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Full text of "La araña negra, novela"

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Digitized  by  the  Internet  Archive 

in  2011  with  funding  from 

University  of  Toronto 


http://www.archive.org/details/laaraanegranovel09blas 


Q<SA4S^r- 


VICENTE  BLASCO  IBAÑEZ 


LA  ARANA 
NEGRA 


NOVELA 


TOMO     NOVENO 


EDITORIAL     C  O  S  M  Ó  P  O  L)  S    í! 
Apartado  3.030 

MADRID 


Imp.    2oila   Ascasíbar.    Martífl 
de  los  Horw.  65.— MADRID. 


NOVENA  PARTE 

EN  parís 

(continua®ión) 

IX 


El  entierro  de  Alvares. 

Estaba  Zarzoso  leyendo  la  sección  -die  noticias  de  un  perió- 
dico de  la  noche  y  se  disponía  ya  a  acostarse,  en  vista  de  que 
los  relojes  de  la  plaza'  del  Pantheón  acababan  db  dar  la  una 
de  la  madrugada. 

Las  caídas  cortinas  del  lecho  ocultaban  a  Judith,  que  ron- 
caba con  bastante  estrépito,  y  la  luz  del  quinqué  crepitaba  d.Q 
un  modo  laiarmantc,  díando  a  entender  que  estaba  próxima  a  apa- 
garse por  falta  de  petróleo  que  alimientase  su  llama. 

Sonaron  atropellados  pasos  en  el  pasadizo  que  conducía  a 
la  habitación,  y  Zarzoso,  sin  poder  explicarse  el  motivo,  sintió 
cierto  sobresialto,  pues  sus'  niervios  se  hallaban  muy  excitados  a 
causa  de  una  reyerta  que  había  tenido  con  la  hermosa  rubia, 
antes  de  acostarse  ésta. 

Llamaron  a  la  puerta  con  dos  suaves  golpes,  y  el  joven  se 
apresuró   la'   abrir,    presintiendo   que   algo   grave   ocurría.    En   la 
penumbra  del  pasillo  percibió  a  Agramunt,  que  parecía  haberse- 
\iestido  apresuradamente  momentos  antes,  pues  todavía  se  estaba 
albrochando  ^  chalecQ  y  llevaba  la  corbata,  sin  anudar.  Tras  él 


VICENTE  BLASCO  I  B   A   Ñ  E  Z 

apair€cí,a  uii  viejo,  dte  aspecto  ordinario,  que  mostraba  ser  por 
su  aire  un  portero  de  casa  po'bre. 

Ag-ramunt  hablaba  con  voz   queda  y  acento  misterioso. 

— '¿  Estás    sol  o,    Juianito  ? — ^prieguntó — .    ¿  Duerme   Judith  ? 

Zarzoso  contestó  con  un  gesto  afinmiativo,  y  entonces  su 
amigo  se  apresuró  a  deci-r: 

— ^Toma  eil  sombrero  y  vamonos  inm^ediataimente.  Ocurre  ima 
cosa  grave,  una  desgracia. 

— ¿Qué   es? — ^sie  apresuró  a  preguntar   Zarzoso. 

— ^Vamonos  en  seguida,  ya  te  lo  contaré  por  el  camino. 

;Y  mientras  que  Zarzoso,  de  puntillas,  para  no  despertar  a 
su  querida,  buscaba  el  sombrero  y  el  gabán,  Agramunt  le  decía 
'en  voz  baja: 

— Acaba  de  venir  a  buscarme  este  buen  hombre,  el  portero 
de  lia'  calle  del  Sena.  Don  Esteban  está  gravísimo;  una  dol-encia 
mortal.  Creo  que  ya  debe  haber  expirado  hace  rato. 

'Y  el  joven  lescritor  decía  esto  convencidb  de  que  su  viejo 
amigo  hacía  ya  mucho  tiempo  que  había  muerto,  pues  conocía 
el  carácter  de  Perico,  su  antiguo  criado,  y  comprendía!  que  muy 
terrible  debía  ser  íel  suoeso  paila  que  se  decidiera  a  avisar  a  los 
amigds. 

Zarzoso  acafoó  de  arreglarse  y,  de  puntillas,  salió  de  la 
haibitaaión,  sin  que  se  apercibiera  de  su  marcha  Judith,  que 
seguía  roncando. 

Los  tr*es  hombres,  al  estar  en  la  calle,  apresuiraron  la  mar- 
cha, como  si  alguien  les  persiguiera,  y  jadeantes  y  sudorosos 
llegaron  a  la  casa  de  la  calle  del  Sena,  en  la  que  reinaba  gran 
agitación. 

En  lia  escalera  tropiezaron  con  el  comisario  de  Policía  deH 
dfi'Strito  y  sus  empleados,  a  los  que  había  ido  a  llamar  la-  mujer 
del    conserje,   en    vista   de  lo   repentino  de   aquel   fallecimiento. 

¡Perico  estaba  desolado,  y  con  ese  gesto  de  estupidez  que 
proporciona  una  desgracia  tan  abrumadora  como  inesperada,  iba 
ae  un  lado  para  otro,  con  lia  inconsciencia  idel  loco,  por  todas 
las  habitaciones;  de  ía  casa,  dando  de  vez  »en  cuando  lastimeros 
mugidbs  ipara  desahogar  su  pecho  de  hércules,  agitado  por  to- 
rrentes de  llanto  que  pugnaban  por  salir  y  no  podían. 

Casi  en  el  centro  del  sialón,  fríente  a  la  chimeniea  donde  hu- 
meaban algunos  tizones,  y  de  aquel  retrato  de  la  mujer  ado- 
ralda,  yacía  el  cadáver  de  Alvarez,  como  enormie  masa  que  sólo 
alumbraba,  en  parte,  lia-  lu^  del  quinqué  puesto  sobre  la  mesa 
de  trabajo. 

Estaba  tendido  de  espaldas,  con  los  brazos  casi  en  cruz,  y 
en  su  rostro,  qué  rápidamente  iba  ad'quiriendo  un  tono  violáceo, 

.:  .        •  4 


LA  ARAÑA  NEGRA 

bnillaban  sus  ojos,  desmesuradamenite  abiertos,  fcomo  si  taún  per- 
sisitiera  en  el  cadáver  la  sorpresa  quie  le  causó  sentÍT  una  muer- 
te que  llegaba  rápida  e  instantáneamente,  como  el  rayo. 

Perico,  que  se  había  co-Iocado  junto  a  los  dos  amigos,  ha- 
blaba lientatmente,  cortando  sus  palabras  con  suspiros  penosos, 
y  rehuíal  la  vista  idel  cuerpo  de  su  señori,  como  si  temiera  caer 
en  mi  nuevo  acceso  de  desesperación  a  la  vista  de  aquel  cadá- 
ver que  en  vida  fué  lo  que  él  más  quiso. 

¿Quién  iba  a  esperaír  aquello?  El  señor,  antes  cíe  comler,  har- 
bía  ido  al  café  de  Cluny  a  pasar  un  rato,  y  vollvió  cerca  de  las 
ocho,  cuando  él  ya  estaba  arreglando  la  mesa. 

Parecía  más  decaído  y  triste  que  de  costumbre;  comió  si- 
lenciosiamenite,  dando  de  vez  en  cuando'  suspiiros  que  alarmaban 
a  Perico,  y  después  de  levantado  el  mantiel,  comenzó  a  hablar 
del  pasado  a  su  sirviente  y  de  la  posibilidad,'  de  que  él  m^uriera 
en  plazo  breve  y  cuando  menos  lo-  esperase. 

Recordó  con  dolor  osa  amargura  la  la  hija  que  tenía  en  Ma- 
drid; habló  de  su  ingratitud,  a  pesar  de  lo  cual  la  amaba  cada 
vez  más,  y,  como  consecuencia  de  todo  lo  que  habló,  lie  dijo  así 
a  su  antiguo  lasistente: 

— Mira,  muchacho:  mi  hija  me  odia;  buena  prueba  de  ello 
es  que  ha  roto  sus  relaciones  con  ese  buen  chico  de  Zarzoso 
sóío  por  saberí  que  era  amigo  mío;  pero,  al  fin  y  el  cabo,  ej  mi 
hija  y  no  puedlo  dejarla  desamparada,  pues  sé  que,  a  pesar  de 
que  tiiene  familia,  se  halla  rodeada  de  enemigos  que  conspiran 
contra  ella.  Si  yo  pudilera  volver  a  España,  velaría  por  mii  Mia- 
ría, aunque  día  me  pagase  con  la  más  repugnante  ingratitud; 
pero  si  yo  muero  y  tú  quedas  libre  para  volver  la  la  patria,  has 
de  jurarme  que  vivirás  cerca  de  ella,  que  velarás  por  su  tran- 
quilidad y  que  la  defenderás  en  cuantos  peligros  pueda  correr. 
¿Lo  juráis  así? 

Perico  prometió  to/do  cuanto  su  amo  quiso  exigirle.  El  es- 
taba dispuesto  a  obedecer  a  don  Esteban  más  allá  aún  de  la 
tumba,  y  muerto  su  señor  quedaba  libre  y  podía  abandonar  Pa- 
rís para  cumplir  esta  última  vdluntad;  pero'  lo  quie  él  no  sos- 
pechaba es  que  el  fin  de  la  existencia  de  su  amd  estuviera  tan 
próximo  como  éste  lo  presentía. 

Don  Estdjan  tuvo  frío  y  sie  sentó  junto  a  la  chimenea,  per- 
TWaneciendo  allí  hasta,  cerca  de  media  noche. 

-Su  criado,  que  estaba  en  el  comedor,  le  oyó  varias  veces 
suspirar,   murmurando   palabras   que  ól   no  comprendía. 

— "i¡  Yo  soy  el  responsable  ide  ese  rompimiento !",  decía  con 
acento  quejumbroso.  "jYo  soy  el  autor  de  la  degradación  de 
ese  joven!" 


V   I    C  .^1   K    T   E  BLASCO  1   D   A   Ñ  E   Z 

Era  yai  cerca  ilíe  media  noche,  cuando  sonó  en  el  salón  un 
suspiro  sordo,  pero  tan  angustioso,  que  a  Perico,  según  su  pro- 
pia expresión,  le  puso  los  cabellos  de  punta. 

Entró  apresuradamente  en  la  gran  sala  y  aún  pudo  ver 
a  su  señor  que  acababa  de  levantarse  del  sillón  y  que,  tamba- 
leándose, con  las  manos  puestas  en  el  pecho,  como  si  preten- 
diera abrírselo  en  un  fiero  arranque  de  angustia,  anduvo  dos 
o  tres  pasos  pana  caer  después  desplomado. 

Cuando  Perico,  a  pesar  de  su  dolorosa  sorpresa,  se  conven- 
ció de  que  su  señor  había  muerto,  pidió  socorro  a  los  porte- 
ros; y  mientras  el  marido  iba  en  busca  de  los  dos  amigos  del 
difuMol  que  vivían  más  próximos,  la  mujer  se  dÍTÍgió  a  la  Co- 
misaría del  barrio  para  que  se  instruyeran  las  diligencias  pro- 
pias del  caso.  El  médico  oficial,  quie  debía  de  volver  al  día  si- 
guiente a  practiicar  la  autopsia,  manifestó  que  don  Esteban  ha- 
bía muerto  a  consecuencia  de  la  ruptuna  de  un  aneurisma  que 
se  le  había  formado  hacía  ya  mucho  tiempo. 

Los  dos  amigos,  en  vista  d|el  aturdimiento  de  Perico,  se  en- 
cargaron de  todas  las  gestiones  que  era  necesario  hacer  en  ta- 
les circunstancias. 

Agramunt  redactó  unas  cuantas  líneas  para  los  periódico* 
de  la  mañana,  anunciando  la  muerte  de  aquel  emigrado  que  ha- 
bía perecido  en  la  obscuridad  a  pesar  de  haber  desempeñado 
aJtos  cargos ;  y  mientras  el  portero  iba  a  llevarlas  a  las  Re- 
diacciones,  él,  impulsado  por  su  actividad  idle  buen  muchacho  ser- 
vicial, salió  para  ir  a  una  Agencia  de  pompas  fúnebreS;  a  arre- 
glar lo  concerniente  al  entierro,  que  se  había  de  verificar  al 
día  siguiente,  a  las  tres  de  la  tarde. 

Zarzoso  se  quedó  solo  en  el  salón,  frente  al  abandonado  ca- 
dáver de  Alvarez,  mientras  Perico,  fuera,  en  d  comedor,  dis- 
pfoitaba  con  la  vieja  portera,  que,  en  vista  de  su  angustia,  que- 
ría hacerle!  tragar  algunas  tisanas  para  calmarle. 

El  médico  miraba  con  terror  el  cadáver  dle  su  viejo  amigo. 

Aqijellas  frases  incoherentes  que  Alvarez  había  pronunciado 
antes  de  morir,  y  que  resultaban  ininteligibles  para  su  criado, 
las  comprendía  él  fácilmente,  y  sentía  por  ello  intenso  remor- 
dimiento. 

Aquel  hombre  <íesgraciado  había  fallecido  víctima  de  la  pre- 
ocupación dolorosa  que  en  él  produjo  la  creencia  de  que,  invo- 
luntariamente, había  sido  la  causa  del  rompimiento  de  relacione! 
entile  Zarzoso  y  María. 

Lo  que  más  entristecía,  ail  joven  y  le  iavergonzaba  era  la  in- 
justa opinión  de  virtud  en  que  le  tenía  Alvarez;  y  al  mismo 
tiempo  le  alíerraba  la  sospecha  d)e  que  éste,  antes  de  morir,  po- 


LA  ARAÑA  N      B      G      R      \A 

día  haberse  convencido,  casitalmenite,  de  la  degradación  en  que 
estaba  el  mismo  a;  quien  él  creía  un  joven  d)e  buenas  costum- 
bres. 

Cuando  volvió  Agramunt,  des,pués  de  cumplidas  sus  comi- 
siones, los  dos  jóvenes,  ayudados  por  Perico,  levantaron  de  la 
alfombra  el  cadáver  dfe  don  Esteiban,  y  a  fuerza  de  puños  lo 
llevaTon  hasta  la  cama,  dorudb  cayó  sordamente,  con  el  peso 
abiTimador  de  la  muerte,  y  haciendo  rechinar  los  hierros  del 
iecho. 

La  mañana  siguiente  la  pasó  Agramunt  corriendo  París, 
para  lavisar  a  todos  los  compañeros  de  emigi'ación  y  a  cuantos 
españoles  conocía  y  ultimar  los  preparativos  del  entierro,  que 
había  de  ser  lo  que  la  gente  llama  bastante  corrtecto,  pues  el 
editor  para  el  que  trabajaban  los  emigrados  se  había  brinda- 
do a  pagar  todos  los  gastos. 

Zarzoso  tuvo  que  sostener  una  ruda  pelea  con  Judith,  que 
por  uno  de  los  caprichos  de  su  extraño  carácter  se  empeñaba 
en  ¡r  a  ver  aí  muerto,  proposición  absur<d|a  para  el  joVen,  que 
pensaba  que  aquello  equivaldría  a  un  insulto  postumo. 

Zarzoso  y  Agramunt  juntaron  sus  ahorros  para  co-nprar 
ima  corona,  y  el  primero,  vestido  correctamente  de  luto,  llega- 
ba a  la  calle  del  Sena  poco  antes  de  las  tres. 

Un  coche  'fúnebre,  de  buen  aspecto,  estaba  parado  junto  a 
la  casa  mortuoria,  y  su  presiencia  había  hecho  salir  a  las  puer- 
tas, impulsados  por  k  curiosidad,  a  todos  los  industriales,  por- 
teros y   comadres   de  las  casas   inmediatas. 

En  el  portal  estaban  agrupa)dlos  unos  cuantos  españoles,  de- 
mostrando con  sus  diversos  trajes  y  sus  gestos  más  o  menos 
tranquilos,  las  veleidades  de  la  fortuna,  que  mientras  acíarícla 
a  unos  trata  a  otros  a  bofetadas. 

Llegaban  de  los  extremosi  de  París  los  náufragos  de  las  bo- 
rrascas revolucionarias  que  la  persecución  había  barrido  más 
allá  de  los  Pirineos,  todos  con  el  gieso  avinagrado,  la  mirada 
altiva,  el  traje  raíldo,  y  un  mundo  die  absurdas  esperanzas  en  la 
imaginación. 

Aquel  suceso  servía  paira  agrupar  a  la  desbandada  colonia 
de  emigradlos,  que,  esparcidos  por  los  cuatro  extremos  de  Pa- 
rís y  entregados  a  diversas  ocupaciones,  pasaban  meses  ente- 
ros sin  verse,  y  aprovechaban  la  ocasión  para  estrecharse  lal 
mano  y  hablarse  amigablemente  como  compañeros  de  desgra- 
cia; esto,  sin  perjuicio  de  separarse  de  allí  a  dos  horiais  para 
no  volverse  a  encontrar  hasta  de  allí  a  medio  año. 

Parecían  muy  impresionados  por  la  muerte  de  Alvarez;  sen- 
tían una  espontánea  emoción;   poro,  la)  pesar  de  esto,   reunidos 

7 


IICENTE  BLASCO  I   B   A   Ñ   E   Z 

en  grupos  en  aquel  portal,  departían  sobre  su  tema  favorito, 
y  fundándose  en  el  triste  fin  del  difunto,  que  había  muicrto  po- 
':re,  abandonado  y  lejos  de  la  patria,  cosa  que  les  podía  ocurrir 
muy  bien  a  dios,  hablaban  egoístamente  de  la  necesidad  de  ha- 
rer  ía  revoilución  cuanto  antes,  para  que  terminase  su  violenta 
situación  de  emigrados. 

Bajaron  el  cadáver  encerrado  en  un  sencillo  y  elegante  fé- 
rdtroi,  £obr<e  é.  cua'l  se  amontonaban  más  de  una  docena  de  co- 
■onas,  dos  o  tres  de  artísticais  flores,  y  las  demás  de  perlas  de 
^ádrio,  formando  inscripciones  de  pacotilla,  de  esas  que  tienen 
preparadas  ten  todos  los  almacenes  de  París. 

El  cortejo  se  puso  en  maircha,  y  el  cielo,  que  estaba  todo 
?.l  día  encapotado  y  amenazante,  comenzó  a  despedir  entonces 
una  lluvia  sutil  y  fría. 

Iba  delante  el  coche  fúnebre,  con  su  féretro  y  sus  coronas, 
llevando  al  lado  al  triste  Perico,  que  marchaba  encorvi^db  como 
un  viejo,  con  los  ojos  enrojecidos,  recibiendo  las  salpicaduras 
de  barro  de  las  ruedas  y  aitento,  con  estúpida  fijeza,  a  que  no 
cayera  ninguno  de  lalquellos  adornos  del  ataúd.  Detrás  marcha- 
ba el  cortejo  fúnebre:  los  dos  amigos,  sombrero  en  mano,  pre- 
sidíian  di  duelo,  llevando  en  medio  al  editor,  un,  viiejo  dle  cabeza 
cuadrada  y  mirada  sórdida,  que  había  llegado  a  París  en  zue- 
cos, vendiendo  coplas,  y  que  ahora  tenía  más  de  cincuenta  mi- 
llon'es;  y  seguían  todos  los  invitados,  aquel  rebaño  de  la  emi- 
graición,  .siempre  guiado  por  el  resplandor  db  las  ilusiones,  que 
marchaba  en  grupos,  dividido  por  el  recelo  y  la  envidia,  y  res- 
guardándose de  la  lluvia  con  paraguas  abierto,  aq-utel  que  lo 
tenía.  Cerraban  la  marcha  el  coche  del  editor  y  idos  ómnibus  dd 
servicio  fúnebre. 

Aquel  entierro  prod^ujo  bastalnte  impresión  en  la  calle  d)el 
Sena. 

Alvarez  era  muy  apreciado  por  los  vecinos,  aunque  no  tu- 
viera con  ellas  trato  alguno,  y  además,  su  entierro  puramente 
civil  causaba  bastant^e  impresión  en  las  porteras,  gente  beata, 
abonada'  a  diario  a  los  sermones  en  San  Sulpicio  o  a  las  fies- 
tas con  orquesta  en   San  Germán  dle  los  Prados. 

Cuando  el  entierro  salió  de  la  calle  del  Sena,  ya  no  recibió 
más  homienaje  que  esa  compasión  oficial  de  la  educación  fran- 
cesa, que  consiste  en  quitarse  el  sombrero  ante  el  primer  muer- 
to que  pasiai 

La  lluvia  arreciaba,  el  coche  fúnebüe  iba  acelerando  su  mar- 
cha, y  el  cortejo  caminaba  con  paso  apresurado,  a  pesar  de  lo 
ciuijal  eran  muchos  los  que  se  rezagaban  y  no  pocos  los  que  e»- 


LA  ARAÑA  NEGRA 

currían  el  bulto,  hu)^ndo  idi simuladamente  por  la  primera  ca- 
llejuela  que  encontraban. 

Tardó  cerca  de  media  hora  en  sai  ir  el  cortejo  del  recinto 
de  París,  y  al  llegar  a  las  bairrerasi,  cuando  la  lluvia  arreciaba 
más,  se  detuvo,  para  continuar  el  viaje  con  más  comcxÜd'ad  has- 
ta  el  cementerio   de   Bágnieres. 

3  editor,  hablando  de  sus  num'erosas  ocupaciones,  se  des- 
pidió, cediendo  su  carruaje  a  les  dos  jóvenes,  y  en  cuanto  a 
Xos  invitados,  quedaban  tan  pocos,  que  cupieron  desahogada- 
mente en  los  dos  ómnibus. 

El  cortejo  emprendió  la  marcha  por  un  camino,  que  la  llu- 
via convertía  en  barrizal,  casi  intratnsitable,  y  el  coche  fúne- 
bre, dando  tumbos  a  cadia  bache,  caminaba  rozando  las  tapias 
de  ambos  ladois,  que  cercaban  griatndes  solares. 

Perico  no  quiso  acceder  a  los  ruegos  de  los  dos  jóvenes,  y 
como  si  tuviera  por  una  infidelidad  abandonar  el  cadáver  un  solo 
instante,  marchaba  agarrado  lal  carro  fúnebre,  exponiéndose  mu- 
chas  veces  a  ser  aplastado  por  las  ruedas. 

Zarzoso  y  Agram.unt  iban  en  la  berlina  dd  editor,  tristes 
y  silenciosos,  y  como  sumidbs  en  tétricos  pensamientos. 

Liaí  pobreza  de  aquel  entierro,  la  'falta  de  verdaderos  afec- 
tos que  en  él  s'e  notaba  y  el  desorden  y  la  deserción  que  la  llu- 
via había  producido  en  él,  les  impresionaba  de  un  modo  des- 
consolador; y  al  mismo  tiempo  aquel  cielo  plomizo,  sucio  y  di- 
íuviador  influía  en  ellos  dando  un  carácter  tétrico  a  sus'  ideáis. 

Zarzoso,  mirando  lia)  caja  que  contenía  fel  caidláveír'  de  aquel 
amigo  que  tanto  le  amaba  y  que  iba  saltando  violentamente  den- 
tro del  carruaje  cada  vez  que  éste  se  inclinaba  en  un  bachíe, 
sentíase  atenazado  por  un  vivo  dolor,  y  los  remordimientos  de 
la  noche  antes  volvían  a  asaltarle. 

En  cuanto  a  Agramunt,  evitaba  el  fijarsre  en  aquel  féretro, 
como  ,si  quisiera  rehuir  las  tétricas  ideas  que  le  inspiriaba,  y 
dejando  vagar  sus  ojos  por  aquella  campiña  triste  y  desola- 
da, en  la  que  sólo  se  veían  yermos  solares,  negruzcos  hornos 
ée  cal  y  alguno  que  otro  hotel  cerrado  y  de  aspecto  fúnebre, 
preguntábase  si  valía  la  pena  de  ser  patriota,  revolucionario, 
mártir  de  una  idlea,  de  aspirar  a  la  gloria  y  al  aplauso  popu- 
lar, de  sacrificarse  por  las  libertades  de  los  demás,  para  venir 
ail  fin  de  la  jornadaí  a  morir  desconocido  y  casi  solo  en  una 
ciudad  indiferente,  y  ser  conducido  a  la  tumba  seguido  de  do» 
docenas  de  amigos,  dte  los  cuales  apenas  si  más  de  tres  llora- 
ban verdaderamente  su  muerte. 

Kl  joven  revolucionario  sentíase  dominado  por  un  cruel  es- 
cepticismo. La  reaíidad  había  venido  a  rasgar  la  venda  de  sm 


VICENTE  BLASCO  I   B   A    Ñ   E   Z 

ilusiones,  e  iniexorable,  con  sonrisa  cruel,  le  mostraba  el  por- 
venir. 

A  la  media  hora  de  marcha  comenzaron  a  surgir  casas  di 
aspecto  misero  a  jambos  lados  del  camino.  Eran  tabernas  y  al- 
macenes de  objetos  fúnebr'es,  industrias  nacidas  en  torno  del  ce- 
menterio, como  los  hongos  en  el  tronco  del  árbol  viejo  y  car- 
comido, y  que  vivían  del  dolor  más  o  menos  fingido  de  los  nu- 
merosos cortejos  que  diariamente  pasaban  por  allí. 

Entraron  en  el  cementerio  casi  ail  mismo  tiempo  que  por 
distinto  camino  llegaba  otro  convoy  fúnebre  con  gran  aparato 
de  coches  enlutados,  en  el  primero  de  los  cuales  iba  un  cura 
con  sus  monaguillos  para  rezar  las  últimas  preces. 

Echaron  pie  a  tierra  los  invitados  de  ambos  cortejos,  y 
aquella  gente  desconocida,  enguantada,  correcta  y  elegante,  lan- 
zó miradas  de  desprecio  al  raído  grupo  de  emigrados,  demos- 
trando que  las  preocupaciones  sociales  llegan  haista  la  tumba. 

El  cura  y  sus  acólitos  miraron  con  hostilidad!  aquel  entierro 
puramente  civil,   que,  además,  tenía  la  agravante  de  ser  pobre. 

El  editor  había  comprado  paira  el  cadáver  de  don  Esteban 
una  sepultura  "en  el  suelo  por  cinco  años,  y  el  féretro,  en  hom- 
bros de  los  sepultureros,  comenzó  a  avanzar  por  las  espaciosas 
y  frías  avenidas  hacia  el  extremo  donde  descansaban  los  cadá- 
veres ambiguos  de  los  que,  por  su  posición  social,  si  tenían  di- 
nero para  librarse  de  ir  a  la  fosa  común,  no  poseían  el  suficien- 
te para  d'ormir  eternamente  en  las  s'epulturas  a  perpetuidad,  re- 
servadas a  la  gente  rica. 

El  cementerio  de  Bagnieres  es  nn  cementerio  moderno,  de- 
mocrático, con  las  avenidas  tiradas  a  cordel,  una  vegetación  ra- 
quítica y  enana,  y  todo  el  aspecto  de  un  horrible  tablero  de 
ajedrez.  No  hay  panteones,  mármoles  artísticos  ni  umbrías  so- 
ütarias  y.  románticas  como  las  de  las  tumbas  descritas  en  las 
novelas.  Es  un  cementerio  moderno  de  la  gran  ciudad,  é  imita 
por  completo  lais  costumbres  de  ese  gran  París,  cuyos  hijos  s-: 
traga. 

En  él  se  duerme  el  sueño  dfe  lá  muerte  tan  aprisa  como  se 
vive  en  la  metrópoli ;  las  tumbas,  en  su  mayoría,  sólo  son  com- 
pradas por  cierto  número  de  años  no  muy  grande;  el  tiempo 
necesario  para  que  la  carne  se  disuelva!,  los  huesos  queden  pe- 
lados y  blancos,  y  la  tierra  s'e  beba  los  jugos  de  la  vida;  e  in- 
mediatamente las  tumbas  son'  removidas,  los  despojos  van  a  un 
rincón,  el  terreno  es  alistado  y  arreglado  y...  ¡venga  i"ás  gente! 

El  féretro  de  Alvarez  tenía  que  atravesar  todo  el  cemente- 
rio, y  mientras  el  pequeño  cortejo  seguía  por  aquellas  avenidaf? 
^t  acacias  raquíticas  y  enfermizos  ^rosales,  que  apenas  levantá- 
is 


LA  ARAÑA  N      E      G      R      'A 

b5.ti  un  palmo  del  suelo,  Agramunt  iba  fijánidbse  en  los  campos 
plantados  de  cruces  y  cubiertos  de  coronas  que  en  su  mayoría 
eran  de  perlas  de  vidrio,  género  de  pacotilla,  que  por  su  bara- 
tura es  de  moda  en  París  para  los  desahogos  fúnebr'es  de  dolor 
más  o  menos  auténtico. 

Por  todas  partes  se  veían  coronas,  y  a  la.  luz  gris  e  inde- 
cisa de  aquel  crepúsculo  lluvioso,  parecía  el  fúnebre  cam,po  cu- 
bierto por  cristailizado  rocío. 

Detúvose  el  cortejo  ante  una  gran  fosa  abierta  en  un  espacio 
libre  de  cruceá  y  de  coronas. 

Aqu'ellas  kíos  docenas  de  hombres  se  detuvieron  y  agruparon 
en  torno  del  féretro  que  estaba  ya  en  tierra,  mirándose  con 
cierta  complacencia  y  como  satisfechos  de  que  lia,  ceremonia  fue- 
ra a  terminar. 

Les  resultaba  ya  pesado  aquel  entierro,  que  duraba  más  de 
una  hora,  y  les  obligaba  a  ir  pisando  barro,  recibiendo  en  sus 
espaldas  una  lluvia  sutil  y  traidora  que  les  empapaba  las  ropas. 

Agramunt,  al  borde  de  la  aibierta  fosa,  experimentaba  una 
tristeza  inmensa. 

¿Iba  a  salir  del  mundo  de  los  vivos  tan  fría  e  indiferente- 
mente aquel  amigo  a  quien  consideraba  como  un  héroe? 

El  joven  sintió  en  su  interior  aquella  emoción  nerviosa  que 
!e  hacía  peroraír  en  los  meetings  de  España  y  ser  aplaudid-o; 
experimentó  la  necesidad  de  hablar,  de  decir  algo,  sin  fijarse 
en  lo  reducido  del  auditorio,  pues  a  estar  solo  lo  mismo  hubiese 
hablado  dirigiéndose  a  los  árboles,  a  las  cruces  y  a  los  sepul- 
tureros. 

Ya  que  en  la  muerte  de  aquel  héroe  desgraciado,  de  aquel 
caído  campeón  d'e  una  causa  que  era  la  del  porvenir,  no  había 
descargas  de  honor,  ni  músicas,  ni  cantos,  ai  menos  que  sobre 
su  féretro  sonasen  algunas  palabras  españolas  pTonuncíadas  por 
una  voz  amiga  y  que  hiciesen  justicia  al  mérito  del  difunto, 
despidiéndole  al  borde  de  la  tumba,  con  la  seguridad  de  que 
el  porvenir  le  haría  justicia  y  de  que  sus  esfuerzos  no  serían 
infructuosos,  a  pesar  de  que  ahonai  parecían  caídos  en  el  vacío. 

El  joven,  ensimismado,  dominado  por  los  pensamientos  que 
fluían  a  su  cerebro,  con  la  iimpasibilidad  de  un  sonámbulo,  su- 
bió sobre  un  montón  de  tierra,  en  la  que  asomaban  algunos  hue- 
sos su  blanca  desnudez,  y  con  la  cabeza  descubierta,  sin  fijarse 
'en  la  lluvia  que  le  empapaba,  pronunció  un  corto  discurso,  con 
una  elocuencia  espontánea  y  conmovedora  que  salía  del  alma. 
Al  principio  le  oyeron  con  extrañeza  aquellos  hombres  que  se 
tfrupalban  en  torno  del  féretro;  pero,  poco  a  poco,  les  impre- 

n 


VICENTE  BLASCO  I  B   A   Ñ  E   Z 

sionó  la  temblorosa  voz  del  joven,  y  a  loS'  ojos  de  algunos  has- 
ta  asomaron   las   lágrimas. 

Agramunt  hablaba  a  un  público  que  era  el  único  que  podía 
realmente  comprenderle;  cada'  una  de  sus  palabras  causaba  hon- 
tjo  eco  en  aquellos  corazones,  y  al  describir  la  ingratitud  de  la 
patria,  la  cruel  indiferencia  del  pueblo  español,  que  dejaba  mo- 
rir en  oscura  y  mísera  emigración  a  los  que  habíiaii  expuesto 
su  vida  y  sacrificado  su  reposo  por  defender  la  dignidad  nacio- 
nal, la  libertad  y  la  moralidad  política,  todos  ellos  se  agitaron 
con  ner\^ioso  movimiento,  y  con  sus  gestos  parecían  decir : 

— Es  verdad;  moriremos  aquí  .porque  el  pueblo  es  un  in- 
grato y   olvida  a  los  que  le  han  defenid'ido. 

Y  después,  cuando  Agramunt  trazó  con  arrebatadora  pala- 
Ibra  el  cuadro  del  porvenir,  cuando  habló  de  la  revolución  que 
se  lacercaba  a  pasos  de  gigante,  del  próximo  triunfo  y  del  es- 
plendor de  la  futura  República,  todos  los  rostros  se  animaron; 
las  ilusiones,  aquellas  malditas  ilusiones  que  los  habían  arras- 
trado a  la  desgracia  y  la  miseria'  en  el  extranjero  suelo,  vol- 
vieron a  renacer  más  fuertes  y  vigorosas  que  nunca,  y  todos 
miraban  ya  el  triunfo  como  un  suceso  del  día  siguiente,  como 
cosa  segura,  que  forzosamente  había  de  ocurrir  en  plazo  breve, 
aunque  los  bombees  no  quisieran  y  por  una  ley  fatal  de  la  His- 
toria. 

Aquel  grupo  de  infortunados  llenos  de  fe  y  de  esperanza, 
estaban  entusiasmados  al  pronunciar  Agramunt  las  últimas  pa- 
labra's,  y  cuando  éste  terminó  despidiéndose  del  campeón  caído 
que  estaba  en  el  féretro,  con  un  ¡viva  la  República!,  toid'os  con- 
testaron' al  unísono,  con  voz  que  era  grave  y  sombría,  en  aten- 
ción al  lugar  donde  se  hallaban. 

Bl  ataúd  fué  descendido  lai  la  fosa  y  uno  tras  otro  fueron 
todos  los  acompañantes  arrojando  sobre  él  una  paletada  de  tie- 
rra y  estrechando  la  mano  de  Perico,  que  lloraba  al  despedirse 
djefinitivaímente  d^e  su  amo,  y  que  estaba  conmovido  por  el  dis- 
curso de  Agramunt. 

El  regreso  a  París  fué  má,s  triste  aún  que  la  marcha  al  ce- 
menterio. 

Los  inid'ividuos  del  cortejo,  una  vez  d^esvanecida  la  impre- 
sión que  les  había  causado  el  discurso,  entablaron  en  el  interior 
de  los  dos  ómnibus  violentas  discusiones  sobre  el  porvenir  o  se 
enzarzaron  en  la  apreciación  de  hechos  pasados,  hasta  el  punto 
de  levantar  la  voz,  no  importándoles  dejar  al  descubierto  sus 
maJiais  pasiones,  y  mostrando  sus  envidias  o  sus  rencores,  sin 
acordarse  de  que  habían  ido  a  enterrar  a  un  amigo  y  que  de- 
mostraban ha'berlo  ya  olvidado.  En  cuanto  entraron  en  la  gran 

n 


L       Á  ARAÑA  NEGRA 

ciiüdád,  se  separaron  ciasi  sin  saludarse  y  cada  imo  se  fué  por  su 
lado,  para  no  verse  más  hasta  que  la;  muerte  de  cualquiera  de 
ellos  volviera  a  reuní  ríos. 

Zarzoso  y  Agramunt  hicieron  subir  en  su  berlina  al  des- 
consolado Perico,  y  fueron  todo  el  camino  sin  despegar  los 
labios. 

Uma  vez  enterrado  el  pobre  don  Esteban,  cuya  muerte  había 
ap-roximado  a  los  dbsl  huéspedes  del  hotel  de  la  plaza  del  Pan- 
theón,  la  antigua  frialdad  había  vuelto  a  separarlos.  Existía  en- 
tre los  dos  el  vicioso  cuerpo  de  Juidith,  que  impedía  el  rena- 
cimiento de  aquelliai  franca  amistad  que  tan  felices  les  había 
hecho. 

Al  llegar  el'  carruaje  al  bulevard  Saint-Germain  era  ya  d« 
noche. 

Agramunt  iba  a  la  calle  del  Sena  con  Perico,  para  hablar 
los  dos  solos  sobre  el  porvenir  de  éste  y  hacer  un  inventario  de 
lo  que  dejaba  don  Esteban. 

Zarzoso,  comprendiendo  que  estorbaba  con  su  presenicia  a 
aquellos  dos  hombres,  y  ofendido  por  la  'frialdad  que  le  mos^- 
traba  Agramunt,  se  apresuró  a  echar  pie  a  tierra,  y  laíbriendb 
su  paraguas,  pues  la  lluvia  arreciaba  conforme  ibaí  avanzando 
la  noche,  se  metió  por  lai  calle  de  la  Escuela  dé  Medicina  con 
dirección  a  su  hotel,  donde  ya  Judith  le  estaba  aguardando  im- 
piaciente. 


Se  aclara  el  misterio. 

Al  entrar  Zarzoso  en  su  hotel  y  pasar  frente  a  la  portería, 
lanzó  una  mirada  distraídaí  al  casillero  donde  se  depositaba  la 
correspondencia  para  los  huéspedes,  e  inmediatamente  experi- 
mentó una  ruid'á.  impresión  de  sorpresa. 

En  la  casilla  marcada  con  el  número  dé  su  cuarto,  sobre  la 
obscura  madera  destacábase  el  blanco  sobre  de  una  carta  que 
inmediatamente  hirió  los  ojos  del  joven  médico. 

El  portero,  que  lo  había  visto  a  través  de  los  cristales,  salió 
apresuradamente  y  entregó  la  carta  a  Zarzoso,  que  permanecía 
sorprendidoí  al  pie  de  la  escalerai. 

— Carta  de  España — ^dijo  sonriendb  intencionadamente  el  con- 

"■•■•.  13  .'..., 


VICENTE  BLASCO  I  B   A   Ñ  E  Z 

eerje,  pues  sabía  la  gran  impaciencia  que  por  más  de  dos  me- 
aes  había  dtevorado  al  joven  esperando  una  carta  que  nunca  lla- 
gaba. 

El'  asombro  de  Zarzoso  fué  en"  aumentx>  cuando  al  mirar  ei 
sobre  reconoció  la  letra  fina  y  elegante  de  María. 

Aquella  carta,  por  tanto  tiem.po  esperada  y  que  llegaba 
cuando  menos  podía  aguardarla  el  joven  causábale  cierto  terror, 
y  por  esto  la  revolvía  entre  sus  manos  sin  atreverse  a  abrirla. 

¿Por  qué  había  callado  María  mientras  él  fué  un  amante 
consecuente  y  puro?  ¿Por  que  le  escribía  ahora  que  se  hallaba 
sumido  en  la  mayor  de  las  degradaciones? 

Zarzoso  no  sabía  contestar  a  ningunai  de  las  preguntas  que 
mentalmente  se  hacía,  pero  continuaba  impresionado  por  aque- 
lla carta  que  no  se  atrevía  a  abrir,  presintiendo  tal  vez  que  en 
su  interior  se  encerrara!  algo  que  forzosamente  había  de  scrl« 
fatal. 

En  aquella  situación  degradante  a  que  le  había  arrastrado 
un  amor  impuro,  la  carta  'de  María  equivalía'  a  un  remordi- 
miento que  surgía  ante  su  vista. 

Subió  la  escalera  lentamente  mirando  con  fijeza  estúpida  la 
cerrada  cartai  que  tenía  en  sus  manos,  y  al  llegar  al  rellano  del 
piso  en  que  vivía  y  detenerse  bajo  un  mechero  de  gas,  no  pudo 
contener  un  instintivo  impulso  y  rasgó  el  sobre  para  enterarse 
inmediatamente  del  contenido. 

A  pocos  pasos  de  allí,  en  su  cuarto,  le  aguardaba  Judith,  la 
mujer  aborreoidaí,  a  ,'la  que,  sin  embargo,  es'taba  encadenado 
por  la  pasión  carnal,  y  hubiese  resultado  un  sacrilegio  el  ir  a 
abrir  la  carta  en  presencia  de  aquel  ser  impúdico  que  aprove- 
chaba todas  las  ocasiones  para  fisgarse  de  las  mujeres  honradas. 

Sacó  del  abierto  sobre  un  pliego  de  papel  de  cartas,  dentro 
del  cual  se  notaba  la  presencia  de  otro  papel. 

Zarzoso  leyó  apresuradamente  his  pocas  líneas  que  contenía, 
y  tuvo  que  volver  a  releerlas  varias  veces  para  darse  cuenta 
exacta  de  su  contenido,  pues  la  sorpresa  parecía  haberle  arro- 
jado en  un  estado  de  imibecilidad 

La  carta  decía  así: 

*'Le  devuelvo  este  recuerdo  de  un  amor  que  ha  muerto,  se- 
gura id'e  que  si  usted  conserva  su  antigua  dignidad,  la  vista  de 
ese  papel  le  producirá  eterno  remordimiento.  No  me  creía  me- 
recedora de  qaie  usted  olvidase  sus  antiguos  juramentos  unién- 
dose lai  esa  mujer  perdida  con  quien  vive. 

En  el  primer  momento  me  hizo  mucho  daño  el  saber  su  de- 

_ 14  '  ^..     ^ 


LA  ARAÑA  NEGRA 

g^radación;  pero  hoy,  aforttinadaimente,  estoy  ya  curada  de  tale* 
impresiones.  Todo  ha  concluido  entre  nosotros.  Cuando  usted 
lea  esta  carta,  taJ  vez  seré  ya  la  esposa  'de  otro." 

Aquí  terminaba  lo  escrito  en  el  pliego.  No  había  fiírma  ai 
pie  nii  signo  de  clase  alguna;  pero  Zarzoso  no  dudaba,  pues 
conocía  bien  aquella  letra  fina,  y  que  en  algunas  palabras  apa- 
recía temblorosa  y  exageradamente  rasgueada,  como  obra  de 
una  mano  agitada  por  la  indignación  o  por  el  dolor. 

Zarzoso,  temblando  y  como  asustado  al  ver  que  su  situación 
eria  conocida  por  María,  y  que  todo  el  edificio  de  su  antigua  dicha 
caía  estrepitosamente  al  suelo,  se  ap^'esuró  a  sacar  del  interior  del 
pliego  aquel  papel  oculto  que  sentía  al  tacto  y  que  era  una  finí- 
sima hoja  arrugada  y  amarillenta,  en  la  que  tambi-én  había  algo 
escrito. 

Zarzoso,  conmovido,  con  la  vista  turbia  por  la  emoción,  fué 
leyendo  con  lentitud : 

"^   mi  Juan:  En  prueba  del  eterno  amor  que..^ 

El  joven  no  quiso  leer  más.  Con  terror  reconoció  que  aquel 
papel  era  el  mismo  que  le  había  dado  María,  envolviendo  un 
bucle  de  su  cabellera,  y  cuya  desaparición  había  notado  dos  se- 
manas antes  al  examinar  la  cajita  que  guardaba  sus  recuerdos 
de  amor. 

Por  si  podía  ocurrirle  aún  algima  duda,  encontró  todavía.'  pe- 
gados al  papel,  dos  o  tres  cabellos  sutiles  como  la  seid*a,  qu« 
habían  quedado  allí  adheridos  al  retirar  los  restantes. 

Aquella  sorpresa  dejó  albsorto  y  como  aplastado  al  joven  mé- 
dico. Únicamente  tenía  presencia  de  ánimo  para  hacerse  rneur- 
talmente  una  pregunta :  ;  Gran  Dios !  ¿  Cómo  podía  haber  lle- 
gado aquel  objeto  a  manos  de  María?  ¿Quién  se  había  encar- 
gado de  robarle  tal  recuerdo  de  amor? 

No  había  acabado  de  leer  aquella  inscripción  trazaidla-  por  la 
mano  de  María,  pues  sabía  de  memoria  su  contenido;  pero  le 
llamó  la  atención  algunas  palabras  que  vio  de  repente,  escritas 
má,s  abajo  con  una  letra  irregular,  caprichosa  y  de  contorno 
¡dentellado,  que  también  le  era  conocida. 

Aquellas  pocas  palabrais  eran  un  alarde  de  cínico  impudor, 
un  comentario  sucio  y  canallesco  sobre  la  procedencia  de  los 
cabellos  que  envolvía  el  papel,  y  más  abajo,  con  un  diescoco  re- 
pugnante, figuraba  la  firma  de  Judith  suscribiendo  tan  villano 
insulta 


VICENTE  BLASCO  I  B   A    Ñ   E   T. 

Zi2<rzoso  miró  aquello  fijamente,  como  si  no  se  atre^nera  a 
kíar  crédito  a  una  revelación  tan  repentina  que  ponía  en  claro 
la  misteriosa  desaparición  de  su  recuerdo  de  amor ;  pero,  de  re- 
pente, como  si  despertara  de  un  sueño,  exhaló  un  sordo  rugido, 
y  ciego  e  impetuoso  como  una  bomíba,  se  arrojó  en  el  pasadizo, 
Bibriendo  con  tma  furiosa  patada  la  entornada  puerta  de  su 
cuarto. 

Judith,  que  estaba  leyendo  a  la  luz  del  quinqué  el  último 
número  del  Diario  Alegre,  levantó  sorprendida  la  cabeza  ante 
aquella  entrada  tempestuosa  de  su  amante,  el  cual,  poniéndole 
el  papel  delator  ante  los  ojos,  rugió,  mezclando  en  su  furia  pa- 
labras españolas  con  las  francesas: 

-HjAh,  grandísima  zorra!,  ¡miserable  ladTona !  ¿Conoces 
esto? — ^y  le  metía  el  papel  por  los  ojos,  mientras  levantaba  la  dies- 
tra amenazante. 

Judith  estaba  asustada  ante  la  cólera  de  aquel  a  quien  ella 
tenía  por  un  tímido  gozquecillo;  pero  en  un  arra,nque  de  su 
fiero  carácter,  intentó  lai  resistencia,  y  saltando  de  su  silla,  cga- 
rró  el  látigo  idíe  cuero  que  estaba  sobre  la  repisa  de  la  chimenea 
y  púsose  bravamente  a  la  defensiva,  insultando  con  su  insolente 
mirada  al  indignado  joven.  Esta  actitud  de  Ju|dith  acabó  de 
ex'adtar  al  enfurecido  Zarzoso.  Así  la  quería  ver  para  desahogar 
tu  rabia.  Era  villano  pegar  a  una  mujer  débil  e  indefe-isa; 
pero  con  uni  marimacho  así,  que  tenía  músculos  de  acero  y  que 
»e  había  mezclado  en  todais  las  peleas  estudiantiles,  bien  podía 
medirse  un  hombre  como  con  uno  \ét  su  sexo. 

Al  avanzar  sobre  ella,  recibió  un  latigazo  en  el  cuello  que 
acabó  de  cegairle,  y,  embistiendo  a  la  amazona,  le  arrancó  la  fusta 
de  la  mano,  la  tiró  a  un  rincón  y  de  la  primera  bofetada  la  hizo 
caer  de  rodillas. 

Fué  laq-uella  una  escena  violenta,  repugnante  y  breve.  Nadie 
oía  el  ruido  de  aqueilla  lucha,  pues  como  era  la  hora  de  comer, 
los  cuartos  inmediatos  estaban  vacíos. 

Zarzoso  pegaba  sin  consideración  a  aquella  mujer  que  tenía 
bajo  suiS  rodillas.,  y  sus  puños,  ciegos  e  inflexibles,  martilleaban 
el  hermoso  rostro  y  las  blancas  desnudeces  que  habían  quedado 
al  icVscubierto,  amoratándolas  a  cada  golpe.  En  su  furor  acom- 
pañaba los  puñetazos  con  injurias  e  insultos,  y  su  boca  parecía 
la  abierta  y  negra  garganta  de  un  retrete  rebosando  la  inmun- 
dicia idel  lenguaje. 

Judith,  que  había  recibido  los  primeros  golpes  con  protestas 
y  chillidos,  callaba  ahora  y  ofrecía  con  tranquila  pasividad  su 
bello    cuerpo   a   los    furores   de   aquel   energúmeno,   y,   mirando 

.  i6  >  . 


L     4  ARAÑA  N     E      G     R     \Á 

amorosamerite  a  Zarzoso,  agitábase  con  voluptuosidad  a  cada 
«no  de  sua  golpes. 

Aquella  loca,  en  su  depravación,  gustaba  de  que  sus  amantes 
la  vapuleasen,  y  ésta  era  la  causa  principal  de  que  estuviera  tan 
enamoraicfa  del  modelo  italiano  a  quien  obedecía. 

Cansóse  antes  Zarzoso  de  pegar  que  ella  de  recibir  los  gol- 
pes, y  cuando  el  joven  se  incorporó  sudoroso  y  jadeante,  ella, 
sin  levantaTse  del  suelo,  sonriendo  insolentemente  como  de  cos- 
tumbre, y  echándose  atrás  su  cabellera  de  leona,  exclamó: 

— Y  bien:  ¿ya  estás  satisfecho?  Podías  pegaa-me  un  rato 
más.  A  mí  me  ha  gustado  siempre  que  los  hombres  me  zurrasen, 
pues  esto  es  una  prueba  de  amor.  Antes  no  te  querí'ai;  te  mi- 
raba como  un  ser  insignificante  y  ridículo;  pero  ahora  empiezo 
a  tenerte  cariño  en  vista  de  que  son  fuertes  tus  puños. 

Zarzoso  pareció  no  oír  estas  cínicas  declaraciones,  y  seña- 
lando el  delator  papel  que  estaba  so<bre  la  mesa,  le  dijo  con 
(entonación  td'e  juez  que  interroga: 

— ^¿  Por  qué  has  hecho  eso  ?  ¡  Habla  pronto  o  te  mato ! 

Judith  contestó   con   una   alegre   carcajada. 

— ^Mira,  voy  a  serte  franca,  ya  que  ha  llegado  la  hora  de 
decírtelo  todo.  Yo  soy  una  buena  muchacha,  tengo  un  gran  co- 
razón, y  me  gusta  hacer  favores  cuando  se  trata  del  reposo  y 
de  la  felicidad.'  de  las  familias. 

Zarzoso  creyó  que  Judith  se  burlaba  otra  vez  de  él  y  estuvo 
a  punto  de  emprenderla  a  golpes,  pero  ella_  explicó  sus  palabras 
haciendo  una  revelación  importantísima. 

Antes  de  que  conociera  a  Zarzoso,  cuando  ella  acababa  d|e 
llegar  a  París,  reciente  su  rompimiento  con  aquel  dibujante  que 
la  llevó  hasta  Londres,  la  rogaron  que  prestase  el  gran  favor 
de  enamorar  a  Zarzoso  ■diciéndola  que  éste  estaba  ¡encaprichado 
con  una  chiquilla  de  Madrid,  una  cualquiera,  sin  fortuna  y  sin 
nombre,  que  no  convenía  a  la  familia  del  joven,  por  lo  que  era 
preciso  impedir  su  casamiento  haciéndole  contraer  ima  nueva 
pasión. 

Judith  intentó  resistirse,  encontrando  que  el  papel  que  iba 
a  desempeñar  no  era  muy  agradable;  pero  la  persona  que  la 
encomendaba  el  servicio  tenía  gran  poder  sobre  ella,  disponía 
de  muy  contundentes  medios  para  convencerla.,  y  al  fin  aceptó, 
marchando  la  noche  siguiente  al  encuentro  de  Zarzoso  para 
hacerse    su    querida,   empleando  todos  los    medios   de   seducción. 

— Lo  que  pasó  después — añadió  Judith — lo  sabes  tú  perfec- 
tamente. 

— ^¿Pero  quién  fué  d  hombre  que  te  indujo  a  tomar  parte  en 
tan  repugnante  intriga? 


VICENTE  BLASCO  I   B   A   Ñ  E   ¿ 

La  joven  intentó  resistirse  a  contestar;  pero  cuando  Zarzoso 
nombró  al  modelo  italiano,  ella,  turbad'a  por  las  amenazas  de 
muerte,  contestó  con  un  signo  afirmativo. 

— ^Ya  le  ajustaré  yo  las  cuentas  a  ese  bandido  napolitano. 
Pero  ¿qué  interés  puede  tener  ese  hombre,  que  no  me  conoce, 
en  labrar  mi  perdición? 

— ^Eso  es  lo  que  yo  me  he  preguntado  muchas  veces,  sin 
poder  darme  una  contestación  definitiva.  El  no  te  conoce,  es 
verdad,  y  por  esto  mismo  no  he  podido  nunca  comprender  por 
q'ué  traba jabaí  contra  tí. 

La  modelo  quedó  silenciosa  por  algunos  instantes,  y  des- 
pués aííadió  con  tono  sentencioso: 

— Mira,  querido;  tú  por  algiín  oculto  motivo  d'ebes  serles 
odioso  a  los  curas  de  tu  país. 

— ¿Por  qué  dices  eso? 

— iPorque  Luigi  es  protegido  desde  la  niñez  por  los  padres 
jesuítas,  a  quienes  servía  ya  cuando  estaba  en  Ñapóles.  Ellos 
fueron  los  que  le  salvaron  cuando  le  iban  buscando  por  dos 
o  tres  puñaladas  qtíe  dio  aillá,  y  los  que  le  trajeron  a  París 
poniéndole  en  camino  para  que  fuese  un  buen  modelo.  Es  el 
perro  de  los  jesuítas ;  hace  cuanto  le  dicen,  y  si  le  mandan  mor- 
dbr,  muerde.  En  este  asunto  deben  tener  mucha  participación 
los  protectores  de  Luigi :   esto,  es  lo  que  yo  he  creído  siempre. 

Ziairzoso  hizo  un  gesto  que  indicaba  su  inmensa  sorpresa  y 
quedó  pensativo,  mientras  que  Judith  seguía  hablando,  deseosa 
de  sincerarse  ante  aquel  muchacho,  al  que  había  cobrarlo  ca- 
riño desde  que  apreció  la  fuerza  de  sus  puños. 

Al  faltar  Zarzoso  ct'  la  primera  cita  que  le  dio  Jtidith  reco^ 
mendáronla  a  ésta  que  fuese  a  encontrarle,  y  cuando  hacía  ya 
con  él  vida  marital,  le  ordenaron  que  buscara,  entre  los  efectos 
de  su  nuevo  amante,  una  cajita  en  que  guardaba  todos  los  re- 
cuerdos de  su  antiguo  amor.  Judith  debía  de  robar  uno  de  éstos, 
que,  según  le  decía  Luigi,  era  para  enviarlo  a  Madrid  con  el 
propósito  die  que  la  novia  de  Zarzoso  se  convenciera  de  que 
éste  ya  no  la  amaba  y  romper  de  este  modo  completamente  unas 
relaciones  que  estorbaban  a  la  familia. 

La  ruibia,  al  revolver  aquella  caja  de  recuerdos,  escogió  el 
papel  con  el  rizo  que  contenía,  y  por  indicación  del  mismo  mo- 
delo italiano,  puso  allí  la  primera  grosería  que  se  le  ocurrió 
para  desesperar  a  la  desconocida  muchacha  de  Madrid. 

— Ahí  tienes  cuanto  ha  ocurrido,  vida  mía — decía  la  rubia 
fijando  una  mirada  amorosa  en  el  indignado  Zarzoso — .  He 
sido  ligera,  lo  sé;   he  obrado  como  siempre,  con  aturdimiento; 

i8 


LA  ARAÑA  N     E^    G     R___A 


.~y.i.iSA'  i* 


p»ro  al  fin  y  al  cabo  lo  hacía  por  tu  bien,  creyendo  librarte  le 
un  matrimonio  que  no  te  convenía,  y  espero  que  me  perdonarás. 
Aid'emás,  te  quiero  mucho,  te  amo  desde  que  me  he  convencido 
de  que  eres  todo  un  hombre. 

Y  ya  levantada  del  suelo,  avanzaba  con  los  brazos  abiertos 
hacia  Zarzoso  para   darle  un  estrecho  abrazo. 

El  joven  la  rechazó  con  un  violento  empujón  que  la  hizo 
chocar  las  espaldas  contra  la  pared,  y  señalando  la  puerta,  dijo 
con  acento  imperioso: 

— ^¡  Márchate  en  seguida,  perra  inmunda !  Me  has  hecho  mu- 
cho daño,  y  si  no  te  vas  pronto,  tal  vez  me  acometa  el  furor 
y  sea  capaz  de  convertirme  en  asesino. 

Y  diciendo  esto,  contemplaba  con  torva  mirada  un  cajón  de 
su  mesa  de  escribir,  en  el  que  tenía  una  gran  navaja  jerezana, 
comprada  en  París,  m.ás  por  españolismo  que  porque  necesitase 
ide  ella. 

Aquella  miradla  dejó  fría  a  Judith  y  le  produjo  mayor  te- 
rror que  los  golpes  de  antes.  Como  la  mayoría  de  las  mujeres 
d'e  su  clase,  tenía  un  miedo  casi  supersticioso  a  las  armas  blan- 
cas y  siempre  lanzaba  exclamaciones  de  terror  cuando  a  Zar- 
zoso, al  revolver  sus  papeles,  se  le  ocurría  abrir  lai  navaja. 

La  posibilidad  de  que  el  joven  sacase  del  cajón  la  terrible 
arma  la  impresionó  de  tal  modo,  que,  pálida,  silenciosa  y  con 
actitud  sumisa  púsose  su  sombrero  y  su  abrigo,  y  llamó  a  Nema, 
perro  ¡discreto  y  bien  eduoado  que  había  presenciado  filosófi- 
camente desde  un  rincón  la  anterior  paliza,  como  acostumbrado 
a  que  a  su  ama  le  hiciesen  tal  clase  de  caricias. 

Cuando  Judith,  siempre  bajo  la  amenazante  minada  de  Zar- 
{zoso,  hubo  acabado  de  arreglarse  y  salió  del  cuarto,  se  detuvo 
en  el  pasillo,  pensando  que  una  mujer  como  ella  no  podía  re- 
tirarse así,  sumisa  y  atemorizada  como  una  cualquiera.  Llamó 
en  su  auxilio  a  su  bravia  altivez,  hizo  asomar  a  su  labios  la 
sonrisiai  cínica  que  la  caracterizaba  y  con  voz  irónica,  que  pa- 
recía el  silbido  de  una  víbora,  dijo,  inclinando  el  cuerpo  como 
tílispuesita  a  huir: 

— iMira,  niño;  si  no  me  despacharas  yo  te  hubiera  dado  pelo 
igual  al  que  tenías  de  esa  muchacha.  ¡  Pobre  chica,  ir  a  darse 
un  tijeretazo  tan  lejos  de  la  cabeza!  Lo  que  yo  he  escrito  en 
ese  papel,  es  la  pura  verdad. 

Aun  quiso  Judith  desahogar  su  despecho  con  mayores  inde- 
cencias, pero  el  latigazo  que  aquella  perdida  descargaba  sobre 
la  honra  de  María  enfureció  nuevamente  a  Zarzoso,  ed  cual  se 
aljalanzó   al   pasillo   con   propósito  de  estrangular   a  la   infame; 

19 


VICENTE  BLASCO  I  B   A   Ñ  E   Z 

pero  cuando  llegó  allí,  ya  la  rubia,  segriida  dfe  su  perro,  bajaba 
apresuradamente  la  escalera  del  hotel. 

En  el  portal  tropezó  violentamente  con  un  hombre  qua  «n- 
traba  sacudiéndose  ia  lluvia. 

Era  AgTamunt,  que  acababa  de  dejar  en  la  calle  del  Sf*na 
al  desconsolado  criado  de  don  Esteban  y  que  volvía  al  hotel  a 
despojarse  de  su  traje  negro  de  ceremonia  antes  de  ir  al  res- 
taurante. 

Fijóse  en  Judith,  que  pasó  lanzándole  iracundas  miradas.  En 
su  rostro  desordenado  y  marcado  por  las  huellas  de  los  golpes, 
ladivinó  que  había  pasado  algo  grave  entre  los  dos  amantes,  y 
vio  cómo  la  rubia,  andando  con  paso  inseguro  y  sin  hacer  caso 
de  la  lluvia,  se  hundía  en  la  húmeda  oscuridad  de  la  plaza, 
cu3''os  reverberos  alumbraban  inciertamente  a  datisa  de  las  rá- 
fagas del  huracán. 

Agramunt,  alarmado  por  aquel  encuentro,  subió  rápidamente 
al   segundo  piso. 

Al  entrar  en  el  cuarto  de  Zarzoso,  vio  algunas  sillas  volcan, 
das,  una  cortina,  rota  y  una  porción  de  desperfectos  que  indi- 
caban una  reciente  lucha.  Zarzoso  estaba  doblado  al  borde  de 
!a  'Oaima  con  la  cabeza  entre  las  manos. 

— ¿  Qué  es  esto  ?  ¿  Qué  ha  pasado  aquí  ? — gritó  asustado  el 
buen  muchacho. 

Zarzoso  levantó  su  cabeza,  en  la  que  se  retrataba  el  más  te- 
rrible asombro,  y  se  abalanzó  a  su  'amigo,  exclamando  con  voz 
conmoviida  por  penoso  estertor: 

— ^¡  Ay,    Pepe  !    ¡  Pepe   mío !    Soy  muy  desgraciado. 

Y  como  el  niño  enfermo  que  cree  huir  del  dolor  arrojándose 
en  brazos  de  su  madre,  Juanito  Zarzoso  dejó  caer  su  cabeza 
sobre  el  hombro  dé  Agramunt,  y  después  de  agitarse  su  pecho 
con  un  supremo  estertor,  rompió  a  llorar  copiosamente. 


DECIMA  PARTE 

EL  CASAMIENTO  DE  MARÍA 

PARTE     PRIMERA 


Sospechas. 

Hacía  más  de  un  «m^es  que  María  Quirós  se  mostraba  triste 
y  preocupada  por  alguna  oculta  idea  que  en  vano  intentaba  des- 
cubrir su  tía,  doña  Fernanda. 

La  baronesa,  por  más  esfuerzos  de  imaginación  que  hacía, 
no  lograba  adivinar  la  causa  de  aquella  continua  preocupación. 
Ella,  siguiendo  los  consejos  del  padre  Tomás,  se  desvivía  por 
hacer  agradable  la  vida  de  su  sobrin'a',  y  a  pesar  de  que  co- 
menzaba a  cansarla  aquel  renacimiento  de  su  existencia  elegan- 
te, no  perdonaba  fiesta  alguna  y  lasistía  con  María  a  todos  los 
bailes  de  la  alta  sociedad  y  a  los  estrenos  en  los  principales 
teatros. 

Su  sobrina  se  dejaba  arrastrar  a  todas  ks  fiestas,  demos- 
trando que  eran  impotentes  tales  diversiones  para  devolverle 
la  perdida  alegría,  y  doña  Fernanda,  con  no  poda  sorpresa,  vio 
varias  vedes  en  sus  ojos  la  señal  de  haber  llorado  cuando  se 
encerraba  en   su  cuarto. 

Esta  conducta  era  incomprensible  piara  doña  Fernanda,  tan- 
to mág,  cuanto  que  habituada  de  antiguo  al  espionaje  y  registro, 
por  más  pesquisas  que  hizo  en  el  cuarto  de  María  cuando  ésta 
se  hallaba  ausente,  no  pudo  encontrtar  nada  que  pusiera  en  cla- 
ro aquel   misterio. 

María  era  más  hábil  que  su  madre  para*  ocultar  sus  cartas 
líe  amor, 

«I 


VICENTE  BLASCO  1   B   A   Ñ   R  Ti 


La  negativa  con  que  la  joven  contestaba  a  todas  las  pre- 
guntas de  su  tía,  excitaba  la  cuiiosidad  de  ésta  y  la  hacia  aca- 
riciar las  más  absurdas  ideas. 

Hubo  un  momento  en  que  llegó  a  creer  que  María  estaba 
tan  triste  porque  se  halla/ba  enamorada  de  Ordóñez,  aquel  jo- 
ven simpático  que  ahora  las  visitaba-  tan  asiduamente;  pero  esta 
suposición  se  desvaneció  en  vista  de  que  su  sobrina  acogía  con 
el  mayor  despego  todas  las  galanterías  que  la  dirigía  el  elegante. 

La  baronesa,  viendo  que  la  persona  de  confianza  d^e  María 
era  la  viuda  de  López,  intentó  sondear  a  ésta;  pero  doña  Es- 
peranza, con  una  sencillez  ingenua  y  seráfica,  le  manifestó  que 
nada  sabía;  entonces  doña  Fernanda  acudió  al  padre  Tomás, 
varón  tan  santo  como  amable,  que  ahora  era  imo  de  los  más 
asiduos  concurrentes  a  su  tertulia. 

El  poderoso  jesuíta  manifestó'  que  tampoco  sabía  nada,  pero 
en  gracia  siempre  a  aquel  interés  noble  y  generoso  que  le  había 
inspirado  en  todas  ocasiones  la  familia  Baselga,  y  que  la  ba- 
ronesia  no  sabía  cómo  agradecerle,  prometió  sondear  hábilmente 
el  ánimo*  de  María  y  enterarse  de  aquel  oculto  pesar  que  venía 
afligiéndola.  ¡ 

Se  equivocaba  la  baronesa  al  buscar  en  torno  de  ella  la 
causa  del  anormial  estado  en  que  se  hallaba  su  sobrina.  Dicha 
causa  no  estaba  en  Madrid,  sino  lejos,  mucho  más  lejos ;  en 
aquel  París  que  guardaba  al  hombre  amado  y  que  permanecía 
silencioso  sin   enviar  nunca  la  carta  esperada. 

Todo  lo  <itic  Zarzoso  a:llá,  en  la  plaza  del  Pantheón,  sufría 
por  entonces"  a  causa  del  silencio  de  su  amiad'a,  lo  sufría  María 
al  ver  que  ninguna  de  sus  apasionadas  cartas  merecía  contes- 
tación. 

Aquel  infam.e  aislamiento  en  las  comunicaciones  entre  los 
dos  amiantes,  ideado  por  el  diabólico  padre  Tomás,  se  había 
realizado  hacía  ya  más  de  un  mes. 

El  mismo  día  en  que  se  decidió  el  jesuíta  a  poner  en  prác- 
tica su  plan,  en  vista  de  la  aprobación  que  había  dado  a  éste 
la  superiorid'ad  de  Roma,  fué  lai  buscarle  en  su  despacho  la  in- 
trigante viuda  de  López,  llevando  una  carta  que  acababa  de  re- 
cibir de  Zarzoso  para  entregarla  a  María. 

Do-ña  Esperanza  no  se  había  atrevido  a  abrirla ;  ptro  com* 
la  llamaba  k  atención  lo  voluminos«  de  su  contenido,  se  apr«- 
stiró  a  presentarla  al  padre  Tomás  para  que  éste  ordenase  lo 
que  debía  hacerse  con  ella  y  sa.lir  de  tal  modo  de  su  indecisión. 

El  jesuíta,  sin  mostrar  el  menor  escrúpulo,  rompió  el  sobre 
y  comenzó  la  leer  los  ocho  pliegos  de  que  se  componía  la  carta; 


LA  ARAÑA  N      E      G      R      'A 

pero  antes  de  llegar  al  segundo,  en  su  cara  de  mármol  se  re- 
trató una  sorpresa  inmensa,  y  no  pudo  menos  de  exclamar: 

— ¡  Dia'blo !  Buena  la  hubiéramos  hecho  si  usted  llega  a  en- 
tregar esta  carta  la  María.  Con  ser  tan  grande  París  se  han 
encontrado  allí  y  trabado  relaciones  de  amistad  los  dos  hom- 
bres que  más  fatalmente  pueden  influir  en  el  porvenir  de  Ma- 
ría. Ese  Zarzoso  se  ha  hecho  amigo  áe  Esteban  Alvarez,  aquel 
bandido  republicano  y  ateo  que  tantos  pesares  dio  a  la  señora 
ba'ronesa  y  que  en  su  juventud  tuvo  amoríos  con  Enriqueta 
Baselga.  Ese  m'ediquillo,  lisa  y  llanamente  le  cuenta  a  su  novia 
cuanto  sabe  sobre  su '  nacimiento,  y  además  le  asegura  que  su 
padre  es  d  tal  Alvarez.  ;  Buena  complicación  nos  hubiese  traídlo 
el  que  María  leyese  esta  carta,  teniendo  tanta  fe  como  tiene  en 
las  palabras  de  su  novio!  ¡  Al  fuego  estos  papeles ! ;  y  desde 
hoy,  doña  Esperanza,  sépalo  usted:  el  servicio  de  correos  queda 
interceptado  entre  los  dos  novios. 

La  viuda  de  López  obedeció  ciegamente  y  fué  rasgando  cuan- 
tas cartas  recibía  de  París  y  las  que  María  la  entregaba  para 
ponerlas  en  el  correo. 

La  situación  de  la  joven,  en  vista  de  este  silencio,  era  aún 
más  insostenible  y  penosa  que  l¡a  de  Zarzoso.  Este  al  menos  po- 
día lamentarse  sin  temor  a  ser  espiado;  podía  desahogar  su 
pena,  lo  mismo  en  su  cuarto  que  paseando  por  las  calles  de  la 
gran  ciudad;  pero  María  habíia  de  fingir  continuamente  una> 
serenidad  que  no  t?enía  y  ahogar  en  lo  más  hondo  de  su  pecho 
la  zozobra  que  la  dominaba  y  que  la  hacía  concebir  las  más 
vioíentas   sospechas. 

Siempre  que  tenía  odasión  en  su  casa  para  hablar  a  doña 
Esperanza  sin  testigos,  la  llevaba  a  urv  rincón,  preguntándola 
con  ansiedad: 

— '¿No  ha  llegado  nada? 

— Nada — contestaba   imperturbable  la  viuda. 

' — Le  he  escrito  quejándome  d'e  ese  silencio  incomprensible. 
¿Hia  tirado  usted  misma  la  carta  al  correo? 

— Sí,  hija  mía.  Yo  misma,  pues  no  me  gusta  encargar  estas 
comisiones  a  personas  extrañas. 

— Pues  entonces,  indudablemente,  dentro  de  pocos  días  ten- 
dré la  contestación.  Es  muy  extraño  lo  que  sucede.  Antes  me 
escribía  puntualmente,  sin  que  sus  contestaciones  se  retrasasen 
tm  solo  díia. 

— ^¡  Ay,  hija  mía ! — contestaba  doña  Esperanza  con  sonrisa 
excéptica  como  persona  muy  conocedora  de  las  debilidades  del 
mundo—.  Acuérdate  del   refrán:  "cántaro  nuevo,  hace  el  agua 

33 


VICENTE  BLASCO  I  B   A   Ñ  E   E 

fresca."  Todos  los  hombres  son  iguales;  al  principio  laman  hasta 
s&r  empalagosos,  y  después  olvidan  con  una  facilidad  que  asom- 
bra, i  Dios  sabe  en  lo  que  pensará  ahora  ese  señor  Zarzoso ! 

Y  la  viuda  iba  excitando  hábilmente  las  sospechas  en  la 
joven,    que   parecía   aturdida   por   aquel    silencio   inexplicable. 

María,  deseosa  de  justificar  en  su  pensamiento  al  hombre 
que  tanto  amaba,  imaginábase  que  Zarzoso  se  hallaba  enfermo 
de  alg'una  gravedad;  pero  inmediatamente  apresurábase  la  ma- 
léfica viuda  a  desvanecer  esta  idea,  que  equivalía  a  ima  espe- 
ranza, aseguran'd'o  que  Juanito  gozaba  de  buena  salud  y  escri- 
bía regulaTmente  a  su  tío,  el  doctor  Zarzoso,  lo  que  en  el  fondo 
era  verdad. 

i  Infeliz  María !  Cada  una  de  las  insinuaciones  de  aquella 
intrigante  jajmona,  producíale  una  nueva  decepción  o  un  au- 
mento en  su  tristeza,  y  sin  embar¿-o,  $i  hubiese  podido  regis- 
trar los  bolsillos  a  laquella  confidenta  que  tenía  toda  su  confianza, 
tai  vez  hubiese  encontrado  en  ellos  alguna  de  las  cartas  de  Zar- 
zoso, esperadas  con  tanto  anhelo,  y  que  la  viuda  le  ocultaba. 

Llegó  un  momento  en  que  la  joven  no  quiso  escribir  más, 
en  vista  de  que  sus  cartas  eran  acogid'as  siempre  con  el  mismo 
desesperante  silencio,  y  comenzó  a  apuntar  en  ella  aquel  exa- 
gerado amor  propio,  que  era  la  nota  más  saliente  de  su  carác- 
ter, y  que  doña  Esperanza  procuraba  excitaT. 

— Haces  bien,  hija  mía — decía  la  intrigante  viuda—,  en  no 
escribir  más  a  ese  ingrato,  indigno  de  ti.  Eso  sería  rebajarte, 
y  tú,  por  tu  nacimiento,  po-r  tu  hermosura  y  ,por  tu  riqueza, 
estás  para  que  los  hombres  se  arrastren  a  tus  pies,  solicitando 
una  palabira  de  benevolencia,  y  no  para  humillarte  a  un  medi- 
quillo olvidadizo,  a  un  chisgarabís  sin  importancia,  que  tal  vez 
a  estas  horas  se  divierte  bailanicío  el  cancán  con  esas  perdidas 
de  París,  que  se  llaman  cocottes.  No  creas  que  esto  es  una  exa- 
geración; yo  soy  ya  vieja,  he  visto  mucho,  y  sé  de  lo  que  son 
capaces  estos  jóvenes  de  ahora,  que  como  no  tienen  religión, 
viven  al  día,  y  con  tal  de  divertirse  pisotean  los  más  siagrados 
le  íntimos  sentimientos. 

h^  joven,  cuando  de  este  modo  excitaban  su  amor  propio, 
sabía  resistirse  al  infortunio  y  olvidar  por  algunas  horas  el  ija- 
justifícado  silencio  de  su  novio;  pero  no  tardaba  en  sobrevenir 
la  reacción,  el  antiguo  apasionamiento  volvía  a  aparecer,  y  Ma- 
ría experimentaba  aún  con  mayor  fuerza  el  pesar  producido 
por  aquel  silencio  de  Zarzoso,  cuyo  verdadero  significado  estaba 
muy  lejos  de  adivinar. 

Nimca  se  I9  ocurrió!  el  tener  la  memor  duda  sobre  ía  fidelidad 

«4 


LA  ARAÑA  M      E      (9      R      A 

ée  doña  Esperanza,  pues  ésta  sabía  interesarse  por  su  dolor 
y  fing-ir  una  indignación  sin  límites  al  hablar  de  lo  que  ella  lla- 
maba la  ingratitud  de  Zarzoso. 

En  una  de  estas  crisis  de  apasionamiento  amoroso,  en  que 
reaparecía  intensamente  d  dolor  causado  por  el  olvido  en  que 
la  tenía  su  novio,  fué  cuando  María  abordó'  resueltamente  a 
doña  Esperanza,  exponiéndola  un  deseo  que  hasta  entonces  no 
se  había  atrevido  a  manifestada. 

— ^Estoy  convencida' — dijo — de  que  ese  hombre  me  ha  olvi- 
dado. Yo  creo  que  hasta  en  esto  que  hoy  siento  por  él  hay  má« 
odio  que  amor;  pero  quisiera',  ya  que  soy  villanamente  abando- 
nada, convencerme  de  mi  desgraciía  en  toda  su  extensión,  y 
saber  por  qué  causa  ha  faltado  Juanito  a  sus  juramentos  de 
amor.  Dig-a  usted,  dtoña  Esperanza:  ¿usted  que  tiene  tantas  amis- 
tades, no  encontriaría  un  medio  para  que  nos  enteráramos  con 
exactitud   de  lo  que  Juanito  hace  en  París? 

La  viuda  hacía  ya  mucho  tiempo  que  esperaba  esta  petición 
y  sobre  ella  había  hablado  extensamente  con  el  padre  Tomás; 
pero,  a  pes'ar  de  esto,  fingió,  como  lo  tenía  por  costumbre,  y 
en  el  primer  instante  manifestó  no  encontrar  lo  que  María  de- 
seaba. 

Después  pareció  como  que  vislumbrara  el   auxilio  apetecido. 

— Creo  que  he  encontrado  lo  que  tú  deseas.  Enterarse  de 
la  vida  que  Zarzoso  hace  en  París,  de  sus  locuras  y  depravacio- 
nes, si  es  que  realmente  ha  caído  en  ellas,  nadie  pued'e  hacerlo 
mejor  que  el  padre  Tomás,  ese  santo  varón  que  viene  aquí  casi 
todas  las  tardes  y  que  tiene  en  París  fieles  amig-os  que  pon- 
drán en  su  conocimiento  todo  cuanto  ocurra.  Antes  de  diez 
días,  si  tú  quieres,   sabremos  toda  la  verdad. 

María  intentó  resistirse.  Le  causaba  cierto  temor  el  hablar 
die  sus  amores  a  aqueil  sacerdote  que,  a  pesar  de  su  característica 
amabilidad,  le  ¡resultaba  austero  e  imponente;  pero  doña  Espe- 
ranza logró  convencerla. 

— ^No  seas  tonta,  niña.  Es  ^ácil  hablar  ^  asuntos  como  éste 
a  un  padre  jesuíta.  Ellos,  a  pesar  de  su  santidad,  se  mezclan 
en  los  negocios  mundanos  para  bien  nuestro;  además,  el  re- 
verendo padre,  que  es  antiguo  amigo  de  tu  familia,  te  quiere 
mucho  y  no  vacilará  en  prestarte  este  servicio.  El  es  tu  dtrec- 
te-r  espiritual,  lo  mismo  que  de  tu  tía;  yo,  en  tu  nombre,  soli- 
citaré una  conferencia,  y  para  hacer  míenos  penosa  tu  petición, 
me  adelantaré  a  decirle  algo  de  lo  que  ocurre.  Vamos,  no  seas 
niña  y  aceptai. 

Ma-rí^  a'ca-bó  por  decir  que  sí  a  todo  cuanto  la  proponía  dofta 

9S 


VICENTE  BLASCO  I   B   A    Ñ   E   Z 

Esperanza,  y  al  día  siguiente  por  la  tarde,  estando  la  baronesa 
y  su  sobrina  en  el  gabinete  próximo  al  salón,  entró  el  padre 
Tomás. 

Las  miradas  significativas  que  S€  cruzaron  entre  el  jesuíta 
y  lia  aristocrática  beata,  daban  a  entender  la  inteligencia  que 
existía  entre  los  dos. 

Por  la  mañana  se  habían  visto  la  baronesa  y  el  padre  To- 
más y  éste  había  rogado  a  la  entusiasta  penitente  que  en  su 
visita  de  la  tarde  procurase  dejarle  solo  con  su  sobrina,  pues 
creía  llegado  el  momento  de  averiguar  la  oculta,  pena  que  ago- 
biaba a  la  joven. 

Por  €sto,  apenas  se  cambiaron  algunas  palabras  entre  los 
tres,  la  baronesa,  pretextiando  una  ocupación,  salió  del  gabi- 
nete, dejando  solos  al  jesuíta  y  a  la  joven. 

El  padre  Tomás  miró'  a  la  puerta  con  cierta  alarma,  pues 
sabía  que  la  ibaronesa  era  muy  capaz  de  quedarse  tras  un  cor- 
tinaje escuchando,  y  por  esto  se  acercó  más  a  María,  a  U  que 
comenzó  a  hablar  con  voz  muy  baja. 

— 'Hija  mía,  sé  algo  de  lo  que  te  sucede  y  comprendo  que 
en  esta  situación  angustiosa  necesitas  el  aiixilio  de  personas  sen- 
satas y  de  sereno  juicio  que  te  aconsejen.  Habla  con  entera 
franqueza,  no  te  intimide  lo  sagrado  e  imponente  de  mi  minis- 
terio. En  este  momento  no  es  el  sacerdote  quien  te  escucha, 
sino  el  antiguo  amigo  de  tu  familia,  el  que  te  profesa  un  cari^io 
tan  puro  como  si  fueses  su  hija.  Nosotros,  los  padres  iesuít^s, 
tenemos  una  gran  ventaja  sobre  los  demás  sacerdotes.  No  dos 
limitamos  a  auxiliar  a  la  humana  criatura  en  sus  necesidades 
religiosas;  comprendemos  que  muchas  veces  necesita  apoyo  <sn 
su  vida  social  y  por  esto  sacrificamos  nuestro  reposo  hasta  el 
punto  de  intervenir  en  asuntos  que  no  son  de  nuestro  ministe- 
rio; habla,  hija  mía,  habla  con  entera  franqueza.  Nuestros  pe- 
nitentes son  nuestros  hijos,  y  ¿qué  no  hará  un  padre  cuando  se 
trata  de  la  'felicidad  y  del  sosiego  de  los  que  son  pedazos  de  su 
alma? 

Estas  dulces  palabras  tranquilizaron  a  María  y  la  hicieron 
tener  absoluta  confianza  en  d  poderoso  jesuíta,  que  ya  no  le 
resultaba  austero  e  imponente,  sino  cariñoso  y  benigno. 

La.  joven,  tranquilizada  ya,  relató  concisamente  al  jesuíta  la 
historia  de  aquellas  relaciones  que  él  conocía  parfectamente  des- 
die  muchd  tiempo  antes,  y  a  continuación  formuló  la  súplica  de 
que  se  interesara  en  averiguar  cuál  era  la  conducta  de  Zar- 
zoso en  París  y  el  por  qué  de  aquel  silencio  inexplicable  que 
Jiabía  venido  a  romper  tan  inesperad|^!Jiiefite  sus  amores. 

86 


LA  ARAÑA  NEGRA 

El  padre  Tomás,  aquel  santo  vaíón  t^nie  quería  a  sus  peni- 
tentes como  si  fuesen  hijos  y  se  desvivía  por  su  felicidad,  acep- 
tó inmediatamente  el  encargo. 

Sí;  él  lograría  saber  punto  por  punto  lo  que  Zarzoso  hacía 
en  París,  y  con  entera  imparcialidad  se  lo  revelaría  a  María, 
pues  en  tal  clase  de  asuntos  no  le  gustaba  engañar  ni  mantener 
ilusiones  que  no  eran  ciertas. 

Aquel  mismo  día  escribiría  a  sus  amigos  de  Francia,  rogán- 
doles, en  nombre  de  los  intereses  de  su  Orden,  que  procura- 
sen averiguar  todo  lo  concerniente  a  la  existencia  actual  de 
Zarzoso,  y  se  comprometía  a  dar  respuesta  a  la  joven  en  el  pla- 
zo de  diez  días. 

El  jesuíta  iba  ya  a  terminar  la  conferencia  y  a  llamar  a  la 
baronesa,   cuando   añadió,   como   sabrosa   postdata: 

— Te  advierto,  hija  mía,  que  no  debes  hacerte  ilusiones  so- 
bre la  contestación  que  recibiremos.  No  sé  por  qué  me  anuncia 
el  corazón  que  será  poco  grata.  Ignoro  qué  clase  de  vida  hará 
ese  señor  Zarzoso;  pero  París  es  un  foco  die  corrupción,  donde 
no  entra  un  joven  que  deje  de  perder  sus  más  nobles  cuali- 
dades. Ya  ves  tú,  ¿qué  otra  cosa  puede  esperarse  de  una  ciu- 
dad republicana  que  inicia  todas  las  revoluciones,  y  de  la  cual 
el  impío  Gambetta  ha  expulsado  a  los  hijos  de  San  Ignacio, 
viéndose  obligados  los  padres  de  la.  Compañía  a  "tivir  ocultos? 

María,  a  pesar  de  esta  seguridad  que  el  pad're  Tomás  mani- 
festaba por  adelantado  sobre  la  'corrupción  <de  Juanito,  sentía 
cierta  esperanza  y  aguardaba  impaciente  que  transcurriese  aquel 
plazo  de  diez  días  fijado  por  el  jesuíta  para  saber  toda  la  verdad. 

En  estos  días,  a  la  incertidumbre  de  María  vino  a  unirse 
otra  incomodidad. 

El  elegante  Ordóñez,  que  era  el  tertuliano  más  asiduo  de 
la  baronesa,  aprovechaba  todas  las  ocasiones  para  repetir  a  la 
joven  sus  declaraciones  de  amor,  y  raro'  era  el  día  en  que  no  le 
hablaba  de  lo  feliz  que  se  consideraría  si  llegaba  a  alcanzar  su 
mano. 

Para  colmo  de  desdichas,  la  baronesa  habló  una  tarde  a  su 
sobrina  del  porvenir  de  la  mujer:  dijo  que  ella  debía  ir  pen- 
sando en  casarse,  ya  que  siempre  había  manifestado  cierta  ten- 
dencia cu  favor  del  matrímionio,  y  teriMinó  indicándola  que  no 
vería  <fon  disgufto  que  el  pretendiente  preferido  fuese  el  hijo 
del   duque  de  Vegarerde. 


VICENTE  BLASCO  I  B   A   Ñ  B  Z 


u 


Amor  propio  herido. 

Kra  la  hora  en  que  la  tertulia  vespertina  de  la  baronesa 
de  Carrillo  estaba  en  su  período  más  brillante  y  animado. 

No  'faltaba  ninguna  de  las  antiguas  realistas  que  desde  ha- 
cía muchos  años  acudían  puntualmente  a  hacerle  la  corte  a  Fer- 
nandita,  en  quien  reconocían  cierta  superioridad,  y  allí  estaban 
todos,  graves  y  correctos,  en  aquel  rejuvenecido  salón,  en  el  cual 
brillaba  siempre  por  su  reconocido  talento  el  marqués  académi- 
co, mentor  del  Telémaco  Ordóñez,  que  estaba  siempre  entre  él 
y  la  baronesa. 

Doña  Esperanza,  a  pesar  de  su  carácter  intrigante  y  move- 
dizo, estaba  en  un  rincón  afectando  insignificancia  y  procuran- 
do, con  su  silencio,  que  nadie  se  fijase  en  su  persona,  mientras 
ella  contemplaba  a  todos  con  curiosidad,  y  especialmente  a  Ma- 
ría, que  también  formaba  parte  de  la  tertulia. 

La  joven  mostraba  gran  impaciencia. 

En  aq'uella  tarde  expiraba  el  plazo  que  había  fijado  el  pa- 
dr'e  Tomás,  y  ella  aguardaba  aquellas  noticias  de  París  tan  an- 
siadas. 

Hacía  ya  algunos  días  que  el  poderoso  jesuíta  no  visitaba 
la  casa,  y  esta  misma  ausencia  la  hacía  esperar  que  el  padre 
Tomás  no  faltaría  a  la  reunión  de  la  tardie,  tal  como  lo  había, 
prometido  diez   días  antes. 

Hajblaban  los  tertulianos  justamente  de  aquella  ausencia  del 
poderoso  jesuíta,  cuando  un  criado  le  anunció,  entrando  poco 
después  el  padre  Tomás,  quien  dio  su  mano  a  besar  a  unos,  es- 
trechó las  de  otros  y  esparció  sus  am.ables  sonrisas  por  toda  la 
tertulia. 

Una  rápida  mirada  que  el  reverendo  padre  dirigió  a  la  jo- 
ven ¡dio  a  entender  a  ésta  que  traía  las  ansiadas  noticias. 

María,  sufría  una  horrible  incertidumbre  al  ver  qu«  el  pa- 
dre Tomás  no  se  apresuraba  a  hablarla  y  se  enfrascaba  en  in- 
sustanciales conversaciones  con  aquellos  vejestorios  de  la  ter- 
tulia. 

Ordóñez,  qtíe  se  acercó  a  la  joven  para  dispararla  su  cotí. 


VICENTE  BLASCO  I  B  A  Ñ  ñ  Z 

diana  declaración,  fué  recibido  con  una  frialdad  rayana  en  gro- 
sería. 

Llegó  la  hora  en  que,  según  antigua  costumbre  de  la  casa, 
entraron  los  criados  -con  el  tradicional  chocolate,  que  reempla- 
zaba ail  lunch  de  la  alta  sociedad  montada  a  la  moderna. 

Las  ricas  salvillas  'de  plata  circularon  de  mano  en  mano,  y 
entonces  fué  cuandb  el  padre  Tomás,  después  de  haber  habla- 
do algunas!  palabras  al  oído  de  la  baronesa,  se  dirigió  con  cau- 
tela al  inmediato  gabinete,  indicando  a  María  con  un  ademán 
que  podía  seguirle. 

Los  tertulianos,  animados  por  el  soconusco,  hablaban  con 
más  calor,  formando  amigables  grupos,  y  a  excepción  de  Or- 
dóñez  y  doña  Esperanza,  no  parecieron  fijarse  en  aquella  des- 
aparición de  María  y  el  jesuíta. 

Cuando  los  dos  estuvieron  en  el  gabinete,  María  interrogó 
con   uiia   ávida   mirada  al   padre  Tomás. 

— Calma,  mucha  calma,  hija  mía — dijo  el  jesuíta  sentándo- 
se— .  Las  noticias  que  traigo  son  muy  graves,  y  es  preciso  qua 
te  armes  de  valor  para  oírlas.  Las  jóvenes  dais  vuestro  cora- 
zón al  prim.ero  que  se  os  presenta  y  os  resulta  agradable;  no 
buscáis  el  sano  consejo  de  la  experiencia,  y  después  os  veis 
oblig-adas  a  llorar  una  terrible  decepción  y  a  desconfiar  de  la 
misericordia  de  Dios,  cometiendo  con  ello  gravísimo  pecado. 

María  estaba  para  oír  noticias  y  no  consejos,  así  es  que  in- 
terrumpió al  jesuíta: 

— ¿Pero  qué  es  lo  que  hay?...  Hable  usted  pronto,  padre, 
pues  me  resulta  imposible  contener  la  impaci'encia.  ¡  Oh !,  ¡  res- 
póndame, por  Dios!  ¿Me  ha  olvidado  Juan? 

El  jesuíta  contestó  inclinando  afirmativamente  su  cabeza  y 
María  quedó  silenciosa  durante  algunos  minutos,  como  abruma- 
da por  la  fatal  revelación. 

— '¡  Oh,  padre  mío !  Dígame  utsted  pronto  cómo  ha  sido  eso. 
/Necesito  saber  por  qué  causa  me  ha  olvidado  un  hombre  que 
juraba  amarme  tanto. 

— Recuerda,  hija  mía,  lo  que  te  dije  de  París  la  última  vez 
que  nos  vimos.  Es  la  ciudad  deJ  diablo.  La  sentina  de  corrup- 
ción donde  no  puede  entrar  un  alma  sin  corromperse.  Yo  no 
culpo  a  ese  joven,  pues  lo  que  le  ocurre,  forzosamente  había 
de  sucederle.  Educado  por  su  tío,  hombre  ateo  y  de  reconocida 
impiedad,  tiene  la  desgracia  de  carecer  de  toda  clase  de  sen- 
timientos religiosos,  y  a  esto  se  debe  que  haya  caído  con  tanta 
facilidad  en  el  pecado,  al  verse  rodeado  por  las  seducciones  de 
esa  Babilonia  moderna. 

29 


VICENTE  BLASCO  I  B   A    Ñ   E  Z 

— ^Pero,  en  fin,  padre  Tomás — dijo  impaciente  la  joven — . 
¿Qué  es  lo  que  le  ocurre  a  Juanito?  Necesito  que  me  lo  diga 
usted  sin  más  preámbulos,  pues  siento  una  atormentadora  im- 
paciencia. No  tenga  miedo  de  hablar;  soy  fuerte  y  sabré  resis- 
tir la  pena  por  grande  que  ésta  sea.  ¿Es  que  acaso  ama  hoy  a 
otra  mujer? 

— Tú  lo  has  dicho — ^contestó  con  entonación  bíblica  el  je- 
suíta— .  Ese  ingrato  te  ha  olvidado  hasta  el  punto  de  enamorar- 
se de  la  primera  mujer  que  ha  encontrado  al  paso  en  las  calles 
de  París. 

— '¿Y  quién  es  ella? — preguntó  María  con  dolorosa  curio- 
sidad. 

I — >Hija  mía; — ^contestó  el  jesuíta  con  pudorosa  expresión  y 
fijando  su  mirada  en  el  suelo — .  Eres  una  señorita  cristiana, 
bien  educada  y  virtuosa,  y  por  lo  tanto  siento  hablarte  dé  cier- 
tas miserias  humanas  que  tal  vez  ignores;  pero  es  preciso  que 
descendamos  a  ciertas  podredumbres  de  la  sociedad  para  que 
comprendas  mejor  cuál  es  tu  situación  y  la  del  que  fué  tu  no-' 
vio.  Juanito  ama  a  una  mujer  depravada,  a  una  perdida  de  esas 
que  venden  su  amor  y  pasan  con  la  mayor  desvergüenza  de  los 
brazos  de  un  hombre  a  los  de  otro.  Ya  ves  cuan  terrible  es 
su  ingratitud  al  abandonarte  así,  repentinamente,  por  un  pin- 
gajo de  vicio. 

— ^¿Y  es  hermosa? 

— ^i  Oh !,  en  cuanto  a  eso,  mis  informes  son  muy  favorables. 
Esa  niujer  tiene  una  diabólica  belleza,  como  todas  las  de  sj  ra- 
zai,  pues  has  de  saber  que  es  ju'día  y  se  llama  Judith,  teniendo 
el  apodo  de  la  Rubia  por  su  blonda  y  espléndida  cabellera.  Esto 
hace  más  abominable  la  infame  falta  de  Zarzoso.  ¡  Ya  ves  tú !, 
abandonar  a  una  señorita  virtuosa  y  católica  por  una  perdida 
que,  además  de  sus  vicios,  tiene  la  mancha  de  pertenecer  a  una 
raza  infame  que  crucificó  a  Nuestro  Señor  Jesucristo. 

A  María  no  parecía  preocuparle  mucho  que  la  amante  de 
Zarzoso  fuese  hebrea  y  estuviese,  por  tanto,  contaminada  con 
la  mancha  del  deicidio;  lo  que  sí  excitaba  su  rabia  era  que  fue- 
se tan  hermosa  la  mujer  que  le  había  robado  su  amor. 

Quería  ella  tener  pleno  conocimiento  de  su  infortunio;  en- 
terarse 'detenidamente  de  aquellos  amores  impuros  que  la  ator- 
mentaban, y  por  esto  rogó  al  padre  Tomás  que,  sin  más  pre- 
ámbulos ni  preparaciones,  la  relatara  cuanto  supiese  de  la  vida 
de  Zarzoso  en  París. 

El  jesuíta,  haciendo  uso  de  su  extremada  habilidad,  habló 
óñ  modo  que  cada  ima  de  sus  palabras  fué  una  puñalada  para 


LA  ARAÑA  NEGRA 

María,  El  joven  médico  no  escx^bía  porque  estaba  enamorad* 
como  un  loco  de  Judith,  viviendo  con  ella  maritalmente  y  su- 
peditado por  completo  a  su  voluntad,  como  si  fuese  un  escla- 
vo,  o  más  bien  un  ser  automático. 

— Segrún  eso,  reverendo  padre — dijo  María  con  ansiedad — , 
ese  hombre  ya  no  se  acordará  de  mí. 

— ¡Ay!,   hija  mía,   ojalá  fuese  así. 

— ¡  Me  asusta  usted,  padre  mío !  ¡  Qué  quiere  usted  decir 
con  eso  ? 

El  jesuíta,  silencioso  e  inmóvil,  se  g'Ozó  durante  algi.mos 
instantes  en  contemplar  la  dolorosa  zozobra  de  la  joven,  y  al 
fin  dijo    con   lentitud: 

— Ese  hombre,  para  tu  desgracia,  se  acuerd'a  mucho  de  ti  y 
se  complace  villanamente  en  burlarse  de  tu  amor  y  en  ostentar 
impúdicamente,  a  la  vista  de  todos,  los  recuerdos  más  íntimos 
de  tu  pasión. 

María  parecía  aterrada  por  tales  noticias,  y  mientras  tanto 
el  jesuíta,  con  mefistofélica  calma,  seguía  relatando  la  historia 
infame   que    anticipadamente   se   había  forjado. 

Le  era  muy  penoso,  según  él  decía,  hacer  tales  revelaciones 
a  una  joven  pura  y  honrada,  que  tal  vez  no  pudiese  resistir  tan 
fatal  información;  pero  era  preciso  decir  la  verdad,  pues  de  lo 
coiitrario.  María,  al  no  tener  pleno  conocimiento  de  su  infortu- 
nio, podría  algún  día  caer  en  la  tentación  de  per'donar  al  que 
tanto  la  había  ofendido.  Zarzoso,  según  añrmaba  el  jesuíta,  al 
enamorarse  de  aquella  perdida,  había  tenido  el  especial  gusto  de 
burlarse  de  su  antiguo  amor,  e  impúdicamente  enseñaba  a  su 
banda  de  amigos  y  amigas,  gentecilla  perdida  del  Barrio  Lati- 
no, todos   cuantos  recuerdos  conservaba  de  María. 

— '¿No  tenía  él — ^continuó  el  jesuíta — ,  un  cofrecillo  de  laca 
en  el  que  guardaba  todas  tus  cartas  y  algunos  objetos  que  eran 
como  prendas  de  amor?  Pues  bien,  hij;a  mía,  me  cuesta  mucho 
el  decírselo,  pues  sé  que  esto  te  producirá  inmenso  dolor;  pero 
todo  este  tesoro  de  cariño,  ese  montón  de  sagrados  objetos,  que 
debía  inspirar  a  Zarzoso  una  adoración  casi  santa,  por  proceder 
de  quien  proceden,  sirve  de  objeto  de  befa  a  toda  la  gentecilla 
depravada  que  vive  en  el  Barrio  Latino.  Judith,  esa  perdida 
que  tiene  esclavizado  a  tu  antiguo  novio,  mete  sin  compasión  sus 
impuras  manos  en  la  cajita  y  revuelve  tus  cartas,  tu  retrato, 
tus  pañuelos  y  mía  trenza  de  cabello,  mostrando  todo  esto  a  sus 
impuras  amigas  para  que  saluden  tu  nombre  con  groseras  car- 
cajadas en  presencia  de  ese  mismo  Zarzoso,  que  muchas  veces 
se  une  al  coro  de  indecentes  chistes  y  obscenos  comentarios  que 

31 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   E  Z 

fu  recuerdo  provoca.  Ya  ves  que  conozco  bien  el  contenido  Ca 
tsa  cajita  de  laca,  lo  que  demuestra  que  mis  informes  no  pueden 
•er  más  ciertos. 

María  escuchaba  pálida,  aterrada,  con  los  ojos  desmesura- 
damente abiertos,  como  si  no  pudiera  creer  en  aquella  infamia, 
que  por  lo  inmensa,  nunca  había  llegado  a  imaginar. 

.No  era  la  decepción  amorosa  lo  que  la  hacía  sufrir  en  aquel 
momento;  no  sentía  el  dolor  de  la  enamorada  y  tierna  doncella 
que  se  contempla  olvidada  con  desprecio;  en  ella  se  había  des- 
pe_rtado  la  susceptibilidad'  terrible  y  arrolladora,  aquel  amor  pro- 
pio que  caracterizaba  a  la  familia  de  Baselga,  y  que  prefería  la- 
muerte  antes   que  quedar  en  ridículo. 

La  joven  estabai  abrumada  por  tan  terribles  revelaciones,  y 
en  su  imaginación  veíase  ella  misma  desnudada  por  el  mismo 
Zarzoso,  expuesta  a  las  miradas  injuriosas  e  insultantes  de  una 
juventud  ebria  y  corrompida,  la  cual,  entre  carcajadas  y  gro- 
seros chistes,  iba  arrancándole  a  jirones  su  propia  piel.  Est« 
tormento  era  igual,  en  concepto  de  la  joven,  al  que  le  hada  su- 
frir Zarzoso  entregando  a  la  publicidad  sus  recuerdos  de  amor, 
y  haciendo  que  circulasen  de  mano  en  mano,  entre  mujeres  im- 
puras, aquellas  prendas  queridas  que  ella  había  entregado  en  un 
momento  de  pasión. 

Era  tan  enorme  esta  ingratitud  'de  Zarzoso,  resultaba  tan  in- 
verosímil el  ser  tratada  así  por  un  hombre  al  que  no  había  dado 
el  menor  motivo  de  queja,  que  María  levantó  con  arrogancia 
su  frente,  y  clavando  su  fija  mirada  en  el  jesuíta,  exclamó: 

— ^j  Pero,  Dios  mío !  No  es  posible  tanta  infamia.  Aunque 
Zarzoso  me  haya  olvidado  por  otra,  no  es  natural  que  se  com- 
plazca en  insultarme  de  un  modo  tan  infame.  Esto  sería  propio 
de  una  cruel  venganza  y  yo  no  he  dado  a  mi  novio  el  menor 
motivo  die  queja.  ¡  No,  no  es  posible  lo  que  usted  dice !  Nece- 
sito pruebas  para  creerlo,  ¿lo  oye  usted,  padre  Tomás?  Ne- 
cesito pruebas. 

Y  al  decir  esto  miraba  al  jesuíta  con  recelo,  como  si  co- 
menzara a  adivinar  que  todo  aquello  era  un  miserable  tejido 
de  falsedades. 

El  reverendo  padre  sonrió  con  frialdad  y  dijo  con  la  misma 
expresión  que  si  compadeciera  a  María  por  su  ceguedad  amo- 
rosa: 

— ^¿Te  convencerías  de  lo  que  te  digo  si  te  enseñara  alguna 
de  esas  prendías  de  amor  que  entregaste  a  Zarzoso,  y  que  éste 
tenía  la  obligación  de  guardar? 

—¿Y  cómo  puede  usted  haber  adquirido  esa  prueba? 


I 


LA  ARAÑA  NEGRA 

' — I  Ya  te  dije  que  entre  los  amigos  de  Zarzoso  circulan  tus 
recuerdos  de  amor  como  objetos  de  risa.  Hoy  se  han  cansado 
ya  de  burlarse  de  ti,  y  por  esto  no  le  ha  sido  difícil  adquirir 
uno  de  ellos  al  amigo  a  quien  yo  encargué,  cediendo  a  tus  rue- 
gos, que  se  enterase  de  la  existencia  de  Zarzoso  en  París.  Ten- 
go en  mi  poder  un  objeto  que  te  pertenece,  y  sépaslo,  desgracia- 
da, mi  amigo  lo  adquirió  de  manos  de  la  misma  Judith  a  cam- 
bio  de  unos  cuantos   francos. 

María,  pálida,  y  como  si  la  emoción  no  le  permitiese  hablar, 
se  limitó  a  hacer  un  gesto  imperioso,  indicando  que  quería  ver 
cuanto  antes  aquella  prueba  fatal. 

— Antes  de  verla — ^continuó  el  jesuíta — ,  conviene  que  re- 
cuerdes bien,  para  que  así  sea  más  completa  la  identificación. 
¿Antes  de  marchar  Zarzoso  a  París  no  le  entregaste  tú,  una 
mañana,  en  el  Retiro  y  en  presencia  de  dloña  Esperanza,  un 
bucle  de  tu  cabellera  envuelto  en  un  papel  en  el  que  habías  es- 
crito algo? 

María   contestó   moviendo  afirmativamente  la  cabeza. 

— ^Pues  bien,  desgraciada;  mira  esto  y  verás  si  lo  reconoces. 

Y  ,el  jesuíta,  introduciendo  una  mano  en  el  bolsillo  de  su 
K)tana,  sacó  el  objeto  que  Judith  había  robado  a  su  amante. 

María,  apenas  tuvo  en  su  mano  aquel  papel,  reconoció  su 
letra,  y  abriéndolo  vio  que  era  el  mismo  rizo  que  ella  había 
corta'do  de  su  cabellera.  No  cabíia  ya,  la  duda,  y  abrumada  por 
una  infamia  tan  evidente,  no  tuvo  fuerzas  ni  para  lanzar  la 
dolorosa  exclamación  de  sorpresa  que  subió  hasta  su  garganta. 

— 1¡  Oh,  qué  infamia !  ¿  Qué  he  hecho  yo  para  merecer  tanta 
maJdadl? — ^y  murmurando  estas  palabras  con  quejumbroso  acen- 
to, dejóse  oaer  en  el  sillón  inmediato,  pugnando  por  ahogar  el 
llanto  que  hacía  agitar  su  pecho  con  movimientos  de  estertor. 

El  jesuíta  permanecía  impasible,  como  hombre  incapaz  de 
conmoverse  por  la  desesperación  que  producían  sus  mentiras  y 
tuvo  especial  cuidado  en  aumentar  el  dolor  de  su  víctima,  di- 
ciendo con  amable  expresión: 

• — Aun  no  lo  has  visto  todo,  hija  mía.  Fíjate  bien  en  ese 
papel,  que  en  él  hallarás  la  prueba  de  la  repugnante  burla  de 
que  has  sido  objeto. 

María  volvió  a  fijar  nuevamente  sus  ojos  en  el  papel  de  la 
envoltura,  y  entonces  vio  la  frase  cínica,  inmunda  y  repugnan- 
te que  Judith  había  estampado  con  su  firma  al  pie  de  la  tierna 
!    dedicatoria  que  ella  había  escrito  allí    al  entregar  su  recuerdo  a 

Juanito. 
^      Aqueíla^  palabrat  de  infame  indecencia  la  anonadar o^i  éjo- 

33 


y,  I   C  E  N    T  E  BLASCO  1  B  A   Ñ  E  Z 

mentáneamente,  y  retorciéndose  ,en  su  asiento  con  suprema  ex- 
presión de  dolor,  gritó  sin  cuidarse  de  que  la  podian  oír  en  el 
inmediato  salón 

— <\  uh,    Dios   mío !    Esto   es   demasiado,   no   se  puede  sufrir. 

K  inniediatainente  experimentó  una  reacción  propia  de  su 
carácter  varonil  y  su  desaliento  doloroso  trocóse  en  furor  e  in- 
dignación. 

Consideraba  como  un  rasgo  de  imbecilidad  el  llorar  y  deses- 
perarse por  la  expresión  infame  de  una  mujerzuela  corrompida. 
No,  ella  no  lloraría;  no  daría  gusto  a  aquel  canalla  que  estaba 
en  París,  manifestando  dolor  por  haber  sido  abandonada;  lo  que 
ella  sentía  era  odio,  inmensos  deseos  de  destrucción;  lo  que  ella 
deseaba  era  vengarse  de  tales  infames,  demostrarles  que  en  nada 
la  habían   impresionado  sus  canallescas  burlas. 

Y  manifestando  estos  pensamientos  con  entrecortadas  pala- 
bras, iba  de  un  extremo  a  otro  del  gabinete,  gesticulando  como 
una  loca  y  moviendo  sus  crispadas  manos  en  el  vacío,  como  si 
buscara  en  él  invisibles   seres  para  estrangularlos. 

Aquella  cara  'de  mármol  que  se  erguía  impasible  sobre  el 
cuello  de  la  sotana,  sonreía  sin  duda  interiormente,  y  mientras 
tanto,  con  acento  paternal,  aprobaba  cuanto  decía  la  joven. 

— No  es  muy  buena  la  venganza,  hija  mía;  la  Iglesia  la  pro- 
hibe; pero  hay  ciertos  momentos  en  ía  vida  en  que  conviene  no 
recibir  las  ofensas  con  evangélica  mansedumbre.  Tú  puedes  ven- 
garte, hija  rnía;  debes  demostrar  a  esos  infames  que  de  ti  se 
han  burlado,  que  no  te  impresionan  gran  cosa  sus  insultos  y  sus 
injurias.  Debes  negar  con  un  lacto  de  enérgica  resolución  ese 
amor  del  que  se  ha  valido  Zarzoso  para  ponerte  en  ridículo. 

Y  hablando  así,  el  jesuíta  señalaba  con  un  gesto  expresivo 
el  inmediato  salón. 

María  le  comprendió  inmediatamente.  Sí,  allí  estaba  la  ven- 
ganza, allí  la  satisfacción  del  amor  propio  herido. 

Guardó  apresuradamente  aquel  papel  que  había  derrumbado 
con  rapidez  el  aéreo  palacio  de  sus  ilusiones  y,  seguida  del  je- 
suíta, entró  rápidamente  en  el  salón. 

Los  tertulianos,  después  de  tomar  su  chogolate,  seguían  agru- 
pados en  corrillos,  conversando  con  animación,  mientras  la  ba- 
ronesa iba  de  unos  a  otros,  procurando  ocultar  la  inquietud  de 
su  curiosidad,  excita'da  por  aquella  conferencia  entre  su  sobri- 
na y  el  jesuíta. 

Apenáis  entró  María  en  el  salón,  el  elegante  Ordóñez,  como 
si  presintiera  lo  que  iba  a  ocurrir,  fué  inmediatamente  al  en- 
cuentro de  ella,  que  aún  mostraba  en  su  rostro  la  anterior  agi- 
tación. 

á« 


L      [d  ARAÑA  NEGRA 

— ^Señor  Ordóñez — dijo  María  volviendo  su  vista  a  otra  par^ 
te,  como  si  temiera  que  en  sus  ojos  pudiera  leerse  lo  que  pen- 
saba—. He  tenido  el  honor  de  que  usted  solicitara  mi  mano  rc- 
p,etidas  veces,  atención  que  le  agradezco  mucho.  Entonces,  no 
podia  responder;  pero  hoy,  por  circunstancias  que  no  ison  del 
caso  relatar,  me  considero  libre  y  me  complazco  en  decirle  qtic 
acepto.  Hable  usted  con  mi  cía,  a  quien  considero  como  si  fuese 
mi  madre.  Le  advierto  que  por  hoy  no  siento  hacia  usted  mas 
que  un  sencillo  afecto  amistoso;  pero  tal  vez  con  el  tiempo  Uegrue 
a  amarle  si  su  conducta  es  como  yo  espero. 

Ordióñez  estaba  asombrado  más  que  por  la  resolución  de  Ma- 
riía,  por  el  modo  como  se  expresaba.  Nunca  había  creído  él  a 
aquella  muñeca  capaz  de  hablar  con  tanta  serenidad  y  con  un 
acento  tan  enérgico  y  decidido. 

El  joven  se  inclinó  saludando  profundamente,  y  mientras 
María  se  retiraba  del  salón,  el  elegante  se  dirigió  a  la  ibaxonesa 
para  pedirla  la  mano  de  su  sobrina,  manifestando  la  conformidad 
de  ésta,  y  añadiendo  que  en  caso  de  aceptar  su  d.emianda,  iría  al 
día  siguiente  su  hermano  mayor  el  duque  de  Vegaverde,  como 
jefe  de  la  familia,  a  formular  la  petición  oficialmente. 

Mientras  la  baronesia  consultaba  con  una  rápida  mirada  al 
padre  Tomás,  los  tertulianos  se  iapercibieron  de  la  significación 
de  aquella  escena;  así  es  que  cesaron  todas  las  conversacicnei 
y  aguardaron  silenciosamente  la  respuesta  de  doña  Fernanda. 

— Ya  que  lia  niña  está  conforme — dijo  la  baronesa — ,  por 
mí  no  hay  inconveniente.  Creo  que  usted,  al  abandonar  su  vida 
de  soltero,  será  un  marido  virtuoso  y  cristiano  que  hará  feliz  ♦ 
mi  María. 

Los  tertulianos  se  manifestaron  muy  sorprendidos  y  conten- 
tos, por  aquel  inesperado  suceso  que  venía  a  turbar  la  monoto- 
nía de  la  reunión. 

Menudearon  los  plácemes,  quiso  llamarse  a  la  niña  para  fe- 
licitarla; pero  algunos,  más  considerados,  se  opusieron,  tenien- 
do en  cuenta  el  rubor,  propio  del  caso. 

El  marqués  académico,  que  era,  de  todos  los  presentes,  el  que 
se  creía  con  mayor  competencia  en  asuntos  de  amor,  charlaba 
por  los  codos,  y  parándose  ante  cada  grupo,  exclamaba  con  la 
satisfacción  d'eí  que  dice  una  gran  cosa: 

— ¡Carape!  Esto  ha  sido  sorprendente;  sí,  señor,  muy  'sor- 
prendente. Lo  mismo  que  en  las  comedias,  donde  al  finalizar  el 
acto  se  casan  los  que  menos  se  imagina  el  espectador. 

Mientras  tanto,  el  héroe  de  la  fiesta,  o  sea  Ordóñez,  habí» 
cogido  al  padre  Tomás  de  un  brazo,  y  llevándoselo  junto  a  un 
halcón,  le  contemplaba  admirado. 

35 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   E  Z 

—¡Oh  reverendo  padre !— le  decia  con  acento  respetuoso—; 
ahora  estoy  más  convencido  que  nunca  de  que  es  usted  un  gran 
hombre  que  alcanza  cuanto  se  propone.  Me  dijo  usted  que  la 
propia  María,  a  pesar  de  todos  sus  desdenes,  vendría  a  bus- 
carme, y  asi  a  sucedido.  ¿  De  qué  misterioso  poder  dispone  usted, 
padre  Tomás?  Me  parece  que  después  de  esto,  ya  puede  usted 
hacerle  la  competencia  al  diablo,  seguro  de  ganarle. 

El  jesuíta  parecía  muy  halagado  por  estas  últimas  palabras, 
que  le  hacían  sonreír  con  complacencia. 

Mientras  en  la  tertulia  era  todo  agitación  y  gozo,  María,  en- 
cerrada en  su  cuarto,  daba  por  ñn  rienda  suelta  al  tropel  de 
lágrimas  que  antes  había  contenido. 

¡  Adiós,  muertas  ilusiones !  ¡  Adiós,  risueñas  esperanzas  <Í2 
amor !  Todo  había  lacaba'do  para  ella,  y  ahora  marchaba  recta- 
mente a  un  porvenir  monótono  y  triste,  unida  a  un  hombre  a 
quien  no  amaba  y  que  casi  le  resultaba  odioso. 

Sentía  ya  arrepentimiento  por  su  desesperada  resolución  de 
momentos  antes;  pero  lal  convencerse  de  que  todavía  amaba  a 
Juanito,  volvía  a  surgir  en  ella  la  indignación  y  el  deseo  de 
venganza  que  pedía  a  voces  el  amor  propio  herido. 

¿Por  qué  la  había  abandonado  de  un  modo  tan  infame?  No 
le  amaría  más,  aunque  para  ello  tuviese  que  batallar  con  aquel 
corazón  débil,  que  se  empeñaba  en  seguir  considerando  cariño- 
samente al  que  tanto  la  había  ofendido. 

Su  amor  propio  y  su  altivez  de  raza,  eran  incompatibles  con 
la  injusta  bondad  y  no  la  permitían  desempeñar  el  papel  de  víc- 
tima resignada. 

No  se  arrepentía  de  lo  hecho;  y  si  no  hubiese  encontrado  a 
Ordóñez  para  casarse,  hubiera  ofrecido  su  mano  al  primero  que 
piasara  por  la  calle. 

Aquel  papel  que  tenía  entre  sus  manos,  aquella  inscripción 
insultante  de  una  meretriz  impúdica,  era  suficiente  para  maiifé' 
nerla  en  su  furor  y  hacer  que,  impulsada  por  el  odio,  se  limpia- 
se las  lágrimas  como  avergonzada  de  tal  debilidad  y  se  revolvie. 
ra  en  su  cuarto  cual  una  leona  herida,  'derribando  al  paso  cuantos 
muebles  encontraba. 


36 


A  ARAÑA  N      R       (^      R 


ra 


Una  respuesta  d^l  doctor  Zarsoso 

Apenas  !a  mano  de  María  fué  pedida  oficialmente  por  el  du- 
que de  Vegaverde,  aquel  senador  sesudo  que  consideraba  cotí 
e!  mayor  desprecio  a  su  hermano  el  calavera,  la  baronesa  y  el 
novio,  aconsejados  por  su  ir  reemplazable  oráculo  el  padre  To- 
más, comenzaron  a  arreglar  todos  los  preparativos  de^  la  boda. 
Doña  Fernanda,  no  se  sabe  si  por  propia  inspiración  o  por 
ajeno  consejo,  se  mostraba  muy  radical  en  todos  estos  prepara-^ 
tivos.  ' 

— Yo  no  soy  partidaria  de  los  noviazgos  largos — decía  con- 
tinuamente a  sus  amigos — .  Me  gusta  que  lo  que  tenga  qute  ser, 
sea  pronto. 

Y  por  ésto  la  boda  de  María  marchaba  con  gran  rapidez  a 
•u  desenlace. 

El  suceso  era  muy  comentado  en  la  alta  sociedad,  pues  llama- 
ba la  atención,  tanto  la  respetable  fortuna  de  María  como  los 
antecedentes  del  novio,  que  no  podían  ser  más  públicos. 

Ordóñez,  tal  vez  porque  envidiaban  muchos  su  buena  suerte, 
era  obfeto  óe  mímlerosos  e  irónicos  comientarios. 

— Ese  ya  ha  encontrada  lo  que  quería^ — ^decían  sus  amigos  eí 
el  Casino — :  Unía  mujer  millonaria  y  además  beata  y  algo  tonta^ 
según  aseguran  los  que  la  conocen.  Es  de  esperar  que  antes  do 
dos  años,   Ordóñez  se  haya  comido  la  fortuna. 

El  padre  Tomás  había  fijado  la  boda  para  dos  setmanias  des- 
pués del  día'  en  que  María  aceptó  la  declaración  de  Ordóñez,  y 
como  hombre  poderoso  en  todos  los  asuntos  concernientes  a  la 
Iglesia,  se  había  encargado  del  arreglo  de  los  documentos  y  de- 
más formalidades  necesarias  para  que  el  matrimonio  canónico 
Se  efectuara  en  el  plazo  marcado. 

María  asistía  como  una  sonámbula  a  todos  aquellos  prepara- 
tivos de  ^bofla,  que  parecían  destinados  a  otra  mujer,  según  la 
impasibilidad  con  que  los  acogía. 

Recibía,  al  lado  de  su  tía,  las  visitas  íntimas,  acogiendo  sus 
felicitaciones  con  estúpidas  sonrisas;  y  experimentaba  alegrías  de 
niña  mimada  «al  ver  los  regalos  con  ctie  la  obsequiaban  los  nume- 
rosos amigos  de  la  casa  y  ía-s  principales  familias  de  la  nobleza, 

37 


V  I   9  E  N   T  E  BLASCO  I  B  A   Ñ  E  Z 

\kML\óñ,%  «  lo«  Basel^aa  con  lazos. de  par^entesco  más  o  menoi  !e- 
Ifttio. 

Muchas  reces,  en  aquella  cailma  mscnsiblc  en  cuc  parecía  cu- 
«Ma.   sursfían  relamnaerueos  d'e  odio  que  la  hacían  recordar  tni      | 
txacta  situación.  Era  entonces  cuando  menos  arrepentida  se  tñot-      [ 
traba  del   matrimonio  que  iba  a  contraer,  y  experimentaba  tina 
filegría;  amarina  y  pimz'ante.  nensando  que  todo  aquello  le  servi-      ! 
ría   para   vengarse  del   hombre   que  tan   injustamente   la   había 
despreciado. 

Abrigaba  la  esperanza  de  que  Zarzoso  no  era  capaz  de  ol- 
vidarla repentinamente  tan  ñor  completo  y  creía  qtie  «1  día  en 
que  tuviese  noticia  de  su  casamiento,  el  joven  médico  sentiría 
renacer  su  antigua  pasión  y  experimentaría  un  remordimiento 
•in  límites. 

V.n  esto  cifraba  María  su  venganza,  y  por  ello  cada  vez  que 
l'ecibía  im  resralo  de  bodas  o  su  futuro  esposo  le  dirigía  una 
palanteríia  a.morosa,  pensaba  con  fruición  en  que  si  Zarzoso  es- 
tuviera allí  todí'o  aquello  sería  para  él  tm  motivo  de  terrible 
desesoeración. 

sSe  aproximaba  el  díq  señalado  pnra  In.  boda,  v  In  baronesa  mo«! 
trába'se  muy  complacida  en  arreglar  las  cosias  con  soi'em,nidad. 
Quería  m\'^  todo  se  hiciese  en  grande,  como  correspondía  a  la 
clase  social  de  los  novios,  v  ademas,  por  ^^n  afición  tradicional, 
odiaba  las  costumbres  de  1?.  moderna  aristocracia  que  efectúa 
lo?  casamientos  con  senc'n'='7.  casi  ocultándase,  como  si  se  aver- 
gonzara de  tm  acío  tan  snletniíe. 

Klla  quería  oue  el  matrimonio  de  su  sobrina  fuese  bien  pú- 
blico, a  la  luz  del  día.  con  apañalo  casi  regio :  y  en  esto  la  apoya- 
ba Ordóñez,  a  quicen  no  le  venía  mal  que  moviese  mucho  ruido 
mi  boda  con  una  millonaria,  pn  aquellia  sociedad  que.  aunque  le 
halls'fraba.  le  tenía  rjor  un  e<;*-í?fíi/1r>(i-  v  n^  ave-nturero  de  mala  ley. 

"^,1  padre  Tomás  düspensaría  a  los  novios  el  alto  honor  de 
darles  su  bendición.  A.1  aci^o,  nue  S'^  verificaría  en  la  capilla  de  la 
ca^a,  acudiría  lo  más  selecto  de  todo  Madrid,  v  la  misa  ser'fi 
amenizada  por  una  gnan  ornuesta  y  los  principales  cantantes  del 
teatro  Real.  Vn  fn,  qu'^'  la  baronesa,  y^.i  que  no  había  conseguido 
r-tiie  su  sobrinR,  fuese  monja,  ciuería  al  menos  que  su  casamiento 
metiese  ruido  en  el  gnan  mundo,  y  no  reparaba  en  gastar  miles 
de  duros,  atmque  esto  le  laltraiera  el   dictado  de  cursi. 

Terminada  la  ceremonia,  los  novios  saldrían  de  Madrid  para 
efectuar  el  largo  viaje  oue  es  de  rúbrica  v  cuyo  itinerario  se 
disrutió  bnstante:  pues  María  rio  transigiíai  con  entrar  en  Parí.*:, 
aunnue  sólo  fi^era  die  nnso.  A  pesar  del  an=;ia  de  veno'anra  nue 
sentía  y  su  vehemente  deseo  de  miortificar  a  Zarzoso,  estremecíase 


L      \A  'ARAÑA  NEGRA 

??olaTr)«nte  ell    imasfinar   que  podía   encontrarse  ^n   los   bulevares 
con  el  joven  médico,  yendb  elliai  del  'brazo  con  Ordóñez. 

La  proximidad  de  su  matrimonio  no  evitaba  que  pensase  «i 
su  antis^uo  amor,  y  la  víspera  misma  de  la  ceremonia  fué  cuan- 
do envió  a  Pairís  el  papel  que  envolvía  sus  cabellos,  con  «na 
carta  sin  firma,  'en  la  que  daba  cuenta  de  su  casamiento,  expe- 
rimentando, al  nensar  lo  que  sufriría  Zarzoso  al  recibirla,  la  iainar- 
^a  comnlacencia  del  desesperado  nue  muere  matando. 

Cuando  entrepró  la  carta  a  doña  "Esperanza,  que  ^sta  vez  fué 
fid  v  1'a  puso  en  el  correo,  experimentó  cierto  vacío,  como  si'  con 
aauella  prueba  fati^l  que  tanto  excitaba  su  odSo,  desapareciera  d 
vehemente  deseo  de  vensranza. 

Mostrábase  arrepentida  de  su  vioHenta  resolución  que  la  em- 
pujaba a  un  matrimonio  poco  .erato,  y  para  bacer  más  doloroso 
su  -p«;tado,  la  víspera  misma  de  h  boda,  doña'  Fernanda  sufrió  un 
accidente,  que  .ouso  en  conmoción  toda  la  casa. 

No  se  SUDO  si  fué  a  consecuencia  de  h  ap-itación  producida 
^or  los  preparativos  de  la  boda'  o  p'Or  el  berrinche  que  la  c'^'Usaron 
'as  murmuraciones  de  ciertas  amieas  suyas  que  la  criticaban  por 
To  o'ctentoso  d!e  la  boda,  tachándola  de  cursi  y  de  nersona  de  mal 
?usto:  -oero  lo  cierto  resultó  que  en  aquella  mañanq  dofÍR  Fer- 
nanda tuvo  un  ataciiiie  de  nervios,  asustando  a  toda  la  servidutn- 
^^f^  •niie'í  ñe9,ñe  la  muert^e  de  su  hermano  el  padre  Ricardo,  no  la 
habían  visto  en  un  estado  tan  alarmante. 

Fueron  a  buscar  en  se.euida  al  vieio  doctor -Zarzoso,  y  como 
si  su  -nresencia  eierciera  cierto  influio  sobre  el  excitado  ánimo 
de  la  baronesa,  ésta  se  calmó  apenas  el  dioctor  estuvo  algnnos  mi- 
nutos a  su  lado. 

María  experimientaba  gran  complacencia  al  ver  en  s^\  casa, 
y  en  1a  víspera  de  la  boda,  al  tío  del  hombre  odiado,  v  se  mostraba 
amable  en  extremo,  enseñándole  sus  rejsralos  de  boda  v  abrumán- 
le  a  'fuerza  de  atenrinnes,  con  el  loco  intento  de  mortificarle,  como 
si  el  pobre  señor  hubiese  aletina  vez  tenido  noticias  de  que  Juani- 
to  e^a  dueño  de  aquella  beldad.  ' 

F1  doctor,  como  vr\  oso  d'^me'^ticado  a  medi'^^í.  refunfuñando 
y  visiblemente  molestado,  .se  deiaba  llevar  por  1a  joven,  no  pu- 
diendo  comprender  el  motivo  de  tanta  amabilidad.  Siempre  le 
había  llamado  la  atf^nción  la  inexplicable  benevolenr^ín  de  anuella 
ioven  sonri'ente,  a  la  que  él.  por  otra  parte,  consideraba  con  al- 
guna simpatía,  pues  en  su  condepto  era  la  única  sangre  algo  pura 
ique  había  en  la  'familia. 

Míraiba  con  poca  atención  todos  los  valiosos  obietos  que  le 
ensieñaba  la  jor'-en  y  que  para  él  eran  chucherías  sin  imnortancia, 
dijes  propios  del  afeminamiento  que  existía  en  la  sociedad ;  pero, 

39 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   E  Z 

•en  cambio,  no  quitaba  sus  ojos  <3el  novio,  de  aquel  Ordlónicz,  jJ 
quie  miraba  con  la  misma  atención  que  el  naturalista  contempU 
a  un  bicho  raro. 

I  Vaya  un  tipo  el  de  aonel  elefante,  eniuto.  extenuado,  y  que 
con  ^restos  de  soberano  desdén  ocultaba  el  aire  de  cansancio  ds 
la  vida  que  se  notaba  en  su  rostro !  El  doctor  admiraba  a  este  re- 
ryresentante  de  la  desreneración  aristocrátiaai  que  era  un  tipo  aca- 
bado de  esq.  degradación  hereditaria  de  las  altas  familias,  que 
tiene  su  principio  en  la  glotonería  y  en  la  lujuria  y  su  fin  en  ú 
raquitismo  y  liai  imbecilidad. 

No  pasiaban  inadvertidas  para  el  doctor  kiS  señales  exteriores 
oue  en  aquel  mozo  había  dejado  su  anterior  vida  de  crápula,  y  se 
íijaíba  con  una  insisitencila!  qnie  no  pasabiai  inadvertida  para  Ordó- 
ñez  en  las  mianehas  de  su  rostro,  que  delataban  un  emponioña- 
miíento  d'e  la  sang-re  par  Ipí  lepra  id'el  vicio. 

La  miirada  del  viejo  Zarzoso  iba  d'eside  Ordóñez  a  «acuella  jo- 
ven robusta,  fresca  y  aleare,  a  la  que  quería  por  no  pertenecer 
físicamente  «a  la.  raza  aristocrática  y  de^eneradia!  que  tales  censu- 
ras le  mierecía;  y  al  pensar  que  iban  a  tinirse  en-  íntimo  contacto 
dos  or.£5-anism'Os  tan  distintos,  sintió  tentaciones  de  protestar  eti 
nombre  de  la  salud  v  de  la  Naturaleza,  amenazando,  en  caso  con- 
trario, con  un  contas"io  terrible  que  desharía  rápidamente  la  loza- 
nía V  el  vistor  de  una  joven  tan  sana,  fuerte  y  hermosa. 

Pero  el  doctor  se  abstuvo  dle  hablar  en  presencia  de  toda 
aquella  ,s:"ente  aristocrática,  nue  podía  considerarse  aludida  por  sus 
apreciaciones,  v  se  despidió  de  todos,  dando  las  «rracias  a  María 
por  su  amabilidad  y  a  la  baronesa  por  su  invitación  a  que  a-sis- 
tiera  a  la  fíesttai  del  día  signíente  - 

Dioña  Fernanda,  en  vista  de  la  neg-ativa  del  dbctor  y  de  que 
ella  no  se  sentíia  aún  muy  se^ra  de  s/is  nervios,  le  arrancó  ^« 
pTomts^  de  oue  al  menos  al  d'ial  s'ofuiiente  iría  a  visitarla  después 
que  hubie'se  termina  do  la  ceremonia. 

Cimndo  el  viejo  Zarzo'so  salió  a*  la  calle  íibla  refunfuñando: 

• — ^Ese  casamiento  es  un  asesinato  que  se  lleva  a  Oabo  en  prc- 
^f^.r'-x  de  la  sociedad  entera  y  sin  que  nínofutiíj  lev  lo  castigue. 
Ni  al  mismio  diablo  se  le  ocurre  casar  una  muchacha  santa'  y  ro- 
busta con  un  hombre  que  en  las  venas  debe  tener  Pus  en  vez  de 
snrfrre.  ;  Br-reno  '^stn  el  tal  mocito!  De  ses^iro  que  tiene  la  tuber- 
culosis y  no  tardará  en  contagiar  al  organismo  puro  dte  su  mujer. 
i  B'uenos  hijos  producirá  el  ta!  matrimonio !  Las  leyes  de  hoy 
son  una  farsa,  pues  sólo  tratan  de  cosas  que  únicamente  debían 
ser  de  la  competenciía  de  los  médicos  alienistas,  y  en.  cambio  no 
fie  preocupan  del  porvenir  de  la  humanidad.   ¡Ni  una  sola  di»- 

40 


L       'A  -ARAÑA  NEGRA 

posición  pamal  fomentar  el  vigor  y  ía  salud  de  laí?  g"eneracíones 
venideras !  Si  estos  Gobiernos  tuvieran  sentido  común,  ordíena- 
rían  el  examen'  médico  antes  de  todo  matrimonio ;  así  se  evitarían 
muchas  dess^racias  v  nodríamos  librarnos  de  que  antes  de  un  par 
de  sisólos  la  humanidad  sea  un  vasto  hospital  y  un  g'ig'antesoo  ma- 
mcomio. 

Al  día  sií'-uiente  verificóse  d  acto  d^l  que  tanto  se  hablaba  w» 
la  alta  sociedad. 

María  y  Ordóñe;  se  casaron  cotí  toídas  las  solemnidiades  de- 
«fí*iid!3is  ñor  doña  Ferunnda.  y  d'éspués  de  desnedirse  d'e  aqtiel  pú- 
bíiro  brillante  y  privileisfiíaídc  que  había  asistido  a  la  ceremonia, 
salieron  nara  el  extraniero. 

La  baronesa  se  <Tesnidió  de  ellos  en  el  misimío  andén  d'e  h  ^^- 
tación,  y  cuando  volvió  laf  su  caisa,  reo^'bió  al  poco  rato  la  visita 
•riel  doctor  Zarzoso. 

— ^lAv,  querido  doctor! — Te  dijo  lia;  baronesa — .  i  Qué  so!a  me 
encuentro  d'esdf*  que  ha  partido  la  niñ^  !  Parece  como  que  la  casr? 
fstá  deshabitada.  Y  sm  embaro-o.  estoy  content'a,  si,  señor,  muv 
contenta.  La  ceremonia  áel  matrimonio  ha  s'doi  una  ^es^a  so'lern- 
nísima.  como  en  muchos  lalfíós  no  se  había  visto  en  Madrid.  Ade- 
más. INTpría  será  muy  feliz,  tencfrá  un  esposo  modelo. 

D^bió  traslucirse  en  el  rostro  del  doctor  el  mal  efecto  que  le 
c^"<;'aban  estas  palabras,  por  cuanto  la  baronesiai  se  apresuró  a 
añadir:  ' 

— ;No  piensiai  ustelrll  lo  mismo  oue  yo?  ¿Cree  usted  qiJe  este 
mat.rim'oniio  resultar^  d'esoi-raciaid'o?  Vamos  a  ver.  hable  usted  con 
en^e^ííi  frannueza.  -Oué  onina  usl^ed  de''  casamiento'  de  mi  'sobrima? 

Ti/1  doctor  saludó  v  diio  con  su  rudeza  rine  no'  ?dm*lía  réplica: 

— Señora,  opino  que  ese  cajsamiento  ha  sido  un  crimen  . 


PAR  T  E     SEGUNDA 


P  x\  Q  U  I  T  O     O  R  D  O  Ñ  E  Z 


La  clínica  de  los  niños. 

Todas  las  mañanas,  a  las  once,  el  portero  de  aquella  gran 
cas'a  de  la  Carrera  de  San  Jerónimo  experimentaba  una  sorda 
desesperación  que  se  conocía  en  su  rostro,  al  ver  subir  por  la  es- 
calera die  deslumbrante  mármol,  adornada  en  el  centro  por  una 
aincha  faja  de  fieltro  rojo  sujeta  con  doradas  varillas,  a  toda  tina 
procesión  de  gente  pobre,  sucia  y  desharrapada,  en  su  mayoría 
mujeres  de  los  barrios  bajos,  llevando  al  brazo  o  cogidos  de  'a 
mano  una  turba  ;de  chiquillos  voceadores  y  mugrientos,  que  al 
mismo  tiempo  que  ensuciaban  los  brillantes  peldaños,  promovían 
al  subir,  temerosos  y  azorados,  una  verdadera  tempestad  de  pro- 
testas, lloros  y  aullidos. 

Era  la  hora  en  que  se  abría  la  Clínica  gratuita  para  enfer- 
medades de  los  niños  en  el  segundo  piso,  donde  vivían,  instalados 
con  gran  lujo,  el  viejo  doctor  Zarzoso,  catedrático  jubilado  de  la 
Escuela  de  San  Carlos  y  que  ya  no  quería  visitar,  y  su  sobrino 
don  Juan  Zarzoso,  médico  db  ?"ran  fama,  a  pesi3ir  de  su  juventud. 
tnnto  por  numerosas  curas  casi  milagrosas  que  había  realizado, 
como  por  haber  permanecido  cinco  años  en  París  estudiando  la 
especialidad  de  enfermedades  infantiles,  circunstancia  que  no  era 
la  que  menos  impresión  causaba  en  la  generalidad  del  vulgo,  que 
mira  con  cierto  respeto  supersticioso  la  ciencia  que  procede  del 
extnanjero.  ' 

42 


LA  U      1^      Á      Ñ       A  NEGRA 

IÍ1  tOTcn.  doctor  era  muy  apreciado  «itre  las  clases  elevadas  de 
líádríd;  v^ro  este  afecto  no  tetiía  comparación  con  la  popukri- 
Éná  que  gozaba  entre  la  ?ente  humilde,  a  causa  de  lafc|uella  con- 
sulta gratuita  que  labríai  todas  las  mañanas  en  su  propia  ca««', 
V  en  la  cual  no  rólo  recetaba,  sino  que  muchas  veces,  cuando  «« 
h?51ate  en  presencia  de  la  verdadera  mitseria,  proporcionaba  a  los 
enfermos  medios  de  subsistencfa  y  de  bi^iene. 

Aquella  sucia  oleada  de  pobreza  nue  toidbs  los  días  invadía 
h'  bermosiai  escalera  produciendo  sordo  rumor,  malhumoraba  a- 
rio-ido  T>ortero  y  p  los  inquilinos  de  las  otras  habituaciones.^  Hasta 
el  mismo  doctor  Zarzoso,  d  viejo,  encontraba  que  iba  haciéndose 
abusiva  aquella  clientela,  que  aumejtitabia'  rápidamente;  pero  en 
el  fondo  a^radábanTe  mucho  la  :d(dicadeza  v  paciencia  de  su  so- 
brino al  socorrer  a  la  humanidad  'doliste.  Complacíase  en  recono- 
cer que  Tuaníto  no  era  rudo  y  atrabiliario  como  él  que.  seeim 
decían  en  el  hospital,  siempre  había  hecho  el  bieri  a  puñetazos. 
T?,1  ioven:  Zarzoso  tenía  una  po^ilarídad  ta»n  grande.  ^  que  de 
^3|>^^j;^  presentado  alerma  vez  en  los  barrios  baios  solicitando 
alsro  de  sus  clientes,  es  indudÍ3ble  que  todas  las  madres  le  hubiesen 
llevado  en  triunfo,  deiándose  matar  por  ¿1. 

SiT  nombre  corríai  de  hora  ^n  boca  por  los  barrios  obreros,  v 
no  caía  'enfermo  un  pequeííuelo,  sin  que  faltase  al  momento  la 
ami^a  oficiosa  que  se  encaren'se  de  decir  a  liai  desconsolaidla  ^ma- 
dre aue  aquéllo  no  sería  nada,  pues  bastaba  me  al  ^  di a^  siguiente 
fuese  con  el  pedazo  do  sus  entrañas  ai  dPisa  del  médico  joven,  co- 
mo íe  llamaban  por  pntonomasia :  un  señor  mu  amable,  mu  fino  y 
mu  cahavero,  nue  no  sólo  s-  abstenía  de  sacarles  pe':ietas  a  \o% 
pobres,  sino  nu<p.  si  les  faltaba  al?fo  para  poner  el  puchero,  se 
rascaba  el  bolsillo  en  obsequio  del  pobre  enfermíto. 

T^  fama  de  aqud  bienhechor  corría  de  un  extremo  a  otro  de 
Madrid,  v  bs  horas  de  consulta  srratn'ta  eran  muchas  vpces 
insuficientes  para  la  inmensa  ^concurrencia  die  madres  y  padres, 
con  sus  correspondientes  pequeñuelos,  que  no  encontrando  sitio 
en,  las  antesalas  ni  aun  para  rpermanecer  en  pie,  acampaban  en  la 
escalera  y  tomaban  asiento  en  los  peldaños  de  mármol,  con  ^ran 
^,«.c;,esperarión  del  portero,  que  veíia  aumentarse  con^  esto  sus  ta- 
reas de  limpieza. 

A  la  g-ratitud  vehemente  y  conmovedora  de  aquella  clientela 
miserable,  uníase  cierta  satisfacción  de  amor  propio  halag^aido.  al 
saber  que  el  m^ismo  médico  que  'Curaba  gratis  a  la  g^ente  pobre, 
era  muy  apreciado  entre  las  clases  acaudaladas,  a  ^i^s  cuales  ha- 
cía pagar  las  visitas  con  bastante  esplendidez. 


VICENTE  BLASCO  J  B  A   Ñ   E  Z 

Ksto  contribuía  a  aumentar  sti  popularÍKÍacI  entre  los  mise- 
rables. 

— Ks  un  grande  bombre — decían  alierunos  de  los  filósofos  coa 
rrvrra  de  seda'  y  blusa  blanca  de  los  barrios  bajos — .  Ese  cahayero 
«ebria  arrcj^lar  nerfectamente  la  c^iestión  social.,  Le»  taca  a  íoi 
ricos  cnanto  puede  para  dárnoslo  a  los  prohes. 

"Fr?i«íta  las  once  de  la  mañana  el  nortero  tenía  orderi  3e  no 
nermitir  la  entrada  a  1a«?  muieres  y  niños,  oue  iban  deteniéndose 
en  la  acerté!  v  entablando  conversaciones  sobre  las  enfermedades 
cine  les  oblije-aban  a  ír  en  busca;  del  bondadoso  médico:  ñero  ape- 
nas sonaba  d'icba  borá,  el  rebaño  de  la  miseria  asaltaba  h\  escale- 
ra, ammciando  stt  oresencia  con  nn  confuso  pataleo-  v  pugnando 
tod'?is  ]g!s  madre?  ñor  lleisfar  las  n^imeras  y  cos:er  buen  número, 
entrríban  en  lo^  luiosos  salon'es  d«  espera,  donde  Tos  criador  iban 
estableciendo  el  tnmo  entre  antielta  pobre  frent^e.  nue  ñor  sn  escás* 
educción  provocaba  a  cada  instante  ruidosos  altercados. 

'7j7)rzo90.  con  alf^unos  ayudantes  jóvenes  como  él,  v  que  le  ad- 
i-niraban  cifal!  p  maestro,  ocupaba  im  p^abfnete  por  el  que  iban  dles- 
fíTpndo  todos  los  n'ños,  con  el  acomnañamiento  de  su^;  familias, 
•Jpic;  cualecí  conte.^taban'  a  coro  la:  todas  las  nreeuntas  del  doctor, 
V  m^ucbas  veres  se  enzarzabain  'en  g'rotiesca  discusión  antes  de  dar 
una  resptíesta. 

Necesitábase  toda  la.  paciencia  del  ioven  doctor  v  sti  sonriente 
ra'lmi^'.  para  sufrir  diariamente  aquella  consulta  de  algimias  horas 
que  fatigaba  a  sii"5  avudantds. 

Las  madres,  al  hablar  al  doctor,  llor!<;'ueaban  como  si  vieran 
v^,  n  sus  biiu4os  camino  del  cementerio:  los  niños,  temerosos  r 
BSMstialcíbs  al  ñiarse  en  los  apafatos  y  obietos  científicois  que  es- 
taJban  en  el  íraibinete,  aullaban  oipenas  el  doctor  les  ponía  la  mano 
encima,  como  sr  temiesen  que  cada  únio  de  sus  dedos  fuera  * 
convertirse  en  un  cucbillete  que  practicara  en  su  a^rpo  lais  tíiás 
dolorosais  operaciones :  y  fuera  del  local  de  la  consulta),  en  aque- 
llos dos  vastos  salones  de  espera,  sonaba  un  murmullo  de  ^g^íi- 
f'ocrn  colmena,  producido  por  laj  Impaciencia  de  la  gente  que 
deseaba  entrar. 

'Algunas  veces  eí  viejo  doctor  Zarzoso  salía  de  sus  habitacio- 
nes y  se  encaminaba  al  gabinete  de  consultas,  pasianidlo  por  entre 
aquella  multitud  a  cuyos  saludos  contestaba  refunfuñando  y  re- 
partiencb  alofunos  tirones  d'e  orejas  entre  los  chicuelos.  que 
iugtieteaban  con  liai  mismla!  confianza  que  si  estuvieran  en  la  Ron- 
da o  se  escondían  tras  los  miuebles!. 

A'  pesar  de  que  le  satisfacía  el  inmenso  y  conmovedior  ser- 


LA  ARAÑA  NEGRA 

vicio  que  prestaba  su  sobrino,  el  viejo  doctor  refunfuñaba  po'J^ 
costumbre. 

— Esto  ,es  intolerable — le  decía  a  Juan — .  Has  convertido 
nuestra  cajsaj  en  una  prolongación  de  la  calle.  ¡  Vaya  una  con- 
íianza  la  de  esa  gente  que  hace  aqui  lo  mismo  que  si  estuviera 
en  su  casal  Yo  no  critico  el  que  cures  a  toda»  esa  gente;  lo  que 
si  encuentro  mal  es  que  tengas  tus  habitaciones  particulares 
ftain  mjail  arregladas,  y,  en  cambio,  te  hayas  gasita,do  tantos  miles 
Kie  pesetas  en  amueblar  esos  salones  que  solo  sirven  para  que 
esperen  en  'Chos  las  gentes  mas  piojosas  üe  iViaariü.  la  que 
tienes  ese  capricho,  ai  menos  procura  rociar  con  acido  lenico 
toüos  los  mueuies.  i-^os  cniaOos  <licen,  que,  üiespues  qiie  se  va  esj. 
gente,  necesitan  temer  abiertos  ios  biaácones  mas  ue  dos  nonas 
para  que  se  aireen  las  habitaciones,  y  aun  asi,  todavía  queda 
olor.  ¡Vaya  una  gente  curiosa!  Hay  ahi  una  caiterva  de  chi- 
cueíos  tinosos'  que  se  restregan  la  cabeza  contra  el  respaldo  de 
ios  sillones,  y  ed.  otro  día  agarré  a  un  píllete  en  el  acfco;  de  lim- 
piarse los  mocos  con  una  cortina  de  terciopelo.  ;  Ji^aojo  fue  ei 
cachete  que  sq  llevó ! 

Y  asi  seguia  el  viejo  enumerando  todos  los  abusos  de  aque- 
lla gente,  sin  que  en  el  fondo  los  sintiera  gran  cosa,  phes  uni- 
camiente  le  servían  para  refunfuñar  y  desahogar  su  rudo  cairac- 
ter,  que  todo  lo  eocontriaba  mal. 

El  joven  Zarzoso  limitábase  a  sonreír  en  contestación  a 
todas  las  quejas  que  con  agrio  acento  formulaba  su  tío. 

— ^Hay  que  dejar  a  los  pobres — decía  a  sus  ayudantes — que 
É^ocen  de  alguuiais  comodidades,  aunque  sólo  siea  por  unas  cuantas 
horas.  h,s  criminal  y  egoísta  el  reservarse  para  uno  solo  las 
ventajas  que  le  produce  su  posición  social. 

Y  con  cierta  coquetería  de  bienhechor  satisfecho  de  sus  ac- 
tos, atendía  al  embellecimiento  de  aquellos  salones,  por  los  qu,e 
desfilaba  todo  el  Madrid  miserable,  sin  fijarse  en  q;ue  este  capri- 
cho le  costaba  mucho  dinero. 

L,as  respetuosas  indicaciones  de  sus  criados  merecían  siem- 
pre idéntica  contestación. 

— ^Señor,  la  alfombra  del  saJlón  número  uno  está  ya  muy  ajada. 
hi.  compró  el  señor  este  mismo  año  y,  sin  embargo,  está  quemada 
y  rota. 

— Avisa  al  tapicero  y  que  ponga  otra. 

' — Si  me  lo  permite  el  señor,  le  indicaré  que  hay  una»  alfom- 
bira»  de  fieltro  mát  barata»  y  más  'fuerte*.  A«í  m©  lo  ha  dicho 
,ti  tftpictr*^ 

m 


k-  I   C  E  N   T  M  B   L  4   S   C   O  1  B  A   Ñ   E  Z 

— Haz  lo  que  te  digo,  y  que  la  alíombra  sea  de  igual  clase 
qu«  la  rota. 

jí  lai  este  tenor  eran  todas  las.  conversaciones  entre  Zarzoso 
y  *uis  criaaos.  L^a,  seda  úo.  ios  súlorí^íí  hauían  de  cambiarla 
cada  tres  meses,  a  causa  de  los  desaiiogos  naturales  de  los  niños 
y  |Cjjei  pringue  que  en  ella  dejaban  las  ¿aldas  de  las  madres ; 
y  DO  todo  era  suciedad  dq  la  miseria,  pues  también  el  irritante 
abuso  y  la  costuniibre  del  delito  piasaban  por  allí  dejando  sus 
huellas,  sin  tener  en  cuenta  la  misión  sagrada  y  santa  que  en 
aquella  casa  se  cumplía. 

I,as  ñores  de  las  dorajdas  jardineras,  las  estatuillas  puestas 
encima  de  las  chimeneas  y  los  bibelots  que  adornaban  los  rin- 
cones, eran  hurtados  diestramente,  a  pesar  de  la  vigilancia  ^e 
la  servidumbre. 

JrlaDia  euire  aquella  gente  desliar raipada'  muchos  seres  qu^> 
por  costumbre  o  por  maiiia,  sentían  reanoverse  .en  su  interior  el 
instinio  üei  robo  a  la  vista  de  tales  preciosiidades ;  y,  a  pesar  de 
que  esto  era  mía  connrmacion  practica  de  lats  teorías  que  sus- 
tentaba el  viejo  doctor  Zarzoso,  éste  juraba  como  un  conaenado 
cada  vez  que  desaparecía  un  objeto,  y  anrmaba  que  cualquier 
día  iba  a  ponerle  una  carta  ai  gobernador  pidiendo  que  conside- 
rara aquellos  salones  como  vía  pumica  y  e&LaDieciera  en  enos  un 
retén  de  Policía. 

i^  benévola  calma  del  joven  doctor  era  inalterable,  y  en 
vez  de  oíenderse  por  unosi  roibos  que  tanta  ingratitud  dünotaiban, 
aún  se  esforzaba  en  excusar  a  los  autores,  íimdandose  en  su 
escasa  educación,  en  el  ambiente  en  ^que  vivian,  etc. 

— ^Señor,  los  libros  y  los  álbmnes  artísticos  que  puso  usted 
en  lois  vela,dores  de  los  salones  han  desaparecido  en  su  mayor 
parte,  y  ios  que  quedan  están  faltos  de  hojas  y  les  íian  arran- 
cado las  mejores  láminas. 

— Está  bien — contestaba  sonriendb — ;  me  gusta  la  noticia. 
Eso  demuestra  que  esa  pobre  gente  siente  el  afán  de  imstrarse, 
y  para  aprender  a  salir  de  ila  ignorancia  apela  hasta  al  robo.  Ma- 
ñana pondremos  más  libros. 

,Y  de  este  miodo  aquel  joven  bienhechor  que  se  esforzaba  en 
servir  a  sus  scmej,antes  sin  hacer  ostentación  de  su  virtud  y  sin 
fijarse  casj,  en  sus  actos,  seguía  acogiendo  pacientemente,  todoa 
dos  días,  a  aquella  turba  de  desgracia,dos,  atento  únicamente  a 
hacer  bien  y  sin  fijarsie  en  los  desmanes  que  pudieran  cometer  en 
su  propia  casa<  ,      ' 

Era  rico;  los  niños  tiacidb»  en  tlegantcis  alcoba»  y  criado6 


LA  ARAÑA  NEGRA 

ciitre  IOS  esplendor c¿  cleí  lujo,  ¿e  cücargaiDan  ae  propu^c^uiiai-ie, 
coiJi  bub  auaciicicis  iicr'üaiUiii  iiotb,  cuctiiuo  u-uicro  ii^ccüitaua  püía 
bus  niaiitrüpicüs  uespiiiairos,  y  Dicii  poaia  ei  üar>e  el  gustoi  ele 
,aerrooiar  iiiiues  üe  aurus  auxiüaüoo:  a  la  octse  ouiera,  y  ucülie- 
ledacia,  sieiiuo  ei  proiocccor  ac  ac^ci^uiius  ulioü  lurios  ^iue,  no,  ^y^^^ 
eareciaii  ue  cümoiüiüaaes,  smo  que  muclias  veces  su  eiuermeuaa 
proceüía  üe  iai  taita,  de  nutrición. 

;du  ciieaitela  poDre  y  ei  esLuüio  de  ios  últiiimos  adelantos  cien- 
tiíicos  constituían  sius  umcos  placeres,  y,  a  pesar  üe  la  riqueza  y 
el  lujo  que  le  rodeaban,  hacia  una  vi^aa  casi  austera  que  alar- 
maba a  su  tío,  a  pesar  de  que  este,  entregado  de  lleno  a  la 
ciencia,  no  liabia  gustaao  graai  cosa  ae  los  placeres  de  la  vida. 

Jil  viejo  doctor  lema  a  veces  laeas  muy  originales,  según 
aiinnaba  su  sobrino.  Cada  vez  que  se  eniurecia  con  ios  aesacatos 
de  aquella  clientela  poore,  terni^iiiaba  sus  recriminaaones  siempre 
con  ia  misma  pregunta: 

— Oye,  J uan :  ¿por  qué  no  te  casas ?  Lsl  presencia  de  una  mu- 
jer aquí  pondría  ordc^n  y  iiaria  que  acabasen  todos  esos,  abusos 
tqjue  me  irritan. 

—  Y  usted,  ¿por  qué  no  se  ha  casajdo,  tio? — decía  el  joven, 
eludiendo  la  respuesta. 

— iPorque  nunca  he  teniidb  tiempo  para  pensar  en  eso  y  por- 
gue no  habla  a  mi  lado  una  persona  que  me  io  recordase.  Pero 
tú  que  me  tienes  a  mí,  debes  seguir  mi  consejo,  y  si  te  decides  a 
casarte,  yo  me  encargo  de  buscar  una  mujer,  que  a  más  de  las  con- 
d'.ciones  de  su  sexo,  tenga  la  salud  necesaria  y  un  gran  equilibrio 
orgánico,  para  que  vuestros  hijos  no  sean  mióos,  como  la  mayor 
parte  de  los  productos  de  la  generación  actual.  Vamos,  sobrino, 
decídete;  me  gustaría  eso  de  tener  nietos   sin  haiber  sido  padre. 

Pero  el  joven  no  se  dejaba  convencer  por  las  palabras  de  su 
tío,  a  las  que  respondía  siempre  con  mía  enigmática  sonrisa. 

El  ya  estaba  casado.  Haibia  contraído  matrimonio  con  toda 
la  pobreza  de  Madrid,  y  le  seria  fiel  mientras  viviese. 

Esta  resolución  le  resultaba  muy  extraña  al  tío,  quien  llegó 
a  creer  en  ciertos  momentos  que  su  sobrino  tenía  amores  ocul- 
tos; alguna  querida  a  quien  visitaba  en  secreto;  pero  no  tardó 
en  convencerse  de  la  falsedad  de  tales  suposiciones. 

La  ciencia  y  el  bien  de  sus  semejantes  eran  las  únicas  pasio- 
nes del  joven  ¡doctor.  ' 

Una  mañana  en  que  caía  uno  de  esos  terribles  aguaceros 
que  convierten  las  calles  en  arroyos  y  dispersan  rápidamente 
a  los  transeúntes  que  se  guarecen  en  los  portaleg  temiendo  por 

47 


VICENTE  BLASCO  I  B  A    Ñ   E  Z 

íü  integridad  de  sus  paraguas,  Zarzoso  abrió  su  Clinica,  como 
de  costumbre,  a  las  once. 

i^ra  poca  la  gente  que  esperaba,  en  proporción  a  la  de  otros 
ídias,  pues  sólo  en  uno  de  los  salones  se  agrupaban  algunas  mu- 
jeres con  sus  niños. 

La  lluvia  habia  acobardado,  indudablemente,  a  muchos  de 
los   que  asistían  diariamente  a  la  Clinica. 

Pueron  ¡desb lando  por  la  puerta  del  gabinete  aquellos  grupos 
ide  desgraciados,  dejando  sobre  las  ricas  aiiombras  sucias  man- 
cnas  con  sus  embarrados  pies,  y  cuando  ya  no  quedaban  espe- 
rando más  que  dos  o  tres  íamiiías,  entro  apresuraclainente  en 
el  primer  saion  de  espera  un  hombre  moreno,  iornido  y  con  pa- 
tillas a  la  inglesa,  que  vestia  una  lujosa  librea. 

Preguntó  apresuradamente  por  el  doctor  a  uno  4^  los  cria- 
dos, que  le  trataba  con  gran  atención,  ateniéndose  a  que  aquel 
servidor,  por  su  traje  y  por  sus  maneras,  debia  pertenecer  a 
una  gran  casa. 

Quería  ver  al  idioctor  inmediatamente,  y  cuando  el  criado  <ic 
éste  le  dijo  que  su  señor  no  estairia  libre  hasta  que  terminase 
la  consulta,  el  recién  llegado  manifestó  gran  alarma. 

— Es  un  caso  de  urgencia— decía  en  voz  alta,  sin  fijarse  en 
la  curiosidad  con  que  le  oían  las  geates  que  aún  estaban  en  el 
salón  de  espera — .  ivl  señorito  se  muere  y  la  señora  condesa  es- 
pera ai  doctor  como  si  esperase  a  Dios.  Vaya,  amigo — continuó 
dirigiéndose  ai  criado — ;  haga,  por  Dios,  el  favor  de  decirle 
al  señor  Zarzoso  que  me  deje  entrar  en  su  gabinete,  para  rogarle 
que  venga  en  seguida. 

El  criado  entró  en  la  habitación  donde  estaba  su  señor  y 
moi^entos  después  volvió  a  salir,  dejando  franca  la  puerta  al 
recién  llegado. 

Este,  cuando  se  halló  en  presencia  de  Zarzoso  y  sus  ayu- 
dantes, le  rogó,  con  entrecortadas  frases,  que  le  siguiera  sin 
pérdida  de  tiempo.  ' 

— Tengo  abajo  el  carruaje,  señor  doctor.  Venga  usted  cuanto 
antes,  pues  la  señora  ccndiesa  está  muy  asustada  en  vista  de  la 
enfermedad   de   su  hijo. 

Zarzoso  estaba  muy  acostumbrado  a  aquella  clase  de  en- 
tradas rápidas  e  inesperadas,  en  las  cuales  se  pintaba  la  zozobra 
y  la  alarma,  y  por  esto  preguntó  con  d  tono  frío  c  indiferente 
líel  que   cumple  un  acto  de  su  profesión: 

— ¿Dóndt  viv«  Ja  señora  de  ustedl? 

48 


LA  ARAÑA  NEGRA 

— Ün  el  paseo  de  la  Casteüana.  Mi  señora  es  la  condesa  id* 
Baselga. 

Zarzoso,  a  pesar  de  su  carácter  frío  e  impasible,  y  del  gran 
domimo  que  teuia  sobre  sus  nervios,,  no  pua'o  evitar  un  insiiiiuvo 
movimiento  que  aquel  criado-  tomó  por  una  negativa. 

— ^¡Quéi  ¿No  quiere  ei   señor  venir? 

Zarzoso  parecia  üudar  y,  por  iin,   contestó: 

— iré  después,  cuando  t.ermine  la  consulta. 

— ^¡  r'or  úiosl,  señor  doctor,  li^se  retardo  seria  íatal;  el  se- 
ñorito está  muy  eníermo  y  su  madre,  la  condesa,  es  capaz  d« 
morirse  de  üesesperación  si  ustCid  tarda  en  presentarse. 

— ¿¿,s  el  ñijo  de  ia  condesa  el  entermo? 

— ¿>i,  señor  doctor;  su  hijo,  su  hijo  único;  un  niño  (i'ue 
siempre  esta  entermo.  l,a  señora  condesa  tiene  en  usted  gran 
coniianza  y  me  ha  encargado  que  no  voiviera  sin  que  usted  Vi- 
niese conmigo.  Ei  señor  doctor  comprendera  que  ctiando  la  con- 
desa se  deciüe  a  llamarle  el  caso  ú^bo.  ser  muy  urgente. 

A  Zarzoso  le  pareció  que  el  criado  decía  estas  ultimas  pala- 
bras con  cierta  intención,  y  hasta  creyó  ver  en  sus  ojos  una  ex- 
presión maliciosa  que  suorayaba  lo  anieriormente  dicno. 

¿llamarle  a  él  Maria?  ¿ jf eüirie  ^que  iuese  a  su  casa  paia 
que  salvase  a  ¡su  hijo;  a  aquei  iruto  de  una  unión  que  tanto 
le  atoraxientaba  ?  ¡Qué  cosas  tan  extraiias  ofrece  la  vida  i 

Aquella  frialdad  de  carácter,  aqued  tenaz  empeño  de  olvidar 
el  pasado,  aquella  vida  ascética  que  iiabia  caKio  coniio  una  losa 
sobre  sus  recuerdos,  permitiéndole  vivir  tranquilo  iLÍarante  cinco 
años,  todo  se  desvaneció  rápidamente,  y  lois  antiguos  sentimien- 
tos volvieron  a  reaparecer. 

Zarzoso  creyó  sentir  sobire  su  rostro  la  caricia  dd  pasado  y 
que  un  ambiente  de  nueva  juventud  le  rodeaba,  y  hasta  s;e  creyó 
igual,  momentáneamente,  a  aquellos  tiempos  en  que,  todavía  ^- 
tudiante,  iba  a  la  calle  de  Atocha  a.  esperar  una  ocasión  favo- 
rable para  vei^  un  instante  a  Maria  asomada  tras  los  vidrios  dd 
un  balcón.  \ 

— Vamos  allá — fué  todo  lo  que  d'ijo  al  criado;  y  pidiendo  * 
uno  de  su  servidumbre  el  sombrero  y  el  gabán,  salió  por  entre 
aquella  clientela  que  miraba  hostilmente  al  hombretón  qtie  había 
venido  a  arrebatarles  su  médico. 

1/03   ayudantes   de   Zarzoso   quedaron   encargados  de  la  clí- 
nica, como  era  costunibre  cuando  éste  tenía  que  ausentarse, 
¡Frente  a  la  pUjcrta  de  la  casa,  estaba  parada  ima  elegante  b«r- 

49  4 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   E  Z 

lina  coa  soberbio  tronco,  cuyos  cocheros  aguantaban,   impávidos 
e  inmóviles,  ei  diluvio  que  les  caía  encima. 

Kl  médico  y  el  criado  atravesaron  rápidamente  la  acera  bajo 
aquel  torbcilino  (de  agua,  y  Zarzoso  tomó  asiento  en  el  interior 
de  la  berlina,  mientras  su  acompañante  gritaba:  "¡A  casa!",  y 
se  colocaba  después   frente  al  doctor. 

Kl  carruaje  emprendió  una  desesperada  carrera  por  las  ca- 
lles casi  solitarias,  arrastrado  por  aquel  par  de  fogosas  besiias, 
a  quienes  cegaba  la  lluvia  que  el  viento  empujaba  hacia  sus 
ojos. 

En  el  interior  de  la  berlina,  el  criado,  con  su  galoneada  gorra 
en  la  mano,  pues  no  quería  cubrirse  en  presencia  del  doctoi, 
miraba  a   éste  con  sonriente  fijeza. 

Su  voz  vino  a  sacar  de  pronto  al  idloctor  de  las  reflexiones  en 
que   paorecía   sumido,    mientras   miraba   distraídamente   las    gotas 
de  lluvia  que  se  deslizaban  por  los  vidrios  de  las  portezuelas. 
— ^Creo,  señor  doctor,  que  usted  no  me  ha  conocido. 
Zarzoso  le  miró  por  algunos  momentos,  y  después  hizo  un 
gesto  negativo. 

— ^Sin  embargo — ^continuó  el  criado — ,  hace  ya  mucho  tiempo 
que  nos  conocemos,  sólo  que  este  traje  que  ahora  visto  y  ^os 
modlales  propios  de  la  profesión,  deshguran  mucho  al  hombre. 
Míreme  usted  bien.  ¿iDe  veras  que  no  me  conoce? 

Zarzoso  volvió  a  hacer  otro  ajdemán  negativo,  y  entonces  ^ 
criado  dijo  alegremente  y  con  expresión  de  confianza: 

— Pues  bien,  don  Juan;  yo  soy  Pedro  Martínez,  el  antiguo 
asistente  de  don  Esteban  Ailvarez,  aquel  Perico  que  usted  conoció 
allá,  en  París,  en  la  calle  del  Sena. 


u 


¡La  familia  está  completa! 

Aquella  mañana  era  d'e  sorpresas  para  el  doctor  Zarzoso.  Le 
llamaiba  la  mujer  a  quien  tanto  había  amado,  y  después  recono- 
cía a  un  antiguo  amigo  en  el  criado  que  había  ido  a  avisarle. 

No  le  cupo  duidla  alguna  al  joven  doctor  4e  que  aquel  hombre 
era  el  antiguo  y  fiel  compañero  de  d'on  Esteban  Alvarez.  Era 
verdad  que  la  librea  le  desfiguraba  mucho,  pero,  a  pesar  de  esto, 
su  rostro,  aunque  algo  modificado  por  el  tiempo,  tenía  aún  aque- 
llas facciones  rudas  y  enérgicas  que,  según  el  mismo  interesado, 

SO 


LA  ARAÑA  NEGRA 

eran  el  disitintivo  de  todos  los  brutos  que  habían  tenido  la  honra 
tte  nacer  en  la  parroquia  |de  San  Pablo,  de  Zaragoza. 

Zarzoso  había  pera^ido  de  vista  al  iiei  Perico  poco  después 
de  la  muerte  de  su  señor,  bin  despedirse  de  otra  persona  que 
de  Agramunt,  desapareció  de  París,  sin  decir  adónae  iba,  y  ahora 
se  lo  eiiccnitraiba  Zarzoso  convertido  en  criado  de  una  gran 
casa  y  siendo,  sin  duda,  el  servidor  idle  confianza  de  María. 

El  joven  doctor  estrechó  la  maaio  que  le  tendia  su  antiguo 
y  rudo  amigo,  el  cual,  comprendiendo  que  Zarzoso  deseaba  co- 
nocer la  causa  de  aquel  camibio,  habló  asi; 

— Apenas  me  vi  solo  en  París,  me  propuse  cumplir,  sin  per- 
'dida  de  tiempo,  el  ruego  que  mi  difunto  señor,  el  buen  don  Ks- 
teban,  me  había  heclio  poco  antes  de  su  muerte.  Prometí  yo  pasar 
el  reato  de  mi  viioia  al  lado  de  su  hija  doña  María,  velando  por 
ella  y  dispuesto  a  toda  clase  de  sacnaicios  si  se  encontraba  en  un 
peligro,  y  pocos  meses  después  de  la  muerte  de  mi  señor  míe  vine 
a  Madrid  con  ia  intención  ide  cumplir  loi  proanetido.  La  condesa 
de  Baseiga  había  vuelto  ya  de  su  viaje  de  noviosi,  y  su  marido, 
que  es  un  antiguo  calavera,  y  que  aqui  entre  los  dos  lo  considero 
como  un  piilete,  capaz,  si  lo  iciejaran,  de  coinerse  en  cuatro  días 
la  fortuna  de  su  mujer,  se  estaba  ocupando  entonces  en  montar 
.su  casa  ai  estilo  más  moderno  y  eíegante.  íi,l  palacio  de  la  calle  de 
Atocha,  con  ser  hermosísimo  y  estor  dispuesto  con  las  mayores 
comoldidades,  no  le  parecía  bien  al  señor,  por  resultar,  según  él 
decía,  aaiiticuado  y  soimibrío,  y  no  paró  hasta  convencer  a  su  es- 
posa y  a  la  tía,  de  que  dicna  ñnca  debía  venderse,  comprando 
con  ei  producto  ü)e  esta  venta  tm  magnifico  hotel  con  jardm  en 
el  paseo  de  la.  Castellana. 

Asi  se  hizo,  y  al  mismo  tiempo  que  mudaron  de  domicilio, 
reemplazaron  la  servidumbre;  y  todos  aquellos  criados  de  la  ba- 
ronesa, que  tenían  aire  de  mandaderos  de  monjas,  fueron  despe- 
didos y  reemplazados  por  nuevos  diomésticos. 

Entonces  entré  yo  en  la  casa  sin  encontrar  obstáculo  alguno, 
pues  bastó  presentar  mis  certificados  acreditando  que  había  ser- 
vido mucho  tiempo  en  Parísi  y  demostrar  que  conocía  con  alguna 
perfección  el  francés,  para  que  inmediataimente  me  a;dmitiesen, 
pues  la  gente  aristocrática,  con  su  habitual  extravagancia,  pre- 
fiere siempre  los  criados  extranjeros  a  los  del  país.  Hace  ya 
mucho  tiempo  que  estoy  en  la  casa,  y  todo  va  en  ella  con  bas- 
tante regularidad.  La  señora,  a  pesar  de  que  ignora  la  sagrada 
misión  que  me  he  impuesto  de  velar  por  ella,  me  trata  con  gran 
amabilidao',  y  soy,  de  todos  los  criados,  ei  que  mejor  merece 
su  '"■•^fianza.  Parece  que  lea  en  mis  ojos  el  interés  que  me  ins- 

51 


r   I    CM^    T  E  BLASCO  IB  A    N   EZ 

:pira.  Yo  soy  el  hombre  a  quien  ella  acude  en,  todos  sus  momen. 
tos  üe  tribuiacioii,  y  aunque  nunca  olvida  su  rango  y  me  habla 
siempre  con  cierta  altivez  natural,  no  por  eso  ha  dejado  en 
algunas  ocasiones,  de  escapársele  ciertas  palabras  que  demues- 
tran su  situación  y  d  poco  afecto  que  existe  entre  ella  v  su 
esposo.  -^ 

— ¿iCuál  es  la  conducta  de  Ordóñez  ?— preguntó  Zarzoso  con. 
marcado   interés. 

— h,L  señor  sigue  siendo  tan  calavera  como  antes  de  su  ma- 
trimonio. Ka  los  primeros  meses  se  contuvo  y  mostraba  cierto 
empeño  en  agradar  a  su  esposa;  pero  desde  que  tuvieron  el  hijo 
y  la  señora  estuvo  muy  enierma,  volvió'  a  sus  antiguas  costum- 
ures  y  creo  que  desüie  entonces  se  ocupa  en  üerrocíiar  las  rentas 
üc  la  colosal  fortuna  <ie  su  mujer.  Como  sus  calaveradas  en 
jViadri-d  son  inineüíacamente  del  dominio  público  y  hacen  que, 
tanto  la  baronesa  como  su  inseparabie  consejero,  el  padre  To- 
mas, le  citen  a  capitulo  y  le  enüiiguen  severas  reriexiones,  él  ha 
.encoiiiraüo  añora  'cl  meaio  ue  puiiciae  a  ¿aivo  ue  Uücs  cci^aurua, 
cñipicniaiciiüo  coiütinuos  viajes,  con  excusa  ae  su  ancion  a  i¿t» 
carreras  üe  caDallos.  /inora  e£>ca  en  jwona'ies  por  un  asunto  ue 
syori,  y  coaiiio  tam-Diien  la  baronesa  se  naiia  ausente  por  naber 
lao  a  Ciertos  lamo'sos  ejercicios  en  un  convento  que  ios  jesuítas 
tienen  en  el  i\orie,  de  aquí  que  la  señora,  al  verse  sola  en  casa 
y  con  el  niño  eniermo  oe  tanta  graveciaa,  üaya  per,uiao  la  ca- 
L/eza  nasta  ei  punto  CLe  iianiarie  a  usted.  Crea,  señor  doctor,  que 
para  ia  coiiidesa  supone  un  imiieiiso  sacrincio  eso  üe  ñamarle  a 
usted  a  su  casa.  Se  conoce  que  le  quiere  a  usteü  muy  mal.  Como 
yo  sauía  sus  antiguas  relaciones,  vanas  veces  en  la  conversa- 
ción he  procurado  sacar  a  plaza  el  nombre  de  usted,  con  la  idea 
de  ver  que  efecto  le  prodtucia  saber  la  fama  y  ia  justa  popu- 
lariOaü  que  usted  goza  en  Maiarid  por  sus  beneTieíos;  pero  siem- 
pre na  puesto  niai  gesio,  y  con  acento  enojaoo  fia  procurado  des- 
viar la  conversación. 

A  Zarzoso  produciale  un  efecto  fatal  el  saber  que  Maria 
le  oüiaba,  guarüariidoie  aún  rencor  por  aquella  traidora  caiüa 
que  ocultos  enemigos  le  habían  hecho  sufrir  en  París,  y  mien- 
tras él  reíiexionaiba  soóre  sus  antiguos  y  desgraciados  amores, 
•1  sencillo  Pedro  añadió; 

—Y,  ¿ni  embargo,  la  condesa  hubiese  sido  muy  feliz  ea- 
tánidose  con  usted,  que  de  seguro  no  la  haría  sufrir  como  ei 
granuja  üe  su  mando.  Pero  toüas  las  mujeres  son  ciegas  cuando 
8e  trata  de  su  porvenir,  y  anas  aún  las  pertenecientes  a  la  íami- 
iia  13aMiÍ|{;a,  gente  altiva  y  orguilo:>a,  que  por  escrúpulos  de  na- 

5**  . 


LA  ARAÑA  NEGRA 

cirmiento,    abandonan    siempre    a   los    hotnibres   que   las    quieren, 
para  casarse  d'espués  con  verdaderos:  perdidos. 

La  veloz  berlina,  pásamelo  como  un  rayo  la  calle  de  Alcalá, 
había  entrado  en  el  paseo  de  la  Castellana,  y  atravesando  «na 
maírnífica  verja  con  remates  dorados,  rodó  por  la  enarenada 
avenida,  hasta  detenerse  bajo  una  ierran  marqtiesina  de  cristales, 
en  la  oue  calai  la  lluvia  con  incesante  murmullo. 

El  doctor  V  el  criado  saltaron  a  tierra  y  entraron  en  tm  ele- 
p-íinte  hotel  construido  con  arreglo  al  arte  francés  áel  pasado 
f»i?-]o,  sin  nino-una  orig-inalidad  y  con  esa  monotonía'  de  los  edi- 
ficios dé  moda,  que  parecen  producto  de  una  arquitectura  de 
pacotilla. 

Kn  el  primer  piso  Zarzoso  se  encontró  frente  á  frente  con 
Marta. 

lisp'eraba  el  doctor  que  aquel  reconocimiento  tras  cinco  años 
'le  ^usenria,  iba  a  ser  terr'ble,  v  «^e  e-neañn  por  completo. 

Después  de  su  re,e-reso  de  París.  Zarzoso,  para  conservar  su 
tranrfullidad  estoica  hvih',r.  procurado  evitar  un  encuentro  con 
María,  v  por  esto  huyo  de  todos  aquellos  puntos  donde  asistía 
el  mundo  elej?^ante.  ' 

Creía  el  doctor  que  aciiel  encuentro  con  su  anticua  novia, 
en  circunstaipcips  tan  especiales,  Te  produciría  una  imnresión  pro- 
fi.inda  que  vendría  p  reavivar  el  ya  muerto  amor:  pero  la  en- 
trevista sólo  despertó  en  él  una  viva  curiosidad,  no  exenta  de 
lástima. 

María  estaba  desconocida.  1^1  dolor  v  la  zozobra  que  le  cau- 
saba el  estado  de  su  hijo,  producía  aljsfún  desorden  en  su  rostro; 
pero,  además  de  esto,  Zarzoso  notó  en  ella  al.^o  que  forzosa- 
nt^rife  debía  llamar  la  atención  del  ^olpe  de  vista  de  un  buen 
médico. 

Había  perdido  la  icn^en  aquel  aspecto  d>  salud  y  frescura 
que  tanto  la  hermoseaba  antes.  Aúp  era  bella,  y  sus  ojos,  que 
parecían  hnber«;e  ^gi^randado,  brillaban  con  mayor  fuesfo;  pero, 
en  cambio,  había  adelgazado,  perdiiendo  la  vigorosa  robustez  que 
tan  atractiva  la  hacía  antes:  su  piel,  oue  había  adquirido  un  color 
densamente  pálido,  caía  desmayada  sobre  el  hueso,  marcando  ru- 
damente todas  las  sinuosidades  del  cráneo,  y  la  nariz,  muy  afi- 
/ada.  destacábase  mucho  sobre  su  rostro. 

Zarzoso,  al  encoutrairla,  tan  cambiada,  no  pensó  en  su  anti- 
Pfiia  pasión.  Su  carácter  de  médico  se  sobrepuso  al  amor,  y  lo 
único  que  se  le  ocurrió  pensar  al  v^erla,  fué  que  María  estaba  muy 
enfei-ma,  y  que  él  tenía  el  deber  de  combRtir  aquella  dolencia, 
aún  desconocida,  que  indudablemente  se  ocultaba  en  el  intcnor 
de  la  joven  y  aue  poco  a  poco  iba  minando  su  organismo. 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ  E  Z 

Kné  realmente  'frío  el  encuentro  de  los  dos  anti^os  novios. 

María,  por  su  pairte.  preocupada  por  el  estado  de  su  hijo,  sólo 
tuvo  para  él  una  mirada  de  curiosMar'í.  Le  vio  casi  iírual  ni 
i'ltiim'o  día  en  au.e  entre  suspiros  y  láfrímas  ^'^  había  despedido 
de  él  en  el  Retiro;  los  años  transcurridos  habían  aumentado  su 
asDPctn  de  hombre  ^rave  y  estudioso,  v  María,  al  verle  a<^'.  dudó 
un  momento  de  oue  caique!  joven  de  aspecto  sesndo  y  frío  hubiese 
sido  'en  París  un  cp.'bvera  sin  concien.cia,  CíOie  se  entregaba  ^ 
to'c^as  1as  locura'S  de  Crápula. 

Hubo  un  instante  en  oue.  cont'^mpl anido  a  aauel  hombre  n^i? 
había  sido  dueño  de  su  corazón,  el  recuerdo  de  la  antisru-?  d'icha 
surgió  eni  ella  con  todos  sus  risueños  atractivos ;  oero  inmedia- 
tamente sobrevino  en  su  memoria  la  burla  que  de  -ella  habían 
hecho  on  París  ^"^  el  r<'°risnmi'^n+'^  d'^  n^"'e  «j"  h*''^  e'^+^bn  a  poros 
pa'sos  de  allí,  delirando  con  In  fiebre,  v^  esto  fué  suficiente  para 
que  Se  reousiera,  y  ron  marcada  frialdad,  como  si  se  tratara  de 
un  extraño  recién  lleg-aidlo,  dijera  a    Zarzoso: 

— Pase  usted  adelante,  doctor.  Mi  hijo  eistá  mu.v  enfermo,  y 
toda  mi  esperanza  la  Donsro  en  if^ted.  que  tanta  famn  tiene. 

Zarzoso  encontró  al  hijo  dp  Ordóñiez  y  de  su  antiisrua  novia 
abitándose  en  sai  camita.  víctima  de  una  fiebre  espantosa  y 
balbuceando  con  la  incoherencia   propia  del  delirio. 

A  la  "\Hista  de  aquel  pobre  niño  que  tantio  sufría.  Zarzoso  ol- 
vidó su  anterior  preocupación,  que  le  hacía  mirar  con  odio  ^1 
hijo  de  Ortdóñez,  y  no  pensó  más  que  en  ser  médiico  y  cumplir 
su  santa  misión. 

En  cuanto  a  la  pobre  madre,  todo  lo  olividó :  su  antig-ua  Pa- 
sión, la  presencia  de  aquel  médico  a  quien  tanto  había  amado. 
y  los  comentarios  maliciosos  que  la  visitai  podía  suscitar  en  la-S 
personas  enteradas  del  pasado.  Comenzó  a  llorar  'silenciosamente. 
y  pugnando  por  ahogfar  sns  soíllozos,  como  si  pudiera  oírla  aquel 
pobre  niño  enloquecido  por  la  fiebre,  y  olvidadla  de  tod'o,  con 
esa  suprema  desesperación  de  la  maidre,  capaz  de  las  mayores 
locuras  cuando  ve  próximo  a  perecer  el  pedazo  de  sus  entrañas, 
sin  darse  cuenta  exacta  de  lo  que  hacía,  puso  su  mano  en  tin 
hombro  de  Zarzoso,  y  con  el  mismo  misterio  que  cuando  le 
hablaba  de  amor,  munmiuró  junto  a  su  oído: 

— ^¡Por  Dios,  Juan,  sálvale!  Tú  sabes  mucho,  tú  lo  puedes 
todb ;  se  cuentan  de  tí  cosas  milagrosas.  Olvídate  del  pasado 
y  piensa  únicamente  en  mi  hüo:  piensa  en  mi,  que  morirél  oe 
pena   si   mi  hijo  lleg-a  a  perecer. 

Y  poco  después  añadió,  como  sii  hubiese  leído  en  el  pensa- 
miento del  doctor: 

— '01vi<í«.  cniiér  es  su  padre.   Piensa  únicamente  en  que  yo 


L       14  ARAÑA  NEGRA 

soy  su  madre  y  quiero  que  viva.  ¿Lo  oyes  bien,  Juan?  Quiero 
que  viva;  soy  yo  quien  te  lo  ordeno. 

Zarzoso  estaba  habituado  a  los  lamentos  de  las  madres  y  a 
sus  accesos  de  desesperación,  así  es  que,  a  pesar  del  tuteamiento 
de  María  y  de  sus  sñpilicas  andlientes,  en  aquel  momento  supremo 
no  perdió  la  serenidad,  y  procíedió  ínmediatattntente  al  examen 
del  enfermíto.  ' 

No  necesitó  hacer  numerosas  preguntas  a  la  madre  ni  mirar 
mucho  tiempo  al  hijo  para  convencerse  dé  la  clase  de  enfer- 
medad de  éste. 

La  hinchazón  desmesura  dial  de  aquella  cabeza  que  asomaba 
entre  la«;  sábanas,  h.  terrible  fiebre  que  consumía  al  raquítico 
cuerpecillo  y  un  sello  especial  en  aquellas  facciones  infantiles, 
le  reve'10  inmediatamente  la  existencia  'die  unai  m.enin^itis  aguda, 
que  hab'a  d'e  combatir  inmediatamente,  pues  la  inflamación  de 
las  envolturasi  del  cerelbiro  amenazaban  con  un  d'esenlace  'mortal. 

Aquel  descubrimiento  sirvió  a  Zarzoso  para  ir  encadenando 
una  seri'*  de  observaciones  hasta  lleírar  a  tina  conclusión  fatal. 

Miró  a  la  madre,  que  ya  al  entrar  le  habí?i  parecido  muv 
'^nfprm".  auncfu'e  se  mantenía  firme  por  un  vig-or  nervioso'  ^"^ 
haciendo  un  esfuerzo  de  ima.g"inación.  recordó  el  tipo  físico  de 
iOrdóñez,  a  quien  hab'a  visto  varias  veces  em  lo  calle:  ésto. 
Tinido  al  conocimiento  de  su  vida  de  Idepravad'o,  vino  a  conven- 
'^prl^  de  que  la  terrible  tuberculosis  se  había  apoderado  de  la 
familia. 

El  plaicer  desordenado,  los  brutales  excesos  y  la  lepra  del 
vicio,  habían  hecho  nacer  el  terrible  g-erm'en  en  el  organismo  del 
padre,  donde,  por  un  capricho  idfe  la  Naturaleza,  tenía  un  ca- 
rácter benig-no,  que  prometía  largaos  años  de  lento  desarrollo- 
Valiéndose  del  beso  de  amor,  la  tuberculosis  habíase  trasmitido 
a  la  madre,  dondle  se  desarrollaba  con  mayor  rapidez,  como  en 
un  camipo  virg-en,  d'isouesto  a  aoog-er  toldos  los  cultivos  y  a 
desarrollarlos  con  inmensa  fuerza,  v  de  esta  unión  de  seres  em- 
ponzoñados por  la  enfermedad,  había  nacido  aquel  pobre  niño, 
organismo  contagiado  en  el  mismo  vientre  de  su  madi"e  y  que 
venía  al  mundo  con  el  único  destino  de  luchar  algunos  años 
contra  una  dtolencia  que,  al  fin.  había  de  acabar  con  él. 

Zarzoso  segriía  mentalmente  la  historia  y  el  desarrollo  ^de 
este  contagio,  transmitiéndose  de  unos  org-anismos  a  otros,  e  ^'^' 
conscientemente,  sin  reparar  en  la  presencia  de  Mana,  murmu- 
ró, miirando  la  hinchada  calbeza  del  niño: 

— No  hay  dudla.  ahí  se  halla  el  terrible  monstruo  microscó- 
pico que  tantas  vidas  nrabi.  ¡Oh!  No  ha.  sido  muy  escrupuloso 
en  sus  conquistas.  La  famiilia  está  completa. 

55  Mi^.   ^ 


VICENTE  BLASCO  IB  A   Ñ  B  Z 

María  se  alarmó  al  oír  hablar  de  este  modo  a  Zarzoso,  y 
kst^,  apercibiétidose  ■de'  sn  imprudencia,  quiso  remediarla,  dlando 
«  la  madre  algunas  esperanzas. 

Se  le  había  avisado  muy  tarde,  pero  aun  así,  tal  vez  se  po- 
dría salvar  al  pequeño  enfermo. 

Preguntó  después  sobre  los  remedios  que  se  habían  dado  al 
niño,  y  supo,  con  sorpresa,  que  el  médico  de  la  casa  era  tin 
amisfo,  un  protegido  úe\  padre  Tomás,  que  parecía  no  dar  im- 
portancia a  la  enfermedad,  por  lo  aial.  la  madre,  dieses-perada  v 
olvidando  todo  lo  passado,  se  había  decidido  a  llamar  al  notable 
«speciai'ista  de  los  niños. 

Zarzoso  experimentó  ,gran  sorpresa  al  ver  que  también  en 
aquel  asunto  se  mezclaiban  los  jesuítas,  de  los  cuales  tan  fatal 
membria  conservaba,  desde  que  Jndith  1^  hizo  aquellas  revela- 
ciones la  misma  noche  en  que  la  despidió. 

Kl  Joven  doctor,  pasanidb  a  la  habitación  que  servía  a  Ordóñez 
dé  despacho,  extendió  una  receta,  mientras  que  María,  de  pie  a 
espialldas  de  él,  le  contemplaba  fiiament'e. 

Tj3l  pobre  madre',  tranquilizada  por  las  esperanza^  que  ^a  daba 
eÜ  doctor,  había  recobrado  la  calma  y  ya  no  le  tuteaba,  volviendo 
a:  hablarle  con  la  friaMad  del  primer  momento. 

— ^Tome  usted,  señora — diío  el  doctor  'ceremoniosamente,  en- 
trieg'an¡db  la  receta  a  su  antigua  novia — .  Que  vayan  en  segiu'da 
con  esto  a  la  botica. 

— ^¿Cuándo  volverá  usted,  doctor? — preguntó  con  ansiedad  Ma- 
ría, pues  la  presencia  de  aquel  hombre  pafecía  devolverle  la  calma. 

' — ^Antes  de  tres  horais  estaré  aquí  y  le  aseguro  que  no  me  re- 
tiraré hasta  que  por  el  momento  hafyamos  vencido  la  enfermedad. 

Zarzoso  volvió  al  hotel  tal  como  lo  había  prometido  y  pasó 
toda  la  noche  a  la  cabecera  del  enfermito.  poniendo  en  juego  cuan- 
tos recursos  le  proporcionaba  su  ciencia  y  batallando  con  la  te- 
rrible meningiti.s.  aue  parecía  empeñada  en  arrojar  al  niño  en 
brazos  de  la  muerte. 

María  y  el  doctor  pasaron  la  noche  a  ambos  lados  die  k  ca- 
ma sin  que  se  cruzaran  entre  ^^^os  más  palabras  que  las  0"e 
arrancaban  las  idüversas  ialternativas  por  que  pasaba  el  enfenno. 

De  yez  en  cuaddo,  en  los  momientos  en  que  el  niño  parecía 
entrar  en  el  período  de  favorable  r(-^crión.  sus  miradas  «^e  encon- 
traban sin  darse  cuen+a  de  ello  v  Zarzoso  veí-'  desanarecer  poco 
a  poco,  en  los  oio^:  de  su  antigua  novia,  la  fría  hostilidad  con 
que  le  había  recib'do  aquella  mañana. 

Al  amla'necer.  Zarzoso,  mirando  a^l  niño,  lanzó  tin  suspiro  ^^ 
satisfacción.  Estaba  ya  seg^uro  deí  éxito;  y  la  madre,  adivinando 

'"'  5(5 


LA  ARAÑA  NEGRA 

en  el  rostro  del  médHco  tan  grata  noticia,  volvió  a  llorar,  pero 
esta  vez  fué  |de  aíegría. 

La  fiebre  descendía  rápidamente,  el  delirio  había  desaparecido 
ya,  y  d  pobre  niño,  extenuado  por  tantas  horas  de  atroz  calen- 
tura y  con  cierta  expresión  de  imbecilidad  que  aún  hacía  máj 
conmovedora  su  mirada,  fijaba  los  ojos  en  la  pobre  madre,  que, 
enloq-uecida  por  la  alegría,  se  inclinaba  sobre  el  lecho  abrazan- 
do a  su  hijo  convulsamiente. 

Zarzoso  se  retiró  a  descansar,  asegurando  que  volvería  ^que- 
5Ia  misma  tarde  a  las  dos,  y  salió  del  hotel  acompañándole  Pedro 
hasta  su  casa,  muy  satisfecho  de  que  la  enfermedad  del  niño 
hubiese  servido  para  que  se  formiara  cierta  débil  amistad  entre 
dos  seres  que  antes  sie  habían  í^mado  tanto. 

Aqueílla  misma  mañana,  a  las  diez,  entraba  en  eJ  hotel  el  pa- 
dre Tomás  y  se  detenía  a  hablar  con  el  portero,  un  guipuzcoano 
que  él  había)  introduciidb  en  la  servidumbre  de  la  casiai,  con  el 
obfeto  de  que  le  diera  exact?.  cuenta  de  todas  las  visitas  y  al  mis- 
mo tiempo^  le  enterara  de  los  secretos  de  la  familia. 

Bl  poderoso  jesuíta  habíial  sabido,  casualmente  en  la  misma 
mañana,  el  estado  desesperado  del  niño  Paouito  Ordóñez  y  acu- 
día nresuroso  a  enterarse  ñor  sí  mismo  de  lo  cite  ocurría. 

Aquel  niño  era  el  ser  que  tal  vez  le  interesabaí  más  en  todo 
Madrid^  y  su  nacimiento  le  habíia!  producido  un  verdadero  acce- 
so de  furor.  ¿  Quién  diablos  i^a  a  figurarse  que  un  hombre  ^co- 
rromipido  como  Ordóñez  llegara  a  tener  hijos?  Aauel  nacimien- 
to había  sido  un  obstáculo  inesperado,  un  .aiccidente  con  el  qi\e 
no  había  contado  el  p?idre  Tomás  al  forjialr  su  plan  v  que^  venia 
a  impedir  la  reailización  de  todas  las  esperanza-^^  qn--  el  iesuíta 
se  foriabo  acerca  de  la  coílosal  fortunia-  de  Mafia.  Por  fortuna 
r»ara  él  'd  niñd  era  digno  de  su  pad^e,  v  el  médüco  de  h  casa, 
que  estaba  ñor  completo  a  merced  de  la  Comnañía.  aseíruraba 
que  no  viviría  mucho  tiempo  e^  triste  retoño  drv  un  árbo^  podrido. 
Es+ns  seguridades  eran  lo  único  que  alentaba  a,l  poderoso  re- 
cni+a  el  aial  no-  nerd'n  la  confianzi-^i  d-  nu-  murierp  de  un  mo- 
mento a  otro  anuel  niño  a  qmf^v  la  Medicina  clasificaba  con  el 
título  de  "candidato  r  h  tuberculosis"  v  cuvo  organismo  festat>a 
pre'^'snitesto  a  adnuirir  la?;  más  terribles  enfermedades. 

Per  esto,  cuando  en  aquella  mañana  le  diieron  el  grav^  esta- 
do del  niño,  acudió  presuroso  al  h-otel  con  la  infame  esperanza 
de  encontrar  un  cadáver. 

— .  Oué'  ;Ha  muerto  ya? — n^es^intó  ansioomentr  al  nortero. 

^No.  reverendo  padre.  El  señorito  es+á  mpior  desde  esta  ma- 

Hruírada  y  se  diai  por  seguro  su  restablecimiento.  la^  señora  con- 
fiesa ha  pasado  toda  la  noche  en  vela  en  comoañia  áe  Pedro, 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   E  Z 

viendo  las  cosas  extraordinarias  que  hacía  P^i^a  salvar  al  niño 
esc  médico  tan  'famoso  que  vive  en  la  (Carrera  de  San  Jerónimo 
y  que  cura  gratLs  a  los  pobres. 

— ^¿Qué  médico  es  ése?  ¿Es  que  no  han  llamado  al  de  la 
casa  ? 

— ¡  Quiá !  La  señora  condesa  dice  que  para  curar  a  los  niños 
no  hay  nadie  como  el  doctor  Zarzoso. 

El  padre  Tomás  retrocedió  un  paso  y  se  qoieidó  mirando  con 
asombro  ail  portero,  como  si  dudase  de  sus  palabras. 

— ¿  Dices  que  el  idoctor  Zarzoso^  ha  estado  aquí  ? 

— Sí,  reverendo  padre;  aquí  ha  estado  hasta  esta  madrug-ada  y 
él  es  quien  ha  sacadlo  al  señorito  de  las  garras  de  la  muerte.  íwC 
he  visto  yo  mismo:  es  un  joven  delgado,  con  gafas,  muy  serio 
y  muy  afable  y  simpático. 

El  jesuíta  quedó  reflexionando  por  algunos  minutos,  y  dijo 
desipués : 

— I  Ha  quedado  en  volver  por  aquí  ? 

— Sí,  reverendo  padre;  vendlrá  esta  tarde  a  las  dos. 

— Pues  bien — ^dijo  el  jesuíta  con  acento  imperioso,  después 
de  una  pequeña  vacilación — ;  cuando  venga,  lo  haces  entrar  en 
el  salón  del  piso  bajo,  diciéndole  que  espere  un  momento  hasta 
que  la  señora  se  prepare  paira  recibirle;  yo  estaré  allí. 

— Está  bien,  padre  Tomás. 
'  — ^Hasta  luego,  hijo  mío;  ahora  tengo  que  despachar  algimos 
asuntos.  ' 

Y  el  jesuíta  se  alejó  idel  hotel  sin  que  María  se  apercibiera 
de  su  llegada,  pues  la  pobre  madre,  a  pesar  del  sueño  y  del  can- 
sancio, no  quería  separarse  un  solo  instante  de  la  cama  de  su  hijo. 


III 


La  bofetada. 


El  corpulento  portero  se  inclinó  al  paso  áú  doctor  Zarzoso, 
diciéndole  con  expresión  respetuosa: 

— La  señora  condesa  no  está  visible  en  este  momento,  y  me 
ha  encargado  ruegue  a  usted  que  tenga  la  bondad  de  esperar  al- 
gunos minutos. 

Y  diciendo  esto,  el  criado  introdujo  al  doctor  a  un  elegante 
salón  del  piso  bajo,  y  después  de  volver  a  saludarle  con  la  misma 
cerenr^^ia,  se  retiró. 

58 


L      \A  ARAÑA  NEGRA 

Zarzoso,  al  verse  solo,  púsose  a  examinar  aquella  pieza,  amue- 
blada con  exquisito  gusto,  ocupación  que  le  era  muy  grata,  pues, 
a  pesar  de  sus  austeridades  de  hombre  de  ciencia,  gustábanle 
mttc'ho  los  esplendores  del  lujo  y  los  objetos  elegantes  que  teman 
cierto  aspecto  artístico. 

Pasó  algunos  minutos  en  apreciar  los  originales  dibujos  de 
los  cortinajes,  la  forma  de  los  muebles  y  el  mérito  de  las  acua- 
relas y  estatuillas  que  adornaban  el  salón  ,y  cuando  más  ocupado 
estaba  en  admirar  un  gracioso  barro  de  Benlliure,  sintió  a  sus 
espaldas  un  ruido  producido  por  el  roce  áe  una  persona  que  pisaba 
cautelosamente  la  alfombra. 

Volvió  rápidamente  la  cabeza  creyendo  encontrarse  con  Ma- 
ría, y  vio  im  sacerdote  con  el  sombrero  en  la  mano,  q'ue,  después 
de '  saludarle  con  exagerada  finura,  fué  a  sentarse  en  un  sillón  a 
corta  distancia  de  donde  se  hallaba  Zarzoso-. 

Púsose  de  esipaldlas  a  la  luz,  que  entraba  por  las  dos  ventanas 
del  sillón;  pero  el  doctor  tt^-o  •íí.emp-í  nara  apreciar  aquel  rostro 
r'^.!2:'iloso  y  picudo  que  recordaba  el  hambriento  perfil  dé  las  ave- 
de  rapiña. 

No  conocíp,  personalmente  al  padre  Tomás  Ferrari,  del  que 
bnbía  oído  hnblar  mucho;  pero,  instintivamente,  sin  poder  ex- 
plicarse la  verdadera  causa,  pensó  que  aquel  cura  debía  ser  el  fa- 
moso padre  de  le  Compañía. 

Kl  jesuíta  sonreíp  bondadosamente  fijanidb  su  mirada  sencilla 
en  el  joven,  y  después  dé  alí^unas  tosecitas,  como  si  quisiera  en- 
trar en  conversación  sin  saber  cómo,  dijo  al  médico,  que  inte- 
rior-nerte  se  sentía  alarmado,  aunque  procuraba  permanecer  im- 
pasible : 

— ^La  S'^ñorn,  condesa  d'^^be  estar  descansando,  ya  que  nos  halce 
esperar,  i  Poibrecita !  i  Cuan  an^^fustiosa  es  su  situación  !  Sólo  una 
madre  pue^de   resistir  ta;:tas  fatigas   sin  deraer  un  solo  instante. 

Za'^7o<^'^  q,P  limifó  a  ha'^^r  un  sirrno-  a^^rmativo,  evadiendo  ía 
conversación   que  el    sacerdote  quería   entablar. 

— 'Hn  sido  muy  notable  e1  qiie  Painuito  se  hava  salvado  tan 
ráDÍdam"*ntf*  y  ciue  ahora  se  encuentre  fuera  del  peligro.  Ese  doc- 
tor Zarzoso  que  le  ^"i*a  ha  demostrado  que  es  digno  de  la  gran 
fam?   onr-  goza  en  Ma^lrid. 

"Rl  médico  a  pesar  de  su  convencimiento'  dé  nue  el  pad're  To- 
más buscaba  entablar  convers.aición  <"on  él.  creyó  del  caso  co- 
^^-es^o^df^-  1  pstas  últimas  palabras  inH mandóse,  al  mismo  tiem- 
po que  decía: 

—Muchas  gracias,  señor. 

— I  Ah  !  ^:Ks  usted  el  doctor  Zarzoso?  No  tenía  el  honor  de 


VICENTE  BLASCO  I  B   A   Ñ   E  Z 

conocerle,  aunque  hace  tiempo  que  le  admiraba  por  los  grrandes 
servicios  que  presta  a  los  desgraciados. 

— (Cumplo  con  mi  deber  y  nada  más. 

— Tenía  verdaderos  dieseos  de  conocer  a  usted  y  de  ler  iU 
amigo,  aunque  en  verdad,  un  hombre  como  usted  no  debe  ten«r  «n 
mucho  el  afecto  de  uno  de  mi  clase. 

— ^Por  qué,  señor? 

— Porque  para  nadie  son  un  misterio  las  ideas  que  usted  pro- 
fesa, i  Lástima  que  un  hombre  tan  caritativo  tenga  ideas  tan  con- 
trarias a  los  dogmas  religiosos ! 

— ^i  Bah !  Yo  soy  amigo  de  todos,  sin  fijarme  en  sus  ideas  reli- 
giosas. Me  basta  que  los  hombres  sean  honrados  y  probos. 

Kista®  palabras  las  dijo  Zarzoso  con  una  intención  que  no 
pasó  desapercibida  para  el  jesuíta  y  que  leí  dio  a  entender  que  el 
médico  le  había  reconocido. 

— ^Usted  me  dispensará,  señor  Zairzoso,  si  me  tomo  ciertas  li- 
bertades; pero,  francamente,  me  apena  ver  a  un  hombre  del  cri- 
terio de  usted,  alejado  del  gremio  de  la  Iglesia,  y  desvaneciendo 
con  su  impiedad  esos  grandes  méritos  que  contrae  a  los  ojos  del 
Señor,  sacrificándose  por  la  g"ente  idlesheredada.'  y  miserable.  ¡Ah, 
señor  Zarzoso!  Usted  sería  un  santo,  usted  iría  al  cielo,  si  cre- 
yese algo  más  en  Dios. 

— ^No  hago  el  bien  con  la  esperanza  de  una  recompensa  futU' 
ra.  Para  estar  satisfecho  de  mis  trabajos,  me  basta  el  agrade- 
cimiento de  toda  esa  pobre  gente  cuyas  enfermedades  curo.  La 
gratitud  de  las  madres  vale  más,  para  mí,  que  todas  las  rccom- 
nensas  que  pudiera  encontraír  más  allá  de  la  turnaba,  si  es  que 
realmlente  después  de  la  muerte  hay  algo. 

Kl  médiico  dijo  estas  palabras  con  sencillez  y  convicción,  por 
lo  que  el  padre  Tomás,  que  no  quería  entablar  una  discución  que 
3e  aJejase  de  su  objeto,  hizo  caso  omiso  de  las  afirmaciones  anti- 
rreligiosas del  joven,  y  dijo,  variando  repentinamente  el  tema  de 
la  conversación: 

— ^La  señora  condesa  debe  estar  muy  agradecida  a  usted  por 
el  grande  servicio  que  la  ha  prestado  salvando  a  su  hijo.  Fué  una 
resolución  acertada  la  suya,  al  manidarle  llamar. 

Zarzoso  callaba,  no  sabiendo  adóndle  iría  a  parar  el  jesuíta. 

— ^Lo  que  extraño — continuó  el  padre  Tomás — es  que  la  señora 
condesa  haya  prescindido  del  médico  de  la  casa,  del  cual  no  creo 
que  tenga  queja  alguna.  ¿No  le  parece  a  usted  así? 

Zarzoso  hizo  un  gesto  de  irritación  e  impaciencia,  y  contestó 
de  mal  talante: 

—Nada  m«  imnorta  eso  que  usted  dic?. 

J5o 


LA  A      K      A      ít      A  N      B       G      R      A 

Ki  jesuíta  calló  jurante  algunos  mmutos,  y  por  luí,  á.jo  con 
resolución,  alectando  una,  íramiueza  ruda: 

-Señor  Zarzoso,  me  ha  áMo  usted  ^  conocer,  hace  PO^«.  ^¿ 
noníbrtry  justo  es  que  corresponda  a  tal  Iranqucza.   Yo  soy  el 
padre  'lomas  ierran,  de  la  Compañía  de  Jesús. 
^_U  conozco  a  usted-dijo  intencionaaament^  el  "''^'^'^<^; 

_Ífo  es  extraño.  Aunque  Uios  no  me  ña  tavorecido  con  gian 
des  cualidades,  trabajo  en  su  favor  cuamo  pucdo,  y  mi    s^s 
!?  i^tisimo  me  han  dado  cierto  renombre.  .Conozco  el  concepto 
^  ™e  ustedes,  los  enemigos  é^  la  Iglesia,  nos  tienen  a  lo    ño. 

lol  íP-nac.ó  kn  SU  concepto  somus  avariciosos,  ■xalsarius,  iiia- 
^^lav^icos TñaS^  asamos!  pero  e^to  no  nace  .ofccaer  nuestro 
^nmio  m  nos  quita  nuestra  cnsliaua  «.  iambien  calumniaron 
rrá^mo  Jesús,  y  cuando  el  hijo  üe  Uios  sumo  paciememen^ 
1  mjurias,  tien  pódenlos  aguantarlas  nosotros  que  somos  lepxe 

sentantes  indignos  del  Altísimo.  mn,>ítra«  de  impa- 

yarzoso  encogió  los  hombros  con  visibles  muestras  üe  luiv 
cic^aH  como  Índo  a  entender  que  tiada  le  importaba  aquello, 

'  V^'TZ^uo  amigo  de  esta  casa.  La  familia  Ba^ga 
ha  sido  siempre  muy  afecta  a  la  Compañía  tle  Jesús,  y  ^^J^^ 
rOrdóñez,  ei  rnariüo  ^  la  coiK.lesa,  soy  para  el  como  un  segmido 
padre.  No  extrañe,  pues,  que  me  interese  mucho  P^  '°^^^'°; 
de  esta  casa  y  que  procure  el  velar  en  ella  por  la  "^^"¿^^¿ 
la  virtud  qoie  debe   existir  siempre  en  d  seno  de  toda  tamüía 

cristiana.  v  ^ 

El  padre  romas,  al  hablar  asi  miraba  fijamente  a  Z-arzoso, 
y  éste,  impacientado  ya,  no  pudiendo  sufrir  más  tiempo  a^uel^o 
manifestaciones,  cuyo  sentido  no  comprendía,  pero  en  las  que  adi- 
vinaba cierta  intención  de  molestarle,  le  interrumpió  diciendo  con 

expresión  hostil:  ^  , 

— ¡Bienl  ¡  Y  qué!  ¿Qué  me  importa  a  mi  todo  eso  que  ustea 
me  dice  mirándome  fijamente  como  si  debiera  darme  por  aludido  f 
¿Tengo  yo  algo  que  ver  con  las  cuestiones  internas  de  esta  la- 
milla "a  la  que  visité  ayer  por  primera  vez?  Yo  me  limito  a  ser 
medico  y  a  prestar  mis  servicios  cuando  me  llaman,  dejando  a 
usted  la  misión  de  arreglar  las  familias,  o,  lo  que  es  mas  proba- 
ble, de  desarreglarlas.  ^  .  1  fingirse 
Zarzoso  estaba  irritado,  y  como  no  creía  necesario  el  ímgirse 
jimable  con  aquel  inesperado  visitante,  le  miraba  con  tranca  nos- 

tilidad.  .  .  r  A  /-r^n 

-.Hace  usted  mal  en  irritarse-dijo  el  jesuíta^  cada  vez  con 
«ayoT  calma,  conforme  se  enfurecía  el  joven—  Me  ha  tomade 
Tübertad  d^  decirle  las  anteriores  palabr-ts,  justamente,  porque 


6i 


y    í    C   £   N    T   £  b    L   A    S    C    U  I   JJ   A    Ñ   E    '¿ 

estay  convencido  de  que  de  usted  d'epen|de  la  futura  tranquilidad 
de  esta'  casa;  solamente  que  iiiiuchab  \'eccs  haceaios  el  üial  ¿ii- 
baberlo,  y  cuando  se  noa  reprende  po-r  ello,  no  podemos  menos  d'j 
extrañarnos. 

Esto,  que  equivalía  a  una  acusación,  acaíbó  de  indignar  a  Zar- 
zoso, quien,  sm  embarg'O,  procuró  contenerse,  y  diju  con  frial- 
dad amenazadora: 

— Üxpiíquese  uste6,   caballero. 

líi  padre  Tomás  pairecia  gozar  viendo  la  creciente  indignaciói: 
del  joven,  y  después  de  una  breve  pausa  se  expresó  asi: 

— IvO  ique  usted  ha  hecho  acudiendo  a  esta  ca^a  donde  un  pobre 
niño  necesitaba  los  auxilios  de  su  ciencia,  es  muy  santo  y  muy 
bueno;  pero  no  lo  será  tanto  si  usted  sigue  viniendo  por  ax^ui, 
aiiora  que  el  enfermito  esiá  fuera  de  pengro.  ¿No  le  parece  ^ 
usted  que  la  gente  podrá  hacer  comentarios  muy  éesfavorables 
al  ver  que  usted  viene  con  muclia  'frecuencia  a  esta  casa? 

— ¡  Caballero!,  o  usted  no  tiene  muy  ñrme  la  razón — dijo  Zar- 
zoso con  voz  tembioaia  por  la  ira — ,  o  quiere  divertirse  conmigo, 
cosa  que  no  le  permitiié.  ¡Es  donosa  la  ocurrenciai!  ¿Puede  acaso 
llamar  la  atención  de  nadie  el  que  un  miédico  visite  la  casa  <^c 
un  enfermo?  Entonces  la  calumnia  se  cebaría  conimuamente  en 
nosotros  los  médicos,  pues  en  un  mismo  día  entramos  en  dife- 
rentes casas,  para  cumplir  nuestra  sagrada  misión. 

El  padre  Tomás,  sonriénidiose,  acercó  su  sillón  al  asiento  del 
joven  y  le  dijo  conifidenciailmente : 

' — Eso  que  dice  usted,  es  verdad;  pero  aquí,  en  la  presente 
ocaisión,  aunque  usted  se  resista  a  creerlo,  sus  visitas  pueden  ori- 
ginar comentarios  muy  desfavorables.  El  pasado  no  es  para  todos 
un  secreco. 

— '¿Qué  quiere  dtviir  n.ted  con  eso? 

■ — Que  hay  quien  saibe  que  no  es  ésta  la  primera  vez  que  la 
condesa  de  Baselga  y  el  doctor  Zarzoso  se  encuentran,  y  como 
usted  comprenderá,  esto  pue|de  dar  lugar  a  comentarios  muy  des- 
favorables. ¿  Se  altera  usted,  doctor  ?  ¿  Se  ofende  acaso  por  mis 
palabras?...  Conozco  que  no  es  muy  grato  cuanto  la  digo;  pe-ro 
mi  carácter  de  antiguo  amigo  de  la  casa  ,me  obliga  a  ser  franco 
hasta  la  rudeza.  Aun  estamos  a  tiempo  de  evitar  el  mal;  aun 
pódennos  lograr  que  la  gente  no  murmure.  Si  usted  siente  algún 
interés  por  la  condesa,  si  .en  algo  estima  su  prestigio  de  mujer 
honriaida,  debe  agradecerme  lo  que  yo  hago  en  estos  momentos 
y  ayudarme  a  evitar  murmuraciones  escaiiidalosas.  Señor  Zar- 
zoso, créame  usted;  debe  alejarse  usted  de  esta  casa  bien  con- 
vencido de  que  con  ello  presta  un  gran  servicio  a  la  condesa. 

62 


LA  ARAÑA  NEGRA 

— ¿JUe  ha  encargado  a  usted  ella  misma  que  me  ióiijera  tales 
palabras  i* — ^preguntó  con  amargura  el  joven. 

— No.  La  condesa  ignora  que  en  estos  momentos  los  dos  nos 
hallamos  aquí.  Esta  resolución,  que  usted  juzgara  como  crea 
conveniente,  es  mía  absolutamente  y  está  inspirada  en  ei  santo 
deseo  de  conservar  la  paz  en  una  iamüía  cristiana.  Estoy  plena- 
mente convencido  de  que  usted,  señor  Zarzoso,  a  pesar  ae  :^us 
ideas  antirreligiosas,  es  un  hombre  hoorado;  pero  no  puedo  per- 
mitir que  algún  madicioso,  conocedor  del  pasado,  en  vista  'de 
las  frecuentes  visitas  de  usted  a  esta  casa,  ponga  en  duda  eá  ho- 
nor de  María. 

Y  el  jesuíta  se  expresaba  con  tanta  sencillez  y  con  tal  aire 
de  hombre  honrado,  que  ql  doctor  iba  perdiendo  terreno  y  hasta 
se  convencía  de  que  algo  había  de  cierto  y  prudente  en  ios  te- 
mores que  manifestaba.  Sin  embargo,  sintió  la  necesidad  de  son- 
dear a  aquel  hombre  terrible  para  saber  hasta  dónde  liegaban 
sus  designio». 

— Algo  hay  de  cierto  en  cuanto  usted  supone  y  prometo  dejar 
^^  visitar  icsta  casa  apenas  el  niño  entre  francamente  en  la  con- 
vailecencia;  pero...  ¿<qué  es  eso  del  pasado  que  usted  nombra?, 
¿qué  sabe  usted  de  mi  vida,  para  aíirmar  que  mis  visitas  a  12- 
condesai  puqden  idar  lugar  a  comentarios  ? 

— Señor  Zarzoso,  lo  que  en  este  mundo  se  hace  nunca  queda 
en  el  misterio.  Yo  sé  que  usted  y  María  se  amaron  hace  algunos 
años,  y  por  esto  me  temo  que  la  antigua  pasión  vuelva  a  renacer 
con  el  continuo  trato. 

Zarzoso,  a  pesar  de  que  estaba  en  guardia  contra  la  astucia 
del  jesuíta,  no  esperaba  que  éste  tuviese  conocimiento  de  sus 
antiguos  amores,  asií  es  que  quedó  muy  sorprendido'  al  oír  la,s 
últimas  palabras  del  padre  Tomás. 

— ¿Pero  cómo  isabe  usted  eso? — preguntó  el  médico  con  ex- 
trañeza.  '        i 

— ^¡  Oh,  señor  Zarzoso !  Nosotros,  por  razón  del  cargo  de  que 
estamos  investidbs,  sabemois  muchas  cosas  que  los  interesados 
creen  guardadas  por  el  más  absoluto  secreto.  Yo  conozco  toda. 
iLi  n.ái^iia  ele  ios  amores  entre  usted  y  María,  y,  por  lo  mismo, 
puedo  apreciar  con  imparcialidad  el  carácter  de  ambos  y  tener 
el  convencimiento  de  que  es  conveniente  que  ustedes  no  se  vean 
con  frecuencia.  Se  han  amado  demasia|do  en  otros  tiempos  para 
que  puedian  ahora  tratarse  con  esa  tranquilidad  de  ánimo  que 
es  la  fiel  compañera  de  la  virtud. 

Y  el  jesuíta  sonreía  con  expresión  triunfante  al  ver  descon- 
certado y  confuso  al  médlico  por  la  inesperada  revelación. 

Zarzoso,  coni  la  frente  inclinada  y  muy  extrañado  de  que  el 


i-     ÍCENTE  U    L   A    S    CO  i   B  ^   Ñ    h   Z 

paUfc  xoiiías  be  aiixvieía  a  üaccr  tales  maiiiiei.Laciuiie¿,  rcile- 
^lOixciLía  liiLCiiiaxiau  t^-ai'viuaj-  la  vcfociucra  niLciicioii  üci  jesiu'ia 
ai  üecir  tales  paiabriais. 

— ^l:,.s  muy  extraño — (áijo  Zarzoso  con  irónico  acenio — que  Uo- 
tüd,  por  óu  aitcio  a  esta  lamiiLa,  se  tonie  tanto  interés  en  averi- 
gua)- ti  pasado.  Oyéndole  es  como  he  cüniprciiaiuo  nace  pu^Ob 
niümentüb  cieruaís  cosas  que  en  mi  epoca  ¡die  enamorado  no  podía 
explicarme.  Y  o  lie  sido  muy  combatiao  por  enemigos  desconocidos 
que  se  ocuitaDan  en  la  sombra;  yo  ne  tenido  quie  luciiar  con  te- 
rrioücs  luaquinaciones  cuya  proceuencia  ignoraba,  pero  que  aiiora 
veo  claramente.  Pa^dre  i  ornas  i^'grrarr,  ya  que  usted  se  ha  des- 
cubierto voluntariamente,  yo  voy  a  ser  también  muy  tranco.  Ya 
no  somos  aquí  el  sacerdote  y  el  médico;  somos  dos  series  iguales, 
dos  hombres  que  úniícamente  estamos  separados  por  una  diíeren- 
cia  que  consiste  en  que  el  tmo  hace  todo  el  bien  que  put^de,  y  ese 
soy  yo;  y  el  otro  se  ha  pasado  la  viidia  produciendo  el  mal,  y  ese 
es  usied.  Vamos  a  iiablar  con  entera  franqueza,  ¿ienia  usted  co- 
nocimiento de  mis  amores  cuando  yo  ia,ún  era  dueño  del  corazón 
de  María? 

— ii\o  acostumbro  nunca  a  negar  mis  actos,  y  por  esto  no  va- 
cilo en  decirle  que,  antes  ¡de  que  usted  marchara  a  París,  ya  saibia 
yo  sus  relaciones  con  Mai'ia. 

Zarzoso  iba  contrayendo  su  rostro  con  ub  gesto  de  hostili- 
dad, que  aún  resultaba  más  terrible  en  un  joven  qiie  siempre 
se  mostraba  írio  y  correcto.  La  franqueza  del  padre  Tomás  1« 
irritaDa  mas  que  si  hubiese  mentido,  pues  creia  ver  en  aquélla 
como  nn  reto  a  su  indignación  y  un  desprecio  a  su  persona. 

— ¿  Y  fué  usted — ^preguntó  con  voz  temblona  por  lia  ii'a — quien 
hizo  terminar  aquellos  amores? 

El  jesuíta  sonrió  con  expresión  ¡de  mansedumbre,  como  des^ 
preciando  las  furibundas  miradas  que  le  dirigía  el  joven,  y  con- 
testó con  cailma; 

— Si;  yo  fui. 

Zarzoso,  nervioso  y  conmovido,  saltó  de  su  asiento,  aibalan- 
zándose  sobne  el  jesuíta;  pero  la  calma  db  éste  le  desconcertaba, 
a  pesar  suyo,  y  en  vez  de  golpearle,  como  era  su  primer  deseo, 
se  limitó  a  exclamar  con  asombro: 

— ¡  Y  tiene  usted  el  valor  de  confesarlo ! 

— Señor  Zarzoso,  el  hombre  debe  siempre  decir  la  verdad,  y 
5Í  conhesa  sus  malas  acciones,  ¿con  cuánta  más  razón  debe  hacer 
ailande  de  sus  buenos  actos?  Usted  no  tendrá  por  acción  meritoria 
el  hacer  que  terminasen  aquellos  amores;  esto  es  simplemente 
cuestión  de  ajpreciación,  pues  yo,  en  cambio,  creo  que  presté 
un  servicio  inmenso  rompiendo  las  relaciones  que  existían  entre 

64 


LA  ARAÑA  N      E       G      R       A^ 

usted  y  María.  La  coiidesa  es  cristiana,  pertenece  a  una  familia 
que  siempre  se  ha  idiistinguidb  por  su  puro  catolicismo  y  su  amor 
a,  las  samáis  doctrinas',  y  yo,  como  seriviáor  fiel  de  los  intereses 
die  Dios  no  podía  consentir  que  una  joven  asi  sie  uniera  eterna- 
mente con  un  impío,  que  podrá  ser  muy  honrado,  no  lo  dudo, 
pero  que  es  enemigo  de  Dios;  que  escandaliza  a  la  sociedad  con 
sus  infernales  doctrinas,  y  sobre  el  cual,  más  o  menos  pronto, 
caerá  la  cólera  del  Altísimo.  Como  usted  comprenidlerá,  yo  que 
tanto  amo  a  María,  no  podía  permanecer  tranquilo  al  verla 
marchar  rectamente  a  su  peráición. 

— ^No  está  mal,  jesuíta — contestó  el  joven  con  acento  sar- 
cástico — .  No  estái  mal  hii\^ainada  'esa  excusa.  No  quiso  uisited 
permitir  que  María  se  uniese  a  un  hombre  que  no  es  católico,  por- 
que esto  podía  traerla  la  desgracia,  y,  en  cambio,  la  casó  us,tied 
con  un  pilllete  a  quien  conoce  todo  Madrid,  con  un  aventurero 
de  la  peor  especie,  a  quüen  ninguna  persona  honraída  puede  dar 
la  mano  sin  sentir  rubor. 

El  jesuíta  afectaiba  escandalizarse  por  estas  enérgicas  palabras. 

— ^Señor  Zarzoso,,  piense  usted  biien  eso  que  dice  contra  Or- 
dóñez,  pues  senitiíría  que  esta  conversación  'fuese  causa  de  un 
incidente  desagradbble.  Ordóñez  no  es  ningún  picaro.  Ha  tenido 
sus  eos  illas  propias  de  un  joven  atolondrado  y  rico,  pero  no  ha 
traspasado  los  límites  de  la  honradez,  y  se  ha  portado  siempre 
toon  la  |3ecenciia  propia  de  un  joven  qu)e  ha  sido  discípulo  mío. 
Además,  está  usted  en  su  casa^  y  no  creo  muy  correcto  eso  dv 
insultar  al  dueño  que  se  halla  ausente. 

Zarzoso  estaba  demasiado  irritado  para  hacer  caso  de  las  im.- 
dicacion'es  del  jesuíta.  Las  insolentes  declaraciones  de  éste  ha- 
bían enfurecido  al  joven,  y  bien  sabido  es  cuan  terribles  son  los 
homibres  fríos;  y  tranquilos  cuando  llegan  a  encolerizarse. 

— 'Yo  diré  cuanto  qui€ra¡ — rugió  Zarzoso — ',  y  no  será  usted 
quien  me  lo  inupida.  ¿iCree  usted  acaso  que  me  atemoriza  la  idea 
de  que  Ordóñez  me  pida  culental  dle  mis  pala'bras?  Yo  soy  un 
homibre  que  no  busco  las  reyertas,  piero  que  tampoco  las  rehuso 
cuando  llega  la  oicaisión,  y  experimentaría  un  placer  sin  límites 
si  algún  día  me  viera  frente  a  frente  de  ese  antiguo  aventurero, 
a  quien  r,;lio.  Lo  digoi  y  no  me  retractaré  nunca,  pues  esitoy  b'en 
convencido  de  ello.  Ordóñez  (es  un  canalla  aristocrático  que  ha 
buscado  una  mujer  inocente  y  sencilla  para  explotarla,  y  usted 
un  miserable  caltmmiador,  que  no  vaciló  en  atacar  mi  dicha  por 
los  más  infames  medios,  indudablemlerite  con  la  intención  de  apo- 
derarse de  la  colosal  fortuna  de  María.  Conozco  mucho  a  los 
jesuítas  y  sé  cuál  es  la  principal  norma  de  todos  sus  actos. 

El    médico    se   detuvo   mirando    fijamente    al    padre    Tomás, 

6S  I 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   E   Z 

para  apreciar  el  efecto  que  le  causaban  sus  palabras;  pero  su 
indignación  fué  en  aumento  al  ver  que  el  jesuíta  permanecía 
callado,  afectando  la  santa  resignación  del  justo  que  se  ve  ca- 
lumniado. 

Zarzoso,  a  pesar  de  la  rabia  que  le  producían  aquellas  decla- 
raciones del  jesuíta,  quiso  saber  toda  la  verdad  y  siguió  pregun- 
tando. 

— ¿Usted,  indudablemente,  me  seguiría  también  con  su  astuta 
mirada  hasta  París,  buscando  una  ocasión  para  desconceptuar- 
mje  a  los  ojos  de  María?  ¿No  es  eso,  padre  Ferrari? 

— ^Señor  Zarzoso,  ¿a  qué  seguir  hablando,  si  esto  no  ha 
de  pro|ducirle  a  usted  más  que  indignación  ahora  y  reyertas 
después?  Somos  -dos  caracteres  distintos,  dos  hombres  de  di- 
versas ideas  que  no  podrfemos  llegar  nunca  a  comprendernos, 
y  por  más  que  yo  me  esfuerce,  nunca  sabrá  usted  apreciar  en 
lio  que  vale  la  bondad  de  esa  coducta  que  le  parece  infame.  Si 
usted  amaba  a  María,  yo  la  quiero  como  a  una  hija,  y  no 
podía  permitir  que  perdiera  su  alnm  por  tofda  una  eternidad, 
uniéndose  a  un  impío  que  la  contaminaría  con  sus  ideas  in- 
fernales. Inútil  es  que  usted  me  pregunte  más.  Bástele  saber 
que  he  hecho  cuanto  he  sabido  y  podido  para  romper  las  re- 
laciones de  usted  y  María,  y  que  la  muerte  de  su  amor  debe 
a/tribuirla  exclusivamentie  a  mí.  Después  de  esto,  y  en  pago 
de  mi  franqueza,  sólo  le  pido  que  se  retire  cuanto  antes  de 
esta  casa,  donde  su  presencia  resulta  fatal. 

— !¡  Me  iré,  sí,  me  iré! — (dijo  Zairzoso  con  furor — .  No  quie- 
ró  permanecer  en  una  casa  donde  es  fácil  codearse  con  canallas 
como  Ordóñez  y  su  maestro  y  protector  el  padre  Tomás.  ¡  Po- 
bre María !  ¡  De  qué  gente  estás  rodeada !  Pero  antes  de  mar- 
charme, quiero  conocer  en  toda  su  extensión  la  vÜ  trama  de 
que  'fui  objeto.  Padre  jesuíta,  conteste  usted  con  claridad.  Ten- 
ga usted  el  valor  de  los  grandes  bandifdos  que  se  envanecen  de 
confesar  sus  fechorías.  ¿Fué  usted  quien  hizo  que  allá  en  París 
una  mujer  fatal  se  apoidlerara  de  mi,  con  el  único  objeto  de  pi^- 
porcionarse  un  recuerdo  de  mi  amor  con  María,  qule  sirviera 
para  enemistarme  con  ella? 

— Sí,  yo  fui — contestó  con  cínicaí  audacia  el  jesuíta — ,  De 
seguro  que  usted  considerará  el  acto  como  poco  correcto;  P'^ro 
todos  los  medios  son  buenos  cuand'o  con  ellos  s^e  trata  de  salvar 
un  alma.  El  Señor  escoge  muchas  veces  los  caminos  más  apar- 
tados para  hacer  el  bifen,  y  por  esto  aquella  mujerzuela  de  París 
sirvió  para  librar  a  María  de  la  perdición  eterna. 

Zarzoso,  que  estaba   en  pie  y  a  corta  distancia  del  jesuíta. 


L       ^A  ARAÑA  N       E       G       R       A 

habió,  gesticulando  ec^mo  un  loco,  al  escuchar  estas  últimas  pa- 
labras : 

— HjAh,  miserable  hipócrita!  j  Reptil  con  sotana!  ¿Con  qus 
tanitos  males  ha  hecho  usted'  con  el  único  objeto  die  salvar  el 
alma  de  Maria?  Lo  que  la  Compañía  ha  buscado  siemprie,  a] 
vivir  tan  unida  a  la  'familia  de  Baselga,  ha  sido  apotrerarse  d'e 
sus  millones,  casando  a  las  mujeres  de  esa  familia  con  hom- 
bres m.i'&erables  y  sin  conciencia,  que  sirvieran  ail  jesuitismo  de 
instrumento.  Por  eso  la  Compañía  ha  perseguiido  a  todos  los 
que  por  amor  han  intentado  unirse  a  las  hembras  de  la  estirpe 
de  los  B'aselgas;  por  eso  fué  acosí^db  hasta  m^orir  en  extran- 
jero suelo  aquel  infeliz  mártir  que  .  se  llamaba  don  Esteban 
Alvarez,  y  por  eso  yo  también  he  sido  víctima  de  traidoras 
maquinaciones.  ¡Ah,  infamies !  Conozco  la  significación  que  en 
los  labios  de  un  jesuíta  tiene  esia  frase  de  salvar  un  alma.  Vos- 
otros  sólo   salváis  almas   que  tangán  millones. 

El  padre  Tomás  no  se  inmutaba  ante  aquella  indignacióíi 
creciente  del  joven,  que  hacía  que  laís  manos  de  éste  se  agitasien 
cerca  del  rostro  del  jesuíta,  y  aun  en  su  cínica  audacj.  tuvo 
valor  para  diecir: 

—Según  lo  enterado  que  usted  se  muestra  de  la  gran  for- 
tuna que  posee  María,  no  panece  sino  que  su  indignación  re- 
conozca por  causa  el  haber  perdido  la  ocasión  de  un  matrimonio 
que  le  hubiera  hecho  dueño  de  tantos  millones.  Siento,  en  \^er- 
dad,   haberle  estorbado  tan  bonito  negocio. 

Este_  insulto  causó  tal  efecto  en  el  joven,  que  el  jesuíta  sí 
arrepintió  inmediatamente  de  haberlo  pronunciado,  y  se  levanta 
con  rapidez  de  su  asiento.  Pero  Zarzoso,  que  estaba  ciego  poi 
el  .uror  y  temblaba  de  ira,  cayó  sobre  el  padre  Tomás  ante, 
que  este  llegara  a  enderezarse,  y  dio  al  jesuíta  una  terriblí 
bofetadia. 

Recibió  éste  el  golpe,  y  en  sus  ojos  brilló  una  iracunda 
expresión  de  furor  reconcentrado,  propia  para  infundir  miedo 
al  que  supiera  de  lo  que  era  capaz  aquel  hombre;  pero  inme- 
diatamente se  repuso,  y  apoyando  en  un  hombro  la  mejilla 
enrojecida  por  la  bofetada,  presentó  la  otra  al  joven,  diciendo 
con   evangélica  resignación: 

—Siga  usted  pegando.  Mayores  humillaciones  su'frió  Dios  por 
hacer  d  bien.  Pegue  usted,  joven,  que  yo  le  perdono. 

— ;Ah,  hipócrita!  ;  Hipócrita !— rugió  Zarzoso  con  la  mano 
todavía  levantada. 

Pero  el  ^  aspecto  de  aquel  hombre,  que  afectando  '  humildad 
y  resignación  aguardiaba  el  golpe  sin  conm.overse,  le  desarmó 
en  seguida,  haciéndole  bajar  la  mano.  El  no  podía  seguir  des- 

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VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   E  Z 

ahogando  su  justo  furor,  a  pesar  de  qoie  estalm  convencido  de 
que  aquella  resignación  era  pura  farsa. 

Irritado  porque  el  enemigo,  a  quien  odiaba^  no  era  tan  au- 
daz en  sus  actos  como  en  sus  palabras,  y  comprendiendo  que  de 
seguir  aáli  cometería  la  infamila  de  ensañarse  con  un  hombre 
que  no  qdería  defenderse,  se  apresuró  a  salir  de  la  casa. 

No  quería  ver  más  a  María,  y  maldecía  en  aquel  momento 
la  hora  en  que  a  ésta  se  le  había  ocurrido  llamarle,  sacándole 
de  ia  plácida  tranquilidad  en  que  vivía. 

Marchó  dte  espaldas  hacia  la  puerta,  lanzando  iracundas  mi- 
■raidas  al  jesuíta,  que  seguía  con  la  cabeza  baja,  afectando  hiunil- 
dad;  y  cuando  llegó  a  la  puerta,  dijo  con  resolución: 

— Se  cumplirán  los  deseos  de  usted;  no  volveré  más  por 
aquí;  pero  conste  qvh  el  niño  que  está  arriba  se  halla  ya  fuera 
de  peligro,  y  si  es  que  hay  malvaidjos  que  le  hacen  sufrir  uníi 
mortal  recaída,  aquí  estoy  yo  que  sabré  exigir  responsabilidad  a 
ios  culpables.  Adiós,  jesuíta.  Estamos  en  paz ;  mucho  daño  me  has 
hecho,  grandes  ddores  me  has  obligado  a  sufrir;  pero,  al  me- 
nos, acabáis  de  proporcionarme  la  satisfacción  (de  que  a)bofetee 
esle  rostro,  inmunda  máscara  tras  la  cual  se  oculta  la  doblez  y 
la  mentirla*. 

Salió  el  médico  del  la  habitación,  y  al  quedarse  solo  el  jesuíta, 
permaneció  algunos  iminutos  inmóvil  y  ensimismado. 

Después  rascóse  la  mejilla,  enrojecildla  por  la  bofetada,  y  dijo 
con  ciaílma,  sonriendo  con  expresión  diabólica: 

— ^¡  Ah,  doctorzuelo !  ¡  Caro  te  ha  de  costar  este  desahogo ! 

Inmediaitamenitle  salió  del  hotel,  sin  que  la  desconsolada  con- 
dlesa,  siempre  al  laldb  de  la  camla  de  su  hijo,  llegase  a  apercibir- 
se de  lo  que  había  ocurrido  en  el  piso  bajo,  y  media  hora 
después  el  jesuíta  estaba  en  su  despacho  escribiendo  un  papel, 
que  luego  entregó  a  uno  de  sus  secretarios,  encargando  que 
inmediatamente  lo  llevase  a  su  destino. 

Erla  un  telegrama: 

"Londres.-— Flieet  Street,  5.  Hotel  Hig-Lif fe.— Francisco  Or- 
dóñez. 

''Ven  inmediatamente,  asunto  de  honor  urgentísimo.  Te  ne- 
cesito.— Tomás  Ferrari.^' 


6S 


LA  ARAÑA  N       E       G      R 


IV 


La  mansedumbre  del  padre  Tomás. 

Cuatro  días  después  estaba  ya  en  Madrid  el  deganfte  _0r- 
dóñez.  '  ^     i    '  M  í;-»l^*  : 

Había  sidb  muy  oportuno  para  él  el  telegrama  del  padre 
Tomás. 

Las  grandes  corridas  de  caballos  de  la  ciudad  de  Londres 
habían  sido  mruy  funestas  para  Ordónez,  pues  perdió  todas  las 
apulestas  que  hizo,  y  éstas  eran  tan  considerables,  que  no  sólo 
se  quedó  sin  dinero,  sino  que  tuvo  que  recurrir  a  pedir  pres- 
tados algunos  centenares  de  libras  esterlinas  a  los  amigos  que 
tenía  en  la  alta  sociedad  londinense. 

El  telegrama  del  jesuíta  sirvió  a  Ordónez  'de  pretexto  para 
huir,  antes  de  que  terminasen  iais  carreras,  sin  que  sus  amigos 
pudieran  achacar  este  acto  al  temor  de  seguir  perdiendo ;  e  in- 
mediatemente  salió  para  Madrid,  pensando  ée  dónde  sacaría  los 
aeis  o  siete  mil  duros'  que  debía  entregar  sin  pérdiida  de  tiempo 
a  sus  aristocráticos  acreedores. 

Ordónez,  que  nunca  se  haibía  preocupado  por  las  deudas, 
sentía  ahoira  la  impaciiencia  de  pagar  cuanto  antes,  para  no 
sufrir  menoscabo  alguno  en  su  fama  de  hombre  opullento,  pues 
sus  amigos  de  Londres  le  creían  dueño  absoluto  de  la  presente 
fortuna  que  pertenecía  a'  su  mujer. 

Ordónez  tenía  puestos  sus  ojos  en  el  paidre  Tomás,  propo- 
niéndose que  fuese  éste  quien  se  encargara  de  satisfacer  la 
presente  deuda,  como  ya  lo  había  hecho  con  otras. 

¿No  le  llamaba  con  gran  urgencia  diciendo  que  necesitaba 
de  él?  Pues  bien;  ya  que  con  tanto  imperio  le  mandaba,  al 
menos  c;ue  pagase  la  exacta  obediencia,  encargándose  de  ex- 
traer, ¿id  peculio  de  María!,  la  cantidad  que  el  esposo  necesiitaba 
para  pagar  sus  deudas. 

Deseoso  Otidóñez  de  arreglar  cuanto  antes  aquel  asnntillo 
y  de  mostrarse  obediente  y  respetuoso  con  el  p'adre  Tomás,  fué 
a  buscar  a  éste  en  su  despacho  el  mismo  día  de  su  llegada. 

El  jesuíta  le  recibió  con  la  misma  cordialidad  fría  y  calmosa 
que  si  le  hubiese  visto  el  día  anterior. 

— ^¡  Hola,  perdido ! — ^le  dijo  con  benevolencia — .  Por  fin  te 
has   decidido  a  venir,    abandonando    ese    maldito  sport,  que  ha 

69 


VICENTE  BLASCO  I  B   A   Ñ   E   Z 

ae  ser  tu  ruina.  ¿No  has  sabido  la  psiigrosa  enfermedad  de  ru 
hijo? 

— Sí;  un  día  antes  de  recibir  el  telegrama  de  usted,  me  te- 
legrafió María,  y  yo  me  disponía  ya  a  venir,  cuando  recibí  ¡a 
)rden  de  vuestra  paternidaid,  que  sirvió  para  acelerar  aún  más 
ni  m^archa. 

Ordóñez  mentía,   pues  la  enfermedad  die  su  hijo,   aunque  íe 

:ausó  cierta  impresión,  no  le  había  decidido  a  regresar  rápida- 

nente  a   Madrid.  Al  recibir  el  telegrama  de  María  le  quedata 

todavía  algún  dinfero,  y  confiaba  desquitarse  en  las  carreras  que 

aún  habían  de  verificarse. 

— ¡  Bah ! — ^se  dijo  el  amable  vividor,  al  recibir  el  aviso  de 
su  desolada  esposa^ — -.  Porque  3^0  vaya  ¡a-llá,  Paquito  no  se  pon- 
drá mejor;  además,  las  madres  exageran  siemxpre  mucho.  Esto 
no  pasará  de  ser  uria  enfermedad  propia  de  la  niñez  y  que  todos 
hemos  sufrido;  el  sarampión,  por  ejemplo.  La  semiana  que  viiene 
me  iré. 

Y  Ordóñez  se  olvidó  por  completo  de  su  hijo,  lo  que  no 
impedía  que  ahora,  en  presencia  dle  su  terrible  protector,  se  ^s- 
fcrzas'e  en  demostrar  que  le  había  herido  en  el  alm.a  la  noticia 
ide  la  enfermedad  del  niño,  y  que  experimentó  una  alegría  in- 
mensa a  su  llegada,  al  saber  que  Paquito  estaba  ya  fuera  de 
peligro. 

— Vaya,  no  te  esfuerces  tanto  en  demostrarme  lo  que  no 
sientes^ — ^dijo  el  jesuíta,  que  conocía  bien  a  su  discípulo — .  No 
niego  que  querrás  a  tu  hijo,  pero  estoy  convencido  de  que  entre 
él  y  el  Gladiateur,  el  Vincitor  o  cuaiiquier  otro  caballejo  de  esos 
que  corren  en  las  carreras,  te  vas  con  los  últimos. 

— ■]  Oh,  padre  Tomás !   ;  Qué  bromas  tiene  usted ! 

— ^ Vamos  ^  ver.  ¿Cómo  te  ha  ido  en  las  carreras? 

Ordóñez  se  animó  con  esta  pregunta.  Antes  de  entrar  ea 
aquel  despacho  estaba  muy  preocupado  buscando  el  mddio  de 
abordar  al  jesuíta  para  suplicarle  que  le  librase  de  tan  afren- 
tosas deudas;  y  ahora,  he  laquí  que  era  el  mismo  padíre  Tomás 
quien,  inesperadamente,  le  ponía  en  camino  dle  hacer  la  petición. 

El  aristocrático  calavera  adoptó  un  gesto  de  compunción  y 
murmuró : 

— Mal,  muy  mal,  reverendb  padre.  He  sido  muy  desgraciado, 
y  la  'fortuna  se  ha  burlado  ¡de  mí  todo  lo  que  ha  querido.  No 
sólo  perdí  cuanto  dinero  llevaba,  sino  que,  además,  he  contraído 
algunas  deudas  con  mis  amigos  del  Gentleman--Club,  de  Londres. 
Esto  es  terrible;  deudais  que  no  pueden  ser  más  sagradas  y  q^^ 
hay  que  pagar  apenas  llega  uno  a  su  casa,  así  tenga  qule  vender 
hasta  su  última  camisa. 

70 


LA  ARAÑA  NEGRA 

Orclófiez  se  detuvo,  pues  como  era  costumibre  siempre  que  le 
iba  con  tales  deruJanldas  al  jesuíta,  éste  ponía  la  cara  fosca,  pre- 
pariándose  a  anonadiarie  con  un  terrible  sermón;  pero,  con  gran 
sorpresa  del  calavera,  el  padre  Tomás  no  sólo  permaneció  im» 
pasible,  sino  quie  hasta  le  pareció  a  él  que  por  sus  iaibios  va- 
gaba una  tenue  sonrisa. 

Buen  signo  era  aquel.  Ordóñez  sintió  renacer  su  ánimo,  y 
su  osadía  aún  fué  en  aumento-,  cuandoi  ei  jesuíta,  sin  hacer  co- 
mentairio  alguno,  le  preguntó  sencillamente: 

— <¿  Y  cuánto  es  lo  que  debes  ? 

— iVeinte  mil  duros^ — ^contestó  sin  vacilar  Ordóñez  y  sin  im- 
portarle mentir  otra  vez. 

Veía  tan  bien  dispuesto  al  padne  Tomás  y  tan  animado  por 
una  inesperada  benevolencia,  que  juzgó  muy  prudente  el  apro- 
vecharse de  la  ocasión  para  adquirir  dinero.  El  jiesuíta,  al  co- 
nocer la  cantidad),  hizo  un  gesto  de  desagrado,  y  Ordóñez  creyó 
que,  en  vez  de  pagar  sus  deudas,  lo  que  iba  a  hader  el  jesuíta 
era  dirigirle  uno  de  sus  terribles  sermones;  pero  pronto  se  tran- 
quilizó al  oírle  hablar. 

— Mucho  diniero  es  ése,  y  de  seguro  que,  a  seguir  en  tu 
desordenada  vida,  pronto  serán  insuficientes  para  tus  gastos  las 
cuantiosas  rentas-  de  tu  mujer. 

Pero  el  padre  Tomás  pareció  arrepentirse  del  tono  con  que 
hablaba  a  Ordóñez,  y  añadió  después  benévolamente: 

— ^Pero,  en  fin,  hijo  mío,  ya  que  has  contraído  tales  deudas, 
preciso  es  pagarlas,  y  no  seré  yo  quien  me  oponga  a  ello.  Ai 
hacer  aquel  trato  que  tú  recordarás,  te  prometí  mi  consenti- 
milento  para  que  gastases  cuanto  quisieras  de  las  rentas  de  ^^ 
lesposa,  y  no  he  de  faltar  a  mi  palabra,  a  pesar  de  que  noto 
que  abusas  demasiajdo  de  mi  permiso.  Mañana  mismo  hablaré 
coai  el  administrador  de  tu  esposa,  y  aunque  creo  que  no  anda 
muy  sobrado  de  fondos,  arreglaremos  el  asunto  para  que  tengas 
CLianto  antes  los  veinte  mil  duros. 

Ordóñez  estaba  encantado  por  la  servicial  benevolencia  ^^ 
padre  Tomás. 

Ni  aun  influido  por  el  mayor  optimismo  podía  él  imaginarse 
que  iba  a  serile  tan  fácil  el  adquirir  la  exagerada  cantidad  en 
que  halbíai  fijado  sus  deudas. 

El  elegante  manifestó  su  agradecimiento  con  las  más  expre- 
sivas palabras  que  encontró;  pero  se  dietuvo  de  pronto,  y  afec- 
tando gravedad,  düjo_  a  s«  protector: 

— Perdone  usted  ni  aturdimiento,  padre  Tomá.s.  Ocupado  on 
mis  asuntos,  he  olvidado  que  usted  me  niecesita,  y  por  esto  me 

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VICENTE  BLASCO  1  D  A   Ñ   E   Z 

envió  el  telegrama  a  Londres.  ¿Eii  qué  puedo  yo  servirle?  Man- 
iúie,  que  inmediatamente  obedeceré. 

El  padre  Tomás  puso  también  un  gesto  de  graveidlad  y  en- 
tró de  lleno  en  el  asunto  que  a  él  le  resultaba  más  importante. 

— Es  verdad  que  hlaibiando  de  tus  deudas  hemos  olvidado  ol 
asunto  principal.  Te  he  man|dado  a  llamar  porque  en  tu  pronta 
venidla  consistía  que  tu  honor  quedase  a  salvo. 

— \  Mi  honor ! — exclamó  Ordóñez,  que,  como  perfecto  aven- 
turero de  la  clase  elevadas,  era  capaz  dle  cometer  las  mayores 
estafas,  sin  que  por  esto  dejase  de  palidecer  apenas  se  ponía 
en  duda  lo  que  él  llamaba  su  honor. 

— ^Sí,  tu  honor,  hijo  mío — continuó  ei  padrte  Tomás,  con  la- 
expresión  del  que  hace  rtevelaciones  importantísimas — .  Duran- 
te tu  ausencia  han  ocurrido  en  tu  casa  algunas  cosas  que  hacían 
necestairia  tu  pronta  llega,da  aquí. 

— ^Hable  usted,  padre  Tomás.  Espero  con  impaciencia  esas  re- 
velacionies  importantes, 

— ^¿Recuerdas  que  María,  antes  de  concederte  su  mano  ^^ 
mostraba  príeocupada  y  (desdeñosa,  hastai  el  punto  de  qne  tú 
creías  que  tenía  ciertos  amores  en  secreto? 

Ordóñez  contestó  con  un  signo  afirmativo. 

— ^Pties  bien:  ilo  que  tú  sospechabas  era  la  verdad.  María 
iainaba  con  dleürio  a  un  joven  médico  que  estaba  haciendo  sus 
esftudios  en  Píarís,  y  que  ahora  es  im  doctor  célebre  a  Q^ien  co- 
noce todb  Madrid. 

— ^¿Cuál  ©s  su  nombre? — preguntó  con  impaciencia  Ordóñez. 

— El  doctor  don  Juan  Zarzoso.  Es  especialista  en  "enferme- 
dades de  niños  y  tiene  gran  fama  por  sus  asombrosas  curacio- 
nes. ¿Le  conoces? 

— No  le  he  visto  nunca;  pero  he  leíidb  muchas  vedes  su 
nombre  en  los   periódicos. 

— Pues  bien;  ese  homlbre  fué  novio  de  María,  y  sus  amores 
no  leran  una  niñada  para  pasar  el  tiempo,  pues  te  puedo  asiegu- 
rar  que  María  le  amó  como  una  loca  y  tal  vez  hoy  la  imagen  de 
Zarzoso  aún  ocupa  en  su  corazón  un  lugar  preferente.  Si  la 
que  es  hoy  tu  mujer  accedió  a  darte  la  mano,  fué  porque  en 
aqulel  momento  estaba  irritadísima  por  una  infidelidad,  más  o 
menos  cierta,  del  hombre  amado.  Sé  que  Marb,  por  educación  y 
por  su  carácted  excesivamente  pundonoroso,  es  incapaz  de  faltar 
a  sus  "de-beres  conyugales;  pero  teng'o  la  certeza  de  que  en  el 
fondo  ama  más  a  su  antiguo  novio  que  a  su  marido. 

Ordóñez  se  halbía  preocupado  pocas  veces  del  amor  de  su 
esposa.  Seguía,  como  antes,  entretieniendo  bailarinas  y  disputan- 
do la  posesión  de  las  mundanas  más  famosas  a  sus  compañeros 

72 


LA  ARAÑA  NEGRA 

en  calaveradas;  pero,  a  pesar  de  la  indifereiiicia  con  que  siem- 
pre había  mLrajdo  a  su  esposa,  no  pudo  evitar  un  movimiento 
de  despeclio  al  oír  tales  rievelaciones.  Aquello  no  eran  celos, 
sino  una  irriftación  id'el  amor  propioi  herido. 

Con  una  mirada  hostil,  dio  a  entender  al  jesuíta  el  efecto 
que  le  causaban  sus  revelaciones,  y  éste  continuó,  bastante  sa- 
tisfeciio  del  resultado  de  sus  palabras: 

—Pues  bien,  hijo  míio;  ese  hombre,  que  en  realidad  es  el 
dueño  del  corazón  de  tu  esposa,  ha  entrado  estos  días  en  tu  casa. 
y  ha  piermanecido  allí  una  noche  entera. 

-H¡Eh!  ¿Qué  es  lo  que  ust^d  dice,  padre  Tomás ?—iexclamó 
furioso  y  alarmiado  Oridbñez  por  aquellas  palabras  dichas  con  tan 
marcado  deseo  de  molestarle. 

—*j, Calma,  hijo  mío,  calma!  No  hagas  todavía  suposiciones 
y  espera  que  acabe  de  hablarte.  Miaría  te  es  fid,  no  ha  faltado 
a  sus  deberes,  pues  Zarzoso  entró  en  tu  hotel  llamado  como  me- 
dico y  no  como  antiguo  amante.  Tu  hijo  estaba  gravemente  en- 
fermo dte  un  ataque  de  meningitis  aguda,  y  Miaría,  no  sabemos 
si  aturdida  o  con  otra  i-n;Lención,  en  vez  de  llamaniie  a  mí  ^y  al 
méjdico  de  la  casa,  solicitó  el  auxilio  db  Zarzoso,  el  cual,  justo 
es  confesado,  salvó  ai  pobrd  Paquito  después  de  pasar  una  no- 
che lentera  a  la  cabecera  de  su  cama  luchando  con  la  terrible 
enfermedad. 

Ordóñez  se  halbía  tranquilizado  al  ver  el  giro  que  tomaba  la 
re\^el:ación,  y  dijo  sonriendo: 

— ^Sfegún  esto,  no  veo  qute  la  cosa  sea  tan  grave.  Es  verdad 
que  María  ha  obrado  ligeramente  al  llamar  a  casa  a  su  antiguo, 
novio,  pero  una  madre  no  repara  en  nada  cuanto  se  trata  de 
salvar  a  su  hijo  que  estlá  en  peligro. 

— lE'S  verdadi — dijo  el  jesuíta,  contrariado  por  la  blenevol.en- 
cía  que  mostraba  Ordóñez — qr.e  hasta  aquí  la  cosa,  nada  tiene 
de  grave;  'i^ro  ahora  verás  cómo  cambia  de  aspecto.  Yo  fui 
a  tu  casa  apenas  supe  d  ostado  de  tu  hijo;  allí  me  encontré 
casualmenite  con  d  doctor  Zarzoso,  y  supe  con  asombro  que  «1 
era  quien  curaba  al  niño  y  que  por  'esto  pasaba  gran  parte  del 
día  <en  el  hotel.  Ya  puedes  imaginarte  lo  que  pensaría  yo  en  pre- 
sencia de  aqud  hombre,  cuyos  aintiguos  amortes  sabía.  Compren- 
dí que  de  conocer  alguien  que  no  fuera  yo  la  historia  de  los 
pasados  amores,  no  tardarían  en  surgir  desfavorables  comenta- 
rios len  vista  de  la  asiduidad  con  que  Zarzoso  entraba  en  tu 
casa,  y,  por  otra  parte,  me  asustó  la  natural  idea  de  que  rozán- 
dose dos  seres  que  se  habían  adorado  tanto,  no  tardaría  en. 
despertar  d  adormecido  amor,  y  entonces  María  sería  capaz  de 

73 


^'    ^    ^"    ^   ^'    ^^   ^  I^    L    .1    :.    ^    o  I   B   A    N   E   Z 

olvidar  sus  ciebere.3  y  serüe  infiel.  ¿Pensaba  bien  o  no?  ¿Qué  te 
parece,   lujo  mío?  '    *^^"'" 

Ordóñez  contestó  afirmativamerte,  y  dio  a  entender  al  je- 
suíta que  espera^ba  con  impaciencia  el  resto  de  sus  revelaciones^. 
—Movido  por  el  deseo  de  impedir  ese  peligro  que  veía  tan 
próximo,  hablé  a  Zarzoso  rogándole  en  nombre  del  cielo  que 
no  volviese  mas  por  aquella  casa,  con  lo  cual  dejaría  tranquila 
cna,  tanil.a  y  se  portaría  como  un  caballero.  ¿Y  cuál  cree^  tú 
que  fué  su  contestación? 

_      El_  jesuíta  se  detuvo  como  gozánidlose  en  la  perplejidad  v  la 
impaciencia  de  su  protegido,  y  añadió  después  • 

-.Debo  advertirte  que  el  tal  Zarzoso  es  un  impío,  un  ateo, 
un  defensor  de  doctrinas  iníeriiales,  que  tal  vez  hace  todos  esos 
actos  de  candad  que  tanto  prestigio  le  dan,  con  el  único  objeto 
de  eiiganar  y  seducir  a  la  gente  sencilla.  ¡  Qué  diferencia  -rtre 
ese  joven  y  los  que,  como  tú,  habéis  sido  educados  por  la  Santa 
Compañía  en  los  slanos  principios  religiosos!  En  vez  de  respe- 
tíir^mis  años  y  estos  sagradlos  hábitos  que  llev^o,  contestó  a  mis 
cariñosas  palabras,  a  mis  mansas  exhortaciones,  con  insultos 
y  amenazas,   acabando  por  darme  una  bofetada. 

—¡Le  aibofeteó  a  usted!...  ¡Y  en  mj  casa !— exclamó  Ordó- 
ñez con  asombro. 

—Si,  me  golpeó  villanamente  en  esta  mejilla,  y  como  si  esto 
no  le  bastara  para  desahogar  su  rabia,  te  insultó  'a  ti,  que  esta- 
bas anísente,  diciendo  nue  deseaba  matarte,  pora-ie,  en  su  con- 
cepto, eres  un  canalla  que  le  has  robado  a  la  mujer  amada,  aña- 
diendo que  te  conocía  muy  bien,  que  eres  un  estafador  y  qué 
sé  yo   cuantas   cosas   más. 

Ordóñez  se  había  levantaidlo  de  su  asiento,  pálido,  tembloroso 
y  con  el^bigotillo  erizado  por  un  gesto  de  ira. 

Revivíia  en  él  el  antiguo  espadachín,  que  valido  de  su  su- 
perioridad en  las  armas,  C'uería  siempre  tener  razón,  y  a  los 
que  le  acusaban  por  sus  esta'fas  o  por  sus  fullerías  en'  eí  juego, 
les  contestaba  con  estocadá^s. 

Kl  jesuíta,  aunque  permanecía  extieriormente  impasible,  de- 
bía isentir  en  su  interior  p-rnn  satisfacción,  al  ver  el  coraje  oue 
tales   nal  abras   producían   en  su   discípulo. 

— ^Yo  no  siento  la  .br-í^-'f-id'' — d'í'^  r^ii  exr)re?nón  de  manse- 
dumbre—. Sacerdote  soy  del  Hijo  de  Dios,  que  recibía  con  h. 
más  sublim.e  paciencia  las  más  terribles  injurias,  y  tengo  la 
obligación  santa  de  perdonar  a  los  que  me  maltraten.  Pero  yo. 
hijo  mío,  wrmanecería  impasible  y  aun  daría  gracia?  ^  Dios, 
porque  así  none  a  prueba  mi  riaciencia.  si  el  que  me  abofeteo 
fuese  uno  de  los   nuí^stros,   un  buen  católico   que   en   un   rapto 

74 


L       A  ARA       Ñ       A  NEGRA 

de  furor  hubiese  oometido  tal  ateaitado;  a  ese  le  perdonaría; 
pero  no  pu6db  transigir  con  el  hecho  ¡de  haber  sido  abofeteado 
por  un  impío,  por  un  ateo,  a  quien  inspira  el  diablo.  Esto  es 
paria  mi  intoilerabíle,  pues  tengo  la  convicción  de  que  este  <ies- 
graciado  obró  así  con  el  afán  de  humillar  a  nuestras  divmas 
creencias,  y  que  al  golpeanme  a  mi,  no  pensó  en  insultar  al 
sacerdote,  sino  a  la  Iglesia  enteria. 

Se  detuvo  el  jesuíta  para  apreciar  el  efecto  de  siis  palabras, 
y  viendo  a  Ordóñez  cada  vez  más  conmovido  por  una  sorda 
irritación,  continuó : 

— ^¡Abofetear  a  la  Iglesia!...  .¿'Crees  tú,  hijo  mío,  que  tal 
atentado  puede  quedar  impune?  Yo,  como  camp-eón  de  C»ios, 
no  puedo  transigir  con  la  idea  de  que  triunfe  el  Infierno  y  la 
Iglesia  quede  humillada,  cosa  que  sucederá  si  ese  hcmlbre  terri- 
ble no  sufre  un  castigo  digno  de  él.  ¡  Ah !  ¡  Si  yo  no  vistiese 
estos  hábitos!...  ¡Si  no  fuese  tan  viejo!  Mi  situación  es  igual 
a  la  del  anciano  padre  del  Cid,  después  de  recibir  la  bofetada 
del  conde  Lozano;  pero  en  vano  busco  p^  mi  ai  rededor  qui>a::  ha 
de  vengarme,  pues  no  encuentro  un  Rodrigo  idüspuesto  a  desen- 
vainar su  espada  por  mí. 

Ordóñez  le  interrumpió,  como  ya  lo  esperaba  el  jesuíta: 

— ^Yo  seré  ese  vengador  que  vuestra  reverencia  necesita.  Odio 
a  ese  joven,  tanto  por  el  atientado  de  que  le  ha  hecho  a  usted 
víctima,  como  por  sus  antiguas  relaciones  con  María.  Además, 
los  insultos  que,  según  usted  afirma,  me  dirigió,  y  el  haber  ocu- 
rrido en  mi  casa  la  violenta  esdena,  me  autorizan  para  retar 
a  ese  caballero  y  para  imatarle  después;  pues  ya  sabe  usted  que 
hay  pocos  tan  hábiles  como  yo  en  el  manejo  de  las  armas. 

El  padre  Tomás  afectaba  estar  conmovido  por  aquel  rasgo 
que  calificaba  die  sublime  y  decía  con  expresión  de  júbilo: 

— Acepto  tu  g^eneroso  ofrecimiento,  y  tengo  la  seguridad  de 
que  Dios  te  premiará  este  servicio  que  vas  a  prestar  p.  su  ca:  sa. 
Admito  tu  dírecimiento,  principalmente,  ponqué  estoy  convencido 
de  que  saldrás   victorioso  Tienes  gran  fama  de  tirador, 

— ^¿Y  ese  niédico  no  es  experto  en  el  uso  de  armas? — pre- 
guntó con  cierta  inquietud  el  elegante. 

— ^No  creo  que  sepa  manejar  otro  acero  que  eil  del  bisturí.  Toda 
su  vida  la  ha  empleado  en  aprender  infamias  científicas,  para 
negar  a  Dios  y  a  la  religión. 

— Esta  tarde  misma  le  enviaré  mis  padrinos.  Voy  a  ir,  sin 
pérdida  de  tiemipo,  en  busca  de  dos  amigos  ée  confianza.  Les 
pillaré  en  casa  antes  de  que  salgan. 

— Espero,  hijo  mío,  que  para  nada  figurará  mi  nombre  en 
•este  asunto. 

75 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   E  Z 

— ^Pierda  ii9te<i  cuidado,  padre  Tomás.  Conozco  de  sobra  )-0 
que  son  estáis  cosas.  Mi  reto  está  furijdado  en  el  disgusto  proidii- 
cid'o  por  ciertas  violencias  que  Zarzoso  se  ha  permitido  en  mi 
casa  y  por  los  insultos  que  me  dirigió  estando  yo  ausente. 

— ^j  Bravo !  Eso  es.  Que  rio  &e  mencione  para  nada  la  bofetada 
que  me  dio. 

— 'Así  se  hará:  tanto  más  cuanto  que  él,  como  persona  inte- 
ligente, podrá  adiviixar  de  dónde  viene  el  golpe  '-y  cuái  es  la  vcr- 
¿iadera  causa  ¡del  reto. 

Aún  hablaron  durante  algimos  minutos  el  padre  Tomás  y 
,  aquel  protegido,  a  quien  él  llamaba  pomposamente  'el  campeón, 
de  Dios,  a  causa  de  la  venganza  de  que  se  habia  encargado. 

El  rdoj  del  despacho  dio  las  once,  y  Ordóñez  se  apresuró'  a 
marcharse. 

— Buena  hora — dijo  alegremente — para  pillar  a  mis  dos  ami- 
gos en  la  cama.  De  seguro  que  ninguno  de  los  dos  se  ha  levan- 
tado todavía.  Hasta  mañana,  padre  Tomás.  Antes  idb  veinticuatro 
horas  ese  mocito  habrá  llevado  su  m.erecido. 

Estaba  Ordóñez  junto  a  la  puerta  cuando  le  llamó  el  jesuíta, 
diciéndole  con  acento  bonidadíoso : 

— Escucha,  atoiondraido.  El  que  nos  ocupemos  de  mis  asun- 
tos no  es  motivo  para  que  olvidemos  los  tuyos.  Hablaré  esta 
tarde  al  administrador  de  la  condesa  para  que  te  entregue  lo  que 
necesitas  y  puedas  pagar  tus  deujdas.  Y  mira:  he  pensado  que, 
en  tu  Siituación,  esos  veinte  mil  duros  no  te  sacan  de  penas,  pues 
como  son  para  pagar  deudas,  te  quedarás  inmediatamente  sin  un 
céntimo.  Lo  hd  pensado  bieri,  y  creo  que  será  niejor  hacer  un 
empréstito  para  ti  de  veinticinco  mil  duros;  medio  millón  de  rea- 
les, así  la  cuenta  resulta  más  redonda. 

— ^¡  Oh,  reverendo  padre !  Tantas  bondades  me  confunden  3- 
no  sé  ^mo  agradecerlas.  Gracias,  muchas  gracias ;  se  necesita 
ser  un  impío  dejado  d'e  la  mano  die  Dios  para  abofetear  a  un 
hombre  tan  bondadoso  y  tan  bueno. 

Y  Ordóñez,  besando  la  mano  de  su  protector,  salió  del  des- 
pacho con  aire  idie  satisfacción  y  alegría. 

El  padre  Tomás,  al  quedar  sólo,  agitó  su  mano  con  expresión 
amenazante,  como  si  se  ¡dirigiera  a  algún  ser  invisible  que  estu- 
viese en  la  habitación,  y  miurmuró : 

— 1¡  Ah,  'doctorcillo !  Me  parece  que  de  ésta'  ya  no  darás  más 
bofetadas. 

Mientras  tanto,  Ordóñez  bajaba  la  escalera  de  aquella  anti- 
gua casa,  diciéndose  interiormente: 

— (La  verdad  es  que  eil  servicio  no  puede  estar  mejor  pagado 
y  que  la  propojición  ha  sido  hecha»  del  modo  más  correcto  y  di- 

7^ 


-LA  ARAÑA  NEGRA 

p'lomático,  sin  que  pueda  considerarse  herida  mi  susceptibilidad. 
Veinticinco  mil  duiros  si  matas  a  ese  caballerete  que  me  ha  abo- 
íeteaf^o;  esto  es  en  el  fondo  la  proposición  con  toda  su  crudeza. 
•No  se  puede  negar  que  el  padre  Tomás  se  porta  como  hombre 
espléndido  cuando  trati  dle  librarse  de  un  enemigo^...  Pero,  ¡qué 
demonio!,  si  ese  dinero  que  me  va  a  dar  es  mío,  puesto  que  per- 
tenece a  mi  esposa...  Reconozco  en  este  golpe  a  los  jesuítas. 
Siempre  se  muestran  generosos  y  pródigos  cuando  disponfen  del 
bolsillo  ajeno. 


V 


Asesinato  legal. 

Cuando  el  doctor --Zarzoso  recibió  la  visita  de  los  padrinos  de 
Ordóñez  no  experimlentó  gran  extrañeza. 

Al  disiparse  la  ira  que  le  había  dominado  dorante  su  violenta 
conferencia  con  el  padre  Tomás,  pensó  fríamente  su  situación, 
adivinando  que  un  hombre  tan  terrible  y  maligno  como  era  aquel 
jesuíta  no  tardaría  en  tomar  venganza.  En  su  concepto,  abofe- 
tear ai  jefe  del  jesuitismo  en  España,  era  exponerse  a  mil  iras 
vengadoras  ocultas  en  la  sombra,  y  por  esto  se  extrañaba  al  ver 
<]ue  transcurrían  unos  cuantos  días  sin  notar  la  persecución  del 
ofendido  padre  Tomás. 

Los  padrinos  de  Ordóñez  eram  un  coronel  mási  conocido^  por 
sus  jugadas  en  el  Casino  que  por  sus  campañas,  y  un  marqués 
que  tenía  reputación  dle  ser  el  primer  tirador  de'  armas  de  Es- 
paña, y  cuya  intenvención  resultaba  imprescindible  en  todos  los 
duelos  que  se  concertaban  en  Madrid. 

Llegaron  a  casa  del  doctor  a  las  dos  de  la  tarde,  cuando  éste 
acababa  de  terminar  su  diaria  consulta  para  los  pobres,  y  des- 
pués de  enseñarle  una  carta  de  Ordóñez  en  que  les  facultaba 
para  representarle  en  el  lance,  diéronle  otra  dfel  mismo  individuo, 
la  cual  produjo  en  el  doctor  terrible  efecto. 

Ordóñez  exigíale  una  satisfacción  por  lo  ocurrido  en  su  casa; 
pero  el  estilo  de  la  carta  era  tan  despreciativo'  y  abundaban  tanto 
en  ella  las  palabras  irónicas  y  mortificaiites,  que  Zarzoso,  pálido 
por  la  ira,  arrojó  el  papel  con  visibles  muestlrais  de  desprecio. 

— Señores — dijo  a  aquellos  dos  espadachines  elegantes — ,  soy 
Uf  hombre  de  ciencia,  y  como  ocupado  en  el  estmlio  no  he  te- 
nido tiempo  para  enterarme  lák  ciertas  cosas,  ignoro  lo  que  se 

77 


VICENTE  BLASCO  I  B   A   Ñ   E   Z 

hace  en  casos  como  el  presente.  Dispensen  ustedes  mi  ignoran- 
cia; pero  si  yo  me  niego  a  dar  esas  manifestaciones  humillantes 
que  pide  «.se  señor,  ¿  qué  ocurrirá  entonces  ? 

— Tendrá  usted  que  batirse  con  nuestro  apadrinado — contestó 
el  coronel. 

Y  el  marqués  añadió  con  entonación  campanuda,  como  si  ha- 
blase de  una  cosa  santa: 

— Así  lo  exige  el  Código  del  honor. 

— Perfectamente — dijo  con  ironía  Zarzoso — .  ¿Y  qué  más  ce- 
remonias exige  ese  sagrado  Código? 

— Debe  usted  nombrar  dos  padlrinos  para  que  se  entiendan 
con  nosotros  y  conoertar  entre  los  cuatro  las  condiciones  del 
combate.  Esto  se  sobreentiende  que  será  si  usted  se  niega  a  dar 
explicaciones. 

— ^Me  mego;  sí,  señor.  No  conozco  a  ese  caballero  a  quien 
ustedes  representan,  pero  no  sé  por  qué  me  halaga  la  idea  de 
rompermie  la  cabeza  con  él.  Voj-  a  presentarles  a  ustedes  mis  pa- 
drinos. 

Y  el  joven  doctor  se  dirigió  a  su  gabinete  de  operaciones, 
donde  sún  estaban  los  ayudantes  esperartdio  las  órdienes  del  maes- 
tro antes  de  retirarse  hasta  el  día  siguiente. 

Escogió  dos  de  los  que  le  inspiraban  más  confianza  y  los  pre- 
sentó a  los  padrinos  de  Ordóñiez,  quienes  los  saludaron  con  una 
ceremonia  grave  y  casi  fúnebre,  invitándoles  a  reunirse  de  allí  a 
media  hora  en  el  domicilio  del  marqués,  para  concertar  el  diuelo. 

iCuando  Zarzoso  quedó  sólo  en  su  salón,  reflexionando  sobre 
aqud  suceso^  vio  entrar  a  su  tío,  el  viejo  doctor,  con  una  ex- 
presión ceñuda  y  volviéndose  a  todos  lados  como  si  quisiera  hus- 
mear algo  extraño  en  la  atmósfera. 

Paseando  por  el  salón,  miraba  de  vez  en  cuando  a  su  sobrino 
y  gruñía  sordaimiente,  hasta  que,  por  fin,  se  plantó  ante  el  joven 
y  le  dijo  con  expresión  de  juez  que  interroga: 

— Oye:  hace  un  momento  he  visto  salir  de  aquí  a  <iós  caba- 
Üleros  a  quienes  conozco.  Les  llamio  caballeros,  porque  esto  no 
significa  nada;  pero  en  realidad  son  dos  perdidos,  dos  tahúres  es- 
padachines de  esos  que  pululan  en  la  alta  sociedad  y  que  sólo 
sirven  para  hacer  daño  a  lasí  personas  honradas.  ¿  Qué  querían 
esos  individuos?  De  seguro  que  no  venían  a  buscarte  como 
médico. 

El  joven  permaneció  indeciso  por  algunos  momentos,  no  sa- 
biendo qué  contestar;  pero,  al  fin,  se  decidió  a  dtecir  la  verdad,  y 
liabló  a  su  tío  del  lance  que  tenía  próximo,  aunq-ue  procurando 
ocultar  su  verdadera  causa  y  diciendo  que  consistía  en  ciertas 
palabras  que  se  le  habían  escapado  hablando  con  algunos  amigos 

78 


LA  ARAÑA  NEGRA 

sobre  un  hombre  muy  conocido  en  la  alta  sociedad  y  cuyo'  nom- 
bre no  quería  revelar. 

— ^¿Y  qué  es  lo  que   dijiste  de  él? 

— ^Dije  que  era  un  canalla,  un  estafador  y  un  tahúr  que  había 
¡apelado  siempre  a  los  más  reprobables  medios  para  ganar  di- 
nero en  el  juego. 

— ^¿Y  es  esto  verdad'?  ¿Tienes  pruebas  de  ello? 

— ^j  Bah !  ¡Si  esto  lo  sabe  todo  Madrid!  El  tal  sujeto,  cuyo 
nombre  no  quiero  revelar,  tiene  la  fama  tan  bien  sentada,  que 
no  hay  persona  alguna  que  no  le  considere  como  un  píllete. 

Ei  buen  sentido  del  viejo  doctor,  su  lógicaí  de  hombre  rudo, 
pero  recto,  sublevábase  al  oír;  estas  palabra^. 

— '¿  Y  vas  a  batirte  con  un  homlbre  así  ?  Te  digo  que  no  com- 
piendo  estas  cosas,  y  que  me  parece  que  el  mundo  no  es  ya  más 
que  una  vasta  jaula  de  locos.  Comprendo  que  un  hombre  quiera 
matar  a  otro  cuando  éste  le  insulta,  atribu3^éndole  cosas  que  no 
ha  hecho;  pero  hablar  diel  honor,  de  la.  digniídad  y  de  satisfai:- 
ciones,  por  haber  sido  llamado  tal  como  se  merece  uno,  me  re- 
sulta la  mayor  de  las  demencias.  El  píllete  siempre  será  piíliete, . 
aunque  lleve  en  el  bolsillo  un  código  del  honor  y  sepa  tirar  a 
todas  las  armas  para  asiesínar  a  los  que  le  llaman  con  el  nombre 
que  merece,  y  el  hombre  honrado  sará  un  jumento,  si  por  res- 
peto a  testas  farsas,  que  se  llaman  conveniencias  sociales,  accede 
a  exponer  su  vida  riñendo  con  aquel  a  quien  ha  insultado  dándole 
los  calificativos  que  mierece  por  su  infame  conducta.  La'  cosa  es, 
clara.  Si  esos  espadachines  aristocráticos  que  viven  en  sociedad' 
como  en  país  conquistado,  no  quieren  verse  ofendidos  a  cada 
punto  en  lo  que  ellos  llaman  su;  honor,  que  lleven  mejor  vida  y 
sean  más  virtuosos  y  dignos,  pues  así  se  evitarán  que  el  hombre 
honrado  les  diga  la  verdad.  Tú  le  has  dicho  canalla  a  ese  indi- 
viduo cuyo  nombre  no  quieres  revelarme;  ahora,  le  que  a  él  le 
toca,  a  los  ojos'  de  la  sana  razón,  es  demostrar  que  no  merece 
tal  calificativo  y  hacer,  enseñándote  pruebas,  que  tú  lo  confieses 
•así.  Con  que  ya  lo  sabes;  te  prohibo  q-ue  te  batas.  Me  avergon- 
zaría dle  tener  en  mi  familia  un  imbécil,  que  por  lo  que  podrán 
decir  cuatro  desocupados,  fuese  a  matarse  con  un  hombre  que 
no  merece  ni  su  estinmción  si  su  respeto,  a  causa  de  su  falta  de 
vergüenza. 

Zarzoso  oía  a  su  tío  sin  que  sus  palabras  le  prodiujeran  efecto 
alguno.  Había  ya  adoptado  una  resolución  y  se  batiría  con  Or- 
dóñez,  pues  odiaba  a  este  hombre.  El  viejo  doctor  debió  adivinar 
en  la  mirada  de  su  sobrino  algo  de  ¡lo  que  éste  pensaba,  y  para 
disuadirle  de  su  tenaz  propósito,  se  apresuró  a  añadir : 

— Además  es  una  solemne  barbaridad,  una  locura  inconcebible, 

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VICENTE  BLASCO  I  B  A    Ñ   E   Z 

el  batirse  con  im  hombre  acostumbrado  al  manejo  de  las  armas. 
Eso  equivale  a  un  suicidio,  a  dejarse  asesinar  voluntariamente. 
jEres  tú  acaso  espadachín?  ¿Has  perdido  mucho  tiempo  ejerci- 
tándote en  -d  uso  del  sable  y  de  la  pistola?  No;  tú  eres 'un  honi- 
bi^e  de  ciencia,  te  has  dedicado  a  saber  curar  las  heridlas  y  no 
a  abrirlas,  y  entre  ser  aprendiz  de  sabio  o  aprendiz  de  asesino, 
has  preferido  lo  primero.  En  cambio,  lese  caballerete  que  te  reta 
d'ebe  ser  un  consumado  espadachín,  pues  así  lo  da  a  entender  I:l 
x:aii:dlad  de  los  amigos  que  te  ha  enviado.  Si  es  que  tiene  intere-5 
■en  librarse  de  ti,  para  que  no  le  censures  más  tiempo  diciéndolc 
lo  que  s,e  merece,  te  ensartará  como  a  un  paj arillo  o  te  meterá 
una  bala  en  la  cabeza.  Y,  ¿crees  tú  que  tiene  sentido  común  tii 
-marchar  a  la  muerte  voluntariamente  y  por  un  mal  entendido 
amor  propio?  ¿Qué  dirías  tú  de  un  hombre  que  débil  y  des- 
arm.ado  -se  metiera  voluntariamente  en  una  calle  donde  supiera 
-que  le  aguardaba  emboscado  un  asesino  para  matarle?  Si  est: 
enemigo  tuyo  fuese  un  hombre  de  ciencia  que,  como  tú,  se  hu- 
biese pasado  la  vida  eai'tregado  al  estudio,  sin  conocer  el  manejo 
de  arma  alguna,  entonces  se  podría  transigir  con  el  lance,  pues 
-al  menos  existiría  entre  los  dos  cierta  igualdad ;  pero  ir  a  po- 
nerse enfrente  de  uno  de  esos  perdidos  aristocráticos  que  apenas 
saiben  leer  y  c^iie  cifran  todos  sus  .conocimientos  en  bailar  bien  y 
tirar  a  las  armas,  es  ,una  locura  que  yo  no  puedo  consentir  a  un 
-sobrino  mío. 

Se  detuvo  el  doctor  para  apreciar  el   efecto  que  causaba  en 
el  joven  todo  cuanto  iba  diciendo,  y  como  conforme  hablaba,  en- 
tusiasmábase el  viejo  con  el  diesarroUo  de  aquel  tema,  se  apresuró 
-a  añadir: 

— Tú  bien  salbes  qtie  la  mayor  de  las  inconsecuencias  en  que 
puede  caer  un  hombre  sabio  es  arrebatarle  la  vida  a  un  semejante. 
Tú  que  eres  médico  contesta.  ¿  No  te  parece  que  bastantes  auxi- 
liares tiene  la  muerte  con  esas  innumerables  y  terribles  dolencias 
que  la  Naturaleza  descarga,  sobre  la  Humanidad?  ¿No  se  dc- 
-  sangra  bastante  la  especie  humana  con  esas  guerras  que  provocan 
los  reyes  y  que  mucliais'  veces  tienen  por  fundamento  una  ridicula 
cuestión  de  cortesía?  Yo  bien  sé  que  los  hombres  tenemos  algo 
die  fiera  y  que  muchas  veces,  alterándose  nuestro  sistema  i.vi- 
vioso,  se  oscurece  la  razón  y  ap'elamos  a  los  puños  como  supremo 
argumento.  Eso  está  muy  bien,  ¡  qué  demonio !,  y  no  seré  yo 
quien  pretenda  corregir  la  plana  a  la.  Naturaleza.  ¿  Se  insultan 
dos  hombres?  ¿Se  odian  por  motivos  particulares?  Pues  bien; 
comprendo  qué  al  encontrarse  desahoguen  su  furor  dándose  unos 
cuantos  puñetazos  y  hasta  me  parece  lógico  que  en  un  arraiv 
•que  de  su  brutalidad  excitada  lleguen  hasta  matarse.  Pero  lo  que 
no  comprendo,  lo  que  no  concibo  cómo  la  ley  na  lo  castiga  con 

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L      \d  4      R      A       Ñ       A  N      E       G      R       .^ 

las  más  terribles  penas,  es  que  dos  hombres,  algmios  <Íias  des- 
pués ¡de  haberse  insultado,  vayan  con  la  mayor  sangre  fria,  casi 
sin  odio,  a  matarse  en  ,d  campo  qaie  llaman  del  honor,  rodeando 
d  crimen  de  un  apairato  ceremonioso  y  ridiculo,  propio  de  co,s- 
tumbres  báribaras,  que,  afortunadamente,  pasaron  para  no  volver. 
Me  tiene  sin  cuidado  que  esos  tontos  de  la  aristocracia  y  una 
turba  de  imbéciles  que  quieren  imitarles  cometan  estas  sangrien- 
tas estupideces;  pero  no  pu;edo  consentir  que  un  sobrino  mió,  que 
además  es  saJbio,  caiga  en  un  ridículo  tan  deshonroso. 

Calló  el  viejo  doctor  y  dio  algunos  pasos  por  la  habitación 
hasta  que  poco  después  volvió  a  detenerse  ante  el  joven,  e  ir- 
guiendo  su  corpachón,  dijo  con  cierto  orgullo: 

— Aquí  tienes  a  tu  tío  que  nunca  ha  llegado  a  caer  en  tales 
ridiculeces,  y,  sin  embargo,  me  tengo  por  mas  valiente  que  todtjs 
esos  señores  qu«  palidecen  de  ira  a  la  menor  palabra  que  hablan 
de  acudir  inmediatamente  al  campo  de  honor.  A  ellos,  que  son  tan 
valientes,  les  hubiera  querido  ve;r  yo  bregan,dlo  con  los  locos  y 
quitánjdoles  muchas  veces  ias  ¡airmas  de  las  manos.  Pues  bien;  yo, 
que  no  sé  lo  que  es  miedo,  nunca  he  admitido  esos  ridículos 
desafíos,  en  los  que  se  escuda,  las  más  de  las  veces,  la  gente  que 
no  tiene  razón.  Una  vez,  cierto  doctor  que  tenía  reputación  de 
espadachín,  ofendido  por  algunas  expresiones  que  se  me  escapa- 
ron en  el  calor  de  una  discusión  científica,  me  envió  sus  padrinos, 
diciendo  que  no  pendía  vivir  tranquilo  mientras  que  yo  no  le  diese 
una  reparación  en  el  terreno  de  las  armas.  Despedí  ai  los  padri- 
nos con  cajas  destempladas,  diciendo  que  si  mi  enemigo  no  podía 
vivir  isin  vengarse  de  mí,  que  viniera  a  buscarnue  sólo,  pues  te- 
nía un  buen  garrote  para  darle  la  contestación,  y  esta  es  la  hora 
en  que  todavía  no  le  he  visto.  Otra  vez  un  cliente  me  dÜó'  su 
tarjeta  en  señal  de  reto  y  yo  le  contesté  con  unos  cuantos  moji- 
cones, y  por  esto  ha  transcurrido  el  tiempo  sin  que  nadie  se  atre- 
viera a  irle  con  m¿ás  farsas  ;de  estas  al  doctor  Zarzoso.  Créeme, 
Juanito;  eso  de  los  desafíos  es  un  procedimiento  inventado  por 
ciertas  gentes  que  no  sirven  para  nada,  con  el  fin  de  conservar 
por  el  terror  su  supremacía  en  la  sociedad.  Si  todos  tuviesen  sen- 
tido común  e  hiciesen  lo  que  yo,  despreciando  tan  ridiculas  pre- 
ocupaciones, ten  por -seguro  que  pronto  terminaría  esa  ridicula 
costumbre  apadrinada  por  la  fatuidad  francesa  y  que  hace  revivir 
la  Edad  Media  en  pleno,  siglo  xix.  Con  que  contesta,  muchacho. 
¿  Estás  idüspuesto  a  obrar  como  cualquiera  de  esos  cabezas  de 
chorlito  que  pululan  en  la  sociedad,  imponiéndola  sus  ridiculas 
costumbres  ? 

Zarzoso,  mientras  hablaba  su  tío,  habíase  formado  su  plan. 
Sabía  que  el  viejo. doctor  no  era  capaz  de  transigir  con  el  duelo 
y  le  impediría  por  todos  5os  medios  el  que  llegara  a  batirse. 

8i  ,  O 


VICENTE  BLASCO  1   B   A   Ñ   E   ^^ 

El  joven  comprendía  también  la  verdad  qu€  encerraban  las 
palabras  de  su  tío,  pero  aquella  carta  de  Ordóñez  que  él  veía 
blanquear  en  el  rincón  a  dondle  la  había  arrojado,  conmovíale  y 
le  hacía  pensar  con  fruición  en  la  delicia  que  experimentaría  al 
verse  frente  al  marido  de  la  condesa  con  un  arma  en  la  mano. 
Estaba  decidido  a  no  retroceder,  encontrándose  como  se  encon- 
traban tan  adelantados  los  preparativos  del  .cJuelo.  Adivinaba  la 
inmensa  ventaja  que  llevaría  Ordóñez  sobre  un  hombre  que  no 
conocía  el  mianejo  de  las  armas,  pero  al  mismo  tiempo  pensaba 
que  era  más  preferible  moTÍr,  que  dar  lugar  a  que  aquel  nombre 
tan  odiado  se  jactase  ante  María  de  haber  inspirado  miedo  a  su 
antiguo  novio. 

Esto  era  lo  que  más  decidía  a  Zarzoso  a  dejar  que  la  aven- 
tura siguiese  su  curso'.  Estaba  decidido :  antes  morir  que  dar  pre- 
texto para  que  María  le  tuviese  por  un  cobardJe. 

El  joven,  deseoso  de  librarse  de  su  tío,  dio  a  éste  toda  clase 
de  .seguridades.  Ño  se  batiría,  ya  que  así  lo  mandaba  él,  y  pro- 
metió al  mismo  tiempo  tenerle  al  corriente  de  cuanto  ocurriera 
en  aquel  asunto. 

El  viejo  doctor,  a  quien  nunca  había  engañado  su  sobrino,  se 
tranquilizó  con  tales  promesas,  y  poco  después  le  dejó  sólo  para 
ir  a.  dar  un  paseo  con  otros  dos  profesores  jubilados,  que  eran 
sus  únicos  amigos,  por  lo  mismo  que  en  genio  rudo  y  en  opi- 
niones intransigentes  casi  llegaban  a  su  misma  altura.  Eos  diarios 
paseos  de  aquellos  tres  sabios,  con  sus  incesantes  discusiones, 
equivalían  a  una  continua  tempestad  científica. 

El  joven  doctor  permaneció  en  el  salón  reñexionando  sobre 
la  aventura  de  que  iba  a  ser  protagonista,  y  ensimismado  en  sus 
ideas  pasó  para  él  tan  velozmente  el  tiempo,  que  habían  trans- 
currido ya  dos  horas  y  comenzaba  a  anochecer  cuando  él  creía 
que  sólo  habían  pasado  algunos  minutos. 

Al  volver  los  dos  ayudantes  designados  por  él  como  padrinos, 
encontráronlo  tendido  en  un  diván,  con  la  mirada  fija  en  el  te- 
cho y  la  expresión  del  que  sueña  despierto. 

Eos  dos  jóvenes  le  enteraron  de  las  condiciones  concertadas 
con  los  otros  padrinos. 

Ea  discusión  había  versado  principalmente  sobre  la  gran  des- 
igualdad que  existiría  entre  los  combatientes,  a  causa  die  que  el 
doctor  era  inhábil  en  el  manejo  de  todáf  clase  de  armas.  Ea  pis- 
tola había  resultado  inadmisible,  a  causa  de  que  Oidóñez  pasaba 
por  uno  de  los  mejores  tiradores  de  Madrid,  y,  al  fin,  como  se 
había  de  optar  por  alguna  arma,  los  cuatro  padrinos  decidliéronise 
por  el  sabíle,  aunque  en  su  manejo  también  se  distinguía  el  marido 
de  la  condesa. 

A  Zarzoso  le  pareció  todo  muy  bien,  y  cuando  uno  de  sus 

8a 


L      \A  ARAÑA  NEGRA 

ayudantes  le  propuso  ir  al  salón  de  armas  del  "Zuavo",  a  que  éste 
k  diese  algunas  lecciones,  el  joven  doctor  contestó  con  un  gesto 
de  indlif erencia. 

¿Para  qué?  Estaba  convencido  de  que  una  lección  de  unas 
cuantas  horas  sóio  serviría  para  fatigarle,  sin  proporcionarle  nin- 
guna superioridad  sobre  el  enemigo.  Además,  sus  ayudantes  le 
decían  que  en  las  Juchas  a  sable  lo  más  principal  era  tener  e. 
raje,  abrumando  a  golpes  al  enemigo,  y  él  pensaba  que  si  le 
mataba  Ordóñez  no  per.dia  gran  cosa,  pues  estaba  cansado  ds 
la  vida  y  ésta  no  tenía  para  él  atractivo  alguno  desde  que  Ma.ría 
resultaba  imposible  paira  él.  ,        . . 

Tan  indiferente  le  era  la  existencia  a  Zarzoso,  que  .dbrmio 
aquella  noche  con  bastante  tranquilidad  y  únicamente^  se  pre- 
ocupó de  que  su  tío  no  se  apercibierai  de  qiie  el  lance  iba  a  ve- 
rificarse a  la  mañana  siguiente. 

Habían  convenido  ios  padrinos  que  el  encuentro  fuese  en  una 
posesión  que  el  marqués,  amigo  de  Ordóñez,  tenía  en  las  inme- 
diaciones de  Madrid,  y  allá  fué  ,donde  Zarzoso',  a  las  seis  de  la 
miañana,  se  dirigió  en  un  carruaje,  acompaña  do  ,die  sus  dos  ayu- 
dantes. 

En  una  enarenada  plazoletai  del  jardín,  que  se  extendía  a  es- 
paldas de  la  villa  del  marqués,  'fué  donde  se  encontraron  aque- 
llos idos  hombres  que  n^o  se  conocían,  y,  sin  embargo,  se  buscaban 
con  el  propósito  de  matarse. 

Zarzoso  sóiO  había  visto  algunas  veces  a  Ordóñez  de  lejos 
en  las  calles  de  Madrid,  y  el  marido  de  la  condesa  contempló  por 
primera  vez  al  hombre  a  quien  aborrecía  y  cuya  muerte  le  había 
sido  pagada  con  tanta  generosidad  por  el  jesuíta. 

Los  cuatro  padrinos  prepararon  la  lucha  con  toda  la  ceremo- 
niosa liturgia  propia  de  tales  casos,  y  sobre  la  arena  pusieron 
los  sables  con  que  aquellos  hombres  debían  herirse. 

Ordóñez  y  sus  padrinos,  aunque  afectando  seriedad,  mostra- 
ban estar  acostumbrados  a  actos  como  aquél.  Zarzoso  perma- 
necía indiferente,  y  en  cuanto  a  sus  dos  ayucl'antes,  parecían 
asombrados  de  que  con  tanta  frialdad  se  preparase  la  muerte  de 
un  hombre. 

Después  de  los  saludos,  de  señalar  el  puesto  de  los  comba- 
tientes y  de  dejar  ultimados  todos  los  preparativos,  Zarzoso  y 
Ordóñez  despojáronse  de  la  levita  y  el  chaleco,  arremangáronse 
el  brazo  derecho  y  cogieron  sus  sables. 

El  joven  doctor  estaba  decidido  a  no  dejarse  matar  y  a  cau- 
sar a  su  enemigo  todo  el  daño  que  pudiera;  pero  cuando  los 
piadrinos  dieron  la  voz  de  ¡  en  guardia !,  él  notó  en  los  labios  de 
■Ondióñez  una  sonrisa  desdeñosa  y  en  el  rostro  ,de  sus  padrinos 
un  gesto  de  asombro. 

83 


í     1    L    jj.   ATE  BLASCO  IBA   Ñ   E  Z 

— Esto  va  a  resultar  un  crimen — murmuraba  el  coronel,  pa- 
drino de  Ordóñez — .  use  mucliacho  no  sabe  lo  que  tiene  en  ia 
mano  y  se  va  a  dejar  mechar  inmediatamenie. 

Asi  era,  pues  Zarzoso,  con  el  sable  en  la  mano,  hacía  la 
figura  más  ridicula,  demostrando  desconocer  hasta  las  más  ru- 
dmientarias  reglas  de  la  esgrima. 

El  sol  de  la  mañana,  filtrándose  a  través  de  las  vecinas  arbo- 
ledas, iluminaba  aquella  plazoleta,  bañando  en  luz  el  sombrío 
grupo  de  los  pasdrinos  y  haciendo  centellear  ¿as  hojas  de  los 
sables. 

Reinaba  un  fúnebre  silencio,  únicamente  interrumpido  por  los 
rumores  de  ios  árboles,  y  en  aquella  augusta  y  silenciosa  ma- 
jestad de  la  Naturaleza,  iban  a  exponer  su  vida  dos  hombres: 
el  uno  por  el  Qué  dirán  de  la  sociedad,  que  hace  cometer  las 
mayores  tonterías,  y  el  otro  obedeciendo  a  la  sugestión  de  un 
siTperioir  y  obrando  como  un  asesino  pagado. 

Apenas  comenzó  el  combate.  Zarzoso  avanzó  sobre  Ordóñez 
dirigiénidtole  golpes  a  diestro  y  siniestro,  sin  regla  ni  concierro 
alguno. 

El  joven  doctor  tenía  buen  brazo,  estaba  excitado  por  el  co- 
raje que  sentía,  y  Ordóñez,  a  pesar  de  ser  un  experto  tirador, 
hubo  de  retroceder  en  el  primer  instante  algunos  pasos  para  li- 
brarse de  aquella  lluvia  ;de  cuchilladas. 

Esta  impetuosidad  en  el  ataque  y  tan  hostil  desorden  en  la 
agresión,  hubiesen  servido  de  mucho  a  Zarzoso  tratándose  de  un 
enemigo  tan  inexperto  como  él;  pero  Ordóñez  no  tardó  en  re- 
ponerse, y  notando  que  su  contrario  siempre  le  dirigía  los  gol- 
pes a  la  cabeza,  limitóse  a  ponerse  a  la  defensiva,  itonriendo  con 
desdén. 

El  coronel  seguía  murmurando,  a  pesar  de  que  su  comipañero 
el  marqués  le  tocaba  con  el  codo  para  que  callase : 

— Ese  muchacho  tiene  bríos.  ¡  Lástima  que  no  cepa  absoluta- 
mente nada  idle  esgrima !  Ordóñez  está  divirtiéndose  con  él  y  así 
que  quiera  lo  despachará  a  su  gusto.  El  mismo  será  el  encar- 
gado de  matarse. 

Aún  duró  el  combate  unos  cinco  minutos. 

Zarzoso,  jadeante  e  irritado,  se  movía  de  un  lado  a  otro, 
saltaba,  buscando  atacar  a  su  enemigo  por  todos  lados;  pero 
siempre  le  salía  al  encuentro  el  sable  de  Ordóñez,  parando  con 
exactitud  sus  más  furibundas  cuchilladas. 

Aquella  defensa  pasiva  y  desdeñosa  irritaba  aún  más  a  Zar- 
zoso, quien,  ciego  de  furor,  deseaba  que  su  enemigo  tomase  la 
ofensiva  y  lo  rematara  de  un  golpe,  pues  así  al  menos  no  le 
serviría  de  objeto  de  diversión. 

Tuvo  un  momento  de  descuido  Ordóñez,  en  que  el  sable  del 

'  Si 


LA  ARAÑA  NEGRA 

doctoir   silbó  cerca  ,de  una  de   sus   orejas,   y  entonces   el   rostro 
del  elegante  perdió  su  desdeñoso  gesto  para  tomar  un  aire  ae 

ferocidad. 

Los  padrinos  adivinaron  qtie  llegaba  ya  el  momento  supremo. 

Zarzoso,  más  confiado  y  ensoberbecido  por  aquella  cuchilla- 
da que  tan  cerca  había  pasado  de  su  enemigo,  levantó  el  sable 
y  audazmente,  a  cuerpo  descubierto,  avanzó  un  paso;  pei^  «n  e. 
mismo  instante,  rápido  como  un  relámpago,  extendió  Ordonez 
su  brazo,  con  el  sable  horizontal  y  rígido,  y  al  acercarse  impe- 
tuosamente el  doctor,  se  lo  clavó  él  mismo  en  el  pecho. 

Zarzoso,  pálido  y  con  la  mirada  extraviada,  cayó  de  rodi- 
llas, al  mismo  tiempo  que  un  grueso  chorro  de  sangre  manchaba 
su  blanca  camisa  y  caía  goteando  en  la  arena  de  la  plazoleta. 

Los  dos  ayudantes  que  se  abalanzaron  a  sostenerle  en  sus 
brazos,  al  ver  el  sitio  donde  estaba  la  herida  y  la  gran  cantidad 
de  .sangre  que  manaba,  cambiaron  entre  sí  una  mirada  dte  horri- 
ble desconsuelo. 

Buena  mano  tenía  el  tal  Ordóñez.  No  era  necesario  que  ellos 
abriesen  su  botiq-uíri  para  hacer  la  cura.  La  punta  del  sable  le 
había  atravesado  el  corazón  y  aquellas  convulsiones  del  infeliz 
médico  eran  el  estertor  de  la  agonía. 

Cuando  una  hora  después  los  dos  ayudantes,  auxiliados  por 
el  portero,  subían  el  cadáver  todavía  caliente  de  Zarzoso  por  la 
lujosa  escalera  de  su  casa,  la  primera  persona  que  encontraron 
al  llegar  al  rellano  del  segundo  piso  fué  al  viejo  doctor.  Estaba 
muy  desfigurado  y  su  rostro,  rudo  y  siempre  cejijunto,  parecía 
el  de  un  león  con  fiebre. 

Al  levantarse  aquélla  mañana  y  no  encontrar  a  su  sobrino, 
había  adivinado  toda  la  verdad,  y  furioso  contra  Juanito  por 
haberle  engañado,  ocultándole  lo  que  ocurría,  iba  de  un  punto 
a  otro  de  la  casa,  rugiendo,  insultando  a  su  ausente  sobrino  por 
lo  que  él  llamaba  su  idbblez  y  desahogando  su  cólera  dando  pa- 
tadas a  los  muebles  y  a  cuantos  criados  encontraba  al  paso. 

Cuando  vio  el  cadáver  de  su  sobrino  no  experimentó  gran 
emoción  aparentemente.  Hacía  ya  rato  que  esperaba  aquello. 

— ¡  Ah,  imbécil ! — ^exclamó  dirigiéndose  al  inanimado  cuer- 
po—. Al  fin,  te  has  salido  con  la  tuya.  Era  preciso  que  cuatro 
estúpidos  que  ni  te  conocían  ni  te  apreciaban,  no  pudieran  decir 
que  el  doctor  don  Juan  Zarzoso  no  era  hombre  de  honor,  y  para 
esto  nada  más  sencillo  que  dejarse  matar  por  un  cualquiera,  sin 
importarte  gran  cosa  que  después  tu  tío  reviente  de  pena.  ¡  Ah, 
píllete!  ¡Ah,  gran  infame!  Ya  estarás  satisfecho:  a  ti  te  han 
muerto  y  yo  no  tardaré  en  seguirte.  Puedes  estar  contento  de  tu 
hazaña.  Dejándote  asesinar  has  salido  del  mundo  con  muchísimo 

85 


VICENTE  BLASCO  I  B   A    Ñ   E  Z 

honor,  como  un  completo  caballero  a  los  ojos  de  la  estupidez  y 
como  un  ibestia  para  mí. 

Y  el  pobre  viejo  hablaiba  con  voz  ronca,  gesticulando  y  bra- 
ceando como  un  loco. 

Los  ayudantes  y  el  portero  permanecían  inmóviles,  sostenien- 
do el  cadáver,  ante  aquel  hombre  imponente  en  su  dolor,  que 
parecía  cerrarles  el  paso;  y  como  uno  de  ellos,  en  su  aturdimien- 
to, soltase  la  cabeza  idiel  muerto,  que  cayó  pesadamente  hacia 
atrás,  el  viejo  exclamó  con  ira: 

— H¡  Tened  más  cuidado,  animales  !  ¿  No  veis  que  le  estáis  ha- 
ciendo daño?  Esperad,  que  allá  voy  yo. 

Y  ail  sostener  entre  sus  manos  la  helada  cabeza  del  joven, 
toda  su  ira  desapareció,  e  indinándose  sobre  ella  estampó  un 
beso  en  aquella  boca  lívida,  a  la  -qoie  asomaba  una  espuma  saii- 
guinolenta. 

— ^¡  Pobrecito  !  ¡  Chiquitín  mío  ! — ^gritó  con  una  voz  que  pare- 
cía un  aullido  doloroso  y  que  causó  escalofríos  de  terror  a  los 
hombres  que  estaban  presentes — \  ¿Por  qué  me  has  engañad'o? 
¿Por  qué  fuiste  a  morir  sin  acordarte  de  mí,  -que  soy  tu  padre? 
í  Ay !  ¿  Qué  haré  yo  ahora,  sólo  en  el  mundo,  sin  este  muchacho 
que  era  todaí  mi  familia? 

Miró  con  ojos  de  idiota  a  aquellos  tres  hombres,  como  si  no 
los  reconociera,  y  les  dijo: 

— Ustedes  no  saben  quién  era  mi  Juanito.  ¡Qué  han  dle  sa- 
ber ustedes  hasta  dónde  llegaba  esta  cabeza  que  tengo  entre  mis 
manos !  De  estudiante,  asombraba  a  los  profesores  de  San  Car- 
los por  su  aplicación  y  su  portentosa  inteligencia;  yo  estaba  tan 
orgulloso  que  hasta  me  hacía  la  ilusión  de  que  lo  había  parido; 
idespués,  en  París,  se  mostró'  como  un  portento,  y  si  quisiera  les 
enseñaría  a  ustedes  cartas  de  Charcot  y  de  otros  sabios,  en  que 
hablan  de  mi  niño  como  de  un  compañero,  y  luego  aquí  ha  he- 
cho curas  tan  grandes,  que  yo  mismo  me  consideraba  a  su  lado 
como  un  discípulo  ignorante.  Además...,  ¡tan  bueno!,  ¡tan  sen- 
cillo !,  siendo  el  consuelo  de  Tos  enfermos  pobres  y  el  salvador  de 
todos  esos  chicuelos  haraposos  que  vienen  aquí  por  las  maña- 
nas... Respondan  ustedes:  ¿Había  alguien  mejor  que  él?  i  Na- 
ld!ie !  no  hay  en  todo  Madrid  quien  pudiera  descalzarle.  ¡  Vaya 
un  suceso  divertido !  ¡  Y  luego  aún  hay  imbéciles  que  se  empeñan 
en  hacernos  creer  que  existe  Dios,  la  Providencia  Divina  y  todas 
esas  zarandajas,  buenas  para  engañar  ai  los  tontos!... 

El  viejo  miró  arriba,  y  rechinando  los  dientes,  rugió: 

— ^i  Baja,  bandido!...,  ¡baja  si  te  atreves,  y  me  explicarás  c^ 
por  qué  de  esa  inmensa  sabiduría,  quie  mientras  consiente  la  miuer» 

8(5 


L      ^A  ARAÑA  NEGRA 

te  <Ie  un  hombre  ¡benéfico  y  virtuoso,  deja  en  pie  a  un  canalla,  y 
hiere  mortalmente  a  un  pobre  anciano! 

El  doctor  seguía  a  aquellos  hombres  que  iban  empujando  el 
cadáver  dentro  úe  la  habitación.  No  soltaba  la  cabeza  de  su  so- 
brino, y  cuando  al  ¡atravesar  uno  de  los  salones  de  espera  la  luz 
del  balcón  dio  de  lleno  en  aquel  rostro  de  lívida  palidez,  el  viejo, 
con  un  rugido,  hizo  detener  a  los  conductores : 

— Mirad,  mirad  bien  esa  cara:  es  la  misma  de  mi  pobre  her- 
mano. Esto  es  intolerable,  esto  es  inhumano;  parece  imposible 
que  en  una  nación  que  se  llama  civilizada,  los  pobre?  viejos  ten- 
gan que  pasar  por  tan  terribles  agonías.  Críe  ustedi  hijos,  haga 
usted  de  ellos  unos  sabios,  enorgullézcase  con  sus  triunfos,  que 
la  ley  del  honor  ya  se  encargará  de  enviarle  uu  espadachín  que 
a  la  primera  cuchillada  derrumbe  todas  sus  ilusiones  al  suelo... 
;  Oh,  Juanito !  i  Hijo  mío  ! 

Y  el  viejo  pudo,  por  fin.  dar  libre  expansión  a  aquel  dolor 
ccmprimido  en  su  pecho,  y  derramando  abundantes  lágrimas, 
cayó  de  rodillas,  diescansando  su  blanca  cabeza  sdbre  la  lívida  faz 
del  muerto. 


VI 


El  porvenir  de  la  familia  Ordóñez.' 

La  trágica  muerte  del  doctor  Zarzoso  produjo  gran  impre- 
sión en  Madrid. 

Los  periódicos  se  ocuparon  del  suceso,  aprovechando  la 
ocasión  para  declamar  contra  la  bárbara  costumbre  del  duelo, 
y  al  entierro  del  doctor  acudió  toda  la  aristocracia  de  la  cien- 
cia en  unión  de  aquella  clientela  pobfe  quei  adoraba  a  Zarzoso 
como  un  ser  casi  sobrenatural,  a  causa  de  sus  bondades  sin 
límites. 

Durante  algunos  días  la  muerte  del  doctor  fué  el  tema  de 
todas  las  conversaciones  en  Madrid;  pero  al  domingo  siguien- 
te, "Frascuelo"  tuvo  una  cogida,  y  el  público  novelero  no 
tardó  en  olvidarse  del  trágico  desafío  para  ocuparse  únicamen- 
te de  la  salud  del  diestro. 

Dos  semanas  después,  eran  ya  muy  pocos  los  que  se  acor- 
daban de  la  triste  suerte  del  doctor  Zarzoso;  la  excitación  pú- 
blica devanecióse,  y  así  no  resultó  difícil  que  Ordóñez  fuese 
condenado  únicamentie  a  dos  años  de  destierro,  juntando  con 

8? 


VICENTE  BLASCO  I  B   A    Ñ  E  Z 

este  castigo  la  esperanza  de  que  el  Gobierno  le  indultaría  de 
ia  pena  así  que,  transcurridos  algunos  meses,  se  hubiese  ol- 
vidado por  compiletoi  el  trágico  suceso. 

Ordóñez  acogió  con  satisfacción  aquella  sentencia  que  le 
daba  un  pretexto  para  satisfacer  su  afición  a  vivir  en  el  ex- 
tranjero, y  salió  inmediatamente  para  Londres,  después  que  el 
padre  Tomás,  muy  satisfecho  de  su  comportamiento,  le  pro- 
metió interponer  su  valiosa  influencia  para  que  el  adminis- 
trador de  la  condlesa  a,^endiese  a  todas  sus  necesidades  con 
frecuentes  envíos,  de  dinero. 

Quedó,  pues,  María  completamente  sola  en  su  hotel,  al  cui- 
dado de  su  enfermo  hijo,  pues  su  tía,  la  baronesa,  había  olvi< 
dado  por  completo  las  costumbres  de  mujer  elegante  que  ob- 
siervaba  antes  del  matrimonio  de  su  sobrina  y  en  los  primeros 
tiempos  de  éste,  y  había  vuelto  a  sus  aficiones  devotas,  pasan- 
do la  mayor  parte  del  año  fuera  de  Madrid,  visita-ndo  con- 
ventos y  tomando  parte  en  ejercicios  relioiosos  y  romerías 
que  organizaban  los  jesuítas  para  levantar  el  espíritu  católico, 
que  según  ellos  estaba  muy  decaído.  La  viuda  de  López  ya  no 
ejercía  de  confidente  de  la  baronesa  y  die  María.  Doña  Fer- 
nanda había  perdido  toda  su  confianza  en  la  intrigante  viuda, 
y  ésta,  por  su  parte,  cansada  de  servir  a  sus  :íristocráticas 
amigas,  y  habiendo  ganado  con  sus  complacencias  lo  que  creía 
necesario  para  el  resto  de  su  vida,  habíase  retirado  a  Anda- 
lucía, dedicándose  a  negocios  con  sus  ahorros  en  Sevilla, 
donde  prestaba  al  30  por  100  a  las   gentes   más   mecesitadas. 

Fué  para  María  una  época  muy  triste  -^os  dos  años  que 
permaneció  sola  en  su  hotel,  sin  otra  distracción  quie  el 
cuidado  de  su  enfermizo  hijo,  ni  otras  visitas  que  las  del 
padre  Tomás  y  el  médico  de  la  casa. 

Algunas  veces,  doña  Fernanda,  fatigada  por  las  correrías 
religiosas  que  la  hacían  viajar  por  todas  las  provincias  de 
España,  piermanecía  algunas  semanas  en  el  hotel;  pero  aque- 
lla quietud  en  una  casa  que  tenía  algo  de  hospital  y  cuyo 
ambiente  apestaba  con  el  acre  olor  de  las  medicinas,  no  agra- 
daba a  una  mujer  que  era  inquieta  y  movediza,  por  el  instin- 
to de  la  propaganda  y  la  organización,  'e  inmediatamente, 
la  vieja  naloma  mística  levantaba  el  vuelo  para  continuar 
acuella  obra  que  tan  grata  les  era  a  los  padres  de  la  Com- 
pañía. 

Mientras  la  baronesa  permanecía  en  Madrid.  María  aban- 
donaba su  pasiva  existencia  de  mujíer  resignada  y  triste,  y 
obedeciendo  a  su  rtía,  la  acompañaba  a  la  iglesia  o  a  las  re- 
uniones  piadosas,   mostrándose   entonces    a   los    ojos    de   las 

«8 


L'^'  'ARAÑA  NEGRA 

gentes  de  su  clase,  qu>e  la  creían  enferma  al  no  verla  en  los 
demás  puntos  de  reunión  donde  se  codeaban  las  clases  pri- 
vilegiadas. 

La  joven  condesa  de  Baselga,.  por  más  que  transcurría 
lel  tiempo,  no  lograba  reponerse  de  la  dolorosa  sorpresa,  del 
inmenso  pesar  que  la  produjo  la  noticia  del  triste  fin  del  doc- 
tor Zarzoso.  .,.,..  1 

Adivinaba  que  ella  había  intervenido  indirectamente  en 
aquella  iespantosa  tragedia,  en  la  cual  su  marido  había  des- 
empeñado el  papel  más  odioso,  quedando  su  antiguo  adora- 
dor con  el  prestigio  subüme  del  hombre  de  corazón  que  se 
deja  matar  por  haber  amado  mucho.  ^ 

Antes  dfe  aquel  duelo,  miraba  cotí  inaiferencia  a  Ordo- 
fiez,  pero  ahora  le  odiaba,  viendo  en  él  al  asesino  de  Zarzoso, 
V  se  sentía  satisfecha  por  vivir  alejada  de  su  mando,  pues 
hubiese  sido  un  tormento  horrible  el  tener  que  estar  a  to- 
das horas  junto  al  hombre  que  aborrecía.  ^ 

El  recuerdo  de  aquel  trágico  suceso  producíale  una  me- 
lancolía incurable,  y  prefería  permanecer  encerrada  en  el 
fondo  de  su  hotel  a  tomar  parte  en  las  diversiones  de  la 
vMa  elegante  o  a  mostrarse  simplemente  en  púb  ico.    ^ 

Por  otra  parte,  la  continua  e  interminable  dolencia  que 
debilitaba  a  su  hijo,  obligábala  a  permanecer  siempre  en- 
cerrada,  adivinando  muchas  veces  que  no  era  Paquita  ci 
único  enfermo,  pues  ella  sentía  la  falta  de  salud,  y  «en  su 
rostro  marcábanse  cada  vez  más  aquellos  signos  que  alarma- 
ron a  Zarzoso  la  primera  vez  que  ^entró  en  el  hotel  y  que 
le  hicieron  sospechar  que  la  tuberculosis  del  padre  había 
contagiado  a  toda  la  familia. 

Cada  vez  que  ella  se  quejaba  de  su  falta  de  salud,  pre- 
sintiendo que  existía  en  su  organismo  un  principio  de  terri- 
ble enfermedad,  el  médico  de  la  casa  y  el  padre  Tomás  bro- 
meaban sobre  lo  que  ellos  llamaban  escrúpulos  v  manías  de 

la  condesa.  , 

En  concepto  de  dicho  médico,  lo  que  sentía  Mana  era 
el  cansancio  producido  por  las  muchas  noches  en  vela  y  la 
angustia  que  le  causaba  el  estado  de  su  hijo,  al  cual  prome- 
tía él  curar  en  plazo  muv  breve,  a  pesar  de  cuyas  promesas 
la  enfermedad  de  Paquito  no  dejaba  de  ir  en  £umento  rá- 
bidamente. ,       .  .  , 

El  terrible  hidrocéfalo  no  podía  ser  mas  visible.  La  cabeza 
del  niño  había  ido  desarrollando  exageradamente  su  volu- 
men de  un  modo  lento  y  progresivo  La  frente  se  ^^^1^^^  ex- 
tendido elevándose  y  avanzando  hacia  los  ojos,  de  un  modo 


VICENTE  B    T    A    <:   r   n 

tí    L   A    S   C   O  I  B   A    Ñ   E   Z 

que   éstos    estaban    diriíridos    harip    ^Koí^  t.- 

atnbum  a  siempre  al  exagerado  cuidado  de  su  madre  va    a 

cZZJt7,r'r-''' ''"'"'' ^^^^"-"<'° qu¿ dníño : 

oü  er?  de  1^  .or"^'"!,  ^"/«"d'Viones  para  entrar  en  cual- 
SecMo  en  ^^'°'  ^'  educación  q„,e  la  Compañía  tenia 
establecidos  en  provincias  y  en  el  cual,  con  un  clima  sain- 
en di  Jn  ^  ^ri"  ''5'^'"^"*"!°  e  higiénico,  no  tardaría 
en  desaparecer  la  Iimchazón  del   cráneo   que  tanto  alarmaba 


Transcurridos    los    dos    años    de    destierro    a    aue    habían 
condenado  a  Ordóñez,  éste  volvió  a  Madrid  c.¿  eTúnfco  fin 

Parts  oTt'""/"'  ^■"■?°^P"«  le  gustaba  má.  la  vida  de 
Pans  o  de  Londres  qme  la  de  Madrid.  En  cuanto  a  su  mu- 

aILL  '"  1"^°'  fPf^^^  ^''  ^e   acordaba  de  ellos,   pues   sólo 
de  tarde  en  tarde  había  enviado  a  María  una  breve  carta  por 

^t  ^?^Í"'''.P''^"""'^"'^°  «^"^   marcada  negligencia   por  la 
salud  de  Paquito.  .  &  s  p"i    '■-. 

Cuando  la  condesa  vio  de  vuelta  ü  c.  ~„,:j_ 
-'  ..  vuelta  a  su  mar  do    evnpnm^M 

.0  un  gran  disgusto.  Le  era  muy  grato  vivir  sola  en  sHo- 
tel,  s,m  otra  compañía  que  la  de  su  hijo,  pues  a^í  su  ima¿ 
nacion  excitada  se  hacía  la  ilusión   de  que  era  una  viuTa   v 
<íue  su  fesposo  había  sido^  aquel  infeliz  doctor,  al  cullama' 
1)3  ahora  sm  sombra  alguna  del  antiguo  despecho,  desde  que 
lo  había  jisto  morir  a  causa  del  amor  que  la  hab-'a  profesado 
ürdonez,   como   si  adivinara   cuáles   eran   los   sentimientos 
de  su  esposa,  -no  intentó   con  ella  la  m^enor  intimidad    Ade- 
mas, el  aventurero   sin   corazón   que  explotaba   de   tal   modo 
a  su   esposa,   como  había  estado   tanto   tiempo  ausente    notó 
ai  primer  golpe  de  vista  lo  enviejecida  que  se  hallaba  por  las 
penas,    y   la    interna    destrucción    que    en    su    organismo    iba 
operando  la  enfermedad,  y  esto  era  más  que  suficiente  para 
que    aquel    hombre    corrompido    y    sin    sentimiento,    que    en 
punto  a  amor  no  había  ido  más  allá  de  una  carnívora  bru- 


m 


LA  ARAÑA  NEGRA 

tcdidad,  rehuyese  todo  contacto  con  la  esposa  honrada,  que, 
por  ser  madre,  había  p-erdido  una  gran  parte  de  su  frescura 
y  de  su  belleza. 

La  fría  indiferencia  entrle  los  dos  cónyug-es  era  visible 
para  todos  cuantos  entraban  en  la  casa,  y  apenas  si  al  sen- 
tarse a  la  mesa,  los  pocos  días  en  que  Ordóñez  comía  en 
casa,  dirigía  éste  algunas  palabras  a  su  esposa,  la  cual,  por 
su  parte,  tampoco  tenía  gran  interés  en  traíarsle  con  un  hom- 
bre a  quien   odiaba. 

Un  día  Ordóñez  se  mostró  con  su  esposa  más  insinuan- 
te y  cariñoso'  que  de  costumbre- 

Después  del  almuerzo,  en  vez  de  salir  apresuradamente 
como  hacía  s'empre,  para  acudir  a  las  mil  citas  de  amigos 
y  amigas  que  le  asediaban  desde  que  había  llegado  a  Ma- 
drid, Ordóñez  permaníeció  asentado,,  motetrando  desieos  de 
entablar  conversación  con  María,  a  la  cual  inquietaba  algo 
tan  inesperada  solicitud. 

Hablaron  primeramente  del  estado  de  su  hijo  qme  en 
aquellos  días  parecía  experimentar  cierta  mejoría  y  corre- 
teaba por  la  casa  sin  pesadez  y  sin  mostrar  esa  manifiesta 
imbecilidad    que   produce   el   hidrocéfalo    en   los   niños. 

— Tú  verás — ^decía  Ordóñez  a  su   esposa — cómo  al  fin   no 
resulta    nada    la    enfermedad    de    nuestro    hijo.    Son    d'olencias 
esas   que   cuando   niños   todos   hemos   pasado   y   que   desapa- 
recen al  robustecerse  el  cuerpo  y  salir  de  la  infancia.  Como 
esa  enfermedad  sie  hará  más  grave,  será  si  tú  te  empeñas  en 
tener  siempre   a  Paquito   cosido   a  tus   faldas   y   rodeado    de 
los    más    nimios   y   escrupulosos    cuidados-    Estb    sólo   servirá 
para  que  su   dolencia   se  agrave  y  tú   te   pongas   más   enfer- 
ma,  porquie,    ¡mira,   hija   mía,!,,   voy    a    serte   franco;    tú    no 
estás   muy   bien  y   de   seguro   que   si    te   empeñas    en   sacrifi- 
carte tanto  por  cuidar  a  tu  hijo,  no  tardarás  en  morirte.  Me 
parece  muy  bien   que  una   madre   cuide  a  su   hijo   sin   r'epa- 
rar  en  fatigas ;  lo  mismo  hacía  la  mía ;   pero  esto  no  impide 
que  uno   se   cuide   a   sí   mismo.   Yo   también    estoy   muy   de- 
licado y,  sin  ^embargo,   me   hago   la  cuenta   de   vivir  muchos 
años,   porque    me    preocupo    mucho   de    lo    que    puede    hacer 
daño  a  mi  salud  y  procuro  cambiar  de  aires  con   frecuencia, 
pues(  esto  siempre  es  bueno.  Dirás  que  soy  muy  egoísta;  con- 
forme, no  lo  discuto;   pero  con  egoísmo  se  vive,  y  si  yo  mu- 
riera, nadie  de  este  mundo  se  encargaría  de  resucitarme.  Los 
muchachos,    ;  qué    demonio!,    deben    acostumbrarse    a    vivir 
libres  de  cuidados;   esto  los  robustece  y  a  Paquito  lo  que  le 
conviene  es  estar  una  buena  temporada  lejos  de  tí,  rodeado 

5>i 


VICENTE  BLASCO  I  B   A    Ñ   E  Z 

de  otros  chicos  que  le  animen  y  sometido  a  un  régimen  sin 
contemplaciones   que   excite   su   energía. 

María  se  asustó  al  oír  estas  palabras  y  adivinó  ya  lo  que 
su   esposo   iba  a   decirlle. 

—Yo  he  hablado  del  asunto  con  el  padre  Tomás  y  éste 
que,  como  ya  sabes,  es  persona  de  mucha  ciencia,  cree  lo 
mismo  que  yo  y  aconseja  que  envidemos  a  Paquito  a  uno  de 
los  colegios  que  la  Compañía  tiene  en  provincias;  al  de  Va- 
lencia, por  ejemplo,  asegurando  que  allí  sabrán  robustecer- 
lo y  librarlo  de  toda  enfermedad,  hasta  el  punto  de  que  an- 
tes de  un^  año  estará  rollizo  y  sonrosado  como  un  tudesco. 
Yo  también  pasé  los  primeros  años  en  un  colegio  de  jesuí- 
tas, y  te  aseguro  que  allí  no  nos  iba  mal,  pues  me  crié  per- 
fectamente, y  al  mismo  tiempo  que  me  fortalecí  supe  mu- 
chas cosas  que  jamás  hubiese  aprendido  metido  entre  las 
faldas  de  mi  señora  madre.  Con  que  ya  lo  sabes,  María;  co- 
mo quiero  mucho  a  mi  hijo,  por  más  que  tú  creas  lo  con- 
trario, deseo  que  ingrese  pronto  en  un  colegio,,  dcvnde  apren- 
derá a  ser  hombre. 

Desde  aquel  día  el  porvenir  de  Paquito  fué  el  motivo  de 
todas  las  conversaciones  que  se  entablaban  entre  los  dos 
esposos. 

María  resistíase  con  energía  a  acceder  a  aquella  separa- 
ción; pero  la  asediaban  continuamente  con  sus  palabras,  a  más 
de  su  esposo,  el  padre  Tomás  y  el  méd'co  de  la  casa,  el  cual 
hablaba  de  los  grandes  peligros  del  clima  de  Madrid,  que 
amenazaba  continuamente  con  una  pulmonía  al  organismo 
débil  y  delicado  del  niño. 

Un  nulevo  refuerzo  tuvieron  los  que  atacaban  la  resisten- 
cia d'e  su  sobrma,  y  llevada  de  la  indignación  que  le  produ- 
llo,  que  vino  a  descansar  un  mes  de  sus  tareas  de  propa- 
ganda y  a  saludar  a  Ordóñez,  su  "tunante  sobrino",  a  quien 
seguía  profesando  gran  simpatía,  porque  sus  calaveradas  k 
hacían  mucha  grac'a. 

Doña  Fernanda,  después  de  escuchar  reverentemente  la 
autorizada  voz  del  padre  Tomás,  mostróse  decidida  partida- 
ria de  qu'e  el  niño  fuese  al  colegio. 

Con  su  carácter  dominante  e  irascible,  atacó  la  resisten- 
cia de  su  sobrina,  que  llevada  de  la  indignación  que  le  produ- 
cía tanta  tenacidad,   llegó   a   decir   con   imponente   voz: 

— Si  se  muere  el  niño,  tú  serás  la  culpable,  pues  te  em- 
peñas en  retenerlo  aquí  con  gran  peligro  de  su  vida,  y  no 
quieres   enviarlo    donde    indudablemente    adquirirá    la   robus- 

S)3 


• 


L      Id  ARAÑA  NEGRA 

tez  que  le  falta.  Amas  mucho  a  tu  hijo;   pero  esto  no  imp:- 
ét  que  seas  una  mala  madre. 

Esta   acusación    fué   lo    que   hizo    a    María   rendirse. 
Legó    la    infeliz    a    imaginarse    que    podían    ser    ciertas    ta- 
les palabras,  y  con   el   desieo   de  no   causar   el   más   leve   mal 
a  su  hijo,  accedió   a  consentir  tal   separación,  aunque   estaba 
seeura   de    que   esto   le   produciría   un   disgusto    sm   hmites._ 

Quedó  acordado  que  el  nif^o  iría  a  educarse  al  colegio 
de  los  jesuítas  de  Valencia,  por  ser  el  clima  templado  de  esta 
ciudad  el   que  más   convenía  al   enfermizo   nmo.  ^ 

Maríar  deseosa  de  separarse  de  su  hijo  lo  más  tarde  po- 
sible, se  encargó  de  ser  ella  quien  lo  condujese  a  Valencia, 
y  la  baronesa,  que  cada  vez  estaba  más  dominada  por  su 
manía  de  viajar,  prestóse  a  acompañarla. 

La  joven  condesa  llegó  hasta  proyectar  el  traslado  de 
.u  domicilio  a  Valencia,  para  vivir  de  este  modo  más  cerca 
de  su  hijo;  pero  tuvo  que  desistir  de  tal  idea  ante  la  ro- 
tunda negativa  de  su  esposo. 

El  antiguo  calavera,  que,  según  decía,  comenzaba  a  sen- 
tirse viejo  y  se  hallaba  algo  cansado  de  sieír  simplemente  en 
«ociedad  un  aturdido,  quería  adquirir  el  prestigio  de  hom- 
bre serio  y  distinguido,  y  pensaba,  aprovfeichando  la  ausen- 
cia de  su  hijo,  en  arrastrar  a  María  a  las  fiestas  del  gran 
mundo  y  presentarse  en  bailes  y  recepciones,  grave  y  estira- 
do, con  su  esposa  del  brazo,  cual  conv^enía  a  un  hombre  que 
aspiraba  a  solicitar  en  la  primera  ocasión  oportuna  una  em- 
bajada en   cualquier   nación   de   segundo   orden. 

La  misma  noche  en  que  María,  ante  su  familia  y  sus 
amigos,  se  decidió'  a  permitir  que  la  separasien  de  su  hijo, 
l'evando  éste  al  colegio  de  Valencia,  el  padre  Tomás  y  el 
médico  de  la  casa,  al  salir  del  hotel  y  subir  al  carruaje  que 
les  .esperaba,  entablaron  inmediatamente  conversación  sobre 
la   salud  del  hijo   de  la  condesa   de  Baselga. 

—¿Cree    usted,   doctor,    que    esie    niño    puede   gozar   larga 

^^  —Lo  que  me  extraña,  reverendo  padre,  es  que  iio  haya 
muer-o  ya  La  tuberculosis  del  padre,  contaminando  a  U 
madre,  ha  producido  en  el  hijo  ese  hidrocéfalo  tan  marca- 
do, que  seguramente  llevará  el  niño  a  la  tumba. 

— ¿Y  tardará  mucho  en  morir? 

—No  puedo  asegurarlo;  pero  un  tuberculoso  es  un  cam- 
po abonado  para  toda  clase  de  enfermedades.  Bastaría  que 
en  :el  colegio  sufriese  un  l'gero  enfriamiento,  que  se  expu- 
siera a  una  corriente  de  aire  después  de  la  agitación  propia 

93 


Vicente         js  l  a  s  c  o         i  b  a  ñ  r  z 

de  la  hora  de  recreo  en.  que  juegan  los  alumnos,  para  que 
i-nmediaíamente  se  declarase  en  él  una  pulmonía,  que  en 
pocas   horas   le   produciría  la   muerte. 

El  padre  Tomás  sonrió  en  la  oscuridad  que  envolvía  el 
interior  del  carruaje. 

—¿  Y  la  condesa  P—pregiintó  el  jesuíta—.  ¿  Cree'  usted  que 
será  muy  larg-a  su  vida  ? 

— También  e  tá  amenazada  de  muerte,  pues  la  tuber- 
culosis hace  en  ella  rápidos  estragos.  Tal  vez  no  tarde  mu- 
cho  en   dieiclararse  en   ella   la  tisis. 

— Pues  entonces  tampoco  a  Ordóñez  le  quedan  muchos 
años  de  divertirse,  ya  que  él  ha  sido  el  foco  de  la  enferme- 
dad  que  ha   contaminado  a  toda  la   familia. 

— ¡  Oh !  Tal  vez  viva  es'e  más  años  que  nosotros.  La  tu- 
berculosis se  presenta  en  él  en  forma  muy  benigna.  Esto  Jc 
parecerá' extraño  a  vuestra  reverencia,  pero  las  enfermedades 
tienen  sus  rarezas,  lo  mismo  que  lois  seres  humanos.  Hay 
quien  esparce  la  muerte  en  derredor  suyo  y,  si-n  embargo, 
vive  muchos  años  gozando  una  relativa  salud. 

Callaron  los  dos  hombres  y  permanecieron  inmóviles  en 
la  oscuridad  del  carruaje,  hasta  que  por  fin  sonó  la  voz  mt'- 
iosa  e  hipócrita  del  jesuíta: 

~¡0h,  Dios  mío!  |Cuán  tristie  es  el  porvenir  de  esa  fa- 
milial  Crea  usted,  doctor,  que  siento  haberla  conocido,,  y  que 
si  hubiese  llegado  a  adivinar  que  Ordóñez  no  era  hombre 
de  completa  salud,  me  hubiese  opuesto  a  su  casamiento  con 
la  condesa. 


VII 

Un  telegrama. 

Aquella  mañana  el  ipadre  Tomás  esperaba  en  su  despa- 
cho la  visita  de  uno  de  sus  subordinados,  pertenecientes  a  la 
casa-residencia  id'e  Sevilla  y  el  cual  había  sido  llamado  a  Ma- 
drid por  orden  de  su  superior. 

El  jesuíta  italiano,  llevado  siempre  de  su  idea  de  hacer 
las  cosas  por  sí  mismo,  cuando  estaba  disgustado  de  alguno 
de  sus  subordinados,  no  quería  valerse  de  intermediarios  pa- 
la formular  sus  repulsas  y  les  hacía  presentarse  en  Madriá, 
donde  podía  vigilarlos  de  cerca. 

El  jesuíta  que  había  incurrido  en  su  desagrado  y  a  quien 

i  94 


LA  ARAÑA  N       ñ       é     '  R       A 

él  esperaba  aquella  mañana  para  desahogar  en  su  persona 
su  mal  humor,  era  un  jesuíta  andaluz,  lel  padre  Palomo,  que 
gozaba  de  cierto  renombre,  a  causa  de  sus  aficiones  literaria.s 
y  de  los  artículos  y  -novelas  que  publicaba  en  todos  los  pe- 
riodiquillos  y  revistas,  más  o  menos  subvencionados  por  la 
Compañía  de  Jesús. 

Poco  después  de  las  once  entró  su  criado  de  confianza  a 
anunciarle  la  llegada  del  padre  Palomo  y  pasados  algunos 
segundos  presentóse  en  el  despacho  el  jesuíta  andaluz,  al 
que  examinó   el  padre  Tomás  con  una  rápida  mirada. 

Era  un  hombre  de  mediana  estaiura,  de  aspecto  enfermi- 
zo y  de  frente  espaciosa  y  pronunciada,  bajo  la  cual  brillaban 
unos  ojos  que,  aunque  fijos  en  el  suelo,  con  la  tenacidad  de 
la  costumbre,  chispeaban  de  vez  en  cuando  con  la  llamarada 
propia  del  hombre  observador  y  de   inteligencia   despierta. 

El  padre  Tomás,  ai  notar  en  la  figura  del  recién  llegado 
cierta  delicadeza  de  modales  y  un  asomo  de  indolencia  aris- 
tocrática, recordaba  con  su  prodigiosa  memoria  la  historia 
de  aquel  padre  de  la  Compañía. 

Su  juventud  había  transcurrido  en  los  salones,  siendo  ün 
hombre  de  moda,  disputado  por  las  damas  y  a  quien  el  amor 
había    reservado    gtrandes    ;triunfos.    Su    existencia    al,egre    > 
aventurera  le  hizo  arrostrar  grandes  peligros,  y  al  verse  en; 
cierta  ocasión  próximo  a  la  muerte  y  salvar  inesperadamente 
la  vida,  su  imaginación  de  poeta  excitada  por  el  riesgo   que 
había  corrido,  vio   en  aquella  aventura  la  milagrosa   protec- 
ción de  Dios  y  abandonó  el  mundo,  ingresando   en  la  Com- 
pañía de  Jesús,  poseído   de  la  ¡mayor  fe. 

Los  jesuítas  fomentaron  sus  aficiones  literarias  compren- 
diendo que  podían  proporcionar  algún  honor  a  la  Compa- 
ñía que  siempre  muestra  empeño  en  presentar  como  eminen- 
cias a  aquellos  de  sus  individuos  que  no.  pasan  de  ser  me- 
dianías, y  consiguió  el  padre  Palomo  ser  en  breve  un  es- 
critor a  quien  todos  los  afectois  a  la  Orden  consideraban 
como  un  portento  literario. 

El  padre  Tomás  tenía  motivos  para  eistar  quejoso  de 
aquel  jesuíta  que,  aunque  proporcionaba  ciierto  honor  a  la 
Compañía,  hacíase  objeto  de  censuras  por  la  altivez  con 
que  acogía  las  órdenes  de  sus  superiores,  y  el  orgullo  que 
parecía  pose^erle  desde  que  la  Orden  había  hecho  de  él  una 
eminencia. 

Al  entrar  el  padre  Palomo  en  aquel  despacho  y  verse 
en  presencia  del  hombre  poderoso  que  dirigía  los  niegocios 
de  la  Orden  en  toda  España,  bajó  sus  ojos  con  la  humilde 

95  i 


VICENTE  BLASCO  1  B.  A   Ñ   h   Z 

icxpresión   del  esclavo,  y  arrodillándose  a  los  pies  del  padre 
Tomás,  le  besó   reverentemente,  la  mano. 

El  italiano  mostró  entonces  en  su  rostro  impasible  una 
expresión  de  superioridad  y  con  severo  acento  comenzó  a 
hablar  al  padre  JPalomo,  que  había  vuelto  a  ponerse  «n  pie: 

— ¿Sabe   usted   por   qué   he   mandado   llamarle? 

— No,  reverendo  padre. 

—El  superior  de  nuestra  residencia  en  Sevilla  me  ha 
dado  sus  quejas  por  la  conducta  de  usted.  El  demonio  del 
orgullo  le  domina  a  usted,  reverendo  padre,  desde  que  se  ve 
aplaudido  por  esa  gente  estólida  que  lee  novelas;  y  porque 
sus  libros  han  tenido  alguna  aceptación,  que  es  debida  prin- 
cipalmente a  nuestros  reclamos,  sie  cree  usted  ya  con  sufi- 
ciente mérito  para  despreciar  a  sus  superiores  naturales,  a 
los  que  debe  lexacta  obediencia.  ¿Cree  usted  que  los  éxitos 
que  en  el  mundo  alcanza  un  jesuíta  corresponden  a  41  úni- 
camente? 

— No,  reverendo  padre. 

— Celebro  que  así  lo  reconozca  usted.  La  gloria  de  un 
jesuíta  es  la  gloria  de  la  Compañía  entera,  y  si  usted  ha  al- 
canzado éxito  en  sus  libros,  ese  éxito  es  de  la  Compañía. 
El  autor  no  es  más  que  un  simple  instrumento  que  produce, 
piara  que  todos  sus   hermanos  gocen  por  igual  de  la  gloria. 

El  padre  Palomo,  con  su  sagacidad  y  su  silencio,  dab.i 
ti.  entender  que  nada  tenía  que  objetar  contra  aquella  teoríi 
puramente  jesuítica  que  anulaba  lo  más  notable  y  digno  de 
cada  individuo.  i    :    ;    ■    , 

— Ha  sido  usted  muy  culpable,  padre  Palomo — continuó 
€l  jesuíta  con  creciente  severidad — .  M'erece  usted  un  cruel 
y  saludable  castigo  que  le  libre  de  ese  orgullo  que  parece 
dominarle,  y  no  sé  como  me  detengo  y  dejo  de  ordenarle 
que  vaya  unos  cuantos  años  a  Filipinas  a  vivir  entre  los 
igorro't'es,  para  olvidar  de  este  modo  esas  aficiones  literarias 
que  han  despertado  su  fatuidad. 

El  jesuíta  escritor  permanieció  inmóvil  ante  tal  amenaza; 
pero  con  su  aspecto  resignado  demostraba  que  estaba  dis- 
puesto   a   sufrir    cuantos    castigos    le    impusiera   su    superior. 

— Aquí — continuó  éste  con  visible  irritación — no  hacemos 
las  reputaciones  de  los  individuos  de  la  Compañía  para  que 
éstos  se  enorgullezcan,  y  queremos  que  por  encima  de  todas 
las  satisfacciones  que  a  un  jesuíta  puedan  producirle  los 
aplausos  del  mundo,  exista  el  respeto  y  la  sumisión  a  todo 
aquel  que  sea  superior  en  rango.  Aquí  me  tiene  usted  a  mí 
— continuó  con  creciente  exaltación — que  soy  el  superior  de- 

fi6 


L 


ARAÑA  N       E       G       K 


la  Orden  ,en  toda  España  y  que  tengo  en  mi  vida  militante 
iiechos  suñcientes  para  mostrarme  orgulloso  y  satisfecho  de 
mi  mismo;  pues  bien,  si  aiiora  entrase  por  esa  puerta  el  ge- 
neral de  la  Compañía,  me  vería  usted  ,inmediatamente  pos- 
trarme de  hinojos  a  sus  pies,  y  si  me  ordenaba  él  arrojarme 
por  ese  balcón,  no  tardaría  un  segundo  en  tirarme  de  ca- 
beza Solo  con  una  obediencia  ciega  e  inflexible,  es  como  po- 
demos realizar  nuestra  grande  obra:  la  conquista  del  mun- 
do para  Dios. 

Ai  padre  Palomo  le  impresionaba  algo  la  inquebranta- 
ble íe  que  demostraba  su  superior,  y  le  parecía  subhme  en 
un  hombre  tan  poderoso  aquella  obediencia  ciiega  y  aqueiía 
confianza  tan  absoluta  en  todo  superior. 

El  italiano  comprendió  el  efecto  que  sus  palabras  pro- 
ducían en  el  literato,  y  como  tenía  sus  miras  acerca  de  este 
se  apresuró  a  terminar  la  parte  severa  y  dura  de  tal  confe- 
rencia, para  entrar  después  en  otra  más  agradable  y  útil. 

—Vamos  a  ver,  padre  Palomo;  yo  no  tengo  gusto  en  cas- 
tigar a  un  individuo  de  la  Compañía,  y  cuando  tomo  seve- 
ras disposiciones  con  alguno,  sufro  tanto  como  el  mismo  m- 
tenesado.  ¿Está  usted  arrepentido  de  sus  faltas  de  respeto  y 
sus  altiveces  con  el  padre  superior  de  Sevilla? 

— Sí,  reverencio  padre. 

— Pues  bien,  yo  le  perdono  su  falta,  aunque  con  la  con- 
dición de  que  nunca  ha  d'e  volver  a  incurrir  en  desobedien- 
cia.  De  rodillas,  padre   Palomo,  y   solicite   usted   su   perdón. 

El  escritor  estaba  demasiado  acostumbrado  a  las  prác- 
ticas humillantes  e  infantiles  del  jesuiúsmo  para  intentar  la 
menor  resistencia;  así  íes  que  se  apresuró  a  ponerse  de  ro- 
dillas, y  vióse  entonces  al  mismo  hombre  de  quien  la  critica 
literaria  hacía  grandes  elogios  y  que  gozaba  del  favor  del 
público,  decir  humildemente,  arrodillado  y  con  los  brazos  en 
cruz: 

—Pido  a  Dios  y  a  mi  superior,  el  reverendo  padre  Tomás 
Ferrari,  que  me  perdone  mi  soberbia,  mi  orgullo  y  mi  des- 
obediencia. 

Con  les/tas  prácticas  degradantes,  que  matan  en  el  horn- 
bre  el  sentimiento  de  la  dignidad  convirtiéndole  en  un  autó- 
mata inconsciente,  es  como  el  jesuitismo  sostiene  la  ruda  y 
pertecta  disciplina  de  sus  huestes. 

—Levántese  usted,  padre  Palomo.  Dios  le  perdona;  pero 
para  que  acabe  de  ser  vencido  esie  demonio  del  orgullo  que 
tanto  le  ha  dominado,  es  preciso  que  durante  siete  días,  a 
la  hora  de  comer,  se  arrodille  usted  en  el   refectorio   de  la 

97  7 


VICENTE  B   L   A    ó    L    O  1   B  A   Ñ   E   ¿ 

casa-residencia  y  repita  esas  mismas  palabras  ante  los  de- 
más padres.  Es  una  santa  humillación  que  conseguirá  alejar 
del  todo  al  espíritu  malo. 

El  escritor  elevó  sus  ojos  con  expresión  de  santa  manse- 
dumbre, y  dijo  con  místico  acento: 

— Así  io  iiaré,  reverendo  padre.  No  me  dueLe  esa  humi- 
liación,  porque  me  la  ordenan  mis  superiores  y  es  beneficiosa 
para  mi  alma. 

— Aiiora  que  ya  hemos  hablado ,  de  asuntos  particulares 
— ^dijo  el  padre,  Tomás  con  entonación  más  amable»  aunque 
sin  perder  su  gesto  de  superior — ,  conviene  que  hablemos 
de  otros  asuntos  que  serán  beneficiosos  para  la  Compañía. 
Ante  todo  advierto  a  usted,  padre  Palomo,  que  va  a  quedar- 
se en  Madrid. 

— Haré  lo   que  mis  superiores   me   manden. 

— Seguirá  usted  dedicado  a  sus  tareas  literarias,  pues  con- 
viene a  la  Compañía,  e-n  las  presentes  circunstancias^  el  em- 
plear las  facultades  que  Dios  le  ha  dado  a  usted,  aunque  ad- 
virtiéndole que  no  por  esto  debe  volver  a  caer  en  su  antiguo 
orgullo. 

— Seré  humilde   como   un   buen   soldado   de  Jesús. 

— Soldado;  esa  es  la  palabra.  Va  a  ser  usted  combatiente 
en  favor  de  nuestra  gran  causa.  Hasta  ahora  sólo  ha  escrito 
usted  novelas   de  puro  entretenimienLO,  ¿no   es  esto? 

— Sí;  pero  todas  icUas  tienen  su  fin:  el  de  demostrar  que 
la  Compañía  de  Jesús  es  la  institución  más  santa,  y  que 
todos  deben  ponerse  bajo  su  dirección. 

— Sí;  lo  sé.  He  leído  algunas  de  esas  obras»  pero  uo 
basta  eso.  La  Compañía  necesita  un  libro  de  batalla  que 
mueva  ruido  y  que  escandalice.  ¿Antes  de  'entrar  en  la  Or- 
den no  pertenecía  usted  a  esa  juventud  elegante  que  penetra 
hasta  en  lo  más  recóndito  de  las  alcobas  de  las  grandes  da- 
más,  y  conoce  todas  las  miserias  de  la  alta  sociedad? 

— Sí,  reveríendo  padre.  Vi  el  gra-n  mundo  de  cerca,  aprecié 
todas  sus  miserias  y  por  esto  mismo  desengañado  de  la 
existencia  terrenal,  entré  en  da  Compañía. 

— Pues  bien,  aproveche  usted  todos  sus  rfecuerdos,  sus 
antiguas  observaciones,  para  escribir  un  libro  que  sea  como 
lina  sátira  sangrienta  contra  la'  aristocracia.  Nada  de  escrú- 
pulos ni  vacilaciones.  Palo  seco  con  todos,  y  mucha  verdad 
en  la  descripción,  sin  temor  a  incurrir  en  una  crudeza  im- 
propia de  un  sacerdote:  ahora  está  en  moda  el  naturalismo. 

Calló  el  padre  Tomás,  pero  como  su  subordinado  daba  a 

,98 


LA  ARAÑA  N       E       &       R       A 

iwitender  con  su  silencio  que  -no  habia  comprendido  del  tod© 
lo   quie  deseaba   su   superior,   éste   añadió : 

— Para  que  usted  se  capacite  de  lo  que  tal  obra  debe  ser, 
le  expl'caré  el  objeto  que  la  Compañía  se  propone.  Hoy  la 
aristocracia,  a  fuerza  de  imitar  la  felegancia  francesa,  se  ha 
contaminado  de  cierto  volterianismo,  y  no  viene  ya  a  bus- 
carnos como  en  otros  tiempos,  solicitando  nuestra  dirección. 
Piense  usted,  Padre  Palomo,  lo  que  seria  de  nuestra  Compa- 
ñía si  la  g^ente  de  dinero  nos  fuera  infiel  separándose  para 
siempre  de  nosotros.  Yo,  después  de  varias  tentativas,  me 
h'e  convencido  de  que  es  imposible  atraer  a  esa  aristocra- 
cia veleidosa  e  ingrata  por  medio  de  la  persuasión  y  la  dul- 
zura, y  no  nos  queda  más  recurso  para  encadenarla  a  nues- 
tra dirección  que  apelar  al  terror,  atemorizándola  con  un 
soberbio  varapalo.  Para  eso  quHero  el  libro  de  usted.  Este 
es  el  objeto  que  ha  de  llenar.  Pondremos  a  la  aristocracia 
en  ridiculo,  describiendo  todos  sus  vicios  y  miserias,  y  esto, 
al  mismo  tiempo  que  hará  volver  al  redil  a  los  ingratos,  nos 
proporcionará  la  adhesión  de  la  clase  media,  que,  odia  a  la 
gente  privilegiada,  y  tai  vez  hará  que  por  espíritu  de  par- 
tido nos  miren  con  menos  hostilidad  los  hombres  que  son 
•nuestros  irreconciliables  enemigos.  ¿Pía  comprendido  usTed 
ya  la  tendencia  del  libro  en  cuestión? 

El  padre  Palomo  había  ido  entusiasmándose  conforme 
su  superior  le  exponía  el  espíritu  dte  la  obra,  y  en  sus  fac- 
ciones coloreadas  por  la  animación,  notábase  'el  satisfecho 
gesto  del  escritor  que  encuentra  un  tema  de  su  gusto. 

— ¡Muy  bien!  ¡Eso  es! — ^decía  el  jesuíta  andaluz,  despo- 
jándose de  su  actitud  humilde  y  encogida — .  La  idea  es  mag- 
nífica y  digna  de  vuestra  paternidad.  Fustigaremos  a  la  aris- 
tocracia, que  es  la  clase  que  mejor  conozco,  y  yo  le  aseguro 
a  vuestra  reverencia  que  con  las  anécdotas  que  recuerdo  y 
los  escándalos  que  he  presenc'ado  en  mi  época  de  hombre 
■■'.\  mundo,  hay  más  que  suficiente  para  formar  una  nov'ela 
que  mueva  ruido.  La  'titularemos  "Miserias",  si  a  vuestra 
paternidad  le  parece  bien. 

— Me  gusta  el  título.  ¿Cuándo  va  usted  a  pioners'e  a  tra- 
bajar? ! 

— Mañana  mismo;  asi  qué  descanse  de  las  fatigas  del 
viaje  comenzaré  a  hacer  mis  apuntes  y  a  clasificar  mis  re- 
cuerdos, i       i     i 

— Está  hien.  Vivirá  usted  en  nuestra  casa-residencia,  y  yo 
daré  orden  de  que  -nadie  le  incomode  en  sus  trabajos. 

Hablaron  aún  los  dos  jesuítas  un  buen  rato  sobre  la  fu- 

99 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   E   ¿ 

tura  obra,  oyendo  el  escritor  con  gran  respeto  las  indicacio- 
nes del  padre  Tomás,  y  cuando  el  padre  Palomo  salia  del 
despacho,  satisfecho  del  resultado  de  una  conferencia  que 
tanto  había  temido,  entró  uno  de  los  secretarios  del  ita- 
liano, mudo  e  impasible  como  una  estatua,  s'tgún  era  cos- 
tumbre en  todos  los  que  trabajaban  en  la  casa,  y  le  entregó 
un  telegrama  que  acababa  de  Ikgar. 

El  padre  Tomás  rasgó  la  cub.erta,  y  al  le'erle,  una  ligera 
sonrisa   de   satisfacción   vagó   por   sus    labios. 

Era  el  padre  director  del  colegio  de  Valencia  quien  le 
telegrafiaba,  manifestándole  que  «1  niño  Paquito  Ordóñez 
estaba  gravemente  enfermo,  a  consecuencia  de  una  pulmonía. 

No  había  resultado  deficiente  la  gestión  del  jjadre  Tomás 
desde  Madrid,  y  la  enfermedad  llegaba  con  tanta  precisión 
como  él  la  había  previsto. 

Por  fin,  el  heredero  que  tantos  cuidados  inspiraba,  ya  no 
estorbaría  más  los  plan>e,s  de  la  Compañía. 

— Es  preciso — se  dijo  el  jesuíta — avisar  a  los  padres  esie 
triste  suceso.  No  sé  si  Ordóñez  estará  en  Madrid.  El  otro 
día  me  dijo  que  pronto  iba  a  saÜr  con  algunos  amigos  a  ca- 
jear en  un  coto  de  Extremadura.  Vamos  allá:  si'empre  en- 
contraré a  María,  y  ésta  es  la  única  a  quien  podrá  impre- 
sionar la   noticia;    conozco   bien   a   toda    aquella   gente. 

Así  fué.  María  prorrumpió  en  alaridos  al  saber  que  su 
pobre  hijo  estaba  enfermo  de  grav'edad. 

Aíedio  año  hacía  que  Paquito  estaba  en  el  colegio  de  Va- 
lencia, y  a  pesar  de  que  el  director  d'el  establecimientX)  le 
escribía  frecuentemente  dando  noticias  de  su  salud,  la  pobre 
madre  no  podía  contener  su  impaciencia,  y  dos  veces  había 
tomado  el  tren,  sufriendo  las  fatigas  del  viaje  tan  sólo  para 
estar  ^en  Valencia  algunas  horas  al  lado  de  su  hijo,  y  regre- 
sar inmediatamente  a  Madrid. 

La  s'egunda  de  aquellas  entrevistas  la  había  proporciona- 
do Un  inmenso  placer,  pues  vio  a  su  hijo  con  aspecto  menos 
enfermizo,,  notando  también  que  había  disminuido  algo  el 
volumen  de  su  cabeza.  Esto  le  hizo  creer  en  la  bondad  de 
aquellos  consejeros  del  padre  Tomás,  y  en  que  realmente 
sería  beneficiosa  para  Paquito  la  estancia  en  el  colegio,  y 
cuando  más  ilusionada  estaba,  venía  una  noticia  tan  fatal  y 
urgente  a  sumirla  en  la  desespeiración. 

La  pobre  madre  rieleía  sin  cesar  aquel  telegrama  como  si 

,  en    su    conciso    lenguaje    pudiera    encontrarse    la    certeza    del 

porvenir   del   niño,   y   por   más   esfuerzos   que  hacía   el   padre 

7'cmás  para  convencerla  de  que  el  niño  podía  salvarse,  como 

100  ^ 


L      ^  'ARAÑA  NEGRA 

ya  había  ocurrido  cuando  dos  años  antes  tuvo  el  ataque  de 
rnenin iritis,  María  'no  se  tranquilizaba,  y  aturdida  por  el  do- 
lor,  sólo   contestaba   con   gemidos   y  frases   incoherentes.. 

No  log-raría  trannuiHzarla  el  reverendo  padre.  La  decía 
el  corazón  qud  su  niño  estaba  enfermo,  muy  enfermo,  y  aun 
podía  ser  que  a  aquellas  horas  hubiese  muerto  ya. 

La  pobne  madre  desesperábase  por  no  tener  alas  para 
-volar  hasta  donde  agonizaba  su  h'jo,  y  pensaba  con  terror 
que  aún  habían  de  transcurrir  algunas  horas  hasta  el  ano- 
checer,  que   era   cuando   salía  el   tren   correo   de   Valencia. 

Aquella  ciudad,  en  la  qu'?'  había  pasado  su  infancia  so- 
ñcíTiáo  tanto,  y  teniendo  en  ella  sus  primeros  amores,  y  en  la 
que  ahora  agonizaba  el  ipedazo  de  sus  entrañas,  era  el  lugar 
que  llenaba  en  tales  instantes  su  imaginación,  y  por  encon- 
trarse en  él  hubiera  dado  en  dicho  momento  su  fortuna  y 
hasta  su  vida. 

Estaba  resuelta  a  salir  en  e^  correo  de  aquella  noche,  y 
el  padre  Tomás,  por  una  complacencia  instintiva  o  por  un 
refinamiento  de  artista  que  desea  ver  su  obra  acabada  para 
convencerse   de   su    perfección,    se   prestó    a    acompañarla. 

Como  la  baronesa  estaba  ausente,  María,  al  abandonar 
su  casa,  dio  sus  instrucciones  al  criado  Pedro,  que  era  quien 
m(erecía  toda  su  confianza. 

A  las  siete  de  la  tarde  la  condesa  y  el  anciano  jesuíta  su- 
bían a  un  reservado  de  primera  clase  en  el  tren  que  iba  a 
salir  de  la  estación  de!  Mediodía. 

La  joven  madre  cubría  con  un  velo  aquel  rostro  antes 
tan  fresco  y  hermoso  y  que  ahora  estaba  consumido  por  la 
cn-^ermedad  y   desencajado   por  el   dolor. 

De  Vez  en  cuando  una  tosecilla  seca  y  violenta  agitaba  el 
extremo   de^  velillo. 

— Hí.sta  las  once  de  la  mañana  no  llegaremos  a  Valencia. 
¿No  es  eso,  padre  Tomás? 

— S?,  hija  mía. 

—  I  Oh,  Dios  misericordioso!  i  Qué  noche  me  esn'era!  La 
impaciencia  de  llegar  es  más  terrible  que  mi  dolor.  Cada  mi- 
nuto es  un  siglo  v  únic? mente  me  sostiene  el  deseo  de  ver  a 
mi  Pn nuito.  a  mi  hijo,  que  tal  vez  esté  muriendo  en  este  mis- 
mo momento. 

La  pobre  madre,  asustada  por  sus  propias  palabras,  rom- 
pió a  llorar,  deiando  caer  su  cabeza  sobre  los  grises  almoha- 
dones que  manchaba  con  sus  lágrimas, 

lOI 


VICENTE  BLASCO  I  B   A    Ñ   E  Z 

Al  otro  extremo  del  departamento  iba,  inmóvil  e  impa- 
sible, el  padre  Tomás,  que  movía  sus  labios  como  si  rezas* 
y  m'raba  fijamente  la  luz  del  farol  que  oscilaba  con  la  tre- 
pidación del  tren  en  marcha. 


VIII 


La  muerte  del  niño. 
..  f 

A  través  de  las  vidrieras  que  cerraban  herméticamente 
las  ventanas  de  la  enferm'ería,  entraban  en  ésta  los  alegares 
ravos  del  sol.  desonés  de  juíínetear  entre  el  ramaje  del  i-nme- 
diato  jardín,,  donde  un  tropel  d'e  pájaros  piaba  en  las  alturas, 
y  más  de  un  centenar  de  muchachos  correteaban  abajo,  por 
las  enarenad'as  avenidas,  divirtiéndose  con  juegos  ruidosos  que 
producían  explosiones   de  ^i^^as  v  de  rrritos. 

La  animación  y  lel  ruido  del  jardín  contrastaban  con  la 
soledad  y  el  silencio  de  aquella  habitación  con  cuatro  ven- 
tp/p^s,   que   servía  de  enfermería. 

Doce  p'equf"na«;  c^mas  de  hierro  con  rop^'^.s  de  deslumbran- 
'-  blancura  alineábanse  a  lo  largo  de  la  tpared.  enfrente  de 
las  ventanas,  y  todas  ellas  estaban  vacías,  a  excepción  de  la  pri- 
mera, sobre  cuya  almohada  destacábase  un?,  cabeza  que  por  1« 
íibultada  parecía  pertenecer  a  otro  cuerpo  que  a  aquel  ne- 
'"'•'^pño  tronco  raquítico  y  menguado,  que  apenas  si  se  de^- 
'-r-^ba  con  las  convulsiones  de  una  respiración  jadeante,  bajo 
los   plie,eue=í   de  la   cubierta. 

Era  el  hijo  de  la  condesa  de  Baselga  el  único  enfermo 
que  ocupaba  aquel   departamento   del   colegio. 

Acababa  de  ausentarse  lel  hermano  lego,  encargado  de  la 
enfermería,  mocetón  de  anchas  mandíbulas  v  aspecto  de 
imbécil,  que  manifestaba  gran  cariño  a  los  niños  y  entre- 
tenía al   enfermito   con    cuentos   milagrosos. 

El  niño  sentíase  abrumado  por  la  espantosa  soledad  en 
que  vivía. 

La  tuberculosis,  que  paralir^ba  ea  parte  su  cerebro^  n© 
^r».b'a  logrado  borrar  la  precocidad  de  pensamiento  oue  dís- 
t'i^ ortiga  a  Paquito  y  que  parecía  agrandarse  con-l"orme  avan- 
zaba el  curso  de  su   enfermedad. 

Más  que  su  dolencia.,  más  que  aquella  terrible  opre- 
sión en   el   pecho,   que   le  hacía   respirar   penosamente,   con- 


L      'A  ARAÑA  NEGRA 

movía  al  niño  la  soledad  en  que  vivía  y  el  cariño  frío  y  mer- 
cenario que  le  rodeaba. 

A!  pas'ear  su  debilitada  vista  por  aquella  vasta  pieza  si- 
lenciosa y  fría,  el  niño  se  acordaba  con  dolor  y  envidia  de 
la  casa  paterna,  donde  él  reinaba  en  absoluto ;  de  aquel  ele- 
.srante  y  confortable  hotel,  donde  vivía  entre  plumas  y  abri- 
g'os.  rodeado  de  cuantas  comodidades  puede  proporcionar  una 
gigantesca  fortuna  y  un  solícito  cariño. 

Pero  más  aún  que  el  lujo  y  el  bienestar,  lo  que  el  pobre 
enfermito  echaba  de  menos  en  su  actual  situación  era  su 
madre,  aquella  hermosa  señora,  con  los  ojos  siempre  empa- 
nados por  las  lág'rimas,  que  cuando  él  despertaba  veía  siem- 
pre a  la  cabecera  de  la  cama,  triste  y  llorosa  como  las  Vír- 
íTones  que  tantas  veces  Vi^bía  contemplado  en  h.  semiobscu- 
ridad  de  las  capillas. 

No  podía  quejarse  de  la  solicitud  de  que  era  objeto  en 
el  colegio ;  pero  el  niño,  con  su  pasmosa  precocidad,  adivi- 
naba lo  mercenario  de  aquel  c?riño.  que  cuidabn  por  obliga- 
ción y  trataba  a  cada  uno  según  su  riqueza  y  rango  social. 

Bien  le  cuidab?  el  mozo  de  la  enfermería,  pero  sus  m.anos 
rudas  no  podían  ser  comparadas  con  aquellas  finas  y  suaves, 
nue  allá  en  Madrid  le  manejaban  con  tanta  delicadeza,  como 
si  su  cuerpo  fuese  un  copo  de  algodón.  Todos  los  padres 
profesores  del  colegio  entraban  diariamente  en  la  estancia 
a  or^eguntar  al  niño  por  el  estado  de  su  salud,  pero  en  sus 
frías  nalnbras  v  en  sus  imr)as,ibles  rostros  no  se  notaba  el 
menor  asomo  de  aquel  cariño  vehemente,  de  aquel  doloroso 
anhelo,  nue  la  nobre  madre  llevaba  imnreso  en  todo  su  ser. 

Aquel  abandono  moral  en  aue  le  tenían,  aquella  frialdad 
nue  le  rodeaba,  era  lo  que  entristecía  al  pobr'e  niño  y  le  ha- 
cía sum'rse  en  un  decaimiento  absoluto,  que  favorecía  el 
pro'^reso   de  la  enfermedad. 

El,  que  pertenecía  a  una  poderosa  familia:  nue  no  había 
ni  aun  sosnech^ido  la  verdadera  siprificnción  d^  la  oalabra 
miseria:  que  habíp  vivido  rodeado  siemnr'é  de  ;a  riqueza,  el 
fasto  y  la  comodidad,  v  oue  al  exoerímentar  el  menor  dolor 
había  visto  inmediatamente  en  torno  de  su  lecho  a  un  e^ran 
número  de  solícitos  sirviente?,,  pensaba  ahora,  con  envidia, 
'•n  los  hijos  <ie\  conserie  áe  su  hotel,  en  aííuellos  ^ohrecilloí, 
tímidos  y  mal  abr'gados.  que  subían  algunas  vece?  a  su 
cuarto   nara   entretenerlie  con    sus    iuego<n. 

i  Cuan  felices  eran  aquello?  miserables!  jCómo  les  en- 
vidiaba su  suerte!  Ello^,  al  menos,  si  caían  enfermos  tendrían 
9.  SU  lado  una  madre  que  los   cuidase,   con   ese   cariño   infa- 

103 


VICENTE  BLASCO  I  B   A   Ñ   E  Z 

tigable  y  heroico  del  que  únicamente  es  suscept  ble  el  co- 
razón de  la  mujer;  y  no  había  miedo  de  que  se  viesen  como 
él,  que  por  ser  rico  e  hijo  de  una  gran  familia  se  encontra- 
ba ahora  en  un  lugar  extraño,  en  una  pobre  cama,  y  sin  ver 
otros  seres  que  el  rudo  criado,  el  médico  de  la  casa  y  media 
docena  de  hombres  megros,  cuyo  rostro  impasible  parecía  de 
bronce,  y  que  a  sus  terribles  dolores  sólo  sabían  contestar 
con  frías  palabras,  en  las  que  no  se  notaba  el  menor  asomo 
de  afecto. 

Paquito  lloraba  silenciosamente  y  sus  lágrimas  iban  a  caer 
sobre  el  embozo  de  su  cama,  que  movía  con  vaivén  de  olea- 
je la  respiración  jadeante  de  sus  congestionados  pulmones. 
Un  pensamiento  cruel  obsesionaba  el  cerebro  del  niño. 
¿Es  que  sus  padres  no  le  amaban  ya  y  por  esto  habían 
mostrado  tanta  prisa  en  alejarlo  de  su  presencia?  El  pobre 
niño  no  podía  creer  que  dejasle  de  amarle  aquella  mujer  que 
tanto  cariño  le  había  demostrado  allá  en  Madrid,  y  que  por 
dos  veces,  llorandoi  de  emoción,  había  venido  a  verle  en  el 
colegio;  pero  al  mismo  tiempo  pensaba  con  amargura  que 
los  padres  que  quieren  a  sus  hijos  hacían  como  el  conserje 
de  su  hotel  y  otras  gentes  humildes  que  él  había  conocido  y 
que  por  todo  el  oro  del  mundo  no  consentían  en  separarse  un 
sólo  día  de  los  que  leran  pedazos  de  sus  entrañas. 

El  infeliz  ignoraba  Ta  existencia  de  inhumanas  costum- 
bres que  la  sociedad  ha  establecido  con  el  carácter  de  supre- 
ma distinción  y  que  hacen  que  los  padres  abandonen  a  sus 
hijos  en  la  infancia  para  entregarlos  a  manos  extrañas,  jus- 
tamente en  la  época  en  que  más  necesitan  de  los  cuidados 
del  verdadero  cariño. 

No  era  que  el  niño  pudiera  quejarse  de  haber  sufrido  vio- 
lencias ni  desprecios  en  aquel  colegio,  especie  de  convento 
de  la  infancia  a  que  sus  padres  le  habían  enviado.  La  servi- 
dumbre le  trataba  con  más  cariño  que  a  los  otros  alumnos ; 
algunos  de  éstos,  malignos  e  insolentes,  que  se  burlaron  de 
su  timidez  y  de  su  abultada  cabeza,  fueron  castigados  riguro- 
samente por  el  director;  los  padres  maestros  le  trataban 
siempTe  con  las  mayores  consideraciones;  pero,  a  pesar  de 
tantas  atenciones,  el  niño,  criado  al  calor  de  una  maternidad 
cuidadosa  y  solícita,  no  podía  avenirse  con  la  fría  reglamenta- 
ción de  aquella  casa  y  con  los  cuidados  mercenarios  de  que 
era  objeto  y  en  los  que  s<e  notaba  más  el  impulso  de  la  obli- 
gación que  el  del  afecto. 

No;    por  más   que  hacieran   aquellos   hombr^^.s   para   serle 

104 


i 


\A 


'A      R      A      Ñ      'A  N      E      &      R 


aj^radables,  no  podían  llenar  en  su  corazón  el  vacío  que  había 
dejado  la  ausencia  de  la  madre.   ^         ,         „         . 

Paquito  notaba  en  el  cariño  de  todos  ellos  algo  que  para 
él  era  di^no  de  censura,  por  más  qu^  f  ;""^^^%^,J^/'±: 
mentación   del    e^-ogio   y   en   la  necesidad  de  considerar   iguales 

a  todos  los  alumnos.  

¿Por  qué  en  la  sala  de  estudios  habían  destinado  para  el 
aquel  pupitre  cercano  a  la  -puerta,  donde  llegaban  frías  co- 
rrientes de  aire  cada  vez  qute  alguien  abría  la  mampara  de 
-cristales  y  levantaba  el  cortinaje?  ,:Por  qué  en  el  dormi^torio, 
con  el  pretexto  de  que  era  el  último  alumno  que  había  in- 
gresado, ocupaba  la  cama  más  inmediata  al  corredor,  lo  que 
le  hacía  pasar  las  noches  con  el  cuerpo  entumecido  y  tosiendo 
dolorosamlente?  De  seguro  que  a  estar  allí  su  madre,  no  hu- 
biese vivido  él  tan  desprovisto  de  cuidados  y  la  enfermedad 
ro  hubiera  heclío  de  su  cuerpo  una  víctima,  oprimiendo  con 
mano  de  hierro  sus  débiles  pulmones. 

Y  mientras  el  níno  pensaba  con  dolor  en  su  desgracia  al 
.Pr  conducido  a  aquel  establecimiento,  escuchaba  con  marca- 
da expresión  de  'envidia  el  rumor  que  producían  sus  compa- 
ñeros iugando  en  e>l  inmediato  jardín,,  en  aquella  hermosa 
" -boleda,'  que  era  la  'única  parte  del  colegio  a  la  que  profe- 
saba algún  cariño.  '  i  i.  « 
Su  madre  era  el  recuerdo  que  ocupaba  por  completo  su 
memoria,  v  pensaba  en  ella  con  la  des-es-Deracion  del  desgra- 
ciado  que  ha  perdido   el  protector  en   quien   cifra   todas   sus 

esperanzas.  .         ,  i.  t^ 

íOh,  .i  ella  lleease!    iSi   ella  apareciese  de  repente  en  la 

enfermería,   extendiéndole    sus    brazos    con    loco    arrebato    ele 

pasión   y   gritando   "íhijo   mío!",  con    esa   voz   que   sale   del 

Dos  días  hacía  que  el  pobre  niño  se  hallaba  enfermo  en 
aquel  lecho,  y  cada  vez  que  pensaba  eti  la  posibih'dad  de  que 
c;u  madr'e  apareciese  en  aquel  lugar,  la  esperanza  le  reanima- 
ba dándole  nuevas  fuerzas,  y  hasta  le  parecía  que.  de  reali- 
zarse tal  milaero,  no  tardaría  en  desvanecerse  la  terrible  opre- 
sión  quie  agobiaba  sus  pulmones.  ^   . 

Paquito  creía  en  la  posibilidad  de  que  su  madre  viniese 
a  verle  v  confiaba  en  que,,  antes  de  mor^'r.  podría  co-ntemnlar 
pr-uel  dulce  rostro  que  tantas  vedes  había  distinguido  al  bor- 
de de  su  cuna,  como  si  fuera  la  buena  hada  de  sus  sueños 
;No  había  ido  a  visitarle  cuando  gozaba  de  relativa  salud 
:Por  qué  había  de  abandonar  ahora  a  su  pobre  hijo  qu^  se 
gentía  morir? 


VICENTE  BLASCO  J   B   A    Ñ    E   Z 

Para  'el  niño  era  Valencia  una  dudad  que  le  recordaba 
su  madre.  Cuando  le  acompañó  desde  Madrid  para  que  in- 
írresara  en  el  establecimiento  de  los  jesuítas,  la  tondesa,  con 
la  emoción  del  que  recu>erda  los  mejores  años  de  su  vida, 
había  mostrado  a  su  hijo  la  fachada  del  colegio  de  Nuestra 
Señora  de  la  Saletta,  en  cuya  terraza  había  experimentado 
las  más  gratas  emociones  de  su  existencia. 

La  idea  de  que  su  madre  había  respirado  aquel  mismo  am- 
biente de  perfumes,  teniendo  casi  la  misma  edad  que  él,  y 
que  sobre  el  mismo  suelo  había  estado  sometida  a  una  exis- 
tencia reglamentada  como  la  suya,  producíale  al  niño  una 
placentera  emoción  y  afirmábale  en  su  confianza  de  que  en 
un  país  que  tales  recuerdos  guardaba,  no  podía  menos  de 
surgir  por  arte  mágico  la  dulce  figura  de  la  condesa. 

El  anhelo  por  ver  a  su  madre  y  la  incer^idumbre  que  le 
acometía  después  de  permanecer  algunos  instantes  con  esta 
•esperanza,  fatigaban  al  pobre  niño,  y  en  su  enfermizo  cuerpo 
sólo  quedaba  ya  vigor  para  pensar. 

Poco  a  poco  su  cerebro  fué  debilitándose;  una  soñolencia 
abrumadora  se  apoderó  de  él  y  se  cerraron  aquellos  ojos  ma- 
cilentos, que  hasta  entonces  con  tanta  codicia  habían  con- 
templado los  rayos  del  sol  que  se  filtraban  por  Iras  ventanas. 

Según  el  testimonio  del  encargado  de  la  enfe*"mería,  que 
entró  varias  veces  a  verle,  el  niño  deliraba  llamando  a  su 
madre  y  pidiéndola  con  voz  quejumbrosa  que  lo  sacara  de  allí. 

Así  transcurrieron  más  de  tres  horas  y,  por  fin,  cedió  un 
tawto  el  delirio  y  se  abrieron  los  ojo3  d^el  enfermHo,  justa- 
n-ente en  el  instante  en  que  sonaba  un  tropel  de  pasos  en  el 
inmediato  corredor. 

Abriese  la  entornada  puerta,  y  lo  primero  que  vio  el  pe- 
bre niño  fué  al  administrador  del  establecimiento  y  a  un 
sacerdote  viejo,  de  elevada  estatura,  cuv)  rostro  impasible  y 
p/tistero  cre^'-ó  reconocer,  aunque  no  pudo  darse  exacta  cuen- 
ta de  quién  era.  Tras  de  "ellos  entraban  el  encargado  de  la 
enfermería,  con  su  azul  delantal,  y  otro  criado  que  le  servía 
de  ayudante;  y  en  el  centro  del  grupo  marchaba  una  mujer, 
de  la  cual,  por  sti  baja  «statura,  sólo  se  veía  el  plumaje  de 
la  capota. 

El  anciano  jesuíta,  extendiendo  su  brazo  hacia  atrás,  pa- 
recía contener  a  aquella  señora. 

— Calma,  condesa,  mucha  calma — decía  con  su  fría  voz — * 
una  impresión   demasiado  fuerte  podría  hacerle  daño. 

Pero  la  mujer,  con  un  violento  empujón,  sal^-ó  del  grupo 

io6 


L      ^A  ARAÑA  NEGRA 

y  se   abalanzó   á  la   cama,   arrojando   atrás   el   velillo  de   su 
sombrero. 

El  pobre  niño  exhaló  un  ^rito  ante  tan  súbita  aparición. 
¡Ya  se  había  realizado  el  milag-ro!  ¡Ya  estaba  allí  su  buena 
hada,  con  el  rostro  dulce,  lloroso  y  conmovido  de  virgen  do- 
lorosa? 

— ¡Mamá!  ¡Mamá  mía! — g'ritó  el  pobre  enfermito,  con 
su  voz  débil,  pero  de  expresión  indefinible. 

Y  no  pudo  aecir  más.  pu'e's  ahogó  su  pobre  voz  aquel 
rostro  que,  derramando  lágrimas,  se  pegó  a  sus  demacradas 
facciones,  cubriéndolas  de  besos. 

La  madre  y  el  hijo  parecieron  formar  una  sola  masa  aue 
exhalaba  tristes  s^emidos,  mientras  que  el  gruDO  de  hombres 
que  estaba  en  la  'puerta  permanecía  impasible,  como  gente 
oue  p1  entrar  en  la  a'ínciación  jesuítica  había  ^enunciado  a 
los  afectos  de  la  familia  y  no  podía  conmoverle  ante  tales 
•escenas.  El  padre  Tomás  miraba  con  sim  oíos  fríos  de  adero 
a  la  madre  y  al  hijo,  y  mientras  pensaba,  sin  duda,  en  que 
nronto  'ha  a  verse  h'bre  de  anuellos  dos  estorbos,  cruzaba 
h.'S  manos  sobre  su  vientre  y  hacía  juguetear  distraídamente 
?  sus  pulírares. 

Aquella  emoción  producida  por  la  llegada  de  la  madre, 
aceleró  el  triste  de?»enlace  oue  ef  médico  del  colegio  había 
anunciado  ocurriría  fatalmente  en  anuella  misma  mañana. 

Sólo  dos  horas  vivió  el  infeliz  niño. 

Su  agonía  fué  terrible,  y  el  padre  Tomás,  ayudado  v^f^r 
otros  jesuítas,  tuvo  que  arrancar  a  viva  fu.erza  a  la  enlo- 
quecida madr/e,  oue.  con  la  cabeza  de  su  hijo  entre  sus  ma- 
ro<->  V  su  hora  pecada  a  la  del  enfermo,  parecía  aspirar  con 
delicia  el  hálito  de  la  agonía. 

La  condesa,  dando  alardos  de  dolor,  fué  conducida  a  las 
habitaciones  de  la  dirección,  cuando  ya  el  niño  se  agitaba 
'^n  las  líltimas  convulsiones,  buscando  un  airíe  vivificante  que 
se  negaba  a  entrar  en  su  pecho. 

El  padre  Tomás  conservó  su  presencia  de  ánimo,  y  cuan- 
do el  cuerpo  de  Paquito  era  ya  un  cadáver,  comen /ó  ^  dictar 
t«das  las  d*<!r)«si'cior!e«!  nronias  del  caso,  v  ordenó  el  entie- 
rr»,  «(ue  había  de  per  dign».  ñor  su  íap^rato.  de  la  fam'íií».  a 
^tíe  pertenecía  e^  finado  y  del  establecimiento  en  qnie  había 
muerto. 

No  se  separó  un  sólo  instante  de  la  cama  en  qwe.  tan  lar- 
ra agonía  había  sufrido  el  infeh'z  niño,  v  hubo  un  momento 
^n  que  quedó  completamente  sólo  en  la  vasta  habitación.  Dos 

?07. 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   E  Z 

criados  habían  salido  buscando  el  uniforme  de  Paquito  para 
amortajarle. 

El  terrible  jesuíta,  puesto  en  pie  junto  al  lecho  mortuorio, 
estuvo  contemplando  fijamente  la  deforme  cabeza  de  aquel 
niño,  que  aún  parecía  más  liorrible  con  -el  tinte  violáceo  de 
la  muerte. 

— Dios  te  tenga  en  su  santa  gloria — murmuró  el  padre 
Tomás — .  La  verdad  es  que  para  ser  hijo  de  un  padre  tan 
corrompido,  has  sabido  resistir  bravamente  a  la  muerte.  Te 
ha  costado  el  caer. 

Después  se  aeparó  'del  lecho,  comenzando  a  pasearse  por 
la  enfermería,   con   cfertó   aire  de   satisfacción. 

Llegaban  hasta  allí,  amortiguados  por  la  distancia,  estri- 
dentes alaridos  de  dolor  que  no  parecían  salir  de  una  gargan- 
ta humana. 

Era  la  infeliz  madre,  qute  abajo,  en  el  despacho  del  di- 
rector,  entregábase  a  transportes  de  pena,  rodeada  de  casi 
toda  la  servidumbre  del  colegio,  que  la  sujetaba  temiendo 
que  se  causase  algún  daño  en  una  de  aquellas  convulsiones 
de  loco  dolor. 

El  padre  Tomás  escuchó  durante  algunos  instantes,  sin 
que  en  su  impasible  rostro  se  notara  la  menor  emoción,  y 
lentamente  s<e  dirigió  a  la  puerta.  Pero  antes  de  salir,  lanzó 
una  postrera  mirada  al  cadáver  y  murmuró  con  voz  casi  im- 
perceptible:' 

—  ¡Adiós,  heredero!...  Ya  hem.os  enmendado  el  único 
error  que  tenía  mi  plan. 


tp8 


PARTE    TERCERA 

DONDE  ACABA   DE   CUMPLIRSE  EL  PLAN 
DEL  PADRE  TOMAb 

I 

Señora  y  criado. 

Reinaba  una  calma  dulce  e  inalterable  en  aquel  lujoso  y 
elegante  gabinete,  die  alfombras  mullidas  y  paredes  acolcha- 
das de  raso  azul,  adornado  con  todos  los  objetos  supérfiuos 
y  hermosos  que  produce  la  moda. 

Sillones  de  curvo  perfil  que  parecían  convidar  al  sueño, 
sillas  doradas  con  bordados  asientos,  taburleítes  de  rameado 
terciopelo  con  rapacejos  que  arrastraban  por  la  alfombra,  y 
almohadones  de  deslumbrantes  colores,  estaban  esparcidos 
con  aparente  y  artístico  desorden,  por  aquella  aristocrática 
habitación,,  cuyos  ángulos  estaban  ocupados  por  vistosas 
plantas  artificiales  en  macetas  gigantescas  de  chinesca  por- 
celana, y  aparadores  de  ébano  poblados  de  todo  un  mundo 
de  "bibelots",  estatuillas  de  "biscuit"  en  las  más  graciosas 
posiciones  y  jarrones  vetustos  que  demostraban  la  superio- 
ridad de  la  antigua  cerámica. 

En  un  extnemo,  ocupando  uno  de  los  ángulos  del  gabi- 
nete, había  un  lecho  sencillo,  que  entre  aquellos  esplendores 
de  un  lujo  soberbio  parecía  simbolizar  la  imagen  de  la  mo- 
destia. 

Tan  (elegante  esitancia  producía  en  los  ojos  como  una  em- 
briaguez de  colores  escalonados  armoniosamente;  pero  exis- 
tía algo  en  la  atmósfera  que  destruía  inmediatamente  el 
efecto  del  brillante  golpe  de  vista.  Entre  tanto  esplendor, 
algo  había  que  olía  a  enfermo. 

No  era  olor  puramente  de  medicinas  lo  que  allí  se  notaba, 
sino  ese  ambiente  indefinible  quíe  parece  existir  doquiera  se 
encuentra  una  persona  debilitada  por  esas  enfermedades  te- 
rribles que  son  lentas  y  mortales. 

La  tenue  claridad  de  la  tarde  se  filtraba  a  través  de  las 
corti-nas  de  blonda  que   dejaban   en   parte   al   descubierto   los 

109 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   M   ^ 

»bullonados  cortinajes  de  terciopelo,  conservando  la  habit»- 
cion  en  una  agradable  penumbra,  propia  de  una  persona  quo, 
hallándose  enterma,  temia  la  caricia  üemasiado  tuerte  del  sol 
de  la  tarde. 

Sentada  en  un  gran  sillón  de  forma  antigua  y  elevado 
respaldo,  estaba  junto  a  una  de  las  semiveladas  ventanas  la 
dueña  de  aquel  elegante  gabinete,  la  enferma  que  parecía 
empapar  el  ambiente  de  la  habitación  fcon  el  hálito  de 
su  dolor. 

Vuelta  de  espaldas  a  la  puerta  de  entrada,  el  respaldo  del 
alto  sillón  sólo  dejaba  al  descubierto  el  remate  de  una  linda 
cofia  de  encajes  que  se  agitaba  de  víez  en  cuando  movida 
por  una  toseciUa  seca  y  significativa  que  hubiera  hecho  frun- 
cir el  ceño  al  médico  menos  experto. 

Era  María,  la  condesa  de  Basielga,  que  pasaba  casi  todo 
el  día  sentada  en  aquel  sillón,  dominada  por  una  inercia  que 
se  iba  apoderando  rápidamente  de  su  organismo,  y  sin  otra 
diversión  que  contemplar  con  ojos  distraídos,  a  través  de  los 
resquicios  que  dejaban  las  corridas  cortinas,  los  vistosos  tre- 
nes de  lujo  y  los  grupos  elegantes  que  pasaban  ante  su  hotel 
por  el  espacioso  paseo  de  la  Castellana. 

Desde  que  murió  su  hijo,  cinco  mestes  antes,  que  la  sa- 
lud de^  la  condesa  había  empeorado  visiblemente,  tomando 
un  carácter  más  alarmante  aquella  tosecilla  seca,  cuyos  pro- 
gresos seguía  con  mirada  atenta  el  padre  Tomás. 

El  médico  de  la  casa  y  la  misma  baronesa  de  Carrillo, 
manifestaban  gran  confianza  acerca  de  la  suerte  de  la  joven.' 
Doña  J^^ernanda  se  mostraba  optimista  en  extremo.  ^Ya  des- 
aparecería aquel  malestar  que,  en  su  concepto,  sólo  era  el  re- 
sultado del  disgusto  terrible  qua  había  producido  en  su 
sobrina  la  muerte  del  niño. 

Ordóñez  también  se  mostraba  igualmente  confiado,,  y 
mientras  tanto  la  enfermedad  hacía  rápidos  progresos,  y  co'- 
mo  si  dentro  del  delicado  euerpo  de  la  condesa  existiese  una 
voraz  hoguera  que  consumía  sus  músculos  y  tejidos,  iba  de- 
macrándose rápidamente  todo  su  organismo,  hasta  el  punto 
de  que  su  rostro,  antes  tan  hermoso,  presentase  ahora  el  as- 
pecto de  Un  cráneo  pelado,  cubierto  por  una  piel  terrosa  que 
se  pegaba  a  todas  sus  sinuosidades;  y  de  que  por  entre  las 
mangas  de  su  peinador  de  blonda,  asomasen  unas  manos  en- 
jutas y  afiladas,  que  parecían  un  manojo  de  látigos  al  extre- 
mo de  un  brazo  blanco  y  descarnado  como  un  hueso. 

La  pobre  enferma  vivía  en  el  mayor  abandono,  pues  su 
tía  y  su  esposo,  amparándose  siempre  en  la  consabida  frase 

lio 


LA  ARAÑA  N      E       0      R       A 

de  que  aquello  no  era  nada,  seguían  entregados  a  sus  ¿uííiüí 
y,  aticiones,  sin  preocuparse  de  la  infeliz  María  ni  atender  a 
su  curación.  La  baronesa  seguía  dedicada  a  sus  asuntos  de- 
votos, que  ocupaban  todo  su  tiempo,  y  (en  cuanto  a  Ordóñez, 
éste  Continuaba  su  vida  elegante,  con  el  mismo  abandono 
que  si  fuese  un  soltero,  y  cuando  le  preguntaban  en  los 
salones  por  su  'esposa,  entonces  sie  acordaba  de  que  era  ca- 
sado, y  solía  responder  con  expresión  indolente: 

— No  es  cosa  grave  lo  que  tiene  María:  la  emoción  que 
le  ha  producido  a,  la  pobne  la  muerte  de  nuestro  hijo.  Así 
que  olvide  un  poco  el  triste  suceso,  de  seguro  que  se  pondrá 
tan  sana  y  robusta  como  antes. 

Y  así  seguía  viviendo  la  infeliz  María^  en  medio  del  ma- 
yor abandono  y  siempre  con  el  pensamiento  en  su  hijo. 

La  persona  que  más  la  visitaba  era  el  padre  Tomás,  que 
intentaba  animarla  con  frases  hechas  sobre  la  bondad  de 
Dios  y  la  posibilidad  de  qu)e  cuanto  antes  recobrase  su  sa- 
lud, si  es  que  el  Altísimo  así  lo  disponía;  pero  a  la  enferma 
gustábanle  poco  estas  visitas,  pues  con  ese  instinto  especial 
de  las  mujeres,  adivinaba  algo  funesto  y  tierrible  en  aquel  po- 
deroso jesuíta  que  tanto  había  intervenido  en  su  vida. 

La  fría  mirada  del  padre  Tomás  tropezaba  siempre,  al  en- 
trar allí,  con  los  grandes  ojos  de  Mana,  qule  la  enfermedad 
había  hecho  más  vivos  y  brillantes,  y  que  mirándole  fija- 
mente parecían  interrogarle,  buscando  una  coyuntura  para 
penetrar  en  lo  más  hondo  de  aquel  tétrico  personaje,  cuyas 
int)enciones  eran  un  misterio. 

De  todas  cuantas  personas  rodeaban  a  María,  sólo  una  le 
inspiraba  simpatía  y  confianza,  por  el  franco  cariño  y  Ids 
cuidados  que  la  prodigaba,  sin  afectación  ni  deseo  de  ha- 
cerse agradable.  Era  el  criado  Pedro,  aquel  doméstico  calla- 
do, atento  e  inteligentie,  que  parecía  adivinar  sus  deseos  y 
que  acudía  inmediatamente  a  todos  sus  llamamientos,  sin 
demostrar  la  menor  contrariedad  anit.e  I03  caprichos  y  las 
nerviosidades  propias  de  una  enferma. 

Desde  que  María  quedó  como  abandonada  en  el  fondo 
de  su  lujoso  hotel,  sin  recibir  otras  visitas  que  las  del  padre 
Tomás  por  la  mañana  y  las  de  Orcí'óñez  y  la  baronesa  antes 
de  acostarse,  el  fiel  criado  se  había  constituido  len  su  perfecto 
auxilio,  y  cuando  no  estaba  dentro  de  aquel  gabinete-dor- 
mitorior  rondaba  por  cerca  de  la  puerta,  nara  acudir  al  pri- 
mer llamamiento. 

Parecía  adivinar  los  m/enores  deseos  de  su  señora,  y  ésta 

III 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   E  Z 

muchas  veces,  al  volver  rápidamente  la  cabeza,  sorprendía  en 
él  una  mirada  de  intensa  ternura. 

Era  que  el  antiguo  asistente  de  Alvarez  se  reprochaba  el 
haber  creido  un  monstruo  de  orgullo  y  altivez  a  aquella  in- 
feliz joven,  victima  de  oculta  fatalidad,  que  abandonada  vi- 
llanamente por  los  suyos,  sabia  sostener  su  desgracia  con 
tanta  mansedumbre  y  dulzura. 

Por  las  tardes  nadie  visitaba  a  Maria,  pues  ésta,  recono- 
ciéndose sin  fuerzas  para  recibir  a  las  numerosas  personas 
de  la  alta  sociedad,  que  por  pura  cortiesia  y  sin  alecto  al- 
guno entraban  en  el  hotel  a  preguntar  por  su  salud,  había 
dado  orden  de  que  no  estaba  visiDie  para  nadie,  y  las  gentes 
aristocráticas,  muy  satisfechas  de  testa  disposición,  que  lus 
libraba  de  ver  a  un  enfermo,  retirábanse  después  de  dejar 
sus  tarjetas  al  conserje. 

Las  horas  de  la  tarde  eran,  pues,  las  quie  pasaba  Maria 
en  la  más  absoluta  soledad  y  toda  su  ocupacón  consistía 
en  contemplar  un  gran  retrato  de  su  hijo  muerto,  que  tema 
en  lugar  preferente  del  gabinete,  o  en  besar,  llorando,  un 
medallón   que   contenía  los   cabellos   de   Paquito. 

Estos  desahogos  de  fúnebre  cariño,  que  le  costaban  rau- 
dales de  lágrimas,  agravaban  terriblemente  su  enfermedad, 
y  aun  después  de  haberse  serenado,  su  tos  era  más  seca  y 
dolorosa,  como  si  a  cada  uno  de  sus  accesos  se  desgarraran 
sus  pulmones. 

Algunas  veces,  cuando  mirando  el  retrato  de  su  hijo  asal- 
tábanle aquellos  pensamientos  que  la  enloquecían,  temía  en- 
tregarse a  su  fúnebre  dolor,  y  entonces  era  cuando  llamaba 
a  su  criado  Pedro,  haciéndole  sentar  en  su  presencia  y  en- 
tablando conversación  con  él,  pues  parecía  que  la  presencia 
y  las  palabras  de  aquel  hombre  a  quien  la  domesticidad  no 
había  quitado  cierta  altivez  franca  y  simpática,  disipaban  mo- 
mentáneamente su  dolor  y  la  hacían  olvidar  su  triste  si- 
tuación. 

Esto  mismo  ocurría  en  la  tarde  en  que  María,  sentada  cer- 
ca de  una  ventana,  miraba  por  entre  las  cortinas  la  gente 
que  paseaba  ante  su  hotel 

La  vista  de  algunos  niños  que  sus  madres,  con  expresión 
de  gozo,  llevaban  cogidos  de  la  mano,  evocó  en  la  condesa 
el  recuerdo  de  su  hijo,  y  tan  triste  se  sintió,  que  hubo  de 
acudir  inmediatamente  a  su  recurso  extremo,  cual  era  buscar 
compañía  que  la  distrajesie. 

Tocó  un  timbre  que  estaba  en  una  mesilla  inmediata>  y 
aun    sonaban  *en    el   icspacio    las    últimas   vibraciones    cuando 

112 


LA  ARAÑA  NEGRA 

se  presentó  en  la  puerta  el  criado  Piedro,  vistiendo  el  uni- 
forme flamante  y  de  vivos  colores  que  Ordóñez  habia  puesto 
a  toda  su  servidumbre  masculina. 

— ¿Manda  algo  la  señora? — dijo  el  criado  cuadrándose 
con  su  antiguo  aire  de  militar. 

— Entre  usted,  Pedro.  Me  siento  muy  triste  y  le  ruego 
que  haga  el  favor  de  acompañarme  por  algún  rato.  Me  dis- 
trae mucho  su  conversación  y  le  pido  por  favor  que  me 
dispense  las  molestias   que  le  causo. 

Cada  vez  que  la  aristocrática  señora  le  hablaba  con  tanta 
dulzura  y  sencillez,  el  criado  enrojecía  de  satisfacción  y  no 
sabía  cómo  contestar  a  tanta  amabilidad. 

Avanzo  tímidamente  entre  aquellos  muebles  iesparcidos 
por  el  gabinete  y,  al  ñn,  se  detuvo  indeciso  ante  una  silla, 
colocada  a  pocos  pasos  de  la  condesa. 

— Siéntese  usted,  Pedro — insistió  María — .  Deseche  usted 
esa  cortedad:  estoy  tan  sola  y  me  manifiesta  usted  tanto 
cariño  y  respetuosa  solicitud,  que  no  es  posible  que  yo  le 
trate  como  a  un  criado  cualquiera.  Hablemos  como  amigos. 

Pedro  se  sentó  ruborizado  por  la  satisfacción  que  le  cau- 
saba el  oír  que  la  condesa  le  llamaba  amigo,  y  descansando 
en  el  borde  de  la  silla  en  actitud  respetuosa  y  pronto  a 
ponerse  en  pie  a  ;a  menor  orden,  espieró  que  hablase  su 
señqra. 

— Vamos  a  ver,  Pedro.  Cuénteme  usted  algo  que  me  dis- 
traiga; es  una  obra  de  caridad  entretener  a  los  pobres  enfer- 
mos, para  que  olviden  sus  dolores.  Usted  debe  saber  cosas 
muy  interesantes,  porque  ha  corrido  algo  el  mundo  y  ha 
vivido  mucho  tiempo  en  Francia.  Además,  el  otro  día  creo 
que  usted  me  dijo  que  había  sido  soldado.  ¿No  es  eso 

— Sí,  señora  condesa — ^dijo  el  criado  con  cierta  satisfac- 
ción— .  He  sido  soldado  y  me  hí^  batido  en  la  campaña  de 
África. 

—¿Y  qué  motivo  le  llevó  a  usted  a  Paris,  donde  vivió 
tantos  años?  Varias  veces  he  pensado  en  esto,  y  como  no 
puedo  evitar  el  ser  curiosa  con  las  personas  que  míe  interesan, 
tenía  grandes   deseos   de  preguntárselo. 

— Señora,   he   estado   emigrado   por   cuestiones   políticas. 

— ¡Ah! — exclamó  María  con  extrañeza — .  ¡Se  ha  mezcl*- 
do  usted  en  política  I   ¿Es  que   era  usted  carlista? 

— No,  señora;  ^estuve  emigrado  por  republicano. 
La  condesa  hizo  un  mohín  de  disgusto,  por  lo  que  el  criaao 
se  apresuró  a  añadir:] 

—Yo,  señora,  aunque  odio  la  tiranía,  realmente  no  aid  he 

113 


V\  1    C   h   i'v    i     II  h   L   A   S   C   O  i   B  A   f¡    E  Z 

metido  por  mi  voluntad  en  los  asuntos  políticos.  Como  hom- 
bre de  pocos  alcances,  no  entiendo  mucho  de  estas  cosas ; 
pero  servia  a  un  comandante  del  que  habia  sido  asistente, 
y  como  éste  era  un  temible  revolucionario^  le  acompañé  a 
la  emigración  y  a  su  lado  estuve  hasta  que  murió.  Le  quería 
como  si  fuese  mi  padre,  y  no  me  remuerde  la  conciencia  el 
haberle  sido  infiel  en  ninguna  ocasión. 

— ¿Y  no  ha  siervido  usted  a  otras  personas? 
— No,    señora    condesa — dijo    Pedro    con    intencionada    ex- 
presión— .  En  toda  mi  vida  sólo  he  tenido  un  amo,  y  muerto 
él  sólo  podía  servir  a  usted. 

— ¿A  mi? — exclamó  con  extrañeza  la  condesa  no  com- 
prendiendo aquellas  palabras — .  ¿Y  por  qué  no  a  otras  per- 
sonas ? 

— Es  verdad,  señora;  no  he  sabido  explicarme  bien — con- 
testó el  criado  comprendiendo  que  había  estado  próximo  a 
descubrirse  y  queriendo  enmendar  su  descuido — .  yueria  de- 
cir que  después  de  estar  acostumbrado  a  un  amo,  a  quien 
servia  más  por  cariño  que  por  obHgación,  sólo  podía  prestar 
mis  servicios  a  una  persona  tan  digna  de  ser  amada  como  la 
señora  condesa. 

Por  el  pálido  y  enjuto  rostro  de  aquella  infeliz  enferma 
vagó  una  triste  sonrisa  al  escuchar  el  alarde  de  cortesía  del 
criado. 

Durante  algunos  minutos  lel  silencio  fué  absoluto,  hasta 
que  María,   deseosa  de   reanudar  la  conversación,  preguntó: 

— ¿Y  era  buena  persona  ese  comandante? 

— Un  ángel,  señora  condesa.  Muchos  hombres  he  tratado 
en  esta  vida  y,  sin  embargo,  no  he  encontrado  uno  sólo  que 
pudiera  ser  comparado  con  él.  Era  muy  bueno,  noble  y  va- 
liente,, al  mismo  tiempo  que  sencillo  y  crédulo,  y  por  esto 
fué  muy  infeliz  en  esta  vida  y  murió,  sin  duda,  abrumado 
por  antiguos  disgustos. 

Calló  Pedro  y  en  su  frente  contraída  adivinábase  el  es- 
fuerzo mental  que  estaba  haciendo  para  encontrar  palabras 
y  comparaciones,  que  retratasen  fielmente  lo  que  en  la  vida 
hab'a  sido  su  antiguo  amo. 

— ¿La  señora  condesa  ha  leído  "Los  Tres  Mosqueteros"? 

Hay  que  advertir  que  la  célebre  novela  de  Dumas  era  para 
el  e.atiguo  asistente  la  mejor  de  las  obras  con-jcidas,  la  pro  ■ 
ducción  maestra  de  la  inteligencia  humana,  pues  experimen- 
taba goces  infinitos  enterándose  de  las  intrigas  y  co'ntando 
las  estocadas  y  estupendas  pendencian  d«  que  s*  componía 
el  libro. 

tu 


^       ^  ARAÑA  M      M       0      R       A 

Por  esto,  cuando  la  condesa  contestó  afirmativamente  & 
tu  pregunta,  se  apresuró  a  añadfr  con  satisfacción: 

— Pues  bien,  señora  condesa;  mi  amo  era  una  exacta  co- 
pia díe  aquel  caballero  At^hos  que  aparece  en  dicho  libro.  Era 
valiente,  noble  y  sabio  como  él  y  queria  a  su  asistente  con 
delirio;  pues  yo,  más  que  un  criado  era  un  respetuoso  ami- 
go, un  fiel  acompañante  en  toda  clase  de  aventuras-  Nos 
queríamos  mucho,  señora  condesa;  como  tal  vez  nunca  en 
ía  vida  se  hayan  querido  dos  hombres. 

Detúvose  Pedro,,  y  después  de  lanzar  una  rápida  mirada  a 
lu  señora,  añadió  bajando  los  ojos : 

— ^Tengo  la  seguridad  de  que  si  la  señora  condesa  hubiese 
llegado  a  conocerlo  también  le  hubiese  concedido  su  amis- 
tad. ¡Qué  hombre  aquél! — continuó  el  criado  en  un  rapto 
de  entusiasmo  y  animándose  su  voz  y  sus  gestos — .  ¡  Cómo 
exponía  su  vida  para  salvar  a  un  amigo!...  ¡Aún  recuerdo 
como  si  acabase  de  suceder,  lo  que  nos  ocurrió  en  África! 

— ¿Y  qué  fué  ello? — preguntó  María,  que,  ansiosa  por  dis- 
traerse, deseaba  que  su  criado  le  contase  algo  que  despertara 
•u  curiosidad. 

— No  fué  ningún  asunto  de  verdadero  interés  que  pueda 
entretener  agradablemente  a  la  señora  condesa.  Nada...,  un 
lance  de  los  muchos  que  tiene  la  guerra.  ¿Se  empeña  la  se- 
ñora condesa  en  que  lo  cuente?...  Pues  fué  que  yendo  con 
mi  amo,  en  la  compañía  de  guías  que  se  había  formado  por 
orden  del  general  Prim,  una  mañana  marchamos  a  la  descu- 
bierta, delante  de  la  vanguardia  del  ejército.  Componíase  la 
compañía  de  gente  muy  distinguida:  licenciados  de  presidio, 
avenitureros  de  mala  especie,  gente,  en  fin,,  die  pelo  en  pecho, 
de  cuyo  mando  se  había  encargado  mi  amo,  ganoso  siempra 
de  estar  en  el  puesto  de  mayor  peligro,  donde  se  conquistara 
la  gloria  a  fuerza  de  balazos  y  cuchilladas.  Como  gente  va- 
liente, y  por  tanto  confiada,  nos  adelantamos  demasiado  a  la 
vanguardia,  el  ejército  nos  perdió  de  vista,  y  en  esta  dispo- 
sición, abandonados  d(e  todos,  sin  más  auxilio  que  el  de  Dios, 
cincuenta  hombres  que  éramos,  caímos  en  una  emboscada, 
y  de  repente  resonó  una  infernal  gritería  y  nos  vimos  rodea- 
dos por  un  centenar  de  moros  harapientos,  feos  como  demo- 
nios. No  había  salvación  para  nosotros- 

La  pobre  enferma  atendía  con  una  expresión  propia  del 
interés  poderosamente  excitado,  y  al  ver  qu«  el  criado  se  de- 
tenía como  para  coordinar  mejor  sus  recuerdos,  preguntó  co» 
impaciencia: 

— ¿Y  qué  ocurrió  después? 

.  tts 


y   I    C  E  N    I    E  BLASCO  I  B  A   Ñ   E   ¿ 

— A  la  primera  descarga  que  hicieron  los  moros  yo  cai 
al  suelo.  Una  baia  pcrdiüa,  aespués  de  chocar  contra  una 
piedra,  vino  a  darme  aquí,  en  la  sien,  donde  todavía  tengo 
una  cicatriz,  y  me  derribó,  aunque  s>in  hacerme  perder  el 
sentido.  Al  ver  que  tienia  la  cabeza  manchada  de  sangre, 
creyéronme  muerto,  además  de  que  la  situación  no  era  la 
más  propia  para  atender  a  los  que  caían.  La  compañia,  for- 
mando un  apretado  pelotón,  comenzó  a  retirarse,  haci>endo 
un  luego  horroroso,  que  no  lograba  tener  a  raya  a  aquel  en- 
jambre de  moros.  Yo,  como  ya  he  dicho,  no  había  perdido 
el  conocimiento  y  me  daba  cuenta  exacta  de  mi  situación. 
Tendido  en  el  suelo,  y  con  ledo  el  aspecto  de  un  muerto, 
pues  aquella  bala  parecía  haberme  anonadado  con  su  golpe, 
vi  cómo  retrocedían  mis  compañeros,  y  al  mismo  tiempo, 
cómo  algunos  moros  al  avanzar  iban  rematando  con  sus 
gumías  a  los  que  habíamos  caído.  ¡Aún  me  horrorizo  cuan- 
do recuerdo  aquello!  Un  negrote  que  parecía  un  gigante  se 
acercó  a  mí  con  su  yatagán  desenvainado,  para  cortarme  la 
cabeza,  como  ya  lo  había  hecho  con  otros,  pero  en  el  mismo 
instante  que  su  cuchilla  brillaba  sobre  mis  ojos,  le  vi  caer 
exhalando  un  rugido  de  muerte,  e  inmediatamente  me  sentí 
cogiido  por  los  sobacos  y  kvantado  en  alto.  Era  mi  amo,  que 
al  verme  próximo  a  perecer,  había  abandonado  el  pelotón 
que  mandaba,  y  despreciando  ks  balas  y  riñendo  cuerpo  a 
cuerpo  con  los  más  audaces  enemigos,  había  llegado  donde 
yo  estaba,  matando  al  negrazo  de  un  tiro  de  revólver.  Soste- 
Díéndome  con  uno  de  sus  hercúleos  brazos,  mientras  con  el 
otro  se  defendía  jugando  magistralmente  su  sable,  intjentó 
llegar  donde  estaban  nuestros  compañeros,  cada  vez  más 
abrumados  por  la  superioridad  del  número;  pero  le  fué  im- 
posible, pues  Un  grupo  de  moros  nos  cerró  el  paso.  Mi  amo 
apoyó 'SUS  espaldas  en  una  roca,  y  esperó  vaHentemente,  con 
la  desesperación  del  que  va  a  morir. 

— ¿  Y  cómo  se  salvaron  los  dos  ? — interrumpió  la  intere- 
sada condesa. 

— Yo  no  sé  cómo  fué  aquello;  pero  apenas  mi  amo,  echan- 
do mano  al  revólver,  disparó  contra  los  que  nos  cercaban 
sus  dos  últimos  tiros  y  cuando  sus  espingardas  y  sus  yata- 
ganes se  dirigían  a  nuestros  pechos,  les  vimos  huir  perse- 
guidos por  un  tropel  de  jinetes  que  pasaron  a  galope  tendido, 
con  las  lanzas  en  ristre  y  gritando  ¡viva  España!  Eran  dos 
escuadrones  de  lanceros  que  Prim  había  enviado  para  sal- 
varnos. '     '       '! 

— ¡Ah!...  ¡Por  fin! — exclamó  María  con  la  expresiión  del 
que  se  libra  de  un  pensamiento  angustioso. 

ii6 


I       ^A  'A       R      A       Ñ       'A  NEGRA 

— Sí,  lío  salvamos  en  tan  difícil  situación ;  pero  yo,  antes 
de  que  Ileg-ase  nuestra  Caballería  a  sacarnos  de  tan  apurado 
j'ance,  cuando  la  muerte  nos  acechaba  a  pocos  pasos,  pronta 
a  caer  sobre  nosotros,  experimenté  la  más  grata  satisfacción 
que  he  sentido  en  mi  vida.  Miraba  aquellas  armas  enemigas 
prontas  a  destrozarnos,  y,  sjin  embargo,  me  sentía  feliz. 

— ¿Cómo  pudo  ser  eso? 

— Cuando  mi  amo  se  consideró  perdido,  viendo  el  círculo 
de  enemigos  que  nos  estrechaba,  dispúsose  a  morir,  pero  an- 
tes..., lah,  señora  condesa!,  ¡todavía  m¡e  conmuevo  al  recor- 
dar tal  escena!  El  capitán  me  sostenía  con  su  brazo  izquierdo, 
y  antes  de  defenderse  a  sablazos  de  los  ataques  de  la  moris- 
ma, me  miró  con  unos  ojos  quie  aún  parece  estoy  viendo; 
me  contemplaba  como  mi  pobre  padre,  cuando  vo  era  niño, 
y  él,  oue  era  todo  un  caballero,  un  grande  hombre,  un  por- 
tento de  valor  y  icfe  sabiduría,  me  dio  un  beso  en  la  ensan- 
grentada frente,  diciéndome  con  un  acento  aue  me  llegó 
al  alma:  "j Adiós,  Perico!  i Hermano  mío!  ¡Hasta  que  nos 
veamos  en  la  Eternidad!"  Yo  no  contesté,  pues  el  goloe  de 
la  bala  me  había  privado  de  mis  facultades:  pero  aquella  voz 
aún   parece   que  la   tengo   en  los   oídos. 

El  criado  quedó  silencioso  y  meditabundo  ün  buen  rato, 
abismado  en  sus  conmovedores  recuerdos. 

— Ya  ve  usted,  sieñora  condesa — continuó — nue  actos  como 
los  de  mi  pobre  amo  no  se  olvidan  con  facilidad. 

— Si  que  era  un  hombre  notable  el  señor  a  quien  usted 
Siervía.  ¿Y  murió  en  París? 

— Sí,  señora.  Murió  allí  cansado  de  1?  vida,  hastiado  del 
mundo  v  abrumado  por  los  desengaños  v  pesadumbres  nue 
habían  llovido  sobre  él  sin  compasión  alguna.  Aquí  en  Ma- 
drid habíq  desempeñado  muv  altos  cargos  cuando  mandaba 
la  República:  en  el  Ministerio  de  la  Guierra  fué  el  dueño 
absoluto  durante  mucho  tiempo,  y,  sin  embargo,  murió  po- 
bre: y  él  V  vo,  señora  condesa,  no  siento  rubor  al  confesarlo, 
hemos  sufrido  mucha  hambre  en  París. 

— ;No  tenía  familia  esie  señor? 

— La  tenía,  pero  nunca  quiso  ésta  reconocerle.  Yo  fui  para 
él  toda'  su  familia  v  qu'en  se  encargó  de  cerrarle  los  ojos, 
despué"?  de  ser  su  fiel  compañero  durante  treinta  años. 

— ¿Y  cómo  era  que  los  suvos  no  1í»  reconocían? 

— ¡Ah,  señora  condesa!  Es  una  historia  muv  tnste  la  de 
mi  pobre  amo:  una  nelación  nue  parece  nropiamente  una  no- 
veila.  Ante  todo,  mí  amo,  siendo  capitán,  y  poco  después  de 
Hegar    de   África,    cometió   la   tontería    de    enamorarse»   loca- 


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7r»^-i>^' 


r  r  c  M  if  T  B         M  L  A  s  e  0         í  b  a  fj  m  t 

mente  de  tina  mujer  perteneciente  a  una  date  muy  Euperior 
a  la  suya.  ^  ^^y^nyji 

— ;  Era  noble  ,y  rica? 

—Era  la  hija  de  un  conde  millonario:  una  jeñorita  muy 
fecrmosa  que  parecía  corresponder  al  amor  de  mi  amo-  pero 
«ue  al  fin  se  portó  con  él  con  la  mayor  ingratitud. 

• — ;  Le  abandonó? 

—Sí.  Mi  pobre  amo,  estando  en  la  emigración  por  primer» 
ver  triste  y  en  la  miseria,  supo  que  la  mujer  amada,  aquella 
en  la  que  el  tema  una  absoluta  confianza,  había  dado  su 
mano  a  otro  hombre  que  por  sus  antededentes  y  por  su  ca- 
rácter era  indis^no   de  merecer  tal  honor. 

— ;Y  qué  hizo   entonces  el   amo  de  usted? 

—Mi  señor  debía  haber  olv'dado  a  la  mujer  ingrata;  piero 
no  lo  hizo  así,  porque  la  amaba  mucho,  y  por  al.^o  dicen  que 
fcl  amor  es  ciego.  Además  aquellos  amores  sostenidos  en  se- 
creto habían  dado  su  fruto,  y  mi  señor  tenía  una  hija,  una 
niña  encantadora  que  constituyó  en  adelante  su  eterno' pen- 
samiento, su  constante  ilusión, 

— ;Y  qué  fué  de  esa  hermosa  condesa?  ;Vive  todavía? 

—No,  señora.   Mufió  hace  ya  muchos  años. 

— ;Y  la  hija? 

— La  hija  vive  y  es  una  de  las  más  elevadas  damas  de 
Madrid. 

-~^Y  conoció  a  su  padre?— preguntó  la  condesa,  que  ^e 
Iba  interesando  rapiidamente  por  aquella  historia,  en  la  que 
adivinaba  algo  muy  importante. 

—Señora  condesa— «contestó  Pedro,  que  temía  decir  de- 
masiado pronto  la  verdad—;  mi  amo  tío  sólo  fué  desgracia- 
do como  amanlte,  sino  que  como  padre  sufrió  las  mavores 
amargura^s.  Fué  una  historia  muy  triste  la  de  sus  relaciones 
con  su  hija,  y  francamente,  como  la  señora  condesa  ha  sido 
tan  buena  madre,  y  aún  está  conmovida  por  el  recuerdo  de  su 
hijo,  temo  entristecerla  con  la  relaoión  de  los  sufrimientos 
de  un  padre  infeliz. 

—No,  Pedro;  hable  usted  sin  cuidado.  Me  interesa  mucho 
esa  historia. 

— Pues  bien,  señora  condesa;  mi  amo  ha  muerto  antes  de 
conseguir  que  su  hiia  le  reconociera  como  a  padre.  Había  na- 
cido cuando  su  madre  estaba  unida  a  otro  hombre  y  ella  creía 
V  sigue  aún  creye-ndo  de  bu>ena  fe,  que  éste  último,  de  quien 
lleva  el  apellido,  es  su  verdadero  padre. 

^^ — <iY  no  consiguió  nunca  ese  pobre  señor  acercarsie  a  su 
hija,  revelándole  de  viva  voz  e-l  «¡ecreto  de  su  nacimiento? 

— Sí  que  lo  intentó,  pero  sus  gestion'e«  resultaron  siempre 

rit 


L      U  4      R      4      Ñ      A  N      E      G      R      'A 

infructuosas.  Hay  que  advertir,  señora  condesa,  qu'e  sobre  la 
familia  de  aquella  otra  condesa  parecía  pesar  una  terrible  fa- 
talidad. Un  jesuíta  ambicioso  d'risfía  los  asuntos  de  la  famiKa 
para  llevar  poco  a  poco  a  todos  sus  individuos  a  la  perdición, 
y  éste  fué  el  que  hizo  una  cruda  guerra  a  mi  amo,  compren- 
diendo que  podía  estorbarle  sus  planes.  Tenía  ciertas  miras 
sobre  la  niña,  una  de  las  cuales  era,  sin  duda,  el  arrebatarle 
su  colosal  fortuna,  y  por  esto  le  interesaba  que  la  bija  no  lle- 
g-ase  nunca  a  conocer  a  su  padre  y  que  sisrniese  sola  y  aban- 
donada, sometida  a  las  órdenes  que  él  qu'siera  dar  y  a  la 
vigilancia  de  parientes  fanáticos. 

María  se  estremeció  mirando  filamente  el  respetuoso  ros- 
tro de  su  criado,  para  ver  s,i  adi\4naba  en  él  alg-una  intención 
determinada  al  dec'r  tales  palabras.  Llamábale  la  atención 
el  sorprendente  parecido  que  comenzaba  a  encontrar  entre 
aquella  historia  y  la  suva  propia. 

— ¿Y  murió  ese  señor  sin  haber  logrado  que  su  hija  le 
reconociera  y  sin  que  en  el  último  instante  de  su  vida  reci- 
biera de  ella  una  frase  de  consuelo? 

— Nada  de  esto.  M*  infeliz  amo  murió  en  la  más  espantosa 
soledad,  como  antes  he  dicho,  y  puedo  añadir  que  la  ingrati- 
tud, aue  el  desvío  de  su  hija,  fueron  la  princ'oal  causa  de  su 
muerte.  Mi  pobre  vieio  se  imasfinaba  que  el  silencio  de  su 
hija  obedecía  al  orgullo  y  al  desprecio,  y  vo  creo  ahora  que 
aouel  sHencio  sólo  era  debido  a  que  la  hiia  desconocía  la 
e:xistenr:*a  de  su  verdadero  nadre.  El  comandante  tenía,  sobre 
todo,  clavado  en  el  alma  un  recuerdo  cruel  aue  acibaraba  su 
existencia.  Esa  gente  diabólica  que  por  su  interés  tenía  mo- 
ralmente  secuestrada  a  la  pobre  señor'ta,  no  s'e  contentó  con 
impedir  aue  el  padre  llegase  a  ser  re^'onocido  por  su  hüa, 
lino  aue  hizo  creer  a  ésta  que  aquel  hombre  a  au'en  debía 
la  vida  sin  aue  ella  lo  supiera  era  un  ser  horrible,  una  es- 
pecie de  bandido  monstruoso,  que  por  ivn  odio  tradic'onal  era 
el  perseguidor  de  la  familia,  de  generación  en  generación. 

—  I  Ah  ? — exclamó  la  condesa  con  asombro  al  encontrar  una 
circunstancia  que  aún  hacía  mayor  la  identidad  entre  aquella 
historia   V  la   suva   propia. 

— ;Y  qué  escena  fué  esa  de  nue  usted  hablabp? — preguntó 
de?rtiiés  la   condp'^a  con   ans'edad  que  era  va  v'sible. 

El  criado  calló,  mostrando  una  expresión  indecisa,  como 
sí  no  se  atreviera  a  def'ir  a  su  señora  las  últimas  palabras, 
aue  serían  la  solución  decisiva  del  misterio,  la  revelación  de 
toda  la  verdad;  pero,  al  fin,  se  determinó  a  habla.'  con  un 
violento  esfuerzo  de  su  voluntacf. 

— Señora,  esa  escena  fué  terrible,  según  la  relataba  mí  po- 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   R  Z 

bre  amo.  Al  caer  la  República  no  quiso  marchar  a  la  emigra- 
dón  sin  antes  ver  a  su  hija,  y  se  dirigió  a  Valencia  para 
visitar  a  la  niña,  que  estaba  en  un  colej^fio  dirigido  por  mon- 
jas. Aquel  hombre,  tan  dulce  como  enérgico,  después  de  al- 
gunos años  de^  continua  agitación,  en  que  había  expuesto 
cien  veces  su  vida  y  derrochado  la  fuerza  de  su  inteligencia, 
quería,  antes  de  sumirse  len  la  calma  y  la  miseria  de  la 
emigración,  dar  un  beso  a  su  hija,  oir  de  sus  labios  una  pa- 
labra cariñosa,  y  con  esto  se  conceptuaba  ya  con  fuerzas  su- 
ficientes para  arrostrar  todas  las  contrariedades  y  las  triste- 
zasi  del  proscripto. 

— ^:Y  qué  colegio  era  ese  adonde  se  dirigió  su  antiguo 
amo?  ;Cuál  era  su  título? 

— Creo  que  se  llamaba  de  Nuestra  Señora  de  la  Saletta. 
El  pobre  comandante  fué  allá;  preguntó  por  su  hija  y  no  qui- 
sieron reconocerle,  y  cuando,  a  fuerza  de  ruegos  y  amenazas, 
consiguió  que  se  la  mostraran,  entonces  no  sé  cómo  su  co- 
razón no  se  rompió  en  pedazos.  La  niña  no  sólo  no  quiso 
reconocerle,  sino  que  al  oír  su  nombre  se  estremeció  de  ho- 
rror, pues  como  antes  he  dicho,  los  enemigos  que  querían 
monopolizar  su  suerte  le  habían  hecho  creer  que  mi  amo  era 
un  bandido,  un  perseguidor  tenaz  y  sanguinario  que  acosaba 
a  su  familia.  Yo  creo  que  desde  aquel  día  mi  ^obre  señor  ad- 
quirió la  enfermedad  que  le  llevó  a  la  tumba. 

La  condesa,  a  pesar  de  que  su  rostro  estaba  siempre  pá- 
lido por  la  enfermedad,  aún  perdió  algo  de  color  al  oir  estas 
nalabras.  y  se  agitó  nerviosamente  en  su  asiento.  íGran  Dios! 
No  cabía  ya  la  duda :  aouella  historia  era  la  suya  propia. 

— Pero...,    ¿-qué   nombre   era   el   de   ese   señor? — preguntó 
con  ansiedad — .  ¿Cuál  era  su  nombre. 
^  — Se  llamaba  don  Esteban  Alvarez. 

'  María,  a  pesar  de  sus  años  y  de  su  posición,  sentía  aún  tan 
latentes  los  recuerdos  de  su  niñez  que  no  pudo  menos  de 
estremecersie'  de  horror  al  oir  el  nombre  que  tanto  miedo  le 
había  causado  cuando  niña. 

Pedro  la  contemplaba  con  mirada  fiia.  y  al  ver  en  su  se- 
ñora tan  marcada  exoresión  de  terror,  diio  con  acento  triste: 

— Veo  que  aún  duran  en  ¡el  ánimo  de  la  señora  cotidesa 
las  huellas  de  la<;  infames  calumnias  con  que  la  engañaron 
cuando  era  niña.  La  señora  puede  odiar  todo  cuanto  quiera  el 
recuerdo  de  a^ntiel  pobre  már'Kf,  pero  tenga  la  seguridad  de 
que  no  ha  ex'stido  en  el  mundo  mujer  alp^una  a  quien  haya 
amado  su  padre  con  más  vehemente  cariño. 

La  condesa  estaba  asombrada  y  aturdida  ante  t\  tono  sin- 
cero con  que  el  criado  decía  sus  palabras. 

S3o 


LA  'ARAÑA  NEGRA 

Relinó  un  larg-o  silencio,  durante  el  cual  la  señora  y  el  cria- 
do parecían  reflexionar,  y,  por  fin,  Pedro  continuó : 

— ¿  Quiere  la  señora  cond^esa  que  le  diga  cuáles  fueron 
las  últimas  palabras  que  me  dirig-ió  al  morir  ese  monstruo 
terriblcr  ese  perseguidor  horripilante?  Pues  bien,  ese  hombre, 
a  pesar  de  la  ingratitud  y  olvidando  antiguos  pesares,  sólo 
tuvo  fuerzas  para  recomendarme  y  hacerme  jurar  por  mi 
honor  que  nunca  abandonaría  a  su  hija  y  que  buscaría  el 
medio  de  vivir  junto  a  ella,  velando  por  su  vida,  obedeciendo 
todos  sus  mandatos  y  haciendo  por  ella  cuantos  sacrificios 
fuesen  necesarios.  La  señora  condesa — añadió  el  criado  con 
sencillez — puede  deoir  si  yo  he  cumplido  mi  juramiento. 

Por  fin  conocía  María  la  verdadera  causa  del  cariño  que 
le  demostraba  su  criado  y  de  aauellas  miradas  de  paternal 
afecto  que  había  sorprendido  muchas  veces  en  sus  ojos. 

— ¿De  modo,  que  usted — preguntó  María  asombrada  por 
tanta  abnegación — ha  entrado  aquí  con  'el  único  objeto?... 

— Señora — ^le  interrumpió  el  criado  con  sencillez,  no  exien- 
ta  de  noble  altanería — .  He  servido  durante  treinta  años  a  ini 
hombre  demasiado  grande  para  que  yo  pudi'era  conformar- 
me ahora  a  recibir  las  órdenes  de  ningún  otro.  Soy  soldado 
y  no  criado,  y  si  he  llegado  a  vestir  este  traje,  ha  sido  por 
cumplir  el  sagrado  juramento  que  le  hice'  a  un  pobre  mori- 
bundo, a  quien  quería  como  a  mi  padre.  Puede  pensar  la  se- 
ñora condesa  lo  que  aquel  hom.bre  la  amaría,  cuando  en  la 
hora  de  la  muerte,  su  último  pensamiento  era  para  ella,  y  me 
obligaba  a  dedicar  toda  la  existencia  al  cuidado  de  su  hija.  Se- 
ñora, tal  vez  resulte  insolente  v  atrevido,  pero  en  este  mo- 
mientOr  puesto  ya  a  decirlo  todo,  creo  que  me  ahogaría  si 
llegase  a  callar  alguna  verdad.  Mucho  ha  querido  la  señora 
condesa  a  su  pobre  hijo,  pero  su  amor  no  puede  ser  com- 
parado 'ni  remotamente!  con  el  que  el  pobre  don  Esteban  le 
profesaba  a  su  hija,  a  pesar  de  que  la  creía  ,ingrata  y  or- 
gullo sa. 

La  pobre  enferma  estaba  aturdida  v  asombrada  por  aque- 
lla revelación  que  la  sorprendía  casi  a  las  puertas  de  la  muer- 
te V  que  tan  radicalmente  venía  a  trastornar  su  pasado. 

Parecíale  extraña  y  novelesca  la  historia,  pero  al  mismo 
tiempo  abonaba  su  veracidad  el  aspecto  sencillo  y  franco  del 
criado  y  aquel  cariño  inexplicable  que  le  había  demostrado 
en  todas   ocasiones. 

Además,  ^:  qué  interés  podía  tener  aqu'el  hombre  en  supo- 
nerla hija  de  un  pobre  señor  que  ya  había  muerto? 

Aparte  de  esto^  ella  recordaba  la  escena  ocurrida  <en  su  ní- 


Sü 


,^t^ 


VICENTE  BLASCO  I  B  A    Ñ   E   Z 

ñez  allá  en  el  cole^'o  de  Valencia  y  que  siempre  le  había  pa- 
necido  muy  extraña,  recordando  todavía  que  don  Esteban 
Alvarez  la  había,  llamado  |"hiia  mía"!  varias  veces,  con  una 
expresión  tan  dulce  y  melancólica,  que  a  ella  le  había  im- 
presionado a  pesar  de  que  le  decían  qme  aquel  hombre  era 
Wí  monstruo. 

Ahora  comenzaba  a  comnrender  aleo  de  aquella  expre- 
sión misteriosa  y  solapada  oue  había  creído  adivinar  ifn  el  pa- 
dre Tomás,  cnvos  actos  le  inspiraban  ya  mucha  desconfianza. 

— ¡Pero,  Dios  mío! — dijo  al  criado  que  la  contemplaba 
atentamente  para  apreciar  el  efecto  que  la  habían  produci- 
do sus  revelaciones — .  ¡Yo  T>ierdo  la  cabeza  al  p^n^ar  en 
e?*-aq  cosas  tan  extrañas!  ¿  Qtié  misterios  son  lestos?  ;Cómo 
puede  usted  expl'carme  que  ese  señor  me  creyera  su  hija, 
cuando  m'i  padre  fué  don  Joaquín  Quirós,  al  qme  yo  no  co- 
nocí, pues  murió  siendo  yo  muy  niña,  pero  de  quien  hablaba 
muchas  veces  mi  tía? 

El  criado  vio  llep^ado  el  instante  de  relatar  toda  !a  verdad 
para  acabar  d'e  conquistar  la  confianza  de  aquella  mujer,  y 
volviendo  a  sentarse  respetuosamente,  comenzó  la  relación 
de  la  vida  de  Alvarez,  de  sus  amores  con  Enriqueta,  de  aque- 
lla fuea  de  la  casa  paterna  aue  acabó  en  noche  de  bodas,  de 
la  emisrración  forzosa  que  sobrevino  inmediatamiente.  y  ter- 
minó haciendo  una  pintura  exacta  del  carácter  y  la  moral 
de   Ou'rós. 

El  criado  gruardóse  de  decir  quién  era  el  que  había  dis- 
parado el  tiro  desde  la  barricada  de  la  plaza  de  Antón  Mar- 
tín, pero  tan  hábilmente  supo  describir  al  hombre  (ww.  en 
apariencia  era  el  padre  de  María,  que  ésta  se  lo  imaginó 
inmediatamente  como  un  sujeto  igrual  a  su  marido,  v  sintió 
una  profunda  compasión  por  su  pobre  madre,  que  había  sido 
tan    desí?fraciada  como   ella   con   Ordóñez. 

Pedro  contó  a  la  condesa  cuanto  sabía  del  aue  era  su 
verdadero  padre  v  que  tanto  había  sufrido  ñor  ^ella.  v  al  ha- 
blar de  su  vida  obscura  y  penosa  en  París,  deslizó  hábilmente 
en   la   conversación  el  nombre  del   doctor  don   J'^an  Zarzoso. 

María  se  incorporó  en  su  asiento  con  las  mejillas  colorea- 
das por  un  fu.eaz  rubor. 

— lAh! — exclamó  sorprendida — .  ,:  También  ha  conocido 
usted  a  ese  señor? 

— VMa  con  nosotros  en  París,  y  el  pobre  don  Esteban  le 
amaba  como  un  hiio,  al  saber  que  era  el  hombre  que  poseía 
el  cariño  de  su  hija. 

La   condesa  mostraba   deseos  die   hacer  nuevas   preguntas 


¿,^  A      K      A      ff      A  NEGRA 

,obre  aquel  hon,bre.  cuyo  ^^^-¡¡^IXZ^  vlJ^^oT^^''^ 

7:^^Z^^^  t  folp6"n\e.a.a  sob.e  su 

amo,  V  por  esto  se  apresuró  a  añadir  ^^^^^_ 

_Ya  hablaremos  ^-P^^^^^n  malo   como   ella  creía  en 

ción  de  los  sufrimientos  de  aquel  pobre  padre,  que  sm  nía. 
íTmilia   níseres    queridos    qu.  su    hija,    veíase    desconocido 

^'^ -/Aquel  hombre  fué  muy  desgraciado.  La  señora  conde- 
sa qu^  hoy  se  halla  enferma  y  llora  continuamente  recor- 
dando \  su  hijo  que  murió,  es  un  ser  feliz,  comparada  con 
qquel  desgraciado  que  no  'tenía  ni  aun  un  retrato  de  su  hi- 
ja para  contemplarlo. 

María    hizo    un    movimiento  de   extrañeza  y   asombro   al 
oír  hablar  de  su  felicidad. 

— Sí,    señora    condesa;    me   afirmo    en   lo   que   digo.    Si   la 
señora  llora  hoy  la  muerte  del  señorito,  al  menos  tuvo  una 
época  feh'z  en  que  sie  estremecía  de  placer  al  sentir  su  cabe- 
cita  apoyada  en  sus  rodillas,  y  en   que  gozaba  una  satisfdC- 
ción    sin    límites    convirtiéndose   en   su    enfermera   y   pasa^ido 
las  noches  en  vela  a  la  cabecera  de  su  cama.  Podía  besar  a 
su  hijo,  oír  su  encantador  y  balbuciente  lenguaje,  y  esto  es 
siempre  una  felicidad,  un  recuerdo  que  llena  el  alma  de  dul- 
ce   melancolía,   aunque   después   venga  la   muerte   a  amargar 
tanta   dicha.  ¿Pero  7  mi   pobre  amo?  ¿Y  aquel  desgraciado 
don    Esteban,    quie   por   ser   hombre    tenía    que    avergonzarse 
del  llanto  y  muchas  veces  s'é  tragaba  las  ardientes  lágrimas 
que    le    quemaban    los    ojos?    El    estaba    convencido    de    que 
tenía   una    hija,  y  sin   embargo,    murió    abandonado  de  lella, 
roñando    siempre    en   una    felicidad    que    nunca   llegaba,    y    que 
para  él  consistía  en   que  una  voz  pura  y  argentina,   que  yo 
\t  oído  mil  veces,  le  llamase  ";  padre  mío"!   Esa  situación  sí 
que  es  horrible;  es,  como  él  decía,  el  suplicio  de  Tántalo;   ¡te- 
ner casi  a  la  vista  una  hija  querida,  un  ser  que  hasta  en  su 
rostro  llevaba  algo  del  que  le  dió  la  vida,  y  sin  embargo  no 
poder  acercarse  a  ella,  no  poder  abrazarla  derramando  sobre 
su  frente  lá?rrimas  de  dulce  emoción! 

I, a  condesa  se  había  cubierto  el  rostro  con  las'  manos  y 
floraba  silencJosamiente,  sin  que  Pedro  pudiese  asegurarse  de 
si  aquellas  lágrimas  procedían  del  recuerdo  de  su  hijo  o  de 

123 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   E  Z 

la   emoción    que   le   causaban   las   penalidades  de  aquel    pobre 
padre,  al  que  reconocía  por  fin. 

El  criado  quiso  excitar  más  aún  aquella  emoción. 

— Hay  para  espantarse  al  considerar  la  desc^racia  de  aquel 
padre,  sostenida  con  heroico  valor  por  espacio  de  más  de 
veinte  años.  La  señora  condesa,  qme  es  madre,  podrá  apre- 
ciar mejor  que  yo  hasta  dónde  lle^ó  el  mfortunio  del  pobre 
don  Es\teban.  ¿Qué  hubiese  hecho  la  s'eñora,  que  tanto  ama- 
ba a  su  hijo,  si  éste  no  la  hubiese  querido  nunca  reconocer 
como  madre?  ¡Cuan  inmenso  dolor  hubiese  expierimentado, 
si  cuando  iba  a  verle  al  coleisfio  de  Valencia,  el  señorito,  en 
vez  de  recibirla  con  los  brazos  abiertos,  hubiese  huido  de  su 
madre  como  si  fuese  un  monstruo!  ¿No  es  verdad  que  la 
señora  hubiese  muerto  entonces  de  p^ena?  ¿No  se  hubiera 
roto  su  corazón  en  mil  pedazos?  Pues  bien;  el  pobre  don 
Esteban  sufrió  todas  esas  pru'ebas  terribles  y  siin  embargo 
aun  quedó  en  pie  durante  muchos  años  para  vivir  agonizan- 
do. Juzsfue  la  señora  condesa  si  la  vida  de  su  padre  no  fué 
un   verdadero   infierno. 

María  seguía  llorando,  p'ero  sus  suspiros  eran  ya  cada 
vez  más  ruidosos,  y  con  acento  entrecortado  murmuraba  ca- 
riñosas exclamaciones. 

—  (Oh,  padre!    ¡Padre  mío! 

El  críado,  apenas  le  pareció  oír  estas  palabras,  dichas  con 
voz  casi  imperceptibl'e,  buscó  apresuradamente  algo  en  los 
bolsillos   de  su    casaca. 

Mientras  tanto,  María,  convencida  por  sentimiento  de  que 
aquel  Alvarez  que  tanto  la  había  horrorizado  era  su  padre, 
y  recordando  algunas  palabras  sin  s^entido  que  había  sorpren- 
dido a  su  tía  y  al  padre  Tomás  y  que  ahora  se  explicaba 
perfectamente,  lloraba  conmovida  por  el  recuerdo  de  aquel 
pobre  mártir  que  tanto  la  había  adorado. 

La  voz  de  Pedro  le  hizo  apartar  las  manos  de  los  ojos 
y  levantar  su  cabeza. 

— ¡Aquí   está!    ¡Contemple  la  señora   condesa! 

Era  que  el  criado  le  mostraba  un  sencillo  marquito  de 
latón,  a  través  de  cuyo  cristal  se  veía  una  fotografía  ilu- 
minada, que  representaba,  de  medio  cuerpo,  a  don  Esteban 
Alvafez  cuando  todavía  era  capitán  v  acababa  de  regresar 
de  África  '        "      'I—v^^-^^t^^ 

El  fiel  asistente,  como  si  aquel  recuerdo  de  su  amo  fuese 
un  poderoso  talismán,  lo  llevaba  siempre  consigo. 

María  contempló  con  fruición  aquella  cabeza  vigorosa,  4e 

m 


L      \A  ARAÑA  NEGRA 

enérgica  hermosura,  y  en  la  que  se  veía  retratada  la  fiera 
altivez  y  la  mirada  pensadora  d'e  un  hombre  nacido  para  la 
guerra  al  mismo  tiempo  que  para  lel  estudio.  Sustituyendo  el 
poncho  del  uniforme  por  una  gola  d'e  hierro  y  un  coleto  de 
ante,  aquella  cabeza  podía  confundirse  con  la  de  los  ínclitos 
soldados  diel  siglo  XVI,  que  sojuzgaban  Flandes  o  conquista- 
ban imperios  como  Méjico  o  el  Perú. 

La  condesa,  con  el  escuálido  rostro  animado  por  el  rubor 
de  la  emoción,  examinó  atentamente  aquel  retrato,  encon- 
trando inmediatamente  su  parecido  con  ella,  en  la  época  que 
aun  tera   hermosa   y   la   enfermedad   no   había   consumido   sl^ 

organismo.  '   .      ;   ii    -í^'^:* 

Todavía  en  sus  ojos  quedaba  algo  de  aquella  mirada  bri- 
llante y  avasalladora  que  en  los  momentos  de  indignación  lle- 
gaba a  imponer.  11,' 

María  no  dudó  más  sobre  la  verdad  de  cuanto  la  había 
dicho  su  criado.  No  raciocinó,  pues  en  tales  momentos  de 
emoción,  la  razón  se  anula  dejando  su  puesto  al  sentimiento. 
La  condesa  se  dejó  llevar  de  su  instinto;  de  un  impulso 
vehemientísúmo  e  irresistible  que  la  empujaba,  y  llevándose  el 
retrato  a  sus  labios,  al  mismo  tiempo  que  volvía  a  derramar 
lágrimas,  murmuró  con  un  acento  que  equivalía  a  un  reproche 
a  sí  misma  por  su  indiferencia. 

—¡Oh,  padre!    ¡Padre  mío!   Si  m'e  oyes  perdóname. 


I  I 

La  última  advertencia 

Cuatro  días  después  de  aquella  'tarde  en  que  Pedro  hizo 
su  revelación  a  la  condesa,  en  el  momento  en  que  los  relojes 
del  hotel  daban  las  ocho  de  la  -noche,  bajaban  la  pequeña  es- 
calinata del  edificio  lel  elegante  Ordóñez  y  el  padre  Tomás, 
conversando  amigablemente. 

El  jesuíta  tenía  el  mismo  aspecto  de  siempre,  y  en  cuanto 
al  marido  de  la  condesa,  un  sombrero  de  "clac"  y  el  gabán 
abrochado  para  ocultar  el  traje  de  etiqueta,  daban  a  enten- 
der que  pensaba  pasar  la  noche  en  alguna  fiesta  del  gran 
mundo.  .^  "i 

Los  dos  hombres  siguieron  la  ancha  avenida  que,  par- 
tiendo el  jardín  del  hotel,  conducía  a  la  verja,  fuera  de  la 
eqal  lesperaban  dos  carruajes,  y  al  llegar  a  un  espacio  don- 
de no  alcanzaban  las  luces  de  las  dos  farolas  que  adornaban 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ   M  Z 

la  puerta  del  edifido,  el  jesuíta  se  detuvo,  cogiendo  sua- 
vemente  a   su   protegida   por   un   brazo- 

— Mira,  Paco — le  dijo  con  entonación  de  consejero  bon- 
dadoso— ;  barias  muy  bien  en  no  salir  esta  noche  de  caF-a 
o  al  menos  en  volver  cuanto  antes.  No  sé  por  qué,  me  pa- 
rece que  esta  noche  va  a  ocurrir  lo  que  tanto  tememos  y 
que  tu  esposa  no  verá  el  sol  de  mañana.  Ya  ves  que,  al 
menos  por  el  buen  pareoer  y  para  que  no  murmure  la  gente, 
conviene  que  tú  permanezcas  esta  noche  al  lado  de  María 
cumpliendo  tu   deber  de   buen  esposo. 

— Pero,  padre,  ¡s,i  María  no  morirá  esta  noche!  Hace 
usted  mal  en  alarmarse  tanto.  Los  enfermos  de  tisis  son 
como  esas  luces  que  se  apagan  lentamente,  y  cuando  uno 
cree  que  ya  están  extinguidas,  vuelve  a  surgir  la  llama  y 
aún  alumbra  trémula  y  vaailante  por  mucho   rato. 

— ¿Qué  ha  dicho  el  médico  esta  tarde? 

— La  verdad  es  que  la  ha  dado  ya  por  muerta  y  ha  dicho 
que  de  un   momento  a  otro   sobrevendrá  el  fin. 

— ¿Ves    como    debes    quedarte? 

— Sí,  pero  tengo  la  confianza  de  que  María  ha  de  llegar 
a  mañana,  aunque  sólo  sea  para  desmentir  al  médico.  La 
tisis    tienie   sus    bromas. 

— Pues  ten  la  seguridad  de  que  esas  bromas  las  reserva 
para  ti,  que  tan  convencido  pareces  de  que  tu  esposa  lle- 
gará a  mañana.  Créeme,  Paco :  quédate  esta  noche  en  casa, 
o  si  \ts  que  tienes  verdadera  precisión  de  salir,  regí'esa 
pronto,  para  que  la  gente  murmuradora  no  pueda  decir  nada 
contra  ti.  %  ;    %\'-%  f?J 

-^Volveré  a  las  dos  de  la  mañana;  antfs  me  es  imposi- 
ble. Tengo  precisión  de  asiisitir  esta  noche  al  baile  de  la 
Embajada  francesa. 

— ¡Desgraciado!  ¿Tjenicndo  a  tu  espora  tan  gravie  te 
atreves  a  ir  a  un  baile?  ¿No  comprendes  que  la  sociedad 
murmurará  con  sobrada  razón  y  que  tú  perderás  con  ello 
el  escaso  prestigio  que  te  queda? 

— ¡  Bah !  La  gente  está  ya  acostumbrada  a  verme  en 
todas  partes  tendiendo  a  mi  mujer  enferma  y  no  se  fijará 
esta  noche  en  mí,  pues  todos  ignoran  que  María  se  halle 
tan  grave.  En  las  enfermedades  lentas  la  gente  se  cansa  de 
preguntar  y  acaba  por  olvidarse  del  paciente.  Además,  re- 
verendo padre,  es  un  compromiso  de  honor  el  que  yo  acuda 
esta  noche  a  ese   baile. 

— Lo  ^é,  desgraciado;  lo  sé  todo.  No  creas  que  ignoro 
que  en  la  actualidad  haces   el  amor  a  la  esposa  de  uno  d# 

xj6  ' 


LA  ARAÑA  NEGRA 

los    empleados    de    la   Embajada;    una   francesa    que    te   sor- 
berá el  poco  seso   que   te   queda. 

Ordóñez,  a  pesar  de  su  ligereza  fria  y  aristocrática,  que 
''se  cifraba  especialmente  en  no  asombrarse  die  nada,  no 
pudo  evitar  un  gesto  de  extrañeza  al  oir  tales  palabras. 
— ¿  Cómo  sabe  usted  eso,  padre  Tomás  ? 
— jBah!  No  te  creia  capaz  de  asombrarte  por  tan  poco. 
Yo  sé  todo  lo  que  hacen  m^s,  amigos.  Ya  sabes  que  mi  des- 
pacho es  como  un  fonógrafo,  que  me  repite  todas  las  pala- 
bras y  hasta  los  actos  de  cuantos  amigos  tengo  esparcidos 
por  el  mundo.  Hay  pocas  cosas  que  yo  no  sepa. 

Los  dos  hombres  quedaron  silenciosos  y  avanzaron  al- 
gunos pasos   con   dirección  a  la  verja. 

Ordóñez  se  detuvo  al  ver  que  el  jesuíta  se  plantaba  mi- 
rándole con  sus  ojos  fríos  e  interrogadores  que  parecían 
Ikgar  al  alma. 

— Mira,  muchacho — ^dijo  con  severa  superioridad — .  No 
sólo  conozco  a  fondo  la  vida  de  mis  amigos,  sino  que  leo 
en  su  pensamiiento  y  adivino  todo  cuanto  se  proponen  ha- 
cer en  contra  mía.  Ha  llegado  el  momento  de  que  hable- 
mos  claro:   ninguna  ocasión  mejor   que  esta. 

— Diga  usted,  reverendo  padre — murmuró  Ordóñez,  algo 
alarmado    al   notar   el   giro    que   tomaba   la    conversación. 

— Pues  bien,  te  hablaré  claro.  Tu  esposa  va  a  morir  y 
ha  llegado  el  momento  de  que  se  cumpla  el  pacto  que  hici- 
mos antes  de  que  te  casases. 

—  ¡El  pacto!...  ¿Qué  pacto  es  ése,  padre  Tomás?— dijo 
Ordóñez  con  expresión  distraída,  como  si  fuese  en  busca  de 
un  recuerdo  que  se  le  escapaba. 

— Eso  es;  hazte  el  olvidadizo.  ¿No  te  acuerdas  ya,  an- 
gelito?—  contestó  el  jesuíta  con  sarcástica  ironía — ',  Veo 
que  eres  muy  d'ísmemoriado ;  pero,  afortunadamente,  yo, 
como  te  decía,  leo  en  el  pensamiento  de  los  amigos  y  te 
ayudaré  a  recordar,  diciéndote  que,  a  la  hora  en  que  me  dé 
la  gana,  a  pesar  de  tu  lujo,  de  tus  brillantes  relaciones  y 
de  tu  fama  de  hombre  elegante  y  calavera,  puedo  enviarte 
a  presidio.  ¿Te  acuerdas  ahora? 

— Vuestra  paternidad  tiene  un  modo  terrible  de  recordar 
las  cosas.  ^  .,-    ,  ,    ¡  i  ;*« 

— Es  porque  tu  memoria  resulta  como  uno  de  esos  ca- 
ballos maliciosos  que  remolonamente  se  niegan  a  andar. 
Conviene  darle  algún  latigazo  para  que  se  avive. 

— Bien,  padre  Tomás;  me  acuerdo  del  pacto;  ¿qué  qui«^ 
re  usted  de  mí? 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ  E  Z 

— Sabes  que  con  arreglo  al  último  Código  civil,  tus  de- 
rechos de  marido  te  hacen  heredero  en  usufructo  de  la  mi- 
tad de  la  fortuna  de  tu  mujer. 

— Ya  sé,  reverendo  padre;  ¿qué  es  lo  que  usted  quiere 
advertirme?  _  s^j  ,  ^^.  ;.,¿,j    ^^,^.. 

— Conforme  al  trato  que  hicimos  los  dos,  antes  de  qu'e 
tú  te  casases  con  Maria,  debías  limitarte  a  gastar  sus  rentas, 
y  te  quedaba  prohibido  inducir  a  tu  esposa  a  que  enajenase 
la   más    minima   parte   dte   su   capital. 

— Asi  lo  he  hecho,  reverendo  padre.  No  tendrá  usted 
queja   de   mi   en   este  punto  y  creo   estará  satisfecho. 

— No  djel  todo,  pues  en  ciertas  ocasiones  has  gastado 
algo  más  que  las  rentas,  embrollando  con  esto  la  adminis- 
tración de  tu  casa;  pero  no  me  quejo  de  estos  pequeños 
excesos.  Al  fin,  así  y  todo,  te  has  portado  con  bastante  pru- 
dencia si  se  tienen  en  cuenta  tus  antecedentes  de  hombre 
desordenado.  ,,    .  ^: 

— ¿Y   qué   es  lo   que   quiere  usted  ahora? 

— Que  se  cumpla  lo  convenido  en  nuestro  pacto,  renun- 
ciando tú  a  la  parte  que  te  corresponde  en  la  herencia  de 
tu  mujer. 

Ordóñez  se  atusó  el  erizado  bigotillo  con  marcado  aire 
de  indignación. 

— Padre  Tomás,  eso  es  muy  duro.  No  resulta  razonable 
tal  exigencia. 

— Pu,es  así  ha  de  ser. 

— Fíjese  vuestra  reverencia  en  que  sólo  se  trata  de  un 
usufructo.  El  día  menos  pensado  me  ataca  una  pulmonía  o 
me  dan  una  estocada  en  un  desafío,  y  «entonces  esa  parte 
de  la  fortuna  de  mi  mujer  irá  a  parar,  sana  y  sin  detrimento 
alguno,  a  manos   de   quien   corresponda. 

— La  baronesa  de  Carrillo  es  vieja,  y,  además,  no  está 
para  esperar  a  que  tú  mueras. 

— ¡Ah!  ¿Conque  es  doña  Fernanda  la  que  ha  íje  heredar 
toda  la  fortuna  de  mi  mujer? — preguntó  el  elegante,  con 
una  expresión  de  incredulidad  que  no  procuró  disimular. 

— ^Sí,  la  baronesa  heredará  a  su  sobrina,  y  ya  que  pa- 
reces dudar  de  mis  palabras,  para  que  no  creas  que  aquí 
ste  encierra  algún  misterio  o  alguna  negociación  censu- 
rable, te  diré  toda  la  verdad.  La  virtud  no  necesita  recatarse 
de  nadie.  La  baronesa  heredera  a  tu  mujer  e  inmediatamente 
traspasará  la  fortuna  a  manos  de  nuestra  santa  Compañía, 
para  que  ésta  la  emplee  en  obras  de  caridad  y  en  hacer 
propaganda  para   "la  mayor  gloria  de   Dios".  Es   una  pro- 

u8 


Lfe4  ARAÑA  NEGRA 

mesa  que  doíia  Jbernanda  lia  hecho  al  Aitisimo,  Ya  com- 
prenderás quje  en  un  asunto  tan  sagrado  y  que  directamente 
mteresa  a  Dios,  lu,  pobre  criatura  humana,  no  debes  opo- 
•ner  tu  mezquina  voluntad. 

Ürdóñez,  a  pesar  de  que  hacía  'esfuerzos  por  conservar 
su  exterior  indilerente  y  desdeñoso  de  hombre  elegante  y 
despreocupado,  que  tantos  trimníos  le  vaha  en  la  alta  so- 
Gteaad,  sentía  hervir  en  £¡u  anterior  el  fuego  de  la  ira. 

— JPcro  eso  es  robarme  mis  derechos  üe  mando — dijo,  no 
puduendo   contenerse. 

— ^i Robar.'' — -contestó  el  padre  Tomás  con  su  impertur- 
bable iriaidad — .  Dura  es  la  palabreja,  pero  ya  que  la  has 
dicho,  la  acepto  y  contesto  que  antes  ñas  robado  tu  a  otroü 
con  escrituras  falsas  y  ñrmas  falsiñcadas.  Por  esto  mismo 
P'uedo  enviiartie  a  presidio  a  la  hora  que  qu,iera,  y  esta  hora 
llegará  inmed;iata,mente,  si  te  niegas  a  obedecer  mis  órdenes. 

Ordóñez  conocía  períectamentic  a  su  protector,  y  sabia 
que  era  imposible  que  ésie  retrocediese  asi  que  adoptaba 
una  resolución.  Además,  el  (elegante,  viviendo  con  lo  que 
le  proporcionaban  las  rentas  de  su  esposa,  había  perdido 
su  duct.iUdad  de  aventurero  y  no  era  capaz  de  hum¡illar&e 
pidiendo  misericordia  a  aquel  hombre  terrible,  que  se  mos- 
traba sordo  a  los  ruegos  que  le  contrariaban. 

El  aristócrata  resistió  su  desgracia  con  dignidad,  y  úni- 
camente se  dignó   hablar  de  su  porvenir. 

— Y  si  yo  renuncio  a  mis  derechos,  ¿qué  sieria  de  mí, 
padre  Tomás? 

— Permanece  'tranquilo,  que  renunciando  a  la  herencia 
sirves  a  la  Compañía  y  ésta  jamás  olvida  a  ios  que  le  sou 
heles.  Aquí  estoy  para  proíjegertc.  Islo  vivirás  con  el  mismo 
esplendor  que  añora,  pero  te  sostendré  en  una  posxión  que 
corresponda  a  tu  rango,  y  ¿quién  sabe  si  encontraré  para 
ti   otra  mujer   con  algunos   millones  de  dotie? 

Estas  palabras  no  parecían  tranquilizar  mucho  a  Or- 
dóñez^ y   por  esto   el  jesuíta  se  apresuró   a  añadir: 

— No  puedes  quejarte  de  mi  protección.  Antes  de  ca- 
sarte vivías  entrampado,  sin  tranquilidad  alguna  y  próximo 
a  caer  en  la  deshonra.  Te  tendí  la  mano,  te  hbré  del  preci- 
piicio,  has  vivido  algunos  años  derrochando  como  un  po- 
tentado, y  ahora,  ai  morir  tu  mujer  quedarás  en  la  misma 
situación  de  antes,  aunque  con  la  ventaja  de  no  tener  deu- 
das y  de  contar  con  mi  protección,  que  será  más  eficaz  y 
sjegura.  ¿De  qué  te  quejas,  pues?,  ¿has  hecho  acaso  un  mal 
negocio?...    Cree   que   me   irrita  itu   ingratjitud. 

129 


VICENTE  BLASCO  I  B  A  Ñ  E  Z 

El  jesuíta  dijo  estas  últimas  palabras  con  expresión^dc 
disgusto,  y  durante  largo  rato  permanecieron  silenciosos 
el  protector  y  el  protegido. 

— Vamos  a  ver — dijo  el  padre  Tomás,  cansado  por  aquel 
silencio — .  Decidámonos  pronto.  ¿Renuncias  a  la  iierencia? 
¿Cumples  la  palabra   que  me  diste? 

Ordóñez  hizo  un  gesto  de  desesperación  en  la  sombra. 
¡Siempre  cogido!,  ¡siempre  a  merced  de  aquel  homuie,  a 
pesar  de  la  iaraa  de  listo  que  a  él  le  concedían  en  la  alta 
sociedad  í 

Había   que  conformarse  forzosamente,  y   Ordóñez   tendió 
su  mano  al  jesuíta  en  muestra  de  aprobación,  y  murmuró : 
— Die  usted  es  toda  la  fortuna  de  María. 

— Conforme.  Quedo  agradecido  a  tu  desprendimiento,  y 
te  prometo  no  abandonarte  nunca.  Ahora  vamonos,  pues 
se  hace  tarde  y  los  dos  tenemos  ocupaciones  apremiantes. 
Procura  volver  pronto  a  casa,  pues  esia  noche  ocurrirá  el 
suceso   que   esperamos. 

,  Los  doiís  hombres  atravesaron  la  verja»  y  después  de 
estrecharse  la  mano,  subieron  a  sus  respectivos  carruaje», 
el  uno  para  dar  un  vistazo  al  Casino,  antes  de  ir  al  baile, 
y  el  otro  para  volver  a  trabajar  en  aquel  despacho,  qu-e  era 
como  el  centro  del  horrible  embudo  formado  por  la  tela- 
raña jesuítica   que   envolvía   a    toda  la  península. 

Ninguno  de  los  dos  miserablies  que  con  tanta  frialdad 
hablan  esiado  hablando  sobre  la  próxima  muerte  de  María 
volvió  la  cabeza  para  lanzar  una  mirada  de  compasión  a 
aquella  ventana,  que  sobre  la  oscura  fachada  del  hoiel  des- 
tacábase débilnijente,  bañada  en  una  luz  pálida,  velada  e 
indecisa.  Los  .niuUones  de  la  agonizante  era  lo  único  que 
ocupaba  su  pensamiento. 

Los  dos  carruajes  se  alejaron  en  distintas  direcciones, 
separando  a  aquellos  dos  compadrjes  de  crimen  que  se  abo- 
rrecían mutuamente. 

— ¡  Vive  Dios ! — decía  Ordóñez  en  voz  alta  y  rugiente, 
que  tai  vez  era  oída  por  sus  cocheros — .  Ese  tío  es  un  la- 
drón quie  me  tiene  cogido  por  las  orejas.  Si  algún  día  «c 
me  presenta  ocasión,  le  había  de  meter  un  palmo  de  acero 
en  el  vientre. 

Mientras  tanto  el  padre  Tomás  murmuraba  en  el  inte- 
rior  de  su   berlina,   con   acento   de  hipócrita   escandalizado: 

130 


Lt4  A      It      A      Ñ      A  N      £       é      J^      A 

— Abandona  a  su  mujer  para  ir  a  hacerle  la  corte  a  otra, 
y  tal  vez  la  pobre  condesa  haya  lendrado  ya  en  el  periodo  de 
agonia.  Siempre  le  lie  tenido  por  un  canalla;  pero  no  me 
imaginaba   que   su   cinismo   fuese   tanito. 


III 
,  La  muerte  de  María. 

La  condesa  moría  lentamente  en  aquel  gabinete  ele- 
gantCr  donde   había  pasado   toda  su   enfermedad. 

¿e  veía  casi  abandonada  de  los  suyos,  mas  no  por  esto 
se  consideraba  sola,  pues  la  rodeaban  hermosos  recuerdos 
que    par^ecían    endulzar    sus    últimos    instantes. 

Las  sombras  de  su  hijo,  de  don  iisteban  Alvarez  3 
del  inforiunado  Zarzoso,  aquellos  tries  seres  queridos  a  loa 
que  pensaba  encontrar  más  allá  de  los  umbrales  de  la  muer- 
te, parecían  rodear  su  lecho  y  animarla  con  invisibles  son- 
risas  en  tan   supremo   trance. 

Mana  sabía  ya  toda  la  vierdad  sobre  su  pasado. 

El  ñ&\  i^edro,  no  sólo  había  relatado  la  historia  de  su 
padre,  sino  que  just(ificó  a  Zarzoso,  haciéndola  saber  la  re- 
pugnante maquinación  que  contra  él  se  había  urdido  aliii 
en  París,  para  lograr  que  María  le  aborreciese  por  su  inü- 
delidad  manifiesta,  que  era  más  obra  de;  las  circunstancias 
y  de  pérfidas  intrigas  que  de  su  propia  voluntad. 

La  condesa,  gracias  a  las  revelaciones  de  su  criado,  co- 
nocía ya  la  terrible  pai"fi^icipación  que  los  jesuiítas,  y  e,n 
especial  el  padre  Tomas,  tiaüían  tomado  ,tn  ios  asuntos  de 
5U  familia,  y  por  esto  miraba  con  franco  horror  al  reve- 
rendo padre  y  no  ocultó  la  repugnancia  que  sentía  cuando 
éste  se  aproximaba  a  su  lecho. 

La  pobre  joven,  'extenuada  por  la  terrible  enfermedad, 
cansada  de  un  mundo  que  sólo  le  había  proporcionado  do- 
lores y  tristezas,  y  deseosa  de  sumirse  cuanto  antes  en  lí^ 
sombra  eterna,  con  esperanza  d!e  encontrar  allí  a  su  padre 
y  a.  su  antiguo  adorador,  con  los  cuales  había  sido  injusta 
aunque  sm  voluntad  para  ello,  caía  impasible  y  sum,isa,  sin 
el  menor  intento  de  rebelión  y  limi^tándose  a  compadecer  a 
aqi^ellos  hombres  negros,  que  tanto  daño  la  habían  causado. 

— j  Les  perdono! — murmuraba  la  pobre  manir — .  Perdo- 
no a  todos,  a  pesar  de  mis  desgracias.  Ellos  tamb  én  han 
de   morir;    ellos   también   se   verán   en   el   mismo   trance   que 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   N  £  Z 

yo,  y  entonces  d.e  seguro   que  uo  experimeuLarán  c^ta  s^xi^ 
tranquiiiiüad   que  ahora  siento. 

Y  la  infeliz  perdonaba  también  mentalmenie  a  aquel  es- 
poso ligero  e  míame,  que  era  ei  auto/  ac  su  iniortunio, 
que  haüía  envenenaao  su  sangre  pura  con  ios  gérmenes  de 
una  terrible  eniermeaaa  auquinda  en  el  vicio,  y  que  en  ei 
momento  supremo,  no  s-e  cuiüaüa  m  aun  üe  íiiigir  un  ao- 
lor  paopio  üe  laj>  circunstancaas  y  la  auandonaDa  para  ir  a 
una  nesta  donde  inauüaDieniente  nana  ei  amor  a  otra  mujer. 

bi,  ella  perdonaba  a  Urooncz,  a  pesar  de  todas  sus  in- 
famias, y  no  le  causaua  impresión  alguna  la  cínica  SíCreni- 
daa  ae  aquel  hombre  sin  conqiencia,  pues  su  pensamiento, 
au  corazón  estaba  puesto  en  aquehos  tres  seres  queríaos,' 
cuyas  sombras  parteciale  ver  vagar  en  torno  de  su  lecho' 
para  ayudarla  a  bien  monr,  y  escoltar  después  su  espintu 
por  las  inmutas  regiones  de  lo  desconocido. 

La  condesa  pierdonaba  también  a  su  tia,  aquella  mujer 
irascibJe,  íanática  e  hipócrita,  que  la  había  martirizado 
cuando  n^ina,  y  que  después,  ob'tdeciendo  automáticamente 
ordenes  superiores,  la  nabia  entregado  en  brazos  de  un 
nombre  corrompido,  cuyos  besos  resultaban  contagiosos  > 
mortales.  , 

/iqucila   misma   baronesa,   que  ¿s taba  muy  íéjor'de  liéc- 
lar  lo  que  pensaba  su  sobrina,  se  hallaba  en  tales  momentos, 
cerca  Qe  su   cama,  sentada  junto  a  una  mesa  sobre  la   qu. 
6e  erguía  un  hermoso  crucitijo  entre  un  par  de  cirios. 

Doña.  Fernanda,  arrasirada  por  sus  preocupaciones  de- 
votas, no  había  tenido  inconveniente  alguno  en  amargar  los 
últimos  momientos  de  la  enferma,  aterrándola  con  todo  ei 
imponente  aparato  que  el  fanatiismo  guarda  para  tales  casos. 

Mana,  que  al  fin  había  conocido  quiénes  eran  los  sacer- 
dotes que  la  habían  rodeado  desde  la  niñez,  aunque  sin 
abandonar  por  esto  las  creencias  relig-iosas  en  que  la  nabian 
educado,  se  negó  en  absoluto  a  confesarse  con  el  padre  lo- 
mas, desobedeciendo  con  ello  las  recomendaciones  d^e  la  ba- 
ronesa. 

iista  se  hallaba  escandalizada  por  la  tenaz  negativa  de 
su  sobrina,  y  deseosa  de  qu^i  la  próxima  conquista  de  la 
muerte  no  careciese  del  refrendo  de  la  religión,  nabía  mon- 
tado un  altar  sobre  una  de  las  mesitas  dei  gabintte,  y  sen- 
tada al  lado  de  él,  leía  en  voz  baja  un  grueso  hbro  de  ora- 
ciones, mirando  de  vez  en  cuando  a  la  enferma,  que  inmó- 
vil y  respirando  p|enosamente^  fijaba  sus  ojos  en  el  techo 
como  absorta  en  sus  pensamientos. 

Í32 


^'^  ARAÑA  NEGRA 

A  pesar  de  que,  con  esa  falsa  esperanza  que  nunca  aban- 
donp,  a  l^ns  tísicos,  María  ai^n  creía  que  su  fin  estaba  lejano. 
ro  nuería  mirar  todo  aquel  abarato  rel'p-io^o  mon+ado  Dor 
^tt  tía.  pues  la  horrorizaba,  al  par  que  ]e  producía  cierto 
de^necbo.  la  falta  de  conslider^ción  nue  mo^tr^ba  la  bnron^c^. 

El  silencio  era  absoluto  en  aquella  bnbitacíón:  una  lím- 
n^ra  velada  v  las  llamas  á'i  los  dos  cMos  alumbraban  «1 
-^in^te,  formando  en  su  centro  un  círculo  de  luz,  más 
alia    del    cual    todo    ouednbp    en    una   d^n^a   penumbra. 

Ju'nto    a    la    puerta,    er^-uido    e    inmóvil    cual   nr>a    estatu-^» 
estaba^ el  fiel  Pedro  esperando  órdenes.  La  oscuridad  nue  le 
envolvía   no   permitía   a  la   baronesa   el  ver  ^1   eresto   extraño 
mezcla   de   compasión   v   de    ira.    qu^   contraía    el    rostro   del 
criado   al   contemplar  a  la   pobre  enferma. 

Pedro  se  sl^ntía  ron  deseos  de  estranj^ular  a  anuella  vi*--- 
!ii  !í'*"^*'''  T'^''  ^^  limaba  a  la  baronesa.  1^  cual,  desou^s 
die  desatender  a  sit  sobrina  en  h  época  en  que  su  enfermedad 
todavía  era  suscenWe  de  curac'ón,  plermanecía  abora  a  su 
lado  para  amargar  sus  i^ltimos  instan'tes  con^  ^terroríficas 
muestras  de  devoción  imp^Miendo  al  naso  que  pudiera  acer- 
carse a  la  enferma,  él  nue  iera  el  trniro  ser  de  aquella  casa 
que   sentía   ñor  h   desp-raciada   aVt'in    interés. 

La  condesa  pareció  salir  de  su  nrofi'mda  meditación 
cuando   uno  de  los  relojes   de  la   casa  dio  la^;  diez. 

— iPfedro! — d>*io   Ta    enferma   con   voz    débil. 

Y  al  acerrarse  el  criado,  dióle  a  entender  con  un  ^esto 
lo   nue   deseaba. 

Aquél  le  traio  una  rica  cana  forrada  de  nielen  y  la  puso 
sobre  los^bombros   de  la  condíesa.   que  se  bnbía  incorporado 

Después  la  enferma,  mostrando  sus  extremidades  devo- 
radas por  ^a  consunción  v  qx^^  parecían  los  buesos  de  un 
esnueleto.  bajó  de  la  cama  avnd.da  Por  lo.  robustos  brazos 
diel  criado,  y  apov^ñdose  en  él.  líej^ó  penosamente  basta  un 
p-ran  sillón  qu.  e.tnb.  colocado  de  espaldas  al  Cristo  ^  a 
las   dos  luces   de  la   baronesa. 

^  María  experimentaba  la  ne-esidnd,  oue  todos  los  tísicos 
sienten,  de  morir  erguidos  y  fuera  de  la  cnma.  que  parece 
causarles   borror. 

Pedro,  sin  abandonar  su  actitud  respetuosa  miraba  fiia 
mente  a  su  ama  v  no  podía  ocultnr  Ln  impresión  de  descon- 
suelo que  le  producía  aquel  rostro  terroso,  enjuto  v  coti- 
sumido  por  la  enfermedad.  Veíanse  en  él  ]o^.  sVnos  de  una 
próxima  muerte  y  sobre  sus  facciones  parecía  e^tíenders-  un 
densa  velo  que  las  ennegrecía. 

ir 


VICENTE 


BLASCO 


I  B  A   Ñ   E   Z 


Pedro  recordaba  lo  aiie  aquella  tarde  había  dicho  rl  mé- 
dico sobre  el  próximo  fin  de  la  enferma  y  se  afirmaba  en  la 
creencia  de  que  la  condesa  moriría  aquella  misma  noche. 
ExtinsTuíase  la  vida  en  el  interior  de  aquel  orjram'smo  ano- 
nadado, V  ya  no  quedaba  en  él  más  que  un  débil  soplo  vi- 
tal que  la  permitía  hablar,  aunque  con  voz  tan  tíenue  i.?uf 
sólo  podía  oírse  en  aquel  absoluto  silencio. 

— Pero  tía — dijo  débilmente  diricfiéndose  a  la  baronesa 
que  estaba  a  sus  espaldas — ,  ¿es  que  tiene  usted  deseos  d« 
que  yo  muera  pronto  y  por  eso  me  aturde  con  esas  oracio- 
nes   que    murmura? 

Es'te  reproche,  dicho  de  un  modo  dulcid,  hizo  que  la  ba- 
ronesa levantase  su  cabeza,  en  la  que  se  marcaba  un  gesto 
de  rndi^nación. 

— Mira,  María — ^contestó  con  una  severidad  impropia  de 
las  circunstanciias — .  No  quiero  aue  una  persona  de  mi  fa- 
milia vaya  al  infierno,  y  como  tú  te  niegas  a  ponerte  bien 
con  Dios,  ^''o  me  encargfo  de  subsanar  esta  falta  t  le  rueg'O 
al  Señor  que  te  reciba  en  su  santa  gloria,  si  no  por  tus  mé- 
ritos, al  míenos  por  los  de  otras  personas  de  tu  familia. 

La  enferma  estuvo  callada  durante  algunos  minutos  y 
después   dijo   con   dulzura: 

— Yo  no  necesito  confesarme.  He  sido  muv  desagraciada 
en  este  mundo  j  no  recuerdo  haber  hiecho  daño  a  nadie. 
He  obedecido  siempre  a  las  personas  que  me  han  rodeado, 
crevendo   firm'emente   cuanto   me  decían. 

Calló  la  enferma  breves  instantes  y  añadió  después  con 
marcada  intención,  volviendo  la  cabeza  y  buscando  con  la 
mirada  a  su  tía: 

— ^i  Ojalá  no  hubiese  slido  tan  crédula  v  obediente!  Nc 
hubiese  sido  tan  desgraciada,  y  tal  vez  ahora  m,e  vería  en 
d;iferen'te   situación. 

La  baronesa  no  contestó,  pues  adivinaba  un  ^s^vl  cambio 
en  el  carácter  y  las  ideas  de  su  sobrina,  y  no  quería  expo- 
nerse a  que  ésta,  con  la  franqu)eza  del  nue  va  a  abandonar 
la  vida,  le  dijese  algunas  verdades  que  forzosamente  habían 
de  resultarle  amargas. 

Volvió  doña  Fernanda  a  abismarse  en  la  Hectura  de  sus 
oraciones,  afirmando  los  lentes  de  oro  sobre  su  picuda  na- 
riz, y  mientras  tanto,  la  enferma,  después  de  lanzar  una 
mirada  de  gratitud  a  aquel  criado,  modelo  de  fidielidad  y  de 
abnegaíoión,  que  parecía  consternado  al  contemplar  a  su 
señora,  volvió  sus  ojos  al  rincón  más  oscuro  de  su  gabinete, 
y  así  permaneció  impasible  e  inmóvil. 


•^4 


L      \A  "A       R      A       Ñ       'A  NEGRA 

Transcurría  el  tiempo  en  aquella  'inercia  silenciosa,  que 
sólo  turbaba  el  murmullo  de  los  rezos  de  la  baronesa  y  las 
llamas  crepitantes  de  los  cirios. 

Los  reloies  del  hotel  daban  sus  campanadas  para  marcar 
el  paso  del  tiempo,  y  a  aquellas  tres  personas  les  parecía  cosa 
de  mrlagfro  la  rapidez  con  que  se  sucedían  las  horas,  pues 
absortas  en  sus  pensamientos,  creían  que  las  horas  se  con- 
fundían unas  con  otras,  siegún  la  frecuencia  con  que  las  es- 
cuchaban. 

Pasaba  el  tiempo  velozmente,  y  era  ya  más  de  media  no- 
che cuando  la  enferma  parec'ó  volver  en  sí  de  sus  tristes 
reflexiones,  y  dirigió  la  palabra  a  su  fiel  criado,  que  3<;guía 
de  pie.   sin   que  la  fatiga  consiguiera  rendirle. 

En  el  rostro  de  la  condesa  veíase  una  expresión  má^ 
animada  que  parecía  presagiar  el  principio  de  un  restable- 
clímíento.  Su  cutis,  antes  tan  pálido,  estaba  ligeramente  co- 
loreado, y  su  voz  había  adquirido   nueva  potencia. 

La  baronesa  miraba  a  su  sobrina  con  cierto  asombro,  no 
pudiendo  explicarse  cómo  aquel  cuerpo  tan  débil'  todavía 
tenía  fuerzas  para  resistir  la  enfermedad;  pero  el  criado  se 
entristeció   al  notar  aquella  mejoría. 

Sabía  bien  lo  quie  significaba.  El  médico  le  había  dicho 
que  momentos  antes  de  morir  los  que  estaban  enfermos  de 
la  misma  dolencia  que  la  condesa,  experimentaban  una  rá- 
pida y  fugaz  mejoría. 

Bedro,  pues,  veía  próxima  la  muerte  de  su  señora ;  muer- 
te dulce  y  casti  insensible,  como  la  de  todos  los  tísicos,  y 
cual  convenía  a  aquella  pobre  mártir  que  tanto  había  su- 
frido en  vida.  '    ""   '  '  ' 

Acababa  de  dar  el  reloj  del  gabinete  la  una  de  la  madru- 
gada cuando  María  sie  incorporó  sobre  los  almohadones  que 
Pedro  había  colocado  en  su  sillón,  y  tendió  sus  brazos  al 
fiel  criado,  agarrándose  a  sus  hombros  con  la  intención  de 
levantarse  y  resnirar  mejor  puesta   en  píe. 

La  capa  se  deslizó  á  lo  largo  del  (escuálido  cuerpo  y  la 
enferma  quedó  en  ropas  menores,  mostrando  sus  brazos  en- 
jutos y  consumidos,  capaces  de  inspirar  lástima  al  más  indi- 
ferente. 

La  condesa  sosteníasie  agarrada  a  su  criado,  sin  dar  nin- 
guna orden  ni  atreverse  a  andar.  Su  cuerpo  se  agitaba  con 
un  débil  estremecimiento,  y  sus  ojos,  desmesuradamente 
abiertos  y  con  expresión  de  angustia,  miraban  a  aquel  rin- 
cón oscuro,  como  si  en  él  yiera  impalpables  imágenes  que 
en  aquellos  instantes   atraían   toda  su  atención. 

X3S 


tícente         b  l  .^  s  c  o         i  b  a  Ñ  E  X 

— -lATi!  ¿Estáff?  afií? — imirmur^  con  voz  tan  qneda  y  dé- 
bil como  un  suspiro — .  ¡  Hijo  mío !  i  Juaníto !  ¡  Papá !  Allá 
▼oy. 

Y  sus  mano?  soltaron  los  liombros  del  criado,  mienti^s 
i"U   cuerno   caía  inerte   en   el   sillón. 

La  baronesa  se  levantó  de  un  salto,  y  el  criado,  tosca 
pero  cariñosamente,  abarró  entre  sus  manos  aquella  cabeza 
'que  caía  ínert/e  sobre  uno  de  los  enflaquecidos  y  angulosos 
hombros. 

No   era   posible   dudar:    la   condena  babía  muerto. 

Pedro  contempló  aquellos  oíos  desmesuradamente  abier- 
tos, vidriosos  V  empañados,  que  miraban  todavía  al  oscuro 
rincón:  la  nariz,  que  adquiría  un  tintté  neo^ruzco,  v  aquella 
boca  entreabierta  y  todavía  contraída  ñor  nna  sonrisa  sobre- 
bumaná,  como  s?  hubiese  sido  provocada  por  una  visión 
bermosa,  por  la  vista  de  la  felicidad  exístenTe  más  allá  de  la 
tumba. 

Kl  aspecto  borrible  de  aouel  cadáver,  miserable  manoio 
de  buesos  v  de  T)iel,  al  que  faltaba  ya  la  misteriosa  esencia 
que  le  bacía  atractivo  v  anuel  calor  vital  que  rápidamente 
sle  iba  desvaneciendo  deiando  al  cuerpo  cada  vez  más  frío, 
trajeron  a  la  realidad  al  pobre  criado,  que  rugiendo  de  do- 
lor, ppra  desabosí'ar  su  onrimido  pecbo.  se  arrojó  a  los  pies 
del  sillón  v  comentó  p  bes^r  ron  la  furia  de  un  loco  una 
de   las   mano«;   gmarilVntas  v  descarnadas. 

— T vSieñorita ! . . .  i señorita? — jorrítaba  el  pobre  hombre,  con- 
movido por  aquel  suceso,  a  pesar  de  que  lo  esperaba  hacía 
va  mucho  tiemno:  ^  trastornado  por  su  desesperación,  echá- 
base en  cara  el  no  haber  salvado  a  la  infeliz  hija  díe  su  an- 
ti^o  amo,  el  no  haber  velado  por  su  vida  tal  como  lo  pro- 
metió en  París,  cual  si  el  de<;dicbado  tuviera  poder  para 
combatir   a  la    más  terrible   de  las    enfermedades. 

Permaneció  así  postrado  el  infeliz  Pedro,  mientras  tuvo 
fuierzas  ;para  llorar,  v  Por  fin  extenuad^,  debil'tado  v  recor- 
dando que  su  deber  le  ex%ía  al^o  más  que  entreisrarse  al 
llanto,  se  levantó,  abandonando  aquella  fría  mano  que 
cayó   inerte  sobre  el  brazo   del   sillón. 

Cuando  Pedro,  puesto  en  pie.  miró  con  extrañleza  a  su 
alrededor,  vio  asrrupados  en  la  puerta  a  la  baronesa  y  a 
Ordóñez,  mirando  con  espanto  casi  supersticioso  aquel  ca- 
dáver hundido  en  el  siillón,  que  parecía  aún  más  reouenante 
por  las  desnudeces  descarnadas  y  angulosas  que  dejaba  al 
jiescubierto. 


LL4  ARAÑA  NEGRA 

El  marido  de  la  condesa  conservaba  todavía  su  trnje  de 
etiqtieta,    pues    acababa    de   lle.g-ar   del    baiile. 

Había  vuelto  una  hora  antes  áe  lo  que  había  prometido. 
No  se  diría  que  era  un  esooso  incorrecto  y  desatento  con 
su  mujer.  Aún  había  lleg-ado  a  tiempo  para  ver  el  cadáver 
dle  su  esposa,  ...  [Dios  mío!,  ícuán  fea  era  la  muerta!  Ver 
aquellos  hombros  que  con  sus  ríg-idas  puntas  parecían  rom- 
per la  piel,  cuando  aún  los  oíos  guardaban  el  recuerdo  de 
los  hermosos  escotes  contemplados  en  el  baile,  riesultaba  un 
contraste  extraño,  una  visión  dolorosa  que  él  sufría  como 
buen  marido,  aunque  convencido  de  que  nadiíe  le  agrade- 
cería  tan   terrible   sacrificio. 

En  cuanto  a  la  baronesa,  estaba  también  conmovida  por 
la  fealdad  de  la'  muerte.  Era  ya  vieja,  su  fin  estaba  próximo, 
y  aunque  por  sus  aficiones  devotas  estaba  en  relación  amis- 
tosa con  Dios  y  los  bienaventurados,  contando  como  seguro 
su  ingreso  en  la  corte  celestial,  'no  por  esto  deiaba  de  pro- 
ducirle una  (impresión  anonadadora  el  espectáculo  de  la 
muerte. 

Además,  sus  gustos  y  sus  delicadezas  de  persona  distin- 
guida sublevábanse  a  la  vista  de  un  cadáver,  y  comenzaba 
a  encontrar  que  en  aquel  gabinete  existía  un  olor  especial 
que   hería   e  irritaba   su   aristocrático   olfato. 

El  rudo  y  fiel  criado  a  quien  la  reciente  desgracia  había 
hecho  olvidar  lo  que  era  v  representaba  en  aquella  casa, 
lanzó  una  mirada  altiva  e  interrogadora  a  la  baronesa  y  a 
Ordóñez,  esperando  que  éstos  se  acercasen  al  cadáver;  pero 
al  ver  que  permanecían  inmóviles,  levantó  los  hombros  con 
expresión  desdeñosa  v  de  desprecio,  y  agarró  el  inanimado 
cuerpo  para  conducirlo  a  la  cama. 

Anduvo  algunos  pasos  cargado  con  aquel  cadáver  que 
pesaba  menos  que  un  niño,  oprimiéndolo  contra  su  pecho 
con  expresión  cariñosa  y  paternal  y  procurando  que  la  ina- 
nimada cabeza  descansase  sobre  su  hombro.  Los  caídos  bra- 
zos golpeaban  suavemente  sus  rodillas,  como  si  la  muerta 
acarici^íse  cariñosamente  al  único  ser  que  había  hermoseado 
los  úlfcimos  días  de  su  existencia  con  un  poco  de  amor  y 
abnegación. 

Al  llegar  cerca  de  la  cama,  el  criado  volvió  la  cabeza, 
con  instintivo  impulso,  y  al  ver  a  los  que  estaban  en  la 
puerta    no    pudo    ahogar   una    exclamación    de    sorpresa. 

La  baronesa  de  Carrillo  aspiraba  con  codicia  el  conte- 
nido de  un  bote  de  perfume,  mientras  que  en  honor  a  las 
circunstancias   hacía  esfuerzos  porque  asomasen  algunas  lá- 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ  E  Z 

.errimas  a  sus  ojos;  v  >el  lindo  Ordóñez  se  tapaba  la  cara 
con  las  manos  para  llorar,  pero  lo  que  abitaba  su  cuello  no 
era  el  estertor  del  llanto,  sino  el  escalofrío  de  la  repugnan- 
cia V  de  la  náusea. 

El  honrado  Pedro  sintió  que  en  su  interor  dest^crtaba 
una  indiírnación  feroz  y  que,  a  no  tener  sus  brazos 'ocupa- 
dos en  el  cadáver,  le  hubiese  arrastrado  al  homicidio.  Pen- 
só en  el  pasado,  en  oue  aquella  vieia  aristocrática  v  aquel 
aventurero  dist'n^sruido  eran  los  principales  causante'-;  de  la 
muerte  de  María,  d?  aquella  joven  infortunada  nacida  bajo 
el  peso  de  una  fatalidad  y  que  había  atravesado  la  vida  pa- 
gando cada  minuto  feliz  con  interminables  años  de  dolor;  y 
olvlidando  su  condición  de  criado,  pensando  únicamente  en 
que  en  tal  momento  representaba  al  pobre  padre  muerto 
alia  en  París  y  a  todos  los  Basel^as  caídos,  uno  tras  otro 
en  la  inmensa  red  de  la  ne^ra  araña  jesuítica,  fijó  sus  oios 
centelleantes  en  la  tía  y  el  sobrino,  y  con  voz  ruda,  atro- 
nadora, como  si  saliese  de  la  boca  de  un  d'ios  vengador,  les 
apostrofó  diciendo: 
— I  Canallas  !    ;  Tienen   asco ! 


EPILOGO 

Eran  las  cinco  de  la  tarde  y  la  calle  de  Alcalá  presen- 
taba el  brillante  aspecto  propio  de  la  principal  artería  d^ 
una  í^ran  ciudad,  a  la  hora  en  que  la  aristocracia  comienza 
su  día  y  tumbada  en  el  fondo  de  sus  carruajes  se  deja  con- 
ducir con  el  suave  balanceo  de  los  muelles  al  paseo,  donde 
se  saludan  y  se  dirig-en  sonrisas  las  gentes  que  se  ven  dia- 
riamente en   todos  los   puntos   de  diversión  y  esparcimiento. 

La  tarde^  era  espléndida.  El  sol  de  la  primavera  campea- 
ba en  un  cielo  azul  matizado  por  jirones  de  blancos  vapo- 
res, V  la  hermosura  de  la  tarde  parecía  comunicarse  al  al- 
ma denlas  gentes  que  discurrían  por  las  aceras  con  cierta 
expresión  satisfecha  mirando  los  carruajes  que  pasaban  ve- 
loces por  el  centro  de  la  calle. 

Era  el  prímer  día  que  el  antiguo  asistente  d-e  don  Esteban 
Alvarez  se  sentía  un  tanto  alegre  después  de  la  muerte  de 
la   condesa   de   Baselga,   ocurrida   ocho   meses   antes. 

Esta  desgracia  le  había  sumido  en  una  melancolía  horri- 
ble, y  cuando  volvió  del  cementerio,  después  que  «1  féretro 
fué    sepultado    en    el    panteón    de   los    Baselgas.    aquel    pobre 

'       138 


L      \A  ARAÑA  NEGRA 

hombre  se  juzgó  ya  solo  ien  el  mundo  y  siin  un  ser  que  le 
conociese. 

El  cuidado  de  la  infeliz  enferma  fué  su  última  ocupa- 
ción grata;  después  de  esto,  su  corazón  quedaba  muerto,  y 
cayendo  en  una  espantosa  misantropía,  el  infeliz  se  creyó 
en  un  desierto,  donde  era  imposible  que  encontrase  más  se-  • 
res  que  excitaslen  su  cariño  v  que  no  correspondieran  a  su 
afecto   con   una   terrible   indiferencia. 

La  indignación  que  había  mostrado  junto  al  cadáver  to- 
davía caliente  de  María,  v  Ins  sordas  amenazas  que  profirió 
contra  la  baronesa  v  Ordóñez,  hioileron  que  el  mismo  día 
de]    entierro   fuese    desnedido    de   la   casa. 

El  pobre  Pedro  vivió  miserablemente  con  sus  escasos  aho- 
rros durante  un  par  de  meses,  y  al  fin  pudo  encontrar  una 
colocación   modesta,   que  apenas   si  le  daba  para   comer. 

Aquel  hombre  sencillo  v  leal,  al  considerarse  tan  comple- 
tamente solo  en  el  mundo,  acogía  la  vida  como  una  carga 
pesada   qulr  había   de   sobrellevar  forzosamente. 

No  podía  acostumbrarse  a  vivir  en  tan  completa  soledad, 
pues  hacía  ya  muchos  años  que  su  existencia  se  deslizaba 
siempre  al  lado  de  un  ser  querido.  Primero  tienía  a  don  Es- 
teban Alvarez,  que  'era  el  objeto  de  todas  sus  atenciones; 
después  le  habían  ocupado  los  cuidados  quie  debía  dedicar 
a  aquella  infeliz  joven,  cuyo  organismo  estaba  minado  por 
la  tisiis ;  y  ahora,  al  contemplarse  sólo,  sin  otra  ocupación 
que  la  de  ganarse  el  pan,  y  arrojado  en  el  seno  de  una  so- 
ciedad indiferente,  el  desgraciado  Pedro,  a  pesar  de  que  go- 
zaba de  absoluta  libertad,  se  creía  aún  en  la  época  de  su 
juventud,  en  que.  por  salvar  a  su  amo,  fué  herido,  hecho 
prisionero  y  conducido  a  Ceuta,  donde  se  vio  en  absoluto 
aislamiento. 

El  nntiguo  asistente  tuvo  noticia  de  cuanto  ocurrió  en 
la  familia  a  quien  servía  después  de  la  muerte  de  la  con- 
desa. 

La  baronesa  de  Carrillo,  que  heredó  toda  la  fortuna  ád 
su  sobrina,  habíala  cedido  a  los  padres  jesuítas,  quienes  se 
apresuraron  a  vender  el  hotel  del  pasteo  de  la  Castellana  y 
los  demás  inmuebles  de  que  constaba  la  herencia,  y  a  neali- 
zar  los  títulos  que  represleritaban  el  resto  de  aquel  respe- 
table  capital. 

Doña  Fernanda,  limitada  a  la  pequeña  fortuna  que  ha- 
bía heredado  de  su  madre,  la  intrigante  Pepita  Carrillo,  y 
que  era  suficiente  para  sus  modestas  necesidades,  dedicábase 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ  E  T 

ahora  co-n  más  entusiasmo  que  nunca  a  su  propasranda  de- 
vota, V  pasaba  la  mayor  parte  del  año  fuera  de  Madrid,  vi- 
sitando conventos  y  organizando  en  provincias  cofradías  de 
damas    aristocráticas. 

En  cuanto  a  Ordóñez,  sin  otro  auxilio  ya  que  la  pro- 
tección del  padi^e  Tomás,  liacía  su  vida  de  soltero  v  ocu- 
paba un  lindo  entresuelo,  gastando  con  la  prodigalidad  de 
siempre  el  producto  de  lo  que  había  podido  sustraer  a  la 
voracidad  de  los  jesuítas,  así  como  lo  (^\^e^  le  proporcionaba 
su  antiguo  crédito,  pues  no  había  p'erdido  la  costumbre  de 
con/traer  deudas. 

Pensando  en  la  rapidez  con  que  se  había  deshecho  tan 
grande  fortuna  entre  las  manos  de  los  jesuítas,  subía  Pedro 
la  calle  d'e  Alcalá,  con  paso  lento,  pues  aún  le  quedaba 
tiempo    para   acudir   a  su   cita. 

Dos  días  antes  había  experimentado  una  inmensa  alegría, 
que  rompió  la  abrumante  soledad  que  le  rodeaba,  demos- 
trándole que  aún  quiedaban  en  el  mundo  seres  que  le  reco- 
nocían y  que  le  daban  el  título  de  amigo.  A  la  puerta  de 
un  café  le  detuvo  un  caballero  joven,,  echándole  los  brazos 
al  cuello  y  celebrando  con  ruidosas  carcajadas  lel  inesperado 
encue-ntro. 

Era  Agramunt.  el  revoluciionafio  Agramunt,  que  había 
regresado  a  España  en  virtud  de  una  ley  de  amnistía  que 
acababa  de  dar  el  Gobierno,  v  que  antes  de  volver  a  Bar- 
celona deteníase  en  Madrid  algunos  días  para  cumplir  cier- 
tos  encargos   políticos. 

Aquellos  antiguos  amigos,  que  tantas  cosas  tenían  que 
contarse,  pasaron  horas  muy  felices  recordando  «1  pasado, 
y  apenas  terminaban  sus  ocupaciones  iban  t^  buscarse  in- 
mediatamenite  para  pasar  la  noche  juntos,  hablando  de  Zar- 
zoso, de  Aivarez,  de  su  desgraciada  hija,  y  d'e  todas  cuantas 
personas  conocían,  aunque  sólo  fuera  de  oídas,  por  haber 
-intervenido   ellas   en   tan   triste  hiistoria. 

Como  Agramunt  tenía  dinero,-  convidaba  generosamente 
a  su  antiguo  amigo,  y  aquella  tarde  Pedro  iba  en  su  busca 
para  dar  un  paseo  juntos,  antes  de  ir  a  comer  a  Fornos. 

En  la  esquina  del  Suizo  se  encontraron  los  dos  amigos, 
y  cogiéndose  familiarmente  del  brazo,  emprendieron  la  mar- 
cha hacia   el  Retiro. 

A  los  pocos  pasos  llamóles  la  atención  un  hombre  de 
asipiecto   elegante,    que    pasó    galopando    sobre    un    hermoso 

140      ^  - 


L      \á  ARAÑA  NEGRA 

caballo  inglés,  y  mirando  a  todas  partes  con  expresión  de 
superioridad   insolente  ,y   desdeñosa. 

— Mire  usted,  Agramunt — dijo  Pedro  tocando  con  el  co- 
do a  su  amigo — .  ¿No  quería  usted  conocer  a  Ürdóñez? 
Pues,  ése  íes.  ,  ,^    i  ,,^^;      j,_  j  ^^^, 

— ¡Ah,  bandido !— exclamó  el  joven  escritor  con  amar- 
gura-—. Ahí  va  orgulloso  como  un  rey,,  saludando  a  las  gen- 
tes, que  se  apresuran  a  contes,tarle,  y,  sin  embargo,  muchos 
asesmos  mueren  en  el  patíbulo  con  menos  causa  que  él. 
¡  yué  sociedad  ésta! 

Los  dos  amigos,  al  llegar  frente  a  la  iglesia  de  San  José, 
ae  detuvieron,  pues  Pedro,  que  tenía  muy  buena  vista,  se- 
ñalaba con  un  gesto  a  una  señora  vestida  de  negro,  que, 
bajando  de  una  modesta  berlina,  se  disponía  a  entrar  en  el 

— Aquélla  es  la  baronesa.  Es  itan  mala  como  ese  Ordó- 
ñez;  pero,  al  menos,  por  pudor,  sabe  fingir  y  aun  lleva  luto 
por  la  muieirte  de  su  sobrina.  iSío  es  como  el  botarate  del 
marido,  que  un  mes  después  de  fallecer  la  condesa,  ya  se 
presentaba  en  público,  divirtiéndose  sin  escrúpulo  alguno  y 
haciendo  el  amor  a  cuantas  mujeres  liei  gustaban.  A  pesar 
de   esto,   si  me  diesen  a  escoger  entre   la  baronesa  y  el  so- 

^^i^o--  ,'  :    ...   iLj.i  iu._;..iA-:.j..t¿iJ.Ud,^ 

— No  te  quedarías  con  ninguno — interrumpió  Agra- 
munt— ;  y  comprendo  que  tal  hicieras,  pues  la  vieja  debe 
ser  más  terrible  que  el  botarate  de  Ordóñez,  porquie,  según 
tengo  entendido,  ella  es  la  mejor  agente  que  tiienen  los  je- 
suítas, i  j    , 

Los  dos  amigos  estaban  de  espaldas  a  la  acera,  y  al  vol- 
verse rápidamente,  tropiezaron  con  un  anciano  que,  con  el 
sombrero  de  copa  hundido  hasta  las  cejas,  la  cabeza  baja, 
moviendo  el  bastón  de  un  modo  extravagante  y  murmuran- 
do  incoherentes   palabras,   marchaba  con   lento   paso. 

El  viiejo  contestó  con  un  gruñido  feroz  y  una  m,irada  irri- 
tada al  empujón  de  aquellos  dos  hombres,  y  siguió  su  ca- 
mino len-Umente,  miiencras  que  Pedro  se  estremecía  dicien- 
do al  oído   de  su  amigo  con  voz  ansiosa : 

— Mírelie  usted  bien.  ¿Le  conoce.'',  ¿le  conoce? 

— ¿Quién   es? — contestó   con  extrañeza  Agramunt. 

— Ll  viejo  doctor  Zarzoso;  el  tio  de  nuestro  desgraciad;' 
amigo  don  Juan. 

— Hablémosle.  Tal  vez  se  alegre  ese  pobre  viejo  de  co- 
nocer a  quien  fué  tan  am,igo  de  su  sobriivo. 

.  141 


y   í   C   E  N    T  E  BLASCO  I  B  A   Ñ   R  Z 

— No — contestó  Pedro  con  acento  trisic — .  icii  vez  no* 
arrepentiríamos  6e  revivir  en  el  anciano  penosos  recuerdo^. 
Kl  pobre  doctor,  desde  aquella  mañana  en  que  le  llevaron  a 
su  casa  el  cuerpo  de  su  sobrino  asesinado  por  Oruoñez,  per- 
dió casi  por  completo  la  razón,  y  si  ten  la  actualidad  no  le 
tienen  encerrado  en  el  mismo  manicomio  que  éi  luncló,  es 
porque  su  locura  es  pacifica  y  no  da  a  naüie  ei  menor  mo- 
tivo de  queja.  Va  por  todas  partes  lo  m'smo  qu-e  usted  lo 
ve  ahora,  y  si  alguien  le  habla,  él  contesta  rnconerencemen- 
te;  su  mania  es  que  las  leyes  deben  reformarse  y  que  es  u.. 
absurdo  que  la  sociedad,  mientras  cabiiga  ai  nombre  de  blu- 
sa que  ebrio  y  rabioso  mata  a  la  puerta  de  una  i;aberna, 
il^encüe  su  mano  protectora  sobre  el  hombre  distinguido  que 
ante  cuatro  amigos  atraviesa  de  una  estocada  a  un  seme- 
jan te;v  * 

— Pues  no  discurre  mal  el  viejo  doctor — dijo  Agra- 
munt — .  Me  parece  que  él  íes  cuerdo,  y  que  los  locos  son 
ios    que    se    burlan    de    sus    palabras. 

— Ha  perdido  por  completo  la  memoria — continuó  Pe- 
dro— .  Cuando  le  hablan  de  su  sobrino  escucha  con  gran 
extrañeza,  y  en  viez  de  contestar  ríe  de  un  modo  que  causa 
miedo.  ¡  Ay,  amigo  Agramunt !  ¡  Si  usted  viera  qué  pena  cau- 
sa en  todos  los  que  tratan  al  doctor  ese  estado  de  imbe- 
cilidad en  que  ha  caído,  un  hombre  tan  sabio  ^e  ilustre!... 

Los  dos  amigos  permanecieron  inmóviles  durante  mucho 
rato,  siguiendo  con  la  vista  al  pobre  loco  que  se  alejaba 
lentamente,  y  cuando  éste  sie  contundió  con  los  demás  tran- 
seúntes, ellos  volvieron  a  emprender  la  marcha,  cabizbajos 
y    visiblemente    emocionados    por   aquel    doloroso    encuentro. 

Agramunt  pensaba  en  las  crueldades  de  la  fatalidad  que 
ocasi^ona  a  los  humanos  tan  terribles  tristezas. 

Estaban  ya  frente  al  minis'tierio  de  la  Guerra  y  junto  al 
palacio  del  Banco  de  España,  todavía  en  construcción,  cuan- 
do les  hizo  detener  el  paso  un  grupo  de  curiosos,  en  el  cen- 
tro del  cual  se  movían  los  kepis   de.  los   guardias  de  Orden 

público.  ,       !..i-i*;.J,lA.=J 

— ¿  Qué    es    eso  ? — preguntó    Agramunt    a    su    compañero, 

que   se   había  adelantado   para  enterarse  de   lo    que   ocurría. 
— Poca    cosa.    Han    prendido    a   un    ladrón    que   intentaba 

robarle    el    reloj    a    un    caballero;    ahora   lo    están    alando... 

¡  Ya  se  lo  llevan  1    ' 

Y  abriéndose  el  curioso  gi'upo,  apareció   un  hombre  mal 

vestido,  pálido,  con  el  pelo  pegado  a  la  ínente  por  el  sudor, 

14J 


LA  ARAÑA  NEGRA 

y  con  todas  las  señales  de  haberse  resustido  íierameiite  an- 
tes de  eütregars/e'  en  manos  de  la  Poiicia.  Llevaba  ios  bra- 
zos atados  por  detrás,  y  los  guardias,  eníurecidos  sin  üucia 
por    la    anterior    resistenqia,    le    empujaban    rudamente. 

Aquella  escena  vmo  a  aumientar  aun  ia  triste  impresión 
que  experimentaban  ios  dos  amigos,  y  doblando  ia  esquina 
entraron  en  el  ir'rado,  al  mismo  tiempo  que,  viniendo  en  di- 
rección contraria,  se  cruzaban  con  itilos  dos  sacei'ciotet, :  uno 
joven  y  de  rostro  ins/igniücante  que  miraba  humildemente 
al  suelo,  y  otro  que  iba  a  su  dereclia,  viejo,  erguido  y  ñjan- 
Go  en  todos  ios  transeúntes  sus  ojos  curiosos  e  investiga- 
üores. 

— ¡Vive  Dios! — exclamó  Pedro — .  Esia  tarde  abundan 
ios   encuentros.  Ahi  tiene  usted  al  padre  Tomas  Kerran. 

Agramunt  contempló  con  curiosidad  no  exenta  dic  ira- ai 
viejo  jesuíta,  que  se  alejaba  majestuosamente,  convencido  de 
su  inmenso  poder,  y  contestando  con  sonr,isas  protectoras  a 
ios   saludos   respetuosos   que   le   dirigían   algunos   transeuiues. 

Agramunt  sonreía  con  amargura,  avanzando  con  su  ami- 
go  por   el   centro   del   Prado. 

— Ahi  tienes  lo  que  es  el  mundo,  amigo  Pedro.  La  so- 
ciedad acosa  como  a  una  hera  al  ladrón  que  roba  un  reloj, 
tal  vez  por  hambre,  y  en  cambio  saluda  y  presta  homenaje 
a  otro  ladrón,  que  ha  estado  preparando  un  robo  de  millo- 
nes durante  muchos  años,,  y  que  para  realizar  su  pian  no 
ha  vacilado  en  premeditar  asesinatos  y  en  realizarlos  con 
irritante  alevosía.  , 

El  joven  dió  algunos  pasos,  sumido  en  el  silencio  pro- 
pio de   un   hombre   que  reiiexiona,  y  añadaó   después : 

— Verdaderamente  resultan  admirables,  por  lo  grandes, 
.esos  bandidos  negros.  ¡  Qué  sublimidad  para  el  mal  tiene 
el  jesuitismo!  Para  los  obreros  de  la  sagrada  Compañía  la 
palabra  imposible  carece  de  sentido.  El  desaliento  es  cosa 
desconocida  entre  ellos,  y  con  tal  de  realizar  sus  planes  a  la 
sordina  y  sin  escándalo,  diisponen  de  los  años  y  de  los  si- 
glos con  la  misma  indiferencia  que  nosotros  disponemos  de 
IOS  minutos.  Su  fuerza  es  siempre  igual,  y  si  cae  uno  en  sus 
ñlas,  no  tarda  en  ocupar  otro  su  puesto.  Li  mundo  está  en 
peligro :  la  libertad  y  el  progreso  serán  palabras  vanas  que 
representarán  cosas  inesiabks  mientras  siga  en  pie  esa  som- 
bría instituQÍón  que  dispone  de  los  primeros  tesoros  del 
mundo,  aumentándolos  cada  vez  más,  y  de  hombres  sumi- 
sos c  inconscientes   que  se   mueven   como   máquinas  y   mar- 

143 


VICENTE  BLASCO  I  B  A   Ñ  E  Z 

clian  rectamente  a  su  íin,  seguros  de  que  a  la,  corta  o  la 
larga  han  de  lograr  su  objeto.  La  tiranía  imperante  los  pro- 
tege; no  contentos  con  disponer  de  las  clases  privilegiadas, 
intentan  hoy  seducir  al  pueblo,  y  si  esto  continúa  por  al- 
gunos años,  llegará  el  momento  en  que  ia  libertad  caerá 
anonadada,  y  cual  otro  Juliano  "el  Apósiata",  dirá  con  des- 
aióiento  al  hombre  que  en  ia  historia  simboliza  ia  reacción: 
"  ¡  Venciste,   Loyola  1 " 

Calló  el  escritor,  y  agarrando  de  un  brazo  a  su  amigo, 
detúvose  sin   darse  cuenta  exacta  de  lo   que  hacía. 

Sus  ojos,  con  cierta  expresión  propia  de  un  inspirado, 
miraron  al  horizonte  cub|i'erto  de  vapores,  que  adquirían  un 
tinto   rojo,   bañados   por  los   últimos  rayos  del  sol. 

Aquel  resplandor  de  incendio  de  que  parecía  empapa- 
do   el   horizonte,   entusiasmó   ai    revolucionario. 

— M,ira,  Pedro,  mira  bien.  Ese.  incendio  del  cielo  es  la 
imagen  del  porvenir.  El  fuego  todo  lo  purifica,  y  en  la  ac- 
tualidad resulta  el  único  remedio.  Sé  muy  bien  que  Vor- 
quemada  sientia  estas  ideas  y  las  aplicaba  en  favor  de  la 
reacción.  Pues  bien,  el  mundo  necesita  hoy  un  Torquema- 
da  en  sentido  inverso,  que  queme  al  presenit,e,  no  en  nom- 
bre del  pasado,  sino  en  el  del  porvenir.  Mira  b¡ien,  ¡  qué 
alegre  resplandor!  Un  fuego  que  todo  lo  devore,  una  inqui- 
sición que  respete  a  las  personas,  pero  que  convierta  en  ce- 
nizas todas  las  instituciones  del  presente...  ¡he  ahí  el  más 
bello   porvenir  para  la  Humanidad! 

Y  el  joven  revolucionario,  como  si  le  asaltase  la  idea  de 
que  aún  estaba  lejos  aquella  solución  anhelada  y  esto  des- 
pertase su  ira,  cerró  los  puños  convulsivamente  y  miró  otra 
vez  al  cielo,  murmurando  con  voz  anhelante,  como  si  ha- 
blase con  un  ser  invisible: 

— Pero  ¿cuándo  te  decidirás  a  barrer  tanta  podredum- 
bre?  ¿Cuándo    darás   el  gran    escobazo? 


FIN   DE   "LA  ARAÑA  NEGRA' 


144 


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