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Full text of "El dios implacable"

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ECCIÓN UNIVERSAL 


NOVELAS 


MADRID-BARCELONA 
MCMXIX 


Library 
of the 


University of Wisconsin 


FROM THE LIBRARY OF 
ANTONIO GARCIA SOLALINDE 
1893-1937 
PROFESSOR OF SPANISH 
1924-1937 


a 


COLECCIÓN UNIVERSAL 


Alejandro Kuprin. 


EL DIOS IMPLACABLE 


MCMXIX 


ES PROPIEDAD 
Copyright by Calpe, 1919. 


Papel fabricado especialmente por La PAPELERA ESPAÑOLA. 


COLECCIÓN UNIVERSAL 


E 
ALEJANDRO KUPRIN 


El Dios implacable 


la traducción del ruso ha 


MADRID-BARCELONA 
MCMXIX 


*Tipográfica Renovación” (C. A.), Larra, 8.—MADRID. 


A $412 omo: 


NS Y 


va q 


AN 


21 ALEJANDRO KUPRIN 


Es un autor muy leído en Rusia. Cuando empe- 
zó, hace unos veinte años, a publicar novelas, el 
“gran viejo de la tierra rusa”, el conde León 
Tolstoi, le dió, en términos muy encomiásticos, la 
bienvenida a la república de las letras. “Escribe 
muy bien ese oficial”, solía decir Tolstoi, de Ku- 
prin. 

Kuprin es un oficial de carrera. Nacido en 
1870, de una familia pobre—como casi todos los 
escritores rusos de la última generación—, hizo 
sus estudios en una escuela militar, y en 1890 


recibió. el grado de oficial. Pero esta carrera no 


le gustaba. Sentía más bien inclinación a la li- 


teratura. Todos sus ocios los empleaba en escri- 
bir novelas. Durante varios años, sus manuscri- 
tos fueron rechazados por los editores y los di- 
rectores de publicaciones periódicas. Kuprin no 
se desesperaba y seguía trabajando. Al fin, con- 
siguió que se publicara su novela El dios impla- 
cable, que damos en este volumen al público es- 
pañol. Fué un éxito. El debutante obtuvo una 
buena acogida, 

Animado por este primer triunfo, Kuprin se 
entregó por entero a la literatura. En seguida 


6 


—en 1897—abandonó el servicio militar y se lan- 
z6 a la conquista de un puesto de honor en las 
cúspides del Olimpo literario. Lo ha conseguido. 
Su novela El duelo, así como la serie de ellas que 
ha publicado, le han hecho famoso. Conociendo a 
fondo la vida militar, ha descrito, de mano maes- 
tra, las costumbres del cuartel. En estos últimos 
tiempos, se inspira en la vida de' los grandes 
centros industriales, especialmente en sus bajos 
fondos. 

Actualmente, a los cuarenta y ocho años, Ku- 
prin tiene un renombre literario muy respetable, 
y ocupa en la literatura rusa un puesto de honor 
al lado de Gorki, Andreiev y Korolenko. 


EL DIOS IMPLACABLE 


1 


La sirena de la fábrica vibró largo rato en el 
aire, anunciando el comienzo de la jornada de 
trabajo. Sus sonidos roncos, incesantes, parecían 
salir de debajo de la tierra y esparcirse por la 
superficie. El alba melancólica de un día lluvio- 
so de agosto daba a los silbidos de la sirena un 
carácter enojoso y amenazador. 

El ingeniero Bobrov se había levantado ya y 
estaba sentado a la mesa, dispuesto a tomar el 
desayuno. Desde hacía algunos días, Andrey Ilich 
—este era su nombre—sufría de insomnio. Des- 
pués de acostarse por la noche, con la cabeza pe- 
sada, se dormía inmediatamente, con un sueño 
nervioso, inquieto; pero mucho tiempo antes de 
salir el sol se despertaba molido, extenuado y de 
muy mal humor. 

La causa de ello, sin duda, era el exceso de 
trabajo físico y moral, así como su antigua cos- 
tumbre de recurrir a la morfina, contra la que 
se ha emprerflido últimamente una lucha enér- 
gica. 

Ahora, sentado cerca de la ventana, tomaba a 


8 


pequeños sorbos el te, que le parecía insípido, 
con sabor a hierba. Las gotas de lluvia corrían 
en Zig-zag sobre los vidrios. El patio estaba lle- 
no de charcos de agua. Se veía por la ventana 
un pequeño lago cuadrado, al que servían de 
marco árboles de rico follaje, de un verde grisá- 
ceo. Empezaba a soplar el viento, ondulando le- 
vemente las aguas del lago. La hierba amarillen- 
ta, aplastada por la lluvia, se tendía impotente 
por tierra. Las casas de la aldea vecina, los ár- 
boles del bosque, que se vislumbraba en el hori- 
zonte como una cinta festoneada, las tierras de 
labor, formadas de cuadrados negros y amari- 
llos..., todo estaba envuelto como en una neblina 
gris. 

Eran las siete cuando Bobrov, después de po- 
nerse una capa de tela impermeable, con un ca- 
puchón, salió de su casa. Como muchos hombres 
nerviosos, sentíase mal por la mañana: su cuer- 
po estaba débil, le dolían los ojos, como si Alle 
guien los cerrase desde fuera; tenía en la boca 
un sabor desagradable. Pero sufría, sobre todo, 
por la discordia interior que le amargaba desde 
algún tiempo. Los colegas de Bobrov, los inge- 
mieros, que consideraban la vida desde un punto 
de vista simple y estrictamente práctico, se hu- 
bieran mofado de él, sin duda, de saber las cau- 
sas de sus sufrimientos morales, o al menos, no 
le comprenderían. A diario se iba haciendo en él 
cada vez más profundo el disgusto, casi el ho- 
rror, que la fábrica y su empleo le ocasionaban. 


9 


De seguir las inclinaciones y gustos de su al- 
ma, se hubiera dedicado a los estudios científicos,. 
al profesorado o a la agronomía. Su profesión 
de ingeniero no le producía ninguna satisfacción 
y, a no ser por su madre, hubiera abandonado 
el Instituto Electrotécnico al tercer año de sus 
estudios. 

¡Su carácter tierno, casi femenino, sufría inde- 
ciblemente ante la realidad cruel, con sus obli- 
gaciones cotidianas e imperiosas. Las pequeñas 
cosas, indiferentes para los demás, a él le causa- 
ban penas profundas y prolongadas. 

Su exterior era modesto, y no tenía nada no- 
table. No era alto, y a pesar de su delgadez, se: 
adivinaba en él una fuerza nerviosa, fogosa. Las 
cejas espesas daban a sus ojos grises una expre- 
sión severa, casi ascética. Los labios eran ner- 
viosos, finos, pero no malvados; la barba y el bi- 
gote, poco poblados, como de un joven. Pero lo: 
más atractivo de su rostro era su sonrisa. Cuan- 
do reía, sus ojos cobraban termura y júbilo y 
toda su faz adquiría una expresión muy dulce. 

Después de andar media “versta“, subió a una 
colina. Bajo sus pies se descubría el amplio pa- 
norama de la fábrica, que se extendía en un es- 
pacio de 50 “verstas” cuadradas. Era una ver- 
dadera ciudad de ladrillo rojo, con un bosque 
de chimeneas ennegrecidas por el humo; una ciu- 
dad inundada de olores de aceite, de hierro que- 
mado y de carbón, llena siempre de un ruido in- 
fernal, Cuatro altos hornos dominaban esta ciu- 


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dad, con sus chimeneas gigantescas. Junto a ellos, 
se levantaban ocho enormes torres de hierro, de- 
dicadas a la circulación del aire caliente. Alre- 
dedor de los altos hornos había dispersos otros 
edificios: los talleres de montaje, de fundición, 
de lavado, de construcción de locomotoras, de fa- 
bricación de raíles, etc. 

La fábrica descendía en tres inmensas terra- 
zas naturales. En todas las direcciones corrían 
pequeñas locomotoras. Después de aparecer en la 
plataforma inferior, subían a lo alto con un sil- 
bido penetrente, ocultábanse por algunos segun- 
dos en los túneles, salían de ellos envueltas en un 
vapor blanco; finalmente, con un ruido formida- 
ble, corrían, como por un camino aéreo, sobre los 
puentes de piedra suspendidos, desde donde des- 
cargaban en las chimeneas de los altos hornos 
€! mineral y el cok. 

Más lejos, detrás de aquella terraza natural, 
la mirada se perdía en el caos: allá se estaban 
construyendo dos altos hornos más, el quinto y 
el sexto. Parecía que un temblor de tierra horro- 
roso había arrojado a la superficie los innumera- 
bles montones de piedra, de ladrillos de todas las 
dimensiones y de todos los colores, pirámides de 
arena, de madera y de hierro. Todo esto se amon- 
tonaba en pleno desorden, aquí y allá. Los cien- 
tos de vehículos y los millares de hombres pare- 
cían hormigas de un gigantesco hormiguero hun- 
dido. El fino polvo blanco no hacía daño a los 
ojos, lo envolvía todo como en una neblina. 


11 


Más lejos todavía, en la línea del horizonte, 
cerca de ur. largo tren de mercancías, se halla- 
ban los obreros ocupados en la descarga. Baja- 
ban por las planchas inclinadas, colocadas n 
cada vagón, ladrillos y barras de hierro que, al 
caer, llenaban la atmósfera de un ruido pene- 
trante. 

Los vagones vacíos se dirigían hacia el tren; 
los otros, cargados hasta arriba, se alejaban. 
Millones de sonidos se mezclaban allí, en un 
ruido incesante: los golpes de los martillos, de 
las hachas, los silbidos de las locomotoras y de 
las chimeneas; a veces las explosiones subterrá- 
neas que estremecían los alrededores. 

Era un cuadro sobrecogedor, impresionante. El 
trabajo humano se agitaba allí como un inmenso 
mecanismo muy complicado y muy preciso. Milla- 
res de hombres, ingenieros, albañiles, carpinte- 
ros, mecánicos, cerrajeros, cavadores, ebanistas 
y herreros, acudían allí desde diferentes rinco- 
nes de la tierra, para dar, obedeciendo a la ley 
férrea de la lucha por la existencia, todas sus 
fuerzas, capacidad, salud, su inteligencia y su 
energía, el genio del progreso industrial. 

Aquel día, Bobrov sentíase peor. Esto suce- 
díale muy raras veces: tres o cuatro al año, so- 
bre todo en las mañanas de otoño, cuando llovía, 
o en las noches de invierno, cuando helaba. En- 
tonces se ponía nervioso e irascible en extremo. 
Todo a su alrededor le parecía insulso, monóto- 
no; los rostros humanos, enfermizos y oscuros; 


12 


y las palabras, que llegaban de lejos, sólo le 
producían enojo. 

Sobre todo, irritábanle ahora, al atravesar el 
taller de los raíles, los rostros pálidos, ennegre- 
cidos por el carbón y resecados por el fuego, de 
los obreros. Viéndoles trabajar en la atmósfera 
cálida del hierro candente, mientras el viento 
frío de otoño penetraba por las puertas abiertas,. 
casi experimentaba un sufrimiento físico. En es- 
tos momentos, se avergonzaba de su exterior bien 
cuidado, de su ropa fina y de sus tres mil rublos. 
de sueldo al año. 


TI 


Se detuvo en un horno y siguió con la mirada 
el trabajo que se hacía en él. A cada momento 
abríase ampliamente la enorme boca flamante, 
para tragarse los grandes trozos de acero, de tres- 
cientos kilogramos cada uno, que salían en caldo 
de la enorme estufa. Un cuarto de hora más tarde, 
aquellos pedazos de acero, después de pasar, con 
un ruido formidable, por docenas de máquinas 
de rodaje, caían en el otro extremo, convertidos 
en largos rieles brillantes y pulimentados. 

Alguien puso la mano sobre el hombro de Bo- 
brov. Este se volvió, malhumorado, y vió a su 
colega, el ingeniero Sveyevsky. 

Este hombre, de busto un poco inclinado hacia 
adelante, como si estuviera siempre en actitud de 
saludar a alguien, con su eterna sonrisa—una 


13 


rtisita de contento—, y su hábito de frotarse las 
manos, no le gustaba a Bobrov. Había en él algo 
_ humillante, y al mismo tiempo una expresión' de 
ultraje y de maldad. Siempre estaba al corrien- 
te, antes que ninguno de sus colegas, de todas 
las intrigas y chismes, y los comunicaba a los 
Cemás con mucho regocijo, sobre todo a aquellos 
para quienes fuera desagradable. Al hablar, se 
agitaba mucho y tocaba a su interlocutor las 
manos, los hombros, los botones de la ameri- 
cana, 

—¡ Hace mucho tiempo que no se le ve a us- 
ted!—exclamó, con su risita antipática, apretan- 


do largo rato la mano de Bobrov—. ¡Se pasa us- 
ted mucho tiempo en casa leyendo! ¡Siempre le- 
yendo! 


—¡Buenos días! —respondió secamente Bobrov, 
retirando su mano—. No estoy bien del todo es- 
tos días. 

—La familia Zinenko le echa a usted mu- 
<ho de menos—dijo, subrayando sus palabras—. 
¿Por qué no va usted ya por su casa? Anteayer 
estuvo allí el director y preguntó por usted. Se 
hablaba de los altos hornos, y el director tuvo 
para usted elogios. 

—¡Muy complacido! — dijo irónicamente Bo- 
brov, saludando. 

—No; en serio... El director dijo que la admi- 
nistración aprecia a usted mucho, como ingenie- 
ro de grandes conocimientos, y que puede usted 
llegar muy lejos, si quiere. Según él, no había 


14 


por qué encargar el proyecto de la fábrica a in- 
genieros franceses, cuando se tiene al servicio 
de la Empresa hombres como usted. Pero... 

“Ahora va'a decir algo desagradable”, pensó 
Bobrov. 

—Pero el director dice que hace usted mal en 
aislarse tanto de la sociedad. Le da usted la im- 
presión de un hombre demasiado encerrado, con 
quien no sabe uno a qué atenerse... ¡Ah, sí, a 
propósito!... Sveyevsky se golpeó de pronto la 
frente. Estoy charla que charla y olvido preci- 
samente lo esencial: el director ruega a todos los 
ingenieros que mañana, al medio día, vayan a la 
estación. 

—¿Llega algún compañero? 

—¡Eso mismo! ¿A que no adivina usted quién? 

El rostro de Sveyevsky adquirió una expre- 
sión pícara y triunfante. Se frotaba las manos. 
Visiblemente sentía un gran placer de comuni- 
car la noticia sensacional. 

—No sé, a fe mía. No soy adivino. 

—Trate usted de adivinar, a pesar de todo. 

Bobrov guardó silencio y, con gran atención, 
siguió los movimientos de la máquina que estaba 
cerca de él. Sveyevsky lo notó, y su agitación 
aumentó. 

—¡No lo adivinaría usted nunca! Pues bien; 
para que no se rompa usted la cabeza: ¡Se espe- 
ra al mismo Kvachnin! 

Pronunció este nombre con tanto respeto ser- 
yil, que Bobrov quedó profundamente disgustado. 


15 


—¡Pues no veo la razón para entusiasmarse 
tanto!—dijo friamente. 

—¡Cómo! Pero ¿ignora usted lo que vale Kva- 
chnin? Puede hacer todo lo que quiera; el Con- 
sejo le escucha como a un oráculo. Así, ahora 
está encargado de la dirección, o más bien, se 
encargará por sí mismo de acelerar los traba- 
jos. ¡Verá usted lo qué va a pasar aquí cuando 
venga! Todo va a ser fuego y llamas. El año pa- 
sado, cuando visitó las nuevas construcciones, pu- 
so en la calle al director y a cuatro ingenieros... 
¿Estará pronto acabado el alto horno de usted? 

—Sí; la construcción está casi terminada. 

—Entonces, eso marcha bien. El mismo Kva- 
chnin presidirá la inauguración... ¿No le ha vis- 
to usted nunca? 

—No; pero, como es natural, he oído hablar 
de él. 

—Pues yo he tenido el placer de serle presen- 
tado. Es un tipo de los que no se encuentran ya. 
Todo Petersburgo le conoce. En primer lugar, es 
tan gordo que no puede juntar las manos sobre 
el vientre. ¿No lo cree usted? ¡Palabra de honor! 
Usa un coche especial, muy ancho. Es enorme- 
mente grande, rojo, y tiene una voz como las 
trompetas de Jericó. Pero ¡qué inteligente es, 
Dios mío! Es miembro del Consejo de adminis- 
tración de casi todas las Sociedades por acciones. 
Nada más que por siete sesiones al año, percibe 
200.000 rublos. Pero si hay que salvar ante los 
accionistas una situación comprometedora, no hay 


16 


sotro como él. El informe anual más dudoso ad- 
quiere tal fuerza en sus labios, que los accionis- 
tas quedan persuadidos de que todo va a maravi- 
lla, y se apresuran a darle las gracias. ¡Ah, qué 
listo es! Y lo más pintoresco es que no conoce 
€l negocio de que habla: es por el aplomo, por la 
“audacia, por lo que gana la causa. Mañana, al 
oír su discurso de inauguración, le parecerá a 
usted que toda su vida se ha ocupado de altos 
hornos, y, sin embargo, entiende tanto de ellos 
como yo de sánscrito. E 

Bobrov, fatigado por aquella charla, volvió la 
cabeza y se puso a tararear una canción. 

—Otro rasgo pintoresco — continuó Sveyevs- 
ky—. ¿Sabe usted cómo recibe a la gente en 
Petersburgo? Sentado en el baño, en cueros; no 
se ve más que su cabeza roja en la superficie del 
agua, y así sostiene la conversación. Sus interlo- 
<utores, con frecuencia grandes personajes, per- 
manecen de pie ante él, inclinándose respetuosa- 
mente... Es un gran tragón, un gastrónomo de 
los finos. En todos los buenos restaurantes en- 
contrará usted chuletas a la Kvachnin. Es tam- 
bién muy mujeriego... Hace tres años le sucedió 
una aventura extremadamente cómica... 

Viendo que Bobrov se disponía a marcharse, 
Sveyevsky le sujetó por un botón y dijo con voz 
suplicante: 

—Permítame usted que se la cuente... ¡Es tan 
chusca! Seré muy breve; dos palabras. Verá us- 
ted lo que pasó. Un joven llegó un buen día de 


17 


otoño a Petersburgo. Era un pobre emplea- 
do del Estado... He olvidado su nombre. Tenía 
un pleito por no sé qué herencia. Todas las ma- 
ñanas, al volver del Tribunal, pasaba por el Par- 
que de Verano, y se estaba allí un cuarto de ho- 
ra, sentado en un banco. Así pasaron los días. 
Pronto notó que un señor muy gordo paseaba por 
el Parque al mismo tiempo que él. Trabaron co- 
nocimiento. El señor gordo, que no era otro que 
Kvachnin, preguntó al joven los detalles de su 
pleito, manifestó por él un vivo interés y le com- 
padeció de todo corazón; pero no le dijo su ver- 
dadero nombre. Ahora bien, un día le hizo la 
proposición siguiente: “¿Quiere usted casarse con 
una muchacha, a condición de separarse de ella 
inmediatamente después de la boda y no intentar 
volverla a ver?” Hay que decir que el joven es- 
taba muerto de hambre. “Sí que quiero, dijo, si 
me pagan bien y me dan el dinero adelantado.” 
Como ve usted, no era tonto. El trato quedó he- 
cho. A la semana siguiente, Kvachnin vistió al 
joven con un traje negro y, al romper el alba, 
le condujo en coche a un sitio fuera de la ciu- 
dad, a una pequeña iglesia rural. Allí no había 
nadie más que la novia. Su rostro estaba cubier- 
to con un velo, pero se veía bien que era joven y 
bella. El cura dió principio a la ceremonia. El 
joven notó que la novia estaba muy triste, y le 
preguntó en voz baja: “¿Parece que no viene 
usted aquí de buena gana?” Ella le preguntó a 
su vez: “¿Parece que usted tampoco?” Al fin, se 


EL Dios 2 


18 


explicaron. El joven supo que la muchacha se 
veía obligada a aquel matrimonio por su madre, 
que, antes de venderla a Kvachnin, quería sal- 
var las apariencias. Después de reflexionar un 
poco, el joven dijo a la novia: “¿Quiere usted 
que les hagamos una trastada? Los dos somos jó- 
venes; tenemos delante de nosotros toda la vida; 
podemos ser felices.” La muchacha no carecía 
de valor y decisión. “Bien—dijo—; acepto.” Aca- 
bada la ceremonia, salieron de la iglesia, Kva- 
chnin estaba radiante. El joven había percibido 
ya la suma convenida, una cantidad bastante 
grande, porque en estos casos, Kvachnin es muy 
espléndido. Kvachnin se acercó a los recién ca- 
sados y les felicitó en tono irónico. Ellos le die- 
ron las gracias, le saludaron y, de pronto, se 
«comodaron en el coche. “¡Eh! ¿Qué es eso?—gri- 
tó Kvachnin—. ¿Dónde van?” “¿Cómo que dón- 
de vamos? A la estación: ¡vamos a hacer nues- 
tro viaje de novios! ¡Arrea, cochero!” Kvachnin 
quedó consternado, con la boca abierta... ¡Era tan 
chusco aquello! En otra ocasión, tuvo también un 
contratiempo... ¿Se va usted ya, Andrey Ilich ? 

Bobrov, con aire decidido, se puso el sombrero 
y se abotonó el capote. 

——Perdone usted—dijo secamente—. No tengo 
tiempo que perder. En cuanto a su anécdota, ya 
la había oído o leído en alguna parte. ¡Hasta la 
vista! 

Y volviendo la espalda a Sveyevsky, salió del 
taller con paso rápido. 


19 


TIT 


Cuando volvió de la fábrica, Bobrov almorzó 
rápidamente y salió al patio. El cochero Mitro- 
fan, a quien había ordenado que le preparara su 
caballo “Farvater”, estaba allí, haciendo gran- 
des esfuerzos por ensillar al animal. El caballo 
no le dejaba; volvía la cabeza hacia el cochero, 
y, jugando, mordía la manga de Mitrofan. El co- 
chero comprendía que aquello era juego; pero se 
encolerizaba y gritaba con bronca voz de bajo: 
“¡Quieto, animal! ¡O te inmovilizo para siem- 
pre!” 

“Farvater” era de talla mediana, ancho pecho, 
cuerpo largo, escurridas ancas; pero muy mus- 
culoso, y de patas sólidas, cubiertas de pelo es- 
peso. Originario del Don, tenía la cabeza muy pun- 
tiaguada, el cuello y las orejas muy largos, y las 
patas un poco corvas. No había en la fábrica un 
caballo que pudiera rivalizar con “Farvater” en 
rapidez, y Bobrov estaba muy orgulloso de él. 

El cochero Mitrofan le tenía también un gran 
afecto, lo que no le impedía, al ejemplo de todos. 
los cocheros rusos, tratarle con cierta severidad; 
evitaba cuidadosamente manifestarle su cariño, y, 
por el contrario, le injuriaba con frecuencia lla- 
mándole canalla, holgazán y mal penco. Pero le 
cuidaba infinitamente mejor que a los otros ca- 
ballos, cuyos nombres eran “Golondrina” y “Cher- 
nomoretz”, y que, aun perteneciendo a la fábrica, 


20 


estaban a disposición de Bobrov y se encontra- 
ban en su cuadra. 

—¿Le has dado de beber?—preguntó Bobrov 
al cochero. 

Este no sc dió prisa en responder, Al igual de 
todos los buenos cocheros rusos, era muy lento 
en sus movimientos y en su conversación. 

—¡Naturalmente, Andrey llich!—se dignó con- 
testar al fin—. Por supuesto, que le he dado de 
beber... ¿Quieres estarte quieto, cochino animal? 
—ceritó con cólera al caballo, que intentaba otra 
vez coger con los dientes la manga del cochero. 
Luego añadió: 

—¡Qué impaciente está hoy! No hay manera 
de sujetarle. Quiere dar una carrera con usted. 

No era cosa fácil montarle. Siempre que lo in- 
tentaba Bobrov, ocurría lo mismo. El caballo, al 
ver acercarse a su amo, bajó la cabeza y se puso 
a golpear el suelo con sus patas traseras, espar- 
ciendo el barro por todas partes. Bobrov, que ha- 
bía cogido la brida, trataba en vano de saltar so- 
bre su lomo. 

.«—¡Déjame, Mitrofan!—gritó al cochero, que 
quería ayudarle. Y al mismo tiempo, tirando con 
todas sus fuerzas de la brida, hizo levantar la 
cabeza al animal, y saltó sobre la silla. 

Al sentir las espuelas, “Farvater” se tranqui- 
lizó, y, moviendo la cabeza, salió al galope. 

La carrera rápida, el viento frío, que silbaba 
en sus oídos, el olor fresco, el aire de los campos 
húmedos, reanimaron a Bobrov. No estaba ya tan 


21 


abatido como por la mañana. Además, siempre 
que iba a casa de los Zinenko, experimentaba 
una tensión de nervios agradable y una ligera 
turbación. 

La familia Zinenko se componía del padre, la 
madre y cinco hijas. El padre desempeñaba en la 
fábrica el cargo de gerente de los depósitos. Aquel 
gigante perezoso, que tenía las maneras de un 
apacible hombre de bien, era, en realidad, un 
gran intrigante, que sabía arreglárselas perfec- 
tamente. Pertenecía a esa clase de hombres que, 
bajo la máscara de franqueza y sinceridad, adu- 
lan sin rebozo a sus jefes, denuncian a sus cole- 
gas y tratan de canallas a sus subordinados. El 
señor Zinenko estaba siempre pronto a disputar 
por cualquier bobada; levantaba la voz y no le 
permitía a nadie que le interrumpiera. Era muy 
glotón y gustaba de las canciones ukranianas, 
que solía tararear con una voz muy quebrada y 
desagradable. Sin darse cuenta, estaba dominado 
por su mujer, que era pequeña, enfermiza, de 
ojillos grises y aire de gran señora. 

Las chicas se llamaban Maka, Beta, Chura, 
Nina y Kasia. 

Cada una desempeñaba un cargo especial en la 
fábrica. Maka, una muchacha de perfil de pez, 
tenía fama de poseer un carácter angelical. Ha- 
bía pasado de los treinta. Cuando, en visita, se 
eclipsaba modestamente tras sus hermanas más 
jóvenes, los padres solían decir a sus conter- 
tulios: 


22 


—¡Esta Maka es la simplicidad en persona! 

Beta pasaba por muy inteligente. Gastaba len- 
tes, y se decía que tenía la intención de ingresar 
en la Universidad. Su cabeza aparecía siempre 
un poco ladeada; su andar era firme y presun- 
tuoso. Aburría a los hombres con sus discusiones 
interminables sobre la superioridad. de las muje- 
res. Con una ingenuidad exagerada, solía de- 
<irles: 

—Pues bien, ya que es usted tan psicólogo, dí- 
game cuál es mi carácter. . 

Cuando la conversación versaba sobre litera- 
tura o se discutía la cuestión de quién era supe- 
rior, Puschkin o Lermontov, Beta se colocaba en 
primera línea, como un elefante de combate. 

La tercera, Chura, tenía la especialidad de 
jugar a la baraja con todos los ingenieros céli- 
bes. En cuanto sabía que uno de sus compañeros 
de juego estaba para casarse, lloraba casi de 
rabia y elegía otro. El juego, naturalmente, iba 
acompañado de bonitas y encantadoras fullerías; 
Chura, coquetamente, llamaba antipático al que 
jugaba con ella, y le daba golpecitos en las ma- 
nos con las cartas. 

Nina era la favorita de la familia, una niña 
mimada. No se parecía en nada a las hermanas, 
con sus corpachones y sus caras vulgares. Sólo 
la señora Zinenko podría explicar, quizá, el ver- 
dadero origen de la belleza y de la finura de 
Nina, de su figurita esbelta, de sus manos aris- 
tocráticas, de sus orejitas rosadas y de su esplén- 


23 


dida y rizada cabellera. Los padres tenían pues- 
tas en Nina todas sus esperanzas y se lo permi- 
tían todo; devoraba bombones glotonamente, ce- 
ceaba al hablar y se vestía mejor que sus her- 
manas. 

La más pequeña, Kasia, tenía catorce años, 
pero era una chiquilla fenomenal, por su eleva- 
da estatura: su cabeza era más grande que la 
de su madre y su cuerpo más macizo aún que 
los de sus hermanas. Desde hacía mucho tiempo 
atraía las miradas ávidas de todos los jóvenes 
de la fábrica, privados de sociedad femenina, y 
sentíase orgullosa y contenta por ello, con esa 
falta de pudor característica en las muchachas 
precoces. 

Aquella división de empleos y de especialidades 
entre las cinco hermanas era muy conocida en la 
fábrica; un bromista llegó a declarar que el que 
quisiera estar de buenas con Zinenko, no tenía 
más que casarse con las cinco a la vez. Los in- 
genieros y los estudiantes, que iban a la fábri- 
ca para ejercitarse en la profesión, consideraban 
la casa de Zinenko como un hotel, y allí se pasa- 
ban el día comiendo mucho, bebiendo más aún, 
pero evitando cuidadosamente caer en las redes 
matrimoniales. 

La familia Zinenko no quería a Bobrov. La 
señora Zinenko, con sus gustos de pequeña bur- 
guesa, preocupada exclusivamente de las conve- 
niencias mundanas, no soportaba a Andrey llich, 
cuyas observaciones críticas, muy malvadas a ve- 


24 


ces, chocaban con todo aquel mundillo; en cam- 
bio, cuando cansado y nervioso, guardaba silen- 
cio durante veladas enteras, decían de él que era 
demasiado orgulloso y harto metido en sí. Sospe- 
chábase—y esto era lo más terrible—que escri- 
bía novelas, y que iba allí a observar, para des- 
cribir luego cuanto veía y oía. 

Bobrov notaba aquella “hostilidad sorda”; veía 
muy bien que no se le atendía como a los demás 
en la mesa y que la señora Zinenko le lanzaba a 
veces miradas de desprecio. Sin embargo, fre- 
cuentaba aquella casa. ¿Amaba a Nina? El mis- 
mo no hubiera sabido responder a esta pregunta. 
Cuando dejaba de verla tres o cuatro días, expe- 
rimentaba una dulce y melancólica tristeza. Evo- 
caba, en sus recuerdos, su figurita esbelta y gra- 
ciosa, la mirada de sus ojos negros, sombreados 
por largas cejas, el perfume de su cuerpo, que 
le recordaba el olor de las primeras yemas pri- 
maverales de un álamo. 

Pero cuando se le ocurría pasar en casa de 
Zinenko tres veladas seguidas, sentía un disgus- 
to profundo por aquella sociedad, por sus bana- 
les conversaciones, siempre las mismas, y por 
sus costumbres de un refinamiento vulgar. Entre 
las cinco señoritas y los caballeros que flirtea- 
ban con ellas, habíanse establecido, de una vez 
para siempre, relaciones de una frivolidad detes- 
table. Unos y otras fingían estar divididos en 
dos campos beligerantes; un caballero cogía por 
broma cualquier objeto perteneciente a una de 


25 


las hermanas, y juraba que no se lo devolvería; 
entonces las hermanas hacían una gentil mueca 
de disgusto, cuchicheaban entre sí, reñían al bro- 
mista y llenaban la casa con su risa artificial y 
desagradable. Esto se repetía a diario, en la mis- 
ma forma, con los mismos gestos y las mismas pa- 
labras. Y cuando Bobrov, después de pasar una ve- 
lada con la familia Zinenko, regresaba a su casa, 
sentía dolor de cabeza y tenía los nervios exci- 
tados. 

Vacilaba entre el deseo de ver a Nina, de opri- 
mir entre sus manos la manita siempre cálida 
de la muchacha, y el disgusto que le causaba todo 
cuanto veía en aquella casa. A veces, adoptaba la 
resolución definitiva de pedir a Nina en matri- 
monio. Comprendía muy bien que con su coque- 
tería provinciana, su frivolidad, su ligereza y su 
mala educación, Nina iba a convertir su vida en 
un infierno. Pero no era eso lo que le detenía; 
faltábale valor para hacerle una declaración amo- 
rosa. 

Al acercarse a Chepetovka, donde vivían los 
Zinenko, sabía de antemano todo lo que iba a ver 
y a oír; hasta se representaba la expresión de los 
rostros. Primero, cuando distinguieran su caba- 
llo a lo lejos, las señoritas, que siempre acecha- 
ban la llegada de algún hombre, empezarían a 
querer adivinar quién podría ser el que se acer- 
caba. Cuando le reconocieran al fin, la que hu- 
biera acertado empezaría a dar palmadas de 
triunfo, a saltar, a chascar la lengua y a gritar: 


26 


“¡Anda, anda, ya lo acerté!” Luego, correría a 
su madre y le anunciaría, con voz alegre: “¡Ma- 
má, el que viene es Bobrov. Yo lo acerté la pri- 
mera!” Después, la señora Zinenko, 'enjugando 
lentamente las tazas, diría a Nina—y no a otra 
de las cinco muchachas—, con el tono de quien 
da una noticia alegre e inesperada: “¡Ya lo sa- 
bes, mi pequeña Nina; tenemos la visita del se- 
ñor Bobrov!” Y, como final, todos manifestarían 
una gran sorpresa cuando entrara Bobrov, como 
si por la ventana no le hubieran visto llegar. 

“Farvater” se acercaba relinchando ruidosa- 
mente. Bobrov veía ya a lo lejos la casa de los 
Zinenko. Sus paredes blancas y su tejado rojo se 
descubrían apenas entre el follaje espeso de las 
lilas y las acacias. Un poco más abajo, al pie de 
la montaña, había un estanque rodeado de ár- 
boles. 

A la puerta de la casa vió una figura, en la 
cual, por la blusa, de un amarillo claro, que con- 
trastaba admirablemente con el moreno del ros- 
tro, reconoció en seguida a Nina. Se alzó sobre 
la silla, y se dispuso a bajar del caballo. 

—¡Viene usted montado otra vez sobre su al- 
haja! ¡No puedo ver a ese animal!—gritó ella 
desde lejos, con la voz alegre y caprichosa de un 
'niño mimado. 

Desde hacía mucho tiempo, había tomado la 
costumbre de hacer rabiar a Bobrov con motivo 
del caballo. Y, sin embargo, sabía muy bien cuán- 
to cariño sentía el ingeniero por el noble animal. 


27 


Era grata costumbre en aquella casa hacer ra- 
biar a todo el mundo con un pretexto cualquiera. 

Después de dar unos golpecitos en el cuello a 
su caballo y encomendarle a los cuidados de un 
criado, estrechó Bobrov la mano de Nina, y en- 
tró con ella en el salón. La señora Zinenko, que 
estaba a la mesa, junto al samovar, aparentó sor- 
prenderse mucho de la visita. 

—¡ Andrey Illich! ¡Al fin nos honra usted con 
su presencia!—exclamó. 

Y tendiéndole la mano para que la besara, le 
preguntó con su fuerte voz nasal: 

—¿Te? ¿Leche? ¿Manzanas? ¿Qué desea 
usted ? 

—Gracias, Ana Afanasievna—dijo él. 

—Merci out, ou merci non? 

Algunas palabritas francesas exornaban habi- 
tualmente la conversación de la familia Zinenko. 

Bobrov no quería nada. 

—Pues bien, entonces venga a la terraza: los 
jóvenes están allí jugando a no sé qué—propu- 
so complaciente la señora Zinenko. 

Cuando Bobrov hizo su aparición en la terra- 
za, las cuatro señoritas, a una, y en el mismo to- 
no que su madre, gritaron con fingida extra- 
ñeza: 

—¡ Andrey Ilich! ¡Qué sorpresa! ¡Cuánto tiem- 
po sin verle! ¿Qué quiere usted? ¿Te? ¿Leche? 
¿Manzanas? ¿No quiere usted nada? No lo ha- 
ga por cumplido. Pues bien; si no quiere usted 
nada, siéntese y tome parte en nuestro juego. 


28 


El juego siguió su curso. Con las jóvenes ha- 
bía tres estudiantes que erguían el torso, arquea- 
ban las piernas y adoptaban actitudes académi- 
cas, con una mano en el bolsillo de la levita; tam- 
bién estaba el ingeniero Muller, conocido por su 
belleza, su admirable voz de barítono y su estu- 
pidez ilimitada; finalmente, un señor silencioso, 
vestido de gris, de quien nadie hacía caso. 

El juego no estaba muy animado. Los hombres 
tomaban parte en él, con aire de condescenden- 
cia, como las personas mayores en los juegos de 
los niños; las señoritas cuchicheaban y reían con 
estrépito. 

Las sombras descendían del cielo. Tras los te- 
jados de la aldea vecina alzábase la luna roja. 

—¡Hijas mías, se hace ya tarde! ¡Venid!—gri- 
tó desde el comedor la señora Zinenko—. Rogad 
al señor Muller que nos cante algo. 

Un minuto después, casi todos estaban en el 
comedor. 

—¡Nos divertíamos mucho! —decían minuciosa- 
mente las hijas a la madre—. ¡Nos hemos reído 
más)... 

Nina y Bobrov se habían quedado en la terra- 
za. Ella se sentó en la balaustrada, abrazando 
con el brazo izquierdo el jarrón en que se apo- 
yaba, en una postura inconscientemente graciosa. 
Bobrov se sentó a sus pies, en un banquito, y mi- 
rándola a la cara, contemplaba sus bellos rasgos. 

—¡Ea, cuente usted algo interesante!—ordenó 
Nina con impaciencia. 


29 


—A fe mía, no sé qué contarle. Es muy difícil 
hablar a la voz de mando. He pensado algunas 
veces que quizá haya una colección especial de 
cuentos para las muchachas. 

—¡Vamos, que está usted imposible! Dígame, 
¿le sucede a usted alguna vez estar de. buen 
humor ? 

—Dígame usted a su vez, ¿por qué le tiene 
tanto miedo al silencio? Cuando la conversación 
se acaba, se siente usted disgustada. Se puede 
estar en comunión de ideas, no obstante guardar 
silencio. 

—Entonces, callémonos. 

—Si usted quiere... ¡La luna roja cuelga del 
cielo sobre nosotros! Todo calla a nuestro alre- 
dedor... ¿Qué más necesita usted ?... 

—Sí, sí, lo mismo que en Puschkin: “Aquella 
luna estúpida en aquel cielo estúpido...” A pro- 
pósito. ¿Sabe usted que 'Zinochka Markova se 
casa con Protopopov? ¡Es gracioso ese Protopo- 
pov! Zinoshka le respondió tres veces seguidas 
con una negativa rotunda, pero él no se desanimó 
y pidió su mano por cuarta vez. Lo tendrá que 
sentir: dice Zinochka que quizá llegue a estimar- 
le, pero que no le amará jamás! 

Bobrov, oyendo a Nina, experimentaba una 
profunda amargura. Detestaba aquel léxico in- 
sulso, tan corriente en la familia: “ella le ama, 
pero no le estima”; “ella le estima, pero no le 
ama”. Con estas expresiones triviales se explica- 
ban en aquella casa las relaciones tan complica- 


30 


das entre el hombre y la mujer, reduciéndolas a 
algo muy sencillo y superficial. Y para caracte- 
rizar las cualidades físicas, morales y espiritua- 
les de un hombre, no había más que dos pala- 
bras: “rubio” y “moreno”. 

Como para justificar su disgusto, Bobrov pre- 
guntó: 

— ¿Y qué es ese Protopopov? 

—-¿ Protopopov ? 

Nina reflexionó un instante. 

—(¿Cómo le diría yo?... Es alto, chato... 

—¿ Y eso es todo ? 

—Pero, ¿qué más quiere usted? ¡Ah, sí! Es 
empleado de Hacienda. 

—¿Y no le encuentra usted nada más? Pero 
vamos a ver, Nina Grigorievna, es imposible que 
no se encuentre, para caracterizar a un hombre, 
nada más que eso de que es chato y que está em- 
pleado en Hacienda. Piense usted: ¡hay tantos 
hombres interesantes, inteligentes, de talento! 
Hasta los hijos de los simples campesinos ob- 
servan la vida con una curiosidad insaciable, en 
tanto que usted, una jovencita instruída e inte- 
ligente, manifiesta una indiferencia absoluta por 
la vida, y se contenta con una docena de frases 
hechas, triviales. Sé de antemano que cuando en 
la conversación se hable de la luna, citará usted 
los versos de Puschkin: “Aquella luna estúpida 
en aquel cielo estúpido”, y cuando le refieran a 
usted algo que no pasa todos los días, citará otros 
versos: “La leyenda es muy bonita, mas no es 


31 


fácil de creer.” ¡Y así en todo, absolutamente en 
todo! Créame usted, se lo ruego: los hombres 
de corazón y de ingenio... 

—¡Le suplico que me deje en paz con su mo- 
ral!...—interrumpió Nina. 

Bobrov se calló, malhumorado. 

Durante algunos minutos, estuvieron el uno 
junto al otro, sin proferir una palabra, sin mo- 
verse. De pronto, oyeron la voz poderosa de Mu- 
ller que cantaba en el salón: 


En medio del gentío clamoroso 
de un baile, una noche te encontré por acaso, 
y te miré, mas no te pude ver 
a través del misterio que envolvía tu faz. 


Muller cantaba muy bien, y Bobrov le escu- 
chaba con placer. Ahora lamentaba haber ofen- 
dido a Nina. Pensaba que no había razón para 
exigir de aquella niña originalidad y audacia de 
pensamiento. ¿A qué fin? Es como un pájaro; 
dice lo primero que se le viene a la cabeza. Y 
¿quién sabe? Quizá aquello valía más que todas 
las eonversaciones espirituales sobre la emanci- 
pación de la mujer, sobre Nietzsche, o sobre la 
literatura moderna... 

—¡No se enfade usted, Nina Grigorievna!— 
dijo en voz muy baja—. Me he extralimitado y 
he dicho tonterías... 

Nina no respondió. Volvió la cabeza y se puso 
a mirar a la luna. 

El encontró en la oscuridad su mano, que caía 


32 


a lo largo del cuerpo, y apretándola tiernamen- 
te entre las suyas, murmuró: 

—Nina Grigorievna, yo le ruego... 

Entonces ella se volvió bruscamente hacia él, y 
estrechándole también amistosamente la mano, 
exclamó, con una voz en que había perdón y dul- 
ce reproche al mismo tiempo: 

—¡Ah, qué malo es usted! Siempre me está 
insultando, aprovechándose de que no puedo en- 
fadarme con usted... 

Y rechazando su mano trémula de emoción, 
echó a correr hacia las habitaciones interiores. 

Te veo sin cesar en mis sueños. 
No sé si esto es amor; 
pero creo que te amo... 
cantaba en aquel momento Muller, con voz emo- 
cionada y expresiva. 

“Pero creo que te amo”, repitió Bobrov, lan- 
zando un profundo suspiro y llevándose la mano 
al corazón, que le latía muy fuerte. 

“¿Por qué, pues—pensó—, me consumo en sue- 
ños insensatos de felicidad desconocida, fantás- 
tica, cuando está aquí, tan cerca de mí, una fe- 
licidad sencilla y profunda? Si una mujer es tier- 
na, afectuosa, graciosa, llena de consideraciones, 
¿qué más se puede exigir? No; los pobres hom- 
bres enfermos, nerviosos, no sabemos gozar las 
alegrías de la vida; las emponzoñamos con el ve- 
neno de nuestro análisis; desfiguramos, con nues- 
tras inquisiciones psicológicas los mejores senti- 
mientos y los pensamientos mejores. Una noche 


33 


serena, la presencia de una joven amada, una en- 
cantadora conversación sencilla, las leves discor- 
dias, seguidas de caricias... ¡Dios mío! ¿No es 
todo esto lo que hace la vida feliz ?...” 

Entró en el salón, alegre, atento, casi triun- 
fante. Sus ojos se encontraron con los de Nina, y 
leyó en ellos una tierna respuesta a sus pensa- 
mientos. “¡Será mi mujer!, se dijo con una ale- 
gría tranquila. 

En el salón se hablaba de Kvachnin. La seño- 
ra Zinenko, llenando la habitación con su fuerte 
voz, decía que pensaba llevar a “sus hijitas” a 
la estación para recibir a aquel personaje. 

—Es muy probable que quiera venir a visitar- 
nos. Por lo menos, hace ya un mes que me anun- 
ciaron su llegada en una carta de la sobrina del 
marido de mi prima Lisa Belokonskaya... 

—¿Es aquella misma Belokonskaya, cuyo her- 
mano está casado con la princesa Mujovetsky ?— 
preguntó el señor Zinenko, que no dejaba nunca 
de hacer la misma pregunta. 

—¡ Claro que sí, la misma! Es parienta lejana 
de Stremoujov, a quien tú conoces. Así, pues, Li- 
sa Belokonskaya me escribió que había trabado 
conocimiento con Kvachnin en una fiesta de so- 
ciedad y que le había recomendado que nos visi- 
tara cuando viniera aquí. 

—Pero ¿crees que podremos recibirle como es 
debido, Ninsia?—preguntó con inquietud Zinen- 
ko a su mujer. 

—¡Me hace gracia eso que dices, amigo mío! 


EL Dios 3 


34 


Hacemos lo que podemos. Ya comprendo muy 
bien que no habrá recepción capaz de sorprender: 
a un hombre que cobra 300.000 rublos al año. 

—¡Trescientos mil! ¡Dios mío!—exclamó Zi- 
nenko—. Pierde uno la cabeza nada más que de 
pensar en ello. 

—¡Trescientos mil! —suspiró Nina, como un eco. 

—;¡Trescientos mil! —clamaron a coro las de- 
más señoritas. 

—Sí, y todo ese dinero se lo gasta, hasta el úl- 
timo copec—dijo la señora Zinenko. 

Luego, como para responder a los pensamien- 
tos íntimos de sus hijas, añadió: 

—Está casado, pero se dice que no es feliz con 
su mujer. Ella no es nada interesante, y no sirve 
en absoluto para dar a la casa el brillo necesario. 
Pueden ustedes decir lo que quieran, pero, a mi 
juicio, la mujer debe estar a la altura de la po- 
sición de su marido. 

—;¡Trescientos mil!—repitió otra vez, como en 
sueños, Nina—. ¡Cuántas cosas se pueden hacer 
con ese dinero!... 

La madre pasó su mano por los cabellos de 
Nina, acaricándola, y dijo con tono reflexivo: 

—¡Ese es un marido que te convendría, hija 
mía! 

Aquellos trescientos mil rublos de renta anual 
habían como electrizado a toda la reunión. Se em- 
pezaron a contar anécdotas de la vida de los mi- 
llonarios, de sus comidas fabulosas, que costaban 
sumas fantásticas, de bailes y de caballos magní- 


35 


ficos. Se escuchaban estas anécdotas ávidamente, 
con los ojos brillantes. 

El corazón de Bobrov se oprimió de pena. No 
podía respirar en aquella atmósfera. Cogió su 
sombrero y salió silenciosamente a la calle. Na- 
die se dió cuenta de su partida. 

Cuando, a lomos de su caballo, se dirigía a su 
casa, recordaba la expresión de los grandes ojos 
negros de Nina, murmurando: “¡Trescientos mil 
rublos!” Y, súbitamente, recordó la anécdota que 
le había contado aquella mañana Sveyevsky. 

—¡Esta es también de las que se venden!-—pen- 
só, apretando con cólera los dientes y fustigando 
furioso a su caballo, ; 


v 


Al acercarse a su casa, Bobrov vió que había 
luz en las ventanas. 

“Debe de ser el doctor—se dijo—. Probable- 
mente estará tendido en mi diván, esperándome.” 

El doctor Goldberg era la única persona a quien 
Bobrov podía ver cuando se encontraba de mal 
humor. La presencia de este hombre tenía la vir- 
tud de calmarle. 

Quería sinceramente a aquel israelita sereno y 
despreocupado. Le amaba por su amplia inteli- 
gencia, su vivacidad de ingenio, su amor apasio- 
nado por las discusiones teóricas. El doctor ma- 
nifestaba siempre un vivo interés por cualquier 
problema, y lo discutía con entusiasmo juvenil. 


36 


Aunque Bobrov y el doctor no estaban jamás de 
acuerdo, y a veces eran sus discusiones muy aca- 
loradas, no podían prescindir el uno del otro y se 
veían a diario. 

Bobrov había adivinado; encontró al doctor 
tendido en un diván, leyendo un folleto, que acer- 
caba mucho a sus ojos miopes. Echando una mi- 
rada sobre el folleto, Bobrov reconoció su “Ma- 
nual de Metalurgia”, y una sonrisa floreció en 
sus labios. Sabía la costumbre del doctor de leer 
con el mismo interés, empezando siempre por la 
mitad, todos los libros y folletos que caían en 
sus manos. 

—¡Buenas noches! — dijo el doctor—. Ya he 
mandado preparar el te, sin esperar su lle- 
gada. 

Dejó el folleto y miró a Bobrov por encima de 
las gafas. 

—Bueno, ¿cómo está usted, querido Andrey 
Tlich? ¡Parece que no está usted de buen humor! 
¿Otra vez la melancolía ? 

—¡ Ah, doctor, qué insoportable es la vida! 

—¿Y por qué? 

—En general... todo es malo... Bien, doctor, ¿y 
su hospital? ¿Qué tal va ? 

—Así, así. Esta mañana he tenido un caso qui- 
rúrgico muy interesante. A fe mía, era gracioso 
y emocionante al mismo tiempo. Figúrese usted: 
llevan al Hospital a un enfermo... un joven alba- 
ñil de la aldea de Masal. Como usted sabe, todos 
los mozos de Masal son muy fuertes... verdade- 


37 


ros gigantes. “¿Qué es lo que tienes ?”, le pregun- 
to. “Señor doctor, me he herido en la mano cor- 
tando pan. La sangre corre sin parar.” Natural- 
mente, le examiné la mano; nada grave, un ara- 
ñazo. Ordené a mi ayudante que se la vendara. 
Pero el otro, vendada ya la mano, no se iba y se- 
guía esperando. “Bueno—le dije—, ya está todo; 
puedes irte.” “Es verdad—me respondió—. Le doy 
las gracias por haber mandado que me venden la 
mano, pero quisiera también que me examinara 
la cabeza; me duele un poco.” “¿Qué es lo que 
tienes? ¿Te han dado, quizá, algún golpe en la 
cabeza?” “¡Eso es—me respondió muy conten- 
to—. Anteayer, con ocasión de la fiesta, yo y mis 
camaradas bebimos un poco de vodka... quizá ba- 
rril y medio... y, naturalmente, comenzamos a 
disputar, y, después, a pegarnos. Uno de mis ca- 
maradas me dió un golpe en la cabeza con un pe- 
dazo de hierro. Al principio, no me dolía mucho; 
pero ahora empieza ya a dolerme...” Examiné la 
herida y quedé horrorizado: el cráneo estaba roto 
hasta su base; en la herida se podían meter los 
dedos fácilmente; las esquirlas del hueso penetra- 
ban en el cerebro... Ahora se encuentra en el Hos- 
pital, sin conocimiento. ¡Es desconcertante esta 
gente del pueblo! Niños y héroes al mismo tiem- 
po. Palabra de honor: creo que no hay más que 
el campesino ruso que pueda soportar un golpe 
como ese; cualquier otro, en su lugar, hubiera 
muerto inmediatamente. Y además, fíjese usted 
bien: el herido no guarda ningún rencor al que 


38 


le ha roto la cabeza. “En las riñas vuelan los 
golpes”—dice—y no hay que enfadarse con na- 
die.” 

Bobrov, con su látigo en la mano, se paseaba 
nervioso por la habitación y escuchaba al doctor 
distraídamente. El disgusto sentido en casa de los 
Zinenko no le había pasado aún. 

El doctor calló un instante; luego, viendo que 
Bobrov no estaba dispuesto a sostener la conver- 
sación, dijo afectuoso: 

—Escuche usted, Andrey Ilich, ¿quiere que 
durmamos un poco? Con una copita de ron, es 
cosa hecha. Esto le vendrá bien, en el estado en 
que usted se encuentra... En todo caso, no le ha- 
rá daño... : 

Bobrov aceptó. Se acostaron los dos en el mis- 
mo cuarto: el dueño, en la cama; el doctor, en 
el diván. Pero ni uno ni otro podían dormir. Gold- 
berg, oyendo suspirar y revolverse a su amigo, 
fué el primero en entablar la conversación. 

—-Pero, ¿qué es lo que le pasa, querido? ¿Por 
«qué se atormenta usted? Diga francamente lo 
«que le ocurre. Será un alivio... Además, yo no soy 
“para usted un conocido de ayer, y si le pregunto, 
mo es por curiosidad... 

Estas sencillas palabras conmovieron a Bobrov. 
Aunque estaba en relaciones muy amistosas con 
el doctor, ni uno ni otro jamás se habían dicho 
una sola palabra de su amistad: ninguno de los 
dos gustaba de hablar de sus sentimentos. El doc- 
tor fué el primero en descubrir su corazón; la 


39 


piedad que experimentaba por Bobrov y la oscu- 
ridad, le dieron valor para hacer aquella confe- 
sión. 

—¡Todo me disgusta, Osip Osipovich!—respon- 
dió dulcemente Bobrov—. En primer lugar, es 
penoso que yo sea empleado de la fábrica y esté 
bien pagado, a pesar de que detesto todo cuan- 
to ocurre en ella. Como hombre honrado, me pre- 
gunto: 

“¿Qué haces? ¿Por quién trabajas?” ¡Ay! La 
respuesta a estas preguntas no es para tranquili- 
zarme. Trabajo para que un centenar de rentistas 
franceses y una docena de canallas rusos se enri- 
quezcan. A sus bolsillos van a parar los millones 
ganados en la fábrica. ¡Y pensar que para esto 
he estado estudiando años y años!... 

—Perdone, pero no es razonable eso que dice 
usted—replicó el doctor, volviéndose hacia Bo- 
brov—. Usted quiere que los grandes burgueses 
se permitan tener ideales humanitarios. Desde 
que el mundo existe, la humanidad camina con 
el vientre por delante. Así ha sido siempre y así 
será en el porvenir. Debe usted alzarse por enci- 
ma de esos burgueses, sin concederles importan- 
cia. Conténtese usted con pensar que contribuye 

. al desarrollo de la humanidad, y que empuja el 
carro del progreso, como dicen los periódicos. Las 
acciones de las compañías marítimas dan gran:les 
dividendos; pero eso no impide que Fulton, el in- 
ventor de los buques de vapor, fuera un grande 
hombre y un bienhechor de la humanidad. 


40 


—¡ Ah, doctor! —dijo Bobrov haciendo una mue- 
ca—. Que yo sepa, usted no ha estado en casa 
de los Zinenko; y, sin embargo, habla usted exac- 
tamente lo mismo que ellos. Podría combatir to- 
dos sus argumentos con las teorías que usted mis- 
mo ha expuesto tantas veces. 

—¿Mis teorías? ¿Cuáles? ¡A fe mía, que no 
las recuerdo!... He olvidado... 

—¿Las ha olvidado usted? Vamos a ver: aquí 
mismo, en ese diván, usted ha fulminado contra 
los inventores y los ingenieros que, con sus des- 
cubrimientos y sus trabajos aceleran la marcha 
de la vida en un grado anormal. Les hacía usted 
responsables de la nerviosidad de nuestra época; 
decía usted que por culpa de ellos hay en la ac- 
tualidad, en el siglo XX, tantos neurasténicos, lo- 
cos, extenuados y suicidas. El telégrafo, el telé- 
fono, los trenes corriendo a ciento treinta kilóme- 
tros por hora, decía usted, han reducido las distan- 
cias a su más mínima expresión, las han suprimi- 
do casi. Esas invenciones, decía usted, han encare- 
cido el tiempo hasta el punto de que muy pronto se 
convertirá la noche en día y se vivirá una vida 
doble. Un asunto que antes requería meses ente- 
ros, ahora, gracias al telégrafo y al teléfono, se 
remata fácilmente en unos minutos. Pero ni aun 
esa velocidad diabólica satisface nuestra impa- 
ciencia. Pronto podremos vernos a la distancia de 
centenares o millares de kilómetros, por medio de 
un hilo especial. ¡Y pensar que hace poco tiempo, 
unos cincuenta años quizá, nuestros abuelos, cuan- 


41 


do querían emprender un viaje de la aldea a la 
ciudad, confesaban y comulgaban y llevaban pro- 
visiones suficientes para una expedición polar! Y 
nosotros, sus nietos, andamos a una velocidad ver- 
tiginosa, siempre adelante, ensordecidos por el 
ruido incesante de las máquinas gigantescas, 
aturdidos por la carrera loca, con los nervios ro- 
tos, los gustos pervertidos, agobiados por mil nue- 
vas enfermedades... ¿Se acuerda usted, doctor ? 
Esos son los argumentos de usted; no creo que 
pueda usted negarlos... 

El doctor hacía largo rato que quería meter 
baza. Se aprovechó de la pausa, y dijo: 

—Sí, querido, he dicho todo eso y no he cam- 
biado de opinión. Pero, amigo mío, a pesar de 
todo, hay que adaptarse. De otro modo, sería 
imposible vivir. Cada oficio tiene sus inconvenien- 
tes inevitables. Por ejemplo, nosotros, los médi- 
Cos... Si creyera usted que en nuestra profesión 
todo está claro y bien ordenado, como se escribe 
en los libros, se engañaría usted muchísimo. Fue- 
ra de la cirugía, no estamos seguros de nada, ab- 
solutamente de nada. Cada día inventamos nue- 
vas drogas, nuevos sistemas, olvidándonos de que 
entre mil organismos humanos, no hay dos que 
sean semejantes en lá composición de la sangre, 
en la actividad del corazón, en las cualidades físi- 
cas hereditarias, etc., etc. Nos hemos alejado del 
único camino justo, que es el de los hombres pri- 
mitivos y los animales, que sabían curarse las en- 
fermedades mejor que los doctores con diploma. 


42 


Atiborramos a los enfermos de fenacetinas, co- 
caínas y demás remedios, pero nos olvidamos de 
“que a veces puede curarse a un enfermo con un 
vaso de agua pura, a condición, por supuesto, de 
hacerle creer que aquel agua tiene una gran vir- 
tud contra su enfermedad. Créame usted, en el 
90 por 100 de los casos, es precisamente esa fe 
la que cura. Y nosotros, los médicos, nos servi- 
mos mucho de ella, imponiéndosela a los enfer- 
mos. Un buen médico, amigo mío, me decía una 
vez que los cazadores cuidan a sus perros enfer- 
mos con más inteligencia que nosotros cuidamos 
a los pacientes. ¿Verdad, amigo mío, que esto no 
-es como para sentirse muy orgulloso? A pesar de 
todo, no permanecemos con los brazos cruzados. 
Hacemos lo que podemos. La vida es así: impone 
compromisos. Aliviamos, después de todo, los do- 
lores de nuestros enfermos, aunque no sea más 
que por.nuestro aplomo, nuestro aire grave y sa- 
bio, que les inspira fe. Esto ya es algo... 

—Son ustedes demasiado modestos. A veces, 
hacen ustedes grandes cosas. Por ejemplo, ese al- 
bañil de que usted me ha hablado. Le ha extraído 
usted unas esquirlas del cráneo... 

—;¡Bah!... ¡Un cráneo arreglado!... No es gran 
cosa. En cambio, ustedes, los ingenieros, dan tra- 
bajo a un número incalculable de hombres. Ya en 
la escuela nos enseñaban que el zar Boris Godu- 
nov, “para atraerse el amor del pueblo”, empren- 
dió grandes construcciones públicas que daban 
trabajo a un ejército de obreros. Ustedes siguen 


43 


su ejemplo. Sí, verdaderamente, ustedes los inge- 
nieros son de una gran utilidad. 

A estas palabras, Bobrov saltó furioso y se sen- 
tó en la cama. 

—¿Habla usted de nuestra utilidad ?—exclamó. 
¡Sí que está bueno! Para ponerse al tanto del 
«bien que hacemos a los trabajadores, voy a citar- 
le algunos datos estadísticos muy concluyentes. 
Escúcheme bien. 

Y comenzó su exposición con voz doctoral y me- 
tódica, como si estuviera en la cátedra: 

—Está probado que el trabajo en las minas, en 
las explotaciones metalúrgicas y en la fábricas, 
acorta las vidas obreras 'en una cuarta parte. Na- 
turalmente, no hablo de las catástrofes, los acci- 
dentes, etc., que son bastante frecuentes y cues-. 
tan millares de existencias humanas. Como médi- 
co, usted debe saber mejor que yo, qué estragos 
hacen, entre los desgraciados esclavos del trabajo, 
la sífilis, el alcohol, la vida en condiciones abo- 
minables, en barracas antihigiénicas, en el sub- 
suelo... Espere usted un momento antes de contes- 
tar. Dígame, ¿ha visto usted entre los obreros, 
muchos que hayan pasado de los cuarenta o los 
cuarenta y cinco años? Yo no los he visto. En 
otros términos, esto quiere decir que un obrero 
sacrifica al capitalista tres meses de su vida al 
año, una semana al mes, o, más claramente, “seis 
horas” al día. Pero viga lo que le voy a decir aún. 
Aquí en la fábrica, con los seis altos hornos, da- 
remos pronto trabajo a treinta mil obreros. El zar 


44 


Boris Godunov no hubiera podido soñar con ci- 
fras semejantes. Y esos treinta mil hombres sa- 
crificarán cada día ciento ochenta mil horas de su 
vida; es decir, siete mil quinientos días... Si calcu- 
la usted el número de años que hace esto... 

—Eso hará unos veinte años—dijo el doctor. 

—¡Sí, veinte años sacrificados en un solo día! * 
—exclamó Bobrov—. En dos días, nuestra maldi- 
ta fábrica devora cuarenta años; es decir, un 
obrero entero! ¡Ah, Dios mío! Los pueblos sal- 
vajes, los asirios, o como se les quiera llamar, 
sacrificaban hombres vivos a sus ídolos Moloch, 
Dagón y demás. Pero aquellos dioses crueles ru- 
girían de indignación y de cólera si oyeran las 
cifras que le acabo de citar a usted: no se les sa- 
crificaba tanto como se sacrifica hoy a los dioses 
del progreso contemporáneo... 

Aquella estadística poco vulgar no se le había 
ocurrido hasta entonces a Bobrov. Como todos los 
hombres impresionables, caía a veces en ideas in- 
esperadas durante la conversación. Aquellas ci- 
fras impresionaron profundamente a los dos ami- 
gos. 

—-Sí, eso es espantoso! —dijo el doctor—. Su es- 
tadística quizá no sea muy exacta, pero sin em- 
bargo... cuando se piensa en eso... 

—¡Ah, mi querido amigo! — continuó Bobrov, 
con dolor aún más intenso—. Podría establecerse 
una estadística exacta de la cantidad de vidas 
humanas que el progreso sacrifica a cada paso que 
da. El famoso carro del progreso deja tras sí víc- 


45 


timas innumerables, aplastadas por su marcha 
triunfante. Cada invento, cada nueva máquina, se 
pagan con sufrimientos y sangre. ¡Ya ve usted 
lo que es nuestra famosa civilización! Pudiera re- 
presentarse con números, cuyas unidades serían 
máquinas y los ceros existencias humanas. 

—Pero, vamos a ver, amigo mio—replicó el 
doctor, aturdido por la argumentación de Bobrov. 
—No tendrá usted, sin embargo, la pretensión de 
predicar a la humanidad la vuelta a las formas 
primitivas del trabajo. Y, luego, ¿por qué no mi- 
rar más que el lado negro? Existe, además, en la 
fábrica una escuela, una iglesia, un buen hospital, 
una asociación de crédito para los obreros... 

Bobrov saltó de la cama, y, descalzo, se puso a 
pasear nerviosamente por la habitación. 

—;¡ Hospital, escuela! ¡Todo eso son bagatelas, 
juguetes para filántropos sentimentales como us- 
ted! Eso es una concesión a la opinión pública. 
En realidad, no se preocupan más que de una sola 
cosa: sacar del obrero el máximo esfuerzo. ¿Sa- 
be usted que es “finish” ? 

—Eso creo que es un término técnico de las 
carreras de caballos. 

—Perfectamente. Se llama así a los últimos cien 
o doscientos metros que el caballo tiene que reco- 
rrer para llegar a la meta. Si llega, ya puede re- 
ventar. “Finish” es el esfuerzo máximo, y para obli- 
gar al caballo a hacer ese esfuerzo, se le fustiga 
sin piedad. Luego, si cae con la espina dorsal 
rota, las patas quebradas, peor para él: nadie 


46 


se ocupa ya de un caballo que no vale para nada. 
Pues bien, entre nosotros es igual. Todo está dis- 
puesto de suerte que salga de los obreros el má- 
ximo esfuerzo; después, ya puede reventar. ¡Y us- 
ted quiere consolarlos con sus escuelas y sus hos- 
pitales! ¿Ha visto usted el trabajo de los altos 
hornos? Requiere obreros con nervios de hierro, 
músculos de acero y la habilidad de un artista de 
circo. Cada uno de ellos se expone varias veces 
al día a peligros mortales y los evita únicamente 
con su sangre fría; y ¿qué es lo que gana por 
ese trabajo peligroso? 

—Sin embargo, mientras la fábrica exista, ese 
hombre no padece hambre. ¡ 

—¡No diga usted niñerías, doctor!—respondió 
Bobrov, sentándose junto a la ventana—. El obre- 
ro depende ahora más que nunca de la demanda. 
general de trabajo, de las combinaciones de bol- 
sa, de toda una serie de intrigas. Toda empresa 
grande, antes de ponerse en movimento, tiene al- 
rededor una turba de explotadores. Tome usted 
por ejemplo, la nuestra: está fundada por una 
pequeña compañía de capitalistas, cuyos proyec- 
tos eran modestos. Pero una banda de ingenieros, 
directores e intermediarios devoró en seguida el 
capital. Construyéronse edificios que no servíam' 
para nada, y hubo necesidad de derribarlos en se- 
guida con dinamita. En una palabra, los fundado- 
res se vieron pronto obligados a venderlo todo con 
un noventa por ciento de pérdida. Sólo entonces se 
conoció el juego de toda aquella banda criminal: 


47 


trabajaba por cuenta de otra Compañía de capi- 
talistas que quería, a toda costa, arruinar a sus 
concurrentes y comprar la fábrica por poco más 
de nada. Ahora la Empresa, desmesuradamente 
engrandecida, marcha muy bien. Pero yo sé que 
ochocientos obreros, cuando quebraron los prime- 
ros fundadores, no percibieron el jornal de dos me- 
ses. ¡Esa es la garantía del trabajo! Basta que las 
acciones de una Sociedad bajen en Bolsa, para que 
el salario del obrero baje también. Y usted debe 
saber por qué procedimientos se hacen subir o ba- 
jar las acciones. Basta llegar a Petersburgo y de- 
cir confidencialmente a un agente de Bolsa cual- 
quiera que se desean vender acciones por valor de: 
trescientos mil rublos, pero a condición de que nadie 
conozca el proyecto de antemano; luego, se le di- 
ce lo mismo a un segundo, a un tercero y a un 
cuarto agente, siempre en tono confidencia!..., e in- 
mediatamente las acciones bajan unas cuantas do- 
cena de rublos. Cuanto más secretamente se pro- 
ceda, con más regularidad y rapidez bajan las ac- 
ciones. El trabajo está, pues, bien garantizado, 
¿no es verdad ? 

Bobrov abrió la ventana. El aire fresco penetró: 
en la habitación. 

—;¡Mire usted, doctor! —exclamó señalando con 
el dedo la fábrica. 

Goldberg se irguió, apoyándose sobre el codo, 
y miró en la dirección indicada. En el inmenso es-- 
pacio que se veía hasta el horizonte, brillaban: 
en la noche montones de piedra calcárea, disper- 


48 


sos por todas partes. Llamas azuladas y verdes 
danzaban en la superficie. El cielo, por encima de 
la fábrica, estaba rojo como durante un incendio. 
En el fondo, dibujábanse muy distintamente las 
partes superiores de las chimeneas, mientras las 
inferiores desaparecían en una niebla grisácea que 
se levantaba de la tierra. Aquellas bocas gigan- 
tescas escupían continuamente espesas columnas 
de humo, que, en lo alto, formaban una sola nube 
gruesa, caótica, ora blanca como el algodón, ora 
gris como el plomo, que se alejaba lentamente 
hacia el Este. Monstruosas linternas, que parecían 
descender del cielo, arrojaban luces blanquecinas 
sobre los contornos. Aquellas luces temblorosas 
proyectaban fantásticos matices en la nube de 
humo que se cernía sobre el conjunto. De vez en 
cuando una tempestad de fuego y de humo irrum- 
pía de los altos hornos, con un ruido semejante al 
del trueno. En esos momentos, toda la fábrica, 
con sus innumerables talleres, casas y depósitos, 
aparecía iluminada por la claridad lúgubre y es- 
pantosa de los altos hornos; las torres de hierro 
semejaban torreones «le un viejo castillo legen- 
dario. En filas regulares, ascendían al cielo las 
llamaradas de los hornos donde ardía el coque. A 
veces algunos de estos hornos resplandecían de 
tal modo, que semejaban los ojos sangrientos de 
un gigante. La luz eléctrica unía su claridad páli- 
da con la llama púrpura del hierro ardiente. Por 
todas partes se oía un ruido infernal. 

El rostro de Bobrov estaba iluminado por el 


49 


lúgubre resplandor de la fábrica; sus ojos brilla- 
ban, sus cabellos caían en desorden sobre la 
frente. 

—¡Helo aquí! —gritó iracundo—. ¡Ese Moloch 
nunca harto.de sangre humana! ¡Oh, sí, sí; eso es 
el progreso, la cultura floreciente, las máquinas 
grandiosas. Pero, piénselo usted... ¡Veinte años 
de vida en un día! Le juro a usted que a veces yo 
mismo me considero como un asesino... 

“¡Dios mío, se vuelve loco!”, se dijo el doctor 
horrorizado. E intentaba calmar a Bobrov. 

—¡No hablemos más de eso, querido amigo, se 
lo ruego! No vale la pena atormentarse por todas 
esas cosas. Mejor es que cierre usted la ventana; 
hay humedad y puede usted coger un resfriado. 
Vuélvase usted a la cama; voy a darle a usted un 
poco de bromuro. 

“¡Es un verdadero maniático!”, pensó, mientras 
conducía a Bobrov al lecho. 

Bobrov se dejó llevar; pero cuando estuvo ya 
en la cama, se echó a llorar, con espasmos his- 
téricos. 

El doctor permaneció al lado de su amigo has- 
ta una hora avanzada de la noche, acariciándole 
los cabellos y tratando de calmarle con palabras 
afectuosas. 


VI 


Al día siguiente tuvo lugar la recepción so- 
lemne de Basilio Terentevich Kvachnin en la es- 
tación de Ivankovo, la más próxima a la fábri- 


EL Dios 4 


50 


ca. A las once de la mañana estaba allí toda la 
administración. Sentíase una general inquietud. 
El director, Sergey Valerianovich Chelkovnikov,. 
bebía sin cesar agua de Seltz, sacaba a cada ins- 
tante el reloj y, sin mirarlo, lo volvía de nuevo 
al bolsillo, automáticamente. Su angustia se re- 
velaba en ese movimiento;.su rostro, bien cuida- 
do, de hombre de mundo, conservaba la tranqui- 
lidad habitual. No era un secreto para nadie que 
Chelkovnikov sólo era un director oficial, nomi- 
nal. En realidad, el verdadero director era el in- 
geniero belga Andrea, de origen medio polaco, 
medio sueco. Nadie sabía la situación verdadera 
de este hombre en la fábrica, pero sí que era om- 
nipotente. Su despacho estaba al lado del de 
Chelkovnikov y comunicaba con él. Chelkovni-- 
kóv no se atrevía nunca a aprobar ningún infor- 
me, como no llevase una leve señal de lápiz hecha 
por el señor Andrea y convenida de antemano en- 
tre los dos. En los casos imprevistos en que se 
le pedía opinión al señor Chelkovnikov, éste fin-- 
gía estar muy preocupado y decía a su interlo- 
cutor: 

—Dispénseme, pero no puedo concederle un 
solo minuto... ¡Tengo tanto que hacer! Tenga la 
bondad de exponer el asunto al señor Andrea. 
Después me informará él de la cuestión. 

La Dirección debía mucho al señor Andrea, 
quien le había prestado servicios considerables. 
El había concebido en su conjunto el proyecto 
grandioso y canallesco de la ruina del primer 


51 


equipo capitalista; él había realizado el plan y lo 
había conducido hasta su fin. Sus proyectos de 
construcciones y de explotación eran admirable- 
mente sencillos, y todo el mundo los apreciaba co- 
mo la última palabra de la ciencia. Poseía todas 
las lenguas europeas, y su instrucción abarcaba 
otros dominios que los de su especialidad. 

De todos cuantos se hallaban en la estación es- 
perando la llegada de Kvachnin, sólo el señor 
Andrea, con su figura de tísico y su cara de mo- 
no, conservaba su impasibilidad habitual. Llegado 
el último a la estación, se paseaba tranquilamen- 
te por el andén, con las manos en los bolsillos de 
sus anchos pantalones y con su eterno cigarro en 
la boca. Sus ojos claros reflejaban la amplia inte- 
ligencia de un sabio, la voluntad de hierro de un 
aventurero. Miraba en derredor con indiferencia. 

Nadie se sorprendió de ver llegar a la estación 
a la familia Zinenko. Desde hacía mucho tiempo 
se la consideraba como estrechamente ligada a 
todo lo concerniente a la fábrica. Cuando llegaron 
las muchachas, llenóse la fría y oscura sala de 
espera de una animación ficticia y de una risa ar- 
tificial. En seguida las rodearon los ingenieros jó- 
venes. Las señoritas se pusieron a la defensiva, 
sirviéndose de armas usadas y bien conocidas de 
todos; la superioridad de la mujer, la perfidia del 
hombre, etc. En medio de la agitación de sus hi- 
jas, la señora Zinenko, pequeña, vivaracha, no po- 
día permanecer quieta un segundo y parecía una 
gallina entre sus polluelos. 


52 


Bobrov, fatigado, casi enfermo a consecuencia 
de la emoción de la noche última, estaba sentado, 
solo, en un rincón de la sala, fumando sin cesar. 
Cuando la familia Zinenko hizo su aparición rui- 
dosa, experimentó un doble sentimiento: por un 
lado, estaba profundamente avergonzado de la 
falta de tacto que denotaba en ellas el haber ve- 
nido; por otro, sentíase feliz viendo a Nind, a 
quien la marcha rápida había enrojecido el ros- 
tro y animado los ojos brillantes, vestida con ele- 
gancia, y, como sucedía frecuentemente, mucho 
más bella de lo que Bobrov se la figuraba en su 
imaginación. En su corazón enfermo y atormen- 
tado se despertó el ardiente deseo de un amor 
tierno y poético, la sed de caricias afectuosas de 
la mujer amada. 

Acechaba la ocasión de acercarse a Nina; pero 
ésta, entretenida en alegre charla con dos estu- 
diantes, que bromeaban con ella, reía muy alto, 
enseñando su hermosos dientes blancos, más co- 
queta y más fogosa que de costumbre. Sus ojos 
se encontraron dos o tres veces con los de Bobrov; 
le pareció al ingeniero que las miradas de la jo- 
ven le preguntaban algo, con expresión amis- 
tosa. 

Un prolongado campaneo en el andén anunció 
que el tren esperado había salido de la estación 
inmediata. Los ingenieros empezaron a agitarse. 
Bobrov, con una sonrisa irónica en los labios, ob- 
servaba la actitud inquieta de aquellos hombres, 
que se conducían como escolares que aguardan la 


53 


llegada de un maestro severo. Todos manifesta- 
ban una gran ansiedad; los rostros adquirieron 
una expresión grave, las manos investigaron fur- 
tivamente si el tocado estaba en orden, los ojos 
se volvieron hacia el andén. Pronto abandonaron 
todos la sala de espera, para salir al encuentro 
del tren. 

Bobrov salió también al andén. Las señoritas, 
abandonadas por sus acompañantes, se agrupa- 
ron cerca de la puerta, bajo la protección de su 
madre. Nina, encontrando la mirada de Bobrov, y 
como adivinando que quería hablarle a solas, dió 
algunos pasos hacia él. 

—¡Buenos días! ¿Cómo está usted hoy tan pá- 
lido? ¿Está usted enfermo ?—dijo apretándole la 
“mano con una fuerte y cariñosa presión y fijan- 
do en él una mirada acariciadora y seria—. ¿Por 
qué se marchó usted anoche tan temprano, sin 
decirme ni siquiera adiós? ¿Está usted enfadado ? 

—Sí y no—respondió él sonriendo—. No, por- 
que no tengo ningún derecho a enfadarme. 

—¡Eso sí que es curioso! Todo el mundo tie- 
ne derecho a enfadarse, sobre todo si sabe que 
hay quien se interesa por su opinión. ¿Y por qué 
fué el enfado? 

—Porque... Mire usted, Nina Grigorievna—dijo 
Bobrov sintiéndose de improviso lleno de valor—. 
Ayer, cuando estábamos los dos en la terraza... 
¿Se acuerda usted ?... He vivido, gracias a usted, 
muchos momentos inolvidables. Comprendí que si 
usted quisiera, podría hacerme el hombre más fe- 


54 


liz del mundo... Es necesario que se lo diga a us- 
ted todo... No es cosa de dejar a un lado eterna- 
mente esta cuestión.. Por otra parte, estoy segu- 
ro de que usted ha adivinado hace mucho tiempo... 

No terminó: el valor que acababa de sentir le 
abandonó de nuevo. 

—¿ Adivinado qué?—preguntó Nina, con una 
indiferencia fingida, pero con voz ligeramente 
temblorosa y los ojos bajos. 

Esperaba una declaración de amor, que es siem- 
pre cosa que turba los corazones de las jóvenes, 
participen o no de aquel sentimiento. Sus meji- 
llas enrojecieron. 

—Ahora, no... otro día cualquiera...—balbuceó 
Bobrov—. Ni el sitio ni las circunstancias se 
prestan a que se lo diga ahora. No, no; se lo su- 
plico; ahora, no... 

—Como usted quiera. Pero, al menos, dígame: 
¿por qué se enfadó usted ? 

—Mire usted, anoche entré yo en su salón muy 
feliz, profundamente conmovido y... 

—Quedó usted desagradablemente sorprendido 
por la conversación sobre las riquezas de Kva- 
chnin, ¿no es eso?—preguntó Nina, con ese don 
de adivinación que poseen a veces hasta las mu- 
jeres poco inteligentes—. Sí, ¿he adivinado ? 

Acercó su rostro al de él y lo envolvió en una 
mirada profunda y acariciadora. 

—Responda usted francamente; no debe usted 
ocultar nada a su amiga. 

Hacía tres o cuatro meses, dando un paseo en 


55 


bote, en presencia de numerosos concurrentes, Ni- 
na, turbada y estremecida por la belleza de la no- 
che de verano, había ofrecido a Bobrov su amis- 
tad eterna. El aceptó aquel ofrecimiento muy en 
serio, y durante una semana la llamó su amiga, 
como ella le llamaba su amigo. Y cuando le de- 
cía con su voz lánguida y expresiva “amigo mío”, 
éstas dos sencillas palabras hacían latir su cora- 
zón más deprisa que de costumbre. Ahora, recor- 
dó aquel juego ingenuo, y respondió suspirando: 

—Bien, “amiga mía”, voy a decírselo todo, por 
más que ello no es fácil. Mis sentimientos hacia 
usted son de una rara duplicidad. Hay momentos 
en que tiene usted el don de hacerme feliz con 
una sola palabra, con un movimiento, con una mi- 
rada. No me sería posible decirla hasta qué pun- 
to me hace usted feliz. Me faltan palabras. Creo 
que lo habrá visto usted misma, ¿verdad ? 

—Si, lo he notado muchas veces—dijo ella con 
voz apenas perceptible y bajando los ojos. 

—Y luego, de pronto, se convierte usted de nue- 
vo en una señorita provinciana, de conversación 
banal, y de maneras... ¿cómo diría yo?... de ma- 
neras un poco vulgares. Dispénseme usted por 
esta franqueza. No se lo hubiera dicho a usted si 
eso no me hubiera hecho tanto daño... 

—También me había dado cuenta de ello... 

—¡Ya ve usted! Yo estaba seguro de que usted 
tiene un corazón tierno y sensible. Pero, siendo 
así, ¿por qué no es usted siempre como ahora ? 

Acercó de nuevo su rostro al de Bobrov, y has- 


56 


ta hizo un movimiento para coger su mano. Los 
dos paseaban por el extremo desierto del andén. 

—Usted no me ha querido comprender nunca, 
Andrey Ilich—dijo con reproche—. Es usted de- 
masiado nervioso e impaciente. Exagera usted to- 
do lo que hay en mí de bueno; pero, en cambio, 
no quiere usted nunca perdonarme el que sea co- 
mo soy. Viviendo donde vivo, no puedo ser de otro 
modo. Si fuera otra, estaría en ridículo; sería 
una nota discordante en mi familia. Soy demasia- 
do débil, y si he de decir la verdad, demasiado 
insignificante para luchar por mi independencia. 
Voy adonde va todo el mundo, considero las co- 
sas como los que me rodean. Pero no crea usted 
que no comprendo yo misma mi nulidad. La com- 
prendo muy bien. Con los demás no me pesa... 
Pero con usted, ya es otra cosa. Sí, con usted es 
ya muy otra-cosa, porque... porque... 

Tuvo un momento de vacilación. 

—En fin, eso no tiene importancia. Usted es 
otro hombre, que no se parece en nada a los que 
me rodean. Jamás me he encontrado con un hom- 
bre como usted... 

A ella misma le parecía que hablaba con toda 
sinceridad. La frescura del aire otoñal, el ruido 
y el movimento del andén, la emoción de su pro- 
pia belleza, el placer de sentir sobre su rostro 
las miradas amorosas de Bobrov... todo esto la 
electrizaba hasta ese punto en que las naturale- 
zas histéricas mienten por inspiración deliciosa, 
y, sin embargo, inconscientemente. Ella misma se 


57 


admiraba representando el papel de joven moder- 
na, que tiene necesidad de un apoyo moral, y le 
gustaba decir a Bobrov cosas agradables. 

—Bien sé que usted me cree coqueta. ¡No, no 
se moleste en negarlo, se lo ruego! Quizá tenga 
usted razones para creerlo. Así, pues, soy un poco 
frívola con el señor Muller, me río escuchando su 
charla. Pero, ¿si usted supiera hasta qué punto 
me disgusta ese querubín de escaparate? O esos 
dos estudiantes... Un hombre guapo es desagra- 
ble sólo porque él mismo admira su belleza. Po- 
drá usted crerme o no; pero yo siempre experi- 
mento más simpatía por los hombres feos. 

Bobrov lanzó un suspiro. ¡Ah! No era la pri- 
mera vez que las mujeres le decían estas frases 
a modo de consuelo: que no siempre rechazan a 
los hombres feos. 

—Ahora, ¿puedo esperar—dijo con un tono iró- 
nico, en el que había mucha amargura—que al- 
guna vez me honre usted también con esa sim- 
patía ? 

Nina cambió repentinamente. 

—No, no; no me ha comprendido usted. Inter- 
preta usted siempre las palabras de un modo ex- 
traño. ¿Quiere usted absolutamente que me pon- 
ga a echarle flores? ¡Vamos, señor! 

Estaba un poco confusa por su desgraciada fra- 
se, y para cambiar el tema de la conversación, 
preguntó en un tono imperioso y un poco frí- 
volo: 

—Bueno, ¿qué es lo que me quería usted decir 


58 


cuando las circunstancias fueran más favorables? 
Dígamelo en seguida. ¡Lo quiero! 

—No sé... ¡ya no me acuerdo!—dijo Bobrov, 
calmado y frío. 

—¡ Pues bien, le voy a refrescar la memoria, mi 
impenetrable amigo! Me hablaba usted de lo que 
había ocurrido ayer en casa, de los instantes fe- 
lices que había pasado usted a veces junto a mí. 
Luego me dijo usted que, probablemente, me ha- 
bría dado cuenta yo misma...; pero ¿de qué es de 
lo que me debía haber dado cuenta? No terminó 
usted su pensamiento. Dígamelo, pues, ahora. 
¿Oye usted? ¡Lo exijo! 

Le miraba fijamente, con ojos en que bri- 
llaba una sonrisa pícara, llena de promesas y, al 
mismo tiempo, de ternura. El corazón de Bobrov 
estaba tan rebosante de felicidad, que sintió de 
nuevo el valor que momentos antes le había aban- 
«donado. 

“¡Ella sabe muy bien lo que le quiero decir 
—pensaba—, pero desea oír mi confesión!” 

Habíanse detenido al final del andén. Nadie lle- 
gaba hasta allí. Los dos estaban emocionados. 
Nina esperaba la confesión, encontrando un pla- 
cer exquisito en aquel juego; Bobrov buscaba pa- 
labras, respiraba penosamente turbado en ex- 
tremo. 

Pero en aquel preciso momento se oyeron las 
campanadas que anunciaban la llegada del tren. 
El público, en el andén, se agitó confusamente. 

—¿ Me ha oído usted—dijo Nina con voz aho- 


59 


gada—. Espero que me lo diga usted todo. Eso es 
para mí más grave de lo que usted se cree. 

Y, después de estrecharle la mano, se alejó. 

A los pocos instantes, el expreso llegó, envuel- 
to en una nube de humo. El ruido que hacía se 
fué aminorando poco a poco; luego, acortó la mar- 
cha, y se detuvo cerca del andén. En la cola traía 
un largo coche azul. Todos se dirigieron a él. Los 
empleados abrieron respetuosamente las portezue- 
las. El jefe de lá estación, emocionado, rojo, daba 
órdenes con cara de espanto. Kvachnin era uno 
«le los principales accionistas de aquella vía fé- 
rrea, y cuando viajaba por ella, era objeto de múl- 
tiples atenciones y de un respeto sin límites. 

Chelkovnikov, Andrea y dos ingenieros belgas, 
que desempeñaban cargos de importancia, entra- 
ron en el coche. Los demás se quedaron fuera. 

Kvachnin estaba sentado en un sillón, separa- 
das sus enormes piernas, a ambos lados de su 
abultado abdomen. Por debajo de su sombrero 
blando salían 'unos cabellos rojos como el fuego. 
Su rostro afeitado, de mejillas colgantes y doble 
barbilla, tenía una expresión de descontento; di- 
ríase que había dormido mal. Sus labios apreta- 
dos hacían un gesto de desdén y disgusto. 

A la entrada de los ingenieros, se levantó pe- 
sadamente. 

—¡Buenos días, señores! —dijo con voz ronca, 
tendiéndoles su mano inflada, que ellos estrecha- 
ron respetuosamente. ¿Qué hay de nuevo por la 
fábrica ? 


60 


Chelkovnikov empezó a informarle en tono ofi- 
cial. Todo iba bien en la fábrica. Sólo se espera- 
ba la llegada del señor Kvachnin para inaugurar 
el nuevo alto horno y comenzar las construccio- 
nes. Los obreros y los capataces estaban ya con- 
tratados en buenas condiciones. Los pedidos afluían 
en tal abundancia, que era necesario acelerar los. 
trabajos. 

Kvachnin escuchaba con la cabeza vuelta ha- 
cia la ventanilla, mirando con aire distraído la 
muchedumbre, aglomerada junto al coche. Su ros- 
tro no expresaba más que cansancio y disgusto. 

De pronto, interrumpió al director con una pre- 
gunta inesperada: 

—Dígame... aquella joven... ¿quién es? 

Chelkovnikov miró por la ventanilla. 

—¿No la ve usted ?... Aquella... la de la pluma 
amarilla en el sombrero...—insistió con impacien- 
cia Kvaschnin, indicándosela con el dedo. 

—¡ Ah! ¿Aquélla?—dijo animándose el director. 
E inclinándose al oído de Kvachnin le cuchicheó 
misteriosamente en francés: 

—Es la hija del señor Zinenko, nuestro geren- 
te del depósito. 

Kvachnin movió pesadamente la cabeza. 

El director continuó su informe, pero el otro le 
interrumpió de nuevo. 

—Zinenko... Zinenko...—dijo sin dejar de mirar 
por la ventanilla—. Me parece haber oído ya ese 
nombre... 

—Es el gerente de nuestro depósito—repitió 


61 


Chelkovnikov respetuosamente, tratando de dar 
a su voz un matiz de impasibilidad. 

—¡ Ah, ya recuerdo!—exclamó Kvachnin—. Me 
han hablado de él en Petersburgo. Sí, sí... Y aho- 
ra, puede usted continuar. 

Nina, con ese don de adivinación propio de las 
mujeres, comprendió que era precisamente a ella 
a quien miraba Kvachnin y,que hablaba de ella. 
Volvió un poco la cabeza, pero su rostro, rojo de 
placer, seguía, sin embargo, siendo bien visible 
para Kvachnin. 

Terminado, al fin, el informe, salió a la peque- 
ña plataforma, construída en la extremidad del 
coche, a manera de pabellón. Bobrov, que era ob- 
servador, pensó irónicamente qué buena fotogra- 
fía podría sacarse de aquel momento solemne. 
Kvachnin no se daba prisa en descender y sobre- 
salía con su maciza figura por encima de la mul- 
titud que le aguardaba. Con sus enormes piernas 
separadas y la expresión de disgusto de su ros- 
tro, parecía un ídolo japonés groseramente labra- 
do. Su inmovilidad fastidiaba visiblemente al pú- 
blico. Las sonrisas, preparadas de antemano, des- 
aparecieron; las miradas se llenaron de venera- 
ción, casi de espanto. A ambos lados de la porte- 
zuela formaban, como soldados, los empleados de 
la línea férrea. 

Bobrov miró a Nina, que estaba a pocos pasos 
delante de él, y notó con amargura en su rostro 
la misma sonrisa devota, la misma veneración de 
un salvaje que mira a un ídolo. “¿Es posible que 


62 


po sea más que admiración desinteresada por un 
hombre que posee trescientos mil rublos de ren- 
ta ?—pensaba—. Si no persiguen ningún interés 
personal, ¿por qué todos se humillan de manera. 
tan desagradable ante ese hombre, que ni siquiera. 
se digna mirarles? En la psicología humana exis- 
ten leyes y resortes secretos, que no conocemos 
aún, y que son los que únicamente podrían expli- 
car esta humillación voluntaria de los seres hu- 
manos ante el poderío de los ricos...” 

Después de haber permaneeido en pie algunos 
instantes, Kvachnin se decidió, por fin, a descen- 
der. Precedido de su enorme vientre, ayudado res- 
petuosamente por los empleados, descendió del co- 
che y se encontró en el andén. y 

Los ingenieros y demás empleados de la fábri- 
ca le abrieron paso, formando dos filas, y le salu- 
daron con respeto. El hizo un ligero movimiento 
de cabeza, y apretando sus gruesos labios, ex- 
clamó: 

—Señores, están ustedes libres hasta mañana. 

Luego, a la salida de la estación, hizo Chel- 
kovnikov una seña para que se acercase. 

—Sergey Valerianovich—dijo a media voz—, 
¿me lo presentará usted ? 

—¿Al señor Zinenko?—preguntó respetuosa- 
mente el director. 

—¡Naturalmente, caramba!... — dijo Kvachnin 
enfadado—. No, aquí no—añadió, deteniendo al 
director, que había hecho ademán de ir en busca de 
Zinenko-—. Después, cuando estemos en la fábrica... 


63 


vII 


» 


El comienzo de los trabajos de construcción y 
lá inauguración del nuevo alto horno tuvieron lu- 
gar a los cuatro días de la llegada de Kvachnin. 
Se quiso dar un carácter solemne a aquellos dos 
acontecimientos y se repartieron invitaciones im- 
presas a las fábricas metalúrgicas vecinas, Kru- 
togórsky, Voróninsky y Kursky. 

Al día siguiente de la llegada de Kvachnin, vi- 
nieron otros dos miembros del Consejo de admi- 
nistración, cuatro ingenieros belgas y muchos 
grandes accionistas. Entre el personal circuló el 
rumor de que la administración había votado dos 
mil rublos para un banquete; pero, en realidad, 
todos los gastos en vinos y provisiones fueron de 
cuenta de los contratistas de las construcciones. 

La fiesta fué favorecida por un día espléndido, 
uno de esos días claros de otoño, en que el cielo 
es profundamente azul y el aire fresco tiene fra- 
gancias de vino generoso y añejo. 

Los pozos cuadrados, que se habían hecho para: 
poner los cimientos de las construcciones nuevas, 
estaban rodeados de una masa compacta de 
obreros. En medio de este muro viviente, al ex- 
tremo de uno de los fosos, una sencilla mesa blan- 
ca, cubierta con un tapete. sostenía un evangelio, 
una cruz y una pila con agua bendita. El pope, re- 
vestido con los ornamentos sagrados, estaba un: 
poco más lejos, al frente de un grupo de quince: 
obreros que, para esta ocasión, desempeñaban el 


64 


oficio de sacristanes. Del otro lado del foso se ha- 
llaban los ingenieros, los contratistas, los emplea- 
dos de oficinas... un grupo abigarrado de más de 
doscientas personas. Un poco más lejos, en una 
elevación del terreno, se colocó un fotógrafo; des- 
pués de cubrir con un paño negro el aparato y su 
propia cabeza, se preparaba desde hacía largo 
tiempo para su operación fotográfica. 

A los diez minutos llegó Kvachnin en un co- 
che tirado por tres magníficos caballos grises. 
Venía sólo en el coche, que ocupaba por entero, 
de tal modo que no quedaba sitio para ninguna 
otra persona: tan grueso era. El coche iba segui- 
do de otros cinco o seis. 

Los obreros, por instinto, adivinaron en Kva- 
Chnin el personaje más importante de aquella so- 
lemnidad, y todos se quitaron inmediatamente 
las gorras cuando se acercó. Kvachnin descendió 
del coche, avanzó majestuoso por entre la mu- 
chedumbre, y saludó al pope. 

—¡Alabado sea Dios en todas partes, por los 
siglos de los siglos! —proclamó el pope, con voz 
débil e insegura, en medio del silencio general. 

—¡ Amén!—respondió bastante armoniosamente 
el coro improvisado. 

Los obreros, que estaban allí en número de 
tres mil, por lo menos, hicieron la señal de la cruz; 
todos a la vez, como habían saludado a Kva- 
chnin, bajaron ligeramente la cabeza, y en el mis- 
mo instante la volvieron a levantar. Bobrov les 
contemplaba. En las primeras filas estaban los 


65 


albañiles, sólidos y graves, con mandiles blancos, 
con cabellos claros como el lino y barbas rojas; 
detrás de ellos. los obreros metalúrgicos y los he- 
rreros, con sus blusas negras, que usaban para 
imitar a los obreros franceses e ingleses, con los 
rostros cubiertos de polvo metálico. Aquí y allá 
había grupos de obreros' extranjeros. En las úl- 
timas filas estaban los obreros de los hornos de 
cal, a los que se podía reconocer de lejos por los 
rostros como empolvados de harina y los ojos in- 
flamados y rojizos. 

Cada vez que el coro de voces fuertes y solem- 
nes proclamaba: “Salva a tus hombres, Dios 
omnipotente, de todas las desdichas”, los tres mil 
obreros, con la misma seriedad devota y en el 
mismo instante, como soldados disciplinados, se 
santiguaban con celo y bajaban la cabeza. Bo- 
brov sentía algo grave y poderoso, y al mismo 
tiempo infantil y emocionante, en aquella común 
plegaria de una enorme muchedumbre gris. Al 
día siguiente todos aquellos obreros reanudarían 
su trabajo fatigoso de doce horas diarias. Quizás 
algunos perecerían durante el trabajo, cayendo 
desde un tejado, hundiéndose en una caldera o 
enterrados bajo una avalancha de piedras y ladri- 
llos. Y ¡quién sabe! ¡Acaso en aquel momento 
pensaban todos precisamente en lo que el destino 
les preparaba y rogaban al Dios omnipotente que 
les salvara de la desdicha. No tenían otros pro- 
tectores, aquellos niños grandes, de corazones 
bravos y simples, aquellos humildes soldados de 


EL Dios 5 


66 


la industria, que salían todas las mañanas de sus 
frías barracas para llevar a cabo inauditas haza- 
ñas de paciencia y de valor. 

Tales eran las reflexiones de Bobrov, siempre 
dispuesto al análisis. Hacía largo tiempo que ha- 
bía perdido la costumbre de las ceremonias reli- 
giosas; pero cuando el coro respondía, con gritos 
armoniosos, a las palabras del pope, sentía una 
profunda emoción. Había algo de conmovedor en 
la resignación con que rezaban aquellos humil- 
des trabajadores, venidos de todos los ámbitos de 
Rusia, desterrados, arrancados de sus familias y 
de sus hogares por las necesidades imperiosas de 
la vida cotidiana. 

El oficio religioso terminó pronto. 

Kvachnin, negligentemente, arrojó una mone- 
da de oro al foso; según la costumbre, debía 
arrojar un puñado de tierra; pero su gordura no 
le permitía inclinarse, y Chelkovnikov le reem- 
plazó en esta ceremonia. Después, fueron todos 
a los altos hornos, que alzaban sobre sus bases 
de piedra las torres negras, redondas y macizas. 

El quinto alto horno, recién construído, estaba 
ya en plena actividad. En la parte baja, a unos 
70 centímetros del suelo, se había abierto un agu- 
jero, de donde salía, en ancha banda hirviente, 
el metal fundido, que expandía a su alrededor 
pequeñas llamas azules. El metal fundido corría 
hacia unas grandes calderas, que estaban cerca 
del agujero, y se enfriaba en ellas, convirtiéndo- 
se en una densa masa negruzca. Los obreros, 


67 


desde lo alto del horno, arrojaban sin cesar al 
vientre enorme mineral y carbón, que llegaban 
en vagonetas de hierro. 

El pope echó agua bendita sobre el alto hor- 
no y, lleno de pavor ante aquel monstruo que es- 
cupía fuego, se retiró rápidamente hacia atrás. 
El primer capataz, un viejo sólido, de rostro en- 
negrecido, se santiguó y escupió en sus manos. 
Sus cuatro ayudantes hicieron lo mismo. Luego, 
los cinco hombres levantaron del suelo una larga 
barra de acero y, después de balancearla algunos 
segundos, golpearon con ella la parte baja del 
horno. Los espectadores, presa de una nerviosa 
ansiedad, cerraron los ojos. Algunos retrocedie- 
ron. Los obreros golpearon por segunda vez, lue- 
go por tercera y cuarta vez..., y de pronto brotó 
una fuente de metal líquido de una claridad in- 
soportable a la vista. 

Entonces el capataz, manejando hábilmente la 
barra de acero, ensanchó el boquete, y el hierro 
fundido empezó a deslizarse lentamente por un 
estrecho sendero de arena. Grandes haces de es- 
trellas luminosas se esparcían en todas las direc- 
ciones, con un ruido característico; subían un 
poco y se apagaban en el aire. Aquel metal, que 
se fluía con lentitud, y como con cierta flema, 
irradiaba un calor tan terrible, que los que no es- 
taban habituados retrocedían, tapándose el rostro 
con las manos. 

De los altos hornos fueron todos a la fábrica 
para presenciar los trabajos. Kvachnin había 


68 


tomado las disposiciones necesarias para que los 
accionistas, que habían venido con él, pudieran 
ver la fábrica en sus dimensiones colosales y su 
actividad febril. Había calculado que aquellos se- 
ñores, asombrados ante una serie de impresiones 
fuertes e inesperadas, contarían luego milagros a 
la asamblea que los había delegado. Conocía a 
fondo la psicología humana, y estaba seguro de 
que la asamblea, después de oír las relaciones 
de sus delegados, aceptaría una nueva emisión 
.de acciones, emisión a que se había opuesto has- 
ta el presente, y que era muy ventajosa para él. 

Sí; sus cálculos estaban bien hechos. En efec- 
to, los accionistas quedaron tan impresionados, 
que les dolía la cabeza de tantos ruidos inferna- 
les. Pálidos de emoción, habían oído el paso del 
aire comprimido por cuatro enormes tubos, de 
ocho metros de largo cada uno; el ruido hacía 
temblar los muros de piedra. Por aquellos tubos 
de hierro colado, de cuatro metros de ancho, el 
aire se trasladaba a poderosos recipientes, en 
donde, por medio del gas, era calentado hasta la 
temperatura de 600 grados; desde allí penetraba 
en el interior del alto horno, donde fundía, con 
su soplo ardiente, el mineral y el carbón. 

El ingeniero que dirigía aquel taller daba las 
explicaciones necesarias. Pero aunque se inclina- 
ba al oído de cada uno de los accionistas y gri- 
taba con todas sus fuerzas, el ruido de las má- 
quinas impedía oirle, y sólo podía verse el movi- 
miento de sus labios. 


69 


Luego Chelkovnikov condujo a los visitantes a 
un edificio de hierro, tan largo, que cuando uno 
se hallaba en uno de sus extremos, el otro ape- 
nas se veía. Era el departamento de los altos hor- 
nos, donde la fundición líquida se mezclaba con 
mineral y se convertía en acero. A lo largo de 
_una de las paredes de aquel taller corría una 
plataforma de piedra, sobre la cual había unos 
veinte hornos de los llamados “pudlings”, que pa- 
recían, por su forma, vagones sin ruedas. El ace- 
ro pasaba por medio de tubos a gruesos reci- 
pientes de hierro, y allí se enfriaba en grandes 
pedazos de seiscientos a setecientos kilogramos 
cada uno. “El otro lado del departamento estaba 
ocupado por una pequeña vía férrea, por la cual, 
silbando y respirando fatigosamente, corrían va- 
gonetas en donde los obreros cargaban sin cesar 
el acero, que, después de una serie de operaciones 
ingeniosas, adquiría la forma de largas barras 
cuadradas y pulimentadas.' 

Chelkovnikov llevó a los visitantes al taller de 
rieles. Un enorme pedazo de metal ardiendo pa- 
saba por diversas máquinas, y salía de cada una 
de ellas con una forma nueva, cada vez más del- 
gada, más larga. Al fin, quedaba un riel rojo, de 
unos veinte metros de largo. Los movimientos 
complicados de unas quince máquinas eran diri- 
gidos por un solo hombre, que, situado sobre una 
pequeña plataforma, encima de la máquina cen- 
tral, parecía un capitán en el puente de su navío. 
Cuando volvía la manivela hacia adelante, los ci- 


70 


lindros y demás partes de las máquinas se mo- 
vían hacia adelante; si volvía la manivela hacia 
atrás, ese simple movimiento bastaba a invertir 
la dirección del movimiento de las máquinas. 
Cuando salía el riel rojo, cogíalo una enorme sie- 
rra redonda que, con un silbido penetrante, lan- 
zando alrededor un surtidor de chispas doradas, 
lo cortaba en tres partes iguales. 

Después pasaron todos al departamento de rue- 
das para vagones y locomotoras. Había doscien- 
tos o trescientos tornos de todas las dimensiones 
y de todas las formas; las anchas correas de cue- 
ro que movían aquellos tornos bajaban desde el 
techo, donde estaban enrolladas a una gruesa 
barra de acero y formaban abajo una densa tela 
de araña en continuo movimiento. Las ruedas de 
algunas máquinas giraban a razón de veinte vuel- 
tas por segundo; otras, en cambio, andaban tan 
lentamente que apenas se notaba su movimiento. 
El piso estaba como tapizado de virutas de hie- 
rro, cobre y acero que formaban bonitas y largas 
espirales. Los berbiquíes llenaban la atmósfera 
de un insoportable rechinamiento ensordecedor. 
Había también allí una máquina de fabricar tuer- 
cas, que parecía una boca provista de enormes 
mandíbulas de acero, masticando con regularidad 
el metal. Los obreros hundían en la garganta de 
la máquina el extremo de una larga barra metáli- 
ca, enrojecida al fuego; las mandíbulas daban 
pequeños mordiscos en la barra y escupían las 
tuercas terminadas. - 


71 


Cuando Chelkovnikov, al salir de este depar- 
tamento, propuso a los accionistas, a quienes ma- 
nifestaba las mayores atenciones, que pasaran a 
visitar la “Compound”, central de novecientos ca- 
ballos, estaban ya harto aturdidos y atontados por 
todo lo que habían visto y oído. Las nuevas impre- 
siones no tenían para ellos ningún interés y no ha- 
cían sino fatigarles más. Sus rostros estaban ro- 
jos de calor; sus manos y sus vestidos, sucios de 
hollín. Aceptaron de mala gana la proposición 
del director, sólo por cumplir hasta el final la 
misión que les había encomendado la asamblea 
de accionistas. 

Aquella máquina, que era el orgullo de la fá- 
brica, se encontraba en un edificio aparte, muy 
limpio y coquetón, con piso de mosaico y anchos 
ventanales. A pesar de sus dimensiones gigan- 
tescas. apenas hacía ruido. Dos pistones, de ocho 
metros cada uno, giraban rápidamente en los ci- 
lindros. Un enorme volante, de seis metros de 
diámetro, con doce cables que se deslizaban a su 
alrededor, giraba igualmente sin ruido, con ver- 
tiginosa rapidez. Los movimientos de este volan- 
te conmovían el aire seco y cálido del taller. La 
máquina daba fuerza motriz a todas las demás 
máquinas y tornos de la fábrica. ; 

Después de verla, creyeron los accionistas que 
sus pruebas habían terminado, pero el infatiga- 
ble Chelkovnikov, en tono muy amable, les hizo 
de repente una nueva proposición. 

—Ahora, señores, voy a enseñarles, por decir- 


72 


lo así, el corazón de la fábrica, que nutre de 
sangre a todo el organismo. 

Y les arrastró más bien que les condujo al 
departamento de las calderas de vapor. Pero el 
corazón de la fábrica—una docena de calderas ci- 
líndricas de diez metros de largo y tres de alto 
cada una—apenas si hizo impresión en los cansa- 
dos ánimos de los accionistas. Sus pensamientos 
giraban desde hacía largo rato alrededor de la 
comida que les estaba esperando; se guardaban 
muy bien de hacer preguntas, para no provocar 
nuevas explicaciones, y se limitaban a contestar 
con movimientos de cabeza a todo cuanto decía 
Chelkovnikov. Cuando éste hubo terminado, lan- 
zaron un suspiro de consuelo, y muy sinceramen- 
te, con un gran placer, le estrecharon la mano. 

Salieron todos. Sólo Bobrov permaneció en 
aquel departamento. De pie, en el extremo de un 
profundo foso sombrío, donde estaban los horni- 
llos, seguía con los ojos el penoso trabajo de seis 
obreros desnudos hasta la cintura. Tenían que 
echar carbón, día y noche, por las bocas de los 
hornillos. A cada momento se abrían ruidosamen- 
te las redondas coberteras que tapaban los hor- 
nillos, y entonces podía verse la llama blanca, 
que rugía en el interior. Los cuerpos medio des- 
nudos de los obreros, quemados por el fuego, ne- 
gros por el polvo de carbón, se inclinaban para 
echar el pasto a aquellos monstruos. Sus manos, 
nerviosas y hábiles, alzaban una pala llena de 
carbón y la lanzaban rápidamente por la aber- 


73 


tura. Otros dos obreros, en lo alto, echaban sin 
cesar a sus camaradas de abajo, el carbón que se 
apilaba en grande montones, semejantes a ne- 
gras colinas. , 

A Bobrov le parecía que aquel trabajo ininte- 
rrumpido tenía un carácter casi sobrehumano y, 
al mirarlo, se le oprimía el corazón. Pensaba que 
una fuerza misteriosa tenía sujetos a aquellos 
esclavos del trabajo, por toda su vida, junto a las 
fauces abiertas del monstruo, y que, so pena de 
una muerte terrible, estaban obligados a dar, sin 
cesar, el alimento a la bestia insaciable. 

—¡Buenos días, Andrey Illich! ¿Está usted mi- 
rando cómo echan el pasto a su Moloch ?—dijo, 
de pronto, detrás de Bobrov, la voz del doctor 
Goldberg. 

Bobrov se estremeció hasta el punto de caer 
casi en el foso: tal era la contradicción ruidosa 
entre aquella voz alegre y bonachona y sus pro- 
pios pensamientos. Aun después de reponerse de 
la sorpresa, no pudo en mucho rato dominar la 
penosa impresión. 

—¡Parece que le he asustado a usted, queri- 
do!—preguntó el doctor, mirando fijamente a Bo- 
brov—. Perdóneme usted si es así. 

—Sí. ¡Fué tan inesperado!... Se ha acercado us- 
ted sin hacer ruido... 

—No, Andrey Illich; es absolutamente preciso 
que cuide usted esos nervios. No valen nada. 
Oígame usted bien: pida un permiso, y váyase 
una temporada al extranjero. Eso le sentará bien, 


74 


mientras que aquí. puede acabar mal. Estese us- 
ted en el extranjero unos seis meses, beba buen 
vino, paséese usted a caballo, busque aventuras 
amorosas... 

Se acercó al foso. 

—4Un verdadero infierno! —exclamó mirando al 
fondo—. ¿Cuánto pesará, poco más o menos, uno 
de esos “samovars”? ¿Doce mil kilogramos qui- 
zás ? 

—Más—respondió Bobrov—. Casi el doble. 

—¡ Anda, anda! ¿Y si uno de esos “samovars” 
estallara ? ¡Sería un espectáculo pintoresco! 

—¡Muy pintoresco, doctor! No quedaría nada 
de estos edificios. 

El doctor movió la cabeza y lanzó un silbido 
significativo. 

—Pero ¿cómo podría producirse una explosión? 

—Las causas pueden ser muy distintas. Lo más 
frecuente es que se produzca del siguiente modo: 
cuando queda en la caldera muy poca agua, las 
paredes se van calentando, hasta ponerse casi al 
rojo. Si en ese momento se vierte en ella un poco 
de agua, la caldera bajo la presión de ese vapor, 
estalla. 

—Entonces, ¿se puede provocar intencionada- 
mente ? 

—¡Siempre que se quiera! ¿Desea usted qui- 
zás hacer una experiencia? Cuando baje el hi- 
drómetro, que es el que indica la cantidad de 
agua, no tiene usted más que hacer girar esa rue- 
decita... Eso basta... 


75 


. Bobrov bromeaba; pero su voz era extraña- 
mente seria, y su mirada triste y severa. El doc- 
tor le miró a hurtadillas. “Es un buen chico— 
pensó—, pero es un psicópata...” 

—CQiga, Andrey Illich — preguntó separándose 
del foso—, ¿por qué no ha ido usted a comer con 
esos señores? Hubiera usted podido admirar el 
jardín de invierno que han puesto en nuestro la- 
boratorio, convertido en comedor. ¡Y qué cubier- 
tos! ¡Una cosa admirable!... ¿ 

—;¡Detesto las comidas de los ingenieros!—Jijo 
Bobrov, haciendo una mueca—. Transcurren en 
gritos, alabanzas y mutuas adulaciones. Y luego 
vienen los indispensables brindis; emborráchanse 
los comensales, y los oradores se salpican de vino 
y ensucian a los que están a su lado. ¡Asqueroso! 

—Sí; tiene usted mucha razón—aprobó el doc- 
tor—. No he asistido más que al principio de la 
comida, pero me ha bastado. Kvachnin está mag- 
nífico. ¡Había que oír el discurso que ha pronun- 
ciado ese canalla! “Señores, la misión del ingenie- 
ro es elevada y está llena de responsabilidades. 
Las vías férreas, los altos hornos y las minas 
traen al país las semillas de la instrucción, las 
flores de la civilización y los frutos...” ¡A fe mía, 
-ya no me acuerdo cuáles son los frutos que los in- 
genieros dan al país! ¡Dios mío, qué supercana- 
Ha! “¡Unámonos, pues, señores, y mantengamos 
alta la bandera de nuestro arte bienhechor...” Na- 
turalmente, se le ha contestado con una tempes- 
tad de aplausos. 


76 


Anduvieron algunos pasos en silencio. El ros- 
tro del doctor adquirió de pronto una expresión 
de cólera, y dijo con voz severa: 

—Sí, el arte bienhechor... Y, sin embargo, las 
barracas de los obreros están construídas con 
madera podrida. El número de enfermos aumenta 
cada día. Los niños mueren como moscas. ¡Y es- 
tas son las semillas de la civilización! Estamos 
expuestos a una epidemia de tifoidea... 

—¿De veras? ¿Hay ya algún caso? Eso sería 
horrible, sobre todo, dadas las condiciones anti- 
higiénicas de los locales... 

El doctor se detuvo, presa de una cólera loca. 

—¡Ah, qué terribles condiciones! La muerte 
hará una buena cosecha. Ayer llevaron al hos- 
pital a dos enfermos. Uno de ellos ha muerto y el 
otro morirá, no cabe duda. Y no tenemos ni me- 
dicamentos, ni sitio bastante, ni ayudantes... ¡Qué 
canallas! 

Y el doctor amenazó a la fábrica con el puño. 


VIII 


Las malas lenguas empezaron a charlar. Ya an- 
tes de la llegada de Kvachnin se contaban de él 
una porción de anécdotas pintorescas. Ahora, to- 
do el mundo comprendía las razones de su repen- 
tina aproximación a la familia Zinenko. Las 
señoras murmuraban con sonrisas maliciosas; los 
hombres, entre sí, llamaban cínicamente a las co- 
sas por su nombre. Pero nadie sabía de cierto lo 


77 


que había entre Kvachnin y los Zinenko, y todo 
el mundo esperaba, con placer impaciente, un es- 
cándalo pintoresco. Había una parte de verdad 
en las murmuraciones de la gente. Después de la 
primera visita que Kvachnin hizo a los Zinenko, 
empezó a pasar allí todas las veladas. Por la ma- 
ñana, hacia las once, llegaba a casa de los Zinen- 
ko el hermoso carruaje de Kvachnin, tirado por 
tres magníficos caballos grises; el cochero trans- 
mitía a la familia una invitación de su amo, para 
que fueran a almorzar con él. Nadie más recibía 
invitaciones para aquellos almuerzos. Los manja- 
res estaban preparados por un cocinero francés, 
que acompañaba a Kvachnin en todos sus viajes, 
incluso cuando iba al extranjero. 

Las atenciones de Kvachnin hacia sus nuevos 
conocidos diferían del tono corriente y trivial. 
Trataba a las cinco muchachas sin miramientos, 
con la familiaridad de un viejo pariente solterón 
y frívolo. A los tres días, las llamaba por el di- 
minutivo de sus nombres, añadiendo el patroní- 
mico: Schura Grigorievna, Ninachka Grigorievna, 
etcétera. A la más pequeña, Kasia, la cogía fre- 
cuentemente por la barbilla y la hacía rabiar, lla- 
mándola “bebé” y “mi polluelo”, lo que la rubori- 
zaba, hasta hacerla derramar lágrimas. Pero la 
niña no se atrevía a protestar. 

La señora Zinenko, con alegre coquetería, le re- 
prochaba amistosamente que con sus mimos per- 
vertía a las niñas. En efecto, bastaba que una de 
las muchachas expresara un deseo cualquiera, pa- 


78 

ra que Kvachnin se apresurara a realizarle. Una 
vez, Maka, sin darse cuenta, dijo que le gustaría 
montar en bicicleta, y al día siguiente un enviado 
especial de Kvachnin trajo de Jarkov una her- 
mosa bicicleta, que debió costarle por lo menos 
trescientos rublos. Otro día hizo por broma una 
apuesta con Beta, y le compró un pud (1) de bom- 
bones. Otra vez regaló a Kasia un broche de pie- 
dras preciosas. Habiendo sabido otro día que a 
Nina la gustaba montar a caballo, le regaló una 
magnífica jaca inglesa, amaestrada especialmen- 
te para señoras. 

Las señoritas estaban encantadas. Se diría que 
un ángel bueno se había instalado en su casa, adi- 
vinando y realizando inmediatamente sus meno- 
res caprichos. La señora Zinenko sentía vagamen- 
te que no convenía mucho a una familia respeta- 
ble aprovecharse de la generosidad de Kvachnin, 
pero no tenía valor ni tacto para dárselo a enten- 
der. Cuando protestaba humildemente, con su voz 
meliflua, contra la generosidad del nuevo amigo, 
éste le cortaba la palabra. 

—¡Vamos, querida señora! ¡Esas son bagate- 
las! ¡No vale la pena hablar de ello! 

Aparentemente, no manifestaba preferencia 
por ninguna de las señoritas; era igualmente ama- 
ble para todas, permitiéndose tratarlas a todas 
sin cumplimientos ni reparos. Los jóvenes que vi- 
sitaban antes la casa, habían desaparecido por 


(D) 15 1% kilogramos. 


79 


completo. Pero, en cambio, Sveyevsky, que no 
había visitado a la familia Zinenko más de dos 
o tres veces, era al presente un huésped diario. 
Nadie le había llamado; había ido él mismo, co- 
mo respondiendo a una invitación misteriosa, y 
desde el primer día se hizo muy útil y aun in- 
dispensable para todos los miembros de la fa- 
milia. 

Con este motivo, se contaba una anécdota. Ha- 
cía algunos meses, Sveyevsky, hallándose entre 
sus colegas, dijo que el sueño de su vida era ha- 
cerse algún día millonario, y que estaba seguro 
de serlo hacia los cuarenta años. 

—¿Y por qué medio?—le preguntaron. 

Con una risita de contento, y frotándose las 
manos con satisfacción, contestó: 

—¡Por todas partes se va a Roma! 

Ahora creía llegadó el momento favorable para 
avanzar en su carrera. De un modo o de otro, po- 
dría hacerse útil a Kvachnin el omnipotente, y, 
con una desvergiienza ilimitada, se convirtió en 
su lacayo. Le manifestaba su servilismo con los 
gestos y las miradas, y estaba dispuesto a todo 
por ganar el favor del amo. 

El otro aceptaba sus servicios. Severo para los 
subordinados, a quienes despedía sin contempla- 
ciones cuando estaba de mal humor, toleraba 
la presencia de Sveyevsky, aun despreciándole 
francamente. Sveyevsky comprendió pronto que 
Kvachnin se quería servir de él y aguardaba su 
hora. 


80 


Se murmuraba mucho de todo esto entre el 
personal de la fábrica. Bobrov, como es natural, 
fué puesto al corriente. No le sorprendió. Cono- 
cía la moral de la familia Zinenko, que aprecia- 
ba en su justo valor. Temía solamente que las 
malas lenguas no perdonaran tampoco a Nina. 
Desde su última conversación con ella en la es- 
tación, la quería todavía más. A él sólo le había 
abierto su alma, llena de belleza, a pesar de las 
pequeñas flaquezas y vacilaciones. “Los otros— 
pensaba Bobrov—, no ven más que el exterior, el 
tocado, el rostro; mientras que yo conozco su al- 
ma.” Los celos, con sus cínicas dudas, el amor 
propio irascible, con su mezquina vulgaridad, eran 
completamente extraños a la naturaleza delicada 
y confiada de Bobrov. 

No había sentido nunca un verdadero y sincero 
amor. Demasiado tímido, desconfiaba de sí mis- 
mo, y no se atrevía a tomar en la vida su parte 
de felicidad. Y ahora se entregaba de todo cora- 
zón al nuevo y fuerte sentimiento ignorado has- 
ta el presente. 

Todos aquellos días estuvo bajo el encanto de 
su entrevista con Nina en la estación. De conti- 
nuo recordaba, en sus más mínimos detalles, aque- 
lla conversación. Las más insignificantes palabras 
de Nina revestían para él una importancia supre- 
ma. Por la mañana, se despertaba con el senti- 
miento vago de algo grande y luminoso que se 
entraba en su corazón como promesa de fe- 
licidad infinita. 


81 


Sentía un deseo irresistible de ir a casa de Zi- 
nenko. Quería asegurarse de nuevo de su dicha, 
oír las semiconfesiones de Nina, tan pronto tími- 
das como ingenuamente atrevidas; pero la pre- 
sencia de Kvachnin le molestaba y sólo tenía un 
consuelo: el de que Kvachnin, seguramente, no 
estaría allí más de quince días. 

Sin embargo, la casualidad le procuró una en- 
trevista con Nina antes de la partida de Kvach- 
nin. Fué un domingo, tres días después de la 
inauguración solemne del nuevo alto horno. Bo- 
brov se paseaba a caballo por el ancho camino 
que iba de la fábrica a la estación. Eran las dos 
de la tarde, una hermosa tarde fresca. Ni una 
sola nube había en el cielo azul. El caballo, ba- 
lanceando la cabeza al andar, caminaba con paso 
rápido. 

En una vuelta del camino, cerca del depó- 
sito central, Bobrov vió una amazona que des- 
cendía por la colina, seguida de un caballero 
que montaba un caballo blanco. Bobrov reconoció 
en seguida a Nina. Vestía una larga falda verde. 
guantes amarillos y un sombrero de copa alta. 
Manteníase a caballo muy graciosamente. Su ja- 
quita avanzaba con paso alegre y seguro, encor- 
vando el cuello y alzando mucho las finas y del- 
gadas manos. En el caballeru que seguía a Nina, 
Bobrov reconoció a Sveyevsky. Permanecía a 
una larga distancia detrás de ella. Montaba muy 
mal y hacía esfuerzos desesperados por dominar 
a su caballo y alcanzar a Nina. Con su figura in- 


EL Dios 6 


82 


clinada sobre el cuello del animal, presentaba un 
aspecto lastimoso. 

Al reconocer a Bobrov, Nina fustigó la jaqui- 
ta, que empezó a galopar. El viento la azotaba 
en pleno rostro, y viéndose obligada a sostener 
el sombrero con una mano, bajaba un poco la 
cabeza. Cuando llegó cerca de Bobrov, detuvo el 
caballo, que empezó a golpear el suelo, y a relin- 
char impaciente. Nina estaba muy animada. 
Sus mejillas se habían teñido de rosa. Sus ca- 
bellos caían en pequeños y finos bucles por deba- 
jo del sombrero. 

—¡ Magnífico caballo! —exclamó Bobrov, cuando 
logró por fin detener su “Farvater”; y estrechó 
la mano de Nina—. ¿De dónde lo ha sacado ? 

— ¿Verdad que es hermoso? Es un regalo de 
Kvachnin. 

—Yo no hubiera aceptado un regalo semejan- 
te—dijo rudamente Bobrov, irritado por el tono 
despreocupado de la respuesta de Nina. 

Ella se enfadó. 

—Pero ¿por qué razón le iba a rechazar? 

—Porque Kvachnin no es ni su amante ni su 
pariente de usted... 

—¡Atr, Dios mío! ¡Qué escrupuloso es usted!... 
¡Hasta cuando se trata de los demás!—dijo Nina 
con mordaz ironía. 

Pero notando la expresión de dolor que se ex- 
tendía sobre el rostro de Bobrov, se apresuró a 
añadir, en tono más suave: 

—Esto no es nada para él; ¡es tan rico! 


83 


Sveyevsky se acercaba; no estaba ya más que 
a una docena de pasos. Nina se inclinó de pron- 
to hacía Bobrov, acarició con la mano el puño 
de su látigo, y le dijo muy bajito, con el tono de 
una niña que reconoce su falta: 

—Basta, amigo mío; no se enfade usted. ¡Le 
devolveré el caballo, ya que es usted tan malo! 
¡Mire usted qué importancia doy a su opinión!... 

Una felicidad infinita invadió el corazón de Bo- 
brov. Sus manos, con un movimiento involunta- 
rio, se tendieron hacia Nina. No dijo nada, pero 
lanzó un largo suspiro de alegría. Sveyevsky le 
saludó con indiferencia. 

— Naturalmente, estará usted ya al corriente 
de nuestra proyectada merienda ?—le preguntó. 

—No; es la primera vez que oigo hablar de ello. 

—Se organiza, por deseos del señor Kvach- 
nin... En el Barranco Verde... 

—No sabía nada. 

—Si—dijo Nina—. Será muy divertido. Venga 
usted también. El miércoles, a las cinco de la tar- 
de, “Rendez-vous” en la estación... 

—¿Es el personal el que organiza por cuenta 
suya esa excursión ? 

—Es posible; no sé bien—respondió Nina, inte- 
rrogando a Sveyevsky con la mirada. 

—Sí, es el personal—continuó éste—. Natural- 
mente, el señor Kvachnin toma una gran parte 
en ello. Me ha encargado de algunos preparati- 
vos, y debo decirle a usted que la merienda será 
algo colosal, extraordinariamente “chic”. Esto se 


34 


lo digo confidencialmente: guárdeme el secreto. 
Pero le aseguro que va quedar usted asombrado. 

Nina no pudo contenerse y añadió con coque- 
tería: 

—Todo esto se hace por mí. Anteayer le dije 
al señor Kvachnin que estaría bien organizar 
un paseo por el bosque, con mucha gente, e in- 
mediatamente decidió hacerlo... 

—¡ Yo no iré a eso! —dijo Bobrov en tono rudo. 

—¡Sí, irá usted! ¡Lo quiero!—exclamó Nina, 
brillantes los ojos—. ¡Y ahora, en marcha, se- 
ñores! Ñ 

Fustigó el caballo. Bobrov hizo lo mismo. Sve- 
yevsky se quedó atrás. 

—+Escuche usted, Andrey llich, lo que voy a 
decirle. Sobre todo, no se enfade usted... 

Los caballos caminaban el uno junto al otro. 
Nina, ligeramente inclinada hacia Bobrov, le miró 
con ternura a los ojos; él tenía un aspecto som- 
brío y descontento. 

—Escúcheme bien—repitió ella con una voz lle- 
na de cariño—. Por usted es por quien tuve la 
idea de esa excursión... Sí, por usted, mi mal ami- 
go, siempre dispuesto a suponerme intenciones 
feas. Quiero que me diga usted todo lo que no me 
quiso decir en la estación el otro día. Durante 
la excursión, podremos aislarnos, y no nos mo- 
lestará nadie... 

Estas palabras, pronunciadas con una voz aca- 
riciadora y afectuosa, produjeron un efecto má- 
gico en Bobrov. Sintióse de nuevo feliz. Casi con 


85 


las lágrimas en los ojos, exclamó apasionada- 
mente: : 

—¡Oh, Nina! ¡Si supiera usted cómo la amo! 

Ella hizo como que no había oído aquella .con- 
fesión inesperada. Acortó el paso de su caballo y 
preguntó: 

—¡Entonces! ¿Vendrá usted, no es eso? 

—Oh, sí, iré! 

—Muy bien. Se lo agradezco. Ahora esperemos 
a mi acompañante, y hasta la vista. Tengo que 
volver a casa. 

Al estrechar su mano, antes de separarse de 
ella, Bobrov sintió a través del guante el calor 
delicioso de aquella manita, que le respondía con 
un apretón fuerte y prolongado. Los hermosos 
ojos negros de Nina le dirigieron como despedi- 
da una mirada amorosa. 


IX 


El miércoles, desde las cuatro, la estación apa- 
recía invadida por los invitados a la merienda. 

Todo el mundo estaba alegre y gozosamente 
agitado. La venida de Kvachnin a la fábrica no 
había ocasionado esta vez ninguno de los disgus- 
tos y generales trastornos que todos habían pro- 
nosticado. El temor de que Kvachnin castigase 
al personal y despidiese a determinados ingenie- 
ros se había desvanecido; en cambio, ahora, se 
susurraba que dentro de poco iban a aumentar el 
sueldo a todos los empleados. 

Por otra parte, la excursión prometía ser muy 


36 


agradable. El Barranco Verde, donde iba a tener 
lugar la merienda, se hallaba a unos doce kilóme- 
tros, por un camino muy bello. El tiempo, desde 
hacía una semana, era magnífico y se podía tener 
la seguridad de que no cambiaría en todo el día. 

Había cerca de noventa invitados. Formando 
grupos animados, se juntaban en el andén de la 
estación, llenando el aire de sus exclamaciones 
- y risas. Se oía, además de la lengua rusa, frases 
francesas, alemanas, polacas. Los ingenieros bel- 
gas llevaban aparatos fotográficos. Ignorábanse 
los detalles de la merienda, pero se hablaba de 
algo extraordinario, y todo el mundo estaba in- 
trigado. Sveyevsky, con aire misterioso y grave, 
aludía con frecuencia a las sorpresas que aguar- 
daban a los concurrentes, pero se negaba a en- 
trar en detalles. 

La primera sorpresa fué el tren especial que 
había ordenado formar Kvachnin. Precisamente 
a las cinco, salió del depósito una locomotora nue- 
va americana, de diez metros de larga. Las seño- 
ras no pudieron contener los gritos de admira- 
ción y de alegría: la enorme máquina estaba cu- 
bierta de banderas y flores. Las guirnaldas ver- 
des, las hojas de encina, mezclábanse con ramos 
de campanillas, gardenias y claveles, rodeaban 
en espiral el cuerpo de acero de la locomotora, 
trepaban por la chimenea y caían sobre la cabina 
del maquinista. Los cobres y los aceros de la 
máquina brillaban al sol poniente de otoño, en- 
tre las hojas verdes y las flores. Después de la 


. 87 


locomotora, salieron del depósito seis coches de 
primera clase destinados a conducir a los invi- 
tados hasta la pequeña estación situada a qui- 
nientos pasos del Barranco Verde. 

—¡Señores!—dijo con tono solemne Sveyevs- 
ky, dirigiéndose a los concurrentes—. Basilio Te- 
rentevich Kvachnin me ha encargado que os diga 
que él solo paga los gastos de la excursión. 

Luego, pasando de un grupo a otro, iba repi- 
tiendo la misma frase: 

—¡Señores! Basilio Terentevich está encanta- 
«Jo del recibimiento que se le ha hecho, y se hol- 
garía mucho de poder hacer algo a su vez. Paga 
todos los gastos de su bolsillo... 

Sin poder contenerse, como un lacayo envane- 
cido de la generosidad de su amo, añadió: 

—¡Hemos gastado en la excursión tres mil qui- 
nientos rublos! 

—¿Usted y el señor Kvachnin? — preguntó, 
detrás de él, una voz irónica. 

Sveyevsky volvió vivamente la cabeza y vió 
que había sido el señor Andrea el que le había 
hecho aquella pregunta embarazosa. El belga le 
contemplaba con su mirada impasible, con las 
manos sepultadas en los anchos bolsillos de sus 
pantalones. 

—¿Qué decía usted? — preguntó Sveyevsky, 
que se había puesto muy encarnado. 

—Es usted el que ha dicho: “nosotros hemos 
gastado tres mil rublos y algo mas”. Puedo le- 
gítimamente suponer que al decir “nosotros” ha 


88 


querido usted decir “yo y el señor Kvachnin”. 
Ahora bien, tengo el honor de manifestarle, que, 
si bien aceptaría esta amabilidad del señor Kva- 
chnin, quizá no la quisiera aceptar de parte del 
señor Sveyevsky... 

—¡No, no, no es eso!...—se apresuró a balbu- 
cear Sveyevsky, en extremo confuso—. No me 
ha comprendido usted. Naturalmente, es Basilio 
Terentevich el que paga sólo todos los gastos... 
Yo no soy más... que su hombre de confianza... 
su agente, si usted quiere—añadió con una son- 
risa agridulce. 

Casi en el mismo momento en que salía del de- 
pósito el tren especial, se vió llegar a la familia 
Zinenko, acompañada de Kvachnin y de Chel- 
kovnikov. 

A su llegada ocurrió un incidente tragicómico. 
Las mujeres, las hermanas y las madres de los 
obreros de la fábrica, que habían oído hablar de 
la merienda proyectada, se habían reunido en la 
estación desde por la mañana. Muchas de ellas 
llevaban a sus hijos en brazos. Con una pacien- 
cia inagotable, aquellas desgraciadas, escuálidas, 
harapientas, esperaban desde hacía muchas ho- 
ras, sentadas en la escalera de la estación, en el 
suelo, a lo largo de la pared. Eran más de dos- 
cientas. Cuando los empleados de la estación les 
preguntaron qué hacían allí, respondieron que es- 
peraban al “gordo jefe rojo”. Los empleados qui- 
sieron expulsarlas, pero ellas empezaron a gritar 
de tal modo que hubo que dejarlas en paz. 


89 


A cada coche que llegaba se ponían muy agi- 
tadas, creyendo que era el “gordo jefe rojo” en 
persona; pero cuando se persuadían de su error, 
volvían de nuevo a la paciente espera. 

En cuanto Kvachnin empezó a descender pesa- 
damente del coche, vióse inmediatamente rodea- 
do por todas partes de aquellas mujeres, que ca- 
yeron ante él de rodillas. Los caballos, espanta- 
dos, se encabritaron y al cochero le costó gran 
trabajo calmarlos. 

En el primer momento, Kvachnin no compren- 
dió nada; las mujeres gritaban todas a la vez y 
tendían hacia él sus pequeñuelos. Lágrimas abun- 
dandes corrían por sus flacas mejillas. Kvachnin 
vió que no le sería posible salir de aquel círculo 
viviente. 

—¡Alto, las mujeres! —clamó, cubriendo los gri- 
tos con su poderosa voz—¡Callaos! ¡No estáis en 
el mercado, qué caramba! Además no os entien- 
do. Dejad que hable una de vosotras. ¿De qué 
se trata? 

Pero todas querían hablar. Los gritos aumen- 
taban, las mujeres empezaron a llorar con más 
fuerza. 

—¡Bienhechor nuestro!... ¡Sálvanos de la mise- 
ria!... ¡No podemos sufrir ya más!... Míranos: nos 
estamos muriendo de hambre... con nuestros hiji- 
tos... ¡Hace tanto frío!... 

—Pero ¿qué es lo que queréis ?—gritó de nue- 
vo Kvachnin—. ¡No es cosa de que gritéis to- 
das a la vez! Tú, por ejemplo, buena moza—dijo, 


90 


indicando con el dedo a una joven de alta estatu- 
ra, que, a pesar de la palidez de su rostro, era 
bastante bonita—cuéntame ¿qué es lo que pasa ? 
Que se callen las demás. 

La mayor parte de las mujeres callaron, pero 
sin dejar de llorar, secándose las lágrimas con 
las franjas de sus faldas sucias. Así y todo, más 
de veinte veces se pusieron a hablar a la vez. 

—Nos morimos de frío, padrecito... Sólo tú pue- 
des sacarnos de esta situación... ¡No podemos ya 
más!... Se acerca el invierno y vivimos en las ba- 
rracas... Imposible permanecer allí... Las barra- 
cas están hechas de madera podrida... Ahora su- 
frimos en ellas un frío terrible por las noches, 
¿qué será en el invierno?... ¡Tenga piedad de 
nuestros niños! Al menos, que nos pongan estu- 
fas. Tenemos que guisar la comida fuera, al aire 
libre. Nuestros hombres están trabajando todo 
el día, y cuando vuelven, ni siquiera pueden ca- 
lentarse un poco... ¡Nadie más que tú puede sal- 
varnos, padrecito!... 

Kvachnin se sentía como cogido en una red. 
Le cerraban el paso por todas partes las mujeres 
arrodilladas. En cuanto hacía alguna tentativa 
de abrirse paso, reteníanle cogiéndole las pier- 
nas y los faldones de su largo gabán gris. Con- 
vencido de su impotencia, hizo una señal a Chel- 
kovnikov, a quien costó gran trabajo unirse con 
él a través de aquel círculo viviente. 

—¿Ha oído usted? ¿Qué es esto ?—preguntó 
Kvachnin con cólera. 


91 


Chelkovnikov hizo un gesto desesperado y bal- 
buceó: 

—He escrito a la Administración... la he puesto 
al corriente... En aquella ocasión carecíamos de 
brazos... Los obreros prefieren trabajar en el cam- 
po y nos veíamos obligados a pagarles salarios 
altos... Naturalmente, no podíamos hacer gastos 
suplementarios, construyendo buenas barracas... 
Al menos, la Administración no nos dió autoriza- 
ción y nada podíamos hacer... 

—Pero, en fin de cuenta, ¿cuánto va usted a 
empezar a reconstruir las barracas obreras ?— 
preguntó Kvachnin con voz severa. 

—No puedo fijar fecha, Hay que tener un poco 
de paciencia. Por otra parte, ahora estamos pre- 
ocupados, preparando para el invierno las casas 
de los ingenieros y los empleados... 

—Bajo la dirección de usted pasan cosas inad- 
misibles—dijo muy bajo con voz silbante de mal- 
dad Kvachnin. 

Luego, volviéndose hacia las mujeres, les gritó: 

—¡Oid, mujeres! Desde mañana se empezará a 
instalar estufas en vuestras barracas y a poner 
en ellas buenas tablas. ¿Habéis entendido ? 

—¡Sí, padrecito!... todos te damos las gracias... 
y nuestros hijitos también!—gritaban las voces 
conmovidas y gozosas—. Lo mejor es dirigirse di- 
rectamente al jefe... ¡Que Dios te bendiga!... Ya 
que eres tan bueno, permítenos también ir a co- 
ger leña a los talleres de construcción. 

—Pues bien, os lo permito. 


92 


—Mira, cuando vamos a coger la leña, los guar- 
das, que son unos perros, nos echan a golpes 
de “nagaika”... 

—Desde mañana podéis ir a coger leña; no se 
os hará nada—dijo Kvachnin para calmarlas—. 
¡Y ahora volved a vuestras casas a hacer la co- 
mida! ¡Ea, a escape, mujeres! ¡Una, dos, tres!... 

Luego, dirigiéndose a Chelkovnikov, dijo a 
media voz: 

—Dé usted órdenes para que pongan mañana, 
junto a las barracas, unos cuantos ladrillos... Dos 
carros bastarán; eso las calmará por mucho 
tiempo. ' 

Las mujeres se fueron muy contentas. 

—¡Si no nos ponen estufas, haremos venir a 
los ingenieros para que nos den calor!—dijo a 
Kyvachnin la joven bonita a quien había ordena- 
do minutos antes que hablara. 

—;¡Naturalmente!—aprobó otra—. O si no que 
venga el mismo gran jefe a calentarnos. ¡Mirad 
qué gordo está! ¡Debe dar más calor que una es- 
tufa!... 

Este episodio inesperado, que tuvo un desenla- 
ce tan favorable, regocijó mucho a todos los re- 
unidos. Kvachnin mismo, que al principio se ha- 
bía enfadado con Chelkovnikov, rió de buena 
gana al oír la invitación de las mujeres a que 
fuera a calentarlas, y cogió del brazo al director, 
con aire de conciliación amistosa. 

—Ya lo ve usted, querido—le dijo subiendo con 
él la escalinata de la estación—, hay que saber 


93 


hablar con esta gente. Se les puede prometer 
todo, casas de aluminio, la jornada de ocho horas, 
bistecs para almorzar. Si les habla usted en un 
tono convincente, le creerán. Le juro a usted que 
en un cuarto de hora podría yo salir bien de la 
escena más tumultuosa... 

Y acordándose de los detalles de aquella revuel- 
ta de mujeres, Kvachnin se instaló riendo en su 
coche. A los tres minutos, el tren abandonaba la 
estación. Los cocheros recibieron orden de ir in- 
mediatamente al Barranco Verde, pues, según el 
programa, se regresaría en coche, a la luz de las 
antorchas. ¿ 

La conducta de Nina turbó a Bobrov. La espe- 
raba en la estación con gran impaciencia. Sus du- 
das respecto a ella se habían disipado y creía fir- 
memente en su próxima dicha. Era tan feliz que 
todo le parecía bello a su alrededor; los hombres 
eran honrados y buenos, la vida alegre y llena de 
interés. Pensando en la cita convenida con Nina, 
se esforzaba por figurarse todos los detalles. Pre- 
paraba frases llenas de ternura, de pasión y de 
elocuencia, y después se burlaba él mismo de 
aquellos ingenuos preparativos. ¿A qué romper- 
se la cabeza? En el momento oportuno, las pala- 
bras acudirán por sí solas, más bellas y más tier- 
nas aún que las que pudiera preparar de ante- 
mano. Recordaba una poesía que había leído en 
no sé qué revista y en la que el poeta decía a su 
amada que no se harían juramentos solemnes, que 
serían insultos para su amor ardiente y confiado. 


94 


Brobov vió llegar, detrás del de Kvachnin, dos 
coches que conducían a la familia Zinenko. Nina 
venía en el primero, vestida con un ligero traje 
color pálido, con finos encajes en lo alto del cuer- 
po entreabierto, un ancho sombrero italiano y un 
ramo de rosas de te. Le pareció más pálida y más 
seria que de costumbre. z 

Nina vió de lejos a Bobrov, que estaba en las 
gradas de la escalera; pero contra lo que éste es- 
peraba, no le dirigió una larga mirada significa- 
tiva. Por el contrario, al ingeniero le pareció que 
Nina volvía la cabeza a propósito. Y cuando se 
dirigió apresuradamente al coche, para ayudarla 
a descender, ella bajó sola por el otro lado, como 
queriendo evitar su ayuda. 

Bobrov tenía el corazón oprimido y sintió una 
gran amargura. Pero trató inmediatamente de do- 
minarse. “¡Pobre niña!—se dijo—, probablemen- 
te está avergonzada de su amor y de su decisión. 
Prefiere ocultarlo celosamente a estas gentes in- 
capaces de comprenderlo. ¡Oh, santa ingenuidad!” 

Estaba seguro de qué Nina encontraría, como 
la vez pasada, en la estación, una coyuntura para 
acercarse a él y cambiar algunas palabras. Pero, 
probablemente, estaba demasiado entretenida con 
el incidente entre Kvachnin y las mujeres de los 
obreros, y no se daba prisa a acercarse. Ni una 
sola vez volvió la cabeza ni le miró. Bobrov se 
sintió de pronto muy desgraciado. Negros pensa- 
mientos invadieron su mente. 

Después de una corta vacilación, se decidió a 


95 


acercarse a la familia Zinenko, que estaba un 
poco apartada. Las otras señoras evitaban visi- 
blemente ponerse en contacto con ella. Bobrov es- 
peraba así encontrar un momento favorable para 
preguntar a Nina, aunque sólo con la mirada, 
por qué le manifestaba tanta indiferencia. 

Al saludar a la madre y besarle la mano, la 
miró a la cara, tratando de adivinar si sabía algo. 
Sí; la señora Zinenko sabía algo, sin duda: frun- 
ció las cejas con aire de disgusto y sus labios 
adquirieron una expresión altanera. 

“Probablemente—pensó Bobrov—, Nina se lo 
ha contado todo a su madre y ésta la ha re- 
ñido.” E 

Se acercó a Nina con paso decidido; pero ella 
ni siquiera le miró. Cuando le apretó la mano, 
sintióla fría e inmóvil. En vez de contestar a su 
saludo, Nina se volvió a su hermana Beta y le 
dijo algunas palabras insignificantes. 

Bobrov presintió en aquella maniobra algo co- 
barde, culpable. Era evidente que Nina le evita- 
ba. La inquietud hizo presa en su corazón. Ape- 
nas se podía tener en pie. No comprendía qué 
significaba aquello. Aunque hubiera tenido Nina 
la imprudencia de contárselo todo a su madre, y 
aunque soportara una escena desagradable, podía, 
sin embargo, decirle con una de esas miradas rá- 
pidas y llenas de elocuencia, de las que las mu- 
jeres poseen tan admirablemente el secreto: “¡Sí, 
lo has adivinado; mi madre lo sabe todo, pero no 
te inquietes: no han mudado mis sentimientos 


96 


hacia ti!” En vez de esto, prefería volver la 
cara. 

“No importa; durante la merienda encontraré 
ocasión de explicarme con ella”—se dijo Bobrov, 
presintiendo algo doloroso e indigno.—“De un 
modo o de otro, yo sabré la verdad.” 


XxX 


Cuando llegó el tren a la pequeña estación, los 
expedicionarios salieron de los coches, y, forman- 
do una larga fila, se dirigieron por un estrecho 
sendero al Barranco Verde. La brisa fresca del 
bosque acariciaba los rostros. El sendero iba cues- 
ta abajo, se hacía cada vez más estrecho, y al fin 
desaparecía en la maleza. Los pies hollaban las 
hojas caídas, secas y amarillentas. A través del 
espeso follaje se veía el cielo, teñido por los res- 
plandores del sol poniente. 

Pronto desapareció la maleza. Ante los ojos de 
los invitados presentóse un ancho calvero, rodea- 
do de árboles, muy limpio y cubierto de fina are- 
na. En uno de los extremos del calvero había un 
pabellón, adornado de flores y banderas; en el 
otro extremo, un estrado para los músicos. 

En cuanto los primeros invitados hicieron su 
aparición en el calvero, la orquesta militar les 
saludó con una marcha solemne. Los sonidos ale- 
gres se esparcieron por el bosque, repitiéndose 
entre los árboles y uniéndose a los lejos en un 
eco prolongado, que semejaba otra orquesta más 
apagada y vaga. 


97 


En el amplio pabellón, agitábanse los criados 
en torno a las mesas, cubiertas con blancos man- 
teles nuevos; oíase el ruido continuo de la va- 
jilla. , 

Cuando los músicos acabaron de tocar, todos 
los invitados aplaudieron con entusiasmo. Esta- 
ban tanto más sorprendidos cuanto que dos sema- 
nas antes aquel calvero no existía aún, y era un 
trozo de terreno accidentado, cubierto de espesa 
maleza. 

A los pocos minutos, la orquesta empezó a to- 
car un vals, 

Bobrov vió que Sveyevsky, que se hallaba al 
lado de Nina, la cogió por el talle, sin miramien- 
tos, sin previa invitación, y los dos se pusieron a 
bailar, dando vueltas por el calvero. 

Apenas acabó Nina, fué invitada por un estu- 
diante. Después del estudiante, bailó con otro. A 
Bobrov no le gustaba bailar y bailaba mal, pero 
se le ocurrió la idea de invitar a Nina. “Quizás— 
se dijo—me pueda explicar con ella durante la 
danza.” 

Se acercó a ella cuando, después de haber bai- 
lado dos valses, se sentaba para descansar, aba- 
nicándose. 

—¡Espero, Nina Grigorievna, que no se niegue 
usted a bailar conmigo un rigodón! 

—¡ Ah, Díos mío! Lo siento infinito, pero estoy 
ya comprometida para todos los rigodones—res- 
pondió ella, sin mirarle. 

—(¿De veras? ¿Tan pronto? 


EL Dios 7 


98 

—¡Sí, sí!. 

Nina se encogió de hombros, y añadió con voz 
irónica: 

—Llega usted tarde. Ya en el coche estaba 
comprometida para todos los rigodones. 

—Entonces ¿me ha olvidado usted completa- 
mente ?—preguntó con tristeza Bobrov. 

Su voz turbó y conmovió a Nina. Con un movi- 
miento nervioso, cerró y volvió a abrir su aba- 
nico. 

—La culpa la tiene usted mismo. ¿Por qué no 
se ha acercado usted a mí? 

—Pero... ¡Bien sabe usted que no he venido 
aquí más que per verla! ¿O es que todo lo que 
usted me ha dicho ha sido una broma ? 

Nina calló confusa y apretando el abanico ner- 
viosamente. Un joven ingeniero, acercándose a 
ella, la sacó de aquella situación penosa. Se le- 
vantó apresuradamente y sin mirar siquiera de 
reojo a Bobrov, puso su mano fina, enfundada en 
un largo guante blanco, en el hombro del ingenie- 
ro. Bobrov la siguió con la mirada. Después de 
dar dos o tres vueltas se sentó en el otro extremo 
del calvero. Era evidente que le esquivaba. Proba- 
blemente, tenía razones pará temerle y avergon- 
zarse de él. 

Del alma de Bobrov se apoderó un enojo me- 
lancólico. Todos los rostros parecíanle feos, mise- 
rables y cómicos. Los sonidos de la música le he- 
rían dolorosamente y le daban dolor de cabeza. 
Pero aún no había perdido todas las esperanzas 


99 


y buscaba consuelo en hipótesis y conjeturas. 
¿Estaría enfadada porque no la había mandado 
un ramo de flores? ¿O era, simplemente, que no 
quería bailar con él porque bailaba mal? En ese 
caso, tenía razón; estas pequeñeces tienen mucha 
importancia para las muchachas, que hacen de 
ellas el manantial de sus penas y sus alegrías, 
toda la poesía de su vida. 

Cuando comenzó a bajar la noche y el cielo se 
ensombreció, fueron encendidas alrededor del pa- 
bellón largas guirnaldas de farolillos chinescos de 
diferentes colores. Pero esto no bastaba para ilu- 
minar el calvero, la mayor parte del cual queda- 
ba en sombras. De pronto, en los dos extremos, 
brotó la luz resplandeciente de dos esferas eléc- 
tricas, que estaban escondidas cuidadosamente en- 
tre el espeso follaje. Los árboles, arrancados de 
las tinieblas por la luz, parecían una decoración 
de teatro. 

Un poco más lejos, se dibujaban vagamen- 
te sobre el cielo negro los contornos irregula- 
res del bosque, envuelto en una neblina verdi- 
negra. Los grillos cantaban por todas partes en 
la estepa, imponiéndose a la música; eran, sim 
duda, numerosísimos, pero creyérase que uno solo 
cantaba, ya a la derecha ya a la izquierda. 

El baile estaba cada vez más animado y más 
brillante. Las danzas se seguían unas a otras. La 
orquesta apenas tomaba descanso. Las mujeres 
parecían embriagadas por la música, la danza y 
la fantástica decoración de aquel baile nocturno. 


100 


El aroma de sus finos perfumes y de sus cuer- 
pos cálidos se mezclaba con el olor de las plan- 
tas de la estepa, de las hojas caídas, del heno y 
de la humedad del bosque. Por todas partes se 
veían abanicos agitándose, como las alas de lin- 
dos pájaros, al echarse a volar. El ruido de las 
conversaciones y el crujido de la arena pisada, 
tan pronto se debilitaba como se hacía más fuer- 
te cuando la música dejaba de tocar. 

Bobrov seguía a Nina con los ojos. Dos veces 
le tocó casi con el extremo de su vestido, al pa- 
sar ante él en una vuelta de vals. Al bailar, con 
una actitud de abandono, llena de gracia, posa- 
ba su mano fina sobre el hombro de la pareja e 
inclinaba su cabeza, como si quisiera descansar- 
la en el hombro del caballero. En algunos mo- 
mentos, Bobrov entreveía los bajos de sus enaguas, 
de finos encajes, el elegante y breve pie y las me- 
dias negras. Entonces sentía una especie de con- 
fusión y se ponía furioso contra los que pudieran 
ver a Nina en aquellos momentos. 

Empezaron a bailar la mazurka. Eran cerca 
de las nueve de la noche. Nina, que bailaba con 
Sveyevsky, aprovechó un momento en que éste, 
que dirigía las danzas, estaba ocupado, y escapó 
con paso ligero, sosteniéndose los cabellos flotan- 
tes con la mano, hacia el tocador. Bobrov, que la 
vió correr, se apresuró a seguirla y se situó en 
la puerta. Aquel rincón apenas estaba iluminado: 
el tocador, detrás del pabellón, se hallaba en la 
sombra. 


101 


Bobrov se decidió a esperar la salida de Nina, 
y, costara lo que costara, tener una explicación 
con ella. Su corazón latía febrilmente; se apre- 
taba nervioso las manos, que, de súbito, se le ha- 
bían quedado heladas. 

A los cinco minutos apareció Nina al fin. Bo- 
brov salió de la sombra y le cerró el paso. Ella 
lanzó un débil grito y retrocedió. 

—Nina Grigorievna, ¿por qué me atormenta 
usted así ?—dijo Bobrov, juntando sus manos, sin 
darse cuenta, como para orar—. ¿No ve usted 
cuánto sufro? ¿O le divierten quizás mis sufri- 
mientos? ¿Quizás se está usted burlando de 
mí?... 

—No comprendo lo que de mí pretende usted— 
dijo Nina con tono altanero—. No tengo deseo 
ninguno de burlarme de usted. 

Se revelaba en ella la mentalidad de su fa- 
milia. 

—Entonces, ¿qué significa su actitud de esta 
noche hacia mí?—preguntó tristemente Bobrov. 

—¿Qué actitud ? 

—¡Pero si está usted fría, casi hostil, para 
conmigo! Huye usted de mí... Se diría que hasta 
mi presencia aquí le es desagradable. 

—Me es indiferente. 

—Aún peor... En fin, siento en usted un cam- 
bio incomprensible y terrible para mí. Vamos, 
Nina, sea franca y sincera, tal como la he consi- 
derado a usted hasta hoy. Cualquiera que sea la 
verdad, dígamela. Vale más para usted y para 


102 


mi acabar de una vez, que no prolongar esta si- 
tuación... 

—+(¿Acabar qué? No comprendo lo que quiere 
usted decir. 

Bobrov, con un gesto desesperado, se apretó 
fuertemente la sienes, que le dolían. 

—No la comprendo bien. No finja usted. Exis- 
te algo entre nosotros que debe acabar. Hay en- 
tre nosotros tiernas palabras, llenas de promesas, 
declaraciones de amor. Hemos vivido hermosos 
instantes que nos habían ligado con lazos de ter- 
mura y afecto. No puede usted negarlo. Bien lo 
sé; quiere usted decirme que me engaño... Quizás 
tenga usted razón, pero... ¿por qué me ha invita- 
do usted entonces a venir aquí para que hablá- 
ramos a solas ? 

Nina se compadeció súbitamente de Bobrov. 

—Sí, le rogué a usted que viniera aquí—dijo 
con la cabeza baja—, para decirle... para decirle 
que... que debemos separarnos para siempre... 

“Bobrov estuvo a punto de caer como si hubiera 
recibido un golpe en el pecho. Aún en la som- 
bra pudo notarse que había palidecido intensa- 
mente. 

—-¿ Separarnos ?—balbuceó con voz ahogada—. 
"Nina Grigorievna, acaba usted de pronunciar una 
palabra terrible. 

—Y sin embargo, me veo obligada a pronun- 
ciarla. 

—¿Se ve usted obligada ? 

—Sí. No soy yo quien lo quiere. 


103 


— (¿Quién entonces 

Se oyeron pasos; alguien se acercaba. Era la 
señora Zinenko. Al reconocerla, Nina dijo a Bo- 
brov. 

—Es mamá quien lo quiere. 

La señora Zinenko, lanzando una mirada de 
desconfianza escrutadora sobre ambos, cogió a 
su hija por la mano. 

—+¿Por qué te has marchado ?—dijo en tono de 
reproche—. Te están buscando allí... No está bien 
eso de venirse a un sitio oscuro a charlar.., Si 
crees que es conveniente para una joven escon- 
derse por los rincones con un hombre... Y usted, 
caballero—prosiguió volviéndose hacia Bobrov—, 
sino sabe o no le gusta bailar, no tiene derecho a 
impedir a las señoritas que bailen. Además, no 
está bien comprometerlas charlando con ellas en 
los rincones oscuros... 

Y se alejó, llevándose a Nina. 

—¡No tenga usted miedo!—gritó Bobrov a la 
señora Zinenko—. ¡Ya no hay nada que pueda 
comprometer a su hija! 

Y se echó a reir, con una risa tan ruidosa y ex- 
traña, que la madre y la hija volvieron la cabeza 
sorprendidas. 

—¿Lo ves ahora?—dijo la señora Zinenko—. 
Bien te decía yo que es un cretino y un sinver- 
gúenza. Le puedes escupir a la cara; que no hará 
más que reir. 

Y añadió con voz más tranquila: 

—Ahora mismo las señoras van a elegir sus 


104 


caballeros. Ve e invita a Kvachnin. Ya acabó 
de jugar a la baraja. Allí está a la puerta del 
pabellón... 

—¡Pero, mamá! ¿Cómo quieres que baile con 
él? ¡Está tan gordo!... 

—¡Pues así y todo, invítale, te digo! Antes 
tenía fama en Moscú de ser uno de los me- 
jores bailarines. En todo caso, eso le gus- 
tará... 

Desde su rincón apartado, Bobrov vió a Nina, 
como a través de una niebla opaca, atravesar con 
paso ágil el calvero, y luego, sonriente y coque- 
ta, detenerse ante Kvachnin, inclinando graciosa- 
mente la cabeza, en actitud de súplica. Ella le 
dijo algo que él escuchó, inclinado ligeramente 
hacia la joven. De pronto, Kvachnin se echó a 
reir a carcajadas, balanceando su enorme cuerpo, 
e hizo con la cabeza un movimiento negativo. 
Nina insistió largo rato; luego, con cara de con- 
traricdad, con una mueca de capricho, hizo un 
movimiento para irse. Pero Kvachnin no la dejó 
marchar. Encogiéndose de hombros, como si qui- 
siera decir: “¡Qué le vamos a hacer!, hay que 
obedecer a los caprichos de los niños”, tendió la 
mano a la muchacha. 

Todos los que se disponían a bailar se detuvie- 
ron repentinamente y dirigieron miradas llenas 
de curiosidad a Kvachnin y Nina. El espectáculo 
de Kvachnin bailando prometía ser muy pinto- 
resco. 

Al primer compás de la música, se volvió ha- 


105 


cia su dama, y con un movimiento pesado, pero 
con una gracia especial, hizo el primer paso de 
un modo tan hábil y seguro que todo el mundo 
comprendió en seguida que, en sus buenos tiem- 
pos, debió ser un bailarín de primer orden. Miran- 
do a Nina de arriba a abajo, con ademán provo- 
cativo y soberbio, daba ágiles vueltas, balancean- 
do su cuerpo enorme y pesado. Parecía que no le 
molestaba lo más mínimo su peso y sus dimensio- 
nes: por el contrario, había cierta gentileza en 
sus movimientos. Luego se detuvo un segundo, 
golpeó el suelo con los talones y empezó a hacer 
girar a Nina alrededor de sí misma, muy rápi- 
damente. Un minuto después, habiendo dado la 
vuelta a todo el calvero, condujo a su dama a una 
silla, la hizo sentar, y se quedó delante de ella, 
inclinada la cabeza. 

Inmediatamente se vió por todas partes rodea- 
do de señoras, suplicándole que diera algunas 
vueltas más. Pero él, fatigado por el ejercicio de 
que hacía mucho tiempo había perdido la costum- 
bre, respiraba penosamente, y se negaba. 

—¡No, señoras! ¡Tengan piedad de este pobre 
viejo! A mi edad ya no se baila. Mejor será que 
vayamos a comer. 

Todo el mundo se sentó a la mesa; oyóse el 
ruido de las sillas sobre la arena. 

Bobrov permanecía donde Nina le había dejado. 
Sentíase humillado, ultrajado, desdichado. Hacía 
esfuerzos sobrehumanos para contener el llanto 
que le oprimía la garganta. 


106 


La música, que seguía tocando, le producía un 
horrible dolor de cabeza. 

—¡Al fin, aquí está! —exclamó alguien acercán- 
dose a él. ; 

Era el doctor. 

—Le he buscado a usted por todas partes. Di- 
jérase que se esconde usted... He estado jugando 
a la baraja; me han hecho sentarme casi a la 
fuerza... Ea, vamos a cenar; he guardado dos 
sitios. 

—No, doctor, no iré—respondió Bobrov con voz 
apenas perceptible—. Vaya usted solo. 

El doctor miró fijamente a su amigo. 

—Pero ¿qué es lo que le pasa? ¿No está usted 
bueno ?—le preguntó afectuosamente—. No, que- 
rido, sea como quiera; pero yo no le dejo solo. 
Vamos allá y no me replique usted. 

—¡Tengo el corazón oprimido, doctor! ¡Todo 
me fastidia! —dijo Bobrov, dejándose llevar por 
el médico. 

—¡Pamplinas! ¡Vamos, sea usted hombre! 

Rodeó con su brazo cariñosamente la cintura 
de Bobrov. 

—¿Qué? ¿Hay algo grave? Voy a recetarle 
a usted un buen remedio; vamos a beber y todo 
acabará. Ya verá usted. A decir verdad, yo he be- 
bido un poco con el señor Andrea. ¡Ese sí que 
sabe beber! ¡Dios mío, lo que bebe! Absorbe co- 
mo un tonel vacío... A propósito, Andrea se in- 
teresa mucho por usted. ¡Vamos allá... valor, ami- 
go mío! 


107 


Hablando así, el doctor llevó a Bobrov al pa- 
bellón. Se sentaron uno al lado del otro. El veci- 
no de Bobrov, al otro lado, era Andrea. Le saludó 
<on mucho afecto, y le golpeó en el hombro cari- 
ñosamente. 

—Siéntese usted; estoy muy contento de tener- 
le por vecino—dijo Andrea—. Me parece usted 
muy simptico, no como muchos otros... ¿Bebe us- 
ted coñac ? 

Andrea estaba visiblemente borracho. Sus ojos 
brillaban con un vivo resplandor en su rostro pá- 
lido. Aquel hombre de tanto valer y energía era 
un alcohólico que se emborrachaba todas las no- 
ches en su casa, a puerta cerrada, hasta perder 
el conocimiento. 

Bobrov vaciló un momento. “Quizás el coñac 
me haga un buen efecto—pensó—. Probemos.” 

Andrea esperaba, botella en mano. Bobrov le 
tendió su vaso. 

—¡Eso está muy bien!—aprobó Andrea. 

—(¿Es fuerte este coñac ?—preguntó Bobrov. 

—Bastante... ¿Bastará la mitad del vaso? 

—Más. 

—¡Bravo! Se diría que pertenece usted a la ma- 
tina sueca. ¿Es bastante ? 

—¡No, más! ¡Hasta arriba! 

—Amigo mío, hay que considerar que es coñac 
Martell... Verdaderamente coñac viejo... 

—No tenga usted cuidado. Siga echando. 

“¡Tanto peor—pensó Bobrov—, me emborracha- 
ré como un zapatero!”... 


108 


El vaso estaba lleno. Andrea puso la botella 
en la mesa y miró con curiosidad a su vecino. 

Bobrov vació el vaso de un trago. Como no es- 
taba habituado a beber, sintió un escalofrío. 

—¿Le roe a usted algún gusano, hijo mío ?— 
preguntó Andrea mirándole seriamente a los ojos. 

—Sí, un gusano me roe. 

—¿En el corazón? 

—Sí. 

—Entonces, ¿quiere usted más coñac ? 

—Bien, écheme usted más. 

Bebía el coñac con rapidez y, al mismo tiempo,. 
con repugnancia, buscando el olvido en él. Pero 
no encontraba aquel olvido tan deseado. Por el 
contrario, se sentía por momentos más desgracia- 
do; acudían las lágrimas a sus ojos. A duras pe- 
nas lograba contenerlas. 

Los criados pusieron ante los invitados bote- 
Mas de “champagne”. Kvachnin se levantó, co- 
gió una copa con dos dedos y, durante algunos 
instantes, la estuvo mirando a la luz de un can- 
delabro que colgaba del techo de la tienda. - 

Todo el mundo se calló. Se oía el chisporroteo 
de las luces y el canto de los grillos alrededor del 
pabellón. 

Kvachnin tosió varias veces, disponiéndose a 
hablar. : 

—¡Señoras y señores!—comenzó, y tras una 
pausa bastante larga, continuó—: Me atrevo a: 
creer que nadie hay aquí que ponga en duda la 
profundidad, la sinceridad del reconocimiento com 


109 


«que levanto mi copa. No olvidaré jamás el afec- 
tuoso recibimiento que me habéis hecho. Este rato 
de alegría quedará para siempre grabado en mi 
memoria, sobre todo, gracias a la amabilidad de 
muestras damas; será uno de los mejores recuer- 
dos de mi vida. ¡Bebo a la salud de las damas! 

Levantó muy alta su copa, trazó un semicírculo 
con ella en el aire, bebió algunos sorbos y con- 
tinuó: 

—Ahora me dirijo a vosotros, mis colaborado- 
res y colegas. No os enojéis si mis palabras pare- 
cen tener el carácter de un cariñoso sermón. En 
comparación con todos vosotros, yo soy ya un 
viejo, y los viejos pueden permitirse sermonear... 

Andrea se inclinó hacia Bobrov y le dijo al oído: 

—¡ Mire usted a ese canalla de Sveyevsky! 

En efecto, el rostro de Sveyevsky expresaba 
una atención exagerada, casi religiosa. Cuando 
Kvachnin dijo que era ya viejo, Sveyevsky pro- 
testó, haciendo enérgicos movimientos con las ma- 
mos y con la cabeza. 

—Me permito repetir una frase muy conocida . 
y muy usada, que se puede leer muchas veces en 
los periódicos—continuó Kvachnin—. Es preciso 
que mantengamos alta nuestra bandera. No ol- 
vidéis que somos la selección, que el porvenir nos 
pertenece. Nosotros hemos cubierto el globo te- 
rrestre con una red de caminos de hierro; hemos 
socavado las entrañas de la tierra y convertimos 
sus riquezas en cañones, puentes, locomotoras, 
rieles y máquinas colosales. Al realizar, con la 


110 


fuerza de nuestro genio, empresas gigantescas, 
ponemos en circulación millones de millones. Sa- 
bed, señores, que la naturaleza prodiga a veces 
sus fuerzas creadoras, suscitando pueblos enteros 
con el solo fin de sacar dos o tres docenas de hom- 
bres superiores, elegidos entre la multitud. ¡Te- 
ned el valor y la fuerza de ser esos elegidos! ¡Hu- 
rra, señores! 

—¡Hurra, hurra!—gritaron por todos lados. 

La voz de Sveyevsky sobresalía entre todas. 

Todo el mundo se levantó para chocar su copa 
con la de Kvachnin. 

—¡Qué abominable discurso! —dijo el doctor. 

Después de Kvachnin habló Chelkovnikov. 

—¡Señores, os propongo beber a la salud de 
nuestro querido patrón y venerable maestro! 
¡Viva Basilio Terentevich Kvachnin! ¡Hurra!... 

—¡Hurra!—repitieron de nuevo todos los invi- 
tados, levantándose para brindar con Kvachnin. 

A partir de aquel momento, comenzó una ver- 
dadera orgía de elocuencia. Se brindaba por la 
prosperidad de la fábrica, por los accionistas au- 
sentes, por las damas presentes y por todas las 
damas en general. Hubo hasta brindis frívolos 
y de doble sentido. 

El “champagne”, servido por docenas de bote- 
llas, produjo pronto sus efectos: los invitados se 
hacían cada vez más locuaces, el pabellón estaba 
lleno de ruido, y los oradores, antes de comenzar 
sus discursos, tenían que golpear largo tiempo su 
copa con el cuchillo para atraer la atención. 


111 


Un poco apartado, el bello Muller preparaba 
en una mesita un ponche, que ardía con pequeñas 
llamaradas azules. 

De pronto, Kvachnin se levantó de nuevo y 
dijo con una sonrisa maligna y bonachona: 

—Señores, me es en extremo agradable anun- 
ciaros que nuestra fiesta coincide con una solem- 
nidad de carácter puramente familiar. Tengo el 
gusto de dirigir mis felicitaciones calurosas a los 
prometidos: Nina Grigorievna Zinenko y... 

Se detuvo un instante porque había olvidado 
los nombres de Sveyevsky. 

—¡Y de nuestro colega el señor Sveyevsky! 
¡Seguro estoy de que todos les desearemos unáni- 
memente la mayor felicidad posible en el mundo! 

La noticia era completamente inesperada y la 
sorpresa fué grande. Todos felicitaron ruidosa- 
mente a Nina y a su novio. 

Bobrov lanzó un grito doloroso. Andrea notó que 
había palidecido mortalmente, y le dijo al oído: 

—Aún hay más, colega. Escuche, voy a pronun- 
ciar yo ahora un discursito. 

Se levantó, dejando caer la silla y vertiendo en 
el mantel la mitad de su copa, y dijo: 

—¡Señoras y señores! Nuestro venerable jefe, 
con su modestia habitual y muy comprensible esta 
vez, no ha terminado su discurso. Yo le voy a ter- 
minar por él. Podemos felicitar a nuestro querido 
colega el señor Sveyevsky por su nuevo cargo: a 
partir del mes próximo ocupará el puesto de di- 
rector responsable de todos los asuntos de la Ad- 


112 


ministración central. Ese será, por decirlo así, el 
regalo de bodas que Basilio Terentevich hace a 
los novios... Noto que a nuestro querido jefe le 
desagrada lo que digo. Probablemente he revela- 
do, sin querer, antes de tiempo la sorpresa que 
preparaba. Si es así, le pido mil perdones. Pero, 
lleno de estimación y de amistad, me permito ex- 
presar el deseo de que nuestro querido colega el 
señor Sveyevsky continúe en su nuevo puesto en 
Petersburgo, siendo el mismo trabajador enérgi- 
co y buen camarada que era entre nosotros... Bien 
sé, señores, que acaso ninguno quisiera estar en 
su lugar... porque... 

Se detuvo y fijó en Sveyevsky una mirada 
francamente irónica... 

—Porque el señor Sveyevsky, al que todos de- 
seamos tanta dicha... 

Su discurso fué interrumpido por el ruido de 
un caballo que se acercaba al pabellón. Un mo- 
mento después: se vió un jinete salir del bosque 
y penetrar en el calvero. Venía sin gorra y en su 
rostro había una expresión de terror. 

Era un capataz de la fábrica. Echó pie a tierra 
apresuradamente y se acercó a Kvachnin con 
paso rápido. Inclinándose familiarmente cuchi- 
cheó a su oído. Un silencio de muerte se exten- 
dió por el pabellón. Como antes, cuando Kvach- 
nin se levantó por primera vez a hablar, no se oía 
más que el chisporroteo de las luces y el canto de 
los grillos. 

El rostro de Kvachnin, enrojecido por el vino, 


113 


se puso pálido súbitamente. Con un movimiento 
nervioso dejó el vaso en la mesa con tanta preci- 
pitación, que el vino se derramó sobre el mantel. 

— ¿Y los belgas ?—preguntó con voz entrecor- 
tada y turbada en extremo. 

El capataz hizo un gesto negativo y le dijo al- 
gunas palabras al oído. 

—;¡ Diablo! —gritó Kvachnin, levantándose de la 
mesa y tirando la servilleta con un gesto lleno 
de cólera—. Espera, vas a llevar a la estación un 
telegrama para el gobernador. 

Luego, dirigiéndose a todos, con voz emocio- 
nada: 

—¡Señores, en la fábrica han estallado «desór- 
denes! Hay que tomar medidas urgentes. Me pa- 
rece que lo mejor sería que nos marcháramos de 
aquí!... 

—¡Lo esperaba! — dijo con maldad y desdén 
Andrea. 

Y mientras todo el mundo, turbado, emociona- 
do, corría en todas las direcciones, sacó un ciga- 
rro y cerillas del bolsillo, sin darse prisa, y se 
sirvió otra copa de coñac. 


XI 


En el pabellón reinaba el mayor desorden. Los 
invitados gritaban sin escucharse, se zarandea- 
ban, tropezaban con las sillas caídas. Las seño- 
ras se ponían sus sombreros, con manos temblo- 
rosas. Alguien dió orden de apagar las luces eléc- 


EL Dios Ss 


114 


tricas, lo que sirvió para aumentar la confusión. 
Se oían en la oscuridad los gritos histéricos de 
las mujeres. 

Eran cerca de las cinco de la mañana. El sol no 
había salido todavía, pero al cielo se iluminaba, 
anunciando, por las nubes dispersas aquí y allá, 
un día lluvioso. La luz pálida y melancólica de 
la madrugada, que había sustituído tan súbita- 
mente a la luz eléctrica, daba un aspecto de tris- 
teza al desorden que reinaba entre los invitados. 
Las figuras humanas parecían fantásticas evoca- 
ciones de cuentos de hadas. Los rostros cansados 
por el insomnio, tenían una expresión terrible. 
La mesa, manchada de vino, sobre la que se amon- 
tonaba la vajilla, era como el recuerdo de algún 
festín fantástico interrumpido. 

En la parada de los coches, el desorden era aún 
mayor. Los caballos espantados, se encabritaban 
con relinchos lúgubres y se resistían a obedecer a 
los cocheros. A veces, chocaba un coche con otro. 
Oíase el crujido de los ejes rotos. Los ingenieros 
llamaban a sus cocheros, que se insultaban y has- 
ta llegaban a las manos. Dijérase la confusión de 
un incendio. De vez en cuando se oían en las ti- 
nieblas gritos de dolor o de miedo. 

Bobrov hacía esfuerzos inútiles por encontrar 
a su cochero Mitrofan. Muchas veces le parecía 
oír su voz, pero era imposible hallar a nadie en 
aquel barullo. 

Súbitamente surgió una luz en las tinieblas. Se 
vió un gran farol de petróleo balancearse por en- 


115 


cima de la multitud. “¡Paso, paso!”, gritó una voz. 
Todo el mundo retrocedió, atropellándose. Bobrov 
fué arrastrado por la muchedumbre. Vió el coche 
de Kvachnin, con sus tres hermosos caballos .gri- 
ses, abrirse paso con dificultad. El farol colgado 
encima del carruaje iluminaba con una luz fan- 
tástica la figura enorme de Kvachnin. 

Alrededor del coche gritaba, ahullaba y gemía 
la muchedumbre, presa de terror, entre empujo- 
nes y revuelos. Bobrov apretó los dientes. Hubo 
un momento en que le pareció que no era Kva- 
chnin el que iba en el coche, sino un dios pagano, 
terrible en su fealdad, amenazador, sediento de 
sangre, uno de aquellos ídolos de Oriente, bajo 
cuyo carro se arrojaban los fanáticos exaltados en 
las ceremonias religiosas. 

Bobrov sintió una ira terrible. 

Vió de pronto su coche. Estaba muy cerca de 
él, pero en el desorden y la oscuridad, no había 
podido verlo antes. También estaba allí su coche- 
ro encendiendo un farol. 

—;¡Pronto, a la fábrica! —gritó Bobrov, metién- 
dose en el coche—. Es preciso estar allí dentro 
de diez minutos, ¿oyes? 

—Sí, procuraré, aunque...* 

Sin darse demasiada prisa hizo girar el coche, 
desplegó las bridas y ocupó lentamente su puesto. 

—Si los caballos revientan, no seré yo el res- 
ponsable—concluyó. 

—¡Muy bien, pero anda,'a toda velocidad! 

Al cochero le costó mucho trabajo abrirse paso 


116 


por entre los innumerables coches y la multitud 
nerviosa que se agolpaba allí. Al fin, escapó, a pe- 
sar de todo, y tomó una vereda. Los caballos, can- 
sados de esperar, contentos de ponerse de nuevo 
en movimiento, corrían a una velocidad loca. El 
coche saltaba sobre las gruesas raíces que obs- 
truían el sendero, como una barca sacudida por 
las olas del mar. 

El fuego rojo de la antorcha, colgada en la de- 
lantera del coche, ondeaba hacia todas partes, con 
un silbido agudo. Siguiendo los movimientos de 
la luz, estremecíanse alrededor del coche las som- 
bras vagas y fantásticas de los árboles. Dijérase 
que una compacta muchedumbre de espectros al- 
tos, delgados e imprecisos, iba detrás del coche 
danzando; tan pronto adelantaban a los caballos, 
adquiriendo dimensiones gigantescas, como caían 
por tierra y se achicaban poco a poco hasta des- 
aparecer detrás de Bobrov; unas veces se aleja- 
ban por breves instantes hacia el bosque, negro, 
para volver en seguida junto al coche; otras ve- 
ces las sombras se reunían en grupos misteriosos 
de fantasmas que temblaban, se agitaban, se incli- 
naban unos sobre otros como para cuchichearse 
algo al oído. Con frecuencia las ramas de los ár- 
boles, a lo largo del camino, daban en la cara a 
Bobrov y Mitrofan, como manos de seres miste- 
riosos que acecharan su paso. 

A los pocos minutos salían del bosque. Los ca- 
ballos, después de atravesar un pequeño pantano 
en que se reflejaba la luz roja de la antorcha, em- 


117 


pezaron a subir la colina. Al otro lado de la co- 
lina se extendía un campo negro, monótono. 

—¡ Vamos, Mitrofan! ¡Un poco más de prisa! — 
gritó Bobrov—. A este paso no llegaremos nunca. 

Mitrofan gruñó algo que Bobrov no pudo oír. 
Verdaderamente era imposible caminar más de 
prisa; los caballos corrían con una rapidez verti- 
ginosa. Mitrofan no comprendía lo que le pasaba 
a su amo, que quería tanto a sus caballos y no 
permitía que se les fatigara demasiado. 

En el horizonte, sobre el cielo, se veía una in- 
mensa mancha de carmín que teñía de rojo las 
nubes. Eran, probablemente, los reflejos de un in- 
cendio. Bobrov miraba al cielo y experimentaba 
una alegría perversa. Se acordó de pronto del 
brindis atrevido y cruel de Andrea y comprendió 
lo que había sido para él un enigma: la reserva 
fría de Nina durante aquella velada, la indigna- 
ción de su madre al verla con él en un rincon, 
la presencia constante de Sveyevsky al lado de 
Kvachnin, lo que se murmuraba acerca de éste 
y de Nina. 

“¡Bien hecho!—pensó Bobrov mirando los re- 
flejos del incendio y sintiendo una cólera que casi 
le ahogaba—. ¡Bien hecho! ¡Oh, si mme pudiera 
vengar de ese comprador de niñas, de ese saco 
de oro, de ese cerdo cebado, ante quien se incli- 
nan todos!...” : 

El coñac y el “champagne” que bebiera no le 
habían emborrachado. Por el contrario, sentía una 
energía indomable, un deseo irresistible, casi mor- 


118 


boso, de moverse, de correr, de avanzar a una ve- 
locidad loca. Sentía un frío terrible en todo el 
cuerpo. Sus dientes castañeteaban con tanta fuer- 
za, que tuvo que apretar los labios. Pensamientos 
desordenados pasaban por su inflamado cerebro. 
Sin darse cuenta, se hablaba a sí mismo en voz 
alta; a veces, hasta se reía, apretando furiosa- 
mente los puños. 

Mitrofan no comprendía lo que le pasaba a su 
amo. 

—Lo mejor sería que fuéramos derechos a casa 
—objetó tímidamente—. Me parece que no está 
usted del todo bien... 

Bobrov se enfadó. 

—;¡Calla, animal! ¡Adelante! 

Pronto se pudo ver la fábrica, toda envuelta en 
humo rosa y blanco. En el extremo de la fábri- 
ca llameaba, en una inmensa hoguera, un enor- 
me depósito de tablas y vigas. Sobre el fondo lu- 
minoso del incendio, veíanse correr en todas las 
direcciones numerosas figuras humanas negras, 
que parecían minúsculas como hormigas. Se oía 
ya, a lo lejos, el crujido de la madera seca devo- 
rada por las llamas. Las torres redondas y las 
chimeneas de los altos hornos tan pronto se di- 
bujaban distintamente sobre el cielo rojizo, como 
desaparecían entre la oscuridad y el humo. En el 
agua oscura del gran estanque cuadrado se re- 
flejaba el fuego con lúgubres resplandores. La 
presa levantada en aquel estanque estaba cubier- 
ta toda por una muchedumbre compacta de hom- 


119 


bres que avanzaban lentamente, llenando la at- 
mósfera con el ruido sordo de numerosas voces. 
Aquel ruido, que parecía el del mar azotado por 
la tempestad, tenía en sí algo extraño y amena- 
zador. Iba aumentado, a medida que el coche se 
aproximaba a aquella masa humana compacta. 

De pronto un grito iracundo resonó en los oídos 
de Bobrov. 

—¿ Adónde vas?—rugió, dirigiéndose al coche- 
ro una voz—. ¿No ves que atropellas a la gente, 
canalla ? 

En el mismo instante apareció ante el coche un 
“mujik” de alta estatura, de larga barba, cubier- 
ta la cabeza con blancos vendajes. 

—¡ Adelante! —gritó Bobrov con voz fuerte a su 
cochero. 

—¡Lo han incendiado! —respondió el otro tem- 
blando. 

De pronto Bobrov recibió una pedrada en la sien 
derecha. Al tocarse la herida, su mano se manchó 
de sangre. 

__ Los caballos aceleron su carrera. El resplan- 
dor rojizo del cielo se había hecho más intenso. 
Las largas sombras de los caballos aparecían 
tan pronto a la izquierda como a la derecha. En 
ciertos momentos, Bobrov tenía la sensación de 
que el coche iba a caer en un profunde abismo. 
No podía reconocer el sitio. 

De repente se detuvieron los caballos. 

—¿Qué pasa ?—preguntó Bobrov furioso. 

—Imposible avanzar — respondió Mitrofan en 


120 


tono grosero—. El camino está cerrado por la 
gente. 

Bobrov hizo esfuerzos por ver algo, pero no 
vió más que siluetas vagas -que formaban como 
un muro sobre el cual el color rojo del cielo tem- 
blaba en el horizonte. 

—Pero ¿estás loco?—gritó enfadado—. ¿De 
qué gente hablas? ¡Si no hay nadie! 

Bajó del coche. Pero apenas avanzó un poco, 
se percató que lo que tomaba por un muro negro 
era un muchedumbre compacta de obreros, que, 
obstruyendo el camino, avanzaban con gran len- 
titud. 

Después de ándar automáticamente unos cin- 
cuenta pasos tras los obreros, se volvió para bus- 
car su coche y tomar otro camino. Pero no en- 
contró ni el coche ni al cochero. Probablemente, 
Mitrofan había ido en busca de su amo por otra 
dirección, o bien el mismo Bobrov se había equi- 
vocado de camino. Estuvo largo rato llamando a 
Mitrofan, pero no recibió ninguna respuesta. En- 
tonces se decidió a seguir a los obreros y volvió 
sobre sus pasos. Pero ya no estaban allí; habían 
desaparecido como por arte de magia. Siguió an- 
dando. Cerróle el paso un ancho seto. Tras corta 
vacilación, saltó por encima de él y tomó un ca- 
mino que subía en cuesta, cubierto de una espe- 
sa maleza. Un sudor frío cubría su rostro; tenía 
la lengua pesada y rígida como un trozo de ma- 
dera; sentía un dolor agudo en el pecho cada vez 
que respiraba; su corazón palpitaba con latidos 


121 


frecuentes y entrecortados; la herida de la sien 
le dolía cada vez más. 

El camino en cuesta era largo; a Bobrov le 
pareció interminable. Desesperado, continuó su- 
friendo, tropezando a cada instante, hiriéndose 
las rodillas y agarrándose a las ramas de los ma- 
torrales. A veces le parecía que veía todo aquello 
en un sueño de enfermo. El pánico que se produ- 
jo durante la excursión, aquel camino en cuesta... 
todo esto se parecía tanto a una pesadilla que 
era imposible tenerlo por realidad. 

Por fin, Bobrov llegó a lo alto de la cuesta. Re- 
conoció en seguida la vía alta del camino de hierro. 
Precisamente desde aquel sitio el fotógrafo ha- 
bía estado el día anterior retratando los grupos 
de obreros y de ingenieros durante los oficios re- 
ligiosos. 

Bobrov, completamente extenuado, se sentó so- 
bre una traviesa. Se sentía muy mal; sus piernas 
se doblaban, le dolía el pecho y el vientre; su 
frente y sus mejillas estaban cubiertas de un su- 
dor frío. Los objetos comenzaron en seguida a dar 
vueltas ante sus ojos y desaparecieron de repen- 
te como en un abismo sin fondo. 

Se desmayó. 

No volvió en sí hasta media hora después. Aba- 
jo, donde día y noche se oía el ruido incesante de 
la fábrica gigantesca, reinaba un silencio torvo y 
lúgubre. Bobrov se levantó con mucho trabajo y 
caminó en la dirección de los altos hornos. Le 
parecía que su cabeza estaba llena de plomo y 


122 


amenazaba caer a cada movimiento; el dolor de 
la sien se había hecho insoportable. Tocó su heri- 
da y notó que la sangre le corría por toda la cara. 
Sintió en los labios y en la boca un sabor salado 
y metálico. No comprendía aún con claridad lo 
que pasaba, y hacía esfuerzos de memoria para 
recordar detalles. Estos esfuerzos le produjeron 
aún más dolor de cabeza. Su corazón estaba opri- 
mido por la pena y la desesperación, y una có- 
lera terrible le hacía apretar los puños furiosa- 
mente. 

La mañana se acercaba. Todo a su alrededor 
estaba gris, frío, húmedo: la tierra, el cielo, la 
hierba menuda, los montones de piedra a lo lar- 
go de la vía férrea. Bobrov, sin un fin preciso, 
sin una dirección determinada, rondaba por entre 
los edificios desiertos de la fábrica. Como ocurre 
frecuentemente, durante los grandes trastornos 
morales, se hablaba a sí mismo en voz alta: sen- 
tía la necesidad de poner orden en sus pensamien- 
tos confusos. 

—¿ Qué puedo hacer?—se preguntaba como di- 
rigiéndose a alguien' que le pudiera oír. Ya no 
puedo más... ¡estoy tan débil! Quisiera matarme... 
Acaso fuera lo mejor... 

Seguía sin acordarse de nada de lo ocurrido. 
De pronto, notó que había llegado al borde del 
foso, en el mismo sitio donde estuvo hablando la 
víspera con el doctor. No había nadie allí. Los 
obreros habían abandonado sus puestos, y los 
hornillos, por donde echaban carbón sin cesar, 


123 


estaban enfriándose. Solamente en los dos horni- 
llos extremos ardía aún un poco de carbón. 

Una idea loca atravesó de repente como un re- 
lámpago el cerebro de Bobrov. Se inclinó rápida- 
mente sobre el foso y saltó. 

Encontró una pala en el montón de carbón. La 
cogió y se puso a echar carbón febrilmente en 
los dos hornillos que aún ardían. A los dos mi- 
nutos, el fuego empezaka a rugir; el agua her- 
vía en el tubo. Bobrov cogía paletadas de carbón 
apresuradamente una tras otra y las arrojaba a 
los hornillos. Una sonrisa de maldad y de astu- 
cia florecía en su labios. De vez en cuando lanza- 
ba exclamaciones insensatas. Una idea morbosa, 
terrible, vengativa, se apoderó de todo su ser. El 
inmenso cuerpo de la caldera, que comenzaba a 
iluminarse con resplandores lúgubres, le parecía 
un ser viviente, odioso, detestado. 

El agua disminuía por instantes en la caldera. 
El vapor hervía. Unos momentos más y la catás- 
trofe sería inevitable. Pero aquel trabajo, al que 
no estaba acostumbrado, había cansado a Bo- 
brov. La sangre caliente empezó a manar de nue- 
vo en su herida. Sintió un dolor terrible de cabeza 
y sus brazos cayeron impotentes a lo largo del 
cuerpo. 

“Un pequeño esfuerzo más—se decía—. Pero 
no tengo alientos... No, no; esto es la locura... 
Mañana no me atreveré a confesarme a mí mis- 
mo que he abrigado el proyecto criminal de ha- 
cer saltar las calderas.” 


124 


El sol se levantaba por el horizonte cuando Bo- 
brov llegó al hospital de la fábrica. 

El doctor, que acababa de vendar a numerosos 

heridos y mutilados, se lavaba las manos en una 
jofaina de cobre. Su ayudante estaba a su lado 
dispuesto a darle la toalla. 
Al ver a Bobrov, el doctor retrocedió con asom- 
bro. * ; 
—¿Qué tiene usted, Andrey Ilich ?—exclamó 
asustado—. ¡Parece usted un muerto! 

En efecto, Bobrov presentaba un aspecto terri- 
ble. Su rostro pálido estaba cubierto de sangre 
coagulada y manchado de carbón. La ropa, moja- 
da y desgarrada, colgaba de su cuerpo hecha ji- 
rones. Los cabellos eran una maraña informe. 

—Pero dígame usted... ¿qué es lo que le ha pa- 
sado —exclamó otra vez el doctor, enjugándose 
las manos a toda prisa y acercándose a Bobrov. 

—No es nada—gimió el otro—. Se lo suplico; 
deme en seguida morfina. ¡Pronto, o me vuelvo 
loco!... Sufro demasiado... 

El doctor cogió a Bobrov por el brazo, le con- 
dujo rápidamente a la habitación contigua y, des- 
pués de cerrar cuidadosamente la puerta, dijo: 

—Escuche usted; adivino la causa de sus sufri- 
mientos. Créame, le compadezco de todo corazón 
y haré todo lo que esté en mi mano para aliviar- 
le, pero... 

Los ojos del doctor se llenaron de lágrimas. 

—Pero querido Andrey llich, no insista usted 
en que le dé morfina. Haga usted un esfuerzo. 


125 


Recuerde que la morfina causa estragos terribles. 
Si le doy ahora una sola inyección, se ha acaba- 
do usted... para siempre... Ya no podrá usted pa- 
sarse sin ella... 

Bobrov cayó sobre un ancho diván de hule, 
boca abajo y susurró entre dientes: 

—Me es igual... Se lo suplico, doctor... No pue- 
do más... Si no me da usted morfina, me mataré... 

El doctor lanzó un largo suspiro, se encogió de 
hombros y se acercó al armario donde guardaba 
los instrumentos y las medicinas. 

Cinco minutos después, Bobrov yacía sobre el 
diván, en un sueño profundo. En su rostro pálido, 
demacrado por las emociones de aquella noche, 
florecía una sonrisa de felicidad. 

El doctor empezó a lavarle la cabeza llena de 
sangre. 


CONSUMMATUM EST 


Cuando el hijo único del rico comerciante Nilo 
” Ovsiannikov, después de haber vagabundeado en 
compañías de teatro de una en otra ciudad, mu- 
rió en un pequeño hospital de tísicos y alcohóli- 
cos, sú padre, que no sólo había negado al hijo 
toda ayuda 'pecuniaria, sino que hasta le había 
amenazado con maldecirle, fundó, en memoria 
suya, un “Asilo para viejos artistas”, al que dió 
el nombre de su hijo, Alejo Ovsiannikov. 

Por estar en una población sin importancia, o 
bien por otra razón cualquiera, es el caso que en 
el establecimiento había muy pocos asilados. Es- 
taba instalado en una gran casa señorial aban- 
donada, de habitaciones medio derruídas e inha- 
bitables, si se exceptúa un enorme salón de buen 
piso, con amplias ventanas y blancas columnas 
curvadas por el tiempo. : 

Vivían en aquel salón, en el otoño de 1899, cin- 
co actores viejos, agotados y enfermos, que no 
tenían hogar ni medios de vida. 

En mitad del salón había una mesa ovalada, 
cubierta con un hule amarillo; a lo largo de las 


127 


paredes, entre las columnas, se hallaban las ca- 
mas, y junto a ellas, sendas mesitas de noche, 
como es uso en los hospitales y casas de pen- 
sión. : 

Las ventanas no se abrían nunca por temor a 
las corrientes de aire; el ambiente era malsano, 
enrarecido por el humo de los cigarros, y despe- 
día un fuerte olor a ropa sucia, unido a ese otro 
tan propio de los hospitales. 

Grises telas de araña, desde el año anterior, 
pendían del empolvado techo. 

El sitio considerado como el mejor por los asila- 
dos hallábase junto a una gran chimenea holande- 
sa, adornada con tulipanes pintados sobre el extre- 
mo superior. En invierno hacía allí mucho calor; 
la ancha chimenea formaba con la pared un rin- 
concito retirado, que daba a aquel lugar el aspecto 
de un cuarto aparte. Aquel rincón privilegiado lo 
habitaba el pensionista más antiguo del asilo, un 
ex tenor de opereta, Lidin-Baydárov, hombre dé- 
bil, de espíritu poco inteligente, desmesuradamen- 
te orgulloso, que sostenía con trabajo sobre sus 
delgadas piernas, deformadas por la gota, un 
cuerpo pesado y enfermizo. Siendo el primer ha- 
bitante del asilo, desde su fundación, se conside- 
raba como el dueño de la casa. Era también el 
primero que había introducido la costumbre de 
charlar y contar anécdotas groseras. Llenaba las 
paredes de los cuartos de aseo y las columnas 
blancas de salón, de dibujos obscenos e inscrip- 
ciones cínicas en prosa y verso, para las que 


128 


aquel erotómano tenía una imaginación inago- 
table. 

Al otro lado de.la chimenea, más cerca de las 
ventanas, residía un antiguo apuntador, Iván Ste- 
panovich, viejo calvo, sin dientes, de mejilla» 
arrugadas. En otros tiempos, la gente de teatro 
le llamaba familiarmente Stakanich (1). Por este 
sobrenombre conocíanle también en el asilo. Era 
un hombre dulce, piadoso, muy sordo y, como to- 
dos los sordos, muy tímido. Con diaria insistencia 
Lidin-Baydárov le decía, por divertirse, cosas ho- 
rrendas en tono serio y grave: y Stakanich, que 
mo oía nada, sonreía con su dulce sonrisa, movía 
la cabeza expresivamente y daba una respuesta 
incongruente. El antiguo tenor de opereta se di- 
vertía muchísimo y repetía sin cesar esta broma 
de mal género. 

Stepanovich se pasaba el día, desde por la ma- 
ñana hasta la noche, fabricando cajitas muy com- 
plicadas, que hacía con papel de colores, alambre 
fino y perlas falsas. Una o dos veces al año las 
enviaba a su hijo Vasia, que desempeñaba pape- 
les insignificantes en teatros de poca monta. 
Cuando no fabricaba sus cajitas, se estaba en la 
cama haciendo solitarios complicados, de los que 
conocía un número infinito. 

En el mismo lado de la sala, aún más cerca de 
las ventanas, dormía el viejo actor de tragedia 
Slavianov-Raysky. De los cinco habitantes del asi- 


(1) “Stakan” quiere decir, en ruso, “vaso”, con lo que se 
indica su afición a la bebida. 


129 


lo era el único que había gozado con anterioridad 
de una grande y brillante reputación. Durante 
siete años su nombre, que los periódicos estam- 
paban en gruesos caracteres, fué famoso en toda 
la provincia. Pero al año de retirarse de la esce- 
na el viejo actor, olvidáronle por completo el pú- 
blico y la prensa. Sin embargo, sus colegas re- 
cordaban siempre los éxitos resonantes de sus or- 
gías, las sumas fantásticas que derrochaba en 
aquellas cuchipandas famosas y los escándalos 
que daba en todas partes. 

Slavianov-Raysky trataba con altivez a sus 
compañeros de asilo, les llamaba canallas, y ape- 
nas si les dirigía la palabra. Permanecía en la 
cama días enteros, silencioso, fumando enormes 
cigarrillos, que se liaba él mismo. A veces, le- 
vantábase bruscamente, poníase a pasear por el 
salón, cruzándolo en todas las direcciones, con 
breves pasos rápidos, manoteaba y gesticulaba 
enérgicamente balbuceando palabras indignadas. 

Frente a su cama, estaba la del “Abuelo”, más 
conocido en el mundo teatral por el apodo que 
por su verdadero nombre. Hacía tres meses que 
el “Abuelo” no se levantaba de la cama. Sus lar- 
gos cabellos, blancos como la nieve, y su camisa 
blanca, le daban el aspecto de un santo de las es- 
tampas. Hablaba muy poco, descansando a cada 
frase, y tenía una voz sorda y fina, que era más 
bien un gemido por lo trabajosa. Padecía del co- 
razón y la tos le molestaba mucho. Era viejísimo, 
probablemente 'el más viejo de todos los actores 


Ex Dios ' 9 


- 130 


rusos contemporáneos. En otro tiempo gozó fama 
de representar muy bien los papeles de padre no- 
ble y de ser un administrador inteligente. 

El quinto y último habitante del asilo era el 
actor cómico Mijalenko, un cínico que tenía el 
cuello hinchado por causa de una enfermedad ex- 
traña que padecía. El asma no le dejaba respi-. 
rar; hablaba con gran dificultad, y, sin embar- 
go, era muy camorrista. En cuanto abría los ojos 
empezaba a reñir con sus vecinos y no cesaba has- 
ta que, por la noche, se metía en la cama. Tenía 
muy mala lengua, era vulgar y despiadadamente 
grosero, como la mayor parte de los actores. Mina- 
do de continuo por una cólera envidiosa e histé- 
rica, urdía las más bajas calumnias, intrigaba y 
escribía denuncias absurdas contra sus camaradas 
a los patronos del asilo. Rivalizaba en expresio- 
nes groseras con Lidin-Baydárov, el cual, no obs- 
tante, le superaba en el arte de inventar y com- 
binar las villanías más inverosímiles; en cambio, 
Mijalenko aventajaba a todos en la facultad de 
hallar las injurias más venenosas y punzantes. 
Gracias a su buena memoria, acudían a sus mien- 
tes, con inagotable riqueza, los recuerdos de la 
vida de bastidores, intrigas de amor escandalosas, 
batallas entre los actores, fracasos y crímenes. 
Al disputar con sus vecinos, sabía sacar de su pa- 
sado teatral las páginas más vergonzosas y más 
sensibles; como tenía tan mala lengua, suya era 
siempre la última palabra. Era tuerto, y su ojo 
único lanzaba llamas contra los que disputaban 


131 


con él. Tenía un ojo artificial muy pequeño y 
constantemente húmedo. 

La vida del asilo era aburrida y monótona. Los : 
actores se levantaban temprano, en invierno mu- 
cho antes de salir el sol, e inmediatamente, sin 
haberse lavado siquiera, empezaban a fumar. Por 
la mañana estaban todos de mal humor, extenua- 
dos por la terrible debilidad, y tosían con una 
tos sofocante. Y como en aquella vida pobre y 
monótona se repetían infaliblemente, no sólo los 
mismos acontecimientos, sino hasta las mismas 
palabras y los mismos gestos, todos sabían de an- 
temano que Mijalenko, por ejemplo, al toser y 
respirar fatigosamente, diría la frase mil veces 
repetida: 

—¡Esta es una tos de crítico! 

A lo que el “Abuelo”, que había aprendido len- 
guas extranjeras, y no perdonaba ocasión de. en- 
vanecerse de ello, respondía: 

—“¡Bierhusten!” Eso se llama entre los alema- 
nes, “Bierhusten”, la tos de la cerveza... 

Luego el criado del asilo, el viejo soldado Ti- 
jon, entraba con el agua caliente y los panecillos. 
Los actores se servían el te, cada uno en su tete- 
ra, y lo llevaban a la mesa. Tardaban mucho tiem- 
po en tomar el te. Se lo bebían despacio, suspi- 
rando silenciosos. 

Después del te, cada uno contaba los sueños 
que había tenido por la noche. Todos comentaban 
las particularidades: ver en sueños un río signi- 
ficaba un viaje próximo; el barro anunciaba un 


132 


viaje inesperado; un muerto, mal tiempo. Lidin- 
Baydárov soñaba siempre perversidades. 

Después de esto, se echaban en las camas su- 
cias y deshechas y permanecían acostados todo el 
día. Para engañar el aburrimiento, fumaban sin 
cesar. Á veces mandaban a Tijon a buscar un pe- 
riódico; pero sólo dos asilados lo leían: Mijalen- 
ko, que buscaba afanosamente en los anuncios los 
nombres de sus antiguos colegas, y Stakanich, a 
quien interesaban especialmente las noticias de 
asesinatos, choques de trenes, paradas militares, 
etcétera. El “Abuelo”, enfermo de la vista, y no 
pudiendo por sí mismo, rogaba que le leyeran el 
periódico en alta voz; pero esto no daba buen re- 
sultado. Stakanich, que no tenía dientes, ceceaba 
hasta hacerse completamente incomprensible, y 
en cuanto a Mijalenko, comentaba cada frase con 
una grosería de su propia cosecha, hasta que el 
“Abuelo”, disgustado, acababa por decirle con ira: 

—¡Basta! No quiero oír tus necedades. ¡Largo 
de aquí, idiota! 

Se hablaba rara vez en común; pero cuando se 
había anudado la conversación, era imposible cor- 
tarla. Acababan siempre riñendo y. acusándose 
unos a otros de embusteros. Gustaban mucho de 
contar anécdotas, y cada uno tenía su especiali- 
dad en este género. Stakanich, que era hijo de 
un pope, sabía anécdotas de la vida de los popes 
y de los obispos; Mijalenko era inagotable en 
anécdotas de bastidores, y sabía de memoria un 
número infinito de epigramas groseros, compues- 


133 


tos por célebres autores; Baydárov sobresalía en 
historias groseras, increíblemente absurdas, sobre 
las mujeres. Por otra parte, a todos, incluso al 
piadoso Stakanich y al “Abuelo”, que no se levan- 
taba nunca de la cama, les gustaba hablar de 
estas cosas. Su propia incapacidad física y moral 
daba a sus conversaciones sobre las mujeres un 
carácter terrible y repugnante. Jamás hablaban 
de la mujer con respeto y afecto, como madre, 
esposa o hermana; en su imaginación pervertida 
no veían más que la hembra, un animal tentador, 
taimado y extremadamente sensual. 

A veces los actores hablaban de sus propias 
aventuras teatrales. Mijalenko llamaba a esto re- 
flexiones sentimentales sobre el pasado. Sin dar- 
se cuenta, relataban veinte veces el mismo episo- 
dio, en los mismos términos, con los mismos ges- 
tos y la misma voz. Los relatos y las anécdotas 
se sucedían siempre en el mismo orden, obede- 
ciendo a la misma ley de asociación de las ideas. 
Por todo lo cual ocurría con frecuencia que, al 
cabo de una o dos horas de conversación, empe- 
zaban a sentir, con el cansancio y el aburrimiento, 
un intolerable disgusto y hastío de sí mismos y 
de sus compañeros de asilo. 

No había nada sagrado para ellos. Todos blas- 
femaban sin cesar. Hasta el “Abuelo”, medio 
muerto ya, gustaba de repetir un cuentecillo muy 
largo y complicado, en que figuraban el patriar- 
ca Abraham y tres caminantes que jugaban a la 
baraja y realizaban actos indecentes. Pero duran- 


134 


te las largas horas de insomnio insoportable, 
cuando acudían al cerebro pensamientos tristes, 
reflexiones amargas sobre la vida estúpidamente 
vivida, la monótona soledad de una vejez deses- 
perada, la muerte próxima, pensaban los actores 
en la religión, creían en Dios, en el Angel de la 
Guarda, en los santos que hacen milagros. A es- 
condidas, para que nadie los viera, se santigua- 
ban y murmuraban insensatas plegarias impro- 
visadas. 

Stakanich era el más reservado en su actitud 
y el más lógico en su conducta. A veces se levan- 
taba de la cama e intentaba persignarse tímida- 
mente, mirando al icono; pero Mijalenko se bur- 
laba de él cuando lo veía. De pie, detrás de Staka- 
nich, hacía una porción de muecas remedando los 
movimentos y los gestos de su compañero. 

A las dos almorzaban. Durante la comida de- 
cian horrores del fundador del asilo, el rico co- 
merciante Ovsiannikov. El viejo soldado Tijon, 
que les servía a la mesa, escuchaba con disgusto 
aquellas conversaciones, permitiéndose a veces 
hacer alguna observación a Mijalenko, cuya len- 
gua era mucho más mala que la de otros. 

—¡No está bien decir eso, señor Mijalenko: 
Como hombre educado no debía usted decir esas 
palabras en la mesa... 

Después de almorzar, los actores se acostaban 
y dormían con un sueño pesado, malsano, ron- 
cando y gimiendo. Dormían mucho tiempo, lo me- 
nos tres o cuatro horas, y no se despertaban has- 


135 


ta la noche para tomar el te, con los ojos enroje- 
cidos y mal sabor de boca; les zumbaban los 
oídos, el cuerpo desfallecía por debilidad, iner- 
tes las piernas y los brazos. Una vez levantados, 
andaban como borrachos y, durante algunos mi- 
nutos, no acertaban a comprender si era de no- 
che o de día. 

Después del te volvían a acostarse y fumaban, 
refiriéndose anécdotas. Jugaban con frecuencia a 
las cartas y preferían los juegos sencillos, sin 
complicaciones. Aunque no tenían dinero, apun- 
taban cantidades, y lo que perdían 'o ganaban lo 
sumaban a las pérdidas o ganancias anteriores, 
de suerte que las deudas de algunos ascendían a 
muchos miles de rublos. 

Lo más extraño era que conservaban la fe en 
el porvenir. Creían firmemente que iban a sanar, 
que encontrarían después alguna contrata con an- 
tiguos camaradas, y que comenzaría para ellos 
de nuevo la vida agitada, divertida, desordenada 
del teatro. De aquí que guardaran cuidadosamen- 
te, en el fondo de sus cajones, antiguos programas 
o recortes de periódicos, donde figuraban sus 
nombres. 

A las ocho de la noche se les servía la comida, 
compuesta de las sobras, recalentadas, del al- 
muerzo. Inmediatamente después de comer, se 
desnudaban y se acostaban. Pero en mucho rato 
no podían dormirse. Agitábanse en la cama, y 
aquéllas eran para ellos las horas peores. Las 
viejas enfermedades hacíanse sentir dolorosamen- 


136 


te en las horas nocturnas; acudían al pensamien- 
to ideas tristes y recuerdos dolorosos del pasado, 
y la amarga vejez se presentaba con una claridad 
más lúgubre que durante el día. Lo más terrible 
era pensar en que pudiera morirse en la noche 
silenciosa algún compañero sin que lo supiera na- 
die, permaneciendo así, silencioso, misterioso, ho- 
rripilante, hasta el día. 

Empujados por el miedo, se llamaban de vez 
en cuando para preguntarse la hora o pedir una 
cerilla. Y hasta el alba, eran todos presa de una 
angustia terrible, que, sin cesar, llenaba el gran 
salón de las blancas columnas de sordos gemidos 
y balbuceos. 

Así pasaban en larga serie los días monótonos, 
aburridos, grises, llenos de preocupaciones mez- 
quinas; y así transcurría la existencia melancóli- 
ca de aquellos hombres tan amantes de la vida en 
otro tiempo. 

Su única distracción era ir a la ciudad. Pero 
este placer sólo de tarde en tarde se lo propor- 
cionaban, pues no tenían dinero y sin él la ciudad 
carecía para ellos de atractivos: no podían com- 
prar tabaco, ni pasear en coche, ni visitar a al- 
guna amiga vulgar y retocada, ni permitirse el 
lujo de estar una hora en algún cafetucho, pla- 
cer éste el más codiciado por aquellos viejos ac- 
tores, acostumbrados a los establecimientos de 
este género. 


137 
104 


El 14 de septiembre era día festivo. En el asilo 
sólo quedaban el apuntador Stakanich y el “Abue- 
lo”. Los otros habían salido a la ciudad. 

Mijalenko, que a veces se hacía contratar, gra- 
cias a sus antiguos compañeros, para figurar en 
un espectáculo cualquiera, había recibido precisa- 
mente una invitación para tomar parte en una 
“matinée” teatral. Dos días antes del aconteci- 
miento, empezó a adular desvergonzadamente a 
Lidin-Baydárov, elogiando su voz y sus éxitos 
increíbles con las mujeres: quería que el ex te- 
nor le prestara su cuello postizo de papel, sus 
puños, que estaban relativamente limpios, su cor- 
bata roja muy usada. Baydárov iba a comer los 
días festivos a casa de un comerciante a quien 
conocía, y que le daba de limosna alguna ropa 
interior usada, unas monedas, cigarrillos y te. 
Todo ésto, como es natural, lo ocultaba cuidado- 
samente Baydárov, primero, para que no se bur- 
lasen de él los demás asilados, y, además, por te- 
mor a que éstos le pidieran algo de lo que saca- 
ba de sus visitas. 

Esta vez, conquistado por las lisonjas de Mi- 
jalenko, le prestó su cuello postizo, sus puños y 
su corbata. 

Slavianov-Raysky había cobrado la víspera un 
pequeño subsidio de la Sociedad de Actores, e iba 
a la ciudad con un pensamiento único: el de pa- 
sar todo el día en su café predilecto, que osten- 


138 


taba el nombre de “Cafarnaum”, y volver al asi- 
lo completamente borracho. 

El “Abuelo” permanecía acostado; tenía sus 
manos flacas, huesudas y amarillas como la cera, 
cruzadas sobre el vientre. Blanco todo él, con los 
cabellos blancos, inmóvil, sereno, parecía ahora 
más que nunca un santo de las estampas, prepa- 
rándose a morir. Sus ojos apagados miraban sin 
cesar a la gran ventana, tras de la cual, sobre el 
cielo azul de otoño, se dibujaba la copa dorada de 
un tilo, mecida a impulsos del viento. Aún allí, 
en aquel salón, donde no se renovaba nunca el 
aire, presentíase el frío de fuera, adivinábase que 
el sol de otoño brillaba sin calentar y que las ho- 
jas caídas difundían un olor áspero. 

Stakanich, sentado a la turca sobre su cama, 
colocaba cuidadosamente las cartas, ya viejísimas, 
sobte la sábana, componiendo con ellas juegos 
muy complicados. Completamente absorto, tan 
pronto fruncía sus largas cejas blancas, como bal- 
buceaba palabras incomprensibles, con aire de 
gran preocupación, haciendo gestos de disgusto. 

—Iván Stepanovich, acércate un poco—le dijo 
de pronto el “Abuelo” con voz débil. 

—¿Qué?—dijo el otro, volviendo la cabeza. 

—Ven aquí un momento. Quiero hablar contigo. 

—En seguida, “Abuelo”. Voy a acabar... Ea, ya 
está. Ahora soy contigo. 

Stakanich se sentó en la cama del “Abuelo”. 
Este miró largamente por la ventana, una vez 
más, el cielo azul, tranquilo y profundo; hizo lue- 


139 


go algunos movimientos con sus dedos plegados 
sobre el vientre y lanzó un largo suspiro. 

—Bueno, “Abuelo”, ¿qué es lo que me vas a 
decir ? 

—Mira, Stakanich... 

El “Abuelo” le miró, con la mirada perdida, 
como si a través de él, atisbara un objeto lejano. 

—Oye, Stakanich, lo que voy a decirte... Esta 
noche he soñado con mi sobrinita Machutka... 
Porque has de saber que yo tengo una sobrinita... 
en Rostov... Se llama María... Machutka... Es 
modista... 

—+¿Modista ?—dijo con voz grave Stakanich—. 
Ver una modista en sueños... A fe mía, no sé lo 
que pueda significar eso... Ver una aguja con hi- 
lo o coser algo, significa un viaje largo... 

—Sí, un viaje... Un viaje muy largo... Eso es; 
tengo que emprender un largo viaje. Pero antes 
de partir, antes de acabar mi cuchipanda en esta 
tierra, quisiera volver a ver a mi sobrinita. 

—(¿ Acabar tu cuchipanda? No comprendo... 

—-““Aber”, tonterías... 

El “Abuelo” sentía tanto cariño por la palabra 
“aber” (1) que la empleaba a cada paso. 

—He estado mirando sin cesar por la venta- 
na—continuó—. Estamos en otoño, Stakanich. El 
aire es picante, como el buen vino. Antes, cuando 
empezaba el otoño, yo no podía permanecer tran- 
quilo. El aire del otoño me embriagaba, y con 
frecuencia me iba de pronto a cualquier parte, al 


(1) Palabra alemana que significa pero. Pronúnciase aber. 


140 


otro extremo de Rusia, por ejemplo, de Taroslav 
a Odessa... 

—De Vologda a Kerch—rectificó el apuntador, 
acordándose de un verso de alguna comedia. 

—“Aber” yo creía que eso se había acabado ya; 
pero hoy, al contemplar la mañana por los crista- 
les, he comprendido que aún me queda un largo 
* viaje que emprender. Lo que quiere decir, en es- 
tilo figurado, que mi contrata en la tierra ha con- 
cluído. ¡Tanto peor!... 

—¡Qué pensamientos tan raros!—dijo Staka-' 
nich en tono razonador—. Eso es que te mina la 
melancolía. Tú sobrevivirás a todos nosotros. 

—No, querido. Bien veo que esto se acaba. Mi 
papel ha terminado, y tengo que retirarme por el 
foro. “Aber” Stakanich, no se trata de eso; eso 
me es igual, como ves... 

—¿De veras? ¿No te da miedo ?—preguntó 
Stakanich de una manera inesperada hasta para 
. él mismo y lleno de curiosidad. 

—Sí. Me río de la muerte. Sólo siento haber lle- 
vado una vida tan absurda y estúpida; pero en 
cuanto a tener miedo, no hay de qué. “Todo lo 
que vive, tiene que morir algún día”, dice un mo- 
nólogo patético que yo me sabía antes de corrido. 
También a ti, Stakanich, te llegará pronto la 
hora... 

Hablaba con voz sorda, débil e indiferente, de- 
teniéndose a cada frase, fatigado. Se diría que no 
era él quien hablaba, sino una vieja máquina 
rota, encerrada dentro de su pecho. 


141 


—Sí, Stakanich. El nacimiento del hombre no 
es más que un azar; pero su muerte es una ley. 
Tú, sin embargo, has sido un buen mozo, y el más 
apreciable de todos los apuntadores que he cono- 
cido en mi larga y estúpida vida. Nos conocemos 
desde hace algo menos de cien años; pero nunca 
tuve queja de ti. Por eso quiero hacerte un rega- 
lo... para que te acuerdes de mí... Coge esta pe- 
taca... Es todavía bastante buena; es de concha... 
Ahora no saben ya hacer petacas como ésta. Es 
una antigiiedad, por decirlo así. Antes tenía un 
monograma de oro, “aber” me lo han robado... o 
quizás lo haya perdido yo mismo... ya no me 
acuerdo... ¡Tómala, Stakanich! 

—Gracias, “Abuelo”; pero haces mal en creer... 

—“Aber” no digas tonterías. Tómala. Hay den- 
tro una pipa... también de concha. Es muy bue- 
na, tiene un olor fuerte, está toda impregnada 
de humo... 

Stakanich abrió la petaca, cogió la pipa, la exa- 
minó atentamente y suspiró: 

—Gracias, “Abuelo”. La pipa es magnífica. Mi 
suegro era jefe de bomberos, y daba a éstos sus 
pipas, antes de servirse de ellas, para que fuma- 
ran. Afirmaba que después la pipa era más agra- 
dable. 

—Y tenía razón. Así, pues, coge la petaca y' 
la pipa. Quizás te acuerdes alguna vez de tu vie-- 
jo camarada. Pero tengo que pedirte un favor... 
Después de mi muerte, quedarán aquí algunos 
objetos: una sábana, almohadas, algunas ropas... 


142 
Naturalmente, todo ello no vale.gran cosa; “aber”, 
así y todo, podrá venderse en unos quince rublos... 

—¿Y qué? 

—Pues bien, mira... yo espero siempre que aca- 
so venga a verme mi sobrinita. No hace mucho 
tiempo me lo escribió. Pues le darás el dinero a 
ella; Tendrá que hacer un viaje largo y costoso... 

Ambos guardaron silencio durante algunos ins- 
tantes. El “Abuelo” tendió la mano al apuntador. 

—Y ahora, adiós, Stakanich. Quiero quedarme 
sólo para meditar un poco... 

—¿ Quieres que mande llamar a un pope?— 
propuso el otro tímidamente. 

—-“'Aber” no, no quiero... En Krichopol habia en 
el teatro un peluquero... un verdadero ukraniano, 
que tenía un nombre pomposo: Teófilo. Pues bien, 
este peluquero decía que es muy fácil encontrar 
uno solo el camino que conduce al otro mundo. 
Tenía razón... Era un crítico de teatro muy seve- 
ro, como suelen ser todos los peluqueros de los 
cómicos... ¡Ah, Stakanich, viejo amigo, uno ha 
visto ya algo, ¿eh? ¡Después de representar en 
Tambov “Estábamos de juerga”! ¿Y la feria de 
Nijni-Novgorod ? ¡Lo que nos divertíamos allí! ¡Lo 
que bebíamos con los comerciantes y con las muje- 
res!... ¡Ah, Dios mío, después de todo, algo se ha 
vivido, pero... ahora me parece que todo eso era 
estúpido... Es como un sueño insensato, un cuen- 
to infantil... Bueno, Stakanich, déjame... 

Stakanich estrechó su mano fría y rígida y, 
volviéndose a su sitio, se puso de nuevo a hacer 


143 


solitarios con la baraja. Hasta el almuerzo, los 
dos viejos no cruzaron una sola palabra. Reinaba 
en el gran salón de las columnas blancas un si- 
lencio tan profundo, que las ratas, de que estaba 
lleno el viejo caserón, tomando más de una vez 
el día por la noche, salían atrevidas de sus aguje- 
ros, avanzaban hasta las mesitas de noche y re- 
cogían las migajas caídas por el suelo. 


TIT 


Antes del almuerzo, llegaron Mijalenko y Lidin- 
Baydárov, que se habían encontrado a la puerta 
del asilo. Baydárov traía bajo el brazo un paque- 
tito con provisiones, envuelto en un pañuelo rojo. 
Mijalenko estaba de mal humor y parecía can- 
sado. No le habían pagado su colaboración en el 
espectáculo matinal; el poco dinero que llevaba 
se lo había dejado en el café del teatro, y tuvo 
que hacer a pie el largo camino hasta el asilo. 
Al entrar en el salón tiró con fuerza el sombrero 
al suelo; se ahogaba; su grueso rostro pálido, su 
ojo único, tomaron una expresión de ira. El sudor 
hacía brillantes sus mejillas fofas. La cólera le 
apretaba la garganta. 

Vió su maquinita de hacer cigarros en la mesa 
de noche de Lidin-Baydárov, y empezó a gritar: 

—¡Eh, tú, viejo mono! ¡Antes de coger una 
cosa que no te pertenece, debieras pedir per- 
miso! 

—¿Qué?—preguntó Lidin con una calma im- 


144 


perturbable—..¡Ah, sí! Tu máquina de hacer ci- 
garros... Bueno, tómala y déjame en paz. 

Y se la tiró. 

—¡Le ruego a usted que no tire las cosas que 
no le pertenecen y que ha robado usted!—gritó 
Mijalenko con rabia. 


Su ojo parecía quererse salir de la cara y tem- 


blaban sus mejillas fofas. S 

—¡Es usted un canalla! —añadió—. ¡No es la 
primera vez que se apropia usted de lo ajeno! En 
Perm robó usted un perro en un hotel y le lle- 
varon a la cárcel. ¡Es usted un ladrón! 

Rabioso, enfermo, el viejo cómico se ahogaba y 
mascullaba los finales de las frases con voz casi 
ininteligible. 

Baydárov se sintió ofendido. Abandonando su 
habitual altivez, comenzó a gritar como una ver- 
dulera. . 

—Le ruego a usted, señor Mijalenko, que me 
devuelva inmediatamente mi corbata y mis pu- 
ños, así como la docena de cigarrillos que le pres- 
té. ¡Vaya un artista! Es usted un vago, un pi- 
lastre. 

—¡Cállese, viejo idiota, o le rompo la cabeza! — 
rugió Mijalenko blandiendo una silla—. ¡Puedo 
ser terrible! 

— ¿Usted ?—exclamó con tono y ademanes tea- 
trales Lidin-Baydárov—. ¡Usted hacía de payaso 
en las ferias! 

—¡ Y usted es un ladrón! En Irkutsk robó usted 
de la casa de un compañero una corona de plata, 


145 


y luego decía, usted que se la había dado el públi- 
co. ¡Cochino! 

Estuvieron insultándose así largo rato, sin mi- 
ramientos; las palabras mas terribles acabaron 
por perder toda su eficacia y resultaban inofen- 
sivas. Lo más absurdo de la escena era que se 
hablaban de usted, y este “usted” sonaba de un 
modo extraño junto al chaparrón de injurias y 
groserías, más propias de las tabernas o.de. los 
mercados. Por fin, se cansaron y empezaron a in- 
sultarse en voz baja, con intervalos largos, como 
perros que gruñen después de terminada la riña. 
Mijalenko no había aún satisfecho su rabieta de 
vejancón enfermo. Cuando trajeron la comida, la 
emprendió con Stakanich, afirmando que éste ha- 
bía cogido una silla que él consideraba como suya. 
Después riñó al criado Tijon que servía la mesa. 

-—¡Oye, tú, vieja rata de guarnición! ¡No to- 
ques los platos con tus dedos sucios! 

—;¡Pero!—protestó el viejo soldado—. Mis ma- 
nos están muy limpias; me las acabo de lavar 
con jabón. 

—¡Ya te conozco!—continuó furioso Mijalen- 
ko—. ¡Habranse visto héroes parecidos! ¡Vos- 
otros, cuando la guerra de Crimea, vendisteis Se- 
bastopol por un saco de patatas!... 

Tijon estaba acostumbrado a los violentos após- 
trofes de los actores y los soportaba con una fle- 
ma imperturbable. Pero lo que le hacía montar 
en cólera eran las alusiones de Mijalenko a Se- 
bastopol y a las patatas legendarias. Rojo de in- 


EL Dios 10 


146 


dignación, temblándole las manos, gritó con voz 
amenazadora y casi llorando: 

—;¡Oiga usted, señor Mijalenko! ¡Si vuelve us- 
ted a decir una palabra de Sebastopol, iré a que- 
jarme al director! Le diré que no puedo aguan- 
tar más. No hace usted más que emborracharse 
e insultar a la gente pacífica. Verá usted cómo 
le ponen en la calle. ¿Qué será de usted enton- 
ces? Pedir limosna a la puerta de las iglesias; no 
le quedará otro recurso... 

Antes de la comida, Stakanich se puso a pre- 
parar una ensalada muy complicada, compuesta 
de remolacha, cohombros, aceite y otros ingre- 
dientes. Todo aquello se lo suministraba Tijon, 
que estaba en muy buenas relaciones de amistad 
con él. Lidin-Baydárov miraba con avidez la ope- 
ración gastronómica de Stakanich, y explicaba al 
mismo tiempo cómo se preparaba otra maravillo- 
sa ensalada que él había inventado una vez en 
Ekaterinenburgo. 

—Estaba yo entonces en el hotel de Europa— 
decía sin dejar de mirar al apuntador—. El coci- 
nero era un artista, un virtuoso... Un francés que 
ganaba 6.000 rublos al año. Porque habéis de sa- 
ber que en el Ural hay muchos propietarios de 
minas de oro, a quienes gusta comer bien y no 
regatean el dinero. ¡Qué millonarios!... ¡Ah!... 

—¡Qué bolas nos está usted contando, señor 
Baydárov—dijo Mijalenko, masticando la carne. 

—¡Vaya usted al demonio! Pregunte usted a 
cualquiera en Ekaterinenburgo y confirmará to- 


147 


do lo que le digo... Pues bien, yo enseñé a aquel 
cocinero a preparar una ensalada especial. La en- 
salada figuró en el menú con el nombre de “En- 
salada Lidin-Baydárov”. ¡Ay, amigos míos, aque- 
llo sí que era delicioso! Setas saladas, rebanadi- 
tas de manzana de Crimea, tomate, un poquito 
te eebolla, patatas cocidas, remolacha y cohom- 
bros. Se mezcla todo, se pone sal, se echa un 
poco de pimienta, vinagre y aceite y se espolvo- 
rea con azúcar. Con la ensalada se sirve tocino 
derretido... ¿Comprendéis?... Todo caliente, hir- 
viendo. ¡Una cosa admirable! 

Cerró los ojos y chascó la lengua. 

—¡Vamos a ver, Stakanich, danos a probar esa 
que has preparado tú! 

El “Abuelo” se negó a sentarse a la mesa. Mi- 
jalenko se creyó obligado a decirle también algo 
desagradable. 

—¿ Qué hay, “Abuelo”? ¿Te preparas para mo- 
rir? ¡Ya es hora, viejo mío! Hueles a sepultura; 
te esperan allá, en el otro mundo... 

El “Abuelo” le dirigió una mirada distraída, 
como a un mueble, y dijo con voz tranquila: 

—¡Vaya un hombre antipático!... 

Terminada la comida, y estando Tijon ocupado 
en quitar la mesa, el “Abuelo” le llamó con la 
mano: 

—Di, Tijon, ¿no ha preguntado nadie por mí? 

— ¿Dónde ?—dijo Tijon extrañado. 

—Aquí. ¿No ha venido nadie a verme?... ¿Una 
señora ?... 


148 


—No, nadie, 

Tijon no volvía de su asombro. 

—“Aber”... oye, Tijon; si viene esa señora cuan- 
do esté dormido, entonces... ¿Comprendes?... Me 
despiertas... Espero a una señora... mi sobrinita... 
No te olvides de despertarme... 

Y volvió la cabeza hacia la pared. Permaneció 
así hasta una hora muy avanzada de la noche, 
moviendo lentamente los dedos sobre la sábana y 
mirando tan pronto a la pared opuesta como a la 
ancha ventana, por la que podía verse el cielo 
azul, sin nubes. 

Mijalenko y Lidin-Baydárov, después de la vio- 
lenta riña, se pusieron tranquilamente a jugar a 
las cartas. Mijalenko no tuvo suerte; ¡perdió dos - 
rublos y medio, lo que, con la deuda atrasada, 
formaba ya la respetable suma de dos mil rublos. 
Se puso furioso y empezó a repasar la cuenta. 
Después de un cálculo complicado se enfadó, y 
llamó tramposo a Baydárov. Los dos actores vol- 
vieron a reñir, y durante dos horas se llenaron 
de improperios y se acusaron de los más estupen- 
dos crímenes. 

IV 

Slavianov-Raysky no había salido desde por la 
mañana de su café favorito,'el Cafarnaum. De 
pie, junto al mostrador, tenía entre los dedos una 
copita de “vodka” y, con su voz abaritonada de 
gran actor, hablaba con el dueño del café de los 
negocios y de los viejos comediantes que en otro 
tiempo frecuentaban el establecimiento. Aquel 


149 


ambiente de taberna había resucitado en él la 
cortesía artificial, amanerada, exagerada, con que 
los actores hablan al público fuera del teatro. Si 
alguien se acercaba al mostrador, retrocedía cor- 
tésmente, hacía un gesto amplio con la mano y, 
modulando su magnífica voz de barítono, decía: 

—¡Mil perdones, señor! ¡Hágame usted el fa- 
vor! 

Cansado de estar de pie, se sentó en una mesi- 
ta, muy cerca del mostrador, y pidió un perió- 
dico. 

El café se iba llenando de parroquianos. Casi 
todos eran estudiantes, que acudían allí atraídos 
por: la baratura, modestos empleados del Estado 
y viajantes de comercio. Pronto estuvieron ocu- 
padas todas las mesas. Dos parroquianos llega- 
ron, uno ya de edad, con nariz curva, que parecía 
el pico de un loro, y otro, pequeño, con lentes, 
muy inquieto y nervioso. No encontraban mesa 
libre, y miraban a todas partes. Raysky lo notó. 
Levantándose ligero, dijo con pomposa cortesía: 

—Si ustedes lo permiten, señores... Me tomo la 
libertad de ofrecerles un sitio en mi mesa... 

Los dos señores dieron las gracias y se dirigie- 
ron al mostrador para tomar, antes de sentarse, 
una copa de “vodka”. Ambos eran considerados 
como buenos clientes. Estrecharon la mano del 
propietario y empezaron a hablarle en voz muy 
baja. Slavianov-Raysky comprendió que trataban 
de él. Haciendo como que se hallaba absorto en 
la lectura del periódico, percibió con su oído ex- 


150 


a 


perimentado algunas de las frases que murmu- 
raba el propietario, inclinado sobre el mostrador. 

—Pues sí, es el mismo... Ya saben ustedes... 
¡quinientos rublos por representación!... ¡Un ta- 
lento extraordinario! No ha habido más que dos 
que hayan gozado tanto del favor del público: él 
e Ivanov Kovelsky... ¿Dice usted ?... ¡Oh, natural- 
mente!... Si no hubiera bebido tanto... 

Los clientes se deshacían por trabar conocimien- 
to con aquel “talento extraordinario”. Se acer- 
caron a Slavianov-Raysky. Antes de sentarse, el 
de más edad, el de la nariz de loro, dijo con una 
sonrisa amable, frotándose las manos: 

—En tal caso... tendremos el gusto de hacer co- 

nocimento con usted... Tenemos el honor de pre- 
sentaros... 
. Dijo su nombre. Era un empleado de banca; su 
camarada era redactor de un periódico local. Este 
último entabló inmediatamente conversación con 
el cómico: 

—Yo y usted somos ambos representantes del 
“arte. Le conozco a usted muy bien. Aparte de 
que todo el mundo le conoce... La prensa y la es- 
cena son los dos polos del arte y deben ir siem- 
pre de la mano.. 

Slavianov- Rayaly; muy aficionado a las amis- 
tades de café, estrechó la mano del reporter y del 
empleado, asintiendo con la cabeza y sonriendo 
con una amplia sonrisa artificial. 

—¡Encantado, encantado de conocerles! Ahora 
nosotros, los viejos actores, yacemos en el olvido. 


151 


Créanme, sé apreciar la amable atención de us- 
ted... No, mil gracias; no puedo aceptar el al- 
muerzo que me ofrecen, pero al menos beberé 
una copita 'de “vodka”... Eso, con mucho gusto... 
Bebo con una condición: las cuentas a la ameri- 
cana, cada uno paga lo suyo... Gracias. ¡A la sa- 
lud de ustedes!... No; no se molesten, estoy muy 
bien así... Gracias, mi querido compañero, es us- 
ted muy amable... Muy amable, mucho... 

Estrechó la mano del periodista, alzando un 
poco el codo, haciendo gestos y tomando actitu- 
des elegantes. 

Slavianov rechazó el almuerzo, porque, como 
alcohólico viejo, sufría desde hacía mucho tiem- 
po de falta de apetito. Pero, en cambio, bebía 
mucho “vodka” y mucha cerveza. Pronto se em- 
borrachó y empezó a charlar sin medida. Mien- 
tras almorzaban sus admiradores, criticaba el me- 
nú, refería cómo se alimentaba a los lechoncillos 
en Tambov y a los terneros en Susdal, y contaba 
maravillas de los pescados que había comido an- 
taño sobre el Volga. Luego habló de los banque- 
tes fabulosos que le dieron sus admiradores en 
numerosas ciudades y de la comida solemne con 
que le obsequió la prensa de Moscú. Con facili- 
dad, sin tropezar una sola vez, nombraba una 
porción de gente que, en realidad, eran persona- 
jes de dramas y comedias. Llamaba a todos los se- 
res fantásticos por su nombre de pila, como si 
fueran sus íntimos amigos. 

—Sanchka Putiata... Un hombre extraordina- 


152 


rio. Sacaba veinticuatro mil rublos de renta anual 
de una sola finca... Y luego, el pequeño Juan Ale- 
xandrovsky... ¡Ese sí que era un hombre! ¡Levan- 
taba con una mano trescientos kilógramos! !Tres- 
ciento kilogramos! ¿Puedes tú comprender eso, 
viejo ? 

Completamente borracho, no gastaba ya cum- 
plidos con sus compañeros de mesa, los tuteaba, 
y olvidándose de su proposición de que se arre- 
glaran las cuentas a la americana, pedía sin ce- 
sar “vodka” y licores. 

Luego, con voz ronca de borracho, empezó a 
recitar monólogos, a gritos, dando puñetazos so- 
bre la mesa, y haciendo grandes gestos. Á veces 
se le olvidaban las palabras; entonces las susti- 
tuía por largas pausas dramáticas; contoneábase 
y levantaba las manos lanzando en derredor trá- 
gicas miradas. 

Pronto sus nuevos amigos empezaron a sentir 
cierto malestar. Muchos clientes, abandonando sus 
mesas, se agruparon alrededor de Slavianov-Rays- 
ky para asistir a aquel espectáculo improvisado. 
El propietario se había acercado al actor borra- 
cho y trataba de volverle a la razón. 

—Oígame, señor Slavianov, se lo ruego... No 
escandalice. Está usted en un café decente y no 
lo puedo permitir. Además, los parroquianos po- 
drían protestar. Lo mejor es estarse tranquilo, 
como conviene a personas bien educadas... 

—¡Déjame en paz, cochino burgués!—gritó Sla- 
vianov fijando en el propietario una mirada trá- 


153 


gica y amenazadora—. ¡Olvidas con quién ha- 
blas! : 

Y armó un alboroto, como los muchos que ha- 
bía armado durante su vida de borracho en todas 
las poblaciones y en todos los cafés. Primero, in- 
jurió violentamente al propietario, luego a sus 
compañeros de mesa, que intentaban calmarle, y 

* finalmente, comenzó a insultar al público reunido 
a su alrededor. 

—¡Todos sois unos marranos, y os detesto de 
todo corazón!—gritaba, balanceándose en la silla 
y dando fuertes puñetazos sobre la mesa—. Sí, os 
detesto y os desprecio. ¡El público!... ¡No hay na- 
da en el mundo más villano y más cobarde! ¿Ha- 
béis venido aquí para presenciar un escándalo ? 
Pues bien, mirad: ¡he aquí, ante vosotros, al pri- 
mer actor dramático de Rusia, helo aquí, arras- 
trando una vida miserable! ¿No es verdad que 
ver esto es curioso? Y, sin embargo, yo os des- 
precio, cerdos, os desprecio con todas las fuer- 
zas de mi alma... ¡Usted, joven idiota, el de la 
corbata roja!—dijo dirigiéndose de pronto a un 
señor que estaba en la mesa próxima—. ¿Se ríe 
usted? Pero ¿quiés es usted? ¿Un viajante de 
comercio? ¿Un ayuda de cámara? ¿Un indecen- 
te jugador? ¿Un peluquero? ¡Ah, veo que ha 
desaparecido la sonrisa de su faz equina! Usted 
es un mosquito, un miserable número de estadís- 

_ tica en este gran escenario que se llama la vida. 
Sus pantalones rayados sobrevivirán a su nombre 
de usted... ¡Sí, animales, miradme bien! Yo era el 


154 


orgullo del teatro ruso, yo había dejado en él una 
huella imborrable, y actualmente me hallo perdi- 
do en los bajos fondos de la sociedad. ¡Esto sí 
que es una tragedia, imbéciles! Sí, yo soy Slavia- 
nov-Raysky, un gran artista, mientras que vos- 
otros, todos—a todos los presentes los envolvió en 
un amplio ademán—, no sois sino estiércol, ba- 
sura, protoplasma... 

—¡Vamos a ver! ¡Protesto! ¡Esto es inadmisi- 
ble! ¡No se puede tolerar!—empezaron a gritar 
de todos lados voces indignadas—. ¡Echadle a la 
calle! ¡Hay que llamar a la Policía! 

Un mozo de café cogió a Slavianov por el bra- 
zo y lo llevó a la puerta. No opuso resistencia, 
pero continuó insultando a todo el mundo. Cuando 
salió fuera, rompió un cristal y su puño sangraba. 

El empleado y el periodista se dijeron que no 
era justo abandonar así al viejo artista, borra- 
cho y enfermo. Les costó mucho trabajo conse- 
guir que les diera sus señas. Ayudados por el por- 
tero, lo metieron en un coche. 

—Qiga usted—dijo el cómico dirigiéndose al 
empleado—, me parece que usted era mi compa- 
ñero de mesa. Pues bien, deme un rublo. 

—Con mucho gusto—se apresuró a decir el 
otro, sacando su portamonedas. 

—Muy bien—dijo Slavianov al recibir el dine- 
ro. Señale este día con tinta roja en su libro ma- 
yor. Hoy ha tenido usted el honor insigne de dar 
una limosna al gran artista Slavianov-Raysky. ¡ Y 
ahora, vaya usted al diablo!... 


155 


Durante el trayecto fué injuriando a todo el 
mundo, haciendo gestos trágicos, lanzando mira- 
das furibundas. 


v 


Llegó al asilo completamente borracho, extra- 
viados los ojos, con el labio inferior colgando y 
los cabellos en desorden. Cuando entró en el sa- 
lón, cruzó los brazos sobre el pecho con un ade- 
mán teatral, bajó la cabeza y, con los ojos des- 
mesuradamente abiertos y una voz terrible, em- 
pezó a recitar un monólogo de “Hamlet”: 


¿Por qué no te derrumbas hecho polvo? 
¿Por qué eres tú tan fuerte, ¡oh!, cuerpo humano? 


—¡Miradle! ¡Qué bonito está!...—dijo Stakanich 
moviendo la cabeza despreciativamente. 

—¡Tijon!—gritó Mijalenko—. ¡Acuesta inmedia- 
tamente a ese animal borracho! 

Pero Slavianov-Raysky no hizo el menor caso 
de sus compañeros y siguió declamando. A pesar 
de su estado de embriaguez, a pesar de su voz 
ronca y cascada, declamaba muy bien, en el esti- 
lo exagerado y noble de los artistas de la vieja 
escuela. 


¡Si Dios no nos hubiera, ¡ah!, prohibido el suicidio! 
¡Dios todopoderoso! ¡Cuán mezquinas e inútiles 
y Cobardes son todas las acciones humanas!... 


—¡Eh, tú, apuntador! —gritó dirigiéndose a Sta- 
kanich—. ¿Por qué no cumples con tu deber? 
¡Dame acá más versos! 


156 


Stakanich, sentado sobre la cama, respondió: 
—La memoria me es infiel, amigo mío. 
—¡Imbécil!—le apostrofó Slavianov, y continuó: 


¿Y qué es la vida? ¡Es un jardín desierto, 
estrangulado por las malas hierbas! 
Seis semanas apenas han pasado... 


_ —¡Le ruego a usted, señor Raysky, actor borra- 
cho, que acabe con su estúpida declamación !— 
gritó de nuevo Mijalenko—. No está usted en una 
de esas tabernas en las que acostumbra a hacer 
el payaso por un vasito de “vodka” o un bocadillo 
de jamón. 

—;¡Cállate, cretino! —respondió Raysky con un 
gesto dramático—. ¿A quién hablas tú? ¿Has 
pensado en ello? ¿Has olvidado que, en otro tiem- 
po, considerabas como un gran honor ayudar al 
' gran artista Slavianov-Raysky a ponerse los chan- 
clos cuando iba al teatro? Tú, que tenías siempre 
a la prensa y al público de espaldas; tú, misera- 
ble número de estadística. ¿Tú te atreves a ha- 
blarme así? ¡Largo de aquí, imbécil! 

—;¡Idiota, borracho! —respondió el otro con voz 
ahogada en un acceso de tos. 

— ¿Has olvidado que hay un abismo entre tú y 
yo ?—continuó Slavianov—. Cada milímetro cua- 
drado de mi cuerpo es un gran artista, mientras 
que vosotros sois todos podredumbre, parásitos 
del teatro... 

—¡No le dé tan fuerte, señor Raysky!—gritó 
fieramente Lidin-Baydárov—. ¡Si sigue usted in- 


157 


sultando a la gente, puede pagarlo muy caro, vive 
Dios! 

—¿Tú? ¿Tú también?—exclamó Raysky sofo- 
cado por la cólera y la indignación—. ¿Tú tam- 
bién te atreves a hablarme ? Este, al menos—<e in- 
dicó a Mijalenko con un ademán majestuoso—, 
andaba por la escena de lacayo, llevaba las bote- 
llas y los vasos; pero, al fin y al cabo, era un 
actor... 

—¡Tú eres un cerdo! —replicó Mijalenko. 

—Pero tú, canalla—prosiguió Raysky, como si 
no hubiera oído aquella réplica—, tú no tenías 
más que las pantorrillas, con que despertabas la 
sensualidad de las mujeres. ¡Ni cinco céntimos 
de talento! Cantabas como un pellejo roto y ha- 
cías gestos indecorosos. Se te admitía en el tem- 
plo del arte por un equívoco enfadoso, por casua- 
lidad; entraste en él por error. En lugar de ha- 
certe propietario de una mancebía o criado de 
un café cantante, te hiciste artista. No tienes ni 
conciencia ni pudor. No comprendes lo que quie- 
re decir eso, y eres capaz de hacer cosas que ru- 
borizarían a un escuadrón. Como hombre pronto 
a venderse a cualquier mujer, irías en cueros por 
la calle, si ella lo exigiese..., a condición de que te 
autorizara la Policía, porque sólo el agente de po- 
licía te ha inspirado siempre respeto y temor. 

—¡Decididamente, no comprendo por qué no le 
he arrojado a usted por la ventana ya!—dijo en 
tono solemne Lidin-Baydárov. 

—¡Ah, cretino! En cada una de tus palabras, 


158 


en cada uno de tus movimientos, se advierte tu 
'estulticia. Eres más estúpido que cobarde, y más 
cobarde que estúpido! Tu mismo seudónimo escé- 
nico revela tu nulidad y tu desvergiienza. ¡Lidin- 
Baydárov! ¡Eso es darse tono! Y la verdad es que 
eres sencillamente un burguesillo de mala muerte, 
oriundo de una población oscura y sucia y te lla- 
mas Movscha Rosentul. Tu padre era un prende- 
ro de viejo, y tú heredaste su mentalidad, su es- 
píritu y sus gustos. 

—¡Borracho, escandaloso! 

—¿Borracho? ¡Quizás! Sí, lo confieso: Sla- 
vianov-Raysky fué siempre un borracho. Bebía 
demasiado, daba escándalos, pegaba a los admi 
nistradores y a los sastres, a los directores de 
teatros, a los periodistas, a todos los marranos y 
a quienes detestaba y odiaba. Y, sin embargo, nin- 
guno de ellos guarda mala memoria de mí. ¡Sí, 
viejo crápula! ¡Nadie, nadie! Por el contrario, 
todo el mundo se acuerda de mis larguezas, de 
mi generosidad. He ganado centenares de miles 
de rublos, pero ¿dónde ha ido a parar ese dine- 
ro? A ningún pobre diablo, a ningún humilde ac- 
tor le he negado jamás mi auxilio. Músicos, vaga- 
bundos, acróbatas de plazuela, atletas de feria, 
eran siempre mis amigos. ¡Y cuánta gente ha 
abusado de mi largueza! ¡Sí, viejo cocodrilo, tie- 
nes razón, yo era un borracho!... Pregunta a Sta- 
kanich, que me conoce hace quince años. ¿Es ver- 
dad lo que digo, Stakanich ? " 

Stakanich, que estaba absorto en la fabricación 


159 


de su caja, levantó la cabeza y miró a Slavianov- 
Raysky. 

— (¿Me preguntaba usted a is, 

Pero Slavianov ni le contestó siquiera, y con- 
tinuó: 

—Ocupaba siempre las mejores habitaciones en 
los mejores hoteles, distribuía propinas princi- , 
pescas; un hermoso coche, con magníficos caba- 
llos, con su cochero de barba larga, imponente, 
estaba siempre a mi disposición. Me acompañaba 
en mis viajes mi criado Mischka. Y todo el mun- 
do conocía a Mischka. Los directores de teatros 
trataban de atraerse su amistad, le estrechaban 
la mano, le preguntaban en tono confidencial de 
qué humor me había levantado yo aquel día... ¡ Y 
era de ver cómo iba vestido yo en 'aquella época! 
Siempre de frac, de la más fina tela inglesa. 
Mischka me compraba cada día una camisa nue- 
va: nunca me ponía ropa lavada. Los mejores 
sastres tenían a gala abrirme crédito. Todos los 
hombres galantes, la gente de la alta sociedad, 
venían expresamente al teatro para aprender a 
vestirse con verdadera elegancia... 

—¡Sí, ya se ve ahora!—dijo con venenosa iro- 
nía Lidin-Baydárov. 

—¡Oh, criatura repugnante, mísera y execra- 
ble!—exclamó en tono patético Slaviadov—. Sí, 
ahora voy vestido de harapos; he dado una caída 
terrible, desde las más altas cimas de la gloria 
hasta la ciénaga de la vida. He caído tan bajo, 
que me veo obligado a vivir en una jaula sucia, 


160 


con un abominable mico rancio como tú. Pero, aun 
así, dejo tras de mí una vida amplia, enorme. He 
experimentado los goces de la inspiración y me 
acompañaba por todas partes una gloria fabulo- 
sa. Hacía llorar y reir a los hombres. Podía ha- 
cer del público lo que se me antojara. Yo era su 
dueño, su soberano. Cuando en “Macbeth”, en la 
escena del puñal, hacía mi famoso gesto, seña- 
lando a la lejanía, mil quinientos espectadores se 
levantaban como un solo hombre, presa de indeci- 
ble emoción. ¡Y había que verme en el papel de 
Kine! En Jarkov, la Policía no me permitió ter- 
minar el último acto, porque todo el mundo llora- 
ba, los hombres y las mujeres, los jóvenes y los 
viejos; vi correr las lágrimas hasta de los ojos 
de los actores que trabajaban conmigo. ¿Eres tú 
capaz de comprender esto, viejo orangután? Tú, 
guiñol de feria, no hacías más que seducir a las 
modistas, prometiendo hacerlas tiples de opereta; 
te pegaban como a un perro, y huías como un la- 
drón, después de haberte introducido en las alco- 
bas de mujeres casadas; eras avaro como un por- 
diosero de iglesia y prestabas dinero a escondi- 
das, percibiendo intereses enormes, como un vie- 
jo usurero. En cada población dejabas las huellas 
asquerosas de tu paso; hay millares de personas 
a las que no te atreverías a mirar cara a cara. 
Yo, en cambio... ¡Ah! Yo he recorrido Rusia en 
todas las direcciones, de Arkangel a Yalta y de. 
Varsovia a 'Tomsk, con la frente alta, sin miedo 
ni vergúenza. Las aútoridades me han respetado 


161 


en todas partes. Todo el mundo se inclinaba ante 
el gran artista Slavianov-Raysky, mientras que 
tú, despreciable mico, ¿qué has sido ? 

Con trágico ademán volvióse de pronto hacia 
el viejo Tijon, que barría el piso. 

—Amigo mío, te aprecio infinitamente más que 
4 ese marrano, a esa nulidad, que ha osado man- 
cillar la vocación sagrada del artista. ¡Mi buen 
viejo, mi noble Tijon! Tú, sólo tú puedes com- 
prender y apreciar a Slavianov-Raysky, ¿no es 
así? ¡Déjame besar tu blanca cabeza honorable! 
Porque, lo repito, sólo tú puedes comprenderme...* 

—¡Ya lo creo, señor! —respondió Tijon con én- 
fasis—. A primera vista se nota que usted no es 
como los demás... Como el señor Mijalenko, por 
ejemplo, que sólo goza insultando a un pobre sol- 
dado viejo... 

Tijon estaba visiblemente emocionado. Después 
de limpiarse la boca con la chaqueta, besó por 
tres veces al gran artista. Luego volvió a su fae- 
na y, tras una corta pausa, añadió: 

—Sólo una cosa, señor Slavianov-Raysky: usted 
ha bebido algo, por lo que veo, y sería justo que 
me diera usted algunos “copecs” para que yo pu- 
diera beber también una copita a su salud. No 
hay que olvidar al viejo servidor. 

—;¡Tijon, amigo mío! —exclamó conmovido el ac- 
tor—. ¡Soy un viejo bribón, un cocodrilo, un pe- 
cador incorregible! ¡Me he dejado todo mi dinero 
en la taberna!... Pero espera... quizás me quede 
todavía algo... voy a registrarme los bolsillos... 


EL Dios 11 


162 


Después de larga indagación, el artista sacó del 
bolsillo unas cerillas, bolitas de algodón, polvo de 
tabaco y algunas monedas. 

—¡ Aquí están, mi viejo amigo! ¡Tómalas! Y 
óyeme bien—y se golpeó el pecho con un gesto 
magnífico—: la miserable ruina de lo que antes 
era el gran artista Slavianov-Raysky te honra 
con su amistad a ti solo! 

Y se echó a llorar con lágrimas abundantes, 
cálidas, histéricas. Lloraba, porque su brillante 
vida había terminado; lloraba por su vejez solita- 
ria, porque no le comprendía nadie, porque le 
echaban del café como a un mendigo. 

Hacía ya mucho rato que sus compañeros se 
habían dormido; pero Slavianov-Raysky no podía 
dormir. Hablaba sin cesar, dirigiéndose a su ve- 
cino Stakanich, que le respondía con ronquidos. 
Refería su glorioso pasado, sus laureles, sus enor- 
mes éxitos, describía los hermosos carruajes, las 
coronas de plata, la veneración del público. A ve- 
ces, declamaba en alta voz fragmentos de monó- 
logos dramáticos, y aun después de dormido se- 
guía soñando con los laureles, la gloria, los aplau- 
sus y el entusiasmo de las muchedumbres. 


vI 


Hacia la una de la madrugada el cielo se cubrió 
dae nubes y empezó 'a soplar el viento y a caer 
una lluvia fina. El tilo se estremecía con violen- 
tas sacudidas, detrás de la ventana. El farol, que 
estaba junto al tilo, ponía resplandores inciertos, 


163 


trémulos, en las hojas, y producía sombras fan- 
tásticas en las paredes y en el techo del salón de 
las columnas blancas. Una lamparilla, encendida 
delante del icono, difundía su débil luz, rosada y 
suave, iluminando el rostro oscuro del santo. 

Todos los habitantes del asilo, excepto Slavia- 
nov-Raysky, que seguía hablando en sueños, se 
habían despertado al ruido del viento. Permane- 
cían en sus lechos, silenciosos, presas de miedo y 
de inquietud, con los ojos abiertos y fijos en las 
sombras que llenaban el salón. Lidin-Baydárov, 
aficionadísimo a los dulces y los bocados exqui- 
sitos, devoraba ávidamente, procurando no hacer 
ruido para no atraer la atención de sus compa- 
ñeros, un pastel que le habían dado en casa de su 
protector el comerciante. Mijalenko, tapada la ca- 
beza con la sábana, escuchaba angustiado los la- 
tidos irregulares y sordos de su corazón. A cada 
ráfaga de viento se estremecía, se encogía bajo 
la ropa, y se persignaba apresuradamente como 
los niños miedosos. 

De pronto, Stakanich se levantó y se arrodilló 
ante la cama. En las tinieblas, se le oyó gemir 
profundamente, murmurar plegarias ardorosas 
muy de prisa, como temiendo que alguien tratara 
de prohibirle sus rezos. Frente a él, inmóvil, es- 
taba tendido en su lecho el “Abuelo”. Fijaba su 
mirada tan pronto en la ventana, como en el icono 
débilmente iluminado, o bien en las sombras fan- 
tásticas que llenaban el salón. Su rostro estaba 
grave, tranquilo y pensativo. 


164 


Slavianov-Raysky se despertó también. Después 
de la borrachera de la víspera, sentíase muy mal: 
tenía la cabeza pesada, las piernas y los brazos 
como llenos de plomo y muy mal sabor de boca. 
Todo movimiento le hacía daño. Poco a poco y 
etapa por etapa, fué recordando lo que le había 
pasado la víspera: el café Cafarnaum, el escán- 
dalo que había dado, el coche en que volvió al 
asilo. 

Cuando recobró por completo el conocimiento, 
se acordó de que en el bolsillo de su abrigo tenía 
media botella de “vodka”; como borracho experi- 
mentado, guardaba siempre, antes de comenzar a 
beber, un poco de “vodka” para la mañana si- 
guiente. Bajóse de la cama y se dirigió, descálzo, 
hacia la percha donde estaban los abrigos. Un 
minuto después se le oía beber, apoyando los la- 
bios en el cuello de la botella. 

—Raysky, mi querido amigo, dame un poco a 
mí también—susurró con acento suplicante Mi- 
jalenko—. ¡Me aburro tanto!... 

Slavianov levantó la botella y miró si quedaba 
mucho “vodka”. Había un poco; pero nunca había 
regado nada a nadie. 

—;¡ Bueno, dame tu vaso! —dijo suspirando. 

Se oyó en la oscuridad el ruido del “vodka” que 
caía en el vaso. 

—¡ Gracias, querido, muchas gracias!—dijo Mi- 
jalenko—. ¡Qué fuerte es este “vodka”!... ¡Eres 
un buen camarada, Slavianov! 

—Hay que vivir en amistad y concordia... sobre 


165 


todo cuando vivimos en estas condiciones... Ano- 
che te dije una porción de cosas desagradables, 
pero no te enfades por eso... 

—Ya lo creo que no me enfado. Yo también fuí 
malo para ti. Esto es fatal, inevitable, cuando se 
vive en comunidad. 

—Sí, querido, en eso tienes razón: ¡es fatal!— 
dijo Slavianov en voz baja, lanzando un largo 
suspiro y séntándose en la cama de Mijalenko—. 
Los rozamientos son inevitables. Vivimos en- 
cerrados, como sardinas en lata. Hay unos apa- 
ratos para cazar las moscas que parecen campa- 
nas de vidrio; las moscas que tienen la desgracia 
de meterse dentro, mueren allí lentamente. Este 
asilo es para nosotros una especie de caza-mos- 
cas. Por eso nos tornamos tan malos. Además, 
no puedo soportar a ese idiota de Baydárov. No 
es colega nuestro. No tiene espíritu de artista. 
«No es como nosotros, ¿eh? Nosotros, por lo me- 
nos, hemos hecho algo por el teatro, ¿no es ver- 
dad, Sacha ? 

-—Vamos, Mercurio Ivanich, yo no puedo cor- 
pararme con usted. Usted era, por decirlo así, un 
león de la escena, mientras que yo no era más 
que una mosca pequeñita... nada... 

—No, Sacha, haces mal en decir eso. Protesto. 
Tú también tenías talento. ¡Y qué talento! Mu- 
cha sensibilidad, un gran temperamento y mucho 
dominio de la escena. A los artistas contemporá- 
neos les falta todo eso. Son técnicos, simples ar- 
tesanos. No tienen el fuego sagrado. Ni vocación, 


166 
ni aliento. Mientras que tú eras un verdadero ar- 
tista. 

—No, eso no, Mercurio Ivanich; es un sacrile- 
gio compararme con usted. Yo no he sido más que 
un actorcillo. Pero cuando pienso en usted, en lo 
que usted era, en lo que es ahora, se me encoge 
el corazón. a 

—Vamos, Sacha, eres demasiado modesto. Me 
acuerdo de ti en el “Matrimonio”, de cómo estabas. 
Habías representado con tanto talento, que todo 
el público se retorcía de risa. Yo mismo estaba 
celoso de la tempestad de aplausos que el públi- 
co te prodigó. Pero estabas tan cómico, que yo 
mismo, a pesar de mi mal humor, me reía a car- 
cajadas. Ahora no se sabe ya representar con 
tanto fuego y tanto talento. Pero no has tenido 
suerte. Eso les pasa muchas veces a los hombres 
de talento... 

—Sí, es cierto—convino Mijalenko, halagado—. 
Sí, el público me acogía bien. Es el alma lo que 
me ha perdido. Sin eso... 

—El alma o el destino, lo mismo da. Yo he te- 
'nido suerte y he conocido la gloria: tú, en cam- 
bio, a pesar de tu gran talento, permaneciste en 
la sombra. Pero el resultado es el mismo: los dos 
hemos caído en el agujero, en el mismo cazamos- 
cas. Somos hombres acabados. 

—¡Es el “vodka” lo que le ha perdido a usted, 
Mercurio Ivanich!—dijo con voz triste Mijalenko. 
—Sin ese maldito “vodka”, no hubiera usted caído. 

—No hablemos más de eso—protestó Slavia- 


167 


nov—-. ¿Qué importa la causa, puesto que el re- 
sultado es éste? Mi caída es una tragedia. Míra- 
me bien: yo estaba en la cúspide de la gloria, y 
ahora... perezco en este rincón indecente y hago 
el payaso en las tabernas por una copa de “vod- 
ka”... ¡Me da a veces una vergiienza de mí mis- 
mo!... Esto se ha acabado. En diciembre tendré 
sesenta y cinco años, ¡sesenta y cinco años! Ya 
es algo. A esta edad, no se puede esperar nada. 
¡Sesenta y cinco años! ¡Se acabó, sí, se acabó! 

De pronto se echó a llorar; los sollozos sacu- 
dían todo su cuerpo. 

—¡Sesenta y cinco años! ¡Ya soy un viejo, 
un patriarca, y, sin embargo..., no tengo a na- 
die en el mundo..., ni familia, ni parientes, ni 
amigos... j 

Sus nervios estaban cada vez más tensos. 

Sollozaba con creciente desolación, dándose pu- 
ñetazos en el pecho y sacudiendo el cuerpo sobre 
la cama, como un hombre aquejado de insoporta- 
ble dolor de muelas. 

— ¿Quieres que te lo confiese ?—decía—. Ahora 
tengo los ideales de un sencillo burgués. Daría 
todo lo que me resta de vida por un poco de exis- 
tencia apacible, serena, tranquila. A veces, cuan- 
do paseo de noche por las calles, miro las venta- 
nas iluminadas, y al ver las sencillas habitacio- 
nes arregladas, con un samovar en la mesa y una 
lámpara pendiente del techo, la familia reunida 
alrededor, los viejos, los jóvenes, los niños, me 
dan ganas de llorar. ¡Dios mío, qué feliz sería yo 


168 


en aquella mesa, rodeado de los míos, con la pipa 
en la boca, la sonrisa en los labios, oyendo el rui- 
do de las conversaciones, de las risas... Pero no 
hay sitio en aquella mesa para mí; soy el viejo, 
el payaso, de quien nadie se acuerda. Y perma- 
nezco allí, en la calle, acurrucado en un rincón, 
temblando de frío, mirando por las ventanas ilu- 
minadas aquella felicidad familiar que yo no he 
conocido nunca... Por las obras que yo he repre- 
sentado, sé que hay en el mundo mujeres dulces 
y piadosas, fieles y buenas, verdaderas amigas. 
Pero, dime, Mijalenko, ¿dónde están esas muje- 
res? ¿Las hemos conocido nosotros? Yo he co- 
nocido el amor de las mujeres, pero ha sido una 
caricatura del amor: las aventuras galantes des- 
pués de la función, los gabinetes reservados de 
los restaurantes de moda. Allí oía conmovedoras 
palabras de amor... tomadas de los fragmentos 
teatrales, que nos sabemos de corrido, de los pa- 
peles amorosos. “¡Yo te amo con un amor sin lí- 
mites; tómame, soy tuya toda!” ¡Cuántas actrices 
me han declarado eso con tono patético en los ga- 
binetes reservados! He tenido a veces relaciones 
más duraderas; pero así y todo, eso no era nada, 
nada... La vida vagabunda de una en otra ciudad, 
los pequeños dramas y las rencillas de bastido- 
res... Y ahora, cuando mi vida toca a su fin, no 
tengo a nadie en el mundo. Nadie, ¿lo entiendes ? 
Mi alma está vacía, y un aburrimiento mortal se 
apodera de mí y me penetra hasta lo más pro- 
fundo. Mira, a veces... 


169 


Slavianov se inclinó al oído de Mijalenko y su- 
surró, con una voz llena de terror: 

—A veces sueño que “alguien” me persigue. 
Corro de una habitación en otra, y ese “alguien” 
corre detrás de mí sin cesar. Quiero cerrar la 
puerta con llave, pero no me da tiempo; además, 
las llaves están mohosas, mis manos no me obe- 
decen, y “él” se acerca. Sé muy bien que “él” me 
va a coger en seguida, pero sigo corriendo de una 
habitación en otra... 

-—¡Sí que es triste! —dijo suspirando Mijalen- 
ko—. Debías cuidarte. 

—¡Lo peor es que me detesto a mí mismo!— 
continuó Slavianov—. ¡Todo mi ser me repugna! 
Yo, Slavianov-Raysky, vivo como un mendigo, 
alargando la mano, ¿comprendes esto? Y todos 
nosotros somos así. ¡Cadáveres con movimiento, 
viejas reliquias de teatro!... ¿Y esto es la vida ?... 

Se cogió el cuello de la camisa y con un mo- 
vimiento nervioso, lo desgarró de arriba a abajo. 
Sus hombros temblaban y los sollozos sacudían 
su cuerpo. 

Mijalenko tuvo miedo. 

—¡Vete, te lo ruego! ¡Acuéstate! ¡Tengo mie- 
do, ya no puedo más!... 

Llorando sin cesar, Slavianov, descalzo, se di- 
rigió a su cama y se echó en ella. Estuvo mucho 
tiempo llorando, suspirando y hablando consigo 
mismo. 

Lidin-Baydárov no podía dormir tampoco. Las 
migajas del pastel que acababa de comerse le pi- 


170 


caban; en su cerebro bullían pensamientos tristes, 
dolorosos recuerdos del pasado. 

Stakanich se revolvía y suspiraba. Sufría mu- 
cho del reuma, sobre todo cuando hacía mal tiem- 
po. También él soñaba con el pasado, y mientras 
rezaba y pensaba en su hijo, recordaba sin que- 
rerlo fragmentos de obras antiguas, olvidadas 
desde hacía mucho tiempo por todo el mundo. 

Solamente el “Abuelo” no se movía. Estaba en 
su lecho, con las manos cruzadas sobre la colcha, 
los ojos inmóviles, fijos en lo lejano; su rostro te- 
nía una expresión grave y meditativa; parecía 
absorto en la contemplación de importantísimos 
problemas. La débil luz rosa de la lamparilla, col- 
gada junto al icono, iluminaba su rostro muerto. 

La noche era insoportablemente larga. 

Poco antes del amanecer, Mijalenko, presa sú- 
bitamente de un terror loco, se sentó en la cama 
y preguntó: 

— ¿Duermes, “Abuelo” ? 

Pero el “Abuelo” no respondió. El salón esta- 
ba sumido en un silencio torvo y amenazador. 
Tras las ventanas agitábase el viento, sacudien- 
do de vez en cuando los cristales. La lluvia fina 
de otoño seguía cayendo. 


UNA CONFUSION 


—Seguro estoy—dijo Butinsky, médico psíquia- 
tra muy conocido en la ciudad—que nadie ha 
festejado la Pascua de una manera tan original 
como lo hizo uno de mis enfermos en 1896. No 
tengo intención de contarles esta historia tragi- 
cómica: es preferible que la conozcan ustedes re- 
corriendo estas cuartillas. Están escritas por el 
mismo protagonista de ella. 

Al decir esto, el doctor abrió el cajón de su me- 
sa que estaba lleno de manuscritos colocados por 
orden. Cada paquete llevaba un número y un 
nombre. 

—Todos estos son manuscritos de mis desgra- 
ciados enfermos—dijo Butinsky, buscando en el 
cajón—. He conseguido durante diez años reunir 
esta colección, en la que he puesto un gran cui- 
dado. Algún día, quizá, leeremos juntos esos ma- 
nuscritos. Usted encontrará en ellos muchas co- 
sas conmovedoras, divertidas, hasta instructivas. 
Mientras llega ese momento, lea este manuscrito, 
si quiere. 

El doctor me entregó un cuaderno, de regular 
tamaño, escrito en una letra ancha, irregular. Y 
he aquí lo que leí en aquel cuaderno: 


172 


“A su excelencia el señor doctor Butinsky, sub- 
director del Manicomio. 


PETICION 


"Señor subdirector: Encontrándome desde hace 
más de dos años en su Manicomio, he intentado 
en varias ocasiones poner fin al error funesto que 
me ha conducido aquí, a pesar de mi estado psi- 
cológico completamente normal. Me he dirigido 
varias veces, de palabra y por escrito, al señor 
director, así como a los demás médicos. A usted 
también le he expuesto mi asunto, del que podrá 
acordarse, si quiere. 

”Ahora me tomo la libertad de molestarle una 
vez más, dirigiéndole este escrito. La simpatía 
de su rostro, su buen corazón y su cortesía para 
los enfermos, me inspiran completa confianza en 
usted, como hombre que puede interesarse por mi 
aciago destino... 

”Le suplico que lea atentamente esta carta 
hasta el fin, aunque encuentre en ella algunas 
faltas de ortografía o algunas imperfecciones de 
estilo. Comprenderá usted que es difícil conservar 
la serenidad de espíritu, cuando se ha permane- 
cido durante más de dos años entre los locos, no 
oyendo más que sus desvaríos o los gritos grose- 
ros de los guardianes. He recibido instrucción 
universitaria; pero, a pesar de ello, no siempre 
estoy seguro de cómo se escribe tal o cuál pa- 
labra. 


173 


”Le ruego que me conceda una atención bené- 
vola y “excepcional”, y he aquí por qué insisto 
en ello: sé bien que todos los locos se inclinan 
a creer que están encerrados en el Manicomio, no 
porque hayan perdido la razón, sino por malévo- 
las intrigas de sus enemigos, y, finalmente, a cau- 
sa de un funesto error. Bien sé que gustan de 
hablar del caso con los médicos, los guardianes, 
los visitantes y los compañeros. Por todo lo cual 
comprendo que tiene usted razones suficientes 
para desconfiar de las declaraciones del género 
de la que hago ahora. Esta desconfianza está muy 
justificada. Lo único que le pido es que comprue- 
be usted los hechos que voy a tener el honor de 
referirle seguidamente. 

”Lo que voy a contar sucedió el día 24 de di- 
ciembre de 1896. Yo estaba entonces empleado, 
como ingeniero, en la fábrica metalúrgica “He- 
vederos de Karl Wundt y C.*”. Pero hacia la mi- 
tad de aquel mes de diciembre, tuve una gran 
disputa con el director, a causa de la dureza con 
que trataba a sus obreros; al hablarle me hallaba 
muy encolerizado, hasta el punto de que le insul- 
té, y en seguida, sin esperar más, dejé yo mismo 
el servicio. 

”Una vez sin empleo en la fábrica, decidí irme 
a la ciudad de N..., donde se encontraban mis pa- 
dres, para pasar con ellos las fiestas de Na- 
vidad. 

”El tren que había tomado iba abarrotado de 
viajeros. El coche en que me acomodé se halla- 


174 


ba, como todos, completamente lleno. Mi vecino 
de la izquierda era un joven estudiante de la 
Academia de Artes. Frente a mí estaba sentado 
un comerciante joven, que a cada parada del tren 
bajaba a la cantina de la estación a beber auna 
copita de coñac. Entre paréntesis: este comercian- 
te me dijo que tenía una carnicería en N., en la 
calle Baja. Me dijo también su nombre, pero no 
me acuerdo con precisión: era algo así como Ser- 
diak, Sredniak, Serdolik... En fin, un nombre com- 
binado con las letras s, r, d y k. Insisto en estos 
detalles insignificantes, porque si usted tuviera a 
bien ir a buscar a este comerciante en N., le con- 
firmaría completamente mi relato. Es de estatu- 
ra regular, ancho de hombros, de rostro colora- 
dote y simpático, un poco grueso. Usa un peque- 
ño bigote y lleva afeitada la barba. 

”No había que pensar en dormir. Nos pusimos 
a charlar para pasar el tiempo. Bebimos también 
un poco. Hacia la media noche, estábamos cansa- 
dísimos, pero no había sitio para echarnos. De 
pie, en los pasillos, tratábamos, bromeando, de 
encontrar un medio cualquiera de dormir un poco. 
De pronto exclamó el estudiante: 

”— ¡Señores! He encontrado un medio admira- 
“ble, pero temo que no consientan ustedes en apli- 
carlo. Uno de nosotros debe hacerse el loco; el 
otro se estará junto a él, y el tercero irá en busca 
de un jefe de tren y le dirá: “Señor, venimos 
acompañando a un pariente nuestro que no está 
en su cabales; hasta este momento ha venido 


175 


tranquilo, pero ahora empieza a manifestar cier- 
ta nerviosidad; así, pues, por la seguridad de los 
demás viajeros, mejor sería aislarle.” 

”Todos estuvimos de acuerdo en que este pro- 
yecto era muy sencillo y muy práctico, pero na- 
die quiso aceptar el papel de loco. Entonces, el 
comerciante halló una solución que nos pareció 
muy buena. 

”—¡Echemos a suertes! —dijo. 

"Yo era el de más edad y debía ser más pru- 
dente que ellos. Sin embargo, tomé parte en aquel 
estúpido juego. El comerciante hizo un nudo en 
una punta de su pañuelo, escondió las cuatro pun- 
tas en el puño y procedimos a tirar. Y, natura!- 
mente, fuí yo el que sacó el nudo. 

”La comedia con el jefe de tren salió muy bien. 
Inmediatamente nos acomodó en un departamento 
aislado. ¡ 

”A veces, cuando el tren se detenía en una es- 
tación, nuevos viajeros buscaban asiento apresu- 
radamente, e insistían con el conductor para que 
les abriera la puerta de nuestro departamento. 


“Ahí hay dos sitios—decían—. ¡Abra usted en se- 
guida!” “Perdonen ustedes—respondía el conduc- 
tor bajando la voz—, pero no estarían ustedes 


bien ahí... Va un enfermo... un loco... Los viajeros 
no insistían y se alejaban precipitadamente de 
nuestro departamento. 

”Nuestro plan se realizó muy bien y estábamos 
muy contentos. Después de habernos reído mucho 
de la aventura, nos tendimos en los bancos, y a los 


176 


pocos momentos dormíamos los tres. Yo dormía 
mal, con un sueño inquieto, como si presintiese 
alguna desgracia. Hasta tenía pesadillas, y a 
veces daba un salto, asustado de mis propios 
gritos. 

"Cuando me desperté definitivamente, eran ya 
las diez. Mis compañeros de viaje no estaban en 
el coche, habían bajado del tren en una estación 
a las seis de la mañana. Pero en cambio, hallá- 
base sentado frente a mí un mozo muy robusto y 
muy alto, con una gorra de empleado ferroviario. 
Me miraba fijamente. Yo puse un poco en orden 
mi tocado, cogí una tohalla de la maleta y quise 
salir al tocador para lavarme. Pero apenas me 
hube acercado a la puerta, mi desconocido com- 
pañero se levantó bruscamente, me cogió con fuer- 
za entre sus brazos y con gran violencia me arro- 
jó en el banco. Furioso por aquella insolencia, ha- 
cía yo esfuerzos sobrehumanos por desprenderme 
de él y asestarle algunos golpes, pero no me po- 
día mover: las manos de aquel mocetón me apre- 
taban como un torno. 

”—¿Qué quiere usted de mí?—grité sofocán- 
dome bajo el peso de su cuerpo—. ¡Váyase usted! 
¡Déjeme en paz! 

”En el primer momento, Mea a tener la idea 
de que me las había con un loco. El mocetón, ex- 
citado por la lucha, me apretaba cada vez más 
fuerte, y repetía, con una alegría salvaje: 

”—¡Espera, pequeño! Pronto te atarán a una 
cadena... Entonces sabrás lo que tienes que hacer... 


177 


”Empecé a comprender la terrible verdad. Cuan- 
do mi verdugo se calmó un poco le dije: 

”_Bien, me comprometo a no moverme. ¡Suél- 
teme usted!... 

”Comprendí perfectamente que ninguna expli- 
cación serviría de nada con aquel bruto. No ha- 
bía más sino tener un poco de paciencia. Aquel 
enojoso error se disiparía pronto, sin duda. 

”Al principio, mi verdugo no hizo el menor 
caso de mi promesa de estarme quieto, y conti- 
nuaba apretándome entre su terribles brazos; 
pero después, viendo que yo no me movía, me 
soltó y se sentó frente a mí en el otro banco. Sus 
ojos me seguían continuamente, como los de un 
gato que vigila el menor movimiento de la rata; 
cuantas preguntas le hacía quedaban sin res- 
puesta. 

”El tren se detuvo en una estación. Oí en el pa- 
sillo de nuestro coche una voz que preguntaba: 

”— ¿Está ahí el enfermo? 

”Otra voz respondió: 

”—Sí, señor jefe. 

”Se abrió la puerta, y una cabeza asomó tími- 
damente, cubierta con una gorra encarnada de 
jefe de estación. Esperando que me sacara de 
aquella situación terrible, salté de mi sitio y ex- 
clamé con voz suplicante: 

”—¡Señor jefe de la estación, en nombre de 
Dios!... 

”Pero apenas había pronunciado estas palabras, 
el jefe, asustado, desapareció. La puerta de nues- 


EL Dios 12 


178 


tro departamento se volvió a cerrar... De nuevo 
me ví derribado en el banco entre los brazos de 
hierro mi implacable verdugo. 

”Por fin el tren se detuvo en la estación de N.... 
Transcurridos diez minutos, vinieron en mi busca 
tres empleados. Dos de ellos me cogieron muy 
fuertemente por las manos; el tercero y mi ver- 
dugo me sujetaban por el cuello de mi abrigo. 

”Me hicieron salir del coche. La primera per- 
sona a quien vi en el andén fué un coronel de 
gendarmes, de magníficos bigotes y bellos ojos 
azules, del mismo color de su quepis. Dirigiéndo- 
me a él, exclamé: 

”—¡Señor coronel, sírvase usted escucharme! 
¡Se lo suplico! 

”Hizo señal a mis conductores de que se detu- 
vieran, se acercó a mí y me preguntó con una voz 
muy cortés, casi acariciadora: 

”—¿En qué le puedo ser útil? 

”Yo notaba bien que hacía esfuerzos para con- 
servar su sangre fría; pero las miradas inquie- 
tantes que lanzaba sobre mí, así como la expre- 
sión de angustia extremada que se leía en su ros- 
tro, testimoniaban claramente que yo le inspira- 
ba miedo. Comprendí que me debía contener y 
hablar lo más tranquilamente posible; de otro 
modo, también él me tomaría por loco. Y le con- 
té, con voz serena y reservada, sin apresurarme, 
todo lo que había pasado. ; 

”¿Me creyó o no? En ciertos momentos me es- 
cuchaba con una compasión muy viva, pero otras 


179 


veces leía yo en su rostro la duda, como cuando se 
oye la charla de los niños o de los locos. 

"Cuando terminé, me dijo, evitando mirarme 
directamente a los ojos, pero con mucha cortesía 
y dulzura: 

“Verá usted... Naturalmente, yo no dudo; pe- 
ro... hemos recibido telegramas... Y, por otra par- 
te, sus camaradas de usted... Yo estoy seguro de 
que usted está completamente normal, pero... en 
ese caso, nada pierde usted con hablar unos diez 
minutos con el médico. Se convencerá inmediata- 
mente de que sus facultades mentales se encuen- 
tran en un estado perfecto, y recobrará usted su 
libertad. Como usted comprenderá, eso no es de 
mi incumbencia... Yo no estoy autorizado para 
tomar decisiones. 

”Fué tan amable, que despidió a tres de mis 
conductores, dejando tan sólo conmigo a uno, des- 
pués de hacerme jurar por mi honor que no es- 
candalizaría ni intentaría fugarme. 

”Pronto llegamos mi guardián y yo al hospi- 
tal. Era, precisamente, la hora de visita y la espe- 
ra no fué larga. A los pocos minutos apareció el 
médico director, acompañado de algunos otros mé- 
dicos, de unos veinte estudiantes y enfermeros. 

”El director se acercó a mí y me miró fijamen- 
te, con una larga mirada escrutadora.—Aquí no 
tiene usted enemigos y nadie le hará ningún daño. 
Sus enemigos se han quedado en otra población y 
no se atreverían a venir aquí... Mire usted, a su 
alrededor no hay más que buena gente; algunos 


180 


le conocen y se interesan vivamente por usted. 
Yo, por ejemplo... ¿No se acuerda usted de mí? 

”Me tomaba de antemano por loco. Yo tuve de- 
seos de decirle que se engañaba cruelmente, pero 
no lo hice; comprendí bien que cada una de mis 
frases, un poco vivas, serían consideradas como 
una prueba irrefutable de locura. Y preferí guar- 
dar silencio. 

"Luego el director me preguntó mi nombre y 
apellido, edad, profesión, nombres de mis padres, 
etcétera. A todas estas preguntas di respuestas 
breves y precisas. 

”— ¿Hace mucho tiempo que se siente usted en- 
fermo ?—me preguntó de pronto. 

”Respondí que no me sentía enfermo y que go- 
zaba de una excelente salud. 

”—Sí, naturalmente — dijo él —. No hablo de 
ninguna enfermedad grave, sino... Dígame, ¿hace 
mucho tiempo que sufre usted dolores de cabeza, 
insomnios? ¿No tiene usted alucinaciones? ¿Vér- 
tigos? ¿Estremecimientos nerviosos ? 

”—Al contrario, señor doctor, no sé lo que es 
tener un dolor de cabeza, y duermo siempre ad- 
mirablemente. Unicamente la noche última dormí 
muy mal. 

—”Eso ya lo sabemos—dijo tranquilamente el 
director—, Ahora, ¿no podría usted contarme de- 
talladamente lo que hizo desde que sus compañe- 
ros de viaje, habiendo perdido el tren en la esta- 
ción de Kriovoretchi, le dejaron sólo en el coche ? 
¿Por qué atacó usted al conductor? ¿Y por qué 


181 


amenazó al jefe de la estación con aplastarle cuan- 
do quiso entrar en su departamento ? 

”Repetí entonces una vez más todo lo que 
había expuesto yo al coronel de gendarmes. Pero 
mi relato no fué tan lógico y ordenado como la 
primera vez: estaba molesto por la atención im- 
pertinente de los que me rodeaban. Por otra par- 
te, me irritaba el deseo del director de hacerme 
pasar por loco a toda costa. En medio de mi re- 
lato, el director se volvió a los estudiantes y les 
dijo: 

”_—Llamo su atención, señores, sobre el hecho 
de que la vida, a veces, es más fantástica que la 
fantasía de un poeta. Si hubieran leído ustedes 
esto en la literatura, hubieran dicho que el autor 
disparataba. ¡Es muy fantástico! 

"Naturalmente, comprendí bien su ironía. Me 
puse encarnado de vergiienza y de cólera, pero no 
dije nada. 

”—Continúe usted, se lo ruego. Le escucho—dijo 
el director con voz amable. 

”Continué mi relato. De repente me hizo una 
pequeña pregunta inesperada. 

”—Dígame, ¿en qué mes estamos ? 

”—En el mes de diciembre—respondí, tras una 
corta vacilación, sorprendido por aquella pregunta. 

”—¿Y cuál era el mes precedente ? 

”—El de noviembre. 

”—¿Y antes de noviembre ? 

”He de confesar que los últimos cuatro meses 
del año que terminan en “bre” los he confundido 


182 


un poco. Y esta vez tuve un momento de vacila- 
ción para acordarme de qué mes precedía a no- 
viembre. 

”—Sí, sí... no recuerda usted bien el orden de 
los meses—dijo el director negligentemente, co- 
mo de pasada, dirigiéndose más bien a los estu- 
diantes que a mí—. Esto ocurre con frecuencia 
cuando el sistema nervioso está un poco trastor- 
nado... Bien, continúe usted... Le escucho... 

”La cólera me ahogaba y no podía conservar ya 
mi sangre fría. Lo confieso, aquello fué en extre- 
mo imprudente. Quizá aquel acceso de cólera me 
iba a perder para toda la vida, pero la insolencia 
del director me puso fuera de mí, y le grité con 
furia: 

—”¡Idiota! ¡Imbécil! ¡Está usted más loco 
que yo!” ] 

”Le repito que esto fué bestial, un verdadero 
acto de locura por parte mía, pero, ¡si usted hu- 
biera visto cómo me trataba! 

”Hizo una señal con los ojos. Inmediatamente 
los enfermeros se arrojaron sobre mí por todas 
partes. Excitado por una cólera terrible, golpeé 
a uno de ellos. Me tiraron al suelo y me ataron. 

”—Esto se llama en patología “raptus”, un im- 
pulso inesperado y muy violento—oÍ decir con voz 
tranquila al director, en el momento en que los 
enfermeros me sacaban de la sala... 

”Le suplico, señor subdirector, que compruebe 
todo lo que acabo de escribir. Si obtuviera usted 


183 


la prueba de que todo ello es verdad, no hay más 
que una sola conclusión que sacar: que soy vícti- 
ma de un terrible error. Y en este caso le ruego, 
le suplico, que me devuelva la libertad lo más 
pronto posible. Mi vida aquí se hace cada vez más 
insoportable. Los vigilantes, por orden del direc- 
tor—que, como usted sabe bien, es un espía ale- 
mán—, ponen todos los días estricnina y otros ve- 
nenos en el alimento de los enfermos. Estos bru- 
tos son extremadamente crueles; anteayer me 
atormentaron poniéndome sobre el vientre y so- 
bre el pecho hierros candentes... En cuanto a las 
ratas, estoy más que seguro de que son igual- 


mente...” 
*okok 


—¿Qué es esto, doctor ?—pregunté, devolvién- 
dole el manuscrito-—. ¿Esto es una mixtificación ? 
¿La charla de un loco? ¿Se han comprobado los 
hechos expuestos por el autor de este manus- 
erito ? 

Una sonrisa amarga se dibujó en los labios del 
doctor Butinsky. 

—Efectivamente, fué víctima de un error—dijo 
guardando el manuscrito en el cajón—. He encon- 
trado al comerciante indicado por el pobre hom- 
bre. Su nombre es Sviridenko, esto es, que está 
combinado, en realidad, con las letras s, r, d y k. 
Me confirmó todo lo que acaba usted de leer. Aún 
me dijo más: en la estación donde bajaron él y 
el estudiante de la Academia de Artes, por última 


184 


vez, dejando al pretendido loco sólo en el depar- 
tamento, abusaron un poco del rom y decidieron 
continuar la comedia; habiendo perdido el tren, 
telegrafiaron inmediatamente a la estación si- 
guiente: “Hemos perdido tren; quedamos Kivo- 
retchky. Vigilad enfermo.” 

Butinsky encendió un cigarro, y tras una breve 
pausa continuó: 

—Naturalmente, esta broma fué harto pesada. 
Pero ¿sabe usted quién perdió completamente a 
ese pobre hombre? El director de la fábrica “He- 
rederos de Karl Wundt y C.*”. Cuando se le pre- 
guntó si había notado alguna vez algo anormal 
en la conducta de su antiguo ingeniero, respondió 
sin la menor vacilación, de modo afirmativo: “Sí, 
le consideré siempre como un anormal. Sobre todo 
en los últimos tiempos, daba pruebas irrefutables 
de locura.” Creo que el director quiso, sencilla- 
mente, vengarse de su antiguo empleado. 

—Pero, siendo así—exclamó muy emocionado—; 
si usted sabe todo eso, ¿por qué retener aquí a 
ese pobre desgraciado? ¡Libértele usted, y si no 
puede hacerlo por sí mismo, haga lo posible por 
poner fin a esta injusticia indignante! 

El doctor se encogió de hombros. 

—¿No ha leído usted las últimas líneas de su 
manuscrito? El régimen estúpido de nuestra clí- 
nica ha hecho lo suyo: hace un año que ese hom- 
bre está reconocido como incurable. Primero, fué 
la manía persecutoria... ahora, ha caído en el cré- 
tinismo. 


UNA SUMARIA 


El teniente Kozlovsky, sentado ante la mesa, 
dibujaba sobre el hule blanco un fino perfil de 
mujer, con peinado alto y cuello a lo María Es- 
tuardo. 

Por orden de su jefe, que se hallaba delante de 
él debía proceder inmediatamente a abrir una 
sumaria sobre el robo de un par de botas y trein- 
ta y siete “copecs”, cometido por el soldado tár- 
taro Muhamed Baygusin. Las botas y los treinta 
y siete “copecs” habían sido robados de una ma- 
leta cerrada con llave, perteneciente al joven sol- 
dado Benedicto Esipaka. 

En la cocina esperaban los testigos: el suboficial 
Ostapchuk, el sargento Piskun y el soldado Ku- 
cherbayer, que conocía la lengua tártara y había 
sido llamado como intérprete. Fueron introduci- 
dos, uno por uno, ante el teniente Kozlovsky. 

El primero que entró fué el suboficial Taras 
Ostapchuk, Anunció cortésmente su llegada to- 
siendo y tapándose la boca con el quepis. Era un 
especialista en las Ordenanzas Militares, y como 
tal, gozaba de gran prestigio, aun entre los ofi- 
ciales. Manifestaba siempre una actividad febril 
la víspera de las grandes paradas y sabía arre- 


186 


glar las cosas en tal forma, que los jefes queda- 
ban encantados. El capitán que mandaba la com- 
pañía le apreciaba mucho, y tenía puesta en él 
una confianza ilimitada en todo lo referente al or- 
den de la compañía. 

Ostapchuk era de pequeña estatura, pero muy 
fuerte, bien formado, de rostro cuadrado y rojo, 
ojos pequeños y penetrantes. Estaba casado. Por 
la noche, cuando había terminado su faena, se 
vestía una ropa de casa y tomaba te con leche y 
pan blanco. Le gustaba hablar, con las personas 
instruídas, de política y de otras materias eleva- 
das; conversaba con los intelectuales que había 
entre los soldados. 

—+¿ Cómo te llamas ?—preguntó con voz ihdeels 

_sa Kozlovsky. 

Hacía un año que el teniente estaba en el regi- 
miento, y le costaba trabajo tener que tutear a 
un personaje tan importante como Ostapchuk, que 
ostentaba en el pecho una gran medalla de plata, 
y en la manga, bordados en oro, los galones de 
su grado. 

El suboficial comprendió el estado de ánimo del 
joven teniente y esto le halagó. Contestó a sus 
preguntas con una respuesta clara y detallada. 

—Bien, cuéntame todo lo que sepas sobre ese 
estúpido robo. A lo que parece, ese Baygusin ha 
robado un par de botas. 

Ostapchuk le escuchaba con una atención exa- 
gerada, alargando el cuello. Luego empezó su de- 
claración. 


187 


—Verá usted, mi teniente... Estaba yo ocupado, 
precisamente, en distribuir las faenas y los pues- 
tos de los soldados. De pronto se acerca a mí el 
sargento Piskun, y me comunica que a un solda- 
do le han robado un par de botas y treinta y siete 
“copecs” de plata. “¿No estaba su maleta cerrada 
con llave ?”—le pregunté—. “Claro que sí—me res- 
pondió—; la maleta estaba bien cerrada, pero el 
ladrón ha hecho saltar la cerradura.” “¡Cómo!—ex- 
clamé—. ¿Ha hecho saltar la cerradura? ¡Eso es 
muy grave!” Inmediatamente fuí a ver al capitán 
para comunicarle la noticia. Naturalmente, el ca- 
pitán se enfadó mucho, aunque, como usted com- 
prende... 

—¿Es eso todo lo que sabes ? 

—Sí, mi teniente. 

—Y ese soldado... el ladrón... Baygusin o como 
se llame, ¿era un buen soldado? ¿No había he- 
cho nada malo hasta el presente ? 

Ostapchuk hizo un movimiento con el cuello, co- 
mo si le molestara la guerrera. 

—El año pasado, Baygusin huyó y estuvo es- 
condido tres semanas. ¡Esos tártaros no valen 
gran cosa, mi teniente! No saben rezar a Dios 
como nosotros, los cristianos... Dicen sus oracio- 
nes mirando a la luna... Ni siquiera comprenden 
nuestra lengua... Me han dicho que los han arro- 
jado de todas partes, y que sólo en nuestro im- 
perio quedan todavía unos pocos... 

Ostapchuk no quería dejar pasar una ocasión 
de hablar como hombre instruído. Kozlovsky le 


188 


oía en silencio, mientras seguía dibujando sobre 
el hule la cabeza de mujer a lo María Estuardo. 

Por su falta de experiencia, no podía encontrar 
el tono firme e imperioso que era necesario para 
contener la elocuencia del suboficial. Por decir 
algo, preguntó: 

— ¿Y qué se va a hacer ahora de Baygusin ? 

Ambos comprendieron la inutilidad de aquella 
pregunta. Sin embargo, Ostapchuk respondió con 
un placer visible: 

—-Creo, mi teniente, que será apaleado... Goza 
de mala fama desde su evasión del año pasado. 
Sí, ahora no se irá de vacío... Sin duda será apa- 
leado. * 

Kozlovsky leyó la declaración del suboficial. Este 
aprobó con la cabeza y cogió la pluma para fir- 
mar. Después de poner su grado y su nombre, 
quedó muy contento, y su rostro irradiaba satis- 
facción. 2 

Luego fué introducido el sargento Piskun. Los 
jefes le inspiraban un miedo terrible. Cuando le 
preguntaban algo, respondía en tono oficial, co- 
mo quien lee una comunicación. 

—¿Sabes—le preguntó Kozlovsky—quién ha 
robado las botas del soldado Esipaka ? 

—¡No, mi teniente! —gritó, más bien que dijo, 
Piskun, mirando a Kozlovsky con ojos de espanto. 

—¿ Quizás sea Baygusin ? 

—;¡Sí, mi teniente! 

—Pero ¿no has visto tú cómo se ha cometido el 
robo ? 


189 


—;¡ No, mi teniente! 

—Pero entonces... En fin, ¿qué es lo que sabes 
de este asunto ? 

—¡Verá usted, mi teniente! Cuando todos los 
soldados se fueron a comer, el soldado Baygusin 
se quedó en el dormitorio buscando algo. Cuando 
le pregunté qué hacía allí, me respondió que bus- 
caba su pan. 

—Entonces, ¿tú no has visto con tus propios 
ojos cómo se cometió el robo? 

—¡No, mi teniente! 

—¿ Había alguien más en el dormitorio ? 

—No lo sé, mi teniente. 

—¿ Quizás no haya sido Baygusin el que ha co- 
metido el robo ? 

—Quizás, mi teniente. 

Con éste no tenía Kozlovsky por qué guardar 
miramientos. 

—¡Qué bestia eres! —le dijo. 

Después le leyó su declaración. El sargento la 
escuchó con aire asustado, como si fuera su sen- 
tencia de muerte. 

—¡Firma ahora! 

El sargento, después de largos preparativos, 
sudando y soplando, sacando la lengua, puso en 
el papel una serie de jeroglíficos que, en suma, 
debían constituir su nombre. 

Ahora comprendió Kozlovsky que la acusación 
estaba basada en la declaración del sargento Pis- 
kun, la cual era muy vaga y vacilante. El hecho 
de que se hubiera visto a Baygusin rondar sólo 


190 


por el dormitorio no podía verdaderamente consi- 
derarse como prueba del robo. En cuanto al jo- 
ven soldado Esipaka, víctima del robo, estaba en- 
fermo y se encontraba en el hospital. 

Finalmente fueron introducidos el presunto la- 
drón y el intérprete. Ambos entraron tímidamen- 
te, con una prudencia exagerada, y se detuvieron 
cerca de la puerta. Kozlovsky les ordenó que se 
acercaran. Anduvieron dos o tres pasos. 

—¿ Vuestros nombres ?—preguntó el oficial. 

El intérprete, con voz alta y viva, dió su nom- 
bre, un nombre larguísimo, lleno de sílabas, como 
“ogli”, “gyirrey” y “mioza”. 

Baygusin guardaba silencio y, con la cabeza 
baja, contemplaba el suelo, 

—No entiende el ruso—dijo Kozlovsky—. Ex- 
plícale la pregunta. 

El intérprete se volvió hacia Baygusin y le dijo 
algo en tártaro, muy animadamente. Baygusin al- 
zÓ los ojos hacia él y le miró con tristeza y re- 
signación, como los monos pequeños miran a sus 
amos. Después de reflexionar un instante. pronun- 
ció con tono indiferente; * 

—Muhamed Baygusin. 

—Ya está, mi teniente: Muhamed Baygusin— 
creyóse obligado a confirmar el intérprete. 

—Pregúntale si ha “cogido” él las botas al sol- 
dado Esipaka. 

El joven oficial no tuvo valor para pronunciar 
la palabra “robar”, como demasiado insultante 
para Baygusin. 


191 


El intérprete se volvió de nuevo hacia el sol- 
dado y se puso a hablarle con cierta severidad, 
mirándole fijamente a los ojos. Baygusin los alzó, 
pero no respondió. Todas las preguntas que le ha- 
cía el intérprete eran vanas. 

—No quiero decir nada—informó Kucherbayer. 

El oficial se levantó, dió algunos paseos por la 
habitación y preguntó: 

—¿No comprende el ruso? ¿Nada? 

—Sí, mi teniente, lo comprende. Hasta sabe ha- 
blarle. “!Eh, Jarandasch! ¡Korali minga!” (1)— 
dijo de pronto el intérprete, dirigiéndose, en buen 
tártaro, a Baygusin. Pero el otro seguía guardan- 
do el más absoluto silencio, mirando con sus pe- 
queños ojos de mono. 

—;¡No, mi teniente, no quiere hablar! 

Se restableció el silencio. Kozlovsky dió algu- 
nos paseos por la habitación, y de repente, diri- 
giéndose al intérprete, le gritó: 

—¡Vete! ¡No te necesito! 

El otro obedeció. Sólo ya con el tártaro, Koz- 
lovsky, sin dejar de pasear por la habitación, se 
puso a meditar. Al pasar por delante del solda- 
do le miraba a hurtadillas, como si quisiese estu- 
diarle. Este defensor de la patria era pequeño y 
flaco como un muchacho de doce años. Su rostro 
infantil, moreno, de pómulos salientes, sin barba 
ni bigote, producía un efecto pintoresco, bajo su 
gris capote militar, desmesuradamente ancho y 
con mangas demasiado largas, que le bajaban has- 


(1) ¡Amigo mío, mírame bien! 


192 


ta las rodillas. El soldadito estaba como perdido 
en aquel capote. Diríase que había pertenecido a 
su padre o a otra persona mayor. Kozlovsky no 
podía verle los ojos fijos en el suelo. 

—¿Por qué no quieres responder ?—preguntó, 
deteniéndose ante Baygusin. 

"El tártaro seguía sin contestar. 

—¡Vamos a ver! ¿Por qué no dices nada? Se 
afirma que tú has cogido un par de botas... Qui- 
zás no sea verdad, ¿di? Tú no las has cogido, ¿no 
es eso? ¡Vamos, responde! 

El otro guardaba silencio. Kozlovsky siguió pa- 
seando. 

La noche de otoño entraba por las ventanas, 
llenando de oscuridad la pequeña habitación. Todo 
se iba haciendo más sombrío y gris. Los rincones, 
envueltos ya en tinieblas, no se veían, y Kozlovs- 
ky distinguía apenas la cara inmóvil y triste del 
soldadito. Comprendía muy bien que esta situa- 
ción podía prolongarse indefinidamente hasta el 
día siguiente, y el soldado se estaría en su pues- 
to, sin moverse y sin pronunciar una sola pala- 
bra. Este pensamiento le impacientaba, aumen- 
tando su nerviosidad. 

El viejo reloj dió con voz monótona un número 
infinito de horas. 

Kozlovsky sentía una gran lástima de aquel ni- 
ño, vestido con el ancho capote militar. Sin darse 
cuenta, estaba algo avergonzado, como sintiéndo- 
se culpable de que Baygusin fuera desgraciado, 
inculto y salvaje. Pensaba con amargura que él 


193 


mismo, Kozlovsky, visitaba a gente distinguida, 
bailaba muy bien, leía periódicos y revistas y es- 
taba en relaciones íntimas con una mujer hermo- 
sa, mientras que aquel pobre infeliz de Baygusin 
llevaba una vida miserable y llena de privaciones, 
no sabía leer ni escribir, vivía como una fiera en- 
jaulada. Estas reflexiones llenaron su alma de 
tristeza. 

Las tinieblas se hicieron más intensas, Koz- 
lovsky casi no veía ya la figura del tártaro. En 
las paredes y en el techo jugueteaban de vez en 
cuando los rayos tímidos de la luna en cuarto 
creciente. 

—¡Oye, Baygusin!—dijo el oficial en tono amis- 
toso y sincero—. Dios es el mismo en todos los 
pueblos. Entre vosotros se llamá Alá, ¿no es ver- 
dad? Pero esto no tiene importancia, Dios vela 
por todos nosotros, por los rusos como por los tár- 
taros. Ahora bien, hay que decir la verdad, ¿eh? 
Si la ocultas, tarde o temprano ha de saberse, y 
en ese caso será peor para ti. Te aconsejo que 
eonfieses; el castigo quizás no sea tan severo. 
Además, yo mismo voy a solicitar que no se te 
castigue con demasiado rigor. Te doy mi palabra 
de honor, ¿comprendes? En nombre de tu Alá, 
te ruego que digas la verdad... 

Baygusin siguió mudo. No se oía más que el 
tic-tac del viejo reloj. 

—Pues bien, Baygusin—volvió a decir después 
de un pausa bastante larga el oficial—. Te lo rue- 
go, no como tu jefe, sino como hombre... Es por 


EL Dios 13 


194 


tu propio interés, ¿comprendes?... ¿Tienes pa- 
dres?... ¿Un padre?... ¿Una madre?... 

Sin haber obtenido respuesta, Kozlovsky dió al- 
gunos paseos por la habitación; después se acer- 
có a la ventana y penetró con la mirada en las ti- 
nieblas frías de la noche. 

De pronto se estremeció; había oído la voz sor- 
da y casi infantil del tártaro. 

—Sí, tengo una madre... 

El oficial se volvió rápido. Precisamente, al mi- 
rar por la ventana, pensaba él también en su ma- 
dre, en la viejecita querida, de la que le separaba 
una distancia de quinientos kilómetros. Se acorda- 
ba muy a menudo de ella en aquel país donde no 
tenía amigos, donde se hablaba mal en ruso y se 
vivía como entre salvajes. Las cartas de la madre, 
llenas de ternura, en las que la vieja pedía para su 
hijito la protección de la Reina de los Cielos, eran 
tan emocionantes, que cuando Kozlovsky las leía 
se le llenaban sin querer los ojos de lágrimas ar- 
dientes. 

Las palabras del tártaro hicieron vibrar una 
cuerda misteriosa en el corazón de Kozlovsky. En- 
tre él y el soldadito se estableció un lazo tierno 
e invisible. 

Kozlovsky se acercó al tártaro con paso resuel- 
to y le puso las manos sobre los hombros. 

—¡Oyeme, querido! Dime toda la verdad. ¿Has 
sido tú, sí o no, el que ha robado las botas ? 

Baygusin lanzó un largo suspiro y respondió, 
como un eco de las últimas palabras:, 


195 


—Robado las botas. 

—¿Y has robado también treinta y siete “co- 
pecs” ? 

—También treinta y siete “copecs”. 

Kozlovsky reanudó sus paseos. Estaba de muy 
mal humor. Lamentaba amargamente haber ha- 
blado a Baygusin de su madre y haber provocado 
así esa confesión. Antes de aquella confesión, no 
existía ninguna prueba decisiva del robo cometi- 
do. El sargento Piskun, el único testigo impor- 
tante, no se atrevía a afirmar que Baygusin fue- 
ra el ladrón. Así, pues, aquel desgraciado tárta- 
ro podría haber salido del asunto con facilidad, 
en vista de la falta de pruebas concluyentes. Aho- 
ra, gracias al interés del oficial instructor, aca- 
baba de declarar la verdad. Por lo tanto, estaba 
perdido: su confesión tenía que ser escrita debi- 
damente y, de ese modo, se convertiría en docu- 
mento oficial. 

“¿Es absolutamente necesario escribir esa con- 
fesión ?—reflexionaba Kozlovsky—. Desde el pun- 
to de vista de la disciplina, es mi deber; pero 
desde el punto de vista humanitario, sería una 
mala acción. Como reincidente, Baygusin tendrá 
que recibir, sin duda, un castigo corporal, y será 
por mi culpa, por la confesión que le he arran- 
cado hablándole de su madre. Por otra parte, no 
puedo pasar en silencio su confesión, tanto menos 
cuanto que tiene que ser interrogado por el ca- 
pitán y el coronel... ¿Por qué diablos le habré 


preguntado si tenía madre? ¡Qué desgracia!”... 


196 


Kozlovsky despidió a Baygusin, diciéndole que 
volviera al día siguiente. Esperaba haber encon- 
trado para entonces una solución cualquiera. Lo 
mejor sería contárselo todo a algún oficial simpá- 
tico y solicitar su ayuda en aquel asunto deli- 
cado, 

Y al meterse, horas después, en la cama, Koz- 
lovsky preguntó a su ordenanza qué castigo ten- 
dría que sufrir el tártaro, a juicio suyo. 

—¡Por supuesto, será apaleado!—respondió el 
otro con profunda convicción—, y eso será muy 
justo, porque no está bien de robarle a un pobre 
soldado sus únicas botas... 


Hacía una mañana clara y fresca de otoño. La 
hierba, la tierra, los tejados de las casas, todo es- 
taba cubierto de un rocío blancuzco. Los árboles 
parecían llenos de polvo blanco. 

El ancho patio del cuartel, rodeade por los cua- 
tro costados de largas edificaciones de madera, 
parecía un hormiguero humano. Veíanse por to- 
das partes capotes grises de soldados. En el pri- 
mer momento, podría creerse que reinaba algún 
desorden en aquella muchedumbre; pero pronto 
se dividieron los soldados en cuatro filas regula- 
res, formando un ancho cuadro. Los rezagados 
corrían apresuradamente a sus puestos, ciñéndo- 
se los capotes. 

Las cuatro compañías del regimiento avanza- 


197 


ron y el cuadro se estrechó. Sólo quedaba entre 
aquellos cuatro muros humanos una a modo de 
plazuela, de cuarenta pasos de longitud y otros 
cuarenta de anchura. 

Un poco separado del cuadro, rodeando al co- 
mandante del batallón, se hallaba un pequeño 
grupo de oficiales. Hablaban del soldado Baygu- 
sin, en quien en aquel instante iba a ejecutarse 
la sentencia del Tribunal del regimiento. El que 
más hablaba de todos era un oficial muy grueso, 
de faz rojiza que vestía un abrigo muy corto, con 
el cuello de piel. Los demás oficiales no .le que- 
rían y evitaban su trato, porque tenía muy mala 
lengua y estaba siempre dispuesto a dar escán- 
dalos. 

—Ahora ya no se sabe sacudir con el vergajo 
como es debido—decía con su gruesa voz, gesti- 
culando mucho—. No ocurría así en la Escuela 
Militar, hace unos veinte años... Yo no olvidaré 
jamás aquello... Todos los sábados eran apa- 
leados los cadetes, culpables o no, sin dis- 
tinción. ¡Exigíalo por decirlo así, la regla de la 
casa!... 

—¡Baygusin pescará algo! —dijo el comandan- 
te del batallón—. A los soldados no les gustan los 
ladrones. 

Poco después, un ordenanza se acercó al co- 
mandante y, habiéndole rendido los honores mili- 
tares reglamentarios, anunció: 

—¡Mi comandante, ya traen al tártaro! 

Todo el mundo volvió la cabeza. El cuadro vivo 


198 


se movió un poco. Los oficiales se dirigieron ha- 
cia sus compañías respectivas, abrochándose los 
guantes. 

En medio de un silencio general se oyeron dis- 
tintamente los pasos pesados de tres hombres. 
Era el tártaro Baygusin, que se acercaba acom- 
pañado de dos soldados. Llevaba el mismo capote 
ancho y largo, cuyas mangas le bajaban hasta las 
rodillas. La gorra, también demasiado grande, le 
cubría la cabeza hasta las orejas. Aquel diminuto 
criminal, tan decaído, producía una dolorosa im- 
presión en medio de los cuatrocientos soldados y 
sus oficiales. 

Kozlovsky experimentó un sentimiento de ver- 
giúenza y de malestar, al verle en aquel cuadro 
severo. A pesar de sus esfuerzos, no pudo hacer 
nada por salvarle. Se había dirigido, al día si- 
guiente de la confesión de Baygusin, al capitán 
que manda la compañía; pero sufrió, al dar este 
paso, un completo desengaño. El capitán, después 
de oír a Kozlovsky, se sorprendió primero, y des- 
pués se echó a reir a carcajadas. Kozlovsky se 
culpaba a sí mismo de haber hecho traición al 
pobre tártaro, de haberle arrancado la confesión 
con una provocación hábil. 

Oía con odio y repugnancia la charla del oficial 
gordo, de cara roja, que gustaba de antemano el 
placer mórbido de ver apalear a Baygusin. Sen- 
tía un deseo casi irresistible de abofetear a 
aquel bruto. 

El comandante del batallón avanzó algunos pa- 


199 


sos, y volviendo la espalda a Baygusin, que esta- 
ba en medio del cuadro, gritó con voz sonora: 

—¡ Armas al hombro! 

Kozlovsky sintió un estremecimiento nervioso. 
Desde este momento hasta el fin de la ceremonia, 
no cesó de temblar cón todo su cuerpo como si | 
tuviera fiebre. 

El comandante del batallón recorrió las cuatro 
compañías con una mirada severa, y ordenó a su 
ayudante: 

—¡Lea usted la sentencia del Tribunal del re- 
gimiento! 

El ayudante se puso en medio del cuadro y 
leyó lentamente, recalcando determinadas pa- 
labras: 

—El Tribunal del regimiento, compuesto por el 
coronel, los comandante de los batallones, los te- 
nientes... 

Leyó, sin darse prisa, los nombres de todos los 
miembros del Tribunal. En medio del silencio ab- 
soluto, su voz clara y recortada sonaba como los 
martillazos sobre el yunque. 

Baygusin permanecía inmóvil e impasible jun- 
to a los soldados que le habían conducido, lanzan- 
do de vez en cuando miradas indiferentes sobre 
las largas filas regulares de capotes grises. Se 
veía bien que no escuchaba la sentencia y que no 
llegaban a su conciencia las palabras que el ayu- 
dante leía. Quizá ni siquiera se daba cuenta exac- 
ta de por qué se le castigaba. 

Kozlovsky tampoco escuchaba la sentencia, pero 


200 


cuando el ayudante, leyéndola, pronunció su.nom- 
bre, se estremeció como si le hubieran dado un 
golpe en el pecho. Era, precisamente, la parte de 
la sentencia que hablaba de la confesión arran- 
cada por él. Kozlovsky bajó los ojos; le parecía 
que todo el mundo, al oír su nombre, le miraba 
con curiosidad; luego volvió la cabeza con desdén. 
Pero nadie, excepto él, había oído al ayudante 
pronunciar su nombre, porque nadie ponía aten- 
ción a la lectura de la sentencia. 

Al fin, el ayudante terminó de leer 

—En consideración a todas estas circunstan- 
cias, el Tribunal del regimiento condena al sol- 
dado Baygusin a recibir cien vergajazos... 

El comandante del batallón hizo una seña al 
médico militar, que estaba oculto detrás de los 
oficiales. Era un joven muy serio que asistía por 
vez primera a la aplicación de un castigo corpo- 
ral. En extremo confuso, al sentir sobre sí cente- 
nares de miradas, pálido, temblándole el labio in- 
ferior, avanzó hacia el cuadro. : 

Cuando dijo a Baygusin que se desnudara, éste 
no comprendió. Entonces se lo explicó por señas, 
y Baygusin empezó lentamente a desabotonarse el 
capote y después la guerrera. El doctor, evitan- 
do mirarle a los ojos y conservando en su rostro 
una expresión de espanto, apoyó su oído contra 
el pecho del soldado y alzó los hombres. El co- 
razón de Baygusin latía muy regularmente; aquel 
soldadito no parecía turbado ante la idea del cas- 
tigo que le esperaba. Decididamente, diríase que 


201 


no comprendía nada de lo que pasaba a su alre- 
dedor, y no sentía ni miedo ni vergiienza. 

El doctor dijo algo al oído del comandante del 
batallón; luego, con paso rápido, volvió a colo- 
carse entre los oficiales. Inmediatamente, a una 
señal del comandante, Baygusin fué rodeado por 
cinco soldados. Uno de ellos, con un tambor, se 
adelantó al grupo y esperó la orden, con la mano 
derecha levantada. 

Baygusin comenzó a quitarse el capote, pero lo 
hacía tan lentamente que los soldados que le ro- 
deaban se vieron obligados a ayudarle. Durante 
algunos instantes vaciló, no sabiendo qué hacer 
del capote que se había quitado; al fin, lo exten- 
dió cuidadosamente en el suelo y continuó desnu- 
dándose. Su cuerpo era muy moreno y delgadísi- 
mo. Kozlovsky pensó que debía tener frío en 
aquella mañana de otoño. 

Después de haberse desnudado, Baygusin se 
quedó inmóvil. Se le explicó por señas que tenía 
que echarse en tierra. Lentamente se puso pri- 
mero de rodillas y después se echó sobre el capo- 
te extendido, con el rostro contra el suelo. Un sol- 
dado, inclinándose sobre él, le sujetaba la cabeza; 
otro, se sentó sobre sus piernas. Un suboficial se 
puso a un lado para contar los golpes. En aquel 
momento vió Kozlovsky a ambos lados de Baygu- 
sin sendos haces de varas. 

El comandante del batallón hizo una señal y 
el tambor comenzó a golpear violentamente su 
instrumento. Los soldados que estaban a los lados 


202 


de Baygusin se miraron unos a otros: ninguno 
quería dar el primer golpe. El suboficial se acer- 
có a ellos y les dijo algo. Entonces, el que esta- 
ba a la derecha, contrajo súbitamente su rostro 
en un gesto de severidad y golpeó fuertemente 
con su vara el cuerpo del tártaro. Se oyó un gol- 
pe sordo y la voz del suboficial: “¡Uno!”. Baygu- 
sin lanzó un débil grito, como si aquello le hu- 
biera sorprendido. “¡Dos!”, mandó el suboficial. 
Le tocaba la vez al soldado de la izquierda. Bay- 
gusin lanzó un grito más fuerte y más doloroso. 

Kozlovsky miró a los soldados alineados en lar- 
gas filas regulares. Sus rostros grises, semejan- 
tes los unos a los otros, estaban inmóviles, indi- 
ferentes, como están siempre las filas de solda- 
dos. No se podía leer en aquellos rostros de pie- 
dra ni piedad ni curiosidad. 

Kozlovsky cerró los ojos. Cada golpe que oía 
le hacía estremecerse, como si fuera él mismo 
quien lo recibiera. No podía desviar su pensa- 
miento de aquel pobre tártaro, casi salvaje, que 
ni siquiera era capaz de comprender que había 
cometido un delito. Nacido en las libres estepas 
interminables, desconocía y temía a las gentes en- 
tre las cuales se le obligaba a vivir ahora; no 
comprendía las ordenanzas severas del servicio 
militar y no podía adaptarse a ellas. Intentó pri- 
mero fugarse para volver a sus estepas; pero fué 
cogido y castigado severamente; ahora había ro- 


bado un par de botas, no dándose cuenta exacta 
de su delito... 


203 


El castigo terminó; Baygusin había recibido los 
cien vergajazos. Se levantó y empezó a vestirse. 
Temblábanle las manos. Precisamente en aquel 
momento la mirada de Kozlovsky se cruzó con la 
de Baygusin. El oficial, en un impulso de vergiien- 
za, desvió los ojos. 

El cuadro se rompió. Los soldados comenzaron 
a dispersarse. Los oficiales se dirigieron hacia la 
salida. 

—¡Pues no! —decía a sus compañeros el oficial 
gordo de cara roja—. ¡No es así como se debe 
apalear! Entre nosotros, allá en la Escuela Mili- 
tar, era muy otra cosa. Se mojaban las varas en 
vinagre para que los golpes picaran... Si ese tár- 
taro hubiera caído en nuestras manos, ya le hu- 
biéramos ajustado las cuentas de otro modo... 

Kozlovsky, que había oído estas palabras, sin- 
tió de pronto una cólera terrible. Experimentó un 
deseo irresistible de abofetear a aquel bruto. Con 
los puños apretados le cortó el paso, y, temblando 
de indignación, gritó en la cara roja del oficial: 

—;¡Cállese usted inmediatamente! ¡Todo lo que 
está usted diciendo es cobarde, cruel e indigno!... 

El otro, muy sorprendido, alzó los hombros y 
dijo: 

—Me parece que no está usted en su temple 
normal, joven. ¡Déjeme usted en paz! 

—¿ Cómo ?—gritó fuera de sí Kozlovsky—. ¡Si 
se atreve usted a pronunciar una sola palabra!... 

Pero los oficiales, temiendo las consecuencias de 
la disputa, le arrastraron lejos de su adversario. 


204 


Cuando estuvo a unos veinte pasos de él, ocultó 
de repente el rostro entre las manos, y empezó a 
sollozar como una mujer, temblando con todo su 
cuerpo y sintiendo una vergiienza indecible de sus 
lágrimas involuntarias. 


FIN 


ÍNDICE 


Págs 

El Dios implacable... 2 
Consummatum est. 126 
Una confusión 171 
185 


UNA: SUMA O ioozita ra vi rias CDA GaiaS died caen 


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