado  lo  que  convenía  á  los  mayorales,  ó  capa- 
taces, y  á  otros  jornaleros,  los  entretenía  en  ejercicios  que  son  á  las  donce- 
llas tan  lícitos  como  necesarios,  como  son,  los  que  ofrece  la  aguja,  y  la 
almohadilla,  y  la  rueca  muchas  veces:  y  si  alguna  por  recrear  el  ánimo, 
estos  ejercicios  dejaba,  me  acogía  al  entretenimiento  de  leer  algún  libro 
devoto,  ó  á  tocar  una  arpa,  porque  la  experiencia  me  mostraba,  que  la 
música  compone  los  ánimos  descompuestos,  y  alivia  los  trabajos  que  nacen 
del  espíritu.  Esta  pues  era  la  vida  que  yo  tenía  en  casa  de  mis  padres:  la 
cual  si  tan  particularmente  he  contado,  no  ha  sido  por  ostentación,  ni  por 
dar  á  entender  que  soy  rica,  sino  porque  se  advierta,  cuan  sin  culpa  me  he 
venido  de  aquel  buen  estado  que  he  dicho,  al  infelice  en  que  ahora  me  ha- 
llo. Es  pues  el  caso,  que  pasando  mi  vida  en  tantas  ocupaciones,  y  en  un 
encerramiento  tal,  que  al  de  un  monasterio  pudiera  compararse,  sin  ser 
vista,  á  mi  parecer,  de  otra  persona  alguna,  que  de  los  criados  de  casa, 
porque  los  días  que  iba  á  Misa,  era  tan  de  mañana,  y  tan  acompañada  de 
mi  madre,  y  de  otras  criadas,  y  yo  tan  cubierta,  y  recatada,  que  apenas 
reían  mis  ojos  más  tierra  de  aquella,  donde  ponía  los  pies:  y  con  todo  esto, 
los  del  amor  ó  los  de  la  ociosidad,  por  mejor  decir,  á  quien  los  del  lince  no 
pueden  igualarse,  me  vieron,  puestos  en  la  solicitud  de  don  Fernando,  que 
est^  es  el  nombre  del  hijo  menor  del  Duque,  que  os  he  contado.  No  hubo 
bien  nombrado  á  don  Fernando  la  que  el  cuento  contaba,  cuando  á  Cardenio 
se  le  mudó  el  color  del  rostro,  y  comenzó  á  trasudar  con  tan  grande  alte- 


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ración,  que  el  Cura,  y  el  barbero,  que  miraron  en  ello,  temieron  que  le  ve- 
nia aquel  accidente  de  locura,  que  hablan  oido  decir  que  de  cuando  en 
cuando  le  venia.  Mas  Cárdenlo  no  hizo  otra  que  trasudar,  y  estarse  quedo, 
mirando  de  hito  en  hito,  á  la  labradora,  imaginando  quien  ella  era,  la  cual 
Bin  advertir  en  los  movimientos  de  Cárdenlo,  prosiguió  su  historia,  dicien- 
do: Y  DO  me  hubieron  bien  visto,  cuando  (según  él  dijo  después)  quedó  tan 
preso  de  mis  am»res,  cuando  le  dieron  bien  á  entender  sus  demostraciones. 
Mas  por  acabar  presto  con  el  cuento  (que  no  le  tiene)  de  mis  desdichas, 
quiero  pasar  en  silencio  las  diligencias  que  don  Fernando  hizo,  para  decla- 
rarme su  voluntad.  Sobornó  toda  la  gente  de  mi  casa,  dio,  y  ofreció  dádi- 
vas, y  mercedes  á  mis  parientes.  Los  dias  eran  todos  de  fiesta,  y  de  rego- 
cijo en  mi  calle.  Las  noches  no  dejaban  dormir  á  nadie  las  músicas.  Los 
billetes  que  sin  saber  cómo,  á  mis  manos  venían,  eran  infinitos,  llenos  de 
enamoradas  razones,  y  ofrecimientos,  con  meuos  letras  que  promesas,  y  ju- 
ramentos. Todo  lo  cual,  no  sólo  no  me  ablandaba,  pero  me  endurecía  de 
manera,  como  si  fuera  mi  mortal  enemigo,  y  que  todas  las  obras  que  para 
reducirme  á  su  voluntad  hacía,  las  hiciera  para  el  efecte  contrario:  no  por- 
que á  mí  me  pareciese  mal  la  gentileza  de  don  Fernando,  ni  que  tuviese  á 
demasía  sus  solicitudes,  porque  me  daba  un  no  sé  qué  de  contento,  verm« 
tan  querida  y  estimada  de  un  tan  principal  caballero:  y  no  me  pesaba  ver 
en  sus  papeles  mis  alabanzas:  que  en  esto,  por  feas  que  seamos  las  muje- 
res, me  parece  á  mí,  que  siempre  nos  da  gusto  el  oír  que  nos  llaman  her- 
mosas. Pero  á  todo  esto  se  opone  mi  honestidad,  y  los  consejos  continuos 
que  mis  padres  me  daban,  que  ya  muy  al  descubierto  sabían  la  voluntad  de 
don  Fernando,  porque  ya  á  él  no  se  le  daba  nada  de  que  todo  el  mundo  la 
supiese.  Decíanme  mis  padres,  que  en  sola  mi  virtud,  y  bondad  dejaban,  y 
depositaban  su  honra,  y  fama:  y  que  considerase  la  desigualdad  que  había 
entre  mí,  y  don  Fernando,  y  que  por  aquí  echaría  de  ver,  que  sus  pensa- 
mientos (aunque  él  dijese  otra  cosa)  más  se  encaminaban  á  su  gusto,  que  á 
mi  provecho.  Y  que  si  yo  quisiese  poner  en  alguna  manera  algún  inconve- 
niente, para  que  él  se  dejase  de  su  injusta  pretensión,  que  ellos  me  casarían 
luego  con  quien  yo  más  gustase,  así  de  los  más  principales  de  nuestro  lu- 
gar, como  de  todos  los  circunvecinos,  pues  todo  se  podía  esperar  de  su  mu- 
cha hacienda,  y  de  mi  buena  fama.  Con  estos  ciertos  prometimientos,  y  con 
la  verdad  que  ellos  me  decían,  fortificaba  yo  mi  entereza,  y  jamás  quise 
responder  á  don  Fernando  palabra  que  le  pudiese  mostrar,  aunque  de  muy 
lejos,  esperanza  de  alcanzar  su  deseo.  Todos  estos  recatos  míos,  que  él  de- 
bía de  tener  por  desdenes,  debieron  de  ser  causa  de  avivar  más  su  lascivo 


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apetito  (que  este  nombre  quiero  dar  á  la  voluntad  que  mostraba)  la  cual  si 
ella  fuera  como  debía,  no  la  supierais  vosotros  ahora,  porque  hubiera  fal- 
tado ocasión  de  decírosla.  Finalmente  don  Fernando,  supo  que  mis  padres 
andaban  por  darme  estado:  por  quitarle  á  él  la  esperanza,  de  poseerme,  ó 
á  lo  menos,  porque  yo  tuviese  más  guardas  para  guardarme.  Y  esta  nueva, 
ó  sospecha,  fué  causa  para  que  hiciese,  lo  que  ahora  oiréis.  Y  fué  que  una 
noche  estando  yo  en  mi  aposento,  con  sola  la  compañía  de  una  doncella  que 
me  servía,  teniendo  bien  cerradas  las  puertas,  por  temor  que  por  descuide, 
mi  honestidad  no  se  viese  en  peligro:  sin  saber,  ni  imaginar  cómo,  en  me- 
dio destos  recatos,  y  prevenciones,  y  en  la  soledad  desde  silencio,  y  encie- 
rro, me  le  hallé  delante.  Cuya  vista  me  turbó  de  manera,  que  me  quitó  la 
de  mis  ojos,  y  me  enmudeció  la  lengua.  Y  así  no  fui  poderosa  de  dar  voces, 
ni  aun  él  creo  que  me  las  dejara  dar,  porque  luego  se  llegó  á  mí,  tomándome 
entre  sus  brazos  (porque  yo  como  digo,  no  tuve  fuerzas  para  deferderme, 
según  estaba  turbada)  comenzó  á  decirme  tales  razones,  que  no  sé  cómo  es 
posible,  que  tenga  tanta  habilidad  la  mentira,  que  las  sepa  componer  de 
modo  que  parezcan  tan  verdaderas.  Hacía  el  traidor  que  sus  lágrimas  acre- 
ditasen sus  palabras,  y  los  suspiros  su  intención.  Yo  pobrecilla  sola,  entre 
los  míos  mal  ejercitada  en  casos  semejantes,  comencé  no  sé  en  qué  modo, 
á  tener  por  verdaderas  tantas  falsedades:  pero  no  de  suerte,  que  me  movie- 
sen á  compasión,  menos  que  buena,  sus  lágrimas,  y  suspiros.  Y  así  pasán- 
doseme aquel  sobresalto  primero,  torné  algún  tanto  á  cobrar  mis  perdidos 
espíritus,  y  con  más  ánimo  del  que  pensé  que  pudiera  tener,  le  dije:  Si 
como  estoy  señor  en  tus  brazos,  estuviera  entre  los  de  un  león  fiero,  y  el  li- 
brarme dellos  se  me  asegurara,  con  que  hiciera,  ó  dijera  cosa  que  fuera  en 
perjuicio  de  mi  honestidad,  así  fuera  posible  hacerla,  ó  decirla,  como  es  po- 
sible dejar  de  haber  sido  lo  que  fué.  Así  que  si  tú  tienes  ceñido  mi  cuerpo 
con  tus  brazos,  yo  tengo  atada  mi  alma  con  mis  buenos  deseos,  que  son  tan 
diferentes  de  los  tuyos,  como  lo  verás,  si  con  hacerme  fuerza,  quisieres  pa- 
sar adelante  en  ellos.  Tu  vasalla  soy,  pero  no  tu  esclava,  ni  tiene,  ni  debe 
tener  imperio,  la  nobleza  de  tu  sangre,  para  deshonrar,  y  tener  en  poco  la 
humildad  de  la  mía.  Y  en  tanto  me  estimo  yo  villana,  y  labradora,  como  tú 
señor  y  caballero.  Conmigo  no  han  de  ser  de  ningún  efecto  tus  fueizas,  ni 
han  de  tener  valor  tus  riquezas,  ni  tus  palabras  han  de  poder  engañarme, 
ni  tus  suspiros,  y  lágrimas  enternecerme.  Si  alguna  de  todas  estas  cosas 
que  he  dicho,  viera  yo  en  el  que  mis  padres  me  dieran  por  esposo,  á  su  vo- 
luntad se  ajustara  la  mía,  y  mi  voluntad  de  la  suya  no  saliera.  De  modo, 
que  como  quedara  con  honra,  aunque  quedara  sin  gusto,  de  grado  te  entre- 


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gara,  lo  que  tú  señor  ahora  con  tanta  íuerza  procuras.  Todo  esto  he  dicho, 
porque  no  es  pensar,  que  de  mí  alcauce  cosa  alguna,  el  que  no  fuere  mi  le- 
gítimo esposo.  Sino  reparas  más  que  en  eso,  bellísima  Dorotea  (que  este  es 
el  nombre  desta  desdichada  dijo  el  desleal  caballero)  ves  aquí  te  doy  la 
mano  de  serlo  tuyo,  y  sean  testigos  desta  verdad  los  cíelos,  á  quien  ningu- 
na cosa  se  esconde,  y  esta  imagen  de  nuestra  Señora  que  aquí  tienes.  Cuan- 
do Cardeoio  le  oyó  decir,  que  se  llamaba  Dorotea,  tornó  de  nuevo  á  sus 
sobresaltos,  y  acabó  de  confirmar  por  verdadera  su  primera  opinión,  pero 
no  quiso  interrumpir  el  cuento,  por  ver  en  qué  venín  á  parar,  lo  que  él  ya 
casi  sabía,  sólo  dijo:  Que  Dorotea  es  tu  nombre,  señora?  Otra  he  oído  yo 
decir  del  mismo,  que  quizá  corre  parejas  con  tus  desdichas.  Pasa  adelante, 
que  tiempo  vendrá,  en  que  te  diga  cosas  que  te  espante  en  el  mismo  grado 
que  te  lastimen.  Keparó  Dorotea  en  las  razones  de  Cárdenlo,  y  en  su  extra- 
fio,  y  desastrado  traje,  y  rogóle,  que  si  alguna  cosa  de  su  hacienda  sabía,  se 
la  dijese  luego.  Porque  si  algo  le  había  dejado  bueno  la  fortuna,  era  el  áni- 
mo que  tenía,  para  sufrir  cualquier  desastre,  que  le  sobreviniese,  segura  de 
que  á  su  parecer  ninguno  podía  llegar,  que  el  que  tenia  acrecentase  un  pun- 
to. No  le  perdiera  yo  señora,  respondió  Cárdenlo,  en  decirte  lo  que  pienso, 
si  fuera  verdad  lo  que  imagino,  y  hasta  ahora  no  se  pierde  coyuntura,  ni  á 
tí  te  importa  nada  el  saberlo.  Sea  lo  que  fuere,  respondió  Dorotea,  lo  que 
en  mi  cuento  pasa,  fué,  que  tomando  don  Fernando  una  imagen,  que  en 
aquel  aposento  estaba,  la  puso  por  testigo  de  nuestro  desposorio  con  pala- 
bras eficacísimas,  y  juramentos  extraordinarios,  rae  dio  la  palabra  de  ser  mi 
marido.  Puesto  que  antes  que  acabase  de  decirlas,  le  dije,  que  mirase  bien 
lo  que  hacía,  y  que  considerase  el  enojo  que  su  padre  había  de  recibir,  de 
verle  casado  con  una  villana,  vasalla  suya,  que  no  le  cegase  mi  hermosura, 
tal  cual  era.  Pues  no  era  bastante,  para  hallar  en  ella  disculpa  de  su  yerro: 
y  que  si  algún  bien  me  quería  hacer,  por  el  amor  que  me  tenía,  fuese  dejar 
correr  mi  suerte  á  lo  igual,  de  lo  que  mi  calidad  podía.  Porque  nunca  los 
tan  desiguales  casamientos  se  gozan  ni  duran  mucho,  en  aquel  gusto  con- 
que se  comienzan.  Todas  estas  razones  que  aquí  he  dicho,  le  dije,  y  otras 
muchas,  de  que  no  me  acuerdo,  pero  no  fueron  parte,  para  que  él  dejase  de 
seguir  su  intento,  bien  así  como  el  que  no  piensa  pagar,  que  al  concertar 
de  la  barata,  no  repara  en  inconvenientes.  Yo  á  esta  sazón  hice  un  breve 
discurso  conmigo,  y  me  dije  para  mí  misma:  Sí  que  no  seré  yo  la  primera, 
que  por  vía  del  matrimonio  haya  subido  de  humilde  á  grande  estado,  ni 
será  don  Fernando  el  primero,  á  quien  hermosura,  ó  ciega  afición  (que  es 
lo  más  cierto)  haya  hecho  tomar  compañía  desigual  á  su  grandeza?  Pues  si 


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no  hago  ni  mundo,  ni  uso  nuevo,  bien  es  acudir  á  esta  honra,  que  la  suerte 
me  ofrece.  Puesto  que  en  este  no  dure  más  la  voluntad  que  me  muestra, 
de  cuanto  dure  el  cumplimiento  de  su  deseo,  que  en  fin,  para  con  Dios,  seré 
su  esposa.  Y  si  quiero  con  desdenes  despedirle,  en  término  le  veo,  que  no 
usando  el  que  debe,  usará  el  de  la  fuerza,  y  vendré  á  quedar  deshonrada,  y 
sin  disculpa,  de  la  culpa  que  me  podía  dar,  el  que  no  supiere,  cuan  sin  ella 
he  venido  á  este  punto.  Porque,  qué  razones  serán  bastantes  para  persuadir 
á  mis  padres,  y  á  otros,  que  este  caballero  entró  en  mi  aposento,  sin  con- 
sentimiento mío?  Todas  estas  demandas,  y  respuestas  revolví  en  un  instante 
en  la  imaginación.  Y  sobre  todo,  me  comenzaron  á  hacer  fuerza  y  á  incli- 
narme á  lo  que  fué  (sin  yo  pensarlo)  mi  petición,  los  juramentos  de  don 
Fernando,  los  testigos  que  ponía,  las  lágrimas  que  derramaba,  y  finalmente 
su  disposición,  y  gentileza,  que  acompañada  con  tantas  muestras  de  verda- 
dero amor,  pudieran  rendir  á  otro  tan  libre,  y  recatado  corazón,  como  el 
mío.  Llamé  á  mi  criada,  para  que  en  la  tierra  acompañase  á  los  testigos 
del  cielo.  Tornó  don  Fernando  á  reiterar,  y  confirmar  sus  juramentos.  Aña- 
dió á  los  primeros  nuevos  santos  por  testigos,  echóse  mil  futuras  maldicio- 
nes, sino  cumpliese  lo  que  me  prometía.  Volvió  á  humedecer  sus  ojos,  y 
acrecentar  sus  suspiros,  apretóme  más  entre  sus  brazos,  de  los  cuales  ja- 
más me  había  dejado.  Y  con  esto,  y  con  volverse  á  salir  del  aposento  mi 
doncella,  yo  dejé  de  serlo,  y  él  acabó  de  ser  traidor,  y  fementido.  El  día  que 
sucedió  á  la  noche  de  mi  desgracia,  se  venía  aun  no  tan  apriesa,  como  yo 
pienso  que  don  Fernando  deseaba.  Porque  después  de  cumplido  aquello  que 
el  apetito  pide,  el  mayor  gusto  que  puede  venir,  es  apartarse  de  donde  le 
alcanzaron.  Digo  esto,  porque  don  Fernando  dio  priesa,  por  partirse  de  raí, 
y  por  industria  de  mi  doncella,  que  era  la  misma  que  allí  le  había  traído, 
antes  que  amaneciese  se  vio  en  la  calle.  Y  al  despedirse  de  mí  (aunque  no 
con  tanto  ahinco,  y  vehemencia,  como  cuando  vino)  me  dijo  que  estuviese 
segura  de  su  fé,  y  de  ser  firmes,  y  verdaderos  sus  juramentos:  y  para  más 
confirmación  de  su  palabra,  sacó  un  rico  anillo  del  dedo,  y  lo  puso  en  el  mío. 
En  efecto  él  se  fué,  y  yo  quedé,  no  sé  si  triste,  ó  alegre:  esto  sé  bien  de- 
cir, que  quedé  confusa,  y  pensativa,  y  casi  fuera  de  mí,  con  el  nuevo  acae- 
cimiento, y  no  tuve  ánimo,  ó  no  se  me  acordó  de  reñir  á  mi  doncella,  por 
la  traición  cometida,  de  encerrar  á  don  Fernando  en  mi  mismo  aposento: 
porque  aún  no  me  determinaba,  si  era  bien,  ó  mal,  el  que  me  había  sucedi- 
do. Díjele  al  partir  á  don  Fernando,  que  por  el  mismo  camino  de  aquella, 
podía  verme  otras  noches,  pues  ya  era  suya,  hasta  que  cuando  él  quisiese, 
aquel  hecho  se  publicase.  Pero  no  vino  otra  alguna,  sino  fué  la  siguiente, 


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ni  yo  pude  verle  en  la  calle,  ni  en  la  Iglesia  eu  más  de  un  mes,  que  en 
vano  me  cansé  en  solicitarle:  puesto  que  supe,  que  estaba  eu  la  villa,  y  que 
los  más  días  iba  á  caza,  ejercicio  de  que  él  era  muy  aficionado.  Estos  días, 
y  estas  horas,  bien  sé  yo  que  para  mí  fueron  aciaííos,  y  menguados.  Y  bien 
sé  que  comencé  á  dudar  en  ellos,  y  aun  á  descreer  de  la  fe  de  don  Feruaa- 
do.  Y  sé  también,  que  mi  doncella  oyó  entonces  las  palabras  que  en  re- 
prensión de  su  atrevimiento  antes  no  había  oído.  Y  sé  que  me  fué  forzoso 
tener  cuenta  con  mis  lágrimas,  y  con  la  compostura  de  mi  rostro  por  no 
dar  ocasión  á  que  mis  padres  me  preguntasen,  que  de  qué  andaba  descon- 
tenta, y  me  obligasen  á  buscar  mentiras  que  decirles.  Pero  todo  esto  se 
acabó  en  un  punto,  llegándose  uno  donde  se  atropellaron  respetas,  y  se 
acabaron  los  honrados  discursos,  y  donde  se  perdió  la  paciencia,  y  salieron 
á  plaza  mis  secretos  pensamientos.  Y  esto  fué,  porque  de  allí  á  pocos  días, 
se  dijo  en  el  lugar,  como  en  una  Ciudad  allí  cerca,  se  había  casado  don 
Fernando  con  una  doncella  hermosísima  en  todo  extremo,  y  de  muy  prin- 
cipales padres,  aunque  no  tan  rica,  que  por  la  dote,  pudiera  aspirar  á  tan 
noble  casamiento.  Díjose,  que  se  llamaba  Luscinda,  con  otras  cosas  que  en 
sus  desposorios  sucedieron,  dignas  de  admiración.  Oyó  Cárdenlo  el  nom- 
bre de  Luscinda,  y  no  hizo  otra  cosa,  que  encoger  los  hombros,  morderse 
los  labios,  enarcar  las  cejas,  y  dejar  de  allí  á  poco  caer  por  sus  ojos  doB 
fuentes  de  lágrimas.  Mas  no  por  esto  dejó  Dorotea  de  seguir  su  cui»nto, 
diciendo,  llegó  esta  triste  nueva  á  mis  oídos,  y  en  lugar  de  helárseme  el 
corazón  en  oírla,  fué  tanta  la  cólera,  y  nbia  que  se  encendió  en  él,  que 
faltó  poco  para  no  salirme  por  las  calles,  dando  voces,  publicando  la  ale- 
vosía, y  traición,  que  se  me  había  hecho.  Mas  templóse  esta  furia  por  en- 
tonces, con  pensar  de  poner  aquella  misma  noche  por  obra,  lo  que  puse. 
Que  fué,  ponerme  en  este  hábito,  que  rae  dio  uno  de  los  que  llaman  zaga- 
les en  casa  de  los  labradores,  que  era  criado  de  mi  padre,  al  cual  descubrí 
toda  mi  desventura,  y  le  rogué  me  acompañase  hasta  la  Ciudad,  donde 
entendí  que  mi  enemigo  estaba.  El  después  que  hubo  reprendido  mi  atre- 
vimiento, y  afeado  mi  determinación,  viéndome  resuelta  en  mi  parecer,  se 
ofreció  á  tenerme  compañía,  como  él  dijo,  hasta  el  cabo  del  mundo.  Luego 
al  momento  encerré  en  una  almohada  de  lienzo,  un  vestido  de  mujer,  y 
algunas  joyas,  y  dineros,  por  lo  que  podía  suceder.  Y  en  el  silencio  de 
aquella  noche,  sin  dar  cuenta  á  mi  traidora  doncella  salí  de  mi  casa  acom- 
pañada de  mi  criado,  y  de  muchas  imaginaciones,  y  me  puse  en  camino  de 
la  Ciudad  á  pie,  llevada  en  vuelo  del  deseo  de  llegar,  ya  que  no  á  estorbar, 
lo  que  tenia  por  hecho,  á  lo  menos  á  decir  á  don  Fernando,  me  dijese  con 


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qué  alma  lo  había  hecho.  Llegué  en  dos  días,  y  medio,  donde  quería,  y  en 
entrando  por  la  Ciudad,  pregunté  por  la  casa  de  los  padres  de  Luscinda,  y 
al  primero  á  quien  hice  la  pregunta,  rae  respondió  más  de  lo  que  yo  qui- 
siera oír.  Díjome  la  casa,  y  todo  lo  que  había  sucedido  en  el  desposorio  de 
su  hija,  cosa  tan  pública  en  la  Ciudad,  que  se  hacen  corrillos,  para  contar- 
la por  toda  ella.  Uíjome,  que  la  noche  que  don  Fernando  se  desposó  con 
Luscinda,  después  de  haber  ella  dado  el  sí,  de  ser  su  esposa,  le  había  to- 
mado un  recio  desmayo,  y  que  llegando  su  esposo  á  desabrocharle  el  pecho, 
para  que  le  diese  el  aire,  le  halló  un  papel  escrito  de  la  misma  letra  de 
Luscinda,  en  que  decía,  y  declaraba,  que  ella  no  podía  ser  esposa  de  don 
Fernando,  porque  lo  era  de  Cárdenlo,  que  á  lo  que  el  hombre  rae  dijo,  era 
un  caballero  muy  principal,  de  la  misma  Ciudad.  Y  que  si  había  dado  el 
sí,  á  don  Fernando,  fué  por  no  salir  de  la  obediencia  de  sus  padres:  en  re- 
solución, tales  razones  dijo  que  contenía  el  papel,  que  daba  á  entender, 
que  ella  había  tenido  intenoión  de  matarse,  en  acabándose  de  desposar,  y 
daba  allí  las  razones,  porque  se  había  quitado  la  vida.  Todo  lo  cual  dicen 
que  confirmó  una  daga  que  le  hallaron  no  sé  en  qué  parte  de  sus  vestidos. 
Todo  lo  cual,  visto  por  don  Fersando,  pareciéndole  que  Luscinda  le  había 
burlado,  y  escarnecido,  y  tenido  en  poco,  arremetió  a  ella,  antes  que  de  su 
desmayo  volviese,  y  con  la  misma  daga  que  le  hallaron,  la  quiso  dar  de 
puñaladas,  y  lo  hiciera,  si  sus  padres,  y  los  que  le  hallaron  presentes,  no 
se  lo  estorbaran.  Dijeron  más,  que  luego  se  ausentó  don  Fernando,  y  que 
Luscinda  no  había  vuelto  de  su  parasismo,  hasta  otro  día,  que  contó  á  sus 
padres,  como  ella  era  la  verdadera  esposa  de  aquel  Cárdenlo  que  he  dicho. 
Supe  más,  que  el  Cárdenlo,  según  decían,  se  halló  presente  á  los  desposo- 
rios, y  que  en  viéndola  desposada,  lo  cual  éi  jamás  pensó,  se  salió  de  la 
Ciudad  desesperado,  dejándole  primero  escrita  una  carta  donde  daba  á  en- 
tender el  agravio  que  Luscinda  le  había  hecho,  y  de  cómo  él  se  iba,  adon- 
de gentes  no  le  viesen.  Esto  todo  era  público,  y  notorio  en  toda  la  Ciudad, 
y  todos  hablaban  dello,  y  más  hablaron,  cuando  supieron  que  Luscinda 
había  faltado  de  casa  de  su  padre,  y  de  la  Ciudad,  pues  no  la  hallaron  en 
toda  ella,  de  que  perdían  el  juicio  sus  padres,  y  no  sabían  qué  medio  se  to- 
mar para  hallarla.  Esto  que  supe,  puso  en  bando  mis  esperanzas,  y  tuve 
por  mejor  no  haber  hallado  á  don  Fernando,  que  no  hallarle  casado,  pare- 
ciéndome  que  aún  no  estaba  del  todo  cerrada  la  puerta  á  mi  remedio,  dán- 
dome yo  á  entender,  que  podría  ser,  que  el  cielo  hubiese  puesto  aquel  im- 
pedimento en  el  segundo  matrimonio,  por  atraerle  á  conocer,  lo  que  al  pri- 
mero debía,  y  á  caer  en  la  cuenta,  de  que  era  Cristiano,  y  que  estaba  más 


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obligado  á  su  alma,  que  á  los  respetos  humanos.  Todas  estas  cosas  rerol- 
TÍa  en  mi  fantasía,  y  me  consolaba  sin  tener  consuelo  fingiendo  unas  espe- 
ranzas largas,  y  desmayadas,  para  entretener  la  vida,  que  ya  aborrezco. 
Estando  pues  en  la  Ciudad,  sin  saber  qué  hacerme,  pues  á  don  Fernando 
no  hallaba,  llegó  á  mis  oídos  un  público  pregón,  donde  se  prometía  gran- 
de hallazgo  á  quien  me  hallase,  dando  las  señas  de  la  edad,  y  del  mismo 
traje  que  traía.  Y  ol  decir  que  se  decía,  que  me  habla  sacado  de  casa  de 
mis  padres  el  mozo  que  conmigo  vino,  cosa  que  me  llegó  al  alma,  por  ver 
cuan  decaído  andaba  mi  crédito,  pues  no  bastaba  perderle  con  mi  venida, 
sino  añadir  el  con  quién,  siendo  sujeto  tan  bajo,  y  tan  indigno  de  mis  bue- 
nos pensamientos.  Al  punto  que  oí  el  pregón,  me  salí  de  la  Ciudad  con  mi 
criado,  que  ya  comenzaba  á  dar  muestras  de  titubear  en  la  fe  que  de  fide- 
lidad me  tenía  prometida,  y  aquella  noche  nos  entramos  por  lo  espeso  des- 
ta  montaña,  con  el  miedo  de  no  ser  hallados.  Pero  como  suele  decirse,  que 
un  mal  llama  á  otro,  y  que  el  fin  de  una  desgracia  suele  ser  principio  de 
otra  mayor:  así  me  sucedió  á  raí,  porque  mi  buen  criado,  hasta  entonces 
fiel  y  seguro,  así  como  me  vio  en  esta  soledad,  incitado  de  su  misma  be- 
llaquería, antes  que  de  mi  hermosura,  quiso  aprovecharse  de  la  ocasión, 
que  á  su  parecer  estos  yermos  le  ofrecían.  Y  con  poca  vergüenza,  y  menos 
temor  de  Dios,  ni  respeto  mío,  me  requirió  de  amores,  y  viendo  que  yo 
con  feas,  y  justas  palabras  respondía  á  las  desvergüenzas  de  sus  propósitos, 
dejó  aparte  los  ruegos,  de  quien  primero  pensó  aprovecharse,  y  comenzó  á 
usar  de  la  fuerza.  Pero  el  justo  cielo,  que  pocas,  ó  ningunas  veces,  deja  de 
mirar,  y  favorecer  á  las  justas  intenciones,  favoreció  las  mías,  de  manera, 
que  con  mis  pocas  fuerzas,  y  con  poco  trabajo,  di  con  él  por  un  derrum- 
badero, donde  le  dejé,  ni  sé  si  muerto,  ó  si  vivo.  Y  luego  con  más  ligereza, 
que  mi  sobresalto,  y  cansancio  pedían,  me  entré  por  estas  montañas,  sin 
llevar  otro  pensamiento,  ni  otro  designio,  que  esconderme  en  ellas,  y  huir 
de  mi  padre,  y  de  aquellos  que  de  su  parte  me  andaban  buscando  con  este 
deseo.  Ha  no  sé  cuántos  meses  que  entré  en  ellas,  donde  hallé  un  ganade- 
ro, que  me  llevó  por  su  criado,  á  un  lugar  que  está  en  las  entrañas  desta 
sierra,  al  cual  he  servido  de  zagal  todo  este  tiempo,  procurando  estar  siem- 
pre en  el  campo,  por  encubrir  estos  cabellos,  que  ahora  tan  sin  pensarlo 
me  han  descubierto.  Pero  toda  mi  industria,  y  toda  mi  solicitud,  fué,  y  ha 
sido,  de  ningún  provecho,  pues  mi  amo  vino  en  conocimiento,  de  que  yo 
no  era  varón  y  nació  en  él,  el  mismo  mal  pensamiento,  que  en  mi  criado, 
y  como  no  siempre  la  fortuna,  con  los  trabajos  da  los  remedios,  no  hallé 
derrumbadero,  ni  barranco,  de  donde  despeñar  y  despenar  al  amo,  como  le 


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hallé  para  el  criado.  Y  así  tuve  por  menor  inconveniente,  dejarle  y  escon- 
derme de  nuevo  entre  estas  asperezas,  que  probar  con  él  mis  fuerzas,  ó  mis 
disculpas.  Digo  pues,  que  me  torné  á  emboscar,  y  á  buscar,  donde  sin  im- 
pedimento alguno  pudiese  con  suspiros,  y  lágrimas,  rogar  al  cielo  se  duela 
de  mi  desventura,  y  me  dé  industria,  y  favor  para  salir  della,  ó  para  dejar 
la  vida  entre  estas  soledades,  sin  que  quede  memoria  desta  triste,  que  tan 
sin  culpa  suya  habrá  dado  materia,  para  que  de  ella  se  hable,  y  murmure 
en  la  suya,  y  en  las  ajenas  tierras. 


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CAPITULO  XXIX 

Que  trata  de  la  discordia  de  la  hermosa  Dorotea, 
con  otros  casos  de  mucho  gusto  y  pasatiempo. 

Esta  es  señores,  la  verdadera  historia  de  mi  tragedia,  mirad,  y  juzgad 
ahora,  si  los  suspiros  que  escuchasteis,  las  palabras  que  oísteis,  y  las  lágri- 
mas que  de  mis  ojos  salían,  tenían  ocasión  bastante,  para  mostrarse  en  ma- 
yor abundancia:  y  considerada  la  calidad  de  mi  desgracia,  veréis  que  será 
en  vano  el  consuelo,  pues  es  imposible  el  remedio  della.  Sólo  os  ruego,  lo 
que  con  facilidad  podréis,  y  debéis  hacer,  que  me  aconsejéis  dénde  podré 
pasar  la  vida,  sin  que  me  acabe  el  temor,  y  sobresalto  que  tengo,  de  ser 
hallada  de  los  que  me  buscan,  que  aunque  sé  que  el  mucho  amor  que  mis 
padres  me  tienen,  me  asegura,  que  seré  dellos  bien  recibida,  es  tanta  la 
vergüenza  que  me  ocupa,  sólo  el  pensar  que  no  como  ellos  pensaban,  tengo 
de  parecer  á  su  presencia,  que  tengo  por  mejor  desterrarme  para  siempre, 
de  ser  vista,  que  no  verles  el  rostro,  con  pensamiento  que  ellos  miran  el 
mío,  ajeno  de  la  honestidad,  que  de  mí  se  debían  de  tener  prometida.  Ca- 
lló en  diciento  esto,  y  el  rostro  se  le  cubrió  de  un  color,  que  mostró  bien 
claro  el  sentimiento,  y  vergüenza  del  alma.  En  las  suyas  sintieron  los  que 
escuchado  la  habían,  tanta  lástima,  como  admiración  de  su  desgracia:  y 
aunque  luego  quisiera  el  Cura  consolarla,  y  aconsejarla,  tomó  primero  la 
mano  Cárdenlo  diciendo.  En  fin  señora,  que  tú  eres  la  hermosa  Dorotea,  la 
hija  única  del  rico  Clenardo.  Admirada  quedó  Dorotea,  cuando  oyó  el  nom- 
bre de  su  padre,  y  de  ver  cuan  de  poco  era  el  que  le  nombraba,  porque  ya 
se  ha  dicho  de  la  mala  manera  que  Cárdenlo  estaba  vestido.  Y  así  le  dijo: 
Y  quién  sois  vos  hermano,  que  así  sabéis  el  nombre  de  mi  padre,  porque 
yo  hasta  ahora  (si  mal  no  me  acuerdo)  en  todo  el  discurso  del  cuento,  de 
mi  desdicha,  no  le  he  nombrado?  Soy,  respondió  Cárdenlo,  aquel  sin  ven- 
tura, que  según  vos  señora  habéis  dicho,  Luscinda  dijo  que  era  su  esposa. 
Soy  el  desdichado  Cárdenlo,  á  quien  el  mal  término  de  aquel  que  á  vos  os 
ha  puesto  en  el  que  estáis,  me  ha  traído  á  que  me  veáis,  cual  me  veis,  roto, 
desnudo,  falto  de  todo  humano  consuelo,  y  lo  que  es  peor  de  todo,  falto  de 
juicio,  pues  no  le  tengo,  sino  cuando  al  cielo  se  le  antoja  dármele,  por  al* 


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gÚD  breve  espacio.  Yo,  Teodora,  soy  el  que  me  hallé  presente  á  las  sinrazo- 
nes de  don  Fernando,  y  el  que  aguardó  oir  el  sí,  que  de  ser  su  esposa  pro- 
nunció Luscinda.  Yo  soy  el  que  no  tuvo  áninao,  para  ver  en  qué  paraba  su 
desmayo,  ni  lo  que  resultaba  del  papel,  que  le  fué  hallado  en  el  pecho.  Por- 
que no  tuvo  el  alma  sufrimiento,  para  ver  tantas  desventuras  juntas,  y  asi 
dejé  la  casa,  y  la  paciencia,  y  una  carta  que  dejé  á  un  huésped  mío,  á  quien 
rogué  que  en  manos  de  Luscinda  la  pusiese,  y  víneme  á  estas  soledades, 
con  intención  de  acabar  en  ellas  la  vida,  que  desde  aquel  tiempo  aborrecí, 
como  mortal  enemiga  mía.  Mas  no  ha  querido  la  suerte  quitármela,  con- 
tentándose con  quitarme  el  juicio,  quizá  para  guardarme  para  la  buena 
ventura,  que  he  tenido  en  hallaros:  pues  siendo  verdad,  como  creo  que  lo 
es,  lo  que  aquí  habéis  contado  aún  podría  ser,  que  á  entrambos  nos  tuviese 
el  ciclo  guardado  mejor  suceso  en  nuestros  desastres,  que  nosotros  pensa- 
mos. Porque  presupuesto  que  Luscinda  no  puede  casarse  con  don  Fernan- 
do por  ser  mía,  ni  don  Fernando  con  ella,  por  ser  vuestro,  y  haberlo  ella 
tan  manifiestamente  declarado,  bien  podemos  esperar,  que  el  cielo  nos  res- 
tituya lo  que  es  nuestro,  pues  está  todavía  en  ser,  y  no  se  ha  enagenado, 
ni  deshecho.  Y  pues  este  consuelo  tenemos,  nacido  no  de  muy  remota  es- 
peranza, ni  fundado  en  desvariadas  imaginaciones,  suplicóos  señora,  que 
toméis  otra  resolución  en  vuestros  honrados  pensamientos,  pues  yo  la  pienso 
tomaren  los  iníos,  acomodándoos  á  esperar  mejor  fortuna.  Que  yo  os  juro 
poí  la  fé  de  Caballero,  y  de  Cristiano,  de  no  desampararos,  hasta  veros  en 
poder  de  don  Fernando,  y  que  cuando  con  razones  no  le  pudiere  atraer,  á 
que  conozca  lo  que  os  debe,  de  usar  entonces  la  libertad  que  me  concede 
el  ser  Caballero,  y  poder  con  justo  título  desafiarle,  en  razón  de  la  sinrazón 
qup  os  hace,  sin  acordarme  de  mis  agravios,  cuya  venganza  dejaré  al  cielo, 
por  acudir  en  la  tierra  á  los  vuestros.  Con  lo  que  Cárdenlo  dijo  se  acabó  de 
admirar  Dorotea,  y  por  no  saber  qué  gracias  volver  á  tan  grandes  ofreci- 
mientos, quiso  tomarle  los  pies  para  besárselos,  mas  no  lo  consintió  Cár- 
denlo: y  el  licenciado  respondió  por  entrambos,  y  aprobó  el  buen  discurso 
de  Cárdenlo,  y  sobre  todo  les  rogó,  aconsejó,  y  persuadió,  que  se  fuesen  con 
él  á  su  aldea,  donde  se  podrían  reparar  las  cosas  que  les  faltaban,  y  que 
allí  se  daría  orden,  como  buscar  á  don  Fernando,  ó  como  llevar  á  Dorotea 
á  sus  padres,  ó  hacer  lo  que  más  les  pareciese  conveniente.  Caidenio,  y 
Dorotea,  se  lo  agradecieron,  y  aceptaron  la  merced  que  se  les  ofrecía.  El 
barbero  que  á  todo  había  estado  suspenso,  y  callado,  hizo  también  su  bue- 
na plática,  y  se  ofreció  con  no  menos  voluntad  que  el  Cura,  á  todo  aquello 
que  fuese  bueno  para  servirles.  Contó  asimismo  con  brevedad  la  causa  que 


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allí  loK  habia  traído,  con  la  eitrañeza  de  la  locura  de  don  Quixote,  y  cómo 
aguardaban  á  su  escudero,  que  había  ido  á  buscarle.  Vínosele  á  la  memo- 
ria á  Cardenio,  como  por  sueños,  la  pendencia  que  con  don  Quixotf  había 
tenido,  y  contóla  á  los  demás,  mas  no  supo  decir,  por  qué  causa  tué  sa 
cuestión.  En  esto  oyeron  voces,  y  conocieron  que  el  que  las  daba,  era  San- 
cho Panza,  que  por  no  haberlos  hallado  en  el  lugar  donde  los  dejó,  los  lla- 
maba é.  voces.  Saliéronle  al  encuentro,  y  preguntádole  por  don  Quiíotei 
les  dijo,  cómo  le  había  hallado  desnudo  en  camisa,  flaco,  amarillo,  y  muer- 
to de  hambre,  y  suspirando  por  su  señora  Dulcinea,  y  que  puesto  que  le 
habia  dicho,  que  ella  le  mandaba  que  saliese  de  aquel  lugar,  y  se  fuese  al 
del  Toboso,  donde  le  quedaba  esperando,  había  respondido,  que  estaba  de- 
terminado de  no  parecer  ante  su  hermosura,  hasta  que  hubiese  hecho  ha- 
zañas, que  le  hiciesen  digno  de  su  gracia.  Y  que  si  aquello  pasaba  adelante, 
corría  peligro  de  no  venir  á  ser  Emperador,  como  estaba  obligado,  ni  aun 
Arzobispo,  que  era  lo  menos  que  podía  ser.  Por  eso  que  mirasen  lo  que  se 
había  de  hacer,  para  sacarle  de  allí.  El  licenciado  le  respondió,  que  no  tu- 
viese pena,  que  ellos  le  sacarían  de  allí  mal  que  le  pesase.  Contó  luego  á 
Cardenio,  y  á  Dorotea,  lo  que  tenían  pensado,  para  remedio  de  don  Quixo- 
te, á  lo  menos  para  llevarle  á  su  casa.  A  lo  cual  dijo  Dorotea,  que  ella  ha- 
ría la  doncella  menesterosa  mejor  que  el  barbero,  y  más  que  tenia  allí  ves- 
tidos con  que  hacerlo  al  natural.  Y  que  la  dejasen  el  cargo,  de  saber  repre- 
sentar todo  aquello  que  fuese  menester,  para  llevar  adelante  su  intento, 
porque  ella  había  leído  muchos  libros  de  caballerías,  y  sabía  bien  el  estilo 
que  tenían  las  doncellas  cuitadas,  cuando  pedían  sus  dones  á  los  andantes 
caballeros.  Pues  no  es  menester  más,  dijo  el  Cura,  sino  que  luego  se  pon- 
ga por  obra.  Que  sin  duda  la  buena  suerte  se  muestra  en  favor  mío,  pues 
tan  sin  pensarlo,  á  vosotros  señores  se  os  ha  comenzado  á  abrir  puerta  para 
vuestro  remedio,  y  á  nosotros  se  nos  ha  facilitado  la  que  habíamos  menes- 
ter. Sacó  luego  Dorotea  de  su  almohada  una  saya  entera  de  cierta  telilla 
rica,  y  una  mantellina,  de  otra  vistosa  tela  verde,  y  de  una  cajita  un  collar, 
y  otras  joyas,  con  que  en  un  instante  se  adornó,  de  manera,  que  una  rica, 
y  gran  señora  parecía.  Todo  aquello,  y  más,  dijo  que  había  sacado  de  su 
easa,  para  lo  que  se  ofreciese,  y  que  hasta  entonces  no  se  le  había  ofrecido 
ocasión  de  haberlo  menester.  A  todos  contentó  en  extremo  su  mucha  gra- 
cia, donaire,  y  hermosura,  y  confirmaron  á  don  Fernando  por  de  poco  co- 
nocimiento, pues  tanta  belleza  desechaba.  Pero  el  que  más  se  admiró,  filé 
Sancho  Panza,  por  parecerle  (como  era  así  verdad)  que  en  todos  los  días  de 
su  vida  había  visto  tan  hermosa  criatura:  y  así  preguntó  al  Cura  con  gran- 


—  321   — 

•de  ahinco,  le  dijese,  quién  era  aquella  tan  hermosa  señora?  Y  qué  era  lo 
que  buscaba  por  aquellos  andurriales?  Esta  hermosa  señora,  respondió  el 
Cura,  Sancho  hermano,  es  como  quien  no  dice  nada,  es  la  heredera  por 
línea  directa  de  varón  del  gran  reino  de  Micomicón,  la  cual  viene  en  busca 
de  vuestro  amo,  á  pedirle  un  don,  el  cual  es,  que  deshaga  un  tuerto,  ó 
agravio  que  un  mal  gigante  le  tiene  hecho:  y  á  la  fama  que  de  buen  caba- 
llero vuestro  amo  tiene  por  todo  lo  descubierto  de  Gruinea,  ha  venido  á  bus- 
carle esta  Princesa.  Dichosa  buscada,  y  dichoso  hallazgo,  dijo  á  esta  sazón 
Sancho  Panza,  y  más  si  mi  amo  es  tan  venturoso,  que  deshaga  ese  agravio, 
y  enderece  ese  tuerto,  matando  á  ese  hideputa  dése  gigante  que  vuestra 
merced  dice:  que  sí  matará  si  él  le  encuentra,  si  ya  no  fuese  fantasma,  que 
contra  los  fantasmas  no  tiene  mi  señor  poder  alguno.  Pero  una  cosa  quiero 
suplicar  á  \iiestra  merced,  entre  otras  cosas,  señor  Licenciado,  y  es  que 
porque  á  mi  amo  no  le  tome  gana  de  ser  Arzobispo  (que  es  lo  que  yo  temo 
que  vuestra  merced  le  aconseje)  que  se  case  luego  con  esta  Princesa,  y  así 
quedará  imposibilitado  de  recibir  órdenes  Arzobispales,  y  vendrá  con  faci- 
lidad á  su  Imperio,  y  yo  al  fin  de  mis  deseos:  que  yo  he  mirado  bien  en 
ello,  y  hallo  por  mi  cuenta,  que  no  me  está  bien  que  mi  amo  sea  Arzobis- 
po, porque  yo  soy  inútil  para  la  Iglesia,  pues  soy  casado,  y  andarme  ahora 
á  traer  dispensaciones  para  poder  tener  renta  por  la  Iglesia,  teniendo,  como 
tengo  mujer,  y  hijos,  sería  nunca  acabar.  Así  que,  señor,  todo  el  toque 
está,  en  que  mi  amo  se  case  luego  con  esta  señora,  que  hasta  ahora  no  sé 
su  gracia,  y  así  no  la  llamo  por  su  nombre.  Llámase  respondió  el  Cura,  la 
Princesa  Micomicona,  porque  llamándose  su  reino  Micomicón,  claro  está 
que  ella  se  ha  de  llamar  así.  No  hay  duda  en  eso,  respondió  Sancho,  que 
yo  he  visto  á  muchos,  tomar  el  apellido,  y  alcurnia  del  lugar  donde  nacie- 
ron, llamándose  Pedro  de  Alcalá,  Juan  de  Úbeda,  y  Diego  de  Valladolid, 
y  esto  mismo  se  debe  de  usar  allá  en  Guinea,  tomar  las  Reinas  los  nom- 
bres de  los  reinos.  Así  debe  de  ser  dijo  el  Cura,  y  en  lo  de  casarse  vuestro 
amo,  yo  haré  en  ello  todos  mis  poderíos.  Con  lo  que  quedó  tan  contento 
Sancho,  cuanto  el  Cura  admirado  de  su  simplicidad,  y  de  ver,  cuan  enca- 
jados tenía  en  la  fantasía  los  mismos  disparates  que  su  amo,  pues  sin  al- 
guna duda  se  daba  á  entender  que  había  de  venir  á  ser  Emperador,  Ya  en 
esto  se  había  puesto  Dorotea  sobre  la  muía  del  Cura,  y  el  barbero  se  había 
acomodado  al  rostro  la  barba  de  la  cola  de  buey,  y  dijeron  á  Sancho,  que 
los  guiase  á  donde  don  Quixote  estaba,  al  cual  advirtieron  que  no  dijese 
que  conocía  al  Licenciado,  ni  al  barbero,  porque  en  no  conocerlos  consistía 
todo  el  toque  de  venir  á  ser  Emperador  su  amo.  Puesto  que  ni  el  Cura,  ni 

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—    322   — 

Cardenio  quisieron  ir  con  ellos,  porque  no  se  le  acordase  á  don  Quiíote  la 
pendencia  que  con  Cardenio  había  tenido:  y  el  Cura,  porque  no  era  menes- 
ter por  entonces  su  presencia,  y  así  los  dejaron  ir  delante,  y  ellos  los  fue- 
ron siguiendo  á  pie,  poco  á  poco.  No  dejó  de  avisar  el  Cura  lo  que  había 
de  hacer  Dorotea:  á  lo  que  ella  dijo,  que  descuidasen,  que  todo  se  haría  sin 
faltar  punto,  como  lo  pedían,  y  pintaban  los  libros  de  caballerías.  Tres 
cuartos  de  legua  habrían  andado,  cuando  descubrieron  á  don  Quísote  entre 
unas  intrincadas  peñas,  ya  vestido,  aunque  no  armado:  y  asi  como  Dorotea 
le  vio,  y  fué  informada  de  Sancho,  que  aquel  era  don  Quiíote,  dio  del  azote 
á  su  palafrén,  siguiéndole  el  bien  barbado  barbero:  y  en  llegando  junto  á 
él,  el  escudero  se  arrojó  de  la  muía,  y  fué  á  tomar  en  los  brazos  á  Dorotea, 
la  cual  apeándose  con  grande  desenvoltura,  se  fué  á  hincar  de  rodillas  ante 
las  de  don  Quixote:  y  aunque  él  pugnaba  por  levantarla,  ella  sin  levantar- 
se le  habló  en  esta  guisa:  De  aquí  no  me  levantaré,  ó  valeroso,  y  esforzado 
caballero,  hasta  que  la  vuestra  bondad,  y  cortesía  me  otorgue  un  don,  el 
cual  redundará  en  honra,  y  prez  de  vuestra  persona,  y  en  pro  de  la  más 
desconsolada,  y  agraviada  doncella  que  el  Sol  ha  visto.  Y  si  es  que  el  valor 
de  vuestro  fuerte  brazo  corresponde  á  la  voz  de  vuestra  inmortal  fama, 
obligado  estáis  á  favorecer  á  la  sin  ventura  que  de  tan  luefies  tierras  viene, 
al  olor  de  vuestro  famoso  nombre,  buscándoos  para  remedio  de  sus  desdi- 
chas. No  03  responderé  palabra,  hermosa  señora,  respondió  don  Quixote, 
ni  oiré  más  cosa  de  vuestra  hacienda,  hasta  que  os  levantéis  de  tierra.  No 
me  levantaré,  señor,  respondió  la  afligida  doncella,  si  primero,  por  la  vues- 
tra cortesía,  no  me  es  otorgado  el  don  que  pido.  Yo  os  le  otorgo,  y  conce- 
do, respondió  don  Quixote,  como  no  se  haya  de  cumplir  en  daño,  ó  men- 
gua de  mi  Eey,  de  mi  patria,  de  aquella  que  de  mi  corazón,  y  libertad 
tiene  la  llave.  No  será  en  daño,  ni  en  mengua  de  lo  que  decís,  mi  buen 
señor,  replicó  la  dolorosa  doncella.  Y  estando  en  esto,  se  llegó  Sancho 
Panza  al  oído  de  su  señor,  y  muy  pasito  le  dijo:  Bien  puede  vuestra  mer- 
ced, señor,  concederle  el  don  que  pide  que  no  es  cosa  de  nada,  solo  es 
matar  á  un  gigantazo,  y  ésta  que  lo  pide  es  la  alta  Princesa  Micomicona, 
Reina  del  gran  reino  Micomicón  de  Etiopía.  Sea  quien  fuere,  respondió 
don  Quixote,  que  yo  haré  lo  que  soy  obligado,  y  lo  que  me  dicta  mi  con- 
ciencia, conforme  á  lo  que  profesado  tengo:  y  volviéndose  á  la  doncella,  dijo: 
La  vuestra  gran  hermosura  se  levante,  que  yo  le  otorgo  el  don  que  pedir- 
me quisiere.  Pues  el  que  pido  es,  dijo  la  doncella,  que  la  vuestra  magnánima 
persona  se  venga  luego  conmigo  donde  yo  le  llevare,  y  me  prometa,  que  no 
se  ha  de  entremeter  en  otra  aventura,  ni  demanda  alguna,  hasta  darme  ven- 


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ganza  de  un  traidor,  que  contra  todo  derecho  divino,  y  humano,  me  tiene 
usurpado  mi  reino.  Digo  que  así  lo  otorgo,  respondió  don  Quixote,  y  asi  po- 
déis señora,  desde  hoy  más,  desechar  la  melancolia  que  os  fatiga,  y  hacer  que 
cobre  nuevos  bríos,  y  fuerzas  vuestra  desmayada  esperanza,  que  con  la  ayuda 
de  Dios,  y  la  de  mi  brazo,  vos  os  veréis  presto  restituida  en  vuestro  reino,  y 
sentada  en  la  silla  de  vuestro  antiguo,  y  grande  estado,  á  pesar,  y  á  despe- 
cho de  los  follones  que  contradecirlo  quisieren:  y  manos  á  labor,  que  en  la 
tardanza  dicen  que  suele  estar  el  peligro.  La  menesterosa  doncella,  pugnó 
con  mucha  porfía,  por  besarle  las  manos,  mas  don  Quixote,  que  en  todo  era 
comedido,  y  cortés  caballero,  jamás  lo  consintió,  antes  la  hizo  levantar,  y  la 
abrazó  con  mucha  cortesía,  y  comedimiento:  y  mandó  á  Sancho  que  requi- 
riese las  cinchas  á  Rocinante,  y  le  armase  luego  al  punto,  Sancho  descolgó 
las  armas,  que  como  trofeo,  de  un  árbol  estaban  pendientes,  y  requiriendo 
las  cinchas,  en  un  punto  armó  á  su  señor:  el  cual  viéndose  armado,  dijo: 
Vamos  de  aquí,  en  el  nombre  de  Dios  á  favorecer  esta  gran  señora.  Está- 
base el  barbero  aún  de  rodillas,  teniendo  gran  cuenta  de  disimular  la  risa, 
y  de  que  no  se  le  cayese  la  barba,  con  cuya  caída  quizá  quedaran  todos  sin 
conseguir  su  buena  intención:  y  viendo  que  ya  el  don  estaba  concedido,  y 
con  la  diligencia  que  don  Quixote  se  alistaba  para  ir  á  cumplirle,  se  levan- 
tó, y  tomó  de  la  otra  mano  á  su  señora,  y  entre  los  dos  la  subieron  en  la 
muía:  luego  subió  don  Quixote  sobre  Eocinante:  y  el  barbero  se  acomodó 
en  su  cabalgadura,  quedándose  Sancho  á  pie,  donde  de  nuevo  se  le  renovó 
la  pérdida  del  rucio,  con  la  falta  que  entonces  le  hacía:  mas  todo  lo  llevaba 
con  gusto,  por  parecerle  que  ya  su  señor  estaba  puesto  en  camino,  y  muy 
á  pique  de  ser  Emperador:  porque  sin  duda  alguna  pensaba  que  se  había 
de  casar  con  aquella  Princesa,  y  ser  por  lo  menos  Rey  de  Micomicón:  sólo 
le  daba  pesadumbre,  el  pensar  que  aquel  reino  era  en  tierra  de  negros,  y 
que  la  gente,  que  por  sus  vasallos  le  diesen,  habían  de  ser  todos  negros:  á 
lo  cual  hizo  luego  en  su  imaginación  un  buen  remedio,  y  dijese  é.'ú  mismo. 
Qué  se  me  dá  á  mí  que  mis  vasallos,  sean  negros,  habrá  más  que  cargar 
con  ellos,  y  traerlos  á  España,  donde  los  pondré  vender,  y  adonde  me  los 
pagarán  de  contado,  de  cuyo  dinero  podré  comprar  algún  título,  ó  algún 
oficio  con  que  vivir  descansado  todos  los  días  de  mi  vida?  No  sino  dormios, 
y  no  tengáis  ingenio,  ni  habilidad  para  disponer  de  las  cosas,  y  para  ven- 
der treinta,  ó  diez  mil  vasallos,  en  dácame  esas  pajas.  Por  Dios  que  los  he 
de  volar  chico  con  grande,  ó  como  pudiere:  y  que  por  negros  que  sean  los 
he  de  volver  blancos,  ó  amarillos:  llegaos  que  me  mamo  el  dedo.  Con  esto 
andaba  tan  solícito,  y  tan  contento,  que  se  le  olvidaba  ,1a  pesadumbre  de 


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caminar  á  pie.  Todo  esto  miraban  de  entre  unas  breñas,  Cardenio,  y  el  Cura 
y  no  sabían  qué  hacerse  para  juntarse  cou  ellos:  pero  el  Cura,  que  era  prao 
tracista,  imaginó  luego  lo  que  harían  para  conseguir  lo  que  deseaban,  y  íué, 
que  con  unas  tijeras  que  traía  en  un  estuche,  quitó  con  mucha  presteza  la 
barb:\  á  Cardenio,  y  vistióle  un  capotillo  pardo  que  él  traía,  y  dióle,  un  he- 
rreruelo negro,  y  él  se  quedó  en  calzas,  y  en  jubón:  y  quedó  tan  otro  de  lo 
que  antes  parecía  Cardenio,  que  él  mismo  no  se  conociera,  aunque  á  un  es- 
pejo se  mirara.  Hecho  esto,  puesto  ya  que  los  otros  habían  pasado  adelan- 
te, en  tanto  que  ellos  se  disfrazaron,  con  facilidad  salieron  al  camino  real 
antes  que  ellos,  porque  las  malezas,  y  malos  pasos  de  aquellos  lugares  no 
concedían  que  anduviesen  tanto  los  de  á  caballo,  como  los  de  á  pie.  En  efec- 
to, ellos  se  pusieron  en  el  llano  á  la  salida  de  la  sierra,  y  así  como  salió 
della  don  Quixote,  y  sus  camaradas,  el  Cura  se  le  puso  á  mirar  muy  des- 
pacio, dando  señales  de  que  le  iba  reconociendo:  y  al  cabo  de  haberle  una 
buena  pieza  estado  mirando,  se  fué  á  él  abiertos  los  brazos,  y  diciendo  á 
voces:  Para  bien  sea  hallado  el  espejo  de  la  caballería,  el  mi  buen  compa- 
triota don  Quixote  de  la  Mancha,  la  flor,  y  la  nata  de  la  gentileza,  el  amparo 
y  remedio  de  los  menesterosos,  la  quinta  esencia  de  los  caballeros  andan- 
tes: y  diciendo  esto,  tenía  abrazado  por  la  rodilla  de  la  pierna  izquierda  á 
don  Quixote:  el  cual  espantado  de  lo  que  veía,  y  oía  decir,  y  hacer  aquel 
hombre  se  le  puso  á  mirar  con  atención,  y  al  fin  le  conoció,  y  quedó  como 
espantado  de  verle,  y  hizo  grande  fuerza  por  apearse,  mas  el  Cura  no  lo 
consintió,  por  lo  cual  don  Quixote  decía:  Déjeme  vuestra  merced,  señor  Li- 
cenciado, que  no  es  razón  que  yo  esté  á  caballo,  y  una  tan  reverenda  persona 
como  vuestra  merced  esté  á  pie.  Esto  no  consentiré  yo  en  ningún  modo, 
dijo  el  Cura,  estése  la  vuestra  grandeza  á  caballo,  pues  estando  á  caballo 
acaba  las  mayores  hazañas,  y  aventuras  que  en  nuestra  edad  se  han  visto, 
que  á  mí  aunque  indigno  sacerdote,  bastaráme  subir  en  las  ancas  de  una 
destas  muías  destos  señores  que  con  vuestra  merced  caminan,  sino  lo  han 
por  enojo:  y  aun  haré  cuenta,  que  voy  caballero  sobre  el  caballo  Pegaso, 
ó  sobre  la  cebra,  ó  alfana  en  que  cabalgaba  aquel  famoso  Moro  Muzara- 
que,  que  aún  hasta  ahora  yace  encantado  en  la  gran  cuesta  Zulema,  que 
dista  poco  de  la  gran  Cómpluto.  Aún  no  caía  yo  en  tanto,  mi  señor  Licen- 
ciado, respondió  don  Quixote,  y  yo  sé  que  mi  señora  la  Princesa  será  ser- 
vida, por  mi  amor,  de  mandar  á  su  escudero,  dé  á  vuestra  merced  la  silla 
de  su  muía,  que  él  podrá  acomodarse  en  las  ancas,  si  es  que  ella  las  sufre. 
Si  sufre,  á  lo  que  yo  creo,  respondió  la  Princesa:  y  también  sé  que  no  será 
menester  mandárselo  al  señor  mi  escudero,  que  él  es  tan  cortés,  y  tan  Cor- 


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tesano,  que  no  consentirá  que  una  persona  Eclesiástica  vaya  á  pie,  pudiendo 
ir  á  caballo.  Asi  es,  respondió  el  barbero,  y  apeándose  en  un  punto,  convidó 
al  Cura  con  la  silla,  y  él  la  tomó  sin  hacerse  mucho  de  rogar,  Y  fué  el 
mal,  que  al  subir  á  las  ancas  el  barbero,  la  muía,  que  en  efecto  era  de  al- 
quiler, que  para  decir  que  era  mala,  esto  basta,  alzó  un  poco  los  cuartos 
traseros,  y  dio  dos  coces  en  el  aire,  que  á  darlas  en  el  pecho  de  Maesa 
Nicolás,  ó  en  la  cabeza,  él  diera  al  diablo  la  venida  por  don  Quixote.  Con 
todo  eso  le  sobresaltaron  de  manera,  que  cayó  en  el  suelo,  con  tan  poco 
cuidado  de  las  barbas,  que  se  le  cayeron:  y  como  se  vio  sin  ellas,  no  tuvo 
otro  remedio,  sino  acudir  á  cubrirse  el  rostro  con  ambas  manos,  y  á  quejar- 
se, que  le  hablan  derribado  las  muelas.  Don  Quixote,  como  vio  todo  aquél 
mazo  de  barbas,  sin  quijadas,  y  sin  sangre,  lejos  del  rostro  del  escudero 
caído,  dijo:  Vive  Dios  que  es  gran  milagro  éste,  las  barbas  le  ha  derribado 
y  arrancado  del  rostro,  como  si  las  quitaran  aposta.  El  Cura  que  vio  el  pe- 
ligro que  corría  su  invención,  de  ser  descubierta,  acudió  luego  á  las  bar- 
bas, y  fuese  con  ellas  adonde  yacía  Maese  Nicolás,  dando  aún  voces  toda- 
vía, y  de  un  golpe  llegándole  la  cabeza  á  su  pecho,  se  las  puso,  murmuran- 
do sobre  él  unas  palabras,  que  dijo  que  era  cierto  ensalmo  apropiado  para 
pegar  barbas,  como  lo  verían:  y  cuando  se  las  tuvo  puestas  se  apartó,  y 
quedó  el  escudero  tan  bien  barbado,  y  tan  sano  como  de  antes:  de  que  se 
admiró  don  Quixote  sobremanera,  y  rogó  al  Cura,  que  cuando  tuviese  lu- 
gar le  enseñase  aquel  ensalmo,  que  él  entendía  que  su  virtud  á  más  que 
pegar  barbas  se  debía  de  extender,  pues  estaba  claro,  que  de  donde  las  bar- 
bas se  quitasen,  había  de  quedar  la  carne  llagada,  y  maltrecha,  y  que  pues 
todo  lo  sanaba,  á  más  que  barbas  aprovechaba.  Así  es,  dijo  el  Cura,  y  pro- 
metió de  enseñársele  en  la  primera  ocasión.  Concertáronse,  que  por  enton- 
ces subiese  el  Cura,  y  á  trechos  se  fuesen  los  tres  mudando,  hasta  que  lle- 
gasen á  la  venta,  que  estaría  hasta  dos  leguas  de  allí.  Puestos  los  tres  á 
caballo,  es  á  saber,  don  Quixote,  la  Princesa,  y  el  Cura:  y  los  tres  á  pie^ 
Cárdenlo,  el  barbero,  y  Sancho  Panza,  don  Quixote  dijo  á  la  doncella: 
Vuestra  grandeza,  señora  mía,  guíe  por  donde  más  gusto  le  diere.  Y  antes 
que  ella  respondiese,  dijo  el  Licenciado:  Hacia  qué  reino  quiere  guiar  la 
vuestra  señoría,  es  por  ventura  hacia  el  de  Micoraicón,  que  sí  debe  de  ser, 
ó  yo  sé  poco  de  reinos?  Ella  que  estaba  bien  en  todo,  entendió  que  había 
de  responder  que  sí,  y  así  dijo:  Sí  señor,  hacia  ese  reino  es  mi  camino.  Si 
así  es,  dijo  el  Cura,  por  la  mitad  de  mi  pueblo  hemos  de  pasar,  y  de  allí 
tomará  vuestra  merced  la  derrota  de  Cartagena,  donde  se  podrá  embarcar 
con  la  buena  ventura:  y  si  hay  viento  próspero,  mar  tranquilo,  y  sin  bo- 


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rrasca,  en  en  poco  menos  de  nueve  años  se  podrá  estar  á  la  vista  de  la  gran 
laguna  Meona,  digo,  Meótides,  que  está  poco  más  de  cien  jornadas  más 
acá  del  reino  de  vuestra  grandeza.  Vuestra  merced  está  engañado,  señor 
mío,  dijo  ella,  porque  no  ha  dos  años  que  yo  partí  del,  y  en  verdad  que 
nunca  tuve  buen  tiempo,  y  con  todo  eso  he  llegado  á  ver  lo  que  tanto  de- 
seaba, que  es  al  señor  don  Quixote  de  la  Mancha,  cuyas  nuevas  llegaron  á 
mis  oídos,  asi  como  puse  los  pies  en  España,  y  ellas  me  movieron  á  bus- 
carle, para  encomendarme  en  su  cortesía,  y  tiar  mi  justicia  del  valor  de  su 
invencible  brazo.  No  más,  cesen  mis  alabanzas,  dijo  á  esta  sazón  don  Qui- 
xote, porque  soy  enemigo  de  todo  género  de  adulación,  y  aunque  esta  no 
lo  sea,  todavía  ofenden  mis  castas  orejas  semejantes  pláticas.  Lo  que  yo  sé 
decir,  señora  mía,  que  ahora  tenga  valor,  ó  no,  el  que  tuviere,  ó  no  tuviere, 
se  ha  de  emplear  en  vuestro  servicio,  hasta  perder  la  vida:  y  así  dejando 
esto  para  su  tiempo,  ruego  al  señor  Licenciado  me  diga,  qué  es  la  causa 
que  le  ha  traído  por  estas  partes,  tan  solo,  tan  sin  criados,  y  tan  á  la  lige. 
ra,  que  me  pone  espanto?  A  eso  yo  responderé  con  brevedad,  respondió  el 
Cura,  porque  sabrá  vuestra  merced,  señor  don  Quixote,  que  yo,  y  Maese 
Nicolás,  nuestro  amigo,  y  nuestro  barbero,  íbamos  á  Sevilla,  á  cobrar  cier- 
to dinero,  que  un  pariente  mío  que  ha  muchos  años  que  pasó  á  Indias,  me 
había  enviado  y  no  tan  pocos  que  no  pasan  de  sesenta  mil  pesos  ensayados, 
que  es  otro  que  tal,  y  pasando  ayer  por  estos  lugares,  nos  salieron  al  en- 
cuentro cuatro  salteadores,  y  nos  quitaron  hasta  las  barbas;  y  de  modo  nos 
las  quitaron,  que  le  convino  al  barbero  ponérselas  postizas:  y  aun  á  este 
mancebo  que  aquí  va,  señalando  á  Cardenio,  le  pusieron  como  de  nuevo. 
Y  es  lo  bueno,  que  es  pública  fama  por  todos  estos  contornos,  que  los  que 
nos  saltearon  son  de  unos  galeotes,  que  dicen  que  libertó,  casi  en  este  mis- 
mositio,  un  hombre  tan  valiente,  que  á  pesar  del  Comisario,  y  de  los  guar- 
das, los  soltó  á  todos:  y  sin  duda  alguna,  él  debía  de  estar  fuera  de  juicio,  ó 
debe  de  ser  tan  grande  bellaco  como  ellos,  ó  algún  hombre  sin  alma,  y  sil 
conciencia,  pues  quiso  soltar  al  lobo  entre  las  ovejas,  á  la  raposa  entre  las 
gallinas,  á  la  mosca  entre  la  miel:  quiso  defraudar  la  justicia,  ir  contra  sa 
Rey,  y  señor  natural,  pues  fué  contra  sus  justos  mandamientos.  Quiso, 
digo,  quitar  á  las  galeras  sus  pies,  poner  en  alboroto  á  la  santa  Herman- 
dad, que  había  muchos  años  que  reposaba.  Quiso  fiualmente  hacer  un  he- 
cho, por  donde  se  pierda  su  alma,  y  no  se  gane  su  cuerpo.  Habíales  con- 
tado Sancho  al  Cura,  y  al  barbero,  la  aventura  de  los  galeotes  que  acabó 
su  amo  con  tanta  gloria  suya,  y  por  esto  cargaba  la  mano  el  Cura  refirién- 
dola, por  ver  lo  que  hacía,  ó  decía  don  Quixote,  al  cual  se  le  mudaba  el 


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color  á  cada  palabra,  y  no  osaba  decir  que  él  había  sido  el  libertador  de 
aquella  buena  gente:  Esto  pues,  dijo  el  Cura,  fueron  los  que  nos  robaron, 
que  Dios  por  su  misericordia  se  lo  perdone  al  que  no  los  dejó  llevar  al  de- 
bido suplicio. 


-  328  - 


CAPITULO  XXX 

Que  trata  del  gracioso  artificio,  y  orden  que  se  tuvo 
en  sacar  á  nuestro  enamorado  caballero  de  la  as- 
perísima penitencia  en  que  se  había  puesto. 

No  hubo  bien  acabado  el  Cura,  cuando  Sancho  dijo:  Pues  mía  fé,  señor 
Licenciado,  el  que  hizo  esta  hazaña  fué  mi  amo,  y  no  porque  yo  no  le  dije 
antes,  y  le  avisé,  que  mirase  lo  que  hacia,  y  que  era  pecado  darles  libertad, 
porque  todos  iban  allí  por  grandísimos  bellacos.  Majadero,  dijo  á  esta  sazón 
don  Qnixote,  á  los  caballeros  andantes  no  les  toca,  ni  atañe  averiguar,  si 
los  afligidos,  encadenados,  y  opresos  que  encuentran  por  los  caminos,  van 
de  aquella  manera,  ó  están  en  aquella  angustia  por  sus  culpas,  ó  por  sus 
gracias,  sólo  le  toca  ayudarles  como  á  menesterosos,  poniendo  los  ojos  en 
sus  penas,  y  no  en  sus  bellaquerías.  Yo  topé  un  rosario,  y  sarta  de  gente, 
mohína,  y  desdichada,  y  hice  con  ellos  lo  que  mi  religión  me  pide,  y  lo 
demás  allá  se  avenga:  y  á  quien  mal  le  ha  parecido,  salvóla  santa  dignidad 
del  señor  Licenciado,  y  su  honrada  persona,  digo  que  sabe  poco  de  acha- 
que de  caballería,  y  que  miente  como  un  hideputa,  y  mal  nacido:  y  esto  le 
haré  conocer  con  mi  espada,  donde  más  largamente  se  contiene;  y  esto  dijo 
afirmándose  en  los  estribos,  y  calándose  el  morrión,  porque  la  bacía  de 
barbero,  que  á  su  cuenta  era  el  yelmo  de  Mambrino,  llevaba  colgado  del 
arzón  delantero,  hasta  adobarla  del  mal  tratamiento  que  la  hicieron  los 
galeotes.  Dorotea  (que  era  discreta,  y  de  gran  donaire)  como  quien  ya  sabía 
el  menguado  humor  de  don  Quixote,  y  que  todos  hacían  burla  del,  sino 
Sancho  Panza,  no  quiso  ser  para  menos,  y  viéndole  tan  enojado,  le  dijo: 
Señor  caballero,  miémbresele  á  la  vuestra  merced  el  don  que  me  tiene  pro- 
metido, y  que  conforme  á  él,  no  puede  entrometerse  en  otra  aventura,  por 
urgente  que  sea:  sosiegue  vuestra  merced  el  pecho,  que  si  el  señor  Licen- 
ciado supiera  que  por  este  invicto  brazo  habían  sido  librados  los  galeotes, 
él  se  diera  tres  huntos  en  la  boca,  y  aun  se  mordiera  tres  veces  la  lengua 
antes  que  haber  dicho  palabra  que  en  despecho  de  vuestra  merced  redun- 
dara. Eso  juro  yo  bien,  dijo  el  Cura,  y  aun  me  hubiera  quitado  un  bigote. 
Yo  callaré,  señora  mía,  dijo  don  Quixote,  y  reprimiré  la  justa  cólera,  que 


—  329  — 

ya  en  mi  pecho  se  había  levantado,  y  iré  quieto,  y  pacífico,  hasta  tanto  que 
os  cumpla  el  don  prometido:  pero  en  pago  deste  buen  deseo,  os  suplico  me 
digáis,  sino  se  os  hace  de  mal,  cuál  es  la  vuestra  cuita?  y  cuántas,  quié- 
nes, y  cuáles  son  las  personas  de  quien  os  tengo  de  dar  debida,  satisfecha, 
y  entera  venganza?  Eso  haré  yo  de  gana,  respondió  Dorotea,  si  es  que  no 
os  enfadan  oír  lástimas,  y  desgracias.  No  enfadará,  señora  mía,  respondía 
don  Quixote:  á  lo  que  respondió  Dorotea:  Pues  así  es,  esténme  vuestras 
mercedes  atentos.  No  hubo  ella  dicho  esto,  cuando  Cardenio,  y  el  barbero 
se  le  pusieron  al  lado,  deseosos  de  ver  cómo  fingía  su  historia:  y  lo  mismo 
hizo  Sancho,  que  tan  engañado  iba  con  ella  como  su  amo.  Y  ella,  después 
de  haberse  puesto  bien  en  la  silla,  y  prevenídose  con  toser,  y  hacer  otros 
ademanes  con  mucho  donaire,  comenzó  á  decir  desta  manera. 

Primeramente  quiero  que  vuestras  mercedes  sepan,  señores  míos,  que  á 
mí  me  llaman:  y  detúvose  aquí  nn  poco,  porque  se  le  olvidó  el  nombre  que 
el  Cura  le  había  puesto:  pero  él  acudió  al  remedio,  porque  entendió  en  lo 
que  reparaba,  y  dijo:  No  es  maravilla,  señora  mía,  que  la  vuestra  grandeza 
se  turbe,  y  empache,  contando  sus  desventuras,  que  ellas  suelen  ser  tales, 
que  muchas  veces  quitan  la  memoria  á  los  que  maltratan,  de  tal  manera, 
que  aun  de  sus  mismos  nombres  no  se  les  acuerda,  como  han  hecho  con 
vuestra  gran  señoría,  que  se  ha  olvidado  que  se  llama  la  Princesa  Micomi- 
cona,  legítima  heredera  del  gran  reino  Micomicón:  y  con  este  apuntamien- 
to puede  la  vuestra  grandeza  reducir  ahora  fácilmente  á  su  lastimada  me- 
moria, todo  aquello  que  contar  quisiere.  Así  es  la  verdad,  respondió  la 
doncella,  y  desde  aquí  adelante,  creo  que  no  será  menester  apuntarme 
nada,  que  yo  saldré  á  buen  puerto  con  mi  verdadera  historia:  la  cual  es, 
que  el  iiey  mi  padre,  que  se  llamaba  Tinacrio  el  Sabidor,  (1)  fué  muy 
docto  en  esto  que  llaman  el  arte  Mágica,  y  alcanzó  por  su  ciencia,  que  mi 
madre  que  se  llamaba  la  Reina  Xaramilla,  había  de  morir  primero  que  él, 


(1)  ¿No  percibes,  lector,  cómo  trasciende  á  magia  todo  esto?  Los  crí- 
ticos no  han  visto  el  secreto  que  encerraba  este  nombre  fantástico,  que 
fué,  pero  ya  no  es;  ahora  es  otro. 

El  año  8060  del  Mundo,  Sículo  fué  desde  España  con  una  armada  á 
la  tlsla  de  Tinacria»  y  la  pobló,  f}uedándole  por  él  en  adelante  el  nom- 
bre de  «Sicilia»;  de  modo,  que  tratándose  de  un  reino  imaginario  con  el 
sobrenombre  de  «Sahidor»  (que  tiene  su  equivalencia  en  «Nigromante»), 
más  breve  será buscar  una  varita  milagrosa  que  nos  deshaga  el  en- 
canto. 

Desde  el  sitio  en  que  se  desarrolló  la  escena  del  encuentro — que  pue- 
de suponerse  próximo  á  Punta  Rebollera — tirando  una  línea  por  el  puer 
lo  del  Muradal,  se  llega  á  Sabiote,  de  la  provincia  de  Jaén;  después  se  pro- 


—  330  — 

y  que  de  allí  á  poco  ti«rapo  él  también  había  de  pasar  desta  vida,  y  yo 
había  de  quedar  huérfana  de  padre,  y  madre.  Pero  decía  él,  que  no  le  fati- 
gaba tanto  esto,  cuanto  le  ponía  en  confusión  saber  por  cosa  muy  cierta, 
que  un  descomunal  Gigante,  sefior  de  una  grande  ínsula,  que  casi  alinda 
con  nuestro  reino,  llamado  Pandafilaudo  de  la  fosca  vista:  porque  es  cosa 
averiguada,  que  aunque  tiene  los  ojos  en  su  lugar,  y  derechos,  siempre 
mira  al  revés,  como  si  fuese  bizco:  y  esto  lo  hace  él  de  maligno,  y  por  po- 
ner miedo,  y  espanto  á  los  que  mira.  Digo  que  supo,  que  este  Gigante  en 
sabiendo  mi  horfandad,  había  de  pasar  con  gran  poderío  sobre  mi  reino,  y 
me  lo  había  de  quitar  todo,  sin  dejarme  una  pequeña  aldea  donde  me  re- 
cogiese. Pero  que  podía  excusar  toda  esta  ruina,  y  desgracia,  si  yo  me 
quisiese  casar  con  él:  mas  á  lo  que  él  entendía,  jamás  pensaba  que  me  ven- 
dría á  mí  en  voluntad  de  hacer  tan  desigual  casamiento:  y  dijo  en  esto  la 
pura  verdad,  porque  jamás  me  ha  pasado  por  el  pensamiento,  casarme  con 
aquel  Gigante,  (1)  pero  ni  con  otro  alguno,  por  grande,  y  desaforado  que 
fuese.  Dijo  también  mi  padre,  que  después  que  él  fuese  muerto,  y  viese 
yo,  que  Pandafilando  comenzaba  á  pasar  sobre  mi  reino,  que  no  aguardase 
á  ponerme  en  defensa,  porque  sería  destruirme,  sino  que  libremente  le  de- 
jase desembarazado  el  reino,  si  quería  excusar  la  muerte,  y  total  destruc- 
ción de  mis  buenos,  y  leales  vasallos,  porque  no  había  de  ser  posible  de- 
fenderme de  la  endiablada  fuerza  del  Gigante:  sino  que  luego,  con  algunos 
de  los  míos,  me  pusiese  en  camino  de  las  Españas,  donde  hallaría  el  reme 
dio  de  mis  males,  hallando  á  un  caballero  andante,  cuya  fama  en  este  tiem- 


longa  con  leve  inclinación  al  S.,  y  ¿á  qué  punto,  lector,  dirás  que  condu- 
ce?   Al  pueblo  de  Dorotea. 

Con  auxilio  de  la  vara  de  virtudes  se  traduce  el  nombre  de  su  padre  en 

Tinacrio   el   Sabidor        ,  i    ,      .       ,  .     .    ,    ,  • 

'r-p^ j  7  o^¿ — '■ — ~  y,  o  yo  estoy  trascordado,  o  en  la  provincia  de  Jaén, 

no  lejos  de  TJbeda,  existe  un  pueblo  conocido  por  el  muy  significativo  de 
Cabra  del  Santo  Cristo.  ¡Qué  sabios  aquéllos! 

(1)  Al  restituir  Clemencín  <ípero  ni  con  otro  alguno»,  el  señor  de  Toro 
le  da  un  fuerte  palmetazo;  pero  no  creas,  amado  lector,  que  fué  por  seguir 
al  Genio,  no,  es  que  no  imitó  al  Sr.  Cortejón,  con  lo  cual  se  hubiese  aho- 
rrado una  nota.  Pero  ¿qué  va  á  ser  esto?  ¿Sabe  el  señor  de  Toro  lo  que 
varía  el  sentido  quitando — nada  inás  que  por  capricho — una  sola  de  las 
comas  que  trasladaron  de  lugar  los  comentaristas?  jAh,  señor  de  Toro! 
Para  demostrar,  q^ue  se  sabe  leer  en  el  libro  ha  debido  respetarse  integra 
su  puntuación,  que  es  su  alma;  después,  asimilarse  al  sentido  que  le  dio 
un  tal  Cervantes,  á  quien  traen  á  mal  traer  sus  admiradores,  y,  por  lilti- 
mo,  dejar  ese  tpero*,  que  es  la  clave  de  la  maravillosa  fábula. 

¡Hay  muchos  Pandafilandos  por  el  muudol 


—  331  — 

po  se  extendería  por  todo  este  reino,  el  cual  se  había  de  llamar,  si  mal  no 
me  acuerdo,  don  Azote  ó  don  Gigote.  Don  Quixote  diría,  señora  dijo  á  esta 
sazón  Sancho  Panza,  ó  por  otro  nombre,  el  caballero  de  la  triste  figura. 
Así  es  la  verdad,  dijo  Dorotea.  Dijo  más,  que  había  de  ser  alto  de  cuerpo, 
seco  de  rostro,  y  que  en  el  lado  derecho,  debajo  del  hombro  izquierdo,  ó 
por  allí  junto,  había  de  tener  un  lunar  pardo,  con  ciertos  cabellos  á  mane- 
ra de  cerdas.  En  oyendo  esto  don  Quixote,  dijo  á  su  escudero:  Ten  aquí 
Sancho,  hijo,  ayúdame  á  desnudar,  que  quiero  ver  si  soy  el  caballero  que 
aquel  sabio  Key  dejó  profetizado.  Pues  para  qué  quiere  vuestra  merced 
desnudarse,  dijo  Dorotea?  Para  ver  si  tengo  ese  lunar  que  vuestro  padre 
dijo,  respondió  don  Quixote.  No  hay  para  qué  desnudarse,  dijo  Sancho,  que 
yo  sé  que  tiene  vuestra  merced  un  lunar  de  esas  señas  en  la  mitad  del  es- 
pinazo, que  es  señal  de  ser  hombre  fuerte.  Eso  basta  dijo  Dorotea,  porque 
con  los  amigos  no  se  ha  de  mirar  en  pocas  cosas,  y  que  esté  en  el  hombro, 
ó  que  esté  en  el  espinazo,  importa  poco,  basta  que  haya  lunar,  y  esté  don- 
de estuviere,  pues  todo  es  una  misma  carne:  y  sin  duda  acertó  mi  buea 
padre  en  todo,  y  yo  he  acertado  en  encomendarme  al  señor  don  Quixote, 
que  él  es  por  quien  mi  padre  dijo,  pues  las  señales  del  rostro  vienen  con  las 
de  la  buena  fama,  que  este  caballero  tiene,  no  sólo  en  España,  pero  en  toda 
la  Mancha,  pues  apenas  hube  desembarcado  en  Osuna,  cuando  oí  decir  tan- 
tas hazañas  suyas,  que  luego  me  dio  el  alma  que  era  el  mismo  que  venía 
á  buscar.  Pues  cómo  se  desembarcó  vuestra  merced  en  Osuna,  señora  mía, 
preguntó  don  Quixote,  si  no  es  puerto  de  mar?  Mas  antes  que  Dorotea  res- 
pondiese, tomó  el  Cura  la  mano,  y  dijo:  Debe  de  querer  decir  la  señora 
Princesa,  que  después  que  desembarcó  en  Málaga,  la  primera  parte  donde 
oyó  nuevas  de  vuestra  merced,  fué  en  Osuna.  Eso  quise  decir  dijo  Dorotea. 
Y  esto  lleva  camino,  dijo  el  Cura,  y  prosiga  vuestra  Majestad  adelante.  No 
hay  que  proseguir,  respondió  Dorotea,  sino  que  finalmente  mi  suerte  ha 
sido  tan  buena,  en  hallar  al  señor  don  Quixote,  que  ya  me  cuento,  y  tengo 
por  Keina,  y  señora  de  todo  mi  Keino,  pues  él  por  su  cortesía,  y  magnifi- 
cencia me  ha  prometido  el  don  de  irse  conmigo,  dondequiera  que  yo  le  lle- 
vare, que  no  será  á  otra  parte,  que  á  ponerle  delante  de  Pandafilando  de 
la  fosca  vista,  para  que  le  mate,  y  me  restituya  lo  que  tan  contra  razón  me 
tiene  usurpado:  que  todo  esto  ha  de  suceder  á  pedir  de  boca,  pues  así  lo 
dejó  profetizado  Tinacrio  el  Sabidor  mi  buen  padre:  el  cual  también  dejó 
dicho,  y  escrito  en  letras  Caldeas,  ó  Griegas,  que  yo  no  las  sé  leer,  que  si 
este  caballero  de  la  profecía,  después  de  haber  degollado  al  Gigante,  qui- 
siese casarse  conmigo,  que  yo  me  otorgase  luego  sin  réplica  alguna,  por  su 


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legítima  esposa,  y  le  diese  la  posesión  de  mi  reino,  junto  con  la  de  mi  per 
sona.  Qué  te  parece  Sancho  amigo?  dijo  á  este  punto  don  Quixote,  no  oyes 
lo  que  pasa?  no  te  lo  dije  yo?  mira  si  tenemos  ya  reino  que  mandar,  y 
Keina  con  quien  casar.  Eso  juro  yo,  dijo  lancho:  Para  el  puto  que  no  se 
casare  en  abriendo  el  gaznatico  al  señor  Pandafiilado.  Pues  monta  que  es 
mala  la  Reina,  así  se  me  vuelvan  las  pulgas  de  la  cama:  y  diciendo  esto, 
dio  dos  zapatetas  en  el  aire,  con  muestras  de  grandísimo  contento,  y  luego 
filé  á  tomar  las  riendas  de  la  muía  de  Dorotea,  y  haciéndola  detener,  se 
hincó  de  rodillas  ante  ella,  suplicándole  le  diese  las  manos  para  besárselas, 
en  señal  que  la  recibía  por  su  Reina,  y  señora.  Quién  no  había  de  reír  de 
los  circunstantes,  viendo  la  locura  del  amo,  y  la  simplicidad  del  criado.  En 
efecto  Dorotea  se  las  dio,  y  le  prometió  de  hacerle  gran  señor  en  su  reino, 
cuando  el  cielo  le  hiciese  tanto  bien,  que  se  lo  dejase  cobrar,  y  gozar.  Agra- 
decióselo  Sancho  con  tales  palabras,  que  renovó  la  risa  en  todos.  Esta 
señores,  prosiguió  Dorotea,  es  mi  historia,  sólo  resta  por  deciros,  que  de 
cuanta  gente  de  acompañamiento  saqué  de  mi  reino,  no  me  ha  quedado 
sino  sólo  este  bien  barbado  escudero,  porque  todos  se  anegaron  en  una  gran 
borrasca  que  tuvimos  á  vista  del  puerto.  Y  él,  y  yo  salimos  en  dos  tablas  á 
tierra,  como  por  milagro,  y  así  es  todo  milagro,  y  misterio  el  discurso  de 
mi  vida,  como  lo  habéis  notado.  Y  si  en  alguna  cosa  he  andado  demasiada, 
ó  no  tan  acertada  como  debiera,  echad  la  culpa  á  lo  que  el  señor  Licencia 
do  dijo  al  principio  de  mi  cuento,  que  los  trabajos  continuos,  y  extraordi- 
narios, quitan  la  memoria  al  que  los  padece.  Esa  no  me  quitarán  á  mí,  ó 
alta,  y  valerosa  señora,  dijo  don  Quixote,  cuantos  yo  pasare  en  serviros,  por 
grandes,  y  no  vistos  que  sean.  Y  así  de  nuevo  confirmo  el  don  que  os 
he  prometido,  y  juro  de  ir  con  vos  al  cabo  del  mundo,  hasta  verme  con  el 
fiero  enemigo  vuestro,  á  quien  pienso  con  la  ayuda  de  Dios,  y  de  mi  brazo, 
tajar  la  cabeza  soberbia,  con  los  filos  desta  (no  quiero  decir  buena)  espada, 
merced  á  Ginés  de  Pasamonte,  que  me  llevó  la  mía:  esto  dijo  entre  dien- 
tes, y  prosiguió  diciendo:  y  después  de  habérsela  tajado,  y  puestos  en  pací- 
fica posesión  de  vuestro  estado,  quedará  á  vuestra  voluntad,  hacer  de 
vuestra  persona  lo  que  más  en  talante  os  viniere.  Porque  mientras  que 
yo  tuviere  ocupada  la  memoria,  y  cautiva  la  voluntad,  perdido  el  en- 
tendimiento por  aquella,  y  no  digo  más,  no  es  posible  que  yo  arros- 
tre, ni  por  pienso,  el  casarme,  aunque  fuese  con  el  Ave  fénix.  Parecióle 
tan  mal  á  Sancho,  lo  que  últimamente  su  amo  dijo,  acerca  de  no  que- 
rer casarse,  que  con  grande  enojo,  alzando  la  voz,  dijo:  Voto  á  mí,  y  juro  á 
mí,  que  no  tiene  vuestra  merced  señor  don  Quixote  cabal  juicio:  pues  cómo 


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es  posible,  que  pone  vuestra  merced  en  duda  el  casarse  con  tan  alta  Prin- 
cesa como  aquesta?  Piensa  que  le  ha  de  ofrecer  la  fortuna  tras  cada  canti- 
llo semejante  ventura,  como  la  que  ahora  se  le  ofrece?  Es  por  dicha  más 
hermosa  mi  señora  Dulcinea?  no  por  cierto,  ni  aun  con  la  mitad,  y  aun 
estoy  por  decir,  que  no  llega  á  su  zapato  de  la  que  está  delante.  Así  nora- 
mala alcanzaré  yo  el  Condado  que  espero,  si  vuestra  merced  se  anda  á  pedir 
cotufas  en  el  golfo,  cásese,  cásese  luego,  encomiéndole  yo  á  satanás,  y  tome 
ese  reino  que  se  le  viene  á  las  manos,  de  bovis,  hovis,  y  en  siendo  Rey, 
hágame  Marqués,  ó  Adelantado,  y  luego  siquiera  se  lo  lleve  el  diablo  todo, 
Don  Quixote,  que  tales  blasfemias  oyó  decir  contra  su  señora  Dulcinea,  no 
lo  pudo  sufrir,  y  alzando  el  lanzón,  sin  hablarle  palabra  á  Sancho,  y  sin 
decirle  esta  boca  es  mía,  le  dio  tales  dos  palos,  que  dio  con  él  en  tierra,  y 
sino  fuera  porque  Dorotea  le  dio  voces  que  no  le  diera  más,  sin  duda  le 
quitara  allí  la  vida.  Pensáis,  le  dijo,  á  cabo  de  rato,  villano  ruin,  que  ha  de 
haber  lugar  siempre  para  ponerme  la  mano  en  la  horcajadura,  y  que  todo 
á  de  ser  errar  vos,  y  perdonaros  yo?  Pues  no  lo  penséis  bellaco  descomul- 
gado, que  sin  duda  lo  estás;  pues  has  puesto  lengua  en  la  sin  par  Dulcinea. 
Y  no  sabéis  vos,  faquín,  belitre,  que  sino  fuese  por  el  valor  que  ella  infun- 
de en  mi  brazo,  que  no  le  tendría  yo  para  matar  una  pulga?  Decid  soca- 
rrón de  lengua  viperina,  y  quién  pensáis  que  ha  ganado  este  reino?  Y  cor- 
tado la  cabeza  á  este  Gigante?  Y  héchoos  á  vos  Marqués  (que  todo  esto 
doy  ya  por  hecho,  y  por  cosa  pasada  en  cosa  juzgada)  sino  es  el  valor  de 
Dulcinea,  tomando  á  mi  brazo  por  instrumento  de  sus  hazañas,  ella  pelea 
en  mí,  y  vence  en  mí,  y  yo  vivo,  y  respiro  en  ella,  y  tengo  vida,  y  ser. 
O  hideputa  bellaco,  y  como  sois  desagradecido,  que  os  veis  levantado  del 
polvo  de  la  tierra  á  ser  señor  de  título,  y  correspondéis  á  tan  buena  obra, 
con  decir  mal  de  quien  os  la  hizo.  No  estaba  tan  maltrecho  Sancho,  que 
DO  oyese  todo  cuanto  su  amo  le  decía,  y  levantándose  con  un  poco  de  pres- 
teza, se  fué  á  poner  detrás  del  palafrén  de  Dorotea,  y  desde  allí  dijo  á  su 
amo:  Dígame  señor,  si  vuestra  merced  tiene  determinado  de  no  casarse  con 
esta  gran  Princesa,  claro  está  que  no  será  el  reino  suyo,  y  no  siéndolo,  qué 
mercedes  me  puede  hacer?  Esto  es  de  lo  que  yo  me  quejo,  cásese  vuestra 
merced  una  por  una  con  esta  Keina,  ahora  que  la  tenemos  aquí,  como  llo- 
vida del  cielo,  y  después  puede  volverse  con  mi  señora  Dulcinea,  que  Eeyes 
debe  de  haber  habido  en  el  mundo,  que  hayan  sido  amancebados.  En  lo  de 
la  hermosura,  no  me  entremeto,  que  en  verdad  si  vaá  decirla,  que  entram- 
bas me  parecen  bien,  puesto  que  yo  nunca  he  visto  á  la  señora  Dulcinea. 
Cómo  que  no  la  has  visto  traidor  blasfemo,  dijo  don  Quixote,  pues  no  acabas 


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de  traerme  ahora  un  recado  de  su  parte?  Digo  que  no  la  he  visto  tan  despa- 
cio, dijo  Sancho,  que  pueda  haber  notado  particularmente  su  hermosura,  y 
sus  buenas  partes  punto  por  punto,  pero  asi  á  bulto  me  parece  bien.  Ahora 
te  disculpo,  dijo  don  Quixote,  y  perdóname  el  enojo  que  te  he  dado,  que 
los  primeros  movimientos  no  son  en  manos  de  ios  hombres.  Ya  yo  lo  veo, 
respondió  Sancho,  y  así  en  mí  la  gana  de  hablar,  siempre  es  primero  mo- 
vimiento, y  no  puedo  dejar  de  decir,  por  una  vez  siquiera,  lo  que  me  viene 
á  la  lengua.  Con  todo  eso,  dijo  don  Quixote,  mira  Sancho  lo  que  hablas, 
porque  tantas  veces  va  el  cantarillo  á  la  fuente,  y  no  te  digo  más.  Ahora 
bien,  respondió  Sancho,  Dios  está  en  el  cielo  que  ve  las  trampas,  y  será  juez 
de  quien  hace  más  mal,  yo  en  no  hablar  bien,  ó  vuestra  merced  en  obrarlo. 
No  haya  más,  dijo  Dorotea,  corred  Sancho,  y  besad  la  mano  á  vuestro  se- 
ñor, y  pedidle  perdón,  y  de  aquí  adelante  andad  más  atentado  en  vues- 
tras alabanzas  y  vituperios,  y  no  digáis  mal  de  aquesa  señora  Tobosa, 
á  quien  yo  no  conozco,  sino  es  para  servirla,  y  tened  confianza  en  Dios, 
que  no  os  ha  de  faltar  un  estado  donde  viváis  como  un  Príncipe.  Fué 
Sancho  cabizbajo,  y  pidió  la  mano  á  su  señor,  y  él  se  la  dio  con  reposa- 
do continente,  y  después  que  se  la  hubo  besado,  le  echó  la  bendición,  y 
dijo  á  Sancho  que  se  adelantasen  un  poco,  que  tenía  que  preguntarle,  y 
que  departir  con  él  cosas  de  mucha  importancia.  Hízolo  así  Sancho,  y  apar- 
táronse los  dos  algo  adelante,  y  díjole  don  Quixote,  después  que  viniste  no 
he  tenido  lugar,  ni  espacio,  para  preguntarte  muchas  cosas  de  particulari- 
dad, acerca  de  la  embajada  que  llevaste,  y  de  la  respuesta  que  trajiste,  y 
ahora  pues  la  fortuna  nos  ha  concedido  tiempo,  y  lugar,  no  me  niegues  tú 
la  ventura,  que  puede  darme,  con  tan  buenas  nuevas.  Pregunte  vuestra 
merced  lo  que  quisiere,  respondió  Sancho,  que  á  todo  daré  tan  buena  sali- 
da, como  tuve  la  entrada.  Pero  suplico  á  vuestra  merced,  señor  mío,  que  no 
sea  de  aquí  adelante  tan  vengativo.  Por  qwé  lo  dices  Sancho,  dijo  don  Qui- 
xote? Dígolo,  respondió,  porque  estos  palos  de  ahora,  más  fueron  por  la 
pendencia  que  entre  los  dos  trabó  el  diablo  la  otra  noche,  que  por  lo  que 
dije  contra  mi  señora  Dulcinea,  á  quien  amo,  y  reverencio  como  á  una  re- 
liquia, aunque  en  ella  no  la  haya,  sólo  por  ser  cosa  de  vuestra  merced. 
No  tornes  á  esas  pláticas  Sancho,  por  tu  vida,  dijo  don  Quixote,  que  me 
dan  pesadumbre:  ya  te  perdoné  entonces,  y  bien  sabes  tú  que  suele  decir- 
se, á  pecado  nuevo,  penitencia  nueva.  Mientras  esto  pasaba  vieron  venir  por 
el  camino  donde  ellos  iban  á  un  hombre  caballero  sobre  un  jumento,  y 
cuando  llegó  cerca  les  parecía  que  era  Gitano:  pero  Sancho  Panza  que  do 
quiera  que  veía  asnos  se  le  iban  los  ojos,  y  el  alma,  apenas  hubo  visto  al 


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hombre,  cuando  conoció  que  era  Ginés  de  Pasamonte,  y  por  el  hilo  del  Gi- 
tano sacó  el  ovillo  de  su  asno,  como  era  la  verdad,  pues  era  el  rucio  sobre 
que  Pasamonte  venía:  el  cual  por  no  ser  conocido,  y  por  vender  el  asno  se 
había  puesto  en  traje  de  Gitano,  cuya  lengua,  y  otras  muchas  sabía  muy 
bien  hablar,  como  si  fueran  naturales  suyas.  Viole  Sancho,  y  conocióle,  y 
apenas  le  hubo  visto  y  conocido,  cuando  á  grandes  voces  le  dijo:  A  ladrón 
Ginesillo  deja  mi  prenda,  suelta  mi  vida,  no  te  empaches  con  mi  descanso, 
deja  mi  asno,  deja  mi  regalo,  huye  puto,  auséntate  ladrón,  y  desampara  lo 
que  no  es  tuyo.  No  fueron  menester  tantas  palabras,  ni  baldones,  porque  á 
la  primera  saltó  Ginés,  y  tomando  un  trote  que  parecía  carrera,  en  un  pun- 
to se  ausentó,  y  alejó  de  todos.  Sancho  llegó  á  su  rucio,  y  abrazándole,  le 
dijo:  Cómo  has  estado  bien  mío,  rucio  de  mis  ojos,  compañero  mío,  y  con 
esto  le  besaba,  y  acariciaba  como  si  fuera  persona,  el  asno  callaba,  y  se  de- 
jaba besar,  y  acariciar  de  Sancho  sin  responderle  palabra  alguna.  Llegaron 
todos,  y  diéronle  el  parabién  del  hallazgo  del  rucio,  especialmente  don 
Quixote,  el  cual  le  dijo,  que  no  por  eso  anulaba  la  póliza  de  los  tres  po- 
llinos. Sancho  se  lo  agradeció.  En  tanto  que  los  dos  iban  en  estas  pláti- 
cas, dijo  el  Cura  á  Dorotea,  que  había  andado  muy  discreta,  así  en  el 
cuento,  como  en  la  brevedad  del,  y  en  la  similitud  que  tuvo  con  los  de 
los  libros  de  caballerías:  ella  dijo,  que  muchos  ratos  se  había  entretenido 
en  leerlos,  pero  que  no  sabía  ella,  donde  eran  las  provincias,  ni  puertos  de 
mar,  y  que  así  había  dicho  á  tiento,  que  se  había  desembarcado  en  Osu- 
na. Yo  lo  entendí  así,  dijo  el  Cura,  y  por  eso  acudí  luego  á  decir,  lo  que 
dije,  con  que  se  acomodó  todo.  Pero  no  es  cosa  extraña,  ver  con  cuanta  fa- 
cilidad cree  este  desventurado  hidalgo  todas  estas  invenciones,  y  mentiras, 
sólo  porque  llevan  el  estilo,  y  modo  de  las  necedades  de  sus  libros.  Si  es, 
dijo  Cardenio,  y  tan  rara,  y  nunca  vista,  que  yo  no  sé  si  queriendo  inven- 
tarla, y  fabricarla  mentirosamente,  hubiera  tan  agudo  ingenio,  que  pudiera 
dar  en  ella.  Pues  otra  cosa  hay  en  ello,  dijo  el  Cura,  que  fuera  de  las  sim- 
plicidades que  este  buen  hidalgo  dice,  tocantes  á  su  locura,  si  le  tratan  de 
otras  cosas,  discurre  con  bonísimas  razones,  y  muestra  tener  un  entendi- 
miento claro,  y  apacible  en  todo.  De  manera,  que  como  no  le  toquen  en  sus 
caballerías,  no  habrá  nadie  que  le  juzgue,  sino  por  de  muy  buen  entendi- 
miento. En  tanto  que  ellos  iban  en  esta  conversación,  prosiguió  don  Quixote 
con  la  suya,  y  dijo  á  Sancho:  Echemos,  Panza  amigo,  pelillos  á  la  mar,  en 
esto  de  nuestras  pendencias,  y  dime  ahora,  sin  tener  cuenta  con  enojo,  ni 
rencor  alguno.  Dónde,  cómo,  y  cuándo  hallaste  á  Dulcinea?  Qué  hacía?  Qué 
le  dijiste?  Qué  te  respondió?  Qué  rostro  hizo,  cuando  leía  mi  carta?  Quién 


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te  la  trasladó?  Y  todo  aquello  que  vieres,  que  en  este  caso  es  digno  de  sa- 
berse, de  preguntarse,  y  satisfacerse,  sin  que  añadas,  ó  mientas  por  darme 
gusto:  ni  menos  te  acortes,  por  no  quitármele.  Señor,  respondió  Sancho,  si 
vá  á  decir  la  verdad,  la  carta  no  me  la  trasladó  nadie,  porque  yo  no  llevé 
carta  alguna.  Así  es  como  tu  dices,  dijo  don  Quixote,  porque  el  librillo  de 
memoria  donde  yo  la  escribí,  le  hallé  en  mi  poder,  á  cabo  de  dos  días  de 
tu  partida,  lo  cual  me  causó  grandísima  pena,  por  no  saber  lo  que  habías 
tú  de  hacer,  cuando  te  vieses  sin  carta,  y  creí  siempre  que  te  volvieras,  des- 
de el  lugar  donde  la  echaras  menos.  Así  fuera,  respondió  Sancho,  sino  la 
hubiera  yo  tomado  en  la  memoria,  cuando  vuestra  merced  me  la  leyó,  de 
manera  que  se  la  dije  á  un  sacristán,  que  me  la  trasladó  del  entendimien- 
to, tan  punto  por  punto,  que  dijo  que  en  todos  los  días  de  su  vida,  aunque 
había  leído  muchas  cartas  de  descomunión,  no  había  visto,  ni  leído  tan  lin- 
da carta  como  aquella.  Y  tiénesla  todavía  en  la  memoria  Sancho,  dijo  don 
Quixote?  No  señor,  respondió  Sancho,  porque  después  que  la  di,  como  vi 
que  no  había  de  ser  de  más  provecho,  di  en  olvidarla.  Y  si  algo  se  me  acuer- 
da, es  aquello  de  sobajada,  digo  del  soberana  señora,  y  lo  último,  vuestro 
liasta  la  muerte,  el  caballero  de  la  triste  figura.  Y  en  medio  destas  dos  co- 
sas, le  puse  más  de  trescientas  almas,  y  vidas,  y  ojos  míos. 


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CAPITULO    XXXI 

De  los  sabrosos  razonamientos  que  pasaron  entre 
Don  Quixote,  y  Sancho  Panza  su  escudero,  con 
otros  sucesos. 

Todo  eso  no  me  descontenta,  prosigue  adelante,  dijo  don  Quixote.  Lle- 
gaste, y  qué  hacía  aquella  Reina  de  la  hermosura?  á  buen  seguro,  que  la 
hallaste  ensartando  perlas,  ó  bordando  alguna  empresa  con  oro  de  canutillo 
para  este  su  cautivo  caballero.  No  la  hallé,  respondió  Sancho,  sino  aechan- 
do dos  fanegas  de  trigo  en  un  corral  de  su  casa.  Pues  haz  cuenta,  dijo  don 
Quixote,  que  los  granos  de  aquel  trigo  eran  granos  de  perlas,  tocados  de 
sus  manos.  Y  si  miraste  amigo,  el  trigo  era  candeal,  ó  trechel?  No  era 
sino  rubión,  respondió  Sancho.  Pues  yo  te  aseguro,  dijo  don  Quixote,  que 
aechado  por  sus  manos  hizo  pan  candeal  sin  duda  alguna:  pero  pasa  ade- 
lante. Cuando  le  diste  mi  carta  besóla?  Púsosela  sobre  la  cabeza?  hizo  al- 
guna ceremonia,  digna  de  tal  carta?  ó  qué  hizo?  Cuando  yo  se  la  iba  á 
dar,  respondió  Sancho,  ella  estaba  en  la  fuga  del  meneo  de  una  buena  parte 
de  trigo,  que  tenia  en  la  criba.  Y  díjome,  poned  amigo  esa  carta  sobre 
aquél  costal,  que  no  la  puedo  leer  hasta  que  acabe  de  acribar  todo  lo  que 
aquí  está.  Discreta  señora,  dijo  don  Quixote,  eso  debió  de  ser  por  leerla 
despacio,  y  recrearse  con  ella.  Adelante  Sancho,  y  en  tanto  que  estaba  en 
su  menester,  qué  coloquios  pasó  contigo?  Qué  te  preguntó  de  mí?  Y  tú  qué 
le  respondiste?  Acaba  cuéntamelo  todo,  no  se  te  quede  en  el  tintero  una 
mínima.  Ella  no  me  preguntó  nada,  dijo  Sancho,  mas  yo  le  dije  de  la  ma- 
nera que  vuestra  merced  por  su  servicio  quedaba  haciendo  penitencia,  des- 
nudo de  la  cintura  arriba,  metido  entre  estas  sierras,  como  si  fuera  salvaje, 
durmiendo  en  el  suelo,  sin  comer  pan  á  manteles,  ni  sin  peinarse  la  barba, 
llorando,  y  maldiciendo  su  fortuna.  En  decir  que  maldecía  mi  fortuna,  di- 
jiste mal,  dijo  don  Quixote,  porque  antes  la  bendigo,  y  bendeciré  todos  los 
días  de  mi  vida,  por  haberme  hecho  digno  de  merecer  amar  tan  alta  seño- 
ra, como  Dulcinea  del  Toboso.  Tan  alta  es,  respondió  Sancho,  que  á  buena 
fe,  que  me  lleva  á  mí  más  de  un  coto.  Pues  cómo  Sancho,  dijo  don  Quixo- 
te, baste  medido  tú  con  ella?  Medíme  en  esta  manera,  respondió  Sancho, 

22 


-  338  - 

que  llegando  á  ayudar  á  poner  un  costal  de  trigo  sobre  un  jumento,  llega- 
mos tan  juntos,  que  eché  de  ver,  que  me  llevaba  más  de  un  gran  palmo. 
Pues  es  verdad,  replicó  don  Quiíote,  que  no  acompaña  esa  grandeza,  y  la 
adorna  con  mil  millones,  y  gracias  del  alma.  Pero  no  me  negarás  Sancho 
una  cosa,  cuando  llegaste  junto  á  ella,  no  sentiste  un  olor  sabeo,  una  fra- 
gancia aromática,  y  un  no  sé  qué  de  bueno,  que  yo  no  acierto  á  darle  nom- 
bre, digo  un  tuho,  ó  tufo,  como  si  estuvieras  en  la  tienda  de  algún  curioso 
guantero?  Lo  que  sé  decir,  dijo  Sancho,  es  que  sentí  un  olorcillo  algo 
hombruno,  y  debía  de  ser,  que  ella  con  el  mucho  ejercicio  estaba  sudada, 
y  algo  correosa.  No  sería  eso,  respondió  don  Quixote,  sino  que  tú  debías 
de  estar  romadizado,  ó  te  debiste  de  oler  á  tí  mismo,  porque  yo  sé  bien  lo 
que  huele  aquella  rosa  entre  espinas,  aquel  lirio  del  campo,  aquel  ámbar 
desleído.  Todo  puede  ser,  respondió  Sancho,  que  muchas  veces  sale  de  mí 
aquel  olor,  que  entonces  me  pareció  que  salía  de  su  merced,  de  la  señora 
Dulcinea,  pero  no  hay  de  qué  maravillarse,  que  un  diablo  parece  á  otro. 
Y  bien,  prosiguió  don  Quixote,  he  aquí  que  acabó  de  limpiar  su  trigo,  y  de 
enviarlo  al  molino,  qué  hizo  cuando  leyó  la  carta?  La  carta,  dijo  Sancho, 
no  la  leyó,  porque  dijo  que  no  sabía  leer  ni  escribir,  antes  la  rasgó,  y  la 
hizo  menudas  piezas,  diciendo  que  no  la  quería  dar  á  leer  á  nadie,  porque 
no  se  supiesen  en  el  lugar  sus  secretos,  y  que  bastaba  lo  que  yo  le  había 
dicho  de  palabra,  acerca  del  amor  que  vuestra  merced  le  tenía,  y  de  la 
penitencia  extraordinaria,  que  por  su  causa  quedaba  haciendo.  Y  finalmen- 
te me  dijo,  que  dijese  á  vuestra  merced,  que  le  besaba  las  manos,  y  que 
allí  quedaba  con  más  deseo  de  verle,  que  de  escribirle:  y  que  así  le  supli- 
caba, y  mandaba,  que  vista  la  presente,  saliese  de  aquellos  matorrales,  y 
se  dejase  de  hacer  disparates,  y  se  pusiese  luego,  luego,  en  camino  del 
Toboso,  si  otra  cosa  de  más  importancia  no  le  sucediese,  porque  tenía  gran 
deseo  de  ver  á  vuestra  merced.  Eióse  mucho  cuando  le  dije,  cómo  se  lla- 
maba vuestra  merced  el  caballero  de  la  triste  figura.  Pregúntele  si  había 
ido  allá  el  Vizcaíno  de  marras,  di  jome  que  sí,  y  que  era  un  hombre  muy 
de  bien.  Tambiép  le  pregunté  por  los  galeotes,  mas  díjome  que  no  había 
visto  hasta  entonces  alguno.  Todo  va  bien  hasta  ahora,  dijo  don  Quixote. 
Pero  díme,  qué  joya  fué  la  que  te  dio  al  despedirte,  por  las  nuevas  que  de 
mí  le  llevaste?  Porque  es  usada,  y  antigua  costumbre,  entre  los  caballeros, 
y  damas  andantes,  dar  á  los  escuderos,  doncellas,  ó  enanos,  que  les  llevan 
nuevas  de  sus  damas  á  ellos,  á  ellas  de  sus  andantes,  alguna  rica  joya,  en 
albricias,  en  agradecimiento  de  su  recado.  Bien  puede  eso  ser  así,  y  yo  la 
tengo  por  buena  usanza,  pero  eso  debía  de  ser  en  los  tiempos  pasados,  que 


I 


~  339  — 

ahora  sólo  se  debe  de  acostumbrar  á  dar  un  pedazo  de  pan,  y  queso,  que 
esto  íué  lo  que  me  dio  mi  señora  Dulcinea  por  las  bardas  de  un  corral, 
cuando  della  me  despedí:  y  aun  por  más  señas,  era  el  queso  ovejuno.  Es 
liberal  en  extremo,  dijo  don  Quixote,  y  si  no  te  dio  joya  de  oro,  sin  duda 
debió  de  ser,  porque  no  la  tendría  allí  á  la  mano  para  dártela,  pero  buena 
son  mangas  después  de  Pascua,  yo  la  veré,  y  se  satisfará  todo.  Sabes  de 
qué  estoy  maravillado  Sancho?  De  que  me  parece  que  fuiste,  y  viniste  por 
los  aires,  pues  poco  más  de  tres  días  has  tardado,  en  ir,  y  venir  desde 
AQUÍ  AL  Toboso,  habiendo  de  aquí  allá,  más  de  treinta  leguas.  Por  lo  cual 
me  doy  á  entender,  que  aquel  sabio  nigromante,  que  tiene  cuenta  con  mis 
cosas,  y  es  mi  amigo,  porque  por  fuerza  le  hay,  y  le  ha  de  haber,  so  pena 
que  yo  no  sería  buen  caballero  andante.  Digo  que  este  tal  te  debió  de  ayu- 
dar á  caminar,  sin  que  tú  lo  sintieses,  que  hay  sabio  destos  que  coge  á  un 
caballero  andante  durmiendo  en  su  cama,  sin  saber  cómo,  ó  en  qué  mane- 
ra amanece  otro  día  más  de  mil  leguas  de  donde  anocheció.  Y  sino  fuese 
por  esto,  no  se  podrían  socorrer  en  sus  peligros  los  caballeros  andantes 
unos  á  otros,  como  se  socorren  á  cada  paso.  Que  acaece  estar  uno  peleando 
en  las  sierras  de  Armenia  con  algún  Endriago,  ó  con  algún  fiero  Vestiglo, 
ó  con  otro  caballero,  donde  lleva  lo  peor  de  la  batalla,  y  está  ya  á  punto 
de  muerte:  y  «cuando  no  os  me  cato»,  asoma  por  acullá  encima  de  una 
Dube,  ó  sobre  un  carro  de  fuego,  otro  caballero  amigo  suyo,  que  poco  antes 
se  hallaba  en  Inglaterra,  que  le  favorece,  y  libra  de  la  muerte,  y  á  la  noche 
se  halla  en  su  posada  cenando  muy  á  su  sabor,  y  suele  haber  de  la  una  á 
la  otra  parte,  dos,  ó  tres  mil  leguas.  Y  todo  esto  se  hace  por  industria,  y 
sabiduría  de  estos  sabios  encantadores,  que  tienen  cuidado  destos  valerosos 
caballeros.  Así  que  amigo  Sancho,  no  se  me  hace  dificultoso  creer,  que  en 
tan  br«ve  tiempo  hayas  ido,  y  venido  desde  este  lugar  al  del  Toboso,  pues 
como  tengo  dicho,  algún  sabio  amigo  te  debió  de  llevar  en  volandillas,  sin 
que  tú  lo  sintieses.  Así  sería,  dijo  Sancho,  porque  á  buena  fe,  que  andaba 
Bocinante,  como  si  fuera  asno  de  Gitano  con  azogue  en  los  oídos.  Y  como 
si  llevaba  azogue,  dijo  don  Quixote,  y  aun  una  legión  de  demonios,  que 
es  gente  que  camina,  y  hace  caminar  sin  cansarse,  todo  aquello  que  se  les 
antoja.  Pero  dejando  esto  aparte,  qué  te  parece  á  tí  que  debo  yo  de  hacer 
ahora,  cerca  de  lo  que  mi  señora  me  manda,  que  la  vaya  á  ver,  que  aunque 
yo  veo  que  estoy  obligado  á  cumplir  su  mandamiento,  véome  también 
imposibilitado  del  don  que  he  prometido  á  la  Princesa,  que  con  nosotros 
viene,  y  fuérzame  la  ley  de  caballería,  á  cumplir  mi  palabra,  antes  que  mi 
gusto.  Por  una  parte  me  acosa,  y  fatiga  el  deseo  de  ver  á  mi  señora,  por 


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otra  me  incita,  y  llama,  la  prometida  fe,  y  la  gloria  que  he  de  alcanzar  en 
esta  empresa.  Pero  lo  que  pienso  hacer,  será  caminar  apriesa,  y  llegar 
presto  donde  está  este  Gigante,  y  en  llegando  le  cortaré  la  cabeza,  y  pon- 
dré á  la  Princesa  pacíficamente  en  su  Estado,  y  al  punto  daré  la  ruelta,  á 
rer  á  la  luz  que  mis  sentidos  alumbra.  A  la  cual  daré  tales  disculpas,  que 
ella  venga  á  tener  por  buena  mi  tardanza,  pues  verá  que  todo  redunda  en 
aumento  de  su  gloria,  y  fama,  pues  cuanta  yo  he  alcanzado,  alcanzo  y 
alcanzaré  por  las  armas  en  esta  vida,  toda  me  viene  del  favor  que  ella  me 
da,  y  de  ser  yo  suyo.  Ay,  dijo  Sancho,  y  cómo  está  vuestra  merced  lasti- 
mado de  esos  cascos.  Pues  dígame  señor,  piensa  vuestra  merced  caminar 
este  camino  en  balde?  Y  dejar  pisar,  y  perder  un  tan  rico  y  tan  principal 
casamiento  como  éste?  Donde  le  dan  en  dote  un  Reino,  que  á  buena  ver- 
dad, que  he  oído  decir,  que  tiene  más  de  veinte  mil  leguas  de  contorno,  y 
que  es  abundantísimo  de  todas  las  cosas  que  son  necesarias  para  el  susten- 
to de  la  vida  humana,  y  que  es  mayor  que  Portugal,  y  que  Castilla  juntos. 
Calle  por  amor  de  Dios,  y  tenga  vergüenza  de  lo  que  ha  dicho,  y  tome  mi 
consejo,  y  perdóneme,  y  cásese  luego  en  el  primer  lugar  que  haya  Cura,  y 
sino  ahí  está  nuestro  Licenciado,  que  lo  hará  de  perlas.  Y  advierta  que  ya 
tengo  edad  para  dar  consejos,  y  que  éste  que  le  doy  le  viene  de  molde, 
que  más  vale  pájaro  en  mano,  que  buitre  volando,  porque  quien  bien  tiene, 
y  mal  escoge,  por  bien  que  se  enoja,  no  se  venga.  Mira  Sancho,  respondió 
don  Quixote,  si  el  consejo  que  me  das  de  que  me  case,  es  porque  sea  luego 
Rey,  en  matando  al  Gigante,  y  tenga  cómodo  para  hacerte  mercedes,  y 
darte  lo  prometido.  Hágote  saber,  que  sin  casarme  podré  cumplir  tu  deseo 
muy  fácilmente,  porque  yo  sacaré  de  «adahala»,  antes  de  entrar  en  la  ba- 
talla, que  saliendo  vencedor  della,  ya  que  no  me  case,  me  han  de  dar  una 
parte  del  Reino,  para  que  la  pueda  dar  á  quien  yo  quisiere:  y  en  dándome- 
la, á  quién  quieres  tú  que  la  de,  sino  á  tí?  Eso  está  claro,  respondió  Sancho, 
pero  mire  vuestra  merced  que  la  escoja  hacia  la  marina,  porque  si  no  me 
contentare  la  vivienda,  pueda  embarcar  mis  negros  vasallos,  y  hacer  dellos 
lo  que  ya  he  dicho.  Y  vuestra  merced  no  se  cure  de  ir  por  ahora  á  ver  á 
mi  señora  Dulcinea,  sino  vayase  á  matar  al  Gigante,  y  concluyamos  este 
negocio,  que  por  Dios  que  se  me  asienta,  que  ha  de  ser  de  mucha  honra,  y 
de  mucho  provecho.  Dígote  Sancho,  dijo  don  Quixote,  que  estás  en  lo  cier- 
to, y  que  habré  de  tomar  tu  consejo,  en  cuanto  al  ir  antes  con  la  Princesa, 
que  á  ver  á  Dulcinea.  Y  avisóte  que  no  digas  nada  á  nadie,  ni  á  los  que 
con  nosotros  vienen,  de  lo  que  aquí  hemos  departido,  y  tratado,  que  pues 
Dulcinea  es  tan  recatada,  que  no  quiere  que  se  sepan  sus  pensamientos,  lo 


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será  bien  que  yo,  ni  otro  por  mí  los  descubra.  Pues  si  eso  es  así,  dijo  San- 
cho, cómo  hace  vuestra  merced,  que  todos  los  que  vence  por  su  brazo,  se 
vayan  á  presentar  ante  mi  señora  Dulcinea,  siendo  esto  firma  de  su  nom- 
bre, que  la  quiere  bien,  y  que  es  su  enamorado.  Y  siendo  forzoso  que  los 
que  fueren,  se  han  de  ir  á  hincar  de  hinojos  ante  su  presencia,  y  decir  que 
van  de  parte  de  vuestra  merced  á  darle  la  obediencia,  cómo  se  pueden  en- 
cubrir los  pensamientos  de  entrambos?  O  qué  necio  y  qué  simple  que 
eres,  dijo  don  Quixote.  Tú  no  ves  Sancho,  que  eso  todo  redunda  en  su  ma- 
yor ensalzamiento.  Porque  has  de  saber,  que  en  este  nuestro  estilo  de  ca- 
ballería, es  gran  honra  tener  una  dama  muchos  caballeros  andantes  que  las 
sirvan,  sin  que  se  extiendan  más  sus  pensamientos,  que  á  servirla,  por  sólo 
ser  ella  quien  es,  sin  esperar  otro  premio  de  sus  muchos,  y  buenos  deseos, 
sino  que  ella  se  contente  de  aceptarlos  por  sus  caballeros.  Con  esa  manera 
de  amor,  dijo  Sancho,  he  oído  yo  predicar,  que  se  ha  de  amar  á  nuestro 
Señor,  por  si  sólo,  sin  que  nos  mueva  esperanza  de  gloria,  ó  temor  de  pena. 
Aunque  yo  le  querría  amar,  y  servir,  por  lo  que  pudiese.  Válgate  el  diablo 
por  villano,  dijo  don  Quixote,  y  qué  de  discreciones  dices  á  las  veces,  no 
parece  sino  que  has  estudiado.  Pues  á  fe  mía  que  no  sé  leer,  respondió 
Sancho.  En  esto  les  dio  voces,  Maese  Nicolás,  que  esperasen  un  poco,  que 
querían  detenerse  á  beber  en  una  fuentecilla  que  allí  estaba.  Detúvose  don 
Quixote,  con  no  poco  gusto  de  Sancho,  que  ya  estaba  cansado  de  mentir 
tanto,  y  temía  no  le  cogiese  su  amo  á  palabras.  Porque  puesto  que  él  sabía 
que  Dulcinea  era  una  labradora  del  Toboso,  no  la  había  visto  en  toda  su 
vida.  Habíase  en  este  tiempo  vestido  Cárdenlo  los  vestidos  que  Dorotea  traía, 
cuando  la  hallaron,  que  aunque  no  eran  muy  buenos,  hacían  mucha  venta- 
ja á  los  que  dejaba.  Apeáronse  junto  á  la  fuente,  y  con  lo  que  el  Cura  se 
acomodó  en  la  venta,  satisficieron,  aunque  poco,  la  mucha  hambre  que  to- 
dos traían.  Estando  en  esto,  acertó  á  pasar  por  allí  un  muchacho,  que  iba 
de  camino,  el  cual  poniéndose  á  mirar  con  mucha  atención  á  los  que  en  la 
fuente  estaban:  de  allí  á  poco  arremetió  á  don  Quixote,  y  abrazándole  por 
las  piernas,  comenzó  á  llorar  muy  de  propósito,  diciendo:  Ay  señor  mío,  no 
me  conoce  vuestra  merced?  Pues  míreme  bien,  que  yo  soy  aquel  mozo  An- 
drés, que  quitó  vuestra  merced  de  la  encina  donde  estaba  atado.  Recono- 
cióle don  Quixote,  y  asiéndole  por  la  mano,  se  volvió  á  los  que  allí  estaban, 
y  dijo:  Porque  vean  vuestras  mercedes,  cuan  de  importancia  es  haber  caba- 
lleros andantes  en  el  mundo  que  deshagan  los  tuertos,  y  agravios,  que  en 
él  se  hacen,  por  los  insolentes,  y  malos  hombres,  que  en  él  viven,  sepan 
▼uestras  mercedes,  que  los  días  pasados,  pasando  por  un  bosque,  oí  unos 


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gritos,  y  unas  vocea  muy  lastimosas,  como  de  persona  afligida,  y  meneste- 
rosa: acudí  luego,  llevado  de  mi  obligación,  hacia  la  parte  donde  me  pare- 
ció que  las  lamentables  voces  sonaban,  y  hallé  atado  á  una  encina  á  este 
muchacho  que  ahora  está  delante  (de  lo  que  me  huelgo  en  el  alma,  porque 
será  testigo  que  no  me  dejará  mentir  en  nada).  Digo  que  estaba  atado  á  la 
encina,  desnudo  del  medio  cuerpo  arriba,  y  estábale  abriéndole  á  azotes  con 
las  riendas  de  una  yegua  un  villano,  que  después  supe  que  era  amo  suyo: 
y  asi  como  yo  lo  vi,  le  pregunté  la  causa  de  tan  atroz  vapuleamiento,  res- 
pondió el  zafio,  que  le  azotaba,  porque  era  su  criado,  y  que  ciertos  descui- 
dos que  tenía,  nacían  más  de  ladrón,  que  de  simple.  A  lo  cual  este  niño 
dijo:  Señor  no  me  azota  sino  porque  le  pido  mi  salario.  El  amo  replicó,  no 
sé  qué  arengas,  y  disculpas,  las  cuales  aunque  de  mi  fueron  oídas,  no  fue- 
ron admitidas.  En  resolución,  yo  le  hice  desatar,  y  tomé  juramento  al  vi- 
llano, de  que  le  llevaría  consigo,  y  le  pagaría  un  real  sobre  otro,  y  aun 
sahumados.  No  es  verdad  todo  esto  hijo  Andrés?  no  notaste  con  cuanto  im- 
perio se  le  mandé,  y  con  cuanta  humildad  prometió  de  hacer  todo  cuanto 
yo  le  impuse,  y  notifiqué,  y  quise?  Responde,  no  te  turbes,  ni  dudes  en 
nada,  di  lo  que  pasó  á  estos  señores,  porque  se  vea,  y  considere,  ser  de  pro- 
vecho que  digo,  haber  caballeros  andantes  por  los  caminos.  Todo  lo  que 
vuestra  merced  ha  dicho  es  mucha  verdad,  respondió  el  muchacho,  pero  el 
fin  del  negocio  sucedió  muy  al  revés  de  lo  que  vuestra  merced  se  imagina. 
Cómo  al  revés,  replicó  don  Quixote,  luego  no  te  pagó  el  villano?  No  sólo 
no  me  pagó,  respondió  el  muchacho,  pero  asi  como  vuestra  merced  traspuso 
del  bosque,  y  quedamos  solos,  me  volvió  á  atar  á  la  misma  encina,  y  me 
dio  de  nuevo  tantos  azotes,  que  quedé  hecho  un  San  Bartolomé  desollado. 
Y  á  cada  azote  que  me  daba,  me  decía  un  donaire,  y  chufeta,  acerca  de  ha- 
cer burla  de  vuestra  merced,  que  á  no  sentir  yo  tanto  dolor,  me  riera  de  lo 
que  decía.  En  efecto,  él  me  paró  tal,  que  hasta  ahora  he  estado  curándome 
en  un  hospital,  del  mal  que  el  mal  villano  entonces  me  hizo.  De  todo  lo 
cual  tiene  vuestra  merced  la  culpa,  porque  si  se  fuera  su  camino  adelante, 
y  no  viniera  donde  no  le  llamaban,  ni  se  entremetiera  en  negocios  ajenos, 
mi  amo  se  contentara  con  darme  una,  ó  dos  docenas  de  azotes,  y  luego  me 
soltara,  y  pagara  cuanto  me  debía.  Mas  como  vuestra  merced  le  deshonró 
tan  sin  propósito,  y  le  dijo  tantas  villanías,  encendiósele  la  cólera,  y  como 
no  la  pudo  vengar  en  vuestra  merced,  cuando  se  vio  sólo  descargó  sobre  mí 
el  nublado,  de  modo  que  me  parece,  que  no  seré  más  hombre  en  toda  mi 
vida.  El  daño  estuvo,  dijo  don  Quixote,  en  irme  yo  de  allí,  que  no  me  ha- 
bía de  ir  hasta  dejarte  pagado:  Porque  bien  debía  yo  de  saber  por  luengas 


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experiencias,  que  no  hay  villano  que  guarde  palabra  que  tiene,  si  él  ve  que 
no  le  está  bien  guardarla.  Pero  ya  te  acuerdas  Andrés,  que  yo  juré  que  sino 
te  pagaba,  que  había  de  ir  á  buscarle,  y  que  le  había  de  hallar,  aunque  se 
escondiese  en  el  vientre  de  la  Vallena.  Así  es  la  verdad,  dijo  Andrés,  pero 
no  aprovechó  nada.  Ahora  verás  si  aprovecha  dijo  don  Quixote,  y  dicien- 
do esto,  se  levantó  muy  apriesa,  y  mandó  á  Sancho  que  enfrenase  á  Roci- 
nante (que  estaba  paciendo  en  tanto  que  ellos  comían).  Preguntóle  Dorotea, 
qué  era  lo  que  hacer  quería?  El  le  respondió,  que  quería  ir  á  buscar  al  vi- 
llano, y  castigarle  de  tan  mal  término,  y  hacer  pagado  á  Andrés,  hasta  el 
último  maravedí,  á  despecho,  y  pesar  de  cuantos  villanos  hubiese  el  mun- 
do. A  lo  qut  ella  respondió,  que  advirtiese,  que  no  podía  conforme  al  don 
prometido  entremeterse  en  ninguna  empresa,  hasta  acabar  la  suya,  y  que 
pues  esto  sabía  él  mejor  que  otro  alguno,  que  sosegase  el  pecho,  hasta  la 
vuelta  de  su  Reino.  Así  es  verdad,  respondió  don  Quixote,  y  es  forzoso  que 
Andrés  tenga  paciencia  hasta  la  vuelta,  como  vos  señores  decís,  que  yo  le 
torno  á  jurar,  y  á  prometer  de  nuevo,  de  no  parar  hasta  hacerle  vengado,  y 
pagado.  No  me  creo  desos  juramentos,  dijo  Andrés,  más  quisiera  tener 
ahora  con  que  llegar  á  Sevilla,  que  todas  las  venganzas  del  mundo:  déme 
si  tiene  ahí  algo  que  coma,  y  lleve,  y  quédese  con  Dios  su  merced,  y  todos 
los  caballeros  andantes,  que  también  andantes  sean  ellos  para  consigo,  como 
lo  han  sido  para  conmigo.  Sacó  de  su  repuesto  Sancho  un  pedazo  de  pan,  y 
otro  de  queso,  y  dándoselo  al  mozo,  le  dijo:  Toma  hermano  Andrés,  que  á 
todos  nos  alcanza  parte  de  vuestra  desgracia.  Pues  qué  parte  os  alcanza  á 
vos,  preguntó  Andrés?  Esta  parte  de  queso,  y  pan  que  os  doy,  respondió 
Sancho,  que  Dios  sabe  si  me  ha  de  hacer  falta,  ó  no,  porque  os  hago  saber 
amigo  que  los  escuderos  de  los  caballeros  andantes  estamos  sujetos  á  mu- 
cha hambre,  y  á  mala  ventura,  y  aún  á  otras  cosas,  que  se  sienten  mejor  que 
se  dicen.  Andrés  asió  de  su  pan,  y  queso,  y  viendo  que  nadie  le  daba  otra 
cosa  bajó  su  cabeza,  y  tomó  el  camino  en  las  manos,  como  suele  decirse. 
Bien  es  verdad,  que  al  partirse  dijo  á  don  Quixote:  Por  amor  de  Dios  se- 
ñor caballero  andante,  que  si  otra  vez  me  encontrare,  aunque  vea  que  me 
hacen  pedazos  no  me  socorra,  ni  ayude,  sino  déjeme  con  mi  desgracia,  que 
no  será  tanta,  que  no  sea  mayor  la  que  vendrá  de  su  ayuda  de  vuestra  mer- 
ced, á  quien  Dios  maldiga,  y  á  todos  cuantos  caballeros  andantes  han  na- 
cido en  el  mundo.  Y  váse  á  levantar  don  Quixote  para  castigarle,  mas  él  se 
puso  á  correr  de  modo,  que  ninguno  se  atrevió  á  seguirlo  Quedó  corridísi- 
mo don  Quixote  del  cuento  de  Andrés,  y  fué  menester  que  los  demás  tu- 
viesen mucha  cuenta  con  no  reírse,  por  no  acabarle  de  correr  del  todo. 


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CAPITULO  XXXII 

Que  trata  de  lo  que  sucedió  en  la  venta  á  toda  la  cua- 
drilla de  don  Quixote. 

Acabóse  la  buena  comida,  ensillaron  luego,  y  sin  que  les  sucediese  cosa 
digna  de  contar,  llegaron  otro  dia  á  la  venta,  espanto,  y  asombro  de  San- 
cho Panza:  y  aunque  él  quisiera  no  entrar  en  ella,  no  lo  pudo  huir.  La  ven- 
tera, ventero,  su  hija,  y  Maritornes,  que  vieron  venir  á  don  Quixote,  y  á 
Sancho,  les  salieron  á  recibir  con  muestras  de  mucha  alegría,  y  él  las  reci- 
bió con  grave  continente,  y  aplauso,  y  díjoles  que  le  aderezasen  otro  mejor 
lecho  que  la  vez  pasada:  á  lo  cual  respondió  la  huéspeda,  que  eomo  la  pa- 
gase mejor  que  la  otra  vez,  que  ella  se  la  daría  de  Príncipes.  Don  Quixote 
dijo,  que  sí  haría,  y  así  le  aderezaron  una  razonable  en  el  mismo  camaran- 
chón de  marras:  y  él  se  acostó  luego,  porque  venía  muy  quebrantado,  y 
íalto  de  juicio.  No  se  hubo  bien  encerrado,  cuando  la  huéspeda  arremetió 
al  barbero,  y  asiéndole  de  la  barba,  dijo:  Para  mi  santiguada,  que  no  se  ha 
aún  de  aprovechar  más  de  mi  rabo  para  su  barba,  y  que  me  ha  de  volver 
mi  cola,  que  anda  lo  de  mi  marido  por  estos  suelos  que  es  vergüenza,  digo 
el  peine,  que  solía  yo  colgar  de  mi  buena  cola.  No  se  la  quería  dar  el  bar- 
bero, aunque  ella  más  tiraba,  hasta  que  el  Licenciado  le  dijo,  que  se  la 
diese,  que  ya  no  era  menester  mas  usar  de  aquella  industria,  sino  que  se 
descubriese,  y  mostrase  en  su  misma  forma,  y  dijese  á  don  Quixote  que 
cuando  le  despojaron  los  ladrones  galeotes  se  había  venido  á  aquella  venta 
huyendo,  y  que  si  preguntase  por  el  escudero  de  la  Princesa,  le  dirían  que 
ella  le  había  enviado  adelante  á  dar  aviso  á  los  de  su  Reino,  como  ella  iba, 
y  llevaba  consigo  el  libertador  de  todos.  Con  esto  dio  de  buena  gana  la 
cola  á  la  ventera  el  barbero,  y  asimismo  le  volvieron  todos  los  adherentes, 
que  había  prestado  para  la  libertad  de  don  Quixote.  Espantáronse  todos  los 
de  la  venta  de  la  hermosura  de  Dorotea,  y  aun  del  buen  talle  del  zagal 
Cárdenlo.  Hizo  el  Cura,  que  les  aderezasen  de  comer  de  lo  que  en  la  venta 
hubiese,  y  el  huésped  con  esperanza  de  mejor  paga,  con  diligencia  les  ade- 
rezó una  razonable  comida,  y  á  todo  esto  dormía  don  Quixote,  y  fueron  de 
parecer  de  no  despertarle.  Porque  más  provecho  le  haría  por  entonces  el 


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dormir,  que  el  comer.  Trataron  sobrecomida,  estando  delante  el  ventero, 
su  mujer,  su  hija,  y  Maritornes,  todos  los  pasajeros,  de  la  extraña  locura 
de  don  Quixote,  y  del  modo  que  le  habían  hallado.  La  huéspeda  les  contó 
lo  que  con  él,  y  con  el  harriero  les  había  acontecido,  mirando  si  acaso  es- 
taba allí  Sancho,  como  no  le  viese,  contó  todo  lo  de  su  manteamiento,  de 
que  no  poco  gusto  recibieron.  Y  como  el  Cura  dijese,  que  los  libros  de  ca- 
ballerías, que  don  Quixote  había  leído  le  habían  vuelto  el  juicio,  dijo  el 
ventero.  No  sé  yo  cómo  puede  ser  eso,  que  en  verdad  que  á  lo  que  yo  en- 
tiendo no  hay  mejor  lectura  en  el  mundo,  y  que  tengo  ahí  dos,  ó  tres  de- 
llos  con  otros  papeles,  que  verdaderamente  me  han  dado  la  vida,  no  sólo  á 
mí,  sino  á  otros  muchos.  Porque  cuando  es  tiempo  de  la  siega  se  recojen 
aquí  las  siestas  muchos  segadores,  y  siempre  hay  algunos  que  saben  leer, 
el  cual  coge  uno  destos  libros  en  las  manos,  y  rodéamenos  del  más  de 
treinta,  y  estámosle  escuchando  con  tanto  gusto  que  nos  quita  mil  canas: 
á  lo  menos  de  mi  sé  decir,  que  cuando  oigo  decir  aquellos  furibundos,  y 
terribles  golpes  que  los  caballeros  pegan,  que  me  toma  gana  de  hacer  otro 
tanto,  y  que  querría  estar  oyéndolos  noches,  y  días.  Y  yo  ni  más,  ni  me- 
nos, dijo  la  ventera,  porque  nunca  tengo  buen  rato  en  mi  casa,  sino  aquel 
que  vos  estáis  escuchando  leer,  que  estáis  tan  embobado,  que  no  os  acor- 
dais  de  reñir  por  entonces.  Así  es  la  verdad,  dijo  Maritornes,  y  á  buena  fe, 
que  yo  también  gusto  mucho  de  oír  aquellas  cosas,  que  son  muy  lindas,  y 
más  cuando  cuentan,  que  se  está  la  otra  señora  debajo  de  unos  naranjos 
abrazada  con  su  caballero;  y  que  les  está  una  dueña  haciéndoles  la  guarda 
muerta  de  envidia,  y  con  mucho  sobresalto.  Digo  que  todo  eso  es  cosa  de 
mieles.  Y  á  vos  qué  os  parece  señora  doncella,  dijo  el  Cura,  hablando  con 
la  hija  del  ventero?  No  sé  señor,  en  mi  ánima,  respondió  ella,  también  yo 
lo  escucho,  y  en  verdad  que  aunque  no  lo  entiendo,  que  recibo  gusto  en 
oírlo:  pero  no  gusto  yo  de  los  golpes  de  que  mi  padre  gusta,  sino  de  las 
lamentaciones  que  los  caballeros  hacen,  cuando  están  ausentes  de  sus  seño- 
ras: que  en  verdad,  que  algunas  veces  me  hacen  llorar  de  compasión  que 
les  tengo.  Luego  bien  las  remediarais  vos  señora  doncella,  dijo  Dorotea,  si 
por  vos  lloraran?  No  sé  lo  que  me  hiciera,  respondió  la  moza,  sólo  sé  que 
hay  algunas  señoras  de  aquellas  tan  crueles,  que  las  llaman  sus  caballeros 
tigres,  y  leones,  y  otras  mil  inmundicias.  Y  Jesús,  yo  no  sé  qué  gente  es 
aquella  tan  desalmada,  y  tan  sin  conciencia,  que  por  no  mirar  á  un  hombre 
honrado,  le  dejan  que  se  muera,  ó  que  se  vuelva  loco.  Yo  no  sé  para  qué 
es  tanto  melindre,  si  lo  hacen  de  honradas,  cásense  con  ellos,  que  ellos  no 
desean  otra  cosa.   Calla  niña,  dijo  la  ventera,  que  parece  que  sabes  mucho 


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destas  cosas:  y  no  está  bien  á  las  doncellas  saber,  ni  hablar  tanto.  Como 
me  lo  pregunta  este  señor,  respondió  ella,  no  pude  dejar  de  responderle. 
Ahora  bien  dijo  el  Cura,  traedme  señor  huésped,  aquesos  libros,  que  los 
quiero  ver.  Que  me  place,  respondió  él,  y  entrando  en  su  aposento  sacó  del 
una  maletilla  vieja  cerrada  con  una  cadenilla,  y  abriéndola  halló  en  ella 
tres  libros  grandes,  y  unos  papeles  de  muy  buena  letra  escritos  de  mano. 
El  primer  libro  que  abrió,  vio  que  era  don  Cirongilio  de  Tracia:  y  el  otro 
de  Felixmarte  de  Hircania:  y  el  otro  la  historia  del  gran  Capitán  Gonzalo 
Hernández  de  Córdoba,  con  la  vida  de  Diego  García  de  Paredes.  Así  como 
el  Cura  leyó  los  dos  títulos  primeros,  volvió  el  rostro  al  barbero,  y  dijo: 
Falta  nos  hace  aquí  ahora  el  ama  de  mi  amigo,  y  su  sobrina.  No  hacen  res- 
pondió el  barbero  que  también  sé  yo  llevarlos  al  corral,  ó  á  la  chimenea, 
que  en  verdad,  que  hay  muy  buen  fuego  en  ella.  Luego  quiere  V.  m.  que- 
mar más  libros,  dijo  el  ventero?  No  más,  dijo  el  Cura,  que  estos  dos  el  de 
don  Cirongilio,  y  el  de  Felixmarte.  Pues  por  ventura,  dijo  el  ventero,  mis 
libros  son  herejes,  ó  flemáticos,  que  los  quiere  quemar?  Cismáticos  que- 
réis decir  amigo,  dijo  el  barbero,  que  no  flemáticos.  Así  es  replicó  el  ven- 
tero: mas  si  alguno  quiere  quemar  sea  ese  del  gran  Capitán,  y  dése  Diego 
García,  que  antes  dejaré  quemar  un  hijo,  que  dejar  quemar  ninguno  des- 
otros.  Hermano  mío,  dijo  el  Cura,  estos  dos  libros  son  mentirosos,  y  están 
llenos  de  disparates,  y  devaneos.  Y  este  del  gran  Capitán  es  historia  ver- 
dadera, y  tiene  los  hechos  de  Gonzalo  Hernández  de  Córdoba:  el  cual  por 
sus  muchas,  y  grandes  hazañas,  mereció  ser  llamado  de  todo  el  mundo  el 
gran  Capitán,  renombre  famoso,  y  claro,  y  del  solo  merecido.  Y  este  Diego 
García  de  Paredes,  fué  un  principal  caballero,  natural  de  la  ciudad  de  Tru- 
jillo,  en  Extremadura,  valentísimo  soldado,  y  de  tantas  fuerzas  naturales, 
que  detenía  con  un  dedo  una  rueda  de  molino  en  la  mitad  de  su  furia. 
Y  puesto  con  un  montante  en  la  entrada  de  una  puente  detuvo  á  todo  un 
innumerable  ejército,  que  no  pasase  por  ella.  Y  hizo  otras  tales  cosas,  que 
como  si  él  las  cuenta,  y  las  escribe,  él  asimismo  con  la  modestia  de  caba- 
llero, y  de  cronista  propio  las  escribiera  otro  libre,  y  desapasionado,  pusie- 
ran en  su  olvido  la  de  los  Héctores,  Aquiles,  y  Roldanes.  Tomaos  con  mi 
padre,  dijo  el  dicho  ventero,  mirad  de  que  se  espanta  de  detener  una  rue- 
da de  molino,  por  Dios  ahora:  había  vuestra  merced  de  leer  lo  que  leí  yo 
de  Felixmarte  de  Hircania,  que  de  un  revés  sólo  partió  cinco  gigantes  por 
la  cintura,  como  si  fueran  hechos  de  habas,  como  los  frailecicos  que  hacen 
los  niños.  Y  otra  vez  arremetió  con  un  grandísimo,  y  poderosísimo  ejército 
donde  llevó  más  de  un  millón,  y  seiscientos  mil  soldados,  todos  armados 


—  347  — 

desde  el  pie,  hasta  la  cabeza,  y  los  desbarató  á  todos,  como  si  fueran  ma- 
nadas de  ovejas.  Pues  qué  me  dirán  del  bueno  de  don  Cirongilio  de  Tra- 
cia,  que  ñié  tan  valiente,  y  animoso,  como  se  verá  en  el  libro  donde  cuen- 
ta, que  navegando  por  un  rio  le  salió  de  la  mitad  del  agua  una  serpiente 
de  fuego,  y  él  así  como  la  vio  se  arrojó  sobre  ella,  y  se  puso  á  horcajadas 
encima  de  sus  escamosas  espaldas,  y  la  apretó  con  ambas  manos  la  gar- 
ganta,  con  tanta  fuerza,  que  viendo  la  serpiente  que  la  iba  ahogando,  no 
tuvo  otro  remedio,  sino  dejarse  ir  á  lo  hondo  del  río,  llevándose  tras  sí  al 
caballero,  que  nunca  la  quiso  soltar,  y  cuando  llegaron  allá  abajo,  se  halló 
en  unos  palacios,  y  en  unos  jardines  tan  lindos,  que  era  maravilla:  y  luego 
la  sierpe  se  volvió  en  un  viejo  anciano,  que  le  dijo  de  tantas  cosas  que 
no  hay  más  que  oiv.  Calle  señor,  que  si  oyese  esto  se  volvería  loco  de  pla- 
cer. Dos  higas  para  el  gran  Capitán,  y  para  ese  Diego  García,  que  dice. 
Oyendo  esto  Dorotea,  dijo  callando  á  Cárdenlo:  Poco  le  falta  á  nuestro 
huésped  para  hacer  la  segunda  parte  de  don  Quixote?  Así  me  parece  á  mí, 
respondió  Cárdenlo,  porque  según  da  indicio,  él  tiene  por  cierto,  que  todo 
lo  que  estos  libros  cuentan  pasó,  ni  más  ni  menos  que  lo  escriben,  y  no  le 
harán  creer  otra  cosa  frailes  descalzos.  Mirad  hermano,  tornó  á  decir  el 
Cura,  que  no  hubo  en  el  mundo  Felixmarte  de  Hircania,  ni  don  Cirongilio 
de  Tracia,  ni  otros  caballeros  semejantes,  que  los  libros  de  caballerías 
cuentan.  Porque  todo  es  compostura,  y  ficción  de  ingenios  ociosos,  que  los 
compusieron  para  el  efecto  que  vos  decís  de  entretener  el  tiempo,  como  lo 
entretienen  leyéndolos  vuestros  segadores:  porque  realmente  os  juro  que 
nunca  tales  caballeros  fueron  en  el  mundo,  ni  tales  hazañas,  ni  disparates 
acontecieron  en  él.  A  otro  perro  con  ese  hueso,  respondió  el  ventero,  como 
si  yo  no  supiese  cuántas  son  cinco,  y  adonde  me  aprieta  el  zapato:  no  pien- 
se vuestra  merced  darme  papilla,  porque  por  Dios  que  no  soy  nada  blanco. 
Bueno  es,  que  quiera  darme  vuestra  merced  á  entender,  que  todo-  aquello 
que  estos  buenos  libros  dicen,  sea  disparates,  y  mentiras,  estando  impreso 
con  licencia  de  los  señores  del  Consejo  Real,  como  si  ellos  fueran  gente 
que  habían  de  dejar  imprimir  tanta  mentira  junta,  y  tantas  batallas,  y  tan- 
tos encantamientos,  que  quitan  el  juicio.  Ya  os  he  dicho  amigo,  replicó  el 
Cura,  que  esto  se  hace  para  entretener  nuestros  ociosos  pensamientos:  y 
así  como  se  consiente  en  las  Repúblicas  bien  concertadas,  haya  juegos  de 
Ajedrez,  de  pelota,  y  de  trucos,  para  entretener  á  algunos,  que  ni  tienen 
ni  deben,  ni  pueden  trabajar:  así  se  consiente  imprimir,  y  que  haya  tales 
libros:  creyendo,  como  es  verdad,  que  no  ha  de  haber  alguno  tan  ignoran- 
te, que  tenga  por  historia  verdadera  ninguna  destos  libros.  Y  si  me  fuera 


-  M^  - 

licito  ahora,  y  el  auditorio  lo  requiriera,  yo  dijera  cosas  acerca  de  lo  que 
han  de  tentr  los  libros  de  caballerías  para  ser  buenos,  que  quizá  fueran  de 
provecho,  y  aun  de  gusto  para  algunos:  pero  yo  espero,  que  vendrá  tiempo 
en  que  lo  pueda  comunicar  con  quien  pueda  remediarlo,  y  en  este  entre- 
tanto, creed  señor  ventero  lo  que  os  he  dicho,  y  tomad  vuestros  libros,  y 
allá  08  avenid  con  sus  verdades,  ó  mentiras,  y  buen  provecho  os  hagan,  y 
quiera  Dios,  que  no  cojeéis  del  pie  que  cojea  vuestro  huésped  don  Quixote. 
Eso  no,  respondió  el  ventero,  que  no  seré  yo  tan  loco,  que  me  haga  caba- 
llero andante,  que  bien  veo,  que  ahora  no  se  usa  Jo  que  se  usaba  en  aquel 
tiempo,  cuando  se  dice,  que  andaban  por  el  mundo  estos  famosos  caballe- 
ros. A  la  mitad  desta  plática  se  halló  Sancho  presente,  y  quedó  muy  con- 
fuso, y  pensativo  de  lo  que  había  oído  decir,  que  ahora  no  se  usaban  caba- 
lleros andantes  y  que  todos  los  libros  de  caballerías  eran  necedades,  y  men- 
tiras: y  propuso  en  su  corazón  de  esperar  en  lo  que  paraba  aquel  vj^je  de 
su  amo,  y  que  si  salía  con  la  felicidad  que  él  pensaba,  determinaba  de 
dejarle  y  volverse  con  su  mujer,  y  sus  hijos  á  su  acostumbrado  trabajo. 
Llevábase  la  maleta,  y  los  libros  el  ventero,  mas  el  Cura  le  dijo:  Esperad 
que  quiero  ver  qué  papeles  son  esos,  que  de  tan  buena  letra  están  escritos: 
sacólos  el  huésped,  y  dándoselos  á  leer,  vio  hasta  obra  de  ocho  pliegos  es- 
critos de  mano,  y  al  principio  tenían  un  título  grande  que  decía:  Novela 
del  curioso  impertinente:  leyó  el  Cura  para  sí  tres,  ó  cuatro  renglones,  y 
dijo:  Cierto  que  no  me  parece  mal  el  título  desta  novela,  y  que  me  viene 
voluntad  de  leerla  toda.  A  lo  que  respondió  el  ventero:  Pues  bien  puede 
leerla  su  reverencia,  porque  le  hago  saber,  que  á  algunos  huéspedes  que 
aquí  la  han  leído  les  ha  contentado  mucho,  y  me  la  han  pedido  con  mu- 
chas veras,  mas  yo  no  se  la  he  querido  dar,  pensando  volvérsela  á  quien 
aquí  dejó  esta  maleta  olvidada  con  estos  libros,  y  esos  papeles,  que  bien 
puede  ser  que  vuelva  su  dueño  por  aquí  algún  tiempo:  y  aunque  sé  que  me 
han  de  hacer  falta  los  libros,  á  fe  que  los  he  de  volver,  que  aunque  vente- 
ro todavía  soy  Cristiano.  Vos  tenéis  mucha  razón  amigo,  dijo  el  Cura,  mas 
con  todo  eso  si  la  novela  me  contenta,  me  la  habéis  de  dejar  trasladar:  De 
muy  buena  gana,  respondió  el  ventero.  Mientras  los  dos  esta  decían,  había 
tomado  Cárdenlo  la  novela,  y  comenzado  á  leer  en  ella:  y  pareciéndole  lo 
mismo  que  al  Cura,  le  rogó  que  la  leyese  de  modo  que  todos  la  oyesen. 
Sí  leyera  dijo  el  Cura,  sino  fuera  mejor  gastar  este  tiempo  en  dormir,  que 
en  leer.  Harto  reposo  será  para  mí,  dijo  Dorotea,  entretener  el  tiempo 
oyendo  algún  cuento,  pues  aún  no  tengo  el  espíritu  tan  sosegado,  que  me 
conceda  dormir,  cuando  fuera  razón.  Pues  desa  manera,  dijo  el  Cura,  quie- 


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ro  leerla  por  curiosidad,  siquiera  quizá  tendrá  alguna  de  gusto.  Acudió 
Maese  Nicolás  á  rogarle  lo  mismo,  y  Sancho  también:  lo  cual  visto  del 
Cura,  y  entendiendo  que  á  todos  daría  gusto,  y  él  le  recibiría,  dijo:  Pues 
así  es,  esténme  todos  atentos,  que  la  novela  comienza  desta  manera: 


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CAPITULO  XXXIII 
Donde  se  cuenta  la  novela  del  curioso  impertinente. 

En  Florencia,  ciudad  rica,  y  famosa  de  Italia,  en  la  Provincia  que  lla- 
man Toscana,  vivían  Anselmo,  y  Lotario,  dos  caballeros  ricos,  y  principa- 
les, y  tan  amigos,  que  por  excelencia,  y  antonomasia  de  todos  los  que  los 
conocían,  los  dos  amigos,  eran  llamados:  eran  solteros,  mozos  de  una  mis- 
ma edad,  y  de  unas  mismas  costumbres:  todo  lo  cual  era  bastante  causa  á 
que  los  dos  con  recíproca  amistad  se  correspondiesen.  Bien  es  verdad,  que 
el  Anselmo  era  algo  más  inclinado  á  los  pasatiempos  amorosos  que  el  Lo- 
tario, al  cual  llevaban  tras  sí  los  de  la  caza.  Pero  cuando  se  ofrecía  dejaba 
Anselmo  de  acudir  á  sus  gustos,  por  seguirlos  de  Lotario:  y  Lotario  dejaba 
los  suyos  por  acudir  á  los  de  Anselmo:  y  desta  manera  andaban  tan  á  una 
sus  voluntades,  que  no  había  concertado  reloj  que  asilo  anduviese.  Andaba 
Anselmo  perdido  de  amores  de  una  doncella  principal,  y  hermosa,  de  la 
misma  ciudad,  hija  de  tan  buenos  padres,  y  tan  buena  ella  por  sí,  que  se 
determinó  (con  el  parecer  de  su  amigo  Lotario,  sin  el  cual  ninguna  cosa 
hacía)  de  pedirla  por  esposa  á  sus  padres,  y  así  lo  puso  en  ejecución,  y  el 
que  llevó  la  embajada,  ftié  Lotario,  y  el  que  concluyó  el  negocio  tan  á  gusto 
de  su  amigo,  que  en  breve  tiempo  se  vio  puesto  en  la  posesión  que  desea- 
ba, y  Camila  tan  contenta  de  haber  alcanzado  á  Anselmo  por  esposo,  que 
no  cesaban  de  dar  gracias  al  cielo,  y  á  Lotario,  por  cuyo  medio  tanto  bien 
le  había  venido.  Los  primeros  días,  como  todos  los  de  boda  suelen  ser  ale- 
gres, continuó  Lotario,  como  solía,  la  casa  de  su  amigo  Anselmo,  procu- 
rando honrarle,  festejarle,  y  regocijarle  con  todo  aquello  que  á  él  le  fué 
posible.  Pero  acabadas  las  bodas,  y  sosegada  ya  la  frecuencia  de  las  visitas, 
y  parabienes,  comenzó  Lotario  á  descuidarse  con  cuidado  de  las  idas  en 
casa  de  Anselmo,  por  parecerle  á  él  (como  es  razón  que  parezca  á  todos  los 
que  fueren  discretos)  que  no  se  han  de  visitar,  ni  continuar  las  casas  de  los 
amigos  casados,  de  la  misma  manera  que  cuando  eran  solteros.  Porque 
aunque  la  buena,  y  verdadera  amistad  no  puede,  ni  debe  de  ser  sospechosa 
en  nada,  con  todo  esto  es  tan  delicada  la  honra  del  casado,  que  parece  que 
se  puede  ofender,  aun  de  los  mismos  hermanos,  cuanto  más  de  los  amigos. 


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NoW  Anselmo  la  remisión  de  Lotario,  y  formó  del  quejas  grandes,  dicién- 
dole,  que  si  él  supiera,  que  el  casarse  había  de  ser  parte  para  no  comuni- 
carle, como  solía,  que  jamás  lo  hubiera  hecho:  y  que  si  por  la  buena  corres- 
pondencia que  los  dos  tenían  mientras  él  fué  soltero  habían  alcanzado  tan 
dulce  nombre  como  el  ser  llamados  los  dos  amigos,  que  no  permitiese,  por 
querer  hacer  del  circunspecto,  sin  otra  ocasión  alguna,  que  tan  famoso,  y 
tan  afifradable  nombre  se  perdiese:  y  que  así  le  suplicaba,  si  era  lícito,  que 
tal  término  de  hablar  se  usase  entre  ellos,  que  volviese  á  ser  señor  de  su 
casa,  y  á  entrar,  y  salir  en  ella,  como  de  antes,  asegurándole  que  su  esposa 
Camila  no  tenía  otro  gusto,  ni  otra  voluntad  que  la  que  él  quería  que  tu- 
viese: y  que  por  haber  sabido  ella  con  cuantas  veras  los  dos  se  amaban, 
estaba  confusa  de  ver  en  él  tanta  esquiveza.  A  todas  estas,  y  otras  muchas 
razones,  que  Anselmo  dijo  á  Lotario,  para  persuadirle,  volviese  como  solía 
á  su  casa,  respondió  Lotario  con  tanta  prudencia,  discreción,  y  aviso,  que 
Anselmo  quedó  satisfecho  de  la  buena  intención  de  su  amigo:  y  quedaron 
de  concierto,  que  dos  días  en  la  semana,  y  las  fiestas  fuese  Lotario  á  comer 
con  él:  y  aunque  esto  quedó  así  concertado  entre  los  dos,  propuso  Lotario 
de  no  hacer  más  de  aquello  que  viese  que  más  convenía  á  la  honra  de  su 
amigo,  cuyo  crédito  estaba  en  más  que  el  suyo  propio.  Decía  él,  y  decía 
bien,  que  el  casado  á  quien  el  cielo  había  concedido  mujer  hermosa  tanto 
cuidado  había  de  tener,  qué  amigos  llevaba,  á  su  casa,  como  en  mirar  con 
qué  amigas  su  mujer  conversaba,  porque  lo  que  no  se  hace,  ni  concierta 
en  las  plazas,  ni  en  los  templos,  ni  en  las  fiestas  públicas,  ni  estaciones, 
(cosas  que  no  todas  veces  las  han  de  negar  los  maridos  á  sus  mujeres)  se 
concierta,  y  facilita  en  casa  de  la  amiga,  ó  la  parienta  de  quien  más  satis- 
facción se  tiene.  También  decía  Lotario,  que  tenían  necesidad  los  casados  de 
tener  cada  uno  algún  amigo  que  le  advirtiese  de  los  descuidos,  que  en  su 
proceder  hiciesen,  porque  suele  acontecer,  que  con  el  mucho  amor  que  el 
marido  á  la  mujer  tiene,  ó  no  le  advierte,  ó  no  le  dice  por  no  enojarla,  que 
haga,  ó  deje  de  hacer  algunas  cosas,  que  el  hacerlas,  ó  no,  le  sería  de  hon- 
ra, ó  de  vituperio:  de  lo  cual  siendo  del  amigo  advertido  fácilmente  pondría 
remedio  en  todo:  pero  dónde  se  hallará  amigo  tan  discreto,  y  tan  leal,  y 
verdadero,  como  aquí  Lotario  le  pide:  no  lo  sé  yo  por  cierto,  sólo  Lotario 
era  eate,  que  con  toda  solicitud,  y  advertimiento  miraba  por  la  honra  de  su 
amigo,  y  procuraba  dezmar,  frisar,  y  acortar  (1)  los  días  del  concierto  del 

(1)     Dezmar ,  frisar ,  y  acortar. 

1.*    Aunque  ahora  se  emplea  en  todos  los  casos  diezmar,  Cervantes  deió 
establecida  esta  variante  que,  al  mismo  tiempo  de  separarla  del  sentido 


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ir  á  su  casa,  porque  no  pareciese  mal  al  vulgo  ocioso,  y  á  los  ojoa  vaga- 
bundos, y  maliciosos  la  entrada  de  un  mozo  rico,  gentilhombre,  y  bien 
nacido,  y  de  las  buenas  partes,  que  él  pensaba  que  tenía,  en  la  casa  de  una 
mujer  tan  hermosa  como  Camila:  que  puesto  que  su  bondad,  y  valor  podía 
poner  freno  á  toda  maldiciente  lengua,  todavía  no  quería  poner  en  duda  su 
crédito,  ni  el  de  su  amigo,  y  por  esto  los  más  de  los  días  del  concierto  los 
ocupaba,  y  entretenía  en  otras  cosas,  que  él  daba  á  entender  ser  inexcusa- 
bles. Así  que  en  quejas  del  uno,  y  disculpas  del  otro,  se  pasaban  muchos 
ratos,  y  partes  del  día.  Sucedió  pues,  que  uno,  que  los  dos  se  andaban  pa- 
seando por  un  prado  fuera  de  la  ciudad...  Anselmo  dijo  á  Lotario  las  seme- 
iantes  razones. 

Pensabas  amigo  Lotario,  que  á  las  mercedes  que  Dios  me  ha  hecho  en 
hacerme  hijo  de  tales  padres,  como  fueron  los  míos,  y  al  darme  no  con 
mano  escasa  los  bienes,  así  los  que  llaman  de  naturaleza,  como  los  de  for- 
tuna, no  puedo  yo  corresponder  con  agradecimiento,  que  llegue  al  bien  re- 
cibido, y  sobre  el  que  me  hizo  en  darme  á  tí  por  amigo,  y  á  Camila  por 
mujer  propia,  dos  prendas  que  las  estimo,  sino  en  el  grado  que  debo,  y  en 
el  que  puedo,  pues  con  todas  estas  partes,  que  suelen  ser  el  todo  con  que 
los  hombres  suelen,  y  pueden  vivir  contentos,  vivo  yo  el  más  despechado, 
y  el  más  desabrido  hombre  de  todo  el  universo  mundo?  Porque  no  sé  qué 
días  á  esta  parte  me  fatiga,j  aprieta  un  deseo  tan  extraño,  y  tan  fuera  del 
uso  común  de  otros,  que  yo  me  maravillo  de  mí  mismo,  y  me  culpo,  y  me 
riño  á  solas,  y  procuro  callarlo,  y  encubrirlo  de  mis  propios  pensamientos: 
y  así  me  ha  sido  posible  salir  con  este  secreto,  como  si  de  industria  procu- 
rara decirlo  á  todo  mundo:  y  pues  que  en  efecto  él  ha  de  salir  aplaza  quie- 
ro que  sea  en  la  del  archivo  de  tu  secreto:  confiado  que  con  él,  y  con  la 

militar  que  encierra,  se  distanciaba  lo  suficiente  para  salvar  la  confusión 
con  los  diezmos,  quedando  incólunae  el  espíritu  religioso  de  la  época. 

2.*  Su  significación  de  acercar  aproximaba  tanto  las  faltas  dezmadas, 
que  únicamente  el  proponente  Sr.  Cabrera,  y  el  aceptante  Sr.  Hartzen- 
busch,  pudieron  confundirla  y  sustituirla  con  la  palabra  sisar  ¡pero  el  señor 
de  Toro,  bien  pudo  hacer  resaltar  que  este  verbo  lo  acreditaron  los  sas- 
tres, ganando  en  honrosa  lid  su  extensión  las  maritornes  de  ogaño. 

3.*^  Lo  que  procedía  para  eludir  «un  concierto  penoso»  era  acortar 
las  visitas,  que  pasaron  á  ocupar  el  lugar  de  los  dezmos  por  obra  y  gracia 
de  Cervantes,  que  nos  dejó  hecha  la  inversión. 

Hay  que  reconocer  que  antiguamente  se  expresaban  con  más  libertad, 
y  por  este  motivo^  la  extensión  de  las  voces  alcanzaba  proporciones  ilimi- 
tadas que  enriquecieron  «embelleciendo»  nuestra  habla;  constreñida 
actualmente  á  límites  vergonzosos,  por  el  afán  de  adornarla  con  parches 
extraños  que  acreditan  falta  de  ingenio  y  servilismo. 


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diligencia  que  pondrás,  como  mi  amigo  verdadero  en  remediarme,  yo  me 
veré  presto  libre  de  la  angustia  que  me  causa,  y  llegará  mi  alegría  por  tu 
solicitud  al  grado  que  ha  llegado  mi  descontento  por  mi  locura.  Suspenso 
tenían  á  Lotario  las  razones  de  Anselmo,  y  no  sabía  en  qué  había  de  parar 
tan  larga  prevención,  ó  preámbulo:  y  aunque  iba  revolviendo  en  su  imagi- 
nación qué  deseo  podría  ser  aquel  que  á  su  amigo  tanto  fatigaba,  dio  siem- 
pre muy  lejos  del  blanco  de  la  verdad:  y  por  salir  presto  de  la  agonía  que 
le  causaba  aquella  suspensión  le  dijo,  que  hacía  notorio  agravio  á  su  mucha 
amistad,  en  andar  buscando  rodeos,  para  decirle  sus  más  encubiertos  pen- 
samientos, pues  tenía  cierto  que  se  podía  prometer  del,  ó  ya  consejos  para 
entretenerlos,  ó  ya  remedios  para  cumplirlos.  Así  es  la  verdad,  respondió 
Anselmo,  y  con  esa  confianza  te  hago  saber  amigo  Lotario  que  el  deseo 
que  me  fatiga,  es  pensar  si  Camila  mi  esposa  está  tan  buena,  y  tan  perfec- 
ta como  yo  pienso:  y  no  puedo  enterarme  en  esta  verdad,  sino  es  probán- 
dola, de  manera  que  la  prueba  manifieste  los  quilates  de  su  bondad,  como 
el  fuego  muestra  los  del  oro.  Porque  yo  tengo  para  mí  (ó  amigo)  que  no 
es  una  mujer  más  buena  de  cuanto  es,  ó  no  es  solicitada:  y  que  aquella 
sola  es  fuerte,  que  no  se  dobla  á  las  promesas,  á  las  dádivas,  á  las  lágrimas, 
y  á  las  continuas  importunidades  de  los  solícitos  amantes.  Porque  qué  hay 
que  agradecer,  decía  él,  que  una  mujer  sea  buena,  si  nadie  le  dice  que  sea 
mala?  Qué  mucho  que  esté  recogida,  y  temerosa  la  que  no  le  dan  ocasión 
para  que  se  suelte,  y  la  que  sabe  que  tiene  marido,  que  en  cogiéndola  en 
la  primera  desenvoltura,  la  ha  de  quitar  la  vida?  Así  que  la  que  es  buena 
por  temor,  ó  por  falta  de  lugar,  yo  no  la  quiero  tener  en  aquella  estima  en 
que  tendré  á  la  solicitada,  y  perseguida,  que  salió  con  la  corona  del  venci- 
miento. De  modo  que  por  estas  razones,  y  por  otras  muchas  que  te  pudiera 
decir,  para  acreditar,  y  fortalecer  la  opinión  que  tengo,  deseo  que  Camila 
mi  esposa  pase  por  estas  dificultades,  y  se  acrisole,  y  quilate  en  el  fuego 
de  verse  requerida,  y  solicitada,  y  de  quien  tenga  valor  para  poner  en  ella 
sus  deseos:  y  si  ella  sale,  como  creo  que  saldrá,  con  la  palma  desta  batalla, 
tendré  yo  por  sin  igual  mi  ventura.  Podré  yo  decir,  que  está  como  el  vacío 
de  mis  deseos.  Diré  que  me  cupo  en  suerte,  á  mujer  fuerte,  de  quien  el 
Sabio  dice,  que  quién  la  hallará?  Y  cuando  esto  suceda  al  revés  de  lo  que 
pienso,  con  el  gusto  de  ver  que  acerté  en  mi  opinión,  llevaré  sin  pena,  la 
que  de  razón  podrá  causarme  mi  tan  costosa  experiencia.  Y  presupuesto 
que  ninguna  cosa  de  cuantas  me  dijeres  en  contra  de  mi  deseo,  ha  de  ser 
de  algún  provecho,  para  dejar  de  ponerle  por  la  obra,  quiero,  ó  amigo  Lo- 
tario, que  te  dispongas  á  ser  el  instrumento  que  labre  aquesta  obra  de  mi 

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gusto,  que  yo  te  daré  lugar  para  que  lo  hagas,  sin  faltarte  todo  aquello 
que  yo  viere  ser  necesario  para  solicitar  á  una   mujer  honesta,  honrada, 
recogida,  y  desinteresada.  Y  muéveme,  entre  otras  cosas,  á  fiar  de  ti  esta 
tan  ardua  empresa,  el  ver  que  si  de  ti  es  vencida  Camila,  no  ha  de  llegar 
el  vencimiento  á  todo  trance,  y  rigor,  sino  á  sólo  á  tener  por  hecho  lo  que 
ge  ha  de  hacer  por  buen  respeto,  y  así  no  quedaré  yo  ofendido  más  de  con 
el  deseo,  y  mi  injuria  quedará  escondida  en  la  virtud  de  tu  silencio,  que 
bien  sé,  que  en  lo  que  me  tocare  ha  de  ser  eterno  como  el  de  la  muerte. 
Así  que  si  quieres  que  yo  tenga  vida,  que  pueda  decir,  que  lo  es,  desde 
luego  has  de  entrar  en  esta  amorosa  batalla,  no  tibia,  ni  perezosamente, 
sino  con  el  ahinco  y  diligencia  que  mi  deseo  pide,  y  con  la  confianza  que 
nuestra  amistad  me  asegura.  Estas  fueron  las  razones  que  Anselmo  dijo  á 
Lotario,  á  todas  las  cuales  estuvo  tan  atento,  que  sino  fueron  las  que  que- 
dan escritas  que  le  dijo,  no  desplegó  sus  labios  hasta  que  hubo  acabado:  y 
viendo  que  no  decía  más,  después  que  le  estuvo  mirando  un  buen  espacio, 
como  si  mirara  otra  cosa  que  jamás  hubiera  visto,  que  le  causara  admira- 
ción, y  espanto,  le  dijo:  No  me  puedo  persuadir,  ó  amigo  Anselmo,  á  que 
no  sean  burlas  las  cosas  que  me  has  dicho,  que  á  pensar  que  de  veras  las 
decías,  no  consintiera,  que  tan  adelante  pasaras,  porque  con  no  escuchart-e 
previniera  tu  larga  arenga:  sin  duda  imagino,  ó  que  no  me  conoces,  ó  que 
yo  no  te  cenozco.  Pero  no,  que  bien  sé  que  eres  Anselmo,  y  tú  sabes  que 
yo  soy  Lotario:  el  daño  está,  en  que  yo  pienso  que  no  eres  el  Anselmo  que 
solías,  y  tú  debes  de  haber  pensado,  que  tampoco  yo  soy  el  Lotario  que 
debía  ser:  porque  las  cosas  que  me  has  dicho,  ni  son  de  aquel  Anselmo  mi 
amigo,  ni  Jas  que  rae  pides  se  han  de  pedir  á  aquel  Lotario  que  tú  cono- 
ces. Porque  los  buenos  amigos  han  de  probar  á  sus  amigos,  y  valerse  de- 
Uos,  como  dijo  un  Poeta,  usque  ad  aras,  que  quiso  decir,  que  no  se  habían 
de  valer  de  su  amistad  en  cosas  que  fuesen  contra  Dios.  Pues  si  esto  sin- 
tió un  Gentil  de  la  amistad,  cuánto  mejor  es  que  lo  sienta  el  Cristiano, 
que  sabe  que  por  ninguna  humana  ha  de  perder  la  amistad  divina?  Y  cuan- 
do el  amigo  tirase  tanto  la  barra,  que  pusiese  aparte  los  respetos  del  cielo, 
por  acudir  á  los  de  su  amigo,  no  ha  de  ser  por  cosas  ligeras,  y  de  poco 
momento,  sino  por  aquellas  en  que  vaya  la  honra,  y  la  vida  de  su  amigo. 
Pues  dime  tú  ahora,  Anselmo,  cuál  Jestas  dos  cosas  tienes  en  peligro,  para 
que  yo  me  aventure  á  complacerte,  y  á  hacer  una  cosa  tan  detestable  como 
me  pides?  Ninguna  por  cierto,  ant€s  me  pides,  según  yo  entiendo,  que  pro- 
cure, y  solicite  quitarte  la  honra,  y  la  vida,  y  quitármela  á  mí  juntamente. 
Porque  si  yo  he  de  procurar  quitarte  la  honra,  claro  está,  que  te  quito  la 


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vida,  pues  el  hombre  sin  honra,  peor  es  que  un  muerto:  y  siendo  yo  el  ins- 
trumento, como  tú  quieres  que  lo  sea,  de  tanto  mal  tuyo,  yo  vengo  á  que- 
dar deshonrado,  y  por  el  mismo  consiguiente  sin  vida?  Escucha  amigo 
Anselmo,  y  ten  paciencia  de  no  responderme,  hasta  que  acabe  de  decirte 
lo  que  se  me  ofreciere,  acerca  de  lo  que  te  ha  pedido  tu  deseo,  que  tiempo 
quedará  para  que  tú  me  repliques,  y  yo  te  escuche.  Que  me  place,  dijo 
Anselmo,  di  lo  que  quisieres.  Y  Lotario  prosiguió,  diciendo:  Paréceme,  ó 
Anselmo,  que  tienes  tú  ahora  el  ingenio  como  el  que  siempre  tienen  los 
Moros,  á  los  cuales  no  se  les  puede  dar  á  entender  el  error  de  su  secta  con 
las  acotaciones  de  la  santa  Escritura,  ni  con  razones  que  consistan  en  espe- 
culación del  entendimiento,  ni  que  vayan  fundadas  en  artículos  de  fe,  sino 
que  les  han  de  traer  ejemplos  palpables,  fáciles,  inteligibles,  demostrati- 
vos, indubitables,  con  demostraciones  Matemáticas,  que  no  se  pueden  ne- 
gar, como  cuando  dicen:  Si  de  dos  partes  iguales,  quitamos  partes  iguales, 
las  que  quedan  también  son  iguales.  Y  cuando  esto  no   entiendan  de  pala- 
bra, como  en  efecto  no  lo  entienden,  báseles  demostrar  con  las  manos,  y 
ponérselo  delante  de  los  ojos,  y  aun  con  todo  esto,  no  basta  nadie  con  ellos 
á  persuadirles  las  verdades  de  nuestra  sacra  Religión,  Y  este  mismo  tér- 
mino, y  modo  me  convendrá  usar  contigo,  porque  el  deseo  que  en  tí  ha 
nacido,  va  tan  descaminado,  y  tan  fuera  de  todo  aquello  que  tenga  sombra 
de  razonable,  que  me  parece  que  ha  de  ser  tiempo  malgastado,  el  que 
ocupare  en  darte  á  entender  tu  simplicidad,  que  por  ahora  no  le  quiero  dar 
otro  nombre,  y  aun  estoy  por  dejarte  en  tu  desatino,  en  pena  de  tu  mal 
deseo:  mas  no  me  deja  usar  deste  rigor  la  amistad  que  te  tengo,  la  cual 
DO  consiente  que  te  deje  puesto  en  tan  manifiesto  peligro  de  perderte.  Y 
porque  claro  lo  veas,  díme  Anselmo,  tú  no  me  has  dicho  que  tengo  de 
solicitar  á  una  retirada?  persuadir  á  una  honesta?  ofrecer  á  una  desintere- 
sada? servir  á  una  prudente?  Sí  que  me  lo  has  dicho.  Pues  si  tú  sabes  que 
tienes  mujer  retirada,  honesta,  desinteresada,  y  prudente,  qué  buscas?  Y 
si  piensas  que  de  todos  mis  asaltos  ha  de  salir  vencedora,  como  saldrá  sin 
duda,  qué  mejores  títulos  piensas  darle  después,  que  los  que  ahora  tiene? 
ó  qué  será  más  después  de  lo  que  es  ahora?  O  es  que  tú  no  la  tienes  por  la 
que  dices,  ó  tú  no  sabes  lo  que  pides.  Si  no  la  tienes  por  lo  que  dices,  para 
qué  quieres  probarla,  sino  como  á  mala,  hacer  della  lo  que  más  te  viniere 
en  gusto?  mas  si  es  tan  buena  como  crees,  impertinente  cosa  será  hacer 
experiencia  de  la  misma  verdad,  pues  después  de  hecha  se  ha  de  quedar 
con  la  estimación  que  primero  tenía.  Así  que  es  razón  concluyente,  que  d 
intentar  las  cosas,  de  las  cuales  nos  puede  suceder  más  daño  que  provecho. 


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es  de  juicios  sin  discurso,  y  temerarios:  y  más  cuando  quieren  intentar  aque- 
llas á  que  no  son  forzados,  ni  compelidos,  y  que  de  muy  lejos  traen  descu- 
bierto, que  el  intentarlas  es  manifiesta  locura.  Las  cosas  dificultosas  se  in- 
tentan por  Dios,  ó  por  el  mundo,  ó  por  entrambos  á  dos:  las  que  se  acome- 
ten por  Dios,  son  las  que  acometieron  los  santos,  acometiendo  á  vivir  vida 
de  Angeles,  en  cuerpos  humanos:  las  que  se  acometen  por  respeto  del 
mundo  son  las  de  aquellos  que  pasan  tanta  infinidad  de  agua,  tanta  diver- 
sidad de  climas,  tanta  extrañeza  de  gentes,  por  adquirir  estos  que  llaman, 
bienes  de  fortuna.  Y  las  que  se  intentan  por  Dios,  y  por  el  mundo  junta- 
mente son  aquellas  de  los  valerosos  soldados,  que  apenas  ven  en  el  contra- 
rio muro  abierto  tanto  espacio,  cuanto  es  el  que  pudo  hacer  una  redonda 
bala  de  artillería,  cuando  puesto  aparte  todo  temor,  sin  hacer  discurso,  ni 
advertir  el  manifiesto  peligro  que  les  amenaza,  llevados  en  vuelo  de  las  alas 
del  deseo  de  volver  por  su  fe,  por  su  nación,  y  por  su  Rey,  se  arrojan  in- 
trépidamente por  la  mitad  de  mil  contrapuestas  muertes  que  los  esperan. 
Estas  cosas  son  las  que  suelen  intentarse,  y  es  honra,  gloria,  y  provecho 
intentarlas,  aunque  tan  llenas  de  inconvenientes,  y  peligros.  Pero  la  que 
tú  dices,  que  quieres  intentar,  y  poner  por  obra,  ni  te  ha  de  alcanzar  gloria 
de  Dios,  bienes  de  la  fortuna,  ni  fama  con  los  hombres:  porque  puesto  que 
salgas  con  ella  como  deseas,  no  has  de  quedar,  ni  más  ufano,  ni  más  rico, 
ni  más  honrado  que  estás  ahora:  y  sino  sales,  te  has  de  ver  en  la  mayor 
miseria  que  imaginarse  pueda:  porque  no  te  ha  de  aprovechar  pensar  en- 
tonces, que  no  sabe  nadie  la  desgracia  que  te  ha  sucedida,  porque  bastará 
para  afligirte,  y  deshacerte,  que  la  sepas  tú  mismo.  Y  para  confirmación 
desta  verdad,  te  quiero  decir  una  estancia,  que  hizo  el  famoso  Poeta  Luis 
Tansilo,  en  el  fin  de  su  primera  parte  de  las  lágrimas  de  san  Pedro,  que 
dice  asi. 

Crece  el  dolor,  y  crece  la  vergüenza 

En  Pedro  cuando  el  día  se  ha  mostrado, 

Y  aunque  allí  no  ve  á  nadie,  se  avergüenza 

de  sí  mismo,  por  ver  que  había  pecado: 

Que  á  un  maghánimo  pecho  á  haber  vergüenza, 

No  sólo  ha  de  moverle  el  ser  mirado 

Que  de  sí  se  avergüenza  cuando  yerra, 

Si  bien  otro  no  ve  que  cielo  y  tierra. 

Así,  que  no  escusarás  con  el  secreto  tu  dolor,  antes  tendrás  que  llorar 
'contino,  sino  lágrimas  de  los  ojos,  lágrimas  de  sangre  del  corazón,  como 
las  lloraba  aquel  simple  Doctor  que  nuestro  Poeta  nos  cuenta,  que  hizo  la 


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prueba  del  vaso,  que  con  mejor  discurso  se  escusó  de  hacerla  el  prudente 
Eeinaldos:  que  puesto  que  aquello  sea  ficción  Poética,  tiene  en  sí  encerra- 
dos secretos  morales,  dignos  de  ser  advertidos,  y  entendidos,  é  imita- 
dos. (1)  Cuanto  más,  que  con  lo  que  ahora  pienso  decirte,  acabarás  de  ve- 
nir en  conocimiento  del  grande  error  que  quieres  cometer.  Dime  Anselmo, 
si  el  cielo,  ó  la  suerte  buena,  te  hubiera  hecho  señor,  y  legítimo  poseedor 
de  un  finísimo  diamante,  de  cuya  bondad,  y  quilates  estuviesen  satisfechos 
cuantos  lapidarios  le  viesen,  que  todos  á  una  voz,  y  de  común  parecer  dije- 
sen, que  llegaba  en  quilates,  bondad  y  fineza,  á  cuanto  se  podía  extender. 
la  naturaleza  de  tal  piedra,  y  tú  mismo  lo  creyeses  así,  sin  saber  otra  cosa 
en  contrario,  sería  justo  que  te  viniese  en  deseo  de  tomar  aquel  diamante, 
y  ponerle  entre  un  yunque,  y  un  martillo,  y  allí  á  pura  fuerza  de  golpes, 
y  brazos,  probar  si  es  tan  duro,  y  tan  fino  como  dicen?  y  más  si  lo  pusie- 
ses por  obra:  que  puesto  caso  que  la  piedra  hiciese  resistencia  á  tan  necia 
prueba,  no  por  eso  se  le  añadiría  más  valor,  ni  más  fama:  y  si  se  rompiese, 
cosa  que  podría  ser,  no  se  perdería  todo?  Sí  por  cierto,  dejando  á  su  dueño 
en  estimación  de  que  todos  le  tengan  por  simple.  Pues  haz  cuenta,  Ansel- 
mo amigo,  que  Camila  es  finísimo  diamante,  así  en  tu  estimación,  como  en 
la  agena,  y  que  no  es  razón  ponerla  en  contingencia  de  que  se  quiebre,  pues 
aanque  se  quede  con  su  entereza,  no  puede  subir  á  más  valor  del  que  aho- 
ra tiene:  y  si  faltase,  y  no  resistiese,  considera  desde  ahora,  cual  quedaría 
sin  ella,  y  con  cuanta  razón  te  podrías  quejar  de  tí  mismo,  por  haber  sido 
causa  de  su  perdición,  y  la  tuya?  Mira  que  no  hay  joya  en  el  mundo  que 
tanto  valga,  como  la  mujer  casta,  y  honrada,  y  que  todo  el  honor  de  las 
mujeres  consiste  en  la  opinión  buena  que  dellas  se  tiene:  y  pues  la  de  tu 
esposa  es  tal,  que  llega  al  extremo  de  bondad- que  sabes,  para  qué  quieres 
poner  esta  verdad  en  duda?  Mira  amigo,  que  la  mujer  es  animal  imperfec- 
to, y  que  no  se  le  han  de  poner  embarazos  donde  tropiece,  y  caiga,  sino 
quitárselos,  y  despojarle  el  camino  de  cualquier  inconveniente,  para  que 
sin  pesadumbre  corra  ligera  á  alcanzar  la  perfección  que  le  falta,  que  con- 
siste en  el  ser  virtuosa.  Cuentan  los  naturales,  que  el  Arminio  es  un  ani- 
malejo  que  tiene  una  piel  blanquísima,  y  que  cuando  quieren  cazarle  los 
cazadores,  usan  deste  artificio,  que  sabiendo  las  partes  por  donde  suele  pa- 
sar, y  acudir,  las  atajan  con  lodo,  y  después  ojeándole,  le  encaminan  hacia 
aquel  lugar,  y  así  como  el  Arminio  llega  al  lodo,  se  está  quedo,  y  se  deja 
prender,  y  cautivar,  á  trueco  de  no  pasar  por  el  cieno,  y  perder,  y  ensuciar 

(1)    Este  verso  es  el  que  debe  ser  desentrañado. 


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811  blancura,  que  la  estima  en  más  que  la  libertad,  y  la  vida.  La  honesta,  y 
casta  mujer,  es  Arminio,  y  es  más  que  nieve  blanca,  y  limpia  la  virtud  de 
la  honestidad,  y  el  que  quisiere,  que  no  la  pierda,  antes  la  guarde,  y  con- 
serve, ha  de  usar  de  otro  estilo  diferente  que  con  el  Arminio  se  tiene,  por- 
que no  le  han  de  poner  delante  el  cieno  de  los  regalos,  y  servicios  de  los 
importunos  amantes,  porque  quizá,  y  aun  sin  quizá,  no  tiene  tanta  virtud, 
y  fuerza  natural,  que  pueda  por  si  misma  atrepellar,  y  pasar  por  aquellos 
embarazos:  y  es  necesario  quitárselos,  y  ponerle  delante  la  limpieza  de  la 
tirtud,  y  la  belleza  que  encierra  en  sí  la  buena  fama.  Es  asimismo  la  bue- 
na mujer,  como  espejo  de  cristal  luciente,  y  claro,  pero  está  sujeto  á  em- 
pañarse, y  oscurecerse  con  cualquiera  aliento  que  le  toque.  Háse  de  usar 
con  la  honesta  mujer  el  estilo  que  con  las  reliquias,  adorarlas,  y  no  tocar- 
las. Háse  de  guardar,  y  estimar  la  mujer  buena,  como  se  guarda,  y  estima 
ua  hermoso  jardín  que  está  lleno  de  flores,  y  rosas,  cuyo  dueño  no  consien- 
te, que  nadie  le  pasee,  ni  manosee,  basta  que  desde  lejos,  y  por  entre  las 
verjas  de  hierro  gocen  de  su  fragancia,  y  hermosura.  Finalmente  quiero  de- 
cirte unos  versos  que  se  me  han  venido  á  la  memoria,  que  los  oí  en  una  co- 
media moderna,  que  me  parecen  al  propósito  de  lo  que  vamos  tratando. 
Aconsejaba  un  prudente  viejo  á  otro  padre  de  una  doncella,  que  la  recogie- 
se, guardase  y  encerrase,  y  entre  otras  razones  le  dijo  estas. 

Es  de  vidrio  la  mujer, 
Pero  no  se  ha  de  probar 
Si  se  puede,  ó  no  quebrar, 
Porque  todo  podría  ser. 

Y  es  más  fácil  el  quebrarse, 
Y  no  es  cordura  ponerse 

A  peligro  de  romperse 
Lo  que  no  puede  soldarse. 

Y  en  esta  opinión  estén 
Todos,  y  en  razón  la  fundo, 
Que  si  hay  Danaes  en  el  mundo, 
Hay  pluvias  de  oro  también. 

Cuanto  hasta  aquí  te  he  dicho,  ó  Anselmo,  ha  sido  por  lo  que  á  tí  te 
toca,  y  ahora  es  bien  que  se  oiga  algo  de  lo  que  á  mí  me  conviene:  y  sí  fue- 
re largo,  perdóname,  que  todo  lo  requiere  el  laberinto  donde  te  has  entra- 
do, y  de  donde  quieres  que  yo  te  saque.  Tú  me  tienes  por  amigo,  y  quieres 
quitarme  la  honra,  cosa  que  es  contra  toda  amistad:  y  aún  no  sólo  preten- 
des esto,  sino  que  procuras,  que  yo  te  la  quite  á  tí.  Que  me  la  quieres  qui- 


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\qx  á  mí,  está  claro,  pues  cuando  Camila  vea  que  yo  la  solicito,  como  me 
pides,  cierto  está,  que  me  ha  de  tener  por  hombre  sin  honra,  y  mal  mira- 
do, pues  intento,  y  hago  una  cosa  taa  fuera  de  aquello  que  el  ser  quien  soy, 
y  tu  amistad  me  obliga.  De  que  quieres  que  te  la  quite  á  tí,  no  hay  duda, 
porque  viendo  Camila  que  yo  la  solicito,  ha  de  pensar  que  yo  he  visto  en 
ella  alguna  liviandad,  que  me  dio  atrevimiento  á  descubrirle  mi  mal  deseo» 
y  teniéndose  por  deshonrada  te  toca  á  tí,  como  á  cosa  suya,  su  misma  des- 
honra. Y  de  aquí  nace  lo  que  comunmente  se  platica,  que  el  marido  de  la 
mujer  adúltera,  puesto  que  él  no  lo  sepa,  ni  haya  dado  ocasión  para  que  su 
mujer  no  sea  la  que  debe,  ni  haya  sido  en  su  mano,  ni  en  su  descuido,  y 
poco  recato,  estorbar  su  desgracia,  con  todo  le  llaman,  y  le  nombran  con 
nombre  de  vituperio,  y  bajo:  Y  en  cierta  manera  le  miran,  los  que  la  maldad 
de  su  mujer  saben,  con  ojos  de  menosprecio,  en  cambio  de  mirarle  con  los 
ojos  de  lástima,  viendo  que  no  por  su  culpa,  sino  por  el  gusto  de  su  mala 
compañera  está  en  aquella  desventura.  Pero  quiérete  decir  la  causa,  porqué 
con  justa  razón  es  deshonrado  el  marido  de  la  mujer  mala,  aunque  él  no 
sepa  que  lo  es,  ni  tenga  culpa,  ni  haya  sido  parte,  ni  dado  ocasión  para  que 
ella  lo  sea:  y  no  te  canses  de  oirme,  que  todo  ha  de  redundar  en  tu  prove- 
cho. Cuando  Dios  crió  á  nuestro  primer  Padre  en  el  Paraíso  terrenal,  dice  la 
divina  Escritura,  que  infundió  Dios  sueño  en  Adán,  y  que  estando  durmien- 
do le  sacó  una  costilla  del  lado  siniestro,  de  la  cual  formó  á  nuestra  madre 
Eva:  y  así  como  Adán  despertó,  y  la  miró,  dijo:  Esta  es  carne  de  mi  carne, 
y  hueso  de  mis  huesos.  Y  Dios  dijo:  Por  esta  dejará  el  hombre  á  su  padre, 
y  madre,  y  serán  dos  en  una  carne  misma.  Y  entonces  fué  instituido  el  di- 
vino Sacramento  del  JMatrimonio  con  tales  lazos,  que  sola  la  muerte  puede 
desatarlos.  Y  tiene  tanta  fuerza,  y  virtud  este  milagroso  Sacramento,  que 
hace  que  dos  diferentes  personas,  sean  una  misma  carne:  y  aún  hace  más 
en  los  buenos  casados,  que  aunque  tienen  dos  almas,  no  tienen  más  de  una 
voluntad.  Y  de  aquí  viene,  que  como  la  carne  de  la  esposa  sea  una  misma 
con  la  del  esposo,  las  manchas  que  en  ella  caen,  ó  los  defectos  que  se  pro- 
curan, redundan  en  la  carne  del  marido,  aunque  él  no  haya  dado,  como 
queda  dicho,  ocasión  para  aquel  daño.  Porque  así  el  dolor  del  pie,  ó  de 
cualquier  miembro  del  cuerpo  humano,  le  siente  todo  el  cuerpo,  por  ser 
todo  de  una  carne  misma:  y  la  cabeza  siente  el  daño  del  tobillo,  sin  que 
ella  se  le  haya  causado.  Así  el  marido  es  participante  de  la  deshonra  de  la 
mujer,  por  ser  una  misma  cosa  con  ella.  Y  como  Ins  honras,  y  deshonras 
del  mundo,  sean  todas,  y  nazcan  de  carne,  y  sangre,  y  las  de  la  mujer  mala 
sean  deste  género,  es  forzoso,  que  al  marido  le  quepa  parte  dellas,  y  sea 


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tenido  por  deshonrado,  sin  que  él  lo  sepa.  Mira  pues,  ó  Anselmo,  al  peligro 
que  te  pones,  en  querer  turbar  el  sosiego  en  que  tu  buena  esposa  vive.  Mira 
por  cuan  vana,  é  impertinente  curiosidad,  quieres  revolver  los  humores  que 
ahora  están  sosegados  en  el  pecho  de  tu  casta  esposa.  Advierte,  que  lo  que 
aventuras  á  ganar,  es  poco,  y  que  lo  que  perderás  será  tanto,  que  lo  dejaré 
en  su  punto,  porque  me  faltan  palabras  para  encarecerlo.  Pero  si  todo  cuan- 
to he  dicho  no  basta  á  moverte  de  tu  mal  propósito,  bien  puedes  buscar  otro 
instrumento  de  tu  deshonra,  y  desventura,  que  yo  no  pienso  serlo,  aunque 
por  ello  pierda  tu  amistad,  que  es  la  mayor  pérdida  que  imaginar  puedo. 
Calló  en  diciendo  esto,  el  virtuoso,  y  prudente  Lotario,  y  Anselmo  quedó 
tan  confuso,  y  pensativo,  que  por  un  buen  espacio  no  le  pudo  responder 
palabra,  pero  en  fin  le  dijo:  Con  la  atención  que  has  visto  he  escuchadt, 
Lotario  amigo,  cuanto  has  querido  decirme,  y  en  tus  razones,  ejemplos,  y 
comparaciones,  he  visto  la  mucha  discreción  que  tienes,  y  el  extremo  de  la 
verdadera  amistad  que  alcanzas:  y  asimismo  veo,  y  confieso,  que  sino  sigo 
tu  parecer,  y  me  voy  tras  el  mío,  voy  huyendo  del  bien,  y  corriendo  tras 
el  mal.  Presupuesto  esto,  has  de  considerar,  que  yo  padezco  ahora  la  en- 
fermedad que  suelen  tener  algunas  mujeres  que  se  les  antoja  comer  tierra, 
yeso,  carbón,  y  otras  cosas  peores,  aun  asquerosas  para  mirarse,  cuanto  más 
para  comerse  así  que  es  menester  usar  de  algún  artificio  para  que  yo  sane, 
y  esto  se  podía  hacer  con  facilidad,  sólo  con  que  comiences,  aunque  tibia, 
y  fingidamente,  á  solicitar  á  Camila,  la  cual  no  ha  de  ser  tan  tierna,  que  á 
los  primeros  encuentros  dé  con  su  honestidad  por  tierra,  y  con  sólo  este 
principio  quedaré  contento,  y  tú  habrás  cumplido  con  lo  que  debes  á  nues- 
tra amistad,  no  solamente  dándome  la  vida,  sino  persuadiéndome  de  no  ver- 
me sin  honra.  Y  estás  obligado  á  hacer  esto,  por  una  razón  sola,  y  es,  que 
estando  yo,  como  estoy  determinado,  de  poner  en  plática  esta  prueba,  no 
has  tú  de  consentir  que  yo  dé  cuenta  de  mi  desatino  á  otra  persona,  con 
que  pondría  en  aventura  el  honor  que  tú  procuras  que  no  pierda,  y  cuando 
el  tuyo  no  esté  en  el  punto  que  debe  en  la  intención  de  Camila,  en  tanto 
que  la  solicitares,  importa  poco,  ó  nada,  pues  con  brevedad  viendo  ella  la 
entereza  que  esperamos,  le  podrás  decir  la  pura  verdad  de  nuestro  artificio, 
con  que  volverá  tu  crédito  al  ser  primero.  Y  pues  tan  poco  aventuras,  y 
tanto  contento  me  puedes  dar  aventurándote,  no  lo  dejes  de  hacer,  aunque 
más  inconvenientes  se  te  pongan  delante,  pues  como  ya  he  dicho  con  sólo 
que  comiences  daré  por  concluida  la  causa.  Viendo  Lotario  la  resoluta  vo- 
luntad de  Anselmo,  y  no  sabiendo  qué  más  ejemplos  traerle,  ni  qué  más 
razones  mostrarle  para  que  no  las  siguiese:  y  viendo  que  le  amenazaba  que 


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daría  á  otro  cuenta  de  su  mal  deseo,  por  evitar  mayor  mal,  determinó  de 
contentarle,  y  hacer  lo  que  le  pedía  con  propósito,  é  intención  de  guiar 
aquel  negocio  de  modo,  que  sin  alterar  los  pensamientos  de  Camila  queda- 
se Anselmo  satisfecho,  y  así  le  respondió,  que  no  comunicase  su  pensa- 
miento con  otro  alguno,  que  él  tomaba  á  su  cargo  aquella  empresa,  la  cual 
comenzaría  cuando  á  él  le  diese  más  gusto.  Abrazóle  Anselmo,  tierna,  y 
amorosamente,  y  agradecióle  su  ofrecimiento,  como  si  alguna  grande  mer- 
ced le  hubiera  hecho,  y  quedaron  de  acuerdo  entre  los  dos,  que  desde  otro 
día  siguiente  se  comenzase  la  obra,  que  él  le  daría  lugar,  j  tiempo  como  á 
sus  solas  pudiese  hablar  á  Camila,  y  asimismo  le  daría  dineros,  y  joyas  que 
darla,  y  que  ofrecerla.  Aconsejóle,  que  le  diese  músicas,  que  escribiese  ver- 
sos en  su  alabanza,  y  que  cuando  él  no  quisiese  tomar  trabajo  de  hacerlos, 
él  mismo  los  haría.  A  todo  se  ofreció  Lotario,  bien  con  diíerente  intención 
que  Anselmo  pensaba:  y  con  este  acuerdo  se  volvieron  á  casa  de  Anselmo, 
donde  hallaron  á  Camila  con  ansia,  y  cuidado,  esperando  á  su  esposo,  por- 
que aquel  día  tardaba  en  venir  más  de  lo  acostumbrado.  Fuese  Lotario  á 
su  casa,  y  Anselmo  quedó  en  la  suya,  tan  contento,  como  Lotario  fué  pen- 
sativo, no  sabiendo,  que  traza  dar  para  salir  bien  de  aquel  impertinente 
negocio.  Pero  aquella  noche  pensó  el  modo  que  tendría  para  engañar  á 
Anselmo,  sin  ofender  á  Camila:  y  otro  día  vino  á  comer  con  su  amigo,  y 
fué  bien  recibido  de  Camila,  la  cual  le  recibía,  y  regalaba  con  mucha  vo- 
luntad, por  entender  la  buena  que  su  esposo  le  tenía.  Acabaron  de  comer, 
levantaron  los  manteles,  y  Anselmo  dijo  á  Lotario,  que  se  quedase  allí  con 
Camila,  en  tanto  que  él  iba  á  un  negocio  forzoso,  que  dentro  de  hora  y  me- 
dia volvería.  Rogóle  Camila  que  no  se  fuese,  y  Lotario  se  ofreció  á  hacerle 
compañía,  mas  nada  aprovechó  con  Anselmo,  antes  importunó  á  Lotario, 
que  se  quedase,  y  le  aguardase,  porque  tenía  que  tratar  con  él  una  cosa  de 
mucha  importancia.  Dijo  también  á  Camila  que  no  dejase  solo  á  Lotario, 
en  tanto  que  él  volviese.  En  efecto  él  supo  tan  bien  fingir  la  necesidad,  ó  ne- 
cedad de  su  ausencia,  que  nadie  pudiera  entender  que  era  fingida.  Fuese  An- 
selmo, yquedaron  solos  á  la  mesa  Camila,  y  Lotario,  porque  la  demás  gente 
de  casa,  toda  se  había  ido  á  comer.  Vióse  Lotario  puesto  en  la  estacada  que 
su  amigo  deseaba:  y  con  el  enemigo  delante,  que  pudiera  vencer  con  sola 
sa  hermosura  á  un  escuadrón  de  caballeros  armados:  mirad  si  era  razón  que 
le  temiera  Lotario?  Pero  lo  que  hizo,  fué  poner  el  codo  sobre  el  brazo  de 
la  silla,  y  la  mano  abierta  en  la  mejilla,  y  pidiendo  perdón  á  Camila  del 
mal  comedimiento,  dijo  que  quería  reposar  un  poco  en  tanto  que  Anselmo 
Tolvía.  Camila  le  respondió,  que  mejor  reposaría  en  el  estrado,  que  en  la 


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silla,  y  así  le  rogó  se  entrase  á  dormir  en  él.  No  quiso  Lotario,  y  allí  se 
quedó  dormido,  hasta  que  volvió  Anselmo:  el  cual  como  halló  á  Camila  en 
.su  aposento  y  á  Lotario  durmiendo  creyó  que  como  se  había  tardado  tanto, 
ya  habrían  tenido  los  dos  lugar  para  hablar,  y  aun  para  dormir,  y  no  vio  la 
hora  en  que  Lotario  despertase,  para  volverse  con  él  fuera,  y  preguntarle  de 
su  ventura.  Todo  le  sucedió  como  él  quiso.  Lotario  despertó,  y  luego  salie- 
ron los  dos  de  casa,  y  así  le  preguntó  lo  que  deseaba:  y  le  respondió  Lota- 
rio, que  no  le  había  parecido  ser  bien  que  la  primera  vez  se  descubriese  del 
todo,  y  así  no  había  hecho  otra  cosa,  que  alabar  á  Camila  de  hermosa,  d¡- 
ciéndole,  que  en  toda  la  ciudad  no  se  trataba  de  otra  cosa,  que  de  su  her- 
mosura, y  discreción,  y  que  éste  le  había  parecido  buen  principio  para  en- 
trar ganando  la  voluntad,  y  disponiéndola  á  que  otra  vez  le  escuchase  con 
gusto:  usando  en  esto  del  artificio  que  el  demonio  usa  cuando  quiere  enga- 
ñar á  alguno  que  está  puesto  en  atalaya  de  mirar  por  sí,  que  se  transforma 
en  Ángel  de  luz,  siéndolo  él  de  tinieblas,  y  poniéndole  delante  apariencias 
buenas,  al  cabo  descubre  quién  es,  y  sale  con  su  intención,  si  á  los  princi- 
pios no  es  descubierto  su  engaño.  Todo  esto  le  contentó  mucho  á  Anselmo, 
y  dijo,  que  cada  día  daría  el  mismo  lugar,  aunque  no  saliese  de  casa,  por- 
que en  ella  se  ocuparía  en  cosas  que  Camila  no  pudiese  venir  en  conoci- 
miento de  su  artificio.  Sucedió  pues,  que  se  pasaron  muchos  días  que  sin 
decir  Lotario  palabra  á  Camila,  respondía  á  Anselmo,  que  la  hablaba,  y  ja- 
más podía  sacar  della  una  pequeña  muestra  de  venir  en  ninguna  cosa  que 
mala  fuese,  ni  aun  dar  una  señal  de  sombra  de  esperanza:  antes  decía  que 
le  amenazaba,  que  si  de  aquel  mal  pensamiento  no  se  quitaba,  que  lo  había 
de  decir  á  su  esposo.  Bien  está,  dijo  Anselmo,  hasta  aquí  ha  resistido  Ca- 
mila á  las  palabras,  es  menester  ver,  cómo  resiste  á  las  obras,  yo  os  daré 
mañana  dos  mil  escudos  de  oro,  para  que  se  los  ofrezcáis,  y  aun  se  los  deis: 
y  otros  tantos  para  que  compréis  joyas  con  que  cebarla:  que  las  mujeres 
suelen  ser  aficionadas,  y  más  si  son  hermosas,  por  más  castas  que  sean,  á 
esto  de  traerse  bien,  y  andar  galanas:  y  si  ella  os  resiste  á  esta  tentación,  yo 
quedaré  satisfecho,  y  no  os  daré  más  pesadumbre.  Lotario  respondió,  que 
ya  que  había  comenzado,  que  él  llevaría  hasta  el  fin  aquella  empresa,  pues- 
to que  entendía  salir  della  cansado  y  vencido.  Otro  día  recibió  los  cuatro 
mil  escudos,  y  con  ellos  cuatro  mil  confusiones,  porque  no  sabía  qué  de- 
cirse para  mentir  de  nuevo,  pero  en  efecto  determinó  decirle,  que  Camila 
estaba  tan  entera  á  las  dádivas,  y  promesas,  como  á  las  palabras,  y  que  no 
había  para  qué  cansarse  más,  porque  todo  el  tiempo  se  gastaba  en  balde. 
Pero  la  suerte,  que  las  cosas  guiaba  de  otra  manera,  ordenó,  que  habiendo 


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dejado  Anselmo  solos,  á  Lotario,  y  á  Camila,  como  otras  veces  solía,  él  se 
encerró  en  un  aposento,  y  por  los  agujeros  de  la  cerradura  estuvo  mirando, 
y  escuchando  lo  que  los  dos  trataban,  y  vio  que  en  más  de  media  hora  Lo- 
tario no  habló  palabra  á  Camila,  ni  se  la  hablara,  si  allí  estuviera  un  siglo. 
Y  cayó  en  la  cuenta,  de  que  cuanto  su  amigo  le  había  dicho  de  las  respues- 
tas de  Camila,  todo  era  ficción,  y  mentira.  Y  para  ver  si  esto  era  así,  salió 
del  aposento,  y  llamando  á  Lotario  aparte,  le  preguntó  qué  nuevas  había, 
y  de  qué  temple  estaba  Camila?  Lotario  le  respondió,  que  no  pensaba  más 
darle  puntada  en  aquel  negocio,  porque  respondía  tan  áspera,  y  desabrida 
mente,  que  no  tendría  ánimo  para  volver  á  decirle  cosa  alguna.  Ah,  dijo 
Anselmo,  Lotario,  Lotario,  y  cuan  mal  correspondes  á  lo  que  me  debes,  y 
á  lo  mucho  que  de  tí  confío.  Ahora  te  he  estado  mirando,  por  el  lugar  que 
concede  la  entrada  desta  llave,  y  he  visto  que  no  has  dicho  palabra  á  Ca- 
mila. Por  donde  me  doy  á  entender,  que  aun  las  primeras  le  tienes  por  de- 
cir: y  si  esto  es  así,  como  sin  duda  lo  es,  para  qué  me  engañas?  O  porqué 
quieres  quitarme  con  tu  industria,  los  medios  que  yo  podría  hallar  para 
conseguir  mi  deseo?  No  dijo  más  Anselmo,  pero  bastó  lo  que  había  dicho, 
para  dejar  corrido,  y  confuso  á  Lotario.  El  cual  casi  como  tomando  por  pun- 
to de  honra,  el  haber  sido  hallado  en  mentira,  juró  á  Anselmo,  que  desde 
aquel  momento,  tomaba  tan  á  su  cargo  el  contentarle,  y  no  mentirle,  cual  lo 
vería,  si  con  curiosidad  lo  espiaba:  cuanto  más,  que  no  sería  menester  usar  de 
ninguna  diligencia,  porque  la  que  él  pensaba  poner  en  satisfacerle,  le  qui- 
taría de  toda  sospecha.  Creyóle  Anselmo,  y  para  darle  comodidad  más  se- 
gura, y  menos  sobresaltada,  determinó  de  hacer  ausencia  de  su  casa,  por 
ocho  días,  yéndose  á  la  de  un  amigo  suyo,  que  estaba  en  una  aldea,  no  le- 
jos de  la  Ciudad.  Con  el  cual  amigo  concertó,  que  le  enviase  á  llamar  con 
muchas  veras,  para  tener  ocasión  con  Camila,  de  su  partida.  Desdichado,  y 
mal  advertido  de  tí  Anselmo,  qué  es  lo  que  haces?  qué  es  lo  que  trazas? 
qué  es  lo  que  ordenas?  Mira,  que  haces  contra  tí  mismo,  trazando  tu  des- 
honra, y  ordenando  tu  perdición.  Buena  es  tu  esposa  Camila,  quieta,  y  so- 
segadamente la  posees,  nadie  sobresalta  tu  gusto,  sus  pensamientos  no  sa- 
len de  las  paredes  de  su  casa,  tú  eres  su  cielo  en  la  tierra,  el  blanco  de  sus 
deseos,  el  cumplimiento  de  sus  gustos,  y  la  medida  por  donde  mide  su  vo- 
luntad, ajustándola  en  todo  con  la  suya,  y  con  la  del  cielo.  Pues  si  la  mina 
de  su  honor,  hermosura,  honestidad,  y  recogimiento,  te  dá  sin  ningún  tra- 
bajo, toda  la  riqueza  que  tiene,  y  tú  puedes  desear,  para  qué  quieres  ahon- 
dar la  tierra,  y  buscar  nuevas  vetas,  de  nuevo,  y  nunca  visto  tesoro,  ponién- 
dote á  peligro,  que  toda  venga  abajo,  pues  en  fin  se  sustenta  sobre  los 


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débiles  arrimos  de  su  flaca  naturaleza?  Mira  que  el  que  busca  lo  imposible, 
es  justo  que  lo  posible  se  le  niegue.  Como  lo  dijo  mejor  un  Poeta  diciendo. 

Busco  en  1?  muerte  la  vida, 
Salud  en  la  enfermedad, 
En  la  prisión  libertad. 
En  lo  cerrado  salida, 
Y  en  el  traidor  lealtad. 

Pero  mi  suerte  de  quien 
Jamás  espero  algún  bien, 
Con  el  cielo  ha  estatuido, 
Que  pues  lo  imposible  pido, 
Lo  posible  aun  no  me  den. 

Fuese  otro  día  Anselmo  á  la  aldea,  dejando  dicho  á  Camila,  que  el 
tiempo  que  estunese  ausente,  vendría  Lotario  á  mirar  por  su  casa,  y  á 
comer  con  ella,  que  tuviese  cuidado  de  tratarle  como  á  su  misma  persona. 
Afligióse  Camila,  oomo  mujer  discreta,  y  honrada,  de  la  orden  que  su  ma- 
rido le  dejaba:  y  díjole  que  advirtiese,  que  no  estaba  bien,  que  nadie,  él 
ausente,  ocupase  la  silla  de  su  mesa,  que  si  lo  hacia  por  no  tener  confianza, 
que  ella  sabría  gobernar  su  casa,  que  probase  por  aquella  vez,  y  vería  por 
experiencia,  como  para  mayores  cuidados  era  bastante.  Anselmo  le  replicó, 
que  aquél  era  su  gusto,  y  que  no  tenía  más  que  hacer,  que  bajar  la  cabeza, 
y  obedecerle.  Camila  dijo,  que  así  lo  haría,  aunque  contra  su  voluntad. 
Partióse  Anselmo,  y  otro  día  vino  á  su  casa  Lotario,  donde  fué  recibido  de 
Camila  con  amoroso,  y  honesto  acogimiento.  La  cual  jamás  se  puso  en 
parte,  donde  Lotario  la  viese  á  solas,  porque  siempre  andaba  rodeada  de 
sus  criados,  y  criadas,  especialmente  de  una  doncella  suya,  llamada  Leo- 
Dela,  á  quien  ella  mucho  quería,  por  haberse  criado  desde  niñas  las  dos 
juntas,  en  casa  de  los  padres  de  Camila,  y  cuando  se  casó  con  Anselmo,  la 
trajo  consigo.  En  los  tres  días  primeros,  nunca  Lotario  le  dijo  nada,  aun- 
que pudiera,  cuando  se  levantaban  los  manteles,  y  la  gente  se  iba  á  comer 
con  mucha  priesa,  porque  así  se  lo  tenía  mandado  Camila.  Y  aun  tenía 
orden  Leonela,  que  comiese  primero  que  Camila,  y  que  de  su  lado  jamás 
se  quitase:  mas  ella,  que  en  otras  cosas  de  su  gusto  tenía  puesto  el  pensa- 
miento, y  había  menester  aquellas  horas,  y  aquel  lugar,  para  ocuparle  en 
su  contentos,  no  cumplía  todas  veces  el  mandamiento  de  su  señora,  antes 
los  dejaba  solos,  como  si  aquello  le  hubiera  mandado.  Mas  la  honesta  pre- 
sencia de  Camila,  la  gravedad  de  su  rostro,  la  compostura  de  su  persona, 


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era  tanta,  que  ponía  freno  á  la  lengua  de  Lotario.  Pero  el  provecho  que  las 
muchas  virtudes  de  Camila  hicieron,  poniendo  silencio  en  la  lengua  de  Lo- 
tario, redundó  más  en  daño  de  los  dos.  Porque  si  la  lengua  callaba,  el  pen. 
Sarniento  discurría,  y  tenía  lugar  de  contemplar  parte  por  parte  todos  los 
extremos  de  bondad,  y  de  hermosura  que  Camila  tenía,  bastantes  á  enamo- 
rar á  una  estatua  de  mármol,  no  un  corazón  de  carne.  Mirábala  Lotario  en 
el  lugar,  y  espacio  que  había  de  hablarla,  y  consideraba,  cuan  digna  era  de 
ser  amada;  y  esta  consideración  comenzó  poco  á  poco  á  dar  asalto  á  los  res- 
petos que  á  Anselmo  tenía,  y  mil  veces  quiso  ausentarse  de  la  Ciudad,  y 
irse  donde  jamás  Anselmo  le  viese  á  él,  ni  él  viese  á  Camila;  mas  ya  le 
hacía  impedimento,  y  detenía  el  gusto  que  hallaba  en  mirarla.  Hacíase 
fuerza,  y  peleaba  consigo  mismo,  por  desechar,  y  no  sentir  el  contento,  que 
le  llevaba  á  mirar  á  Camila.  Culpábase  á  solas  de  su  desatino,  llamábase 
mal  amigo,  y  aun  mal  Cristiano.  Hacía  discursos,  y  comparaciones  entre 
él,  y  Anselmo,  y  todos  paraban  en  decir,  que  más  había  sido  la  locura,  y 
confianza  de  Anselmo,  que  su  poca  fidelidad.  Y  que  si  así  tuviera  disculpa 
para  con  Dios,  como  para  con  los  hombres,  de  lo  que  pensaba  hacer,  que 
no  temiera  pena  por  su  culpa.  En  efecto,  la  hermosura,  y  la  bondad  de 
Camila,  juntamente  con  la  ocasión  que  el  ignorante  marido  le  había  puesto 
en  las  manos,  dieron  con  la  lealtad  de  Lotario  en  tierra.  Y  sin  mirar  á  otra 
cosa,  que  aquella  á  que  su  gusto  le  inclinaba,  al  cabo  de  tres  días  de  la 
ausencia  de  Anselmo,  en-  los  cuales  estuvo  en  continua  batalla,  por  resistir 
á  sus  deseos,  comenzó  á  requebrar  á  Camila  con  tanta  turbación,  y  con  tan 
amorosas  razones,  que  Camila  quedó  suspensa,  y  no  hizo  otra  cosa,  que 
levantarse  de  donde  estaba,  y  entrarse  en  su  aposento,  sin  responderle  pa- 
labra alguna.  Mas  no  por  esta  sequedad,  se  desmayó  en  Lotario  la  espe- 
ranza, que  siempre  nace  juntamente  con  el  amor,  antes  tuvo  en  más  á 
Camila.  La  cual  habiendo  visto  en  Lotario  lo  que  jamás  pensara,  no  sabía 
qué  hacerse.  Y  pareciéndole  no  ser  cosa  segura,  ni  bien  hecha,  darle  oca- 
sión, ni  lugar,  á  que  otra  vez  la  hablase,  determinó  de  enviar  aquella  mis- 
ma noche,  como  lo  hizo  á  un  criado  suyo  con  un  billete  á  Anselmo,  donde 
le  escribió  estas  razones. 


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CAPITULO  XXXIV 

Donde  se  prosigue  la  novela   del  curioso 
impertinente. 

«Así  como  suele  decirse,  que  parece  mal  el  ejército  sin  su  General,  y 
el  castillo  sin  su  Castellano.  Digo  yo,  que  parece  muy  peor  la  mujer  casa- 
da, y  moza,  sin  su  marido,  cuando  justísimas  ocasiones  no  lo  impiden.  Yo 
me  hallo  tan  mal  sin  vos,  y  tan  imposibilitada,  de  no  poder  sufrir  esta  au- 
sencia, que  si  presto  no  venís,  me  habré  de  ir  á  entretener  en  casa  de  mis 
padres,  aunque  deje  sin  guarda  la  vuestra.  Porque  la  que  me  dejastes,  si 
es  que  quedó  con  tal  título,  creo  que  mira  más  por  su  gusto,  que  por  lo 
que  á  vos  os  toca,  y  pues  sois  discreto,  no  tengo  más  que  deciros,  ni  aun  es 
bien  que  más  os  diga.  > 

Esta  carta  recibió  Anselmo,  y  entendió  por  ella,  que  Lotario  había  ya 
comenzado  la  empresa,  y  que  Camila  debía  de  haber  respondido  como  él 
deseaba.  Y  alegre  sobremanera  de  tales  nuevas,  respondió  á  Camila  de  pa- 
labra, que  no  hiciese  mudamiento  de  su  casa  en  modo  ninguno,  porque  él 
volvería  con  mucha  brevedad.  Admirada  quedó  Camila  de  la  respuesta  de 
Anselmo,  que  la  puso  en  más  confusión  que  primero,  porque  ni  se  atrevía 
á  estar  en  su  casa,  ni  menos  irse  á  la  de  sus  padres.  Porque  en  la  quedada 
corría  peligro  su  honestidad,  y  en  la  ida  iba  contra  el  mandamiento  de  su 
esposo.  En  fin  se  resolvió  en  lo  que  le  estuvo  peor,  que  fué,  en  el  quedar- 
se, con  determinación  de  no  huir  la  presencia  de  Lotario,  por  no  dar  qué 
decir  á  sus  criados,  y  ya  le  pesaba  de  haber  escrito,  lo  que  escribió  á  su 
esposo,  temerosa  de  que  no  pensase,  que  Lotario  había  visto  en  ella  alguna 
desenvoltura,  que  le  hubiese  movido  á  no  guardarle  el  decoro  que  debía. 
Pero  fiada  en  su  bondad,  se  fió  en  Dios,  y  en  su  buen  pensamiento,  con  que 
pensaba  resistir  callando,  á  todo  aquello  que  Lotario  decirle  quisiese,  sin 
dar  más  cuenta  á  su  marido,  por  no  ponerle  en  alguna  pendencia,  y  traba- 
jo. Y  aún  andaba  buscando  manera  cómo  disculpar  á  Lotario  con  Anselmo, 
cuando  le  preguntase  la  ocasión,  que  le  había  movido  á  escribirle  aquel  pa- 
pel. Con  estos  pensamientos,  más  honrados  que  acertados,  ni  provechosos, 
estuvo  otro  día  escuchando  á  Lotario,  el  cual  cargó  la  mano  de  manera,  que 
comenzó  á  titubear  la  firmeza  de  Camila,  y  su  honestidad  tuvo  harto  que 


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hacer  en  acudir  á  los  ojos,  para  que  no  diesen  muestra  de  alguna  amorosa 
compasión,  que  las  lágrimas,  y  las  razones  de  Lotario  en  su  pecho  habían 
despertado.  Todo  esto  notaba  Lotario,  y  todo  le  encendía.  Finalmente  á  él 
le  pareció,  que  era  menester  en  el  espacio,  y  lugar,  que  daba  la  ausencia 
de  Anselmo,  apretar  el  cerco  á  aquella  fortaleza.  Y  así  acometió  á  su  pre- 
tensión, con  las  alabanzas  de  su  hermosura,  porque  no  hay  cosa  que  más 
presto  rinda,  y  allane  las  encastilladas  torres  de  la  vanidad  de  las  hermo- 
sas que  la  misma  vanidad,  puesta  ea  las  lenguas  de  la  adulación.  En  efec- 
to, él  con  toda  diligencia  minó  la  roca  de  su  entereza  con  tales  pertrechos, 
que  aunque  Camila  fuera  toda  de  bronce,  viniera  al  suelo.  Lloró,  rogó,  ofre- 
ció, aduló,  porfió,  y  fingió  Lotario,  con  tanto  sentimiento,  con  muestras 
de  tantas  veras,  que  dio  al  través  con  el  recato  de  Camila,  y  vino  á  triun- 
far de  lo  que  menos  se  pensaba,  y  más  deseaba.  Rindióse  Camila,  Camila 
se  rindió:  pero  qué  mucho,  si  la  amistad  de  Lotario  no  quedó  en  pie?  Ejem- 
plo claro,  que  nos  muestra,  que  sólo  se  vence  la  pasión  amorosa,  con  huir- 
la, y  que  nadie  se  ha  de  poner  abrazos  con  tan  poderoso  enemigo.  Porque 
es  menester  fuerzas  divinas,  para  vencer  las  suyas  humanas.  Sólo  supo 
Leonelala  ñaqueza  de  su  señora,  porque  no  se  la  pudieron  encubrir,  los  dos 
malos  amigos,  y  nuevos  amantes.  No  quiso  Lotario  decir  á  Camila  la  pre- 
tensión de  Anselmo,  ni  que  él  le  había  dado  lugar,  para  llegar  á  aquel  pun- 
to. Porque  no  tuviese  en  menos  su  amor,  y  pensase  que  así  acaso,  y  sin 
pensar,  y  no  de  propósito,  la  había  solicitado.  Volvió  de  allí  á  pocos  días 
Anselmo  á  su  casa,  y  no  echó  de  ver  lo  que  faltaba  en  ella,  que  era  lo  que 
en  menos  tenía,  y  más  estimaba.  Fuese  luego  á  ver  á  Lotario,  y  hallóle  en 
su  casa,  abrazáronse  los  dos,  y  el  uno  preguntó  por  las  nuevas  de  su  yida, 
ó  de  su  muerte.  Las  nuevas  que  te  podré  dar,  ó  amigo  Anselmo,  dijo  Lotario 
son  de  que  tienes  una  mujer,  que  dignamente  puede  ser  ejemplo,  y  corona 
de  todas  las  mujeres  buenas.  Las  palabras  que  le  he  dicho,  se  las  ha  lleva- 
do el  aire,  los  ofrecimientos  se  han  tenido  en  poco,  las  dádivas  no  se  han 
admitido,  de  algunas  lágrimas  fingidas  mías  se  ha  hecho  burla  notable. 
En  resolución,  así  como  Camila  es  cifra  de  toda  belleza,  es  archivo  donde 
asiste  la  honestidad,  y  vive  el  comedimiento,  y  el  recato,  y  todas  las  vir- 
tudes que  pueden  hacer  loable,  y  bien  afortunada  á  una  honrada  mujer. 
Vuelve  á  tomar  tus  dineros  amigo,  que  aquí  los  tengo,  sin  haber  tenido 
necesidad  de  tocar  á  ellos,  que  la  entereza  de  Camila,  no  se  rinde  á  cosas 
tan  bajas,  como  son  dádivas  ni  promesas.  Conténtate  Anselmo,  y  no  quie- 
ras hacer  más  pruebas  de  las  hechas.  Y  pues  á  pie  enjuto  has  pasado  el 
mar  de  las  dificultades,  y  sospechas,  que  de  las  mujeres  suelen,  y  pueden 


—  3^8  - 

tenerse,  no  quieras  entrar  de  nuevo  en  el  profundo  piélago,  de  nuevos  in- 
convenientes, ni  quieras  hacer  experiencia  con  otro  piloto,  de  la  bondad,  y 
fortaleza  del  navio  que  el  cielo  te  dio  en  suerte,  para  que  en  él  pasases  la 
mar  deste  mundo.  Sino  haz  cuenta  que  estás  ya  en  seguro  puerto,  y  afé- 
rrate  con  las  áncoras  de  la  buena  consideración,  y  déjate  estar  hasta  que 
te  vengan  á  pedir  la  deuda,  que  no  hay  hidalguía  humana,  que  de  pagarla 
se  escuse.  Contentísimo  quedó  Anselmo,  de  las  razones  de  Lotario,  y  así 
se  las  creyó,  como  si  fueran  dichas  por  algún  Oráculo.  Pero  con  todo  eso 
le  rogó,  que  no  dejase  la  empresa,  aunque  no  fuese  más  de  por  curiosidad, 
y  entretenimiento,  aunque  no  se  aprovechase  de  allí  adelante  de  tan  ahin- 
cadas diligencias,  como  hasta  entonces.  Y  que  sólo  quería,  que  le  escribie- 
se algunos  versos  en  su  alabanza,  debajo  del  nombre  de  Clori,  porque  él 
le  daría  á  entender  á  Camila,  que  andaba  enamorado  de  una  dama,  á  quien 
le  había  puesto  aquel  nombre,  por  poder  celebrarla,  con  el  decoro  que  á  su 
honestidad  se  le  debía.  Y  que  cuando  Lotario  no  quisiera  tomar  trabajo  de 
escribir  los  versos,  que  él  los  haría.  No  será  menester  eso,  dijo  Lotario, 
pues  no  me  son  tan  enemigas  las  musas,  que  algunos  ratos  del  año  no  me 
visiten,  Dile  tú  á  Camila  lo  que  has  dicho  del  fingimiento  de  mis  amores, 
que  los  versos  yo  los  haré,  sino  tan  buenos  como  el  sujeto  merece,  serán 
por  lo  menos  los  mejores  que  yo  pudiere.  Quedaron  deste  acuerdo,  el  im- 
pertinente, y  el  traidor  amigo.  Y  vuelto  Lotario  á  su  casa,  preguntó  á 
Camila,  lo  que  ella  ya  se  maravillaba,  que  no  se  lo  hubiese  preguntado. 
Que  fué,  que  le  dijese  la  ocasión  porqué  le  había  escrito  el  papel  que  le 
envió.  Camila  le  respondió,  que  le  había  parecido,  que  Lotario  la  miraba 
un  poco  más  desenvueltamente,  que  cuando  él  estaba  en  casa.  Pero  ya 
estaba  desengañada,  y  creía  que  había  sido  imaginación  suya,  porque  ya 
Lotario  huía  de  verla,  y  de  estar  con  ella  á  solas.  Díjole  Anselmo,  que 
bien  podía  estar  segura  de  aquella  sospecha,  porque  él  sabía  que  Lotario 
andaba  enamorado  de  una  doncella  principal  de  la  Ciudad,  á  quien  él  cele- 
braba debajo  del  nombre  de  Clori,  y  que  aunque  no  lo  estuviera,  no  habla 
que  temer  de  la  verdad  de  Lotario,  y  de  la  mucha  amistad  de  entrambos. 
Y  á  no  estar  avisada  Camila  de  Lotario,  de  que  eran  fingidos  aquellos 
amores  de  Clori,  y  que  él  se  lo  había  dicho  á  Anselmo,  por  poder  ocuparse 
algunos  ratos  en  las  mismas  alabanzas  de  Camila,  ella  sin  duda  cayera  en 
la  desesperada  red  de  los  celos:  mas  por  estar  ya  advertida,  pasó  aquel 
sobresalto  sin  pesadumbre.  Otro  día,  estando  los  tres  sobre  mesa,  rogó 
Anselmo  á  Lotario,  dijese  alguna  cosa  de  las  que  había  compuesto  á  su 
amada  Clori,  que  pues  Camila  no  la  conocía,  seguramente  podía  decir  lo 


—  3^9  — 

que  quisiese.  Aunque  la  conociera,  respondió  Lotario,  no  encubriera  yo 
Hada,  porque  cuando  algún  amante  loa  á  su  dama  de  hermosa,  y  la  nota 
de  cruel,  ningún  oprobio  hace  á  su  buen  crédito.  Pero  sea  lo  que  fuere,  lo 
que  sé  decir,  que  ayer  hice  un  Soneto  á  la  ingratitud  desta  Clori,  que 

dice  así. 

SONETO 

En  el  silencio  de  la  noche,  cuando 
Ocupa  el  dulce  sueño  á  los  mortales 
La  pobre  cuenta  de  mié  ricos  males 
Estoy  al  cielo,  y  á  mi  Clori  dando. 

Y  al  tiempo  cuando  el  Sol  se  va  mostrando 
Por  las  rosadas  puertas  Orientales, 

Con  suspiros,  y  acentos  desiguales 
Voy  la  antigua  querella  renovando. 

Y  cuando  el  Sol  de  su  estrellado  asiento 
Derechos  rayos  á  la  tierra  envía. 

El  llanto  crece,  y  doblo  los  gemidos. 

Vuelve  la  noche,  y  vuelvo  al  triste  cuento, 
Y  siempre  hallo  en  mi  mortal  porfía, 
Al  cielo  sordo,  á  Clori  sin  oídos. 

Bien  le  pareció  el  Soneto  á  Camila,  pero  mejor  á  Anselmo,  pues  le 
alabó,  y  dijo  que  era  demasiadamente  cruel  la  dama,  que  á  tan  claras  ver- 
dades no  correspondía.  A  lo  que  dijo  Camila:  Luego  todo  aquello  que  los 
Poetas  enamorados  dicen,  es  verdad?  En  cuanto  poetas  no  la  dicen,  respon- 
dió Lotario,  mas  en  cuanto  enamorados  siempre  quedan  tan  cortos,  como 
verdaderos.  No  hay  duda  deso,  replicó  Anselmo,  todo  por  apoyar,  y  acre- 
ditar los  pensamientos  de  Lotario  con  Camila,  tan  descuidada  del  artificio 
de  Anselmo,  como  ya  enamorada  de  Lotario.  Y  así  con  el  gusto  que  de  sus 
cosas  tenía,  y  más  teniendo  por  entendido,  que  sus  deseos,  y  escritos,  á 
ella  se  encaminaban,  y  que  ella  era  la  verdadera  Clori,  le  rogó,  que  si  otro 
Soneto,  ó  otros  versos  sabía,  los  dijese?  Sí  sé,  respondió  Lotario,  pero  no 
creo  que  es  tan  bueno  como  el  primero,  ó  por  mejor  decir,  menos  malo. 
T  podréislo  bien  juzgar,  pues  es  este. 

SONETO 
Yo  sé  que  muero,  y  si  no  soy  creído, 
Es  más  cierto  el  morir,  como  es  más  cierto 
Verme  á  tus  pies,  ó  bella  ingrata  muerto. 
Antes  que  de  adorarte  arrepentido. 


—  370  — 

Podré  yo  verme  en  la  región  de  olvido, 
De  vida,  y  gloria,  y  de  favor  desierto, 
Y  allí  verse  podrá  en  mi  pecho  abierto, 
Cómo  tu  hermoso  rostro  está  esculpido, 

Que  esta  reliquia  guardo  para  el  duro 
Trance,  que  me  amenaza  mi  porfía. 
Que  en  su  mismo  vigor  se  fortalece. 

Ay  de  aquel  que  navega  el  cielo  oscuro, 
Por  mar  no  usado,  y  peligrosa  vía. 
Adonde  Norte,  ó  puerto  no  se  ofrece. 

También  alabó  este  segundo  Soneto  Anselmo  como  había  hecho  el  pri- 
mero, y  desta  manera  iba  añadiendo  eslabón,  á  eslabón  á  la  cadena,  con 
que  se  enlazaba,  y  trababa  su  deshonra,  pues  cuando  más  Lotario  le  des- 
honraba, entonces  le  decía  que  estaba  más  honrado.  Y  con  esto,  todos  los 
escalones  que  Camila  bajaba  hacia  el  centro  de  su  menosprecio,  los  subía 
en  la  opinión  de  su  marido,  hacia  la  cumbre  de  la  virtud,  y  de  su  buena 
fama.  Sucedió  en  esto,  que  hallándose  una  vez  entre  otras  sola  Camila  con 
su  doncella,  le  dijo:  Corrida  estoy,  amiga  Leonela,  de  saber  en  cuan  poco 
he  sabido  estimarme,  pues  siquiera  no  hice,  que  con  el  tiempo  comprara 
Lotario  la  entera  posesión,  que  le  di  tan  presto  de  mi  voluntad.  Temo  que 
ha  de  desestimar  mi  presteza,  ó  lijereza,  sin  que  eche  de  ver  la  fuerza  que 
él  me  hizo,  para  no  poder  resistirle.  No  te  dé  pena  eso  señora  mía,  respon- 
dió Leonela,  que  no  está  la  monta,  ni  es  causa  para  mengua,  la  estimación, 
darse  lo  que  se  da  presto,  si  en  efecto  lo  que  se  da  es  bueno,  y  ello  por  sí 
digno  de  estimarse.  Y  aun  suele  decirse,  que  el  que  luego  da,  da  dos  ve- 
yeces.  También  se  suele  decir,  dijo  Camila,  que  lo  que  cuesta  poco,  se 
estima  en  menos.  No  corre  por  tí  esa  razón,  respondió  Leonela,  porque  el 
amor,  según  he  oído  decir,  unas  veces  vuela,  y  otras  anda,  con  éste  corre, 
y  con  aquél  va  despacio,  á  unos  entibia,  y  á  otros  abrasa,  á  unos  hiere,  y 
á  otros  mata.  En  un  mismo  punto  comienza  la  carrera  de  sus  deseos,  y  en 
aquel  mismo  punto  la  acaba,  y  concluye.  Por  la  mañana  suele  poner  el 
cerco  á  una  fortaleza,  y  á  la  noche  la  tiene  rendida,  porque  no  hay  fuerza 
que  le  resista.  Y  siendo  así,  de  qué  te  espantas,  ó  de  qué  temes,  si  lo  mis- 
mo debe  de  haber  acontecido  á  Lotario,  habiendo  tomado  el  amor  por  ins- 
trumento de  rendirnos  la  ausencia  de  mi  señor?  Y  era  forzoso  que  en  ella 
se  concluyese  lo  que  el  amor  tenía  determinado,  sin  dar  tiempo  al  tiempo, 
para  que  Anselmo  le  tuviese  de  volver,  y  con  su  presencia  quedase  imper- 
fecta la  obra?  Porque  el  amor  no  tiene  otro  mejor  ministro,  para  ejecutar 


-  371  — 

lo  que  desea,  que  es  la  ocasión:  de  la  ocasión  se  sirve  en  todos  sus  hechos, 
principalmente  en  los  principios.  Todo  esto  sé  yo  muy  bien  más  de  expe- 
riencia, que  de  oídas:  y  algún  día  te  lo  diré  señora,  que  yo  también  soy  de 
carne,  y  de  sangre  moza.  Cuanto  más  señora  Camila,  que  no  te  entregaste, 
ni  diste  tan  luego,  que  primero  no  hubieses  visto  en  los  ojos,  en  los  suspi- 
ros, en  las  razones,  y  en  las  promesas,  y  dádivas  de  Lotario  toda  su  alma, 
viendo  en  ella,  y  en  sus  virtudes,  cuan  digno  era  Lotario  de  ser  amado. 
Pues  si  esto  es  así,  no  te  asalten  la  imaginación  esos  escrupulosos,  y  me- 
lindrosos pensamientos,  sino  asegúrate,  que  Lotario  te  estima,  como  tú  le 
estimas  á  él,  y  vive  con  contento,  y  satisfacción,  de  que  ya  que  caíste  en  el 
lazo  amoroso,  es  el  que  te  aprieta  de  valor,  y  de  estima.  Y  que  no  sólo 
tiene  las  cuatro  SS.  que  dicen  que  han  de  tener  los  buenos  enamorados, 
sino  todo  un  A.  b.  c.  entero:  sino  escúchame,  y  verás  cómo  te  lo  digo  de 
coro.  El  es  según  yo  veo,  y  á  mí  me  parece,  agradecido,  bueno,  caballero, 
dadivoso,  enamorado,  firme,  gallardo,  honrado,  ilustre,  leal,  mozo,  noble, 
honesto,  principal,  quanfioso,  rico;  y  las  SS.  que  dicen.  Y  luego,  tácito, 
verdadero.  La  X  no  le  cuadra,  porque  es  letra  áspera.  (1)  La  Y  ya  está 


(1)     Sin  existir  fundamento  serio  que  lo  acredite,  pues  la  dificultad  de 
pronunciación  el  uso  la  hubiera  resuelto  hace  muchos  años,  el  desprecio 
oon  que  se  mira  á  la  letra  X  es  cierto  y  parece  estar  llamada  á  desapare- 
cer: se  verifica  su  eliminación,  lenta,  pero  constantemente. 
Citaré  algunos  casos  de  tan  despiadada  metamorfosis. 

En  Xerez  la  convirtieron  en  J,  y  ahora  se  escribe   ferez 

>  Tartuxa S Toriosa 

»    Manxa   Ch, Mancha 

>  Exigha C,    Ecija 

Aunque  se  conserve  en  bastantes  voces  supliendo  loe  sonidos  de  c -s,  ó 
de  g-s,  y  se  la  use  en  la  numeración  romana,  ó  como  signo  de  multiplica- 
ción, ó  represente  la  incógnita,  nunca  se  la  resarcirá  lo  suficiente  por  las 
pérdidas  sufridas. 

Yo,  que  hace  tiempo  vengo  persiguiendo  cuanto  se  relaciona  con  esta 
letra  que  ocupa  el  26. <>  lugar  de  nuestro  alfabeto,  no  he  hallado  rastros  por 
los  que  pueda  venir  en  conocimiento  de  tan  loca  antipatía,  si  no  es  en  este 

capítulo,  cuando  dice  Cervantes:  las  SS.  qué  dicenf la  X  no  le  cuadra 

por  ser  letra  áspera 

tY  pues»  que  la  consideraba  de  preciosa  utilidad  para  mi  estudio, 
hube  de  releer  varias  veces  el  parrafito,  hasta  convencerme,  de  que  Cer- 
vantes, con  la  forma  anfibológica  adoptada  en  su  discurso,  quería  signi- 
ficar, €que  las  SS.  de  la  raiz  latina  ^Quiss*  las  transformó  en  X  para  com- 
poner un  nombre  raro>. 

Luego,  suplantada  la  X  por  una  J,  le  han  desfigurado  tanto  el  rostro 
á  Don  Quixote,  que  ¿cómo  lo  van  á  conocer,  y  menos  penetrar  sus  secre- 
tos? |Imposiblel 


—  372  — 

dicha.  La  Z  zelador  de  tu  honra.  Rióse  Camila  del  A.  h.  c.  de  su  doñee 
lia,  y  túvola  por  más  plática  (1)  en  las  cosas  de  amor,  que  ella  decía. 
Y  asi  lo  confesó  ella,  descubriendo  á  Camila,  cómo  trataba  amores  con  un 
mancebo  bien  nacido  de  la  misma  Ciudad.  De  lo  cual  se  turbó  Camila, 
temiendo  que  era  aquel  camino  por  donde  su  honra  podía  correr  riesgo. 
Apuróla,  si  pasaba  sus  pláticas  á  más  que  serlo.  Ella  con  poca  vergüenza, 
y  mucha  desenvoltura,  le  respondió  que  si  pasaban.  Porque  es  cosa  ya 
cierta,  que  los  descuidos  de  las  señoras  quitan  la  vergüenza  á  las  criadas, 
las  cuales  cuando  ven  á  las  amas,  echar  traspiés,  no  se  les  da  nada  á  ellas, 
de  cojear,  ni  de  que  lo  sepan.  No  pudo  hacer  otra  cosa  Camila,  sino  rogar 
á  Leonela,  no  dijese  nada  de  su  hecho,  al  que  decía  ser  su  amante,  y  que 
tratase  sus  cosas  con  secreto,  porque  no  viniesen  á  noticia  de  Anselmo,  ni 
de  Lotario.  Leonela  respondió,  que  así  lo  haría,  mas  cumpliólo  de  manera, 
que  hizo  cierto  el  temor  de  Camila,  de  que  por  ella  había  de  perder  su 
crédito.  Porque  la  deshonesta,  y  atrevida  Leonela,  después  que  vio,  que  el 
proceder  de  su  ama  no  era  el  que  solía,  atrevióse  á  entrar,  y  poner  dentro 
de  casa  á  su  amante,  confiada  que  aunque  su  señora  le  viese,  no  había  de 
osar  descubrirle.  Que  este  daño  acarrean  entre  otros,  los  pecados  de  las 
señoras,  que  se  hacen  esclavas  de  sus  mismas  criadas,  y  se  obligan  á  encu- 
brirles sus  deshonestidades,  y  vilezas,  como  aconteció  con  Camila.  Que 
aunque  vio  una,  y  muchas  veces,  que  su  Leonela  estaba  con  su  galán  en 
un  aposento  de  su  casa,  no  sólo  no  la  osaba  reñir,  más  dábale  lugar  á  que 
lo  encerrase,  y  quitábale  todos  los  estorbos,  para  que  no  fuese  visto  de  su 
marido.  Pero  no  los  pudo  quitar,  que  Lotario  no  le  viese  una  vez  salir,  al 
romper  del  alba.  El  cual  sin  conocer  quién  era,  pensó  primero  que  debía 
de  ser  alguna  fantasma.  Mas  cuando  le  vio  caminar,  embozarse,  y  encu, 
brirse  con  cuidado,  y  recato,  cayó  de  su  simple  pensamiento,  y  dio  en  otro- 
que  fuera  la  perdición  de  todos,  si  Camila  no  lo  remediara.  Pensó  Lotario, 
que  aquel  hombre  que  había  visto  salir  tan  á  deshora  de  casa  de  Anselmo, 
Bo  había  entrado  en  ella  por  Leonela,  ni  aun  se  acordó  si  Leonela  era  en 
el  mundo.  Sólo  creyó  que  Camila,  de  la  misma  manera  que  había  sido 
fácil,  y  ligera  con  él,  lo  era  para  otro,  que  estas  añadiduras  trae  consigo  la 
maldad  de  la  mujer  mala,  que  pierde  el  crédito  de  su  honra,  con  el  mismo 
á  quien  se  entregó  rogada,  y  persuadida.  Y  cree  que  con  mayor  facilidad 
se  entrega  á  otros,  y  da  infalible  crédito  á  cualquiera  sospecha  que  desto 
le  venga.  Y  no  parece,  sino  que  le  faltó  á  Lotario  en  este  punto  todo  su 


(1)    Contrapuesto  á  la  práctica  de  que  dio  pruebas. 


-  373  — 

buen  entendimiento,  y  se  le  fueron  de  la  memoria  todos  sus  advertidos 
discursos.  Pues  sin  hacer  alguno  que  bueno  fuese,  ni  aun  razonable,  sin 
más  ni  más,  antes  que  Anselmo  se  levantase  impaciente,  y  ciego  de  la  ce 
losa  rabia,  que  las  entrañas  le  roía,  muriendo  por  vengarse  de  Camila,  qu 
en  ninguna  cosa  le  habia  ofendido,  se  fué  á  Anselmo,  y  le  dijo:  Sábete  An- 
selmo, que  ha  muchos  días  que  he  andado  peleando  conmigo  mismo,  ha- 
ciéndome fuerza,  á  no  decirte  lo  que  ya  no  es  posible,  ni  justo,  que  más  te 
encubra.  Sábete  que  la  fortaleza  de  Camila,  está  ya  rendida,  y  sujeta  átodo 
aquello  que  yo  quisiere  hacer  della,  y  si  he  tardado  en  descubrirte  esta 
verdad,  ha  sido  por  ver  si  era  algún  liviano  antojo  suyo,  ó  si  lo  hacía  por 
probarme,  y  ver  si  eran  con  propósito  firme  tratados  los  amores  que  con  tu 
licencia  con  ella  he  comenzado.  Creí  asimismo,  que  ella  si  fuera  la  que  de- 
bía, y  la  que  entrambos  pensábamos,  ya  te  hubiera  dado  cuenta  de  mi  so- 
licitud. Pero  habiendo  visto  que  se  tarda,  conozco,  que  son  verdaderas  las 
promesas  que  me  ha  dado,  de  que  cuando  otra  vez  hagas  ausencia  de  tu 
casa,  me  hablará  en  la  recámara,  donde  está  el  repuesto  de  tus  alhajas,  (y 
era  la  verdad,  que  allí  le  solía  hablar  Camila)  y  no  quiero  precipitosamen- 
te corras  á  hacer  alguna  venganza,  pues  no  está  aún  cometido  el  pecado 
sino  con  pensamiento,  y  podría  ser,  que  deste,  hasta  el  tiempo  de  ponerle 
por  obra,  se  mudase  el  de  Camila,  y  naciese  en  su  lugar  el  arrepentimien- 
to. Y  así  ya  que  en  todo,  ó  en  parte  has  seguido  siempre  mis  consejos,  si- 
gue, y  guarda  uno  que  ahora  te  diré,  para  que  sin  engaño,  y  con  medroso 
advertimiento  te  satisfagas  de  aquello  que  más  vieres  que  te  convenga. 
Finge  que  te  ausentas  por  dos,  ó  tres  días,  como  otras  veces  sueles,  y  haz 
de  manera  que  te  quedes  escondido  en  tu  recámara,  pues  los  tapices  que 
allí  hay,  y  otras  cosas  con  que  te  puedas  encubrir,  te  ofrecen  mucha  como- 
didad, y  entonces  verás  por  tus  mismos  ojos,  y  yo  por  los  míos,  lo  que  Ca- 
mila quiere:  y  si  fuere  la  maldad  que  se  puede  temer  antes  que  esperar, 
con  silencio,  sagacidad,  y  discreción  podrás  ser  el  verdugo  de  tu  agravio. 
Absorto,  suspenso,  y  admirado  quedó  Anselmo,  con  las  razones  de  Lotario, 
porque  le  cogieron  en  tiempo,  donde  menos  las  esperaba  oír,  porque  ya  te- 
nía á  Camila  por  vencedora  de  los  fingidos  asaltos  de  Lotario,  y  comenzaba 
á  gozar  la  gloria  del  vencimiento.  Callando  estuvo  por  un  buen  espacio  mi- 
rando al  suelo  sin  mover  pestaña,  y  al  cabo  dijo:  Tú  lo  has  hecho  Lotario, 
como  yo  esperaba  de  tu  amistad,  en  todo  he  de  seguir  tu  consejo,  haz  lo 
que  quisieres,  y  guarda  aquel  secreto,  que  ves  que  conviene  en  caso  tan  no 
pensado.  Prometióselo  Lotario,  y  en  apartándose  del,  se  arrepintió  total 
mente  de  cuanto  le  había  dicho,  viendo  cuan  neciamente  había  andado 


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pues  pudiera  él  vengarse  de  Camila,  y  no  por  camino  tan  cruel,  y  tan  des- 
konrado.  Maldecía  bu  entendimiento,  afeaba  su  ligera  determinación,  y  no 
sabía  qué  medio  tomarse  para  deshacer  lo  hecho,  ó  para  darle  alguna  razo- 
nable salida.  Al  fin  acordó  de  dar  cuenta  de  todo  á  Camila,  y  como  no  fal- 
taba lugar  para  poderlo  hacer,  aquel  mismo  día  la  halló  sola:  y  allí  así  como 
vio  que  la  podía  hablar,  le  dijo:  (1) 

Sabed  amigo  Lotario  que  tengo  una  pena  en  el  corazón,  que  me  le 
aprieta  de  suerte,  que  parece  que  quiere  reventar  en  el  pecho,  y  ha  de  ser 
maravilla,  sino  lo  hace.  Pues  ha  llegado  la  desvergüenza  de  Leonela  á  tan- 
to, que  cada  noche  encierra  á  un  galán  suyo  en  esta  casa,  y  se  está  con  él 
hasta  el  día,  tan  á  costa  de  mi  crédito,  cuanto  le  quedará  campo  abierto 
de  juzgarlo  al  que  le  viere  salir  á  horas  tan  inusitadas  de  mi  casa,  y  lo 
que  me  fatiga  es  que  no  la  puedo  castigar,  ni  reñir:  que  el  ser  ella  secre- 
tario de  nuestros  tratos  me  ha  puesto  un  freno  en  la  boca,  para  callar  los 
suyos,  y  temo  que  de  aquí  ha  de  nacer  algún  mal  suceso.  Al  principio  que 
Camila  esto  decía,  creyó  Lotario  que  era  artificio  para  desmentirle,  que  el 
kombre  que  había  visto  salir  era  de  Leonela,  y  no  suyo:  pero  viéndola  llo- 
rar y  afligirse,  y  pedirle  remedio,  vino  á  creer  la  verdad,  y  creyéndola 
acabó  de  estar  confuso,  y  arrepentido  dtl  todo.  Pero  con  todo  esto  respon- 
dió á  Camila,  que  no  tuviese  pena,  que  él  ordenaría  remedio  para  atajar 
la  insolencia  de  Leonela.  Díjole  asimismo  lo  que  instigado  de  la  furiosa 
rabia  de  los  celos  había  dicho  á  Anselmo,  y  cómo  estaba  concertado  de 
esconderse  en  la  recámara  para  ver  desde  allí  á  la  clara  la  poca  lealtad, 
que  ella  le  guardaba.  Pidióle  perdón  desta  locura,  y  consejo  para  poder 
remediarla,  y  salir  bien  de  tan  revuelto  laberinto,  como  su  mal  discurso 
le  había  puesto.  Espantada  quedó  Camila  de  oír  lo  que  Lotario  le  decía, 
y  con  mucho  enojo,  y  muchas,  y  discretas  razones  le  riñó,  y  afeó  su  mal 
pensamiento,  y  la  simple,  y  mala  determinación  que  había  tenido.  Pero 
como  naturalmente  tiene  la  mujer  ingenio  presto  para  el  bien,  y  para  el 
mal,  más  que  el  varón:  puesto  que  le  va  faltando,  cuando  de  propósito 


(1)  Aunque  Clemencín  convierta  el  advervio  de  lugar  allí  en  el  pro- 
nombre personal  ella  y  el  dativo  de  la  tercera  persona  le  en  el  artículo  ia, 
para  buscar  el  sentido  de!  párrafo,  no  me  hará  creer  que  tiene  razón.  Ya, 
lo  que  creo,  es  que  debieron  poner  una  línea  de  puntos  en  sustitución  dt 
lo  que  dijese  Lotario  á  Camila,  que  debió  de  ser  sabrosísimo,  cuando  no 
pasó  por  el  tamiz  de  Murcia,  Cetina  y  CompaTiía,  encargados  de  estas  difi- 
cultosas operaciones  quirúrgicas. 


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se  pone  á  hacer  discursos,  luego  al  instante  halló  Camila  el  modo  de  re- 
mediar tan  al  parecer  irremediable  negocio,  y  dijo  á  Lotario  que  procura- 
se que  otro  día  se  escondiese  Anselmo  donde  decía,  porque  ella  pensaba 
sacar  de  su  escondimiento  comodidad,  para  que  desde  allí  en  adelante  los 
dos  se  gozasen  sin  sobresalto  alguno:  y  sin  declararle  del  todo  su  pensa- 
miento le  advirtió,  que  tuviese  cuidado  que  en  estando  Anselmo  escondi- 
do, él  viniese  cuando  Leonela  le  llamase,  y  que  á  cuanto  ella  le  dijese,  le 
respondiese,  como  respondiera,  aunque  no  supiera  que  Anselmo  le  escu- 
chaba. Porfió  Lotario,  que  le  acabase  de  declarar  su  intención,  porque  con 
más  seguridad,  y  aviso  guardase  todo  lo  que  viese  ser  necesario.  Digo,  dijo 
Camila,  que  no  hay  más  que  aguardar,  si  no  fuere  responderme  como  yo 
os  preguntare.  No  queriendo  Camila  darle  antes  cuenta  de  lo  que  pensaba 
hacer,  temerosa  que  no  quisiese  seguir  el  parecer  que  á  ella  tan  bueno  le 
parecía,  y  siguiese,  ó  buscase  otros,  que  no  podrían  ser  tan  buenos.  Con 
esto  se  fué  Lotario,  y  Anselmo  otro  día,  con  la  escusa  de  ir  á  aquella  aldea 
de  su  amigo  se  partió,  y  volvió  á  esconderse,  que  lo  pudo  hacer  con  como- 
didad, porque  de  industria  se  la  dieron  Camila  y  Leonela.  Escondido  pues 
Anselmo  con  aquel  sobresalto  que  se  puede  imaginar,  que  tendría  el  que 
esperaba  ver  por  sus  ojos  hacer  notomía  de  las  entrañas  de  su  honra,  íbase 
á  pique  de  perder  el  sumo  bien,  que  él  pensaba  que  tenía  en  su  querida  Ca- 
mila. Seguras  ya,  y  ciertas  Camila,  y  Leonela,  que  Anselmo  estaba  escon- 
dido, entraron  en  la  recámara:  y  apenas  hubo  puesto  los  pies  en  ella  Cami- 
la, cuando  dando  un  grande  suspiro,  dijo:  Ay  Leonela  amiga,  no  sería  me- 
jor que  antes  que  llegase  á  poner  en  ejecución  lo  que  no  quiero  que  sepas, 
porque  no  procures  estorbarlo,  que  tomases  la  daga  de  Anselmo  que  te  he 
pedido,  y  pasases  con  ella  este  infame  pecho  mío?  Pero  no  hagas  tal,  que 
no  será  razón  que  yo  lleve  la  pena  de  la  ajena  culpa.  Primero  quiero  saber, 
ijué  es  lo  que  vieron  en  mí  los  atrevidos,  y  deshonestos  ojos  de  Lotario, 
que  fuese  causa  de  darle  atrevimiento  á  descubrirme  un  tan  mal  deseo,  como 
es  el  que  me  ha  descubierto  en  desprecio  de  su  amigo,  y  en  deshonra  mía. 
Ponte  Leonela  á  esa  ventana,  y  llámale,  que  sin  duda  alguna  él  debe  de  es- 
tar en  la  calle,  esperando  poner  en  efecto  su  mala  intención.  Pero  primero 
se  pondrá  la  cruel,  cuanto  honrada  mía.  Ay  señora  mía,  respondió  la  sagaz, 
j  advertida  Leonela,  y  qué  es  lo  que  quieres  hacer  con  esta  daga?  Quieres 
for  ventura  quitarte  la  vida,  ó  quitársela  á  Lotario?  que  cualquiera  destas 
eosas  que  quieras  ha  de  redundar  en  pérdida  de  tu  crédito,  y  fama.  Mejor 
es  que  disimales  tu  agravio,  y  no  des  lugar  á  que  este  mal  hombre  entre 
ahora  en  esta  casa,  y  nos  halle  solas:  mira  señora  que  somos  flacas  mujeres, 


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y  él  es  hombre,  y  determinado,  y  como  viene  con  aquel  mal  propósito  cie- 
go, y  apasionado,  quizá  antes  que  tú  pongas  en  ejecución  el  tuyo  hará  él 
lo  que  te  estarla  más  mal,  que  quitarte  la  vida.  Mal  haya  mi  señor  Ansel- 
mo, que  tanto  mal  ha  querido  dar  á  este  desuella  caras  en  su  casa.  Y  ya 
señora  que  le  mates,  como  yo  pienso  que  quieres  hacer,  qué  hemos  de  ha- 
cer del  después  de  muerto?  Qué  amiga,  respondió  Camila,  dejarémosle  para 
que  Anselmo  le  entierre,  pues  será  justo  que  tenga  por  descanso  el  trabajo 
que  tomare  en  poner  debajo  de  la  tierra  su  misma  infamia.  Llámale  acaba, 
que  todo  el  tiempo  que  tardo  en  tomar  la  debida  venganza  de  mi  agravio, 
parece  que  ofendo  á  la  lealtad  que  á  mi  esposo  debo.  Todo  esto  escuchaba 
Anselmo,  y  á  cada  palabra  que  Camila  decía,  se  le  mudaban  los  pensamien- 
tos. Mas  cuando  entendió  que  estaba  resuelta  en  matar  á  Lotario,  quiso 
salir,  y  descubrirse,  porque  tal  cosa  no  se  hiciese:  pero  detúvole  el  deseo 
de  ver  en  qué  paraba  tanta  gallardía,  y  honesta  resolución,  con  propósito 
de  salir  á  tiempo  que  la  estorbase.  Tomóle  en  esto  á  Camila  un  fuerte  des- 
mayo, y  arrojándose  encima  de  una  cama  que  allí  estaba,  comenzó  Leonela 
á  llorar  muy  amargamente,  y  á  decir;  Ay  desdichada  de  mí,  si  fuese  tan  sin 
ventura,  que  se  me  muriese  aquí  entre  mis  brazos  la  flor  de  la  honestidad 
del  mundo,  la  corona  de  las  buenas  mujeres,  el  ejemplo  de  la  castidad,  con 
otras  cosas  á  estas  semejantes,  que  ninguno  la  escuchara,  que  no  la  tuvie- 
se por  la  más  lastimada,  y  leal  doncella  del  mundo,  y  á  su  señora  por  otra 
nueva,  y  perseguida  Penélope.  Poco  tardó  en  volver  de  su  desmayo  Cami- 
la, y  al  volver  en  sí,  dijo:  Porqué  no  vas  Leonela  á  llamar  al  más  desleal 
amigo  de  amigo  que  vio  el  Sol,  ó  cubrió  la  noche.  Acaba,  corre,  aguija,  ca- 
mina, no  se  desfogue  con  la  tardanza  el  fuego  de  la  cólera  que  tengo,  y  se 

pase  en  amena la  justa  venganza  que  espero.  Ya  voyá  llamarle,  señora, 

mía,  dijo  Leonela,  mas  hasme  de  dar  primero  esa  daga,  porque  no  hagas 
cosa  en  tanto  que  falto,  que  dejes  con  ella  que  llorar  toda  la  vida  á  todos 
los  que  bien  te  quieren.  Vé  segura  Leonela  amiga,  que  no  haré,  respondió 
Camila,  porque  ya  que  sea  atrevida,  y  simple  á  tu  parecer  en  volver  por  mi 
honra,  no  lo  he  de  ser  tanto  como  aquella  Lucrecia,  de  quien  dicen,  que  se 
mató  sin  haber  cometido  error  alguno,  y  sin  haber  muerto  primero  á  quien 
tuvo  la  causa  de  su  desgracia:  yo  moriré  si  muero,  pero  ha  de  ser  vengada, 
y  satisfecha  del  que  me  ha  dado  ocasión  de  venir  á  este  lugar  á  llorar  sus 
atrevimientos,  nacidos  tan  sin  culpa  mía.  Mucho  se  hizo  de  rogar  Leonel» 
antes  que  saliese  á  llamar  á  Lotario,  pero  en  fin  salió,  y  entretanto  que  vol- 
vía quedó  Camila  diciendo,  como  que  hablaba  consigo  misma:  Válgame 
Dios,  no  fuera  más  acertado  haber  despedido  á  Lotario,  como  otras  muchas 


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veces  lo  he  hecho,  que  no  ponerle  en  condición,  como  ya  le  he  puesto,  que 
me  tenga  por  deshonesta,  y  mala,  siquiera  este  tiempo  que  he  tardado  en 
desengañarle?  mejor  fuera  sin  duda:  pero  no  quedara  yo  vengada,  ni  la  hon- 
ra de  mi  marido  satisfecha,  si  tan  á  manos  lavadas,  y  tan  á  paso  llano  se 
volviera  á  salir  de  donde  sus  malos  pensamientos  le  entraron.  Pague  el 
traidor  con  la  vida,  lo  que  intentó  con  tan  lascivo  deseo.  Sepa  el  mundo  (si 
acaso  llegare  á  saberlo)  de  que  Camila  no  sólo  guardó  la  lealtad  á  su  espo- 
so, sino  que  le  dio  venganza  del  que  se  atrevió  á  ofenderle.  Mas  con  todo 
creo,  que  fuera  mejor  dar  cuenta  desto  á  Anselmo,  pero  ya  se  la  apunté  á 
dar  en  la  carta  que  le  escribí  á  la  aldea,  y  creo  que  el  no  acudir  él  al  re- 
medio del  daño  que  allí  le  señalé,  debió  de  ser  que  de  puro  bueno,  y  con- 
fiado, no  quiso,  ni  pudo  creer,  que  en  el  pecho  de  su  tan  firme  amigo  pu- 
diese caber  género  de  pensamiento  que  contra  su  honra  fuese,  ni  aun  yo  lo 
creí  después  por  muchos  días,  ni  lo  creyera  jamás,  si  su  insolencia  no  lle- 
gara á  tanto,  que  las  manifiestas  dádivas,  y  las  largas  promesas,  y  las  con- 
tinuas lágrimas  no  me  lo  manifestaran.  Mas  para  qué  hago  yo  ahora  estos 
discursos?  tiene  por  ventura  una  resolución  gallarda  necesidad  de  consejo 
alguno?  no  por  cierto.  Afuera  pues  traidores,  aquí  venganzas:  entre  el  fal- 
so, venga,  llegue,  muera,  y  acabe,  y  suceda  lo  que  sucediere.  Limpia  entré 
en  poder  del  que  el  cielo  me  dio  por  mío,  limpia  he  de  salir  del,  y  cuando 
mucho  saldré  bañada  en  mi  casta  sangre,  y  en  la  impura  del  más  falso 
amigo  que  vio  la  amistad  en  el  mundo,  y  diciendo  esto  se  paseaba  por  la  sala 
con  la  daga  desenvainada,  dando  tan  desconcertados,  y  desaforados  pasos, 
y  haciendo  tales  ademanes,  que  no  parecía  sino  que  le  faltaba  el  juicio,  y 
que  no  era  mujer  delicada,  sino  un  ruñan  desesperado.  Todo  lo  miraba  An- 
selmo cubierto  detrás  de  unos  tapices,  donde  se  había  escondido,  y  de  todo 
se  admiraba,  y  ya  le  parecía  que  lo  que  había  visto,  y  oído  era  bastante  sa- 
tisfacción para  mayores  sospechas:  y  la  quisiera  la  prueba  de  venir  Lotario 
aunque  temeroso  de  algún  mal  repentino  suceso:  y  estando  ya  para  mani- 
festarse, y  salir  para  abrazar,  y  desengañar  á  su  esposa,  se  detuvo,  porque 
vio  que  Leonela  volvía  con  Lotario  de  la  mano,  y  así  como  Camila  le  vio, 
haciendo  con  la  daga  en  el  suelo  una  gran  raya  delante  della,  le  dijo:  Lo- 
tario, advierte  lo  que  te  digo  si  á  dicha  te  atrevieres,  á  pasar  desta  raya 
que  ves,  ni  aún  llegar  á  ella,  en  el  punto  que  viere  que  lo  intentas,  en  ese 
mismo  me  pasaré  el  pecho  con  esta  daga  que  en  las  manos  tengo:  y  antes 
que  á  esto  me  respondas  palabra,  quiero  que  otras  algunas  me  escuches,  que 
después  responderás  lo  que  más  te  agradare.  Lo  primero,  quiero  Lotario  que 
me  digas  si  conoces  á  Anselmo  mi  marido,  y  en  qué  opinión  le  tienes?  Y 


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lo  segundo,  quiero  saber  también  si  me  conoces  á  mi?  Respóndeme  á  esto, 
y  no  te  turbes,  ni  pienses  mucho  lo  que  has  de  responder:  pues  no  son  di- 
ficultades las  que  te  pregunto?  No  era  tan  ignorante  Lotario,  que  desde  el 
primer  punto  que  Camila  le  dijo  que  hiciese  esconder  á  Anselmo,  no  hu- 
biese dado  en  la  cuenta  de  lo  que  ella  pensaba  hacer,  y  asi  correspondió 
con  su  intención  tan  discretamente,  y  tan  á  tiempo,  que  hicieran  los  dos 
pasar  aquella  mentira  por  más  que  cierta  verdad,  y  así  respondió  á  Cami- 
la desta  manera.  No  pensé  yo,  hermosa  Camila,  que  me  llamabas  para  pre- 
guntarme cosas  tan  fuera  de  la  intención  con  que  yo  aquí  vengo:  si  lo  haces 
por  dilatarme  la  prometida  merced,  desde  más  lejos  pudieras  entretenerla, 
porque  tanto  más  íatiga  el  bien  deseado,  cuanto  la  esperanza  está  más  cer- 
ca de  poseerlo:  pero  porque  no  digas,  que  no  respondo  á  tus  preguntas,  digo 
que  conozco  á  tu  esposo  Anselmo,  y  nos  conocemos  los  dos  desde  nuestros 
más  tiernos  años,  y  no  quiero  decir  lo  que  tú  también  sabes  de  nuestra 
amistad  por  me  hacer  testigo  del  agravio  que  el  amor  hace  que  le  haga  po- 
derosa disculpa  de  mayores  yerros.  A  tí  te  conozco,  y  tengo  en  la  misma 
posesión  que  él  te  tiene,  que  á  no  ser  así,  por  menos  prendas  que  las  tuyas, 
no  había  yo  de  ir  contra  lo  que  debo  á  ser  quien  soy,  y  contra  las  santas  le- 
yes de  la  verdadera  amistad,  ahora  por  tan  poderoso  enemigo  como  el 
amor  por  mí  rotas,  y  violadas.  Si  eso  confiesas,  respondió  Camila,  enemigo 
mortal  de  todo  aquello  que  justamente  merece  ser  amado,  con  qué  rostro 
osas  parecer  ante  quien  sabes  que  es  el  espejo  donde  se  mira  aquel  en  quien 
tú  te  debieras  mirar,  para  que  vieras  con  cuan  poca  ocasión  le  agravias? 
Pero  ya  caigo,  ay  desdichada  de  mí,  en  la  cuenta  de  quien  te  ha  hecho  te- 
ner tan  poca  con  lo  que  á  tí  mismo  debes,  que  debe  de  haber  sido  alguna 
desenvoltura  mía,  que  no  quiero  llamarla  deshonestidad,  pues  no  habrá  pro- 
cedido de  deliberada  determinación  sino  de  algún  descuido  de  los  que  las 
mujeres,  que  piensan  que  no  tienen  de  quien  recatarse,  suelen  hacer  inad- 
vertidamente. Si  no  dime  cuando,  ó  traidor,  respondí  á  tus  ruegos  con 
alguna  palabra,  ó  señal,  que  pudiese  despertar  en  tí  alguna  sombra  de  es- 
peranza, de  cumplir  tus  infames  deseos?  Cuándo  tus  amorosas  palabras  no 
fueron  deshechas,  y  reprendidas  de  las  mías,  con  rigor,  y  con  aspereza? 
Cuándo  tus  muchas  promesas,  y  mayores  dádivas  fueron  de  mí  creídas, 
ni  admitidas?  Pero  por  parecerme,  que  alguno  no  puede  perseverar  en  el 
intento  amoroso  luengo  tiempo,  sino  es  sustentado  de  alguna  esperanza, 
quiero  atribuirme  á  mí  la  culpa  de  tu  impertinencia:  pues  sin  duda  algún 
descuido  mío  ha  sustentado  tanto  tiempo  tu  cuidado,  y  así  quiero  castigar- 
me, y  darme  la  pena  que  tu  culpa  merece.  Y  porque  vieses,  que  siendo 


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conmigo  tan  inhumana,  no  era  posible  dejar  de  serlo  contigo,  quise  traerte  á 
ser  testigo  del  sacrificio  que  pienso  hacer  á  la  ofendida  honra  de  mi  tan  hon- 
rado marido,  agraviado  de  tí  con  el  mayor  cuidado  que  te  ha  sido  posible:  y 
de  mi  también  con  el  poco  recato  que  he  tenido  del  huir  la  ocasión,  si  alguna 
te  di  para  favorecer,  y  canonizar  tus  malas  intenciones.  Torno  á  decir,  que  la 
sospecha  que  tengo  que  algún  descuido  mío  engendró  en  tí  tan  desvariados 
pensamientos,  es  la  que  más  me  fatiga,  y  la  que  yo  más  deseo  castigar  con 
mis  propias  manos  porque  castigándome  otro  verdugo,  quizá  seria  más  pú- 
blica mi  culpa:  pero  antes  que  esto  haga,  quiero  matar  muriendo,  y  llevar 
conmigo  quien  me  acabe  de  satisfacer  el  deseo  de  la  venganza  que  espero,  y 
tengo,  viendo  allá,  donde  quiera  que  fuere  la  pena  que  da  la  justicia  desin- 
teresada, y  que  no  se  dobla  al  que  en  términos  tan  desesperados  me  ha  pues- 
to. Y  diciendo  estas  razones  con  una  increíble  fuerza,  y  ligereza  arremetió  á 
Lotario  con  la  daga  desenvainada,  con  tales  muestras  de  querer  enclavársela 
en  el  pecho,  que  casi  él  estuvo  en  duda,  si  aquellas  demostraciones  eran  fal- 
sas, ó  verdaderas,  porque  le  fué  forzoso  valerse  de  su  industria,  y  de  su  fuer- 
za, para  estorbar  que  Camila  no  le  diese,  la  cual  tan  vivamente  fingía  aquel 
extraño  embuste,  y  fealdad,  que  por  darle  color  de  verdad  la  quiso  matizar 
con  su  misma  sangre,  porque  viendo  que  no  podía  haber  á  Lotario,  ó  fin- 
giendo que  no  podía,  dijo:  Pues  la  suerte  no  quiere  satisfacer  del  todo  mi 
tan  justo  deseo,  á  lo  menos  no  será  tan  poderosa  que  en  parte  me  quite 
que  no  le  satisfaga:  y  haciendo  fuerza  para  soltar  la  mano  de  la  daga  que 
Lotario  la  tenía  asida,  la  sacó,  y  guiando  su  punta  por  parte  que  pudiese 
herir  no  profundamente,  se  la  entró,  y  escondió  por  más  arriba  de  la  islilla 
del  lado  izquierdo  junto  al  hombro,  y  luego  se  dejó  caer  en  el  suelo  como 
desmayada.  Estaban  Leonela,  y  Lotario  suspensos,  y  atónitos,  de  tal  suce- 
so: y  todavía  dudaban  de  la  verdad  de  aquel  hecho,  viendo  á  Camila  ten- 
dida en  tierra,  y  bañada  en  su  sangre:  acudió  Lotario  con  mucha  presteza 
despavorido,  y  sin  aliento  á  sacar  la  daga,  y  en  ver  la  pequeña  herida  salió 
del  temor  que  hasta  entonces  tenía,  y  de  nuevo  se  admiró  de  la  sagacidad, 
prudencia,  y  mucha  discreción  de  la  hermosa  Camila:  y  por  acudir  con  lo 
que  á  él  le  tocaba,  comenzó  á  hacer  una  larga,  y  triste  lamentación  sobre 
el  cuerpo  de  Camila,  como  si  estuviera  difunta,  echándose  muchas  maldi- 
ciones, no  solo  á  él,  sino  al  que  había  sido  causa  de  haberle  puesto  en 
aquel  término.  Y  como  sabía  que  le  escuchaba  su  amigo  Anselmo,  decía 
cosas,  que  el  que  le  oyera  le  tuviera  mucha  más  lástima  que  á  Camila, 
aunque  por  muerta  la  juzgara.  Leonela  la  tomó  en  brazos,  y  la  puso  en  el 
lecho,  suplicando  á  Lotario  fuese  á  buscar  quien  secretamente  á  Camila 


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curase.  Pedíale  asimismo  consejo,  y  parecer  de  lo  que  dirían  á  Anselmo 
de  aquella  herida  de  su  señora,  si  acaso  viniese  antes  que  estuviese  sana. 
El  respondió  que  dijesen  lo  que  quisiesen,  que  él  no  estaba  para  dar  con- 
sejo que  de  provecho  fuese,  sólo  le  dijo,  que  procurase  tomarle  la  sangre, 
porque  él  se  iba  adonde  gentes  n>  le  viesen.  Y  con  muestras  de  mucho  do- 
lor, y  sentimiento  se  salió  de  casa,  y  cuando  se  vio  solo,  y  en  parte  donde 
nadie  le  veía,  no  cesaba  de  hacerse  Cruces,  maravillándose  de  la  industria 
de  Camila,  y  de  los  ademanes  tan  propios  de  Leonela.  Consideraba  cuan 
enterado  había  de  quedar  Anselmo  de  que  tenia  por  mujer  á  una  segunda 
Porcia,  y  deseaba  verse  con  él,  para  celebrar  los  dos  la  mentira,  y  la  ver- 
dad más  disimulada,  que  jamás  pudiera  imaginarse.  Leonela  tomó,  como 
se  ha  dicho,  la  sangre  á  su  señora,  que  no  era  más  de  aquello  que  bastó 
para  acreditar  su  embuste,  y  lavando  con  un  poco  de  vino  la  herida,  se  la 
ató  lo  mejor  que  supo,  diciendo  tales  razones  en  tanto  que  la  curaba,  que 
aunque  no  hubieran  precedido  otras,  bastaran  á  hacer  creer  á  Anselmo  que 
tenía  en  Camila  un  simulacro  de  la  honestidad.  Juntáronse  á  las  palabras 
Leonela,  otras  de  Camila,  llamándose  cobarde,  y  de  poco  ánimo,  pues  le 
había  faltado  al  tiempo  que  fuera  más  necesario  tenerle,  para  quitarse  la 
vida,  que  tan  aborrecida  tenía.  Pedía  consejo  á  su  doncella,  si  diría,  6  no 
todo  aquel  suceso  á  su  querido  esposo,  la  cual  le  dijo,  que  no  se  lo  dijese, por- 
que le  pondría  en  obligación  de  vengarse  de  Lotario,  lo  cual  no  podría  ser 
sin  mucho  riesgo  suyo,  y  que  la  buena  mujer  estaba  obligada,  á  no  dar 
ocasión  á  su  marido  á  que  riñese,  sino  á  quitarle  todas  aquellas  que  le  fue" 
se  posible.  Respondió  Camila,  que  le  parecía  muy  bien  su  parecer,  y  que 
ella  le  seguiría.  Pero  que  en  todo  caso  convenía  buscar  qué  decir  á  Ansel- 
mo de  la  causa  de  aquella  herida,  que  él  no  podría  dejar  de  ver  á  lo  que 
Leonela  respondía,  que  ella,  ni  aun  burlando  no  sabía  mentir.  Pues  yo 
hermana,  replicó  Camila,  qué  tengo  de  saber?  que  no  me  atreveré  á  forjar, 
ni  sustentar  una  mentira  si  me  fuese  en  ello  la  vida?  Y  si  es  que  no  hemos 
de  saber  dar  salida  á  esto,  mejor  será  decirle  la  verdad  desnuda,  que  no 
que  nos  alcance  en  mentirosa  cuenta  No  tengas  pena  señora  de  aquí  á  ma- 
ñana, respondió  Leonela,  yo  pensaré  que  le  digamos,  y  quizá  que  por  ser 
la  herida  donde  es,  se  podrá  encubrir  sin  que  él  la  vea,  y  el  cielo  será  ser- 
vido de  favorecer  á  nuestros  tan  justos,  y  tan  honrados  pensamientos.  So- 
siégate señora  mía,  y  procura  sosegar  tu  alteración,  porque  mi  señor  no  te 
halle  sobresaltada:  y  lo  demás  déjalo  á  mi  cargo,  y  al  de  Dios,  que  siem- 
pre acude  á  los  buenos  deseos.  Atentísimo  había  estado  Anselmo  á  escu- 
char, y  á  ver  representar  la  tragedia  de  la  muerte  de  su  honra:  la  cual  con 


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tan  extraños,  y  eficaces  afectos  la  representaron  los  personajes  della,  que 
pareció  que  se  habían  transformado  en  la  misma  verdad  de  lo  que  fingían. 
Deseaba  mucho  la  noche,  y  el  tener  lugar  para  salir  de  su  casa,  y  ir  á  verse 
con  su  buen  amigo  Lotario,  congratulándose  con  él  de  la  margarita  pre- 
ciosa que  había  hallado  en  el  desengaño  de  la  bondad  de  su  esposa.  Tuvie- 
ron cuidado  las  dos  de  darle  lugar,  y  comodidad  á  que  saliese,  y  él  sin 
perderla  salió,  y  luego  fué  á  buscar  á  Lotario,  el  cual  hallado,  no  se  puede 
buenamente  contar  los  abrazos  que  le  dio,  las  cosas  que  de  su  contento  le 
dijo,  las  alabanzas  que  dio  á  Camila.  Todo  lo  cual  escuchó  Lotario  sin  po- 
der dar  muestras  de  alguna  alegría:  porque  se  le  representaba  á  la  memo- 
ria cuan  engañado  estaba  su  amigo,  y  cuan  injustamente  él  le  agraviaba. 
Y  aunque  Anselmo  veía  que  Lotario  no  se  alegraba,  creía  yt  ser  la  causa 
por  haber  dejado  á  Camila  herida,  y  haber  él  sido  la  causa.  Y  así  entre 
otras  razones  le  dijo,  que  no  tuviese  pena  del  suceso  de  Camila,  porque 
sin  duda  la  herida  era  ligera:  pues  quedaban  de  concierto  de  encubrírsela 
á  él.  Y  que  según  esto  no  había  de  qué  temer,  sino  que  de  allí  adelante  se 
gozase,  y  alegrase  con  él,  pues  por  su  industria,  y  medio  él  se  veía  levan- 
tado á  la  más  alta  felicidad,  que  acertara  á  desearse,  y  quería  que  no  fue- 
sen otros  sus  entretenimientos  que  en  hacer  versos  en  alabanza  de  Camila» 
que  la  hiciesen  eterna  en  la  memoria  de  los  siglos  venideros.  Lotario  alabó 
su  buena  determinación,  y  dijo,  que  él  por  su  parte  ayudaría  á  levantar 
tan  ilustre  edificio.  Con  esto  quedó  Anselmo  el  hombre  más  sabrosamente 
engañado  que  pudo  haber  en  el  mundo:  él  mismo  llevaba  por  la  mano  á 
su  casa,  creyendo  que  llevaba  el  instrumento  de  su  gloria,  toda  la  perdi- 
ción de  su  fama.  Recibíale  Camila  con  rostro  al  parecer  torcido,  aunque 
con  alma  risueña.  Duró  este  engaño  algunos  días,  hasta  que  al  cabo  de 
pocos  meses  volvió  fortuna  su  rueda,  y  salió  á  plaza  la  maldad  con  tanto 
artificio  hasta  allí  cubierta,  y  á  Anselmo  le  costó  la  vida  su  impertinente 
curiosidad. 


—   ^82   — 


CAPITULO   XXXY  O 
Donde  se  da  fin  á  la  novela  del  curioso  impertinente. 

Poco  más  quedaba  por  leer  de  la  novela,  cuando  del  camaranchón 
donde  reposaba  don  Quixote,  salió  Sancho  Panza  todo  alborotado,  diciendo 
á  voces:  Acudid  señores  presto,  y  socorred  á  mi  señor,  que  anda  enruelto 
en  la  más  reñida,  y  trabada  batalla,  que  mis  ojos  han  visto.  Vive  Dios  que 
ha  dado  una  cuchillada  al  gigante  enemigo  de  la  señora  Princesa  Micomi- 
cona,  que  le  ha  tajado  la  cabeza  cercén  á  cercén,  como  si  fuera  un  nabo. 
Qué  decís  hermano,  dijo  el  Cura,  (dejando  de  leer  lo  que  de  la  novela  que- 
daba) estáis  en  vos  Sancho?  Cómo  diablos  puede  ser  esto  que  decís,  estan- 
do el  gigante  dos  mil  leguas  de  aquí.  En  esto  oyeron  un  gran  ruido  en  el 
aposento,  y  que  don  Quixote  decía  á  voces:  Tente  ladrón,  malandrín,  follón, 
que  aquí  te  tengo,  y  no  te  ha  de  valer  tu  cimitarra.  Y  parecía  que  daba 
grandes  cuchilladas  por  las  paredes.  Y  dijo  Sancho,  no  tienen  que  pararse 
á  escuchar,  sino  entren  á  despartir  la  pelea,  ó  á  ayudar,  á  mi  amo:  aunque 
ya  no  será  menester,  porque  sin  duda  alguna  el  gigante  está  ya  muerto,  y 
dando  cuenta  á  Dios  de  su  pasada,  y  mala  vida,  que  yo  vi  correr  la  sangre 
por  el  suelo,  y  la  cabeza  cortada,  y  caída  á  un  lado  que  es  tamaña  como  un 
gran  cuero  de  vino.  Que  me  maten,  dijo,  á  esta  sazón  el  ventero,  si  don 
Quixote,  ó  don  diablo  no  ha  dado  alguna  cuchillada  en  alguno  de  los  cue- 
ros de  vino  tinto,  que  á  su  cabecera  estaban  llenos,  y  el  vino  derramado 


(1)  La  Academia  corrigió  la  equivocación — según  Clemencín — trasla- 
dando y  anteponiendo  al  titulo  de  este  capítulo  «el  anuncio  de  la  batalla 
con  los  cueros  de  vino  que  figura  en  el  capitulo  siguiente»;  pero  como  no 
se  conocían  los  parajes  que  se  citan  en  la  presente  fábula,  ni  el  graciosí- 
simo alcance  de  su  sentido,  creo  fué  prematuro  el  obrar  á  impulsos  de  su 
descomunal  poderío,  que  perjudicaba  notablemente  el  crédito  del  autor. 
Ahora  bien,  Cervantes  siguiendo  la  inveterada  y  no  perdida  costum- 
bre de  aquellas  gentes,  «puso  el  anuncio  después  del  suceso»,  y  esto,  al 
parecer  ilógico,  tiene  su  intríngulis:  Allá  en  mi  tierra,  entra  uno  en  una  casa, 
toma  asiento  en  el  «camapé»,  saca  la  tagarnina  y  la  navaja,  pica  el  tabaco,  lía 
el  cigarro,  lo  enciende,  remueve  los  leños  para  calentarse  bien,  y  cuando  apare- 
•ce  alguien  de  la  casa,  viene  lo  de  anunciar  su  visita.  No  sé  si  estará  bien  defi- 
nido, pero  yo  creo  que  no  fué  olvido ni  ignorancia  de  las  costumbres 

patriarcales  que  se  usan  por  allí. 


-383 

debe  de  ser  lo  que  le  parece  sangre  á  este  buen  hombre.  Y  con  esto  entró 
en  el  aposento,  y  todos  tras  él,  y  hallaron  á  don  Quísote  en  el  más  extraño 
traje  del  mundo:  estaba  en  camisa,  la  cual  no  era  tan  cumplida,  que  por 
delante  le  acabase  de  cubrir  los  muslos,  y  por  detrás  tenia  seis  dedos  me- 
nos: las  piernas  eran  muy  largas,  y  flacas,  llenas  de  bello,  y  no  nada  lim- 
pias. Tenía  en  la  cabeza  un  bonetillo  colorado  grasiento,  que  era  del  ven- 
tero. En  el  brazo  izquierdo  tenia  revuelta  la  manta  de  la  cama,  con  quien 
tenía  ojeriza  Sancho,  y  él  se  sabía  bien  el  porqué.  Y  en  la  derecha  des- 
envainada la  espada,  con  la  cual  daba  cuchilladas  á  todas  partes,  diciendo 
palabras,  como  si  verdaderamente  estuviera  peleando  con  algún  gigante:  y 
es  lo  bueno,  que  no  tenía  los  ojos  abiertos,  porque  estaba  durmiendo,  y 
soñando  que  estaba  en  batalla  con  el  gigante.  Que  fué  tan  intensa  la  ima- 
ginación de  la  aventura  que  iba  á  fenecer,  que  le  hizo  soñar  que  ya  había 
llegado  al  Reino  de  Micomicón,  y  que  ya  estaba  en  la  pelea  con  su  enemi- 
go, y  había  dado  tantas  cuchilladas  en  los  cueros,  creyendo  que  las  daba 
en  el  gigante,  que  todo  el  aposento  estaba  lien®  de  vino:  lo  cual  visto  por 
el  ventero,  tomó  tanto  enojo,  que  arremetió  con  don  Quixote,  y  á  puño 
cerrado  le  comenzó  á  dar  tantos  golpes,  que  si  Cárdenlo,  y  el  Cura  no  se 
le  quitaran,  él  acabara  la  guerra  del  gigante,  y  con  todo  aquello  no  des- 
pertaba el  pobre  caballero,  hasta  que  el  barbero  trajo  un  gran  caldero  de 
agua  fría  del  pozo,  y  se  le  echó  por  todo  el  cuerpo  de  golpe,  con  lo  cual 
despertó  don  Quixote,  mas  no  con  tanto  acuerdo,  que  echase  de  ver  de  la 
manera  que  estaba.  Dorotea  que  vio  cuan  corta,  y  sutilmente  estaba  vesti- 
do, no  quiso  entrar  á  ver  la  batalla  de  su.  ayudador,  y  de  su  contrario.  An- 
daba Sancho  buscando  la  cabeza  del  gigante,  por  todo  el  suelo,  y  como  no 
la  hallaba,  dijo:  Ya  yo  sé  que  todo  lo  desta  casa  es  encantamiento,  que  la 
otra  vez  en  este  mismo  lugar  donde  ahora  me  hallo,  me  dieron  muchos 
mojicones,  y  porrazos,  sin  saber  quién  me  los  daba,  y  nunca  pude  ver  á 
nadie:  y  ahora  no  parece  por  aquí  esta  cabeza,  que  vi  cortar  por  mis  mis- 
mos ojos,  y  la  sangre  corría  del  cuerpo,  como  de  una  fuente.  Qué  sangre, 
ni  qué  fuente  dices,  enemigo  de  Dios  y  de  sus  santos,  dijo  el  ventero?  No 
ves,  ladrón,  que  la  sangre,  y  la  fuente  no  es  otra  cosa,  que  estos  cueros  que 
aquí  están  horadados,  y  el  vino  tinto  que  nada  en  este  aposento,  que  na- 
dando vea  yo  el  alma  en  los  inflemos,  de  quien  los  horadó?  No  sé  nada, 
respondió  Sancho,  solo  sé,  que  vendré  á  ser  tan  desdichado,  que  por  no 
hallar  esta  cabeza  se  me  ha  de  deshacer  mi  Condado,  como  la  sal  en  el 
agua.  Y  estaba  peor  Sancho  despierto,  que  su  amo  durmiendo:  tal  le  tenían 
las  promesas  que  su  amo  le  había  hecho.  El  ventero  se  desesperaba  de  tcj 


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la  flema  del  escudero,  y  el  maleficio  del  señor,  y  juraba  que  no  había  de 
ser  como  la  vez  pasada,  que  se  le  fueron  sin  pagar:  y  que  ahora  no  le  ha- 
bían de  valer  los  privilegios  de  su  caballería,  para  dejar  de  pagar  lo  uno,  y 
lo  otro,  aun  hasta  lo  que  pudiesen  costar  las  botanas  que  se  habían  de 
echar  á  los  rotos  cueros.  Tenía  el  Cura  de  las  manos  á  don  Quixote,  el  cual 
creyendo  que  ya  había  acabado  la  aventura,  y  que  se  hallaba  delante  de  la 
Princesa  Micomicona,  se  hincó  de  rodillas  delante  del  Cura,  diciendo:  Bien 
puede  la  vuestra  grandeza,  alta,  y  hermosa  señora,  vivir  de  hoy  más  segu- 
ra, sin  que  le  pueda  hacer  mal  esta  mal  nacida  criatura:  y  yo  también  de 
hoy  más  soy  quito  de  la  palabra  que  os  di,  pues  con  la  ayuda  del  alto 
Dios,  y  con  el  favor  de  aquella  por  quien  yo  vivo,  y  respiro,  también  la  he 
cumplido.  No  lo  dije  yo?  dijo  oyendo  esto  Sancho,  sí  que  no  estaba  yo  bo. 
rracho,  mirad  si  tiene  puesto  ya  en  sal  mi  amo  al  gigante?  Cierto  son  los 
toros,  mi  Condado  está  de  molde.  Quién  no  había  de  reir  con  los  dispara- 
tes de  los  dos,  amo,  y  mozo?  Todos  reían,  sino  el  ventero,  que  se  daba  á 
Satanás.  Pero  en  fin,  tanto  hicieron  el  barbero.  Cárdenlo,  y  el  Cura,  que  con 
no  poco  trabajo  dieron  con  don  Quixote  en  la  cama,  el  cual  se  quedó  dor- 
mido, con  muestras  de  grandísimo  cansancio.  Dejáronle  dormir,  y  saliéron- 
se al  portal  de  la  venta,  á  consolar  á  Sancho  Panza,  de  no  haber  hallado  la 
cabeza  del  gigante:  aunque  más  tuvieron  que  hacer  en  aplacar  al  ventero, 
que  estaba  desesperado  por  la  repentina  muerte  de  sus  cueros:  y  la  vente- 
ra decía  en  voz,  y  en  grito:  En  mal  punto,  y  en  hora  menguada  entró  en 
mi  casa  este  caballero  andante,  que  nunca  mis  ojos  le  hubieran  visto,  que 
tan  caro  me  cuesta.  La  vez  pasada  se  fué  con  el  coste  de  una  noche,  de 
cena,  cama,  paja,  cebada  para  él,  y  para  su  escudero,  y  un  rocín,  y  un  ju- 
mento, diciendo  que  era  caballero  aventurero,  que  mala  aventura  le  dé  Dios, 
á  él,  y  á  cuantos  aventureros  hay  en  el  mundo:  y  que  por  esto  no  estaba 
obligado  á  pagar  nada,  que  así  estaba  escrito  en  los  aranceles  de  la  caballe- 
ría andantesca.  Y  ahora  por  su  respeto,  vino  estotro  señor,  y  me  llevó  mi 
cola,  y  hámela  vuelto  con  más  de  dos  cuartillos  de  daño,  toda  pelada,  que 
no  puede  servir  para  lo  que  la  quiere  mi  marido.  Y  por  fin,  y  remate  de 
todo,  romperme  mis  cueros,  y  derramarme  mi  vino:  que  derramada  le  vea 
yo  su  sangre.  Pues  no  se  piense,  que  por  los  huesos  de  mi  padre,  y  por  el 
siglo  de  mi  madre,  sino  me  lo  han  de  pagar  un  cuarto  sobre  otro,  ó  me  lla- 
maría yo  como  me  llamo,  ni  sería  hija  de  quien  soy.  Estas,  y  otras  razones 
tales,  decía  la  ventera,  con  grande  enojo:  y  ayudábala  su  buena  criada  Ma- 
ritornes. La  hija  callaba,  y  de  cuando  en  cuando  se  sonreía.  El  Cura  lo  so- 
«egó  todo,  prometiendo  de  satisfacerles  su  pérdida,  lo  m«jor  que  pudiese, 


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así  de  los  cueros,  como  del  vino:  y  principalmente  del  menoscabo  de  la 
cola,  de  quien  tanta  cuenta  hacían.  Dorotea  consoló  á  Sancho  Panza,  di- 
ciéndole,  que  cada,  y  cuando  que  pareciese  haber  sido  verdad  que  su  amo 
hubiese  descabezado  al  gigante,  le  prometía,  en  viéndose  pacífica  en  su 
Reino,  de  darle  el  mejor  Condado  que  en  él  hubiese.  Consolóse  con  esto 
Sancho,  y  aseguró  á  la  Princesa,  que  tuviese  por  cierto  que  éJ  había  visto 
la  cabeza  del  gigante,  y  que  por  más  señas,  tenía  una  barba  que  le  llegaba 
á  la  cintura,  y  que  sino  parecía,  era  porque  todo  cuanto  en  aquella  casa 
pasaba,  era  por  vía  de  encantamiento,  como  él  lo  había  probado  otra  vez 
que  había  posado  en  ella.  Dorotea,  dijo  que  así  lo  creía,  y  que  no  tuviese 
pena,  que  todo  se  haría  bien,  y  sucedería  á  pedir  de  boca.  Sosegados  todos, 
el  Cura  quiso  acabar  de  leer  la  novela,  porque  vio  que  faltaba  poco.  Cárde- 
nlo, Dorotea,  y  todos  los  demás  le  rogaron  la  acabase:  él  que  á  todos  quiso 
dar  gusto,  y  por  el  que  él  tenía  de  leerla,  prosiguió  el  cuento,  que  así 
decía. 

Sucedió  pues,  que  por  la  satisfacción  que  Anselmo  tenía  de  la  bondad 
de  Camila,  vivía  una  vida  contenta,  y  descuidada:  y  Camila  de  industria 
hacía  mal  rostro  á  Lotario,  porque  Anselmo  entendiese  al  revés,  de  la  vo- 
luntad que  le  tenía:  y  para  más  confirmación  de  su  hecho,  pidió  licencia 
Lotario,  para  no  venir  á  su  casa,  pues  claramente  se  mostraba  la  pesadum- 
bre que  coB  su  vista  Camila  recibía,  mas  el  engañado  Anselmo  le  dijo,  que 
en  ninguna  manera  tal  hiciese.  Y  desta  manera,  por  mil  maneras  era  An- 
selmo el  fabricador  de  su  deshonra,  creyendo  que  lo  era  de  su  gusto.  En 
esto,  el  gozo  que  tenía  Leonela  de  verse  calificada  en  sus  amores,  llegó  á 
tanto,  que  sin  mirar  otra  cosa,  se  iba  tras  él  á  suelta  rienda,  fiada  en  que 
su  señora  la  encubría,  y  aun  la  advertía  del  modo  que  con  poco  recelo  pu- 
diese ponerle  en  ejecución.  En  fin,  una  noche  sintió  Anselmo  pasos  en  el 
aposento  de  Leonela,  y  queriendo  entrar  á  ver  quien  los  daba,  sintió  que  le 
detenían  la  puerta:  cosa  que  le  puso  más  voluntad  de  abrirla,  y  tanta  fuer- 
za hizo,  que  la  abrió,  y  entró  dentro  á  tiempo  que  rió  que  un  hombre  sal- 
taba por  la  ventana  á  la  calle:  y  acudiendo  con  presteza  á  alcanzarle,  ó  co- 
nocerle, no  pudo  conseguir  lo  uno,  ni  lo  otro,  porque  Leonela  se  abrazó  con 
él,  diciéndole:  Sosiégate,  señor  mío,  y  no  te  alborotes,  ni  sigas  al  que  de 
aquí  saltó  que  es  cosa  mía.  y  tanto,  que  es  mi  esposo.  No  lo  quiso  creer 
Anselmo,  antes  ciego  de  enojo,  sacó  la  daga,  y  quiso  herir  á  Leonela,  di- 
ciéndole, que  le  dijese  la  verdad,  si  no  que  la  mataría.  Ella  con  el  miedo, 
sin  saber  lo  que  se  decía,  le  dijo:  No  me  mates,  señor,  que  yo  te  diré  cosaa 
de  más  importancia  de  la  que  puedes  imaginar.  Dilas  luego,  dijo  Anselmo, 

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sino  muerta  eres.  Por  ahora  será  imposible,  dijo  Leonela,  según  estoy  de 
turbada,  déjame  hasta  mañana,  que  entonces  sabrás  de  mí  lo  que  te  ha  de 
admirar:  y  está  segure,  que  el  que  saltó  por  esta  ventana,  es  un  mancebo 
de  esta  ciudad,  que  me  ha  dado  la  mano  de  ser  mi  esposo.  Sosegóse  con 
esto  Anselmo,  y  quiso  aguardar  el  término  que  se  le  pedia,  porque  no  pen- 
saba oir  cosa  que  contra  Camila  fuese,  por  estar  de  su  bondad  tan  satisfe- 
cho, y  seguro,  y  asi  se  salió  del  aposento,  y  dejó  encerrada  en  él  á  Leone- 
la, diciéndole,  que  de  allí  no  saldría,  hasta  que  le  dijese  lo  que  tenía  que 
decirle.  Fué  luego  á  ver  á  Camila,  y  á  decirle,  como  le  dijo,  todo  aquello 
que  con  su  doncella  le  había  pasado,  y  la  palabra  que  le  había  dado  de  de' 
cirle  grandes  cosas,  y  de  importancia.  Si  se  turbó  Camila,  ó  no,  no  hay 
para  qué  decirlo,  porque  fué  tanto  el  temor  que  cobró,  creyendo  verdade- 
ramente (y  era  de  creer)  que  Leonela  había  de  decir  á  Anselmo,  todo  lo  que 
sabía  de  su  poca  íé,  que  no  tuvo  ánimo  para  esperar  si  su  sospecha  salía 
falsa,  ó  no.  Y  aquella  misma  noche,  cuando  le  pareció  que  Anselmo  dor- 
mía, juntó  las  mejores  joyas  que  tenía,  y  algunos  dineros,  y  sin  ser  de  na- 
die sentida,  salió  de  casa,  y  se  fué  á  la  de  Lotario,  á  quien  contó  lo  que  pa- 
saba, y  le  pidió,  que  la  pusiese  en  cobro,  ó  que  se  ausentasen  los  dos,  donde 
de  Anselmo  pudiesen  estar  seguros.  La  confusión  en  que  Camila  puso  á 
Lotario,  fué  tal,  que  no  le  sabía  responder  palabra,  ni  menos  sabía  resol- 
verse en  lo  que  haría.  En  fin,  acordó  de  llevar  á  Camila  á  un  monasterio, 
en  quien  era  Priora  una  su  hermana.  Consintió  Camila  en  ello,  y  con  la 
presteza  que  el  caso  pedía,  la  llevó  Lotario,  y  la  dejó  en  el  monasterio:  y 
él  asimismo,  se  ausentó  luego  de  la  ciudad,  sin  dar  parte  á  nadie  de  su  au- 
sencia. Cuando  amaneció,  sin  echar  de  ver  Anselmo,  que  Camila  faltaba  de 
su  lado,  con  el  deseo  que  tenía  de  saber  lo  que  Leonela  quería  decirle,  se 
levantó  y  fué  adonde  la  había  dejado  encerrada.  Abrió,  y  entró  en  el  apo- 
sento, pero  no  halló  en  él  á  Leonela,  sólo  halló  puestas  unas  sábanas  anu- 
dadas á  la  ventana,  indicio,  y  señal,  que  por  allí  se  había  descolgado,  é  ido. 
Volvió  luego  muy  triste,  á  decírselo  á  Camila,  y  no  hallándola  en  la  cama, 
ni  en  toda  la  casa,  quedó  asombrado.  Preguntó  á  los  criados  de  casa  por 
ella,  pero  nadie  le  supo  dar  razón  de  lo  que  pedía.  Acertó  acaso  andando  á 
buscar  á  Camila,  que  vio  sus  cofres  abiertos,  y  que  dellos  faltaban  las  más 
de  sus  joyas,  y  con  esto  acabó  de  caer  en  la  cuenta  de  su  desgracia,  y  en 
que  no  era  Leonela  la  causa  de  su  desventura.  Y  así  como  estaba,  sin  aca- 
barse de  vestir,  triste,  y  pensativo,  se  fué  á  dar  cuenta  de  su  desdicha  á  su 
amigo  Lotario:  mas  cuando  no  le  halló,  y  sus  criados  le  dijeron,  que  aque- 
lla noche  había  faltado  de  casa,  y  había  llevado  consigo  todos  los  dineros 


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que  tenía,  pensó  perder  el  juicio.  Y  para  acabar  de  concluir  con  todo,  vol- 
viéndose á  su  casa,  no  halló  en  ella  ninguno  de  cuantos  criados,  ni  criadas 
tenía,  sino  la  casa  desierta  y  sola.  No  sabía  qué  pensar,  qué  decir,  ni  qué 
hacer,  y  poco  á  poco  se  le  iba  volviendo  el  juicio.  Contemplábase,  y  mirá- 
base en  un  instante,  sin  mujer,  sin  amigo,  y  sin  criados:  desamparado,  á  su 
parecer,  del  cielo  que  le  cubría,  y  sobre  todo  sin  honra,  porque  en  la  íalta 
de  Camila  vio  su  perdición.  Kevolvióse  en  fin,  á  cabo  de  una  gran  pieza  de 
irse  á  la  aldea  de  su  amigo,  donde  había  estado  cuando  dio  lugar  á  que  se 
maquinase  toda  aquella  desventura.  Cerró  las  puertas  de  su  casa,  subió  á 
caballo,  y  con  desmayado  aliento  se  puso  en  camino:  y  apenas  hubo  andado 
la  mitad,  cuando  acosado  de  sus  pensamientos,  le  fué  forzoso  apearse,  y 
arrendar  su  caballo  á  un  árbol,  á  cuyo  tronco  se  dejó  caer,  dando  tiernos, 
y  dolorosos  suspiros:  y  allí  se  estuvo,  hasta  casi  que  anochecía,  y  aquella 
hora  vio,  que  venía  un  hombre  á  caballo  de  la  ciudad:  y  después  de  haber- 
le saludado  le  preguntó,  qué  nuevas  había  en  Florencia?  El  ciudadano  res- 
pondió: Las  más  extrañas  que  muchos  días  ha  se  han  oído  en  ella,  porque 
se  dice  públicamente,  que  Lotario,  aquel  grande  amigo  de  Anselmo  el  rico, 
que  vivía  á  San  Juan,  se  llevó  esta  noche  á  Camila,  mujer  de  Anselmo,  el 
cual  tampoco  parece.  Todo  esto  ha  dicho  una  criada  de  Camila,  que  anoche 
la  halló  el  Gobernador,  descolgándose  con  una  sábana  por  las  ventanas  de 
la  casa  de  Anselmo.  En  efecto,  no  sé  puntualmente  cómo  pasó  el  negocio, 
sólo  sé,  que  toda  la  ciudad  estaba  admirada  deste  suceso,  porque  no  se  po- 
día esperar  tal  hecho,  de  la  mucha,  y  familiar  amistad  de  los  dos,  que  di- 
cen que  era  tanta,  que  los  llamaban:  Los  dos  amigos.  Sábese  por  ventura, 
dijo  Anselmo,  el  camino  que  llevan  Lotario,  y  Camila?  Ni  por  pienso,  dijo 
el  ciudadano,  puesto  que  el  Gobernador  ha  usado  de  mucha  diligencia  en 
buscarlos.  A  Dios  vayáis,  señor,  dijo  Anselmo.  Con  él  quedéis,  respondió  el 
ciudadano,  y  fuese.  Con  tan  desdichadas  nuevas,  casi,  casi  llegó  á  términos 
Anselmo,  no  sólo  de  perder  el  juicio,  sino  de  acabar  la  vida.  Levantóse 
como  pudo,  y  llegó  á  casa  de  su  amigo,  que  aún  no  sabía  su  desgracia:  mas 
como  le  vio  llegar  amarillo,  consumido,  y  seco,  entendió  que  de  algún  gra- . 
ve  mal  venía  fatigado.  Pidió  luego  Anselmo,  que  le  acostasen,  y  que  le  die- 
sen aderezo  de  escribir.  Hízose  así,  y  dejáronle  acostado,  y  sólo,  porque  él 
así  lo  quiso,  y  aún  que  le  cerrasen  la  puerta.  Viéndose  pues  sólo,  comenzó 
á  cargar  tanto  la  imaginación  de  su  desventura,  que  claramente  conoció  por 
las  premisas  mortales  que  en  sí  sentía  que  se  le  iba  acabando  la  vida,  y  así 
ordenó  de  dejar  noticia  de  la  causa  de  su  extraña  muerte:  y  comenzando  á 
escribir,  antes  que  acabase  de  poner  todo  lo  que  quería,  le  faltó  el  aliento, 


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y  dejó  la  vida  en  las  manos  del  dolor,  que  le  causó  su  curiosidad  imperti- 
nente. Viendo  el  señor  de  casa  que  era  ya  tarde,  y  que  Anselmo  no  llama- 
ba, acordó  de  entrar  á  saber,  si  pasaba  adelante  su  indisposición,  y  hallóle 
tendido  boca  abajo,  la  mitad  del  cuerpo  en  la  cama,  y  la  otra  mitad  sobre 
el  bufete,  sobre  el  cual  estaba  con  el  papel  escrito,  y  abierto:  y  él  tenía  aún 
la  pluma  en  la  mano.  Llegóse  el  huésped  á  él,  habiéndole  llamado  prime- 
ro, y  trabándole  por  la  mano,  viendo  que  no  le  respondía,  y  hallándole 
frío,  vio  que  estaba  muerto.  Admiróse,  y  acongojóse  en  gran  manera,  y 
llamó  á  la  gente  de  casa  para  que  viesen  la  desgracia  á  Anselmo  sucedida: 
y  finalmente  leyó  el  papel,  que  conoció  que  de  su  misma  mano  estaba  es- 
crito, el  cual  contenia  estas  razones. 

«Un  necio,  é  impertinente  deseo  me  quitó  la  vida.  Si  las  nuevas  de  mi 
muerte  llegaren  á  los  oídos  de  Camila,  sepa  que  jo  la  perdono,  porque 
no  estaba  ella  obligada  á  hacer  milagros,  ni  yo  tenía  necesidad  de  querer 
que  ella  los  hiciese:  y  pues  yo  soy  el  fabricador  de  mi  deshonra,  no  hay 
para  qué » 

Hasta  aquí  escribió  Anselmo,  por  donde  se  echó  de  ver,  que  en  aquel 
punto,  sin  poder  acabar  la  razón,  se  le  acabó  la  vida.  Otro  dia  dio  aviso  su 
amigo,  á  los  parientes  de  Anselmo  de  su  muerte:  los  cuales  ya  sabían  su 
desgracia,  y  el  monasterio  donde  Camila  estaba,  casi  en  el  término  de 
acompañar  á  su  esposo  en  aquel  forzoso  viaje,  no  por  las  nuevas  del  muerto 
esposo,  mas  por  las  que  supo  del  ausente  amigo.  Dícese,  que  aunque  se  vio 
viuda,  no  quiso  salir  del  monasterio,  ni  menos  hacer  profesión  de  monja, 
hasta  que  no  de  allí  á  muchos  días  le  vinieron  nuevas,  que  Lotario  había 
muerto  en  una  batalla  que  en  aquel  tiempo  dio  Monsiur  de  Lautrec,  al  gran 
Capitán  Gonzalo  Fernández  de  Córdoba,  en  el  Reino  de  Ñápeles,  donde  ha- 
bía ido  á  parar  el  tarde  arrepentido  amigo:  lo  cual  sabido  por  Camila,  hizo 
profesión,  y  acabó  en  breves  días  la  vida  á  las  rigurosas  manes  de  tristezas, 
y  melancolías.  Este  fué  el  fin  que  tuvieron  todos,  nacido  de  un  tan  desati- 
nado principio.  Bien,  dijo  el  Cura,  me  parece  esta  novela,  pero  no  me  pue- 
do persuadir  que  esto  sea  verdad,  y  si  es  fingido,  fingió  mal  el  autor,  por- 
que no  se  puede  imaginar,  que  haya  marido  tan  necio,  que  quiera  hacer  tan 
costosa  experiencia  como  Anselmo.  Si  este  caso  se  pusiera  entre  un  galán, 
y  una  dama,  pudiérase  llevar,  pero  entre  mando  y  mujer,  algo  tiene  de 
imposible:  y  en  lo  que  toca  al  modo  de  contarle,  no  me  descontenta. 


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CAPITULO   XXXVI 

Que  trata  de  la  brava,  y  descomunal  batalla  que  don 
Quixote  tuvo  con  unos  cueros  de  vino  tinto,  con 
otros  raros  sucesos  que  en  la  venta  se  sucedieron. 

Estando  en  esto,  el  ventero  que  estaba  á  la  puerta  de  la  venta,  dijo: 
Esta  que  viene  es  una  hermosa  tropa  de  huéspedes,  si  ellos  paran  aquí, 
gaudeamus  tenemos.  Qué  gente  es,  dijo  Cárdenlo?  Cuatro  hombres,  res- 
pondió el  ventero,  vienen  á  caballo  á  la  jineta,  con  lanzas,  y  adargas,  y 
todos  con  antifaces  negros:  y  junto  con  ellos  viene  una  mujer  vestida  de 
blanco  en  un  sillón,  asimismo  cubierto  el  rostro:  y  otros  dos  mozos  de  á 
pie.  Viene  muy  cerca,  preguntó  el  Cura?  Tan  cerca,  respondió  el  ventero 
que  ya  llegan.  (1)  Oyendo  esto  Dorotea,  se  cubrió  el  rostro,  y  Cárdenlo  se 
entró  en  el  aposento  de  don  Quixote,  y  casi  no  habían  tenido  lugar  para 
esto,  cuando  entraron  en  la  venta  todos  los  que  el  ventero  había  dicho:  y 
apeándose  los  cuatro  de  á  caballo,  que  de  muy  gentil  talle,  y  disposición 
eran,  fueron  á  apear  á  la  mujer  que  en  el  sillón  venia:  y  tomándola  uno 
dellos  en  sus  brazos,  la  sentó  en  una  silla  que  estaba  á  la  entrada  del  apo- 
sento donde  Cárdenlo  se  había  escondido.  En  todo  este  tiempo,  ni  ella,  ni 
ellos  se  habían  quitado  los  antifaces,  ni  hablado  palabra  alguna:  sólo  que 
al  sentarse  la  mujer  en  la  silla,  dio  un  profundo  suspiro,  y  dejó  caer  los 


(1)  Al  regreso  de  Sierra  Morena,  sin  saber  cómo  ni  por  dónde,  todos 
Tan  á  parar  á  una  venta  muy  parecida  á  la  en  que  pasaron  tan  malos  ra- 
tos nuestros  héroes,  pero  debo  advertir,  que  aunque  en  ella  se  halle  gente 
conocida,  no  es  el  mismo  sitio;  los  encantadores  que  constantemente  tras- 
mutaban las  cosas  de  don  Quixote,  la  variaron  de  lugar  para  hacerlos  co- 
incidir con  los  raptores  de  Luscinda. 

Así  como  don  Fernando  logró  averiguar  el  paradero  de  Luscinda,  Ha- 
mete  ha  llegado  á  saber  que  en  la  villa  de  Almodóvar  del  Campo  se  fun- 
dó el  año  1559  un  Convento  de  Monjas  Carmelitas,  conocido  por  el  de 
San  José,  cuyas  monjitas,  por  economías  de  Hacienda,  fueron  trasladadas 
¿  Yepes,  en  19  de  Diciembre  de  1606.  Al  abandono  sucedió  la  ruina,  y  la 
reedificación  de  su  Ermita  llevada  á  cabo  á  raíz  de  la  guerra  de  la  Inde- 
pendencia, se  debe  á  D.  Agustín  Salido. 

Maguer  que  no  dijesen  nada  los  enmascarados,  yo  le  prometo,  lector, 
que  en  la  Venta  nos  encontraremos. 


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brazos,  como  persona  enferma,  y  desmayada.  Los  mozos  de  á  pie,  llevaron 
los  caballos  á  la  caballeriza.  Viendo  esto  el  Cura,  deseoso  de  saber  qué 
gente  era  aquella,  que  con  tal  traje,  y  tal  silencio  estaba,  se  fué  donde  es- 
taban los  mozos,  y  á  uno  dellos  le  preguntó  lo  que  ya  deseaba:  el  cual  le 
respondió:  Pardiez,  señor,  yo  no  sabré  deciros  qué  gente  sea  esta,  sólo  sé, 
que  muestra  ser  muy  principal,  especialmente  aquel  que  llegó  á  tomar  en 
sus  brazos  á  aquella  señora  que  habéis  visto:  y  esto  dígolo,  porque  todos 
los  demás  le  tienen  respeto,  y  no  se  hace  otra  cosa  más  de  la  que  él  orde- 
na, y  manda.  Y  la  señora  quién  es,  preguntó  el  Cura?  Tampoco  sabré  de- 
cir eso,  respondió  el  mozo,  porque  en  todo  el  camino  no  la  he  visto  el  ros- 
tro: suspirar  sí  la  he  oído  muchas  veces,  y  dar  unos  gemidos,  que  parece 
que  con  cada  uno  dellos  quiere  dar  el  alma:  y  no  es  de  maravillar  que  no 
sepamos  más  de  lo  que  hemos  dicho,  porque  mi  compañero,  y  yo,  no  ha 
más  de  dos  días  que  los  acompañamos,  porque  habiéndolos  encontrado  en 
el  camino,  nos  rogaron,  y  persuadieron,  que  viniésemos  con  ellos  hasta 
Andalucía,  ofreciéndose  á  pagárnoslo  muy  bien.  Y  habréis  oído  nombrar  á 
alguno  dellos,  preguntó  el  Cura?  No  por  cierto,  respondió  el  mozo,  por- 
que todos  caminan  con  tanto  silencio,  que  es  maravilla,  porque  no  se  oye 
entre  ellos  otra  cosa,  que  los  suspiros,  y  sollozos  de  la  pobre  señora,  que 
nos  mueven  á  lástima:  y  sin  duda  tenemos  creído,  que  ella  va  forzada  don- 
dequiera que  va:  y  según  se  puede  colegir  por  su  hábito,  ella  es  monja,  6 
ra  á  serlo,  que  es  lo  más  cierto:  y  quizá  porque  no  le  debe  de  nacer  de  vo- 
luntad el  monjío,  va  triste,  como  parece.  Todo  podría  ser,  dijo  el  Cura,  j 
dejándolos,  se  volvió  adonde  estaba  Dorotea,  la  cual  como  había  oído  sus- 
pirar á  la  embozada,  movida  de  natural  compasión,  se  llegó  á  ella,  y  le 
dijo:  Qué  mal  sentís  señora  mía?  mirad  si  es  alguno  de  quien  las  mujeret 
suelen  tener  uso,  y  experiencia  de  curarle,  que  de  mi  parte  os  ofrezco  una 
buena  voluntad  de  serviros?  A  todo  esto  callaba  la  lastimada  señora:  y 
aunque  Dorotea  tornó  con  mayores  ofrecimientos,  todavía  se  estaba  en  su 
silencio,  hasta  que  llegó  el  caballero  embozado  (que  dijo  el  mozo  que  los 
demás  obedecían)  y  dijo  á  Dorotea:  No  os  canséis,  señora,  en  ofrecer  nada 
á  esa  mujer,  porque  tiene  por  costumbre  de  no  agradecer  cosa  que  por  ella 
se  hace,  ni  procuréis  que  os  responda,  sino  queréis  oír  alguna  mentira  de 
su  boca.  Jamás  la  dije  (dijo  á  esta  sazón  la  que  hasta  allí  había  estado  ca- 
llando) antes  por  ser  tan  verdadera,  y  tan  sin  trazas  mentirosas,  rae  veo 
ahora  en  tanta  desventura:  y  desto  vos  mismo  quiero  que  seáis  el  testigo, 
pues  mi  pura  verdad  os  hace  á  vos  ser  falso,  y  mentiroso.  Oyó  estas  razo- 
nes Cárdenlo,  bien  clara,  y  distintamente,  como  quien  estaba  tan  junto  de 


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quien  las  decía,  que  sola  la  puerta  del  aposento  de  don  Quixote  estaba  en 
medio,  y  así  como  las  oyó,  dando  una  gran  voz,  dijo:  Válgame  Dios,  qué 
es  esto  que  oigo?  Qué  voz  es  esta  que  ha  llegado  á  mis  oídos?  Volvió  la 
cabeza  á  estos  gritos,  aquella  señora,  toda  sobresaltada,  y  no  viendo  quién 
las  daba,  se  levantó  en  pie,  y  fuese  á  entrar  en  el  aposento:  lo  cual  visto 
por  el  caballero,  la  detuvo,  sin  dejarla  mover  un  paso.  A  ella  con  la  tur- 
bación, y  desasosiego,  se  le  cayó  el  tafetán  con  que  traía  cubierto  el  ros- 
tro, y  descubrió  una  hermosura  incomparable,  y  un  rostro  milagroso,  aun- 
que descolorido,  y  asombrado:  porque  con  los  ojos  andaba  rodeando  todos 
los  lugares  donde  alcanzaba  con  la  vista,  con  tanto  ahinco,  que  parecía  per- 
sona fuera  de  juicio,  cuyas  señales,  sin  saber  por  qué  las  hacía,  pusieron 
gran  lástima  en  Dorotea,  y  en  cuantos  la  miraban.  Teníala  el  caballero 
fuertemente  asida  por  las  espaldas,  y  por  estar  tan  ocupado  en  tenerla,  no 
pudo  acudir  á  alzarse  el  embozo  que  se  le  caía,  como  en  efecto  se  le  cayó 
del  todo:  y  alzando  los  ojos  Dorotea  (que  abrazada  con  la  señora  estaba) 
vio,  que  el  que  abrazada  asimismo  la  tenía,  era  su  esposo  don  Fernando:  y 
apenas  le  hubo  conocido,  cuando  arrojando  de  lo  íntimo  de  sus  entrañas 
un  luengo,  y  tristísimo  ay,  se  dejó  caer  de  espaldas,  desmayada:  y  á  no 
hallarse  allí  junto  el  barbero,  que  la  recogió  en  los  brazos,  ella  diera  con- 
sigo en  el  suelo.  Acudió  luego  el  Cura  á  quitarle  el  embozo,  para  echarle 
agua  en  el  rostro,  y  así  como  la  descubrió  la  conoció  don  Fernando,  que 
era  el  que  estaba  abrazado  con  la  otra,  y  quedó  como  muerto  en  verla, 
pero  no  porque  dejase  con  todo  esto,  de  tener  á  Luscinda,  que  era  la  que 
procuraba  soltarse  de  sus  brazos:  la  cual  había  conocido  en  el  suspiro  á 
Cardenio,  y  él  la  había  conocido  á  ella.  Oyó  asimismo  Cardenio,  el  ay  que 
dio  Dorotea,  cuando  se  cayó  desmayada,  y  creyendo  que  era  su  Luscinda, 
salió  del  aposento  despavorido,  y  lo  primero  que  vio  fué  á  don  Fernando, 
que  tenía  abrazada  á  Luscinda.  También  don  Fernando  conoció  luego  á 
Cardenio:  y  todos  tres,  Luscinda,  Cardenio,  y  Dorotea,  quedaron  mudos, 
y  suspensos,  casi  sin  saber  lo  que  les  había  acontecido.  Callaban  todos,  y 
mirábanse  todos,  Dorotea  á  don  Fernando,  don  Fernando  á  Cardenio,  y 
Cardenio  á  Luscinda,  y  Luscinda  á  Cardenio.  Mas  quien  primero  rompió 
el  silencio  fué  Luscinda,  hablando  á  don  Fernando  desta  manera:  Dejadme 
señor  don  Fernando,  por  lo  que  debéis  á  ser  quien  sois,  ya  que  por  otro 
respeto  no  lo  hagáis,  dejadme  llegar  al  muro  de  quien  yo  soy  yedra,  al 
arrimo  de  quien  no  me  han  podido  apartar  vuestras  importunaciones,  vues- 
tras amenazas,  vuestras  promesas,  ni  vuestras  dádivas.  Notad  como  el 
cielo,  por  desusados,  y  á  nosotros  encubiertos  caminos,  me  ha  puesto  á  mi 


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Terdadero  esposo  delante.  Y  bien  sabéis  por  mil  costosas  experiencias,  que 
sola  la  muerte  íuera  bastante  para  borrarle  de  mi  memoria:  sean  pues  par- 
te tan  claros  desengaños,  para  que  volváis  (ya  que  no  podáis  hacer  otra 
cosa)  el  amor  en  rabia,  la  voluntad  en  despecho,  y  acabadme  con  él  la 
vida,  que  como  yo  la  rinda  delante  de  mi  buen  esposo,  la  daré  por  bien 
empleada:  quizá  con  mi  muerte  quedará  satisfecho  de  la  íe  que  le  mantu- 
ve, hasta  el  último  trance  de  la  vida.  Había  en  este  entretanto  vuelto  Do- 
rotea en  sí,  y  había  estado  escuckando  todas  las  razones  que  Luscinda  dijo, 
por  las  cuales  vino  en  conocimiento  de  quién  ella  era:  que  viendo  que  don 
Fernando  aún  no  la  dejaba  de  los  brazos,  ni  respondía  á  sus  razones,  esfor- 
zándose lo  más  que  pudo,  se  levantó,  y  se  fué  á  hincar  de  rodillas  á  su» 
pies,  y  derramando  mucha  cantidad  de  hermosas,  y  lastimeras  lágrimas, 
asi  le  comenzó  á  decir. 

Si  ya  no  es,  señor  mío,  que  los  rayos  deste  Sol  que  en  tus  brazos  eclip- 
sado tienes,  te  quitan,  y  ofuscan  los  de  tus  ojos,  ya  habrás  echado  de  ver, 
que  la  que  á  tus  pies  está  arrodillada,  es  la  sin  ventura  (hasta  que  tú  quie- 
ras) la  desdichada  Dorotea.  Yo  soy  aquella  labradora  humilde,  á  quien  tú 
por  tu  bondad,  ó  por  tu  gusto,  quisiste  levantar  á  la  alteza  de  poder  lla- 
marse suya.  Soy  la  que  encerrada  en  los  límites  de  la  honestidad  vivió 
vida  contenta,  hasta  que  á  las  voces  de  tus  importunidades,  y  al  parecer, 
justos,  y  amorosos  sentimientos,  abrió  las  puertas  de  su  recato,  y  te  entre- 
gó las  llaves  de  su  libertad:  dádiva,  de  tí  tan  mal  agradecida,  cual  lo 
muestra  bien  claro,  haber  sido  forzoso  hallarme  en  el  lugar  ddnde  me  ha- 
llas, y  verte  yo  á  tí  de  la  manera  que  te  veo.  Pero  con  todo  esto,  no  que- 
rría que  cayese  en  tu  imaginación,  pensar  que  he  venido  aquí  con  pasos  d« 
mi  deshonra,  habiéndome  traído  sólo  los  del  dolor,  y  sentimiento  de  verme 
de  tí  olvidada.  Tú  quisiste  que  yo  fuese  tuya,  y  quisistelo  de  manera,  que 
aunque  ahora  quieras  que  no  lo  sea,  no  será  posible  que  tú  dejes  de  ser  mío. 
Mira,  señor  mío,  que  puede  ser  recompensa  á  la  hermosura,  y  nobleza  por 
quien  me  dejas,  la  incomparable  voluntad  que  te  tengo.  Tú  no  puedes  ser 
de  la  hermosa  Luscinda,  porque  eres  mío:  ni  ella  puede  ser  tuya,  porque 
•s  de  Cárdenlo.  Y  más  fácil  será,  si  en  ello  miras,  reducir  tu  voluntad  á 
querer  á  quien  te  adora,  que  no  encaminar  la  que  te  aborrece  á  que  biei 
te  quiera.  Tú  solicitaste  mi  descuido,  tú  rogaste  á  mi  entereza,  tú  no  igno- 
raste mi  calidad:  tú  sabes  bien  de  la  manera  que  me  entregué  á  toda  tu 
Toluntad,  no  te  queda  lugar,  ni  acogida  de  llamarte  á  engaño.  Y  si  esto  es 
así,  como  lo  es,  y  tú  eres  tan  Cristiano  como  caballero,  por  qué  con  tantos 
rodeos  dilatas  de  hacerme  venturosa  en  los  fines,  como  me  hiciste  en  los 


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principios?  Y  sino  me  quieres  por  la  que  soy,  que  soy  tu  verdadera,  y  legí- 
tima esposa,  quiéreme  á  lo  menos,  y  admíteme  por  tu  esclava,  que  como 
yo  esté  en  tu  poder,  me  tendré  por  dichosa,  y  bien  afortunada.  No  permi- 
tas, con  dejarme,  y  desampararme,  que  se  hagan  y  junten  corrillos  en  mi 
deshonrar.  No  des  tan  mala  vejez  á  mis  padres,  pues  no  lo  merecen  los 
leales  servicios,  que  como  buenos  vasallos  á  los  tuyos  siempre  han  hecho. 
T  si  te  parece  que  has  de  aniquilar  tu  sangre  por  mezclarla  con  la  mía, 
considera,  que  pocas,  ó  ninguna  nobleza  hay  en  el  mundo,  que  no  haya 
©orrido  por  este  camino:  y  que  la  que  se  toma  de  las  mujeres,  no  es  la  que 
hace  al  caso  en  las  ilustres  descendencias.  Cuanto  más,  que  la  verdadera 
nobleza  consiste  en  la  virtud,  y  si  ésta  á  tí  te  falta,  negándome  lo  que  tan 
justamente  me  debes,  yo  quedaré  con  más  ventajas  de  noble,  que  las  que 
tú  tienes.  En  fin,  señor,  lo  que  últimamente  te  digo,  es,  que  quieras,  ó  no 
quieras,  yo  soy  tu  esposa,  testigos  son  tus  palabras,  que  no  han,  ni  deben 
ser  mentirosas,  si  ya  es  que  te  precias  de  aquello  porque  me  desprecias. 
Testigo  será  la  firma  que  hiciste,  y  testigo  el  cielo,  á  quien  tú  llamaste 
por  testigo  de  lo  que  me  prometías.  Y  cuando  todo  esto  falte,  tu  misma 
fonciencia  no  ha  de  faltar  de  dar  voces  callando  en  mitad  de  tus  alegrías, 
Tolviendo  por  esta  verdad  que  te  he  dicho,  y  turbando  tus  mejores  gustos, 
y  contentos.  Estas,  y  otras  razones  dijo  la  lastimada  Dorotea  con  tanto  sen- 
timiento, y  lágrimas,  que  los  mismos  que  acompañaban  á  don  Fernando, 
y  cuantos  presentes  estaban,  la  acompañaron  en  ellas.  Escuchóla  don  Fer- 
nando sin  replicarle  palabra,  hasta  que  ella  dio  fin  á  las  suyas,  y  principio 
á  tantos  sollozos,  y  suspiros,  que  bien  había  de  ser  corazón  de  bronce  el 
que  con  muestras  de  tanto  dolor  no  se  enterneciera.  Mirándola  estaba  Lus- 
cinda,  no  menos  lastimada  de  su  sentimiento,  que  admirada  de  su  mucha 
discreción,  y  hermosura:  Y  aunque  quisiera  llegarse  á  ella,  y  decirle  algunas 
palabras  de  consuelo,  no  la  dejaban  los  brazos  de  don  Fernando,  que  apreta- 
da la  tenían:  el  cual  lleno  de  confusión,  y  espanto,  al  cabo  de  un  buen  espa- 
cio, que  atentamente  estuvo  mirando  á  Dorotea  abrió  los  brazos,  y  dejando 
libre  á  Luscinda,  dijo:  Venciste  hermosa  Dorotea,  venciste  porque  no  es  po- 
sible tener  ánimo  para  negar  tantas  verdades  juntas.  Con  el  desmayo  que 
Luscinda  había  tenido,  así  como  la  dejó  don  Fernando,  iba  á  caer  en  el  suelo, 
mas  hallándose  Cárdenlo  allí  junto,  que  á  las  espaldas  de  don  Fernando  se 
había  puesto  porque  no  le  conociese,  pospuesto  todo  temor,  y  aventurando  á 
todo  riesgo,  acudió  á  sostener  á  Luscinda,  y  cogiéndola  entre  sus  brazos,  le 
dijo:  Si  el  piadoso  cielo  gusta,  y  quiere  que  ya  tengas  algún  descanso,  leal, 
firme,  y  hermosa  señora  mía,  en  ninguna  parte  creo  yo  que  le  tendrás 


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más  seguro  que  en  estos  brazos  que  ahora  te  reciben,  y  otro  tiempo  te  re- 
cibieron cuando  la  fortuna  quiso  que  pudiese  llamarte  mía.  A  estas  razo- 
nes puso  Luscinda  en  Cárdenlo  los  ojos,  y  habiendo  comenzado  á  cono- 
cerle primero  por  la  toz,  y  asegurándose  que  él  era  con  la  vista,  casi  fuera 
de  sentido,  y  sin  tener  cuenta  á  ningún  honesto  respeto,  le  echó  loi 
brazos  al  cuello,  y  juntando  su  rostro  con  el  de  Cárdenlo  le  dijo:  vos  sí 
señor  mío,  sois  el  verdadero  duefio  desta  vuestra  cautiva,  aunque  más 
lo  impida  la  contraria  suerte,  y  aunque  más  amenazas  le  hagan  á  esta  vida, 
que  en  la  vuestra  se  sustenta.  Extraño  espectáculo  fué  éste  para  don  Fer- 
nando, y  para  todos  los  circunstantes,  admirándose  de  tan  no  visto  suceso. 
Parecióle  á  Dorotea  que  don  Fernando  habla  perdido  el  color  del  rostro,  y 
que  hacia  ademán  de  querer  vengarse  de  Cárdenlo  porque  le  vio  encaminar 
la  mano  á  ponerla  en  la  espada,  y  así  como  lo  pensó  con  no  vista  presteza 
Be  abrazó  con  él  por  las  rodillas,  besándoselas,  y  teniéndole  apretado  que 
no  le  dejaba  mover,  y  sin  cesar  un  punto  de  sus  lágrimas,  le  decía:  Qué  es 
lo  que  piensas  hacer  único  refugio  mío,  en  este  tan  impensado  trance?  Tú 
tienes  á  tus  pies  á  tu  esposa,  y  la  que  quieres  que  lo  sea  está  en  los  brazoi 
de  su  marido,  mira  si  te  estará  bien,  ó  te  será  posible  deshacer  lo  que  el 
cielo  ha  hecho,  ó  si  te  convendrá,  querer  levantar  á  igualar  á  tí  mismo  á 
la  que  pospuesto  todo  inconveniente,  confirmada  en  su  verdad,  y  firmeza, 
delante  de  tus  ojos  tienes  los  suyos  bañados  de  licor  amoroso  el  rostro,  y 
pecho  de  su  verdadero  esposo.  Por  quien  Dios  es,  te  ruego,  y  por  quien  tú 
eres  te  suplico,  que  este  tan  notorio  desengaño  no  sólo  no  acreciente  tu  ira, 
sino  que  la  mengüe  en  tal  manera,  que  con  quietud,  y  sosiego  permitas 
que  ellos  dos  amantes  le  tengan  sin  impedimento  tuyo,  todo  el  tiempo  que 
el  cielo  quisiere  concedérsele.  Y  en  esto  mostrarás  la  generosidad  de  ta 
ilustre,  y  noble  pecho,  y  verá  el  mundo  que  tiene  contigo  más  fuerza  la  ra- 
zón, que  el  apetito.  En  tanto  que  esto  decía  Dorotea,  aunque  Cárdenlo  te- 
nía abrazada  á  Luscinda,  no  quitaba  los  ojos  de  don  Fernando,  con  deter- 
minación de  que  si  le  viese  hacer  algún  movimiento  en  su  perjuicio,  procu- 
rar defenderse,  y  ofender,  como  mejor  pudiese  á  todos  aquellos  que  en  sa 
daño  se  mostrasen,  aunque  le  costase  la  vida:  pero  á  esta  sazón  acudieron 
los  amigos  de  don  Fernando,  y  el  Cura,  y  el  barbero,  que  á  todo  habían 
estado  presentes,  sin  que  faltase  el  bueno  de  Sancho  Panza,  y  todos  rodea- 
ban  á  don  Fernando,  suplicándole  tuviese  por  bien  de  mirar  las  lágrimas  de 
Dorotea,  y  que  siendo  verdad,  como  sin  duda  ellos  creían  que  lo  era,  lo  que 
en  sus  razones  había  dicho,  que  no  permitiese,  quedase  defraudada  de  sui 
tan  justas  esperanzas.  Que  considerase,  que  no  acaso,  como  parecía,  sino 


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con  particular  proridencia  del  cielo  se  habían  todos  juntado  en  lugar 
donde  menos  ninguna  pensaba.  Y  que  advirtiese,  dijo  el  Cura,  que  sola  la 
muerte  podía  apartar  á  Luscinda  de  CardeHÍo,  y  aunque  los  dividiesen  filos 
de  alguna  espada,  ellos  tendrían  por  felicísima  su  muerte:  y  que  en  los  la- 
zos irremediables  era  suma  cordura,  forzándose,  y  venciéndose  á  sí  mismo, 
mostrar  un  generoso  pecho,  permitiendo  que  por  sola  su  voluntad  los  dos 
gozasen  el  bien  que  el  cielo  ya  les  había  concedido,  que  pusiese  los  ojos 
asimismo  en  la  beldad  de  Dorotea,  y  verla  que  pocas,  ó  ninguna  se  le  po- 
dían igualar,  cuanto  más  hacerle  ventaja,  y  que  juntase  á  su  hermosura  su 
humildad,  y  el  extremo  del  amor  que  le  tenía:  y  sobre  todo  advirtiese,  que 
si  se  preciaba  de  caballero,  y  de  Cristiano,  que  no  podía  hacer  otra  cosa 
que  cumplirle  la  palabra  dada,  y  que  cumpliéndosela  cumpliría  con  Dios, 
y  satisfaría  á  las  gentes  discretas,  las  cuales  saben,  y  conocen  que  es  pre- 
rrogativa de  la  hermosura,  aunque  esté  en  sujeto  humilde  como  se  acom- 
pañe con  la  honestidad,  poder  levantarse,  é  igualarse  á  cualquiera  alteza, 
sin  nota  de  menoscabo  del  que  la  levanta,  é  iguala  á  sí  mismo:  y  cuando 
se  cumplen  las  fuertes  leyes  del  gusto,  como  en  ello  no  intervenga  pecado, 
no  debe  de  ser  culpado  el  que  las  sigue.  En  efecto  á  estas  razones  añadieron 
todos  otras  tales,  y  tantas,  que  el  valeroso  pecho  de  don  Fernando,  en  fin 
como  alimentado  con  ilustre  sangre,  se  ablandó,  y  dejó  vencer  de  la  verdad 
que  él  no  pudiera  negar,  y  aunque  quisiera:  y  la  señal  que  dio  de  haberse 
rendido,  y  entregado  al  buen  parecer  que  se  le  habla  propuesto,  fué  bajar- 
se, y  abrazar  á  Dorotea,  diciéndole:  Levantaos  señora  mía,  que  no  es  justo 
que  esté  arrodillada  á  mis  pies  la  que  yo  tengo  en  mi  alma:  y  si  hasta  aquí 
no  he  dado  muestras  de  lo  que  digo,  quizá  ha  sido  por  orden  del  cielo, 
para  que  viendo  yo  en  vos  la  fe  con  que  me  amáis,  os  sepa  estimar  en  lo 
que  merecéis:  lo  que  os  ruego  es,  que  no  me  reprendáis  mi  mal  término, 
y  mi  mucho  descuido.  Pues  la  misma  ocasión,  y  fuerza  que  me  movió 
para  aceptaros  por  mía,  esa  misma  me  impelió  para  procurar  no  ser  vues- 
tro: y  que  esto  sea  verdad,  volved,  y  mirad  los  ojos  de  la  ya  contenta  Lus- 
cinda, y  en  ellos  hallaréis  disculpa  de  todos  mis  yerros:  y  pues  ella  halló, 
y  alcanzó  lo  que  deseaba,  y  yo  he  hallado  en  vos  lo  que  me  cumple,  viva 
ella  segura,  y  contenta  luengos,  y  felices  años  con  su  Cárdenlo,  que  yo  de 
rodillas  rogaré  al  cielo  que  me  los  deje  vivir  con  mi  Dorotea:  y  diciendo 
esto  la  tornó  á  abrazar,  y  á  juntar  su  rostro  con  el  suyo  con  tan  tierno  sen- 
timiento, que  le  fué  necesario  tener  gran  cuenta  con  que  las  lágrimas  no 
acabasen  de  dar  indubitables  señales  de  su  amor,  y  arrepentimiento.  No  lo 
hicieron  así  las  de  Luscinda,  y  Cárdenlo,  y  aun  las  de  casi  todos  los  que 


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allí  presentes  estaban,  porque  comenzaron  á  derramar  tantas  los  unos  de 
contento  propio,  y  los  otros  del  ajeno,  que  no  parecía  sino  que  algún  gra- 
ve, y  mal  caso  á  todos  había  sucedido.  Hasta  Sancho  Panza  lloraba,  aun- 
que después  dijo,  que  no  lloraba  él,  sino  por  ver  que  Dorotea  no  era  como 
él  pensaba  la  Keina  Micomicona,  de  quien  él  tantas  mercedes  esperaba. 
Duró  algún  espacio,  junto  con  el  llanto,  la  admiración  de  todos:  y  luego 
Cardenio,  y  Luscinda  se  fueron  á  poner  de  rodillas  ante  don  Fernando, 
dándole  gracias  de  la  merced  que  les  había  hecho  con  tan  corteses  razones, 
que  don  Fernando  no  sabía  qué  responderles,  y  asi  los  levantó,  y  abrazó 
«on  muestras  de  mucho  amor,  y  de  mucha  cortesía.  Preguntó  luego  i 
Dorotea,  le  dijese  cómo  había  venido  á  aquel  lugar  tan  lejos  del  suyo?  Ella 
•on  breves,  y  discretas  razones  ccntó  todo  lo  que  antes  había  contado  á 
Cardenio:  de  lo  cual  gustó  tanto  don  Fernando,  y  los  que  coi  él  venían, 
que  quisieran  que  durara  el  cuento  más  tiempo,  tanta  era  la  gracia  con 
que  Dorotea  contaba  sus  desventuras.  Y  así  como  hubo  acabado,  dijo  doa 
Fernando  lo  que  en  la  ciudad  le  había  acontecido  después  que  halló  el 
papel  en  el  seno  de  Luscinda,  donde  declaraba  ser  esposa  de  Cardenio,  y 
no  poderlo  ser  suya,  dijo  que  la  quiso  matar,  y  lo  hiciera  si  de  sus  padres 
10  fuera  impedido:  y  que  así  se  salió  de  su  casa  despechado,  y  corrido,  con 
determinación  de  vengarse  con  más  comodidad,  y  que  otro  día  supo  cómo 
Luscinda  había  faltado  de  casa  de  sus  padres,  sin  que  nadie  supiese  decir 
dónde  se  había  ido,  y  que  en  resolución  al  cabo  de  algunos  meses  vino  á  sa- 
ber como  estaba  en  un  monasterio  con  voluntad  de  quedarse  en  él  toda  la 
TÍda,  siao  la  pudiese  pasar  con  Cardenio,  y  que  así  como  lo  supo  escogiendo 
para  su  compañía  aquellos  tres  caballeros,  vino  al  lugar  donde  estaba,  á  la 
cual  no  había  querido  hablar  temeroso,  que  en  sabiendo  que  él  estaba  allí 
había  de  haber  más  guarda  en  el  monasterio:  y  así  aguardando  un  día  á  que 
la  portería  estuviese  abierta,  dejó  á  los  dos  á  la  guarda  de  la  puerta,  y  ól 
«on  otro  habían  entrado  en  el  monasterio  buscando  á  Luscinda,  la  cual  ha- 
llaron en  el  claustro  hablando  con  una  monja,  y  arrebatándola  sin  darle  lu- 
gar á  otra  cosa  se  habían  venido  con  ella  á  un  lugar  donde  se  acomodaron  de 
aquello  que  hubieron  menester  para  traerla.  Todo  lo  cual  habían  podido  ha- 
cer bien  á  su  salvo  por  estar  el  monasterio  en  el  campo  buen  trecho  fuera  del 
pueblo.  Dijo,  que  así  como  Luscinda  se  vio  en  su  poder,  perdió  todos  los 
sentidos,  y  que  después  de  vuelta  en  sí,  no  había  hecho  otra  cosa  sino  llorar, 
y  suspirar  sin  hablar  palabra  alguna:  y  que  así  acompañados  de  silencio,  y 
de  lágrimas  habían  llegado  i  aquella  venta,  que  para  él  era  haber  llegado 
al  cielo,  donde  se  rematan,  y  tienen  fin  todas  las  desventuras  de  la  tierra. 


397  — 


CAPITULO  XXXVII 

Que  trata  donde  se  prosigue  la  historia  de  la  fa- 
mosa Infanta  Micomicona,  con  otras  graciosas 
aventuras. 

Todo  esto  escuchaba  Sancho,  no  con  poco  dolor  de  su  ánimo,  viendo 
que  se  le  desparecían,  ó  iban  en  humo  las  esperanzas  de  su  ditado:  (1)  y 
que  la  linda  Princesa  Micomicona  se  le  había  vuelto  en  Dorotea,  y  el  Gi- 
gante en  don  Fernando,  y  su  amo  se  estaba  durmiendo  á  sueño  suelto,  bien 
descuidado  de  todo  lo  sucedido.  No  se  podía  asegurar  Dorotea  si  era  soña. 
do  el  bien  que  poseía.  Cárdenlo  estaba  en  el  mismo  pensamiento:  y  el  de 
Luscinda  corría  por  la  misma  cuenta.  Don  Fernando  daba  gracias  al  cielo, 
por  la  merced  recibida,  y  .haberle  sacado  de  aquel  intrincado  laberinto, 
donde  se  hallaba  tan  á  pique  de  perder  el  crédito,  y  el  alma:  y  finalmente 
cuantos  en  la  venta  estaban,  estaban  contentos,  y  gozosos  del  buen  suceso 
que  había  tenido,  tan  trabados,  y  desesperados  negocios.  Todo  lo  ponía  en 
su  punto  el  Cura  como  discreto,  y  á  cada  uno  daba  el  parabién  del  bien 
alcanzado:  pero  quien  más  jubilaba,  (2)  y  se  contentaba  era  la  ventera,  por 

(.1)  DITADO.  Según  Clemencín,  es  lo  mismo  que  dictado  ó  título  de 
dignidad  y  señorío.  No  está  mal:  Habló  Blas,  punto  redondo.  Pero  si  no  lo 
toman  á  mal  los  admiradores  del  dómine  murciano,  diré  que  no  tiene  razón. 

Como  el  lenguaje  lugareño  es  carente  de  elasticidad,  Sancho  empleó 
el  vocablo  ditado,  que  venía  á  suplir  á  lo  que  le  bullía  en  el  magín,  que 
aunque  torpe,  lleva  embebido  la  depresión  de  ánimo  que  experimentó  al  ver 
hurladas  sus  esperanzas  *  imaginadas  * ;  por  eso  Cervantes  usó  el  verbo 
des-parecer,  que,  ó  yo  no  sé  el  valor  de  las  palabras  castellanas,  ó  está  muy 
bien  escrito  por  contraposición  á  desaparecer. 

(2)  Contra  la  opinión  del  mismo,  digo,  que  si  el  Sr.  de  Toro  me  justifi- 
ca que  la  psáabra.  jubilaba  quedó  allí  desde  los  tiempos  en  que  las  legiones 
romanas  perseguían  á  Viriato  (en  el  confín  de  la  Beturia  y  punto  conoci- 
do por  Chillón,  se  recuerda  por  aquellos  lugares  que  tuvo  su  Corte)  reco- 
noceré que  es  italianismo;  pero  no  caerá  esa  breva.  Mis  textos,  que  no  son 
otros  que  el  conocimiento  de  la  región  que  dambos  á  dos  desconocían,  co- 
rroboran una  forma  libre  de  extensión  del  vocablo  júbilo,  con  que  se  ma- 
nifiesta alegría. 

Es  muy  cómodo  afirmar,  esto  es  así  porque  lo  decimos  nosotros,  ó  porque 
el  escritor  fulano  lo  usó  en  una  de  sus  obras. 

Esta  amplificación,  ¿no  significará  una  crítica  mordacísima  contra  los 
estrechos  límites  en  que  empezaban  á  encerrar  nuestro  idioma  sus  doctos 
contemporáneos?  Puede  que  la  innovación  del  P.  Nebrija,  secundada  por 
los  eclécticos  de  su  tiempo,  se  la  sugiriese. 


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la  promesa  qae  Cardenio,  y  el  Cura  le  habían  hecho  de  pagarle  todos  los 
daños,  é  intereses  que  por  cuenta  de  don  Quixote  le  hubiesen  venido.  Sólo 
Sancho,  como  ya  se  ha  dicho,  era  el  afligido,  el  desventurado,  y  el  triste: 
y  así  con  melancólico  semblante  entró  á  su  amo,  el  cual  acababa  de  des- 
pertar, á  quien  dijo:  Bien  puede  vuestra  merced,  señor  triste  figura,  dor- 
mir todo  lo  que  quisiere  sin  cuidado  de  matar  á  ningún  gigante,  ni  de 
volver  á  la  Princesa  su  Keino,  que  ya  todo  está  hecho,  y  concluido.  Eso 
creo  yo  bien,  respondió  don  Quixote,  porque  he  tenido  con  el  gigante  la 
más  descomunal,  y  desaforada  batalla  que  pienso  tener  en  todos  los  días 
de  mi  vida:  y  de  un  revés,  zas,  le  derribé  la  cabeza  en  el  suelo,  y  fué  tanta 
la  sangre  que  le  salió,  que  los  arrollos  corrían  por  la  tierra,  como  si  fueran 
de  agua.  Como  si  fueran  de  vino  tinto.  Pudiera  vuestra  merced  decir  me- 
jor, respondió  Sancho:  porque  quiero  que  sepa  vuestra  merced,  si  es  qae 
no  lo  sabe,  que  el  gigante  muerto  es  un  cuero  horadado,  y  la  sangre  seis 
arrobas  de  vino  tinto,  que  encerraba  en  su  vientre:  y  la  cabeza  cortada,  es 
la  puta  que  me  parió,  y  llévelo  todo  Satanás.  Y  qué  es  lo  que  dices  loco, 
replicó  don  Quixote,  estás  en  tu  seso?  Levántese  vuestra  merced,  dijo 
Sancho,  y  verá  el  buen  recado  que  ha  hecho,  y  lo  que  tenemos  que  pagar, 
y  verá  á  la  Keina  convertida  en  una  dama  particular  llamada  Dorotea,  con 
otros  sucesos,  que  si  cae  en  ellos,  le  han  de  admirar.  No  me  maravillaría 
de  nada  deso,  replicó  don  Quixote,  porque  si  bien  te  acuerdas,  la  otra  vez 
que  aquí  estuvimos,  te  dije  yo,  que  todo  cuanto  aquí  sucedía  eran  cosas  de 
encantamiento,  y  no  sería  mucho  que  ahora  fuese  lo  mismo.  Todo  lo  cre- 
yera yo,  respondió  Sancho,  si  también  mi  manteamiento  fuera  cosa  dése 
jaez,  mas  no  lo  fué,  sino  real,  y  verdaderamente:  y  vi  yo  que  el  ventero 
que  aquí  está  hoy  día  tenía  de  un  cabo  de  la  manta,  y  me  empujaba  hacia 
el  cielo  con  mucho  donaire,  y  brío,  y  con  tanta  risa,  como  fuerza,  y  donde 
interviene  conocerse  las  personas  tengo  para  mí,  aunque  simple,  y  pecador, 
que  no  hay  encantamiento  alguno,  sino  mucho  molimiento,  y  mucha  mala- 
ventura: Ahora  bien.  Dios  lo  remediará,  dijo  don  Quixote,  dame  de  vestir, 
y  déjame  salir  allá  fuera,  que  quiero  ver  los  sucesos,  y  transformaciones 
que  dices.  Dióle  de  vestir  Sancho,  y  en  el  entretanto  que  don  Quixote  se 
vestía,  contó  el  Cura  á  don  Fernando,  y  á  los  demás  qfue  allí  estaban  las 
locuras  de  don  Quixote,  y  del  artificio  que  habían  usado,  para  sacarle  de 
la  peña  ¡johre  donde  él  se  imaginaba  estar,  por  desdenes  de  su  señora. 
Contóles  asimismo  casi  todas  las  aventuras  que  Sancho  había  contado,  de 
que  no  poco  se  admiraron  y  rieron,  por  parecerles,  lo  que  á  todos  parecía, 
ser  el  más  extraño  género  de  locura  que  podía  caber  en  pensamiento  dis- 


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paratado.  Dijo  más  el  Cora,  que  pues  ya  el  buen  suceso  de  la  señora  Do- 
rotea impedía  pasar  con  su  designio  adelante,  que  era  menester  inventar, 
y  hallar  otro  para  poderle  llevar  á  su  tierra.  Ofrecióse  Cárdenlo  de  prose- 
guir lo  comenzado,  y  que  Luscinda  haría,  y  representaría  suficientemente 
la  persona  de  Dorotea.  No,  dijo  don  Fernando,  no  ha  de  ser  así,  que  yo 
quiero  que  Dorotea  prosiga  su  invención,  que  como  no  sea  muy  lejos  de 
aquí  el  lugar  de  este  buen  caballero,  yo  holgaré  de  que  se  procure  su  re- 
medio. No  está  más  de  dos  jornadas  de  aquí,  (1)  pues  aunque  estuviera 
más,  gustara  yo  de  caminarlas,  á  trueco  de  hacer  tan  buena  obra.  Salió  en 
esto  don  Quixote  armado  de  todos  sus  pertrechos,  con  el  yelmo,  aunque 
abollado,  de  Mambrino  en  la  cabeza,  embrazado  de  su  rodela,  y  arrimado 
á  su  tronco,  ó  lanzón.  Suspendió  á  don  Fernando,  y  á  los  demás  la  extraña 
presencia  de  don  Quixote,  viendo  su  rostro  de  media  legua  de  andadura, 
seco,  y  amarillo,  la  desigualdad  de  sus  armas,  y  su  mesurado  continente, 
y  estuvieron  callando  hasta  ver  lo  que  él  decía,  el  cual  con  mucha  grave 
dad,  y  reposo,  puestos  los  ojos  en  la  hermosa  Dorotea,  dijo. 

Estoy  informado  (hermosa  señora)  deste  mi  escudero  que  la  vuestra 
grandeza  se  ha  aniquilado,  y  vuestro  ser  se  ha  deshecho,  porque  de  Keina, 
y  gran  señora  que  solíais  ser,  os  habéis  vuelto  en  una  particular  doncella: 
si  esto  ha  sido  por  orden  del  Rey  nigromante  de  vuestro  padre,  temeroso 
que  yo  no  os  diese  la  necesaria,  y  debida  ayuda,  digo,  que  no  supo,  ni  sabe 
de  la  Misa  la  media,  y  que  fué  poco  versado  en  las  historias  caballerescas, 
porque  si  él  las  hubiera  leído,  y  pasado  tan  atentamente,  y  con  tanto  es- 
pacio como  yo  las  pasé,  y  leí,  hallará  á  cada  paso,  cómo  otros  caballeros 
de  menor  fama  que  la  mía,  habían  acabado  cosas  más  dificultosas,  no  sién- 
dolo mucho  matar  á  un  gigantillo,  por  arrogante  que  sea,  porque  no  ha 


(1)  |Cómo  desbarra  el  de  tierras  de  Tadmir!  Y  dicen  que  es  el  mejor 
ilustrador  que  tuvo,  ¿quién?.. 

Después  de  la  frase  No  está  más  de  dos  leguas  de  aquí,  que  la  separa 
Clemencín  del  párrafo  (porque  sí),  empieza  con  letra  mayúscula,  y  esto 
es  una  enormidad,  pues  parece  como  que  otro  personaje  de  la  novela  dijo 
lo  señalado  con  bastardilla. 

A  continuación  de  la  palabra  remedio,  y  á  modo  de  aclaración,  póngan- 
se unos  puntos  suspensivos  (ocultadores  de  una  voz  extraña,  que  dice: 
Está  dos  jornadas — esto  era  para  alargar  la  distancia — de  aquí,  señor,  no 
se  moleste)  y  seguirá  don  Fernando  en  el  uso  de  la  palabra;  que,  como  se 
expresa  con  la  tosca  dicción  inmodulada  de  la  rusticidad,  no  necesita  ni 
el  signo  interrogativo  al  final  de  lo  bastardeado  (por  mí,  pero  no  tergi- 
versado). 

¡Qué  rigoristasi 


—  400    — 

muchas  horas  que  yo  me  tí  con  él,  y  quiero  Callar,  porque  no  me  digan  que 
miento:  pero  el  tiempo  descubridor  de  todas  las  cosas  lo  dirá,  cuando  me- 
nos lo  pensemos.  Vísteos  vos  con  dos  cueros,  que  no  con  un  gigante,  dijo  á 
esta  sazón  el  ventero,  al  cual  mandó  don  Fernando  que  callase,  y  no  inte- 
rrumpiese la  plática  de  don  Quiíote  en  ninguna  manera:  y  don  Quiíote  pro- 
siguió, diciendo:  Digo  en  fin  alta,  y  desheredada  señora,  que  si  por  lacaus» 
que  he  dicho,  vuestro  padre  ha  hecho  esta  Metamorfosis  en  vuestra  perso- 
na, que  no  le  deis  crédito  alguno:  porque  no  hay  ningún  peligro  en  la  tie- 
rra, por  quien  no  le  abra  camino  mi  espada,  con  la  cual  poniendo  la  cabe- 
za de  vuestro  enemigo  en  tierra,  os  pondré  á  vos  la  corona  de  la  vuestra  ea 
la  cabeza  en  breves  días.  No  dije  más  don  Quiíote,  y  esperó  á  que  la  Prin- 
cesa le  respondiese,  la  cual  como  ya  sabía  la  determinación  de  don  Fernan- 
do, de  que  se  prosiguiese  adelante  en  el  engaño  hasta  llevar  á  tierra  á  doi 
Quiíote,  con  mucho  donaire,  y  gravedad  le  respondió:  Quienquiera  que  os 
dijo,  valeroso  caballero  de  la  triste  figura,  que  yo  me  había  mudado,  y  tro- 
cado de  mi  ser,  no  os  dijo  lo  cierto,  porque  la  misma  que  ayer  fui,  me  soy 
hoy:  verdad  es,  que  alguna  mudanza  han  hecho  en  mí  ciertos  acontecimieu- 
tos  de  buena  ventura,  que  me  la  han  dado  la  mejor  que  yo  pudiera  desear- 
me: pero  no  por  eso  he  dejado  de  ser  la  que  antes,  y  de  tener  los  mismos 
pensamientos  de  valerme  del  valor  de  vuestro  valeroso,  é  invencible  brazo, 
que  siempre  he  tenido.  Así  que  señor  mío,  vuestra  bondad  vuelva  la  honra 
al  padre  que  me  engendró,  y  téngale  por  hombre  advertido,  y  prudente, 
pues  con  su  ciencia  halló  camino  tan  fácil,  y  tan  verdadero  para  remediar 
mi  desgracia,  que  yo  creo,  que  si  por  vos  señor  no  fuera,  jamás  acertara  á 
tener  la  ventura  que  tengo,  y  en  esto  digo  tanta  verdad  como  son  buenoi 
testigos  della  los  más  destos  señores  que  están  presentes:  lo  que  resta  es, 
que  mañana  nos  pongamos  en  camino,  porque  ya  hoy  se  podrá  hacer  poca 
jornada,  y  en  lo  demás  del  buen  suceso  que  espero,  lo  dejaré  á  Dios,  y  al 
valor  de  vuestro  pecho.  Esto  dijo  la  discreta  Dorotea,  y  en  oyéndole  don 
Quiíote,  se  volvió  á  Sancho,  y  con  muestras  de  mucho  enojo,  le  dijo:  Aho- 
ra te  digo  Sanchuelo,  que  eres  el  mayor  bellacuelo  que  hay  en  España:  dime 
ladrón,  vagamundo,  no  me  acabaste  de  decir  ahora  que  esta  Princesa  se 
había  vuelto  en  una  doncella  que  se  llamaba  Dorotea?  Y  que  la  cabeza  que 
entiendo  que  corté  á  un  gigante,  era  la  puta  que  te  parió,  con  otros  dispa- 
rates que  me  pusieron  en  la  mayor  confusión  que  jamás  he  estado  en  todos 
los  días  de  mi  vida?  Voto,  y  miró  al  cielo,  y  apretó  los  dientes,  que  estoy 
por  hacer  un  estrago  en  tí,  que  ponga  sal  en  la  mollera  á  todos  cuantos 
mentirosos  escuderos  hubiere  de  caballeros  andantes  de  aquí  adelante  en 


—  401  — 

el  mundo.  Vuestra  merced  se  sosiegue,  señor  mío,  respondió  Sancho,  que 
bien  podría  ser  yo  el  engañado  en  lo  que  toca  á  la  mutación  de  la  señora 
Princesa  Micomicona:  pero  en  lo  que  toca  á  la  cabeza  del  gigante,  ó  á  lo 
menos  á  la  horadación  de  los  cueros,  y  á  lo  de  ser  vino  tinto  la  sangre,  no 
me  engaño  vive  Dios,  porque  los  cueros  allí  están  heridos  á  la  cabecera  del 
lecho  de  vuestra  merced,  y  el  vino  tinto  tiene  hecho  un  lago  el  aposento,  y 
sino  al  freír  de  los  huevos  lo  verá;  quiero  decir  que  lo  verá,  cuando  aquí  su 
merced  del  señor  ventero  le  pida  el  menoscabo  de  todo.  De  lo  demás,  de 
que  la  señora  Reina  se  esté  como  se  estaba,  me  regocijo  en  el  alma,  porque 
me  va  mi  parte,  como  á  cada  hijo  de  vecino.  Ahora  yo  te  digo  Sancho,  dijo 
don  Quixote,  que  eres  un  mentecato,  y  perdóname,  y  basta.  Basta,  dijo  don 
Fernando,  y  no  se  hable  más  en  esto:  y  pues  la  señora  Princesa  dice  que  se 
camine  mañana,  porque  ya  hoy  es  tarde,  hágase  así,  y  esta  noche  la  podre- 
mos pasar  en  buena  conversación,  hasta  el  venidero  día  donde  todos  acom- 
pañaremos al  señor  don  Quixote,  porque  queremos  ser  testigos  de  las  vale- 
rosas, é  inauditas  hazañas,  que  ha  de  hacer  en  el  discurso  desta  grande 
empresa  que  á  su  cargo  lleva.  Yo  soy  el  que  tengo  de  serviros,  y  acompa- 
ñaros, respondió  don  Quixote:  y  agradezco  mucho  la  merced  que  se  me 
hace,  y  la  buena  opinión  que  de  mí  se  tiene,  la  cual  procuraré  que  salga 
verdadera,  ó  me  costará  la  vida,  y  aún  más,  si  más  costarme  puede.  Mu- 
chas palabras  de  comedimiento,  y  muchos  ofrecimientos  pasaron  entre  don 
Quixote,  y  don  Fernando:  pero  á  todos  puso  silencio  un  pasajero  que  en 
aquella  sazón  entró  en  la  venta:  el  cual  en  su  traje  mostraba  ser  Cristiano 
recién  venido  de  tierra  de  Moros,  porque  venía  vestido  con  una  casaca  de 
paño  azul,  corta  de  faldas,  con  medias  mangas,  y  sin  cuello:  los  calzones  eran 
asimismo  de  lienzo  azul,  con  bonete  del  mismo  color:  traía  unos  borceguíes 
datilados,  y  un  alíange  Morisco,  puesto  en  un  tahalí  que  le  atravesaba  el  pe- 
cho. Entró  luego  tras  él  encima  de  un  jumento  una  mujer  á  la  Morisca  vesti- 
da, cubierto  el  rostro  con  una  toca  en  la  cabeza:  traía  un  bonetillo  de  broca- 
do, y  vestida  una  almalafa  que  desde  los  hombros  á  los  pies  la  cubría.  Era 
el  hombre  de  robusto  y  agraciado  talle,  de  edad  de  poco  más  de  cuarenta 
años,  algo  moreno  de  rostro  largo  de  bigotes,  y  la  barba  muy  bien  puesta,  en 
resolución  él  mostraba  en  su  apostura,  que  si  estuviera  bien  vestido  le  juz- 
garan por  persona  de  calidad,  y  bien  nacida.  Pidió  en  entrando  un  aposento, 
y  como  le  dijeron  que  en  la  venta  no  le  había,  mostró  recibir  pesadumbre, 
y  llegándose  á  la  que  en  el  traje  parecía  mora,  la  apeó  en  sus  brazos,  Lus- 
cinda,  Dorotea,  su  hija,  y  Maritornes  llevados  del  nuevo,  y  para  ellos  nun- 
ca visto  traje,  rodearon  á  la  Mora,  y  Dorotea  que  siempre  fué  agraciada, 

26 


—    402   — 

comedida,  y  discreta,  pareciéndole  que  asi  ella,  como  el  que  la  traía  se 
acongojaban  por  falta  del  aposento,  le  dijo:  No  os  dé  mucha  pena,  señora 
mía,  la  incomodidad  de  regalo  que  aquí  falta,  pues  es  propio  de  ventas  no 
hallarse  en  ellas:  pero  con  todo  esto  si  gustareis  de  pasar  eon  nosotras, 
señalando  á  Luscinda,  quizá  en  el  discurso  de  este  camino  habréis  hallada 
otros  no  tan  buenos  acogimientos?  No  respondió  nada  á  esto  la  embozada, 
ni  hizo  otra  cosa  que  levantarse  de  donde  sentado  se  había,  y  puestas  en- 
trambas manos  cruzadas  sobre  el  pecho,  inclinada  la  cabeza  dobló  el  cuer- 
po, en  señal  de  que  lo  agradecía.  Por  su  silencio  imaginaron  que  sin  duda 
alguna  debía  de  ser  Mora,  y  que  no  sabía  hablar  Cristiano.  Llegó  en  esto  el 
cautivo,  que  entendiendo  en  otra  cosa  hasta  entonces  había  estado,  y  viendo 
que  todas  tenían  cercada  á  la  que  con  él  venía,  y  que  ella  á  cuanto  le  de- 
cían callaba,  dijo:  Señoras  mías,  esta  doncella  apenas  entiende  mi  lengua, 
ni  sabe  hablar  otra  ninguna  sino  conforme  á  su  tierra,  y  por  esto  no  debe 
de  haber  respondido,  ni  responde  á  lo  que  se  le  ha  preguntado.  No  se  le 
pregunta  cosa  ninguna,  respondió  Luscinda,  sino  ofrecerle  por  esta  noche 
nuestra  compañía,  y  parte  del  lugar  donde  nos  acomodaremos,  donde  se  le 
hará  el  regalo  que  la  comodidad  ofreciere  con  la  voluntad  que  obliga  á 
servir  á  todos  los  extranjeros  que  del  lo  tuvieren  necesidad,  especialmente 
siendo  mujer  á  quien  se  sirve.  Por  ella,  y  por  raí,  respondió  el  cautivo,  os 
beso  señora  mía  las  manos,  y  estimo  mucho,  y  en  lo  quQ  es  razón,  la  mer- 
ced ofrecida,  que  en  tal  ocasión,  y  de  tales  personas  como  vuestro  parecer 
muestra,  bien  se  echa  de  ver  que  ha  de  ser  muy  grande.  Decidme  señor, 
dijo  Dorotea,  esta  señora  es  Cristiana,  ó  Mora?  porque  el  traje,  y  el  silencio 
nos  hace  pensar,  que  es  lo  que  no  querríamos  que  fuese?  Mora  es  en  el 
traje,  y  en  el  cuerpo:  pero  en  el  alma  es  muy  grande  Cristiana,  porque 
tiene  grandísimos  deseos  de  serlo.  Luego  no  es  bautizada  replicó  Luscinda? 
No  ha  habido  lugar  para  ello,  respondió  el  cautivo,  después  que  salió  de 
Argel  su  patria,  y  tierra,  y  hasta  ahora  no  se  ha  visto  en  peligro  de  muer- 
te tan  cercana,  que  obligase  á  bautizarla,  sin  que  supiese  primero  todas 
las  ceremonias  que  nuestra  madre  la  santa  Iglesia  manda:  pero  Dios  será 
servido  que  presto  se  bautice  con  la  decencia  que  la  calidad  de  su  persona 
merece,  que  es  más  de  lo  que  muestra  su  hábito,  y  el  mío.  Estas  razones 
puso  gana  en  todos  los  que  escuchándole  estaban,  de  saber  quien  fuese  la 
Mora,  y  el  cautivo:  pero  nadie  se  lo  quiso  preguntar  por  entonces,  por  ver 
que  aquella  sazón  era  más  para  procurarles  descanso,  que  para  preguntar- 
les sus  vidas.  Dorotea  la  tomó  por  la  mano,  y  la  llevó  á  sentar  junto  á  sí,, 
y  le  rogó  que  se  quitase  el  embozo.  Ella  miró  al  cautivo,  como  si  le  pre- 


-  403    - 

guntara,  le  dijese  lo  que  decían,  y  lo  que  ella  haría.  Él  en  lengua  Arábiga 
le  dijo,  que  le  pedían  se  quitase  el  embozo,  y  que  lo  hiciese,  y  así  se  lo 
quitó,  y  descubrió  un  rostro  tan  hermoso,  que  Dorotea  la  tuvo  por  más 
hermosa  que  á  Luscinda,  y  Luscinda  por  más  hermosa  que  á  Dorotea,  y 
todos  los  circunstantes  conocieron  que  si  alguno  se  podría  igualar  al  de  las 
dos,  era  el  de  la  Mora,  y  aun  hubo  algunos  que  le  aventajaron  el  alguna 
cosa.  T  como  la  hermosura  tenga  prerrogativa,  y  gracia  de  reconciliar  los 
ánimos,  y  atraer  las  voluntades,  luego  se  rindieron  todos  al  deseo  deservir, 
y  acariciar  á  la  hermosa  Mora.  Preguntó  don  Fernando  al  cautivo  cómo  se 
llamaba  la  Mora,  el  cual  respondió  que  Lela  Zorayda,  (1)  y  así  como  esto 
oyó,  ella  entendió  lo  que  le  habían  preguntado  al  Cristiano,  y  dijo  con 
mucha  priesa  llena  de  congoja,  y  donaire:  No,  no  Zorayda,  María,  Maiía, 
dando  á  entender  que  se  llamaba  María,  y  no  Zorayda.  Estas  palabras,  y 
el  grande  afecto  con  que  la  Mora  las  dijo,  hicieron  derramar  más  de  una 
lágrima  á  algunos  de  los  que  la  escucharon,  especialmente  á  las  mujeres 
que  de  su  naturaleza  son  tiernas  y  compasivas.  Abrazóla  Luscinda  con 
mucho  amor,  diciéndole:  Sí,  sí,  María,  María,  á  lo  cual  respondió  la  Mora: 
Sí,  sí,  María,  Zorayda  macange,  que  quiere  decir,  no.  Ya  en  esto  llegaba 
la  noche,  y  por  orden  de  los  que  venían  con  don  Fernando,  había  el  ven- 
tero puesto  diligencia,  y  cuidado  en  aderezarles  de  cenar,  lo  mejor  que  á 
él  le  filé  posible.  Llegada  pues  la  hora,  sentáronse  todos  á  una  larga  mesa, 
como  de  tinelo,  porque  no  la  había  redonda,  ni  cuadrada  en  la  venta.  Y 
dieron  la  cabecera,  y  principal  asiento,  puesto  que  él  lo  rehusaba  á  don 
Quixote,  el  cual  quiso  que  estuviese  á  su  lado  la  señora  Micomicona,  pues 
él  era  su  aguardador.  Luego  se  sentaron  Luscinda,  y  Zorayda,  frontero 
dellas  don  Fernando,  y  Cárdenlo,  y  luego  el  cautivo,  y  los  demás  caballe- 
ros, y  al  lado  de  las  señoras  el  Cura  y  el  barbero.  Y  así  cenaron  con  mucho 
contento,  y  acrecentóseles  más,  viendo  que  dejando  de  comer  don  Quixote, 
movido  de  otro  semejante  espíritu,  que  el  que  le  movió  á  hablar  tanto, 
como  habló  cuando  cenó  con  los  cabreros,  comenzó  á  decir:  Verdadera- 


(1)  «.Lela  ó  Lel-la  en  arábigo  quiere  decir  la  adorable,  la  divina,  la  bien- 
aventurada por  excelencia.  Sólo  se  da  este  nombre  á  MARÍA  SANTÍSIMA. 
Zoraida  es  nombre  propio  de  mujer,  diminutivo  de  Zahira  ó  Zohraita,  que  sig- 
nifica Florencia,  Florencifa».  (N.  de  la  A.  E.) 

Esta  nota  resulta  interesantísima,  precisamente  por  ser  en  grado  in- 
tenso superficial,  y  Clcmencín  al  copiarla  hace  bueno  el  verso  del  autor 
«á  tontas  y  á  locas;>;  remachando  el  clavo  cuantos  dijeron  que  esta  novela 
está  ingerida. 

Cuando  en  otro  estudio  toque  aclarar  este  extremo,  se  verá  que  esta 
Lela  Marien  sabía  más  idiomas  que  el  Arzobispo  D.  Rodrigo. 


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mente  si  bien  se  considera,  señores  míos,  grandes  é  inauditas  cosas  ven  los 
que  profesan  la  orden  de  la  andante  caballería.  Sino  cuál  de  los  vivientes 
habrá  en  el  mundo  que  ahora  por  la  puerta  de  este  castillo  entrara,  y  de 
la  suerte  que  estamos  nos  viera,  que  juzgue,  y  crea,  que  nosotros  somos, 
quien  somos?  Quién  podrá  decir  que  esta  señora  que  está  á  mi  lado  es  la 
gran  Keina  que  todos  sabemos,  y  que  yo  soy  aquel  caballero  de  la  triste 
figura,  que  anda  por  ahí  en  boca  de  la  fama?  Ahora  no  hay  que  dudar, 
sino  que  esta  arte,  y  ejercicio,  excede  á  todas  aquellas;  y  aquellos,  que  los 
hombres  inventaron,  y  tanto  más  se  ha  de  tener  en  estima,  cuanto  á  más 
peligros  está  sujeto.  Quítense  delante,  los  que  dijeren  que  las  letras  hacen 
ventaja  á  las  armas,  que  les  diré,  y  sean  quien  se  fueren,  que  no  saben  lo 
que  dicen.  Porque  la  razón  que  los  tales  suelen  decir,  y  á  lo  que  ellos  más 
se  atienen,  es,  que  los  trabajos  del  espíritu  exceden  á  los  del  cuerpo.  Y 
que  las  armas,  solo  coa  el  cuerpo  se  ejercitan,  como  si  fuese  su  ejercicio 
oficio  de  ganapanes,  para  el  cual  no  es  menester  más  de  buenas  fuerzas. 
O  como  si  en  esto  llamamos  armas,  los  que  las  profesamos,  no  se  encerra- 
sen los  actos  de  la  fortaleza,  los  cuales  piden  para  ejecutarlo  mucho  enten- 
dimiento. O  como  si  no  trabajase  el  ánimo  del  guerrero,  que  tiene  á  su 
cargo  un  ejército,  ó  la  defensa  de  una  Ciudad  sitiada  asi  con  el  espíritu, 
como  con  el  cuerpo.  Sino  véase  si  se  alcanza  con  las  fuerzas  corporales,  á 
saber,  y  conjeturar  el  intento  del  enemigo,  los  designios,  las  estratagemas, 
las  dificultades,  el  prevenir  los  daños  que  se  temen,  que  todas  estas  cosas 
son  acciones  del  entendimiento,  en  quien  no  tiene  parte  alguna  el  cuerpo. 
Siendo  pues  asi,  que  las  armas  requieren  espíritu  como  las  letras,  veamos 
ahora  cuál  de  los  dos  espíritus,  el  del  letrado,  ó  el  del  guerrero,  trabaja 
más?  Y  esto  se  vendrá  á  conocer  por  el  fin,  y  paradero  á  que  cada  uno  se 
encamina,  porque  aquella  intención  se  ha  de  estimar  en  más,  que  tiene 
por  objeto  más  noble  fin.  Es  el  fin,  y  paradero  de  las  letras,  (y  no  hablo 
ahora  de  las  divinas,  que  tienen  por  blanco,  llevar,  y  encaminar  las  almas 
al  cielo,  que  á  un  fin,  tan  sin  fin  como  éste,  ninguno  otro  se  le  puede  igua- 
lar) hablo  de  las  letras  humanas,  que  es  su  fin  poner  en  su  punto  la  justi- 
cia distributiv^a,  y  dar  á  cada  uno  lo  que  es  suyo,  entender,  y  hacer  que 
las  buenas  leyes  se  guarden:  fin  por  cierto  generoso,  y  alto,  y  digno  de 
grande  alabanza,  pero  no  de  tanta,  como  merece  aquel  á  que  las  armas 
atienden,  las  cuales  tienen  por  objeto,  y  fin  la  paz,  que  es  el  mayor  bien 
que  los  hombres  pueden  desear  en  esta  vida.  Y  así  las  primeras  buenas 
nuevas  que  tuvo  el  mundo,  y  tuvieron  los  hombres,  fueron  las  que  dieron 
los  Angeles,  la  noche  que  fué  nuestro  día,  cuando  cantaron  en  los  aires: 


-  405  — 

Gloria  sea  en  las  alturas,  y  paz  en  la  tierra  á  los  hombres  de  buena  volun- 
tad: y  á  la  salutación,  que  el  mejor  maestro  de  la  tierra,  y  del  cielo,  ense- 
ñó á  sus  allegados,  y  favorecidos,  fué  decirles,  que  cuando  entrasen  en 
alguna  casa,  dijesen:  Paz  sea  en  esta  casa.  T  otras  muchas  veces  les  dijo: 
Mi  paz  os  doy,  mi  paz  os  dejo,  paz  sea  con  vosotros.  Bien  como  joya,  y 
prenda  dada,  y  dejada  de  tal  mano,  joya  que  sin  ella  en  la  tierra,  ni  en  el 
cielo,  puede  haber  bien  alguno.  Esta  paz  es  el  verdadero  fin  de  la  guerra 
que  lo  mismo  es  decir  armas,  que  guerra.  Presupuesta  pues  esta  verdad. 
que  el  fin  de  la  guerra  es  la  paz,  y  que  en  esto  hace  ventaja  al  fin  de  las 
letras,  vengamos  ahora  á  los  trabajos  del  cuerpo  del  letrado,  y  á  los  de 
profesor  de  las  armas,  y  véase  cuáles  son  mayores.  De  tal  manera,  y  por 
tan  buenos  términos  iba  prosiguiendo  en  su  plática  don  Quixote,  que  obli- 
gó á  que  por  entonces  ninguno  de  los  que  escuchándole  estaban,  le  tuvie^ 
sen  por  loco.  Antes  como  todos  los  más  eran  caballeros,  á  quien  son  anejas 
las  armas,  le  escuchaban  de  muy  buena  gana,  y  él  prosiguió  diciendo: 
Digo  pues,  que  los  trabajos  del  estudiante  son  estos:  Principalmente  po- 
breza (no  porque  todos  sean  pobres,  sino  por  poner  este  caso  en  todo  el 
extremo  que  pueda  ser)  y  en  haber  dicho  que  padece  pobreza,  me  parece 
que  no  había  que  decir  más  de  su  mala  ventura.  Porque  quien  es  pobre, 
no  tiene  cosa  buena,  esta  pobreza  la  padece  por  sus  partes,  ya  en  hambre, 
ya  en  frío,  ya  en  desnudez,  ya  en  todo  junto.  Pero  con  todo  eso  no  es 
tanta  que  no  coma;  aunque  sea  un  poco  más  tarde  de  lo  que  se  usa, 
aunque  sea  de  las  sobras  de  los  ricos,  que  es  la  mayor  miseria  del  estu- 
diante, este  que  entre  ellos  llaman  andar  á  la  sopa,  y  no  les  falta  algún 
ajeno  brasero,  ó  chimenea,  que  si  no  calienta,  á  lo  menos  entibie  su  frío, 
y  en  fin  la  noche  duermen  muy  bien  debajo  de  cubierta.  No  quiero  llegar 
á  otras  menudencias,  conviene  á  saber  de  la  falta  de  camisas,  y  no  sobra 
de  zapatos,  la  raridad  y  poco  pelo  del  vestido,  ni  aquel  ahitarse  con  tanto 
gusto,  cuando  la  buena  suerte  les  depara  algún  banquete.  Por  este  camino 
que  he  pintado,  áspero,  y  dificultoso,  tropezando  aquí,  cayendo  allí,  levan- 
tándose acullá,  tornando  á  caer  acá,  llegan  al  grado  que  desean,  el  cual  alzan- 
do á  muchos  hemos  visto  (que  habiendo  pasado  por  estas  Siertes,  y  por  es- 
tas Scilas,  y  Caribdis,  como  llevados  en  vuejo  de  la  favorable  fortuna)  digo 
que  lo  hemos  visto  mandar  y  gobernar  el  mundo  desde  una  silla,  trocada  su 
hambre  en  hartura,  su  frío  en  refrigerio,  su  desnudez  en  galas,  y  su  dormir 
en  una  estera,  en  reposar  en  holandas,  'y  damasces.  Premio  justamente 
merecido  de  su  virtud,  pero  contrapuestos,  y  comparados  sus  trabajos  con 
los  del  milite  guerrero,  se  quedan  muy  atrás  en  todo,  como  ahora  diré. 


406  — 


CAPITULO   XXXVIII 

Que  trata  del  curioso  discurso  que  hizo  don  Quixote, 
de  las  armas,  y  las  letras. 

Prosiguiendo  don  Quixote,  dijo:  Pues  comenzamos  eo  el  estudiante  por 
la  pobreza,  y  sus  partes,  veamos  si  es  más  rico  el  soldado.  Y  veremos  que 
no  hay  ninguno  más  pobre  en  la  misma  pobreza,  porque  está  atenido  á  la 
miseria  de  su  paga,  que  viene,  ó  tarde,  ó  nunca,  ó  á  lo  que  garbeare  por 
sus  manos,  con  notable  peligro  de  su  vida,  y  de  su  conciencia.  Y  á  veces 
suele  ser  su  desnudez  tanta,  que  un  coleto  acuchillado  le  sirve  de  gala,  y 
de  camisa,  y  en  la  mitad  del  invierno  le  suele  reparar  de  las  inclemencias 
del  cielo.  Estando  en  la  campaña  rasa,  con  solo  el  aliento  de  su  boca,  que 
como  sale  de  lugar  vacío,  tengo  por  averiguado,  que  debe  de  salir  frío  con- 
tra toda  naturaleza.  Pues  esperad,  que  espere  que  llegue  la  noche,  para 
restaurarse  de  todas  estas  incomodidades  en  la  cama  que  le  aguarda.  La 
cual  si  no  es  por  su  culpa,  jamás  pecará  de  estrecha,  que  bien  puede  me- 
dir en  la  tierra  los  pies  que  quisiere,  y  revolverse  en  ella  á  su  sabor,  sin 
temor  que  se  le  encojan  las  sábanas.  Llegúese  pues  á  todo  esto  el  día,  y  la 
hora  de  recibir  el  grado  de  su  ejercicio:  llegúese  un  día  de  batalla,  que  allí 
le  pondrán  la  borla  en  la  cabeza,  echa  de  hilas,  para  curarle  algún  balazo, 
que  quizá  le  habrá  pasado  las  sienes,  ó  le  dejará  estropeado  de  brazo,  ó 
pierna.  Y  cuando  esto  no  suceda,  sino  que  el  cielo  piadoso  le  guarde,  y 
conserve,  sano,  y  vivo,  podrá  ser  que  se  quede  en  la  misma  pobreza  que 
antes  estaba,  y  que  sea  menester  que  suceda  uno,  y  otro  reencuentro,  una, 
y  otra  batalla,  y  que  de  todas  salga  vencedor,  para  medrar  en  algo.  Pero 
estos  milagros  vense  raras  veces.  Pero  decidme  señores,  si  habéis  mirado 
en  ello?  Cuan  menos  son  los  premiados  por  la  guerra,  que  los  que  han 
perecido  en  ella?  Sin  duda  habéis  de  responder,  que  no  tienen  compa- 
ración ni  se  pueden  reducir  á  cuenta  los  muertos,  y  que  se  podrán  contar 
los  premiados  vivos,  con  tres  letras  de  guarismo.  Todo  esto  es  al  revés 
en  los  letrados,  porque  de  faldas,  que  no  quiero  decir  de  mangas,  todos 
tienen  en  qué  entretenerse.  Así  que  aunque  es  mayor  el  trabajo  del  sol- 
dado, es  mucho  menor  el  premio.  Pero  á  esto  se  puede  responder,  que 
es  más  fácil,  premiar  á  dos  mil  letrados,  que  á  treinta  mil  soldados. 


—  407  — 

Porque  á  aquéllos  se  premian  con  darles  oficios,  que  por  fuerza  se  han 
■de  dar  á  los  de  su  profesión:  y  á  éstos  no  se  pueden  premiar,  sino  con  la 
misma  hacienda  del  señor  á  quien  sirven:  y  esta  imposibilidad  fortifica 
más  la  razón  que  tengo.  Pero  dejemos  esto  aparte,  que  es  laberinto  de 
muy  dificultosa  salida,  sino  volvamos  á  la  preeminencia  de  las  armas, 
contra  las  letras.  Materia  que  hasta  ahora  está  por  averiguar,  según  son 
las  razones,  que  cada  una  de  su  parte  alega:  y  entre  las  que  he  dicho,  di- 
cen las  letras,  que  sin  ellas  no  se  podrían  sustentar  las  armas.  Porque  la 
guerra  también  tiene  sus  leyes,  y  está  sujeta  á  ellas,  y  que  las  leyes  caen 
debajo  de  lo  que  son  letras,  y  letrados.  A  esto  responden  las  armas,  que 
las  leyes  no  se  podrán  sustentar  sin  ellas.  Porque  con  las  armas,  se  defien- 
den las  repúblicas,  se  conservan  los  Keinos,  se  guardan  las  Ciudades,  se 
aseguran  los  caminos,  se  despojan  los  mares  de  corsarios.  Y  finalmente,  si 
por  ellas  no  fuese,  las  repúblicas,  los  Reinos,  las  Monarquías,  las  Ciuda- 
des, los  caminos  de  mar,  y  tierra  estarían  sujetos  al  rigor,  y  ala  confusión 
que  trae  consigo  la  guerra  el  tiempo  que  dura,  y  tiene  licencia  de  usar  de 
sus  privilegios,  y  de  sus  fuerzas.  Y  es  razón  averiguada,  que  aquello  que 
más  cuesta,  se  estima,  y  debe  de  estimar  en  más.  Alcanzar  alguno  á  ser 
eminente  en  letras,  le  cuesta  tiempo,  vigilias,  hambre,  desnudez,  vahídos 
de  cabeza,  indigestiones  de  estómago,  y  otras  cosas  á  estas  adherentes,  que 
en  parte  ya  las  tengo  referidas.  Mas  llegar  uno  por  sus  términos  á  ser  buen 
soldado,  le  cuesta  todo  lo  que  á  el  estudiante,  en  tanto  mayor  grado,  que 
no  tiene  comparación,  porque  á  cada  paso  está  á  pique  de  perder  la  vida. 
Y  qué  temor  de  necesidad,  y  pobreza,  puede  llegar,  ni  fatigar  al  estudian- 
te, que  llegue  al  que  tiene  un  soldado,  que  hallándose  cercado  en  alguna 
fuerza,  y  estando  de  posta,  ó  guarda,  en  algún  rebellín,  ó  caballero,  siente 
que  los  enemigos  están  minando  hacia  la  parte  donde  él  está,  y  no  puede 
apartarse  de  allí,  por  ningún  caso,  ni  huir  el  peligro,  que  de  tan  cerca  le 
amenaza.  Sólo  lo  que  puede  hacer,  es,  dar  noticia  á  su  Capitán  de  lo  que 
pasa,  para  que  lo  remedie  con  alguna  contramina,  y  el  estarse  quedo  te- 
miendo, y  esperando,  cuando  improvisadamente  ha  de  subir  á  las  nubes 
sin  alas,  y  bajar  al  profundo  sin  su  voluntad.  Y  si  este  parece  pequeño  pe- 
ligro, veamos  si  le  iguala,  ó  hace  ventaja,  el  de  embestirse  dos  galeras  por 
las  proas  en  mitad  del  mar  espacio.  Las  cuales  enclavijadas,  y  trabadas,  no 
le  queda  al  soldado  más  espacio,  del  que  concede  dos  pies  de  tabla  del 
espolón.  Y  con  todo  esto,  viendo  que  tiene  delante  de  sí  tantos  ministros 
de  la  muerte,  que  le  amenazan,  cuantos  cañones  de  artillería  le  asestan  de 
la  parte  contraria,  que  no  distan  de  su  cuerpo  una  lanza,  y  viendo  que  al 


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primer  descuido  de  los  pies  iría  á  visitar  los  profundos  senos  de  Neptuno: 
y  con  todo  esto,  con  intrépido  corazón,  llevado  de  la  honra  que  le  incita, 
se  pone  á  ser  blanco  de  tanta  arcabucería,  y  procura  pasar  por  tan  estrecho 
paso  al  bajel  contrario.  Y  lo  que  más  es  de  admirar,  que  apenas  uno  ha 
caído,  donde  no  se  podrá  levantar  hasta  la  fin  del  mundo,  cuando  otro 
ocupa  su  mismo  lugar,  y  si  éste  también  cae  en  el  mar,  que  como  á  ene- 
migo le  aguarda,  otro,  y  otro,  le  sucede,  sin  dar  tiempo  al  tiempo  de  sus 
muertes,  valentía,  y  atrevimiento,  el  mayor  que  se  puede  hallar  en  todos 
los  trances  de  la  guerra.  Bien  hayan  aquellos  benditos  siglos,  que  carecie- 
ron de  la  espantable  furia  de  aquestos  endemoniados  instrumentos  de  la 
artillería,  á  cuyo  inventor,  tengo  para  mí,  que  en  el  infierno  se  le  está  dan- 
do el  premio  de  su  diabólica  invención,  con  la  cual  dio  causa,  que  un  infa- 
me, y  cobarde  brazo,  quite  la  vida  á  un  valeroso  caballero,  y  que  sin  saber 
cómo,  ó  por  dónde,  en  la  mitad  del  coraje,  y  brío,  que  enciende,  y  anima 
á  los  valientes  pechos,  llega  una  desmandada  bala  (disparada,  de  quien 
quizá  huyó,  y  se  espantó,  del  resplandor  que  hizo  el  fuego,  al  disparar  de 
la  maldita  máquina)  y  corta,  y  caba  en  un  instante  los  pen?amientos,  y 
vida,  de  quien  la  merecía  gozar  luengos  siglos.  Y  así  considerando  eso, 
estoy  por  decir,  que  en  el  alma  me  pesa  de  haber  tomado  este  ejercicio  de 
caballero  andante  en  edad  tan  detestable,  como  es  esta,  en  que  ahora  vivi- 
mos: porque  aunque  á  mí  ningún  peligro  me  pone  miedo,  todavía  me  pone 
recelo,  pensar  si  la  pólvora,  y  el  estaño,  me  han  de  quitar  la  ocasión  de 
hacerme  famoso,  y  conocido  por  el  valor  de  mi  brazo,  filos  de  mi  espada 
por  todo  lo  descubierto  de  la  tierra.  Pero  haga  el  cielo  lo  que  fuere  servi- 
do, que  tanto  seré  más  estimado,  si  salgo  con  lo  que  pretendo,  cuanto  á 
mayores  peligros  me  he  puesto,  que  se  pusieron  los  caballeros  andantes, 
de  los  pasados  siglos.  Todo  este  largo  preámbulo,  dijo  don  Quixote,  en 
tanto  que  los  demás  cenaban,  olvidándose  de  llevar  bocado  á  la  boca,  pues- 
to que  algimas  veces  le  había  dicho  Sancho  Panza,  que  cenase,  que  después 
habría  lugar,  para  decir  todo  lo  que  quisiese.  En  los  que  escuchado  le  ha- 
bían, sobrevino  nueva  lástima,  de  ver  que  hombre,  que  al  parecer  tenía 
buen  entendimiento,  y  buen  discurso  en  todas  las  cosas  que  trataban,  le 
hubiese  perdido  tan  rematadamente,  en  tratándole  de  su  negra,  y  pizraien 
ta  caballería.  El  Cura  le  dijo,  que  tenía  mucha  razón,  en  todo  cuanto  había 
dicho  en  favor  de  las  armas,  y  que  él  aunque  letrado,  y  graduado,  estaba 
áe  su  mismo  parecer.  Acabaron  de  cenar,  levantaron  los  manteles,  y  en 
tanto  que  la  ventera,  su  hija,  y  Maritornes  aderezaban  el  camaranchón  de 
don  Quixote  de  la  Mancha,  donde  habían  determinado,  que  aquella  noche 


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las  mujeres  solas  en  él  se  recogiesen:  don  Fernando  rogó  al  cautivo,  les 
contase  el  discurso  de  su  vida,  porque  no  podría  ser,  sino  que  fuese  pere- 
grino, y  gustoso,  según  las  muestras  que  había  comenzado  á  dar  viniendo 
en  compañía  de  Zorayda.  A  lo  cual  respondió  el  cautivo,  que  de  muy  bue- 
na gana  haría  lo  que  se  le  mandaba,  y  que  sólo  temía,  que  el  cuento  no 
había  de  ser  tal,  que  les  diese  el  gusto  que  él  deseaba.  Pero  que  con  todo 
eso,  por  no  faltar  en  obedecerle,  le  contaría:  El  Cura,  y  todos  los  demás  se 
lo  agradecieron,  y  de  nuevo  se  lo  rogaron.  Y  él  viéndose  rogar  de  tantos, 
dijo:  Que  no  eran  menester  ruegos,  adonde  el  mandar  tenía  tanta  fuerza. 
Y  así  estén  vuestras  mercedes  atentos,  y  oirán  un  discurso  verdadero,  á 
quien  podría  ser  que  no  llegasen  los  mentirosos,  que  con  curioso,  y  pensa- 
do artiñcio,  suelen  componerse.  Con  esto  que  dijo,  hizo  que  todos  se  aco- 
modasen, y  le  prestasen  un  grande  silencio,  y  él  viendo  que  ya  callaban,  y 
esperaban  lo  que  decir  quisiese,  con  voz  agradable,  y  reposada  comenzó  á 
decir  desta  manera. 


410 


CAPITULO  XXXIX 
Donde  el  cautivo  cuenta  su  vida,  y  sucesos. 

En  un  Lugar  de  las  montañas  de  León,  tuvo  principio  mi  linaje,  con 
quien  fué  más  agradecida,  y  liberal  la  naturaleza,  que  la  fortuna.  Aunque 
en  la  estrecheza  de  aquellos  pueblos,  todavía  alcanzaba  mi  padre  fama  de 
rico,  y  verdaderamente  lo  fuera,  si  así  se  diera  maña  á  conservar  su  ha- 
cienda, como  se  la  daba  en  gastarla.  Y  la  condición  que  tenía  de  ser  libe- 
ral, y  gastador,  le  procedió  de  haber  sido  soldado  los  años  de  su  juventud. 
Que  es  escuela  la  soldadesca,  donde  el  mezquino  se  hace  franco,  y  el  fran- 
co pródigo,  y  si  algunos  soldados  se  hallan  miserables,  son  como  mons- 
truos, que  se  ven  raras  veces.  Pasaba  mi  padre  los  términos  de  la  libera- 
lidad, y  rayaba  en  los  de  ser  pródigo.  Cosa  que  no  le  es  de  ningún  provecho 
al  hombre  casado,  y  que  tiene  hijos  que  le  han  de  suceder  en  el  nombre,  y 
en  el  ser.  Los  que  mi  padre  tenía  eran  tres,  todos  varones,  y  todos  de  edad 
de  poder  elegir  estado.  Viendo  pues  mi  padre,  que  según  él  decía,  no  podía 
irse  á  la  mano  contra  su  condición,  quiso  privarse  del  instrumento,  y  causa, 
que  le  hacía  gastador,  y  dadivoso,  que  fué  privarse  de  la  hacienda,  sin  la 
cuál  el  mismo  Alejandro  pareciera  estrecho.  Y  así  llamándonos  un  día  á 
todos  tres,  á  solas  en  un  aposento,  nos  dijo  unas  razones  semejantes  á  las 
que  ahora  diré:  Hijos  para  deciros  que  os  quiero  bien,  basta  saber,  y  decir, 
que  sois  mis  hijos,  y  para  entender  que  os  quiero  mal,  basta  saber  que  no 
me  voy  á  la  mano,  en  lo  que  toca  á  conservar  vuestra  hacienda.  Pues  para 
que  entendáis  desde  aquí  adelante,  que  os  quiero  como  padre,  y  que  no  os 
quiero  destruir  como  padrastro,  quiero  hacer  una  cosa  con  vosotros,  que  ha 
muchos  días  que  la  tengo  pensada,  y  con  madura  consideración  dispuesta. 
Vosotros  estáis  ya  en  edad  de  tomar  estado,  ó  á  lo  menos  de  elegir  ejerci- 
cio, tal  que  cuando  mayores  os  honre,  y  aproveche.  Y  lo  que  he  pensado, 
es,  hacer  de  mi  hacienda  cuatro  partes,  las  tres  os  daré  á  vosotros,  á  cada 
uno  la  que  le  tocare,  sin  exceder  en  cosa  alguna,  y  con  la  otra  me  quedaré 
yo,  para  vivir,  y  sustentarme  los  días  que  el  cielo  fuere  servido  de  darme 
de  vida.  Pero  querría,  que  después  que  cada  uno  tuviese  en  su  poder  la 
parte  que  le  toca  de  su  hacienda,  siguiese  uno  de  los  caminos  que  le  diré. 
Hay  un  refrán  en  nuestra  España,  á  mi  parecer  muy  verdadero,  como  to- 


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dos  lo  son,  por  ser  sentencias  breves,  sacadas  de  la  luenga,  y  discreta  ex- 
periencia, y  el  que  yo  digo,  dice:  Iglesia,  ó  mar,  ó  casa  Real,  como  si 
más  claramente  dijera.  Quien  quisiere  valer,  y  ser  rico,  siga,  ó  la  Iglesia, 
ó  navegue,  ejercitando  el  arte  de  la  mercancía,  ó  entre  á  servir  á  los  Keyes 
en  sus  casas,  porque  dicen:  Más  vale  migaja  de  Rey,  que  merced  de  se- 
ñor. Digo  esto,  porque  querría,  y  es  mi  voluntad,  que  uno  de  vosotros  si- 
guiese las  letras,  y  el  otro  la  mercancía,  y  el  otro  sirviese  al  Eey  en  gue- 
rra, pues  es  dificultoso  entrar  á  servirle  en  su  casa  que  ya  que  la  guerra  no 
dé  muchas  riquezas,  suele  dar  mucho  valor,  y  mucha  fama.  Dentro  de  ocho 
días  os  daré  toda  vuestra  parte  en  dineros,  sin  defraudaros  en  un  ardite, 
como  lo  veréis  por  la  obra.  Decidme  ahora,  si  queréis  seguir  mi  parecer,  y 
consejo  en  lo  que  os  he  propuesto,  y  mandándome  á  mí  por  ser  el  mayor, 
que  respondiese.  Después  de  haberle  dicho  que  no  se  deshiciese  de  la  ha- 
cienda, sino  que  gastase  todo  lo  que  fuese  su  voluntad,  que  nosotros  éramos 
mozos  para  saber  ganarla,  vine  á  concluir,  en  que  cumpliría  su  gusto,  y  que 
el  mío  era  seguir  el  ejercicio  de  las  armas,  sirviendo  en  él  á  Dios,  y  á  mi 
Key.  El  según  Jo  hermano,  hizo  los  mismos  ofrecimientos,  y  escogió  el  irse 
á  las  Indias,  llevando  empleada  la  hacienda  que  le  cupiese.  El  menor,  y  á 
lo  que  yo  creo  el  más  discreto,  dijo  que  quería  seguir  la  Iglesia,  ó  irse  á 
acabar  sus  comenzados  estudios  á  Salamanca.  Así  como  acabamos  de  con- 
cordarnos, y  escoger  nuestros  ejercicios,  mi  padre  nos  abrazó  á  todos,  y  con 
la  brevedad  que  dijo,  puso  por  obra  cuanto  nos  había  prometido,  y  dando 
á  cada  uno  su  parte,  que  á  lo  que  se  me  acuerda,  fueron  cada  tres  mil  du- 
cados en  dinero,  porque  un  nuestro  tío  compró  toda  la  hacienda,  y  la  pagó 
de  contado,  porque  no  saliese  del  tronco  de  la  casa.  En  un  mismo  día  nos 
despedimos  todos  tres  de  nuestro  buen  padre,  y  en  aquel  mismo,  parecién- 
dome  á  mí  ser  inhumanidad,  que  mi  padre  quedase  viejo,  y  con  tan  poca 
hacienda,  hice  con  él,  que  de  mis  tres  mil  tomase  los  dos  mil  ducados, 
porque  á  mí  me  bastaba  con  el  resto,  para  acomodarme,  de  lo  que  había 
menester  un  soldado.  Mis  dos  hermanos  movidos  de  mi  ejemplo,  cada  uno 
le  dio  mil  ducados.  De  modo,  que  á  mi  padre  le  quedaron  cuatro  mil  du- 
cados en  dinero,  y  más  de  tres  mil,  que  á  lo  que  parece  valía  la  hacienda 
que  le  cupo,  que  no  quiso  vender,  sino  quedarse  con  ella  en  raíces.  Digo  en 
fin,  que  nos  despedimos  del,  y  de  aquel  nuestro  tío  que  he  dicho,  no  sin 
mucho  sentimiento,  y  lágrimas  de  todos,  encargándonos,  que  les  hiciése- 
mos saber  todas  las  veces  que  hubiese  comodidad  para  ello,  de  nuestros 
sucesos,  prósperos  ó  adversos.  Prometímoselo,  y  abranzándonos  y  echándo- 
nos su  bendición,  el  uno  tomó  el  viaje  de  Salamanca,  y  el  otro  de  Sevilla, 


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y  yo  el  de  Alicante,  donde  tuve  nuevas  que  había  una  nave  Genovesa,  que 
cargaba  allí  lana  para  Genova.  Este  hará  veinte  y  dos  años,  que  salí  de  caía 
de  mi  padre,  y  en  todos  ellos,  puesto  que  he  escrito  algunas  cartas,  no  he 
sabido  del,  ni  de  mis  hermanos  nueva  alguna.  Y  lo  que  en  este  discurso  de 
tiempo  he  pasado,  lo  diré  brevemente.  Embarquéme  en  Alicante,  llegué  con 
próspero  viaje  á  Genova,  fui  desde  allí  á  Milán,  donde  me  acomodé  de  ar- 
mas, y  de  algunas  galas  de  soldado,  de  donde  quise  ir  á  sentar  mi  plaza  al 
Piamonte,  y  estando  ya  de  Camino  para  Alejandría  de  la  Palla,  tuve  nue- 
vas que  el  gran  Duque  de  Alba  pasaba  á  Flandes.  Mudé  propósito,  íuíme 
con  él,  servíle  en  las  jornadas  que  hizo,  hálleme  en  la  muerte  de  los  Con- 
des de  Egmont,  y  de  Horn,  alcancé  á  ser  Alférez  de  un  famoso  Capitán  de 
Guadalajara,  llamado  Diego  de  ürbina.  Y  á  cabo  de  algún  tiempo  que  lle- 
gué á  Flandes,  se  tuvo  nuevas  de  la  liga,  que  la  Santidad  del  Papa  Pío 
quinto  de  felice  recordación,  había  hecho  con  Venecia,  y  con  España,  con- 
tra el  enemigo  común,  que  es  el  turco.  El  cual  en  aquel  mismo  tiempo  ha- 
bía ganado  con  su  armada  la  famosa  isla  de  Chipre,  que  estaba  debajo  del 
dominio  de  Venecianos,  pérdida  lamentable,  y  desdichada.  Súpose  cierto 
que  venía  por  General  desta  liga  el  serenísimo  don  Juan  de  Austria,  her- 
mano natural  de  nuestro  buen  Rey  don  Felipe.  Divulgóse  el  grandísimo 
aparato  de  guerra  que  se  hacía.  Todo  lo  cual  me  incitó,  y  conmovió  el  áni- 
mo, y  el  deseo  de  verme  en  la  jornada  que  se  esperaba:  y  aunque  tenía  ba- 
rruntos, y  casi  promesas  ciertas,  de  que  en  \s  primera  ocasión  que  se  ofre- 
ciese, sería  promovido  á  Capitán,  lo  quise  dejar  todo,  y  venirme,  como  rae 
vine  á  Italia.  Y  quiso  mi  buena  suerte,  que  el  señor  don  Juan  de  Austria 
acababa  de  llegar  á  Genova,  que  pasaba  á  Ñapóles,  á  juntarse  con  la  arma- 
da de  Venecia,  como  después  lo  hizo  en  Mecina.  Digo  en  fin,  que  yo  me 
hallé  en  aquella  felicísima  jornada,  ya  hecho  Capitán  de  Infantería,  á  cuyo 
honroso  cargo  me  subió  mi  buena  suerte,  más  q.ie  mis  merecimientos.  Y 
aquel  día,  que  fué  para  la  Cristiandad  tan  dichoso,  porque  en  él  se  des- 
engañó el  mundo,  y  todas  las  naciones,  del  error  en  que  estaban,  creyendo 
que  los  Turcos  eran  invencibles  por  el  mar,  en  aquel  día  digo,  donde  que- 
dó el  orgullo,  y  soberbia  Otomana  quebrantada,  entre  tantos  venturosos, 
como  allí  hubo.  Porque  más  ventura  tuvieron  los  Cristianos  que  allí  mu- 
rieron, que  los  que  vivos,  y  vencedores  quedaron.  Yo  sólo  fui  el  desdichado, 
pues  en  cambio  de  que  pudiera  esperar,  si  fuera  en  los  Romanos  siglos,  al- 
guna naval  corona,  me  vi  aquella  noche,  que  siguió  á  tan  famoso  día,  con 
cadenas  á  los  pies,  y  esposas  á  las  manos.  Y  fué  desta  suerte,  que  habiendo 
el  üchalí  Rey  de  Argel,  atrevido,  y  venturoso  corsario,  embestido,  y  rendí- 


—  413  — 

do  la  Capitaua  de  Malta,  que  solos  tres  caballeros  quedaron  vivos  en  ella,  y 
estos  mal  heridos,  acudió  la  Capitana  de  Juan  Andrea  á  socorrerla  en  la 
cual  yo  iba  con  mi  compañía,  y  haciendo  lo  que  debía  en  ocasión  semejan- 
te, salté  en  la  galera  contraria,  la  cual  desviándose  de  la  que  había  embes- 
tido, estorbó  que  mis  soldados  me  siguiesen,  y  así  me  hallé  solo  entre  mis 
enemigos,  á  quien  no  pude  resistir  por  ser  tantos,  en  fin  me  rindi^^ron  lleno 
de  heridas.  Y  como  ya  habéis  señores  oído  decir,  que  el  Uchalí  se  salvó 
con  toda  su  escuadra,  vine  yo  á  quedar  cautivo  en  su  poder,  y  sólo  fui  el 
triste  entre  tantos  alegres,  y  el  cautivo  entre  tantos  libres,  porque  fueron 
quince  mil  Cristianos  los  que  aquel  día  alcanzaron  la  deseada  libertad,  que 
todos  venían  al  remo  de  la  Turquesca  armada.  Lleváronme  á  Constantino- 
pla,  donde  el  gran  Turco  Selín  hizo  General  de  la  mar  á  mi  amo,  porque 
había  hecho  su  deber  en  la  batalla,  habiendo  llevado  por  muestra  de  su 
valor  el  Estandarte  de  la  religión  de  Malta.  Hálleme  el  segundo  año,  que 
fué  el  de  setenta  y  dos,  en  Navarino,  bogando  en  la  Capitana  de  los  tres 
fanales.  Vi,  y  noté  la  ocasión  que  allí  se  perdió,  de  no  coger  en  el  puerto 
toda  la  armada  Turquesca.  Porque  todos  los  Levantes,  y  Genízaros,  que 
en  ella  venían,  tuvieron  por  cierto,  que  les  habían  de  embestir  dentro  del 
mismo  puerto,  y  tenían  á  punt«  su  ropa,  y  pasamaques,  que  son  sus  zapa- 
tos, para  huirse  luego  por  tierra,  sin  esperar  ser  combatidos:  tanto  era  el 
miedo  que  habían  cobrado  á  nuestra  armada.  Pero  el  cielo  lo  ordenó  de 
otra  manera,  no  por  culpa,  ni  descuido  del  General,  que  á  los  nuestros 
regía,  sino  por  los  pecados  de  la  Cristiandad:  y  porque  quiere,  y  permite 
Dios,  que  tengamos  siempre  verdugos  que  nos  castiguen.  En  efecto,  el 
Uchalí  se  recogió  á  Modón,  que  es  una  isla  que  está  junto  á  Navarino,  y 
echando  la  gente  en  tierra,  fortificó  la  boca  del  puerto,  y  estúvose  quedo, 
hasta  que  el  señor  don  Juan  se  volvió.  En  este  viaje  se  tomó  la  galera,  que 
se  llamaba  la  Presa,  de  quien  era  Capitán  un  hijo  de  aquel  famoso  corsa- 
rio Barbarroja:  tomóla  la  Capitana  de  Ñapóles,  llamada  la  Loba,  regida 
por  aquel  rayo  de  la  guerra,  por  el  padre  de  los  soldados,  por  aquel  ventu- 
roso, y  jamás  vencido  Capitán  don  Alvaro  de  Bazán,  Marqués  de  Santa 
Cruz.  Y  no  quiero  dejar  de  decir  lo  que  sucedió  en  la  presa  de  la  Presa. 
Era  tan  cruel  el  hijo  de  Barbarroja,  y  trataba  tan  mal  á  sus  cautivos,  que 
así  como  los  que  venían  al  remo  vieron  que  la  galera  Loba  les  iba  entran- 
do, y  que  los  alcanzaba,  soltaron  todos  á  un  tiempo  los  remos,  y  asieron  de 
su  Capitán,  que  estaba  sobro  el  estanterol,  gritando  que  bogasen  «priesa,  y 
pasándole  de  banco  en  banco,  de  popa  á  proa,  le  dieron  bocados,  que  á 
poco  más  que  pasó  del  árbol,  ya  había  pasado  su  ánima  al  infierno.  Tal 


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era,  como  he  dicho,  la  crueldad  con  que  lo3  trataba,  y  el  odio  que  ellos  le 
teoian.  Volvimos  á  Constantinopla,  y  el  afio  siguiente,  que  fué  el  de  seten- 
ta, y  tres,  se  supo  en  ella,  como  el  señor  don  Juan  había  ganado  á  Túnez, 
y  quitando  aquel  Reino  á  los  Turcos,  y  puesto  en  posesión  del  á  Mu  ley 
Hamet,  cortando  las  esperanzas  que  de  volver  á  reinar  en  él  tenía  Muley 
Hamida,  el  Moro  más  cruel,  y  más  valiente  que  tuvo  el  mundo.  Sintió  ma- 
cho esta  pérdida  el  gran  Turco,  y  usando  de  la  sagacidad  que  todos  los  de 
su  casa  tienen,  hizo  paz  con  Venecianos,  que  mucho  más  que  él  la  desea- 
ban: y  el  año  siguiente  de  setenta  y  cuatro,  acometió  á  la  Goleta,  y  al  fuer- 
te, que  junto  á  Túnez  había  dejado  medio  levantado  el  señor  don  Juan. 
En  todos  estos  trances  andaba  yo  al  remo,  sin  esperanza  de  libertad  algu- 
na: á  lo  menos  no  esperaba  tenerla  por  rescate,  porque  tenía  determinado 
de  no  escribir  las  nuevas  de  mi  desgracia  á  mi  Padre.  Perdióse  en  fin  la 
Goleta,  perdióse  el  fuerte,  sobre  las  cuales  plazas  hubo  de  soldados 
Turcos,  pagados,  setenta  y  cinco  mil:  y  de  Moros  y  Alárabes  de  toda  la 
África,  más  de  cuatrocientos  mil,  acompañado  este  tan  gran  número  de 
gente  con  tantas  municiones,  y  pertrechos  de  guerra,  y  con  tantos  gas- 
tadores, que  con  las  manos,  y  á  puñados  de  tierra  pudieran  cubrir  la 
Goleta  y  el  fuerte.  Perdióse  primero  la  Goleta,  tenida  hasta  entonces  por 
inexpugnable,  y  no  se  perdió  por  culpa  de  sus  defensores,  los  cuales 
hicieron  en  su  defensa  todo  aquello  que  debían,  y  podían,  sino  porque  la 
experiencia  mostró  la  facilidad  con  que  se  podían  levantar  trincheras  en 
aquella  desierta  arena,  porque  á  dos  palmos  se  hallaba  agua,  y  los  Turcos 
no  la  hallaron  á  dos  varas:  y  así  con  muchos  sacos  de  arena  levantaron 
las  trincheras  tan  altas,  que  sobrepujaban  las  murallas  de  la  fuerza,  y  ti- 
rándoles á  caballero,  ninguno  podía  parar,  ni  asistir  á  la  defensa.  Fué 
común  opinión,  que  no  se  habían  de  encerrar  los  nuestros  en  la  Goleta, 
sino  esperar  en  campaña,  al  desembarcadero:  y  los  que  esto  dicen  hablan 
de  lejos,  y  con  poca  experiencia  de  casos  semejantes:  porque  si  en  la  Go- 
leta, y  en  el  fuerte  apenas  había  siete  mil  soldados,  cómo  podía  t^n  poco 
número  (aunque  más  esforzados  fuesen)  salir  á  la  campaña,  y  quedar  en 
las  fuerzas,  contra  tanto  como  era  el  de  los  enemigos?  Y  cómo  es  posible 
dejar  de  perderse  fuerza  que  no  es  socorrida,  y  más  cuando  la  cercan  ene- 
migos muchos,  y  porfiados,  y  en  su  misma  tierra.  Pero  á  muchos  les  pa- 
reció, y  así  me  pareció  á  mí,  que  fué  particular  gracia,  y  merced  que  el 
cielo  hizo  á  España,  en  permitir  que  se  asolase  aquella  oficina,  y  capa  de 
maldades,  y  aquella  gomia  ó  esponja,  y  polilla  de  la  infinidad  de  dineros 
que  allí  sin  provecho  se  gastaban,  sin  servir  de  otra  cosa,  que  de  conservar 


—  415  - 

la  memoria  de  haberla  ganado,  la  felicísima  del  invictísimo  Carlos  Quinto, 
como  si  fuera  menester  para  hacerla  eterna  (como  lo  es,  y  será)  que  aque. 
Has  piedras  la  sustentaran?  Perdióse  también  el  fuerte,  pero  íuéronle  ga- 
nando los  Turcos  palmo  á  palmo,  porque  los  soldados  que  lo  defendían 
pelearon  tan  valerosa,  y  fuertemente,  que  pasaron  de  veinte,  y  cinco  mil 
enemigos  los  que  mataron  en  veinte  y  dos  asaltos  generales  que  les  dieron. 
Ninguno  cautivaron  sano,  de  trescientos  que  quedaron  vivos,  señal  cierta, 
y  clara  de  su  esfuerzo,  y  valor,  y  de  lo  bien  que  se  habían  defendido,  y 
guardado  sus  plazas.  Rindióse  á  partido  un  pequeño  fuerte,  ó  torre  que 
estaba  en  mitad  del  estaño,  á  cargo  de  don  Juan  Zanoguera,  caballero  Va- 
lenciano, y  famoso  soldado.  Cautivaron  á  don  Pedro  Puertocarrero,  Gene- 
ral de  la  Goleta,  el  cual  hizo  cuanto  fué  posible,  por  defender  su  fuerza,  y 
sintió  tanto  el  haberla  perdido,  que  de  pesar  murió  en  el  camino  de  Cons- 
tantinopla.  donde  le  llevaban  cautivo.  Cautivaron  asimismo  al  General  del 
Fuerte,  que  se  llamaba,  Gabrio  Cerbellón,  caballero  Milanés,  grande  inge- 
niero, y  valentísimo  soldado.  Murieron  en  estas  dos  fuerzas  muclias  perso- 
nas de  cuenta,  de  las  cuales  fué  una.  Pagan  de  Oria,  caballero  del  hábito 
de  San  Juan,  de  condición  generoso,  como  lo  mostró  la  suma  liberalidad 
que  usó,  con  su  hermano  el  famoso  Juan  Andrea  de  Oria:  y  lo  que  más 
hizo  lastimosa  su  muerte,  fué  haber  muerto  á  manos  de  unos  Alárabes,  de 
quien  se  fió  viendo  ya  perdido  el  Fuerte,  que  se  ofrecieron  de  llevarle  en 
hábito  de  Moro  á  Tabarca,  que  es  un  portezuelo,  ó  casa  que  en  aquellas 
riberas  tienen  los  Genoveses,  que  se  ejercitan  en  la  pesquería  del  coral,  los 
cuales  Alárabes  le  cortaron  la  cabeza,  y  se  la  trajeron  al  General  de  la 
armada  Turquesca:  el  cual  cumplió  con  ellos  nuestro  refrán  Castellano. 
Que  aunque  la  traición  aplace,  el  traidor  se  aborrece:  y  así  se  dice,  que 
mandó  el  General  ahorcar  á  los  que  le  trajeron  el  presente,  porque  no  se 
le  habían  traído  vivo.  Entre  los  Cristianos  que  en  el  Fuerte  se  perdieron, 
fué  uno  llamado  don  Pedro  de  Aguilar  natural  no  sé  de  qué  lugar  de  An- 
dalucía, el  cual  había  sido  Alférez  en  el  Fuerte,  soldado  de  mucha  cuenta, 
y  de  raro  entendimiento:  especialmente  tenía  particular  gracia  en  lo  que 
llaman  Poesía.  Dígolo,  porque  su  suerte  le  trajo  á  mi  galera,  y  á  mi  banco, 
y  á  ser  esclavo  de  mi  mismo  Patrón:  y  antes  que  nos  partiésemos  de  aquel 
puerto,  hizo  este  caballero  dos  Sonetos  á  manera  de.  epitafios,  el  uno  á  la 
Goleta,  y  el  otro  al  Fuerte.  Y  en  verdad  que  los  tengo  de  decir,  porque  los 
sé  de  memoria,  y  creo  que  antes  causarán  gusto  que  pesadumbre.  En  el 
punto  que  el  cautivo  nombró  á  don  Pedro  de  Aguilar,  don  Fernando  miró 
á  sus  camaradas,  y  todos  tres  se  sonrieron:  y  cuando  llegué  á  decir  de  los 


—  4'6  — 

Sonetos,  dijo  el  uno.  Antes  que  vuestra  merced  paae  adelante,  le  suplico 
me  diga,  qué  se  hizo  ese  don  Pedro  de  Aguilar  que  ha  dicho?  Lo  que  sé 
es,  respondió  el  cautivo,  que  al  cabo  de  dos  años  que  estuvo  en  Constanti- 
nopla,  se  huyó  en  traje  de  Arnaute,  con  un  griego  espía,  y  no  s»'-  ^i  vino  en 
libertad:  puesto  que  creo  que  sí,  porque  de  allí  á  un  año  vi  yo  al  Griego 
en  Constantinopla,  y  no  le  pude  preguntar  el  suceso  de  aquel  viaje.  Pues 
no  fué,  respondió  el  caballero,  porque  ese  don  Pedro  es  mi  hermano,  y 
está  ahora  en  nuestro  lugar,  bueno,  y  rico,  casado,  y  con  tres  hijos.  Gra- 
cias sean  dadas  á  Dios,  dijo  el  cautivo,  por  tantas  mercedes  como  le  hizo, 
porque  no  hay  en  la  tierra,  conforme  mi  parecer,  contento  que  se  iguale  á 
alcanzar  la  libertad,  perdida.  Y  más  replicó  el  caballero,  que  yo  sé  los  So- 
netos que  mi  hermano  hizo.  Dígalos  pues  Vuestra  merced,  dijo  el  cautivo, 
que  los  sabrá  decir  mejor  que  yo.  Que  me  place,  respondió  el  caballero:  y 
el  de  la  Goleta  decía  así: 


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CAPITULO  XL 
Donde  se  prosigue  la  historia  del  cautivo. 

SONETO 

Almas  dichosas  que  del  mortal  velo 
Libres,  y  exentas,  por  el  bien  que  obrastes, 
Desde  la  baja  tierra  os  levantastes 
A  lo  más  alto,  y  lo  mejor  del  cielo. 

Y  ardiendo  en  ira,  y  en  honroso  celo, 
De  los  cuerpos  la  fuerza  ejercitastes 
Que  en  propia  y  sangre  agena  colorastes 
El  mar  vecino,  y  arenoso  suelo. 

Primero  que  el  valor,  faltó  la  vida 
En  los  cansados  brazos,  que  muriendo 
Con  ser  vencidos  llevan  la  victoria. 

Y  esta  vuestra  mortal  triste  caída. 
Entre  el  muro,  y  el  hierro  os  va  adquiriendo 
Fama,  que  el  mundo  os  da,  y  el  cielo  gloria. 

Desa  misma  manera  le  sé  yo,  dijo  el  cautivo.  Pues  el  del  Fuerte,  si 
mal  no  me  acuerdo,  dijo  el  caballero,  dice  asi. 

SONETO 

De  entre  esta  tierra  estéril,  derribada, 
Destos  torreones  por  el  suelo  echados, 
Las  almas  santas  de  tres  mil  soldados, 
Subieron  vivas  á  mejor  morada. 

Siendo  primero  en  vano  ejercitada 
La  fuerza  de  sus  brazos  esforzados, 
Hasta  que  al  fin  de  pocos,  y  cansados. 
Dieron  la  vida  al  filo  de  la  espada. 

Y  este  es  el  suelo  que  continuo  ha  sido 
De  mil  memorias  lamentables  lleno 

En  los  pasados  siglos,  y  presentes. 

Mas  no  más  justas  de  su  duro  seno 
Habrán  al  claro  cielo  almas  subido, 
Ni  aun  1^1  sostuvo  cuerpos  tan  valientes. 

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No  parecieron  mal  los  Sonetos,  y  el  cautivo  se  alegró  con  las  nuevas 
que  de  su  camarada  le  dieron:  y  prosiguiendo  su  cuento,  dijo:  Rendidos 
pues  la  Goleta,  y  el  Fuerte  los  Turcos  dieron  orden  en  desmantelar  la  Go- 
leta, porque  el  Fuerte  quedó  tal.  que  no  hubo  que  poner  por  tierra:  y  para 
hacerlo  con  más  brevedad,  y  menos  trabajo,  la  minaron  por  tres  partes, 
pero  con  ninguna  se  pudo  rolar  lo  que  parecía  menos  fuerte,  que  eran  las 
murallas  viejas:  y  todo  aquello  que  había  quedado  en  pie  de  la  fortifica- 
ción nueva,  que  había  hecho  el  Fratín,  con  mucha  facilidad  vino  á  tierra. 
En  resolución,  la  armada  volvió  á  Constantinopla,  triunfante,  y  vencedora: 
y  de  allí  á  pocos  meses  murió  mi  amo  el  Uchalí,  al  cual  llamaban  üchalí 
Fartax,  que  quiere  decir  en  lengua  Turquesca,  el  renegado  tinoso,  por- 
que lo  era:  y  es  costumbre  entre  los  Turcos,  ponerse  nombres  de  alguna 
falta  que  tengan,  ó  de  alguna  virtud  que  en  ellos  haya.  Y  esto  es,  porque 
no  hay  entre  ellos,  sino  cuatro  apellidos  de  linajes,  que  descienden  de  la 
casa  Otomana,  y  los  demás,  como  tengo  dicho,  toman  nombre,  y  apellido, 
ya  de  las  tachas  del  cuerpo,  y  ya  de  las  virtudes  del  ánimo:  y  este  tinoso 
bogó  al  remo,  siendo  esclavo  del  gran  señor  catorce  aflos,  y  á  má.s  de  los 
34  de  su  edad  renegó,  de  despecho  de  que  un  Turco  estando  al  remo,  le 
dio  un  bofetón,  y  por  poderse  vengar,  dejó  su  fé:  y  fué  tanto  su  valor,  que 
sin  subir  por  los  torpes  medios,  y  caminos  que  los  más  privados  del  gran 
Turco  suben,  vino  á  ser  Eey  de  Argel,  y  después  á  ser  General  de  la  mar, 
que  es  el  tercer  cargo  que  hay  en  aquel  señorío.  Era  Calabrés  de  nación,  y 
moralmente  fué  hombre  de  bien,  y  trataba  con  mucha  humanidad  á  sus 
cautivos,  que  llegó  á  tener  tres  mil,  los  cuales  después  de  su  muerte  se  re- 
partieron, como  él  lo  dejó  en  su  testamento,  entre  el  gran  señor  (que  tam- 
bién es  hijo  heredero  de  cuantos  mueren,  y  entra  á  la  parte  con  los  más 
hijos  que  deja  el  difunto)  y  entre  sus  renegados:  y  yo  cupe  á  un  renegado^ 
Veneciano,  que  siendo  grumete  de  una  nave,  le  cautivó  el  Uchalí,  y  le  qui- 
so tanto,  que  fué  uno  de  los  más  regalados  garzones  suyos,  y  él  vino  á  ser 
el  más  cruel  renegado  que  jamás  se  ha  visto.  Llamábase  Azanaga,  y  lleg6 
á  ser  muy  rico,  y  á  ser  Rey  de  Argel,  con  el  cual  yo  vine  de  Constantino- 
pla algo  contento,  por  estar  tan  cerca  de  España,  no  porque  pensase  escribir 
á  nadie  el  desdichado  suceso  mío,  sino  por  ver  si  me  era  más  favorable  la 
suerte  en  Argel  que  en  Constantinopla,  donde  ya  había  probado  mil  maneras 
de  huiíme,  y  ninguna  tuvo  sazón,  ni  ventura:  y  pensaba  en  Argel  buscar  otros 
medios  de  alcanzar  lo  que  tanto  deseaba,  porque  jamás  me  desamparó  la 
esperanza  de  tener  libertad,  y  cuando  en  lo  que  fabricaba,  pensaba,  y  ponía 
por  obra,  no  correspondía  el  suceso  á  la  intención,  luego  sin  abandonarme,. 


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fingía,  y  buscaba  otra  esperanza  que  me  sustentase,  aunque  fuese  débil,  y 
flaca.  Con  esto  entretenía  la  vida,  encerrado  en  una  prisión,  ó  casa,  que  los 
Turcos  llaman  baño,  donde  encierran  los  cautivos  Cristianos,  así  los  que 
son  del  Rey,  como  de  algunos  particulares,  y  los  que  llaman  del  Almacén, 
que  es  como  decir,  cautivos  del  Concejo,  que  sirven  á  la  ciudad  en  las  obras 
públicas  que  hace,  y  en  otros  oficios:  y  estos  tales  cautivos  tienen  muy  di- 
ficultosa su  libertad,  que  como  son  del  común,  y  no  tienen  amo  particular, 
no  hay  con  quien  tratar  su  rescate,  aunque  le  tengan.  En  estos  baños,  como 
tengo  dicho,  suelen  llevar  á  sus  cautivos  algunos  particulares  del  pueblo, 
principalmente  cuando  son  de  rescate,  porque  allí  los  tienen  holgados,  y 
seguros,  hasta  que  venga  su  rescate.  También  los  cautivos  del  Key,  que  son 
de  rescate,  no  salen  al  trabajo  con  la  demás  chusma,  sino  es  cuando  se  tar- 
da su  rescate,  que  entonces,  por  hacerles  que  escriban  por  él  con  más  ahin- 
co les  hacen  trabajar,  y  ir  por  leña  con  los  demás,  que  es  un  no  pequeño 
trabajo.  Yo  pues  era  uno  de  los  de  rescate,  que  como  se  supo  que  era  Ca- 
pitán, puesto  que  dije  mi  poca  posibilidad,  y  falta  de  hacienda,  no  aprove- 
chó nada  para  que  no  me  pusiese  en  el  número  de  los  caballeros,  y  gente 
de  rescate.  Pusiéronme  una  cadena  más  por  señal  de  rescate,  que  por  guar- 
darme con  ella,  y  así  pasaba  la  vida  en  aquel  baño  con  otros  muchos  ca- 
balleros, y  gente  principal,  señalados,  y  tenidos  por  de  rescate.  Y  aunque 
el  hambre,  y  desnudez  pudiera  fatigarnos  á  veces,  y  aun  casi  siempre,  nin- 
guna cosa  nos  fatigaba  tanto,  como  oir,  y  ver  á  cada  paso  las  jamás  vistas, 
ni  oidas  crueldades  que  mi  amo  usaba  con  los  Cristianos.  Cada  día  ahorca- 
ba el  suyo,  empalaba  á  éste,  desorejaba  á  aquél,  y  esto  por  tan  poca  ocasión, 
y  tan  sin  ella,  que  los  Turcos  conocían  que  lo  hacía  no  más  de  por  hacerlo, 
y  por  ser  natural  condición  suya  ser  homicida  de  todo  el  género  humano. 
Sólo  libró  bien  con  él  un  soldado  Español,  llamado  tal  de  Saavedra,  el  cual 
con  haber  hecho  cosas  que  quedarán  en  la  memoria  de  aquellas  gentes  por 
muchos  años,  y  todas  por  alcanzar  libertad,  jamás  le  dio  palo,  ni  se  loman- 
do dar,  ni  le  dijo  mala  palabra:  y  por  la  menor  cosa  de  muchas  que  hizo, 
temíamos  todos  que  había  de  ser  empalado,  y  así  lo  temió  él  más  de  una 
vez:  y  sino  fuera  porque  el  tiempo  no  da  lugar,  yo  dijera  ahora  algo  de  lo 
que  este  soldado  hizo,  que  fuera  parte  para  entreteneros,  y  admiraros,  harto 
mejor  que  con  el  cuento  de  mi  historia.  Digo  pues,  que  encima  del  patio 
de  nuestra  prisión,  caían  las  ventanas  de  la  casa  de  un  Moro  rico,  y  prin- 
cipal, las  cuales,  como  de  ordinario  son  las  de  los  Moros,  más  eran  aguje- 
ros que  ventanas,  y  aun  éstas  ee  cubrían  con  celosías  muy  espesas,  y  apre- 
tadas. Acaeció  pues,  que  un  día  estando  en  un  terrado  de  nuestra  prisión, 


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con  otros  tres  compañeros,  haciendo  pruebas  de  saltar  con  las  cadenas,  per 
entretener  el  tiempo,  estando  solos,  porque  todos  los  demás  Cristianos  ha- 
bían salido  á  trabajar,  alcé  acaso  los  ojos,  y  vi  que  por  aquellas  cerradas 
ventanillas  que  he  dicho  parecía  una  caña,  y  al  remate  della  puesto  un  lien- 
zo atado,  y  la  cafia  se  estaba  blandeando,  y  moviéndose,  casi  como  si  hiciera 
señas,  que  llegásemos  á  tomarla.  Miramos  en  ello,  y  uno  de  los  que  con- 
migo estaban,  fué  á  ponerse  debajo  de  la  caña  por  ver  si  la  soltaban,  ó  lo 
que  hacían:  pero  así  como  llegó  alzaron  la  cafia,  y  la  movieron  á  los  dos 
lados,  como  si  dijeran,  no,  con  la  cabeza.  Volvióse  el  Cristiano,  y  tornáronla 
á  bajar,  y  hacer  los  mismos  movimientos  que  primero.  Fué  otro  de  mis 
compañeros,  y  sucedióle  lo  mismo  que  al  primero.  Finalmente  fué  el  ter- 
cero, y  avínole  lo  que  al  primero,  y  al  segundo.  Viendo  yo  esto,  no  quise 
dejar  de  probar  la  suerte,  y  así  como  llegué  á  ponerme  debajo  de  la  caña, 
la  dejaron  caer,  y  dio  á  mis  pies  dentro  del  baño:  acudí  luego  á  desatar  el 
lienzo,  en  el  cual  vi  un  nudo,  y  dentro  del  venían  diez  ziafíiys,  que  son  unas 
monedas  de  oro  bajo,  que  usan  los  Moros,  que  cada  una  vale  por  diez  reales 
de  los  nuestros.  Si  me  holgué  con  el  hallazgo  no  hay  para  qué  decirlo,  pues 
fué  tanto  el  contento,  como  la  admiración  de  pensar  de  donde  podía  venir- 
nos aquel  bien,  especialmente  á  mí,  pues  las  muestras  de  no  haber  querido 
soltar  la  cafia  sino  á  mí,  claro  decían,  que  á  mí  se  hacía  la  merced.  Tomé 
mi  buen  dinero,  quebré  la  caña,  volvíme  al  terradillo,  miré  la  ventana,  y 
vi  que  por  ella  salía  una  blanca  mano,  que  la  abrían,  y  cerraban  muy  aprie- 
sa. Con  esto  entendimos,  ó  imaginamos,  que  alguna  mujer  que  en  aquella 
casa  vivía,  nos  debía  de  haber  hecho  aquel  beneficio:  y  en  señal  de  que  lo 
agradecíamos,  hicimos  zalemas  á  uso  de  Moros,  inclinando  la  cabeza,  do- 
blando el  cuerpo,  y  poniendo  los  brazos  sobre  el  pecho.  De  allí  á  poco  sa- 
caron por  la  misma  ventana  una  pequeña  cruz,  hecha  de  cañas,  y  luego  la 
volvieron  á  entrar.  Esta  señal  nos  confirmó,  en  que  alguna  Cristiana  debía 
de  estar  cautiva  en  aquella  casa,  y  era  la  que  el  bien  nos  hacia:  pero  la 
blancura  de  la  mano  y  las  ajorcas  que  en  ella  vimos,  nos  deshizo  este  pen- 
samiento, puesto  que  imaginamos,  que  debía  de  ser  Cristiana  renegada,  á 
quien  de  ordinario  suelen  tomar  por  legítimas  mujeres  sus  mismos  amos, 
y  aun  lo  tienen  á  ventura,  porque  las  estiman  en  más  que  las  de  su  nación. 
En  todos  nuestros  discursos,  dimos  muy  lejos  de  la  verdad  del  caso,  y  así 
todo  nuestro  entretenimiento  desde  allí  adelante,  era  mirar  y  tener  por 
norte,  á  la  ventana  donde  nos  había  aparecido  la  estrella  de  la  cafia:  pero 
bien  se  pasaron  quince  días  en  que  no  la  vimos,  ni  la  mano  tampoco,  ni 
otra  señal  alguna.  Y  aunque  en  este  tiempo  procuramos  con  toda  solicitud, 


121    — 


saber  quien  en  aquella  casa  vivía,  y  si  había  en  ella  alguna  Cristiana  reen- 
gada,  jamás  hubo  quien  nos  dijese  otra  cosa,  sino  que  allí  vivía  un  Moro 
principal,  y  rico,  llamado  Agimorato,  Alcaide  que  había  sido  de  la  Pata' 
que  es  oficio  entre  ellos  de  mucha  calidad.  Mas  cuando  más  descuidados  es- 
tábamos, de  que  por  allí  habían  de  llover  más  zianiys,  vimos  á  deshora  pa- 
recer la  caña,  y  otro  lienzo  en  ella,  con  otro  nudo  más  crecido:  y  esto  fué 
á  tiempo  que  estaba  el  baño  como  la  vez  pasada,  solo,  y  sin  gente.  Hicimos 
la  acostumbrada  prueba,  yendo  cada  uno  primero  que  yo,  de  los  mismos 
tres  que  estábamos,  pero  á  ninguno  se  rindió  la  caña  sino  á  mí,  porque 
en  llegando  yo  la  dejaron  caer.  Desaté  el  nudo,  y  hallé  cuarenta  escudos 
de  oro  Españoles,  y  un  papel  escrito  en  Arábigo,  y  al  cabo  de  lo  escrito 
hecha  una  grande  cruz.  Besé  la  cruz,  tomé  los  escudos,  volvíme  al  terrado, 
hicimos  todos  nuestras  zalemas,  tornó  á  parecer  la  mano,  hice  señas  que 
leería  el  papel,  cerraron  la  ventana.  Quedamos  todos  confusos,  y  alegres 
con  lo  sucedido,  y  como  ninguno  de  nosotros  no  entendía  el  Arábigo,  era 
grande  el  deseo  que  teníamos  de  entender  lo  que  el  papel  contenía,  y  ma- 
yor la  dificultad  de  buscar  quien  lo  leyese.  En  fin  yo  me  determiné  de  fiar- 
me de  un  renegado,  natural  de  Murcia,  que  se  había  dado  por  grande  amigo 
mío,  y  puesto  prendas  entre  los  dos,  que  le  obligaban  á  guardar  el  secreto 
que  la  encargase:  porque  suelen  algunos  renegados,  cuando  tienen  inten- 
ción de  volverse  á  tierra  de  Cristianos,  traer  consigo  algunas  firmas  de  cau- 
tivos principales,  en  que  dan  lé  en  la  forma  que  pueden,  cómo  el  tal  rene- 
gado es  hombre  de  bien,  y  que  siempre  ha  hecho  bien  á  Cristianos,  y  que 
lleva  deseo  de  huirse  en  la  primera  ocasión  que  se  le  ofrezca.  Algunos  hay, 
que  procuran  estas  fes  con  buena  intención:  otros  se  sirven  dellas,  acaso,  y 
de  industria:  que  viniendo  á  robar  á  tierra  de  Cristianos,  si  á  dicha  se  pier- 
den, ó  los  cautivan,  sacan  sus  firmas,  y  dicen,  que  por  aquellos  papeles  se 
verá  el  propósito  con  que  venían,  el  cual  era  de  quedarse  en  tierra  de  Cris- 
tianos, y  que  por  eso  venían  en  corso  con  los  demás  Turcos.  Con  esto  se 
escapan  de  aquel  primer  ímpetu,  y  se  reconcilian  con  la  Iglesia,  sin  que  se 
les  haga  daño,  y  cuando  ven  la  suya,  se  vuelven  á  Berbería  á  ser  lo  que 
antes  eran.  Otros  liay  que  usan  destos  papeles,  y  los  procuran  con  buen  in- 
tento, y  se  quedan  en  tierra  dciCristianos.  Pues  uno  de  los  renegados  que 
he  dicho,  era  este  amigo,  el  cual  tenía  firmas  de  todos  nuestros  camaradas, 
donde  le  acreditábamos  cuanto  era  posible:  y  si  los  Moros  le  hallaran  estos 
papeles,  le  quemaran  vivo.  Supe  que  sabía  muy  bien  Arábigo,  y  no  sola- 
mente hablarlo  sino  escribirlo.  Pero  antes  que  del  todo  me  declarase  con 
él,  le  dije,  que  me  leyese  aquel  papel,  que  acaso  me  había  hallado  en  un 


—    422- 

agujero  de  mi  rancho.  Abrióle,  y  estuvo  un  buen  espacio  mirándole,  y 
construyéndole,  murmurando  entre  los  dientes.  Pregúntele,  si  lo  entendía? 
Díjome,  que  muy  bien,  y  que  si  quería  que  me  lo  declarase  palabra  por 
palabra,  que  le  diese  tinta,  y  pluma,  porque  mejor  lo  hiciese.  Diraosle  lue- 
go lo  que  pedía,  y  él  poco  á  poco  lo  fué  traduciendo:  y  en  acabando,  dijo: 
Todo  lo  que  va  aquí  en  Romance  sin  faltar  letra,  es  lo  que  contiene  est^ 
papel  Morisco:  y  hase  de  advertir,  que  adonde  dice.  Lela  Maritn,  quiere 
decir,  nuestra  Señora  la  Virgen  María.  Leímos  el  papel,  y  decía  así. 

cCuando  yo  era  niña,  tenía  mi  padre  una  esclava,  la  cual  en  mi  lengua 
me  mostró  la  Zalá  Cristianesca,  y  me  dijo  muchas  cosas  de  Lela  Manen. 
La  Cristiana  murió,  y  yo  sé  que  no  fué  al  fuego,  sino  con  Alá,  porque  des- 
pués la  vi  dos  veces,  y  me  dijo,  que  me  fuese  á  tierra  de  Cristianos,  á  ver 
á  Lela  Marien,  que  me  quería  mucho.  No  sé  yo  cómo  vaya,  muchos  Cris- 
tianos he  visto  por  esta  ventana,  y  ninguno  me  ha  parecido  caballero,  sino 
tú.  Yo  soy  muy  hermosa,  y  muchacha,  y  tengo  muchos  dineros  que  llevar 
conmigo.  Mira  tú  si  puedes  hacer  cómo  nos  vamos,  y  serás  allá  mi  marido, 
si  quisieres,  y  sino  quisieres,  no  se  me  dará  nada,  que  Lela  Marien  me 
dará  con  quien  me  case.  Yo  escribí  esto,  mira  á  quién  lo  das  á  leer,  do  te 
fies  de  ningún  Moro,  porque  son  todos  marjuces.  üesto  tengo  mucha  pena, 
que  quisiera  que  no  te  descubrieras  á  nadie,  porque  si  mi  padre  lo  sabe,  me 
echará  luego  en  un  pozo,  y  me  cubrirá  de  piedras.  En  la  caña  pondré  un 
hilo,  ata  allí  la  respuesta:  y  sino  tienes  quien  te  escriba  Arábigo,  dímelo 
por  señas,  que  Lela  Marien  hará  que  te  entienda.  Ella,  y  Alá,  te  guarde,  y 
esa  cruz  que  yo  beso  muchas  veces,  que  así  me  lo  mandó  la  cautiva.» 

Mirad,  señores,  si  es  razón  que  las  razones  deste  papel  nos  admirasen, 
y  alegrasen,  y  así  lo  uno,  y  lo  otro  fué  de  manera,  que  el  renegado  enten- 
dió, que  no  acaso  se  había  hallado  aquel  papel,  sino  que  realmente  á  algu- 
no de  nosotros  se  había  escrito,  y  así  nos  rogó,  que  si  era  verdad  lo  que 
sospechaba,  que  nos  fiásemos  del,  y  se  lo  dijésemos,  que  él  aventuraría  su 
vida  por  nuestra  libertad,  y  diciendo  esto,  sacó  del  pecho  un  crufijo  de 
metal,  y  con  muchas  lágrimas  juró  por  el  Dios  que  aquella  imagen  repre- 
sentaba, en  quien  él,  aunque  pecador,  y  malo,  bien,  y  fielmente  creía,  de 
guardarnos  lealtad,  y  secreto,  en  todo  cuanto  quisiésemos  descubrirle,  por- 
que le  parecía,  y  casi  adivinaba,  que  por  medio  de  aquella  que  aquel  papel 
había  escrito,  había  él,  y  todos  nosotros  de  tener  libertad,  y  verse  él  en  lo 
que  tanto  deseaba,  que  era  reducirse  al  gremio  de  la  santa  Iglesia  su  ma- 
dre, de  quien  como  miembro  podrido  estaba  dividido,  y  apartado  por  su  ig- 
norancia y  pecado.  Con  tantas  lágrimas,  y  con  muestras  de  tanto  arrepen- 


—  423  — 

timiento  dijo  eito  el  renegado,  que  todos  de  un  mismo  parecer  consentimos, 
y  vinimos  en  declarar  la  verdad  del  caso,  y  así  le  dimos  cuenta  de  todo,  sin 
descubrirle  nada.  Mostrárnosle  la  ventanilla  por  donde  parecía  la  caña,  y  él 
marcó  desde  allí  la  casa,  y  quedó  de  tener  especial,  y  gran  cuidado,  de  in- 
formarse quién  en  ella  vivía.  Acordamos  asimismo,  que  sería  bien  respon- 
der al  billete  de  la  Mora:  y  como  teníamos  quien  lo  supiese  hacer,  luego  al 
momento  el  renegado  escribió  las  razones  que  yo  le  fui  notando,  que  pun- 
tualmente fueron  las  que  diré,  porque  de  todos  los  puntos  sustanciales  que 
en  este  suceso  me  acontecieron,  ninguno  se  me  ha  ido  de  la  memoria,  ni 
aun  se  me  irá  en  tanto  que  tuviere  vida.  En  efecto,  lo  que  á  la  Mora  se  le 
respondió,  fué  esto. 

«El  verdadero  Alá  te  guarde,  señora  mía,  y  aquella  bendita  Marien, 
que  es  la  verdadera  Madre  de  Dios,  y  es  la  que  te  ha  puesto  en  corazón, 
que  te  vayas  á  tierra  de  Cristianos,  porque  te  quiere  bien.  Ruégale  tú  que 
se  sirva  de  darte  á  entender,  cómo  podrás  poner  por  obra  lo  que  te  manda, 
que  ella  es  tan  buena,  que  sí  hará.  De  mi  parte,  y  de  la  de  todos  estos 
Cristianos  que  están  conmigo,  te  ofrezco  de  hacer  por  tí  todo  lo  que  pudié- 
remos, hasta  morir.  No  dejes  de  escribirme,  y  avisarme  lo  que  pensares 
hacer,  que  yo  te  responderé  siempre,  que  el  grande  Alá  nos  ha  dado  un 
Cristiano  cautivo,  que  sabe  hablar,  y  escribir  tu  lengua,  tan  bien  como  lo 
verás  por  este  papel.  Así  que  sin  tener  miedo,  nos  puedes  avisar  de  todo  lo 
que  quisieres.  A  lo  que  dices,  que  si  fueres  á  tierra  de  Cristianos,  que  has 
de  ser  mi  mujer,  yo  te  lo  prometo,  como  buen  Cristiano:  y  sabe  que  los 
Cristianos  cumplen  lo  que  prometen,  mejor  que  los  Moros.  Alá  y  Marien 
su  Madre  sean  en  tu  guarda,  señora  mía.» 

Escrito,  y  cerrado  este  papel,  aguardé  dos  días  á  que  estuviese  el  baño 
sólo,  como  solía,  y  luego  salí  al  paso  acostumbrado  del  terradillo,  por  ver 
si  la  caña  parecía,  que  no  tardó  mucho  en  asomar.  Así  como  la  vi,  aunque 
no  podía  ver  quién  la  ponía,  mostré  el  papel,  como  dando  á  entender,  que 
pusiesen  el  hilo:  pero  ya  venía  puesto  en  la  caña,  al  cual  até  el  papel,  y  de 
allí  á  poco  tornó  á  parecer  nuestra  estrella  con  la  blanca  bandera  de  paz 
del  atadillo,  dejándola  caer,  y  álcela  yo,  y  hallé  en  el  paño  en  toda  suer- 
te de  moneda,  de  plata,  y  de  oro,  más  de  cincuenta  escudos,  los  cuales  cin- 
cuenta veces  más  doblaron  nuestro  contento,  y  continuaron  la  esoeranza 
de  tener  libertad.  Aquella  misma  noche  volvió  nuotro  renegado,  y  nos 
dijo,  que  había  sabido  que  en  aquella  casa  vivía  el  misino  Moro  que  á  nos- 
otros nos  habían  dicho  que  se  llamaba  Agimorato,  riiiuísiuio  por  todo  ex- 
tremo, el  cual  tenía  una  sola  hija,  heredera  de  toda  su  liacienda;  y  que  era 


—  424  — 

comÚH  opinión  en  toda  la  ciudad,  ser  la  más  hermosa  mujer  de  la  Berbe- 
ría: y  que  muchos  de  los  Virreyes  que  allí  venían  la  habían  pedido  por 
mujer,  y  que  ella  nunca  se  habla  querido  casar:  y  que  también  supo,  que 
tuvo  una  Cristiana  cautiva,  que  ya  se  había  muerto.  Todo  lo  cual  concer- 
taba con  lo  que  venía  en  el  papel.  Entramos  luego  en  consejo  con  el  rene- 
gado, en  qué  orden  se  tendría  para  sacar  á  la  Mora,  y  venirnos  todos  á 
tierra  de  Cristianos:  y  en  fin  se  acordó  por  entonces,  que  esperásemos  al 
aviso  segundo  de  Zoraida,  que  así  se  llamaba  la  que  ahora  quiere  llamarse 
María.  Porque  bien  vimos,  que  ella,  y  no  otra  alguna  era  la  que  había  de 
dar  medio  á  todas  aquellas  dificultades.  Después  que  quedamos  en  esto, 
dijo  el  renegado,  que  no  tuviésemos  pena,  que  él  perdería  la  nda,  ó  nos 
pondría  en  libertad.  Cuatro  días  estuvo  el  baño  con  gente,  que  tué  ocasión 
que  cuatro  días  tardase  en  parecer  la  caña:  al  cabo  de  los  cuales  en  la  acos- 
tumbrada soledad  del  baño  pareció  con  el  lienzo  tan  preñado,  que  un  feli- 
císimo parto  prometía.  Inclinóse  á  mí  la  caña,  y  el  lienzo,  hallé  en  él  otro 
papel,  y  cien  escudos  de  oro  sin  otra  moneda  alguna.  Estaba  allí  el  rene- 
gado, dímosle  á  leer  el  papel  dentro  de  nuestro  rancho,  el  cual  dijo  que 
así  decía. 

«Yo  no  sé,  mi  señor,  cómo  dar  orden  que  nos  vamos  á  España,  ni  Lela 
Marien  me  lo  ha  dicho,  aunque  yo  se  lo  he  preguntado:  lo  que  se  podrá 
hacer,  es,  que  yo  os  daré  por  esta  ventana  muchísimos  dineros  de  oro,  res- 
cataos vos  con  ellos,  y  vuestros  amigos,  y  vaya  uno  en  tierra  de  Cristianos, 
y  compre  allá  una  barca,  y  vuelva  por  los  demás,  y  á  mí  me  hallará  en  el 
jardín  de  mi  padre,  que  está  á  la  puerta  de  Babazón,  junto  á  la  marina, 
donde  tengo  de  «star  todo  este  Verano  con  mi  padre,  y  con  mis  criados: 
de  allí  de  noche  me  podréis  sacar  sin  miedo,  y  llevarme  á  la  barca.  Y  mira 
que  has  de  ser  mi  marido,  porque  sino  yo  pediré  á  Marien  que  te  castigue. 
Si  no  te  fías  de  nadie,  que  vaya  por  la  barca,  rescátate  tú,  y  ve,  que  yo  sé 
que  volverás  mejor  que  otro,  pues  eres  caballero,  y  Cristiano.  Procura  sa- 
ber el  jardín,  y  cuando  te  pasees  por  ahí  sabré  que  está  sólo  el  baño,  y  te 
daré  mucho  dinero.  Alá  te  guarde,  señor  mío.t 

Esto  decía,  y  contenía  el  segundo  papel:  lo  cual  visto  por  todos,  cada 
uno  se  ofreció  á  querer  ser  el  rescatado,  y  prometió  de  ir,  y  volver  con  toda 
puntualidad,  y  también  yo  me  ofrecí  á  lo  mismo:  á  todo  lo  cual  se  opuso 
el  renegado,  diciendo,  que  en  ninguna  manera  consentiría  que  ninguno  sa- 
liese de  libertad,  hasta  que  fuesen  todos  juntos,  porque  la  experiencia  le 
había  mostrado,  cuan  mal  cumplían  los  libres  las  palabras  que  daban  en 
el  cautiverio:  porque  muchas  veces  habían  usado  de  aquel  remedio  algunos 


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principales  cautivos  rescatando  á  uno  que  fuese  á  Valencia,  ó  Mallorca  con 
dineros  para  poder  armar  una  barca,  j  volver  por  los  que  le  habían  resca- 
tado, y  nunca  habían  vuelto:  porque  de  la  libertad  alcanzada,  y  el  temor 
de  no  volver  á  perderla,  les  borraba  de  la  memoria  todas  las  obligaciones 
del  mundo.  Y  en  confirmación  de  la  verdad  que  nos  decía,  nos  contó  bre- 
vemente un  caso  que  casi  en  aquella  misma  sazón  había  acaecido  á  unos 
caballeros  Cristianos,  el  más  extraño  que  jamás  sucedió  en  aquellas  partes, 
donde  á  cada  paso  suceden  cosas  de  grande  espanto,  y  de  admiración.  En 
efecto  él  vino  á  decir,  que  lo  que  se  podía,  y  debía  hacer,  era,  que  el  dine- 
ro que  se  había  de  dar  para  rescatar  al  Cristiano,  que  se  le  diese  á  él,  para 
comprar  allí  en  Argel  una  barca,  con  achaque  de  hacerse  mercader,  y  tra- 
tante en  Tetuán,  y  en  aquella  costa,  y  que  siendo  él  señor  de  la  barca  fá- 
cilmente se  daría  traza  para  sacarlos  del  baño,  y  embarcarlos  á  todos. 
Cuanto  más  que  si  la  Mora,  como  ella  decía,  daba  dineros  para  rescatarlos 
á  todos,  que  estando  libres  era  facilísima  cosa  aun  embarcarse  en  la  mitad 
del  día:  y  que  la  dificultad  que  se  ofrecía  mayor,  era,  que  los  Moros  no 
consienten,  que  renegado  alguno  compre,  ni  tenga  barca,  sino  es  bajel 
grande  para  ir  en  corso:  porque  se  temen,  que  el  que  compra  barca,  prin- 
cipalmewte  si  es  Español,  no  la  quiere  sino  para  irse  atierra  de  Cristianos: 
pero  que  él  facilitaría  este  inconveniente,  con  hacer  que  un  Moro  Tange- 
rino  fuese  á  la  parte  con  él  en  la  compañía  de  la  barca,  y  en  la  ganancia 
de  las  mercancías,  y  con  esta  sombra  él  vendría  á  ser  señor  de  la  barca, 
con  que  daba  por  acabado  todo  lo  demás.  Y  puesto  que  á  mí,  y  á  mis  ca- 
maradas  nos  había  parecido  mejor  lo  de  enviar  por  la  barca  á  Mallorca, 
omo  la  Mora  decía,  no  osamos  contradecirle,  temerosos  que  si  no  hacía- 
mos lo  que  él  decía,  nos  había  de  descubrir,  y  poner  á  peligro  de  perder 
las  vidas,  si  descubriese  el  trato  de  Zoraida,  por  cuya  vida  diéramos  todos 
las  nuestras:  y  así  determinamos  de  ponernos  en  las  manos  de  Dios,  y  en 
las  del  renegado.  Y  en  aquel  mismo  punto  se  le  respondió  á  Zoraida,  di- 
ciéndole  que  haríamos  todo  cuanto  nos  aconsejaba,  porque  lo  había  adver- 
tido tan  bien,  como  si  Lela  Marien  se  lo  hubiera  dicho,  y  que  en  ella  sola 
estaba  dilatar  aquel  negocio,  ó  ponerlo  luego  por  obra.   Of reámele  (1)  de 


(1)  Ofrecimele.  Mal  interpretado  ])or  Clemencín,  lleva  embebida  la 
duplo  expresión  que  él  no  alcanzó.  Debe  leerse:  Ofrecíme,  y  ofrecÜc,  con  lo 
cual  el  «r/e»  ser tampoco  sobra. 

Sigamos.  Otro  dia  que  acaeció  ««»  estar  solo  en  el  harto Dice  este  mí- 
nimo huertano,  que  acaeció  es  error  por  acertó,  ó  que  debe  suprimirse  la 


—    42fj   — 

Duevo  de  ser  su  espuso,  y  con  esto,  otro  día  que  acaeció  á  estar  solo  el 
baño,  eii  diversas  veces  con  la  caña,  y  el  paño,  nos  dio  dos  mil  escudos  de 
oro,  y  un  papel  donde  decía,  que  el  primer  Juma,  que  es  el  Viernes,  se 
iba  al  jardín  de  ?u  padre,  y  que  antes  que  se  fuese  nos  daría  más  dinero: 
y  que  si  aquello  no  bastase,  que  se  lo  avisásemos,  que  nos  daría  cuanto  le 
pidiésemos,  que  su  padre  tenía  tantos,  que  no  le  echaríam-^s  menos,  cuanto 
más,  que  ella  tenía  las  llaves  de  todo.  Dimos  luego  quinientos  escudos  al 
renegado,  para  comprar  la  barca:  cou  ochocientos  me  rescaté  yo,  dando  el 
dinero  á  un  mercader  Valenciano,  que  á  la  sazón  se  hallaba  en  Argel,  el 
cual  me  rescató  del  Rey,  tomándome  sobre  su  palabra,  diuidola  de  que  con 
el  primer  bajel  que  viniese  de  Valencia  pagaría  mi  rescate.  Porque  si  lue- 
go diera  el  dinero,  fuera  dar  sospechas  al  Rey  que  había  ¡luiclios  días  que 
mi  rescate  estaba  en  Argel,  y  que  el  mercader  por  sus  granjerias  lo  había 
callado.  Finalmente,  mi  amo  era  tan  caviloso,  que  en  ninguna  manera  me 
atreví  á  que  luego  se  desembolsase  el  dinero.  El  Jueves  antes  del  Viernes, 
que  la  hermosa  Zoraida  se  había  de  ir  al  jardín  nos  dio  otros  mil  escudos, 
y  nos  avisó  de  su  partida:  rogándome,  que  si  me  rescatase  supiese  luego  el 
jardín  de  su  padre,  y  que  en  todo  caso  buscase  ocasión  de  ir  allá,  y  verla. 
Bespondíle  en  breves  palabras,  que  así  lo  haría,  y  que  tuviese  cuidado  de 
encomendarnos  á  Lela  Marien,  con  todas  aquellas  oriici'-'nes  que  la  cautiva 
le  había  enseñado.  Hecho  esto,  dieron  orden  en  qiu*  los  tres  compañeros 
nuestros  se  rescatasen,  por  facilitar  la  salida  del  ban--:  y  porque  viéndome 
á  mí  rescatado,  y  á  ellos  no,  pues  había  dinero,  u»  se  alborotasen,  y  les 
persuadiese  el  diablo  que  hiciesen  alguna  cosa  en  piS-juicio  de  Zoraida:  que 
puesto  que  el  ser  ellos  quien  eran,  me  podía  asegurar  deste  temor,  con  todo 
eso  no  quise  poner  el  negocio  en  aventura,  y  así  los  hice  rescatar  por  la 
misma  orden  que  yo  me  rescaté,  entregando  todo  A  dinero  al  mercader, 
para  que  con  certeza,  y  seguridad,  pudiese  hacer  la  fianza:  al  cual  nunca 
descubrimos  nuestro  trato,  y  secreto,  por  el  peligro  que  había. 


«(í>.  Si  se  hubiera  percatado  de  que  lo  que  acaeció  fué  «ó»  otro  día  de  es- 
tar solo  en  el  baño,  se  hubiera  ahorrado  esta  mojadura. 

Y  pues  que  más  adelante  enmienda  á  Cervantes,  sustituyendo  Morre- 
nago  (que  era  el  nombre  del  reneíjadó)  ])or  el  adjetivo  que  expret?a  su  con- 
dición, rae  veo  precisado  á  decir  que  reniego  de  su  restauración  tanto  como  de 
la  admiración  que  sentía  por  El  Manco. 

Amexí ,  amexí  á  escardar  cebollinos!  Pronto  pedirán  para  tí  la  erec- 
ción de  un  monumento. 


-  427  - 


CAPITULO   XLI 
Donde  todavía  prosigue  el  cautivo  su  suceso. 

No  se  pasaron  quince  días,  cuando  ya  nuestro  renegado  tenía  compra- 
da una  muy  buena  barca,  capaz  de  más  de  treinta  personas:  y  para  asegu- 
rar su  hecho,  y  darle  color,  quiso  hacer,  como  hizo,  un  viaje  á  un  lugar 
que  se  llama  Sargel,  que  está  treinta  leguas  de  Argel  hacia  la  parte  de 
Oran,  en  el  cual  hay  mucha  contratación  de  higos  pasos.  Dos,  ó  tres  veces 
hizo  este  viaje  en  compañía  del  Tagarino,  que  había  dicho.  Tagarino  lla- 
man en  Berbería  á  los  Moros  de  Aragón:  y  á  los  de  Granada,  Mudejares:  y 
en  el  Reino  de  Fez  llaman  á  los  Mudejares,  Elches,  los  cuales  son  la  gente 
de  quien  aquel  Rey  más  se  sirve  en  la  guerra.  Digo  pues,  que  cada  vez 
que  pasaba  con  su  barca  daba  fondo  en  una  caleta,  que  estaba  no  dos  tiros 
de  ballesta  del  jardín  donde  Zoraida  esperaba:  y  allí  muy  de  propósito  se 
ponía  el  renegado  con  los  Morillos  que  bogaban  el  remo,  ó  ya  á  hacer  la 
cala,  ó  á  como  por  ensayarse  de  burlas,  á  lo  que  pensaba  hacer  de  veras:  y 
así  se  iba  al  jardín  de  Zoraida,  y  le  pedía  fruta,  y  su  padre  se  la  daba  sin 
conocerle:  y  aunque  él  quisiera  hablar  á  Zoraida,  como  él  después  me  dijo, 
y  decirle  que  él  era  el  que  por  orden  mía  la  había  de  llevar  á  tierra  de 
Cristianos,  que  estuviese  contenta,  y  segura,  nunca  le  fué  posible,  porque 
las  Moras  no  se  dejan  ver  de  ningún  Moro,  ni  Turco,  sino  es  que  su  mari- 
do, ó  su  padre  se  lo  manden.  De  Cristianos  cautivos  se  dejan  tratar,  y  co- 
municar, aun  más  de  aquello  que  sería  razonable:  y  á  mí  me  hubiera  pe- 
sado que  él  la  hubiera  hablado,  que  quizá  la  alborotara,  viendo  que  su 
negocio  andaba  en  boca  de  renegados.  Pero  Dios  que  lo  ordenaba  de  otra 
manera  no  dio  lugar  al  buen  deseo  que  nuestro  renegado  tenía:  el  cual 
viendo  cuan  seguramente  iba,  y  venía  á  Sargel,  y  que  daba  fondo  cuando, 
y  como,  y  adonde  quería,  y  que  el  Tagarino  su  compañero  no  tenía  más  vo" 
luntad  de  lo  que  la  suya  ordenaba,  y  que  yo  estaba  ya  rescatado,  y  que  solo 
faltaba  buscar  algunos  Cristianos  que  bogasen  el  remo,  me  dijo,  que  mira- 
se yo  cuales  quería  traer  conmigo  fuera  de  los  rescatados,  y  que  los  tuviese 
hablados  para  el  primer  Viernes,  donde  tenía  determinado  que  fuese  nues- 
tra partida.  Viendo  esto  hablé  á  doce  españoles,  todos  valientes  hombres 
do  remo,  y  de  aquellos  que  más  libremente  podían  salir  de  la  ciudad:  y  no 


—  43H  — 

filé  poco  hallar  tantos  en  aquella  coyuntura,  porque  estaban  veinte  bajeles 
en  corso,  y  se  habían  llevado  toda  la  gente  de  remo:  y  éstos  no  se  hallaran, 
sino  fuera  que  su  anrio  se  quedó  aquel  Verano  sin  ir  en  corso  á  acabar  una 
galeota  que  tenía  en  Astillero.  A  los  cuales  no  les  dije  otra  cosa,  sino  que 
el  primer  Viernes  en  la  tarde  se  saliesen  uno  á  uno  disimuladamente,  y  se 
fuesen  la  vuelta  del  jardín  de  Agimorato,  y  que  allí  me  aguardasen  hasta 
que  yo  fuese.  A  cada  uno  di  este  aviso  de  por  sí,  con  orden,  que  aunque  allí 
viesen  otros  Cristianos,  no  les  dijesen,  sino  que  yo  les  había  mandado  es- 
perar en  aquel  lugar.  Hecha  esta  diligencia,  rae  faltaba  hacer  otra,  que  era 
la  que  más  me  convenía,  y  era  la  de  avisar  á  Zoraida  en  el  punto  que  esta 
ban  los  negocios,  para  que  estuviese  apercibida,  y  sobre  aviso,  que  no  se 
sobresaltase,  si  de  improviso  la  asaltásemos  antes  del  tiempo  que  ella  po- 
día imaginar,  que  la  barca  de  Cristianos  podía  volver.  Y  así  determiné  de 
ir  al  jardín,  y  ver  si  podía  hablarla:  y  con  ocasión  de  cojer  algunas  yerbas, 
un  día  antes  de  mi  partida  fui  allá,  y  la  primera  persona  con  quien  encon- 
tré fué  con  su  padre,  el  cual  me  dijo  en  lengua  que  en  toda  la  Berbería,  y 
aun  en  Constantinopla  se  halla  entre  cautivos,  y  Moros,  que  ni  es  Morisca 
ni  Castellana,  ni  de  otra  nación  alguna,  sino  una  mezcla  de  todas  las  len- 
guas, con  la  cual  todos  nos  entendemos.  Digo  pues,  que  en  esta  manera  de 
lenguaje  me  preguntó,  que  qué  buscaba  en  aquel  su  jardín,  y  de  quién  era. 
Eespondíle,  que  era  esclavo  de  Arnaute  Mamí  (y  esto  porque  sabía  yo  por 
muy  cierto,  que  era  un  grandísimo  amigo  suyo)  y  que  buscaba  de  todas 
yerbas  para  hacer  ensalada.  Preguntóme  por  el  consiguiente,  si  era  hombre 
de  rescate,  ó  no,  y  que  cuánto  pedía  mi  amo  por  mí.  Estando  en  todas  es- 
tas preguntas,  y  respuestas,  salió  de  la  casa  del  jardín  la  bella  Zoraida,  la 
cual  ya  había  mucho  que  me  había  visto:  y  como  las  Moras  en  ninguna 
manera  hacen  melindre  de  mostrarse  á  los  Cristianos,  ni  tampoco  se  es- 
quivan (como  ya  he  dicho)  no  se  le  dio  nada  de  venir  adonde  su  padre  con- 
migo estaba,  antes  luego  cuando  su  padre  vio  que  venía,  y  despacio,  la  lla- 
mó, y  mandó  que  llegase.  Demasiada  cosa  sería  decir  yo  ahora  la  mucha 
hermosura,  la  gentileza,  el  gallardo,  y  rico  adorno  con  que  mi  querida  Zo- 
raida se  mostró  á  mis  ojos:  sólo  diré,  que  más  perlas  pendía  de  su  hermo- 
sísimo cuello,  orejas,  y  cabellos,  que  cabellos  tenía  en  la  cabeza.  En  las 
gargantas  de  los  sus  pies,  que  descubiertas  á  su  usanza  traía,  traía  dos 
carcajes  (que  así  se  llamaban  las  manillas,  ó  ajorcas  de  los  pies,  en  Moris- 
co) de  purísimo  oro  con  tantos  diamantes  engastados,  que  ella  me  dijo  des- 
pués, que  su  padre  los  estimaba  en  diez  mil  doblas,  y  las  que  traía  en  las 
muñecas  de  las  manos  valían  otro  tanto.  Las  perlas  eran  en  gran  cantidad, 


—  429  — 

y  muy  buenas,  porque  la  mayor  gala,  y  bizarría  de  las  Moras,  es  adornar 
se  de  ricas  perlas,  y  aljófar:  y  así  hay  más  perlas,  y  aljófar  entre  Moros, 
que  entre  todas  las  demás  naciones,  y  el  padre  de  Zoraida  tenía  fama  de 
tener  muchas,  y  de  las  mejores  que  en  Argel  había,  y  de  tener  asimismo 
más  de  doscientos  mil  escudos  Españoles:  de  todo  lo  cual  era  señora  esta 
que  ahora  lo  es  mía.  Si  con  todo  este  adorno  podía  venir  entonces  hermo- 
sa, ó  no,  por  las  reliquias  que  le  han  quedado  en  tantos  trabajos,  se  podrá 
conjeturar  cuál  debía  de  ser  en  las  prosperidades?  Porque  ya  se  sabe  que  la 
hermosura  de  algunas  mujeres  tiene  días,  y  sazones,  y  requiere  accidentes 
para  disminuirse,  ó  acrecentarse:  y  es  natural  cosa  que  las  pasiones  del 
ánimo  la  levanten,  ó  bajen,  puesto  que  las  más  veces  la  destruyen.  Digo 
en  fin,  que  entonces  llegó  en  todo  extremo  aderezada,  y  en  todo  extremo 
hermosa,  ó  á  lo  menos  á  mí  me  pareció  serlo  la  más  que  hasta  entonces 
había  visto:  y  con  esto  viendo  las  obligaciones  en  que  me  había  putsto,  me 
parecía  que  tenía  delante  de  mí  una  deidad  del  cielo,  venida  á  la  tierra 
para  mi  gusto,  y  para  mi  remedio.  Así  como  ella  llegó,  le  dijo  su  padre  en 
su  lengua,  cómo  yo  era  cautivo  de  su  amigo  Arnaute  Mamí.  y  que  venía  á 
buscar  ensalada.  Ella  tomó  la  mano,  y  en  aquella  mezcla  de  lenguas  que 
tengo  dicho,  me  preguntó,  si  era  caballero,  y  qué  era  la  causa  que  no  me 
rescataba.  Yo  le  respondí:  que  ya  estaba  rescatado,  y  que  en  el  precio  podía 
echar  de  ver  en  lo  que  mi  amo  me  estimaba,  pues  había  dado  por  mí,  mil 
y  quinientos  zoltanís.  A  lo  cual  ella  respondió.  En  verdad  que  si  tú  fueras 
de  mi  padre,  que  yo  hiciera  que  no  te  diera  él  por  otros  dos  tantos:  porque 
vosotros  Cristianos,  siempre  mentís  en  cuanto  decís:  y  os  hacéis  pobres,  por 
engañar  á  los  Moros.  Bien  podía  ser  eso  señora,  le  respondí,  mas  en  verdad, 
que  yo  la  he  tratado  con  mi  amo,  y  la  trato,  y  la  trataré  con  cuantas  personas 
hay  en  el  mundo.  Y  cuándo  te  vas,  dijo  Zoraida?  Mañana  creo  yo,  dije:  por- 
que está  aquí  un  bajel  de  Francia,  que  se  hace  mañana  á  la  vela,  y  pienso 
irme  con  él.  No  es  mejor  (replicó  Zoraida)  esperar  á  que  vengan  bajeles  de 
España,y  irse  con  ellos,  que  no  con  los  de  Francia,  que  no  son  vuestros  ami- 
gos? No  respondí  yo,  aunque  si  como  hay  nuevas  que  viene  ya  un  bajel  de 
España  es  verdad,  todavía  yo  le  aguardaré,  puesto  que  es  más  cierto  el  par- 
tirme mañana,  porque  el  deseo  que  tengo  de  verme  en  mi  tierra,  y  con  las 
personas  que  bien  quiero,  es  tanto,  que  no  me  dejará  esperar  otra  comodi- 
dad si  se  tarda,  por  mejor  que  sea.  Debes  de  ser  sin  duda  casado  en  tu  tie- 
rra, dijo  Zoraida,  y  por  eso  deseas  ir  á  verte  con  tu  mujer?  No  soy  respon- 
dí yo,  casado,  mas  tengo  dada  la  palabra  de  casarme  en  llegando  allá.  Y  es 
hermosa  la  dama  á  quien  se  la  diste,  dijo  Zoraida?  Tan  hermosa  es,  res- 


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pondí  yo,  que  para  encarecerla,  y  decirte  la  verdad,  te  parece  á  tí  mucho. 
Desto  se  rió  muy  de  veras  su  padre,  y  dijo:  Guala  Cristiano,  que  debe  de 
ser  muy  hermosa  si  se  parece  á  mi  hija,  que  es  la  más  hermosa  de  todo 
este  lleino?  Si  no  mírala  bien,  y  verás  cómo  te  digo  verdad.  Servíanos  de 
intérprete  á  las  más  destas  palabras,  y  razones,  el  padre  de  Zoraida  como 
más  ladino,  que  aunque  ella  hablaba  la  bastarda  lengua,  que  como  he  di- 
cho allí  se  usa,  más  declaraba  su  intención  por  señas,  que  por  palabras. 
Estando  en  estas,  y  otras  muchas  razones,  llegó  un  Moro  corriendo,  y  dijo 
á  grandes  voces,  y  que  por  las  bardas,  ó  paredes  del  jardín,  habían  saltado 
cuatro  Turcos,  y  andaban  cogiendo  la  fruta,  aunque  no  estaba  madura. 
Sobresaltóse  el  viejo,  y  lo  mismo  hizo  Zoraida.  Porque  es  común,  y  casi 
natural,  el  miedo  que  los  Moros  á  los  Turcos  tienen,  especialmente  á  los 
soldados,  los  cuales  son  tan  insolentes,  y  tienen  tanto  imperio  sobre  los 
Moros  que  á  ellos  están  sujetos,  que  los  tratan  peor  que  si  fuesen  esclavos 
suyos.  Digo  pues,  que  dijo  su  padre  á  Zoraida:  Hija  retírate  á  la  casa,  y 
enciérrate,  en  tanto  que  yo  voy  á  hablar  á  estos  canes:  y  tú  Cristiano  bus- 
ca tus  yerbas,  y  vete  en  buen  hora,  y  llévete  Alá  con  bien  á  tu  tierra.  Yo 
me  incliné,  y  él  se  fué  á  buscar  los  Turcos,  dejándome  solo  con  Zoraida, 
que  comenzó  á  dar  muestras  de  irse  donde  su  padre  la  había  mandado. 
Pero  apenas  él  se  encubrió  con  los  árboles  del  jardín,  cuando  ella  volvióse 
á  mi,  llenos  los  ojos  de  lágrimas,  me  dijo:  Amexí,  Cristiano,  amexi,  que 
quiere  decir:  Vaste  Cristiano,  vaste?  Yo  la  respondí:  Señora  sí,  pero  no  en 
ninguna  manera  sin  tí:  el  primer  Juma  me  aguarda,  y  no  te  sobresaltes 
cuando  nos  veas,  que  sin  duda  alguna  iremos  á  tierra  de  Cristianos.  Yo  le 
dije  esto  de  manera,  que  ella  me  entendió  muy  bien  á  todas  las  razones 
que  entrambos  pasamos:  y  echándome  un  brazo  al  cuello,  con  desmayados 
pasos  comenzó  á  caminar  hacia  la  casa:  y  quiso  la  suerte,  que  pudiera  ser 
muy  mala,  si  el  cielo  no  lo  ordenara  de  otra  manera,  que  yendo  los  dos  de 
la  manera,  y  postura  que  os  he  contado,  con  un  brazo  al  cuello,  su  padre 
que  ya  volvía  de  hacer  ir  á  los  Turcos,  nos  vio  de  la  suerte,  y  manera  que 
Íbamos,  y  nosotros  vimos  que  él  nos  había  visto,  Pero  Zoraida  advertida, 
y  discreta,  no  quiso  quitar  el  brazo  de  mi  cuello,  antes  se  llegó  más  á  mi, 
y  puso  su  cabeza  sobre  mi  pecho,  doblando  un  poco  las  rodillas,  dando  cla- 
ras señales,  y  muestras  que  se  desmayaba:  y  yo  asimismo  di  á  entender, 
que  la  sostenía  contra  mi  voluntad.  Su  padre  llegó  corriendo  adonde  está- 
bamos, y  viendo  á  su  hija  de  aquella  manera  le  preguntó,  que  qué  tenía: 
Pero  como  ella  no  le  respondiese  dijo  su  padre:  Sin  duda  alguna,  que  con 
el  sobresalto  de  la  entrada  de  estos  canes  se  ha  desmayado,  y  quitándola 


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del  mío,  la  arrimó  á  su  pecho:  y  ella  dando  un  suspiro,  y  aún  no  enjutos 
los  ojos  de  lágrimas,  volvió  á  decir:  Amexí  Cristiano,  ame.xi:  Vete  Cris- 
tiano, vtíte  A  lo  que  su  padre  respondió:  No  importa  hija  que  el  Cristiano 
se  vaya,  que  ningún  mal  te  ha  hecho,  y  los  Tarcos  ya  son  idos:  no  te  so- 
bresalte cosa  alguna,  pues  ninguna  hay  que  pueda  darte  pesadum.bre:  pues 
como  ya  te  he  dicho,  los  Turcos  á  mi  ruego  se  volvieron  por  donde  entra- 
ron. Ellos,  señor,  la  sobresaltaron  como  has  dicho,  dije  yo  á  su  padre:  mas- 
pues  ella  dice,  que  yo  me  vaya,  no  la  quiero  dar  pesadumbre,  quédate  en 
paz,  y  con  tu  licencia  volveré,  si  fuere  menester  por  yerbas  á  este  jardín, 
que  según  dice  mi  amo,  en  ninguno  las  hay  mejores  para  ensalada,  que  en  él. 
Todas  las  que  quisieres  podrás  volver,  respondió  Agimorato,  que  mi  hija 
no  dice  esto  porque  tú,  ni  ninguno  de  los  Cristianos  la  enojaban,  sino  que 
por  decir  que  los  Turcos  se  fuesen,  dijo  que  tú  te  fueses,  ó  porque  ya  era 
hora  que  buscases  tus  yerbas.  Con  esto  me  despedí  al  punto  de  entrambos, 
y  ella  arrancándosele  el  alma  (al  parecer)  se  fué  con  su  padre.  Y  yo  con 
achaque  de  buscar  las  yerbas,  rodeé  muy  bien,  y  á  mi  placer  todo  el  jar- 
dín. Miré  bien  las  entradas,  y  salidas,  y  la  fortaleza  de  la  casa,  y  la  como- 
didad que  se  podía  ofrecer,  para  facilitar  todo  nuestro  negocio.  Hecho 
esto,  me  vine,  y  di  cuenta  de  cuanto  había  pasado  al  renegado,  y  á  mis 
compañeros:  y  ya  no  veía  la  hora  de  verme  gozar  sin  sobresalto  del  bien 
que  en  la  hermosa,  y  bella  Zoraida  la  suerte  me  ofrecía.  En  fin  el  tiempo 
se  pasó,  y  se  llegó  el  día,  y  plazo  de  nosotros  tan  deseado:  y  siguiendo 
todos  el  orden,  y  parecer,  que  con  discreta  consideración,  y  largo  discurso 
muchas  veces  habíamos  dado,  tuvimos  el  buen  suceso  que  deseábamos. 
Porque  el  Viernes,  que  se  siguió  al  día  que  yo  con  Zoraida  hablé  eu 
el  jardín,  Morrenayo  al  anochecer  dio  fondo  con  la  barca,  casi  fronte- 
ro de  donde  la  hermosísima  Zoraida  estaba.  Ya  los  Cristianos  que  liabíau 
de  bogar  el  remo,  estaban  prevenidos,  y  escondidos  por  diversas  partes  de 
todos  aquellos  alrededores.  Todos  estaban  suspensos  y  alborozados,  aguar- 
dándome, deseosos  ya  de  embestir  con  el  bajel,  que  á  los  ojos  tenían; 
porque  ellos  no  sabían  el  concierto  del  Eenegado,  sino  que  pensaban  que 
á  fuerza  de  brazos  habían  de  haber  y  ganar  la  libertad,  quitando  la  vida 
á  los  Moros  que  dentro  de  la  barca  estaban.  Sucedió  pues,  que  así  como 
yo  me  mostré,  y  mis  compañeros,  todos  los  demás  escondidos  que  nos 
vieron,  se  vinieron  llegando  á  nosotros.  Esto  era  ya  á  tiempo  que  la  Ciudad 
estaba  ya  cerrada,  y  por  toda  aquella  campaña  ninguna  persona  parecía. 
Como  estuvimos  juntos,  dudamos  si  seria  mejor  ir  primero  por  Zoraida^ 
ó  rendir  primero  á  los  Moros  vagarinos,  que  bogaban  el  remo  en  la  bar- 


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ca.  Y  estando  en  esta  duda,  llegó  á  nosotros  nuestro  Renegado,  diciendo- 
nos,  que  en  qué  nos  deteníamos,  que  ya  era  hora,  y  que  todos  sus  Moros 
estaban  descuidados,  y  los  más  dcllos  durmiendo.  Dijimosle  en  lo  que  re- 
parábamos, y  él  dijo,  que  lo  que  más  importaba,  era  rendir  primero  el  ba- 
jel, que  se  podía  hacer  con  grandísima  facilidad,  y  sin  peligro  alguno,  y  que 
luego  podíamos  ir  por  Zoraida.  Pareciónos  bien  á  todos  lo  que  decía,  y  asi 
sin  detenernos  más,  haciendo  él  la  guía  llegamos  al  bajel,  y  saltando  él 
dentro  primero  metió  mano  á  un  alfanje,  y  dijo  en  Morisco:  Ninguno  de 
vosotros  se  mueva  de  aquí,  sino  quiere  que  le  cueste  la  vida.  Ya  á  este 
tiempo  habían  entrado  dentro  casi  todos  los  Cristianos.  Los  Moros  que  eran 
de  poco  ánimo,  viendo  hablar  de  aquella  manera  á  su  Arráez,  quedáronse 
espantados,  y  sin  ninguno  de  todos  ellos  echar  mano  á  las  armas,  que  pocas, 
ó  casi  ninguna  tenían,  se  dejaron,  sin  hablar  alguna  palabra,  maniatar  de 
los  Cristianos,  los  cuales  con  mucha  presteza  lo  hicieron,  amenazando  á 
los  Moros,  que  si  alzaban  por  alguna  vía,  ó  manera  la  voz,  que  luego  al 
punto  los  pasarían  todos  á  cuchillo.  Hecho  ya  esto,  quedándose  en  guardia 
dellos  la  mitad  de  los  nuestros:  los  que  quedábamos,  haciéndonos  asimismo 
el  renegado  la  guía,  fuimos  al  jardín  de  Agimorato,  y  quiso  la  buena  suer- 
te, que  llegando  á  abrir  la  puerta,  se  abrió  con  tanta  facilidad,  como  si  ce- 
rrada no  estuviera,  y  así  con  gran  quietud,  y  silencio  llegamos  á  la  casa  sin 
ser  sentidos  de  nadie.  Estaba  la  bellísima  Zoraida  aguardándonos  á  una 
ventana,  y  así  como  sintió  gente,  preguntó  con  voz  baja,  si  éramos  Niza- 
rani,  como  si  dijera,  ó  preguntara,  si  éramos  Cristianos?  Yo  le  respondí, 
que  sí,  y  que  bajase.  Cuando  ella  me  conoció,  no  se  detuvo  un  punto,  por- 
que sin  responderme  palabra,  bajó  en  un  instante:  abrió  la  puerta,  y  mos- 
tróse á  todos  tan  hermosa,  y  ricamente  vestida,  que  no  lo  acierto  é  enca- 
recer. Luego  que  yo  la  vi  le  tomé  una  mano,  y  la  comencé  á  besar,  y  el 
renegado  hizo  lo  mismo,  y  mis  dos  camaradas:  y  los  demás  que  el  caso  no 
sabían,  hicieron  lo  que  vieron  que  nosotros  hacíamos,  que  no  parecía  «ino 
que  le  dábamos  las  gracias,  y  la  reconocíamos  por  señora  de  nuestra  liber- 
tad. El  renegado  le  dijo  en  lengua  Morisca,  si  estaba  su  padre  en  el  jardín? 
Ella  respondió  que  sí,  y  que  dormía.  Pues  será  menester  despertarle,  re- 
plicó el  renegado,  y  llevárnosle  con  nosotros,  y  todo  aquello  que  tiene  de 
valor  en  este  hermoso  jardín.  No,  dijo  ella,  á  mi  padre  no  se  ha  de  tocar 
en  ningún  modo:  y  en  esta  casa  no  hay  otra  cosa  que  lo  que  yo  llevo,  que 
es  tanto,  que  bien  habrá  para  que  todos  quedéis  ricos,  y  contentos:  y  es- 
peraos un  poco,  y  lo  veréis.  Y  diciendo  esto,  se  volvió  á  entrar,  diciendo, 
que  de  muy  presto  volvería,  que  nos  estuviésemos  quedos,  sin  hacer  nin- 


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gún  ruido.  Pregiintéle  al  renegado,  lo  que  con  ella  había  pasado:  el  cual 
me  lo  contó,  á  quien  yo  dije,  que  en  ninguna  cosa  se  había  de  hacer  más 
de  lo  que  Zoraida  quisiese.  La  cual  ya  volvía  cargada  con  un  cofrecillo 
lleno  de  escudos  de  oro,  tantos,  que  apenas  lo  píJdía  sustentar.  Quiso  la 
mala  suerte,  que  su  padre  despertase  en  el  ínterin,  y  sintiese  el  ruido  que 
andaba  en  el  jardín,  y  asomándose  á  la  ventana,  luego  conoció  que  todos 
los  que  en  él  estaban  eran  Cristianos,  y  dando  muchas,  grandes,  y  desafo- 
radas voces,  comenzó  á  decir  en  Arábigo:  Cristianos,  Cristianos;  ladrones, 
ladrones:  por  los  cuales  gritos  nos  vimos  todos  puestos  en  grandísima,  y 
temerosa  confusión.  Pero  el  renegado  viendo  el  peligro  en  que  estábamos, 
y  lo  mucho  que  le  importaba  salir  oon  aquella  empresa,  antes  de  ser  sen- 
tido, con  grandísima  presteza  subió  donde  Agimorato  estaba:  y  juntamente 
con  él  fueron  algunos  de  nosotros,  que  yo  no  osé  desamparar  á  la  Zoraida, 
que  como  desmayada  se  había  dejado  caer  en  mis  brazos:  en  resolución  los 
que  subieron  se  dieron  tan  buena  maña,  que  en  un  momento  bajaron  con 
Agimorato,  trayéndole  atadas  las  manos,  y  puestos  un  pañizuelo  en  la  boca, 
que  no  le  dejaba  hablar  palabra,  amenazándole  que  el  hablarla  le  había  de 
costar  la  vida.  Cuando  su  hija  le  vio,  se  cubrió  los  ojos  por  no  verle,  y  su 
padre  quedó  espantado,  ignorando  cuan  de  su  voluntad  se  había  puesto  ea 
nuestras  manos.  Mas  entonces  siendo  más  necesarios  los  pies,  con  diligen- 
cia, y  presteza  nos  pusimos  en  la  barca,  que  ya  los  que  en  ella  habían  que- 
dado nos  esperaban,  temerosos  de  algún  mal  suceso  nuestro.  Apenas  serían 
dos  horas  pasadas  de  la  noche  cuando  ya  estábamos  todos  en  la  barca,  ea 
la  cual  se  le  quitó  al  padre  de  Zoraida  la  atadura  de  las  manos,  y  el  pan© 
de  la  boca:  pero  tornóle  á  decir  el  renegado,  que  no  hablase  palabra,  que 
le  quitarían  la  vida:  él  como  vio  allí  á  su  hija  comenzó  á  suspirar  ternísi- 
mamente,  y  más  cuando  vio  que  yo  estrechamente  la  tenía  abrazada,  y  que 
>ella  sin  defenderse  ni  quejarse,  ni  esquivarse,  se  estaba  queda,  pero  cen 
codo  esto  callaba,  porque  no  pusiesen  en  efecto  las  muchas  amenazas  que 
el  Renegado  le  hacía.  Viéndose  pues  Zoraida  ya  en  la  barca,  y  que  quería- 
mos dar  los  remos  al  agua,  y  viendo  allí  á  su  padre,  y  á  los  demás  Moros 
que  atados  estaban,  le  dijo  al  Renegado,  que  me  dijese  le  hiciese  merced 
de  soltar  á  aquellos  Moros,  y  de  dar  libertad  á  su  padre,  porque  antes  se 
arrojaría  en  la  mar  que  ver  delante  de  sus  ojos,  y  por  causa  suya  llevar 
cautivo  á  un  padre  q»ie  tanto  la  había  querido.  El  Renegado  me  lo  dijo,  y 
yo  respondí,  que  era  muy  contento:  pero  él  respondió,  que  no  convenía,  á 
causa  que  si  allí  los  dejaban  apellidarían  luego  la  tierra,  y  alborotarían  la 
Ciudad,  y  serían  causa,  que  saliesen  á  buscarlos  con  algunas  fragatas  lige- 

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ras,  y  les  tomasen  la  tierra,  y  la  mar,  de  manera  que  no  pudiésemos  esca- 
parnos, que  lo  que  se  podría  hacer,  era,  darles  libertad  en  llegando  á  la 
primera  tierra  de  Cristianos:  en  este  parecer  vinimos  todos,  y  Zoraida,  á 
quien  se  le  dio  cuenta,  con  las  causas  que  nos  movían  á  no  hacer  luego  lo 
que  quería,  también  se  satisfizo,  y  luego  con  regocijado  silencio,  y  alegre 
diligencia  cada  uno  de  nuestros  valientes  remeros  tomó  su  remo,  y  comen- 
zamos, encomendándonos  á  Dios  de  todo  corazón  á  navegar  la  vuelta  de 
las  Islas  de  Mallorca,  que  es  la  tierra  de  Cristianos  más  cerca:  pero  á  cau- 
sa de  soplar  uu  poco  el  viento  Tramontana,  y  estar  la  mar  algo  picada, 
no  fué  posible  seguir  la  derrota  de  Mallorca,  y  fuenos  forzoso  dejarnos  ir 
tierra,  á  tierra  la  vuelta  de  Oran,  no  sin  mucha  pesadumbre  nuestra,  por 
no  ser  descubiertos  del  lugar  de  Sargel,  que  en  aquella  costa  cae  no  más 
que  sesenta  millas  de  Argel:  y  asimismo  temíamos  encontrar  por  aquel 
paraje  alguna  galeota  de  las  que  de  ordinario  venían  con  mercancía  de 
Tetuán,  aunque  cada  uno  por  sí,  y  por  todos  juntos  presumíamos,  de  %ue 
si  se  encontraba  galeota  de  mercancía,  como  no  fuese  de  las  que  andan  en 
corso,  que  no  sólo  no  nos  perderíamos,  mas  que  tomaríamos  bajel  donde 
con  más  seguridad  pudiésemos  acabar  nuestro  viaje.  Iba  Zoraida,  en  tanto 
que  se  navegaba,  puesta  la  cabeza  entre  mis  manos,  por  no  ver  á  su  padre, 
y  sentía  yo  que  iba  llamando  á  Lela  Marien,  que  nos  ayudase.  Bien  habría- 
mos navegado  treinta  millas,  cuando  nos  amaneció,  como  tres  tiros  de 
arcabuz  desviados  de  tierra,  toda  la  cual  vimos  desierta,  y  sin  nadie  que 
nos  descubriese,  pero  con  todo  eso  nos  fuimos  á  fuerza  de  brazos  entrando 
un  poco  en  el  mar,  que  ya  estaba  algo  más  sosegado,  y  habiendo  entrado 
casi  dos  leguas,  dióse  orden  que  se  bogase  á  cuarteles  en  tanto  que  comía- 
mos algo,  que  iba  bien  proveída  la  barca,  puesto  que  los  que  bogaban 
dijeron  que  no  era  aquel  tiempo  de  tomar  reposo  alguno,  que  les  diesen  de 
comer  los  que  no  bogaban,  que  ellos  no  querían  soltar  los  remos  de  las 
manos  en  manera  alguna.  Hízose  así,  y  en  esto  comenzó  á  soplar  un  viento 
largo  que  nos  obligó  á  hacer  luego  vela,  y  á  dejar  el  remo,  y  enderezar  á 
Oran  por  no  ser  posible  poder  hacer  otro  viaje:  todo  se  hizo  con  mu- 
cha presteza,  y  así  á  Ja  vela  navegamos  por  más  de  ocho  millas  por 
hora,  sin  llevar  otro  temor  alguno,  sino  el  de  encontrar  con  bajel  que  de 
corso  fuese.  Dimos  de  comer  á  los  Moros  vagarinos,  y  el  renegado  le& 
consoló,  diciéndoles  cómo  no  iban  cautivos,  que  en  la  primera  ocasión,  les 
darían  libertad:  lo  mismo  se  lo  dijo  al  padre  de  Zoraida,  el  cual  res- 
pondió: Cualquiera  otra  cosa  pudiera  yo  esperar,  y  creer  de  vuestra  li- 
beralidad, y  buen  término,  ó  Cristianos,  mas  el  darme  libertad,  no  me 


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tengáis  por  tan  simple,  que  lo  imagine,  que  nunca  os  pusisteis  vosotros  al 
peligro  (le  quitármela  para  volverla  tan  liberalmente,  especialmente  sabien- 
do quien  soy  yo,  y  el  interés  que  se  os  puede  seguir  de  dármela,  el  cual  inte- 
rés si  le  queréis  poner  nombre,  desde  aquí  os  ofrezco  todo  aquello  que  qui- 
siereis por  mi,  y  por  esa  desdichada  hija  mía,  ó  sino  por  ella  sola,  que  es  la 
mayor,  y  la  mejor  parte  de  mi  alma.  En  diciendo  esto,  comenzó  á  llorar  tan 
amargamente,  que  á  todos  nos  movió  á  compasión,  y  forzó  á  Zoraida  que  le 
mirase,  la  cual  viéndole  llorar  así,  se  enterneció,  que  se  levantó  de  mis 
pies,  y  fué  á  abrazar  á  su  padre,  y  juntando  su  rostro  con  el  suyo,  comen- 
zaron los  dos  tan  tierne  llanto,  que  muchos  de  los  que  allí  íbamos  le  acom- 
pañamos en  él:  pero  cuando  su  padre  la  vio  adornada  de  fiesta,  y  con  tantas 
joyas  sobre  sí,  le  dijo  en  su  lengua:  Qué  es  esto  hija,  que  ayer  al  ano- 
checer, antes  que  nos  sucediese  esta  terrible  desgracia  en  que  nos 
vemos,  te  vi  con  tus  ordinarios,  y  caseros  vestidos,  y  ahora  sin  que  hayas 
tenido  tiempo  de  vestirte,  y  sin  haberte  dado  alguna  nueva  alegre  de  so- 
lemnizarla con  adornarte,  y  pulirte  te  veo  compuesta  con  los  mejores  ves- 
tidos que  yo  supe,  y  pude  darte,  cuando  nos  fué  la  ventura  más  favora- 
ble? Respóndeme  á  esto,  que  me  tiene  más  suspenso,  y  admirado,  que  la 
misma  desgracia  en  que  me  hallo?  Todo  lo  que  el  Moro  decía  á  su  hija, 
nos  lo  declaraba  el  renegado,  y  ella  no  le  respondía  palabra:  pero  cuando 
él  vio  á  un  lado  de  la  barca  el  cofrecillo  donde  ella  solía  tener  sus  joyas, 
el  cual  sabía  bien,  que  le  había  dejado  en  Argel,  y  no  traídole  al  jardín, 
quedó  más  confuso,  y  preguntóle,  que  cómo  aquel  cofre  había  venido  á 
nuestras  manos,  y  qué  era  lo  que  venía  dentro?  A  lo  cual  el  renegado,  sin 
aguardar  que  Zoraida  le  respondiese,  le  respondió:  No  te  canses  señor  en 
preguntar  á  Zoraida  tu  hija  tantas  cosas,  porque  con  una  que  yo  te  respon- 
da te  satisfaré  á  todas:  y  así  quiero,  que  sepas  que  ella  es  Cristiana,  y  es 
la  que  ha  sido  la  lima  de  nuestras  cadenas,  y  la  libertad  de  nuestro  cauti- 
verio, ella  va  aquí  de  su  voluntad  tan  contenta,  á  lo  que  yo  imagino,  de 
verse  en  este  estado,  como  el  que  sale  de  las  tinieblas  á  la  luz,  de  la  muer- 
te á  la  vida,  y  de  la  pena  á  la  gloria.  Es  verdad  lo  que  este  dice  hija,  dijo 
el  Moro?  Así  es  respondió  Zoraida.  Que  en  efecto,  replicó  el  viejo,  tú  eres 
Cristiana,  y  la  que  ha  puesto  á  su  padre  en  poder  de  sus  enemigos?  A  lo 
cual  respondió  Zoraida:  La  que  es  Cristiana  yo  soy:  pero  no  la  que  te  ha 
puesto  en  este  punto,  porque  nunca  mi  deseo  se  extendió  á  dejarte,  ni  á 
hacerte  mal,  sino  á  hacerme  á  mí  bien.  Y  qué  bien  es  el  que  te  has  hecho 
hija?  Eso,  pregúntaselo  tú  á  Lela  Marien,  que  ella  te  lo  sabrá  decir  mejor 
que  yo.  Apenas  hubo  oído  esto  el  Moro,  cuando  con  una  increíble  presteza 


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se  arrojó  de  cabeza  al  mar,  donde  sin  ninguna  duda  se  ahogara,  si  el  ves- 
tido largo,  y  embarazoso  que  traía  no  le  entretuviera  un  poco  sobre  el  agua. 
Dio  voces  Zoraida  que  le  sacasen,  y  asi  acudimos  luego  todos,  y  asiéndole 
de  la  almalafa  le  sacamos  medio  ahogado,  y  sin  sentido,  de  que  recibió 
tanta  pena  Zoraida,  que  como  si  fuera  ya  muerto  hacía  sobre  él  un  tierno, 
y  doloroso  llanto.  Volvímosle  boca  abajo,  volvió  mucha  agua:  tornó  en  sí 
al  cabo  de  dos  horas,  en  las  cuales  habiéndose  trocado  el  viento  nos  convi- 
no volver  hacia  tierra,  y  hacer  fuerza  de  remos  por  no  embestir  en  ella: 
mas  quiso  nuestra  buena  suerte,  que  llegamos  á  una  cala  que  se  hace  al 
lado  de  un  pequeño  promontorio,  ó  cabo,  que  de  los  Moros  es  llamado  el 
de  la  Caba  Kumia,  que  en  nuestra  lengua  quiere  decir  la  mala  mujer  Cris- 
tiana, y  es  tradición  entre  los  Moros,  que  en  aquel  lugar  está  enterrada  la 
Caba,  por  quien  se  perdió  España:  porque  Caba  en  su  lengua,  quiere  decir 
mujer  mala,  y  Rumia  Cristiana,  y  aún  tienen  por  mal  agüero  llegar  allí  á 
dar  fondo,  cuando  la  necesidad  les  fuerza  á  ello,  porque  nunca  le  dan  sin 
ella,  puesto  que  para  nosotros  no  fué  abrigo  de  mala  mujer,  sino  puerto 
seguro  de  nuestro  remedio,  según  andaba  alterada  la  mar.  Pusimos  nues- 
tras centinelas  en  tierra,  y  no  dejamos  jamás  los  remos  de  la  mano:  comi- 
mos de  lo  que  el  renegado  había  proveído,  y  rogamos  á  Dios,  y  á  nuestra 
Señora  de  todo  nuestro  corazón,  que  nos  ayudase,  y  favoreciese,  para  que 
felizmente  diésemos  fin  á  tan  dichoso  principio.  Dióse  orden  á  suplicación  de 
Zoraida  como  echásemos  en  tierra  á  su  padre,  y  á  todos  los  demás  Moros  que 
allí  atados  venían:  porque  no  le  bastaba  el  ánimo,  ni  lo  podían  sufrir  sus 
blandas  entrañas,  ver  delante  de  sus  ojos  atado  á  su  padre,  y  aquellos  de 
su  tierra  presos.  Prometímosle  de  hacerlo  así  al  tiempo  de  la  partida,  pues 
no  corría  peligro  el  dejarlos  en  aquel  lugar  que  era  despoblado.  No  fueron 
tan  vanas  nuestras  oraciones  que  no  fuesen  oidas  del  cielo,  que  en  nuestro 
favor  luego  volvió  el  viento  tranquilo  el  mar,  convidándonos  á  que  torná- 
semos alegres  á  proseguir  nuestro  comenzado  viaje.  Viendo  esto  desatamos 
á  los  Moros,  y  uno  á  uno  los  pusimos  en  tierra,  de  lo  que  ellos  se  quedarou 
admirados:  pero  llegando  á  desembarcar  al  padre  de  Zoraida,  que  ya  esta- 
ba en  todo  su  acuerdo,  dijo:  Porqué  pensáis  Cristianos  que  esta  mala  hem- 
bra huelga  de  que  me  deis  libertad?  Pensáis  que  es  por  piedad  que  de  mí 
tiene,  no  por  cierto,  sino  que  lo  hace  por  el  estorbo  que  le  dará  mi  presen- 
cia, cuando  quiera  poner  en  ejecución  sus  malos  deseos,  ni  penséis  que  la 
ha  movido  á  mudar  religión,  entender  ella  que  la  yuestra  á  la  nuestra  se 
aventaja,  sino  el  saber  que  en  vuestra  tierra  se  usa  la  deshonestidad  más 
libremente  que  en  la  nuestra:  y  volviéndose  á  Zoraida,  teniéndole  yo,  y  otro 


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Cristiano  de  entrambos  brazos  asido,  porque  algún  desatino  no  hiciese,  le 
dijo:  O  infanie  moza,  y  mal  aconsejada  muchacha,  adonde  vas  ciega,  y  des- 
atinada en  poder  destos  perros  naturales  enemigos  nuestros.  Maldita  sea  la 
hora  en  que  yo  te  engendré,  y  malditos  sean  los  regalos,  y  deleites  en  que 
te  he  criado.  Pero  viendo  yo  que  llevaba  término  de  no  acabar  tan  pres- 
to, di  priesa  á  ponerle  en  tierra,  y  desde  allí  á  voces  prosiguió  en  sus  mal- 
diciones, y  lamentos,  rogando  á  Mahoma  rogase  i  Alá  que  nos  destruyese, 
confundiese,  y  acabase:  y  cuando  por  habernos  hecho  á  la  vela  no  pudimos 
oir  sus  palabras,  vimos  sus  obras,  que  eran  arrancarse  las  barbas,  mesarse 
los  cabellos,  y  arrastrarse  por  el  suelo:  mas  una  vez  esforzó  la  voz  de  tal 
manera  que  pudimos  entender  que  decía:  Vuelve  amada  hija,  vuelve  atie- 
rra que  todo  te  lo  perdono,  entrega  á  esos  hombres  ese  dinero  que  ya  es  tuyo, 
y  vuelve  á  consolar  á  este  triste  padre  tuyo,  que  en  esta  desierta  arena  de- 
jará la  vida  si  tú  le  dejas.  Todo  lo  cual  escuchaba  Zoraida,  y  todo  lo  sen- 
tía, y  lloraba,  y  no  supo  decirle,  ni  responderle  palabra,  sino:  Plega  á  Alá 
padre  mío,  que  Lela  Marien,  que  ha  sido  la  causa  de  que  yo  sea  Cristiana, 
ella  te  consuele  en  tu  tristeza.  Alá  sabe  bien  que  no  pude  hacer  otra  cosa 
de  la  que  he  hecho,  y  que  estos  Cristianos  no  deben  nada  á  mi  voluntad, 
pues  aunque  quisiera  no  venir  con  ellos,  y  quedarme  en  mi  casa,  me  fuera 
imposible,  según  la  priesa  que  me  daba  mi  alma  á  poner  por  obra  esta  que 
á  mí  me  parece  tan  buena,  como  tú  padre  amado  la  juzgas  por  mala.  Esto 
dijo  á  tiempo  que  ni  su  padre  la  oía,  ni  nosotros  ya  le  veíamos:  y  así  con- 
solando yo  á  Zoraida  atendimos  todos  á  nuestro  viaje,  el  cual  nos  le  facili- 
taba el  propio  viento,  de  tal  manera,  que  bien  tuvimos  por  cierto  de  ver- 
nos otro  día  al  amanecer  en  las  riberas  de  España:  mas  como  pocas  veces, 
ó  nunca  viene  el  bien  puro,  y  sencillo  sin  ser  acompañado,  ó  seguido  de  al- 
gún mal  que  le  turbe,  ó  sobresalte,  quiso  nuestra  ventura,  ó  quizá  las  mal- 
diciones que  el  Moro  á  su  hija  había  echado,  que  siempre  se  han  de  te- 
mer de  cualquier  padre  que  sean:  quiso  digo,  que  estando  ya  engolfados, 
y  siendo  ya  casi  pasadas  tres  horas  de  la  noche,  yendo  con  la  vela  tendida 
de  alto  abajo,  frenillados  los  remos,  porque  el  próspero  viento  nos  quitaba 
del  trabajo  de  haberlos  menester  con  la  luz  de  la  Luna,  que  claramente 
resplandecía,  vimos  cerca  de  nosotros  un  bajel  redondo  que  con  todas  las 
velas  tendidas,  llevando  uh  poco  á  orza  el  timón  delante  de  nosotros,  atra- 
vesaba, y  esto  tan  cerca  que  nos  fué  forzoso  amainar  por  no  embestirle,  y 
ellos  asimismo  hicieron  fuerza  de  timón  para  darnos  lugar  que  pasásemos: 
habíanse  puesto  á  bordo  del  bajel  á  preguntarnos  quién  éramos,  y  adonde 
navegábamos,  y  de  dónde  veníamos:  pero  por  preguntarnos  esto  en  lengua 


-  43S  - 

Francesa,  dijo  nuestro  renegado:  Ninguno  responda,  porque  estos  sin  duda 
son  corsarios  Franceses,  que  hacen  á  toda  ropa:  por  este  advertimiento 
ninguno  respondió  palabra,  y  habiendo  pasado  un  poco  delante,  que  ya  el 
bajel  quedaba  sotavento,  de  improviso  soltaron  dos  piezas  de  artillería,  y  á 
lo  que  parecía  ambas  venían  con  cadenas,  porque  con  una  cortaron  nuestro 
árbol  por  medio,  y  dieron  con  él,  y  con  la  vela  en  la  mar,  y  al  momento 
disparando  otra  pieza  vino  á  dar  la  vela  en  mitad  de  nuestra  barca,  de  modo 
que  la  abrió  toda  sin  hacer  otro  mal  alguno:  pero  como  nosotros  nos  vimos 
ir  á  fondo,  comenzamos  todos  á  grandes  voces  á  pedir  socorro,  y  á  rogar  á 
los  del  bajel  que  nos  acogiesen,  porque  nos  anegábamos:  amainaron  enton- 
ces, y  echando  el  esquife,  ó  barca  á  la  mar,  entraron  en  él  hasta  doce  Fran- 
ceses bien  armados  con  sus  arcabuces,  y  cuerdas  encendidas,  y  así  llegaron 
junto  al  nuestro,  y  viendo  cuan  pocos  éramos,  y  cómo  el  bajel  se  hundía  nos 
recogieron,  diciendo,  que  por  haber  usado  de  la  descortesía  de  no  respon- 
derles nos  había  sucedido  aquello.  Nuestro  renegado  tomó  el  corre  de  las 
riquezas  de  Zoraida,  y  dio  con  él  en  la  mar,  sin  que  ninguno  echase  de  ver 
en  lo  que  hacía:  en  resolución  todos  pasamos  con  los  Franceses,  los  cuales 
después  de  haberse  informado  de  todo  aquello  que  de  nosotros  saber  quisie- 
ron, como  si  fueran  nuestros  capitales  enemigos,  nos  despojaron  de  todo 
cuanto  teníamos,  y  á  Zoraida  le  quitaron  hasta  los  carcajes  que  traía  en  los 
pies,  pero  no  me  daba  á  mí  tanta  pesadumbre  la  que  á  Zoraida  daban,  como 
me  la  daba  el  temor  que  tenía,  de  que  habían  de  pasar  del  quitar  de  las 
riquísimas,  y  preciosísimas  joyas,  al  quitar  de  la  joya  que  más  valía,  y 
ella  más  estimaba,  pero  los  deseos  de  aquella  gente  no  se  extienden  á  más 
que  al  dinero,  y  desto  jamás  se  ve  harta  su  codicia,  lo  cual  entonce?  llegó 
á  tanto,  que  aun  hasta  los  vestidos  de  cautivos  nos  quitaron,  si  de  algún 
provecho  les  fuera:  y  hubo  parecer  entre  ellos  de  que  á  todos  nos  arrojasen 
á  la  mar  envueltos  en  una  vela,  porque  tenían  intención  de  tratar  en  algu- 
nos puertos  de  España,  con  nombre  de  que  eran  Bretones,  y  si  nos  lleva- 
ban vivos  serían  castigados  siendo  descubierto  su  hurto,  mas  el  Capitán 
que  era  el  que  había  despojado  á  mi  querida  Zoraida,  dijo  que  él  se  con- 
tentaba con  la  presa  que  tenía,  y  que  no  quería  tocar  en  ningún  puerto  de 
España,  sino  irse  luego  á  camino,  y  pasar  el  estrecho  de  Gibraltar  de  no- 
che, ó  como  pudiese,  hasta  la  Rochela  de  donde  había  salido,  y  así  toma- 
ron por  acuerdo  de  darnos  el  esquife  de  su  navio,  y  todo  lo  necesario,  para 
la  corta  navegación  que  nos  quedaba,  como  lo  hicieron  otro  día,  ya  á  vista 
de  tierra  de  España,  con  la  cual  vista,  y  alegría,  todas  nuestras  pesadum- 
bres, y  pobrezas  se  nos  olvidaron  de  todo  punto,  como  si  propiamente  no 


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liubieran  pasado  por  nosotros,  tanto  es  el  gusto  de  alcanzar  la  libertad  per- 
dida. Cerca  de  medio  día  podría  ser,  cuando  nos  echaron  en  la  barca,  dán- 
donos dos  barriles  de  agua,  y  algún  bizcocho,  y  el  Capitán  movido  no  sé 
de  qué  misericordia  al  embarcarse  la  hermosísima  Zoraida  le  dio  hasta 
cuarenta  escudos  de  oro,  y  no  consintió  que  le  quitasen  sus  soldados  estos 
mismos  vestidos,  que  ahora  tiene  puestos.  Entramos  en  el  bajel,  dímosles 
las  gracias  por  el  bien  que  nos  hacían,  mostrándonos  más  agradecidos  que 
quejosos:  ellos  se  hicieron  á  lo  largo  siguiendo  la  derrota  del  estrecho,  nos- 
otros sin  mirar  á  otro  Norte,  que  á  la  tierra  que  se  nos  mostraba  delante 
nos  dimos  tanta  priesa  á  bogar,  que  al  poner  del  Sol  estábamos  tan  cerca 
que  bien  pudiéramos  á  nuestro  parecer  llegar  antes  que  fuera  muy  noche 
pero  por  no  parecer  en  aquella  noche  la  Luna,  y  el  cielo  mostrarse  oscuro 
y  por  ignorar  el  paraje  en  que  estábamos,  nos  pareció  cosa  segura  embes 
tir  en  tierra,  como  á  muchos  de  nosotros  les  parecía,  diciendo,  que  diese 
mos  en  ella,  aunque  fuese  en  unas  peñas,  y  lejos  de  poblado,  porque  así 
aseguraríamos  el  temor  que  de  razón  se  debía  tener,  que  por  allí  anduvie- 
sen bajeles  de  corsarios  de  Tetuán,  los  cuales  anochecen  en  Berbería,  y 
amanecen  en  las  Costas  de  España,  y  hacen  de  ordinario  presa,  y  se  vuel- 
ven á  dormir  á  sus  casas:  pero  de  los  contrarios  pareceres,  el  que  se  tomó 
fué,  que  nos  llegásemos  poco  á  poco,  y  que  si  el  sosiego  del  mar  lo  conce- 
diese, desembarcásemos  donde  pudiésemos.  Hízose  así,  y  poco  antes  de  la 
media  noche  sería,  cuando  llegamos  al  pie  de  una  disformísima,  y  alta 
montaña,  no  tan  junto  al  mar,  que  no  concediese  un  poco  de  espacio,  para 
poder  desembarcar  cómodamente,  embestimos  en  la  arena,  salimos  todos  á 
tierra,  y  besamos  el  suelo,  y  con  lágrimas  de  alegrísimo  contento,  dimos 
todos  gracias  á  Dios  Señor  nuestro,  por  el  bien  tan  mcomparable,  que  nos 
había  hecho  en  nuestro  viaje:  sacamos  de  la  barca  los  bastimentos  que 
tenía,  tirámosla  en  tierra,  y  subimos  un  grandísimo  trecho  en  la  montaña, 
porque  aun  allí  estábamos  y  aun  no  podíamos  asegurar  el  pecho,  ni  acabá- 
bamos de  creer  que  era  tierra  de  Cristianos  la  que  ya  nos  sostenía.  Ama- 
neció más  tarde,  á  mi  parecer,  de  lo  que  quisiéramos:  acabamos  de  subir 
toda  la  montaña  por  ver  si  desde  allí  algún  poblado  se  descubría,  ó  algu- 
nas cabanas  de  pastores,  pero  aunque  más  tendimos  la  vista,  ni  poblado  ni 
persona,  ni  senda,  ni  camino  descubrimos.  Con  todo  esto  determinamos  de 
entrarnos  la  tierra  adentro:  pues  no  podría  ser  menos,  sino  que  presto  des- 
cubriésemos quien  nos  diese  noticia  della:  pero  lo  que  á  mí  más  me  fati- 
gaba, era  el  ver  ir  á  pie  á  Zoraida  per  aquellas  asperezas,  que  puesto  que 
alguna  vez  la  puse  sobre  mis  hombros,  más  le  cansaba  á  ella  mi  cansan- 


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cío,  que  la  reposaba  mi  reposo,  y  así  nunca  más  quiso  que  yo  aquel  tra- 
bajo tomase:  y  con  mucha  paciencia,  y  muestras  de  alegría  llevándola  yo 
siempre  de  la  mano,  poco  menos  de  un  cuarto  de  legua  debíamos  de  haber 
andado,  cuando  llegó  á  nuestros  oídos  el  son  de  una  pequeña  esquila,  señal 
clara  que  por  allí  cerca  había  ganado,  y  mirando  todos  con  atención  si 
alguno  se  aparecía,  vimos  al  pie  de  un  alcornoque  un  pastor  mozo,  qu© 
con  grande  reposo,  y  descuido  estaba  labrando  un  palo  con  un  cuchilllo, 
dimos  voces,  y  él  alzando  la  cabeza  se  puso  ligeramente  en  pie,  y  á  lo  que 
después  supimos,  los  primeros  que  á  la  vista  se  le  ofrecieron,  fueron  el 
Kenegado,  y  Zoraida,  y  como  él  los  vio  en  hábito  de  Moros,  pensó  que 
todos  los  de  la  Berbería  estaban  sobre  él,  y  metiéndose  con  extraña  lige- 
reza por  el  bosque  adelante  comenzó  á  dar  los  mayores  gritos  del  mundo, 
diciendo:  Moros,  Moros  hay  en  la  tierra:  Moros,  Moros,  arma,  arma.  Con 
estas  voces  quedamos  todos  confusos,  y  no  sabíamos  qué  hacernos,  pero 
considerando  que  las  voces  del  pastor  habían  de  alborotar  la  tierra,  y  que 
la  caballería  de  la  costa  había  de  venir  luego  á  ver  lo  que  era,  acordamos 
que  el  renegado  se  desnudase  las  ropas  de  Turco,  y  se  vistiese  un  gile- 
co  (1)  ó  casaca  de  cautivo  que  uno  de  nosotros  le  dio  luego,  aunque  se 
quedó  en  camisa,  y  así  encomendándonos  á  Dios  fuimos  por  el  mismo 
camino,  que  vimos  que  el  pastor  llevaba,  esperando  siempre  cuándo  había 
de  dar  sobre  nosotros  la  caballería  de  la  costa,  y  no  nos  engañó  nuestro 
pensamiento,  porque  aún  no  habrían  pasado  dos  horas,  cuando  habiendo 
ya  salido  de  aquellas  malezas  á  un  llano  descubrimos  hasta  cincuenta 
caballeros,  que  con  gran  ligereza  corriendo  á  media  rienda  á  nosotros  se 
Tenían;  y  así  como  los  vimos  nos  estuvimos  quedos  aguardándolos,  pero 
como  ellos  llegaron,  y  vieron,  en  lugar  de  los  Moros  que  buscaban,  tanto 
pobre  Cristiano,  quedaron  confusos,  y  uno  dellos  nos  preguntó  si  éramos 
nosotros  acaso  la  ocasión,  porque  un  pastor  había  apellidado  arma:  Sí,  dije 
yo,  y  queriendo  comenzar  á  decirle  mi  suceso,  y  de  dónde  veníamos,  y 
quién  éramos:  uno  de  los  Cristianos  que  con  nosotros  venían  conoció  al 
jinete  que  nos  había  hecho  la  pregunta,  y  dijo  sin  dejarme  á  mí  decir  más 
palabra:  Gracias  sean  dadas  á  Dios,  señores,  que  á  tan  buena  parte  nos  ha 
conducido,  porque  si  yo  no  me  engaño,  la  tierra  que  pisamos  es  la  de  Vé- 
lez-Málaga,  si  ya  los  años  de  mi  cautiverio  no  me  han  quitado  de  la  me- 
moria el  acordarme,  que  vos  señor,  que  nos  preguntáis  quién  somos,  sois 
Pedro  de  Bustamante  tío  mío:  apenas  hubo  dicho  esto  el  Cristiano  cautivo, 


(1)     Chaleco. 


-  441  — 

cnando  el  jinete  se  arrojó  del  caballo,  y  vino  á  abrazar  al  mozo  diciéndole: 
Sobrino  de  mi  alma,  y  de  mi  vida,  ya  te  conozco,  y  ya  te  he  llorado  por 
muerto,  yo,  y  mi  hermana  tu  madre,  y  todos  los  tuyos,  que  aún  viven:  y 
Dios  ha  sido  servido  de  darles  vida,  para  que  gocen  el  placer  de  verte:  ya 
sabíamos  que  estabas  en  Argel,  y  por  las  señales,  y  muestras  de  tus  vesti- 
dos, y  la  de  todos  los  desta  compañía  comprendo  que  habéis  tenido  mila- 
grosa libertad.  Asi  es  respondió  el  mozo,  y  tiempo  nos  quedará  para  con- 
tároslo todo.  Luego  que  los  ginetes  entendieron  que  éramos  Cristianos 
cautivos,  se  apearon  de  sus  caballos,  y  cada  uno  nos  convidaba  con  el  suyo, 
para  llevarnos  á  la  Ciudad  de  Vélez-Málaga,  que  legua,  y  media  de  allí  es- 
taba, algunos  dellos  volvieron  á  llevar  la  barca  á  la  Ciudad,  diciéndoles 
dónde  la  habíamos  dejado:  otros  nos  subieron  á  las  ancas:  y  Zoraida  fué  en 
las  del  caballo  del  tío  del  Cristiano.  Saliónos  á  recibir  todo  el  pueblo,  que 
ya  de  alguno  que  se  había  adelantado  sabían  la  nueva  de  nuestra  venida. 
No  se  admiraban  de  ver  cautivos  libres,  ni  Moros  cautivos,  porque  toda 
la  gente  de  aquella  costa  está  hecha  á  ver  los  unos,  y  á  los  otros,  pero 
admirábanse  de  la  hermosura  de  Zoraida,  la  cual  en  aquel  instante,  y 
sazón  estaba  en  su  punto,  así  con  el  cansacio  del  camino,  como  con  la 
alegría  de  verse  ya  en  tierra  de  Cristianos,  sin  sobresalto  de  perderse,  y 
esto  le  había  sacado  al  rostro  tales  colores,  que  sino  es  que  la  afición 
entonces  me  engañaba,  osara  decir,  que  más  hermosa  criatura  no  había 
en  el  mundo,  á  lo  menos,  que  yo  la  hubiese  visto.  Fuimos  derechos  á  la 
Iglesia  á  dar  gracias  á  Dios  por  la  merced  recibida,  y  así  como  en  ella 
entró  Zoraida,  dijo  que  allí  había  rostros  que  se  parecían  á  los  de  Lela 
Marien:  dijímosle  que  eran  imágenes  suyas,  y  como  mejor  se  pudo  le  dio 
el  renegado  á  entender  lo  que  significaban,  para  que  ella  las  adorase, 
como  si  verdaderamente  fueran  cada  una,  de  ellas  la  misma  Lela  Marien, 
que  la  había  hablado:  ella  que  tiene  buen  entendimiento,  y  un  natural 
fácil,  y  claro  entendió  luego,  cuanto  acerca  de  las  imágenes  se  le  dijo. 
Desde  allí  nos  llevaron,  y  repartieron  á  todos  en  diferentes  casas  del  pue- 
blo, pero  al  Eenegado,  Zoraida,  y  á  mi  nos  llevó  el  Cristiano  que  vino 
con  nosotros,  y  en  casa  de  sus  padres,  que  medianamente  eran  acomoda- 
dos de  los  bienes  de  fortuna,  y  nos  regalaron  con  tanto  amor,  como  á  su 
mismo  hijo.  Seis  días  estuvimos  en  Vélez,  al  cabo  de  los  cuales  el  Eene- 
gado hecha  su  información  de  cuanto  le  convenía,  se  fué  á  la  Ciudad  de 
Granada  á  reducirse  por  medio  de  la  santa  Inquisición,  al  gremio  santísi- 
mo de  la  Iglesia,  los  demás  Cristianos  libertados  se  fueron  cada  uno  donde 
mejor  le  pareció,  solos  quedamos  Zoraida,  y  yo  con  solos  los  escudos  que 


—  442  — 

la  cortesía  del  Francés  le  dio  á  Zoraida,  de  los  cuales  compré  este  animal 
en  que  ella  viene,  y  sirviéndola  yo  hasta  ahora  de  padre,  y  escudero,  y  ne 
de  esposo,  vamos  con  intención  de  ver  si  mi  padre  es  vivo,  6  si  alguno  de 
mis  hermanos  ha  tenido  más  próspera  ventura,  que  la  mia.  Puesto  que 
por  haberme  kecho  el  cielo,  compañero  de  Zoraida,  me  parece,  que  nin- 
guna otra  suerte  me  pudiera  venir,  por  buena  que  fuera,  que  más  la  esti- 
mara. La  paciencia  con  que  Zoraida  lleva  las  incomodidades,  que  la  po- 
breza trac  consigo,  y  el  deseo  que  muestra  tener,  de  verse  ya  Cristiana,  es 
tanto,  y  tal,  que  me  admira,  y  me  mueve  á  servirla  todo  el  tiempo  de  mi 
vida.  Puesto  que  el  gusto  que  tengo  de  verme  suyo,  y  de  que  ella  sea  mía, 
me  le  turba,  y  deshace,  no  saber  si  hallaré  en  mi  tii^rra  algún  rincón  don- 
de recogerla,  y  si  habrán  hecho  el  tiempo,  y  la  muerte,  tal  mudanza  en  la 
hacienda,  y  vida  de  mi  padre,  y  hermanos,  que  apenas  halle  quien  me 
conozca,  si  ellos  faltan.  No  tengo  más  señores  que  deciros  de  mi  historia. 
La  cual  si  es  agradable,  y  peregrina,  júzguenlo  vuestros  buenos  entendi- 
mientos, que  de  mí  sé  decir,  que  quisiera  haberlos  contado  más  breve- 
mente, puesto  que  el  temor  de  enfadaros,  más  de  cuatro  circunstancias  me 
ha  quitado  de  la  lengua. 


443  — 


CAPITULO   XLII 

Que  trata  de  lo  que  más  sucedió  en  la  venta,  y  de 
otras  muchas  cosas  dignas  de  saberse. 

Calló  en  diciendo  esto  el  cautivo,  á  quien  don  Fernando  dijo:  Por  cier- 
to señor  Capitán,  el  modo  con  que  habéis  contado  este  extraño  suceso,  ha 
sido  tal,  que  iguala  á  la  novedad,  y  extrañeza  del  mismo  caso.  Todo  es  pe- 
regrino, y  raro,  y  lleno  de  accidentes,  que  maravillan,  y  suspenden,  á  quien 
los  oye.  Y  es  de  tal  manera  el  gusto  que  hemos  recibido,  en  escucharle, 
que  aunque  nos  hallara  el  día  de  mañana  entretenidos  en  el  mismo  cuen- 
to, holgáramos  que  de  nuevo  se  comenzara.  Y  en  diciendo  esto,  don  Anto- 
nio, (1)  y  todos  ios  demás  se  le  ofrecieron,  con  todo  lo  á  ellos  posible,  para 
servirle,  con  palabras,  y  razones  tan  amorosas,  y  tan  verdaderas,  que  el 
Capitán  se  tuvo  por  bien  satisfecho  de  sus  voluntades.  Especialmente  le 
ofreció  don  Fernando,  que  si  quería  volverse  con  él,  que  él  haría  que  el 
Marqués  su  hermano  fuese  padrino  del  Bautismo  de  Zoraida,  y  que  él 
por  su  parte  le  acomodaría  de  m.anera,  que  pudiese  entrar  en  su  tierra,  con 
la  autoridad,  y  acomodamiento,  que  á  su  persona  se  debía.  Todo  lo  agrade- 
ció cortesísimamente  el  cautivo,  pero  no  quiso  aceptar  ninguno  de  sus  li- 
berales ofrecimientos.  En  esto  llegaba  ya  la  noche,  y  al  cerrar  della  llegó 
á  la  venta  un  coche  con  algunos  hombres  de  á  caballo:  pidieron  posada,  á 
quien  la  ventera  respondió,  que  no  había  en  toda  la  venta  un  palmo  des- 
ocupado. Pues  aunque  eso  sea,  dijo  uno  de  los  de  á  caballo,  que  habían  en- 
trado, no  ha  de  faltar  para  el  señor  Oidor,  que  aquí  viene.  A  este  nombre 


(1)  «íZon  Antonio».  Dice  Clemencín  que  la  Academia  lo  corrigió.  Pues 
hizo  muy  mal,  porque  al  igual  que  en  Dorotea  {Teodora),  su  primera  lec- 
ción es...  que  no  se  llamaba  ni  una  cosa  ni  otra;  aunque  no  exista  serio 
motivo  para  conceder  que  alguno  de  los  personajes  se  llamase  así,  no  ha 
lugar  á  tan  arbitraria  modificación,  y  más,  cuando  pasan  en  silencio  que 
á  continuación  habla  de  el  Marqués  su  hermano. 

Ahora  bien;  como  el  error  es  intencional,  y  su  aclaración  no  correspon- 
de á  este  estudio  (limitado  á  la  andadura  Cervantina),  en  otro  se  demos- 
trará que  los  archiveros  aquellos,  de  que  tanta  mención  se  hace  en  esta 
mínima  historia,  no  necesitan  comer  rabos  de  pasas. 

De  todo  lo  cual  se  infiere,  que  don  Fernando  no  era  Duque;  que  Ri- 
cardo podía  serlo  y,  por  último,  que  su  hermano  bien  pudo  ser  Marqués. 


—  444  — 

se  turbó  la  huéspeda,  y  dijo:  Señor  lo  que  en  ello  hay,  es,  que  no  tengo 
camas,  si  es  que  su  merced  del  señor  Oidor  la  trae,  que  si  debe  de  traer, 
entre  en  buen  hora,  que  yo,  y  mi  marido  nos  saldremos  de  nuestro  aposen- 
to, por  acomodar  á  su  merced.  Sea  en  buen  hora,  dijo  el  escudero:  pero  á 
este  tiempo  ya  habia  salido  del  coche  un  hombre,  que  en  el  traje  mostró 
luego  el  oticio,  y  cargo  que  tenia,  porque  la  ropa  luenga,  con  las  mangas 
arrocadas,  que  vestia,  mostraron  ser  Oidor,  como  su  criado  había  dicho. 
Traia  de  la  mano  una  doncella,  al  parecer  de  hasta  diez,  y  seis  años,  ves- 
tida de  camino,  tan  bizarra,  tan  hermosa,  y  tan  gallarda,  que  á  todos  puso 
en  admiración  su  vista.  De  suerte,  que  á  no  haber  visto  á  Dorotea,  y  á  Lus- 
cinda,  y  á  Zoraida,  que  en  la  venta  estaban,  creyeran  que  otra  tal  hermo- 
sura, como  la  desta  doncella,  difícilmente  pudiera  hallarse.  Hallóse  don 
Quixote  al  entrar  del  Oidor,  y  de  la  doncella,  y  asi  como  le  rió,  dijo:  Segu- 
ramente puede  vuestra  merced  entrar,  y  espaciarse  en  este  castillo,  que 
aunque  es  estrecho,  y  mal  acomodado,  no  hay  estrecheza,  ni  incomodidad 
en  el  mundo,  que  no  dé  lugar  á  las  armas,  y  á  las  letras,  y  más  si  las  ar- 
mas, y  letras,  traen  por  guía,  y  adalid  á  la  hermosura,  como  la  traen  las 
letras  de  vuestra  merced,  ea  esta  hermosa  doncella,  á  quien  deben  no  sólo 
abrirse,  y  manifestarse  los  castillos,  sino  apartarse  los  riscos,  y  dividirse,  y 
abajarse  las  montañas,  para  darle  acogida.  Entre  vuestra  merced,  digo,  en 
este  paraíso,  que  aquí  hallará  estrellas,  y  soles,  que  acompañen  el  cielo, 
que  vuestra  merced  trae  consigo.  Aquí  hallará  las  armas  en  su  punto,  y  la 
hermosura  en  su  extremo.  Admirado  quedó  el  Oidor  del  razonamiento  de 
don  Quixote,  á  quien  se  puso  á  mirar  muy  de  propósito.  Y  no  menos  le 
admiraba  su  talle,  que  sus  palabras,  y  sin  hallar  ningunas  con  que  respon- 
derle, se  tornó  á  admirar  de  nuevo,  cuando  vio  delante  de  si  á  Luscinda, 
Dorotea,  y  á  Zoraida,  que  á  las  nuevas  de  los  nuevos  huéspedes,  y  á  las 
que  la  ventera  les  había  dado  de  la  hermosura  de  la  doncella,  habían  veni- 
do á  verla,  y  á  recibirla.  Pero  don  Fernando,  Cardenio,  y  el  Cura,  le  hicieron 
más  llenos,  y  más  cortesanos  ofrecimientos.  En  efecto,  el  señor  Oidor  entró 
confuso,  y  asi  de  lo  que  veía,  como  de  lo  que  escuchaba,  y  las  hermosas  de 
la  venta  dieron  la  bien  Ihgada  á  la  hermosa  doncella.  (1)  En  resolución, 


(1)     las  hermosas  de  la  Ve7üa  dieron  la  « hie7i  llegada*  á  la  hermosa  doncella. 

¡Ya  hemos  llegado!  La  analogía  que  le  asignan  los  críticos  con  bienve- 
nida, excusa  emplear  linces  para  escudriñar  su  sentido;  y  á  costa  de  tan 
pequeño  artificio,  oculta  el  nombre  de  la  «  Venta  de  la  Bienvenida*,  que  se 
en  cuentra  en  el  centro  del  Valle  de  Alcudia. 

Existe  una  Ermita,  para  decir  misa  á  los  pastores,  en  determinados 


—  445  — 

bien  echó  de  ver  el  Oidor,  que  era  gente  principal  toda  la  que  allí  estaba. 
Pero  el  talle,  visaje,  y  la  apostura  de  don  Quixote,  le  desatinaba,  y  habiendo 
pasado  entre  todos  corteses  ofrecimientos,  y  tanteado  la  comodidad  de  la 
venta,  se  ordenó  lo  que  antes  estaba  ordenado,  que  todas  las  mujeres  se 
entrasen  en  el  camaranchón  ya  referido,  y  que  los  hombres  se  quedasen 
fuera,  como  en  su  guarda.  Y  así  fué  contento  el  Oidor,  que  su  hija,  que  era 
la  doncella,  se  fuese  con  aquellas  señoras,  lo  que  ella  hizo  de  muy  buena 
gana.  Y  con  parte  de  la  estrecha  cama  del  ventero,  y  con  la  mitad  de  la  que 
el  Oidor  traía,  se  acomodaron  aquella  noche  mejor  de  lo  que  pensaban.  El 
cautivo,  que  desde  el  punto  que  vio  al  Oidor,  le  dio  saltos  el  corazón,  y  ba- 
rruntos, de  que  aquél  era  su  hermano,  preguntó  á  uno  de  los  criados,  que 
con  él  venían,  que  cómo  se  llamaba,  y  si  sabía  de  qué  tierra  era?  El  criado 
le  respondió,  que  se  llamaba,  el  Licenciado  Juan  Pérez  de  Viedma,  y  que 
había  oido  decir,  que  era  de  un  lugar  de  las  Montañas  de  León.  Con  esta 
relación,  y  con  la  que  él  había  visto,  se  acabó  de  confirmar,  de  que  aquél 
era  su  hermano,  que  había  seguido  las  letras  por  consejo  de  su  padre.  Y 
alborotado  y  rentento,  (1)  llamando  aparte  á  don  Fernando,  á  Cárdenlo  y  al 
Cura,  les  contó  lo  que  pasaba,  certificándoles,  que  aquel  Oidor  era  su  her- 
mano. Habíale  dicho  también  el  criado,  cómo  iba  proveído  por  Oidor  á  las 
Indias,  en  la  Audiencia  de  Méjico.  Supo  también,  cómo  aquella  doncella  era 


días  del  año;  hay  algunas  casas  más,  para  los  guardas  de  los  Quintos  cu- 
yos límites  convergen  allí;  y  en  otra  habita  el  Alcalde  del  Valle,  pedáneo 
de  Almodóvar  del  Campo,  que  al  propio  tiempo  es  Ventero. 

Esta  es  la  que  en  su  novela  «Rinconete  y  Cortadillo»  nombra  Venta 
del  Alcalde. 

(En  el  cap.  II  de  la  Segunda  parte,  como  no  ha  de  menester  guardar 
secreto...  Sancho  estuvo  á  dar  la  «bienvenidas  al  Bachiller). 
(1)     *  ALBOROTADO  Y  RENTENTO». 

Así  las  escribió  Cervantes,  pero — otros  que  probablemente  sabrían  más 
que  él — las  han  sustituido  por  «alborozado  y  contento^,  y  á  raí  entender 
resulta  una  preciosidad  este  cambio.  ¿Quién  tendrá  razón?  Sin  discusión, 
Cervantes. 

Dice  el  Diccionario:  Alborotado.  El  que  por  mucha  viveza  obra  sin 
rañejiíón.^^ Alborozado.  El  que  siente  alegría,  satisfacción  y  regocijo  gran- 
áe.^=^Rentento.  No  tiene  acepción. 

Dice  Hamete  que  el  cautivo  experimentó  una  impresión  tan  grande 
al  hallarse  frente  á  fronte  de  su  hermano,  que  todo  alborotado,  es  decir, 
aturdido  por  tan  inopinada  sorpresa;  más  claro:  que  se  le  subió  la  sangre  á  la 
cabeza,  estuvo  retentado  de  darse  á  conocer,  y  para  dar  tiempo  á  que  se 
serenase  y  explorar  el  ánimo  del  Oidor,  el  Cura  acudió  á  retenerle  oculto 
en  la  habitación  inmediata. 

Rentento,  es  una  forma  libre  regional. 


—  44 

SU  hija,  de  cuyo  parto  había  muerto  su  madre,  y  que  él  habla  quedado  muy 
rico  con  el  dote,  que  con  l,a  hija  se  le  quedó  en  casa.  Pidióles  con^í-jo,  qué 
modo  tendría  para  descubrirse,  ó  para  conocer  primero,  si  después  de  dea- 
cubierto,  su  hermano  por  verle  pobre  se  afrentaría,  ó  le  recibiría  con  bue- 
nas entrañas.  Déjeseme  á  mí  el  hacer  esa  experiencia,  dijo  el  Cura,  cuanto 
más  que  no  hay  pensar,  sino  que  vos  señor  Capitán  seréis  muy  bien  reci- 
bido, porque  el  valor,  y  prudencia,  que  en  su  buen  parecer  descubre  vues- 
tro hermano,  no  da  indicios  de  ser  arrogante,  ni  desconocido,  ni  que  no  ha 
de  saber  poner  los  casos  de  la  fortuna  en  su  punto.  Con  todo  eso,  dijo  el 
Capitán,  yo  querría  no  de  improviso,  sino  por  rodeos,  dármele  á  conocer. 
Ya  os  digo  respondió  el  Cura,  que  yo  lo  trazaré  de  modo,  que  todos  que- 
demos satisfechos.  Ya  en  esto  estaba  aderezada  la  cena,  y  todos  se  senta- 
ron á  la  mesa,  excepto  el  cautivo,  y  las  señoras,  que  cenaron  de  por  si  en 
su  aposento.  En  la  mitad  de  la  cena,  dijo  el  Cura:  Del  mismo  nombre  de 
vuestra  merced,  señor  Oidor,  tuve  yo  un  camarada  en  Constantinopla,  don- 
de estuve  cautivo  algunos  años.  El  cual  camarada,  era  uno  de  los  valientes 
soldados,  y  Capitanes,  que  había  en  toda  la  infantería  Española.  Pero  tanto 
cuanto  tenía  de  esforzado,  y  valeroso,  tenía  de  desdichado.  Y  cómo  se  lla- 
maba ese  Capitán  señor  mío,  preguntó  el  Oidor?  Llamábase,  respondió  el 
Cura,  Kuypércz  de  Viedma,  y  era  natural  de  un  lugar  de  las  Montañas  de 
León.  El  cual  me  contó  un  caso,  que  á  su  padre  con  sus  hermanos  le  había 
sucedido,  que  á  no  contármelo  un  hombre  tan  verdadero  como  ól,  lo  tuvie- 
ra por  conseja,  de  aquellas  que  las  viejas  cuentan  el  invierno  al  fuego.  Por- 
que me  dijo,  que  su  padre  había  dividido  su  hacienda  entre  tres  hijos  que 
tenía,  y  les  había  dado  ciertos  consejos,  mejores  que  los  de  Catón.  Y  sé  yo 
decir,  que  el  que  él  escogió,  de  venir  á  la  guerra,  le  había  sucedido  tam- 
bién, que  en  pocos  años  por  su  valor,  y  esfuerzo,  sin  otro  brazo  que  el  de 
su  mucha  virtud,  subió  á  ser  Capitán  de  infantería,  y  á  verse  en  camino,  y 
predicamento,  de  ser  presto  maestre  de  Campo.  Pero  fuéle  la  fortuna  con- 
traria, pues  donde  la  pudiera  esperar,  y  tener  buena,  allí  la  perdió,  con  per- 
der la  libertad,  en  la  felicísima  jornada,  donde  tantos  la  cobraron,  que  fué 
en  la  batalla  de  Lepauto.  Yo  la  perdí  en  la  Goleta,  y  después  por  diferen- 
tes sucesos  nos  hallamos  camaradas  en  Constantinopla.  Desde  allí  vino  á 
Argel,  donde  sé  que  le  sucedió  uno  de  los  más  extraños  casos,  que  en  el 
mundo  han  sucedido.  De  aquí  fué  prosiguiendo  el  Cura,  y  con  brevedad 
sucinta  contó  lo  que  con  Zoraida  á  su  hermano  había  sucedido.  A  todo  lo 
cual  estaba  tan  atento  el  Oidor,  que  ninguna  vez  había  sido  tan  oidor  como 
entonces.  Sólo  llegó  el  Cura  al  punto,  de  cuando  los  Franceses  despojaron 


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á  los  Cristianos  que  en  la  barca  venían,  y  la  pobreza,  y  necesidad  en  que 
su  camarada,  y  la  hermosa  Mora  había  quedado.  De  los  cuales,  no  había 
sabido  en  qué  habían  parado,  ni  si  habían  llegado  á  España,  ó  Uevádolos 
los  Franceses  á  Francia.  Todo  lo  que  el  Cura  decía,  estaba  escuchando  algo 
de  allí  desviado  el  Capitán,  y  notaba  todos  los  movimientos  que  su  herma- 
no hacía.  El  cual,  viendo  que  ya  el  Cura  había  llegado  al  fin  de  su  cuento, 
dando  un  grande  suspiro,  y  llenándosele  los  ojos  de  agua,  dijo:  O  señor,  si 
supieseis  las  nuevas  que  me  habéis  contado,  y  cómo  me  tocan  tan  en  par- 
te, que  me  es  forzoso  dar  muestras  dello  con  estas  lágrimas,  que  contra 
toda  mi  discreción,  y  recato,  me  salen  por  los  ojos.  Ese  Capitán  tan  vale- 
roso que  decís,  es  mi  mayor  hermano,  el  cual  como  más  fuerte,  y  de  más 
altos  pensamientos,  que  yo,  ni  otro  hermano  menor  mío,  escogió  el  honro- 
so, y  digno  ejercicio  de  la  guerra.  Que  fué  uno  de  los  tres  caminos,  que 
nuestro  padre  nos  propuso,  según  os  dijo  vuestro  camarada  en  la  conseja, 
que  á  vuestro  parecer  le  oísteis.  Yo  seguí  el  de  las  letras,  en  las  cuales, 
Dios,  y  mi  diligencia,  me  han  puesto  en  el  grado  que  me  veis.  Mi  menor 
hermano,  está  en  el  Perú  tan  rico,  que  con  lo  que  ha  enviado  á  mi  padre 
y  á  mí,  ha  satisfecho  bien  la  parte  que  él  se  llevó.  Y  aun  dado  á  las  manos 
de  mi  padre,  con  que  poder  hartar  su  liberalidad  natural.  Y  yo  asimismo 
he  podido  con  más  decencia,  y  autoridad  tratarme  de  mis  estudios,  y  lle- 
gar al  puesto  en  que  me  veo.  Vive  aún  mi  padre  muriendo,  con  el  deseo  de 
saber  de  su  hijo  mayor,  y  pide  á  Dios  con  continuas  oraciones,  no  cierre  la 
muerte  sus  ojos,  hasta  que  él  vea  con  vida  á  los  de  su  hijo.  Del  cual  me 
maravillo,  siendo  tan  discreto,  cómo  en  tantos  trabajos,  y  aflicciones,  ó 
prósperos  sucesos,  se  haya  descuidado  de  dar  noticia  de  si  á  su  padre,  que 
si  él  lo  supiera,  ó  alguno  de  nosotros,  no  tuviera  necesidad  de  aguardar  al 
milagro  de  la  caña,  para  alcanzar  su  rescate.  Pero  de  lo  que  yo  ahora  me 
temo  es,  de  pensar  si  aquellos  Franceses  le  habrán  dado  libertad,  ó  le  ha- 
brán muerto,  para  encubrir  su  hurto.  Esto  todo  será,  que  yo  prosiga  mi 
viaje,  no  con  aquel  contento  con  que  le  comencé,  sino  con  toda  melancolía, 
y  tristeza.  O  buen  hermano  mío,  y  quién  supiera  ahora  dónde  estás,  que 
yo  te  fuera  á  buscar,  y  á  librar  de  tus  trabajos,  aunque  fuera  á  costa  de  los 
míos.  O  quién  llevara  nuevas  á  nuestro  viejo  padre,  de  ^ue  tenías  vida,  aun- 
que estuvieras  en  las  mazmorras  más  escondidas  de  Berbería,  que  de  allí 
te  sacaran  sus  riquezas,  las  de  mi  hermano,  y  las  mías.  O  Zoraida  hermosa 
y  liberal,  quién  pudiera  pagar  el  bien  que  á  un  hermano  hiciste,  quién  pu- 
diera hallarse  al  renacer  de  tu  alma,  y  á  las  bodas,  que  tanto  gusto  á  todos 
DOS  dieran.  Estas,  y  otras  semejantes  palabras  decía  el  Oidor,  lleno  de  tanta 


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compasión,  con  las  nuevas  que  de  su  hernaano  le  habían  dado,  que  todos 
los  que  le  oían,  le  acompañaban,  en  dar  muestras  del  sentimiento,  que  te- 
nían de  su  lástima.  Viendo  pues  el  Cura,  que  tan  bien  había  salido  con  su 
intención,  y  con  lo  que  deseaba  el  Capitán,  no  quiso  tenerlos  á  todos  más 
tiempo  tristes,  y  así  se  levantó  de  la  mesa,  y  entrando  donde  estaba  Zorai- 
da,  la  tomó  por  la  mano,  y  tras  ella  se  vinieron  Luscinda,  Dorotea,  y  la 
hija  del  Oidor.  Estaba  esperando  el  Capitán  á  ver  lo  que  el  Cura  quería 
hacer,  que  fué,  que  tomándole  á  él,  asimismo  de  la  otro  mano,  con  entram- 
bos á  dos,  se  fué  donde  el  Oidor,  y  los  demás  caballeros  estaban,  y  dijo: 
Cesen  señor  Oidor  vuestras  lágrimas,  y  cólmese  vuestro  deseo,  de  todo  el 
bien  que  acertare  á  desearse,  pues  tenéis  delante  á  vuestro  buen  hermano, 
y  á  vuestra  buena  cuñada:  éste  que  aquí  veis,  es  el  Capitán  Viedma,  yésta 
la  hermosa  Mora,  que  tanto  bien  le  hizo.  Los  Franceses  que  os  dije,  los  pu- 
sieron en  la  estrecheza  que  veis,  para  que  vos  mostréis  la  liberalidad  de 
vuestro  buen  pecho.  Acudió  el  Capitán  á  abrazar  á  su  hermano,  y  él  le 
puso  las  manos  en  los  pechos,  por  mirarle  algo  más  apartado:  mas  cuando 
le  acabó  de  conocer,  le  abrazó  tan  estrechamente,  derramando  tan  tiernas 
lágrimas  de  contento,  que  los  más  de  los  que  presentes  estaban,  le  hubie- 
ron de  acompañar  en  ellas.  Las  palabras  que  entrambos  hermanos  se  dije- 
ron, los  sentimientos  que  mostraron,  apenas  creo  que  pueden  pensarse, 
cuanto  más  escribirse.  Allí  en  breves  razones,  se  dieron  cuenta  de  sus  su- 
cesos, allí  mostraron  puesta  en  su  punto,  la  buena  amistad  de  dos  herma- 
nos, allí  abrazó  el  Oidor  á  Zoraida,  allí  la  ofreció  su  hacienda,  allí  hizo 
que  la  abrazase  su  hija,  allí  la  Cristiana  hermosa,  y  la  Mora  hermosísima 
renovaron  las  lágrimas  de  todos.  Allí  don  Quixote  estaba  atento,  sin  ha- 
blar palabra,  considerando  estos  tan  extraños  sucesos,  atribuyéndolos  to- 
dos á  quimeras  de  la  andante  caballería.  Allí  concertaron,  que  el  Capitán, 
y  Zoraida,  se  volviesen  con  su  hermano  á  Sevilla,  y  avisasen  á  su  padre  de 
su  hallazgo,  y  libertad.  Para  que  como  pudiese,  viniese  á  hallarse  en  las 
bodas,  y  bautismo  de  Zoraida,  por  no  serle  al  Oidor  posible,  dejar  el 
camino  que  llevaba  á  causa  de  tener  nuevas,  que  de  allí  á  un  raes  partía 
la  flota  de  Sevilla  á  la  Nueva  España,  y  fuérale  de  grande  incomodidad 
perder  el  viaje.  Efl  resolución,  todos  quedaron  contentos,  y  alegres  del 
buen  suceso  del  cautivo,  y  como  ya  la  noche  iba  casi  en  las  dos  partes  de 
su  jornada,  acordaron  de  recojerse,  y  reposar  lo  que  de  ella  les  quedaba. 
Don  Quixote  se  ofreció  á  hacer  la  guardia  del  castillo,  porque  de  algún 
Gigante,  ó  otro  mal  andante  follón,  no  fuesen  acometidos,  codiciosos  del 
gran  tesoro  de  hermosura,  que  en  aquel  castillo  se  encerraba.  Agradeció- 


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ronselo  los  que  le  conocían,  y  dieron  al  Oidor  cuenta  del  humor  extraño 
de  don  Quixote,  de  que  no  poco  gusto  recibió.  Sólo  Sancho  Panza  se  des- 
esperaba, con  la  tardanza  del  recogimiento,  y  sólo  él  se  acomodó  mejor 
que  todos,  echándose  sobre  los  aparejos  de  su  jumento,  que  le  costaron 
tan  caros,  como  adelante  se  dirá.  Recogidas  pues  las  damas  eu  su  estan- 
cia, y  los  demás  acomodándose,  como  menos  mal  pudieron,  don  Quixote 
se  salió  fuera  de  la  venta  á  hacer  la  centinela  del  castillo,  como  lo  había 
prometido.  Sucedió  pues,  que  faltando  poco  para  venir  el  alba,  llegó  á  los 
oídos  de  las  damas,  una  voz  tan  entonada,  y  tan  buena,  que  les  obligó  á 
que  todas  le  prestasen  atento  oído.  Especialmente  Dorotea,  que  despierta 
estaba,  á  cuyo  lado  dormía  doña  Clara  de  Viedma,  que  así  se  llamaba  la 
hija  del  Oidor,  Nadie  podía  imaginar  quién  era  la  persona,  que  tan  bien 
cantaba,  y  era  una  voz  sola,  sin  que  la  acompañase  instrumento  alguno. 
Unas  veces  les  parecía  que  cantaban  en  el  patio,  otras  que  en  la  caballe- 
riza, y  estando  en  esta  confusión  muy  atentas,  llegó  á  la  puerta  del  apo- 
sento Cárdenlo,  y  dijo:  Quien  no  duerme  escuche,  que  oirán  una  voz  de  un 
mozo  de  muías,  que  de  tal  manera  canta,  que  encanta.  Ya  lo  oímos  señor, 
respondió  Dorotea.  Y  con  esto  se  fué  Cárdenlo,  y  Dorotea,  poniendo  toda 
la  atención  posible,  entendió  que  lo  que  se  cantaba  era  esto. 


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450  — 


CAPITULO    XLIII 

Donde  se  cuenta  la  agradable  historia  del  mozo  de 
muías,  con  otros  extraños  acontecimientos  en  la 
venta  sucedidos. 

Marinero  soy  de  amor, 

Y  en  su  piélago  profundo 
Navego  sin  esperanza, 
De  llegar  á  puerto  alguno. 

Siguiendo  voy  á  una  estrella. 
Que  desde  lejos  descubro, 
Más  bella,  y  resplandeciente, 
Que  cuantas  vio  Palinuro. 

Yo  no  sé  adonde  me  guía, 

Y  así  navego  confuso. 
El  alma  á  mirarla  atenta. 
Cuidadosa,  y  con  descuido. 

Recatos  impertinentes, 
Honestidad  contra  el  uso, 
Son  nubes  que  me  la  encubren, 
Cuando  más  verla  procuro. 

O  clara,  y  luciente  estrella, 
En  cuya  lumbre  me  apuro, 
Al  punto  que  te  me  encubras. 
Será  de  mi  muerte  el  punto. 

Llegando  el  que  cantaba  á  este  punto,  le  pareció  á  Dorotea,  que  no  se- 
ría bien,  que  dejase  Clara  de  oir  una  tan  buena  voz,  y  así  moviéndola  á 
una,  y  á  otra  parte,  la  despertó,  diciéndole:  Perdóname  niña,  que  te  des- 
pierto, pues  lo  hago,  porque  gustes  de  oir  la  mejor  voz,  que  quizá  habrás 
oído  en  toda  tu  vida.  Clara  despertó  toda  soñolienta,  y  de  la  primera  vez 
no  entendió  lo  que  Dorotea  le  decía,  y  volviéndoselo  á  preguntar  ella,  se 
o  volvió  á  decir,  por  lo  cual  estuvo  atenta  Clara.  Pero  apenas  hubo  oído 
dos  versos,  que  el  que  cantaba  iba  prosiguiendo,  cuando  le  tomó  un  tem- 
blor tan  extraño,  como  á  de  algún  grave  accidente  de  cuartana  estuviera 


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enferma,  y  abrazándose  estrechamente  con  Dorotea,  le  dijo:  Ay  señora  de 
mi  alma,  y  de  mi  vida,  para  qué  me  despertastes,  que  el  mayor  bien  que 
la  fortuna  me  podía  hacer  por  ahora,  era  tenerme  cerrados  los  ojos,  y  los 
oídos,  para  no  ver,  ni  oír  á  ese  desdichado  músico.  Qué  es  lo  que  dices 
niña,  mira  que  dicen  que  el  que  canta,  es  un  mozo  de  muías?  No  es  sino 
señor  de  lugares,  respondió  Clara,  y  el  que  él  tiene  en  mi  alma  con  tanta 
seguridad,  que  si  él  no  quiere  dejarle,  no  le  será  quitado  eternamente.  Ad- 
mirada quedó  Dorotea,  de  las  sentidas  razones  de  la  muchacha,  parecién- 
dole  que  se  aventajaban  en  mucho,  á  la  discreción  que  sus  pocos  años  pro- 
metían. Y  así  le  dijo:  Habláis  de  modo  señora  Clara,  que  no  puedo  enten- 
deros: declaraos  más,  y  decidme,  qué  es  lo  que  decís  de  alma,  y  de  luga- 
res, y  deste  músico,  cuya  voz  tan  inquieta  os  tiene?  Pero  no  me  digáis 
nada  por  ahora,  que  no  quiero  perder  por  acudir  á  vuestro  sobresalto,  el 
gusto  que  recibo,  de  oír  al  que  canta,  que  me  parece  que  con  nuevos  ver- 
sos, y  nuevo  tono,  torna  á  su  canto.  Sea  en  buena  hora,  respondió  Clara, 
y  por  no  oírle,  se  tapó  con  las  manos  entrambos  oídos,  de  lo  que  también 
se  admiró  Dorotea.  La  cual  estando  atenta  á  lo  que  se  cantaba,  vio  que 
proseguían  en  esta  manera. 

Dulce  esperanza  mía. 
Que  rompiendo  imposibles,  y  malezas, 
Sigues  firme  la  vía, 
Que  tú  misma  te  finjes,  y  aderezas. 
No  te  desmaye  el  verte, 
A  cada  paso  junto  al  de  tu  muerte. 

No  alcanzan  perezosos 
Honrados  triunfos,  ni  victoria  alguna, 
Ni  pueden  ser  dichosos, 
Los  que  no  contrastando  á  la  fortuna 
Entregan  desvalidos 
Al  ocio  blando  todos  los  sentidos. 

Que  amor  sus  glorias  venda 
Caras,  es  gran  razón,  y  es  trato  justo, 
Pues  no  hay  más  rica  prenda. 
Que  la  que  se  quilata  por  su  gusto, 

Y  es  cosa  manifiesta. 

Que  no  es  de  estima  lo  que  poco  cuesta. 

Amorosas  porfías 
Tal  vez  alcanzan  imposibles  cosas, 

Y  así  aunque  con  las  mías 


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Sigo  de  amor  las  más  dificultosae, 

No  por  eso  recelo, 

De  no  alcanzar  desde  la  tierra  el  cielo. 


Aquí  dio  fin  la  voz,  y  principio  á  nuevos  sollozos  Clara.  Todo  lo  cual 
encendía  el  deseo  de  Dorotea,  que  deseaba  saber  la  causa  de  tan  suave 
caoto,  y  de  tan  triste  lloro.  Y  así  le  volvió  á  preguntar,  qué  era  lo  que  le 
quería  decir  (leñantes?  Entonces  Clara  temerosa,  de  que  Luscinda  no  la 
oyese,  abrazando  estrechamente  á  Dorotea,  puso  su  boca  tan  junto  del 
oído  de  Dorotea,  que  seguramente  podía  hablar,  sin  ser  de  otro  sentida. 
y  así  le  dijo:  Este  que  canta  señora  mía,  es  un  hijo  de  un  caballero,  natu- 
ral del  Keino  de  Aragón,  señor  de  dos  lugares,  el  cual  vivía  frontero  de  la 
casa  de  mi  padre  en  la  Corte.  Y  aunque  mi  padre  tenía  las  ventanas  de  su 
casa,  con  lienzos  en  el  invierno,  y  celosías  en  el  verano,  yo  no  sé  lo  que 
fué,  ni  lo  que  no,  que  este  caballero  que  andaba  al  estudio,  me  vio,  ni  sé 
si  en  la  Iglesia,  ó  en  otra  parte:  finalmente,  él  se  enamoró  de  mí,  y  me  lo 
dio  á  entender  desde  las  ventanas  de  su  casa  con  tantas  señas,  y  con  tantr.s 
lágrimas,  que  yo  le  hube  de  creer,  y  aun  querer,  sin  saber  lo  que  me  quería. 
Entre  las  señas  que  me  hacía,  era  una,  de  juntarse  la  una  mano  con  la 
otra,  dándome  á  entender,  que  se  casaría  conmigo,  y  aunque  yo  me  holga- 
ría mucho,  de  que  así  fuera:  como  sola,  y  sin  madre,  no  sabía  con  quién 
comunicarlo,  y  así  lo  dejé  estar,  sin  darle  otro  favor,  sino  era  cuando  esta- 
ba mi  padre  fuera  de  casa,  y  el  suyo  también,  alzar  un  poco  el  lienzo,  ó  la 
celosía,  y  dejarme  ver  toda,  de  lo  que  él  hacía  tanta  fiesta,  que  daba  seña- 
les de  volverse  loco.  Llegóse  en  esto  al  tiempo  de  la  partida  de  mi  padre, 
la  cual  él  supo,  y  no  de  mí,  pues  nunca  pude  decírselo.  Cayó  malo,  á  lo 
que  yo  entiendo,  de  pesadumbre,  y  así  el  día  que  nos  partimos,  nunca 
pude  verle,  para  despedirme  del,  siquiera  con  los  ojos.  Pero  á  cabo  de  dos 
días  que  caminábamos,  al  entrar  de  una  posada  en  un  lugar,  una  jornada 
de  aquí,  le  vi  á  la  puerta  del  mesón,  puesto  en  hábito  de  mozo  de  muías, 
tan  al  natural,  que  si  yo  no  le  trajera  tan  retratado  en  mi  alma,  fuera  im- 
posible conocerle.  Conocíle,  admíreme,  y  alégreme:  él  me  miró  á  hurto  de 
mi  padre,  de  quien  él  siempre  se  esconde,  cuando  atraviesa  por  delante  de 
mí,  en  los  caminos,  y  en  las  posadas  do  llegamos.  Y  como  yo  sé  quién  es, 
y  considero,  que  por  amor  de  mí  viene  á  pie,  y  con  tanto  trabajo,  muérc- 
me  de  pesadumbre,  y  donde  él  pone  los  pies,  pongo  yo  los  ojos.  No  sé  con 
qué  intención  viene,  ni  cómo  ha  podido  escaparse  de  su  padre,  que  le  quie- 
re extraordinariamente,  porque  no  tiene  otro  heredero,  y  porque  él  lo  me- 


—  453  — 

i'ece,  como  lo  verá  vuestra  merced,  cuando  le  vea.  Y  más  le  sé  decir,  que 
todo  aquello  que  canta,  lo  saca  de  su  cabeza,  que  he  oído  decir  que  es  muy 
grande  estudiante,  y  Poeta.  Y  hay  más,  que  cada  vez  que  le  veo,  ó  le  oigo 
cantar,  tiemblo  toda,  y  me  sobresalto,  temerosa  de  que  mi  padre  le  conoz- 
ca, y  venga  en  conocimiento  de  nuestros  deseos.  En  mi  vida  le  he  hablado 
palabra,  y  con  todo  eso  le  quiero  de  manera,  que  no  he  de  poder  vivir  sin 
él.  Esto  es  señora  mía,  todo  lo  que  os  puedo  decir  deste  músico,  cuya  voz 
tanto  os  ha  contentado,  que  en  sola  ella  echaréis  bien  de  ver,  que  no  es 
mozo  de  muías,  como  decís,  sino  señor  de  almas,  y  lugares,  como  ya  os  he 
dicho.  No  digáis  más  señora  doña  Clara,  dijo  á  esta  sazón  Dorotea,  y  esto 
besándola  mil  veces.  No  digáis  más  digo,  y  esperad  que  venga  el  nuevo 
día,  que  yo  espero  en  Dios,  de  encaminar  de  manera  vuestros  negocios, 
que  tengan  el  felice  fin,  que  tan  honestos  principios  merecen.  Ay  señora, 
dijo  doña  Clara,  qué  fin  se  puede  esperar,  si  su  padre  es  tan  principal,  y 
tan  rico,  que  le  parecerá,  que  aun  yo  no  puedo  ser  criada  de  su  hijo,  cuaa- 
to  más  esposa:  pues  casarme  yo  á  hurto  de  mi  padre,  no  lo  haré  por  cuanto 
hay  en  el  mundo.  No  querría,  sino  que  este  mozo  se  volviese,  y  me  dejase 
quizá  con  no  verle,  y  con  la  gran  distancia  del  camino  que  llevamos,  se  me 
aliviaría  la  pena  que  ahora  llevo:  aunque  sé  decir,  que  este  remedio  que 
me  imagino,  me  ha  de  aprovechar  bien  poco:  no  sé  qué  diablos  ha  sido 
«sto,  ni  por  dónde  se  ha  entrado  este  amor  que  le  tengo,  siendo  yo  tan 
muchacha,  y  él  tan  muchacho,  que  en  verdad  que  creo,  que  somos  de  uaa 
edad  misma,  y  que  yo  no  tengo  cumplidos  diez,  y  seis  años,  que  para  el 
día  de  san  Miguel  que  vendrá  dice  mi  padre  que  los  cumplo.  No  pudo 
dejar  de  reírse  Dorotea,  oyendo  cuan  como  niña  hablaba  doña  Clara;  á 
quien  dijo:  Reposemos  señora,  lo  poco  que  creo  queda  de  la  noche,  y  ama- 
necerá Dios,  y  medraremos,  ó  mal  me  andarán  las  manos.  Sosegáronse  con 
esto,  y  en  toda  la  venta  se  guardaba  un  grande  silencio,  solamente  no  dor- 
mían la  hija  de  la  ventera,  y  Maritornes  su  criada.  Las  cuales  como  ya 
sabían  el  humor,  de  que  pecaba  don  Quixote,  y  que  estaba  fuera  de  la  ven- 
ta, armado,  y  á  caballo,  haciendo  la  guarda,  determinaron  las  dos  de  ha- 
cerle alguna  burla,  ó  á  lo  menos  de  pasar  un  poco  el  tiempo,  oyéndole  sus 
disparates. 

Es  pues  el  caso,  que  en  toda  la  venta  no  había  ventana  que  saliese  al 
campo,  sino  un  agujero  de  un  pajar,  por  donde  echaban  la  paja  por  de  fue- 
ra. A  este  agujero  se  pusieron  las  dos  semidoncellas,  y  vieron  que  don 
Quixote  estaba  á  caballo,  recostado  sobre  su  lanzón,  dando  de  cuando  en 
cuando  tan  dolientes,  y  profundos  suspiros,  que  parecía  que  con  cada  uno  se 


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le  arrancaba  el  alma.  Y  asimismo  oyeron  que  decía  con  voz  blanda,  regala- 
da, y  amorosa:  O  mi  señora  Dulcinea  del  Toboso,  extremo  de  toda  hermo- 
sura, fin  y  remate  de  la  discreción,  archivo  del  mejor  donaire,  depósito  de 
la  honestidad:  y  últimamente  idea  de  todo  lo  provechoso,  honesto,  y  delei- 
table que  hay  en  el  mundo,  y  qué  hará  ahora  la  tn  merced,  si  tendrás  por 
ventura  las  mientes  en  tu  cautivo  caballero,  que  á  tantos  peligros  por  sólo 
servirte,  de  su  voluntad  ha  querido  ponerse?  Dame  tú  nuevas  della,  ó  Lu- 
minaria de  las  tres  caras:  quizá  con  envidia  de  la  suya  la  estás  ahora  mi- 
rando, que  ó  paseándose  por  alguna  galería  de  sus  suntuosos  palacios,  ó  ya 
puesta  de  pechos  sobre  algún  balcón,  está  considerando  cómo,  salva  su 
honestidad,  y  grandeza,  ha  de  amansar  la  tormenta  que  por  ella  este  mi 
cuitado  corazón  padece,  qué  gloria  á  de  dar  á  mis  penas,  qué  sosiego  á  mi 
cuidado:  y  finalmente,  qué  vida  á  mi  muerte,  y  qué  premio  á  mis  servi- 
cios. Y  tú  Sol,  que  debes  de  estar  apriesa  ensillando  tus  caballos,  por  ma- 
drugar, y  salir  á  ver  á  mi  señora,  así  como  la  veas,  suplicóte  que  de  mi 
parte  la  saludes:  pero  guárdate  que  al  verla,  y  saludarla,  no  le  des  paz  en 
el  rostro,  que  tendré  más  celos  de  tí,  que  tú  los  tuviste  de  aquella  ligera 
ingrata,  que  tanto  te  hizo  sudar,  y  correr  por  los  llanos  de  Tesalia,  ó  por 
las  riberas  de  Peneo,  que  yo  me  acuerdo  bien  por  donde  corriste  entonces, 
celoso,  y  enamorado.  A  este  punto  llegaba  entonces  don  Quixote  en  su  tan 
lastimero  razonamiento,  cuando  la  hija  de  la  ventera  le  comenzó  á  cecear, 
y  á  decirle:  Señor  mío,  llegúese  acá  la  vuestra  merced,  si  es  servido. 
A  cuyas  señas,  y  voz  volvió  don  Quixote  U  cabeza,  y  vio  á  la  luz  de  la 
Luna,  que  entonces  estaba  en  toda  su  claridad,  cómo  le  llamaban  del  agu- 
cero  que  á  él  le  pareció  ventana,  y  aun  con  rejas  doradas,  como  conviene 
que  las  tengan  tan  ricos  castillos,  como  él  se  imaginaba  que  era  aquella 
venta:  y  luego  en  el  instante  se  le  representó  en  su  loca  imaginación,  que 
otro  vez  como  la  pasada  la  doncella  hermosa  hija  de  la  señora  de  aquel 
castillo,  vencida  de  su  amor,  tornaba  á  solicitarle;  y  con  este  pensamiento, 
por  no  mostrarse  descortés,  y  desagradecido,  volvió  las  riecdas  á  Rocinan- 
te, y  se  llegó  al  agujero,  y  así  como  vio  á  las  dos  mozas,  dijo:  Lástima  os 
tengo,  hermosa  señora,  de  que  hayáis  puesto  vuestras  amorosas  mientes 
en  parte  donde  no  es  posible  corresponderos  conforme  merece  vuestro  gran 
valor,  y  gentileza,  de  lo  que  no  debéis  dar  culpa  á  este  miserable  andante 
caballero,  á  quien  tiene  amor  imposibilitado  de  poder  entregar  su  voluntad 
á  otra,  que  á  aquella,  que  en  el  punto  que  sus  ojos  la  vieron,  la  hizo  seño- 
ra absoluta  de  su  alma.  Perdonadme  buena  señora,  y  recogeos  en  vuestro 
aposento,  y  no  queráis  con  significarme  más  vuestros  deseos,  que  yo  me 


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muestre  más  desagradecido:  y  si  del  amor  que  me  tenéis,  halláis  en  mí 
otra  cosa  con  que  satisfaceros,  que  el  mismo  amor  no  sea,  pedídmela,  que 
yo  os  juro,  por  aquella  ausente  enemiga  dulce  mía,  de  dárosla  en  conti- 
nente, (l)si  bien  me  pidieseis  una  guedeja  de  los  cabellos  de  Medusa,  que 
era  todos  culebras:  ó  ya  los  mismos  rayos  del  Sol,  encerrados  en  una  re- 
doma. No  ha  menester  nada  de  eso  mi  señora  (señor  caballero)  dijo  á  este 
punto  Maritornes.  Pues  qué  ha  menester,  discreta  dueña,  vuestra  señora, 
respondió  don  Quixote?  Sola  una  de  vuestras  hermosas  manos,  dijo  Mari- 
tornes, por  poder  desfogar  con  ella  el  gran  deseo  que  á  este  agujero  la  ha 
traído,  tan  á  peligro  de  su  honor,  que  si  su  señor  padre  la  hubiera  sentido, 
la  menor  tajada  fuera  la  oreja.  Ya  quisiera  yo  ver  eso  respondió  don  Qui- 
xote, pero  él  se  guardará  bien  deso,  si  ya  no  quiere  hacer  el  más  desastra- 
do fin  que  padre  hizo  en  el  mundo,  por  haber  puesto  las  manos  en  los  de- 
licados miembros  de  su  enamorada  hija.  Parecióle  á  Maritornes,  que  sin 
duda  don  Quixote  daría  la  mano  que  le  había  pedido,  y  proponiendo  en  su 
pensamiento  lo  que  había  de  hacer,  se  bajó  del  agujero,  y  se  fué  á  la  ca- 
balleriza, donde  tomó  el  cabestro  del  jumento  de  Sancho  Panza,  y  con  mu- 
cha presteza  se  volvió  á  su  agujero,  á  tiempo  que  don  Quixote  se  había 
puesto  de  pies  sobre  la  silla  de  Rocinante,  por  alcanzar  á  la  ventana  enre" 
jada,  donde  se  imaginaba  estar  la  herida  doncella:  y  al  darle  la  mano,  dijo: 
Tomad,  señora,  esa  mano,  ó  por  mejor  decir,  ese  verdugo  de  los  malhe- 
chores del  mundo:  tomad  esa  mano  digo,  á  quien  no  ha  tocado  otra  de  mu- 
jer alguna,  ni  aun  la  de  aquella  que  tiene  entera  posesión  de  todo  mi  cuer- 
po. No  os  la  doy  para  que  la  beséis,  sino  para  que  miréis  la  contestura  de 
sus  nervios,  la  trabazón  de  sus  músculos,  la  anchura,  y  espaciosidad  de  sus 
venas,  de  donde  sacaréis,  qué  tal  debe  de  ser  la  fuerza  del  brazo  que  tal 
mano  tiene.  Ahora  lo  veremos,  dijo  Maritornes,  y  haciendo  una  lazada  co- 
rrediza al  cabestro  se  la  echó  á  la  muñeca,  y  bajándose  del  agujero,  ató  lo 
que  quedaba  al  cerrojo  de  la  puerta  del  pajar  muy  fuertemente.  Don  Qui- 
xote que  sintió  la  aspereza  del  cordel  en  su  muñeca,  dijo:  Más  parece  que 
vuestra  merced  me  ralla,  que  no  que  me  regala  la  mano:  no  la  tratéis  tan 
mal,  pues  ella  no  tiene  la  culpa  del  mal  que  mi  voluntad  os  hace,  ni  es  bien 
que  en  tan  poca  parte  venguéis  el  todo  de  vuestro  enojo:  mirad  que  quien 
quiere  bien,  no  se  venga  tan  mal.  Pero  todas  estas  razones  de  don  Quixote, 
ya  no  las  escuchaba  nadie,  porque  así  como  Maritornes  le  ató,  ella,  y  la  otra 
se  fueron  muertas  de  risa,  y  le  dejaron  asido  de  manera,  que  fué  imposible 


(1)    Forma  que  se  usa  allí  por  in  continenti. 


—  45<'-'  — 

soltarse.  Estaba  pues,  como  se  ha  dicho,  de  pies  sobre  Rocinante,  metido 
todo  el  brazo  por  el  agujero,  y  atado  de  la  muñeca,  y  al  cerrojo  de  la  puer- 
ta con  grandísimo  temor,  y  cuidado,  que  si  Rocinante  se  desviaba  á  un 
cabo,  ó  á  otro,  había  de  quedar  colgado  del  brazo,  y  así  no  osaba  hacer 
movimiento  alguno:  puesto  que  de  la  paciencia,  y  quietud  de  Rocinante, 
bien  se  podía  esperar  que  estaría  sin  moverse  un  siglo  entero.  En  resolu- 
ción viéndose  don  Quixote  atado,  y  que  ya  las  damas  se  habían  ido,  se  dio 
á  imaginar  que  todo  aquello  se  hacía  por  vía  de  encantamiento,  como  la 
vez  pasada,  cuando  en  aquel  mismo  castillo  le  molió  aquel  Moro  encantado 
del  harriero:  y  maldecía  entre  sí  su  poca  discreción,  y  discurso,  pues  ha- 
biendo salido  tan  mal  la  vez  primera  de  aquel  castillo,  se  había  aventurado 
á  entrar  en  él  la  segunda:  siendo  advertimiento  de  caballeros  andantes,  que 
cuando  han  probado  una  aventura,  y  no  salido  bien  con  ella,  es  señal  que 
no  está  para  ellos  guardada,  sino  para  otros,  y  así  no  tienen  necesidad  de 
probarla  segunda  vez.  Con  todo  esto  tiraba  de  su  brazo,  por  ver  si  podía 
soltarse,  mas  él  estaba  tan  bien  asido,  que  todas  sus  pruebas  fueron  en 
vano.  Bien  es  verdad,  que  tiraba  con  tiento,  porque  Rocinante  no  se  mo- 
viese: y  aunque  él  quisiera  sentarse,  y  ponerse  en  la  silla,  no  podía,  sino 
estar  en  pie,  ó  arrancarse  la  mano.  Allí  fué  el  desear  de  la  espada  de  Ama- 
dís  contra  quien  no  tenía  fuerza  de  encantamiento  alguno:  allí  fué  el  mal- 
decir de  su  fortuna:  allí  fué  el  exagerar  la  falta  que  haría  en  el  mundo  su 
presencia,  el  tiempo  que  allí  estuviese  encantado,  que  sin  duda  alguna  se 
había  creído  que  lo  estaba.  Allí  el  acordarse  de  nuevo  de  su  querida  Dul- 
cinea del  Toboso:  allí  fué  el  llamar  á  su  buen  escudero  Sancho  Panza,  que 
sepultado  en  sueño,  y  tendido  sobre  la  albarda  de  su  jumento,  no  se  acor- 
daba en  aquel  instante,  de  la  madre  que  lo  había  parido:  allí  llamó  á  los 
-sabios  Lirgandeo,  y  Alquife,  que  le  ayudasen,  allí  invocó  á  su  buena  ami- 
ga Urganda,  que  le  socorriese:  y  finalmeute,  allí  le  tomó  la  mañana,  tan 
desesperado,  y  confuso,^  que  bramaba  como  un  toro,  porque  no  esperaba  él, 
que  con  el  día  se  remediaría  su  cuita,  porque  la  tenía  por  eterna,  tenién- 
dose por  encantado:  y  hacíale  creer  esto,  ver  que  Rocinante,  poco,  ni  mu- 
cho se  movía:  y  creía  que  de  aquella  suerte,  sin  comer  ni  beber,  ni  dormir, 
habían  de  estar  él,  y  su  caballo,  hasta  que  aquel  mal  influjo  de  las  estre- 
llas se  pasase,  ó  hasta  que  otro  más  sabio  encantador  le  desencantase.  Pero 
engañóse  mucho  en  su  creencia,  porque  apenas  comenzó  á  amanecer,  cuan- 
do llegaron  á  la  venta,  cuatro  hombres  de  á  caballo,  muy  bien  puestos,  y 
aderezados,  con  sus  escopetas  sobre  los  arzones.  Llamaron  á  la  puerta  de 
la  venta,  que  aún  estaba  cerrada,  con  grandes  golpes:  lo  oual  visto  por  don 


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Quixote,  desde  donde  aún  no  dejaba  de  hacer  la  centinela,  con  voz  arro- 
gante, y  alta,  dijo:  Caballeros,  ó  escuderos,  ó  quienquiera  que  seáis,  no 
tenéis  para  qué  llamar  á  las  puertas  deste  castillo,  que  asaz  de  claro  está, 
que  á  tales  horas,  ó  los  que  están  dentro  duermen,  ó  no  tienen  por  costum- 
bre de  abrirse  las  fortalezas,  hasta  que  el  Sol  esté  extendido  por  todo  el 
suelo:  desviaos  afuera,  y  esperad  que  aclare  el  día,  y  entonces  veremos  si 
será  justo,  6  no,  que  os  abran.  Qué  diablos  de  fortaleza  ó  castillo  es  este, 
dijo  uno,  para  obligarnos  á  guardar  esas  ceremonias:  si  sois  el  ventero, 
mandad  que  os  abran,  que  somos  caminantes,  que  no  queremos  más  de 
dar  cebada  á  nuestras  cabalgaduras,  y  pasar  adelante,  porque  vamos  de 
priesa.  Pareceos  caballeros  que  tengo  yo  talle  de  ventero,  respondió  don 
Quixote?  No  sé  de  qué  tenéis  talle,  respondió  el  otro,  pero  sé  que  decís 
disparates  en  llamar  castillo  á  esta  venta.  Castillo  es  replicó  don  Quixote, 
y  aun  de  los  mejores  de  toda  esta  provincia:  y  gente  tiene  dentro,  que  ha 
tenido  cetro  en  la  mano,  y  corona  en  la  cabeza.  Mejor  fuera  al  revés,  dijo 
el  caminante,  el  cetro  en  la  cabeza,  y  la  corona  en  la  mano,  y  será,  si  á 
mano  viene,  que  debe  de  estar  dentro  alguna  compañía  de  representantes, 
de  los  cuales  es  tener  á  menudo  esas  coronas,  y  cetro  que  decís;  porque  en 
una  venta  tan  pequeña,  y  adonde  se  guarda  tanto  silencio  como  esta,  no 
creo  yo  que  se  alojan  personas  dignas  de  corona  y  cetro.  Sabéis  poco  del 
mundo,  replicó  don  Quixote,  pues  ignoráis  los  casos  que  suelen  acontecer 
en  la  caballería  andante.  Cansábanse  los  compañeros  que  con  el  pregun- 
tante venían,  del  coloquio  que  con  don  Quixote  pasaba,  y  así  tornaron  á 
llamar  con  grande  furia,  y  fué  de  modo,  que  el  ventero  despertó,  y  aun 
todos  cuantos  en  la  venta  estaban,  y  así  se  levantó  á  preguntar  quién  lla- 
maba. Sucedió  en  este  tiempo,  que  una  de  las  cabalgaduras  en  que  venían 
los  cuatro  que  llamaban,  se  llegó  á  oler  á  Rocinante,  que  melancólico,  y 
triste,  con  las  orejas  caídas,  sostenía  sin  moverse,  á  su  estirado  señor,  y 
como  en  tin  era  de  carne,  aunque  parecía  de  leño,  no  pudo  dejar  de  resen- 
tirse, y  tornar  á  oler  á  quien  lo  llegaba  á  hacer  caricias:  y  asi  no  se  hubo 
movido  tanto  cuanto,  cuando  se  desviaron  los  juntos  pies  de  don  Quixote, 
y  resbalando  de  la  silla,  dieran  con  él  en  el  suelo,  á  no  quedar  colgado  del 
brazo:  cosa  que  le  causó  tanto  dolor,  que  creyó,  ó  que  la  muñeca  le  corta- 
ban, ó  que  el  brazo  se  le  arrancaba,  porque  él  quedó  tan  cerca  del  suelo, 
que  con  los  extremos  de  las  puntas  de  los  pies  besaba  la  tierra,  que  era  en 
su  perjuicio,  porque  como  sentía  lo  poco  que  le  faltaba  para  poner  las 
plantas  en  la  tierra,  fatigábase,  y  estirábase  cuanto  podía,  por  alcanzar  al 
suelo,  bien  así  como  los  que  están  en  el  tormento  de  la  garrucha  puestos 


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á  toca  no  toca,  que  ellos  mismos  son  causa  de  acrecentar  su  dolor  con  el 
ahinco  que  ponen  en  estirarse,  engañados  de  la  esperanza  que  se  les  repre- 
senta que  con  poco  más  que  se  estiren  llegarán  al  suelo. 


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CAPITULO  XLIV 
Donde  se  prosiguen  los  inauditos  sucesos  de  la  venta 

En  efecto,  fueron  tantas  las  voces  que  don  Quixote  dio,  que  abriendo 
de  presto  las  puertas  de  la  venta,  salió  el  ventero  despavorido,  á  ver  quién 
tales  gritos  daba:  y  los  que  estaban  fuera  hicieron  lo  mismo.  Maritornes, 
que  ya  había  despertado  á  las  mismas  voces,  imaginando  lo  que  podía  ser, 
se  fué  al  pajar,  y  desató  sin  que  nadie  lo  viese,  el  cabestro  que  á  don  Qui- 
xote sostenía,  y  él  dio  luego  en  el  suelo,  á  Aista  del  ventero,  y  de  los  cami- 
nantes, que  llegándose  á  él  le  preguntaron,  qué  tenía,  que  tales  voces  daba? 
El  sin  responder  palabra,  se  quitó  el  cordel  de  la  muñeca,  y  levantándose 
en  pie,  subió  sobre  Rocinante,  embrazó  su  adarga,  enristró  su  lanzón,  y 
tomando  buena  parte  del  campo,  volvió  á  medio  galope,  diciendo:  Qual- 
quiera  que  dijere  que  yo  he  sido  con  justo  título  encantado,  como  mi  seño- 
ra la  Princesa  Micomicona,  me  dé  licencia  para  ello,  yo  le  desmiento,  le 
reto,  y  desafío  á  singular  batalla.  Admirados  se  quedaron  los  nuevos  cami- 
nantes de  las  palabras  de  don  Quixote,  pero  el  ventero  les  quitó  de  aquella 
admiración,  diciéndoles,  que  era  don  Quixote,  y  que  no  había  que  hacer 
caso  del,  porque  estaba  fuera  de  juicio.  Preguntáronle  al  ventero,  si  acaso 
había  llegado  á  aquella  venta  un  muchacho,  de  hasta  edad  de  quince  años, 
que  venía  vestido  como  de  mozo  de  muías,  de  tales,  y  tales  señas,  dando 
las  mismas  que  traía  el  amante  de  doña  Clara.  El  ventero  respondió,  que 
había  tanta  gente  en  la  venta,  que  no  había  echado  de  ver  en  el  que  pre- 
guntaban. Pero  habiendo  visto  uno  dellos  el  coche  donde  había  venido  el 
Oidor,  dijo:  Aquí  debe  de  estar  sin  duda,  porque  éste  es  el  coche  que  él 
dicen  que  sigue  quédese  uno  de  nosotros  á  la  puerta,  y  entren  los  demás 
á  buscarle:  y  aun  sería  bien,  que  uno  de  nosotros  rodease  toda  la  venta, 
porque  no  se  fuese  por  las  bardas  de  los  corrales.  Así  se  hará,  respondió 
uno  dellos,  y  entrándose  los  dos  dentro,  uno  se  quedó  á  la  puerta,  y  el  otro 
se  fué  á  rodear  la  venta:  todo  lo  cual  veía  el  ventero,  y  no  sabía  atinar  para 
qué  se  hacían  aquellas  diligencias,  puesto  que  bien  creyó  que  buscaban  aquel 
mozo  cuyas  señas  le  habían  dado.  Ya  á  esta  sazón  aclaraba  el  día,  y  así  por 
esto,  como  por  el  ruido  que  don  Quixote  había  hecho,  estaban  todos  des 
piertos,  y  se  levantaban,  especialmente  doña  Clara,  y  Dorotea,  que  la  una 


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con  sobresalto  de  tener  tan  cerca  á  su  amante,  y  la  otra  con  el  deseo  de 
verle,  habían  podido  dormir  bien  mal  aquella  noche.  Don  Quixote  que  vio 
que  ninguno  de  los  cuatro  caminantes  hacía  caso  del,  ni  le  respondía  á  su 
demanda,  moría,  y  rabiaba  de  despecho,  y  saña:  y  si  él  hallara  en  las  orde- 
nanzas de  su  caballería  que  lícitamente  podía  el  caballero  andante,  toraari 
y  emprender  otra  empresa,  habiendo  dado  su  palabra,  y  fé,  de  no  ponerse 
en  ninguna,  hasta  acabar  la  que  había  prometido,  él  embistiera  con  todos, 
y  les  hiciera  responder  mal  de  su  grado.  Pero  por  parecerle  no  convenirle 
bien  comenzar  nueva  empresa,  hasta  poner  á  Micomicona  en  su  Reino,  hubo 
de  callar,  y  estarse  quedo,  esperando  á  ver  en  qué  paraban  las  diligenciaa 
de  aquellos  caminantes:  uno  de  los  cuales  halló  al  mancebo  que  buscaba, 
durmiendo  al  lado  de  un  mozo  de  muías,  bien  descuidado  de  que  nadie,  ni 
le  buscase,  ni  menos  de  que  le  hallase.  El  hombre  le  trabó  del  brazo,  y  le 
dijo:  Por  cierto  señor  don  Luis,  que  responde  bien  á  quien  vos  sois  el  hábito 
que  tenéis,  y  que  dice  bien  la  cama  en  que  os  hallo  al  regalo  con  que  vues- 
tra madre  os  crió.  Limpióse  el  mozo  los  soñolientos  ojos,  y  miró  despacio 
al  que  le  tenía  asido,  y  luego  conoció  que  era  criado  de  su  padre,  de  que 
recibió  tal  sobresalto,  que  no  acertó,  ó  no  pudo  hablarle  palabra  por  un 
buen  espacio:  y  el  criado  prosiguió,  diciendo:  Aquí  no  hay  que  hacer  otra 
cosa,  señor  don  Luis,  sino  prestar  paciencia,  y  dar  la  vuelta  á  casa,  si  ya 
vuestra  merced  no  gusta,  que  su  padre,  y  mi  señor  la  dé  al  otro  mundo, 
porque  no  se  puede  esperar  otra  cosa  de  la  pena  con  que  queda  por  vuestra 
ausencia.  Pues  cómo  supo  mi  padre,  dijo  don  Luis,  que  yo  venía  este  ca- 
mino, y  en  este  traje?  Un  estudiante,  respondió  el  criado,  á  quien  diste 
cuenta  de  vuestros  pensamientos,  fué  el  que  lo  descubrió,  movido  á  lásti- 
ma, de  las  que  vio  que  hacía  vuestro  padre,  al  punto  que  os  echó  menos, 
y  así  despachó  á  cuatro  de  sus  criados  en  vuestra  busca,  y  todos  esta- 
mos aquí  á  vuestro  servicio,  más  contentos  de  lo  que  imaginarse  puede,  por 
el  buen  despacho  con  que  tornaremos,  llevándoos  á  los  ojos  que  tanto  os 
quieren.  Eso  será  como  yo  quisiere,  ó  como  el  cielo  ordenare,  respondió 
don  Luis.  Qué  habéis  de  querer,  ó  qué  ha  de  ordenar  el  cielo,  fuera  de  con- 
sentir en  volveros,  porque  no  ha  de  ser  posible  otra  cosa?  Todas  estas  ra- 
zones que  entre  los  dos  pasaban,  oyó  el  mozo  de  muías,  junto  á  quien  don 
Luis  estaba,  y  levantándose  de  allí  fué  á  decir  lo  que  pasaba  á  don  Fer- 
nando, y  á  Cardenio,  y  á  los  demás,  que  ya  visto  se  habían:  á  los  cuales 
dijo,  cómo  aquel  hombre  llamaba  de  don'á,  aquel  muchacho,  y  las  razones 
que  pasaban,  y  cómo  le  quería  volver  á  casa  de  su  padre,  y  el  mozo  no 
quería:  y  con  todo  esto,  y  con  lo  que  del  sabían  de  la  buena  voz  que  el 


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cielo  le  había  dado,  vinieron  todos  en  gran  deseo  de  saber  más  particular- 
mente quién  era,  y  aun  de  ayudarle,  si  alguna  fuerza  le  quisiesen  hacer,  y 
así  se  fueron  hacia  la  parte  donde  aún  estaba  hablando,  y  porfiando  con  su 
criado.  Salió  en  esto  Dorotea  de  su  aposento,  y  tras  ella  doña  Clara,  toda 
turbada,  llamando  Dorotea  á  Cárdenlo  aparte,  le  contó  en  breves  razones 
la  historia  del  músico,  y  de  doña  Clara:  á  quien  él  también  dijo  lo  que  pa- 
saba, de  la  venida  á  buscarle  los  criados  de  su  padre,  y  no  se  lo  dijo  tan 
callando,  que  lo  dejase  de  oir  doña  Clara,  de  lo  que  quedó  tan  fuera  de  sí, 
que  si  Dorotea  no  llegara  á  tenerla,  diera  consigo  en  el  suelo.  Cárdenlo  dijo 
á  Dorotea,  que  le  volviesen  al  aposento,  que  él  procuraría  poner  remedio  en 
todo,  y  ellas  lo  hicieron.  Ya  estaban  todos  los  cuatro  que  venían  á  buscar  á 
don  Luis  dentro  de  la  venta,  y  rodeados  del,  persuadiéndole,  que  luego  sin 
detenerse  un  punto,  volviese  á  consolará  su  padre.  El  respondió,  que  en  nin- 
guna manera  lo  podía  hacer,  hasta  dar  fin  aun  negocio  en  que  le  iba  la  vida, 
la  honra,  y  el  alma.  Apretáronle  entonces  los  criados,  diciéndols,  que  en 
ningún  modo  se  volverían  sin  él,  y  que  le  llevarían,  quisiese,  ó  no  quisie- 
se. Esto  no  haréis  vosotros,  replicó  don  Luis,  sino  es  llevándome  muerto: 
aunque  de  cualquiera  manera  que  me  llevéis,  será  llevarme  sin  vida.  Ya  á 
esta  sazón  habían  acudido  á  la  porfía  todos  los  más  que  en  la  venta  esta- 
ban, especialmente  Cárdenlo,  don  Fernando,  sus  camaradas,  el  Oidor,  el 
Cura,  el  barbero,  y  don  Quixote,  que  ya  le  pareció  que  no  había  necesidad 
de  guardar  más  el  castillo.  Cárdenlo,  como  ya  sabía  la  historia  del  mozo, 
preguntó  á  los  que  llevarle  querían,  que  qué  les  movía  á  querer  llevar  con- 
tra su  voluntad  aquel  muchacho?  Muévenos,  respondió  uno  de  los  cuatro, 
dar  la  vida  á  su  padre,  que  por  la  ausencia  deste  caballero,  queda  á  peli- 
gro de  perderla.  A  esto  dijo  don  Luis:  No  hay  para  qué  se  dé  cuenta  aquí 
de  mis  cosas,  yo  soy  libre,  y  volveré,  y  si  me  diese  gusto,  y  sino  ninguno 
de  vosotros  me  ha  de  hacer  fuerza.  Harásela  á  vuestra  merced  la  razón, 
respondió  el  hombre,  y  cuando  ella  no  bastare  con  V.  m.  bastará  con  nos- 
otros para  hacer  á  lo  que  venimos,  y  lo  que  somos  obligados.  Sepamos 
qué  es  esto,  de  raíz,  dijo  á  este  tiempo  el  Oidor.  Pero  el  hombre,  que  lo 
conoció,  como  vecino  de  su  casa,  respondió:  No  conoce  V.  m.  señor  Oidor 
á  este  caballero,  que  es  el  hijo  de  su  vecino,  el  cual  se  ha  ausentado  de  casa 
de  su  padre  en  el  hábito  tan  indecente  á  su  calidad,  como  V.  m.  puede  ver? 
Miróle  entonces  el  Oidor  más  atentamente,  y  conocióle,  y  abrazándole, 
dijo:  Qué  niñerías  son  éstas  señor  don  Luis,  ó  qué  causas  tan  poderosas, 
que  os  hayan  movido  á  venir  desta  manera,  y  en  este  traje,  que  dice  tan 
mal  con  la  calidad  vuestra?  Al  mozo  se  le  vinieron  las  lágrimas  á  los  ojos. 


—  4^2    — 

y  no  pudo  responder  palabra  al  Oidor.  Dijo  á  los  cuatro,  que  se  sosegasen 
que  todo  se  haría  bien,  y  tomando  por  la  mano  á  don  Luis,  le  apartó  á  una 
parte,  y  le  preguntó,  qué  venida  habia  sido  aquella.  Y  en  tanto,  que  le  ha- 
cía esta,  y  otras  preguntas,  oyeron  grandes  voces  á  la  puerta  de  la  venta, 
y  era  la  causa  dellas,  que  dos  huéspedes  que  aquella  noche  habían  alojado 
en  ella,  viendo  á  toda  la  gente  ocupada  en  saber  lo  que  los  cuatro  busca- 
ban, habían  intentado  irse  sin  pagar  lo  que  debían,  mas  el  ventero  que 
atendía  más  á  su  negocio  que  á  los  ajenos,  les  asió  al  salir  de  la  puerta,  y 
pidió  su  paga,  y  les  afeó  su  mala  intención  con  tales  palabras,  que  les  mo- 
vió á  que  le  respondiesen  con  los  puños:  y  así  le  comenzaron  á  dar  tal 
mano,  que  el  pobre  ventero  tuvo  necesidad  de  dar  voces,  y  pedir  socorro. 
La  ventera,  y  su  hija,  no  vieron  á  otro  más  desocupado  para  poder  soco- 
rrerle, que  á  don  Quixote,  á  quien  la  hija  de  la  ventera  dijo:  Socorra  vues- 
tra merced,  señor  caballero,  por  la  virtud,  que  Dios  le  dio,  á  mi  pobre 
padre,  que  dos  malos  hombres  le  están  moliendo  como  á  cibera.  A  lo  cual 
respondió  don  Quixote  muy  despacio,  y  con  mucha  flema:  Hermosa  don- 
cella, no  ha  lugar  por  ahora  vuestra  petición,  porque  estoy  impedido  de 
entremeterme  en  otra  aventura  en  tanto  que  no  diere  cima  á  una  en  que 
mi  palabra  me  ha  puesto:  mas  lo  que  yo  podré  hacer  por  serviros,  es  lo 
que  ahora  diré:  Corred,  y  decid  á  vuestro  padre,  que  se  entretenga  en  esa 
batalla  lo  mejor  que  pudiere,  y  que  no  se  deje  vencer  en  ningún  modo,  en 
tanto  que  yo  pido  licencia  á  la  Princesa  Micomicona,  para  poder  socorrerle 
en  su  cuita,  que  si  ella  me  la  da,  tened  por  cierto  que  yo  le  sacaré  della: 
Pecadora  de  mí  dijo  á  esto  Maritornes,  que  estaba  delante:  primero  que 
V.  m.  alcance  esa  licencia  que  dice,  estará  ya  mi  señor  en  el  otro  mundo. 
Dadme  vos,  señora,  que  yo  alcance  la  licencia  que  digo,  respondió  don 
Quixote,  que  como  yo  la  tenga,  poco  hará  al  caso,  que  él  esté  en  el  otro 
mundo,  que  de  allí  le  sacaré  á  pesar  del  mismo  mundo  que  lo  contradiga, 
ó  por  lo  menos,  os  daré  tal  venganza  de  los  que  allá  le  hubieren  enviado, 
que  quedéis  más  que  medianamente  satisfechas.  Y  sin  decir  más,  se  fué  á 
poner  de  hinojos  ante  Dorotea,  pidiéndole  con  palabras  caballerescas,  y 
andantescas,  que  la  su  grandeza  fuese  servida  de  darle  licencia  de  acorrer, 
y  socorrer  al  Castellano  de  aquel  castillo,  que  estaba  puesto  en  una  grave 
mengua.  La  Princesa  se  la  dio  de  buen  talante:  y  él  luego,  embrazando  su 
adarga,  y  poniendo  mano  á  su  espada,  acudió  á  la  puerta  de  la  venta,  adon- 
de aún  todavía  traían  los  dos  huéspedes  á  mal  traer  al  ventero,  pero  así 
como  llegó  embazó,  y  se  estuvo  quedo,  aunque  Maritornes,  y  la  ventera  le 
decían  que  en  qué  se  detenía,  que  socorriese  á  su  señor,  y  marido.  Deten- 


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gome,  dijo  don  Quixote,  porque  no  me  es  lícito  poner  mano  á  la  espada 
contra  gente  escuderil:  pero  llamadme  aqui  á  mi  escudero  Sancho,  que  á 
él  toca,  y  atañe  esta  defensa,  y  venganza.  Esto  pasaba  en  la  puerta  de  la 
venta,  y  en  ella  andaban  las  puñadas,  y  mojicones  muy  en  su  punto, 
todo  en  daño  del  ventero,  y  en  rabia  de  Maritornes,  la  ventera,  y  su 
hija,  que  se  desesperaba  de  ver  la  cobardía  de  don  Quixote,  y  de  lo  mal 
que  lo  pasaba  su  marido,  señor,  y  padre.  Pero  dejémosle  aquí,  que  no  fal- 
tará quien  le  socorra,  ó  sino  sufra,  y  calle  el  que  se  atreve  á  más  de  á  lo 
que  sus  fuerzas  le  prometen,  y  volvámonos  atrás  cincuenta  pasos,  á  ver  qué 
fué  lo  que  don  Luis  respondió  al  Oidor,  que  le  dejamos  aparte,  preguntán- 
dole la  causa  de  su  venida  á  pie,  y  de  tan  vil  traje  vestido:  lo  cual  el  mozo, 
asiéndole  fuertemente  de  las  manos,  como  en  señal  de  que  algún  gran  do- 
lor le  apretaba  el  corazón,  y  derramando  lágrimas  en  grande  abundancia, 
le  dijo:  Señor  mío,  yo  no  sé  deciros  otra  cosa,  sino  que  desde  el  punto  que 
quiso  el  cielo,  y  facilitó  nuestra  vecindad,  que  yo  viese  á  mi  señora  doña 
Clara,  hija  vuestra,  y  señora  mía,  desde  aquel  instante  la  hice  dueño  de 
mi  voluntad:  y  si  la  vuestra,  verdadero  señor,  y  padre  mío,  no  lo  impide, 
en  este  mismo  día  ha  de  ser  mi  esposa.  Por  ella  dejé  la  casa  de  mi  padre, 
y  por  ella  me  puse  en  este  traje  para  seguirla,  dondequiera  que  fuese,  como 
la  saeta  al  blanco,  ó  como  el  marinero  al  Norte.  Ella  no  sabe  de  mis  deseos, 
más  de  lo  que  ha  podido  entender  de  algunas  veces  que  desde  lejos  ha  vis- 
to llorar  mis  ojos.  Ya  señor  sabéis  la  riqueza,  y  la  nobleza  de  mis  padres, 
y  como  yo  soy  único  heredero:  si  os  parece  que  estas  son  partes  para  que 
os  aventuréis  á  hacerme  en  todo  venturoso,  recibidme  luego  por  vuestro 
hijo:  que  si  mi  padre,  llevado  de  otros  designios  suyos,  no  gustare  deste 
bien  que  yo  supe  buscarme,  más  fuerza  tiene  el  tiempo  para  deshacer,  y 
mudar  las  cosas,  que  las  humanas  voluntades.  Calló  en  diciendo  esto  el 
enamorado  mancebo,  y  el  Oidor  quedó  en  oírle  suspenso,  confuso,  y  admi- 
rado, así  de  haber  oído  el  modo,  y  la  discreción  con  que  don  Luis  le  había 
descubierto  su  pensamiento,  como  de  verse  en  punto  que  no  sabía  el  que 
poder  tomar  en  tan  repentino,  y  no  esperado  negocio:  y  así  no  respondió 
otra  cosa,  sino  que  se  sosegase  por  entonces,  y  entretuviese  á  sus  criados, 
que  por  aquel  día  no  le  volviesen,  porque  se  tuviese  tiempo  para  conside- 
rar lo  que  mejor  á  todos  estuviese.  Besóle  las  manos  por  fuerza  don  Luis, 
y  aun  se  las  bañó  con  lágrimas,  cosa  que  pudiera  enternecer  un  corazón  de 
mármol,  no  sólo  el  del  Oidor,  que  como  discreto  ya  había  conocido  cuan 
bien  le  estaba  á  su  hija  aquel  matrimonio:  puesto  que  si  fuera  posible,  lo 
quisiera  efectuar  con  voluntad  del  padre  de  don  Luis,  del  cual  sabía,  que 


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preteDdia  hacer  de  titulo  á  su  hijo.  Yaá  esta  sazóo  estaban  en  paz  los  hués- 
pedes con  el  ventero,  pues  por  persuasión,  y  buenas  razones  de  don  Quixo- 
te,  más  que  por  amenazas,  le  habían  pagado  todo  lo  que  él  quiso,  y  los 
criados  de  don  Luis  aguardaban  el  fín  de  la  plática  del  Oidor,  y  la  resolu- 
ción de  su  amo,  cuando  el  demonio  que  no  duerme,  ordenó,  que  en  aquel 
mismo  punto  entró  en  la  venta  el  barbero  á  quien  don  Quixote  quitó  el 
yelmo  de  Mambrino,  y  Sancho  Panza  los  aparejos  del  asno  que  trocó  con 
los  del  suyo:  el  cual  barbero,  llevando  su  jumento  á  la  caballeriza  vio  á  San- 
cho Panza  que  estaba  aderezando  no  sé  qué  de  la  albarda,  y  asi  como  la 
vio  la  conoció,  y  se  atrevió  á  arremeter  á  Sancho,  diciendo:  A  don  ladrón, 
que  aquí  os  tengo,  venga  mi  bacía,  y  mi  albarda  con  todos  mis  aparejo» 
que  me  robastes.  Sancho  que  se  vio  acometer  tan  de  improviso,  y  oyó  los 
vituperios  que  le  decían,  con  la  una  mano  asió  de  la  albarda,  y  con  la  otra 
dio  un  mojicón  al  barbero,  que  le  bañó  los  dientes  en  sangre:  pero  no  por 
esto  dejó  el  barbero  la  presa  que  tenía  hecha  en  la  albarda,  antes  alzó  la 
voz  de  tal  manera,  que  todos  los  de  la  venta  acudieron  al  ruido,  y  penden- 
cia, y  decía:  Aquí  del  Rey,  y  de  la  justicia,  que  sobre  cobrar  mi  hacieada 
me  quiere  matar  este  ladrón  salteador  de  caminos.  Mentís,  respondió  San- 
cho, que  yo  no  soy  salteador  de  caminos,  que  en  buena  guerra  ganó  mi  se- 
ñor don  Quixote  estos  despojos.  Ya  estaba  don  Quixote  delante  con  mucho 
contento  de  ver  cuan  bien  se  defendía,  y  ofendía  su  escudero,  y  túvole  des- 
de allí  adelante  por  hombre  de  pro,  y  propuso  en  su  corazón  de  armarle 
caballero  en  la  primera  ocasión  que  se  le  ofreciese,  por  parecerle  que  sería 
en  él  bien  empleada  la  orden  de  la  caballería.  Entre  otras  cosas  que  el  bar- 
bero decía  en  el  discurso  de  la  pendencia,  vino  á  decir:  Señores  asi  esta  al- 
barda es  mía,  como  la  muerte  que  debo  á  Dios,  y  así  la  conozco,  como  si 
la  hubiera  parido,  y  ahí  está  mi  asno  en  el  establo  que  no  me  dejará  men- 
tir, sino  pruébensela,  y  sino  le  viniere  pintiparada,  yo  quedaré  por  infame: 
y  hay  más,  que  el  mismo  día  que  ella  se  me  quitó,  me  quitaron  también 
una  bacía  de  azófar  nueva  que  no  se  había  estrenado,  que  era  señora  de  un 
escudo.  Aquí  no  se  pudo  contener  don  Quixote  sin  responder,  y  poniéndose 
entre  los  dos,  y  apartándoles,  depositando  la  albarda  en  el  suelo,  que  la 
tuviese  de  manifiesto,  hasta  que  la  verdad  se  aclarase,  dijo:  Porque  vean 
vuestras  mercedes  clara,  y  manifiestamente  el  error  en  que  está  este  buen 
escudero,  pues  llama  bacía  á  lo  que  fué,  es,  y  será,  el  yelmo  de  Mambrino, 
el  cual  se  lo  quité  yo  en  buena  guerra,  y  me  hice  señor  del  con  legítima,  y 
lícita  posesión,  en  lo  del  albarda  no  me  entremeto,  que  lo  que  en  ello  sa- 
bré decir,  es,  que  mi  escudero  Sancho  me  pidió  licencia  para  quitar  los 


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jaeces  del  caballo  deste  vencido  cobarde,  y  con  ellos  adornar  el  suyo,  yo  se 
la  di,  y  él  los  tomó,  y  de  haberse  convertido  de  jaez  en  albarda,  no  sabré 
dar  otra  razón,  sino  es  la  ordinaria,  que  como  esas  transformaciones  se  ven 
en  los  sucesos  de  la  caballería:  para  confirmación  de  lo  cual  corre  Sancho 
hijo,  y  saca  aquí  el  yelmo  que  este  buen  hombre  dice  ser  bacía.  Pardiez 
señor,  dijo  Sancho,  sino  tenemos  otra  prueba  de  nuestra  intención,  que  la 
que  vuestra  merced  dice,  tan  bacía  es  el  yelmo  de  Mambrino,  como  el  jaez 
deste  buen  hombre  albarda.  Haz  lo  que  te  mando  replicó  don  Quixote, 
que  no  todas  las  cosas  deste  castillo  han  de  ser  guiadas  por  encantamiento. 
Sancho  fué  á  do  estaba  la  bacía,  y  la  trajo,  y  asi  como  don  Quixote  la  vio 
la  tomo  en  las  manos,  y  dijo:  Miren  vuestras  mercedes  con  qué  cara  podía 
decir  este  escudero  que  ésta  es  bacía,  y  no  el  yelmo  que  yo  he  dicho:  y 
juro  por  la  orden  de  caballería  que  profeso,  que  este  yelmo  fué  el  mismo  que 
yo  le  quité,  sin  haber  añadido  en  él,  ni  quitado  cosa  alguna.  En  eso  no  hay 
duda,  dijo  á  esta  sazón  Sancho,  porque  desde  que  mi  señor  le  ganó  hasta 
ahora,  no  ha  hecho  con  él  más  de  una  batalla,  cuando  libró  á  los  sinventu- 
ra  encadenados,  y  sino  fuera  por  este  baciyelmo  no  lo  pasara  entonces  muy 
bien,  porque  hubo  asaz  de  pedradas  en  aquel  trance. 


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CAPITULO  XLV 

Donde  se  acaba  de  averiguar  la  duda  del  yelmo  de 
Mambrino,  y  de  la  albarda,  y  otras  aventuras  su- 
cedidas con  toda  verdad. 

Qué  les  parece  á  vuestras  mercedes,  señores  dijo  el  barbero,  de  lo  que- 
afirman  estos  gentiles  hombres,  pues  aún  porfían  que  ésta  no  es  bacía,  sino 
jelmo?  Y  quien  lo  contrario  dijere,  dijo  don  Quixote,  le  haré  jo  conocer 
que  miente  si  fuere  caballero,  y  si  escudero,  que  remiente  mil  veces.  Nues- 
tro barbero  que  á  todo  estaba  presente  como  tenía  tan  bien  conocido  el 
humor  de  don  Quixote,  quiso  esforzar  su  desatino,  y  llevar  adelante  la 
burla,  para  que  todos  riesen:  y  dijo  hablando  con  el  otro  barbero:  Señor 
barbero,  ó  quién  sois,  sabed  que  yo  también  soy  de  vuestro  oficio,  y  tengo 
más  ha  de  veinte  años  carta  de  examen:  y  conozco  muy  bien  de  todos  los 
instrumentos  de  la  barbería,  sin  que  le  falte  uno,  y  ni  más  ni  menos  fui  un 
tiempo  en  mi  mocedad  soldado,  y  sé  también  qué  es  yelmo,  y  qué  es  mo- 
rrión, y  celada  de  encaje,  y  otras  cosas  tocantes  á  la  milicia,  digo  á  los  gé- 
neros de  armas  de  los  soldados:  y  digo  salvo  mejor  parecer,  remitiéndome- 
siempre  al  mejor  entendimiento,  que  esta  pieza  que  está  aquí  delante,  que 
este  buen  señor  tiene  en  las  manos,  no  sólo  no  es  bacía  de  barbero,  pero- 
está  tan  lejos  de  serlo,  como  está  lejos  lo  blanco  de  lo  negro,  y  la  verdad 
de  la  mentira;  también  digo,  que  éste  aunque  es  yelmo,  no  es  yelmo  ente- 
ro. No  por  cierto,  dijo  don  Quixote,  porque  le  falta  la  mitad  que  es  la  ba- 
bera.  Así  es,  dijo  el  Cura,  que  ya  había  entendido  la  intención  de  su  ami- 
go el  barbero,  y  lo  mismo  confirmó  Cárdenlo,  don  Fernando,  y  sus  cama- 
radas,  y  aun  el  Oidor,  sino  estuviera  tan  pensativo  con  el  negocio  de  don 
Luis,  ayudara  por  su  parte  á  la  burla:  pero  las  veras  de  lo  que  pensaba  le 
tenían  tan  suspenso,  que  poco,  ó  nada  atendía  á  aquellos  donaires.  Válga- 
me Dios,  dijo  á  esta  sazón  el  barbero  burlado,  qué  es  posible,  que  tanta 
gente  honrada  diga,  que  esta  no  es  bacía,  sino  yelmo:  cosa  parece  ésta  qiie 
puede  poner  en  admiración  á  toda  una  Universidad  por  discreta  que  sea. 
Basta,  si  es  que  esta  bacía  es  yelmo,  también  debe  de  ser  esta  albarda  jaez 
de  caballo,  como  este  señor  ha  dicho.  A  mi  albarda  me  parece,  dijo  don 
Quixote,  pero  ya  he  dicho  que  en  eso  no  me  entremeto  de  que  sea  albarda. 


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Ó  jaez.  Dijo  el  Cura,  no  está  en  más  de  decirlo  el  señor  don  Quixote,  que 
en  estas  cosas  de  la  caballería  todos  estos  señores,  y  yo  le  damos  la  ven- 
taja. Por  Dios  señores  míos,  dijo  don  Quixote,  que  son  tantas,  y  tan  extra- 
ñas las  cosas  que  en  este  castillo,  en  dos  veces  que  en  él  he  alojado,  me 
han  sucedido,  que  no  me  atreva  á  decir  afirmativamente  ninguna  cosa,  de 
lo  que  acerca  de  lo  que  en  él  se  contiene,  se  preguntare,  porque  imagino 
que  cuanto  en  él  se  trata  va  por  vía  de  encantamiento:  la  primera  vez  me 
fatigó  mucho  un  Moro  encantado  que  en  él  hay,  y  á  Sancho  no  le  fué  muy 
bien  con  otros  sus  secuaces,  y  anoche  estuve  colgado  deste  brazo  casi  dos 
horas,  sin  saber  cómo,  ni  cómo  no  vine  á  caer  en  aquella  desgracia.  Así 
que  ponerme  yo  ahora  en  cosa  de  tanta  confusión  á  dar  mi  parecer,  será 
caer  en  juicio  temerario:  en  lo  que  toca  á  lo  que  dicen  que  esta  es  bacía, 
y  no  yelmo,  ya  yo  tengo  respondido,  pero  en  lo  de  declarar  si  esa  es  albar- 
da,  ó  jaez,  no  me  atrevo  á  dar  sentencia  definitiva,  sólo  lo  dejo  al  buen  pa- 
recer de  vuestras  mercedes,  que  quizá  por  no  ser  armados  caballeros,  como 
yo  lo  soy,  no  tendrán  que  ver  con  vuestras  mercedes  los  encantamientos 
deste  lugar,  y  tendrán  los  entendimientos  libres,  y  podrán  juzgar  de  las 
cosas  deste  castillo  como  ellas  son,  real,  y  verdaderamente,  y  no  como  á 
mi  me  parecían.  No  hay  duda,  respondió  á  esto  don  Fernando,  sino  que  el 
señor  don  Quixote  ha  dicho  muy  bien  hoy,  que  á  nosotros  toca  la  defini- 
ción deste  caso:  y  porque  vaya  con  más  fundamento,  yo  tomaré  en  secreto 
los  votos  destos  señores,  y  de  lo  que  resultare  daré  entera,  y  clara  noticia. 
Para  aquellos  que  la  tenían  del  humor  de  don  Quixote,  era  todo  esto  ma- 
teria de  grandísima  risa:  pero  para  los  que  la  ignoraban  les  parecía  el  ma- 
yor disparate  del  mundo,  especialmente  á  los  cuatro  criados  de  don  Luis, 
y  á  don  Luis,  ni  más,  ni  menos,  y  á  otros  tres  pasajeros  que  acaso  habían 
llegado  á  la  venta  que  tenían  parecer  de  ser  cuadrilleros,  como  en  efecto 
lo  eran:  pero  el  que  más  se  desesperaba  era  el  barbero,  cuya  bacía  allí  de 
lante  de  sus  ojos  se  la  había  vuelto  en  yelmo  de  Mambrino,  y  cuya  albar- 
da  pensaba  sin  duda  alguna,  que  se  le  había  de  volver  en  jaez  rico  de  caba- 
llo, y  los  unos,  y  los  otros  se  reían  de  ver  cómo  andaba  don  Fernando  to- 
mando los  votos  de  unos  en  otros,  hablando  al  oído,  para  que  en  secreto 
declarasen  si  era  albarda,  ó  jaez  aquella  joya,  sobre  quien  tanto  se  habla 
peleado:  y  después  que  hubo  tomado  los  votos  de  aquellos  que  á  don  Qui- 
xote conocían,  dijo  en  alta  voz:  El  caso  es  buen  hombre,  que  ya  yo  estoy 
cansado  de  tomar  tantos  pareceres,  porque  veo  que  á  ninguno  pregunto  lo 
que  deseo  saber,  que  no  me  diga,  que  es  disparate  el  decir  que  ésta  sea 
albarda  de  jumento,  sino  jaez  de  caballo,  y  aun  de  caballo  castizo,  y  así 


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habréis  de  tener  paciencia,  porque  á  vuestro  pesar,  y  al  de  vuestro  asno 
éste  es  jaez,  y  no  albarda,  y  vos  habéis  alegado,  y  probado  muy  mal  de 
vuestra  parte.  No  la  tenga  yo  en  el  cielo  dijo  el  sobreharbero,  si  todas 
vuestras  mercedes  no  se  engafian,  y  que  así  parezca  mi  ánima  ante  Dios, 
como  ella  me  parece  á  mi  albarda,  y  no  jaez;  pero  allá  van  leyes,  etc.  y  no 
digo  más,  y  en  verdad  que  no  estoy  borracho,  que  no  me  he  desayunado, 
si  de  pecar  no.  No  menos  causaban  risa  las  necedades  que  decía  el  barbe- 
ro, que  los  disparates  de  don  Quixote:  el  cual  á  esta  sazón  dijo:  Aquí  do 
hay  más  que  hacer,  sino  que  cada  uno  tome  lo  que  es  suyo,  y  á  quien  Dios 
se  la  dio  San  Pedro  se  la  bendiga.  Uno  de  los  cuatro  dijo:  Si  ya  no  es  que 
esto  sea  burla  pensada,  no  me  puedo  persuadir  que  hombres  de  tan  buen 
entendimiento  como  son,  ó  parecen  todos  los  que  aquí  están,  se  atrevan  á 
decir,  y  afirmar  que  ésta  no  es  bacía,  ni  aquélla  albarda,  mas  como  veo 
que  lo  afirman,  y  lo  dicen,  me  doy  á  entender  que  no  carece  de  misterio  el 
porfiar  una  cosa  tan  contraria  de  lo  que  nos  muestra  la  misma  verdad,  y 
la  misma  experiencia:  porque  voto  á  tal,  y  arrojóle  redondo,  que  no  me 
den  á  mi  á  entender  cuantos  hoy  viven  en  el  mundo  al  revés  de  que  esta 
no  sea  bacía  de  barbero,  y  ésta  albarda  de  asno.  Bien  podría  ser  de  borri- 
ca, dijo  el  Cura.  Tanto  monta,  dijo  el  Criado,  que  el  caso  no  consiste  en 
eso,  sino  en  si  es,  ó  no  es  albarda,  como  vuestras  mercedes  dicen.  Oyendo 
esto  uno  de  los  cuadrilleros  que  habían  entrado,  que  habían  oído  la  pen- 
dencia, y  cuestión,  lleno  de  cólera,  y  enfado,  dijo:  Tan  albarda  es  como  mi 
padre,  y  el  que  otra  cosa  ha  dicho,  ó  dijere,  debe  de  estar  hecho  una  uva. 
Mentís,  como  bellaco  villano,  respondió  don  Quixote,  y  alzando  el  lanzón, 
que  nunca  le  dejaba  de  las  manos,  le  iba  á  descargar  tal  golpe  sobre  la 
cabeza,  que  á  no  desviarse  el  cuadrillero  se  le  dejara  allí  tendido:  el  lanzón 
se  hizo  pedazos  en  el  suelo,  y  los  demás  cuadrilleros  que  vieron  tratar  mal 
á  su  compañero  alzaron  la  voz  pidiendo  favor  á  la  santa  Hermandad.  El 
ventero  que  era  de  la  cuadrilla  entró  al  punto  por  su  varilla,  y  por  su  espada, 
y  se  puso  al  lado  de  sus  compañeros:  los  criados  de  don  Luis  rodearon  á 
don  Luis,  porque  con  el  alboroto  no  se  les  fuese.  El  barbero  viendo  la  casa 
revuelta  tornó  á  asir  de  su  albarda,  y  lo  mismo  hizo  Sancho.  Don  Quixote 
puso  mano  á  su  espada,  y  arremetió  á  los  cuadrilleros,  don  Luis  daba  voces 
á  sus  criados  que  le  dejasen  á  él  y  acorriesen  á  don  Quixote,  y  á  Cárdenlo, 
y  á  don  Fernando,  que  todos  favorecían  á  don  Quixote.  El  Cura  daba  voces: 
la  ventera  gritaba,  su  hija  se  afligía.  Maritornes  lloraba,  Dorotea  estaba 
confusa,  Luscinda  suspensa,  y  doña  Clara  desmayada.  El  barbero  aporrea- 
ba á  Sancho,  Sancho  molía  al  barbero:  don  Luis,  á  quien  un  criado  suyo  se 


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atrevió  á  asirle  del  brazo,  porque  no  se  fuese,  le  dio  una  puñada,  que  le 
bañó  los  dientes  en  sangre,  el  Oidor  le  defendía:  don  Fernando  tenía  debajo 
de  sus  pies  á  un  cuadrillero  midiéndole  el  cuerpo  con  ellos  muy  á  su  sabor. 
El  ventero  tornó  á  reforzar  la  voz,  pidiendo  favor  á  la  santa  Hermandad:  de 
modo  que  toda  la  venta  era  llantos,  voces,  gritos,   confusiones,  temores,  so- 
bresaltos, desgracias,  cuchilladas,  mojicones,  palos,  coces,  y  efusión  de  san- 
gre: y  en  la  mitad  deste  caos,  máquina,  y  laberinto  de  cosas  se  le  representó 
en  la  memoria  de  don  Quixote,  que  iba  metido  de  hoz,  y  de  coz  en  la  discor- 
dia del  campo  de  Agramante:  y  así  dijo  con  voz  que  atronaba  la  venta:  Tén- 
ganse todos,  todos  envainen,  todos  se  sosieguen,  óiganme  todos,  si  todos  quie- 
ren quedar  con  vida.  A  cuya  gran  voz  todos  se  pararon,  y  él  prosiguió,  dicien- 
do: No  os  dije  yo  señores  que  este  castillo  era  encantado,  y  que  alguna  región 
de  demonios  debe  de  habitar  en  él?  en  confirmación  de  lo  cual  quiero  que 
veáis  por  vuestros  ojos  cómo  se  ha  pasado  aquí,  y  trasladado  entre  nosotros 
la  discordia  del  campo  de  Agramante:  mirad  cómo  allí  se  pelea  por  la  es- 
pada: aquí  por  el  caballo,  acullá  por  el  águila,  acá  por  el  yelmo,  y  todos  pe- 
leamos, y  todos  no  nos  entendemos:  venga  pues  vuestra  merced  señor  Oidor, 
y  vuestra  merced  señor  Cura,  y  el  uno  sirva  de  Key  Agramante,  y  el  otro 
de  Key  sobrino,  y  póngannos  en  paz,  porque  por  Dios  todopoderoso,  que  es 
gran  bellaquería  que  tanta  gente  principal  como  aquí  estamos  se  mate  por 
causas  tan  livianas:  los  cuadrilleros  que  no  entendían  el  frasis  de  don  Qui- 
xote, y  se  veían   mal  parados  de  don  Fernando,  Cárdenlo,  y  sus  cama- 
radas  no  querían  sosegarse,  el  barbero  sí,  porque  en  la  pendencia  tenia  des- 
hechas las  barbas,  y  la  albarda:  Sancho  á  la  más  mínima  voz  de  su  amo 
obedeció,  como  buen  criado:  los  cuatro  criados  de  don  Luis  también  se  es- 
tuvieron quedos,  viendo  cuan  poco  les  iba  en  no  estarlo,  sólo  el  ventero 
porfiaba,  que  se  habían  de  castigar  las  insolencias  de  aquel  loco  que  á  cada 
paso  le  alborotaba  la  venta:  finalmente  el  rumor  se  apaciguó  por  entonces, 
la  albarda  se  quedó  por  jaez  hasta  el  día  del  juicio,  y  la  bacía  por  yelmo, 
y  la  venta  por  castillo  en  la  imaginación  de  don  Quixote.  Puestos  pues  ya 
en  sosiego,  y  hechos  amigos  todos,  á  persuasión  del  Oidor,  y  del  Cura,  vol- 
vieron los  criados  de  don  Luis  á  porfiarle  que  al  momento  se  viniese  cod 
ellos;  y  en  tanto  que  él  con  ellos  se  avenía,  el  Oidor  comunicó  con  don  Fer- 
nando, Cárdenlo,  y  el  Cura,  qué  debía  hacer  en  aquel  caso,  contándosela 
con  las  razones  que  don  Luis  le  había  dicho,  en  fin  fué  acordado  que  don 
Fernando  dijese  á  los  criados  de  don  Luis  quién  él  era,  y  cómo  era  su  gus- 
to, que  don  Luis  se  fuese  con  él  á  Andalucía,  donde  de  su  hermano  el 
Marqués  seria  estimado  como  el  valor  de  don  Luis  merecía,  porque  desta 


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manera  se  sabía  de  Ja  intención  de  don  Luis  que  no  volvería  por  aquella 
vez  á  los  ojos  de  su  padre  si  le  hiciesen  pedazos.  Entendida  pues  de  los 
cuatro  la  calidad  de  don  Fernando,  y  la  intención  de  don  Luis,  determina 
ron  entre  ellos,  que  los  tres  se  volviesen  á  contar  lo  que  pasaba  á  su  padre, 
y  el  otro  se  quedase  á  servir  á  don  Luis,  y  á  no  dejarle  hasta  que  ellos 
volviesen  por  él,  ó  viese  lo  que  su  padre  les  ordenaba:  desta  manera  se  apa- 
ciguó aquella  máquina  de  pendencias,  por  la  autoridad  de  Agramante,  y 
prudencia  del  Key  Sobrino:  pero  viéndose  el  enemigo  de  la  concordia,  y  el 
émulo  de  la  paz  menospreciado,  y  burlado,  y  el  poco  fruto  que  había  gran- 
geado  de  haberlos  puesto  á  todos  en  tan  confuso  laberinto,  acordó  de  pro  ■ 
bar  otra  vez  la  mano  resucitando  nuevas  pendencias,  y  desasosiegos.  Es 
pues  el  caso,  que  los  cuadrilleros  se  sosegaron  por  haber  entreoído  la  cali- 
dad de  los  que  con  ellos  se  habían  combatido,  y  se  retiraron  de  la  penden- 
cia por  parecerles  que  de  cualquiera  manera  que  sucediese  habían  de  llevar 
lo  peor  de  la  batalla:  pero  uno  de  ellos  que  fué  el  que  fué  molido,  y  patea- 
do por  don  Fernando,  le  vino  á  la  memoria,  que  entre  algunos  mandamien- 
tos que  traía  para  prender  á  algunos  delincuentes,  traía  uno  contra  don 
Quixote,  á  quien  la  santa  Hermandad  había  mandado  prender  por  la  liber- 
tad que  dio  á  los  galeotes,  y  como  Sancho  con  mucha  razón  había  temido; 
imaginando  pues  esto,  quiso  certificarse  si  las  señas  que  de  don  Quixot* 
traía,  venían  bien,  y  sacando  del  seno  un  pergamino  topó  con  el  que  bus- 
caba, y  poniéndosele  á  leer  despacio,  porque  no  era  buen  lector,  á  cada  pa- 
labra que  leía,  ponía  los  ojos  en  don  Quixote,  y  iba  cotejando  las  señas  del 
mandamiento  con  el  rostro  de  don  Quixote,  y  halló  que  sin  duda  alguna 
era,  el  que  el  mandamiento  rezaba,  y  apenas  se  hubo  certificado,  cuando 
recogiendo  su  pergamino,  y  quizá  tomó  el  mandamiento,  y  con  la  derecha 
asió  á  don  Quixote  del  cuello  fuertemente  que  no  le  dejaba  alentar,  y  á 
grandes  voces  decía:  Favor  á  la  santa  Hermandad,  y  para  que  se  vea  que 
lo  que  pido  es  de  veras,  léase  este  mandamiento  donde  se  contiene  que  se 
prenda  á  este  salteador  de  caminos.  Tomó  el  mandamiento  el  Cura,  y  vio 
cómo  era  verdad  cuanto  el  cuadrillero  decía,  y  cómo  convenía  con  las  señas 
con  don  Quixote,  el  cual  viéndose  tratar  mal  de  aquel  villano  Malandrín, 
puesta  la  cólera  en  su  punto,  y  crujiéndole  los  huesos  de  su  cuerpo,  como 
mejor  pudo  él  asió  al  cuadrillero  con  entrambas  manos  de  la  garganta,  que 
á  no  ser  socorrido  de  sus  compañeros,  allí  dejara  la  vida  antes  que  don 
Quixote  la  presa.  El  ventero  que  por  fuerza  había  de  favorecer  á  I05  de  su 
oficio,  acudió  luego  á  darle  favor.  La  ventera  que  vio  de  nuevo  á  su  mari- 
do en  pendencias,  de  nuevo  alzó  la  voz,  cuyo  tenor  le  llevaron  luego,  Ma- 


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ritornes,  y  su  hija,  pidiéndole  favor  al  cielo,  y  á  los  que  allí  estaban,  San- 
cho dijo  viendo  lo  que  pasaba:  Vive  el  Señor  que  es  verdad  cuanto  mi 
amo  dice  de  los  encantos  deste  castillo,  pues  no  es  posible  vivir  una  hora 
<con  quietud  en  él.  Don  Fernando  despartió  al  cuadrillero,  y  á  don  Quixote, 
y  con  gusto  de  entrambos  les  desenclavijó  las  manos,  que  el  uno  en  el 
collar  del  sayo  del  uno,  y  el  otro  en  la  garganta  del  otro  bien  asidas  tenían : 
pero  no  por  esto  cesaban  los  cuadrilleros  de  pedir  su  preso,  y  que  les  ayu- 
•dasen  á  dársele  atado,  y  entregado  á  toda  su  voluntad,  porque  así  convenía 
al  servicio  del  Eey,  y  de  la  santa  Hermandad,  de  cuya  parte  de  nuevo  los 
pedían  socorro,  y  favor,  para  hacer  aquella  prisión  de  aquel  robador,  y  sal- 
teador de  sendas,  y  de  carreras.  Reíase  de  oír  decir  estas  razones  don  Qui- 
xote, y  con  mucho  sosiego,  dijo:  Venid  acá  gente  soez,  y  mal  nacida,  sal- 
tear de  caminos  llamáis  al  dar  libertad  á  los  encadenados,  soltar  los  pre- 
sos, acorrer  á  los  miserables,  alzar  los  caídos,  remediar  los  menesterosos: 
á  gente  infame,  digna  por  vuestro  bajo,  y  vil  entendimiento,  que  el  cielo 
no  os  comunique  el  valor  que  se  encierra  en  la  caballería  andante,  ni  os 
dé  á  entender  el  pecado,  é  ignorancia  en  que  estáis  en  no  reverenciar  la 
sombra,  cuanto  más  la  asistencia  de  cualquier  caballero  andante.  Venid 
acá  ladrones  en  cuadrilla,  que  no  cuadrilleros,  salteadores  de  caminos  con 
licencia  de  la  santa  Hermandad,  decidme  quién  fué  el  ignorante  que  firmó 
mandamiento  de  prisión  contra  un  tal  caballero  como  yo  soy?  Quién  el  que 
ignoró  que  son  exentos  de  todo  judicial  fuero  los  caballeros  andantes? 
Y  que  su  ley  es  espada,  sus  fueros,  sus  bríos,  sus  pragmáticas,  su  volun 
tad?  Quién  fué  el  mentecato,  vuelvo  á  decir,  que  no  sabe  que  no  hay  eje- 
cutoria de  hidalgo  con  tantas  preeminencias,  ni  exenciones  como  la  que 
adquiere  un  caballero  andante  el  día  que  se  arma  caballero,  y  se  entrega 
al  duro  ejercicio  de  la  caballería.  Qué  caballero  andante  pagó  pecho,  alca- 
bala, chapín  de  la  Reina  moneda  forera,  portazgo,  ni  barca?  Qué  sastre  le 
llevó  hechura  de  vestido  que  le  hiciese?  Qué  Castellano  le  acogió  en  su 
castillo  que  le  hiciese  pagar  el  escote:  Qué  Rey  no  le  sentó  á  su  mesa? 
Qué  doncella  no  se  le  aficionó,  y  se  le  entregó  rendida  á  todo  su  talante, 
y  voluntad:  Y  finalmente,  qué  caballero  andante  ha  habido,  hay,  ni  habrá 
en  el  mundo,  que  no  tenga  bríos  para  dar  él  solo  cuatrocientos  palos  á 
cuatrocientos  cuadrilleros  que  se  le  pongan  delante? 


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CAPITULO   XLVI 

De  la  notable  aventura  de  los  cuadrilleros,  y  la 
gran  ferocidad  de  nuestro  buen  caballero  don 
Quixote. 

En  tanto  que  don  Quixote  esto  decía,  estaba  persuadiendo  el  Cura  á 
los  cuadrilleros  cómo  don  Quixote  era  falto  de  juicio,  como  lo  veían  por  sus 
obras,  y  por  sus  palabras,  y  que  no  tenían  para  qué  llevar  aquel  negocio  ade- 
lante: pues  aunque  le  prendiesen,  y  llevasen,  luego  le  habían  de  dejar  por 
loco:  á  lo  que  respondió  el  del  mandamiento:  Que  á  él  no  tocaba  juzgar  de 
la  locura  de  don  Quixote,  sino  hacer  lo  que  por  su  mayor  le  era  mandado, 
y  que  una  vez  preso,  siquiera  le  soltasen  trescientas.  Con  todo  eso,  dijo  el 
Cura,  por  esta  vez  no  le  habéis  de  llevar,  ni  aun  él  dejara  llevarse,  á  lo  que 
yo  entiendo:  en  efecto  tanto  les  supo  el  cura  decir,  y  tantas  locuras  supo 
don  Quixote  hacer,  que  más  locos  fueran  que  no  él  los  cuadrilleros,  sino 
conocieran  la  falta  de  don  Quixote,  y  así  tuvieron  por  bien  de  apaciguarse, 
y  aun  de  ser  medianeros  de  hacer  las  paces  entre  el  barbero,  y  Sancho 
Panza,  que  todavía  asistían  con  gran  rencor  á  su  pendencia:  finalmente 
ellos  como  miembros  de  justicia  mediaron  la  causa,  y  fueron  arbitros  della, 
de  tal  modo,  que  ambas  partes  quedaron,  sino  del  todo  contentas,  á  lo  me- 
nos en  algo  satisfechas,  porque  se  trocaron  las  albardas,  y  no  las  cinchas, 
y  jáquimas.  Y  en  lo  que  tocaba  á  lo  del  yelmo  de  ¡Mambrino,  el  Cura  á 
socapa,  y  sin  que  don  Quixote  lo  entendiese,  le  dio  por  la  bacía  ocho  rea- 
les, y  el  barbero  le  hizo  una  cédula  del  recibo,  y  de  no  llamarse  á  engaño 
por  entonces,  ni  por  siempre  jamás.  Amén.  Sosegadas  pues  estas  dos  pen- 
dencias, que  eran  las  más  principales,  y  de  más  tomo,  restaba  que  los 
criados  de  don  Luis  se  contentasen  de  volver  los  tres,  y  que  el  uno  que- 
dase para  acompañarle  donde  don  Fernando  le  quería  llevar:  y  como  ya  la 
buena  suerte,  y  mejor  fortuna  había  comenzado  á  romper  lanzas,  y  facili- 
tar dificultades  en  saber  de  los  amantes  de  la  venta,  y  de  los  valientes 
della,  quiso  llevarlo  al  cabo,  y  á  dar  á  todo  felice  suceso,  porque  los  cria- 
dos se  contentaron  de  cuanto  don  Luis  quería,  de  que  recibió  tanto  con- 
tento doña  Clara,  que  ninguno  en  aquella  sazón  la  mirara  al  rostro  que  no 


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conociera  el  regocijo  de  su  alma.  Zoraida,  aunque  no  entendía  bien  todos 
los  sucesos  que  había  visto,  se  entristecía,  y  alegraba  á  bulto  conforme 
veía,  y  notaba  los  semblantes  á  cada  uno,  especialmente  de  su  Español,  en 
quien  tenía  siempre  puestos  los  ojos,  y  traía  colgada  el  alma.  El  ventero  á 
quien  se  le  pasó  por  alto  la  dádiva,  y  recompensa  que  el  Cura  había  hecho 
al  barbero,  pidió  el  escote  de  don  Quixote,  con  el  menoscabo  de  sus  cueros, 
y  falta  de  vino,  jurando  que  no  saldría  de  la  venta  Bocinante,  ni  el  jumen- 
to de  Sancho,  sin  que  se  le  pagase  primero  hasta  el  último  ardite.  Todo  lo 
apaciguó  el  Cura,  y  lo  pagó  don  Fernando,  puesto  que  el  Oidor  de  muy 
buena  voluntad  había  también  ofrecido  la  paga,  y  de  tal  manera  quedaron 
todos  en  paz,  y  sosiego,  que  ya  no  parecía  la  venta  la  discordia  del  campo 
de  Agramante,  como  don  Quixote  había  dicho,  sino  la  misma  paz,  y  quie- 
tud del  tiempo  de  Octaviano:  de  todo  lo  cual  fué  común  opinión,  que  se 
debían  dar  las  gracias  á  la  buena  intención,  y  mucha  elocuencia  del  señor 
Cura,  y  á  la  incomparable  liberalidad  de  don  Fernando.  Viéndose  pues 
don  Quixote  libre,  y  desembarazado  de  tantas  pendencias,  así  de  su  escu- 
dero, como  suyas,  le  pareció  que  sería  bien  seguir  su  comenzado  viaje,  y 
dar  fin  á  aquella  grande  aventura,  para  que  había  sido  llamado,  y  escogi- 
do: y  así  con  resoluta  determinación  se  fué  á  poner  de  hinojos  ante  Doro- 
tea, la  cual  no  le  consintió  que  hablase  palabra  hasta  que  se  levantase,  y 
él  por  obedecerla  se  puso  en  pie,  y  le  dijo:  Es  común  proverbio,  hermosa 
señora,  que  la  diligencia  es  madre  de  la  buena  ventura,  y  en  muchas,  y 
graves  cosas  ha  mostrado  la  experiencia,  que  la  solicitud  del  negociante 
trae  á  buen  fin  el  pleito  dudoso,  pero  en  ningunas  cosas  se  muestra  más 
esta  verdad,  que  en  las  de  la  guerra,  adonde  la  celeridad,  y  presteza  pre- 
viene los  discursos  del  enemigo,  y  alcanza  la  victoria,  antes  que  el  contra- 
rio se  ponga  en  defensa:  todo  esto  digo  alta,  y  preciosa  señora,  porque  me 
parece,  que  la  estada  nuestra  en  este  castillo,  ya  es  sin  provecho,  y  podría 
sernos  de  tanto  daño,  que  lo  echásemos  de  ver  algún  día,  porque  quién 
sabe  si  por  ocultas  espías,  y  diligentes  habrá  sabido  ya  vuestro  enemigo 
el  gigante,  de  que  yo  voy  á  destruirle,  y  dándole  lugar  el  tiempo  se  forti- 
ficase en  algún  inexpugnable  castillo,  ó  fortaleza  contra  quien  valiesen 
poco  mis  diligencias,  y  la  fuerza  de  mi  incansable  brazo:  así  que  señora 
mía,  prevengamos,  como  tengo  dicho,  con  nuestra  diligencia  sus  designios, 
y  partámonos  luego  á  la  buena  ventura,  que  no  está  más  de  tener  la  vues- 
tra grandeza,  lo  que  desea,  de  cuanto  yo  tarde  de  verme  con  vuestro  con- 
trario. Calló,  y  no  dijo  más  don  Quixote,  y  esperó  con  mucho  sosiego  la 
respuesta  de  la  hermosa  Infanta,  la  cual  con  ademán  señoril,  y  acomodado 


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al  estilo  de  don  Quiíote,  le  respondió  desta  manera:  Yo  os  agradezco  señor 
caballero  el  deseo  que  mostráis  tener  de  favorecerme  en  mi  gran  cuita, 
bien  así  como  caballero,  á  quien  es  anexo,  y  concerniente  favorecer  loa 
huérfanos,  y  menesterosos:  y  quiera  el  cielo  que  el  vuestro,  y  mi  deseo  se 
cumplan,  para  que  veáis  que  hay  agradecidas  mujeres  en  el  mundo:  y  en 
lo  de  mi  partida,  sea  luego,  que  yo  no  tengo  más  voluntad  que  la  vuestra, 
disponed  vos  de  mí  á  toda  vuestra  guisa,  y  talante,  que  la  que  una  vez  os 
entregó  la  defensa  de  su  persona,  y  puso  en  vuestras  manos  la  restaura- 
ción de  sus  señoríos,  no  ha  de  querer  ir  contra  lo  que  la  vuestra  pruden- 
cia ordenare.  A  la  mano  de  Dios,  dijo  don  Quixote,  pues  así  es,  que  una 
señora  se  me.  humilla,  no  quiero  yo  perder  la  ocasión  de  levantarla,  y  po- 
nerla en  su  heredado  trono:  la  partida  sea  luego  porque  me  va  poniendo 
espuelas  el  deseo,  y  el  camino,  lo  que  suele  decirse  que  en  la  tardanza  está 
el  peligro:  y  pues  no  ha  criado  el  cielo,  ni  visto  el  infierno  ninguno  que  me 
espante,  ni  acobarde,  ensilla  Sancho  á  Eocinante,  y  apareja  tu  jumento,  y 
el  palafrén  de  la  Eeina,  y  despidámonos  del  Castellano,  y  destos  señores, 
y  vamos  de  aquí  luego  al  punto.  Sancho,  que  á  todo  estaba  presente,  dijo 
meneando  la  cabeza  á  una  parte,  y  á  otra:  Ay  señor,  señor,  y  cómo  hay 
más  mal  en  el  aldehuela  que  se  suena,  con  perdón  sea  dicho  de  las  tocas 
honradas.  Qué  mal  puede  haber  en  ninguna  aldea,  ni  en  todas  las  ciuda- 
des del  mundo,  que  pueda  sonarse  en  menoscabo  mío  villano?  Si  vuestra 
merced  se  enoja,  respondió  Sancho,  yo  callaré,  y  dejaré  decir  lo  que  soy 
obligado  como  buen  escudero,  y  como  debe  un  buen  criado  decir  á  su  señor. 
Di  lo  que  quisieres,  replicó  don  Qaixote,  como  tus  palabras  no  se  encami- 
nen á  ponerme  miedo:  que  si  tú  le  tienes,  haces  como  quien  eres:  y  si  yo 
no  le  tengo  hago  como  quien  soy.  No  es  eso,  pecador  fui  yo  á  Dios,  res- 
pondió Sancho,  sino  que  yo  tengo  por  cierto,  y  por  averiguado  que  esta 
señora  que  se  dice  ser  Keina  del  gran  Eeino  Micomicón,  no  lo  es  más  que 
mi  madre,  porque  á  ser  lo  que  ella  dice,  no  se  anduviera  hocicando  con 
alguno  de  los  que  están  en  la  rueda  á  vuelta  de  cabeza,  y  á  cada  traspues- 
ta. Paróse  colorada  con  las  razones  de  Sancho  Dorotea,  porque  era  verdad 
que  su  esposo  don  Fernando  alguna  vez  á  hurto  de  otros  ojos,  había  cogido 
con  los  labios  parte  del  premio  que  merecían  sus  deseos.  Lo  cual  había 
visto  Sancho,  y  pareciéndole  que  aquella  desenvoltura,  más  era  de  dama 
cortesana,  que  de  Eeina  de  tan  gran  Eeino.  Y  no  pudo,  ni  quiso  responder 
palabra  á  Sancho,  sino  dejóle  proseguir  en  su  plática,  y  él  fué  diciendo: 
Esto  digo  señor,  porque  si  al  cabo  de  haber  andado  caminos,  y  carreras,  y 
pasado  malas  noches,  y  peores  días,  ha  de  venir  á  coger  el  fruto  de  núes- 


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tros  trabajos,  el  que  se  está  holgando  en  esta  venta,  no  hay  para  qué  dar- 
me priesa,  á  que  ensille  á  Rocinante,  albarde  el  jumento,  y  aderece  el  pa- 
lafrén, pues  será  mejor  que  nos  estemos  quedos,  y  cada  puta  hile,  y  coma- 
mos, O  válgame  Dios,  y  cuan  grande  que  fué  el  enojo  que  recibió  don 
Quixote,  oyendo  las  descompuestas  palabras  de  su  escudero.  Digo  que  fué 
tanto,  que  con  voz  atropellada,  y  tartamuda  lengua,  lanzando  vivo  fuego 
por  los  ojos,  dijo:  O  bellaco  villano,  mal  mirado,  descompuesto,  é  ignoran- 
te, infacundo,  deslenguado,  atrevido  murmurador,  y  maldiciente,  tales  pa, 
labras  has  osado  decir  en  mi  presencia,  y  en  la  destas  ínclitas  señoras? 
Y  tales  deshonestidades,  y  atrevimientos  osaste  poner  en  tu  confusa  ima- 
ginación? Vete  de  mi  presencia,  monstruo  de  naturaleza,  depositario  de 
mentiras,  almario  de  embustes,  silo  de  bellaquerías,  inventor  de  maldades, 
publicador  de  sandeces,  enemigo  del  decoro  que  se  debe  á  las  Reales  per- 
sonas. Vete  no  parezcas  delante  de  mí,  so  pena  de  mi  ira:  y  diciendo  esto- 
enarcó  las  cejas,  hinchó  los  carrillos,  miró  á  todas  partes,  y  dio  con  el  pie 
derecho  una  gran  patada  en  el  suelo,  señales  todas  de  la  ira  que  encerraba 
ea  sus  entrañas.  A  cuyas  palabras,  y  furibundos  ademanes,  quedó  Sancho 
tan  encogido,  y  medroso,  que  se  holgara  que  en  aquel  instante  se  abriera 
debajo  de  sus  pies  la  tierra,  y  le  tragara.  Y  no  supo  qué  hacerse,  sino  vol- 
ver las  espaldas,  y  quitarse  de  la  enojada  presencia  de  su  señor.  Pero  la 
discreta  Dorotea,  que  tan  entendido  tenía  ya  el  humor  de  don  Quixote, 
dijo,  para  templarle  la  ira:  No  os  despechéis  señor  caballero  de  la  triste 
Figura,  de  las  sandeces  que  vuestro  buen  escudero  ha  dicho.  Porque  quizá 
no  las  debe  de  decir  sin  ocasión,  ni  de  su  buen  entendimiento,  y  cristiana 
conciencia,  se  puede  sospechar  que  levante  testimonio  á  nadie:  y  así  se  ha 
de  creer  sin  poner  duda  en  ello,  que  como  en  este  castillo,  según  vos  señor 
caballero  decís,  todas  las  cosas  van,  y  suceden  por  modo  de  encantamien- 
to, podría  ser,  digo,  que  Sancho  hubiese  visto  por  esta  diabólica  vía,  lo  que 
él  dice  que  vio,  tan  en  ofensa  de  mi  honestidad.  Por  el  omnipotente  Dios 
juro,  dijo  á  esta  sazón  don  Quixote,  que  la  vuestra  grandeza  ha  dado  en  el 
punto,  y  que  alguna  mala  visión  se  le  puso  delante  á  este  pecador  de  San- 
cho, que  le  hizo  ver  lo  que  fuera  imposible  verse  de  otro  modo,  que  por  el 
de  encantos  no  fuera,  que  sé  yo  bien  de  la  bondad,  é  inocencia  deste  des- 
dichado, que  no  sabe  levantar  testimonios  á  nadie.  Así  es,  y  así  será,  dijo 
don  Fernando,  por  lo  cual  debe  vuestra  merced  señor  don  Quixote,  perdo- 
narle, y  reducirle  al  gremio  de  su  gracia,  <íSicuterat  in principio^ ,  antes 
que  las  tales  visiones  le  sacasen  de  juicio.  Don  Quixote  respondió,  que  él 
le  perdonaba,  y  el  Cura  fué  por  Sancho,  el  cual  vino  muy  humilde,  y  hin- 


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candóse  de  rodillas,  pidió  la  mano  á  su  amo,  y  él  se  la  dio,  y  después  de 
habérsela  dejado  besar,  le  echó  la  bendición,  diciendo:  Ahora  acabarás  de 
conocer  Sancho  hijo,  ser  verdad  lo  que  yo  otras  muchas  veces  te  he  dicho, 
de  que  todas  las  cosas  deste  castillo  son  hechas  por  vía  de  encantamiento. 
Así  lo  creo  yo,  dijo  Sancho,  excepto  aquello  de  la  manta,  que  realmente 
sucedió  por  vía  ordinaria.  No  lo  creas,  respondió  don  Quixote,  que  si  así 
fuera,  yo  te  vengara  entonces,  y  aun  ahora.  Pero  ni  entonces,  ni  ahora 
pude,  ni  vi  en  quién  tomar  venganza  de  tu  agravio.  Desearon  saber  todos, 
qué  era  aquello  de  la  manta,  y  el  ventero  lo  contó  punto  por  punto,  la  vo- 
latería de  Sancho  Panza,  de  que  no  poco  se  rieron  todos.  Y  de  que  no 
menos  se  corriera  Sancho,  si  de  nuevo  no  le  asegurara  su  amo,  que  era 
encantamiento.  Puesto  que  jamás  llegó  la  sandez  de  Sancho  á  tanto,  que 
creyese  no  ser  verdad  pura,  y  averiguada,  sin  mezcla  de  engaño  alguno,  lo 
de  haber  sido  manteado  por  personas  de  carne,  y  hueso,  y  no  por  fantas- 
mas soñadas,  ni  imaginadas,  como  su  señor  lo  creía,  y  lo  afirmaba.  Dos 
días  eran  ya  pasados  los  que  había  que  toda  aquella  ilustre  compañía  esta- 
ba en  la  venta:  y  pareciéndoles  que  ya  era  tiempo  de  partirse,  dieron  orden, 
para  que  sin  ponerse  al  trabajo,  de  volver  Dorotea,  y  don  Fernando  con 
don  Quixote  á  su  aldea  con  la  intención  de  la  libertad  de  la  Reina  Mico- 
micona,  pudiesen  el  Cura,  y  el  barbero,  llevársele  como  deseaba,  y  procu- 
rar la  cura  de  su  locura  en  su  tierra.  Y  lo  que  ordenaron,  fué,  que  se  con- 
certaron con  un  carretero  de  bueyes,  que  acaso  acertó  á  pasar  por  allí, 
para  que  lo  llevasen  en  esta  forma.  Hicieron  una  como  jaula,  de  palos  en- 
rejados, capaz,  que  pudiese  en  ella  caber  holgadamente  don  Quixote:  y 
luego  don  Fernando,  y  sus  camaradas,  con  los  criados  de  don  Luis,  y  los 
cuadrilleros,  juntamente  con  el  ventero,  todos  por  orden,  y  parecer  del 
Cura  se  cubrieron  los  rostros,  y  se  disfrazaron,  quién  de  una  manera,  y 
quién  de  otra:  de  modo,  que  á  don  Quixote  le  pareciese  ser  otra  gente,  de 
la  que  en  aquel  castillo  había  visto.  Hecho  esto,  con  grandísimo  silencio 
se  entraron  adonde  él  estaba  durmiendo,  y  descansando  de  las  pasadas  re- 
friegas. Llegáronse  á  él,  que  libre,  y  seguro  de  tal  acontecimiento  dormía, 
y  asiéndole  fuertemente,  le  ataron  muy  bien  las  manos,  y  los  pies:  de 
modo,  que  cuando  él  despertó  con  sobresalto,  no  pudo  menearse,  ni  hacer 
otra  cosa,  más  que  admirarse,  y  suspenderse  de  ver  delante  de  sí  tan  ex- 
traños visajes.  Y  luego  dio  en  la  cuenta,  de  lo  que  su  continua  y  desvaria- 
da imaginación  le  representaba,  y  se  creyó,  que  todas  aquellas  figuras  eran 
fantasmas  de  aquel  encantado  castillo,  y  que  sin  duda  alguna  ya  estaba 
encantado,  pues  no  se  podía  menear,  ni  defender.  Todo  á  punto,  como  ha- 


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bía  pensado  que  sucedería  el  Cura,  trazador  desta  máquina.  Sólo  Sancho 
de  todos  los  presentes  estaba  en  su  mismo  juicio,  y  en  su  misma  figura: 
el  cual  aunque  le  faltaba  bien  poco  para  tener  la  misma  enfermedad  de  su 
amo,  no  dejó  de  conocer  quién  eran  todas  aquellas  contrahechas  figuras, 
mas  no  osó  descoser  su  boca,  hasta  ver  en  qué  paraba  aquel  asalto,  3^  pri- 
sión de  su  amo,  el  cual  tampoco  hablaba  palabra,  atendiendo  á  ver  el  pa- 
radero de  su  desgracia.  Que  fué,  que  trayendo  allí  la  jaula,  le  encerraron 
dentro,  y  le  clavaron  los  maderos  tan  fuertemente,  que  no  se  pudieran 
romper  á  dos  tirones.  Tomáronle  luego  en  hombros,  y  al  salir  del  aposen- 
to se  oyó  una  voz  temerosa,  todo  cuanto  la  supo  formar  el  barbero,  no  el 
del  albarda,  sino  el  otro,  que  decía:  «O  caballero  de  la  triste  Figura,  no  te 
dé  afincamiento  la  prisión  en  que  vas,  porque  así  conviene  para  acabar 
más  presto  la  aventura  en  que  tu  gran  esfuerzo  te  puso.  La  cual  se  acabará, 
cuando  el  furibundo  león  Manchado,  con  la  blanca  paloma  Tobosina,  ya- 
cieren en  uno,  ya  después  de  humilladas  las  altas  cervices  al  blando  yugo 
matrimonesco.  De  cuyo  inaudito  consorcio  saldrán  á  la  luz  del  Orbe  los 
bravos  cachorros,  que  imitarán  las  rapantes  garras  del  valeroso  padre. 
T  esto  será  antes,  que  el  seguidor  de  la  fugitiva  ninfa,  faga  dos  vegadas,  á 
la  visita  de  las  lucientes  imágenes  con  su  rápido,  y  natural  curso.  Y  tú,  ó 
el  más  noble,  y  obediente  escudero  que  tuvo  espada  en  cinta,  barbas  en 
rostro,  y  olfato  en  las  narices,  no  te  desmaye,  ni  descontente,  ver  llevar 
así  delante  de  tus  ojos  mismos,  á  la  ñor  de  la  caballería  andante.  Que 
presto,  si  al  Plasmador  del  murado  le  place,  te  verás  tan  alto,  y  tan  subli- 
mado, que  no  te  conozcas,y  no  saldrán  defraudadas  las  promesas,  que  te 
ha  hecho  tu  buen  señor.  Y  aseguróte,  de  parte  de  la  sabia  Mentironiana, 
que  tu  salario  te  sea  pagado,  como  lo  verás  por  la  obra,  y  sigue  las  pisa- 
das del  valeroso,  y  encantado  caballero,  que  conviene  que  vayas  donde 
paréis  entrambos:  y  porque  no  me  es  lícito  decir  otra  cosa,  á  Dios  quedad, 
que  yo  me  vuelvo  donde  yo  me  sé.»  Y  al  acabar  de  la  profecía,  alzó  la  voz 
de  punto,  y  disminuyóla  después  con  tan  tierno  acento,  que  aun  los  sabi- 
dores  de  la  burla  estuvieron  por  creer,  que  era  verdad  lo  que  oían.  Quedó 
don  Quixote  consolado  con  la  escuchada  profecía,  porque  luego  coligió  de 
todo  en  todo,  la  significación  de  ella:  y  vio  que  le  prometían  el  verse 
ayuntados  en  santo,  y  debido  matrimonio  con  su  querida  Dulcinea  del 
Toboso,  de  cuyo  felice  vientre  saldrían  los  cachorros,  que  eran  sus  hijos, 
para  gloria  perpetua  de  la  Mancha.  Y  creyendo  esto  bien,  y  firmemente, 
alzó  la  voz,  y  dando  un  gran  suspiro,  dijo:  O  tú  quienquiera  que  seas  que 
tanto  bien  me  has  pronosticado,  ruégote,  que  pidas  de  mi  parte  al  sabio 


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encantador  que  mis  cosas  tiene  á  cargo  que  no  me  deje  perecer  en  esta 
prisión,  donde  ahora  me  llevan,  hasta  ver  cumplidas  tan  alegres,  é  incom- 
parables promesas,  como  son  las  que  aquí  se  me  han  hecho.  Que  como 
esto  sea,  tendré  por  gloria  las  penas  de  mi  cárcel,  j  por  alivio  estas  cade- 
nas que  me  ciñen,  y  no  por  duro  campo  de  batalla  este  lecho  en  que  me 
acuestan  sino  por  cama  blanda,  y  tálamo  dichoso.  Y  en  lo  que  toca  á  la 
consolación  de  Sancho  Panza  mi  escudero,  yo  confío  de  su  bondad,  y  buen 
proceder,  que  no  me  dejará,  en  buena,  ni  en  mala  suerte.  Porque  cuando 
no  suceda  por  la  suya,  ó  por  mi  corta  ventura,  el  poderle  yo  dar  la  ínsula, 
ó  otra  cosa  equivalente,  que  le  tengo  prometida,  por  lo  menos  su  salario 
no  podrá  perderse,  que  en  mi  testamento,  que  ya  está  hecho,  dejo  decla- 
rado lo  que  se  le  ha  de  dar,  no  conforme  á  sus  muchos,  y  buenos  servi- 
cios, sino  á  la  posibilidad  mía.  Sancho  Panza  se  le  inclinó  con  mucho  co- 
medimiento, y  le  besó  entrambas  las  manos,  porque  la  una  no  pudiera, 
por  estar  atadas  entrambas.  Luego  tomaron  la  jaula  en  hombros,  aquellas 
visiones,  y  la  acomodaron  en  el  carro  de  los  bueyes. 


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CAPITULO  XLVII 

Del  extraño  modo  con  que  fué  encantado  don 
Quixote  de  la  Mancha,  con  otros  famosos  su- 
cesos. 

Cuando  don  Quixote  se  vid  de  aquella  manera  enjaulado,  y  encima  deí 
carro,  dijo:  Muchas,  y  muy  grandes  historias  he  leído  yo  de  caballeros  an- 
dantes, pero  jamás  he  leído,  ni  visto,  ni  oído,  que  á  los  caballeros  encan- 
tados, los  lleven  desta  manera,  y  con  el  espacio  que  prometen  estos  pere- 
zosos, y  tardíos  animales.  Porque  siempre  los  suelen  llevar  por  los  aires 
con  extraña  ligereza,  encerrados  en  alguna  parda,  y  oscura  nube,  ó  en  algún 
carro  de  fuego,  ó  ya  sobre  algún  Hipógrifo,  ó  otra  bestia  semíjante.  Pero 
que  me  lleven  á  mi  ahora  sobre  un  carro  de  bueyes,  vive  Dios  que  me 
pone  en  conftisión.  Pero  quizá  la  caballería,  y  los  encantos  destos  nuestros 
tiempos,  deben  de  seguir  otro  camino,  que  siguieron  los  antiguos.  Y  tam- 
bién podría  ser,  que  como  yo  soy  nuevo  caballero  en  el  mundo,  y  el  pri- 
mero que  ha  resucitado  el  ya  olvidado  ejercicio  de  la  caballería  aventure- 
ra, también  nuevamente  se  hayan  inventado  otros  géneros  de  encanta- 
mientos, y  otros  modos  de  llevar  á  los  encantados.  Qué  te  parece  desto 
Sancho  hijo?  No  sé  yo  lo  que  me  parece,  respondió  Sancho,  por  no  ser  tan 
leído  como  vuestra  merced,  en  las  escrituras  andantes.  Pero  con  todo  eso 
osaría  afirmar,  y  jurar,  que  estas  visiones  que  por  aquí  andan,  que  no  son 
del  todo  católicas.  Católicas  mi  padre,  respondió  don  Quixote,  cómo  han 
de  ser  católicas,  si  son  todos  demonios,  que  han  tomado  cuerpos  fantásti- 
cos, para  venir  á  hacer  esto,  y  á  ponerme  en  este  estado.  Y  si  quieres  ver 
esta  verdad,  tócalos,  y  pálpalos,  y  verás  cómo  no  tienen  cuerpo,  sino  de 
aire,  y  cómo  no  consiste  más  de  en  la  apariencia.  Por  Dios  señor,  replicó 
Sancho,  ya  yo  los  he  tocado,  y  este  diablo  que  aquí  anda  tan  solícito,  es 
rollizo  de  carnes,  y  tiene  otra  propiedad,  muy  diferente  de  la  que  yo  he 
oído  decir,  que  tienen  los  demonios.  Porque  según  se  dice,  todos  huelen  á 
piedra  azufre,  y  á  otros  malos  olores,  pero  éste  huele  á  ámbar  de  media 
legua.  Decía  esto  Sancho,  por  don  Fernando,  que  como  tan  señor,  debía 
de  oler  á  lo  que  Sancho  decía.  No  te  maravilles  deso,  Sancho  amigo,  res- 


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pondió  don  Quixote,  porque  te  hago  saber,  que  los  diablos  sabeu  mucho, 
y  puesto  que  traigan  olores  consigo,  ellos  no  huelen  nada,  porque  son  es- 
píritus, y  si  huelen  no  pueden  oler  cosas  buenas,  sino  malas,  y  hediondas. 
Y  la  razón  es,  que  como  ellos  dondequiera  que  están,  traen  el  infierno 
consigo,  y  no  pueden  recibir  género  de  alivio  alguno  ín  sus  tormentos,  y 
el  buen  clor  sea  cosa  que  deleita,  y  contenta,  no  es  posible  que  ellos  hue- 
lan cosa  buena.  Y  si  á  ti  te  parece,  que  ese  demonio  que  dices,  huele  á 
ámbar,  ó  tú  te  engañas,  ó  él  quiere  engañarte,  con  hacer  que  no  le  tengas 
por  demonio.  Todos  estos  coloquios  pasaron  entre  amo,  y  criado,  temiendo 
don  Fernando,  y  Cárdenlo,  que  Sancho  no  viniese  á  caer  del  todo  en  la 
cuenta  de  su  invención,  á  quien  andaba  ya  muy  en  los  alcances,  determi- 
naron de  abreviar  con  la  partida,  y  llamando  aparte  al  ventero,  le  ordena- 
ron que  ensillase  á  Rocinante  y  enalbardase  el  jumento  de  Sancho,  el  cual 
lo  hizo  con  mucha  presteza.  Ya  en  esto  el  Cura  se  había  concertado  con 
los  cuadrilleros,  que  le  acompañasen  hasta  su  lugar,  dándoles  un  tanto 
cada  día.  Colgó  Cardenio  del  arzón  de  la  silla  de  Rocinante,  del  un  cabo 
la  adarga,  y  del  otro  la  bacía,  y  por  señas  mandó  á  Sancho,  que  subiese  en 
su  asno,  y  tomase  de  las  riendas  á  Rocinante,  y  puso  á  los  dos  lados  del 
carro  á  los  dos  cuadrilleros  con  sus  escopetas.  Pero  antes  que  se  moviese 
el  carro,  salió  la  ventera,  su  hija,  y  Maritornes  á  despedirse  de  don  Qui- 
xote, fingiendo  que  lloraban  de  dolor  de  su  desgracia,  á  quien  don  Quixote 
dijo:  No  lloréis  mis  buenas  señoras,  que  tcfdas  estas  desdichas  son  anexas 
á  los  que  profesan  lo  que  yo  profeso,  y  si  estas  calamidades  no  me  aconte- 
cieran, no  me  tuviera  yo  por  famoso  caballero  andante.  Porque  á  los  caba- 
lleros de  poco  nombre,  y  fama,  nunca  les  suceden  semejantes  casos,  por- 
que no  hay  en  el  mundo  quien  se  acuerde  dellos.  A  los  valerosos  si,  que 
tienen  envidiosos  de  su  virtud,  y  valentía,  á  muchos  Príncipes,  y  á  muchos 
otros  caballeros,  que  procuran  por  malas  vías  destruir  á  los  buenos.  Pero 
con  todo  eso,  la  virtud  es  tan  poderosa,  que  por  sí  sola,  á  pesar  de  toda  la 
nigromancia,  que  supo  su  primer  inventor  Zoroastes,  saldrá  vencedora  de 
todo  trance,  y  dará  de  sí  luz  en  el  mundo,  como  la  da  el  Sol  en  el  cielo. 
Perdonadme  hermosas  damas,  si  algún  desaguisado,  por  descuido  mío  os 
he  hecho,  que  de  voluntad,  y  á  sabiendas,  jamás  le  di  á  nadie.  Y  rogad  á 
Dios  me  saque  destas  prisiones,  donde  algún  mal  intencionado  encantador 
me  ha  puesto,  que  si  dellas  me  veo  libre,  no  se  me  caerán  de  la  memoria 
las  mercedes  que  en  este  castillo  me  habéis  hecho  para  gratificarlas,  ser- 
virlas, y  recompensarlas,  como  ellas  merecen.  En  tanto  que  las  damas  del 
castillo  esto  pasaban  con  don  Quixote,  el  Cura,  y  el  barbero^  se  despidie- 


—  48i  — 

ron  de  don  Fernando,  y  sus  camaradas,  y  del  Capitán,  y  de  su  hermano,  y 
todas  aquellas  contentas  señoras,  especialmente  de  Dorotea,  y  Luscinda. 
Todos  se  abrazaron,  y  quedaron  de  darse  noticia  de  sus  sucesos.  Diciendo 
don  Fernando  al  Cura,  dónde  había  de  escribirle,  para  avisarle  en  lo  que 
paraba  don  Quixote,  asegurándole,  que  no  habría  cosa  que  más  gusto  le 
diese,  que  saberlo.  Y  que  él  asimismo  le  avisaría  de  todo  aquello  que  él 
viese  que  podría  darle  gusto,  así  de  su  casamiento,  como  del  Bautismo  de 
Zoraida,  y  suceso  de  don  Luis,  y  vuelta  de  Luscinda  á  su  casa.  El  Cura 
ofreció  de  hacer  cuanto  se  le  mandaba,  con  toda  puntualidad.  Tornaron  á 
abrazarse  otra  vez,  y  otra  vez  tornaron  á  nuevos  ofrecimientos.  El  ventero 
se  llegó  al  Cura,  y  le  dio  unos  papeles,  diciéndole  que  los  había  hallado  en 
un  forro  de  la  maleta,  (1)  donde  se  halló  la  novela  del  curioso  impertinen- 
te, y  que  pues  su  dueño  no  había  vuelto  más  por  allí,  que  se  los  llevase 
todos,  que  pues  él  no  sabía  leer,  no  los  quería.  El  Cura  se  lo  agradeció,  y 
abriéndolos  luego,  vio  que  al  principio  de  lo  escrito,  decía:  Novela  de  Riu- 
Gonete,  y  Cortadillo,  por  donde  entendió  ser  alguna  novela:  y  coligió,  que 
pues  la  del  curioso  impertinente  había  sido  buena,  que  también  lo  sería 
aquella,  pues  podría  ser  fuesen  todas  de  un  mismo  autor,  y  así  la  guardó, 
con  presupuesto  de  leerla,  cuando  tuviese  comodidad.  Subió  á  caballo,  y 
también  su  amigo  el  barbero  con  sus  antifaces,  porque  no  fuesen  luego 
conocidos  de  don  Quixote,  y  pusiéronse  á  caminar  tras  el  carro,  y  el  ordea 
que  llevaban  era  éste.  Iba  primero  el  carro,  guiándole  su  dueño:  á  los  dos 
lados  iban  los  cuadrilleros,  como  se  ha  dicho,  con  sus  escopetas:  seguía 
luego  Sancho  Panza  sobre  su  asno,  llevando  de  rienda  á  Rocinante.  Detrás 
de  todo  esto  iban  el  Cura,  y  el  barbero,  sobre  sus  poderosas  muías,  cubier- 
tos los  rostros,  como  se  ha  dicho,  con  grave  y  reposado  continente,  no  ca- 


(1)  En  la  Venta  hallaron  una  maleta  (ya  sospechaba  yo  que  n»  á 
humo  de  pajas  hizo  la  furiosa  reconvención  el  mago  Clemencín,  (|qué  ge- 
nio!), y  dentro  de  ella,  las  novelas  del  Curioso  impertinen4e  y  de  Rinconete 
y  Cortadillo,  y  á  mi  entender,  todo  lo  que  constituía  su  equipaje. 

Saborearon  los  viajeros  la  primera,  leída  por  el  autor,  según  nos  cuen- 
ta; pero  lo  que  calló  constituye  la  parte  más  interesante,  ;l  juzgar  por  lo 
que  dice  líamete.  Moro  verídico.  Cervantes  no  quiso  leer  la  novela  do 
Rinconete  y  Cortadillo,  por  si  acaso  entre  los  oyentes  había  algún  Curiono, 
y,  cayendo  en  la  cuenta  de  la  significación  que  alcanzaban  la.s  Venías  del 
Molinillo  y  del  Alcalde  (marcadoras  de  una  ruta  cierta  de  sus  pasos  por 
La  Mancha),  le  seguían  la  pista. 

De  donde  se  deduce,  que  tampoco  fué  lefída  allí,  Bino  en  Madrid,  lo- 
grando con  su  silencio  que  el  chico  aquel  de  las  t.Aliagas'*  no  tuviese  ooa- 
eión  de  aplicar  las  «inquisiciones»  en  esta  direccióu. 

31 


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minando  más  de  lo  qae  permitía  el  paso  tardo  de  los  bueyes.  Don  Quixote 
iba  sentado  en  la  jaula,  las  manos  atadas,  tendidos  los  pies,  y  arrimado  á 
las  verjas,  con  tanto  silencio,  y  tanta  paciencia,  como  si  no  fuera  hombre 
de  carne,  sino  estatua  de  piedra.  Y  así  con  aquel  espacio,  y  éilencio,  cami- 
laron  hasta  dos  leguas,  que  llegaron  á  un  valle,  donde  le  pareció  al  boye- 
ro, ser  lugar  acomodado  para  reposar,  y  dar  pasto  á  los  bueyes.  (1)  Y  co- 
municándolo con  el  Cura,  fué  de  parecer  el  barbero,  que  caminasen  un 
poco  más,  porque  él  sabía  que  detrás  de  un  recuesto  que  cerca  de  allí  se 
mostraba,  había  un  valle  de  más  yerba,  y  mucho  mejor  que  aquel,  donde 
parar  querían.  Tomóse  el  parecer  del  barbero,  y  asi  tornaron  á  proseguir 
sa  camino.  En  esto  volvió  el  Cura  el  rostro,  y  vio  que  á  sus  espaldas  ve- 
nían hasta  seis,  ó  siete  hombres  de  á  caballo,  bien  puestos,  y  aderezados^ 
de  los  cuales  fueron  presto  alcanzados,  porque  caminaban,  no  con  la  flema, 
y  reposo  de  los  bueyes,  sino  como  quien  iba  sobre  muías  de  Canónigos,  y 
con  deseo  de  llegar  presto  á  sestear  á  la  venta,  que  menos  de  una  legua  de 
allí  se  parecía.  Llegaron  los  diligentes  á  los  perezosos,  y  saludáronse  cor- 
tésmente,  y  uno  de  los  que  venían,  que  en  resolución  era  Canónigo  de  To 
ledo,  y  señor  de  los  demás  que  le  acompañaban,  viendo  la  concertada  pro- 


(1)  Conociendo  palmo  á  palmo  aquellos  terrenos,  la  primera  impre 
sión  induce  á  pensar  que  salieron  de  la  Venta  de  la  Bienvenida,  por  el 
puerto  de  Tres  Ventas  llegaron  al  Valle  de  Valdeazogues,  y  subiendo  un 
pequeño  recuesto,  descansaron  en  el  Valle  de  La  Viñuela;  después  Be  sos- 
pecha, que  la  ruta  debieron  emprenderla  por  el  Valle  de  Alcudia  al  puer- 
to viejo  de  Veredas,  descendiendo  al  Vallecillo  de  est^  nombre,  para  su- 
bir á  otro  que,  por  el  Talaverano,  conduce  al  puerto  de  La  Viñuela,  con 
vistas  al  lugarcito  de  los  desvelos;  pero  como  de  la  lectura  del  libro  se 
desprenda  otra  cosa,  habrá  que  seguir — rastreando  las  huellas — hacia 
el  E.  hasta  encontrar  la  Sierra  de  Montoro,  y  sin  desviarse  de  ella,  halla- 
remos los  parajes  de  las  aventuras  que  cuenta  más  adelante. 

Respecto  á  la  consulta  que  el  boyero  hizo  al  Cura,  evacuada  sin  am- 
bajes  ni  rodeos  por  maese  Nicolás,  denota  la  propensión — más  antigua 
que  la  sarna,  y  venga  ó  no  á  pelo,  como  decimos  por  allí — de  inmiscuir- 
nos en  todo,  dando  cada  cual  nuestro  parecer  sin  ser  solicitado;  y  aunque 
sobre  el  particular  pudiera  disertarse  copioeísimamente  llenando  muchos 
volúmenes,  no  he  de  ser  yo  el  que  pierda  un  tiempo  tan  precioso,  remi- 
tiendo al  lector  á  que  saboree  una  copleja  muy  sabida  por  aquellos  con- 
tornos sin  alcanzar  su  significación. 

El  once  le  dijo  al  doce, 
el  trece  ¿dónde  estará? 
y  le  respondió  el  catorce: 
el  quince  te  lo  dirá, 
que  el  dieciseis  lo  conoce. 


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cesión  del  carro,  cuadrilleros,  Sancho,  Kocinante,  Cara,  y  barbero,  y  más 
á  don  Quixote  enjaulado,  y  aprisionado,  no  pudo  dejar  de  preguntar,  qué 
significaba  llevar  aquel  hombre  de  aquella  manera.  Aunque  ya  se  había 
dado  á  entender,  viendo  las  insignias  de  los  cuadrilleros,  que  debía  de  ser 
algún  facineroso  salteador,  ó  otro  delincuente,  cuyo  castigo  tocase  á  la 
santa  Hermandad.  Uno  de  los  cuadrilleros,  á  quien  fué  hecha  la  pregunta, 
respondió  así:  Señor  lo  que  significa  ir  este  caballero  desta  manera,  dígalo 
él,  porque  nosotros  no  lo  sabemos:  Oyó  don  Quixote  la  plática,  y  dijo:  Por 
dicha  vuestras  mercedes  señores  caballeros,  son  versados,  y  peritos  en 
esto  de  la  caballería  andante,  porque  si  lo  son,  comunicaré  con  ellos  mis 
desgracias,  y  sino,  no  hay  para  qué  me  canse  en  decirlas.  Y  á  este  tiempo 
habían  ya  llegado  el  Cura,  y  el  barbero,  viendo  que  los  caminantes  esta- 
ban en  pláticas  con  don  Quixote  de  la  Mancha,  para  responder  de  modo, 
que  no  fuese  descubierto  su  artificio.  El  Canónigo,  á  lo  que  don  Quixote 
dijo,  respondió:  En  verdad  hermano,  que  sé  más  de  libros  de  caballerías, 
que  de  las  súmulas  de  Villalpando,  así  que  si  no  está  más  que  en  esto, 
seguramente  podéis  comunicar  conmigo  lo  que  quisiereis.  A  la  mano  de 
Dios,  replicó  don  Quixote,  pues  asi  es,  quiero  señor  caballero  que  sepáis, 
que  yo  voy  encantado  en  esta  jaula,  por  envidia,  y  fraude,  de  malos  encan- 
tadores, que  la  virtud,  más  es  perseguida  de  los  malos,  que  amada  de  los 
buenos.  Caballero  andante  soy,  y  no  de  aquellos,  de  cuyos  nombres  jamás 
la  fama  se  acordó  para  eternizarlos  en  su  memoria,  sino  de  aquellos  que  á 
despecho,  y  pesar  de  la  misma  envidia,  y  de  cuantos  Magos  crió  Persia, 
Bracmanes  la  India,  Ginosofistas  la  Etiopía,  ha  de  poner  su  nombre  en  el 
templo  de  la  inmortalidad,  para  que  sirva  de  ejemplo,  y  dechado  en  los 
venideros  siglos,  donde  los  caballeros  andantes  vean  los  pasos  que  han  de 
seguir,  si  quisieren  llegar  á  la  cumbre,  y  alteza  honrosa  de  las  armas.  Dice 
verdad  el  señor  don  Quixote  de  la  Mancha,  dijo  á  esta  sazón  el  Cura,  que 
él  va  encantado  en  esta  carreta,  no  por  sus  culpas,  y  pecados,  sino  por  la 
mala  intención  de  aquellos  á  quien  la  virtud  enfada  y  la  valentía  enoja. 
Este  es  señor,  el  caballero  de  la  triste  figura,  y  ya  le  oíste  nombrar  en 
algún  tiempo,  cuyas  valerosas  hazañas,  y  grandes  hechos,  serán  escritos 
en  bronces  duros,  y  en  eternos  mármoles,  por  más  que  se  canse  la  envidia 
en  oscurecerlos,  y  la  malicia  en  ocultarlos.  Cuando  el  Canónigo  oyó  hablar 
al  preso,  y  al  libre  en  semejante  estilo,  estuvo  por  hacerse  la  cruz  de  ad- 
mirado, y  no  podía  saber  lo  que  le  había  acontecido,  y  en  la  misma  admi- 
ración cayeron  todos  los  que  con  él  venían.  En  esto  Sancho  Panza,  que  se 
había  acercado  á  oir  la  plática,  para  adobarlo  todo,  dijo:  Ahora  señores 


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quiéranme  bien  <5  quiéranme  mal  por  lo  que  dijere,  el  caso  de  ello  es,  que 
así  va  encantado  mi  señor  don  Quixote,  como  mi  madre;  él  tiene  su  entero 
juicio,  él  come,  y  bebe,  y  hace  sus  necesidades  como  los  demás  hombres, 
y  como  las  hacia  ayer  antes  que  le  enjaulasen.  Siendo  esto  asi,  cómo  quie- 
ren hacerme  á  mi  entender  que  va  encantado?  Pues  yo  he  oido  decir  á 
muchas  personas,  que  los  encantados,  ni  comen,  ni  duermen,  ni  hablan,  y 
mi  amo  sino  le  van  á  la  mano,  hablará  máe  que  treinta  procuradores. 
Y  volviéndose  á  mirar  al  Cura,  prosiguió  diciendo:  A  señor  Cura,  señor 
Cura,  pensará  vuestra  merced  que  no  le  conozco,  y  pensará  que  yo  no  calo, 
y  adivino,  adonde  se  encaminan  estos  nuevos  encantamientos,  pues  sepa 
que  le  conozco,  por  más  que  se  encubra  el  rostro,  y  sepa  que  le  entiendo 
por  más  que  disimule  sus  embustes?  En  fin,  donde  reina  la  envidia,  ni 
puede  vivir  la  virtud,  ni  adonde  hay  escasez,  la  liberalidad.  Mal  haya  el 
diablo,  que  si  por  su  reverencia  no  fuera,  esta  fuera  ya  la  hora  que  mi  se- 
ñor estuviera  casado  con  la  Infanta  Micoraicona,  y  yo  fuera  Conde  por  lo 
menos,  pues  no  se  podía  esperar  otra  cosa,  así  de  la  bondad  de  mi  señor, 
el  de  la  triste  figura,  como  de  la  grandeza  de  mis  servicios.  Pero  ya  veo 
que  es  verdad,  lo  que  se  dice  por  ahí,  que  la  rueda  de  la  fortuna  anda  más 
lista,  que  una  rueda  de  molino,  y  que  los  que  ayer  estaban  cr  pinganitos, 
hoy  están  por  el  suelo.  De  mis  hijos,  y  de  mi  mujer  me  pesa,  pues  cuande 
podían,  y  debían  esperar,  ver  entrar  á  su  padre  por  sus  puertas  hecho  Go- 
bernador, ó  Visorrey  de  alguna  ínsula,  ó  Reino,  le  verán  entiar  hech« 
mozo  de  caballos.  Todo  esto  que  he  dicho,  señor  Cura,  no  es  más  de  por 
encarecer  á  su  Paternidad,  haga  conciencia,  del  mal  tratamiento  que  á  mi 
señor  le  hace,  y  mire  bien  no  le  pida  Dios  en  la  otra  vida  esta  prisión  de 
mi  amo,  y  se  le  haga  cargo  de  todos  aquellos  socorros,  y  bienes,  que  mi 
señor  don  Quixote  deja  de  hacer  en  este  tiempo  que  está  preso.  Adóbame 
esos  candiles,  dijo  á  este  punto  el  barbero.  También  vos  Sancho,  sois  de  la 
cofradía  de  vuestro  amo?  Vive  el  señor,  que  voy  viendo,  que  le  habéis  de 
tener  compañía  en  la  jaula,  y  que  habéis  de  quedar  tan  encantado  com« 
él,  por  lo  que  os  toca  de  su  humor,  y  de  su  caballería.  En  mal  punto  os 
empreñastes  de  sus  promesas,  y  en  mal  hora  se  os  entró  en  los  cascos  la 
ínsula  que  tanto  deseáis.  To  no  estoy  preñado  de  nadie,  respondió  Sancho, 
ni  soy  hombre  que  me  dejaría  empreñar  del  Rey  que  fuese,  y  aunque  po- 
bre soy  Cristiano  viejo,  y  no  debo  nada  á  nadie,  y  si  ínsulas  deseo,  otros 
desean  otras  cosas  peores,  y  cada  uno  es  hijo  de  sus  obras,  y  debajo  de  ser 
hombre  puedo  venir  á  ser  Papa,  cuanto  más  Grobernador  de  una  ínsula,  j 
más  pudieudo  ganar  tantas  mi  señor,  que  le  falte  á  quien  darlas.  Vuestra 


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merced  mire  como  habla,  señor  barbero,  que  no  es  todo  hacer  barbas,  y 
algo  va  de  Pedro  á  Pedro.  Dígolo  porque  todos  nos  conocemos,  y  á  mí  no 
se  me  ha  de  echar  dado  faltso.  Y  en  esto  del  encanto  de  mi  amo.  Dios  sabe 
la  verdad,  y  quédese  aquí,  porque  es  peor  menearlo.  No  quiso  responder 
el  barbero  á  Sancho,  porque  no  descubriese  con  sus  simplicidades  lo  que 
él,  y  el  Cura  tanto  procuraban  encubrir.  Y  por  este  mismo  temor  había  el 
Cura  dicho  al  Canónigo,  que  caminase  un  poco  delante,  que  él  le  diría  el 
misterio  del  enjaulado,  con  otras  cosas  que  le  diesen  gusto.  Hízolo  así  el 
Canónigo,  y  adelantóse  con  sus  criados,  y  con  él  estuvo  atento  á  todo  aque- 
llo que  decirle  quiso,  de  la  condición,  vida,  locura,  y  costumbres  de  don 
Quixote.  Contándole  brevemente  el  principio,  y  causa  de  su  desvarío,  y 
todo  el  progreso  de  sus  sucesos,  hasta  haberlo  puesto  en  aquella  jaula,  y 
el  designio  que  llevaban,  de  llevarse  ásu  tierra,  para  ver  si  por  algún  me- 
dio, hallaban  remedio  á  su  locura.  Admiráronse  de  nuevo  los  criados,  y  el 
Canónigo,  de  oír  la  peregrina  historia  de  don  Quixote.  Y  en  acabándola  de 
oír,  dijo:  Verdaderamente  señor  Cura,  yo  hallo  por  mi  cuenta,  que  son 
perjudiciales  en  la  república,  estos  que  llaman  libros  de  caballerías.  Y  aun- 
que he  leído,  llevado  de  un  ocioso,  y  falso  gusto,  casi  el  principio  de  todos 
los  más  que  hay  impresos,  jamás  me  he  podido  acomodar  á  leer  ninguno 
del  principio  al  cabo.  Porque  me  parece,  que  cual  más,  cual  menos,  todos 
ellos  son  una  misma  cosa,  y  no  tiene  más  éste  que  aquél,  ni  estotro,  que 
el  otro.  Y  según  á  mí  me  parece,  este  género  de  escritura,  y  composición 
cae  debajo  de  aquel  de  las  fábulas,  que  llaman  Milesias  que  son  cuentos 
disparatados,  que  atienden  solamente  á  deleitar,  y  no  á  enseñar,  al  contra- 
rio de  lo  que  hacen  las  fábulas  Apólogas,  que  deleitan,  y  enseñan  junta- 
mente. Y  puesto  que  el  principal  intento,  de  semejantes  libros,  sea  el  de- 
leitar, no  sé  yo  cómo  puedan  conseguirle,  yendo  llenos  de  tantos,  y  tan 
desaforados  disparates.  Que  el  deleite  que  en  el  alma  se  concibe,  ha  de  ser 
de  la  hermosura,  y  concordancia  que  ve,  ó  contempla  en  las  cosas  que  la 
vista,  ó  la  imaginación  le  ponen  delante:  y  toda  cosa  que  tiene  en  sí  fealdad, 
y  descompostura,  no  nos  puede  causar  contento  alguno.  Pues  qué  hermo- 
sura puede  haber,  ó  qué  proporción  de  partes  con  el  todo,  y  del  todo  coa 
las  partes,  en  un  libro  ó  fábula,  donde  un  mozo  de  diez,  y  seis  años  da  una 
cuchillada  á  un  gigante  como  una  torre,  y  le  divide  en  dos  mitades  como 
si  fuera  de  alfeñique:  y  qué  cuando  nos  quieren  pintar  una  batalla,  después 
de  haber  dicho,  que  hay  de  la  parte  de  los  enemigos  un  millón  de  comba- 
tientes, como  sea  contra  ellos  el  señor  del  Libro,  forzosamente  mal  que 
nos  pese  habremos  de  entender,  que  el  tal  caballero  alcanzó  la  victoria  por 


-  4%  - 

sólo  el  valor  de  su  fuerte  brazo?  Pues  qué  diremos  de  la  facilidad  con  que 
una  Reina,  ó  Emperatriz  heredera,  se  conduce  en  los  brazos  de  un  andan- 
te, y  no  conocido  caballero?  Qué  ingenio,  sino  es  del  todo  bárbaro,  é  in- 
culto, podrá  contentarse  leyendo,  que  una  gran  torre  llena  de  caballeros 
va  por  la  mar  adelante,  como  nave  con  próspero  viento,  y  hoy  anochece  en 
Lombardía,  y  mañana  amanezca  en  tierras  del  Preste  Juan  de  las  Indias, 
ó  en  otras,  que  ni  las  descubrió  Tolomeo,  ni  las  vio  Marco  Polo?  Y  si  á 
esto  se  me  respondiese,  que  los  que  tales  libros  componen,  los  escriben 
como  cosas  de  mentira,  y  que  así  no  están  obligados  á  mirar  en  delicade- 
zas, ni  verdades.  Responderles  habría  yo,  que  tanto  la  mentira  es  mejor, 
cuanto  más  parece  verdadera:  y  tanto  más  agrada,  cuanto  tiene  más  de  lo 
dudoso,  y  posible.  Hanse  de  casar  las  fábulas  mentirosas  con  el  entendi- 
miento de  los  que  las  leyeren,  escribiendo  de  suerte,  que  facilitando  los 
imposibles,  allanando  las  grandezas,  suspendiendo  los  ánimos,  admiren, 
suspendan,  alborocen,  y  entretengan,  de  modo  que  anden  á  un  mismo  paso 
la  admiración,  y  la  alegría  juntas:  y  todas  estas  cosas  no  podrá  hacer  el 
que  huyere  de  la  verosimilitud:  y  de  la  imitación  en  quien  consiste  la  per- 
fección de  lo  que  se  escribe,  no  he  visto  ningún  libro  de  caballerías,  que 
haga  un  cuerpo  de  tabula  entero  con  todos  sus  miembros,  de  manera,  que 
el  medio  corresponda  al  principio,  y  el  fin  al  principio  y  al  medio,  sino 
que  los  componen  con  tantos  miembros,  que  más  parece  que  llevan  inten- 
ción á  formar  una  quimera,  ó  un  monstruo,  que  á  hacer  una  figura  pro- 
porcionada. Fuera  desto  son  en  el  estilo  duros,  en  las  hazañas  increíbles, 
en  los  amores  lascivos,  en  las  cortesías  mal  mirados,  largos  en  las  batallas, 
necios  en  las  razones,  disparatados  en  los  viajes:  y  finalmente  ajenos  de 
todo  discreto  artificio,  y  por  esto  dignos  de  ser  desterrados  de  la  Repú- 
blica Cristiana,  como  á  gente  inútil.  El  Cura  le  estuvo  escuchando  con 
grande  atención,  y  parecióle  hombre  de  buen  entendimiento,  y  que  tenía 
razón  en  cuanto  decía:  y  así  le  dijo,  que  por  ser  él  de  su  misma  opinión,  y 
tener  ojeriza  á  los  libros  de  caballerías,  había  quemado  todos  los  de  don 
Quixote,  que  eran  muchos.  Y  contóle  el  escrutinio  que  dellos  había  hecho, 
y  los  que  había  condenado  al  fuego,  y  dejado  con  vida,  de  que  no  poco  se 
rió  el  Canónigo,  y  dijo,  que  con  todo  cuanto  mal  había  dicho  de  tales 
libres,  hallaba  en  ellos  una  cosa  buena,  que  era  el  sujeto  que  ofrecían, 
para  que  un  buen  entendimiento  pudiese  mostrarse  en  ellos,  porque  daban 
largo,  y  espacioso  campo,  por  donde  sin  empadro  alguno  pudiese  correr  la 
pluma,  describiendo  naufragios,  tormentas,  reencuentros,  y  batallas,  pin- 
tando un  Capitán  valeroso,  con  todas  las  partes  que  para  ser  tal  se  requie- 


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ren,  mostrándose  prudente,  previniendo  las  astucias  de  sus  enemigos:  y 
elocuente  orador,  persuadiendo,  ó  disuadiendo  á  sus  soldados;  maduro  en 
el  consejo,  presto  en  lo  determinado,  tan  valiente  en  el  esperar  como  en  el 
acometer.  Pintando  ora  un  lamentable,  y  trágico  suceso,  ahora  un  alegre, 
y  no  pensado  acontecimiento:  allí  una  hermosísima  dama,  honesta,  dis- 
creta, y  recatada:  aquí  un  caballero  Cristiano,  valiente,  y  comedido,  acullá 
un  desaforado  bárbaro  fanfarrón:  acá  un  Príncipe  cortés,  valeroso,  y  bien 
mirado:  representando  bondad,  y  lealtad  de  vasallos,  grandezas,  y  merce- 
des de  señores,  ya  puede  mostrarse  astrólogo,  ya  cosmógrafo  excelente,  ya 
músico,  ya  inteligente  en  las  materias  de  estado:  y  tal  vez  le  vendrá  oca- 
sión de  mostrarse  nigromante  si  quisiere.  Puede  mostrar  las  astucias  de 
Ulises,  la  piedad  de  Eneas,  la  valentía  de  Aquiles,  las  desgracias  de  Héc- 
tor, las  traiciones  de  Sinón,  la  amistad  de  Eurialo,  la  liberalidad  de  Ale- 
jandro, el  valor  de  César,  la  clemencia  y  verdad  de  Trajano,  la  fidelidad 
de  Zopiro,  la  prudencia  de  Catón:  y  finalmente  todas  aquellas  acciones 
que  pueden  hacer  perfecto  á  un  varón  ilustre,  ahora  poniéndolas  en  uno 
solo,  ahora  dividiéndolas  en  muchos,  y  siendo  esto  hecho  con  apacibilidad 
de  estilo,  y  con  ingeniosa  invención,  que  tire  lo  más  que  fuere  posible  á  la 
verdad,  sin  duda  compondrá  una  tela  de  varios  y  hermosos  lazos  tejida, 
que  después  de  acabada  tal  perfección  y  hermosura  muestre,  que  consiga 
el  fin  mejor  que  se  pretende  en  los  escritos,  que  es  enseñar,  y  deleitar 
juntamente,  como  ya  tengo  dicho.  Porque  la  escritura  desatada  destos 
libros  da  lugar  á  que  el  autor  pueda  mostrarse  Épico,  Lírico,  Trágico, 
Cómico,  con  todas  aquellas  partes  que  encierran  en  sí  las  dulcísimas,  y 
.agradables  ciencias  de  la  Poesía,  y  de  la  Oratoria:  que  la  Épica  también 
puede  escribirse  en  prosa  como  en  verso. 


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CAPITULO  XLVni 

Donde  prosigue  el  Canónigo  la  materia  de  los  libros 
de  Caballerías,  con  otras  cosas  dignas  de  su 
ingenio. 

Así  es  como  vnestra  merced  dice,  señor  Canónigo,  dijo  el  Cura,  y  por 
esta  causa  son  más  dignos  de  reprensión,  los  que  hasta  aquí  han  compues- 
to semejantes  libros,  sin  t^ner  advertencia  á  ningún  buen  discurso,  ni  al 
arte,  y  reglas  por  donde  pudieran  guiarse,  y  hacerse  famosos  en  prosa, 
como  lo  son  en  verso  los  dos  Príacipes  de  la  Poesía  Griega,  y  Latina.  Yo 
á  lo  menos,  replicó  el  Canónigo,  he  tenido  cierta  tentación  de  hacer  un  li- 
bro de  caballerías,  guardando  en  él  todos  los  puntos  que  he  significado:  y 
si  he  de  confesar  la  verdad,  tengo  escritas  más  de  cien  hojas,  y  para  hacer 
la  experiencia,  de  si  correspondían  á  mi  estimación,  las  he  comunicado 
con  hombres  apasionados  desta  leyenda,  doctos,  y  discretos,  y  con  otros 
ignorantes,  que  sólo  atienden  al  gusto  de  oir  disparates,  y  de  todos  he  ha- 
llado una  agradable  aprobación:  pero  con  todo  esto  no  he  proseguido  ade- 
lante, así  por  parecerme  que  hago  cosa  ajena  de  mi  profesión,  como  por 
ver  que  es  más  el  número  de  los  simples,  que  de  los  prudentes:  y  que 
puesto  que  es  mejor  ser  loado  de  los  pocos  sabios,  que  burlado  de  los  mi^^ 
ckos  necios,  no  quiero  sujetarme  al  confuso  juicio  del  desvanecido  vulgo, 
á  quien  por  la  mayor  parte  toca  leer  semejantes  libros:  pero  lo  que  más 
me  le  quitó  de  las  manos,  y  aun  del  pensamiento,  de  acabarle,  fué  un  ar- 
gumento que  hice  conmigo  mismo,  sacado  de  las  comedias  que  ahora  se 
representan,  diciendo:  Si  estas  que  ahora  se  usan,  asi  las  imaginadas,  como 
las  de  historia,  todas,  ó  las  más  son  conocidos  disparates,  y  cosas  que  no 
llevan  pies  ni  cabeza,  y  con  todo  eso  el  vulgo  las  oye  con  gusto,  y  las  tie- 
ne y  las  aprueba  por  buenas,  estando  tan  lejos  de  serlo,  y  los  autores  que 
la  componen,  y  los  actores  que  las  representan  dicen,  que  así  han  de  ser, 
porque  así  las  quiere  el  vulgo,  y  no  de  otra  manera:  y  que  las  que  llevan 
traza,  y  siguen  la  fábula  como  el  arte  pide,  no  sirven  sino  para  cuatro  dis- 
cretos que  las  entienden,  y  todos  los  demás  se  quedan  ayunos  de  entender 
su  artificio,  y  que  á  ellos  les  está  mejor  ganar  de  comer  con  los  muchos,. 


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que  no  opinión  con  los  pocos.  Deste  modo  vendrá  á  ser  un  libro,  al  cabo 
de  haberme  quemado  las  cejas,  por  guardar  los  preceptos  referidos,  y  ven- 
dré á  ser  el  sastre  del  cantillo.  (1)  Y  aunque  algunas  veces  he  procurado 
persuadir  á  los  autores,  que  se  engañan  en  tener  la  opinión  que  tienen,  y 
que  más  gente  atraerán,  y  más  fama  cobrarán  representando  comedias,  que 
sigan  el  arte,  que  no  con  las  disparatadas,  ya  están  tan  asidos,  y  incorpo- 
rados en  su  parecer,  que  no  hay  razón,  ni  evidencia  que  del  los  saque- 
Acuerdóme  que  un  día  dije  á  uno  de  estos  pertinaces:  Decidme,  no  os  acor- 
dáis que  ha  pocos  años,  que  se  representaron  en  España  tres  Tragedias, 
que  compuso  un  famoso  Poeta  de  estos  Reinos,  las  cuales  fueron  tales,  que 
admiraron,  alegraron,  y  suspendieron  á  todos  cuantos  las  oyeron,  así  sim- 
ples como  prudentes,  así  del  vulgo  como  de  los  escogidos,  y  dieron  más 
dineros  á  los  representantes  ellas  tres  solas,  que  treinta  de  las  mejores  que 
después  acá  se  han  hecho?  Sin  duda,  respondió  el  autor  que  digo,  que  debe 
de  decir  vuestra  merced  por  la  Isabela,  la  Filis,  y  la  Alejandra?  Por 
esas  digo,  le  repliqué  yo:  y  mirad  si  guardaban  bien  los  preceptos  del 
arte,  y  si  por  guardarlos  dejaron  de  parecer  lo  que  eran,  y  de  agradar  á 
todo  el  mundo?  Así  que  no  está  la  falta  en  el  vulgo  que  pide  disparates, 
sino  en  aquellos  que  no  saben  representar  otra  cosa.  Sí  que  no  fué  dispa- 
rate la  Ingratitud  vengada,  ni  le  tuvo  la  Numancia,  ni  se  le  halló  en  la 
del  Mercader  amante,  ni  menos  en  la  Enemiga  favorable,  ni  en  otras 
algunas,  que  de  algunos  entendidos  Poetas  han  sido  compuestas,  para 
fama  y  renombre  suyo,  y  para  ganancia  de  los  que  las  han  representado, 
y  otras  cosas  añadí  á  estas,  con  queá  mi  parecer  le  dejé  algo  confuso,  pero 
LO  satisfecho,  ni  convencido,  para  sacarle  de  su  errado  pensamiento.  En 
materia  ha  tocado  V.  m.  señor  Canónigo,  dijo  á  esta  sazón  el  Cura,  que 
ha  despertado  en  mí  un  antiguo  rencor  que  tengo  con  las  comedias  que 
ahora  se  usan,  tal  que  iguala  al  que  tengo  con  los  libros  de  caballerías. 


(1)  El  sastre  del  cantillo.  Aunque  reconozca  la  sabiduría  de  D.  Francis- 
co de  Quevedo,  y  Clemencín  diga  que  era  gran  voto  en  la  inateria — frase  de 
cajón,  que  alguna  vez  incluiré  en  mi  <iSal(lo  de  convencionalismos» — ,  ya 
no  me  hacen  mella  las  afirmaciones  hueras. 

Cervantes  alude  al  que  citó  el  Marqués  de  Santillana,  y  yo  te  diré  el 
por  qué,  lector:  El  alfayate  del  cantillo,  fué  un  individuo  que  se  pasó  la 
vida  cantando  como  la  Cigarra,  y  Cervantes  que  tenía  el  presentimiento 
de  que  con  su  libro  haría  compañía  á  Calaínos,  ya  anuncia  (oh,  iector,^ 
que  visión  más  terrible  de  la  realidad)  que predicar  en  desierto,  ser- 
món perdido. 

De  donde  se  deduce  que  el  haberlo  sustituido  por  El  sastre  del  Campi- 
llo es  improcedente. 


—  490  — 

porque  habiendo  de  ser  la  comedia,  segúa  le  parece  á  Tulio,  espejo  de  la 
vida  humana,  excepto  de  las  costumbres,  é  imagen  de  la  verdad,  las  que 
ahora  se  representan  son  espejos  de  disparates,  ejemplos  de  necedades,  é 
imágenes  de  lascivia.  Porque  qué  mayor  disparate  puede  ser  en  el  sujeto 
que  tratamos,  que  salir  un  niño  en  mantillas  en  la  primera  escena  del  pri- 
mer acto,  y  en  la  segunda  salir  ya  hecho  un  hombre  barbado?  Y  qué  ma- 
yor, que  pintarnos  un  viejo  valiente,  y  un  mozo  cobarde,  un  lacayo  retóri- 
co, un  paje  consejero,  un  Rey  ganapán,  y  una  Princesa  fregona?  Qué  diré 
pues  de  la  observancia  que  guardan  en  los  tiempos  en  que  pueden,  ó  po- 
dían suceder  las  acciones  que  representan,  sino  que  he  visto  comedia  que 
la  primera  jornada  comenzó  en  Europa,  la  segunda  en  Asia,  la  tercera  se 
acabó  en  África,  y  aun  si  fuera  de  cuatro  jornadas  la  cuarta  acabara  en 
América,  y  así  se  hubiera  hecho  en  todas  las  cuatro  partes  del  mundo.  Y 
si  es  que  la  imitación  es  lo  principal  que  ha  de  tener  la  comedia,  cómo  es 
posible  que  satisfaga  á  ningún  mediano  entendimiento?  que  fingiendo  una 
acción  que  pasa  en  tiempo  de  el  Rey  Pepino,  y  Cario  Magno,  el  mismo 
que  en  ella  hace  la  persona  principal,  le  atribuyan  que  fué  el  Emperador 
Heraclio,  que  entró  con  la  Cruz  en  Jerusalén,  y  el  que  ganó  la  casa  san- 
ta, como  Godofre  de  Bullón  habiendo  infinitos  años  de  lo  uno  á  lo  otro,  y 
fundándose  la  comedia  sobre  cosa  fingida,  atribuirle  verdades  de  historia, 
j  mezclarle  pedazos  de  otras  sucedidas  á  diferentes  personas,  y  tiempos: 
y  esto  no  con  trazas  verosímiles,  sino  con  patentes  errores  de  todo  punto 
inexcusables:  y  es  lo  malo,  que  hay  ignorantes  que  digan,  que  esto  es  lo 
perfecto,  y  que  lo  demás  es  buscar  gollerías.  Pues  qué  si  venimos  á  las 
comedias  divinas,  qué  de  milagros  fingen  en  ellas,  qué  de  cosas  apócrifas, 
y  mal  entendidas,  atribuyendo  á  un  santo  los  milagros  de  otro.  Y  aun  en 
las  humanas  se  atreven  á  hacer  milagros,  sin  más  respeto,  ni  considera- 
<;ión,  que  parecerles  que  allí  estará  bien  el  tal  milagro  y  apariencia,  como 
ellos  llaman,  para  que  la  gente  ignorante  se  admire,  y  venga  á  la  come- 
dia: que  todo  esto  es  en  perjuicio  de  la  verdad,  y  en  menoscabo  de  las  his- 
torias, y  aun  en  oprobio  de  los  ingenios  Españoles:  porque  los  Extranjeros 
que  con  mucha  puntualidad  guardan  las  leyes  de  la  comedia,  nos  tienen 
por  bárbaros,  é  ignorantes,  viendo  los  absurdos,  y  disparates  de  las  que  ha- 
cemos. Y  no  sería  bastante  disculpa  desto  decir,  que  el  principal  intento 
que  las  repúblicas  bien  ordenadas  tienen,  permitiendo  que  se  hagan  pú- 
blicas comedias,  es  para  entretener  la  comunidad  con  alguna  honesta  re- 
creación, y  divertirla  á  veces  de  los  malos  humores  que  suele  engendrar  la 
ociosidad:  y  que  pues  éste  se  consigue  con  cualquier  comedia  buena,  ó 


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mala,  no  hay  para  qué  poner  leyes,  ni  estrechar  á  los  que  las  componen,  y 
representan,  á  que  las  hagan  como  debían  hacerse:  pues  como  he  dicho,  con 
■cualquiera  se  consigue  lo  que  con  ellas  se  pretende.  A  lo  cual  respondería 
yo,  que  este  fin  se  conseguiría  mucho  mejor  sin  comparación  alguna,  con 
las  comedias  buenas,  que  con  las  no  tales.  Porque  de  haber  oído  la  come- 
<lia  artificiosa,  y  bien  ordenada,  saldría  el  oyente  alegre  con  las  burlas:  en- 
señado con  las  veras:  admirado  de  los  sucesos:  discreto  con  las  razones: 
advertido  con  los  embustes:  sagaz  con  los  ejemplos:  airado  contra  el  vicio, 
y  enamorado  de  la  virtud:  que  todos  estos  afectos  ha  de  despertar  la  buena 
comedia  en  el  ánimo  del  que  la  escuchare,  por  rústico,  y  torpe  que  sea.  Y 
de  toda  imposibilidad  es  imposible  dejar  de  alegrar,  y  entretener,  satisfa- 
•cer,  y  contentar  la  comedia  que  todas  estas  partes  tuviere,  mucho  más  que 
aquella  que  pareciere  dellas:  como  por  la  mayor  parte  carecen  estas  que  de 
ordinario  ahora  se  representan.  Y  no  tienen  la  culpa  desto  los  Poetas  que 
las  componen,  porque  algunos  hay  dellos  que  conocen  muy  bien  en  lo  que 
yerran,  y  saben  extremadamente  lo  que  deben  hacer.  Pero  como  las  come- 
dias se  han  hecho  mercadería  vendible,  dicen,  y  dicen  verdad,  que  los  re- 
presentantes no  se  las  comprarían,  sino  fuesen  de  aquel  jaez:  y  así  el  Poe- 
ta, procura  acomodarse  con  lo  que  el  representante  que  le  ha  de  pagar  su 
obra,  le  pide.  Y  que  esto  sea  verdad,  véase  por  muchas  é  infinitas  come- 
dias, que  ha  compuesto  un  felicísimo  ingenio  destos  Reinos,  con  tanta 
gala,  con  tanto  donaire,  con  tan  elegante  verso,  con  tan  buenas  razones, 
con  tan  graves  sentencias,  y  finalmente  tan  llenas  de  elocuencia  y  alteza 
de  estilo,  que  tiene  lleno  el  mundo  de  su  fama.  Y  por  querer  acomodarse 
al  gusto  de  los  representantes,  no  han  llegado  todas,  como  han  llegado  al- 
gunas al  punto  de  la  perfección  que  requieren.  Otros  las  componen  tan  sin 
mirar  lo  que  hacen,  que  después  de  representadas  tienen  necesidad  los  re- 
citantes de  huirse,  y  ausentarse,  temerosos  de  ser  castigados,  como  lo  han 
sido  muchas  veces,  por  haber  representado  cosas  en  perjuicio  de  algunos 
Reyes  y  en  deshonra  de  algunos  linajes.  Y  todos  estos  inconvenientes  ce- 
sarían, y  aun  otros  muchos  más,  que  no  digo,  con  que  hubiese  en  la  Corte 
una  persona  inteligente,  y  discreta,  que  examinase  todas  las  comedias,  an- 
tes que  se  representasen:  no  sólo  aquellas  que  se  hiciesen  en  la  Corte,  sino 
todas  las  que  se  quisiesen  representar  en  España,  sin  la  cual  aprobación, 
sello,  y  firma,  ninguna  justicia  en  su  lugar  dejase  representar  comedia  al- 
guna: y  desta  manera  los  comediantes  tendrían  cuidado  de  enviar  las  co- 
medias á  la  Corte,  y  con  seguridad  podrían  representarlas:  y  aquellos  que 
las  componen,  mirarían  con  más  cuidado,  y  estudio  lo  que  hacían,  ternero- 


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808  de  haber  de  pasar  sus  obras  por  el  riguroso  examen  de  quien  lo  entien- 
de: y  desta  manera  ?e  harían  buenas  comedias,  y  se  conseguiría  felicísi- 
mamente  lo  que  en  ellas  se  pretende,  así  el  entretenimiento  del  pueblo, 
como  la  opinión  de  los  ingenios  de  España,  el  interés,  y  seguridad  de  los 
recitantes,  y  el  ahorro  del  cuidado  de  castigarlos.  Y  si  se  diese  cargo  á 
•tro,  ó  á  este  mismo  que  examinase  los  libros  de  caballerías,  que  de  nuevo 
se  compusiesen,  sin  duda  podrían  salir  algunos  con  la  perfección  que  vues- 
tra merced  ha  dicho,  enriqueciendo  nuestra  lengua  del  agradable,  y  precio- 
so tesoro  de  la  elocuencia,  dando  ocasión  que  los  libros  viejos  se  oscu- 
reciesen á  la  luz  de  los  nuevos  que  saliesen,  para  honesto  pasatiempo, 
no  solamente  los  ociosos,  sino  de  los  más  ocupados.  Pues  no  es  posible 
que  esté  continuo  el  arco  armado,  ni  la  condición,  y  flaqueza  humana 
se  pueda  sustentar  sin  alguna  lícita  recreación.  A  este  punto  de  su  co- 
loquio, llegaban  el  Canónigo,  y  el  Cura,  cuando  adelantándose  el  bar- 
bero llegó  á  ellos  y  dijo  al  Cura:  Aquí  señor  Licenciado  es  el  lugar  que 
yo  dije  que  era  bueno,  para  que  sesteando  nosotros,  tuviesen  los  bue- 
yes fresco,  y  abundoso  pasto:  Así  me  lo  parece  á  mí,  respondió  el  Cura: 
y  diciéndole  al  Canónigo  lo  que  pensaba  hacer,  él  también  quiso  que- 
darse con  ellos,  convidado  del  sitio  de  un  hermoso  valle  que  á  la  vista 
se  les  ofrecía:  y  así  por  gozar  del,  como  de  la  conversación  del  Cura,  de 
quien  ya  se  iba  aficionando:  y  por  saber  más  por  menudo  las  hazañas  de 
don  Quixote,  mandó  á  algunos  de  sus  criados  que  se  fuesen  á  la  venta,  que 
no  lejos  de  allí  estaba,  y  trajesen  della  lo  que  hubiese  de  comer,  para 
todos:  porque  él  determinaba  de  estarse  en  aquel  lugar  aquella  tarde. 
A  lo  cual  uno  de  sus  criados  respondió:  Que  la  acémila  del  repuesto,  que 
ya  debía  de  estar  en  la  venta  traía  recado  bastante,  para  no  obligar  á  to- 
mar de  la  venta  más  que  cebada.  Pues  así  es,  dijo  el  Canónigo,  llévense 
allá  todas  las  cabalgaduras,  y  haced  volver  la  acémila.  En  tanto  que  esto 
pasaba,  viendo  Sancho  que  podía  hablar  á  su  amo,  si  la  continua  asisten- 
cia del  Cura,  y  el  barbero,  que  tenía  por  sospechosos,  se  llegó  á  la  jaula, 
y  le  dijo:  Señor  para  descargo  de  mi  conciencia  le  quiero  decir  lo  que 
pasa  acerca  de  su  encantamiento,  y  es:  Que  aquestos  dos  que  vienei  aquí 
encubiertos  los  rostros,  son  el  Cura  de  nuestro  lugar,  y  el  barbero,  y  ima- 
gino han  dado  esta  traza  de  llevarle  desta  manera,  de  pura  envidia  que 
tienen  cómo  vuestra  merced  se  les  adelanta  en  hacer  famosos  hechos.  Pre- 
supuesta pues  esta  verdad,  sigúese,  que  no  va  encantado,  sino  embaído  y 
tonto.  Para  prueba  de  lo  cual  le  quiero  preguntar  una  cosa,  y  si  me  res- 
ponde, como  creo  que  me  ha  de  responder,  tocará  con  la  mano  este  enga- 


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ño,  y  verá  cómo  no  va  encantado,  sino  trastornado  el  juicio.  Pregunta  lo 
que  quisieres  hijo  Sancho,  respondió  don  Quixote,  que  yo  te  satisfaré,  y 
responderé  á  toda  tu  voluntad.  Y  en  lo  que  dices,  que  aquellos  que  allí 
van,  y  vienen  con  nosotros,  son  el  Cura,  y  el  barbero  nuestros  compatrio- 
tas y  conocidos,  bien  podrá  ser  que  parezca  que  son  ellos  mismos:  pero 
que  lo  sean  realmente  y  en  efecto,  eso  no  lo  creas  en  ninguna  manera.  Lo 
que  has  de  creer,  y  entender  es,  que  si  ellos  se  les  parecen,  como  dices, 
debe  de  ser  que  los  que  me  han  encantado  habrán  tomado  esa  apariencia, 
y  semejanza,  porque  es  fácil  á  los  encantadores  tomar  la  figura  que  se  les 
antoja,  y  habrán  tomado  las  destos  nuestros  amigos:  para  darte  á  ti  oca- 
sión de  que  pienses  lo  que  piensas,  y  ponerte  en  un  laberinto  de  imagina- 
ciones que  no  aciertes  á  salir  del,  aunque  tuvieses  la  soga  de  Teseo:  y  tana- 
bién  lo  habrán  hecho,  para  que  yo  vacile  en  mi  entendimiento,  y  no  sepa 
atinar  de  donde  viene  este  daño.  Porque  si  por  una  parte  tú  me  dices,  que 
me  acompañan  el  barbero,  y  el  Cura  de  nuestro  pueblo,  y  por  otra  yo  me 
veo  enjaulado,  y  sé  de  mi,  que  fuerzas  humanas,  como  no  fueran  sobrena- 
turales, no  fueran  bastantes  para  enjaularle:  qué  quieres  que  diga,  ó  pien- 
se, sino  que  la  manera  de  mi  encantamiento  excede  á  cuantas  yo  he  leido 
en  todas  las  historias  que  tratan  de  caballeros  andantes  que  han  sido  en- 
cantados. Así  que  bien  puedes  darte  paz,  y  sosiego  en  esto  de  creer  que 
son  los  que  dices:  porque  así  son  ellos  como  yo  soy  Turco.  Y  en  lo  que 
toca  á  querer  preguntarme  algo,  di,  que  yo  te  responderé,  aunque  me  pre- 
guntes de  aquí  á  mañana.  Válgame  nuestra  Señora,  respondió  Sancho, 
dando  una  gran  voz,  y  es  posible  que  sea  vuestra  merced  tan  duro  de  ce- 
rebro, y  tan  falto  de  meollo,  que  no  eche  de  ver  que  es  pura  verdad  la  que 
le  digo:  y  que  en  esta  su  prisión,  y  desgracia,  tiene  más  parte  la  malicia, 
que  el  encanto?  Pero  pues  así  es,  yo  le  quiero  probar  evidentemente  cómo 
no  va  encantado.  Sino  dígame,  así  Dios  le  saque  desta  tormenta,  y  así  se 
vea  en  los  brazos  de  mi  señora  Dulcinea,  cuando  menos  se  piense.  Acaba 
de  conjurarme,  dijo  don  Quixote,  y  pregunta  lo  que  quisieres,  que  ya  te  he 
dicho  que  te  responderé  con  toda  puntualidad.  Eso  pido  replicó  Sancho:  y 
lo  que  quiero  saber  es,  que  me  diga,  sin  añadir  ni  quitar  cosa  ninguna, 
sino  con  toda  verdad,  como  se  espera  que  la  han  de  decir,  y  la  dicen  todos 
aquellos  que  profesan  las  armas,  como  vuestra  merced  las  profesa  debajo 
de  título  de  caballeros  andantes?  Digo  que  no  mentiré  en  cosa  alguna, 
respondió  don  Quixote.  Acaba  ya  de  preguntar,  que  en  verdad  que  mo 
cansas  con  tantas  salvas,  plegarias,  y  prevenciones,  Sancho.  Digo  que  yo 
estoy  seguro  de  la  bondad,  y  verdad  de  mi  amo,  y  así,  porque  hace  al  caso 


—  494  — 

á  nuestro  cuento,  pregunto,  hablando  con  acatamiento:  Si  acaso  después 
que  vuestra  merced  va  enjaulado,  y  á  su  parecer  encantado  en  esta  jaula, 
le  ha  venido  gana,  y  voluntad  de  hacer  aguas,  mayores,  6  menores,  como 
suele  decirse:  No  entiendo  eso  de  hacer  aguas  Sancho,  aclárate  más,  si 
quieres  que  te  responda  derechamente.  Es  posible  que  no  entiende  vuestra 
merced  de  hacer  aguas  menores,  ó  mayores?  Pues  en  la  escuela  destetan 
á  los  muchachos  con  ello.  Pues  sepa,  que  quiero  decir.  Si  le  ha  venido 
gana  de  hacer  lo  que  no  se  escusa.  Ya,  ya  te  entiendo  Sancho:  y  muchas 
veces:  y  aun  ahora  la  tengo,  sácame  deste  peligro,  que  no  anda  todo  limpio. 


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CAPITULO   XLIX 

Donde  se  trata  del  discreto  coloquio  que  Sancho 
Panza  tuvo  con  su  señor  don  Quixote. 

Ah,  dijo  Sancho,  cogido  le  tengo:  esto  es  lo  que  yo  deseaba  saber  como 
al  alma,  y  como  á  la  vida.  Venga  acá  señor:  podría  negar  lo  que  común- 
mente suele  decirse  per  ahí,  cuando  una  persona  está  de  mala  voluntad: 
No  sé  qué  tiene  fulano,  que  ni  come,  ni  bebe,  ni  duerme,  ni  responde  á 
propósito  á  lo  que  le  preguntan,  que  no  parece  sino  que  está  encantado? 
De  donde  se  viene  á  sacar,  que  los  que  no  comen,  ni  beben,  ni  duermen, 
ni  hacen  las  obras  naturales  que  yo  digo,  estos  tales  están  encantados, 
pero  no  aquellos  que  tienen  la  gana  que  vuestra  merced  tiene,  y  que  bebe 
cuando  se  lo  dan,  y  come  cuando  lo  tiene,  y  responde  á  todo  aquello  que 
le  preguntan?  Verdad  dices,  Sancho,  respondió  don  Quixote:  pero  ya  te  he 
dicho  que  hay  muchas  maneras  de  encantamientos,  y  podrá  ser,  que  con 
el  tiempo  se  hubiesen  mudado  de  unos  en  otros:  y  que  ahora  se  use,  que 
los  encantados  hagan  todo  lo  que  yo  hago,  aunque  antes  no  lo  hacían.  De 
manera,  que  contra  el  uso  de  los  tiempos  no  hay  que  argüir,  ni  de  que 
hacer  consecuencias.  Yo  sé,  y  tengo  para  mí,  que  voy  encantado,  y  esto 
me  basta  para  la  seguridad  de  mi  conciencia,  que  la  formaría  muy  gran- 
de, si  yo  pensase  que  no  estaba  encantado,  y  me  dejase  estar  en  esta  jaula, 
perezoso,  y  cobarde,  defraudando  el  socorro  que  podría  dar  á  muchos  me- 
nesterosos, y  necesitados,  que  de  mi  ayuda  y  amparo  deben  tener  á  la  hora 
de  ahora  precisa  y  extrema  necesidad.  Pues  con  todo  eso,  replicó  Sancho, 
digo,  que  para  mayor  abundancia  y  satisfacción,  sería  bien  que  vuestra 
merced  probase  á  salir  desta  cárcel,  que  yo  me  obligo  con  todo  mi  poder 
á  facilitarlo,  y  aun  sacarle  della,  y  probase  de  nuevo  á  subir  sobre  su  buen 
Rocinante,  que  también  parece  que  va  encantado,  según  va  de  melancóli- 
co, y  triste.  Y  hecho  esto,  probásemos  otra  vez  la  suerte  de  buscar  más 
aventuras:  y  sino  nos  sucediese  bien,  tiempo  nos  queda  para  volvernos  á 
la  jaula:  en  la  cual  prometo  á  ley  de  buen,  y  leal  escudero  de  encerrarme 
juntamente  con  vuestra  merced,  si  acaso  fuere  vuestra  merced  tan  desdi- 
chado, ó  yo  tan  simple,  que  no  acierte  á  salir  con  lo  que  digo.  Yo  soy 
contento  de  hacer  lo  que  dices,  Sancho  hermano,  replicó  don  Quixote:  y 


—  496  — 

cuando  tú  veas  coyuntura  de  poner  en  obra  mi  libertad,  yo  te  obedeceré 
en  todo  y  por  todo:  pero  tú,  Sancho  verás  cómo  te  engañas  en  el  conoci- 
miento de  rai  desgracia.  En  estas  pláticas  se  entretuvieron  el  caballero 
andante,  y  el  mal  andante  escudero,  hasta  que  llegaron,  dondü  ya  apeados 
los  aguardaban  el  Cura,  el  Canónigo,  y  el  barbero.  Desunció  luego  loa 
bueyes  de  la  carreta  el  boyero,  y  dejólos  andar  á  sus  anchuras  por  aquel 
verde,  y  apacible  sitio,  cuya  frescura  convidaba  á  quererla  gozar,  no  á  las 
personas  tan  encantadas  como  don  Quixote,  sino  á  los  tan  advertidos,  y 
discretos  como  su  escudero:  el  cual  rogó  al  Cura,  que  permitiese  que  su 
señor  saliese  por  un  rato  de  la  jaula:  porque  sino  le  dejaban  salir,  no  iría 
tan  limpia  aquella  prisión,  como  requería  la  decencia  de  un  tal  caballero 
como  su  amo.  Entendióle  el  Cura,  y  dijo,  que  de  muy  gana  haría  lo  que 
le  pedía,  sino  temiera,  que  en  viéndose  su  señor  en  libertad,  había  de  ha- 
cer de  las  suyas,  y  irse  donde  jamás  gentes  le  viesen.  Yo  le  fío  de  la  fuga, 
respondió  Sancho:  Y  yo  y  todo,  dijo  el  Canónigo:  y  más  si  él  me  da  U 
palabra  como  caballero,  de  no  apartarse  de  nosotros,  hasta  que  sea  nuee- 
tra  voluntad.  Sí  doy,  respondió  don  Quixote,  que  todo  lo  estaba  escuchan- 
do, cuanto  más,  que  él  está  encantado  como  yo,  no  tiene  libertad  para  ha- 
cer de  su  persona  lo  que  quisiere:  porque  el  que  le  encantó  le  puede  hacer, 
que  no  se  mueva  de  un  lugar  en  tres  siglos:  y  si  hubiere  huido,  le  hará 
volver  en  volandas:  y  que  pues  esto  será  así,  bien  podían  soltarle,  y  más 
siendo  tan  en  provecho  de  todos:  y  del  no  soltarle  les  protestaba  que  no 
podía  dejar  de  fatigarles  el  olfato,  si  de  allí  no  se  desviaban.  Tomóle  la 
mano  el  Canónigo,  aunque  las  tenía  atadas,  y  debajo  de  su  buena  fe,  y  pa- 
labra, le  desenjaularon,  de  que  él  se  alegró  infinito,  y  en  grande  manera 
de  verse  fuera  de  la  jaula.  Y  lo  primero  que  hizo,  fué,  estirarse  todo  el 
cuerpo,  y  luego  se  fué  donde  estaba  Kocinaute,  y  dándole  dos  palmadas  en 
las  ancas,  dijo:  Aún  espero  en  Dios,  y  en  su  bendita  Madre,  flor,  y  espejo 
de  los  caballos,  que  presto  nos  hemos  de  ver  los  dos  cual  deseamos:  tú 
con  tu  señor  acuestas,  y  yo  encima  de  tí,  ejercitando  el  oficio  para  que 
Dios  me  e«hó  al  mundo.  Y  diciendo  esto  don  Quixote,  se  apartó  con  San- 
cho en  remota  parte,  de  donde  vino  más  aliviado,  y  con  más  deseos  de 
poner  en  obra  lo  que  su  escudero  ordenase.  Mirábalo  el  Canónigo,  y  admi- 
rábase de  ver  la  eitrafieza  de  su  grande  locura,  y  de  que  en  cuanto  habla- 
ba, y  respondía,  mostraba  tener  bonísimo  entendimiento,  solamente  venía 
á  perder  los  estribos,  como  otras  veces  se  ha  dicho,  en  tratándole  de  caba- 
llerías: y  así  movido  de  compasión,  después  de  haberse  sentado  todos  en 
ia  verde  yerba,  para  esperar  el  repuesto  del  Canónigo,  le  dijo:  Es  posible 


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señor  hidalgo,  que  haya  podido  tanto  con  vuestra  merced  la  amarga,  y 
ociosa  lectura  de  los  libros  de  caballerías,  que  le  hayan  vuelto  el  juicio  de 
modo,  que  venga  á  creer  que  va  encantado,  con  otras  cosas  deste  jaez,  tan 
lejos  de  ser  verdaderas,  como  lo  está  la  misma  mentira  de  la  verdad? 
Y  cómo  es  posible  que  haya  entendimiento  humano,  que  se  dé  á  entender 
que  ha  habido  en  el  mundo  aquella  infinidad  de  Amadises,  y  aquella  tur- 
bamulta de  tanto  famoso  caballero,  tanto  Emperador  de  Trapisonda,  tanto 
Felixmarte  de  Hircania,  tanto  palafrén,  tanta  doncella  andante,  tantas  sier- 
pes, tantos  endriagos,  tantos  Gigantes,  tantas  inauditas  aventuras,  tanto  gé- 
nero de  encantamiento,  tantas  batallas,  tantos  desaforados  encuentros,  tanta 
bizarría  de  trajes,  tantas  Princesas  enamoradas,  tantos  escuderos  Condes, 
tantos  enanos  graciosos,  tanto  billete,  tanto  requiebro,  tantas  mujeres 
valientes:  y  finalmente,  tantos  y  tan  disparatadas  cosas  como  los  libros 
de  caballerías  contienen?  De  mí  sé  decir,  que  cuando  los  leo,  en  tan- 
to que  no  pongo  la  imaginación  en  pensar,  que  son  todos  mentira,  y 
liviandad,  me  dan  algún  contento:  pero  cuando  caigo  en  la  cuenta  de  lo 
que  son,  doy  con  el  mejor  dellos  en  la  pared:  y  aun  diera  con  él  en 
el  fuego,  si  cerca,  ó  presente  le  tuviera,  bien  como  á  merecedores  de 
tal  pena,  por  ser  falsos,  y  embusteros,  y  fuera  del  trato  que  pide  la 
común  naturaleza,  y  como  á  inventores  de  nuevas  sectas,  y  de  nuevo 
modo  de  vida:  y  como  á  quien  da  ocasión  que  el  vulgo  ignorante  venga  á 
creer,  y  tener  por  verdaderas,  tantas  necedades  como  contienen.  Y  aún 
tienen  tanto  atrevimiento,  que  se  atreven  á  turbar  los  ingenios  de 
los  discretos,  y  bien  nacidos  hidalgos,  como  se  echa  bien  de  ver  por  lo  que 
con  vuestra  merced  han  hecho,  pues  le  han  traído  á  términos,  que  sea  for- 
zoso encerrarle  en  una  jaula,  y  traerle  sobre  un  carro  de  bueyes,  como 
quien  trae  ó  lleva  algún  león,  ó  algún  tigre,  de  lugar  en  lugar,  para  ganar 
con  él,  dejando  que  le  vean.  Ea  señor  don  Quixote,  duélase  de  sí  mismo, 
redúzcase  al  gremio  de  la  discreción,  y  sepa  usar  de  la  mucha  que  el  cielo 
fué  servido  de  darle,  empleando  el  felicísimo  talento  de  su  ingenio  en  otra 
lectura,  que  redunde  en  aprovechamiento  de  su  conciencia,  y  en  aumento 
de  su  honra.  Y  si  todavía,  llegado  de  su  natural  inclinación,  quisiere  leer 
libros  de  hazañas,  y  de  caballerías,  lea  en  la  sacra  Escritura  el  de  los  Jue- 
ces, que  allí  hallará  verdades  grandiosas,  y  hechos  tan  verdaderos  como 
valientes,  ün  Viriato  tuvo  Lusitania,  un  César  Roma,  un  Aníbal  Cartago, 
un  Alejandro  Grecia,  un  Conde  Fernán  González  Castilla,  un  Cid  Valen- 
cia, un  Gonzalo  Fernández  Andalucía,  un  Diego  García  de  Paredes  Extre- 
madura, un  Garcí  Pérez  de  Vargas  Jerez,  un  Garcí  Laso  Toledo,  un  don 


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Manuel  de  León  Sevilla,  cuya  lección  de  sus  valerosos  hechos,  puede  en- 
tretener, enseñar,  deleitar,  y  admirar  á  los  más  altos  ingenios  que  los  le- 
yeren. Esta  sí  será  lectura  digna  del  buen  entendimiento  de  vuestra  mer- 
ced, señor  don  Quixote  mío,  de  la  cual  saldrá  erudito  en  la  historia, 
enamorado  de  la  virtud,  enseñado  en  la  bondad,  mejorado  en  las  costum- 
bres, valiente  sin  temeridad,  osado  sin  cobardía:  y  todo  esto  para  honra  de 
Dios,  provecho  suyo,  y  fama  de  la  Mancha,  do  según  he  sabido,  trae  vues- 
tra merced  su  principio,  y  origen.  Atentísimamente  estuvo  don  Quiíote 
escuchando  las  razones  del  Canónigo,  y  cuando  vio  que  ya  había  puesto  fin 
á  ellas:  después  de  haberle  estado  un  buen  espacio  mirando,  le  dijo:  Paré- 
cerne  señor  hidalgo,  que  la  plática  de  vuestra  merced  se  ha  encaminado  á 
querer  darme  á  entender,  que  no  ha  habido  caballeros  andantes  en  el  mun- 
do, y  que  todos  los  libros  de  caballerías  son  falsos,  mentirosos,  dañadores, 
é  inútiles  para  la  república,  y  que  yo  he  hecho  mal  en  leerlos,  y  peor  en 
creerlos,  y  más  mal  en  imitarlos,  habiéndome  puesto  á  seguir  la  durísima 
profesión  de  la  caballería  andante,  que  ellos  enseñan,  negándome  que  no 
ha  habido  en  el  mundo  Amadises,  ni  de  Gaula,  ni  de  Grecia,  ni  todos  los 
otros  caballeros  de  que  las  escrituras  están  llenas?  Todo  es  al  pie  de  la 
letra,  como  vuestra  merced  lo  va  relatando,  dijo  á  esta  sazón  el  Canónigo. 
A  lo  cual  respondió  don  Quixote:  Añadió  también  vuestra  merced,  dicien- 
do, que  me  habían  hecho  mucho  daño  tales  libros,  pues  me  habían  vuelto 
el  juicio,  y  puéstome  en  una  jaula,  y  que  me  sería  mejor  hacer  la  enmien- 
da, y  mudar  de  lectura,  leyendo  otros  más  verdaderos,  y  que  mejor  delei- 
tan, y  enseñan.  Así  es,  dijo  el  Canónigo.  Pues  yo,  replicó  don  Quixote, 
hallo  por  mi  cuenta,  que  el  sin  juicio,  y  el  encantado,  es  vuestra  merced, 
pues  se  ha  puesto  á  decir  tantas  blasfemias  contra  una  cosa  tan  recibida 
en  el  mundo,  y  tenida  por  tan  verdadera,  que  el  que  la  negase,  como  vues- 
tra merced  la  niega,  merecía  la  misma  pena,  que  vuestra  merced  dice  que 
da  á  los  libros,  cuando  los  lee,  y  le  enfadan.  Porque  querer  dar  á  entender 
á  nadie,  que  Amadís  no  fué  en  el  mundo,  ni  todos  los  otros  caballeros 
aventureros,  de  que  están  colmadas  las  historias,  será  querer  persuadir, 
que  el  Sol  no  alumbra,  ni  el  hielo  enfría,  ni  la  tierra  sustenta:  porque  qué 
ingenio  puede  haber  en  el  mundo,  que  pueda  persuadir  á  otro,  que  no  fué 
verdad  lo  de  la  Infanta  Floripes,  y  Güy  de  Borgoña:  y  lo  de  Fierabrás,  con 
la  puente  de  Mantible,  que  sucedió  en  el  tiempo  de  Cario  Magno,  que  voto 
á  tal,  que  es  tanta  verdad,  como  es  ahora  de  día?  Y  si  es  mentira  también 
lo  debe  de  ser,  que  no  hubo  Héctor,  ni  Aquiles,  ni  la  guerra  de  Troya,  ni 
los  doce  Pares  de  Francia,  ni  el  Rey  Artús  de  Inglaterra,  que  anda  hasta 


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ahora  convertido  en  cuervo,  y  le  esperan  en  su  Reino  por  momentos.  Y 
también  se  atreverán  á  decir,  que  es  mentirosa  la  historia  de  Guarino  Mez- 
quino, la  de  la  demanda  del  santo  Grial,  y  que  son  apócrifos  los  amores 
de  don  Tristán,  y  la  Eeina  Iseo,  como  los  de  Ginebra,  y  Lanzarote,  ha- 
biendo personas  que  casi  se  acuerdan  de  haber  visto  á  la  dueña  Quitañona, 
que  fué  la  mejor  escanciadora  de  vino  que  tuvo  la  gran  Bretaña:  y  es  esto 
tan  asi,  que  me  acuerdo  yo  que  me  decía  una  mi  abuela,  de  parte  de  mi 
padre,  cuando  veía  alguna  dueña  con  tocas  reverendas:  Aquella,  nieto,  se 
parece  á  la  dueña  Quintañona,  de  donde  argullo  yo,  que  la  debió  de  conocer 
ella,  ó  por  lo  menos,  debió  de  alcanzar  á  ver  algún  retrato  suyo.  Pues  quién 
podrá  negar,  no  ser  verdadera  la  historia  de  Fierres,  y  la  linda  Magalona, 
pues  aun  hasta  hoy  día  se  ven  en  la  armería  de  los  Eeyes,  la  clavija  con 
que  volvía  el  caballo  de  madera,  sobre  quien  iba  el  valiente  Fierres  por  los 
aires,  que  es  un  poco  mayor  que  un  timón  de  carreta:  y  junto  á  la  clavija, 
está  la  silla  de  Babieca.  Y  en  Roncesvalles  está  el  cuerno  de  Roldan,  tama- 
fio  como  una  grande  viga:  de  donde  se  infiere,  que  hubo  doce  Fares,  que 
hubo  Fierres,  que  hubo  Cides,  y  otros  caballeros  semejantes,  destos  que 
dicen  las  gentes,  que  á  sus  aventuras  van.  Si  no  dígame  también,  que  no 
es  verdad  que  fué  caballero  andante  el  valiente  Lusitano  Juan  de  Merlo, 
que  fué  á  Borgoña,  y  se  combatió  en  la  Ciudad  de  Ras,  con  el  famoso  se- 
ñor de  Charní,  llamado  Mosén  Fierres,  y  después  en  la  Ciudad  de  Basilea 
con  Mosén  Enrique  de  Remestán,  saliendo  de  entrambas  empresas  vence- 
dor, y  lleno  de  honrosa  fama.  Y  las  aventuras,  y  desafios,  que  también  aca- 
baron en  Borgoña  los  valientes  Españoles,  Fedro  Barba,  y  Gutiérrez  Qui- 
jada (de  cuya  alcurnia  yo  desciendo  por  línea  recta  de  varón)  venciendo  á 
los  hijos  del  Conde  de  San  Folo.  Niegúenme  asimismo  que  no  fué  á  bus- 
car las  aventuras  á  Alemania  don  Fernando  de  Guevara,  donde  se  comba- 
tió con  Micer  Jorge,  caballero  de  la  casa  del  Duque  de  Austria.  Digan  que 
fueron  burla  las  justas  de  Suero  de  Quiñones,  del  paso:  las  empresas  de 
Mosén  Luis  de  Falces,  contra  don  Gonzalo  de  Guzmán,  caballero  Castella- 
no, con  otras  muchas  hazañas  hechas  por  caballeros  Cristianos,  destos,  y 
de  los  Reinos  extranjeros,  tan  auténticas  y  verdaderas,  que  torno  á  decir, 
que  el  que  las  negase,  carecería  de  toda  razón,  y  buen  discurso.  Admirado 
quedó  el  Canónigo,  de  oir  la  mezcla  que  don  Quixote  hacía,  de  verdades, 
y  mentiras,  y  de  ver  la  noticia  que  tenía  de  todas  aquellas  cosas,  tocantes, 
y  concernientes  á  los  hechos  de  su  andante  caballería,  y  así  le  respondió: 
No  puedo  yo  negar  señor  don  Quixote,  que  no  sea  verdad  algo  de  lo  que 
vuestra  merced  ha  dicho,  especialmente  en  lo  que  toca  á  los  caballeros  an- 


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danteg  Españoles:  y  asimismo  quiero  conceder,  que  hubo  doce  Pares  de 
Francia,  pero  no  quiero  creer,  que  hicieron  todas  aquellas  cosas  que  el  Ar- 
zobispo Turpín,  dellos  escribe:  porque  la  verdad  dello  es,  que  fueron  caba- 
lleros escogidos  por  los  Reyes  de  Francia,  á  quien  llamaron  Pares,  por  ser 
todos  iguales  en  valor,  en  calidad,  y  en  valentía,  á  lo  menes  sino  lo  eran, 
era  razón  que  lo  fuesen,  y  era  como  una  religión  de  las  que  ahora  se  usan, 
de  Santiago,  ó  de  Calatrava,  que  se  presupone  que  los  que  la  profesan,  han 
de  ser,  ó  deben  ser  caballeros  valerosos,  valientes,  y  bien  nacidos:  y  como 
ahora  dicen  caballero  de  San  Juan,  ó  de  Alcántara,  decían  en  aquel  tiem- 
po: Caballero  de  los  doce  Pares,  porque  no  fueron  doce  iguales  los  que 
para  esta  religión  militar  se  escogieron.  En  lo  de  que  hubo  Cid,  no  hay 
duda,  ni  menos  Bernardo  del  Carpió,  pero  de  que  hicieron  las  hazañas  que 
dicen,  creo  que  la  hay  muy  grande.  En  lo  otro  de  la  clavija,  que  vuestra 
merced  dice  del  Conde  Fierres,  y  que  está  junto  á  la  silla  de  Babieca  en 
la  armería  de  los  Reyes,  confieso  mi  pecado,  que  soy  tan  ignorante,  ó  tan 
corto  de  vista,  que  aunque  he  visto  la  silla,  no  he  echado  de  ver  la  clavija 
y  más  siendo  tan  grande  como  vuestra  merced  ha  dicho.  Pues  allí  está  sin 
duda  alguna,  replicó  don  Quixote,  y  por  más  señas  dicen  que  está  metida 
en  una  funda  de  vaqueta,  porque  no  se  tome  de  moho.  Tod©  pueder  ser, 
respondió  el  Canónigo,  pero  por  las  órdenes  que  recibí,  que  no  me  acuerdo 
haberla  visto:  mas  puesto  que  conceda  que  está  allí,  no  por  eso  me  obligo 
á  creer  las  historias  de  tantos  Amadises,  ni  las  de  tanta  turbamulta  de  ca- 
balleros como  por  ahí  nos  cuentan:  ni  es  razón,  que  un  hombre  como  vues- 
tra merced,  tan  honrado,  y  de  tan  buenas  partes,  y  dotado  de  tan  buen  en- 
tendimiento, se  dé  á  entender,  que  son  verdaderas  tantas,  y  tan  extrañas 
locuras,  como  las  que  están  escritas  en  los  disparatados  libros  de  caba- 
llerías. 


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CAPITULO  L 

De  las  discretas  altercaciones  que  don  Quixote, 
y  el  Canónigo  tuvieron,  con  otros  sucesos. 

Bueno  está  eso,  respondió  don  Quixote,  los  libros  que  están  impresos 
con  licencia  de  los  Reyes,  y  con  aprobación  de  aquellos  á  quien  se  remi- 
tieron, y  que  con  gusto  general  son  leídos,  y  celebrados  de  los  grandes  y 
de  los  chicos:  de  los  pobres,  y  de  los  ricos:  de  los  letrados,  é  ignorantes: 
de  los  plebeyos,  y  caballeros:  finalmente,  de  todo  género  de  personas  de 
cualquier  estado  y  condición,  que  sean,  habían  de  ser  mentira,  y  más  lle- 
vando tanta  apariencia  de  verdad,  pues  nos  cuentan  el  padre,  la  madre,  la 
patria,  los  parientes,  la  edad,  el  lugar,  y  las  hazañas,  punto  por  punto,  y 
día  por  día,  que  el  tal  caballero  hizo,  ó  caballeros  hicieron.  Calle  vuestra 
merced,  no  diga  tal  blasfemia,  y  créame,  que  le  aconsejo  en  esto  lo  que 
debe  de  hacer,  como  discreto,  sino  léalos,  y  verá  el  gusto  que  recibe  de  su 
leyenda.  Sino  dígame,  hay  mayor  contento,  que  ver,  como  si  dijésemos» 
aquí  ahora  se  muestra  delante  de  nosotros  un  gran  lago  de  pez,  hirviendo 
á  borbollones,  y  que  andan  nadando,  y  cruzando  por  él  muchas  serpientes, 
culebras  y  lagartos,  y  otros  muchos  géneros  de  animales  feroces,  y  espan- 
tables, y  que  del  medio  del  lago  sale  una  voz  tristísima,  que  dice:  Tú  ca- 
ballero, quienquiera  que  seas,  que  el  temeroso  lago  estás  mirando,  si  quie- 
res alcanzar  el  bien  que  debajo  destas  negras  aguas  se  encubre,  muestra  el 
valor  de  tu  fuerte  pecho,  y  arrójate  en  mitad  de  su  negro  y  encendido 
licor,  porque  si  así  no  lo  haces,  no  serás  digno  de  ver  las  altas  maravillas 
que  en  sí  encierran,  y  contienen  los  siete  castillos  de  las  siete  Fadas,  que 
debajo  desta  negrura  yacen:  y  que  apenas  el  caballero  no  ha  acabado  de 
oir  la  voz  temerosa,  cuando  sin  entrar  más  en  cuentas  consigo,  sin  ponerse 
á  considerar  el  peligro  á  que  se  pone,  y  aun  sin  despojarse  de  la  pesadum- 
bre de  sus  fuertes  armas,  encomendándose  á  Dios,  y  á  su  señora,  se  arroja 
en  mitad  del  bullente  lago:  y  cuando  no  se  cata,  ni  sabe  dónde  ha  de  parar, 
se  halla  entre  unos  floridos  campos,  con  quien  los  Elíseos  no  tienen  que 
ver  en  ninguna  cosa.  Allí  le  parece,  que  el  cielo  es  más  transparente,  y 
que  el  Sol  luce  con  claridad  más  nueva.  Ofrécesele  á  los  ojos  una  apacible 
floresta  de  tan  verdes,  y  frondosos  árboles  compuesta,  que  alegra  á  la  vista 


—   502   — 

8U  verdura,  y  entretiene  los  oídos  el  dulce,  y  no  aprendido  canto  de  los 
pequeños,  infinitos,  y  pintados  pajarillos,  que  por  los  intrincados  ramos 
van  cruzando.  Aquí  descubre  un  arroyuelo,  cuyas  frescas  aguas,  que  líqui- 
dos cristalen  parecen,  corren  sobre  menudas  arenas,  y  blancas  pedrezuelas, 
que  oro  cernido,  y  puras  perlas  semejan.  Acullá  ve  una  artificiosa  fuente 
de  jaspe  variado,  y  de  liso  mármol  compuesta.  Acá  ve  otra  á  lo  brutesco 
ordenada,  adonde  las  menudas  conchas  de  las  almejas,  con  las  torcidas 
casas,  blancas,  y  amarillas  del  caracol,  puestas  con  orden  desordenado, 
mezclados  entre  ellas  pedazos  de  cristal  luciente,  y  de  contrahechas  esme- 
raldas, hacen  una  variada  labor,  de  manera,  que  el  arte  imitando  á  la  na- 
turaleza, parece  que  allí  la  vence.  Acullá  de  improviso,  se  le  descubre  un 
fuerte  castillo,  ó  vistoso  alcázar,  cuyas  murallas  son  de  macizo  oro,  las 
almenas  de  diamantes,  las  puertas  de  jacintos:  finalmente,  él  es  de  tan 
admirable  compostura,  que  con  ser  la  materia  de  que  está  formado,  no 
menos  que  de  diamantes,  de  carbuncos,  de  rubíes,  de  perlas,  de  oro,  y  de 
esmeraldas,  es  de  más  estimación  su  hechura?  Y  hay  más  que  ver  después 
de  haber  visto  esto,  que  ver  salir  por  la  puerta  del  castillo  un  buen  núme- 
ro de  doncellas,  cuyos  galanos  y  vistosos  trajes,  si  yo  me  pusiese  ahora  á 
decirlos,  como  las  historias  nos  los  cuentan,  sería  nunca  acabar?  y  tomar 
luego  la  que  parecía  principal  de  todas,  por  la  mano  al  atrevido  caballero, 
que  se  arrojó  en  ^1  ferviente  lago,  y  llevarle,  sin  hablarle  palabra,  dentro 
del  rico  alcázar,  ó  castillo,  y  hacerle  desnudar,  como  su  madre  le  parió,  y 
bañarle  con  templadas  aguas,  y  luego  untarle  todo  con  olorosos  ungüentos, 
y  vestirle  una  camisa  de  cendal  delgadísimo,  toda  olorosa,  y  perfumada:  y 
acudir  doncella,  y  echarle  un  mantón  sobre  los  hombros,  que  otra  por  lo 
menos,  dicen  que  suele  valer  una  ciudad,  y  aún  más?  Qué  es  ver  pues, 
cuando  nos  cuentan  que  tras  todo  esto  le  llevan  á  otra  sala,  donde  halla 
puestas  las  mesas,  con  tanto  concierto,  que  queda  suspenso,  y  admirado? 
Qué  el  verle  echar  agua  á  manos,  toda  de  ámbar,  y  de  olorosas  flores  des- 
tilada? Qué  el  hacerle  sentar  sobre  una  silla  de  marfil?  Qué  verle  servir 
todas  las  doncellas,  guardando  un  maravilloso  silencio?  Qué  el  traerle  tan- 
ta diferencia  de  manjares,  tan  sabrosamente  guisados,  que  no  sabe  el  ape- 
tito á  cuál  deba  de  alargar  la  mano?  Cuál  será  oír  la  música  que  en  tanto 
que  come  suena,  sin  saberse  quién  la  canta,  ni  adonde  suena?  Y  después 
de  la  comida  acabada,  y  las  mesas  alzadas,  quedarse  el  caballero  recostad© 
sobre  la  silla,  y  quizá  mondándose  los  dientes,  como  es  costumbre,  entrar 
á  deshora  por  la  puerta  de  la  sala  otra  mucho  más  hermosa  doncella,  que 
ninguna  de  las  primeras,  y  sentarse  al  lado  del  caballero,  y  comenzar  á 


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darle  cuenta,  de  qué  castillo  es  aquél,  y  de  cómo  ella  está  encantada  en  él, 
con  otras  cosas,  que  suspenden  al  caballero,  y  admiran  á  los  leyentes  que 
van  leyendo  su  historia?  No  quiero  alargarme  más  en  esto,  pues  dello  se 
puede  colegir,  que  cualquiera  parte  que  se  lea,  de  cualquiera  historia  de 
caballero  andante,  ha  de  causar  gusto,  y  maravilla  á  cualquiera  que  la  le- 
yere. Y  vuestra  merced  créame,  y  cemo  otra  vez  le  he  dicho,  lea  estos 
libros,  y  verá  cómo  le  destierran  la  melancolía  que  tuviere,  y  le  mejoran 
la  condición,  si  acaso  la  tiene  mala.  De  mí  sé  decir,  que  después  que  soy 
caballero  andante,  soy  valiente,  comedido,  liberal,  bien  criado,  generoso, 
cortés,  atrevido,  blando,  paciente,  sufridor  de  trabajos,  de  prisiones,  de 
encantos:  y  aunque  ha  tampoco  que  me  vi  encerrado  en  una  jaula  como 
loco,  pienso  por  el  valor  de  mi  brazo,  favoreciéndome  el  cielo,  y  no  sién- 
dome contraria  la  fortuna,  en  pocos  días  verme  Rey  de  algún  Reino,  adon- 
de pueda  mostrar  el  agradecimiento,  y  liberalidad  que  mi  pecho  encierra: 
que  mía  fe,  señor,  el  pobre  está  inhabilitado  de  poder  mostrar  la  virtud  de 
la  liberalidad  con  ninguno,  aunque  en  sumo  grado  la  posea:  y  el  agrade- 
cimiento, que  sólo  consiste  en  el  deseo,  es  cosa  muerta,  como  es  muerta  la 
íe  sin  obras.  Por  esto  querría  que  la  fortuna  me  ofreciese  presto  alguna 
ocasión,  donde  me  hiciese  Emperador,  por  mostrar  mi  pecho,  haciendo 
bien  á  mis  amigos,  especialmente  á  este  pobre  de  Sancho  Panza,  mi  escu- 
dero, que  es  el  mejor  hombre  del  mundo,  y  querría  darle  un  Condado,  que 
le  tengo  muchos  días  ha  prometido,  sino  que  temo,  que  no  ha  de  tener 
habilidad  para  gobernar  su  estado.  Casi  estas  últimas  palbras  oyó  Sancho 
á  su  amo,  á  quien  dijo:  Trabaje  V.  m.  señor  don  Quixote,  en  darme  ese 
Condado,  tan  prometido  de  V.  m.  como  de  mí  esperado,  que  yo  le  prome- 
to, que  no  me  faite  á  mí  habilidad  para  gobernarle:  y  caando  me  faltare, 
yo  he  oído  decir,  que  hay  hombres  en  el  mundo,  que  toman  en  arrenda- 
miento los  estados  de  los  señores,  y  les  dan  un  tanto  cada  año,  y  ellos  se 
tienen  cuidado  del  gobierno,  y  el  señor  se  está  á  pierna  tendida,  gozando 
de  la  renta  que  le  dan,  sin  curarse  de  otra  cosa:  y  así  haré  yo,  y  no  repa- 
raré en  tanto  más  cuanto,  sino  que  luego  me  desistiré  de  todo,  y  me  go- 
zaré mi  renta,  como  un  Duque,  y  allá  se  lo  hayan.  Eso  hermano  Sancho, 
dijo  el  Canónigo,  entiéndese  en  cuanto  al  gozar  la  renta,  empero  al  admi- 
nistrar justicia,  ha  de  entender  el  señor  del  estado,  y  aquí  entra  la  habili- 
dad, y  buen  juicio,  y  principalmente  la  buena  intención  de  acertar,  que  si 
ésta  falta  en  los  principios,  siempre  irán  errados  los  medios,  y  los  fines:  y 
así  suele  Dios  ayudar  al  buen  deseo  del  simple,  como  desfavorecer  al  malo, 
del  discreto.  No  sé  esas  filosofías,  respondió  Sancho  Panza,  mas  sólo  sé 


—  504  - 

que  tan  presto  tuyiese  yo  el  Condado,  como  sabría  regirle,  que  tanta  alma 
tengo  yo  como  otro,  y  tanto  cuerpo  como  el  que  más,  y  tan  Key  sería  yo 
de  mi  estado  como  cada  uno  del  suyo:  y  siéndolo,  haría  lo  que  quisiese:  y 
haciendo  lo  que  quisiese,  haría  mi  gusto:  y  haciendo  mi  gusto,  estaría  con- 
tento: y  en  estando  uno  contento,  no  tiene  más  que  desear:  y  no  teniendo 
más  que  desear,  acabóse,  y  el  estado  venga,  y  adiós,  y  veámonos,  como 
dijo  un  ciego  á  otro.  A  lo  cual  respondió  don  Quiíote:  No  son  malas  filo- 
sofías esas,  como  tú  dices,  Sancho,  pero  con  todo  eso  hay  mucho  que  decir 
sobre  esta  materia  de  Condados.  Yo  no  sé  qué  haya  que  decir,  sólo  me 
guío  por  muchos,  y  diversos  ejemplos  que  podría  traer  á  este  propósito  de 
caballeros  de  mi  profesión,  que  correspondiendo  á  los  leales,  y  señalados 
servicios  que  de  sus  escuderos  habían  recibido,  les  hicieron  notables  mer- 
cedes, haciéndoles  señores  absolutos  de  ciudades,  y  ínsulas:  y  cuál  hubo 
que  llegaron  sus  merecimientos  á  tanto  grado,  que  tuvo  humos  de  hacerse 
Key.  Pero  para  qué  gasto  tiempo  en  esto  ofreciéndome  un  tan  insigne 
ejemplo  el  grande,  y  nunca  bien  alabado  Amadís  de  Gaula,  que  hizo  á  su 
escudero  Conde  de  la  ínsula  Firme,  y  así  puedo  yo  sin  escrúpulo  de  con- 
ciencia, hacer  Conde  á  Sancho  Panza  que  es  uno  de  los  mejores  escuderos 
que  caballero  andante  ha  tenido.  Admirado  quedó  el  Canónigo,  de  los  con- 
certados disparates  (si  disparates  sufren  concierto)  que  don  Quiíote  había 
dicho,  y  del  modo  con  que  había  pintado  la  aventura  del  caballero  del 
Lago  de  la  impresión  que  en  él  habían  hecho  las  pensadas  mentiras  de  los 
libros  que  había  leído:  y  finalmente  le  admiraba  la  necedad  de  Sancho, 
que  con  tanto  ahinco  deseaba  alcanzar  el  Condado  que  su  amo  le  había 
prometido.  Ya  en  esto  volvían  los  criados  del  Canónigo,  que  á  la  venta 
habían  ido  por  la  acémila  del  repuesto,  y  haciendo  mesa  de  una  alfombra 
y  de  la  verde  yerba  del  prado,  á  la  sombra  de  unos  árboles  se  sentaron,  y 
comieron  allí,  porque  el  boyero  no  perdiese  la  comodidad  de  aquel  sitio, 
como  queda  dicho.  Y  estando  comiendo,  á  deshora  oyeron  un  recio  estruen- 
do, y  un  son  de  esquila,  que  por  entre  unas  zarzas,  y  espesas  matas  que 
allí  junto  estaban,  sonaba,  y  al  mismo  instante  vieron  salir  de  entre  aque- 
llas malezas,  una  hermosa  cabra,  toda  la  piel  manchada  de  negro,  blanco, 
y  pardo.  Tras  ella  venía  un  cabrero  dándole  voces,  y  diciéndole  palabras  á 
su  uso,  para  que  se  detuviese,  ó  al  rebaño  volviese.  La  fugitiva  cabra  te- 
merosa, y  despavorida,  se  vino  á  la  gente,  como  á  favorecerse  della,  y  allí 
se  detuvo:  Llegó  el  cabrero,  y  asiéndola  de  los  cuernos,  como  si  fuera  capaz 
de  discurso,  y  entendimiento,  le  dijo:  Ah  cerrera,  cerrera,  manchada,  man- 
chada, y  cómo  andáis  vos  estos  días  de  pie  cojo?  qué  lobos  os  espantan?  Hija 


-  505  - 

no  rae  diréis  qué  es  esto,  hermosa?  Mas  qué  puede  ser,  sino  que  sois  hem- 
bra, y  no  podéis  estar  sosegada,  que  mal  haya  vuestra  condición  y  la  de 
todas  aquellas  á  quien  imitáis.  Volved,  volved  amiga,  que  sino  tan  conten- 
ta, á  lo  menos  estaréis  segura  en  vuestro  aprisco,  ó  con  vuestras  compañe 
ras:  que  si  vos  que  las  habéis  de  guardar,  y  encaminar,  andáis  tan  sin 
guia,  y  tan  descaminada,  en  qué  podrán  parar  ellas?  Contento  dieron  las 
palabras  del  cabrero  á  los  que  las  oyeron,  especialmente  al  Canónigo,  que 
le  dijo:  Por  vida  de  vuestro  hermano,  que  os  soseguéis  un  poco,  y  no  os 
acuciéis  en  volver  tan  presto  esa  cabra  á  su  rebaño,  que  pues  ella  es  hem  • 
bra,  como  vos  decís,  ha  de  seguir  su  natural  instinto,  por  más  que  vos  os 
pongáis  á  estorbarlo.  Tomad  este  bocado,  y  bebed  una  vez,  con  que  tem- 
plaréis la  cólera,  y  en  tanto  descansará  la  cabra.  Y  el  decir  esto,  y  el  darle 
con  la  punta  del  cuchillo  los  lomos  de  un  conejo  fiambre  todo  fué  uno. 
Tomólo,  y  agradeciólo  el  cabrero:  bebió,  y  sosegóse,  y  luego  dijo:  No  que- 
rría que  por  haber  yo  hablado  con  esta  alimaña  tan  en  seso,  me  tuviesen 
vuestras  mercedes  por  hombre  simple,  que  en  verdad  que  no  carecen  de 
misterio  las  palabras  que  le  dije.  Rústico  soy  pero  no  tanto  que  no  entien- 
da cómo  se  ha  de  tratar  con  los  hombres,  y  con  las  bestias.  Eso  creo  yo 
muy  bien,  dijo  el  Cura,  que  ya  yo  sé  de  experiencia,  que  los  montes  crían 
letrados,  y  las  cabanas  de  los  pastores  encierran  filósofos.  A  lo  menos, 
señor,  replicó  el  cabrero,  acogen  hombres  escarmentados:  y  para  que  creáis 
esta  verdad,  y  la  toquéis  con  la  mano,  aunque  parezca  que  sin  ser  togado 
me  convido,  sino  os  enfadáis  dello,  y  queréis,  señores,  un  breve  espacio 
prestarme  oído  atento,  os  contaré  una  verdad,  que  acredite  lo  que  ese 
señor  (señalando  al  Cura)  ha  dicho,  y  la  mía?  A  esto  respondió  don  Quixo- 
te:  Por  ver  que  tiene  este  caso  un  no  sé  qué  de  sombra  de  aventura  de 
caballería,  yo  por  mi  parte  os  oiré,  hermano  de  muy  buena  gana,  y  así  lo 
harán  todos  estos  señores,  por  lo  mucho  que  tienen  de  discretos,  y  de  ser 
amigos  de  curiosas  novedades,  que  suspendan,  alegren,  y  entretengan  los 
sentidos,  como  sin  duda  pienso  que  le  ha  de  hacer  vuestro  cuento.  Comen- 
zad pues,  amigo,  que  todos  escucharemos.  Saco  la  mía,  dijo  Sancho,  que 
yo  á  aquel  arroyo  me  voy  con  esta  empanada,  donde  pienso  hartarme  por 
tres  días,  porque  he  oído  decir  á  mi  señor  don  Quixote  que  el  escudero  de 
caballero  andante  ha  de  comer,  cuando  se  le  ofreciere,  hasta  no  poder  más, 
á  causa  que  se  les  suele  ofrecer  entrar  acaso  por  una  selva  tan  intrincada, 
que  no  aciertan  á  salir  della  en  seis  días,  y  si  el  hombre  no  va  harto,  ó 
bien  proveídas  las  alforjas,  allí  se  podrá  quedar,  como  muchas  veces  se 
queda,  hecho  carne  momia.  Tú  estas  en  lo  cierto,  Sancho,  dijo  don  Quijo- 


—  £06  — 

te,  vete  adonde  quisieres,  y  come  lo  que  pudieres,  que  yo  ya  estoy  satis- 
fecho, y  sólo  me  falta  dar  al  alma  su  refacción,  como  se  la  daré  escuchando 
el  cuento  de  este  buen  hombre.  Así  la  daremos  todos  á  las  nuestras,  dijo 
el  Canónigo:  y  luego  rogó  al  cabrero  que  diese  principio  á  lo  que  prome- 
tido había.  El  cabrero  dio  dos  palmadas  sobre  el  lomo  á  la  cabra  que  por 
los  cuernos  tenía,  diciéndole:  Recuéstate  junto  á  mi,  manchada,  que  tiem- 
po nos  queda  para  volver  á  nuestro  apero.  Parece  que  lo  entendió  la  cabra» 
porque  en  sentándose  su  dueño,  se  extendió  ella  junto  ¿  él,  con  mucho 
sosiego,  y  mirándole  al  rostro  daba  á  entender,  que  estaba  atenta  á  lo  que 
el  cabrero  iba  diciendo:  el  cual  comenzó  su  historia  desta  manera. 


507  — 


CAPITULO   LI 

Que  trata  de  lo  que  contó  el  cabrero  á  todos  los  que 
llevaban  á  don  Quixote. 

Tres  leguas  deste  valle  está  una  aldea,  que  aunque  pequeña,  es  de  las 
más  ricas  que  hay  en  todos  estos  contornos,  (1)  en  la  cual  había  un  labra- 
dor muy  honrado,  y  tanto,  que  aunque  es  anexo  al  ser  rico  el  ser  honrado, 
más  lo  era  él  por  la  virtud  que  tenía,  que  por  la  riqueza  que  alcanzaba: 
mas  lo  que  le  hacia  más  dichoso,  según  él  decía,  era  tener  una  hija  de  tan 
extremada  hermosura,  rara  discreción,  donaire,  y  virtud,  que  el  que  la  co- 
nocía, y  la  miraba,  se  admiraba  de  ver  las  extremadas  partes  con  que  el 
cielo,  y  la  naturaleza  la  habían  enriquecido.  Siendo  niña  fué  hermosa,  y 
siempre  fué  creciendo  en  belleza,  y  en  la  edad  de  diez  y  seis  años  fué  her- 
mosísima. La  fama  de  su  belleza  se  comenzó  á  extender  por  todas  las  cir- 
cunvecinas, aldeas  que  digo  yo,  por  las  circunvecinas  no  más,  si  se  exten- 
dió á  las  apartadas  ciudades,  y  aun  se  entró  por  las  salas  de  los  Reyes,  y 
por  los  oídos  de  todo  género  de  gente,  que  como  á  cosa  rara,  ó  como  á 
imagen  de  milagros,  de  todas  partes  á  verla  venían.  (2)  Guardábala  su  pa- 
dre, y  guardábase  ella,  que  no  hay  candados,  guardas,  ni  cerraduras,  que 
mejor  guarden  á  una  doncella,  que  las  del  recato  propio:  la  riqueza  del 
padre,  y  la  belleza  de  la  hija  movieron  á  muchos,  así  del  pueblo,  como  fo- 
rasteros, á  que  por  mujer  se  la  pidiesen,  mas  él  como  á  quien  tocaba  dis- 


(1)  La  distancia  está  tomada  desde  la  Venta  de  la  Bienvenida,  y  aun 
que  no  resulte  con  matemática  exactitud  por  la  diferencia  que  se  nota  en 
las  leguas  manchegas,  ó  porque  el  camino  á  seguir  sea  saltando  por  el 
puerto  de  Ventillas,  ó  por  el  Valle  de  Alcudia  hasta  faldear  la  Sierra  de 
Montoro,  ésta  digo  que  es  la  ruta  que  nos  lleva  á  la  explicación  de  la  es- 
cena en  que  el  cabrero  tuvo  tan  desgraciada  coparticipación. 

(Véase  el  gráfico  en  la  página  siguiente.) 

(2)  Con  objeto  de  que  puedas,  lector,  apreciar  lo  que  dijo  el  Genio — 
oculto  por  la  mano  de  gato  que  le  dieron  los  sabios — voy  á  copiar  el  pá- 
rrafo adoptado  por  la  Academia  de  la  Ivcngua,  que  dice: 

*  La  f  orna  de  su  belleza  se  comenzó  á  extemler  por  todas  las  circunvecina<i 
aldeas;  ¿qxcé  digo  yo  por  las  circuiwecinas  vo  más,  si  se  exievdió  á  las  aparta- 
das ciudades,  y  aun  se  adró  por  las  salas  de  los  reyes  y  per  los  oidos  de  todo 


-  5o«  — 


HSBtaga^as^ 


—  509  — 

poner  de  tan  rica  joya,  andaba  confuso  sin  saber  determinarse,  á  quién  la 
entregaría  de  los  infinitos  que  le  importunaban,  y  entre  los  muchos  que 
tan  buen  deseo  tenian  fui  yo  uno,  á  quien  dieron  muchas,  y  grandes  espe- 
ranzas de  buen  suceso,  conocer  que  el  padre  conocía  quien  yo  era,  el  ser 
natural  del  mismo  pueblo,  limpio  en  sangre,  en  la  edad  floreciente,  en  la 
hacienda  muy  rico,  y  en  el  ingenio  no  menos  acabado:  con  todas  estas  mis- 
mas partes,  la  pidió  también  otro  del  mismo  pueblo,  que  fué  causa  de  sus- 
pender, y  poner  en  balanza  la  voluntad  del  padre  á  quien  parecía,  que  con 
cualquiera  de  nosotros  estaba  su  bija  bien  empleada:  y  por  salir  desta  con- 
fusión determinó  decírselo  á  Leandra,  que  asi  se  llama  la  rica,  que  en  mi- 
seria me  tiene  puesto,  advirtiendo,  que  pues  los  dos  éramos  iguales,  era 
bien  dejar  á  la  voluntad  de  su  querida  hija  el  escoger  á  su  gusto,  cosa  dig- 
na de  imitar  de  todos  los  padres  que  á  sus  hijos  quieren  poner  en  estado. 
No  digo  yo  que  los  dejen  escojer  en  cosas  ruines,  y  malas,  sino  que  se  las 
propongan  buenas,  y  de  las  buenas  que  escojan  á  su  gusto:  no  sé  yo  el  que 
tuvo  Leandra,  sólo  sé  que  el  padre  nos  entretuvo  á  entrambos  con  la  poca 


género  de  gente,  que  corno  á  cosa  rara  ó  como  á  imagen  de  milagros  de  iodos 
partes  á  verla  venían?». 

Y  como  quiera  que  la  mayoría  de  los  comentaristas  siguieron  esta  lec- 
ción, te  hago  gracia  de  establecer  más  con)paraciones,  porque  además  de 
pesado  resultaría  interminable.  Sigo  leyendo  en  el  libro  del  otro. 

jQué  comparación  tan  magnífica!  En  esta  narración  urdió  con  un  cui- 
dado primoroso  la  más  bella  de  sus  historias.  Gran  pesar  me  produce 
tener  que  descorrer  el  velo  encubridor  de  esta  preciosísima  figura,  pero 
¿qué  remedio?  Desharé  el  encanto. 

Toda  la  baraúnda  de  rara  hermosura  y  milagrería  que  había  invadido 
los  Alcázares,  no  es  más  que  la  fama  pregonada  por  aquellas  aldeas 
cuando  dos  soldados  de  Cabezarrubías,  al  regresar  de  Andalucía  por  con- 
Becuencia  de  una  campaña  contra  los  moros  acertaron  A  pasar  por  Fuenca- 
liente,  en  cuyas  aguas  se  curaron  la  sarna  que  padecían.  La  tradición  conserva 
esta  leyenda  con  referencia  al  siglo  xiv,  intercalándola  Cervantes  en  este 
pasaje  del  libro  para  su  conservación,  y,  cualquiera  de  por  allí  dará  fe  de 
todo.  ¿Pues  no  habían  de  ir  á  verla? 

Otra  cosa  es,  Vicente  de  la  Roca,  que  aunque  aparezca  en  ediciones 
anteriores  con  cedilla,  sólo  es  para  que  con  la  pronunciación  se  distanciara 
de  la  realidad.  Su  interpretación  es  como  sigue:  Sentábase  el  soldado  Vice- 
ente  (semi  dios,  aplicándolo  á  la  virtud  casi  divina  de  las  aguas  de  Fuen- 
cali-ente,  que  obraban  tales  milagros)  en  un  poyo  (que  hay  debajo  del  ca- 
marín de  la  €  Virgen  de  los  baños  >)  que  guardaba  estrecha  analogía  con 
BU  apellido  y  con  el  terreno  en  donde  edificaron  el  pueblo;  mas  como 
quiera  que  dice,  que  debajo  de  un  gran  álamo  (?)  está  en  nuestra  plaza,  ha- 
brá que  echarse  á  buscar  por  otros  sitios  para  deshacer  el  encanto.  La 
parte  novelescoideal,  radica  en  Fuencaliente,  pero  la  concerniente  al  he- 
cho real,  sucedido  á  personas  de  carne  y  hueso,  se  deearrclló...  en  La  So- 


—  5IO  — 

edad  de  su  hija,  y  con  palabras  generales,  que  ni  le  obligaban,  ni  nos  des- 
obligaba tampoco.  Llámase  mi  competidor  Anselmo,  y  yo  Eugenio,  porque 
veáis  con  noticia  de  los  nombres  de  las  personas,  que  en  esta  tragedia  se 
contienen,  cuyo  fin  aún  está  pendiente:  pero  bien  se  dfja  entender  que  ha  de 
ser  desastrado.  En  esta  sazón  vino  á  nuestro  pueblo  un  Vicente  de  la  Roca, 
hijo  de  un  pobre  labrador  del  mismo  lugar:  el  cual  Vicente  venía  de  las 
Italias,  y  de  otras  diversas  partes  de  ser  soldado,  llevóle  de  nuestro  lugar 
siendo  muchacho  de  hasta  doce  años,  un  Capitán,  qut  con  su  compañía  por 
allí  acertó  á  pasar,  (1)  y  volvió  el  mozo  de  allí  á  otros  doce  vestido  á  la 
soldadesca,  pintado  con  mil  colores,  lleno  de  mil  dijes  de  cristal,  y  sutiles 
cadenas  de  acero:  hoy  se  ponía  una  gala,  y  mañana  otra:  pero  todas  sutiles, 
pintadas,  de  poco  peso,  y  menos  tomo:  la  gente  labradora,  que  de  suyo  es 
maliciosa,  y  dándole  el  ocio  lugar,  es  la  misma  malicia,  lo  notó,  y  contó 
punto  por  punto  sus  galas,  y  preseas,  y  halló  que  los  vestidos  eran  tres  de 
diferentes  colores,  con  sus  ligas,  y  medias,  pero  él  hacía  tantos  guisados, 
é  invenciones  dellas,  que  sino  se  los  contaran  hubiera  quien  jurara  que 
había  hecho  muestras  de  más  de  diez  pares  de  vestidos,  y  de  más  de  veinte 
plumas.  Y  no  parezca  impertinencia,  y  demasía  esto  que  de  los  vestidos 
voy  contando,  porque  ellos  hacen  una  buena  parte  en  esta  historia.  Sentá- 
base en  un  poyo  que  debajo  de  un  gran  álamo  está  en  nuestra  plaza,  y  allí 


lanilla  del  Puio,  que  á  simple  vista  parecía  como  álamo;  que  esta  y  no  otra 
era  la  aldea  más  rica  de  aquellos  contornos,  teniendo  por  circunvecinas  á 
las  pobrísimas  de  Ventilla?,  El  Tamaral,  El  Hoyo  y  Hortezuelas. 

En  la  parte  S.  de  una  Sierra  que  se  conoce  por  Lantigua,  eligiendo  la 
meseta  más  ventilada  y  alrededor  de  un  frondoso  pino,  levantaron  sus 
chozos  unos  pastores  para  preservarse  de  las  inclemencias  celestes,  y  en 
particular  de  las  caricias  de  Febo,  abrasadoras  en  la  estación  ardiente 
por  aquellos  parajes;  pero  en  la  actualidad,  aunque  se  ha  formado  un 
pueblecito  bastante  regular,  no  pueden  resguardarse  de  los  rayos  solares 
debajo  del  árbol  secular,  porque  no  han  conservado  más  que  el  recuerdo. 

Ahora  bien;  lo  que  no  han  podido  destruir  los  hombres,  porque  está 
escrito  «sobre»  los  anales  de  La  Mancha  y  el  tiempo  lo  ha  conservado  con 
la  etiqueta  que  le  pusieron  tan  cuidadosos  «archiveros»,  es  la  Cueva  en 
donde  dejó  abandonada  a  Leandra  su  falso  amante.  Junto  al  Estrecho  del 
Ahogadero,  donde  tuvo  lugar  la  fingida  paliza  del  cabrerillo  Ayidrés,  hay 
unos  cerros,  que  la  tradición,  gran  conservadora  de  nuestras  leyendas,  con 
religioso  celo  muestra  al  peregrino  caminante  que  las  visita,  conservando 
el  sugestivo  epitojio  de  Cerros  de  la  Cueva  de  la  Monja. 

De  aquí  la  sacó  su  desconsolado  padre — trasladándola  al  convento  de 
donde  arrebataron  á  Luscinda  los  enmascarados — en  camisa  y  sin  dineros, 
pero  no  le  tocaron  al  pelo  de  la  ropa. 

(1)     Esto  tiene  su  explicación  en  la  carta  de  Teresa  Panza  á  su  marido. 


-  5"  - 

nos  tenía  á  todos  la  boca  abierta,  pendientes  de  las  hazañas  que  nos  iba 
contando:  no  había  tierra  en  todo  el  Orbe  que  no  hubiese  visto,  ni  batalla 
donde  no  se  hubiese  hallado:  había  muerto  más  Moros  que  tiene  Marrue- 
cos, y  Túnez,  y  entrado  en  más  singulares  desafíos,  según  él  decía,  que 
Gante,  y  Luna,  Diego  García  de  Paredes,  y  otros  mil  que  nombraba,  y  de 
todos  había  salido  con  victoria,  sin  que  le  hubiesen  derramado  una  sola 
gota  de  sangre:  por  otra  parte  mostraba  señales  de  heridas,  que  aunque  no 
se  divisaban,  nos  hacía  entender,  que  eran  arcabuzazos  dados  en  diferentes 
reencuentros,  acciones:  finalmente  con  una  no  vista  arrogancia  llamaba  de 
vos  á  sus  iguales,  y  á  los  mismos  que  le  conocían,  y  decían,  que  su  padre 
era  su  brazo,  su  linaje,  sus  obras,  y  que  debajo  de  ser  soldado,  al  mismo 
Rey  no  debía  nada.  Añadiósele  á  estas  arrogancias  ser  un  poco  músico,  y 
tocar  una  guitarra  á  lo  rasgado,  de  manera  que  decían  algunos  que  la  ha- 
cía hablar:  pero  no  pararon  aquí  sus  gracias,  que  también  la  tenía  de  Poe- 
ta, y  así  de  cada  niñería  que  pasaba  en  el  pueblo,  componía  un  romance 
de  legua,  y  media  de  escritura.  Este  soldado,  pues  que  aquí  he  pintado, 
este  Vicente  de  la  Roca,  este  bravo,  este  galán,  este  músico,  este  Poeta, 
fué  visto,  y  mirado  muchas  veces  de  Leandra  desde  una  ventana  de  su  casa 
que  tenía  la  vista  á  la  plaza,  enamoróla  el  oropel  de  sus  vistosos  trajes:  en 
cantáronla  sus  romances,  que  de  cada  uno  que  componía  daba  veinte  tras- 
lados: llegaron  á  sus  oídos  las  hazañas  que  él  de  sí  mismo  había  referido: 
y  finalmente  que  así  el  diablo  lo  debía  de  tener  ordenado,  ella  se  vino  á 
enamorar  del  antes  que  en  él  naciese  presunción  de  solicitarla:  y  como  en 
los  casos  de  amor  no  hay  ninguno  que  con  más  facilidad  se  cumpla,  que 
aquel  que  tiene  de  su  parte  el  deseo  de  la  dama,  con  facilidad  se  concerta- 
ron Leandra,  y  Vicente,  y  primero  que  alguno  de  sus  muchos  pretendien- 
tes cayese  en  la  cuenta  de  su  deseo,  ya  ella  teníale  cumplido,  habiendo 
dejado  la  casa  de  su  querido,  y  amado  padre,  (que  madre  no  la  tiene)  y 
ausentádose  de  la  aldea  con  el  soldado  que  salió  con  más  triunfo  desta 
empresa,  que  de  todas  las  muchas  que  él  se  aplicaba.  Admiró  el  suceso  á 
toda  la  aldea,  y  aun  á  todos  los  que  del  noticia  tuvieron:  yo  quedé  suspen- 
so, Anselmo  atónito,  el  padre  triste,  sus  parientes  afrentados,  solícita  la 
justicia,  los  cuadrilleros  listos,  tomáronse  los  caminos,  escudriñáronse  los 
bosques,  y  cuanto  había,  y  al  cabo  de  tres  días  hallaron  á  la  antojadiza 
Leandra  en  una  cueva  de  un  monte,  desnuda  en  camisa,  sin  muchos  dine- 
ros, y  preciosísimas  joyas  que  de  su  casa  había  sacado:  volviénronla  á  la 
presencia  del  lastimado  padre,  preguntáronle  su  desgracia,  y  confesó  sin 
apremio  que  Vicente  de  la  Roca  la  había  engañado,  y  debajo  de  su  palabra 


-    5'2  — 

de  ser  su  esposo  la  persuadió  que  dejase  la  casa  de  su  padre,  que  él  la  lle- 
varía á  la  más  rica,  y  más  viciosa  ciudad  que  había  eu  todo  el  universo 
mundo,  que  era  Ñápeles,  y  que  ella  mal  advertida,  y  peor  engañada  le  ha- 
bía creído:  y  robando  á  su  padre,  se  le  entregó  la  misma  noche  que  había 
faltado,  y  que  él  la  llevó  á  un  áspero  monte,  y  la  encerró  en  aquella  cue- 
va, donde  la  habían  hallado:  contó  también  cómo  el  soldado  sin  quitarle  su 
honor  le  robó  cuanto  tenía,  y  la  dejó  en  aquella  cueva,  y  se  fué:  suceso  que 
de  nuevo  puso  en  admiración  á  todos.  Difícil  señor  se  hizo  de  creer  la  con- 
tinencia del  mozo,  pero  ella  lo  afirmó  con  tantas  veras,  que  fueron  parte 
para  que  el  desconsolado  padre  se  consolase,  no  haciendo  cuenta  de  las  ri- 
quezas que  le  llevaban:  pues  le  habían  dejado  á  su  hija  con  la  joya,  que  si 
una  vez  se  pierde  no  deja  esperanza  de  que  jamás  se  cobre.  El  mismo 
día  que  pareció  Leandra,  la  despareció  su  padre  de  nuestros  ojos,  y  la  llevó 
á  encerrar  en  un  monasterio  de  una  villa  que  está  aquí  cerca,  esperando 
que  el  tiempo  gaste  alguna  parte  de  la  mala  opinión  en  que  su  hija  se 
,  puso.  Los  pocos  años  de  Leandra  sirvieron  de  disculpa  de  su  culpa,  á  lo 
menos  con  aquellos  que  no  les  iba  algún  interés  en  que  ella  fuese  mala,  ó 
buena:  pero  los  que  conocían  su  discreción,  y  mucho  entendimiento,  no 
atribuyeron  á  ignorancia  su  pecado,  sino  á  su  desenvoltura,  y  á  la  natural 
inclinación  de  las  mujeres,  que  por  la  mayor  parte  suele  ser  desatinada,  y 
mal  compuesta.  Encerrada  Leandra,  quedaron  los  ojos  de  Anselmo  ciegos, 
á  lo  menos  sin  tener  cosa  que  mirar  que  contento  le  diese:  los  míos  en  ti- 
nieblas sin  luz  que  á  ninguna  cosa  de  gusto  les  encaminase  con  la  ausencia 
de  Leandra:  crecía  nuestra  tristeza,  apocábase  nuestra  paciencia,  maldecía- 
mos las  galas  del  soldado,  y  abominábamos  del  poco  recato  del  padre  de 
Leandra:  finalmente  Anselmo,  y  yo  nos  concertamos  de  dejar  la  aldea,  y 
venirnos  á  este  valle,  donde  él  apacentando  una  gran  cantidad  de  ovejas  su- 
yas propias,  y  yo  un  numeroso  rebaño  de  cabras  también  mías,  pasamos  la 
vida  entre  los  árboles,  dando  vado  á  nuestras  pasiones,  ó  cantando  juntos 
alabanzas,  ó  vituperios  de  la  Hermosa  Leandra,  ó  suspirando  solos,  y  á  so- 
las comunicando  con  el  cielo  nuestras  querellas.  A  imitación  nuestra,  otros 
muchos  de  los  pretendientes  de  Leandra  se  han  venido  á  estos  ásperos 
montes,  usando  el  mismo  ejercicio  nuestro  y  son  tantos  que  parece  que  este 
sitio  se  ha  convertido  en  la  pastoral  Arcadia,  según  está  colmado  de  pasto- 
res, y  de  apriscos,  y  no  hay  parte  en  él  donde  no  se  oiga  el  nombre  de  la 
hermosa  Leandra:  éste  la  maldice,  y  la  llama  antojadiza,  varia,  y  des- 
honesta: aquél  la  condena  por  fácil,  y  ligera:  tal  la  absuelve,  y  perdona,  y 
tal  la  justifica,  y  vitupera:  uno  celebra  su  hermosura,  otro  reniega  de  su 


bo 


condición,  y  en  fin  todos  la  deshonran,  y  todos  la  adoran,  y  de  todos  se 
extiende  á  tanto  la  locura,  que  hay  quien  se  queje  de  desdén,  sin  haberla 
jamás  hablado,  y  aun  quien  se  lamente,  y  sienta  la  rabiosa  enfermedad  de 
los  celos,  que  ella  jamás  dio  á  nadie:  pero  como  ya  tengo  dicho,  antes  se 
Bupo  su  pecado,  que  su  deseo:  no  hay  hueco  de  peña,  ni  margen  de  arroyo- 
dí  sombra  de  árbol,  que  no  esté  ocupada  de  algún  pastor  que  sus  desven- 
turas á  los  aires  cuente;  el  eco  repite  el  nombre  de  Leandro  dondequiera 
que  puede  formarse:  Leandra  resuenan  los  montes:  Leandra  murmuran 
los  arroyos,  y  Leandra  nos  tiene  á  todos  suspensos,  y  encantados,  esperan- 
do sin  esperanza,  y  temiendo  sin  saber  de  qué  tememos.  Entre  estos  dispa, 
ratados,  el  que  muestra  que  menos,  y  más  juicio  tiene,  es  mi  competidor 
Anselmo,  el  cual  teniendo  tantas  otras  cosas  de  que  quejarse,  sólo  se  queja 
de  ausencia,  y  al  sol  de  un  rabel  que  admirablemente  toca  con  versos,  don- 
de muestra  su  buen  entendimiento,  cantando  se  queja:  yo  sigo  otro  camino 
más  fácil,  y  á  mi  parecer  el  más  acertado,  que  es  decir  mal  de  la  ligereza 
de  las  mujeres,  de  su  inconstancia,  de  su  doble  trato,  de  sus  promesas 
muertas,  de  su  fe  rota:  y  finalmente  del  poco  discurso,  que  tienen  en  sa- 
ber colocar  sus  pensamientos,  é  intenciones:  y  esta  fué  la  ocasión  señores 
de  las  palabras,  y  razones  que  dije  á  esta  cabra,  cuando  aquí  llegué,  que 
por  ser  hembra  la  tengo  en  poco,  aunque  es  la  mejor  de  todo  mi  apero, 
Esta  es  la  historia  que  prometí  contaros,  si  he  sido  en  el  contarlo  prolijo. 
no  seré  en  servicios  corto,  cerca  de  aquí  tengo  mi  majada,  y  en  ella  tengo 
fresca  leche,  y  muy  sabrosísimo  queso,  con  otras  varias,  y  sazonadas  fru- 
tas, no  menos  á  la  vista  que  al  gusto  agradables.  (1) 


(1)  Este  cuento  cabreril — burdo  en  la  forma — es  un  monumento  de 
habilidad,  pues  abarca  dos  sucesos  distintos,  confundiéndolos;  por  cuya 
causa,  al  narrar  el  de  mayor  resonancia  ocurrido  en  la  Solanilla  del  Pino 
y  no  existir  más  que  remotos  indicios,  habrá  que  pensar,  que  el  que  afec- 
taba al  cabrero  acaeció  más  cerca.  En  el  Quinto  de  la  Cabra. 

Es  imposible  ser  más  explícito,  por  corresponder  la  aclaración  de  este 
embolismo  al  segundo  libro. 

Los  que  sustituyeron  la  palabra  servicios  con  serviros,  están  de  enho- 
rabuena; pues  según  se  desprende  de  la  lectura  del  párrafo,  el  cabrero  se 
ofreció  á  darles  varios  platos,  que  yo  entiendo  por  servicios,  ó  la  literatura 
está  reñida  con  el  arte  culinario. 


33 


—  514  - 


CAPITULO    LIT 

De  la  pendencia  que  don  Quixote  tuvo  con  el  cabre- 
ro, con  la  rara  aventura  de  los  disciplinantes,  á 
quien  dio  felice  fin  á  costa  de  su  sudor. 

General  gusto  causó  el  cuento  del  cabrero  á  todos  los  que  escuchado 
le  habían,  especialmente  le  recibió  el  Canónigo,  que  con  extraña  curiosi- 
dad notó  la  manera  con  que  le  había  contado,  tan  lejos  de  parecer  rústico 
cabrero,  cuan  cerca  de  mostrarse  discreto  cortesano:  y  así  dijo  que  había 
dicho  muy  bien  el  Cura  en  decir,  que  los  montes  criaban  letrados:  todos  se 
ofrecieron  á  Eugenio,  pero  el  que  más  se  mostró  liberal  en  esto,  fué  don 
Quixote,  que  le  dijo:  Por  cierto  hermano  cabrero,  que  si  yo  me  hallara 
posibilitado  de  poder  comenzar  alguna  aventura,  que  luego,  luego  me  pu- 
siera en  camino,  porque  vos  la  tuvierais  buena,  que  yo  sacara  del  monaste- 
rio (donde  sin  duda  alguna  debe  de  estar  contra  su  voluntad)  á  Leandra  á 
pesar  de  la  Abadesa,  y  de  cuantos  quisieran  estorbarlo,  y  os  la  pusiera  en 
vuestras  manos,  para  que  hicierais  della  á  toda  vuestra  voluntad,  y  talan- 
te, guardando  pero  las  leyes  de  la  caballería,  que  mandan  que  á  ninguna 
doncella  se  le  sea  hecho  desaguisado  alguno:  aunque  yo  espero  en  Dios 
nuestro  Señor,  que  no  ha  de  poder  tanto  la  fuerza  de  un  encantador  mali- 
cioso, que  no  pueda  más  la  de  otro  encantador  mejor  intencionado,  y  para 
entonces  os  prometo  mi  favor,  y  ayuda,  como  me  obliga  mi  profesión,  que 
no  es  otra,  sino  de  favorecer  á  los  desvalidos,  y  menesterosos.  Miróle  el 
cabrero,  y  como  vio  á  don  Quixote  de  tan  mal  pelaje,  y  catadura,  admiró- 
se, y  preguntó  al  barbero,  que  cerca  de  sí  tenía:  Señor  quién  es  este  hom- 
bre que  tal  talle  tiene,  y  de  tal  manera  habla?  Quién  ha  de  ser,  respondió 
el  barbero,  sino  el  famoso  don  Quixote  de  la  Mancha,  deshacedor  de  agra- 
vios, enderezador  de  tuertos,  el  amparo  de  las  doncellas,  el  asombro  de  los 
gigantes,  y  el  vencedor  de  las  batallas.  Eso  me  semeja,  respondió  el  ca- 
brero, á  lo  que  se  lee  en  los  libros  de  caballeros  andantes,  que  hacían  todo 
eso  que  deste  hombre  vuestra  merced  dice:  puesto  que  para  mí  tengo,  ó 
que  vuestra  merced  se  burla,  ó  que  este  gentil  hombre  debe  de  tener  va 
cíos  los  aposentos  de  la  cabeza.  Sois  un  grandísimo  bellaco,  dijo  á  esta  sa- 


—  515  - 

zón  don  Qiiixote,  y  vos  sois  el  vacío,  y  el  menguado,  que  yo  estoy  más 
lleno  que  jamás  lo  estuvo  la  muy  hideputa,  puta  que  os  parió,  y  diciendo, 
y  hablando  arrebató  de  un  pan  que  junto  á  sí  tenía,  y  dio  con  él  al  cabre- 
ro en  todo  el  rostro,  con  tanta  furia,  que  le  remachó  las  narices:  mas  el 
cabrero  que  no  sabía  de  burlas,  viendo  con  cuantas  veras  le  maltrataba, 
sin  tener  respeto  á  la  alfombra,  ni  á  los  manteles,  ni  á  todos  aquellos  que 
comiendo  estaban,  saltó  sobre  don  Quixote,  y  asiéndole  del  cuello  con  en- 
trambas manos,  no  dudara  de  ahogarle,  si  Sancho  Panza  no  llegara  en 
aquel  punto,  y  le  asiera  por  las  espaldas,  y  diera  con  él  encima  de  la  mesa, 
quebrando  platos,  rompiendo  tazas,  y  derramando,  y  esparciendo  cuanto  en 
ella  estaba.  Don  Quixote  que  se  vio  libre,  acudió  á  subirse  sobre  el  cabre- 
ro, el  cual  lleno  de  sangre  el  rostro,  molido  á  coces  de  Sancho,  andaba 
buscando  á  gatas  algún  cuchillo  de  la  mesa  para  hacer  alguna  sanguino- 
lenta venganza:  pero  estorbáronselo  el  Canónigo,  y  el  Cura,  mas  el  barbero 
hizo  de  suerte  que  el  cabrero  cogió  debajo  de  sí  á  don  Quixote,  sobre  el 
cual  llovió  tanto  número  de  mojicones,  que  del  rostro  del  pobre  caballero 
llovía  tanta  sangre,  como  del  suyo.  Reventaban  de  risa  el  Canónigo,  y  el 
Cura,  saltaban  los  cuadrilleros  de  gozo,  azuzaban  los  unos,  y  los  otros, 
como  hacen  á  los  perros  cuando  en  pendencia  están  trabados,  sólo  Sancho 
Panza  se  desesperaba,  porque  no  se  podía  desasir  de  un  criado  del  Canó- 
nigo, que  le  estorbaba  que  á  su  amo  no  ayudase.  En  resolución  estando 
todos  en  regocijo,  y  fiesta,  sino  los  dos  aporreantes  que  se  carpían,  oyeron 
el  son  de  una  trompeta,  tan  triste,  que  los  hizo  volver  los  rostros  hacia 
donde  les  pareció  que  sonaba:  pero  el  que  más  se  alborotó  de  oírle  fué  don 
Quixote,  el  cual  aunque  estaba  debajo  del  cabrero,  harto  contra  su  volun- 
tad, y  más  que  medianamente  molido,  le  dijo:  Hermano  demonio,  que  no 
es  posible  que  dejes  de  serlo,  pues  has  tenido  valor,  y  fuerzas  para  sujetar 
las  mías,  ruégote  que  hagamos  treguas,  no  más  de  por  una  hora,  porque 
el  doloroso  son  de  aquella  trompeta  que  á  nuestros  oídos  llega,  me  parece, 
que  á  alguna  nueva  aventura  me  llama.  (1)  El  cabrero  que  ya  estaba  can- 

(1)  O  yo  no  sé  historia,  ó  es  innegable  que  en  este  pasaje  existe  un 
remedo  á  la  desventurada  escena  que  se  desarrolló  en  Montiel;  pues  la 
pendencia  es  idéntica,  las  circunstancias  se  confunden,  y  el  resultado 
histórico  es  tan  fantástico  como  el  novelesco.  Las  palabras  de  D.  Pedro  y 
de  don  Quixote,  calcadas;  D.  Enrique  y  el  Cabrero,  volvieron  por  sus 
fueros;  el  barbero  hizo  lo  mismo  que  Duguesclín,  y  por  si  faltaba  algo,  el 
Cura  impidió  que  Sancho  ayudase  á  su  amo.  Don  Men,  tanipoco  pudo 
penetrar  en  la  tienda. 

Aquello  ocurrió  de  noche,  y  esto  á  deshora. 


-  5.6  - 

sado  de  moler,  y  Ber  molido,  le  dejó  luego,  y  don  Quixote  se  puso  en  pie, 
volviendo  asimismo  el  rostro  adonde  el  son  se  oía,  y  vio  á  deshora  que  por 
un  recuesto  bajaban  muchos  hombres  vestidos  de  blanco,  á  modo  de  disci- 
plinantes. Era  el  caso,  que  aquel  afio  habían  las  nubes  negado  su  rocío  á 
la  tierra,  y  por  todos  los  lugares  de  aquella  comarca  se  hacían  procesiones, 
rogativas,  y  disciplinas,  pidiendo  á  Dios  abriese  las  manos  de  su  miseri- 
cordia, y  lea  lloviese:  y  para  este  efecto  la  gente  de  una  aldea  que  allí 
junto  estaba  venía  en  procesión  á  una  devota  ermita,  que  en  un  recuesto 
de  aquel  valle  había.  (1)  Don  Quixote  que  vio  los  extraños  trajes  que  l»s 
disciplinantes,  sin  pasarle  por  la  memoria  las  muchas  veces  que  los  había 
de  haber  visto,  se  imaginó  que  era  cosa  de  aventura,  y  que  á  él  solo  toca- 
ba, como  á  caballero  andante,  el  acometerla:  y  confirmóle  más  esta  imagi- 
nación pensar,  que  una  imagen  que  traían  cubierta  de  luto,  fuese  alguna 
principal  señora  que  llevaban  por  fuerza  aquellos  follones,  y  descomedidos 
Malandrines,  y  como  esto  le  cayó  en  las  mientes,  con  gran  ligereza  arre- 
metió á  Rocinante,  que  paciendo  andaba,  quitándole  del  arzón  el  freno,  y 
la  adarga,  y  en  un  punto  le  enfrenó,  y  pidiendo  á  Sancho  su  espada  subió 
sobre  Rocinante,  y  embrazó  su  adarga,  y  dijo  en  alta  voz  á  todos  los  que 
presentes  estaban:  Ahora  valerosa  compañía  veréis  cuanto  importa  que  haya 


(1)  Cervantes,  que  no  hacía  ni  decía  nada  tá  tontas  ni  á  locas»,  tuvo 
presente  que  las  rogativas  impetrando  al  Altísimo  agua  para  los  sembra- 
dos— cuando  por  esta  causa  las  cosechas  vienen  retrasadas— se  llevan  á 
cabo  por  los  meses  de  Abril  ó  Mayo,  pero  nunca  en  Agosto,  recogidas  ya 
en  los  graneros,  ó  por  excesivo  retraso  en  la  era.  Bien  se  columbra  que  el 
Sr.  Ríos  no  fué  agricultor,  ó  que  no  sabia  dónde  caía  esto. 

Ahora  pasemos  á  deshacer  este  «embolismo  intenso,  acaso  más  inten- 
so por  involuntario* — frase  vertida  por  la  señora  escritora  Condesa  de 
Pardo  Bazán,  en  su  segunda  conferencia  sobre  el  Quijote  (?)  en  el  Ateneo 
de  Madrid — del  mejor  revolcaor  de  verdaes  que  ha  tenido  el  mundo. 

Esta  rogativa  que  pudo  salir  de  la  Solanilla  del  Pino — que  es  el  lugar 
á  que  alude  el  cabrero  en  su  cuento — recorriendo  las  aldeas  de  El  Tama- 
ral,  El  Hoyo,  Ortezuela  y  Mestanza,  para  pasear  la  venerada  imagen  de 
la  Virgen  de  la  Antigua,  procedente  de  una  efigie  que  se  encontraron  en 
la  Sierra  de  Lantigua,  no  se  llevó  á  efecto  allí;  es  que  el  narrador,  con  su 
poderosa  inventiva,  aplicando  las  palabras  con  pleno  conocimiento  del 
idioma  que  emplea  y  caldeando  la  imaginación  del  lector  con  su  magia 
arrolladora,  aturde,  desconcierta  y  fascina,  hasta  evitar  el  discernimiento. 

De  donde  salió  la  rogativa — compuesta  por  las  gentes  de  Veredas,  La 
Vihuela,  El  Retamar  y  el  Caserío  de  Navalcaballo — fué  del  pueblo  de 
Hamete,  cuya  ermita  de  entonces,  reedificada,  es  hoy  la  iglesia  de  San 
Ildefonso,  en  la  parte  superior  del  recuesto  de  referencia. 

(Véase  el  gráfico.) 


—  517  - 


-  518- 

en  el  mundo  caballeros  que  profesen  la  orden  de  la  andante  caballería 
ahora  digo  que  veréis  en  la  libertad  de  aquella  buena  señora  que  allí  va 
cautiva,  si  se  han  de  estimar  los  caballeros  andantes:  y  en  diciento  esto; 
apretó  loi  muslos  á  Rocinante,  porque  espuelas  no  las  tenía,  y  á  todo  ga- 
lope, porque  carrera  tirada  no  se  lee  en  toda  esta  verdadera  historia,  que 
jamás  la  diese  Rocinante,  se  fué  á  encontrar  con  los  disciplinantes:  bien 
que  fueron  el  Cura,  y  el  Canónigo,  y  barbero  á  detenerle,  mas  no  les  faé 
posible,  ni  menos  le  detuvieron  las  voces  que  Sancho  le  daba,  diciendo: 
Adonde  va  sefior  don  Quiíote,  qué  demonios  lleva  en  el  pecho  que  le  inci- 
tan á  ir  contra  nuestra  Fe  Católica?  advierta  mal  haya  yo,  que  aquella  es 
procesión  de  disciplinantes,  y  que  aquella  señora  que  llevan,  sobre  la 
peana,  es  la  imagen  benditísima  de  la  Virgen  sin  mancilla:  mire  señor  lo 
que  hace,  que  por  esta  vez  se  puede  decir  que  no  es  lo  que  sabe.  Fatigóse 
en  vano  Sancho,  porque  su  amo  iba  tan  puesto  en  llegar  á  los  ensabana- 
dos, y  en  librar  á  la  Señora  enlutada,  que  no  oyó  palabra,  y  aunque  la 
oyera  no  volviera,  si  el  Rey  se  lo  mandara.  Llegó  pues  á  la  procesión,  y 
paró  á  Rocinante  que  ya  llevaba  deseo  de  quietarse  un  poco,  y  con  turba- 
da, y  ronca  voz  dijo:  Vosotros,  que  quizá  por  no  ser  buenos  os  encubrís  los 
rostros,  atended,  y  escuchad  lo  que  deciros  quiero.  Los  primeros  que  se 
detuvieron  fueron  los  que  la  imagen  llevaban,  y  uno  de  los  cuatro  clérigos 
que  cantaban  las  Letanías  viendo  la  extraña  catadura  de  don  Quiíote,  la 
flaqueza  de  Rocinante,  y  otras  circunstancias  de  risa  que  notó,  y  descubrió 
en  don  Quixote,  le  respondió  diciendo:  Señor  hernaano,  si  nos  quiere  decir 
algo,  dígalo  presto,  porque  se  van  estos  hermanos  abriendo  las  carnes,  y  no 
podemos,  ni  es  razón  que  nos  detengamos  á  oir  cosa  alguna,  si  ya  no  es  tan 
breve  que  en  dos  palabras  se  diga.  En  una  lo  diré,  replicó  don  Quiíote,  y 
es  esta,  que  luego  al  punto  dejéis  libre  á  esa  hermosa  señora,  cuyas  lágri- 
mas, y  triste  semblante  dan  claras  muestras  que  la  lleváis  contra  su  volun- 
tad, y  que  algún  notorio  desaguisado  le  habéis  hecho,  y  yo  que  nací  en  el 
mundo  para  deshacer  semejantes  agravios,  no  consentiré,  que  un  solo  paso 
adelante  pase,  sin  darle  la  deseada  libertad  que  merece.  En  estas  razones 
cayeron  todos  los  que  las  oyeron,  que  don  Quixote  debía  de  ser  algún  hom- 
bre loco,  y  tomáronse  á  reír  muy  de  gana,  cuya  risa  fué  poner  pólvora  á  la 
cólera  de  don  Quiíote,  porque  sin  decir  más  palabra  sacando  la  espada 
arremetió  á  las  andas:  uno  de  aquellos  que  las  llevaban  dejando  la  carga  á 
sus  compañeros  salió  al  encuentro  de  don  Quiíote  enarbolando  una  hor- 
quilla, ó  bastón  con  que  sustentaba  las  andas  en  tanto  que  descansaba  y 
recibiendo  en  ella  una  gran  cuchillada  que  le  tiró  don  Quiíote,  con  que  se 


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la  hizo  dos  partes,  con  el  último  tercio  que  le  quedó  en  la  mano  dio  tal 
golpe  á  don  Quixote  encima  de  un  hombro  por  el  mismo  lado  de  la  espa- 
da, que  no  pudo  cubrir  la  adarga  contra  la  villana  fuerza,  que  el  pobre  don 
Quixote  vino  al  suelo  muy  mal  parado.  Sancho  Panza  que  jadeando  le  iba 
á  los  alcances,  viéndole  caído,  dio  voces  á  su  moledor,  que  no  le  diese  otro 
palo,  porque  era  un  pobre  caballero  encantado,  que  no  había  hecho  mal  á 
nadie  en  todos  los  días  de  su  vida,  mas  lo  que  detuvo  al  villano,  no  fueron 
las  voces  de  Sancho,  sino  el  ver  que  don  Quixote  no  bullía  pie,  ni  mano,  y 
así  creyendo  que  le  había  muerto,  con  priesa  se  alzó  la  túnica  á  la  cinta,  y 
dio  á  huir  por  la  campaña,  como  un  gamo:  ya  en  esto  llegaron  todos  los 
de  la  compañía  de  don  Quixote  adonde  él  estaba,  y  más  los  de  la  procesión 
que  los  vieron  venir  corriendo,  y  con  ellos  los  cuadrilleros  con  sus  balles- 
tas, temieron  algún  mal  suceso,  y  hiciéronse  todos  un  remolino  alrededor 
de  la  imagen,  y  alzados  los  capirotes  empuñando  las  disciplinas,  y  los  clé- 
rigos los  ciriales,  esperaban  el  asalto,  con  determinación  de  defenderse,  y 
aun  ofender  si  pudiesen  á  sus  acometedores;  pero  la  fortuna  lo  hizo  me- 
jor que  se  pensaba,  porque  Sancho  no  hizo  otra  cosa  que  arrojarse  sobre  el 
cuerpo  de  su  señor,  haciendo  sobre  él  el  más  doloroso,  y  risueño  llanto  del 
mundo  creyendo  que  estaba  muerto.  El  cura  fué  conocido  de  otro  Cura  que 
en  la  procesión  venia,  cuyo  conocimiento  puso  en  sosiego  el  concebido  te- 
mor de  los  dos  escuadrones:  el  primer  Cura  dio  al  segundo  en  dos  razones 
cuenta  de  quién  era  don  Quixote,  y  así  él  como  toda  la  turba  de  los  disci- 
plinantes fueron  á  ver  si  estaba  muerto  el  pobre  caballero,  y  oyeron  que 
Sancho  Panza  con  lágrimas  en  los  ojos  decía:  O  flor  de  la  caballería,  que 
con  solo  un  garrotazo  acabaste  la  carrera  de  tus  tan  bien  gastados  años. 
O  honra  de  tu  linaje,  honor,  y  gloria  de  toda  la  Mancha,  y  aun  de  todo  el 
mundo,  el  cual  faltando  tú  en  él,  quedará  lleno  de  malhechores,  sin  temor 
de  ser  castigados  de  sus  malas  fechorías.  O  liberal  sobre  todos  los  Alejan- 
dros, pues  por  solos  ocho  meses  de  servicio  me  tenías  dada  la  mejor  ínsula 
que  el  mar  ciñe,  y  rodea.  O  humilde  con  los  soberbios,  y  arrogante  con  los 
humildes,  acometedor  de  peligros,  sufridor  de  afrentas,  enamorado  sin 
causa,  imitador  de  los  buenos,  azote  de  los  malos,  enemigo  de  los  ruines: 
en  fin  caballero  andante,  que  es  todo  lo  que  decirse  puede.  (1)  Con  las  vo- 


(1)  Empezaré  por  recordar  «lo  original  de  la  fábula,  que  nada  debe 
á  leyendas,  tradiciones  ni  poemas  arcaicos»,  según  expresión  feliz  recogi- 
da de  la  glosa  periodística  de  la  segunda  conferencia  ateneísta,  y  cer- 
vantina. 

Árido  es  el  terreno  de  las  sospechas,  pero  aún  lo  es  más  el  de  las  afir- 


—   520    - 

ees,  y  gemidos  de  Sancho,  rerivió  don  Quixote,  y  la  primer  palabra  que 
dijo  fué:  El  que  de  vos  vive  ausente  dulcísima  Dulcinea,  á  mayores  mise- 
rias que  estas  está  sujeto,  ayúdame  Sancho  amigo  á  ponerme  sobre  el  carro 
encantado,  que  no  estoy  para  oprimir  la  silla  de  Rocinante,  porque  tengo 
todo  este  hombro  hecho  pedazos.  Eso  haré  yo  de  muy  buena  gana,  señor 
mío,  respondió  Sancho,  y  volvamos  á  mi  aldea  en  compañía  destos  seño- 
res que  su  bien  desean,  y  allí  daremos  orden  de  hacer  otra  salida,  que  nos 
sea  de  más  provecho,  y  fama.  Bien  dices  Sancho,  respondió  don  Quixote, 
y  será  gran  prudencia  dejar  pasar  el  mal  influjo  de  las  estrellas  que  ahora 


maciones  gratuitas,  que  tienden  sólo  á  demostrar  vastísima  ilustración; 
bien  que,  como  no  hemos  especializado  en  nada,  seguiremos  negando  que 
Cervantes  sabía  historia  y  pasaremos  plaza  de  sabios. 

Con  permiso  de  tanto  encantador  como  anda  por  ahí,  voy  á  permitir- 
me copiar  un  fragmento  de  la  crónica  que  dejó  escrita  un  creyente  apo- 
dado Rasis,  por  creer,  sin  género  de  dudas,  que  sirvió  de  abrevadero  al 
cautivo  en  Argel  en  este  paso  cómico-trágico  del  ser  al  no  ser  de  su  hi- 
jastro. 

«Quando  Belasj'-n — personaje  de  cuenta  en  la  corte  del  rey  Rodrigo- 
sopo  en  como  don  Sancho — el  caballero  de  más  fama  de  las  España — 
era  muerto,  dixo:  ay  señor  Dios  fijo  de  santa  María  yo  ya  bien  veo  quan- 
to  mal  fize  y  que  tanta  ira  veo  sobre  mi  quando  tu  Señor  sufriste  que  yo 
viese  la  muerte  del  espejo  de  la  Cavalleria  de  España,  et  agora  rey  capti- 
vo, et  desaventurado,  que  faras  viejo  astroso  y  mezquino  desque  non 
hovieres  ante  ti  en  batalla  aquel  que  te  daba  esfuerzo  et  que  era  escudo 
fuerte  el  mui  buen  mi  sobrino,  y  ya  mientras  Dios  fuere  en  los  Cielos 
nunca  podrás  facer  caballero  en  España  que  de  nos  haya  tan  gran  senti- 
miento et  vos  erados,  el  valiente,  et  vos  mi  sobrino  erades  el  esforzado, 
et  vos  erades  el  piadoso,  et  vos  erades  el  agradoso  et  vos  erades  el  mortal 
ponzoña  aquellos  que  a  nos  desamábamos  vos  erades  el  leal  amigo  a 
quien  lo  prometiesedes,  y  que  diré,  ay  mezquino?  vos  mi  sobrino  erades 
el  mi  brazo  diestro  y  la  vuestra  espada  era  temerosa  sobre  todas  las  del 
mundo  que  yo  nunca  vi,  y  de  la  cual  yo  nunca  oi  fablar,  et  ay  Dios  señor, 
que  ganastes  vos  que  por  los  mis  pecados  toUistes  de  sobre  la  tierra  home 
que  tan  bueno  era  y  tanta  mengua  me  fará  et  Señor  bien  sabedes  vos 
porque  lo  ficiste  por  me  dar  a  entender  que  mala  muerte  se  me  allega,  y 
Señor  si  a  vos  pluguiere  mejor  fuera  que  yo  viejo  mezquino  muriese  y 
fincara  aquel  mi  sobrino  que  era  mi  esfuerzo,  y  quando  el  esto  decía,  llo- 
raba y  maldecía  la  hora  en  que  el  fuera  nacido :» 

Cervantes  se  sabía  de  coro  todas  las  leyendas  y  tradiciones  que  for- 
man parte  de  nuestra  historia;  Cervantes  fustiga  la  exageración  que  pre- 
sidió al  escribir  el  libro  patrio,  que  á  su  juicio  debía  de  ser  un  monu- 
mento de  sinceridad;  Cervantes  conocía  ciertos  hechos  con  más  exacti- 
tud que  la  estampada  en  las  crónicas,  y,  por  eso,  ataca  tan  valientemente 
á  los  encantadores  que  acompañaban  á  los  Caballeros  andantes  en  sus 
correrías.  Todos  los  sucesos  están  falseados:  la  adulación  es  su  disculpa. 
jCorrijámonos! 


-  521   - 

corre.  El  Canónigo,  y  el  Cura,  y  barbero,  le  dijeron  que  haría  muy  bien 
en  hacer  lo  que  decía,  y  así  habiendo  recibido  grande  gusto  de  las  simpli- 
cidades de  Sancho  Panza,  pusieron  á  don  Quixote  en  el  carro,  como  antes 
venía.  La  procesión,  volvió  á  ordenarse,  y  á  proseguir  su  camino.  El  cabre- 
ro se  despidió  de  todos:  los  cuadrilleros  no  quisieron  pasar  adelante,  y  el 
Cura  les  pagó  lo  que  se  les  debía:  el  Canónigo  pidió  al  Cura  le  avisase  el 
suceso  de  don  Quixote,  si  sanaba  de  su  locura,  ó  si  proseguía  en  ella:  y 
con  esto  tomó  licencia  para  seguir  su  viaje:  en  fia  todos  se  dividieron,  y 
apartaron,  quedando  solos  el  Cura,  y  barbero,  don  Quixote,  y  Panza,  y  el 
bueno  de  Rocinante,  que  á  todo  lo  que  había  visto  estaba  con  tanta  pa- 
ciencia, como  su  amo.  El  boyero  unció  sus  bueyes,  y  acomodó  á  don  Qui- 
xote sobre  un  haz  de  heno,  y  con  su  acostumbrada  flema  siguió  el  camino 
que  el  Cura  quiso,  y  á  cabo  de  seis  días  llegaron  á  la  aldea  de  don  Quixote, 
adonde  entraron  en  la  mitad  del  día  que  acertó  á  ser  Domingo,  y  la  gente 
estaba.toda  en  la  plaza,  por  mitad  de  la  cual  atravesó  el  carro  de  don  Qui- 
xote. Acudieron  todos  á  ver  lo  que  en  el  carro  venía,  y  cuando  conocieron  á 
su  compatriota,  quedaron  maravillados,  y  un  muchacho  acudió  corriendo  á 
dar  las  nuevas  á  su  ama,  y  á  su  sobrina,  de  que  su  tío,  y  su  señor  venía  flaco, 
y  amarillo,  y  rendido  sobre  un  montón  de  heno,  y  sobre  un  carro  de  bueyes. 
Cosa  de  lástima  fué  oír  los  gritos  que  las  dos  buenas  señoras  alzaron,  las 
bofetadas  que  se  dieron,  las  maldiciones  que  de  nuevo  echaron  á  los  mal- 
ditos libros  de  caballerías,  todo  lo  cual  se  renovó  cuando  vieron  entrar  á 
don  Quixote  por  sus  puertas.  A  las  nuevas  desta  venida  de  don  Quixote, 
acudió  la  mujer  de  Sancho  Panza,  que  ya  había  sabido  que  había  ido  con 
él,  sirviéndole  de  escudero,  y  así  como  vio  á  Sancho  lo  primero  que  le 
preguntó  fué  que  si  venía  bueno  el  asno?  Sancho  respondió,  que  venía 
mejor  que  su  amo.  G-racias  sean  dadas  á  Dios,  replicó  ella,  que  tanto  bien 
me  ha  hecho:  pero  contadme  ahora  amigo  qué  bien  habéis  sacado  de  vues 
tras  escuderías?  qué  saboyana  me  traéis  á  mí?  qué  zapaticos  á  vuestros 
hijos?  No  traigo  nada  deso,  dijo  Sancho,  mujer  mía,  aunque  traigo  otras 
cosas  de  más  momento,  y  consideración.  Deso  recibo  yo  mucho  gusto,  res- 
pondió la  mujer:  mostradme  esas  cosas  de  más  consideración,  y  más  mo- 
mento, amigo  mío,  que  las  quiero  ver  para  que  se  me  alegre  este  corazón, 
que  tan  triste,  y  descontento  ha  estado  en  todos  los  siglos  de  vuestra  au- 
sencia? En  casa  os  las  mostraré  mujer,  dijo  Panza,  y  por  ahora  estad  con- 
tenta, que  siendo  Dios  servido  de  que  otra  vez  salgamos  en  viaje,  á  buscar 
aventuras,  vos  me  veréis  presto  Conde,  ó  Gobernador  de  una  ínsula,  y  no 
de  las  de  por  ahí,  sino  la  mejor  que  pueda  hallarse.  Quiéralo  así  el  cielo, 


—    522   — 

marido  mío,  que  bien  lo  hemos  menester.  Mas  decidme,  qué  es  eso  de 
ínsulas,  que  no  lo  entiendo?  No  es  la  miel  para  la  boca  del  asno,  respon- 
dió Sancho,  á  su  tiempo  lo  verás  mujer,  y  aun  te  admirarás  de  oirte  lla- 
mar señoría  de  todos  tus  vasallos.  Qué  es  lo  que  decís  Sancho,  de  señorías, 
ínsulas,  y  vasallos?  respondió  Juana  Panza,  que  así  se  llamaba  la  mujer 
de  Sancho,  aunque  no  eran  parientes,  sino  porque  se  usa  en  la  Mancha 
tomar  las  mujeres  el  apellido  de  sus  maridos.  No  te  acucies  Juana  por 
saber  todo  esto  tan  apriesa,  basta  que  te  diga  verdad,  y  cose  la  boca.  Sólo 
te  sabré  decir  así  de  paso,  que  no  hay  cosa  más  gustosa  en  el  mundo  que 
ser  un  hombre  honrado  escudero  de  un  caballero  andante,  buscador  de 
aventuras.  Bien  es  verdad,  que  las  más  que  se  hallan,  no  salen  tan  á  gusto 
como  el  hombre  querría,  porque  de  ciento  que  se  encuentran,  las  noventa, 
y  nueve  suelen  salir  aviesas,  y  torcidas.  Sélo  yo  de  experiencia,  porque  de 
algunas  he  salido  manteado,  y  de  otras  molido.  Pero  con  todo  eso  es  linda 
cosa  esperar  los  sucesos,  atravesando  montes,  escudriñando  selvas,  pisando 
peñas,  visitando  castillos,  alojando  en  ventas,  á  toda  discreción  sin  pagar 
ofrecido  sea  al  diablo  el  maravedí.  Todas  estas  pláticas  pasaron  entre  San- 
cho Panza,  y  Juana  Panza  su  mujer,  en  tanto  que  el  ama,  y  sobrina  de 
don  Quixote,  le  recibieron,  y  le  desnudaron,  y  le  tendieron  en  su  antiguo 
leclio.  Mirábalas  él  con  ojos  atravesados,  y  no  acababa  de  entender  en  qué 
parte  estaba.  El  Cura  encargó  á  la  s«brina,  tuviese  gran  cuenta  con  rega- 
lar á  su  tío,  y  que  estuviesen  alerta,  de  que  otra  vez  no  se  les  escapase, 
contando  lo  que  había  sido  menester  para  traerle  á  su  casa.  Aquí  alzaron 
las  dos  de  nuevo  los  gritos  al  cielo,  allí  se  renovaron  las  maldiciones  de 
los  libros  de  caballerías,  allí  pidieron  al  cielo,  que  confundiese  en  el  cen- 
tro del  abismo  á  los  autores  de  tantas  mentiras,  y  disparates.  Finalmente, 
ellas  quedaron  confusas,  y  temerosas  de  que  se  habían  de  ver  sin  su  amo, 
y  tío,  en  el  mismo  punto  que  tuviese  alguna  mejoría:  y  sí  fué,  como  ellas 
se  lo  imaginaron.  Pero  el  autor  desta  historia,  puesto  que  con  curiosidad, 
y  diligencia,  ha  buscado  los  hechos  que  don  Quixote  hizo  en  su  tercera 
salida,  no  ha  podido  hallar  noticia  de  ellas,  á  lo  menos  por  escrituras  au- 
ténticas, sólo  la  fama  ha  guardado  en  las  memorias  de  la  Mancha,  que 
don  Quixote,  la  tercera  vez  que  salió  de  su  casa,  fué  á  Zaragoza,  donde  se 
halló  en  unas  famosas  justas,  que  en  aquella  ciudad  se  hicieron,  y  allí  le 
pasaron  cosas  dignas  de  su  valor,  y  buen  entendimiento.  Ni  de  su  fin,  y 
acabamiento  pudo  alcanzar  cosa  alguna,  ni  la  alcanzara,  ni  supiera,  si  la 
buena  suerte  no  le  deparara  un  antiguo  médico,  que  tenía  en  su  poder  una 
caja  de  plomo,  que  según  él  dijo,  se  había  hallado  en  los  cimientos  derri- 


—  523  — 

bados  de  una  antigua  ermita,  que  se  renovaba.  En  la  cual  caja,  se  habían 
hallado  unos  pergaminos  escritos  con  letras  Góticas,  pero  en  versos  Caste- 
llanos, que  contenían  muchas  de  sus  hazañas,  y  daban  noticia  de  la  her- 
mosura de  Dulcinea  del  Toboso,  de  la  figura  de  Rocinante,  de  la  fidelidad 
de  Sancho  Panza,  y  de  la  sepultura  del  mismo  don  Quixote,  con  diferen' 
tes  epitafios,  y  elogios  de  su  vida,  y  costumbres.  Y  los  que  se  pudieron 
leer,  y  sacar  en  limpio,  fueron  los  que  aquí  pone  el  fidedigno  autor  desta 
nueva,  y  jamás  vista  historia.  El  cual  autor  no  pide  á  los  que  la  leyeren» 
en  premio  del  inmenso  trabajo,  que  le  costó  inquirir,  y  buscar  todos  los 
archivos  Manchegos,  por  sacarla  á  luz:  sino  que  le  den  el  mismo  crédito 
que  suelen  dar  los  discretos  á  los  libros  de  caballerías,  que  tan  validos 
andan  en  el  mundo,  que  con  esto  se  tendrá  por  bien  pagado,  y  satisfecho* 
Y  se  animará  á  sacar,  y  buscar  otras,  sino  tan  verdaderas,  á  lo  menos  de 
tanta  invención,  y  pasatiempo.  Las  palabras  primeras  que  estaban  escritas 
en  el  pergamino  que  se  halló  en  la  caja  de  plomo,  eran  estas. 

Los  Académicos  de  la  Argamasilla,  lugar  de  la  Mancha  en  vida, 
y  muerte  del  valeroso  don  Quixote  de  la  Mancha,  hoc  scripserunt.  (1) 

(1)  En  las  ediciones  modernas  le  quitaron  la  puntuación  y  el  adje- 
tivo caliñcativo  ^valeroso*,  ¿por  qué?  ¿Contendrá  algún  misterio?  Mien- 
tras que  la  imaginación  fantasea,  no  estará  demás  intentar  analizarlo, 
por  si  encierra  algún  secreto  y  yo  no  acierto,  que  otros  más  perspicaces 
puedan  desentrañarlo. 

La  oración  gramatical  de  este  raro  epitafio — seguida  de  los  sonetos — 
puede  descomponerse  en  cuatro  partes: 

1.*  Los  Académicos— que  así  se  escribía  antiguamente — de  la  Arga- 
masilla, está  contrapuesto  á  Los  Académicos  del  Tajo  de  que  hablan  los  ro- 
mances. 

2.^  Lugar  de  la  Mancha  en  vida,  es  igual  á  Mancha  del  lugar  venida,  y 
nos  lleva  á  pensar  que  debía  de  ser  motivada  por  la  posesión  del  Lugar, 
pero  de  ninguna  de  las  maneras  que  afectase  á  la  región  española  que  se 
denomina  así. 

3."*  Y  muerte  del  valeroso  Don  Quixote  de  la  Mancha;  que  no  dice  cómo 
fué,  pero  hace  constar  que  Don  Quixote  era  valeroso,  y  además  tenía  una 
mancha  muy  grande,  por  cuanto  se  escribe  con  letra  mayúscula,  y  recal- 
cando la  palabra.  Y 

4.a  Que  hoc  scripserunt,  descompuesto,  y  reconstruido  con  aires  de 
antigüedad,  puede  y  debe  entenderse  por  una  despedida  eterna,  repre- 
sentada por  el  nombre  del  Hijo  de  Dios;  y  así,  Hesu  Cripsto. 

Añadiendo,  para  que  no  falte  nada,  el 

R.  I.  P. 

porque  las  tres  letras  sobrantes  R.  N.  y  C,  corresponden  á  la  1.»,  2.»  y 
3.a  de  las  palabras  de  esta  inscripción. 

La  dicha  supresión  del  acento,  envuelve  una  pulla  contra  los  de  la 


-  524  — 

El  MonicoDgo  Académico,  de  la  Argamasilla,  á  la  sepultura  de  don 
Quixote. 

EPITAFIO 

El  calvatrueno,  que  adornó  á  la  Mancha, 
De  más  despojos  que  Jasón  de  Creta, 
El  juicio  que  tuvo  la  veleta, 
Aguda  donde  fuera  mejor  ancha. 

El  brazo  que  su  fuerza  tanto  ensancha. 
Que  llegó  del  Catai,  hasta  Gaeta, 
La  Musa  más  horrenda  y  más  discreta, 
que  grabó  versos  en  broncínea  plancha. 

El  que  á  cola  dejó  ios  Ainadises, 
Y  en  muy  poquito  á  Galaores  tuvo, 
Estribando  en  su  amor,  y  bizarría, 

El  que  hizo  callar  los  Belianisis, 
Aquel  que  en  Rocinante  errando  anduvo, 
Yace  debajo  desta  losa  fría. 

«Imitatoria»,  por  no  admitirle  en  su  seno;  y  esto  se  ve  claro,  por  loa 
nombres  con  que  distinguió  á  los  más  queridos:  El  cMonicongo»,  «El 
Paniaguado»  (ya  los  había);  etc.,  etc. 

Por  hacer  constar  inmediatamente  después  de  la  Argamasilla,  lugar 
de  la  Mancha,  me  di  en  pensar,  si  á  influjo  de  la  mágica  construcción  del 
libro  podría  percibirse  otra  significación,  hallando  su  equivalencia  en 
tchegnala  Muradal»,  y  esto  superó  mis  ambiciones.  [Tiene  gracia  el  ha- 
llazgo! Ahora  caigo  en  la  cuenta  de  cómo  empieza  el  libro:  en  un  lugar  de 
la  Mancha,  etc.,  y  acaba...,  no  me  acuerdo  bien,  pero  me  parece  que  era  una 
cosa  así  como  que  no  lo  quiso  decir  Benengeli.  lluego  si  la  Argamasilla  á 
que  se  refiere  Cervantes  señala  al  Muradal,  en  Argamasilla  de  Calairava 
estuvo  El  Manco  de  Lepante. 

La  indicación  que  hace  respecto  á  la  tercera  salida  de  Don  Quixote, 
debió  considerarse  como  un  ardid,  en  el  cual  no  cayeron  los  comentaris- 
tas por  haber  visto  (con  harta  obsesión)  cabalgar  á  Sancho  sobre  el  rucio 
que  le  hurtó  Ginesillo. 

Después,  y  mientras  simula  que  lo  traían  de  la  Bienvenida  con  direc- 
ción al  pueblo,  estaba  preparándole  los  responsos  «que  á  modo  de  roga- 
tivas» le  dijeron  en  su  entierro  (aquellos  de  la  procesión  acompañaron  su 
cadáver).  Los  de  las  disciplinas  ¿quiénes  serían?... 

Que  no  fué  en  la  Ermita  de  la  Vera  de  Lantigua,  ¿qué  duda  cabe? 

Pero  que  Cervantes  lo  dejaba  muerto  y  sepultado  tal  vez  en  sagrado  lugar, 
no  admite  réplica. 


¡Descansa,  valeroso  Caballero! 


[Gloria  á  Dios  en  las  alturas,  y  paz  en  la  tierra  á  los  hombres  (qu« 
cual  tú,  [Oh,  gran  Cervantes!,  se  han  mostrado  al  mundo)  de  buena  vo- 
luntad! 


—  525  - 

Del  paniaguado  Académico,  de  la  Argamasilla,  in  laudem  Dulcineas 

del  Toboso. 

SONETO 

Esta  que  veis  de  rostro  amondongado, 
Alta  de  pechos,  y  ademán  brioso. 
Es  Dulcinea  Reina  del  Toboso, 
De  quien  fué  el  gran  Quixote  aficionado. 

Pisó  por  ella  el  uno,  y  otro  lado 
De  la  gran  Sierra  Negra,  y  el  famoso 
Campo  de  MontieI_,  hasta  el  Eruolo.  (1) 

Llano  de  Aranjuez,  á  pie,  y  cansado. 
(Culpa  de  Rodil  ante.)  O  dura  estrella, 
Que  esta  Manchega  dama,  y  este  invicto 
Andante  caballero,  en  tiernos  años. 
Ella  dejó  muriendo  de  ser  bella, 
Y  él  aunque  queda  en  mármoles  escrito, 
No  pudo  huir  de  amor,  iras,  y  engaños. 

Del  caprichoso,  discretísimo  Académico,  de  la  Argamasilla  en  loor  de 
Rocinante,  caballo  de  don  Quixote  de  la  Mancha. 

SONETO 
En  el  soberbio  tronco  diamantino. 
Que  con  sangrientas  plantas  huella  Marte, 
(Frenético)  el  Manchego  su  estandarte 
Tremola  con  esfuerzo  peregrino. 

Cuelga  las  armas,  y  el  acero  fino, 
con  que  destroza,  asuela,  raja,  y  parte, 
(Nuevas  proezas)  pero  inventa  el  arte 
un  nuevo  estilo,  al  nuevo  Paladino. 

(1)  La  palabra  Eruolo — mediante  una  feliz  ocurrencia — fué  converti- 
da en  herboso,  y  los  autores  y  consentidores  de  la  innovación  se  quedaron 
tan  frescos;  pero  yo  aseguro  que  el  Maestro  no  se  equivocó:  fueron  los 
otros,  ¡sus  admiradores! 

Cervantes  trató  de  esquivar  la  confusión  que  se  produciría  en  el  caso 
de  poner  airoso,  peligrando  la  acepción  que  él  se  propuso,  y  entonces  es- 
tampó Eruolo,  que  es  metátesis  de  Enrolo,  y  licencia  poética  de  Euro.  ¡Por 
Eolo!  lector,  ¿te  vas  enterando? 

Con  esta  pequeña  explicación,  queda  demostrada  la  improcedencia  de 
la  rectificacioncita,  y  suficientemente  claro  que  Cervantes  hizo  alusión  á  los 
vientos,  pero  de  ningún  modo  á  las  hierbas. 

¡Siempre  Clemencínl  ¿Que  no  se  ve  por  su  historia  que  pisase  los  her 
bosos  llanos  de  Aranjuez?  Pues  se  aireó  y  soleó  por  dichos  llanos  hasta  que- 
llegó  á  Madrid  á  pie  y  cansado,  entrando  por  el  Portillo  de  Gilimón.  ¡Qué 
lástima  que  no  viviera  usted  para  regalarle  unos  lentesl 


—  526  — 

Y  si  de  su  Amadís  se  precia  Gaula, 
Por  cuyos  bravos  descendientes  Grecia, 
Triunfó  rail  veces,  y  su  fama  ensancha. 

Hoy  á  Quixote  le  corona  el  Aula. 
De  Belona,  preside,  y  del  se  precia. 
Más  que  Grecia,  ni  Gaula  la  alta  Mancha. 

Nunca  sus  glorias  el  olvido  mancha, 
Pues  hasta  Rocinante  en  ser  gallardo, 
Excede  á  Brilladoro  y  á  Bayardo. 

Del  Burlador  Academice  Argamasillesco,  á  Sancho  Panza: 

SONETO 

Sancho  Panza  es  aqueste  en  cuerpo  chico, 
Pero  grande  en  valor,  milagro  extraño. 
Escudero  el  más  simple,  y  sin  engaño. 
Que  tuvo  el  mundo,  os  juro,  y  certifico. 

De  ser  Conde  no  estuvo  en  un  tantico, 
Sino  se  conjuraran  en  su  daño, 
Insolencias,  y  agravios  del  tacaño 
Siglo,  que  aún  no  perdonan  á  un  borrico. 

Sobre  él  anduvo,  con  perdón  se  miente, 
este  manso  escudero,  tras  el  manso 
Caballo  Rocinante,  y  tras  su  dueño. 

O  vanas  esperanzas  de  la  gente. 
Cómo  pasáis  con  prometer  descanso. 
Y  al  fin  paráis  en  sombra,  en  humo,  en  sueño. 

Del  Cachidiablo  Academice,  de  la  Argamasilla,  en  la  sepultura  de  don 

Quixote. 

EPITAFIO 

Aquí  yace  el  caballero 
Bien  molido,  y  mal  andante, 
A  quien  llevó  Rocinante 
Por  uno,  y  otro  sendero. 

Sancho  Panza  el  majadero. 
Yace  también  junto  á  él. 
Escudero  el  más  fiel. 
Que  vio  el  trato  de  escudero. 


—  527  — 

Del  Tiquitoc  Académico,  de  la  Argamasilla,  en  la  sepultura  de  Dulci- 
nea del  Toboso. 

EPITAFIO 

Reposa  aquí  Dulcinea, 

Y  aunque  de  carnes  rolliza, 
La  volvió  en  polvo,  y  ceniza, 
La  muerte  espantable,  y  fea. 

Fué  de  castiza  ralea, 

Y  tuvo  asonaos  de  dama. 
Del  gran  Quixote  fué  llama, 

Y  fué  gloria  de  su  aldea:  (1) 


(1)  Lector:  Un  cierto  escritor  hispalense,  lumbrera  in  excelsis  de  núes 
ira  literatura,  sí  que  también  muy  dado  á  libros  de  caballerías,  dio  en 
servirnos  hace  años  la  siguente  retahila:  «Si  lodos  cuantos  afirman  haber 
leído  el  Quijote  lo  hubieran  leído  en  realidad,  yo  no  me  atrevería  á  asen- 
tar esta  afirmación;  pero  es  la  verdad que  se  miente  más  que  se  lee». 

Y  debe  de  ser  verdad  esto,  por  cuanto  que  no  ha  habido  protestas. 

Pero  es  el  caso,  que  en  el  prólogo  de  la  edición  del  ingenioso  sevillano 
de  1911,  consta  el  parrafito,  y,  además,  lo  reprodujo  en  un  artículo  á  23  de 
Abril  de  1915,  publicado  en  El  Liberal;  de  donde  deduzco,  que  repite  us- 
ted más  que  el  Beiro,.  Señor  de de Rodríguez.  Se  ha  sentido  usted. 

codorniz  (y  no  de  las  buenas,  porque  tres  golpes  son  pocos);  y  no  sería  tan 
mala  cosa  que  tuviera  usted  razón,  no;  lo  peor,  según  mis  cortas  entende- 
deras, es  que  una  carta  escrita  en  plácido  manchego — que  no  iba  dirigida  á 
usted — le  arrancó  la  sutilísima  idea  de  asombrarnos  con  la  tercena  pres- 
tancia que  los  virgíneos  aposentos  de  su  merced  concibieron  hace  varios 
lustros.  Y  como  por  las  vísperas  se  sacan  los  santos,  desde  entonces  le 
tengo  á  usted  incurso  en  su  propia  afirmación;  sin  que  esto  modifique  el 
que  antes  ya  tuviese  yo  barruntos. 

Ahora  tocaría  demostrarlo  sino  estuviesen  casados  con  los  comienzos 
del  segundo  libro,  mas,  aun  así,  apuntaré  lo  que  sigue:  Los  versos  de  Ur- 
ganda  y  siguientes,  los  denomina  usted  «Versos  preliminares»,  y,  aunque 
yo  los  dejo  en  el  mismo  sitio,  debo  hacer  constar  que  no  lo  tienen  allí,  sino 
á  continuación  del  epitafio  de  Tiquitoc;  lo  cual  que  esta  indicación  ya 
inicia  que  deben  llamarse  finales. 

Aquellos  versos  que  nos  dejamos  en  los  comienzos  del  libro,  son  el  eje 
de  estas  dos  lindísimas  ruedas,  que  impulsadas  por  una  fuerza  misterio- 
sa, pasean  triunfalniente  al  Genio  por  todos  los  ámbitos  del  mundo,  sin 
que  por  un  instante  decaiga  su  interés;  sin  que  pierda  la  intensidad  má- 
gica que  atrae  y  fascina;  sin  que  desgaste  la  elástica  flexibilidad  que  obli- 
ga, conmueve  y  subyuga,  haciendo  prisionero  de  placer  y  gusto  al  que  lo 
lee  dos  veces. 

Aquellos  versos  transpuestos  de  lugar  por  quienes  abusando  de  su  pode- 
río pudieron  hacerlo,  son  á  modo  de  finísimas  hebras  de  aeda  que  aunan 
imperceptiblemente  las  dos  telas — á  cual  más  ricas — coii  que  este  entre- 


—  52^  — 

Estos  fueron  los  versos  que  se  pudieron  leer,  los  demás  por  estar  car- 
comida la  letra,  se  entregaron  á  un  Académico,  para  que  por  conjeturas 
los  declarase.  Tiéncse  noticia  que  lo  ha  hecho,  á  costa  de  muchas  vigilias, 
y  mucho  trabajo,  y  que  tiene  intención  de  sacarlos  á  luz,  con  esperanza  de 
la  tercera  salida  de  don  Quiíote. 

Por  si  altro  cantera  con  miglior  plectro. 


Fims 


tejedor  de  verdades  disfrazadas  y  acaecimientos  desvanecidos,  nos  contó 
las  cuitas  de  su  vida  y  de  su  tiempo. 

[Lástima  grande — lo  reconozco  y  deploro — que  esta  empresa  no  haya 
estado  reservada  para  pluma  más  pulida  que  la  míal  Pero,  ¿cómo  ha  de 
ser?  Estaría  escrito. 

Y,  mire  usted  por  donde,  va  á  resultar  que  yo  también  sé  leer  en  el  li- 
bro  ¡Qué  coincidencial  Ya  somos  dos.  Pero  ahora  falta  distinguir,  quién 

es  el  interpretador  del  sentido  cervantino,  y  cuál  el  glosador  de  los  co- 
mentaristas. Nada una  pequeña  diferencia. 


529  — 


A  Miguel  de  Cervantes  y  Cortinas,  el  Alcalaíno. 


Si  en  las  empíreas  salas  donde  moras 
existen  aparatos  transmisores, 
alquílame  uno,  para  muchas  horas: 
|Por  Aláh,  gran  Miguel,  no  me  abandones! 
Que  en  tí  confío.  ¡Dame  más  destellos! 
Corroborando  los  que  «la  mi  madre» 
me  dio  en  vida;  y  que  no  se  embacen 
mi  esfuerzo,  mi  intención,  y  mis  desvelos. 

Elévame,  hacia  sueños  redentores, 
para  desentrañar  tu  concepción  sublime. 
Que  un  buen  padre  (apellido  bien  notorio) 
tenga  vindicación:  su  lustre  no  hace  al  caso. 
Si  no  dijiste  del  pueblo  el  Hombrecillo, 
ó  sino  lo  encontraron — que  es  más  cierto — , 
préstame  ingenio  para  yo  decirlo: 
Bien  que  —no  peque — como  allá  en  tu  tiempo. 

Y  así,  en  la  segunda  parte,  y  en  su  sitio, 
con  el  respeto  que  mereces,  yo, 
haré  constar  con  miramiento  visto, 
quién  fué  el  que  en  vida  á  su  sabor  te  odió. 
Que  maguer  Sancho  fué  mal  alcahuete, 
yo,  al  través  de  un  ojo  de  cristal, 
he  percibido  la  silueta  triste 
á  quien  sirvió  un  monstruo  ocasional. 

Un  Académico  de  TXuedhan. 
(Como  se  vé,  está  fuera  de  texto  y  de  concurso.  Escala  :  1  x  1000.) 


34 


TABLILLA  PRELIMINAR 


Pigt. 

Dedicatoria 5 

Saludo 7 

Al  lector 9 

El  retrato  de  Cervantes 13 

Prisión  real  de  Cervantes  á  que  hace  referencia  en  sü  libro  y 
la  supuesta  por  los  investigadores.  Su  permanencia  en  La  Mancha 
desde  loa  primeros  días  del  mes  de  diciembre  de  1597  hasta  fin  de 

enero  de  1603 17 

La  Mancha 21 

Vindicación  de  Beturia 25 

Críticas  y  correcciones  al  Hbro 27 

El  ingenioso  hidalgo  don  Quixote  de  la  Mancha 31 

Tasa 33 

Yo  EL  REY 35 

Dedicatoria  al  Duque  de  Béjar 37 

Prólogo 39 

Tabla  de  los  capítulos  que  contiene  esta  famosa  Historia 
del  valeroso  caballero  don  Quixote  de  la  Mancha 

PRIMERA  PARTE  DEL  INGENIOSO  DON  QUIXOTE  DE  LA  MANCHA 

Capítulo  I. — Que  trata  de  la  condición,  y  ejercicio  del  famoso, 
y  valiente  hidalgo  (esto  está  suprimido  en  el  título  del  texto;  y  cuando 
tanto  empeño  pusieron  en  hacerlo  desaparecer,  es  prueba  evidente  de  que 
era  hidalgo  y  valeroso)  don  Quixote  de  la  Mancha 59 

IL — Que  trata  de  la  primera  salida  que  de  su  tierra  (esto  también 
lo  suprimieron  algunos)  hizo  el  ingenioso  don  Quixote 73 

m. — Donde  se  cuenta  la  graciosa  manera  que  tuvo  don  Quixote 
en  armarse  caballero ^6 


-  532  - 

Capítulo  IV. — De  lo  que  le  sucedió  á  nuestro  caballero  cuando 
salió  de  la  venta 91 

V. — Donde  se  prosigue  la  narración  de  la  desgracia  de  nuestro 
caballero 99 

VI. — Del  donoso  escrutinio  que  el  Cura,  y  el  barbero  hicieron 
en  la  librería  de  nuestro  ingenioso  hidalgo ^ 103 

VII, — De  la  segunda  salida  de  nuestro  buen  caballero 109 

Vni. — Del  buen  suceso  que  el  valeroso  don  Quixote  tuvo  en  la 
espantable  y  jamás  imaginada  aventura  de  los  molinosde  viento,  etc.     113 

SEGUNDA  PARTE  DEL  INGENIOSO  DON  QUIXOTE  DE  LA  MANCHA 

Capitulo  IX. — Donde  se  concluye,  y  da  fin  á  la  estupenda  bata- 
lla que  el  gallardo  Vizcaíno  y  el  valiente  Manchego  tuvieron 131 

X. — De  lo  que  más  le  avino  á  don  Quixote  con  el  Vizcaíno:  y  del 
peligro  en  que  se  vio,  con  una  caterva  (en  el  texto  dice  t turba»)  de 

Yangüeses 136 

XI. — De  lo  que  sucedió  á  don  Quixote  con  unos  cabreros ]  43 

Xll. — De  lo  que  contó  un  cabrero  á  los  que  estaba  con  don  Quixote.     149 
XIII. — Donde  se  da  fin  al  cuento  de  la  pastora  Marcela:  con  otros 

sucesos .   156 

XIV. — Donde  se  po7ie7i  los  versos  del  difunto  pastor:  con  otros 
sucesos r;1 .'. .'.^'.V'.. . . .     164 

TERCERA  PARTE  DEL  INGENI060  DON  QUIXOTE  DE  LA  MANCHA 

Capitulo  XV. — Donde  se  cuenta  la  desgraciada  aventura  que  se 
topó  don  Quixote  en  topar  con  unos  desalmados  Yangüeses 175 

XVI. — De  lo  que  le  sucedió  al  ingenioso  Hidalgo  en  la  venta  que 
él  se  imaginaba  ser  castillo 182 

XVII. — Donde  se  prosiguen  los  innumerables  trabajos  que  el 
bravo  don  Quixote,  y  su  buen  escudero  Sancho  Panza  pasaron,  etc.     189 

XVIII. — Donde  se  cuentan  las  razones  que  pasó  Sancho  Panza  con 
su  señor  don  Quixote:  con  otras  aventuras  dignas  de  ser  contadas. .     196 

XIX. — De  las  discretas  razones  que  Sancho  pasaba  con  su  amo: 
y  de  la  aventura  que  le  sucedió  con  un  cuerpo  muerto,  etc 205 

XX. — De  la  jamás  vista,  ni  oída  aventura  que  con  más  poco  pe- 
ligro fué  acabada  de  famoso  caballero  en  el  mundo,  como  la  que 
acabó  el  valeroso  don  Quixote 214 

XXI. — Que  trata  de  la  alta  aventura,  y  rica  ganancia  del  yelmo 
de  mambrino,  etc , » 226 


-  533  - 

Págs. 

Capítulo  XXII. — De  la  libertad  que  dio  don  Quixote  á  muchos 
desdichados  galeotes 237 

XXin. — De  lo  que  le  aconteció  al  famoso  don  Quixote  en  Sie- 
rramorena,  que  fué  una  de  las  más  raras  aventuras  que  en  esta  ver- 
dadera historia  se  cuenta 246 

XXIV. — Donde  se  prosigue  la  aventura  de  Sierramorena.. .....     256 

XXV. — Que  trata  de  las  extrañas  cosas  que  en  Sierramorena 
sucedió  al  valiente  caballero  de  la  Mancha,  y  de  la  imitación  que 
hizo  á  la  penitencia  de  Beltenebros 264 

XXVI. — Donde  se  prosiguen  las  finezas  que  de  enamorado  hizo 
el  nuestro  don  Quixote  en  Sierramorena 281 

XX\TI. — De  como  salieron  con  su  intento  el  Cura,  y  el  barbero: 
con  otras  cosas  dignas  de  que  se  cuenten 289 

CUARTA  PARTE  DE  LA  HISTORIA  DEL  INGENIOSO  HIDALGO  DON 
QUIXOTE   DE    LA   MANCHA 

Capítulo  XXVIII. — Que  trata  de  la  nueva,  y  agradable  aventura 
que  al  Cura,  y  barbero  sucedió  en  la  misma  Sierra 305 

XXIX. — Que  trata  de  la  discreción  de  la  hermosa  Dorotea:  con 
otras  cosas  de  gusto,  y  pasatiempo 318 

XXX. — Que  trata  del  gracioso  artificio,  y  orden  que  se  tuvo  en 
sacar  á  nuestro  enamorado  caballero  de  la  asperísima  penitencia  en 
que  se  había  puesto 328 

XXXI. — De  los  sabrosos  razonamientoa  que  pasaron  entre  don 
Quixote,  y  Sancho  Panza  su  escudero,  con  otros  sucesos 337 

XXXII. — Que  trata  de  lo  que  sucedió  en  la  venta  á  toda  la  cua- 
drilla de  don  Quixote 344 

XXXni. — Donde  se  cuéntala  novela  del  curioso  impertinente.     350 

XXXIV. — Donde  se  prosigue  la  novela  del  curioso  impertinente.     366 

XXXV. — Donde  se  da  fin  á  la  novela  del  curioso  impertinente.     382 

XXXVI. — Que  trata  de  la  brava  y  descomunal  batalla  que  don 
Quixote  tuvo  con  unos  cueros  de  vino  tinto:  con  otros  raros  sucesos 
que  en  la  venta  sucedieron 389 

XXXVII. — Que  prosigue  la  historia  de  famosa  Infanta  Micomi- 
cona:  con  otras  graciosas  aventuras 397 

XXXVIII. — Que  trata  del  discurso  que  hizo  don  Quixote  de  las 
armas,  y  las  letras 406 

XXXIX. — Donde  el  cautivo  cuenta  su  vida  y  sucesos 410 

XL.— Donde  se  prosigue  la  historia  del  cautivo 417 


-  534  - 


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Capítulo  XLI. — Donde  todavía  prosigue  el  cautivo  bu  suceso.  .  .    427 

XLII. — Que  trata  de  lo  que  más  sucedió  en  la  venta:  y  de  otras 
muchas  cosas  dignas  de  saberse 443 

XLin. — Donde  se  cuenta  la  agradable  historia  del  mozo  de 
muías:  con  otros  extraños  acaecimientos  en  la  venta  sucedidos 450 

XLIV. — Donde  se  prosiguen  los  inauditos  sucesos  de  la  venta. .     459 

XLV. — Donde  se  acaba  de  averiguar  la  duda  del  yelmo  de  Mam- 
brino,  y  de  la  albarda:  y  otras  aventuras  sucedidas  con  toda  verdad. .     466 

XLVI. — De  la  notable  aventura  de  los  cuadrilleros,  y  la  gran  fe- 
rocidad de  nuestro  buen  caballero 472 

XLVII. — Del  extraño  modo  con  que  fué  encantado  don  Quixote: 
con  otros  famosos  sucesos 479 

XLVm. — Donde  prosigue  el  Canónigo  la  materia  de  los  libros 
de  caballerías:  con  otras  cosas  dignas  de  su  ingenio 488 

XLIX. — Donde  se  trata  del  discreto  coloquio  que  Sancho  Panza 
tuvo  con  su  señor  don  Quixote 495 

L. — De  las  discretas  alteraciones  que  don  Quixote,  y  el  Canónigo 
tuvieron:  con  otros  sucesos 501 

LI. — Que  trata  de  lo  que  contó  el  cabrero  á  todos  los  que  lleva- 
ban al  valiente  don  Quixote 507 

LII. — De  la  pendencia  que  don  Quixote  tuvo  con  el  cabrero: 
con  la  rara  aventura  de  los  disciplinantes,  á  quien  dio  felice  fin  á 
costa  de  su  sudor 514 

FIN  DE  LA  TABLA 

A  Miguel  de  Cervantes  y  Cortinas,  el  Alcalaíno,  por  un  Aca- 
démico de  T'Xuedhan 530 


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