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Full text of "La Condenada (cuentos)"

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LA  CONDENADA 


OBRAS  DEL  AUTOR 


CUENTOS  VALENCIANOS. 

EN  EL  PAÍS  DEL  ARTE  (viajes), 

ARROZ  Y  TARTANA  (novela). 

FLOR  DE  MAYO  (novela). 

LA  BARRACA  (novela). 

SÓNNICA  LA  CORTESANA  (novela). 

ENTRE  NARANJOS  (novela). 

CASAS  Y  BARRO  (novela). 

LA  CATEDRAL  (novela). 

EL  INTRUSO  (novela). 

LA  BODEGA  (novela). 

LA  HORDA  (novela). 

LA  MAJA  DESNUDA  (novela). 

ORIENTE  (viajes). 

LOS  MUERTOS  MANDAN  (novela;. 

LUNA  BENAMOR  (novelas). 

ARGENTINA  Y  SUS  GRANDEZAS  (viajes). 

SANGRE  Y  ARENA  (novela). 

LOS  ARGONAUTAS  (novela). 

LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  (novela): 

MARE  NOSTRUM  (novela). 

c 


Es  PROPiBDAí). — Keservados  todos  loa  derechos  de  reproduceiÓB/ 
traducción  y  adaptación.— Copyright  1916,  by  Blasco  Ibáñez. 


1-4  O 


Vicente  Blasco  ibañez 


CONDENADA 


(CUENTOS) 


PROMETEO 

SOCIEDAD  BDITOniAL 

Oernuinfas,  P  5.-VALENCIA 


OBRAS  TRADUCIDAS  DEL  AUTOR 


Terres  maudites  (Traducción  de 

G.  Hérelle),  París. 
Fleur  de  Mai  (Traducción  de  G. 

Hérelle),  París. 
BOUE  ET  BoSEAüx  (Traducción  de 

Maurice  Bixio),  París. 

CONTES  ESPAGNOLS  (TraduccióD 
de  G.  Menetrier),  París. 

Dans  l'ombre  de  la  cathédrale 
(Traducción  de  G.  Hérelle),  París. 

Térras  malditas  (Traducción  de 
Napoleáo  Toscano),  Lisboa. 

A  Cathedral  (Traducción  de  Ri- 
veiro  de  Carvalho  y  Moraes  Ro- 
sa), Lisboa. 

Die  Kathedrale  (Traducción  de 
Josy  Priems),  Zurich. 

Flor  de  Mayo  (Traducción  de 
Josy  Priems),  Zurich. 

Erdfluch  (Traducción  de  Wil- 
helm  Thal),  Berlín. 

Schilfund  Schlamm  (Traducción 
de  Wilhelm  Thal),  Berlín. 

Der  Eindringlino  (Traducción 
de  J.  Broutá),  Berlín. 

De  Vloek  (Traducción  del  doctor 
A.  A.  Fokker),  Haarlem. 

Waar  Oranjeboomen  Bloeien 
(Traducción  del  Dr.  A.  A.  Fok- 
ker), Amsterdam. 

Chalupa  (Traducción  de  A.  Pik- 
hart),  Praga. 

Marná  Chloüba  (Traducción  de 
A.  Pikhart),  Praga. 

Ah,  il  pane!...  (Traducción  de  F. 
Gelormini),  Palermo. 

Hvad  en  Mand  har  at  gove  (Tra- 
ducción de  Johanue  Alien),  Co- 
penhague. 

ViNNYi  Sklad  (Traducción  de  M. 

Watson),  Petersburgo. 

Bodega  (Traducción  de  K.  G.),  Pe- 
tersburgo. 

Pbokliatac  PoLE  (Traducción  de 
M.  Watson),  Petersburgo. 

SOBOR  (Traducción  de  M.  Watson), 
Petersburgo. 


DuoYÑOY  viSTREL  (Traducoión  de 
M.  Watson),  Petersburgo. 

Geleznodorognoy  Zaiaz  (Tra- 
ducción de  M.  Watson),  Peters- 
burgo. 

Naloguiza  obnagnenaia  (Tra- 
ducción de  M.  Watson),  Peters- 
burgo. 

Arenes  sanglantes  (Traducción 
de  G.  Hérelle),  París. 

La  Horde  (Traducción  de  G.  Hé- 
relle), París. 

A  cortezan  de  Sagunto  (Traduc- 
ción de  Riveiro  de  Carvalho  y 
Moraes  Rosa),  Lisboa. 

O  Intruso  (Traducción  de  Carva- 
lho), Lisboa. 

L'Intrus  (Traducción  de  Renée 
liafont),  París. 

A  Adega  (Traducción  de  E.  Sousa 
Costa),  Lisboa-Río  Janeiro. 

Sur  les  Orangers  (Traducción  de 
G.  Menetrier),  París. 

Les  morts  commandent  (Traduc- 
ción de  Berta  Delaunay),  París. 

Sonnica  (Traducción  de  Francés 
Douglas),  Nueva  York. 

The  Blood  of  the  Arena  (Tra- 
ducción de  Framces  Douglas), 
Chicago. 

The  Shadow  op  the  Cathedral 
(Traducción  de  Mrs.  W.  A.Gilloa- 
pie),  Londres-Nueva  York. 

Blood  and  sand  (Traducción  de 
Mrs.  W.  A.  Gillespie),  Londres. 

Obras  completas  de  Blasco  Ibá- 
ÑEZ  (en  ruso).  Edición  en  16  volú- 
menes con  un  retrato  del  autor 
(Traducción  de  Taitiana  Herzens- 
tein  y  otros),  Moscou. 

Sangue  e  Arena  (Traducción  de 
Ida  Mango),  Ñapóles. 

Oriente  (Traducción  de  Ferreira 
Martins),  Lisboa. 

Die  Hetare  von  Sagunt  (Traduc- 
ción de  W.  Leydhecker),  Berlín. 

Bloed  en  zand  (Traducción  de 
M.  Van  Raalte),  Amsterdam. 


LA  CONDENADA 


Catorce  meses  llevaba  Rafael  en  la  es- 
trecha celda. 

Tenía  por  mundo  aquellas  cuatro  pare- 
des, de  un  triste  blanco  de  hueso,  cuyas 
grietas  y  desconchaduras  se  sabía  de  me- 
moria; su  sol  era  el  alto  ventanillo  cruzado 
por  hierros  que  cortaban  la  azul  mancha 
del  cielo;  y  del  suelo  de  ocho  pasos  apenas 
si  era  suya  la  mitad,  por  culpa  de  aquella 
cadena  escandalosa  y  chillona,  cuya  argo- 
lla, incrustándosele  en  el  tobillo,  había  lle- 
gado casi  a  amalgamarse  con  su  carne. 

Estaba  condenado  á  muerte,  y  mientras 
en  Madrid  hojeaban  por  última  vez  los  pa- 
pelotes de  su  proceso,  él  se  pasaba  allí  me- 
ses y  meses  enterrado  en  vida,  pudriéndose, 
como  animado  cadáver,  en  aquel  ataúd  de 
argamasa,  deseando,  como  un  mal  momen- 


6  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

táneo  que  pondría  fin  á  otros  mayores,  que 
llegase  pronto  la  hora  en  que  le  apretaran 
el  cuello,  terminando  todo  de  una  vez. 

Lo  que  más  le  molestaba  era  la  limpie- 
za; aquel  suelo  barrido  todos  los  días  y  bien 
fregado,  para  que  la  humedad,  filtrándose 
á  través  del  petate,  se  le  metiera  en  los 
huesos;  aquellas  paredes,  en  las  que  no  se 
dejaba  tener  ni  una  mota  de  polvo.  Hasta 
la  compañía  de  la  suciedad  le  quitaban  al 
preso.  Soledad  completa.  Si  allí  entrasen 
ratas,  tendría  el  consuelo  de  partir  con 
ellas  la  escasa  comida  y  hablarlas  como 
buenas  compañeras;  si  en  los  rincones  hu- 
biera encontrado  una  araña,  se  habría  en- 
tretenido domesticándola. 

No  querían  en  aquella  sepultura  otra 
vida  que  la  suya.  Un  día,  ¡cómo  lo  recorda- 
ba Rafael  I  un  gorrión  se  asomó  á  la  reja, 
cual  chiquillo  travieso.  El  bohemio  de  la 
luz  y  del  espacio  piaba  como  expresando 
la  extrañeza  qne  le  producía  ver  allá  abajo 
aquel  pobre  ser  amarillento  y  flaco,  estre- 
meciéndose de  frío  en  pleno  verano,  coa  I 
unos  cuantos  pañuelos  anudados  á  las  sie- 
nes y  un  harapo  de  manta  ceñido  á  los  ri- 


LA   CONDENADA  1 

ñones.  Debió  asustarle  aquella  cara  angu- 
losa y  pálida,  con  una  blancura  de  papel 
mascado;  le  causó  miedo  la  extraña  vesti- 
dura de  pielroja  y  huyój  sacudiendo  sus 
plumas  como  para  librarse  del  vaho  de  se- 
pultura y  lana  podrida  que  exhalaba  la  reja. 

El  único  rumor  de  vida  era  el  de  los 
compañeros  de  cárcel  que  paseaban  por 
el  patio.  Aquéllos  al  menos  veían  cielo  li- 
bre sobre  sus  cabezas,  no  tragaban  el  aire 
á  través  de  una  aspillera;  tenían  las  piernas 
libres  y  no  les  faltaba  con  quien  hablar. 
Hasta  allí  dentro  tenía  la  desgracia  sus 
gradaciones.  El  eterno  descontento  huma- 
no era  adivinado  por  Rafael.  Envidiaba  el 
á  los  del  patio,  considerando  su  situación 
como  una  de  las  más  apetecibles;  los  pre- 
sos envidiaban  á  los  de  fuera,  á  los  que 
gozaban  libertad,  y  los  que  á  aquellas  ho- 
ras transitaban  por  las  calles  tal  vez  no  se 
considerasen  contentos  con  su  suerte,  am- 
bicionando iquión  sabe  cuántas  cosas f... 
|Tan  buena  que  es  la  libertadl...  Merecían 
estar  presos. 

Se  hallaba  en  el  último  escalón  de  la 
desgracia.  Había  intentado  fugarse  perfo- 


8  V.   BLASCO   IBÁÑEZ 

rando  el  suelo  en  un  arranque  de  deses- 
peración, y  la  vigilancia  pesaba  jsobre  él 
incesante  y  abrumadora.  Si  cantaba,  le  im- 
ponían silencio.  Quiso  divertirse  rezando 
con  monótono  canturreo  las  oraciones  que 
le  enseñó  su  madre,  y  que  sólo  recordaba 
á  trozos,  y  le  hicieron  callar.  ¿Es  que  in- 
tentaba  fingirse  loco?  ¡A  ver,  mucho  silen- 
cio! Le  querían  guardar  entero,  sano  de 
cuerpo  y  espíritu,  para  que  el  verdugo  no 
operase  en  carne  averiada. 

¡Loco!  No  quería  serlo;  pero  el  encierro, 
la  inmovilidad  y  aquel  rancho  escaso  y 
malo  acababan  con  el.  Tenía  alucinaciones; 
algunas  noches,  cuando  cerraba  los  ojos 
molestado  por  la  luz  reglamentaria,  á  la  que 
en  catorce  meses  no  había  podido  acostum- 
brarse, le  atormentaba  la  estrafalaria  idea 
de  que,  durante  el  sueño,  sus  enemigos, 
aquellos  que  querían  matarle  y  á  los  que 
no  conocía,  le  habían  vuelto  el  estómago 
del  revés.  Por  esto  le  atormentaban  con 
crueles  pinchazos. 

De  día,  pensaba  siempre  en  su  pasado^ 
pero  con  memoria  tan  extraviada,  que  creía 
repasar  la  historia  de  otro. 


LA   CONDENADA  9 

Recordaba  su  regreso  al  pueblecillo 
natal,  después  de  su  primera  campaña  car- 
celaria por  ciertas  lesiones;  su  renombre  en 
todo  el  distrito,  la  concurrencia  de  la  taber- 
na de  la  plaza  admirándole  con  entusias 
mo:  ¡Qué  bruto  es  Rafael!  La  mejor  chica 
del  pueblo  se  decidía  á  ser  su  mujer,  más 
por  miedo  y  respeto  que  por  cariño;  los  del 
Ayuntamiento  le  halagaban  dándole  esco- 
peta de  guardia  rural,  espoleando  su  bru- 
talidad para  que  la  emplease  en  las  elec- 
ciones; reinaba  sin  obstáculos  en  todo  el 
término;  tenía  á  los  otros,  los  del  bando  caí- 
do, en  un  puño,  hasta  que,  cansados  éstoS; 
se  ampararon  de  cierto  valentón  que  aca- 
baba de  llegar  también  de  presidio,  y  lo  co- 
locaron frente  á  Rafael. 

¡Cristo!  El  honor  profesional  estaba  en 
peligro:  había  que  mojar  la  oreja  á  aquel 
individuo  que  le  quitaba  el  pan.  Y  como 
consecuencia  inevitable,  vino  la  espera  al 
acecho,  el  escopetazo  certero  y  el  rematarle 
con  la  culata  para  que  no  chillase  ni  pata- 
lease más. 

En  fin...  ¡cosas  de  hombres!  Y  como 
final,  la  cárcel,  donde  encontró  antiguos 


10  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

compañeros;  el  juicio,  en  el  cual  todos  los 
que  antes  le  temían  se  vengaban  de  los 
miedos  que  habían  pasado  declarando  con- 
tra él;  la  terrible  sentencia  y  aquellos  mal- 
ditos catorce  meses  aguardando  que  llegase 
de  Madrid  la  muerte,  que,  por  lo  que  se  ha- 
cía esperar,  sin  duda  venía  en  carreta. 

No  le  faltaba  valor.  Pensaba  en  Juan 
Pórtela,  en  el  guapo  Francisco  Esteban,  en 
todos  aquelloi  esforzados  paladines  cuyas 
hazañas,  relatadas  en  romances,  había  escu- 
chado siempre  con  entusiasmo,  y  se  recono- 
cía con  tanto  redaño  como  ellos  para  afron- 
tar el  último  trance. 

Pero  algunas  noches  saltaba  del  petate 
como  disparado  por  oculto  muelle,  hacien- 
do sonar  su  cadena  con  triste  repiqueteo, 
Crritaba  como  un  niño  y  al  mismo  tiempo  se 
arrepentía,  queriendo  ahogar  inútilmente 
sus  gemidos.  Era  otro  el  que  gritaba  dentro 
de  él;  otro  al  que  hasta  entonces  no  había 
conocido,  que  tenía  miedo  y  lloriqueaba,  no 
calmándose  hasta  que  bebía  media  docena 
de  tazas  de  aquel  brebaje  ardiente  de  alga- 
rrobas é  higos  que  en  la  cárcel  llamaban 
café. 


LA  CONDENADA  11 

Del  Rafael  antiguo  que  deseaba  la  muer- 
te para  terminar  pronto  no  quedaba  más 
que  la  envoltura.  El  nuevo,  formado  dentro 
de  aquella  sepultura,  pensaba  con  terror 
que  ya  iban  transcurridos  catorce  meses  y 
forzosamente  estaba  próximo  el  fin.  De 
buena  gana  se  conformaría  á  pasar  otros 
catorce  en  aquella  miseria. 

Era  receloso;  presentía  que  la  desgracia 
se  acercaba;  la  veía  en  todas  partes:  en  las 
caras  curiosas  que  asomaban  al  ventanillo 
de  la  puerta;  en  el  cura  de  la  cárcel,  que 
ahora  entraba  todas  las  tardes,  como  si 
aquella  celda  infecta  fuera  el  lugar  mejor 
para  hablar  con  un  hombre  y  fumar  un  pi- 
tillo. ¡Malo,  malo! 

Las  preguntas  no  podían  ser  más  in- 
quietantes. ¿Que  si  era  buen  cristiano?  Sí, 
padre.  Respetaba  á  los  curas,  nunca  les  ha 
bía  faltado  en  tanto  así;  y  de  la  familia  no 
habría  que  decir;  todos  los  suyos  habían  ido 
al  monte  á  defender  al  rey  legítimo,  porque 
así  lo  mandó  el  párroco  del  pueblo.  Y  para 
afirmar  su  cristianismo,  sacaba  de  entre  los 
guiñapos  del  pecho  un  mazo  mugriento  de 
escapularios  y  medallas. 


12  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Después  el  cura  le  hablaba  de  Jesús, 
que,  con  ser  Hijo  de  Dios,  se  había  visto 
eu  situación  semejante  á  la  suya,  y  esta 
comparación  entusiasmaba  al  pobre  diablo. 
¡Cuánto  honor!...  Pero  aunque  halagado 
por  tal  semejanza,  deseaba  que  se  realizase 
lo  más  tarde  posible. 

Llegó  el  día  en  que  estalló  sobre  él 
como  un  trueno  la  terrible  noticia.  Lo  de 
Madrid  había  terminado.  Llegaba  la  muer- 
te; pero  á  gran  velocidad,  por  el  telégrafo. 

Al  decirle  un  empleado  que  su  mujer 
con  la  niña  que  había  nacido  estando  él 
preso  rondaba  la  cárcel  pidiendo  verle,  no 
dudó  ya.  Cuando  aquélla  dejaba  el  pueblo, 
es  que  la  cosa  estaba  encima. 

Le  hicieron  pensar  en  el  indulto,  y  se 
agarró  con  furia  á  esta  última  esperanza  de 
todos  los  desgraciados.  ¿No  lo  alcanzaban 
otros?  ¿Por  qué  no  él?  Además,  nada  le 
costaba  á  aquella  buena  señora  de  Madrid 
librarle  la  vida;  era  asunto  de  echar  una 
firmica. 

Y  á  todos  los  enterradores  oficiales  que 
por  curiosidad  ó  por  deber  le  visitaban, 
abogados,  curas  y  periodistas,  les  pregun- 


LA  CONDENADA  13 

taba,  tembloroso  y  suplicante,  como  si  ellos 
pudieran  salvarle: 

— ¿Qwé  les  parece?  ¿echará  la  firmica? 

Al  día  siguiente  le  llevarían  á  su  pue- 
blo, atado  y  custodiado,  como  una  res  brava 
que  va  al  matadero.  Ya  estaba  allá  el  ver- 
dugo con  sus  trastos.  Y  aguardando  el  mo- 
mento de  salida  para  verle,  se  pasaba  las 
horas  á  la  puerta  de  la  cárcel  la  mujer, 
una  mocetona  morena,  de  labios  gruesos  y 
cejas  unidas,  que  al  mover  la  hueca  falda- 
menta de  zagalejos  superpuestos  esparcía 
un  punzante  olor  de  establo. 

Estaba  como  asombrada  de  estar  allí; 
en  su  mirada  boba  leíase  más  estupefacción 
que  dolor,  y  únicamente  al  fijarse  en  la 
criatura  agarrada  á  su  enorme  pecho  de- 
rramaba algunas  lágrimas. 

¡Señor!  ¡Qué  vergüenza  para  la  familia! 
Ya  sabía  ella  que  aquel  hombre  terminaría 
así.  ¡Ojalá  no  hubiese  nacido  la  niña! 

El  cura  de  la  cárcel  intentaba  conso- 
larla. Resignación:  aún  podía  encontrar, 
después  de  viuda,  un  hombre  que  la  hicie- 
se más  feliz.  Esto  parecía  enardecerla,  y 
hasta  llegó  á  hablar  de  su  primer  novio. 


14  V.   BLASCO  IBÁNEZ 

un  buen  chico,  que  se  retiró  por  miedo  á 
Rafael,  y  que  ahora  se  acercaba  á  ella  en  el 
pueblo  y  en  los  campos  como  si  quisiera 
decirla  algo. 

— No;  hombres  no  faltan — decía  tran- 
quilamente con  un  conato  de  sonrisa — • 
Pero  soy  muy  cristiana;  y  si  cojo  otro  hom- 
bre, quiero  que  sea  como  Dios  manda. 

Y  al  notar  la  mirada  de  asombro  del 
cura  y  de  los  empleados  de  la  puerta,  vol- 
vió á  la  realidad,  reanudando  su  difícil 
lloro. 

Al  anochecer  llegó  la  noticia.  Sí  que 
había  firmica.  Aquella  señora  que  Rafael 
se  imaginaba  allá  en  Madrid  con  todos  los 
esplendores  y  adornos  que  el  Padre  Eterno 
tiene  en  los  altares,  vencida  por  telegra- 
mas  y  súplicas,  prolongaba  la  vida  del  sen- 
tenciado. 

El  indulto  produjo  en  la  cárcel  un  es- 
trépito de  mil  demonios,  como  si  cada  uno 
de  los  presos  hubiera  recibido  la  orden  de 
libertad. 

— Alégrate,  mujer — decía  en  el  rastrillo 
el  cura  á  la  mujer  del  indultado — .  Ya  no 
matan  á  tu  marido:  no  serás  viuda. 


LA   CONDENADA  15 

La  muchacha  permaneció  silenciosa, 
como  si  luchara  con  ideas  que  se  desarro- 
llaban en  su  cerebro  con  torpe  lentitud. 

— Bueno — dijo  al  fin  tranquilamente — . 
¿Y  cuándo  saldrá? 

—  ¡Salir!...  ¿Estás  loca?  Nunca.  Ya  puede 
darse  por  satisfecho  con  salvar  la  vida.  Irá 
á  África,  y  como  es  joven  y  fuerte,  aún 
puede  ser  que  viva  veinte  años. 

Por  primera  vez  lloró  la  mujer  con  toda 
su  alma;  pero  su  llanto  no  era  de  tristeza, 
era  de  desesperación,  de  rabia. 

— Vamos,  mujer — decía  el  cura  irrita- 
do— .  Eso  es  tentar  á  Dios.  Le  han  salva- 
do la  vida,  ¿lo  entiendes?  Ya  no  está  con- 
denado á  muerte...  ¿Y  aún  te  quejas? 

Cortó  su  llanto  la  mocetona.  Sus  ojos 
brillaron  con  expresión  de  odio. 

— Bueno:  que  no  lo  maten...  Me  alegro. 
El  se  salva,  pero  yo,  ¿qué?... 

Y  tras  larga  pausa,  añadió  entre  gemi- 
dos que  estremecían  su  carne  morena^  ar- 
"  dorosa  y  de  brutal  perfume: 
— Aquí  la  condenada  soy  yo. 


Primavera  triste 


El  viejo  Tofol  Y  la  chiciiela  vivían  es- 
clavos de  su  huerto,  fatigado  por  una  ince- 
sante producción. 

Eran  dos  árboles  más,  dos  plantas  de 
aquel  pedazo  de  tierra — no  mayor  que  nn 
pañuelo,  según  decían  los  vecinos — ,  y  del 
•cual  igacaban  su  pan  á  costa  de  fatigas. 

Vivían  como  lombrices  de  tierra,  siem- 
pre pegados  al  surco,  y  la  chica,  á  pesar 
•de  su  desmedrada  figura,  trabajaba  como 
un  peÓD. 

La  apodaban  la  Borda,  porque  la  difun- 
ta mujer  del  tío  Tofol,  en  su  afán  de  tener 
hijos  que  alegrasen  su  esterilidad,  la  había 
sacado  de  la  Inclusa.  En  aquel  huertecillo 
había  llegado  á  los  diez  y  siete  años,  que  pa- 
recían once,  á  juzgar  por  lo  enclenque  de 

2 


18  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Sil  cuerpo,  afeado  aun  más  por  la  estrechez 
de  unos  hombros  puntiagudos,  que  se  cur- 
vaban hacia  fuera,  hundiendo  el  pecho  é 
hinchando  ia  espalda. 

Era  fea:  angustiaba  á  sus  vecinas  y 
compañeras  de  mercado  con  su  tosecilla 
continua  y  molesta,  pero  todas  la  querían. 
¡Criatura  más  trabajadora!...  Horas  antes 
de  amanecer  ya  temblaba  de  frío  en  el 
huerto  cogiendo  fresas  ó  cortando  flores; 
era  la  primera  que  entraba  en  Valencia 
para  ocupar  su  puesto  en  el  mercado;  en 
las  noches  que  correspondía  regar,  agarra- 
ba valientemente  el  azadón,  y  con  las  fal- 
das remangadas  ayudaba  al  tío  Tófol  á 
abrir  bocas  en  los  ribazos,  por  donde  se  de 
rramaba  el  agua  roja  de  la  acequia,  que  la 
tierra  sedienta  y  requemada  engullía  con  un 
ghicjlií  de  satisfacción,  y  los  días  que  había 
remesa  para  Madrid,  corría  como  loca  por 
el  huerto  saqueando  los  bancales,  trayen- 
do á  brazadas  los  claveles  y  rosas,  que  los 
embaladores  iban  colocando  en  cestos. 

Todo  se  necesitaba  para  vivir  con  tan 
poca  tierra.  Había  que  estar  siempre  sobre 
ella,  tratándola  como  bestia  reacia  que  ne- 


PRIMAVERA   TRISTE  19 

cesita  del  látigo  para  marchar.  Era  una  par- 
cela de  un  vasto  jardín,  en  otro  tiempo  de 
los  frailes,  que  la  desamortización  revolu- 
cionaria había  subdivido.  La  ciudad,  en- 
sanchándose, amenazaba  tragarse  al  huerto 
con  su  desbordamiento  de  casas,  y  el  tío 
Tofol,  á  pesar  de  hablar  mal  de  sus  terru- 
ños, temblaba  ante  la  idea  de  que  la  codi- 
cia tentase  al  dueño  y  los  vendiese  como 
solares. 

Alií  estaba  su  sangre;  sesenta  años  de 
trabajo.  No  había  un  pedazo  de  tierra  inac- 
tiva, y  aunque  el  huerto  era  pequeño, 
desde  el  centro  no  se  veían  las  tapias,  tal 
era  la  maraña  de  árboles  y  plantas:  nispe- 
reros  y  magnolieros,  bancales  de  claveles, 
bosquecillos  de  rosales,  tupidas  enredaderas 
de  pasionarias  y  jazmines;  todo  cosas  útiles 
que  daban  dinero  y  eran  apreciadas  por  los 
tontos  de  la  ciudad. 

El  viejo,  insensible  a  las  bellezas  de  su 
huerto,  sólo  ansiaba  la  cantidad.  Quería  se- 
gar las  flores  en  gavillas,  como  si  fuesen 
hierba;  cargar  carros  enteros  de  frutas  deli- 
cadas; y  este  anhelo  de  viejo  avaro  é  insa- 
ciable martirizaba  á  la  pobre  Borda,  que, 


20  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

apenas  descansaba  un  momento,  vencida 
por  la  tos,  oía  amenazas  ó  recibía  como  bru- 
tal advertencia  un  terronazo  en  los  hombros. 

Las  vecinas  de  los  inmediatos  huertos 
protestaban.  Estaba  matando  á  la  chica; 
cada  vez  tosía  más.  Pero  el  viejo  contestaba 
siempre  lo  mismo.  Había  que  trabajar  mu 
cho;  el  amo  no  atendía  razones  en  San  Juan 
y  en  Navidad,  cuando  correspondía  entre- 
garle las  pagas  del  arrendamiento.  Si  la 
chica  tosía  era  por  vicio,  pues  no  la  faltaban 
su  libra  de  pan  y  su  rinconcito  en  la  cazue- 
la de  arroz;  algunos  días  hasta  comía  golo- 
sinas: morcilla  de  cebolla  y  sangre,  por 
ejemplo.  Los  domingos  la  dejaba  divertirse, 
enviándola  á  misa  como  una  señora,  y  aún 
no  hacía  un  año  que  le  dio  tres  pesetas 
para  una  falda.  Además,  era  su  padre,  y 
el  tío  Tófol,  como  todos  los  labriegos  de 
raza  latina,  entendía  la  paternidad  cual  los 
antiguos  romanos:  con  derecho  de  vida  y 
aiuerte  sobre  los  hijos,  sintiendo  cariño  en 
lo  más  hondo  de  su  voluntad,  pero  demos 
trándolo  con  las  cejas  fruncidas  y  alguno 
que  otro  palo. 

La  pobre  Borda  no  se  quejaba.  Ella 


PRIMAVERA   TRISTE  21 

también  quería  trabajar  mucho,  para  que 
nunca  les  quitasen  el  pedazo  de  tierra  en 
cuyos  senderos  aún  creía  ver  el  zagalejo 
remendado  de  aquella  vieja  hortelana  á  la 
que  llamaba  madre  cuando  sentía  la  caricia 
de  sus  manos  callosas. 

Allí  estaba  cuanto  quería  en  el  mundo: 
los  árboles  que  la  conocieron  de  pequeña 
y  las  flores  que  en  su  pensamiento  inocen- 
te hacían  surgir  una  vaga  idea  de  materni- 
dad. Eran  sus  hijas,  las  únicas  muñecas  de 
su  infancia,  y  todas  las  mañanas  experimen- 
taba la  misma  sorpresa  viendo  las  flores 
nuevas  que  surgían  de  sus  capullos,  siguién- 
dolas paso  á  paso  en  su  crecimiento,  desde 
que,  tímidas,  apretaban  sus  pétalos  como 
si  quisieran  retroceder  y  ocultarse,  hasta 
que,  con  repentina  audacia,  estallaban  como 
bombas  de  colores  y  perfumes. 

El  huerto  entonaba  para  ella  una  sinfo- 
nía interminable,  en  la  cual  la  armonía  de 
los  colores  confundíase  con  el  rumor  de  los 
árboles  y  el  monótono  canturreo  de  aque- 
lla acequia  fangosa  y  poblada  de  renacua 
jos,  que,  oculta  por  el  follaje,  sonaba  como 
arroyuelo  bucólico. 


22  V.   BLASCO  IBÁNEZ 

En  las  horas  de  fuerte  sol,  mientras  el 
viejo  descansaba,  iba  la  Borda  de  un  lado 
á  otro,  mirando  las  bellezas  de  su  familia, 
vestida  de  gala  para  celebrar  la  estación. 
¡Qaé  hermosa  primavera!  Sin  duda  Dios 
cambiaba  de  sitio  en  las  alturas,  aproxi- 
mándose á  la  tierra. 

Las  azucenas  de  blanco  raso  erguíanse 
con  cierto  desmayo,  como  las  señoritas  en 
traje  de  baile  que  la  pobre  Borda  había 
admirado  muchas  veces  en  las  estampas; 
las  camelias  de  color  carnoso  hacían  pen- 
sar en  tibias  desnudeces,  en  grandes  seño- 
ras indolentemente  tendidas,  mostrando  los 
misterios  de  su  piel  de  seda;  las  violetas 
coqueteaban  ocultándose  entre  las  hojas 
para  denunciarse  con  su  perfume;  las  mar- 
garitas destacábanse  como  botones  de  oro 
mate;  los  claveles,  cual  avalancha  revolucio- 
naria de  gorros  rojos,  cubrían  los  bancales 
y  asaltaban  los  senderos;  arriba,  las  magno- 
lias balanceaban  su  blanco  cogollo  como  un 
incensario  de  marfil  que  esparcía  incienso 
más  grato  que  el  de  las  iglesias;  y  los  pen 
samientos,  maliciosos  duendes,  sacaban  por 
entre  el  follaje  sus  gorras  de  terciopelo  mo- 


PRIMAVERA  TRISTE  23 

rado,  y  guiñando  las  caritas  barbudas,  pa- 
recían decir  á  la  chica: 

— Borda  y   Bórdela,.,   nos   asamos.    ¡Por 
Dios!  ¡Un  poquito  de  agua! 

Lo  decían,  sí:  oíalo  ella,  no  con  los 
oídos,  sino  con  los  ojos,  y  aunque  los  hue- 
sos le  dolían  de  cansada,  corría  á  la  ace- 
quia á  llenar  la  regadera  y  bautizaba  á 
aquellos  pilluelos,  que  bajo  la  ducha  salu- 
daban agradecidos. 

Sus  manos  temblaban  muchas  veces  al 
cortar  el  tallo  de  las  flores.  Por  su  gusto, 
allí  se  quedarían  hasta  secarse;  pero  era 
preciso  ganar  dinero  llenando  los  cestos 
que  se  enviaban  á  Madrid. 

Envidiaba  á  las  flores  viéndolas  em- 
prender su  viaje.  ¡Madrid!...  ¿Gomo  sería 
aquello?  Veía  una  ciudad  faD  tas  tica,  con 
suntuosos  palacios  como  los  de  los  cuentos, 
brillantes  salones  de  porcelana  con  espejos 
que  reflejaban  millares  de  luces,  hermosas 
señoras  que  lucían  sus  flores;  y  tal  era  la 
intensidad  de  la  imagen,  que  hasta  creía 
haber  visto  todo  aquello  en  otros  tiempos, 
tal  vez  antes  de  nacer. 

En  aquel  Madrid  estaba  el  señorito,  el 


24  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

hijo  de  los  amos,  con  el  cual  había  juga- 
do muchas  veces  siendo  niña,  y  de  cuya 
presencia  huyó  avergonzada  el  verano  an- 
terior, cuando  hecho  un  arrogante  mozo 
visitó  el  huerto.  ¡Picaros  recuerdos!  Rubori- 
zábase pensando  en  las  horas  que  pasaban, 
siendo  niños,  sentados  en  un  ribazo,  oyen- 
do ella  la  historia  de  Cenicienta,  la  niña 
despreciada  convertida  repentinamente  en 
arrogante  princesa. 

La  eterna  quimera  de  todas  las  niñas 
abandonadas  venía  entonces  á  tocarle  en  la 
frente  con  sus  alas  de  oro.  Veía  detenerse 
un  soberbio  carruaje  en  la  puerta  del  huer- 
to; una  hermosa  señora  la  llamaba.  ^¡Hija 
mía.,,  por  fin  te  encuentro!^,  ni  más  ni  menos 
que  en  la  leyenda;  después  los  trajes  mag- 
níficos; un  palacio  por  casa,  y  al  fioal,  como 
no  hay  príncipes  disponibles  á  todas  horas 
para  casarse,  contentábase  modestamente 
con  hacer  su  marido  al  señorito. 

¿Quién  sabe?...  Y  cuando  más  esperan- 
zas ponía  en  el  porvenir,  la  realidad  la  des- 
pertaba en  forma  de  brutal  terronazo,  mien- 
tras el  viejo  decía  con  voz  áspera: 
— Arre,  que  ya  es  hora. 


PRIMAVERA   TRISTE  25 

Y  otra  vez  al  trabajo,  á  dar  tormento 
á  la  tierra,  que  se  quejaba  cubriéndose  de 
flores. 

El  sol  caldeaba  el  huerto,  haciendo  es- 
tallar las  cortezas  de  los  árboles;  en  las  ti- 
bias madrugadas  sudaba  al  trabajar,  como 
si  fuese  mediodía,  y  á  pesar  de  esto,  la  Bor- 
da cada  vez  más  delgada  y  tosiendo  más. 

Parecía  que  el  color  y  la  vida  que  fal- 
taban en  su  rostro  se  lo  arrebataban  las 
flores,  á  las  que  besaba  con  inexplicable 
tristeza. 

Nadie  pensó  en  llamar  al  medico.  ¿Para 
qué?  Los  médicos  cuestan  dinero,  y  el  tío 
Tofol  no  creía  en  ellos.  Los  animales  saben 
menos  que  las  personas,  y  lo  pasan  tan  rica- 
mente sin  módicos  ni  boticas. 

Una  mañana,  en  el  mercado,  las  compa- 
ñeras de  la  Borda  cuchicheaban  mirándola 
compasivamente.  Su  fino  oído  de  enferma 
lo  escuchó  todo.  Caería  cuando  cayesen  las 
hojas. 

Estas  palabras  fueron  su  obsesión.  Mo- 
rir... ¡Bueno,  se  resignaba!;  por  el  pobre 
viejo  lo  sentía,  falto  de  ayuda.  Pero  al  me- 
nos que  muriese  como  su  madre,  en  plena 


26  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

primavera,  cuando  todo  el  huerto  lauzaba 
risueño  su  loca  carcajada  de  colores;  no 
cuando  se  despuebla  la  tierra,  cuando  los 
árboles  parecen  escobas  y  las  apagadas  flo- 
res de  invierno  se  alzan  tristes  en  los  ban- 
cales. 

¡Al  caer  las  hojas!...  Aborrecía  los  ár- 
boles cuyos  ramajes  se  desnudaban  como 
esqueletos  del  otoño;  huía  de  ellos  como  si 
su  sombra  fuese  maléfica,  y  adoraba  una 
palmera  que  el  siglo  anterior  plantaron  los 
frailes,  esbelto  gigante  con  la  cabeza  coro- 
nada de  un  surtidor  de  ondulantes  plumas. 

Aquellas  hojas  no  caían  nunca.  Sospe- 
chaba que  tal  vez  fuese  una  tontería,  pero 
su  afán  por  lo  maravilloso  la  hacía  sentir 
esperanzas,  y  como  el  que  busca  la  cura- 
ción al  pie  de  imagen  milagrosa,  la  pobre 
Borda  pasaba  los  ratos  de  descanso  al  pie 
de  la  palmera,  que  la  protegía  con  la  som- 
bra de  sus  punzantes  ramas. 

Allí  pasó  el  verano,  viendo  cómo  el 
sol,  que  no  la  calentaba,  hacía  humear  la 
tierra,  cual  si  de  sus  entrañas  fuese  á  sacar 
un  volcán;  allí  la  sorprendieron  los  prime- 
ros vientos  de  otoño,  que  arrastraban  las 


PRIMAVERA  TRISTE  27 

hojas  secas.  Cada  vez  estaba  más  delgada, 
más  triste,  con  una  finura  tal  de  percepción, 
que  oía  los  sonidos  más  lejanos.  Las  mari- 
posas blancas  que  revoloteaban  en  torno  de 
su  cabeza  pegaban  las  alas  en  el  sudor  frío 
de  su  frente,  como  si  quisieran  tirar  de  ella 
arrastrándola  á  otros  mundos  donde  las 
flores  nacen  espontáneamente,  sin  llevarse 
en  sus  colores  y  perfumes  algo  de  la  vida 
de  quien  las  cuida. 

Las  lluvias  de  invierno  no  encontraron 
ya  á  la  Borda,  Cayeron  sobre  el  encorvado 
espinazo  del  viejo,  que  estaba,  como  siem- 
pre, con  la  azada  en  las  manos  y  la  vista 
en  el  surco. 

Cumplía  su  destino  con  la  indiferencia 
y  el  valor  de  un  disciplinado  soldado  de  la 
miseria.  Trabajar,  trabajar  mucho,  para  que 
no  faltase  la  cazuela  de  arroz  y  la  paga 
al  amo. 

Estaba  solo;  la  chica  había  seguido  á 
su  madre;  lo  único  que  le  quedaba  era 
aquella  tierra  traidora  que  se  chupaba  á 
las  personas  y  acabaría  con  él,  cubierta 
siempre  de  ñores,  perfumada  y   fecunda, 


28  V.   BLASCO  IBÁÍ5EZ 

como  si  sobre  ella  no  hubiese  soplado  la 
muerte.  Ni  siquiera  se  había  secado  un  ro- 
sal para  acoropañar  á  la  pobre  Borda  en 
su  viaje. 

Con  sus  setenta  año^  tenía  que  hacer  el 
trabajo  de  dos;  removía  la  tierra  con  más 
tenacidad  que  antes,  sin  levantar  la  cabeza, 
insensible  á  la  engañosa  belleza  que  le  ro- 
deaba, sabiendo  que  era  el  producto  de  su 
esclavitud,  animado  únicamente  por  el  de- 
seo de  vender  bien  la  hermosura  de  la  Na- 
turaleza, y  segando  las  flores  con  el  mismo 
entusiasmo  que  si  segara  hierba. 


El  parásito  del  tren 


— Sí — dijo  el  amigo  Pérez  á  todos  sus  con- 
tertulios de  cafó—;  en  este  periódico  acabo 
de  leer  la  noticia  de  la  muerte  de  un  amigo. 
Sólo  le  vi  una  vez,  y  sin  embargo,  le  he 
recordado  en  muchas  ocasiones.  ¡Vaya  un 
amigo! 

Le  conocí  una  noche  viniendo  á  Madrid 
en  el  tren  correo  de  Yalencia.  Iba  yo  en  un 
departamento  de  primera;  en  Albacete  bajó 
el  único  viajero  que  me  acompañaba,  y  al 
verme  solo,  como  había  dormido  mal  la 
noche  anterior,  me  estremecí  voluptuosa- 
mente, contemplando  los  almohadones  gri- 
ses. ¡Todos  para  mí!  ¡Podía  extenderme 
con  libertad!  ¡Flojo  sueño  iba  á  echar  hasta 
Alcázar  de  San  Juan! 

Corrí  el  velo  verde  de  la  lámpara,  y  el 


30  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

departamento  quedó  en  deliciosa  penum- 
bra. Envuelto  en  mi  manta  me  tendí  de  es- 
paldas, estirando  mis  piernas  cuanto  pude, 
con  la  deliciosa  seguridad  de  no  molestar  á 
nadie. 

El  tren  corría  por  las  llanuras  de  la 
Mancha^  áridas  y  desoladas.  Las  estaciones 
estaban  á  largas  distancias;  la  locomotora 
extremaba  su  velocidad,  y  mi  coche  gemía 
y  temblaba  como  una  vieja  diligencia.  Ba- 
lanceábame sobre  la  espalda,  impulsado  por 
el  terrible  traqueteo;  las  franjas  de  los  al- 
mohadones arremolinábanse;  saltaban  las 
maletas  sobre  las  cornisas  de  red;  tembla- 
ban los  cristales  en  sus  alvéolos  de  las  ven- 
tanillas, y  un  espantoso  rechinar  de  hierro 
viejo  venía  de  abajo.  Las  ruedas  y  frenos 
gruñían;  pero  conforme  se  cerraban  mis 
ojos,  encontraba  yo  en  su  ruido  nuevas  mo- 
dulaciones, y  tan  pronto  me  creía  mecido 
por  las  olas  como  me  imaginaba  que  había 
retrocedido  hasta  la  niñez  y  me  arrullaba 
una  nodriza  de  bronca  voz. 

Pensando  en  tales  tonterías  me  dormí, 
oyendo  siempre  el  mismo  estrépito  y  sin 
que  el  tren  se  detuviera. 


EL  PARÁSITO   DEL  TREN  31 

Una  impresión  de  frescura  me  desper- 
tó. Sentí  en  la  cara  como  un  golpe  de  agua 
fría.  Al  abrir  los  ojos  vi  el  departamento 
solo;  la  portezuela  de  enfrente  estaba  ce- 
rrada. Pero  sentí  de  nuevo  el  soplo  frío  de 
la  noche,  aumentado  por  el  huracán  que  le> 
vantaba  el  tren  con  su  rápida  marcha,  y 
al  incorporarme  vi  la  otra  portezuela,  la 
inmediata  á  mí,  completamente  abierta^ 
con  un  hombre  sentado  al  borde  de  la  pla- 
taforma, los  pies  afuera  en  el  estribo,  enco- 
gido, con  la  cabeza  vuelta  hacia  mí  y  unos 
ojos  que  brillaban  mucho  en  su  cara  obs- 
cura. 

La  sorpresa  no  me  permitía  pensar.  Mis 
ideas  estaban  aún  embrolladas  por  el  sue- 
ño. En  el  primer  momento  sentí  cierto 
terror  supersticioso.  Aquel  hombre  que  se 
aparecía  estando  el  tren  en  marcha,  tenía 
algo  de  los  fantasmas  de  mis  cuentos  de 
niño. 

Pero  inmediatamente  recordé  los  asal- 
tos en  las  vías  férreas,  los  robos  de  los  tre- 
nes, los  asesinatos  en  un  vagón,  todos  los 
crímenes  de  esta  clase  que  había  leído,  y 
pensé  que  estaba  solo,  sin  un  mal  timbre 


32  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

para  avisar  á  los  que  dormían  al  otro  lado 
de  los  tabiques  de  madera.  Aquel  hombre 
era  seguramente  un  ladrón. 

El  instinto  de  defensa,  ó  más  bien  el 
miedo,  me  dio  cierta  ferocidad.  Me  arrojé 
sobre  el  desconocido,  empujándolo  con  co- 
dos y  rodillas;  perdió  el  equilibrio;  se  aga- 
rró desesperadamente  al  borde  de  la  porte- 
zuela, y  yo  seguí  empujándole,  pugnando 
por  arrancar  sus  crispadas  manos  de  aquel 
asidero  para  arrojarlo  á  la  vía.  Todas  las 
ventajas  estaban  de  mi  parte. 

— ¡Por  Dios,  señorito! — gimió  con  voz 
ahogada — .  ¡Señorito,  déjeme  usted!  Soy  un 
hombre  de  bien. 

Y  había  tal  expresión  de  humildad  y 
angustia  en  sus  palabras,  que  me  sentí  aver- 
gonzado de  mi  brutalidad  y  le  solté. 

Se  sentó  otra  vez,  jadeante  y  tembloro- 
so, en  el  hueco  de  la  portezuela,  mientras  yo 
quedaba  en  pie,  bajo  la  lámpara,  cuyo  velo 
descorrí. 

Entonces  pude  verle.  Era  un  campesino 
pequeño  y  enjuto;  un  pobre  diablo  con  una 
zamarra  remendada  y  mugrienta  y  panta- 
lones de  color  claro.  Su  gorra  negra  casi  se 


EL  PARÁSITO  DEL  TREN  33 

confundía  con  el  tinte  cobrizo  y  barnizado 
de  su  cara,  en  la  que  se  destacaban  los  ojos 
de  mirada  mansa  y  una  dentadura  de  ru- 
miante, fuerte  y  amarillenta,  que  se  descu- 
bría al  contraerse  los  labios  con  sonrisa  de 
estúpido  agradecimiento. 

Me  miraba  como  un  perro  á  quien  se 
ha  salvado  la  vida,  y  mientras  tanto,  sus 
obscuras  manos  buscaban  v  rebuscaban  en 
la  faja  y  en  los  bolsillos.  Esto  casi  me  hizo 
arrepentir  de  mi  generosidad,  y  mientras 
el  gañán  buscaba,  yo  metía  mano  en  el 
cinto  y  empuñaba  mi  revólver.  ¡Si  creía  pi- 
llarme descuidado! 

Tiró  él  de  su  faja,  sacando  algo,  y  yo  le 
imité  sacando  de  la  funda  medio  revólver. 
Pero  lo  que  él  tenía  en  la  mano  era  un  car- 
toncito  mugriento  y  acribillado,  que  me 
tendió  con  satisfacción. 

— Yo  también  llevo  billete,  señorito. 

Lo  miré  y  no  pude  menos  de  reírme. 
— ¡Pero  si  es  antiguo! — le  dije — .  Ya  hace 
años  que  sirvió...  ¿Y  con  esto  te  crees  au- 
torizado para  asaltar  el  tren  y  asustar  a  los 
viajeros? 

Al  ver  su  burdo  engaño  descubierto, 

3 


34  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

puso  la  cara  triste,  como  si  temiera  que  in- 
tentase yo  otra  vez  arrojarlo  á  la  vía.  Sentí 
compasión  y  quise  mostrarme  bondadoso 
y  alegre,  para  ocultar  los  efectos  de  la  sor- 
presa, que  aún  duraban  en  mí. 

— Vamos,  acaba  de  subir.  Siéntate  den- 
tro y  cierra  la  portezuela. 

— No,  señor — dijo  con  entereza — .  Yo  no 
tengo  derecho  á  ir  dentro  como  un  señorito. 
Aquí,  y  gracias,  pues  no  tengo  dinero. 

Y  con  la  firmeza  de  un  testarudo  se 
mantuvo  en  su  puesto. 

Yo  estaba  sentado  junto  á  él;  mis  rodi- 
llas en  sus  espaldas.  Entraba  en  el  departa- 
mento un  verdadero  huracán.  El  tren  co- 
rría á  toda  velocidad;  sobre  los  yermos  y 
terrosos  desmontes  resbalaba  la  mancha 
roja  y  oblicua  de  la  abierta  portezuela,  y 
en  ella  la  sombra  encogida  del  desconocido  y 
la  mía.  Pasaban  los  postes  telegráficos  como 
pinceladas  amarillas  sobre  el  fondo  negro 
de  la  noche,  y  en  los  ribazos  brillaban  un 
instante,  cual  enormes  luciérnagas,  los  car- 
bones encendidos  que  arrojaba  la  locomo- 
tora. 

El  pobre  hombre   estaba  intranquilo, 


EL  PARÁ.^ITO   DEL  TREN  36 

como  si  le  extrañase  que  le  dejara  perma- 
necer en  aquel  sitio.  Le  di  un  cigarro,  y 
poco  á  poco  fué  hablando. 

Todos  los  sábados  hacía  el  viaje  del 
mismo  modo.  Esperaba  el  tren  á  su  salida 
de  Albacete;  saltaba  á  un  estribo,  con  ries- 
go de  ser  despedazado,  corría  por  fuera 
todos  los  vagones  buscando  un  departa- 
mento vacío,  y  en  las  estaciones  apeábase 
poco  antes  de  la  llegada  y  volvía  á  subir 
después  de  la  salida,  siempre  mudando  de 
sitio  para  evitar  la  vigilancia  de  los  em- 
pleados, unos  malas  almas  enemigos  de  los 
pobres. 

— Pero  ¿dónde  vas? — le  dije — .  ¿Por  qué 
haces  este  viaje,  exponiéndote  á  morir  des- 
pedazado? 

Iba  á  pasar  el  domingo  con  su  familia. 
[Cosas  de  pobres!  El  trabajaba  algo  en  Al- 
bacete y  su  mujer  servía  en  un  pueblo.  El 
hambre  les  había  separado.  Al  principio 
hacía  el  viaje  á  pie;  toda  una  noche  de  mar- 
cha, y  cuando  llegaba  por  la  mañana  caía 
rendido,  sin  ganas  de  hablar  con  su  mujer 
ni  de  jugar  con  los  chicos.  Pero  ya  se  ha- 
bía espabilado,  ya  no  tenía  miedo,  y  hacía 


36  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

el  viaje  tan  ricamente  en  tren.  Ver  á  sus 
hijos  le  daba  fuerzas  para  trabajar  más 
toda  la  semana.  Tenía  tres:  el  pequeño  era 
así,  no  levantaba  dos  palmos  del  suelo,  y 
sin  embargo,  le  reconoeía^  y  al  verle  entrar 
tendíale  los  brazos  al  cuello. 

— Pero  tú — le  dije — ,  ¿no  piensas  que  eu 
cualquiera  de  estos  viajes  tus  hijos  van  á 
quedarse  sin  padre? 

El  sonreía  con  confianza.  Entendía  muy 
bien  aquel  negocio.  No  le  asustaba  el  tren 
cuando  llegaba  como  caballo  desbocado, 
bufando  y  echando  chispas.  Era  ágil  y  se- 
reno; un  salto,  y  arriba;  y  en  cuanto  á  bajar, 
podría  darse  algún  coscorrón  contra  los 
desmontes,  pero  lo  importante  era  no  caer 
bajo  las  ruedas. 

No  le  asustaba  el  tren^  sino  los  que 
iban  dentro.  Buscaba  los  coches  de  prime- 
ra, porque  en  ellos  encontraba  departamen- 
tos vacíos.  ¡Qué  de  aventurasl  Una  vez 
abrió  sin  saberlo  el  reservado  de  señoras; 
dos  monjas  que  iban  dentro  gritaron:  «¡La- 
drones!», y  él,  asustado,  se  arrojó  del  tren  y 
tuvo  que  hacer  á  pie  el  resto  del  camino. 

Dos  veces  había  estado  próximo,  como 


EL  PARÁSITO   DEL  TREN  37 

aquella  noche,  á  ser  arrojado  á  la  vía  por 
los  que  despertaban  sobresaltados  con  su 
presencia;  y  buscando  en  otra  ocasión  un 
departamento  obscuro,  tropezó  con  un  via- 
jero que,  sin  decir  palabra,  le  asestó  un  ga- 
rrotazo, echándolo  fuera  del  tren.  Aquella 
noche  sí  que  creyó  morir. 

Y  al  decir  esto  señalaba  una  cicatriz  que 
cruzaba  su  frente. 

Le  trataban  mal,  pero  él  no  se  quejaba. 
Aquellos  señores  tenían  razón  para  asus- 
tarse y  defenderse.  Comprendía  que  era 
merecedor  de  aquello  y  algo  más;  pero  ¡qué 
remedio,  si  no  tenía  dinero  y  deseaba  ver 
á  sus  hijosl 

El  tren  iba  limitando  su  marcha,  como 
si  se  aproximara  á  una  estación.  El,  alar- 
mado, comenzó  á  incorporarse. 

— Quédate — le  dije — ;  aún  falta  otra 
estación  para  llegar  adonde  tú  vas.  Te  pa- 
garé el  billete. 

— ¡Quiá!  No,  señor — repuso  con  candidez 
maliciosa — .  El  empleado  al  dar  el  billete  se 
fijaría  en  mí:  muchas  veces  me  han  perse- 
guido sin  conseguir  verme  de  cerca,  y  no 
quiero  me  tomen  la  filiación.  ¡Feliz  viaje, 


38  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

señorito  I  Es  usted  la  más  buena  alma  que 
he  encontrado  en  el  tren. 

Se  alejó  por  los  estribos,  agarrado  al 
pasamano  de  los  coches,  y  se  perdió  en  la 
obscuridad,  buscando  sin  duda  otro  sitio 
donde  continuar  tranquilo  su  viaje. 

Paramos  ante  una  estación  pequeña  y  si- 
lenciosa. Iba  á  tenderme  para  dormir,  cuan- 
do en  el  andén  sonaron  voces  imperiosas. 

Eran  los  empleados,  los  mozos  de  la 
estación  y  una  pareja  de  la  Gruardia  civil 
que  corrían  en  distintas  direcciones,  como 
cercando  á  alguien. 

«¡Por  aquíl...  ¡Cortadle  el  paso!...  Dos 
por  el  otro  lado  para  que  no  escape...  Aho- 
ra ha  subido  sobre  el  tren...  ¡Seguidle!» 

Y  efectivamente,  al  poco  rato  las  te- 
chumbres de  los  vagones  temblaban  bajo 
el  galope  loco  de  los  que  se  perseguían  en 
aquellas  alturas. 

Era,  sin  duda,  el  amigo,  á  quien  habían 
sorprendido,  y  viéndose  cercado  se  refu- 
giaba en  lo  más  alto  del  tren. 

Estaba  yo  en  una  ventanilla  de  la  parte 
opuesta  al  andén,  y  vi  cómo  un  hombre 
saltaba  desde  la  techumbre  de  un  vagón 


EL  PARÁSITO   DEL  TREN  39 

íamediato,  con  la  asombrosa  ligereza  que 
da  el  peligro.  Cayó  de  bruces  en  un  campo, 
gateó  algunos  instantes,  como  si  la  violen- 
cia del  golpe  no  le  permitiera  incorporarse, 
y  al  fin  huyó  á  todo  correr,  perdiéndose  en 
la  obscuridad  la  mancha  blanca  de  sus  pan- 
talones. 

El  jefe  del  tren  gesticulaba  al  frente  de 
los  perseguidores,  algunos  de  los  cuales 
reían. 

— ¿Qué  es  eso? — pregunté  al  empleado. 
— Un  tuno  que  tiene  la  costumbre  de 
viajar  sin  billete — contestó  con  énfasis — . 
Ya  le  conocemos  hace  tiempo:  es  un  pará- 
sito del  tren,  pero  poco  hemos  de  poder  ó 
le  pillaremos  para  que  vaya  á  la  cárcel. 

Ya  no  vi  más  al  pobre  parásito.  En  in- 
vierno, muchas  veces  me  he  acordado  del 
infeliz,  y  le  veía  en  las  afueras  de  una  es- 
tación, tal  vez  azotado  por  la  lluvia  y  la 
nieve,  esperando  el  tren  que  pasa  como  un 
torbellino,  para  asaltarlo  con  la  serenidad 
del  valiente  que  asalta  una  trinchera. 

Ahora  leo  que  en  la  vía  férrea,  cerca  de 
Albacete,  se  ha  encontrado  el  cadáver  de 
un  hombre  despedazado  por  el  tren...  Es  él, 


40  V.  BLASCO  ibAñez 

el  pobre  parásito.  No  necesito  más  datos 
para  creerlo:  me  lo  dice  el  corazón.  «Quien 
ama  el  peligro  en  él  perece.  >  Tal  vez  le  faltó 
inesperadamente  la  destreza.  Tal  vez  algún 
viajero,  asustado  por  su  repentina  aparición, 
fué  menos  compasivo  que  yo  y  le  arrojó 
bajo  las  ruedas.  ¡Vaya  usted  á  preguntar  á 
la  noche  lo  que  pasaría! 

— Desde  que  le  conocí — terminó  diciendo 
el  amigo  Pérez — han  pasado  cuatro  años. 
En  este  tiempo  he  corrido  mucho,  y  viendo 
cómo  viaja  la  gente  por  capricho  ó  por 
combatir  el  aburrimiento,  más  de  una  vez 
he  pensado  en  el  pobre  gañán,  que,  separa- 
do de  su  familia  por  la  miseria,  cuando  que- 
ría besar  á  sus  hijos  tenía  que  verse  perse- 
guido y  acosado  como  alimaña  feroz  y 
desafiar  la  muerte  con  la  serenidad  de  un 
héroe. 


Golpe  doble 


Al  abrir  la  puerta  de  su  barraca  en- 
oontró  Séüto  un  papel  en  el  ojo  de  la  cerra- 
dura... 

Era  un  anónimo  destilando  amenazas. 
Le  pedían  cuarenta  duros  y  debía  dejarlos 
aquella  noche  en  el  horno  que  tenía  frente 
á  su  barraca. 

Toda  la  huerta  estaba  aterrada  por 
aquellos  bandidos.  Si  alguien  se  negaba  á 
obedecer  tales  demandas,  sus  campos  apa- 
recían talados,  las  cosechas  perdidas,  y  has- 
ta podía  despertar  á  media  noche  sin  tiem- 
po apenas  para  huir  de  la  techumbre  de 
paja  que  se  venía  abajo  entre  llamas  y  as- 
fixiando con  su  humo  nauseabundo. 

Gafarró,  que  era  el  mozo  mejor  planta- 
do de  la  huerta  de  Ruzafa,  juró  descubrir- 
les, y  se  pasaba  las  noches  emboscado  en 


42  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

los  cañares,  rondando  por  las  sendas,  con 
la  escopeta  al  brazo;  pero  una  mañana  lo 
encontraron  en  una  acequia  con  el  vientre 
acribillado  y  la  cabeza  deshecha...  y  adivi- 
na quién  te  dio. 

Hasta  los  papeles  de  Valencia  hablaban 
de  lo  que  sucedía  en  la  huerta,  donde  al 
anochecer  se  cerraban  las  barracas  y  reina- 
ba un  pánico  egoísta,  buscando  cada  cual 
su  salvación,  olvidando  al  vecino.  Y  á  todo 
esto,  el  tío  Batiste,  alcalde  de  aquel  distrito 
de  la  huerta,  echando  rayos  por  la  boca 
cada  vez  que  las  autoridades,  que  le  respe- 
taban como  potencia  electoral,  hablábanle 
del  asunto,  y  asegurando  que  él  y  su  fiel  al- 
guacil, el  Sigró,  se  bastaban  para  acabar  con 
aquella  calamidad. 

A  pesar  de  esto,  Sentó  no  pensaba  acu- 
dir al  alcalde.  ¿Para  qué?  No  quería  oir  en 
balde  baladronadas  y  mentiras. 

Lo  cierto  era  que  le  pedían  cuarenta 
duros,  y  si  no  los  dejaba  en  el  horno  le 
quemarían  su  barraca,  aquella  barraca  que 
miraba  ya  como  un  hijo  próximo  á  perderse; 
con  sus  paredes  de  deslumbrante  blancura, 
la  montera  de  negra  paja  con  crucecitas  en 


GOLPE  DOBLE  43 

los  extremos,  las  ventanas  azules,  la  parra 
sobre  la  puerta  como  verde  celosía,  por  la 
que  se  filtraba  el  sol  con  palpitaciones  de  oro 
vivo;  los  macizos  de  geranios  y  dompedros 
orlando  la  vivienda,  contenidos  por  una  cer- 
ca de  cañas;  y  más  allá  de  la  vieja  higuera 
el  horno,  de  barro  y  ladrillos,  redondo  y 
achatado  como  un  hormiguero  de  África. 
Aquello  era  toda  su  fortuna,  el  nido  que 
cobijaba  á  lo  más  amado:  su  mujer,  los  tres 
chiquillos,  el  par  de  viejos  rocines,  fieles 
compañeros  en  la  diaria  batalla  por  el  pan, 
y  la  vaca  blanca  y  sonrosada  que  iba  todas 
las  mañanas  por  las  calles  de  la  ciudad 
despertando  á  la  gente  con  su  triste  cence- 
rreo y  dejándose  sacar  unos  seis  reales  de 
sus  ubres  siempre  hinchadas. 

¡Cuánto  había  tenido  que  arañar  los 
cuatro  terrones  que  desde  su  bisabuelo 
venía  regando  toda  la  familia  con  sudor  y 
sangre,  para  juntar  el  puñado  de  duros  que 
en  un  puchero  guardaba  enterrados  bajo 
de  la  cama!    ¡En  seguida  se  dejaba  arran- 

r 

car  cuarenta  duros!...  El  era  un  hombre  pa 
cífico;  toda  la  huerta  podía  responder  por 
él.  Ni  riñas  por  el  riego,  ni  visitas  á  la  ta- 


44  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

berna,  ni  escopeta  para  echarla  de  majo. 
Trabajar  mucho  para  su  Pepeta  y  los  tres 
mocosos  erajsu  única  afición;  pero  ya  que 
querían  robarle,  sabría  defenderse.  ¡Cristo! 
En  su  calma  de  hombre  bonachón  desper- 
taba la  furia  de  los  mercaderes  árabes,  que 
íBe  dejan  apalear  por  el  beduino,  pero  se 
tornan  leones  cuando  les  tocan  su  hacienda. 

Como  se  aproximaba  la  noche  y  nada 
tenía  resuelto,  fué  a  pedir  consejo  al  viejo 
de  la  barraca  inmediata,  un  carcamal  que 
sólo  servía  para  segar  brozas  en  las  sendas, 
pero  de  quien  se  decía  que  en  la  juventud 
había  puesto  más  de  dos  á  pudrir  tierra. 

Le  escuchó  el  viejo  con  los  ojos  fijos  en 
el  grueso  cigarro  que  liaban  sus  manos 
temblorosas  cubiertas  de  caspa.  Hacía  bien 
en  no  querer  soltar  el  dinero.  Que  robasen 
en  la  carretera  como  los  hombres,  cara  á 
cara,  exponiendo  la  piel.  Setenta  años  te- 
nía, pero  podían  irle  con  tales  cartitas.  Va- 
mos á  ver;  ¿tenía  agallas  para  defender  lo 
suyo? 

La  firme  tranquilidad  del  viejo  conta- 
giaba á  Sentó,  que  se  sentía  capaz  de  todo 
para  defender  el  pan  de  sus  hijos. 


GOLPE   DOBLE  45 

El  viejo,  con  tanta  solemnidad  como  si 
fuese  una  reliquia,  sacó  de  detrás  de  la 
puerta  la  joya  de  la  casa:  una  escopeta  de 
pistón  que  parecía  un  trabuco,  y  cuya  cu- 
lata apolillada  acarició  devotamente. 

La  cargaría  él,  que  entendería  mejor  á 
aquel  amigo.  Las  temblorosas  manos  se  re- 
juvenecían. ¡Allá  va  pólvora!  Todo  un  pu- 
ñado. De  una  cuerda  de  esparto  sacaba  los 
tacos.  Ahora  una  ración  de  postas,  cinco  ó 
seis;  á  granel  los  perdigones  zorreros,  me- 
tralla fiua,  y  al  fioal  un  taco  bien  golpeado. 
Si  la  escopeta  no  reventaba  con  aquella  in- 
digestión de  muerte,  sería  misericordia  de 
Dios. 

Aquella  noche  dijo  Séoto  á  su  mujer 
que  esperaba  turno  para  regar,  y  toda  la 
familia  le  creyó,  acostándose  temprano» 

Cuando  salió,  dejando  bien  cerrada  la 
barraca,  vio  á  la  luz  de  las  estrellas,  bajo 
la  higuera,  al  fuerte  vejete  ocupado  en  po- 
nerle el  pistón  al  amigo. 

Le  daría  á  Sentó  la  última  lección,  para 
que  no  errase  el  golpe.  Apuntar  bien  á.la 
boca  del  horno  y  tener  calma.  Cuando  se 
inclinasen  buscando  el  gato  en  el  interior... 


46  V.   BLASCO  IBÁSEZ 

¡fuego!  Era  tan  sencillo,  que  podía  hacerlo 
un  chico. 

Sentó,  por  consejo  del  maestro,  se  ten- 
dió entre  dos  macizos  de  geranios  á  la 
sombra  de  la  barraca.  La  pesada  escopeta 
descansaba  en  la  cerca  de  cañas  apuntando 
fijamente  á  la  boca  del  horno.  No  podía 
perderse  el  tiro.  Serenidad  y  darle  al  gati- 
lio  á  tiempo.  ¡Adiós,  muchacho!  A  él  le 
gastaban  mucho  aquellas  cosas;  pero  tenía 
nietos,  y  además  estos  asuntos  los  arregla 
mejor  uno  solo. 

Se  alejó  el  viejo  cautelosamente,  como 
hombre  acostumbrado  á  rondar  la  huerta, 
esperando  un  enemigo  en  cada  senda. 

Sentó  creyó  que  quedaba  solo  en  el 
mundo,  que  en  toda  la  inmensa  vega,  es- 
tremecida por  la  brisa,  no  había  más  seres 
vivientes  que  él  y  aquéllos  que  iban  á  llegar. 
¡Ojalá  no  viniesen!  Sonaba  el  cañón  de  la 
escopeta  al  temblar  sobre  la  horquilla  de 
cañas.  No  era  frío,  era  miedo.  ¿Qaé  diría 
el  viejo  si  estuviera  allí?  Sus  pies  tocaban 
la  barraca,  y  al  pensar  que  tras  aquella  pa 
red  de  barro  dormían  Pepeta  y  los  chiqui- 
tines,  sin  otra  defensa  que  sus  brazos,  y  en 


GOLPE  DOBLE  47 

los  que  querían  robar,  el  pobre  iiombre  se 
sintió  otra  vez  fiera. 

Vibró  el  espacio,  como  si  lejos,  muy 
lejos,  hablase  desde  lo  alto  la  voz  de  un 
chantre.  Era  la  campana  del  Miguelete.  Las 
nueve.  Oíase  el  chirrido  de  un  carro  ro- 
dando por  un  camino  lejano.  Ladraban  los 
perros,  transmitiendo  su  fiebre  de  aullidos 
de  corral  en  corral,  y  el  rae-rac  de  las  ranas 
en  la  veciua  acequia  interrumpíase  con  los 
chapuzones  de  los  sapos  y  las  ratas  que 
saltaban  de  las  orillas  por  entre  las  cañas. 

Sentó  contábalas  horas  que  iban  sonan 
do  en  el  Miguelete.  Era  lo  único  que  le 
hacía  salir  de  la  somnolencia  y  el  entorpe- 
cimiento en  que  le  sumía  la  inmovilidad  de 
la  espera.  ¡Las  once!  ¿No  vendrían  ya?  ¿Les 
habría  tocado  Dios  en  el  corazón? 

Las  ranas  callaron  repentinamente.  Por 
la  senda  avanzaban  dos  cosas  obscuras  que 
á  Séüto  le  parecieron  dos  perros  enormes. 
Se  irguieron:  eran  hombres  que  avanzaban 
encorvados,  casi  de  rodillas. 

— Ya  están  ahí — murmuró,  y  sus  mandí- 
bulas temblaban. 

Los  dos  hombres  volvíanse  á  todos  la- 


48  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

dos,  como  temiendo  una  sorpresa.  Fueron 
al  cañar,  registrándolo:  acercáronse  después 
á  la  puerta  de  la  barraca,  pegando  el  oído 
á  la  cerradura,  y  en  estas  maniobras  pasa- 
ron dos  veces  por  cerca  de  Sentó,  sin  que 
éste  pudiera  conocerles.  Iban  embozados 
en  mantas,  por  bajo  de  las  cuales  asoma- 
ban las  escopetas. 

Esto  aumentó  el  valor  de  Sentó.  Serían 
los  mismos  que  asesinaron  á  Gafarró.  Ha- 
bía que  matar  para  salvar  la  vida. 

Ya  iban  hacia  el  horno.  Uno  de  ellos  se 
inclinó,  metiendo  las  manos  en  la  boca  y 
colocándose  ante  la  apuntada  escopeta.  Mag- 
nífico tiro.  Pero  ¿y  el  otro  que  quedaba 
libre? 

El  pobre  Sentó  comenzó  á  sentir  las 
angustias  del  miedo,  á  sentir  en  la  frente  un 
sudor  frío.  Matando  á  uno,  quedaba  desar- 
mado ante  el  otro.  Si  les  dejaba  ir  sin  en- 
contrar nada,  se  vengarían  quemándole  la 
barraca. 

Pero  el  que  estaba  en  acecho  se  cansó 
de  la  torpeza  de  su  compañero  y  fué  á  ayu- 
darle en  la  busca.  Los  dos  formaban  una 
obscura  masa  obstruyendo  la  boca  del  hor- 


GOLPE  DOBLE  49 

no.  Aquella  era  la  ocasión.  ¡Alma,  Sentó! 
lAprieta  el  gatillo! 

El  trueno  conmovió  toda  la  huerta,  des- 
pertando una  tempestad  de  gritos  y  ladri- 
dos. Sentó  vio  un  abanico  de  chispas,  sintió 
quemaduras  en  la  cara,  la  escopeta  se  le 
fué  y  agitó  las  manos  para  convencerse  de 
que  estaban  enteras.  De  seguro  que  el  ami- 
go había  reventado. 

No  vio  nada  en  el  horno:  habrían  huí- 
do,  y  cuando  él  iba  á  escapar  también,  se 
abrió  la  puerta  de  la  barraca  y  salió  Pe  pe- 
ta en  enaguas,  con  un  candil.  La  había 
despertado  el  trabucazo  y  salía  impulsada 
por  el  miedo,  temiendo  por  su  marido  que 
estaba  fuera  de  casa. 

La  roja  luz  del  candil,  con  sus  azorados 
movimientos,  llegó  hasta  la  boca  del  horno. 

Allí  estaban  dos  hombres  en  el  suelo, 
tino  sobre  otro,  cruzados,  confundidos,  for- 
mando un  solo  cuerpo,  como  si  un  clavo 
invisible  los  uniese  por  la  cintura,  soldán- 
dolos con  sangre. 

No  había  errado  el  tiro.  El  golpe  de  la 
vieja  escopeta  había  sido  doble. 

Y  cuando  Sentó  y  Pepeta,  con  aterrada 

4t 


60  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

curiosidad,  alumbraron  los  cadáveres  para 
verles  las  caras,  retrocedieron  con  exclama- 
ciones de  asombro. 

Eran  el  tío  Batiste,  el  alcalde,  y  su  al- 
guacil el  Sigró. 

La  huerta  quedaba  sin  autoridad,  pera 
tranquila. 


En  el  mar 


A  las  dos  de  la  mañana  llamaron  á  la 
puerta  de  la  barraca. 
— ¡Antonio!  ¡Antonio! 

Y  Antonio  saltó  de  la  cama.  Era  su  com- 
padre, el  compañero  de  pesca,  que  le  avi- 
saba para  hacerse  á  la  mar. 

Había  dormido  poco  aquella  noche.  A 
las  once  todavía  charlaba  con  Rufina,  su 
pobre  mujer,  que  se  revolvía  inquieta  en 
la  cama  hablando  de  los  negocios.  No  po- 
dían marchar  peor.  ¡Vaya  un  verano!  En  el 
anterior,  los  atunes  habían  corrido  el  Medi- 
terráneo en  bandadas  interminables.  El  día 
que  menos,  se  mataban  doscientas  ó  tres- 
cientas arrobas;  el  dinero  circulaba  como 
una  bendición  de  Dios,  y  los  que,  como 


52  V.    BLASCO    IBÁÑEZ 

Antonio,  guardaron  buena  conducta  é  hi- 
cieron sus  ahorrillos,  se  emanciparon  de  la 
condición  de  simples  marineros,  comprán- 
dose una  barca  para  pescar  por  cuenta 
propia. 

El  puertecillo  estaba  íleno.  Una  verda- 
dera flota  lo  ocupaba  todas  las  noches,  sin 
espacio  apenas  para  moverse;  pero  con  el 
aumento  de  barcas  había  venido  la  caren 
cia  de  pesca. 

Las  redes  sólo  sacaban  algas  ó  pez  me 
nudo;  morralla  de  la  que  se  deshace  en  Ja 
sartén.  Los  atunes  habían  tomado  este  año 
otro  camino,  y  nadie  conseguía  izar  uno 
sobre  su  barca. 

Rufina  estaba  aterrada  por  esta  situa- 
ción. No  había  dinero  en  casa;  debían  en  el 
horno  y  en  la  tienda,  y  el  señor  Tomás,  un 
patrón  retirado,  dueño  del  pueblo  por  sus 
judiadas,  les  amenazaba  continuamente  si 
no  entregaban  algo  de  los  cincuenta  duros 
con  intereses  que  les  había  prestado  para 
la  terminación  de  aquella  barca  tan  esbelta 
y  tan  velera  que  consumió  todos  sus  aho 
rros. 

Antonio,  mientras  se  vestía,  despertó 


EN  EL  MAR  53 

á  SU  hijo,  un  grumete  de  nueve  añOB  que 
le  acompañaba  en  la  pesca  y  hacía  el  tra- 
bajo de  un  hombre. 

— A  ver  si  hoy  tenéis  más  fortuna — mur- 
muró la  mujer  desde  la  cama—.  En  la 
cocina  encontraréis  el  capazo  de  las  provi- 
siones... Ayer  ya  no  querían  fiarme  en  la 
tienda.  ¡Ay,  Señor!  ¡Y  qué  oficio  tan  perro! 

— Calla,  mujer;  malo  está  el  mar,  pero 
Dios  proveerá.  Justamente  vieron  ayer  al- 
gunos un  atún  que  va  suelto;  un  viejo  que 
se  calcula  pesa  más  de  treinta  arrobas.  Fi- 
gúrate si  lo  cogiéramos...  Lo  menos  sesenta 
duros. 

Y  el  pescador  acabó  de  arreglarse  pen- 
sando en  aquel  pescadote,  un  solitario  que, 
separado  de  su  manada,  volvía  por  la  fuer- 
za de  la  costumbre  á  las  mismas  aguas  que 
el  año  anterior. 

Antoñico  estaba  ya  de  pie  y  listo  para 
partir,  con  la  gravedad  y  satisfacción  del 
que  se  gana  el  pan  á  la  edad  en  que  otros 
juegan;  al  hombro  el  capazo  de  las  provi- 
siones y  en  una  mano  la  banasta  de  los  ro- 
veles,  el  pez  favorito  de  los  atunes,  el  me- 
jor cebo  para  atraerles. 


B4  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Padre  ó  hijo  salieron  de  la  barraca  y 
siguieron  la  playa  hasta  llegar  al  muelle  de 
los  pescadores.  El  compadre  les  esperaba 
en  la  barca  preparando  la  vela. 

La  flotilla  removíase  en  la  obscuridad, 
agitando  su  empalizada  de  mástiles.  Corrían 
sobre  ella  las  negras  siluetas  de  los  tripu- 
lantes, rasgaba  el  silencio  el  ruido  de  los 
palos  cayendo  sobre  cubierta,  el  chirriar  de 
las  garruchas  y  las  cuerdas,  y  las  velas  des- 
plegábanse en  la  obscuridad  como  enormes 
sábanas. 

El  pueblo  extendía  hasta  cerca  del  agua 
sus  calles  rectas,  orladas  de  casitas  blancas, 
donde  se  albergaban  por  una  temporada 
los  veraneantes,  todas  aquellas  familias 
venidas  del  interior  en  busca  del  mar. 
Cerca  del  muelle,  un  caserón  mostraba  sus 
ventanas  como  hornos  encendidos,  tra- 
zando regueros  de  luz  sobre  las  inquietas 
aguas. 

Era  el  Casino.  Antonio  lanzó  hacia  él 
una  mirada  de  odio.  ¡Cómo  trasnochaban 
aquellas  gentes!  Estarían  jugándose  el  di- 
nero... ¡Si  tuvieran  que  madrugar  para  ga 
narse  el  pan! 


EN   EL  MAR  55 

— ¡Iza!  ¡Iza!  Que  van  muchos  delante. 

El  compadre  y  Antoñico  tiraron  de  las 
<3uerdas,  y  lentamente  se  remontó  la  vela 
latina,  estremeciéndose  al  ser  curvada  por 
el  viento. 

La  barca  se  arrastró  primero  mansa- 
mente sobre  la  tranquila  superficie  de  la 
bahía;  después  ondularon  las  aguas  y  co- 
menzó á  cabecear:  estaban  fuera  de  puntas; 
en  el  mar  libre. 

Al  frente,  el  obscuro  infinito,  en  el  que 
parpadeaban  las  estrellas,  y  por  todos  la- 
dos, sobre  la  mar  negra,  barcas  y  más  bar- 
cas que  se  alejaban  como  puntiagudos  fan- 
tasmas resbalando  sobre  las  olas. 

El  compadre  miraba  el  horizonte. 
— Antonio,  cambia  el  viento. 
— Ya  lo  noto. 
— Tendremos  mar  gruesa. 
— Lo  sé;  pero  ¡adentro!  Alejémonos  de 
todos  estos  que  barren  el  mar. 

Y  la  barca,  en  vez  de  ir  tras  las  otras, 
que  seguían  la  costa,  continuó  con  la  proa 
mar  adentro. 

Amaneció.  El  sol,  rojo  y  recortado  cual 
enorme  oblea,    trazaba  sobre  el   mar   un 


66  V.  BLASCO  ibáSez 

triángulo  de  fuego  y  las  aguas  hervían  como 
si  reflejasen  un  incendio. 

Antonio  empuñaba  el  timón,  el  compa- 
ñero estaba  junto  al  mástil  y  el  chicuelo  en 
la  proa  explorando  el  mar.  De  la  popa  y  laB 
bordas  pendían  cabelleras  de  hilos  que 
arrastraban  sus  cebos  dentro  del  agua.  De 
vez  en  cuando  tirón  y  arriba  un  pez,  que 
se  revolvía  y  brillaba  como  estaño  anima- 
do. Pero  eran  piezas  menudas...  nada. 

Y  así  pasaron  las  horas;  la  barca  siem- 
pre adelante,  tan  pronto  acostada  sobre  laB 
olas  como  saltando,  hasta  enseñar  su  panza 
roja.  Hacía  calor,  y  Antoñico  escurríase 
por  la  escotilla  para  beber  del  tonel  de  agua 
metido  en  la  estrecha  cala. 

A  las  diez  habían  perdido  de  vista  la 
tierra;  únicamente  se  veían  por  la  parte  de 
popa  las  velas  lejanas  de  otras  barcas,  como 
aletas  de  peces  blancos. 

—  ¡Pero  Antonio! — exclamó  el  compa- 
dre— .  ¿Es  que  vamos  á  Oran?  Cuando  la 
pesca  no  quiere  presentarse,  lo  mismo  da 
aquí  que  más  adentro. 

Viró  Antonio,  y  la  barca  comenzó  á  co- 
rrer bordadas,  pero  sin  dirigirse  á  tierra. 


EN   EL  MAR  B7 

— Ahora  —  dijo  alegremente  —  tomemos 
un  bocado.  Compadre,  trae  el  capazo.  Ya 
se  presentará  la  pesca  cuando  ella  quiera. 

Para  cada  uno  un  enorme  mendrugo  y 
una  cebolla  cruda,  machacada  á  puñetazos 
sobre  la  borda. 

El  viento  soplaba  fuerte  y  la  barca  ca- 
beceaba rudamente  sobre  las  olas  de  larga 
y  profunda  ondulación. 

— ¡Pae! — gritó  Antoñico  desde  la  proa — , 
¡nn  pez  grande,  mu  grande!...  ¡Un  atún! 

Rodaron  por  la  popa  las  cebollas  y  el 
pan,  y  los  dos  hombres  asomáronse  á  la 
borda. 

Sí,  era  un  atún;  pero  enorme,  ventrudo, 
poderoso,  arrastrando  casi  á  flor  de  agua 
su  negro  lomo  de  terciopelo;  el  solitario  tal 
vez  de  que  tanto  hablaban  los  pescadores. 
Flotaba  poderosamente,  pero  con  una  lige- 
ra contracción  de  su  fuerte  cola,  pasaba  de 
un  lado  á  otro  de  la  barca,  y  tan  pronto  se 
perdía  de  vista  como  reaparecía  instantá- 
neamente. 

Antonio  enrojeció  de  emoción,  y  apresu- 
radamente echó  al  mar  el  aparejo  con  un 
anzuelo  grueso  como  un  dedo. 


68  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

Las  aguas  se  enturbiaron  y  la  barca  se 
conmovió,  como  si  alguien  con  fuerza  colo- 
sal tirase  de  ella  deteniéndola  en  su  marcha 
é  intentando  hacerla  zozobrar.  La  cubier- 
ta se  bamboleaba  como  si  huyese  bajo  los 
pies  de  los  tripulantes,  y  el  mástil  crujía  á 
impulsos  de  la  hinchada  vela.  Pero  de  pron- 
to el  obstáculo  cedió,  y  la  barca,  dando  un 
salto,  volvió  á  emprender  su  marcha. 

El  aparejo,  antes  rígido  y  tirante,  pen- 
día flojo  y  desmayado.  Tiraron  de  él  y  salió 
á  la  superficie  el  anzuelo,  pero  roto,  parti- 
do por  la  mitad,  á  pesar  de  su  tamaño. 

El  compadre  meneó  tristemente  la  ca- 
beza. 

— Antonio,  ese  animal  puede  más  que 
nosotros.  Que  se  vaya,  y  demos  gracias 
porque  ha  roto  el  anzuelo.  Por  poco  más 
vamos  al  fondo. 

— ¿Dejarlo? — gritó  el  patrón — .  ¡Un  de- 
monio! ¿Sabes  cuánto  vale  esa  pieza?  No 
está  el  tiempo  para  escrúpulos  ni  miedos. 
[Áél!  ¡Áéll 

Y  haciendo  virar  la  barca,  volvió  á  las 
mismas  aguas  donde  se  había  verificado  el 
encuentro. 


EN   EL  MAR  69 

Puso  un  anzuelo  nuevo;  un  enorme 
gancho,  en  el  que  ensartó  varios  roveles,  y 
sin  soltar  el  timón  agarró  un  agudo  biche- 
ro. ¡Flojo  golpe  iba  á  soltarle  á  aquella  bes- 
tia estúpida  y  fornida  como  se  pusiera  á  su 
alcance  I 

El  aparejo  pendía  de  la  popa  casi  recto. 
La  barca  volvió  á  estremecerse,  pero  esta 
vez  de  un  modo  terrible.  El  atún  estaba 
bien  agarrado  y  tiraba  del  sólido  gancho, 
deteniendo  la  barca,  haciéndola  danzar  lo- 
camente sobre  las  olas. 

El  agua  parecía  hervir;  subían  á  la  su- 
perficie espumas  y  burbujas  en  turbio  re- 
molino, cual  si  en  la  profundidad  se  des- 
arrollase una  lucha  de  gigantes,  y  de  pronto 
la  barca,  como  agarrada  por  oculta  mano, 
se  acostó,  invadiendo  el  agua  hasta  la  mitad 
de  la  cubierta. 

Aquel  tirón  derribó  á  los  tripulantes. 
Antonio,  soltando  el  timón,  se  vio  casi  en 
las  olas;  pero  sonó  un  crujido  y  la  barca 
recobró  su  posición  normal.  Se  había  roto 
el  aparejo,  y  en  el  mismo  instante  apare 
ció  el  atún  junto  á  la  borda,  casi  á  ñor  de 
agua,  levantando  enormes  espumurajos  con 


60  V.    BLASCO  IBÁNfiZ 

SU  cola  poderosa.  ¡Ah,  ladrón!  ¡Por  fin  se 
ponía  á  tiro!  Y  rabiosamente,  como  si  se 
tratara  de  un  enemigo  implacable,  Antonia 
le  tiró  varios  golpes  con  el  bichero,  hun- 
diendo el  hierro  en  aquella  piel  viscosa. 
Las  aguas  se  tiñeron  de  sangre  y  el  animal 
se  hundió  en  un  rojo  remolino. 

Antonio  respiró  al  fin.  De  buena  se  ha- 
bían librado:  todo  duró  algunos  segundos; 
pero  un  poco  más,  y  se  hubieran  ido  al 
fondo. 

Miró  la  mojada  cubierta  y  vio  al  com- 
padre al  pie  del  mástil,  agarrado  á  él,  páli- 
do, pero  con  inalterable  tranquilidad. 

— Creí  que  nos  ahogábamos,   Antonio. 
¡Hasta  he  tragado  agua!  ¡Maldito  animal! 
Pero  buenos  golpes  le  has  atizado.  Ya  ve- 
rás como  no  tarda  en  salir  á  flote. 
— ¿Y  el  chico? 

Esto  lo  preguntó  el  padre  con  inquie- 
tud, con  zozobra,  como  si  temiera  la  res- 
puesta. 

No  estaba  sobre  cubierta.  Antonio  se 
deslizó  por  la  escotilla,  esperando  encon- 
trarlo en  la  cala.  Se  hundió  en  agua  hasta 
la  rodilla:  el  mar  la  había  inundado.  ¿Pero 


EN  EL  MAR  61 

quién  pensaba  en  esto?  Bascó  á  tientas  en 
el  reducido  y  obscuro  espacio,  sin  encon- 
trar mas  que  el  tonel  de  agua  y  los  apare- 
jos de  repuesto.  Volvió  á  cubierta  como  un 
loco. 

— |E1  chico!  ¡El  chico!...  ¡Mi  Antoñico! 

El  compadre  torció  el  gesto  tristemen- 
te. ¿No  estuvieron  ellos  próximos  á  ir  al 
agua?  Atolondrado  por  algún  golpe,  se  ha- 
bría ido  al  fondo  como  una  bala.  Pero  el 
compañero,  aunque  pensó  todo  esto,  nada 
dijo. 

Lejos,  en  el  sitio  donde  la  barca  había 
estado  próxima  á  zozobrar,  flotaba  un  ob- 
jeto negro  sobre  las  aguas. 
— ¡Allá  está! 

Y  el  padre  se  arrojó  al  agua,  nadando  vi- 
gorosamente, mientras  el  compañero  amai- 
naba la  vela. 

Nadó  y  nadó,  pero  sus  fuerzas  casi  le 
abandonaron  al  convencerse  de  que  el 
objeto  era  un  remo,  un  despojo  de  su 
barca. 

Cuando  las  olas  le  levantaban,  sacaba 
el  cuerpo  fuera  para  ver  más  lejos.  Agua 
por  todas  partes.  Sobre  el  mar  sólo  estaban 


62  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

él,  la  barca  que  se  aproximaba  y  una  curva 
negra  que  acababa  de  surgir  y  que  se  con- 
traía espantosamente  sobre  una  gran  man- 
cha de  sangre. 

El  atún  había  muerto...  i  Valiente  cosa  le 
importaba!  ¡La  vida  de  su  hijo  único,  de  su 
Antoñico,  á  cambio  de  la  de  aquella  bestial 
¡Dios!  ¿Era  esto  manera  de  ganarse  el  pan? 

Nadó  más  de  una  hora,  creyendo  á  cada 
rozamiento  que  el  cuerpo  de  su  hijo  iba  á 
surgir  bajo  sus  piernas,  imaginándose  que 
las  sombras  de  las  olas  eran  el  cadáver  del 
niño  que  flotaba  entre  dos  aguas. 

Allí  se  hubiera  quedado,  allí  habría 
muerto  con  su  hijo.  El  compadre  tuvo  que 
pescarlo  y  meterlo  en  la  barca  como  un 
niño  rebelde. 

— ¿Qué  hacemos,  Antonio? 

El  no  contestó. 
— No  hay  que  tomarlo  así,  hombre.  Son 
cosas  de  la  vida.  El  chico  ha  muerto  donde 
murieron  todos  nuestros  parientes,  donde 
moriremos  nosotros.  Todo  es  cuestión  de 
más  pronto  ó  más  tarde...  Pero  ahora,  á  lo 
que  estamos;  á  pensar  que  somos  unos  po- 
bres. 


EN  EL  MAR  63 

Y  preparando  dos  nudos  corredizos 
apresó  el  cuerpo  del  atún  y  lo  llevó  á  re- 
molque de  la  barca,  tiñendo  con  sangre  las 
espumas  de  la  estela. 

El  viento  les  favorecía,  pero  la  barca 
estaba  inundada,  navegaba  mal,  y  los  dos 
hombres,  marineros  ante  todo,  olvidaron 
la  catástrofe,  y  con  los  achicadores  en  la 
mano,  encorváronse  dentro  de  la  cala,  arro- 
jando paletadas  de  agua  al  mar. 

Así  pasaron  las  horas.  Aquella  ruda 
faena  embrutecía  á  Antonio,  le  impedía 
pensar;  pero  de  sus  ojos  rodaban  lágrimas 
y  más  lágrimas,  que,  mezclándose  con  el 
agua  de  la  cala,  caían  en  el  mar  sobre  la 
tumba  del  hijo. 

La  barca  navegaba  con  creciente  rapi- 
dez, sintiendo  que  se  vaciaban  sus  entrañas. 

El  puertecillo  estaba  á  la  vista,  con  sus 
masas  de  blancas  casitas  doradas  por  el  sol 
i         de  la  tarde. 

La  vista  de  tierra  despertó  en  Antonio 
el  dolor  y  el  espanto  adormecidos. 

— ¿Que  dirá  mi  mujer?  ¿Qué  dirá  mi  Ru- 
fina?— gemía  el  infeliz. 

Y  temblaba  como  todos  los  hombres 


64  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

enérgicos  y  audaces,  que  en  el  hogar  son 
esclavos  de  la  familia. 

Sobre  el  mar  deslizábase  como  una  ca- 
ricia el  ritmo  de  alegres  valses.  El  viento 
de  tierra  saludaba  á  la  barca  con  melodías 
vivas  y  alegres.  Era  la  música  que  tocaba 
en  el  paseo,  frente  al  Casino.  Por  debajo 
de  las  achatadas  palmeras  desfilaban,  como 
las  cuentas  de  un  rosario  de  colores,  las 
sombrillas  de  seda,  los  sombreritos  de  paja, 
los  trajes  claros  y  vistosos  de  toda  la  gente 
de  veraneo. 

Los  niños,  vestidos  de  blanco  y  rosa, 
saltaban  y  corrían  tras  sus  juguetes,  ó  for- 
maban alegres  corros  girando  como  ruedas 
de  colores. 

En  el  muelle  se  agolpaban  los  del  ofi- 
cio: su  vista,  acostumbrada  á  las  inmensi- 
dades del  mar,  había  reconocido  lo  que 
remolcaba  la  barca.  Pero  Antonio  sólo  mi- 
raba, al  extremo  de  la  escollera,  á  una  mu- 
jer alta,  escueta  y  negruzca,  erguida  sobre 
un  peñasco,  y  cuyas  faldas  arremolinaba  el 
viento. 

Llegaron  al  muelle.  ¡Qué  ovación!  To- 
dos querían  ver  de  cerca  el  enorme  animal. 


EN  EL  MAR  65 

Los  pescadores,  desde  sus  botes,"  lanzaban 
envidiosas  miradas;  los  pilletes,  desnudos, 
de  color  de  ladrillo,  echábanse  al  agua  para 
tocarle  la  enorme  cola. 

Rufina  se  abrió  paso  entre  la  gente,  lle- 
gando hasta  su  marido,  que  con  la  cabeza 
baja  y  una  expresión  estúpida  oía  las  feli- 
citaciones de  los  amigos. 

— ¿Y  el  chico?  ¿Dónde  está  el  chico? 
El  pobre  hombre  aún  bajó  más  su  cabe- 
za. La  hundió  entre  los  hombros,  como  si 
quisiera  hacerla  desaparecer,  para  no  oir, 
para  no  ver  nada. 

— ¿Pero  dónde  está  Antoñico? 
Y  Rufina,  con  los  ojos  ardientes,  como 
6Í  fuera  á  devorar  á  su  marido,  le  agarraba 
de  la  pechera,  zarandeando  rudamente  á 
aquel  hombrón.  Pero  no  tardó  en  soltarle, 
y  levantando  los  brazos,  prorrumpió  en  es- 
pantoso alarido. 

— ¡Ay,  Señor!...  ¡Ha  muerto!  ¡Mi  Antoñi- 
co se  ha  ahogado!  ¡Está  en  el  mar! 

— Sí,  mujer — dijo  el  marido  lentamente 
con  torpeza,  balbuceando  y  como  si  le  aho- 
garan las  lágrimas — .  Somos  muy  desgra- 
ciados. El  chico  ha  muerto;  está  donde  su 

6 


66  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

abuelo;  donde  estaré  yo  cualquier  día.  Del 
mar  comemos  y  el  mar  ha  de  tragarnos.., 
iQué  remedio!  No  todos  nacen  para  obis- 
pos. 

Pero  su  mujer  no  le  oía.  Estaba  en  el 
suelo,  agitada  por  una  crisis  nerviosa,  y  se 
revolcaba  pataleando,  mostrando  sus  flacas 
y  tostadas  desnudeces  de  animal  de  trabajo, 
mientras  se  tiraba  de  las  greñas,  arañándo- 
se el  rostro. 

— |Mi  hijol...  ¡Mi  Antoñicol... 

Las  vecinas  del  barrio  de  los  pescado- 
res acudieron  á  ella.  Bien  sabían  lo  que  era 
aquello:  casi  todas  habían  pasado  por  tran- 
ces iguales.  La  levantaron,  sosteniéndola 
con  sus  poderosos  brazos,  y  emprendieron 
la  marcha  hacia  su  casa. 

unos  pescadores  dieron  un  vaso  de 
vino  á  Antonio,  que  no  cesaba  de  llorar. 
Y  mientras  tanto,  el  compadre,  dominado 
por  el  egoísmo  brutal  de  la  vida,  regatea- 
ba bravamente  con  los  compradores  de 
pescado  que  querían  adquirir  la  hermosa 
pieza. 

Terminaba  la  tarde.  Las  aguas,  ondean- 
do suavemente,  tomaban  reflejos  de  oro. 


EN  EL  MAR  67 

Á  intervalos  sonaba  cada  vez  más  le- 
jos el  grito  desesperado  de  aquella  pobre 
mujer,  desgreñada  y  loca,  que  las  amigas 
empujaban  á  casa. 

— ¡Antoñico!  ¡Hijo  mío! 

Y  bajo  las  palmeras  seguían  desfilan- 
do los  vistosos  trajes,  los  rostros  felices  y 
sonrientes,  todo  un  mundo  que  no  había 
sentido  pasar  la  desgracia  junto  á  el,  que 
no  había  lanzado  una  mirada  sobre  el 
drama  de  la  miseria;  y  el  vals  elegante, 
rítmico  y  voluptuoso,  himno  de  la  alegre 
locura,  deslizábase  armonioso  sobre  las 
aguas,  acariciando  con  su  soplo  la  eterna 
hermosura  del  mar. 


¡Hombre  al  agua! 


Al  cerrar  la  noche,  salió  de  Torrevieja 
el  laúd  San  Rafael^  con  cargamento  de  sal 
para  Gibraltar. 

La  cala  iba  atestada,  y  sobre  cubierta 
amontonábanse  los  sacos,  formando  una 
montaña  en  torno  del  palo  mayor.  Para 
pasar  de  proa  á  popa,  los  tripulantes  iban 
por  las  bordas,  sosteniéndose  con  peligroso 
equilibrio. 

La  noche  era  buena;  noche  de  verano, 
con  estrellas  á  granel  y  un  vientecillo  fres- 
co algo  irregular,  que  tan  pronto  hinchaba 
la  gran  vela  latina,  hasta  hacer  gemir  el 
mástil,  como  cesaba  de  soplar,  cayendo  des- 
mayada la  inmensa  lona  con  ruidoso  aleteo. 

La  tripulación,  cinco  hombres  y  un 
muchacho,  cenó  después  de  la  maniobra 


70  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

de  salida,  y  una  vez  rebañado  el  humean- 
te caldero,  en  el  que  hundían  su  mendru- 
go con  marinera  fraternidad  desde  el  pa- 
trón al  grumete,  desaparecieron  por  la 
escotilla  todos  los  libres  de  servicio,  para 
reposar  sobre  la  dura  colchoneta,  con  los 
vientres  hinchados  de  vino  y  zumo  de 
sandía. 

Quedó  en  el  timón  el  tío  Chispas,  un 
tiburón  desdentado,  que  acogió  con  gru- 
ñidos de  impaciencia  las  últimas  indicacio- 
nes del  patrón,  y  junto  á  él  su  protegido 
Juanillo,  un  novato  que  hacía  en  el  San 
Rafael  su  primer  viaje,  y  le  estaba  muy 
agradecido  al  viejo,  pues  gracias  á  él  había 
entrado  en  la  tripulación,  matando  así  su 
hambre,  que  no  era  poca. 

El  mísero  laúd  antoj  abásele  al  mucha- 
cho un  navio  almirante,  un  buque  encan- 
tado, navegando  por  el  mar  de  la  abun- 
dancia. La  cena  de  aquella  noche  era  la 
primera  cena  seria  que  había  hecho  en  su 
vida. 

Había  llegado  á  los  diez  y  nueve  años, 
hambriento  v  casi  desnudo  como  un  salva- 
je,  durmiendo  en  la  torcida  barraca  donde 


¡HOMBRE   AL  AGüa!  71 

gemía  y  rezaba  su  abuela,  inmóvil  por  el 
reuma:  de  día  ayudaba  á  botar  las  barcas, 
descargaba  cestas  de  pescado,  ó  iba  de  pa- 
rásito en  las  lanchas  que  perseguían  al 
atún  y  la  sardina,  para  llevar  á  casa  un  pu- 
ñado de  pesca  menuda.  Pero  ahora,  gracias 
al  tío  Chispas,  que  le  tenía  ley  por  haber 
conocido  á  su  padre,  era  todo  un  marine- 
ro, estaba  en  camino  de  ser  algo,  podía  con 
todo  derecho  meter  su  brazo  en  el  caldero, 
y  hasta  llevaba  zapatos,  los  primeros  de  su 
vida,  unas  soberbias  piezas  capaces  de  na- 
vegar como  una  fragata,  que  le  sumían  en 
éxtasis  de  adoración.  ¡Y  aún  dicen  que  si 
el  mar!...  Vamos,  hombre.  El  mejor  oficio 
del  mundo. 

El  tío  CJdspas,  sin  apartar  la  vista  de 
la  proa  ni  las  manos  del  timón,  agachán- 
dose para  sondear  la  obscuridad  por  entre 
la  vela  y  el  montón  de  sacos,  le  escuchaba 
con  sonrisa  marrullera. 

— Sí;  no  has  escogido  mal  oficio.  Pero 
tiene  quiebras.  Las  verás...  cuando  tengas 
mis  años...  Pero  tu  sitio  no  es  aquí:  anda 
á  proa  y  avisa  si  ves  por  delante  alguna 
barca. 


72  y.   BLASCO  IBÁÑEZ 

Juanillo  corrió  por  la  borda  con  la  se- 
gura tranquilidad  de  un  pillo  de  playa. 
— Cuidado,  muchacho,  cuidado. 

Pero  el  ya  estaba  en  la  proa,  y  se  sentó 
junto  al  botalón,  escudriñando  la  negra  su- 
perficie del  mar,  en  cuyo  fondo  se  reñeja- 
ban  como  serpeantes  hilos  de  luz  las  inquie- 
tas estrellas. 

El  laúd,  panzudo  y  pesado,  caía  tras 
cada  ola  con  un  solemne  ¡cJiap!  que  hacía 
^saltar  las  gotas  hasta  la  cara  de  Juanillo: 
dos  hojas  de  espuma  fosforescentes  resbala- 
ban por  ambos  lados  de  la  gruesa  proa,  y 
la  hinchada  vela,  con  el  vértice  perdido  en 
la  obscuridad,  parecía  arañar  la  bóveda  del 
cielo. 

¿Qué  rey  ni  qué  almirante  estaba  me- 
jor que  el  serviola  del  San  Rafael?... 
¡Brrru!  Su  estómago  repleto  le  saludaba 
con  eructos  de  satisfacción.  |V"ida  más  her- 
mosa!... 

— ¡Tío  Chispas!...  Un  cigarro. 
—  Ven  por  él. 

Juanillo  corrió  por  la  borda  del  lado 
contrario  al  viento.  Era  un  momento  de 
calma,  y  la  vela  rizábase  con  fuertes  palpi- 


¡HOMBRE  AL  AGUA  I  73 

taciones,  próxima  á  caer  desmayada  á  lo 
largo  del  mástil.  Pero  vino  una  ráfaga,  y  la 
barca  se  inclinó  con  rápido  movimiento; 
Juanillo,  para  guardar  el  equilibrio,  agarró- 
se al  borde  de  la  vela,  y  en  el  mismo  instan- 
te ésta  se  hinchó  como  si  fuera  á  estallar, 
lanzando  al  laúd  en  una  carrera  veloz  y 
empujando  con  fuerza  tan  irresistible  todo 
el  cuerpo  del  muchacho,  que  lo  disparó 
como  una  catapulta. 

En  el  ruido  de  las  aguas  al  tragarse  á 
Juanillo  creyó  oir  éste  un  grito,  palabras 
algo  confusas;  tal  vez  el  viejo  timonel  que 
gritaba:  '<  ¡Hombre  al  agua!  > 

Bajó  mucho,  ¡mucho!  atolondrado  por 
el  golpe,  por  lo  inesperado  de  la  caída; 
pero  antes  de  darse  cuenta  exacta  de  ello 
vióse  otra  vez  en  la  superficie  del  mar  bra- 
ceando, absorbiendo  con  furia  el  fresco 
viento...  ¿Y  la  barca?  No  la  vio  ya.  El  mar 
estaba  obscurísimo;  más  obscuro  que  visto 
desde  la  cubierta  del  laúd. 

Creyó  distinguir  una  mancha  blanca, 
un  fantasma  que  flotaba  á  lo  lejos  sobre  las 
olas,  y  nadó  hacia  él.  Pero  de  pronto  ya  no 
lo  vio  allí,  sino  en  lugar  opuesto,  y  cambió 


74  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

de   dirección,    desorientado,  nadando  con 
fuerza,  pero  sin  saber  dónde  iba. 

Los  zapatos  pesaban  como  si  fuesen  de 
plomo:  ¡malditos!  ¡la  primera  vez  que  los 
usaba!  La  gorra  le  martirizaba  las  sienes; 
los  pantalones  tiraban  de  él  como  si  llega- 
sen hasta  el  fondo  del  mar  y  fuesen  ba- 
rriendo las  algas. 

— Calma,  Juanillo,  calma. 

Y  arrojó  la  gorra,  lamentando  no  po- 
der hacer  lo  mismo  con  los  zapatos. 

r 

Tenía  confianza.  El  nadaba  mucho:  se 
sentía  con  aguante  para  dos  horas.  Los  de 
la  barca  virarían  para  pescarle:  un  remo- 
jón y  nada  más...  ¿pues  qué  así  como  así 
mueren  los  hombres?  En  un  temporal, 
como  habían  muerto  su  padre  j^  su  abuelo, 
bueno,  pero  en  noche  tan  hermosa  y  con 
buena  mar,  morir  empujado  por  una  vela 
sería  una  muerte  de  tonto. 

Y  nadaba  y  nadaba,  siempre  creyendo 
ver  aquel  fantasma  indeciso  que  cambiaba 
de  sitio,  esperando  que  de  la  obscuridad 
surgiera  el  San  Rafael  viniendo  en  su  busca. 

— ¡Ah  de  la  barca!  ¡Tío  Cliispas!...  ¡Pa- 
trón! 


¡HOMBRE  AL  AGUA!  75 

Pero  el  gritar  le  fatigaba  y  dos  ó  tres 
veces  las  olas  le  taparon  la  boca.  ¡Maldi- 
tas!... Desde  la  barca  parecían  insignifi- 
cantes, pero  en  medio  del  mar,  hundido 
hasta  el  cuello  y  obligado  á  un  continuo 
manoteo  para  sostenerse,  le  asfixiaban,  le 
golpeaban  con  su  sorda  ondulación,  abrían 
ante  él  hondas  y  movibles  zanjas,  cerrándo- 
las en  seguida  como  para  tragarle. 

Seguía  creyendo,  pero  con  cierta  in- 
quietud, en  sus  dos  horas  de  aguante.  Sí; 
contaba  con  ellas.  Dos  horas  y  más  nada- 
ba allá  en  su  playa  sin  cansancio.  Pero 
era  en  las  horas  de  sol,  en  aquel  mar  de 
cristal  azul,  viendo  allá  bajo,  á  través  de 
fantástica  transparencia,  las  rocas  amari- 
llas con  sus  hierbajos  puntiagudos  como 
ramos  de  coral  verde,  las  conchas  de  color 
rosa,  las  estrellas  de  nácar,  las  flores  lumi- 
nosas de  pétalos  carnosos  estremeciéndose 
al  ser  rozados  por  el  vientre  de  plata  de 
los  peces;  y  ahora  estaba  en  un  mar  de 
tinta,  perdido  en  la  obscuridad,  agobiado 
por  sus  ropas,  teniendo  bajo  sus  pies  ¡quién 
sabe  cuántos  barcos  destrozados,  cuántos 
cadáveres  descarnados  por  los  peces  fero- 


76  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

ees!  Y  estremecíase  al  contacto  de  su  moja- 
do pantalón,  creyendo  sentir  el  rozamiento 
de  agudos  dientes. 

Cansado,  desfallecido,  se  echó  de  espal- 
das, dejándose  llevar  por  las  olas.  El  sabor 
de  la  cena  le  subía  á  la  boca.  ¡Maldita  co- 
mida, y  cuánto  cuesta  de  ganar!  Acabaría 
por  morir  allí  tontamente...  Pero  el  instin- 
to de  conservación  le  hizo  incorporarse. 
Tal  vez  le  buscaban,  y  estando  tendido 
pasarían  cerca  de  él  sin  verle.  Otra  vez  á 
nadar,  con  el  ansia  de  la  desesperación, 
incorporándose  en  la  cresta  de  las  olas  para 
ver  más  lejos,  yendo  tan  pronto  á  un  lado 
como  á  otro,  agitándose  siempre  en  un  mis- 
mo círculo. 

Le  abandonaban  como  si  fuese  un  tra- 
po caído  de  la  barca,  ¡Dios  mío!  ¿Así  se 
olvida  á  un  hombre?...  Pero  no;  tal  vez  le 
buscaban  en  aquel  momento.  Un  barco  co- 
rre mucho;  por  pronto  que  hubiesen  subida 
á  cubierta  y  arriado  vela,  ya  estarían  á  más 
de  una  milla. 

Y  acariciando  esta  ilusión,  se  hundía 
dulcemente  como  si  tirasen  de  sus  pesados 
zapatos.    Sintió  en  la  boca   la  amargura 


¡HOMBRE  AL  AGüA!  77 

salitrosa;  cegaron  sus  ojos,  las  aguas  se 
cerraron  sobre  su  rapada  cabeza;  pero  entre 
dos  olas  se  formó  un  pequeño  remolino, 
asomaron  unas  manos  crispadas  y  volvió 
á  salir. 

Los  brazos  se  dormían;  la  cabeza  se  in- 
clinaba sobre  el  pecho  como  vencida  por  el 
sueño.  A  Juanillo  le  pareció  cambiado  el 
cielo:  las  estrellas  eran  rojas,  como  salpica- 
duras de  sangre.  Ya  no  le  infundía  miedo 
el  mar;  sentía  el  deseo  de  abandonarse  sobre 
las  aguas,  de  descansar. 

Se  acordaba  de  la  abuela,  que  á  aquellas 
horas  estaría  pensando  en  él.  Y  quiso  rezar 
como  mil  veces  había  oído  á  su  pobre  vieja. 
«Padre  nuestro  que  estás...»  Rezaba  mental- 
mente, pero  sin  darse  cuenta  de  ello,  su  len- 
gua se  movió  y  dijo  con  una  voz  tan  ronca 
que  le  pareció  de  otro: 

— ¡Cochinos!  ¡ladrones!  ¡Me  abandonan! 

Se  hundía  otra  vez:  desapareció  pugnan- 
do en  vano  por  sostenerse.  Alguien  tiraba 
de  sus  zapatos...  Buceó  en  la  obscuridad, 
sorbiendo  agua,  inerte,  sin  fuerzas,  pero 
sin  saber  cómo,  volvió  otra  vez  á  la  su- 
perficie. 


78  V.   BLASCO  IBÁ*EZ 

Ahora  las  estrellas  eran  negras,  más 
negras  que  el  cielo,  destacándose  como  go- 
tas de  tinta. 

Se  acabó.  Esta  vez  se  iba  al  fondo  de 
veras:  su  cuerpo  era  de  plomo.  Y  bajó  en 
línea  recta,  arrastrado  por  sus  zapatos  nue- 
vos, y  en  su  caída  al  abismo  de  los  barcos 
rotos  y  los  esqueletos  devorados,  el  cere- 
bro, cada  vez  más  envuelto  en  densas  ne- 
blinas, iba  repitiendo: 

— Padre  nuestro...  Padre  nuestro...  ¡la- 
drones! ¡granujas!  ¡Me  han  abandonado! 


Un   silbido 


El  entusiasmo  caldeaba  el  teatro.  ¡Qué 
debut!  ¡Qué  Lohengrin!  ¡Qué  tiple  aquella! 

Sobre  el  rojo  de  las  butacas  destacá- 
banse en  el  patio  las  cabezas  descubiertas 
ó  las  torres  de  lazos,  flores  y  tules,  inmó- 
viles, sin  que  las  aproximara  el  cuchicheo 
ni  el  fastidio;  en  los  palcos  silencio  abso- 
luto; nada  de  tertulias  y  conversaciones  á 
media  voz;  arriba,  en  el  infierno  de  la  filar- 
monía rabiosa,  llamado  irónicamente  paraí- 
so, el  entusiasmo  se  escapaba  prolongado  y 
ruidoso,  como  un  inmenso  suspiro  de  satis- 
facción, cada  vez  que  sonaba  la  voz  de  la 
tiple,  dulce,  poderosa  y  robusta.  ¡Qué  no- 
chel  Todo  parecía  nuevo  en  el  teatro.  La 
orquesta  era  de  ángeles:  hasta  la  araña  del 
centro  daba  más  luz. 


80  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

En  aquel  entusiasmo  tomaba  no  poca 
parte  el  patriotismo  satisfecho.  La  tiple  era 
española,  la  López^  sólo  que  ahora  se  anun- 
ciaba con  el  apellido  de  su  esposo  el  tenor 
Franchetti;  un  gran  artista  que,  casándose 
con  ella,  la  había  hecho  ascender  á  la  cate- 
goría de  estrella.  ¡Yaya  una  mujer!  Legítima 
de  la  tierra.  Esbelta,  arrogante;  brazos  y 
garganta  con  adorables  redondeces,  y  los 
blancos  tules  de  Elsa  amplios  en  la  cintura, 
pero  estrechos  y  casi  estallando  con  la 
presión  de  soberbias  curvas.  Sus  ojos  ne- 
gros, rasgados,  de  sombrío  fuego,  contras- 
taban con  la  rubia  peluca  de  la  condesa  de 
Brabante.  La  hermosa  española  era  en  la 
escena  la  mujer  tímida,  dulce  y  resignada 
que  soñó  Wágner,  confiando  en  la  fuerza 
de  su  inocencia,  esperando  el  auxilio  de  lo 
desconocido. 

Al  relatar  su  ensueño  ante  el  empera- 
dor y  su  corte,  cantó  con  expresión  tan 
vagorosa  y  dulce,  los  brazos  caídos  y  la 
extática  mirada  en  lo  alto,  como  si  viese 
llegar  montado  en  una  nube  al  misterioso 
paladín,  que  el  público  no  pudo  contener- 
se ya,  y  como  la  retumbante  descarga  de 


ÜN   SILBIDO  81 

una  fila  de  cañones,  salió  de  todos  los 
huecos  del  teatro,  hasta  de  los  pasillos,  la 
atronadora  detonación  de  aplausos  y  gri- 
tos. 

La  modestia  y  la  gracia  con  que  salu- 
daba enardeció  aún  más  al  público.  ¡Qué 
mujer!  Una  verdadera  señora;  y  en  cuan- 
to á  buenos  sentimientos,  todos  recorda- 
ban deíalles  de  su  biografía.  Aquel  padre 
anciano,  al  que  todos  los  meses  enviaba 
una  pensión  para  que  viviera  con  decencia: 
un  viejo  feliz,  que  desde  Madrid  seguía  la 
carrera  de  triunfos  de  su  hija  por  todo  el 
mundo. 

Aquello  era  conmovedor.  Algunas  se- 
ñoras se  llevaban  á  los  ojos  una  punta  del 
guante,  y  en  el  paraíso,  un  vejete  llori- 
queaba metiendo  la  nariz  en  el  embozo  de 
la  capa  para  sofocar  sus  gemidos.  Los  ve- 
cinos se  reían. 

¡Yamos  hombre,  que  no  era  para  tanto! 

La  representación  seguía  su  curso  en 
medio  de  los  ecos  del  entusiasmo.  Ahora 
el  heraldo  invitaba  á  los  presentes,  por  si 
alguno  quería  defender  á  Elsa.  Bueno, 
adelante.  Aquel  público,  que  se  sabía  de 

6 


82  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

memoria  la  ópera,  estaba  en  el  secreto. 
No  se  presentaría  ningún  guapo.  Después^ 
con  acompañamiento  de  tétrica  música^ 
avanzaron  las  damas  veladas  para  llevarse 
la  condesa  al  suplicio.  Todo  era  broma; 
Elsa  estaba  segura.  Pero  cuando  los  bra- 
vos guerreros  brabanzones  se  agitaron  en 
la  escena,  viendo  á  lo  lejos  el  misterio^so 
cisne  y  su  barquilla,  y  se  fué  armando  en 
la  imperial  corte  una  batahola  de  dos  mil 
demonios,  el  público,  por  acción  refleja,  se 
movió  ruidosamente,  arrellanándose  en  el 
asiento,  tosiendo,  suspirando,  revolviéndo- 
se para  hacer  provisión  de  silencio.  ¡Qué 
emoción!  Iba  á  presentarse  Franchetti,  el 
famoso  tenor,  un  gran  artista  de  quien  se 
murmuraba  que  habíase  casado  con  la 
López  buscando  una  compensación  á  sub 
facultades  decadentes  en  la  frescura  y  va- 
lentía de  su  mujer.  Aparte  de  esto,  un 
maestrazo  que  sabía  salir  triunfante  con 
auxilio  del  arte. 

|Ah!...  Ya  estaba  allí,  de  pie  en  el  es- 
quife, apoyado  en  larga  espada,  el  escudo 
embrazado,  cubierto  el  pecho  de  escamas 
de  acero,  irguiendo  su  arrogante  figura  de 


^. 


UN   SILBIDO  83 

buen  mozo  festejado  por  toda  la  aristocra- 
cia de  Europa,  y  deslumbrando  de  cabeza 
á  pies,  cual  un  pescado  de  plata  envuelto 
en  seda. 

Silencio  absoluto;  aquello  parecía  una 
iglesia.  El  tenor  miraba  su  cisne,  como  si 
allí  no  hubiese  otro  ser  digno  de  atención, 
y  en  el  místico  ambiente  fué  desarrollándose 
un  hilo  de  voz  tenue,  dulce,  vagoroso,  cual 
si  viniera  de  una  distancia  invisible. 

¡Mercé,  mercé,  cigno  gentihl... 

¿Qué  fué  lo  que  estremeció  todo  el  tea- 
tro, poniendo  de  pie  á  los  espectadores? 
Algo  estridente,  como  si  acabara  de  rasgar- 
se la  vieja  decoración  del  fondo;  un  silbido 
rabioso,  feroz,  desesperado,  que  pareció  ha- 
cer oscilar  las  luces  de  la  sala. 

¡Silbar  á  Franchetti  antes  de  oirle!  ¡Un 
tenor  de  cuatro  mil  francos!  La  gente  de 
palcos  y  butacas  miró  al  paraíso  con  el  ceño 
fruncido;  pero  arriba  la  protesta  fué  más 
ruidosa.  ¡Granuja!  ¡Canalla!  ¡Golfo!  ¡A  la 
cárcel  con  él!  Y  todo  el  público,  arremoli- 
nándose, de  pie  y  con  el  puño  amenazante, 
señalaba  al  vejete  que,  cuando  cantaba  la 
tiple,  metía  la  nariz  en  la  capa  para  llorar, 


84  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

y  ahora  se  erguía  intentando  en  vano  ha- 
cerse  oir.  ¡A  la  cárcel!  ¡A  la  cárcel! 

Pisando  gente  entró  la  pareja,  y  el  vie- 
jo pasó  á  empujones  de  banco  en  banco, 
abofeteando  á  todos  con  su  capa  caída  y 
contestando  con  desesperados  manoteos  á 
los  insultos  y  amenazas,  mientras  que  el 
público  rompía  á  aplaudir  estrepitosamen- 
te, para  animar  á  Franchetti,  que  había  in- 
terrumpido su  canto. 

En  el  pasillo  detuviéronse  el  viejo  y  los 
guardias,  respirando  ansiosamente,  magu- 
llados por  el  gentío.  Algunos  espectadores 
les  siguieron. 

— ¡Parece  imposible! — dijo  uno  de  los 
guardias — .  Una  persona  de  edad  y  que  pa- 
rece decente... 

— ¿Y  usted  qué  sabe? — gritó  el  viejo  con  ii 
expresión  agresiva—.  Mis  razones  tengo  i 
para  hacer  lo  que  he  hecho.  ¿Sabe  usted 
quien  soy  yo?  Pues  soy  el  padre  de  Conchita, 
de  esa  que  se  llama  en  el  cartel  la  Franchetti, 
de  la  que  aplauden  con  tanto  entusiasmo 
los  imbéciles.  ¡Qué  tal!...  ¿Les  parece  raro 
que  silbe?...  También  3^0  he  leído  los  perió- 
dicos; ¡qué  modo  de  mentir!  «La  hija  aman- 


á 


UN   SILBIDO  .  85 

tísima...»  «El  padre  querido  y  feliz... >  ¡Men- 
tira,  todo  mentira!  Mi  hija  ya  no  es  mi  hija, 
es  un  culebrón,  y  ese  italiano  un  granuja. 
Sólo  se  acuerda  de  mí  para  enviarme  una 
limosna,  ¡como  si  el  corazón  comiera  y  le 
contentase  el  dinero!  Yo  no  tomo  un  cuarto 
de  ellos:  primero  morir;  prefiero  molestar 
á  los  amigos. 

Ahora  sí  que  era  oído  el  viejo.  Los  que 
le  rodeaban  sentían  hambrienta  curiosidad 
ante  una  historia  que  tan  de  cerca  tocaba 
á  dos  celebridades  artísticas.  Y  el  señor  Ló- 
pez, insultado  por  todo  un  público,  deseaba 
comunicar  á  alguien  su  indignación,  aun- 
que fuese  á  los  guardias. 

— No  tengo  más  familia  que  esa.  Com- 
prendan mi  situación.  Se  crió  en  mis  bra- 
zos: la  pobrecita  no  conoció  á  su  madre. 
Sacó  voz;  dijo  que  quería  ser  tiple  ó  morir,  y 
aquí  tienen  ustedes  al  bonachón  de  su  pa- 
dre decidido  á  que  fuese  una  celebridad  ó 
á  morir  con  ella.  Los  maestros  dijeron:  |á 
Milán!  Y  allá  va  el  señor  López  con  su  niña, 
después  de  dimitir  su  empleo  y  vender  los 
cuatro  terrones  heredados  de  su  padre. 
¡Válgame  Dios  y  cuánto  he  sufrido!  ¡Cuan- 


86  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

to  ho  trotado  antes  del  debut,  de  maestro 
en  maestro  y  de  empresario  en  empresario! 
¡Qué  humillaciones,  qué  vigilancias  para 
guardar  á  mi  niña,  y  qué  privaciones;  sí, 
señores,  privaciones  y  hasta  hambre,  cuida- 
dosamente ocultada,  para  que  nada  faltase 
á  la  señorita!  Y  cuando  cantó  por  fin  y 
comenzó  á  sonar  su  nombre,  cuando  yo  me 
extasiaba  ante  los  resultados  de  mi  sacri- 
ficio, llega  ese  fantasmón  de  Franchetti,  y 
cantando  sobre  las  tablas  dúos  y  más  dúos 
de  amor,  acaban  por  enamoricarse,  y  tengo 
que  casar  á  la  niña  para  que  no  me  ponga 
mal  gesto  ni  me  parta  el  alma  con  sus  llo- 
ros. Ustedes  no  saben  lo  que  es  un  matri- 
monio de  cantantes.  El  egoísmo  haciendo 
gorgoritos.  Ni  cariño,  ni  corazón,  ni  nada; 
la  voz,  sólo  la  voz.  Al  ladrón  de  mi  yerno 
le  molesté  desde  el  primer  momento;  tenía 
celos  de  mí,  quería  alejarme  para  dominar 
en  absoluto  á  su  mujer;  y  ella,  que  ama  á 
ese  payaso,  que  cada  vez  está  más  unida  á 
el  por  las  ovaciones,  dijo  que  sí  á  todo.  ¡Las 
exigencias  del  arte!  ¡Su  modo  de  vivir,  que 
no  les  permite  deberse  á  la  familia,  sino  al 
arte!  Estas  fueron  sus  excusas,  y  me  envia- 


UN  SILBIDO  _  87 

ron  á  España;  y  yo,  por  reñir  con  ese  far- 
dante, reñí  con  mi  hija.  Hasta  hoy  no  les 
había  visto...  Señores,  llévenme  ustedes 
donde  quieran,  pero  declaro  que  siempre 
que  pueda  vendré  á  silbar  á  ese  ladrón  ita- 
liano... He  estado  enfermo,  estoy  solo:  pues 
revienta,  viejo,  como  si  no  tuvieras  hija. 
Tu  Conchita  no  es  tuya;  es  de  Franchetti... 
pero  no;  es  del  arte.  Y  ahora  digo  yo:  Si  el 
arte  consiste  en  que  las  hijas  olviden  á  los 
padres  que  por  ellas  se  sacrificaron,  digo 
que  me  futro  en  el  arte  y  que  más  me  ale- 
graría encontrarme  á  mi  Concha  al  entrar 
en  casa  remendando  mis  calcetines. 


Lobos  de  mar 


Retirado  de  los  negocios  después  de 
cuarenta  años  de  navegación  con  toda  cla- 
se de  riesgos  y  aventuras,  el  capitán  Lio- 
vet  era  el  vecino  más  importante  del  Ca- 
bañal, una  población  de  casas  blancas  de 
un  solo  piso,  de  calles  anchas,  rectas  y 
ardientes  de  sol,  semejante  á  una  pequeña 
ciudad  americana. 

La  gente  de  Valencia  que  veraneaba 
allí  miraba  con  curiosidad  al  viejo  lobo 
de  mar,  sentado  en  un  gran  sillón  bajo  el 
toldo  de  listada  lona  que  sombreaba  la 
puerta  de  su  casa.  Cuarenta  años  pasados 
á  la  intemperie,  en  la  cubierta  de  su  buque, 
sufriendo  la  lluvia  y  los  rociones  del  oleaje, 
le  habían  infiltrado  la  humedad  hasta  los 
mismos  huesos,  y,  esclavo  del  reuma,  per- 


90  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

tnanecía  los  más  de  los  días  inmóvil  en  su 
sillón,  prorrumpiendo  en  quejidos  y  jura- 
mentos cada  vez  que  se  ponía  en  pie.  Alto, 
musculoso,  con  el  vientre  hinchado  y  caído 
sobre  las  piernas,  la  cara  bronceada  por  el 
isol  y  cuidadosamente  afeitada,  el  capitán 
parecía  un  cura  en  vacaciones,  tranquilo  y 
bonachón  en  la  puerta  de  su  casa.  Sus  ojos 
grises,  de  mirada  fija  ó  imperativa,  ojos  de 
hombre  habituado  al  mando,  eran  lo  único 
que  justificaba  la  fama  del  capitán  Llovet, 
la  leyenda  sombría  que  flotaba  en  torno  de 
8X1  nombre. 

Había  pasado  su  vida  en  continua  lu- 
cha con  la  marina  real  inglesa,  burlando 
ia  persecución  de  los  cruceros  en  su  famo- 
so bergantín  repleto  de  carne  negra,  que 
transportaba  desde  la  costa  de  Guinea  á 
las  Antillas.  Audaz  y  de  una  frialdad  inal- 
terable, jamás  le  vieron  oscilar  sus  mari- 
neros. 

Contábanse  de  él  cosas  horripilantes. 
Cargamentos  enteros  de  negros  arrojados 
al  agua  para  librarse  del  crucero  que  le 
daba  caza;  los  tiburones  del  Atlántico  acu- 
diendo á  bandadas,  haciendo  hervir  las  olas 


LOBOS  DE  MAR  91 

con  SU  fúnebre  coleteo,  cubriendo  el  mar 
de  manchas  de  sangre,  repartiéndose  á  den- 
telladas los  esclavos,  que  agitaban  con  des- 
esperación sus  brazos  fuera  del  agua;  su- 
blevaciones de  tripulación  contenidas  por 
él  solo  á  tiros  y  hachazos;  raptos  de  ciega 
cólera  en  los  que  corría  por  cubierta  como 
una  fiera;  hasta  se  hablaba  de  cierta  mujer 
que  le  acompañaba  en  sus  viajes,  la  cual, 
desde  el  puente,  fue  arrojada  al  mar  por  el 
iracundo  capitán  después  de  una  disputa 
por  celos.  Y  junto  con  esto,  inesperados 
arranques  de  generosidad:  socorros  á  ma- 
nos llenas  á  las  familias  de  sus  marineros. 
En  un  arrebato  de  cólera  era  capaz  de 
matar  á  uno  de  los  suyos;  pero  si  alguien 
caía  al  agua,  se  arrojaba  para  salvarle,  sin 
miedo  al  mar  ni  á  sus  voraces  bestias.  En- 
loquecía de  furor  si  los  compradores  de 
negros  le  engañaban  en  unas  cuantas  pe- 
setas, y  en  la  misma  noche  gastaba  tres  ó 
cuatro  mil  duros  celebrando  una  de  aque- 
llas orgías  que  le  habían  hecho  famoso  en 
la  Habana.  «Pega  antes  que  habla»,  decían 
de  él  los  marineros,  y  recordaban  que,  en 
alta   mar,    sospechando   que   su   segundo 


92  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

conspiraba  contra  él,  le  había  deshecho  el 
cráneo  de  iin  pistoletazo.  Aparte  de  esto, 
un  hombre  divertidísimo,  á  pesar  de  su 
cara  fosca  y  su  mirada  dura.  En  la  playa 
del  Cabañal,  la  gente,  reunida  á  la  sombra 
de  las  barcas,  reía  recordando  sus  bromas. 
Una  vez  dio  un  convite  á  bordo  al  reyezue- 
lo africano  que  le  vendía  los  esclavos,  y 
viendo  borrachos  á  la  negra  majestad  y  sus 
cortesanos,  hizo  como  el  negrero  de  Meri- 
mee:  desplegó  velas  y  los  vendió  como  es- 
clavos. Otra  vez,  viéndose  perseguido  por 
un  crucero  británico,  desfiguró  su  buque  en 
una  sola  noche,  pintándolo  de  otro  color  y 
cambiando  la  arboladura.  Los  capitanes  in- 
gleses tenían  datos  en  abundancia  para  co- 
nocer  el  buque  del  audaz  negrero;  pero 
como  si  no  tuvieran  nada.  El  capitán  Llovet, 
como  decían  en  la  playa,  era  un  gitano  de 
mar,  y  trataba  su  barco  como  á  un  burro 
de  feria,  haciéndole  sufrir  transformacio- 
nes maravillosas. 

Cruel  y  generoso,  pródigo  de  su  sangre 
y  de  la  ajena,  duro  para  el  negocio  y  ma- 
nirroto para  el  placer,  los  negociantes  de 
Cuba  le  habían  apodado  el  Capitán  Magni 


LOBOS   DE  MAR  93 

-fico,  y  así  seguían  llamándole  los  pocos  ma- 
rineros de  su  antigua  tripulación  que  aún 
arrastraban  por  la  playa  las  piernas  reumá- 
ticas, tosiendo  y  encorvando  el  pecho. 

Casi  arruinado  por  empresas  comercia- 
les, al  retirarse  de  la  trata  se  había  metido 
en  su  casa  del  Cabañal,  viendo  pasar  la  vida 
ante  su  puerta,  sin  otra  distracción  que 
jurar  como  un  condenado  cuando  el  reuma 
le  hacía  permanecer  inmóvil  en  su  asiento. 
Por  una  respetuosa  admiración  venían  á 
sentarse  en  la  acera  algunos  de  aquellos 
vejestorios  que  habían  recibido  de  él  en 
otro  tiempo  órdenes  y  palos,  y  juntos  ha- 
blaban con  cierta  melancolía  de  la  gran  ca- 
lle, como  el  capitán  llamaba  al  Atlántico, 
contando  las  veces  que  habían  pasado  de 
una  acera  á  otra,  de  África  á  América,  co- 
rriendo temporales  y  chasqueando  á  los 
polizontes  del  mar.  En  verano,  los  días  que 
no  apretaba  el  dolor  y  las  piernas  estaban 
fuertes,  bajaban  á  la  playa,  y  el  capitán, 
enardecido  á  la  vista  del  mar,  desahogaba 
sus  dos  odios.  Odiaba  á  luglaterra  por  ha- 
ber oído  silbar  más  de  una  vez  las  balas  de 
sus  cañones.  Odiaba  la  navegación  á  vapor 


94  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

como  un  sacrilegio  marítimo.  Aquellos  pe- 
nachos de  humo  que  pasaban  por  el  hori- 
zonte eran  los  funerales  de  la  marina.  Ya 
no  quedaban  sobre  el  agua  hombres  de  ofi- 
cio; ahora  el  mar  era  de  los  fogoneros. 

En  los  días  tempestuosos  del  invierno, 
siempre  le  veían  en  la  playa  con  la  nariz 
palpitante,  olfateando  la  tormenta,  como  si 
aún  estuviera  sobre  cubierta  preparándose 
á  resistir  el  tiempo. 

Una  mañana  lluviosa  vio  correr  la 
gente  hacia  el  mar,  y  allá  fué  él,  contestan- 
do con  gruñidos  á  la  familia,  que  le  habla- 
ba de  su  reuma.  Entre  las  negras  barcas 
encalladas  en  la  orilla  destacábanse  sobre 
el  mar,  lívido  y  cubierto  de  espum.arajoSy 
los  grupos  de  blusas  azules,  las  faldas  on- 
deantes por  el  vendaval,  con  las  que  se 
resguardaban  de  la  lluvia  las  mujereSo 
Lejos,  en  la  bruma  que  cerraba  el  horizon- 
te, corrían  como  ovejas  asustadas  las  bar- 
cas pescadoras,  con  la  vela  casi  recogida 
y  negruzca  por  el  agua,  sosteniendo  una 
lucha  de  terribles  saltos,  enseñando  la  qui- 
lla en  cada  cabriola,  antes  de  doblar  la 
punta  del  puerto,  amontonamiento  de  pe- 


LOBOS  DE  MAR  95 

ñascos  rojos  barnizados  por  las  olas,  entre 
los  cuales  hervía  una  espuma  amarillentay 
bilis  del  irritado  mar. 

Una  barca  desarbolada  iba  como  pelota 
de  ola  en  ola  hacia  la  siniestra  punta.  La 
gente  gritaba  en  la  playa  viendo  á  los  tri- 
pulantes tendidos  en  la  cubierta,  anonada- 
dos por  la  proximidad  de  la  muerte.  Se  ha- 
blaba de  ir  hasta  la  barca,  de  echarla  un 
cabo,  de  atraerla  á  la  playa;  pero  los  más 
audaces,  mirando  las  olas  que  se  desploma- 
ban llenando  el  espacio  de  polvo  de  agua^ 
callábanse  atemorizados.  La  barca  que  sa- 
liera daría  la  voltereta  antes  de  mover  un 
remo. 

— A  ver:  ¡gente  que  me  siga!  Hay  que 
salvar  á  esos  pobres. 

Era  la  voz  ruda  ó  imperiosa  del  capi- 
tán Llovet.  Se  erguía  sobre  sus  torpes 
piernas,  la  mirada  brillante  y  fiera,  las 
manos  temblorosas  por  la  cólera  que  le 
infundía  el  peligro.  Las  mujeres  le  mira- 
ban asombradas;  los  hombres  retrocedían, 
formando  ancho  corro  en  torno  de  él,  que 
prorrumpió  en  juramentos,  agitando  sus 
manos  como  si  fuera  á  cerrar  á  golpes  con 


96  V.   BLASCO  IBÁNEZ 

toda  la  chusma.  Le  enfurecía  el  silencio  de 
aquella  gente,  como  si  estuviera  ante  una 
tripulación  insubordinada. 

—¿Desde  cuándo  el  capitán  Llovet  no  en- 
cuentra en  su  pueblo  hombres  que  le  sigan 
al  mar? 

Lo  dijo  rugiendo,  como  un  tirano  que  se 
ve  desobedecido,  como  un  Dios  que  contem- 
pla la  huida  de  sus  fieles.  Hablaba  en  caste- 
llano, lo  que  era  en  él  señal  de  ciega  cólera. 

— ¡Presente,  capüá! — gritaron  á  un  tiem- 
pa  unas  cuantas  voces  temblonas. 

Y  abriéndose  paso,  aparecieron  en  el 
centro  del  corro  cinco  viejos,  cinco  esquele- 
tos roídos  por  el  mar  y  las  tempestades,  anti- 
guos marineros  del  capitán  Llovet,  arrastra- 
dos por  la  subordinación  y  el  afecto  que  crea 
el  peligro  afrontado  en  común.  Avanzaron 
unos  arrastrando  los  pies,  otros  con  saltitos 
de  pájaro,  alguno  con  los  ojos  muy  abiertos, 
mostrando  en  las  pupilas  la  vaguedad  de  la 
ceguera  senil,  todos  temblorosos  de  frío, 
con  el  cuerpo  forrado  de  bayeta  amarilla  y 
la  gorra  calada  sobre  dobles  pañuelos  arro- 
llados á  las  sienes.  Era  la  vieja  guardia  co- 
rriendo á  morir  junto  á  su  ídolo.  De  los 


LOBOS  DE  MAR  97 

grupos  salían  mujeres  y  niños,  que  se  arro- 
jaban sobre  ellos  queriendo  detenerles. 

— ¡Agüelo! — gritaban  los  nietos. 

— ¡Pare! — gemían  las  mocetonas. 
Y  los  animosos  vejetes,  irguiéndose  como 
los  rocines  moribundos  al  oir  el  clarín  de 
las  batallas,  repelían  los  brazos  que  se  anu- 
daban á  sus  cuellos  y  piernas,  y  gritaban 
contestando  á  la  voz  de  su  jefe: 

— ¡Presente,  capitá! 

Los  lobos  de  mar,  con  su  ídolo  al  frente, 
abriéronse  paso  para  echar  al  mar  una  de 
las  barcas.  Rojos,  congestionados  por  el  es- 
fuerzo, con  el  cuello  hinchado  por  la  rabia, 
BÓlo  consiguieron  mover  la  barca  y  que  se 
deslizara  algunos  pasos.  Irritados  contra  su 
vejez,  intentaron  un  nuevo  esfuerzo;  pero 
la  muchedumbre  protestaba  contra  su  lo- 
cura, y  cayó  sobre  ellos,  desapareciendo  los 
viejos  arrebatados  por  sus  familias. 

—  ¡Dejadme,  cobardes!  ¡Al  que  me  toque, 
lo  mato! — rugía  el  capitán  Llovet. 

Pero  por  primera  vez  aquel  pueblo,  que 
le  adoraba,  puso  la  mano  en  él.  Lo  sujeta- 
ron como  á  un  loco,  sordos  á  sus  súplicas, 
indiferentes  á  sus  maldiciones. 

7 


98  V.  BLASCO  ibáSez 

La  barca,  abandonada  de  todo  auxilio^ 
corría  á  la  muerte  dando  tumbos  sobre  la» 
olas.  Ya  estaba  próxima  á  los  peñascos,  ya 
iba  á  estrellarse  entre  torbellinos  de  espu- 
ma, y  aquel  hombre  que  tanto  había  des- 
preciado la  vida  del  semejante,  que  había 
nutrido  á  los  tiburones  con  tribus  enteras 
y  que  llevaba  un  nombre  aterrador  como 
una  leyenda  lúgubre,  revolvíase  furioso,, 
sujeto  por  cien  manos,  blasfemando  por- 
que no  le  dejaban  arriesgar  la  existencia 
socorriendo  á  unos  desconocidos,  hasta  que, 
agotadas  sus  fuerzas,  acabó  llorando  como 
un  niño. 


^'^■'■■■MM^^irfMMl 


Un  funcionario 


Tendido  de  espaldas  en  el  camastro  y 
siguiendo  con  vaga  mirada  las  grietas  del 
techo,  el  periodista  Juan  Yáñez,  único  hués- 
ped de  la  sala  de  políticos,  pensaba  que  ha- 
bía entrado  aquella  noche  en  el  tercer  mes 
de  su  encierro. 

Las  nueve...  La  corneta  había  lanzado 
en  el  patio  las  prolongadas  notas  del  toque 
de  silencio;  en  los  corredores  sonaban  con 
monótona  igualdad  los  pasos  de  los  vigilan- 
tes, y  de  las  cerradas  cuadras,  repletas  de 
carne  humana,  salía  un  rumor  acompasado, 
semejante  al  soplo  de  una  fragua  lejana  ó 
á  la  respiración  de  un  gigante  dormido: 
parecía  imposible  que  en  aquel  viejo  con- 
vento, tan  silencioso,  cuya  ruina  resultaba 


100  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

más  visible  á  la  cruda  luz  del  gas,  durmie- 
sen mil  hombres. 

El  pobre  Yáñez,  obligado  á  acostarse  á 
las  nueve,  con  una  perpetua  luz  ante  los 
ojos  y  sumido  en  un  silencio  aplastante 
que  hacía  creer  en  la  posibilidad  del  mun- 
do muerto,  pensaba  en  lo  duramente  que 
iba  saldando  su  cuenta  con  las  institucio- 
nes. ¡Maldito  artículo!  Cada  línea  iba  á  cos- 
taría una  semana  de  encierro;  cada  palabra 
un  día. 

Y  Yáñez,  recordando  que  aquella  no- 
che comenzaba  la  temporada  de  ópera  con 
Lohengrin,  su  ópera  predilecta,  veía  los  pal- 
cos cargados  de  hombros  desnudos  y  nucas 
adorables,  entre  destellos  de  pedrería,  re- 
flejos de  sedas  y  airoso  ondear  de  rizadas 
plumas. 

— Las  nueve...  Ahora  habrá  salido  el  cis- 
ne, y  el  hijo  de  Parsifal  lanzará  sus  prime- 
ras notas  entre  los  siseos  de  expectación 
del  público...  ¡Y  yo  aquí!  ¡Cristo!  No  tengo 
mala  ópera... 

Sí;  no  era  mala.  Del  calabozo  de  abajo, 
como  si  provinieran  de  un  subterráneo, 
llegaban  los  ruidos  con  que  delataba  su 


ÜN  FUNCIONARIO  101 

existencia  un  bruto  de  la  montaña,  á  quien 
iban  á  ejecutar  de  un  momento  á  otro  por 
un  sinnúmero  de  asesinatos.  Era  un  chocar 
de  cadenas  que  parecía  el  ruido  de  un  mon- 
tón de  clavos  y  llaves  viejas,  y  de  vez  en 
cuando  una  voz  débil  repitiendo:  «Pa..,  dre 
nuestro  que  es...  tas  en  los  cielos...  San...  ta 
María...»  con  la  expresión  tímida  y  supli- 
cante del  niño  que  se  duerme  en  brazos  de 
su  madre.  ¡Siempre  repitiendo  la  monóto- 
na cantinela,  sin  que  pudieran  hacerle  ca- 
llar! Según  opinión  de  los  más,  quería  con 
esto  fingirse  loco  para  salvar  el  cuello:  tal 
vez  catorce  meses  de  aislamiento  en  un  ca- 
labozo, esperando  á  todas  horas  la  muerte, 
habían  acabado  con  su  escaso  seso  de  fiera 
instintiva. 

Estaba  Yáñez  maldiciendo  la  injusticia 
de  los  hombres,  que  por  unas  cuantas  cuar- 
tillas emborronadas  en  un  momento  de 
mal  humor  le  obligaban  á  dormirse  todas 
las  noches  arrullado  por  el  delirio  de  un 
condenado  á  muerte,  cuando  oyó  fuertes 
voces  y  pasos  apresurados  en  el  mismo 
piso  donde  estaba  su  departamento. 

— No;  no  dormiré  ahí — gritaba  una  voz 


102  V.   BLASCO   IBÁÑEZ 

trémula  y  atiplada — .  ¿Soy  acaso  algún  cri- 
minal? Soy  un  funcionario  de  Gracia  y  Jus- 
ticia lo  mismo  que  ustedes...  y  con  treinta 
años  de  serv^icios.  Que  pregunten  por  Nico- 
medes:  todo  el  mundo  me  conoce;  hasta  los 
periódicos  han  hablado  de  mí.  Y  después 
de  alojarme  en  la  cárcel,  ¿aún  quieren  ha- 
cerme dormir  en  un  desván  que  ni  para  los 
presos  sirve?  Muchas  gracias.  ¿Para  esto 
me  ordenan  venir?...  Estoy  enfermo  y  no 
duermo  ahí.  Qué  me  traigan  un  médico; 
necesito  un  médico... 

Y  el  periodista,  á  pesar  de  su  situación, 
reíase  regocijado  por  la  entonación  afemi- 
nada y  ridicula  con  que  el  de  los  treinta 
años  de  servicios  pedía  el  médico. 

Repitióse  el  murmullo  de  voces:  discu- 
tían como  si  formasen  Consejo,  oyéronse 
pasos,  cada  vez  más  cercanos,  y  se  abrió  la 
puerta  de  la  sala  de  políticos,  asomando 
por  ella  una  gorra  con  galón  de  oro. 

— Don  Juan — dijo  el  empleado  con  cier- 
ta cortedad — ,  esta  noche  tendrá  usted  com- 
pañía... Dispense  usted,  no  es  mía  la  culpa; 
la  necesidad...  En  fin,  mañana  ya  dispon- 
drá el  jefe  otra  cosa.  Pase  usted...  señor. 


UN  FUNCIONARIO  103 

Y  el  señor  (así,  con  entonación  irónica) 
pasó  la  puerta,  seguido  de  dos  presos;  uno 
€on  una  maleta  y  un  lío  de  mantas  y  bas- 
tones; otro  con  un  saco  cuya  lona  marcaba 
las  aristas  de  una  caja  ancha  y  de  poca 
altura. 

—Buenas  noches,  caballero. 
Saludaba  con  humildad,  con  aquella 
voz  trémula  que  hizo  reir  á  Yáñez,  y  ai 
quitarse  el  sombrero  descubrió  una  cabeza 
pequeña,  cana  y  cuidadosamente  rapada. 
Era  un  cincuentón  obeso,  coloradote;  la 
capa  parecía  caerse  de  sus  hombros,  y  un 
mazo  de  dijes  colgando  de  una  gruesa  ca- 
dena de  oro  repiqueteaba  sobre  su  vientre 
al  menor  movimiento.  Sus  ojos  pequeños 
tenían  los  reflejos  azulados  del  acero,  y  la 
boca  aparecía  oprimida  por  unos  bigotillos 
curvos  y  caídos  como  dos  signos  de  inte- 
rrogación. 

—  Usted  dispense  —  dijo  sentándose  — 
Yoy  á  molestarle  mucho;  pero  no  es  por 
<íulpa  mía.  He  llegado  en  el  tren  de  esta 
noche,  y  me  encuentro  con  que  me  dan 
para  dormitorio  un  desván  lleno  de  ratas. 
jYaya  un  viaje! 


104  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

—¿Es  usted  preso? 

— En  este  momento,  sí — dijo  somíen- 
do — ;  pero  no  le  molestaré  mucho  con  mi 
presencia. 

Y  el  panzudo  burgués  se  mostraba  ob- 
sequioso, humilde,  como  si  pidiera  perdón 
por  haber  usurpado  su  puesto  en  la  cárceL 

Yáñez  le  miraba  fijamente:  tanta  timi- 
dez le  asombraba.  ¿Quién  sería  aquel  suje- 
to? Y  por  su  imaginación  danzaban  idea^ 
sueltas,  apenas  esbozadas,  que  parecían  bus- 
carse y  perseguirse  para  completar  un  pen- 
samiento. 

De  pronto^  al  sonar  á  lo  lejos  otra  ve^ 
el  quejumbroso  padrenuestro  de  la  fiera  en- 
cerrada, el  periodista  se  incorporó  nervio- 
samente, como  si  acabase  de  atrapar  la  idea 
fugitiva,  fijando  su  vista  en  aquel  saco  que 
estaba  a  los  pies  del  recién  llegado. 

— ¿Qué  lleva  usted  ahí?...  ¿Es  la  caja  do 
las  herramientas? 

El  hombre  pareció  dudar,  pero  al  fin  se 
le  impuso  la  enérgica  expresión  interroga- 
tiva, é  inclinó  la  cabeza  afirmativamente. 
Después  el  silencio  se  hizo  largo  y  penoso. 
Unos  presos  colocaban  la  cama  de  aquei 


UN  FUNCIONARIO  105 

hombre  en  un  rincón  de  la  sala.  Yáñez  con- 
templaba fijamente  á  su  compañero  de  hos- 
pedaje, que  permanecía  con  la  cabeza  baja, 
como  rehuyendo  sus  miradas. 

Cuando  la  cama  quedó  hecha  y  los  pre- 
sos se  retiraron,  cerrando  el  empleado  la 
puerta  con  el  cerrojo  exterior,  continuó  el 
penoso  silencio.  Por  fin,  aquel  sujeto  hizo 
un  esfuerzo  y  habló: 

— Voy  á  dar  á  usted  una  mala  noche; 
pero  no  es  mía  la  culpa:  ellos  me  han  traído 
aquí.  Yo  me  resistía,  sabiendo  que  es  usted 
una  persona  decente  que  sentirá  mi  presen- 
cia como  lo  peor  que  haya  podido  ocurriría 
en  esta  casa. 

El  joven  se  sintió  desarmado  por  tanta 
humildad. 

— No,  señor;  yo  estoy  acostumbrado  á 
todo — dijo  con  ironía — .  ¡Se  hacen  en  esta 
casa  tan  buenas  amistades,  que  una  más 
nada  importal  Además,  usted  no  parece 
mala  persona. 

Y  el  periodista,  que  aún  no  se  había  lim- 
piado de  sus  primeras  lecturas  románticas, 
encontraba  muy  original  aquella  entrevista 
y  hasta  sentía  cierta  satisfacción. 


106  V.   BLASCO   IBÁÑEZ 

— Yo  vivo  en  Barcelona  —  continuó  el 
viejo — ,  pero  mi  compañero  de  este  distrito 
murió  hace  poco  de  la  última  borrachera, 
y  ayer,  al  presentarme  en  la  Audiencia, 
me  dijo  un  alguacil:  «Nicomedes...»  Por- 
que yo  soy  Nicomedes  Terruño.  ¿No  ha 
oído  usted  hablar  de  mí?...  Es  extraño;  la 
prensa  ha  publicado  muchas  veces  mi 
nombre.  «Nicomedes,  de  orden  del  señor 
presidente  que  tomes  el  tren  de  esta  no- 
che.» Vengo  con  el  propósito  de  meterme 
en  una  fonda  hasta  el  día  del  trabajo,  y 
desde  la  estación  me  traen  aquí,  por  no  se 
qué  miedos  y  precauciones;  y  para  mayor 
escarnio,  me  quieren  alojar  con  las  ratas. 
¿Ha  visto  usted?  ¿Es  esto  manera  de  tratar 
á  los  funcionarios  de  justicia? 

— ¿Y  lleva  usted  muchos  años  desempe- 
ñando el  cargo? 

— Treinta  años,  caballero:  comencé  en 
tiempos  de  Isabel  II.  Soy  el  decano  de  la 
clase  y  cuento  en  mi  lista  hasta  condena- 
dos políticos.  Tengo  el  orgullo  de  haber 
cumplido  siempre  mi  deber.  El  de  ahora 
será  el  ciento  dos.  Son  muchos,  ¿verdad? 
Pues  con  todos  me  he  portado  lo  mejor 


UN  FUNCIONARIO  107 

que  he  podido.  Ninguno  se  habrá  quejado 
de  mí.  Hasta  los  ha  habido  veteranos  del 
presidio,  que,  al  verme  en  el  último  mo- 
mento, se  tranquilizaban  y  decían:  «Nico- 
medes,  me  satisface  que  seas  tú.» 

El  funcionario  iba  animándose  en  vista 
de  la  atención  benévola  y  curiosa  que  le 
prestaba  Yáñez.  Iba  tomando  tierra:  cada 
vez  hablaba  con  más  desembarazo. 

— Tengo  también  mi  poquito  de  inven- 
tor— continuó — .  Los  aparatos  los  fabrico 
yo  mismo,  y  en  cuanto  á  limpieza  no  hay 
más  que  pedir...  ¿Quiere  usted  verlos? 

El  periodista  saltó  de  la  cama  como  dis- 
puesto á  huir. 

— No;  muchas  gracias.  Lo  creo. 
Y  miraba  con  repugnancia  aquellas  ma- 
nos, cuyas  palmas  eran  rojizas  y  grasientas. 
Restos  tal  vez  de  la  limpieza  reciente  de 
que  hablaba;  pero  á  Yáñez  le  parecían  im- 
pregnadas de  grasa  humana,  del  zumo  de 
aquel  centenar  que  formaba  su  lista. 

— ¿Y  está  usted  satisfecho  de  la  profe- 
sión?— preguntó  para  hacerle  olvidar  el  de- 
seo de  lucir  sus  invenciones. 

—  ¡Qué  remedio!...  Hay  que  conformar- 


108  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

se.  Mi  único  consuelo  es  que  cada  vez  se 
trabaja  menos.  ¡Pero  cuan  duro  es  este  pan! 
I  Si  lo  hubiera  sabido!... 

Y  quedó  silencioso  mirando  al  suelo. 
— ¡Todos  contra  mí! — continuó—.  Yo  he 
vi^to  muchas  comedias,  ¿sabe  usted?  He 
visto  que  ciertos  reyes  antiguos  iban  á  to- 
das partes  llevando  detrás  al  ejecutor  de  su 
justicia,  vestido  de  rojo,  con  el  hacha  al 
cuello,  y  hacían  de  él  su  amigo  y  consejero- 
¡Aquello  era  lógico!  El  encargado  de  cum- 
plir la  justicia  me  parece  que  es  alguien  y 
alguna  consideración  merece.  Pero  en  estos 
tiempos  todo  son  hipocresías.  Grita  el  fiscal 
pidiendo  una  cabeza  en  nombre  de  no  sé 
cuántas  cosas  respetables,  y  á  todos  les  pa- 
rece bien;  llego  yo  después  cumpliendo  sus 
órdenes,  y  me  escupen  y  me  insultan.  Diga, 
señor,  ¿es  esto  justo?...  Si  entro  en  una 
fonda,  me  ponen  en  la  puerta  apenas  me 
conocen;  en  la  calle  todos  rehuyen  mi  con- 
tacto, y  hasta  en  la  Audiencia  me  tiran  el 
sueldo  á  los  pies,  como  si  yo  no  fuese  un 
funcionario  lo  mismo  que  ellos,  como  si  mi 
dinero  no  figurase  en  el  presupuesto...  ¡To- 
dos contra  mí!  Y  después — añadió  con  voz 


UN  FUNCIONARIO  109 

apenas  perceptible — ,  los  otros  enemigos,.. 
jLos  otros!  ¿Sabe  usted?  Los  que  se  fueron 
para  no  volver,  y  sin  embargo,  vuelverj; 
ese  centenar  de  infelices  á  los  que  traté 
con  mimos  de  padre,  haciéndoles  el  menor 
daño  posible  y  que...  ¡ingratos!  vienen  á  mí 
apenas  me  ven  solo. 

—  ¡Qué!...  ¿Vuelven? 

— Todas  las  noches.  Los  hay  que  me 
molestan  poco:  los  últimos,  apenas;  me  pa- 
recen amigos  de  los  que  me  despedí  ayer; 
pero  los  antiguos,  los  de  mi  primera  época, 
cuando  aún  me  emocionaba  y  me  sentía 
torpe,  esos  son  verdaderos  demonios,  que, 
apenas  me  ven  solo  en  la  obscuridad,  des- 
filan sobre  mi  pecho  en  interminable  pro- 
cesión, me  oprimen,  me  asfixian,  rozándo- 
me los  ojos  con  el  borde  de  sus  hopas.  Me 
siguen  á  todas  partes,  y  así  como  me  hago 
viejo  son  más  asiduos.  Cuando  me  metie- 
ron en  el  desván  comencé  á  verles  asomar 
por  los  rincones  más  obscuros.  Por  eso  pe- 
día un  médico:  estaba  enfermo;  tenía  mie- 
do á  la  noche;  quería  luz,  compañía. 

— ¿Y  siempre  está  usted  solo? 

' — No;  tengo  familia  allá  en  mi  casita  de 


lio  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

las  afueras  de  Barcelona;  una  familia  que 
no  da  disgustos:  un  perro,  tres  gatos  y  ocho 
gallinas.  No  entienden  á  las  personas  y  por 
eso  me  respetan,  me  quieren  como  si  yo 
fuera  un  hombre  igual  á  los  demás.  Enve- 
jecen tranquilamente  á  mi  lado.  Nunca  se 
me  ha  ocurrido  matar  una  gallina:  me  des- 
mayo viendo  correr  la  sangre. 

Y  decía  esto  con  la  misma  voz  quejum- 
brosa de  antes,  débil,  anonadado,  como 
si  sintiera  el  lento  desplome  de  su  inte- 
rior. 

— ¿Y  nunca  tuvo  usted  familia? 

— ¿Yo?...  ¡Como  todo  el  mundo!  A  usted 
se  lo  cuento  todo,  caballero.  ¡Hace  tanto 
tiempo  que  no  hablo!...  Mi  mujer  murió 
hace  seis  años.  No  crea  usted  que  era  una 
de  esas  mujerzuelas  borrachas  y  embrute- 
cidas, que  es  el  papel  que  en  las  novelas  se 
reserva  siempre  n  la  hembra  del  verdugo. 
Era  una  moza  de  mi  pueblo,  con  la  que  casé 
al  volver  del  servicio.  Tuvimos  un  hijo  y 
una  hija;  pan  poco,  miseria  mucha,  y  ¿qué 
quiere  usted?  la  juventud  y  cierta  brutali- 
dad de  carácter  me  llevaron  al  oficio.  No 
crea  que  conseguí  fácilmente  el  puesto:  has- 


ÜN  FUNCIONARIO  *  111 

ta  necesité  iüñueDcias.  Al  principio  hacía- 
me gracia  el  odio  de  la  gente:  me  sentía  or- 
gulloso con  inspirar  terror  y  repugnancia. 
Presté  mis  servicios  en  muchas  Audiencias, 
rodamos  por  media  España,  y  los  chicos 
cada  vez  más  hermosos;  hasta  que  por  fin 
caímos  en  Barcelona.  ¡Qué  gran  época!  La 
mejor  de  mi  vida:  en  cinco  ó  seis  años  no 
hubo  trabajo.  Mis  ahorros  se  convirtieron 
en  una  casita  en  las  afueras,  y  los  vecinos 
apreciaban  á  don  Nicomedes,  un  señor  sim- 
pático empleado  en  la  Audiencia.  El  chico, 
un  ángel  de  Dios,  trabajador,  modosito  y 
callado,  estaba  en  una  casa  de  comercio;  la 
niña — ¡cuánto  siento  no  tener  aquí  su  re- 
trato!— la  niña,  que  era  un  serafín,  con  unos 
ojazos  azules  y  una  trenza  rubia,  gruesa 
como  mi  brazo,  y  que  cuando  correteaba 
por  nuestro  huertecillo  parecía  una  de  esas 
señoritas  que  salen  en  las  óperas,  no  iba  á 
Barcelona  con  su  madre  sin  que  algún  jo- 
ven viniera  tras  sus  pasos.  Tuvo  un  novio 
formal:  un  buen  muchacho  que  pronto  iba 
á  ser  médico.  Cosas  de  ella  y  su  madre:  yo 
fingía  no  ver  nada,  con  esa  bondadosa  ce- 
guera de  los  padres  que  se  reservan  para  el 


112  V.   BLASCO  IBIÑEZ 

Último  momento.  ¡Pero  Señor,  cuan  felices 
éramos! 

La  voz  de  Nicomedes  era  cada  vez  más 
temblorosa;  sus  ojillos  azules  estaban  em- 
pañados. No  lloraba,  pero  su  grotesca  obe- 
sidad agitábase  con  los  estremecimientos 
del  niño  que  hace  esfuerzos  para  tragarse 
las  lágrimas. 

— Pero  se  le  ocurrió  á  un  desalmado  de 
larga  historia  dejarse  coger;  lo  sentenciaron 
á  muerte  y  hube  de  entrar  en  funciones 
cuando  ya  casi  había  olvidado  cuál  era  mi 
oficio.  ¡Qué  día  aquél!  Media  ciudad  me  co- 
noció viéndome  sobre  el  tablado,  y  hasta 
hubo  periodistas  que,  como  son  peor  que 
una  epidemia  (usted  dispense),  averiguaron 
mi  vida,  presentándonos  en  letras  de  molde 
á  mí  y  á  mi  familia,  como  si  fuéramos  bi- 
chos raros,  y  afirmando  con  admiración 
que  teníamos  facha  de  personas  decentes. 
Nos  pusieron  en  moda.  ¡Pero  qué  moda! 
Los  vecinos  cerraban  puertas  y  ventanas  al 
verme,  y  aunque  la  ciudad  es  grande,  siem 
pre  me  conocían  en  las  calles  y  me  insul- 
taban. Un  día,  al  entrar  en  casa,  me  recibió 
mi  mujer  como  una  loca.  ¡La  niña!  ¡La  ni- 


ÜN  FUNCIONARIO  113 

ña!...  La  vi  en  la  cama,  con  el  rostro  desen- 
cajado, verdoso,  ¡ella  tan  bonita!  y  la  len- 
gua manchada  de  blanco.  Estaba  envene- 
nada, envenenada  con  fósforos,  y  había 
sufrido  atroces  dolores  durante  horas  ente- 
ras, callando  para  que  el  remedio  llegase 
tarde...  ¡y  llegó!  Al  día  siguiente  ya  no 
vivía.  La  pobrecita  tuvo  valor.  Amaba  con 
toda  su  alma  al  mediquín,  y  yo  mismo  leí 
la  carta  en  la  que  el  muchacho  se  despedía 
para  siempre  por  saber  de  quién  era  hija. 
No  la  lloré.  ¿Tenía  acaso  tiempo?  El  mundo 
Be  nos  venía  encima;  la  desgracia  soplaba 
por  todos  lados;  aquel  hogar  tranquilo  que 
nos  habíamos  fabricado  se  desplomaba  por 
sus  cuatro  ángulos.  Mi  hijo...  también  á  mi 
hijo  lo  arrojaron  de  la  casa  de  comercio,  y 
fué  inútil  buscar  nueva  colocación  ni  apoyo 
en  sus  amigos.  ¿Quién  cruza  la  palabra  con 
el  hijo  del  verdugo?  ¡Pobrecito!  ¡Como  si  á 
él  le  hubieran  dado  á  escoger  el  padre  antes 
de  venir  al  mundo!  ¿Qué  culpa  tenía  él,  tan 
bueno,  de  que  yo  le  hubiese  engendrado? 
Pasaba  todo  el  día  en  casa,  huyendo  de  la 
gente,  en  un  rincón  del  huertecillo,  triste 
y  descuidado  desde  la  muerte  de  la  niña. 

8 


114  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

«¿En  qué  piensas,  Antonio? >,  le  pregunta- 
ba. «Papá,  pienso  en  Anita.»  El  pobre  me 
engañaba.  Pensaba  en  él,  en  lo  cruelmente 
que  nos  habíamos  equivocado,  creyéndonos 
por  una  temporada  iguales  á  los  demás,  y 
cometiendo  la  insolencia  de  querer  ser  fe- 
lices. El  batacazo  era  terrible:  imposible  le- 
vantarse. Antonio  desapareció. 

— ¿Y  nada  ha  sabido  usted  de  su  hijo? 
— dijo  Yáñez,  interesado  por  la  lúgubre  his- 
toria. 

— Sí;  á  los  cuatro  días.  Lo  pescaron  fren- 
te á  Barcelona;  salió  envuelto  en  redes,  hin- 
chado y  descompuesto...  Usted  ya  adivinara 
lo  demás.  La  pobre  vieja  se  fué  poco  á 
poco,  como  si  los  chicos  tirasen  de  ella  des- 
de arriba;  y  yo,  el  malo,  el  empedernido^ 
me  he  quedado  aquí  solo,  completamente 
solo,  sin  el  recurso  siquiera  de  beber;  por- 
que si  me  emborracho,  vienen  ellos,  ¿sabe 
usted?  ellos,  mis  perseguidores,  á  enloque- 
cerme con  el  aleteo  de  sus  hopas  negras^ 
como  si  fuesen  enormes  cuervos,  y  me  pon- 
go á  morir...  Y  sin  embargo,  no  los  odio, 
¡Infelices!  Casi  lloro  cuando  los  veo  en  el 
banquillo.  Otros  son  los  que  me  han  hecho 


i 


UN   FUNCIONARIO  115 

mal.  Si  el  mundo  se  convirtiera  en  una  sola 
persona,  si  todos  los  desconocidos  que  me 
robaron  á  los  míos  con  su  desprecio  y  su 
odio  tuvieran  un  solo  cuello  y  me  lo  en- 
tregaran, jay,  cómo  apretaría!...  ¡con  qué 
gusto!... 

Y  hablando  á  gritos  se  había  puesto  de 
pie,  agitando  con  fuerza  sus  puños,  como 
si  retorciese  una  palanca  imaginaria.  Ya  no 
era  el  mismo  ser  tímido,  panzudo  y  que- 
jumbroso. En  sus  ojos  brillaban  pintas  ro- 
jas como  salpicaduras  de  sangre;  el  bigote 
se  erizaba  y  su  estatura  parecía  mayor, 
como  si  la  bestia  feroz  que  dormía  dentro 
de  él,  al  despertar,  hubiese  dado  un  formi- 
dable estirón  á  la  envoltura. 

En  el  silencio  de  la  cárcel  resonaba  cada 
vez  más  claro  el  doloroso  canturreo  que 
venía  del  calabozo:  «Pa...  dre...  nu...  estro... 
que  estás...  en  los  cielos... :& 

Don  Nicomedes  no  lo  oía.  Paseaba  fu- 
rioso por  la  habitación,  conmoviendo  con 
sus  pasos  el  piso  que  servía  de  techo  á  su 
víctima.  Por  fin  se  fijó  en  el  monótono 
quejido. 

— ¡Cómo  canta  ese  infeliz! — murmuró — . 


116  V.    BLASCO  IBÁNEZ 

|Cuán  lejos  estará  de  saber  que  estoy  yo 
aquí,  sobre  su  cabeza! 

Se  sentó  desalentado  y  permaneció  si- 
lencioso mucho  tiempo,  hasta  que  sus  pen- 
samientos, su  afán  de  protesta,  le  obliga- 
ron á  hablar. 

—Mire  usted,  señor;  conozco  que  soy  un 
hombre  malo  y  que  la  gente  debe  despre- 
ciarme. Pero  lo  que  me  irrita  es  la  falta  de 
lógica.  Si  lo  que  yo  hago  es  un  crimen, 
que  supriman  la  pena  de  muerte  y  reven- 
taré de  hambre  en  un  rincón,  como  un 
perro.  Pero  si  es  necesario  matar  para  tran- 
quilidad de  los  buenos,  entonces,  ¿por  qué 
se  me  odia?  El  fiscal  que  pide  la  cabeza  del 
malo  nada  sería  sin  mí,  que  obedezco;  to- 
dos somos  ruedas  de  la  misma  máquina,  y 
jvive  Dios!  que  merecemos  igual  respeto, 
porque  yo  soy  un  funcionario...  con  treinta 
años  de  servicios. 


El  ogro 


En  todo  el  barrio  del  Pacífico  era  cono- 
cido aquel  endiablado  carretero,  que  albo- 
rotaba las  calles  con  sus  gritos  y  los  furio- 
sos chasquidos  de  su  tralla. 

Los  vecinos  de  la  gran  casa  en  cuyo 
bajo  vivía  habían  contribuido  á  formar  su 
mala  reputación.  ¡Hombre  más  atroz  y  mal- 
hablado! ¡Y  luego  dicen  los  periódicos  que 
la  policía  detiene  por  blasfemos! 

Pepe  el  carretero  hacía  méritos  diaria- 
^  mente,  según  algunos  vecinos,  para  que  le 
cortaran  la  lengua  y  le  llenasen  la  boca  de 
plomo  ardiendo,  como  en  los  mejores  tiem- 
pos del  Santo  Oficio.  Nada  dejaba  en  paz, 
ni  humano  ni  divino.  Se  sabía  de  memoria 
todos  los  nombres  venerables  del  almana- 
que, únicamente  por  el  gusto  de  faltarles^ 


118  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

y  así  que  se  enfadaba  con  sus  bestias  y  le- 
vantaba el  látigo,  no  quedaba  santo,  por 
arrinconado  que  estuviese  en  alguna  de  las 
casillas  del  mes,  al  que  no  profanase  con 
las  más  sucias  expresiones.  En  fin,  ¡un  ho- 
rror! Y  lo  más  censurable  era  que,  al  enca- 
rarse con  su  tozudos  animales,  azuzándoles 
con  blasfemias  mejor  que  con  latigazos,  los 
chiquillos  del  barrio  acudían  para  escuchar- 
le con  perversa  atención,  regodeándose  ante 
la  fecundidad  inagotable  del  maestro. 

Los  vecinos,  molestados  á  todas  horas 
por  aquella  interminable  sarta  de  maldicio- 
nes, no  sabían  cómo  librarse  de  ellas. 

Acudían  al  del  piso  principal,  un  viejo 
avaro,  que  había  alquilado  la  cochera  á 
Pepe  no  encontrando  mejor  inquilino. 

— No  hagan  ustedes  caso — contestaba — . 
Consideren  que  es  un  carretero,  y  que  para 
este  oficio  no  se  exigen  exámenes  de  urba- 
nidad. Tiene  mala  lengua,  eso  sí;  pero  es 
hombre  muy  formal  y  paga  sin  retrasarse 
un  solo  día.  Un  poco  de  caridad,  señores. 

A  la  mujer  del  maldito  blasfemo  la 
compadecían  en  toda  la  casa. 

— No  lo  crean  ustedes — decía  riendo  la 


EL  OGRO  119 

pobre  mujer — ;  no  sufro  nada  de  él.  ¡Cria- 
tura más  buena!  Tiene  su  geniecillo,  pero 
|ay  hija!  Dios  nos  libre  del  agua  mansa... 
Es  de  oro;  alguna  copita  para  tomar  fuer- 
zas, pero  nada  de  ser  como  otros,  que  se 
pasan  el  día  como  estacas  frente  al  mostra- 
dor de  la  taberna.  No  se  queda  ni  un  cén- 
timo de  lo  que  gana,  y  eso  que  no  tenemos 
familia,  que  es  lo  que  más  le  gustaría. 

Pero  la  pobre  mujer  no  lograba  conven- 
-cer  á  Eadie  de  la  bondad  de  su  Pepe,  Bas- 
taba verle.  [Vaya  una  cara!  En  presidio  las 
había  mejores.  Era  nervudo,  cuadrado,  ve- 
lloso como  una  fiera,  la  cara  cobriza,  con  ru- 
das protuberancias  y  profundos  surcos,  los 
ojos  sanguinolentos  y  la  nariz  aplastada, 
granujienta,  veteada  de  azul,  con  manojos 
de  cerdas  que  asomaban  como  tentáculos 
de  un  erizo  que  dentro  de  su  cráneo  ocupa- 
se el  lugar  del  cerebro. 

'  

A  nada  concedía  respeto.  Trataba  de 
reverendos  á  los  machos  que  le  ayudaban  á 
ganar  el  pan,  y  cuando  en  los  ratos  de  des- 
canso se  sentaba  á  la  puerta  de  la  cochera, 
deletreaba  penosamente,  con  vozarrón  que 
se  oía  hasta  eu  los  últimos  pisos,  sus  perió- 


120  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

dicos  favoritos,  los  papeles  más  abomina- 
bles que  se  publicaban  en  Madrid,  y  que 
algunas  señoras  miraban  desde  arriba  con 
el  mismo  terror  que  si  fuesen  máquinas 
explosivas. 

Aquel  hombre,  que  ansiaba  cataclismos 
y  que  soñaba  con  la  gorda,  pero  muy  gorda^ 
vivía  por  ironía  en  el  barrio  del  Pacífico. 

La  más  leve  cuestión  de  su  mujer  con 
las  criadas  le  ponía  fuera  de  sí,  y  abriendo 
el  saco  de  las  amenazas  prometía  subir  para 
degollar  á  todos  los  vecinos  y  pegar  fuego 
á  la  casa;  cuatro  gotas  que  cayesen  en  su 
patio  desde  las  galerías  bastaban  para  que 
de  su  bocaza  infecta  saliese  la  triste  proce- 
sión de  santos  profanados,  con  acompaña- 
miento de  horripilantes  profecías  para  el 
día  en  que  las  cosas  fuesen  rectas  y  los  po- 
bres subiesen  encima,  ocupando  el  lugar 
que  les  corresponde. 

Pero  su  odio  sólo  se  limitaba  á  los  ma- 
yores, á  los  que  le  temían,  pues  si  algún 
muchacho  de  la  vecindad  pasaba  por  cerca 
de  él,  acogíale  con  una  sonrisa  semejante 
al  bostezo  del  ogro,  y  extendiendo  su  mano 
callosa  pretendía  acariciarlo. 


EL  OGRO  121 

Como  se  había  propuesto  no  dejar  en 
paz  á  nadie  en  la  casa,  hasta  se  metía  con 
la  pobre  Loca,  una  gata  vagabunda  que 
ejercía  la  rapiña  en  todas  las  habitaciones, 
pero  cuyas  correrías  toleraban  los  vecinos 
porque  con  ella  no  quedaba  rata  viva. 

Parió  aquella  bohemia  de  blanco  y  se- 
doso pelaje,  y  obligada  á  fijar  domicilio 
para  tranquilidad  de  su  prole,  escogió  el 
patio  del  ogro,  burlándose  tal  vez  del  terri- 
ble personaje. 

Había  que  oir  al  carretero.  ¿Era  su  pa- 
tio algún  corral  para  que  viniesen  á  empor- 
carlo con  sus  crías  los  animales  de  la 
vecindad?  De  un  momento  á  otro  iba  á  enfa- 
darse, y  si  él  se  enfadaba  de  veras,  ¡pum!  de 
la  primera  patada  iban  la  Loca  y  sus  cacho- 
rros á  estrellarse  en  la  pared  de  enfrente. 

Pero  mientras  el  ogro  tomaba  fuerzas 
para  dar  su  terrible  patada  y  la  anunciaba 
á  gritos  cien  veces  al  día,  la  prole  felina 
seguía  tranquilamente  en  un  rincón,  for- 
mando un  revoltijo  de  pelos  rojos  y  negros, 
en  el  que  brillaban  los  ojos  con  lívida  fos- 
forescencia, y  coreando  irónicamente  las 
amenazas  del  carretero:  ¡Miau!  ¡Miau! 


122  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

iBonito  verano  era  aquel!  Trabajo,  poco, 
y  un  calor  de  infierno  que  irritaba  el  mal 
humor  de  Pepe  y  hacía  hervir  en  su  inte^ 
rior  la  caldera  de  las  maldiciones,  que  se 
escapaban  á  borbotones  por  su  boca. 

La  gente  de  posibles  estaba  allá  lejos,  en 
sus  Biarritces  y  San  Sebastianes,  remoján- 
dose los  pellejos,  mientras  él  se  tostaba  en 
su  cocherón.  ¡Lástima  que  el  mar  no  se  sa- 
liera, para  tragarse  tanto  parásito!  No  que- 
daba gente  en  Madrid  y  escaseaba  el  traba- 
jo. Dos  días  sin  enganchar  el  carro.  Si  esto 
seguía  así,  tendría  que  comerse  con  patatas 
á  sus  reverendos,  á  no  ser  que  echase  mano 
de  sus  aves  de  corral,  que  era  el  nombre 
que  daba  á  la  Loca  y  á  sus  hijuelos. 

Fué  en  Agosto  cuando,  á  las  once  de  la 
mañana,  tuvo  que  bajar  á  la  estación  del 
Mediodía  para  cargar  unos  muebles. 

¡Vaya  una  hora!  Ni  una  nube  en  el 
cielo  y  un  sol  que  sacaba  chispas  de  las  pa- 
redes y  parecía  reblandecer  las  losas  de  las 
aceras. 

— ¡Arre,   valientes!...   ¿Qué   quieres   tú, 
Loca? 

Y  mientras  arreaba  sus  machos,  alejaba 


EL  OGRO  123 

con  el  pie  á  la  blanca  gata,  que  maullaba 
dolorosamente,  intentando  meterse  bajo  las 
ruedas. 

— ¿Pero  qué  quieres,  maldita?  ¡Atrás,  que 
te  va  á  reventar  una  rueda! 

Y  como  quien  hace  una  obra  de  cari- 
dad, largó  al  animal  tan  furioso  latigazo, 
que  lo  dejó  arrollado  en  un  rincón,  gimien- 
do de  dolor. 

Buena  hora  para  trabajar.  No  podía  mi- 
rarse á  parte  alguna  sin  sentir  irritación  en 
los  ojos;  la  tierra  quemaba;  el  viento  ardía, 
como  si  todo  Madrid  estuviese  en  llamas; 
el  polvo  parecía  incendiarse;  paralizábanse 
lengua  y  garganta,  y  las  moscas,  locas  de 
calor,  revoloteaban  por  los  labios  del  carre- 
tero ó  se  pegaban  al  jadeante  hocico  de  los 
animales  en  busca  de  frescura. 

El  ogro  estaba  cada  vez  más  irritado 
conforme  descendía  la  ardorosa  cuesta,  y 
mientras  mascullaba  sus  palabrotas,  anima- 
ba con  el  látigo  á  los  machos,  que  camina- 
ban desfallecidos,  con  la  cabeza  baja,  casi 
rozando  el  suelo. 

¡Maldito  sol!  Era  el  pillo  mayor  de  la 
creación.  Este  sí  que  merecía  le  arreglasen 


124  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

las  cuentas  el  día  de  la  gorda,  como  enemi- 
go de  los  pobres.  Ea  invierno  mucho  ocul- 
tarse, para  que  el  jornalero  tenga  los 
miembros  torpes  y  no  sepa  dónde  están  sus 
manos,  para  que  caiga  del  andamio  ó  le  pi- 
lle el  carro  bajo  las  ruedas.  Y  ahora,  en  ve- 
rano, ¡eche  usted  rumbo!  Fuego  y  más  fue- 
go, para  que  los  pobres  que  se  quedan  en 
Madrid  mueran  como  pollos  en  asador. 
¡Hipocritón!  De  seguro  que  no  molestaba 
tanto  á  los  que  se  divertían  en  las  playas 
de  moda. 

Y  recordando  á  tres  segadores  andalu- 
ces muertos  de  asfixia,  según  había  leído 
en  uno  de  sus  papeles,  intentaba  en  vana 
mirar  de  frente  al  sol  y  le  amenazaba  con 
el  puño  cerrado,  ¡Asesino!...  ¡Reacciona- 
rio!... ¡Lástima  que  no  estés  más  abajo  el 
día  de  la  gorda! 

Cuando  llegó  al  depósito  de  mercancías, 
detúvose  un  momento  á  descansar.  Se  qui- 
tó la  gorra,  enjugóse  el  sudor  con  las  ma- 
nos, y  puesto  á  la  sombra  contempló  todo 
el  camino  que  acababa  de  atravesar.  Aque- 
llo ardía.  Y  pensaba  con  terror  en  el  regre- 
so, cuesta  arriba,  jadeante,  con  el  sol  á  pío- 


EL  OGRO  125 

mo  sobre  la  cabeza  y  arreando  sin  parar  á 
las  caballerías,  abrumadas  por  el  calor.  No 
era  grande  la  distancia  de  allí  á  su  casa, 
pero  aunque  le  dijeran  que  en  la  cochera 
le  esperaba  el  mismo  Nuncio,  no  iba.  ¡Que 
había  de  ir!...  Aun  haciéndole  bueno  que 
con  tal  viajecito  venía  la  gorda,  lo  pensaría 
antes  de  decidirse  á  subir  la  cuesta  con 
aquel  calor. 

^ — ¡Vaya!  Menos  historias  y  á  trabajar. 

Y  levantó  la  tapa  del  gran  capazo  de 
esparto  atado  á  los  varales  del  carro,  bus- 
cando su  provisión  de  cuerdas.  Pero  su 
mano  tropezó  con  unas  cosas  sedosas  que 
se  removían  y  sintió  al  mismo  tiempo  dé- 
biles arañazos  en  su  callosa  piel.     . 

Los  gruesos  dedos  hicieron  presa,  y  salió 
á  luz,  cogido  del  pescuezo,  un  cachorro 
blanco,  con  las  patas  extendidas,  el  rabo 
enroscado  por  los  estremecimientos  del  mie- 
do y  lanzando  su  triste  ñau  ñau,  como  quien 
pide  misericordia. 

La  Loca,  no  contenta  con  convertir  su 
patio  en  corral,  se  apoderaba  del  carro  y 
metía  la  prole  en  el  capazo  para  resguar- 
darla del  sol.  ¿No  era  aquello  abusar  de  la 


126  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

paciencia  de  un  hombre?,..  Se  acabó  todo, 
Y  abarcando  en  sus  manazas  á  los  cinco 
gatitos,  los  arrojó  en  montón  á  sus  pies. 
Iba  á  aplastarlos  á  patadas;  lo  juraba,  ¡voto 
á  esto  y  lo  de  más  allá!  Iba  á  hacer  una 
tortilla  de  gatos. 

Y  mientras  soltaba  sus  juramentos,  sa- 
cábase de  la  faja  el  pañuelo  de  hierbas,  lo 
extendía,  colocaba  sobre  él  aquel  montón 
de  pelos  y  maullidos,  y  atando  las  cuatro 
puntas  echó  á  andar  con  el  envoltorio^ 
abandonando  el  carro. 

Se  lanzó  á  todo  correr  por  aquel  camino 
de  fuego,  aguantando  el  sol  con  la  cabeza 
baja,  jadeante  y  echándose  á  pecho  la  cues- 
ta que  minutos  antes  no  quería  subir,  aun- 
que se  lo  mandase  el  Nuncio. 

Algo  terrible  preparaba.  La  voluptuo- 
sidad del  mal  era  sin  duda  lo  que  le  daba 
fuerzas.  Tal  vez  buscaba  subir  alto,  muy 
alto,  para  desde  la  cresta  de  un  desmonte 
aplastar  su  carga  de  gatos. 

Pero  se  dirigió  á  su  casa,  y  en  la  puerta 
le  recibió  la  Loca  con  cabriolas  de  gozo^ 
olisqueando  el  hinchado  pañuelo,  que  se 
estremecía  con  palpitaciones  de  vida.  | 


,VÍ, 


EL  OGRO  127 

— Toma,  perdida — dijo  jadeante  por  el 
calor  y  el  cansancio  de  la  carrera — ;  aquí 
tienes  tus  granujas.  Por  esta  vez  pase,  te  lo 
perdono,  porque  eres  un  animal  y  no  sabes 
cómo  las  gasta  Pepe  el  carretero.  Pero  otra 
vez...  |huml...  á  la  otra... 

Y  no  pudiendo  decir  más  palabras  sin 
intercalar  juramentos,  el  ogro  volvió  la  es- 
palda y  fué  corriendo  en  busca  de  su  carro, 
otra  vez  cuesta  abajó,  echando  demonios 
contra  aquel  sol  enemigo  de  los  pobres. 
Pero  aunque  el  calor  aumentaba,  parecíale 
al  pobre  ogro  que  algo  le  había  refrescado 
interiormente. 


La  barca  abandonada 


Era  la  playa  de  Torresalinas,  con  sus 
numerosas  barcas  en  seco,  el  lugar  de  re- 
unión de  toda  la  gente  marinera.  Los  chi- 
quillos, tendidos  sobre  el  vientre,  jugaban 
á  la  cartela  á  la  sombra  de  las  embarcacio- 
nes; y  los  viejos,  fumando  sus  pipas  de 
barro  traídas  de  Argel,  hablaban  de  la  pes- 
<ía  ó  de  las  magníficas  expediciones  que  se 
hacían  en  otros  tiempos  á  Gribraltar  y  á  la 
<30sta  de  África,  antes  que  al  demonio  se  le 
ocurriera  inventar  eso  que  llaman  la  Taba- 
calera. 

Los  botes  ligeros,  con  sus  vientres  blan- 
<30S  y  azules  y  el  mástil  graciosamente  in- 
clinado, formaban  una  ñla  avanzada  al  bor- 
de de  la  playa,  donde  se  deshacían  las  olas 
y  una  delgada  lámina  de  agua  bruñía  el 

9 


130  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

suelo  cual  si  fuese  de  cristal;  detrás,  con  la 
embetunada  panza  sobre  la  arena,  estaban 
las  negras  barcas  del  hou,  las  parejas  que 
aguardaban  el  invierno  para  lanzarse  al 
mar,  barriéndolo  con  su  cola  de  redes;  y  en 
último  término,  los  laúdes  en  reparación, 
los  abuelos,  junto  á  los  cuales  agitábanse 
los  calafates,  embadurnándoles  los  flancos 
con  caliente  alquitrán,  para  que  otra  vez 
volviesen  á  emprender  sus  penosas  y  mo- 
nótonas navegaciones  por  el  Mediterráneo: 
unas  veces  á  las  Baleares  con  sal,  otras  á  la 
costa  de  Argel  con  frutas  de  la  huerta  le- 
vantina, y  muchas  con  melones  y  patata» 
para  los  soldados  rojos  de  Gibraltar. 

En  el  curso  de  un  año,  la  playa  cambia- 
ba de  vecinos;  los  laúdes  ya  reparados  se 
hacían  á  la  mar  y  las  embarcaciones  de  pes- 
ca eran  armadas  y  lanzadas  al  agua;  sólo 
una  barca  abandonada  y  sin  arboladura 
permanecía  enclavada  en  la  arena,  triste, 
solitaria,  sin  otra  compañía  que  la  del  cara- 
binero que  se  sentaba  á  su  sombra. 

El  sol  había  derretido  su  pintura;  las 
tablas  se  agrietaban  y  crujían  con  la  se- 
quedad, y  la  arena,  arrastrada  por  el  vien- 


LA  BARCA  ABANDONADA-  131 

to,  había  invadido  su  cubierta.  Pero  su  per- 
fil fino,  sus  flancos  recogidos  y  la  gallardía 
de  su  construcción  delataban  una  embar- 
cación ligera  y  audaz,  hecha  para  locas  ca- 
rreras, con  desprecio  á  los  peligros  del 
mar.  Tenía  la  triste  belleza  de  esos  caballos 
viejos  que  fueron  briosos  corceles  y  caen 
abandonados  y  débiles  sobre  la  arena  de  la 
piaza  de  toros. 

Hasta  de  nombre  carecía.  La  popa  es- 
taba lisa  y  en  los  costados  ni  una  señal  del 
número  de  filiación  y  nombre  de  la  matrí- 
cula, un  ser  desconocido  que  se  moría  en- 
tre aquellas  otras  barcas,  orgullosas  de  sus 
pomposos  nombres,  como  mueren  en  el 
mundo  algunos,  sin  desgarrar  el  misterio  de 
su  vida. 

Pero  el  incógnito  de  la  barca  sólo  era 
aparente.  Todos  la  conocían  en  Torresali- 
nas,  y  no  hablaban  de  ella  sin  sonreír  y 
guiñar  un  ojo,  como  si  les  recordase  algo 
que  excitaba  malicioso  regocijo. 

Una  mañana,  á  la  sombra  de  la  barca 
abandonada,  cuando  el  mar  hervía  bajo  el 
sol  y  parecía  un  cielo  de  noche  de  verano, 
azul  y   espolvoreado   de   puntos   de   luz, 


132  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

un  viejo  pescador   me  contó  la  historia. 

— Este  falucho — dijo  acariciándole  con 
una  palmada  el  vientre  seco  y  arenoso — 
es  El  Socarrao,  el  barco  más  valiente  y  más 
conocido  de  cuantos  se  hacen  al  mar  desde 
Alicante  á  Cartagena.  ¡Virgen  Santísima! 
¡El  dinero  que  lleva  ganado  este  condenao! 
¡Los  duros  que  han  salido  de  ahí  dentro! 
Lo  menos  lleva  hechos  veinte  viajes  desde 
Oran  á  estas  costas,  y  siempre  con  la  panza 
bien  repleta  de  fardos. 

El  bizarro  y  extraño  nombre  de  Soca- 
rrao  me  admiraba  algo,  y  de  ello  se  aper- 
cibió el  pescador. 

— Son  motes,  caballero;  apodos  que  aquí 
tenemos,  lo  mismo  los  hombres  que  las  bar- 
cas. Es  inútil  que  el  cura  gaste  sus  latines 
con  nosotros;  aquí  quien  bautiza  de  veras 
es  la  gente.  A  mí  me  llaman  Felipe;  pero 
si  algún  día  me  busca  usted,  pregunte  por 
Castelar,  pues  así  me  conocen,  porque  me 
gusta  hablar  con  las  personas  y  en  la  ta- 
berna soy  el  único  que  puede  leer  el  perió- 
dico á  los  compañeros.  Ese  muchacho  que 
pasa  con  el  cesto  de  pescado  es  Chispas,  á 
su  patrón  le  llaman  El  Cano,  y  así  estamos 


LA  BARCA  ABANDONADA  133 

bautizados  todos.  Los  amos  de  las  barcas 
se  calientan  el  caletre  bascando  un  nombre 
bonito  para  pintarlo  en  la  popa.  Una,  la 
Purísima  Concepción;  otra,  Rosa  del  Mar; 
aquélla,  Los  Dos  Amigos;  pero  llega  la 
gente  con  su  manía  de  sacar  motes,  y  se 
llaman  La  Pava,  El  Lorüo,  La  Medio  Rollo, 
y  gracias  que  no  las  distingan  con  nom- 
bres menos  decentes.  Un  hermano  mío 
tiene  la  barca  má^  hermosa  de  toda  la  ma- 
trícula; la  bautizamos  con  el  nombre  de  mi 
hija:  Camila;  pero  la  pintamos  de  amarillo 
y  blanco,  y  el  día  del  bautizo  se  le  ocurrió 
decir  á  un  pillo  de  la  playa  que  parecía  un 
huevo  frito.  ¿Querrá  usted  creerlo?  Sólo  con 
este  apodo  la  conocen. 

— Bien— le  interrumpí — ;  pero  ¿y  El  So- 
carrao? 

— Su  verdadero  nombre  era  El  Resuelto, 
pero  por  la  prontitud  con  que  moniobraba 
y  la  furia  con  que  acometía  los  golpes  de 
mar,  dieron  en  llamarle  El  Socarrao,  como 
á  una  persona  de  mal  genio...  Y  ahora  va- 
mos á  lo  que  le  ocurrió  á  este  pobre  Soca- 
rraíco  hace  poco  más  de  un  año,  la  última 
vez  que  vino  de  Oran. 


134  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Miró  el  viejo  á  todos  lados,  y  conven- 
cido de  que  estábamos  solos,  dijo  con  son- 
risa bonachona: 

—Yo  iba  en  el,  ¿sabe  usted?  Esto  no  lo  ig- 
nora nadie  en  el  pueblo;  pero  si  yo  se  lo 
digo  es  porque  estamos  solos  y  usted  no  irá 
después  á  hacerme  daño.  ¡Qué  demonio! 
Haber  ido  en  El  Socarrao  no  es  ninguna 
deshonra.  Todo  eso  de  aduanan  y  carabi- 
neros y  barquillas  de  la  Tabacalera  no  lo 
ha  creado  Dios:  lo  inventó  el  gobierno  para 
hacernos  daño  á  los  pobres,  y  el  contraban- 
do no  es  pecado,  sino  un  medio  muy  hon- 
roso de  ganarse  el  pan  exponiendo  la  piel 
en  el  mar  y  la  libertad  en  tierra.  Oficio  de 
hombres  enteros  y  valientes  como  Dios 
manda. 

Yo  he  conocido  los  buenos  tiempos. 
Cada  mes  se  hacían  dos  viajes,  y  el  dinero 
rodaba  por  el  pueblo  que  era  un  gusto. 
Había  para  todos:  para  los  de  uniforme, 
pobrecitos  que  no  saben  cómo  mantener 
su  familia  con  dos  pesetas,  y  para  nosotros 
la  gente  de  mar. 

Pero  el  negocio  se  puso  cada  vez  peor, 
y  El  Socarrao  hacía  sus  viajes  de  tarde  en 


LA  BARCA   ABANDONADA  135 

tarde,  con  mucho  cuidado,  pues  le  constaba 
al  patrón  que  nos  tenían  entre  ojos  y  de- 
seaban meternos  mano. 

En  la  última  correría  íbamos  ocho  hom- 
bres á  bordo.  En  la  madrugada  habíamos 
Balido  de  Oran,  y  á  mediodía,  estando  á  la 
altura  de  Cartagena,  vimos  en  el  horizonte 
una  nubécula  negra,  y  al  poco  rato  un  va- 
por que  todos  conocimos.  Mejor  hubiéra- 
mos visto  asomar  una  tormenta.  Era  el  ca- 
ñonero de  Alicante. 

Soplaba  buen  viento.  íbamos  en  popa, 
con  toda  la  gran  vela  de  frente  y  el  foque 
tendido.  Pero  con  estas  invenciones  de  los 
hombres,  la  vela  ya  no  es  nada,  y  el  buen 
marinero  aún  vale  menos. 

No  es  que  nos  alcanzaban,  no  señor. 
(Bueno  es  M  Socarrao  para  dejarse  atrapar 
teniendo  viento!  Navegábamos  como  un 
delfín,  con  el  casco  inclinado  y  las  olas  la- 
miendo la  cubierta;  pero  en  el  cañonero 
apretaban  las  máquinas,  y  cada  vez  veía- 
mos más  grande  el  barco,  aunque  no  por 
esto  perdíamos  mucha  distancia.  ¡Ah!  |Si 
hubiéramos  estado  á  media  tardel  Habría 
cerrado  la  noche  antes  que  nos  alcanzara, 


136  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

y  cualquiera  nos  encuentra  en  la  obscuri- 
dad. Pero  aún  quedaba  mucho  día,  y  co- 
rrieiido  á  lo  largo  de  la  costa  era  indudable 
que  nos  pillarían  antes  del  anochecer. 

El  patrón  manejaba  la  barra  con  el  cui- 
dado de  quien  tiene  toda  su  fortuna  pen- 
diente de  una  mala  virada.  Una  nubecilla 
blanca  se  desprendió  del  vapor  y  oímos  el 
estampido  de  un  cañonazo. 

Como  no  vimos  la  bala,  comenzamos  á 
reir,  satisfechos  y  hasta  orgullosos  de  que 
nos  avisasen  tan  ruidosamente. 

Otro  cañonazo,  pero  esta  vez  con  ma- 
licia. Nos  pareció  que  un  gran  pájaro  pa- 
saba silbando  sobre  la  barca,  y  la  antena  se 
vino  abajo  con  el  cordaje  roto  y  la  vela 
desgarrada.  Nos  habían  desarbolado,  y  al 
caer  el  aparejo  le  rompió  una  pierna  á  uno 
de  la  tripulación. 

Confieso  que  temblamos  un  poco.  Nos 
veíamos  cogidos,  y  ¡qué  demonio!  ir  á  la 
cárcel  como  un  ladrón  por  ganar  el  pan  de 
la  familia  es  algo  más  temible  que  una 
noche  de  tormenta.  Pero  el  patrón  de  El 
Soearrao  es  hombre  que  vale  tanto  como 
BU  barca. 


LA  BARCA  ABANDONADA  137 

— Chicos,  eso  no  es  nada.  Sacad  la  vela 
nueva.  Si  sois  listos  no  nos  cogerán. 

No  hablaba  á  sordos,  y  como  listos  no 
había  más  que  pedirnos.  El  pobre  compa- 
ñero se  revolvía  como  una  lagartija,  tendi- 
do en  la  proa,  tentándose  la  pierna  rota, 
lanzando  alaridos  y  pidiendo  por  todos  los 
santos  un  trago  de  agua:  ¡para  contempla- 
ciones estaba  el  tiempo!  Nosotros  fingíamos 
no  oirle,  atentos  únicamente  á  nuestra  fae- 
na, separando  el  cordaje  y  atando  á  la  an- 
tena la  vela  de  repuesto,  que  izamos  á  los 
diez  minutos. 

El  patrón  cambió  el  rumbo.  Era  inútil 
resistir  en  el  mar  á  aquel  enemigo  que  an- 
daba  con  humo  y  escupía  balas.  [A  tierra, 
y  que  fuese  lo  que  Dios  quisiera! 

Estábamos  frente  á  Torresalinas.  Todos 
éramos  de  aquí  y  contábamos  con  los  ami- 
gos. El  cañonero,  viéndonos  con  rumbo  á 
tierra,  no  disparó  más.  Nos  tenía  cogidos, 
y  seguro  de  su  triunfo  ya  no  extremaba 
la  marcha.  La  gente  que  estaba  en  esta 
playa  no  tardó  en  vernos,  y  la  noticia  cir- 
culó por  todo  el  pueblo.  \El  Socarrao  venía 
perseguido  por  un  cañonero! 


138  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

Había  que  ver  lo  que  ocurrió.  Una  ver- 
dadera revolución:  créame  usted,  caballero. 
Medio  pueblo  era  pariente  nuestro,  y  los 
demás  comían  más  ó  menos  directamente 
del  negocio.  Esta  playa  parecía  un  hormi- 
guero. Hombres,  mujeres  y  chiquillos  nos 
seguían  con  mirada  ansiosa,  lanzando  gri- 
tos de  satisfacción  al  ver  cómo  nuestra 
barca,  haciendo  un  último  esfuerzo,  se  ade- 
lantaba cada  vez  más  á  su  perseguidor,  lle- 
vándole una  media  hora  de  ventaja. 

Hasta  el  alcalde  estaba  aquí,  para  ser- 
vir en  lo  que  fuera  bueno.  Y  los  carabine 
ros,  excelentes  muchachos  que  viven  entre 
nosotros  y  son  casi  de  la  familia,  hacíanse 
á  un  lado,  comprendiendo  la  situación  y 
no  queriendo  perder  á  unos  pobres. 

— I A  tierra,  muchachos! — gritaba  núes 
tro  patrón — .   Vamos  á  embarrancar.  Lo 
que  importa  es  poner  en  salvo  fardos  y 
personas.  El  Socar  rao   ya  sabrá   salir  de 
este  mal  paso. 

Y  sin  plegar  casi  el  trapo,  embestimos 
la  playa,  clavando  la  proa  en  la  arena. 
¡Señor,  qué  modo  de  trabajar!  Aún  me 
parece  un  sueño  cuando  lo  recuerdo.  Todo 


LA  BARCA  ABANDONADA  139 

el  pueblo  se  tiró  sobre  la  barca,  la  tomó 
por  asalto:  los  chiciielos  se  deslizaban  conio 
ratas  en  la  cala. 

— ¡Aprisal  ¡Aprisa!  ¡Que  vienen  los  del 
gobierno! 

Los  fardos  saltaban  de  la  cubierta:  caían 
en  el  agua,  donde  los  recogían  los  hombres 
descalzos  y  las  mujeres  con  la  falda  entre 
las  piernas;  unos  desaparecían  por  aquí; 
otros  se  iban  por  allá;  fué  aquello  visto  y 
no  visto,  y  en  poco  rato  desapareció  el  car- 
gamento, como  si  lo  hubiera  tragado  la  are- 
na. Una  oleada  de  tabaco  inundaba  á  To- 
rresalinas,  filtrándose  en  todas  las  casas. 

El  alcalde  intervino  paternalmente. 
— Hombre,  es   demasiado — dijo   al  pa* 
trón — .  Todo  se  lo  llevan,  y  los  carabineros 
se  quejarán.  Dejad  al  menos  algunos  bultos 
para  justificar  la  aprehensión. 

Nuestro  amo  estaba  conforme. 
— Bueno;  haced  unos  cuantos  bultos  con 
dos  fardos  de  la  peor  picadura.  Que  se  con- 
tenten con  eso. 

Y  se  alejó  hacia  el  pueblo,  llevándose 
en  el  pecho  toda  la  documentación  de  la 
barca.  Pero  aún  se  detuvo  un  momento. 


140  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

porque  aquel  diablo  de  hombre  estaba  en 
todo. 

— ¡Los  folios!  ¡Borrad  los  folios! 
Parecía  que  á  la  barca  le  habían  salido 
patas.  Estaba  ya  fuera  del  agua  y  se  arras- 
traba por  la  arena  en  medio  de  aquella 
multitud  que  bullía  y  trabajaba,  animán- 
dose con  alegres  gritos. 

— ¡Qué  chasco!  ¡Qué  chasco  se  llevarán 
los  del  gobierno! 

El  compañero  de  la  pierna  rota  era  lle- 
vado en  alto  por  su  mujer  y  su  madre.  El 
pobrecillo  gemía  de  dolor  á  cada  movimien- 
to brusco,  pero  se  tragaba  las  lágrimas  y 
reía  también  como  los  otros,  viendo  que  el 
cargamento  se  salvaba  y  pensando  en  aquel 
chasco  que  hacía  reír  á  todos. 

Cuando  lo8  últimos  fardos  se  perdieron 
en  las  calles  de  Torresalinas,  comenzó  la 
rapiña  de  la  barca.  El  gentío  se  llevó  las 
velas,  las  anclas,  los  remos:  hasta  desmon- 
tamos el  mástil,  que  se  cargó  en  hombros 
una  turba  de  muchachos,  llevándolo  en 
procesión  al  otro  extremo  del  pueblo.  La 
barca  quedó  hecha  un  pontón,  tan  pelada 
como  usted  la  ve. 


LA  BARCA  ABANDONADA _  141 

Y  mientras  tanto,  los  calafates,  brocha 
en  mano,  pinta  que  pinta.  El  Socarrao  se 
desfiguraba  como  un  burro  de  gitano.  Con 
cuatro  brochazos  fué  borrado  el  nombre  de 
popa;  y  de  los  folios  de  los  costados,  de 
esos  malditos  letreros,  que  son  la  cédula  de 
toda  embarcación,  no  quedó  ni  rastro. 

El  cañonero  echó  anclas  al  mismo  tiem- 
po que  desaparecían  en  la  entrada  del  pue- 
blo los  últimos  despojos  de  la  barca.  Yo  me 
quedé  en  este  sitio,  queriendo  verlo  todo, 
y  para  mayor  disimulo  ayudaba  á  unos 
amigos  que  echaban  al  mar  una  lancha  de 
pesca. 

El  cañonero  envió  un  bote  armado,  y 
saltaron  á  tierra  no  sé  cuántos  hombres 
con  fusil  y  bayoneta.  El  contramaestre, 
que  iba  al  frente,  juraba  furioso  mirando 
á  El  Socarrao  y  á  los  carabineros,  que  se 
habían  apoderado  de  él. 

Todo  el  vecindario  de  Torresalinas  se 
reía  á  aquellas  horas,  celebrando  el  chasco, 
y  aún  hubiera  reído  más,  viendo,  como  yo, 
la  cara  que  ponía  aquella  gente  al  encon- 
trar por  todo  cargamento  unos  cuantos 
bultos  de  tabaco  malo. 


142  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

— ¿Y  qué  pasó  después? — pregunté  al 
viejo — .  ¿No  castigaron  á  nadie? 

— ¿A  quién?  Únicamente  podían  castigar 
al  pobre  Socarrao,  que  quedó  prisionero. 
Se  ensució  mucho  papel  y  medio  pueblo 
fué  á  declarar;  pero  nadie  sabía  nada.  ¿De 
qué  matrícula  era  el  barco?  Silencio;  nadie 
le  había  visto  los  folios.  ¿Quiénes  lo  tripu- 
laban? Unos  hombres  que  al  varar  habían 
echado  á  correr  tierra  adentro.  Y  nadie  sa- 
bía más. 

— ¿Y  el  cargamento? — dije  yo. 

— Lo  vendimos  completo.  Usted  no  sabe 
lo  que  es  la  pobreza.  Cuando  embarranca- 
mos, cada  uno  agarró  el  fardo  que  tenía 
más  á  mano  y  echó  á  correr  para  esconderlo 
en  su  casa.  Pero  al  día  siguiente  estaban 
todos  á  disposición  del  patrón:  no  se  perdió 
ni  una  libra  de  tabaco.  Los  que  exponen  la 
vida  por  el  pan  y  todos  los  días  le  ven  la 
cara  á  la  muerte,  están  más  libres  de  tenta- 
ciones que  los  otros... 

— Desde  entonces — continuó  el  viejo — 
que  está  aquí  preso  el  pobre  Socarrao.  Pero 
no  tardará  en  hacerse  á  la  mar  con  su  anti- 
guo amo.  Parece  que  ha  terminado  el  pape- 


LA  BARCA  ABANDONADA  143 

leo;  lo  sacarán  á  subasta,  y  se  lo  quedará  el 
patrón  por  lo  que  quiera  dar. 

— ¿Y  si  otro  da  más? 

— ¿Y  quién  ha  de  ser  ese?  ¿Somos  acaso 
bandidos?  Todo  el  pueblo  sabe  quién  es  el 
verdadero  amo  de  la  barca  abandonada,  y 
nadie  tiene  tan  mal  corazón  que  intente 
perjudicarle.  Aquí  hay  mucha  honradez.  A 
cada  uno  lo  que  sea  suyo:  el  mar,  que  es 
de  Dios,  para  nosotros  los  pobres,  que  he- 
mos de  sacar  el  pan  de  él,  aunque  no  quie- 
ra el  gobierno. 


El  maniquí 


Nueve  años  habían  transcurrido  desde 
que  Luis  Santurce  se  separó  de  su  mujer. 
Después  la  había  visto  envuelta  en  sedas 
y  tules  en  el  fondo  de  elegante  carruaje,  pa- 
sando ante  él  como  un  relámpago  de  belle- 
za, ó  la  había  adivinado  desde  el  paraíso  del 
Real,  allá  abajo,  en  un  palco,  rodeada  de 
señores  que  se  disputaban  el  murmurar 
algo  á  su  oído  para  hacer  gala  de  una  inti- 
midad sonriente. 

Estos  encuentros  removían  en  él  todo 
el  sedimento  de  la  pasada  ira:  había  huido 
siempre  de  su  mujer  como  enfermo  que 
teme  el  recrudecimiento  de  sus  dolencias,  y 
sin  embargo,  ahora  iba  á  su  encuentro,  á 
verla  y  hablarla  en  aquel  hotel  de  la  Cas- 
tellana, cuyo  lujo  insolente  era  el  testimo- 
nio de  su  deshonra. 

10 


146  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

Los  rudos  movimientos  del  coche  de  al- 
quiler parecían  hacer  saltar  los  recuerdo» 
del  pasado  de  todos  los  rincones  de  su  me- 
moria. Aquella  vida  que  no  quería  recor- 
dar, iba  desarrollándose  ante  sus  ojos 
cerrados:  su  luna  de  miel  de  empleado  mo- 
desto casado  con  una  mujer  bonita  y 
educada,  hija  de  una  familia  venida  á  me- 
nos; la  felicidad  de  aquel  primer  año  de 
pobreza  endulzado  por  el  cariño;  después, 
las  protestas  de  Enriqueta  revolviéndose 
contra  la  estrechez;  el  sordo  disgusto  al  oír- 
se llamar  hermosa  por  todos  y  verse  humil- 
demente vestida;  los  disgustos  surgiendo 
por  el  más  leve  motivo;  las  reyertas  á  media 
noche  en  la  alcoba  conyugal;  las  sospechas^ 
royendo  poco  á  poco  la  confianza  del  mari- 
do, y  de  repente  el  ascenso  inesperado,  el 
bienestar  material  colándose  por  las  puer- 
tas, primero  tímidamente,  como  evitando 
el  escándalo;  después  con  insolente  osten- 
tación, como  creyendo  entrar  en  un  mundo 
de  ciegos,  hasta  que  ya  por  fin  Luis  tuvo  la 
prueba  indudable  de  su  desgracia.  Se  aver- 
gonzaba al  recordar  su  debilidad.  No  era  un 
cobarde,  estaba  seguro  de  ello,  pero  le  fal- 


EL  MANIQUÍ  147 

taba  voluntad  ó  la  amaba  demasiado,  y  por 
esto,  cuando  tras  un  vergonzoso  espionaje 
se  convenció  de  su  deshonra,  sólo  supo  le- 
vantar la  crispada  mano  sobre  aquella  her- 
mosa cara  de  muñeca  pálida,  y  acabó  por  no 
descargar  el  golpe.  Sólo  tuvo  fuerzas  para 
arrojarla  de  la  casa  y  llorar  como  un  niño 
abandonado  apenas  cerró  la  puerta. 

Después,  la  soledad  completa,  la  mono- 
tonía del  aislamiento,  interrumpida  por  no- 
ticias que  le  hacían  daño.  Su  mujer  viajaba 
por  el  centro  de  Europa  como  una  prin- 
cesa; un  millonario  la  había  lanzado;  aque- 
lla era  su  verdadera  existencia,  para  aque- 
llo había  nacido.  Todo  un  invierno  llamó 
la  atención  en  París;  los  periódicos  habla- 
ban de  la  hermosa  española;  sus  triunfos 
en  las  playas  de  moda  eran  ruidosos,  se 
buscaba  como  un  honor  arruinarse  por  ella, 
y  varios  duelos  y  ciertos  rumores  de  suici- 
dio formaban  en  torno  de  su  nombre  un 
ambiente  de  leyenda.  Después  de  tres  años 
de  correría  triunfal,  volvió  á  Madrid,  acre- 
centada su  hermosura  por  el  extraño  en- 
canto del  cosmopolitismo.  Ahora  la  prote- 
gía el  más  rico  negociante  de  España,  y 


148  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

en  su  espléndido  hotel  reinaba  sobre  una 
corte  sólo  de  hombres:  ministros,  banque- 
ros, políticos  influyentes,  personajes  de  to- 
das clases  que  buscaban  su  sonrisa  como 
la  mejor  de  sus  condecoraciones. 

Tan  grande  era  su  poder,  que  hasta  Luis 
creía  sentirlo  en  torno  de  su  persona,  vien- 
do que  se  sucedían  las  situaciones  políticas 
sin  que  le  tocasen  su  empleo.  El  miedo 
á  combatir  por  el  sostenimiento  de  la  vida 
le  hacía  aceptar  aquella  situación,  en  la  que 
adivinaba  la  mano  oculta  de  Enriqueta. 
Solo  y  condenado  á  trabajar  para  vivir, 
sentía,  sin  embargo,  la  vergüenza  del  misera 
ble  que  tiene  como  único  mérito  ser  esposo 
de  una  mujer  hermosa.  Todo  su  valor  con- 
sistía en  huir  cuando  la  encontraba  á  su 
paso,  insolente  y  triunfadora  en  su  deshon- 
ra; huir  perseguido  por  aquellos  ojos  que 
se  fijaban  en  él  con  sorpresa,  perdiendo  su 
altivez  de  mujer  codiciada. 

Un  día  recibió  la  visita  de  un  cura  vie- 
jo y  de  aspecto  tímido;  el  mismo  que  ahora 
iba  sentado  junto  á  él  en  el  coche.  Era  el 
confesor  de  su  mujer.  ¡Bien  había  sabido 
escogerlo!  Un  señor  bondadoso,  de  cortos 


EL  MANIQUÍ  149 

alcances.  Cuando  dijo  quién  le  enviaba, 
Luis  no  pudo  contenerse:  «¡Valiente  tal!», 
y  soltó  redondo  el  insulto.  Pero  imper- 
turbable el  buen  viejo,  como  quien  trae 
aprendido  el  discurso  y  lo  teme  olvidar  si 
tarda  en  soltarlo,  le  habló  de  Magdalena  pe- 
cadora; del  Señor,  que  siendo  quien  era,  la 
había  perdonado;  y  pasando  al  estilo  llano 
y  natural,  contó  la  transformación  sufrida 
por  Enriqueta.  Estaba  enferma;  apenas  si 
salía  de  su  hotel;  una  enfermedad  que  roía 
sus  entrañas,  un  cáncer  al  que  había  que 
domar  con  continuas  inyecciones  de  morfi- 
na para  que  no  la  hiciera  desfallecer  y  ru- 
gir de  dolor  con  sus  crueles  arañazos.  La 
desgracia  la  había  hecho  volver  sus  ojos 
á  Dios;  se  arrepentía  del  pasado,  quería 
verle... 

y  él,  el  hombre  cobarde,  saltaba  de 
gozo  al  oir  esto,  con  la  satisfacción  del  débil 
que  se  ve  vengado,  ¡Un  cáncer!...  ¡El  mal- 
dito lujo  que  se  pudría  dentro  de  ella, 
haciéndola  morir  en  vida!  Y  siempre  tan 
hermosa,  ¿verdad?  ¡Qué  dulce  venganza!... 
No;  no  iría  á  verla.  Era  inútil  que  el  cura 
buscase  argumentos.  Podía  visitarle  cuando 


150  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

quisiera  y  darle  noticias  de  su  mujer:  aque- 
llo le  alegraba  mucho;  ahora  comprendía 
por  qué  los  hombres  son  malos. 

Desde  entonces  el  cura  le  visitaba  casi 
todas  las  tardes,  para  fumar  unos  cuantos 
cigarros,  hablando  de  Enriqueta,  y  alguna 
vez  salían  juntos,  paseando  por  las  afueras 
de  Madrid  como  antiguos  amigos. 

La  enfermedad  avanzaba  rápidamente; 
Enriqueta  estaba  convencida  de  que  iba  á 
morir.  Quería  verle  para  implorar  su  per- 
dón; así  lo  pedía^  con  tono  de  niña  capri- 
chosa y  enferma  que  exige  un  juguete. 
Hasta  el  oti^o,  el  protector  poderoso,  dócil  á 
pesar  de  su  omnipotencia,  le  suplicaba  al 
cura  que  llevase  al  hotel  al  marido  de  En- 
riqueta. El  buen  viejo  hablaba  con  fervor 
de  la  conmovedora  conversión  de  la  señora, 
aunque  confesando  que  el  maldito  lujo, 
perdición  de  tantas  almas,  todavía  la  domi- 
naba. La  enfermedad  la  tenía  prisionera  en 
su  casa;  pero  en  los  momentos  de  calma, 
cuando  el  picaro  dolor  no  la  hacía  ir  de  un 
lado  á  otro  como  una  loca,  hojeaba  catálo- 
gos y  figurines  de  París,  escribía  á  sus  pro- 
veedores de  allá,  y  rara  era  la  semana  en 


i 


EL  MANIQUÍ  15i 

que  no  llegaban  cajones  con  las  últimas 
novedades:  trajes,  sombreros  y  joyas  que, 
después  de  contemplados  y  manoseados  uu 
día  en  el  cerrado  dormitorio,  caían  en  los 
rincones  ó  se  ocultaban  para  siempre  en  los 
armarios,  como  juguetes  inútiles.  Por  todos 
estos  caprichos  pasaba  el  otro,  con  tal  de 
ver  á  Enriqueta  sonriente. 

Estas  continuas  confidencias  hacían  pe- 
netrar lentamente  á  Luis  en  la  vida  de  su 
mujer;  seguía  de  lejos  el  curso  de  su  enfer- 
medad y  no  pasaba  día  sin  que  mental- 
mente se  rozase  con  aquel  ser,  del  que  se 
había  apartado  para  sieDipre. 

Una  tarde  se  presentó  el  cura  con  des- 
usada energía.  Aquella  señora  estaba  en  las 
últimas,  le  llamaba  á  gritos;  era  un  crimen 
negar  el  último  consuelo  á  una  moribunda, 
y  él  no  lo  consentía.  Sentíase  capaz  de  lle- 
várselo á  viva  fuerza.  Luis,  vencido  por  la 
voluntad  del  viejo,  se  dejó  arrastrar  y  subió 
á  un  coche,  insultándose  mentalmente,  pero 
sin  fuerzas  para  retroceder...  ¡Cobarde!  ¡Co- 
barde para  siempre! 

En  pos  de  la  negra  sotana  atravesó  el 
jardín  del  hotel  que  tantas  veces,  al  pasar 


152  V,   BLASCO  IBÁSEZ 

por  el  inmediato  paseo,  había  espiado  con 
miradas  de  odio...  Y  ahora,  nada;  ni  odio  ni 
dolor:  un  vivo  sentimiento  de  curiosidad^ 
como  el  que  entra  en  país  desconocido,  pa- 
ladeando anticipadamente  las  maravillas 
que  espera  ver. 

Dentro  del  hotel  la  misma  impresión 
de  curiosidad  y  asombro,  ¡Ah,  miserable! 
¡Cuántas  veces^  en  los  ensueños  de  su  vo- 
luntad impotente,  se  había  visto  entrando 
eu  aquella  casa  como  un  marido  de  drama, 
el  arma  en  la  mano  para  matar  á  la  esposa 
infiel,  y  destrozando  después,  como  una 
fiera  loca,  los  muebles  costosos,  los  ricos 
cortinajes,  las  mullidas  alfombras!  Y  ahora 
la  blandura  que  sentía  bajo  sus  pies,  los 
bellos  colores  por  los  que  resbalaba  su  mi- 
rada, las  flores  que  le  saludaban  con  sn 
perfume  desde  los  rincones,  causábanle  una 
embriaguez  de  eunuco,  y  sentía  impulsos 
de  tenderse  en  aquellos  muebles,  de  tomar 
posesión,  como  si  le  pertenecieran,  por  ser 
de  su  mujer.  Ahora  comprendía  lo  que  era 
la  riqueza  y  con  qué  fuerza  pesaba  sobre 
sus  esclavos.  Estaba  ya  en  el  primer  piso, 
y  ni  siquiera  había  percibido,  en  la  calma 


EL  MANIQUÍ  1B3 

solemne  del  hotel,  ninguno  de  esos  detalles 
con  que  se  revela  la  muerte  al  entrar  en 
una  casa. 

Vio  criados  tras  cuya  máscara  impasi- 
ble creyó  percibir  un  gesto  de  curiosidad 
insolente:  una  doncella  le  saludó  con  enig* 
mática  sonrisa,  que  no  se  sabía  si  era  de  sim- 
patía ó  de  burla  para  «el  marido  de  la  se- 
ñora :>;  creyó  distinguir  en  una  habitación 
inmediata  un  señor  que  se  ocultaba  (tal  vez 
era  el  otro);  y  aturdido  por  aquel  mundo 
nuevo,  atravesó  una  puerta,  empujado  sua- 
vemente por  su  guía. 

Estaba  en  el  dormitorio  de  la  señora: 
una  habitación  sumida  en  suave  penumbra, 
que  rasgaba  una  faja  de  sol  filtrándose  por 
un  balcón  entreabierto. 

En  medio  de  este  rayo  de  luz  estaba 
una  mujer  erguida,  esbelta,  sonrosada, 
vestida  con  un  hermoso  traje  de  soirée,  las 
nacaradas  espaldas  surgiendo  de  entre  nu- 
bes de  blondas,  y  el  pecho  y  la  cabeza  des- 
lumbrantes con  el  centelleo  de  las  joyas. 
Luis  retrocedió  asombrado,  protestando  de 
la  farsa.  ¿Aquella  era  la  enferma?  ¿Le  ha- 
bían llamado  para  insultarle? 


164  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

— |Luis...  Luis!... — gimió  tras  el  una  voz 
débil,  con  entonación  infantil  y  suave,  que 
le  recordaba  el  pasado,  los  mejores  instan- 
tes de  su  vida. 

Sus  ojos,  acostumbrados  ya  á  la  obscu- 
ridad, vieron  en  el  fondo  de  la  habitación 
algo  monumental  é  imponente  como  un 
altar:  una  cama  con  gradas,  y  en  la  cual, 
bajo  los  ondulantes  cortinajes,  se  incorpo- 
raba trabajosamente  una  figura  blanca. 

Entonces  se  fijó  en  la  mujer  inmóvil, 
que  parecía  esperarle  con  su  esbelta  rigidez 
y  sus  ojos  de  vaga  mirada,  como  empaña- 
dos por  lágrimas.  Era  un  artístico  maniquí 
que  guardaba  cierta  semejanza  con  Enri- 
queta. La  servía  para  poder  contemplar 
mejor  aquellas  novedades  que  continua- 
mente recibía  de  París.  Era  el  único  actor 
de  las  representaciones  de  elegancia  y  ri- 
queza que  se  daba  á  solas  para  remedio  de 
su  enfermedad. 

—  ¡Luis...  Luis!... — volvió  á  gemir  la  vo* 
cecita  desde  el  fondo  de  la  cama. 

Tristemente  fué  Luis  hacia  ella  para 
verse  agarrado  por  unos  brazos  que  le  apre- 
taron convulsivamente  y  sentir  una  boca 


EL  MANIQUÍ  165 

ardorosa  que  buscaba  la  suya,  implorando 
perdón,  al  mismo  tiempo  que  en  una  meji- 
lla recibía  la  tibia  caricia  de  las  lágrimas. 

— Di  que  me  perdonas;  dilo,  Luis,  y  tal 
vez  no  me  muera. 

Y  el  marido,  que  instintivamente  inten- 
taba repelerla,  acabó  por  abandonarse  en- 
tre aquellos  brazos,  repitiendo  sin  darse 
cuenta  las  mismas  palabras  cariñosas  de 
los  tiempos  felices.  Ante  sus  ojos,  habitua- 
dos á  la  obscuridad,  iba  marcándose  con 
todos  sus  detalles  el  rostro  de  su  mujer. 

— ¡Luis,  Luis  mío! — decía  ella  sonriendo 
en  medio  de  las  lágrimas—.  ¿Cómo  me  en- 
cuentras? Ya  no  soy  tan  hermosa  como  en 
nuestros  tiempos  de  felicidad...  cuando  yo 
aún  no  era  loca.  Dime,  ¡por  Dios!  dime  qué 
te  parezco. 

Sa  marido  la  miraba  con  asombro.  Her- 
mosa, siempre  hermosa,  aquella  belleza 
infantil  é  ingenua  que  tan  temible  la  hacía. 
La  muerte  aún  no  estaba  allí:  únicamente 
por  entre  el  suave  perfume  de  aquella  car- 
ne soberana,  de  aquel  lecho  majestuoso, 
parecía  deslizarse  un  vaho  sutil  y  lejano  de 
materia  muerta,  algo  que  delataba  la  inte- 


1B6  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

rior  descomposición  que  se  mezclaba  en 
sus  besos. 

Luis  adivinó  la  presencia  de  alguien  de- 
trás de  él.  Un  hombre  estaba  á  pocos  pasos, 
contemplándolos  con  expresión  confusa, 
como  atraído  allí  por  un  impulso  superior 
á  la  voluntad  que  le  avergonzaba.  El  mari- 
do de  Enriqueta  conocía,  como  media  na- 
ción, la  austera  cara  de  aquel  señor  ya  en- 
trado en  años,  hombre  de  sanos  xjrincipios, 
gran  defensor  de  la  moral  pública. 

— ¡Dile  que  se  vaya,  Luis! — gritó  la  en- 
ferma— .  ¿Qué  hace  ahí  ese  hombre?  Yo 
sólo  te  quiero  á  ti...  sólo  quiero  á  mi  mari- 
do. Perdóname...  fué  el  lujo,  el  maldito 
lujo:  necesitaba  dinero,  mucho  dinero;  pero 
amar...  sólo  á  ti. 

Enriqueta  lloraba  mostrando  su  arre- 
pentimiento, y  aquel  hombre  lloraba  tam- 
bién, débil  y  humilde  ante  el  desprecio. 

Luis,  que  tantas  veces  había  pensado 
en  él  con  arrebatos  de  cólera,  y  que  al  verle 
había  sentido  impulsos  de  arrojarse  á  su 
cuello,  acabó  por  mirarle  con  simpatía  y 
respeto.  [También  la  amaba!  Y  la  comuni- 
dad en  el  afecto,  en  vez  de  repelerlos,  liga- 


EL  MANIQUÍ  1B7 

ba  al  marido  y  al  otro  con  una  simpatía 
extraña. 

— Que  se  vaya,  que  se  vaya — repetía  la 
enferma  con  una  terquedad  infantil. 

Y  su  marido  miraba  al  hombre  poderoso 
con  expresión  suplicante,  como  si  pidiera 
perdón  para  su  mujer,  que  no  sabía  lo  que 
decía. 

— Vamos,  doña  Enriqueta — dijo  desde  el 
fondo  de  la  habitación  la  voz  del  cura — . 
Piense  usted  en  sí  misma  y  en  Dios:  no  in- 
curra en  el  pecado  de  soberbia. 

Los  dos  hombres,  el  marido  y  el  protec- 
tor, acabaron  por  sentarse  junto  al  lecho 
de  la  enferma.  El  dolor  la  hacía  rugir,  ha- 
bía que  darla  frecuentes  inyecciones,  y  los 
dos  acudían  solícitos  á  su  cuidado.  Varias 
veces  se  tropezaron  sus  manos  al  incorpo- 
rar á  Enriqueta,  y  no  los  separó  una  re^- 
pulsión  instintiva;  antes  bien,  se  ayudaban 
con  efusión  fraternal. 

Luis  encontraba  cada  vez  más  simpáti- 
co á  aquel  buen  señor,  de  trato  tan  llano  á 
pesar  de  sus  millones,  y  que  lloraba  á  su 
mujer  más  aún  que  él.  Durante  la  noche, 
cuando  la  enferma  descansaba  bajo  la  ac 


X 


168  V.   BLASCO  IBÁÍÍEZ 

ción  de  la  morfina,  los  dos  hombres,  com- 
penetrados por  aquella  velada  de  sufri- 
mientos, conversaban  en  voz  baja,  sin  que 
en  sus  palabras  se  notara  el  menor  dejo 
de  remoto  odio.  Eran  como  hermanos  re- 
conciliados por  el  amor. 

Al  amanecer  murió  Enriqueta  repitien- 
do: «¡Perdón!  ¡perdón! >  Pero  su  última  mi- 
rada no  fué  para  el  marido.  Aquel  hermoso 
pájaro  sin  seso  levantó  el  vuelo  para  siem- 
pre acariciando  con  los  ojos  el  maniquí  de 
eterna  sonrisa  y  mirada  vidriosa;  el  ídolo 
del  lujo,  que  erguía  cerca  del  balcón  su  ca- 
beza  hueca,  sobre  la  cual,  con  infernal  ful- 
gor, centelleaban  los  brillantes,  heridos  por 
la  azulada  luz  del  alba. 


La  paella  del  "roder,, 


Fué  un  día  de  fiesta  para  la  cabeza  del 
distrito  la  repentina  visita  del  diputado, 
un  señorón  de  Madrid,  tan  poderoso  para 
aquellas  buenas  gentes,  que  hablaban  de 
el  como  de  la  Santísima  Providencia.  Hubo 
gran  paella  en  el  huerto  del  alcalde;  un  fes- 
tín pantagruélico,  amenizado  por  la  banda 
del  pueblo  y  contemplado  por  todas  las 
mujeres  y  chiquillos,  que  asomaban  curio - 
jsos  tras  las  tapias. 

La  ñor  del  distrito  estaba  allí:  los  curas 
de  cuatro  ó  cinco  pueblos,  pues  el  diputado 
era  defensor  del  orden  y  los  sanos  princi- 
pios; los  alcaldes  y  todos  los  muñidores 
que  en  tiempos  de  elección  trotaban  por 
los  caminos  trayéndole  á  don  José  las  actas 
incólumes  para  que  manchase  su  blanca 
virginidad  con  cifras  monstruosas. 


160  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Entre  las  sotanas  nuevas  y  los  trajes 
de  fiesta  oliendo  á  alcanfor  y  con  los  plie- 
gues del  arca,  destacábanse  majestuosos  los 
lentes  de  oro  y  el  negro  chaqué  del  diputa- 
do; pero  á  pesar  de  toda  su  prosopopeya,  la 
Providencia  del  distrito  apenas  si  llamaba 
la  atención. 

Todas  las  miradas  eran  para  un  hom- 
brecillo con  calzones  de  pana  y  negro  pa- 
ñuelo en  la  cabeza,  enjuto,  bronceado,  de 
fuertes  quijadas,  y  que  tenía  al  lado  un  pe- 
sado retaco,  no  cambiando  de  asiento  sin 
llevaí*  tras  sí  la  vieja  arma,  que  parecía  un 
adherente  de  su  cuerpo. 

Era  el  famoso  Quico  Bolsón,  el  héroe 
del  distrito,  un  roder  con  treinta  años  de 
hazañas,  al  que  miraba  la  gente  joven  con 
terror  casi  supersticioso,  recordando  su  ni- 
ñez, cuando  las  madres  decían  para  hacer- 
les callar:  «¡Que  viene  Bolsón!^ 

A  los  veinte  años  tumbó  á  dos  por 
cuestión  de  amores;  y  después  al  monte  con 
el  retaco,  á  hacer  la  vida  de  roder,  de  caba- 
llero andante  de  la  sierra.  Más  de  cuarenta 
procesos  estaban  en  suspenso,  esperando 
que  tuviera  la  bondad  de  dejarse  coger. 


LA  PAELLA   DEL   «RODER>  161 

jPero  bueno  era  él!  Saltaba  como  una  ca- 
bra, conocía  todos  los  rincones  de  la  sierra, 
partía  de  un  balazo  una  moneda  en  el 
aire,  y  la  Guardia  civil,  cansada  de  correrías 
infructuosas,  acabó  por  no  verle. 

Ladrón...  eso  nunca.  Tenía  sus  desplan- 
tes  de  caballero;  comía  en  el  monte  lo  que 
le  daban  por  admiración  ó  miedo  los  de  las 
masías,  y  si  salía  en  el  distrito  algún  ratero, 
pronto  le  alcanzaba  su  retaco;  él  tenía  su 
honradez  y  no  quería  cargar  con  robos  aje- 
nos. Sangre...  eso  sí,  hasta  los  codos.  Para  él 
un  hombre  valía  menos  que  una  piedra  del 
camino;  aquella  bestia  feroz  usaba  magis- 
tralmente  todas  las  suertes  de  matar  al  ene- 
migo: con  bala,  con  navaja;  frente  á  frente, 
si  tenían  agallas  para  ir  en  su  busca;  á  la 
espera  y  emboscado,  si  eran  tan  recelosos 
y  astutos  como  él.  Por  celos  había  ido  su- 
primiendo á  los  otros  roders  que  infestaban 
la  sierra;  en  los  caminos,  uno  hoy  y  otro 
mañana,  había  asesinado  á  antiguos  ene 
í^íg^s,  y  muchas  veces  bajó  á  los  pueblos 
en  domingo  para  dejar  tendidos  en  la  pía 
za,  á  la  salida  de  la  misa  mayor,  á  alcaldes 
ó  propietarios  influyentes. 

11 


162  V.   BLASCO  IBÁNEZ 

Ya  no  le  molestaban  ni  le  perseguían. 
Mataba  por  pasión  política  á  hombres  qne 
apenas  conocía,  por  asegurar  el  triunfo  de 
don  José,  eterno  representante  del  distrito. 
La  bestia  feroz  era,  sin  darse  cuenta  de  ello, 
una  garra  del  gran  pólipo  electoral  que  se 
agitaba  allá  lejos,  en  el  Ministerio  de  la  Go- 
bernación. 

Vivía  en  un  pueblo  cercano,  casado  con 
la  mujer  que  le  impulsó  á  matar  por  vez 
primera,  rodeado  de  hijos,  paternal,  bonda- 
doso, fumando  cigarros  con  la  Guardia  ci- 
vil, que  obedecía  órdenes  superiores,  y 
cuando  á  raíz  de  alguna  hazaña  había  que 
fingir  que  le  perseguían,  pasaba  algunos  días 
c-azando  en  el  monte,  entreteniendo  su  buen 
pulso  de  tirador. 

Había  que  ver  cómo  le  obsequiaban  y 
atendían  durante  la  paella  los  notables  del 
distrito.  €  Bolsón^  este  pedazo  de  pollo;  Bol- 
són^  un  trago  de  vino.»  Y  hasta  los  curas,, 
riendo  con  un  ¡jo  jo!  bondadosote,  le  daban 
palmaditas  en  la  espalda,  diciendo  paternal- 
mente: ^¡Ay  Bolsonet,  qué  mal  eres!^ 

Por  él  se  celebraba  aquella  fiesta.  Sólo 
por  él  se  había  detenido  en  la  cabeza  del 


LA  PAELLA  DEL  «RODERA      163 

distrito  el  majestuoso  don  José,  de  paso 
para  Valencia.  Quería  tranquilizarle  y  que 
cesase  en  sus  quejas,  cada  vez  más  alar- 
mantes. 

Como  premio  por  sus  atropellos  en  las 
elecciones,  le  había  prometido  el  indulto, 
y  Bolsón,  que  se  sentía  viejo  y  ansiaba  vi- 
vir tranquilo  como  un  labrador  honrado, 
obedecía  al  señor  todopoderoso,  creyendo 
en  su  rudeza  que  cada  barbaridad,  cada 
crimen,  aceleraba  su  perdón. 

Pero  pasaban  los  años,  todo  eran  pro- 
mesas, y  el  roder,  creyendo  firmemente  en 
la  omnipotencia  del  diputado,  achacaba  á 
desprecio  ó  descuido  la  tardanza  del  in- 
dulto. 

La  sumisión  trocóse  en  amenaza,  y  don 
José  sintió  el  miedo  del  domador  ante  la 
fiera  que  se  rebela.  El  roder  le  escribía  á 
Madrid  todas  las  semanas  con  tono  amena- 
zador. Y  estas  cartas,  garrapateadas  por  la 
sangrienta  zarpa  de  aquel  bruto,  acabaron 
por  obsesionarle,  por  obligarle  á  marchar 
al  distrito. 

Había  que  verles  después  de  la  paella, 
hablando  en  un  rincón  del  huerto;  el  dipu- 


164  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

tado,  obsequioso  y  amable.  Bolsón^  cejijun- 
to y  malhumorado. 

— He  venido  sólo  por  verte — decía  don 
José,  recalcando  el  honor  que  le  concedía 
con  su  visita — .  ¿Pero  qué  son  esas  prisas? 
¿No  estás  bien,  querido  Quico?  Te  he  reco- 
mendado al  gobernador  de  la  provincia;  la 
Guardia  civil  nada  te  dice...  ¿qué  te  falta? 
Nada  y  todo.  Es  verdad  que  no  le  moles- 
taban, pero  aquello  era  inseguro,  podían 
cambiar  los  tiempos  y  tener  que  volver  al 
monte.  El  quería  lo  prometido:  el  indulto, 
¡recordóns!  Y  formulaba  su  pretensión  tan 
pronto  en  valenciano  como  en  un  castella- 
no de  pronunciación  ininteligible. 

— Lo  tendrás,  hombre,  lo  tendrás.  Está 
al  caer;  un  día  de  estos  será. 

Sonrió  Bolsón  con  ironía  cruel.  No  era 
tan  bruto  como  le  creían.  Había  consulta- 
do á  un  abogado  de  Valencia,  que  se  había 
reído  de  él  y  del  indulto.  Tenía  que  dejar- 
se coger,  cargarse  con  paciencia  los  dos- 
cientos ó  trescientos  años  que  podrían  sa- 
lirle  en  innumerables  sentencias,  y  cuando 
hubiese  extinguido  una  parte  de  presidio, 
como  quien  dice  de  aquí  á  cien  años,  podría 


LA  PAELLA   DEL    «RODER»  165 

venir  el  tal  indulto.  ¡Recristo!  Basta  de  bro- 
ma: de  él  no  se  burlaba  nadie. 

El  diputado  se  inmutó  viendo  casi  per- 
dida la  confianza  del  roder. 

— Ese  abogado  es  un  ignorante.  ¿Crees 
tú  que  para  el  gobierno  hay  algo  imposible? 
Cuenta  con  que  pronto  saldrás  de  penas: 
te  lo  juro. 

Y  le  anonadó  con  su  charla;  le  encantó 
con  su  palabrería,  conociendo  de  antiguo 
el  poder  de  sus  habilidades  de  parlanchín 
sobre  aquella  cabeza  fosca. 

Recobró  el  roder  poco  á  poco  su  con- 
fianza en  el  diputado.  Esperaría;  pero  un 
mes  nada  más.  Si  después  de  este  plazo  no 
llegaba  el  indulto,  no  escribiría,  no  moles 
taría  más.  El  era  un  diputado,  un  gran 
señor,  pero  paralas  balas  sólo  hay  hombres. 

Y  despidiéndose  con  esta  amenaza,  re- 
quirió el  retaco  y  saludó  á  toda  la  reunión. 
Regresaba  á  su  pueblo;  quería  aprovechar 
la  tarde,  pues  hombres  como  él  sólo  corren 
los  caminos  de  noche  cuando  hay  nece- 
sidad. 

Le  acompañaba  el  carnicero  de  su  pue- 
blo, un  mocetón  admirador  de  su  fuerza  y 


166  V.   BLASCO    IBÁÑEZ 

SU  destreza,  un  satélite  que  le  seguía  á  to- 
das partes. 

El  diputado  los  despidió  con  afabilidad 
felina. 

— Adiós,  querido  Quico — dijo  estrechan- 
do la  mano  del  roder — ,  Calma,  que  pronto 
saldrás  de  penas.  Que  estén  buenos  tus  chi- 
cos: y  dile  á  tu  mujer  que  aún  recuerdo  lo 
bien  que  me  trató  cuando  estuve  en  vues- 
tra casa. 

El  roder  y  su  acólito  tomaron  asiento 
en  la  tartana  de  su  pueblo,  entre  tres  veci- 
nas que  saludaron  con  afecto  al  siñor  Quico 
y  unos  cuantos  chicuelos  que  pasaban  las 
manos  por  el  cargado  retaco  como  si  fuese 
una  santa  imagen. 

La  tartana  avanzaba  dando  tumbos  por 
entre  los  huertos  de  naranjos,  cargados  de 
flor  de  azahar.  Brillaban  las  acequias,  re- 
flejando el  dulce  sol  de  la  tarde,  y  por  el 
espacio  pasaba  la  tibia  respiración  de  la  pri- 
mavera impregnada  de  perfumes  y  rumores. 

Bolsón  iba  contento.  Cien  veces  le  ha- 
bían prometido  el  indulto,  pero  ahora  era 
de  veras.  Su  admirador  y  escudero  le  oía 
silencioso. 


LA  PAELLA  DEL  «RODER?      167 

Vieron  en  el  camino  una  pareja  de  la 
Ouardia  civil,  y  Bolsón  la  saludó  amigable- 
mente. 

En  una  revuelta  apareció  una  segunda 
pareja,  y  el  carnicero  movióse  en  su  asiento 
como  si  le  pinchasen.  Eran  muchas  parejas 
en  camino  tan  corto.  El  roder  le  tranquilizó. 
Habían  concentrado  la  fuerza  del  distrito 
por  el  viaje  de  don  José. 

Pero  un  poco  más  allá  encontraron  la 
tercera  pareja,  que,  como  las  anteriores, 
siguió  lentamente  ai  carruaje,  y  el  carnice- 
ro no  pudo  contenerse  más.  Aquello  le  olía 
mal.  ¡Bolsón,  aún  era  tiempo!  A  bajar  en 
seguida;  á  huir  por  entre  los  campos  hasta 
ganar  la  sierra.  Si  nada  iba  con  él,  podía 
volver  por  la  noche  á  casa. 

— Sí,  siñor  Quico,  sí — decían  las  mujeres 
asustadas. 

Pero  el  siñor  Quico  se  reía  del  miedo  de 
aquellas  gentes. 

— Arrea,  tartanero,,.  arrea. 

Y  la  tartana  siguió  adelante,  hasta  que 
de  repente  saltaron  al  camino  quince  ó 
veinte  guardias,  una  nube  de  tricornios  con 
un  viejo  oficial  al  frente.  Por  las  ventani- 


168  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

lias  entraron  las  bocas  de  los  fusiles  apun- 
tando  al  roder,  que  permaneció  inmóvil  y 
sereno,  mientras  que  mujeres  y  chiquillos 
se  arrojaban  chillando  al  fondo  del  carruaje, 
— Bolsón,  baja  ó  te  matamos — dijo  el  te- 
niente. 

Bajó  el  roder  con  su  satélite,  y  antes  de 
poner  pie  en  tierra  ya  le  habían  quitado  sus 
armas.  Aún  estaba  impresionado  por  la 
charla  de  su  protector,  5^  no  pensó  en  hacer 
resistencia  por  no  imposibilitar  su  famoso 
indulto  con  un  nuevo  crimen. 

Llamó  al  carnicero,  rogándole  que  co- 
rriese al  pueblo  para  avisar  á  don  José.  Se- 
ría un  error,  una  orden  mal  dada. 

Vio  el  mocetón  cómo  se  le  llevaban  á 
empujones  á  un  naranjal  inmediato,  y  salió 
corriendo  camino  abajo  por  entre  aquellas 
parejas,  que  cerraban  la  retirada  á  la  tar- 
tana. 

No  corrió  mucho.  Montado  en  su  jaco 
encontró  á  uno  de  los  alcaldes  que  habían 
estado  en  la  fiesta...  |Don  José!  ¿Dónde  es- 
taba don  José? 

El  rústico  sonrió  como  si  adivinara  lo 
ocurrido...  Apenas  se  fué  Bolsón,  el  dipu- 


LA  PAELLA   DEL   «RODER»  _  169 

tado  había  salido  á  escape  para  Valencia, 
Todo  lo  comprendió  el  carnicero:  la  fuga, 
la  sonrisa  de  aquel  tío  y  la  mirada  burlona 
del  viejo  teniente  cuando  el  7'oder  pensaba 
en  su  protector,  creyendo  ser  víctima  de 
una  equivocación. 

Volvió  corriendo  al  huerto,  pero  antes 
de  llegar,  una  nubecilla  blanca  y  fina  como 
vedija  de  algodón  se  elevó  sobre  las  copas 
de  los  naranjos,  y  sonó  una  detonación  lar- 
ga y  ondulada,  como  si  se  rasgase  la  tierra. 
Acababan  de  fusilar  á  Bolsón, 
Le  vio  de  espaldas  sobre  la  roja  tierra, 
con  medio  cuerpo  á  la  sombra  de  un  na- 
ranjo, ennegrecido  el  suelo  con  la  sangre 
que  salía  á  borbotones  de  su  cabeza  destro- 
zada. Los  insectos,  brillando  al  sol  como 
botones  de  oro,  balanceábanse  ebrios  de 
azahar  en  torno  de  sus  sangrientos  labios. 
El  discípulo  se  mesó  los  cabellos.  ¡Re- 
cristo!  ¿Así  se  mataba  á  los  hombres  que 
son  hombres? 

El  teniente  le  puso  una  mano  en  el 
hombro. 

— Tú,  aprendiz  de  roder,  mira  cómo  mue- 
ren los  pillos. 


170  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

El  aprendiz  se  revolvió  con  fiereza,  pero 
fué  para  mirar  á  lo  lejos,  como  si  á  través 
de  los  campos  pudiera  ver  el  camino  de 
Valencia,  y  sus  ojos,  llenos  de  lágrimas, 
parecían  decir:  «Pillo,  sí;  pero  más  pillo  es 
el  que  huye.» 


En  la  boca  del  horno 


Como  en  Agosto  Valencia  entera  des- 
fallece de  calor,  los  trabajadores  del  horno 
se  asfixiaban  junto  á  aquella  boca,  que  ex- 
halaba el  ardor  de  un  incendio. 

Desnudos,  sin  otra  concesión  á  la  decen- 
cia que  un  blanco  mandil,  trabajaban  cerca 
de  las  abiertas  rejas,  y  aun  así,  su  piel  in- 
flamada parecía  liquidarse  con  la  transpira- 
ción, y  el  sudor  caía  á  gotas  sobre  la  pasta, 
sin  duda  para  que,  cumpliéodose  á  medias 
la  maldición  bíblica,  los  parroquianos,  ya 
que  no  con  el  sudor  propio,  se  comieran  el 
pan  empapado  en  el  ajeno. 

Cuando  se  descorría  la  mampara  de  hie- 
rro que  tapaba  el  horno,  las  llamas  enroje- 
cían las  paredes,  y  su  reflejo,  resbalando 
por  los  tableros  cargados  de  masa,  colerea- 


172  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

ba  los  blancos  taparrabos  y  aquellos  pechos 
atléticos  y  bíceps  de  gigante,  que,  espolvo- 
reados de  harina  y  brillantes  de  sudor,  te- 
nían cierta  apariencia  femenil. 

Las  palas  se  arrastraban  dentro  del 
horno,  dejando  sobre  las  ardientes  piedras 
los  pedazos  de  pasta,  ó  sacando  los  panes 
cocidos,  de  rubia  corteza,  que  esparcían 
un  humillo  fragante  de  vida;  y  mientras 
tanto,  los  cinco  panaderos^  inclinados  sobre 
las  largas  mesas,  aporreaban  la  masa,  la 
estrujaban  como  si  fuese  un  lío  de  ropa 
mojada  y  retorcida  y  la  cortaban  en  piezas; 
todo  sin  levantar  la  cabeza,  hablando  con 
voz  entrecortada  por  la  fatiga  y  entonando 
canciones  lentas  y  monótonas,  que  muchas 
veces  quedaban  sin  terminar. 

A  lo  lejos  sonaba  la  hora  cantada  por 
los  serenos,  rasgando  vibrante  la  bochor- 
nosa calma  de  la  noche  estival;  y  los  tras- 
nochadores que  volvían  del  café  ó  del  tea- 
tro deteníanse  un  instante  ante  las  rejas 
para  ver  en  su  antro  á  los  panaderos,  que, 
desnudos,  visibles  únicamente  de  cintura 
arriba,  y  teniendo  por  fondo  la  llameante 
boca  del  horno,  parecían  ánimas  en  pena 


EN  LA  BOCA   DEL  HORNO  "  173 

de  un  retablo  del  purgatorio;  pero  el  calor, 
el  inteuso  perfume  del  pan  y  el  vaho  de 
aquellos  cuerpos,  dejaban  pronto  las  rejas 
libres  de  curiosos  v  se  restablecía  la  calma 
en  el  obrador. 

Era  entre  los  panaderos  el  de  más  auto- 
ridad Tono  el  Bizco,  un  mocetón  que  tenía 
fama  por  su  mal  carácter  ó  insolencia  bru- 
tal; y  eso  que  la  gente  del  oficio  no  se  dis- 
tinguía por  buena. 

Bebía,  sin  que  nunca  le  temblasen  las 
piernas  ni  menos  los  brazos;  antes  bien,  á 
éstos  les  entraba  con  el  calor  del  vino  un 
furor  por  aporrear,  cual  si  todo  el  mundo 
fuese  una  masa  como  la  que  aporreaban  en 
el  horno.  En  los  ventorrillos  de  las  afueras 
tamblaban  los  parroquianos  pacíficos,  como 
si  se  aproximara  una  tempestad,  cuando  le 
veían  llegar  de  merienda  al  frente  de  una 
cuadrilla  de  gente  del  oficio,  que  reía  todas 
sus  gracias.  Era  todo  un  hombre.  Paliza 
diaria  á  la  mujer;  casi  todo  el  jornal  en  su 
bolsillo,  y  los  chiquillos  descalzos  y  ham- 
brientos, buscando  con  ansia  las  sobras  de 
la  cena  de  aquella  cesta  que  por  las  noches 
se  llevaba  al  horno.  Aparte  de  esto,  un 


174  V.    BLASCX)  IBÁÑEZ 

buen  corazón,  que  se  gastaba  el  dinero  con 
los  compañeros,  para  adquirir  el  derecho  de 
atormentarlos  con  sus  bromas  de  bruto. 

El  dueño  del  horno  le  trataba  con  cier- 
to miramiento,  como  si  le  temiera,  y  los 
camaradas  de  trabajo,  pobres  diablos  car- 
gados de  familia,  se  evitaban  compromisos 
sufriéndolo  con  sonrisa  amistosa. 

En  el  obrador.  Tono  tenía  su  víctima: 
el  pobre  Menut,  un  muchacho  enclenque 
que  meses  antes  aún  era  aprendiz,  y  al  que 
los  camaradas  reprendían  por  el  excesivo 
afán  de  trabajo  que  mostraba  siempre,  an- 
siando un  aumento  de  jornal  para  poder 
casarse. 

¡Pobre  Menut!  Todos  los  compañeros, 
influidos  por  esa  adulación  instintiva  en  los 
cobardes,  celebraban  alborozados  las  bro- 
mas que  Tono  se  permitía  con  él.  Al  bus- 
car sus  ropas  terminado  el  trabajo,  encon- 
trábase en  los  bolsillos  cosas  nauseabundas; 
recibfa  en  pleno  rostro  bolas  de  pasta,  y 
siempre  que  el  mocetón  pasaba  por  detrás 
de  él,  dejaba  caer  sobre  su  encorvado  espi- 
nazo la  poderosa  manaza,  como  si  se  des- 
plomara medio  techo. 


EN  LA  BOCA  DEL  HORNO  "  176 

El  Menut  callaba  resignado.  ¡Ser  tan 
poquita  cosa  ante  los  puños  de  aquel  bruto, 
que  le  había  tomado  como  un  juguete! 

Un  domingo  por  la  noche,  Tono  llegó 
muy  alegre  al  horno.  Había  merendado  en 
la  playa;  sus  ojos  tenían  un  jaspeado  san- 
guinolento, y  al  respirar  lo  impregnaba  todo 
de  ese  hedor  de  chufas  que  delata  una  pe- 
sada digestión  de  vino. 

¡Grran  noticia!  Había  visto  en  un  me- 
rendero al  Menut,  á  aquel  ganso  que  tenía 
delante.  Iba  con  su  novia:  una  gran  chica. 
|Vaya  con  el  gusano  tísico!  Bien  había  sa- 
bido escoger. 

Y  entre  las  risotadas  de  sus  compañe- 
ros, describía  á  la  pobre  muchacha  con  mi- 
nudosidad  vergonzosa,  como  si  la  hubiera 
desnudado  con  la  mirada. 

El  Menut  no  levantaba  la  cabeza,  absor- 
to en  su  trabajo;  pero  estaba  pálido,  como 
si  dentro  del  estómago  se  revolviera  la  me- 
rienda mordiéndole.  No  era  el  de  todas  las 
noches:  también  él  olía  á  chufas,  y  varias 
veces  sus  ojos,  apartándose  de  la  masa,  se 
encontraron  con  la  mirada  bizca  y  socarro- 
na del  tirano.  De  él  podía  decir  cuanto  qui- 


176  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

siera:  estaba  acostumbrado;  ¿pero  hablar 
de  su  novia?...  ¡Cristo!... 

El  trabajo  resultaba  aquella  noche  más 
lento  y  fatigoso.  Pasaban  las  horas  sin  que 
adelantasen  gran  cosa  los  brazos,  torpes  y 
cansados  por  la  fiesta,  á  los  que  la  masa 
parecía  resistirse. 

Aumentaba  el  calor:  un  ambiente  de 
irritación  se  esparcía  en  torno  de  los  pana-  v 
deros,  y  Tono,  que  era  el  más  furioso,  se 
desahogaba  con  maldiciones.  ¡Así  se  volvie- 
ra veneno  todo  el  pan  de  aquella  noche! 
Rabiar  como  perros  á  la  hora  en  que  todo 
el  mundo  duerme,  para  poder  comer  al  día 
siguiente  unos  cuantos  pedazos  de  aquella 
masa  indecente.  ¡Vaya  un  oficio! 

Y  enardecido  por  la  constancia  con  que 
trabajaba  el  Menut,  la  emprendió  con  él, 
volviendo  á  sacar  á  ruedo  la  belleza  de  su 
novia. 

Debía  casarse  pronto.  Les  convenía  á 
los  amigos.  Como  él  era  un  bendito,  un 
cualquier  cosa,  sin  pelo  de  hombre  siquie- 
ra... los  compañeros,  ¿eh?...  Los  buenos 
mozos  como  él  harían  el  favor... 

Y  antes  de  terminar  la  frase  guiñaba 


EN  LA  BOCA   DEL  HORNO  "  177 

.expresivamente  sus  ojos  bizcos,  provocan- 
do la  carcajada  brutal  de  todos  los  camara- 
das.  Pero  duró  poco  la  alegría.  El  joven 
había  lanzado  un  voto  redondo,  al  mismo 
tiempo  que  una  cosa  enorme  y  pesada  pasó 
^silbando  como  un  proyectil  por  encima  de 
la  mesa,  haciendo  desaparecer  la  cabeza  de 
Tono,  el  cual  vaciló  y  se  agarró  á  los  table- 
ros, doblándose  sobre  una  rodilla. 

El  Menuty  con  una  fuerza  nerviosa,  ja- 
deante el  angosto  pecho  y  trémulos  los  bra- 
-zos,  le  había  arrojado  á  la  cabeza  todo  un 
montón  de  masa,  y  el  mocetón,  aturdido 
por  el  golpe,  no  sabía  cómo  despojarse  de 
.aquella  máscara  pegajosa  y  asfixiante. 

Le  ayudaron  los  compañeros.  El  golpe 
le  había  destrozado  la  nariz,  y  un  hilillo  de 
sangre  teñía  la  blanca  pasta.  Pero  Tono  na 
se  fijaba  en  ello,  revolviéndose  como  un  loco 
entre  los  brazos  de  sus  compañeros  y  pidien- 
do á  gritos  que  le  soltasen.  En  eso  pensaban. 
Todos  habían  visto  que  aquel  maldito,  en 
vez  de  abalanzarse  sobre  el  Memit,  intenta- 
ba llegar  hasta  el  rincón  donde  colgaban  sus 
ropas,  buscando,  sin  duda,  la  famosa  faca, 
tan  conocida  en  las  tabernas  de  las  afueras. 

12 


178  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Hasta  el  encargado  del  horno  dejó  que- 
marse una  fila  de  panes  para  ayudar  á  con- 
tenerle, y  nadie  pensaba  sujetar  al  agresor^, 
convencidos  todos  de  que  el  infeliz  no  había 
de  pasar  de  su  primer  arrebato. 

Apareció  el  dueño  del  horno.  ¡Qué  oída 
el  de  aquel  tío!  Le  habían  despertado  loa» 
gritos  y  el  pataleo,  y  allí  estaba,  casi  en  pa- 
ños menores. 

Todos  volvieron  á  su  trabajo,  y  la  san- 
gre de  Tono  desapareció  en  las  entrañas  de 
la  pasta,  vuelta  á  sobar. 

El  mocetón  mostrábase  benévolo,  con^ 
una  bondad  que  daba  frío.  No  había  ocu- 
rrido nada:  una  broma  de  las  que  se  ven 
todos  los  días.  Cosas  de  chicos,  que  los  hom- 
bres deben  perdonar.  Y  era  sabido...  ¡entre 
compañeros!... 

,  Y  siguió  trabajando,  pero  con  más  ar- 
dor, sin  levantar  la  cabeza,  deseando  acabar 
cuanto  antes. 

El  Menut  miraba  á  todos  fijamente  y  se^ 
encogía  de  hombros  con  cierta  arrogancia, 
como  si,  rota  ya  su  timidez,  le  costara  tra- 
bajo volver  á  recobrarla. 

Tono  fué  el  primero  en  vestirse  y  salió- 


ú 


EN  LA  BOCA  DEL  HORNO  179 

acompañado  hasta  la  puerta  por  los  buenos 
consejos  del  amo,  que  él  agradecía  con  ca- 
bezadas de  aprobación. 

Cuando  se  fué  el  Menut,  media  hora 
después,  los  camaradas  le  acompañaron. 
Le  hicieron  mil  ofrecimientos.  Ellos  se  en- 
cargarían de  a  justar  las  paces  por  la  noche; 
pero  mientras  tanto,  quieto  en  casa,  y  á 
evitar  un  mal  encuentro,  no  saliendo  en 
todo  el  día. 

Despertábase  la  ciudad.  El  sol  enrojecía 
los  aleros;  retirábanse  en  busca  del  relevo 
los  guardias  de  la  noche,  y  en  las  calles 
sólo  se  veían  las  huertanas  cargadas  de 
cestas  camino  del  Mercado. 

Los  panaderos  abandonaron  al  Menut 
en  la  puerta  de  su  casa.  Vio  cómo  se  aleja- 
ban, y  aún  permaneció  un  rato  inmóvil, 
con  la  llave  en  la  cerraja,  como  si  gozara 
viéndose  solo  y  sin  protección.  Por  fin  se 
había  convencido  de  que  era  un  hombre; 
ya  no  sentía  crueles  dudas  y  sonreía  satis- 
fecho al  recordar  el  aspecto  del  mocetón 
cayendo  de  rodillas  y  chorreando  sangre. 
¡Granuja!...  ¡Hablar  tan  libremente  de  su 
novia!  No;  no  quería  arreglos  con  él. 


180  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

Al  dar  la  vuelta  á  la  llave  oyó  que  le 
llamaban: 

— ¡Memit!  ¡Menut! 

Era  Tono,  que  salía  de  detrás  de  una  es- 
quina. Mejor:  le  esperaba.  Y  junto  con  un 
temblorcillo  instintivo,  experimentó  cierta 
satisfacción.  Le  dolía  que  le  perdonasen  el 
golpe,  como  si  fuera  él  un  irresponsable. 

Al  ver  la  actitud  agresiva  de  Tono,  pú- 
sose en  guardia,  como  un  gallito  encrespa- 
do, pero  los  dos  se  contuvieron,  notando 
que  llamaban  la  atención  de  algunos  alba- 
ñiles  que  con  el  saquito  al  hombro  pasabapi 
camino  del  andamio. 

Se  hablaron  en  voz  baja,  con  frialdad, 
como  dos  buenos  amigos,  pero  cortando  las 
palabras  como  si  las  mordieran.  Tono  venía 
á  arreglar  rápidamente  el  asunto:  todo  se 
reducía  á  decirse  dos  palabritas  en  sitio  re- 
tirado. Y  como  hombre  generoso,  incapaz 
de  ocultar  la  extensión  de  la  entrevista,  pre- 
guntó al  muchacho: 
— ¿Portes  ferramenta? 

¿El  herramienta?  No  era  de  los  guapos 
que  van  á  todas  horas  con  la  navaja  sobre 
los  ríñones.  Pero  tenía  arriba  un  cuchillo 


EN  LA  BOCA   DEL   HORNO  181 

que  fué  de  su  padre,  é  iba  por  el:  un  mo- 
mento de  espera  nada  más.  Y  abriendo  el 
portal,  se  lanzó  por  la  angosta  escalerilla, 
llegando  en  un  vuelo  á  lo  más  alto. 

Bajó  á  los  pocos  minutos,  pero  pálido 
é  inquieto.  Le  había  recibido  su  madre,  que 
estaba  arreglándose  para  ir  á  misa  y  al 
Mercado.  La  pobre  vieja  extrañaba  aque- 
lla salida,  y  había  tenido  que  engañarla  con 
penosas  mentiras.  Pero  ya  estaba  él  allí 
con  todo  su  arreglo.  Cuando  Tono  quisie- 
ra... ¡andando! 

No  encontraban  una  calle  desierta. 
Abríanse  las  puertas,  arrojando  la  fétida 
atmósfera  de  la  noche,  y  las  escobas  ara- 
ñaban las  aceras,  lanzando  nubéculas  de 
polvo  en  los  rayos  oblicuos  de  aquel  sol 
rojo,  que  asomaba  al  extremo  de  las  calles 
como  por  una  brecha. 

En  todas  partes  guardias  que  les  mira- 
ban con  ojos  vagos,  como  si  aún  no  estu- 
vieran despiertos;  labradores  que,  con  la 
mano  en  el  ronzal,  guiaban  su  carro  de 
verduras,  esparciendo  en  las  calles  la  fres- 
ca fragancia  de  los  campos;  viejas  arrebu- 
jadas en  su  mantilla,  acelerando  el  paso 


182  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

como  espoleadas  por  los  esquilones  que 
volteaban  en  las  iglesias  próximas;  gente, 
en  fin,  que  al  verles  metidos  en  el  negoció, 
chillaría  ó  se  apresuraría  á  separarles.  ¡Qué 
escándalo!  ¿Es  que  dos  hombres  de  bien  no 
podían  pegarse  con  tranquilidad  en  toda 
una  Valencia? 

En  las  afueras,  el  mismo  movimiento: 
La  mañana,  con  su  exceso  de  luz  y  acti- 
vidad, envolvía  á  los  dos  trasnochadores, 
como  para  avergonzarles  por  su  empeño. 

El  Menut  sentía  cierto  decaimiento,  y 
hasta  probó  á  hablar.  Reconocía  su  impru- 
dencia. Había  sido  el  vino  y  su  falta  de 
costumbre;  pero  debían  pensar  como  hom- 
bres, y  lo  pasado...  pasado.  ¿No  pensaba 
Tono  en  su  mujer  y  los  chiquillos,  que  po- 
dían quedar  más  desamparados  que  esta- 
ban? Él  aún  estaba  viendo  á  su  viejecita  y 
la  mirada  ansiosa  con  que  le  siguió  al  aban- 
donarla. ¿Qué  comería  la  pobre  si  se  que- 
daba sin  hijo? 

Pero  Tono  no  le  dejó  acabar.  ¡Gallina! 
¡Morral!  ¿Y  para  contarle  todo  aquello  iban 
vagando  por  las  calles?  Ahora  mismo  le 
rompía  la  cara. 


EN  LA  BOCA  DEL  HORNO  183 

El  Menut  se  hizo  atrás  para  evitar  el 
,golpe.  También  él  mostró  deseos  de  aga- 
rrarse allí  mismo;  pero  se  contuvo  viendo 
ana  tartana  que  se  aproximaba  lentamente, 
l)alanceándose  sobre  los  baches  de  la  ronda 
y  con  su  conductor  todavía  adormecido. 
— ¡Che,  tartanero...  para! 

Y  abalanzándose  á  la  portezuela,  la  abrió 
<5on  estrépito  é  invitó  á  subir  á  Tono,  que 
retrocedía  con  asombro.  El  no  tenía  dinero: 
ni  esto.  Y  metiéndose  una  uña  entre  los 
dientes,  tiraba  hacia  afuera. 

El  joven  quería  terminar  pronto.  «Yo 
pagaré.»  Y  hasta  ayudó  á  subir  á  su  ene- 
migo, entrando  después  de  él  y  subiendo 
con  presteza  las  persianas  de  las  venta- 
nillas. 

—¡Al  Hospital! 

El  tartanero  se  hizo  repetir  dos  veces 
la  dirección,  y  como  le  recomendaban  que 
no  se  diera  prisa,  dejó  rodar  perezosamente 
BU  carruaje  por  las  calles  de  la  ciudad. 

Oyó  ruido  detrás  de  el,  gritos  ahogados, 
<3hoque  de  cuerpos,  como  si  se  rieran  ha* 
riéndose  cosquillas,  y  maldijo  su  perra 
;suerte,  que  tan  mal  comenzaba  el  día.  Se- 


184  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

rían  borrachos,  que,  después  de  pasar  la 
noche  en  claro,  en  un  arranque  de  embria- 
guez llorona  no  querían  meterse  en  la  cama 
sin  visitar  algún  amigóte  enfermo.  ¡Coma 
le  estarían  poniendo  los  asientos! 

La  tartana  pasaba  lenta  y  perezosa  por 
entre  el  movimiento  matinal.  Las  vacas  de 
leche,  de  monótono  cencerro,  husmeaban 
sus  ruedas;  las  cabras,  asustadas  por  el  ro- 
cín, apartábanse  sonando  sus  campanillas- 
y  balanceando  sus  pesadas  ubres;  las  co- 
madres, apoyadas  en  sus  escobas,  miraban 
con  curiosidad  aquellas  ventanillas  cerra- 
das, y  hasta  un  municipal  sonrió  malicio- 
samente, señalándola  á  unos  vecinos.  ¡Tan 
temprano  y  ya  andaban  por  el  mundo  amo- 
res de  contrabando! 

Cuando  entró  en  el  patio  del  Hospital^ 
el  tartanero  saltó  de  su  asiento,  y  acari- 
ciando su  caballo  esperó  inútilmente  que 
bajasen  aquel  par  de  borrachos. 

Fue  á  abrir,  y  vio  que  por  el  estribo  de 
hierro  se  deslizaban  hilos  de  sangre. 

— ¡Socorro!  ¡Socorro! — gritó  abriendo  de 
un  golpe. 

5ntró  la  luz  en  el  interior  de  la  tartana. 


EN   LA  BOCA   DEL  HORNO  185 

Sangre  por  todas  partes.  Uno  en  el  suelOy 
con  la  cabeza  junto  á  la  portezuela.  El  otra 
¡k  caído  en  la  banqueta,  con  el  cuchillo  en  la 

mano  y  la  cara  blanca  como  de  papel  mas- 
cado. 

Acudieron  las  gentes  del  Hospital,  y 
manchándose  hasta  los  codos,  vaciaron 
aquella  tartana,  que  parecía  un  carro  del 
Matadero  cargado  de  carne  muerta,  rota^ 
agujereada  por  todas  partes. 


El  milagro  de  San  Antonio 


Hacía  años  que  Luis  no  había  visto 
las  calles  de  Madrid  á  las  nueve  de  la  ma- 
ñana. 

A  esta  hora  comenzaban  á  dormir  todos 
^us  amigos  del  Casino;  pero  él,  en  vez 
de  meterse  en  la  cama,  había  cambiado  de 
traje  y  se  dirigía  á  la  Florida,  mecido  por 
^1  dulce  vaivén  de  su  elegante  carruaje. 

Al  volver  á  su  casa  después  de  amane- 
<3Ído,  le  habían  entregado  una  carta  traída 
^n  la  noche  anterior.  Era  de  aquella  des- 
<íonocida  que  mantenía  con  él  extraña  co- 
rrespondencia durante  dos  semanas.  Una 
inicial  por  firma  y  la  letra  de  carácter  in- 
glés, fina,  correcta  é  igual  á  la  de  todas  las 
que  han  sido  pensionistas  del  Sacre  Coeur. 
Hasta  su  mujer  la  tenía  así.  Parecía  que  era 


188  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

ella  la  que  le  escribía  citándole  á  las  diez 
en  la  Florida,  frente  á  la  iglesia  de  San  An- 
tonio. ¡Qué  disparate! 

Hacíale  gracia  pensar,  mientras  mar- 
chaba a  una  cita  de  amor,  en  su  mujer, 
aquella  Ernestina  cuyo  recuerdo  raras  ve- 
ces venía  á  turbar  las  alegrías  de  su  vida  de 
soltero,  ó  como  decía  él,  de  marido  eman- 
eipado.  ¿Qué  haría  ella  á  tales  horas?  Cinco 
años  que  no  se  veían,  y  apenas  si  tenía  no- 
ticias suyas.  Unas  veces  viajaba  por  el  ex- 
tranjero; otras  sabía  que  estaba  en  provin- 
cias, en  casa  de  viejos  parientes,  y  aunque 
residía  largas  temporadas  en  Madrid,  nun- 
'ca  se  habían  encontrado.  Esto  no  es  París 
ni  Londres;  pero  resulta  suficientemente 
grande  para  que  no  se  tropiecen  nunca  dos 
personas  cuando  una  hace  la  vida  de  mu- 
jer abandonada,  visitando  más  las  iglesias 
que  los  teatros,  y  la  otra  se  agita  en  el 
mundo  de  noche  y  vuelve  á  casa  todos 
los  días  á  la  hora  en  que  el  frac  arrugado 
y  la  pechera  abombada  se  impregnan  del 
polvo  que  levantan  los  barrenderos  y  del 
humo  de  las  buñolerías. 

Se  casaron  muy  jóvenes,  casi  unos  ni- 


EL  MILAGRO   DE  SAN  ANTONIO  189 

ños,  y  los  revisteros  mundanos  hablaron 
mucho  de  aquella  hermosa  pareja  que  todo 
lo  tenían  para  ser  felices:  ricos  y  casi  sin 
familia.  Primero,  los  arrebatos  de  pasión: 
una  dicha  que,  encontrando  estrecho  el 
elegante  nido  de  los  recién  casados,  pasea- 
ba su  insolencia  feliz  por  los  salones,  para 
dar  envidia  al  mundo;  después,  la  monoto- 
nía, el  cansancio,  la  separación  lenta  é  in- 
sensible, sin  dejar  por  eso  de  amarse;  á  él 
le  atraían  sus  amistades  de  soltero,  y  ella 
protestaba  con  escenas  y  choques  que  ha- 
cían odiosa  para  Luis  la  vida  conyugal. 
Ernestina  quiso  vengarse  haciendo  sentir 
celos  á  su  marido;  se  entregó  con  entusias- 
mo á  tan  peligroso  juego  y  tuvo  sus  coque- 
teos comprometedores  con  cierto  attaché  de 
legación  americana,  que  hasta  alcanzaron 
visos  de  infidelidad. 

Bien  sabía  Luis  que  la  cosa  no  tenía 
malicia,  pero  ¡qué  demonio!  él  no  servía 
para  casado,  le  abrumaba  aquella  vida,  y 
aprovechó  la  ocasión,  tomando  el  asunto 
en  serio.  Con  el  americano  se  arregló,  pro- 
pinándole una  estocada  leve;  ¡pobre  mucha- 
cho! ¡qué  gran  servicio  le  había  prestado 


190  V.   BLASCO  IBÁSEZ 

sin  saberlo!  y  de  Ernestina  se  separó  sin 
escándalo,  sin  intervenciones  judiciales. 
Ella  con  sus  parientes,  con  quien  le  diese 
la  gana,  y  el  otra  vez  á  su  cuarto  de  solte- 
ro, como  si  nada  hubiese  pasado  y  sus  dos 
años  de  matrimonio  fuesen  un  largo  viaje 
por  el  país  de  las  quimeras. 

Ernestina  no  se  resignaba,  y  se  revolvió 
queriendo  volver  á  él.  Le  amaba  de  veras; 
lo  pasado  eran  niñadas,  ligerezas;  pero 
aun  cuando  esto  halagaba  á  Luis,  provoca- 
ba su  indignación  como  una  amenaza  á 
su  libertad,  milagrosamente  recobrada.  Por 
esto  oponía  la  más  terminante  negativa  á 
los  señores  respetables,  antiguos  amigos  de 
la  familia,  que  su  mujer  le  enviaba  como 
embajadores;  ella  misma  fué  varias  veces 
á  la  casa,  sin  conseguir  que  le  franqueasen 
la  puerta,  y  tan  tenaz  era  la  resistencia  de 
Luis,  que  hasta  dejó  de  asistir  á  ciertas  re- 
uniones, adivinando  que  allí  protegían  á 
su  esposa,  y  algún  día  procurarían  que  se 
encontrasen  casualmente. 

¡Bueno  era  él  para  ablandarse!  Era  un 
marido  ultrajado,  y  ciertas  cosas  ¡vive  Diosf 
nunca  se  olvidan. 


EL  MILAGRO  DE  SAN  ANTONIO         191 

Pero  su  conciencia  de  buen  muchacho 
le  replicaba  con  dureza: 

— Tú  eres  un  pillo,  que  finges  ultrajéis 
por  conservar  tu  libertad.  Te  presentas 
como  marido  infeliz  para  seguir  soltero, 
haciendo  infelices  de  veras  á  otros  maridos. 
Te  conozco,  egoísta. 

Y  la  conciencia  no  se  engañaba.  Sus^ 
cinco  años  de  emancipación  habían  sida 
para  él  muy  alegres;  sonreía  recordando 
sus  éxitos,  y  ahora  mismo  pensaba  con  fa- 
tuidad en  aquella  desconocida  que  le  aguar- 
daba: alguna  mujer  que  le  habría  conocido 
en  los  salones  y  tenía  interés  en  rodear  de 
misterio  su  pasión.  Ella  había  tomado  la 
iniciativa  en  una  carta  insinuante;  después 
mediaron  preguntas  y  respuestas  en  la& 
planas  de  anuncios  de  los  periódicos  ilus- 
trados, y  por  fin  aquella  cita,  á  la  que  acu- 
día Luis  con  la  ansiedad  que  despierta  lo 
desconocido. 

El  carruaje  se  detuvo  ante  San  Anto- 
nio de  la  Florida.  Bajó  Luis,  haciendo  seña 
á  su  cochero  de  que  esperase.  Había  entra- 
do á  su  servicio  cuando  él  vivía  aún  con 
Ernestina;  era  el  eterno  testigo  de  sus  aven- 


192  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

turas;  le  seguía,  fiel  y  obediente,  en  todas 
las  correrías  de  su  viudez,  pero  pensaba  con 
envidia  en  los  pasados  tiempos,  deseando 
trasnochar  menos. 

Buena  mañana  de  primavera;  la  gente 
alegre  gritaba  en  los  merenderos;  pasaban 
por  entre  la  arboleda,  rápidos  como  pája- 
ros de  colores,  los  encorvados  ciclistas  con 
BUS  camisetas  rayadas;  por  la  parte  del  río 
sonaban  cornetas,  y  sobre  el  follaje  enjam- 
bres de  insectos,  ebrios  de  luz,  moscardo 
neaban  brillando  como  chispas  de  oro.  Luis, 
inñuído  por  el  sitio,  pensaba  en  Groya  y  en 
las  duquesas  graciosas  y  atrevidas  que,  ves- 
tidas de  majas,  venían  á  sentarse  bajo 
aquellos  árboles,  con  sus  galanes  de  capa  de 
grana  y  sombrero  de  medio  queso.  [Aque- 
llos eran  buenos  tiempos! 

Las  toses  insistentes  y  maliciosas  de  su 
cochero  le  avisaron.  Una  señora  bajaba  del 
tranvía  y  se  dirigía  al  encuentro  de  Luis. 
Vestía  de  negro  y  el  velillo  •del  sombrero 
cubría  su  cara.  Esbelta  y  de  gracioso  andar, 
sus  caderas  movíanse  con  armónica  caden- 
cia, y  á  cada  paso  resonaba  el  fru-fru  de  la 
fina  ropa  interior. 


EL  MILAGRO  DE  SAN  ANTONIO         193 

Luis  percibía  el  mismo  perfume  de  la 
<5arta  que  guardaba  en  su  bolsillo.  Sí,  era 
ella.  Pero  cuaudo  estuvo  á  pocos  pasos,  el 
movimiento  de  sorpresa  de  su  cochero  le 
avisó  antes  que  su  vista. 

— lErnestinal 
Creyó  en  una  traición.  Alguien  había 
avisado  á  su  mujer.  ¡Qué  situación  tan  ri- 
dicula!... I Y  la  otra  que  iba  á  llegari 

— ¿A  qué  vienes?...  ¿Qué  buscas? 

—Vengo  á  cumplir  mi  promesa.  Te  cité 
á  las  diez,  y  aquí  estoy, 

Y  Ernestina  añadió  con  triste  sonrisa: 

— A  ti,  Luis,  para  verte  hay  que  apelar 
á  estratagemas  que  repugnan  á  una  mujer 
honrada. 

jCristo!  ¡Y  para  tener  este  encuentro 
desagradable  había  salido  de  casa  tan  tem- 
prano! ¡Citado  por  su  propia  mujerl  |Cómo 
reirían  los  amigos  del  Casino  al  saber 
aquello! 

Dos  lavanderas  se  pararon  en  el  cami- 
no á  corta  distancia,  con  pretexto  de  des- 
cansar, sentándose  sobre  sus  talegos  de 
ropa.  Querían  oir  algo  de  lo  que  se  decían 
aquellos  señoritos. 


194  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

— jSube!...  [Sube! — dijo  Luis  á  su  esposa 
con  acento  imperioso.  Le  irritaba  lo  ridícu- 
lo de  la  escena. 

El  coche  emprendió  la  marcha  carre- 
tera de  El  Pardo  arriba,  y  los  esposos,  cob 
la  cabeza  reclinada  en  el  paño  azul  de  la 
tendida  capota,  se  espiaban  sin  mirarse^ 
como  abrumados  por  la  situación  y  sin 
atreverse  uno  de  los  dos  á  ser  el  primera 
en  hablar. 

Ella  comenzó.  |Ah,  la  maldita!  Era  ub 
muchacho  con  faldas;  siempre  lo  había  di- 
cho Luis;  por  esto  la  huía,  teniéndola  mu- 
cho miedo;  porque  á  pesar  de  su  dulzura  de 
gatita  cariñosa  y  sumisa,  acababa  siempre 
por  imponer  su  voluntad.  ¡Señor!  ¡Y  qué 
educación  dan  en  esos  colegios  franceses! 
— Mira,  Luis...  pocas  palabras.  Te  quiero, 
y  vengo  decidida  á  todo.  Eres  mi  marido  y 
contigo  debo  vivir.  Trátame  como  quieras;, 
pégame...  te  querré  como  esas  mujeres  que 
admiten  los  golpes  como  prueba  de  cariño. 
Lo  que  te  digo  es  que  eres  mío  y  no  te  suel- 
to. Olvidemos  lo  pasado  y  aún  podemos 
ser  felices.  Luis,  Luis  mío,  ¿que  mujer  pue^ 
de  quererte  como  la  tuya? 


EL  MILAGRO   DE  SAN  ANTONIO  195 

|Vaya  un  modo  de  entrar  en  materia! 
El  quería  callar,  mostrarse  altivo  y  desde- 
ñoso, fatigarla  con  su  frialdad,  para  que  le 
dejara  tranquilo;  pero  aquellas  palabras  le 
pusieron  fuera  de  sí. 

¿Volver  á  unirse?  |En  seguida!  ¿Acaso 
estaba  loco?...  ¡Ah,  señora!  Olvida  usted  sin 
duda  que  hay  cosas  que  jamás  se  perdonan; 
cosas...  En  fin,  que  quien  bien  está,  que  no 
se  mueva.  Ellos  no  servían  para  casados, 
no  congeniaban]  bastaba  recordar  el  infierno 
en  que  se  desarrollaron  sus  últimos  meses 
de  matrimonio.  El  se  encontraba  bien;  á 
ella  no  le  probaba  mal  la  separación,  pues 
estaba  más  hermosa  que  antes  (palabra  de 
honor,  señora),  y  sería  una  locura  deshacer 
por  tonterías  lo  que  el  tiempo  había  hecho 
sabiamente. 

Pero  ni  el  ceremonioso  usted  ni  las  ra- 
zones de  Luis  convencían  á  la  señora.  Ella 
no  podía  seguir  así.  Ocupaba  en  la  sociedad 
una  posición  muy  equívoca;  casi  la  iguala^ 
ban  con  mujeres  infieles;  era  objeto  de  de- 
claraciones y  asiduidades  que  la  subleva- 
ban; creíanla  una  joven  alegre  y  fácil,  sin 
cariño  ni  familia;  iba  de  una  parte  á  otra, 


196  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

como  el  Judío  errante.  Di,  Luis,  ¿es  esto 
vivir? 

Pero  como  á  Luis  le  habían  dicho  esto 
mismo  todos  los  que  fueron  á  hablarle  en 
favor  de  Ernestina,  lo  escuchaba  como 
quien  oye  una  música  antigua  y  empala- 
gosa. 

Vuelto  casi  de  espaldas  á  su  mujer,  mi- 
raba el  camino,  los  Viveros,  bajo  cuyas  ar- 
boledas bullía  una  alegre  multitud.  Los 
pianos  de  manubrio  lanzaban  sus  chillonas 
notas,  semejantes  al  parloteo  de  pájaros 
mecánicos.  Valses  y  polcas  formaban  el 
acompañamiento  de  aquella  voz  triste  que 
dentro  del  carruaje  relataba  sus  desdichas. 
Luis  pensaba  que  el  sitio  para  el  encuentro 
había  sido  escogido  con  premeditación. 
Todo  hablaba  allí  del  amor  legítimo  some- 
tido á  reglamentación  oficial.  Aquí,  dos 
bodas;  en  el  restan rant  de  más  allá,  otras; 
en  último  termino,  un  cortejo  nupcial,  za- 
randeándose al  compás  de  los  pianos  con 
la  panza  repleta  de  peleón.  Aquello  repug- 
naba á  Luis.  ¡Todo  Dios  se  casaba!...  ¡Qué 
brutos!  ¡Cuánta  gente  inexperta  queda  en 
el  mundo! 


EL  MILAGRO  DE  SAN  ANTONIO    197 

Atrás  se  quedaron  los  Viveros  con  sus 
regocijadas  bodas;  los  valses  sonaban  le- 
janos, como  vagos  estremecimientos  del 
aire,  y  Ernestina  seguía  infatigable,  ha- 
blando cada  vez  más  cerca  del  oído  de  su 
esposo. 

Ella  viviría  tranquila,  sin  molestarle, 
si  no  existieran  los  celos.  Porque  ella  se 
sentía  celosa.  Sí,  Luis;  ríe  cuanto  quieras; 
celosa  desde  hacía  un  año,  en  vista  de  sus 
amoríos  y  sus  escándalos.  Lo  sabía  todo; 
su  vida  entre  bastidores,  sus  apasiona- 
mientos momentáneos  y  ruidosos  por  mu- 
jerzuelas  que  se  le  comían  la  fortuna;  hasta 
le  habían  dicho  que  tenía  hijos.  ¿Podía  per 
manecer  tranquila?  ¿No  debía  defender  la 
posesión  de  su  marido,  que  era  lo  único 
que  tenía  en  el  mundo? 

Luis  ya  no  estaba  de  espaldas,  sino  de 
frente,  soberbio  y  magnífico.  |Ah,  señora! 
jY  cuan  mal  la  aconsejaban  sus  amigos!  Él 
hacía  su  santa  voluntad,  ¿estamos?  No  te- 
nía  que  dar  cuentas  á  nadie,  pues  de  dar- 
las, también  tendría  que  exigí rselas  á  ella, 
y...  ¡recuerde  usted,  señora!  Piense  si  siem- 
pre ha  sido  fiel  á  sus  deberes. 


198  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Y  mientras  enumeraba  sus  desdichas, 
que  en  el  fondo  no  le  importaban  un  comi- 
no, y  llamaba  infidelidades  á  lo  que  fueron 
imprudentes  coqueterías,  todo  con  voz  y 
ademanes  que  recordaban  sus  abonos  en  el 
Español  y  la  Comedia,  Luis  iba  fijándose 
en  su  mujer. 

¡Qué  hermosa  estaba  la  indina!  Ya  no 
era  aquella  muchacha  bonita,  pero  débil  y 
delicada,  que  tenía  horror  al  descote,  no 
queriendo  enseñar  lo  saliente  de  sus  claví- 
culas. Los  cinco  años  de  separación  habían 
hecho  de  ella  una  mujer  adorable,  esplén- 
dida, con  las  redondeces,  el  color  y  la  sua- 
vidad de  un  fruto  de  primavera.  ¡Lástima 
que  fuese  su  mujer!  ¡Cómo  debían  desearla 
los  que  no  estaban  en  su  caso! 

— Sí,  señora.  Puedo  hacer  lo  que  guste  y 
no  tengo  que  dar  cuenta  de  mis  acciones... 
Además,  cuando  se  tiene  el  corazón  destro- 
zado, hay  que  aturdirse,  olvidar,  y  yo  ten- 
go derecho  á  todo...  á  todo,  ¿lo  entiende 
usted?  para  olvidar  que  he  sido  muy  des- 
graciado. 

Le  encantaban  sus  palabras,  pero  no 
pudo  seguir.  ¡Qué  calor!  El  sol  metía  sus 


EL  MILAGRO   DE  SAN  ANTONIO         199 

rayos  por  debajo  de  la  capota;  el  ambiente 
parecía  impregnado  de  fuego,  y  el  obligado 
«contacto  dentro  del  carruaje  comenzaba  á 
<5omunicarle  el  suave  y  voluptuoso  calor 
de  aquel  cuerpo  adorable...  ¡Qué  desgracia 
<que  aquella  mujer  tan  hermosa  fuese  Er- 
nestina! 

Era  una  mujer  nueva.  Experimentaba 
junto  á  ella  impresiones  sólo  sentidas  en 
BU  época  de  noviazgo.  Se  veía  aún  en  aquel 
vagón  del  exprés  que  años  antes  los  había 
ilevado  á  París,  ebrios  de  dicha  y  palpitan- 
tes de  deseo. 

Y  ella,  con  aquella  facilidad  que  siem- 
pre había  tenido  para  leer  sus  pensamien- 
tos, se  aproximaba  á  él,  tierna  y  sumisa 
como  una  víctima,  pidiendo  el  martirio  á 
cambio  de  un  poco  de  cariño,  arrepintién- 
dose de  sus  pasadas  ligerezas,  propias  de  la 
inexperiencia,  y  acariciándolo  con  el  per- 
fume de  su  aliento,  aquel  mismo  perfume 
de  la  carta  que,  estremeciéndole,  envolvía 
3U  cerebro  en  humareda  embriagadora. 

Luis  huía  de  todo  contacto;  se  recogía 
como  doncella  medrosica  en  su  asiento.  El 
recuerdo  de  los  amigotes  era  su  única  de- 


; 


200  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

fensa.  ¿Qué  diría  su  amigo  el  marqués,  un 
verdadero  filósofo,  que,  contento  con  su  li- 
bertad de  marido  divorciado,  saludaba  á  su 
mujer  en  la  calle  y  besaba  á  los  niños  na- 
cidos mucho  después  de  la  separación? 
Aquel  era  un  hombre.  Había  que  terminar 
una  escena  que  juzgaba  ridicula. 

— No,  Ernestina — dijo  por  fin,  tuteando 
á  su  mujer — ,  Nunca  nos  uniremos.  Te  co- 
nozco: todas  sois  iguales.  Es  mentira  lo  que 
dices.  Sigue  tu  camino,  como  si  no  nos 
conociéramos... 

Pero  no  pudo  continuar.  Su  mujer  le 
volvía  ahora  la  espalda.  Lloraba  descansan- 
do la  cabeza  en  el  respaldo  del  asiento,  y  su 
enguantada  mano  introducía  el  pañuelo 
bajo  el  velillo  para  secarse  las  lágrimas. 

Luego  hizo  un  gesto  de  fastidio.  ¡Lagri- 
mitas  á  élL..  Pero  no;  lloraba  de  veras,  con 
toda  su  alma,  con  quejidos  de  angustia  y 
estremecimientos  nerviosos  que  conmovían 
todo  su  cuerpo. 

Arrepentido  de  su  brutalidad,  dio  orden 
al  cochero  de  detener  el  carruaje.  Estaba 
fuera  de  la  Puerta  de  Hierro;  no  pasaba 
nadie  en  aquel  momento  por  el  camino. 


EL   MILAGRO   DE   SAN  ANTONIO  201 

— Trae  agua...  cualquier  cosa.  La  señori- 
ta está  enferma. 

Y  mientras  el  cochero  corría  á  un  ven- 
torro  inmediato,  Luis  intentó  tranquilizar 
á  su  mujer. 

— Vamos,  Ernestina,  serenidad.  No  es  para 
tanto.  Esto  es  ridículo.  Pareces  una  niña. 

Pero  ella  aún  gemía  cuando  llegó  el 
cochero  con  una  botella  llena  de  agua.  Eo 
la  precipitación  había  olvidado  el  vaso. 
— No  importa,  bebe. 

Ernestina  cogió  la  botella  y  se  levantó 
el  velillo.  Ahora  la  veía  bien  su  marido. 
Nada  de  menjurjes  de  tocador,  como  en  los 
tiempos  que  frecuentaba  el  mundo:  su 
cutis,  tratado  al  agua  fría,  tenía  una  palidez 
fresca,  de  rosada  transparencia. 

Luis  se  fijó  en  aquellos  labios  adora- 
bles, que  se  fruncían  para  ajustarse  al  cue- 
llo de  la  botella.  Bebía  con  dificultad.  Una 
gota  se  escapaba  resbalando  lentamente 
por  la  barbilla  redonda  y  graciosa.  Rodaba 
con  pereza,  enredándose  en  la  impercepti- 
ble película  de  la  epidermis.  El  la  seguía 
con  la  vista,  aproximándose  cada  vez  más. 
|Iba  á  caer!...  ¡Ya  caía! 


202  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

Pero  no  cayó;  pues  Luis,  sin  saber  casi 
lo  que  hacía,  la  recogió  en  sus  labios,  se  sin- 
tió cogido  por  los  brazos  de  su  mujer,  que 
lanzaba  un  grito  de  sorpresa,  de  loco  júbilo. 
— Por  fin...  Luis  mío...  ¡Si  yo  ya  lo  decíal 
|Si  eres  muy  bueno! 

Y  con  la  tranquila  serenidad  de  los  que 
no  tienen  por  qué  ocultar  su  amor,  se  be- 
faron ruidosamente,  sin  fijarse  en  el  asom- 
bro de  la  mujer  del  ventorrillo  que  recogió 
la  botella. 

El  cochero,  sin  aguardar  órdenes,  arreó 
los  caballos  camino  de  Madrid. 

— Ya  tenemos  ama — murmuraba  soltan- 
do  latigazos  á  sus  bestias — .  A  casa  pronto, 
antes  que  el  señorito  se  arrepienta. 

El  coche  volaba  por  la  carretera  con  la 
arrogancia  de  un  carro  triunfal,  y  en  su  in- 
terior, los  dos  esposos,  agarrados  del  talle, 
mirábanse  con  pasión.  El  sombrero  de  Luis 
estaba  á  sus  pies,  y  ella  le  acariciaba  la  ca- 
beza, despeinándole:  el  juego  favorito  de  su 
luna  de  miel. 

Y  Luis  reía,  encontrando  el  suceso  gra- 
ciosísimo. 

— Nos  van  á  tomar  por  novios  impacien- 


EL  MILAGRO  DE  SAN  ANTONIO    203 

tes.  Creerán  que  escapamos  de  los  Viveros 
por  estar  solos  y  libres  de  convidados. 

Al  pasar  frente  á  San  Antonio,  Ernes- 
tina, reclinada  en  un  hombro  de  su  esposo, 
se  incorporó. 

— Mira:  ese  es  quien  ha  hecho  el  milagro 
de  unirnos.  De  soltera  le  rezaba  pidiéndole 
xin  buen  marido,  y  por  segunda  vez  me 
protege,  dándome  mi  Luis. 

— No,  vida  mía:  el  milagro  lo  has  hecho 
tú  con  tu  belleza. 

Ernestina  dudó  algunos  instantes,  como 
si  temiera  hablar,  y  por  fin  dijo  con  mali- 
ciosa sonrisa: 

— |Ah,  señor  mío!  No  creas  que  me  en- 
gañas. Lo  que  te  vuelve  á  mí  no  es  el  amor 
tal  como  yo  lo  quiero;  es  eso  que  llaman  mi 
belleza  y  los  deseos  que  en  ti  despierta. 
Pero  he  aprendido  bastante  en  estos  años 
de  consuelo  y  soledad.  Ya  verás,  Luis  mío. 
Seré  muy  buena;  te  querré  mucho...  Me 
tomas  como  una  amante;  pero  con  bondad 
y  con  cariño,  yo  he  de  conseguir  que  me 
adores  como  á  esposa. 


Venganza  moruna 


Casi  todos  los  que  ocupaban  aquel  va- 
gón de  tercera  conocían  á  Marieta,  una 
buena  moza  vestida  de  luto,  que,  con  un 
niño  de  pechos  en  el  regazo,  estaba  junto  á 
una  ventanilla,  rehuyendo  las  miradas  y  la 
conversación  de  sus  vecinas. 

Las  viejas  labradoras  la  miraban,  unas 
con  curiosidad  y  otras  con  odio,  á  través  de 
las  asas  de  sus  enormes  cestas  y  de  los  far- 
dos que  descansaban  sobre  sus  rodillas,  con 
todas  las  compras  hechas  en  Valencia.  Los 
hombres,  mascullando  la  tagarnina,  lanzá- 
banla ojeadas  de  ardoroso  deseo. 

En  todos  los  extremos  del  vagón  hablá- 
base de  ella  relatando  su  historia. 

Era  la  primera  vez  que  Marieta  se 
atrevía  á  salir  de  casa  después  de  la  muerte 


206  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

de  su  marido.  Tres  meses  habían  pasado 
desde  entonces.  Sin  duda  sentía  miedo  á 
Teulai,  el  hermano  menor  de  su  marido, 
un  sujeto  que  á  los  veinticinco  años  era  el 
terror  del  distrito;  un  amante  loco  de  la 
escopeta  y  la  valentía  que,  naciendo  rico, 
había  abandonado  los  campos  para  vivir 
unas  veces  en  los  pueblos,  por  la  tolerancia 
de  los  alcaldes,  y  otras  en  la  montaña, 
cuando  se  atrevían  á  acusarte  los  que  le 
querían  mal. 

Marieta  parecía  satisfecha  y  tranquila, 
¡Oh,  la  mala  piel!  Con  un  alma  tan  negra, 
y  miradla  qué  guapetona,  qué  majestuosa; 
parecía  una  reina. 

Los  que  nunca  la  habían  visto  se  exta- 
siaban ante  su  hermosura.  Era  como  las 
vírgenes  patronas  de  los  pueblos:  la  tez, 
con  pálida  transparencia  de  cera,  bañada  á 
veces  por  un  oleaje  de  rosa;  los  ojos  ne- 
gros, rasgados,  de  largas  pestañas;  el  cuello 
soberbio,  con  dos  líneas  horizontales  que 
marcaban  la  tersura  de  la  blanca  carnosi- 
dad; alta,  majestuosa,  con  firmes  redonde- 
ces, que  al  menor  movimiento  poníanse  de 
relieve  bajo  el  negro  vestido. 


VENGANZA   MORUNA  ^  207 

Sí,  era  muy  guapa.  Así  se  comprendía 
la  locura  de  su  pobre  marido. 

En  vano  se  había  opuesto  al  matrimo- 
nio la  familia  de  Pepet.  Casarse  con  una 
pobre,  siendo  él  rico,  resultaba  un  absurdo; 
y  aún  lo  parecía  más  al  saberse  que  la  no- 
via era  hija  de  una  bruja,  y  por  tanto,  he- 
redera de  todas  sus  malas  artes. 

Pero  él  firme  que  firme.  La  madre  de 
Pepet  murió  del  disgusto;  según  decían  las 
vecinas,  prefirió  irse  del  mundo  antes  que 
ver  en  su  casa  á  la  hija  de  la  Bruixa;  y 
Teulaí,  con  ser  un  perdido  que  no  respeta- 
ba gran  cosa  el  honor  de  la  familia,  casi 
riñó  con  su  hermano.  No  podía  resignarse 
á  tener  por  cuñada  una  buena  moza  que, 
según  afirmaban  en  la  taberna  testigos  pre- 
senciales (y  allí  la  reunión  era  de  lo  más 
respetable),  preparaba  malas  bebidas,  ayu- 
daba á  sacar  á  su  madre  las  mantecas  á  los 
niños  vagabundos  para  confeccionar  mis- 
teriosos ungüentos,  y  la  untaba  los  sábados 
á  media  noche,  antes  de  salir  volando  por 
la  chimenea. 

Pepet,  que  se  reía  de  todo,  acabó  ca- 
sándose con  Marieta,  y  con  esto  fueron  de 


208  V.    BLASCO   IBÁÑEZ 

la  hija  de  la  bruja  sus  viñas,  sus  algarro- 
bos, la  gran  casa  de  la  calle  Mayor  y  las 
onzas  que  su  madre  guardaba  en  los  arco- 
nes  del  estudi. 

Estaba  loco.  Aquel  par  de  lobas  le  ha- 
bían dado  alguna  mala  bebida,  tal  vezpol 
vos  seguidores,  que,  según  afirmaban  las 
vecinas  más  experimentadas,  ligan  para 
siempre  con  una  fuerza  infernal. 

La  bruja,  arrugada,  de  ojillos  malignos, 
que  no  podía  atravesar  la  plaza  del  pueblo 
sin  que  los  muchachos  la  persiguieran  á 
pedradas,  se  quedó  sola  en  su  casucha  de 
las  afueras,  ante  la  cual  no  pasaba  nadie 
por  la  noche  sin  hacer  la  señal  de  la  cruz. 
Pepet  sacó  á  Marieta  de  aquel  antro,  satis- 
fecho de  tener  como  suya  la  mujer  más 
hermosa  del  distrito. 

¡Qué  manera  de  vivir!  Las  buenas  mu 
Jeres  lo  recordaban  con  escándalo.  Bien  se 
veía  que  el  tal  casamiento  era  por  arte  del 
Malo.  Apenas  si  Pepet  salía  de  su  casa:  ol- 
vidaba los  campos,  dejaba  en  libertad  á  los 
jornaleros,  no  quería  apartarse  ni  un  mo- 
mento de  su  mujer;  y  las  gentes,  á  través 
de  la  puerta  entornada  ó  por  las  ventanas 


VENGANZA  MORUNA    ^  209 

siempre  abiertas,  sorprendían  los  abrazos; 
los  veían  persiguiéndose  entre  risotadas  y 
43aricias,  en  plena  borrachera  de  felicidad, 
insultando  con  su  hartura  á  todo  el  mundo. 
Aquello  no  era  vivir  como  cristianos.  Eran 
perros  furiosos  persiguiéndose,  con  la  sed 
de  la  pasión  nunca  extinguida.  |  Ah,  la  gran- 
dísima perdida!  Ella  y  la  madre  le  abrasa- 
ban las  entrañas  con  sus  bebidas. 

Bien  se  veía  en  Pepet,  cada  vez  más 
flaco,  más  amarillo,  más  pequeño,  como  un 
cirio  que  se  derretía. 

El  médico  del  pueblo,  único  que  se  bur- 
laba de  brujas,  bebedizos  y  de  la  credulidad 
de  la  gente,  hablaba  de  separarles  como 
único  remedio.  Pero  los  dos  siguieron  uni- 
dos; él  cada  vez  más  decaído  y  miserable; 
iella  engordando,  rozagante  y  soberbia,  in- 
sultando á  la  murmuración  con  sus  aires 
de  soberana.  Tuvieron  un  hijo,  y  dos  me- 
ses después  murió  Pepet  lentamente,  como 
luz  que  se  extingue,  llamando  á  su  mujer 
hasta  el  último  momento,  extendiendo  ha- 
cia ella  sus  manos  ansiosas. 

|La  que  se  armó  en  el  pueblol  Ya  esta- 
ba allí  el  efecto  de  las  malas  bebidas.  La 

14 


210  V.  BLASCO  IBÁÑEZ 

vieja  se  encerró  en  su  casucha  temiendo  á 
la  gente;  la  hija  no  salió  á  la  calle  en  algu- 
nas semanas  y  los  vecinos  oían  sus  lamen- 
tos. Por  fin,  algunas  tardes,  desafiando  lai^ 
miradas  hostiles,  fué  con  su  niño  al  ce- 
menterio. 

Al  principio  le  tenía  cierto  miedo  k  Teu- 
laíy  el  terrible  cuñado,  para  el  cual  matar 
era  ocupación  de  hombres,  y  que,  indigna- 
do por  la  muerte  del  hermano,  hablaba  en 
la  taberna  de  hacer  pedazos  á  la  mujer  y  á 
la  bruja  de  la  suegra.  Pero  hacía  un  mes 
que  había  desaparecido.  Estaría  con  los  ro- 
ders  en  la  montaña,  ó  los  negocios  le  ha- 
brían llevado  al  otro  extremo  de  la  provin- 
cia. Marieta  se  atrevió,  por  fin,  á  salir  del 
pueblo;  á  ir  á  Valencia  para  sus  compras... 
|Ah,  la  señora!  ¡Qué  importancia  se  daba 
con  el  dinero  de  su  pobre  marido  1  Tal  vez^ 
buscaba  que  los  señoritos  le  dijesen  algo^ 
viéndola  tan  guapetona... 

Y  zumbaba  en  todo  el  vagón  el  cuchi- 
cheo hostil;  las  miradas  afluían  á  ella,  pera 
Marieta  abría  sus  ojazos  imperiosos,  sorbía 
aire  ruidosamente  con  gesto  de  desprecio^, 
y  volvía  á  mirar  los  campos  de  algarrobos,. 


VENGANZA  MORUNA  211 

los  empolvados  olivares,  las  blancas  casas, 
que  huían  trazando  un  círculo  en  torno  del 
tren  en  marcha,  mientras  el  horizonte  in- 
flamábase al  contacto  del  sol,  que  se  hun- 
día entre  espesos  vellones  de  oro. 

Detúvose  el  tren  en  una  pequeña  es- 
tación, y  las  mujeres  que  más  habían  ha- 
blado de  Marieta  se  apresuraron  á  bajar, 
echando  por  delante  sus  cestas  y  capazos. 

Unas  se  quedaban  en  aquel  pueblo  y  se 
despedían  de  las  otras,  de  las  vecinas  de 
Marieta,  que  aún  tenían  que  andar  una 
hora  para  llegar  á  sus  casas. 

La  hermosa  viuda,  con  el  niño  en  bra- 
zos y  apoyando  en  la  fuerte  cadera  la  cesta 
de  las  compras,  salió  de  la  estación  con  paso 
lento.  Quería  que  la  adelantasen  en  el  ca- 
mino aquellas  comadres  hostiles;  que  la  de- 
jasen marchar  sola,  sin  tener  que  sufrir  el 
tormento  de  sus  murmuraciones. 

En  las  calles  del  pueblo,  estrechas,  tor- 
tuosas y  de  avanzados  aleros,  había  poca 
luz.  Las  últimas  casas  extendíanse  en  dos 
ñlas  á  lo  largo  de  la  carretera.  Más  allá 
veíanse  los  campos,  que  azuleaban  con  la 
llegada  del  crepúsculo,  y  á  lo  lejos,  sobre  la 


212  V.   BLASCO  LBÁÍteZ 

ancha  y  polvorienta  faja  del  camino,  mar 
cábanse  como  un  rosario  de  hormigas  las 
mujeres  que,  con  los  fardos  en  la  cabeza, 
marchaban  hacia  el  inmediato  pueblo,  cuya 
torre  asomaba  tras  una  loma  su  montera 
de  tejas  barnizadas,  brillantes  con  el  último 
reflejo  de  sol. 

Marieta,  brava  moza,  sintió  repentina- 
mente cierta  inquietud  al  verse  sola  en  el 
camino.  Este  era  muy  largo,  y  cerraría  la 
noche  antes  que  llegase  á  su  casa. 

Sobre  una  puerta  balanceábase  el  ramo 
de  olivo,  empolvado  y  seco,  indicador  de 
una  taberna.  Bajo  de  él,  y  de  espaldas  al 
pueblo,  estaba  un  hombre  pequeño,  apo- 
yado en  el  quicio  y  con  las  manos  en  la 
faja. 

Marieta  se  ñjó  en  el...  Si  al  volver  la  ca- 
beza resultase  que  era  su  cuñado,  |Dios 
mío,  qué  susto!  Pero  segura  de  que  estaba 
muy  lejos,  siguió  adelante,  saboreando  la 
cruel  idea  del  encuentro,  por  lo  mismo  que 
lo  creía  imposible,  temblando  al  pensar  que 
fuese  Teulaí  el  que  estaba  á  la  puerta  de  la 
taberna. 

Pasó  junto  a  él  sin  levantar  los  ojos. 


VENGANZA  MORUNA  213 

— Buenas  tardes,  Marieta. 

Era  él...  Y  la  viuda,  ante  la  realidad,  no 
experimentó  la  emoción  de  momentos  an- 
tes. No  podía  dudar.  Era  Teulaí',  el  bárbaro 
de  sonrisa  traidora,  que  la  miraba  con  aque- 
llos ojos  más  molestos  y  crueles  que  sus 
palabras. 

Contestó  con  un  ¡hola!  desmayado,  y 
ella,  tan  grande,  tan  fuerte,  sintió  que  las 
piernas  le  flaqueaban  y  hasta  hizo  un  es- 
fuerzo para  que  el  niño  no  cayera  de  sus 
brazos. 

Teulaí  sonreía  socarronamente.  No  ha- 
bía por  qué  asustarse.  ¿No  eran  parientes? 
Se  alegraba  del  encuentro;  la  acompañaría 
al  pueblo,  y  por  el  camino  hablarían  de  al- 
gunos asuntos. 

— Avant,  avant — decía  el  hombrecillo. 

Y  la  mocetona  siguió  tras  él,  sumisa 
como  una  oveja,  formando  rudo  contraste 
aquella  mujer  grande,  poderosa,  de  fuertes 
músculos,  que  parecía  arrastrada  por  Teu- 
laí, enteco,  miserable  y  ruin,  en  el  cual  úni- 
camente delataban  el  carácter  los  alfilerazos 
de  extraña  luz  que  despedían  sus  ojos.  Ma- 
rieta sabía  de  lo  que  era  capaz.  Hombres 


214  V.    BLASCO  IBÁÑEZ 

fuertes  y  valerosos  habían  caído  vencidos 
por  aquel  mal  bicho. 

Eq  la  última  casa  del  pueblo  una  vieja 
barría  canturreando  su  portal. 

— ¡Bóna  dona,  hbna  dona! — gritó  Teulai. 

La  buena  mujer  acudió,  tirando  la  es- 
coba. Era  demasiado  célebre  el  cuñado  de 
Marieta  en  muchas  leguas  á  la  redonda 
para  no  ser  obedecido  inmediatamente. 

Cogió  al  niño  de  brazos  de  su  cuñada, 
y  sin  mirarlo,  como  si  quisiera  evitar  un 
enternecimiento  indigno  de  el,  lo  pasó  á  los 
brazos  de  la  vieja,  encargándole  su  cuida- 
do... Era  asunto  de  media  hora:  volverían 
pronto  por  él,  en  cuanto  terminasen  cierto 
encargo. 

Marieta  rompió  en  sollozos  y  se  abalan- 
zó al  niño  para  besarle.  Pero  su  cuñado 
tiró  de  ella. 

— Avant,  avant. 

Se  hacía  tarde. 

Subyugada  por  el  terror  que  inspiraba 
aquel  hombrecillo  venenoso  á  cuantos  le 
rodeaban,  siguió  adelante,  sin  el  niño  y  sin 
la  cesta,  mientras  la  vieja,  santiguándose, 
se  apresuraba  á  meterse  en  casa. 


VENGANZA  MORUNA  215 

Apenas  si  se  distinguían  como  puntos 
indecisos  en  el  blanco  camino  las  mujeres 
que  marchaban  al  pueblo.  Los  pardos  va- 
pores del  anochecer  extendíanse  á  ras  de 
ios  campos,  la  arboleda  tomaba  un  tono  de 
obscuro  azul,  y  arriba,  en  el  cielo,  de  color 
violeta,  palpitaban  las  primeras  estrellas. 

Continuaron  en  silencio  algunos  minu- 
tos, hasta  que  Marieta  se  detuvo  con  una 
decisión  inspirada  por  el  miedo...  Lo  que 
tuviera  que  decirle,  lo  mismo  podía  ser  allí 
que  en  otra  parte.  Y  la  temblaban  las  pier 
ñas,  balbuceaba  y  no  se  atrevía  á  alzar  los 
ojos  por  no  ver  á  su  cuñado. 

A  lo  lejos  sonaban  chirridos  de  ruedas; 
voces  prolongadas  se  llamaban  á  través  de 
ios  campos,  rasgando  el  silencioso  ambiente 
del  crepúsculo. 

Marieta  miraba  con  ansiedad  el  camino. 
ISTadie.  Estaban  solos  ella  y  su  cuñado. 

EvSte,  siempre  con  su  sonrisa  infernal, 
hablaba  con  lentitud...  Lo  que  tenía  que 
decirle  era  que  rezase;  y  si  sentía  miedo,  po- 
día  echarse  el  delantal  por  la  cara.  A  un 
hombre  como  él  no  le  mataban  un  herma- 
no impunemente. 


216  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

Marieta  se  hizo  atrás,  con  la  expresión 
aterrada  del  que  despierta  en  pleno  peligro. 
Su  imaginación,  ofuscada  por  el  miedOy 
había  con<íebido  antes  de  llegar  allí  las  ma- 
yores brutalidades;  palizas  horrorosas,  el 
<3uerpo  magullado,  la  cabellera  arrancada, 
pero...  ¡rezar  y  taparse  la  cara!  ¡Morir !  |Y 
tal  enormidad  dicha  tan  fríamente!... 

C©n  palabra  atropellada,  temblando  y 
suplicante,  intentó  enternecer  á  TeulaL 
Todo  eran  mentiras  de  la  gente.  Había  que- 
rido con  el  alma  á  su  pobre  hermano,  le 
quería  aún;  si  había  muerto  fué  por  no 
creerla  á  ella,  á  ella  que  no  había  tenida 
valor  para  ser  esquiva  y  fría  con  un  hom- 
bre tan  enamorado. 

Pero  el  valentón  la  escuchaba  acen- 
tuando cada  vez  más  su  sonrisa,  que  era  ya 
una  mueca. 

— ¡Galla,  filia  de  la  Bruixa! 

ÍEUa  y  su  madre  habían  muerto  al  pobre 
Pepet.  Todo  el  mundo  lo  sabía;  le  habían 
consumido  con  malas  bebidas...  Y  si  él  la 
escuchaba  ahora  sería  capaz  de  embrujarla 
también.  Pero  no;  él  no  caería  como  el  ton- 
to de  su  hermano. 


VENGANZA   MORUNA  217 

Y  para  probar  su  firmeza  de  hiena,  sin 
otro  amor  que  el  de  la  sangre,  cogió  con 
sus  manos  huesosas  la  cara  de  Marieta,  la 
levantó  para  verla  más  de  cerca,  contem- 
plando sin  emoción  las  pálidas  mejillas,  los 
ojos  negros  y  ardientes  que  brillaban  tras 
las  lágrimas. 

— ¡Bruixa...  envenenaora! 

Pequeñín  y  miserable  en  apariencia, 
abatió  de  un  empujón  á  la  buena  moza;  hizo 
caer  de  rodillas  aquella  soberbia  máquina 
de  dura  carne,  y  retrocediendo  buscó  algo 
en  su  faja. 

Marieta  estaba  anonadada.  Nadie  en  el 
camino.  A  lo  lejos  los  mismos  gritos,  el 
mismo  chirriar  de  ruedas:  cantaban  las 
ranas  en  una  charca  inmediata;  en  los  ri- 
bazos alborotaban  los  grillos,  y  un  perro 
aullaba  lúgubremente  allá  en  las  últimas 
casas  del  pueblo.  Los  campos  hundíanse  en 
los  vapores  de  la  noche. 

Al  verse  sola,  al  convencerse  de  que 
iba  á  morir,  desapareció  toda  su  arrogan- 
cia de  buena  moza;  se  sintió  débil  como 
cuando  era  niña  y  le  pegaba  su  madre,  y 
rompió  en  sollozos. 


218  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

— ¡Mátam,  mátam! — gimió  echándose  á 
la  cara  el  negro  delantal,  enrollándolo  en 
torno  de  su  cabeza. 

Teulai  se  acercó  á  ella  impasible,  con 
una  pistola  en  la  mano.  Aún  oyó  la  voz  de 
su  cuñada  gimiendo  á  través  de  la  negra 
tela  con  lamentos  de  niña,  rogándole  que 
la  rematase  pronto,  que  no  la  hiciera  sufrir, 
intercalando  sus  súplicas  entre  fragmentos 
de  oraciones  que  recitaba  atropelladamente. 
Y  como  hombre  experimentado,  buscó  con 
la  boca  de  la  pistola  en  aquel  envoltorio 
negro,  disparando  los  dos  cañones  á  la  vez. 

Entre  el  humo  y  los  fogonazos  vióse  á 
Marieta  erguirse  como  impulsada  por  un 
resorte  y  desplomarse  con  un  pataleo  de 
agonía  que  desordenó  sus  ropas. 

En  la  masa  negra  é  inerte  quedaron  al 
descubierto  las  blancas  medias  de  seducto- 
ra redondez,  estremeciéndose  con  el  último 
estertor. 

Teulai,  tranquilo  como  hombre  que  á 
nadie  teme  y  cuenta  en  último  término  con 
un  refugio  en  la  montaña,  volvió  al  inme- 
diato pueblo  en  busca  de  su  sobrino,  satis- 
fecho de  su  hazaña. 


VENGANZA  MORUNA  219 

Al  tomar  al  pequeñuelo  de  manos  de  la 
aterrada  vieja,  casi  lloró. 

— ¡Pohret!  ¡pohret  meu! — dijo  besándole. 
Y  su  conciencia  de  tío  inundábase  de 
satisfacción,  seguro  de  haber  hecho  por  el 
pequeño  una  gran  cosa. 


•«^«^■■^■a 


La  pared 


Siempre  que  los  nietos  del  tío  Rabosa 
se  encontraban  con  los  hijos  de  la  viuda  de 
Casporra  en  las  sendas  de  la  huerta  ó  en 
las  calles  de  Campanar,  todo  el  vecindario 
comentaba  el  suceso.  ¡Se  habían  mirado!^. 
jSe  insultaban  con  el  gesto!...  Aquello  aca- 
baría mal,  y  el  día  menos  pensado  el  pue- 
blo sufriría  un  nuevo  disgusto. 

El  alcalde  con  los  vecinos  más  notables 
predicaban  paz  á  los  mocetones  de  las  dos 
familias  enemigas,  y  allá  iba  el  cura,  un 
vejete  de  Dios,  de  una  casa  á  otra  recomen- 
dando el  olvido  de  las  ofensas. 

Treinta  años  que  los  odios  de  los  Rabo- 
sas y  Casporras  traían  alborotado  á  Campa- 
Har.  Casi  en  las  puertas  de  Valencia,  en  el 


222  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

risueño  pneblecito  que  desde  la  orilla  del 
río  miraba  á  la  ciudad  con  los  redoudoi^ 
ventanales  de  su  agudo  campanario,  repe- 
tían aquellos  bárbaros,  con  un  rencor  afri- 
cano, la  historia  de  luchas  y  violencias  de 
las  grandes  familias  italianas  en  la  Edad 
Media,  Habían  sido  grandes  amigos  en  otro 
tiempo;  sus  casas,  aunque  situadas  en  dis- 
tinta calle,  lindaban  por  los  corrales,  sepa- 
rados únicamente  por  una  tapia  baja.  Una 
noche,  por  cuestiones  de  riego,  un  Casporra 
tendió  en  la  huerta  de  un  escopetazo  á  un 
hijo  del  tío  Rabosa,  y  el  hijo  menor  de  éste, 
porque  no  se  dijera  que  en  la  familia  no 
quedaban  hombres,  consiguió,  después  de 
un  mes  de  acecho,  colocarle  una  bala  entre 
las  cejas  al  matador.  Desde  entonces  las 
dos  familias  vivieron  para  exterminarse, 
pensando  más  en  aprovechar  los  descuidos 
del  vecino  que  en  el  cultivo  de  las  tierras. 
Escopetazos  en  medio  de  la  calle;  tiros  que 
al  anochecer  relampagueaban  desde  el  fon- 
do de  una  acequia  ó  tras  los  cañares  ó  ri- 
bazos cuando  el  odiado  enemigo  regresaba 
del  campo;  alguna  vez  un  Rabosa  ó  un  Cas- 
porra  camino  del  cementerio  con  una  onza 


LA  PARED  223 

de  plomo  dentro  del  pellejo,  y  la  sed  de  ven- 
ganza sin  extinguirse,  antes  bien,  extremán- 
dose con  las  nuevas  generaciones,  puei^ 
parecía  que  en  las  dos  casas  los  chiquitines 
salían  ya  del  vientre  de  sus  madres  ten 
diendo  las  manos  á  la  escopeta  para  matar 
á  los  vecinos. 

Después  de  treinta  años  de  lucha,  en 
casa  de  los  Casporras  sólo  quedaba  una 
viuda  con  tres  hijos  mocetones  que  pare- 
cían torres  de  músculos.  En  la  otra  estaba 
el  tío  Rabosa,  con  sus  ochenta  años,  inmóvil 
en  un  sillón  de  esparto,  con  las  piernas 
muertas  por  la  parálisis,  como  un  arrugado 
ídolo  de  la  venganza,  ante  el  cual  juraban 
sus  dos  nietos  defender  el  prestigio  de  la 
familia. 

Pero  los  tiempos  eran  otros.  Ya  no  era 
posible  ir  á  tiros  como  sus  padres  en  plena 
plaza  á  la  salida  de  misa  mayor.  La  Guardia 
civil  no  les  perdía  de  vista;  los  vecinos  le» 
vigilaban,  y  bastaba  que  uno  de  ellos  se  de- 
tuviera algunos  minutos  en  una  senda  ó  en 
una  esquina  para  verse  al  momento  ro- 
deado de  gente  que  le  aconsejaba  la  paz. 
Cansados  de  esta  vigilancia  que  degeneraba 


224  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

ea  persecución  y  se  interponía  entre  ellos 
como  infranqueable  obstáculo,  Casporras  y 
Babosas  acabaron  por  no  buscarse,  y  hasta 
se  huían  cuando  la  casualidad  les  ponía 
frente  á  frente. 

Tal  fué  su  deseo  de  aislarse  y  no  verse, 
que  les  pareció  baja  la  pared  que  separaba 
sus  corrales.  Las  gallinas  de  unos  y  otros, 
escalando  los  montones  de  leña,  fraterni- 
zaban en  lo  alto  de  las  bardas;  las  mujeres 
de  las  dos  casas  cambiaban  desde  las  ven- 
tanas gestos  de  desprecio.  Aquello  no  po- 
día resistirse;  era  como  vivir  en  familia,  y 
la  viuda  de  C aspar r a  hizo  que  sus  hijos  le- 
vantaran la  pared  una  vara.  Los  vecinos  se 
apresuraron  á  manifestar  su  desprecio  con 
piedra  y  argamasa,  y  añadieron  algunos 
palmos  más  á  la  pared.  Y  así,  en  esta  muda 
y  repetida  manifestación  de  odio,  la  pared 
fue  subiendo  y  subiendo.  Ya  no  se  veían 
las  ventanas;  poco  después  no  se  veían  los 
tejados;  las  pobres  aves  del  corral  estreme- 
cíanse en  la  lúgubre  sombra  de  aquel  pare- 
dón que  las  ocultaba  parte  del  cielo,  y  sus 
cacareos  sonaban  tristes  y  apagados  á  tra- 
vés de  aquel  muro,  monumento  del  odio, 


LA  PARED  225 

que  parecía  amasado  con  los  huesos  y  la 
sangre  de  las  víctimas. 

Así  transcurrió  el  tiempo  para  las  dos 
familias,  sin  agredirse  como  en  otra  época, 
pero  sin  aproximarse:  inmóviles  y  cristali- 
zadas en  su  odio. 

Una  tarde  sonaron  á  rebato  las  campa- 
nas del  pueblo.  Ardía  la  casa  del  tío  Rabo- 
sa.  Los  nietos  estaban  en  la  huerta;  la  mu- 
jer de  uno  de  éstos  en  el  lavadero,  y  por 
las  rendijas  de  puertas  y  ventanas  salía  un 
humo  denso  de  paja  quemada.  Dentro,  en 
aquel  infierno  que  rugía  buscando  expan- 
sión, estaba  el  abuelo,  el  pobre  tío  Rabosa, 
inmóvil  en  su  sillón.  La  nieta  se  mesaba 
los  cabellos,  acusándose  como  autora  de 
todo  por  su  descuido;  la  gente  arremoliná- 
base en  la  calle,  asustada  por  la  fuerza  del 
incendio.  Algunos,  más  valientes,  abrieron 
la  puerta,  pero  fué  para  retroceder  ante 
la  bocanada  de  denso  humo  cargada  de 
chispas  que  se  esparció  por  la  calle. 

— ¡M  agüelo!  ¡El  pobre  agüelo! — gritaba 
la  de  los  Rabosas  volviendo  en  vano  la  mi- 
rada en  busca  de  un  salvador. 

Los  asustados  vecinos  experimentaron 

15 


226  V.   BLASCO  IBÁÑEZ 

el  mismo  asombro  que  si  hubieran  visto  el 
campanario  marchando  hacia  ellos.  Tres 
mocetones  entraban  corriendo  en  la  casa 
incendiada.  Eran  los  Casporras.  Se  habían 
mirado  cambiando  un  guiño  de  inteligencia, 
y  sin  más  palabras  se  arrojaron  como  sala- 
mandras en  el  enorme  brasero.  La  multitud 
les  aplaudió  al  verles  reaparecer  llevando 
en  alto  como  á  un  santo  en  sus  andas  al 
tío  Rabosa  en  su  sillón  de  esparto.  Aban- 
donaron al  viejo  sin  mirarle  siquiera,  y 
otra  vez  adentro. 

— ¡No,  no! — gritaba  la  gente. 

Pero  ellos  sonreían  siguiendo  adelante. 
Iban  á  salvar  algo  de  los  intereses  de  sus 
enemigos.  Si  los  nietos  del  tío  Eabosa  estu- 
vieran allí,  ni  se  habrían  movido  ellos  de 
casa.  Pero  sólo  se  trataba  de  un  pobre  vie- 
jo, al  que  debían  proteger  como  hombres 
de  corazón.  Y  la  gente  les  veía  tan  pronto 
en  la  calle  como  dentro  de  la  casa,  bucean- 
do en  el  humo,  sacudiéndose  las  chispas 
como  inquietos  demonios,  arrojando  mue- 
bles y  sacos  para  volver  á  meterse  entre 
las  llamas. 

Lanzó  un  grito  la  multitud  al  ver  á  los 


LA  PARED  227 

dos  hermanos  mayores  sacando  al  menor 
en  brazos.  Un  madero,  al  caer,  le  había 
roto  una  pierna. 
— ¡Pronto  una  silla! 

La  gente,  en  su  precipitación,  arrancó 
al  viejo  Rabosa  de  su  sillón  de  esparto  para 
sentar  al  herido. 

El  muchacho,  con  el  pelo  chamuscado 
y  la  cara  ahumada,  sonreía  ocultando  los 
agudos  dolores  que  le  hacían  fruncir  los  la- 
bios. Sintió  que  unas  manos  trémulas,  ás- 
peras, con  las  escamas  de  la  vejez,  oprimían 
las  suyas. 

— ¡FUI  meu!  ¡fill  meu! — gemía  la  voz  del 
tío  Rabosa^  quien  se  arrastraba  hacia  él. 

Y  antes  que  el  pobre  muchacho  pudie- 
ra evitarlo,  el  paralítico  buscó  con  su 
boca  desdentada  y  profunda  las  manos  que 
tenía  agarradas,  y  las  besó,  las  besó  un  sin- 
número de  veces,  bañándolas  con  lágri- 
mas. 


Ardió  toda  la  casa.  Y  cuando  los  alha- 
míes fueron  llamados  para  construir  otra, 
los  nietos  del  tío  Rabosa  no  les  dejaron  co- 


228  V.   BLASCO  IBÁNEZ 


menzar  por  la  limpia  del  terreno,  cubierto 
de  negros  escombros.  Antes  tenían  que 
hacer  un  trabajo  más  urgente:  derribar  la 
pared  maldita.  Y  empuñando  el  pico,  ellos 
dieron  los  primeros  golpes. 


FIN 


INDIOS 


Págs, 

La  condenada .  5 

Primavera  triste 17 

El  parásito  dei  tren 29 

Golpe  doble •     •     •     .     .  41 

En  el  mar 51 

¡Hombre  al  agua! 69 

Un  silbido 79 

Lobos  de  mar 89 

Un  funcionario 99 

El  ogro 117 

La  barca  abandonada 129 

El  maniquí 145 

La  paella  del  roder 159 

En  la  boca  del  horno 171 

El  milagro  de  San  Antonio ,     .  187 

Venganza  moruna 205 

La  pared 221 


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Tomo  III:  Romeo  y  Julieta. — Bien  está  lo  que  bien  acaba. — Comedia 
de  equivocaciones. — Tomo  IV:  El  mercader  de  Venecia.— Penas  de 
amor  perdidas. — Cimbelino. — Tomo  V:  Macbeth. —  Troilo  y  Crésida. — 
Enrique  VIH  ó  Todo  es  verdad.— Tomo  VI:  El  rey  Lear. — Coriola- 
no.—Como  gustéis. — Tomo  VII:  La  fiera  domada. — La  duodécima 
noche. "Mucho  ruido  para  nada.—Tomo  VIII:  Sueño  de  una  noche 
de  verano. — La  tempestad. — Las  alegres  comadres  de  Windsor. — 
Tomo  IX:  Julio  César. — Antonio  y  Cleopatra.— Timón  de  Atenas. — 
Tomo  X:  El  rey  Juan. — La  vida  y  la  muerte  del  rey  Ricardo  II. — 
La  tragedia  de  Ricardo  III. — Tomo  XI:  La  primera  parte  de  Enri- 
que IV.— La  segunda  parte  de  Enrique  IV.— El  rey  Enrique  V. — 
Tomo  XII:  La  primera  parte  del  rey  Enrique  VI — La  segunda  parte 
del  rey  Enrique  VI. — La  tercera  parte  del  rey  Enrique  VI. 


En  preparación  las  obras  de  SÓFOCLES,  EURÍPIDES,  HE- 
SIODO.  Traducción  nueva  del  griego  por  Lboontb  db  Lislb. 


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