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Q<SA4S^r-
VICENTE BLASCO IBAÑEZ
LA ARANA
NEGRA
NOVELA
TOMO NOVENO
EDITORIAL C O S M Ó P O L) S í!
Apartado 3.030
MADRID
Imp. 2oila Ascasíbar. Martífl
de los Horw. 65.— MADRID.
NOVENA PARTE
EN parís
(continua®ión)
IX
El entierro de Alvares.
Estaba Zarzoso leyendo la sección -die noticias de un perió-
dico de la noche y se disponía ya a acostarse, en vista de que
los relojes de la plaza' del Pantheón acababan db dar la una
de la madrugada.
Las caídas cortinas del lecho ocultaban a Judith, que ron-
caba con bastante estrépito, y la luz del quinqué crepitaba d.Q
un modo laiarmantc, díando a entender que estaba próxima a apa-
garse por falta de petróleo que alimientase su llama.
Sonaron atropellados pasos en el pasadizo que conducía a
la habitación, y Zarzoso, sin poder explicarse el motivo, sintió
cierto sobresialto, pues sus' niervios se hallaban muy excitados a
causa de una reyerta que había tenido con la hermosa rubia,
antes de acostarse ésta.
Llamaron a la puerta con dos suaves golpes, y el joven se
apresuró la' abrir, presintiendo que algo grave ocurría. En la
penumbra del pasillo percibió a Agramunt, que parecía haberse-
\iestido apresuradamente momentos antes, pues todavía se estaba
albrochando ^ chalecQ y llevaba la corbata, sin anudar. Tras él
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
apair€cí,a uii viejo, dte aspecto ordinario, que mostraba ser por
su aire un portero de casa po'bre.
Ag-ramunt hablaba con voz queda y acento misterioso.
— '¿ Estás sol o, Juianito ? — ^prieguntó — . ¿ Duerme Judith ?
Zarzoso contestó con un gesto afinmiativo, y entonces su
amigo se apresuró a deci-r:
— ^Toma eil sombrero y vamonos inm^ediataimente. Ocurre ima
cosa grave, una desgracia.
— ¿Qué es? — ^sie apresuró a preguntar Zarzoso.
— ^Vamonos en seguida, ya te lo contaré por el camino.
;Y mientras que Zarzoso, de puntillas, para no despertar a
su querida, buscaba el sombrero y el gabán, Agramunt le decía
'en voz baja:
— Acaba de venir a buscarme este buen hombre, el portero
de lia' calle del Sena. Don Esteban está gravísimo; una dol-encia
mortal. Creo que ya debe haber expirado hace rato.
'Y el joven lescritor decía esto convencidb de que su viejo
amigo hacía ya mucho tiempo que había muerto, pues conocía
el carácter de Perico, su antiguo criado, y comprendía! que muy
terrible debía ser íel suoeso paila que se decidiera a avisar a los
amigds.
Zarzoso acafoó de arreglarse y, de puntillas, salió de la
haibitaaión, sin que se apercibiera de su marcha Judith, que
seguía roncando.
Los tr*es hombres, al estar en la calle, apresuiraron la mar-
cha, como si alguien les persiguiera, y jadeantes y sudorosos
llegaron a la casa de la calle del Sena, en la que reinaba gran
agitación.
En lia escalera tropiezaron con el comisario de Policía deH
dfi'Strito y sus empleados, a los que había ido a llamar la- mujer
del conserje, en vista de lo repentino de aquel fallecimiento.
¡Perico estaba desolado, y con ese gesto de estupidez que
proporciona una desgracia tan abrumadora como inesperada, iba
ae un lado para otro, con lia inconsciencia idel loco, por todas
las habitaciones; de ía casa, dando de vez »en cuando lastimeros
mugidbs ipara desahogar su pecho de hércules, agitado por to-
rrentes de llanto que pugnaban por salir y no podían.
Casi en el centro del sialón, fríente a la chimeniea donde hu-
meaban algunos tizones, y de aquel retrato de la mujer ado-
ralda, yacía el cadáver de Alvarez, como enormie masa que sólo
alumbraba, en parte, lia- lu^ del quinqué puesto sobre la mesa
de trabajo.
Estaba tendido de espaldas, con los brazos casi en cruz, y
en su rostro, qué rápidamente iba ad'quiriendo un tono violáceo,
.: . • 4
LA ARAÑA NEGRA
bnillaban sus ojos, desmesuradamenite abiertos, fcomo si taún per-
sisitiera en el cadáver la sorpresa quie le causó sentÍT una muer-
te que llegaba rápida e instantáneamente, como el rayo.
Perico, que se había co-Iocado junto a los dos amigos, ha-
blaba lientatmente, cortando sus palabras con suspiros penosos,
y rehuíal la vista idel cuerpo de su señori, como si temiera caer
en mi nuevo acceso de desesperación a la vista de aquel cadá-
ver que en vida fué lo que él más quiso.
¿Quién iba a esperaír aquello? El señor, antes cíe comler, har-
bía ido al café de Cluny a pasar un rato, y vollvió cerca de las
ocho, cuando él ya estaba arreglando la mesa.
Parecía más decaído y triste que de costumbre; comió si-
lenciosiamenite, dando de vez en cuando' suspiiros que alarmaban
a Perico, y después de levantado el mantiel, comenzó a hablar
del pasado a su sirviente y de la posibilidad,' de que él m^uriera
en plazo breve y cuando menos lo- esperase.
Recordó con dolor osa amargura la la hija que tenía en Ma-
drid; habló de su ingratitud, a pesar de lo cual la amaba cada
vez más, y, como consecuencia de todo lo que habló, lie dijo así
a su antiguo lasistente:
— Mira, muchacho: mi hija me odia; buena prueba de ello
es que ha roto sus relaciones con ese buen chico de Zarzoso
sóío por saberí que era amigo mío; pero, al fin y el cabo, ej mi
hija y no puedlo dejarla desamparada, pues sé que, a pesar de
que tiiene familia, se halla rodeada de enemigos que conspiran
contra ella. Si yo pudilera volver a España, velaría por mii Mia-
ría, aunque día me pagase con la más repugnante ingratitud;
pero si yo muero y tú quedas libre para volver la la patria, has
de jurarme que vivirás cerca de ella, que velarás por su tran-
quilidad y que la defenderás en cuantos peligros pueda correr.
¿Lo juráis así?
Perico prometió to/do cuanto su amo quiso exigirle. El es-
taba dispuesto a obedecer a don Esteban más allá aún de la
tumba, y muerto su señor quedaba libre y podía abandonar Pa-
rís para cumplir esta última vdluntad; pero' lo quie él no sos-
pechaba es que el fin de la existencia de su amd estuviera tan
próximo como éste lo presentía.
Don Estdjan tuvo frío y sie sentó junto a la chimenea, per-
TWaneciendo allí hasta, cerca de media noche.
-Su criado, que estaba en el comedor, le oyó varias veces
suspirar, murmurando palabras que ól no comprendía.
— "i¡ Yo soy el responsable ide ese rompimiento !", decía con
acento quejumbroso. "jYo soy el autor de la degradación de
ese joven!"
V I C .^1 K T E BLASCO 1 D A Ñ E Z
Era yai cerca ilíe media noche, cuando sonó en el salón un
suspiro sordo, pero tan angustioso, que a Perico, según su pro-
pia expresión, le puso los cabellos de punta.
Entró apresuradamente en la gran sala y aún pudo ver
a su señor que acababa de levantarse del sillón y que, tamba-
leándose, con las manos puestas en el pecho, como si preten-
diera abrírselo en un fiero arranque de angustia, anduvo dos
o tres pasos pana caer después desplomado.
Cuando Perico, a pesar de su dolorosa sorpresa, se conven-
ció de que su señor había muerto, pidió socorro a los porte-
ros; y mientras el marido iba en busca de los dos amigos del
difuMol que vivían más próximos, la mujer se dÍTÍgió a la Co-
misaría del barrio para que se instruyeran las diligencias pro-
pias del caso. El médico oficial, quie debía de volver al día si-
guiente a practiicar la autopsia, manifestó que don Esteban ha-
bía muerto a consecuencia de la ruptuna de un aneurisma que
se le había formado hacía ya mucho tiempo.
Los dos amigos, en vista d|el aturdimiento de Perico, se en-
cargaron de todas las gestiones que era necesario hacer en ta-
les circunstancias.
Agramunt redactó unas cuantas líneas para los periódico*
de la mañana, anunciando la muerte de aquel emigrado que ha-
bía perecido en la obscuridad a pesar de haber desempeñado
aJtos cargos ; y mientras el portero iba a llevarlas a las Re-
diacciones, él, impulsado por su actividad idle buen muchacho ser-
vicial, salió para ir a una Agencia de pompas fúnebreS; a arre-
glar lo concerniente al entierro, que se había de verificar al
día siguiente, a las tres de la tarde.
Zarzoso se quedó solo en el salón, frente al abandonado ca-
dáver de Alvarez, mientras Perico, fuera, en d comedor, dis-
pfoitaba con la vieja portera, que, en vista de su angustia, que-
ría hacerle! tragar algunas tisanas para calmarle.
El médico miraba con terror el cadáver dle su viejo amigo.
Aqijellas frases incoherentes que Alvarez había pronunciado
antes de morir, y que resultaban ininteligibles para su criado,
las comprendía él fácilmente, y sentía por ello intenso remor-
dimiento.
Aquel hombre <íesgraciado había fallecido víctima de la pre-
ocupación dolorosa que en él produjo la creencia de que, invo-
luntariamente, había sido la causa del rompimiento de relacione!
entile Zarzoso y María.
Lo que más entristecía, ail joven y le iavergonzaba era la in-
justa opinión de virtud en que le tenía Alvarez; y al mismo
tiempo le alíerraba la sospecha d)e que éste, antes de morir, po-
LA ARAÑA N B G R \A
día haberse convencido, casitalmenite, de la degradación en que
estaba el mismo a; quien él creía un joven d)e buenas costum-
bres.
Cuando volvió Agramunt, des,pués de cumplidas sus comi-
siones, los dos jóvenes, ayudados por Perico, levantaron de la
alfombra el cadáver dfe don Esteiban, y a fuerza de puños lo
llevaTon hasta la cama, dorudb cayó sordamente, con el peso
abiTimador de la muerte, y haciendo rechinar los hierros del
iecho.
La mañana siguiente la pasó Agramunt corriendo París,
para lavisar a todos los compañeros de emigi'ación y a cuantos
españoles conocía y ultimar los preparativos del entierro, que
había de ser lo que la gente llama bastante corrtecto, pues el
editor para el que trabajaban los emigrados se había brinda-
do a pagar todos los gastos.
Zarzoso tuvo que sostener una ruda pelea con Judith, que
por uno de los caprichos de su extraño carácter se empeñaba
en ¡r a ver aí muerto, proposición absur<d|a para el joVen, que
pensaba que aquello equivaldría a un insulto postumo.
Zarzoso y Agramunt juntaron sus ahorros para co-nprar
ima corona, y el primero, vestido correctamente de luto, llega-
ba a la calle del Sena poco antes de las tres.
Un coche 'fúnebre, de buen aspecto, estaba parado junto a
la casa mortuoria, y su presiencia había hecho salir a las puer-
tas, impulsados por k curiosidad, a todos los industriales, por-
teros y comadres de las casas inmediatas.
En el portal estaban agrupa)dlos unos cuantos españoles, de-
mostrando con sus diversos trajes y sus gestos más o menos
tranquilos, las veleidades de la fortuna, que mientras acíarícla
a unos trata a otros a bofetadas.
Llegaban de los extremosi de París los náufragos de las bo-
rrascas revolucionarias que la persecución había barrido más
allá de los Pirineos, todos con el gieso avinagrado, la mirada
altiva, el traje raíldo, y un mundo die absurdas esperanzas en la
imaginación.
Aquel suceso servía paira agrupar a la desbandada colonia
de emigradlos, que, esparcidos por los cuatro extremos de Pa-
rís y entregados a diversas ocupaciones, pasaban meses ente-
ros sin verse, y aprovechaban la ocasión para estrecharse lal
mano y hablarse amigablemente como compañeros de desgra-
cia; esto, sin perjuicio de separarse de allí a dos horiais para
no volverse a encontrar hasta de allí a medio año.
Parecían muy impresionados por la muerte de Alvarez; sen-
tían una espontánea emoción; poro, la) pesar de esto, reunidos
7
IICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
en grupos en aquel portal, departían sobre su tema favorito,
y fundándose en el triste fin del difunto, que había muicrto po-
':re, abandonado y lejos de la patria, cosa que les podía ocurrir
muy bien a dios, hablaban egoístamente de la necesidad de ha-
rer ía revoilución cuanto antes, para que terminase su violenta
situación de emigrados.
Bajaron el cadáver encerrado en un sencillo y elegante fé-
rdtroi, £obr<e é. cua'l se amontonaban más de una docena de co-
■onas, dos o tres de artísticais flores, y las demás de perlas de
^ádrio, formando inscripciones de pacotilla, de esas que tienen
preparadas ten todos los almacenes de París.
El cortejo se puso en maircha, y el cielo, que estaba todo
?.l día encapotado y amenazante, comenzó a despedir entonces
una lluvia sutil y fría.
Iba delante el coche fúnebre, con su féretro y sus coronas,
llevando al lado al triste Perico, que marchaba encorvi^db como
un viejo, con los ojos enrojecidos, recibiendo las salpicaduras
de barro de las ruedas y aitento, con estúpida fijeza, a que no
cayera ninguno de lalquellos adornos del ataúd. Detrás marcha-
ba el cortejo fúnebre: los dos amigos, sombrero en mano, pre-
sidíian di duelo, llevando en medio al editor, un, viiejo dle cabeza
cuadrada y mirada sórdida, que había llegado a París en zue-
cos, vendiendo coplas, y que ahora tenía más de cincuenta mi-
llon'es; y seguían todos los invitados, aquel rebaño de la emi-
graición, .siempre guiado por el resplandor db las ilusiones, que
marchaba en grupos, dividido por el recelo y la envidia, y res-
guardándose de la lluvia con paraguas abierto, aq-utel que lo
tenía. Cerraban la marcha el coche del editor y idos ómnibus dd
servicio fúnebre.
Aquel entierro prod^ujo bastalnte impresión en la calle d)el
Sena.
Alvarez era muy apreciado por los vecinos, aunque no tu-
viera con ellas trato alguno, y además, su entierro puramente
civil causaba bastant^e impresión en las porteras, gente beata,
abonada' a diario a los sermones en San Sulpicio o a las fies-
tas con orquesta en San Germán dle los Prados.
Cuando el entierro salió de la calle del Sena, ya no recibió
más homienaje que esa compasión oficial de la educación fran-
cesa, que consiste en quitarse el sombrero ante el primer muer-
to que pasiai
La lluvia arreciaba, el coche fúnebüe iba acelerando su mar-
cha, y el cortejo caminaba con paso apresurado, a pesar de lo
ciuijal eran muchos los que se rezagaban y no pocos los que e»-
LA ARAÑA NEGRA
currían el bulto, hu)^ndo idi simuladamente por la primera ca-
llejuela que encontraban.
Tardó cerca de media hora en sai ir el cortejo del recinto
de París, y al llegar a las bairrerasi, cuando la lluvia arreciaba
más, se detuvo, para continuar el viaje con más comcxÜd'ad has-
ta el cementerio de Bágnieres.
3 editor, hablando de sus num'erosas ocupaciones, se des-
pidió, cediendo su carruaje a les dos jóvenes, y en cuanto a
Xos invitados, quedaban tan pocos, que cupieron desahogada-
mente en los dos ómnibus.
El cortejo emprendió la marcha por un camino, que la llu-
via convertía en barrizal, casi intratnsitable, y el coche fúne-
bre, dando tumbos a cadia bache, caminaba rozando las tapias
de ambos ladois, que cercaban griatndes solares.
Perico no quiso acceder a los ruegos de los dos jóvenes, y
como si tuviera por una infidelidad abandonar el cadáver un solo
instante, marchaba agarrado lal carro fúnebre, exponiéndose mu-
chas veces a ser aplastado por las ruedas.
Zarzoso y Agram.unt iban en la berlina dd editor, tristes
y silenciosos, y como sumidbs en tétricos pensamientos.
Liaí pobreza de aquel entierro, la 'falta de verdaderos afec-
tos que en él s'e notaba y el desorden y la deserción que la llu-
via había producido en él, les impresionaba de un modo des-
consolador; y al mismo tiempo aquel cielo plomizo, sucio y di-
íuviador influía en ellos dando un carácter tétrico a sus' ideáis.
Zarzoso, mirando lia) caja que contenía fel caidláveír' de aquel
amigo que tanto le amaba y que iba saltando violentamente den-
tro del carruaje cada vez que éste se inclinaba en un bachíe,
sentíase atenazado por un vivo dolor, y los remordimientos de
la noche antes volvían a asaltarle.
En cuanto a Agramunt, evitaba el fijarsre en aquel féretro,
como ,si quisiera rehuir las tétricas ideas que le inspiriaba, y
dejando vagar sus ojos por aquella campiña triste y desola-
da, en la que sólo se veían yermos solares, negruzcos hornos
ée cal y alguno que otro hotel cerrado y de aspecto fúnebre,
preguntábase si valía la pena de ser patriota, revolucionario,
mártir de una idlea, de aspirar a la gloria y al aplauso popu-
lar, de sacrificarse por las libertades de los demás, para venir
ail fin de la jornadaí a morir desconocido y casi solo en una
ciudad indiferente, y ser conducido a la tumba seguido de do»
docenas de amigos, dte los cuales apenas si más de tres llora-
ban verdaderamente su muerte.
Kl joven revolucionario sentíase dominado por un cruel es-
cepticismo. La reaíidad había venido a rasgar la venda de sm
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
ilusiones, e iniexorable, con sonrisa cruel, le mostraba el por-
venir.
A la media hora de marcha comenzaron a surgir casas di
aspecto misero a jambos lados del camino. Eran tabernas y al-
macenes de objetos fúnebr'es, industrias nacidas en torno del ce-
menterio, como los hongos en el tronco del árbol viejo y car-
comido, y que vivían del dolor más o menos fingido de los nu-
merosos cortejos que diariamente pasaban por allí.
Entraron en el cementerio casi ail mismo tiempo que por
distinto camino llegaba otro convoy fúnebre con gran aparato
de coches enlutados, en el primero de los cuales iba un cura
con sus monaguillos para rezar las últimas preces.
Echaron pie a tierra los invitados de ambos cortejos, y
aquella gente desconocida, enguantada, correcta y elegante, lan-
zó miradas de desprecio al raído grupo de emigrados, demos-
trando que las preocupaciones sociales llegan haista la tumba.
El cura y sus acólitos miraron con hostilidad! aquel entierro
puramente civil, que, además, tenía la agravante de ser pobre.
El editor había comprado paira el cadáver de don Esteban
una sepultura "en el suelo por cinco años, y el féretro, en hom-
bros de los sepultureros, comenzó a avanzar por las espaciosas
y frías avenidas hacia el extremo donde descansaban los cadá-
veres ambiguos de los que, por su posición social, si tenían di-
nero para librarse de ir a la fosa común, no poseían el suficien-
te para d'ormir eternamente en las s'epulturas a perpetuidad, re-
servadas a la gente rica.
El cementerio de Bagnieres es nn cementerio moderno, de-
mocrático, con las avenidas tiradas a cordel, una vegetación ra-
quítica y enana, y todo el aspecto de un horrible tablero de
ajedrez. No hay panteones, mármoles artísticos ni umbrías so-
ütarias y. románticas como las de las tumbas descritas en las
novelas. Es un cementerio moderno de la gran ciudad, é imita
por completo lais costumbres de ese gran París, cuyos hijos s-:
traga.
En él se duerme el sueño dfe lá muerte tan aprisa como se
vive en la metrópoli ; las tumbas, en su mayoría, sólo son com-
pradas por cierto número de años no muy grande; el tiempo
necesario para que la carne se disuelva!, los huesos queden pe-
lados y blancos, y la tierra s'e beba los jugos de la vida; e in-
mediatamente las tumbas son' removidas, los despojos van a un
rincón, el terreno es alistado y arreglado y... ¡venga i"ás gente!
El féretro de Alvarez tenía que atravesar todo el cemente-
rio, y mientras el pequeño cortejo seguía por aquellas avenidaf?
^t acacias raquíticas y enfermizos ^rosales, que apenas levantá-
is
LA ARAÑA N E G R 'A
b5.ti un palmo del suelo, Agramunt iba fijánidbse en los campos
plantados de cruces y cubiertos de coronas que en su mayoría
eran de perlas de vidrio, género de pacotilla, que por su bara-
tura es de moda en París para los desahogos fúnebr'es de dolor
más o menos auténtico.
Por todas partes se veían coronas, y a la. luz gris e inde-
cisa de aquel crepúsculo lluvioso, parecía el fúnebre cam,po cu-
bierto por cristailizado rocío.
Detúvose el cortejo ante una gran fosa abierta en un espacio
libre de cruceá y de coronas.
Aqu'ellas kíos docenas de hombres se detuvieron y agruparon
en torno del féretro que estaba ya en tierra, mirándose con
cierta complacencia y como satisfechos de que lia, ceremonia fue-
ra a terminar.
Les resultaba ya pesado aquel entierro, que duraba más de
una hora, y les obligaba a ir pisando barro, recibiendo en sus
espaldas una lluvia sutil y traidora que les empapaba las ropas.
Agramunt, al borde de la aibierta fosa, experimentaba una
tristeza inmensa.
¿Iba a salir del mundo de los vivos tan fría e indiferente-
mente aquel amigo a quien consideraba como un héroe?
El joven sintió en su interior aquella emoción nerviosa que
!e hacía peroraír en los meetings de España y ser aplaudid-o;
experimentó la necesidad de hablar, de decir algo, sin fijarse
en lo reducido del auditorio, pues a estar solo lo mismo hubiese
hablado dirigiéndose a los árboles, a las cruces y a los sepul-
tureros.
Ya que en la muerte de aquel héroe desgraciado, de aquel
caído campeón d'e una causa que era la del porvenir, no había
descargas de honor, ni músicas, ni cantos, ai menos que sobre
su féretro sonasen algunas palabras españolas pTonuncíadas por
una voz amiga y que hiciesen justicia al mérito del difunto,
despidiéndole al borde de la tumba, con la seguridad de que
el porvenir le haría justicia y de que sus esfuerzos no serían
infructuosos, a pesar de que ahonai parecían caídos en el vacío.
El joven, ensimismado, dominado por los pensamientos que
fluían a su cerebro, con la iimpasibilidad de un sonámbulo, su-
bió sobre un montón de tierra, en la que asomaban algunos hue-
sos su blanca desnudez, y con la cabeza descubierta, sin fijarse
'en la lluvia que le empapaba, pronunció un corto discurso, con
una elocuencia espontánea y conmovedora que salía del alma.
Al principio le oyeron con extrañeza aquellos hombres que se
tfrupalban en torno del féretro; pero, poco a poco, les impre-
n
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
sionó la temblorosa voz del joven, y a loS' ojos de algunos has-
ta asomaron las lágrimas.
Agramunt hablaba a un público que era el único que podía
realmente comprenderle; cada' una de sus palabras causaba hon-
tjo eco en aquellos corazones, y al describir la ingratitud de la
patria, la cruel indiferencia del pueblo español, que dejaba mo-
rir en oscura y mísera emigración a los que habíiaii expuesto
su vida y sacrificado su reposo por defender la dignidad nacio-
nal, la libertad y la moralidad política, todos ellos se agitaron
con ner\^ioso movimiento, y con sus gestos parecían decir :
— Es verdad; moriremos aquí .porque el pueblo es un in-
grato y olvida a los que le han defenid'ido.
Y después, cuando Agramunt trazó con arrebatadora pala-
Ibra el cuadro del porvenir, cuando habló de la revolución que
se lacercaba a pasos de gigante, del próximo triunfo y del es-
plendor de la futura República, todos los rostros se animaron;
las ilusiones, aquellas malditas ilusiones que los habían arras-
trado a la desgracia y la miseria' en el extranjero suelo, vol-
vieron a renacer más fuertes y vigorosas que nunca, y todos
miraban ya el triunfo como un suceso del día siguiente, como
cosa segura, que forzosamente había de ocurrir en plazo breve,
aunque los bombees no quisieran y por una ley fatal de la His-
toria.
Aquel grupo de infortunados llenos de fe y de esperanza,
estaban entusiasmados al pronunciar Agramunt las últimas pa-
labra's, y cuando éste terminó despidiéndose del campeón caído
que estaba en el féretro, con un ¡viva la República!, toid'os con-
testaron' al unísono, con voz que era grave y sombría, en aten-
ción al lugar donde se hallaban.
Bl ataúd fué descendido lai la fosa y uno tras otro fueron
todos los acompañantes arrojando sobre él una paletada de tie-
rra y estrechando la mano de Perico, que lloraba al despedirse
djefinitivaímente d^e su amo, y que estaba conmovido por el dis-
curso de Agramunt.
El regreso a París fué má,s triste aún que la marcha al ce-
menterio.
Los inid'ividuos del cortejo, una vez d^esvanecida la impre-
sión que les había causado el discurso, entablaron en el interior
de los dos ómnibus violentas discusiones sobre el porvenir o se
enzarzaron en la apreciación de hechos pasados, hasta el punto
de levantar la voz, no importándoles dejar al descubierto sus
maJiais pasiones, y mostrando sus envidias o sus rencores, sin
acordarse de que habían ido a enterrar a un amigo y que de-
mostraban ha'berlo ya olvidado. En cuanto entraron en la gran
n
L Á ARAÑA NEGRA
ciiüdád, se separaron ciasi sin saludarse y cada imo se fué por su
lado, para no verse más hasta que la; muerte de cualquiera de
ellos volviera a reuní ríos.
Zarzoso y Agramunt hicieron subir en su berlina al des-
consolado Perico, y fueron todo el camino sin despegar los
labios.
Uma vez enterrado el pobre don Esteban, cuya muerte había
ap-roximado a los dbsl huéspedes del hotel de la plaza del Pan-
theón, la antigua frialdad había vuelto a separarlos. Existía en-
tre los dos el vicioso cuerpo de Juidith, que impedía el rena-
cimiento de aquelliai franca amistad que tan felices les había
hecho.
Al llegar el' carruaje al bulevard Saint-Germain era ya d«
noche.
Agramunt iba a la calle del Sena con Perico, para hablar
los dos solos sobre el porvenir de éste y hacer un inventario de
lo que dejaba don Esteban.
Zarzoso, comprendiendo que estorbaba con su presenicia a
aquellos dos hombres, y ofendido por la 'frialdad que le mos^-
traba Agramunt, se apresuró a echar pie a tierra, y laíbriendb
su paraguas, pues la lluvia arreciaba conforme ibaí avanzando
la noche, se metió por lai calle de la Escuela dé Medicina con
dirección a su hotel, donde ya Judith le estaba aguardando im-
piaciente.
Se aclara el misterio.
Al entrar Zarzoso en su hotel y pasar frente a la portería,
lanzó una mirada distraídaí al casillero donde se depositaba la
correspondencia para los huéspedes, e inmediatamente experi-
mentó una ruid'á. impresión de sorpresa.
En la casilla marcada con el número dé su cuarto, sobre la
obscura madera destacábase el blanco sobre de una carta que
inmediatamente hirió los ojos del joven médico.
El portero, que lo había visto a través de los cristales, salió
apresuradamente y entregó la carta a Zarzoso, que permanecía
sorprendidoí al pie de la escalerai.
— Carta de España — ^dijo sonriendb intencionadamente el con-
"■•■•. 13 .'...,
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
eerje, pues sabía la gran impaciencia que por más de dos me-
aes había dtevorado al joven esperando una carta que nunca lla-
gaba.
El' asombro de Zarzoso fué en" aumentx> cuando al mirar ei
sobre reconoció la letra fina y elegante de María.
Aquella carta, por tanto tiem.po esperada y que llegaba
cuando menos podía aguardarla el joven causábale cierto terror,
y por esto la revolvía entre sus manos sin atreverse a abrirla.
¿Por qué había callado María mientras él fué un amante
consecuente y puro? ¿Por que le escribía ahora que se hallaba
sumido en la mayor de las degradaciones?
Zarzoso no sabía contestar a ningunai de las preguntas que
mentalmente se hacía, pero continuaba impresionado por aque-
lla carta que no se atrevía a abrir, presintiendo tal vez que en
su interior se encerrara! algo que forzosamente había de scrl«
fatal.
En aquella situación degradante a que le había arrastrado
un amor impuro, la carta 'de María equivalía' a un remordi-
miento que surgía ante su vista.
Subió la escalera lentamente mirando con fijeza estúpida la
cerrada cartai que tenía en sus manos, y al llegar al rellano del
piso en que vivía y detenerse bajo un mechero de gas, no pudo
contener un instintivo impulso y rasgó el sobre para enterarse
inmediatamente del contenido.
A pocos pasos de allí, en su cuarto, le aguardaba Judith, la
mujer aborreoidaí, a ,'la que, sin embargo, es'taba encadenado
por la pasión carnal, y hubiese resultado un sacrilegio el ir a
abrir la carta en presencia de aquel ser impúdico que aprove-
chaba todas las ocasiones para fisgarse de las mujeres honradas.
Sacó del abierto sobre un pliego de papel de cartas, dentro
del cual se notaba la presencia de otro papel.
Zarzoso leyó apresuradamente his pocas líneas que contenía,
y tuvo que volver a releerlas varias veces para darse cuenta
exacta de su contenido, pues la sorpresa parecía haberle arro-
jado en un estado de imibecilidad
La carta decía así:
*'Le devuelvo este recuerdo de un amor que ha muerto, se-
gura id'e que si usted conserva su antigua dignidad, la vista de
ese papel le producirá eterno remordimiento. No me creía me-
recedora de qaie usted olvidase sus antiguos juramentos unién-
dose lai esa mujer perdida con quien vive.
En el primer momento me hizo mucho daño el saber su de-
_ 14 ' ^.. ^
LA ARAÑA NEGRA
g^radación; pero hoy, aforttinadaimente, estoy ya curada de tale*
impresiones. Todo ha concluido entre nosotros. Cuando usted
lea esta carta, taJ vez seré ya la esposa 'de otro."
Aquí terminaba lo escrito en el pliego. No había fiírma ai
pie nii signo de clase alguna; pero Zarzoso no dudaba, pues
conocía bien aquella letra fina, y que en algunas palabras apa-
recía temblorosa y exageradamente rasgueada, como obra de
una mano agitada por la indignación o por el dolor.
Zarzoso, temblando y como asustado al ver que su situación
eria conocida por María, y que todo el edificio de su antigua dicha
caía estrepitosamente al suelo, se ap^'esuró a sacar del interior del
pliego aquel papel oculto que sentía al tacto y que era una finí-
sima hoja arrugada y amarillenta, en la que tambi-én había algo
escrito.
Zarzoso, conmovido, con la vista turbia por la emoción, fué
leyendo con lentitud :
"^ mi Juan: En prueba del eterno amor que..^
El joven no quiso leer más. Con terror reconoció que aquel
papel era el mismo que le había dado María, envolviendo un
bucle de su cabellera, y cuya desaparición había notado dos se-
manas antes al examinar la cajita que guardaba sus recuerdos
de amor.
Por si podía ocurrirle aún algima duda, encontró todavía.' pe-
gados al papel, dos o tres cabellos sutiles como la seid*a, qu«
habían quedado allí adheridos al retirar los restantes.
Aquella sorpresa dejó albsorto y como aplastado al joven mé-
dico. Únicamente tenía presencia de ánimo para hacerse rneur-
talmente una pregunta : ; Gran Dios ! ¿ Cómo podía haber lle-
gado aquel objeto a manos de María? ¿Quién se había encar-
gado de robarle tal recuerdo de amor?
No había acabado de leer aquella inscripción trazaidla- por la
mano de María, pues sabía de memoria su contenido; pero le
llamó la atención algunas palabras que vio de repente, escritas
má,s abajo con una letra irregular, caprichosa y de contorno
¡dentellado, que también le era conocida.
Aquellas pocas palabrais eran un alarde de cínico impudor,
un comentario sucio y canallesco sobre la procedencia de los
cabellos que envolvía el papel, y más abajo, con un diescoco re-
pugnante, figuraba la firma de Judith suscribiendo tan villano
insulta
VICENTE BLASCO I B A Ñ E T.
Zi2<rzoso miró aquello fijamente, como si no se atre^nera a
kíar crédito a una revelación tan repentina que ponía en claro
la misteriosa desaparición de su recuerdo de amor ; pero, de re-
pente, como si despertara de un sueño, exhaló un sordo rugido,
y ciego e impetuoso como una bomíba, se arrojó en el pasadizo,
Bibriendo con tma furiosa patada la entornada puerta de su
cuarto.
Judith, que estaba leyendo a la luz del quinqué el último
número del Diario Alegre, levantó sorprendida la cabeza ante
aquella entrada tempestuosa de su amante, el cual, poniéndole
el papel delator ante los ojos, rugió, mezclando en su furia pa-
labras españolas con las francesas:
-HjAh, grandísima zorra!, ¡miserable ladTona ! ¿Conoces
esto? — ^y le metía el papel por los ojos, mientras levantaba la dies-
tra amenazante.
Judith estaba asustada ante la cólera de aquel a quien ella
tenía por un tímido gozquecillo; pero en un arra,nque de su
fiero carácter, intentó lai resistencia, y saltando de su silla, cga-
rró el látigo idíe cuero que estaba sobre la repisa de la chimenea
y púsose bravamente a la defensiva, insultando con su insolente
mirada al indignado joven. Esta actitud de Ju|dith acabó de
ex'adtar al enfurecido Zarzoso. Así la quería ver para desahogar
tu rabia. Era villano pegar a una mujer débil e indefe-isa;
pero con uni marimacho así, que tenía músculos de acero y que
»e había mezclado en todais las peleas estudiantiles, bien podía
medirse un hombre como con uno \ét su sexo.
Al avanzar sobre ella, recibió un latigazo en el cuello que
acabó de cegairle, y, embistiendo a la amazona, le arrancó la fusta
de la mano, la tiró a un rincón y de la primera bofetada la hizo
caer de rodillas.
Fué laq-uella una escena violenta, repugnante y breve. Nadie
oía el ruido de aqueilla lucha, pues como era la hora de comer,
los cuartos inmediatos estaban vacíos.
Zarzoso pegaba sin consideración a aquella mujer que tenía
bajo suiS rodillas., y sus puños, ciegos e inflexibles, martilleaban
el hermoso rostro y las blancas desnudeces que habían quedado
al icVscubierto, amoratándolas a cada golpe. En su furor acom-
pañaba los puñetazos con injurias e insultos, y su boca parecía
la abierta y negra garganta de un retrete rebosando la inmun-
dicia idel lenguaje.
Judith, que había recibido los primeros golpes con protestas
y chillidos, callaba ahora y ofrecía con tranquila pasividad su
bello cuerpo a los furores de aquel energúmeno, y, mirando
. i6 > .
L 4 ARAÑA N E G R \Á
amorosamerite a Zarzoso, agitábase con voluptuosidad a cada
«no de sua golpes.
Aquella loca, en su depravación, gustaba de que sus amantes
la vapuleasen, y ésta era la causa principal de que estuviera tan
enamoraicfa del modelo italiano a quien obedecía.
Cansóse antes Zarzoso de pegar que ella de recibir los gol-
pes, y cuando el joven se incorporó sudoroso y jadeante, ella,
sin levantaTse del suelo, sonriendo insolentemente como de cos-
tumbre, y echándose atrás su cabellera de leona, exclamó:
— Y bien: ¿ya estás satisfecho? Podías pegaa-me un rato
más. A mí me ha gustado siempre que los hombres me zurrasen,
pues esto es una prueba de amor. Antes no te querí'ai; te mi-
raba como un ser insignificante y ridículo; pero ahora empiezo
a tenerte cariño en vista de que son fuertes tus puños.
Zarzoso pareció no oír estas cínicas declaraciones, y seña-
lando el delator papel que estaba so<bre la mesa, le dijo con
(entonación td'e juez que interroga:
— ^¿ Por qué has hecho eso ? ¡ Habla pronto o te mato !
Judith contestó con una alegre carcajada.
— ^Mira, voy a serte franca, ya que ha llegado la hora de
decírtelo todo. Yo soy una buena muchacha, tengo un gran co-
razón, y me gusta hacer favores cuando se trata del reposo y
de la felicidad.' de las familias.
Zarzoso creyó que Judith se burlaba otra vez de él y estuvo
a punto de emprenderla a golpes, pero ella_ explicó sus palabras
haciendo una revelación importantísima.
Antes de que conociera a Zarzoso, cuando ella acababa d|e
llegar a París, reciente su rompimiento con aquel dibujante que
la llevó hasta Londres, la rogaron que prestase el gran favor
de enamorar a Zarzoso ■diciéndola que éste estaba ¡encaprichado
con una chiquilla de Madrid, una cualquiera, sin fortuna y sin
nombre, que no convenía a la familia del joven, por lo que era
preciso impedir su casamiento haciéndole contraer ima nueva
pasión.
Judith intentó resistirse, encontrando que el papel que iba
a desempeñar no era muy agradable; pero la persona que la
encomendaba el servicio tenía gran poder sobre ella, disponía
de muy contundentes medios para convencerla., y al fin aceptó,
marchando la noche siguiente al encuentro de Zarzoso para
hacerse su querida, empleando todos los medios de seducción.
— Lo que pasó después — añadió Judith — lo sabes tú perfec-
tamente.
— ^¿Pero quién fué d hombre que te indujo a tomar parte en
tan repugnante intriga?
VICENTE BLASCO I B A Ñ E ¿
La joven intentó resistirse a contestar; pero cuando Zarzoso
nombró al modelo italiano, ella, turbad'a por las amenazas de
muerte, contestó con un signo afirmativo.
— ^Ya le ajustaré yo las cuentas a ese bandido napolitano.
Pero ¿qué interés puede tener ese hombre, que no me conoce,
en labrar mi perdición?
— ^Eso es lo que yo me he preguntado muchas veces, sin
poder darme una contestación definitiva. El no te conoce, es
verdad, y por esto mismo no he podido nunca comprender por
q'ué traba jabaí contra tí.
La modelo quedó silenciosa por algunos instantes, y des-
pués aííadió con tono sentencioso:
— Mira, querido; tú por algiín oculto motivo d'ebes serles
odioso a los curas de tu país.
— ¿Por qué dices eso?
— iPorque Luigi es protegido desde la niñez por los padres
jesuítas, a quienes servía ya cuando estaba en Ñapóles. Ellos
fueron los que le salvaron cuando le iban buscando por dos
o tres puñaladas qtíe dio aillá, y los que le trajeron a París
poniéndole en camino para que fuese un buen modelo. Es el
perro de los jesuítas ; hace cuanto le dicen, y si le mandan mor-
dbr, muerde. En este asunto deben tener mucha participación
los protectores de Luigi : esto, es lo que yo he creído siempre.
Ziairzoso hizo un gesto que indicaba su inmensa sorpresa y
quedó pensativo, mientras que Judith seguía hablando, deseosa
de sincerarse ante aquel muchacho, al que había cobrarlo ca-
riño desde que apreció la fuerza de sus puños.
Al faltar Zarzoso ct' la primera cita que le dio Jtidith reco^
mendáronla a ésta que fuese a encontrarle, y cuando hacía ya
con él vida marital, le ordenaron que buscara, entre los efectos
de su nuevo amante, una cajita en que guardaba todos los re-
cuerdos de su antiguo amor. Judith debía de robar uno de éstos,
que, según le decía Luigi, era para enviarlo a Madrid con el
propósito die que la novia de Zarzoso se convenciera de que
éste ya no la amaba y romper de este modo completamente unas
relaciones que estorbaban a la familia.
La ruibia, al revolver aquella caja de recuerdos, escogió el
papel con el rizo que contenía, y por indicación del mismo mo-
delo italiano, puso allí la primera grosería que se le ocurrió
para desesperar a la desconocida muchacha de Madrid.
— Ahí tienes cuanto ha ocurrido, vida mía — decía la rubia
fijando una mirada amorosa en el indignado Zarzoso — . He
sido ligera, lo sé; he obrado como siempre, con aturdimiento;
i8
LA ARAÑA N E^ G R___A
.~y.i.iSA' i*
p»ro al fin y al cabo lo hacía por tu bien, creyendo librarte le
un matrimonio que no te convenía, y espero que me perdonarás.
Aid'emás, te quiero mucho, te amo desde que me he convencido
de que eres todo un hombre.
Y ya levantada del suelo, avanzaba con los brazos abiertos
hacia Zarzoso para darle un estrecho abrazo.
El joven la rechazó con un violento empujón que la hizo
chocar las espaldas contra la pared, y señalando la puerta, dijo
con acento imperioso:
— ^¡ Márchate en seguida, perra inmunda ! Me has hecho mu-
cho daño, y si no te vas pronto, tal vez me acometa el furor
y sea capaz de convertirme en asesino.
Y diciendo esto, contemplaba con torva mirada un cajón de
su mesa de escribir, en el que tenía una gran navaja jerezana,
comprada en París, m.ás por españolismo que porque necesitase
ide ella.
Aquella miradla dejó fría a Judith y le produjo mayor te-
rror que los golpes de antes. Como la mayoría de las mujeres
d'e su clase, tenía un miedo casi supersticioso a las armas blan-
cas y siempre lanzaba exclamaciones de terror cuando a Zar-
zoso, al revolver sus papeles, se le ocurría abrir lai navaja.
La posibilidad de que el joven sacase del cajón la terrible
arma la impresionó de tal modo, que, pálida, silenciosa y con
actitud sumisa púsose su sombrero y su abrigo, y llamó a Nema,
perro ¡discreto y bien eduoado que había presenciado filosófi-
camente desde un rincón la anterior paliza, como acostumbrado
a que a su ama le hiciesen tal clase de caricias.
Cuando Judith, siempre bajo la amenazante minada de Zar-
{zoso, hubo acabado de arreglarse y salió del cuarto, se detuvo
en el pasillo, pensando que una mujer como ella no podía re-
tirarse así, sumisa y atemorizada como una cualquiera. Llamó
en su auxilio a su bravia altivez, hizo asomar a su labios la
sonrisiai cínica que la caracterizaba y con voz irónica, que pa-
recía el silbido de una víbora, dijo, inclinando el cuerpo como
tílispuesita a huir:
— iMira, niño; si no me despacharas yo te hubiera dado pelo
igual al que tenías de esa muchacha. ¡ Pobre chica, ir a darse
un tijeretazo tan lejos de la cabeza! Lo que yo he escrito en
ese papel, es la pura verdad.
Aun quiso Judith desahogar su despecho con mayores inde-
cencias, pero el latigazo que aquella perdida descargaba sobre
la honra de María enfureció nuevamente a Zarzoso, ed cual se
aljalanzó al pasillo con propósito de estrangular a la infame;
19
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
pero cuando llegó allí, ya la rubia, segriida dfe su perro, bajaba
apresuradamente la escalera del hotel.
En el portal tropezó violentamente con un hombre qua «n-
traba sacudiéndose ia lluvia.
Era AgTamunt, que acababa de dejar en la calle del Sf*na
al desconsolado criado de don Esteban y que volvía al hotel a
despojarse de su traje negro de ceremonia antes de ir al res-
taurante.
Fijóse en Judith, que pasó lanzándole iracundas miradas. En
su rostro desordenado y marcado por las huellas de los golpes,
ladivinó que había pasado algo grave entre los dos amantes, y
vio cómo la rubia, andando con paso inseguro y sin hacer caso
de la lluvia, se hundía en la húmeda oscuridad de la plaza,
cu3''os reverberos alumbraban inciertamente a datisa de las rá-
fagas del huracán.
Agramunt, alarmado por aquel encuentro, subió rápidamente
al segundo piso.
Al entrar en el cuarto de Zarzoso, vio algunas sillas volcan,
das, una cortina, rota y una porción de desperfectos que indi-
caban una reciente lucha. Zarzoso estaba doblado al borde de
!a 'Oaima con la cabeza entre las manos.
— ¿ Qué es esto ? ¿ Qué ha pasado aquí ? — gritó asustado el
buen muchacho.
Zarzoso levantó su cabeza, en la que se retrataba el más te-
rrible asombro, y se abalanzó a su 'amigo, exclamando con voz
conmoviida por penoso estertor:
— ^¡ Ay, Pepe ! ¡ Pepe mío ! Soy muy desgraciado.
Y como el niño enfermo que cree huir del dolor arrojándose
en brazos de su madre, Juanito Zarzoso dejó caer su cabeza
sobre el hombro dé Agramunt, y después de agitarse su pecho
con un supremo estertor, rompió a llorar copiosamente.
DECIMA PARTE
EL CASAMIENTO DE MARÍA
PARTE PRIMERA
Sospechas.
Hacía más de un «m^es que María Quirós se mostraba triste
y preocupada por alguna oculta idea que en vano intentaba des-
cubrir su tía, doña Fernanda.
La baronesa, por más esfuerzos de imaginación que hacía,
no lograba adivinar la causa de aquella continua preocupación.
Ella, siguiendo los consejos del padre Tomás, se desvivía por
hacer agradable la vida de su sobrin'a', y a pesar de que co-
menzaba a cansarla aquel renacimiento de su existencia elegan-
te, no perdonaba fiesta alguna y lasistía con María a todos los
bailes de la alta sociedad y a los estrenos en los principales
teatros.
Su sobrina se dejaba arrastrar a todas ks fiestas, demos-
trando que eran impotentes tales diversiones para devolverle
la perdida alegría, y doña Fernanda, con no poda sorpresa, vio
varias vedes en sus ojos la señal de haber llorado cuando se
encerraba en su cuarto.
Esta conducta era incomprensible piara doña Fernanda, tan-
to mág, cuanto que habituada de antiguo al espionaje y registro,
por más pesquisas que hizo en el cuarto de María cuando ésta
se hallaba ausente, no pudo encontrtar nada que pusiera en cla-
ro aquel misterio.
María era más hábil que su madre para* ocultar sus cartas
líe amor,
«I
VICENTE BLASCO 1 B A Ñ R Ti
La negativa con que la joven contestaba a todas las pre-
guntas de su tía, excitaba la cuiiosidad de ésta y la hacia aca-
riciar las más absurdas ideas.
Hubo un momento en que llegó a creer que María estaba
tan triste porque se halla/ba enamorada de Ordóñez, aquel jo-
ven simpático que ahora las visitaba- tan asiduamente; pero esta
suposición se desvaneció en vista de que su sobrina acogía con
el mayor despego todas las galanterías que la dirigía el elegante.
La baronesa, viendo que la persona de confianza d^e María
era la viuda de López, intentó sondear a ésta; pero doña Es-
peranza, con una sencillez ingenua y seráfica, le manifestó que
nada sabía; entonces doña Fernanda acudió al padre Tomás,
varón tan santo como amable, que ahora era imo de los más
asiduos concurrentes a su tertulia.
El poderoso jesuíta manifestó' que tampoco sabía nada, pero
en gracia siempre a aquel interés noble y generoso que le había
inspirado en todas ocasiones la familia Baselga, y que la ba-
ronesia no sabía cómo agradecerle, prometió sondear hábilmente
el ánimo* de María y enterarse de aquel oculto pesar que venía
afligiéndola. ¡
Se equivocaba la baronesa al buscar en torno de ella la
causa del anormial estado en que se hallaba su sobrina. Dicha
causa no estaba en Madrid, sino lejos, mucho más lejos ; en
aquel París que guardaba al hombre amado y que permanecía
silencioso sin enviar nunca la carta esperada.
Todo lo <itic Zarzoso a:llá, en la plaza del Pantheón, sufría
por entonces" a causa del silencio de su amiad'a, lo sufría María
al ver que ninguna de sus apasionadas cartas merecía contes-
tación.
Aquel infam.e aislamiento en las comunicaciones entre los
dos amiantes, ideado por el diabólico padre Tomás, se había
realizado hacía ya más de un mes.
El mismo día en que se decidió el jesuíta a poner en prác-
tica su plan, en vista de la aprobación que había dado a éste
la superiorid'ad de Roma, fué lai buscarle en su despacho la in-
trigante viuda de López, llevando una carta que acababa de re-
cibir de Zarzoso para entregarla a María.
Do-ña Esperanza no se había atrevido a abrirla ; ptro com*
la llamaba k atención lo voluminos« de su contenido, se apr«-
stiró a presentarla al padre Tomás para que éste ordenase lo
que debía hacerse con ella y sa.lir de tal modo de su indecisión.
El jesuíta, sin mostrar el menor escrúpulo, rompió el sobre
y comenzó la leer los ocho pliegos de que se componía la carta;
LA ARAÑA N E G R 'A
pero antes de llegar al segundo, en su cara de mármol se re-
trató una sorpresa inmensa, y no pudo menos de exclamar:
— ¡ Dia'blo ! Buena la hubiéramos hecho si usted llega a en-
tregar esta carta la María. Con ser tan grande París se han
encontrado allí y trabado relaciones de amistad los dos hom-
bres que más fatalmente pueden influir en el porvenir de Ma-
ría. Ese Zarzoso se ha hecho amigo áe Esteban Alvarez, aquel
bandido republicano y ateo que tantos pesares dio a la señora
ba'ronesa y que en su juventud tuvo amoríos con Enriqueta
Baselga. Ese m'ediquillo, lisa y llanamente le cuenta a su novia
cuanto sabe sobre su ' nacimiento, y además le asegura que su
padre es d tal Alvarez. ; Buena complicación nos hubiese traídlo
el que María leyese esta carta, teniendo tanta fe como tiene en
las palabras de su novio! ¡ Al fuego estos papeles ! ; y desde
hoy, doña Esperanza, sépalo usted: el servicio de correos queda
interceptado entre los dos novios.
La viuda de López obedeció ciegamente y fué rasgando cuan-
tas cartas recibía de París y las que María la entregaba para
ponerlas en el correo.
La situación de la joven, en vista de este silencio, era aún
más insostenible y penosa que l¡a de Zarzoso. Este al menos po-
día lamentarse sin temor a ser espiado; podía desahogar su
pena, lo mismo en su cuarto que paseando por las calles de la
gran ciudad; pero María habíia de fingir continuamente una>
serenidad que no t?enía y ahogar en lo más hondo de su pecho
la zozobra que la dominaba y que la hacía concebir las más
vioíentas sospechas.
Siempre que tenía odasión en su casa para hablar a doña
Esperanza sin testigos, la llevaba a urv rincón, preguntándola
con ansiedad:
— '¿No ha llegado nada?
— Nada — contestaba imperturbable la viuda.
' — Le he escrito quejándome d'e ese silencio incomprensible.
¿Hia tirado usted misma la carta al correo?
— Sí, hija mía. Yo misma, pues no me gusta encargar estas
comisiones a personas extrañas.
— Pues entonces, indudablemente, dentro de pocos días ten-
dré la contestación. Es muy extraño lo que sucede. Antes me
escribía puntualmente, sin que sus contestaciones se retrasasen
tm solo díia.
— ^¡ Ay, hija mía ! — contestaba doña Esperanza con sonrisa
excéptica como persona muy conocedora de las debilidades del
mundo—. Acuérdate del refrán: "cántaro nuevo, hace el agua
33
VICENTE BLASCO I B A Ñ E E
fresca." Todos los hombres son iguales; al principio laman hasta
s&r empalagosos, y después olvidan con una facilidad que asom-
bra, i Dios sabe en lo que pensará ahora ese señor Zarzoso !
Y la viuda iba excitando hábilmente las sospechas en la
joven, que parecía aturdida por aquel silencio inexplicable.
María, deseosa de justificar en su pensamiento al hombre
que tanto amaba, imaginábase que Zarzoso se hallaba enfermo
de alg'una gravedad; pero inmediatamente apresurábase la ma-
léfica viuda a desvanecer esta idea, que equivalía a ima espe-
ranza, aseguran'd'o que Juanito gozaba de buena salud y escri-
bía regulaTmente a su tío, el doctor Zarzoso, lo que en el fondo
era verdad.
i Infeliz María ! Cada una de las insinuaciones de aquella
intrigante jajmona, producíale una nueva decepción o un au-
mento en su tristeza, y sin embar¿-o, $i hubiese podido regis-
trar los bolsillos a laquella confidenta que tenía toda su confianza,
tai vez hubiese encontrado en ellos alguna de las cartas de Zar-
zoso, esperadas con tanto anhelo, y que la viuda le ocultaba.
Llegó un momento en que la joven no quiso escribir más,
en vista de que sus cartas eran acogid'as siempre con el mismo
desesperante silencio, y comenzó a apuntar en ella aquel exa-
gerado amor propio, que era la nota más saliente de su carác-
ter, y que doña Esperanza procuraba excitaT.
— Haces bien, hija mía — decía la intrigante viuda—, en no
escribir más a ese ingrato, indigno de ti. Eso sería rebajarte,
y tú, por tu nacimiento, po-r tu hermosura y ,por tu riqueza,
estás para que los hombres se arrastren a tus pies, solicitando
una palabira de benevolencia, y no para humillarte a un medi-
quillo olvidadizo, a un chisgarabís sin importancia, que tal vez
a estas horas se divierte bailanicío el cancán con esas perdidas
de París, que se llaman cocottes. No creas que esto es una exa-
geración; yo soy ya vieja, he visto mucho, y sé de lo que son
capaces estos jóvenes de ahora, que como no tienen religión,
viven al día, y con tal de divertirse pisotean los más siagrados
le íntimos sentimientos.
h^ joven, cuando de este modo excitaban su amor propio,
sabía resistirse al infortunio y olvidar por algunas horas el ija-
justifícado silencio de su novio; pero no tardaba en sobrevenir
la reacción, el antiguo apasionamiento volvía a aparecer, y Ma-
ría experimentaba aún con mayor fuerza el pesar producido
por aquel silencio de Zarzoso, cuyo verdadero significado estaba
muy lejos de adivinar.
Nimca se I9 ocurrió! el tener la memor duda sobre ía fidelidad
«4
LA ARAÑA M E (9 R A
ée doña Esperanza, pues ésta sabía interesarse por su dolor
y fing-ir una indignación sin límites al hablar de lo que ella lla-
maba la ingratitud de Zarzoso.
En una de estas crisis de apasionamiento amoroso, en que
reaparecía intensamente d dolor causado por el olvido en que
la tenía su novio, fué cuando María abordó' resueltamente a
doña Esperanza, exponiéndola un deseo que hasta entonces no
se había atrevido a manifestada.
— ^Estoy convencida' — dijo — de que ese hombre me ha olvi-
dado. Yo creo que hasta en esto que hoy siento por él hay má«
odio que amor; pero quisiera', ya que soy villanamente abando-
nada, convencerme de mi desgraciía en toda su extensión, y
saber por qué causa ha faltado Juanito a sus juramentos de
amor. Dig-a usted, dtoña Esperanza: ¿usted que tiene tantas amis-
tades, no encontriaría un medio para que nos enteráramos con
exactitud de lo que Juanito hace en París?
La viuda hacía ya mucho tiempo que esperaba esta petición
y sobre ella había hablado extensamente con el padre Tomás;
pero, a pes'ar de esto, fingió, como lo tenía por costumbre, y
en el primer instante manifestó no encontrar lo que María de-
seaba.
Después pareció como que vislumbrara el auxilio apetecido.
— Creo que he encontrado lo que tú deseas. Enterarse de
la vida que Zarzoso hace en París, de sus locuras y depravacio-
nes, si es que realmente ha caído en ellas, nadie pued'e hacerlo
mejor que el padre Tomás, ese santo varón que viene aquí casi
todas las tardes y que tiene en París fieles amig-os que pon-
drán en su conocimiento todo cuanto ocurra. Antes de diez
días, si tú quieres, sabremos toda la verdad.
María intentó resistirse. Le causaba cierto temor el hablar
die sus amores a aqueil sacerdote que, a pesar de su característica
amabilidad, le ¡resultaba austero e imponente; pero doña Espe-
ranza logró convencerla.
— ^No seas tonta, niña. Es ^ácil hablar ^ asuntos como éste
a un padre jesuíta. Ellos, a pesar de su santidad, se mezclan
en los negocios mundanos para bien nuestro; además, el re-
verendo padre, que es antiguo amigo de tu familia, te quiere
mucho y no vacilará en prestarte este servicio. El es tu dtrec-
te-r espiritual, lo mismo que de tu tía; yo, en tu nombre, soli-
citaré una conferencia, y para hacer míenos penosa tu petición,
me adelantaré a decirle algo de lo que ocurre. Vamos, no seas
niña y aceptai.
Ma-rí^ a'ca-bó por decir que sí a todo cuanto la proponía dofta
9S
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
Esperanza, y al día siguiente por la tarde, estando la baronesa
y su sobrina en el gabinete próximo al salón, entró el padre
Tomás.
Las miradas significativas que S€ cruzaron entre el jesuíta
y lia aristocrática beata, daban a entender la inteligencia que
existía entre los dos.
Por la mañana se habían visto la baronesa y el padre To-
más y éste había rogado a la entusiasta penitente que en su
visita de la tarde procurase dejarle solo con su sobrina, pues
creía llegado el momento de averiguar la oculta, pena que ago-
biaba a la joven.
Por €sto, apenas se cambiaron algunas palabras entre los
tres, la baronesa, pretextiando una ocupación, salió del gabi-
nete, dejando solos al jesuíta y a la joven.
El padre Tomás miró' a la puerta con cierta alarma, pues
sabía que la ibaronesa era muy capaz de quedarse tras un cor-
tinaje escuchando, y por esto se acercó más a María, a U que
comenzó a hablar con voz muy baja.
— 'Hija mía, sé algo de lo que te sucede y comprendo que
en esta situación angustiosa necesitas el aiixilio de personas sen-
satas y de sereno juicio que te aconsejen. Habla con entera
franqueza, no te intimide lo sagrado e imponente de mi minis-
terio. En este momento no es el sacerdote quien te escucha,
sino el antiguo amigo de tu familia, el que te profesa un cari^io
tan puro como si fueses su hija. Nosotros, los padres iesuít^s,
tenemos una gran ventaja sobre los demás sacerdotes. No dos
limitamos a auxiliar a la humana criatura en sus necesidades
religiosas; comprendemos que muchas veces necesita apoyo <sn
su vida social y por esto sacrificamos nuestro reposo hasta el
punto de intervenir en asuntos que no son de nuestro ministe-
rio; habla, hija mía, habla con entera franqueza. Nuestros pe-
nitentes son nuestros hijos, y ¿qué no hará un padre cuando se
trata de la 'felicidad y del sosiego de los que son pedazos de su
alma?
Estas dulces palabras tranquilizaron a María y la hicieron
tener absoluta confianza en d poderoso jesuíta, que ya no le
resultaba austero e imponente, sino cariñoso y benigno.
La. joven, tranquilizada ya, relató concisamente al jesuíta la
historia de aquellas relaciones que él conocía parfectamente des-
die muchd tiempo antes, y a continuación formuló la súplica de
que se interesara en averiguar cuál era la conducta de Zar-
zoso en París y el por qué de aquel silencio inexplicable que
Jiabía venido a romper tan inesperad|^!Jiiefite sus amores.
86
LA ARAÑA NEGRA
El padre Tomás, aquel santo vaíón t^nie quería a sus peni-
tentes como si fuesen hijos y se desvivía por su felicidad, acep-
tó inmediatamente el encargo.
Sí; él lograría saber punto por punto lo que Zarzoso hacía
en París, y con entera imparcialidad se lo revelaría a María,
pues en tal clase de asuntos no le gustaba engañar ni mantener
ilusiones que no eran ciertas.
Aquel mismo día escribiría a sus amigos de Francia, rogán-
doles, en nombre de los intereses de su Orden, que procura-
sen averiguar todo lo concerniente a la existencia actual de
Zarzoso, y se comprometía a dar respuesta a la joven en el pla-
zo de diez días.
El jesuíta iba ya a terminar la conferencia y a llamar a la
baronesa, cuando añadió, como sabrosa postdata:
— Te advierto, hija mía, que no debes hacerte ilusiones so-
bre la contestación que recibiremos. No sé por qué me anuncia
el corazón que será poco grata. Ignoro qué clase de vida hará
ese señor Zarzoso; pero París es un foco die corrupción, donde
no entra un joven que deje de perder sus más nobles cuali-
dades. Ya ves tú, ¿qué otra cosa puede esperarse de una ciu-
dad republicana que inicia todas las revoluciones, y de la cual
el impío Gambetta ha expulsado a los hijos de San Ignacio,
viéndose obligados los padres de la. Compañía a "tivir ocultos?
María, a pesar de esta seguridad que el pad're Tomás mani-
festaba por adelantado sobre la 'corrupción <de Juanito, sentía
cierta esperanza y aguardaba impaciente que transcurriese aquel
plazo de diez días fijado por el jesuíta para saber toda la verdad.
En estos días, a la incertidumbre de María vino a unirse
otra incomodidad.
El elegante Ordóñez, que era el tertuliano más asiduo de
la baronesa, aprovechaba todas las ocasiones para repetir a la
joven sus declaraciones de amor, y raro' era el día en que no le
hablaba de lo feliz que se consideraría si llegaba a alcanzar su
mano.
Para colmo de desdichas, la baronesa habló una tarde a su
sobrina del porvenir de la mujer: dijo que ella debía ir pen-
sando en casarse, ya que siempre había manifestado cierta ten-
dencia cu favor del matrímionio, y teriMinó indicándola que no
vería <fon disgufto que el pretendiente preferido fuese el hijo
del duque de Vegarerde.
VICENTE BLASCO I B A Ñ B Z
u
Amor propio herido.
Kra la hora en que la tertulia vespertina de la baronesa
de Carrillo estaba en su período más brillante y animado.
No 'faltaba ninguna de las antiguas realistas que desde ha-
cía muchos años acudían puntualmente a hacerle la corte a Fer-
nandita, en quien reconocían cierta superioridad, y allí estaban
todos, graves y correctos, en aquel rejuvenecido salón, en el cual
brillaba siempre por su reconocido talento el marqués académi-
co, mentor del Telémaco Ordóñez, que estaba siempre entre él
y la baronesa.
Doña Esperanza, a pesar de su carácter intrigante y move-
dizo, estaba en un rincón afectando insignificancia y procuran-
do, con su silencio, que nadie se fijase en su persona, mientras
ella contemplaba a todos con curiosidad, y especialmente a Ma-
ría, que también formaba parte de la tertulia.
La joven mostraba gran impaciencia.
En aq'uella tarde expiraba el plazo que había fijado el pa-
dr'e Tomás, y ella aguardaba aquellas noticias de París tan an-
siadas.
Hacía ya algunos días que el poderoso jesuíta no visitaba
la casa, y esta misma ausencia la hacía esperar que el padre
Tomás no faltaría a la reunión de la tardie, tal como lo había,
prometido diez días antes.
Hajblaban los tertulianos justamente de aquella ausencia del
poderoso jesuíta, cuando un criado le anunció, entrando poco
después el padre Tomás, quien dio su mano a besar a unos, es-
trechó las de otros y esparció sus am.ables sonrisas por toda la
tertulia.
Una rápida mirada que el reverendo padre dirigió a la jo-
ven ¡dio a entender a ésta que traía las ansiadas noticias.
María, sufría una horrible incertidumbre al ver qu« el pa-
dre Tomás no se apresuraba a hablarla y se enfrascaba en in-
sustanciales conversaciones con aquellos vejestorios de la ter-
tulia.
Ordóñez, qtíe se acercó a la joven para dispararla su cotí.
VICENTE BLASCO I B A Ñ ñ Z
diana declaración, fué recibido con una frialdad rayana en gro-
sería.
Llegó la hora en que, según antigua costumbre de la casa,
entraron los criados -con el tradicional chocolate, que reempla-
zaba ail lunch de la alta sociedad montada a la moderna.
Las ricas salvillas 'de plata circularon de mano en mano, y
entonces fué cuandb el padre Tomás, después de haber habla-
do algunas! palabras al oído de la baronesa, se dirigió con cau-
tela al inmediato gabinete, indicando a María con un ademán
que podía seguirle.
Los tertulianos, animados por el soconusco, hablaban con
más calor, formando amigables grupos, y a excepción de Or-
dóñez y doña Esperanza, no parecieron fijarse en aquella des-
aparición de María y el jesuíta.
Cuando los dos estuvieron en el gabinete, María interrogó
con uiia ávida mirada al padre Tomás.
— Calma, mucha calma, hija mía — dijo el jesuíta sentándo-
se— . Las noticias que traigo son muy graves, y es preciso qua
te armes de valor para oírlas. Las jóvenes dais vuestro cora-
zón al prim.ero que se os presenta y os resulta agradable; no
buscáis el sano consejo de la experiencia, y después os veis
oblig-adas a llorar una terrible decepción y a desconfiar de la
misericordia de Dios, cometiendo con ello gravísimo pecado.
María estaba para oír noticias y no consejos, así es que in-
terrumpió al jesuíta:
— ¿Pero qué es lo que hay?... Hable usted pronto, padre,
pues me resulta imposible contener la impaci'encia. ¡ Oh !, ¡ res-
póndame, por Dios! ¿Me ha olvidado Juan?
El jesuíta contestó inclinando afirmativamente su cabeza y
María quedó silenciosa durante algunos minutos, como abruma-
da por la fatal revelación.
— '¡ Oh, padre mío ! Dígame utsted pronto cómo ha sido eso.
/Necesito saber por qué causa me ha olvidado un hombre que
juraba amarme tanto.
— Recuerda, hija mía, lo que te dije de París la última vez
que nos vimos. Es la ciudad deJ diablo. La sentina de corrup-
ción donde no puede entrar un alma sin corromperse. Yo no
culpo a ese joven, pues lo que le ocurre, forzosamente había
de sucederle. Educado por su tío, hombre ateo y de reconocida
impiedad, tiene la desgracia de carecer de toda clase de sen-
timientos religiosos, y a esto se debe que haya caído con tanta
facilidad en el pecado, al verse rodeado por las seducciones de
esa Babilonia moderna.
29
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
— ^Pero, en fin, padre Tomás — dijo impaciente la joven — .
¿Qué es lo que le ocurre a Juanito? Necesito que me lo diga
usted sin más preámbulos, pues siento una atormentadora im-
paciencia. No tenga miedo de hablar; soy fuerte y sabré resis-
tir la pena por grande que ésta sea. ¿Es que acaso ama hoy a
otra mujer?
— Tú lo has dicho — ^contestó con entonación bíblica el je-
suíta— . Ese ingrato te ha olvidado hasta el punto de enamorar-
se de la primera mujer que ha encontrado al paso en las calles
de París.
— '¿Y quién es ella? — preguntó María con dolorosa curio-
sidad.
I — >Hija mía; — ^contestó el jesuíta con pudorosa expresión y
fijando su mirada en el suelo — . Eres una señorita cristiana,
bien educada y virtuosa, y por lo tanto siento hablarte dé cier-
tas miserias humanas que tal vez ignores; pero es preciso que
descendamos a ciertas podredumbres de la sociedad para que
comprendas mejor cuál es tu situación y la del que fué tu no-'
vio. Juanito ama a una mujer depravada, a una perdida de esas
que venden su amor y pasan con la mayor desvergüenza de los
brazos de un hombre a los de otro. Ya ves cuan terrible es
su ingratitud al abandonarte así, repentinamente, por un pin-
gajo de vicio.
— ^¿Y es hermosa?
— ^i Oh !, en cuanto a eso, mis informes son muy favorables.
Esa niujer tiene una diabólica belleza, como todas las de sj ra-
zai, pues has de saber que es ju'día y se llama Judith, teniendo
el apodo de la Rubia por su blonda y espléndida cabellera. Esto
hace más abominable la infame falta de Zarzoso. ¡ Ya ves tú !,
abandonar a una señorita virtuosa y católica por una perdida
que, además de sus vicios, tiene la mancha de pertenecer a una
raza infame que crucificó a Nuestro Señor Jesucristo.
A María no parecía preocuparle mucho que la amante de
Zarzoso fuese hebrea y estuviese, por tanto, contaminada con
la mancha del deicidio; lo que sí excitaba su rabia era que fue-
se tan hermosa la mujer que le había robado su amor.
Quería ella tener pleno conocimiento de su infortunio; en-
terarse 'detenidamente de aquellos amores impuros que la ator-
mentaban, y por esto rogó al padre Tomás que, sin más pre-
ámbulos ni preparaciones, la relatara cuanto supiese de la vida
de Zarzoso en París.
El jesuíta, haciendo uso de su extremada habilidad, habló
óñ modo que cada ima de sus palabras fué una puñalada para
LA ARAÑA NEGRA
María, El joven médico no escx^bía porque estaba enamorad*
como un loco de Judith, viviendo con ella maritalmente y su-
peditado por completo a su voluntad, como si fuese un escla-
vo, o más bien un ser automático.
— Segrún eso, reverendo padre — dijo María con ansiedad — ,
ese hombre ya no se acordará de mí.
— ¡Ay!, hija mía, ojalá fuese así.
— ¡ Me asusta usted, padre mío ! ¡ Qué quiere usted decir
con eso ?
El jesuíta, silencioso e inmóvil, se g'Ozó durante algi.mos
instantes en contemplar la dolorosa zozobra de la joven, y al
fin dijo con lentitud:
— Ese hombre, para tu desgracia, se acuerd'a mucho de ti y
se complace villanamente en burlarse de tu amor y en ostentar
impúdicamente, a la vista de todos, los recuerdos más íntimos
de tu pasión.
María parecía aterrada por tales noticias, y mientras tanto
el jesuíta, con mefistofélica calma, seguía relatando la historia
infame que anticipadamente se había forjado.
Le era muy penoso, según él decía, hacer tales revelaciones
a una joven pura y honrada, que tal vez no pudiese resistir tan
fatal información; pero era preciso decir la verdad, pues de lo
coiitrario. María, al no tener pleno conocimiento de su infortu-
nio, podría algún día caer en la tentación de per'donar al que
tanto la había ofendido. Zarzoso, según añrmaba el jesuíta, al
enamorarse de aquella perdida, había tenido el especial gusto de
burlarse de su antiguo amor, e impúdicamente enseñaba a su
banda de amigos y amigas, gentecilla perdida del Barrio Lati-
no, todos cuantos recuerdos conservaba de María.
— '¿No tenía él — ^continuó el jesuíta — , un cofrecillo de laca
en el que guardaba todas tus cartas y algunos objetos que eran
como prendas de amor? Pues bien, hij;a mía, me cuesta mucho
el decírselo, pues sé que esto te producirá inmenso dolor; pero
todo este tesoro de cariño, ese montón de sagrados objetos, que
debía inspirar a Zarzoso una adoración casi santa, por proceder
de quien proceden, sirve de objeto de befa a toda la gentecilla
depravada que vive en el Barrio Latino. Judith, esa perdida
que tiene esclavizado a tu antiguo novio, mete sin compasión sus
impuras manos en la cajita y revuelve tus cartas, tu retrato,
tus pañuelos y mía trenza de cabello, mostrando todo esto a sus
impuras amigas para que saluden tu nombre con groseras car-
cajadas en presencia de ese mismo Zarzoso, que muchas veces
se une al coro de indecentes chistes y obscenos comentarios que
31
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
fu recuerdo provoca. Ya ves que conozco bien el contenido Ca
tsa cajita de laca, lo que demuestra que mis informes no pueden
•er más ciertos.
María escuchaba pálida, aterrada, con los ojos desmesura-
damente abiertos, como si no pudiera creer en aquella infamia,
que por lo inmensa, nunca había llegado a imaginar.
.No era la decepción amorosa lo que la hacía sufrir en aquel
momento; no sentía el dolor de la enamorada y tierna doncella
que se contempla olvidada con desprecio; en ella se había des-
pe_rtado la susceptibilidad' terrible y arrolladora, aquel amor pro-
pio que caracterizaba a la familia de Baselga, y que prefería la-
muerte antes que quedar en ridículo.
La joven estabai abrumada por tan terribles revelaciones, y
en su imaginación veíase ella misma desnudada por el mismo
Zarzoso, expuesta a las miradas injuriosas e insultantes de una
juventud ebria y corrompida, la cual, entre carcajadas y gro-
seros chistes, iba arrancándole a jirones su propia piel. Est«
tormento era igual, en concepto de la joven, al que le hada su-
frir Zarzoso entregando a la publicidad sus recuerdos de amor,
y haciendo que circulasen de mano en mano, entre mujeres im-
puras, aquellas prendas queridas que ella había entregado en un
momento de pasión.
Era tan enorme esta ingratitud 'de Zarzoso, resultaba tan in-
verosímil el ser tratada así por un hombre al que no había dado
el menor motivo de queja, que María levantó con arrogancia
su frente, y clavando su fija mirada en el jesuíta, exclamó:
— ^j Pero, Dios mío ! No es posible tanta infamia. Aunque
Zarzoso me haya olvidado por otra, no es natural que se com-
plazca en insultarme de un modo tan infame. Esto sería propio
de una cruel venganza y yo no he dado a mi novio el menor
motivo die queja. ¡ No, no es posible lo que usted dice ! Nece-
sito pruebas para creerlo, ¿lo oye usted, padre Tomás? Ne-
cesito pruebas.
Y al decir esto miraba al jesuíta con recelo, como si co-
menzara a adivinar que todo aquello era un miserable tejido
de falsedades.
El reverendo padre sonrió con frialdad y dijo con la misma
expresión que si compadeciera a María por su ceguedad amo-
rosa:
— ^¿Te convencerías de lo que te digo si te enseñara alguna
de esas prendías de amor que entregaste a Zarzoso, y que éste
tenía la obligación de guardar?
—¿Y cómo puede usted haber adquirido esa prueba?
I
LA ARAÑA NEGRA
' — I Ya te dije que entre los amigos de Zarzoso circulan tus
recuerdos de amor como objetos de risa. Hoy se han cansado
ya de burlarse de ti, y por esto no le ha sido difícil adquirir
uno de ellos al amigo a quien yo encargué, cediendo a tus rue-
gos, que se enterase de la existencia de Zarzoso en París. Ten-
go en mi poder un objeto que te pertenece, y sépaslo, desgracia-
da, mi amigo lo adquirió de manos de la misma Judith a cam-
bio de unos cuantos francos.
María, pálida, y como si la emoción no le permitiese hablar,
se limitó a hacer un gesto imperioso, indicando que quería ver
cuanto antes aquella prueba fatal.
— Antes de verla — ^continuó el jesuíta — , conviene que re-
cuerdes bien, para que así sea más completa la identificación.
¿Antes de marchar Zarzoso a París no le entregaste tú, una
mañana, en el Retiro y en presencia de dloña Esperanza, un
bucle de tu cabellera envuelto en un papel en el que habías es-
crito algo?
María contestó moviendo afirmativamente la cabeza.
— ^Pues bien, desgraciada; mira esto y verás si lo reconoces.
Y ,el jesuíta, introduciendo una mano en el bolsillo de su
K)tana, sacó el objeto que Judith había robado a su amante.
María, apenas tuvo en su mano aquel papel, reconoció su
letra, y abriéndolo vio que era el mismo rizo que ella había
corta'do de su cabellera. No cabíia ya, la duda, y abrumada por
una infamia tan evidente, no tuvo fuerzas ni para lanzar la
dolorosa exclamación de sorpresa que subió hasta su garganta.
— 1¡ Oh, qué infamia ! ¿ Qué he hecho yo para merecer tanta
maJdadl? — ^y murmurando estas palabras con quejumbroso acen-
to, dejóse oaer en el sillón inmediato, pugnando por ahogar el
llanto que hacía agitar su pecho con movimientos de estertor.
El jesuíta permanecía impasible, como hombre incapaz de
conmoverse por la desesperación que producían sus mentiras y
tuvo especial cuidado en aumentar el dolor de su víctima, di-
ciendo con amable expresión:
• — Aun no lo has visto todo, hija mía. Fíjate bien en ese
papel, que en él hallarás la prueba de la repugnante burla de
que has sido objeto.
María volvió a fijar nuevamente sus ojos en el papel de la
envoltura, y entonces vio la frase cínica, inmunda y repugnan-
te que Judith había estampado con su firma al pie de la tierna
! dedicatoria que ella había escrito allí al entregar su recuerdo a
Juanito.
^ Aqueíla^ palabrat de infame indecencia la anonadar o^i éjo-
33
y, I C E N T E BLASCO 1 B A Ñ E Z
mentáneamente, y retorciéndose ,en su asiento con suprema ex-
presión de dolor, gritó sin cuidarse de que la podian oír en el
inmediato salón
— <\ uh, Dios mío ! Esto es demasiado, no se puede sufrir.
K inniediatainente experimentó una reacción propia de su
carácter varonil y su desaliento doloroso trocóse en furor e in-
dignación.
Consideraba como un rasgo de imbecilidad el llorar y deses-
perarse por la expresión infame de una mujerzuela corrompida.
No, ella no lloraría; no daría gusto a aquel canalla que estaba
en París, manifestando dolor por haber sido abandonada; lo que
ella sentía era odio, inmensos deseos de destrucción; lo que ella
deseaba era vengarse de tales infames, demostrarles que en nada
la habían impresionado sus canallescas burlas.
Y manifestando estos pensamientos con entrecortadas pala-
bras, iba de un extremo a otro del gabinete, gesticulando como
una loca y moviendo sus crispadas manos en el vacío, como si
buscara en él invisibles seres para estrangularlos.
Aquella cara 'de mármol que se erguía impasible sobre el
cuello de la sotana, sonreía sin duda interiormente, y mientras
tanto, con acento paternal, aprobaba cuanto decía la joven.
— No es muy buena la venganza, hija mía; la Iglesia la pro-
hibe; pero hay ciertos momentos en ía vida en que conviene no
recibir las ofensas con evangélica mansedumbre. Tú puedes ven-
garte, hija rnía; debes demostrar a esos infames que de ti se
han burlado, que no te impresionan gran cosa sus insultos y sus
injurias. Debes negar con un lacto de enérgica resolución ese
amor del que se ha valido Zarzoso para ponerte en ridículo.
Y hablando así, el jesuíta señalaba con un gesto expresivo
el inmediato salón.
María le comprendió inmediatamente. Sí, allí estaba la ven-
ganza, allí la satisfacción del amor propio herido.
Guardó apresuradamente aquel papel que había derrumbado
con rapidez el aéreo palacio de sus ilusiones y, seguida del je-
suíta, entró rápidamente en el salón.
Los tertulianos, después de tomar su chogolate, seguían agru-
pados en corrillos, conversando con animación, mientras la ba-
ronesa iba de unos a otros, procurando ocultar la inquietud de
su curiosidad, excita'da por aquella conferencia entre su sobri-
na y el jesuíta.
Apenáis entró María en el salón, el elegante Ordóñez, como
si presintiera lo que iba a ocurrir, fué inmediatamente al en-
cuentro de ella, que aún mostraba en su rostro la anterior agi-
tación.
á«
L [d ARAÑA NEGRA
— ^Señor Ordóñez — dijo María volviendo su vista a otra par^
te, como si temiera que en sus ojos pudiera leerse lo que pen-
saba—. He tenido el honor de que usted solicitara mi mano rc-
p,etidas veces, atención que le agradezco mucho. Entonces, no
podia responder; pero hoy, por circunstancias que no ison del
caso relatar, me considero libre y me complazco en decirle qtic
acepto. Hable usted con mi cía, a quien considero como si fuese
mi madre. Le advierto que por hoy no siento hacia usted mas
que un sencillo afecto amistoso; pero tal vez con el tiempo Uegrue
a amarle si su conducta es como yo espero.
Ordióñez estaba asombrado más que por la resolución de Ma-
riía, por el modo como se expresaba. Nunca había creído él a
aquella muñeca capaz de hablar con tanta serenidad y con un
acento tan enérgico y decidido.
El joven se inclinó saludando profundamente, y mientras
María se retiraba del salón, el elegante se dirigió a la ibaxonesa
para pedirla la mano de su sobrina, manifestando la conformidad
de ésta, y añadiendo que en caso de aceptar su d.emianda, iría al
día siguiente su hermano mayor el duque de Vegaverde, como
jefe de la familia, a formular la petición oficialmente.
Mientras la baronesia consultaba con una rápida mirada al
padre Tomás, los tertulianos se iapercibieron de la significación
de aquella escena; así es que cesaron todas las conversacicnei
y aguardaron silenciosamente la respuesta de doña Fernanda.
— Ya que lia niña está conforme — dijo la baronesa — , por
mí no hay inconveniente. Creo que usted, al abandonar su vida
de soltero, será un marido virtuoso y cristiano que hará feliz ♦
mi María.
Los tertulianos se manifestaron muy sorprendidos y conten-
tos, por aquel inesperado suceso que venía a turbar la monoto-
nía de la reunión.
Menudearon los plácemes, quiso llamarse a la niña para fe-
licitarla; pero algunos, más considerados, se opusieron, tenien-
do en cuenta el rubor, propio del caso.
El marqués académico, que era, de todos los presentes, el que
se creía con mayor competencia en asuntos de amor, charlaba
por los codos, y parándose ante cada grupo, exclamaba con la
satisfacción d'eí que dice una gran cosa:
— ¡Carape! Esto ha sido sorprendente; sí, señor, muy 'sor-
prendente. Lo mismo que en las comedias, donde al finalizar el
acto se casan los que menos se imagina el espectador.
Mientras tanto, el héroe de la fiesta, o sea Ordóñez, habí»
cogido al padre Tomás de un brazo, y llevándoselo junto a un
halcón, le contemplaba admirado.
35
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
—¡Oh reverendo padre !— le decia con acento respetuoso—;
ahora estoy más convencido que nunca de que es usted un gran
hombre que alcanza cuanto se propone. Me dijo usted que la
propia María, a pesar de todos sus desdenes, vendría a bus-
carme, y asi a sucedido. ¿ De qué misterioso poder dispone usted,
padre Tomás? Me parece que después de esto, ya puede usted
hacerle la competencia al diablo, seguro de ganarle.
El jesuíta parecía muy halagado por estas últimas palabras,
que le hacían sonreír con complacencia.
Mientras en la tertulia era todo agitación y gozo, María, en-
cerrada en su cuarto, daba por ñn rienda suelta al tropel de
lágrimas que antes había contenido.
¡ Adiós, muertas ilusiones ! ¡ Adiós, risueñas esperanzas <Í2
amor ! Todo había lacaba'do para ella, y ahora marchaba recta-
mente a un porvenir monótono y triste, unida a un hombre a
quien no amaba y que casi le resultaba odioso.
Sentía ya arrepentimiento por su desesperada resolución de
momentos antes; pero lal convencerse de que todavía amaba a
Juanito, volvía a surgir en ella la indignación y el deseo de
venganza que pedía a voces el amor propio herido.
¿Por qué la había abandonado de un modo tan infame? No
le amaría más, aunque para ello tuviese que batallar con aquel
corazón débil, que se empeñaba en seguir considerando cariño-
samente al que tanto la había ofendido.
Su amor propio y su altivez de raza, eran incompatibles con
la injusta bondad y no la permitían desempeñar el papel de víc-
tima resignada.
No se arrepentía de lo hecho; y si no hubiese encontrado a
Ordóñez para casarse, hubiera ofrecido su mano al primero que
piasara por la calle.
Aquel papel que tenía entre sus manos, aquella inscripción
insultante de una meretriz impúdica, era suficiente para maiifé'
nerla en su furor y hacer que, impulsada por el odio, se limpia-
se las lágrimas como avergonzada de tal debilidad y se revolvie.
ra en su cuarto cual una leona herida, 'derribando al paso cuantos
muebles encontraba.
36
A ARAÑA N R (^ R
ra
Una respuesta d^l doctor Zarsoso
Apenas !a mano de María fué pedida oficialmente por el du-
que de Vegaverde, aquel senador sesudo que consideraba cotí
e! mayor desprecio a su hermano el calavera, la baronesa y el
novio, aconsejados por su ir reemplazable oráculo el padre To-
más, comenzaron a arreglar todos los preparativos de^ la boda.
Doña Fernanda, no se sabe si por propia inspiración o por
ajeno consejo, se mostraba muy radical en todos estos prepara-^
tivos. '
— Yo no soy partidaria de los noviazgos largos — decía con-
tinuamente a sus amigos — . Me gusta que lo que tenga qute ser,
sea pronto.
Y por ésto la boda de María marchaba con gran rapidez a
•u desenlace.
El suceso era muy comentado en la alta sociedad, pues llama-
ba la atención, tanto la respetable fortuna de María como los
antecedentes del novio, que no podían ser más públicos.
Ordóñez, tal vez porque envidiaban muchos su buena suerte,
era obfeto óe mímlerosos e irónicos comientarios.
— Ese ya ha encontrada lo que quería^ — ^decían sus amigos eí
el Casino — : Unía mujer millonaria y además beata y algo tonta^
según aseguran los que la conocen. Es de esperar que antes do
dos años, Ordóñez se haya comido la fortuna.
El padre Tomás había fijado la boda para dos setmanias des-
pués del día' en que María aceptó la declaración de Ordóñez, y
como hombre poderoso en todos los asuntos concernientes a la
Iglesia, se había encargado del arreglo de los documentos y de-
más formalidades necesarias para que el matrimonio canónico
Se efectuara en el plazo marcado.
María asistía como una sonámbula a todos aquellos prepara-
tivos de ^bofla, que parecían destinados a otra mujer, según la
impasibilidad con que los acogía.
Recibía, al lado de su tía, las visitas íntimas, acogiendo sus
felicitaciones con estúpidas sonrisas; y experimentaba alegrías de
niña mimada «al ver los regalos con ctie la obsequiaban los nume-
rosos amigos de la casa y ía-s principales familias de la nobleza,
37
V I 9 E N T E BLASCO I B A Ñ E Z
\kML\óñ,% « lo« Basel^aa con lazos. de par^entesco más o menoi !e-
Ifttio.
Muchas reces, en aquella cailma mscnsiblc en cuc parecía cu-
«Ma. sursfían relamnaerueos d'e odio que la hacían recordar tni |
txacta situación. Era entonces cuando menos arrepentida se tñot- [
traba del matrimonio que iba a contraer, y experimentaba tina
filegría; amarina y pimz'ante. nensando que todo aquello le servi- !
ría para vengarse del hombre que tan injustamente la había
despreciado.
Abrigaba la esperanza de que Zarzoso no era capaz de ol-
vidarla repentinamente tan ñor completo y creía qtie «1 día en
que tuviese noticia de su casamiento, el joven médico sentiría
renacer su antigua pasión y experimentaría un remordimiento
•in límites.
V.n esto cifraba María su venganza, y por ello cada vez que
l'ecibía im resralo de bodas o su futuro esposo le dirigía una
palanteríia a.morosa, pensaba con fruición en que si Zarzoso es-
tuviera allí todí'o aquello sería para él tm motivo de terrible
desesoeración.
sSe aproximaba el díq señalado pnra In. boda, v In baronesa mo«!
trába'se muy complacida en arreglar las cosias con soi'em,nidad.
Quería m\'^ todo se hiciese en grande, como correspondía a la
clase social de los novios, v ademas, por ^^n afición tradicional,
odiaba las costumbres de 1?. moderna aristocracia que efectúa
lo? casamientos con senc'n'='7. casi ocultándase, como si se aver-
gonzara de tm acío tan snletniíe.
Klla quería oue el matrimonio de su sobrina fuese bien pú-
blico, a la luz del día. con apañalo casi regio : y en esto la apoya-
ba Ordóñez, a quicen no le venía mal que moviese mucho ruido
mi boda con una millonaria, pn aquellia sociedad que. aunque le
halls'fraba. le tenía rjor un e<;*-í?fíi/1r>(i- v n^ ave-nturero de mala ley.
"^,1 padre Tomás düspensaría a los novios el alto honor de
darles su bendición. A.1 aci^o, nue S'^ verificaría en la capilla de la
ca^a, acudiría lo más selecto de todo Madrid, v la misa ser'fi
amenizada por una gnan ornuesta y los principales cantantes del
teatro Real. Vn fn, qu'^' la baronesa, y^.i que no había conseguido
r-tiie su sobrinR, fuese monja, ciuería al menos que su casamiento
metiese ruido en el gnan mundo, y no reparaba en gastar miles
de duros, atmque esto le laltraiera el dictado de cursi.
Terminada la ceremonia, los novios saldrían de Madrid para
efectuar el largo viaje oue es de rúbrica v cuyo itinerario se
disrutió bnstante: pues María rio transigiíai con entrar en Parí.*:,
aunnue sólo fi^era die nnso. A pesar del an=;ia de veno'anra nue
sentía y su vehemente deseo de miortificar a Zarzoso, estremecíase
L \A 'ARAÑA NEGRA
??olaTr)«nte ell imasfinar que podía encontrarse ^n los bulevares
con el joven médico, yendb elliai del 'brazo con Ordóñez.
La proximidad de su matrimonio no evitaba que pensase «i
su antis^uo amor, y la víspera misma de la ceremonia fué cuan-
do envió a Pairís el papel que envolvía sus cabellos, con «na
carta sin firma, 'en la que daba cuenta de su casamiento, expe-
rimentando, al nensar lo que sufriría Zarzoso al recibirla, la iainar-
^a comnlacencia del desesperado nue muere matando.
Cuando entrepró la carta a doña "Esperanza, que ^sta vez fué
fid v 1'a puso en el correo, experimentó cierto vacío, como si' con
aauella prueba fati^l que tanto excitaba su odSo, desapareciera d
vehemente deseo de vensranza.
Mostrábase arrepentida de su vioHenta resolución que la em-
pujaba a un matrimonio poco .erato, y para bacer más doloroso
su -p«;tado, la víspera misma de h boda, doña' Fernanda sufrió un
accidente, que .ouso en conmoción toda la casa.
No se SUDO si fué a consecuencia de h ap-itación producida
^or los preparativos de la boda' o p'Or el berrinche que la c'^'Usaron
'as murmuraciones de ciertas amieas suyas que la criticaban por
To o'ctentoso d!e la boda, tachándola de cursi y de nersona de mal
?usto: -oero lo cierto resultó que en aquella mañanq dofÍR Fer-
nanda tuvo un ataciiiie de nervios, asustando a toda la servidutn-
^^f^ •niie'í ñe9,ñe la muert^e de su hermano el padre Ricardo, no la
habían visto en un estado tan alarmante.
Fueron a buscar en se.euida al vieio doctor -Zarzoso, y como
si su -nresencia eierciera cierto influio sobre el excitado ánimo
de la baronesa, ésta se calmó apenas el dioctor estuvo algnnos mi-
nutos a su lado.
María experimientaba gran complacencia al ver en s^\ casa,
y en 1a víspera de la boda, al tío del hombre odiado, v se mostraba
amable en extremo, enseñándole sus rejsralos de boda v abrumán-
le a 'fuerza de atenrinnes, con el loco intento de mortificarle, como
si el pobre señor hubiese aletina vez tenido noticias de que Juani-
to e^a dueño de aquella beldad. '
F1 doctor, como vr\ oso d'^me'^ticado a medi'^^í. refunfuñando
y visiblemente molestado, .se deiaba llevar por 1a joven, no pu-
diendo comprender el motivo de tanta amabilidad. Siempre le
había llamado la atf^nción la inexplicable benevolenr^ín de anuella
ioven sonri'ente, a la que él. por otra parte, consideraba con al-
guna simpatía, pues en su condepto era la única sangre algo pura
ique había en la 'familia.
Míraiba con poca atención todos los valiosos obietos que le
ensieñaba la jor'-en y que para él eran chucherías sin imnortancia,
dijes propios del afeminamiento que existía en la sociedad ; pero,
39
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
•en cambio, no quitaba sus ojos <3el novio, de aquel Ordlónicz, jJ
quie miraba con la misma atención que el naturalista contempU
a un bicho raro.
I Vaya un tipo el de aonel elefante, eniuto. extenuado, y que
con ^restos de soberano desdén ocultaba el aire de cansancio ds
la vida que se notaba en su rostro ! El doctor admiraba a este re-
ryresentante de la desreneración aristocrátiaai que era un tipo aca-
bado de esq. degradación hereditaria de las altas familias, que
tiene su principio en la glotonería y en la lujuria y su fin en ú
raquitismo y liai imbecilidad.
No pasiaban inadvertidas para el doctor kiS señales exteriores
oue en aquel mozo había dejado su anterior vida de crápula, y se
íijaíba con una insisitencila! qnie no pasabiai inadvertida para Ordó-
ñez en las mianehas de su rostro, que delataban un emponioña-
miíento d'e la sang-re par Ipí lepra id'el vicio.
La miirada del viejo Zarzoso iba d'eside Ordóñez a «acuella jo-
ven robusta, fresca y aleare, a la que quería por no pertenecer
físicamente «a la. raza aristocrática y de^eneradia! que tales censu-
ras le mierecía; y al pensar que iban a tinirse en- íntimo contacto
dos or.£5-anism'Os tan distintos, sintió tentaciones de protestar eti
nombre de la salud v de la Naturaleza, amenazando, en caso con-
trario, con un contas"io terrible que desharía rápidamente la loza-
nía V el vistor de una joven tan sana, fuerte y hermosa.
Pero el doctor se abstuvo dle hablar en presencia de toda
aquella ,s:"ente aristocrática, nue podía considerarse aludida por sus
apreciaciones, v se despidió de todos, dando las «rracias a María
por su amabilidad y a la baronesa por su invitación a que a-sis-
tiera a la fíesttai del día signíente -
Dioña Fernanda, en vista de la neg-ativa del dbctor y de que
ella no se sentíia aún muy se^ra de s/is nervios, le arrancó ^«
pTomts^ de oue al menos al d'ial s'ofuiiente iría a visitarla después
que hubie'se termina do la ceremonia.
Cimndo el viejo Zarzo'so salió a* la calle íibla refunfuñando:
• — ^Ese casamiento es un asesinato que se lleva a Oabo en prc-
^f^.r'-x de la sociedad entera y sin que nínofutiíj lev lo castigue.
Ni al mismio diablo se le ocurre casar una muchacha santa' y ro-
busta con un hombre que en las venas debe tener Pus en vez de
snrfrre. ; Br-reno '^stn el tal mocito! De ses^iro que tiene la tuber-
culosis y no tardará en contagiar al organismo puro dte su mujer.
i B'uenos hijos producirá el ta! matrimonio ! Las leyes de hoy
son una farsa, pues sólo tratan de cosas que únicamente debían
ser de la competenciía de los médicos alienistas, y en. cambio no
fie preocupan del porvenir de la humanidad. ¡Ni una sola di»-
40
L 'A -ARAÑA NEGRA
posición pamal fomentar el vigor y ía salud de laí? g"eneracíones
venideras ! Si estos Gobiernos tuvieran sentido común, ordíena-
rían el examen' médico antes de todo matrimonio ; así se evitarían
muchas dess^racias v nodríamos librarnos de que antes de un par
de sisólos la humanidad sea un vasto hospital y un g'ig'antesoo ma-
mcomio.
Al día sií'-uiente verificóse d acto d^l que tanto se hablaba w»
la alta sociedad.
María y Ordóñe; se casaron cotí toídas las solemnidiades de-
«fí*iid!3is ñor doña Ferunnda. y d'éspués de desnedirse d'e aqtiel pú-
bíiro brillante y privileisfiíaídc que había asistido a la ceremonia,
salieron nara el extraniero.
La baronesa se <Tesnidió de ellos en el misimío andén d'e h ^^-
tación, y cuando volvió laf su caisa, reo^'bió al poco rato la visita
•riel doctor Zarzoso.
— ^lAv, querido doctor! — Te dijo lia; baronesa — . i Qué so!a me
encuentro d'esdf* que ha partido la niñ^ ! Parece como que la casr?
fstá deshabitada. Y sm embaro-o. estoy content'a, si, señor, muv
contenta. La ceremonia áel matrimonio ha s'doi una ^es^a so'lern-
nísima. como en muchos lalfíós no se había visto en Madrid. Ade-
más. INTpría será muy feliz, tencfrá un esposo modelo.
D^bió traslucirse en el rostro del doctor el mal efecto que le
c^"<;'aban estas palabras, por cuanto la baronesiai se apresuró a
añadir: '
— ;No piensiai ustelrll lo mismo oue yo? ¿Cree usted qiJe este
mat.rim'oniio resultar^ d'esoi-raciaid'o? Vamos a ver. hable usted con
en^e^ííi frannueza. -Oué onina usl^ed de'' casamiento' de mi 'sobrima?
Ti/1 doctor saludó v diio con su rudeza rine no' ?dm*lía réplica:
— Señora, opino que ese cajsamiento ha sido un crimen .
PAR T E SEGUNDA
P x\ Q U I T O O R D O Ñ E Z
La clínica de los niños.
Todas las mañanas, a las once, el portero de aquella gran
cas'a de la Carrera de San Jerónimo experimentaba una sorda
desesperación que se conocía en su rostro, al ver subir por la es-
calera die deslumbrante mármol, adornada en el centro por una
aincha faja de fieltro rojo sujeta con doradas varillas, a toda tina
procesión de gente pobre, sucia y desharrapada, en su mayoría
mujeres de los barrios bajos, llevando al brazo o cogidos de 'a
mano una turba ;de chiquillos voceadores y mugrientos, que al
mismo tiempo que ensuciaban los brillantes peldaños, promovían
al subir, temerosos y azorados, una verdadera tempestad de pro-
testas, lloros y aullidos.
Era la hora en que se abría la Clínica gratuita para enfer-
medades de los niños en el segundo piso, donde vivían, instalados
con gran lujo, el viejo doctor Zarzoso, catedrático jubilado de la
Escuela de San Carlos y que ya no quería visitar, y su sobrino
don Juan Zarzoso, médico db ?"ran fama, a pesi3ir de su juventud.
tnnto por numerosas curas casi milagrosas que había realizado,
como por haber permanecido cinco años en París estudiando la
especialidad de enfermedades infantiles, circunstancia que no era
la que menos impresión causaba en la generalidad del vulgo, que
mira con cierto respeto supersticioso la ciencia que procede del
extnanjero. '
42
LA U 1^ Á Ñ A NEGRA
IÍ1 tOTcn. doctor era muy apreciado «itre las clases elevadas de
líádríd; v^ro este afecto no tetiía comparación con la popukri-
Éná que gozaba entre la ?ente humilde, a causa de lafc|uella con-
sulta gratuita que labríai todas las mañanas en su propia ca««',
V en la cual no rólo recetaba, sino que muchas veces, cuando ««
h?51ate en presencia de la verdadera mitseria, proporcionaba a los
enfermos medios de subsistencfa y de bi^iene.
Aquella sucia oleada de pobreza nue toidbs los días invadía
h' bermosiai escalera produciendo sordo rumor, malhumoraba a-
rio-ido T>ortero y p los inquilinos de las otras habituaciones.^ Hasta
el mismo doctor Zarzoso, d viejo, encontraba que iba haciéndose
abusiva aquella clientela, que aumejtitabia' rápidamente; pero en
el fondo a^radábanTe mucho la :d(dicadeza v paciencia de su so-
brino al socorrer a la humanidad 'doliste. Complacíase en recono-
cer que Tuaníto no era rudo y atrabiliario como él que. seeim
decían en el hospital, siempre había hecho el bieri a puñetazos.
T?,1 ioven: Zarzoso tenía una po^ilarídad ta»n grande. ^ que de
^3|>^^j;^ presentado alerma vez en los barrios baios solicitando
alsro de sus clientes, es indudÍ3ble que todas las madres le hubiesen
llevado en triunfo, deiándose matar por ¿1.
SiT nombre corríai de hora ^n boca por los barrios obreros, v
no caía 'enfermo un pequeííuelo, sin que faltase al momento la
ami^a oficiosa que se encaren'se de decir a liai desconsolaidla ^ma-
dre aue aquéllo no sería nada, pues bastaba me al ^ di a^ siguiente
fuese con el pedazo do sus entrañas ai dPisa del médico joven, co-
mo íe llamaban por pntonomasia : un señor mu amable, mu fino y
mu cahavero, nue no sólo s- abstenía de sacarles pe':ietas a \o%
pobres, sino nu<p. si les faltaba al?fo para poner el puchero, se
rascaba el bolsillo en obsequio del pobre enfermíto.
T^ fama de aqud bienhechor corría de un extremo a otro de
Madrid, v bs horas de consulta srratn'ta eran muchas vpces
insuficientes para la inmensa ^concurrencia die madres y padres,
con sus correspondientes pequeñuelos, que no encontrando sitio
en, las antesalas ni aun para rpermanecer en pie, acampaban en la
escalera y tomaban asiento en los peldaños de mármol, con ^ran
^,«.c;,esperarión del portero, que veíia aumentarse con^ esto sus ta-
reas de limpieza.
A la g-ratitud vehemente y conmovedora de aquella clientela
miserable, uníase cierta satisfacción de amor propio halag^aido. al
saber que el m^ismo médico que 'Curaba gratis a la g^ente pobre,
era muy apreciado entre las clases acaudaladas, a ^i^s cuales ha-
cía pagar las visitas con bastante esplendidez.
VICENTE BLASCO J B A Ñ E Z
Ksto contribuía a aumentar sti popularÍKÍacI entre los mise-
rables.
— Ks un grande bombre — decían alierunos de los filósofos coa
rrvrra de seda' y blusa blanca de los barrios bajos — . Ese cahayero
«ebria arrcj^lar nerfectamente la c^iestión social., Le» taca a íoi
ricos cnanto puede para dárnoslo a los prohes.
"Fr?i«íta las once de la mañana el nortero tenía orderi 3e no
nermitir la entrada a 1a«? muieres y niños, oue iban deteniéndose
en la acerté! v entablando conversaciones sobre las enfermedades
cine les oblije-aban a ír en busca; del bondadoso médico: ñero ape-
nas sonaba d'icba borá, el rebaño de la miseria asaltaba h\ escale-
ra, ammciando stt oresencia con nn confuso pataleo- v pugnando
tod'?is ]g!s madre? ñor lleisfar las n^imeras y cos:er buen número,
entrríban en lo^ luiosos salon'es d« espera, donde Tos criador iban
estableciendo el tnmo entre antielta pobre frent^e. nue ñor sn escás*
educción provocaba a cada instante ruidosos altercados.
'7j7)rzo90. con alf^unos ayudantes jóvenes como él, v que le ad-
i-niraban cifal! p maestro, ocupaba im p^abfnete por el que iban dles-
fíTpndo todos los n'ños, con el acomnañamiento de su^; familias,
•Jpic; cualecí conte.^taban' a coro la: todas las nreeuntas del doctor,
V m^ucbas veres se enzarzabain 'en g'rotiesca discusión antes de dar
una resptíesta.
Necesitábase toda la. paciencia del ioven doctor v sti sonriente
ra'lmi^'. para sufrir diariamente aquella consulta de algimias horas
que fatigaba a sii"5 avudantds.
Las madres, al hablar al doctor, llor!<;'ueaban como si vieran
v^, n sus biiu4os camino del cementerio: los niños, temerosos r
BSMstialcíbs al ñiarse en los apafatos y obietos científicois que es-
taJban en el íraibinete, aullaban oipenas el doctor les ponía la mano
encima, como sr temiesen que cada únio de sus dedos fuera *
convertirse en un cucbillete que practicara en su a^rpo lais tíiás
dolorosais operaciones : y fuera del local de la consulta), en aque-
llos dos vastos salones de espera, sonaba un murmullo de ^g^íi-
f'ocrn colmena, producido por laj Impaciencia de la gente que
deseaba entrar.
'Algunas veces eí viejo doctor Zarzoso salía de sus habitacio-
nes y se encaminaba al gabinete de consultas, pasianidlo por entre
aquella multitud a cuyos saludos contestaba refunfuñando y re-
partiencb alofunos tirones d'e orejas entre los chicuelos. que
iugtieteaban con liai mismla! confianza que si estuvieran en la Ron-
da o se escondían tras los miuebles!.
A' pesar de que le satisfacía el inmenso y conmovedior ser-
LA ARAÑA NEGRA
vicio que prestaba su sobrino, el viejo doctor refunfuñaba po'J^
costumbre.
— Esto ,es intolerable — le decía a Juan — . Has convertido
nuestra cajsaj en una prolongación de la calle. ¡ Vaya una con-
íianza la de esa gente que hace aqui lo mismo que si estuviera
en su casal Yo no critico el que cures a toda» esa gente; lo que
si encuentro mal es que tengas tus habitaciones particulares
ftain mjail arregladas, y, en cambio, te hayas gasita,do tantos miles
Kie pesetas en amueblar esos salones que solo sirven para que
esperen en 'Chos las gentes mas piojosas üe iViaariü. la que
tienes ese capricho, ai menos procura rociar con acido lenico
toüos los mueuies. i-^os cniaOos <licen, que, üiespues qiie se va esj.
gente, necesitan temer abiertos ios biaácones mas ue dos nonas
para que se aireen las habitaciones, y aun asi, todavía queda
olor. ¡Vaya una gente curiosa! Hay ahi una caiterva de chi-
cueíos tinosos' que se restregan la cabeza contra el respaldo de
ios sillones, y ed. otro día agarré a un píllete en el acfco; de lim-
piarse los mocos con una cortina de terciopelo. ; Ji^aojo fue ei
cachete que sq llevó !
Y asi seguia el viejo enumerando todos los abusos de aque-
lla gente, sin que en el fondo los sintiera gran cosa, phes uni-
camiente le servían para refunfuñar y desahogar su rudo cairac-
ter, que todo lo eocontriaba mal.
El joven Zarzoso limitábase a sonreír en contestación a
todas las quejas que con agrio acento formulaba su tío.
— ^Hay que dejar a los pobres — decía a sus ayudantes — que
É^ocen de alguuiais comodidades, aunque sólo siea por unas cuantas
horas. h,s criminal y egoísta el reservarse para uno solo las
ventajas que le produce su posición social.
Y con cierta coquetería de bienhechor satisfecho de sus ac-
tos, atendía al embellecimiento de aquellos salones, por los qu,e
desfilaba todo el Madrid miserable, sin fijarse en q;ue este capri-
cho le costaba mucho dinero.
L,as respetuosas indicaciones de sus criados merecían siem-
pre idéntica contestación.
— ^Señor, la alfombra del saJlón número uno está ya muy ajada.
hi. compró el señor este mismo año y, sin embargo, está quemada
y rota.
— Avisa al tapicero y que ponga otra.
' — Si me lo permite el señor, le indicaré que hay una» alfom-
bira» de fieltro mát barata» y más 'fuerte*. A«í m© lo ha dicho
,ti tftpictr*^
m
k- I C E N T M B L 4 S C O 1 B A Ñ E Z
— Haz lo que te digo, y que la alíombra sea de igual clase
qu« la rota.
jí lai este tenor eran todas las. conversaciones entre Zarzoso
y *uis criaaos. L^a, seda úo. ios súlorí^íí hauían de cambiarla
cada tres meses, a causa de los desaiiogos naturales de los niños
y |Cjjei pringue que en ella dejaban las ¿aldas de las madres ;
y DO todo era suciedad dq la miseria, pues también el irritante
abuso y la costuniibre del delito piasaban por allí dejando sus
huellas, sin tener en cuenta la misión sagrada y santa que en
aquella casa se cumplía.
I,as ñores de las dorajdas jardineras, las estatuillas puestas
encima de las chimeneas y los bibelots que adornaban los rin-
cones, eran hurtados diestramente, a pesar de la vigilancia ^e
la servidumbre.
JrlaDia euire aquella gente desliar raipada' muchos seres qu^>
por costumbre o por maiiia, sentían reanoverse .en su interior el
instinio üei robo a la vista de tales preciosiidades ; y, a pesar de
que esto era mía connrmacion practica de lats teorías que sus-
tentaba el viejo doctor Zarzoso, éste juraba como un conaenado
cada vez que desaparecía un objeto, y anrmaba que cualquier
día iba a ponerle una carta ai gobernador pidiendo que conside-
rara aquellos salones como vía pumica y e&LaDieciera en enos un
retén de Policía.
i^ benévola calma del joven doctor era inalterable, y en
vez de oíenderse por unosi roibos que tanta ingratitud dünotaiban,
aún se esforzaba en excusar a los autores, íimdandose en su
escasa educación, en el ambiente en ^que vivian, etc.
— ^Señor, los libros y los álbmnes artísticos que puso usted
en lois vela,dores de los salones han desaparecido en su mayor
parte, y ios que quedan están faltos de hojas y les íian arran-
cado las mejores láminas.
— Está bien — contestaba sonriendb — ; me gusta la noticia.
Eso demuestra que esa pobre gente siente el afán de imstrarse,
y para aprender a salir de ila ignorancia apela hasta al robo. Ma-
ñana pondremos más libros.
,Y de este miodo aquel joven bienhechor que se esforzaba en
servir a sus scmej,antes sin hacer ostentación de su virtud y sin
fijarse casj, en sus actos, seguía acogiendo pacientemente, todoa
dos días, a aquella turba de desgracia,dos, atento únicamente a
hacer bien y sin fijarsie en los desmanes que pudieran cometer en
su propia casa< , '
Era rico; los niños tiacidb» en tlegantcis alcoba» y criado6
LA ARAÑA NEGRA
ciitre IOS esplendor c¿ cleí lujo, ¿e cücargaiDan ae propu^c^uiiai-ie,
coiJi bub auaciicicis iicr'üaiUiii iiotb, cuctiiuo u-uicro ii^ccüitaua püía
bus niaiitrüpicüs uespiiiairos, y Dicii poaia ei üar>e el gustoi ele
,aerrooiar iiiiues üe aurus auxiüaüoo: a la octse ouiera, y ucülie-
ledacia, sieiiuo ei proiocccor ac ac^ci^uiius ulioü lurios ^iue, no, ^y^^^
eareciaii ue cümoiüiüaaes, smo que muclias veces su eiuermeuaa
proceüía üe iai taita, de nutrición.
;du ciieaitela poDre y ei esLuüio de ios últiiimos adelantos cien-
tiíicos constituían sius umcos placeres, y, a pesar üe la riqueza y
el lujo que le rodeaban, hacia una vi^aa casi austera que alar-
maba a su tío, a pesar de que este, entregado de lleno a la
ciencia, no liabia gustaao graai cosa ae los placeres de la vida.
Jil viejo doctor lema a veces laeas muy originales, según
aiinnaba su sobrino. Cada vez que se eniurecia con ios aesacatos
de aquella clientela poore, terni^iiiaba sus recriminaaones siempre
con ia misma pregunta:
— Oye, J uan : ¿por qué no te casas ? Lsl presencia de una mu-
jer aquí pondría ordc^n y iiaria que acabasen todos esos, abusos
tqjue me irritan.
— Y usted, ¿por qué no se ha casajdo, tio? — decía el joven,
eludiendo la respuesta.
— iPorque nunca he teniidb tiempo para pensar en eso y por-
gue no habla a mi lado una persona que me io recordase. Pero
tú que me tienes a mí, debes seguir mi consejo, y si te decides a
casarte, yo me encargo de buscar una mujer, que a más de las con-
d'.ciones de su sexo, tenga la salud necesaria y un gran equilibrio
orgánico, para que vuestros hijos no sean mióos, como la mayor
parte de los productos de la generación actual. Vamos, sobrino,
decídete; me gustaría eso de tener nietos sin haiber sido padre.
Pero el joven no se dejaba convencer por las palabras de su
tío, a las que respondía siempre con mía enigmática sonrisa.
El ya estaba casado. Haibia contraído matrimonio con toda
la pobreza de Madrid, y le seria fiel mientras viviese.
Esta resolución le resultaba muy extraña al tío, quien llegó
a creer en ciertos momentos que su sobrino tenía amores ocul-
tos; alguna querida a quien visitaba en secreto; pero no tardó
en convencerse de la falsedad de tales suposiciones.
La ciencia y el bien de sus semejantes eran las únicas pasio-
nes del joven ¡doctor. '
Una mañana en que caía uno de esos terribles aguaceros
que convierten las calles en arroyos y dispersan rápidamente
a los transeúntes que se guarecen en los portaleg temiendo por
47
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
íü integridad de sus paraguas, Zarzoso abrió su Clinica, como
de costumbre, a las once.
i^ra poca la gente que esperaba, en proporción a la de otros
ídias, pues sólo en uno de los salones se agrupaban algunas mu-
jeres con sus niños.
La lluvia habia acobardado, indudablemente, a muchos de
los que asistían diariamente a la Clinica.
Pueron ¡desb lando por la puerta del gabinete aquellos grupos
ide desgraciados, dejando sobre las ricas aiiombras sucias man-
cnas con sus embarrados pies, y cuando ya no quedaban espe-
rando más que dos o tres íamiiías, entro apresuraclainente en
el primer saion de espera un hombre moreno, iornido y con pa-
tillas a la inglesa, que vestia una lujosa librea.
Preguntó apresuradamente por el doctor a uno 4^ los cria-
dos, que le trataba con gran atención, ateniéndose a que aquel
servidor, por su traje y por sus maneras, debia pertenecer a
una gran casa.
Quería ver al idioctor inmediatamente, y cuando el criado <ic
éste le dijo que su señor no estairia libre hasta que terminase
la consulta, el recién llegado manifestó gran alarma.
— Es un caso de urgencia— decía en voz alta, sin fijarse en
la curiosidad con que le oían las geates que aún estaban en el
salón de espera — . ivl señorito se muere y la señora condesa es-
pera ai doctor como si esperase a Dios. Vaya, amigo — continuó
dirigiéndose ai criado — ; haga, por Dios, el favor de decirle
al señor Zarzoso que me deje entrar en su gabinete, para rogarle
que venga en seguida.
El criado entró en la habitación donde estaba su señor y
moi^entos después volvió a salir, dejando franca la puerta al
recién llegado.
Este, cuando se halló en presencia de Zarzoso y sus ayu-
dantes, le rogó, con entrecortadas frases, que le siguiera sin
pérdida de tiempo. '
— Tengo abajo el carruaje, señor doctor. Venga usted cuanto
antes, pues la señora ccndiesa está muy asustada en vista de la
enfermedad de su hijo.
Zarzoso estaba muy acostumbrado a aquella clase de en-
tradas rápidas e inesperadas, en las cuales se pintaba la zozobra
y la alarma, y por esto preguntó con d tono frío c indiferente
líel que cumple un acto de su profesión:
— ¿Dóndt viv« Ja señora de ustedl?
48
LA ARAÑA NEGRA
— Ün el paseo de la Casteüana. Mi señora es la condesa id*
Baselga.
Zarzoso, a pesar de su carácter frío e impasible, y del gran
domimo que teuia sobre sus nervios,, no pua'o evitar un insiiiiuvo
movimiento que aquel criado- tomó por una negativa.
— ^¡Quéi ¿No quiere ei señor venir?
Zarzoso parecia üudar y, por iin, contestó:
— iré después, cuando t.ermine la consulta.
— ^¡ r'or úiosl, señor doctor, li^se retardo seria íatal; el se-
ñorito está muy eníermo y su madre, la condesa, es capaz d«
morirse de üesesperación si ustCid tarda en presentarse.
— ¿¿,s el ñijo de ia condesa el entermo?
— ¿>i, señor doctor; su hijo, su hijo único; un niño (i'ue
siempre esta entermo. l,a señora condesa tiene en usted gran
coniianza y me ha encargado que no voiviera sin que usted Vi-
niese conmigo. Ei señor doctor comprendera que ctiando la con-
desa se deciüe a llamarle el caso ú^bo. ser muy urgente.
A Zarzoso le pareció que el criado decía estas ultimas pala-
bras con cierta intención, y hasta creyó ver en sus ojos una ex-
presión maliciosa que suorayaba lo anieriormente dicno.
¿llamarle a él Maria? ¿ jf eüirie ^que iuese a su casa paia
que salvase a ¡su hijo; a aquei iruto de una unión que tanto
le atoraxientaba ? ¡Qué cosas tan extraiias ofrece la vida i
Aquella frialdad de carácter, aqued tenaz empeño de olvidar
el pasado, aquella vida ascética que iiabia caKio coniio una losa
sobre sus recuerdos, permitiéndole vivir tranquilo iLÍarante cinco
años, todo se desvaneció rápidamente, y lois antiguos sentimien-
tos volvieron a reaparecer.
Zarzoso creyó sentir sobire su rostro la caricia dd pasado y
que un ambiente de nueva juventud le rodeaba, y hasta s;e creyó
igual, momentáneamente, a aquellos tiempos en que, todavía ^-
tudiante, iba a la calle de Atocha a. esperar una ocasión favo-
rable para vei^ un instante a Maria asomada tras los vidrios dd
un balcón. \
— Vamos allá — fué todo lo que d'ijo al criado; y pidiendo *
uno de su servidumbre el sombrero y el gabán, salió por entre
aquella clientela que miraba hostilmente al hombretón qtie había
venido a arrebatarles su médico.
1/03 ayudantes de Zarzoso quedaron encargados de la clí-
nica, como era costunibre cuando éste tenía que ausentarse,
¡Frente a la pUjcrta de la casa, estaba parada ima elegante b«r-
49 4
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
lina coa soberbio tronco, cuyos cocheros aguantaban, impávidos
e inmóviles, ei diluvio que les caía encima.
Kl médico y el criado atravesaron rápidamente la acera bajo
aquel torbcilino (de agua, y Zarzoso tomó asiento en el interior
de la berlina, mientras su acompañante gritaba: "¡A casa!", y
se colocaba después frente al doctor.
Kl carruaje emprendió una desesperada carrera por las ca-
lles casi solitarias, arrastrado por aquel par de fogosas besiias,
a quienes cegaba la lluvia que el viento empujaba hacia sus
ojos.
En el interior de la berlina, el criado, con su galoneada gorra
en la mano, pues no quería cubrirse en presencia del doctoi,
miraba a éste con sonriente fijeza.
Su voz vino a sacar de pronto al idloctor de las reflexiones en
que paorecía sumido, mientras miraba distraídamente las gotas
de lluvia que se deslizaban por los vidrios de las portezuelas.
— ^Creo, señor doctor, que usted no me ha conocido.
Zarzoso le miró por algunos momentos, y después hizo un
gesto negativo.
— ^Sin embargo — ^continuó el criado — , hace ya mucho tiempo
que nos conocemos, sólo que este traje que ahora visto y ^os
modlales propios de la profesión, deshguran mucho al hombre.
Míreme usted bien. ¿iDe veras que no me conoce?
Zarzoso volvió a hacer otro ajdemán negativo, y entonces ^
criado dijo alegremente y con expresión de confianza:
— Pues bien, don Juan; yo soy Pedro Martínez, el antiguo
asistente de don Esteban Ailvarez, aquel Perico que usted conoció
allá, en París, en la calle del Sena.
u
¡La familia está completa!
Aquella mañana era d'e sorpresas para el doctor Zarzoso. Le
llamaiba la mujer a quien tanto había amado, y después recono-
cía a un antiguo amigo en el criado que había ido a avisarle.
No le cupo duidla alguna al joven doctor 4e que aquel hombre
era el antiguo y fiel compañero de d'on Esteban Alvarez. Era
verdad que la librea le desfiguraba mucho, pero, a pesar de esto,
su rostro, aunque algo modificado por el tiempo, tenía aún aque-
llas facciones rudas y enérgicas que, según el mismo interesado,
SO
LA ARAÑA NEGRA
eran el disitintivo de todos los brutos que habían tenido la honra
tte nacer en la parroquia |de San Pablo, de Zaragoza.
Zarzoso había pera^ido de vista al iiei Perico poco después
de la muerte de su señor, bin despedirse de otra persona que
de Agramunt, desapareció de París, sin decir adónae iba, y ahora
se lo eiiccnitraiba Zarzoso convertido en criado de una gran
casa y siendo, sin duda, el servidor idle confianza de María.
El joven doctor estrechó la maaio que le tendia su antiguo
y rudo amigo, el cual, comprendiendo que Zarzoso deseaba co-
nocer la causa de aquel camibio, habló asi;
— Apenas me vi solo en París, me propuse cumplir, sin per-
'dida de tiempo, el ruego que mi difunto señor, el buen don Ks-
teban, me había heclio poco antes de su muerte. Prometí yo pasar
el reato de mi viioia al lado de su hija doña María, velando por
ella y dispuesto a toda clase de sacnaicios si se encontraba en un
peligro, y pocos meses después de la muerte de mi señor míe vine
a Madrid con ia intención ide cumplir loi proanetido. La condesa
de Baseiga había vuelto ya de su viaje de noviosi, y su marido,
que es un antiguo calavera, y que aqui entre los dos lo considero
como un piilete, capaz, si lo iciejaran, de coinerse en cuatro días
la fortuna de su mujer, se estaba ocupando entonces en montar
.su casa ai estilo más moderno y eíegante. íi,l palacio de la calle de
Atocha, con ser hermosísimo y estor dispuesto con las mayores
comoldidades, no le parecía bien al señor, por resultar, según él
decía, aaiiticuado y soimibrío, y no paró hasta convencer a su es-
posa y a la tía, de que dicna ñnca debía venderse, comprando
con ei producto ü)e esta venta tm magnifico hotel con jardm en
el paseo de la. Castellana.
Asi se hizo, y al mismo tiempo que mudaron de domicilio,
reemplazaron la servidumbre; y todos aquellos criados de la ba-
ronesa, que tenían aire de mandaderos de monjas, fueron despe-
didos y reemplazados por nuevos diomésticos.
Entonces entré yo en la casa sin encontrar obstáculo alguno,
pues bastó presentar mis certificados acreditando que había ser-
vido mucho tiempo en Parísi y demostrar que conocía con alguna
perfección el francés, para que inmediataimente me a;dmitiesen,
pues la gente aristocrática, con su habitual extravagancia, pre-
fiere siempre los criados extranjeros a los del país. Hace ya
mucho tiempo que estoy en la casa, y todo va en ella con bas-
tante regularidad. La señora, a pesar de que ignora la sagrada
misión que me he impuesto de velar por ella, me trata con gran
amabilidao', y soy, de todos los criados, ei que mejor merece
su '"■•^fianza. Parece que lea en mis ojos el interés que me ins-
51
r I CM^ T E BLASCO IB A N EZ
:pira. Yo soy el hombre a quien ella acude en, todos sus momen.
tos üe tribuiacioii, y aunque nunca olvida su rango y me habla
siempre con cierta altivez natural, no por eso ha dejado en
algunas ocasiones, de escapársele ciertas palabras que demues-
tran su situación y d poco afecto que existe entre ella v su
esposo. -^
— ¿iCuál es la conducta de Ordóñez ?— preguntó Zarzoso con.
marcado interés.
— h,L señor sigue siendo tan calavera como antes de su ma-
trimonio. Ka los primeros meses se contuvo y mostraba cierto
empeño en agradar a su esposa; pero desde que tuvieron el hijo
y la señora estuvo muy enierma, volvió' a sus antiguas costum-
ures y creo que desüie entonces se ocupa en üerrocíiar las rentas
üc la colosal fortuna <ie su mujer. Como sus calaveradas en
jViadri-d son inineüíacamente del dominio público y hacen que,
tanto la baronesa como su inseparabie consejero, el padre To-
mas, le citen a capitulo y le enüiiguen severas reriexiones, él ha
.encoiiiraüo añora 'cl meaio ue puiiciae a ¿aivo ue Uücs cci^aurua,
cñipicniaiciiüo coiütinuos viajes, con excusa ae su ancion a i¿t»
carreras üe caDallos. /inora e£>ca en jwona'ies por un asunto ue
syori, y coaiiio tam-Diien la baronesa se naiia ausente por naber
lao a Ciertos lamo'sos ejercicios en un convento que ios jesuítas
tienen en el i\orie, de aquí que la señora, al verse sola en casa
y con el niño eniermo oe tanta graveciaa, üaya per,uiao la ca-
L/eza nasta ei punto CLe iianiarie a usted. Crea, señor doctor, que
para ia coiiidesa supone un imiieiiso sacrincio eso üe ñamarle a
usted a su casa. Se conoce que le quiere a usteü muy mal. Como
yo sauía sus antiguas relaciones, vanas veces en la conversa-
ción he procurado sacar a plaza el nombre de usted, con la idea
de ver que efecto le prodtucia saber la fama y ia justa popu-
lariOaü que usted goza en Maiarid por sus beneTieíos; pero siem-
pre na puesto niai gesio, y con acento enojaoo fia procurado des-
viar la conversación.
A Zarzoso produciale un efecto fatal el saber que Maria
le oüiaba, guarüariidoie aún rencor por aquella traidora caiüa
que ocultos enemigos le habían hecho sufrir en París, y mien-
tras él reíiexionaiba soóre sus antiguos y desgraciados amores,
•1 sencillo Pedro añadió;
—Y, ¿ni embargo, la condesa hubiese sido muy feliz ea-
tánidose con usted, que de seguro no la haría sufrir como ei
granuja üe su mando. Pero toüas las mujeres son ciegas cuando
8e trata de su porvenir, y anas aún las pertenecientes a la íami-
iia 13aMiÍ|{;a, gente altiva y orguilo:>a, que por escrúpulos de na-
5** .
LA ARAÑA NEGRA
cirmiento, abandonan siempre a los hotnibres que las quieren,
para casarse d'espués con verdaderos: perdidos.
La veloz berlina, pásamelo como un rayo la calle de Alcalá,
había entrado en el paseo de la Castellana, y atravesando «na
maírnífica verja con remates dorados, rodó por la enarenada
avenida, hasta detenerse bajo una ierran marqtiesina de cristales,
en la oue calai la lluvia con incesante murmullo.
El doctor V el criado saltaron a tierra y entraron en tm ele-
p-íinte hotel construido con arreglo al arte francés áel pasado
f»i?-]o, sin nino-una orig-inalidad y con esa monotonía' de los edi-
ficios dé moda, que parecen producto de una arquitectura de
pacotilla.
Kn el primer piso Zarzoso se encontró frente á frente con
Marta.
lisp'eraba el doctor que aquel reconocimiento tras cinco años
'le ^usenria, iba a ser terr'ble, v «^e e-neañn por completo.
Después de su re,e-reso de París. Zarzoso, para conservar su
tranrfullidad estoica hvih',r. procurado evitar un encuentro con
María, v por esto huyo de todos aquellos puntos donde asistía
el mundo elej?^ante. '
Creía el doctor que aciiel encuentro con su anticua novia,
en circunstaipcips tan especiales, Te produciría una imnresión pro-
fi.inda que vendría p reavivar el ya muerto amor: pero la en-
trevista sólo despertó en él una viva curiosidad, no exenta de
lástima.
María estaba desconocida. 1^1 dolor v la zozobra que le cau-
saba el estado de su hijo, producía aljsfún desorden en su rostro;
pero, además de esto, Zarzoso notó en ella al.^o que forzosa-
nt^rife debía llamar la atención del ^olpe de vista de un buen
médico.
Había perdido la icn^en aquel aspecto d> salud y frescura
que tanto la hermoseaba antes. Aúp era bella, y sus ojos, que
parecían hnber«;e ^gi^randado, brillaban con mayor fuesfo; pero,
en cambio, había adelgazado, perdiiendo la vigorosa robustez que
tan atractiva la hacía antes: su piel, oue había adquirido un color
densamente pálido, caía desmayada sobre el hueso, marcando ru-
damente todas las sinuosidades del cráneo, y la nariz, muy afi-
/ada. destacábase mucho sobre su rostro.
Zarzoso, al encoutrairla, tan cambiada, no pensó en su anti-
Pfiia pasión. Su carácter de médico se sobrepuso al amor, y lo
único que se le ocurrió pensar al v^erla, fué que María estaba muy
enfei-ma, y que él tenía el deber de combRtir aquella dolencia,
aún desconocida, que indudablemente se ocultaba en el intcnor
de la joven y aue poco a poco iba minando su organismo.
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
Kné realmente 'frío el encuentro de los dos anti^os novios.
María, por su pairte. preocupada por el estado de su hijo, sólo
tuvo para él una mirada de curiosMar'í. Le vio casi iírual ni
i'ltiim'o día en au.e entre suspiros y láfrímas ^'^ había despedido
de él en el Retiro; los años transcurridos habían aumentado su
asDPctn de hombre ^rave y estudioso, v María, al verle a<^'. dudó
un momento de oue caique! joven de aspecto sesndo y frío hubiese
sido 'en París un cp.'bvera sin concien.cia, CíOie se entregaba ^
to'c^as 1as locura'S de Crápula.
Hubo un instante en oue. cont'^mpl anido a aauel hombre n^i?
había sido dueño de su corazón, el recuerdo de la antisru-? d'icha
surgió eni ella con todos sus risueños atractivos ; oero inmedia-
tamente sobrevino en su memoria la burla que de -ella habían
hecho on París ^"^ el r<'°risnmi'^n+'^ d'^ n^"'e «j" h*''^ e'^+^bn a poros
pa'sos de allí, delirando con In fiebre, v^ esto fué suficiente para
que Se reousiera, y ron marcada frialdad, como si se tratara de
un extraño recién lleg-aidlo, dijera a Zarzoso:
— Pase usted adelante, doctor. Mi hijo eistá mu.v enfermo, y
toda mi esperanza la Donsro en if^ted. que tanta famn tiene.
Zarzoso encontró al hijo dp Ordóñiez y de su antiisrua novia
abitándose en sai camita. víctima de una fiebre espantosa y
balbuceando con la incoherencia propia del delirio.
A la "\Hista de aquel pobre niño que tantio sufría. Zarzoso ol-
vidó su anterior preocupación, que le hacía mirar con odio ^1
hijo de Ortdóñez, y no pensó más que en ser médiico y cumplir
su santa misión.
En cuanto a la pobre madre, todo lo olividó : su antig-ua Pa-
sión, la presencia de aquel médico a quien tanto había amado.
y los comentarios maliciosos que la visitai podía suscitar en la-S
personas enteradas del pasado. Comenzó a llorar 'silenciosamente.
y pugnando por ahogfar sns soíllozos, como si pudiera oírla aquel
pobre niño enloquecido por la fiebre, y olvidadla de tod'o, con
esa suprema desesperación de la maidre, capaz de las mayores
locuras cuando ve próximo a perecer el pedazo de sus entrañas,
sin darse cuenta exacta de lo que hacía, puso su mano en tin
hombro de Zarzoso, y con el mismo misterio que cuando le
hablaba de amor, munmiuró junto a su oído:
— ^¡Por Dios, Juan, sálvale! Tú sabes mucho, tú lo puedes
todb ; se cuentan de tí cosas milagrosas. Olvídate del pasado
y piensa únicamente en mi hüo: piensa en mi, que morirél oe
pena si mi hijo lleg-a a perecer.
Y poco después añadió, como sii hubiese leído en el pensa-
miento del doctor:
— '01vi<í«. cniiér es su padre. Piensa únicamente en que yo
L 14 ARAÑA NEGRA
soy su madre y quiero que viva. ¿Lo oyes bien, Juan? Quiero
que viva; soy yo quien te lo ordeno.
Zarzoso estaba habituado a los lamentos de las madres y a
sus accesos de desesperación, así es que, a pesar del tuteamiento
de María y de sus sñpilicas andlientes, en aquel momento supremo
no perdió la serenidad, y procíedió ínmediatattntente al examen
del enfermíto. '
No necesitó hacer numerosas preguntas a la madre ni mirar
mucho tiempo al hijo para convencerse dé la clase de enfer-
medad de éste.
La hinchazón desmesura dial de aquella cabeza que asomaba
entre la«; sábanas, h. terrible fiebre que consumía al raquítico
cuerpecillo y un sello especial en aquellas facciones infantiles,
le reve'10 inmediatamente la existencia 'die unai m.enin^itis aguda,
que hab'a d'e combatir inmediatamente, pues la inflamación de
las envolturasi del cerelbiro amenazaban con un d'esenlace 'mortal.
Aquel descubrimiento sirvió a Zarzoso para ir encadenando
una seri'* de observaciones hasta lleírar a tina conclusión fatal.
Miró a la madre, que ya al entrar le habí?i parecido muv
'^nfprm". auncfu'e se mantenía firme por un vig-or nervioso' ^"^
haciendo un esfuerzo de ima.g"inación. recordó el tipo físico de
iOrdóñez, a quien hab'a visto varias veces em lo calle: ésto.
Tinido al conocimiento de su vida de Idepravad'o, vino a conven-
'^prl^ de que la terrible tuberculosis se había apoderado de la
familia.
El plaicer desordenado, los brutales excesos y la lepra del
vicio, habían hecho nacer el terrible g-erm'en en el organismo del
padre, donde, por un capricho idfe la Naturaleza, tenía un ca-
rácter benig-no, que prometía largaos años de lento desarrollo-
Valiéndose del beso de amor, la tuberculosis habíase trasmitido
a la madre, dondle se desarrollaba con mayor rapidez, como en
un camipo virg-en, d'isouesto a aoog-er toldos los cultivos y a
desarrollarlos con inmensa fuerza, v de esta unión de seres em-
ponzoñados por la enfermedad, había nacido aquel pobre niño,
organismo contagiado en el mismo vientre de su madi"e y que
venía al mundo con el único destino de luchar algunos años
contra una dtolencia que, al fin. había de acabar con él.
Zarzoso segriía mentalmente la historia y el desarrollo ^de
este contagio, transmitiéndose de unos org-anismos a otros, e ^'^'
conscientemente, sin reparar en la presencia de Mana, murmu-
ró, miirando la hinchada calbeza del niño:
— No hay dudla. ahí se halla el terrible monstruo microscó-
pico que tantas vidas nrabi. ¡Oh! No ha. sido muy escrupuloso
en sus conquistas. La famiilia está completa.
55 Mi^. ^
VICENTE BLASCO IB A Ñ B Z
María se alarmó al oír hablar de este modo a Zarzoso, y
kst^, apercibiétidose ■de' sn imprudencia, quiso remediarla, dlando
« la madre algunas esperanzas.
Se le había avisado muy tarde, pero aun así, tal vez se po-
dría salvar al pequeño enfermo.
Preguntó después sobre los remedios que se habían dado al
niño, y supo, con sorpresa, que el médico de la casa era tin
amisfo, un protegido úe\ padre Tomás, que parecía no dar im-
portancia a la enfermedad, por lo aial. la madre, dieses-perada v
olvidando todo lo passado, se había decidido a llamar al notable
«speciai'ista de los niños.
Zarzoso experimentó ,gran sorpresa al ver que también en
aquel asunto se mezclaiban los jesuítas, de los cuales tan fatal
membria conservaba, desde que Jndith 1^ hizo aquellas revela-
ciones la misma noche en que la despidió.
Kl Joven doctor, pasanidb a la habitación que servía a Ordóñez
dé despacho, extendió una receta, mientras que María, de pie a
espialldas de él, le contemplaba fiiament'e.
Tj3l pobre madre', tranquilizada por las esperanza^ que ^a daba
eÜ doctor, había recobrado la calma y ya no le tuteaba, volviendo
a: hablarle con la friaMad del primer momento.
— ^Tome usted, señora — diío el doctor 'ceremoniosamente, en-
trieg'an¡db la receta a su antigua novia — . Que vayan en segiu'da
con esto a la botica.
— ^¿Cuándo volverá usted, doctor? — preguntó con ansiedad Ma-
ría, pues la presencia de aquel hombre pafecía devolverle la calma.
' — ^Antes de tres horais estaré aquí y le aseguro que no me re-
tiraré hasta que por el momento hafyamos vencido la enfermedad.
Zarzoso volvió al hotel tal como lo había prometido y pasó
toda la noche a la cabecera del enfermito. poniendo en juego cuan-
tos recursos le proporcionaba su ciencia y batallando con la te-
rrible meningiti.s. aue parecía empeñada en arrojar al niño en
brazos de la muerte.
María y el doctor pasaron la noche a ambos lados die k ca-
ma sin que se cruzaran entre ^^^os más palabras que las 0"e
arrancaban las idüversas ialternativas por que pasaba el enfenno.
De yez en cuaddo, en los momientos en que el niño parecía
entrar en el período de favorable r(-^crión. sus miradas «^e encon-
traban sin darse cuen+a de ello v Zarzoso veí-' desanarecer poco
a poco, en los oio^: de su antigua novia, la fría hostilidad con
que le había recib'do aquella mañana.
Al amla'necer. Zarzoso, mirando a^l niño, lanzó tin suspiro ^^
satisfacción. Estaba ya seg^uro deí éxito; y la madre, adivinando
'"' 5(5
LA ARAÑA NEGRA
en el rostro del médHco tan grata noticia, volvió a llorar, pero
esta vez fué |de aíegría.
La fiebre descendía rápidamente, el delirio había desaparecido
ya, y d pobre niño, extenuado por tantas horas de atroz calen-
tura y con cierta expresión de imbecilidad que aún hacía máj
conmovedora su mirada, fijaba los ojos en la pobre madre, que,
enloq-uecida por la alegría, se inclinaba sobre el lecho abrazan-
do a su hijo convulsamiente.
Zarzoso se retiró a descansar, asegurando que volvería ^que-
5Ia misma tarde a las dos, y salió del hotel acompañándole Pedro
hasta su casa, muy satisfecho de que la enfermedad del niño
hubiese servido para que se formiara cierta débil amistad entre
dos seres que antes sie habían í^mado tanto.
Aqueílla misma mañana, a las diez, entraba en eJ hotel el pa-
dre Tomás y se detenía a hablar con el portero, un guipuzcoano
que él había) introduciidb en la servidumbre de la casiai, con el
obfeto de que le diera exact?. cuenta de todas las visitas y al mis-
mo tiempo^ le enterara de los secretos de la familia.
Bl poderoso jesuíta habíial sabido, casualmente en la misma
mañana, el estado desesperado del niño Paouito Ordóñez y acu-
día nresuroso a enterarse ñor sí mismo de lo cite ocurría.
Aquel niño era el ser que tal vez le interesabaí más en todo
Madrid^ y su nacimiento le habíia! producido un verdadero acce-
so de furor. ¿ Quién diablos i^a a figurarse que un hombre ^co-
rromipido como Ordóñez llegara a tener hijos? Aauel nacimien-
to había sido un obstáculo inesperado, un .aiccidente con el qi\e
no había contado el p?idre Tomás al forjialr su plan v que^ venia
a impedir la reailización de todas las esperanza-^^ qn-- el iesuíta
se foriabo acerca de la coílosal fortunia- de Mafia. Por fortuna
r»ara él 'd niñd era digno de su pad^e, v el médüco de h casa,
que estaba ñor completo a merced de la Comnañía. aseíruraba
que no viviría mucho tiempo e^ triste retoño drv un árbo^ podrido.
Es+ns seguridades eran lo único que alentaba a,l poderoso re-
cni+a el aial no- nerd'n la confianzi-^i d- nu- murierp de un mo-
mento a otro anuel niño a qmf^v la Medicina clasificaba con el
título de "candidato r h tuberculosis" v cuvo organismo festat>a
pre'^'snitesto a adnuirir la?; más terribles enfermedades.
Per esto, cuando en aquella mañana le diieron el grav^ esta-
do del niño, acudió presuroso al h-otel con la infame esperanza
de encontrar un cadáver.
— . Oué' ;Ha muerto ya? — n^es^intó ansioomentr al nortero.
^No. reverendo padre. El señorito es+á mpior desde esta ma-
Hruírada y se diai por seguro su restablecimiento. la^ señora con-
fiesa ha pasado toda la noche en vela en comoañia áe Pedro,
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
viendo las cosas extraordinarias que hacía P^i^a salvar al niño
esc médico tan 'famoso que vive en la (Carrera de San Jerónimo
y que cura gratLs a los pobres.
— ^¿Qué médico es ése? ¿Es que no han llamado al de la
casa ?
— ¡ Quiá ! La señora condesa dice que para curar a los niños
no hay nadie como el doctor Zarzoso.
El padre Tomás retrocedió un paso y se qoieidó mirando con
asombro ail portero, como si dudase de sus palabras.
— ¿ Dices que el idoctor Zarzoso^ ha estado aquí ?
— Sí, reverendo padre; aquí ha estado hasta esta madrug-ada y
él es quien ha sacadlo al señorito de las garras de la muerte. íwC
he visto yo mismo: es un joven delgado, con gafas, muy serio
y muy afable y simpático.
El jesuíta quedó reflexionando por algunos minutos, y dijo
desipués :
— I Ha quedado en volver por aquí ?
— Sí, reverendo padre; vendlrá esta tarde a las dos.
— Pues bien — ^dijo el jesuíta con acento imperioso, después
de una pequeña vacilación — ; cuando venga, lo haces entrar en
el salón del piso bajo, diciéndole que espere un momento hasta
que la señora se prepare paira recibirle; yo estaré allí.
— Está bien, padre Tomás.
' — ^Hasta luego, hijo mío; ahora tengo que despachar algimos
asuntos. '
Y el jesuíta se alejó idel hotel sin que María se apercibiera
de su llegada, pues la pobre madre, a pesar del sueño y del can-
sancio, no quería separarse un solo instante de la cama de su hijo.
III
La bofetada.
El corpulento portero se inclinó al paso áú doctor Zarzoso,
diciéndole con expresión respetuosa:
— La señora condesa no está visible en este momento, y me
ha encargado ruegue a usted que tenga la bondad de esperar al-
gunos minutos.
Y diciendo esto, el criado introdujo al doctor a un elegante
salón del piso bajo, y después de volver a saludarle con la misma
cerenr^^ia, se retiró.
58
L \A ARAÑA NEGRA
Zarzoso, al verse solo, púsose a examinar aquella pieza, amue-
blada con exquisito gusto, ocupación que le era muy grata, pues,
a pesar de sus austeridades de hombre de ciencia, gustábanle
mttc'ho los esplendores del lujo y los objetos elegantes que teman
cierto aspecto artístico.
Pasó algunos minutos en apreciar los originales dibujos de
los cortinajes, la forma de los muebles y el mérito de las acua-
relas y estatuillas que adornaban el salón ,y cuando más ocupado
estaba en admirar un gracioso barro de Benlliure, sintió a sus
espaldas un ruido producido por el roce áe una persona que pisaba
cautelosamente la alfombra.
Volvió rápidamente la cabeza creyendo encontrarse con Ma-
ría, y vio im sacerdote con el sombrero en la mano, q'ue, después
de ' saludarle con exagerada finura, fué a sentarse en un sillón a
corta distancia de donde se hallaba Zarzoso-.
Púsose de esipaldlas a la luz, que entraba por las dos ventanas
del sillón; pero el doctor tt^-o •íí.emp-í nara apreciar aquel rostro
r'^.!2:'iloso y picudo que recordaba el hambriento perfil dé las ave-
de rapiña.
No conocíp, personalmente al padre Tomás Ferrari, del que
bnbía oído hnblar mucho; pero, instintivamente, sin poder ex-
plicarse la verdadera causa, pensó que aquel cura debía ser el fa-
moso padre de le Compañía.
Kl jesuíta sonreíp bondadosamente fijanidb su mirada sencilla
en el joven, y después dé alí^unas tosecitas, como si quisiera en-
trar en conversación sin saber cómo, dijo al médico, que inte-
rior-nerte se sentía alarmado, aunque procuraba permanecer im-
pasible :
— ^La S'^ñorn, condesa d'^^be estar descansando, ya que nos halce
esperar, i Poibrecita ! i Cuan an^^fustiosa es su situación ! Sólo una
madre pue^de resistir ta;:tas fatigas sin deraer un solo instante.
Za'^7o<^'^ q,P limifó a ha'^^r un sirrno- a^^rmativo, evadiendo ía
conversación que el sacerdote quería entablar.
— 'Hn sido muy notable e1 qiie Painuito se hava salvado tan
ráDÍdam"*ntf* y ciue ahora se encuentre fuera del peligro. Ese doc-
tor Zarzoso que le ^"i*a ha demostrado que es digno de la gran
fam? onr- goza en Ma^lrid.
"Rl médico a pesar de su convencimiento' dé nue el pad're To-
más buscaba entablar convers.aición <"on él. creyó del caso co-
^^-es^o^df^- 1 pstas últimas palabras inH mandóse, al mismo tiem-
po que decía:
—Muchas gracias, señor.
— I Ah ! ^:Ks usted el doctor Zarzoso? No tenía el honor de
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
conocerle, aunque hace tiempo que le admiraba por los grrandes
servicios que presta a los desgraciados.
— (Cumplo con mi deber y nada más.
— Tenía verdaderos dieseos de conocer a usted y de ler iU
amigo, aunque en verdad, un hombre como usted no debe ten«r «n
mucho el afecto de uno de mi clase.
— ^Por qué, señor?
— Porque para nadie son un misterio las ideas que usted pro-
fesa, i Lástima que un hombre tan caritativo tenga ideas tan con-
trarias a los dogmas religiosos !
— ^i Bah ! Yo soy amigo de todos, sin fijarme en sus ideas reli-
giosas. Me basta que los hombres sean honrados y probos.
Kista® palabras las dijo Zarzoso con una intención que no
pasó desapercibida para el jesuíta y que leí dio a entender que el
médico le había reconocido.
— ^Usted me dispensará, señor Zairzoso, si me tomo ciertas li-
bertades; pero, francamente, me apena ver a un hombre del cri-
terio de usted, alejado del gremio de la Iglesia, y desvaneciendo
con su impiedad esos grandes méritos que contrae a los ojos del
Señor, sacrificándose por la g"ente idlesheredada.' y miserable. ¡Ah,
señor Zarzoso! Usted sería un santo, usted iría al cielo, si cre-
yese algo más en Dios.
— ^No hago el bien con la esperanza de una recompensa futU'
ra. Para estar satisfecho de mis trabajos, me basta el agrade-
cimiento de toda esa pobre gente cuyas enfermedades curo. La
gratitud de las madres vale más, para mí, que todas las rccom-
nensas que pudiera encontraír más allá de la turnaba, si es que
realmlente después de la muerte hay algo.
Kl médiico dijo estas palabras con sencillez y convicción, por
lo que el padre Tomás, que no quería entablar una discución que
3e aJejase de su objeto, hizo caso omiso de las afirmaciones anti-
rreligiosas del joven, y dijo, variando repentinamente el tema de
la conversación:
— ^La señora condesa debe estar muy agradecida a usted por
el grande servicio que la ha prestado salvando a su hijo. Fué una
resolución acertada la suya, al manidarle llamar.
Zarzoso callaba, no sabiendo adóndle iría a parar el jesuíta.
— ^Lo que extraño — continuó el padre Tomás — es que la señora
condesa haya prescindido del médico de la casa, del cual no creo
que tenga queja alguna. ¿No le parece a usted así?
Zarzoso hizo un gesto de irritación e impaciencia, y contestó
de mal talante:
—Nada m« imnorta eso que usted dic?.
J5o
LA A K A ít A N B G R A
Ki jesuíta calló jurante algunos mmutos, y por luí, á.jo con
resolución, alectando una, íramiueza ruda:
-Señor Zarzoso, me ha áMo usted ^ conocer, hace PO^«. ^¿
noníbrtry justo es que corresponda a tal Iranqucza. Yo soy el
padre 'lomas ierran, de la Compañía de Jesús.
^_U conozco a usted-dijo intencionaaament^ el "''^'^'^<^;
_Ífo es extraño. Aunque Uios no me ña tavorecido con gian
des cualidades, trabajo en su favor cuamo pucdo, y mi s^s
!? i^tisimo me han dado cierto renombre. .Conozco el concepto
^ ™e ustedes, los enemigos é^ la Iglesia, nos tienen a lo ño.
lol íP-nac.ó kn SU concepto somus avariciosos, ■xalsarius, iiia-
^^lav^icos TñaS^ asamos! pero e^to no nace .ofccaer nuestro
^nmio m nos quita nuestra cnsliaua «. iambien calumniaron
rrá^mo Jesús, y cuando el hijo üe Uios sumo paciememen^
1 mjurias, tien pódenlos aguantarlas nosotros que somos lepxe
sentantes indignos del Altísimo. mn,>ítra« de impa-
yarzoso encogió los hombros con visibles muestras üe luiv
cic^aH como Índo a entender que tiada le importaba aquello,
' V^'TZ^uo amigo de esta casa. La familia Ba^ga
ha sido siempre muy afecta a la Compañía tle Jesús, y ^^J^^
rOrdóñez, ei rnariüo ^ la coiK.lesa, soy para el como un segmido
padre. No extrañe, pues, que me interese mucho P^ '°^^^'°;
de esta casa y que procure el velar en ella por la "^^"¿^^¿
la virtud qoie debe existir siempre en d seno de toda tamüía
cristiana. v ^
El padre romas, al hablar asi miraba fijamente a Z-arzoso,
y éste, impacientado ya, no pudiendo sufrir más tiempo a^uel^o
manifestaciones, cuyo sentido no comprendía, pero en las que adi-
vinaba cierta intención de molestarle, le interrumpió diciendo con
expresión hostil: ^ ,
— ¡Bienl ¡ Y qué! ¿Qué me importa a mi todo eso que ustea
me dice mirándome fijamente como si debiera darme por aludido f
¿Tengo yo algo que ver con las cuestiones internas de esta la-
milla "a la que visité ayer por primera vez? Yo me limito a ser
medico y a prestar mis servicios cuando me llaman, dejando a
usted la misión de arreglar las familias, o, lo que es mas proba-
ble, de desarreglarlas. ^ . 1 fingirse
Zarzoso estaba irritado, y como no creía necesario el ímgirse
jimable con aquel inesperado visitante, le miraba con tranca nos-
tilidad. . . r A /-r^n
-.Hace usted mal en irritarse-dijo el jesuíta^ cada vez con
«ayoT calma, conforme se enfurecía el joven— Me ha tomade
Tübertad d^ decirle las anteriores palabr-ts, justamente, porque
6i
y í C £ N T £ b L A S C U I JJ A Ñ E '¿
estay convencido de que de usted d'epen|de la futura tranquilidad
de esta' casa; solamente que iiiiuchab \'eccs haceaios el üial ¿ii-
baberlo, y cuando se noa reprende po-r ello, no podemos menos d'j
extrañarnos.
Esto, que equivalía a una acusación, acaíbó de indignar a Zar-
zoso, quien, sm embarg'O, procuró contenerse, y diju con frial-
dad amenazadora:
— Üxpiíquese uste6, caballero.
líi padre Tomás pairecia gozar viendo la creciente indignaciói:
del joven, y después de una breve pausa se expresó asi:
— IvO ique usted ha hecho acudiendo a esta ca^a donde un pobre
niño necesitaba los auxilios de su ciencia, es muy santo y muy
bueno; pero no lo será tanto si usted sigue viniendo por ax^ui,
aiiora que el enfermito esiá fuera de pengro. ¿No le parece ^
usted que la gente podrá hacer comentarios muy éesfavorables
al ver que usted viene con muclia 'frecuencia a esta casa?
— ¡ Caballero!, o usted no tiene muy ñrme la razón — dijo Zar-
zoso con voz tembioaia por la ira — , o quiere divertirse conmigo,
cosa que no le permitiié. ¡Es donosa la ocurrenciai! ¿Puede acaso
llamar la atención de nadie el que un miédico visite la casa <^c
un enfermo? Entonces la calumnia se cebaría conimuamente en
nosotros los médicos, pues en un mismo día entramos en dife-
rentes casas, para cumplir nuestra sagrada misión.
El padre Tomás, sonriénidiose, acercó su sillón al asiento del
joven y le dijo conifidenciailmente :
' — Eso que dice usted, es verdad; pero aquí, en la presente
ocaisión, aunque usted se resista a creerlo, sus visitas pueden ori-
ginar comentarios muy desfavorables. El pasado no es para todos
un secreco.
— '¿Qué quiere dtviir n.ted con eso?
■ — Que hay quien saibe que no es ésta la primera vez que la
condesa de Baselga y el doctor Zarzoso se encuentran, y como
usted comprenderá, esto pue|de dar lugar a comentarios muy des-
favorables. ¿ Se altera usted, doctor ? ¿ Se ofende acaso por mis
palabras?... Conozco que no es muy grato cuanto la digo; pe-ro
mi carácter de antiguo amigo de la casa ,me obliga a ser franco
hasta la rudeza. Aun estamos a tiempo de evitar el mal; aun
pódennos lograr que la gente no murmure. Si usted siente algún
interés por la condesa, si .en algo estima su prestigio de mujer
honriaida, debe agradecerme lo que yo hago en estos momentos
y ayudarme a evitar murmuraciones escaiiidalosas. Señor Zar-
zoso, créame usted; debe alejarse usted de esta casa bien con-
vencido de que con ello presta un gran servicio a la condesa.
62
LA ARAÑA NEGRA
— ¿JUe ha encargado a usted ella misma que me ióiijera tales
palabras i* — ^preguntó con amargura el joven.
— No. La condesa ignora que en estos momentos los dos nos
hallamos aquí. Esta resolución, que usted juzgara como crea
conveniente, es mía absolutamente y está inspirada en ei santo
deseo de conservar la paz en una iamüía cristiana. Estoy plena-
mente convencido de que usted, señor Zarzoso, a pesar ae :^us
ideas antirreligiosas, es un hombre hoorado; pero no puedo per-
mitir que algún madicioso, conocedor del pasado, en vista 'de
las frecuentes visitas de usted a esta casa, ponga en duda eá ho-
nor de María.
Y el jesuíta se expresaba con tanta sencillez y con tal aire
de hombre honrado, que ql doctor iba perdiendo terreno y hasta
se convencía de que algo había de cierto y prudente en ios te-
mores que manifestaba. Sin embargo, sintió la necesidad de son-
dear a aquel hombre terrible para saber hasta dónde liegaban
sus designio».
— Algo hay de cierto en cuanto usted supone y prometo dejar
^^ visitar icsta casa apenas el niño entre francamente en la con-
vailecencia; pero... ¿<qué es eso del pasado que usted nombra?,
¿qué sabe usted de mi vida, para aíirmar que mis visitas a 12-
condesai puqden idar lugar a comentarios ?
— Señor Zarzoso, lo que en este mundo se hace nunca queda
en el misterio. Yo sé que usted y María se amaron hace algunos
años, y por esto me temo que la antigua pasión vuelva a renacer
con el continuo trato.
Zarzoso, a pesar de que estaba en guardia contra la astucia
del jesuíta, no esperaba que éste tuviese conocimiento de sus
antiguos amores, asií es que quedó muy sorprendido' al oír la,s
últimas palabras del padre Tomás.
— ¿Pero cómo isabe usted eso? — preguntó el médico con ex-
trañeza. ' i
— ^¡ Oh, señor Zarzoso ! Nosotros, por razón del cargo de que
estamos investidbs, sabemois muchas cosas que los interesados
creen guardadas por el más absoluto secreto. Yo conozco toda.
iLi n.ái^iia ele ios amores entre usted y María, y, por lo mismo,
puedo apreciar con imparcialidad el carácter de ambos y tener
el convencimiento de que es conveniente que ustedes no se vean
con frecuencia. Se han amado demasia|do en otros tiempos para
que puedian ahora tratarse con esa tranquilidad de ánimo que
es la fiel compañera de la virtud.
Y el jesuíta sonreía con expresión triunfante al ver descon-
certado y confuso al médlico por la inesperada revelación.
Zarzoso, coni la frente inclinada y muy extrañado de que el
i- ÍCENTE U L A S CO i B ^ Ñ h Z
paUfc xoiiías be aiixvieía a üaccr tales maiiiiei.Laciuiie¿, rcile-
^lOixciLía liiLCiiiaxiau t^-ai'viuaj- la vcfociucra niLciicioii üci jesiu'ia
ai üecir tales paiabriais.
— ^l:,.s muy extraño — (áijo Zarzoso con irónico acenio — que Uo-
tüd, por óu aitcio a esta lamiiLa, se tonie tanto interés en averi-
gua)- ti pasado. Oyéndole es como he cüniprciiaiuo nace pu^Ob
niümentüb cieruaís cosas que en mi epoca ¡die enamorado no podía
explicarme. Y o lie sido muy combatiao por enemigos desconocidos
que se ocuitaDan en la sombra; yo ne tenido quie luciiar con te-
rrioücs luaquinaciones cuya proceuencia ignoraba, pero que aiiora
veo claramente. Pa^dre i ornas i^'grrarr, ya que usted se ha des-
cubierto voluntariamente, yo voy a ser también muy tranco. Ya
no somos aquí el sacerdote y el médico; somos dos series iguales,
dos hombres que úniícamente estamos separados por una diíeren-
cia que consiste en que el tmo hace todo el bien que put^de, y ese
soy yo; y el otro se ha pasado la viidia produciendo el mal, y ese
es usied. Vamos a iiablar con entera franqueza, ¿ienia usted co-
nocimiento de mis amores cuando yo ia,ún era dueño del corazón
de María?
— ii\o acostumbro nunca a negar mis actos, y por esto no va-
cilo en decirle que, antes ¡de que usted marchara a París, ya saibia
yo sus relaciones con Mai'ia.
Zarzoso iba contrayendo su rostro con ub gesto de hostili-
dad, que aún resultaba más terrible en un joven qiie siempre
se mostraba írio y correcto. La franqueza del padre Tomás 1«
irritaDa mas que si hubiese mentido, pues creia ver en aquélla
como nn reto a su indignación y un desprecio a su persona.
— ¿ Y fué usted — ^preguntó con voz temblona por lia ii'a — quien
hizo terminar aquellos amores?
El jesuíta sonrió con expresión ¡de mansedumbre, como des^
preciando las furibundas miradas que le dirigía el joven, y con-
testó con cailma;
— Si; yo fui.
Zarzoso, nervioso y conmovido, saltó de su asiento, aibalan-
zándose sobne el jesuíta; pero la calma db éste le desconcertaba,
a pesar suyo, y en vez de golpearle, como era su primer deseo,
se limitó a exclamar con asombro:
— ¡ Y tiene usted el valor de confesarlo !
— Señor Zarzoso, el hombre debe siempre decir la verdad, y
5Í conhesa sus malas acciones, ¿con cuánta más razón debe hacer
ailande de sus buenos actos? Usted no tendrá por acción meritoria
el hacer que terminasen aquellos amores; esto es simplemente
cuestión de ajpreciación, pues yo, en cambio, creo que presté
un servicio inmenso rompiendo las relaciones que existían entre
64
LA ARAÑA N E G R A^
usted y María. La coiidesa es cristiana, pertenece a una familia
que siempre se ha idiistinguidb por su puro catolicismo y su amor
a, las samáis doctrinas', y yo, como seriviáor fiel de los intereses
die Dios no podía consentir que una joven asi sie uniera eterna-
mente con un impío, que podrá ser muy honrado, no lo dudo,
pero que es enemigo de Dios; que escandaliza a la sociedad con
sus infernales doctrinas, y sobre el cual, más o menos pronto,
caerá la cólera del Altísimo. Como usted comprenidlerá, yo que
tanto amo a María, no podía permanecer tranquilo al verla
marchar rectamente a su peráición.
— ^No está mal, jesuíta — contestó el joven con acento sar-
cástico — . No estái mal hii\^ainada 'esa excusa. No quiso uisited
permitir que María se uniese a un hombre que no es católico, por-
que esto podía traerla la desgracia, y, en cambio, la casó us,tied
con un pilllete a quien conoce todo Madrid, con un aventurero
de la peor especie, a quüen ninguna persona honraída puede dar
la mano sin sentir rubor.
El jesuíta afectaiba escandalizarse por estas enérgicas palabras.
— ^Señor Zarzoso,, piense usted biien eso que dice contra Or-
dóñez, pues senitiíría que esta conversación 'fuese causa de un
incidente desagradbble. Ordóñez no es ningún picaro. Ha tenido
sus eos illas propias de un joven atolondrado y rico, pero no ha
traspasado los límites de la honradez, y se ha portado siempre
toon la |3ecenciia propia de un joven qu)e ha sido discípulo mío.
Además, está usted en su casa^ y no creo muy correcto eso dv
insultar al dueño que se halla ausente.
Zarzoso estaba demasiado irritado para hacer caso de las im.-
dicacion'es del jesuíta. Las insolentes declaraciones de éste ha-
bían enfurecido al joven, y bien sabido es cuan terribles son los
homibres fríos; y tranquilos cuando llegan a encolerizarse.
— 'Yo diré cuanto qui€ra¡ — rugió Zarzoso — ', y no será usted
quien me lo inupida. ¿iCree usted acaso que me atemoriza la idea
de que Ordóñez me pida culental dle mis pala'bras? Yo soy un
homibre que no busco las reyertas, piero que tampoco las rehuso
cuando llega la oicaisión, y experimentaría un placer sin límites
si algún día me viera frente a frente de ese antiguo aventurero,
a quien r,;lio. Lo digoi y no me retractaré nunca, pues esitoy b'en
convencido de ello. Ordóñez (es un canalla aristocrático que ha
buscado una mujer inocente y sencilla para explotarla, y usted
un miserable caltmmiador, que no vaciló en atacar mi dicha por
los más infames medios, indudablemlerite con la intención de apo-
derarse de la colosal fortuna de María. Conozco mucho a los
jesuítas y sé cuál es la principal norma de todos sus actos.
El médico se detuvo mirando fijamente al padre Tomás,
6S I
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
para apreciar el efecto que le causaban sus palabras; pero su
indignación fué en aumento al ver que el jesuíta permanecía
callado, afectando la santa resignación del justo que se ve ca-
lumniado.
Zarzoso, a pesar de la rabia que le producían aquellas decla-
raciones del jesuíta, quiso saber toda la verdad y siguió pregun-
tando.
— ¿Usted, indudablemente, me seguiría también con su astuta
mirada hasta París, buscando una ocasión para desconceptuar-
mje a los ojos de María? ¿No es eso, padre Ferrari?
— ^Señor Zarzoso, ¿a qué seguir hablando, si esto no ha
de pro|ducirle a usted más que indignación ahora y reyertas
después? Somos -dos caracteres distintos, dos hombres de di-
versas ideas que no podrfemos llegar nunca a comprendernos,
y por más que yo me esfuerce, nunca sabrá usted apreciar en
lio que vale la bondad de esa coducta que le parece infame. Si
usted amaba a María, yo la quiero como a una hija, y no
podía permitir que perdiera su alnm por tofda una eternidad,
uniéndose a un impío que la contaminaría con sus ideas in-
fernales. Inútil es que usted me pregunte más. Bástele saber
que he hecho cuanto he sabido y podido para romper las re-
laciones de usted y María, y que la muerte de su amor debe
a/tribuirla exclusivamentie a mí. Después de esto, y en pago
de mi franqueza, sólo le pido que se retire cuanto antes de
esta casa, donde su presencia resulta fatal.
— !¡ Me iré, sí, me iré! — (dijo Zairzoso con furor — . No quie-
ró permanecer en una casa donde es fácil codearse con canallas
como Ordóñez y su maestro y protector el padre Tomás. ¡ Po-
bre María ! ¡ De qué gente estás rodeada ! Pero antes de mar-
charme, quiero conocer en toda su extensión la vÜ trama de
que 'fui objeto. Padre jesuíta, conteste usted con claridad. Ten-
ga usted el valor de los grandes bandifdos que se envanecen de
confesar sus fechorías. ¿Fué usted quien hizo que allá en París
una mujer fatal se apoidlerara de mi, con el único objeto de pi^-
porcionarse un recuerdo de mi amor con María, qule sirviera
para enemistarme con ella?
— Sí, yo fui — contestó con cínicaí audacia el jesuíta — , De
seguro que usted considerará el acto como poco correcto; P'^ro
todos los medios son buenos cuand'o con ellos s^e trata de salvar
un alma. El Señor escoge muchas veces los caminos más apar-
tados para hacer el bifen, y por esto aquella mujerzuela de París
sirvió para librar a María de la perdición eterna.
Zarzoso, que estaba en pie y a corta distancia del jesuíta.
L ^A ARAÑA N E G R A
habió, gesticulando ec^mo un loco, al escuchar estas últimas pa-
labras :
— HjAh, miserable hipócrita! j Reptil con sotana! ¿Con qus
tanitos males ha hecho usted' con el único objeto die salvar el
alma de Maria? Lo que la Compañía ha buscado siemprie, a]
vivir tan unida a la 'familia de Baselga, ha sido apotrerarse d'e
sus millones, casando a las mujeres de esa familia con hom-
bres m.i'&erables y sin conciencia, que sirvieran ail jesuitismo de
instrumento. Por eso la Compañía ha perseguiido a todos los
que por amor han intentado unirse a las hembras de la estirpe
de los B'aselgas; por eso fué acosí^db hasta m^orir en extran-
jero suelo aquel infeliz mártir que . se llamaba don Esteban
Alvarez, y por eso yo también he sido víctima de traidoras
maquinaciones. ¡Ah, infamies ! Conozco la significación que en
los labios de un jesuíta tiene esia frase de salvar un alma. Vos-
otros sólo salváis almas que tangán millones.
El padre Tomás no se inmutaba ante aquella indignacióíi
creciente del joven, que hacía que laís manos de éste se agitasien
cerca del rostro del jesuíta, y aun en su cínica audacj. tuvo
valor para diecir:
—Según lo enterado que usted se muestra de la gran for-
tuna que posee María, no panece sino que su indignación re-
conozca por causa el haber perdido la ocasión de un matrimonio
que le hubiera hecho dueño de tantos millones. Siento, en \^er-
dad, haberle estorbado tan bonito negocio.
Este_ insulto causó tal efecto en el joven, que el jesuíta sí
arrepintió inmediatamente de haberlo pronunciado, y se levanta
con rapidez de su asiento. Pero Zarzoso, que estaba ciego poi
el .uror y temblaba de ira, cayó sobre el padre Tomás ante,
que este llegara a enderezarse, y dio al jesuíta una terriblí
bofetadia.
Recibió éste el golpe, y en sus ojos brilló una iracunda
expresión de furor reconcentrado, propia para infundir miedo
al que supiera de lo que era capaz aquel hombre; pero inme-
diatamente se repuso, y apoyando en un hombro la mejilla
enrojecida por la bofetada, presentó la otra al joven, diciendo
con evangélica resignación:
—Siga usted pegando. Mayores humillaciones su'frió Dios por
hacer d bien. Pegue usted, joven, que yo le perdono.
— ;Ah, hipócrita! ; Hipócrita !— rugió Zarzoso con la mano
todavía levantada.
Pero el ^ aspecto de aquel hombre, que afectando ' humildad
y resignación aguardiaba el golpe sin conm.overse, le desarmó
en seguida, haciéndole bajar la mano. El no podía seguir des-
67
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
ahogando su justo furor, a pesar de qoie estalm convencido de
que aquella resignación era pura farsa.
Irritado porque el enemigo, a quien odiaba^ no era tan au-
daz en sus actos como en sus palabras, y comprendiendo que de
seguir aáli cometería la infamila de ensañarse con un hombre
que no qdería defenderse, se apresuró a salir de la casa.
No quería ver más a María, y maldecía en aquel momento
la hora en que a ésta se le había ocurrido llamarle, sacándole
de ia plácida tranquilidad en que vivía.
Marchó dte espaldas hacia la puerta, lanzando iracundas mi-
■raidas al jesuíta, que seguía con la cabeza baja, afectando hiunil-
dad; y cuando llegó a la puerta, dijo con resolución:
— Se cumplirán los deseos de usted; no volveré más por
aquí; pero conste qvh el niño que está arriba se halla ya fuera
de peligro, y si es que hay malvaidjos que le hacen sufrir uníi
mortal recaída, aquí estoy yo que sabré exigir responsabilidad a
ios culpables. Adiós, jesuíta. Estamos en paz ; mucho daño me has
hecho, grandes ddores me has obligado a sufrir; pero, al me-
nos, acabáis de proporcionarme la satisfacción (de que a)bofetee
esle rostro, inmunda máscara tras la cual se oculta la doblez y
la mentirla*.
Salió el médico del la habitación, y al quedarse solo el jesuíta,
permaneció algunos iminutos inmóvil y ensimismado.
Después rascóse la mejilla, enrojecildla por la bofetada, y dijo
con ciaílma, sonriendo con expresión diabólica:
— ^¡ Ah, doctorzuelo ! ¡ Caro te ha de costar este desahogo !
Inmediaitamenitle salió del hotel, sin que la desconsolada con-
dlesa, siempre al laldb de la camla de su hijo, llegase a apercibir-
se de lo que había ocurrido en el piso bajo, y media hora
después el jesuíta estaba en su despacho escribiendo un papel,
que luego entregó a uno de sus secretarios, encargando que
inmediatamente lo llevase a su destino.
Erla un telegrama:
"Londres.-— Flieet Street, 5. Hotel Hig-Lif fe.— Francisco Or-
dóñez.
''Ven inmediatamente, asunto de honor urgentísimo. Te ne-
cesito.— Tomás Ferrari.^'
6S
LA ARAÑA N E G R
IV
La mansedumbre del padre Tomás.
Cuatro días después estaba ya en Madrid el deganfte _0r-
dóñez. ' ^ i ' M í;-»l^* :
Había sidb muy oportuno para él el telegrama del padre
Tomás.
Las grandes corridas de caballos de la ciudad de Londres
habían sido mruy funestas para Ordónez, pues perdió todas las
apulestas que hizo, y éstas eran tan considerables, que no sólo
se quedó sin dinero, sino que tuvo que recurrir a pedir pres-
tados algunos centenares de libras esterlinas a los amigos que
tenía en la alta sociedad londinense.
El telegrama del jesuíta sirvió a Ordónez 'de pretexto para
huir, antes de que terminasen iais carreras, sin que sus amigos
pudieran achacar este acto al temor de seguir perdiendo ; e in-
mediatemente salió para Madrid, pensando ée dónde sacaría los
aeis o siete mil duros' que debía entregar sin pérdiida de tiempo
a sus aristocráticos acreedores.
Ordónez, que nunca se haibía preocupado por las deudas,
sentía ahoira la impaciiencia de pagar cuanto antes, para no
sufrir menoscabo alguno en su fama de hombre opullento, pues
sus amigos de Londres le creían dueño absoluto de la presente
fortuna que pertenecía a' su mujer.
Ordónez tenía puestos sus ojos en el paidre Tomás, propo-
niéndose que fuese éste quien se encargara de satisfacer la
presente deuda, como ya lo había hecho con otras.
¿No le llamaba con gran urgencia diciendo que necesitaba
de él? Pues bien; ya que con tanto imperio le mandaba, al
menos c;ue pagase la exacta obediencia, encargándose de ex-
traer, ¿id peculio de María!, la cantidad que el esposo necesiitaba
para pagar sus deudas.
Deseoso Otidóñez de arreglar cuanto antes aquel asnntillo
y de mostrarse obediente y respetuoso con el p'adre Tomás, fué
a buscar a éste en su despacho el mismo día de su llegada.
El jesuíta le recibió con la misma cordialidad fría y calmosa
que si le hubiese visto el día anterior.
— ^¡ Hola, perdido ! — ^le dijo con benevolencia — . Por fin te
has decidido a venir, abandonando ese maldito sport, que ha
69
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
ae ser tu ruina. ¿No has sabido la psiigrosa enfermedad de ru
hijo?
— Sí; un día antes de recibir el telegrama de usted, me te-
legrafió María, y yo me disponía ya a venir, cuando recibí ¡a
)rden de vuestra paternidaid, que sirvió para acelerar aún más
ni m^archa.
Ordóñez mentía, pues la enfermedad die su hijo, aunque íe
:ausó cierta impresión, no le había decidido a regresar rápida-
nente a Madrid. Al recibir el telegrama de María le quedata
todavía algún dinfero, y confiaba desquitarse en las carreras que
aún habían de verificarse.
— ¡ Bah ! — ^se dijo el amable vividor, al recibir el aviso de
su desolada esposa^ — -. Porque 3^0 vaya ¡a-llá, Paquito no se pon-
drá mejor; además, las madres exageran siemxpre mucho. Esto
no pasará de ser uria enfermedad propia de la niñez y que todos
hemos sufrido; el sarampión, por ejemplo. La semiana que viiene
me iré.
Y Ordóñez se olvidó por completo de su hijo, lo que no
impedía que ahora, en presencia dle su terrible protector, se ^s-
fcrzas'e en demostrar que le había herido en el alm.a la noticia
ide la enfermedad del niño, y que experimentó una alegría in-
mensa a su llegada, al saber que Paquito estaba ya fuera de
peligro.
— Vaya, no te esfuerces tanto en demostrarme lo que no
sientes^ — ^dijo el jesuíta, que conocía bien a su discípulo — . No
niego que querrás a tu hijo, pero estoy convencido de que entre
él y el Gladiateur, el Vincitor o cuaiiquier otro caballejo de esos
que corren en las carreras, te vas con los últimos.
— ■] Oh, padre Tomás ! ; Qué bromas tiene usted !
— ^ Vamos ^ ver. ¿Cómo te ha ido en las carreras?
Ordóñez se animó con esta pregunta. Antes de entrar ea
aquel despacho estaba muy preocupado buscando el mddio de
abordar al jesuíta para suplicarle que le librase de tan afren-
tosas deudas; y ahora, he laquí que era el mismo padíre Tomás
quien, inesperadamente, le ponía en camino dle hacer la petición.
El aristocrático calavera adoptó un gesto de compunción y
murmuró :
— Mal, muy mal, reverendb padre. He sido muy desgraciado,
y la 'fortuna se ha burlado ¡de mí todo lo que ha querido. No
sólo perdí cuanto dinero llevaba, sino que, además, he contraído
algunas deudas con mis amigos del Gentleman--Club, de Londres.
Esto es terrible; deudais que no pueden ser más sagradas y q^^
hay que pagar apenas llega uno a su casa, así tenga qule vender
hasta su última camisa.
70
LA ARAÑA NEGRA
Orclófiez se detuvo, pues como era costumibre siempre que le
iba con tales deruJanldas al jesuíta, éste ponía la cara fosca, pre-
pariándose a anonadiarie con un terrible sermón; pero, con gran
sorpresa del calavera, el padre Tomás no sólo permaneció im»
pasible, sino quie hasta le pareció a él que por sus iaibios va-
gaba una tenue sonrisa.
Buen signo era aquel. Ordóñez sintió renacer su ánimo, y
su osadía aún fué en aumento-, cuandoi ei jesuíta, sin hacer co-
mentairio alguno, le preguntó sencillamente:
— <¿ Y cuánto es lo que debes ?
— iVeinte mil duros^ — ^contestó sin vacilar Ordóñez y sin im-
portarle mentir otra vez.
Veía tan bien dispuesto al padne Tomás y tan animado por
una inesperada benevolencia, que juzgó muy prudente el apro-
vecharse de la ocasión para adquirir dinero. El jiesuíta, al co-
nocer la cantidad), hizo un gesto de desagrado, y Ordóñez creyó
que, en vez de pagar sus deudas, lo que iba a hader el jesuíta
era dirigirle uno de sus terribles sermones; pero pronto se tran-
quilizó al oírle hablar.
— Mucho diniero es ése, y de seguro que, a seguir en tu
desordenada vida, pronto serán insuficientes para tus gastos las
cuantiosas rentas- de tu mujer.
Pero el padre Tomás pareció arrepentirse del tono con que
hablaba a Ordóñez, y añadió después benévolamente:
— ^Pero, en fin, hijo mío, ya que has contraído tales deudas,
preciso es pagarlas, y no seré yo quien me oponga a ello. Ai
hacer aquel trato que tú recordarás, te prometí mi consenti-
milento para que gastases cuanto quisieras de las rentas de ^^
lesposa, y no he de faltar a mi palabra, a pesar de que noto
que abusas demasiajdo de mi permiso. Mañana mismo hablaré
coai el administrador de tu esposa, y aunque creo que no anda
muy sobrado de fondos, arreglaremos el asunto para que tengas
CLianto antes los veinte mil duros.
Ordóñez estaba encantado por la servicial benevolencia ^^
padre Tomás.
Ni aun influido por el mayor optimismo podía él imaginarse
que iba a serile tan fácil el adquirir la exagerada cantidad en
que halbíai fijado sus deudas.
El elegante manifestó su agradecimiento con las más expre-
sivas palabras que encontró; pero se dietuvo de pronto, y afec-
tando gravedad, düjo_ a s« protector:
— Perdone usted ni aturdimiento, padre Tomá.s. Ocupado on
mis asuntos, he olvidado que usted me niecesita, y por esto me
71
VICENTE BLASCO 1 D A Ñ E Z
envió el telegrama a Londres. ¿Eii qué puedo yo servirle? Man-
iúie, que inmediatamente obedeceré.
El padre Tomás puso también un gesto de graveidlad y en-
tró de lleno en el asunto que a él le resultaba más importante.
— Es verdad que hlaibiando de tus deudas hemos olvidado ol
asunto principal. Te he man|dado a llamar porque en tu pronta
venidla consistía que tu honor quedase a salvo.
— \ Mi honor ! — exclamó Ordóñez, que, como perfecto aven-
turero de la clase elevadas, era capaz dle cometer las mayores
estafas, sin que por esto dejase de palidecer apenas se ponía
en duda lo que él llamaba su honor.
— ^Sí, tu honor, hijo mío — continuó ei padrte Tomás, con la-
expresión del que hace rtevelaciones importantísimas — . Duran-
te tu ausencia han ocurrido en tu casa algunas cosas que hacían
necestairia tu pronta llega,da aquí.
— ^Hable usted, padre Tomás. Espero con impaciencia esas re-
velacionies importantes,
— ^¿Recuerdas que María, antes de concederte su mano ^^
mostraba príeocupada y (desdeñosa, hastai el punto de qne tú
creías que tenía ciertos amores en secreto?
Ordóñez contestó con un signo afirmativo.
— ^Pties bien: ilo que tú sospechabas era la verdad. María
iainaba con dleürio a un joven médico que estaba haciendo sus
esftudios en Píarís, y que ahora es im doctor célebre a Q^ien co-
noce todb Madrid.
— ^¿Cuál ©s su nombre? — preguntó con impaciencia Ordóñez.
— El doctor don Juan Zarzoso. Es especialista en "enferme-
dades de niños y tiene gran fama por sus asombrosas curacio-
nes. ¿Le conoces?
— No le he visto nunca; pero he leíidb muchas vedes su
nombre en los periódicos.
— Pues bien; ese homlbre fué novio de María, y sus amores
no leran una niñada para pasar el tiempo, pues te puedo asiegu-
rar que María le amó como una loca y tal vez hoy la imagen de
Zarzoso aún ocupa en su corazón un lugar preferente. Si la
que es hoy tu mujer accedió a darte la mano, fué porque en
aqulel momento estaba irritadísima por una infidelidad, más o
menos cierta, del hombre amado. Sé que Marb, por educación y
por su carácted excesivamente pundonoroso, es incapaz de faltar
a sus "de-beres conyugales; pero teng'o la certeza de que en el
fondo ama más a su antiguo novio que a su marido.
Ordóñez se halbía preocupado pocas veces del amor de su
esposa. Seguía, como antes, entretieniendo bailarinas y disputan-
do la posesión de las mundanas más famosas a sus compañeros
72
LA ARAÑA NEGRA
en calaveradas; pero, a pesar de la indifereiiicia con que siem-
pre había mLrajdo a su esposa, no pudo evitar un movimiento
de despeclio al oír tales rievelaciones. Aquello no eran celos,
sino una irriftación id'el amor propioi herido.
Con una mirada hostil, dio a entender al jesuíta el efecto
que le causaban sus revelaciones, y éste continuó, bastante sa-
tisfeciio del resultado de sus palabras:
—Pues bien, hijo míio; ese hombre, que en realidad es el
dueño del corazón de tu esposa, ha entrado estos días en tu casa.
y ha piermanecido allí una noche entera.
-H¡Eh! ¿Qué es lo que ust^d dice, padre Tomás ?—iexclamó
furioso y alarmiado Oridbñez por aquellas palabras dichas con tan
marcado deseo de molestarle.
—*j, Calma, hijo mío, calma! No hagas todavía suposiciones
y espera que acabe de hablarte. Miaría te es fid, no ha faltado
a sus deberes, pues Zarzoso entró en tu hotel llamado como me-
dico y no como antiguo amante. Tu hijo estaba gravemente en-
fermo dte un ataque de meningitis aguda, y Miaría, no sabemos
si aturdida o con otra i-n;Lención, en vez de llamaniie a mí ^y al
méjdico de la casa, solicitó el auxilio db Zarzoso, el cual, justo
es confesado, salvó ai pobrd Paquito después de pasar una no-
che lentera a la cabecera de su cama luchando con la terrible
enfermedad.
Ordóñez se halbía tranquilizado al ver el giro que tomaba la
re\^el:ación, y dijo sonriendo:
— ^Sfegún esto, no veo qute la cosa sea tan grave. Es verdad
que María ha obrado ligeramente al llamar a casa a su antiguo,
novio, pero una madre no repara en nada cuanto se trata de
salvar a su hijo que estlá en peligro.
— lE'S verdadi — dijo el jesuíta, contrariado por la blenevol.en-
cía que mostraba Ordóñez — qr.e hasta aquí la cosa, nada tiene
de grave; 'i^ro ahora verás cómo cambia de aspecto. Yo fui
a tu casa apenas supe d ostado de tu hijo; allí me encontré
casualmenite con d doctor Zarzoso, y supe con asombro que «1
era quien curaba al niño y que por 'esto pasaba gran parte del
día <en el hotel. Ya puedes imaginarte lo que pensaría yo en pre-
sencia de aqud hombre, cuyos aintiguos amortes sabía. Compren-
dí que de conocer alguien que no fuera yo la historia de los
pasados amores, no tardarían en surgir desfavorables comenta-
rios len vista de la asiduidad con que Zarzoso entraba en tu
casa, y, por otra parte, me asustó la natural idea de que rozán-
dose dos seres que se habían adorado tanto, no tardaría en.
despertar d adormecido amor, y entonces María sería capaz de
73
^' ^ ^" ^ ^' ^^ ^ I^ L .1 :. ^ o I B A N E Z
olvidar sus ciebere.3 y serüe infiel. ¿Pensaba bien o no? ¿Qué te
parece, lujo mío? ' *^^"'"
Ordóñez contestó afirmativamerte, y dio a entender al je-
suíta que espera^ba con impaciencia el resto de sus revelaciones^.
—Movido por el deseo de impedir ese peligro que veía tan
próximo, hablé a Zarzoso rogándole en nombre del cielo que
no volviese mas por aquella casa, con lo cual dejaría tranquila
cna, tanil.a y se portaría como un caballero. ¿Y cuál cree^ tú
que fué su contestación?
_ El_ jesuíta se detuvo como gozánidlose en la perplejidad v la
impaciencia de su protegido, y añadió después •
-.Debo advertirte que el tal Zarzoso es un impío, un ateo,
un defensor de doctrinas iníeriiales, que tal vez hace todos esos
actos de candad que tanto prestigio le dan, con el único objeto
de eiiganar y seducir a la gente sencilla. ¡ Qué diferencia -rtre
ese joven y los que, como tú, habéis sido educados por la Santa
Compañía en los slanos principios religiosos! En vez de respe-
tíir^mis años y estos sagradlos hábitos que llev^o, contestó a mis
cariñosas palabras, a mis mansas exhortaciones, con insultos
y amenazas, acabando por darme una bofetada.
—¡Le aibofeteó a usted!... ¡Y en mj casa !— exclamó Ordó-
ñez con asombro.
—Si, me golpeó villanamente en esta mejilla, y como si esto
no le bastara para desahogar su rabia, te insultó 'a ti, que esta-
bas anísente, diciendo nue deseaba matarte, pora-ie, en su con-
cepto, eres un canalla que le has robado a la mujer amada, aña-
diendo que te conocía muy bien, que eres un estafador y qué
sé yo cuantas cosas más.
Ordóñez se había levantaidlo de su asiento, pálido, tembloroso
y con el^bigotillo erizado por un gesto de ira.
Revivíia en él el antiguo espadachín, que valido de su su-
perioridad en las armas, C'uería siempre tener razón, y a los
que le acusaban por sus esta'fas o por sus fullerías en' eí juego,
les contestaba con estocadá^s.
Kl jesuíta, aunque permanecía extieriormente impasible, de-
bía isentir en su interior p-rnn satisfacción, al ver el coraje oue
tales nal abras producían en su discípulo.
— ^Yo no siento la .br-í^-'f-id'' — d'í'^ r^ii exr)re?nón de manse-
dumbre—. Sacerdote soy del Hijo de Dios, que recibía con h.
más sublim.e paciencia las más terribles injurias, y tengo la
obligación santa de perdonar a los que me maltraten. Pero yo.
hijo mío, wrmanecería impasible y aun daría gracia? ^ Dios,
porque así none a prueba mi riaciencia. si el que me abofeteo
fuese uno de los nuí^stros, un buen católico que en un rapto
74
L A ARA Ñ A NEGRA
de furor hubiese oometido tal ateaitado; a ese le perdonaría;
pero no pu6db transigir con el hecho ¡de haber sido abofeteado
por un impío, por un ateo, a quien inspira el diablo. Esto es
paria mi intoilerabíle, pues tengo la convicción de que este <ies-
graciado obró así con el afán de humillar a nuestras divmas
creencias, y que al golpeanme a mi, no pensó en insultar al
sacerdote, sino a la Iglesia enteria.
Se detuvo el jesuíta para apreciar el efecto de siis palabras,
y viendo a Ordóñez cada vez más conmovido por una sorda
irritación, continuó :
— ^¡Abofetear a la Iglesia!... .¿'Crees tú, hijo mío, que tal
atentado puede quedar impune? Yo, como camp-eón de C»ios,
no puedo transigir con la idea de que triunfe el Infierno y la
Iglesia quede humillada, cosa que sucederá si ese hcmlbre terri-
ble no sufre un castigo digno de él. ¡ Ah ! ¡ Si yo no vistiese
estos hábitos!... ¡Si no fuese tan viejo! Mi situación es igual
a la del anciano padre del Cid, después de recibir la bofetada
del conde Lozano; pero en vano busco p^ mi ai rededor qui>a:: ha
de vengarme, pues no encuentro un Rodrigo idüspuesto a desen-
vainar su espada por mí.
Ordóñez le interrumpió, como ya lo esperaba el jesuíta:
— ^Yo seré ese vengador que vuestra reverencia necesita. Odio
a ese joven, tanto por el atientado de que le ha hecho a usted
víctima, como por sus antiguas relaciones con María. Además,
los insultos que, según usted afirma, me dirigió, y el haber ocu-
rrido en mi casa la violenta esdena, me autorizan para retar
a ese caballero y para imatarle después; pues ya sabe usted que
hay pocos tan hábiles como yo en el manejo de las armas.
El padre Tomás afectaba estar conmovido por aquel rasgo
que calificaba die sublime y decía con expresión de júbilo:
— Acepto tu g^eneroso ofrecimiento, y tengo la seguridad de
que Dios te premiará este servicio que vas a prestar p. su ca: sa.
Admito tu dírecimiento, principalmente, ponqué estoy convencido
de que saldrás victorioso Tienes gran fama de tirador,
— ^¿Y ese niédico no es experto en el uso de armas? — pre-
guntó con cierta inquietud el elegante.
— ^No creo que sepa manejar otro acero que eil del bisturí. Toda
su vida la ha empleado en aprender infamias científicas, para
negar a Dios y a la religión.
— Esta tarde misma le enviaré mis padrinos. Voy a ir, sin
pérdida de tiemipo, en busca de dos amigos ée confianza. Les
pillaré en casa antes de que salgan.
— Espero, hijo mío, que para nada figurará mi nombre en
•este asunto.
75
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
— ^Pierda ii9te<i cuidado, padre Tomás. Conozco de sobra )-0
que son estáis cosas. Mi reto está furijdado en el disgusto proidii-
cid'o por ciertas violencias que Zarzoso se ha permitido en mi
casa y por los insultos que me dirigió estando yo ausente.
— ^j Bravo ! Eso es. Que rio &e mencione para nada la bofetada
que me dio.
— 'Así se hará: tanto más cuanto que él, como persona inte-
ligente, podrá adiviixar de dónde viene el golpe '-y cuái es la vcr-
¿iadera causa ¡del reto.
Aún hablaron durante algimos minutos el padre Tomás y
, aquel protegido, a quien él llamaba pomposamente 'el campeón,
de Dios, a causa de la venganza de que se habia encargado.
El rdoj del despacho dio las once, y Ordóñez se apresuró' a
marcharse.
— Buena hora — dijo alegremente — para pillar a mis dos ami-
gos en la cama. De seguro que ninguno de los dos se ha levan-
tado todavía. Hasta mañana, padre Tomás. Antes idb veinticuatro
horas ese mocito habrá llevado su m.erecido.
Estaba Ordóñez junto a la puerta cuando le llamó el jesuíta,
diciéndole con acento bonidadíoso :
— Escucha, atoiondraido. El que nos ocupemos de mis asun-
tos no es motivo para que olvidemos los tuyos. Hablaré esta
tarde al administrador de la condesa para que te entregue lo que
necesitas y puedas pagar tus deujdas. Y mira: he pensado que,
en tu Siituación, esos veinte mil duros no te sacan de penas, pues
como son para pagar deudas, te quedarás inmediatamente sin un
céntimo. Lo hd pensado bieri, y creo que será niejor hacer un
empréstito para ti de veinticinco mil duros; medio millón de rea-
les, así la cuenta resulta más redonda.
— ^¡ Oh, reverendo padre ! Tantas bondades me confunden 3-
no sé ^mo agradecerlas. Gracias, muchas gracias ; se necesita
ser un impío dejado d'e la mano die Dios para abofetear a un
hombre tan bondadoso y tan bueno.
Y Ordóñez, besando la mano de su protector, salió del des-
pacho con aire idie satisfacción y alegría.
El padre Tomás, al quedar sólo, agitó su mano con expresión
amenazante, como si se ¡dirigiera a algún ser invisible que estu-
viese en la habitación, y miurmuró :
— 1¡ Ah, 'doctorcillo ! Me parece que de ésta' ya no darás más
bofetadas.
Mientras tanto, Ordóñez bajaba la escalera de aquella anti-
gua casa, diciéndose interiormente:
— (La verdad es que eil servicio no puede estar mejor pagado
y que la propojición ha sido hecha» del modo más correcto y di-
7^
-LA ARAÑA NEGRA
p'lomático, sin que pueda considerarse herida mi susceptibilidad.
Veinticinco mil duiros si matas a ese caballerete que me ha abo-
íeteaf^o; esto es en el fondo la proposición con toda su crudeza.
•No se puede negar que el padre Tomás se porta como hombre
espléndido cuando trati dle librarse de un enemigo^... Pero, ¡qué
demonio!, si ese dinero que me va a dar es mío, puesto que per-
tenece a mi esposa... Reconozco en este golpe a los jesuítas.
Siempre se muestran generosos y pródigos cuando disponfen del
bolsillo ajeno.
V
Asesinato legal.
Cuando el doctor --Zarzoso recibió la visita de los padrinos de
Ordóñez no experimlentó gran extrañeza.
Al disiparse la ira que le había dominado dorante su violenta
conferencia con el padre Tomás, pensó fríamente su situación,
adivinando que un hombre tan terrible y maligno como era aquel
jesuíta no tardaría en tomar venganza. En su concepto, abofe-
tear ai jefe del jesuitismo en España, era exponerse a mil iras
vengadoras ocultas en la sombra, y por esto se extrañaba al ver
<]ue transcurrían unos cuantos días sin notar la persecución del
ofendido padre Tomás.
Los padrinos de Ordóñez eram un coronel mási conocido^ por
sus jugadas en el Casino que por sus campañas, y un marqués
que tenía reputación dle ser el primer tirador de' armas de Es-
paña, y cuya intenvención resultaba imprescindible en todos los
duelos que se concertaban en Madrid.
Llegaron a casa del doctor a las dos de la tarde, cuando éste
acababa de terminar su diaria consulta para los pobres, y des-
pués de enseñarle una carta de Ordóñez en que les facultaba
para representarle en el lance, diéronle otra dfel mismo individuo,
la cual produjo en el doctor terrible efecto.
Ordóñez exigíale una satisfacción por lo ocurrido en su casa;
pero el estilo de la carta era tan despreciativo' y abundaban tanto
en ella las palabras irónicas y mortificaiites, que Zarzoso, pálido
por la ira, arrojó el papel con visibles muestlrais de desprecio.
— Señores — dijo a aquellos dos espadachines elegantes — , soy
Uf hombre de ciencia, y como ocupado en el estmlio no he te-
nido tiempo para enterarme lák ciertas cosas, ignoro lo que se
77
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
hace en casos como el presente. Dispensen ustedes mi ignoran-
cia; pero si yo me niego a dar esas manifestaciones humillantes
que pide «.se señor, ¿ qué ocurrirá entonces ?
— Tendrá usted que batirse con nuestro apadrinado — contestó
el coronel.
Y el marqués añadió con entonación campanuda, como si ha-
blase de una cosa santa:
— Así lo exige el Código del honor.
— Perfectamente — dijo con ironía Zarzoso — . ¿Y qué más ce-
remonias exige ese sagrado Código?
— Debe usted nombrar dos padlrinos para que se entiendan
con nosotros y conoertar entre los cuatro las condiciones del
combate. Esto se sobreentiende que será si usted se niega a dar
explicaciones.
— ^Me mego; sí, señor. No conozco a ese caballero a quien
ustedes representan, pero no sé por qué me halaga la idea de
rompermie la cabeza con él. Voj- a presentarles a ustedes mis pa-
drinos.
Y el joven doctor se dirigió a su gabinete de operaciones,
donde sún estaban los ayudantes esperartdio las órdienes del maes-
tro antes de retirarse hasta el día siguiente.
Escogió dos de los que le inspiraban más confianza y los pre-
sentó a los padrinos de Ordóñiez, quienes los saludaron con una
ceremonia grave y casi fúnebre, invitándoles a reunirse de allí a
media hora en el domicilio del marqués, para concertar el diuelo.
iCuando Zarzoso quedó sólo en su salón, reflexionando sobre
aqud suceso^ vio entrar a su tío, el viejo doctor, con una ex-
presión ceñuda y volviéndose a todos lados como si quisiera hus-
mear algo extraño en la atmósfera.
Paseando por el salón, miraba de vez en cuando a su sobrino
y gruñía sordaimiente, hasta que, por fin, se plantó ante el joven
y le dijo con expresión de juez que interroga:
— Oye: hace un momento he visto salir de aquí a <iós caba-
Üleros a quienes conozco. Les llamio caballeros, porque esto no
significa nada; pero en realidad son dos perdidos, dos tahúres es-
padachines de esos que pululan en la alta sociedad y que sólo
sirven para hacer daño a lasí personas honradas. ¿ Qué querían
esos individuos? De seguro que no venían a buscarte como
médico.
El joven permaneció indeciso por algunos momentos, no sa-
biendo qué contestar; pero, al fin, se decidió a dtecir la verdad, y
liabló a su tío del lance que tenía próximo, aunq-ue procurando
ocultar su verdadera causa y diciendo que consistía en ciertas
palabras que se le habían escapado hablando con algunos amigos
78
LA ARAÑA NEGRA
sobre un hombre muy conocido en la alta sociedad y cuyo' nom-
bre no quería revelar.
— ^¿Y qué es lo que dijiste de él?
— ^Dije que era un canalla, un estafador y un tahúr que había
¡apelado siempre a los más reprobables medios para ganar di-
nero en el juego.
— ^¿Y es esto verdad'? ¿Tienes pruebas de ello?
— ^j Bah ! ¡Si esto lo sabe todo Madrid! El tal sujeto, cuyo
nombre no quiero revelar, tiene la fama tan bien sentada, que
no hay persona alguna que no le considere como un píllete.
Ei buen sentido del viejo doctor, su lógicaí de hombre rudo,
pero recto, sublevábase al oír; estas palabra^.
— '¿ Y vas a batirte con un homlbre así ? Te digo que no com-
piendo estas cosas, y que me parece que el mundo no es ya más
que una vasta jaula de locos. Comprendo que un hombre quiera
matar a otro cuando éste le insulta, atribu3^éndole cosas que no
ha hecho; pero hablar diel honor, de la. digniídad y de satisfai:-
ciones, por haber sido llamado tal como se merece uno, me re-
sulta la mayor de las demencias. El píllete siempre será piíliete, .
aunque lleve en el bolsillo un código del honor y sepa tirar a
todas las armas para asiesínar a los que le llaman con el nombre
que merece, y el hombre honrado sará un jumento, si por res-
peto a testas farsas, que se llaman conveniencias sociales, accede
a exponer su vida riñendo con aquel a quien ha insultado dándole
los calificativos que mierece por su infame conducta. La' cosa es,
clara. Si esos espadachines aristocráticos que viven en sociedad'
como en país conquistado, no quieren verse ofendidos a cada
punto en lo que ellos llaman su; honor, que lleven mejor vida y
sean más virtuosos y dignos, pues así se evitarán que el hombre
honrado les diga la verdad. Tú le has dicho canalla a ese indi-
viduo cuyo nombre no quieres revelarme; ahora, le que a él le
toca, a los ojos' de la sana razón, es demostrar que no merece
tal calificativo y hacer, enseñándote pruebas, que tú lo confieses
•así. Con que ya lo sabes; te prohibo q-ue te batas. Me avergon-
zaría dle tener en mi familia un imbécil, que por lo que podrán
decir cuatro desocupados, fuese a matarse con un hombre que
no merece ni su estinmción si su respeto, a causa de su falta de
vergüenza.
Zarzoso oía a su tío sin que sus palabras le prodiujeran efecto
alguno. Había ya adoptado una resolución y se batiría con Or-
dóñez, pues odiaba a este hombre. El viejo doctor debió adivinar
en la mirada de su sobrino algo de ¡lo que éste pensaba, y para
disuadirle de su tenaz propósito, se apresuró a añadir :
— Además es una solemne barbaridad, una locura inconcebible,
79
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
el batirse con im hombre acostumbrado al manejo de las armas.
Eso equivale a un suicidio, a dejarse asesinar voluntariamente.
jEres tú acaso espadachín? ¿Has perdido mucho tiempo ejerci-
tándote en -d uso del sable y de la pistola? No; tú eres 'un honi-
bi^e de ciencia, te has dedicado a saber curar las heridlas y no
a abrirlas, y entre ser aprendiz de sabio o aprendiz de asesino,
has preferido lo primero. En cambio, lese caballerete que te reta
d'ebe ser un consumado espadachín, pues así lo da a entender I:l
x:aii:dlad de los amigos que te ha enviado. Si es que tiene intere-5
■en librarse de ti, para que no le censures más tiempo diciéndolc
lo que s,e merece, te ensartará como a un paj arillo o te meterá
una bala en la cabeza. Y, ¿crees tú que tiene sentido común tii
-marchar a la muerte voluntariamente y por un mal entendido
amor propio? ¿Qué dirías tú de un hombre que débil y des-
arm.ado -se metiera voluntariamente en una calle donde supiera
-que le aguardaba emboscado un asesino para matarle? Si est:
enemigo tuyo fuese un hombre de ciencia que, como tú, se hu-
biese pasado la vida eai'tregado al estudio, sin conocer el manejo
de arma alguna, entonces se podría transigir con el lance, pues
-al menos existiría entre los dos cierta igualdad ; pero ir a po-
nerse enfrente de uno de esos perdidos aristocráticos que apenas
saiben leer y c^iie cifran todos sus .conocimientos en bailar bien y
tirar a las armas, es ,una locura que yo no puedo consentir a un
-sobrino mío.
Se detuvo el doctor para apreciar el efecto que causaba en
el joven todo cuanto iba diciendo, y como conforme hablaba, en-
tusiasmábase el viejo con el diesarroUo de aquel tema, se apresuró
-a añadir:
— Tú bien salbes qtie la mayor de las inconsecuencias en que
puede caer un hombre sabio es arrebatarle la vida a un semejante.
Tú que eres médico contesta. ¿ No te parece que bastantes auxi-
liares tiene la muerte con esas innumerables y terribles dolencias
que la Naturaleza descarga, sobre la Humanidad? ¿No se dc-
- sangra bastante la especie humana con esas guerras que provocan
los reyes y que mucliais' veces tienen por fundamento una ridicula
cuestión de cortesía? Yo bien sé que los hombres tenemos algo
die fiera y que muchas veces, alterándose nuestro sistema i.vi-
vioso, se oscurece la razón y ap'elamos a los puños como supremo
argumento. Eso está muy bien, ¡ qué demonio !, y no seré yo
quien pretenda corregir la plana a la. Naturaleza. ¿ Se insultan
dos hombres? ¿Se odian por motivos particulares? Pues bien;
comprendo qué al encontrarse desahoguen su furor dándose unos
cuantos puñetazos y hasta me parece lógico que en un arraiv
•que de su brutalidad excitada lleguen hasta matarse. Pero lo que
no comprendo, lo que no concibo cómo la ley na lo castiga con
80
L \d 4 R A Ñ A N E G R .^
las más terribles penas, es que dos hombres, algmios <Íias des-
pués ¡de haberse insultado, vayan con la mayor sangre fria, casi
sin odio, a matarse en ,d campo qaie llaman del honor, rodeando
d crimen de un apairato ceremonioso y ridiculo, propio de co,s-
tumbres báribaras, que, afortunadamente, pasaron para no volver.
Me tiene sin cuidado que esos tontos de la aristocracia y una
turba de imbéciles que quieren imitarles cometan estas sangrien-
tas estupideces; pero no pu;edo consentir que un sobrino mió, que
además es saJbio, caiga en un ridículo tan deshonroso.
Calló el viejo doctor y dio algunos pasos por la habitación
hasta que poco después volvió a detenerse ante el joven, e ir-
guiendo su corpachón, dijo con cierto orgullo:
— Aquí tienes a tu tío que nunca ha llegado a caer en tales
ridiculeces, y, sin embargo, me tengo por mas valiente que todtjs
esos señores qu« palidecen de ira a la menor palabra que hablan
de acudir inmediatamente al campo de honor. A ellos, que son tan
valientes, les hubiera querido ve;r yo bregan,dlo con los locos y
quitánjdoles muchas veces ias ¡airmas de las manos. Pues bien; yo,
que no sé lo que es miedo, nunca he admitido esos ridículos
desafíos, en los que se escuda, las más de las veces, la gente que
no tiene razón. Una vez, cierto doctor que tenía reputación de
espadachín, ofendido por algunas expresiones que se me escapa-
ron en el calor de una discusión científica, me envió sus padrinos,
diciendo que no pendía vivir tranquilo mientras que yo no le diese
una reparación en el terreno de las armas. Despedí ai los padri-
nos con cajas destempladas, diciendo que si mi enemigo no podía
vivir isin vengarse de mí, que viniera a buscarnue sólo, pues te-
nía un buen garrote para darle la contestación, y esta es la hora
en que todavía no le he visto. Otra vez un cliente me dÜó' su
tarjeta en señal de reto y yo le contesté con unos cuantos moji-
cones, y por esto ha transcurrido el tiempo sin que nadie se atre-
viera a irle con m¿ás farsas ;de estas al doctor Zarzoso. Créeme,
Juanito; eso de los desafíos es un procedimiento inventado por
ciertas gentes que no sirven para nada, con el fin de conservar
por el terror su supremacía en la sociedad. Si todos tuviesen sen-
tido común e hiciesen lo que yo, despreciando tan ridiculas pre-
ocupaciones, ten por -seguro que pronto terminaría esa ridicula
costumbre apadrinada por la fatuidad francesa y que hace revivir
la Edad Media en pleno, siglo xix. Con que contesta, muchacho.
¿ Estás idüspuesto a obrar como cualquiera de esos cabezas de
chorlito que pululan en la sociedad, imponiéndola sus ridiculas
costumbres ?
Zarzoso, mientras hablaba su tío, habíase formado su plan.
Sabía que el viejo. doctor no era capaz de transigir con el duelo
y le impediría por todos 5os medios el que llegara a batirse.
8i , O
VICENTE BLASCO 1 B A Ñ E ^^
El joven comprendía también la verdad qu€ encerraban las
palabras de su tío, pero aquella carta de Ordóñez que él veía
blanquear en el rincón a dondle la había arrojado, conmovíale y
le hacía pensar con fruición en la delicia que experimentaría al
verse frente al marido de la condesa con un arma en la mano.
Estaba decidido a no retroceder, encontrándose como se encon-
traban tan adelantados los preparativos del .cJuelo. Adivinaba la
inmensa ventaja que llevaría Ordóñez sobre un hombre que no
conocía el mianejo de las armas, pero al mismo tiempo pensaba
que era más preferible moTÍr, que dar lugar a que aquel nombre
tan odiado se jactase ante María de haber inspirado miedo a su
antiguo novio.
Esto era lo que más decidía a Zarzoso a dejar que la aven-
tura siguiese su curso'. Estaba decidido : antes morir que dar pre-
texto para que María le tuviese por un cobardJe.
El joven, deseoso de librarse de su tío, dio a éste toda clase
de .seguridades. Ño se batiría, ya que así lo mandaba él, y pro-
metió al mismo tiempo tenerle al corriente de cuanto ocurriera
en aquel asunto.
El viejo doctor, a quien nunca había engañado su sobrino, se
tranquilizó con tales promesas, y poco después le dejó sólo para
ir a. dar un paseo con otros dos profesores jubilados, que eran
sus únicos amigos, por lo mismo que en genio rudo y en opi-
niones intransigentes casi llegaban a su misma altura. Eos diarios
paseos de aquellos tres sabios, con sus incesantes discusiones,
equivalían a una continua tempestad científica.
El joven doctor permaneció en el salón reñexionando sobre
la aventura de que iba a ser protagonista, y ensimismado en sus
ideas pasó para él tan velozmente el tiempo, que habían trans-
currido ya dos horas y comenzaba a anochecer cuando él creía
que sólo habían pasado algunos minutos.
Al volver los dos ayudantes designados por él como padrinos,
encontráronlo tendido en un diván, con la mirada fija en el te-
cho y la expresión del que sueña despierto.
Eos dos jóvenes le enteraron de las condiciones concertadas
con los otros padrinos.
Ea discusión había versado principalmente sobre la gran des-
igualdad que existiría entre los combatientes, a causa die que el
doctor era inhábil en el manejo de todáf clase de armas. Ea pis-
tola había resultado inadmisible, a causa de que Oidóñez pasaba
por uno de los mejores tiradores de Madrid, y, al fin, como se
había de optar por alguna arma, los cuatro padrinos decidliéronise
por el sabíle, aunque en su manejo también se distinguía el marido
de la condesa.
A Zarzoso le pareció todo muy bien, y cuando uno de sus
8a
L \A ARAÑA NEGRA
ayudantes le propuso ir al salón de armas del "Zuavo", a que éste
k diese algunas lecciones, el joven doctor contestó con un gesto
de indlif erencia.
¿Para qué? Estaba convencido de que una lección de unas
cuantas horas sóio serviría para fatigarle, sin proporcionarle nin-
guna superioridad sobre el enemigo. Además, sus ayudantes le
decían que en las Juchas a sable lo más principal era tener e.
raje, abrumando a golpes al enemigo, y él pensaba que si le
mataba Ordóñez no per.dia gran cosa, pues estaba cansado ds
la vida y ésta no tenía para él atractivo alguno desde que Ma.ría
resultaba imposible paira él. , . .
Tan indiferente le era la existencia a Zarzoso, que .dbrmio
aquella noche con bastante tranquilidad y únicamente^ se pre-
ocupó de que su tío no se apercibierai de qiie el lance iba a ve-
rificarse a la mañana siguiente.
Habían convenido ios padrinos que el encuentro fuese en una
posesión que el marqués, amigo de Ordóñez, tenía en las inme-
diaciones de Madrid, y allá fué ,donde Zarzoso', a las seis de la
miañana, se dirigió en un carruaje, acompaña do ,die sus dos ayu-
dantes.
En una enarenada plazoletai del jardín, que se extendía a es-
paldas de la villa del marqués, 'fué donde se encontraron aque-
llos idos hombres que n^o se conocían, y, sin embargo, se buscaban
con el propósito de matarse.
Zarzoso sóiO había visto algunas veces a Ordóñez de lejos
en las calles de Madrid, y el marido de la condesa contempló por
primera vez al hombre a quien aborrecía y cuya muerte le había
sido pagada con tanta generosidad por el jesuíta.
Los cuatro padrinos prepararon la lucha con toda la ceremo-
niosa liturgia propia de tales casos, y sobre la arena pusieron
los sables con que aquellos hombres debían herirse.
Ordóñez y sus padrinos, aunque afectando seriedad, mostra-
ban estar acostumbrados a actos como aquél. Zarzoso perma-
necía indiferente, y en cuanto a sus dos ayucl'antes, parecían
asombrados de que con tanta frialdad se preparase la muerte de
un hombre.
Después de los saludos, de señalar el puesto de los comba-
tientes y de dejar ultimados todos los preparativos, Zarzoso y
Ordóñez despojáronse de la levita y el chaleco, arremangáronse
el brazo derecho y cogieron sus sables.
El joven doctor estaba decidido a no dejarse matar y a cau-
sar a su enemigo todo el daño que pudiera; pero cuando los
piadrinos dieron la voz de ¡ en guardia !, él notó en los labios de
■Ondióñez una sonrisa desdeñosa y en el rostro ,de sus padrinos
un gesto de asombro.
83
í 1 L jj. ATE BLASCO IBA Ñ E Z
— Esto va a resultar un crimen — murmuraba el coronel, pa-
drino de Ordóñez — . use mucliacho no sabe lo que tiene en ia
mano y se va a dejar mechar inmediatamenie.
Asi era, pues Zarzoso, con el sable en la mano, hacía la
figura más ridicula, demostrando desconocer hasta las más ru-
dmientarias reglas de la esgrima.
El sol de la mañana, filtrándose a través de las vecinas arbo-
ledas, iluminaba aquella plazoleta, bañando en luz el sombrío
grupo de los pasdrinos y haciendo centellear ¿as hojas de los
sables.
Reinaba un fúnebre silencio, únicamente interrumpido por los
rumores de ios árboles, y en aquella augusta y silenciosa ma-
jestad de la Naturaleza, iban a exponer su vida dos hombres:
el uno por el Qué dirán de la sociedad, que hace cometer las
mayores tonterías, y el otro obedeciendo a la sugestión de un
siTperioir y obrando como un asesino pagado.
Apenas comenzó el combate. Zarzoso avanzó sobre Ordóñez
dirigiénidtole golpes a diestro y siniestro, sin regla ni concierro
alguno.
El joven doctor tenía buen brazo, estaba excitado por el co-
raje que sentía, y Ordóñez, a pesar de ser un experto tirador,
hubo de retroceder en el primer instante algunos pasos para li-
brarse de aquella lluvia ;de cuchilladas.
Esta impetuosidad en el ataque y tan hostil desorden en la
agresión, hubiesen servido de mucho a Zarzoso tratándose de un
enemigo tan inexperto como él; pero Ordóñez no tardó en re-
ponerse, y notando que su contrario siempre le dirigía los gol-
pes a la cabeza, limitóse a ponerse a la defensiva, itonriendo con
desdén.
El coronel seguía murmurando, a pesar de que su comipañero
el marqués le tocaba con el codo para que callase :
— Ese muchacho tiene bríos. ¡ Lástima que no cepa absoluta-
mente nada idle esgrima ! Ordóñez está divirtiéndose con él y así
que quiera lo despachará a su gusto. El mismo será el encar-
gado de matarse.
Aún duró el combate unos cinco minutos.
Zarzoso, jadeante e irritado, se movía de un lado a otro,
saltaba, buscando atacar a su enemigo por todos lados; pero
siempre le salía al encuentro el sable de Ordóñez, parando con
exactitud sus más furibundas cuchilladas.
Aquella defensa pasiva y desdeñosa irritaba aún más a Zar-
zoso, quien, ciego de furor, deseaba que su enemigo tomase la
ofensiva y lo rematara de un golpe, pues así al menos no le
serviría de objeto de diversión.
Tuvo un momento de descuido Ordóñez, en que el sable del
' Si
LA ARAÑA NEGRA
doctoir silbó cerca ,de una de sus orejas, y entonces el rostro
del elegante perdió su desdeñoso gesto para tomar un aire ae
ferocidad.
Los padrinos adivinaron qtie llegaba ya el momento supremo.
Zarzoso, más confiado y ensoberbecido por aquella cuchilla-
da que tan cerca había pasado de su enemigo, levantó el sable
y audazmente, a cuerpo descubierto, avanzó un paso; pei^ «n e.
mismo instante, rápido como un relámpago, extendió Ordonez
su brazo, con el sable horizontal y rígido, y al acercarse impe-
tuosamente el doctor, se lo clavó él mismo en el pecho.
Zarzoso, pálido y con la mirada extraviada, cayó de rodi-
llas, al mismo tiempo que un grueso chorro de sangre manchaba
su blanca camisa y caía goteando en la arena de la plazoleta.
Los dos ayudantes que se abalanzaron a sostenerle en sus
brazos, al ver el sitio donde estaba la herida y la gran cantidad
de .sangre que manaba, cambiaron entre sí una mirada dte horri-
ble desconsuelo.
Buena mano tenía el tal Ordóñez. No era necesario que ellos
abriesen su botiq-uíri para hacer la cura. La punta del sable le
había atravesado el corazón y aquellas convulsiones del infeliz
médico eran el estertor de la agonía.
Cuando una hora después los dos ayudantes, auxiliados por
el portero, subían el cadáver todavía caliente de Zarzoso por la
lujosa escalera de su casa, la primera persona que encontraron
al llegar al rellano del segundo piso fué al viejo doctor. Estaba
muy desfigurado y su rostro, rudo y siempre cejijunto, parecía
el de un león con fiebre.
Al levantarse aquélla mañana y no encontrar a su sobrino,
había adivinado toda la verdad, y furioso contra Juanito por
haberle engañado, ocultándole lo que ocurría, iba de un punto
a otro de la casa, rugiendo, insultando a su ausente sobrino por
lo que él llamaba su idbblez y desahogando su cólera dando pa-
tadas a los muebles y a cuantos criados encontraba al paso.
Cuando vio el cadáver de su sobrino no experimentó gran
emoción aparentemente. Hacía ya rato que esperaba aquello.
— ¡ Ah, imbécil ! — ^exclamó dirigiéndose al inanimado cuer-
po—. Al fin, te has salido con la tuya. Era preciso que cuatro
estúpidos que ni te conocían ni te apreciaban, no pudieran decir
que el doctor don Juan Zarzoso no era hombre de honor, y para
esto nada más sencillo que dejarse matar por un cualquiera, sin
importarte gran cosa que después tu tío reviente de pena. ¡ Ah,
píllete! ¡Ah, gran infame! Ya estarás satisfecho: a ti te han
muerto y yo no tardaré en seguirte. Puedes estar contento de tu
hazaña. Dejándote asesinar has salido del mundo con muchísimo
85
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
honor, como un completo caballero a los ojos de la estupidez y
como un ibestia para mí.
Y el pobre viejo hablaiba con voz ronca, gesticulando y bra-
ceando como un loco.
Los ayudantes y el portero permanecían inmóviles, sostenien-
do el cadáver, ante aquel hombre imponente en su dolor, que
parecía cerrarles el paso; y como uno de ellos, en su aturdimien-
to, soltase la cabeza idiel muerto, que cayó pesadamente hacia
atrás, el viejo exclamó con ira:
— H¡ Tened más cuidado, animales ! ¿ No veis que le estáis ha-
ciendo daño? Esperad, que allá voy yo.
Y ail sostener entre sus manos la helada cabeza del joven,
toda su ira desapareció, e indinándose sobre ella estampó un
beso en aquella boca lívida, a la -qoie asomaba una espuma saii-
guinolenta.
— ^¡ Pobrecito ! ¡ Chiquitín mío ! — ^gritó con una voz que pare-
cía un aullido doloroso y que causó escalofríos de terror a los
hombres que estaban presentes — \ ¿Por qué me has engañad'o?
¿Por qué fuiste a morir sin acordarte de mí, -que soy tu padre?
í Ay ! ¿ Qué haré yo ahora, sólo en el mundo, sin este muchacho
que era todaí mi familia?
Miró con ojos de idiota a aquellos tres hombres, como si no
los reconociera, y les dijo:
— Ustedes no saben quién era mi Juanito. ¡Qué han dle sa-
ber ustedes hasta dónde llegaba esta cabeza que tengo entre mis
manos ! De estudiante, asombraba a los profesores de San Car-
los por su aplicación y su portentosa inteligencia; yo estaba tan
orgulloso que hasta me hacía la ilusión de que lo había parido;
idespués, en París, se mostró' como un portento, y si quisiera les
enseñaría a ustedes cartas de Charcot y de otros sabios, en que
hablan de mi niño como de un compañero, y luego aquí ha he-
cho curas tan grandes, que yo mismo me consideraba a su lado
como un discípulo ignorante. Además..., ¡tan bueno!, ¡tan sen-
cillo !, siendo el consuelo de Tos enfermos pobres y el salvador de
todos esos chicuelos haraposos que vienen aquí por las maña-
nas... Respondan ustedes: ¿Había alguien mejor que él? i Na-
ld!ie ! no hay en todo Madrid quien pudiera descalzarle. ¡ Vaya
un suceso divertido ! ¡ Y luego aún hay imbéciles que se empeñan
en hacernos creer que existe Dios, la Providencia Divina y todas
esas zarandajas, buenas para engañar ai los tontos!...
El viejo miró arriba, y rechinando los dientes, rugió:
— ^i Baja, bandido!..., ¡baja si te atreves, y me explicarás c^
por qué de esa inmensa sabiduría, quie mientras consiente la miuer»
8(5
L ^A ARAÑA NEGRA
te <Ie un hombre ¡benéfico y virtuoso, deja en pie a un canalla, y
hiere mortalmente a un pobre anciano!
El doctor seguía a aquellos hombres que iban empujando el
cadáver dentro úe la habitación. No soltaba la cabeza de su so-
brino, y cuando al ¡atravesar uno de los salones de espera la luz
del balcón dio de lleno en aquel rostro de lívida palidez, el viejo,
con un rugido, hizo detener a los conductores :
— Mirad, mirad bien esa cara: es la misma de mi pobre her-
mano. Esto es intolerable, esto es inhumano; parece imposible
que en una nación que se llama civilizada, los pobre? viejos ten-
gan que pasar por tan terribles agonías. Críe ustedi hijos, haga
usted de ellos unos sabios, enorgullézcase con sus triunfos, que
la ley del honor ya se encargará de enviarle uu espadachín que
a la primera cuchillada derrumbe todas sus ilusiones al suelo...
; Oh, Juanito ! i Hijo mío !
Y el viejo pudo, por fin. dar libre expansión a aquel dolor
ccmprimido en su pecho, y derramando abundantes lágrimas,
cayó de rodillas, diescansando su blanca cabeza sdbre la lívida faz
del muerto.
VI
El porvenir de la familia Ordóñez.'
La trágica muerte del doctor Zarzoso produjo gran impre-
sión en Madrid.
Los periódicos se ocuparon del suceso, aprovechando la
ocasión para declamar contra la bárbara costumbre del duelo,
y al entierro del doctor acudió toda la aristocracia de la cien-
cia en unión de aquella clientela pobfe quei adoraba a Zarzoso
como un ser casi sobrenatural, a causa de sus bondades sin
límites.
Durante algunos días la muerte del doctor fué el tema de
todas las conversaciones en Madrid; pero al domingo siguien-
te, "Frascuelo" tuvo una cogida, y el público novelero no
tardó en olvidarse del trágico desafío para ocuparse únicamen-
te de la salud del diestro.
Dos semanas después, eran ya muy pocos los que se acor-
daban de la triste suerte del doctor Zarzoso; la excitación pú-
blica devanecióse, y así no resultó difícil que Ordóñez fuese
condenado únicamentie a dos años de destierro, juntando con
8?
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
este castigo la esperanza de que el Gobierno le indultaría de
ia pena así que, transcurridos algunos meses, se hubiese ol-
vidado por compiletoi el trágico suceso.
Ordóñez acogió con satisfacción aquella sentencia que le
daba un pretexto para satisfacer su afición a vivir en el ex-
tranjero, y salió inmediatamente para Londres, después que el
padre Tomás, muy satisfecho de su comportamiento, le pro-
metió interponer su valiosa influencia para que el adminis-
trador de la condlesa a,^endiese a todas sus necesidades con
frecuentes envíos, de dinero.
Quedó, pues, María completamente sola en su hotel, al cui-
dado de su enfermo hijo, pues su tía, la baronesa, había olvi<
dado por completo las costumbres de mujer elegante que ob-
siervaba antes del matrimonio de su sobrina y en los primeros
tiempos de éste, y había vuelto a sus aficiones devotas, pasan-
do la mayor parte del año fuera de Madrid, visita-ndo con-
ventos y tomando parte en ejercicios relioiosos y romerías
que organizaban los jesuítas para levantar el espíritu católico,
que según ellos estaba muy decaído. La viuda de López ya no
ejercía de confidente de la baronesa y die María. Doña Fer-
nanda había perdido toda su confianza en la intrigante viuda,
y ésta, por su parte, cansada de servir a sus :íristocráticas
amigas, y habiendo ganado con sus complacencias lo que creía
necesario para el resto de su vida, habíase retirado a Anda-
lucía, dedicándose a negocios con sus ahorros en Sevilla,
donde prestaba al 30 por 100 a las gentes más mecesitadas.
Fué para María una época muy triste -^os dos años que
permaneció sola en su hotel, sin otra distracción quie el
cuidado de su enfermizo hijo, ni otras visitas que las del
padre Tomás y el médico de la casa.
Algunas veces, doña Fernanda, fatigada por las correrías
religiosas que la hacían viajar por todas las provincias de
España, piermanecía algunas semanas en el hotel; pero aque-
lla quietud en una casa que tenía algo de hospital y cuyo
ambiente apestaba con el acre olor de las medicinas, no agra-
daba a una mujer que era inquieta y movediza, por el instin-
to de la propaganda y la organización, 'e inmediatamente,
la vieja naloma mística levantaba el vuelo para continuar
acuella obra que tan grata les era a los padres de la Com-
pañía.
Mientras la baronesa permanecía en Madrid. María aban-
donaba su pasiva existencia de mujíer resignada y triste, y
obedeciendo a su rtía, la acompañaba a la iglesia o a las re-
uniones piadosas, mostrándose entonces a los ojos de las
«8
L'^' 'ARAÑA NEGRA
gentes de su clase, qu>e la creían enferma al no verla en los
demás puntos de reunión donde se codeaban las clases pri-
vilegiadas.
La joven condesa de Baselga,. por más que transcurría
lel tiempo, no lograba reponerse de la dolorosa sorpresa, del
inmenso pesar que la produjo la noticia del triste fin del doc-
tor Zarzoso. .,.,.. 1
Adivinaba que ella había intervenido indirectamente en
aquella iespantosa tragedia, en la cual su marido había des-
empeñado el papel más odioso, quedando su antiguo adora-
dor con el prestigio subüme del hombre de corazón que se
deja matar por haber amado mucho. ^
Antes dfe aquel duelo, miraba cotí inaiferencia a Ordo-
fiez, pero ahora le odiaba, viendo en él al asesino de Zarzoso,
V se sentía satisfecha por vivir alejada de su mando, pues
hubiese sido un tormento horrible el tener que estar a to-
das horas junto al hombre que aborrecía. ^
El recuerdo de aquel trágico suceso producíale una me-
lancolía incurable, y prefería permanecer encerrada en el
fondo de su hotel a tomar parte en las diversiones de la
vMa elegante o a mostrarse simplemente en púb ico. ^
Por otra parte, la continua e interminable dolencia que
debilitaba a su hijo, obligábala a permanecer siempre en-
cerrada, adivinando muchas veces que no era Paquita ci
único enfermo, pues ella sentía la falta de salud, y «en su
rostro marcábanse cada vez más aquellos signos que alarma-
ron a Zarzoso la primera vez que ^entró en el hotel y que
le hicieron sospechar que la tuberculosis del padre había
contagiado a toda la familia.
Cada vez que ella se quejaba de su falta de salud, pre-
sintiendo que existía en su organismo un principio de terri-
ble enfermedad, el médico de la casa y el padre Tomás bro-
meaban sobre lo que ellos llamaban escrúpulos v manías de
la condesa. ,
En concepto de dicho médico, lo que sentía Mana era
el cansancio producido por las muchas noches en vela y la
angustia que le causaba el estado de su hijo, al cual prome-
tía él curar en plazo muv breve, a pesar de cuyas promesas
la enfermedad de Paquito no dejaba de ir en £umento rá-
bidamente. , . . ,
El terrible hidrocéfalo no podía ser mas visible. La cabeza
del niño había ido desarrollando exageradamente su volu-
men de un modo lento y progresivo La frente se ^^^1^^^ ex-
tendido elevándose y avanzando hacia los ojos, de un modo
VICENTE B T A <: r n
tí L A S C O I B A Ñ E Z
que éstos estaban diriíridos harip ^Koí^ t.-
atnbum a siempre al exagerado cuidado de su madre va a
cZZJt7,r'r-''' ''"'"'' ^^^^"-"<'° qu¿ dníño :
oü er? de 1^ .or"^'"!, ^"/«"d'Viones para entrar en cual-
SecMo en ^^'°' ^' educación q„,e la Compañía tenia
establecidos en provincias y en el cual, con un clima sain-
en di Jn ^ ^ri" ''5'^'"^"*"!° e higiénico, no tardaría
en desaparecer la Iimchazón del cráneo que tanto alarmaba
Transcurridos los dos años de destierro a aue habían
condenado a Ordóñez, éste volvió a Madrid c.¿ eTúnfco fin
Parts oTt'""/"' ^■"■?°^P"« le gustaba má. la vida de
Pans o de Londres qme la de Madrid. En cuanto a su mu-
aILL '" 1"^°' fPf^^^ ^'' ^e acordaba de ellos, pues sólo
de tarde en tarde había enviado a María una breve carta por
^t ^?^Í"'''.P''^"""'^"'^° «^"^ marcada negligencia por la
salud de Paquito. . & s p"i '■-.
Cuando la condesa vio de vuelta ü c. ~„,:j_
-' .. vuelta a su mar do evnpnm^M
.0 un gran disgusto. Le era muy grato vivir sola en sHo-
tel, s,m otra compañía que la de su hijo, pues a^í su ima¿
nacion excitada se hacía la ilusión de que era una viuTa v
<íue su fesposo había sido^ aquel infeliz doctor, al cullama'
1)3 ahora sm sombra alguna del antiguo despecho, desde que
lo había jisto morir a causa del amor que la hab-'a profesado
ürdonez, como si adivinara cuáles eran los sentimientos
de su esposa, -no intentó con ella la m^enor intimidad Ade-
mas, el aventurero sin corazón que explotaba de tal modo
a su esposa, como había estado tanto tiempo ausente notó
ai primer golpe de vista lo enviejecida que se hallaba por las
penas, y la interna destrucción que en su organismo iba
operando la enfermedad, y esto era más que suficiente para
que aquel hombre corrompido y sin sentimiento, que en
punto a amor no había ido más allá de una carnívora bru-
m
LA ARAÑA NEGRA
tcdidad, rehuyese todo contacto con la esposa honrada, que,
por ser madre, había p-erdido una gran parte de su frescura
y de su belleza.
La fría indiferencia entrle los dos cónyug-es era visible
para todos cuantos entraban en la casa, y apenas si al sen-
tarse a la mesa, los pocos días en que Ordóñez comía en
casa, dirigía éste algunas palabras a su esposa, la cual, por
su parte, tampoco tenía gran interés en traíarsle con un hom-
bre a quien odiaba.
Un día Ordóñez se mostró con su esposa más insinuan-
te y cariñoso' que de costumbre-
Después del almuerzo, en vez de salir apresuradamente
como hacía s'empre, para acudir a las mil citas de amigos
y amigas que le asediaban desde que había llegado a Ma-
drid, Ordóñez permaníeció asentado,, motetrando desieos de
entablar conversación con María, a la cual inquietaba algo
tan inesperada solicitud.
Hablaron primeramente del estado de su hijo qme en
aquellos días parecía experimentar cierta mejoría y corre-
teaba por la casa sin pesadez y sin mostrar esa manifiesta
imbecilidad que produce el hidrocéfalo en los niños.
— Tú verás — ^decía Ordóñez a su esposa — cómo al fin no
resulta nada la enfermedad de nuestro hijo. Son d'olencias
esas que cuando niños todos hemos pasado y que desapa-
recen al robustecerse el cuerpo y salir de la infancia. Como
esa enfermedad sie hará más grave, será si tú te empeñas en
tener siempre a Paquito cosido a tus faldas y rodeado de
los más nimios y escrupulosos cuidados- Estb sólo servirá
para que su dolencia se agrave y tú te pongas más enfer-
ma, porquie, ¡mira, hija mía,!,, voy a serte franco; tú no
estás muy bien y de seguro que si te empeñas en sacrifi-
carte tanto por cuidar a tu hijo, no tardarás en morirte. Me
parece muy bien que una madre cuide a su hijo sin r'epa-
rar en fatigas ; lo mismo hacía la mía ; pero esto no impide
que uno se cuide a sí mismo. Yo también estoy muy de-
licado y, sin ^embargo, me hago la cuenta de vivir muchos
años, porque me preocupo mucho de lo que puede hacer
daño a mi salud y procuro cambiar de aires con frecuencia,
pues( esto siempre es bueno. Dirás que soy muy egoísta; con-
forme, no lo discuto; pero con egoísmo se vive, y si yo mu-
riera, nadie de este mundo se encargaría de resucitarme. Los
muchachos, ; qué demonio!, deben acostumbrarse a vivir
libres de cuidados; esto los robustece y a Paquito lo que le
conviene es estar una buena temporada lejos de tí, rodeado
5>i
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
de otros chicos que le animen y sometido a un régimen sin
contemplaciones que excite su energía.
María se asustó al oír estas palabras y adivinó ya lo que
su esposo iba a decirlle.
—Yo he hablado del asunto con el padre Tomás y éste
que, como ya sabes, es persona de mucha ciencia, cree lo
mismo que yo y aconseja que envidemos a Paquito a uno de
los colegios que la Compañía tiene en provincias; al de Va-
lencia, por ejemplo, asegurando que allí sabrán robustecer-
lo y librarlo de toda enfermedad, hasta el punto de que an-
tes de un^ año estará rollizo y sonrosado como un tudesco.
Yo también pasé los primeros años en un colegio de jesuí-
tas, y te aseguro que allí no nos iba mal, pues me crié per-
fectamente, y al mismo tiempo que me fortalecí supe mu-
chas cosas que jamás hubiese aprendido metido entre las
faldas de mi señora madre. Con que ya lo sabes, María; co-
mo quiero mucho a mi hijo, por más que tú creas lo con-
trario, deseo que ingrese pronto en un colegio,, dcvnde apren-
derá a ser hombre.
Desde aquel día el porvenir de Paquito fué el motivo de
todas las conversaciones que se entablaban entre los dos
esposos.
María resistíase con energía a acceder a aquella separa-
ción; pero la asediaban continuamente con sus palabras, a más
de su esposo, el padre Tomás y el méd'co de la casa, el cual
hablaba de los grandes peligros del clima de Madrid, que
amenazaba continuamente con una pulmonía al organismo
débil y delicado del niño.
Un nulevo refuerzo tuvieron los que atacaban la resisten-
cia d'e su sobrma, y llevada de la indignación que le produ-
llo, que vino a descansar un mes de sus tareas de propa-
ganda y a saludar a Ordóñez, su "tunante sobrino", a quien
seguía profesando gran simpatía, porque sus calaveradas k
hacían mucha grac'a.
Doña Fernanda, después de escuchar reverentemente la
autorizada voz del padre Tomás, mostróse decidida partida-
ria de qu'e el niño fuese al colegio.
Con su carácter dominante e irascible, atacó la resisten-
cia de su sobrina, que llevada de la indignación que le produ-
cía tanta tenacidad, llegó a decir con imponente voz:
— Si se muere el niño, tú serás la culpable, pues te em-
peñas en retenerlo aquí con gran peligro de su vida, y no
quieres enviarlo donde indudablemente adquirirá la robus-
S)3
•
L Id ARAÑA NEGRA
tez que le falta. Amas mucho a tu hijo; pero esto no imp:-
ét que seas una mala madre.
Esta acusación fué lo que hizo a María rendirse.
Legó la infeliz a imaginarse que podían ser ciertas ta-
les palabras, y con el desieo de no causar el más leve mal
a su hijo, accedió a consentir tal separación, aunque estaba
seeura de que esto le produciría un disgusto sm hmites._
Quedó acordado que el nif^o iría a educarse al colegio
de los jesuítas de Valencia, por ser el clima templado de esta
ciudad el que más convenía al enfermizo nmo. ^
Maríar deseosa de separarse de su hijo lo más tarde po-
sible, se encargó de ser ella quien lo condujese a Valencia,
y la baronesa, que cada vez estaba más dominada por su
manía de viajar, prestóse a acompañarla.
La joven condesa llegó hasta proyectar el traslado de
.u domicilio a Valencia, para vivir de este modo más cerca
de su hijo; pero tuvo que desistir de tal idea ante la ro-
tunda negativa de su esposo.
El antiguo calavera, que, según decía, comenzaba a sen-
tirse viejo y se hallaba algo cansado de sieír simplemente en
«ociedad un aturdido, quería adquirir el prestigio de hom-
bre serio y distinguido, y pensaba, aprovfeichando la ausen-
cia de su hijo, en arrastrar a María a las fiestas del gran
mundo y presentarse en bailes y recepciones, grave y estira-
do, con su esposa del brazo, cual conv^enía a un hombre que
aspiraba a solicitar en la primera ocasión oportuna una em-
bajada en cualquier nación de segundo orden.
La misma noche en que María, ante su familia y sus
amigos, se decidió' a permitir que la separasien de su hijo,
l'evando éste al colegio de Valencia, el padre Tomás y el
médico de la casa, al salir del hotel y subir al carruaje que
les .esperaba, entablaron inmediatamente conversación sobre
la salud del hijo de la condesa de Baselga.
—¿Cree usted, doctor, que esie niño puede gozar larga
^^ —Lo que me extraña, reverendo padre, es que iio haya
muer-o ya La tuberculosis del padre, contaminando a U
madre, ha producido en el hijo ese hidrocéfalo tan marca-
do, que seguramente llevará el niño a la tumba.
— ¿Y tardará mucho en morir?
—No puedo asegurarlo; pero un tuberculoso es un cam-
po abonado para toda clase de enfermedades. Bastaría que
en :el colegio sufriese un l'gero enfriamiento, que se expu-
siera a una corriente de aire después de la agitación propia
93
Vicente js l a s c o i b a ñ r z
de la hora de recreo en. que juegan los alumnos, para que
i-nmediaíamente se declarase en él una pulmonía, que en
pocas horas le produciría la muerte.
El padre Tomás sonrió en la oscuridad que envolvía el
interior del carruaje.
—¿ Y la condesa P—pregiintó el jesuíta—. ¿ Cree' usted que
será muy larg-a su vida ?
— También e tá amenazada de muerte, pues la tuber-
culosis hace en ella rápidos estragos. Tal vez no tarde mu-
cho en dieiclararse en ella la tisis.
— Pues entonces tampoco a Ordóñez le quedan muchos
años de divertirse, ya que él ha sido el foco de la enferme-
dad que ha contaminado a toda la familia.
— ¡ Oh ! Tal vez viva es'e más años que nosotros. La tu-
berculosis se presenta en él en forma muy benigna. Esto Jc
parecerá' extraño a vuestra reverencia, pero las enfermedades
tienen sus rarezas, lo mismo que lois seres humanos. Hay
quien esparce la muerte en derredor suyo y, si-n embargo,
vive muchos años gozando una relativa salud.
Callaron los dos hombres y permanecieron inmóviles en
la oscuridad del carruaje, hasta que por fin sonó la voz mt'-
iosa e hipócrita del jesuíta:
~¡0h, Dios mío! |Cuán tristie es el porvenir de esa fa-
milial Crea usted, doctor, que siento haberla conocido,, y que
si hubiese llegado a adivinar que Ordóñez no era hombre
de completa salud, me hubiese opuesto a su casamiento con
la condesa.
VII
Un telegrama.
Aquella mañana el ipadre Tomás esperaba en su despa-
cho la visita de uno de sus subordinados, pertenecientes a la
casa-residencia id'e Sevilla y el cual había sido llamado a Ma-
drid por orden de su superior.
El jesuíta italiano, llevado siempre de su idea de hacer
las cosas por sí mismo, cuando estaba disgustado de alguno
de sus subordinados, no quería valerse de intermediarios pa-
la formular sus repulsas y les hacía presentarse en Madriá,
donde podía vigilarlos de cerca.
El jesuíta que había incurrido en su desagrado y a quien
i 94
LA ARAÑA N ñ é ' R A
él esperaba aquella mañana para desahogar en su persona
su mal humor, era un jesuíta andaluz, lel padre Palomo, que
gozaba de cierto renombre, a causa de sus aficiones literaria.s
y de los artículos y -novelas que publicaba en todos los pe-
riodiquillos y revistas, más o menos subvencionados por la
Compañía de Jesús.
Poco después de las once entró su criado de confianza a
anunciarle la llegada del padre Palomo y pasados algunos
segundos presentóse en el despacho el jesuíta andaluz, al
que examinó el padre Tomás con una rápida mirada.
Era un hombre de mediana estaiura, de aspecto enfermi-
zo y de frente espaciosa y pronunciada, bajo la cual brillaban
unos ojos que, aunque fijos en el suelo, con la tenacidad de
la costumbre, chispeaban de vez en cuando con la llamarada
propia del hombre observador y de inteligencia despierta.
El padre Tomás, ai notar en la figura del recién llegado
cierta delicadeza de modales y un asomo de indolencia aris-
tocrática, recordaba con su prodigiosa memoria la historia
de aquel padre de la Compañía.
Su juventud había transcurrido en los salones, siendo ün
hombre de moda, disputado por las damas y a quien el amor
había reservado gtrandes ;triunfos. Su existencia al,egre >
aventurera le hizo arrostrar grandes peligros, y al verse en;
cierta ocasión próximo a la muerte y salvar inesperadamente
la vida, su imaginación de poeta excitada por el riesgo que
había corrido, vio en aquella aventura la milagrosa protec-
ción de Dios y abandonó el mundo, ingresando en la Com-
pañía de Jesús, poseído de la ¡mayor fe.
Los jesuítas fomentaron sus aficiones literarias compren-
diendo que podían proporcionar algún honor a la Compa-
ñía que siempre muestra empeño en presentar como eminen-
cias a aquellos de sus individuos que no. pasan de ser me-
dianías, y consiguió el padre Palomo ser en breve un es-
critor a quien todos los afectois a la Orden consideraban
como un portento literario.
El padre Tomás tenía motivos para eistar quejoso de
aquel jesuíta que, aunque proporcionaba ciierto honor a la
Compañía, hacíase objeto de censuras por la altivez con
que acogía las órdenes de sus superiores, y el orgullo que
parecía pose^erle desde que la Orden había hecho de él una
eminencia.
Al entrar el padre Palomo en aquel despacho y verse
en presencia del hombre poderoso que dirigía los niegocios
de la Orden en toda España, bajó sus ojos con la humilde
95 i
VICENTE BLASCO 1 B. A Ñ h Z
icxpresión del esclavo, y arrodillándose a los pies del padre
Tomás, le besó reverentemente, la mano.
El italiano mostró entonces en su rostro impasible una
expresión de superioridad y con severo acento comenzó a
hablar al padre JPalomo, que había vuelto a ponerse «n pie:
— ¿Sabe usted por qué he mandado llamarle?
— No, reverendo padre.
—El superior de nuestra residencia en Sevilla me ha
dado sus quejas por la conducta de usted. El demonio del
orgullo le domina a usted, reverendo padre, desde que se ve
aplaudido por esa gente estólida que lee novelas; y porque
sus libros han tenido alguna aceptación, que es debida prin-
cipalmente a nuestros reclamos, sie cree usted ya con sufi-
ciente mérito para despreciar a sus superiores naturales, a
los que debe lexacta obediencia. ¿Cree usted que los éxitos
que en el mundo alcanza un jesuíta corresponden a 41 úni-
camente?
— No, reverendo padre.
— Celebro que así lo reconozca usted. La gloria de un
jesuíta es la gloria de la Compañía entera, y si usted ha al-
canzado éxito en sus libros, ese éxito es de la Compañía.
El autor no es más que un simple instrumento que produce,
piara que todos sus hermanos gocen por igual de la gloria.
El padre Palomo, con su sagacidad y su silencio, dab.i
ti. entender que nada tenía que objetar contra aquella teoríi
puramente jesuítica que anulaba lo más notable y digno de
cada individuo. i : ; ■ ,
— Ha sido usted muy culpable, padre Palomo — continuó
€l jesuíta con creciente severidad — . M'erece usted un cruel
y saludable castigo que le libre de ese orgullo que parece
dominarle, y no sé como me detengo y dejo de ordenarle
que vaya unos cuantos años a Filipinas a vivir entre los
igorro't'es, para olvidar de este modo esas aficiones literarias
que han despertado su fatuidad.
El jesuíta escritor permanieció inmóvil ante tal amenaza;
pero con su aspecto resignado demostraba que estaba dis-
puesto a sufrir cuantos castigos le impusiera su superior.
— Aquí — continuó éste con visible irritación — no hacemos
las reputaciones de los individuos de la Compañía para que
éstos se enorgullezcan, y queremos que por encima de todas
las satisfacciones que a un jesuíta puedan producirle los
aplausos del mundo, exista el respeto y la sumisión a todo
aquel que sea superior en rango. Aquí me tiene usted a mí
— continuó con creciente exaltación — que soy el superior de-
fi6
L
ARAÑA N E G K
la Orden ,en toda España y que tengo en mi vida militante
iiechos suñcientes para mostrarme orgulloso y satisfecho de
mi mismo; pues bien, si aiiora entrase por esa puerta el ge-
neral de la Compañía, me vería usted ,inmediatamente pos-
trarme de hinojos a sus pies, y si me ordenaba él arrojarme
por ese balcón, no tardaría un segundo en tirarme de ca-
beza Solo con una obediencia ciega e inflexible, es como po-
demos realizar nuestra grande obra: la conquista del mun-
do para Dios.
Ai padre Palomo le impresionaba algo la inquebranta-
ble íe que demostraba su superior, y le parecía subhme en
un hombre tan poderoso aquella obediencia ciiega y aqueiía
confianza tan absoluta en todo superior.
El italiano comprendió el efecto que sus palabras pro-
ducían en el literato, y como tenía sus miras acerca de este
se apresuró a terminar la parte severa y dura de tal confe-
rencia, para entrar después en otra más agradable y útil.
—Vamos a ver, padre Palomo; yo no tengo gusto en cas-
tigar a un individuo de la Compañía, y cuando tomo seve-
ras disposiciones con alguno, sufro tanto como el mismo m-
tenesado. ¿Está usted arrepentido de sus faltas de respeto y
sus altiveces con el padre superior de Sevilla?
— Sí, reverencio padre.
— Pues bien, yo le perdono su falta, aunque con la con-
dición de que nunca ha d'e volver a incurrir en desobedien-
cia. De rodillas, padre Palomo, y solicite usted su perdón.
El escritor estaba demasiado acostumbrado a las prác-
ticas humillantes e infantiles del jesuiúsmo para intentar la
menor resistencia; así íes que se apresuró a ponerse de ro-
dillas, y vióse entonces al mismo hombre de quien la critica
literaria hacía grandes elogios y que gozaba del favor del
público, decir humildemente, arrodillado y con los brazos en
cruz:
—Pido a Dios y a mi superior, el reverendo padre Tomás
Ferrari, que me perdone mi soberbia, mi orgullo y mi des-
obediencia.
Con les/tas prácticas degradantes, que matan en el horn-
bre el sentimiento de la dignidad convirtiéndole en un autó-
mata inconsciente, es como el jesuitismo sostiene la ruda y
pertecta disciplina de sus huestes.
—Levántese usted, padre Palomo. Dios le perdona; pero
para que acabe de ser vencido esie demonio del orgullo que
tanto le ha dominado, es preciso que durante siete días, a
la hora de comer, se arrodille usted en el refectorio de la
97 7
VICENTE B L A ó L O 1 B A Ñ E ¿
casa-residencia y repita esas mismas palabras ante los de-
más padres. Es una santa humillación que conseguirá alejar
del todo al espíritu malo.
El escritor elevó sus ojos con expresión de santa manse-
dumbre, y dijo con místico acento:
— Así io iiaré, reverendo padre. No me dueLe esa humi-
liación, porque me la ordenan mis superiores y es beneficiosa
para mi alma.
— Aiiora que ya hemos hablado , de asuntos particulares
— ^dijo el padre, Tomás con entonación más amable» aunque
sin perder su gesto de superior — , conviene que hablemos
de otros asuntos que serán beneficiosos para la Compañía.
Ante todo advierto a usted, padre Palomo, que va a quedar-
se en Madrid.
— Haré lo que mis superiores me manden.
— Seguirá usted dedicado a sus tareas literarias, pues con-
viene a la Compañía, e-n las presentes circunstancias^ el em-
plear las facultades que Dios le ha dado a usted, aunque ad-
virtiéndole que no por esto debe volver a caer en su antiguo
orgullo.
— Seré humilde como un buen soldado de Jesús.
— Soldado; esa es la palabra. Va a ser usted combatiente
en favor de nuestra gran causa. Hasta ahora sólo ha escrito
usted novelas de puro entretenimienLO, ¿no es esto?
— Sí; pero todas icUas tienen su fin: el de demostrar que
la Compañía de Jesús es la institución más santa, y que
todos deben ponerse bajo su dirección.
— Sí; lo sé. He leído algunas de esas obras» pero uo
basta eso. La Compañía necesita un libro de batalla que
mueva ruido y que escandalice. ¿Antes de 'entrar en la Or-
den no pertenecía usted a esa juventud elegante que penetra
hasta en lo más recóndito de las alcobas de las grandes da-
más, y conoce todas las miserias de la alta sociedad?
— Sí, reveríendo padre. Vi el gra-n mundo de cerca, aprecié
todas sus miserias y por esto mismo desengañado de la
existencia terrenal, entré en da Compañía.
— Pues bien, aproveche usted todos sus rfecuerdos, sus
antiguas observaciones, para escribir un libro que sea como
lina sátira sangrienta contra la' aristocracia. Nada de escrú-
pulos ni vacilaciones. Palo seco con todos, y mucha verdad
en la descripción, sin temor a incurrir en una crudeza im-
propia de un sacerdote: ahora está en moda el naturalismo.
Calló el padre Tomás, pero como su subordinado daba a
,98
LA ARAÑA N E & R A
iwitender con su silencio que -no habia comprendido del tod©
lo quie deseaba su superior, éste añadió :
— Para que usted se capacite de lo que tal obra debe ser,
le expl'caré el objeto que la Compañía se propone. Hoy la
aristocracia, a fuerza de imitar la felegancia francesa, se ha
contaminado de cierto volterianismo, y no viene ya a bus-
carnos como en otros tiempos, solicitando nuestra dirección.
Piense usted, Padre Palomo, lo que seria de nuestra Compa-
ñía si la g^ente de dinero nos fuera infiel separándose para
siempre de nosotros. Yo, después de varias tentativas, me
h'e convencido de que es imposible atraer a esa aristocra-
cia veleidosa e ingrata por medio de la persuasión y la dul-
zura, y no nos queda más recurso para encadenarla a nues-
tra dirección que apelar al terror, atemorizándola con un
soberbio varapalo. Para eso quHero el libro de usted. Este
es el objeto que ha de llenar. Pondremos a la aristocracia
en ridiculo, describiendo todos sus vicios y miserias, y esto,
al mismo tiempo que hará volver al redil a los ingratos, nos
proporcionará la adhesión de la clase media, que, odia a la
gente privilegiada, y tai vez hará que por espíritu de par-
tido nos miren con menos hostilidad los hombres que son
•nuestros irreconciliables enemigos. ¿Pía comprendido usTed
ya la tendencia del libro en cuestión?
El padre Palomo había ido entusiasmándose conforme
su superior le exponía el espíritu dte la obra, y en sus fac-
ciones coloreadas por la animación, notábase 'el satisfecho
gesto del escritor que encuentra un tema de su gusto.
— ¡Muy bien! ¡Eso es! — ^decía el jesuíta andaluz, despo-
jándose de su actitud humilde y encogida — . La idea es mag-
nífica y digna de vuestra paternidad. Fustigaremos a la aris-
tocracia, que es la clase que mejor conozco, y yo le aseguro
a vuestra reverencia que con las anécdotas que recuerdo y
los escándalos que he presenc'ado en mi época de hombre
■■'.\ mundo, hay más que suficiente para formar una nov'ela
que mueva ruido. La 'titularemos "Miserias", si a vuestra
paternidad le parece bien.
— Me gusta el título. ¿Cuándo va usted a pioners'e a tra-
bajar? !
— Mañana mismo; asi qué descanse de las fatigas del
viaje comenzaré a hacer mis apuntes y a clasificar mis re-
cuerdos, i i i
— Está hien. Vivirá usted en nuestra casa-residencia, y yo
daré orden de que -nadie le incomode en sus trabajos.
Hablaron aún los dos jesuítas un buen rato sobre la fu-
99
VICENTE BLASCO I B A Ñ E ¿
tura obra, oyendo el escritor con gran respeto las indicacio-
nes del padre Tomás, y cuando el padre Palomo salia del
despacho, satisfecho del resultado de una conferencia que
tanto había temido, entró uno de los secretarios del ita-
liano, mudo e impasible como una estatua, s'tgún era cos-
tumbre en todos los que trabajaban en la casa, y le entregó
un telegrama que acababa de Ikgar.
El padre Tomás rasgó la cub.erta, y al le'erle, una ligera
sonrisa de satisfacción vagó por sus labios.
Era el padre director del colegio de Valencia quien le
telegrafiaba, manifestándole que «1 niño Paquito Ordóñez
estaba gravemente enfermo, a consecuencia de una pulmonía.
No había resultado deficiente la gestión del jjadre Tomás
desde Madrid, y la enfermedad llegaba con tanta precisión
como él la había previsto.
Por fin, el heredero que tantos cuidados inspiraba, ya no
estorbaría más los plan>e,s de la Compañía.
— Es preciso — se dijo el jesuíta — avisar a los padres esie
triste suceso. No sé si Ordóñez estará en Madrid. El otro
día me dijo que pronto iba a saÜr con algunos amigos a ca-
jear en un coto de Extremadura. Vamos allá: si'empre en-
contraré a María, y ésta es la única a quien podrá impre-
sionar la noticia; conozco bien a toda aquella gente.
Así fué. María prorrumpió en alaridos al saber que su
pobre hijo estaba enfermo de grav'edad.
Aíedio año hacía que Paquito estaba en el colegio de Va-
lencia, y a pesar de que el director d'el establecimientX) le
escribía frecuentemente dando noticias de su salud, la pobre
madre no podía contener su impaciencia, y dos veces había
tomado el tren, sufriendo las fatigas del viaje tan sólo para
estar ^en Valencia algunas horas al lado de su hijo, y regre-
sar inmediatamente a Madrid.
La s'egunda de aquellas entrevistas la había proporciona-
do Un inmenso placer, pues vio a su hijo con aspecto menos
enfermizo,, notando también que había disminuido algo el
volumen de su cabeza. Esto le hizo creer en la bondad de
aquellos consejeros del padre Tomás, y en que realmente
sería beneficiosa para Paquito la estancia en el colegio, y
cuando más ilusionada estaba, venía una noticia tan fatal y
urgente a sumirla en la desespeiración.
La pobre madre rieleía sin cesar aquel telegrama como si
, en su conciso lenguaje pudiera encontrarse la certeza del
porvenir del niño, y por más esfuerzos que hacía el padre
7'cmás para convencerla de que el niño podía salvarse, como
100 ^
L ^ 'ARAÑA NEGRA
ya había ocurrido cuando dos años antes tuvo el ataque de
rnenin iritis, María 'no se tranquilizaba, y aturdida por el do-
lor, sólo contestaba con gemidos y frases incoherentes..
No log-raría trannuiHzarla el reverendo padre. La decía
el corazón qud su niño estaba enfermo, muy enfermo, y aun
podía ser que a aquellas horas hubiese muerto ya.
La pobne madre desesperábase por no tener alas para
-volar hasta donde agonizaba su h'jo, y pensaba con terror
que aún habían de transcurrir algunas horas hasta el ano-
checer, que era cuando salía el tren correo de Valencia.
Aquella ciudad, en la qu'?' había pasado su infancia so-
ñcíTiáo tanto, y teniendo en ella sus primeros amores, y en la
que ahora agonizaba el ipedazo de sus entrañas, era el lugar
que llenaba en tales instantes su imaginación, y por encon-
trarse en él hubiera dado en dicho momento su fortuna y
hasta su vida.
Estaba resuelta a salir en e^ correo de aquella noche, y
el padre Tomás, por una complacencia instintiva o por un
refinamiento de artista que desea ver su obra acabada para
convencerse de su perfección, se prestó a acompañarla.
Como la baronesa estaba ausente, María, al abandonar
su casa, dio sus instrucciones al criado Pedro, que era quien
m(erecía toda su confianza.
A las siete de la tarde la condesa y el anciano jesuíta su-
bían a un reservado de primera clase en el tren que iba a
salir de la estación de! Mediodía.
La joven madre cubría con un velo aquel rostro antes
tan fresco y hermoso y que ahora estaba consumido por la
cn-^ermedad y desencajado por el dolor.
De Vez en cuando una tosecilla seca y violenta agitaba el
extremo de^ velillo.
— Hí.sta las once de la mañana no llegaremos a Valencia.
¿No es eso, padre Tomás?
— S?, hija mía.
— I Oh, Dios misericordioso! i Qué noche me esn'era! La
impaciencia de llegar es más terrible que mi dolor. Cada mi-
nuto es un siglo v únic? mente me sostiene el deseo de ver a
mi Pn nuito. a mi hijo, que tal vez esté muriendo en este mis-
mo momento.
La pobre madre, asustada por sus propias palabras, rom-
pió a llorar, deiando caer su cabeza sobre los grises almoha-
dones que manchaba con sus lágrimas,
lOI
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
Al otro extremo del departamento iba, inmóvil e impa-
sible, el padre Tomás, que movía sus labios como si rezas*
y m'raba fijamente la luz del farol que oscilaba con la tre-
pidación del tren en marcha.
VIII
La muerte del niño.
.. f
A través de las vidrieras que cerraban herméticamente
las ventanas de la enferm'ería, entraban en ésta los alegares
ravos del sol. desonés de juíínetear entre el ramaje del i-nme-
diato jardín,, donde un tropel d'e pájaros piaba en las alturas,
y más de un centenar de muchachos correteaban abajo, por
las enarenad'as avenidas, divirtiéndose con juegos ruidosos que
producían explosiones de ^i^^as v de rrritos.
La animación y lel ruido del jardín contrastaban con la
soledad y el silencio de aquella habitación con cuatro ven-
tp/p^s, que servía de enfermería.
Doce p'equf"na«; c^mas de hierro con rop^'^.s de deslumbran-
'- blancura alineábanse a lo largo de la tpared. enfrente de
las ventanas, y todas ellas estaban vacías, a excepción de la pri-
mera, sobre cuya almohada destacábase un?, cabeza que por 1«
íibultada parecía pertenecer a otro cuerpo que a aquel ne-
'"'•'^pño tronco raquítico y menguado, que apenas si se de^-
'-r-^ba con las convulsiones de una respiración jadeante, bajo
los plie,eue=í de la cubierta.
Era el hijo de la condesa de Baselga el único enfermo
que ocupaba aquel departamento del colegio.
Acababa de ausentarse lel hermano lego, encargado de la
enfermería, mocetón de anchas mandíbulas v aspecto de
imbécil, que manifestaba gran cariño a los niños y entre-
tenía al enfermito con cuentos milagrosos.
El niño sentíase abrumado por la espantosa soledad en
que vivía.
La tuberculosis, que paralir^ba ea parte su cerebro^ n©
^r».b'a logrado borrar la precocidad de pensamiento oue dís-
t'i^ ortiga a Paquito y que parecía agrandarse con-l"orme avan-
zaba el curso de su enfermedad.
Más que su dolencia., más que aquella terrible opre-
sión en el pecho, que le hacía respirar penosamente, con-
L 'A ARAÑA NEGRA
movía al niño la soledad en que vivía y el cariño frío y mer-
cenario que le rodeaba.
A! pas'ear su debilitada vista por aquella vasta pieza si-
lenciosa y fría, el niño se acordaba con dolor y envidia de
la casa paterna, donde él reinaba en absoluto ; de aquel ele-
.srante y confortable hotel, donde vivía entre plumas y abri-
g'os. rodeado de cuantas comodidades puede proporcionar una
gigantesca fortuna y un solícito cariño.
Pero más aún que el lujo y el bienestar, lo que el pobre
enfermito echaba de menos en su actual situación era su
madre, aquella hermosa señora, con los ojos siempre empa-
nados por las lág'rimas, que cuando él despertaba veía siem-
pre a la cabecera de la cama, triste y llorosa como las Vír-
íTones que tantas veces Vi^bía contemplado en h. semiobscu-
ridad de las capillas.
No podía quejarse de la solicitud de que era objeto en
el colegio ; pero el niño, con su pasmosa precocidad, adivi-
naba lo mercenario de aquel c?riño. que cuidabn por obliga-
ción y trataba a cada uno según su riqueza y rango social.
Bien le cuidab? el mozo de la enfermería, pero sus m.anos
rudas no podían ser comparadas con aquellas finas y suaves,
nue allá en Madrid le manejaban con tanta delicadeza, como
si su cuerpo fuese un copo de algodón. Todos los padres
profesores del colegio entraban diariamente en la estancia
a or^eguntar al niño por el estado de su salud, pero en sus
frías nalnbras v en sus imr)as,ibles rostros no se notaba el
menor asomo de aquel cariño vehemente, de aquel doloroso
anhelo, nue la nobre madre llevaba imnreso en todo su ser.
Aquel abandono moral en aue le tenían, aquella frialdad
nue le rodeaba, era lo que entristecía al pobr'e niño y le ha-
cía sum'rse en un decaimiento absoluto, que favorecía el
pro'^reso de la enfermedad.
El, que pertenecía a una poderosa familia: nue no había
ni aun sosnech^ido la verdadera siprificnción d^ la oalabra
miseria: que habíp vivido rodeado siemnr'é de ;a riqueza, el
fasto y la comodidad, v oue al exoerímentar el menor dolor
había visto inmediatamente en torno de su lecho a un e^ran
número de solícitos sirviente?,, pensaba ahora, con envidia,
'•n los hijos <ie\ conserie áe su hotel, en aííuellos ^ohrecilloí,
tímidos y mal abr'gados. que subían algunas vece? a su
cuarto nara entretenerlie con sus iuego<n.
i Cuan felices eran aquello? miserables! jCómo les en-
vidiaba su suerte! Ello^, al menos, si caían enfermos tendrían
9. SU lado una madre que los cuidase, con ese cariño infa-
103
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
tigable y heroico del que únicamente es suscept ble el co-
razón de la mujer; y no había miedo de que se viesen como
él, que por ser rico e hijo de una gran familia se encontra-
ba ahora en un lugar extraño, en una pobre cama, y sin ver
otros seres que el rudo criado, el médico de la casa y media
docena de hombres megros, cuyo rostro impasible parecía de
bronce, y que a sus terribles dolores sólo sabían contestar
con frías palabras, en las que no se notaba el menor asomo
de afecto.
Paquito lloraba silenciosamente y sus lágrimas iban a caer
sobre el embozo de su cama, que movía con vaivén de olea-
je la respiración jadeante de sus congestionados pulmones.
Un pensamiento cruel obsesionaba el cerebro del niño.
¿Es que sus padres no le amaban ya y por esto habían
mostrado tanta prisa en alejarlo de su presencia? El pobre
niño no podía creer que dejasle de amarle aquella mujer que
tanto cariño le había demostrado allá en Madrid, y que por
dos veces, llorandoi de emoción, había venido a verle en el
colegio; pero al mismo tiempo pensaba con amargura que
los padres que quieren a sus hijos hacían como el conserje
de su hotel y otras gentes humildes que él había conocido y
que por todo el oro del mundo no consentían en separarse un
sólo día de los que leran pedazos de sus entrañas.
El infeliz ignoraba Ta existencia de inhumanas costum-
bres que la sociedad ha establecido con el carácter de supre-
ma distinción y que hacen que los padres abandonen a sus
hijos en la infancia para entregarlos a manos extrañas, jus-
tamente en la época en que más necesitan de los cuidados
del verdadero cariño.
No era que el niño pudiera quejarse de haber sufrido vio-
lencias ni desprecios en aquel colegio, especie de convento
de la infancia a que sus padres le habían enviado. La servi-
dumbre le trataba con más cariño que a los otros alumnos ;
algunos de éstos, malignos e insolentes, que se burlaron de
su timidez y de su abultada cabeza, fueron castigados riguro-
samente por el director; los padres maestros le trataban
siempTe con las mayores consideraciones; pero, a pesar de
tantas atenciones, el niño, criado al calor de una maternidad
cuidadosa y solícita, no podía avenirse con la fría reglamenta-
ción de aquella casa y con los cuidados mercenarios de que
era objeto y en los que s<e notaba más el impulso de la obli-
gación que el del afecto.
No; por más que hacieran aquellos hombr^^.s para serle
104
i
\A
'A R A Ñ 'A N E & R
aj^radables, no podían llenar en su corazón el vacío que había
dejado la ausencia de la madre. ^ , „ .
Paquito notaba en el cariño de todos ellos algo que para
él era di^no de censura, por más qu^ f ;""^^^%^,J^/'±:
mentación del e^-ogio y en la necesidad de considerar iguales
a todos los alumnos.
¿Por qué en la sala de estudios habían destinado para el
aquel pupitre cercano a la -puerta, donde llegaban frías co-
rrientes de aire cada vez qute alguien abría la mampara de
-cristales y levantaba el cortinaje? ,:Por qué en el dormi^torio,
con el pretexto de que era el último alumno que había in-
gresado, ocupaba la cama más inmediata al corredor, lo que
le hacía pasar las noches con el cuerpo entumecido y tosiendo
dolorosamlente? De seguro que a estar allí su madre, no hu-
biese vivido él tan desprovisto de cuidados y la enfermedad
ro hubiera heclío de su cuerpo una víctima, oprimiendo con
mano de hierro sus débiles pulmones.
Y mientras el níno pensaba con dolor en su desgracia al
.Pr conducido a aquel establecimiento, escuchaba con marca-
da expresión de 'envidia el rumor que producían sus compa-
ñeros iugando en e>l inmediato jardín,, en aquella hermosa
" -boleda,' que era la 'única parte del colegio a la que profe-
saba algún cariño. ' i i. «
Su madre era el recuerdo que ocupaba por completo su
memoria, v pensaba en ella con la des-es-Deracion del desgra-
ciado que ha perdido el protector en quien cifra todas sus
esperanzas. . , i. t^
íOh, .i ella lleease! iSi ella apareciese de repente en la
enfermería, extendiéndole sus brazos con loco arrebato ele
pasión y gritando "íhijo mío!", con esa voz que sale del
Dos días hacía que el pobre niño se hallaba enfermo en
aquel lecho, y cada vez que pensaba eti la posibih'dad de que
c;u madr'e apareciese en aquel lugar, la esperanza le reanima-
ba dándole nuevas fuerzas, y hasta le parecía que. de reali-
zarse tal milaero, no tardaría en desvanecerse la terrible opre-
sión quie agobiaba sus pulmones. ^ .
Paquito creía en la posibilidad de que su madre viniese
a verle v confiaba en que,, antes de mor^'r. podría co-ntemnlar
pr-uel dulce rostro que tantas vedes había distinguido al bor-
de de su cuna, como si fuera la buena hada de sus sueños
;No había ido a visitarle cuando gozaba de relativa salud
:Por qué había de abandonar ahora a su pobre hijo qu^ se
gentía morir?
VICENTE BLASCO J B A Ñ E Z
Para 'el niño era Valencia una dudad que le recordaba
su madre. Cuando le acompañó desde Madrid para que in-
írresara en el establecimiento de los jesuítas, la tondesa, con
la emoción del que recu>erda los mejores años de su vida,
había mostrado a su hijo la fachada del colegio de Nuestra
Señora de la Saletta, en cuya terraza había experimentado
las más gratas emociones de su existencia.
La idea de que su madre había respirado aquel mismo am-
biente de perfumes, teniendo casi la misma edad que él, y
que sobre el mismo suelo había estado sometida a una exis-
tencia reglamentada como la suya, producíale al niño una
placentera emoción y afirmábale en su confianza de que en
un país que tales recuerdos guardaba, no podía menos de
surgir por arte mágico la dulce figura de la condesa.
El anhelo por ver a su madre y la incer^idumbre que le
acometía después de permanecer algunos instantes con esta
•esperanza, fatigaban al pobre niño, y en su enfermizo cuerpo
sólo quedaba ya vigor para pensar.
Poco a poco su cerebro fué debilitándose; una soñolencia
abrumadora se apoderó de él y se cerraron aquellos ojos ma-
cilentos, que hasta entonces con tanta codicia habían con-
templado los rayos del sol que se filtraban por Iras ventanas.
Según el testimonio del encargado de la enfe*"mería, que
entró varias veces a verle, el niño deliraba llamando a su
madre y pidiéndola con voz quejumbrosa que lo sacara de allí.
Así transcurrieron más de tres horas y, por fin, cedió un
tawto el delirio y se abrieron los ojo3 d^el enfermHo, justa-
n-ente en el instante en que sonaba un tropel de pasos en el
inmediato corredor.
Abriese la entornada puerta, y lo primero que vio el pe-
bre niño fué al administrador del establecimiento y a un
sacerdote viejo, de elevada estatura, cuv) rostro impasible y
p/tistero cre^'-ó reconocer, aunque no pudo darse exacta cuen-
ta de quién era. Tras de "ellos entraban el encargado de la
enfermería, con su azul delantal, y otro criado que le servía
de ayudante; y en el centro del grupo marchaba una mujer,
de la cual, por sti baja «statura, sólo se veía el plumaje de
la capota.
El anciano jesuíta, extendiendo su brazo hacia atrás, pa-
recía contener a aquella señora.
— Calma, condesa, mucha calma — decía con su fría voz — *
una impresión demasiado fuerte podría hacerle daño.
Pero la mujer, con un violento empujón, sal^-ó del grupo
io6
L ^A ARAÑA NEGRA
y se abalanzó á la cama, arrojando atrás el velillo de su
sombrero.
El pobre niño exhaló un ^rito ante tan súbita aparición.
¡Ya se había realizado el milag-ro! ¡Ya estaba allí su buena
hada, con el rostro dulce, lloroso y conmovido de virgen do-
lorosa?
— ¡Mamá! ¡Mamá mía! — g'ritó el pobre enfermito, con
su voz débil, pero de expresión indefinible.
Y no pudo aecir más. pu'e's ahogó su pobre voz aquel
rostro que, derramando lágrimas, se pegó a sus demacradas
facciones, cubriéndolas de besos.
La madre y el hijo parecieron formar una sola masa aue
exhalaba tristes s^emidos, mientras que el gruDO de hombres
que estaba en la 'puerta permanecía impasible, como gente
oue p1 entrar en la a'ínciación jesuítica había ^enunciado a
los afectos de la familia y no podía conmoverle ante tales
•escenas. El padre Tomás miraba con sim oíos fríos de adero
a la madre y al hijo, y mientras pensaba, sin duda, en que
nronto 'ha a verse h'bre de anuellos dos estorbos, cruzaba
h.'S manos sobre su vientre y hacía juguetear distraídamente
? sus pulírares.
Aquella emoción producida por la llegada de la madre,
aceleró el triste de?»enlace oue ef médico del colegio había
anunciado ocurriría fatalmente en anuella misma mañana.
Sólo dos horas vivió el infeliz niño.
Su agonía fué terrible, y el padre Tomás, ayudado v^f^r
otros jesuítas, tuvo que arrancar a viva fu.erza a la enlo-
quecida madr/e, oue. con la cabeza de su hijo entre sus ma-
ro<-> V su hora pecada a la del enfermo, parecía aspirar con
delicia el hálito de la agonía.
La condesa, dando alardos de dolor, fué conducida a las
habitaciones de la dirección, cuando ya el niño se agitaba
'^n las líltimas convulsiones, buscando un airíe vivificante que
se negaba a entrar en su pecho.
El padre Tomás conservó su presencia de ánimo, y cuan-
do el cuerpo de Paquito era ya un cadáver, comen /ó ^ dictar
t«das las d*<!r)«si'cior!e«! nronias del caso, v ordenó el entie-
rr», «(ue había de per dign». ñor su íap^rato. de la fam'íií». a
^tíe pertenecía e^ finado y del establecimiento en qnie había
muerto.
No se separó un sólo instante de la cama en qwe. tan lar-
ra agonía había sufrido el infeh'z niño, v hubo un momento
^n que quedó completamente sólo en la vasta habitación. Dos
?07.
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
criados habían salido buscando el uniforme de Paquito para
amortajarle.
El terrible jesuíta, puesto en pie junto al lecho mortuorio,
estuvo contemplando fijamente la deforme cabeza de aquel
niño, que aún parecía más liorrible con -el tinte violáceo de
la muerte.
— Dios te tenga en su santa gloria — murmuró el padre
Tomás — . La verdad es que para ser hijo de un padre tan
corrompido, has sabido resistir bravamente a la muerte. Te
ha costado el caer.
Después se aeparó 'del lecho, comenzando a pasearse por
la enfermería, con cfertó aire de satisfacción.
Llegaban hasta allí, amortiguados por la distancia, estri-
dentes alaridos de dolor que no parecían salir de una gargan-
ta humana.
Era la infeliz madre, qute abajo, en el despacho del di-
rector, entregábase a transportes de pena, rodeada de casi
toda la servidumbre del colegio, que la sujetaba temiendo
que se causase algún daño en una de aquellas convulsiones
de loco dolor.
El padre Tomás escuchó durante algunos instantes, sin
que en su impasible rostro se notara la menor emoción, y
lentamente s<e dirigió a la puerta. Pero antes de salir, lanzó
una postrera mirada al cadáver y murmuró con voz casi im-
perceptible:'
— ¡Adiós, heredero!... Ya hem.os enmendado el único
error que tenía mi plan.
tp8
PARTE TERCERA
DONDE ACABA DE CUMPLIRSE EL PLAN
DEL PADRE TOMAb
I
Señora y criado.
Reinaba una calma dulce e inalterable en aquel lujoso y
elegante gabinete, die alfombras mullidas y paredes acolcha-
das de raso azul, adornado con todos los objetos supérfiuos
y hermosos que produce la moda.
Sillones de curvo perfil que parecían convidar al sueño,
sillas doradas con bordados asientos, taburleítes de rameado
terciopelo con rapacejos que arrastraban por la alfombra, y
almohadones de deslumbrantes colores, estaban esparcidos
con aparente y artístico desorden, por aquella aristocrática
habitación,, cuyos ángulos estaban ocupados por vistosas
plantas artificiales en macetas gigantescas de chinesca por-
celana, y aparadores de ébano poblados de todo un mundo
de "bibelots", estatuillas de "biscuit" en las más graciosas
posiciones y jarrones vetustos que demostraban la superio-
ridad de la antigua cerámica.
En un extnemo, ocupando uno de los ángulos del gabi-
nete, había un lecho sencillo, que entre aquellos esplendores
de un lujo soberbio parecía simbolizar la imagen de la mo-
destia.
Tan (elegante esitancia producía en los ojos como una em-
briaguez de colores escalonados armoniosamente; pero exis-
tía algo en la atmósfera que destruía inmediatamente el
efecto del brillante golpe de vista. Entre tanto esplendor,
algo había que olía a enfermo.
No era olor puramente de medicinas lo que allí se notaba,
sino ese ambiente indefinible quíe parece existir doquiera se
encuentra una persona debilitada por esas enfermedades te-
rribles que son lentas y mortales.
La tenue claridad de la tarde se filtraba a través de las
corti-nas de blonda que dejaban en parte al descubierto los
109
VICENTE BLASCO I B A Ñ M ^
»bullonados cortinajes de terciopelo, conservando la habit»-
cion en una agradable penumbra, propia de una persona quo,
hallándose enterma, temia la caricia üemasiado tuerte del sol
de la tarde.
Sentada en un gran sillón de forma antigua y elevado
respaldo, estaba junto a una de las semiveladas ventanas la
dueña de aquel elegante gabinete, la enferma que parecía
empapar el ambiente de la habitación fcon el hálito de
su dolor.
Vuelta de espaldas a la puerta de entrada, el respaldo del
alto sillón sólo dejaba al descubierto el remate de una linda
cofia de encajes que se agitaba de víez en cuando movida
por una toseciUa seca y significativa que hubiera hecho frun-
cir el ceño al médico menos experto.
Era María, la condesa de Basielga, que pasaba casi todo
el día sentada en aquel sillón, dominada por una inercia que
se iba apoderando rápidamente de su organismo, y sin otra
diversión que contemplar con ojos distraídos, a través de los
resquicios que dejaban las corridas cortinas, los vistosos tre-
nes de lujo y los grupos elegantes que pasaban ante su hotel
por el espacioso paseo de la Castellana.
Desde que murió su hijo, cinco mestes antes, que la sa-
lud de^ la condesa había empeorado visiblemente, tomando
un carácter más alarmante aquella tosecilla seca, cuyos pro-
gresos seguía con mirada atenta el padre Tomás.
El médico de la casa y la misma baronesa de Carrillo,
manifestaban gran confianza acerca de la suerte de la joven.'
Doña J^^ernanda se mostraba optimista en extremo. ^Ya des-
aparecería aquel malestar que, en su concepto, sólo era el re-
sultado del disgusto terrible qua había producido en su
sobrina la muerte del niño.
Ordóñez también se mostraba igualmente confiado,, y
mientras tanto la enfermedad hacía rápidos progresos, y co'-
mo si dentro del delicado euerpo de la condesa existiese una
voraz hoguera que consumía sus músculos y tejidos, iba de-
macrándose rápidamente todo su organismo, hasta el punto
de que su rostro, antes tan hermoso, presentase ahora el as-
pecto de Un cráneo pelado, cubierto por una piel terrosa que
se pegaba a todas sus sinuosidades; y de que por entre las
mangas de su peinador de blonda, asomasen unas manos en-
jutas y afiladas, que parecían un manojo de látigos al extre-
mo de un brazo blanco y descarnado como un hueso.
La pobre enferma vivía en el mayor abandono, pues su
tía y su esposo, amparándose siempre en la consabida frase
lio
LA ARAÑA N E 0 R A
de que aquello no era nada, seguían entregados a sus ¿uííiüí
y, aticiones, sin preocuparse de la infeliz María ni atender a
su curación. La baronesa seguía dedicada a sus asuntos de-
votos, que ocupaban todo su tiempo, y (en cuanto a Ordóñez,
éste Continuaba su vida elegante, con el mismo abandono
que si fuese un soltero, y cuando le preguntaban en los
salones por su 'esposa, entonces sie acordaba de que era ca-
sado, y solía responder con expresión indolente:
— No es cosa grave lo que tiene María: la emoción que
le ha producido a, la pobne la muerte de nuestro hijo. Así
que olvide un poco el triste suceso, de seguro que se pondrá
tan sana y robusta como antes.
Y así seguía viviendo la infeliz María^ en medio del ma-
yor abandono y siempre con el pensamiento en su hijo.
La persona que más la visitaba era el padre Tomás, que
intentaba animarla con frases hechas sobre la bondad de
Dios y la posibilidad de qu)e cuanto antes recobrase su sa-
lud, si es que el Altísimo así lo disponía; pero a la enferma
gustábanle poco estas visitas, pues con ese instinto especial
de las mujeres, adivinaba algo funesto y tierrible en aquel po-
deroso jesuíta que tanto había intervenido en su vida.
La fría mirada del padre Tomás tropezaba siempre, al en-
trar allí, con los grandes ojos de Mana, qule la enfermedad
había hecho más vivos y brillantes, y que mirándole fija-
mente parecían interrogarle, buscando una coyuntura para
penetrar en lo más hondo de aquel tétrico personaje, cuyas
int)enciones eran un misterio.
De todas cuantas personas rodeaban a María, sólo una le
inspiraba simpatía y confianza, por el franco cariño y Ids
cuidados que la prodigaba, sin afectación ni deseo de ha-
cerse agradable. Era el criado Pedro, aquel doméstico calla-
do, atento e inteligentie, que parecía adivinar sus deseos y
que acudía inmediatamente a todos sus llamamientos, sin
demostrar la menor contrariedad anit.e I03 caprichos y las
nerviosidades propias de una enferma.
Desde que María quedó como abandonada en el fondo
de su lujoso hotel, sin recibir otras visitas que las del padre
Tomás por la mañana y las de Orcí'óñez y la baronesa antes
de acostarse, el fiel criado se había constituido len su perfecto
auxilio, y cuando no estaba dentro de aquel gabinete-dor-
mitorior rondaba por cerca de la puerta, nara acudir al pri-
mer llamamiento.
Parecía adivinar los m/enores deseos de su señora, y ésta
III
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
muchas veces, al volver rápidamente la cabeza, sorprendía en
él una mirada de intensa ternura.
Era que el antiguo asistente de Alvarez se reprochaba el
haber creido un monstruo de orgullo y altivez a aquella in-
feliz joven, victima de oculta fatalidad, que abandonada vi-
llanamente por los suyos, sabia sostener su desgracia con
tanta mansedumbre y dulzura.
Por las tardes nadie visitaba a Maria, pues ésta, recono-
ciéndose sin fuerzas para recibir a las numerosas personas
de la alta sociedad, que por pura cortiesia y sin alecto al-
guno entraban en el hotel a preguntar por su salud, había
dado orden de que no estaba visiDie para nadie, y las gentes
aristocráticas, muy satisfechas de testa disposición, que lus
libraba de ver a un enfermo, retirábanse después de dejar
sus tarjetas al conserje.
Las horas de la tarde eran, pues, las quie pasaba Maria
en la más absoluta soledad y toda su ocupacón consistía
en contemplar un gran retrato de su hijo muerto, que tema
en lugar preferente del gabinete, o en besar, llorando, un
medallón que contenía los cabellos de Paquito.
Estos desahogos de fúnebre cariño, que le costaban rau-
dales de lágrimas, agravaban terriblemente su enfermedad,
y aun después de haberse serenado, su tos era más seca y
dolorosa, como si a cada uno de sus accesos se desgarraran
sus pulmones.
Algunas veces, cuando mirando el retrato de su hijo asal-
tábanle aquellos pensamientos que la enloquecían, temía en-
tregarse a su fúnebre dolor, y entonces era cuando llamaba
a su criado Pedro, haciéndole sentar en su presencia y en-
tablando conversación con él, pues parecía que la presencia
y las palabras de aquel hombre a quien la domesticidad no
había quitado cierta altivez franca y simpática, disipaban mo-
mentáneamente su dolor y la hacían olvidar su triste si-
tuación.
Esto mismo ocurría en la tarde en que María, sentada cer-
ca de una ventana, miraba por entre las cortinas la gente
que paseaba ante su hotel
La vista de algunos niños que sus madres, con expresión
de gozo, llevaban cogidos de la mano, evocó en la condesa
el recuerdo de su hijo, y tan triste se sintió, que hubo de
acudir inmediatamente a su recurso extremo, cual era buscar
compañía que la distrajesie.
Tocó un timbre que estaba en una mesilla inmediata> y
aun sonaban *en el icspacio las últimas vibraciones cuando
112
LA ARAÑA NEGRA
se presentó en la puerta el criado Piedro, vistiendo el uni-
forme flamante y de vivos colores que Ordóñez habia puesto
a toda su servidumbre masculina.
— ¿Manda algo la señora? — dijo el criado cuadrándose
con su antiguo aire de militar.
— Entre usted, Pedro. Me siento muy triste y le ruego
que haga el favor de acompañarme por algún rato. Me dis-
trae mucho su conversación y le pido por favor que me
dispense las molestias que le causo.
Cada vez que la aristocrática señora le hablaba con tanta
dulzura y sencillez, el criado enrojecía de satisfacción y no
sabía cómo contestar a tanta amabilidad.
Avanzo tímidamente entre aquellos muebles iesparcidos
por el gabinete y, al ñn, se detuvo indeciso ante una silla,
colocada a pocos pasos de la condesa.
— Siéntese usted, Pedro — insistió María — . Deseche usted
esa cortedad: estoy tan sola y me manifiesta usted tanto
cariño y respetuosa solicitud, que no es posible que yo le
trate como a un criado cualquiera. Hablemos como amigos.
Pedro se sentó ruborizado por la satisfacción que le cau-
saba el oír que la condesa le llamaba amigo, y descansando
en el borde de la silla en actitud respetuosa y pronto a
ponerse en pie a ;a menor orden, espieró que hablase su
señqra.
— Vamos a ver, Pedro. Cuénteme usted algo que me dis-
traiga; es una obra de caridad entretener a los pobres enfer-
mos, para que olviden sus dolores. Usted debe saber cosas
muy interesantes, porque ha corrido algo el mundo y ha
vivido mucho tiempo en Francia. Además, el otro día creo
que usted me dijo que había sido soldado. ¿No es eso
— Sí, señora condesa — ^dijo el criado con cierta satisfac-
ción— . He sido soldado y me hí^ batido en la campaña de
África.
—¿Y qué motivo le llevó a usted a Paris, donde vivió
tantos años? Varias veces he pensado en esto, y como no
puedo evitar el ser curiosa con las personas que míe interesan,
tenía grandes deseos de preguntárselo.
— Señora, he estado emigrado por cuestiones políticas.
— ¡Ah! — exclamó María con extrañeza — . ¡Se ha mezcl*-
do usted en política I ¿Es que era usted carlista?
— No, señora; ^estuve emigrado por republicano.
La condesa hizo un mohín de disgusto, por lo que el criaao
se apresuró a añadir:]
—Yo, señora, aunque odio la tiranía, realmente no aid he
113
V\ 1 C h i'v i II h L A S C O i B A f¡ E Z
metido por mi voluntad en los asuntos políticos. Como hom-
bre de pocos alcances, no entiendo mucho de estas cosas ;
pero servia a un comandante del que habia sido asistente,
y como éste era un temible revolucionario^ le acompañé a
la emigración y a su lado estuve hasta que murió. Le quería
como si fuese mi padre, y no me remuerde la conciencia el
haberle sido infiel en ninguna ocasión.
— ¿Y no ha siervido usted a otras personas?
— No, señora condesa — dijo Pedro con intencionada ex-
presión— . En toda mi vida sólo he tenido un amo, y muerto
él sólo podía servir a usted.
— ¿A mi? — exclamó con extrañeza la condesa no com-
prendiendo aquellas palabras — . ¿Y por qué no a otras per-
sonas ?
— Es verdad, señora; no he sabido explicarme bien — con-
testó el criado comprendiendo que había estado próximo a
descubrirse y queriendo enmendar su descuido — . yueria de-
cir que después de estar acostumbrado a un amo, a quien
servia más por cariño que por obHgación, sólo podía prestar
mis servicios a una persona tan digna de ser amada como la
señora condesa.
Por el pálido y enjuto rostro de aquella infeliz enferma
vagó una triste sonrisa al escuchar el alarde de cortesía del
criado.
Durante algunos minutos lel silencio fué absoluto, hasta
que María, deseosa de reanudar la conversación, preguntó:
— ¿Y era buena persona ese comandante?
— Un ángel, señora condesa. Muchos hombres he tratado
en esta vida y, sin embargo, no he encontrado uno sólo que
pudiera ser comparado con él. Era muy bueno, noble y va-
liente,, al mismo tiempo que sencillo y crédulo, y por esto
fué muy infeliz en esta vida y murió, sin duda, abrumado
por antiguos disgustos.
Calló Pedro y en su frente contraída adivinábase el es-
fuerzo mental que estaba haciendo para encontrar palabras
y comparaciones, que retratasen fielmente lo que en la vida
hab'a sido su antiguo amo.
— ¿La señora condesa ha leído "Los Tres Mosqueteros"?
Hay que advertir que la célebre novela de Dumas era para
el e.atiguo asistente la mejor de las obras con-jcidas, la pro ■
ducción maestra de la inteligencia humana, pues experimen-
taba goces infinitos enterándose de las intrigas y co'ntando
las estocadas y estupendas pendencian d« que s* componía
el libro.
tu
^ ^ ARAÑA M M 0 R A
Por esto, cuando la condesa contestó afirmativamente &
tu pregunta, se apresuró a añadfr con satisfacción:
— Pues bien, señora condesa; mi amo era una exacta co-
pia díe aquel caballero At^hos que aparece en dicho libro. Era
valiente, noble y sabio como él y queria a su asistente con
delirio; pues yo, más que un criado era un respetuoso ami-
go, un fiel acompañante en toda clase de aventuras- Nos
queríamos mucho, señora condesa; como tal vez nunca en
ía vida se hayan querido dos hombres.
Detúvose Pedro,, y después de lanzar una rápida mirada a
lu señora, añadió bajando los ojos :
— ^Tengo la seguridad de que si la señora condesa hubiese
llegado a conocerlo también le hubiese concedido su amis-
tad. ¡Qué hombre aquél! — continuó el criado en un rapto
de entusiasmo y animándose su voz y sus gestos — . ¡ Cómo
exponía su vida para salvar a un amigo!... ¡Aún recuerdo
como si acabase de suceder, lo que nos ocurrió en África!
— ¿Y qué fué ello? — preguntó María, que, ansiosa por dis-
traerse, deseaba que su criado le contase algo que despertara
•u curiosidad.
— No fué ningún asunto de verdadero interés que pueda
entretener agradablemente a la señora condesa. Nada..., un
lance de los muchos que tiene la guerra. ¿Se empeña la se-
ñora condesa en que lo cuente?... Pues fué que yendo con
mi amo, en la compañía de guías que se había formado por
orden del general Prim, una mañana marchamos a la descu-
bierta, delante de la vanguardia del ejército. Componíase la
compañía de gente muy distinguida: licenciados de presidio,
avenitureros de mala especie, gente, en fin,, die pelo en pecho,
de cuyo mando se había encargado mi amo, ganoso siempra
de estar en el puesto de mayor peligro, donde se conquistara
la gloria a fuerza de balazos y cuchilladas. Como gente va-
liente, y por tanto confiada, nos adelantamos demasiado a la
vanguardia, el ejército nos perdió de vista, y en esta dispo-
sición, abandonados d(e todos, sin más auxilio que el de Dios,
cincuenta hombres que éramos, caímos en una emboscada,
y de repente resonó una infernal gritería y nos vimos rodea-
dos por un centenar de moros harapientos, feos como demo-
nios. No había salvación para nosotros-
La pobre enferma atendía con una expresión propia del
interés poderosamente excitado, y al ver qu« el criado se de-
tenía como para coordinar mejor sus recuerdos, preguntó co»
impaciencia:
— ¿Y qué ocurrió después?
. tts
y I C E N I E BLASCO I B A Ñ E ¿
— A la primera descarga que hicieron los moros yo cai
al suelo. Una baia pcrdiüa, aespués de chocar contra una
piedra, vino a darme aquí, en la sien, donde todavía tengo
una cicatriz, y me derribó, aunque s>in hacerme perder el
sentido. Al ver que tienia la cabeza manchada de sangre,
creyéronme muerto, además de que la situación no era la
más propia para atender a los que caían. La compañia, for-
mando un apretado pelotón, comenzó a retirarse, haci>endo
un luego horroroso, que no lograba tener a raya a aquel en-
jambre de moros. Yo, como ya he dicho, no había perdido
el conocimiento y me daba cuenta exacta de mi situación.
Tendido en el suelo, y con ledo el aspecto de un muerto,
pues aquella bala parecía haberme anonadado con su golpe,
vi cómo retrocedían mis compañeros, y al mismo tiempo,
cómo algunos moros al avanzar iban rematando con sus
gumías a los que habíamos caído. ¡Aún me horrorizo cuan-
do recuerdo aquello! Un negrote que parecía un gigante se
acercó a mí con su yatagán desenvainado, para cortarme la
cabeza, como ya lo había hecho con otros, pero en el mismo
instante que su cuchilla brillaba sobre mis ojos, le vi caer
exhalando un rugido de muerte, e inmediatamente me sentí
cogiido por los sobacos y kvantado en alto. Era mi amo, que
al verme próximo a perecer, había abandonado el pelotón
que mandaba, y despreciando ks balas y riñendo cuerpo a
cuerpo con los más audaces enemigos, había llegado donde
yo estaba, matando al negrazo de un tiro de revólver. Soste-
Díéndome con uno de sus hercúleos brazos, mientras con el
otro se defendía jugando magistralmente su sable, intjentó
llegar donde estaban nuestros compañeros, cada vez más
abrumados por la superioridad del número; pero le fué im-
posible, pues Un grupo de moros nos cerró el paso. Mi amo
apoyó 'SUS espaldas en una roca, y esperó vaHentemente, con
la desesperación del que va a morir.
— ¿ Y cómo se salvaron los dos ? — interrumpió la intere-
sada condesa.
— Yo no sé cómo fué aquello; pero apenas mi amo, echan-
do mano al revólver, disparó contra los que nos cercaban
sus dos últimos tiros y cuando sus espingardas y sus yata-
ganes se dirigían a nuestros pechos, les vimos huir perse-
guidos por un tropel de jinetes que pasaron a galope tendido,
con las lanzas en ristre y gritando ¡viva España! Eran dos
escuadrones de lanceros que Prim había enviado para sal-
varnos. ' ' '!
— ¡Ah!... ¡Por fin! — exclamó María con la expresiión del
que se libra de un pensamiento angustioso.
ii6
I ^A 'A R A Ñ 'A NEGRA
— Sí, lío salvamos en tan difícil situación ; pero yo, antes
de que Ileg-ase nuestra Caballería a sacarnos de tan apurado
j'ance, cuando la muerte nos acechaba a pocos pasos, pronta
a caer sobre nosotros, experimenté la más grata satisfacción
que he sentido en mi vida. Miraba aquellas armas enemigas
prontas a destrozarnos, y, sjin embargo, me sentía feliz.
— ¿Cómo pudo ser eso?
— Cuando mi amo se consideró perdido, viendo el círculo
de enemigos que nos estrechaba, dispúsose a morir, pero an-
tes..., lah, señora condesa!, ¡todavía m¡e conmuevo al recor-
dar tal escena! El capitán me sostenía con su brazo izquierdo,
y antes de defenderse a sablazos de los ataques de la moris-
ma, me miró con unos ojos quie aún parece estoy viendo;
me contemplaba como mi pobre padre, cuando vo era niño,
y él, oue era todo un caballero, un grande hombre, un por-
tento de valor y icfe sabiduría, me dio un beso en la ensan-
grentada frente, diciéndome con un acento aue me llegó
al alma: "j Adiós, Perico! i Hermano mío! ¡Hasta que nos
veamos en la Eternidad!" Yo no contesté, pues el goloe de
la bala me había privado de mis facultades: pero aquella voz
aún parece que la tengo en los oídos.
El criado quedó silencioso y meditabundo ün buen rato,
abismado en sus conmovedores recuerdos.
— Ya ve usted, sieñora condesa — continuó — nue actos como
los de mi pobre amo no se olvidan con facilidad.
— Si que era un hombre notable el señor a quien usted
Siervía. ¿Y murió en París?
— Sí, señora. Murió allí cansado de 1? vida, hastiado del
mundo v abrumado por los desengaños v pesadumbres nue
habían llovido sobre él sin compasión alguna. Aquí en Ma-
drid habíq desempeñado muv altos cargos cuando mandaba
la República: en el Ministerio de la Guierra fué el dueño
absoluto durante mucho tiempo, y, sin embargo, murió po-
bre: y él V vo, señora condesa, no siento rubor al confesarlo,
hemos sufrido mucha hambre en París.
— ;No tenía familia esie señor?
— La tenía, pero nunca quiso ésta reconocerle. Yo fui para
él toda' su familia v qu'en se encargó de cerrarle los ojos,
despué"? de ser su fiel compañero durante treinta años.
— ¿Y cómo era que los suvos no 1í» reconocían?
— ¡Ah, señora condesa! Es una historia muv tnste la de
mi pobre amo: una nelación nue parece nropiamente una no-
veila. Ante todo, mí amo, siendo capitán, y poco después de
Hegar de África, cometió la tontería de enamorarse» loca-
m
7r»^-i>^'
r r c M if T B M L A s e 0 í b a fj m t
mente de tina mujer perteneciente a una date muy Euperior
a la suya. ^ ^^y^nyji
— ; Era noble ,y rica?
—Era la hija de un conde millonario: una jeñorita muy
fecrmosa que parecía corresponder al amor de mi amo- pero
«ue al fin se portó con él con la mayor ingratitud.
• — ; Le abandonó?
—Sí. Mi pobre amo, estando en la emigración por primer»
ver triste y en la miseria, supo que la mujer amada, aquella
en la que el tema una absoluta confianza, había dado su
mano a otro hombre que por sus antededentes y por su ca-
rácter era indis^no de merecer tal honor.
— ;Y qué hizo entonces el amo de usted?
—Mi señor debía haber olv'dado a la mujer ingrata; piero
no lo hizo así, porque la amaba mucho, y por al.^o dicen que
fcl amor es ciego. Además aquellos amores sostenidos en se-
creto habían dado su fruto, y mi señor tenía una hija, una
niña encantadora que constituyó en adelante su eterno' pen-
samiento, su constante ilusión,
— ;Y qué fué de esa hermosa condesa? ;Vive todavía?
—No, señora. Mufió hace ya muchos años.
— ;Y la hija?
— La hija vive y es una de las más elevadas damas de
Madrid.
-~^Y conoció a su padre?— preguntó la condesa, que ^e
Iba interesando rapiidamente por aquella historia, en la que
adivinaba algo muy importante.
—Señora condesa— «contestó Pedro, que temía decir de-
masiado pronto la verdad—; mi amo tío sólo fué desgracia-
do como amanlte, sino que como padre sufrió las mavores
amargura^s. Fué una historia muy triste la de sus relaciones
con su hija, y francamente, como la señora condesa ha sido
tan buena madre, y aún está conmovida por el recuerdo de su
hijo, temo entristecerla con la relaoión de los sufrimientos
de un padre infeliz.
—No, Pedro; hable usted sin cuidado. Me interesa mucho
esa historia.
— Pues bien, señora condesa; mi amo ha muerto antes de
conseguir que su hiia le reconociera como a padre. Había na-
cido cuando su madre estaba unida a otro hombre y ella creía
V sigue aún creye-ndo de bu>ena fe, que éste último, de quien
lleva el apellido, es su verdadero padre.
^^ — <iY no consiguió nunca ese pobre señor acercarsie a su
hija, revelándole de viva voz e-l «¡ecreto de su nacimiento?
— Sí que lo intentó, pero sus gestion'e« resultaron siempre
rit
L U 4 R 4 Ñ A N E G R 'A
infructuosas. Hay que advertir, señora condesa, qu'e sobre la
familia de aquella otra condesa parecía pesar una terrible fa-
talidad. Un jesuíta ambicioso d'risfía los asuntos de la famiKa
para llevar poco a poco a todos sus individuos a la perdición,
y éste fué el que hizo una cruda guerra a mi amo, compren-
diendo que podía estorbarle sus planes. Tenía ciertas miras
sobre la niña, una de las cuales era, sin duda, el arrebatarle
su colosal fortuna, y por esto le interesaba que la bija no lle-
g-ase nunca a conocer a su padre y que sisrniese sola y aban-
donada, sometida a las órdenes que él qu'siera dar y a la
vigilancia de parientes fanáticos.
María se estremeció mirando filamente el respetuoso ros-
tro de su criado, para ver s,i adi\4naba en él alg-una intención
determinada al dec'r tales palabras. Llamábale la atención
el sorprendente parecido que comenzaba a encontrar entre
aquella historia y la suva propia.
— ¿Y murió ese señor sin haber logrado que su hija le
reconociera y sin que en el último instante de su vida reci-
biera de ella una frase de consuelo?
— Nada de esto. M* infeliz amo murió en la más espantosa
soledad, como antes he dicho, y puedo añadir que la ingrati-
tud, aue el desvío de su hija, fueron la princ'oal causa de su
muerte. Mi pobre vieio se imasfinaba que el silencio de su
hija obedecía al orgullo y al desprecio, y vo creo ahora que
aouel sHencio sólo era debido a que la hiia desconocía la
e:xistenr:*a de su verdadero nadre. El comandante tenía, sobre
todo, clavado en el alma un recuerdo cruel aue acibaraba su
existencia. Esa gente diabólica que por su interés tenía mo-
ralmente secuestrada a la pobre señor'ta, no s'e contentó con
impedir aue el padre llegase a ser re^'onocido por su hüa,
lino aue hizo creer a ésta que aquel hombre a au'en debía
la vida sin aue ella lo supiera era un ser horrible, una es-
pecie de bandido monstruoso, que por ivn odio tradic'onal era
el perseguidor de la familia, de generación en generación.
— I Ah ? — exclamó la condesa con asombro al encontrar una
circunstancia que aún hacía mayor la identidad entre aquella
historia V la suva propia.
— ;Y qué escena fué esa de nue usted hablabp? — preguntó
de?rtiiés la condp'^a con ans'edad que era va v'sible.
El criado calló, mostrando una expresión indecisa, como
sí no se atreviera a def'ir a su señora las últimas palabras,
aue serían la solución decisiva del misterio, la revelación de
toda la verdad; pero, al fin, se determinó a habla.' con un
violento esfuerzo de su voluntacf.
— Señora, esa escena fué terrible, según la relataba mí po-
VICENTE BLASCO I B A Ñ R Z
bre amo. Al caer la República no quiso marchar a la emigra-
dón sin antes ver a su hija, y se dirigió a Valencia para
visitar a la niña, que estaba en un colej^fio dirigido por mon-
jas. Aquel hombre, tan dulce como enérgico, después de al-
gunos años de^ continua agitación, en que había expuesto
cien veces su vida y derrochado la fuerza de su inteligencia,
quería, antes de sumirse len la calma y la miseria de la
emigración, dar un beso a su hija, oir de sus labios una pa-
labra cariñosa, y con esto se conceptuaba ya con fuerzas su-
ficientes para arrostrar todas las contrariedades y las triste-
zasi del proscripto.
— ^:Y qué colegio era ese adonde se dirigió su antiguo
amo? ;Cuál era su título?
— Creo que se llamaba de Nuestra Señora de la Saletta.
El pobre comandante fué allá; preguntó por su hija y no qui-
sieron reconocerle, y cuando, a fuerza de ruegos y amenazas,
consiguió que se la mostraran, entonces no sé cómo su co-
razón no se rompió en pedazos. La niña no sólo no quiso
reconocerle, sino que al oír su nombre se estremeció de ho-
rror, pues como antes he dicho, los enemigos que querían
monopolizar su suerte le habían hecho creer que mi amo era
un bandido, un perseguidor tenaz y sanguinario que acosaba
a su familia. Yo creo que desde aquel día mi ^obre señor ad-
quirió la enfermedad que le llevó a la tumba.
La condesa, a pesar de que su rostro estaba siempre pá-
lido por la enfermedad, aún perdió algo de color al oir estas
nalabras. y se agitó nerviosamente en su asiento. íGran Dios!
No cabía ya la duda : aouella historia era la suya propia.
— Pero..., ¿-qué nombre era el de ese señor? — preguntó
con ansiedad — . ¿Cuál era su nombre.
^ — Se llamaba don Esteban Alvarez.
' María, a pesar de sus años y de su posición, sentía aún tan
latentes los recuerdos de su niñez que no pudo menos de
estremecersie' de horror al oir el nombre que tanto miedo le
había causado cuando niña.
Pedro la contemplaba con mirada fiia. y al ver en su se-
ñora tan marcada exoresión de terror, diio con acento triste:
— Veo que aún duran en ¡el ánimo de la señora cotidesa
las huellas de la<; infames calumnias con que la engañaron
cuando era niña. La señora puede odiar todo cuanto quiera el
recuerdo de a^ntiel pobre már'Kf, pero tenga la seguridad de
que no ha ex'stido en el mundo mujer alp^una a quien haya
amado su padre con más vehemente cariño.
La condesa estaba asombrada y aturdida ante t\ tono sin-
cero con que el criado decía sus palabras.
S3o
LA 'ARAÑA NEGRA
Relinó un larg-o silencio, durante el cual la señora y el cria-
do parecían reflexionar, y, por fin, Pedro continuó :
— ¿ Quiere la señora cond^esa que le diga cuáles fueron
las últimas palabras que me dirig-ió al morir ese monstruo
terriblcr ese perseguidor horripilante? Pues bien, ese hombre,
a pesar de la ingratitud y olvidando antiguos pesares, sólo
tuvo fuerzas para recomendarme y hacerme jurar por mi
honor que nunca abandonaría a su hija y que buscaría el
medio de vivir junto a ella, velando por su vida, obedeciendo
todos sus mandatos y haciendo por ella cuantos sacrificios
fuesen necesarios. La señora condesa — añadió el criado con
sencillez — puede deoir si yo he cumplido mi juramiento.
Por fin conocía María la verdadera causa del cariño que
le demostraba su criado y de aauellas miradas de paternal
afecto que había sorprendido muchas veces en sus ojos.
— ¿De modo, que usted — preguntó María asombrada por
tanta abnegación — ha entrado aquí con 'el único objeto?...
— Señora — ^le interrumpió el criado con sencillez, no exien-
ta de noble altanería — . He servido durante treinta años a ini
hombre demasiado grande para que yo pudi'era conformar-
me ahora a recibir las órdenes de ningún otro. Soy soldado
y no criado, y si he llegado a vestir este traje, ha sido por
cumplir el sagrado juramento que le hice' a un pobre mori-
bundo, a quien quería como a mi padre. Puede pensar la se-
ñora condesa lo que aquel hom.bre la amaría, cuando en la
hora de la muerte, su último pensamiento era para ella, y me
obligaba a dedicar toda la existencia al cuidado de su hija. Se-
ñora, tal vez resulte insolente v atrevido, pero en este mo-
mientOr puesto ya a decirlo todo, creo que me ahogaría si
llegase a callar alguna verdad. Mucho ha querido la señora
condesa a su pobre hijo, pero su amor no puede ser com-
parado 'ni remotamente! con el que el pobre don Esteban le
profesaba a su hija, a pesar de que la creía ,ingrata y or-
gullo sa.
La pobre enferma estaba aturdida v asombrada por aque-
lla revelación que la sorprendía casi a las puertas de la muer-
te V que tan radicalmente venía a trastornar su pasado.
Parecíale extraña y novelesca la historia, pero al mismo
tiempo abonaba su veracidad el aspecto sencillo y franco del
criado y aquel cariño inexplicable que le había demostrado
en todas ocasiones.
Además, ^: qué interés podía tener aqu'el hombre en supo-
nerla hija de un pobre señor que ya había muerto?
Aparte de esto^ ella recordaba la escena ocurrida <en su ní-
Sü
,^t^
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
ñez allá en el cole^'o de Valencia y que siempre le había pa-
necido muy extraña, recordando todavía que don Esteban
Alvarez la había, llamado |"hiia mía"! varias veces, con una
expresión tan dulce y melancólica, que a ella le había im-
presionado a pesar de que le decían qme aquel hombre era
Wí monstruo.
Ahora comenzaba a comnrender aleo de aquella expre-
sión misteriosa y solapada oue había creído adivinar ifn el pa-
dre Tomás, cnvos actos le inspiraban ya mucha desconfianza.
— ¡Pero, Dios mío! — dijo al criado que la contemplaba
atentamente para apreciar el efecto que la habían produci-
do sus revelaciones — . ¡Yo T>ierdo la cabeza al p^n^ar en
e?*-aq cosas tan extrañas! ¿ Qtié misterios son lestos? ;Cómo
puede usted expl'carme que ese señor me creyera su hija,
cuando m'i padre fué don Joaquín Quirós, al qme yo no co-
nocí, pues murió siendo yo muy niña, pero de quien hablaba
muchas veces mi tía?
El criado vio llep^ado el instante de relatar toda !a verdad
para acabar d'e conquistar la confianza de aquella mujer, y
volviendo a sentarse respetuosamente, comenzó la relación
de la vida de Alvarez, de sus amores con Enriqueta, de aque-
lla fuea de la casa paterna aue acabó en noche de bodas, de
la emisrración forzosa que sobrevino inmediatamiente. y ter-
minó haciendo una pintura exacta del carácter y la moral
de Ou'rós.
El criado gruardóse de decir quién era el que había dis-
parado el tiro desde la barricada de la plaza de Antón Mar-
tín, pero tan hábilmente supo describir al hombre (ww. en
apariencia era el padre de María, que ésta se lo imaginó
inmediatamente como un sujeto igrual a su marido, v sintió
una profunda compasión por su pobre madre, que había sido
tan desí?fraciada como ella con Ordóñez.
Pedro contó a la condesa cuanto sabía del aue era su
verdadero padre v que tanto había sufrido ñor ^ella. v al ha-
blar de su vida obscura y penosa en París, deslizó hábilmente
en la conversación el nombre del doctor don J'^an Zarzoso.
María se incorporó en su asiento con las mejillas colorea-
das por un fu.eaz rubor.
— lAh! — exclamó sorprendida — . ,: También ha conocido
usted a ese señor?
— VMa con nosotros en París, y el pobre don Esteban le
amaba como un hiio, al saber que era el hombre que poseía
el cariño de su hija.
La condesa mostraba deseos die hacer nuevas preguntas
¿,^ A K A ff A NEGRA
,obre aquel hon,bre. cuyo ^^^-¡¡^IXZ^ vlJ^^oT^^''^
7:^^Z^^^ t folp6"n\e.a.a sob.e su
amo, V por esto se apresuró a añadir ^^^^^_
_Ya hablaremos ^-P^^^^^n malo como ella creía en
ción de los sufrimientos de aquel pobre padre, que sm nía.
íTmilia níseres queridos qu. su hija, veíase desconocido
^'^ -/Aquel hombre fué muy desgraciado. La señora conde-
sa qu^ hoy se halla enferma y llora continuamente recor-
dando \ su hijo que murió, es un ser feliz, comparada con
qquel desgraciado que no 'tenía ni aun un retrato de su hi-
ja para contemplarlo.
María hizo un movimiento de extrañeza y asombro al
oír hablar de su felicidad.
— Sí, señora condesa; me afirmo en lo que digo. Si la
señora llora hoy la muerte del señorito, al menos tuvo una
época feh'z en que sie estremecía de placer al sentir su cabe-
cita apoyada en sus rodillas, y en que gozaba una satisfdC-
ción sin límites convirtiéndose en su enfermera y pasa^ido
las noches en vela a la cabecera de su cama. Podía besar a
su hijo, oír su encantador y balbuciente lenguaje, y esto es
siempre una felicidad, un recuerdo que llena el alma de dul-
ce melancolía, aunque después venga la muerte a amargar
tanta dicha. ¿Pero 7 mi pobre amo? ¿Y aquel desgraciado
don Esteban, quie por ser hombre tenía que avergonzarse
del llanto y muchas veces s'é tragaba las ardientes lágrimas
que le quemaban los ojos? El estaba convencido de que
tenía una hija, y sin embargo, murió abandonado de lella,
roñando siempre en una felicidad que nunca llegaba, y que
para él consistía en que una voz pura y argentina, que yo
\t oído mil veces, le llamase "; padre mío"! Esa situación sí
que es horrible; es, como él decía, el suplicio de Tántalo; ¡te-
ner casi a la vista una hija querida, un ser que hasta en su
rostro llevaba algo del que le dió la vida, y sin embargo no
poder acercarse a ella, no poder abrazarla derramando sobre
su frente lá?rrimas de dulce emoción!
I, a condesa se había cubierto el rostro con las' manos y
floraba silencJosamiente, sin que Pedro pudiese asegurarse de
si aquellas lágrimas procedían del recuerdo de su hijo o de
123
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
la emoción que le causaban las penalidades de aquel pobre
padre, al que reconocía por fin.
El criado quiso excitar más aún aquella emoción.
— Hay para espantarse al considerar la desc^racia de aquel
padre, sostenida con heroico valor por espacio de más de
veinte años. La señora condesa, qme es madre, podrá apre-
ciar mejor que yo hasta dónde lle^ó el mfortunio del pobre
don Es\teban. ¿Qué hubiese hecho la s'eñora, que tanto ama-
ba a su hijo, si éste no la hubiese querido nunca reconocer
como madre? ¡Cuan inmenso dolor hubiese expierimentado,
si cuando iba a verle al coleisfio de Valencia, el señorito, en
vez de recibirla con los brazos abiertos, hubiese huido de su
madre como si fuese un monstruo! ¿No es verdad que la
señora hubiese muerto entonces de p^ena? ¿No se hubiera
roto su corazón en mil pedazos? Pues bien; el pobre don
Esteban sufrió todas esas pru'ebas terribles y siin embargo
aun quedó en pie durante muchos años para vivir agonizan-
do. Juzsfue la señora condesa si la vida de su padre no fué
un verdadero infierno.
María seguía llorando, p'ero sus suspiros eran ya cada
vez más ruidosos, y con acento entrecortado murmuraba ca-
riñosas exclamaciones.
— (Oh, padre! ¡Padre mío!
El críado, apenas le pareció oír estas palabras, dichas con
voz casi imperceptibl'e, buscó apresuradamente algo en los
bolsillos de su casaca.
Mientras tanto, María, convencida por sentimiento de que
aquel Alvarez que tanto la había horrorizado era su padre,
y recordando algunas palabras sin s^entido que había sorpren-
dido a su tía y al padre Tomás y que ahora se explicaba
perfectamente, lloraba conmovida por el recuerdo de aquel
pobre mártir que tanto la había adorado.
La voz de Pedro le hizo apartar las manos de los ojos
y levantar su cabeza.
— ¡Aquí está! ¡Contemple la señora condesa!
Era que el criado le mostraba un sencillo marquito de
latón, a través de cuyo cristal se veía una fotografía ilu-
minada, que representaba, de medio cuerpo, a don Esteban
Alvafez cuando todavía era capitán v acababa de regresar
de África ' " 'I—v^^-^^t^^
El fiel asistente, como si aquel recuerdo de su amo fuese
un poderoso talismán, lo llevaba siempre consigo.
María contempló con fruición aquella cabeza vigorosa, 4e
m
L \A ARAÑA NEGRA
enérgica hermosura, y en la que se veía retratada la fiera
altivez y la mirada pensadora d'e un hombre nacido para la
guerra al mismo tiempo que para lel estudio. Sustituyendo el
poncho del uniforme por una gola d'e hierro y un coleto de
ante, aquella cabeza podía confundirse con la de los ínclitos
soldados diel siglo XVI, que sojuzgaban Flandes o conquista-
ban imperios como Méjico o el Perú.
La condesa, con el escuálido rostro animado por el rubor
de la emoción, examinó atentamente aquel retrato, encon-
trando inmediatamente su parecido con ella, en la época que
aun tera hermosa y la enfermedad no había consumido sl^
organismo. ' . ; ii -í^'^:*
Todavía en sus ojos quedaba algo de aquella mirada bri-
llante y avasalladora que en los momentos de indignación lle-
gaba a imponer. 11,'
María no dudó más sobre la verdad de cuanto la había
dicho su criado. No raciocinó, pues en tales momentos de
emoción, la razón se anula dejando su puesto al sentimiento.
La condesa se dejó llevar de su instinto; de un impulso
vehemientísúmo e irresistible que la empujaba, y llevándose el
retrato a sus labios, al mismo tiempo que volvía a derramar
lágrimas, murmuró con un acento que equivalía a un reproche
a sí misma por su indiferencia.
—¡Oh, padre! ¡Padre mío! Si m'e oyes perdóname.
I I
La última advertencia
Cuatro días después de aquella 'tarde en que Pedro hizo
su revelación a la condesa, en el momento en que los relojes
del hotel daban las ocho de la -noche, bajaban la pequeña es-
calinata del edificio lel elegante Ordóñez y el padre Tomás,
conversando amigablemente.
El jesuíta tenía el mismo aspecto de siempre, y en cuanto
al marido de la condesa, un sombrero de "clac" y el gabán
abrochado para ocultar el traje de etiqueta, daban a enten-
der que pensaba pasar la noche en alguna fiesta del gran
mundo. .^ "i
Los dos hombres siguieron la ancha avenida que, par-
tiendo el jardín del hotel, conducía a la verja, fuera de la
eqal lesperaban dos carruajes, y al llegar a un espacio don-
de no alcanzaban las luces de las dos farolas que adornaban
VICENTE BLASCO I B A Ñ M Z
la puerta del edifido, el jesuíta se detuvo, cogiendo sua-
vemente a su protegida por un brazo-
— Mira, Paco — le dijo con entonación de consejero bon-
dadoso— ; barias muy bien en no salir esta noche de caF-a
o al menos en volver cuanto antes. No sé por qué, me pa-
rece que esta noche va a ocurrir lo que tanto tememos y
que tu esposa no verá el sol de mañana. Ya ves que, al
menos por el buen pareoer y para que no murmure la gente,
conviene que tú permanezcas esta noche al lado de María
cumpliendo tu deber de buen esposo.
— Pero, padre, ¡s,i María no morirá esta noche! Hace
usted mal en alarmarse tanto. Los enfermos de tisis son
como esas luces que se apagan lentamente, y cuando uno
cree que ya están extinguidas, vuelve a surgir la llama y
aún alumbra trémula y vaailante por mucho rato.
— ¿Qué ha dicho el médico esta tarde?
— La verdad es que la ha dado ya por muerta y ha dicho
que de un momento a otro sobrevendrá el fin.
— ¿Ves como debes quedarte?
— Sí, pero tengo la confianza de que María ha de llegar
a mañana, aunque sólo sea para desmentir al médico. La
tisis tienie sus bromas.
— Pues ten la seguridad de que esas bromas las reserva
para ti, que tan convencido pareces de que tu esposa lle-
gará a mañana. Créeme, Paco : quédate esta noche en casa,
o si \ts que tienes verdadera precisión de salir, regí'esa
pronto, para que la gente murmuradora no pueda decir nada
contra ti. % ; %\'-% f?J
-^Volveré a las dos de la mañana; antfs me es imposi-
ble. Tengo precisión de asiisitir esta noche al baile de la
Embajada francesa.
— ¡Desgraciado! ¿Tjenicndo a tu espora tan gravie te
atreves a ir a un baile? ¿No comprendes que la sociedad
murmurará con sobrada razón y que tú perderás con ello
el escaso prestigio que te queda?
— ¡ Bah ! La gente está ya acostumbrada a verme en
todas partes tendiendo a mi mujer enferma y no se fijará
esta noche en mí, pues todos ignoran que María se halle
tan grave. En las enfermedades lentas la gente se cansa de
preguntar y acaba por olvidarse del paciente. Además, re-
verendo padre, es un compromiso de honor el que yo acuda
esta noche a ese baile.
— Lo ^é, desgraciado; lo sé todo. No creas que ignoro
que en la actualidad haces el amor a la esposa de uno d#
xj6 '
LA ARAÑA NEGRA
los empleados de la Embajada; una francesa que te sor-
berá el poco seso que te queda.
Ordóñez, a pesar de su ligereza fria y aristocrática, que
''se cifraba especialmente en no asombrarse die nada, no
pudo evitar un gesto de extrañeza al oir tales palabras.
— ¿ Cómo sabe usted eso, padre Tomás ?
— jBah! No te creia capaz de asombrarte por tan poco.
Yo sé todo lo que hacen m^s, amigos. Ya sabes que mi des-
pacho es como un fonógrafo, que me repite todas las pala-
bras y hasta los actos de cuantos amigos tengo esparcidos
por el mundo. Hay pocas cosas que yo no sepa.
Los dos hombres quedaron silenciosos y avanzaron al-
gunos pasos con dirección a la verja.
Ordóñez se detuvo al ver que el jesuíta se plantaba mi-
rándole con sus ojos fríos e interrogadores que parecían
Ikgar al alma.
— Mira, muchacho — ^dijo con severa superioridad — . No
sólo conozco a fondo la vida de mis amigos, sino que leo
en su pensamiiento y adivino todo cuanto se proponen ha-
cer en contra mía. Ha llegado el momento de que hable-
mos claro: ninguna ocasión mejor que esta.
— Diga usted, reverendo padre — murmuró Ordóñez, algo
alarmado al notar el giro que tomaba la conversación.
— Pues bien, te hablaré claro. Tu esposa va a morir y
ha llegado el momento de que se cumpla el pacto que hici-
mos antes de que te casases.
— ¡El pacto!... ¿Qué pacto es ése, padre Tomás?— dijo
Ordóñez con expresión distraída, como si fuese en busca de
un recuerdo que se le escapaba.
— Eso es; hazte el olvidadizo. ¿No te acuerdas ya, an-
gelito?— contestó el jesuíta con sarcástica ironía — ', Veo
que eres muy d'ísmemoriado ; pero, afortunadamente, yo,
como te decía, leo en el pensamiento de los amigos y te
ayudaré a recordar, diciéndote que, a la hora en que me dé
la gana, a pesar de tu lujo, de tus brillantes relaciones y
de tu fama de hombre elegante y calavera, puedo enviarte
a presidio. ¿Te acuerdas ahora?
— Vuestra paternidad tiene un modo terrible de recordar
las cosas. ^ .,- , , ¡ i ;*«
— Es porque tu memoria resulta como uno de esos ca-
ballos maliciosos que remolonamente se niegan a andar.
Conviene darle algún latigazo para que se avive.
— Bien, padre Tomás; me acuerdo del pacto; ¿qué qui«^
re usted de mí?
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
— Sabes que con arreglo al último Código civil, tus de-
rechos de marido te hacen heredero en usufructo de la mi-
tad de la fortuna de tu mujer.
— Ya sé, reverendo padre; ¿qué es lo que usted quiere
advertirme? _ s^j , ^^. ;.,¿,j ^^,^..
— Conforme al trato que hicimos los dos, antes de qu'e
tú te casases con Maria, debías limitarte a gastar sus rentas,
y te quedaba prohibido inducir a tu esposa a que enajenase
la más minima parte dte su capital.
— Asi lo he hecho, reverendo padre. No tendrá usted
queja de mi en este punto y creo estará satisfecho.
— No djel todo, pues en ciertas ocasiones has gastado
algo más que las rentas, embrollando con esto la adminis-
tración de tu casa; pero no me quejo de estos pequeños
excesos. Al fin, así y todo, te has portado con bastante pru-
dencia si se tienen en cuenta tus antecedentes de hombre
desordenado. ,, . ^:
— ¿Y qué es lo que quiere usted ahora?
— Que se cumpla lo convenido en nuestro pacto, renun-
ciando tú a la parte que te corresponde en la herencia de
tu mujer.
Ordóñez se atusó el erizado bigotillo con marcado aire
de indignación.
— Padre Tomás, eso es muy duro. No resulta razonable
tal exigencia.
— Pu,es así ha de ser.
— Fíjese vuestra reverencia en que sólo se trata de un
usufructo. El día menos pensado me ataca una pulmonía o
me dan una estocada en un desafío, y «entonces esa parte
de la fortuna de mi mujer irá a parar, sana y sin detrimento
alguno, a manos de quien corresponda.
— La baronesa de Carrillo es vieja, y, además, no está
para esperar a que tú mueras.
— ¡Ah! ¿Conque es doña Fernanda la que ha íje heredar
toda la fortuna de mi mujer? — preguntó el elegante, con
una expresión de incredulidad que no procuró disimular.
— ^Sí, la baronesa heredará a su sobrina, y ya que pa-
reces dudar de mis palabras, para que no creas que aquí
ste encierra algún misterio o alguna negociación censu-
rable, te diré toda la verdad. La virtud no necesita recatarse
de nadie. La baronesa heredera a tu mujer e inmediatamente
traspasará la fortuna a manos de nuestra santa Compañía,
para que ésta la emplee en obras de caridad y en hacer
propaganda para "la mayor gloria de Dios". Es una pro-
u8
Lfe4 ARAÑA NEGRA
mesa que doíia Jbernanda lia hecho al Aitisimo, Ya com-
prenderás quje en un asunto tan sagrado y que directamente
mteresa a Dios, lu, pobre criatura humana, no debes opo-
•ner tu mezquina voluntad.
Ürdóñez, a pesar de que hacía 'esfuerzos por conservar
su exterior indilerente y desdeñoso de hombre elegante y
despreocupado, que tantos trimníos le vaha en la alta so-
Gteaad, sentía hervir en £¡u anterior el fuego de la ira.
— JPcro eso es robarme mis derechos üe mando — dijo, no
puduendo contenerse.
— ^i Robar.'' — -contestó el padre Tomás con su impertur-
bable iriaidad — . Dura es la palabreja, pero ya que la has
dicho, la acepto y contesto que antes ñas robado tu a otroü
con escrituras falsas y ñrmas falsiñcadas. Por esto mismo
P'uedo enviiartie a presidio a la hora que qu,iera, y esta hora
llegará inmed;iata,mente, si te niegas a obedecer mis órdenes.
Ordóñez conocía períectamentic a su protector, y sabia
que era imposible que ésie retrocediese asi que adoptaba
una resolución. Además, el (elegante, viviendo con lo que
le proporcionaban las rentas de su esposa, había perdido
su duct.iUdad de aventurero y no era capaz de hum¡illar&e
pidiendo misericordia a aquel hombre terrible, que se mos-
traba sordo a los ruegos que le contrariaban.
El aristócrata resistió su desgracia con dignidad, y úni-
camente se dignó hablar de su porvenir.
— Y si yo renuncio a mis derechos, ¿qué sieria de mí,
padre Tomás?
— Permanece 'tranquilo, que renunciando a la herencia
sirves a la Compañía y ésta jamás olvida a ios que le sou
heles. Aquí estoy para proíjegertc. Islo vivirás con el mismo
esplendor que añora, pero te sostendré en una posxión que
corresponda a tu rango, y ¿quién sabe si encontraré para
ti otra mujer con algunos millones de dotie?
Estas palabras no parecían tranquilizar mucho a Or-
dóñez^ y por esto el jesuíta se apresuró a añadir:
— No puedes quejarte de mi protección. Antes de ca-
sarte vivías entrampado, sin tranquilidad alguna y próximo
a caer en la deshonra. Te tendí la mano, te hbré del preci-
piicio, has vivido algunos años derrochando como un po-
tentado, y ahora, ai morir tu mujer quedarás en la misma
situación de antes, aunque con la ventaja de no tener deu-
das y de contar con mi protección, que será más eficaz y
sjegura. ¿De qué te quejas, pues?, ¿has hecho acaso un mal
negocio?... Cree que me irrita itu ingratjitud.
129
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
El jesuíta dijo estas últimas palabras con expresión^dc
disgusto, y durante largo rato permanecieron silenciosos
el protector y el protegido.
— Vamos a ver — dijo el padre Tomás, cansado por aquel
silencio — . Decidámonos pronto. ¿Renuncias a la iierencia?
¿Cumples la palabra que me diste?
Ordóñez hizo un gesto de desesperación en la sombra.
¡Siempre cogido!, ¡siempre a merced de aquel homuie, a
pesar de la iaraa de listo que a él le concedían en la alta
sociedad í
Había que conformarse forzosamente, y Ordóñez tendió
su mano al jesuíta en muestra de aprobación, y murmuró :
— Die usted es toda la fortuna de María.
— Conforme. Quedo agradecido a tu desprendimiento, y
te prometo no abandonarte nunca. Ahora vamonos, pues
se hace tarde y los dos tenemos ocupaciones apremiantes.
Procura volver pronto a casa, pues esia noche ocurrirá el
suceso que esperamos.
, Los doiís hombres atravesaron la verja» y después de
estrecharse la mano, subieron a sus respectivos carruaje»,
el uno para dar un vistazo al Casino, antes de ir al baile,
y el otro para volver a trabajar en aquel despacho, qu-e era
como el centro del horrible embudo formado por la tela-
raña jesuítica que envolvía a toda la península.
Ninguno de los dos miserablies que con tanta frialdad
hablan esiado hablando sobre la próxima muerte de María
volvió la cabeza para lanzar una mirada de compasión a
aquella ventana, que sobre la oscura fachada del hoiel des-
tacábase débilnijente, bañada en una luz pálida, velada e
indecisa. Los .niuUones de la agonizante era lo único que
ocupaba su pensamiento.
Los dos carruajes se alejaron en distintas direcciones,
separando a aquellos dos compadrjes de crimen que se abo-
rrecían mutuamente.
— ¡ Vive Dios ! — decía Ordóñez en voz alta y rugiente,
que tai vez era oída por sus cocheros — . Ese tío es un la-
drón quie me tiene cogido por las orejas. Si algún día «c
me presenta ocasión, le había de meter un palmo de acero
en el vientre.
Mientras tanto el padre Tomás murmuraba en el inte-
rior de su berlina, con acento de hipócrita escandalizado:
130
Lt4 A It A Ñ A N £ é J^ A
— Abandona a su mujer para ir a hacerle la corte a otra,
y tal vez la pobre condesa haya lendrado ya en el periodo de
agonia. Siempre le lie tenido por un canalla; pero no me
imaginaba que su cinismo fuese tanito.
III
, La muerte de María.
La condesa moría lentamente en aquel gabinete ele-
gantCr donde había pasado toda su enfermedad.
¿e veía casi abandonada de los suyos, mas no por esto
se consideraba sola, pues la rodeaban hermosos recuerdos
que par^ecían endulzar sus últimos instantes.
Las sombras de su hijo, de don iisteban Alvarez 3
del inforiunado Zarzoso, aquellos tries seres queridos a loa
que pensaba encontrar más allá de los umbrales de la muer-
te, parecían rodear su lecho y animarla con invisibles son-
risas en tan supremo trance.
Mana sabía ya toda la vierdad sobre su pasado.
El ñ&\ i^edro, no sólo había relatado la historia de su
padre, sino que just(ificó a Zarzoso, haciéndola saber la re-
pugnante maquinación que contra él se había urdido aliii
en París, para lograr que María le aborreciese por su inü-
delidad manifiesta, que era más obra de; las circunstancias
y de pérfidas intrigas que de su propia voluntad.
La condesa, gracias a las revelaciones de su criado, co-
nocía ya la terrible pai"fi^icipación que los jesuiítas, y e,n
especial el padre Tomas, tiaüían tomado ,tn ios asuntos de
5U familia, y por esto miraba con franco horror al reve-
rendo padre y no ocultó la repugnancia que sentía cuando
éste se aproximaba a su lecho.
La pobre joven, 'extenuada por la terrible enfermedad,
cansada de un mundo que sólo le había proporcionado do-
lores y tristezas, y deseosa de sumirse cuanto antes en lí^
sombra eterna, con esperanza d!e encontrar allí a su padre
y a. su antiguo adorador, con los cuales había sido injusta
aunque sm voluntad para ello, caía impasible y sum,isa, sin
el menor intento de rebelión y limi^tándose a compadecer a
aqi^ellos hombres negros, que tanto daño la habían causado.
— j Les perdono! — murmuraba la pobre manir — . Perdo-
no a todos, a pesar de mis desgracias. Ellos tamb én han
de morir; ellos también se verán en el mismo trance que
VICENTE BLASCO I B A N £ Z
yo, y entonces d.e seguro que uo experimeuLarán c^ta s^xi^
tranquiiiiüad que ahora siento.
Y la infeliz perdonaba también mentalmenie a aquel es-
poso ligero e míame, que era ei auto/ ac su iniortunio,
que haüía envenenaao su sangre pura con ios gérmenes de
una terrible eniermeaaa auquinda en el vicio, y que en ei
momento supremo, no s-e cuiüaüa m aun üe íiiigir un ao-
lor paopio üe laj> circunstancaas y la auandonaDa para ir a
una nesta donde inauüaDieniente nana ei amor a otra mujer.
bi, ella perdonaba a Urooncz, a pesar de todas sus in-
famias, y no le causaua impresión alguna la cínica SíCreni-
daa ae aquel hombre sin conqiencia, pues su pensamiento,
au corazón estaba puesto en aquehos tres seres queríaos,'
cuyas sombras parteciale ver vagar en torno de su lecho'
para ayudarla a bien monr, y escoltar después su espintu
por las inmutas regiones de lo desconocido.
La condesa pierdonaba también a su tia, aquella mujer
irascibJe, íanática e hipócrita, que la había martirizado
cuando n^ina, y que después, ob'tdeciendo automáticamente
ordenes superiores, la nabia entregado en brazos de un
nombre corrompido, cuyos besos resultaban contagiosos >
mortales. ,
/iqucila misma baronesa, que ¿s taba muy íéjor'de liéc-
lar lo que pensaba su sobrina, se hallaba en tales momentos,
cerca Qe su cama, sentada junto a una mesa sobre la qu.
6e erguía un hermoso crucitijo entre un par de cirios.
Doña. Fernanda, arrasirada por sus preocupaciones de-
votas, no había tenido inconveniente alguno en amargar los
últimos momientos de la enferma, aterrándola con todo ei
imponente aparato que el fanatiismo guarda para tales casos.
Mana, que al fin había conocido quiénes eran los sacer-
dotes que la habían rodeado desde la niñez, aunque sin
abandonar por esto las creencias relig-iosas en que la nabian
educado, se negó en absoluto a confesarse con el padre lo-
mas, desobedeciendo con ello las recomendaciones d^e la ba-
ronesa.
iista se hallaba escandalizada por la tenaz negativa de
su sobrina, y deseosa de qu^i la próxima conquista de la
muerte no careciese del refrendo de la religión, nabía mon-
tado un altar sobre una de las mesitas dei gabintte, y sen-
tada al lado de él, leía en voz baja un grueso hbro de ora-
ciones, mirando de vez en cuando a la enferma, que inmó-
vil y respirando p|enosamente^ fijaba sus ojos en el techo
como absorta en sus pensamientos.
Í32
^'^ ARAÑA NEGRA
A pesar de que, con esa falsa esperanza que nunca aban-
donp, a l^ns tísicos, María ai^n creía que su fin estaba lejano.
ro nuería mirar todo aquel abarato rel'p-io^o mon+ado Dor
^tt tía. pues la horrorizaba, al par que ]e producía cierto
de^necbo. la falta de conslider^ción nue mo^tr^ba la bnron^c^.
El silencio era absoluto en aquella bnbitacíón: una lím-
n^ra velada v las llamas á'i los dos cMos alumbraban «1
-^in^te, formando en su centro un círculo de luz, más
alia del cual todo ouednbp en una d^n^a penumbra.
Ju'nto a la puerta, er^-uido e inmóvil cual nr>a estatu-^»
estaba^ el fiel Pedro esperando órdenes. La oscuridad nue le
envolvía no permitía a la baronesa el ver ^1 eresto extraño
mezcla de compasión v de ira. qu^ contraía el rostro del
criado al contemplar a la pobre enferma.
Pedro se sl^ntía ron deseos de estranj^ular a anuella vi*---
!ii !í'*"^*''' T'^'' ^^ limaba a la baronesa. 1^ cual, desou^s
die desatender a sit sobrina en h época en que su enfermedad
todavía era suscenWe de curac'ón, plermanecía abora a su
lado para amargar sus i^ltimos instan'tes con^ ^terroríficas
muestras de devoción imp^Miendo al naso que pudiera acer-
carse a la enferma, él nue iera el trniro ser de aquella casa
que sentía ñor h desp-raciada aVt'in interés.
La condesa pareció salir de su nrofi'mda meditación
cuando uno de los relojes de la casa dio la^; diez.
— iPfedro! — d>*io Ta enferma con voz débil.
Y al acerrarse el criado, dióle a entender con un ^esto
lo nue deseaba.
Aquél le traio una rica cana forrada de nielen y la puso
sobre los^bombros de la condíesa. que se bnbía incorporado
Después la enferma, mostrando sus extremidades devo-
radas por ^a consunción v qx^^ parecían los buesos de un
esnueleto. bajó de la cama avnd.da Por lo. robustos brazos
diel criado, y apov^ñdose en él. líej^ó penosamente basta un
p-ran sillón qu. e.tnb. colocado de espaldas al Cristo ^ a
las dos luces de la baronesa.
^ María experimentaba la ne-esidnd, oue todos los tísicos
sienten, de morir erguidos y fuera de la cnma. que parece
causarles borror.
Pedro, sin abandonar su actitud respetuosa miraba fiia
mente a su ama v no podía ocultnr Ln impresión de descon-
suelo que le producía aquel rostro terroso, enjuto v coti-
sumido por la enfermedad. Veíanse en él ]o^. sVnos de una
próxima muerte y sobre sus facciones parecía e^tíenders- un
densa velo que las ennegrecía.
ir
VICENTE
BLASCO
I B A Ñ E Z
Pedro recordaba lo aiie aquella tarde había dicho rl mé-
dico sobre el próximo fin de la enferma y se afirmaba en la
creencia de que la condesa moriría aquella misma noche.
ExtinsTuíase la vida en el interior de aquel orjram'smo ano-
nadado, V ya no quedaba en él más que un débil soplo vi-
tal que la permitía hablar, aunque con voz tan tíenue i.?uf
sólo podía oírse en aquel absoluto silencio.
— Pero tía — dijo débilmente diricfiéndose a la baronesa
que estaba a sus espaldas — , ¿es que tiene usted deseos d«
que yo muera pronto y por eso me aturde con esas oracio-
nes que murmura?
Es'te reproche, dicho de un modo dulcid, hizo que la ba-
ronesa levantase su cabeza, en la que se marcaba un gesto
de rndi^nación.
— Mira, María — ^contestó con una severidad impropia de
las circunstanciias — . No quiero aue una persona de mi fa-
milia vaya al infierno, y como tú te niegas a ponerte bien
con Dios, ^''o me encargfo de subsanar esta falta t le rueg'O
al Señor que te reciba en su santa gloria, si no por tus mé-
ritos, al míenos por los de otras personas de tu familia.
La enferma estuvo callada durante algunos minutos y
después dijo con dulzura:
— Yo no necesito confesarme. He sido muv desagraciada
en este mundo j no recuerdo haber hiecho daño a nadie.
He obedecido siempre a las personas que me han rodeado,
crevendo firm'emente cuanto me decían.
Calló la enferma breves instantes y añadió después con
marcada intención, volviendo la cabeza y buscando con la
mirada a su tía:
— ^i Ojalá no hubiese slido tan crédula v obediente! Nc
hubiese sido tan desgraciada, y tal vez ahora m,e vería en
d;iferen'te situación.
La baronesa no contestó, pues adivinaba un ^s^vl cambio
en el carácter y las ideas de su sobrina, y no quería expo-
nerse a que ésta, con la franqu)eza del nue va a abandonar
la vida, le dijese algunas verdades que forzosamente habían
de resultarle amargas.
Volvió doña Fernanda a abismarse en la Hectura de sus
oraciones, afirmando los lentes de oro sobre su picuda na-
riz, y mientras tanto, la enferma, después de lanzar una
mirada de gratitud a aquel criado, modelo de fidielidad y de
abnegaíoión, que parecía consternado al contemplar a su
señora, volvió sus ojos al rincón más oscuro de su gabinete,
y así permaneció impasible e inmóvil.
•^4
L \A "A R A Ñ 'A NEGRA
Transcurría el tiempo en aquella 'inercia silenciosa, que
sólo turbaba el murmullo de los rezos de la baronesa y las
llamas crepitantes de los cirios.
Los reloies del hotel daban sus campanadas para marcar
el paso del tiempo, y a aquellas tres personas les parecía cosa
de mrlagfro la rapidez con que se sucedían las horas, pues
absortas en sus pensamientos, creían que las horas se con-
fundían unas con otras, siegún la frecuencia con que las es-
cuchaban.
Pasaba el tiempo velozmente, y era ya más de media no-
che cuando la enferma parec'ó volver en sí de sus tristes
reflexiones, y dirigió la palabra a su fiel criado, que 3<;guía
de pie. sin que la fatiga consiguiera rendirle.
En el rostro de la condesa veíase una expresión má^
animada que parecía presagiar el principio de un restable-
clímíento. Su cutis, antes tan pálido, estaba ligeramente co-
loreado, y su voz había adquirido nueva potencia.
La baronesa miraba a su sobrina con cierto asombro, no
pudiendo explicarse cómo aquel cuerpo tan débil' todavía
tenía fuerzas para resistir la enfermedad; pero el criado se
entristeció al notar aquella mejoría.
Sabía bien lo quie significaba. El médico le había dicho
que momentos antes de morir los que estaban enfermos de
la misma dolencia que la condesa, experimentaban una rá-
pida y fugaz mejoría.
Bedro, pues, veía próxima la muerte de su señora ; muer-
te dulce y casti insensible, como la de todos los tísicos, y
cual convenía a aquella pobre mártir que tanto había su-
frido en vida. ' "" ' ' '
Acababa de dar el reloj del gabinete la una de la madru-
gada cuando María sie incorporó sobre los almohadones que
Pedro había colocado en su sillón, y tendió sus brazos al
fiel criado, agarrándose a sus hombros con la intención de
levantarse y resnirar mejor puesta en píe.
La capa se deslizó á lo largo del (escuálido cuerpo y la
enferma quedó en ropas menores, mostrando sus brazos en-
jutos y consumidos, capaces de inspirar lástima al más indi-
ferente.
La condesa sosteníasie agarrada a su criado, sin dar nin-
guna orden ni atreverse a andar. Su cuerpo se agitaba con
un débil estremecimiento, y sus ojos, desmesuradamente
abiertos y con expresión de angustia, miraban a aquel rin-
cón oscuro, como si en él yiera impalpables imágenes que
en aquellos instantes atraían toda su atención.
X3S
tícente b l .^ s c o i b a Ñ E X
— -lATi! ¿Estáff? afií? — imirmur^ con voz tan qneda y dé-
bil como un suspiro — . ¡ Hijo mío ! i Juaníto ! ¡ Papá ! Allá
▼oy.
Y sus mano? soltaron los liombros del criado, mienti^s
i"U cuerno caía inerte en el sillón.
La baronesa se levantó de un salto, y el criado, tosca
pero cariñosamente, abarró entre sus manos aquella cabeza
'que caía ínert/e sobre uno de los enflaquecidos y angulosos
hombros.
No era posible dudar: la condena babía muerto.
Pedro contempló aquellos oíos desmesuradamente abier-
tos, vidriosos V empañados, que miraban todavía al oscuro
rincón: la nariz, que adquiría un tintté neo^ruzco, v aquella
boca entreabierta y todavía contraída ñor nna sonrisa sobre-
bumaná, como s? hubiese sido provocada por una visión
bermosa, por la vista de la felicidad exístenTe más allá de la
tumba.
Kl aspecto borrible de aouel cadáver, miserable manoio
de buesos v de T)iel, al que faltaba ya la misteriosa esencia
que le bacía atractivo v anuel calor vital que rápidamente
sle iba desvaneciendo deiando al cuerpo cada vez más frío,
trajeron a la realidad al pobre criado, que rugiendo de do-
lor, ppra desabosí'ar su onrimido pecbo. se arrojó a los pies
del sillón v comentó p bes^r ron la furia de un loco una
de las mano«; gmarilVntas v descarnadas.
— T vSieñorita ! . . . i señorita? — jorrítaba el pobre hombre, con-
movido por aquel suceso, a pesar de que lo esperaba hacía
va mucho tiemno: ^ trastornado por su desesperación, echá-
base en cara el no haber salvado a la infeliz hija díe su an-
ti^o amo, el no haber velado por su vida tal como lo pro-
metió en París, cual si el de<;dicbado tuviera poder para
combatir a la más terrible de las enfermedades.
Permaneció así postrado el infeliz Pedro, mientras tuvo
fuierzas ;para llorar, v Por fin extenuad^, debil'tado v recor-
dando que su deber le ex%ía al^o más que entreisrarse al
llanto, se levantó, abandonando aquella fría mano que
cayó inerte sobre el brazo del sillón.
Cuando Pedro, puesto en pie. miró con extrañleza a su
alrededor, vio asrrupados en la puerta a la baronesa y a
Ordóñez, mirando con espanto casi supersticioso aquel ca-
dáver hundido en el siillón, que parecía aún más reouenante
por las desnudeces descarnadas y angulosas que dejaba al
jiescubierto.
LL4 ARAÑA NEGRA
El marido de la condesa conservaba todavía su trnje de
etiqtieta, pues acababa de lle.g-ar del baiile.
Había vuelto una hora antes áe lo que había prometido.
No se diría que era un esooso incorrecto y desatento con
su mujer. Aún había lleg-ado a tiempo para ver el cadáver
dle su esposa, ... [Dios mío!, ícuán fea era la muerta! Ver
aquellos hombros que con sus ríg-idas puntas parecían rom-
per la piel, cuando aún los oíos guardaban el recuerdo de
los hermosos escotes contemplados en el baile, riesultaba un
contraste extraño, una visión dolorosa que él sufría como
buen marido, aunque convencido de que nadiíe le agrade-
cería tan terrible sacrificio.
En cuanto a la baronesa, estaba también conmovida por
la fealdad de la' muerte. Era ya vieja, su fin estaba próximo,
y aunque por sus aficiones devotas estaba en relación amis-
tosa con Dios y los bienaventurados, contando como seguro
su ingreso en la corte celestial, 'no por esto deiaba de pro-
ducirle una (impresión anonadadora el espectáculo de la
muerte.
Además, sus gustos y sus delicadezas de persona distin-
guida sublevábanse a la vista de un cadáver, y comenzaba
a encontrar que en aquel gabinete existía un olor especial
que hería e irritaba su aristocrático olfato.
El rudo y fiel criado a quien la reciente desgracia había
hecho olvidar lo que era v representaba en aquella casa,
lanzó una mirada altiva e interrogadora a la baronesa y a
Ordóñez, esperando que éstos se acercasen al cadáver; pero
al ver que permanecían inmóviles, levantó los hombros con
expresión desdeñosa v de desprecio, y agarró el inanimado
cuerpo para conducirlo a la cama.
Anduvo algunos pasos cargado con aquel cadáver que
pesaba menos que un niño, oprimiéndolo contra su pecho
con expresión cariñosa y paternal y procurando que la ina-
nimada cabeza descansase sobre su hombro. Los caídos bra-
zos golpeaban suavemente sus rodillas, como si la muerta
acarici^íse cariñosamente al único ser que había hermoseado
los úlfcimos días de su existencia con un poco de amor y
abnegación.
Al llegar cerca de la cama, el criado volvió la cabeza,
con instintivo impulso, y al ver a los que estaban en la
puerta no pudo ahogar una exclamación de sorpresa.
La baronesa de Carrillo aspiraba con codicia el conte-
nido de un bote de perfume, mientras que en honor a las
circunstancias hacía esfuerzos porque asomasen algunas lá-
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
.errimas a sus ojos; v >el lindo Ordóñez se tapaba la cara
con las manos para llorar, pero lo que abitaba su cuello no
era el estertor del llanto, sino el escalofrío de la repugnan-
cia V de la náusea.
El honrado Pedro sintió que en su interor dest^crtaba
una indiírnación feroz y que, a no tener sus brazos 'ocupa-
dos en el cadáver, le hubiese arrastrado al homicidio. Pen-
só en el pasado, en oue aquella vieia aristocrática v aquel
aventurero dist'n^sruido eran los principales causante'-; de la
muerte de María, d? aquella joven infortunada nacida bajo
el peso de una fatalidad y que había atravesado la vida pa-
gando cada minuto feliz con interminables años de dolor; y
olvlidando su condición de criado, pensando únicamente en
que en tal momento representaba al pobre padre muerto
alia en París y a todos los Basel^as caídos, uno tras otro
en la inmensa red de la ne^ra araña jesuítica, fijó sus oios
centelleantes en la tía y el sobrino, y con voz ruda, atro-
nadora, como si saliese de la boca de un d'ios vengador, les
apostrofó diciendo:
— I Canallas ! ; Tienen asco !
EPILOGO
Eran las cinco de la tarde y la calle de Alcalá presen-
taba el brillante aspecto propio de la principal artería d^
una í^ran ciudad, a la hora en que la aristocracia comienza
su día y tumbada en el fondo de sus carruajes se deja con-
ducir con el suave balanceo de los muelles al paseo, donde
se saludan y se dirig-en sonrisas las gentes que se ven dia-
riamente en todos los puntos de diversión y esparcimiento.
La tarde^ era espléndida. El sol de la primavera campea-
ba en un cielo azul matizado por jirones de blancos vapo-
res, V la hermosura de la tarde parecía comunicarse al al-
ma denlas gentes que discurrían por las aceras con cierta
expresión satisfecha mirando los carruajes que pasaban ve-
loces por el centro de la calle.
Era el prímer día que el antiguo asistente d-e don Esteban
Alvarez se sentía un tanto alegre después de la muerte de
la condesa de Baselga, ocurrida ocho meses antes.
Esta desgracia le había sumido en una melancolía horri-
ble, y cuando volvió del cementerio, después que «1 féretro
fué sepultado en el panteón de los Baselgas. aquel pobre
' 138
L \A ARAÑA NEGRA
hombre se juzgó ya solo ien el mundo y siin un ser que le
conociese.
El cuidado de la infeliz enferma fué su última ocupa-
ción grata; después de esto, su corazón quedaba muerto, y
cayendo en una espantosa misantropía, el infeliz se creyó
en un desierto, donde era imposible que encontrase más se- •
res que excitaslen su cariño v que no correspondieran a su
afecto con una terrible indiferencia.
La indignación que había mostrado junto al cadáver to-
davía caliente de María, v Ins sordas amenazas que profirió
contra la baronesa v Ordóñez, hioileron que el mismo día
de] entierro fuese desnedido de la casa.
El pobre Pedro vivió miserablemente con sus escasos aho-
rros durante un par de meses, y al fin pudo encontrar una
colocación modesta, que apenas si le daba para comer.
Aquel hombre sencillo v leal, al considerarse tan comple-
tamente solo en el mundo, acogía la vida como una carga
pesada qulr había de sobrellevar forzosamente.
No podía acostumbrarse a vivir en tan completa soledad,
pues hacía ya muchos años que su existencia se deslizaba
siempre al lado de un ser querido. Primero tienía a don Es-
teban Alvarez, que 'era el objeto de todas sus atenciones;
después le habían ocupado los cuidados quie debía dedicar
a aquella infeliz joven, cuyo organismo estaba minado por
la tisiis ; y ahora, al contemplarse sólo, sin otra ocupación
que la de ganarse el pan, y arrojado en el seno de una so-
ciedad indiferente, el desgraciado Pedro, a pesar de que go-
zaba de absoluta libertad, se creía aún en la época de su
juventud, en que. por salvar a su amo, fué herido, hecho
prisionero y conducido a Ceuta, donde se vio en absoluto
aislamiento.
El nntiguo asistente tuvo noticia de cuanto ocurrió en
la familia a quien servía después de la muerte de la con-
desa.
La baronesa de Carrillo, que heredó toda la fortuna ád
su sobrina, habíala cedido a los padres jesuítas, quienes se
apresuraron a vender el hotel del pasteo de la Castellana y
los demás inmuebles de que constaba la herencia, y a neali-
zar los títulos que represleritaban el resto de aquel respe-
table capital.
Doña Fernanda, limitada a la pequeña fortuna que ha-
bía heredado de su madre, la intrigante Pepita Carrillo, y
que era suficiente para sus modestas necesidades, dedicábase
VICENTE BLASCO I B A Ñ E T
ahora co-n más entusiasmo que nunca a su propasranda de-
vota, V pasaba la mayor parte del año fuera de Madrid, vi-
sitando conventos y organizando en provincias cofradías de
damas aristocráticas.
En cuanto a Ordóñez, sin otro auxilio ya que la pro-
tección del padi^e Tomás, liacía su vida de soltero v ocu-
paba un lindo entresuelo, gastando con la prodigalidad de
siempre el producto de lo que había podido sustraer a la
voracidad de los jesuítas, así como lo (^\^e^ le proporcionaba
su antiguo crédito, pues no había p'erdido la costumbre de
con/traer deudas.
Pensando en la rapidez con que se había deshecho tan
grande fortuna entre las manos de los jesuítas, subía Pedro
la calle d'e Alcalá, con paso lento, pues aún le quedaba
tiempo para acudir a su cita.
Dos días antes había experimentado una inmensa alegría,
que rompió la abrumante soledad que le rodeaba, demos-
trándole que aún quiedaban en el mundo seres que le reco-
nocían y que le daban el título de amigo. A la puerta de
un café le detuvo un caballero joven,, echándole los brazos
al cuello y celebrando con ruidosas carcajadas lel inesperado
encue-ntro.
Era Agramunt. el revoluciionafio Agramunt, que había
regresado a España en virtud de una ley de amnistía que
acababa de dar el Gobierno, v que antes de volver a Bar-
celona deteníase en Madrid algunos días para cumplir cier-
tos encargos políticos.
Aquellos antiguos amigos, que tantas cosas tenían que
contarse, pasaron horas muy felices recordando «1 pasado,
y apenas terminaban sus ocupaciones iban t^ buscarse in-
mediatamenite para pasar la noche juntos, hablando de Zar-
zoso, de Aivarez, de su desgraciada hija, y d'e todas cuantas
personas conocían, aunque sólo fuera de oídas, por haber
-intervenido ellas en tan triste hiistoria.
Como Agramunt tenía dinero,- convidaba generosamente
a su antiguo amigo, y aquella tarde Pedro iba en su busca
para dar un paseo juntos, antes de ir a comer a Fornos.
En la esquina del Suizo se encontraron los dos amigos,
y cogiéndose familiarmente del brazo, emprendieron la mar-
cha hacia el Retiro.
A los pocos pasos llamóles la atención un hombre de
asipiecto elegante, que pasó galopando sobre un hermoso
140 ^ -
L \á ARAÑA NEGRA
caballo inglés, y mirando a todas partes con expresión de
superioridad insolente ,y desdeñosa.
— Mire usted, Agramunt — dijo Pedro tocando con el co-
do a su amigo — . ¿No quería usted conocer a Ürdóñez?
Pues, ése íes. , ,^ i ,,^^; j,_ j ^^^,
— ¡Ah, bandido !— exclamó el joven escritor con amar-
gura-—. Ahí va orgulloso como un rey,, saludando a las gen-
tes, que se apresuran a contes,tarle, y, sin embargo, muchos
asesmos mueren en el patíbulo con menos causa que él.
¡ yué sociedad ésta!
Los dos amigos, al llegar frente a la iglesia de San José,
ae detuvieron, pues Pedro, que tenía muy buena vista, se-
ñalaba con un gesto a una señora vestida de negro, que,
bajando de una modesta berlina, se disponía a entrar en el
— Aquélla es la baronesa. Es itan mala como ese Ordó-
ñez; pero, al menos, por pudor, sabe fingir y aun lleva luto
por la muieirte de su sobrina. iSío es como el botarate del
marido, que un mes después de fallecer la condesa, ya se
presentaba en público, divirtiéndose sin escrúpulo alguno y
haciendo el amor a cuantas mujeres liei gustaban. A pesar
de esto, si me diesen a escoger entre la baronesa y el so-
^^i^o-- ,' : ... iLj.i iu._;..iA-:.j..t¿iJ.Ud,^
— No te quedarías con ninguno — interrumpió Agra-
munt— ; y comprendo que tal hicieras, pues la vieja debe
ser más terrible que el botarate de Ordóñez, porquie, según
tengo entendido, ella es la mejor agente que tiienen los je-
suítas, i j ,
Los dos amigos estaban de espaldas a la acera, y al vol-
verse rápidamente, tropiezaron con un anciano que, con el
sombrero de copa hundido hasta las cejas, la cabeza baja,
moviendo el bastón de un modo extravagante y murmuran-
do incoherentes palabras, marchaba con lento paso.
El viiejo contestó con un gruñido feroz y una m,irada irri-
tada al empujón de aquellos dos hombres, y siguió su ca-
mino len-Umente, miiencras que Pedro se estremecía dicien-
do al oído de su amigo con voz ansiosa :
— Mírelie usted bien. ¿Le conoce.'', ¿le conoce?
— ¿Quién es? — contestó con extrañeza Agramunt.
— Ll viejo doctor Zarzoso; el tio de nuestro desgraciad;'
amigo don Juan.
— Hablémosle. Tal vez se alegre ese pobre viejo de co-
nocer a quien fué tan am,igo de su sobriivo.
. 141
y í C E N T E BLASCO I B A Ñ R Z
— No — contestó Pedro con acento trisic — . icii vez no*
arrepentiríamos 6e revivir en el anciano penosos recuerdo^.
Kl pobre doctor, desde aquella mañana en que le llevaron a
su casa el cuerpo de su sobrino asesinado por Oruoñez, per-
dió casi por completo la razón, y si ten la actualidad no le
tienen encerrado en el mismo manicomio que éi luncló, es
porque su locura es pacifica y no da a naüie ei menor mo-
tivo de queja. Va por todas partes lo m'smo qu-e usted lo
ve ahora, y si alguien le habla, él contesta rnconerencemen-
te; su mania es que las leyes deben reformarse y que es u..
absurdo que la sociedad, mientras cabiiga ai nombre de blu-
sa que ebrio y rabioso mata a la puerta de una i;aberna,
il^encüe su mano protectora sobre el hombre distinguido que
ante cuatro amigos atraviesa de una estocada a un seme-
jan te;v *
— Pues no discurre mal el viejo doctor — dijo Agra-
munt — . Me parece que él íes cuerdo, y que los locos son
ios que se burlan de sus palabras.
— Ha perdido por completo la memoria — continuó Pe-
dro— . Cuando le hablan de su sobrino escucha con gran
extrañeza, y en viez de contestar ríe de un modo que causa
miedo. ¡ Ay, amigo Agramunt ! ¡ Si usted viera qué pena cau-
sa en todos los que tratan al doctor ese estado de imbe-
cilidad en que ha caído, un hombre tan sabio ^e ilustre!...
Los dos amigos permanecieron inmóviles durante mucho
rato, siguiendo con la vista al pobre loco que se alejaba
lentamente, y cuando éste sie contundió con los demás tran-
seúntes, ellos volvieron a emprender la marcha, cabizbajos
y visiblemente emocionados por aquel doloroso encuentro.
Agramunt pensaba en las crueldades de la fatalidad que
ocasi^ona a los humanos tan terribles tristezas.
Estaban ya frente al minis'tierio de la Guerra y junto al
palacio del Banco de España, todavía en construcción, cuan-
do les hizo detener el paso un grupo de curiosos, en el cen-
tro del cual se movían los kepis de. los guardias de Orden
público. , !..i-i*;.J,lA.=J
— ¿ Qué es eso ? — preguntó Agramunt a su compañero,
que se había adelantado para enterarse de lo que ocurría.
— Poca cosa. Han prendido a un ladrón que intentaba
robarle el reloj a un caballero; ahora lo están alando...
¡ Ya se lo llevan 1 '
Y abriéndose el curioso gi'upo, apareció un hombre mal
vestido, pálido, con el pelo pegado a la ínente por el sudor,
14J
LA ARAÑA NEGRA
y con todas las señales de haberse resustido íierameiite an-
tes de eütregars/e' en manos de la Poiicia. Llevaba ios bra-
zos atados por detrás, y los guardias, eníurecidos sin üucia
por la anterior resistenqia, le empujaban rudamente.
Aquella escena vmo a aumientar aun ia triste impresión
que experimentaban ios dos amigos, y doblando ia esquina
entraron en el ir'rado, al mismo tiempo que, viniendo en di-
rección contraria, se cruzaban con itilos dos sacei'ciotet, : uno
joven y de rostro ins/igniücante que miraba humildemente
al suelo, y otro que iba a su dereclia, viejo, erguido y ñjan-
Go en todos ios transeúntes sus ojos curiosos e investiga-
üores.
— ¡Vive Dios! — exclamó Pedro — . Esia tarde abundan
ios encuentros. Ahi tiene usted al padre Tomas Kerran.
Agramunt contempló con curiosidad no exenta dic ira- ai
viejo jesuíta, que se alejaba majestuosamente, convencido de
su inmenso poder, y contestando con sonr,isas protectoras a
ios saludos respetuosos que le dirigían algunos transeuiues.
Agramunt sonreía con amargura, avanzando con su ami-
go por el centro del Prado.
— Ahi tienes lo que es el mundo, amigo Pedro. La so-
ciedad acosa como a una hera al ladrón que roba un reloj,
tal vez por hambre, y en cambio saluda y presta homenaje
a otro ladrón, que ha estado preparando un robo de millo-
nes durante muchos años,, y que para realizar su pian no
ha vacilado en premeditar asesinatos y en realizarlos con
irritante alevosía. ,
El joven dió algunos pasos, sumido en el silencio pro-
pio de un hombre que reiiexiona, y añadaó después :
— Verdaderamente resultan admirables, por lo grandes,
.esos bandidos negros. ¡ Qué sublimidad para el mal tiene
el jesuitismo! Para los obreros de la sagrada Compañía la
palabra imposible carece de sentido. El desaliento es cosa
desconocida entre ellos, y con tal de realizar sus planes a la
sordina y sin escándalo, diisponen de los años y de los si-
glos con la misma indiferencia que nosotros disponemos de
IOS minutos. Su fuerza es siempre igual, y si cae uno en sus
ñlas, no tarda en ocupar otro su puesto. Li mundo está en
peligro : la libertad y el progreso serán palabras vanas que
representarán cosas inesiabks mientras siga en pie esa som-
bría instituQÍón que dispone de los primeros tesoros del
mundo, aumentándolos cada vez más, y de hombres sumi-
sos c inconscientes que se mueven como máquinas y mar-
143
VICENTE BLASCO I B A Ñ E Z
clian rectamente a su íin, seguros de que a la, corta o la
larga han de lograr su objeto. La tiranía imperante los pro-
tege; no contentos con disponer de las clases privilegiadas,
intentan hoy seducir al pueblo, y si esto continúa por al-
gunos años, llegará el momento en que ia libertad caerá
anonadada, y cual otro Juliano "el Apósiata", dirá con des-
aióiento al hombre que en ia historia simboliza ia reacción:
" ¡ Venciste, Loyola 1 "
Calló el escritor, y agarrando de un brazo a su amigo,
detúvose sin darse cuenta exacta de lo que hacía.
Sus ojos, con cierta expresión propia de un inspirado,
miraron al horizonte cub|i'erto de vapores, que adquirían un
tinto rojo, bañados por los últimos rayos del sol.
Aquel resplandor de incendio de que parecía empapa-
do el horizonte, entusiasmó ai revolucionario.
— M,ira, Pedro, mira bien. Ese. incendio del cielo es la
imagen del porvenir. El fuego todo lo purifica, y en la ac-
tualidad resulta el único remedio. Sé muy bien que Vor-
quemada sientia estas ideas y las aplicaba en favor de la
reacción. Pues bien, el mundo necesita hoy un Torquema-
da en sentido inverso, que queme al presenit,e, no en nom-
bre del pasado, sino en el del porvenir. Mira b¡ien, ¡ qué
alegre resplandor! Un fuego que todo lo devore, una inqui-
sición que respete a las personas, pero que convierta en ce-
nizas todas las instituciones del presente... ¡he ahí el más
bello porvenir para la Humanidad!
Y el joven revolucionario, como si le asaltase la idea de
que aún estaba lejos aquella solución anhelada y esto des-
pertase su ira, cerró los puños convulsivamente y miró otra
vez al cielo, murmurando con voz anhelante, como si ha-
blase con un ser invisible:
— Pero ¿cuándo te decidirás a barrer tanta podredum-
bre? ¿Cuándo darás el gran escobazo?
FIN DE "LA ARAÑA NEGRA'
144
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