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Full text of "Grandeza y decadencia de Roma"

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SAN  DIEGO 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


V 

LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO 


OBI^^^S     ODE     BIIíTET 

Tja  ^ìsicologia  del  rasonamiento.  Investigaciones  experimentales 
por  el  hipnotismo.  —  Traducción  de  Ricardo  Rubio.  Ma- 
drid, 1902.  (Tamaño  19  x  12).  Precio,  8  pesetas. 

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Madrid,  1904.  (Tamaño  19  x  12j.  Precio,  3  pesetas. 

IntroúiAcdóv  d  la  Psicología  experini'-iitaJ.  —Traducción  do  Án- 
gel do  Roro,  con  prólogo  de  Julián  Besteiro;  2.''^  edición. 
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El  fin  del  parjauismo,  Estudio  sobre  las  últimas  luchas  religio- 
sas en  f  1  siglo  IV  en  Occidente.— Traducido  por  Pedro  Gon- 
zález Blanco.  Madrid,  1908.  Dos  tomos.  (Tamaño  19  x  12). 
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setas. 


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Génesis  de  la  idea  ds  tiempo.  —Traducción  de  Ricardo  Rubio. 
Madrid,  1901.  (Tamaño  19  x  12).  Precio,  2'50  pesetas. 

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Rubio.  Madrid,  1902.  (Tamaño  23  x  15).  Precio,  7  pesetas. 

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M.  Navarro  de  Palencia.  Madrid,  1902.  (Tamaño  19  x  12). 
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nio M.  de  Carvajal.  Madrid,  19U4.  (Tamaño  23  x  15).  Pre- 
cio, 7  pesetas. 

TjU  moral  de  Epicuro  y  sus  relaciones  con  las  doctrinas  con- 
temporáneas. (Obra  premia'^a  por  la  Academia  Francesa 
de  Ciencias  Morales  y  Políticas).  Versión  española  por 
A.  Hernández  Almansa.  Madrid,  1907.  (Tamaño  23  x  15). 
Precio,  5  pesetas. 


BIBLIOTECA  CIENTÍFICO-FILOSÓFICA 

GRANDEZA  Y  DECADENCIA 

DE  ROMA 

POR 

G.  FERRERÒ 

La  República  de  Augusto 


TRADUCCIÓN   DE 


M.  CIGES  APARICIO 


MADRID 

DANIEL   JORRO,  EDITOR 

23,  CALLE  DE  LA  PAZ,   23 


ES   PROPIEDAD 


,337._Tipolit.  de  L.  Faure,  Alonso  Cano,  15  Y  i7-  Madrid. 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSTO 


Situación  de  Augusto  después  de  las  guerras  civiles. 

Al  fin  se  recomenzaba  á  vivir.  Las  últimas  nubes  de 
la  tempestad  desaparecían  por  el  horizonte;  volvían  á 
verse  en  el  cielo  grandes  espacios  azules  que  prome- 
tían paz  y  contento.  Se  había  acabado  con  todos  los 
tormentos  de  la  revolución:  la  tiranía  de  los  triunviros, 
la  anarquía  militar,  los  impuestos  abrumadores.  Kl  Se- 
nado recomenzaba  á  celebrar  con  regularidad  sus  sesio- 
nes; los  cónsules,  los  pretores,  los  ediles,  los  cuestores, 
volvían  á  ejercer  sus  antiguos  cargos;  otra  vez  en  las 
provincias  entraban  por  turno  en  funciones  los  gober- 
nadores escogidos  ó  sacados  á  la  suerte  de  entre  los 
cónsules  y  los  pretores  salientes.  Y  después  de  tantas 
horribles  discordias,  de  tantos  odios,  de  tantas  destruc- 
ciones, Italia  se  encontraba  al  fin  de  acuerdo,  al  menos 
en  su  admiración  por  Augusto  y  por  la  antigua  Roma. 

La  guerra  de  Accio,  la  caída  de  Antonio,  la  leyenda 
de  Cleopatra,  la  conquista  de  Egipto,  el  restablecimien- 
to de  la  República,  los  sucesos  inauditos  y  casi  increí- 

ToMO  V  1 


2  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

bles  de  los  últimos  años,  habían  convertido  los  espíritus 
hacia  las  remotas  fuentes  de  la  historia  nacional  y  los 
pequeños  comienzos  del  grande  imperio.  Todos  estaban 
ahora  tocados  de  antigüedad:  bastaba  que  una  cosa  fue- 
se antigua  para  que  se  la  considerase  mejor  que  las  co- 
sas presentes.  En  política  se  echaba  de  menos  á  la  gran 
aristocracia  que  había  gobernado  el  imperio  hasta  la 
guerra  de  Perseo.  No  sólo  se  creía  que  las  costumbres 
privadas,  la  familia,  el  ejército,  las  instituciones,  los 
hombres,  se  habían  empequeñecido  y  corrompido  de 
siglo  en  siglo,  sino  que  se  llegaba  á  preferir  los  escrito- 
res clásicos,  Livio  Andronico,  Pacuvio,  Ennio,  Plauto  y 
Terencio,  á  los  escritores  más  ricos  y  animados  de  la 
generación  de  César.  Sólo  por  responder  á  un  senti- 
miento universalmente  difundido  había  dispuesto  el  Se- 
nado el  año  precedente  que  se  reparasen  los  templos  de 
Roma  antes  que  los  caminos  de  Italia,  aunque  estuvie- 
sen éstos  en  deplorable  estado.  Todos  pensaban  ahora 
que  si  Roma  había  llegado  á  tal  grandeza  era  porque, 
antes  de  convertirse  Roma  en  la  taberna  y  en  el  lupa- 
nar del  mundo,  había  sido  una  ciudad  santa,  donde,  in- 
visibles y  presentes,  dioses  innumerables  habían  velado 
durante  siglos  por  la  salud  de  los  cuerpos  y  por  la  rec- 
titud de  las  intenciones,  por  la  castidad  de  las  familias 
y  por  la  disciplina  de  los  ejércitos,  por  la  probidad  de 
los  individuos  y  por  la  justicia  pública,  por  la  concor- 
dia cívica  y  por  el  éxito  en  las  guerras.  ^No  habt'an  sido 
lazos  esencialmente  religiosos  los  que  habían  unido  du- 
rante siglos  la  esposa  al  marido,  los  hijos  al  padre,  el 
cliente  al  patrono,  el  soldado  al  general,  el  ciudadano 
al  magistrado,  el  magistrado  á  la  república,  y  á  todos 
los  magistrados  entre  sí?  Luego  era  urgente  reconstituir 


LA  REPÚBLICA   DE  AUGUSTO  3 

con  el  ejército,  la  familia  y  las  costumbres  de  antaño, 
aquella  república  piadosa  que  había  conquistado  el 
mundo  combatiendo  y  orando.  Sin  duda  era  inmensa 
la  obra,  pero  la  mayoría  de  la  gente  la  consideraba  fá- 
cil y  de  segura  realización,  ahora  que  Augusto  estaba 
al  frente  del  imperio  con  los  poderes  de  princeps.  Los 
admiradores  exaltados  le  atribuían  en  toda  Italia  el  mé- 
rito de  la  situación  presente,  y  cifraban  en  él  las  más 
grandes  esperanzas  para  lo  porvenir.  En  efecto,  ^'no  ha- 
bía sido  él  quien  atisb')  los  criminales  y  tenebrosos  de- 
signios de  Antonio  y  Cleopatra,  cuando  forjaban  en  si- 
lencio para  Roma  las  cadenas  de  la  más  vergonzosa  es- 
clavitud? ^No  había  repartido  por  Italia  los  tesoros  de 
los  Ptolomeos?  ¿No  se  había  merecido  el  agradecimien- 
to de  los  veteranos,  qu^  paulatinamente  iban  tomando 
posesión  de  las  tierras  que  se  les  había  prometido;  de 
los  municipios,  que  recibían  considerables  cantidades 
en  compensación  de  los  domúnios  enajenados;  de  los 
acreedores  del  Estado,  á  quienes  se  les  había  pagado  el 
dinero  tanto  tiempo  esperado?  Los  oficios,  las  artes,  el 
comercio,  la  tierra,  que  en  toda  Italia  habían  sufrido 
tanto  por  la  carencia  de  capitales,  ¿no  comenzaban  á 
revivir,  gracias  á  él,  con  la  lluvia  bienhechora  del  oro 
y  de  la  plata  egipcios?  En  fin,  gracias  á  él  sólo,  (jno  co- 
menzaban á  desaparecer  poco  á  poco  todos  los  recuer- 
dos de  la  guerra  civil?  La  gente  no  podía  por  menos  de 
depositar  para  lo  porvenir  toda  su  confianza  en  el  hom- 
bre que  ya  había  realizado  tantas  cosas  admirables,  y 
este  favorito  de  la  fortuna,  al  que  el  azar  había  converr 
tido  en  un  vencedor,  era  admirado  como  jamás  lo  fué 
ningún  gran  personaje  de  la  historia  de  Roma.  Nadie 
dudaba  de  él:  Augusto  atraería  sobre  todo  el  imperio 


4  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

la  paz  y  la  prosperidad,  restablecería  la  religión  en  los 
templos  y  la  justicia  en  los  tribunales,  corregiría  las 
costumbres,  vengaría  las  derrotas  que  Craso  y  Antonia 
habían  sufrido  en  Persia.  La  admiración  que  ciertas 
gentes  sentían  por  él  llegaba  á  veces  hasta  la  demencia. 
Así  es  que  á  un  senador  se  le  vio  correr  locamente  por 
las  calles  de  Roma  exhortando  á  los  viandantes  que  en- 
contraba en  su  camino  á  que  se  consagrasen  á  Augus- 
to, según  la  usanza  española,  es  decir,  comprometién- 
dose á  no  sobrevivirle  (i). 

Augusto  había  triunfado,  y  la  leyenda  del  éxito  le 
agrandaba,  le  transfiguraba,  le  divinizaba,  como  agran- 
da, transfigura  y  diviniza  á  todos  los  hombres  y  á  todos 
los  pueblos  que  triunfan.  El  antiguo  y  sanguinario  triun- 
viro de  las  proscripciones,  el  inepto  general  de  Filipos, 
el  poltrón  almirante  de  Scilla,  el  descendiente  despre- 
ciado del  usurero  de  Velletri,  ofrecíase  ahora  á  sus  con- 
temporáneos como  el  salvador  mucho  tiempo  esperado, 
que  curaría  todos  los  males  de  que  adolecía  Italia.  Mís- 
ticas y  vagas  aspiraciones  hacia  una  edad  más  pura  y 
venturosa,  hacia  una  general  renovación,  habían  pre- 
parado los  espíritus  durante  la  revolución  para  acalo- 
rar esta  ilusión  y  entusiasmarse  con  ella.  En  los  tiem- 
pos más  sombríos  de  la  guerra  civil,  los  arúspices  ha- 
bían anunciado  á  Roma,  conforme  á  una  obscura  doctri- 
na etrusca,  el  comienzo  del  décimo  siglo,  y  un  pueblo 
no  debía  de  vivir  más  de  diez  siglos  (2).  Los  oráculos 
sibilinos,  recogidos  y  divulgados  por  el  dulce  Virgilio  en 
su  cuarta  égloga,  hecha  popularísima,  habían  anuncia- 


(i)     Dión,  LUI,  20. 

(2)     PVag.  Hist.  Rom.  (Peter),  pág.  254:  Augusto,  1\',  5. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  5 

do  el  inminente  reinado  de  Apolo,  relacionando  esta 
doctrina  etnisca  con  la  antigua  leyenda  italiana  del 
■cuarto  siglo  del  mundo  (i).  En  medio  de  las  tormentas 
revolucionarias  se  había  estudiado  mucho  en  Roma  la 
filosofía  pitagórica,  y  Varrón  (2)  había  difundido  en 
Roma  la  doctrina  según  la  cual  las  almas  retornaban 
periódicamente  de  los  Campos  Elíseos  á  la  tierra  (3). 
Otra  doctrina,  recogida  igualmente  por  Varrón  é  inger- 
tada  en  la  anterior,  enseñaba  que  cada  cuatrocientos 
cuarenta  años  el  alma  y  el  cuerpo  volvían  á  encontrar- 
se y  el  mundo  tornaba  á  ser  lo  que  había  sido  (4).  En 
suma,  por  espacio  de  treinta  años  se  vivía  en  la  espera 
bastante  vaga  de  un  suceso  dichoso  y  magnífico  que 
resolviese  todas  las  dificultades,  y  precisamente  porque 
las  ideas  que  se  tenía  sobre  este  acontecimiento  eran 
vagas  y  contradictorias,  todos  podían  encontrarlas  rea- 
lizadas en  el  advenimiento  de  Augusto,  convenciéndose 
de  que  era  éste  el  hombre  esperado  durante  tanto  tiem- 
po y  llamado,  como  pronto  dirá  Virgilio,  á  condei-e  au- 
rea sécula,  á  realizar  todas  las  esperanzas  confusas  que 
entonces  cautivaban  los  espíritus.  Sin  embargo,  en  el 
imperio  había  un  hombre  que  no  creía  en  el  mito  de 
Augusto,  que  desconfiaba  y  casi  tenía  miedo  de  él:  era 
el  mismo  Augusto.  Hace  cincuenta  años  que  los  histo- 
riadores repiten  á  más  y  mejor  que  Augusto,  sin  darse 


(i)     Servio,  ad  Virg.,  Egl.,  IV,  4. 

(2)  Agustín,  De  civitate  Del,  Vlf,  6. 

(3)  Virgilio  la  acoge  en  la  Eneida,  VI,  724  y  sig.  \'éase  Boissier, 
La  religión  romaine  d' Auguste  aux  Antoiüns,  I,  Paris,  1892,  pági- 
nas 274  y  sig. 

(4)  Agustín,  De  civitate  Dei,  XXII,  28. 


o  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

aires  de  ello,  trabai'ó  toda  su  vida  con  una  perseveran- 
cia jamás  desmentida  en  concentrar  como  César  todos 
los  poderes  en  su  mano,  en  revestir  con  viejas  formas 
republicanas,  á  las  que  el  ojo  de  los  contemporáneos 
estaba  habituado,  la  nueva  monarquía  cuya  armazón 
construía  secretamente,  sin  que  nadie  se  diese  de  ello 
cuenta.  Pero  esta  leyenda  carece  de  sentido,  y  si  ha 
gozado  tanto  tiempo  de  crédito  es  porque  nadie  ha  es- 
tudiado todavía  á  fondo  la  obra  y  la  época  del  que  se 
tiene  la  costumbre  de  llamar  muy  impropiamente  el 
primer  emperador  romano.  Aunque  después  de  veinte 
siglos,  y  cuando  se  conocen  los  sucesos  ocurridos  des- 
pués, sea  difícil  representarse  la  situación  tal  como  la 
veían  los  contemporáneos,  y  aunque  á  causa  de  esta  di- 
ficultad—  es  la  única  que  se  presenta,  pero  tan  grande, 
que  la  mayoría  de  los  historiadores  no  saben  superar- 
la—  se  haya  comprendido  tan  mal  á  Augusto  y  á'  su 
peregrino  gobierno,  no  me  parece  que  sea  harto  inaudi- 
to llegar  á  comprender  por  qué  Augusto  debía  de  estar 
asustado  ante  la  situación  excepcional  que  la  fortuna 
le  había  creado.  Si  los  espíritus  ardientes  suelen  dejar- 
se deslumhrar  por  la  leyenda  que  el  éxito  crea  á  su  al- 
rededor y  acaban  por  creer  en  ella  como  los  demás, 
este  intelectual  egoísta,  sin  vanidad,  este  valetudinario 
que  temía  las  súbitas  conmociones,  este  hombre  de 
treinta  y  seis  años  precozmente  envejecido,  este  calcu- 
lador despierto,  frío  y  temeroso,  no  se  forjaba  ilusiones. 
Sabía  que  el  alma  de  la  leyenda,  el  fundamento  de  su 
grandeza,  la  razón  de  la  admiración  universal  que  se  le 
tributaba,  sólo  era  una  enorme  equivocación;  sabía  que 
la  gente  le  prodigaba  homenajes,  honores,  poderes  cons- 
titucionales y  anticonstitucionales,  por  esperar  de  él 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  7 

con  una  confianza  ingenua  é  invencible,  milagros  que  él, 
en  cambio,  ni  siquiera  pensaba  intentar  por  considerar- 
los imposibles.  La  primera  de  estas  maravillas  hubiese 
sido  la  conquista  de  Persia.  Era  ésta  la  primera  dificul- 
tad que  la  revolución,  al  subvertir  tan  profundamente 
el  orden  de  cosas  establecido  en  Oriente,  le  había  trans- 
mitido. Accio  espantó  á  Italia  revelando  súbitamente, 
aun  á  los  espíritus  más  superficiales,  lo  que  habían  em- 
pezado á  comprender  los  clarividentes  inmediatamente 
después  de  Filipos,  es  decir,  que  Italia  estaba  muy  mal 
situada  en  medio  de  las  provincias  bárbaras,  pobres  y 
poco  seguras  de  Occidente,  harto  desgarradas  por  te- 
rribles guerras  cfviles  y  muy  pobres  por  sí  mismas,  muy 
pequeñas,  muy  poco  pobladas,  para  dominar  la  parte 
oriental  del  imperio,  que  se  había  acrecentado  conside- 
rablemente durante  los  cincuenta  últimos  años,  prime- 
ro con  la  conquista  del  Ponto  realizada  por  Lúculo,  lue- 
go con  la  conquista  de  Siria  hecha  por  Pompe3^o,  y,  re- 
cientemente, con  la  conquista  de  Egipto  consumada  por 
Augusto.  Tomando  para  él  á  Oriente,  aliándose  con 
Egipto,  dejando  á  Octavio  el  Occidente,  ^'no  había  obli- 
gado Antonio  á  Italia  durante  diez  años  á  consumirse  en 
la  inacción,  espectadora  impotente  de  su  rápida  disolu- 
ción política  y  económica,  mientras  que  él  había  podido 
operar  en  un  campo  desmesurado,  desde  Persia  hasta 
Egipto,  é  intentar  la  conquista  del  mundo  siguiendo  los 
caminos  ya  hollados  por  Alejandro?  Antonio  y  Cleopa- 
tra habían  así  revelado  súbitamente  á  Italia  que  este 
inmenso  imperio  de  Oriente  por  ella  conquistado  en  dos 
siglos  podía  arrancársele  en  un  día  mediante  un  ligero 
esfuerzo,  y  que,  aun  sin  destacarse  de  ella,  amenazaba 
por  su  extensión,  por  su  posición  geográfica,  por  su  ri- 


o         GRANDEZA  V  DECADENCIA  DE  ROMA 

queza,  por  su  antigua  civilización,  imponerse  á  la  parte 
occidental  que  era  más  pobre  y  bárbara,  y  aun  á  la 
misma  Italia,  situada  á  un  lado,  en  las  fronteras  del  im- 
perio y  en  el  dintel  de  la  Europa  bárbara.  La  novela  de 
Cleopatra  queriendo  conquistar  á  Italia  y  dominar  en  el 
Capitolio,  sólo  era  en  el  fondo  la  explicación  popular 
del  peligro  oriental.  De  ahí  la  formidable  explosión  del 
sentimiento  nacional  que,  tras  la  batalla  de  Accio,  ha- 
bía precipitado  á  Antonio  eñ  el  abismo  y  obligado  á 
Augusto  á  vengar  brillantemente,  por  la  conquista  de 
Egipto  y  la  destrucción  de  la  dinastía  de  los  Ptolomeos, 
las  humillaciones  que  Oriente  había  infligido  á  Roma 
durante  la  guerra  civil.  De  ahí  también  procedían  los 
rumores  que  circulaban  sin  cesar  sobre  una  posible 
transferencia  de  la  capital  á  Oriente,  las  vivas  inquietu- 
des de  los  patriotas  romanos  por  este  peligro,  las  ad- 
vertencias de  Horacio,  que,  en  la  tercer  oda  del  libro 
tercero,  hace  simbolizar  por  Juno  la  lucha  entre  Orien- 
te y  Roma  en  el  mito  de  Troya.  De  ahí,  en  fin,  la  inmen- 
sa popularidad  de  que  gozaba  en  este  momento  la  idea 
de  un  desquite  contra  los  partos.  La  conquista  de  Egip- 
to aún  no  había  satisfecho  al  patriotismo  romano.  Des- 
vanecida por  la  leyenda  popular  de  Accio,  que  repre- 
sentaba la  última  guerra  como  un  gran  triunfo  de  Roma, 
engañada  por  la  leyenda  de  Augusto,  que  necesaria- 
mente había  de  triunfar  en  todo,  hasta  en  las  empresas 
más  difíciles,  Italia  quería  continuar  en  Oriente,  tras  la 
conquista  de  Egipto,  sus  desquites  y  venganzas;  sobre 
todo,  pensaba  en  la  conquista  de  Persia,  que  hubiese 
restablecido  completamente  el  prestigio  romano  en  toda 
Asia,  y  que  hubiese  suministrado  el  gran  botín  y  los 
tesoros  que  se  necesitaban  para  reorganizar  la  hacien- 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  9 

da  del  imperio.  Por  la  voz  de  los  poetas  que  cada  ins- 
tante anunciaban  la  marcha  de  las  legiones  para  leja- 
nas conquistas,  aun  para  la  conquista  de  la  India,  Ita- 
lia volvía  á  patrocinar  el  gran  proyecto  de  César  y  de 
Antonio  (i). 

Desgraciadamente  era  demasiado  tarde.  Al  menos  tal 
era  la  opinión  de  Augusto.  Opinaba  éste  que  era  nece- 
sario consolidar  en  Oriente  la  dominación  romana  que 
se  bamboleaba;  pero  no  recurriendo  á  las  venganzas  y 
á  las  guerras  teatrales  que  Italia  deseaba.  Conocía  el 
secreto  de  Accio;  sabía  que  no  había  osado  erigirse  en 
campeón  del  nacionalismo  italiano  hasta  que  Antonio, 
con  faltas  increíbles,  había  ya  destruido  él  mismo  su 
propio  poder;  no  ignoraba  que  había  triunfado  sin  com- 
batir en  la  última  guerra  civil.  Los  acontecimientos  que 
ie  habían  rodeado  durante  los  últimos  años,  habíanle  su- 
gerido una  convicción,  la  única  que  puede  explicar  la 
política  exterior  de  sus  diez  primeros  años  de  presiden- 
cia: y  era  que  Roma  había  quedado  demasiado  agotada 


(i)     véase  Horacio,  Car.,  I,  ii,  22;  I,  11,  49;  I,  xii,  53;  I,  xxix,  4; 

III,  II,  3;  III,  V,  4;  III,  VIII,  19. — Propercio,  II,  vii,  13  (Si  se  acepta  la 
corrección   Parthis...  trhimpliis);  III,  i,  13  y  sig.;   IV,  i,   153-  sig.; 

IV,  4;  V,  in,  7.  Estos  pasajes  nos  revelan  que  en  esta  época  todos 
estaban  persuadidos  de  que  Augusto  tenía  el  propósito  de  realizar 
una  gran  expedición  al  remoto  Oriente,  como  Craso,  César  y  Anto- 
nio, j'  nos  confirma  en  esto  que,  hacia  fines  de  año,  cuando  Augusto 
partió  para  España,  hizo  creer  que  iba  á  realizar  primero  la  conquis- 
ta de  Bretaña  }'■  en  seguida  la  de  Persia.  Esta  opinión  había  contri- 
buido tanto  á  su  popularidad,  que  Augusto,  por  distante  que  estu- 
viese de  tentar  esta  empresa,  no  osó  desmentir  los  rumores  que  cir- 
culaban á  este  propósito,  entre  el  pueblo,  y  dejó  decir  esperando  el 
momento  de  llegar  á  un  acuerdo  diplomático. 


IO  GRANDEZA  Y  DECADENCIA   DE  ROMA 

por  las  guerras  civiles  para  poder  continuar  —  aun  al 
frente  de  Italia  y  de  las  provincias  de  Occidente  —  en 
todo  Oriente,  desde  el  Ponto  hasta  Egipto,  la  política 
brutal  y  autoritaria  con  que,  en  su  feroz  vigor,  había 
domeñado  uno  tras  otro  á  los  grandes  y  pequeños  es- 
tados de  Oriente.  Envejecida  también,  Roma  sería  en 
Oriente  impotente  contra  una  nueva  coalición  como  la 
que  había  intentado  Cleopatra,  si  no  se  volvía  á  incu- 
rrir en  las  faltas  cometidas  por  Antonio. 

Si  éste  hubiese  seguido  el  ejemplo  de  Cleopatra,  si, 
luego  de  haber  fundado  el  nuevo  impeiio,  en  lugar  de 
buscar  á  Octavio  en  Europa  hubiese  esperado  que  Roma 
fuese  á  atacarle  en  Oriente  para  reconquistar  las  pro- 
vincias perdidas  ^'qué  hubiese  podido  hacer  Octavio.^ 
(."Hubiese  osado  llevar  la  guerra  á  Oriente  contra  el  nue- 
vo y  poderoso  imperio?  Era,  pues,  necesario  que  Roma 
reconociese  su  debilidad  en  Oriente,  }'■  que  como  todos 
los  Estados  y  partidos  que  envejecen,  ocultase  hábil- 
mente esta  debilidad  con  un  hermoso  velo  de  generosi- 
dad y  bondad,  comenzando  á  tratar  más  humanamente 
á  las  provincias  que  ya  no  podía  dominar  sólo  por  la 
fuerza  (i).  La  organización  de  Egipto — que  fué  cierta- 
mente ideada  y  propuesta  por  él,  y  que,  á  pesar  de  que 
los  historiadores  no  se  hayan  dado  cuenta  de  ello,  fué 
la  verdadera  innovación  revolucionaria  introducida  por 
las  guerras  civiles  en  la  República  y  sancionada  defini- 
tivamente por  la  restauración  del  28  y  2"]  —  habían  sido 
el  primer  ensayo  de  esta  nueva  política  oriental.  Por 


(i)  El  viaje  que  Augusto  hizo  á  Asia  en  el  año  21-20,  del  cual 
hablaremos  en  los  capítulos  quinto  3^  sexto,  nos  demostrará  que  éste 
fué  el  pensamiento  que  inspiró  su  política  orienta!. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  II 

primera  vez  en  la  política  de  Roma,  la  nueva  conquista 
no  se  coloco  bajo  una  dinastía  vasalla,  por  miedo  de 
que  apareciese  en  ella  una  nueva  Cleopatra,  ni  tampo- 
co se  declaró  provincia  romana,  por  no  haber  seguridad 
de  que  Egipto  se  acomodace  al  gobierno  de  un  procón- 
sul: la  monarquía  legítima  con  su  prestigio  secular,  con 
su  presencia  continua,  con  su  obra  asidua  y  compleja 
de  corrupción  y  de  represión,  no  había  logrado  conser- 
v^ar  el  orden  durante  los  últimos  cincuenta  años;  las  su- 
blevaciones populares,  las  conjuraciones  palatinas,  las 
guerras  civiles  no  habían  cesado  de  subvertir  á  Egipto. 
(••Cómo  creer  que  un  obscuro  senador,  escogido  casi  to- 
dos los  años  3^  ai  azar  en  Roma,  lograría  imponer  el 
orden  con  sólo  tres  legiones,  una  de  las  cuales  apenas 
era  suficiente  para  la  policía  de  Alejandría?  (i),  Roma 
era  muy  odiada  y  estaba  harto  desacreditada  en  Orien- 
te, sobre  todo  en  Egipto.  Augusto,  imitando  la  política 
de  Antonio,  había,  pues,  imaginado  erigir  en  Egipto 
una  especie  de  grosero  fantoche  dinástico  para  que 
se  ocultase  detrás  el  "  representante  republicano  de 
Roma  (2),  Quería  gobernar  á  Egipto  por  medio  de  una 
magistratura  de  doble  cara,  que  presentaría  á  Italia  un 
rostro  republicano  y  latino,  y  á  Egipto  otro  oriental  y 
monárquico,  como  Antonio  ya  había  pretendido  hacer. 


(i)     Estrabón,  XVII,  i,  12  (797). 

(2)  Tácito,  Hist.  I,  II,  dice  claramente  en  un  importante  pasaje 
que  tal  fué  el  objeto  de  la  singular  organización  de  Egipto:  equites 
romani  obtinent  loco  regimi:  ita  visum  expediré,  provinciam  aditti 
difficiiem,  amionae  fecundam,  superstitione  ac  lascivia  discordem 
et  mobilem,  insciam  legiim,  ignaram  magistratuum,  domi  retiñere. 
Véase  Bouché-Leclercq,  Histoire  des  Lagides,  Paris,  1904,  voi.  II, 
Pág-  351- 


12         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

Augusto  y  el  prc^fccttis  yEgypti  nombrado  por  él  se 
pondrían  de  acuerdo  para  desempeñar  estos  dos  pape- 
les y  ejercer  esta  doble  magistratura.  Augusto,  que  sólo 
era  en  Italia  el  primer  ciudadano  de  la  república,  sería 
para  los  egipcios,  durante  los  diecinueve  años  de  presi- 
dencia, el  sucesor  de  los  Ptolomeos  y  el  nuevo  rey  de 
Egipto,  viviendo  lejos  de  Alejandría  por  verse  obligado 
á  dirigir  desde  Roma  un  imperio  más  dilatado,  y  gober- 
nando á  Egipto  por  medio  áQ\p?'csfecttLs;  éste  sería  para 
los  egipcios  una  especie  de  vicerey,  mientras  que  los 
italianos  podrían  ver  en  él  al  antiguo  magistrado  que 
Roma  enviaba  á  gobernar  las  ciudades  sometidas  duran- 
te los  primeros  siglos  de  la  conquista  de  Italia.  ¿Cómo 
el  hombre  que  no  osaba  declarar  á  Egipto  provincia 
romana  se  hubiese  atrevido  á  intentar  la  conquista  de 
Persia,  después  de  los  dos  grandes  fracasos  de  Craso  y 
Antonio?  Además,  para  conquistar  á  Persia  necesitábase 
otra  cosa  que  las  bellas  odas  de  Horacio;  se  necesitaban, 
según  los  cálculos  de  César,  dieciséis  legiones  por  lo  me- 
nos y  grandes  sumas  de  dinero.  Pero  ahora  que  el  ejér- 
cito estaba  reducido  á  sus  veintitrés  legiones,  que  ape- 
nas bastaban  para  mantener  el  imperio  á  la  defensiva, 
ya  no  era  posible  expedir  dieciséis  al  país  de  donde 
Craso  no  había  vuelto. 

Sólo  por  una  ilusión  contagiosa  veía  Italia  personifi- 
cadas en  Augusto  todas  sus  aspiraciones.  El  acuerdo 
entre  la  nación  y  el  primer  magistrado  de  la  república 
no  era  más  que  aparente.  En  un  problema  capital  como 
la  política  de  Oriente,  el  desacuerdo  era  irreductible. 
Italia  empujaba  á  Augusto  por  la  ruta  ya  recorrida  por 
Craso  y  por  Antonio,  y  Augusto,  al  contrario,  quería 
dejar  á  Persia  para  que  los  poetas  realizasen  su  con- 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  13 

quista  en  el  papel  con  la  frecuencia  que  les  diese  la 
gana.  Y  este  desacuerdo  bastaría  por  sí  solo  para  ha- 
cernos considerar  como  algo  muy  diferente  de  una  «co- 
media política»  la  moderación  constitucional  de  Augus- 
to. Desde  Craso,  había  sido  la  conquista  de  Persia  la 
justificación  de  todos  los  golpes  de  Estado  proyectados 
ó  realizados;  por  ella  había  querido  justificar  César  la 
dictadura  y  Antonio  el  triunvirato.  En  cambio  x\ugus- 
to,  que  no  deseaba  aventurarse  á  buscar  en  el  remoto 
Oriente  los  trofeos  prometidos  por  César  y  por  Anto- 
nio, se  proponía  verdaderamente,  por  necesidad  y  por 
sabiduría,  y  no  por  artificio  ó  por  ideología  republicana, 
ejercer  simple  y  constitucionalmente  el  consulado  en 
Roma  y  el  proconsulado  en  sus  tres  provincias;  disimu- 
laría lo  mejor  posible  el  cúmulo  de  estos  dos  poderes, 
consular  y  proconsular,  que,  con  la.  prcrjectuf-a  ^^Egypti, 
era  la  más  grave  innovación  contenida  en  las  reformas 
del  año  28  y  del  27.  Inmediatamente  después  del  16  de 
Enero  se  dio  prisa  en  rechazar  todo  nuevo  honor;  pro- 
curó calmar  á  sus  fanáticos  admiradores  (i);  deseó  de- 
mostrar por  todos  los  medios  á  su  alcance  que  quería 
gobernar  con  el  Senado  (2);  en  fin,  se  esforzó  en  redu- 
cir á  razonables  proporciones  la  idea  que  se  tenía  de  él 
y  de  su  poder,  persuadiendo  á  sus  conciudadanos  de 
que  sólo  era  un  senador  y  un  magistrado  romano.  Des- 
de hace  cincuenta  años,  los  historiadores  sólo  ven  una 
comedia  en  todos  estos  actos.  Sin  embargo,  es  preciso 
tener  en  cuenta  que  Augusto  conocería  muy  probable- 
mente á  la  Roma  y  á  la  Italia  de  su  tiempo  tan  bien 


(i)     Dión,  Lili,  20. 
(2)     ídem,  id.,  21. 


1 4         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

como  los  profesores  de  historia  de  lioy.  Sabía,  pues, 
que  el  orgullo  imperial  y  la  fiereza  republicana  eran  los 
dos  sentimientos  que  luchaban  en  el  alma  de  la  nación, 
y  que  dando  satisfacción  á  uno  podía  lastimarse  el  otro, 
pero  que  no  podía  violentarse  á  ambos  simultáneamen- 
te. El  conquistador  de  Persia  quizás  hubiese  podido 
destruir  la  república  sin  correr  grandes  peligros,  pero 
Augusto  no  quería  arriesgarse  en  tal  aventura.  ¡Y  to- 
davía si  la  gente  sólo  le  hubiese  reclamado  los  trofeos 
de  una  brillante  victoria  sobre  Persia!  Pero  el  error  en 
que  Italia  incurría  con  respecto  á  Augusto  no  se  limi- 
taba á  este  punto.  La  gente  no  cesaba  de  exigirle  mil 
cosas  más,  que  ni  la  dictadura  hubiese  podido  dar  á  la 
república.  Se  le  demandaba  la  paz  interior,  el  orden  en 
Roma,  la  tranquilidad  en  Italia,  el  perfecto  funciona- 
miento de  la  nueva  constitución.  Parecía  natural  á  todo 
el  mundo  que  el  nuevo  magistrado,  colocado  al  frente 
de  la  república,  enfrenase  todas  las  fuerzas  revolucio- 
narias que,  en  el  siglo  precedente,  habían  desgarrado 
tan  horrorosamente  la  constitución,  que  obligase  á  la 
aristocracia  y  al  orden  ecuestre  á  tomar  posesión  de 
sus  antiguos  privilegios,  á  desempeñar  sus  deberes  con 
celo;  en  fin,  que  hiciese  funcionar  con  regularidad  todos 
los  órganos  de  la  constitución,  los  comicios,  el  Senado, 
las  magistraturas,  los  tribunales.  Pero  Augusto  no  po- 
seía ningún  medio  para  realizar  todas  estas  cosas,  y  lo 
que  aún  es  más  grave,  no  podía  encontrarlo.  En  Roma 
y  en  Italia  sólo  podía  ejercer  la  autoridad  consular.  Es- 
tablecida en  una  época  en  que  todo  era  m.ás  sencillo, 
más  pequeño,  más  débil,  esa  autoridad  era  mucho  más 
débil  qué  las  necesidades  presentes;  ni  siquiera  disponía 
de  fuerza  policíaca  para  mantener  el  orden  entre  las 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  ^      I5 

clases  inferiores,  tan  turbulentas,  de  la  metròpoli.  De- 
seoso de  llenar  las  funciones  de  cónsul  ateniéndose  es- 
trictamente á  la  constitución,  Augusto  había  enviado 
lejos  de  Roma  las  cohortes  pretorianas,  con  las  que,  á 
título  de  procónsul,  tenía  el  derecho  de  rodearse  cuan- 
do tomaba  el  mando  de  los  eiércitos,  y  estaba  muy  de- 
cidido á  no  llamar  jamás  los  soldados  á  Roma,  como 
desgraciadamente  se  había  hecho  con  tanta  frecuencia 
durante  el  triunvirato.  Así,  para  conservar  el  orden  en 
Roma,  ciudad  cosmopolita,  llena  de  miserables  y  de 
bandidos,  turbulenta  y  motinera  por  hábito,  sólo  podía 
contar  con  su  prestigio  de  salvador  de  Roma,  de  vence- 
dor de  Cleopatra  y  de  paciñcador.  Pero  si  su  misión  en 
Roma  era  tan  difícil,  ;qu¿  decir  de  la  paz  pública,  de  la 
buena  marcha  del  Estado,  de  la  regularidad  constitucio- 
nal que  todos  esperaban  de  él?  Sobre  todo,  ¿qué  decir 
de  otra  aspiración  muy  antigua  y  que  el  término  de  las 
guerras  civiles  reavivaba  ahora  en  todas  las  clases:  la 
reforma  de  las  costumbres.^  Reclamada  dui'ante  un  siglo 
por  todos  los  partidos,  intentada  algunas  veces  since- 
ramente, otras  por  necesidad  y  otras  por  ardid  político, 
propuesta,  demorada  y  de  nuevo  propuesta,  la  reforma 
de  las  costumbres  aparecía  todavía  ahora  como  el  úni- 
co remedio  radical  de  la  crisis  moral  que  se  atravesaba 
y  como  el  complemento  necesario  de  la  restauración 
aristocrática.  Todos  comprendían  que,  restablecida  la 
república,  también  era  necesario  reconstituir  una  noble- 
za senatorial  y  un  orden  ecuestre  que  supiesen  emplear 
las  riquezas  en  provecho  del  pueblo,  en  lugar  de  disi- 
parlas en  un  lujo  insensato  ó  en  vergonzosas  orgías, 
que  diesen  al  pueblo  el  ejemplo  de  todas  las  virtudes 
que  conservan  á  un  imperio  conquistado  por  las  armas, 


1 6         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

esto  es,  la  fecundidad,  el  espíritu  de  familia,  la  abnega- 
ción cívica,  el  valor  militar,  las  costumbres  severas,  la 
actividad  y  la  firmeza.  ¿Si  una  gran  reforma  moral  no 
regeneraba  á  la  aristocracia,  cómo  podría  preparar  en 
su  seno  á  los  oficiales  y  á  los  generales  que  debían  con- 
ducir á  las  legiones  victoriosas  hasta  el  corazón  de  Per- 
sia? ;Cómo  hubiesen  podido  funcionar  las  instituciones 
de  la  república?  Horacio  ya  había  indicado  como  causa 
del  poder  de  Roma  la  pureza  de  las  costumbres  conyu- 
gales, que  tanto  tiempo  habían  reinado  en  las  familias 
austeras  de  antaño  (i).  Había  dicho  mu}^  alto  á  Italia 
que  sólo  se  podría  vencer  á  los  partos  cuando  los  jóve- 
nes se  sometiesen  á  una  educación  nueva  y  más  seve- 
ra (2).  Y  exclamaba  ahora: 

Quid  leges  sine  moribus 
\'anae  proficiunt? (3). 

Leges  significa  aquí  el  orden  restablecido,  la  repúbli- 
ca restaurada.  «¿Para  qué  sirve  —  quiere  decir  el  poe- 
ta— el  haber  reconstituido  la  república  si  no  se  purifi- 
can las  costumbres  corrompidas?  Hasta  las  buenas  ins- 
tituciones no  darán  entonces  más  que  malos  resulta- 
dos» (4),  Luego  es  necesario  ante  todo  arrancar  de  los 


(i)     Odas,  III,  VI,  17  \'  sig. 

(2)  Idem^  II,  1  y  sig. 

(3)  ídem,  XXIV,  35-36. 

(4)  Horacio  no  quiere  decir,  como  pudiera  parecer,  que  las  leyes 
sean  ineficaces  para  corregir  las  costumbres;  si  estos  dos  versos  sig- 
nificasen tal  cosa  estarían  en  contradicción  con  los  versos  preceden- 
tes, en  los  que  reclama  leyes  y  castigos  para  reprimir  los  vicios 
(v.  28-29 ifidomitam  audeat  refrenare  licentiam]  v.  33:  Si  ?iofi 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  I? 

corazones  ese  deseo  ardiente  de  riqueza,  que  es  el  ori- 
gen de  todos  los  males: 

Campestres  melius  Scythae, 
Quorum  plaustra  vagas  rite  trahunt  domos, 

Vivunt  et  rií^idi  Getae, 
Inmetata  quibus  jugera  liberas 

Fruges  et  Cererem  ferunt (i) 

Pero  Horacio  no  cree  á  los  hombres  capaces  de  co- 
rregirse por  sí  mismos  y  de  someterse  á  las  buenas  ra- 
zones y  á  los  sabios  consejos;  hay  que  apelar  á  la  fuer- 
za de  las  leyes: 

O  quisquis  volet  impias 
Caedes  et  rabiem  tollere  civicam, 

Si  quaeret  Pater  Urbium 
Subscribi  statuis,  indomitam  audeat 

Refrenare  licentiam, 
Clarus  postgenitis;  quatenus,  heu  nefas! 

Virtutem  incolumem  odimus, 
Sublatam  ex  oculis  quaerimus  invidi. 

Quid  tristes  querimoniae, 
Si  non  suppljcio  culpa  reciditur (2). 

Y  esto  que  Horacio  expresaba  en  versos  magníficos 
se  repetía  por  toda  Italia  en  una  ú  otra  forma,  y  la  opi- 


supplício  culpa  recidiítír).  Tanto  cree  Horacio  en  la  utilidad  de  las 
leyes  para  la  reforma  moral,  que  la  oda  entera  está  escrita  para  pe- 
dirlas; pero  quiere  decir  que  las  mejores  lej'es  políticas  y  sociales  son 
inútiles  si  las  costumbres  están  corrompidas;  luego  conviene  empe- 
zar por  la  reforma  de  las  costumbres  y  por  dictar  leyes  especiales 
encaminadas  en  tal  sentido, 

(i)      Odas,  III,  XXIV,  9  y  sig. 

(2)      Odas,  III,  XXIV,  25  y  sig. 

Tomo  V  "2 


I»         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

nión  se  dirigía  á  Augusto  pidiéndole  leyes  contra  el 
lujo,  contra  las  malas  costumbres,  contra  el  celibato, 
para  que  restableciese  la  antigua  policía  de  las  costum- 
bres privadas  que  la  aristocracia  había  confiado  á  los 
censores  durante  tantos  siglos  (i).  La  cosa  era  fácil  de 
decir,  pero  difícil  de  realizar.  Augusto  hubiese  estado 
dispuesto  á  satisfacer  á  los  nuevos  puritanos.  Era  sin- 
ceramente tradicionalista,  como  hoy  diríamos,  y  esto, 
por  temperamento  y  por  reflexión;  prefería  la  sencillez  y 
la  parsimonia  al  lujo  y  á  la  prodigalidad;  era  admirador 
de  Cicerón;  en  fin,  había  nacido  en  una  familia  de  la 
burguesía  provinciana  y  había  frecuentado  la  parte  de 
la  aristocracia  romana  más  afecta  á  la  tradición.  Tam- 
bién su  mujer,  Livia,  que  siempre  ejercía  tan  gran  in- 
fluencia sobre  él,  pertenecía  á  una  de  estas  familias. 
Pero  Augusto,  como  todos  los  hombres  inteligentes  de 
su  época,  conocía  demasiado  á  fondo  la  disolución  mo- 
ral de  las  clases  superiores,  y  sobre  todo,  de  la  que  se 
podría  llamar  con  un  escritor  moderno  (2),  la  clase  po- 
lítica, para  que  creyese  posible  una  reforma  radical  de 
las  costumbres.  Si  todos  los  admiradores  del  buen  tiem- 
po pasado  reclamaban  por  boca  de  Horacio  medidas  se- 
veras y  leyes  contra  la  corrupción,  otro  poeta,  Proper- 
cio,  lanzaba  entonces  un  gran  grito  de  alegría,  porque 
se  acababa  de  abolir,  al  mismo  tiempo  que  tantas  otras 
leyes  dictadas  durante  las  guerras  civiles,  una  le}-  pro- 


(i)  En  el  año  22  se  crearon  dos  censores  (Dión,  LIV,  2)  para  sa- 
tisfacer á  la  opinión  pública,  pues  hacía  tiempo  que  no  había  ningu- 
no; pero,  como  ya  veremos,  esta  tentativa  para  renovar  la  censura 
no  triunfó  (Veleyo  Patérculo,  II,  95). 

(2)     Gaetano  Mosca. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  ^9 

mulgada,  ignoramos  cuándo,  por  los  triunviros,  y  que 
tendía  á  obligar  á  casarse  los  ciudadanos: 

Gavisa  es  certe  sublatam,  Cj'nthia,  legem, 
Qua  quondam  edicta,  flenius  uterque  diu (i) 

Mientras  que   todo  el  mundo  se  imaginaba  ya  las 
grandes  victorias  que  las  armas  romanas  debían  obte- 


(i)  Propercio,  II,  vi,  i  y  sig.  iòz.%  (Die  Ehegesetze  des  Augustus, 
Marburgo,  1894,  págs.  5  y  sig.)  me  parece  que  tiene  razón  al  afirmar 
que  este  pasaje  se  refiere  á  aquella  época,  pero  creo  que  se  equivoca 
al  suponer,  sustentándose  en  un  pasaje  de  Tácito  (Anales,  III,  28), 
que  en  el  año  28  antes  de  Cristo  Augusto  hizo  aprobar  una  ley  sobre 
el  matrimonio.  Los  términos  empleados  por  Tácito,  acriora  ex  eo 
viñeta,  son  demasiado  vagos;  quizás  signifiquen  exclusivamente  que, 
con  su  sexto  consulado,  Augusto  empezó  á  dar  vigor  á  la  disciplina 
de  las  costumbres,  pero  sin  aludir  á  una  ley.  Además,  Propercio  dice 
que  la  ley,  quondam  edicta^  había  sido  sublata.  ¿Es  posible  que  Au- 
gusto hiciese  una  ley  en  el  año  28  y  que  la  derogase  inmediatamen- 
te? La  derogación  de  una  ley  no  era  cualquier  cosa  en  Roma;  al  ter- 
minar las  guerras  civiles  Augusto  se  mostró  lento  y  prudente  cuan- 
do trataba  de  proponer  leyes,  pero  una  vez  aprobadas  las  conserva- 
ba firmemente;  si  en  algunos  meses  hubiese  hecho  y  deshecho  una 
ley,  es  porque  habría  tenido  para  ello  graves  motivos,  y  algo  sabría- 
niíjs  nosotros.  Más  probable  me  parece  que  Propercio  aluda  á  algu- 
na disposición  adoptada  por  Augusto  en  los  últimos  tiempos  del 
triunvirato,  cuando  estaba  investido  del  poder  triunviral,  disposición 
que  se  encontró  derogada  cuando,  en  el  año  28,  se  abolieron  todas 
las  disposiciones  que  no  estaban  conformes  con  la  constitución,  es 
decir,  las  leyes  que  no  habían  sido  aprobadas  por  los  comicios.  Pro- 
percio tendría  así  razón  de  hablar  de  lex,  que  fué  quondam  edicta 
(por  el  triunviro,  en  virtud  de  los  poderes  que  poseía,  y  que  en  se- 
guida fué  sublata  (por  el  gran  acto  reparador).  Si  se  trata  de  una 
disposición  triunviral  compréndese  que  de  ella  no  haya  quedado  tra- 
za; sin  duda  se  adoptaron  muchas  pretendiendo  atajar  la  disolución 
social,  pero  nadie  las  observaba. 


20         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

ner  sobre  los  partos,  este  poeta  confesaba  ingenuamen- 
te á  su  amante  su  egoísmo  cívico: 

Unde  mihi  Parthis  natos  praebere  triumphis? 
Xullus  de  nostro  sanguine  miles  erit   (i). 

Lo  declaraba,  siri  que  por  ello  se  le  avergonzase, 
sin  perder  el  favor  de  la  aristocracia  que  le  admiraba, 
sin  atraerse  la  cólera  de  Mecenas  que  le  protegía.  Si 
Horacio  cultivaba  la  poesía  civil  y  religiosa,  Propercio 
y  otro  poeta  igualmente  caro  á  la  aristocracia,  Tíbulo, 
cultivaban  con  no  menos  éxito  la  poesía  erótica,  que  en 
ciertas  condiciones  puede  convertirse  en  una  fuerza  de 
disolución,  sobre  todo  tratándose  de  sociedades  susten- 
tadas en  una  fuerte  organización  de  la  familia.  En  fin, 
otro  escritor.  Tito  Livio,  sentaba  por  esta  época  como 
base  de  su  gran  historia  de  Roma,  la  concepción  tradi- 
cional del  Estado  y  de  la  moral,  que  tan  en  moda  esta- 
ba entonces,  pero  sin  creer  en  ninguna  posibilidad  de 
triunfar  en  su  lucha  contra  la  invencible  fuerza  de  co- 
rrupción que  actuaba  en  las  cosas.  Declara  que  se  ha 
sumergido  en  el  estudio  del  pasado  para  olvidar  las  des- 
gracias de  los  tiempos  presentes,  para  no  ver  en  su  épo- 
ca esta  espantosa  confusión  de  deseos,  de  aspiraciones, 
de  intereses  contradictorios,  que  hace  «que  ya  no  se 
sepa  soportar  el  mal  de  que  se  sufre,  ni  los  remedios 
que  serían  necesarios  para  curarlo.  N^ec  vitia  nostra  nec 
remedia  pati  possumusí) .  Esta  frase  define  tan  bien  la 
extraña  situación  moral  y  social  de  esta  época,  lanza 
un  haz  tan  luminoso  sobre  toda  la  política  de  Augusto 


(i)     Propercio,  II,  vi,  i; 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  2  1 

durante  los  diez  primeros  años  de  su  presidencia,  que 
me  siento  inclinado  á  considerarla,  no  como  una  refle- 
xión personal  de  Tito  Livio,  sino  como  un  resumen  de 
las  largas  discusiones  que  Augusto  y  sus  amigos  soste- 
nían juntos  sobre  las  presentes  condiciones  de  Italia. 
Quizás  Tito  Livio  pudo  asistir  á  esas  discusiones. 

Augusto,  pues,  no  pensaba  en  la  conquista  de  Persia, 
3'  tampoco  quería  asumir  por  el  instarte  la  misión  har- 
to problemática  de  reformarlas  costumbres  encaminán- 
dolas hacia  la  antigua  sencillez.  También  sobre  este 
punto  parecían  estar  de  acuerdo  Italia  y  su  héroe,  pero 
diferían  en  realidad.  Ni  el  desquite  contra  los  partos  ni 
el  retorno  á  la  antigua  virtud  eran  los  cuidados  más 
graves  y  constantes  de  Augusto  en  este  primer  apaci- 
guamiento que  siguió  á  la  guerra  civil  recién  termina- 
da. Quería  dispensar  sus  primeros  cuidados  á  una  cosa 
más  urgente:  la  reorganización  de  la  hacienda.  Muy 
atinadamente  estimaba  que  ese  trabajo  era  el  prólogo 
necesario  de  todas  las  demás  reformas  (i).  Era  eviden- 


(i)  Los  actos  más  importantes  realizados  por  Augusto  durante 
estos  primeros  años  no  pueden  explicarse  sin  admitir  que,  ante  todo 
quiso  reorganizar  la  hacienda.  Si  realizó  una  expedición  al  país  de. 
los  cántabros  y  astures,  es  decir,  á  las  regiones  más  atrasadas  de 
España,  y  cuj-a  independencia  no  tenía  valor  político,  mientras  que 
de  todos  lados  había  tantas  otras  dificultades,  es  porque,  según  nos 
informan  Floro,  IV,  ii,  6o  (II,  33)  y  Plinio,  (XXXIII,  iv,  78J,  estas  re- 
giones eran  muy  ricas  en  minas  de  oro.  Confírmanos  en  esta  hipóte- 
sis el  que  por  esta  época  Augusto  preparaba  la  sumisión  de  los  sa- 
lases, pueblo  morador  del  valle  que  pasaba  por  ser  el  más  rico  de 
Italia  en  oro.  Verdad  es  que  á  esta  empresa  se  le  ha  pretendido  atri- 
buir otro  sentido,  el  de  querer  asegurar  las  comunicaciones  entre  la 
Galia  é  Italia;  pero  ya  veremos  que  estas  comunicaciones  no  preocu- 
par )n  hasta  mucho  más  adelante,  y  que  la  gran  ruta  del  Pequeño  y 


22        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

te  que  ningún  gobierno  podría  emprender  guerras,  ni 
reorganizar  los  servicios  públicos,  si  antes  no  reconsti- 
tuía su  Tesoro  asegurándole  ingresos  suficientes  y  cons- 
tantes, si  no  encontraba  un  remedio  á  la  carencia  in- 
quietante del  numerario  en  circulación.  No  obstante  el 
término  de  las  guerras  civiles,  la  situación  financiera 
del  imperio  seguía  siendo  mala;  el  Tesoro  del  Estado, 
el  de  los  templos  y  las  ciudades,  estaban  vacíos;  las 
enormes  cantidades  confiscadas  durante  la  revolución, 
y  hasta  los  tesoros  de  Cleopatra,  parecían  haber  des- 
aparecido; ¡tan  raro  era  todavía  el  dinero  que  pasaba 
por  las  manos  de  los  particulares,  tantos  los  dichosos 
saqueadores,  que  aún  tenían  celosamente  escondido  lo 
que  habían  tomado  temiendo  que  les  despojaran  á  su 
vezi  Pero  si  la  reforma  de  la  hacienda  era  necesaria, 
también  resultaba  dificilísima.  ¿Por  qué  medios  hacer 


del  Gran  San  Bernardo  se  construyó  probablemente  muchos  años 
más  tarde.  Por  esta  época  se  preparó  también  la  expedición  á  Ara- 
bia, siendo  uno  de  sus  objetivos  el  de  apoderarse  de  los  tesoros  que 
se  atribuían  á  los  árabes.  Esto  es  verosímil  por  sí  mismo,  y  además 
nos  lo  atestigua  con  gran  precisión  Estrabón  (XVI,  iv,  22).  En  fin, 
Augusto  fué  este  mismo  año  á  la  Galia;  como  luego  veremos,  reunió 
en  Xarbona  un  conventus  de  jefes  galos,  y  ordenó  que  en  la  Calia  se 
formase  el  censo.  El  motivo  de  este  censo  no  podía  ser  una  simple 
curiosidad  estadística,  pues  ya  veremos  que  al  hacerse  ocasionó  un 
viv-ísimo  descontento  en  toda  la  Galia.  Este  censo  debía  de  preparar 
un  aumento  del  tributo  en  el  país;  la  prueba  de  ello  la  encontrare- 
mos en  la  historia  de  Licinio  y  en  un  texto  de  San  Jerónimo. 
Hallámonos,  pues,  en  presencia  de  cuatro  actos  importantes,  cuyo 
objeto  consiste  en  procurar  dinero  y  metales  preciosos  al  Tesoro,  y 
demuestran  que  la  cuestión  financiera  ocupaba  por  estos  años  el  pri- 
mer lugar  en  los  cuidados  de  Augusto.  Esto,  por  otra  parte,  es  natu- 
ral después  de  tan  gran  revolución. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  ^3 

salir  de  su  encierro  el  oro  y  la  plata,  cuando  innumera- 
bles ladrones  parecían  dispuestos  á  surgir  de  todas  par- 
tes? Una  vez  abandonado  el  proyecto  de  realizar  la 
conquista  de  Persia  ya  no  quedaba,  para  proveer  á  Ita- 
lia de  numerario,  el  medio  más  empleado  antaño,  la 
guerra.  Roma  se  había  apoderado  en  Alejandría  deliil- 
timo  de  aquellos  grandes  tesoros  de  oro  y  de  plata  acu- 
mulados durante  los  siglos  anteriores  por  los  Estados 
mediterráneos,  y  hasta  lo  había  arrojado  en  el  abismo 
sin  fondo  de  Italia,  que  ya  había  devorado  los  demás, 
lo  mismo  los  depositados  en  las  fortalezas  de  Mitrídates 
que  los  conservados  en  los  templos  druídicos  de  la  Ca- 
lia. Ya  no  podían  encontrarse  tesoros  colocados  menos 
lejos  y  menos  bien  defendidos  que  los  de  la  corte  de 
Persia,  á  menos  de  ir  al  interior  de  Arabia,  hacer  la  gue- 
rra a  ciertas  poblaciones  que — al  menos  así  se  decía, — 
vendiendo  á  los  extranjeros  aromas  y  piedras  preciosas 
sin  comprar  nada,  acumulabah  las  monedas  de  oro  y  de 
plata  (i).  Pero  Augusto,  que  no  quería  correr  á  la  lige- 
ra el  riesgo  de  un  fracaso,  necesitaba  algim  tiempo  para 
organizar  á  su  gusto  una  expedición  á  Arabia.  Entre 
tanto,  necesitaba  dinero,  y,  para  obtenerlo,  sólo  dispo- 
nía de  tres  medios.  Ante  todo,  se  podía  recurrir  al  que 
parecía  más  natural,  pero  que  exigía  entonces  más  gas- 
tos y  trabajo  del  necesario  para  robar  este  dinero  á  los 
que  ya  lo  poseían:  tal  era  el  de  reanudar  la  explotación 
de  las  m.inas  abandonadas.  Además,  se  podía  vigilar 
mejor  la  recaudación  de  los  impuestos  ya  establecidos 
y  crear  otros  nuevos.  Pero  si  no  había  otros  medios 


(i)     Estrabón,  XVI,  xiv,  19;  X\'I,  iv,  22. 


24         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

para  obtener  dinero,  Augusto  sólo  podía  usar  éstos  de 
una  manera  limitadísima.  Seguramente  que  Augusto, 
como  procónsul,  podía  reanudar  la  explotación  de  minas 
y  constreñir  más  vigorosamente  á  los  subditos  de  sus 
tres  provincias;  también  podía,  á  título  de  imperator, 
acuñar  para  sus  soldados  moneda  de  buena  ley,  como 
había  comenzado  á  hacer,  en  vez  de  las  antiguas  mo- 
nedas medio  falsas;  en  fin,  podía,  á  título  de  cónsul, 
reparar  los  abusos  y  las  faltas  en  la  administración  y 
proponer  al  Senado  y  al  pueblo  impuestos  y  reformas. 
Pero  no  podía  dirigir  ni  contrastar  la  administración  del 
Tesoro,  colocado  de  nuevo  bajo  la  suprema  autoridad 
del  Senado,  y,  desde  la  última  reforma,  confiado  más 
especialmente  á  \os  prcsfecti  cvrarii  Sahirni,  escogidos 
por  el  mismo  Senado  (i);  y  tampoco  podía  vigilar  la 
percepción  del  tributo  y  de  los  gastos  en  las  provincias 
de  los  otros  gobernadores  (2).  Además,  no  era  fácil 
cosa  en  esta  época  proponer  nuevos  impuestos  ó  refor- 
mas financieras.  El  descontento  hubiese  sido  terrible  en 
Italia  si,  tras  la  revolución,  también  la  paz  le  hubiese 
reclamado  dinero.  Augusto,  pues,  no  podía  pensar  en 
imponer  nuevos  impuestos  á  la  metrópoli,  si  no  quería 
comprometer  la  popularidad,  que  tan  penosamente  ha- 
bía conquistado.  Por  otra  parte,  el  Senado  y  el  pueblo 
no  lo  hubiesen  aprobado.  Oriente  estaba  agotado,  y 
después  de  Accio,  Augusto  comprendía  que  sería  impru- 


(i)  Hirschfeld,  U/itersuch/ingeii  aufdem  Gebicte  der  Rom.  Ver- 
waltuiig,  Berlín,  1876,  1,  pág.  10. 

(2)  Tan  cierto  es  esto,  que  la  facultad  de  intervenir  en  las  pro- 
vincias que  no  eran  suyas  sólo  se  le  concedió  en  el  año  23,  como  j'^a 
veremos.  Dión,  Lili,  32. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  25 

dente  estrujarlo  demasiado.  Así,  puesto  que  no  se  po- 
día demandar  nada  á  Italia  y  tampoco  se  podían  au- 
mentar los  tributos  de  Oriente,  puesto  que  los  nuevos 
tributos  de  Egipto  no  bastaban  para  llenar  el  Tesoro, 
ya  no  había  más  que  volverse  hacia  las  provincias  bár- 
baras de  Europa,  hacia  la  Galia  conquistada  por  César, 
hacia  Panonia,  hacia  Dalmacia,  cuya  conquista  había 
realizado  el  mismo  Augusto,  y  que,  hasta  entonces,  no 
había  dado  casi  nada.  Hacía  ya  algún  tiempo  que  Au- 
gusto pensaba  en  someter  estos  bárbaros  á  un  tributo; 
pero  no  se  podía  esperar  mucho  dinero  de  naciones  tan 
pobres  y  groseras  (i).  En  suma,  la  situación  financiera 
no  era  menos  difícil  que  la  política. 

Riquísimo,  poderosísimo,  admiradísimo,  colmado  de 
honores,  casi  adorado  y  divinizado,  Augusto,  sin  em- 
bargo, no  se  forjaba  ninguna  ilusión  sobre  este  punto; 
comprendía  que  sus  fuerzas  eran  pequeñas  en  compa- 
ración de  las  dificultades  con  que  había  de  luchar.  Esta 
fué  la  causa  principal  que  hizo  durar  su  poder  y  su  for- 
tuna. No  pueden  explicarse  los  diez  prim.eros  años  de  su 
gobierno  y  esa  especie  de  continuo  temor,  de  su  propio 
temor,  que  le  domina  por  completo,  si  no  se  admite  que 
en  esta  época  aún  debía  de  estar  asustado  Augusto  por 


(i)  Doy  como  hipótesis  que  por  esta  época  se  aumentaron  los 
tributos  de  las  pravincias  europeas.  Por  lo  que  se  refiere  á  la  Galia, 
veremos  que  esta  hipótesis  está  confirmada  por  un  texto  de  San  Je- 
rónimo, y  en  cuanto  á  las  otras  provincias,  como  también  veremos, 
porque  algunos  años  más  tarde  la  agitación  iba  á  ser  muy  grande 
á  consecuencia  de  los  impuestos  que  sobre  ellas  pesaban.  Esto  hace 
suponer  que,  cuando  se  restableció  la  paz,  se  aumentaron  los  anti- 
guos tributos,  ó,  lo  que  viene  á  ser  lo  mismo,  se  percibieron  con  más 
rigor. 


26 


GRANDEZA  Y  DECADEN'CIA  DE  ROMA 


el  trágico  destino  de  los  cuatro  personajes  que  sucesi- 
vamente habían  logrado  colocarse  al  frente  de  la  repú- 
blica: Craso,  Pompeyo,  César,  Antonio.  Sobre  todo,  la 
de  Antonio,  cuya  reciente  caída,  tan  extraña,  tan  inve- 
rosímil, debía  de  espantar  á  Augusto  todavía  más  que 
las  precedentes,  por  lo  mismo  de  que  pertenecía  al  pe- 
queño número  de  los  que  estaban  en  el  secreto.  ¡Cuan 
frágil  era  el  poder  en  esta  época!  ¡Con  qué  rapidez  la 
exagerada  admiración  de  la  muchedumbre  se  trocaba 
en  odio  cuando  sobrevenía  la  inevitable  desilusión  de 
que  las  masas  —  en  vez  de  acusar  á  su  propia  nece- 
dad— imputaban  como  un  crimen  al  hombre  que  antes 
habían  admirado  en  demasía!  Un  error,  una  impruden- 
cia, y  el  arbitro  del  imperio,  el  hombre  poderoso  entre 
todos,  veía  desplomarse  su  poder  sobre  él  y  aplastarle 
con  sus  ruinas.  Nada,  pues,  debía  de  parecer  más  peli- 
groso á  Augusto  en  el  año  27  antes  de  Cristo  como  el 
desempeñar  una  nueva  «comedia  política»  ante  el  pú- 
blico irritable,  que,  en  mitad  del  espectáculo,  había  la- 
pidado ya  á  muchos  actores.  ¿Qué  ventaja  había  obte- 
nido Antonio  con  su  política  de  doble  cara,  por  inge- 
niosa que  hubiese  sido,  y  de  la  larga  comedia  en  que 
tan  pronto  había  desempeñado  el  papel  de  rey  egipcia 
como  el  de  procónsul  romano?  Querer  hacer  y  brillar 
demasiado,  apelar  con  este  fin  á  medios  harto  ingenio- 
sos, era  muy  peligroso,  cualesquiera  que  fuesen  la  ha- 
bilidad, la  inteligencia,  la  fortuna  de  un  hombre.  Era, 
pues,  necesario  reingresar  en  la  verdad  por  todas  las- 
puertas,  aun  por  las  más  bajas  y  estrechas,  por  la  puer- 
ta de  la  sabiduría  y  de  la  modestia;  era  necesario  echar- 
se á  un  lado,  empequeñecerse,  sin  mover  ruido,  con  una 
actividad  prudente,   pero  incansable — jestina  lente  era 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  27 

una  de  las  frases  favoritas  de  Augusto  (i),  —  comenzar 
una  reconciliación  general,  con  un  gobierno  benévolo 
y  dúctil,  mediante  obras  poco  teatrales  y  poco  ruidosas» 
pero  atinadas  y  útiles.  «Relacionar  en  lo  posible  los  in- 
tereses sin  herir  las  convicciones».  Estos  términos  con 
que  uri. historiador  moderno  definió  el  objetivo  queBo- 
naparte  (2)  se  propuso  en  su  consulado,  pueden  repe- 
tirse á  propósito  del  principado  de  Augusto.  Cuando 
Italia  gozase  de  paz  y  de  prosperidad,  sufriría  menos 
de  no  haber  podido  satisfacer  sus  deseos  de  gloria; 
apreciando  la  complacencia,  la  modestia,  la  justicia  de 
un  presidente  que  le  aportaría  tantos  beneficios,  ya  no 
pensaría  en  acusarle  de  no  conducir  á  Roma  al  re}^  de 
los  partos  lleno  de  cadenas.  Era  necesario  reparar  los 
caminos  de  Italia;  el  Tesoro  estaba  casi  vacío;  con  el  di- 
nero de  Egipto,  Augusto  hubiera  podido  encargarse 
del  trabajo  y  poner  pronto  en  buen  estado  esos  caminos 
y  atraerse  la  gratitud  de  la  nación  entera  por  tan  her- 
mosa munificencia.  Pero  no  quiso.  Prefirió  esconderse 
tras  el  Senado;  convocó  á  los  senadores  más  influyen- 
tes; les  dijo  que  deseaba  reparar  la  vía  Flaminia  y  todos 
los  puentes  desde  Roma  hasta  Rímini,  y  persuadió  á 
cada  uno  de  ellos  para  que  se  encargasen  de  la  repara- 
ción de  un  camino  más  ó  menos  largo.  Bien  entendido 
de  que  no  habían  de  encargarse  de  una  manera  nomi- 
nal, pues  sería  Augusto  mismo  quien  pagase  los  gas- 
tos de  todas  las  reparaciones  (3).  Así,  tomaba,  de  su 


(i)     Suetonio,  Augusto,  25. 

(2)  Vandal,  l' Avènemertt  de  Bonaparte,  París,  1902,  I,  pág.  415. 

(3)  Dión,  Lili,   22.— Mon.  Anc.  (Lat.),   IV,    19-20;    C.    I.   Z., 
XI,  365. 


2S 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


cuenta  todas  las  reparaciones  y  distribuía  el  honor  en- 
tre los  miembros  más  eminentes  del  Senado.  Para  me- 
jor velar  por  la  administración  del  Tesoro  sin  hacer  nada 
que  no  estuviese  de  acuerdo  con  la  constitución,  pen- 
só organizar  en  su  casa,  y  para  su  uso  privado,  una 
verdadera  contabilidad  del  Estado,  escogiendo  entre 
sus  numerosos  esclavos  y  libertos  á  los  más  instruidos 
é  inteligentes.  Á  título  de  presidente  del  Senado,  de 
cónsul,  de  procónsul  de  tres  grandes  provincias,  le  era 
fácil  comunicarles  todas  las  cifras  de  los  ingresos  y  de 
los  gastos;  encargóles,  pues,  que  le  precisasen  las 
cuentas  del  imperio  para  saber  en  cualquier  momento 
lo  que  la  república  percibía  y  gastaba,  lo  que  producían 
los  diversos  inipuestos  y  lo  que  costaban  los  diferentes 
servicios,  cuáles  eran  los  censos  y  las  cargas  del  Esta- 
do (i).  Provisto  de  estas  cuentas  privadas,  más  exactas 
que  las  llevadas  por  los  prcs fedi  cerarii  Saturiti^  podía 
estudiar  las  proposiciones  que  había  de  someter  al  Se- 
nado para  reorganizar  la  hacienda,  aconsejar  y  censu- 
rar ó  hacer  aconsejar  y  censurar  por  el  Senado  á  los 
magistrados  que  hiciesen  gastos  inútiles  ó  que  descui- 


(i)  Este  importantísimo  informe  nos  lo  comunica  Suetonio,  Au- 
gusto, 1 20...  breviarium  totius  imperila  quantufn  militum  sub  siguis 
ubique  esse7it,  qiianhnn  pecuiiiae  in  aera/io  et  fiscis  et  vectigalorum 
residuis.  Adiecit  et  libertorum  servorumque  nomi?ia  a  quibus  ratio 
exigí possct.  Estos  esclavos  y  libertos  llevaban  una  contabilidad  del 
Estado  para  el  uso  personal  de  Augusto,  contabilidad  que  solía  ser 
más  detallada  y  exacta  que  la  de  los  magistrados  de  la  república,  y 
que  evidentemente  debía  de  servir  para  contrastar  la  de  éstos.  En  otros 
términos,  no  fiándose  yz.  Augusto  del  celo  y  vigilancia  de  los  ma- 
gistrados, organizó  oficinas  en  su  casa  para  que  le  suministrasen  los 
informes  necesarios  para  bien  gobernar.  Este  artificio  no  podía  aten- 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  29 

dasen  la  percepción  de  los  impuestos  y  que  las  propie- 
dades del  Estado  rindiesen  lo  debido;  ejercer,  en  fin  — 
sin  estar  investido  de  ella  ni  tener  su  responsabilidad, — 
la  autoridad  de  un  verdadero  ministro  de  hacienda.  Sin 
embargo,  había  que  poner  pronto  en  circulación  mayor 
cantidad  de  numerario,  pues  se  había  hecho  demasiado 
raro,  lo  mismo  para  las  necesidades  del  Estado  que  para 
las  particulares.  Augusto  se  decidió  á  reconquistar  en 
su  provincia  de  España  las  regiones  auríferas  habitadas 
por  los  cántabros  y  astures,  para  reanudar  el  laboreo 
de  las  minas,  que  en  la  anarquía  del  siglo  último  se  ha- 
bían abandonado  tras  la  insurrección  de  los  indígenas 
contra  la  autoridad  de  Roma.  También  resolvió  realizar 
en  los  Alpes  la  conquista  del  valle  de  los  salases.  Pro- 
bablemente haciendo  que  el  Senado  aprobase  un  decre- 
to, decidió  aumentar  los  tributos  pagados  porla  Galla, 
por  las  poblaciones  alpinas,  por  las  provincias  ibéricas, 
y,  singularmente,  por  Dalmacia  y  Panonia.  Al  mismo 
tiempo,  para  dominar  á  Roma  y  á  la  república  sin  em- 
plear la  fuerza  ni  abusar  de  su  prestigio,  trabajó  pacien- 
temente en  asociar  al  nuevo  gobierno  y  unir-  entre  sí  á 


tar  al  principio  constitucional  ni  á  la  responsabilidad  del  princeps,  y 
en  cambio  podía  funcionar  mejor  la  administración.  Un  pasaje  de 
Djón  (Lili,  30)  y  el  episodio  de  la  enfermedad  del  año  23  nos  de- 
muestran que  fué  por  esta  época  cuando  Augusto  estableció  estas 
oficinas  de  contabilidad  y  estadística.  El  «Libro  de  los  ingresos  y  de 
las  milicias»  que  Augusto  confió  á  Pisón  es  el  mismo  breviarium  to- 
tius  imperli  compilado  por  los  esclavos  y  libertos  que,  según  Sue- 
tonio,  Augusto  dejó  al  morir.  Véase  Suetonio,  Aug/ísío,  28:  raíiona- 
riiim  imperii  tradidit.  Esta  oficina  ya  existía  en  el  año  23  antes  de 
Cristo;  luego  fué  por  esta  época  apro.ximadamente  cuando  debió  fun- 
darse. 


¿o  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

las  clases  sociales,  y  esto  por  medio  de  sutiles  cadenas 
de  oro,  casi  invisibles,  pero  sólidas.  Augusto  asienta 
desde  este  momento  uno  de  los  principios  esenciales  de 
la  futura  política  del  imperio,  consistente  en  gastar  mu- 
cho, en  gastar  sin  tasa  en  Roma  y  de  manera  que  to- 
das las  clases  sociales  participasen  de  los  beneficios. 
Si  no  colocaba  los  intereses  de  la  metrópoli  sobre  los 
del  imperio,  los  colocaba  al  menos  á  igual  altura  que 
los  intereses  más  graves.  Á  partir  de  este  momento,  y 
durante  algunos  siglos,  las  fiestas  públicas  de  Roma  se- 
rán para  el  gobierno  un  cuidado  no  menos  grave  que  el 
equipo  de  las  legiones.  El  Tesoro  estaba  semivacío;  to- 
dos los  servicios  públicos,  desde  la  defensa  de  las  fron- 
teras hasta  los  caminos,  se  encontraban  en  desorden 
por  la  falta  de  dinero;  el  imperio  estaba  agotado.  Y,  sin 
embargo,  Augusto  se  daba  prisa,  aun  antes  de  proveer 
á  estas  necesidades,  á  gastar  en  Roma  para  realizar 
obras  de  interés  secundario,  cantidades  enormes  que  él 
mismo  suministraba,  comprometiendo  á  sus  amigos  y 
parientes  á  hacer  lo  mismo,  de  suerte  que  no  pudiesen 
carecer  de  trabajo  y  dinero  el  bajo  pueblo  y  la  clase  me- 
dia. No  sólo  continuó  la  reparación  de  los  templos;  tam- 
bién empezó  á  restaurar  con  singular  esfuerzo  el  gran 
santuario  nacional  de  Júpiter  en  el  Capitolio  y  el  teatro 
de  Pompeyo  (i);  también  empezó  á  reconstruir  el  pórti- 
co erigido  por  Cneo  Octavio  casi  un  siglo  antes  y  des- 


(i)  Mon.  Anc,  IV,  9.  Doy  como  hipótesis  bastante  verosímil, 
pero  sin  pruebas  seguras,  que  esta  restauración,  como  otros  muchos 
trabajos  del  mismo  género  de  que  hablaremos  más  adelante,  se  em- 
prendió por  esta  época.  Véase  Mommsen,  Res  gestae  Divi  August., 
Berlín,  1865,  pág.  55. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  31 

truido  por  un  incendio  (i),  y  á  construir  al  comienzo 
de  la  Vía  Sacra  un  tempio  á  los  dioses  Lares;  á  reedifi- 
car sobre  el  Quirinal  el  antiquísimo  templo  de  Quirino, 
y  también  sobre  el  Aventino  los  no  menos  antiguos  de 
Minerva  y  Juno  Regina  (2).  ¡Si  la  religión  decaía  en 
Roma  no  sería  por  falta  de  edificios  religiosos!  Augus- 
to aún  acariciaba  el  proyecto  de  construir  un  nuevo 
foro.  El  antiguo  y  el  de  César  eran  ya  insuficientes  para 
satisfacer  las  necesidades  de  Roma,  que  se  había  agran- 
dado. Augusto,  pues,  pensaba  construir  otro  alrede- 
dor del  Marte  Vengador,  á  quien  hizo  la  promesa  en  Fi- 
iipos  de  erigirlo,  y  que,  según  sus  intenciones,  debía  ser 
el  gran  santuario  del  ejército  romano.  También  pro- 
siguió la  construcción  del  gran  teatro  comenzado  por 
César.  Sus  amigos,  Estatilio  Tauro,  Cornelio  Balbo,  so- 
brino y  heredero  del  riquísimo  agente  de  César,  se  pres- 
taron á  construir  cada  uno  otro  teatro.  Agripa  casi  ha- 
bía terminado  el  Panteón,  y  se  ocupaba  en  rematar  la 
otra  gran  construcción  iniciada  por  César,  los  Saepta 
Julia,  que  estaban  destinados  á  los  comicios  (3);  había 
resuelto  transformar  el  modesto  laconicwn,  construido 
detrás  del  Panteón,  en  termas  inmensas  y  suntuosas  se- 
mejantes á  las  que  servían  en  Siria  para  bañarse,  cons- 
truyendo para  surtirlas  un  nuevo  acueducto  de  cator- 
ce millas,  que  recibiría  el  nombre  de  Aqua  virgo  (4). 
Además,  Agripa  hizo  para  las  aguas  lo  que  Augusto 
para  la  hacienda.  Los  magistrados,  que  según  la  consti- 


li) Mon.  Anc,  IA^  ui,  á,\feslus,  pág.  178. 

(2)  Mon.  Anc,  IV,  6. 

(3)  Gardthausen,  AiLg.  und  se'uie  Zeií,  t.  I,  pág.,  995. 

(4)  Frontino,  De  aq.,  98. 


32         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

tución,  debían  ocuparse  de  los  acueductos,  eran  los  cen- 
sores y  los  ediles.  Pero  los  censores  hacía  tiempo  que 
no  se  elegían  y  los  ediles  no  se  preocupaban  de  ellos. 
Agripa,  pues, -escogió  entre  sus  esclavos  un  personal 
activo  é  inteligente  que  velase  por  los  acueductos  de 
Roma  y  que  se  encargase  de  repararlos  y  conservarlos 
en  buen  estado. 

Empresa  más  difícil  para  el  hijo  de  César,  para  el 
triunviro  de  las  proscripciones,  era  el  reconciliarse  con 
la  nobleza;  pero  Augusto  se  consagró  á  ella  con  incan- 
sable paciencia,  con  perspicacia  siempre  en  vela  y  sir- 
viéndose de  medios  poderosísimos.  No  solafnente  ayu- 
daría en  las  elecciones  con  su  personal  influencia  á  los 
personajes  más  eminentes  para  ayudarlos  á  apoderarse, 
como  antaño,  de  las  magistraturas;  no  sólo  aprovecha- 
ría todas  las  ocasiones  de  ser  grato  á  la  nobleza  entera 
ó  á  alguno  de  sus  miembros  más  conspicuos,  pero  tam- 
bién se  proponía — y  esto  sería  una  prenda  de  paz  más 
sólida  que  todos  los  platónicos  homenajes  —  rehacer  las 
fortunas  de  las  grandes  familias  que  habían  quedado 
aniquiladas.  Roma  poseía  en  las  provincias  un  inmenso 
patrimonio  en  tierras,  en  bosques,  en  minas,  que  las 
guerras  civiles  aún  habían  aumentado,  y  del  que  la  re- 
pública había  obtenido  provecho  arrendándolo  á  socie- 
dades de  publícanos.  Pero  ahora  que  las  grandes  socie- 
dades arrendatarias  de  estos  dominios  estaban  disueltas 
y  el  número  de  los  grandes  capitales  había  disminuido 
y  el  espíritu  de  tráfico  se  había  debilitado  en  Italia, 
gran  parte  de  estos  bienes  estaban  abandonados,  y  los 
beneficios  que  de  ellos  se  obtenían  habíanse  disper- 
sado, desviado  por  mil  canales,  de  las  cajas  públicas.  El 
mal  era  antiguo,  y  César  había  hecho  ordenar  por  el 


LA  REPÚBLICA  DE  AÌ7GUSTO  33 

Senado  que  se  mensurase  todo  el  imperio  para  hacer  el 
inventario  de  este  gigantesco  patrimonio  y  para  obte- 
ner el  mejor  partido  de  él;  pero  las  guerras  civiies  ha- 
bían retrasado  y  entorpecido  el  trabajo  de  las  comisio- 
nes enviadas  á  las  diferentes  regiones  del  imperio,  has- 
ta el  punto  de  que  en  el  año  27,  según  parece,  ninguna 
se  había  mensurado  todavía  (i).  Augusto  había  ya  adop- 
tado disposiciones — y  fué  éste  uno  de  sus  primeros 
cuidados  al  terminar  las  guerras  —  para  apresurar  el 
término  de  este  gran  trabajo,  de  manera  que  pudiese 
obtener  de  este  patrimonio  —  al  menos  en  sus  provin- 
-cias — lo  que  tenía  que  dar,  y  las  diferentes  partes  que 
obtuvo  las  entregó  por  arriendos  perpetuos  ó  anuales  á 
los  municipios  ó  á  los  particulares.  La  república  podría 
contar  de  este  modo  con  una  renta  constante;  estos 
bienes — las  tierras  sobre  todo  —  en  vez  de  ser  presa  de 
arrendatarios  ávidos  de  obtener  dinero  y  que  entraban 
en  ellos  á  saco,  recaerían  en  propietarios,  dispuestos  á 
hacer  de  ellos  el  buen  uso  que  un  padre  de  familia  hace 
d3  su  patrimonio;  de  estas  grandes  riquezas  podría  be- 
neficiarse mucha  gente.  Augusto  destinaba  parte  de 
ellas  á  la  aristocracia  arruinada,  en  compensación  de  los 
bienes  perdidos  durante  las  proscripciones  y  las  guerras 
civiles. 

Augusto,  pues,  se  proponía  instituir  un  gobierno  mo- 
desto, respetuoso  de  las  tradiciones,  deseoso,  sobre 
todo  de  restaurar  la  fortuna  de  Italia  y  del  Estado,  para 
acostumbrar  paulatinamente  á  Italia  á  la  renuncia  de  Ía 


(i)     Véase  Ritschi,  -^r.Die  Verinessung  des  ROmischen  Reichs  unter 
Augustus,  die  Welt-Karte  des  Agrippa,  und  die  Cosmographie  des 
sogennanten  Aethicus»,  Rhein.  Mus.  Xeue  Folge  I,  págs.  481  y  sig. 
Tomo  V  3 


34         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

conquista  de  Persia  y  á  no  deplorar  ya  el  pasado.  La 
paz,  el  renacimiento  de  la  hacienda,  el  respeto  de  la 
constitución,  eran  los  tres  sustentáculos  de  la  política 
de  Augusto,  que,  para  dar  mayor  prueba  de  modestia, 
pensaba  en  alejarse  de  Roma,  tomando  como  pretexto 
la  guerra  contra  los  cántabros  y  astures,  aunque  no 
fuese  de  tanta  importancia  que  demandase  la  presencia 
de  un  generalísimo.  Una  larga  ausencia  implicaba  para 
él  considerables  ventajas  desde  todos  los  puntos  de  vis- 
ta. De  este  modo  evitaba  Augusto  el  fatigar  con  una 
presencia  y  contacto  continuos  la  admiración  demasia- 
do ferviente  que  inspiraba  entonces;  poco  á  poco  iba  á 
habituar  á  los  magistrados  y  ciudadanos  á  obrar  por  sí 
solos,  sin  necesidad  de  que  le  consultasen  para  cada 
cosa;  él  mismo  disminuía  también  las  ocasiones  de  in- 
currir en  errores,  de  desagradar  á  las  gentes,  de  mos- 
trarse inferior  á  la  opinión  exagerada  que  tantas  perso- 
nas se  forjaban  de  él  3^  de  su  poder.  No  era  posible  bo- 
rrar en  algunos  meses  los  recuerdos  de  veinte  años  de 
guerra  civil.  Los  restos  de  la  aristocracia,  los  supervi- 
vientes de  las  proscripciones  y  de  Filipos,  los  hijos  ó 
los  sobrinos  de  las  víctimas  de  la  revolución,  encontra- 
ban á  su  lado,  en  el  Senado,  en  los  mismos  bancos,  or- 
nados de  los  mismos  emblemas,  á  los  centuriones  y  á 
los  aventureros  que  habían  ingresado  en  el  Senado  des- 
pués de  Filipos,  que  se  habían  apoderado  de  los  bienes 
de  sus  padres,  habían  hecho  perecer  á  sus  parientes  más 
queridos  y  arruinado  el  poder  secular  de  su  clase.  Si  la 
nobleza  superviviente  toleraba  en  considerar  como  sus 
iguales  á  los  grandes  jefes  de  la  revolución,  á  los  Me- 
cenas, á  los  Agripas,  á  los  Folión,  cuya  gloria,  riqueza 
y  cultura  intelectual  hacía  olvidar  el  nacimiento,  en 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  35 

cambio  obstinábanse  en  considerar  á  los  obscuros  sena- 
dores como  hombres  que  habían  usurpado  las  dignida- 
des y  patrimonios  ajenos.  Vivir  en  Roma  como  cónsul, 
presidir  las  sesiones  del  Senado,  andar  entre  unos  y 
otros  sin  herir  á  nadie  era  extremadamente  difícil.  Ade- 
más— y  esta  es  una  consideración  de  menos  importan- 
cia para  nosotros,  pero  que  quizás  la  tenía  grande  para 
Augusto — el  ejemplo  de  César  le  advertía  de  que  ni  la 
admiración  popular,  ni  los  cargos,  ni  los  lictores,  ni  la 
inviolabilidad  tribunicia,  eran  suficiente  protección  con- 
tra la  puñalada  de  algún  Bruto,  y  no  se  podía  adoptar 
en  Roma  precauciones  muy  ostensibles  sin  ofender  el 
sentimiento  republicano.  El  uso  permitía  tener  esclavos 
germanos  y  galos  para  defender  la  casa  y  la  persona; 
Augusto  los  utilizaba;  pero,  aun  adoptando  tales  pre- 
cauciones, debía  preocuparse  en  no  hacer  nada  de  más 
que  los  otros  senadores,  aunque  el  peligro  fuese  para  él 
mucho  mayor. 

En  el  mes  de  Mayo,  cuando  se  celebraron  las  fiestas 
latinas  que  debía  presidir  á  título  de  cónsul,  no  se  mos- 
tró, con  el  pretexto  de  encontrarse  enfermo.  ¿Lo  estaba 
verdaderamente,  ó  era  un  ardid  para  no  aventurarse 
sin  defensa  en  medio  de  la  muchedumbre  festera?  Lue- 
go, las  elecciones  se  celebraron  tranquilamente,  sin  que 
el  orden  se  alterase.  Los  hermosos  tiempos  de  la  repú- 
blica parecían  haber  vuelto.  Es  probable  que  sólo  se 
presentaron  á  los  sufragios  del  pueblo  los  que  tenían  la 
aprobación  de  Augusto:  su  popularidad,  su  riqueza, 
sus  amigos  numerosísimos  hacían  de  él,  de  hecho  si  no 
de  derecho,  el  arbitro  de  los  comicios  y  el  gran  elector 
de  la  república.  Sólo  hubo  dos  cónsules,  Augusto  y 
Estatilio  Tauro;  pues  se  volvía  á  la  antigua  y  severa 


30         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

tradición  del  consulado  doble  y  anual,  y  se  habían  aboli- 
do los  «consulitos»,  tan  numerosos  en  la  época  de  la  re- 
volución. Pero  la  actitud  observada  por  Augusto  durante 
los  años  que  siguieron  nos  revela  que  no  deseaba  la  res- 
ponsabilidad de  designar  á  todos  los  magistrados,  y  que 
aspiraba  á  ver  funcionar  nuevamente  los  comicios  con 
vigor  y  libertad.  Era  esta  una  razón  de  más  para  ir  á 
España,  donde  sería  menos  perseguido  por  las  deman- 
das de  los  ambiciosos.  Pero  antes  de  partir  aún  tenía 
mucho  que  hacer.  Ante  todo,  le  convenía  preparar 
la  opinión  pública,  que  seguía  esperando  la  guerra  con- 
tra los  partos  y  otras  gloriosas  campaña?,  para  que  se 
aprobasen  sus  más  modestos  designios.  No  podía  de- 
cirse bruscamente  á  Italia,  que  deseaba  la  conquista  de 
inmensos  imperios,  de  ciudades  magníficas,  de  opulen- 
tos tesoros,  que  iba  á  partir  para  la  simple  conquista 
de  valles  desiertos,  de  áridas'  montañas  y  de  minas 
abandonadas.  Comenzó,  pues,  á  hacer  circular  el  rumor 
de  que  se  disponía  á  emprender  la  conquista  de  Breta- 
ña y  la  de  Persia  en  seguida.  En  marcha  ya,  difundiría 
el  rumor  de  que  en  España  habían  estallado  grandes 
movimientos  insurreccionales,  dando  detalles  sucesivos 
para  acreditar  la  especie;  así  habituaría  al  público  á  la 
idea  de  la  expedición,  y,  viajando  con  suma  lentitud, 
esperaría  el  momento  oportuno  para  cambiar  jde  direc- 
ción (i).  Sin  embargo,  era  necesario  que  su   marcha 


(i)  Dión  (Lili,  25),  dice  que  Augusto  tenía  verdaderamente  in- 
tención de  realizar  la  conquista  de  Bretaña;  mientras  que  en  el  capítu- 
lo XXIII  (cüg  xaí  èg  xyjv  Bpsxavvíav  atpaxsuawv),  más  bien  da  á  enten- 
der que  la  guerra  contra  Bretaña  fué  un  pretexto.  Por  otra  parte,  era 
común  opinión  en  Roma  que  Augusto  partía  para  la  conquista  de 


LA  REPÚBLICA    DE  AUGUSTO  37 

no  turbase  la  paz  de  que  Roma  gozaba  desde  hacía  al- 
gunos años,  sin  lo  cual  todos  hubiesen  deplorado  su 
ausencia  considerándola  como  una  gran  falta  y  una 
gran  desdicha.  Pero,  ¿'quién  podía  reemplazarle?  Agripa, 
que  era  su  colega  en  el  consulado  este  año,  y  Estatilio 
Tauro,  que  debía  serlo  el  siguiente,  eran,  sin  duda, 
hombres  muy  capaces;  pero  á  Augusto  no  le  parecía  , 
que  fuese  bastante  la  autoridad  de  los  cónsules  estan- 
do él  lejos,  y  sin  tener  aquéllos  fuerza  armada  para 
mantener  en  el  orden  á  una  muchedumbre  turbulenta, 
para  la  que  el  consulado  había  perdido  todo  su  antiguo 
esplendor  desde  que  se  había  revestido  con  esta  digni- 
dad á  hombres  de  tan  baja  y  obscura  extracción.  Nece- 
sitába,se,  puesto  que  la  verdadera  fuerza  faltaba,  un 
personaje  de  carácter  más  insólito  y  solemne,  y  que  al 
mismo  tiempo  fuese  republicano.  Ya  que  la  moda  con- 
sistía en  volver  á  lo  antiguo,  Augusto  pensó  exhumar 
otra  momia,  el  prcEfechts  iirbi^  que  en  tiempos  de  los 
reyes  y  en  los  comienzos  de  la  república,  se  había 
nombrado  para  reemplazar  en  su  ausencia,  primero  á 
los  reyes  y  después  á  los  cónsules,  cuando  saliesen  de 
Roma  para  dirigir  una  guerra;  en  seguida  procuró  per- 
suadir á  Mésala  Corvino,  que  aceptó  el  cargo,  pro- 
bablemente nombrado  por  el  Senado.  Mésala  había  sido 
gran  amigo  de  Bruto,  y  combatido  á  su  lado  en  Fili- 


Persia  y  de  Bretaña.  La  oda  V  del  tercer  libro  de  Horacio  lo  demues- 
tra. Pero  no  es  imposible  que  Augusto,  que  había  reducido  su  ejér- 
cito á  23  legiones,  pensase  en  tales  pro3''ectos.  Con  mi  hipótesis 
se  explica  la  contradicción:  Augusto  dejó  creer  que  marchaba  re- 
suelto á  consumar  los  designios  de  César,  para  habituar  lentamente 
á  la  opinion  pública  á  sus  proyectos  más  modestos. 


3^         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

pos,  viéndole  morir;  aunque  reconciliado  en  seguida 
con  Augusto,  fué  fiel  á  la  memoria  de  su  amigo,  del  que 
abiertamente  hacía  su  elogio  en  toda  ocasión,  en  sus 
conversaciones  y  en  sus  escritos  (i);  noble  de  gran  fa- 
milia, y  republicano  firme  y  sincero,  guerrero  ilustre, 
protector  de  los  escritores,  de  los  que  reunía  un  grupo 
á  su  alrededor,  Mésala  podía  tranquilizar  á  los  republi- 
canos más  desconfiados.  Al  principio  rechazó  (2).  Qui- 
zás se  asustaba  por  la  dificultad  de  la  misión  y  por 
la  rareza  de  este  arcaico  recurso,  ho.  pj-afectura  urbiSy 
caída  en  desuso  hacía  siglos,  aún  podía  ser  una  institu- 
ción republicana  y  romana  á  los  ojos  de  los  arqueólo- 
gos, pero  no  á  los  ojos  del  pueblo,  que  la  había  olvida- 
do hacía  mucho  tiempo. 

Una  dificultad  aún  más  grave  surgía  en  Egipto.  No 
.  obstante  su  firme  designio  de  gobernar  el  imperio  con 
una  política  sencilla,  coherente  y  sin  contradicción, 
Augusto  se  vio  obligado  á  imitar  en  Egipto — aunque 
con  más  discreción  y  con  el  consentimiento  de  las  au- 
toridades legítimas — la  política  de  doble  cara  de  Anto- 
tonio.  Dificultades  inesperadas  habían  surgido  súbita- 
mente del  fondo  mismo  de  esta  insoluble  contradicción. 
En  el  inmenso  y  maravilloso  palacio  de  los  Ptolomeos, 
entre  el  lujo,  los  placeres  y  los  homenajes  prodigados  á 
Galo,  que  ocupaba  sin  confesarlo  el  trono  de  los  Lagi- 
das,  este  burguesillo  de  Foriiin  Julii,  corría  el  riesgo  de 


(i)     Plutarco,  j^/v^/í?,  53. 

(2)  Me  parece  que  demuestra  esto  la  prontitud  con  que  al  cabo  de 
seis  días  nada  más,  renunció  á  s-u  cargo.  Mésala  era  un  hombre  se- 
rio, y  esta  prontitud  sólo  puede  explicarse  admitiendo  que  lo  aceptó 
contra  su  deseo. 


LA  REPÚBLICA   DE  AUGUSTO  39 

perder  el  juicio,  conio  había  ocurrido  á  Antonio.  No 
sólo  había  acumulado  inmensas  riquezas  (i),  aceptado 
homenajes  reales  y  hecho  erigir  en  su  honor  estatuas  por 
todas  partes  (2);  también  se  puso  á  tratar  el  Egipto  con 
la  violencia  de  un  tirano  oriental,  y  empezó  á  pensar,  á 
fundar  él  mismo  un  gran  imperio.  Habiendo  abandonado 
á  Alejandría  para  reprimir  un  pequeño  movimiento  de 
protesta  que  había  estallado  en  el  centro,  quiso  hacer 
un  escarmiento  y  destru^'ó  completamente  á  Tebas  (3); 
luego,  contra  la  voluntad  de  Augusto,  recomenzó  la 
política  de^expansión  hicia  el  interior  del  continente 
africano  y  hacia  las  fuentes  del  Nilo,  que,  en  cualquier 
época  ha  sido  como  una  necesidad  para  todos  los  Esta- 
dos que  han  poseído  á  Egipto.  Buscando,  sin  duda,  no 
sólo  satisfacer  sus  deseos  de  gloria  y  de  botín,  pero 
también  que  los  egipcios  admirasen  el  nuevo  régimen, 
convenciéndoles  dé  que  era  más  fuerte  y  audaz  que  el 


(1)  Ammiano  Marcelino,  XVII,  li,  5  (quizás  haya  exageración  en 
lo  que  dice,  pues  es  la  versión  de  la  aristocracia). 

(2)  Dión,  Lili,  23.  Está  esto  confirmado  por  la  inscripción  re- 
cientemente descubierta  en  Egipto:  «Sitzungberichte  KOnig.  preuss- 
Akad.,»  1896,  I,  pág.  476. 

(3)  Hierón  fChron.  ad.  ann.  Abrah.,  1890,  27  antes  de  Cristo),, 
dice:  Thebce  ^'Egypti  usqtie  ad  solum  erutce.  ¿No  conviene  relacionar 
este  informe  con  el  otro  contenido  en  la  inscripción  recordada  más 
arriba  y  descubierta  en  Egipto:  defectionis  Thebaidis...  victor?  Si 
Tebaida  se  rebeló  como  dice  la  inscripción,  es  más  que  probable  que 
Tebas  fuese  destruida  por  Asinio  Galo  durante  esta  guerra.  Este  he- 
cho lanza  la  primera  claridad  sobre  el  disentimiento  que  surgió  en- 
tre Augusto  }'  Galo,  y  que  debió  nacer  de  la  distinta  manera  de 
comprender  el  gobierno  de  Egipto,  Augusto,  que  deseaba  hacer  en 
Oriente  una  política  conciliadora,  no  podía  aprobar  estas  bárbaras 
violencias. 


4°  GRANDEZA  Y  DECADENCIA   DE   ROMA 

destruido  gobierno  de  los  Ptolomeos,  Galo — probable- 
mente en  el  año  28  — realizó  una  expedición  á  Nubia  (el 
Sudán  de  ho}'),  y  parece  que  llegó  á  Dongola,  en  una 
región  —  quizás  se  vanagloriaba  de  decirlo  —  donde  nin- 
gún general  de  Roma  ni  ningún  rey  de  Egipto  había 
puesto  el  pie;  logrando  que  aceptase  el  protectorado  de 
Roma  un  remoto  predecesor  de  Menelik,  el  rey  de  los 
etíopes,  Triakontaschoeni,  cuyos  embajadores  salieron 
á  su  encuantro  en  Filae  (i).  Augusto  no  aprobaba  estas 
violentas  represiones  ni  estas  empresas  temerarias; 
porque  siempre  temía  que  lanzasen  á  Egipto  en  grandes 
gastos  y  guerras  para  las  que  no  bastarían  las  tres  le- 
giones asignadas  como  guarnición  al  antiguo  reino 
de  los  Ptolomeos;  pero  con  su  única  autoridad  personal 
no  podía  atajar  la  inquieta  ambición  de  Galo,  que,  céle- 


(1)  Véase  la  inscripción  descubierta  en  Egipto  é  impresa  en  los 
«.Sitzungberichte  KOnig.  preuss.  Akademie»,  1896,  I,  pág.  476.  La 
inscripción  es  importante  porque  nos  revela  el  probable  origen  de  los 
disentimientos  entre  Augusto  y  Cornelio  Galo;  j'  este  es  un  punto  muy 
obscuro.  Conviene  tener  en  cuenta  que  en  la  inscripción  Cornelio 
Galo  refiere  las  expediciones  como  realizadas  por  él,  sin  decir  siquie- 
ra que  se  hicieron  bajo  los  auspicios  de  Augusto;  esto  nos  demues- 
tra que  el  prefecto  de  Egipto,  aprovechándose  del  carácter  ambiguo 
de  su  cargo  y  de  la  debilidad  de  Augusto,  había  adoptado  una  acti- 
tud casi  independiente,  puesto  que  hacía  la  guerra  por  propia  inicia- 
tiva. Que  Augusto  soportó  mejor  que  aprobó  las  conquistas  de  Galo, 
nos  lo  demuestra  el  hecho  de  que,  algunos  años  después,  á  la  prime- 
ra dificultad  tuvo  que  renunciar  á  su  cargo.  Esta  semi-independen- 
cia  de  Galo,  su  desacuerdo  con  Augusto,  pueden  explicar  las  obscu- 
ras alusiones  de  los  escritores  antiguos,  y  darnos  á  entender  en 
qué  consistían  las  «tonterías»  (¡xáxaia)  que  según  Dión  (Lili,  23), 
Cornelio  se  permitía  decir  sobre  Augusto,  y  cómo  pudo  ser  acusado, 
como  dice  Suetonio  (Aug.,  66)  de  ingratttm  et  malevolitm  animum. 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGtJSTO  41 

bre  3^a  por  sus  hechos  de  armas,  por  sus  trabajos  litera- 
rios, por  los  servicios  prestados  al  partido  triunfante  y 
á  Augusto,  se  consideraba  casi  como  el  igual  del  prin- 
ceps; tampoco  osaba  ya  recurrir  contra  tan  gran  perso- 
naje á  su  autoridad,  tan  dudosa,  tan  equívoca,  tan  poco 
romana,  de  rey  de  Egipto  sin  título  real,  tanto  más, 
porque  la  política  autoritaria  y  aventurera  de  Galo  no 
disgustaba  probablemente  á  Italia,  tan  deseosa  de  hu- 
millar y  maltratar  al  antiguo  reino  de  Cleopatra.  De 
suerte  que  Galo,  sobre  quien  no  pesaba  la  autoridad  del 
Senado  ni  la  de  Augusto,  hacía  y  deshacía  en  Egipto, 
según  su  capricho.  Hasta  parece  que  censuró  pública  3' 
acremente  las  dudas  de  Augusto,  y  que  llegó  su  auda- 
cia hasta  difundir  en  Egipto  las  inscripciones  celebran- 
do sus  hazañas,  como  si  él  fuese  el  único  actor,  y  sin 
aludir  al  que  debía  ser  para  los  egipcios  su  soberano, 
obligándoles  de  esta  manera  á  preguntarse  si  Augusto 
era  verdaderamente  el  señor  de  Egipto,  ó  si  Galo  era  un 
general  rebelde.  Esta  extraña  actitud  de  Galo  había 
suscitado  tantas  desconfianzas,  que  los  antiguos  sacer- 
dotes de  Filae,  encargados  de  traducir  en  jeroglíficos 
una  inscripción  en  loor  de  sus  hazañas,  y  en  la  cual 
apenas  se  nombraba  á  Augusto,  parece  ser  que  le  trai- 
cionaron poniendo  en  la  traducción,  no  ya  su  elogio, 
sino  vagas  y  enfáticas  alabanzas  de  Augusto.  Galo  no 
sabía  descifrar  los  misteriosos  caracteres. 

Era  necesario  atajar  á  Cornelio  Galo  en  el  camino  de 
la  nueva  conquista;  pero  no  era  fácil,  ya  que  Augusto 
-no  quería  servirse  de  los  medios  que  estaban  á  su  dis- 
posición. Parece  que  al  fin  adoptó  el  partido  de  hacer 
intervenir  al  Senado  y  á  la  opinión  pública.  Muchos 
oficiales   vueltos   de    Egipto    referían — exagerándolas 


4-         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

sin  duda — las  extrañas  empresas  de  Galo.  Entre  es- 
tos oficiales  era  uno  de  los  más  violentos  un  tal  Va- 
lerio, que  parece  haber  tenido  motivos  de  rencor  perso- 
nal contra  e\  prcefecHis  yEgypti.  Es  verosímil  que  Au- 
gusto comprometió  indirectamente  á  Largo  para  que 
denunciase  al  público  las  extravagancias  de  Galo,  en  la 
esperanza  de  intimidar  al  gobernador  de  Egipto  mos- 
trándole el  descontento  popular. 

Pero  Augusto  salió  de  Roma  antes  de  que  Largo  co- 
menzase sus  revelaciones.  Probablemente  partió  tan 
pronto  como  Valerio  Mésala  se  decidió  á  aceptar  para 
el  año  siguiente  \í\.  prcefectura  ni'bis.  Pretendía  realizar 
la  conquista  de  Bretaña,  que  César  ya  había  intentado, 
y  anunció  también  que  preparaba  el  desquite  contra 
Persia.  Horacio  le  acompañó  con  sus  votos,  predicién- 
dole  que  á  su  vuelta  sería  adorado  como  un  dios.  En 
realidad  se  marchó,  no  para  volver  como  un  dios,  sino 
para  conquistar  simplemente  una  región  rica  en  minas^ 
para  pasar  útilmente  algunos  años  lejos  de  Roma  y  dar- 
se así  el  tiempo  de  meditar  en  el  giro  que  iban  á  tomar 
los  sucesos. 


II 


Eoma  y  Egipto. 

Augusto  se  llevó  á  España  á  su  hijastro  (i)  Tiberio 
Claudio  Nerón,  hijo  de  Livia,  que  tenía  entonces  quin- 
ce años,  pues  nació  el  i6  de  Noviembre  del  año  42,  y  á 
su  sobrino  Marco  Claudio  Marcelo,  hijo  de  Octavia  y  del 
famoso  cónsul  del  año  50,  que  había  nacido,  según  se 
cree,  algunos  meses  antes  que  Tiberio,  en  el  año  43. 
Luego  ambos  eran  adolescentes,  y  sin  embargo,  Augus- 
to se  los  llevó  ya  á  la  guerra.  Pero  entre  los  principios 
de  la  antigua  aristocracia  había  uno,  singularmente,  que 
Augusto  quería  restablecer  en  la  república:  era  el  prin- 
cipio de  no  desconfiar  de  la  juventud,  de  no  reservar 
para  los  viejos  los  cargos  más  eminentes  y  las  misiones 
más  difíciles.  Nuevamente  conv-enía  abrir  paso  á  los 


(i)  Dión  (Lili,  26),  nos  informíi  de  que  en  el  año  25,  Tiberio 
y  Marcelo  se  encontraban  con  Augusto  en  la  guerra  de  España.  Pa- 
réceme,  pues,  legítimo  suponer  que  partieron  con  él. 


44        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

ióvenes  como  en  los  hermosos  tiempos  de  la  aristocra- 
cia (i). 

Si  la  nobleza  se  había  corrompido  en  el  siglo  pre- 
cedente, es  porque  sus  miembros  fueron  condenados  á 
permanecer  ociosos  á  la  edad  en  que  las  energías  del 
cuerpo  y  del  alma  se  malgastan  en  el  vicio  y  en  la  crá- 
,  pula,  si  no  tienen  grandes  obras  que  realizar.  Por  otra 
parte,  la  aristocracia  había  quedado  tan  diezmada  en  las 
guerras  civiles,  que  si  quería  confiársele  todos  los  car- 
gos más  importantes,  no  se  podría  prescindir  de  los  jó- 
venes, pues  los  hombres  de  edad  hubiesen  sido  insufi- 
cientes. Prudente  en  cuanto  hacía,  parece  ser  que  Au- 
gusto logró  que  se  aprobase  una  modificación  general 
de  las  leyes  que  estaban  entonces  en  vigor  para  prepa- 


(i)  Cicerón,  Pliil.,  V,  xvii,  47:  Majares  nostri,  veteres  illi,  ad- 
modiim  antiqui,  leges  annales  non  habebant:  quas  multis  post  annis 
attuUt  ambii  i  o...  Ita  sape  magna  Índoles  virtíitis,  pritisqtmm  reipii- 
bliccc  prodesse  potiiisset,  extinta  fuit.  48...  admodum  adulescentes 
cónsules  facti.  Tácito,  An.,  XI,  22:  apud  majores...  ne  aetas  quidern 
distinguebatur,  quin  pri?najiiventa  consulatum  ac  dictaturam  ini- 
rent.  Las  rápidas  carreras  de  los  parientes  de  Augusto,  de  Tiberio, 
de  Marcelo,  de  Druso,  que  se  han  querido  considerar  como  prueba 
de  la  intención  de  Augusto  de  concentrar  en  su  familia  el  poder  por 
medio  de  privilegios,  son,  en  cambio,  uno  de  sus  grandes  esfuerzos 
para  volver  á  la  gran  tradición  aristocrática  y  republicana.  Augusto 
también  quería  reconstituir  de  ese  modo  la  república  de  Escipión 
el  Africano.  Tan  cierto  es  esto,  que  no  sólo  sus  parientes,  pero  tam- 
bién ciudadanos  que  no  pertenecían  á  su  familia,  obtuvieron  en  vida 
de  él  los  cargos  supremos,  cuando  aún  eran  muy  jóvenes.  Así  es 
como  L.  Capurnio  Pisón  fué  cónsul  en  el  año  15  antes  de  Cristo,  á 
los  treinta  y  tres  años,  habiendo  nacido  en  el  año  48  y  muriendo  á 
los  ochenta  de  edad  (Tácito,  An.,  VI,  10).  L.  Domicio  Enobarbo,  que 
murió  en  el  año  2  de  la  Era  Cristiana  (Tácito,  I\',  44),  fué  cónsul  el 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  45 

rar  gradualmente  el  remozamiento  del  Estado  (i);  y  sin 
duda  pensaba  proponer  al  Senado  dispensas  especiales 
para  los  jóvenes  que  de  ellas  fuesen  dignos.  Haciendo 
comenzar  inmediatamente  el  noviciado  militar  y  políti- 
co de  los  miembros  de  su  familia,  invitaba  al  mismo 
tiempo  á  toda  la  juventud  aristocrática  á  no  perder 
el  tiempo.  Había  acogido  bajo  su  autoridad,  ó  confiado 
á  Octavia  y  á  Livia,  además  de  su  única  hija,  Julia,  que 
iiabía  tenido  con  Escribonia  en  el  año  39,  todos  los  hi- 
jos de  su  familia  á  quienes  la  revolución  había  privado 
de  padre:  los  dos  hijos  de  Livia,  Tiberio,  que  tenía  en- 
tonces quince  años,  y  del  que  ya  hemos  hablado;  su 
hermano,  más  joven.  Nerón  Claudio  Druso,  nacido  el 
año  38;  los  cinco  hijos  que  su  hermana  Octavia  había 


año  16  antes  de  Cristo;  de  haber  sido  cónsul  á  la  edad  que  Cicerón 
llama  legal,  es  decir,  á  los  cuarenta  y  tres  años,  hubiese  muerto 
á  los  ochenta  }'■  cuatro,  y  Tácito  hubiese  indicado,  como  para  Pisón, 
tan  rara  vejez.  Su  silencio  indica  que  Domicio  no  debió  ser  muy  vie- 
jo: si  se  supone  que  al  morir  tuvo  setenta  y  un  años,  sería  cónsul  á 
los  treinta.  C.  .\sinio  Galo,  hijo  del  famoso  escritor,  nacido  el  año  41 
antes  de  Cristo  (Servio,  ai  V//-g.  Ecl.,  IV,  12)  es  cónsul  en  el  año  S 
antes  de  Cristo,  es  decir,  á  los  treinta  j'  tres  de  edad.  P.  Quintilio 
Varo  es  cónsul  el  año  13  antes  de  Cristo.  Veinte  años  después,  el  7 
de  la-Era  Cristiana,  va  de  gobernador  á  Germania.  No  es  probable  que 
un  puesto  como  este  se  confiase  á  un  hombre  muy  viejo;  más  vero- 
símil es  que  se  entregase  á  un  hombre  de  una  cincuentena,  y  enton- 
ces sólo  tendría  unos  treinta  al  ser  cónsul.  Si  conociésemos  la  fecha 
en  que  nacieron  los  cónsules,  sin  duda  encontraríamos  otros  muchos 
ejemplos  que  aducir.  Por  lo  demás,  esto  es  muy  natural:  aunque  Au- 
gusto no  lo  hubiese  querido,  por  fuerza  tendría  que  obrar  así;  como 
deseaba  restaurar  el  principio  aristocrático,  era  necesario  abrir  las 
puertas  á  los  jóvenes,  tan  diezmada  se  encont;aba  la  aristocracia. 
Véase  Suetonio  Aug.^  28 

(r)     Véase,  tomo  IV,  pág.  29^. 


46   '      GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

tenido  de  Marcelo  y  de  Antonio:  las  dos  Marcelas, 
el  Marcelo  que  acompañó  á  Augusto  en  su  expedición 
á  España,  las  dos  Antonias,  nacidas  antes  de  que  el 
triunviro  abandonase  á  su  esposa-latina  por  Cleopatra; 
él  hijo  menor  de  Antonio  y  Fulvia,  que  debía  tener 
próximamente  la  edad  de  Tiberio,  y  cuyo  nombre  se 
había  cambiado  por  el  de  Julio  Antonio;  en  fin,  los  tres 
hijos  que  quedaban  de  Cleopatra  y  Antonio:  Cleopatra 
Selene,  Alejandro  Helios  y  Filadelfo  (i).  De  estos  doce, 
los  nueve  primeros,  que  sólo  tenían  en  las  venas  pura 
sangre  romana,  estaban  ya  sometidos  por  Augusto  á  la 
regla  de  la  educación  tradicional:  las  hembras  tejían 
tela  y  los  jóvenes  "iban  muy  temprano  á  la  guerra. 
Aunque  instruidos  con  esmero,  garzones  y  muchachas, 
en  literatura  y  filosofía,  sin  embargo,  el  princeps  no 
quería  llevar  más  togas  que  las  tejidas  en  su  casa  por 
sus  mujeres,,  como  los  grandes  señores  de  la  época  aris- 
tocrática (2).  Además,  quería  lanzar  bien  temprano 
á  los  muchachos  en  la  vida  activa,  y  atemperar  la  ac- 
ción de  sus  estudios  con  las  ocupaciones  que  desarro- 
llasen su  energía.  En  cuanto  á  los  tres  últimos,  que 
eran  los  bastardos  de  un  gran  romano  consagrado  á 
una  reina  asiática,  Augusto  parece  haberlos  querido 
conservar  á  su  lado,  para  convertirlos  en  instrumentos 
dinásticos  de  su  política  oriental.  Quizás  pensaba  ya  en 
servirse  de  la  pequeña  Cleopatra  para  reorganizar  la 
Mauritania,  anexionada  por  César.  En  efecto,  Augusto 
pensaba  establecer  allí  la  dinastía  nacional,  colocando 
en  el  trono  á  Juba,  el  hijo  del  rey  vencido  por  César, 


(i)     Bouché-Leclercq,  Histoirc  des  Lagides^  París,  II,  pág.  360. 
(2)     Suetonio,  Aug.^  73. 


LA  REPÚBLICA   DE  AUGUSTO  47 

que  había  sido  criado  en  Roma  recibiendo  una  educa- 
ción greco -romana;  pero  al  mismo  tiempo  que  el  reino, 
Juba  recibiría  por  mujer  á  la  pequeña  Cleopatra  (i). 

Al  llegar  á  la  Galia,  Augusto  se  detuvo  en  Narbona, 
donde  encontró  á  los  notables  de  todo  el  país,  convoca- 
dos sin  duda  (2).  Así  vio  acudir  á  su  encuentro  todo  lo 
que  aún  quedaba  en  la  Galia  de  César  y  de  Vercingetó- 
rix.  Veinticinco  años  habían  pasado  desde  la  caída  de 
Alesia;  pero  el  mismo  Antonio,  que  la  había  visto  lan- 
zarse furiosa  en  los  campos  de  batalla,  multiplicarse  con 
\alor  indomable,  durante  tantos  años,  en  las  embosca- 
das é  insurrecciones,  el  mismo  Antonio  no  hubiese  re- 
conocido á  la  Galia,  contra  la  cual  había  combatido,  era 
esta  generación  envejecida  que  se  reunía  en  Narbona 
alrededor  de  Augusto.  La  Galia  de  V'ercingetórix  casi 
se  había  reconciliado  por  sí  sola  con  Roma;  pacífica  y 
desarmada,  se  consagraba  á  la  agricultura  y  á  la  cría  de 
ganados.  Así  se  enriquecía.  Si  no  llegaba  hasta  admirar 
y  querer  imitar  todo  lo  que  procedía  de  Roma,  en  cam- 
bio dejaba  que  se  romianizasen  sus  jóvenes,  la  genera- 
ción nueva  que  no  había  asistido  á  la  gran  guerra  na- 
cional ó  que  apenas  la  había  entrevisto  en  su  infancia. 
Desde  la  llegada  de  César  á  la  Galia,  Róma  había  teni- 
do numerosos  amigos  entre  la  nobleza  gala,  desconten- 
ta del  desorden  interior,  irritada  de  la  insubordinación 
de  la  plebe  y  de  las  exigencias  de  la  alta  plutocracia, 
alarmada  de  la  creciente  debilidad  militar  del  país  y  de 


(i)  Bouché-Leclercq,  Histoire  des  Lagides,  París,  1904,  volu- 
men II,  pág.  361. 

(2)  Livio,  Epit.^  134  el  convenías  de  que  habla  Tito  Livio  fué 
sia  duda  un,  congreso  de  notables  de  la  Galia. 


4*^         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

la  amenazadora  preponderancia  germánica.  Esta  noble- 
za, dubitativa  entre  el  amor  á  la  independencia  y  el 
miedo  á  los  germanos,  tan  pronto  irritada  por  la  arro- 
gancia romana  como  asustada  por  las  amenazas  popu- 
lares, había  oscilado  sin  cesar  durante  nueve  años  en- 
tre César  y  la  Galia;  de  suerte  que  no  había  aportado 
ninguna  energía  en  sostener  ni  en  combatir  á  César,  y 
en  los  momentos  críticos  lo  había  dejado  todo  en  poder 
de  las  minorías  exaltadas,  hasta  el  punto  de  que  á  fines 
del  año  52,  algunos  jóvenes  overneses,  con  Vercingetó- 
rix  al  frente  —  no  obstante  su  inexperiencia  y  escasa 
autoridad,  —  habían  logrado  derribar  al  gobierno  y 
arrastrar  toda  la  Galia  en  la  terrible  aventura.  Pero  esta 
gran  insurrección  había  fracasado;  casi  toda  la  nobleza 
irreconciliable  había  perecido  en  las  guerras  sucesivas  ó 
emigrado,  y  una  vez  agotado  el  partido  nacional,  la  ma- 
yor parte  de  la  antigua  nobleza  había  vuelto  á  sus  pri- 
meras disposiciones,  tanto  más  pronto  por  lo  mismo  de 
que  César  la  había  sabido  tranquilizar  con  hábiles  con- 
cesiones. Los  eduos,  los  lingones,  los  remos,  habían  con- 
servado su  condición  de  aliados,  que  les  permitía  tratar 
con  Roma  de  igual  á  igual,  como  Estados  independien- 
tes; numerosos  pueblos  habían  sido  declarados  libres, 
es  decir,  autorizados  para  vivir  conforme  á  sus  leyes  y 
á  no  recibir  guarniciones  romanas,  obligándose  sola- 
mente á  pagar  parte  del  tributo  (i);  se  había  dejado  á 


{1)  Hircio,  B.  G.,  \'III,  49;  hoiiorijice  civitates  appellando.  Pli- 
nio, //.  N.^  IV,  31  (17)  y  32  (18)  coloca  en  el  número  de  los  aliados 
á  los  carnutos;  pero  creo  con  Hirschfeld  que  hay  en  eso  un  error,  al 
menos  por  lo  que  concierne  á  la  época  que  siguió  inmediatamente  á 
la  conquista.  Compréndese  fívcilmente  que  los  eduos,  antiguos  ami- 
gos de  Roma,  que  los  remos  y  lingones,  que  habían  ayudado  á  Gé- 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  49 

buen  número  su  territorio,  sus  tributarios,  sus  gabelas, 
todos  los  derechos  y  títulos  de  que  se  engreían  antes 
de  la  conquista;  y  en  ninguna  parte  se  aumentó  de  fijo 
el  tributo  (i),  hasta  el  punto  de  que  la  Galia  sólo  tuvo 
que  pagar — en  caso  de  que  la  pagase — la  contribución 
poco  onerosa,  impuesta  al  principio,  de  40  millones  de 
sestercios.  César,  pues,  se  había  esforzado  en  disimular 
la  anexión  dando  satisfacciones  al  orgullo  nacional;  no 
abusó  de  la  insegura  nobleza  que  tanto  le  había  soco- 
rrido y  traicionado;  hasta  repartió  los  bienes  de  los 
grandes  que  habían  perecido  ó  apelado  á  la  fuga,  y  los 
de  los  plutócratas  que  habían  sucumbido  en  la  revolu- 
ción, entre  las  familias  nobles  dispuestas  á  aceptar  la 
supremacía  romana  (2);  y  tomó  á  su  servicio  durante 
las  guerras  civiles  á  numerosos  nobles  galos,  á  quienes 
había  concedido  mercedes  y  hasta  había  otorgado  el  tí- 
tulo de  ciudadanos  romanos.  Augusto  se  vio  rodeado 
en  Narbona  por  todos  los  Ca3'os  Julios,  que  á  estos 
prcEnomen  y  nomen  latinos  añadían  el  cognonien  bárba- 
ro de  su  familia  céltica:  eran  éstos  los  nobles  galos  á 
quienes  su  padre  había  hecho  ciudadanos  romanos  3^ 
que  formaban  en  la  nobleza  céltica  una  especie  de  pe- 


sar en  la  guerra  del  52,  obtuviesen  fácilmente  la  calidad  de  aliados. 
Pero  para  los  carnutos,  que  habían  luchado  encarnizadamente  con- 
tra Roma,  parece  poco  verosímil.  Plinio,  H.  iV.,  IV,  31  (i7)-33  (19), 
enuméralos  pueblos  libres  —  sobre  una  decena.  —  cuya  indicación 
encuentra  en  los  comentarios  de  Augusto.  Pero  es  difícil  decir  si  era 
idéntico  el  número  al  término  de  la  conquista.  Probablemente  hubo  en 
ellos  sucesivas  modificaciones. 

(r)     Hircio,  B.  G.,  VIII,  49;  ?iulla o?iera  injungendo. 

(2)     Hircio,  B.   C,  VIII,  49...  principes  maximis  pn?miis  adfi- 
ciendo. 

Tomo  V  4 


50  GRANDEZA  Y  DECADENCIA   DE  ROMA 

quena  nobleza  superior  (i).  Así,  las  guerras  civiles,  en 
vez  de  entorpecer  la  obra  de  César,  habían  apresurado 
su  realización,  y,  por  una  rara  contradicción,  conduci- 
do más  pronto  á  la  Galia  al  término  de  la  paz.  Intimi- 
dados por  los  recuerdos  de  las  insurrecciones  y  por  el 
fantasma  de  Vercingetórix,  obligados,  á  llamar  todas  las 
legiones  de  la  Galia  y  conscientes  de  su  debilidad,  los 
triunviros  habían  dejado  á  la  Galia  casi  dueña  de  sí 
misma  y  en  una  independencia  real,  si  no  nominal.  Di- 
ferentes monedas  nos  demuestran  que  en  esta  época  los 
procónsules  romanos,  siempre  provistos  de  débiles  mi- 
licias, gobernaban  á  la  Galia  por  mediación  de  las  gran- 
des familias,  contentándose  con  dejar  funcionar  libre- 
mente las  antiguas  instituciones  nacionales  (2),  es  decir, 
impidiendo  los  conflictos  y  las  guerras  entre  los  dife- 
rentes pueblos  y  percibiendo  un  ligero  tributo.  Quizás 
hasta  la  Galia  dejó  por  esta  época  de  pagar  el  tributo. 
Este  régimen,  pues,  no  era  duro,  ni  severo,  y  la  Galia 
no  tardó  en  reparar  todas  sus  desdichas.  Cuando  las 
legiones  hubieron  marchado  acabaron  las  contribucio- 
nes extraordinarias  de  guerra,  las  exacciones,  las  rapi- 
ñas, las  violencias.  El  tributo  de  40  millones  de  sester- 
cios  —  en  el  caso  de  que  se  pagase — no  agotó  á  tan 
rico  país;  la  paz  interior  dispersó  las  bandas  de  caballe- 
ros y  clientes  de  que  la  nobleza  se  había  servido  en  sus 


(i)  Sobre  la  frecuencia  en  esta  época  del  nombre  de  Julio  en  la 
Galia,  véase  á  Anatolio  de  Barthélemy,  les  Libertes  gauloises  sous 
la  domiiiatioii  roniahte,  en  la  Revue  des  questions  histon'ques,  1872, 
pág.  372. 

(2)  V^éase  el  interesante  estudio  precitado,  de  Anatolio  de  Bar- 
thélemy, págs.  368  y  sig. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  5^ 

guerras;  unos  se  habían  hecho  artesanos,  otros  agricul- 
tores (i);  algunos  se  alistaron  en  la  caballería  romana, 
y  durante  las  guerras  civiles  fueron  á  saquear  á  Italia 
y  las  demás  regiones  del  imperio,  para  reunir  así  algún 
oro,  que  transportaron  á  su  país.  En  ñn,  la  conquista 
de  César  había  vuelto  á  poner  en  circulación  muchos 
tesoros  inútiles  que  dormían  en  los  templos  ó  en  las 
casas  ricas,  y  si  parte  de  este  capital  pasó  á  Italia,  otro 
muy  considerable  quedó  en  la  Galia  repartiéndose  entre 
gran  número  de  manos.  Al  principio  la  guerra,  y  en  se- 
guida la  paz,  prestaron  á  la  Galia  capitales,  brazos  y 
cierta  seguridad;  y  así,  en  este  país,  que  entonces  como 
ho}^  era  muy  fértil  (2),  estaba  bien  regado,  cubierto  de 
bosques  y  rico  en  minerales  (3),  la  opulencia  aumentó 
grandemente  en  veinticinco  años. 

Protegida  por  los  Alpes  y  por  el  fantasma  de  Vercin- 
getórix — y  este  fué  el  verdadero  servicio  prestado  á  su 
país  por  el  vencido  de  Alesia — -la  Galia  había  podido, 
durante  los  veinticinco  años  de  guerras  civiles  funestas 
á  Italia  y  á  las  provincias  de  Oriente,  encontrar  ó  reha- 
cer parte  de  sus  riquezas  dispersas  ó  destruidas  en 
ia  crisis  terrible.  Por  todas  partes  se  volvía  á  trabajar 
las  minas,  sobre  todo,  las  minas  de  oro;  buscábase  este 
metal,  tan  raro  entonces,  hasta  en  las  arenas  de  los 


(i)  Estrabón,  IV,  i,  2  (178)  vJv  S'àvayxccaovxai  Yswpyetv,  xa- 
•ra9£{ievot  xa  oxXa... 

(2)  Estrabón,  IV,  i,  2  (178):  yj  S'àXÀY]  uccaa  oítov  cpépsi  tioXOv 
v.od  yíéyxP^^  páXavov  xac  poaxyj¡j.axa  Ticcvxoia,  ápyov  5'aOx^s  oùSèv, 
tiXyjv  ei  XI  SXeai  xsVvwXtJxai  xai  5pu[ioig. 

(3)  Véanse  las  pruebas  aducidas  por  Desjardins,  Géographie 
historique  de  la  Gaule,  voi.  I,  París,  1876,  págs.  409  y  sig. 


52         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

ríos  (i);  por  esta  época  se  descubrían  minas  de  pla- 
ta (2);  se  roturaron  nuevos  terrenos  y  se  comenzó  á 
cultivar  el  lino,  que  hasta  entonces  sólo  lo  había  sida 
en  Oriente  (3);  los  artesanos  se  hicieron  más  numero- 
sos desde  que  se  disolvieron  los  pequeños  ejércitos  ga- 
los. Y,  á  medida  que  el  país  se  habituaba  á  esta  paz  y 
prosperidad,  la  dominación  romana  se  hacía  más  esta- 
ble, sustentándose  en  una  aristocracia  de  grandes  pro- 
pietarios, cuyos  ancianos,  olvidando  lo  pasado,  consen- 
tían en  soportarla,  y  cuyos  jóvenes,  que  ignoraban  lo 
pasado,  comenzaban  á  admirar  y  á  aprovecharse  con 
gusto  de  ciertos  productos  de  la  civilización  mediterrá- 
nea, como  el  aceite  y  el  vino.  Sin  duda  se  abrían  ya  en 


(i)  Entre  los  volees  tetosages  (Estrabón,  IV,  11,  i);  en  las  Ce- 
vennas  (Estrabón,  III,  11,  8);  en  los  ríos  (Diodoro,  V,  27). 

(2)  El  hecho  de  que  Diodoro  (V,  27)  dice,  xaxoc  yoOv  tfjV  TaXa- 
xíav  ápyupog  |ièv  tò  oúvoXov  ai)  5è  Yiyexai,  mientras  que  Estrabón 
dice  que  las  tenían  los  rutenos  }'•  los  gabales  (IV,  11,  2)  prueba  que 
las  minas  de  plata  se  descubrieron  después  de  la  conquista.  La  des- 
cripción que  de  la  Calia  hace  Diodoro  está  tomada  evidentemente  de 
documentos  más  antiguos  que  la  describen  en  la  época  de  su  inde- 
pendencia. En  Desjardins,  I,  págs.  423  y  sig.,  se  encuentra  la  prueba 
de  que  muchas  otras  minas  de  plata  fueron  explotadas  por  los  ro- 
manos; pero  como  Estrabón  no  habla  de  ellas,  es  difícil  afirmar  que 
se  hubiesen  comenzado  las  excavaciones  por  esta  época. 

(3)  Plinio,  A^.  H.,  XIX,  I,  7-8:  ígnascat  tamen  aliquis  .Egypto 
ser  enti  (lintim)  ut  Arabia  Indiieque  merces  importe  t  ¡ta?ie  et  Galiie 
censentiir  hoc  reditii?  Cadurci,  Calcti,  Ri/  eni^  Bitiiriges,  iiltimique 
iwminuru  existimati  Alorini^  immo  vero  Gellia  imiversis  vela  texunt... 
Si  se  considera  cuan  lentos  fueron  los  progresos  económicos  en  el 
mundo  antiguo,  se  encontrará  razonable  el  hacer  remontar  á  estos 
años  los  comienzos  de  este  cultivo  que  había  de  adquirir  en  lo  suce- 
sivo tanta  extensión.  Conviene  añadir  que  Estrabón  recuerda  que  el 
lino  era  ya  una  industria  fioreciente  entre  los  cadurces  (IV,  11,  2). 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  53 

diferentes  lugares  escuelas  de  latín  para  los  jóvenes 
ricos  (i);  los  barcos  remontaban  ya  por  los  ríos,  carga- 
dos de  aceite  ó  de  esos  vinos  italianos  ó  griegos  cuya 
■enervante  dulzura  tanto  habían  temido  en  otro  tiempo 
los  belicosos  griegos  (2),  en  la  Galia  narbonesa,  que  su- 
fría más  tiempo  la  dominación  romana,  las  familias  ri- 
cas llamaban  á  los  artistas  griegos  para  construir  her- 
mosos monumentos  (3);  las  elegantes  divinidades  de 
Roma  y  de  Oriente  aparecían  ya  en  las  selvas  inmensas. 
Entonces,  como  siempre,  este  dichoso  país  surgió  de  en- 
tre las  ruinas  de  la  última  guerra  por  un  rápido  renaci- 
miento; entonces,  como  siempre,  el  Estado,  que  era  el 
señor,  procuró  obtener  partido  mediante  nuevos  im- 
puestos de  su  floreciente  riqueza,  poniendo  á  cuenta  de 
•esta  provincia—  la  única  tal  vez  que  había  prosperado 
en  medio  de  la  general  decadencia — parte  del  gasto  ne- 
cesario para  el  sostenimiento  del  ejército,  aboliendo 
el  privilegio  de  la  inmunidad  de  que  había  gozado 
la  Galia,  á  consecuencia  de  la  debilidad  de  Roma  du- 
rante los  años  precedentes.  ¿Y  es  que  parte  del  ejército 
no  servía  para  defender  á  la  Galia  contra  los  germanos? 
Si  los  galos  gozaban  los  beneficios  de  la  paz  es  porque 


(i)  Algo  más  adelante  veremos  que  había  una  escuela  lamosa  en 
Augustodunum,  la  nueva  capital  de  los  eduos. 

(2)  Veremos  que  por  este  tiempo,  probablemente,  se  introdujo  la 
quadragesima  Galliarum,  impuesto  del  271/2  por  100  sobre  las 
importaciones.  No  se  hubiese  pensado  en  este  impuesto  á  no  ser  ya 
considerables  las  importaciones  en  la  Galia.  Entre  los  productos  im- 
portados debían  figurar,  en  primer  término,  el  aceite  y  el  vino. 

{3)  Por  ejemplo,  el  mausoleo  de  los  Julios  en  Saint-Remy,  en  la 
Provenza:  véase  Courbaud,  le  Bas-relief  romain  à  représetitatioiis 
histo?-iques^  1899,  págs!  328-329. 


54         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

los  protegían  las  legiones  romanas.  Luego  era  justo  que 
la  Galia  compensase  lo  que  debía  al  ejército  contri- 
buyendo á  los  gastos  necesarios  para  su  sostenimien- 
to (i).  Sin  embargo,  es  probable  que  en  el  Congreso  de 
Narbona,  Augusto  se  contentase  con  anunciar  y  realizar 
una  serie  de  medidas  que  debían  de  preparar  la  refor- 
ma del  tributo,  sin  que  por  eso  se  hiciese  ninguna  alu- 
sión á  éste.  Ordenó  la  formación  de  un  gran  censo  para 
apreciar  los  cambios  operados  en  las  fortunas  y  para 
distribuir  equitativamente  los  nuevos  cargos;  y,  para 
ayudar  á  los  legados  á  hacer  el  censo,  parece  que  dejó 
á  unos  procuradores,  escogidos  entre  sus  libertos  más 
idóneos,  al  frente  de  los  cuales  colocó  á  Licinio,  el  joven 
germano  que  César  hizo  prisionero  y  luego  puso  en  li- 
bertad. Licinio  conocía  la  Galia,  la  lengua  céltica  y  el 
modo  de  administrar  la  hacienda  (2).  Adoptadas  estas 


(i)  Tito  Livio,  Per. y  131,  x  Dión,  Lili,  22,  dicen  de  un  modo 
preciso  que  el  acto  más  importante  realizado  por  Augusto  durante 
su  breve  estancia  en  la  Galia,  fué  el  censo.  Este  censo  no  se  ordenó 
ciertamente  para  satisfacer  una  pura  curiosidad  estadística.  El  obje- 
tivo sólo  podía  consistir  en  aumentar  los  impuestos  de  la  Galia. 
Como  ya  hemos  visto,  no  los  había  aumentado  y  es  poco  probable 
que  lo  fuese  durante  la  guerra"  civil.  Este  aumento  de  los  impuestos 
nos  explica  el  episodio  de  Licinio,  ocurrido  doce  años  después,  3'  del 
cual  nos  habla  Dión,  LIV,  21.  Así,  tendremos  que  hablar  del  descon- 
tento que  reinó  en  la  Galia  durante  los  años  siguientes.  También  ve- 
remos que  los  textos,  hasta  aquí  comprendidos  á  medias  por  San  Je- 
rónimo, de  Sincelo  y  del  Chronicoii  Paschale^  confirman  esta  hi- 
pótesis. 

(2)  En  Dión  no  se  trata  de  Licinio  hasta  más  adelante,  hacia  el 
año  16,  como  procurador  de  la  Galia.  Pero  si  entonces  había  y.a  ro- 
bado tanto,  es  necesario  que  hubiese  empezado  algún  tiempo  antes. 
Supongo,  pues,  que  Augusto  le  instaló  allí  desde  el  principio,  al 
comenzar  sus  reformas. 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  55 

disposiciones.  Augusto  se  dirigió  á  España,  donde  ha- 
bían estallado  grandes  protestas,  seguo  hizo  anunciar 
en  Italia,  y  llegó  á  tiempo  para  inaugurar  en  Tarragona, 
el  i.°  de  Enero  del  año  26,  su  octavo  consulado  (i). 

Pero,  mientras  que  se  dirigía  á  España,  un  suceso 
inaudito  hizo  vanas  en  Roma  muchas  de  las  sabias  me- 
didas adoptadas  por  Augusto  antes  de  partir,  y  pertur- 
bó grandemente  al  público.  Habiendo  partido  Augusto, 
\^alerio  Largo  se  puso  á  denunciar  el  lujo,  las  rapiñas, 
el  orgullo,  la  insolencia  del  prefecto  de  Egipto  (2);  pero 
esta,^  acusaciones,  en  vez  de  desflorar  simplemente  la 
opinión  pública  y  de  provocar  un  ligero  estremecimien- 
to de  desaprobación  habían  desencadenado  una  terrible 
tempestad.  La  aristocracia  había  dado  ejemplo  siendo 
la  primera  en  arrojarse  con  furor  sobre  Cornelio  Galo; 
las  otras  clases  la  siguieron  (3);  en  algunos  días,  el  vi- 
rrey de  Egipto,  hombre  poderoso  y  respetado  de  todos, 
se  había  convertido  en  un  horroroso  ladrón,  digno  de 
los  más  terribles  suplicios;  en  todas  partes,  y  sobre  todo 
entre  las  grandes  familias,  se  demandó  con  grandes 
gritos  un  ejemplo  saludable.  Por  un  movimiento  de  los 
espíritus,  misterioso  y  brusco,  Roma  tembló  súbitamen- 
te de  horror,  aunque  demasiado  tarde,  ante  las  concu- 
siones del  prcefechis  ^^Egypti,  indignándose  de  que  sus 
subditos  hubiesen  podido  ser  tratados  como  Galo  trató 


(i)     Suetonio,  Aug.^  26. 

(2)  El  escándalo  de  Cornelio  Galo  debió  estallar  entonces,  por 
estar  Augusto  ausente  de  Roma,  puesto  que,  como  dice  Dión  (Lili, 
23),  este  escándalo  preocupó  mucho  en  el  año  26  antes  de  Cristo. 

(3)  Ammiano  Marcelino,  XVII,  iv.  5:  meUcnohililatis  ac?-iterm- 
di°:nat(e. 


56         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

á  los  egipcios.  Algunos  amigos  de  Galo  y  otras  perso- 
nas serias  y  honradas  habían  pretendido  remontar  la 
corriente  (i);  pero  todo  fué  en  vano,  pues  Largo,  cum- 
plimentado, adulado,  aplaudido  en  todas  partes,  y  sobre 
todo  por  los  nobles,  engreído  por  este  inesperado  éxi- 
to, divulgó  por  Roma  sus  concusiones,  y  todo  el  mun- 
do había  condenado  ya  á  Galo  sin  esperar  siquiera  que 
volviese  de  Egipto  para  dar  sus  razones  y  que  se  discu- 
tiesen las  acusaciones  dirigidas  contra  él.  En  suma,  éste 
es  el  primero  de  los  grandes  escándalos  políticos  y  al 
mismo  tiempo  judiciales  que,  bajo  el  imperio,  van  á  cau- 
sar tantas  víctimas  en  las  altas  clases,  y  su  brusca  vio- 
lencia, su  extravagante  exageración,  tenía  que  preocu- 
par vivamente  á  los  espíritus  serios.  Con  el  pretexto  de 
la  justicia  y  de  la  rectitud,  el  público  satisfacía  en  el 
desgraciado  Galo  un  rencor  agresivo  y  oculto,  deposi- 
tado en  los  espíritus  por  las  guerras  civiles.  La  paz  se 
había  restablecido,  pero  en  las  cosas,  no  en  los  espíri- 
tus. Si  Augusto,  si  Agripa,  si  los  hombres  más  eminen- 
tes del  partido  victorioso,  si  buen  número  de  sus  liber- 
tos y  si  ciertos  plebeyos,  hábiles  y  obscuros,  se  habían 
hecho  riquísimos  durante  las  guerras  civiles,  la  mayoría 
de  los  senadores  gozaban  de  fortunas  tan  modestas  que, 
en  la  reorganización  de  la  república,  el  censo  senatorial 
se  había  fijado  en  400.000  sestercios,  y  había  tantos 
caballeros,  que,  sin  borrarlos  de  los  registros,  ya  no 
osaban  sentarse  cuando  iban  al  teatro  en  los  catorce 
bancos  reservados  al  orden  ecuestre  por  haber  perdido 


(i)  Dión,  Lili,  24,  nos  dice  que  hubo  muchos  ciudadanos  que 
mostraron  su  indignación  á  propósito  de  esta  persecución  contra 
■Galo,  persecución  injusta,  ó  por  lo  menos  exagerada. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  57 

SU  patrimonio  durante  las  guerras  civiles,  que  Augusto 
les  hizo  autorizar  por  el  Senado  para  sentarse  en  ellos 
á  pesar  de  eso  (i).  Toda  esta  gente  albergaba,  natural- 
mente, en  el  fondo  del  corazón,  un  áspero  rencor  con- 
tra las  grandes  fortunas;  inclinábase  á  considerar  los 
palacios,  las  villas,  los  esclavos,  el  dinero  de  los  ricos, 
como  resultado  de  los  robos  perpetrados  en  su  daño,  y 
su  amargura  era  tanto  mayor  porque  había  que  admi- 
rar en  Augusto,  en  Agripa,  en  Mecenas,  en  todos  los 
jefes  del  partido  revolucionario,  la  expoliación,  de  que 
tanta  gente  había  sido  ó  creía  ser  víctima  (2).  Las  gran- 
des fortunas  hechas  en  Egipto  tras  la  conquista  debían 
■excitar  singularmente  los  celos  violentos  en  todas  las 
clases.  Cornelio  Galo,  que  había  amasado  su  fortuna  en 
Egipto,  estaba  en  realidad  destinado  á  ser  la  víctima  de 
cuantos  no  habían  logrado  hacerla.  Bien  unida  la  aris- 
tocracia dirigía  este  movimiento  popular  contra  Galo 
por  el  placer  de  destruir  á  uno  de  los  homines  novi  de 
la  revolución  y  vengarse  en  él  de  Filipos  y  de  las  pros- 
cripciones; los  senadores  pobres,  los  caballeros  y  el  pue- 
blo seguían  á  la  aristocracia,  furiosos,  celosos  de  las  ri- 
quezas ajenas,  llenos  también  de  una  condescendencia 
servil  para  con  la  nobleza  otra  vez  poderosa.  Si  los  ami- 
gos de  Galo,  si  sus  compañeros  en  rapiñas  durante  la 
revolución,  y  Augusto  á  la  cabeza,  no  acudían  en  su  so- 
corro, estaba  perdido.  Pero  Augusto  fué  débil  y  los  ami- 


(i)     Suetonio,  Aug.,  40. 

(2)  Aun  en  las  poesías  eróticas  pueden  encontrarse  curiosos  tes- 
timonios de  esta  antipatía  popular  hacia  los  hombres  que  se  habían 
enriquecido  en  la  guerra  civil.  Véase  Tiberio,  II,  iv.  21;  Ovidio, 
Amor,  III,  viii,  9. 


S8         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

gos  de  Galo  se  acobardaron  fácilmente  ante  la  exaspe- 
ración popular;  la  paz  afiló  en  los  corazones  nuevos 
egoísmos,  tan  hoscos  y  viles  como  los  de  la  guerra  ci- 
vil, aunque  disfrazándolos  con  los  hermosos  nombres 
de  justicia  y  rectitud.  Un  filósofo  hubiese  podido  afir- 
mar que  en  Roma,  en  esta  ciudad  construida  íntegra- 
mente, desde  el  pavimento  de  las  calles  hasta  los  tem- 
plos de  los  dioses,  con  los  productos  de  un  saqueo 
mundial.  Galo  había  merecido  bien  de  la  república,  pues- 
to que  no  era  á  Italia,  sino  á  los  egipcios,  á  quienes  sa- 
queaba; sus  amigos  hubiesen  podido  preguntar  á  esta 
ciudad  convertida  tan  de  pronto  en  virtuosa,  qué  había 
hecho  Galo  que  antes  no  hubiesen  realizado  Agripa  y 
Augusto  y  todos  los  hombres  más  admirados  de  la  ge- 
neración actual,  y  que  no  hubiera  deseado  hacer  cual- 
quier ciudadano  llegado  á  la  edad  de  la  razón.  Pero  to- 
das las  oligarquías  que  poseen  un  turbulento  origen  y 
un  poder  poco  seguro,  tienen  costumbre  de  abandonar 
periódicamente  á  uno  de  sus  miembros  al  resentimien- 
to de  los  que  dominan.  ¡Desgraciados  de  los  que  así 
van  al  sacrificio!  Entonces,  como  siempre,  estaba  la 
gente  más  dispuesta  á  dejar  perecer  al  vecino  que  á  re- 
nunciar á  sus  privilegios;  mejor  prefería  sacrificar  al  or- 
gulloso y  violento  Galo  que  á  restituir  parte  de  los  bie- 
nes que  poseía.  Augusto,  para  no  contrariar  á  la  opi- 
nión pública  ni  molestar  mucho  á  Galo,  le  revocó  y  de- 
claró excluido  de  su  provincia  y  de  su  casa  (i).  Pero 


(i)  Suetonio,  Aug.^  66;  Dión,  Lili,  23.  Adoptando  este  acuerdo, 
Augusto  procuraba  evidentemente  contener  á  la  opinión  pública  sin 
perder  á  Galo.  Demuéstranos  esto  que  si  Augusto  excitó  al  princi- 
pio, como  es  probable,  las  acusaciones  contra  Galo,  éstas  produje- 
ron un  efecto  mucho  más  considerable  de  lo  que  hubiese  deseado. 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  59 

este  castigo,  demasiado  dulce,  no  podía  satisfacer  á  la 
gente;  puesto  que  Augusto  castigaba  á  Galo  es  que  le 
consideraba  culpable.  Entonces  se  demandaron  nuevos 
y  más  grandes  rigores;  todos  abandonaron  al  antiguo 
pra-jectiLS  ^^Egypti;  otros  acusadores  surgieron  por  to- 
das partes  con  nuevas  acusaciones,  exageradas  y  fan- 
tásticas, pero  á  las  que  el  público  prestaba  crédito  (i). 
Hasta  parece  que,  para  estar  seguro  de  su  condena,  se 
logró  diferir  su  proceso  en  el  Senado  (2).  Pero  los  espí- 
ritus generosos  no  podían  por  menos  de  emocionarse 
profundamente  de  este  encarnizamiento  contra  un  hom- 
bre ilustre,  al  que  se  acusaba  de  haber  hecho  lo  que 
había  servido  á  la  gloria  de  tantos  otros.  A  principios 
del  año  26,  Mésala,  que  sólo  hacía  seis  días  que  ocupa- 
ba la  prcEJectm-a  urbis,  dimitió  su  cargo,  diciendo  que 
no  se  sentía  capaz  de  desempeñarlo  bien  y  que  tampo- 
co lo  consideraba  como  constitucional  (3). 

Es  probable  que  le  asustase  la  caída  de  Galo  revelán- 
dole que  el  pueblo  ya  no  comprendía  las  funciones  del 
prcEfecUis.  Si  el  prcefectus  ^-^gyptí  había  caído  en  tai 


d)     Dión,  Lili,  23;  Ainmiano  Marcelino,  X\'II,  xiv,  5. 

(2)  Lo  sabemos  por  Dión  Lili,  23,  y  Suetonio,  A7íg.,  66;  Senatus- 
consiiltis  ad  neceni  compulso. 

(3)  Tácito,  Afiales.,  VI,  11,  nos  da  una  explicación  (quasi  nescius 
exercendi),  y  otra  San  Jerónimo,  Crónica,  ad  a.  Abr.,  1991^728/26 
(incivllem  potestatem  esse  contestaìis) .  Me  parece  que  Mésala  podía 
alegar  ambas  razones.  Al  pretender  yo  que  la  catástrofe  de  Galo  pudo 
decidir  á  Mésala  á  retirarse,  sólo  formulo  una  hipótesis;  me  parece 
verosímil  porque  puede  explicarse  así  la  súbita  determinación  de  re- 
tirarse que  adoptó  Mésala.  Lo  ocurrido  á  Galo  debió  de  hacer  refle- 
xionar á  Mésala,  pues  la  autoridad  de  éste,  como  de  aquél,  se  deri- 
vaban de  la  misma  concepción  política:  el  restablecimiento  de  anti- 
guas pntfecturce. 


6o 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


desgracia,  ¿á  qué  peligros  no  se  expondría  quien  tuvie- 
se que  ejercer  el  mismo  cargo  en  Roma?  Así,  pues,  re- 
sultaba estéril  el  trabajo  que  Augusto  se  había  impues- 
to para  persuadir  á  Mésala;  Roma  se  quedaba  sin  prm- 
ceps,  sin  prcsfectus,  con  un  sólo  cónsul.  Y  sobrevino 
bien  pronto  la  catástrofe,  que  no  podía  servir  más  que 
para  aumentar  la  perturbación  de  los  espíritus;  deses- 
perado, viéndose  abandonado  por  todos,  Galo  se  dio  la 
muerte,  Augusto  renunció  á  buscar  un  nuevo  prcEJecttis 
urbi,  y  dejó  la  ciudad  al  cuidado  del  otro  cónsul,  Esta- 
tino Tauro,  en  la  esperanza  de  que  todo  iría  bien,  y  en 
la  primavera  comenzó  la  guerra,  tomando  él  mismo  el 
mando  del  ejército  (i).  Compréndese  sin  esfuerzo  por 
qué  el  nuevo  generalísimo  deseaba  demostrar  que  era 
capaz  de  dirigir  sólo  la  guerra,  sin  los  consejos  de  Agri- 
pa. La  contradicción  existente  entre  su  incapacidad  mi- 
litar y  su  cargo  de  comandante  en  jefe  de  todas  las  le- 
giones, no  era  la  más  ligera  ni  la  menos  peligrosa  de  las 
contradicciones  que  le  rodeaban;  el  peligro  hasta  aumen- 
tó por  la  evidente  necesidad  de  restablecer  la  disciplina, 
singularmente  en  el  ejército.  Augusto  ya  había  abolido 
los  abusos  más  inveterados;  ya  no  se  dirigía  á  los  legio- 
narios llamándolos  «compañeros»,  sino  «soldados»;  ha- 
bía excluido  rigurosamente  de  las  legiones  á  los  libertos 
para  renovar  la  dignidad  del  ejército,  y  había  restable- 
cido el  antiguo  severo  sistema  de  las  penas  y  de  las  re- 
compensas (2). 


(i)     Dión,  Lili,  25;  Suetonio,  Aiig.,  30. 

(2)  Suetonio,  Azig.,  24-25.  Creo  que  los  hechos  referidos  en  este 
pasaje  pertenecen  á  los  primeros  tiempos  del  gobierno  de  Augusto. 
En  efecto,  veremos  que  en  los  últimos  tiempos  volvió  á  perderse  com- 
pletamente la  disciplina  en  el  ejército. 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  6l 

Desgraciadamente,  Augusto  no  había  nacido  para 
mandar  ejércitos.  Sabiendo  los  cántabros  y  astures  que 
si  eran  vencidos  se  les  deportaría  al  corazón  de  las  mon- 
tañas para  extraer  el  oro,  se  defendieron  con  desespera- 
do vigor,  y  valiéndose  de  las  dudas  de  Augusto,  no  tar- 
daron en  reducirle  á  una  difícil  situación  mediante  rá- 
pidas marchas  hábiles.  Tuvo  la  suerte  de  caer  enfermo 
en  momento  oportuno;  esto  justificó  ante  los  ojos  de  las 
legiones  su  vuelta  á  Tarragona  y  la  transmisión  del 
mando  á  sus  dos  legados:  Cayo  Antistio  y  Cayo  Fur- 
nio  (i).  Augusto,  el  piadoso  Augusto,  se  contentó  con 
el  voto  de  erigir  un  nuevo  templo  sobre  el  Capitolio  de 
Júpiter  Tonante  para  darle  gracias  de  que  en  una  mar- 
cha se  había  librado  milagrosamente  de  un  rayo  (2),  De 
manera  que,  si  Roma  no  tomaba  posesión,  gracias  á  él, 
de  las  minas  de  oro  de  Asturias,  en  cambio  tendría  un 
templo  más.  Pero,  tras  la  caída  tan  brusca  de  Cornelio 
Galo,  otro  extraño  desorden  sobrevino  en  Roma.  Un 
hombre  obscuro,  un  tal  Marco  Egnacio  Rufo,  electo  edil 
para  el  año  26,  se  puso  á  ejercer  su  cargo  con  celo  inu- 
sitado, y  mientras  que  los  ediles  solían  deiar  que  se 
quemasen  las  casas  del  pueblo,  diciendo  que  carecían 


(i)  Dión  (Lili,  25)  sólo  cita  á  un  legado,  C.  Antistio;  Floro  (II, 
xxxni,  51;  IV,  XII,  51)  nombra  á  tres:  Antistio,  Furnio  y  Agripa. 
Orosio  (VI,  XXI,  6)  cita  á  dos:  Antistio  y  Furnio.  No  hay  duda,  pues, 
sobre  Antistio.  Por  lo  que  se  refiere  á  Agripa  me  inclino  á  creer  que 
Floro  hace  una  confusión  con  las  guerras  posteriores.  Efectivamen- 
te, sabemos  que  en  el  año  27  y  en  el  25  Agripa  estaba  en  Roma,  \', 
además,  Orosio  no  habla  de  él  en  esta  guerra.  Cuanto  al  legatus^  de 
que  no  están  de  acuerdo  Orosio  y  Floro,  es  bastante  verosímil  supo- 
ner que  fué  C.  Furnio,  cónsul  en  el  año  1 7  antes  de  Cristo. 

(2)     Suetonio,  Aug.,  39;  Mon.  Anc.  IV,  5. 


62         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

de  elementos  para  extinguir  los  incendios,  quiso  hacer 
para  el  fuego  lo  que  Agripa  para  el  agua  y  Augusto 
para  las  cuentas  del  Estado;  formó  con  sus  esclavos  al- 
gunas compañías  de  bomberos,  y  como  Craso,  cuando 
los  incendios  se  declaraban,  corría  á  extinguirlos,  pero 
gratuitamente  (i).  Así,  entre  la  clase  media  y  el  bajo 
pueblo,  que  estimaban  sus  casas  y  el  mobiliario  tanto 
por  lo  menos  como  la  constitución,  este  Rufo  se  hizo 
popularísimo.  Los  comicios  aprobaron  una  ley  ordenan- 
do que  se  le  restituyese  todo  lo  que  había  gastado  de 
su  fortuna  en  favor  del  público  (2);  y  como  las  eleccio- 
nes del  año  25  se  aproximaban,  sus  electores  quisieron 
proponerle  al  momento  para  pretor  (3)  en  contra  de  la 
ley  y  de  los  principios  de  la  legalidad  que  Augusto  y 
sus  amigos  se  daban  tanto  trabajo  por  restablecer.  Pero 
la  nobleza  se  irritó;  acusó  al  bombero  de  demasiado  ce- 
loso de  extinguir  en  Roma  los  incendios,  pero  volvien- 
do á  encender  en  los  espíritus  las  pasiones  demagógi- 
cas (4).  La  ruina  de  Galo  había  comunicado  valor  al 
partido  de  la  nobleza,  mostrándole  que  en  las  clases 
acomodadas,  entre  los  senadores  más  respetables,  entre 
los  caballeros,  y  aun  entre  la  clase  media,  se  sentía  aho- 
ra profunda  aversión  por  los  hombres  y  las  cosas  de  la 
revolución;  también  se  sentía  más  animada  por  el  cam- 


(i)     Dión,  Lili,  24;  Well.,  II,  xci,  3. 

(2)  ídem,  id.,  24. 

(3)  Veleyo  Patérculo,  II,  xci,  3. 

(4)  Dión,  LUI,  24.  El  odio  de  los  grandes  contra  Rufo  llenó  el 
capítulo  xci  del  libro  II  de  Veleyo.  Sólo  este  odio,  de  origen  político, 
puede  explicar  la  oposición  que  las  altas  clases  hicieron  á  Rufo.  Has- 
ta la  conjuración  contra  Augusto,  que  fué  un  desquite  de  la  injusti- 
cia con  que  se  le  trató  —  si  es  que  la  imputación  era  cierta,  —  Rufo 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  "J 

bio  cada  dia  más  visible  de  la  opinion  pública  que  en 
todas  las  clases  sociales,  como  suele  ocurrir  después  de 
las  revoluciones,  propendía  otra  vez  á  sentir  respeto 
por  la  nobleza,  por  la  riqueza,  por  las  glorias  antiguas, 
y  sentía  aborrecimiento  contra  los  ambiciosos  obscuros 
que. figuraban  en  el  Senado  después  de  los  idus  de  Mar- 
zo, considerándolos  como  indignos  de  representar  á  la 
majestad  de  Roma  en  la  gran  asamblea.  Envalentonada, 
pues,  la  nobleza,  se  atrevía  ahora  á  acusar  á  Rufo  de 
intentar  una  sedición  con  sus  bomberos,  de  renovar  las 
agitaciones  demagógicas  de  antaño,  sin  tener  en  cuenta 
que  Rufo  no  hacia  más  que  seguir  el  ejemplo  de  Agripa 
y  de  Augusto.  Pero  ahora  se  engañó  la  nobleza.  Rufo 
no  había  escrito  hermosas  poesías  como  Galo  ni  con- 
quistado provincias,  sino  que  había  salvado  del  fuego 
las- habitaciones  del  bajo  pueblo  romano,  y  el  favor  de 
las  m.asas  por  su  candidatura  ilegal  á  la  pretura  aumen- 
taba con  tanta  rapidez,  que  Estatilio  Tauro,  presidien- 
do en  calidad  de  cónsul  las  elecciones,  no  se  atrevió  á 
borrar  su  nombre  de  la  lista  de  candidatos,  y  Rufo  fué 
electo  (i).  Mientras  que  Augusto  se  hallaba  lejos,  en 
esta  Roma,  donde  tanta  prisa  se  daban  de  palabra  por 
restablecer  la  constitución  aristocrática  y  adaptarla  á 


no  había  cometido  ninguna  acción  reprobable.  El  mismo  Veleyo,  que 
le  es  tan  contrario,  no  puede  citar  ningún  hecho  que  justifique  la 
aversión  que  la  nobleza  sentía  contra  él.  Su  celo  en  extinguir  los  in- 
cendios, aun  siendo  algo  populachero  é  interesado,  no  era  por  eso 
menos  laudable,  y  el  odio  político  sólo  podía  convertirlo  en  un  mo- 
tivo de  censura.  Rufo  no  hacía  para  los  incendios  más  que  Agripa 
para  las  aguas.  Por  otra  parte,  Dión  le  aplaude  al  decir  (Lili,  24): 
áXXa  TE  -noXlà.  xccXwg  upoc^a^. 
(i)     Dión,  Lili,  24. 


64         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

las  necesidades  de  la  época,  un  hombre  iba  á  empeñar 
en  lucha  á  los  partidos,  sobreexcitando  las  impaciencias 
revolucionarias  de  las  clases  bajas  y  la  jactancia  de  la 
nobleza  hecha  poderosa.  Este  hombre  era  un  bombero. 
Con  tal  de  que  los  incendios  se  apagasen  prestamente, 
el  pueblo  no  dudaba  en  violar  los  principios  fundamen- 
tales de  la  constitución  restablecida  dos  años  antes  en 
medio  de  la  alegría  general.  V  para  hacer  sentir  nueva- 
mente su  fuerza,  la  aristocracia,  con  el  pretexto  de  com- 
batir á  la  demagogia,  quería  que  el  pueblo  dejase  arder 
sus  casas,  y  arremetiendo  contra  Rufo,  se  alzaba  con- 
tra este  primer  principio  de  la  reforma  de  los  servicios 
públicos  que  Augusto  y  Agripa  procuraban  introducir 
prudentemente  en  la  administración,  organizando  ante 
todo  los  servicios  privados  de  esclavos.  Sin  embargo, 
la  aristocracia,  que  tan  fácilmente  derribó  á  Galo,  poe- 
ta célebre,  guerrero  ilustre,  hombre  poderosísimo,  fué  á 
su  vez  vencida  por  Rufo,  que  no  tenía  otro  mérito  que 
el  haber  apagado  cuatro  incendios.  El  contraste  era  ri- 
dículo; pero  todo  el  mundo  se  resignó  á  soportarlo  en 
silencio.  Augusto  mismo  adoptó  el  partido  de  dar  la  pre- 
fectura de  Egipto,  es  decir,  el  cargo  nicas  importante  del 
imperio  después  del  suyo,  á  Cayo  Petronio,  obscuro  ca- 
ballero; probablemente  porque  todos  los  personajes  de 
nota,  atemorizados  por  la  suerte  de  Galo,  rechazaron 
él  cargo  (i),  y  el  sólo  se  ocupó  en  buscar  por  todas  las 


(i)  ¿Quién  fué  el  segundo pmfec tus  ^"Egypti?  ;Elio  Galo  ó  Petro- 
nio? Este  punto  ha  sido  muy  discutido  por  los  sabios  alemanes.  Pero 
si  es  imposible  llegar  á  una  conclusión  segura,  me  parece  que  las 
ma\-ores  probabilidades  abonan  á  Petronio.  Admito  con  Gardthausen 
que  el  vago  'jcxcpov  de  Estrabón  (XVII,  i,  53)  sólo  es  un  débil  argu- 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  65 

regiones  del  imperio  metales  preciosos,  mientras  que 
seguía  desde  Tarragona  la  guerra  contra  los  cántabros 
y  astures,  que  dirigían  sus  generales.  Para  el  año  si- 
guiente (el  25)  preparó  dos  expediciones:  una  al  territo- 
rio de  los  salases— hoy  el  valle  de  Aosta— para  apode- 
rarse en  los  Alpes  del  valle  más  rico  en  minas  de  oro, 
y  otra  al  interior  de  Arabia  para  apoderarse  de  los  te- 
soros que,  según  se  suponía,  debían  tener  los  árabes. 
Roma  quedaba  así  abandonada  á  sí  misma,  en  la  tran- 
quilidad somnolienta  de  esta  época,  sin  grandes  empre- 
sas, sin  acontecimientos  resonantes,  sin  vivas  emocio- 
nes, y  en  esta  inanidad,  la  concordia  que  se  había 
restablecido  después  de  Accio  se  disgregaba  poco  á 
poco,  y  una  extraña  incoherencia  de  ideas  y  sentimien- 

mento,  pero  aún  hay  otros.  Observemos  primeramente  que  otro  pasa- 
je de  Estrabón  (XVII,  54)  nos  indica  que  el  mismo  año- el  25  an- 
tes de  Cristo,  como  veremos  pronto, -Elio  Galo  y  Petronio  estaban 
en  Egipto,  y  que  uno  realizó  la  expedición  de  Arabia  y  el  otro  la  de 
Numid.a.  Luego  uno  debía  de  obrar  en  calidad  ú^ prcefectus  .Eo-ypti 
y  el  otro  en  calidad  de  oficial  subordinado.  Ahora  bien;  JosefoVv' 
IX,  I  y  2)  nos  dice  claramente  que  en  el  año  13.°  del  reinado  de  Hero- 
des  ^desde  la  primavera  del  año  25  á  la  del  24  antes  de  Cristo),  Petro- 
nio era  sTrapxTis  de  Egipto,  es  á^c\r,  prcefecius,  y  (§  3)  que  Elio  Galo 
h>zo  la  expedición  al  mar  Rojo.  Así,  según  Josefo,  Elio  Galo  era  un 
oficial  subordinado.  Plinio  lo  afirma;  en  electo,  cuando  refiere  (\7 
.XXIX,  i8r)  la  expedición  de  Petronio  á  Etiopía,  le  llama  «caballero  y 
prefecto  de  Egipto»,  mientras  que  cuando  refiere  la  expedición  de 
Eho  a  Arabia  (VI,  xxviii,  160)  sólo  le  llama  caballero.  Este  testimo- 
nio no  tendría  mucho  valor  por  sí  sólo;  lo  que  se  lo  presta  es  el  estar 
confirmado  por  Josefo.  Además,  como  se  trata  de  una  expedición  se- 
cundaria, no  es  sorprendente  que  fuese  á  ella  un  jefe  subordinado  y 
que  €iprcefectns  permaneciese  en  Egipto.  Roma  estaba  harto  deseo- 
sa de  que  el  orden  se  conservase  en  este  país  para  que  se  alejase  a 
la  ligera  su  primer  magistrado.  En  fin,  Estrabón  nos  comunica  otro 
Tomo  V 


66         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

tos  contradictorios  comenzaba  á  perturbar  en  todos  la 
exacta  noción  de  los  medios  y  de  los  fines,  el  acuerdo 
entre  las  palabras  y  los  actos,  entre  la  doctrina  y  la 
práctica.  Si  el  orden  se  había  restablecido  mejor  ó  peor, 
y  si  de  las  antiguas  luchas  encarnizadas  sólo  quedaba 
difundida  en  el  aire  una  nube  ligera  de  .vagos  resenti- 
mientos, no  por  eso  Roma  dejaba  de  ponerse  en  con- 
tradicción y  en  guerra  con  ella  misma.  La  república  se 
había  restablecido;  la  gente  se  esforzaba  en  volver  á  las 
instituciones  de  otro  tiempo;  reconstituíase  entre  la  no- 
bleza un  partido  que  laboraba  por  restituir  á  las  gran- 
des familias  los  cargos  y  el  poder  íntegro,  alejando  de 
las  magistraturas  á  los  senadores  de  origen  plebeyo  que 
habían  ingresado  en  la  curia  por  las  puertas  que  la  re- 


aígumento  para  sostener  que  Elio  Galo  fué  prefecto  de  Egipto,  no 
sólo  después  de  Petronio,  sino  muchos  años  después  de  los  que  aho- 
ra corrían,  y  por  consiguiente,  6s  probable  que  Petronio  fuese  prefec- 
to muchos  años,  ó  que  entre  Petronio  y  Elio  Galo  hubo  otros  pre- 
fectos. En  efecto,  Estrabón  (11,  v,  12)  nos  dice  que  cuando  Elio  Galo 
era  proifectus  ^^Egypti^  visitó  con  él  el  puerto  de  Miosorme,  en  el 
mar  Rojo,  donde  estaban  reunidos  ciento  veinte  barcos  que  realiza- 
ban el  comercio  con  la  India,  mientras  que  bajo  los  Ptolomeos  su  nú- 
mero era  mucho  menos  considerable.  También  nos  dice  (XVI,  xiv,  24) 
que  en  tiempo  de  la  expedición  de  Galo  á  Arabia  el  comercio  india- 
no y  árabe  pasaba  por  el  camino  de  Leucocome,  de  Petra  y  de  Siria, 
mientras  que  luego  (vuvO  casi  todo  el  comercio  pasaba  por  Miosor- 
me. Luego  hubo  una  desviación  de  las  corrientes  comerciales,  que 
no  pudo  ocurrir  cuatro  ó  cinco  años  después  de  la  caída  de  los  Pto- 
lomeos. Por  consecuencia,  el  viaje  de  Estrabón  y  de  Galo  á  Miosor- 
me tuvo  que  realizarse  bastantes  años  después.  Petronio,  pues,  fué 
el  segundo  pmfectus  yEgyp-ti,  y  Elio  dirigió  la  expedición  de  Arabia 
como  legatus  de  Augusto,  pero  en  calidad  de  jefe  subalterno.  No  hay 
acuerdo  sobre  el  prntiomen  de  Petronio:  Plinio  le  llama  Publio  y 
Dión  Cavo. 


LA   REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  67 

volución  había  abierto;  se  veían  renacer  las  vanidades, 
las  pretensiones  y  los  desdenes  aristocráticos,  hasta  tal 
punto,  que  estos  nobles  orgullosos  afectaban  desdeñar 
al  mismo  Agripa,  del  que  estaban  furiosamente  celo- 
sos (i).  Pero  el  celo  cívico  que  era  el  alma  del  antiguo 
régimen  aristocrático  ya  no  se  inñamaba;  todos  eludían 
ahora  los  cargos  que  implicaban  trabajo  y  dispendios, 
ambicionados  antaño.  Aunque  se  hubiese  abierto  á  los 
jóvenes  el  camino  de  los  honores  no  era  fácil  llenar  con 
nombres  honrosos  las  listas  de  candidatos;  continua- 
mente había  que  apelar  á  recursos  extraordinarios  para 
impedir  que  los  servicios  públicos  más  importantes 
quedasen  abandonados  por  completo  (2).  En  vez  de 
gastar  su  fortuna  en  los  cargos  públicos,  como  había 
aconsejado  Cicerón,  la  mayoría  de  los  senadores  se  dis- 
putaban las  magistraturas  lucrativas,  como  la  del/nr- 
jectMs  cerarii  Saturni  (administrador  del  Tesoro),  ó  pro- 
curaban ganar  dinero  como  abogados  aceptando  indem- 
nizaciones por  sus  discursos  del  foro,  no  obstante  la  lex 
Cintia,  que  prohibía  recibir  ninguna  recompensa  por  los 
actos  de  asistencia  legal  (3).  Era  fácil  deplorar  este  des- 
orden, pero  ¿cómo  obviarlo?  La  mayoría  de  los  senado- 
res apenas  poseían  el  censo  senatorial,  y  con  400.000 
sestercios,  no  sólo  era  imposible  permitirse   larguezas 


(i)     \'éase  Séneca,  Conirov.,  II,  iv,  12,  13,  pág.  155  B. 

(2)  Por  lo  referente  á  la  dificultad  de  proveer  á  la  conservación 
de  los  caminos,  véase  C.  I.  Z.,  VI,  1461  y  1501,  y  las  observacio- 
nes de  Hirschfeldt,    Utitetsuchungen  auf  dem    Gebiete  der  Rom. 

Verwalhifig,  Berlín,  1876,  t.  I,  págs.  110  y  iii. 

(3)  En  efecto,  veremos  que  algunos  años  más  tarde  Augusto  re- 
novó la  lex  Cintia. 


68 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


ante  el  público,  sino  que  apenas  se  podía  vivir  hones- 
tamente. El  principio  de  las  funciones  públicas  gratui- 
tas, tan  esencial  en  la  antigua  constitución,  concertá- 
base mal  con  la  nueva  situación  económica  de  la  socie- 
dad romana,  en  la  que  unos  eran  demasiado  ricos 
y  otros  demasiado  pobres.  Otras  contradicciones  venían 
aún  á  agravar  y  complicar  en  la  vieja  república  el  con- 
traste entre  las  exigencias  de  la  vida  privada  y  el  deber 
cívico.  Todos  decantaban  la  sencillez  y  parsimonia  de 
otro  tiempo;  pero  el  mismo  Augusto  y  sus  amigos  des- 
pertaban en  todas  las  clases  la  afición  al  lujo  con  los 
grandes  gastos  que  hacían  en  Roma. 

Si  ésta  se  figuraba  haber  rechazado  en  Accio  una  au- 
daz agresión  de  Egipto,  después  de  la  victoria  no  sabía 
resistir  una  nueva  invasión  egipcia,  menos  visible,  pero 
más  peligrosa  que  la  de  los  ejércitos  de  Antonio  y  Cleo- 
patra. Tras  la  caída  de  la  dinastía  de  los  Ptolomeos, 
los  artistas,  los  mercaderes  de  artículos  de  lujo,  los  ar- 
tesanos que  habían  trabajado  para  la  corte  de  Alejan- 
dría, para  los  eunucos  y  sus  altos  personajes,  habían 
ido  en  busca  de  trabajo  y  de  pan  á  la  gran  ciudad  don- 
de vivía  el  sucesor  de  los  Ptolomeos,  y  á  donde  se  ha- 
bían transportado  los  inmensos  tesoros  de  Egipto.  Ha- 
bían, pues,  venido  á  Italia,  y  seguían  viniendo  unos  des- 
pués de  otros.  Desembarcaban  en  Puzzolo,  y  si  los  más 
modestos  se  quedaban  en  las  ciudades  de  la  Campania, 
desde  Pompeya  á  Ñapóles,  otros  acudían  á  Roma.  Aho- 
ra no  erigían  palacios  suntuosos  para  el  sucesor  de  los 
Ptolomeos,  Augusto  habitaba  en  el  Palatino,  la  vieja 
mansión  de  Hortensio,  y  otras  muchas  casas  contiguas, 
edificadas  por  varios  propietarios,  y  que  él  mismo  ha- 
bía comprado  en  diferentes  épocas,  reuniéndolas  lo  me- 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  69 

jor  que  pudo  y  haciendo  en  ellas  algunas  reparacio- 
nes (i).  Al  contrario,  estos  artistas  podían  encontrar 
trabajo  al  lado  de  los  personajes  más  ricos  de  la  aristo- 
cracia senatorial  y  ecuestre,  que  se  ocupaban  en  recons- 
truir sobre  las  ruinas  de  la  revolución  una  nueva  Roma, 
más  suntuosa  que  la  antigua,  y  estaban  dispuestos  á 
prestarles  buena  acogida.  La  conquista  y  la  caída  de 
Egipto,  la  leyenda  de  Antonio  y  Cleopatra,  por  una  de 
las  numerosas  contradicciones  de  esta  época,  habían 
atraído  la  atención  de  los  espíritus  sobre  las  cosas  egip- 
cias. Buen  número  de  los  hombres  más  conspicuos  del 
partido  de  Augusto  habían  hecho  la  campaña  de  Egip- 
to; habían  residido  largo  tiempo  en  Alejandría;  habían 
vivido  en  las  casas  de  los  ricos  señores  egipcios;  se  ha- 
bían paseado  curiosamente  entre  los  esplendores  del 
inmenso  palacio  de  los  Ptolomeos;  habían  traído  de 
Egipto  muebles,  vasos,  tejidos  y  objetos  de  arte.  Mu- 
chos habían  hecho  allí  fortima,  distribuyéndose  los  bie- 
nes de  la  corona  y  los  de  Antonio;  es  probable  que  la 
parte  más  considerable  del  patrimonio  de  Augusto,  de 
su  familia  (2)  y  de  sus  amigos,  estaba  ahora  en  Egipto; 
el  nuevo  lujo  que  se  difundía  por  Italia  alimentábalo 
principalmente  Egipto;  muchos  ricos  romanos  tenían 


(i)     Veleyo  Patérculo,  II,  lxxxi,  5;  Suetonio,  Aug.^  72. 

(2)  Ya  hemos  dicho  en  la  página  261  del  tomo  IV  que  Augus- 
to y  Mecenas  tenían  propiedades  en  Egipto;  Josefo  (XIX,  v,  i)  nos 
dice  que  Antonia,  madre  de  Druso,  tenía  un  administrador  en  Egip- 
to, lo  cual  demuestra  que  tenía  allí  grandes  propiedades.  Debían 
formar  parte  de  la  fortuna  acumulada  por  Antonio  en  Egipto;  Dión 
(LI,  15)  nos  dice,  en  efecto,  que  la  hija  de  Antonio  y  Octavia  recibió 
7pr;}jLaxa  ¿ctiò  Tti3v  TTaxpdócov. 


yo         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

negocios  en  Egipto,  y  estaban  obligados  á  ir  allí  de 
tiempo  en  tiempo  ó  á  enviar  agentes.  Los  contratos 
entre  Italia  y  el  antiguo  reino  de  los  Ptolomeos  se  ha- 
cían cada  vez  más  frecuentes;  el  comercio  se  desarro- 
llaba enriqueciendo  á  Puzzolo;  con  las  mercancías,  con 
el  oro  y  con  la  plata,  se  importaban  también  en  Italia, 
los  usos,  las  costumbres  y  las  ideas  egipcias.  La  con- 
quista de  Egipto  no  tardó  en  hacer  sentir  su  influencia 
en  la  vida  romana,  contrarrestando  pronto  el  gusto  por 
el  romanismo  arcaico,  el  fanatismo  nacional  que  Accio 
había  sobreexcitado.  Un  gran  deseo  de  arte,  de  lujo,  de 
cosas  nuevas,  habían  así  contraído  en  Egipto  muchas 
personas,  y,  por  contagio,  se  propagaba  en  Italia  entre 
los  que  jamas  habían  puesto  el  pie  en  el  reino  de  los 
Ptolomeos,  pero  que  habían  hecho  fortuna  ó  no  se  ha- 
bían arruinado  durante  la  revolución.  Así,  pues,  aunque 
todos  siguiesen  diciéndose  admiradores  de  la  antigua 
sencillez  romana,  se  erigían  hermosos  palacios  en  los 
diferentes  barrios  de  Roma  y  sobre  el  Esquilino,  anti- 
guo cementerio  de  los  pobres,  que  se  adornaba  con  be- 
llas habitaciones,  grandes  y  pequeñas,  desde  que  Me- 
cenas construyó  allí  un  suntuoso  edificio  (i).  ¡Era  tan 
dulce,  después  de  tantos  peligos  y  emociones,  gozar  de 
la  paz  y  del  reposo  en  una  bella  mansión!  El  arte  ale- 
jandrino, que  era  el  más  refinado,  el  más  rico,  el  más 
animado  de  todos,  presentábase,  pues,  en  el  mejor  mo- 
mento para  satisfacer  ese  confuso  deseo  de  novedad  y 
de  elegancia,  y  también  para  excitarlo  y  difundirlo.  Los 
amos  del  mundo  le  dispensaban  buena  acogida  y  le  de- 


'i)     Horacio,  .S'czA,  I,  viii,  14;  Carmen^  III,  xxix,  10. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  7^ 

mandaban  transportar  de  la  metrópoli  de  los  Ptolomeos 
á  Roma,  á  sus  casas,  á  sus  muros,  á  sus  artesones,  á 
su  mobiliario  doméstico,  todas  las  bellas  imágenes  in- 
ventadas y  perfeccionadas  por  siglos  de  minucioso  tra- 
bajo para  satisfacer  el  placer  de  los  ricos  señores  de 
Egipto.  Los  grandes  muros  de  las  salas  estaban  dividi- 
dos en  secciones  encuadradas  de  festones,  amores  ala- 
dos, mascarones,  y  los  pintores  alejandrinos  pintaban 
escenas  sacadas  de  Homero,  de  Teocrito,  de  la  mitolo- 
gía; otros  pintaban  escenas  dionisíacas,  que  tanto  gus- 
taban en  el  Egipto  de  los  Ptolomeos,  y  otros,  como  el 
célebre  Ludio,  pintaban  cuadritos  de  género,  en  los  que 
mezclaban  con  gran  talento  las  elegancias  del  arte  y  las 
bellezas  de  la  naturaleza;  veíanse  colinas  y  llanuras 
sembradas  de  villas^  de  pabellones,  de  torres,  de  belve- 
deres, de  pórticos,  de  columnatas,  de  terrazas, -som- 
breándolas airosas  palmeras  y  grandes  pinos  parasoles, 
surcadas  de  arroyuelos,  sobre  los  cuales  se  alzaban  ele- 
gantes puentecillos  de  un  sólo  arco,  llenos  de  hombres 
y  mujeres  que  se  pasean,  se  encuentran  y  conversan 
alegremente.  En  la  casa  de  Livia,  sobre  el  Palatino,  ó 
en  el  musèo  de  las  Termas  de  Diocleciano  pueden  ad- 
mirarse muchas  obras  maestras  de  esta  pintura  decora- 
tiva, refinada,  elegante,  impregnada  de  vago  erotismo, 
y  que,  en  ciertos  lugares  más  retirados  de  la  casa,  arro- 
ja los  velos  y  se  torna  obscena.  Otros  artistas  recubrían 
los  techos  con  estucos  semejantes  á  estos  de  que  nos 
quedan  vestigios  tan  maravillosos  en  el  museo  de  las 
Termas  de  Diocleciano,  realizando  los  mismos  cuadri- 
tos de  género,  los  mismos  ingeniosos  paisajes,  las  mis- 
mas escenas  báquicas  sobre  la  uniforme  blancura  del 
estuco,  no  ya  por  el  relieve  de  los  colores,  sino  por  la 


72         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

ligereza  y  el  vigor  incomparable  del  modelado.  Cada 
cuadrito  estaba  encuadrado  de  ornamentos  graciosísi- 
mos, de  arabescos  y  de  plantas,  de  amores,  de  perrillos 
de  aguas  que  á  veces  se  remataban  en  arabescos,  de 
victorias  aladas  que  se  erguían  sobre  las  punta  de  sus 
pies.  Los  escultores  alejandrinos  también  incrustaban 
en  los  muros  mármoles  preciosos;  los  mosaístas  de  Ale- 
jandría componían  en  los  pavimentos  dibujos  maravi- 
llosos; y,  para  adornar  estas  salas,  los  mercaderes  aún 
ofrecían  obras  de  Alejandría:  tapices  suntuosos,  magní- 
ficas vajillas,  tazas  de  ónice  y  de  mirra  (i).  Pero  estas 
mansiones  tan  suntuosas,  en  que  las  Gracias  se  agru- 
píiban  en  torno  del  dueño  para  halagar  cada  momento 
sus  ojos  con  el  espectáculo  de  algún  bello  paisaje,  de 
algún  lindo  ornamento,  de  algún  gracioso  cuerpo  de 
mujer  desnuda,  estas  casas  pintadas,  revestidas  de  es- 
tuco, llenas  de  mármoles  magníficos,  de  ricos  muebles, 
de  Amores,  de  Venus,  de  Bacos,  de  pinturas  sensuales 
y  obscenas,  ¿podían  ser  nuevamente  los  recintos  casi 
sagrados  en  que  se  reuniese,  para  los  deberes  y  seve- 
ras ocupaciones,  la  antigua  y  pequeña  monarquía  fami- 
liar de  Roma,  que  todos  decían  querer  reconstituir?  La 
arquitectura  de  la  casa  traduce  en  todas  las  épocas  la 
estructura  de  la  sociedad  y  el  fondo  de  las  almas.  Estos 
nidos  de  las  Gracias  ya  no  podían  dar  asilo  al  amor  an- 
tiguo, que  sólo  era  el  deber  cívico  de  la  propagación  de 
la  especie  á  realizar  en  el  matrimonio,  sino  al  amor  nue- 


(i)  He  tomado  los  elementos  de  esta  deseripción  en  la  hermosa 
obra  de  Courbaud,  le  Bas-relief  romain  à  rcpréscntations  histori- 
ques.  París,  1899,  págs.  344  y  sig. 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  73 

\o  solamente,  el  amor  de  las  civilizaciones  intelectua- 
les, refinado  por  mil  artificios,  que  sólo  era  ya  un  pla- 
cer egoísta  de  los  sentidos  y  del  espíritu;  en  estas  her- 
mosas mansiones  se  remataba  la  evolución  que,  en  cua- 
tro siglos,  había  transformado  á  la  familia  y  había  he- 
cho de  una  organización  autoritaria,  rígida  y  cerrada, 
la  forma  más  libre  de  unión  sexual  que  jamás  ha  podi- 
do verse  en  la  civilización  occidental,  y  que  se  parecía 
bastante  al  amor  libre  que  los  socialistas  consideran 
hoy  como  la  unión  del  porvenir.  Ya  no  eran  las  forma- 
lidades y  los  ritos,  sino  el  consentimiento,  cierta  con- 
dición de  dignidad  moral,  y,  para  emplear  los  términos 
romanos,  «el  afecto  marital»,  los  que  creaban  la  unión, 
así  como  los  disentimientos,  la  indignidad  y  la  recípro- 
ca indiferencia  la  deshacían.  El  único  signo  visible  de 
la  unión,  y  esto  por  hábito  más  bien  que  por  necesidad 
jurídica,  era  la  dote.  Si  un  hombre  se  llevaba  para  vi- 
vir con  él  á  una  mujer  libre,  de  familia  honrada,  consi- 
derábanse por  esto  mismo  como  marido  y  mujer,  y  te- 
nían hijos  legítimos;  si  ya  no  les  agradaba  ser  marido  y 
mujer  se  separaban,  y  el  matrimonio  quedaba  roto.  Tal 
era,  en  sus  rasgos  esenciales,  el  casamiento  en  la  épo- 
ca de  Augusto.  La  mujer  era  ahora  en  la  familia  casi 
tan  libre  é  igual  como  el  hombre.  De  su  antigua  con- 
dición de  pupila  sólo  le  quedaba  la  obligación  de  ser 
asistida  por  un  tutor,  cuando  no  tenía  padre  ni  ma- 
rido y  deseaba  hacer  un  contrato,  prestar  testamento 
ó  vender  una  res  mancipi.  Considerada  en  sí  misma, 
esta  forma  de  unión  no  carecía  de  grandeza  y  de  no- 
bleza; pero,  ¿qué  era  con  ella  la  familia,  ahora  que  des- 
aparecían en  las  mujeres  de  la  alta  sociedad  las  anti- 
guas virtuàes  femeninas,  la  modestia,  la  obediencia,  el 


74         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

amor  al  trabajo  y  el  pudor  (i),  ahora  en  que  el  poeta 
desea  la  muerte  á  los  que  «recogen  las  verdes  esmeral- 
das y  tiñen  con  la  púrpura  de  Tiro  las  blancas  lanas», 
porque  «excitan  á  las  jóvenes  á  desear  los  trajes  de  seda 
y  las  brillantes  conchas  del  Mar  Rojo?»  (2). 

La  costumbre,  sin  ayuda  de  ninguna  ley,  había  podi- 
do imponer  &\  pater  familias  de  otro  tiempo  el  matrimo- 
nio como  un  deber,  porque  la  costumbre  y  la  ley  le  re- 
conocían también  derechos  tales  como  la  administra- 
ción de  todos  los  bienes  y  un  poder  casi  despótico  so- 
bre los  miembros  de  la  familia;  —  pero  el  pobre  marido 
de  la  época  de  Augusto  no  era  ya  más  que  una  sombra 
y  la  parodia  del  antiguo,  solemne  y  toxxWAQ  pater  fami- 
lias romano.  Excepto  el  de  gastar  indebidamente  parte 
de  la  dote,  ¿qué  otros  poderes  le  quedaban,  sobre  toda 
cuando  se  casaba  con  una  mujer  inteligente,  astuta, 
autoritaria,  ricamente  dotada,  y  que  tenía  para  su  de- 
fensa una  alta  parentela  y  muchos  amigos  y  admirado- 
res? No  sólo  no  podía  obligarla  ya  á  tener  muchos  hijos 
y  á  consagrar  todos  los  desvelos  á  su  educación,  pero 
ni  siquiera  podía  oponerse  á  sus  caprichos  ruinosos 
y  obligarla  á  permanecerle  fiel.  La  mujer  había  adquiri- 
do todas  las  libertades,  hasta  la  del  adulterio;  pues  la 
ley  no  había  osado  usurpar  los  derechos  del  pater  fami- 
lias y  por  consecuencia  los  del  tribunal  doméstico,  cas- 


(i)  Obsérvese  cuan  excepcionales  parecen  las  alabanzas  dedica- 
das á  la  mujer  en  lo  que  se  ha  convenido  llamar  el  elogio  de  Turia, 
C.  I.  L.,  VI,  1527,  V,  30-31;  domestica  boiia  pudicitia-  obsequü,  co- 
mitatis,  facilitatis,  laiiificii^  ads'uhíitatis,  7-eligionis  sine  síipersti- 
tione,  07-iiatus  noñ~coitsp¡cui,  cultiis  modici? 

(2)     Tíbulo,  II,  IV,  27  y  sig. 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  75 

tigando  el  adulterio,  y  en  este  desquiciamiento  de  la  fa- 
milia, nadie  se  atrevía  3'a  á  convocar  el  tribunal  domés- 
tico, único  que  hubiese  podido  castigar  á  la  mujer  adúl- 
tera. Por  otra  parte,  ya  no  hubiese  sido  posible  conde- 
nar á  muerte  á  la  mujer  adúltera,  y  divorciándose,  le 
era  fácil  eludir  otras  penas  más  dulces  infligidas  por  la 
familia,  como  la  relegación  al  campo.  Así  es  que,  fuera 
de  algunos  idealistas  que  aún  subsistían,  nadie  se  casa- 
ba 5'a  por  deber  cívico,  sino  por  cálculo,  tanto  si  el 
hombre  se  prendaba  de  una  beldad,  como  si  codiciaba 
una  dote,  ó  deseaba  aliarse  con  una  familia  poderosa. 
Mucha  gente  se  divorciaba  apenas  se  daba  cuenta  de 
que  no  le  resultaba  conveniente  la  unión  contraída; 
otros  procuraban  consolarse  cambiando  de  mujer,  como 
hoy  se  cambia  de  doméstica,  otros  se  quedaban  célibes 
ó  tomaban  á  una  liberta  por  concubina.  Estas  uniones 
no  se  consideraban  como  matrimonios  y,  por  conse- 
cuencia, no  daban  hijos  legítimos,  y  esto  era  una  ven- 
taja para  el  padre,  que  podía  adoptar  á  los  hijos  que 
prefería  y  darles  su  nombre  (i).  El  contacto  de  una  mi- 
noría de  personas  riquísimas  con  la  muchedumbre  de 
las  que  sólo  gozaban  de  un  modesto  pasar,  y  que  cada 
día  se  sentían  más  atraídas  por  el  gran  lujo,  aún  hacía 
más  espantosa  la  corrupción.  Entre  las  mujeres  proce- 
dentes de  familias  de  caballeros  ó  de  senadores  poco  ri- 
cos, y  que  se  habían  casado  con  caballeros  ó  senadores 
que  á  su  vez  sólo  tenían  una  pequeña  fortuna,  buen 
número  de  ellas  se  ocupaban,  con  el  consentimiento  de 
sus  maridos,  en  hacer  una  especie  de  contrarrevolución, 


(i)     Bouché-Leclercq,  les  Lois  démographiques  d'Angus  fe,  en  la 
Revue  histon'que,  1885,  voi.  57,  II,  pág.  228. 


76  GRANDEZA  Y  DECADENCIA   DE  ROMA 

recobrando  de  los  Cresos  romanos,  gracias  á  sus  cari- 
cias, parte  de  los  bienes  que  éstos  habían  conquistado 
por  la  violencia  durante  la  revolución.  Á  pesar  de  su 
amor  al  pasado,  las  altas  clases  juzgaban  con  indulgen- 
cia esta  prostitución  elegante,  porque  unos  recibían 
placer  de  ella  y  otros  dinero.  El  adulterio,  que  en  el  de- 
recho antiguo  podía  castigar  el  marido  matando  á  su 
mujer  y  al  amante,  convertíase  para  numerosos  caba- 
lleros y  senadores  en  un  excelente  comercio,  viéndose 
aumentar  en  Roma  el  número  de  mujeres  de  las  que  se 
sabía  que  su  corazón  se  vendía  en  pública  subasta  (i). 
¡Qué  caída  para  esta  nobleza  que  durante  tanto  tiempo 
había  estado  al  abrigo  de  la  sospecha  y  del  desprecio! 
Uno  de  los  poetas  más  escépticos  de  la  época,  también 
parece  haber  experimentado  por  un  instante  un  estre- 
mecimiento de  dolor  y  de  horror  viendo  á  la  nobleza  ro- 
mana precipitada  desde  las  alturas  de  una  virtud  impe- 
riosa y  enérgica  en  el  envilecimiento  de  esta  prostitución 
elegante;  y  ha  hecho  referir  este  obscuro,  pero  terrible 
drama,  de  la  historia  de  Roma,  por  la  puerta  de  una  casa 


(i)  He  aquí  una  lista  de  los  pasajes  encontrados  en  los  poetas  de 
este  tiempo  que  aluden  á  la  depravación  y  lanzan  sus  imprecaciones 
contra  las  venalidades  del  amor:  Horacio,  Carm.^  Ili,  vi,  29. — Tíbu- 
lo,  I,  IV,  59  (pero  trata  más  singularmente  de  la  pederastia);  I,  iv,  47 
y  sig.;  I.  VII,  29  y  sig.;  II,  iii,  49  y  sig.;  II,  iv  (todo  el  elogio);  I,  7. — 
Propercio,  I,  viii,  33  y  sig. — Ovidio,  Atn.^  I,  8;  I,  10;  III,  viii,  3;  III, 
xir,  10;  Ars  Amai.,  If,  161  y  sig.;  II,  275  y  sig.  Paréceme  poco  pro- 
bable que  un  motivo  con  tanta  frecuencia  y  bajo  tan  diversas  for- 
mas repetido,  de  tantos  detalles  vivos  y  precisos  revestido,  sea  pu- 
ramente convencional  y  provenga  de  imitaciones  literarias.  Podía  ha- 
ber exageración  en  esta  pintura  de  las  costumbres,  pero  sin  duda  se 
tomaba  de  la  realidad.  Ya  veremos  que  la  Icx  Julia  de  aiuJteriis 
procuró  castigar  este  vergonzoso  comercio. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  77 

ilustre,  sirviéndose  de  versos  que  no  pueden  leerse  sin 
emoción  por  lo  trágicos  que  son,  á  pesar  de  que  el  poe- 
ta pretende  bromear  como  de  costumbre.  «Yo,  que  me 
abría  en  otro  tiempo — dice  la  puerta,  —  para  los  gran- 
des triunfos;  yo,  cuyo  portal  hollaron  tantos  carros  dora- 
dos y  fué  bañado  por  las  lágrimas  de  tantos  prisioneros 
suplicantes,  yo  gimo  ahora  durante  la  noche  bajo  los 
golpes  de  los  que  vienen  á  pendenciar  ante  mí,  y  bajo  las 
manos  indignas  que  vienen  á  herirme.  Todos  los  días  me 
adornan  con  coronas  infames,  y  veo  á  mis  pies  las  antor- 
chas abandonadas  por  el  amante  rechazado.  No  puedo 
defenderme  por  la  noche  de  una  mujer  demasiado  céle- 
bre, yo,  que  después  de  tanta  gloria,  me  veo  expuesta  al 
escándalo  en  versos  obscenos.  ¡Ah,  esta  gran  dama  no 
se  preocupa  nada  en  conservar  mi  honor,  y  aspira  á  ser 
todavía  más  disoluta  que  la  época  en  que  vivimos!»  (i) 
Si  en  Italia  aún  había  familias  fecundas,  nadie  en  esta 
pequeña  oligarquía  que  en  Roma  creía  presidir  á  la  re- 
constitución del  pasado,  daba  el  ejemplo  de  tener  mu- 
chos hijos:  Augusto  sólo  tenía  una  hija;  Agripa,  otra; 
Marco  Craso,  e!  hijo  del  riquísimo  banquero,  tenía  un 
solo  hijo;  Mecenas  no  tenía  descendencia,  ni  Lucio  Cor- 
nelio Balbo,  que  era  célibe.  M,  Silano  tenía  dos  hijos,  y 
Mésala,  Asinio  y  Estatilio  Tauro  tenían  tres.  Las  fami- 
lias de  siete  ú  ocho  hijos,  tan  numerosas  en  otro  tiempo, 
ya  no  se  encontraban;  creíase  haber  cumplido  bien  el 
deber  para  con  la  república  cuando  se  tenía  uno  ó  dos; 
y  aún  mucha  gente  procuraba  sustraerse  á  este  humil- 
de deber.  Evidentemente,  en  las  familias  menos  ricas 
de  la  alta  clase  el  cuidado  de  la  futura  grandeza  de 


(ij     Propercio,  I,  xvi,  i  y  sig. 


[*■■ 


78         GRANDEZA  V  DECADENCIA  DE  ROMA 

Roma  aún  era  menos  ardiente.  Las  mujeres,  en  vez  de 
invocar  piadosamente  para  sus  entrañas  fecundas  la 
protección  de  Isis  y  de  Ilitia,  ya  no  tenían  vergüenza 
ni  temor  en  «sondarlas  con  el  hierro»  para  provocar  el 
aborto. 

...  ut  careat  rugarum  crimine  venter  (i). 

En  lugar  de  casarse,  era  más  seguro  y  agradable  para 
los  hombres  el  escoger  una  querida  entre  las  grandes 
damas  ó  entre  las  libertas,  las  cantantes  siriacas,  las 
bailarinas  griegas  ó  españolas,  las  blondas  y  bellas  es- 
clavas de  Germania  y  de  Tracia,  ó  algún  amante  entre 
los  jóvenes  corrompidos,  instruidos  en  las  artes  del  pla- 
cer por  los  señores  del  mundo.  El  amor  egoísta,  la  vo- 
luptuosidad estéril  y  el  placer  contra  natura,  que  los 
antiguos  romanos  habían  arrojado  de  su  ciudad  con 
tanto  horror,  eran  ahora— cuando  tan  fuertemente  se 
aspiraba  á  lo  pasado — admitidos  en  las  costumbres 
como  en  la  literatura.  Dos  poetas  ilustres,  mimados  y 
protegidos  por  los  grandes,  Tíbulo,  que  era  el  favorito 
de  Mésala,  y  Propercio,  que  era  amigo  de  Mecenas,  da- 
ban entonces  forma  definitiva  á  la  poesía  erótica  roma- 
na, que  había  de  ser  uno  de  los  peores  disolventes  de  la 
antigua  sociedad  y  de  su  moral.  Esta  poesía  exteriori- 
zaba, en  formas  literarias  imitadas  de  los  griegos,  una 
psicología  del  amor  sensual,  tomada  en  parte  á  la  poe- 
sía griega  y  en  parte  á  la  experiencia.  Elegantes,  tier- 
nos, en  ocasiones  insípidos  y  amenazadores,  estos  dos 


(i)     véase  los  dos  elogios  de  Ovidio,  de  los  que  podría  decirse 
que  son  de  una  terrible  ingenuidad:  Amor.,  11,  137  14. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  79 

poetas  se  complacían  en  describir  las  bellezas,  visibles 
ü  ocultas,  de  sus  queridas  verdaderas  ó  imaginarias,  en 
analizar  el  recuerdo  de  las  voluptuosidades  ya  gustadas 
ó  el  de  las  voluptuosidades  esperadas,  en  expresar  la 
alegría  y  la  embriaguez  del  amor  compartido  ó  las  im- 
precaciones y  el  furor  de  los  celos,  en  evocar,  á  propó- 
sito de  sus  amores,  las  fábulas  de  la  mitología  griega  ó 
rodearlos  de  exactas  descripciones  de  las  costumbres 
contemporáneas.  Pero  ambos,  al  componer  sus  bellos 
dísticos,  trabajaban  sin  saberlo,  no  sólo  en  debilitar  la 
antigua  familia  y  la  antigua  moral,  pero  también  al  an- 
tiguo ejército  romano.  Propercio  y  Tíbulo  comenzaron, 
en  nombre  del  dios  Eros  esa  propaganda  antimilita- 
rista, que  se  continuará  durante  tres  siglos  desde  dife- 
rentes puntos  de  vista  y  por  numerosísimos  escritores, 
sin  excluir  á  los  escritores  cristianos,  hasta  que  entre- 
gue á  los  bárbaros  el  imperio  desarmado.  «Tú  te  com- 
places, ¡oh.  Mésala! — exclama  Tíbulo  —  en  combatir 
por  tierra  y  por  maj,  para  mostrar  en  seguida  en  tu 
morada  los  despojos  enemigos;  pero  á  mí  me  encantan 
las  caricias  de  una  bella  niña»  (i)  —  «Era  de  hierro, 
¡oh,  hermosa!  el  que  pudiendo  poseerte  ha  preferido 
el  botín  y  la  guerra»  (2).  Tíbulo  decanta  la  sencillez; 
ama  el  campo  con  su  tranquilidad  y  sus  virtudes,  pien- 
sa con  emoción  y  melancolía  en  la  edad  de  oro,  cuan- 
do los  hombres  eran  buenos  y  dichosos,  y  maldice  de 
las  impuras  codicias  de  su  época  de  desorden  y  agita- 
ción. Pero  los  elogios  que  hace  de  la  sencillez  tienen 
por  origen  motivos  muy  diferentes  de  los  que  servían 


(i)     Tíbulo,  I,  I,  53  y  sig. 
(2)     ídem,  I,  II,  85  y  sig. 


8o 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


para  hacer  estos  mismos  elogios  los  tradicionalistas  y 
los  militaristas  de  su  tiempo.  Deseaban  éstos  convertir 
las  costumbres  á  la  sencillez  y  austeridad  de  antaño 
para  rehacer  una  generación  de  hombres  valientes,  y 
consideraban  la  guerra  como  una  escuela  de  energía. 
Al  contrario,  Tíbulo  considera  á  la  guerra,  á  la  codicia 
y  al  lujo,  como  azotes  de  la  misma  familia,  é  igual- 
mente detestables,  pues  uno  jamás  viene  sin  los  otros. 
«  ¡Cuan  dichoso  era  el  hombre  bajo  el  reino  de  Satur- 
no!..,, (i)  En  él  no  había  armas,  ni  odios,  ni  guerras;  el 
arte  criminal  de  un  cruel  herrero  aún  no  había  forjado 
la  espada »  (2)  ¿Cuál  fué  el  primero  en  hacer  la  terri- 
ble espada.^  «Un  bárbaro,  un  hombre  de  corazón  de  hie- 
rro, que  desencadenó  las  matanzas  y  las  guerras  y  en- 
sanchó la  ruta  de  la  muerte.  Pero  no,  la  falta  no  es  de 
este  desgraciado,  es  la  nuestra;  nosotros  somos  los  que 
convertimos  contra  nosotros  mismos  el  hierro  que  nos 
había  dado  para  luchar  contra  las  bestias  feroces.  La 
falta  es  del  oro.  No  ha  habido  guerra  mientras  que  el 
hombre  bebió  en  copa  de  madera (3)  ¡Oh,  diose  La- 
res, alejad  de  mí  las  broncíneas  flechas! (4)  Amadme 

así,  y  que  otros  vaj'-an  á  la  guerra (5)  ¡Qué  locura 

correr  en  busca  de  la  muerte! (6)  ¡Cuánto  más  digno 

de  elogio  es  aquél  á  quien  una  vejez  perezosa  sorprende 
entre  sus  hijos,  en  un  modesto  albergue! (7)  ¡Oh,  ven- 


(i)  Tíbulo,  n,  III,  35. 

(2)  ídem,  I,  111,  47. 

(3)  Idem,  II,  X,  I  y  sii 

(4)  ¿dem,  I,  X,  25. 

(5)  ídem,  I,  X,  29. 

(6)  ídem,  I,  X,  33. 

(7)  ídem,  I,  X,  39. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  8l 

ga  la  paz,  y  que  ella  fecunde  nuestros  campos!  Ella  ha 
sido  la  primera  en  someter  al  yugo  el  cuello  de  los  bue- 
3'es  para  el  laboreo;  ella  quien  ha  cultivado  la  villa  y 
extraído  el  jugo  de  la  uva  para  que  el  hijo  pudiese  be- 
ber el  vino  cosechado  por  el  padre.  Durante  la  paz  se 
ve  relucir  la  reja  del  arado  y  la  azada,  mientras  que  la 
espada  sé  oxida»  (i). 

¡Y  á  este  amor  que  tiene  miedo  de  la  muerte  y  mie- 
do de  la  espada,  que  busca  un  oculto  retiro  en  el  fondo 
de  las  ciudades  populosas  y  de  los  campos  solitarios, 
que  se  alimenta  de  placeres  sensuales  y  de  fantasías 
sentimentales,  lo  invoca  Tíbulo  en  esta  primera  bellísi- 
ma elegía  del  libro  primero  casi  como  si  fuera  para  él 
uno  de  los  dioses  Lares,  y  lo  coloca  entre  las  divinida- 
des tutelares  de  la  familia  que  hace  estéril!  En  fin,  ima- 
gina que  sólo  Venus  podrá  triunfar  de  la  ferocidad  que 
han  engendrado  en  su  época  los  saqueos  y  las  matan- 
zas de  la  guerra  civil,  aunque  las  voluptuosidades  del 
amor  se  le  representan  como  la  fuerza  purificadora  y 
regeneradora  de  su  época  pervertida  y  corrompida  (2): 
Menos  tierno,  menos  sentimental,  pero  más  apasiona- 
do. Pro  perei  o  se  jacta  — ¡qué  vergüenza  para  un  anti- 
guo romano!  —  de  renunciar  á  la  gloria,  á  la  guerra  y 
al  poder  por  el  amor  de  una  mujer  (3);  está  satisfecho 
de  que  el  amor  por  ella  le  haya  hecho  célebre,  y  decla- 
ra que  no  apetece  otro  renombre  que  el  de  poeta  eróti- 
co (4);  exclama  que  puede  remontarse  hasta  los  más 


(  I  )     Tíbulo,  I,  X,  45. 

(2)  ídem,  II,  m,  35;  Ferrea  non  Venerem,  sed pradam,  stFCnla 
laaiant. 

(3)  Propercio,  I,  vi,  29. 

(4)  ídem.  I,  vil,  9. 

Tomo  V  G 


82  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

altos  astros  ahora  que  Cincia  se  le  ha  entregado  (i),  y 
afirma  que  nada  vale  lo  que  una  noche  pasada  con 
ella  (2).  «¿Sin  ti,  qué  sería  para  mí  la  vida?  Tú  eres  por 
ti  sola  mi  familia,  eres  mi  patria;  tú  eres  mi  única  ale- 
gría, mi  eterna  alegría»  (3).  Y  después  de  haber  hecho 
plañir  á  la  puerta  de  la  ilustre  casa  patricia  por  la  de- 
cadencia de  la  gran  dama  que  la  habita,  la  hace  enter- 
necerse con  las  quejas  del  amante  que  aún  no  ha  lo- 
grado «abrirla  con  presentes». 

Y  los  hombres  que  habían  de  presidir  á  la  restau- 
ración del  pasado,  admiraban  estas  poesías  y  protegían 
á  sus  autores.  Pero  la  contradicción  se  encontraba  en 
todas  partes .  Otra  vez  se  quería  hacer  de  la  guerra 
y  del  gobierno  la  única  ocupación  de  los  grandes;  y,  en 
cambio,  entre  los  senadores  y  los  caballeros  se  difundía 
el  gusto  de  todas  las  obras  que  la  moral  antigua  consi- 
deraba como  indignas.  Por  ejemplo;  ¡cuántos  de  ellos 
hubiesen  querido  hacerse  autores!  (4)  El  teatro  fascinaba 
á  los  descendientes  de  los  conquistadores  del  mundo, 
que  habían  desempeñado  muy  distintos  dramas  en 
escenas  más  anchurosas  y  ante  un  público  más  nume- 
roso. Por  toda  Roma  aumentaban  los  templos  y  los  san- 
tuarios; se  construían  otros  nuevos;  se  restablecía  con 
pedantesca  minucia  el  antiguo  ceremonial  religioso;  pero 
el  espíritu  de  la  religión  latina  agonizaba  en  las  formas 
artísticas  y  demasiado  griegas  con  que  ahora  se  reves- 


(ij     Propercio,  I,  viii,  43. 

(2)  ídem,  I,  XIV,  9. 

(3)  ídem,  I,  XI,  22. 

(4)  Por  esta  época  se  adoptaron  muchas  disposiciones  para  pro- 
hibir este  arte  á  los  ciudadanos  de  las  altas  clases. 


LA  REI^UBLICA  DE  AUGUSTO  o3 

tian  las  cosas  sagradas.  El  antiguo  culto  romano  era 
una  austera  disciplina  de  las  pasiones,  que  debía  prepa- 
rar á  los  hombres  para  los  más  penosos  deberes  de 
la  vida  privada  y  pública;  pero  los  dioses  austeros,  que 
simbolizaban  los  principios  esenciales  de  esta  disciplina, 
ya  no  estaban  en  su  lugar  en  los  suntuosos  templos  de 
mármol,  como  el  de  Apolo  que  Augusto  había  inaugu- 
rado en  el  año  28;  y  perdían  su  carácter  al  adoptar  el 
nombre  de  las  divinidades  griegas  y  al  mostrarse  como 
ellas  bajo  la  forma  de  bellísimas  estatuas  semidesnudas. 
Si  el  politeísmo  griego  procedía  de  la  misma  fuente  que 
el  politeísmo  romano,  es  decir,  de  las  mismas  ideas 
y  de  los  mismos  mitos  fundamentales,  los  había  des- 
arrollado en  forma  muy  diferente,  divinizando,  no  los 
principios  morales  que  refrenan  las  pasiones,  sino  las  as- 
piraciones del  hombre  hacia  el  placer  físico  é  inte- 
lectual. Era,  pues,  contradictorio,  presentar  una  religión 
de  la  moral  con  las  formas  de  una  religión  del  placer; 
pero  la  admiración  que  inspiraba  la  mitología  griega 
y  sus  repuesentaciones  literarias  y  artísticas,  era  ahora 
muy  profunda  en  Italia.  Los  mismos  romanos  no  podían 
soportar  ya  una  religión  sin  arte. 

Había,  pues,  en  todo  esto  contradicciones  múltiples 
extrañas  é  incesantes;  pero  se  resumían  todas  en  una 
contradicción  más  general,  la  en  que  se  encontraba  Ita- 
lia al  término  de  la  guerra  civil,  y  en  la  que  va  á  langui- 
decer durante  todo  un  siglo:  la  contradicción  entre 
el  principio  latino  y  el  principio  greco-oriental  de  la  vida 
social,  entre  el  Estado  considerado  como  órgano  de  do- 
minación y  el  Estado  considerado  como  órgano  de  cul- 
tura superior  y  refinada,  entre  el  militarismo  romano  y 
la  civilización  asiática.  Es  necesario  darse  buena  cuen- 


§4  GRANDEZA  Y  DECADEN'CIA  DE   ROMA 

ta  de  esta  contradicción,  si  se  quiere  comprender  la 
historia  del  primer  siglo  del  Imperio.  La  admiración  por 
las  antiguas  edades  de  Roma  no  era  entonces,  como  han 
creído  muchos  historiadores,  un  anacronismo  sentimen- 
tal, sino  una  necesidad.  ¿Qué  era  el  antiguo  Estado  ro- 
mano, sino  un  conjunto  de  tradiciones,  de  ideas,  de 
sentimientos,  de  instituciones,  de  leyes  que  tenían  por 
único  objeto  vencer  el  egoísmo  del  individuo  cada  vez 
que  se  encontraba  en  oposición  con  el  interés  público, 
y  obligar  á  todos,  desde  el  senador  al  campesino,  á 
obrar  en  bien  del  Estado,  aun  cuando  fuese  necesario 
sacrificar  lo  que  se  tenía  de  más  precioso,  el  amor  de  la 
familia,  los  placeres,  la  fortuna,  la  vida  misma?  Italia 
comprendía  que  aún  tenía  necesidad  de  este  poderoso 
instrumento  de  dominación  para  conservar  y  dominar 
un  imperio  que  las  armas  le  habían  concedido;  compren- 
día que  necesitaba  hombres  de  Estado  prudentes,  de 
diplomáticos  perspicaces,  de  administradores  ilustrados, 
de  soldados  valientes,  de  ciudadanos  celosos,  y  que  sólo 
podía  tenerlos  conservando  las  tradiciones  y  las  institu- 
ciones del  Estado.  Era  éste  un  deseo  sincero,  aunque 
quimérico  en  parte.  Pero  no  era  ya  por  conservarlo  so- 
lamente por  lo  que  Italia  quería  velar  sobre  su  imperio; 
era  para  gozar  de  él,  para  poseer  los  medios  de  satisfa- 
cer la  necesidad — difundida  ahora  en  todas  las  clases 
sociales — de  esta  cultura  más  refinada,  más  sensual,  más 
artística,  más  filosófica  de  que  el  Estado  asiático  era  ór- 
gano, y  que  tenía  por  efecto  excitar  todos  los  egoísmos 
personales  que  el  Estado  latino  procuraba  encadenar  y 
contener.  La  cultura  greco-asiática  oponía  obstáculos  á 
la  restauración  del  antiguo  Estado  latino  que  todos  re- 
clamaban para  salvar  al  imperio;  pero  todos  ó  casi  to- 


'       _  LA  REPÚBLICA    DE  AUGUSTO  §5 

dos  querían  justamente  salvar  al  imperio  para  que  Ita- 
lia dispusiese  de  los  medios  de  asimilarse  la  cultura 
greco-asiática.  Tal  era  en  sus  grandes  líneas  la  contra- 
dicción insoluole  en  que  se  debatía  Italia;  la  contradic- 
ción que  la  política  de  Cleopatra  y  la  conquista  de 
Egipto  iiabían  extremado  considerablemente,  excitando 
por  una  parte  el  espíritu  de  tradición,  y  por  otra  el  gus- 
to al  orientalismo;  la  contradicción  que  aportaba  el 
desorden  á  la  vida  privada  y  al  mismo  tiempo  á  la  po- 
lítica, á  la  religión  y  á  la  literatura,  que  es  el  motivo  del 
maravilloso  poema  compuesto  en  esta  época  por  Hora- 
cio. En  efecto;  Horacio  nos  ha  dejado  cincelado,  en 
versos  de  inimitable  belleza,  el  documento  más  profun- 
do de  esta  crisis  decisiva,  que  se  repite  periódicamente 
en  la  historia  de  todas  las  civilizaciones  á  que  han  dado 
origen  Atenas  y  Roma.  Horacio  había  cantado  la  gran 
restauración  nacional,  cuya  necesidad  habían  sentido 
todos  después  de  Accio,  erigiendo  con  maravillosos  blo- 
ques de  estrofas  alcaicas  y  sancas,  el  magnífico  monu- 
mento de  sus  odas  civiles,  nacionales  y  religiosas,  en  las 
que  tan  bien  había  idealizado  la  antigua  sociedad  aris- 
tocrática. Pero,  ni  por  temperamento,  ni  por  inclinación, 
ni  por  ambición  era  el  poeta  nacional,  tal  como  Augus- 
to lo  hubiese  sin  duda  deseado;  tampoco  era  el  poeta 
cortesano  que  han  querido  ver  en  él  los  que  tan  mal  le 
han  comprendido.  Este  hijo  de  un  liberto,  que  quizás 
tenía  en  sus  venas  sangre  oriental,  este  meridional  na- 
cido en  la  Apuglia,  país  á  medias  griego,  y  donde  aún 
se  hablaban  las  dos  lenguas,  este  pensador  sutil  y  este 
maestro  soberano  de  la  palabra,  que  no  tenía  otro  obje- 
to en  la  vida  que  estudiar,  observar  y  representar  el 
mundo  sensible,  de  comprender  y  analizar  todas  las  le- 


oo  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

yes  del  mundo  ideal,  este  filósofo  ilustrado,  apenas 
era  apto  para  apreciar  á  Roma,  su  grandeza,  su  tradi- 
ción, su  espíritu  poco  inclinado  al  arte  y  á  la  filosofía, 
demasiado  práctico  y  político.  Él,  que  había  cantado  las 
grandes  tradiciones  de  Roma,  conocía  tan  mal  la  histo- 
ria, que,  en  una  de  sus  odas,  hacía  destruir  á  Cartago 
por  Escipión  el  Africano,  al  que  confunde  con  Escipión 
Emiliano  (i).  Su  edad,  sus  estudios,  cierto  disgusto  de 
todo  y  de  todos,  el  placer  que  experimentaba  en  sus  tra- 
bajos poéticos,  le  inducían  á  vivir  el  mayor  tiempo  po- 
sible en  el  recogimiento,  en  el  campo,  lejos  de  Roma,  de 
sus  amigos  y  de  sus  protectores.  Tenía  horror  de  leer 
sus  versos  en  público;  apenas  se  trataba  con  los  dile- 
tantes de  la  literatura,  los  gramáticos,  que  eran  los  pro- 
fesores y  los  críticos  de  entonces;  cada  vez  iba  menos  á 
casa  de  sus  grandes  amigos,  y  muchas  personas  comen- 
zaban á  tratarle  de  orgulloso,  puesto  que  sólo  conside- 
raba ya  dignos  de  oír  sus  poesías  á  los  grandes  persona- 
jes, Augusto  y  Mecenas  (2);  mientras  que  éstos,  lamen- 
tando verle  tan  de  tarde  en  tarde  en  su  casa,  le  acusa- 
ban casi  de  ingrato  (3).  Érale,  pues,  difícil  convertirse 
en  estas  condiciones  en  el  poeta  nacional,  y  de  consa- 
grarse completamente  á  la  misión  de  excitar  con  su 
poesía  el  gran  movimiento  de  los  espíritus  que  se  con- 
vertían hacia  lo  pasado.  Pero  tampoco  podía  permane- 
cer inactivo.  Estaba  entonces — á  los  treinta  y  nueve 
años — en  plena  madurez,  admirado,  con  bastante  for- 


(i)      Carmen,  IV,  viii,   17:  se  ha  querido  considerar  estos  versos 
como  interpolados;  pero  no  veo  la  razón. 

(2)  Horacio,  Epist.,  I,  xix,  37. 

(3)  Suetonio,  Horat.  Vita;  y  Horacio,  Epist.,  I,  7. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO 


87 


tuna,  sin  temor  por  lo  presente  ni  por  lo  porvenir;  había 
visto  y  estlidiado  mucho;  había  sido  testigo  de  una 
gran  revolución;  encontrábase  colocado  ahora  como  en 
el  centro  del  mundo  y  en  medio  de  la  corriente  de 
las  ideas,  de  los  sentimientos,  de  los  intereses  que  se  fo- 
mentaban en  Roma,  en  la  época  en  que  tan  grandes 
problemas  preocupaban  á  los  espíritus.  Á  pesar  del  re- 
cogimiento en  que  solía  vivir,  á  pesar  de  su  afición 
al  campo  y  á  la  vida  de  pensador  solitario,  gozaba  de 
todo  género  de  facilidades  para  observar  el  microcosmo 
que  gobernaba  al  imperio  y  en  el  que  se  elaboraban 
tantos  gérmenes  del  porvenir. 

Podía  discutir  con  Augusto,  con  Agripa  y  con  Mece- 
nas sobre  los  males  del  tiempo  y  sus  remedios;  seguir 
la  crónica  mundana  de  la  alta  sociedad,  las  fiestas,  los 
escándalos,  las  aventuras  galantes,  las  pendencias  de 
los  jóvenes  y  de  las  cortesanas.  Asistía  á  los  esfuerzos 
que  se  realizaban  para  restaurar  el  antiguo  culto  de  los 
dioses,  así  como  podía  admirar  las  nuevas  casas  que 
los  artistas  alejandrinos  decoraban  para  los  señores  del 
mundo;  veía  crecer  y  difundirse  en  Roma  el  lujo  y  las 
voluptuosidades  que  fomentaba  el  dinero  egipcio,  mien- 
tras que  en  todas  partes  oía  maldiciones  contra  la  ava- 
ricia, contra  la  codicia  y  la  corrupción  desbordantes. 
En  suma,  poseía  cuanto  necesita  un  gran  escritor  para 
producir  una  obra  grande.  En  efecto,  Horacio  había 
concebido  un  gran  proyecto;  quería  crear  una  poesía 
lírica  latina  que,  por  los  metros  y  los  asuntos,  fuese  tan 
variada  como  la  poesía  lírica  griega;  quería  convertirse 
en  el  Pindaro  y  el  Anacreonte,  en  el  Alceo  y  el  Baquí- 
lides  de  Italia,  expresar  en  todos  los  metros  todos  los 
aspectos  de  la  vida  que  se  desarrollaba  ante  sus  ojos. 


88 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE.  ROMA 


Poco  á  poco,  la  obra  maestra  se  formaba  en  el  espíritu 
del  poeta,  á  medida  que  los  mil  incidentes  de  esta  vida 
romana,  tan  intensa,  le  suscitaban  imágenes,  pensa- 
mientos, sentimientos,  y  traían  á  su  memoria  las  estro- 
fas ó  los  versos  de  los  poetas  griegos;  á  medida  que  de 
estas  imágenes,  pensamientos,  sentimientos,  reminis- 
cencias, nacía  en  él  la  idea  de  una  breve  composición 
lírica,  que  escribía  adoptando  entre  los  metros  griegos 
el  que  mejor  le  convenía.  Poco  á  poco,  uno  después  de 
otro,  componía  con  su  lentitud  y  esmero  habituales, 
entre  uno  y  otro  viaje,  entre  un  festín  y  una  lectura, 
los  ochenta  y  ocho  pequeños  poemas  de  los  tres  prime- 
ros libros  de  las  Odas.  En  sus  poemas  no  había,  como 
en  los  de  Cátulo,  el  desbordamiento  de  la  pasión;  al 
contrario,  elaboraba  todas  sus  odas  pensamiento  tras 
pensamiento,  imagen  tras  imagen,  estrofa  tras  estrofa, 
verso  tras  verso,  palabra  por  palabra;  escogía  con  cui- 
dado los  motivos,  los  pensamientos,  las  imágenes  que 
podía  imitar  en  Alceo,  en  Safo,  en  Baquílides,  en  Sinó- 
nides,  en  Pindaro  y  en  Anacreonte;  empleaba  mucho  y 
con  habilidad  la  mitología  griega.  Era,  pues,  una  poesía 
lírica  reflexiva,  que  se  esforzaba  en  alcanzar  la  perfec- 
ción del  estilo  y  de  desarrollar,  al  través  de  la  variedad 
de  motivos,  un  asunto  único,  que  queda  sobreentendi- 
do, pero  que  es  la  verdadera  razón  de  ser  de  su  obra. 
Ocurre  que  llega  el  lector  á  engañarse  por  la  división 
material  de  las  Odas  cuando  las  lee  y  las  admira  sepa- 
radamente, como  una  colección  de  variadas  poesías. 
Para  comprender  la  más  fina  y  definitiva  obra  de  la  li- 
teratura latina  es  necesario  leer  el  conjunto  de  estos 
poemas,  así  los  más  largos  y  serios  como  los  breves  y 
ligeros,  observando  cómo  el  motivo  de  una  oda  corres- 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  89 

ponde  ó  contradice  al  de  otra,  y  procurando  descubrir 
el  hilo  invisible  que  las  relaciona  á  todas,  como  las  per- 
las de  un  collar.  Este  hilo  ideal,  este  motiv'o  único  so- 
brentendido en  toda  la  obra,  es  la  dolorosa  confusión 
en  que  el  alma  romana  se  debatía  entonces,  confusión 
que  el  poeta  no  cesa  de  considerar  en  sus  insolubles 
contradicciones,  sin  tener  la  esperanza,  y  según  parece, 
ni  la  voluntad  siquiera  de  resolverlas. 

Al  salir  de  las  conversaciones  con  Augusto,  con 
Agripa,  con  Mecenas,  el  poeta  compone  las  famosas 
odas  civiles  y  religiosas,  en  las  que  evoca  en  magnífi- 
cas estrofas  sáficas  ó  alcaicas  el  pasado  de  Roma  y  la 
tradición  secular  de  estas  virtudes  públicas  y  privadas, 
que  durante  tanto  tiempo  habían  creado  hombres  fuer- 
tes. Á  veces  enumera  en  bellas  estrofas  sáficas,  prime- 
ro los  dioses  y  los  héroes  de  Grecia,  luego  los  persona- 
jes ilustres  de  Roma;  recuerda  á  Paulo  Emilio  «rindien- 
do su  alma  grande  á  los  cartagineses  victoriosos»,  y  la 
gloria  de  Marcelo,  y  la  muerte  valerosa  de  Catón,  y  el 
esplendor  del  astro  de  los  Julios,  para  alegrarse  al  fin 
con  el  orden  restablecido  en  el  mundo,  bajo  el  reino  de 
Júpiter  que  Augusto  representa  en  la  tierra  (i).  Ade- 
más, admira  con  fervor  la  virtud  aristocrática,  que  no 
es  juguete  del  favor  popular,  como  la  gloria  de  los  am- 
biciosos (2).  Acordándose  de  los  soldados  de  Craso  que 
se  han  casado  en  Persia  y  olvidado  el  templo  de  Vesta, 
hace  revivir  en  actitud  escultural  de  sencillo  y  sublime 
heroísmo  al  legendario  Atilio  Régulo  (3).  Recuerda  con 


(r)      I.  12. 

(2)     III,  2,  V,  17  y  sig. 

;3)    in,3- 


9°         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

nobles  imágenes  cómo  la  juventud  que  «tiñó  la  mar  con 
sangre  cartaginesa»  se  había  educado  austeramente  en 
la  familia,  que  aún  no  la  había  corrompido  una  época 
criminal  (i).  El  poeta  erige  un  magnífico  monumento  de 
estilo  clásico  á  la  grandeza  legendaria  de  la  sociedad 
aristocrática.  Pero  sobre  las  columnas,  las  metopas,  los 
tríglifos  de  este  monumento,  había  venido  á  detener  su 
vuelo  toda  una  bandada  para  cantar  al  amor,  á  Baco  y 
á  los  festines.  Al  salir  de  las  casas  patricias,  donde  tan- 
to se  decantaba  lo  pasado,  Horacio  volvía  á  encontrar 
la  alegre  bandada  de  sus  jóvenes  amigos,  que  sólo  pen- 
saban—  ahora  que  la  paz  se  había  restablecido  —  en 
aprovechar  bien  las  rentas  de  los  bienes  adquiridos  en 
el  reino  de  los  Ptolomeos,  y  que  eran  aficionados  á  los 
placeres  del  veraneo,  á  los  festines,  á  las  mujeres  boni- 
tas, á  las  distracciones.  Sirviéndose  de  estrofas  ligeras 
y  de  los  metros  griegos  más  delicados,  invita  ásus  ami- 
gos ó  les  pide  que  preparen  una  buena  comida,  y  aun 
interrumpe  con  sus  exageraciones  cómicas  á  los  convi- 
dados borrachos,  rogando  á  uno  de  ellos  que  le  revele 
el  nombre  de  su  bella  (2).  También  pinta  con  vivos  co- 
lores, y  con  gran  riqueza  de  motivos  mitológicos,  cua- 
dritos  eróticos,  en  los  que  unas  veces  domina  el  senti- 
miento, otras  la  sensualidad  y  otras  la  ironía.  El  poeta 
acusa  bromeando  á  Lidia  de  haber  inspirado  tal  pasión 
á  Síbaris,  que  ya  no  puede  verle  ningún  amigo  (3);  tam- 
bién pinta  con  ardientes  imágenes  los  tormentos  de  los 


(i)  III,  6,  V,  33  y  sig. 
(2)  III,  6,  V,  33  y  sig. 
(-0     I,  8. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  9^ 

celos  (i);  en  otra  parte,  haciéndole  graciosas  descripcio- 
nes, invita  á  Tindaris  á  retirarse  á  un  valle  alejado  de 
la  Sabina,  donde  Fauno  sople  su  caramillo,  para  eludir 
los  ardores  de  la  canícula  y  al  insolente  Ciro,  que  con 
sobrada  frecuencia  pone  en  ella  sus  manos  violen- 
tas (2);  y  aún  dice  su  amor  por  Glicera,  «cuyo  cuerpo 
brilla  con  resplandor  más  puro  que  el  mármol  de  Pa- 
ros» (3).  Un  día,  mientras  se  pasea  solo  y  sin  armas  por 
los  bosques  pensando  en  Lalagea,  se  encuentra  un 
lobo,  y  el  lobo  huye.  Horacio  infiere  de  esto  ima  singu- 
lar filosofía:  es  el  amor  quien  da  al  hombre  carácter  sa- 
grado; el  enamorado  es  un  hombre  puro.  Así,  ocurra  lo 
que  quiera: 

Dulce  ridentem  Lalagen  amabo 
Dulce  loquentem    (4). 

Y  vemos  pasar  rápidamente  ante  nuestros  ojos  otras 
mujeres  y  otros  enamorados.  He  aquí  á  Cloe,  que  huye 
como  un  cervatillo  asustado  por  los  mugidos  del  vien- 
to (5);  jóvenes  que  llaman  desesperados  á  las  puertas 
que  Lidia  les  ha  cerrado  bruscamente  (6);  un  amante 
que  se  deja  dominar  por  una  esclava  avara,  astuta  y 
autoritaria  (7);  un  joven  prendado  de  una- niña  que  ape- 
nas llega  á  la  pubertad,  y  á  quien  el  poeta,  empleando 


Ci) 

1,13- 

(2) 

I,  17- 

(3) 

I,  18,  V,  6 

(4) 

I,  22. 

(5) 

1,23. 

(6) 

1,25. 

(7) 

11,4. 

92         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

complicadas  imágenes,  da  consejos  prudentes  é  irónicos 
diciéndole  que  hace  mal  en  apetecer  «uva  verde»  (i); 
la  bella  cortesana  Barina,  terror  de  las  madres,  de  los 
padres}^  de  las  jóvenes  esposas,  cuyos  juramentos  ha- 
cen sonreír  al  poeta.  Con  burlona  solemnidad  afirma 
que  en  amor  es  permitido  el  perjurio. 

Ridet  hoc,  inquam.  Venus  ipsa,  rident 
Simplices  X3^mphaí,  ferus  et  Cupido    (2Ì. 

Asteria  que  espera  á  Giges,  obligado  á  ausentarse  duran- 
te un  invierno,  y  que  se  deja  consolar  por  su  vecino 
Enipeo,  es  el  motivo  de  un  cuadrito  pintado,  como  de 
costumbre,  con  irónicas  amplificaciones  mitológicas  (3). 
Más  adelante  es  un  gracioso  diálogo  entre  dos  amantes 
que  pendencian  y  excitan  mutuamente  sus  celos,  y  lue- 
go acaban  por  reconciliarse  (4).  También  hay  súplicas 
dirigidas  á  las  bellas  de  duro  corazón.  El  poeta  siempre 
pone  en  ellas  una  ligera  ironía,  como  en  su  oración  á 
Mercurio,  en  la  que  le  dice  que,  «pudiendo  arrastrar  en 
pos  á  los  tigres  y  á  las  selvas»,  también  debe  poder 
amansar  á  una  bella  cruel,  y  en  seguida  le  cuenta  con 
premeditada  exageración  la  historia  de  las  Danaides(5). 
Y  termina  también  en  tono  de  broma  sus  poesías  eró- 
ticas comparándose  á  un  viejo  soldado  del  amor  que, 
«después  de  haber  combatido,  y  no  sin  gloria»,  va  á 


(i) 

11,5. 

(2) 

II,  8. 

'3) 

IIL  7- 

(4j 

III,  9. 

(5) 

III,  11 

LA  REPÚBLICA   DE  AUGUSTO  93 

deponer  sus  armas  en  el  templo  de  Venus;  pero  en  se- 
guida invoca  á  la  diosa  que  le  ha  entregado  á  Cloe  (i). 
La  mayoría  de  estos  cuadritos  y  de  estos  personajes  los 
había  tomado  sin  duda  de  la  poesía  griega  y  de  la 
crónica  galante  de  Roma;  en  todo  caso,  esto  debía  ser 
ajeno  al  poeta  que  toma  por  suyo  lo  que  inventa  ó  lo 
que  ocurre  á  otro.  En  efecto,  no  se  trata  ya  de  una 
poesía  amatoria  personal  como  la  de  Cátulo;  es  una 
poesía  amatoria  literaria,  de  reflexión,  la  que  el  poeta 
compone  tranquilamente,  después  de  sus  libros,  con 
arreglo  á  una  fantasía  ágil  y  afortunada,  en  la  que  se 
alian  la  sensualidad  y  la  ironía,  la  lina  psicología  y  la 
virtuosidad  literaria,  y  que  representa  en  la  literatura 
el  signo  del  cambio  que  se  operaba  en  las  costumbres 
á  medida  de  que  el  amor — el  antiguo  deber  cívico  de  la 
propagación  de  la  raza — en  la  familia  se  trocaba  en  una 
estéril  voluptuosidad  personal,  en  un  espasmo  de  los 
sentidos,  en  un  capricho  de  la  imaginación,  en  una 
fuente  de  placeres  estéticos  y  en  un  motivo  de  broma  é 
irrisión. 

Así  es  que  el  poeta  tan  pronto  expresaba  la  filosofía 
de  la  virtud  derivada  de  la  tradición,  como  la  filosofía 
del  placer  derivada  del  arte  griego  y  de  las  costumbres 
contemporáneas.  Horacio  no  realiza  ninguna  tentativa 
para  conciliar  estas  dos  filosofías  discordantes;  y  unas 
veces  se  entrega  á  la  primera  y  otras  á  la  segunda,  ó  no 
está  satisfecho  ni  de  una  ni  de  otra.  Horacio  tenía  con- 
ciencia de  la  fuerza  y  grandeza  de  la  tradición;  pero 
también  comprendía  que  esta  gran  filosofía  del  deber  ya 
no  convenía  á  la  molicie  de  su  época,  ni  á  su  propia  de- 

(i)    líl,  26. 


94        GRANDEZA  V  DECADENCIA  DE  ROMA 

bilidad  moral,  que  francamente  confiesa.  En  los  pocos 
versos  de  la  maravillosa  oda  á  la  diosa  de  la  Fortuna, 
que  tiene  su  templo  en  Ancio,  ha  condensado  toda  una 
amarga  filosofía  de  la  historia  y  de  la  vida:  la  fortuna,  y 
no  la  virtud,  es  la  señora  del  mundo;  el  destino  es  su  dó- 
cil esclavo;  los  hombres  y  los  imperios  dependen  de  su 
poder;  á  ella  también  debe  de  fiarse  Augusto,  que  mar- 
cha á  remotas  expediciones;  de  ella,  pero  sin  fiar  dema- 
siado, hay  que  esperar  un  remedio  contra  las  tristezas 
del  tiempo  (i).  Las  guerras  y  los  negocios  públicos  eran 
las  más  nobles  ocupaciones  según  la  moral  antigua; 
pero  Horacio  no  puede  ocultar  que  repugnan  á  su  egoís- 
mo intelectual,  y  de  tiempo  en  tiempo  aplaude  franca- 
mente la  pereza  cívica,  y  dirige  á  su  amigo  Iccio,  que  se 
dispone  á  partir  para  la  guerra  de  Arabia  en  la  espe- 
ranza de  recoger  dinero,  una  oda  maravillándose  de  que 
un  hombre  que  se  había  dedicado  á  los  estudios,  «y  ha- 
bía hecho  concebir  otras  esperanzas»  marche  á  la  gue- 
rra (2).  En  una  oda  sáfica  dedicada  á  Crispo  Salustio, 
sobrino  del  historiador,  traduce  el  pensamiento  estoico, 
nobilísimo  sin  duda,  pero  completamente  antirromano, 
según  el  cual  el  verdadero  imperio  del  hombre,  el  único 
que  importa,  no  es  el  que  se  ejerce  sobre  las  cosas  ma- 
teriales, sino  el  que  se  ejerce  sobre  sus  propias  pasio- 
nes (3).  De  este  modo  el  egoísmo  intelectual  llega  en  él 
á  desfigurar  uno  de  los  principios  fundamentales  de  la 
antigua  moral  romana,  el  culto  de  la  sencillez.  Horacio 
censura  el  lujo,  la  avaricia  y  la  concupiscencia,  así  como 


(i) 

I, 

35- 

(2) 

I, 

29. 

(3) 

11 

,  2. 

LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  95 

las  regias  construcciones  que  usurpan  los  terrenos  que 
convenía  dejar  á  los  labradores  (i);  reputa  de  más  cuer- 
dos que  los  romanos  k  los  escitas  que  transportan  sus 
casas  en  carros,  y  á  los  getas,  que  desconocen  la  pro- 
piedad territorial  (2).  Pero  al  hacer  el  elogio  de  la  senci- 
llez llega  á  una  doctrina  de  nihilismo  político  semejante 
al  de  Tíbulo:  ni  las  riquezas,  ni  los  honores,  ni  las  ma- 
gistraturas conducen  á  la  vida  perfecta,  sino  la  salud,  y 
con  ella  el  estudio.  :Qué  demanda  el  poeta  en  su  hermo- 
sa oración  á  Apolo?  «Vivir  de  olivas,  de  escarolas  y  de 
malvas;  tener  buena  salud;  llegar  á  una  vejez  que  la 
poesía  honre  y  regale»  (3).  Llega  más  lejos,  pues  rom- 
piendo completamente  con  las  tradiciones  romanas,  de- 
clara en  ciertas  odas  que  el  fin  de  la  vida  es  el  placer 
físico;  aconseja  al  hombre  que  se  de  prisa  en  beber 
y  amar,  pues  las  dos  verdaderas  voluptuosidades  de  la 
vida  son  esas;  entrégase  á  un  muelle  epicureismo,  del 
que  le  distraen  de  tiempo  en  tiempo  los  escrúpulos  re- 
ligiosos. Pero,  hasta  en  su  religión  está  el  poeta  insegu- 
ro y  lleno  de  contradicciones.  Á  veces,  cediendo  sin 
duda  al  movimiento  que  se  operaba  en  favor  del  resta- 
blecimiento de  la  antigua  religión  nacional,  confiesa  que 
ha  navegado  demasiado  en  los  mares  de  la  filosofía, 
y  que  quiere  ahora  hacer  girar  su  vela  para  emprender 
el  viaje  de  retorno;  y  describe  el  Diespiter  nacional  á  la 
manera  antigua,  como  el  dios  que  hiende  las  nubes  con 
el  raj^o,  y  hiere  con  terribles  golpes  á  los  humanos  (4). 


(I)' II,  15. 

(2)  III,  24,  V,  9. 

(3)  I.  3 1' V,  15  y  sig. 

(4)  I,  34.  5- 


96         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

Pero  ama  y  admira  demasiado  la  religión  artística  del 
placer  y  de  la  belleza  creada  por  los  griegos;  y  casi 
siempre  invoca  á  los  dioses  del  Olimpo  helénico,  á  ellos 
describe  y  hace  obrar  representándolos  con  las  formas 
y  en  las  actitudes  que  les  había  prestado  la  escultura  y 
la  pintura,  y  también  con  la  significación  y  las  funciones 
que  tienen  en  la  mitología  griega.  ¿Cuáles  son,  pues,  los 
dioses  que,  según  Horacio,  gobiernan  verdaderamente 
al  mundo?  ¿Son  los  dioses  austeros,  impersonales  y  casi 
informes  del  buen  tiempo  pasado,  que  llenan  á  Italia 
de  calamidades  porque  sus  templos  caen  en  ruinas?  ¿Son 
los  símbolos  del  Pudor,  de  la  yustitia^  áe  la  Fidcs,  de 
la  Veritas,  tan  amados  por  los  antiguos  romanos,  y  que 
Horacio  aún  evoca  en  los  versos  escritos  para  la  muerte 
de  Quintilio  Varo,  en  que  el  sentimiento  de  a,mistad  se 
expresa  con  tanta  dulzura  (i)?  ¿Ó  el  Mercurio  homérico 
que  salvó  al  poeta  en  la  batalla  de  Filipos,  rodeándole 
de  una  nube?  ¿O  al  dios  Fauno,  que  invoca  en  las  nonas 
de  Diciembre,  en  un  delicioso  cuadrito  bucólico,  para 
que  proteja  su  propiedad  (2)?  ¿Ó  Venus  y  Cupido,  y 
Diana  bajo  su  forma  griega?  ¿Ó  las  innumerables  divini- 
dades que  el  politeísmo  griego  había  diseminado  en  to- 
dos los  recovecos  más  ocultos  de  la  naturaleza,  y  que 
Horacio  entrevia  hasta  en  la  fontana  Bandusia,  «la  de 
las  aguas  más  limpias  que. el  cristal»  (3)?  No  puede  de- 
cirse si  las  creencias  de  Horacio  constituyen  una  re- 
ligión moral  ó  una  religión  estética.  Á  veces,  en  sus 
poesías  civiles,  invoca  á  los  dioses  como  supremos  re- 


(i)    1,24,6. 

(2Ì       III,    18. 

13»     II',  13- 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  97 

guiadores  y  ordenadores  del  mundo;  pero  en  otras  poe- 
sías los  mezcla  á  todos  los  actos  y  acontecimientos  hu- 
manos, porque  son  bellos  y  le  prestan  ocasión  de  com- 
poner magníficas  estrofas.  Siendo  contradictoria  su  con- 
cepción política  y  moral  de  la  vida,  é  incierta  su  concep- 
ción religiosa,  ;cuál  es,  pues,  el  fin  bien  definido  que  la 
vida  puede  tener  para  Horacio?  No  son  las  virtudes  pú- 
blicas y  privadas  de  que  no  se  siente  capaz  ni  tampoco 
cree  capaces  á  sus  contemporáneos:  no  es  el  placer  físi- 
co ni  el  placer  intelectual,  que  arruinarían  al  mundo  — 
como  él  comprende  muy  bien  —  si  se  les  tomase  como 
fin  supremo  de  todos  los  esfuerzos  humanos;  tam- 
poco es  una  mezcla  del  deber  y  del  placer,  pues  no 
se  ve  como  se  fijaría  la  distribución  del  uno  y  del 
otro;  no  es  una  obediencia  servil  á  la  voluntad  de 
los  dioses,  que  son  ahora  harto  numerosos,  dema- 
siado diferentes  unos  de  otros  y  que  conciertan  muy 
mal  entre  sí.  Efecto  natural  de  tanta  incertidumbre,  se 
ve  aparecer  en  el  extremo  horizonte  de  esta  gran  vida 
moral,  el  fantasma  que  proyecta  su  sombra  sobre  to- 
das las  épocas  poco  seguras  de  sí  mismas,  el  miedo 
á  la  muerte.  Cuando  el  hombre  no  logra  persuadirse 
de  que  la  vida  aspira  á  un  fin  ideal  que  ninguno,  por 
sí  sólo  y  reducido  á  sus  propias  fuerzas,  podrá  nunca 
alcanzar;  cuando  el  hecho  de  vivir  se  ofrece  como  el 
único  fin  de  la  vida,  la  limitación  de  la  inquieta  exis- 
tencia atribula  y  entristece.  Profundamente  atribula  á 
Horacio,  y  el  pensamiento  de  la  muerte  está  en  él  siem- 
pre presente.  Las  poesías  que  compuso  en  memoria  de 
sus  amigos  muertos,  son  seguramente  las  que  contie- 
nen más  sentimiento  y  sinceridad.  Nos  damos  prisa 
en  vivir:  el  tiempo  pasa;  la  muerte  no  respeta  á  nadie; 

Tomo  V  1 


9»         GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

á  todos  nos  espera  al  paso;  todo  debe  desaparecer  en  la 
nada: 


Eheu!  fugaces,  Postume,  Postume. 
Labuntur  anni...  (i). 


Estos  motivos  se  repiten  bajo  las  formas  más  diversas  y 
admirables,  extrañamente  mezcladas  con  poesías  alegres 
y  voluptuosas;  pero  difundiendo  por  toda  la  obra  una 
tristeza  vaga  y  penetrante. 

Extraño  poema,  cuya  unidad  ideal  está,  formada  pre- 
cisamente con  las  contradicciones  de  sus  diversas  par- 
tes. Comprendiendo  este  poema,  también  se  comprenden 
las  incertidumbres  de  la  política  de  Augusto.  Nadie  ha 
llegado  como  Horacio  hasta  el  fondo  del  vacío  moral  en 
el  cual  -reposaba  el  gigantesco  edificio  del  imperio. 
^•Quién,  pues,  podía  osar  grandes  cosas  cuando  la  na- 
ción entera  estaba  sumida  en  tan  gran  contradicción.^ 
(¡Cómo  trabajar  vigorosamente  con  instrumentos  tan 
gastados?  Anuncia  un  espíritu  verdaderamente  estrecho 
el  no  ver,  como  sucede  con  ciertos  historiadores,  en  toda 
la  obra  de  Augusto,  más  que  una  «comedia  política» 
destinada  á  ocultar  una  monarquía  bajo  el  aspecto  de 
una  república.  Era  una  verdadera  tragedia  conciliar 
el  militarismo  de  la  antigua  Italia  y  la  cultura  del  Asia 
helenizada,  sobre  todo  desde  que  la  conquista  de  Egip- 
to había  hecho  estos  dos  elementos  más  irreconciliables 
que  nunca. 


(i)     Odas,  II,  14. 


Ili 

El  renacimiento  religioso  y  «La  Eneida» 

El  gobierno  restablecido  en  el  año  2"  comenzaba  ya 
á  desorganizarse  en  el  25.  En  Roma  no  se  encontraron 
este  año  candidatos  suficientes  para  las  veinte  plazas 
de  cuestores  (lì;  y  si  Agripa  inauguró  el  Panteón  (2),  to- 
dos los  servicios  públicos,  desde  los  caminos  hasta  las 
distribuciones  de  trigo,  siguieron  funcionando  tan  mal 
como  antes;  la  nueva  magistratura  de  ios  prcBJecti  csra- 
rii  Saturni  ya  no  daba  ningún  resultado  satisfacto- 
rio (3).  En  las  provincias  solían  ocuparse  tan  poco  los 
gobernadores  en  desempeñar  celosamente  su  cargo,  que 
pronto  se  encargó  Augusto  de  vigilarlos.  En  vano  era 
que  al  establecerse  la  república  se  les  hubiese  asignado 
un  sueldo  para  excitar  su  celo;  la  mayoría  tomaba  con 
gusto  el  dinero,  pero  no  se  imponía  ningún  trabajo. 
Análogamente,  el  Senado  empleaba  la  autoridad  que  se 


(i)     Véase  Dión,  LIII,  28. 

(2)  Dión,  LUÍ,  27. 

(3)  Veremos  que  en  el  año  22  Augusto  propuso  una  reforma  de 
esta  magistratura;  esto  demuestra  que  las  reformas  recién  introduci- 
das no  daban  buenos  resultados. 


loo  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

le  había  devuelto  como  de  una  almohada  para  reposar 
la  cabeza  y  dormir.  Apenas  se  acudía  á  las  sesiones;  las 
discusiones  carecían  de  vigor  é  interés;  se  prefería  dejar 
á  Augusto  el  cuidado  de  adoptar  todas  las  decisiones 
limitándose  á  aprobarlas  (i).  Pero  Augusto,  que  estaba 
lejos,  en  España,  sólo  quería  ocuparse  en  la  hacienda, 
y  silenciosamente,  casi  en  secreto,  continuaba  sus  pe- 
queñas expediciones,  cuyo  objetivo  consistía  en  pro- 
veer al  imperio  de  metales  preciosos.  En  la  primavera 
de  este  año  (2),  un  oficial  del  prefecto  de  Egipto,  Elio 
Galo,  embarcó  en  un  puerto  del  Mar  Rojo  diez  mil  sol- 
dados y  un  contingente  enviado  por  el  rey  de  Judea 
para  intentar,  á  expensas  del  Tesoro  de  Egipto,  la  ex- 
pedición del   Yemen.  Augusto  decidió  esta  expedición 


(i)  En  efecto,  ya  varemos  que  durante  los  años  siguientes  hubo 
numerosas  reformas  del  Senado,  que  tenían  por  objeto  sacudir  la  pe- 
reza de  los  senadores. 

(2)  No  me  parece  dudoso  qu3  Elio  Galo  comenzase  su  expedición 
hacia  fines  de  la  primavera  del  año  25  antes  de  Cristo, — Josefo 
(A.  J.,  XV,  IX,  3)  nos'dice  que  la  expedición  se  realizó  el  año  13.^ 
del  reinado  de  Herodes,  es  decir,  entre  la  primavera  del  año  25  y  la 
del  24.  Estrabón  (XVII,  i,  54)  nos  dice  que,  mientras  Galo  estaba  en 
Arabia,  los  etíopes  invadieron  á  Egipto,  que  Petronio  acudió  á 
rechazarlos,  y  que  envió  mil  prisioneros  á  Augusto  vewaTL  sx  Kav- 
Tá6p(ov^xovx;..  Luego  veremos  que  Augusto  volvió  á  Roma  en  la 
primera  mitad  del  año  24.  Luego  fué  durante  el  invierno  del  año  25 
al  24  cuando  Petronio  volvió  á  Alejandría  después  de  su  campaña 
contra  los  etíopes,  que  se  realizó  por  consecuencia  durante  el  otoño 
del  25.  Así,  durante  el  otoño  del  25,  Elio  Galo  estaba  ya  fuera  de 
Egipto.  Pero  Estrabón  (XVÍ,  iv,  24)  nos  dice  que,  llegado  á  Leuco- 
come.  Elio  Galo  tuvo  que  pasar  allí  el  invierno  para  curar  á  sus  sol- 
dados enfermos.  Trátase  del  verano  y  del  invierno  del  año  25,  pues 
durante  el  otoño  del  mismo  estaba,  como  ya  hemos  visto,  fuera  de 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  •       'OI 

cuando  creyó  poder  contar  con  el  apoyo  de  los  naba- 
teos,  que  habitaban  en  los  confines  de  Siria,  y  que 
habían  aceptado  el  protectorado  romano.  Poco  después, 
á  mediados  del  año  25,  la  guerra  contra  los  cántabros 
y  astures  parecía  terminada  y  las  minas  de  oro  recon- 
quistadas. Este  mismo  año  conducía  Murena  á  buen 
término  su  expedición  al  valle  de  los  salases,  sirviéndo- 
se de  una  estratagema  infame  para  capturar  y  reducir 
á  esclavitud  la  parte  válida  de  la  población  (i).  Después 
comenzó  á  construir  una  colonia  romana,  Augusta  Prcr- 
toria  Salassorum,  que  es  hoy  Aosta.  En  fin,  este  mis- 
mo año,  probablemente  en  los  primeros  meses,  y  por 
un  decreto  del  Senado,  Augusto  j,mponía  á  las  poblacio- 
nes alpinas,  á  la  Galia,  á  Dalmacia,  á  Panonia,  los  nue- 


Egipto.  Partió,  pues,  hacia  fines  de  la  primavera,  como  dice  Josefo 
con  su  exactitud  habitual.  Tenemos  de  esto  una  última  prueba  en 
Dión  (Lili,  29),  que  nos  refiere  la  historia  de  la  expedición  del  año  24. 
En  efecto,  el  relato  de  Estrabón  nos  demuestra  que  la  parte  más  im- 
portante de  la  expedición  tuvo  lugar  en  el  año  24.  Después  de  haber 
pasado  el  invierno  del  25-24  en  Leucocome  para  que  curasen  á  sus 
soldados  enfermos,  Galo  se  pone  en  marcha  á  comienzos  de  la  pri- 
mavera del  año  24:  necesita  seis  meses  para  ir  y  dos  para  volver 
(XVI,  XIV,  24);  está,  pues,  de  vuelta  hacia  fines  del  año  24,  v  es  en 
este  año  cuando  realiza  su  verdadera  expedición. 

(i)  Estrabón,  IV,  vi,  7;  Suetonio,  Aug.,  21;  Dión,  Lili,  25.  Según 
Beloch,  es  imposible  que  Varrón  pudiese  coger  36.000  prisioneros, 
y  verdaderamente  que  puede  preguntarse  si  lo  que  \\oy  es  el  valle 
de  Aosta  pudo  sostener  en  otro  tiempo  á  una  población  tan  conside- 
rable, al  menos  en  tiempos  normales.  Sin  embargo,  conviene  tener 
en  cuenta  que,  desde  hacía  muchos  años,  este  valle  se  había  conver- 
•  lido  en  un  i  efugio  de  emigrados,  que  vivían  del  bandolerismo  y  del 
sajueo,  3-  de  este  modo  podía  encontrarse  allí  una  población  más 
numerosa  que  la  habitual.  i 


I02  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

VOS  tributos  que  Licinio  había  redactado,  y  entre  los 
cuales  sin  duda  estaba  comprendida  una  contribución 
territorial,  y,  al  menos  para  la  Galia,  la  famosa  quadra- 
gesima Galliariim,  derecho  del  dos  y  medio  por  ciento 
sobre  todas  las  mercancías  importadas  (i).  Pero  si  estas 
pequeñas  expediciones  militares  y  estas  pequeñas  re- 
formas fiscales  habían  hecho  caer  un  día  sobre  Italia 
la  lluvia  de  oro  tan  deseada,  no  podían  entusiasmarla  y 
desvanecerla  hasta  el  punto  de  aquietar  en  ella  ese 


(i)  San  Jerónimo,  íí^  aw/.  Abrahm.,  1992  (25  antes  de  Cristo) 
*Aiigiistíis  Calabriam  (sic)  et  Gallos  vectigales  fecìH;  Chronichou 
Paschale,  I,  pág.  365  (Bonn):  A^yo-JOTo;  Kaiaap  KaXaopíav  xaí 
raXáxas  ÚTiocpópois  eíioÍYiasv;  G.  Syncellus,  I,  pág.  592  (ed.  Bonn): 
AuyoyaTog  TaXáTa-.g  cpópoug  IGsxo.  Me  parece  seguro  que  los  TaXá- 
Tai  de  que  aquí  se  trata  son  los  galos  transalpinos  y  no  los  gálatas 
de  Asia.  En  efecto,  San  Jerónimo  dice  Gallos  y  no  Galatas,  y  éste 
es  un  argumento  de  cierto  valor;  como  ha  demostrado  Perrot,  De 
Galatia provincia  Romana^  Lutetias  Parisiorum,  1867,  págs.  34-35» 
desde  los  primeros  siglos  del  imperio  los  escritores  latinos  lla- 
man Galli  á  los  Galos  de  Europa,  y  Galata.  á  los  galos  de  Asia. 
Pero  este  argumento  nos  lo  confirma  definitivamente  el  mismo 
San  Jerónimo  y  Syncellus,  que  distinguen  este  tributo  impuesto  á 
los  galos  de  la  reducción  de  Galacia  á  provincia  romana,  que  ocurrió 
el  año  siguiente.  Se  leen  algunas  líneas  más  adelante  en  San  Jeróni- 
mo, ad.  an.  Abrah.,  1993:  -1/  Lollius  Galatiam  romanam  provin- 
ciamfacit.  Syncellus,  t.  I,  pág.  592  (Bonn):  AóXX'.os  Mápy.os  Pojiiato'.s 
ro>XaTÍav  £7tsy.TV^aaxo.  El  Chroniclwn  Paschah  no  habla  de  la  re- 
ducción á  provincia  de  Galacia.  Paréceme,  pues,  evidente  que  los 
galos  á  quienes  San  Jerónimo  nos  dice  que  se  les  impuso  tributos  en  el 
año  25,  son  un  pueblo  distinto  del  de  los  gálatas,  que  fueron  reduci- 
dos á  la  condición  de  subditos  romanos  el  año  siguiente,  y  que  hay 
en  esto  dos  operaciones  distintas:  en  el  primer  caso  se  impuso  un 
tributo  á  un  pueblo  ya  sometido;  en  el  segundo  se  redujo  un  pueblo 
aliado  á  la  condición  de  subdito.  La  primera  es  una  operación  fiscal; 


LA  REPÚBLICA   DE  AUGUSTO  103 

vago  malestar  procedente  del  desorden  interior.  Aho- 
ra que  había  terminado  la  guerra  civil  se  recomen- 
zaba por  todas  partes  á  temer  á  Roma  en  la  persona 
de  su  nuevo  jefe,  }'■  las  embajadas  llegaban  de  todos 
los  puntos.  Los  escitas,  que  habitaban  las  estepas  de 
la  Rusia  meridional,  enviaron  á  España  una  legación 
para  visitar  á  Augusto,  y  los  embajadores  de  un  rey  de 
las  Indias  también  se  dirigieron  á  España  para  rendir 
homenaje  al  sucesor  de  los  Ptolomeos  en  el  gobierno 


la  segunda,  una  operación  política.  Además,  San  Jerónimo  y  el  Chro- 
nichon  Paschale  citan  al  mismo  tiempo  que  este  pueblo  sometido  á 
un  impuesto  del  año  25,  otro  pueblo:  Calabres.  Hay  en  esto  un  error 
evidente,  pues  la  Calabria  formaba  parte  de  Italia;  pero  este  error 
aún  nos  demuestra  que  se  trataba  de  una  operación  financiera,  que 
nada  tiene  que  ver  con  la  anexión  de  la  Galacia  asiática,  que  fué  un 
acto  aislado.  Ningún  pueblo  se  anexionó  al  imperio  por  estos  años 
en  la  misma  época  que  Galacia.  Pero,  ¿cuál  fué  ese  pueblo  sobre  el 
que  se  hizo  pesar  los  impuestos  al  mismo  tiempo  que  sobre  los  galos? 
Sólo  podemos  hacer  conjeturas  y  suponer,  por  ejemplo,  que  es  nece- 
sario leer  Dalmatas.  Por  este  tiempo  debieron  imponerse  pesado 
impuestos  á  Dalmacia.  ya  qtie  algunos  años  después  protestará  can- 
sada de  soportar  carga  tan  abrumadora.  En  fin,  si  se  considera  que, 
como  ya  hemos  dicho  en  la  nota  de  la  página  25,  la  única  exphca- 
ción  plausible  del  viaje  que  Augusto  hizo  á  la  Calia  en  el  año  27 
y  del  censo  que  ordenó,  es  su  proj'ecto  de  aumentar  los  impuestos 
en  la  Galia,  resulta  manifiesto  que  las  simples  palabras  de  San  Je- 
rónimo nos  conservan  el  recuerdo  y  la  fecha  de  este  hecho  de  la  his- 
toria fiscal  de  Roma,  que  había  de  tener  tan  grandes  consecuencias 
en  la  historia  del  mundo.  Es  evidente  que  hasta  los  antiguos  habían 
comprendido  su  importancia,  pues  su  recuerdo  fué  tan  duradero,  que 
-San  Jerónimo  lo  ha  consignado  en  su  Cronoiogia.  He  supuesto,  pues, 
que  se  aumentaron  al  mismo  tiempo  los  nuevos  tributos,  que  tam- 
bién se  impusieron  á  los  panonios  y  á  los  pueblos  alpinos,  los  cuales 
iban  á  rebelarse  precisamente  á  causa  de  estos  tributos. 


I04  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

de  Egipto,  país  con  el  que  los  hindos  sostenían  un  co- 
mercio bastante  considerable  (i).  Todos  estos  homena- 
jes halagaban  mucho  al  orgullo  nacional  de  Italia,  pero 
tampoco  eran  suficientes  para  calmar  el  descontento 
popular. 

Comenzábase  á  comprender  que  el  restablecimiento 
de  la  república,  decidido  algunos  años  antes  con  tanto 
entusiasmo  y  esperanza,  sólo  era  un  expediente  necesa- 
rio, pero  engañoso.  La  última  revolución,  tan  funesta, 
había  comunicado  por  contragolpe  fuerza  y  autoridad  á 
la  aristocracia  histórica;  pero  ésta  se  encontraba  dema- 
siado diezmada,  empobrecida,  acobardada  por  los  terri- 
bles acontecimientos  de  los  veinte  últimos  años,  y  har- 
to poseída  de  la  molicie  por  el  nuevo  espíritu  de  goce, 
de  egoísmo  y  de  pereza,  que  tanto  había  contribuido 
á  difundir  la  conquista  de  Egipto  en  la  sociedad  roma- 
na, y  que  Tíbulo  expresaba  en  sus  dulces  y  lastimeras 
elegías.  Aun  con  ayuda  de  los  hombres  más  inteligentes, 
más  vigorosos  y  más  ricos  del  partido  revolucionario,  ya 
no  había  fuerza  para  reedificar  el  edificio  del  imperio  que 
se  cuarteaba  por  todas  partes.  La  mayor  parte  de  los 
nobles  sólo  pensaban  en  darse  buena  vida.  Unos  imita- 
ban á  Mecenas,  que  se  había  casado  con  la  lindísi- 
ma Terencia,  y  se  había  retirado  á  la  vida  privada. 
Otros  se  preocupaban  más  de  enriquecerse  que  de  los 
negocios  públicos.  Otros  se  consagraban  á  la  literatura, 
como  Pollón  y  Mésala,  y  escribían  la  historia  de  las 
guerras  civiles  ó  sus  memorias,  convirtiendo  á  Roma  en 
una  gran  oficina  literaria.  Pero,  si  en  la  general  disolu- 
ción de  todas  las  fuerzas  políticas,  la  aristocracia  era  in- 


(i)     Orosio,  6,  21,  19-21, 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  105 

capaz  de  gobernar,  en  cambio  había  recobrado  fuerzas 
suficientes  para  impedir  la  organización  de  un  gobierno 
que  estaría  en  desacuerdo  con  sus  prejuicios  y  con  su 
orgullo,  y  en  el  que  los  honores  y  las  ventajas  del  poder 
pertenecerían  á  otras  clases.  El  partido  popular  ha- 
bía concluido  ó  no  existía,  por  decirlo  así;  en  vano 
era  que  un  pequeño  número  de  senadores,  entre  los 
cuales  figuraban  Egnacio  Rufo,  Murena  y  Fannio  Ce- 
pión,  se  esforzasen  en  comunicar  vida  á  lo  que  de  él 
quedaba  (i).  Aunque  el  hijo  de  César  estuviese  al  fren- 
te del  Estado,  los  grandes  jefes  del  partido  conservador. 
Bruto,  Casio,  y  sobre  todos  Pompeyo,  habíanse  conver- 
tido en  objeto  de  la  admiración  general,  hasta  el  punto 
de  que  Ticio,  el  oficial  de  Antonio  que  había  matado  á 
Sexto  Pompeyo,  reconocido  cierto  día  durante  un  es- 
pectáculo en  el  teatro  de  Pompeyo,  fué  expulsado  por 
el  público  (2).  Y  este  nuevo  prestigio  de  la  aristocracia 
era  tan  grande  en  la  opinión  pública,  que  para  no  lasti- 
marla Augusto  tuvo  que  dejar  en  desorden  los  servicios 
del  Estado.  Llegó  hasta  censurar  á  Rufo  por  haber  sal- 


(i)  La  idea  comunmente  admitida  de  que  bajo  Augusto  ya  no 
hubo  agitaciones  políticas,  es  un  error.  Los  episodios  de  Rufo,  de 
Fannio  y  de  Cepión,  de  que  ya  hemos  hablado  ó  se  tratará  más  ade- 
lante, nos  demuestra  que  hubo  algunos  hombres  que  intentaron  arre- 
batar por  medios  solapados  la  dominación  de  los  comicios  á  los 
grandes  señores  y  aun  al  mismo  Augusto.  Creo  que  estos  hombres 
procurarían  reavivar  la  tradición  popular,  y  para  creerlo  así  me  sus- 
tento en  una  consideración  y  en  un  hecho:  el  hecho  es  que  la  aristo- 
cracia, como  puede  verse  en  Veleyo  Patérculo,  se  opuso  con  fuerza 
á  estos  movimientos;  la  consideración,  que  el  restablecimiento  de  la 
república  tuvo  que  prestar  cierto  vigor  á  la  tradición  democrática. 

(2)     Veleyo  Patérculo,  II,  lx.xix,  6. 


io6 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


vado  del  fuego  las  casas  de  los  pobres,  sin  estar  autori- 
zado por  la  nobleza,  y  se  limitó  á  recomendar  que  ios 
ediles  ejercieran  el  cargo  con  más  celo  (i).  ¿'Pero  quién 
querría  ahora  imponerse  ese  trabajo,  cuando  Rufo,  por 
haber  cumplido  su  deber  con  excesiva  solicitud  incurría 
en  el  odio'de  la  poderosa  aristocracia,  y  el  mismo  Au- 
gusto no  se  atrevía  á  protegerle?  La  situación  era  ab- 
surda, ¿pero  cómo  modihcarla?  Por  el  momento,  Augus- 
to procuraba  que  el  trabajo  impuesto  á  la  adminis- 
tración romana  no  fuese  mayor.  Así,  pues,  como  este 
año  era  preciso  arreglar  definitivamente  la  situación  de 
la  Mauritania,  que  durante  seis  años  estaba  sin  rey,  na 
propuso  al  Senado  hacer  de  ella  una  provincia,  sino  que 
se  le  diese  á  Juba,  rey  de  Numidia,  que  se  convertiría 
en  rey  de  Mauritania  y  se  casaría  con  Cleopati^a  Sele- 
ne, hija  de  Antonio  y  de  Cleopatra  (2).  Pero  Italia,  irri- 
tada y  llena  de  decepción,  comenzó  á  agitarse.  Sin  em- 
bargo, no  se  trataba  de  hacer  al  gobierno  una  oposición 
política,  pues  el  partido  popular  estaba  bien  muerto  y 
no  había  de  renacer.  Las  quejas  y  el  descontento  del 
pueblo  aceleraban  ahora  el  movimiento  en  favor  de  una 
reforma  moral  y  social  engendrada  por  la  última  revo- 
lución, y  que  lentamente  se  extendía  al  Estado  entero. 
Á  medida  que  la  experiencia  revelaba,  aun  á  los  espíri- 
tus más  obtusos,  la  pregunta  de  Horacio: 


(i)     Dión,  Lili,  24. 

(2)  Dión,  Lili,  2Ó;  Estrabón.  XVII,  iii,  7.  En  cuanto  á  los  dos- 
textos  que  se  contradicen  y  á  las  dudas  que  surgen  sobre  este  punto^ 
véase  Bouché-Leclercq,  Histoire  des  Lagides,  París,  1904,  voi.  II, 
página  363,  nota  i. — Sin  embargo,  un  pasaje  de  Dión  (LI,  15)  nos. 
induce  á  creer  que  el  casamiento  se  celebró  el  año  30  antes  de  Cristo 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  I07 

Quid  leges  sine  moribus 
Vana;  proflciunt? 

todos  comprendían  que  el  restablecimiento  de  la  repú- 
blica era  inútil,  si  no  se  restauraban  también  las  anti- 
guas costumbres  republicanas.  Buscábase,  pues,  por  to- 
das partes  remedio  á  la  depravación  general.  En  las  al- 
taà  clases  y  bajo  la  influencia  del  pensamiento  griego, -se 
naba  muctio  en  el  estudio  de  la  filosofía  moral.  El  epi- 
cureismo, que  era  materialista  y  ateo,  perdía  rápi- 
damente el  favor  de  que  había  gozado  hasta  la  época  de 
César;  cada  vez  se  inclinaba  más  la  preferencia  del  pú- 
blico por  las~doctrinas  que  formulaban  una  moral  más 
rígida,  como  el  estoicismo,  y  por  las  que  intentaban  ex- 
plorar el  misterio  del  más  allá,  tan  obscuro  y  vago  en- 
tonces, lo  mismo  en  las  creencias  populares  que  en  las 
teorías  filosóficas;  por  las  que  se  preguntaban  si  la  jus- 
ticia, tan  imperfecta  en  esta  vida,  no  se  realizaría  des- 
pués de  la  muerte.  Tal  era  el  pitagorismo,  ó  más  exac- 
tamente, ciertas  doctrinas  que  se  atribuían  al  fabuloso 
filósofo,  y  en  las  que  las  ideas  de  diferentes  escuelas  se 
mezclaban  á  los  mitos  y  á  las  creencias  populares  para 
formar  una  regla  moral  de  la  vida  que  pudiera  difundir- 
se entre  la  muchedumbre.  Un  soplo  divino,  el  «alma  del 
mundo»,  como  decía  la  poética  doctrina,  se  infundía  en 
todas  las  cosas  y  vivificaba  al  universo.  Como  todo 
lo  que  vive  y  respira,  las  almas  de  los  hombres  son 
partículas  de  esta  alma  universal;  pero  entrando  en  el 
cuerpo  y  mezclándose  con  él  pierden  parte  de  su  esen- 
cia divina,  y  la  muerte  misma  que  las  separa  del  cuer- 
po no  puede  en  seguida  purificarlas  del  todo;  se  necesi- 
ta después  de  la  muerte  una- purificación  de  mil  años 


io8 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


para  que  el  alma  recobre  la  inmaculada  pureza  de  su 
origen;  y,  transcurridos  esos  mil  años,  cuando  el  alma 
vuelve  á  ser  lo  que  era,  Dios  la  sumerge  en  el  río  Leteo 
para  que  olvide  su  pasado  y  enviarla  nuevamente  á  la 
tierra  para  animar  otro  cuerpo.  La  rueda  de  la  vida  gira 
así  eternamente  sobre  sí  misma;  y  las  almas,  en  esta 
prisión  temporal  del  cuerpo,  «prisión  obscura  que  les 
impide  ver  el  cielo  de  que  descienden»,  deben  aspirar  á 
hacerse  las  más  dignas  posible  de  su  naturaleza  divi- 
na (i)  mediante  una  vida  virtuosa.  De  estas  ideas  y  de 
otras  semejantes,  mezcladas  con  las  doctrinas  estoicas, 
se  servían  los  Sextios,  padre  é  hijo,  para  fundar  una 
secta  en  Roma,  é  inaugurar,  por  decirlo  así,  una  escue- 
la práctica  de  virtud,  en  la  que  no  sólo  se  enseñaban, 
sino  que  se  practicaban,  las  virtudes  más  difíciles,  la 
frugalidad,  la  templanza,  la  sinceridad,  la  sencillez  y 
hasta  el  vegetarianismo  (2).  Esta  escuela  gozó  enton-- 
ees  de  mucho  éxito  (3);  mientras  que  la  mayoría  de  la 
gente  se  entregaba  al  lujo  y  al  libertinaje,  otros  experi- 
mentaban súbitamente  la  necesidad  de  vivir  de  una  ma- 
nera frugal,  casta  y  austera;  los  discípulos  llegaban  de 
todos  partes.  Sobre  todo,  la  conversión  de  Lucio  Crasi- 
cio  había  causado  mucho  ruido.  Crasicio  era  un  liberto, 
conocidísimo  como  escritor  y  profesor,  que  contaba  en- 
tre sus  discípulos  á  Julio  Antonio,  hijo  de  Antonio  y  de 
Fulvia.  Pero  la  idea  de  reformar  las  costumbres  por  la 


(i)     Boissier,  ia  Religión  roniainc  d'Auguste  aiix  Autonins,  Pa- 
rís, 1892,  voi.  I,  pág.  295. 

(2)     Séneca,  Epist.,  LXXIII,  xv;  CVIII,  17. 

■  (3)     ídem,  Nat.  qucest.,  MI,  xxxii,  2:  Scxt/onim  nova...  .<;ecta... 
cimi  maguo  ímpetu  cccpisset. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  109 

filosofía  sólo  estaba  al  alcance  de  algunos  espíritus  que 
estaban  preparados  por  sus  estudios  y  lecturas.  En  esta 
nación  fuerte,  pero  tosca,  compuesta  de  soldados,  de 
políticos,  de  mercaderes,  de  juristas,  de  agricultores,  y 
que  hasta  entonces  sólo  había  ambicionado  y  ejercido  el 
imperio  sobre  la  materia,  la  mayoría  de  la  gente,  aun 
cuando  se  trataba  de  reformar  las  costumbres,  no  sabía 
contar  más  que  con  las  fuerzas  materiales  y  con  los  re- 
cursos políticos.  No  era  con  fantasías  de  filósofos  ni 
con    predicaciones    morales    como    se    regeneraría    la 
república,  sino  con  leyes,  con  magistrados,  con  ame- 
nazas y  con  castigos.  Puesto  que  la  nobleza  descuidaba 
sus  deberes,  malgastaba  su  fortuna,  prefería  el  liberti- 
naje á  las  magistraturas  y  los  amores  á  la  guerra,  era 
preciso  obligarla  á  cumplir  sus  deberes  con  leyes  seve- 
ras; se  necesitaba  renovar  las  antiguas  magistraturas 
que  habían  velado  por  las  costumbres  de  las  clases  su- 
periores; era  preciso  restablecer  una  justicia  rígida  é  im- 
parcial. Sobre  todo,  se  reclamaba  instantáneamente  1{# 
elecciones  de  los  censores  (i).  Así  es  que  se  veía  des- 
arrollar— sobre  todo  en  las  clases  medias,  entre  los  se- 
nadores y  los  caballeros  de  escasa  fortuna,  entre  los 
escritores,   los  libertos,  los  artesanos — un  gran   mo- 
vimiento puritano  que  deseaba  desarraigar  de  Roma, 
mediante  nuevas  leyes  y  castigos,  todos  los  vicios  que 


(i)  Sin  un  movimiento  de  la  opinión  pública  semejante  al  que  he 
supuesto  aquí,  no  se  podría  explicar  cómo  en  el  año  22,  cuando 
el  espíritu  público  estaba  conturbado  por  los  desórdenes  del  hambre, 
Augusto  hizo  nombrar  súbitamente  á  los  censores,  y  cómo  se  susti- 
tuyó á  ellos  por  no  cumplir  sus  deberes.  El  capítulo  siguiente  dará 
sobre  esto  más  explicaciones.  Pero  sin  este  movimiento  de  la  opinión, 
no  podría  explicarse  el  súbito  nombramiento  de  los  censores. 


no  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

la  riqueza  le  había  aportado:  el  impudor  de  las  mujeres, 
la  v^enal  complacencia  de  los  maridos,  el  celibato,  el 
lujo,  la  concusión.  Las  ideas  y  los  sentimientos  que  fo- 
mentaban en  la  muchedumbre  este  movimiento  eran 
muy  numerosos  y  diferentes.  Ante  todo  había  una  sin- 
cera preocupación  patriótica.  Mucha  gente  se  pregun- 
taba qué  sería  de  Roma  si  la  nobleza  no  volvía  á  mos- 
trarse digna  de  su  grandeza  como  lo  había  sido  antes. 
Cuando  una  noble  matrona  se  convertía  por  dinero  en 
querida  de  un  liberto,  de  un  extranjero,  de  un  rico  ple- 
beyo, muchos  consideraban  el  caso  como  un  ultraje  á  la 
dignidad  de  Roma  y  un  sello  infamante  puesto  sobre  su 
glorioso  pasado.  También  se  deseaba  que  el  gobierno  de 
las  provincias  fuese  más  equitativo  y  humano;  sea  por- 
que las  doctrinas  de  Cicerón  sobre  el  gobierno  de  los 
pueblos  sometidos  se  propagase  y  que  los  sentimientos 
se  hiciesen  menos  duros,  ó  porque  se  comenzaba  á 
comprender  que  siendo  menos  poderosa,  Roma  debía 
ser  más  justa.  También  existía  la  fuerza  de  la  tradición. 
Durante  siglos  enteros,  la  moral  tradicional  había  incul- 
cado en  los  romanos  la  sencillez,  las  virtudes  familia- 
res, la  castidad;  y  se  necesitaban  siglos  para  suprimir  lo 
que  durante  siglos  se  había  enseñado.  P^xistía,  en  fin  — 
hay  que  decirlo  — los  celos  de  las  clases  medias,  bastan- 
te depravadas  ya  para  codiciar  los  goces  de  las  clases 
ricas,  pero  demasiado  pobres  para  procurárselos.  Si  los 
artesanos  y  los  contratistas  de  Roma  admiraban  el  nue- 
vo lujo  de  los  ricos,  que  tanto  dinero  les  daban  á  ganar, 
los  pequeños  propietarios  de  Italia,  los  intelectuales,  los 
caballeros  y  los  senadores  de  poca  fortuna,  rabiaban 
viendo  algunos  privilegiados  rnarchar  á  su  antojo  por  los 
campos  del  placer  y  del  vicio,  mientras  que  ellos  se  veían 


LA.  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  1 1  I 

obligados  á  marchar  derechamente  por  la  senda  de 
la  virtud,  entre  los  vallados  infranqueables  de  la  pobre- 
za. El  mismo  descontento  que  había  puesto  tan  furiosa 
á  la  opinión  pública  contra  Cornelio  Galo,  inducía  aho- 
ra á  las  masas,  no  ya  á  encarnizarse  con  un  hombre, 
sino  á  juzgar  severamente  las  costumbres  del  tiempo,  á 
exagerar  la  corrupción  de  las  altas  clases,  á  pedir  leyes 
que  hiciesen  más  difíciles  ó  peligrosas  para  los  ricos  los 
placeres  que  la  pobreza  vedaba  á  los  hombres  de  esca- 
sa fortuna:  leyes  que  castigasen  el  adulterio,  que  limi- 
tasen el  lujo,  que  obligasen  á  los  gobernadores  á  ejercer 
en  las  provincias  su  poder  con  benignidad  y  justicia, 
que  impusiesen  á  todos  el  mismo  ideal  de  virtud,  uni- 
forme y  modesto. 

El  puritanismo,  cuya  voga  iba  en  aumento,  con- 
tenía en  sí  muchos  gérmenes  diferentes,  gérmenes  de 
rencor  y  de  envidia,  y  gérmenes  de  sentimientos  no- 
bles y  saludables,  como  el  respeto  de  la  tradición,  que 
es  para  los  pueblos  lo  que  el  sentimiento  de  la  familia 
para  los  individuos,  como  también  ese  sentido  elemen- 
tal del  bien  y  del  mal  que  es  innato  en  todo  espíritu 
sano,  cuando  la  pasión  ó  el  interés  no  lo  extravían,  y, 
en  fin,  como  las  preocupaciones  sinceras  de  la  disolu- 
ción social,  que  sería  el  resultado  inevitable  del  egoís- 
mo desbordante  y  del  régimen  de  la  fuerza  bruta.  Así 
se  explica  que  hubiese  defensores  sinceros  y  ardientes 
del  movimiento  puritano,  aun  en  la  oligarquía  privile- 
giada, y  que  uno  de  ellos  fuese  Tiberio,  el  hijastro  de 
Augusto.  Nacido  en  una  gran  familia  y  educado  por 
Livia,  que  era  una  patricia  romana  de  vieja  cepa,  él 
también,  al  contacto  de  este  mo<^miento  general  de  los 
espíritus,  sintió  admiración  por  la  antigua  nobleza  ro- 


Ií2  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

mana,  y  se  propuso  imitar  todas  las  virtudes  que,  con 
razón  ó  sin  ella,  se  le  atribuían.  Así  se  comprende  que 
un  poeta  tan  grande  como  Virgilio  haya  inspirado  en 
esta  corriente  de  ideas  y  sentimientos  el  asunto  de  un 
gran  poema.  Admirador  de  la  literatura  griega,  pero 
irresistiblemente  atraído  por  las  preocupaciones  domi- 
nantes del  espíritu  público,  Virgilio  se  había  propuesto 
dotar  á  Italia  de  su  gran  epopeya  nacional,  que  había 
de  ser  simultáneamente  la  Biada  y  la  Odisea  de  los  la- 
tinos y  el  poema  de  su  regeneración  moral  y  religiosa; 
quería  fundir,  en  el  fondo  y  en  la  forma,  lo  que  había  de 
más  elevado  en  el  genio  romano  y  de  más  puro  en  el 
genio  griego,  las  creencias  populares  y  las  doctrinas 
filosóficas,  la  religión  y  la  guerra,  el  arte  y  la  moral,  el 
espíritu  tradicional  y  el  sentimiento  imperial.  Pero,  para 
ejecutar  este  plan  inmenso,  necesitaba  un  poderoso  es- 
fuerzo de  imaginación  y  un  trabajo  gigantesco.  Augusto 
pedía  á  Virgilio  desde  España  frecuentes  noticias  de  su 
poema;  le  abrumaba  entre  chanzas  para  que  le  enviase 
algunos  fragmentos.  Virgilio  le  respondía  invariable- 
mente que  aún  no  había  rematado  nada  digno  de  que 
él  lo  leyese,  que  á  veces  se  sentía  espantado  por  la 
grandeza  del  trabajo  que  había  emprendido,  pues  pare- 
cía aumentar  á  medida  que  avanzaba  (i  ;.  Sin  embargo, 
éstos  sólo  eran  breves  desánimos  y  fatigas  pasajeras, 
pues  el  delicado  poeta  poseía  la  tenacidad  que  faltaba 
al  inconstante  Horacio,  y  volvía  pronto  con  nuevo  vi- 
gor á  su  gigantesca  empresa,  mientras  que  Horacio  se 
pasaba  meses  para  terminar  algunos  poemas  de  treinta 
ó  cuarenta  versos.  Desde  hacía  varios  siglos,  y  en  rea- 


(I  )     Macrobio,  .Sa/.,  I,  xxiv,  2;  Donato,  pág.  61,  14  R. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  "S 

lidad  desde  que  Roma  y  Oriente  habían  tenido  contac- 
tos más  frecuentes,  los  eruditos  griegos  se  habían  es- 
forzado en  referir  á  la  lej^enda  de  Eneas  y  de  sus  viajes 
tras  la  caída  de  Troya,  leyenda  del  ciclo  troyano,  las 
más  famosas  leyendas  del  Lacio,  sobre  todo  las  que  se 
relacionaban  con  la  fundación  de  Roma,  para  establecer 
entre  latinos  y  griegos  una  especie  de  parentesco  míti- 
co. Acreditada  por  el  Senado  romano,  que  en  varias 
ocasiones  se  había  servido  de  ella  para  su  política  orien- 
tal, la  leyenda  de  Eneas  se  había  ramificado  poco  a 
poco;  varias  familias  insignes,  y  entre  ellas  la^-eus  Jtilia, 
habían  referido  su  origen  á  los  compañeros  que  la  le- 
yenda atribuía  á  Eneas;  la  gran  lej^enda  y  las  leyendas 
secundarias,  emanadas  de  la  grande,  también  habían 
entrado  en  la  tradición  mítica  de  la  prehistoria  de  Roma, 
contra  la  cual  nadie  osaba  ya  atentar.  El  mismo  Tito 
Livio  da  á  entender  en  su  prefacio  que  considera  todas 
esas  leyendas  comiO  fábulas;  pero  declara  que  las  va  á 
referir,  sin  refutarlas  ni  aceptarlas,  por  respeto  á  la  an- 
tigüedad. Y,  en  efecto,  comienza  su  historia  contando 
la  llegada  de  Eneas  á  Italia,  su  alianza  con  el  rey  Lati- 
no, su  casamiento  con  la  hija  de  éste,  la  fundación  de 
Lavinio  y  la  guerra  contra  Turno,  re}^  de  los  Rútulos,  y 
contra  Mecencio,  rey  de  los  etruscos;  en  seguida  enu- 
mera la  larga  descendencia  de  Eneas,  las  ciudades  y 
colonias  fundadas  por  su  hijo,  por  sus  nietos,  por  sus 
biznietos,  hasta  Rómulo  y  Remo,  Fácil  es,  por  lo  tanto, 
comprender  por  qué  ha  escogido  Virgilio  esta  leyenda 
para  asunto  de  su  poema.  Pero  no  se  limitó  á  reanudar 
la  leyenda,  tal  como  la  tradición  la  conservaba;  Virgilio 
la  transformó,  la  amplificó,  se  sirvió  de  ella  para  expre- 
sar con  todas  las  formas  literarias  tomadas  del  más 

Tomo  V  8 


114  GRANDEZA   Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

puro  helenismo,  la  gran  idea  nacional  de  su  época,  la 
idea  de  que  la  religión  era  el  fundamento  de  la  grande- 
za política  y  militar  de  Roma,  la  idea  de  que  la  misión 
histórica  de  Roma  consistía  en  fundir  el  Oriente  y  el 
Occidente,  tomando  al  Oriente  los  ritos  y  las  creencias 
sagradas  y  al  Occidente  la  sabiduría  política  y  las  vir- 
tudes militares,  que  Roma  debía  ser  la  capital  de  un  im- 
perio y  á  la  vez  una  ciudad  santa.  En  los  seis  primeros 
libros  se  propone  Virgilio  componer  un  poema  de  aven- 
turas y  viajes  á  imitación  de  la  Odisea  relatando  las 
peregrinaciones  d3  Eneas,  desde  la  noche  fatal  en  que 
ardió  Troya  hasta  su  llegada  á  Italia.  En  los  seis  últi- 
mos libros  quería,  al  contrario,  rehacer  una  pequeña 
Iliada  narrando  las  guoi'ras  sostenidas  en  Italia  por 
Eneas  contra  los  rútulos  hasta  la  muerte  del  rey  Tur- 
no. Pero  en  la  nueva  Iliada,  como  en  la  nueva  Odisea, 
Eneas  no  tenía  que  ser  el  héroe  humano  de  los  poemas 
hom.éricos,  violento  ó  astuto,  audaz  ó  prudente,  inge- 
nua ó  falso,  que  los  dioses  aman  y  protegen  por  el 
amor  que  le  tienen.  Debía  ser  un  personaje  simbólico, 
una  especie  de  héroe  religioso,  al  que  los  dioses,  ó  al 
menos  parte  de  los  dioses,  han  confiado  la  misión  de 
llevar  á  la  raza  belicosa  del  Lacio  el  culto  que  hará  de 
Roma  la  señora  del  mundo  y  que  los  dioses  prote- 
gen por  su  visión  remota  sobre  el  destino  de  los 
pueblos  (i).  Va,  ^uqs,  pietate  insignis  et  armis  (2),  casi 


(i)  Gastón  Boissier  ha  sido  el  primero  en  descubrir  que  la  Enei- 
da es  un  poema  religioso.  En  las  siguientes  páginas  no  he  hecho  más 
que  resumir  su  largo,  magnífico  y  definitivo  análisis  del  poema  de 
Virgilio.  Véase  la  Religión  romaine  d'Augrtste  aux  Antonins.  Pa- 
rís, 1892,  t.  I,  págs.  221  y  sig. 

(2)     ^«.,  VI,  403. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  ^5 

como  un  sonámbulo  en  su  viaje  avventurerò,  sin  luchar 
como  los  héroes  homéricos  con  todas  las  energías  de  su 
espíritu  contra  los  peligros  que  le  amenazan,  sin  in- 
quietarse siquiera  del  término  de  su  largo  viaje,  deján- 
dose conducir  por  la  voluntad  divina,  que  es  la  ley  su- 
prema de  todas  las  cosas.  Los  verdaderos  protagonis- 
tas de  este  drama  no  son  los  hombres,  sino  los  dioses. 
Virgilio,  que  quiere  que  se  les  ame  y  que  se  les  tema, 
ios  reviste  de  esa  belleza  solemne,  y  á  la  vez  graciosa, 
que  había  concebido  para  ellos  la  mitología  griega,  y 
para  demostrar  su  poder,  les  hace  constantemente  con- 
trariar las  leyes  de  la  naturaleza,  y,  en  ocasiones,  has- 
ta las  de  la  justicia  y  la  razón.  Lanzan  á  Eneas  en  los 
más  terribles  peligros  y  lo  salvan  con  los  más  inespera- 
dos prodigios.  Enamoran  á  Eneas  de  Dido  y  luego  le 
obligan  á  abandonarla,  sólo  porque  esto  es  necesario  á 
la  gloria  de  Roma,  que  debe  de  engrandecerse  sobre  las 
ruinas  de  Cartago.  Los  dioses  conducen  á  Eneas  á  Ita- 
lia, y  allí  le  dan  una  mujer,  un  reino  y  una  patria  con- 
tra toda  razón  de  oportunidad  y  de  justicia.  ^'No  es  un 
intruso  en  el  Lacio?  ¿No  se  había  prometido  Lavinia  á 
Turno?  Alrededor  de  Evandro  y  de  Turno  ha  represen- 
tado el  poeta,  en  un  lindo  cuadro,  la  primitiva  sencillez 
de  las  antiguas  costumbres  latinas,  que  sus  corrompi- 
dos contemporáneos  tanto  admiraban,  al  menos  en  la 
literatura.  En  comparación  de  los  latinos,  ¿no  son  los 
frigios  de  Eneas  unos  orientales  sin  energía  ni  valor? 
Y,  sin  embargo,  esto  no  impide  á  Eneas,  protegido  por 
los  dioses,  arrebatar  á  Turno  su  reino  y  su  prometida 
ni  vencer  con  sus  débiles  frigios  á  los  valerosos  latinos. 
Eneas  aporta  al  Lacio  «las  cosas  santas»  que  el  Lacio 
necesita,  porque  deberá  conquistar  el  mundo  comba- 


Il6        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

tiendo  y  orando,  y  esto  basta  para  justificar  el  resulta- 
do de  la  guerra,  su  injusticia  que  subleva  y  su  invero- 
similitud. Así,  Eneas,  aun  en  medio  de  los  mayores  pe- 
ligros, no  se  preocupa  de  otra  cosa  que  de  conocer  la 
voluntad  misteriosa  de  los  dioses  y  de  observar,  lo  mis- 
mo en  las  más  tristes  que  en  las  más  alegres  ocasiones 
de  la  vida,  los  ritos  de  la  religión  que  introduce  en  el 
nuevo  país.  Constantemente  interroga  los  oráculos,  es- 
cucha los  rumores  del  follaje  y  observa  con  atención  el 
vuelo  de  los  pájaros  y  la  dirección  del  relámpago;  jamás 
deja  de  inquirir  en  el  misterio  inmenso  que  le  rodea  por 
las  estrechas  ventanas  de  la  ciencia  augurai.  En  el  in- 
cendio de  .Troya  piensa  en  salvar  el  fuego  de  Vesta,  que 
arderá  eternamente  en  el  vallecito  situado  al  pie  del 
Palatino  y  del  Capitolio;  cuando  va  á  salir  de  Troya  con 
su  padre,  después  de  haber  combatido  toda  la  noche, 
se  acuerda  de  que,  manchado  de  sangre  como  está,  no 
puede  tocar  á  los  penates,  y  pide  á  su  padre  que  los 
tome;  desde  la  mañana  hasta  la  noche,  en  todos  los  pe- 
ligros, en  todas  las  circunstancias  adversas  ó  favorables, 
ora  siempre,  ora  sin  cesar  hasta  el  punto  de  cansar,  si 
no  á  los  dioses,  al  menos  á  los  lectores.  Pero  el  poeta 
tiene  así  ocasión  de  describir  minuciosamente,  con  pre- 
cisión de  arqueólogo  y  de  teólogo,  todas  las  ceremonias 
del  ritual  latino,  hasta  las  que  habían  caído  en  desuso 
hacía  mucho  tiempo.  En  fin,  por  obedecer  á  los  dioses. 
Eneas  ni  siquiera  duda  en  tomar  el  camino  trazado  por 
J^s  leyendas  populares  y  descender  á  un  infierno  que 
está  poblado  de  monstruos  mitológicos  é  iluminado  por 
la  filosofía  pitagórica,  para  buscar  en  él  la  justicia  que 
no  existe  en  la  tierra  y  para  conocer  el  porvenir.  Una 
antigua  leyenda  itálica  de  que  Lucrecio  se  había  burla- 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  "7 

do,  colocaba  la  puerta  del  infierno  en  la  gruta  del  lago 
Averno,  cerca  de  Xápoles.  Virgilio,  á  pesar  de  haber 
sido  discípulo  de  Sirón,  reanuda  esta  leyenda  poética, 
separándose  así  casi  completamente  del  epicureismo 
que  había  profesado  en  su  primera  juventud,  é  introdu- 
ce por  esta  puerta  en  el  infierno  á  Eneas,  acompañado 
por  la  sibila  de  Cumas.  La  tierra  muge,  las  montañas 
vacilan,  los  canes  ladran,  y  Eneas,  por  su  camino  sub- 
terráneo, como  por  un  bosque  en  una  noche  sin  luna, 
llega  al  vestíbulo  del  infierno,  donde  en  las  ramas  de  un 
olmo,  inmenso  3^  espeso,  habitan  los  ensueños,  y  donde 
las  alegorías  latinas  del  mal  se  encuentran  con  los 
monstruos  de  la  leyenda  griega:  los  Remordimientos 
con  los  Centauros;  las  pálidas  Enfermedades  y  la  triste 
Vejez  con  la  Quimera  y  las  Gorgonas;  el  Miedo,  el  Ham- 
bre, la  Pobreza,  con  la  hidra  de  Lerna  y  las  Harpías. 
Rebasado  el  umbral  del  infierno,  llega  uno  de  los  perso- 
najes más  populares  de  la  mitología  antigua,  Carón, 
el  rudo  nauclero  de  la  Estigia,  que  sólo  transporta  al 
otro  lado  de  la  laguna  á  los  que  han  recibido  sepultu- 
ra. La  sibila  da  al  barquero  las  explicaciones  necesarias; 
luego  Eneas,  conducido  al  otro  lado  de  la  Estigia,  se 
encuentra  ante  Minos,  y  ve  á  su  al  rededor  á  los  prime- 
ros habitantes  del  infierno:  las  víctimas  de  la  suerte,  los 
hombres  cuyo  destino  ha  quedado  roto  sin  tener  ellos 
la  culpa,  por  un  accidente  desgraciado;  los  que  han 
muerto  siendo  niños,  los  guerreros  caídos  en  la  batalla, 
los  suicidas,  los  inocentes  condenados  á  muerte  y  eje- 
cutados. Estos  se  encuentran  allí  en  una  condición  que 
no  es  triste,  ni  dichosa,  exentos  de  tormento,  pero  su- 
friendo la  nostalgia  de  la  vida,  que  tan  poco  han  goza- 
do. Más  adelante  ve  Eneas  «los  campos  de  los  llantos», 


ii8 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


por  donde  vagan  las  almas  de  los  que  han  sido  víctimas 
de  una  pasión  amorosa.  Luego  se  bifurca  el  camino.  Por 
la  izquierda  se  va  al  Tártaro,  donde  ningún  justo  puede 
entrar.  Tampoco  Eneas  puede  entrever  por  las  puertas 
abiertas  más  que  llamas  rojas,  ni  oir  más  que  gritos 
desesperados,  ruidos  de  hierros  y  cadenas;  pero  la  sibi- 
la le  describe  minuciosamente  lo  que  no  puede  ver:  la 
prisión  sombría  en  que  horribles  suplicios  castigan  los 
crímenes  y  el  vicio  que  el  movimiento  puritano  quería 
_á  la  sazón  desarraigar  de  Roma.  Allí  están  los  herma- 
nos enemigos,  los  hijos  ingratos,  los  patronos  que  han 
robado  á  sus  clientes,  los  libertos  infieles,  los  adúlteros, 
los  incestuosos,  los  que  han  tomado  las  armas  contra 
su  patria,  los  magistrados  que  se  han  dejado  corrom- 
per. Los  castigos  son  eternos,  y  tan  atroces,  que  la  si- 
bila se  niega  á  describirlos.  Luego  Eneas  y  su  guía  se 
internan  en  los  dichosos  bosquecillos  y  en  las  mansio- 
nes afortunadas  de  los  Campos  Elíseos,  donde  Eneas 
encuentra  á  su  padre  Anquises.  Este  le  revela  el  porve- 
nir de  Roma,  y  le  explica  la  doctrina  pitagórica  del 
alma  y  del  cuerpo,  de  la  contaminación  y  de  la  purifi- 
cación, del  olvido  y  de  la  reencarnación: 

Principio  coelum  ac  térras  camposque  liquentis 
Lucentemque  globum  lunae  titaniaque  astra 
Spiritus  intus  alit 

Bellos  versos  é  ideas  sublimes  que  superponen  de  una 
manera  bastante  extraña  al  grosero  infierno  de  las  le- 
yendas populares,  lleno  de  monstruos,  de  suplicios  y  de 
cosas  materiales,  un  más  allá  filosófico  é  ideal. 

Horacio  es  un  espíritu  poderoso,  pero  solitario,  que 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  "9 

sabe  colocarse  fuera  de  las  cosas  y  á  distancia  necesa- 
ria para  prejuzgarlas  bien,  que,  indiferente  y  casi  extra- 
ño á  Roma,  á  Italia,  á  su  pasado,  á  su  presente,  exami- 
na, analiza  y  fija  los  mil  fenómenos  contradictorios  del 
maravilloso  momento  en  que  ha  brillado  su  genio.  Vir- 
gilio es  la  gran  alma  comunicativa  que  con  el  sentimien- 
to, la  imaginación,  la  ciencia,  la  erudición  entra  en 
contacto  con  la  vida,  comunica  con  ella,  se  exalta, 
describe,  la  celebra,  la  amplifica,  la  purifica  de  todas  las 
máculas,  concilia  sus  contradicciones,  la  ennoblece,  y 
que  en  esta  misma  época  maravillosa  en  que  su  ge- 
nio ha  brillado  junto  al  de  Horacio,  ha  sabido  expresar 
en  un  símbolo  imperfecto,  pero  grandioso,  todas  las  as- 
piraciones contradictorias  que  sentían  entonces  los  es- 
píritus superiores  de  Italia.  La  Eneida  es  como  una 
amplificación  poética  de  las  preocupaciones  religiosas, 
morales  y  materiales  que  renacían  entonces:  es  como  la 
voz  solemne,  no  sólo  de  un  poeta,  por  grande  que  sea, 
sino  de  una  época  entera.  Sin  embargo,  mientras  que 
Virgilio  trabajaba  con  sus  versos  por  la  regeneración 
religiosa  y  militar  de  Roma,  mientras  que  la  gente  espe- 
raba impaciente  la  aparición  de  su  poema,  la  dirección 
del  culto  seguía  confiada  á  un  pontijex  maxhmis  como 
Lèpido,  y  la  dirección  de  las  guerras  á  un  general  como 
Augusto.  El  antiguo  triunviro,  que  lleno  de  amargura 
se  había  retirado  á  Circeyo,  ya  no  se  ocupaba  en  nada; 
cuanto  á  Augusto,  aún  tenía  menos  éxito  en  Arabia 
que  en  España.  La  expedición  de  Elio  Galo  había  co- 
menzado mal;  pues  el  ejército,  después  de  embarcarse 
en  Miosorne,  y  de  haber  atravesado  el  Mar  Rojo,  se  ha- 
bía tenido  que  parar  en  Leucocome^  el  puerto  donde 
había  desembarcado,  obligado  por  una  enfermedad  mis- 


"O        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

teriosa  que  había  atacado  á  muchos  soldados.  Al  me- 
nos, esto  se  decía  (i).  Entre  tanto,  al  saber  una  horda 
de  etíopes  que  parte  de  las  tropas  de  Egipto  estaba  en 
Arabia,  invadió  Egipto  y  llegó  hasta  Filie  para  vengar- 
se de  la  expedición  de  Cornelio  Galo.  El  prefecto  Petronio 
se  ocupaba  entonces  en  rechazarla  (2).  Augusto,  pues, 
había  tenido  razón  en  considerar  peligrosa  la  política 
del  primer  prcrfectus.  Pero  nuevas  dificultades,  más 
graves  quizás,  surgían  en  Oriente.  Mientras  que  Augus- 
to aún  estaba  en  España,  se  le  incorporó  Tirídates, 
el  pretendiente  al  trono  de  Persia,  que  se  había  coloca- 
do bajo  la  protección  de  Roma.  En  el  decurso  de  los 
años  precedentes,  aprovechándose  de  las  discordias  in- 
teriores, Tirídates  había  conseguido  expulsar  á  Fraates, 
que  se  había  hecho  orgulloso  y  cruel  después  de  su  vic- 
toria sobre  Antonio.  Fraates  se  había  refugiado  entre 
los  escitas,  había  alistado  algunas  partidas  y  al  frente 
de  ellas  logró  reconquistar  su  reino  y  lanzar  nuevamen- 
te á  Tirídates.  Al  huir  éste,  pudo  apoderarse  del  hijo 
mayor  de  Fraates,  y  se  lo  entregó  á  Augusto  (3).  Era 
éste  un  precioso  rehén;  pero  al  aceptarlo,  ¿no  se  expo- 
nía á  provocar  un  desquite  por  parte  del  rey  de  los  par- 
tos, y  á  reavivar  la  cuestión  oriental,  que  por  un  mo- 
mento parecía  apagada?  Estas  guerras  civiles  alegraban 
y  á  la  par  inquietaban  á  Augusto:  le  alegraban,  porque 
debilitaban  al  imperio  enemigo;  le  inquietaban,  porque 
se  podían  temer  complicaciones  y  repercusiones  más 
ó  menos  peligrosas  en  las  provincias  y  en  los  Estados 


(i)     Estrabón,  X\'I,  iv,  24. 

(2)  ídem,  XVn,  i,  54. 

(3)  Justino,  XLII,  V,  5-7. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  121 

que  Roma  protegía.  En  este  mismo  instante,  para  col- 
mo de  desdichas,  Amintas,  el  rey  de  Galacia,  perecía  en 
una  expedición  contra  un  pueblecillo  de  bandoleros,  los 
Onomadensi,  y  sólo  dejaba  hijos  de  pequeña  edad  (i). 
Roma  perdía  en  Oriente  á  su  más  fiel  y  fuerte  aliado,  el 
único  que  de  haberse  declarado  una  guerra  hubiese  po- 
dido poner  en  campaña  contra  Persia  un  ejército  formal, 
organizado  con  la  disciplina  romana.  El  Senado,  á  fal- 
ta de  herederos  capaces  de  ocupar  el  trono,  declaró 
á  Galacia  provincia  romana  y  concedió  el  mando  de 
ella,  al  mismo  tiempo  que  el  de  los  eiércitos  gálatas,  á 
Augusto.  Era  un  gran  honor,  pero  también  pesada  car- 
ga, si  una  guerra  estallaba  en  Oriente.  En  suma,  el  es- 
píritu público  se  encontraba  otra  vez  inquieto  y  altera- 
do á  fines  del  año  25;  las  expediciones  militares  en  que 


(i)  Estrabón,  XII,  vi,  5;  Dión,  Lili,  26;  Eutropio,  VII,  io.  Lelio 
fué  propretor  e!  año  siguiente,  es  decir,  en  el  24.  Ningún  fiistoriador 
nos  da  la  razón  por  qué  Galacia  quedó  conv^ertida  en  provincia  ro- 
mana, en  vez  de  entregarla  á  los  sucesores  de  Amintas,  de  los  que 
nada  dicen,  como  si  no  existiesen.  En  cambio,  sabemos  por  una  ins- 
cripción (C.  I.  G.,  4309)  que  el  rey  gálata  tenía  un  hijo  llamado  Pe- 
lameno,  que  aún  vivía  al  finalizar  el  gobierno  de  Augusto  3'  comen- 
zar el  de  Tiberio.  ¿Cómo  explicar  que  á  Pelameno  se  le  excluj'ese 
del  trono?  He  dicho  que  entonces  debía  ser  muj'  joven.  En  efecto, 
ésta  me  parece  la  hipótesis  más  verosímil.  Concierta  con  la  tardía 
fecha  de  la  inscripción  griega  y  nos  explica  cómo  entonces  que  la 
política  de  Augusto  repugnaba  en  todas  partes  á  la  transformación 
en  provincias  de  los  Estados  protegidos  por  Roma,  Galacia  fué,  no 
obstante  eso,  rediacida  á  provincia  romana.  Ya  hemos  visto  que  Au- 
gusto no  anexionó  el  año  precedente  á  la  Mauritania.  Veremos  cómo 
algunos  años  después  obró  de  igual  manera  con  Armenia.  Paréce- 
me,  pues,  probable  que  Galacia  fué  declarada  provincia  romana  por 
no  encontrar  sucesor  capaz  de  ejercer  el  poder. 


122  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

se  había  pensado,  fracasaban  ó  no  daban  los  resultados 
apetecidos;  los  asuntos  de  Oriente  parecían  complicarse 
de  nuevo.  Todas  estas  dificultades,  á  las  que  vino  á 
unirse  el  proyecto  de  casar  á  su  sobrino  Marcelo  con  su 
hija  Julia,  decidieron  al  fin  á  Augusto,  en  la  segunda 
mitad  del  año  25,  á  volver  á  Roma  ¡Si  al  menos  hubie- 
se podido  asegurar  á  los  romanos  que  había  realizado 
segui'amente  la  conquista  del  país  de  los  cántabros  y 
astures,  ricos  en  minas  de  oro!  Al  contrario,  apenas 
salió  de  España  cuando  los  astures  y  cántabros  volvie- 
ron á  sublevarse  (i).  En  fin,  su  salud  cada  vez  era  peor. 
Por  esta  época  parece  que  se  sintió  atacado  de  los  ca- 
lambres de  los  escritores,  y  cayó  enfermo  durante  el 
viaje,  hasta  el  punto  de  tenerse  que  detener  y  encargar 
á  Agripa  que  asistiese  á  las  ceremonias  nupciales  do 
Julia  y  de  Marcelo  (2).  Sin  embargo,  su  regreso  produjo 
mucho  placer  en  toda  Italia.  En  general,  creíase  que 
ahora  podría  remediar  todos  los  males  que  habían  afli- 
gido durante  su  ausencia.  Horacio  sintetizaba  la  con- 
fianza del  público  en  versos  algo  exagerados,  compa- 
rándole á  Hércules,  que  tornaba  «victorioso»  de  Espa- 
ña (3);  tal  era  también  por  servilismo,  por  pereza  ó  por 
sincera  admiración,  la  opinión  de  la  mayoría  del  Sena- 
do. En  la  sesión  de  i.°  de  Enero  del  año  24,  el  Senada 
aprobó  todo  lo  que  Augusto  había  hecho,  y  prestó  ju- 


(i)      Dión,  LIII,  29. 

(2)  ídem,  LIII,  27.— Según  Jacoby  (Eludes  sur  la  sélection,  Pa- 
rís, 1 88 1,  pág.  56)  se  trata  de  los  calambres  de  los  escritores  en  el 
pasaje  de  Suetonio  (Augusto,  80)  dexlrce  quoqiie  manus  digitum  sa- 
lutarem Y  como  sabemos  que  estuvo  enfermo  por  esta  época,  po- 
demos suponer  que  fué  entonces  cuando  contrajo  la  enfermedad. 

(3)  Odas,  III,  XIV,  1-2. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  123 

ramento,  corno  era  costumbre  durante  la  revolución,  es 
decir,  se  comprometió  á  no  revocar  ya  su  aproba- 
ción (i),  y  no  tardó  en  llegar  más  lejos:  cuando  Au- 
gusto, que  se  acercaba  á  Roma,  quiso  dar  á  todos  los 
plebeyos  400  sestercios  y  solicitó  al  Senado  que  se  le 
dispensase  de  observar  la  lex  Cintia,  que  prohibía  se- 
mejantes donativos,  el  Senado  le  contestó  eximiéndole 
de  todas  las  leyes  (2).  Este  privilegio  no  pareció  exce- 
sivo, tratándose  de  un  hombre  cuyo  retorno  celebraba 
Horacio  en  estos  versos: 

Hic  dies,  vere  mihi  festus,  atrás 
Eximet  curas;  ego  nec  tumultum 
Nec  mori  per  vim  metuam,  tenente 
Cassare  térras  (3). 

La  leyenda  de  Augusto  volvía  á  florecer  como  un  ái- 
bol  cuando  reaparece  la  primavera.  Pero  Augusto  aún 
creía  menos  en  su  leyenda  que  cuando  marchó.  ¿Qué 
iba  á  hacer  para  contentar  tantos  deseos  vagos  y  con- 
tradictorios? Desde  luego  no  quería  estar  totalmente 
dispensado  de  obedecer  á  las  leyes  (4).  Poco  después  de 
su  regreso,  acaecido  en  la  primera  mitad  del  año  24  (5), 


(i)     Dión,  Lili,  28. 

(2)  ídem,  id. 

(3)  Odas,  III,  XIV,  13-16. 

(4"!  Así  puede  conciliarse  la  explícita  afirmación  de  Dión  con  la 
circunstancia  de  que  en  adelante  ya  no  se  trata  de  esta  dispensa.  Xo 
creo  que  exista  fundamento  para  suponer  un  error  en  Dión. 

(5)  Dión,  después  de  haber  enumerado  los  decretos  que  se  dic- 
taron á  principios  del  año  24,  dice  que  se  dictaron  en  su  ausencia 

(àuoSyjiioOvx!. aÙTcp).  Augusto,  pues,  volvió  á  Roma  después  del 

i.°  de  Enero  del  año  24,  y  antes  del  mes  de  Junio,  como  lo  demues- 
tra la  C.  I.  L.,  XIV,  2240. 


124  GRANDEZA  Y  DECADhNCIA   DE  ROMA 

legaron  á  Roma,  enviados  por  Pretonio,  mil  esclavos 
etíopes  capturados  en  la  expedición  realizada  para  re- 
chazar á  los  invasores  del  Alto  Egipto  (i).  x\l  menos 
esta  empresa  había  rematado  bien,  y  Egipto  estaba 
otra  vez  exento  de  peligros.  Si  Elio  Galo,  que  á  fines 
del  invierno  se  había  puesto  en  marcha  y  se  dirigía  al 
Yemen,  lograba  apoderarse  de  los  tesoros  de  los  sábeos, 
Italia  podría  celebrar  una  victoria  y  Augusto  disponer 
de  mucho  dinero  para  realizar  todas  las  reformas  de- 
mandadas. Sin  embargo,  para  contentar  un  poco  á  la 
opinión  pública  que  reclamaba  inmediatas  reformas,  y 
como  las  elecci  mes  para  el  año  23  se  aproximaban, 
hizo  proponer  al  Senado  que  se  autorizase  á  Marcelo 
para  solicitar  los  cargos  diez  años  antes  y  á  Tiberio  cin- 
co antes  de  la  edad  legal;  é  hizo  presentar  la  candida- 
tura del  primero  para  la  edilidad  y  la  del  segundo  para 
la  cuestura  (2),  La  edilidad  y  la  cuestura  eran  cargos  á 
los  que  la  gente  política  procuraba. sustraerse;  Augusto, 
ofreciendo  así  por  adelantado  á  la  república  los  servi- 
cios de  su  familia,  recordaba  á  la  nobleza  que  sus  pri- 
vilegios debían  de  justificarse  con  el  celo.  Luego,  como 
tenía  costumbre  de  hacer  cuando  habitaba  en  Roma, 
quiso  mostrar  á  todo  el  mundo  que,  no  obstante  su 
mala  salud,  cumplía  con  la  mayor  solicitud  todos  sus 
deberes  de  magistrado,  de  senador,  de  gran  señor,  de 


(i)     Estrabón,  XMI,  i,  53. 

(2)  Dión,  Lili,  28.  Estos  decretos,  como  dice  el  mismo  Dión,  se 
explican  por  el  número  de  cuestores,  que  eran  insuficientes  este  año. 
No  era,  pues,  una  usurpación  dinástica  de  poderes,  sino  una  censura 
á  la  aristocracia  perezosa  y  también  un  recurso  para  conjurar  los 
inalos  efectos  de  esta  pereza. 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  I25 

ciudadano.  Y  estos  deberes  eran  múltiples  y  variados. 
Como  cónsul  tenía  que  dictar  justicia  desde  su  silla  de 
marfil,  poner  á  subasta  los  trabajos  públicos  (i),  recibir 
toda  la  correspondencia  del  Estado,  convocar  el  Sfena- 
nado,  informar  sobre  todo,  estar  presente  en  infinito 
número  de  ceremonias  civiles  y  religiosas.  Procónsul 
de  tres  provincias,  tenía  que  administrarlas  por  medio 
de  legados;  como  generalísimo  tenía  que  vigilar  y  man- 
dar desde  lejos  á  veintitrés  legiones  é  innumerables 
cuerpos  auxiliares,  dispersos  por  todo  el  mundo.  ¡Qué 
de  dificultades  á  resolver,  qué  de  faltas  á  corregir,  qué 
de  olvidos  á  reparar,  qué  de  cartas  á  leer  y  escribir  to- 
dos los  días!  Augusto  hasta  tuvo  idea  de  tomar  á  Ho- 
racio por  secretario,  pero  éste  no  accedió  (2).  Como 
princeps  senattis,  Augusto  también  tenía  que  presidir  las 
sesiones  de  esta  asamblea;  como  miembro  del  colegio 
de  los  augures,  del  colegio  de  los  pontífices,  del  colegio 
de  los  quindecemviri  sacris  jaciundis,  tenía  que  estar 
presente  en  sus  reuniones,  ceremonias  y  banquetes; 
como  jefe  del  Estado,  electo  para  ser  el  ciudadano  ejem- 
plar, modelo  de  virtudes  cívicas,  tenía  que  cumplir  con 
todos  los  deberes  que  la  tradición  imponía  á  los  nobles 
romanos,  }•  por  lo  mismo,  asistir  gratuitamente  en  los 
procesos  á  todos  los  clientes  de  su  familia,  á  sus  ami- 
gos, á  los  plebeyos  pobres  con  quienes  había  tenido  re- 
laciones, es  decir,  á  todos  los  veteranos  de  las  guerras 
civiles  (3);  tenía  que  asistir  á  todos  los  actos  públicos, 
desde  las  sesiones  del  Senado  hasta  las  elecciones,  du- 


(1)  Ovidio,   PoHf.,  IV,   V,    17  }'  Sig. 

(2)  Suetonio,  Vita  Hor. 

(3)  ídem,  Augusto,  56. 


126 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


rante  las  cuales — para  dar  buen  ejemplo — recorría  las 
tribus  con  sus  candidatos  solicitando  los  sufragios, 
como  en  los  mejores  tiempos  de  la  república,  votando 
como  el  último  de  los  ciudadanos  (i).  En  fin,  tenía  que 
ofrecer  considerable  número  de  banquetes  (2),  y,  lo  que 
era  peor,  aceptar  un  número  no  menos  grande,  y  so- 
portar con  buen  semblante  las  comidas  más  mediocres, 
pues  si  hubiese  revelado  que  no  estimaba  la  hospi- 
talidad de  las  casas  modestas,  habría  ofendido  á  todos 
los  ciudadanos  creyéndose  superior  á  ellos  (3).  En 
suma,  los  hechos  demostraban  que  el  cúmulo  de  fun- 
ciones, imaginado  por  Julio  César,  había  podido  ser 
oportuno  para  un  hombre  extraordinariamente  activo, 
en  una  época  desdichada  y  turbulenta;  pero  ese  cúmu- 
lo no  podía  ser  el  principio  nuevo  de  un  gobierno  re- 
gular que  no  estuviese  dirigido  por  semidioses,  sino  por 
hombres  expuestos  á  la  fatiga  como  el  común  de  los 
mortales.  Se  hubiese  necesitado  un  hombre  de  hierro 
para  resistir  tan  enorme  trabajo,  y  Augusto  no  podía. 
Efectivamente,  en  el  mes  de  Junio  cayó  enfermo  (4), 
hasta  el  punto  de  que  el  resto  del  año  ya  no  fué  capaz 
de  hacer  nada,  si  no  es  gastar  dinero  en  construcciones 
y  en  fiestas.  Entre  tanto.  Elio  Galo  terminaba  su  expe- 
dición á  Arabia,  pero  con  poco  éxito.  Tras  una  penosa 
marcha  llegó  hasta  la  capital  más  importante  de  los  sá- 
beos, Mariba;  pero  en  ninguna  parte  encontró  los  de- 
seados tesoros,  y  tuvo  que  regresar  en  seguida  con  las 


(i)  Suetonio,  Augusfo.  56. 

(2)  ídem,  id.,  74. 

(3)  Macrobio,  Sai.,  II,  iv,  i;¡:  pane  se  nulli  invitanti  jiegabat. 

(4)  C.     I.     L.,     XIV;     2247,    V,      II. 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  127 

manos  vacías  y  con-  su  ejército  diezmado  por  las  enfer- 
medades. Se  hizo  responsables  de  este  fracaso  á  los  na- 
bateos,  y  singularmente  á  los  ministros  del  rey  Sileo 
que  acompañaba  á  Galo  y,  que,  con  pretexto  de  aj'-u- 
darle,  le  traicionó.  Sería  difícil  decir  si  esta  explicación 
responde  á  la  verdad  ó  si  sólo  es  una  invención  de  los 
romanos  para  ocultar  su  propia  falta  (i).  Sin  embargo, 
podría  explicarse  fácilmente  por  qué  los  nabateos  trai- 
cionaron á  Roma,  en  caso  de  que  la  traicionasen.  Ara- 
bia y  Egipto  realizaban  el  comercio  entre  el  Mediterrá- 
neo, India  y  China:  todas  las  poblaciones  árabes  te- 
nían, pues,  interés  en  impedir  que  el  nuevo  Estado, 
dueño  á  la  sazón  de  Egipto,  no  se  apoderase  del  cami- 
no del  Extremo  Oriente  que  hacía  competencia  al  de 
Alejandría,  y  que,  por  Leucocome  y  Petra,  llegaba  á 
Fenicia  (2). 

Elaño  23  comenzaba,  pues,  mal  y  continuó  peor,  á 
pesar  de  que  el  edil  Marcelo  procurase  divertir  á  la  me- 
trópoli, ofreciendo  fiestas  magníficas  con  el  dinero  de 
su  tío  (3).  Una  enfermedad  á  la  que  los  antiguos  daban 
el  nombre  de  peste,  y  en  la  que  un  escritor  moderno  ha 
creído  reconocer  una  epidemia  de  tifus,  llenó  de  duelo 
á  Italia,  y  en  seguida  á  Roma,  estando  á  punto  de  de- 
terminar una  catástrofe  política,  cuando,  después  de 
tantas  víctimas,  Augusto  también  fué  atacado.  Sin  duda 
ocurrió  en  la  primavera,  y  seguramente  antes  del  mes  de 


(i)  Estrabón,  XVI,  iv,  24;  Dión,  Lili,  29;  Mon.  Anc,  V,  22-23 
(lat).  El  AduUs  de  Dión  debe  ser  un  error;  sin  duda  se  trata  de  Ma- 
riba. 

(2)  Estrabón,  XVI,  vi,  24. 

(3)  Dión,  Lili,  31. 


128 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


Junio,  cuando  cayó  enfermo  por  tercera  vez,  pero  con 
mucha  más  gravedad  que  antes  (i).  Roma  supo  un  día 
que  Augusto  estaba  moribundo  y  que  liabía  dictado  ya 
sus  últimas  disposiciones,  hecho  testamento  y  entrega- 
do á  Pisón,  que  era  entonces  cónsul,  todos  los  papeles 
de  interés  público,  sin  excluir  las  cuentas  financieras 
que  tenía  en  casa;  en  fin,  se  permitió  recomendar  al 
Senado  y  al  pueblo  como  sucesor  suyo  á  Agripa,  pero 
de  una  manera  discreta,  que  ni  siquiera  podía  herir  á 
los  más  austeros  republicanos.  En  efecto,  se  limitó  á 
entregarle  su  anillo  y  su  sello  (2).  Es  fácil  suponer  la 
emoción  que  produjo  esta  noticia.  ,jQué  iba  á  ocurrir  si 
Augusto  moría  de  súbito,  á  los  cuarenta  años,  dejándo- 
lo todo  en  suspenso  y  la  república  todavía  tan  débil? 
Nadie  hubiese  podido  preverlo.  Pero  se  vio  súbitamen- 
te aparecer  para  salvar  á  la  república  del  peligro  inmi- 
nente á  un  liberto  oriental,  á  un  médico.  Augusto  creía 


(i)  Dión,  Lili,  30.  En  el  mes  de  Jimio  debía  estar  ya  curado, 
pues,  como  veremos,  abdicó  el  consulado  (Suetonio,  Aug.,  81), 

(2)  Dión  nos  dice  claramente  en  dos  sitios  que  Augusto  no  de- 
signó sucesor  (Lili,  30J:  5iá5oxov  ¡xsv  oOSéva  á.iíéos.'.Z,£ (Lili,  31): 

o05Éva  ir¡c,  àp^^iZ  àidòoxo^  v.axa.Xs'koniMg  y)v.  La  entrega  del  anillo 
á  Agripa  sólo  era  un  acto  de  confianza  personal  tocante  á  sus  asun- 
tos privados;  sin  embargo,  también  podía  ser  una  recomendación  al 
Senado  y  al  pueblo  para  que  le  escogiesen  por  sucesor.  Por  lo  menos 
hay  dos  cosas  seguras,  que  no  hizo  ninguna  recomendación  en  fa- 
vor de  Marcelo  (véase  Dión,  Lili,  31),  y  que  la  indicación  de  Agripa, 
que  algunos  vieron  en  la  entrega  del  anillo,  era  tan  vaga,  que  mu- 
chos creyeron  que  su  voluntad  era  que  después  de  muerto  se  abolie- 
se el  cargo  diQ  princeps  (Dión,  Lili,  31).  Luego  es  bien  evidente  que 
Augusto  se  preocupaba  mucho  en  mostrar  al  pueblo  que  toda  traza 
del  principio  dinástico  y  hereditario  estaba  excluida  del  nuevo  ré- 
gimen. 


■       LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  I29 

en  la  virtud  de  la  tradición  cuando  se  trataba  de  curar 
las  enfermedades  del  Estado,  pero  no  cuando  se  tra- 
taba de  su  salud,  y  había  preferido  á  las  recetas  tradi- 
cionales de  las  grandes  familias  romanas  la  ciencia 
griega.  A  su  lado  tenía  á  un  médico  joven,  que  lo  había 
sido  de  Juba  11,  rey  de  Mauritania,  y  que  había  funda- 
do una  nueva  escuela  médica,  Antonio  Musa,  Cuando 
todos  daban  ya  por  muerto  á  Augusto,  Musa  le  puso 
bueno  con  baños  fríos  (i).  La  alegría  fué  vivísima,  y  al 
médico  se  le  colmó  de  honores.  Por  suscripción  pública 
se  le  erigió  una  estatua,  colocándola  junto  á  la  de  Es- 
culapio; el  Senado  le  concedió  una  recompensa  en  di- 
nero y  le  inscribió  en  el  libro  de  los  caballeros  (2).  Y  no 
fué  esto  sólo;  la  admiración  por  Musa  irradió  sobre  to- 
dos ios  médicos;  en  im  momento  de  entusiasmo  gene- 
ral el  Senado  votó  la  inmunidad,  es  decir,  la  exención 
de  todos  los  impuestos  y  cargos  públicos  para  el  que 
ejerciese  la  medicina  en  Roma  y  en  Italia  (3).  Así,  en  im 
instante,  por  el  sólo  hecho  de  la  curación  de  Augusto, 
todo  el  mundo  pareció  sentir  admiración  por  la  medici- 
na científica  de  los  griegos,  de  la  que  tantos  romanos 
desconfiaban  todavía.  Era  esa  una  nueva  y  de  las  más 
curiosas  pruebas  de  que  en  esta  época  no  prevalecía 
firmemente  ningún  sentimiento,  ni  la  admiración  por 
las  cosas  antiguas,  ni  la  desconfianza  por  las  cosas  nue- 
vas, ni  el  deseo  de  volver  á  las  tradiciones,  ni  á  la  ten- 
dencia á  introducir  en  el  Estado  la  cultura  oriental.  No 


I  i)     Suetonio,  Ar^g.,  81;  Dión,  LUÍ,  30. 

(2)  Dión,  XXXIII,  30;  Suetonio,  39. 

(3)  ídem,  Lili,  30. 

Tomo  V 


130       GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

era  simplemente  por  capricho  ó  por  tontería  por  lo  que 
los  grandes  defensores  de  la  tradición  romana  detesta- 
ban á  la  medicina  griega  como  á  un  diluvio  impuro  de 
charlatanismo  y  de  codicia  (i).  Toda  aristocracia  mili- 
tar se  inclina  naturalmente  á  rebajar  las  profesiones  in- 
telectuales, y  sobre  todo  á  los  médicos  y  á  los  aboga- 
dos, que  forman  siempre  el  núcleo  más  poderoso  de  las 
clases  medias  por  su  cultura,  por  sus  relaciones,  por 
sus  influencias,  y  que  cuando  adquieren  poder  les  es 
posible  contrarrestar  en  la  vida  pública  y  en  la  privada, 
en  la  familia  y  en  el  Estado,  la  influencia  de  una  aris- 
tocracia militar,  difundir  ideas  y  sentimientos  en  con- 
tradicción con  aquéllos  en  que  la  aristocracia  militar 
hace  consistir  el  ideal  de  la  vida.  Hacía  siglos  que  la 
aristocracia  romana  había  monopolizado  la  abogacía,  y, 
despreciando  la  medicina,  la  había  abandonado  á  los 
orientales  porque  sólo  eran  libertos.  Pero  la  repugnan- 
cia en  Roma  por  esta  profesión  debía  ser  tanto  más 
viva  al  presente,  por  lo  mismo  de  que  estos  libertos 
orientales  procedían  de  lejanas  escuelas  y  profesaban 
sobre  todas  las  cosas  ideas  totalmente  distintas  de  las 
que  habían  arraigado  en  la  tradición  romana.  ,jQué  po- 
der no  ejercerían  estas  gentes  si  lograban  hacer  creer  á 
los  romanos  que  poseían  el  secreto  de  la  vida  y  de  la 
muerte?  También  la  antigua  desconfianza  velaba  para 
persuadir  de  que  las  antiguas  prescripciones,  transmiti- 
^  das  de  padres  á  hijos,  valían  más  que  tod,a  la  medicina 


(r)  Á  propósito  del  desprecio  en  que  la  alta  sociedad  romana  te- 
nía aún  á  la  medicina  en  la  segunda  mitad  del  primer  siglo  véase 
Plinio,  //  N.,  XXiX,  I,  II,  15-27. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  13I 

griega.  Pero  he  aquí  que  uno  de  esos  médicos,  hecho 
célebre,  recibía  los  honores  reservados  á  los  conquista- 
dores y  á  los  grandes  diplomáticos,  y  que,  de  uno  á 
otro  día,  los  legisladores  se  dedicaban  á  proteger  unos 
hombres  de  los  que  hasta  entonces  habían  desconfiado 
y  mostrádose  hostiles. 


Nueva  reforma  de  la  constitución. 

Pero  los  admiradores  de  Augusto  se  regocijaron  de- 
masiado pronto.  Mientras  colmaban  de  recompensas  á 
Antonio  Musa,  Augusto  declaraba  que,  sintiéndose  can- 
sado y  enfermo,  quería  retirarse  á  la  vida  privada  (i). 
La  reforma  constitucional  del  año  2/,  que  desde  hacía 
ya  algunos  años  perdía  resistencia,  encontrábase  súbi- 
tamente destruida  con  esta  dimisión.  Así  es  que  la  cons- 
ternación fué  inmensa  en  Roma.  Comprendíase  desde 


(i)  Suetonio,  A?¿g.,  2S.  De  reidenda  república  bis  cogitavit... 
rursus^  taedio  diiiturnae  valetudi/iis,  qiiiim  etiam  magisti-atibus  ac 
Senahí  domum  accitis,  i-ationarium  imperi  i  Iradidit.  Esta  frase  alu- 
de indudablemente  á  la  escena  referida  por  Dión,  y  nos  demuestra 
que  el  taiium  diuhiriue  valetudi?iis  de  que  habla  Suetonio,  fué  con- 
secuencia de  esta  enfermedad.  Sin  embargo,  Suetonio  hace  evidente- 
mente una  confusión  entre  la  intención  que  abrigaba  Augusto  de  vol- 
ver á  la  vida  privada  y  la  entrega  de  los  documentos,  medida  adop- 
tada durante  la  enfermedad,  mientras  que  es  más  verosímil  suponer 
que  no  manifestase  su  deseo  de  reingresar  en  la  vida  privada  hasta 
después  de  su  enfermedad.  He  creído,  pues,  posible  establecer  una 
relación  entre  este  designio  de  abandonar  el  poder  y  la  reforma 
constitucional  que  se  hizo  este  mismo  año. 


LA   REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  133 

luego  que  Augusto  necesitaba  reposo.  Pero,  no  obstan- 
te, parecía  el  único  capaz  de  mantener  el  equilibrio  en 
!a  situación,  ó  al  menos  atenuar  la  lucha  contra  tantos 
elementos  discordantes  que  desgarraban  la  república. 
Intentábase,  pues,  disuadirle  por  todos  los  medios.  Pero, 
¿era  sincero  Augusto  al  decir  que  deseaba  retirarse  á  la 
vida  privada,?  Paréceme  verosímil  que  esta  decisión  fue- 
se un  ardid.  La  situación  era  entonces  tan  anómala  y 
confusa,  que  resultaba  para  Augusto  igualmente  difícil 
el  seguir  gobernando  el  imperio  como  el  dejar  de  gober- 
narlo. Érale  difícil  continuar,  porque  la  aristocracia  pos- 
tiza que  se  agrupaba  á  su  alrededor,  y  en  la  que  se  mez- 
claba la  antigua  y  la  nueva  nobleza,  se  hacía  cada  vez 
más  indisciplinada  y  sediciosa.  Pero  no  le  era  menos 
difícil  cesar,  porque  el  escaso  celo  y  autoridad  que  aún 
subsistían  en  el  Estado  sólo  de  él  emanaban.  Las  fortu- 
nas se  rehacían  en  las  familias  gracias  á  los  casamien- 
tos, á  las  herencias,  á  las  ocasiones  favorables,  y  tam- 
bién á  la  ayuda  del  mismo  Augusto,  á  medida  que  por 
su  intervención  se  distribuía  en  concesiones  perpetuas 
á  las  familias  más  eminentes  de  la  antigua  aristocra- 
cia—  con  obligación  de  pagar  un  pequeño  vectigal 
anual — las  mejores  tierras  y  minas  de  las  provincias. 
Livio  había  obtenido  riquísimas  minas  de  cobre  en  la 
Galia  transalpina  (i);  Salustio,  sobrino  del  historiador, 
otras  minas  de  cobre  y  de  hierro  en  el  territorio  de  los 
salases,  que  se  acababa  de  conquistar  (re);  Marco  Lolio, 
primer  gobernador  de  Galacia,  había  comenzado  ya — 
probablemente  mediante  concesiones  de  terrenos  públi- 


(IÌ     Plinio,  XXXIV,  I,  3. 
[1)     ídem,  id. 


134  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

eos — la  colosal  fortuna  de  su  familia  (i);  y,  gracias  á 
los  donativos  de  Augusto,  el  augur  Cneo  Léntulo,  cuyo 
único  mérito  consistía  en  pertenecer  á  una  augusta  fa- 
milia, rehacía  un  patrimonio  que  se  evaluará  después 
en  muchos  millones  de  sestercios  (2).  ¡Cuántas  otras 
familias  de  la  aristocracia,  que  durante  los  años  suce- 
sivos ostentaron  en  Roma  grandes  riquezas,  tuvieron 
que  rehacer  sus  patrimonios  de  esta  manera,  puesto  que 
el  solo  nombre  de  Léntulo  representaba  tantos  millones 
á  los  ojos  áQ\  princeps!  En  suma,  Augusto  se  ocupaba 
con  asiduidad  y  éxito  en  reconstituir  los  patrimonios 
de  la  nobleza  histórica.  Era  para  ésta  un  motivo  sufi- 
ciente de  conservarle  en  el  poder,  de  hacer  que  el  Se- 
nado le  concediese  los  más  amplios  privilegios  y  los  de- 
cretos más  honoríficos,  pero  no  porque  esta  aristocra- 
cia quisiese  someterse,  conforme  á  sus  órdenes  y  ejem- 
plo, á  una  disciplina  severa,  y  sacrificar  al  bien  público 
sus  distracciones,  sus  placeres  y  sus  ventajas  privadas. 
Apenas  disipado  el  miedo  al  triunvirato,  la  nobleza,  re- 
cuperadas ya  sus  riquezas,  tornábase  insolente  y  auto- 
ritaria á  medida  que  comprendía  que  Augusto,  entre 
tantas  dificultades  interiores,  conservando  los  recuer- 
dos de  las  guerras  civiles  y  encontrándose  en  presencia 
de  nuevas  dificultades  exteriores,  no  osaría  crearse  mu- 
chos enemigos  en  las  altas  clases.  De  aquí  resultaba  un 
creciente  espíritu  de  indisciplina.    Los  senadores  que 


(i)  Plinio,  IX,  XXXV,  iiS;  éste  atribuye  la  inmensa  fortuna  de 
Lelio  á  sus  exacciones  en  Oriente.  Pero  es  posible  que  no  apelase  á 
este  recurso  hasta  más  adelante,  cuando  se  encontró  más  seguro,  y 
que  su  fortuna  tuviese  por  origen  las  larguezas  de  Augusto. 

(2)     Séneca,  De  Bene/.,  II,  x.xvii,  i. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  ^35 

diez  ó  doce  años  antes,  durante  el  triunvirato,  casi 
arruinados,  temiendo  por  su  existencia  misma  y  por  su 
porvenir,  habían  sabido  empequeñecerse,  llenaban  aho- 
ra las  calles  de  Roma,  invadían  el  Senado,  disputaban 
constantemente  por  naderías,  se  detestaban  entre  sí,  y 
sólo  de  una  manera  verbal  respetaban  á  Augusto.  Y 
ocurría  que  hombres  que  se  lo  debían  todo  morían  sin 
dejarle  un  recuerdo,  lo  que  era  entonces  una  grave 
ofensa.  De  tiempo  en  tiempo  se  abrían  algunos  testa- 
mentos, y,  con  el  pretexto  de  explicar  las  razones  por 
las  que  no  dejaban  nada  á  Augusto,  los  testadores  in- 
sertaban quejas  ó  diatribas  contra  él,  que  el  magistra- 
do se  veía  obligado  á  leer  en  público  (i).  Y  no  eran  los 
muertos  los  únicos  en  hablar:  contra  él  comenzaban  á 
circular  los  libelos  (2);  buen  número  de  sus  colegas  no 
tenían  reparo  en  afrentarle  siempre  que  tenían  ocasión. 
Augusto  había  expulsado  de  su  casa  á  un  sabio  griego, 
de  gran  notoriedad,  que  decía  y  escribía  contra  él  y 
contra  Livia  cosas  atroces;  pero  Asinio  Folión  se  había 
dado  prisa  en  acogerle,  y  todos  los  grandes  se  lo  dispu- 
taban (3).  K\  mismo  Cneo  Léntulo  fingía  quejarse  de 
que  Augusto,  con  sus  larguezas,  le  había  desviado  de 
sus  estudios  para  obligarle  á  ocuparse  en  los  negocios 
públicos  (4).  Y,  lo  que  aún  era  más  significativo,  sus 
antiguos  amigos  se  hacían  cada  vez  más  tibios,  á  pesar 
de  su  paciencia  infinita.  Todos  sabían  en  Roma  que 
Mecenas  ya  no  era  para  él  el  amigo  de  otro  tiempo,  y 


(i)  Suetonio,  u-JI«^.,  55. 

(2)  ídem,  úi. 

(3)  Séneca,  De  Ira,  III,  xxiii,  5. 

(4)  ídem,  Beiief.,  II,  xxvii,  2. 


I  -zó 


GRANDEZA  V  DECADENCIA  DE  ROMA 


la  razón  —  al  menos  así  se  decía — era  que  sospechaba 
en  Augusto  una  admiración  demasiado  viva  por  su  mu- 
jer (i).  Y  apenas  curado  el  que  los  historiadores  moder- 
nos llaman  señor  del  mundo,  no  tuvo  bastante  autori- 
dad para  apaciguar  una  discordia  que  su;-gió  en  su  pro- 
pia familia,  entre  su  sobrino  Marcelo  y  su  amigo  Agri- 
pa. Habiendo  reñido  por  motivos  que  no  están  muy 
claros,  Agripa  se  quejó,  con  razón  ó  sin  ella,  de  que 
Augusto  no  le  había  sostenido  contra  su  sobrino  tanto 
como  tenía  el  deber  de  hacerlo,  y,  vivamente  irritado 
contra  su  antiguo  amigo,  partió  para  Oriente,  resuelto 
á  privar  al  imperio  de  sus  servicios  para  vengarse  de 
una  ofensa  personal  (2).  Fácil  es  suponer  el  acuerdo  que 
podía  reinar  entre  los  miembros  de  esta  aristocracia, 
cuando  tan  poco  respeto  sentían  por  el  que  era — qui- 
siéranlo  ó  no  —  su  jefe.  Descontentos,  maldiciones,  ren- 


(i)     Dión,  LI\',  19. 

(2)  ídem  (Lili,  32)  dice  que  Augusto  envió  á  Agripa  á  Oriente, 
porque  Marcelo  estaba  celoso  de  él  á  consecuencia  de  ser  preferido 
por  Augusto  cuando  le  designó  como  sucesor  durante  su  enferme- 
dad. En  cambio,  Suelonio  (Aii^^iisto,  66 Desiderava Agrippic 

patientiam )  refieie  las  cosas  de  manera  bien  distinta:   dice  que 

Agripa  partió,  indignado  por  ciertas  preferencias  de  que  fué  objeto 
Marcelo,  y  también  por  un  principio  de  enfriamiento  que  había  ob- 
servado en  Augusto  (ex  levi  frigoris  sitscipione  et  quod  Alarcelliis 
sibi  anfeferretur).  La  versión  de  Suetonio  me  parece  mucho  míís  ve- 
rosímil. Por  otra  parte,  Dión  se  contradice:  en  el  capitulo  xxx,  ha  di- 
cho ya  que  no  designó  á  nadie  para  sucederle,  como  es  natural,  pues 
su  cargo  no  era  hereditarip.  No  podía,  pues,  haber  preferido  Agripa 
á  Marcelo.  Además,  al  decir  Dión  que  Augusto  envió  Agripa  á  Orien- 
te se  representa  demasiado  al  princeps  como  un  emperador  de  su 
tiempo.  Augusto  no  tenía  poder  para  enviar  á  Agripa  á  Oriente.  Sólo 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  -'37 

cillas  y  despechos,  formaban  la  trama  con  que  la  aris- 
tocracia tejía  todos  los  días  su  tela.  Cuando  nadie  se 
ocupaba  en  los  negocios  públicos  encontrábanse  magis- 
trados que  hacían  locuras  para  ofrecer  al  pueblo  juegos 
más  hermosos  que  los  de  sus  colegas  (i).  En  fin,  en  las 
provincias  entregadas  á  los  caprichos  dé  los  gobernado- 
res, en  los  ejércitos  sometidos  á  una  disciplina  muy  se- 
vera, su  ilimitado  poder  solía  hacer  perder  la  cabeza  á 
estos  nobles,  tan  orgullosos  ya  en  Roma.  Los  actos  de 
crueldad  y  los  abusos  de  autoridad  cometidos  por  los 
gobernadores  en  las  provincias  eran  frecuentes,  y  un 
sentimiento  de  humanidad  —  aun  para  los  pueblos  sub- 
ditos— inducía  á  la  opinión  pública  á*  demandar  con 
creciente  insistencia  que  Augusto  reprimiese  estos  ex- 
cesos (2).  Pero,  :qué  podía  hacer.^  Aunque  afligido  con 
la  marcha  de  Agripa,  le  había  enviado  su  nombramien- 


podía  rogarle  que  fuese.  Agripa,  pues,  partió  por  propio  dictamen. 
La  versión  de  Suetonio,  que  ve  en  este  acto  una  venganza  de  Agri- 
pa, es  más  verosímil.  Veleyo  Patérculo  (II,  xciii,  2)  habla  de  tacitas 
ctitn  Marcello  ofensiones;  y  nos  hace  comprender  el  origen  de  la  le- 
yenda referida  por  Dión,  al  decirnos  que  siiccessorem  poteatiae  eins 
arbitrabantnr  futiirnm,  ni  tamen  id  per  J/.  Agrippam  secare  ei 
posse  coìttijigere  non  existimarent.  Trátase,  pues,  de  cosas  dichas  en 
Roma.  El  mal  estado  de  salud  de  Augusto  era  causa  de  que  mucha 
gente  se  preguntase  qué  iba  á  ocurrir  si  llegaba  á  morir,  y  no  falta- 
ban los  que  creían  saber  que  su  propósito  era  nombrar  sucesor  li 
Marcelo. 

(1)  En  el  año  22,  Augusto  adoptó  medidas  contra  estas  rivalida- 
des. Véase  Dión,  LIV,  2. 

(2)  Séneca,  De  Ira,  I,  xvín,  2,  5,  cita  ciertos  hechos  de  este  gé- 
nero en  la  época  de  Augusto.  Véase  también  la  anécdota  de  Vedio 
Folión,  Dión,  LIV,  23. 


13S  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

to  de  legatus  en  Siria  (i),  para  que  la  querella  con  Mar- 
celo terminase  en  algo  eficaz  y  digno.  Por  el  lado  de 
los  partos,  las  cosas  cada  vez  se  ponían  peor;  ¿no  en- 
\'iaba  Fraates  á  Roma  una  embajada  para  reclamar  á 
su  hijo  y  á  Tirídates?  (2)  Ocurriera  lo  que  quisiera,  era 


íi)  Esta  misión  de  Agripa  en  Siria  es  objeto  de  muchas  dudas,  y 
ha  dado  lugar  á  grandes  discusiones.  Es  cierto  que  Josefo  se  enga- 
ña cuando  dice  (A.  J.,  iii,  3)  que  Agripa  gobernó  toda  el  Asia  du- 
rante diez  años.  Esta  primera  misión  la  ha  confundido  con  la  misión 
más  amplia  que  tuvo  después.  Pero  ;en  qué  calidad  fué  Agripa  á  Si- 
ria en  el  año  23?  Mommsen  (Res  gestae  Divi  Augusti^  1865,  pági- 
na- 1 13)  sostiene  que,  desde  el  año  23,  tuvo  poderes  más  amplios  que 
un  procónsul,  pero  ignora  de  qué  manera  se  le  concedieron.  Zumpt 
(Comm.  Epigr.,  II,  pág.  79)  dice  que  debió  de  haber  un  senatus- 
consulto  que  dio  á  Agripa  el  proconsulado  de  Siria.  Pero  lo  más  pro- 
bable es  que  Augusto  nombrase  entonces  á  Agripa  su  legatus  en  Si- 
ria, como  algunos  años  después  le  nombrará  su  legatus  en  España. 
Sólo  hay  una  dificultad,  y  es  que  Dión  (Lili,  32)  dice  que  Agripa  se 
quedó  en  Lesbos  y  que  envió  á  Siria  sus  legados.  Ahora  bien,  un  le- 
gatiis  no  tenía  facultad  para  enviar  á  su  vpz  legati.  ¿No  ha  podido 
engañarse  Dión  tomando  por  legati  de  Agripa  á  magistrados  más 
modestos,  tales  como  los  cuestores?  Pero  si  no  se  admite  que  Agri- 
pa era  el  legatus  de  Augusto,  suscítanse  dificultades  inextricables. 
Siria  era  una  de  las  provincias  de  .augusto:  habría  que  admitir  en- 
tonces que  Augusto  la  restituyó  al  Senado;  que  el  Senado  dio  el  pro- 
consulado á  Agripa,  quien,  por  otra  parte,  no  había  cumplido  en  el 
año  23  el  quinquenio  legal  después  de  su  consulado  (había  sido  cón- 
sul en  el  27).  Ahora  bien;  nada  nos  indica  que  .\ugusto  renunciase 
á  Siria.  Hay  que  añadir  que  en  el  año  20  Augusto  fué  á  Siria  adop- 
tando allí  bastantes  medidas  importantes;  ¿por  qué,  pues,  había  de 
renunciar  tres  años  antes  á  esta  provincia?  Además,  en  Siria  había  un 
ejército  considerable;  las  dificultades  con  los  partos  aún  no  se  habían 
arreglado,  y  parece  inverosímil  que  en  tales  condiciones  .Augusto 
cambiase  la  organización  de  la  provincia. 

(2)     Dión,  LUI,  33;  Justino,  XLIII,  v,  8. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  ^39 

prudente  colocar  á  Agripa  á  la  cabeza  de  las  legiones  de 
Siria.  Pero  Agripa,  sin  rechazar  su  nombramiento,  per- 
maneció en  Lesbos,  como  Aquiles  en  su  tienda,  sin  pre- 
ocuparse de  las  provincias  (i),  hasta  el  punto  de  que 
Augusto,  no  atreviéndose  á  intimarle  que  aceptase  ó 
rechazase,  se  encontró  sin  legattis  en  Siria  cuando  se 
veía  amenazado  de  una  guerra  contra  los  partos.  Entre 
tanto,  en  las  clases  medias  y  entre  los  senadores  y  ca- 
balleros más  respetados,  la  corriente  puritana  adquiría 
fuerza;  pedíase  á  los  censores  leyes  severas  contra  la 
corrupción  de  las  costumbres,  medidas,  en  fin,  que  pu- 
diesen refrenar  el  desorden  de  la  alta  sociedad;  era  ésta 
una  nueva  y  gran  dificultad  para  Augusto.  Las  clases 
medias,  á  las  que  nada  había  dado,  sentían  por  él  admi- 
ración más  sincera  y  ferviente  que  la  aristocracia,  á  la 
que  había  dado  todo;  y  esta  popularidad  entre  las  cla- 
ses medias  era  lo  que  comunicaba  mayor  fuerza  á  su 
gobierno.  Comprendía,  pues,  que  era  necesario  dar  á 
esas  clases  una  satisfacción  moral,  por  lo  menos.  Pero 
no  osaba  favorecer  abiertamente  el  movimiento  y  ser- 
virse de  él  para  ejercer  presión  moral  en  la  aristocracia 
perezosa  é  indisciplinada.  Era  muy  fácil  demandar  leyes 
contra  la  corrupción  de  las  clases  ricas,  pero  no  era  fá- 
cil hacerlas.  En  los  buenos  tiempos  de  la  república,  la 
disciplina  de  las  costumbres  privadas  se  había  mante- 
nido principalmente  por  los  jefes  de  la  familia,  siendo 
cada  familia  como  una  pequeña  monarquía;  ahora  que 
estos  jefes  faltaban  á  sus  deberes  no  se  podía  —  como 
muchos  lo  hubiesen  querido  —  hacer  intervenir  á  la  ley 
sin  subvertir  los  principios  fundamentales  del  derecho 

(i)     Dión,  luí,  32. 


14°        GRANDEZA  V  DECADENCIA  DE  ROMA 

familiar,  es  decir,  sin  arruinar  la  tradición  que  se  pre- 
tendía restablecer.  Necvitia  nostra  nec  remedia  pati pos- 
sumus.  Augusto,  pues,  estaba  dispuesto  á  que  de  nue- 
vo se  eligiesen  censores  y  á  tomar  la  iniciativa  de  una 
nueva  reforma  de  la  administración  de  los  negocios,  que 
cada  dia  era  más  necesario  realzar.  Todos  los  años  se 
sacaría  á  la  suerte  de  entre  los  pretores  á  dos  adminis- 
tradores, que  recibirían  la  denominación  de  prcEtores 
fErarii  (i).  Fuera  de  esto,  no  quería  comprometerse  en 
tentativas  de  una  legislación  demasiado  revolucionaria. 
E!n  suma,  la  situación  estaba  erizada  de  dificultades,  y 
para  colmo  de  desdicha,  en  este  momento  crítico,  el 
único  hombre  capaz  de  reemplazarle  al  frente  del  Esta- 
do, el  único  colaborador  que  le  había  sido  verdadera- 
mente útil  en  los  años  anteriores,  se  había  alejado  á 
consecuencia  de  una  simple  querella.  Cansado  de  tan- 
tas dificultades,  preocupado  en  no  agotar  la  poca  salud 
que  le  quedaba,  Augusto  acabó  por  pensar  en  una  nue- 
va reforma  de  la  constitución,  gracias  á  la  cual  trans- 
portaría su  autoridad  de  Italia  á  las  provincias,  de  la 
política  interior  á  la  exterior.  Abandonaría  definitiva- 
mente el  principio  cesarista  de  acumular  cargos,  por  im- 
posibilidad de  ejercerlos  á  consecuencia  del  esfuerzo  so- 
brehumano que  imponían;  haría  que  le  concediesen  so- 
bre los  gobernadores  de  todas  las  provincias  un  poder 
discrecional  de  vigilancia  y  de  contraste  dependiente  del 
Senado  ó  de  él  mismo;  convertiríase,  en  fin,  en  el  verda- 
dero princeps  deseado  por  Aristóteles,  por  Polibio,  por 
Cicerón,  es  decir,  el  supremo  guardián  de  la  constitu- 
ción. Gracias  á  esta  reforma,  Augusto  ya  no  tendría  que 

(i)     Dión,  luí,  32. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  141 

ocuparse  en  el  gobierno  de  Roma  y  de  Italia,  que  era  el 
más  difícil;  podría  marchar  á  las  provincias  y  residir  en 
ellas  largos  años;  podría  continuar  la  reorganización  de 
la  hacienda  imperial  y  conceder  á  sus  amigos,  mediante 
un  arrendamiento  ilimitado,  los  bienes  públicos  de  todo 
el  imperio,  3'  no  los  de  sus  provincias  solamente;  en  fin, 
podría  dar  satisfacción  á  las  clases  medias  y  á  las  inte- 
lectuales de  Italia,  si  no  corrigiendo  las  costumbres  de 
la  metrópoli  corrompida,  al  menos  evitando  en  las  pro- 
vincias los  más  escandalosos  abusos,  aplicando  en  la 
medida  de  lo  razonable  los  tres  famosos  versos  en  que 
Virgilio  definió  la  misión  imperial  de  Roma: 

Tu  regere  imperio  populos,  Romane,  memento; 
Hae  tibí  erunt  artes;  pacisque  imponere  morem, 
Parcere  subjectis  et  debellare  superbos. 

Aun  teniendo  por  distintas  tres  cosas  que  los  con- 
temporáneos cada  vez  se  inclinaban  más  á  confundir, 
la  filosofía,  la  poesía  y  la  política,  Augusto  considera- 
ba como  necesario,  sobre  todo  en  Oriente,  una  política 
de  conciliación,  de  justicia,  de  dulzura,  como  había 
mostrado  algún  tiempo  antes,  cuando  ciertas  ciudades 
de  Asia,  Menor,  arruinadas  por  un  temblor  de  tierra, 
habían  osado  dirigirse  en  busca  de  socorro  al  Senado 
romano,  que  durante  algunos  siglos  en  vez  de  darles 
dinero  no  hacía  más  que  quitárselo.  Augusto  había  sos- 
tenido su  demanda,  y  Tiberio  la  había  defendido  ante 
el  Senado  (i).  Estaba,  pues,  decidido  á  ensayar  en  todo 
el  imperio  —  comenzando  por  un  viaje  á  Grecia  y  Orien- 


i).    Suetonio,  Tih.,  8;  véase  Agathias,  II,  17. 


142       GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

te — esta  reforma  en  la  administración  de  las  provin- 
cias, que  no  habían  podido  realizar  Sila,  Lüculo  ni  Ci- 
cerón, y  que  se  había  hecho  posible  y  relativamente 
factible  ahora  en  que  no  había  casi  nada  que  tomar  en 
las  provincias  y  en  que  los  terribles  publícanos  habían 
desaparecido.  Augusto  conocía  á  fondo  ese  supremo 
arte  de  los  políticos  que  consiste  en  aumentar  las  difi- 
cultades ante  los  ojos  de  la  muchedumbre  para  revelar 
rnás  mérito  con  el  triunfo.  Con  gusto  se  encargaba  de 
tal  empresa  que,  para  un  político,  tenía  esa  maravillo- 
sa ventaja  de  ser  fácil  y  de  parecer  muy  difícil. 

Paréceme,  pues,  probable  que  su  dimisión  sólo  era 
un  recurso  para  inducir  más  fácilmente  al  Senado  y  al 
pueblo  para  que  aprobasen  la  nueva  reforma  de  la  cons- 
titución y,  sobre  todo,  la  abdicación  del  consulado,  que 
debía  de  inquietar  mucho  á  las  altas  clases  de  Roma, 
pues  no  veían  modo  más  cómodo  para  mantener  el  or- 
den en  Roma  y  celebrar  buenas  elecciones  sin  dificul- 
tad, que  tener  á  Augusto  por  cónsul.  Pero,  si  era  fácil 
inducir  al  Senado  á  perder  un  Cónsul  tan  cómodamen- 
te, era  difícil  declarar  brutalmente,  sobre  todo  á  las  cla- 
ses medias,  que  habían  depositado  tanta  esperanza  en 
Augusto,  que  ya  no  pensaba  ocuparse  en  los  intere- 
ses y  en  la  administración  de  Italia.  Por  esta  conside- 
ración, indudablemente,  aceptó  Augusto  el  poder  tri- 
bunicio de  por  vida,  esto  es,  los  derechos  de  los  tribu- 
nos que  aún  no  poseía,  el  derecho  de  veto,  el  derecho 
de  presentar  proposiciones  al  Senado,  el  de  proponer 
leyes  á  los  comicios.  Así  no  parecería  desentenderse 
completamente  de  Italia;  conservaría  un  medio  de  in- 
tervenir en  los  asuntos  de  Roma;  y  al  mismo  tiempo 
serían  menores  que  como  cónsul  los  poderes  y  las  res- 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  Uj 

ponsabilidades  que  le  incumbiesen  (i).  Hacia  mediados 
de  año,  después  de  las  Feria:  Latina;  se  realizó  esta 
convención.  Augusto  abdicó  el  consulado,  y  el  Senado 
le  concedió  en  reciprocidad  el  derecho  de  vigilancia  y 
contraste  sobre  los  gobernadores  de  todas  las  provin- . 
cias;  se  le  añadió  el  derecho  de  penetrar  en  el  poma- 
rium  sin  perder  sus  poderes  proconsulares;  en  fin,  se  le 
concedió  el  poder  tribunicio  de  por  vida  (2),  Augusto, 
á  su  vez,  para  compensar  al  partido  aristocrático,  apo- 
yó la  candidatura  al  consulado  de  Lucio  Sextio,  que 
era  un  antiguo  proscrito  y  un  fidelísimo  amigo  de  Bru- 
to (3).  Y  así,  todas  las  dificultades  suscitadas  por  la 
enfermedad  del  princeps  parecieron  vencidas.  Pero  no 


(i)  Me  parece  que  los  historiadores  se  han  equivocado  comple- 
tamente hasta  aquí,  al  considerar  cómo  la  parte  importante  de  la  re- 
forma del  año  23,  la  sustitución  del  consulado  por  el  tribunado  vita- 
licio. Al  contrario,  esta  sustitución  sólo  puede  ser  la  parte  accesoria 
de  la  reforma,  y  se  hizo  para  dar  una  platónica  satisfacción  á  Italia. 
En  realidad,  Augusto,  que  poseía  j-a  la  inviolabilidad  tribunicia,  y 
que,  por  lo  tanto,  no  debía  á  esta  reforma  la  ventaja  de  que  se  le 
considerase  sacrosanto,  jamás  usó  el  derecho  de  veto,  y  sólo  más 
adelante,  en  el  año  18,  hizo  uso  del  de  rogación:  y  estos  dos  dere- 
chos eran  los  más  importantes  del  tribunado.  Esto  significa  induda- 
blemente que  el  tribunado  vitalicio  sólo  era  un  adorno  y  un  honor. 
Al  contrario,  la  parte  esencial  de  la  reforma  fué  la  facultad  —  como 
dice  Dión,  Lili,  32  —  ¿v  xcp  ÚTiYjy.óo)  xò  tiXeIov  xwv  éxaaxaxóG:,  àp^ov- 
Tojv  íxax.'J£!,v:  la  alta  autoridad  sobre  todos  los  gobernadores.  En 
efecto,  vemos  que  usó  ampliamente  de  este  poder  durante  el  viaje 
que  realizó  el  año  siguiente  en  Oriente.  Si  se  le  confirió  este  poder 
fué,  pues,  por  este  viaje  }'■  obedeciendo  también  á  un  vasto  planpo- 
,  litico  que  pronto  expondremos.  En  este  poder  estriba  la  parte  más 
importante  de  la  nueva  constitución. 
,     (2)     Dión,  Lili,  32. 

(3)     ídem,  Lili,  32. 


144  GRANDEZA   Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

tardó  en  ofrecerse  otras  nuevas,  porque  no  eran  las  en- 
fermedades de  Augusto  quien  las  suscitaba,  como  solía 
creerse,  sino  las  contradicciones  que  se  presentaban  por 
cualquier  cosa  y  que  ningún  decreto  podía  desterrar. 
Aunque  los  negocios  públicos  fueron  urgentes  y  com-' 
pilcados,  el  Senado  y  los  magistrados  seguían  ocupán- 
dose en  ellos  á  su  gusto,  y  la  reforma  de  la  constitu- 
ción no  impidió  que  en  la  segunda  mitad  del  año  23,  ni 
los  ediles  ni  los  cónsules  se  preocupasen  ya  de  nada,  ni 
siquiera  del  hambre  que  amenazaba  á  Italia  y  á  Roma; 
y  que  el  partido  de  la  nobleza  sólo  se  moviese  para  re- 
novar el  escándalo  de  Cornelio  Galo  contra  un  obscu- 
ro gobernador  de  Macedonia,  Marco  Primo,  que  había 
realizado  una  pequeña  expedición  contra  los  Odrises, 
sin  estar  autorizado  por  el  Senado.  Implacable  cuando 
se  trataba  de  perseguir  á  los  que  le  parecían  usurpado- 
res é  intrusos  en  las  dignidades  que  les  estaban  reser- 
vadas, el  partido  de  la  nobleza  había  hecho  acusar  á 
Primo;  pero  la  pequeña  bandería  democrática  que  había 
dejado  arrollar  á  Cornelio  Galo  aceptó  ahora  el  desafío. 
Murena  se  encargó  de  la  defensa  de  Primo;  los  demás,  y 
señaladamente  Fannio  Cepión,  se  esforzaron  por  todos 
los  medios  en  obtener  la  absolución  de  Primo  (i).  Roma, 


fi)  Sobre  este  proceso  encontramos  algunos  informes  en  Dión, 
XXXIV,  3.  Pero  me  parece  que  hubo  para  él  algunos  motivos  políti- 
cos. Sólo  así  puede  explicarse  la  emoci(jii  que  suscitó  entre  la  gen- 
te, y  nos  lo  prueba  lo  dicho  por  Dión,  y  también  los  diferentes  jui- 
cios dictados  por  la  intervención  de  .\ugusto.  Luego  la  circunstancia 
de  que,  como  dice  Dión,  los  su  9povoùvTSg  aprobaron  á  Augusto, 
que  dio  el  golpe  de  gracia  al  acusado,  demuestra  que  era  la  gente 
rica,  como  es  natural,  los  conservadores,  en  una  palabra,  quienes  in- 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  HS 

pues,  iba  á  presenciar  un  nuevo  proceso  escandaloso, 
mientras  que  la  miseria,  silenciosa  é  invisible,  vaciaba 
poco  á  poco  los  graneros  de  Roma,  Entre  tanto,  llega- 
ron los  embajadores  de  los  partos,  y  subditos  de  un 
monarca,  poco  versados  en  el  derecho  constitucional 
romano,  se  dirigieron  á  Augusto. 

Una  embajada  de  los  partos  en  Roma,  y  en  este  mo- 
mento, hubiese  podido  distraer  justificadamente  la  aten- 
ción pública,  no  sólo  de  una  miseria  como  el  proceso 
de  Primo,  pero  también  de  cosas  serias  como  el  ham- 
bre inminente.  En  efecto,  la  cuestión  pártica  era  la  más 
grave  de  todas  las  cuestiones  exteriores  entonces  pen- 
dientes. Italia  aún  no  quería  reconocer  que  carecía  de 
las  fuerzas  necesarias  para  realizar  la  conquista  de  Per- 
sia. Alejandro  la  había  conquistado;  luego  Roma  podía 
hacer  lo  mismo:  así  razonaba  la  gente,  sin  pensar  en 
que  el  imperio  sólo  tenía  ya  veintitrés  legiones  y  muy 
poco  dinero.  Efectivamente,  en  espera  de  que  Roma  rea- 
lizase la  conquista  de  Persia,  Fraates  pedía  que  se  le 
remitiese,  no  sólo  á  su  hijo,  sino  al  mismo  Tirídates, 
que  la  república  había  acogido  bajo  su  protección,  y 
Roma  se  encontraba  en  el  mayor  compromiso.  Consen- 
tir, hubiese  sido  comprometer  en  Oriente  el  prestigio  de 
la  influencia  romana  por  un  peligroso  acto  de  debilidad; 
y,  por  otra  parto,  respondiendo  arrogantemente,  podía 


tentaron  el  proceso  y  pedían  la  condena.  En  este  proceso  he  visto 
un  episodio  análogo  al  de  la  lucha  contra  Rufo  y  un  último  resto 
de  la  guerra  entre  el  partido  de  la  nobleza  y  el  partido  popular,  en 
el  que  fué  destruido  lo  que  quedaba  de  este  último  por  medio  de 
procesos  é  intrigas,  y  gracias  á  la  ayuda  prestada  por  Augusto  al 
partido  conservador.  Los  que  intervinieron  en  seguida  en  la  conju- 
ración también  tuvieron  naturalmente  que  participar  en  el  proceso. 


Tomo  V 


146       GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

provocarse  esa  guerra  de  que  sólo  la  gente  sin  expe- 
riencia hablaba  á  la  ligera,  como  ocurría  en  Italia.  Pero 
la  llegada  de  los  embajadores  partos  era  un  grave  su- 
ceso por  otra  razón  más:  iba  á  poner  á  prueba  de  una 
manera  definitiva,  en  su  parte  más  esencial,  la  restau- 
ración de  la  constitución  acordada  en  el  año  2"] .  Este 
grave  problema  de  política  exterior  era  el  Senado  quien, 
según  la  constitución  restablecida,  tenía  que  resolverlo, 
porque  él  sólo  era  competente  para  tratar  con  los  Es- 
tados extranjeros.  En  efecto,  Augusto  que  observaba 
escrupulosamente  la  constitución,  sobre  todo  cuando 
así  podía  evitar  alguna  responsabilidad  grave,  envió  al 
Senado  los  embajadores  del  rey  parto.  Así,  por  prime- 
ra vez  desde  la  restauración  de  la  república  y  aun  des- 
de cerca  de  medio  siglo,  el  Senado  se  veía  obligado  á 
intervenir  en  un  problema  capital  de  política  exterior, 
con  plenos  poderes  para  tratarlo  á  su  guisa,  como  en 
"  los  buenos  tiempos  de  la  república;  por  primera  vez  po- 
día volver  á  la  posesión  de  aquella  antigua  autoridad 
diplomática,  que  había  sido  la  parte  esencial  de  su  po- 
der, y  de  la  que  los  partidos  y  las  banderías  le  habían 
despojado  desde  hacía  cuarenta  años.  Es,  pues,  en  la 
historia  de  Roma  un  momento  importante  aquél  en  que, 
con  el  antiguo  ceremonial,  los  embajadores  partos  fue- 
ron introducidos  en  el  Senado.  Evidentemente,  éste  ya 
no  podría  ser  el  órgano  supremo  y,  por  decirlo  así,  el 
cerebro  del  imperio,  si  no  sabía  dirigir  la  política  exte- 
rior. Definitivamente  se  iba  á  ver  en  este  momento  si 
el  Senado  aún  poseía  bastante  vigor  para  reanudar  sus 
antiguas  funciones.  Pero  la  prueba  fué  desgraciada  para 
la  gran  asamblea.  El  Senado  volvió  á  enviar  los  emba- 
jadores á  Augusto,  encargando  al /;7;¿a^j  de  concertar 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  ^47 

un  acuerdo  con  ellos  (i).  ¿Por  qué  razones?  Los  histo- 
riadores nada  nos  dicen,  pero  no  es  difícil  de  compren- 
der que  este  Senado,  originario  de  las  guerras  civiles, 
carecía  del  valor,  de  la  inteligencia,  de  la  voluntad  ne- 
cesarios para  tratar  sobre  asunto  tan  grave.  Los  partos 
le  daban  miedo:  Augusto  podía  ocuparse  en  este  asun- 
to. Y  Augusto  se  dijo  que  haciendo  ir  y  venir  á  los  em- 
bajadores, éstos  podrían  comprender  que  todos  les  te- 
mían en  Roma;  y  así,  como  era  necesario  que  alguien 
tratase  con  los  representantes  del  imperio  parto,  con- 
sintió en  negociar.  Y  salió  del  compromiso  con  bastan- 
te habilidad.  Se  negó  á  entregar  á  Tirídates;  se  declaró 
dispuesto  á  no  ayudarle  ya  en  sus  tentativas  para  re- 
cobrar el  trono,  y  también  á  signar  un  tratado  de  amis- 
tad con  Fraates  y  á  restituirle  su  hijo;  pero  exigió  com- 
pensaciones. No  debió  tardar  mucho  en  advertir  que 
Fraates,  poco  seguro  de  su  poder,  amenazado*por  una 
revolución  y  rodeado  de  pretendientes,  deseaba  tanto 
como  él  una  paz  definitiva;  y  hábil  en  aprovecharse  de 
las  debilidades  del  adversario  como  los  diplomáticos  ro- 
manos de  la  vieja  escuela,  acabó  por  demandar  en  cam- 
bio de  sus  concesiones  y  de  un  tratado  íormal  de  amis- 
tad que  terminaría  para  siempre  con  las  guerras  entre 
los  dos  imperios,  la  restitución  de  las  enseñas  y  de 
los  prisioneros  de  las  últimas  guerras  y  el  abandono  á 
la  influencia  romana  de  Armenia  que,  después  de  Ac- 
cio, había  caído  bajo  el  protectorado  de  los  partos  (2). 


(i)     Dión,  LIII,  33. 

(2)  ídem,  Lili,  33,  sólo  dice  que  en  las  negociaciones  sólo  se  con- 
vino el  resiituir  las  enseñas  y  los  prisioneros;  pero  no  habla  de  Ar- 
menia. Me  parece  que  este  punto  también  debió  de  tratarse  en  las 
negociaciones,  pues  me  parece  difícil  que  Augusto  se  expusiese  sim- 


14°       GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

El  protectorado  de  Armenia,  inútil  por  lo  demás,  qui- 
zás debía  de  ser  en  el  pensamiento  de  Augusto  una 
compensación  que  ofrecer  á  Italia,  frustrada  en  su  de- 
seo de  realizar  la  conquista  de  Persia.  Roma  supo  pron- 
to que  Augusto  había  concertado  un  acuerdo  satisfac- 
torio con  los  partos,  y  todos  quedaron  contentos.  Pero 
nadie  se  figuró  que  en  el  momento  mismo  de  encargar 
á  Augusto  que  tratase  el  más  importante  negocio  ex- 
terior que  se  hubiese  presentado  desde  la  restauración 
de  la  república,  el  Senado  había  puesto  la  primera  pie- 
dra del  edificio  monárquico,  que  no  se  remataría  hasta 
dos  siglos  después.  Por  este  senato-consulto  el  Senado 
se  declaraba  incapaz  de  dirigir  la  política  exterior  del 
imperio;  espontáneamente  renunciaba  á  su  principal 
autoridad  para  transmitirla  á  un  hombre  y  á  una  fami- 
lia; y  así  trabajaba,  con  más  eficacia  que  Augusto,  y 
contra  la  voluntad  de  éste,  en  fundar  la  monarquía  de 
Roma.  El  día  en  que  ya  no  fuese  capaz  el  Senado,  sino 
una  familia,  de  tratar  sobre  la  política  exterior,  Roma 
tendría  verdaderamente  á  una  dinastía  dentro  de  sus 
muros  (i). 


plemente  por  Armenia,  á  riesgo  de  provoca.-  una  guerra  con  los  par- 
tos. Augusto  debía  saber  por  lo  menos  cuando  invadió  á  Armenia 
que  F'raates  estaba  dispuesto  á  cedérsela. 

(i)  Sabemos  porla  lex  regia  Vespasiani  (C.  I.  L.,  VI,  930,  v,  i) 
que  Augusto  gozó  del  derecho  de  concertar  &\iá.nz&s:  foedus  cum 
quihus  volet  faceré  liceat.  Pero  ignoramos  cuándo  se  concedió  este 
derecho  á  Augusto.  Es  posible  que  fuese  en  el  año  27,  cuando  se 
constituyó  la  autoridad  suprema  del  Estado.  Este  episodio  nos  reve- 
la a!  menos  que  en  el  año  23,  si  Augusto  poseía  ya  este  poder,  no 
quería  hacer  uso  de  él,  prefiriendo  dejar  obrar  al  Senado,  y  que  sólo 
lo  ejercitó  más  adelante.  Ya  veremos  por  qué  razones. 


LA.  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  ^49 

Pero,  mientras  que  xA.ugusto  se  ocupaba  de  las  leja- 
nas fronteras  orientales  del  Imperio,  y  el  partido  aristo- 
crático y  popular  se  preparaban  á  luchar  en  los  tribu- 
nales á  propósito  de  Primo,  el  hambre  caía  sobre  la 
ciudad  indefensa.  El  pueblo  se  limitó  a  deplorar  que 
Augusto  ya  no  fuese  cónsul,  y  á  gritar  que  si  lo  fuese, 
el  trigo  no  faltaría  ahora  (i);  pero  en  cuanto  se  empezó 
á  padecer  reciamente  del  hambre,  cuando  para  colmo  de 
desdichas  se  desbordó  el  Tíber  arrojando  de  sus  cho- 
zas á  los  pobres  plebeyos  que  ya  no  tenían  pan,  el  pue- 
blo se  alzó,  hizo  manifestaciones,  aclamó  á  Augusto 
dictador,  le  envió  diputaciones  suplicándole  que  se  en- 
cargase, como  Pompeyo  el  año  57,  de  la  anona  (2);  en 
una  palabra,  bastaron  algunos  días  para  destrizar  la 
última  reforma  constitucional  que  con  tanto  cuidado 
se  había  elaborado.  Augusto  rechazó  al  principio  esta 
dictadura  conferida  por  un  motín;  pero,  cuando  el 
pueblo  cercó  al  Senado  amenazando  con  pegar  fue- 
go á  la  curia  y  á  los  padres  conscriptos  si  no  le  ha- 
cían dictador  (3),  comprendió  que  no  podía  bromearse 
con  el  hambre  de  la  muchedumbre,  como  con  las  con- 
quistas y  los  acuerdos  diplomáticos,  y  aceptó  ocu- 
parse en  la  anona  ó  provisión  de  víveres.  Nombró  algu- 


(i)  Dión,  LIV,  I,  coloca  estos  sucesos  en  el  año  22:  pero  se  en- 
gaña: tuvieron  lugar  en  la  segunda  mitad  del  año  23.  Tenemos  de 
esto  la  prueba  en  Velej-o  Patérculo  (II,  xciv,  3),  el  cual  nos  dice  que 
Tiberio  era  cuestor  y  tenía  diecinueve  años  cuando,  mandatu  vitri- 
ci,  se  ocupaba  del  hambre.  Ahora  bien,  Tiberio  fué  cuestor  en  el 
año  23,  y,  por  lo  que  concierne  á  la  vida  de  Tiberio,  Velej'O  es  un 
historiador  más  digno  de  fe  que  Dión, 

(2Ì     Dión,  LIV,  I. 

il)     Idem,  id. 


15°       GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

nosprcrjecti  frumenti  dandi  (i),  escogiéndolos  entre  los 
antiguos  pretores.  Distribuyó  trigo  (2),  é  hizo  que  lo 
buscasen  por  todas  partes.  Para  dar  ejemplo  á  la  pere- 
zosa nobleza  confió  á  Tiberio  la  misión  de  descargar  el 
trigo  en  Ostia  y  de  transportarlo  á  Roma  (3).  ¡Así,  un 
Claudio,  el  descendiente  de  una  de  las  familias  más  no- 
bles y  altivas  de  Roma,  iba  á  ocuparse  en  transportar 
trigo  á  la  capital,  casi  como  un  segundo  Egnacio  Rufo! 
Pero  este  joven  poseía  verdaderamente  algunas  de  esas 
cualidades  de  la  antigua  aristocracia,  que  apenas  se  en- 
contraban ya  más  que  en  los  libros:  la  energía,  la  serie- 
dad, el  deseo  de  adquirir  notoriedad.  Así  es  que  desem- 
peñó muy  bien  su  modesta  misión  (4).  Y,  sin  embargo, 
la  gente  no  se  calmó.  El  descontento  producido  por  el 
hambre  aún  había  comunicado  fuerza  al  movimiento 
puritano;  cuando  se  hubo  renunciado  á  la  idea  de  hacer 
á  Augusto  dictador,  comenzaron  á  proponerle  censor 
vitalicio.  Era  evidente  que,  sin  una  inspección  más  ri- 
gurosa de  las  costumbres,  el  Estado  iba  á  disolverse: 
nadie  mejor  que  Augusto  podía  ei'ercer  esa  inspección. 
Augusto,  que  no  hubiese  querido  este  nuevo  y  difícil 
cargo,  pero  que  tampoco  tenía  el  valor  de  oponerse  al 
violento  deseo  popular,  propuso  al  Senado  una  transac- 
ción: se  celebrarían  las  elecciones  de  censores.  En  efec- 
to, dos  personajes  eminentes  resultaron  electos.  Lucio 


(i)     Dión,  LIV,  I. 

(2)  Mon.  Anc,  III,  2  (lat.)- 

(3)  Por  lo  menos  me  parece  que  se  puede  interpretar  así  el  pasa- 
je algo  vago  de  Veleyo  Patérculo  (II,  xciv,  3).  Véase  Suetonio, 
Tib.,  8. 

(4)  Veleyo  Patérculo,  II,  xciv,  3. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  'S^ 

Munacio  Planeo  y  Paulo  Emilio  Lèpido  (i).  Pero  el  pú- 
blico no  quedó  satisfecho.  Continuò  pidiendo  aún  que 
Augusto  obtuviese  la  dictadura  ó  la  censura,  esto  es, 
una  forma  de  autoridad  fuerte  y  rápida,  y  con  tanta  in- 
sistencia lo  hizo,  que  Augusto  tuvo  al  fin  que  recurrir 
á  una  transacción.  No  quiso  el  nombre  ni  la  verdadera 
autoridad  de  dictador  ó  de  censor:  aceptó — y  cier- 
tamente con  intención  de  servirse  solamente  de  él  para 
proveer  á  la  anona — que  el  Senado  le  concediese  el 
poder  de  promulgar  edictos,  como  si  fuese  cónsul,  cada 
vez  que  lo  considerase  oportuno  para  el  bien  público, 
es  decir,  que  se  ampliase  el  poder  discrecional  de  velar 
por  las  provincias  que  se  le  había  dado  algunos  meses 
antes  incluyendo  á  Roma  é  Italia  (2).  Fué,  pues,  inves- 
tido de  una  semidictadura. 


(i)     Dión,  LIV,  2. 

(2)  Dión  (LIV,  I  y  2),  no  dice  exactamente  esto;  pero  la  conjetu- 
ra me  parece  verosímil  por  la  siguiente  razón.  Sabemos  por  la  lex  de 
imperio  Vespasiani  que  Augusto  tuvo  este  poder  (C.  I.  Z..,  Vil,  930, 
17-19):  iitique  quaainique  ex  usu  reipubliccc  maiestate  divinanim 
htíma\rid\rii77i  piíbíicantm  privatarH?nqne  renim  esse  censebii,  ei 
agere  faceré  jus  potestasque  sit  ita  liti  divo  Augusto...  Dión  no 
nos  dice  en  ninguna  parte  cuándo  obtuvo  Augusto  ese  poder;  ha 
olvidado  decírnoslo  en  el  momento  oportuno,  y  á  nosotros  nos  toca 
buscar  el  punto  en  que  se  incurrió  en  este  olvido,  para  reparar- 
lo. Creo  que  es  este  el  momento  que  mejor  le  conviene.  Además, 
el  mismo  Dión  alude  á  algo  semejante  cuando  dice  que  Augusto 
podía  rechazar  la  dictadura:  tt^v  ts  yàp  á^o-jaiav  xal  ty^v  xiY(¡ív  y.aí 
ÚTiáp  S'.xxaTÓpag  s/wv.  Esta  frase  alude  á  algún  vasto  poder  á  ejer- 
cer en  Roma  y  en  Italia,  sin  el  cual  no  se  comprendería  por  qué 
dice  Dión  de  Augusto  que  era  más  poderoso  que  un  dictador.  Ade- 
más, no  sólo  vemos  este- año  y  el  siguiente  obrar  á  Augusto  con  la 
autoridad  de  un  censor  para  suplir  la  insuficiencia  de  los  dos  censo- 
res nombrados  por  el  pueblo,  sino  que  también  le  vemos  en  los  años 


152  GRANDEZA  Y  DECADENCIA   DE  ROMA 

En  medio  de  estos  tormentos  se  llegó  á  fines  del  año 
23:  pero  nadie,  ni  siquiera  Augusto,  se  había  enterado 
de  lo  ocurrido  este  año,  ni  de  la  verdadera  importancia 
de  este  movimiento  popular  provocado  por  el  hambre, 
que  había  empujado  otra  vez  al  Estado  hacia  la  dicta- 
dura, mientras  que  en  el  decurso  del  año  la  enfermedad 
de  Augusto  parece  haberle  inclinado  otra  vez  hacia  las 
estrechas  formas  republicanas.  En  realidad,  este  poder 
de  redactar  edictos,  que  el  Senado  había  votado  apre- 
suradamente, entre  los  gritos  de  la  plebe  hambrienta, 
es  un  germen  del  que  surgirá  el  despotismo  monárqui- 
co. A\  principio  sólo  será  un  tallo;  pero  pronto  se  con- 
vertirá en  arbusto  vigoroso,  árbol  gigantesco  que  cu- 
brirá con  sus  ramas  todo  el  imperio.  Pero,  como  es  na- 
tural, los  contemporáneos  preocupados  sólo  del  presen- 
te, no  tuvieron  ninguna  idea  de  esto.  Por  otra  parte, 
tenían  demasiados  cuidados  inmediatos  para  no  pensar 
mucho  en  im  lejano  porvenir.  Á  principios  del  año  22 
Marcelo  fué  atacado  de  la  enfermedad  que  el  año  prece- 


siguientes  obrar  con  amplios  poderes  aun  para  cosas  que  no  tenían 
relación  con  la  censura,  puesto  que  llegó  á  nombrar  una  especie  de 
gobernador  de  Roma  y  á  crear  un  cónsul.  Pero  esto  no  puede  haber- 
lo hecho  de  una  manera  arbitraria,  sin  haber  sido  autorizado  por  al- 
guna fórmula  legal.  Por  otra  parte,  ¿qué  momento  podía  convenir 
mejor  al  veto  de  este  senato-consulto,  que  aquél  en  que  todo  el  pue- 
blo deseaba  tener  á  Augusto  por  dictador  y  estaba  indignado  por  la 
insuficiencia  de  los  dos  nuevos  censores?  Este  acto  se  ofrece  enton- 
ces como  una  transacción  y  se  explica  por  la  incapacidad  de  los  dos 
censores.  Tan  viva  fué  la  irritación  pública,  que  Augusto,  no  que- 
riendo la  dictadura  ni  la  censura  vitalicia,  consintió  en  aceptar  este 
vago  poder  discrecional  que  le  ofrecía  el  medio  de  intervenir,  si  era 
necesario,  en  los  negocios  de  Italia,  como  podía  ya  intervenir  en  los 
-asuntos  de  las  provincias. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  153 

dente  puso  en  peligro  de  muerte  á  Augusto;  pero  ahora 
fué  en  vano  que  Antonio  Musa  recomendase  los  baños 
fríos:  Marcelo,  el  único  descendiente  varón  de  César, 
murió  (i).  Entre  tanto,  las  medidas  adoptadas  por  el 
curato)'  de  la  anona  y  también  la  nueva  cosecha,  ha- 
cían cesar  paulatinamente  el  hambre;  el  pueblo  se  tran- 
quilizaba; Augusto  seguía  embarazado  con  la  semidic- 
tadura,  de  la  que  no  sabía  qué  hacer,  ó  mejor,  de  la  que 
no  quería  hacer  ningún  uso;  y  dos  censores,  nueva- 
mente electos,  Munacio  y  Paulo,  fracasaban  completa- 
mente en  su  misión.  Ambos  censores  empezaron  en  se- 
guida á  reñirse:  al  cabo  de  poco  tiempo,  Paulo  había 
muerto.  Además,  Munacio  era  un  hombre  viciosísimo 
para  podef  corregir  las  costumbres  de  los  demás:  luego 
ni  uno  ni  otro  hicieron  nada  (2).  Fué  ésta  una  nueva 
desilusión  para  el  partido  puritano,  cuya  irritación  era 
ya  tan  grande.  Augusto  se  inquietó;  y  para  que  la  de- 
cepción no  fuese  muy  grande,  creyó  necesario  reparar 
en  parte  la  escandalosa  negligencia  de  los  dos  censores, 
haciendo  uso  de  su  poder  semidictatorial  (3)  contra 


(i)  Dión,  Lili,  39.  Marcelo  debió  morir  en  el  año  22  3'  no  en  el 
23,  como  generalmente  se  cree.  En  efecto,  Veleyo  Patérculo  dice 
(II,  93)  que  Marcelo  murió  ante  triennium  fere  quan  Egnatiaimm 
sceliiser  umperet;  y  el  Egnatiamim  scelus,  es  del  año  19.  El  pasaje 
de  Plinio  (H.  AL,  XIX,  i,  24)  sólo  demuestra  que  murió  después  de 
i.°  de  Agosto  del  año  23,  3^  no  que  muriese  en  el  23. 

(2)  Veleyo  Patérculo,  II,  xcv,  3. 

(3)  Comparando  el  pasaje  de  Dión  (LIV,  2)  con  el  de  Veleyo  Pa- 
térculo (n,  xcv,  3)  se  advierte  de  clara  manera  cómo  la  distancia  en 
el  tiempo,  los  conocimientos  superficiales  y  las  ideas  que  recibía  del 
régimen  monárquico  en  el  cual  vivía,  han  alterado  en  Dión  la  verdad 
en  lo  que  concierne  al  gobierno  de  Augusto  obligándole  á  equivo- 
carse sobre  cosas  mu3'  importantes.  Dión  nos  dice  que  Augusto  «aun- 


'54        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

los  más  graves  abusos.  Prohibió  á  los  caballeros  y  á  los 
hijos  de  los  senadores  que  saliesen  á  la  escena;  también 
prohibió  ciertos  banquetes  públicos,  y  para  otros  limitó 
el  gasto;  confió  el  cuidado  de  los  juegos  á  los  pretores; 
concedió  subsidios  del  Tesoro  para  cada  uno  y  fijó  el 
mismo  gasto  para  todos;  limitó  el  número  de  los  gla- 
diadores; en  fin,  se  ocupó  en  organizar  un  servicio  para 
la  extinción  de  incendios,  comprendiendo  que  no  se 
podía  obligar  al  pueblo  que  dejase  arder  sus  casas,  con 
el  pretexto  de  que  la  aristocracia  detestaba  á  Egnacio 
Rufo,  é  imitó  á  éste,  al  que  se  le  censuró  por  lo  mismo. 
Encargó  á  los  ediles  curules  que  ordenasen  apagar  los 
incendios,  entregándoles  seiscientos  esclavos,  es  decir, 
un  personal  más  numeroso  que  el  que  habían  tenido 
hasta  entonces  (i).  Al  mismo  tiempo  recomenzaba  la 
lucha  entre  demócratas  y  atistócratas  á  propósito  de 
Primo,  y  con  tal  encarnizamiento,  que  lograron  arras- 
trar á  Augusto,  el  cual  hubiese  querido  permanecer  es- 
pectador imparcial.  Primo   no  podía  negar  que  había 


que  se  hubiesen  elegido  los  censores,  ejerció  muchas  de  sus  funcio- 
nes». Parece,  pues,  que  nos  encontramos  ante  una  usurpación  dinás- 
tica. En  cambio,  al  decirnos  Veleyo  Patérculo  lo  que  Dión  ha  olvida- 
do, que  los  dos  censores  se  mostraron  incapaces  por  múltiples  razo- 
nes de  desempeñar  su  cargo,  nos  hace  comprender  la  intervención  de 
.augusto.  La  gente,  que  por  tanto  tiempo  había  cifrado  sus  esperan- 
zas en  la  obra  de  los  censores,  debió  quedar  muy  descontenta  de  su 
incapacidad,  5''  .augusto,  como  de  costumbre,  tuvo  que  esforzarse  en 
remediarla.  ¿Con  qué  poderes?  Es  un  misterio,  si  no  se  admite  que  el 
año  precedente  se  le  concedió  á  Augusto  el  poder  de  redactar  edic- 
tos con  fuerza  de  lej',  siempre  que  lo  considerase  oportuno.  Tales, 
fueron  las  primeras  aplicaciones  de  este  poder. 
(I)     Dión,  LI V,  3. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO 


155 


emprendido  su  expedición  sin  estar  autorizado  por  el 
Senado;  mas  para  defenderse,  tan  pronto  decía  que  ha- 
bía sido  Augusto,  esto  es,  el  generalísimo,  como  Mar- 
celo, quien  le  había  dado  la  orden  (i).  Es  evidente  que 
Primo  inventaba  estas  justificaciones,  pues  no  se  atre- 
vió á  citar  á  Augusto  como  testigo  (2);  pero  también 
confiaba  en  que  Augusto  no  le  desmentiría.  Por  otra 
parte,  los  acusadores  de  Primo  esperaban  tan  poco  de 
la  complacencia  de  Augusto,  que  ellos  también  se  abs- 
tuvieron de  citarle  como  testigo:  hasta  el  punto  de  que 
el  proceso  parecía  depender  de  este  testigo  que  acusa- 
dores y  defensores  encontraban  todos  los  días  en  el 
foro,  y  al  que  nadie  quería  interrogar.  Pero  el  día  del 
proceso  se  presentó  el  mismo  Augusto  ante  el  tribunal 
y  en  su  deposición  afirmó,  á  pesar  de  las  invectivas  de 
los  defensores,  que  no  había  dado  ninguna  orden  al  go- 
bernador de  Macedonia  (3).  Augusto  añadió  de  este 
modo  la  condena  de  Primo  á  la  serie  de  compensacio- 
nes, con  cu3.'a  ayuda  quería  hacer  olvidar  á  la  nobleza 
las  proscripciones,  Filipos,  las  confiscaciones,  el  exter- 
minio de  la  familia  de  Pompeyo,  la  tiranía  del  triunvi- 
rato. Y  la  nobleza  se  alegró  tanto  de  esta  intervención 
de  Augusto,  que  inmediatamente  hizo  que  el  mismo 
Senado  le  autorizase  para  convocarlo  á  su  guisa,  como 
si  fuese  cónsul  (4). 

El  partido  democrático  se  irritó  grandemente,  y  no 


(i)     Dión,  CIV,  2. 

(2)  En  efecto,   Augusto   s;   ts 
r,}M.  (Dión,  LIV,  3). 

(3)  Dión,  LIV,  3. 
(^4)     ídem,  id. 


cr/.aaxr,pLOV    a'jxezaYY-^'^ 


156  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

se  sabe  con  precisión  lo  que  ocurrió  entonces.  Parece 
ser  que  un  tal  Castricio  le  advirtió  (i)  que  velase  por 
su  persona,  pues  Murena,  Fannio  Pisón  y  otros  jefes 
del  partido  democrático  —  excepto  Egnacio  Rufo  (2) — 
indignados  por  su  declaración,  tramaban  una  conjura- 
ción para  asesinarle  como  á  César.  ¿Era  seria  la  conju- 
ración, ó  se  reducía  á  algún  proyecto  inconsiderado 
concebido  inmediatamente  después  del  proceso  de  Pri- 
mo, durante  el  hervor  de  la  cólera  (3)?  Imposible  es  de- 
cirlo. En  cambio,  es  seguro  que  Augusto,  que  se  es- 
pontaneó con  Mecenas,  se  inclinó  al  principio  á  ahogar 


(i)  Suetonio,  Aug.,  56.  La  conjuración  de  Murena,  imposible  en 
el  23,  debe  ser  del  año  22;  por  consecuencia,  Murena  no  es  el  cón- 
sul del  año  23  que  debió  de  morir  antes  de  entrar  en  funciones;  y  el 
fragmento  de  los  fastos  consulares  que  le  concierne  debe  de  com- 
pletarse así:  antequan  iniret,  mortuus  est.  No  puedo  asociarme  á  la 
opinión  contraria  de  Vagliari  (Rendiconti  dell' Academia  dei  Li?icei, 
19  de  Diciembre  de  tSgy,  págs  551  y  sig.)  por  dos  razones  principa- 
les: i,^  porque  Velej'o  Patérculo  (II,  93)  nos  dice  que  la  muerte  de 
Marcelo  sobrevino  cif'ca  JSIurence.  Ceepionisgiie  conjuratiofiis  tem- 
i>us;  y  hemos  visto  que  Marcelo  murió  en  el  año  22;  2.^  porque  Dión 
(LIV,  3)  nos  dice  claramente  que  la  conjuración  tuvo  lugar  á  continua- 
ción y  como  consecuencia  del  proceso  de  Primo.  Ahora  bien,  no  es 
dudoso  que  el  proceso  de  Primo  ocurrió  cuando  Augusto  ya  no  era 
cónsul:  tan  cierto  es  esto,  que  los  acusadores  de  Primo  le  hicieron 
conceder  la  autorización  de  convocar  el  Senado,  que  era  un  derech» 
de  los  cónsules.  Si  hubiese  sido  cónsul,  este  nuevo  poder  resultaría 
ya  inútil,  puesto  que  lo  llevaba  anejo.  Ahora  bien,  cuando  August» 
abdicó  el  consulado  su  colega  era  Calpurnio  Pisón.  Luego  es  vero- 
símil que  Murena  había  muerto. 

(2)  Egnacio  no  quedó  incluido  en  el  proceso,  pues  más  tarde 
volveremos  á  encontrarle. 

(3)  Dión  (Lili  3)  nos  dice  que  mucha  gente  no  tomó  en  serio  la 
conjuración  ni  las  acusaciones. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  157 

el  asunto.  Pero  la  conversación  se  propalò,  según  pa- 
rece, por  culpa  de  Mecenas  y  de  su  mujer,  que  era  her- 
mana de  Murena  (i).  Y  se  empeñó  una  nueva  lucha  de 
odios,  de  persecuciones,  de  calumnias  y  de  venganzas 
contra  ے  princeps.  Por  su  poder  tribunicio,  Augusto  era 
un  personaje  sacrosanto;  luego  una  conjuración  contra 
él  era  uno  de  los  más  graves  sacrilegios.  El  público,  que 
admiraba  á  Augusto  y  que  se  había  vuelto  muy  piado- 
so, se  excitó  aún  más  que  de  costumbre,  perdió  com- 
pletamente el  juicio,  y  sin  querer  examinar  de  cerca  los 
entuertos  ó  la  inocencia  de  cada  cual,  sólo  reclamó  con- 
denas: acusar  á  un  conjurado  se  hizo  de  moda,  una 
manera  segura  de  adquirir  fácilmente  popularidad;  bas- 
taba un  vago  indicio,  un  falso  testimonio,  una  nadería, 
en  fin,  para  convencer  de  que  un  tranquilo  ciudadano 
era  un  asesino.  Y  en  seguida  la  parte  de  la  nobleza  se 
aprovechó  de  esta  disposición  del  ánimo  para  extermi- 
nar los  últimos  restos  del  partido  popular;  todos  los 
que  se  sentían  ambiciosos  y  que  se  inclinaban  hacia  las 
nuevas  ideas  conservadoras,  escogieron  á  un  adversa- 
rio y  acusaron  á  alguien;  la  conjuración  contra  Augus- 
to se  convirtió  en  pretexto  de  una  persecución  sal- 
vaje, en  la  cual  se  desencadenaron  sobre  algunas  víc- 
timas casi  inocentes  los  últimos  rencores  de  las  guerras 
civiles.  Algunos  hombres  serios  y  valerosos  se  atrevie- 
ron á  resistir  la  locura  general  protestando  contra  las 
acusaciones  sin  pruebas  ó  negándose  á  condenar  cuan- 
do eran  jueces,  ó  bien  manifestando  su  simpatía  por 
los  condenados  (2);  pero  sus  protestas  carecieron  de 


(i)     Suetonio,  Aug.^  66. 
(2)     Dión,  LIV,  3. 


15^  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

eficacia.  Mediante  estas  acusaciones,  muchos  jóvenes 
se  adhirieron  públicamente  al  nuevo  partido  de  la  no- 
bleza que  deseaba  destruir  la  tradición  democrática  y 
restaurar  en  lo  posible  la  antigua  política  aristocrática 
y  conservadora.  En  el  número  de  éstos  figuraba  Tibe- 
rio, que  acusó  á  Cepión  (i). 

Augusto  no  incitó  á  la  persecución,  ni  tampoco  hizo 
nada  por  contenerla;  pero  se  asustó  tanto  de  este  furor 
popular  y  de  la  facilidad  con  que  se  condenaba  á  ino- 
centes y  culpables,  que  propuso  una  ley  para  que  en 
adelante  fuese  indispensable  la  unanimidad  de  sufragios 
antes  de  condenar  á  un  hombre  (2).  Luego,  se  dio  prisa 
en  partir.  Para  él  existía  en  Roma  un  peligro  más  grave 
y  continuo  que  las  emboscadas  de  las  conjuraciones;  la 
admiración  popular  que  le  perseguía  sin  tregua,  que 
le  había  elegido  cónsul,  no  obstante  sus  protestas,  para 
el  año  21,  y  que  le  obligaba  cada  instante  á  emplear  los 
poderes  de  su  dictadura.  En  efecto,  cediendo  á  los  rue- 
gos, y  más  aún  á  la  necesidad,  había  tenido  que  recu- 
rrir á  ellos  cada  vez  más,  en  cierto  negocio  de  escasa 
importancia,  pero  muy  apremiante.  Toda  Italia  se  la- 
mentaba de  la  desaparición  misteriosa  de  gente  que, 
según  se  decía,  se  habían  apoderado  de  ella  algunos 
propietarios  poco  escrupulosos  para  encerrarla  en  cala- 
bozos mientras  duraba  la  anarquía  de  la  revolución;  por 
todas  partes  se  decía  que  durante  los  años  en  que  las 
facciones  habían  reclutado  tantas  legiones,  muchos 
propietarios  abrieron  sus  prisiones  á  los  jóvenes  que 
deseaban  eludir  el  reclutamiento,  ofreciéndoles  que  los 


(r)     Suetonio,  Tib.,  S. 
(2)     Dión,  LIV,  4. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  ^59 

harían  pasar  por  esclavos,  pero  que  después  los  conser- 
varon á  buen  recaudo.  Persuadido  de  que  los  magistra- 
dos ordinarios  no  atinarían  á  hacer  nada,  Augusto,  que 
ya  había  podido  felicitar  á  Tiberio  por  su  misión  anonal, 
le  encargó  de  inspeccionar  las  prisiones,  de  interrogar  á 
los  esclavos  y  de  quebrantar  las  cadenas  de  los  hom- 
bres libres  retenidos  de  esa  manera  (i).  En  fin,  después 
de  haber  renunciado  al  consulado  y  restituido  al  Sena- 
do la  Narbonesa  y  Chipre,  Augusto  partió  en  la  segun- 
da mitad  del  año  22,  huyendo  de  su  dictadura,  por  de- 
cirlo así;  y  se  dirigió  á  Sicilia,  donde  quena  hacer  la 
primera  etapa  de  su  viaje  para  acabar  de  establecer  en 
diferentes  ciudades  de  la  costa — ^cuyo  número  y  nom- 
bre ignoramos  á  punto  fijo — algunas  colonias  de  vete- 
ranos de  Accio  (2),  Pero  la  dictadura  se  encargó  de 
perseguir  otra  vez  al  que  la  eludía.  Mientras  se  ocupa- 
ba de  las  colonias,  se  le  incorporó  á  Augusto  una  dipu- 
tación de  ciudadanos  eminentes,  venidos  de  Roma  para 
suplicarle  que  regresase.  Como  había  que  elegir  al  cón- 
sul que  ocupase  el  puesto  dejado  vacante  por  él,  y 
como  se  habían  presentado  candidatos  Quinto  Lèpido  y 
Marco  Silano,  otra  vez  estallaron  grandes  desórdenes,  y 
no  encontrándose  ninguna  autoridad  para  reprimirlos, 
no  se  había  podido  proceder  á  la  elección.  Augusto,  y 
sólo  Augusto  era  el  que  siempre  hacía  falta  en  todas 
las  circunstancias  y  menesteres:  mercader  de  trigo, 
banquero  del  Estado,  conquistador,  reparador  de  cami- 


(i)     Suetonio,  Tib.,  8. 

(2)  Dión,  LIV,-  6-7;  Plinio,  H.  N.,  IH,  viii,  8;  C.  I.  Z.,  X,  7.345; 
Estrabón,  VI,  11,  5.  Sólo  sabemos  que  en  Siracusa  se  fundó  este  año 
una  colonia.  No  hají-  acuerdo  sobre  si  Augusto  fundó  otra  en  Palermo. 


1 6o        GRANDEZA  V  DECADENCIA  DE  ROMA 

nos,  jefe  de  policía.  Ambos  candidatos  acudieron  en  su 
busca,  después  de  la  comisión,  para  abogar  por  su  cau- 
sa. Pero  Augusto  no  quiso  \'olver;  reprendió  á  los  dos 
candidatos  y  les  invitó  á  no  volver  á  Roma  hasta  des- 
pués de  la  elección;  hasta  el  punto  que  el  i.°  de  Enero 
del  año  21,  aún  no  se  había  podido  elegir  al  otro  cón- 
sul. Augusto  comprendió  que  era  necesario  hacer  algo, 
y  se  decidió  á  usar  de  nuevo  y  más  ampliamente  de  sus 
poderes  discrecionales,  enviando  á  Agripa  á  Roma  en 
calidad  de  gobernador.  La  muerte  de  Marcelo  había 
aproximado  á  los  dos  antiguos  amigos;  las  dificultades 
de  Roma  obligaron  á  Augusto  á  reconciliarse  en  seguida 
con  Agripa;  le  hizo  casarse  con  Julia,  la  viuda  de  Mar- 
celo y,  en  virtud  de  sus  poderes  discrecionales,  le  con- 
cedió el  gobierno  de  Roma  que  en  el  año  26,  al  cabo  de 
seis  días,  había  abandonado  Mésala.  Haciendo  á  Agripa 
yerno  suyo,  iba  á  estimular  su  celo  y  á  darle  más  auto- 
ridad cerca  del  pueblo  (i).  Así,  en  la  primavera  del 
año  21,  se  hizo  á  la  vela  con  rumbo  á  Grecia.  Pero,  á 
pesar  de  todos  sus  esfuerzos  para  devolver  á  la  ciudad 
su  antigua  constitución,  á  pesar  del  retorno  al  espíritu 
aristocrático  y  al  culto  de  la  tradición  republicana, 
Augusto  se  había  visto  obligado  á  asumir  y  ejercer  en 
diferentes  ocasiones  la  autoridad  de  un  dictador;  y  para 
no  convertirse  completamente  en  dictador,  no  encon- 
tró otro  medio  que  huir  lejos. 

Sin  embargo,  el  plan  de  su  viaje  se  había  alargado. 
Sea  que,  como  da  á  entender  Dión  en  un  pasaje,  el  rey 
de  los  partos  por  haber  recobrado  á  su  hijo  tardaba  de- 
masiado en  cumplir  los  compromisos  que  había  adop- 

(i)     Dión,  LIV,  6. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO 


i6i 


tado;  sea  porque  quiso  deslumhrar  á  Italia  con  un  gol- 
pe teatral  efectista  y  poco  peligroso,  lo  cierto  es  que 
Augusto  se  decidió  á  invadir  á  Armenii  con  un  ejército. 
Sabía  cuan  fácil  era  aplastar  á  las  pequeñas  monarquías 
de  Oriente;  si,  cuando  un  ejército  romano  hubiese  in- 
vadido á  Armenia  el  rey  de  los  partos  le  enviaba  las  en- 
señas y  los  prisioneros,  sería  fácil  hacer  creer  á  Italia 
que,  invadiendo  á  Armenia,  Augusto  había  obligado  al 
rey  parto  á  implorar  la  amistad  de  Roma. 


Tomo  V 


Oriente. 

Cuando,  en  el  año  146  antes  de  nuestra  Era,  Roma 
declaró  á  Grecia  provincia  romana,  este  país  se  desli- 
zaba desde  mucho  tiempo  antes  por  la  pendiente  de 
una  decadencia  general.  Los  imperios  territoriales  y 
marítimos  se  habían  desmembrado;  su  supremacía  co- 
mercial ya  no  existía;  sus  capitales  se  habían  consumi- 
do y  sus  industrias  arruinado;  las  artes  y  los  estudios 
habían  periclitado;  en  fin,  todas  las  fuentes  de  la  anti- 
gua riqueza  se  habían  secado.  En  Laconia  se  vieron 
apagar  las  fraguas  que  fabricaron  tantas  espadas,  lan- 
zas y  cascos,  tantos  trépanos,  limas  y  martillos  (i);  se 
habían  cerrado  en  Argos  las  fundiciones  de  bronce,  an- 
tes tan  activas  y  renombradas  (2);  en  Sicione  los  talle- 
res de  sus  artistas,  antaño  tan  célebres  (3);  Egina  ha- 
bía perdido  paulatinamente  su  marina  mercante  y  ce- 


fi)    Jenofonte  (//e/.,  III,  iii,  7)  habla  de  esta  industria,  de  la  que 
j-a  no  se  trata  en  tiempos  del  imperio. 

(2)  Pindaro,  en  Aten.,  I,  50  (28];  I,   49  (27  D);   Folión,   I,   149; 
Elio,  V.  h.,  III,  25.  Ya  no  se  habla  en  adelante  de  esta  industria. 

(3)  Plinio,  XXXVI,  IV,  I. — Estrabón,  vi,  23. 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  163 

rrado  sus  célebres  fundiciones  de  bronce;  sus  fábricas 
de  menudencias,  que  hoy  llamaríamos  de  quincallería, 
y  en  las  que  eran  una  especialidad  (i);  toda  la  maravi- 
llosa fortuna  de  Atenas  quedó  enterrada  bajo  las  ruinas 
de  su  imperio  marítimo.  Su  imperio  murió  el  día  en 
que,  habiendo  perdido  el  imperio  de  los  mares,  ya  no  le 
fué  posible  sostenerlo  con  toda  suerte  de  apo3^os  y  pri- 
vilegios; la  repiiblica  tuvo  que  suspender  los  enormes 
gastos  que  hacía  para  la  flota,  el  ejército,  los  trabajos 
públicos,  el  día  en  que  se  vio  privada  de  los  tributos  de 
los  aliados;  con  el  imperio  ateniense  se  desplomó  ese 
sistema  de  posesiones  territoriales,  mediante  el  cual  los 
atenienses  podían  consumir  en  Atenas  los  productos 
de  los  campos,  de  los  bosques,  de  las  minas  situadas 
en  todas  partes.  De  aquí  resultó  una  ruina  general:  la 
industria  naval  de  los  astilleros  del  Píreo  sucumbió, 
como  la  industria  de  las  armas;  pasó  la  voga  de  esos 
antiguos  vasos  rojos  y  negros,  con  los  cuales  había 
adornado  Atenas  durante  siglos  enteros  las  casas  de 
los  ricos  en  todas  las  regiones  del  Mediterráneo:  las 
minas  de  plata  de  Laurio,  primera  fuente  de  la  riqueza 
ateniense,  también  se  agotaron;  y  también  se  vio  em- 
pobrecer y  casi  desaparecer  todos  los  oficios  y  todas 
las  artes  que  habían  laborado  por  las  necesidades  y  por 
el  lujo  de  Atenas,  cuando  la  opulenta  ciudad,  metrópo- 
li de  un  vasto  imperio  y  centro  de  un  importante  co- 
mercio, se  convirtió  en  la  capital  despoblada  de  un  pe- 
queño país  de  40  millas  cuadradas,  que  3/^a  sólo  podía 


(i)  Blümmer:  L' Attività  iiidiistriale  del  popoli  dell'  antichità 
c'assica,  en  la  Biblioteca  di  Storia  Economica.  Milán,  Società  Edi- 
trici Libraria,  voi.  II,  i.^  parte,  pág.  592. 


164        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

exportar  un  poco  de  aceite,  una  poca  de  miel,  un  poco 
de  mármol  y  algunos  perfumes  renombrados,  última 
resto  del  vasto  «imperio  de  los  negocios»,  cuyo  cetro  le 
había  pertenecido  en  otro  tiempo  (i).  Sólo  Corinto  se- 
guía próspera  por  su  comercio  y  su  industria,  en  medio 
de  la  general  decadencia.  Por  otra  parte,  la  decadencia 
de  las^raíides  ciudades  industriales  y  comerciales  em- 
pobrecían por  contragolpe  á  toda  Grecia,  á  los  campos, 
donde  los  cultivos  ya  no  producían  nada,  á  las  ciuda- 
des secundarias  donde  los  artesanos  ya  no  encontra- 
ban trabajo;  pero  al  mismo  tiempo,  en  todas  partes,  en 
los  campos  más  remotos  como  en  las  pequeñas  y  gran- 
des repúblicas,  á  medida  que  la  nación  se  empobrecía, 
los  campesinos  abandonaban  las  tierras  y  se  acogían  á 
las  ciudades,  y  en  ellas,  lejos  de  desaparecer,  seguían 
desarrollándose  con  nueva  fuerza  todos  los  vicios  que 
la  opulencia  había  engendrado:  el  lujo,  el  ansia  de  pla- 
ceres, la  codicia,  la  pasión  del  juego,  el  espíritu  de  in- 
triga y  la  rivalidad,  el  orgullo  municipal.  Así,  un  mal 
terrible  había  desgarrado  á  Grecia  hasta  la  conquista 
romana.  Así',  para  conservar  en  las  ciudades  un  esplen- 
dor artificial,  para  pagar  á  los  artistas  y  á  los  obreros, 
para  conservar  las  escuelas  de  atletas,  los  grandes  jue- 
gos y  las  tradiciones  intelectuales,  para  satisfacer  las 
ambiciones  y  también  los  rencores  de  los  numerosos 
oligarcas  políticos  de  las  grandes  y  pequeñas  ciudades, 
Grecia  dilapidó  á  la  ligera  todas  las  riquezas  acumula- 
das por  sus  antepasados:  en  todas  partes  empeñó  y 
comprometió  su  porvenir.  Los  partidos  y  las  ciudades 


(_i)      Véase  Blünrner,  obra  citada,  págs.  562  y  sig. 


LA  REPÚBLICA   DE  AUGUSTO  165 

buscaron  en  las  guerras  y  en  las  revoluciones,  en  las 
rapiñas  y  en  las  violencias,  una  parodia  del  antiguo  po- 
der: estas  guerras,  estas  revoluciones,  las  orgías,  los 
placeres,  el  lujo  privado  y  público,  aún  empobrecieron 
más  á  todas  las  regiones;  el  celibato  y  las  deudas — es- 
tos dos  terribles  azotes  del  mundo  antiguo  que,  hasta 
en  las  épocas  más  prósperas,  padeció  siempre  de  la  fal- 
ta de  capitales  y  de  la  escasez  de  población  —  llevaron 
la  desolación  hasta  los  campos.  Pero  poco  á  poco  las 
grandes  propiedades  laboreadas  por  esclavos,  y  hasta  el 
desierto  mismo,  ocuparon  el  lugar  de  regiones  en  otro 
tiempo  muy  pobladas,  mientras  que  en  las  ciudades,  á 
pesar  de  los  esfuerzos  desesperados,  languidecían  las 
artes;  las  costumbres  se  corrompían,  se  arruinaban  las 
instituciones;  la  miseria  y  la  disipación  —  que  siempre 
van  juntas  —  invadían  los  palacios  de  los  grandes,  las 
casas  de  los  mercaderes  y  las  pobres  mansiones  de  los 
campesinos. 

Por  esta  funesta  pendiente  resbalaba  Grecia  cuando 
Roma  extendió  su  mano  sobre  ella.  No  fué  para  dete- 
nerla en  mitad  de  su  caída,  sino  para  precipitarla  más 
rápidamente  en  el  fondo  del  abismo.  Si  quiere  compren- 
derse lo  que  verdaderamente  fué  el  imperio  romano, 
conviene  despojarse  de  uno  de  los  errores  más  invete- 
rados y  difundidos,  y  que  consiste  en  creer  que  Roma 
administraba  sus  provincias  con  amplias  miras,  velando 
por  el  interés  general  y  con  arreglo  á  principios  sabios 
y  bienhechores  que  tendían  sobre  todo  á  realizar  el  bien- 
estar de  los  subditos.  Jamás  los  países  sometidos  se  han 
administrado  con  tal  espíritu  por  Roma  ni  por  ningún 
otro  imperio;  jamás — ^si  no  es  por  accidente — una  domi- 
naci jn  ha  sido  ventajosa  para  los  subditos;  y,  al  contra- 


i66 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


rio,  siempre  los  dominadores  han  procurado  obtener  el 
mayor  beneficio  con  elmenor  riesgo  y  esfuerzo  posible. 
En  realidad,  Roma  había  dejado  en  Grecia,  como  en 
todos  los  países  sometidos,  que  las  cosas  siguieran  su 
curso  natural,  lo  mismo  para  lo  bueno  que  para  lo  malo, 
hasta  que  resultase  un  peligro  para  ella.  Sometiendo  á 
Corinto,  la  última  gran  ciudad  industrial  y  comercial  de 
Grecia,  redujo  este  país  á  vivir  con  los  mediocres  re- 
cursos de  su  territorio  y  con  los  medios  miserables 
á  que  apelan  los  pueblos  caídos:  explotando  sus  anti- 
güedades, sus  monumentos,  á  los  extranjeros,  las  curas 
milagrosas  de  Epidauro;  luego  lo  dividió  en  un  número 
infinito  de  pequeños  Estados,  la  mayoría  de  los  cuales 
sólo  comprendía  el  territorio  de  una  ciudad:  únicamen- 
te Esparta,  Atenas  y  algunas  ciudades  más  conserva- 
ron la  independencia  y  un  territorio  algo  más  vasto: 
Esparta,  parte  de  Laconia;  Atenas,  toda  el  Ática  y  al- 
gunas ciudades.  Ligadas  á  Roma  por  un  tratado  de 
alianza,  estas  ciudades  siguieron  administrándose  con 
las  antiguas  instituciones  y  las  antiguas  leyes,  sin  pa- 
gar ningún  tributo  y  sin  estar  sometidas  á  la  autoridad 
del  gobernador.  En  cambio,  el  resto  del  territorio  se  in- 
corporó á  Macedonia  y  se  dividió  en  gran  número  de 
ciudades  que  pagaban  tributo  y  se  administraban  por  sí 
mismas,  teniendo  cada  cual  sus  leyes  é  instituciones, 
pero  siempre  bajo  la  inspección  del  gobernador  y  del 
Senado  romano.  Así  se  restableció  el  orden  en  el  país, 
antes  desgarrado  con  tantas  pequeñas  guerras  y  revo- 
luciones. Desgraciadamente,  cuando  el  orden  no  es 
efecto  de  un  natural  equilibrio  interior,  sino  de  fuerzas 
exteriores,  ya  no  es  más  que  la  torpeza  causada  por  un 
narcótico  que  anula  momentáneamente  el  dolor,  pero 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  167 

que  agrava  el  mal:  así  es  que  la  paz  romana  no  regene- 
ró á  Grecia;  ni  siquiera  le  aportó  considerables  venta- 
jas, pues  lo  poco  que  conservó  la  paz  lo  saqueó  Roma. 
Primero  la  gran  guerra  contra  Mitrídates,  luego  las 
guerras  civiles  de  los  treinta  últimos  años,  los  tributos, 
las  depredaciones,  los  impuestos  fijados  por  las  faccio- 
nes, y  que  se  añadían  á  las  contribuciones  ordinarias  y 
á  la  usura  ejercida  por  los  publícanos,  habían  conduci- 
do á  Grecia  á  un  agotamiento  mortal;  gravando  todavía 
con  deudas  la  gran  propiedad,  ya  tan  recargada;  des- 
animando á  los  pequeños  propietarios;  disminuyendo 
la  población;  debilitando  los  gobiernos,  tan  quebranta- 
dos ya,  y  dispersando  los  últimos  capitales.  Hasta  el 
tesoro  del  templo  de  Delfos  estaba  vacío  cuando  Au- 
gusto fué  á  Grecia.  Esta  madre  del  helenismo,  tan  rica, 
tan  bella,  tan  poderosa  no  hacía  mucho,  se  iba  ahora  á 
mendigar  por  el  mundo,  entre  los  esclavos  de  Roma 
decrépita,  sórdida,  harapienta,  cubierta  de  llagas. 

Si  fuese  cosa  humana  y  posible  ese  ensueño  aca- 
riciado por  tanta  gente  que  quisiere  embellecer  el  mundo 
á  su  gusto;  si  el  imperio  del  mundo  pudiese  desna- 
turalizarse en  un  sacrificio  del  dominador  en  prove- 
cho de  los  vencidos,  Augusto  hubiese  podido  intentar 
la  empresa  más  maravillosa  de  la  historia  de  Roma:  la 
regeneración  de  Grecia.  Pero  si  Augusto  admiraba  los 
versos  de  Virgilio,  su  sabiduría  política  no  se  inspiraba 
en  ellos.  Sabía  muy  bien  que  Roma  sólo  poseía  un  po- 
der limitado  en  comparación  de  su  nombre,  y  que  el 
imperio  se  sustentaba  en  parte  sobre  una  inmensa  ilu- 
sión de  los  pueblos  sometidos,  que  encontrándose  divi- 
didos, ignorantes  y  descorazonados  creían  á  Roma  mu- 
cho más  fuerte  de  lo  que  realmente  era.  No  olvidaba 


IOS  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

que  en  la  mayoría  de  las  prováncias  Roma  no  podía 
conservar  tropas;  que  ya  le  costaba  trabajo  enviar  to- 
dos los  años  y  á  cada  provincia  un  gobernador  y  algu- 
nos oficiales  sin  valor;  que  no  había  ni  una  sola  en 
la  que  hubiese  podido  introducir,  como  ya  había  hecho 
antaño  en  Italia,  sus  leyes,  su  religión,  nuevas  institu- 
ciones, ó  algún  principio  moral  que  la  uniese  fuer- 
temente á  la  metrópoli:  en  fin,  "en  casi  todas  partes  ha- 
bía tenido  que  contentarse  con  gobernar  á  los  pueblos 
sometidos  sirviéndose  de  las  antiguas  instituciones  na- 
cionales. Sabía,  pues,  que  no  le  era  posible  hacer  casi 
nada  por  Grecia,  que  hasta  era  éste  el  país  donde  le  era 
más  difícil  de  aplicar  el  gran  precepto  de  Virgilio:  pacis... 
hnponere  morem.  En  el  orden  material,  la  pobreza  era  el 
mayor  azote  de  Grecia,  por  reconocer  múltiples  causas: 
las  deudas,  la  disminución  de  la  población,  la  penuria 
del  capital,  la  ruina  de  las  industrias.  Pero  Roma  hizo 
cuanto  pudo  por  dulcificar  estos  males  trabajando  en  la 
reconstrucción  de  Corinto:  fuera  de  esta  ayuda,  Grecia 
sólo  podía  fiar  en  sus  propias  fuerzas,  si  quería  recons- 
tituir su  riqueza.  Por  otra  parte,  no  podía  decirse  que 
careciese  de  todos  los  recursos.  Su  pasado  y  su  territo- 
rio se  los  ofrecían.  Por  ejemplo,  Corinto  no  renacía  rá- 
pidamente por  la  única  ayuda  de  Roma,  sino  también 
porque  los  colonos  habían  descubierto  en  las  ruinas 
dejadas  por  Mummio  toda  una  mina  de  antigüedades 
que  se  vendían  carísimas,  singularmente  en  Roma.  Así 
se  podía  reconstruir  la  nueva  ciudad  con  los  despojos 
y  las  cenizas  de  la  antigua  (i).  También  los  propieta- 


(i)     Estrabún,  VIH,  vi,  2_: 


LA  REPÚBLICA   DE  AUGUSTO  .  169 

nos  de  la  Elida  se  ponían  á  cultivar  las  plantas  textiles, 
el  cáñamo,  el  lino,  el  algodón;  muchas  mujeres  se  esta- 
blecían en  Patrás  para  tejer  estas  primeras  materias,  y 
sobre  todo  el  biso,  que  era  excelente  y  que  empezaba 
á  exportarse  (i).  Además,  el  árbol  de  Palas,  el  olivo, 
•crecía  en  numerosas  regiones  de  Grecia,  y  en  la  anti- 
güedad era  éste  un  árbol  de  frutos  de  oro;  pues  el  acei- 
te servía  para  los  más  varios  empleos:  se  le  empleaba 
para  condimento,  para  alumbrado,  para  farmacia,  for- 
mando jabón  de  ungüento,  sobre  todo  en  los  baños,  en 
los  gimnasios,  en  las  escuelas  de  atletas.  Desgraciada- 
mente, la  pobreza  de  Grecia  no  sólo  era  consecuencia 
de  las  circunstancias;  provenía  singularmente  de  nume- 
rosos vicios  morales,  públicos  y  privados,  como  el  lujo, 
la  frivolidad,  la  depravación  de  las  costumbres,  la  co- 
rrupción de  la  justicia,  una  mezcla  de  orgullo  y  de  in- 
diferencia cívica,  el  espíritu  de  intriga,  la  falta  de  fe,  la 
exagerada  autoridad  de  los  ricos,  que  formaban  una  pe- 
queña minoría,  y- la  bajeza  de  los  pobres,  que  formaban 
la  muchedumbre.  Ahora  bien,  Grecia  y  Roma  eran 
igualmente  impotentes  contra  estos  vicios.  De  tiempo 
en  tiempo,  Roma  podía  refrenar  algunos  abusos  más 


(i)  Pausanias,  V,  v,  2;  VII,  xxi,  14.  Creo  que  es  una  hipótesis 
verosímil  el  que  en  esta  época  se  comenzasen  los  cultivos  en  Grecia. 
Y  creo  esto  por  dos  razones:  la  primera,  que  en  esta  época  se  adop- 
taron— como  ya  veremos — otras  muchas  iniciativas  análogas  en  di- 
ferentes partes  del  Imperio;  la  segunda,  porque  sLen  el  año  14  antes 
de  Cristo,  Augusto  estableció  una  colonia  en  Patrás,  esta  ciudad  de- 
bió de  haber  dado  ya  signos  ciertos  de  prosperidad  futura,  y  por 
consecuencia,  debía  de  entregarse  j'-a  á  la  industria  textil,  que  fué 
precisamente  la  causa  de  su  prosperidad.  Luego  se  debió  comenzar 
á  cultivar  en  la  Elida  las  plantas  textiles. 


170  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

graves;  pero  no  podía  corregir  tantos  vicios  inveterados 
en  las  instituciones  nacionales  de  que  los  gobernadores 
romanos  debían  servirse,  en  las  tradiciones  que  tenían 
que  respetar,  en  los  intereses  que  no  podían  lesionar,  y 
en  los  espíritus  que  era  peligroso  herir. 

Por  otra  parte"  esta  permanencia  en  Roma  sólo  era 
para  Augusto  una  etapa  en  un  viaje  cuyo  término  es- 
taba más  remoto,  y  la  finalidad  muy  diferente.  Proba- 
blemente, en  Macedonia  se  organizaba  el  ejército  que 
tenía  que  conducir  á  Asia  durante  el  verano  ó  el  otoño 
para  invadir  á  Armenia  en  la  primavera  siguiente,  al 
mismo  tiempo  que  otro  ejército  mandado  por  Arquelao, 
rey  de  Capadocia.  Augusto,  con  su  séquito  poco  nume- 
roso y  su  modesto  aparato,  no  acudía,  pues,  á  la  provin- 
cia desolada  para  robar  los  últimos  harapos  á  la  desgra- 
ciada mendiga  que  marchaba  por  los  caminos  del  mundo 
como  un  símbolo  de  la  caducidad  de  las  humanas  gran- 
dezas; pero  tampoco  iba  á  reedificar  su  morada  apli- 
cando la  política  poética  de  Cicerón  y  de  Virgilio.  Más 
bien  acudía  para  redactar  á  los  tiempos  nuevos  la  anti- 
gua política  griega  de  Tito  Quinto  Flaminio  y  del  par- 
tido aristocrático,  la  política  que  consistía  en  disimular 
la  importancia  de  Roma  bajo  un  solícito  aspecto  de  la 
libertad  griega,  y  dejar  á  Grecia  vivir  á  su  guisa,  y  por 
consecuencia,  á  consumirse  en  sus  vicios,  si  carecía  de 
fuerza  para  corregirse,  de  suerte  que  más  bien  tuviese 
que  achacar  sus  desgracias  á  ella  misma  que  á  Roma. 
Durante  esta  estancia,  Augusto  realizó  muchas  refor- 
mas y  acordó  otras  que  se  realizaron  después  para  ate- 
nuar la  política  de  disgregación  seguida  durante  el  si- 
glo precedente,  para  dar  á  Grecia  algunas  apariencias 
de  su  antigua  libertad  y,  sobre  todo,  para  sugerirle  la 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  17^ 

ilusión  de  la  libertad  (i).  Separò  á  Grecia  de  Macedo- 
nia; hizo  de  ella  una  provincia  incorporándole  la  Tesa- 
lia, el  Epiro,  las  islas  jónicas,  Eubea  y  cierto  número 
de  islas  del  mar  Egeo,  con  el  nombre  de  Acaya,  cuyo 
gobernador  residía  en  Corinto  (2);  reorganizó  el  anti- 
guo consejo  de  los  anfictiones,  que  se  reunió  todos  los 
años  en  Delfos  y  cuyas  sesiones  fueron  tan  solemnes 
en  otro  tiempo;  se  esforzó  en  establecer  una  dieta,  á  la 
que  todas  las  ciudades  de  la  nueva  provincia  de  Acaya 
enviarían  un  representante  y  se  reuniría  todos  los 
años  (3);  concedió  la  libertad  á  muchas  ciudades  y  en- 
tre ellas  á  la  liga  de  las  ciudades  lacónicas  que  ocupa- 
ban la  parte  oriental  de  la  Laconia  (4).  También  retocó 
el  territorio  de  Atenas  y  de  Esparta;  prohibió  á  la  ciu- 
dad de  Atenas  que  vendiese  el  título  de  ciudadano 
como  venía  haciendo:  en  efecto,  la  desgraciada  ciudad 


(i)  Reproduzco  aquí  la  justísima  abservación  de  Hertzberg,  His- 
foire  de  la  Grece  sous  la  domination  ramarne,  traducción  francesa 
d¿  Bouché-Leclercq,  París,  1887,  voi.  I;  pág.  465):  «Augusto  adop- 
tó una  serie  de  medidas  que  regularon  definitivamente  la  situación 
de  cierto  número  de  ciudades  griegas;  singularmente  sucedió  esto 
entre  los  años  22  y  19  antes  de  Cristo,  durante  los  cuales  recorrió  el 
emperador  gran  parte  de  las  provincias  orientales  del  imperio,  y  dio 

su  forma  definitiva  al  gobierno  provincial Desgraciadamente,  sólo 

conocemos  la  fecha  y  tenor  de  un  corto  número  de  esas  disposicio- 
nes».—  Así,  como  no  es  posible  determinar  la  fecha  de  todas  esas 
medidas,  sólo  por  conjeturas  se  han  dado  como  contemporáneas  de 
este  viaje. 

(2)  Véase  Hertzberg,  obra  citada,  págs.  464  y  sig.;  pero  es  una 
hipótesis  que  la  división  se  efectuase  en  este  momento. 

(3)  Hertzberg,  obra  citada,  págs.  474  y  sig.;  Mommsen,  Las  Pro- 
vincias romanas,  Roma,  1887,  t.  I,  pág.  244. 

(4)  Pausanias,  III,  xxii,  6. 


172  GRANDEZA  Y  DECADENCIA   DE  ROMA 

había  abusado  demasiado  de  este  ambiguo  recurso  (i). 
No  parece  que  Augusto  aumentase  los  tributos:  la  pro- 
vincia era  demasiado  pobre  para  eso;  al  contrario,  pa- 
rece que  se  esforzó  en  sacar  partido  de  los  bienes  que 
la  república  poseía  en  Grecia.  Efectivamente,  á  una 
gran  familia  de  Laconia,  la  de  aquel  Euricleo  que  com- 
batió con  él  en  Accio,  entregó  la  isla  de  Citeres,  con- 
vertida íntegramente  en  propiedad  del  Estado,  á  cam- 
bio, desde  luego,  del  pago  de  un  vectigal  (2).  Luego, 
durante  el  otoño  del  año  21,  mientras  que  el  ejército 
atravesaba  el  Bosforo  y  entraba  en  Bitinia,  se  dirigió  á 
Samos,  donde  pensaba  pasar  el  invierno  organizando  la 
expedición  á  Armenia  y  vigilando  los  asuntos  de  i\sia 
Menor. 

Durante  este  tiempo,  Agripa  se  casó  con  Julia,  y, 
tras  los  últimos  tumultos,  Roma  recobró  por  sí  sola  la 
tranquilidad  (3).  Pero,  apenas  se  calmaron  los  motines 
de  la  calle,  cuando  se  encendió  otra  guerra  en  la  me- 
trópoli, guerra  de  actores  y  autores,  que  tenía  por  cam- 
po de  batalla  á  los  teatros  de  Roma.  La  aristocracia 
imitadora  que  alrededor  de  Augusto  y  para  disimular 
sus  recientes  orígenes  profesaba  tanta  admiración  por 
el  pasado  de  Roma,  intentaba  poner  en  voga  el  teatro 
de  Ennio,  de  Nevio,  de  Accio,  de  Pacuvio,  de  Cecilio, 
de  Plauto,  de  Terencio,  y  por  consecuencia,  el  teatro 
griego  que  los  escritores  romanos  habían  imitado.  Aho- 
ra era  un  deber  cívico  como  cualquier  otro  el  presen- 


(i)     Dión,  LIV,  7. 

(2)  ídem,  LIV,  6. 

(3)  \'éase  Horacio,  EpisL,  II,  i,  47  3^  sig. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  IJj 

tarse  en  las  representaciones  de  las  obras  clásicas, 
aplaudir  ruidosamente,  decir  muy  alto  y  en  cualquier 
ocasión  que  jamás  se  escribiría  ya  nada  tan  hermoso, 
que  era  necesario  volver  á  un  teatro  nacional  que  di- 
fundiese entre  el  pueblo  ideas  morales  y  patrióticas. 
Todos  los  buenos  ciudadanos  debían  de  colaborar  en 
esta  noble  empresa.  Se  aconsejaba  al  mismo  Horacio 
que  calzase  el  coturno:  pero  Horacio  era  un  ciudadano 
mediocre;  ya  antaño  había  arrojado  su  escudo  en  Fili- 
pos,  y  ahora  no  sentía  ningún  deseo  de  exponerse  en  la 
escena  á  los  silbidos  del  público  romano  (i).  Y  lo  peor 
es  que  también  sabía  criticar  á  estos  viejos  autores  tan 
admirados;  según  él,  sus  versos  eran  gibosos,  su  len- 
gua tosca  é  impura  (2).  Por  fortuna  no  faltaban  ciuda- 
danos más  celosos  que  Horacio,  y  que,  para  bien  de  la 
república,  estaban  dispuestos  á  hacerlo  todo,  hasta  es- 
cribir tragedias.  Asinio  compuso  gran  número  de  ellas. 
El  mismo  Augusto  compuso  ó  esbozó  una  por  lo  me- 
nos, titulada  AJax  (3),  aunque,  en  general,  prefiriese 
estimular  á  los  otros  haciéndoles  donativos  en  dinero. 
Así  dio  una  fuerte  cantidad  á  Lucio  Varo  Rufo  por  su 
Thyeste,  que  todos  consideraron  como  una  obra  maes- 
tra (4).  Y  los  literatos  de  la  clase  media,  que  se  esfor- 
zaban en  ganar  con  la  pluma  el  favor  de  los  poderosos, 
también  componían  numerosas  obras.  Entre  éstos  figu- 
raba Gaj^o  Fondanio,  autor  de  comedias  que  no  dis- 


(i)     Horacio,  Epist.,\\,\,  177-193. 

(2)  ídem,  ^//j-/.,  II,  I,  156-176, 

(3)  Suetonio,  .í4m^.,  85. 

(4)  Véase  Teuffel-Schwabe,   Geschichte  der  romischen  Littera- 
tur  Leipzig,  1890,  voi.  I,  pág.  4S0,  §  2. 


■     174  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

gustaban  á  Horacio  (i),  y  muchos  otros  quizás,  cuyos 
nombres  se  han  perdido.  Pero,  mientras  que  tantos  ro- 
manos se  esforzaban  en  devolver  su  potente  voz  en 
nobles  versos  yámbicos  á  Ajax,  á  Aquiles,  á  Tiestes,  de 
Oriente  llegaron  Pílades  de  Cilicia,  y  Batilo  de  Ale- 
jandría, que  se  pusieron  á  representar  este  año  un  gé- 
nero de  espectáculo  desconocido  todavía  por  los  roma- 
nos, las  pantomimas  (2),  Voces  invisibles  acompañadas 
de  dulces  músicas  relataban  cantando;  un  actor,  el 
mimo,  cubierto  el  rostro  con  una  graciosa  máscara  y 
vestido  con  un  hermoso  traje  de  seda,  venía  á  mimar 
con  gestos  que  seguían  la  cadencia,  la  escena  referida 
por  las  voces  invisibles:  cuando  la  escena  había  termi- 
nado desaparecía  el  actor,  y  mientras  que  un  dulce  in- 
termedio musical  absorvía  la  atención  de  los  especta- 
dores, cambiaba  de  traje,  de  hombre  se  convertía  en 
mujer,  de  joven  en  viejo,  de  hombre  en  dios,  y  volvía 
para  traducir  con  sus  gestos  otra  parte  del  relato.  Or- 
dinariamente, los  mimos  escogían  sus  asuntos  entre  las 
innumerables  aventuras  de  los  dioses  helénicos,  en  los 
poemas  homéricos  y  en  los  poemas  cíclicos,  en  los  an- 
tiguos mitos  griegos  divulgados  por  la  tragedia,  sin- 
tiendo predilección  por  los  episodios  sensuales  y  por 
las  catástrofes  terribles,  como  el  furor  de  Ajax;  á  veces 


(i)  Horacio,  Sat.,  I,  x,  40  y  el  Comm.  Porph.:  Solum  illis  tem- 
poribus Fnndanium  dicit  comoediam  bene  scribere  at  Pollionem  tra- 
goediam,  quae  trimetris  versibus  fere  texitiir^  epicum  aiitem  carmen 
validissime  Varium,  molle  vero  ait  et  aiegans  VergHium.  Sed  appa- 
ret^  cum  hoc  Horatius  scriberet,  sola  adhiíc  Bticolica  et  Geórgica 
in  notitia  fuisse. 

(2)     San  Jerónimo,  ad  Cliron.  Eiis.,  an.  734;'22. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUST0  175 

hacían  que  los  poetas  de  nota  compusiesen  los  versos, 
pero  aspiraban  ante  todo  —  subordinando  á  este  fin  los 
versos  y  la  música — á  acariciar  y  á  sacudir  los  nervios 
del  espectador  con  un  gran  número  de  escenas  diver- 
sas, trágicas  ó  cómicas,  castas  ó  sensuales,  dulces  ó  te- 
rribles, relacionadas  entre  sí  por  delicados  lazos.  Así  es 
que  no  se  necesitaba  hacer  ningún  esfuerzo  para  com- 
prender y  gozar  del  espectáculo:  bastaba  mirar  y  escu- 
char, observando  de  tiempo  en  tiempo  el  detalle  fugiti- 
vo que  se  podía  olvidar  inmediatamente.  Si  se  juzga 
que  una  obra  de  arte  es  tanto  más  perfecta  según  que 
se  parece  más  á  un  cuerpo  vivo,  del  que  ningún  miem- 
bro puede  arrancarse,  y  según  exprese  más  verdades 
eternas  en  personajes  humanos,  no  se  dudará  en  con- 
siderar estas  pantomimas  como  obras  muy  degenera- 
das en  comparación  de  la  verdadera  tragedia.  Sin  em- 
bargo, agradaron  tanto  al  público  romano,  que  Pílades 
no  tardó  en  convertirse  en  el  ídolo  del  favor  popular, 
Á  los  delicados  goces,  pero  que  exigían  cierto  trabajo, 
que  podían  engendrar  las  grandes  obras  clásicas,  pre- 
fería el  público  el  placer  fácil  y  sensual  de  las  pantomi- 
mas, revelando  así  la  frivolidad  de  un  mundo  corrom- 
pido; pero  quizás  no  se  equivocaba  en  preferir  los  mimos 
vivos,  ágiles  y  coloreados,  á  las  fastidiosas  tragedias  del 
tiempo,  penosamente  imitadas  de  los  grandes  modelos, 
de  los  que  conservaban  la  gravedad,  pero  no  su  poesía, 
resultando  á  la  vez  pesadas  y  enojosas. 

Pero  los  autores  de  estas  tragedias  fastidiosas,  los  ac- 
tores nacionales,  los  personajes  serios  y  respetables,  al- 
zaban sus  manos  al  cielo  y  protestaban  con  todas  sus 
fuerzas.  ¡Cómo!...  ¡Un  Pílades  de  Cilicia,  un  Batilo  de 
Alejandría  arrojaban  de  los  teatros  romanos  á  Accio  y  a 


'7fJ        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

Pacuvio!  Y  la  verdad  es  que  esta  pequeña  revolución 
del  teatro  no  era  cosa  tan  frivola  como  pudiera  supo- 
nerse. Demostraba  que  en  el  teatro,  asi  como  en  las 
costumbres  y  en  el  gobierno,  los  hechos  iban  en  contra 
de  las  intenciones  de  los  hombres.  En  todo  se  quería 
volver  á  las  antiguas  tradiciones  romanas  y  sólo  se  ob- 
tenían novedades  orientales.  Y  la  tradición  cada  vez  se 
hacía  más  viva.  Pero  si  Augusto  pensaba  que  los  espec- 
táculos públicos  merecían  bien  la  atención  de  un  jefe  de 
Estado,  ya  no  podía  ocuparse  en  esta  época  de  los  ac- 
tores de  Roma  y  de  sus  pendencias,  pues  se  ocupaba  en 
dar  él  mismo  á  los  pueblos  de  Asia,  y  sobre  más  amplia 
escena,  un  espectáculo  totalmente  distinto  del  de  Pila- 
des  y  Batilo:  iba  á  subir  al  cielo  en  carne  y  hueso,  lo 
mismo  que  un  actor  elevado  en  los  aires  por  una  má- 
quina ingeniosa  en  la  escena  linai  de  una  gran  represen- 
tación. La  admiración  de  Asia  le  obligaba  á  montar  en 
un  aparato  viejo  y  desvencijado — que  ya  había  trans- 
portado hasta  las  nubes  á  los  reyes  de  Egipto — y 
á  emprender  este  viaje  aéreo  que  no  dejaba  de  ser  peli- 
groso. Era  una  singular  aventura.  El  25  de  Noviembre, 
S3gún  parece,  desembarcó  en  Samos  (i),  á  las  puertas 
de  la  antigua  monarquía  de  Pergamo  y  de  Bitinia,  es 
decir,  de  las  dos  provincias  de  Asia  y  de  Bitinia  que, 
después  de  Accio,  le  habían  demandado  permiso  para 
erigirle,  como  á  los  antiguos  reyes,  dos  templos  en  las 
dos  antiguas  metrópolis,  Pergamo  y  Nicomedia;  y  si 
Augusto  aún   no   encontró    rematados  los    dos    tem- 


4    (i)     Véase  Gardthaasen,  Augiisliis  un  i  seme  Zeit.  Leipzig,  1891, 
volumen  H,  pág.  466,  núm.  3. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  177 

plos  (i),  al  menos  halló  su  culto  á  punto  de  difundirse 
inusitadamente  por  toda  el  Asia  griega.  Pergamo  no 
sólo  se  ocupaba  en  edificar  el  templo  y  en  organizar  el 
culto  de  Augusto  conforme  al  modelo  del  culto  de 
Zeus,  se  h¿ibía  asociado  toda  el  Asia,  el  -/.cco'.vòv  'Aaíag,  la 
dieta  de  las  ciudades  asiáticas  que  ya  se  reunían  en  la 
época  de  Antonio,  para  que  el  templo  no  expresase  so- 
lamiente  la  devoción  de  una  sola  ciudad,  sino  la  de 
Asia  entera  (2).  Y,  en  eíecto;  toda  Asia  se  entregaba 
con  fervor  al  nuevo  culto  y  al  nuevo  dios;  en  muchas 
ciudades  se  trataba  de  instalar  solemnes  juegos  en  ho- 
nor de  Roma  y  de  Augusto:  otras  ciudades,  como  Mila- 
sa  (3),  Nisa  (4),  Mitilene  (5),  se  ocupaban  en  elevar  alta- 
res y  templos  oX  princeps  de  la  república  romana;  en  Ala- 
bandos  se  asociaba  su  culto  al  de  una  de  las  divinida- 
des de  la  ciudad.  Mitilene  reconoce  que  de  ninguna  ma- 
nera «lo  que  está  debajo  por  la  suerte  y  por  la  natura- 
leza puede  compararse  á  los  seres  que  tienen  el  lus- 
tre divino  y  la. superioridad  de  los  dioses»;  parece  ad- 


(i)  Una  moneda  (Cohen,  I^  pág.  75.  núm.  86)  nos  demuestra 
que  el  templo  de  Pergamo  se  inauguró  en  la  segunda  mitad'  del 
año  19  ó  en  la  primera  del  año  18. 

(2)  Que  el  templo  propuesto  al  principio  por  Pergamo  se  cons- 
truyese por  el  xoivóv  'Aaiác:,  nos  lo  demuestra  la  importante  ins- 
cripción encontrada  en  Mitilene:  /  G.  /,  II,  58;  [sv  xñ  vaiò  xaxac;] 
xs'jaa|j,évü)  úxó  xric,  'Aaíag;  y  por  las  monedas  citadas  en  Cohen,  I-  , 
página  75,  núm.  86:  templo  de  seis  columnas  que  tiene  sobre  el  ar- 
qvútra.ve  I^om.  eí  Ai¿g;.,  y  alrededor  [Cc/mmune]As¡ce.  El  hecho  es 
iaiportante,  pues  demuestra  que  el  culto  de  Augusto  se  derivaba  de 
un  gran  movimiento  de  la  opinión  pública. 
-    (3)      C.  L  G.,  26S6. 

(4)  C.  I.  G.,  2943. 

(5)  /.  G.  /,  II,  58,   B. 

Tomo  V  12 


17S  GRANDEZA   Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

vertir  que  no  basta  la  divinización;  solemnemente  pro- 
mete no  desperdiciar  ningún  medio,  si  la  ocasión  se 
ofrece,  de  hacer  que  Augusto  aún  sea  más  divino  (i). 
Otra  inscripción,  mutilada  desgraciadamente,  contiene 
el  decreto  regulando  el  culto  de  Augusto,  ignoramos  en 
qué  ciudad,  y  acuerda  que  las  tablas  donde  se  grabe 
el  decreto  se  colocarán,  no  sólo  en  el  templo  de  Perga- 
mo, pero  también  en  muchas  ciudades  fiel  imperio.  Se 
ha  podido  descifrar  el  nombre  de  varias  de  ellas:  Accio, 
Brindisi,  Tarragona,  Marsella,  Antioquía  de  Siria  (2).  No 
bastaba  á  las  ciudades  de  Asia  adorar  al  presidente  de 
la  república  latina;  también  querían  dar  á  conocer  en  to- 
das partes  su  devoción,  como  para  obligar  á  los  otros 
pueblos  á  santificar  de  la  misma  manera  sus  propias  ca- 
denas, trocando  la  servidumbre  en  religión. 

El  político  escéptico  de  la  república  decadente,  el  des- 
cendiente del  usurero  de  Velletri  había  sido  elevado  al 
rango  de  Zeus,  de  Ares,  de  Hsra,  en  esta  Asia  Menoi-, 
Eldorado  lleno  de  peligros,  donde  Roma  había  encontra- 
do tesoros  y  desastres  de  incomparable  grandeza,  teso- 
ros que  había  obtenido  incruentamente  y  que  sólo  pudo 
conservar  con  oleadas  de  sangre.  Aunque  sea  verosímil 
que  Augusto  se  preocupó  señaladamente  este  invierno 
con  el  asunto  de  los  partos  y  con  la  expedición  á  Ar- 
menia, que  debía  consumarse  en  la  primavera;  sin  em- 
bargo, no  era  posible  que  procurase  ver  lo  que  los  pue- 
blos de  Oriente  le  demandaban  á  cambio  de  este  culto 
y  de  estos  templos.  Ese  culto  era  una  singular  nove- 
dad. Aun  en  tiempos  de  la  monarquía,  la  adoración  de 


(i)    /.  G.  /,  11,  58,8. 
(2)     /  G.  /.,  II,  58,  A. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  179 

los  reyes  vivos  sólo  parece  haberse  practicado  en  Egip- 
to, mientras  que  Asia  Menor  esperaba  que  sus  sobera- 
nos hubiesen  muerto  para  colocarles  en  el  número  de 
los  dioses.  jPor  qué  esta  planta  egipcia  que  jamás  había 
podido  brotar  en  el  suelo  de  Asia,  arraigaba  súbitamen- 
te y  con  tanta  rapidez?  ¿Por  qué  cuando  en  Italia  se 
procuraba  restaurar  las  instituciones  republicanas,  este 
culto  de  los  soberanos  vivos,  suprema  exageración  del 
sentimiento  dinástico,  crecía  tan  rápidamente  entre  los 
griegos  del  Asia  Menor,  adhiriéndose  como  una  yedra  á 
la  persona  del  primer  magistrado  de  la  república?  Al 
desembarcar  en  Asia  Menor,  Augusto  había  puesto 
el  pie  en  una  de  las  tres  mayores  regiones  industriales 
del  mundo  antiguo,  que  eran  Asia  Menor,  Siria  y  Egip- 
to. En  las  costas  de  Asia  Menor,  que  sólo  son  una  se- 
rie de  golfos  y  promontorios,  y  que  se  parecen  por 
el  clima  y  por  el  cultivo  á  las  fronteras  costas  de  Gre- 
cia, en  los  fértiles  valles  de  los  nos  que  se  dilatan  hacia 
las  mesetas,  en  las  regiones  que  correspondían  á  los  an- 
tiguos reinos  de  Pergamo  y  Bitinia,  gran  número  de  ciu- 
dades griegas  se  repartieron  tras  la  conquista  macedó- 
nica el  territorio  bien  poblado  de  los  frigios,  de  los  Ca- 
rlos, de  los  licios  y  de  los  misenos,  convirtiéndose  en 
ciudades  manufactureras,  siguiendo  administrando  cada 
cual  su  territorio  con  las  instituciones  clásicas  de  la  re- 
pública griega:  la  ecclèsia  ó  reunión  de  todos  los  ciuda- 
danos, la  boiUc,  ó  consejo  de  la  ciudad  electo  por  el  pue- 
blo, los  estrategas,  los  arcontas,  los  pritanos,  en  ñn,  los 
magistrados,  cualquiera  que  fuese  su  nombre,  que  eran 
designados  por  el  pueblo  para  tratar  de  los  negocios  pú- 
blicos. Así  es  como  Sardis,  metrópoli  de  Lidia,  expor- 
taba á  todas  las  regiones  hermosas  mantas  de  lana  bor- 


1 8o 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


dada  (i),  y  una  púrpura  menos  apreciada  tal  vez  que  la 
de  Tiro,  pero  muy  acreditada  (2);  en  Tiateiros  se  tinta- 
ban púrpuras  muy  solicitadas  (3);  Pergamo  era  célebre 
por  sus  cortinas  y  por  sus  trajes  tejidos  con  oro  (4),  y 
por  esta  materia  riv^al  del  papiro  que  se  Wamah a.  perg'a- 
jnino  (5);  se  tintaban  púrpuras  en  Mileto;  también  se 
tejían  allí  vestidos  y  cobertores  de  lana  para  los  lechos 
y  para  cortinas  (6);  Tralles  fabricaba  y  exportaba  cerá- 
micas (7),  lo  mismo  que  Cnido  (8);  los  cristales  de  Ala- 
bandos  estaban  reputados  en  todas  partes  ^9);  Laodicea 
fabricaba  y  vendía  diferentes  tejidos  de  lana  que  osten- 
taban su  nombre  (10);  sus  tintorerías  daban  á  Hierápolis 
la  celebridad  de  la  riqueza  (11);  Rodas  cargaba  todos  los 
años  en  sus  barcos  innumerables  ánforas  llenas  de  su 
famoso  vino  (12)  y  también  fabricaba  gran  cantidad  de 
armas  y  de  instrumentos  de  hierro  (13);  Coos  exportaba 


(i)     Ateneo,  VI,  67  (255). 

(2)     Plinio,  J7.  iV.,  VII,  Lvi,  196. 

{3)  Ací.  Apost.,  XVI,  16;  C.  I.  6'.,  III,  496  (pa--fsrs).  Otras  ins- 
cripciones en  las  que  se  alude  á  las  industrias  textiles  de  Tiateiros 
se  encuentran  en  la  C.  I.  G.,  3480  y  3504. 

(4)  Valerio  Máximo,  II,  i,  5;  Plinio,  H.  N..  XXXIF,  vi,  63;  XXVI, 
XV,  115;  XXXVII.  I,  12. 

(5)  Plinio,  H.  a:,  XIII.  XI,  70. 

(6)  Servio,  ai  Verg.  Georg.,  III,  306;  Ateneo,  II,  72  (486);  XV, 
42  (691  j;  Plinio,  H.  iV.,  VIII,  xlviii,  190. 

(7)  Plinio,  H.  N.,  XXXV,  xii,  161. 

(8)  Luciano,  Lexiph.,  7;  véase  C.  I.  G.,  3,  págs.  xiv-xvi,  tab.  11. 

(9)  Plinio,  H.  N.,  XXXI,  viii,  62. 

(10)  Ramsay,   The  Cities  and  Bisclioprics  0/ Phryg/a,  Oxford, 
1895,  t.  I,  pág.  40. 

(11)  Estrabón,  XIII,  iv,  14;  C.  í.  G.,  392-^.  (epyaaía  twv  pa:péfov). 

(12)  Véase  C.  I.  G.,  3,  págs.  v-xiii,  tab.  I. 

(13)  Estrabón,  XIV,  11,  5. 


LA  REPÚBLICA  DS  AUGUSTO 


iSl 


vino,  y  quizás  fuera  la  única  ciudad  de  la  antigüedad 
que,  según  parece,  hilaba,  tejía  y  tintaba  la  seda  (l). 
Samos  vendía  aceite  (2);  Chío,  su  célebre  vino  (3) 
y  sus  ungüentos.  Así,  los  barcos  de  estas  ciudades 
transportaban  á  todas  las  regiones  del  mundo  antiguo 
sus  vinos,  telas  y  demás  mercaderías,  y  volvían  á  los 
puertos  del  mar  Egeo  transportando  mucho  oro  y  plata, 
en  monedas  ó  en  lingotes.  Este  oro  y  plata  se  despa- 
rramaban poco  á  poco  á  lo  largo  de  las  costas,  por  las 
casas  de  los  mercaderes  y  de  los  obreros,  por  los  cam- 
pos, por  las  bellas  mansiones  de  los  propietarios  y  por 
las  cabanas  de  campesinos;  y,  por  los  valles,  remonta- 
ban hasta  la  región  de  las  mesetas.  Después  de  Alejan- 
dro Magno  el  helenismo  había  brillado  en  las  ciudades 
griegas  y  de  Asia  con  todo  el  esplendor  de  este  oro  acu- 
mulado por  los  tejedores  y  tintoreros.  Con  este  oro  se 
había  dado  á  las  ciudades  tanto  lujo  público  y  privado, 
se  había  estimulado  las  artes  y  las  letras,  aumentado  la 
pompa  de  las  ceremonias  religiosas,  sostenido  espléndi- 
damente un  numeroso  personal  de  obreros,  continua- 
do útilmente  las  instituciones  de  la  -óXis  griega  adap- 
tándolas  á  las  ciudades  cuj^a  población  se  componía 


(O  Aristóteles  ///sí.  Anim.,  V,  19;  Plinio,  //.  N.,  II,  xxii,  76-77. 
Un  pasaje  de  Plinio  nos  revela  que  el  gusano  de  seda  de  Coos  no  era 
el  bombyx  mori  que  se  alimenta  con  hojas  de  morera,  sino  otro  que 
se  alimenta  con  hojas  de  ciprés,  de  terebinto,  de  fresno  y  de  encina. 
El  bombyx  mori,  que  ho}^  es  el  único  que  produce  seda  en  Europa, 
se  introdujo  mucho  más  tarde,  en  el  quinto  siglo  de  la  Era  vulgar. 
Mas  adelante  veremos  que,  según  frecuentes  alusiones  de  los  poetas, 
los  coce-vestes  estuvieron  por  esta  época  mu}'  en  voga  en  Roma. 

'2Ì     Ateneo,  II,  vii,  1  (66). 

i  y,     Plinio,  //.  X.,  XXXVI,  vii,  59. 


l82 


GRANDEZA   Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


principalmente  de  artesanos  y  de  mercaderes.  Rodas, 
esta  pequeña  Venecia  del  mar  Egeo,  había  demostrado 
que  una  aristocracia  de  mercaderes  y  armadores  podía 
administrar  con  las  instituciones  griegas  á  un  Estado  en 
que  la  población  era  singularmente  de  obreros,  y,  por 
consecuencia,  estaba  sujeta  á  los  trastornos  demagógi- 
cos, á  condición  de  tratar  con  liberalidad  al  pueblo,  de 
ofrecerle  fiestas  y  distracciones,  remediando  mediante 
donativos  la  frecuente  carestía  de  los  víveres  en  las 
ciudades  populosas,  distribuyendo  socorros  cada  vez 
que  la  situación  era  difícil  (i).  En  fin,  con  este  oro,  con 
la  energía  que  difundían  entre  los  griegos  y  entre  las 
poblaciones  helenizantes  la  cultura,  el' orgullo,  el  espí- 
ritu de  aventura,  la  ambición,  la  sed  insaciable  del  po- 
der, del  placer,  de  la  ciencia,  en  fin,  todas  las  fuerzas 
expansivas  del  helenismo,  las  fuerzas  bellas  y  las  fuer- 
zas peligrosas,  estas  repúblicas  habían  realizado  un  lar- 
go esfuerzo  para  dominar  á  las  razas  indígenas  del 
campo  y  de  las  altas  mesetas  para  obtener  de  ellas 
cuanto  podían  dar  y  para  asimilárselas.  Era  esta  una 
empresa  fácil  desde  ciertos  puntos  de  vista,  y  difícil 
desde  otros,  y  en  la  cual  el  helenismo  se  había  desna- 
turalizado y  corrompido.  Remontando  desde  las  costas 
rientes  á  la  meseta  inmensa  y  monótona,  que  es  el  co- 
mienzo del  Asia  central,  el  helenismo  llegaba  á  un  país 
extraño  y  enemigo  en  el  que  nada  concordaba  ya  con 
el  mundo  en  que  había  nacido  y  crecido.  Allí  no  había 
ya  ciudades  ricas  é  industriales,  sino,  como  hoy  en  las 
regiones  menos  pobladas  de  Rusia,  bosques  inmensos, 
grandes  campos  de  lino  y  de  trigo,  pastos,  y  apenas  de 


())     Estrabón,  XIV,  ii,  5. 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSIO 


iS' 


espacio  en  espacio,  algunas  pobres  aldeas  3'  algunos  le- 
janos rebaños.  El  hombre  no  hacía  más  que  una  rara 
y  tímida  aparición  en  el  silencio  salvaje  y  siniestro  de 
una  naturaleza  abandonada.  Allí  no  había  republi- 
quillas  agitadas,  ardientes,  sediciosas,  en  continuo  cam- 
bio, sino  vastas  y  soñolientas  monarquías,  tanto  más 
veneradas  cuanto  más  antiguas,  que  pretendían  remon- 
tar su  origen  á  los  Aqueménidas  y  al  imperio  de  los 
persas.  Allí  no  había  poblaciones  despiertas,  móviles  y 
cui'iosas,  rebeldes  á  todas  las  dominaciones  divinas 
y  humanas,  ávidas  de  poder,  de  riqueza,  de  saber,  de 
voluptuosidad,  de  peligro.  Sólo  la  monarquía  fundada  al 
Sur  del  Ponto,  en  el  corazón  del  Asia  Menor,  por  las 
hordas  galas  que  emigraron  en  el  siglo  iii,  estaba  pobla- 
da por  una  mezcla  de  frigios  y  de  celtas,  que  habían 
conservado  de  ios  invasores  el  espíritu  inquieto  y  atre- 
vido: en  las  demás  partes  dominaban  razas  bárbaras, 
duras,  forjadas  para  soportar  la  dominación  de  los 
hombres  y  de  los  dioses  bajo  todas  sus  formas,  sin  ini- 
ciativa, prestas  á  servir  como  esclavos,  á  alistarse  en 
los  ejércitos,  á  obedecer  al  soberano,  á  venerar  á  los 
dioses  y  á  los  sacerdotes.  La  mentalidad  de  estas  razas 
excluía  todo  género  de  espíritu  político  y  de  cultura  in- 
telectual: componíase  singularmente  de  un  misticismo 
tosco  y  violento  alimentado  por  dos  religiones  inmen- 
sas y  monótonas,  como  la  meseta  en  que  se  habían 
propagado,  dos  de  esas  religiones  metafísicas,  generales 
y  cosmopolitas,  que  al  aplastar  los  espíritus  con  el  peso 
de  lo  absoluto,  han  contribuido  tanto  en  todas  las  épo- 
cas á  mezclar  lo?  pueblos  y  á  prepararlos  para  la  escla- 
vitud. La  más  reciente  de  esas  religiones  profesaba 
el  culto  de  Mitra,  que  había  introducido  y  propagado 


184  GRANDEZA   V   DECADENCIA  DE  ROMA 

por  la  meseta  del  Asia  Menor  la  dominación  persa. 
Este  culto  austero,  engendrado  por  la  mezcla  del  primi- 
tivo mazdeísmo  con  las  doctrinas  semíticas  de  Babilo- 
nia, veneraba  en  Mitra  al  Sol  y  á  la  Justicia,  el  comien- 
zo sublime  y  casi  inaccesible  de  la  Vida  y  de  la  Virtud; 
pretendía  conducir  á  la  pequeña  y  débil  humanidad 
hacia  este  principio  inaccesible  recargándola  con  ritos 
y  obscuros  símbolos;  en  los  reyes  veía  irradiación  hu- 
mana de  ese  principio,  y  en  la  monarquía  á  la  pobre 
pero  venerable  imagen  humana  de  la  divinidad  |?i).  El 
culto  de  la  Diosa  Madre,  llamada  en  algunas  regiones 
Didímena  y  en  otras  Cibeles,  era  en  cambio  una  anti- 
quísima religión  de  la  naturaleza  bravia,  fundada  en  el 
misterio  de  la  generación  por  unos  sacerdotes  hábi- 
les que  deseaban  ante  todo  enriquecerse  y  dominar.  En 
efecto,  antes  de  las  conquistas  de  Alejandro  Magno,  ha- 
bían sabido  acumular  inmensos  bienes  de  mano  muerta, 
y  mandar  á  las  razas  bárbaras  de  las  altas  mesetas  en- 
señándoles á  buscar  la  divinidad  más  allá  de  las  reglas 
de  la  moral  convencional  y  de  los  lazos  artificiales  de  la 
familia  y  de  la  sociedad,  en  las  dos  violencias  extremas 
y  opuestas  que  domina  el  instinto  de  la  reproducción. 
La  Diosa  Madre,  es  decir,  la  Naturaleza,  no  visita  las 
ciudades  donde  los  griegos  se  estrujan  para  negociar  y 
reñir,  vive  en  las  montañas  desiertas,  en  las  márgenes 
solitarias  de  los  lagos,  lejos  de  los  hombres  y  seguida  de 
un  tropel  de  animales,  leones  y  ciervos,  que  viven  se- 
gún la  naturaleza.  El  hombre  debe  de  seguir  á  la  diosa, 
lejos  de  las  ciudades,  en  los  bravios  retiros  de  la  natu- 


(i)     Franz  Cumont,  ¡es  Mys teres  de  Mylhra,  Bruselas,  1902,  ca- 
pítulos I  y  iii;  véase  especialmente  las  págs.  78-80. 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  1S5 

raleza  solitaria,  allí  donde  se  consuma  libremente  el 
grande  y  divino  misterio  de  la  reproducción  que  conci- 
lia la  unidad  eterna  con  la  variedad  temporal,  el  miste- 
rio gracias  al  cual,  si  los  seres  individuales  aparecen, 
duran  un  instante  y  desaparecen,  el  todo  subsiste  im- 
perecedero. El  hombre  se  abisma  en  la  divinidad  cuan- 
do liberta  este  instinto,  en  el  cual  reside  su  esencia  di- 
vina, de  los  lazos  y  cadenas  con  que  le  carga  la  civili- 
zación artificial.  Era  esta  una  teología  obscura,  pero 
que  no  estaba  despojada  de  ciertas  ideas  profundas, 
y  gracias  á  ella  los  sacerdotes  habían  podido  explotar 
las  dos  fuerzas  misteriosas  y  contrarias  que  radican  en 
las  obscuras  profundidades  del  amor,  la  atracción  y  la 
repulsión  de  los  sexos.  En  los  templos  habían  abierto 
lupanares  bajo  la  protección  de  la  Diosa  Madre,  y  per- 
suadían á  las  mujeres  devotas  de  que  realizaban  una 
obra  meritoria  prostituyéndose  á  la  sombra  del  templo, 
y  dejando  á  la  diosa,  es  decir,  á  sus  ministros,  el  dinero 
que  así  ganaban.  Al  mismo  tiemplo  explotaban  las  ten- 
dencias ascéticas  colocando  en  el  numero  de  las  obras 
piadosas,  al  lado  de  la  prostitución,  la  castidad  y  hasta 
la  castración:  así  formaron  el  cuerpo  de  los  sacerdotes 
eunucos,  é  invitaban  á  fiestas  sangrientas  á  todos  los 
que  querían  sacrificar  su  virilidad  para  rendir  homenaje 
á  la  diosa  (i). 

Y  esta  inmensa  diversidad  de  climas,  de  razas,  de 
lenguas,  de  gobiernos,  de  religiones,  había  sin  embargo 
activado  durante  mucho  tiempo  en  Asia  Menor,  un  es- 
fuerzo obscuro,  invisible,  pero  intenso  de  unificación  y 


(i)     Por  lo  que  concierne  á  este  culto,  véase  Ramsay,  The  Ci  fies 
and  Bishoprics  of  Phrygia,  t.  I,  págs.  87,  83.  Oxford,  1895. 


1 86  gra:ndez  V  y  decadencia  de  roma 

de  síntesis.  Esta  aparente  contradicción  se  explica  al 
considerar  la  estructura  social  de  estos  países.  Las  ru- 
tas por  donde  las  monarquías  del  interior  comunicaban! 
con  el  mundo  mediterráneo,  pasaban  por  territorios 
griegos;  las  rutas  por  donde  las  ciudades  griegas  comu- 
nicaban con  Persia  pasaban  por  territorios  de  monar- 
quías. Si  los  indígenas  de  las  altas  mesetas  eran  agri- 
cultores y  pastores,  los  griegos  eran  artistas  y  merca- 
deres; vendían  á  los  otros  muchos  objetos  fabricados 
en  sus  ciudades;  recibían  en  cambio  pieles,  lana?,  lino, 
madera,  minerales  y,  sobre  todo,  esclavos.  Si  en  las 
ciudades  griegas  había  vacíos  que  rellenar  á  consecuen- 
cia de  la  usura  natural  de  la  población  ciudadana,  ó  si 
se  necesitaban  buenos  brazos.  Frigia  los  suministraba, 
así  como  Lidia,  el  vasto  imperio  del  Ponto  y  Capado- 
cia;  los  campesinos  de  estas  ciudades  no  consideraban 
como  deshonroso  y  cruel  el  engendrar  y  criar  niños 
para  venderlos  después  á  los  mercaderes  de  esclavos, 
que  se  los  llevaban  á  las  ciudades  industriales  donde  se 
necesitaban  hombres.  Si  el  helenismo  no  había  asalta- 
do todas  las  altas  mesetas,  al  menos  tocaba  las  cimas 
con  sus  rayos  luminosos;  todas  las  cortes  adoptaban 
las  modas  griegas,  pagaban  á  los  artistas,  edificaban  ó 
ensanchaban  mediante  grandes  gastos  algunas  ciuda- 
des que  eran  como  invernaderos  del  helenismo.  Por  su 
parte,  el  helenismo  de  Asia  había  perdido  al  contacta 
de  las  razas  indígenas  buena  parte  de  su  espíritu  polí- 
tico, impregnándose  del  religioso.  La  plebe  obrera, 
compuesta  en  parte  de  carios,  de  frigios,  de  lidios,  que 
aportaba  á  las  ciudades  su  nativa  religiosidad,  cada  vez 
se  hacía  más  afecta  á  los  templos  que  á  las  ciudades; 
las  altas  clases,  compuestas  en  proporciones  cada  vez 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  187 

mayores  de  ricos  mercaderes,  al  encontrarse  entre  tan- 
tas religiones  extrañas,  agradables  é  impresionantes, 
que  herían  la  imaginación  y  excitaban  los  sentidos, 
consagraban  gustosos  á  los  dioses  parte  del  tiempo 
que,  según  la  concepción  griega  de  la  vida,  hubiesen  te- 
nido que  reservar  al  Estado.  Poco  á  poco  los  dioses 
griegos  acogieron  en  sus  templos  á  los  dioses  indíge- 
nas, procurando  parecérseles,  como  la  Artemisa  de 
Efeso;  los  templos  indígenas  se  abrieron  á  los  dioses 
griegos,  y  las  divinidades  de  ambas  religiones  metafí- 
sicas se  hicieron  griegas  por  la  forma  y  el  aspecto.  Al 
componer  el  grupo  de  Mitra  tauróctono,  la  escuela  de 
Pergamo  personificó  en  un  bello  efebo  griego,  cubierto 
con  gorro  frigio,  ese  vago  esplendor  de  la  divinidad 
concebido  por  el  espíritu  de  los  persas  (i).  Y  así,  mien- 
tras que  el  espíritu  cívico  se  debilitaba,  se  había  visto 
á  la  religión  con  sus  innumerables  sacerdotes,  sus  tem- 
plos suntuosos  y  riquísimos,  sus  múltiples  cultos,  sus 
ceremonias  y  sus  fiestas  frecuentes  é  interminables,  ob- 
tener el  primer  lugar  después  de  la  industria  y  del  co- 
mercio en  la  vida  pública  y  privada  de  los  griegos  de 
Asia  (2).  En  fin,  al  contacto  de  las  razas  indígenas, 
acostumbradas  durante  siglos  al  régimen  monárquico, 
bajo  la  influencia  de  los  intereses  industriales  y  del  es- 
píritu religioso  asiático,  las  ciudades  griegas  del  Asia 
Menor  hasta  habían  procurado  conciliar  la  monarquía 


(i)  Franz  Cuinont,  íes  Mystères  de  Mythra,  Bruselas,  1902,  pá- 
gina 18. 

(2)  Por  lo  que  toca  á  la  importancia  de  la  religión  en  el  helenis- 
mo del  Asia  Menor,  véase  el  hermoso  trabajo  de  V.  Chapot,  la  Pro- 
vi'jice  romaine  procónsul  ai  re  d' Asie.  París,  1904,  págs.  395  y  sig. 


i8S 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


y  la  república,  desde  que  la  monarquía  conquistada  por 
ios  aventureros  procedentes  de  Europa  se  hizo  griega 
y  se  puso  á  proteger  el  helenismo,  ayudar  á  estas  re- 
públicas y  á  servirse  de  ellas  en  vez  de  combatirlas. 
Sosteniendo  casi  todas  un  gran  comercio,  las  ciudades 
griegas  de  Asia  tenían  intereses  mucho  más  dilatados 
que  sus  territorios;  necesitaban  paz,  tranquilidad,  or- 
den en  las  regiones  donde  ya  no  se  hacía  sentir  su  pe- 
queña influencia  política.  Por  otra  parte,  el  misticismo, 
el  comercio,  la  lenta  infiltración  de  las  ideas  monárqui- 
cas de  las  altas  mesetas  habían  debilitado  en  los  grie- 
gos de  Asia  el  espíritu  cívico  y  republicano.  También 
las  ciudades  reconocieron  fácilmente  en  la  monarquía 
la  fuerza  más  amplia  que  pudiera  coordinar  sus  intere- 
ses; los  diadoques,  aunque  guerreasen  entre  sí,  diéron- 
se  cuenta  de  su  misión  común,  y  no  sólo  respetaron  las 
instituciones  republicanas  de  las  ciudades  procurando 
servirse  de  ellas  para  helenizar  á  las  razas  indígenas, 
pero  también  fundaron  ellos  mismos,  sobre  todo  en  el 
interior,  muchas  de  estas  repúblicas;  los  griegos,  por 
su  parte,  adoraron  esta  coordinación  de  sus  intereses 
hasta  en  la  persona  de  los  re3^e>.  En  este  ambiente  lle- 
no de  ardor  místico,  las  mismas  inclinaciones  monár- 
quicas habían  adquirido  color  religioso.  Y  encontrán- 
dose así  entre  el  ejemplo  del  remoto  Egipto  y  las  doc- 
trinas indígenas  del  culto  de  Mitra,  los  griegos  de  Asia 
también  comprendieron  que  no  había  mejor  medio  para 
inculcar  á  todos  los  pueblas  del  Asia  Menor  el  respeto 
de  estos  reyes  que  haciendo  de  ellos  dioses  y  semidio- 
ses.  Así,  la  monarquía  semidivina  y  la  apoteosis  de  los 
reyes  muertos  no  habían  sido  en  el  Asia  Menor  obra 
de  la  monstruosa  adulación  de  los  griegos  degenera- 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  1^9 

dos,  sino  uno  de  los  numerosos  recursos  que  servían  al 
helenismo  para  realizar  sus  grandes  proyectos  de  do- 
minación económica  é  intelectual  sobre  las  razas  indí- 
genas de  Asia  y  África.  Estas  republiquitas  de  merca- 
deres, de  artesanos,  de  gentes  de  letras  no  carecían  de 
dinero,  pero  eran  débiles  desde  el  punto  de  vista  mili- 
tar y  diplomático;  habíanse,  pues,  servido  de  las  nuevas 
monarquías  helénicas  como  de  una  muralla  contra  la  le- 
jana Persia,  contra  las  pequeñas  monarquías  semipersas 
que  se  encontraban  en  la  meseta,  entre  el  antiguo  im- 
perio de  los  Aqueménidas  y  las  costas;  habíanlas  uti- 
lizado y  adorado  como  síntesis  de  sus  existencias  par- 
ticulares, como  la  fuerza  que  irradiaba  á  lo  lejos  y 
protegía  su  comercio  en  el  continente  y  en  los  mares. 
Y  ahora,  un  siglo  después  de  la  caída  de  la  monar- 
quía de  Pergamo,  los  asiáticos  ya.  no  adoraban  á  los 
reyes  muertos,  sino  á  un  magistrado  republicano  toda- 
vía vivo;  prosternábanse  ante  Roma,  cuyo  nombre 
tenían  más  razones  para  odiarlo  que  para  amarlo.  Suce- 
diendo á  los  reyes  de  Pergamo,  Roma  había  continuado 
la  tradición  política,  por  decirlo  así,  pero  no  la  misión 
histórica.  Había  declarado  libres,  es  decir,  exentas  de 
tributos,  independientes  del  Senado  y  del  procónsul,  y 
aliadas  sobre  un  pie  de  igualdad,  á  diferentes  ciudades: 
Cnido,  Milasa,  Chío,  Mitilene,  Ilion,  Lampsaco,  Cíci- 
co,  Rodas,  que  aún  se  encontraban  en  esta  condición 
cuando  Augusto  llegó  á  Asia  (i).  Colocó  á  las  demás 
bajo  la  autoridad  del  procónsul  y  las  sometió  á  un  tri- 
buto, dejando  á  pesar  de  esto  que  el  pueblo  se  reuniese, 


(  i)     Chapot,  la  Provìnce  cofisiila're  cfAsie.  París,  1904,  págs.  1 14 
y  sig. 


1 9°  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE   ROMA 

legislase,  eligiese  consejos  y  magistrados,  se  gobernase 
con  sus  leyes,  salvo  la  intervención,  poco  frecuente  por 
lo  demás,  del  Senado  y  del  procónsul;  éste  era  sólo  un 
inspector  y  un  tesorero  encargado  de  percibir  y  enviar 
todos  los  años  á  la  metrópoli  el  dinero  del  tributo.  Pero 
Roma  no  se  ocupó  de  ninguna  manera  de  defender, 
como  las  monarquías  asiáticas,  los  intereses  vitales  del 
helenismo,  de  favorecer  la  difusión  de  su  cultura,  de 
mantener  su  supremacía  sobre  las  razas  indígenas,  de 
proteger  y  de  favorecer  su  comercio,  de  coordinar  los 
esfuerzos  de  las  diferentes  ciudades.  Roma  estaba  lejos; 
siempre  había  estado  representada  en  estos  territorios, 
durante  los  dos  siglos  precedentes,  por  un  procónsul 
que  cambiaba  todos  los  años  y  por  un  Senado  muy  ata- 
reado, que  legislaba  de  una  manera  discontinua,  como 
todas  las  asambleas,  y  que  conocía  mal  los  países  y  los 
pueblos;  hasta  entonces  no  había  tenido  otra  preocupa- 
ción que  robar  á  las  ciudades  griegas  la  mayor  parte  del 
oro  y  de  la  plata  que  acumulaban  á  cambio  de  sus  mer- 
caderías, y  velar  para  que  ninguna  de  las  monarquías  de 
las  altas  mesetas,  Ponto,  Armenia,  Capadocia,  Galacia, 
Comagene,  se  atreviese  algún  día  á  caer  sobre  las  cos- 
tas para  recoger  la  herencia  de  los  i\tálidas  con  mayo- 
res escrúpulos  que  Roma.  También  había  dejado  que 
poco  á  poco  se  fuese  todo  ala  deriva  en  el  Asia  Menor, 
y,  sin  destruirlos  completamente,  debilitó  los  elementos 
vitales  de  esta  sociedad  heterogénea,  el  helenismo  igual 
que  las  tradiciones  indígenas;  semiarruinó  á  las  re- 
públicas griegas,  extinguiendo  casi  totalmente  la  activi- 
dad intelectual  en  todas  sus  formas;  al  mismo  tiempo 
debilitó  también,  edificándolas  y  destruyéndolas  conti- 
nuamente, todas  las  monarquías  de  la  meseta,  á  excep- 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  19 ^ 

ción,  quizás,  de  Galacia.  Al  menos  en  este  país,  bajo  una 
aristocracia  de  ricos  propietarios  y  bajo  un  rey  que  era 
el  más  rico  de  todos  (i),  vivía  en  tiempos  de  Augusto 
una  fuerte  población  frigio  céltica  de  campesinos  y  sol- 
dados que  cultivaban  la  tierra,  apacentaban  inmensos 
rebaños,  exportaban  lana  (2),  santonina  (3)  y  ciertas  go- 
mas medicinales  extraídas  de  la  acacia  (4);  aliados  de 
Roma  durante  siglos,  habían  acumulado  muchas  rique- 
zas guerreando  al  servicio  de  Roma  durante  los  últimos 
cincuenta  años,  y  sobre  todo,  contra  el  Ponto.  Después 
de  Accio,  Augusto  consideró  á  este  pueblo  bastante  vi- 
goroso y  á  su  rey  Amintas  bastante  capaz  para  unir  á 
su  territorio  la  Licaonia,  la  Panfilia,  la  Pisidia,  la  Cilicia 
oriental,  es  decir,  las  partes  más  bárbaras  del  Asia  Me- 
nor, donde  estaban  los  nidos  del  bandolerismo  y  de  la 
piratería  que  desolaban  á  Oriente,  encargando  á  Amin- 
tas que  los  destruyese  á  todos.  Pero  Amintas  murió  en 
el  decurso  de  esta  empresa,  y  no  encontrando  Roma  á 
nadie  que  quisiera  encargarse  de  su  reino,  lo  transformó 
en  provincia:  sobre  la  meseta  sólo  quedaban  ya  sobera- 
nos débiles  y  tímidos,  y  algunos  hasta  muy  pobres. 
Roma  los  conservaba  para  aprovecharse  de  los  últimos 
vestigios  de  autoridad  que  aún  ejercían  sobre  los  indí- 
genas. Un  griego  culto  de  Laodicea,  Polemón,  hijo  del 
célebre  orador  Zenón,  gobernaba  el  Ponto,  el  glorioso 
reino  de  Mitrídates,  que  á  un  lado,  aislado  y  olvidado, 
parecía  ahora  expiar  el  gran  ensueño  del  imperio  de 


(i)  Estrabón,  XII,  vi.  i. 

(2)  ídem. 

(3)  Plinio,  H.  N.,  XXI,  xxt,  160. 

(4)  ídem,  XXIV,  xii,  109. 


192  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

Asia,  entregándose  completamente  á  los  obscuros  tra- 
bajos de  la  paz.  Sus  razas  numerosas  y  diferentes  sólo 
se  ocupaban  ya  en  cultivar  las  tierras,  en  explotar 
las  minas  (i),  en  apacentar  los  rebaños,  en  criar  hijos  y 
en  venerar  á  los  dioses.  Las  pocas  colonias  griegas  del 
mar  Negro,  que  eran  las  únicas  ciudades  importantes 
.del  pais.  Sinope,  Amisos,  Trebizonda,  carecían  ya  de 
ambición  y  de  espíritu  belicoso;  contentábanse  con  ejer- 
cer sus  industrias,  pescar  el  atún,  exportar  madera,  lana, 
hierro  (2)  y  ciertos  simples  raros  y  costosos,  como  el  re- 
galiz (3)  y  el  heléboro  (4).  Capadocia,  donde  reinaba  Ar- 
quelao,  aún  era  más  obscura,  más  pobre:  era  una  ex- 
tensa región  habitada  por  una  raza  poco  inteligente, 
que  se  sostenía  cultivando  también  la  tierra,  apacen- 
tando rebaños,  explotando  minas  (5},  que  hablaba  una 
lengua  peculiar,  y  sólo  tenía  dos  ciudades:  Mazaca 
y  Comana  (6).  Pero  si  las  razas  de  las  altas  mesetas,  á 
excepción  de  los  gálatas,  habían  sido  diezmadas,  arrui- 
nadas, humilladas  por  la  política  romana,  habían  per- 
dido lo  mejor  de  su  sangre  en  las  guerras  terribles  que 
Roma  encendió  en  toda  el  Asia  Menor,  sus  antiguos 
conquistadores,  los  griegos  de  las  ciudades,  no   habían 


(i)  Por  lo  que  concierne  á  las  minas  del  Ponto,  véase  Estrabón, 
Xil,  III,  19;  XII,  III,  30;  XII,  III,  40. 

(2)  Á  propósito  del  Ponto,  véase  Blüaimcr,  I Actività  iniíislria- 
le  del  popoli  dell'  antichità  classica^  voi.  II,  parte  I,  de  la  Biblioteca 
de  Storia  Economica^  publicado  en  Milán  por  la  Società  Editrice 
Libraria^  pág.  539. 

Í3)     Plinio,  H.  N.,  XXII,  ix,  24. 

(4)  Idem,  XXV,  v,  49. 

(5)  Estrabón,  XII,  11,  io. 
(6j     Idem,  XII,  11,  6. 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  193 

tenido  que  sufrir  y  perder  menos  que  ellas.  Obligados 
durante  un  siglo  por  un  nuevo  trabajo  de  Sisifo  á  reco- 
brar de  Italia,  á  cambio  de  sus  mercaderías,  los  metales 
preciosos  que  Roma  les  había  tomado  en  forma  de  im- 
puestos y  usura  para  que  otra  vez  se  los  quitasen  cuan- 
do los  habían  reunido  abundantemente,  las  ciudades 
griegas  del  Asia  Menor  acabaron  por  agotarse.  Después 
de  la  invasión  de  Alitrídates,  la  conquista  realizada  otra 
vez  por  Sila,  las  devastaciones  de  los  piratas,  la  inva- 
sión de  los  publícanos  romanos,  las  confiscaciones  he- 
chas por  los  generales  de  Pompeyo,  los  saqueos  de 
Bruto  y  de  Casio,  las  exacciones  de  Antonio,  todo 
el  país  se  encontró  en  una  situación  espantosa.  Las  cla- 
ses ricas,  arruinadas  ó  empobrecidas  por  tantas  catás- 
trofes financieras,  débilmente  sostenidas  por  Roma, 
cu3'a  autoridad  declinaba,  no  habían  sido  capaces,  sobre 
todo  desde  una  treintena  de  años  antes,  de  conservar 
su  antiguo  esplendor  á  las  costosas  liturgias,  y  al  mis- 
mo tiempo  el  prestigio  del  helenismo  que  de  eso  depen- 
día. Las  instituciones  de  la  po/is  había,  pues,  caído  en 
el  mayor  desorden;  las  artes  y  las  ciencias  estaban 
en  decadencia;  en  todas  las  ciudades  las  banderías  co- 
rrompidas de  los  politicastros  estaban  en  el  poder  y 
explotaban  los  vicios  y  la  ignorancia  del  pueblo;  la  ha- 
cienda estaba  en  deplorable  estado,  los  monumentos  en 
ruinas,  las  escuelas  abandonadas,  la  justicia  venalizada, 
la  opinión  pública  caprichosa  y  violenta,  las  gentes 
honradas  descorazonadas  por  una  corrupción  tan  into- 
lerable y  á  la  vez  incurable.  Y  en  Asia  Menor,  como  en 
todo  Oriente,  sobre  esta  espantosa  disolución  social 
que  la  política  romana  había  introducido  silenciosa- 
mente, con  lentitud  y  tenacidad  en  el  helenismo,  habían 

Tomo  V  ]3 


194       GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

crecido  dos  fuerzas,  como  las  plantas  que  brotan  entre 
las  ruinas:  los  bandidos  y  los  judíos. 

Los  pueblos  que  vivían  del  bandolerismo  en  Cilicia 
habían  dado  muerte  poco  antes  á  Amintas,  y  puesto  á 
Roma  en  un  grave  compromiso.  Al  llegar  á  Asia,  Au- 
gusto se  encontró  con  una  singular  novedad,  que  nin- 
gún hombre  inteligente  hubiese  creído  posible  un  siglo 
antes.  Se  dio  cuenta  de  que,  muerto  Amintas,  el  único 
soberano  de  Oriente  que  ahora  se  imponía,  sino  á 
la  admiración,  al  menos  á  la  consideración  de  todos, 
era  Herodes,  rey  de  los  judíos.  Era  éste  un  bárbaro,  un 
idumeo,  cuya  familia  se  había  convertido  poco  antes  al 
judaismo;  en  el  desorden  de  las  últimas  guerras  civiles 
había  podido  usurpar  en  Judea,  mediante  una  serie  de 
habilidades  y  violencias,  la  dignidad  soberana  á  la  anti- 
gua familia  de  los  Asmoneos.  Así  llegó  á  ser  rey  de  un 
pueblecillo  obscuro  y  poco  culto,  que  durante  largos  si- 
glos no  parecía  haber  tenido  otro  destino  en  medio  de 
las  guerras  que  habían  desolado  á  Oriente,  que  aumen- 
tar el  botín  del  vencedor.  Y,  sin  embargo,  Herodes  as- 
piraba ahora  á  ocupar  el  primer  puesto  entre  los  vasa- 
llos de  Roma  en  Oriente,  y  no  desperdiciaba  ninguna 
ocasión  de  atraer  la  atención  sobre  él  y  sobre  el  reino  de 
Judea.  Herodes  había  suministrado  un  contingente  de 
soldados  á  la  expedición  realizada  por  Elio  Galo  al  Ye- 
men; había  dado  á  Samaría  el  nombre  de  Sebaste,  que 
era  la  traducción  griega  de  Augusto  (i);  comenzó  la 
erección  de  una  ciudad  á  la  que  deseaba  llamar  Cesá- 
rea (2);  también  quería  establecer  entre  sus  bárbaros  de 


(i)     Josefo,  A.  y.,  XV,  VIH,  5, 
(2)     ídem,  XV,  IX,  10. 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  ^95 

Judea  una  monarquía  helenizante  llena  de  fausto  y  mu- 
nificencia, y  para  esto  hacía  comenzar  en  todos  los 
puntos  de  su  reino  grandes  trabajos  públicos;  estable- 
dó  en  Jerusalén  juegos  quinquenales  en  honor  de  Au- 
gusto; se  ocupó  en  construir  un  gran  teatro  y  un  anfi- 
teatro; hizo  venir  de  todas  partes  artistas  griegos  y 
acuñó  monedas  en  griego.  Herodes  no  sólo  quiso  ser  el 
primer  vasallo  de  Roma  en  Oriente,  sino  también  un 
protector  del  helenismo;  ¡él,  el  árabe,  el  idumeo,  el  rey 
de  los  incultos  judíos!  Y,  sin  embargo.,  no  era  una  lo- 
cura por  su  parte  el  aspirar  á  desempeñar  este  papel, 
pues  la  condición  de  los  judíos  había  cambiado  en  todo 
Oriente  durante  el  decurso  del  último  siglo.  Los  judíos 
poseían  ya  algunas  de  las  cualidades  en  que  hoy  radica 
su  fuerza:  eran  trabajadores  y  económicos;  entre  tantas 
religiones  sensuales  vivían  bajo  la  guarda  de  un  dios 
masculino,  que  era  severo  custodio  de  las  costumbres 
y  no  un  alcahuete  complaciente  para  los  vicios;  en  fin, 
lo  que  constituía  una  excelentísima  cualidad  cuando  la 
civilización  agotaba  tan  rápidamente  á  las  razas,  eran 
muy  prolíficos.  Obligados  durante  mucho  tiempo  á  emi- 
grar en  gran  número,  los  judíos  encontraron  en  el  siglo 
precedente  maravillosa  facilidad  de  expansión  y  felices 
ocasiones  de  hacer- fortuna  en  la  disolución  del  helenis- 
mo; crearon  muchas  colonias,  ricas  y  florecientes,  en 
todas  las  ciudades  de  Oriente,  en  las  de  Egipto,  y  sin- 
gularmente en  Alejandría  (i),  en  las  de  Asia  Menor  (2), 


(i)     Josefo,  Contr.  Apion.,  II,  6. 

(2)  Filemón,  Legat.  ad  Caium,  33;  Josefo,  A.  J.,  XXI,  11,  3; 
Chapot,  la  Province  romaine  proconsulaire  d' Asie.  París,  1904,  pá- 
gina 183. 


196  GRANDEZA   Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

y  también  más  allá  de  la  frontera,  en  las  ciudades  de 
Persia,  en  Babilonia  (i),  por  ejemplo;  en  todos  los  lu- 
gares formaron  parte  necesaiia  de  la  población  urbana 
como  artesanos,  mercaderes  ó  banqueros  (2).  La  mayo- 
ría vivían  modestísimamente;  algunos  conquistaron  un 
bienestar;  en  fin,  otros  acumularon  inmensas  riquezas — 
no  faltaban  ya  los  Rothschild  en  Oriente— y  todos 
juntos  formaban  colonias  que  poseían  costumbres,  le- 
yes, ideas  peculiares,  diferentes  de  las  de  los  griegos,  y 
que  no  querían  abandonar  por  nada.  Sobre  todo,  pro- 
testaban contra  el  eclecticismo  religioso,  tan  común 
entre  los  antiguos;  no  querían  adorar  más  que  á  su 
dios;  procuraban  propagar  su  culto  y  pretendían  obser- 
var escrupulosamente  en  todos  partes  donde  se  encon- 
traban los  ritos  de  su  religión,  aunque  hiriesen  los  sen- 
timientos de  los  indígenas;  cuando  las  leyes  de  la  ciu- 
dad estaban  en  contradicción  con  los  preceptos  de 
su  religión,  querían  á  todo  coste  no  ser  constreñidos 
por  ellas,  ó  se  iban  á  otra  parte;  jamás  se  confundían 
con  la  población  de  que  eran  huéspedes;  vivían  entre  sí, 
formando,  por  decirlo  así,  un  pueblo  dentro  del  pueblo, 
un  Estado  dentro  del  Estado  (3).  Numerosos,  unidos, 
trabajadores,  odiados  por  sus  singularidades  y  temidos 
por  sus  riquezas,  no  dejaban  de  convertir  los  ojos  de  su 
espíritu  y  de  enviar  los  suspiros  de  su  alma  hacia  Jeru- 
salén  y  su  templo.  Jamás  olvidaban  la  tierra  sagra- 
da donde  Jehová  tenía  su  santuario;  frecuentemente  re- 


(i)     Filemón,  Legat.  ai  Cahini. 

(2)  Véase  Chapot,  ob.  cit.,  pág.  185. 

(3)  Véase  el  interesante  fragmento   de  Nicolás  de  Damasco  en 
MüUer,  Frag.  Hisior.  Grece,  i.  III,  pág.  420. 


I.A  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  197 

gresaban  á  su  patria;  á  ella  enviaban  inmensas  cantida- 
des de  dinero  que  la  ayudaban  á  vivir.  Los  judíos, 
pues,  habían  adquirido  en  todo  Oriente  con  sus  co- 
lonias, su  comercio  y  su  dinero,  gran  poder  sobre 
el  helenismo  en  decadencia.  La  política  de  Herodes 
era  sólo  una  consecuencia  necesaria  de  la  expansión  es- 
pontánea del  pueblo  judío,  y  Herodes  comprendía  que 
el  Estado  judío  no  podía  encerrarse  en  sí  mismo  cuan- 
do el  pueblo  se  desparramaba  por  el  mundo;  que  debía 
de  seguir  á  su  pueblo,  darse  á  conocer,  hacerse  amar, 
hacerse  temer,  todavía  más  allá  de  las  fronteras,  para 
poder  favorecer  en  todas  partes  la  emigración  de  los  ju- 
díos, y  para  disminuir  en  torno  de  sus  colonias  las 
aversiones  y  las  dificultades.  Su  política  se  fundaba  en 
dos  principios:  aceptar  la  condición  de  cliente  y  de  va- 
sallo de  Roma,  sin  pena,  sin  segunda  intención,  leal- 
mente, para  garantizar  en  todas  partes  á  las  colonias 
judías  la  protección  de  la  gran  república;  y  procurar  re- 
conciliar en  lo  posible  el  judaismo — que,  por  mu^'  fuer- 
te que  se  hubiese  convertido,  era  incapaz  de  dominar 
á  Oriente  por  sí  solo, — con  el  helenismo,  debilitado, 
pero  siempre  vivo,  ávido  de  poder  y  de  riquezas,  y  to- 
davía capaz  de  un  nuevo  renacimiento. 

El  templo  de  Pergamo,  el  culto  de  Augusto  y  de 
Roma,  decían,  en  efecto,  que  el  helenismo  todavía  no  se 
resignaba  á  morir.  Diez  años  hacía  que  la  paz  se  había 
restablecido  en  Oriente;  en  él  reinaba  cierto  orden,  y  la 
confianza  renacía;  en  toda  el  Asia  Menor  recobraban 
actividad  los  oficios  de  tejer,  las  tintorerías  diluían  los 
colores,  las  flotas  mercantes  se  hacían  á  la  vela.  Al 
mismo  tiempo  allá  bajo,  en  aquel  remoto  horizonte, 
donde  por  espacio  de  un  siglo  sólo  había  podido  distin- 


19°  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

guir  la  gris  personalidad  del  Senado,  el  helenismo  asiá- 
tico vio  aparecer  y  agrandarse  la  figura  de  un  hombre, 
en  el  cual  pudo  reconocer  de  lejos  y  por  una  ilusión 
muy  natural,  la  figura  del  monarca  que  tan  familiar 
le  era.  No  era  por  espíritu  cobarde  y  servil  si  en  su 
Olimpo  lleno  de  dioses  heteróclitos  procedentes  de  to- 
dos los  países,  se  apresuraba  Asia  en  colocar  al  último 
dios  llegado  algo  de  improviso,  en  carne  y  hueso, 
de  Italia.  Este  dios  debía  ser  una  fuerza  no  menos 
bienhechora  que  el  sol,  á  quien  se  adoraba  en  Mitra,  ó 
que  la  naturaleza  adorada  en  Cibeles;  debía  ser  la 
fuerza  coordenadora  de  los  intereses  particulares  de  las 
ciudades  griegas,  su  baluarte  contra  Persia,  el  protector 
de  su  comercio,  como  la  antigua  monarquía  de  los  dia- 
doques.  Esta  fuerza  bienhechora  la  esperaba  el  helenis- 
mo de  Asia,  la  invocaba,  la  deseaba  en  vano  durante  un 
siglo;  inútilmente  había  comenzado  por  divinizar  á 
Roma,  y  divinizar  luego  á  los  procónsules,  que  no  ha- 
cían más  que  aparecer  y  marcharse.  Pero  las  desilusio- 
nes sufridas  durante  un  siglo  no  bastaron  para  desani- 
mar por  siempre  á  los  griegos  de  Asia.  El  hombre  espe- 
rado parecía  al  fin  venido;  los  tiempos  resultaban  más 
tranquilos;  el  helenismo  empezaba  á  esperar  el  resur- 
gimiento de  su  decadencia,  y  su  culto  por  Augusto  sim- 
bolizaba esta  esperanza.  Erigiéndole,  á  él  y  á  Roma,  el 
templo  de  Pergamo,  instituyendo  en  torno  del  templo 
un  culto  regular,  el  helenismo  asiático  invitaba  á  Au- 
gusto á  desempeñar  el  gran  papel  histórico  que  había 
representado  en  Asia  la  monarquía  helenizante,  y  que 
Roma  había  desdeñado. 


"VI 

Armenia  capta,  signis  receptis». 

Era  una  misión  magnífica  la  que  Oriente  ofrecía 
á  Augusto;  (¡pero,  podía  aceptarla?  -'Podría  un  hombre 
sólo  personificar  en  Italia  á  la  vieja  república  latina  y 
en  el  Asia  Menor  á  la  monarquía  helenizante?  Si  le  ha- 
bían erigido  templos  en  Asia  Menor,  Augusto  no  poseía 
el  gigantesco  patrimonio  de  los  reyes  de  Pergamo,  que 
había  sido  la  solida  base  de  su  poder:  los  bosques  in- 
mensos, las  grandes  posesiones,  las  fábricas  innumera- 
bles de  tapices,  de  brocados  de  oro,  de  pergaminos, 
la  multitud  de  los  BaaiX-.xo-:  ó  esclavos  reales  (i).  La  ane- 
xión del  reino  había  dispersado  este  gigantesco  patri- 
monio: una  vez  ya  en  libertad  los  esclavos  reales, 
las  grandes  fábricas  se  fraccionaron  en  infinito  número 
de  pequeños  talleres  privados,  que  en  su  totalidad  qui- 
zás eran  mucho  más  activos  que  las  antiguas  fábricas 
inmensas;  las  tierras  se  habían  convertido  en  propiedad 


(i)  Foucart,  La  formati on  de  la  province  romaine  d'Asie,  dans 
les  Méntoires  de  V histitut  national  de  France,  Académie  des  Ins- 
criptions  et  Belles-Lettres,  XXXVII,  i.'"*  parte,  París,  1904,  pági- 
nas 305  y  sig. 


200  GRANDEZA   Y  DECADENCIA  DE   ROMA 

de  la  república  romana,  que  las  había  repartido  como 
ya  se  sabe.  Es  difícil  precisar  lo  que  aún  no  se  había 
dilapidado:  en  todo  caso,  lo  que  de  esta  fortuna  queda- 
ba pertenecía  á  Roma  y  no  á  Augusto  (i).  Cierto  que 
su  patrimonio  era  importante,  y  que  también  poseía 
gran  número  de  esclavos,  pero  no  podía  compararse 
con  los  antiguos  reyes  de  Pergamo.  Riquísimo  para  su 
tiempo,  Augusto  sólo  poseía  á  pesar  de  eso  un  modes- 
to bienestar,  al  lado  de  las  infinitas  riquezas  de  los  an- 
tiguos soberanos  de  Asia;  y  era  en  Italia  donde  tenía 
que  gastar  la  mayor  parte  de  lo  que  poseía.  Era,  pues, 
en  Asia  como  un  dios  sin  dinero  y  sin  trueno;  y  los  ho- 
menajes que  se  le  rendían  antes  traducían  las  desmesu- 
radas esperanzas  que  en  él  fundaban  los  asiáticos,  que 
un  verdadero  sentimiento  de  respeto  y  de  temor  que 
experimentasen  en  su  presencia.  Si  Augusto  hubiese 
concebido  más  altas  ilusiones,  dos  hechos  le  habrían 
abierto  los  ojos.  Poco  después  de  su  llegada  á  Samos, 
es  decir,  ante  la  mirada  del  nuevo  dios,  los  habitantes 
de  Cícico,  con  ocasión  de  ciertos  tumultos,  habían  rea- 


(2)  Los  emperadores  tenían  en  Asia  Menor  vastos  dominios: 
véase  Chü^ot,  I  a  Province  romahíe  procoìtsuìaire  d'Asie^V&vis,  1904, 
págs.  373  y  sig.  Pero,  aparte  de  la  alusión  al  arca  Liviana,  las  ins- 
cripciones é  informes  que  poseemos  son  muy  posteriores;  y,  por  otra 
parte,  no  es  muy  seguro  que  el  arca  Liviana  designe  los  bienes  po- 
seídos por  la  mujer  de  Augusto.  De  todas  suertes,  los  bienes  de  los  re- 
yes de  Pergamo  se  convirtieron  copropiedad  de  la  república,  y  debían 
serlo  de  ella  en  la  época  de  Augusto,  bien  que,  mediante  el  pago  de 
un  pequeño  vecHgai,  se  concediese  á  los  miembros  de  la  aristocracia 
en  lugar  de  arrendarlos  á  los  publícanos.  Nada  nos  indica  que  se  los 
apropiase  Augusto,  y  faltando  la  prueba,  no  podemos  suponer  una 
cosa  tan  poco  verosímil  por  sí  misma,  dado  el  carácter  constitucio- 
nal de  su  reforma. 


LA  REPÚBLICA   DE  AUGUSTO  20I 

lizado  una  de  esas  pequeñas  matanzas  de  ciudadanos 
romanos  que  desde  las  grandes  carnicerías  de  los  tiem- 
pos de  Mitrídates  repetían  periódicamente  las  ciudades 
de  Asia  (i).  Poco  antes,  y  por  consejo  de  su  maestro 
Atenodoro  de  Tarso,  Augusto  había  querido  poner  tér- 
mino á  ciertos  robos  cometidos  en  la  administración 
del  gimnasio  de  Tarso  por  una  bandería  de  politicastros 
que  se  había  formado  allí  desde  la  época  de  Antonio,  y 
envió  al  mismo  Atenodoro  para  expulsar  á  los  ladrones. 
Pero,  no  obstante  su  venerable  edad,  el  apoyo  de  las 
personas  honradas,  el  renombre  y  la  protección  de 
Augusto,  Atenodoro  se  encontró  en  su  ciudad  natal 
expuesto  á  las  burlas  y  amenazas  del  partido  persegui- 
do, que  llegó  hasta  enviar  una  noche  á  genl^  con  dia- 
rrea para  que  se  ensuciase  en  el  portal  de  su  casa.  Y 
el  filósofo  tuvo  que  castigar  este  insulto  con  juegos  de 
palabras,  reunir  al  pueblo  y  dirigirle  un  discurso  dicién- 
dole  que  en  las  deyecciones  de  la  ciudad  podía  verse 
cuan  enferma  estaba  (2).  Hombre  ó  dios,  la  autoridad  de 
Augusto  en  Asia  le  procedía  de  Roma,  como  la  luz  de 
la  luna  procede  del  sol;  ante  todo,  y  aun  por  razones 
de  política  asiática,  necesitaba  esforzarse  en  concertar 
un  tratado  con  los  partos,  acuerdo  cuya  noticia  admi- 
raría á  Asia  y  aumentaría  el  prestigio  de  Roma.  Tam- 
bién ahora,  le  ayudó  la  fortuna.  En  Armenia  se  precipi- 
taban las  cosas  por  sí  mismas  y  aún  más  rápidamente 
de  lo  que  él  quería.  En  efecto,  durante  el  invierno  del 


(i)     Dión,  LIV,  7.  ■ 

(2)  Estrabón,  XIV,  x,  14:  sin  embargo,  la  época  no  es  cierta. 
Estrabón  dice  que  ocurrió  cuando  Atenodoro  «volvió  ya  viejo  á  su 
patria-'). 


202        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

año  21  al  20,  mientras  que  las  fuerzas  romanas  y 
los  contingentes  de  Capadocia  se  reunían  en  los  confi- 
nes de  Armenia  para  invadirla  en  la  primavera,  esta- 
lló una  revolución  en  el  reino,  derribó  al  rey  y  se  decla- 
ró dispuesto  á  reconocer  la  supremacía  romana  (i).  En 
Asia  sólo  había  dos  grandes  Estados,  Roma  y  el  impe- 
rio de  los  partos;  las  pequeñas  monarquías  intermedia- 
rias, el  Ponto,  Capadocia,  Comagene,  Armenia,  eran 
sombras  insignificantes  mejor  que  realidades;  Roma 
y  Persia,  cuando  una  no  impidiese  á  la  otra,  podrían  ha- 
cer de  ellas  lo  que  quisiesen.  Sin  embargo,  Augusto  no 
anexionó  Armenia  al  imperio,  y  abandonando  la  políti- 
ca de  su  padre,  volvió  en  esta  ocasión  á  la  antigua  po- 
lítica del  partido  aristocrático  (2).  El  procónsul  ó  el 
propretor  romanos  gobernaban  fácilmente  desde  Efeso 
al  antiguo  reino  de  Pergamo,  esto  es,  al  Asia  griega,  in- 
dustrial y  republicana;  pues  tenían  á  la  mano  todas  las 
ciudades  griegas  entre  las  cuales  se  había  repartido 
el  territorio.  Para  gobernar  mejor  ó  peor,  y  si  se  quiere, 
peor  que  mejor,  todo  este  territorio,  no  había  más  que 
conservar  las  instituciones  de  estas  ciudades.  Al  contra- 
rio, en  la  meseta,  abolidas  ya  las  monarquías,  el  pro- 
cónsul hubiese  tenido  que  gobernar  una  población  dise- 
minada en  vastas  regiones,  sin  ejército,  sin  el  concurso 


(i)  Dión,  LIV,  9,  y  Veleyo,  II,  94,  que  contienen,  sin  embargo, 
muchas  inexactitudes. 

(2)  Mon.  Anc,  V,  24-28:  Armeniam  majorem....,  cutn  possent  fa- 
cere  provinciam^  malui  majorum  nostrorum  exemplo  regnum  id...  Ti- 
grani  tradere.  Augusto,  pues,  opuso  la  reciente  política  de  César  y 
de  Lúculo  á  la  de  los  antiguos,  es  decir,  á  la  política  aristocrática  de 
los  cincuenta  años  que  siguieron  a  la  segunda  guerra  púnica,  con- 
fesando que  fué  esta  última  la  seguida  por  él. 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  203 

de  las  instituciones  indígenas,  sin  funcionarios  que  co- 
nociesen el  país,  sin  otra  ayuda,  en  fin,  que  el  respeto  y 
el  terror,  que  disminuían  á  medida  que  se  estaba  lejos 
de  la  mar.  Como  estos  parajes  estaban  habituados  des- 
de tiempo  inmemorial  á  no  obedecer  más  que  á  los 
sacerdotes  y  á  los  soberanos  dinásticos,  era  ya  más  pru- 
dente para  dominarlos  apoderarse  de  sus  soberanos,  go- 
bernar con  sus  brazos  y  por  su  boca,  escondiéndose  de- 
trás del  trono.  Augusto,  pues,  adoptó  el  partido  de  dar 
á  Armenia  un  nuevo  rey  Tigranes,  hermano  del  rey 
muerto  que,  cogido  por  él  en  Alejandría  después  de 
Accio,  se  había  educado  en  Roma,  y,  no  pudiendo  diri- 
girse personalmente  á  Armenia-,  encargó  á  su  hijastro 
Tiberio  que  le  pusiese  la  diadema  en  una  solemne  cere- 
monia que  se  celebró  en  el  campamento  romano  (i). 

El  protectorado  tenía  otra  ventaja  sobre  la  anexión: 
molestaría  menos  á  los  partos,  que  lo  tolerarían  más 
fácilmemte;  mientras  que  si  los  partos,  reconocían  el 
cambio  sobrevenido  en  Armenia,  esto  siempre  implica- 
ría un  considerable  aumento  del  poder  y  del  prestigio 
de  Roma  en  Oriente,  ¿Pero  se  resignarían  los  partos  a 
dar  este  paso  atrás?  Muchos  lo  dudaban,  y  temían  que 
recomenzase  la  guerra  entre  Roma  y  Persia;  toda  Asia 
se  inquietó;  el  comercio  se  paraiizó  en  las  ciudades 
marítimas,  como  Bizancio,  dónde  aumentó  el  precio 
del  trigo  (2).  Pero  parece  que  Augusto  tenía  ya  buenas 
razones  para  creer  que  Fraates  cedería;  pues,  tranquilo 


(i)  Mon.  Ano.,  V,  24-28;  Suetonio,  7V¿.,  9;  Veleyo  Patércu- 
lo,  II,  94, 

(2)  El  pasaje  de  Valerio  Máximo,  VII,  vi,  6,  parece  referirse  á 
esta  época. 


204        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

en  medio  de  esta  agitación,  comenzaba  á  ocuparse  en 
los  asuntos  de  Asia.  Sin  desempeñar  abiertamente  el 
papel  de  verdadero  rey,  sucesor  de  los  Diadoques,  pro- 
curó conciliar — al  menos  en  ciertos  casos — los  intere- 
ses de  las  ciudades  de  Asia,  Si  los  oficios  de  los  tejedo- 
res necesitaban  estímulos,  si  los  barcos  se  daban  á  la 
vela,  la  penuria  del  dinero  era  grande;  los  particulares, 
las  ciudades,  los  mercaderes,  los  propietarios  estaban 
cubiertos  de  deudas;  la  misma  Rodas,  que  era  la  ciudad 
más  rica,  sufrió  muy  grandes  pérdidas  en  las  guerras 
civiles  (i);  las  otras  aún  se  encontraban  en  peores  con- 
diciones. Ya  hemos  visto  que  muchas  ciudades  damni- 
ficadas por  el  temblor  de  tierra,  habían  acudido  á  Roma 
para  que  les  ayudase;  Chío  dejaba  arruinarse  su  ma- 
ravilloso pórtico  (2);  en  todas  las  ciudades  se  veían 
escombros;  casas  abandonadas.  El  mal  se  curaría  por 
sí  sólo;  ¡pero  con  cuánta  lentitud!  Parece  que  Augusto 
comprendió  que  era  necesario  adoptar  una  medida  ra- 
dical y  que  autorizó  á  las  ciudades  para  anular  pura  y 
simplemente  sus  deudas  (3).  Sin  duda  fueron  m.uchos 
los  lugares  que  se  aprovecharon  de  esta  facultad, 
aunque  se  sepa  que  Rodas  la  rechazó.  Augusto  se  ocupó 
en  seguida  de  proporcionar  mejor  á  sus  fuerzas  los  tri- 
butos que  pagaban  las  ciudades  disminuyendo  los  de 
aquéllas  que  se  habían  empobrecido  y  aumentando  los 
de  las  más  ricas  (4);  también  introdujo  ciertas  reformas 


(i  )     Véase  Josefo,  A,  J.,  XIV,  xiv,  3. 

(2)  ídem  id.,  XVI,  11,  2. 

(3)  Dión Crisòstomo,  Orat.,  31,  §  66  (edic.  Arnim.,  Berlín,  (893. — 

Véase  Suetonio,  Aug.^  47 alias  (urbes)  are  alieno  levavit:  véase 

Dión,  LIV,  7.  ^ 

(4)  Dión,  LI\',  7.  ^ 


LA  "REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  205 

constitucionales  en  algunas  ciudades  que  probablemen- 
te las  demandaban  (i);  hizo  expiar  á  Cícico  las  matan- 
zas de  ciudadanos  romanos,  despojando  á  esta  ciudad 
de  su  libertad  (2).  En  fin,  restableció  algo  el  orden  en 
las  regiones  de  las  altas  mesetas.  En  la  parte  oriental, 
que  comprende  la  cadena  del  Amaños,  reconstituyó  el 
antiguo  reino  de  Tarcondimeto  que  murió  durante  la 
guerra  de  Accio  á  las  órdenes  de  Antonio  entregando 
el  trono  y  los  bienes  de  su  padre  al  hijo,  que  llevaba  el 
mismo  nombre  (3)  Artavasdo,  rey  de  la  pequeña  Armi- 
nia,  murió  poco  antes,  y  Augusto  dio  este  país  á  Ar- 
quelao,  rey  de  Capadocia  (4).  El  pequeño  reino  de  Co- 
magene  era  como  un  centinela  avanzado  que  en  la 
frontera  septentrional  de  Siria  vigilaba  á  Persia;  su 
trono,  abandonado  á  la  vez  por  Persia  y  por  Roma  es- 
taba vacante  por  espacio  de  diez  años.  Augusto  se 
aprovechó  de  la  ocasión  para  restablecer  allí  la  dinas- 
tía nacional  en  la  persona  de  un  niño  que  ostentaba  el 
nombre  de  Mitrídates  (5).  Entretanto,  el  12  de  Mayo, 
según  parece  (6),  llegaron  al  campamento  romano  los 
prisioneros  y  las  enseñas  restituidas  por  Fraates,  al 
mismo  tiempo  que  los  embajadores  encargados  de  con- 
certar el  tratado  de  paz  definitiva  con  Roma. 

Asia  estupefacta  admiró  el  gran  triunfo  de  la  política 
romana.  Nadie  creía  que  el  imperio  de  los  partos  retro- 


(i)  Si  es  que  fué  durante  este  viaje  cuando  se  promulgaron  los 

edictos  de  que  habla  Plinio,  Epist.  ad  Trojan.^  79  y  48  (KeilK 

(2)  Dión,  LIV,  7. 

(3)  Dión,  LIV,  9. 
(4;  ídem. 

(5)  ídem. 

(6)  Gardthausen,  A?¿gustus,  2,  pág.  476,  num.  23. 


zoo       GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

cediese  así  después  de  tres  guerras  victoriosas.  Augus- 
to, pues,  era  un  dios  verdadero  y  su  venida  había  cam- 
biado todo.  La  misma  Persia  cedía  y  Roma  daba  un 
gran  paso  adelante,  puesto  que  adquiría  indiscutible  su- 
premacía en  toda  el  Asia  Menor.  Italia  también  se  ad- 
miró, sin  darse  cuenta  de  que  el  protectoiado  de  Arme- 
nia era  poca  cosa  en  comparación  de  la  conquista  de 
Persia,  que  se  le  había  prometido  y  con  la  cual  conta- 
ba. Previendo  Augusto  que  le  censuraría  mucha  gente 
por  no  haber  anexionado  á  Armenia  y  continuado 
la  política  de  su  padre,  insertó  prudentemente  en  las 
cartas  que  escribió  al  Senado  solicitando  la  aprobación 
de  lo  que  había  hecho,  una  disertación  sobre  la  política 
exterior,  en  la  cual  renovaba  las  antiguas  doctrinas  de 
Escipión  y  de  la  aristocracia,  demostrando  que  Roma 
ya  no  debía  de  anexionar  nuevas  provincias  al  impe- 
rio (i).  Pero  la  precaución  era  supèrflua.  En  efecto,  sus 
amigos  se  dieron  prisa  en  extender  sobre  el  cuadro  ver- 
dadero de  los  sucesos  de  Oriente,  que  era  una  obra  se- 
vera de  estilo  arcaico,  una  tela  de  leyenda  pintada  con 
elegante  estilo  cesarista,  y  en  la  cual  se  representaba  á 
Armenia  como  conquistada  y  al  rey  de  los  partos  arro- 


(i)  Dión  (LI\^  9),  nos  dice  que  Augusto  justificó  su  política 
asiática  en  una  carta  al  Senado,  tratando  en  general  de  la  política 
exterior  de  Roma  y  declarándose  contrario  á  nuevas  conquistas. 
Esto  nos  demuestra:  a)  que  Augusto  temía  las  críticas  y  objeciones 
que  se  hiciesen  á  su  política;  ó)  y  por  consecuencia  quería  que  la  ra- 
tificase una  aprobación  del  Senado.  Este  informe  de  Dión  nos  auto^ 
riza  á  creer  (aunque  Dión  no  lo  diga)  que  Augusto  demandó  al  Se- 
nado que  aprobase  los  actos  que  había  realizado  en  virtud  de  sus 
poderes  extraordinarios,  como  hizo  Pompeyo,  después  de  su  gran 
proconsulado  de  Asia. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  2O7 

dillado  ante  Roma,  demandando  perdón  por  ias  an- 
tiguas ofensas,  restituyendo  las  enseñas  e  implorando 
la  paz.  Si  el  Senado  consideró  la  carta  de  Augusto 
como  un  prodigio  de  sabiduría,  el  pueblo  admiró  á 
Augusto  cual  si  hubiese  conquistado  á  Armenia  y 
á  Persia  y  hecho  precisamente  lo  contrario  de  lo  que 
había  declarado  útil  y  sabio  en  sus  cartas. 

...  Jlis  imperiumque  Phraates 
Cíesaris  accepit  genibus  minor.  .  . 

escribía  este  mismo  año  Horacio  (i),  que  abusaba  algo 
del  privilegio  concedido  á  los  poetas  de  decir  mentiras. 
Le  acuñaron  monedas  con  la  inscripción:  Armenia  cap- 
ta (2),  en  las  cuales  un  parto  arrodillado  ofrecíalas  en- 
señas (3);  la  misma  escena  se  divulgó  en  pinturas,  una 
de  las  cuales  parece  haberse  encontrado  en  el  monte 
Palatino  (4).  Por  otra  parte,  aunque  Italia  se  represen- 
tase tan  falsamente  los  hechos,  tenía  más  razones  de 
las  que  se  figuraba  para  regocijarse:  en  electo,  este  tra- 
tado restableció  durante  un  siglo  la  paz  en  Oriente, 
gracias  á  un  razonable  compromiso  entre  los  dos  gran- 
des imperios  rivales.  Los  partos  se  desentendían  defini- 
tivamente por  este  tratado  de  la  política  mediterránea; 
abandonaban  á  Roma  el  Asia  Menor  y  Siria;  renuncia- 
ban á  descender,  cruzando  las  altas  mesetas,  hacia  es- 
tas bellas  riberas  de  la  mar  tan  ardientemente  codicia- 


(i)  Horacio,  Epist.^  I,  xii,  27. 

(2)  Cohen,  I,  núms.  8-9;  11-12;  56. 

(3)  ídem,  I,  54  y  358. 

(4)  Bernouilli,  Riñnische  Jkonographie,  t.  I,  pág.  24. 


2o8 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


das  por  la  política  de  los  Arqueménidas.  Por  su  parte, 
Roma  abandonaba  el  programa  de  Alejandro  Magno  y 
se  comprometía  á  no  penetrar  en  el  Asia  central.  Cono- 
cemos perfectamente  las  razones  que  indujeron  á  Roma 
á  realizar  este  gran  acto  de  sabiduría;  en  cambio,  igno- 
ramos por  qué  los  partos  renunciaron  á  la  antigua  polí- 
tica del  imperio  persa,  en  el  momento  mismo  en  que 
Roma  se  encontraba  tan  débil.  Sea  de  ello  lo  que  quie- 
ra, en  la  historia  es  esta  una  hora  solemne;  pues  en  el 
momento  de  concertarse  esta  paz,  nació  la  Europa 
donde  vivimos.  Gracias  á  esta  paz  recobra  Roma  su 
plena  libertad  de  acción  en  Europa,  y  gracias  á  esta 
paz,  podrá  comenzar  pronto  en  la  Galia  la  política  que 
engendrará  la  civilización  europea.  Si  Roma  hubiese 
continuado  ocupándose  en  continuas  guerras  con  los 
partos  á  orillas  del  Eufrates,  el  Rhin,  frontera  salvaje  y 
desconocida  de  la  lejana  barbarie,  hubiese  esperado  en 
vano  las  legiones  y  las  leyes  romanas. 

Después  de  haber  recibido  las  enseñas  y  los  prisione- 
ros, Augusto  marchó  á  Siria  (i),  el  país  de  las  panto- 
mimas que  tanto  gustaban  en  Roma  por  esta  época. 
Quería  reorganizar  la  percepción  de  los  tributos  siria- 
cos (2),  y  resolver  algunas  diñcultades  que  la  política 


(i)  Después  del  equinocio  de  la  primavera,  Josetb;  B.  /,  I,  xx, 
4;  A.  /.,  XV,  X,  3;  véase  Gardthausen,  Augustas  iind  Se/ne  Zeit,  2, 
pág.  469,  núm.  25. 

(2)  Josefo,  B.  /,  I,  XX,  4;  A.  /.,  X\',  x,  5,  dice  que  Augusto  co- 
locó á  todos  sus  procuradores  bajo  la  dirección  de  Herodes:  esto  nos 
revela  que  Augusto  no  estaba  satisfecho  de  la  manera  como  sus 
procuradores  desempeñaban  sus  cargos  y  creía  necesaria  una  reor- 
ganización. J)e  ahí  el  suponer  que  era  esto  uno  de  los  motivos  de  su 
viaje. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  209 

de  Herodes  había  creado  en  Judea.  Aunque  la  conquis- 
ta macedònica  hubiese  llevado  las  instituciones  de  la 
polis  griega  y  difundido  el  helenismo  hasta  Siria,  esta 
nación  semítica,  sensual,  mística,  indiferente  á  la  po- 
lítica, á  la  guerra,  á  la  filosofía,  á  las  sev'eras  artes, 
ávida  solamente  de  dinero  y  de  placeres,  sin  ocuparse 
antes  como  después  de  la  conquista  macedónica,  antes 
como  después  de  la  conquista  romana,  más  que  para 
conservar  en  el  mundo  lo  que  podría  llamarse  el  impe- 
rio siriaco  de  la  voluptuosidad  y  conservar  el  primer 
rango  en  todos  los  comercios,  industrias  y  profesiones 
del  placer.  Sirviéndose  de  campesinos  semiesclavos, 
una  clase  de  pequeños  propietarios  muy  inteligentes 
habían  sabido  cultivar  en  sus  famosos  jardines  (i)  las 
frutas  más  exquisitas  y  las  legumbres  más  suculentas, 
y  sobre  todo,  fabricar  en  los  territorios  de  Laodicea  un 
vino  que  se  enviaba  hasta  las  Indias  (2).  También  ex- 
portaba á  todas  partes  sus  famosos  higos  (3),  sus  ci- 
ruelas secas  (4)  y  sus  cacahuetes  (5).  Los  artesanos  no 
eran  menos  hábiles  que  los  obreros.  Tiro  y  Sidón,  al 
través  de  tantas  guerras  y  subversiones  políticas,  ha- 
bían conservado  su  antiguo  renombre  para  sus  indus- 
trias del  tejido,  de  la  tintura  y  del  cristal.  No  había 
púrpura  tan  estimada  como  la  suya  (ó).  Tiro,  sobre 


(i)  Plinio,  H.  N.,  XX,  v,  33;  Syria  in  hortis  operossisinia. 

(2)  Peripl.  maris  Erythrai^  49. 

(3)  Plinio,  XV,  83. 

(4)  Idem,  XV,  91. 

•    (5)  Hehn.,  Piatite  coltivale  e  animali  domestici.  Florencia,  1892, 

pág-  373- 

(6)     Estrabón,  XVI,  11,  23. 

Tomo  V  11 


2IO        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

todo,  con  la  espantosa  suciedad  de  sus  callejas  popu- 
losas, llenas  de  tintorerías,  seguía  siendo  la  capital 
pestilente,  pero  riquísima,  de  la  púrpura.  En  todos 
estos  talleres  algunos  obreros  (frecuentemente  sólo 
había  uno)  teñían  la  púrpura  más  famosa  del  mundo,  y 
los  mercaderes  siriacos  iban  en  seguida  á  venderla  en 
todas  partes,  obteniendo  de  ellas  gran  beneficio.  En  la 
antigüedad  no  había  mercaderes  más  hábiles  ni  activos. 
No  contentos  con  exportar  los  productos  del  país,  los 
mercaderes  siriacos  habían  logrado  hacer  pasar  por 
Siria  parte  del  comercio  que  Persia,  China  é  India  sos- 
tenían con  las  regiones  mediterráneas  (i),  llegando  á 
fundar  casas  y  despachos  comerciales  en  toda  la  cuenca 
mediterránea.  En  casi  todas  las  ciudades  marítimas  se 
encontraba  por  esta  época  pequeñas  colonias  semíticas 
de  negociantes  siriacos,  como  en  época  más  remota  los 
establecimientos  fenicios  (2),  Al  mismo  tiempo  que  sus 
mercaderes,  Siria  enviaba  á  todas  las  ricas  ciudades 
bailarines,  domésticos,  funámbulos,  músicos,  J^mimos; 
la  mayoría  de  los  músicos,  hombres  ó  mujeres,  disper- 
sos en  el  imperio,  eran  siriacos,  y  siriacas  también  eran 
gran  número  de  cortesanas,  sobre  todo  en  Roma,  donde 


(i)  Mommsen,  le  Provincie  romane  da  Cesare  a  Diocleziano. 
Roma,  1890,  voi,  II,  pág.  460. 

(2)  Por  ejemplo,  en  Puzzolo,  C.  I.  C,  5853  (de  época  post&rior); 
C.  I.  L.,  X,  1576-1578,  1601;  1634,  en  Ostia:  C.  I.  G.,  5892:  C.  L  A, 
14,  pág.  5;  en  Rávena:  C.  I.  L.,  II,  198,  a;  en  Aquileya:  C.  I.  L.,  V, 
1 142;  en  Trieste:  C.  I.  Z.,  V,  1633,  1679.  Encuéntrase  también  en 
el  valle  del  Danubio:  en  Sarmizegetusa,  C.  I.  Z,.,  3  (sup.)  7954;  en 
Apulo:  C.  I.  L.,  3  (sup)  7761;  en  Sirmio:  C.  I.  L.,  III,  6443;  en  Cele- 
ya:  C.  I.  Z.,  3  (sup)  11 701. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  211 

las  graciosas  ambiibaics  tanto  gustaban  á  los  jóvenes,  y 
no  solamente  porque  tocasen  bien  la  flauta  (i).  Así  es 
cómo  de  mil  maneras  distintas  los  semitas  de  Siria,  su- 
tiles, ingeniosos  y  astutos,  sacaban  el  oro  y  la  plata  en 
todo  el  imperio,  á  cambio  de  los  placeres  y  del  lujo, 
para  disiparlos  otra  vez  en  Siria  en  el  lujo  y  en  los  pla- 
ceres; pero  en  esta  perenne  y  fatigosa  busca  del  placer 
que  los  hombres  están  dispuestos  á  pagar  con  el  oro, 
en  este  continuo  contacto  con  la  voluptuosidad  de  que 
se  goza  ó  se  hace  gozar,  esta  sociedad  había  acabado 
por  sufrir  una  especie  degeneración  moral.  Este  país 
de  mercaderes  y  armadores  jamás  había  sido  capaz  de 
asimilarse  una  de  las  grandes  concepciones  filosóficas, 
una  de  las  grandes  ideas  políticas,  una  de  las  grandes 
concepciones  artísticas  ó  literarias  del  helenismo,  que 
hubiese  podido  conducirle  á  más  altos  destinos.  Su  li- 
teratura S')lo  constaba  de  malas  novelas  griegas,  llenas 
de  historias  de  bandidos,  de  magia  y  de  amor,  que  po- 
drían compararse  á  nuestros  más  groseros  folletones; 
se  descuidaban  en  Siria  las  grandes  artes  intelectuales, 
como  la  escultura  y  la  arquitectura,  que  no  sólo  exi- 
gían ingenio  y  habilidad,  sino  vigor  de  espíritu  y  vo- 
luntad (2).  Sólo  profesaban  esos  cultos  eróticos  que 
ya  hemos  visto  difundidos  en  Asia  Menor,  y  perdían 
en  groseras  prácticas  supersticiosas,  en  orgías  y  en 
fiestas  fastuosas,  todo  el  espíritu  filosófico  que  pue- 
de poner  á  los  hombres   en   contacto  con   lo  infini- 


(i)     Mommsen,  le  Provincie  romane  da  Cesare  a  Diocleziano. 
-Roma,  1890,  P.  II,  pág.  456. 

(2)     Mommsen,  le  Provincie  romane  da  Cesare  a  Diocleziajio, 
Roma,  1887,  P.  II,  págs.  453  y  sig. 


212  GRANDEZA   Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

to  (i).  En  todas  partes  era  la  vida  licenciosa  y  poco  se- 
ria. Al  son  de  los  crótalos  y  de  los  sistros  habían  dejado 
dormir,  por  decirlo  así,  las  instituciones  republicanas  de 
\a. polis  griega,  que  exigían  vigor  y  energía.  Ya  no  había 
luchas  ni  facciones  en  las  ciudades  siriacas;  la  abundan- 
cia, las  diversiones,  los  cultos  voluptuosos,  la  facilidad 
de  relaciones  con  las  clases  ricas  antes  que  las  amenazas 
de  la  ley  conservaban  el  orden;  los  mismos  campesinos 
se  resignaban  dócilmente  á  su  semiservidumbre,  que 
no  era  penosa,  por  cierto.  Si  el  espíritu  inquieto  de  los 
siriacos  determinaba  á  veces  desórdenes,  sobre  todo  en 
las  ciudades  llenas  de  obreros,  calmábanse  por  sí  solas 
y  sin  esfuerzo.  Habituado  á  las  fáciles  ganancias,  todo 
el  país  pagaba  su  tributo,  esto  es,  la  mayor  parte  de  las 
cantidades  necesarias  para  sostener  al  ejército  romano, 
y  esto  sin  murmurar,  con  dócil  indiferencia.  No  se 
quejaba  del  impuesto,  y  sin  embargo,  no  se  daba  cuenta 
de  que,  gracias  á  este  ejército  que  guardaba  las  fronte- 
ras y  aseguraba  la  paz  podría  invadir  al  imperio  con 
sus  mercaderes,  sus  domésticos,  sus  tocadoras  de  cró- 
talos y  sus  bailarinas. 

En  Siria — para  la  Siria  misma  —  Augusto  tuvo  poco 
que  hacer.  Se  contentó  con  arrebatar  su  libertad  á 
Tiro  y  á  Sidón  por  ciertos  tumultos  que  estallaron  en 
ambas  algún  tiempo  antes  (2).  En  cambio,  Judea  le 
inspiraba  serios  cuidados.  La  política  de  Herodes,  por 
sabia  que  fuese,  era  muy  mal  acogida  por  este  extraño 


(i)  véase  Lúculo,  De  Dea  Syria,  cuadro  de  las  costumbres  en 
Siria  durante  el  segundo  siglo,  y  que  también  puede  aplicarse  á  la 
época  de  Augusto. 

(2)     Dión,  LIV,  7. 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  213 

pueblo  judío,  tan  difícil  de  gobernar  corno  fácil  el  siria- 
co. Fanáticos  conservadores  de  la  tradición,  llenos  de 
un  orgullo  nacional  desproporcionado  con  su  poder, 
siempre  descontentos,  inquietos  siempre,  siempre  favo- 
rables á  una  política  opuesta  á  la  que  estaba  en  vigor, 
los  judíos  detestaban  á  Herodes.  A  este  idumeo  conver- 
tido hacía  poco,  á  este  hijo  de  un  ministro  que  había 
usurpado  el  trono  de  sus  señores,  se  le  censuraba 
su  política  romanófila  como  una  traición  y  sus  sen- 
timientos helenófilos  como  una  impiedad.  En  vano  se 
esforzaba  Herodes  en  triunfar  de  su  impopularidad  ape- 
lando á  los  más  ingeniosos  recursos:  los  partidarios  de 
la  familia  despojada,  los  supervivientes  de  esta  familia, 
á  quienes  había  llevado  á  su  palacio,  casándose  con 
Mariana,  sobrina  de  los  dos  últimos  Asmoneos,  con 
la  vana  esperanza  de  legitimar  de  ese  modo  su  usurpa- 
ción, no  cesaban  de  reavivar  el  odio  del  pueblo.  Detes- 
tado como  usurpador,  impopular  precisamente  por  lo 
que  había  de  más  inteligente  y  provechoso  en  su  polí- 
tica, poco  seguro  hasta  de  sus  íntimos,  este  árabe  vio- 
lento, sensual  y  receloso  estableció  un  sistema  de  es- 
pionaje y  de  terror,  y,  por  injustas  sospechas,  hizo 
perecer  á  Mariana.  Así  aumentó  el  odio  popular.  Las 
ciudades  y  los  particulares  denunciaban  continuamente 
á  Augusto  las  crueldades  de  Herodes,  y  en  este  momen- 
to mismo,  los  habitantes  de  la  ciudad  de  Gadara  acu- 
dieron á  él  en  súplica  de  que  se  les  incluyese  en  la 
provincia  de  Siria  (i).  Augusto,  pues,  podía  pregun- 
tarse si,  ayudando  á  Herodes,  no  acabaría  por  pro- 
vocar en  Judea  un  movimiento  grave  y  profundo,  cuya 


(i)     Josefo,  A.  7.,  XV,  X,  3. 


214  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

responsabilidad  correspondería  á  Roma  (i).  La  situa- 
ción era  difícil:  Roma  podía  contar  con  Herodes,  pero, 
la  impopularidad  de  éste,  (¡no  era  tan  grande  que  co  - 
rrería  grave  peligro  si  seguía  sirviéndose  de  este  fiel, 
pero  peligroso  vasallo? 

Augusto  vio  á  Herodes  en  Siria,  recibió  en  audiencia 
á  los  habitantes  de  Gadara,  consideró  la  situación  en 
todos  sus  aspectos,  y  se  convenció  de  que,  á  pesar  de 
sus  faltas  y  errores,  Herodes  trabajaba  simultáneamen- 
te por  el  bien  de  Roma,  de  las  provincias  orientales 
y  de  los  judíos.  También  Herodes  en  su  pequeño  reino, 
como  Augusto  en  su  inmenso  imperio,  se  encontraba  en 
una  situación  llena  de  contradicciones,  y  se  veía  obli- 
gado á  recurrir  á  medios  peligrosos  para  realizar  las  más 
sabias  ideas.  Augusto,  pues,  rechazó  las  demandas  de 
los  habitantes  de  Gadara;  siguió  mostrándose  favora- 
ble á  Herodes,  y  considerando  que  era  éste  un  hombre 
inteligente,  activo  y  seguro,  le  nombró  su  procurador 
general  en  toda  Siria,  encargándole  de  vigilar  y  dirigir 
á  los  diferentes  procuradores  diseminados  en  esta  rica 
provincia.  Todavía  más:  habiendo  muerto  Zenodoro, 
reyezuelo  de  Abila,  en  el  Antilíbano,  Augusto  dio  á 
Herodes  sus  Estados  (2).  Luego,  al  aproximarse  el  in- 
vierno, regresó  á  su  querida  Samos  (3),  mientras  que 
Tiberio  iba  á  Rodas  á invernar  (4).  Entretanto,  la  con- 
fusión era  cada  vez  mayor  en  Roma.  El  acuerdo  con  los 
partos  no  había  contenido  este  acre  fermento  del  espí- 


(i)  Josefo,  ^.  7.,  XV,  X,  3. 

(2)  ídem  id. 

(3)  Dión,  LIV,  9. 

(4)  Suetonio,  Tib.,  11. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  21 5 

ritu  puritano,  con  el  cual  las  clases  medias,  los  escrito- 
res, la  parte  más  seria  de  la  aristocracia  seguían  protes- 
tando contra  la  incompleta  restauración  aristocrática 
del  año  2']\  y  el  público,  cada  vez  más  irritado,  derra- 
maba su  mal  humor  sobre  todo  el  mundo,  sobre  la 
aristocracia,  cuyas  costumbres  corrompidas  le  indigna- 
ban más  que  nunca,  sobre  los  últimos  restos  del  parti- 
do democrático,  que  en  vano  se  esforzaba  por  recon- 
quistar el  favor  popular,  y  sobre  Horacio,  que  había 
acabado  por  publicar  sus  odas.  Después  de  tantos  años 
laboriosos  pasados  en  la  soledad,  en  la  cual  se  había  es- 
forzado por  trasplantar  y  aclimatar  en  Italia  los  más 
bellos  metros,  las  formas  más  graciosas,  los  motivos 
más  maravillosos  de  la  poesía  lírica  griega,  había  re- 
aparecido al  fin  muy  contento  de  su  trabajo,  mostrán- 
dolo al  público,  cuyos  elogios  esperaba.  Pero  la  crítica 
y  hasta  el  público  mismo,  le  acogió  fríamente,  casi  con 
hostilidad.  Las  odas  habían  agradado  mucho  á  cierta 
gente  que  era  capaz  de  comprenderlas,  sobre  todo  á 
Augusto,  que  las  había  tratado  de  «obra  eterna»  (i); 
pero  los  escritores,  los  críticos  profesionales,  el  público, 
encontraron  mil  censuras  para  el  tomito.  Roma  lo  leyó, 
pues  Horacio  era  un  escritor  tan  célebre  que  ya  no  se 
podían  ignorar  sus  obras;  pero  no  comprendió  esta  obra 
capital  de  su  literatura,  y,  en  vez  de  admirarla,  procu- 
ró extender  hasta  sobre  su  eterna  belleza,  el  confuso 


(i  I  Suetonio,  Vita  Hor.:  Scripta...  ejiís...  mansiira  perpetiio 
opOtdtiis  est.,  iit  11071  modo  saeailare  carmeii  comp07¡eiiduf)t  injuiixe- 
rit,  se  et  Viitdelicam  victoriam  Tiberii  Drusique.  El  juicio  dictado 
sobre  la  eternidad  de  la  obra,  parece,  pues,  referirse  especialmente  á 
las  odas. 


2l6 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


descontento  del  momento  (i).  Los  puritanos  se  escan- 
dalizaron de  las  odas  eróticas  y  acusaron  á  la  obra  de 
inmoral  (2);  los  críticos  se  vengaron  del  desdén  que 
había  mostrado  por  los  círculos  literarios,  viviendo  le- 
jos de  ellos;  el  público  dio  en  la  tema  de  que  pretendía 
encontrar  todas  las  cosas  modernas  peores  que  las  an- 
tiguas, y  el  que  estaba  habituado  durante  siglos  á 
la  monótona  solemnidad  del  exámetro  y  á  la  simple  ca- 
dencia del  dístico,  no  supo  apreciar  la  variedad  de  me- 
tros que  el  poeta  le  ofrecía  de  improviso,  ni  tampoco  su 
lengua  refinada  ni  sus  maravillosas  descripciones,  y  re- 
prochó de  falta  de  originalidad  á  esta  obra  que  no  le 
agradaba,  precisamente  porque  era  demasiado  original. 
Decíase  que  estas  poesías  eran  graciosas  y  se  dejaban 
leer;  pero  que  eran  todas  imitaciones  de  Arquíloco,  de 
Alceo,  de  Safo  (3).  Italia  tenía  miedo,  por  decirlo  así. 


(i)     Horacio,  Epist.,  I,  xix,  35. 

(2)  La  primera  epístola  del  libro  primero  me  parece  demostrar 
que  se  dirigió  á  Horacio  esta  censura.  Dice  que  ya  no  quiere  escri- 
bir poesías  ligeras,  sino  ocuparse  en  la  poesía  moral:  V,  lo-ii: 

Xunc  itaque  et  versus  et  cetera  ludiera  pono; 

Quid  verum  atque  decens,  curo  et  rogo,  et  omnis  in  hoc  sum. 

Estos  versos  revelan  claramente  que  no  quedó  satisfecho  de  la  aco- 
gida que  obtuvieron  sus  odas,  y  como  estamos  en  la  época  en  que 
se  prepararon  las  famosas  leyes  sociales  del  año  18,  me  parece  pro- 
bable que  Horacio  fué  conducido  á  estos  estudios  de  filosofía  moral 
por  la  opinión  pública,  á  la  que  sus  odas  no  gustaron  por  el  fondo 
ni  por  la  forma.  Mucha  gente  decía  aparentemente  que  no  eran  poe- 
tas frivolos  los  que  Roma  necesitaba,  sino  escritores  austeros  y  ca- 
paces de  enseñar  á  bien  vivir. 

(3)  Horacio,  Epist. ^  I,  xix,  19. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  21  7 

de  reconocer  su  propia  imagen  en  este  espejo  de  sus 
contradicciones  insoluoles;  considerando  los  detalles  y 
la  forma,  prefería  imaginarse  que  eran  imitaciones  de 
obras  griegas.  Entre  tanto,  un  grande  y  terrible  desor- 
den estalló  otra  vez  en  Roma  cuando  Egnacio  Rufo,  el 
edil  y  bombero  tan  famoso  y  detestado  por  la  aristocra- 
cia, presentó  su  candidatura  para  el  consulado. 

La  aristocracia,  habituada  durante  muchos  años, 
como  en  el  buen  tiempo  pasado,  á  ocupar  los  dos  pues- 
tos de  cónsul,  no  quería  de  ninguna  manera  que  un 
hombre  de  tan  obscuro  origen,  que  se  envanecía  de  su 
independencia  frente  á  la  nobleza,  fuese  electo  para  el 
consulado.  Pero  Egnacio  quizás  eua  el  único  candidato 
que  esperase  ahora  triunfar  en  Roma,  aun  sin  el  con- 
curso de  la  pequeña  oligarquía  dominadora,  y  no  obs- 
tante la  creciente  aversión  que  se  sentía  por  los  hom- 
bres nuevos.  Esto  dio  lugar  á  una  guerra  encarnizada. 
Se  opuso  á  Egnacio  dos  candidatos  influyentes.  Cayo 
Sencio  Saturnino,  noble  de  antigua  familia,  y  el  mismo 
Augusto,  no  obstante  su  ausencia  y  sus  repetidas  ne- 
gativas. Egnacio  tuvo  que  retirarse;  Augusto  y  Lucio 
fueron  electos,  y  habiendo  renunciado  el  primero,  se  di- 
firió mucho  tiempo  la  elección  suplementaria,  hasta  el 
punto  de  que  el  i.°  de  Enero  del  año  19,  Sencio  acudió 
solo  á  tomar  posesión  del  consulado  (i).  Lleno  del  es- 
píritu arcaico  y  puritano  que  entonces  dominaba,  quiso 
ser  un  cónsul  del  tiempo  antiguo;  y  súbitamente  se  le 
vio  repartir  latigazos  á  diestro  y  siniestro  sobre  las  trai- 
llas de  canes  flacos  y  famélicos  que  roían  el  hueso  de  la 


(i)     Dión,  LIV,  10;  Veleyo  Patérculo,  II,  92:  (Satwninus)  forte 
sohis  et  absenté,  Casare  consítl... 


2:8 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


hacienda  pública,  sobre  los  ladrones  que  robaban  al  Te- 
soro público  algunos  millares  de  sestercios,  y  que  care- 
cían ya  de  los  lazos,  de  las  amistades,  de  la  autoridad 
necesarios  para  contener  estos  accesos  de  rabia  tan  vio- 
lentos y  tan  imprevistos.  A  los  pequeños  arrendatarios 
del  Estado,  habituados  á  que  se  les  tratase  con  benig- 
nidad, les  impuso  la  ejecución  rigurosa  de  sus  contra- 
tos; hizo  que  se  contrastasen  las  cuentas  hasta  el  últi- 
mo sestercio;  exigió  con  implacable  severidad  los  crédi- 
tos que  el  Estado  no  había  reclamado  ([);  a-sí  atormen- 
tó á  mucha  gente  pobre  para  que  el  Estado  realizase  la 
economía  de  algunos  millares  de  sestercios;  y  obtuvo  la 
admiración  de  todos  los  tontos  y  de  todos  los  criados 
de  la  aristocracia,  que  le  consideraron  como  el  salvador 
de  la  moral  y  de  la  república.  Decíase  que  era  un  hom- 
bre verdaderamente  digno  de  los  tiempos  antiguos. 
Sencio  concibió  por  esto  gran  orgullo,  y  cuando  hubo 
que  proceder  á  la  elección  de  un  nuevo  colega,  se  creyó 
bastante  fuerte  para  obrar  como  los  antiguos  cónsules 
y  hacer  con  Egnacio  Rufo  lo  que  con  los  pequeños 
arrendatarios  de  Roma;  y  declaró  que  si  Egnacio  Rufo 
presentaba  su  candidatura  se  negaría  á  inscribirle  en  el 
número  de  los  candidatos.  Pero  Rufo  tenía  popularidad, 
ambición  y  audacia;  no  se  intimidó  y  presentó  su  can- 
didatura contra  la  de  Lucrecio  Vespillón,  noble  que  ha- 
bía figurado  entre  los  proscritos  del  año  42,  y  que  ha- 
bía combatido  en  Filipos;  y  cuando  Sencio  borró  su 
nombre  en  la  lista  de  los  candidatos,  no  se  resignó:  se 
puso  á  buscar  sufragios,  desafiando  al  cónsul  y  á  todos 


(i)     Veleyo  Patérculo,  II,  xcii. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  219 

los  que  le  ayudaban  con  sus  aplausos  y  elogios  (i). 
Los  conservadores  y  el  partido  popular  apelaron  otra 
vez  á  todas  sus  fuerzas  para  combatir  ó  para  defender 
á  Rufo;  furioso  Sencio  declaró  que,  aunque  Rufo  fuese 
electo,  no  lo  proclamaría  (2).  De  una  y  otra  parte  se  re- 
currió al  dinero  primero,  y  luego  á  los  palos.  Comenza- 
ron los  tumultos;  corrió  la  sangre  (3);  la  bandería  aris- 
tocrática, á  pesar  de  ser  vieja,  sacó  el  ardor  de  su  ju- 
ventud; quiso  dar  una  lección,  y  pidió  que  Sencio  reclu- 
tase  hombres  é  hiciese  una  matanza.  Pero  al  llegar 
aquí,  faltó  el  valor  al  terrible  cónsul,  que  se  negó  no 
queriendo  convertirse  en  el  émulo  de  Opimio  y  de  Na- 
sica. Ambos  partidarios  se  vieron  obligados  á  luchar 
entre  sí  haciéndose  mutua  obstrucción,  tan  violenta 
como  ridicula,  que  llenó  á  Roma  de  desorden:  duró 
tanto  este  estado,  que  en  el  mes  de  Jimio  aún  no 
estaba  electo  el  segundo  cónsul  (4).  Al  fin  comprendió 
la  bandería  aristocrática  que  por  sí  sola  jamás  daría 
cuenta  del  indomable  bombero;  y  otra  vez  acudió  á  Au- 
gusto para  que  la  ayudase. 

En  medio  de  estos  trastornos  se  inauguró  el  acue- 
ducto del  Agua  Virgo,  construido  por  Agripa  (5):  era 


(i)     Veieyo  Patérculo,  II,  xcii,  4. 

(2)  ídem. 

(3)  Dión,  LIV,  10;  me  parece  verosímil  que  los  tumultos  de  que 
habla  Dión  estallaron  durante  esta  última  parte  de  la  lucha,  que  de- 
bió ser  la  más  violenta. 

(4)  Dión,  LIV,  10. 

(5)  C.  I.  Z..,  XI,  861.  La  inscripción  nos  demuestra  que  en  Junio 
Sencio  aún  era  el  único  cónsul:  C.  I.  L.,  2255;  hacia  mediados  del 
jnes  de  Agosto  aún  no  era  conocido  en  España  el  nombramiento  de 
-SU  colega. 


220       GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

una  obra  notable  en  este  progreso  de  los  servicios  pú- 
blicos que  todos  deseaban  en  Roma.  Sobre  este  punto 
nadie  echaba  de  menos  el  tiempo  viejo.  En  cuanto 
á  Augusto,  por  más  de  que  el  Senado  y  los  partícula-, 
res  le  pidiesen  que  regresase  á  Roma,  se  detuvo  en 
Atenas  (i)  estando  ya  de  camino,  encontrándose  en 
ella  al  mismo  tiempo  que  Virgilio.  Éste  había  empren- 
dido un  largo  viaje  á  Oriente  para  visitar  los  lugares 
donde  se  desarrollaba  su  poema,  antes  de  darle  la  últi- 
ma mano,  encontrándose  en  la  metrópoli  ática  con  su 
ilustre  amigo.  Augusto  quería  ganar  tiempo,  y  proba- 
blemente por  las  mismas  razones  que  tenían  los  otros 
para  pedirle  que  volviese,  si  no  es  que  pensaba  en  los 
peligros  que  resultarían  para  ¿1  de  su  presencia  en 
Roma,  mientras  que  los  demás  sólo  veían  su  propia 
ventaja;  y  esperó  hasta  que  ambos  partidos  terminasen 
su  discordia  y  que  la  tranquilidad  se  restableciese  en 
Roma.  Pero,  como  todo  iba  allí  de  mal  en  peor,  tuvo 
que  decidirse  á  volver.  Partió,  pues,  para  Italia  en  el 
mes  de  Agosto  llevándose  consigo  á  Virgilio,  cuya  sa- 
lud estaba  quebrantada,  y  que  renunció  á  su  viaje 
apenas  comenzado.  El  poeta  y  el  presidente  regresaron, 
pues,  juntos;  pero  en  Brindisi,  barruntándose  malo, 
dijo  por  siempre  adiós  á  su  grande  amigo,  al  protector 
por  .quien  pudo  componer  su  obra.  Augusto  prosiguió 
su  viaje  hacia  la  Campania,  donde  una  diputación  de 
los  hombres  más  eminentes  de  Roma,  salió  á  su  en- 
cuentro. Iban  acompañados  de  parte  de  los  pretores  y 
tribunos,  y  llevaban  al  frente  á  Q.  Lucrecio  Vespillón, 
el  candidato  que  en  vano  disputaba  el  puesto  á  Egna- 


1 1;     Frontino,  De  Aqiíctduc^  lo. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  221 

ciò  (i).  El  pretexto  era  rendir  homenaje  á  Augusto  en 
nombre  de  toda  la  ciudad,  é  informarle  del  estado  mi- 
serable en  que  se  encontraba  Roma;  pero  lo  que  en 
realidad  deseaba  la  bandería  aristocrática  era  conquis- 
tar su  ayuda,  hos  pj'mcipes  viri  venían  á  pedir  al  presi- 
dente la  derrota  de  la  candidatura  de  Egnacio;  y  tan 
bien  supieron  hablar  y  obrar,  que  llegaron  á  persuadir- 
le de  que  el  único  remedio  para  la  situación  consistía 
en  recurrir  á  sus  poderes  discrecionales,  y  elegir  él 
mismo  al  cónsul,  sustituyéndose  á  los  comicios.  Au- 
gusto cedió:  otra  vez  se  inclinó  por  los  conservadores 
eligiendo  á  Lucrecio,  el  antiguo  proscrito  (2).  El  parti- 
do aristocrático  se  dispuso  á  recibir  á  Augusto  en  Roma 
con  gran  pompa  tomando  como  pretexto  la  victoria  so- 
bre los  partos,  que  se  exageró,  la  cuestión  oriental  ya 
terminada,  Oriente  reducido  á  una  dócil  obediencia;  pero, 
sobre  todo,  para  darle  las  gracias  por  haber  abandonado 
á  Egnacio.  La  derrota  infligida  al  celoso  bombero  te- 
nía á  sus  ojos  más  importancia  que  la  misión  en  Orien- 
te. Pero  el  prudente  Augusto,  que  nunca  quería  exas- 
perar á  los  que  se  veía  obligado  á  herir,  no  se  prestó  á 
esta  manifestación  triunfal;  se  acercó  sin  ruido  á  Roma, 
y  de  improviso,  durante  la  noche  del  11  al  12  de  Octu- 
bre, entró  sin  que  nadie  se  enterase,  como  un  simple 
particular  (3).  Por  la  mañana,  el  partido  que  se  prepara- 
ba á  insultar  á  los  vencidos  con  las  fiestas  en  honor  de 
Augusto,  supo  que  estaba  ya  en  su  residencia  del  Pala- 
lino,  y  que  todos  estos  lindos  preparativos  eran  inútiles. 


(i)     Dión,  LIV,  11;  Mon.  Anc,  II,  34. 

(2)  ídem,  LIV,  10. 

(3)  ídem. 


Las  grandes  leyes  sociales 

(del    AtÑioiS    ANTES    DE    CRISTO) 

Poco  tiempo  antes,  el  21  de  Septiembre  (1),  murió 
Virgilio  en  Brindisi,  donde  acababa  de  desembarcar, 
después  de  prestar  testamento  en  el  que  dejaba  á  su 
hermanastro  la  mitad  de  su  fortuna,  que  procedía  de  sus 
amigos  y  se  elevaba  á  10  millones  de  sestercios;  la  cuar- 
ta parte  á  Augusto,  la  duodécima  á  Mecenas,  y  el  resto 
a  dos  escritores  amigos,  Lucio  Vario  y  Plocio  Tue- 
ca (2).  Así  es  como  á  los  cincuenta  y  dos  años  el  dulce 
poeta  de  las  Geórgicas  y  de  las  Églogas  reposaba  por 
siempre  su  cabeza  sobre  su  obra  sin  rematar,  no  dejan- 
do más  que  un  conjunto  imperfecto  de  trozos  admira- 
bles mal  conexionados  entre  sí.  No  había  podido  hacer 
una  total  fusión  de  las  materias  tan  numerosas  y  diver- 
sas que  le  habían  servido  para  componer  su  poema:  el 


(i)  Donacio,  Vila.,  págs.  62  y  sig.  ^.— -San  Jerónimo,  Ad.  aii., 
2000.  Hay  un  error  en  Servio,  Vita.,  pág.  2  L. 

(2)  Donacio,  Vita,  pág.  63  R;  Probo,  pág.  i  Á';  Servio,  Prooem. 
yEn,  pág.  2. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  223 

elemento  dramático  y  el  elemento  simbòlico,  la  arqueo- 
logía latina  y  la  mitologia  griega,  la  filosofia  y  la  leyen- 
da, la  historia  y  la  poesia.  Los  personajes  secundarios 
del  poema,  corno  Dido  y  Turno,  son  vivos  y  humanos; 
pero  Eneas  es  un  piadoso  autómata  cuyes  hilos  están 
en  manos  de  los  dioses,  esos  dioses  que  ya  no  son  los 
seres  humanos  que  viven  y  se  agitan  en  el  Olimpo  de 
Homero,  y  que  aún  no  son  los  símbolos  abstractos  de 
las  religiones  metafísicas.  La  descripción  del  incendio  de 
Troya  es  una  maravilla  de  movimiento  y  de  color,  pero 
el  poema  carece  de  aliento  épico,  porque  todo  en  él  está 
preestablecido:  Eneas,  este  piadoso  fantoche,  vencerá 
sin  hacer  otra  cosa  que  pronunciar  fastidiosos  discur- 
sos, y  Turno,  á  pesar  de  su  coraje,  de  su  valor  y  de  su 
ímpetu,  será  vencido,  porque  así  conviene  á  los  desti- 
nos de  Italia.  Ingresamos  en  la  humanidad  con  la  his- 
toria de  Dido  y  Eneas;  pero  esta  historia  también  se 
trunca  bruscamente,  como  lo  exigen  las  necesidades 
filosóficas  del  poema,  que  hacen  partir  á  Eneas  como 
le  obligaron  á  llegar,  como  le  hicieron  enamorarse  de  la 
reina,  automáticamente  y  para  justificar  las  guerras  fu- 
turas entre  Roma  y  Cartago.  Hay  en  la  descripción  del 
Lacio  primitivo  un  frescor  y  una  dulzura  casi  musica- 
les; pero  esta  descripción  se  encuentra  en  un  mal  cua- 
dro, encerrada  en  la  recia  estructura  de  un  poema  gue- 
rrero, donde  se  advierte  demasiado  la  imitación  de  la 
Iliada,  y  está  lleno  de  batallas  cuyo  relato  sumarísimo 
carece  de  claridad.  Se  advierte  que  Virgilio  no  ha  pre- 
senciado ninguna  batalla,  que  reproduce  las  descripcio- 
nes hechas  por  otros,  cogiendo  de  aquí  y  de  allí  deta- 
lles pintorescos,  pero  sin  llegar  á  hacer  un  todo  verda- 
deramente animado.  El  plan  del  poema  era  gigantesco, 


224  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

era  más  vasto  que  el  de  la  Iliada;  de  la  misma  manera 
que  en  la  civilización  y  en  la  política  todas  las  obras  de 
Roma  fueron  gigantescas  y  superaron  á  las  de  Grecia. 
La  Eneida  ya  no  es  un  mero  drama  humano  como 
la  querella  de  Agamenón  y  de  Aquiles;  Virgilio  quisiera 
exponer  en  forma  dramática  toda  la  filosofía  de  la  larga 
historia  de  un  gran  pueblo,  hacer  pasar  en  la  visión 
crepuscular  de  la  ciudad  santa  que  domina  al  mundo, 
un  soplo  épico,  recoger  y  reavivar  en  un  relato  llenp  de 
vida  todas  las  tradiciones  de  la  antigua  religión  agoni- 
zante. De  responder  la  ejecución  á  la  grandeza  de  la 
idea,  Virgilio  hubiese  compuesto  la  obra  maestra  de  la 
literatura  universal;  hubiese  superado  á  Homero  y  Dan- 
te no  hubiese  podido  igualarle.  Desgraciadamente,  com.o 
todas  las  obras  de  Roma,  también  ésta,  cuyo  plan  era 
tan  grandioso,  permaneció  en  estado  de  esbozo:  Virgi- 
lio fué  el  primero  en  reconocerlo,  y  al  morir  dio  á  Vario 
y  á  Tueca  la  orden  de  quemar  su  manuscrito.  Ni  siquie- 
ra previo  lo  que  su  obra  iba  á  representar  en  el  trans- 
curso de  los  siglos  en  la  imaginación  de  las  hombres,  y 
que  el  mundo,  hecho  cristiano,  vería  una  claridad  pro- 
fética en  esta  visión  crepuscular  de  Roma  como  ciudad 
santa  que  él  había  observado  contemplando  el  pasado. 
Los  IO  millones  de  sestercios  entregados  al  poeta  por 
la  aristocracia  política  de  Roma,  estaban  perdidos.  Ita- 
lia no  tendría  el  gran  poema  nacional  tanto  tiempo 
y  tan  impacientemente  esperado;  Vario  y  Tueca  iban  á 
quemar  el  precioso  manuscrito,  obedeciendo  las  órde- 
nes del  moribundo... 

Poeta  digno  de  envidia,  á  pesar  de  todo,  Virgilio  mu- 
rió en  pleno  fav^or  popular,  bajo  la  mirada  enternecida 
de  Italia  que  estaba  enamorada  de  él,  y  que  esperaba 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  225 

durante  mucho  tiempo  y  con  gran  confianza  una  obra 
maestra,  para  no  encontrar  lleno  de  sublimes  bellezas, 
de  cualquier  manera  que  fuese,  el  poema  que  dejaba. 
Si  en  él  presentía  defectos,  se  los  imputaba  al  destino, 
que  no  había  dejado  al  artista  el  tiempo  necesario  para 
dar  á  su  obra  la  última  mano.  En  cambio,  Horacio,  des- 
contento y  desanimado  por  la  fría  acogida  dispensada 
á  sus  Odas,  inquieto  también  por  las  censuras  que  le 
dirigía  el  partido  puritano,  se  puso  á  estudiar  filosofía 
moral,  y  se  afilió  en  el  grupo  de  los  que  querían  corre- 
gir las  costumbres  del  tiempo,  y  volvió  al  género  satí- 
rico, pero  con  espíritu  más  maduro  y  ponderado,  con 
ironía  más  fina  y  profunda,  y  se  puso  á  componer  epís- 
tolas en  las  que  hablando  siempre  de  algún  suceso  re- 
ciente, se  paseaba  con  su  linterna  de  filósofo  entre  los 
vicios,  las  mentiras  y  las  contradicciones  de  su  época. 
Pero  frecuentemente  se  dejaba  ir  un  poco  al  azar  y  se- 
guía los  caprichos  de  sus  impresiones,  de  su  imagina- 
ción y  de  sus  lecturas,  sin  someterse  jamás  á  un  itine- 
rario impuesto  por  una  doctrina  cualquiera: 


Ac  ne  forte  roges,  quo  me  duce,  quo  Lare  tuter: 
Nullius  addictus  jurare  in  verba  magistri  / 

Quo  me  cumque  rapit  tempestas,  deferor  hospes  (i). 


Pero,  aunque  estas  epístolas  morales  las  escribiese  para 

« 
reconquistar  los  favores  del  público  romano,  lo  natu- 
ral era  más  fuerte  en  Horacio  que  las  intenciones, 
de  manera  que,  en  estas  divagaciones  satíricas  y  filosó- 


(i)     Horacio,  Ep'siolas,  I,  i,  137  sig. 

Tomo  V  15 


226 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


ficas,  como  en  las  divagaciones  líricas  de  los  años  pre- 
cedentes, solía  contrariar  frecuentemente  las  inclinacio- 
nes populares.  La  época  era  tan  rara,  que  las  cosas  ya 
no  daban  jamás  los  resultados  que  podían  preverse. 
Augusto  había  tenido  el  propósito  al  salir  de  Roma  de 
concertar  un  acuerdo  con  los  partos  para  eludir  las  di- 
ficultades interiores;  y  he  aquí  que  ese  acuerdo  suscri- 
to le  lanzaba  cada  vez  más  en  esas  dificultades.  El  Se- 
nado, que  no  se  desanimó  por  su  entrada  furtiva  en  la 
ciudad,  se  apresuró  en  testificarle  de  una  manera  más 
significativa  la  impaciencia  con  que  Italia  le  había  es- 
perado, declarando  día  feriado  el  12  de  Octubre,  fecha 
de  su  regreso,  é  instituyendo  para  este  día  la  fiesta  de 
las  Augustalia,  y  acordando  que  se  erigiese  un  altar 
á  la  Fortuna  de  Retorno  en  la  puerta  Capena,  cerca  del 
templo  del  Honor  y  del  Valor,  y  ordenando  también  á 
los  pontífices  y  á  las  vestales  que  celebrasen  todos  los 
años,  el  12  de  Octubre,  un  sacrificio  en  este  altar  (1). 
Para  estos  honores  el  Senado  no  superaba  los  sen- 
timientos de  la  gente  que  durante  mucho  tiempo  es- 
taba deseosa  de  atestiguar  á  Augusto  su  admiración 
por  los  altos  hechos  que  había  consumado  en  Oriente, 
y  que  quería  encargarle  de  una  misión  aún  más  grave: 
la  reforma  de  las  costumbres.  Los  últimos  escándalos 
habían  impresionado  hasta  tal  punto  á  los  puritanos  y 
nacionalistas,  que  ahora  reclamaban  todos — aunque 
por  diferentes  motivos,  —  una  reforma  social,  seria  y  efi- 


(i)  Mon.  Anc,  II,  xxvii,  33  (lat.);  Yll,  7-14;  C.  J.  Z.,  I  =  ,  pá- 
gina 332;  Dión,  LIV,  10;  Cohen,  págs.  78-79,  138;  Aitg.^  CU, 
107-ioS. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  227 

caz.  Irritado  por  lalarga  lucha  que  ocasionó  la  candida- 
tura de  Egnacio  Rufo,  envalentonado  por  el  favor  po- 
pular y  por  el  triunfo  final,  el  partido  de  la  nobleza  se 
atrevía  á  pedir  abiertamente  lo  que,  durante  tantos 
años,  había  deseado  en  secreto:  la  depuración  del  Sena- 
do, la  expulsión  de  los  intrusos  de  la  revolución,  la 
vuelta  á  una  constitución,  si  no  completamente  aristo- 
crática, al  menos  timocratica,  es  decir,  basada  en  el 
privilegio  del  censo,  en  la  exclusión  de  los  magistrados 
y  de  los  que  no  poseían  cierta  fortuna.  Las  clases  me- 
dias, los  mejores  de  entre  los  caballeros,  los  intelectua- 
les, cada  vez  más  descontentos  y  que  aspiraban  á  im- 
posibles perfecciones,  también  deseaban  esa  selección, 
aunque  por  distintos  motivos;  y  sin  tener  en  cuenta  que 
ellos  mismos  iban  á  obstruirse  el  camino  por  donde  hu- 
biesen podido  entrar  en  el  Senado,  decían  muy  alto  que 
se  necesitaba  \m  pequeño  Senado  compuesto  de  hom- 
bres de  valía,  y  no  un  Senado  enorme  como  el  de  en- 
tonces, que  constaba  de  ochocientos  ó  novecientos 
miembros;  y  reclamando  también — ahora  en  tono  más 
imperioso — leyes  que  obligasen  á  los  ricos  á  hacer 
la  misma  vida  modesta  y  virtuosa  á  que  se  veían  obli- 
gados  por  su  pobreza;  leyes  que  reprimiesen  los  más 
escandalosos  desórdenes  de  la  vida  privada.  Un  hom- 
bre sabio  y  fuerte,  un  hombre  enamorado  del  bien  pú- 
blico que  supiese  reinstaurar  en  Roma  el  pudor  expul- 
sado por  tantos  horrores:  esto  es  lo  que  en  toda  Italia 
se  demandaba.  ¿Y  quién  podía  ser  ese  hombre  sino 
Augusto?  Apenas  de  regreso,  también  se  vio  rodeado 
por  una  muchedumbre  presurosa  de  admiradores  que 
deseaban  obligarle  contra  su  voluntad  á  convertirse  de 
cualquier  manera  en  el  salvador  de  Roma,  de  Italia,  del 


228 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROINIA 


imperio  y  del  mundo;  antes  de  terminar  el  año  se  le 
propuso  nombrar  prajecHis  moriim  con  poderes  de  cen- 
sor (i);  las  diputaciones  acudían  continuamente  para 
repetirle  que  Roma  é  Italia  estaban  cansadas  del  des- 
orden, para  suplicarle  que  corrigiese  á  su  gusto  to- 
dos los  abusos  y  que  propusiese  tantas  leyes  como 
considerase  necesarias;  en  fin,  para  que  limpiase  la  abo- 
minable sentina  del  mundo  (2).  Esta  grave  cuestión 
ocupó  de  tal  suerte  al  espíritu  público,  que  Tito  Livio, 
llegado  en  la  historia  que  componía  al  año  195,  en  que 
se  abolió  la  ley  Apia  contra  el  lujo  de  las  mujeres, 
creyó  deber  exponer  ampliamente  las  discusiones  de 
esta  época,  el  discurso  de  Catón  y  la  contestación  de 
sus  adversarios,  introduciendo  probablemente  buen  nú- 
mero de  argumentos  que  entonces  se  invocaban  en  pro 
ó  en  contra  de  las  leyes  sobre  las  costumbres  (3).  La 
corriente  popular  era  tan  fuerte  ahora,  que  nadie  osó 
oponerse  á  ella;  sólo  Horacio,  condenado  en  adelante  á 
pensar  de  distinto  modo  que  sus  conciudadanos,-  di- 
fundía ampliamente  en  sus  epístolas  las  refutaciones 
irónicas  de  este  movimiento  puritano,  que  pretendía 
regenerar  al  mundo  con  leyes  escritas  en  el  papel,  cuan- 
do el  vicio  y  la  virtud  son  cosas  interiores,  actitudes  del 
sentimiento  y  del  pensamiento.  Si  los  hombres  no 
aprenden  desde  su  infancia  á  diferenciar  el  bien  del  mal 
y  á  refrenar  sus  pasiones  viciosas,  si  se  dejan  arrastrar 
por  el  deseo  demasiado  violento  de  honores,  de  place- 
res, de  riquezas,  si  atienden  lo  que  dice  Janus  summus 


(i)     Mon.  Anc,  III,  11- 12.  Véase  la  nota. 

(2)  Dión,  LIV,  10. 

(3)  Tito  Livio,  XXXIV,  2-8. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  229 

ab  imo — á  las  cotizaciones  de  la  bolsa,  podríamos 
decir... 

o  cives,  cives,  quaerenda  pecunia  primumst; 
Virtus  post  nummos  (i); 

si  toman  por  medida  de  la  dignidad  el  censo  necesario 
para  desempeñar  los  cargos  públicos,  la  virtud  jamás 
será  más  que  una  inútil  quimera,  «Sabéis — dice  — 
por  qué  no  estoy  de  acuerdo  sobre  ningún  punto  con 
mis  conciudadanos?  Pero,  ¿con  quién  podría  estar  yo  de 
acuerdo?  Unos  no  piensan  más  que  en  enriquecerse, 
otros  en  vestirse  elegantemente  y  en  satisfacer  todos 
sus  caprichos  de  villas,  de  festines  y  de  viajes»...  (2).  La 
esencia  de  la  moral  es  la  vigorosa  educación  del  espíri- 
tu y  del  corazón,  el  examen  asiduo  que  cada  cual  debe 
hacer  de  sus  pensamientos  y  sentimientos  (3).  La  Ilia- 
da  y  la  Odisea  parecen  á  Horacio  un  maravilloso  ma- 
nual de  moral  práctica,  pues  las  altas  clases  que  preten- 
den corregir  los  defectos  de  las  otras  pueden  descubrir 
sin  cesar  en  él  sus  propios  defectos.  En  un  verso  mara- 
villoso, condensa  Horacio  toda  la  filosofía  de  la  política: 

Ouidquid  delirant  reges,  plectuntur  Achivi  (4J. 

«Los  reyes  hacen  tonterías  y  el  pueblo  las  paga».  Á  la 
general  tendencia  al  lujo  y  al  placer,  Horacio  gustaba 


(i)  Ep/st,  1,1,  53  y  sig. 

(2)  ídem,  I,  I,  70  y  sig. 

(3)  Por  ejemplo,  en  la  Epist.^  I,  11,  32  y  sig. 
(4J  Epist.^  I,  II,  14. 


230  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

oponer  su  vida  sencilla,  su  amor  al  campo,  su  indepen- 
dencia, respondiendo  así  á  todos  sus  adversarios  y  crí- 
ticos del  partido  puritano,  que  sus  acciones  valían  más 
que  las  palabras  de  ellos.  «Prefiero  comer  pan  duro 
y  ser  libre  á  regalarme  con  pasteles  de  miel  al  servicio 
de  los  sacerdotes»  (i).  «Que  el  que  quiera  vivir  confor- 
me á  la  naturaleza  construya  su  casa  en  el  campo  y  no 
en  la  ciudad»  (2).  «El  agua  que  va  á  romper  los  con- 
ductos de  los  acueductos,  ¿es  más  pura  que  la  que  mur- 
mura en  los  arroyuelos  al  pie  de  las  colinas?»  (3).  Y  le 
vemos  reñir  con  su  arrendatario  que  pretende  ir  á  ser- 
vir en  Roma,  donde  le  atraen  las  tabernas  abiertas  y 
los  malos  lugares  (4).  ¿Cómo  poder  atraer  al  campo  á 
los  ciudadanos  libres,  cuando  tanto  trabajo  cuesta  re- 
tener á  los  esclavos?  Luego  es  evidente  que  Horacio 
sentía  poca  simpatía  por  el  pliritanismo  artificial  que 
entonces  estaba  en  moda,  que  sentía  complacencia  en 
mostrar  á  sus  contemporáneos  y  en  sus  propias  perso- 
nas, los  signos  que  no  querían  ver  de  todas  las  enfer- 
medades de  las  civilizaciones  corrompidas:  el  violento  y 
universal  deseo  de  ganar  dinero  (5),  el  orgullo  desen- 
frenado (6),  la  afición  al  lujo  y  al  placer,  esa  agitación 
sin  resultado  que  en  todas  las  civilizaciones  es  efecto  de 
una  riqueza  y  dC/  una  seguridad  excesivas,  esa  sobre- 
excitación nerviosa  que  Horacio  llama  strenua  iner- 


(0 

Epist.^  I,  X,  10. 

(2) 

ídem,  I,  X,  12,  15. 

(3) 

ídem,  I,  X,  20. 

(4) 

ídem,  I,  XIV,  21. 

(5) 

ídem,  I,  I,  43  y  sig.;  II,  vi,  29  y  sig. 

(6) 

ídem.  I,  VI,  49. 

LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  2jl 

tia  (i).  ¿Por  qué  los  ricos  no  están  jamás  contentos;  poi- 
qué tan  pronto  quieren  una  cosa  como  otra;  y  por  qué 
después  de  haber  deseado  vivísimamente  una  cosa,  se 
cansan  de  ella  apenas  la  poseen?  Y  cosa  más  grave, 
¿no  comenzaban  los  pobres  á  ser  atacados  de  la  misma 
enfermedad  que  los  ricos? 

Quid  pauper?  Ride:  mutat  cenacula,  lectois, 
Balnea,  tensores,  conducto  navigio  aeque 
Xauseat  ac  locuples,  quem  ducit  priva  triremis  (2). 

La  conclusión  de  esta  filosofía  es  mu}^  sencilla.  La  feli- 
cidad ó  la  desgracia  manan  de  las  fuentes  mismas  del 
alma,  y  no  de  causas  exteriores.  Es  necedad  que  los 
hombres  que  no  conocen  á  la  fortuna,  sé  figuren  poder- 
la alcanzar  persiguiéndola  en  un  barco  con  las  velas 
desplegadas  ó  en  un  carro  arrastrado  por  caballos  al 
galope  (3).  En  fin,  Horacio  tiene  la  audacia  de  decir  á 
todo  el  mundo  que,  desde  la  mañana  hasta  la  noche 
reclamaba  el  respeto  á  las  leyes,  que  es  cosa  bien  mise- 
rable esa  virtud  que  sólo  consiste  en  respetar  los  senato- 
consultos,  las  lej^es  y  el  derecho  civil.  ¡Cuántas  malas  ac- 
ciones— dice— pueden  cometerse  aún  respetando  las  le- 
yes !  La  gente  reputa  como  hombre  honrado  al  que  sa- 
crifica, según  es  debido,  á  los  dioses  el  puerco  y  el  buey, 
aunque  en  seguida  demande  por  lo  bajo  á  Laverna,  dio- 
sa de  los  ladrones,  el  poder  de  realizar  impunemente,  sin 
dejar  de  ser  por  eso  un  hombre  santo,  fraudes  y  latro- 


(i)     Epist.,  I,  n,  28. 

(2)  ídem.  I,  I,  91. 

(3)  ídem,  I,  II,  28. 


232  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

cinios.  Era  esto  decir  muy  claro  que  el  puritanismo  de 
su  tiempo  sólo  le  parecía  una  forma  más  refinada  de  la 
hipocresía. 

Pero  Horacio  era  un  poeta  solitario  á  quien  sus  ren- 
tas bastaban  para  vivir,  mientras  que  Augusto  era 
el  señor  del  mundo.  El  primero  podía  pensar  y  escribir 
lo  que  quisiera;  el  otro,  en  cambio,  era  el  servidor  de  la 
muchedumbre.  Las  contradicciones  á  que  el  espíritu 
crítico  del  poeta  se  complacía  en  declarar  guerra  desde 
su  gabinete  de  trabajo,  y  sobre  las  cuales  quería  obte- 
ner la  estéril  victoria  del  pensamiento  crítico,  se  impo- 
nían en  cambio  al  jefe  del  imperio  como  fuerzas  que  su- 
peraban infinitamente  á  las  suyas.  Fuesen  ó  no  quimé- 
ricas, las  aspiraciones  puritanas  se  habían  hecho  tan  in- 
tensas y  generales,  que  era  muy  difícil  no  tenerlas  en 
cuenta,  tanto  más  que  si  Augusto  había  hecho  mucho 
por  la  plebe  de  Roma  y  por  la  aristocracia,  sólo  había 
dado  á  las  clases  medias  que  reclamaban  estas  leyes  la 
platónica  satisfacción  del  acuerdo  con  los  partos  y  la 
lenta  reparación  de  los  caminos  de  la  península.  En  fin, 
Augusto  no  podía  considerar  estas  aspiraciones  con  el 
escepticismo  de  Horacio.  Seguramente  que  estaban  ali- 
mentadas con  antiguos  rencores  é  interesadas  miras; 
pero  también  provenían  de  una  sana  concepción  de  la 
vida  y  correspondían  á  una  larga  tradición  nacional. 
Numerosas  leyes,  semejantes  á  las  que  entonces  se  de- 
mandaban, habíanse  propuesto  y  aplicado  en  el  decur- 
so de  los  siglos  precedentes.  Evidentemente,  era  esta 
una  prueba  de  que  muchas  generaciones  las  habían 
juzgado  eficaces  para  atajar  al  menos  los  progresos  de 
la  corrupción.  ¿Por  qué  no  habían  de  conservar  ahora 
su  fuerza  estas  leyes?  El  ejemplo  de  los  antiguos  debía 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  233 

de  alentar  á  un  admirador  tan  ferviente  de  la  tradición 
corno  Augusto.  En  efecto,  si  Augusto  no  hizo  uso  (i) — 
sin  rechazarlo  por  eso — del  poder  de  censor  y  de  la 
cura  morum  tan  pronto  y  tan  ampliamente  como  lo 
deseaba  la  impaciencia  del  público,  al  menos  se  decidió 
á  estudiar  con  más  atención  las  leyes  reformadoras  co- 
menzadas desde  tanto  tiempo  antes  y  encargó  á  una 


(i)  Los  historiadores  modernos  no  quieren  referirse  á  Dión,  LIV, 
10,  y  á  Suetonio  (Aug.,  27),  que,  aun  dando  detalles  diferentes,  es 
cierto,  dicen  que  Augusto  obtuvo  la  cura  moruniy  y  que,  por  conse- 
cuencia, la  aceptó.  En  cambio,  acogen  la  afirmación  contraria  del 
Mon.  Anc.  ÍGr.),  III,  11-21.  Y,  sin  embargo,  Augusto  no  pudo  hacer 
la  lectio  senatus  del  año  siguiente  empleando  el  poder  Iribunicio, 
como  dice  en  el  ]\fo}i.  Auc,  donde  alude  evidentemente  á  la  propo- 
sición de  las  leges  Juíns.  Esa  lectio  debió  hacerse  en  virtud  de  los 
poderes  de  censor  que  se  le  concedieron  al  mismo  tiempo  que  la 
cura  niorum.  Conviene  añadir  que  Dión  refiere  (LIV,  16)  otra  medi- 
da adoptada  por  Augusto  en  virtud  de  sus  poderes  de  censor,  y  que 
aún  tendremos  que  citar  otras  más  adelante  que  no  pueden  explicQií'- 
se  sin  los  poderes  que  le  confirió  la  cura  morum.  Todas  estas  consi- 
deraciones me  inducen  á  creer  qua  Dión  y  Suetonio  están  menos  le- 
jos de  la  verdad  de  lo  que  parece,  y  que  el  Mon.  Anc.  no  está  com- 
pletamente en  lo  cierto,  Augusto  sólo  excepcionalmente  hizo  uso  do 
sus  poderes  de  censor  y  de  los  demás  poderes  que  se  le  confirieron 
con  la  cura  morum;  no  fué  mediante  estos  poderes,  sino  proponien- 
do en  calidad  de  tribuno  leyes  á  los  comicios,  como  trabajó  en  la  re- 
forma de  las  costumbres.  Pero  es  inexacto  decir  que  jamás  apeló  á 
estos  poderes,  y  por  consecuencia,  que  no  los  aceptó.  En  el  Mon. 
Anc,  Augusto,  llegado  al  término  de  su  vida,  pudo  decir  lo  que  ha 
dicho,  sólo  por  amplificación,  y  pretender  que  nunca  recurrió  á  unos 
poderes  de  los  que  en  realidad  usó  muy  raramente  y  en  casos  ex- 
cepcionales. Dión  y  Suetonio  no  se  han  equivocado  del  todo.  Pero 
Dión  incurre  en  una  confusión  al  decir  que  en  el  año  19  se  concedió 
á  Augusto  por  cinco  años  la  cura  morum.  Augusto,  en  el  Mon.  Anc. 
(Gr.),  III,  11-12,  nos  dice  que  la  cura  morum  se  le  ofreció  en  el 


234  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

comisión  de  senadores  (i)  que  redactase  ante  todo  una 
ley  contra  el  celibato.  Pero  no  quería  decisiones  tan 
precipitadas  en  cosa  tan  grave;  con  estos  estudios  pre- 
paratorios sólo  quiso  dar  una  primera  satisfacción  á  la 
gente  y  arreglarlo  todo  previamente  y  con  cuidado 
para  que  la  reforma  fuese  más  fácil  y  presentase  menos 
peligro  cuando. ya  no  fuese  posible  diferirla.  Una  oca- 
sión favorable  iba  á  presentarse.  El  15  de  Diciembre  se 
inauguró  el  altar  de  la  Fortuna  de  Retorno;  el  año  19 
terminó  y  comenzó  el  18,  último  de  la  presidencia  de 
Augusto.  Los  poderes  del  princeps  iban  á  expirar  á 
fines  de  este  año.  Pero  nadie  quiso  admitir,  ni  siquiera 
suponer,  que  Augusto  se  retirase.  Un  año  no  podía 
bastar  para  conducir  á  buen  término  un  trabajo  tan 


año  19  y  en  el  18.  ¿Por  qué  dos  veces  en  el  espacio  de  un  año?  La 
más  verosímil  explicación  es  que  en  el  año  19  se  le  concedió  hasta 
fi^es  del  año  18,  es  decir,  hasta  el  término  de  su  decenio  presiden- 
cial, y  que  el  18  se  le  otorgó  para  el  quinquenio  17-12,  es  decir,  para 
el  quinquenio  á  que  se  prolongaron  sus  demás  poderes.  Dión,  pues, 
debió  confundir  la  primera  y  la  segunda  concesión.  En  efecto,  sería 
extraño  que  en  el  año  19  se  le  hubiese  otorgado  la  cii7-a  moriim  por 
cinco  años,  cuando  no  se  sabía  si  aceptaría  la  prolongación  de  sus 
demás  poderes.  Y  así  se  explica  el  dicho  de  Augusto,  que  en  el 
año  II  se  le  ofreció  nuevamente  la  aira  morum.  Ya  veremos  cómo 
se  puede  comprender  entonces  el  régimen  perpetuum  de  que  habla 
Suetonio. 

(i)  Así  es  como  Augusto,  según  Dión  (Lili,  21),  tenía  costumbre 
de  proceder  para  todas  las  leyes  de  alguna  importancia,  3'  así  es 
como  tuvo  que  ponerse  á  estudiar  estas  leyes  sociales,  tan  graves  y 
peligrosas,  y  que  tantos  intereses  lesionaban.  Por  otra  parte,  el  mis- 
mo Dión  (LIV,  16)  nos  da  á  entender  que  estas  leyes  estuvieron 
precedidas  de  largas  conferencias  con  el  Senado  y  los  grupos  más 
i  ntlu  ventas. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  235 

grande  corno  la  reforma  de  las  costumbres;  todo  el 
mundo,  pues,  quería  á  Augusto  al  frente  del  Estado 
para  que  propusiese  esas  leyes,  como  diez  años  antes 
se  le  había  querido  para  restablecer  la  paz.  Y  sea  que 
Augusto  consintió  voluntariamente,  ó  que  no  pudo 
obrar  de  otra  manera,  ó  por  uno  y  otro  moti\'OS,  se 
mostró  dispuesto  á  aceptar  la  renovación  de  sus  pode- 
res. Sin  embargo,  no  quiso  tomar  otra  vez  y  por  sí  solo 
esta  carga  tan  pesada  y  que  las  exigencias  del  público 
aumentaban  cada  año.  Meditó,  pues,  una  nueva  orga- 
nización, la  tercera  en  diez  años,  de  la  autoridad  su- 
prema. Tendría  un  colega.  Agripa,  y  compartiría  con  él 
los  honores  y  las  preocupaciones,  los  privilegios  y  las 
responsabilidades  del  cargo.  Le  invitó,  pues,  á  volver  de 
la  Galia,  donde  acababa  de  realizar  ciertos  actos  impor- 
tantes de  que  hablaremos  pronto,  y  mientras  le  espera- 
ba en  Roma  y  discutía  con  la  comisión  de  senadores  las 
diferentes  proposiciones  que  se  habían  presentado,  sal- 
vaba el  poema  de  \^irgilio,  conservando  así  á  Italia  la 
obra  en  que  todas  las  aspiraciones  nacionales  estaban 
traducidas  en  versos  melodiosos.  Gracias  á  su  interven- 
ción cerca  de  Vario  y  de  Tueca,  los  ejecutores  testa- 
mentarios de  Virgilio  se  atrevieron  á  desobedecer  al 
muerto,  y  en  vez  de  quemar  la  Eneida,  se  ocuparon  en 
restablecer  el  manuscrito.  Singular  ironía  de  las  cosas: 
cuando  toda  Italia  reclamaba  la  vuelta  á  la  autoridad 
sacrosanta  de  las  leyes,  Augusto  anulaba  de  una  ma- 
nera revolucionaria  y  entre  los  aplausos  unánimes  la 
suprema  voluntad  de  un  muerto  que,  para  los  antiguos 
romianos,  tenía  la  fuerza  de  una  ley  inviolable.  Una 
obra  maestra  de  la  literatura  bien  valía  para  esta  gene- 
ración un  sacrilegio.  Era  ésta  una  noble  audacia  para 


2í6 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


un  Estado  de  alta  y  refinada  cultura;  pero  un  mal  co- 
mienzo para  un  país  que  pretendía  retornar  á  la  disci- 
plina de  un  gobierno  militar.  Pero  Tito  Livio  había  di- 
cho: Nec  vitia  nosti'a  nec  remedia  pati possmmis.  Á  me- 
dida que  la  comisión  se  esforzaba  en  precisar  en  sus  de- 
talles la  ley  sobre  el  celibato,  se  daba  cuenta  de  que 
cualquier  reforma  de  este  género  no  podría  escapar 
á  una  antinomia  insoluble.  Hacer  una  ley  contra  el  ce- 
libato, significaba  decretar  de  una  manera  más  ó  menos 
clara  la  obligación  para  todos  los  ciudadanos  de  casar- 
se, como  había  propuesto  un  siglo  antes — cuando  el 
mal  no  hacía  más  que  comenzar — Quinto  Mételo  el 
Macedónico  en  su  famoso  discurso  De  prole  augenda. 
Pero,  era  evidente  que  para  hacer  como  antaño  del  ca- 
samiento un  deber  al  que  no  sería  posible  sustraerse, 
habría  que  devolver  á  los  padres  los  derechos  que  en 
otro  tiempo  tenían  anejos:  los  derechos  sobre  su  mu- 
jer, sobre  sus  hijos,  sobre  sus  propiedades;  habría  que 
restringir  todas  las  libertades  que  poco  á  poco  habían 
destruido  el  antiguo  despotismo  del  padre  de  familia; 
sobre  todo,  habría  que  destruir  el  feminismo,  esa  eman- 
cipación progresiva  de  la  mujer,  que  se  acercaba  ahora 
á  una  libertad  compieta.  En  efecto,  todos  estaban  de 
acuerdo  en  reconocer  que  esta  libertad  era  la  principal 
causa  de  disolución  en  la  familia  antigua.  Pero,  aunque 
Augusto  fuese  un  adversario  del  feminismo  —  como  di- 
ríamos hoy — no  quería  conducir  la  reforma  por  cami- 
nos muy  escabrosos  ni  atentar  contra  ninguna  de  esas 
libertades  que  habían  destruido  la  familia  antigua.  Ha- 
cía mucho  tiempo  que  las  altas  clases  usaban  y  abusa- 
ban de  esas  libertades,  y  ahora  protegían  demasiados 
intereses  y  hábitos  inveterados.  Se  recaía  en  una  nueva 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  237 

contradicción:  era  el  Estado,  á  quien  la  disolución  de  la 
familia  había  quebrantado  tan  reciamente,  quien  tenía 
que  emprender  su  reorganización.  Augusto  prefería  ver 
si,  por  medio  de  un  sistema  artificial  de  premios  y  cas- 
tigos, podría  inducirse  á  los  ciudadanos  egoístas  á  ca- 
sarse, sin  dejar  por  éso  de  conservar  ese  peligroso  sis- 
tema de  libertad.  Pero  la  empresa  no  era  fácil,  y  los 
meses  pasaban  sin  llegar  á  una  conclusión.  Por  fortuna, 
Agripa  volvió  á  Roma,  y  cuando  Augusto  tuvo  al  lado 
á  su  enérgico  amigo,  el  gobierno  adquirió  alguna  acti- 
vidad. Se  comenzó  por  determinar  en  sus  detalles  la 
nueva  organización  del  poder  supremo.  Todos  los  po- 
deres de  Augusto,  con  la  cura  morum,  se  prolongaron 
por  espacio  de  cinco  años,  se  le  daría  por  colega  á 
Agripa  con  análogos  poderes,  es  decir,  con  el  poder  tri- 
bunicio, con  la  alta  inspección  sobre  las  provincias, 
con  el  derecho  de  nombrar  ediles,  y  quizás  también  con 
la  cura  morum.  Los  historiadores  modernos,  hipnotiza- 
dos con  la  idea  preconcebida  de  que  Augusto  quería 
fundar  una  monarquía,  no  han  comprendido  la  impor- 
tancia ni  la  significación  de  este  acto,  con  el  que  Au- 
gusto, después  de  haber  estado  solo  durante  diez  años 
al  frente  del  gobierno,  introdujo  otra  vez  en  esta  fun- 
ción suprema  todavía  tan  incierta,  uno  de  los  principios 
más  antiguos  y  universales  de  las  magistraturas  repu- 
blicanas, el  collegiiim,  á  riesgo  de  romper  nuevamente 
la  unidad  del  Estado  que  se  encontró  reconstituida  por 
la  autoridad  de  un  princeps.  Esto  demuestra  lo  poco 
que  se  preocupaba  en  ftmdar  una  monarquía  y  una  di- 
nastía. La  república,  que  durante  tantos  siglos  había 
tenido  á  la  cabeza  dos  cónsules  anuales,  tenía  ahora 
sobre  los  cónsules,  á  dos  principes  designados  por  cin- 


238       GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

CO  años  (i).  Y  sólo  entonces,  cuando  el  Senado  y  el 
pueblo  hubieron  aprobado  esta  nueva  organización  del 
poder  supremo  y  confirmado  en  Augusto  por  otros  cin- 
co años  la  cura  morum,  se  decidió  á  intentar,  con  ayu- 
da de  Agripa,  la  depuración  del  Senado.  Pero  á  esta 
empresa  aportó  toda  su  prudencia.  Consideró  que  para 
purificar  el  Senado  le  sería  necesario  reducir  en  tres- 
cientos (2)  ó  más,  el  número  de  los  senadores.  Para  que 
no  hubiese  muchos  descontentos,  decidió  acoger  en  el 
nuevo  Senado  por  los  menos  á  seiscientos  miembros. 
Hecha  esta  concesión  á  los  derechos  adquiridos  de  los 
senadores,  ni  ciquiera  quiso  incurrir  en  el  odio  de  las 
exclusiones  necesarias,  y  concibió  para  la  elección  de 
los  senadores  un  modo  especial  que  pudiera  llamarse  la 
agregación  turnante  ó  la  criba  automática,  gracias  á  la 
cual,  los  doscientos  ó  trescientos  miembros  que  habían 
de  excluirse  se  encontrarían  el  día  menos  pensado  á  la 
puerta  del  Senado,  por  decirlo  así,  sin  ser  advertidos, 
y  sobre  todo,  sin  poder  imputar  á  nadie  su  desgracia. 
Después  de  jurar  solemnemente  que  en  este  asunto 


(t)  Dión,  LIV^  12:  La  vaga  frase  en  que  se  trata. de  la  prolonga- 
ción del  poder,  aùxò^...  izpooéhzzo,  no  puede  movernos  á  creer  que 
el  mismo  Augusto  acordase  esta  prolongación,  que,  al  contrario,  de- 
bió aprobarla  el  Senado  y  quizás  el  pueblo  también.  Dión  incurre 
con  frecuencia  en  errores  de  este  género.  Pero  el  pasaje  en  que  dice: 
x(7)  'AYpÍTiTí!?  aXXa  ts  s^  laou  utq  sauxtp  xaí  zr¡y  sgouatav  xr¡w  SrjjJia- 
py'.v,r¡v.,.  15(0X5,  parece  indicar  que  Agripa  gozaba  de  los  mismos 
poderes  que  Augusto,  y  por  consecuencia,  de  la  cura  morum;  esto  es 
también  lo  que  parece  demostrar  el  hecho  de  que  Agripa,  hacia  fines 
de  su  qtiinque>i7iñim,  tomó  parte,  como  ya  veremos,  en  la  ¡ectio 
senatiis. 

(2>     Dión,  LIV,  14. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  239 

sólo  se  proponía  el  bien  público,  Augusto  designaría 
para  formar  parte  del  Senado  á  los  treinta  ciudadanos 
que  considerase  más  dignos.  Éstos,  después  de  prestar 
el  mismo  juramento,  presentarían  cada  cual  una  lista  de 
cinco  ciudadanos,  los  más  dignos,  según  su  opinión,  de 
ser  senadores;  y  entre  cada  una  de  estas  listas  se  saca- 
ría un  nombre  á  la  suerte.  Los  treinta  ciudadanos  indi- 
cados así  por  sus  colegas  y  por  la  suerte,  se  incorpora- 
rían en  el  Senado  á  los  treinta  senadores  designados 
por  Augusto,  y  á  su  vez  compondrían  otra  lista  de  cin- 
co senadores  para  entresacar  á  la  suerte  otro  como 
precedentemente.  Y  así  se  recomenzaría  durante  vein- 
te veces  para  llegar  al  número  de  seiscientos  senadores. 
De  esta  manera  nadie  sería  excluido  por  nadie,  y  los  se- 
nadores excluidos  sólo  podrían  rebelarse  contra  la  suer- 
te. Entre  tantas  ideas  ingeniosas  de  este  hábil  político, 
ninguna  quizás  lo  fué  tanto.  En  realidad,  tal  vez  fuese 
demasiado  ingeniosa,  y  como  suele  ocurrir  en  tales  ca- 
sos, no  tuvo  realización.  Cuantos  tenían  algunas  razo- 
nes para  creer  que  no  pasarían  por  los  agujeros  de  la 
criba,  se  agitaron  en  seguida.  Apenas  hubo  anunciado 
Augusto  de  qué  manera  se  procedería  á  la  elección  de  los 
senadores,  los  hombres  más  eminentes  se  vieron  asedia- 
dos por  los  ruegos  y  las  súplicas  de  sus  más  obscuros 
colegas.  Cansados  con  tantas  demandas,  muchos  hicie- 
ron lo  que  Augusto  tenía  costumbre  de  hacer  en  las  si- 
tuaciones difíciles,  y  se  alejaron  de  Roma;  así  ocurrió 
que,  apenas  comenzados,  los  escrutinios  se  suspendie- 
ron por  una  primera  dificultad:  cierto  número  de  los  se- 
nadores designados  ya  no  estaban  en  Roma,  y  no  po- 
dían redactar  su  lista.  Para  remediar  esta  deficiencia  se 
designó  por  la    suerte    otros  senadores    entre  los  ya 


240       GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

nombrados  para  sustituir  á  los  ausentes:  gracias  á  este 
recurso  pudieron  continuar  las  operaciones,  más  lenta- 
mente sin  duda  de  lo  que  se  habían  creído  al  principio, 
cuando  se  trataba  de  cribar  los  nombres  más  ilustres 
que  no  podían  excluirse;  pero  las  dificultades,  los  obs- 
táculos, las  demoras  redoblaron  cuando  se  llegó  á  la 
muchedumbre  de  las  personas  obscuras,  entre  las  cua- 
les era  necesario  y  al  mismo  tiempo  muy  difícil  de  esco- 
ger. Urdiéronse  cabalas  sin  fin  por  los  soldados  de  la  re- 
volución, que  se  veían  despojados  del  honor  tanto  tiem- 
po codiciado,  y  que  habían  obtenido  á  riesgo  de  la  vida. 
Llegó  hasta  concederse  ojos  á  la  suerte  ciega,  gracias  á 
las  intrigas  y  á  las  trampas.  Augusto,  irritado  y  disgus- 
tado, pensó  un  instante  en  restringir  el  número  de  los 
senadores  á  los  trescientos  primeros  designados,  y  que 
eran  los  mejores.  Luego,  temiendo  que  esta  medida 
fuese  demasiado  radical,  completó  él  mismo  el  número 
de  los  seiscientos  senadores,  escogiendo  á  los  que  le 
parecieron  mejores  ó  menos  indignos  (i). 

Pero  Augusto  no  se  engañó  al  figurarse  que  la  depu- 
ración del  Senado  le  causaría  infinitos  disgustos.  Casi 
todos  los  excluidos  acudieron  á  protestar  ante  él,  á  re- 
clamar y  á  suplicar,  y  cada  cual  le  pidió  que  se  dignase 
examinar  su  caso,  que,  desde  luego,  era  diferente  del  de 
ios  otros;  y  cada  uno  de  ellos  tenía  también  un  amigo 
influyente  que  defendía  su  causa.  Aunque  todos  fuesen 
en  teoría  partidarios  de  una  seria  depuración,  cuando 
se  pasaba  de  los  discursos  á  la  acción,  cada  cual  quería 
ayudar  á  sus  amigos,  y  todos  tenían  razones  para  de- 
mostrar que  buen  número  de  los  admitidos  en  el  Sena- 


(i)     Dión,  LIV,  13.  Suetonio,  Aug.,  35  (...  v¡r  vinim  leg't). 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  24I 

do  no  valían  más  que  los  excluidos.  Augusto  se  encon- 
traba entre  Scila  y  Caribdis.  Si  se  negaba  á  escuchar 
tantos  ruegos,  causaría  muchos  descontentos;  si  acce- 
día á  todo  lo  que  se  le  demandaba,  irritaría  al  partido 
aristocrático,  que  deseaba  ver  ingresar  en  la  Curia  sin 
ruido,  y  unos  después  de  otros,  á  los  senadores  que  de 
ella  se  habían  arrojado  en  masa  y  á  grandes  gritos. 
Augusto  empezó  reparando  algunas  injusticias  harto 
evidentes;  luego  se  esforzó  en  consolar  á  los  senadores 
excluidos,  recomendándoles  paciencia  (i).  El  tiempo  lo 
arreglaría  todo.  Pero  este  primer  ensa3^o  no  era  á  pro- 
pósito para  que  Augusto  acometiese  otras  reformas. 
Pronto  se  le  anunciaron  por  todas  partes  conjuraciones 
urdidas  para  darle  muerte,  y  comenzaron  á  instruirse 
procesos  (2).  Serias  ó  imaginarias,  estas  acusaciones 
invitaban  á  Augusto  á  vivir  alerta  (3);  podía  encontrarse 
á  alguien  que,  para  recompensarle  de  sus  trabajos,  le 
enviase  antes  de  hora  y  por  el  mismo  camino,  á  reunir- 
se con  César  en  su  mansión  de  la  felicidad.  Sin  embar- 
go, cuando  hubo  realizado  esta  depuración  del  Senado, 
Augusto  se  dispuso  á  dar  una  satisfacción  mayor  al 
partido  puritano  y  á  todos  los  que  eran  ó  pretendían 
ser  fieles  á  la  tradición;  como  tribuno  del  pueblo  pre- 
sentó á  los  comicios  la  ley  con  tanto  cuidado  elaborada 
contra  el  celibato,  y  que  fué  la  lex  Julia  de  maritandis 
orduiibus  (4).  Esta  ley  era  un  término  medio,  ingenio- 


(i)     Dión,  LIV,  14. 

(2)  ídem,  LIV,  15. 

(3)  Suetonio,  Aug.^  35. 

(4)  Este  es  el  título  que  le  da  Suetonio,  Aug.,  34,  3'  el  Di  gesto. 
El  orden  en  que  se  presentó  es  muy  dudoso:  sólo  puede  afirmarse, 
como  diremos  más  adelante,  que  la  iex  de  maritandis  ordinilnis  pre- 

ToMO  V  16 


242  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

SO,  pero  muy  artificial,  entre  las  tradiciones  históricas  y 
las  necesidades  presentes,  entre  el  antiguo  ideal  de  la 
familia  y  los  vicios,  el  egoísmo,  Ijs  intereses  de  los 
contemporáneos.  Su  método,  pues,  consistía  en  un  sis- 
tema continuo  de  contradicciones;  por  una  parte  des- 
truía lo  que  había  hecho  por  otra,  y,  para  restablecer 
la  tradición,  tenía  que  apelar  á  cada  momento  á  proce- 
dimientos que  debían  precipitar  la  ruina  definitiv^a. 
Después  de  imponer  la  obligación  del  casamiento  para 
todos  los  ciudadanos  (i)  que  no  hubiesen  pasado  de 
sesenta  años  los  hombres  y  de  cincuenta  la  muje- 
res (2),  la  ley  resolvía  de  una  manera  audaz  y  revolu- 
cionaria la  grave  cuestión  de  las  uniones  entre  los 
hombres  libres  y  las  mujeres  libertas.  Estos  concubina- 
tos eran  frecuentes  en  Roma  y  en  Italia,  sobre  todo  en 
la  clase  media,  por  las  razones  que  ya  hemos  expues- 
to, y  también  porque  en  Roma  había  en  la  clase  libre 
muchos  más  hombres  que  mujeres  y  no  todos  podían 
casarse  con  una  persona  de  condición  libre,  aunque  tal 
fuese  su  deseo  (3).  Augusto,  que  deseaba  el  aumento  de 
los  casamientos,  debía  inclinarse  á  reconocer  y  fomen- 
tar estas  uniones  que  muchos  ciudadanos  encontraban 
más  cómodas  que  las  jiLstce  nupticr^  cuando  de  estas 


cedió  seguramente  á  la  lex  adulteriis  y  quizás  también  á  la  lex  siimp- 
tiiaria.  Si  se  sigue  el  orden  de  Dión  (LIV,  16),  la  primera  fué  la  lex  de 
ambitu.  Más  adelante  trato  á  fondo  este  punto  refiriéndolo  á  otra  ley. 
(i)     Tertuliano,  ^/c/í?^-.,  4. 

(2)  Ulpiano,  XVÍ,  3. 

(3)  Dión,  XIV,  16.  El  hecho  de  que  el  mismo  Augusto  se  decidie- 
se á  legitimar  estas  uniones,  nos  demuestra  que  debían  ser  muy  nu- 
merosas. Véase  Bouche-Leclercq,  les  Lois  démographiqíies  d' Augus- 
te^ en  la  Revue  hist07iqiie,  \o\.  LVII,  pág.  258. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  243 

uniones  había  hijos;  pero  los  puritanos  y  nacionalistas 
las  miraban  con  horror;  repugnaban  al  orgullo  aristo- 
crático, y  además,  los  que  tenían  hijas  casaderas  les 
preocupaba  el  ver  que  los  plebe3''os,  los  caballeros  y 
hasta  los  senadores  vivían  así  en  concubinato  con  las 
libertas,  cuando  tantos  honrados  ciudadanos  tenían 
que  conservar  á  sus  hijas,  sin  poderlas  casar,  por  no 
poderles  dar  la  fuerte  dote  sin  la  cual  nadie  se  preocu- 
paba de  contraer  enlace.  Entre  la  tradición  y  la  necesi- 
dad, Augusto  concibió  un  término  medio:  prohibió 
el  casamiento  con  libertas,  es  decir,  el  tener  hijos  legí- 
timos con  ellas  á  los  senadores,  á  sus  hijos,  á  sus  nietos 
y  á  sus  biznietos  en  línea  masculina  (i);  y  en  cambio, 
lo  permitió  á  los  demás  ciudadanos  (2).  No  era  conve- 


(i)     Dión,  LVí,  16;  Digesto,  XXIII,  11,  44;  Ulpiano,  Frag.,  XIII,  i. 

{2)  Digesto,  XXV,  VII,  4  (Paulo):  Concubinam  ex  sola  animi 
destinatione  aesiimari  oportet.  No  es  dudoso  que  los  hombres  pu- 
diesen hacer  de  una  liberta  su  concubina  ó  su  mujer;  bastaría  para 
demostrarlo  algunos  pasajes  de  Ulpiano  que  están  en  el  Digesto, 
XXV,  VII,  I,  proemio  y  §  3-  ¿Pero  existía  el  mismo  derecho  tratán- 
dose de  una  mujer  ingenua  et  honesta?  El  pasaje  de  Marciano  (Di- 
gesto, XXV,  VII,  3,  proemio),  lo  da  á  entender:  iti  concubinatu  potest 
esse  et  aliena  liberta  et  ingenua:  et  ?naxime  ea  qutz  obscufo  loco 
nata  est,  vel  qucesttim  corpore  fecit.  Parece,  pues,  que  la  mujer  li- 
bre y  honrada,  sobre  todo  si  era  de  origen  obscuro  y  mujer  del  pue- 
blo, podía  ser  considerada  como  concubina.  Pero  es  evidente  que  se 
trata  de  un  punto  muy  discutido,  porque  en  el  mismo  sitio  (Diges- 
to, XXV,  VII,  i),  dice  Ulpiano  que  está  de  acuerdo  con  Atihcino: 
puto  solas  eas  iti  coticubitiatu  haberi  posse  sitie  tnetu  crimitiis,  in 
quas  stuprum  tion  cotnmittitur,  lo  cual  excluye  á  las  itigcttiuz  hoties- 
tce.  El  principio  romano  debió  de  consistir  al  principio  en  la  exclu- 
sión rigurosa  en  el  concubinato  de  las  itigetiuce  honesite;  pero  con  el 
tiempo  y  la  relajación  de  las  costumbres,  se  dulcificó  el  rígido  prin- 
cipio, gracias  sobre  todo  á  los  juri.-consultos  y  á  sus  discusiones. 


244        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

niente  que  el  hombre  que  personificase  en  el  Senado  el. 
poder  de  Roma,  que  lo  ejerciese  en  las  provincias,  que 
tuviese  el  mando  de  las  legiones,  pudiese  tener  por  ma- 
dre á  una  linda  bailarina  siriaca  ó  á  una  graciosa  criada 
judia;  era  necesario  que  fuese  hijo  de  una  matrona  ro- 
mana de  pura  raza  libre  y  latina,  para  conservar  en 
toda  su  integridad  y  fuerza  el  sentido  de  la  tradición;  al 
contrario,  entre  los  demás  se  toleraba  por  necesidad 
esta  mezcla  de  razas,  gracias  á  las  cuales  ya  no  queda- 
rá en  los  siglos  siguientes  nada  de  la  pureza  de  la  vieja 
sangre  romana.  Era  esto  instituir  en  el  mundo  femeni- 
no dos  órdenes  cuyos  derechos  para  el  matrimonio  se- 
rían diferentes:  ingenua:  iionestce^  la  aristocracia  del  ma- 
trimonio, que  poseían  completa  dignidad  moral,  sólo 
podían  ser  mujeres  legítimas;  y  las  ¿ibertce,  la  clase  me- 
dia del  matrimonio,  podían  ser  mujeres  legítimas  ó  con- 
cubinas, Á  estos  dos  órdenes — dando  en  ellos  un  sen- 
tido preciso  á  las  costumbres  antiguas  y  realizando  esa 
alta  concepción  romana  que  hacía  depender  la  legitimi- 
dad del  matrimonio,  no  de  ciertas  formalidades  legales, 
más  ó  menos  simbólicas,  sino  de  cierta  condición  de 
dignidad  moral  de  las  mujeres  y  del  consentimiento  de 
los  esposos — Augusto  propuso  que  se  añadiese  un  ter- 
cer orden,  que  sería  la  plebe  del  matrimonio,  compuesta 
de  mujeres  que  no  poseyendo  la  dignidad  moral,  tam- 
poco podían  ser  mujeres  legítimas,  sino  solamente  con- 
cubinas: tales  eran  las  prostitutas,  las  alcahuetas,  las 
libertas  de  las  alcahuetas,  las  mujeres  adúlteras  y  las 
actrices  (i).  Luego  de  haber  distribuido  así  en  tres  ór- 
denes el  sexo  femenino,  la  ley  abordó  una  dificultad 


(i)     Ulpiano,  F/ag.,  XIII,  2;  véase  D/gesfo,  XXIII,  11,  43. 


LA  REPÚBLICA   DE   AUGUSTO  245 

mayor:  buscó  los  medios  para  que  los  hombres  y  las 
mujeres  se  casasen.  Ya  hemos  dicho  que  Augusto  no 
pensaba  en  restringir  la  libertad  y  la  autonomía  de  la 
familia.  Ideó,  pues,  un  ingenioso  sistema  de  recompen- 
sas y  penas  que  aplicar  al  egoísmo  de  los  célibes:  ha- 
bría recompensas  para  las  responsabilidades  y  preocu- 
paciones inseparables  del  casamiento;  y  también  habría 
penas  para  obviar  las  excesivas  comodidades  del  celi- 
bato. ¡Pero  cuántas  extrañas  contorsiones  tenía  Augus- 
to que  hacer  sufrir  á  su  ley;  cuántas  contradicciones 
tuvo  que  introducir  en  ella!  Entre  los  medios  y  los  fines 
de  su  política  existía  una  contradicción  insoluble,  que 
consistía  en  querer  imponer  á  los  romanos  el  ideal  cívi- 
co de  una  aristocracia  militar,  combinando  artificial- 
mente los  egoísmos  de  una  época  arrastrada  como  por 
una  fuerza  invencible  hacia  la  unidad  democrática,  y  el 
utilitarismo  mercantil  y  pacífico.  Pero  Augusto  tenía 
que  soportar  esta  contradicción.  No  dudó,  pues,  en  pi- 
sotear algunas  tradiciones  antiguas  y  vener9.ndas,  como 
la  que  deseaba  que  Roma  mirase  con  malos  ojos  un  se- 
gundo casamiento,  considerándolo  como  una  especie  de 
adulterio  postumo.  La  nueva  ley  obligaría  brutalmente 
á  casarse  otra  vez  las  viudas  y  las  mujeres  divorciadas: 
las  viudas  dispondrían  de  un  año  de  plazo;  las  divor- 
ciadas sólo  de  seis  meses  (i).  Parece  que  Augusto  pro- 
puso en  seguida  disminuir  los  obstáculos  para  los  enla- 
ces entre  parientes,  y  que  sólo  prohibió  el  casamiento 
entre  personas  casadas  por  segunda  vez  y  los  hijos  po- 
líticos, entre  un  suegro  y  su  nuera,  una  suegra  y  su 
3^erno,  es  decir,  cuando  la  relación  del  parentesco  pu- 


(ij     Ulpiano,  ^'rag.,  14. 


246  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

diese  amenguar  la  autoridad  paterna  (i).  Con  más  au- 
dacia todavía,  Augusto  hizo  intervenir  la  ley  en  los 
testamentos  y  en  las  relaciones  familiares,  es  decir,  en 
un  dominio  cuyos  límites  había  respetado  la  ley  con  un 
escrúpulo  casi  religioso;  propuso  que  todo  heredero 
ó  legatario  quedase  exento  de  la  obligación  del  celiba- 
to ó  de  la  viudedad,  cuando  esta  obligación  fuera  una 
condición  impuesta  por  el  testador  (2);  que,  si  un 
padre  ó  un  tutor  denegaban  su  consentimiento  para 
el  matrimonio  ó  la  dote,  el  hijo  ó  la  hija,  el  pupilo  ó  la 
pupila  tendrían  derecho  á  recurrir  al  pretor,  que  exami- 
naría los  motivos  de  la  negativa,  y  si  encontraba  estos 
motivos  injustos,  obligaría  al  padre  ó  al  tutor  á  dar  su 
consentimiento  ó  la  dote  (3).  Las  ventajas  ofrecidas 
á  los  que  se  casaban  no  introducía  menos  perturbación 
que  estas  disposiciones  en  el  antiguo  derecho  público  ó 
privado.  Eran  numerosas,  y  como  es  natural,  diferentes 
para  los  dos  sexos  y  para  las  diversas  clases  sociales. 
En  favor  de  los  senadores  que  tenían  mujer  é  hijos,  es- 
tablecía la  ley  ciertos  privilegios  de  los  que  nos  son  co- 
nocidos tres:  de  los  dos  cónsules,  tendría  derecho  pre- 
ferente á  las  haces  el  que  contase  más  hijos,  si  ambos 


(i)  Véase  Heinech,  Ad  legeni  Juliam  et  Papiam  Poppteam,  Gi- 
nebra,  1747,  págs.  308  y  sig. 

(2)  Digesto,  XXXV,  I,  72,  §  4;  79,  §  9.  Como  puede  verse  en  el 
Digesto  (XXXVII,  XIV,  6,  §  4),  que  la  nulidad  de  una  condición  aná- 
loga impuesta  á  la  liberación  del  esclavo  estaba  consagrada  por  la 
lex  Julia  de  niaritandis  orditübus,  me  parece  verosímil  que  esta 
disposición  haya  figurado  análogamente  en  la  iex  Julia  y  no  en  la 
/ex  Papia  Poppcea. 

(3)  véase  Digesto,  XXIII,  11,  19.  Gayo,  I,  178;  Ulpiano,  H,  20:  el 
magistrado  encargado  de  esto  en  Roma  sólo  podía  ser  el  pretor. 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  247 

los  tenían,  ó  el  que  tuviese  hijos  ó  estuviese  casado  si 
el  otro  era  orbiis  (casado  sin  hijos)  ó  célibe  (i);  los  ciu- 
dadanos casados  y  los  padres  de  familia  gozaban  de 
ciertas  ventajas,  que  nos  es  difícil  de  precisar,  en  la 
sustitución  de  los  magistrados  muertos  en  el  ejercicio 
de  sus  funciones  (2),  y  en  el  reparto  de  las  provin- 
cias (3);  cualquier  ciudadano  podía  aspirar  á  las  magis- 
traturas anticipando  á  la  edad  legal  tantos  años  como 
hijos  tuviese  (4).  Esta  disposición,  pues,  tendría  por 
efecto  estimular  al  matrimonio  y  al  mismo  tiempo  ha- 
cer ingresar  en  el  Estado  elementos  más  jóvenes.  En  el 
dominio  del  derecho  privado  la  lex  Jitlia  parece  la  ma- 
ternidad tres  veces  fecunda  de  una  especie  de  decora- 
ción, que  daba  el  derecho  á  llevar  la  stola^  le  confería  la 
igualdad  civil  y  libertaba  á  la  mujer  de  los  últimos 
restos  de  la  tutela  (5):  era  esta  una  hermosa  reforma 


(i)     Aulo  Celio,  II,  15. 

(2)  véase  la  vaga  alusión  á  este  hecho  en  Tácito,  Anales^  II,  51. 

(3)  Véase  Dión,  Lili,  13;  se  equivoca  de  seguro  refiriendo  al 
año  28  antes  de  Cristo  algunas  disposiciones  contenidas  en  la  lex 
Julia  de  mar/tandis  ord'nübus,  como  Aulo  Celio  nos  da  á  entender 
en  el  pasaje  indicado  más  arriba.  En  efecto,  este  pasaje  nos  demues- 
tra que  en  la  lex  Julia  figuraban  algunos  privilegios  de  derecho 
público. 

(4)  Digesto,  I\^  IV,  2.  Lo  que  me  hace  creer  que  esta  disposición 
estaba  contenida  en  la  lex  Julia  ó  en  la  lex  Papia  Poppcea^  es  que, 
como  ya  veremos,  el  jus  triiím  liberorum  nos  avuda  á  explicar  la 
carrera  de  Tiberio  y  de  Druso. 

(5)  Véase  Cayo,  I,  145.  E\j/¿s  trium  liberorum  debió  establecer- 
se sin  duda  en  la  lex  Julia  ó  en  la  lex  Papia  Poppaa:  ahora  bien, 
si  fué  en  esta  última  no  se  comprendería  cómo  el  Senado  se  lo  con- 
cedió á  Livia  en  el  745  (Dión,  LV,  2);  luego  debió  ser  en  la  lex- Ju- 
lia, véase  JOrs,  deber  das  Verhiiltniss  der  Lex  Julia  de  maritan- 
dis  ordiiiibus  zur  Lex  Papia  Poppaa.  Bonn.  1882;  pág.  25. 


24^        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

que  apresuraba  la  completa  emancipación  de  la  mujer; 
pero  que  si  comunicaba  á  ésta  mayor  deseo  de  ser  ma- 
dre, tenía  que  hacer  la  paternidad  aún  más  temida  para 
el  marido  que,  el  día  en  que  ella  le  diese  tres  hijos,  ya 
no  tendría  ningún  poder  legal  sobre  su  compañera.  En 
fin,  la  ley  sancionaba  algunos  privilegios  en  favor  de  los 
libertos  que  debilitaban  singularmente  la  autoridad  del 
patrono,  que  Augusto,  por  el  ejemplo  mismo  que  daba, 
procuraba  restablecer  en  las  costumbres.  Autorizaba 
para  casarse  (i)  á  los  libertos  de  ambos  sexos,  que  ha- 
bían recibido  la  libertad  á  condición  de  no  contraer  ma- 
trimonio (los  patronos  solían  imponer  esta  condición 
para  heredar  á  sus  libertos);  redimía  á  los  libertos  que 
tenían  dos  ó  más  hijos  de  la  condición  de  las  opercr,  de 
las  dona  y  de  las  muñera  (2)  ó  á  los  que  habían  tenido 
dos  hijos  por  la  época  en  que  estuvieron  bajo  la  depen- 
dencia del  patrono,  ó  los  redimía  á  los  que  sólo  tenían 
uno  con  cinco  años  de  edad,  de  la  obligación  de  las  ope- 
ríZ",  anulando  así  los  más  importantes  derechos  políticos 
del  patronato.  Sin  embargo,  de  este  privilegio  excluía  á 
los  libertos  que  eran  cómicos  ó  gladiadores  (3),  La  mujer 
liberta  estaba  exenta  de  la  obligación  de  las  operes  cuan- 
do se  casaba  con  el  consentimiento  de  su  patrono  (4). 
En  fin,  la  ley  despojaba  á  la  mujer  del  liberto  de  la  fa- 
cultad  de   divorciarse  sin   el   consentimiento  del  ma- 


(i)     Z^/Vcj/í?,  XXXVII,  XIV,  14,  6,  §  4. 

(2)  ídem,  XXXVIII,  i,  37.  Puede  verse  por  lo  que  se  dice  en 
cl  Cod.  Just.,  VI,  III,  6,  §  I,  que  esta  disposición  figuraba  en  la  lex 
Julia  de  maritaniis  ordlfíibus,  y  no  en  ki  lex  Papla  Popptea. 

(3)  Digesto,  XXXVIII,  I,  37. 

(4)  ídem,  I,  1 4.  " 


LA   REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  249 

rido  (i).  Pero  la  le}',  tan  favorable  á  los  que  realizaban 
su  deber  para  con  la  especie,  venía  á  molestar  á  los  sol- 
terones en  su  tranquilísima  soledad,  amenazándolos 
con  numerosas  penas:  dos  conocemos  de  manera  pre- 
cisa. La  primera,  que  resultaba  grave  en  una  época  en 
que  las  diversiones  y  espectáculos  eran  un  servicio  del 
Estado,  excluía  á  los  célibes  de  las  fiestas  y  de  los  es- 
pectáculos públicos  (2).  Puesto  que  huían  por  su  egoís- 
mo de  las  molestias  necesarias  para  la  prosperidad  del 
Estado,  el  Estado  se  negaba  á  divertirles.  Además, 
la  ley  despojaba  á  los  célibes  del  derecho  á  obtener  la 
herencia  que  les  dejasen  por  disposición  testamentaria 
las  personas  que  no  estuviesen  emparentadas  con  ellos 
por  lo  menos  en  sexto  grado  (3),  los  demás  artículos  del 
testamento  subsistían  válidos:  era  ésta  una  grave  dispo- 
sición que  subvertía  uno  de  los  principios  fundamenta- 
les del  derecho  antiguo  ya  que  la  le}',  por  razones 
de  interés  público,  no  respetaba  la  voluntad  de  los 
muertos.  Frustrando  á  los  célibes  de  las  herencias  que 
podían  recibir  de  los  amigos,  la  ley  despojaba  á  las  cla- 


(i)     Digesto,  II,  leg.  un.,  g  i. 

(2)  Esta  disposición  nos  la  ha  revelado  los  Acia  luàorum  sécula- 
rium  descubiertos  hace  algunos  años:  Ephent.  Epigr.,  \'III,  pág.  229, 
V,  54  y  sig.  Xos  lo  confirma  Dión,  LIV,  30. 

(3)  Sozom,  HisL  EccL,  I,  9;  Gayo  (II,  111;  II,  144;  II,  286).  Kl 
pasaje  de  Gaj'o  (II,  a)  dice  de  manera  bien  precisa  que  la  ¡ex  Julia 
hería  de  incapacidad  al  Ctelebs,  y  la  lex  Papia  Poppaa^  al  orbtis  (al 
hombre  casado  que  no  tenía  hijos),  para  que  á  falta  de  testimonios 
contrarios  pueda  dudarse  de  que  fué  así.  Además,  la  cosa  es  verosí- 
mil por  sí  misma;  la  disposición  concerniente  á  los  Ccelibes  era  ya 
bastante  severa,  y  no  es  sorprendente  que,  al  principio,  Augusto  se 
limitase  á  ella. 


250  GRANDEZA   Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

ses  ricas  de  un  medio  muy  corriente  para  acrecen- 
tar su  patrimonio  y  atenuar  la  desaparición  de  las  for- 
tunas. 

Esta  ley  violaba  tantos  principios  del  derecho  tradi- 
cional que  no  podía  por  menos  de  ser  objeto  de  ásperas 
críticas  por  parte  de  los  juristas  más  fieles  á  la  tra- 
dición. El  Senado  romano  aún  no  era  una  corte  de  es- 
clavos, y  Antistio  Labeon,  el  más  ilustre  representante 
del  tradicionalismo  en  materia  de  derecho,  censuró  al- 
tamente el  espíritu  reaccionario  de  una  legislación  que, 
con  el  pretexto  de  restablecer  la  tradición,  venía  á  en- 
trometerse tan  brutalmente  entre  el  patrono  y  el  liber- 
to, el  testador  y  el  heredero,  el  padre  y  el  hijo  (i).  Pero 
si  estos  argumentos  puramente  políticos  ejercían  poca 
influencia  en  el  público  que  deseaba  estas  leyes,  el  par- 
tido puritano   aún  le  hizo  más  graves  objeciones;  la 


(i)  Creo  encontrar  la  prueba  de  esto  en  el  importantísimo  frag- 
mento de  Ateyo  Capitón,  que  Aulo  Celio  (XIII,  xii,  i)  nos  ha  conser- 
vado. Ag/tabat  hominem  (Antistium  Labeonem)  libertas  qnadam 
nimia  atcjiíe  vecors,  tanquam  eorum  (se.  legum  atque  monim.p.  r.), 
Augusto  jam  principe  et  remp.  obtinente,  ratum  tamen  pensnmque 
nihit  haber  et,  nisi  quodjiístum  sanctumqiie  esse  in  romanis  antiqui- 
tatibus  legisset».  Añádase  á  esto  lo  que  dicen  Porfirio,  Ad.  Hor.,  S.  I^ 
III,  82,  y  Tácito,  Anales,  III,  75,  tocante  á  la  aversión  de  Antistio  por 
Augusto  y  sobre  la  condescendencia  de  Ateyo,  y  se  verá  que  es  muy 
probable  que  uno  de  los  motivos  del  desacuerdo  entre  los  dos  juris- 
tas haya  sido  esta  legislación  revolucionaria  de  Augusto.  En  efecto, 
¿á  qué  otra  cosa  podría  aludir  Atej'o  Capitón  al  decir  que  Antistia 
sólo  quería  considerar  como  justo  y  sagrado  lo  que  pertenecía  á  las 
antigüedades  romanas?  No  era  ciertamente  á  un  espíritu  demasiado 
estrecho  y  tradicionalista  en  la  interpretación  y  aplicación  de  los 
principios.  Pomponio  (Digesto,  I,  11,  47)  nos  dice  que  Labeón, //«?■/- 
ma  innovare  instituii,  y  al  contrario,  que  Ateyo  Capitón  era  en  esto 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  251 

ley — decía — en  vez  de  curar  el  mal  en  sus  raíces,  em- 
pleaba remedios  peligrosos  que  antes  lo  agravaban.  Ta- 
les eran,  por  ejemplo,  las  disposiciones  que  emancipa- 
ban completamente  á  la  mujer.  Los  hombres  daban 
como  excusa  á  su  afición  al  celibato  la  creciente  inde- 
pendencia de  la  mujer  que  hacía  más  imperioso  su  ca- 
rácter, sus  deseos  más  extravagantes  y  más  frivolo  su 
egoísmo.  Y  he  aquí  que  la  ley,  en  vez  de  refrenar  esta 
libertad,  aún  la  hacía  mayor.  Sin  embargo,  Augusto  no 
tuvo  dificultad  en  hacer  aprobar  la  ley,  primero  por 
el  Senado,  como  solía  hacerse  en  los  mejores  tiempos 
de  la  república,  y  en  seguida  por  el  pueblo  (i).  Los  es- 
píritus estaban  demasiado  entusiasmados  con  esta  ley 
y  creían  firmemente  en  su  maravillosa  eficacia  para  que 
nadie  osase  oponerse  á  ella  con  vigor.  Por  otra  parte,  la 
ley  amenazaba  de  aportar  más  adelante  numerosas  di- 


más  conservador  que  Labeón.  La  discordia  debió  nacer,  no  á  propó- 
sito del  método  de  interpretación,  sino  sobre  cuestiones  de  principio, 
y  por  consecuencia,  á  propósito  singularmente  de  la  legislación 
de  Augusto  que  en  tantos  puntos  subvirtió  estos  principios:  así  se 
concilian  las  dos  contradicciones  de  Capitón  y  de  Pomponio,  y  esto 
nos  explica  las  acusaciones  de  servilismo  politico  que  los  aristócra- 
tas dirigieron  contra  Capitón. 

(i)  Sobre  este  punto  se  han  sostenido  largas  discusiones,  y  úiti- 
mamente  un  estudio  muy  sabio  de  M.  Bouché-Leclercq  en  el  artículi> 
ya  citado  de  la  Reviie  historiqíie.  Pero  no  me  parece  posible  negar 
que  la  lex  Julia  de  marilandis  ordinilnis  se  aprobase  en  el  año  iS. 
Pin  los  Acta  ludorum  secularinm  (Eph.  Epgr.,  voi.  8,  pág.  229)  tra- 
tase, efectivamente,  de  gentes  qui  tenentur  lege  de  niaritandis  ordini- 
bus.  Por  otra  parte,  para  que  el  Senado  (Dión,  LV,  2)  diese  á  Livia 
en  el  año  745  QÍjtis  trium  liberorum,  es  necesario  que  ya  se  hubiese 
aprobado  la  ¡ex  Julia.  No  puede  referirse  á  esta  ley  y  al  año  18  lo  • 
que  dice  Suetonio  (.\ug.,  34),  á  saber:  que  pra  tumultu  reaisantJj/m 


252  GRANDEZA   Y  DECADENCIA  DE   ROMA 

ficultades:  legitimaba  las  uniones  con  las  libertas;  me- 
joraba la  condición  de  numerosísimos  esclavos  puestos 
en  libertad;  concedía  privilegios  y  daba  esperanzas  á 
los  que  ya  tenían  hijos;  en  fin,  tenía  en  su  favor  á  to- 
dos los  hombres  casados  y  á  todos  los  padres  de  fami- 
lia. Como  el  momento  les  era  favorable,  éstos  fueron 
más  fuertes  que  los  célibes.  No  hubo,  pues,  seria  oposi- 
ción; al  contrario,  casi  todo  el  mundo  opinó  que  esta 
ley  no  bastaba;  se  querían  otras  más  enérgicas  aún,  y 
que  arrancasen  la  raíz  del  mal.  Alentado  por  la  fácil 
aprobación  de  esta  ley,  el  partido  tradicionalista  se  agi- 
tó en  seguida  reclamando  una  ley  que  restableciese  el 
orden  en  la  familia.  ¿Á  qué  venía  crear  con  la  lex  de  via- 
ritandis  ordinibus  tantas  familias,  si  cada  una  había  de 
convertirse  en  un  nido  de  adulterios,  de  escándalos,  de 
discordias  y  de  infamias?  ^Qué  hombre  serio  y  honrado 


per/erre  non  potuil.  Suetonio  dice  expresamente  que  se  trata  de  siís- 
tituciones  y  de  correcciones  á  la  lex  Julia  de  marita7idis  ordinibus, 
y  no  de  la  ley  misma,  que  ya  tenía  que  haberse  aprobado,  puesto  que 
se  hacía  en  ella  correcciones.  En  el  discurso  que  Dicjn  pone  en  boca 
de  Augusto  (LVí,  7),  se  trata  de  dos  lej-es  sobre  el  matrimonio  que 
precedieron  á  la  ¡ex  Papia  Pappica.  ¿No  pueden  verse  en  la  segunda 
esas  sustituciones  y  correcciones  de  que  habla  Suetonio?  Así,  pues, 
en  el  año  18  antes  de  Cristo  la  lex  Julia  de  niarilajidis  ordinibus 
se  aprobó  por  los  comicios,  y  más  tarde  (pronto  procuraremos  fijar 
el  año)  Augusto  presentó  algunas  sustituciones  y  modificaciones 
que  suscitaron  viva  oposición.  No  puede  ofrecerse  como  argumento 
Cintra  esto  los  versos  del  Carmen  sieciilare: patrum...  decreta  super 
jugandis  feminis,  pues  Horacio  añade  en  'ñ&^xúa.d:.  proli s que  Jiovie  fe- 
raci lege  marita.  Estos  dos  versos  significan  otra  cosa:  Horacio  cita 
los  decreta  patrum  y  la  lex  para  hacer  saber  que  el  Senado  y  el 
pueblo  tomaron  parte  en  la  nueva  legislación,  el  primero  aprobándo- 
la primeramente,  el  segundo  dándole  la  aprobación  definitiva. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  253 

consentiría  en  fundar  una  familia,  si  no  podía  obligar  á 
sus  hijos  á  obedecerle,  ni  contener  la  loca  prodigalidad, 
el  lujo  caprichoso  y  las  costumbres  ligeras  de  una  mu- 
jer que,  para  no  parecer  una  mujer  vulgar,  se  creería 
obligada  á  desobedecer  al  marido?  En  efecto,  las  muje- 
res se  sentían  ahora  inclinadas  á  todos  estos  vicios  por 
el  matrimonio  libre,  la  mala  educación,  los  amigos,  la 
literatura  y  la  dote  (i;.  V  puesto  que  la  familia  ya  no 
tenía  en  sí  la  fuerza  de  conservar  el  orden,  era  preciso 
que  los  buenos  niaridos  fuesen  ayudados  por  las  leyes. 
Se  pedían  para  refrenar  el  lujo,  para  reprimir  las  cos- 
tumbres disolutas  de  los  jóvenes,  para  hacer  del  adul- 
terio un  crimen  castigado  por  el  Código.  La  cuestión 
fué  tratada  en  el  Senado  por  los  senadores,  que  se  em- 
peñaron en  vivas  discusiones;  luego  se  dirigieron  direc- 
tamente á  Augusto,  después  de  haber  emitido  diferen- 
tes proposiciones  (2).  Pero  Augusto  no  se  sentía  con 


("i)  Por  breve  que  sea,  el  capítulo  xvi  del  libro  LIV  de  Dióii  es 
importantísimo;  en  efecto,  nos  hace  comprender  que  la  iex  de  adul- 
teras^ y  probablemente  también  la  ¡ex  su?nptuaria,  fueron  una  con- 
tinuación de  la  lex  de  maritandis  ordinibiis,  gracias  á  la  actitud  de 
un  partido  y  á  una  corriente  de  opiniones.  Ya  he  dicho  en  el  texto 
cómo  estas  dos  leyes  se  habían  derivado  de  la  primera:  no  se  podía 
obligar  á  que  los  hombres  se  casasen,  si  no  se  les  daba  el  medio  de 
gobernar  á  su  familia.  La  actitud  de  Augusto  nos  demuestra  que  era 
opuesto  á  esta  legislación  complementaria.  Lo  que  me  parece  probar 
que  la  lex  siimptuaria  se  aprobó  en  estas  condiciones  y  por  estas 
razones,  es  que  en  las  discusiones  de  que  nos  habla  Dión,  Augusto  se 
ocupó  del  traje  y  del  -/.óajao;  de  las  mujeres.  Por  otra  parte,  .Sueto- 
nio  (Augusto,  34),  cita  la  lex  sumptuaria  entre  las  demás  lej-es  que 
se  aprobaron  en  este  año.  Xos  sentimos,  pues,  inclinados  á  refenrla 
a  hi  misma  época. 

¡2)     Dión,  LIV,  16. 


254  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

ánimo  de  acceder  á  esta  nueva  demanda  (i)  por  diferen- 
tes motivos,  algunos  de  los  cuales  eran  de  carácter 
personal.  Como  supremo  magistrado  de  la  república  hu- 
biese tenido  que  dar  ejemplo  y  observar  estas  leyes,  á 
menos  de  atraerse  la  censura  del  público,  siempre  seve- 
ro para  los  grandes.  Augusto  nada  tenía  que  temer 
personalmente  de  su  ley  de  maritandis  ordinibus.  Esta- 
ba casado  y  tenía  una  hija;  ésta  pertenecíaya  á  su  se- 
gundo marido;  había  tenido  de  Agripa,  en  el  año  20,  un 
hijo,  Cayo,  que  contaba  entonces  tres  años  de  edad; 
estaba  á  punto  de  tener  el  segundo,  Lucio;  Tiberio  se 
había  casado  ya  con  Agripina,  hija  de  Agripa  y  de  su 
primera  mujer,  que  era  hija  de  Ático  (2);  pronto  iba  á 
casar  á  Druso,  segundo  hijo  de  Livia,  que  tenía  enton- 
ces veinte  años.  Al  contrario,  una  nueva  ley  contra 
el  lujo  podía  causarle  algún  enojo.  Cuanto  á  él,  vivía  á 
la  moda  antigua,  con  mucha  sencillez;  en  medio  de  las 
inmesas  riquezas  que  todos  los  años  pasaban  como  un 
río  de  oro  por  su  gran  residencia,  para  desparramarse 
en  seguida  en  mil  arroyuelos  por  Roma,  por  Italia 
y  por  el  imperio,  conservaba  las  costumbres  de  la  bur- 
guesía italiana  de  que  había  salido;  sólo  usaba  togas  he- 
chas  en  su   casa   por  sus  criadas,  bajo   la  vigilancia 


(i)  Si  se  lee  á  Dión  (LIV,  16)  sin  idea  preconcebida,  treo  que  se 
ve  maniñestamente  que  Augusto  procuró  ante  todo  contemporizar,  lo 
que  demuestra  que  no  era  favorable  á  estas  leyes.  Dión  cita  textual- 
mente esta  frase  de  Augusto:  «Vosotros  sois  los  que  tenéis  que  dar 
á  vuestras  mujeres  las  órdenes  y  consejos  que  os  agrade,  como 
yo  mismo  hago.  Lo  que  quiere  decir:  «allá  vosotros,  y  no  las  leyes 
que  me  pedís». 

(2)  Suetonio,  Tiberio,  7.  La  fecha  del  casamiento  no  está  bien 
deLerminada. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  255 

de  Livia  (i);  le  gustaba  presentarse  en  la  tienda  del 
mercader  de  púrpura,  donde  regateaba  las  piezas  de 
ropa  que  debían  servirle  para  sus  trajes  de  ceremo- 
nia (2);  su  palacio  era  grande,  pero  no  suntuoso,  y  su 
cuarto  estaba  amueblado  con  arcaica  sencillez,  que  al- 
gún día  tenía  que  hacerse  proverbial  (3);  en  las  comidas 
que  daba,  ofrecía  siempre  esa  cortesía  y  ese  aire  de  no- 
bleza que  jamás  se  separa  de  la  sencillez:  tres  platos  or- 
dinariamente, y  sólo  seis  en  las  ocasiones  muy  solem- 
nes. También  Tiberio  se  presentaba  en  este  punto  como 
un  ferviente  tradicionalista.  Julia,  en  cambio,  tenía 
gastos  muy  diferentes:  Bella,  inteligente,  ilustrada,  gra- 
ciosa, llena  de  juventud — tenía  veintidós  años  —  pare- 
cía nacida  para  ser  una  reina  de  Asia  mejor  que  una 
matrona  romana;  era  aficionada  á  la  literatura,  á  las  ar- 
tes, á  la  elegancia,  al  lujo,  á  las  grandes  villas,  á  los 
hermosos  palacios,  á  los  vestidos  de  seda,  á  las  reunio- 
nes selectas,  á  las  fiestas  (4);  y  todos  los  años  se  la  veía 
sustraerse  á  la  autoridad  de  su  padre  y  de  su  marido. 
Hubiese  sido  temerario  confiar  en  que  obedeciese  fácil- 
mente á  una  nueva  lev»  suntuaria.  Pero  una  ley  sobre 
las  costumbres  y  sobre  el  adulterio  aún  parecía  más  pe- 


(i)     Suetonio,  Aug.,  73. 

(2)  ídem,  id.,  72  y  73. 

(3)  ídem,  id.,  74. 

(4)  Macrobio,  Sat.,  II,  v,  1:  Sed  indulge  ni  i  a  tam  fortunae  qiiam 
patris  abutebatur:  cunt  aloqui  lii^rarunt  amor  multaque  eruditio, 
quod  in  illa  facile  erat,  praterea  milis  fiumani  las  minimeque  savus 
animus  ingentem  foeminae  gratiam  conciliareni:  miraiitibus  qui  vi- 
tía  noscebant  tantam  pariter  diversitatem:  Macrobio,  pues,  dice 
claramente  que  se  atribuían  á  Julia  cualidades  excelentes  que  no  se 
sabía  cómo  conciliar  eon  los  vicios  que  también  se  le  atribuían.  Este 


256  GRANDEZA  Y  DFXADENCIA  DE  ROMA 

ligrosa.  Derramar  millones,  trabajar  desde  la  mañana 
hasta  la  noche  en  tantas  obras  diferentes,  sonreír  á  to- 
do el  mundo  y  tan  pronto  representar  un  personaje 
como  otro,  podía  hacerlo  Augusto.  Pero  no  podía  reci- 
bir todavía  el  cargo  de  custodio  del  pudor  con  su  pasa- 
do. Esto  debía  parecerle  muy  difícil.  Y  no  sólo  era 
su  pasado,  pero  el  presente  también  lo  que  podía  asus- 
tarle. En  efecto,  esta  bella  fachada  arcaica  de  pudor  y 
de  honor  que  su  familia  hacía  ver  al  público,  era  en  par- 
te engañosa  y  postiza.  Que  fuese  verdad  ó  no,  se  decía 
en  Roma  que  Augusto  era  demasiado  íntimo  de  Teren- 
cia,  la  linda  esposa  de  Mecenas  (i).  Agripa  viajaba  mu- 
cho por  asuntos  de  Estado,  y  durante  sus  ausencias, 
Julia  sostenía  relaciones  algo  libres  con  los  hermosos 
jóvenes  de  la  aristocracia,  hasta  el  punto  de  que  Augus- 
to tuvo  que  reprenderla  en  varias  ocasiones  (2);  quizás 
empezaba  ya  á  ver  con  excesiva  frecuencia  y  con  vivo 
placer  á  un  joven  de  insigne  familia,  Sempronio  Graco, 
descendiente  de  los  famosos  tribunos  (3).  Sólo  Tiberio 


hecho  debe  hacernos  desconfiar  de  los  relatos  de  los  historiadores 
que  le  han  atribuido  vicios  monstruosos,  y  es  una  fuerte  presunción 
de  que  esos  relatos  son  exagerados.  En  efecto,  á  medida  de  que  se 
vaya  desenvolviendo  la  historia  de  Julia  veremos  que  es  así.  En 
cambio,  no  es  dudoso  que  Julia  amaba  el  lujo,  como  el  arte  \'  la  lite- 
ratura. Macrobio  (Sátira,  II,  v,  i)  recuerda  c\  profusos  autos  pers- 
picuosqne  coinitatiis  que  Augusto  le  reprochaba;  y  en  el  mismo  ca- 
pítulo cita  muchos  hechos  del  mismo  género. 
(\)     Dión,  LIV,  19. 

(2)  Suetonio,  Aug.,  64.  La  anécdota  concerniente  á  Vinicio  po- 
dría referirse  á  esta  época. 

(3)  Tácito,  ^«a/ej,  I,  53...  Sempro7ihím  Gracciium  qui  familia 
nobili,  solers  ingenio  et  prave  facundus,  eamdem  Jitlianí  in  matri- 
monio temeraverat...  Esta  es  la  única  acusación  grave  que,  por  este 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  257 

y  Agripina  formaban  una  pareja  ejemplar  que  se  ama- 
ba, vivía  alejada,  y  de  la  que  hasta  las  malas  lenguas 
no  podían  decir  nada  que  la  mancillase  (i). 

Al  principio  resistió  Augusto;  pronunció  discursos  en 
el  Senado  para  defender  contra  el  raro  puritanismo  re- 
volucionario de  su  época  la  gran  tradición  roniana, 
y  para  demostrar  que  el  marido  y  el  padre  debían  de 
conservar  el  orden  en  la  familia,  como  en  otro  tiempo, 
con  su  sabiduría  y  propia  autoridad.  Un  día  llegó 
él  mismo  á  ofrecerse  como  ejemplo.  Los  puritanos  in- 
tentaron entonces  molestarle,  aprovechándose  de  les 
desórdenes  que  perturbaban  á  su  familia;  y  un  día 
le  invitaron  á  exponer  ante  el  Senado  la  manera 
como  la  gobernaba.   Lo  hizo,  y  en  un  largo  discurso 


período  de  su  vida,  se  haya  formulado  contra  Julia.  La  deshonesta 
historia  referida  por  Macrobio  (Sat.,  II,  v,  6)  para  demostrar  que  en 
este  momento  Julia  tam  vìiìgo  potes tatem  corporis  sui  f acereta  es 
evidentemente  una  de  las  numerosas  invenciones  que  se  concibieron 
después  de  su  caída  para  manchar  toda  su  existencia.  Sin  embargo, 
en  esta  historia  se  reconoce  que  entre  los  hijos  de  Julia  y  su  padre 
había  extraordinaria  semejanza,  lo  que  demuestra  al  menos  que 
eran  sus  hijos.  La  explicación  que  Macrobio  atribuye  á  Julia  sólo 
puede  ser  una  grosera  calumnia.  Se  inventó  para  acusar  á  Julia  de 
infamia  monstruosa,  durante  una  época  de  su  vida  en  que  tenía  una 
prueba  viva  de  su  pudor:  la  cara  de  sus  hijos.  Por  otra  parfe,  ;es  ve- 
rosímil que  nadie  osase  dirigir  á  Julia,  hija  de  .augusto  y  la  primera 
mujer  de  Roma  después  de  Livia,  una  pregunta  como  á  la  que  Ma- 
crobio pretende  que  Julia  respondió?  Tácito,  que  es  tan  severo  con 
esta  familia,  considera  esa  historia  como  una  fábula,  y  sólo  censura 
por  esta  época  á  Julia  su  adulterio  con  Sempronio  Graco.  Eij  fin,  ob- 
sérvese que  Tácito  no  dice  como  Suetonio  (Tib.,  7)  que  la  mujer  de 
Agripa  intentase  seducir  á  Tiberio. 
\\)     Dión,  LIV,  16. 

Tomo  V  Vi 


258  GRANDEZA  Y  DECADENCIA   DE  ROMA 

expuso  SUS  ideas  verdaderamente  tradicionales  sobre  la 
familia,  haciendo  de  su  casa  una  descripción  imagina- 
ria, que  nadie,  como  es  natural,  se  atrevió  á  declarar 
falsa.  Entonces  hubo  que  recurrir  á  otros  medios  para 
inspirarle  temor:  como  era  censor  se  le  denunció  á  un 
joven  que,  durante  las  guerras  civiles,  se  casó  con  una 
mujer  de  la  que  había  sido  amante,  es  decir,  exac- 
tamente igual  á  lo  que  le  ocurrió  á  Augusto  con  Livia: 
así  se  le  amenazó  con  revisar  de  nuevo  su  terrible  pa- 
sado, si  se  negaba  á  dar  satisfacción  al  partido  de  la  se- 
veridad y  del  pudor  (i).  Y  así,  agitando  á  la  opinión  pú- 
blica y  al  Senado,  y  actuando  con  sordas  amenazas  so- 
bre el  mismo  Augusto,  el  partido  puritano  aún  le  arras- 
tró en  este  punto.  Augusto  se  decidió  á  elaborar — 
y  sin  duda  por  medio  de  comisiones  compuestas  de  ar- 
dientes puritanos — dos  nuevas  leyes:  una  suntuaria  (2) 
y  la  famosa  lex  Julia  de  piidicitia  et  de  coercendis  adul- 
teriis  (3).  Fácilmente  se  adivina  el  espíritu  de  la  prime- 
ra, pero  sólo  conocemos  de  ella  algunas  disposiciones: 
sabemos  que  procuraba  refrenar  el  lujo  de  las  construc- 
ciones, que  tantas  veces  deplora  Horacio  en  sus  Odas  (4); 


(i)     Dión,  LIV,  16. 

(2)  véase  la  nota  1.^  de  la  pág.  253. 

(3)  Ignoramos  si  se  titulaba  asi  ó  si  el  título  comprende  dos 
leyes  diferentes.  Este  punto,  como  tantos  otros,  concernientes  á  his 
famosas  leyes  de  Augusto,  es  muy  obscuro. 

(4J  Suetonio,  Aug.,  89,  nos  dice  que  Augusto  hizo  publicar  nue- 
vamente las  Oraiiones  Q.  Metelli  de  prole  augenda,  et  Rutili  i  de 
modo  ac  ii fie  io  rum;  quo  magis  persuaderei  utramque  rem  non  a  se 
primo  animadversam,  sed  a/iiiquis  iam  tune  curae  fuisse.  De  aquí 
resulta  que  Augusto  procurò  refrenar  el  lujo  de  las  construcciones. 
Paréceme,  pues,  verosímil  que  estas  disposiciones  estaban  conteni- 
das en  la  lex  sumpiuaria  de  que  nos  habla  Suetonio,  Aug.^  34. 


LA    REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  259 

podemos  conjeturar  que  en  sus  disposiciones  sobre  el 
tocado  femenino,  esta  ley  moderaba  el  uso  de  la  seda, 
tejido  lascivo  que,  al  decir  de  los  puritanos,  desnudaba 
á  las  mujeres  lascivas  con  el  pretexto  de  vestirlas  (i); 
en  fin,  sabemos  que  esta  ley  contenía  disposiciones  so- 
bre los  gastos  que  podían  hacerse  en  los  banquetes.  En 
uno  celebrado  en  los  días  ordinarios  no  podía  gastarse 
más  de  200  sestercios  (50  pesetas),  y  nada  más  que  300 
(75  pesetas)  si  era  en  las  kalendas  ó  en  los  idus,  en  las 
nonas  ó  cualquier  otro  día  de  fiesta;  en  fin,  no  se  podía 
rebasar  de  1.000  (250  pesetas)  para  las  ceremonias 
nupciales  (2).  Esta  ley  debía  de  agradar  á  la  mayoría: 
retiraba  ante  los  ojos  de  Roma,  y  de  una  manera  expe- 
ditiva los  platos  de  los  festines  suntuosos  que  daban 
los  Cresos  de  la  metrópoli,  al  lado  de  los  cuales  hacían 
muy  pobre  figura  las  modestas  comidas  de  los  senado- 
res, de  los  caballeros,  de  los  plebeyos  con  poca  hacien- 
da; esa  ley  despojaba  á  las  ricas  matronas  de  los  trajes 
y  alhajas  que  tanto  envidiaban  las  mujeres  más  pobres; 
aspiraba  á  reducir  los  enormes  y  suntuosos  palacios, 
obra  de  los  arquitectos  y  de  los  artistas  alejandrinos,  á 
las  humildes  proporciones  de  las  pobres  casas  latinas 
habitadas  por  la  muchedumbre.  Los  ingenuos  también 
creían  que  el  dinero  que  así  se  ahorrase  gracias  á  esta 
ley  serviría  para  criar  hijos.  La  lex  de  adulteriis  (3), 
proponíase  además,  no  sólo  castigar  el  adulterio,  sino 
purificar  á  la  familia  de  las  torpezas  que  la  habían  ma- 


(i)     véase  lo  que  dice  Plinio  sobre  los  tejidos  de  seda,  //.  iV.,  II, 
xxii,  76. 

(2)  Aulo  Gelio,  II,  XXIV,  §  §  14-15. 

(3)  Digesto^  XLVIII,  V,  i:  Hac  lex  lata  est  a  divo  Augusto. 


26o  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

Ciliado  durante  los  dos  siglos  precedentes,  y  era  tam- 
bién una  gran  usurpación  del  Estado  sobre  la  autoridad 
absoluta  del  jefe  de  familia.  La  ley  concedía  aX  pater  fa- 
viilias  romano,  como  último  vestigio  de  su  autoridad, 
el  derecho  de  matar  á  la  hija  adúltera  y  á  su  cómplice, 
apenas  descubierta  la  falta  (i).  Reservaba  al  marido  el 
derecho  de  matar  al  amante  de  su  mujer  cuando  le  sor- 
prendía en  su  casa  y  era  cómico,  cantante  ó  danzante, 
cuando  sobre  él  pesaba  una  condena  ó  era  un  liberto 
de  la  familia  (2);  pero  jamás  á  su  mujer,  á  menos  de  que 
la  sorprendiese  en  su  casa.  Descubierto  el  adulterio, 
concedíase  sesenta  días  al  marido,  y  si  éste  no  obraba, 
al  padre — si  eran  ciudadanos  romanos — para  presen- 
tar á  la  mujer  adúltera,  ciudadana  romana,  ante  el 
pretor  y  la  quastio  (3)  ó  jurado,  que  se  instituyó  pro- 


(i)  D'gesto,  LXVIl,  V,  20;  26,  ^  2;  23,  §  4.  En  cuiínto  á  la  con- 
dición de  que  los  dos  amantes  hubiesen  cometido  la  falta  en  la  casa 
àe\  pater  familias,  creo  que  puede  inferirse  del  Digesto,  XLVII,  v, 
23,  que  esa  condición,  sin  estar  explícitamente  contenida  en  la  lex 
Julia,  fué  una  consecuencia  de  ella,  sacada  poco  á  poco  por  la  in- 
terpretación de  los  juristas.  Si  la  ley  hubiese  sido  bien  clara  sobre 
este  punto,  no  se  comprendería  por  qué  ülpiano  tenía  que  citar  en 
defensa  de  su  tesis  la  opinión  de  diferentes  juristas,  entre  los  cuales 
figuran  Labeón  y  Pomponio. 

(2)  Digesto,  XLVIII,  V,  24.  V'éase  el  Col.  Just.,  IX,  i.x,  4. 

(3)  Digesto,  XLVIII,  V,  2,  §  8;  3,  4.  Que  los  adulterios  se  juzga- 
sen ordinariamente  por  una  quietio  semejante  á  la  que  juzgaba  en  la 
mayor  parte  de  los  procesas  criminales,  nos  lo  demuestra  singular- 
mente el  relato  de  un  proceso  de  adulterio  contenido  en  Dión,  LIV, 
30:  el  pretor  de  que  habla  Dión  sólo  puede  ser  el  presidente  de  la 
quastio.  El  procedimiento  de  las  qiiastioiies  también  era  el  mismo 
que  el  de  todos  Xosjutiicia  publica  y  la  lex  Julia  hacía  del  adulteiio 
unjudici7im publicum.  (ínst.,  IV.  xviii,  4). 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO 


261 


bablemente  al  mismo  tiempo  que  la  ley.  Si  el  marido  ó 
el  padre  no  se  presentaban  como  acusadores  durante 
los  cuatro  meses  posteriores  á  esos  sesenta  días,  cual- 
quiera podía  formular  la  denuncia,  pues  los  procesos 
por  adulterio  estaban  clasificados  entre  \os  judicia  pu- 
blica, exactamente  igual  que  los  parricidas  y  falsa- 
rios (i).  Las  penas  eran  terribles:  para  el  adúltero,  re- 
legación perpetua  y  pérdida  de  la  mitad  de  sus  bienes; 
para  la  adúltera,  relegación  perpetua,  pérdida  de  la  mi- 
tad de  su  dote,  de  un  tercio  de  su  fortuna  y  prohibición 
de  volverse  á  casar,  que  la  obligaba  á  no  poder  vivir 
con  un  hombre  más  que  como  concubina  (2).  Si  se  fa- 
vorecía el  adulterio  ofreciendo  casa  para  las  citas  de 
los  amantes,  ó  si  un  marido  explotaba  la  vida  impúdica 
de  su  mujer,  ó  la  conservaba  á  su  lado  después  de  des- 
cubierto el  adulterio,  todos  estos  hechos  constituían  el 
delito  de  lenocinium  y  se  castigaban  como  el  adul- 
terio (3).  En  fin,  la  ley  prohibía  y  castigaba  con  las  mis- 
mas penas  que  el  adulterio  y  el  lenocinium,  los  stupra: 
entendíase  por  esto  simplemente  las  relaciones  que  no 
podían  legitimarse  por  la  maritalis  affectio,  y  que  no 
podían  considerarse  como  lícitas  por  la  forma  misma  en 
que  se  realizaban,  con  una  mujer  libre,  de  familia  hon- 
rada, de  nombre  respetable,  viuda  ó  de  edad  nubil  (4). 
Al  contrario,  la  mujer  nunca  podía  acusar  de  adulterio 
al  marido  (5),  que  podía  sostener  comercio  impune  con 


(1)  Inst.,  I\',  XVIII,  4;  Digesto,  XLVIII,  v,  4;  Co(i.   Tlieod.,  IX, 
II,  2. 

(2)  Paulo,  Sent.,  II,  xxvi,  14. 

(3)  Digesto,  XLVIII,  V,  2,  §  2;  8  y  9;  Cod.  Just.,  IX,  ix,  2. 

(4)  ídem,  L,  xvi,  loi;  XLVIII,  v,  34. 

(51  Cod.  Just.,  IX,  IX,   I, 


202 


GRANDEZA   Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


las  mujeres,  á  condición  de  que  éstas  no  fuesen  casadas 
ó  ingenue^  honestes;  si  tenía  comercio  con  éstas,  podía- 
sele  condenar,  no  por  haber  sido  infiel  á  su  mujer,  sino 
por  haber  cometido  el  stiiprum  ó  adulterio  con  la  mujer 
de  otro. 

Era,  pues,  este  el  régimen  del  terror  que  se  estable- 
cía en  el  reino  de  Afrodita.  Esta  ley  desencadenaba  el 
espíritu  de  delación  y  de  calumnia,  la  envidia  de  las  ri- 
quezas, las  crueles  ambiciones  de  los  abogados,  la  sed 
de  venganza,  las  más  bajas  pasiones,  como  una  banda- 
da de  horribles  harpías  en  los  voluptuosos  jardines  de 
Citerea.  En  realidad,  era  una  ley  de  excepción  y  de 
persecución  peligrosísima  para  las  altas  clases.  Promul- 
gada para  los  ciudadanos  romanos  solamente,  la  ley 
sobre  el  adulterio  sólo  afectaba  en  realidad  á  los  sena- 
dores y  caballeros  cuyas  riquezas  y  renombre  podían 
tentar  á  los  acusadores  que  no  tuviesen  que  correr 
riesgos  acusándolos  (i);  iba,  pues,  á  resultar  al  revés 
para  la  aristocracia  romana.  Mientras  que  los  libertos 
ó  los  extranjeros,  hombres  y  mujeres,  podían  hasta  en 
Roma  —  aunque  fuesen  ricos  —  practicar  impunemen- 


(i)  Claramente  vemos  esto  en  los  versos  de  Ovidio  Ars  amaitdi, 
I,  31-34.  Excluyó  del  público  que  había  de  leer  su  libro  á  las  vírge- 
nes y  á  las  matronas;  y  añade  (v,  33)  que  canta  Venerem  tutam 
concessaque  furta:  es  esta  una  evidente  alusión  á  la  lex  de  adulteriis 
sobre  la  cual  insiste  muchas  veces  en  los  Tristes  y  en  las  Pdnticas, 
para  sostener  que  su  libro  no  excitaba  á  cometer  acciones  prohibi- 
das por  la  lex  de  adulteriis.  ;Á  quién  se  dirige  el  libro,  puesto  que 
no  es  á  las  jóvenes  casaderas  ni  á  las  mujeres  casadas?  ¿Es  á  las 
cortesanas?  Esto  es  lo  primero  que  se  ocurre,  Pero  los  que  han  leído 
el  libro  saben  muy  bien  que  en  cien  puntos  diferentes,  se  enseña  al 
lector  los  mejores  medios  para  seducir  á  una  mujer  casada,  ó  enga- 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  263 

te  el  adulterio  cuando  se  les  antojase,  por  amor  ó  por 
lucro,  los  ciudadanos  romanos,  y  sobre  todo  los  sena- 
dores y  los  caballeros,  estarían  expuestos,  si  salían  del 
dominio  del  amor  permitido,  á  los  terribles  rigores  de  la 
lex  Julia;  pero  para  esto  también  conviene  considerar 
la  lex  de  adidteriis  con  la  lex  sumptnaria  y  la  lex  de  ma- 
ritandis  ordinibiis,  como  una  grande  y  seria  tentativa 
de  restauración  aristocrática.  Los  que  se  imaginan  á 
Augusto  trabajando  con  procedimientos  prudentes  y 
astutos  en  fundar  la  monarquía,  no  han  comprendido 
el  espíritu  de  estas  leyes,  que  fueron  una  de  las  bases 
de  toda  su  obra.  Por  la  lex  sumptnaria  \  lex  de  mari- 
tandis  ordinibus  y  la  lex  de  adtilteriis^  Augusto  no  sólo 
procuró  aumentar  la  población  de  Italia,  que  quizás  no 
decrecía  en  todas  las  regiones;  quería,  sobre  todo,  reor- 
ganizar económica  y  moralmente  á  la  familia  aristocrá- 
tica, al  antiguo  vivero  de  la  república  que  había  acaba- 
do por  hacerse  estéril,  á  la  antigua  escuela,  ahora  rui- 
nosa, de  los  generales  y  diplomáticos  que  habían  con- 
quistado el  imperio.  Si  Augusto  hubiese  querido  fun- 
dar una  monarquía,  en  vez  de  procurar  refrenar,  tenía 


ñar  la  vigilancia  de  un  marido  celoso.  Por  otra  parte,  sería  singular 
que  Ovidio  tratase  Aq  flirta  los  amores  con  las  cortesanas.  V.os  con- 
cessa furta  indican  que  había  adulterios  que  no  estaban  castigados 
por  la  lex  de  adulteriis:  tales  eran  los  adulterios  con  las  extranjeras 
ó  las  libertas  que  se  habían  casado  con  un  extranjero  ó  con  un  li- 
berto. El  adulterio,  como  j-a  se  ha  dicho  para  el  stupnim  solo  con- 
cernía á  la  mujer  ingenua  et  honesta,  de  nacimiento  libre  y  de  fami- 
lia respetable  y  no  á  la  extranjera  ó  á  la  liberta.  Es  probable  que  la 
liberta  casada  con  un  ciudadano  romano,  según  la  ¡ex  demaritandis 
ordÍ7iibiis  pudiese  ser  acusada  de  adulterio;  pero  no  he  encontrado 
textos  suficientes  para  decidir  seguramente  esta  cuestión. 


264  GRANDEZA   V  DECADENCIA  DE  ROMA 

que  haber  estimulado  en  la  aristocracia  al  lujo,  la  diso- 
lución y  el  celibato;  pues  la  monarquía  sólo  podía  eri- 
girse sobre  las  ruinas  de  una  aristocracia  que,  como  se 
ha  visto  en  la  época  de  Luis  XIV,  degradada  porla  ne- 
cesidad de  dinero  y  por  los  placeres,  no  formase  ya  más 
que  un  tropel  servil  de  cortesanos.  Pero  Augusto,  que 
sólo  podía  escoger  sus  colaboradores  en  las  familias 
aristocráticas,  necesitaba  una  aristocracia  vigorosa.  Su 
verdadera  intención  consistía,  pues,  en  reconstituir  en 
Roma  una  gran  aristocracia,  y  procuraba  imponer  á  la 
nobleza  con  estas  leyes  ciertos  deberes  graves  y  espe- 
ciales, sin  los  cuales,  sus  privilegios  hubiesen  sido  una 
intolerable  injusticia.  Seguramente  fué  una  vana  tenta- 
tiva, en  parte  al  menos;  pues  la  disolución  de  la  aristo- 
cracia romana  continuó;  pero,  no  obstante,  sería  pre- 
suntuoso decir  que  la  tentativa  no  fué  seria.  Además, 
Augusto  hizo  aprobar  estas  leyes  al  mismo  tiempo  que 
otras  que  iluminan  singularmente  al  ñn  el  carácter  de 
ellas.  En  la  ¿ex  de  adiilteriis  también  reformó  para  con- 
solidar los  fundamentos  económicos  de  la  familia  en 
las  clases  ricas  (i),  el  régimen  de  la  dote,  prohibiendo 
al  marido,  que  hasta  entonces  había  tenido  el  derecho 
de  hacer  lo  que  le  agradaba,  de  venderla  ó  empeñarla. 
Además,  después  de  haber  establecido  por  estas  seve- 
ras leyes  tantas  obligaciones  especiales  para  la  aristo- 
cracia, también  reforzó  como  compensación  su  privile- 
gio verdadero  y  esencial,  proponiendo  una  ley  que  re- 
servase el  derecho  de  presentarse  candidato  á  los  ciu- 
dadanos con  un  censo   de  400.000  sestercios  por  lo 


(^i)     Digesto,  XXIII,  V,  4;  Paulo,  Sent.,  IX,  xxi,  B  2. 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  265 

menos.  El  Estado  cerraba  así  á  los  ciudadanos  pobres 
sus  puertas  abiertas  durante  un  siglo;  la  antigua  cons- 
titución aristocrática  y  timocratica  quedaba  restableci- 
da; los  cargos  de  la  república  á  los  que,  durante  la  ge- 
neración precedente,  pudo  aspirar  un  pobre  mulero 
como  Ventidio,  eran  declarados  por  la  ley  misma  privi- 
legio de  las  clases  censitarias;  el  gobierno  recaía  en  po- 
der de  una  aristocracia  dividida,  degenerada  y  perezo- 
sa, pero  cerrada  y  legalmente  privilegiada.  Y,  sin  em- 
bargo, esta  decisión  que  ponía  término  á  un  siglo  de 
luchas  terribles,  que  podía  iniciar  un  nuevo  orden  de 
cosas,  fué  adoptada  entre  la  calma  é  indiferencia  gene- 
rales, hasta  el  punto  de  que  ha  llegado  á  nuestra  noti- 
cia entre  hechos  menudos,  en  dos  líneas  escritas  mucho 
más  tarde  por  un  historiador  que  no  le  concedió  im- 
portancia (i).  El  partido  democrático,  el  gran  partido 
de  Cayo  Graco  y  de  Cayo  César,  estaba  bien  muerto. 
Al  proponer  esta  ley,  Augusto  no  mató  á  un  moribun- 
do; depositaba  en  la  tumba  á  un  cadáver.  Después  de 
grandes  tumultos,  Roma  volvía  á  sus  orígenes  de  Es- 
tado aristocrático;  por  mano  de  Augusto  rehacía  un 
código  de  deberes  y  de  privilegios  para  la  nobleza,  con 
el  cual  pensaba  gobernar  durante  siglos  el  imperio  que 
había  conquistado.  ¿Pero  sería  capaz?  He  aquí  el  gran 
problema  que  el  porvenir  debía  resolver.  Es  probable 
que  al  mismo  tiempo  que  esta  ley,  Augusto  propusiese 
otra,  la  le.v  de  ambitii,  sobre  la  corrupción  electoral,  se- 
gún la  cual,  el  que  hubiese  comprado  sufragios  queda- 


(i)  Dión,  LIV',  (7.  La  única  alusión  que  he  encontrado  á  esta  re- 
forma es  —  cosa  curiosa  —  en  los  Amores  de  Ovidio  (III,  viir,  55): 
Curia  patiper ¡bus  clausa  est.  Dat  census  honores. 


2Ó6  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

ría  excluido  por  cinco  años  de  los  cargos  públicos  (i). 
En  fin,  se  permitió  que  los  pretores  gastasen — si  así 
lo  deseaban — hasta  tres  veces  más  de  la  suma  por  el 
Tesoro  público  asignada  para  los  juegos.  Si  la  le}'  sun- 
tuaria prohibía  á  los  ricos  el  dar  fiestas  en  sus  casas, 
el  público,  en  cambio,  tenía  derecho  á  divertirse  en  las 
calles  y  en  el  teatro.  Tal  era  el  nuevo  espíritu  democrá- 
tico que  se  hacía  sentir  en  Roma  después  de  la  restau- 
ración del  régimen  aristocrático  y  censitario,  y  Augus- 
to sabía  satisfacerlo. 


(i)  Dión,  LIV^,  1 6.  Sin  embargo,  coloca  esta  ley  antes  de  la  lex 
Julia  de  maritandJs  ordhiibus.  Es  de  suponer  que  esta  le}'  se  rela- 
cionaba con  la  reforma  timocratica. 


-\rxxx 

Los  «ludi  sseculares». 

Aprobadas  las  leyes  sociales,  las  nubes  que  entriste- 
cían durante  tanto  tiempo  el  cielo  de  Italia,  se  disipa- 
ron al  fin,  y  se  vio  á  Roma  resplandecer  de  alegría. 
Tantos  sucesos  dichosos  como  se  habían  sucedido  en 
algunos  años,  el  acuerdo  con  los  partos,  la  selección 
del  Senado,  el  desdoblamiento  de  la  autoridad  romana 
entre  Augusto  y  Agripa,  en  fin,  estas  leyes  sociales  que 
prometían  restablecer  las  costumbres  antiguas,  parecie- 
ron aportar  al  país  una  feliz  salida.  Y  había  razón  para 
alegrarse,  pues  en  comparación  con  los  tiempos  som- 
bríos de  la  revolución,  el  estado  presente  era  maravillo- 
so. Nadie  había  pensado  que  Roma  resurgiría  así  y  vol- 
vería á  encontrar  su  gloria  y  su  poder.  Si  la  gente  se 
había  forjado  grandes  ilusiones  apropósito  del  acuerdo 
con  los  partos,  también  era  verdad  que  la  masa  gigan- 
tesca del  imperio  recomenzaba  á  ejercer,  en  la  paz  que 
ahora  comenzaba  á  reinar  por  todas  partes,  su  natura! 
fuerza  de  atracción  sobre  todos  los  pequeños  Estados, 
aliados,  protegidos  ó  independientes,  que  la  rodeaban 
como  los  planetas  rodean  al  sol.  Roma  comenzaba 
á  convertirse  en  la  inmensa  metrópoli  del  mundo  medi- 


268 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


terràneo;  á  ella  se  acudía  desde  los  bosques  de  la  fría 
Germania  como  desde  la  corte  del  rey  de  los  partos;^ 
Oriente  y  Occidente  aspiraban  á  fusionarse,  ofreciendo 
ya  una  mezcolanza  de  todas  las  lenguas,  de  todas  las 
razas,  y  de  todos  los  diversos  pueblos  que  Roma  había 
reunido  bajo  su  imperio  y  con  quienes  estaba  en  con- 
tacto. No  sólo  Herodes,  sino  todos  los  soberanos  de  los 
pequeños  Estados  aliados  ó  vasallos  hacían  educar  en 
Roma  á  sus  hijos  ó  sucesores,  ahora  que  Augusto  les 
había  ofrecido  hospitalidad  en  su  casa  y  velaba  por  su 
educación  sin  escatimar  los  gastos.  En  efecto,  Augusto 
había  hecho  de  su  casa — y  la  república  no  se  había 
preocupado  de  esto — una  especie  de  suntuoso  colegio 
de  instrucción  para  los  futuros  soberanos  vasallos  de 
Roma,  creando  así  un  poderoso  órgano  de  expansión 
de  la  influencia  romana  en  los  Estados  aliados  (i).  Nu- 
merosos jóvenes  de  la  nobleza  gala  acudían  también  á 
Roma  para  instruirse  y  estudiar  el  formidable  poder 
que,  después  de  haberlos  domado,  comenzaba  á  atraer- 
les singularmente;  también  se  veía  en  ella  algunos  jóve- 
nes pertenecientes  á  grandes  familias  de  Germania,  tal 
como  el  m.arcomano  Marbod,  atraído  igualmente  por 
esa  curiosidad  de  las  cosas  romanas,  que  empezaba 
á  intrigar  en  sus  marismas  y  en  sus  selvas  á  los  bárba- 
ros germanos,  sacudiendo  su  sopor  (2);  hasta  se  encon- 

(i)  Suetonio,  Atig.,  £^%: plurimonon  (regim  sociorum)  ¡iberos  et 
educavi t  simili  can  suis  et  instUuit. 

(2)  Dión  (LVI,  23)  nos  dice  que  por  la  época  de  la  batalla  en  que 
pereció  Varo,  había  en  Roma  numerosos  FaXáTai  nal  KaÀToi  —  galos 
3'  germanos  —  gran  número  de  los  cuales  S7ii.5rj|ji0vxss  —  es  decir, 
que  vivían  por  su  gusto  en  Roma.  Estos  debían  ser  en  gran  parte 
tóalos  y  germanos  pertenecientes  á  las  altas  clases  y  que  residían  lar- 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  269 

traba  á  nobles  partos,  á  quienes  las  guerras  civiles  ha- 
bían arrojado  de  su  país,  y  que,  probablemente,  habían 
acudido  para  reunirse  á  Tirídates  (i),  á  quien  Augusto 
había  hecho  que  la  república  le  concediese  una  buena 
pensión  (2).  Este  pequeño  mundo  cosmopolita  se  agru- 
paba alrededor  de  la  casa  de  Augusto  y  de  sus  más  ri- 
cos amigos;  y  era  un  signo  manifiesto  para  los  romanos 
del  prestigio  que  Roma  había  recobrado:  Europa,  Asia 
y  África  doblaban  nuevamente  la  rodilla  ante  la  gran 
república;  los  pueblos  que  aún  eran  libres  allende  las 
fronteras  del  imperio,  sobrecogidos  de  admiración,  tam- 
bién deseaban  conocer  y  adorar  á  la  maravillosa  ciu- 
dad. Jamás  el  sol  había  iluminado  imperio  tan  vasto, 
tan  poderoso,  tan  sólido;  todos  los  años  difundían  el 
contento  por  Italia  las  embajadas  solemnes,  las  peque- 
ñas victorias,  las  noticias  tranquilizadoras  procedentes 
de  las  provincias.  Además,  en  todas  las  clases  había 
motivos  particulares  para  alegrarse.  La  nobleza  hubiese 
sido  muy  necia  si  se  quejaba  seriamente  de  su  suerte: 
sin  haber  hecho  nada  por  espacio  de  diez  años,  recobra- 
ba sus  riquezas  y  sus  honores,  de  nuevo  se  veía  respe- 
tada y  adulada  por  las  clases  medias  y  por  el  bajo  pue- 
blo de  Roma,  sólo  porque  en  cada  familia  se  dignaba 
que  participasen  en  el  disfrute  de  los  patrimonios  rehe- 


go  tiempo  en  Roma.  Pero,  si  en  el  año  9  de  nuestra  Era  eran  ya  nu- 
merosos en  Roma,  es  probable  que  este  movimiento  de  inmigración 
comenzase  por  la  época  de  que  hablamos.  En  cuanto  á  los  nobles 
germanos  que  en  esta  época  iban  á  Roma  á  estudiar,  conocemos  el 
caso  de  Marbod;  Estrabón,  VII,  i,  3. 

(1)  Véase  el  caso   de  Ornospado,  que  no  fué   seguramente   un 
caso  aislado,  en  Tácito,  Anales^  VI,  37. 

(2)  Justino,  XLII,  V,  9. 


27°  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

chos  á  expensas  del  imperio  cierto  número  de  personas 
ilustradas  y  de  plebeyos.  Estos  plebeyos  pobres,  que 
antaño  iban  á  remolque  de  los  demagogos,  y  que  habían 
formado  el  principal  contingente  de  los  colegios  de 
Clodio,  habían  tenido  que  mendigar  de  los  grandes 
la  ayuda  que  en  otro  tiempo  habían  obtenido  de  los  je- 
fes de  partido,  y  procuraban  hacerse  acoger  como 
clientes  de  una  gran  casa,  donde  tan  pronto  se  les 
ofrecía  una  comida,  como  una  cantidad  de  dinero,  ú 
otros  presentes.  Todas  las  mañanas  acudían  á  visitar  al 
patrono,  le  acompañaban  al  foro  y  á  sus  visitas,  esta- 
ban presentes  para  aplaudirle  cuando  hablaba  en  el 
tribunal,  se  presentaban  á  él  con  cara  larga  ó  radiante, 
según  las  circunstancias  tristes  ó  gratas  de  la  existen- 
cia. Así  se  creaba  ese  conjunto  de  obligaciones  artifi- 
ciales que  durante  varios  siglos  adherirá  á  las  clases  ri- 
cas de  Roma  un  séquito  interminable  de  mendigos, 
para  común  tormento  de  protectores  y  de  protegi- 
dos (i).  Seguramente  que  esta  nueva  costumbre  oca- 
sionaba gastos  y  molestias;  pero  también  tenía  venta- 
jas. Gracias  á  ella  los  nobles  recomenzaban  á  pasar  por 
las  calles  de  Roma  con  un  largo  séquito  y  eran  venera- 
dos por  todo  el  mundo  como  semidioses;  ya  no  tenían 
que  preocuparse  por  el  resultado  de  las  elecciones  ó  de 


(i)  Tal  es,  ligeramente  esbozado,  el  cuadro,  por  otra  parte  bien 
conocido,  de  la  clientela  romana  en  la  época  de  Marcial,  cuando  ya  no 
icnía  ninguna  razón  política  de  ser,  ni  era  más  que  un  mero  socorro 
prestado  por  las  clases  ricas  al  proletariado  ocioso  de  Roma.  Pero 
esta  clientela  no  se  formó  en  un  día  ni  en  un  año.  Paréceme,  pues, 
que  pueden  hacerse  remontar  los  comienzos  á  esta  época  en  que  se 
reconstituyó  en  Roma  una  rica  aristocracia  que  iba  á  perder  su  anti- 
guo poder  en  la  lenta  disolución  de  las  instituciones  republicanas. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  271 

las  discusiones  en  el  Senado;  aseguraban  el  orden  en 
Roma  de  Una  manera  mas  eficaz  que  amenazando  con 
infligir  suplicios.  El  respeto  que  inspiraba  era  menor  en 
las  clases  medias,  pues  los  jóvenes  de  ella  que  habían 
estudiado  sólo  se  preocupaban  en  agradar  de  la  aristo- 
cracia á  un  poderoso  protector.  Los  romanos  perdían 
rápidamente  su  antigua  repugnancia  para  esta  especie 
de  domesticidad  literaria,  como  nos  lo  demuestran  las 
Epístolas  de  Horacio,  donde  el  poeta  discute  amplia- 
mente este  punto.  En  la  décima  séptima  del  libro  prime- 
ro admite  que  se  puede  vivir  feliz  en  la  obscuridad  y  en 
la  pobreza,  pero  añade  que  si  se  quiere  ser  útil  á  los 
suyos  y  gozar  de  algún  bienestar  es  preciso  buscar 
la  amistad  de  los  grandes;  abruma  con  sus  sarcasmos 
á  los  sectarios  de  Diógenes  que  simulan  sistemático 
desprecio  por  las  riquezas.  Muy  claro  dice  que  encuen- 
tra menos  viles  á  los  aduladores  de  la  riqueza,  que 
á  los  que  permanecen  en  una  pobreza  sórdida  y  vulgar 
y  en  lo  más  bajo  del  orden  social;  sostiene  que  si  no  es 
vergonzoso  endosarse  el  rudo  lienzo,  menos  aún  lo 
es  el  ostentar  la  púrpura  de  Mileto;  afirma  resuelta- 
mente que: 

Principibus  placuisáe  viris  non  ultima  laus  est; 

Sin  embargo,  recomienda  la  dignidad  y  la  discreción. 
No  hay  que  quejarse  en  alta  voz  y  sin  fin  como  el 
mendigo  que  dice:  «Mi  hermana  no  tiene  dote;  mi  ma- 
dre tiene  hambre;  el  pejugar  de  mis  abuelos  no  rinde 
nada...»  Y  mientras  que  Augusto  preparaba  el  acuerdo 
con  los  partos,  Horacio  componía  otra  epístola,  la  dé- 


272  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

cima  octava  del  libro  primero,  y  se  la  dedicaba  á  un 
amigo  que,  acogido  en  la  clientela  de  un  rico  persona- 
je, no  estaba  á  gusto  y  sentía  alguna  vergüenza,  te- 
miendo ser  un  parásito.  Horacio  tranquiliza  esta  con- 
ciencia inquieta  asegurándole  que  «hay  tanta  distancia 
entre  el  amigo  y  el  parásito  como  entre  la  mujer  ho- 
nesta y  la  cortesana».  Horacio,  que  amaba  su  libertad 
y  estaba  celoso  de  su  independencia,  había  rechazado 
personalmente  esa  hospitalidad;  pero  aconsejaba,  no 
sin  cierta  indulgente  ironía,  á  sus  amigos  y  colegas  que 
la  aceptasen.  En  todo  caso,  si  las  leyes  recientemente 
aprobadas  causaban  algún  enojo  á  los  grandes,  bajo  el 
gobierno  de  Augusto  recomenzaba  la  nobleza  á  domi- 
nar á  Roma  y  al  imperio  con  más  facilidad  que  hasta 
entonces:  ya  no  pesaban  sobre  ella  los  riesgos  y  res- 
ponsabilidades de  antes,  y  aún  gozaba  de  todos  los 
privilegios.  Tampoco  la  clase  media  podía  estar  descon- 
tenta. Su  bienestar  aumentaba  gracias  á  la  protección 
de  los  grandes,  y  también  á  la  prosperidad  de  la  agri- 
cultura, de  las  artes,  del  comercio.  En  fin,  había  obte- 
nido lo  que  reclamaba  durante  tanto  tiempo,  las  gran- 
des leyes  sociales,  que  consideraba  como  el  principio 
de  una  edad  nueva,  más  dichosa  que  la  que  se  acababa 
de  atravesar.  La  administración  del  imperio  iba  mucho 
mejor;  ya  no  se  entregaba  la  gente  á  horribles  saqueos 
como  en  la  época  de  César;  los  gobiernos  de  las  provin- 
cias se  confiaban  á  hombres  ricos  que,  si  no  siempre 
eran  muy  activos  é  inteligentes,  tampoco  tenían  nece- 
sidad de  despojar  á  sus  subditos  para  proveer  de  oro  á 
su  clientela  política  de  Roma.  La  organización  del  poder 
supremo  para  los  cinco  años  futuros  también  tuvo  que 
aumentar  la  satisfacción  pública.  Italia  quería  gozar  de 


LA   REPÚBLICA   DE  AUGUSTO  273 

las  ventajas  de  la  monarquía,  es  decir,  de  la  continui- 
dad y  de  la  estabilidad  del  poder,  sin  perder  los  privi- 
legios de  la  república,  es  decir,  la  igualdad  jurídica  de 
todos  los  ciudadanos,  la  sencillez  en  el  ceremonial,  la 
absoluta  libertad  de  mostrarse  insolente  en  relación  con 
los  hombres  poderosos,  la  impersonalidad  del  Estado. 
La  presidencia  doble  por  cinco  años  en  vez  de  la  presi- 
dencia Linica  por  diez,  tenía  dos  ventajas:  hacía  esperar 
que  aún  se  gozaría  de  un  gobierno  más  vigoroso;  en 
efecto,  si  dos  presidentes  se  entendían  bien,  tendrían 
más  autoridad  que  uno  sólo;  por  otra  parte,  esto  se 
ilejaba  menos  de  la  tradición  republicana,  puesto  que 
era  menor  la  duración  y  se  observaba  el  principio  cole- 
gial. Todos  los  que  se  sentían  inclinados  á  admirar 
el  nuevo  régimen  y  á  encontrarlo  bueno  en  todo,  tenían, 
pue:,  una  nueva  razón  para  persuadirse  de  que  la  cons- 
titución republicana  sólo  se  había  retocado  en  algunos 
detalles  de  escasa  importancia.  Aun  si  la  paz  era  lenta 
en  desatar  los  innumerables  lazos  con  que  la  pobreza 
había  encerrado  durante  la  guerra  civil  á  la  desgraciada 
nación,  todo  el  mundo  se  sentía  dispuesto  á  augurar 
bien  de  lo  porvenir,  como  en  el  año  2"]  antes  de  Cristo; 
y  entre  la  muchedumbre  se  veían  renacer  esas  místicas 
aspiraciones  á  una  palingenesia  universal,  esa  espera 
ingenua  de  un  siglo  nuevo  que  sería  la  iniciación  de  una 
vida  más  pura  y  dichosa,  esas  ideas  que  durante  vein- 
ticinco años  flotaban  en  el  alma  de  la  nación  como  un 
vapor  tan  pronto  denso  como  ligero,  según  el  soplo 
cambiante  de  los  acontecimientos,  pero  que  jamás  se 
disipó  completamente.  En  un  Estado  atacado  de  incu- 
rable pesimismo,  esta  onda  vivificante  de  confianza,  por 
vaga  y  mística  que  fuese,  era  de  bienhechora  conforta- 

ToMo  V  .  18 


274  GRANDEZA.  V  DECADENCIA   DE  ROMA 

ción;  y  así  puede  explicarse  cómo  hacia  fines  del  año  18, 
Augusto  ó  alguno  de  sus  amigos  se  preguntaron  si  no 
convendría  alentar  la  feliz  disposición  del  espíritu  pú- 
blico con  una  gran  ceremonia  que  tradujese  en  forma 
solemne  la  vag'a  idea  popular  de  un  siglo  nuevo,  co- 
mienzo de  una  nueva  vida,  y  que  la  relacionase  en 
el  espíritu  de  las  masas  á  los  grandes  principios  mora- 
les y  sociales  formulados  en  la  legislación  de  los  úl- 
timos años.  Era  evidente  que  se  necesitaba  una  cere- 
monia muy  insólita  y  solemnísima  que  reuniese  en  pin- 
toresca síntesis  todos  los  elementos  de  la  creencia  po- 
pular en  un  siglo  nuevo  y  también  todas  las  concepcio- 
nes de  la  oligarquía  que  gobernaba  el  imperio,  la  doc- 
trina etrusca  de  los  diez  siglos,  la  leyenda  itálica  de  las 
cuatro  edades  del  mundo,  los  oráculos  de  la  Sibila  que 
anunciaban  el  reino  inminente  de  Apolo,  los  recuerdos 
de  la  égloga  de  Virgilio  que  había  predicho  la  próxima 
venida  de  i.i  edad  de  oro,  la  doctrina  pitagórica  del  re- 
torno de  las  almas  á  la  tierra,  la  doctrina  según  la  cual 
cada  cuatrocientos  cuarenta  años,  el  alma  y  el  cuerpo 
se  reúnen  de  nuevo,  de  manera  que  el  mundo  renace  en 
sus  formas  antiguas,  la  necesidad  de  volver  á  las  fuen- 
tes históricas  de  la  tradición  nacional,  de  restablecer  1© 
antes  posible  la  religión,  la  familia,  las  instituciones, 
las  costumbres  del  antiguo  estado  militar,  Pero,  ¿con 
qué  ceremonia  expresar  tantas  cosas?  Inventar  una  ce- 
remonia nueva  repugnaba  á  una  generación  que  se  ha- 
bía impuesto  tanto  trabajo  en  encontrar,  mejor  ó  peor, 
medio  borrada  y  destruida,  la  senda  de  la  tradición 
y  que  ya  no  quería  dejarla  por  miedo  de  extraviarse 
nuevamente.  Se  buscó,  pues,  en  lo  pasado,  y  se  encon- 
tró una  ceremonia  antiquísima.  Instituidos  el  año  mis- 


LA   REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  -75 

mo  en  que  se  fundó  la  república,  el  509  antes  de  Cris 
to,  en  honor  de  los  dioses  infernales  Dis  y  Proserpina 
para  implorar  el  fin  de  una  terrible  peste  (i),  los  ludi 
sccculares  se  habían  repetido  todos  los  siglos  tres  ó  cua- 
tro veces,  aunque  en  una  fecha  más  ó  menos  exacta, 
como  solemne  garantía  de  la  seguridad  pública;  en  el 
año  346  (2);  en  el  249  (3);  en  el  149,  ó,  según  otros,  en 
el  146  (4).  Los  quintos  juegos  seculares  tenían,  pues, 
que  haber  tocado  en  el  año  49,  es  decir,  cuando  comen- 
zó la  guerra  civil  de  César  y  Pompeyo.  Pero  los  hom- 
bres estaban  entonces  más  preocupados  en  descender 
por  caminos  mucho  más  cortos  á  los  reinos  de  Dis  y  de 
Proserpina  que  en  hacerles  sacrificios;  á  nadie  se  le  ha- 
bía ocurrido  celebrar  por  quinta  vez  los  juegos  secula- 
res, que  sólo  eran  ya  en  la  imaginación  una  cosa  muy 
lejana.  Augusto  tuvo  que  decidirse  á  restablecer  estos 
juegos  por  dos  razones  principales.  Esta  ceremonia, 
tan  rara  que  nadie  entre  los  vivos  había  visto,  y  á  la 
cual  se  sabía  que  sólo  podría  asistirse  una  vez  en  la 
vida,  era  un  recurso  maravilloso  para  emocionar  pro- 
fimdamente  á  las  multitudes.  Además,  á  esta  ceremonia 
se  asociaba  la  idea  del  siglo,  comprendido,  es  verdad, 
como  división  del  tiempo  en  períodos  de  cien  años, 
pero  que  fácilmente  podía  transformarse  en  la  mente 
popular  en  siglo  místico,  puesto  que  nadie  se  acordaba 
ya  de  lo  que  esta  ceremonia  significaba  en  su  origen. 
Al  continuar  los  Indi  scEculares,  Augusto  no  sólo  pre- 


(r)  Censorio,  d.  die  iiaía!t\  XVIÍ,  10. 

(2;  ídem  id.,  XVII,  10. 

(3)  ídem  id.,  XVII,  lo. 

(4)  ídem  id.,  XVIl,  1 1. 


276        GRANDEZA  Y  DECADENXIA  DE  ROMA 

tendía  i-eparar  un  olvido  de  las  guerras  civiles  y  velar 
por  la  salud  pública  con  rogativas  á  las  divinidades  del 
infierno;  se  proponía  instituir,  dándole  un  nombre  anti- 
guo, una  ceremonia  nueva,  y  realizar  en  los  ludi  sacu- 
lares, lo  que  Virgilio  había  hecho  en  la  Eneida  paralas 
leyendas  y  tradiciones  latinas.  Hasta  se  siente  uno  in- 
clinado á  decir  que  los  ludi  scecularcs  sólo  son  un  frag- 
mento realizado  de  la  Eneida,  tan  virgiliana  es  la  con- 
cepción así  como  el  espíritu,  es  esfuerzo  para  fundir  los 
principios  tradicionales  de  la  sociedad  latina  con  los  ri- 
tos y  los  mitos  de  carácter  cosmopolita;  pero,  sobre 
todo,  los  etruscos  y  los  griegos,  para  hacer  entrar  en 
formas  extranjeras  y  sobre  todo  helénicas  una  materia 
absolutamente  romana,  'para  simbolizar  la  fusión  que 
los  espíritus  superiores  esperaban  entonces  ver  realizar- 
se entre  el  mundo  latino  y  el  mundo  griego.  Haciendo 
que  le  ayudase  en  esta  empresa  un  joven  jurista,  Gaya 
Ateyo  Capitón  (i),  no  menos  versado  en  el  derecho  re- 
ligioso que  en  el  civil,  Augusto,  para  que  se  compren- 
diese más  fácilmente  que  el  siglo  de  los  juegos  signifi- 
caba el  comienzo  místico  de  una  nueva  edad,  hizo  in- 
gresar ante  todo  en  la  ceremonia  la  concepción  etnisca 
del  siglo  considerado  como  la  más  larga  duración  de  la 
vida  humana,  y  evaluado  por  consecuencia  en  ciento 
diez  años,  y  para  justificar  esta  novedad  se  sustentó  en 
ciertos  oráculos  de  la  Sibila '(2),  gracias  á  los  cuales  se 
había  triunfado  tantas  veces  de  la  repugnancia  que 
sentían  los  romanos  para  lo  que  venía  del  extranjero. 


(r)     Züsimo,  II,  4. 

(2)     Véase  Ephem.  Epigr.,  8-2S0:  Acta  ludonim  Síecnl.   Septi- 
mor,  V,  20. 


L\  REPÚBLICA   UE  AUGUSTO  277 

El  colegio  de  los  quindecenviro.s,  del  que  Augusto  for- 
maba parte,  y  que  se  había  encargado  de  conservar  los 
oráculos  de  la  Sibila,  tuvo  que  intervenir  en  la  cuestión, 
y  no  le  costó  trabajo  encontrar  un  oráculo  dictado,  se- 
gún se  decía,  por  la  Sibila  en  la  época  de  los  Gracos, 
cuando  los  primeros  fermentos  de  la  revolución  agraria 
comenzaban  á  extenderse  por  Italia,  es  decir,  hacia 
el  año  126  antes  de  Cristo.  Este  oráculo,  que  describía 
minuciosamente  los  juegos  seculares,'  ordenaba  cele- 
brarlos cada  ciento  diez  años.  Ateyo  Capitón  y  el  cole- 
gio de  los  quindecenviros  reconocieron  en  este  oráculo 
la  verdadera  ley  de  los  juegos  seculares;  afirmaron  ha- 
ber visto  en  las  actas  del  colegio  que  los  juegos  se  ha- 
bían celebrado  ya  cuatro  veces,  con  un  intervalo  de 
ciento  diez  años  cada  vez,  y  á  contar  del  año  126,  sal- 
vo algunas  ligeras  diferencias  (ii;  que  por  consec'uen- 


(i)  Zósimo  (II,  6)  nos  ha  conservado  el  oráculo.  Mommsen 
(Ej>kem,  Epigr.^  VIII,  235)  ha  demostrado  como  verosímil  que  ese 
oráculo  se  refiere  á  la  época  de  la  agitación  de  los  Gracos,  y  por 
consecuencia,  nos  muestra  que  los  juegos  debieron  de  celebrarse  ha- 
cia el  año  126  Censorino  (d.  die  ìiatali,  XVII,  io),  después  de  ha- 
ber dado  la  fecha  de  los  ìndi  Síeculares  según  la  tradición  histórica, 
nos  dice  que,  al  contrario,  según  los  comentarios  de  los  quindecena- 
viros,  los  primeros  juegos  debieron  celebrarse  en  el  456  antes  de 
Cristo,  los  segundos  en  el  344.  No  habla  de  los  terceros.  Ahora  bien, 
si  los  primeros  se  celebraron  en  el  456,  los  segundos,  según  el  sis- 
tema de  los  ciento  diez  años,  tenían  que  haberse  celebrado  en  el  346, 
los  terceros  en  el  236,  los  cuartos  en  el  126,  los  quintos  en  el  ló. 
Compréndese  que  los  quindecenviros,  apoyándose  en  este  oráculo 
que  indicaba  que  los  juegos  tenían  que  celebrarse  en. el  año  26,  sos- 
tuvieron que  se  habían  celebrado  ya  tres  veces,  con  un  intervalo  de 
ciento  diez  años,  excepción  hecha  para  la  segunda  vez,  en  la  que  se 
admite  una  ligera  diferencia  de  dos  años,  quizás  para  justificar  la 
nuc\a  diferencia  de  un  año  que  iba  á  aceptarse. 


27S 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


eia,  estaba  á  punto  de  concluir  otro  siglo  de  ciento  diez 
años,  y  que  podían  celebrarse  los  juegos  el  primer  año 
de  la  doble  presidencia  (i).  Así,  puesto  que  los  quintos 
juegos  seculares  terminaban  un  período  de  cuatrocien- 
tos cuarenta  años,  los  que  creían  en  la  doctrina  expues- 
ta por  Varrón  sobre  la  reintegración  de  los  cuerpos  y  de 
las  almas,  podían  esperar  que  con  los  juegos  seculares 
recomenzaría  verdaderamente  la  reconstitución  corpo- 
ral de  la  antigua  Roma,  y  que  las  generaciones  de 
la  antigua  república  encarnarían  otra  vez  en  ella,  ha- 
biendo terminado  su  residencia  en  los  Campos  Elíseos. 
¡Cómo  debía  estimular  esto  para  que  la  gente  obedecie- 
se la  ley  de  maritandis  ordinibusl  Por  otra  parte,  en  la 
ceremonia  se  daría  una  satisfacción  particular  á  los  que 
eran  muy  sensibles  á  los  simbolismos  de  los  ritos,  ó  que 
tenían  vivísima  fe  en  los  oráculos  de  la  Sibila,  tan  di- 
fundidos en  los  diez  años  precedentes.  Ateyo  y  los 
quindecenviros,  esforzándose  siempre  en  conformarse 
al  oráculo,  acordaron  que  las  fiestas  religiosas  consisti- 
rían en  sacrificios  que  se  celebrarían  durante  tres  no- 
ches sucesivas,  el  primero  á  las  Parcas,  el  segundo  á  las 
Ilithyias  ó  diosas  de  la  generación,  el  tercero  á  la  Tie- 
rra madre^  es  decir,  á  las  divinidades  de  quienes  de- 
pende la  existencia  física,  la  vida  y  la  muerte  de  los  in- 
dividuos, la  fecundidad  de  la  raza,  tan  necesaria  al  Es- 
tado, la  fertilidad  de  la  tierra,  que  es  la  fuente  primera 
de  la  riqueza  y  de  la  prosperidad.  ;Cómo  demandar  más 


(i)  La  hipótesis  de  Boissier  (Revue  des  Deux  Mondes,  1892, 
Marzo,  pág.  80)  de  que  los  juegos  se  celebraron  un  año  antes  para 
solemnizar  el  término  del  primer  períod©  de  diez  años  de  gobierno, 
me  parece  verosímil. 


l.A  KEPÚBLICA    DE  AUGCbl'O  -79 

claramente  á  los  dioses  una  edad  exenta  de  criminales 
destrucciones  de  existencias,  fecunda  en  hombres,  feliz 
gracias  á  una  merecida  abundancia?  Y  al  contrario,  se 
celebrarían  de  día  los  sacrificios  á  los  dioses  del  Empí- 
reo, y  en  el  orden  siguiente:  el  primer  día  á  Júpiter,  el 
segundo  á  Juno,  el  tercero  á  Diana  y  a  Apolo,  de  ma- 
nera que  la  ñesta  terminase  con  los  solemnes  honores 
rendidos  al  bello  dios  griego,  cuyo  culto  procuraba  di- 
fundir Augusto,  al  dios  que,  según  el  oráculo  de  la  Si- 
bila y  la  égloga  de  Virgilio,  debía  presidir  al  nuevo  si- 
glo, al  dios  que  representaba  el  sol  y  la  inteligencia,  la 
luz  y  el  calor,  es  decir,  las  fuentes  de  la  vida  física  y  el 
esplendor  del  alma  humana.  El  himno  á  Apolo  y  á 
Diana,  que  debía  de  terminar  y  resumir  las  fiestas,  lo 
compondría  el  más  grande  poeta  viviente,  Horacio.  To- 
dos los  hombres  libres,  ciudadanos  ó  no,  serían  invita- 
dos á  las  fiestas,  y  los  representantes  de  las  altas  clases 
de  Roma,  hombres  y  matronas,  tomarían  parte  como 
■actores;  al  frente  tendrían  á  ios  dos  presidentes.  Agripa 
y  Augusto. 

El  17  de  Febrero  (i)  decretó  el  Senado  —  sin  que  se- 


(i)  l'n  fragmento  de  una  inscripción  referente  á  los  ludi  sacula- 
res de  Claudio  ó  de  Domiciano,  menciona  un  senato-consulto  del  17 
de  Febrero  sobre  los  gastos  de  esos  juegos:  C.  I.  L.,  VI,  877  a.  Su- 
pongo que  fué  en  esta  sesión  donde  se  discutió  lo  que  serían  los  jue- 
gos, y  que  en  ella  se  adoptaron  las  demás  disposiciones  preparato- 
rias. Sin  embargo,  es  posible  que  el  Senado  no  hubiese  adoptado 
ninguna  decisión  de  orden  general  sobre  los  juegos  en  una  sesión 
precedente.  Sea  de  esto  lo  que  quiera,  hay  una  cosa  indudable,  y  es 
que,  como  dice  Mommsen,  se  nec::sitó  una  deliberación  del  Senado, 
y  que  .Augusto,  lo  mismo  que  los  quindecenviros,  tuvieron  que  obrar 
en  virtud  de  los  poderes  que  se  les  confirieron  por  el  Señad©. 


-^°  GRANDEZA  V  DECADENCIA  DE  ROMA 

pamos  quién  presentò  la  proposición  —  que  se  celebra- 
sen este  mismo  año  los  juegos  seculares;  fijó  el  gasto  y 
las  condiciones  para  los  trabajos  que  requiriesen  las  ce- 
remonias, los  juegos  y  las  fiestas;  encargó  á  Augusto, 
que  era  uno  de  los  magistri  ó  presidentes  del  colegio 
de  los  quindecenviros  que  determinase  la  ceremonia  (i), 
Augusto  sometió  entonces  el  programa  elaborado  por 
Ateyo  Capitón  al  colegio  de  ios  quindecenviros,  y  no 
sólo  lo  hizo  aprobar,  sino  también  publicar  por  ellos,  y 
también  hizo  publicar  en  edictos  ó  decretos  todas  las 
disposiciones  necesarias  para  la  fiesta,  á  medida  que  se 
advertía  la  necesidad  de  ellas,  de  manera  que  fuese  el 
colegio  de  los  quindecenviros  y  no  Augusto  quien  pare- 
ciese organizar  la  fiesta  y  llevar  su  dirección.  Así  se 
decidió  que  comenzase  en  la  noche  del  31  dé  Mayo  por 
un  sacrificio  á  las  Moerae  (nombre  griego  de  las  Parcas) 
y  que,  en  el  orden  ya  indicado,  continuase  hasta  el  3  de 
Junio,  ligando  unas  á  otras  las  ceremonias  religiosas 
por  una  serie  ininterrumpida  de  diversiones  populares. 
Se  enviaron  heraldos  á  todas  las  regiones  de  Italia 
y  hasta  las  aldeas  más  remotas  para  anunciar  la  gran 
ceremonia  que  debía  de  celebrarse  en  Roma,  ceremonia 


(i)  Si  es  cierto,  como  supone  Mommsen  (Ephem.  Epigí .,  \'III, 
pág.  247)  que  las  veinticuatro  primeras  líneas  de  los  Acta  contie- 
nen el  fragmento  de  una  carta  de  Augusto  á  los  quindecenviros.  Si 
esto  no  es  cierto,  es  por  lo  menos  verosímil.  Sin  embargo,  yo  me  per- 
mitiría observar  que  el  procedimiento  seguido  para  la  organización, 
dé  los  juegos  no  resalla  con  mucha  claridad  de  la  inscripción,  que 
que  quizás  está  demasiado  mutilada.  Sólo  se  comprende  que  hubo 
cierto  número  de  edicta  y  de  decreta  (í\\  el  colegio  de  los  quindecen- 
viros y  que  Augusto,  aunque  encargado  por  el  Senado  de  organizar 
la  fiesta,  procuró,  comi)  de  costumbre,  no  intervenir  demasiad». 


LA  REÍHU'.LICA  DE  AUGUSTO  281 

que  nadie  había  visto  aún,  y  que  nadie  volvería  á 
ver  (i);  para  tomar  parte  en  las  ceremonias  se  escogió 
á  las  personas  más  respetables  de  las  altas  clases;  se 
prepararon  las  procesiones  y  los  espectáculos,  se  empe- 
zaron á  formar  los  coros.  Mientras  se  realizaban  estos 
preparativos,  el  colegio  de  los  quindecenviros  tuvo  que 
examinar  la  cuestión  de  saber  si  en  esta  ceremonia, 
como  en  la  precedente,  convendría  que  el  pueblo  hicie- 
se ante  todo  las  siiffimenta  ó  purificaciones  en  los  va- 
pores de  \Hzufre  y  betún  y  que'  hiciese  ofrendas  de  co- 
mestibles (cebada,  trigo,  habas)  para  distribuirlas  en 
seguida  entre  los  que  asistiesen  á  las  fiestas  (2j.  Con- 
viene no  olvidar  que  los  ludi  scccularcs  eran  en  su  ori- 
gen una  ceremonia  etrusca  destinada  á  implorar  de  los 
dioses  el  fin  de  la  peste;  y,  por  consecuencia,  que  debió 
celebrarse  por  primera  vez  en  una  época  de  epidemia; 
luego  es  verosímil  que  la  prudencia  etrusca  comprendió 
que  antes  de  reunir  á  la  muchedumbre  en  una  época 
de  epidemia,  á  riesgo  de  centuplicar  la  fuerza  del  con- 
tagio, era  necesario  purificar  á  cada  espectador,  apelan- 
do á  esos  medios  que  la  ciencia  moderna  aún  reconoce 
cierta  eficacia.  La  ofrenda  de  las  f ruges  se  relacionaba 
probablemente  por  alguna  idea  religiosa  á  las  siiffimeu- 
ta.  Y  el  colegio  acordó  que  el  28  de  Mayo  (3),  ante 
el  templo  de  Júpiter  Óptimo  Máximo,  y  ante  el  templo 
de  Júpiter  Tonante  en  el  Capitolio,  en  los  espaciosos 
pórticos  del  templo  de  Apolo  en  el  Palatino,  y  del  tem- 


(i)     Zósimo,  II,  5. 

1^2)     Acta.  29-35:  Ephem.  Epigr.,  VIII,  22S. 

(3)     Esta  fecha  sólo  es  una  conjetura.  Véase   Monimsen,  Rphcm. 
Epigr.,  VIII,  pág.  250. 


2^2        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

pío  de  Diana  en  el  Aventino,  los  miembros  del  colegio 
de  los  quindecenviros  acudirían  á  recibir  del  pueblo  las 
JTMges  dadas  como  ofrenda,  y  que  en  los  mismos  luga- 
res, excepto  en  el  templo  de  Diana,  darían  el  azufre  y 
el  betún,  cuyos  vapores  debían  de  servir  a  cada  cual 
para  purificarse  en  su  casa,  así  como  á  su  familia,  an- 
tes de  acudir  á  la  fiesta  (i).  Hablábase  de  ésta  en  toda 
Italia;  mientras  que  se  preparaba  —  y  no  había  de  tar- 
dar—  olvidábanse  los  demás  cuidados,  en  todas  partes 
se  vivía  en  la  espera  de  esta  solemnidad  única;  todo  el 
mundo  se  ocupaba  en  ella,  desde  Augusto,  Agripa  y 
los  cónsules,  que  la  deseaban  magnífica",  hasta  los  pe- 
queños propietarios  de  las  remotas  ciudades,  que  se 
disponían  á  realizar  para  esta  ocasión  única  el  gran 
viaje  de  la  metrópoli;  desde  la  aristocracia  romana  que 
había  de  figurar  en  la  fiesta  con  sus  más  respetables 
personajes,  con  sus  más  bellas  y  castas  mujeres,  con 
sus  jóvenes  llenos  de  hermosas  promesas,  hasta  Hora- 
cio, que  más  misántropo,  más  descontento  que  nunca, 
no  creyendo  en  la  sinceridad  de  la  fiesta  ni  en  la  de  los 
que  la  organizaban,  no  había  sabido  renunciar  al  placer 


(i)  Según  Zósimo  (II,  5)  las  sufjimenfa  se  distribuyeron  ¿v  tw 
Kaii:cTü)Xí(¡>  (esta  expresión  designa  indudablemente  los  dos  templos 
de  Júpiter  Óptimo  Máximo  y  de  Júpiter  Tonante,  que  estaban  en  el 
Capitolio,  y  de  los  que  se  trata  en  el  v.  30  de  los  Acia)  xal  év 
XÙ)  vs(T)  Tw  Y.%i'x  xóv  IlaXáT'.ov  /que  es  indudablemente  el  ades  Apo- 
IHnis  de  que  se  trata  en  el  v.  31  de  los  Acta).  Pero  según  Zósimo, 
en  el  templo  de  Diana  sobre  el  Aventino  sólo  se  aceptaban  las  fru- 
i^eí,  y  no  se  daban  las  suffimenta.  La  razón  de  esta  diferencia 
es  muy  obscura,  y  es  cosa  de  preguntarse  si  no  hay  algún  error  en 
Zósimo.  La  inscripción  de  los  Acta  no  nos  ayuda;  porque  es  incom- 
pleta y  porque  para  este  punto  se  ha  reconstituido  según  el  texto  de 
Zósimo. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO 


2Ü^ 


de  componer  una  hermosa  poesía,  á  la  que  sus  enemi- 
gos no  tendrían  ahora  otro  remedio  que  dispensar  bue- 
na acogida.  Pero,  ;en  qué  medida  serían  capaces  las 
masas  de  comprender  y  de  apreciar  la  idea  capital  de  la 
fiesta,  es  decir,  la  necesidad  de  regenerar  á  Roma  sin 
esperar  de  los  dioses  la  fabulosa  edad  de  oro,  pero 
practicando  las  virtudes  severas  cuya  observancia  im- 
ponían las  leyes  aprobadas  el  año  precedente,  viviendo 
una  vida  de  familia  sencilla,  austera  y  fecunda?  Entre 
tanto,  el  i."^  de  Junio  se  acercaba;  inmensas  muche- 
dumbres llegaban  á  Roma.  Pero  se  presentó  una  dificul- 
tad. La  /t.',r  de  maritandis  ordinibiis  prohibía  á  los  céli- 
bes los  espectáculos  públicos.  Gran  número  de  perso- 
nas tenían,  pues,  que  ser  excluidas,  y  entre  ellas  el 
mismo  Horacio,  el  poeta  que  componía  el  himno  oficial 
de  la  fiesta.  El  23  de  Mayo,  cediendo  á  múltiples  ges- 
tiones, el  Senado  suspendió  para  estas  fiestas  la  prohi- 
bición de  la  lex  de  maritaudis  ordinihus  y  ordenó  que 
se  escribiese  un  commeiitarmm  en  una  columna  de 
bronce  y  otro  en  una  de  mármol  (ij.  Dos  días  después, 
y  en  atención  á  la  considerable  afluencia,  decidieron  los 
quindecenviros  que  la  distribución  de  las  siiffimenta,  no 
se  hiciese  en  uno  sino  en  tres  días,  el  25,  26  y  2j  de 
Mayo  (2). 

Cuando  los  hombres  libres  estuvieron  purificados  co- 
menzaron las  ceremonias,  la  última  noche  de  Mayo.  En 
el  Campo  de  Marte,  á  orillas  del  Tíber,  en  el  sitio  indi- 
cado por  el  oráculo,  y  donde  el  Tíber  es  más  estrecho 


(i)     Acta,  V,  50-63. 

(2)     Acta,    V,   64-70;   poseemos   dos    monedas   de    Augusto   que 
se  refieren  ú  las  suffimeiita. 


-'^4       GRANDEZA  V  DECADENCIA  DE  ROMA 

y  profundo  (i),  es  decir,  en  ei  punto  donde  hoy  termi- 
na el  puente  Victor  Manuel,  se  habían  erigido  tres  al- 
tares, y  al  lado  una  escena,  pero  sin  teatro,  y  por 
lo  tanto  sin  asientos,  para  que  los  espectadores  asistie- 
sen de  pie  al  teatro  y  que  la  ceremonia  revistiese  una 
solemnidad  varonil  y  antigua,  recordando  la  época  en 
que  no  se  conocían  los  cómodos  asientos  ni  el  velario 
para  preservarse  del  sol  (2).  En  ¡a.  noche  indicada,  á  la 
hora  segunda,  el  pueblo  se  aglomeró  en  el  Tarentum. 
La  obscuridad  sólo  estaba  aclarada  por  las  estrellas 
y  por  las  aras  que  humeaban  en  el  fondo,  á  orillas  del 
Tíber.  En  esta  claridad  apareció  Augusto  seguido  de 
todo  el  colegio  de  los  quindecenviros  (3);  inmoló  nueve 
corderas  y  nueve  cabras  en  las  tres  aras  (4)  achivo  ritii 


(i)  Se  ha  discutido  mucho  sobre  este  punto;  pero  creo  que 
no  puede  traducirse  de  otra  manera  las  palabras  de  la  Sibila  (Zósi- 
mo,  II,6):sy.7iediio  Tiapà  ©'ijiSp'.òoc;  àuÀSTOv  OSiop  óutitt,  axeivóxatov... 
GTEivÓTOv  se  refiere  á  Oowp  ó  á  TisotovV  Creo  yo  que  esta  palabra  sól« 
puede  referirse  á  'joiDp,  y  que  completa  el  sentido  expresado  en  la  pa- 
labra àrcXe-cov,  designando  el  punto  donde  el  rio  es  más  estrecho  y 
profundo.  Me  parece  difícil  que  Zósimo  ha\'a  querido  indicar  el  sitio 
donde  el  Campo  de  Marte  era  más  estrecho  y  el  agua  más  abundan- 
te. La  frase  resultaría  muy  confusa.  Si  se  la  interpreta  como  acaba- 
mos de  hacer,  indica,  en  cambio,  mu}'  claramente  el  lugar  situadi) 
ontre  San  Giovanni  dei  Fiorentini  y  el  puente  del  Janículo,  en  cu\'^as 
inmediaciones  se  han  descubierto  lo^  Acta  stPCìiìaria  y  el  altar  de 
Dis  y  de  Proserpina. 

(2Ì  Acia,  V  100,  ///  sciCíia  qiioi  ilieatrum  adjccium  7iou fuil,  mi- 
iHs positis  scdilibus.  \'éase  Zósimo,  II,  5  y  \'aIcrio  .Máximo,  II,  iv,  2. 

(3)  Zósimo,  11,  5. 

(4)  ídem  (II,  5)  dice  que  había  tres  aras  y  que  Augusto  sacri- 
ficó tres  corderas.  Por  otra  parte,  la  oración  á  las  Mocrac  encontrada 
en  los  Acta  nos  indica  claramente  que  se  sacrificaron  nueve  cabras  y 
nueve  corderas.  Zósimo,  pues,  se  ha  equivocado.  Podría  suponerse 


LA  REPÚBLICA   DK  AUüUSTf) 


í8^ 


á  la  moda  griega  (i):  después,  en  el  gran  silencio  de  la 
noche,  en  nombre  de  todos  los  ciudadanos  y  de  todos 
los  hombres  libres,  presentes  y  ausentes,  dirigió  á  las 
diosas  que  hilan  y  rompen  con  sus  dedos  los  tenues  hi- 
los de  la  vida,  una  oración  de  estilo  explícito  y  seco 
como  el  de  un  contrato,  siendo  imposible  hacer  una 
traducción  de  su  aridez  arcaica  y  de  su  concisión  co- 
mercial. La  reproduzco  aquí  tal  como  la  han  reconsti- 
tuido los  eruditos  según  los  fragmentos  que  han  que- 
dado de  ella:  «M(era2,  uti  vobis  in  illeis  libréis  scriptum 
est,  quarum  rerum  ergo,  quodque  melius  siet  p.  R.  (jui- 
ritibus  vobis  VIIII  agnis  feminis  et  IX  capris  feminis  sa- 
crum  fìat;  vos  quaeso  pr^ecorque  uti  imperium  maies- 
tamque  P.  R...  Quiritium  duelli  domique  auxitis  utique 
semper  nomen  Latinum  tuaeamini...  incolumitatem  sem- 
piternam  victoriam  valetudinem  populo  romano  Ouiri- 
tibus  tribuatis  faveatisque  populo  Romano  Quiritium 
legiorjibusque  popali  R.  Quiritum  remque  p.  populi  Ro- 
mani Quiritium  salvam  servetis...  uti  sitis  velantes 
propitiíe  p.  R.  Quiritibus  quindecivi.rum  collegio  mihi 
domo  íaniiliíe  et  uti  hujus...  sacrificii  acceptrices  sitis 
VÍIII  agnarum  feminarum  et  Valili  caprarum  feminarum 
propriarum  immolandarum;  harum  rerum  ergo  macte 
hac  agna  femina  immolanda  estate  tìtote  volentes  pro- 
pitiee  p.  R.  Quiritibus  quindecemvirorum  collegio  mihi 
domo  familia;»  (2).  Lo  cual  no  quería  decir  á  mí,  Augus- 


que  al  mismo  tiempo  que  Augustu,  otros  dos  magistri  del  colegio  sa- 
criticaron  en  las  otras  dos  aras,  pero  el  v.  115,  donde  se  nos  ha  con- 
servado el  relato  del  sacrificio  á  las  Ilithyiae,  demuestra  claramente 
que  solo  Augusto  realizó  todos  estos  sacrificios. 

(  i)     Achivo  rita:  Acta,  v.  90. 

(2)     Acta,  V.  91-99. 


2»b        GRANDEZA  V  DECADENCIA  DE  ROMA 

to,  á  la  familia  y  á  la  casa  de  Augusto,  sino  á  mí  que 
estoy  presente,  ciudadano,  hombre  libre,  mientras  Au- 
gusto recita  la  fórmula  de  la  oración  que  en  aquel  mo- 
mento debía  estar  en  labios  de  todos  los  asistentes 
y  de  toda  Italia,  y  que  bien  claramente,  sin  circunlo- 
quios, proponía  este  contrato  á  la  divinidad:  de  un  lado 
nueve  corderas  y  nueve  cabras  ofrecidas  á  las  diosas, 
de  otro  la  felicidad  del  Estado  y  de  los  particulaves 
dada  por  las  diosas  á  cambio  de  los  sacrificios.  Sería 
imposible  concebir  una  oración  más  arcaica  por  la 
lengua  y  por  las  fórmulas.  Sólo  se  trata  del  popuhis  Ro- 
manus  y  de  los  Qaírites  en  una  cerernonia  á  la  que  es- 
taban invitados  todos  los  hombres  libres.  Consumado  el 
sacrificio  se  encendieron  en  la  escena  luces  y  grandes 
fuegos,  y  se  representaron  diferentes  espectáculos  (i), 
permaneciendo  el  público  siempre  de  pie,  mientras  que 
las  matronas,  en  número  de  ciento  diez  para  represen- 
tar los  años  del  siglo,  ofrecían  á  Diana  y  á  Juno  un  sa- 
listerno  ó  banquete  sagrado  (2).  Al  siguiente  día  se  ce- 
lebró una  solemnidad  en  el  Capitolio:  los  dos  colegas, 
Agripa  y  Augusto  sacrificaron  cada  cual  un  bue}^  á 
Júpiter  Óptimo  Máximo,  repitiendo  á  Júpiter  la  monó- 
tona oración  que  la  noche  precedente  había  dirigido 
Augusto  á  las  Mccra-.  (3);  después,  en  un  teatro  de 
madera  construido  en  el  Campo  de  Marte,  cerca  del 
Tíber,  y  provisto  ahora  de  los  necesarios  asientos,  se 
representaron  los  juegos  latinos,  mientras  que  en  la 
escena  construida  en  el  Tarentum  proseguían  los  jue- 


(i)     Acta,  V.  100;  Zósimo,  II,  1^. 

(2)  ídem,  V,  loi. 

(3)  ídem,  V.  103- lOá. 


LA  REPÚBLICA    DE  AUGUSTO  -^7 

gos  comenzados  durante  la  noche  (i).  Este  día  hubo 
un  nuevo  salisterno  Qfrecido  por  las  madres  de  fami- 
lia (2);  los  quindecenviros  suspendieron  los  duelos  pri- 
vados de  las  mujeres  (3).  Durante  la  noche  se  celebró 
un  nuevo  sacrificio  en  la  obscuridad  del  Tarentum, 
á  orillas  del  Tíber,  consagrado  á  las  Ilith^nas,  diosas  de 
la  fecundidad,  sacrificio  en  el  que  no  se  derramó  san- 
gre y  en  el  que  se  ofrecieron  veintisiete  tortas,  en  tres 
veces  y  de  tres  clases  diferentes,  acompañando  esta 
ofrenda  con  la  misma  oración,  en  la  cual  sólo  cambió 
Augusto  el  nombre  de  la  diosa  (4).  El  2  de  Junio  estu- 
vo consagrado  á  un  gran  sacrificio  á  la  Juno  del  Capito- 
lio y  á  las  matronas  para  simbolizar  la  función  religio- 
sa en  el  Estado  y  en  la  familia  de  la  mujer  que  no  debe 
ocuparse  en  los  negocios  públicos,  pero  que  puede  aso- 
ciar útilmente  sus  oraciones  á  las  de  los  hombres  para 
implorar  la  protección  de  los  dioses.  Ciento  diez  madres 
de  familia — número  de  los  años  del  siglo  —  escogidas 
por  los  quindecenviros  entre  las  más  nobles  y  respeta- 
das de  Roma,  recibieron  la  orden  de  encontrarse  en 
el  Capitoho  para  el  sacrificio;  y  cuando  Agripa  y  Au- 
gusto hubieron  inmolado  cada  cual  una  vaca  (5),  y 
Augusto  hubo  repetido  á  Juno  lo  que  ya  había  dicho  á 
las  Parcas,  á  Júpiter  y  á  las  Ilithyias,  las  matronas  se 
ahinojaron  y  recitaron  una  larga  oración,  algo  diferen- 
te de  la  ordinaria  para  pedir  á  Juno,  geniò/is  nixae,  que 


(  I)  Acta^  V.  loS. 

(2)  /dent,  V.  109. 

(3)  ídem,  V.  1Í0-114. 

(4)  ídem,  V.  1 1 5- 1 18. 
15)  ídem,  V.  119. 


28S 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


protegiese  á  la  república  y  á  la  familia;  que  concediese 
eternamente  á  los  romanos  la  victoria  y  la  fuerza.  En 
seguida  hubo  nuevos  juegos  en  todos  los  barrios  de 
Roma  (i).  Y  durante  la  noche,  en  el  Tarentum,  se  cele- 
bró el  tercer  sacrificio  á  la  Tierra  Madre,  con  la  quinta 
repetición  de  la  oración  ordinaria  seguida  también  de 
un  salisterno  (2).  En  fin,  el  3  de  Junio  se  celebró  la  úl- 
tima solemnidad,  que  era  también  la  más  importante;  el 
sacrificio  de  las  veintisiete  tortas  ya  ofrecidas  á  las 
Ilithyias  en  honor  de  Apolo,  en  su  templo  del  Pa- 
latino (3).  Pero,  cuando  se  realizó  el  sacrificio,  cuando 
Augusto  hubo  recitado  por  sexta  vez  su  monótona 
oración,  y  se  llegó  al  término  de  esta  serie  tan  poco  va- 
riada de  ceremonias  que  duraron  tres  días,  entonces,  en 
fin,  la  oda  de  Horacio  cantada  por  veintisiete  jóvenes 
varones  y  otras  tantas  hembras,  remontó  su  vuelo,  se 
cernió  como  la  alondra  sobre  sus  vigorosas  estrofas,  di- 
fundió su  melodía  sobre  el  cielo  inmenso  de  Roma  que, 
entre  sus  siete  colinas,  aún  no  había  oído  labios  huma- 
nos dirigir  á  los  dioses  oraciones  tan  dulces,  tan  tier- 
nas, tan  armoniosas.  ¡Qué  diferencia  entre  las  oraciones 
protocolarias  recitadas  por  Augusto  y  las  ciento  diez 
matronas  en  un  estilo  tan  pesado  por  los  pronombres 
relativos  y  los  gerundios,  y  estas  estrofas  aladas,  lige- 
ras y  vigorosas  que  giraban  en  el  espacio  como  gracio- 
sos pájaros!  Esta  poesía  reunía  las  complejas  significa- 
ciones de  la  larga  ceremonia;  en  ellas  se  encuentra  la 
mezcla  mitológica  de  los  símbolos  astronómicos  v  mo- 


(i)     JtVí?,  V.  133. 

(  2)     fdem^  V.  134-138. 

(3)      ídem,  V.  139-146. 


LA   REPÚBLICA   DE   AUOUSTÜ  289 

rales,  el  recuerdo  de  his  recientes  leyes  sociales,  la  glo- 
riñcación  de  las  grandes  tradiciones  de  Roma,  las  aspi- 
raciones á  la  paz,  al  poder,  á  la  gloria,  á  la  prosperidad 
y  á  la  virtud  que  es  la  condición  de  todos  los  bienes  co- 
diciados por  el  hombre.  Kn  un  preludio  de  dos  estrofas 
los  jóvenes  y  las  jóvenes  invocan  á  Apolo  y  á  Diana: 

Phoebe,  silvarumque  potens  Diana, 
Lucidiim  coeli  decus,  o  colendi 
Semper  et  culti,  date  quae  precamur 
Tempore  sacro, 

Olio  Sibyliini  moiiuere  versus 
\'irgines  lectas  piierosque  castos 
l)is,  quibus  septem  placuere  colles, 
Dicere  cai'inen. 


i.uego  los  jóvenes  se  dirigen  á  Apolo,  dios  de  la  luz,  el 
sol,  y  le  entonan  la  estrofa  que  ningún  hijo  de  Roma 
podrá  leer  sin  emoción,  aún  pasados  veinte  siglos: 

Alme  sol,  curru  nitido  diem  qui 
Promis  et  celas,  aliusque  et  idem 
Xasciris,  possis  nihil  urbe  Roma 
\'isere  majuí;! 

Y  las  jóvenes  prosiguen  confundiendo  à  Diana  con 
lüthyia  y  Lucina,  diosas  de  la  generación: 


Rite  maturos  aperire  parliis 
Lenis,  Ilithyia,  tuere  matres, 
Sive  tu  Lucina  probas  vocari, 
Seu  Genitalis: 

Tomo  V 


29«        GRANDEZA  V  DECADENCIA  DE  ROMA 

Y  los  jóvenes  recomienzan  invocando  los  favores  de  la 
diosa  para  las  leyes  aprobadas  el  año  anterior: 

iJiva,  producás  subolein  patrumquc 
Prosperes  decreta  super  jugandis 
Feminis  prolisque  novae  feraci 
Lege  marita. 

Así  sería  posible — decían  las  jóvenes — celebrar  cada 
ciento  diez  años,  durante  tres  días  y  tres  noches,  los 
hidi  S(Tciüa7'es: 

CerUis  undenos  decieiis  per  annos 
Orbis  ut  cantus  ret'eratque  ludos 
Ter  die  claro  totiensque  grata 
Noe  te  fre  quelites. 

Y,  alternando  sus  cantos,  los  jóvenes  y  las  ióvenes  in- 
vocaron en  seguida  á  las  Parcas,  diosíis  del  destino; 
luego  á  la  Tierra,  madre  de  la  fertilidad  y  de  la  prospe- 
ridad; luego,  otra  vez  á  Apolo,  dios  de  la  salud  que, 
dulce  y  tranquilo,  depone  sus  rayos,  y  á  Diana,  ahora 
con  la  forma  astronómica  de  la  luna  en  creciente: 


X'osque  veraces  cecinisse,  Parcae, 
Quod  semel  dictum  est  stabilisque  rerum 
Terminus  servet,  bona  jam  peractis 
Jungite  fata, 


Fertilis  frugum  pecorisquc  tellus 
Spicea  donet  Cererem  corona; 
Nutriant  fetus  et  aquae  salubres 
Et  Jovis  aurae. 


LA  REt'UBUCA  DE  AUGUSTO  291 

Coiidito  mitis  placidu.sque  telo 
Supplices  audi  pueros,  Apollo: 
Siderum  regina  bicornis,  audi, 
Luna,  paellas. 

©espués  de  haber  así  invocado  separadamente  al  sol,  á 
la  fecundidad,  al  destino,  á  la  prosperidad,  á  la  luna, 
los  jóvenes,  hembras  y  varones,  seguían  alternando 
probablemente  las  estrofas,  dirigiéndose  á  todos  los 
dioses  del  Olimpo,  para  elevar  hasta  ellos  en  magníficas 
estrofas  el  voto  universal  de  Roma  y  de  Italia,  el  voto 
que  resumía  todas  las  quejas,  todos  los  sentimientos, 
todas  las  aspiraciones,  todas  las  esperanzas,  todos  los 
ensueños  que  flotaban  en  el  alma  de  la  nación,  en 
el  momento  de  este  primer  retorno  á  la  vida  después  de 
la  inmensa  catástrofe. 

Roma  si  vcslrum  est  opus  Iliaequc 
Litus  Etruscum  tenuere  lurmae, 
Jussa  pars  mutare  Lares  et  urbem 
Sospitc  cursu, 

Cui  per  ardenlem  sine  fraude  Trojam 
Castus  Aeneas  patriae  superstes 
Liberuin  munivit  iter,  daturus 
Plura  relictis: 

Di,  probos  mores  docili  juventae, 
Di,  senectuti  placidi  quietem, 
Romulae  genti  date  remque  prolemque 
Et  decus  omne! 

.   Quaeque  vos  bobus  veneratur  albis 
Claras  Anchisae  Venerisque  sanguis, 
Impetret,  bellante  prior,  jacentem 
Lenis  in  hostem. 


292  GRANDEZA   Y   DECAUEXCIA   DE  ROMA 

Jam  mari  terraque  manus  potentes 
Medus  Alhanasquc  timet  seciires, 
Jam  Scythae  respojsa  petunt  supci'bi 
Xupor  et  Indi; 

Jam  Fides  et  Pax  et  Honos  Pudorque 
Priscus  et  negleeta  redire  Virtus 
AuJet  apparetque  befita  pieno 
Copia  cornu; 

Augur  et  fulgente  decorus  arca 
Phoebus  acceptusque  novem  Camenis, 
Qui  salutari  Icvat  arte  fessos 
Ciii'poi'is  artus, 

Si  Palatinas  videt  aequus  arces, 
Remque  romanam  Latiuinque  felix 
Altcrum  in  lustrum  meliusque  scmpei- 
Pi-oroi-at  acx'uin. 


Y  con  una  ultima  invocación  de  los  que  van  á  retirarse 
con  el  alma  llena  de  piedad,  después  de  haber  orado  así, 
termina  el  coro. 

Quaeque  A\'entirium  tenet  Algidumcjuc, 
Quindecim  Diana  preces  xii'orum 
Curat  et  votis  puerorum  árnicas 
Applicat  aures. 

Haec  Jovem  sentire  deosque  cunctos 
Spem  bonam  certamque  domum  repoilo, 
Doctus  et  Phoebi  chorus  et  Dianae. 
Dicere  laudes. 

P>a  un  hermoso  poema,  un  himno  admirable  á  la 
vida  en  sus  múltiples  formas,  al  sol,  á  la  fecundidad,  á 


LA   REPÚBLICA   DL   AUGUSTO  ,   293 

!a  abundancia,  á  la  virtud,  al  poder;  y  todo  esto  mara- 
villosamente expuesto  en  un  estilo  mitologico  y  griego. 
Era  un  poema  hasta  demasiado  hermoso.  Si  se  compa- 
ra esta  oración  magnífica  con  las  fórmulas  tan  secas 
recitadas  por  Augusto,  puede   uno   darse  cuenta  del 
malestar,  de  la  incertidumbre  y  de  la  contradicción  que 
reinaban  en  esta  época.  De  un  lado  ha}'-  una  vieja  reli- 
gión política  momificada  en  su  bárbaro  materialismo  y 
en  su  ritual  secular;  de  otro,  tentativas  para  vivificarla 
apelando  al  arte,  á  la  mitología,  á  la  filosofía  de  los 
griegos,  es  decir,  á  elementos  puramente  intelectuales 
y  que  no  procedían  de  una  nueva  piedad.  El  carmen 
sccailare  era  una  bella  obra  de  arte,  así  como  el  tem- 
plo de  Apolo  construido  por  Augusto,  entre  cuyas  co- 
lumnas se  recitaba  este  poema;  pero  era  un  hermoso 
trozo  de  poesía  lírica  y  humana,  y  no  un  canto  de  fer- 
vor religioso:  podía  haber  sido  compuesto  por  un  gran 
artista  que  considerase  á  estas  divinidades  como  puros 
símbolos  intelectuales,  bien   hechos   para  personificar 
artísticamente  ciertas  abstracciones.  Sin  duda  el  cam- 
pesino grosero  y  el  ignorante  plebeyo  aún  podían  creer 
que  obtendrían  de  las  Parcas  y  de  Apolo  lo  que  desease 
repitiendo  las   fórmulas   pronunciadas   por    el   último; 
pero,  ;cómo  servirse  de  esta  vieja  religión  para  gober- 
nar al  imperio,  ahora  que  la  aristocracia  ya  no  sabía 
servirse   de   la  religión   para  disciplinar  á  las  masas? 
-•Cómo  los  bellos  versos  de  Horacio  hubiesen  podido 
reafirmar  la  conciencia  de  los  deberes  en  una  aristocra- 
cia corrompida  y  frivola,  si  sólo  repetía  estos  versos 
porque  eran  armoniosos?  Los  juegos  seculares  demos- 
traban muy  bien  que  las  tentativas  realizadas  para  re- 
novar con  el  helenismo  la  antigua  religión  romana  an- 


294  GRANDEZA  Y  DECADENCIA   DE  ROMA 

tes  introducían  la  confusión  que  el  remozamiento.  El 
coro  de  los  veintisiete  jóvenes  varones  y  de  las  veinti- 
siete hembras,  subieron  al  Capitolio  para  cantar  otra 
vez  el  poema  (i);  el  pueblo  se  distrajo  este  día,  además 
de  con  los  juegos  ordinarios,  con  el  espectáculo  de  una 
carrera  de  cuadrigas  (2);  para  agradar  á  este  mundo  re- 
gocijado, se  les  ocurrió  á  los  quindecenviros  añadir  siete 
días  de  ludi  honorarii  á  los  tres  de  htdi  solemnes,  orde- 
nando solamente  que  hubiese  un  día  de  reposo,  el  3  de 
Junio  (3),  la  buena  y  segura  esperanza  que  los  que  can- 
taban el  poema  de  Horacio  creían  haber  aportado  á  su 
casa,  era  una  hermosa  mentira  poética.  Mientras  que 
Italia  se  divertía  en  Roma  con  estos  ritos,  cantos  y  ce- 
remonias, las  provincias  europeas  del  imperio  sé  apres- 
taban á  comentar  con  una  vasta  rebelión  los  juegos  se- 
culares y  su  carmen.  El  largo  desorden  del  último  siglo- 
había  perturbado  hasta  tal  extremo  en  todo  el  imperio 
el  curso  natural  de  las  causas  y  los  efectos,  que  hasta  la 
misma  paz  encendía  entonces  un  gran  foco  de  guerra  en 
los  Alpes  y  en  las  provincias  europeas.  En  efecto,  si  la 


(i)  Acta,  V.  148.  Mommsen  (Epk.  Epigr.,  VIII,  pág.  256)  supone 
al  contrario,  que  el  poema  se  cantó  u  chotis  solemni  pompa  ex  Pala- 
tio  ad  Capitolimim  peygent/hiis  et  inde  redemitihus  ad  aede  m  Apolli - 
¡lis  Palatiiiam.  Pero  el  texto  de  los  Acia,  que  es  tan  preciso,  me  pare- 
ce excluir  absolutamente  esta  hipótesis  que  sin  aquél  parecería  vero- 
símil. En  cuanto  á  lo  raro  que  hubiese  sido  cantar  en  el  Capitolio  un 
poema  en  honor  de  Apolo  y  de  Diana,  y  en  el  cual  apenas  se  trata 
de  Júpiter  y  de  Juno,  se  podría  responder  que,  el  Carmeti  de  Hora- 
cio, no  sólo  es  un  himno  á  Apolo  y  Diana,  pero  también  y  singular- 
mente el  Carmeti  Síeculare,  el  himno  sintético  de  toda  la  ceremonia. 

(2)  Acta,  V.  154. 

(3)  Acta,  V.  1 5')- 159. 


LA   REPÚBLICA   DE   AUGUSTO  295 

paz  había  sido  un  bien  indecible  para  Italia  y  para  las 
ricas  provincias  de  Oriente,  las  rudas  naciones  que 
obedecían  á  Roma  en  los  Alpes,  en  la  Galia  transalpina, 
en  España,  en  Panonia,  no  habían  tenido  por  qué  ale- 
grfirse  de  los  presentes  que  la  paz  les  había  reservado, 
esto  es,  de  las  levas  más  frecuentes  y  rigurosas  de  au- 
xiliares, de  la  mayor  severidad  de  los  procónsules  y  de 
los  propretores,  y  sobre  todo,  de  los  nuevos  impuestos 
ordenados  por  Augusto,  y  percibidos  con  rigor  por  sus 
procuradores  para  reorganizar  la  mala  hacienda  de  la 
república.  En  estas  regione'^,  habituadas  durante  mucho 
tiempo  á  rendir  á  la  autoridad  romana  un  homenaje 
puramente  formal,  soplaba  un  viento  de  protesta;  lo 
mismo  ocurría  en  la  Galia,  donde  el  censo  ordenado  por 
Augusto  y  los  nuevos  tributos  que  había  impuesto  casi 
habían  destruido  en  el  espacio  de  diez  años  la  pacifica- 
ción del  país,  que  había  recaído  en  las  discordias  y  en 
la  agitación  de  antaño  (  i).  Licinio,  el  famoso  liberto  de 
Augusto,  encargado  de  vigilar  la  percepción  de  last-ri-, 
butos,  personificaba  para  los  galos  el  cambio  inespera-- 
do  y  penoso  de  la  política  romana.  Para  desempeñar  su 


(:)  Suetonio,  T¡1>.,  9:  Post  haec  comalam  GalliafH  auno  fere  rc- 
xit  (T/beriiis)  et  barba>-onim  hicursionibus  ct  principum  discordia 
inqiiietam.  Esta  breve  alusión  nos  revela  que,  por  esta  época,  en  la 
aristocracia  de  la  Galia  reinaba  otra  vez  la  discordia  y  que  ésta  es- 
taba relacionada  con  algunas  incursiones  de  los  germanos,  de  que 
más  adelante  hablaremos.  Quiere  decir  esto  que  entre  la  nobleza 
gala  volvía  á  formarse  un  partido  romanóíilo  y  un  partido  germanó- 
filo,  y  que  la  dominación  romana  había  hecho  renacer  un  vivo  des- 
contento. Dión  (LIV,  21)  confirma  claramente  la  frase  de  Suetonio,  lo 
cual  prueba  que  el  descontento  lo  habían  causado  las  exacciones  de 
Licinio. 


290  GRANDEZA   V  DECADENCIA  DE  ROMA 

cargo,  Licinio  recorría  la  Galia,  conocía  á  los  propieta- 
rios de  ella,  á  los  mercaderes,  á  los  obreros,  y  procura- 
ba conocer  la  riqueza  de  todas  las  clases.  Quizás  fué  ei 
primer  romano  que  en  esta  Galia  fría,  brumosa  y  bár- 
bara, había  visto  aparecer  los  signos  de  las  maravillosas 
riquezas  que  pronto  se  podrían  explotar.  Fué  el  prime- 
ro que  entrevio  la  prosperidad  y  grandeza  futuras  de 
este  país  (  i  i,  pero  se  aprovechó  de  ese  conocimiento 
para  demostrar  á  Augusto  que  había  llegado  á  ser 
maestro  en  el  arte  de  sacar  dinero  á  los  subditos.  En 
ninguna  parte  del  imperio  se  encontró  gobernador, 
cuestor,  legado  ó  procurador  de  Augusto,  que  hubiese 
desplegado  tanto  celo  como  Licinio  en  la  Galia  por  re- 
constituir el  Tesoro  de  la  república;  pero  tampoco  apor- 
tó nadie  á  la  empresa  tan  pocos  escrúpulos.   En  todas 


(i)  Dión,  [.I\',  2i:  Esto  es  lo  que  verdaderamente  sigiiiñca  el  re- 
lato que  en  Dión  encontramos  de  las  pendencias  suscitadas  entre 
AugustOj  lo^  galos  y  Licinio,  y  el  discurso  que  el  historiador  griego 
pone  en  bí)ca  de  Licinio  sobre  la  riqueza  de  los  galos.  En  su  exage- 
ración misma,  este  discurso  contiene  evidentemente  un  pensamiento 
más  serio  do  Licinio,  al  que  Augusto  no  luihiese  sostenido  tanto 
tiempo  en  la  Galia  si  sólo  hubiese  sido  un  ladrón  vulgar,  hábil  para 
salir  de  los  compromisos  por  medio  de  mentiras.  Aunque  estuviese 
despojado  de  escrúpulos,  Licinio  era  un  hombre  inteligente  y  activo, 
y  prestó  grandes  servicios  al  gobierno  romano.  Luego  es  preciso  atri- 
buirle—  aun  desde  el  punto  de  vista  romano  ferozmente  egoísta  — 
intenciones  más  serias  que  el  simple  desef)  de  enriquecerse  robando 
á  los  galos.  Considerando  así  este  episodio  no  es  difícil  entrever 
cuál  era  esa  idea.  .Acusado  por  los  galos  de  haberlos  abrumado  con 
impuestos  aplastantes,  Licinio  procura  demostrar  á  Augusto  que  los 
Kalos  y  la  Galia  son  más  ricos  de  lo  que  en  Roma  se  cree,  y  que  la 
Galia  es  un  país  que  promete  mucho.  Y  la  verdad  c^  que  en  esto  ha- 
bía visto  claro. 


LA   REPÚBLICA  DE   AU<;USTO  297 

las  regiones  de  la  dalia  había  seguido  á  los  oficiciles  en- 
cargados de. hacer  el  censo;  había  interpretado  á  su 
manera  las  instituciones  de  Augusto  dándoles  más  ex- 
tensión de  la  que  convenía  á  un  liberto  át\  princeps,  que 
en  la  Galia  sólo  era  un  auxiliar  privado  del  kgatus;  en 
fin,  se  impuso  á  este  mismo,  y  no  se  descuidó  en  llenar 
su  caja  al  mismo  tiempo  que.  la  del  Estado.  Sabía  que 
en  Roma,  por  razón  de  las  dificultades  financieras,  no 
se  examinarían  minuciosamente  los  medios  empleados, 
siempre  que  fuesen  brillantes  los  resultados.  Pero  entre 
la  nobleza  gala  volvía  á  reconstituirse  el  partido  antirro- 
mano:  era  este  un  gran  peligro  al  que  se  asociaba  otro 
nuevo,  ó  más  bien  uno  que  reaparecía:  el  peligro  germá- 
nico. Por  su  victoria  contra  Ariovisto,  César  había  lan- 
zado á  los  germanos  fuera  de  la  Galia,  cerrando  fuerte- 
Tiiente  las  puertas  de  la  nueva  provincia  romana;  pero 
habían  transcurrido  cuarenta  años  desde  la  derrota  del 
rey  de  los  suevos  y,  mientras  que  el  prestigio  de  Roma 
amenguaba  durante  las  guerras  civiles,  nuevas  genera- 
ciones habían  crecido  allende  el  Rhin,  que  no  habían 
visto  á  César  3-  á  su  ejército  en  la  Galia,  y  que  recomen- 
zaban á  ensoñar  con  las  bellas  tierras  fértiles,  codiciadas 
durante  tanto  tiempo,  con  los  vastos  campos  de  emigra- 
ción, de  conquista  y  de  botín,  que  los  germanos  asalta- 
ban tan  fácilmente  antes  de  la  invasión  romana,  y  sólo 
defendido  ahora  por  cinco  legiones.  Agripa  parece  ser  el 
primero  en  advertir  que  Roma  tenía  que  estar  prevenida 
para  impedir  que  parte  de  la  nobleza  gala  no  se  enten- 
diese con  los  germanos  y  que  éstos  no  volviesen  á  pen- 
sar en  la  reconquista  de  la  Galia,  y  durante  su  última 
estancia  en  ésta  concibió  dos  grandes  recursos  políticos 
*para  compensar  la  insuficiente  fuerza  militar  de  Roma 


29^^        CRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

en  la  Calia.  El  primero  se  proponía  tranquilizar  el  re- 
sentimiento de  los  galos  por  el  aumento  de  los  impues- 
tos; luego  impedir  pacíficamente  la  invasión  de  la  Galia. 
Permitió  á  una  gran  muchedumbre  de  ubianos  que  ha- 
bitaban en  la  oiilla  germánica  del  Rhin  que  cruzasen  el 
río  y  ocupasen  el  otro  lado  de  las  tierras  incultas  (i); 
así  esperaba  captarse  la  amistad  de  los  pueblos  ribere- 
ños y  vecinos,  y  convertir  en  subditos  laboriosos  á  los 
que  de  otra  manera  hubiese  tenido  que  destruir  pronto 
ó  tarde  como  á  bestias  feroces.  Agripa,  con  su  vasto  y 
poderoso  espíritu,  también  había  comprendido  que 
Roma  ya  no  era  bastante  fuerte  para  que  la  Galia 
se  dejase  gravar  de  impuestos  sin  protesta,  y  que  le 
convenía  justificar  ante  los  mismos  galos  los  pesados 
tributos  que  se  le  imponían  prestándoles  algunos  servi- 
cios, y  haciendo  en  la  Galia  lo  que  Augusto  había  co- 
menzado á  hacer  en  Asia,  esto  es,  procurando  conciliar 
en  las  diferentes  partes  de  la  nación  los  intereses  tanto  ' 
tiempo  contrarios.  La  paz  reunía  en  un  común  deseo 
de  imitar  la  civilización  greco-latina  y  sacar  partido  del 
nuevo  orden  de  cosas  á  las  aristocracias  locales  que, 
dudante  los  siglos  precedentes,  había  la  guerra  lanzado 
furiosamente  á  unas  contra  otras.  Las  ciudades  adqui- 
rían importancia,  el  comercio  se  desarrollaba,  lo  mismo 
el  que  se  ejercía  en  el  interior  del  país,  que  el  que  se 


(i)  Estrabón,  IV,  iii,  4...  ¡isx-/,YaY£V  'A^pí^ií^a;  áxóvcag  si-  ty,v 
svTóg  xoD  'Pr¡vóu...  Aunque  Estrabón  no  diga  cuándo,, es  indudable 
que  Agripa  debió  hacer  esta  concesi(3n  dm-ante  su  última  estancia  en 
la  Galia,  cuando  no  teniendo  ya  que  guerrear,  pudo  ocuparse  un 
poco  de  la  administración  civil.  Es  evidente  que  el  fin  de  esta  conce- 
sión fué  el  que  hemos  indicado,  es  decir,  el  deseo  de  captarse  Ui 
amistad  de  los  pueblos  fronterizos,  que  eran  los  más  inquietos. 


LA  REPÚBLICA  DE   AUGUSTO  299 

realizabíi  con  Germania  é  Italia;  el  mundo  de  los  obre- 
ros y  de  los  mercaderes  también  se  hacía  más  numero- 
so é  importante  en  cada  pueblo,  y  tenían  necesidad  — 
como  en  Asia — de  paz,  de  orden  y  de  seguridad,  no 
sólo  en  la  propia  casa,  pero  también  más  allá  de  las 
fronteras  del  pequeño  Estado  á  que  pertenecían.  Ahora 
bien,  sólo  Roma  podía  asegurar  esta  paz,  en  Galia 
como  en  Asia.  Agripa  comprendió  que,  ante  todo,  con- 
venía dotar  de  caminos  al  país;  y  por  aquellos  años 
trazó  y  comenzó  á  construir  el  gran  cuadrivio  de  la 
Galia,  los  cuatro  caminos  que  de  Lión  iban:  uno  al 
Norte,  hasta  el  Océano,  terminando  probablemente  en 
la  aldea  donde  se  embarcaba  para  Bretaña;  otro  al  Sur, 
hasta  Marsella;  otro  al  Este,  hasta  el  Rhin,  y  el  último 
al  Oeste  atravesando  la  Aquitania,  yendo  hasta  Sain- 
tonge  (i).  Agripa  se  sirvió  para  su  trazado  de  los  cami- 
nos galos  que  ya  existían,  pero  ensanchándolos.  Así,  el 
dinero  que  Licinio  arrancaba  á  la  Galia  se  gastaba  en 
gran  parte  en  la  Galia  misma  y  en  provecho  de  los 
galos. 

Pero  Agripa  tuvo  que  interrumpir  esta  gran  empresa 
para  acudir  á  Roma  y  trabajar  con  Augusto  en  las  le- 
3^es  sociales  y  celebrar  los  indi  scccidares,  y  la  tempes- 
tad que  durante  algún  tiempo  se  forjaba  en  la  frontera 
septentrional  estalló  á  principios  del  año  i6.  Por  la 
misma  época  los  besos  se  sublevaron  en  Tracia  contra 
el  rey  Rimetalces,  impuesto  por  los  romanos;  Macedo- 
nia fué  invadida  por  los  denteletas,  por  los  escordices,  y 
parece  ser  que  también  por  los  saurómatas;  los  pano- 
nios  se  insurreccionaron  arrastrando  en  su  movimiento 


(i)     Estiabón,  IV,  xvi,  )i. 


jOO  GRANDEZA   Y  DECADENCIA  DE   ROMA 

íil  reino  de  Nórica,  que  sólo  estaba  bajo  el  protectorado 
de  Roma,  é  invadieron  á  Istria.  En  los  Alpes  tomaron 
las  armas  los  vennonetos  y  los  camunnos  (i).  Los  pri- 
meros habitaban  la  Valtelina  y  quizás  también  parte 
del  valle  del  Adige  y  el  valle  alto  del  Inn  (2);  los  segun- 
dos, el  valle  que  ha  conservado  su  nombre.  Á  prin- 
cipios del  año  1 6,  llegó  de  todas  pa'rtes  gran  rumor  de 
armas  á  Roma,  donde  Augusto  se  encontraba  muy 
embarazado  y  experimentando  los  primeros  efectos  de 
sus  leyes  sociales.  El  árbol  plantado  con  tanto  trabajo, 
daba  frutos  muy  singulares.  Era  ahora  bien  evidente 
que  la  depuración  del  Senado,  reclamada  por  la  noble - 
.za  como  medida  de  salud  suprema,  no  daba  otro  resul- 
tado que  hacer  las  sesiones  aún  más  vacías  que  antes, 
mostrando  así  al  pueblo  entero  la  pereza  cívica  de  esta 
aristocracia  que  pedía  para  sí  sola  el  privilegio  de  go- 
bernar al  Estado  (3).  Y  los  que  habían  sido  excluidos 
del  Senado  recobraron  valor,  rodearon  cada  vez  más 
estrechamente  á  Augusto,  procuraron  quebrantar  su 
severidad  de  censor,  empleando  sin  descanso  este  ar- 
gumento irrefutable:  ¿para  qué  infligir  á  tantos  modes- 
tos senadores  la  afrenta  de  expulsarles  del  Senado  cuan- 
do los  restantes,  los  grandes  personajes,  los  miembros 
de  la  alta  nobleza,  no  valían  más?  Y  así,  poco  á  poco, 
unos  después  de  otros,  los  senadores  excluidos  volvie- 


I  )     Dión,  LIV,  20. 

.2)  Oberziner,  le  guerre  di  Augusto  contro  i  popo!/  alpini,  pági- 
na 52.  Roma,  1900. 

(3)  Sólo  de  esta  manera  puede  explicarse  por  qué  Augusto  — 
como  refiere  Dión  —  hizo  que  el  Senado  impusiese  una  multa  á  los 
que  faltasen  á  parte  de  las  sesiones  sin  dar  una  excusa  justificada. 
(Dión.  LIV,  1 8). 


LA   REPUP.LICA  DE   AUilUSTO  301 

ron  al  Senado  (i).  Pero  las  leyes  sobre  el  casamiento  y 
el  adulterio  aportaron  más  graves  dificultades.  Augus- 
to se  había  apresurado  en  adoptar  á  los  dos  hijos  de 
Agripa  y  de  Julia,  Cayo  y  Lucio  (el  primero  tenía  tres 
años  y  el  segundo  sólo  algunos  meses),  para  dar  buen 
ejemplo,  ponerse  de  acuerdo  con  la  U.v  de  maritándis 
ordinibus,  y  poder  también  decir,  como  la  ley  prescribía 
á  todo  buen  ciudadano,  que  había  criado  tres  hijos  para 
la  república:  Julia  y  estos  dos  (2Ì.  Agripa  tenía  una  hija, 
la  mujer  de  Tiberio,  que  le  había  dado  Pomponia,  y  aún 
era  bastante  x'igoroso  para  confiar  en  tener  con  Julia 
dos  hijos  más.  Al  adoptar  dos  hijos  de  poca  edad,  Au- 
gusto no  corría  el  riesgo  de  que  le  acusasen  de  eludir  el 
espíritu  de  la  ley  y  de  querer  escapar  á  las  cargas  \' 
deberes  de  una  larga  educación.  Pero  si,  como  siempre,- 
Augusto  había  sabido  resolver  hábilmente  la  dificultad 
que  le  concernía,  y  de  la  cual  era  causa  la  esterilidad  de 
Livia,  no  todos  podían  colocarse  de  acuerdo  con  la  ley 
tan  fácilmente  como  él.  Además,  los  primeros  procesos 
públicos  de  adulterio  habían  hecho  ver  que  si  el  espio- 
naje y  la  delación  introducidos  entre  los  dioses  Lares 
para  velar  por  la  pureza  del  hogar  doméstico  purifica- 


(i)  Diún  (LI\',  14)  nos  dice  al  hablar  de  la  lecÜQ  senatiis  del 
año  iS:  y.ai  aOxwv  (los  que  habían  sido  excluidos)  oí  |iáv  -asío'jó 
£7tavf/X0ov  XP'ivo»  s;  tò  a'jváop!.ov. 

yi)  Dión  (LI\',  181.  Este,  y  no  el  deseo  de  escogerse  sucesores, 
fué  el  verdadero  motivií  de  la  adopción.  Si  hubiese  querido  preparar- 
se sucesores,  Augusto  se  hubiese  fijado,  no  en  unos  niños,  sino  en 
Tiberio  y  en  Druso,  que  tenían  la  edad  necesaria  para  desempeñar 
graves  funciones,  y  que  estaban  á  punto  de  dar  pruebas  de  su  capa- 
cidad. Además,  Augusto  tuvo  cuidado  siempre  en  no  dejar  sos- 
pechar, ni  siquiera  remotamente,  que  deseaba  prepararse  un  su:esor. 


302        GRANDEZA  V  DECADENCIA  DE  ROMA 

ban  las  casas,  esto  sólo  se  conseguía  arrojando  á  la 
calle  todas  las  suciedades  acumuladas  en  las  familias, 
aun  á  riesgo  de  manchar  al  viandante.  El  público  acu- 
día á  los  procesos  de  adulterio  como  á  una  diversión 
escandalosa  para  ver  á  las  dos  partes  abrumarse  de 
inmundas  injurias,  de  acusaciones  vergonzosas  y  de 
indecentes  revelaciones  (i).  Y  el  público  se  divertía 
tanto  en  sondar  curiosamente  los  asuntos  ajenos,  que 
tenía  su  mirada  puesta  fijamente  en  el  mismo  Augusto 
y  en  Terencia,  Todos  querían  saber  si  el  autor  de  la  ley 
daba  un  verdadero  ejemplo  observándola  él  mismo  (2). 
En  fin,  si  era  lícito  preguntarse  si  estas  leyes  iban 
á  regenerar  á  Roma,  al  menos  era  cierto  que  iban 
á  aumentar  e!  número  de  litigios  y  de  procesos,  cosa 
peligrosa  ahora  en  que  la  antigua  lex  y-A  no  se  observa- 
ba, y  en  que  muchos  senadores,  caballeros  y  plebeyos 
procuraban  ganar  dinero  como  abogados.  Los  procesos 
se  multiplican,  se  engordan,  se  alargan  de  una  manera 
interminable  cuando  los  abogados  cobran  su  trabajo. 
Por  estas  razones,  Augusto  había  querido  recordar  á 
todos  lo  que  la  lex  Cintia  prohibía,  haciendo  que  el 
Senado  confirmase,  después  de  una  deliberación  espe- 
cial, las  disposiciones  referentes  á  los  honorarios  de  los 
procesos;  é  hizo  acordar  también  por  el  Senado  que 
se  impusiese  una  multa  á  los  senadores  que  faltasen  á 


(i)  X'ease  Dión,  LIV,  30;  la  anécdota  es  posterior  (del  año  742); 
pero  si  Augusto  se  decidió  entonces  á  intervenir  con  tanta  energía, 
no  obstante  su  prudencia  ordinaria,  esto  demuestra  que  el  mal  era 
antiguo  3'  que  se  estaba  cansado  de  él.  Luego  es  verosímil  que  re- 
montaba á  la  primera  aplicación  de  la  ley. 

(2)      \'éase  Dión,  I,I\',  19. 


LA  REPÚBLICA  DE  AUGUSTO  3°5 

las  sesiones  sin  razón  suficiente  (i).  Pero,  desde  hacía 
algún  tiempo,  pensaba  apelar  á  su  recurso  ordinario  de 
los  momentos  difíciles,  desaparecer,  salir  otra  vez  de 
Roma,  donde  le  era  tan  delicado  hacer  ejecutar  sus  le- 
3'es,  como  peligroso  dejar  que  esas  leyes  se  gastasen  por 
sí  solas;  porque,  los  que  no  las  observaban,  quedaban 
impunes  (2).  Las  numerosas  rebeliones  que  estallaron  en 
las  provincias  hubiesen  sido  buen  pretexto  para  partir, 
pero  pi^onto  llegaron  noticias  aún  más  graves  que  le  de- 
cidieron al  momento:  los  germanos  intentaban  abrir 
otra  vez  las  puertas  de  la  Galia  que  César  les  había  ce- 
rrado. Después  de  la  marcha  de  Agripa  quedó  como  go- 
bernador de  la  Galia  un  hombre  en  quien  Augusto  ha- 
bía depositado  toda  su  confianza  y  que  la  merecía 
poi'  ciertas  cualidades,  Marco  Lolio.  Al  anexionarse 
Galacia,  Lolio  fué  su  primer  gobernador,  y  luego  fué 
cónsul  en  el  año  21.  Era  hombre  vivo,  inteligente,  pero 
muy  avaro;  á  la  sombra  de  la  amistad  de  Augusto,  acu- 
muló hábilmente  y  sin  comprometerse  un  gigantesco 
patrimonio,  y  por  el  momento,  de  acuerdo  con  Licinio, 


11)     Dión.  LiV,  18. 

(2)  Ídem  (Ll\',  19)  nos  dice  que  AugListo  adoptó  el  partido 
de  abandu.iar  a  Roma  para  no  asistir  á  la  constante  violación  de  sus 
le\'es.  Pero  dice  en  seguida  que  partió  después  de  haber  enviado 
Agripa  á  Siria  }'  que  se  llevó  á  l'iberio,  á  pesar  de  ser  pretor.  Esto 
nos  da  á  entender  que  marchó  luego  de  tener  noticia  de  las  rebeliones 
y  de  la  invasión  germánica  en  la  Galia,  de  donde  Tiberio  fué  nombra- 
do legatus.  De  otra  manera  no  se  explicaría  por  qué  se  llevó  á  Tibe- 
rio de  Roma,  puesto  que,  siendo  pretor,  debía  de  permanecer  en  ella. 
.Vmbas  versiones,  se  concillan  fácilmente:  Augusto  ya  estaba  dispues- 
to a  partir,  y  se  aprovechó  en  seguida  de  las  rebeliones  y  de  las  gue- 
rras germánicas,  que  justificaban  suficientemente  su  marcha  ante  l(*s 
ojos  del  público. 


3^4        GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

di(3  prisa  á  los  galos  para  que  llenasen  su  caja  al  mismo 
tiempo  que  la  del  Estado.  No  podía,  pues,  ser  bien  vis- 
to por  los  galos.  Por  esta  razón,  y  también  á  causa  del 
brusco  ataque,  y  en  fin,  quizás,  por  algún  error  que 
cometió,  Lolio  no  supo  rechazar  á  los  inv'asores  allen- 
de el  Rhin;  fué  derrotado  en  diferentes  encuentros,  per- 
dió un  águila  de  la  quinta  legión,  y  al  fin,  asustado,  pi- 
dió socorro  á  Augusto.  Era  necesario  que  el  hijo  de 
César  acudiese  al  momento  para  conjurar  el  renaciente 
peligro  germánico  y  para  domeñar  á  los  turbulentos 
galos  (i). 

Estas  noticias  debieron  por  un  instante  distraer  en 
Roma  y  en  Italia  el  espíritu  público  de  las  cuestiones 
interiores  y  de  los  escandalosos  procesos  de  adulterio. 
;No  reaparecería  en  la  Galia  un  nuevo  Vercingetórix, 
cuando  la  mitad  de  las  provincias  europeas  estaban 
amenazadas  por  la  guerra.-  Por  otra  parte,  Augusto, 
resplandeciendo  todavía  del  glorioso  acuerdo  suscrito 
con  los  partos,  tenía  que  preguntarse  cuáles  serían  las 
repercusiones  de  esta  crisis  europea  en  Oriente,  donde 
el  equilibrio  sólo  se  mantenía  por  milagro.  ¿Qué  ocurri- 
ría si  Fraates  se  aprovechaba  de  la  ocasión  favorable 
y  de  las  dificultades  que  rodeaban  á  Augusto  para  re- 
conquistar á  Armenia?  Los  dioses  parecían  querer  dar 
con  los  hechos  mismos  una  irónica  respuesta  á  las  poé- 
ticas invocaciones  del  Carmen  Sícciilare.  Por  fortuna,  al 
lado  de  Augusto  estaba  Agripa;  y  los  áo^  principes  pu- 
dieron adoptar  rápidamente  las  necesarias  disposicio- 


(i)  Diún,  Ll\',  20;  X'eleyo  Patérculo,  II,  97.  Él  pasaje  de  Veleyo 
Patérculo  se  reñere  indudablemente  á  esta  invasión,  y  confirma  la 
versión  de  Dión,  aunque  no  esté  en  su  lugar. 


LA  REPÚRLICA  DE  AUGUSTO  S^S 

nes.  Se  reconoció  que,  en  momento  tan  peligroso,  con- 
venía que  el  hijo  de  César  fuese  á  la  Galia;  su  solo  nom- 
bre produciría  gran  impresión  en  la  guerra  y  valdría 
por  muchas  legiones,  Al  contrario,  Agripa  iría  á  Orien- 
te para  conservar  la  calma  con  su  presencia,  y  si  ésta 
no  bastaba,  con  su  brazo,  mientras  que  Augusto  resta- 
blecía el  orden  en  Europa.  Roma  é  Italia  se  confiarían 
á  Estatilio  Tauro,  nombrado  por  el  Senado  prcEfectus 
urbi  á  la  moda  antigua  (i).  Publio  Silio,  gobernador 
de  Iliria,  que  marchaba  ya  contra  los  panonios  y  los  nó- 
ricos  para  rechazarlos  de  Istria  se  replegaría  cuando  lo- 
grase su  objeto  al  valle  del  Po,  é  iría  á  combatir  contra 
los  pueblos  rebelados  de  los  Alpes  (2). 

Y  así  ocurrió.  El  Senado  lo  aprobó  todo.  Agripa  par- 
tió para  Oriente  llevándose  á  Julia  (3),  no  obstante  la 
antigua  prohibición  renovada  por  Augusto.  Quizás  no  le 
parecía  prudente  después  de  la  prohibición  de  la  lex  de 
adulteriis,  dejarla  en  Roma,  lejos  de  su  marido  y  de  su 
padre,  y  completamente  libre  para  recibir  los  homena- 
jes y  escuchar  las  torpes  promesas  del  inútil  y  elegantí- 
simo Sempronio  Graco.  Quizás  deseaba  también  Agripa 
colmar  el  vacío  que  en  su  familia  había  producido  las 
adopciones  de  Augusto.  Este,  por  su  parte,  después  de 
haber  inaugurado  el  templo  del  dios  Quirino  (4),  se  Ue- 


(i)     Dión,  LIV,  ig. 

(2)  ídem,  LIV,  20.  Por  lo  que  concierne  á  Publio  Silio  y  á  su  pro- 
consulado de  Iliria,  véase  C.  I.  L.,  III,  2973. 

(3)  Sabemos  que  Julia  fué  á  Oriente  con  Agripa,  no  sólo  por  las 
inscripciones  en  su  honor  y  por  su  identificación  con  las  divinidades 
locales  de  que  hablaremos  en  el  otro  volumen,  sino  por  una  anécdo- 
ta que  se  encuentra  en  F.  H.  G.,  III,  3350  (MüUer). 

(4)  Dión,  LIV,  19. 

Tomo  V  20 


306       GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

vó  á  Tiberio,  que  este  año  era  pretor  (haciendo  que  el 
Senado  autorizase  á  su  liermano  Druso  para  desempe- 
ñar sus  funciones)  para  tener  al  lado  un  joven,  en  cuya 
inteligencia  y  cordura  tenía  plena  confianza  (i).  Pero, 
cuando  llegó  á  la  Galia,  el  nombre  de  César  había  ya 
lanzado  á  los  germanos  al  otro  lado  del  Rhin  (2).  Au- 
gusto encontró  á  la  Galia  libre  de  los  invasores  y 
en  guerra  con  Licinio,  más  terrible  que  los  mismos  in- 
vasores. 


(i)     Dión,  LIV,  18. 
(2)     ídem,  LIV,  27. 


FIN  DEL  VOLUMEN  QUINTO 


TABLA   DE   MATERIAS 


EL    MITO    DE    AUGL'STO 


Páginas 


liusiones  y  aspiraciones  de  Italia. — Augusto  y  el  grande 
imperio. — Acuerdo  aparente  entre  Augusto  é  Italia. — La  po- 
lítica oriental  y  la  opinión  pública. — La  política  oriental  y  las 
ideas  de  Augusto. — Consecuencias  de  este  desacuerdo. — 
Otras  divergencias  entre  Augusto  y  la  opinión  pública.— Re- 
forma de  las  costumbres. —^^'飕  v/¿/a  nostra  ìiec  remedia  pati 
possunms. — -Resurgimiento  de  la  Hacienda  imperial. — Nuevas 
minas  y  nuevos  impuestos.  —  Los  trabajos  de  Augusto. — Con- 
tabilidad del  Estado  — El  nuevo  gobierno  en  Roma. — El  nue- 
vo gobierno  y  la  aristocracia. — Primer  viaje  de  Augusto:  sus 
pretextos  y  sus  razones. — YA  prefectus  urbi. — El  virrey  de 
Egipto. — Primeras  dificultades  egipcias. — Marchade  Augusto. 


ROMA    Y    EGIPTO 

La  familia  de  Augusto. —  La  nueva  república  y  los  jóvenes. 
El  conventus  de  Narbona. — La  Galia  en  el  año  27  antes  de 
Cristo. — Veinticinco  años  después  de  Alesia. — El  cultivo  del 


30S  GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 

Págintib 

lino  en  la  Galia. — Los  comienzos  de  la  administración  roma- 
na en  la  Galia. — Primer  escándalo  del  nuevo  régimen. — Las 
acusaciones  lanzadas  contra  Cornelio  Galo. — Augusto  y  el  es- 
cándalo.— Mésala  renuncia  á  la  prafecUíra  urbis.  —  La  gue- 
rra de  España. — La  edilidad  de  Marco  Egnacio  Rufo. — Rufo 
candidato  á  la  pretura. — El  segundo  prmfectus  ^^gypti. — De- 
fectos de  la  nueva  constitución. ^-Las  instituciones  republica- 
nas y  las  nuevas  costumbres. — El  arte  alejandrino. — Los  ar- 
tistas alejandrinos  en  Roma. — El  amor,  la  familia  y  la  mujer. 
Corrupción  de  las  costumbres. — Decadencia  moral  de  la  no- 
bleza.— La  poesía  amatoria:  Tíbulo  y  Propercio. — La  paz  y  la 
guerra  en  las  elegías  de  Tíbulo. — Cintia  y  Propercio. — La 
contradicción  fundamental  de  la  sociedad  romana. — Horacio 
y  sus  odas. — Horacio  y  la  tradición.  — Composición  de  las 
odas. — Unidad  ideal  de  las  odas. — Las  odas  civiles  y  las  odas 
amatorias. — El  ideal  de  la  vida,  según  Horacio. — Contradic- 
ciones é  incertidumbres. — El  miedo  á  la  muerte 43 


III 


EL    RENACIMIENTO    RELIGIOSO    Y    «LA    ENEIDA» 

Desorden  y  confusión. — La  fundación  de  Augusta  Pneto- 
ria  Salassorum. — Embajadas  en  Roma. — Nueva  orientación 
del  espíritu  público. — Progresos  del  movimiento  puritano. — 
La  Eneida. — Concepción  fundamental  de  la  Eneida. — -Hora- 
cio y  Virgilio. — Complicaciones  en  Oriente. — Marcelo  y  Tibe- 
rio.— Ocupaciones  de  Augusto  en  Roma. — Expedición  al  Ye- 
men.— Augusto  enfermo. — Antonio  Musa  y  los  médicos  de 
Roma 99 


TAIJLA   DE  MATERIAS  3°9 


IV 


NUEVA    REFORMA    CONSTITUCIONAL 


Páginas 

Augusto  presenta  otra  vez  su  dimisión.— Augusto  y  la  no- 
bleza.— Desacuerdos  entre  Marcelo  y  Agripa. — Agripa  en 
Oriente.  -Nuevos  progresos  del  partido  puritano. — La  refor- 
ma constitucional  del  año  23  antes  de  Cristo. ^El  proceso  de 
Marco  Primo. — La  embajada  del  rey  de  los  partos  en  Roma. — 
El  Senado  envía  los  embajadores  á  Augusto.  — El  verdadero 
comienzo  de  la  monarquía  en  Roma. — La  miseria:  el  pueblo 
aclama  á  Augusto  como  dictador. — La  semidictadura. — Fra- 
caso de  la  censura  de  Planeo  y  de  Paulo. — Conjuración  de  Ce- 
pión  y  de  Murena. — Salida  de  Augusto  para  Oriente, — Nue- 
vos desórdenes  en  Roma 13^ 


Grecia  antes  de  la  conquista  romíina. — Grecia  y  la  conquis- 
ta romana. — Grecia  en  el  segundo  siglo  de  la  república. — 
Roma  incapaz  da  remediar  los  males  de  Grecia". — Política  de 
Augusto  en  Grecia. — Crisis  del  teatro  en  Roma. — Las  panto- 
mimas siriacas, — Pílades  de  Ciucia. — El  templo  de  Roma  y  de 
Augusto  en  Pergamo. — Asia  Menor. — Las  ciudades  indus- 
triales y  las  repúblicas  griegas  de  la  costa. — Las  monarquías 
agrícolas  de  las  altas  mesetas. — El  culto  de  Mitra  y  de  Cibe- 
les.— La  unidad  del  Asia  Menor. — El  helenismo  asiático  y 
las  religiones  asiáticas. — Las  repúblicas  griegas  y  la  monar- 
quía asiática. — Asia  M^nor  después  de  un  siglo  de  domina- 
ción romana. — Debilidad,  crisis,  desorden  general.  — La  crisis 
del  helenismo  y  los  judíos. — Expansión  judía  en  Oriente. — 
El  culto  de  Roma  y  de  Augusto  en  Asia  Menor.  -  Renaci- 
miento helénico 162 


GRANDEZA  Y  DECADENCIA  DE  ROMA 


VI 


-ARMENIA,    CAPTA,    SIGNIS    RECEPTIS» 

Píigina^ 

Augusto  y  la  monarquúi  helenizantc. — El  acuerdo  con  los 
partos  y  la  política  asiática. — El  protectorado  romano  en 
Oriente. — Reformas  de  Augusto  en  Asia.  —La  paz  con  el  im- 
perio de  los  partos.  — Importancia  histórica  de  esta  paz. — 
Siria.  — Imperio  siriaco  de  las  volufptuosidades. — Dificultades 
interiores  en  el  reino  de  Judea. — Augusto  y  Herodes. — Pu- 
blicación de  las  Odas  de  Horacio. — Egnacio  Rufo,  candidato 
al  consulado. — Nuevas  intrigas  de  la  nobleza. — Augusto  re- 
gresa á  Roma 199 


VII 


LAS    GRANDES    LEYES    SOCIALES    DEL    A.ÑO    1 8    ANTES    DE    CRISTO 

Muerte  de  Virgilio. — Horacio  compone  sus  Epístolas. — Se 
acuerda  tributar  á  Augusto  nuevos  honores. — Se  reclama  la 
reforma  de  las  costumbres. — Horacio  y  el  movimiento  purita- 
no.— La  moral  y  las  leyes. — .Augusto  y  el  movimiento  purita- 
no.— Fin  de  los  diez  primeros  años  de  presidencia. — Dificulta- 
des de  una  legislación  de  las  costumbres.— Agripa  y  Augus- 
to presidentes  de  la  república. —Depuración  del  Senado. — 
Augusto  se  ocupa  en  la  legislación  de  las  costumbres. — La 
lex  de  maritaudis  ordiiiibus.  — P21  casamiento  entre  ciudada- 
nos y  libertas. — Castigos  impuestos  á  los  célibes. — Se  aprue- 
ba la  ley. — Nueva  agitación  del  partido  puritano. — Julia. — 
Dudas  de  .\ugusto. — La  lex  Julia  de  adulteri is.  — YA  adultc- 
x'\o judi cium publi cum. — Adulterium,  leuocinium,  stiiprum. — 
Tendencia  y  carácter  de  estas  leyes. — Reforma  timocratica  de 
la  constitución 22 


TARLA  DE  MATERIAS  3" 


VIH 


LOS   «LUDI   s;eculares;' 


Páginas 

La  ciudad  universal. — La  nobleza  3'  la  plebe.  —  Los  inte- 
lectuales y  las  grandes  familias. — Renace  la  confianza. — Los 
sludi  S£eculares>^  en  los  siglos  precedentes. — Los  «ludi  saecu- 
lares;^  de  Augusto.  — Múltiples  significaciones  de  los  «ludi». — 
Orden  de  las  ceremonias. — Las  siifjimeiita  y  las  fniges. — 
Últimos  preparativos  de  la  fiesta. — La  oración  á  las  Afcerce. 
La  ceremonia  del  i."  _v  del  2  de  Junio. — El  carmen  sanilare. 
Nuevos  peligros  en  las  provincias  europeas. — Licinio  y  la 
Galia. — La  política  gala  de  Agripa. — Agripa  y  los  caminos  de 
la  Galia. — Augusto  adopta  á  los  dos  hijos  de  Agripa. — Prime- 
ros efectos  de  las  lej'es  sociales. — Una  invasión  germánica  en 
la  Galia. — Agripa  en  Oriente  y  Augusto  en  la  Galia 267 


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