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LA CONDENADA
OBRAS DEL AUTOR
CUENTOS VALENCIANOS.
EN EL PAÍS DEL ARTE (viajes),
ARROZ Y TARTANA (novela).
FLOR DE MAYO (novela).
LA BARRACA (novela).
SÓNNICA LA CORTESANA (novela).
ENTRE NARANJOS (novela).
CASAS Y BARRO (novela).
LA CATEDRAL (novela).
EL INTRUSO (novela).
LA BODEGA (novela).
LA HORDA (novela).
LA MAJA DESNUDA (novela).
ORIENTE (viajes).
LOS MUERTOS MANDAN (novela;.
LUNA BENAMOR (novelas).
ARGENTINA Y SUS GRANDEZAS (viajes).
SANGRE Y ARENA (novela).
LOS ARGONAUTAS (novela).
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS (novela):
MARE NOSTRUM (novela).
c
Es PROPiBDAí). — Keservados todos loa derechos de reproduceiÓB/
traducción y adaptación.— Copyright 1916, by Blasco Ibáñez.
1-4 O
Vicente Blasco ibañez
CONDENADA
(CUENTOS)
PROMETEO
SOCIEDAD BDITOniAL
Oernuinfas, P 5.-VALENCIA
OBRAS TRADUCIDAS DEL AUTOR
Terres maudites (Traducción de
G. Hérelle), París.
Fleur de Mai (Traducción de G.
Hérelle), París.
BOUE ET BoSEAüx (Traducción de
Maurice Bixio), París.
CONTES ESPAGNOLS (TraduccióD
de G. Menetrier), París.
Dans l'ombre de la cathédrale
(Traducción de G. Hérelle), París.
Térras malditas (Traducción de
Napoleáo Toscano), Lisboa.
A Cathedral (Traducción de Ri-
veiro de Carvalho y Moraes Ro-
sa), Lisboa.
Die Kathedrale (Traducción de
Josy Priems), Zurich.
Flor de Mayo (Traducción de
Josy Priems), Zurich.
Erdfluch (Traducción de Wil-
helm Thal), Berlín.
Schilfund Schlamm (Traducción
de Wilhelm Thal), Berlín.
Der Eindringlino (Traducción
de J. Broutá), Berlín.
De Vloek (Traducción del doctor
A. A. Fokker), Haarlem.
Waar Oranjeboomen Bloeien
(Traducción del Dr. A. A. Fok-
ker), Amsterdam.
Chalupa (Traducción de A. Pik-
hart), Praga.
Marná Chloüba (Traducción de
A. Pikhart), Praga.
Ah, il pane!... (Traducción de F.
Gelormini), Palermo.
Hvad en Mand har at gove (Tra-
ducción de Johanue Alien), Co-
penhague.
ViNNYi Sklad (Traducción de M.
Watson), Petersburgo.
Bodega (Traducción de K. G.), Pe-
tersburgo.
Pbokliatac PoLE (Traducción de
M. Watson), Petersburgo.
SOBOR (Traducción de M. Watson),
Petersburgo.
DuoYÑOY viSTREL (Traducoión de
M. Watson), Petersburgo.
Geleznodorognoy Zaiaz (Tra-
ducción de M. Watson), Peters-
burgo.
Naloguiza obnagnenaia (Tra-
ducción de M. Watson), Peters-
burgo.
Arenes sanglantes (Traducción
de G. Hérelle), París.
La Horde (Traducción de G. Hé-
relle), París.
A cortezan de Sagunto (Traduc-
ción de Riveiro de Carvalho y
Moraes Rosa), Lisboa.
O Intruso (Traducción de Carva-
lho), Lisboa.
L'Intrus (Traducción de Renée
liafont), París.
A Adega (Traducción de E. Sousa
Costa), Lisboa-Río Janeiro.
Sur les Orangers (Traducción de
G. Menetrier), París.
Les morts commandent (Traduc-
ción de Berta Delaunay), París.
Sonnica (Traducción de Francés
Douglas), Nueva York.
The Blood of the Arena (Tra-
ducción de Framces Douglas),
Chicago.
The Shadow op the Cathedral
(Traducción de Mrs. W. A.Gilloa-
pie), Londres-Nueva York.
Blood and sand (Traducción de
Mrs. W. A. Gillespie), Londres.
Obras completas de Blasco Ibá-
ÑEZ (en ruso). Edición en 16 volú-
menes con un retrato del autor
(Traducción de Taitiana Herzens-
tein y otros), Moscou.
Sangue e Arena (Traducción de
Ida Mango), Ñapóles.
Oriente (Traducción de Ferreira
Martins), Lisboa.
Die Hetare von Sagunt (Traduc-
ción de W. Leydhecker), Berlín.
Bloed en zand (Traducción de
M. Van Raalte), Amsterdam.
LA CONDENADA
Catorce meses llevaba Rafael en la es-
trecha celda.
Tenía por mundo aquellas cuatro pare-
des, de un triste blanco de hueso, cuyas
grietas y desconchaduras se sabía de me-
moria; su sol era el alto ventanillo cruzado
por hierros que cortaban la azul mancha
del cielo; y del suelo de ocho pasos apenas
si era suya la mitad, por culpa de aquella
cadena escandalosa y chillona, cuya argo-
lla, incrustándosele en el tobillo, había lle-
gado casi a amalgamarse con su carne.
Estaba condenado á muerte, y mientras
en Madrid hojeaban por última vez los pa-
pelotes de su proceso, él se pasaba allí me-
ses y meses enterrado en vida, pudriéndose,
como animado cadáver, en aquel ataúd de
argamasa, deseando, como un mal momen-
6 V. BLASCO IBÁÑEZ
táneo que pondría fin á otros mayores, que
llegase pronto la hora en que le apretaran
el cuello, terminando todo de una vez.
Lo que más le molestaba era la limpie-
za; aquel suelo barrido todos los días y bien
fregado, para que la humedad, filtrándose
á través del petate, se le metiera en los
huesos; aquellas paredes, en las que no se
dejaba tener ni una mota de polvo. Hasta
la compañía de la suciedad le quitaban al
preso. Soledad completa. Si allí entrasen
ratas, tendría el consuelo de partir con
ellas la escasa comida y hablarlas como
buenas compañeras; si en los rincones hu-
biera encontrado una araña, se habría en-
tretenido domesticándola.
No querían en aquella sepultura otra
vida que la suya. Un día, ¡cómo lo recorda-
ba Rafael I un gorrión se asomó á la reja,
cual chiquillo travieso. El bohemio de la
luz y del espacio piaba como expresando
la extrañeza qne le producía ver allá abajo
aquel pobre ser amarillento y flaco, estre-
meciéndose de frío en pleno verano, coa I
unos cuantos pañuelos anudados á las sie-
nes y un harapo de manta ceñido á los ri-
LA CONDENADA 1
ñones. Debió asustarle aquella cara angu-
losa y pálida, con una blancura de papel
mascado; le causó miedo la extraña vesti-
dura de pielroja y huyój sacudiendo sus
plumas como para librarse del vaho de se-
pultura y lana podrida que exhalaba la reja.
El único rumor de vida era el de los
compañeros de cárcel que paseaban por
el patio. Aquéllos al menos veían cielo li-
bre sobre sus cabezas, no tragaban el aire
á través de una aspillera; tenían las piernas
libres y no les faltaba con quien hablar.
Hasta allí dentro tenía la desgracia sus
gradaciones. El eterno descontento huma-
no era adivinado por Rafael. Envidiaba el
á los del patio, considerando su situación
como una de las más apetecibles; los pre-
sos envidiaban á los de fuera, á los que
gozaban libertad, y los que á aquellas ho-
ras transitaban por las calles tal vez no se
considerasen contentos con su suerte, am-
bicionando iquión sabe cuántas cosas f...
|Tan buena que es la libertadl... Merecían
estar presos.
Se hallaba en el último escalón de la
desgracia. Había intentado fugarse perfo-
8 V. BLASCO IBÁÑEZ
rando el suelo en un arranque de deses-
peración, y la vigilancia pesaba jsobre él
incesante y abrumadora. Si cantaba, le im-
ponían silencio. Quiso divertirse rezando
con monótono canturreo las oraciones que
le enseñó su madre, y que sólo recordaba
á trozos, y le hicieron callar. ¿Es que in-
tentaba fingirse loco? ¡A ver, mucho silen-
cio! Le querían guardar entero, sano de
cuerpo y espíritu, para que el verdugo no
operase en carne averiada.
¡Loco! No quería serlo; pero el encierro,
la inmovilidad y aquel rancho escaso y
malo acababan con el. Tenía alucinaciones;
algunas noches, cuando cerraba los ojos
molestado por la luz reglamentaria, á la que
en catorce meses no había podido acostum-
brarse, le atormentaba la estrafalaria idea
de que, durante el sueño, sus enemigos,
aquellos que querían matarle y á los que
no conocía, le habían vuelto el estómago
del revés. Por esto le atormentaban con
crueles pinchazos.
De día, pensaba siempre en su pasado^
pero con memoria tan extraviada, que creía
repasar la historia de otro.
LA CONDENADA 9
Recordaba su regreso al pueblecillo
natal, después de su primera campaña car-
celaria por ciertas lesiones; su renombre en
todo el distrito, la concurrencia de la taber-
na de la plaza admirándole con entusias
mo: ¡Qué bruto es Rafael! La mejor chica
del pueblo se decidía á ser su mujer, más
por miedo y respeto que por cariño; los del
Ayuntamiento le halagaban dándole esco-
peta de guardia rural, espoleando su bru-
talidad para que la emplease en las elec-
ciones; reinaba sin obstáculos en todo el
término; tenía á los otros, los del bando caí-
do, en un puño, hasta que, cansados éstoS;
se ampararon de cierto valentón que aca-
baba de llegar también de presidio, y lo co-
locaron frente á Rafael.
¡Cristo! El honor profesional estaba en
peligro: había que mojar la oreja á aquel
individuo que le quitaba el pan. Y como
consecuencia inevitable, vino la espera al
acecho, el escopetazo certero y el rematarle
con la culata para que no chillase ni pata-
lease más.
En fin... ¡cosas de hombres! Y como
final, la cárcel, donde encontró antiguos
10 V. BLASCO IBÁÑEZ
compañeros; el juicio, en el cual todos los
que antes le temían se vengaban de los
miedos que habían pasado declarando con-
tra él; la terrible sentencia y aquellos mal-
ditos catorce meses aguardando que llegase
de Madrid la muerte, que, por lo que se ha-
cía esperar, sin duda venía en carreta.
No le faltaba valor. Pensaba en Juan
Pórtela, en el guapo Francisco Esteban, en
todos aquelloi esforzados paladines cuyas
hazañas, relatadas en romances, había escu-
chado siempre con entusiasmo, y se recono-
cía con tanto redaño como ellos para afron-
tar el último trance.
Pero algunas noches saltaba del petate
como disparado por oculto muelle, hacien-
do sonar su cadena con triste repiqueteo,
Crritaba como un niño y al mismo tiempo se
arrepentía, queriendo ahogar inútilmente
sus gemidos. Era otro el que gritaba dentro
de él; otro al que hasta entonces no había
conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no
calmándose hasta que bebía media docena
de tazas de aquel brebaje ardiente de alga-
rrobas é higos que en la cárcel llamaban
café.
LA CONDENADA 11
Del Rafael antiguo que deseaba la muer-
te para terminar pronto no quedaba más
que la envoltura. El nuevo, formado dentro
de aquella sepultura, pensaba con terror
que ya iban transcurridos catorce meses y
forzosamente estaba próximo el fin. De
buena gana se conformaría á pasar otros
catorce en aquella miseria.
Era receloso; presentía que la desgracia
se acercaba; la veía en todas partes: en las
caras curiosas que asomaban al ventanillo
de la puerta; en el cura de la cárcel, que
ahora entraba todas las tardes, como si
aquella celda infecta fuera el lugar mejor
para hablar con un hombre y fumar un pi-
tillo. ¡Malo, malo!
Las preguntas no podían ser más in-
quietantes. ¿Que si era buen cristiano? Sí,
padre. Respetaba á los curas, nunca les ha
bía faltado en tanto así; y de la familia no
habría que decir; todos los suyos habían ido
al monte á defender al rey legítimo, porque
así lo mandó el párroco del pueblo. Y para
afirmar su cristianismo, sacaba de entre los
guiñapos del pecho un mazo mugriento de
escapularios y medallas.
12 V. BLASCO IBÁÑEZ
Después el cura le hablaba de Jesús,
que, con ser Hijo de Dios, se había visto
eu situación semejante á la suya, y esta
comparación entusiasmaba al pobre diablo.
¡Cuánto honor!... Pero aunque halagado
por tal semejanza, deseaba que se realizase
lo más tarde posible.
Llegó el día en que estalló sobre él
como un trueno la terrible noticia. Lo de
Madrid había terminado. Llegaba la muer-
te; pero á gran velocidad, por el telégrafo.
Al decirle un empleado que su mujer
con la niña que había nacido estando él
preso rondaba la cárcel pidiendo verle, no
dudó ya. Cuando aquélla dejaba el pueblo,
es que la cosa estaba encima.
Le hicieron pensar en el indulto, y se
agarró con furia á esta última esperanza de
todos los desgraciados. ¿No lo alcanzaban
otros? ¿Por qué no él? Además, nada le
costaba á aquella buena señora de Madrid
librarle la vida; era asunto de echar una
firmica.
Y á todos los enterradores oficiales que
por curiosidad ó por deber le visitaban,
abogados, curas y periodistas, les pregun-
LA CONDENADA 13
taba, tembloroso y suplicante, como si ellos
pudieran salvarle:
— ¿Qwé les parece? ¿echará la firmica?
Al día siguiente le llevarían á su pue-
blo, atado y custodiado, como una res brava
que va al matadero. Ya estaba allá el ver-
dugo con sus trastos. Y aguardando el mo-
mento de salida para verle, se pasaba las
horas á la puerta de la cárcel la mujer,
una mocetona morena, de labios gruesos y
cejas unidas, que al mover la hueca falda-
menta de zagalejos superpuestos esparcía
un punzante olor de establo.
Estaba como asombrada de estar allí;
en su mirada boba leíase más estupefacción
que dolor, y únicamente al fijarse en la
criatura agarrada á su enorme pecho de-
rramaba algunas lágrimas.
¡Señor! ¡Qué vergüenza para la familia!
Ya sabía ella que aquel hombre terminaría
así. ¡Ojalá no hubiese nacido la niña!
El cura de la cárcel intentaba conso-
larla. Resignación: aún podía encontrar,
después de viuda, un hombre que la hicie-
se más feliz. Esto parecía enardecerla, y
hasta llegó á hablar de su primer novio.
14 V. BLASCO IBÁNEZ
un buen chico, que se retiró por miedo á
Rafael, y que ahora se acercaba á ella en el
pueblo y en los campos como si quisiera
decirla algo.
— No; hombres no faltan — decía tran-
quilamente con un conato de sonrisa — •
Pero soy muy cristiana; y si cojo otro hom-
bre, quiero que sea como Dios manda.
Y al notar la mirada de asombro del
cura y de los empleados de la puerta, vol-
vió á la realidad, reanudando su difícil
lloro.
Al anochecer llegó la noticia. Sí que
había firmica. Aquella señora que Rafael
se imaginaba allá en Madrid con todos los
esplendores y adornos que el Padre Eterno
tiene en los altares, vencida por telegra-
mas y súplicas, prolongaba la vida del sen-
tenciado.
El indulto produjo en la cárcel un es-
trépito de mil demonios, como si cada uno
de los presos hubiera recibido la orden de
libertad.
— Alégrate, mujer — decía en el rastrillo
el cura á la mujer del indultado — . Ya no
matan á tu marido: no serás viuda.
LA CONDENADA 15
La muchacha permaneció silenciosa,
como si luchara con ideas que se desarro-
llaban en su cerebro con torpe lentitud.
— Bueno — dijo al fin tranquilamente — .
¿Y cuándo saldrá?
— ¡Salir!... ¿Estás loca? Nunca. Ya puede
darse por satisfecho con salvar la vida. Irá
á África, y como es joven y fuerte, aún
puede ser que viva veinte años.
Por primera vez lloró la mujer con toda
su alma; pero su llanto no era de tristeza,
era de desesperación, de rabia.
— Vamos, mujer — decía el cura irrita-
do— . Eso es tentar á Dios. Le han salva-
do la vida, ¿lo entiendes? Ya no está con-
denado á muerte... ¿Y aún te quejas?
Cortó su llanto la mocetona. Sus ojos
brillaron con expresión de odio.
— Bueno: que no lo maten... Me alegro.
El se salva, pero yo, ¿qué?...
Y tras larga pausa, añadió entre gemi-
dos que estremecían su carne morena^ ar-
" dorosa y de brutal perfume:
— Aquí la condenada soy yo.
Primavera triste
El viejo Tofol Y la chiciiela vivían es-
clavos de su huerto, fatigado por una ince-
sante producción.
Eran dos árboles más, dos plantas de
aquel pedazo de tierra — no mayor que nn
pañuelo, según decían los vecinos — , y del
•cual igacaban su pan á costa de fatigas.
Vivían como lombrices de tierra, siem-
pre pegados al surco, y la chica, á pesar
•de su desmedrada figura, trabajaba como
un peÓD.
La apodaban la Borda, porque la difun-
ta mujer del tío Tofol, en su afán de tener
hijos que alegrasen su esterilidad, la había
sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo
había llegado á los diez y siete años, que pa-
recían once, á juzgar por lo enclenque de
2
18 V. BLASCO IBÁÑEZ
Sil cuerpo, afeado aun más por la estrechez
de unos hombros puntiagudos, que se cur-
vaban hacia fuera, hundiendo el pecho é
hinchando ia espalda.
Era fea: angustiaba á sus vecinas y
compañeras de mercado con su tosecilla
continua y molesta, pero todas la querían.
¡Criatura más trabajadora!... Horas antes
de amanecer ya temblaba de frío en el
huerto cogiendo fresas ó cortando flores;
era la primera que entraba en Valencia
para ocupar su puesto en el mercado; en
las noches que correspondía regar, agarra-
ba valientemente el azadón, y con las fal-
das remangadas ayudaba al tío Tófol á
abrir bocas en los ribazos, por donde se de
rramaba el agua roja de la acequia, que la
tierra sedienta y requemada engullía con un
ghicjlií de satisfacción, y los días que había
remesa para Madrid, corría como loca por
el huerto saqueando los bancales, trayen-
do á brazadas los claveles y rosas, que los
embaladores iban colocando en cestos.
Todo se necesitaba para vivir con tan
poca tierra. Había que estar siempre sobre
ella, tratándola como bestia reacia que ne-
PRIMAVERA TRISTE 19
cesita del látigo para marchar. Era una par-
cela de un vasto jardín, en otro tiempo de
los frailes, que la desamortización revolu-
cionaria había subdivido. La ciudad, en-
sanchándose, amenazaba tragarse al huerto
con su desbordamiento de casas, y el tío
Tofol, á pesar de hablar mal de sus terru-
ños, temblaba ante la idea de que la codi-
cia tentase al dueño y los vendiese como
solares.
Alií estaba su sangre; sesenta años de
trabajo. No había un pedazo de tierra inac-
tiva, y aunque el huerto era pequeño,
desde el centro no se veían las tapias, tal
era la maraña de árboles y plantas: nispe-
reros y magnolieros, bancales de claveles,
bosquecillos de rosales, tupidas enredaderas
de pasionarias y jazmines; todo cosas útiles
que daban dinero y eran apreciadas por los
tontos de la ciudad.
El viejo, insensible a las bellezas de su
huerto, sólo ansiaba la cantidad. Quería se-
gar las flores en gavillas, como si fuesen
hierba; cargar carros enteros de frutas deli-
cadas; y este anhelo de viejo avaro é insa-
ciable martirizaba á la pobre Borda, que,
20 V. BLASCO IBÁÑEZ
apenas descansaba un momento, vencida
por la tos, oía amenazas ó recibía como bru-
tal advertencia un terronazo en los hombros.
Las vecinas de los inmediatos huertos
protestaban. Estaba matando á la chica;
cada vez tosía más. Pero el viejo contestaba
siempre lo mismo. Había que trabajar mu
cho; el amo no atendía razones en San Juan
y en Navidad, cuando correspondía entre-
garle las pagas del arrendamiento. Si la
chica tosía era por vicio, pues no la faltaban
su libra de pan y su rinconcito en la cazue-
la de arroz; algunos días hasta comía golo-
sinas: morcilla de cebolla y sangre, por
ejemplo. Los domingos la dejaba divertirse,
enviándola á misa como una señora, y aún
no hacía un año que le dio tres pesetas
para una falda. Además, era su padre, y
el tío Tófol, como todos los labriegos de
raza latina, entendía la paternidad cual los
antiguos romanos: con derecho de vida y
aiuerte sobre los hijos, sintiendo cariño en
lo más hondo de su voluntad, pero demos
trándolo con las cejas fruncidas y alguno
que otro palo.
La pobre Borda no se quejaba. Ella
PRIMAVERA TRISTE 21
también quería trabajar mucho, para que
nunca les quitasen el pedazo de tierra en
cuyos senderos aún creía ver el zagalejo
remendado de aquella vieja hortelana á la
que llamaba madre cuando sentía la caricia
de sus manos callosas.
Allí estaba cuanto quería en el mundo:
los árboles que la conocieron de pequeña
y las flores que en su pensamiento inocen-
te hacían surgir una vaga idea de materni-
dad. Eran sus hijas, las únicas muñecas de
su infancia, y todas las mañanas experimen-
taba la misma sorpresa viendo las flores
nuevas que surgían de sus capullos, siguién-
dolas paso á paso en su crecimiento, desde
que, tímidas, apretaban sus pétalos como
si quisieran retroceder y ocultarse, hasta
que, con repentina audacia, estallaban como
bombas de colores y perfumes.
El huerto entonaba para ella una sinfo-
nía interminable, en la cual la armonía de
los colores confundíase con el rumor de los
árboles y el monótono canturreo de aque-
lla acequia fangosa y poblada de renacua
jos, que, oculta por el follaje, sonaba como
arroyuelo bucólico.
22 V. BLASCO IBÁNEZ
En las horas de fuerte sol, mientras el
viejo descansaba, iba la Borda de un lado
á otro, mirando las bellezas de su familia,
vestida de gala para celebrar la estación.
¡Qaé hermosa primavera! Sin duda Dios
cambiaba de sitio en las alturas, aproxi-
mándose á la tierra.
Las azucenas de blanco raso erguíanse
con cierto desmayo, como las señoritas en
traje de baile que la pobre Borda había
admirado muchas veces en las estampas;
las camelias de color carnoso hacían pen-
sar en tibias desnudeces, en grandes seño-
ras indolentemente tendidas, mostrando los
misterios de su piel de seda; las violetas
coqueteaban ocultándose entre las hojas
para denunciarse con su perfume; las mar-
garitas destacábanse como botones de oro
mate; los claveles, cual avalancha revolucio-
naria de gorros rojos, cubrían los bancales
y asaltaban los senderos; arriba, las magno-
lias balanceaban su blanco cogollo como un
incensario de marfil que esparcía incienso
más grato que el de las iglesias; y los pen
samientos, maliciosos duendes, sacaban por
entre el follaje sus gorras de terciopelo mo-
PRIMAVERA TRISTE 23
rado, y guiñando las caritas barbudas, pa-
recían decir á la chica:
— Borda y Bórdela,., nos asamos. ¡Por
Dios! ¡Un poquito de agua!
Lo decían, sí: oíalo ella, no con los
oídos, sino con los ojos, y aunque los hue-
sos le dolían de cansada, corría á la ace-
quia á llenar la regadera y bautizaba á
aquellos pilluelos, que bajo la ducha salu-
daban agradecidos.
Sus manos temblaban muchas veces al
cortar el tallo de las flores. Por su gusto,
allí se quedarían hasta secarse; pero era
preciso ganar dinero llenando los cestos
que se enviaban á Madrid.
Envidiaba á las flores viéndolas em-
prender su viaje. ¡Madrid!... ¿Gomo sería
aquello? Veía una ciudad faD tas tica, con
suntuosos palacios como los de los cuentos,
brillantes salones de porcelana con espejos
que reflejaban millares de luces, hermosas
señoras que lucían sus flores; y tal era la
intensidad de la imagen, que hasta creía
haber visto todo aquello en otros tiempos,
tal vez antes de nacer.
En aquel Madrid estaba el señorito, el
24 V. BLASCO IBÁÑEZ
hijo de los amos, con el cual había juga-
do muchas veces siendo niña, y de cuya
presencia huyó avergonzada el verano an-
terior, cuando hecho un arrogante mozo
visitó el huerto. ¡Picaros recuerdos! Rubori-
zábase pensando en las horas que pasaban,
siendo niños, sentados en un ribazo, oyen-
do ella la historia de Cenicienta, la niña
despreciada convertida repentinamente en
arrogante princesa.
La eterna quimera de todas las niñas
abandonadas venía entonces á tocarle en la
frente con sus alas de oro. Veía detenerse
un soberbio carruaje en la puerta del huer-
to; una hermosa señora la llamaba. ^¡Hija
mía.,, por fin te encuentro!^, ni más ni menos
que en la leyenda; después los trajes mag-
níficos; un palacio por casa, y al fioal, como
no hay príncipes disponibles á todas horas
para casarse, contentábase modestamente
con hacer su marido al señorito.
¿Quién sabe?... Y cuando más esperan-
zas ponía en el porvenir, la realidad la des-
pertaba en forma de brutal terronazo, mien-
tras el viejo decía con voz áspera:
— Arre, que ya es hora.
PRIMAVERA TRISTE 25
Y otra vez al trabajo, á dar tormento
á la tierra, que se quejaba cubriéndose de
flores.
El sol caldeaba el huerto, haciendo es-
tallar las cortezas de los árboles; en las ti-
bias madrugadas sudaba al trabajar, como
si fuese mediodía, y á pesar de esto, la Bor-
da cada vez más delgada y tosiendo más.
Parecía que el color y la vida que fal-
taban en su rostro se lo arrebataban las
flores, á las que besaba con inexplicable
tristeza.
Nadie pensó en llamar al medico. ¿Para
qué? Los médicos cuestan dinero, y el tío
Tofol no creía en ellos. Los animales saben
menos que las personas, y lo pasan tan rica-
mente sin módicos ni boticas.
Una mañana, en el mercado, las compa-
ñeras de la Borda cuchicheaban mirándola
compasivamente. Su fino oído de enferma
lo escuchó todo. Caería cuando cayesen las
hojas.
Estas palabras fueron su obsesión. Mo-
rir... ¡Bueno, se resignaba!; por el pobre
viejo lo sentía, falto de ayuda. Pero al me-
nos que muriese como su madre, en plena
26 V. BLASCO IBÁÑEZ
primavera, cuando todo el huerto lauzaba
risueño su loca carcajada de colores; no
cuando se despuebla la tierra, cuando los
árboles parecen escobas y las apagadas flo-
res de invierno se alzan tristes en los ban-
cales.
¡Al caer las hojas!... Aborrecía los ár-
boles cuyos ramajes se desnudaban como
esqueletos del otoño; huía de ellos como si
su sombra fuese maléfica, y adoraba una
palmera que el siglo anterior plantaron los
frailes, esbelto gigante con la cabeza coro-
nada de un surtidor de ondulantes plumas.
Aquellas hojas no caían nunca. Sospe-
chaba que tal vez fuese una tontería, pero
su afán por lo maravilloso la hacía sentir
esperanzas, y como el que busca la cura-
ción al pie de imagen milagrosa, la pobre
Borda pasaba los ratos de descanso al pie
de la palmera, que la protegía con la som-
bra de sus punzantes ramas.
Allí pasó el verano, viendo cómo el
sol, que no la calentaba, hacía humear la
tierra, cual si de sus entrañas fuese á sacar
un volcán; allí la sorprendieron los prime-
ros vientos de otoño, que arrastraban las
PRIMAVERA TRISTE 27
hojas secas. Cada vez estaba más delgada,
más triste, con una finura tal de percepción,
que oía los sonidos más lejanos. Las mari-
posas blancas que revoloteaban en torno de
su cabeza pegaban las alas en el sudor frío
de su frente, como si quisieran tirar de ella
arrastrándola á otros mundos donde las
flores nacen espontáneamente, sin llevarse
en sus colores y perfumes algo de la vida
de quien las cuida.
Las lluvias de invierno no encontraron
ya á la Borda, Cayeron sobre el encorvado
espinazo del viejo, que estaba, como siem-
pre, con la azada en las manos y la vista
en el surco.
Cumplía su destino con la indiferencia
y el valor de un disciplinado soldado de la
miseria. Trabajar, trabajar mucho, para que
no faltase la cazuela de arroz y la paga
al amo.
Estaba solo; la chica había seguido á
su madre; lo único que le quedaba era
aquella tierra traidora que se chupaba á
las personas y acabaría con él, cubierta
siempre de ñores, perfumada y fecunda,
28 V. BLASCO IBÁÍ5EZ
como si sobre ella no hubiese soplado la
muerte. Ni siquiera se había secado un ro-
sal para acoropañar á la pobre Borda en
su viaje.
Con sus setenta año^ tenía que hacer el
trabajo de dos; removía la tierra con más
tenacidad que antes, sin levantar la cabeza,
insensible á la engañosa belleza que le ro-
deaba, sabiendo que era el producto de su
esclavitud, animado únicamente por el de-
seo de vender bien la hermosura de la Na-
turaleza, y segando las flores con el mismo
entusiasmo que si segara hierba.
El parásito del tren
— Sí — dijo el amigo Pérez á todos sus con-
tertulios de cafó—; en este periódico acabo
de leer la noticia de la muerte de un amigo.
Sólo le vi una vez, y sin embargo, le he
recordado en muchas ocasiones. ¡Vaya un
amigo!
Le conocí una noche viniendo á Madrid
en el tren correo de Yalencia. Iba yo en un
departamento de primera; en Albacete bajó
el único viajero que me acompañaba, y al
verme solo, como había dormido mal la
noche anterior, me estremecí voluptuosa-
mente, contemplando los almohadones gri-
ses. ¡Todos para mí! ¡Podía extenderme
con libertad! ¡Flojo sueño iba á echar hasta
Alcázar de San Juan!
Corrí el velo verde de la lámpara, y el
30 V. BLASCO IBÁÑEZ
departamento quedó en deliciosa penum-
bra. Envuelto en mi manta me tendí de es-
paldas, estirando mis piernas cuanto pude,
con la deliciosa seguridad de no molestar á
nadie.
El tren corría por las llanuras de la
Mancha^ áridas y desoladas. Las estaciones
estaban á largas distancias; la locomotora
extremaba su velocidad, y mi coche gemía
y temblaba como una vieja diligencia. Ba-
lanceábame sobre la espalda, impulsado por
el terrible traqueteo; las franjas de los al-
mohadones arremolinábanse; saltaban las
maletas sobre las cornisas de red; tembla-
ban los cristales en sus alvéolos de las ven-
tanillas, y un espantoso rechinar de hierro
viejo venía de abajo. Las ruedas y frenos
gruñían; pero conforme se cerraban mis
ojos, encontraba yo en su ruido nuevas mo-
dulaciones, y tan pronto me creía mecido
por las olas como me imaginaba que había
retrocedido hasta la niñez y me arrullaba
una nodriza de bronca voz.
Pensando en tales tonterías me dormí,
oyendo siempre el mismo estrépito y sin
que el tren se detuviera.
EL PARÁSITO DEL TREN 31
Una impresión de frescura me desper-
tó. Sentí en la cara como un golpe de agua
fría. Al abrir los ojos vi el departamento
solo; la portezuela de enfrente estaba ce-
rrada. Pero sentí de nuevo el soplo frío de
la noche, aumentado por el huracán que le>
vantaba el tren con su rápida marcha, y
al incorporarme vi la otra portezuela, la
inmediata á mí, completamente abierta^
con un hombre sentado al borde de la pla-
taforma, los pies afuera en el estribo, enco-
gido, con la cabeza vuelta hacia mí y unos
ojos que brillaban mucho en su cara obs-
cura.
La sorpresa no me permitía pensar. Mis
ideas estaban aún embrolladas por el sue-
ño. En el primer momento sentí cierto
terror supersticioso. Aquel hombre que se
aparecía estando el tren en marcha, tenía
algo de los fantasmas de mis cuentos de
niño.
Pero inmediatamente recordé los asal-
tos en las vías férreas, los robos de los tre-
nes, los asesinatos en un vagón, todos los
crímenes de esta clase que había leído, y
pensé que estaba solo, sin un mal timbre
32 V. BLASCO IBÁÑEZ
para avisar á los que dormían al otro lado
de los tabiques de madera. Aquel hombre
era seguramente un ladrón.
El instinto de defensa, ó más bien el
miedo, me dio cierta ferocidad. Me arrojé
sobre el desconocido, empujándolo con co-
dos y rodillas; perdió el equilibrio; se aga-
rró desesperadamente al borde de la porte-
zuela, y yo seguí empujándole, pugnando
por arrancar sus crispadas manos de aquel
asidero para arrojarlo á la vía. Todas las
ventajas estaban de mi parte.
— ¡Por Dios, señorito! — gimió con voz
ahogada — . ¡Señorito, déjeme usted! Soy un
hombre de bien.
Y había tal expresión de humildad y
angustia en sus palabras, que me sentí aver-
gonzado de mi brutalidad y le solté.
Se sentó otra vez, jadeante y tembloro-
so, en el hueco de la portezuela, mientras yo
quedaba en pie, bajo la lámpara, cuyo velo
descorrí.
Entonces pude verle. Era un campesino
pequeño y enjuto; un pobre diablo con una
zamarra remendada y mugrienta y panta-
lones de color claro. Su gorra negra casi se
EL PARÁSITO DEL TREN 33
confundía con el tinte cobrizo y barnizado
de su cara, en la que se destacaban los ojos
de mirada mansa y una dentadura de ru-
miante, fuerte y amarillenta, que se descu-
bría al contraerse los labios con sonrisa de
estúpido agradecimiento.
Me miraba como un perro á quien se
ha salvado la vida, y mientras tanto, sus
obscuras manos buscaban v rebuscaban en
la faja y en los bolsillos. Esto casi me hizo
arrepentir de mi generosidad, y mientras
el gañán buscaba, yo metía mano en el
cinto y empuñaba mi revólver. ¡Si creía pi-
llarme descuidado!
Tiró él de su faja, sacando algo, y yo le
imité sacando de la funda medio revólver.
Pero lo que él tenía en la mano era un car-
toncito mugriento y acribillado, que me
tendió con satisfacción.
— Yo también llevo billete, señorito.
Lo miré y no pude menos de reírme.
— ¡Pero si es antiguo! — le dije — . Ya hace
años que sirvió... ¿Y con esto te crees au-
torizado para asaltar el tren y asustar a los
viajeros?
Al ver su burdo engaño descubierto,
3
34 V. BLASCO IBÁÑEZ
puso la cara triste, como si temiera que in-
tentase yo otra vez arrojarlo á la vía. Sentí
compasión y quise mostrarme bondadoso
y alegre, para ocultar los efectos de la sor-
presa, que aún duraban en mí.
— Vamos, acaba de subir. Siéntate den-
tro y cierra la portezuela.
— No, señor — dijo con entereza — . Yo no
tengo derecho á ir dentro como un señorito.
Aquí, y gracias, pues no tengo dinero.
Y con la firmeza de un testarudo se
mantuvo en su puesto.
Yo estaba sentado junto á él; mis rodi-
llas en sus espaldas. Entraba en el departa-
mento un verdadero huracán. El tren co-
rría á toda velocidad; sobre los yermos y
terrosos desmontes resbalaba la mancha
roja y oblicua de la abierta portezuela, y
en ella la sombra encogida del desconocido y
la mía. Pasaban los postes telegráficos como
pinceladas amarillas sobre el fondo negro
de la noche, y en los ribazos brillaban un
instante, cual enormes luciérnagas, los car-
bones encendidos que arrojaba la locomo-
tora.
El pobre hombre estaba intranquilo,
EL PARÁ.^ITO DEL TREN 36
como si le extrañase que le dejara perma-
necer en aquel sitio. Le di un cigarro, y
poco á poco fué hablando.
Todos los sábados hacía el viaje del
mismo modo. Esperaba el tren á su salida
de Albacete; saltaba á un estribo, con ries-
go de ser despedazado, corría por fuera
todos los vagones buscando un departa-
mento vacío, y en las estaciones apeábase
poco antes de la llegada y volvía á subir
después de la salida, siempre mudando de
sitio para evitar la vigilancia de los em-
pleados, unos malas almas enemigos de los
pobres.
— Pero ¿dónde vas? — le dije — . ¿Por qué
haces este viaje, exponiéndote á morir des-
pedazado?
Iba á pasar el domingo con su familia.
[Cosas de pobres! El trabajaba algo en Al-
bacete y su mujer servía en un pueblo. El
hambre les había separado. Al principio
hacía el viaje á pie; toda una noche de mar-
cha, y cuando llegaba por la mañana caía
rendido, sin ganas de hablar con su mujer
ni de jugar con los chicos. Pero ya se ha-
bía espabilado, ya no tenía miedo, y hacía
36 V. BLASCO IBÁÑEZ
el viaje tan ricamente en tren. Ver á sus
hijos le daba fuerzas para trabajar más
toda la semana. Tenía tres: el pequeño era
así, no levantaba dos palmos del suelo, y
sin embargo, le reconoeía^ y al verle entrar
tendíale los brazos al cuello.
— Pero tú — le dije — , ¿no piensas que eu
cualquiera de estos viajes tus hijos van á
quedarse sin padre?
El sonreía con confianza. Entendía muy
bien aquel negocio. No le asustaba el tren
cuando llegaba como caballo desbocado,
bufando y echando chispas. Era ágil y se-
reno; un salto, y arriba; y en cuanto á bajar,
podría darse algún coscorrón contra los
desmontes, pero lo importante era no caer
bajo las ruedas.
No le asustaba el tren^ sino los que
iban dentro. Buscaba los coches de prime-
ra, porque en ellos encontraba departamen-
tos vacíos. ¡Qué de aventurasl Una vez
abrió sin saberlo el reservado de señoras;
dos monjas que iban dentro gritaron: «¡La-
drones!», y él, asustado, se arrojó del tren y
tuvo que hacer á pie el resto del camino.
Dos veces había estado próximo, como
EL PARÁSITO DEL TREN 37
aquella noche, á ser arrojado á la vía por
los que despertaban sobresaltados con su
presencia; y buscando en otra ocasión un
departamento obscuro, tropezó con un via-
jero que, sin decir palabra, le asestó un ga-
rrotazo, echándolo fuera del tren. Aquella
noche sí que creyó morir.
Y al decir esto señalaba una cicatriz que
cruzaba su frente.
Le trataban mal, pero él no se quejaba.
Aquellos señores tenían razón para asus-
tarse y defenderse. Comprendía que era
merecedor de aquello y algo más; pero ¡qué
remedio, si no tenía dinero y deseaba ver
á sus hijosl
El tren iba limitando su marcha, como
si se aproximara á una estación. El, alar-
mado, comenzó á incorporarse.
— Quédate — le dije — ; aún falta otra
estación para llegar adonde tú vas. Te pa-
garé el billete.
— ¡Quiá! No, señor — repuso con candidez
maliciosa — . El empleado al dar el billete se
fijaría en mí: muchas veces me han perse-
guido sin conseguir verme de cerca, y no
quiero me tomen la filiación. ¡Feliz viaje,
38 V. BLASCO IBÁÑEZ
señorito I Es usted la más buena alma que
he encontrado en el tren.
Se alejó por los estribos, agarrado al
pasamano de los coches, y se perdió en la
obscuridad, buscando sin duda otro sitio
donde continuar tranquilo su viaje.
Paramos ante una estación pequeña y si-
lenciosa. Iba á tenderme para dormir, cuan-
do en el andén sonaron voces imperiosas.
Eran los empleados, los mozos de la
estación y una pareja de la Gruardia civil
que corrían en distintas direcciones, como
cercando á alguien.
«¡Por aquíl... ¡Cortadle el paso!... Dos
por el otro lado para que no escape... Aho-
ra ha subido sobre el tren... ¡Seguidle!»
Y efectivamente, al poco rato las te-
chumbres de los vagones temblaban bajo
el galope loco de los que se perseguían en
aquellas alturas.
Era, sin duda, el amigo, á quien habían
sorprendido, y viéndose cercado se refu-
giaba en lo más alto del tren.
Estaba yo en una ventanilla de la parte
opuesta al andén, y vi cómo un hombre
saltaba desde la techumbre de un vagón
EL PARÁSITO DEL TREN 39
íamediato, con la asombrosa ligereza que
da el peligro. Cayó de bruces en un campo,
gateó algunos instantes, como si la violen-
cia del golpe no le permitiera incorporarse,
y al fin huyó á todo correr, perdiéndose en
la obscuridad la mancha blanca de sus pan-
talones.
El jefe del tren gesticulaba al frente de
los perseguidores, algunos de los cuales
reían.
— ¿Qué es eso? — pregunté al empleado.
— Un tuno que tiene la costumbre de
viajar sin billete — contestó con énfasis — .
Ya le conocemos hace tiempo: es un pará-
sito del tren, pero poco hemos de poder ó
le pillaremos para que vaya á la cárcel.
Ya no vi más al pobre parásito. En in-
vierno, muchas veces me he acordado del
infeliz, y le veía en las afueras de una es-
tación, tal vez azotado por la lluvia y la
nieve, esperando el tren que pasa como un
torbellino, para asaltarlo con la serenidad
del valiente que asalta una trinchera.
Ahora leo que en la vía férrea, cerca de
Albacete, se ha encontrado el cadáver de
un hombre despedazado por el tren... Es él,
40 V. BLASCO ibAñez
el pobre parásito. No necesito más datos
para creerlo: me lo dice el corazón. «Quien
ama el peligro en él perece. > Tal vez le faltó
inesperadamente la destreza. Tal vez algún
viajero, asustado por su repentina aparición,
fué menos compasivo que yo y le arrojó
bajo las ruedas. ¡Vaya usted á preguntar á
la noche lo que pasaría!
— Desde que le conocí — terminó diciendo
el amigo Pérez — han pasado cuatro años.
En este tiempo he corrido mucho, y viendo
cómo viaja la gente por capricho ó por
combatir el aburrimiento, más de una vez
he pensado en el pobre gañán, que, separa-
do de su familia por la miseria, cuando que-
ría besar á sus hijos tenía que verse perse-
guido y acosado como alimaña feroz y
desafiar la muerte con la serenidad de un
héroe.
Golpe doble
Al abrir la puerta de su barraca en-
oontró Séüto un papel en el ojo de la cerra-
dura...
Era un anónimo destilando amenazas.
Le pedían cuarenta duros y debía dejarlos
aquella noche en el horno que tenía frente
á su barraca.
Toda la huerta estaba aterrada por
aquellos bandidos. Si alguien se negaba á
obedecer tales demandas, sus campos apa-
recían talados, las cosechas perdidas, y has-
ta podía despertar á media noche sin tiem-
po apenas para huir de la techumbre de
paja que se venía abajo entre llamas y as-
fixiando con su humo nauseabundo.
Gafarró, que era el mozo mejor planta-
do de la huerta de Ruzafa, juró descubrir-
les, y se pasaba las noches emboscado en
42 V. BLASCO IBÁÑEZ
los cañares, rondando por las sendas, con
la escopeta al brazo; pero una mañana lo
encontraron en una acequia con el vientre
acribillado y la cabeza deshecha... y adivi-
na quién te dio.
Hasta los papeles de Valencia hablaban
de lo que sucedía en la huerta, donde al
anochecer se cerraban las barracas y reina-
ba un pánico egoísta, buscando cada cual
su salvación, olvidando al vecino. Y á todo
esto, el tío Batiste, alcalde de aquel distrito
de la huerta, echando rayos por la boca
cada vez que las autoridades, que le respe-
taban como potencia electoral, hablábanle
del asunto, y asegurando que él y su fiel al-
guacil, el Sigró, se bastaban para acabar con
aquella calamidad.
A pesar de esto, Sentó no pensaba acu-
dir al alcalde. ¿Para qué? No quería oir en
balde baladronadas y mentiras.
Lo cierto era que le pedían cuarenta
duros, y si no los dejaba en el horno le
quemarían su barraca, aquella barraca que
miraba ya como un hijo próximo á perderse;
con sus paredes de deslumbrante blancura,
la montera de negra paja con crucecitas en
GOLPE DOBLE 43
los extremos, las ventanas azules, la parra
sobre la puerta como verde celosía, por la
que se filtraba el sol con palpitaciones de oro
vivo; los macizos de geranios y dompedros
orlando la vivienda, contenidos por una cer-
ca de cañas; y más allá de la vieja higuera
el horno, de barro y ladrillos, redondo y
achatado como un hormiguero de África.
Aquello era toda su fortuna, el nido que
cobijaba á lo más amado: su mujer, los tres
chiquillos, el par de viejos rocines, fieles
compañeros en la diaria batalla por el pan,
y la vaca blanca y sonrosada que iba todas
las mañanas por las calles de la ciudad
despertando á la gente con su triste cence-
rreo y dejándose sacar unos seis reales de
sus ubres siempre hinchadas.
¡Cuánto había tenido que arañar los
cuatro terrones que desde su bisabuelo
venía regando toda la familia con sudor y
sangre, para juntar el puñado de duros que
en un puchero guardaba enterrados bajo
de la cama! ¡En seguida se dejaba arran-
r
car cuarenta duros!... El era un hombre pa
cífico; toda la huerta podía responder por
él. Ni riñas por el riego, ni visitas á la ta-
44 V. BLASCO IBÁÑEZ
berna, ni escopeta para echarla de majo.
Trabajar mucho para su Pepeta y los tres
mocosos erajsu única afición; pero ya que
querían robarle, sabría defenderse. ¡Cristo!
En su calma de hombre bonachón desper-
taba la furia de los mercaderes árabes, que
íBe dejan apalear por el beduino, pero se
tornan leones cuando les tocan su hacienda.
Como se aproximaba la noche y nada
tenía resuelto, fué a pedir consejo al viejo
de la barraca inmediata, un carcamal que
sólo servía para segar brozas en las sendas,
pero de quien se decía que en la juventud
había puesto más de dos á pudrir tierra.
Le escuchó el viejo con los ojos fijos en
el grueso cigarro que liaban sus manos
temblorosas cubiertas de caspa. Hacía bien
en no querer soltar el dinero. Que robasen
en la carretera como los hombres, cara á
cara, exponiendo la piel. Setenta años te-
nía, pero podían irle con tales cartitas. Va-
mos á ver; ¿tenía agallas para defender lo
suyo?
La firme tranquilidad del viejo conta-
giaba á Sentó, que se sentía capaz de todo
para defender el pan de sus hijos.
GOLPE DOBLE 45
El viejo, con tanta solemnidad como si
fuese una reliquia, sacó de detrás de la
puerta la joya de la casa: una escopeta de
pistón que parecía un trabuco, y cuya cu-
lata apolillada acarició devotamente.
La cargaría él, que entendería mejor á
aquel amigo. Las temblorosas manos se re-
juvenecían. ¡Allá va pólvora! Todo un pu-
ñado. De una cuerda de esparto sacaba los
tacos. Ahora una ración de postas, cinco ó
seis; á granel los perdigones zorreros, me-
tralla fiua, y al fioal un taco bien golpeado.
Si la escopeta no reventaba con aquella in-
digestión de muerte, sería misericordia de
Dios.
Aquella noche dijo Séoto á su mujer
que esperaba turno para regar, y toda la
familia le creyó, acostándose temprano»
Cuando salió, dejando bien cerrada la
barraca, vio á la luz de las estrellas, bajo
la higuera, al fuerte vejete ocupado en po-
nerle el pistón al amigo.
Le daría á Sentó la última lección, para
que no errase el golpe. Apuntar bien á.la
boca del horno y tener calma. Cuando se
inclinasen buscando el gato en el interior...
46 V. BLASCO IBÁSEZ
¡fuego! Era tan sencillo, que podía hacerlo
un chico.
Sentó, por consejo del maestro, se ten-
dió entre dos macizos de geranios á la
sombra de la barraca. La pesada escopeta
descansaba en la cerca de cañas apuntando
fijamente á la boca del horno. No podía
perderse el tiro. Serenidad y darle al gati-
lio á tiempo. ¡Adiós, muchacho! A él le
gastaban mucho aquellas cosas; pero tenía
nietos, y además estos asuntos los arregla
mejor uno solo.
Se alejó el viejo cautelosamente, como
hombre acostumbrado á rondar la huerta,
esperando un enemigo en cada senda.
Sentó creyó que quedaba solo en el
mundo, que en toda la inmensa vega, es-
tremecida por la brisa, no había más seres
vivientes que él y aquéllos que iban á llegar.
¡Ojalá no viniesen! Sonaba el cañón de la
escopeta al temblar sobre la horquilla de
cañas. No era frío, era miedo. ¿Qaé diría
el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban
la barraca, y al pensar que tras aquella pa
red de barro dormían Pepeta y los chiqui-
tines, sin otra defensa que sus brazos, y en
GOLPE DOBLE 47
los que querían robar, el pobre iiombre se
sintió otra vez fiera.
Vibró el espacio, como si lejos, muy
lejos, hablase desde lo alto la voz de un
chantre. Era la campana del Miguelete. Las
nueve. Oíase el chirrido de un carro ro-
dando por un camino lejano. Ladraban los
perros, transmitiendo su fiebre de aullidos
de corral en corral, y el rae-rac de las ranas
en la veciua acequia interrumpíase con los
chapuzones de los sapos y las ratas que
saltaban de las orillas por entre las cañas.
Sentó contábalas horas que iban sonan
do en el Miguelete. Era lo único que le
hacía salir de la somnolencia y el entorpe-
cimiento en que le sumía la inmovilidad de
la espera. ¡Las once! ¿No vendrían ya? ¿Les
habría tocado Dios en el corazón?
Las ranas callaron repentinamente. Por
la senda avanzaban dos cosas obscuras que
á Séüto le parecieron dos perros enormes.
Se irguieron: eran hombres que avanzaban
encorvados, casi de rodillas.
— Ya están ahí — murmuró, y sus mandí-
bulas temblaban.
Los dos hombres volvíanse á todos la-
48 V. BLASCO IBÁÑEZ
dos, como temiendo una sorpresa. Fueron
al cañar, registrándolo: acercáronse después
á la puerta de la barraca, pegando el oído
á la cerradura, y en estas maniobras pasa-
ron dos veces por cerca de Sentó, sin que
éste pudiera conocerles. Iban embozados
en mantas, por bajo de las cuales asoma-
ban las escopetas.
Esto aumentó el valor de Sentó. Serían
los mismos que asesinaron á Gafarró. Ha-
bía que matar para salvar la vida.
Ya iban hacia el horno. Uno de ellos se
inclinó, metiendo las manos en la boca y
colocándose ante la apuntada escopeta. Mag-
nífico tiro. Pero ¿y el otro que quedaba
libre?
El pobre Sentó comenzó á sentir las
angustias del miedo, á sentir en la frente un
sudor frío. Matando á uno, quedaba desar-
mado ante el otro. Si les dejaba ir sin en-
contrar nada, se vengarían quemándole la
barraca.
Pero el que estaba en acecho se cansó
de la torpeza de su compañero y fué á ayu-
darle en la busca. Los dos formaban una
obscura masa obstruyendo la boca del hor-
GOLPE DOBLE 49
no. Aquella era la ocasión. ¡Alma, Sentó!
lAprieta el gatillo!
El trueno conmovió toda la huerta, des-
pertando una tempestad de gritos y ladri-
dos. Sentó vio un abanico de chispas, sintió
quemaduras en la cara, la escopeta se le
fué y agitó las manos para convencerse de
que estaban enteras. De seguro que el ami-
go había reventado.
No vio nada en el horno: habrían huí-
do, y cuando él iba á escapar también, se
abrió la puerta de la barraca y salió Pe pe-
ta en enaguas, con un candil. La había
despertado el trabucazo y salía impulsada
por el miedo, temiendo por su marido que
estaba fuera de casa.
La roja luz del candil, con sus azorados
movimientos, llegó hasta la boca del horno.
Allí estaban dos hombres en el suelo,
tino sobre otro, cruzados, confundidos, for-
mando un solo cuerpo, como si un clavo
invisible los uniese por la cintura, soldán-
dolos con sangre.
No había errado el tiro. El golpe de la
vieja escopeta había sido doble.
Y cuando Sentó y Pepeta, con aterrada
4t
60 V. BLASCO IBÁÑEZ
curiosidad, alumbraron los cadáveres para
verles las caras, retrocedieron con exclama-
ciones de asombro.
Eran el tío Batiste, el alcalde, y su al-
guacil el Sigró.
La huerta quedaba sin autoridad, pera
tranquila.
En el mar
A las dos de la mañana llamaron á la
puerta de la barraca.
— ¡Antonio! ¡Antonio!
Y Antonio saltó de la cama. Era su com-
padre, el compañero de pesca, que le avi-
saba para hacerse á la mar.
Había dormido poco aquella noche. A
las once todavía charlaba con Rufina, su
pobre mujer, que se revolvía inquieta en
la cama hablando de los negocios. No po-
dían marchar peor. ¡Vaya un verano! En el
anterior, los atunes habían corrido el Medi-
terráneo en bandadas interminables. El día
que menos, se mataban doscientas ó tres-
cientas arrobas; el dinero circulaba como
una bendición de Dios, y los que, como
52 V. BLASCO IBÁÑEZ
Antonio, guardaron buena conducta é hi-
cieron sus ahorrillos, se emanciparon de la
condición de simples marineros, comprán-
dose una barca para pescar por cuenta
propia.
El puertecillo estaba íleno. Una verda-
dera flota lo ocupaba todas las noches, sin
espacio apenas para moverse; pero con el
aumento de barcas había venido la caren
cia de pesca.
Las redes sólo sacaban algas ó pez me
nudo; morralla de la que se deshace en Ja
sartén. Los atunes habían tomado este año
otro camino, y nadie conseguía izar uno
sobre su barca.
Rufina estaba aterrada por esta situa-
ción. No había dinero en casa; debían en el
horno y en la tienda, y el señor Tomás, un
patrón retirado, dueño del pueblo por sus
judiadas, les amenazaba continuamente si
no entregaban algo de los cincuenta duros
con intereses que les había prestado para
la terminación de aquella barca tan esbelta
y tan velera que consumió todos sus aho
rros.
Antonio, mientras se vestía, despertó
EN EL MAR 53
á SU hijo, un grumete de nueve añOB que
le acompañaba en la pesca y hacía el tra-
bajo de un hombre.
— A ver si hoy tenéis más fortuna — mur-
muró la mujer desde la cama—. En la
cocina encontraréis el capazo de las provi-
siones... Ayer ya no querían fiarme en la
tienda. ¡Ay, Señor! ¡Y qué oficio tan perro!
— Calla, mujer; malo está el mar, pero
Dios proveerá. Justamente vieron ayer al-
gunos un atún que va suelto; un viejo que
se calcula pesa más de treinta arrobas. Fi-
gúrate si lo cogiéramos... Lo menos sesenta
duros.
Y el pescador acabó de arreglarse pen-
sando en aquel pescadote, un solitario que,
separado de su manada, volvía por la fuer-
za de la costumbre á las mismas aguas que
el año anterior.
Antoñico estaba ya de pie y listo para
partir, con la gravedad y satisfacción del
que se gana el pan á la edad en que otros
juegan; al hombro el capazo de las provi-
siones y en una mano la banasta de los ro-
veles, el pez favorito de los atunes, el me-
jor cebo para atraerles.
B4 V. BLASCO IBÁÑEZ
Padre ó hijo salieron de la barraca y
siguieron la playa hasta llegar al muelle de
los pescadores. El compadre les esperaba
en la barca preparando la vela.
La flotilla removíase en la obscuridad,
agitando su empalizada de mástiles. Corrían
sobre ella las negras siluetas de los tripu-
lantes, rasgaba el silencio el ruido de los
palos cayendo sobre cubierta, el chirriar de
las garruchas y las cuerdas, y las velas des-
plegábanse en la obscuridad como enormes
sábanas.
El pueblo extendía hasta cerca del agua
sus calles rectas, orladas de casitas blancas,
donde se albergaban por una temporada
los veraneantes, todas aquellas familias
venidas del interior en busca del mar.
Cerca del muelle, un caserón mostraba sus
ventanas como hornos encendidos, tra-
zando regueros de luz sobre las inquietas
aguas.
Era el Casino. Antonio lanzó hacia él
una mirada de odio. ¡Cómo trasnochaban
aquellas gentes! Estarían jugándose el di-
nero... ¡Si tuvieran que madrugar para ga
narse el pan!
EN EL MAR 55
— ¡Iza! ¡Iza! Que van muchos delante.
El compadre y Antoñico tiraron de las
<3uerdas, y lentamente se remontó la vela
latina, estremeciéndose al ser curvada por
el viento.
La barca se arrastró primero mansa-
mente sobre la tranquila superficie de la
bahía; después ondularon las aguas y co-
menzó á cabecear: estaban fuera de puntas;
en el mar libre.
Al frente, el obscuro infinito, en el que
parpadeaban las estrellas, y por todos la-
dos, sobre la mar negra, barcas y más bar-
cas que se alejaban como puntiagudos fan-
tasmas resbalando sobre las olas.
El compadre miraba el horizonte.
— Antonio, cambia el viento.
— Ya lo noto.
— Tendremos mar gruesa.
— Lo sé; pero ¡adentro! Alejémonos de
todos estos que barren el mar.
Y la barca, en vez de ir tras las otras,
que seguían la costa, continuó con la proa
mar adentro.
Amaneció. El sol, rojo y recortado cual
enorme oblea, trazaba sobre el mar un
66 V. BLASCO ibáSez
triángulo de fuego y las aguas hervían como
si reflejasen un incendio.
Antonio empuñaba el timón, el compa-
ñero estaba junto al mástil y el chicuelo en
la proa explorando el mar. De la popa y laB
bordas pendían cabelleras de hilos que
arrastraban sus cebos dentro del agua. De
vez en cuando tirón y arriba un pez, que
se revolvía y brillaba como estaño anima-
do. Pero eran piezas menudas... nada.
Y así pasaron las horas; la barca siem-
pre adelante, tan pronto acostada sobre laB
olas como saltando, hasta enseñar su panza
roja. Hacía calor, y Antoñico escurríase
por la escotilla para beber del tonel de agua
metido en la estrecha cala.
A las diez habían perdido de vista la
tierra; únicamente se veían por la parte de
popa las velas lejanas de otras barcas, como
aletas de peces blancos.
— ¡Pero Antonio! — exclamó el compa-
dre— . ¿Es que vamos á Oran? Cuando la
pesca no quiere presentarse, lo mismo da
aquí que más adentro.
Viró Antonio, y la barca comenzó á co-
rrer bordadas, pero sin dirigirse á tierra.
EN EL MAR B7
— Ahora — dijo alegremente — tomemos
un bocado. Compadre, trae el capazo. Ya
se presentará la pesca cuando ella quiera.
Para cada uno un enorme mendrugo y
una cebolla cruda, machacada á puñetazos
sobre la borda.
El viento soplaba fuerte y la barca ca-
beceaba rudamente sobre las olas de larga
y profunda ondulación.
— ¡Pae! — gritó Antoñico desde la proa — ,
¡nn pez grande, mu grande!... ¡Un atún!
Rodaron por la popa las cebollas y el
pan, y los dos hombres asomáronse á la
borda.
Sí, era un atún; pero enorme, ventrudo,
poderoso, arrastrando casi á flor de agua
su negro lomo de terciopelo; el solitario tal
vez de que tanto hablaban los pescadores.
Flotaba poderosamente, pero con una lige-
ra contracción de su fuerte cola, pasaba de
un lado á otro de la barca, y tan pronto se
perdía de vista como reaparecía instantá-
neamente.
Antonio enrojeció de emoción, y apresu-
radamente echó al mar el aparejo con un
anzuelo grueso como un dedo.
68 V. BLASCO IBÁÑEZ
Las aguas se enturbiaron y la barca se
conmovió, como si alguien con fuerza colo-
sal tirase de ella deteniéndola en su marcha
é intentando hacerla zozobrar. La cubier-
ta se bamboleaba como si huyese bajo los
pies de los tripulantes, y el mástil crujía á
impulsos de la hinchada vela. Pero de pron-
to el obstáculo cedió, y la barca, dando un
salto, volvió á emprender su marcha.
El aparejo, antes rígido y tirante, pen-
día flojo y desmayado. Tiraron de él y salió
á la superficie el anzuelo, pero roto, parti-
do por la mitad, á pesar de su tamaño.
El compadre meneó tristemente la ca-
beza.
— Antonio, ese animal puede más que
nosotros. Que se vaya, y demos gracias
porque ha roto el anzuelo. Por poco más
vamos al fondo.
— ¿Dejarlo? — gritó el patrón — . ¡Un de-
monio! ¿Sabes cuánto vale esa pieza? No
está el tiempo para escrúpulos ni miedos.
[Áél! ¡Áéll
Y haciendo virar la barca, volvió á las
mismas aguas donde se había verificado el
encuentro.
EN EL MAR 69
Puso un anzuelo nuevo; un enorme
gancho, en el que ensartó varios roveles, y
sin soltar el timón agarró un agudo biche-
ro. ¡Flojo golpe iba á soltarle á aquella bes-
tia estúpida y fornida como se pusiera á su
alcance I
El aparejo pendía de la popa casi recto.
La barca volvió á estremecerse, pero esta
vez de un modo terrible. El atún estaba
bien agarrado y tiraba del sólido gancho,
deteniendo la barca, haciéndola danzar lo-
camente sobre las olas.
El agua parecía hervir; subían á la su-
perficie espumas y burbujas en turbio re-
molino, cual si en la profundidad se des-
arrollase una lucha de gigantes, y de pronto
la barca, como agarrada por oculta mano,
se acostó, invadiendo el agua hasta la mitad
de la cubierta.
Aquel tirón derribó á los tripulantes.
Antonio, soltando el timón, se vio casi en
las olas; pero sonó un crujido y la barca
recobró su posición normal. Se había roto
el aparejo, y en el mismo instante apare
ció el atún junto á la borda, casi á ñor de
agua, levantando enormes espumurajos con
60 V. BLASCO IBÁNfiZ
SU cola poderosa. ¡Ah, ladrón! ¡Por fin se
ponía á tiro! Y rabiosamente, como si se
tratara de un enemigo implacable, Antonia
le tiró varios golpes con el bichero, hun-
diendo el hierro en aquella piel viscosa.
Las aguas se tiñeron de sangre y el animal
se hundió en un rojo remolino.
Antonio respiró al fin. De buena se ha-
bían librado: todo duró algunos segundos;
pero un poco más, y se hubieran ido al
fondo.
Miró la mojada cubierta y vio al com-
padre al pie del mástil, agarrado á él, páli-
do, pero con inalterable tranquilidad.
— Creí que nos ahogábamos, Antonio.
¡Hasta he tragado agua! ¡Maldito animal!
Pero buenos golpes le has atizado. Ya ve-
rás como no tarda en salir á flote.
— ¿Y el chico?
Esto lo preguntó el padre con inquie-
tud, con zozobra, como si temiera la res-
puesta.
No estaba sobre cubierta. Antonio se
deslizó por la escotilla, esperando encon-
trarlo en la cala. Se hundió en agua hasta
la rodilla: el mar la había inundado. ¿Pero
EN EL MAR 61
quién pensaba en esto? Bascó á tientas en
el reducido y obscuro espacio, sin encon-
trar mas que el tonel de agua y los apare-
jos de repuesto. Volvió á cubierta como un
loco.
— |E1 chico! ¡El chico!... ¡Mi Antoñico!
El compadre torció el gesto tristemen-
te. ¿No estuvieron ellos próximos á ir al
agua? Atolondrado por algún golpe, se ha-
bría ido al fondo como una bala. Pero el
compañero, aunque pensó todo esto, nada
dijo.
Lejos, en el sitio donde la barca había
estado próxima á zozobrar, flotaba un ob-
jeto negro sobre las aguas.
— ¡Allá está!
Y el padre se arrojó al agua, nadando vi-
gorosamente, mientras el compañero amai-
naba la vela.
Nadó y nadó, pero sus fuerzas casi le
abandonaron al convencerse de que el
objeto era un remo, un despojo de su
barca.
Cuando las olas le levantaban, sacaba
el cuerpo fuera para ver más lejos. Agua
por todas partes. Sobre el mar sólo estaban
62 V. BLASCO IBÁÑEZ
él, la barca que se aproximaba y una curva
negra que acababa de surgir y que se con-
traía espantosamente sobre una gran man-
cha de sangre.
El atún había muerto... i Valiente cosa le
importaba! ¡La vida de su hijo único, de su
Antoñico, á cambio de la de aquella bestial
¡Dios! ¿Era esto manera de ganarse el pan?
Nadó más de una hora, creyendo á cada
rozamiento que el cuerpo de su hijo iba á
surgir bajo sus piernas, imaginándose que
las sombras de las olas eran el cadáver del
niño que flotaba entre dos aguas.
Allí se hubiera quedado, allí habría
muerto con su hijo. El compadre tuvo que
pescarlo y meterlo en la barca como un
niño rebelde.
— ¿Qué hacemos, Antonio?
El no contestó.
— No hay que tomarlo así, hombre. Son
cosas de la vida. El chico ha muerto donde
murieron todos nuestros parientes, donde
moriremos nosotros. Todo es cuestión de
más pronto ó más tarde... Pero ahora, á lo
que estamos; á pensar que somos unos po-
bres.
EN EL MAR 63
Y preparando dos nudos corredizos
apresó el cuerpo del atún y lo llevó á re-
molque de la barca, tiñendo con sangre las
espumas de la estela.
El viento les favorecía, pero la barca
estaba inundada, navegaba mal, y los dos
hombres, marineros ante todo, olvidaron
la catástrofe, y con los achicadores en la
mano, encorváronse dentro de la cala, arro-
jando paletadas de agua al mar.
Así pasaron las horas. Aquella ruda
faena embrutecía á Antonio, le impedía
pensar; pero de sus ojos rodaban lágrimas
y más lágrimas, que, mezclándose con el
agua de la cala, caían en el mar sobre la
tumba del hijo.
La barca navegaba con creciente rapi-
dez, sintiendo que se vaciaban sus entrañas.
El puertecillo estaba á la vista, con sus
masas de blancas casitas doradas por el sol
i de la tarde.
La vista de tierra despertó en Antonio
el dolor y el espanto adormecidos.
— ¿Que dirá mi mujer? ¿Qué dirá mi Ru-
fina?— gemía el infeliz.
Y temblaba como todos los hombres
64 V. BLASCO IBÁÑEZ
enérgicos y audaces, que en el hogar son
esclavos de la familia.
Sobre el mar deslizábase como una ca-
ricia el ritmo de alegres valses. El viento
de tierra saludaba á la barca con melodías
vivas y alegres. Era la música que tocaba
en el paseo, frente al Casino. Por debajo
de las achatadas palmeras desfilaban, como
las cuentas de un rosario de colores, las
sombrillas de seda, los sombreritos de paja,
los trajes claros y vistosos de toda la gente
de veraneo.
Los niños, vestidos de blanco y rosa,
saltaban y corrían tras sus juguetes, ó for-
maban alegres corros girando como ruedas
de colores.
En el muelle se agolpaban los del ofi-
cio: su vista, acostumbrada á las inmensi-
dades del mar, había reconocido lo que
remolcaba la barca. Pero Antonio sólo mi-
raba, al extremo de la escollera, á una mu-
jer alta, escueta y negruzca, erguida sobre
un peñasco, y cuyas faldas arremolinaba el
viento.
Llegaron al muelle. ¡Qué ovación! To-
dos querían ver de cerca el enorme animal.
EN EL MAR 65
Los pescadores, desde sus botes," lanzaban
envidiosas miradas; los pilletes, desnudos,
de color de ladrillo, echábanse al agua para
tocarle la enorme cola.
Rufina se abrió paso entre la gente, lle-
gando hasta su marido, que con la cabeza
baja y una expresión estúpida oía las feli-
citaciones de los amigos.
— ¿Y el chico? ¿Dónde está el chico?
El pobre hombre aún bajó más su cabe-
za. La hundió entre los hombros, como si
quisiera hacerla desaparecer, para no oir,
para no ver nada.
— ¿Pero dónde está Antoñico?
Y Rufina, con los ojos ardientes, como
6Í fuera á devorar á su marido, le agarraba
de la pechera, zarandeando rudamente á
aquel hombrón. Pero no tardó en soltarle,
y levantando los brazos, prorrumpió en es-
pantoso alarido.
— ¡Ay, Señor!... ¡Ha muerto! ¡Mi Antoñi-
co se ha ahogado! ¡Está en el mar!
— Sí, mujer — dijo el marido lentamente
con torpeza, balbuceando y como si le aho-
garan las lágrimas — . Somos muy desgra-
ciados. El chico ha muerto; está donde su
6
66 V. BLASCO IBÁÑEZ
abuelo; donde estaré yo cualquier día. Del
mar comemos y el mar ha de tragarnos..,
iQué remedio! No todos nacen para obis-
pos.
Pero su mujer no le oía. Estaba en el
suelo, agitada por una crisis nerviosa, y se
revolcaba pataleando, mostrando sus flacas
y tostadas desnudeces de animal de trabajo,
mientras se tiraba de las greñas, arañándo-
se el rostro.
— |Mi hijol... ¡Mi Antoñicol...
Las vecinas del barrio de los pescado-
res acudieron á ella. Bien sabían lo que era
aquello: casi todas habían pasado por tran-
ces iguales. La levantaron, sosteniéndola
con sus poderosos brazos, y emprendieron
la marcha hacia su casa.
unos pescadores dieron un vaso de
vino á Antonio, que no cesaba de llorar.
Y mientras tanto, el compadre, dominado
por el egoísmo brutal de la vida, regatea-
ba bravamente con los compradores de
pescado que querían adquirir la hermosa
pieza.
Terminaba la tarde. Las aguas, ondean-
do suavemente, tomaban reflejos de oro.
EN EL MAR 67
Á intervalos sonaba cada vez más le-
jos el grito desesperado de aquella pobre
mujer, desgreñada y loca, que las amigas
empujaban á casa.
— ¡Antoñico! ¡Hijo mío!
Y bajo las palmeras seguían desfilan-
do los vistosos trajes, los rostros felices y
sonrientes, todo un mundo que no había
sentido pasar la desgracia junto á el, que
no había lanzado una mirada sobre el
drama de la miseria; y el vals elegante,
rítmico y voluptuoso, himno de la alegre
locura, deslizábase armonioso sobre las
aguas, acariciando con su soplo la eterna
hermosura del mar.
¡Hombre al agua!
Al cerrar la noche, salió de Torrevieja
el laúd San Rafael^ con cargamento de sal
para Gibraltar.
La cala iba atestada, y sobre cubierta
amontonábanse los sacos, formando una
montaña en torno del palo mayor. Para
pasar de proa á popa, los tripulantes iban
por las bordas, sosteniéndose con peligroso
equilibrio.
La noche era buena; noche de verano,
con estrellas á granel y un vientecillo fres-
co algo irregular, que tan pronto hinchaba
la gran vela latina, hasta hacer gemir el
mástil, como cesaba de soplar, cayendo des-
mayada la inmensa lona con ruidoso aleteo.
La tripulación, cinco hombres y un
muchacho, cenó después de la maniobra
70 V. BLASCO IBÁÑEZ
de salida, y una vez rebañado el humean-
te caldero, en el que hundían su mendru-
go con marinera fraternidad desde el pa-
trón al grumete, desaparecieron por la
escotilla todos los libres de servicio, para
reposar sobre la dura colchoneta, con los
vientres hinchados de vino y zumo de
sandía.
Quedó en el timón el tío Chispas, un
tiburón desdentado, que acogió con gru-
ñidos de impaciencia las últimas indicacio-
nes del patrón, y junto á él su protegido
Juanillo, un novato que hacía en el San
Rafael su primer viaje, y le estaba muy
agradecido al viejo, pues gracias á él había
entrado en la tripulación, matando así su
hambre, que no era poca.
El mísero laúd antoj abásele al mucha-
cho un navio almirante, un buque encan-
tado, navegando por el mar de la abun-
dancia. La cena de aquella noche era la
primera cena seria que había hecho en su
vida.
Había llegado á los diez y nueve años,
hambriento v casi desnudo como un salva-
je, durmiendo en la torcida barraca donde
¡HOMBRE AL AGüa! 71
gemía y rezaba su abuela, inmóvil por el
reuma: de día ayudaba á botar las barcas,
descargaba cestas de pescado, ó iba de pa-
rásito en las lanchas que perseguían al
atún y la sardina, para llevar á casa un pu-
ñado de pesca menuda. Pero ahora, gracias
al tío Chispas, que le tenía ley por haber
conocido á su padre, era todo un marine-
ro, estaba en camino de ser algo, podía con
todo derecho meter su brazo en el caldero,
y hasta llevaba zapatos, los primeros de su
vida, unas soberbias piezas capaces de na-
vegar como una fragata, que le sumían en
éxtasis de adoración. ¡Y aún dicen que si
el mar!... Vamos, hombre. El mejor oficio
del mundo.
El tío CJdspas, sin apartar la vista de
la proa ni las manos del timón, agachán-
dose para sondear la obscuridad por entre
la vela y el montón de sacos, le escuchaba
con sonrisa marrullera.
— Sí; no has escogido mal oficio. Pero
tiene quiebras. Las verás... cuando tengas
mis años... Pero tu sitio no es aquí: anda
á proa y avisa si ves por delante alguna
barca.
72 y. BLASCO IBÁÑEZ
Juanillo corrió por la borda con la se-
gura tranquilidad de un pillo de playa.
— Cuidado, muchacho, cuidado.
Pero el ya estaba en la proa, y se sentó
junto al botalón, escudriñando la negra su-
perficie del mar, en cuyo fondo se reñeja-
ban como serpeantes hilos de luz las inquie-
tas estrellas.
El laúd, panzudo y pesado, caía tras
cada ola con un solemne ¡cJiap! que hacía
^saltar las gotas hasta la cara de Juanillo:
dos hojas de espuma fosforescentes resbala-
ban por ambos lados de la gruesa proa, y
la hinchada vela, con el vértice perdido en
la obscuridad, parecía arañar la bóveda del
cielo.
¿Qué rey ni qué almirante estaba me-
jor que el serviola del San Rafael?...
¡Brrru! Su estómago repleto le saludaba
con eructos de satisfacción. |V"ida más her-
mosa!...
— ¡Tío Chispas!... Un cigarro.
— Ven por él.
Juanillo corrió por la borda del lado
contrario al viento. Era un momento de
calma, y la vela rizábase con fuertes palpi-
¡HOMBRE AL AGUA I 73
taciones, próxima á caer desmayada á lo
largo del mástil. Pero vino una ráfaga, y la
barca se inclinó con rápido movimiento;
Juanillo, para guardar el equilibrio, agarró-
se al borde de la vela, y en el mismo instan-
te ésta se hinchó como si fuera á estallar,
lanzando al laúd en una carrera veloz y
empujando con fuerza tan irresistible todo
el cuerpo del muchacho, que lo disparó
como una catapulta.
En el ruido de las aguas al tragarse á
Juanillo creyó oir éste un grito, palabras
algo confusas; tal vez el viejo timonel que
gritaba: '< ¡Hombre al agua! >
Bajó mucho, ¡mucho! atolondrado por
el golpe, por lo inesperado de la caída;
pero antes de darse cuenta exacta de ello
vióse otra vez en la superficie del mar bra-
ceando, absorbiendo con furia el fresco
viento... ¿Y la barca? No la vio ya. El mar
estaba obscurísimo; más obscuro que visto
desde la cubierta del laúd.
Creyó distinguir una mancha blanca,
un fantasma que flotaba á lo lejos sobre las
olas, y nadó hacia él. Pero de pronto ya no
lo vio allí, sino en lugar opuesto, y cambió
74 V. BLASCO IBÁÑEZ
de dirección, desorientado, nadando con
fuerza, pero sin saber dónde iba.
Los zapatos pesaban como si fuesen de
plomo: ¡malditos! ¡la primera vez que los
usaba! La gorra le martirizaba las sienes;
los pantalones tiraban de él como si llega-
sen hasta el fondo del mar y fuesen ba-
rriendo las algas.
— Calma, Juanillo, calma.
Y arrojó la gorra, lamentando no po-
der hacer lo mismo con los zapatos.
r
Tenía confianza. El nadaba mucho: se
sentía con aguante para dos horas. Los de
la barca virarían para pescarle: un remo-
jón y nada más... ¿pues qué así como así
mueren los hombres? En un temporal,
como habían muerto su padre j^ su abuelo,
bueno, pero en noche tan hermosa y con
buena mar, morir empujado por una vela
sería una muerte de tonto.
Y nadaba y nadaba, siempre creyendo
ver aquel fantasma indeciso que cambiaba
de sitio, esperando que de la obscuridad
surgiera el San Rafael viniendo en su busca.
— ¡Ah de la barca! ¡Tío Cliispas!... ¡Pa-
trón!
¡HOMBRE AL AGUA! 75
Pero el gritar le fatigaba y dos ó tres
veces las olas le taparon la boca. ¡Maldi-
tas!... Desde la barca parecían insignifi-
cantes, pero en medio del mar, hundido
hasta el cuello y obligado á un continuo
manoteo para sostenerse, le asfixiaban, le
golpeaban con su sorda ondulación, abrían
ante él hondas y movibles zanjas, cerrándo-
las en seguida como para tragarle.
Seguía creyendo, pero con cierta in-
quietud, en sus dos horas de aguante. Sí;
contaba con ellas. Dos horas y más nada-
ba allá en su playa sin cansancio. Pero
era en las horas de sol, en aquel mar de
cristal azul, viendo allá bajo, á través de
fantástica transparencia, las rocas amari-
llas con sus hierbajos puntiagudos como
ramos de coral verde, las conchas de color
rosa, las estrellas de nácar, las flores lumi-
nosas de pétalos carnosos estremeciéndose
al ser rozados por el vientre de plata de
los peces; y ahora estaba en un mar de
tinta, perdido en la obscuridad, agobiado
por sus ropas, teniendo bajo sus pies ¡quién
sabe cuántos barcos destrozados, cuántos
cadáveres descarnados por los peces fero-
76 V. BLASCO IBÁÑEZ
ees! Y estremecíase al contacto de su moja-
do pantalón, creyendo sentir el rozamiento
de agudos dientes.
Cansado, desfallecido, se echó de espal-
das, dejándose llevar por las olas. El sabor
de la cena le subía á la boca. ¡Maldita co-
mida, y cuánto cuesta de ganar! Acabaría
por morir allí tontamente... Pero el instin-
to de conservación le hizo incorporarse.
Tal vez le buscaban, y estando tendido
pasarían cerca de él sin verle. Otra vez á
nadar, con el ansia de la desesperación,
incorporándose en la cresta de las olas para
ver más lejos, yendo tan pronto á un lado
como á otro, agitándose siempre en un mis-
mo círculo.
Le abandonaban como si fuese un tra-
po caído de la barca, ¡Dios mío! ¿Así se
olvida á un hombre?... Pero no; tal vez le
buscaban en aquel momento. Un barco co-
rre mucho; por pronto que hubiesen subida
á cubierta y arriado vela, ya estarían á más
de una milla.
Y acariciando esta ilusión, se hundía
dulcemente como si tirasen de sus pesados
zapatos. Sintió en la boca la amargura
¡HOMBRE AL AGüA! 77
salitrosa; cegaron sus ojos, las aguas se
cerraron sobre su rapada cabeza; pero entre
dos olas se formó un pequeño remolino,
asomaron unas manos crispadas y volvió
á salir.
Los brazos se dormían; la cabeza se in-
clinaba sobre el pecho como vencida por el
sueño. A Juanillo le pareció cambiado el
cielo: las estrellas eran rojas, como salpica-
duras de sangre. Ya no le infundía miedo
el mar; sentía el deseo de abandonarse sobre
las aguas, de descansar.
Se acordaba de la abuela, que á aquellas
horas estaría pensando en él. Y quiso rezar
como mil veces había oído á su pobre vieja.
«Padre nuestro que estás...» Rezaba mental-
mente, pero sin darse cuenta de ello, su len-
gua se movió y dijo con una voz tan ronca
que le pareció de otro:
— ¡Cochinos! ¡ladrones! ¡Me abandonan!
Se hundía otra vez: desapareció pugnan-
do en vano por sostenerse. Alguien tiraba
de sus zapatos... Buceó en la obscuridad,
sorbiendo agua, inerte, sin fuerzas, pero
sin saber cómo, volvió otra vez á la su-
perficie.
78 V. BLASCO IBÁ*EZ
Ahora las estrellas eran negras, más
negras que el cielo, destacándose como go-
tas de tinta.
Se acabó. Esta vez se iba al fondo de
veras: su cuerpo era de plomo. Y bajó en
línea recta, arrastrado por sus zapatos nue-
vos, y en su caída al abismo de los barcos
rotos y los esqueletos devorados, el cere-
bro, cada vez más envuelto en densas ne-
blinas, iba repitiendo:
— Padre nuestro... Padre nuestro... ¡la-
drones! ¡granujas! ¡Me han abandonado!
Un silbido
El entusiasmo caldeaba el teatro. ¡Qué
debut! ¡Qué Lohengrin! ¡Qué tiple aquella!
Sobre el rojo de las butacas destacá-
banse en el patio las cabezas descubiertas
ó las torres de lazos, flores y tules, inmó-
viles, sin que las aproximara el cuchicheo
ni el fastidio; en los palcos silencio abso-
luto; nada de tertulias y conversaciones á
media voz; arriba, en el infierno de la filar-
monía rabiosa, llamado irónicamente paraí-
so, el entusiasmo se escapaba prolongado y
ruidoso, como un inmenso suspiro de satis-
facción, cada vez que sonaba la voz de la
tiple, dulce, poderosa y robusta. ¡Qué no-
chel Todo parecía nuevo en el teatro. La
orquesta era de ángeles: hasta la araña del
centro daba más luz.
80 V. BLASCO IBÁÑEZ
En aquel entusiasmo tomaba no poca
parte el patriotismo satisfecho. La tiple era
española, la López^ sólo que ahora se anun-
ciaba con el apellido de su esposo el tenor
Franchetti; un gran artista que, casándose
con ella, la había hecho ascender á la cate-
goría de estrella. ¡Yaya una mujer! Legítima
de la tierra. Esbelta, arrogante; brazos y
garganta con adorables redondeces, y los
blancos tules de Elsa amplios en la cintura,
pero estrechos y casi estallando con la
presión de soberbias curvas. Sus ojos ne-
gros, rasgados, de sombrío fuego, contras-
taban con la rubia peluca de la condesa de
Brabante. La hermosa española era en la
escena la mujer tímida, dulce y resignada
que soñó Wágner, confiando en la fuerza
de su inocencia, esperando el auxilio de lo
desconocido.
Al relatar su ensueño ante el empera-
dor y su corte, cantó con expresión tan
vagorosa y dulce, los brazos caídos y la
extática mirada en lo alto, como si viese
llegar montado en una nube al misterioso
paladín, que el público no pudo contener-
se ya, y como la retumbante descarga de
ÜN SILBIDO 81
una fila de cañones, salió de todos los
huecos del teatro, hasta de los pasillos, la
atronadora detonación de aplausos y gri-
tos.
La modestia y la gracia con que salu-
daba enardeció aún más al público. ¡Qué
mujer! Una verdadera señora; y en cuan-
to á buenos sentimientos, todos recorda-
ban deíalles de su biografía. Aquel padre
anciano, al que todos los meses enviaba
una pensión para que viviera con decencia:
un viejo feliz, que desde Madrid seguía la
carrera de triunfos de su hija por todo el
mundo.
Aquello era conmovedor. Algunas se-
ñoras se llevaban á los ojos una punta del
guante, y en el paraíso, un vejete llori-
queaba metiendo la nariz en el embozo de
la capa para sofocar sus gemidos. Los ve-
cinos se reían.
¡Yamos hombre, que no era para tanto!
La representación seguía su curso en
medio de los ecos del entusiasmo. Ahora
el heraldo invitaba á los presentes, por si
alguno quería defender á Elsa. Bueno,
adelante. Aquel público, que se sabía de
6
82 V. BLASCO IBÁÑEZ
memoria la ópera, estaba en el secreto.
No se presentaría ningún guapo. Después^
con acompañamiento de tétrica música^
avanzaron las damas veladas para llevarse
la condesa al suplicio. Todo era broma;
Elsa estaba segura. Pero cuando los bra-
vos guerreros brabanzones se agitaron en
la escena, viendo á lo lejos el misterio^so
cisne y su barquilla, y se fué armando en
la imperial corte una batahola de dos mil
demonios, el público, por acción refleja, se
movió ruidosamente, arrellanándose en el
asiento, tosiendo, suspirando, revolviéndo-
se para hacer provisión de silencio. ¡Qué
emoción! Iba á presentarse Franchetti, el
famoso tenor, un gran artista de quien se
murmuraba que habíase casado con la
López buscando una compensación á sub
facultades decadentes en la frescura y va-
lentía de su mujer. Aparte de esto, un
maestrazo que sabía salir triunfante con
auxilio del arte.
|Ah!... Ya estaba allí, de pie en el es-
quife, apoyado en larga espada, el escudo
embrazado, cubierto el pecho de escamas
de acero, irguiendo su arrogante figura de
^.
UN SILBIDO 83
buen mozo festejado por toda la aristocra-
cia de Europa, y deslumbrando de cabeza
á pies, cual un pescado de plata envuelto
en seda.
Silencio absoluto; aquello parecía una
iglesia. El tenor miraba su cisne, como si
allí no hubiese otro ser digno de atención,
y en el místico ambiente fué desarrollándose
un hilo de voz tenue, dulce, vagoroso, cual
si viniera de una distancia invisible.
¡Mercé, mercé, cigno gentihl...
¿Qué fué lo que estremeció todo el tea-
tro, poniendo de pie á los espectadores?
Algo estridente, como si acabara de rasgar-
se la vieja decoración del fondo; un silbido
rabioso, feroz, desesperado, que pareció ha-
cer oscilar las luces de la sala.
¡Silbar á Franchetti antes de oirle! ¡Un
tenor de cuatro mil francos! La gente de
palcos y butacas miró al paraíso con el ceño
fruncido; pero arriba la protesta fué más
ruidosa. ¡Granuja! ¡Canalla! ¡Golfo! ¡A la
cárcel con él! Y todo el público, arremoli-
nándose, de pie y con el puño amenazante,
señalaba al vejete que, cuando cantaba la
tiple, metía la nariz en la capa para llorar,
84 V. BLASCO IBÁÑEZ
y ahora se erguía intentando en vano ha-
cerse oir. ¡A la cárcel! ¡A la cárcel!
Pisando gente entró la pareja, y el vie-
jo pasó á empujones de banco en banco,
abofeteando á todos con su capa caída y
contestando con desesperados manoteos á
los insultos y amenazas, mientras que el
público rompía á aplaudir estrepitosamen-
te, para animar á Franchetti, que había in-
terrumpido su canto.
En el pasillo detuviéronse el viejo y los
guardias, respirando ansiosamente, magu-
llados por el gentío. Algunos espectadores
les siguieron.
— ¡Parece imposible! — dijo uno de los
guardias — . Una persona de edad y que pa-
rece decente...
— ¿Y usted qué sabe? — gritó el viejo con ii
expresión agresiva—. Mis razones tengo i
para hacer lo que he hecho. ¿Sabe usted
quien soy yo? Pues soy el padre de Conchita,
de esa que se llama en el cartel la Franchetti,
de la que aplauden con tanto entusiasmo
los imbéciles. ¡Qué tal!... ¿Les parece raro
que silbe?... También 3^0 he leído los perió-
dicos; ¡qué modo de mentir! «La hija aman-
á
UN SILBIDO . 85
tísima...» «El padre querido y feliz... > ¡Men-
tira, todo mentira! Mi hija ya no es mi hija,
es un culebrón, y ese italiano un granuja.
Sólo se acuerda de mí para enviarme una
limosna, ¡como si el corazón comiera y le
contentase el dinero! Yo no tomo un cuarto
de ellos: primero morir; prefiero molestar
á los amigos.
Ahora sí que era oído el viejo. Los que
le rodeaban sentían hambrienta curiosidad
ante una historia que tan de cerca tocaba
á dos celebridades artísticas. Y el señor Ló-
pez, insultado por todo un público, deseaba
comunicar á alguien su indignación, aun-
que fuese á los guardias.
— No tengo más familia que esa. Com-
prendan mi situación. Se crió en mis bra-
zos: la pobrecita no conoció á su madre.
Sacó voz; dijo que quería ser tiple ó morir, y
aquí tienen ustedes al bonachón de su pa-
dre decidido á que fuese una celebridad ó
á morir con ella. Los maestros dijeron: |á
Milán! Y allá va el señor López con su niña,
después de dimitir su empleo y vender los
cuatro terrones heredados de su padre.
¡Válgame Dios y cuánto he sufrido! ¡Cuan-
86 V. BLASCO IBÁÑEZ
to ho trotado antes del debut, de maestro
en maestro y de empresario en empresario!
¡Qué humillaciones, qué vigilancias para
guardar á mi niña, y qué privaciones; sí,
señores, privaciones y hasta hambre, cuida-
dosamente ocultada, para que nada faltase
á la señorita! Y cuando cantó por fin y
comenzó á sonar su nombre, cuando yo me
extasiaba ante los resultados de mi sacri-
ficio, llega ese fantasmón de Franchetti, y
cantando sobre las tablas dúos y más dúos
de amor, acaban por enamoricarse, y tengo
que casar á la niña para que no me ponga
mal gesto ni me parta el alma con sus llo-
ros. Ustedes no saben lo que es un matri-
monio de cantantes. El egoísmo haciendo
gorgoritos. Ni cariño, ni corazón, ni nada;
la voz, sólo la voz. Al ladrón de mi yerno
le molesté desde el primer momento; tenía
celos de mí, quería alejarme para dominar
en absoluto á su mujer; y ella, que ama á
ese payaso, que cada vez está más unida á
el por las ovaciones, dijo que sí á todo. ¡Las
exigencias del arte! ¡Su modo de vivir, que
no les permite deberse á la familia, sino al
arte! Estas fueron sus excusas, y me envia-
UN SILBIDO _ 87
ron á España; y yo, por reñir con ese far-
dante, reñí con mi hija. Hasta hoy no les
había visto... Señores, llévenme ustedes
donde quieran, pero declaro que siempre
que pueda vendré á silbar á ese ladrón ita-
liano... He estado enfermo, estoy solo: pues
revienta, viejo, como si no tuvieras hija.
Tu Conchita no es tuya; es de Franchetti...
pero no; es del arte. Y ahora digo yo: Si el
arte consiste en que las hijas olviden á los
padres que por ellas se sacrificaron, digo
que me futro en el arte y que más me ale-
graría encontrarme á mi Concha al entrar
en casa remendando mis calcetines.
Lobos de mar
Retirado de los negocios después de
cuarenta años de navegación con toda cla-
se de riesgos y aventuras, el capitán Lio-
vet era el vecino más importante del Ca-
bañal, una población de casas blancas de
un solo piso, de calles anchas, rectas y
ardientes de sol, semejante á una pequeña
ciudad americana.
La gente de Valencia que veraneaba
allí miraba con curiosidad al viejo lobo
de mar, sentado en un gran sillón bajo el
toldo de listada lona que sombreaba la
puerta de su casa. Cuarenta años pasados
á la intemperie, en la cubierta de su buque,
sufriendo la lluvia y los rociones del oleaje,
le habían infiltrado la humedad hasta los
mismos huesos, y, esclavo del reuma, per-
90 V. BLASCO IBÁÑEZ
tnanecía los más de los días inmóvil en su
sillón, prorrumpiendo en quejidos y jura-
mentos cada vez que se ponía en pie. Alto,
musculoso, con el vientre hinchado y caído
sobre las piernas, la cara bronceada por el
isol y cuidadosamente afeitada, el capitán
parecía un cura en vacaciones, tranquilo y
bonachón en la puerta de su casa. Sus ojos
grises, de mirada fija ó imperativa, ojos de
hombre habituado al mando, eran lo único
que justificaba la fama del capitán Llovet,
la leyenda sombría que flotaba en torno de
8X1 nombre.
Había pasado su vida en continua lu-
cha con la marina real inglesa, burlando
ia persecución de los cruceros en su famo-
so bergantín repleto de carne negra, que
transportaba desde la costa de Guinea á
las Antillas. Audaz y de una frialdad inal-
terable, jamás le vieron oscilar sus mari-
neros.
Contábanse de él cosas horripilantes.
Cargamentos enteros de negros arrojados
al agua para librarse del crucero que le
daba caza; los tiburones del Atlántico acu-
diendo á bandadas, haciendo hervir las olas
LOBOS DE MAR 91
con SU fúnebre coleteo, cubriendo el mar
de manchas de sangre, repartiéndose á den-
telladas los esclavos, que agitaban con des-
esperación sus brazos fuera del agua; su-
blevaciones de tripulación contenidas por
él solo á tiros y hachazos; raptos de ciega
cólera en los que corría por cubierta como
una fiera; hasta se hablaba de cierta mujer
que le acompañaba en sus viajes, la cual,
desde el puente, fue arrojada al mar por el
iracundo capitán después de una disputa
por celos. Y junto con esto, inesperados
arranques de generosidad: socorros á ma-
nos llenas á las familias de sus marineros.
En un arrebato de cólera era capaz de
matar á uno de los suyos; pero si alguien
caía al agua, se arrojaba para salvarle, sin
miedo al mar ni á sus voraces bestias. En-
loquecía de furor si los compradores de
negros le engañaban en unas cuantas pe-
setas, y en la misma noche gastaba tres ó
cuatro mil duros celebrando una de aque-
llas orgías que le habían hecho famoso en
la Habana. «Pega antes que habla», decían
de él los marineros, y recordaban que, en
alta mar, sospechando que su segundo
92 V. BLASCO IBÁÑEZ
conspiraba contra él, le había deshecho el
cráneo de iin pistoletazo. Aparte de esto,
un hombre divertidísimo, á pesar de su
cara fosca y su mirada dura. En la playa
del Cabañal, la gente, reunida á la sombra
de las barcas, reía recordando sus bromas.
Una vez dio un convite á bordo al reyezue-
lo africano que le vendía los esclavos, y
viendo borrachos á la negra majestad y sus
cortesanos, hizo como el negrero de Meri-
mee: desplegó velas y los vendió como es-
clavos. Otra vez, viéndose perseguido por
un crucero británico, desfiguró su buque en
una sola noche, pintándolo de otro color y
cambiando la arboladura. Los capitanes in-
gleses tenían datos en abundancia para co-
nocer el buque del audaz negrero; pero
como si no tuvieran nada. El capitán Llovet,
como decían en la playa, era un gitano de
mar, y trataba su barco como á un burro
de feria, haciéndole sufrir transformacio-
nes maravillosas.
Cruel y generoso, pródigo de su sangre
y de la ajena, duro para el negocio y ma-
nirroto para el placer, los negociantes de
Cuba le habían apodado el Capitán Magni
LOBOS DE MAR 93
-fico, y así seguían llamándole los pocos ma-
rineros de su antigua tripulación que aún
arrastraban por la playa las piernas reumá-
ticas, tosiendo y encorvando el pecho.
Casi arruinado por empresas comercia-
les, al retirarse de la trata se había metido
en su casa del Cabañal, viendo pasar la vida
ante su puerta, sin otra distracción que
jurar como un condenado cuando el reuma
le hacía permanecer inmóvil en su asiento.
Por una respetuosa admiración venían á
sentarse en la acera algunos de aquellos
vejestorios que habían recibido de él en
otro tiempo órdenes y palos, y juntos ha-
blaban con cierta melancolía de la gran ca-
lle, como el capitán llamaba al Atlántico,
contando las veces que habían pasado de
una acera á otra, de África á América, co-
rriendo temporales y chasqueando á los
polizontes del mar. En verano, los días que
no apretaba el dolor y las piernas estaban
fuertes, bajaban á la playa, y el capitán,
enardecido á la vista del mar, desahogaba
sus dos odios. Odiaba á luglaterra por ha-
ber oído silbar más de una vez las balas de
sus cañones. Odiaba la navegación á vapor
94 V. BLASCO IBÁÑEZ
como un sacrilegio marítimo. Aquellos pe-
nachos de humo que pasaban por el hori-
zonte eran los funerales de la marina. Ya
no quedaban sobre el agua hombres de ofi-
cio; ahora el mar era de los fogoneros.
En los días tempestuosos del invierno,
siempre le veían en la playa con la nariz
palpitante, olfateando la tormenta, como si
aún estuviera sobre cubierta preparándose
á resistir el tiempo.
Una mañana lluviosa vio correr la
gente hacia el mar, y allá fué él, contestan-
do con gruñidos á la familia, que le habla-
ba de su reuma. Entre las negras barcas
encalladas en la orilla destacábanse sobre
el mar, lívido y cubierto de espum.arajoSy
los grupos de blusas azules, las faldas on-
deantes por el vendaval, con las que se
resguardaban de la lluvia las mujereSo
Lejos, en la bruma que cerraba el horizon-
te, corrían como ovejas asustadas las bar-
cas pescadoras, con la vela casi recogida
y negruzca por el agua, sosteniendo una
lucha de terribles saltos, enseñando la qui-
lla en cada cabriola, antes de doblar la
punta del puerto, amontonamiento de pe-
LOBOS DE MAR 95
ñascos rojos barnizados por las olas, entre
los cuales hervía una espuma amarillentay
bilis del irritado mar.
Una barca desarbolada iba como pelota
de ola en ola hacia la siniestra punta. La
gente gritaba en la playa viendo á los tri-
pulantes tendidos en la cubierta, anonada-
dos por la proximidad de la muerte. Se ha-
blaba de ir hasta la barca, de echarla un
cabo, de atraerla á la playa; pero los más
audaces, mirando las olas que se desploma-
ban llenando el espacio de polvo de agua^
callábanse atemorizados. La barca que sa-
liera daría la voltereta antes de mover un
remo.
— A ver: ¡gente que me siga! Hay que
salvar á esos pobres.
Era la voz ruda ó imperiosa del capi-
tán Llovet. Se erguía sobre sus torpes
piernas, la mirada brillante y fiera, las
manos temblorosas por la cólera que le
infundía el peligro. Las mujeres le mira-
ban asombradas; los hombres retrocedían,
formando ancho corro en torno de él, que
prorrumpió en juramentos, agitando sus
manos como si fuera á cerrar á golpes con
96 V. BLASCO IBÁNEZ
toda la chusma. Le enfurecía el silencio de
aquella gente, como si estuviera ante una
tripulación insubordinada.
—¿Desde cuándo el capitán Llovet no en-
cuentra en su pueblo hombres que le sigan
al mar?
Lo dijo rugiendo, como un tirano que se
ve desobedecido, como un Dios que contem-
pla la huida de sus fieles. Hablaba en caste-
llano, lo que era en él señal de ciega cólera.
— ¡Presente, capüá! — gritaron á un tiem-
pa unas cuantas voces temblonas.
Y abriéndose paso, aparecieron en el
centro del corro cinco viejos, cinco esquele-
tos roídos por el mar y las tempestades, anti-
guos marineros del capitán Llovet, arrastra-
dos por la subordinación y el afecto que crea
el peligro afrontado en común. Avanzaron
unos arrastrando los pies, otros con saltitos
de pájaro, alguno con los ojos muy abiertos,
mostrando en las pupilas la vaguedad de la
ceguera senil, todos temblorosos de frío,
con el cuerpo forrado de bayeta amarilla y
la gorra calada sobre dobles pañuelos arro-
llados á las sienes. Era la vieja guardia co-
rriendo á morir junto á su ídolo. De los
LOBOS DE MAR 97
grupos salían mujeres y niños, que se arro-
jaban sobre ellos queriendo detenerles.
— ¡Agüelo! — gritaban los nietos.
— ¡Pare! — gemían las mocetonas.
Y los animosos vejetes, irguiéndose como
los rocines moribundos al oir el clarín de
las batallas, repelían los brazos que se anu-
daban á sus cuellos y piernas, y gritaban
contestando á la voz de su jefe:
— ¡Presente, capitá!
Los lobos de mar, con su ídolo al frente,
abriéronse paso para echar al mar una de
las barcas. Rojos, congestionados por el es-
fuerzo, con el cuello hinchado por la rabia,
BÓlo consiguieron mover la barca y que se
deslizara algunos pasos. Irritados contra su
vejez, intentaron un nuevo esfuerzo; pero
la muchedumbre protestaba contra su lo-
cura, y cayó sobre ellos, desapareciendo los
viejos arrebatados por sus familias.
— ¡Dejadme, cobardes! ¡Al que me toque,
lo mato! — rugía el capitán Llovet.
Pero por primera vez aquel pueblo, que
le adoraba, puso la mano en él. Lo sujeta-
ron como á un loco, sordos á sus súplicas,
indiferentes á sus maldiciones.
7
98 V. BLASCO ibáSez
La barca, abandonada de todo auxilio^
corría á la muerte dando tumbos sobre la»
olas. Ya estaba próxima á los peñascos, ya
iba á estrellarse entre torbellinos de espu-
ma, y aquel hombre que tanto había des-
preciado la vida del semejante, que había
nutrido á los tiburones con tribus enteras
y que llevaba un nombre aterrador como
una leyenda lúgubre, revolvíase furioso,,
sujeto por cien manos, blasfemando por-
que no le dejaban arriesgar la existencia
socorriendo á unos desconocidos, hasta que,
agotadas sus fuerzas, acabó llorando como
un niño.
^'^■'■■■MM^^irfMMl
Un funcionario
Tendido de espaldas en el camastro y
siguiendo con vaga mirada las grietas del
techo, el periodista Juan Yáñez, único hués-
ped de la sala de políticos, pensaba que ha-
bía entrado aquella noche en el tercer mes
de su encierro.
Las nueve... La corneta había lanzado
en el patio las prolongadas notas del toque
de silencio; en los corredores sonaban con
monótona igualdad los pasos de los vigilan-
tes, y de las cerradas cuadras, repletas de
carne humana, salía un rumor acompasado,
semejante al soplo de una fragua lejana ó
á la respiración de un gigante dormido:
parecía imposible que en aquel viejo con-
vento, tan silencioso, cuya ruina resultaba
100 V. BLASCO IBÁÑEZ
más visible á la cruda luz del gas, durmie-
sen mil hombres.
El pobre Yáñez, obligado á acostarse á
las nueve, con una perpetua luz ante los
ojos y sumido en un silencio aplastante
que hacía creer en la posibilidad del mun-
do muerto, pensaba en lo duramente que
iba saldando su cuenta con las institucio-
nes. ¡Maldito artículo! Cada línea iba á cos-
taría una semana de encierro; cada palabra
un día.
Y Yáñez, recordando que aquella no-
che comenzaba la temporada de ópera con
Lohengrin, su ópera predilecta, veía los pal-
cos cargados de hombros desnudos y nucas
adorables, entre destellos de pedrería, re-
flejos de sedas y airoso ondear de rizadas
plumas.
— Las nueve... Ahora habrá salido el cis-
ne, y el hijo de Parsifal lanzará sus prime-
ras notas entre los siseos de expectación
del público... ¡Y yo aquí! ¡Cristo! No tengo
mala ópera...
Sí; no era mala. Del calabozo de abajo,
como si provinieran de un subterráneo,
llegaban los ruidos con que delataba su
ÜN FUNCIONARIO 101
existencia un bruto de la montaña, á quien
iban á ejecutar de un momento á otro por
un sinnúmero de asesinatos. Era un chocar
de cadenas que parecía el ruido de un mon-
tón de clavos y llaves viejas, y de vez en
cuando una voz débil repitiendo: «Pa.., dre
nuestro que es... tas en los cielos... San... ta
María...» con la expresión tímida y supli-
cante del niño que se duerme en brazos de
su madre. ¡Siempre repitiendo la monóto-
na cantinela, sin que pudieran hacerle ca-
llar! Según opinión de los más, quería con
esto fingirse loco para salvar el cuello: tal
vez catorce meses de aislamiento en un ca-
labozo, esperando á todas horas la muerte,
habían acabado con su escaso seso de fiera
instintiva.
Estaba Yáñez maldiciendo la injusticia
de los hombres, que por unas cuantas cuar-
tillas emborronadas en un momento de
mal humor le obligaban á dormirse todas
las noches arrullado por el delirio de un
condenado á muerte, cuando oyó fuertes
voces y pasos apresurados en el mismo
piso donde estaba su departamento.
— No; no dormiré ahí — gritaba una voz
102 V. BLASCO IBÁÑEZ
trémula y atiplada — . ¿Soy acaso algún cri-
minal? Soy un funcionario de Gracia y Jus-
ticia lo mismo que ustedes... y con treinta
años de serv^icios. Que pregunten por Nico-
medes: todo el mundo me conoce; hasta los
periódicos han hablado de mí. Y después
de alojarme en la cárcel, ¿aún quieren ha-
cerme dormir en un desván que ni para los
presos sirve? Muchas gracias. ¿Para esto
me ordenan venir?... Estoy enfermo y no
duermo ahí. Qué me traigan un médico;
necesito un médico...
Y el periodista, á pesar de su situación,
reíase regocijado por la entonación afemi-
nada y ridicula con que el de los treinta
años de servicios pedía el médico.
Repitióse el murmullo de voces: discu-
tían como si formasen Consejo, oyéronse
pasos, cada vez más cercanos, y se abrió la
puerta de la sala de políticos, asomando
por ella una gorra con galón de oro.
— Don Juan — dijo el empleado con cier-
ta cortedad — , esta noche tendrá usted com-
pañía... Dispense usted, no es mía la culpa;
la necesidad... En fin, mañana ya dispon-
drá el jefe otra cosa. Pase usted... señor.
UN FUNCIONARIO 103
Y el señor (así, con entonación irónica)
pasó la puerta, seguido de dos presos; uno
€on una maleta y un lío de mantas y bas-
tones; otro con un saco cuya lona marcaba
las aristas de una caja ancha y de poca
altura.
—Buenas noches, caballero.
Saludaba con humildad, con aquella
voz trémula que hizo reir á Yáñez, y ai
quitarse el sombrero descubrió una cabeza
pequeña, cana y cuidadosamente rapada.
Era un cincuentón obeso, coloradote; la
capa parecía caerse de sus hombros, y un
mazo de dijes colgando de una gruesa ca-
dena de oro repiqueteaba sobre su vientre
al menor movimiento. Sus ojos pequeños
tenían los reflejos azulados del acero, y la
boca aparecía oprimida por unos bigotillos
curvos y caídos como dos signos de inte-
rrogación.
— Usted dispense — dijo sentándose —
Yoy á molestarle mucho; pero no es por
<íulpa mía. He llegado en el tren de esta
noche, y me encuentro con que me dan
para dormitorio un desván lleno de ratas.
jYaya un viaje!
104 V. BLASCO IBÁÑEZ
—¿Es usted preso?
— En este momento, sí — dijo somíen-
do — ; pero no le molestaré mucho con mi
presencia.
Y el panzudo burgués se mostraba ob-
sequioso, humilde, como si pidiera perdón
por haber usurpado su puesto en la cárceL
Yáñez le miraba fijamente: tanta timi-
dez le asombraba. ¿Quién sería aquel suje-
to? Y por su imaginación danzaban idea^
sueltas, apenas esbozadas, que parecían bus-
carse y perseguirse para completar un pen-
samiento.
De pronto^ al sonar á lo lejos otra ve^
el quejumbroso padrenuestro de la fiera en-
cerrada, el periodista se incorporó nervio-
samente, como si acabase de atrapar la idea
fugitiva, fijando su vista en aquel saco que
estaba a los pies del recién llegado.
— ¿Qué lleva usted ahí?... ¿Es la caja do
las herramientas?
El hombre pareció dudar, pero al fin se
le impuso la enérgica expresión interroga-
tiva, é inclinó la cabeza afirmativamente.
Después el silencio se hizo largo y penoso.
Unos presos colocaban la cama de aquei
UN FUNCIONARIO 105
hombre en un rincón de la sala. Yáñez con-
templaba fijamente á su compañero de hos-
pedaje, que permanecía con la cabeza baja,
como rehuyendo sus miradas.
Cuando la cama quedó hecha y los pre-
sos se retiraron, cerrando el empleado la
puerta con el cerrojo exterior, continuó el
penoso silencio. Por fin, aquel sujeto hizo
un esfuerzo y habló:
— Voy á dar á usted una mala noche;
pero no es mía la culpa: ellos me han traído
aquí. Yo me resistía, sabiendo que es usted
una persona decente que sentirá mi presen-
cia como lo peor que haya podido ocurriría
en esta casa.
El joven se sintió desarmado por tanta
humildad.
— No, señor; yo estoy acostumbrado á
todo — dijo con ironía — . ¡Se hacen en esta
casa tan buenas amistades, que una más
nada importal Además, usted no parece
mala persona.
Y el periodista, que aún no se había lim-
piado de sus primeras lecturas románticas,
encontraba muy original aquella entrevista
y hasta sentía cierta satisfacción.
106 V. BLASCO IBÁÑEZ
— Yo vivo en Barcelona — continuó el
viejo — , pero mi compañero de este distrito
murió hace poco de la última borrachera,
y ayer, al presentarme en la Audiencia,
me dijo un alguacil: «Nicomedes...» Por-
que yo soy Nicomedes Terruño. ¿No ha
oído usted hablar de mí?... Es extraño; la
prensa ha publicado muchas veces mi
nombre. «Nicomedes, de orden del señor
presidente que tomes el tren de esta no-
che.» Vengo con el propósito de meterme
en una fonda hasta el día del trabajo, y
desde la estación me traen aquí, por no se
qué miedos y precauciones; y para mayor
escarnio, me quieren alojar con las ratas.
¿Ha visto usted? ¿Es esto manera de tratar
á los funcionarios de justicia?
— ¿Y lleva usted muchos años desempe-
ñando el cargo?
— Treinta años, caballero: comencé en
tiempos de Isabel II. Soy el decano de la
clase y cuento en mi lista hasta condena-
dos políticos. Tengo el orgullo de haber
cumplido siempre mi deber. El de ahora
será el ciento dos. Son muchos, ¿verdad?
Pues con todos me he portado lo mejor
UN FUNCIONARIO 107
que he podido. Ninguno se habrá quejado
de mí. Hasta los ha habido veteranos del
presidio, que, al verme en el último mo-
mento, se tranquilizaban y decían: «Nico-
medes, me satisface que seas tú.»
El funcionario iba animándose en vista
de la atención benévola y curiosa que le
prestaba Yáñez. Iba tomando tierra: cada
vez hablaba con más desembarazo.
— Tengo también mi poquito de inven-
tor— continuó — . Los aparatos los fabrico
yo mismo, y en cuanto á limpieza no hay
más que pedir... ¿Quiere usted verlos?
El periodista saltó de la cama como dis-
puesto á huir.
— No; muchas gracias. Lo creo.
Y miraba con repugnancia aquellas ma-
nos, cuyas palmas eran rojizas y grasientas.
Restos tal vez de la limpieza reciente de
que hablaba; pero á Yáñez le parecían im-
pregnadas de grasa humana, del zumo de
aquel centenar que formaba su lista.
— ¿Y está usted satisfecho de la profe-
sión?— preguntó para hacerle olvidar el de-
seo de lucir sus invenciones.
— ¡Qué remedio!... Hay que conformar-
108 V. BLASCO IBÁÑEZ
se. Mi único consuelo es que cada vez se
trabaja menos. ¡Pero cuan duro es este pan!
I Si lo hubiera sabido!...
Y quedó silencioso mirando al suelo.
— ¡Todos contra mí! — continuó—. Yo he
vi^to muchas comedias, ¿sabe usted? He
visto que ciertos reyes antiguos iban á to-
das partes llevando detrás al ejecutor de su
justicia, vestido de rojo, con el hacha al
cuello, y hacían de él su amigo y consejero-
¡Aquello era lógico! El encargado de cum-
plir la justicia me parece que es alguien y
alguna consideración merece. Pero en estos
tiempos todo son hipocresías. Grita el fiscal
pidiendo una cabeza en nombre de no sé
cuántas cosas respetables, y á todos les pa-
rece bien; llego yo después cumpliendo sus
órdenes, y me escupen y me insultan. Diga,
señor, ¿es esto justo?... Si entro en una
fonda, me ponen en la puerta apenas me
conocen; en la calle todos rehuyen mi con-
tacto, y hasta en la Audiencia me tiran el
sueldo á los pies, como si yo no fuese un
funcionario lo mismo que ellos, como si mi
dinero no figurase en el presupuesto... ¡To-
dos contra mí! Y después — añadió con voz
UN FUNCIONARIO 109
apenas perceptible — , los otros enemigos,..
jLos otros! ¿Sabe usted? Los que se fueron
para no volver, y sin embargo, vuelverj;
ese centenar de infelices á los que traté
con mimos de padre, haciéndoles el menor
daño posible y que... ¡ingratos! vienen á mí
apenas me ven solo.
— ¡Qué!... ¿Vuelven?
— Todas las noches. Los hay que me
molestan poco: los últimos, apenas; me pa-
recen amigos de los que me despedí ayer;
pero los antiguos, los de mi primera época,
cuando aún me emocionaba y me sentía
torpe, esos son verdaderos demonios, que,
apenas me ven solo en la obscuridad, des-
filan sobre mi pecho en interminable pro-
cesión, me oprimen, me asfixian, rozándo-
me los ojos con el borde de sus hopas. Me
siguen á todas partes, y así como me hago
viejo son más asiduos. Cuando me metie-
ron en el desván comencé á verles asomar
por los rincones más obscuros. Por eso pe-
día un médico: estaba enfermo; tenía mie-
do á la noche; quería luz, compañía.
— ¿Y siempre está usted solo?
' — No; tengo familia allá en mi casita de
lio V. BLASCO IBÁÑEZ
las afueras de Barcelona; una familia que
no da disgustos: un perro, tres gatos y ocho
gallinas. No entienden á las personas y por
eso me respetan, me quieren como si yo
fuera un hombre igual á los demás. Enve-
jecen tranquilamente á mi lado. Nunca se
me ha ocurrido matar una gallina: me des-
mayo viendo correr la sangre.
Y decía esto con la misma voz quejum-
brosa de antes, débil, anonadado, como
si sintiera el lento desplome de su inte-
rior.
— ¿Y nunca tuvo usted familia?
— ¿Yo?... ¡Como todo el mundo! A usted
se lo cuento todo, caballero. ¡Hace tanto
tiempo que no hablo!... Mi mujer murió
hace seis años. No crea usted que era una
de esas mujerzuelas borrachas y embrute-
cidas, que es el papel que en las novelas se
reserva siempre n la hembra del verdugo.
Era una moza de mi pueblo, con la que casé
al volver del servicio. Tuvimos un hijo y
una hija; pan poco, miseria mucha, y ¿qué
quiere usted? la juventud y cierta brutali-
dad de carácter me llevaron al oficio. No
crea que conseguí fácilmente el puesto: has-
ÜN FUNCIONARIO * 111
ta necesité iüñueDcias. Al principio hacía-
me gracia el odio de la gente: me sentía or-
gulloso con inspirar terror y repugnancia.
Presté mis servicios en muchas Audiencias,
rodamos por media España, y los chicos
cada vez más hermosos; hasta que por fin
caímos en Barcelona. ¡Qué gran época! La
mejor de mi vida: en cinco ó seis años no
hubo trabajo. Mis ahorros se convirtieron
en una casita en las afueras, y los vecinos
apreciaban á don Nicomedes, un señor sim-
pático empleado en la Audiencia. El chico,
un ángel de Dios, trabajador, modosito y
callado, estaba en una casa de comercio; la
niña — ¡cuánto siento no tener aquí su re-
trato!— la niña, que era un serafín, con unos
ojazos azules y una trenza rubia, gruesa
como mi brazo, y que cuando correteaba
por nuestro huertecillo parecía una de esas
señoritas que salen en las óperas, no iba á
Barcelona con su madre sin que algún jo-
ven viniera tras sus pasos. Tuvo un novio
formal: un buen muchacho que pronto iba
á ser médico. Cosas de ella y su madre: yo
fingía no ver nada, con esa bondadosa ce-
guera de los padres que se reservan para el
112 V. BLASCO IBIÑEZ
Último momento. ¡Pero Señor, cuan felices
éramos!
La voz de Nicomedes era cada vez más
temblorosa; sus ojillos azules estaban em-
pañados. No lloraba, pero su grotesca obe-
sidad agitábase con los estremecimientos
del niño que hace esfuerzos para tragarse
las lágrimas.
— Pero se le ocurrió á un desalmado de
larga historia dejarse coger; lo sentenciaron
á muerte y hube de entrar en funciones
cuando ya casi había olvidado cuál era mi
oficio. ¡Qué día aquél! Media ciudad me co-
noció viéndome sobre el tablado, y hasta
hubo periodistas que, como son peor que
una epidemia (usted dispense), averiguaron
mi vida, presentándonos en letras de molde
á mí y á mi familia, como si fuéramos bi-
chos raros, y afirmando con admiración
que teníamos facha de personas decentes.
Nos pusieron en moda. ¡Pero qué moda!
Los vecinos cerraban puertas y ventanas al
verme, y aunque la ciudad es grande, siem
pre me conocían en las calles y me insul-
taban. Un día, al entrar en casa, me recibió
mi mujer como una loca. ¡La niña! ¡La ni-
ÜN FUNCIONARIO 113
ña!... La vi en la cama, con el rostro desen-
cajado, verdoso, ¡ella tan bonita! y la len-
gua manchada de blanco. Estaba envene-
nada, envenenada con fósforos, y había
sufrido atroces dolores durante horas ente-
ras, callando para que el remedio llegase
tarde... ¡y llegó! Al día siguiente ya no
vivía. La pobrecita tuvo valor. Amaba con
toda su alma al mediquín, y yo mismo leí
la carta en la que el muchacho se despedía
para siempre por saber de quién era hija.
No la lloré. ¿Tenía acaso tiempo? El mundo
Be nos venía encima; la desgracia soplaba
por todos lados; aquel hogar tranquilo que
nos habíamos fabricado se desplomaba por
sus cuatro ángulos. Mi hijo... también á mi
hijo lo arrojaron de la casa de comercio, y
fué inútil buscar nueva colocación ni apoyo
en sus amigos. ¿Quién cruza la palabra con
el hijo del verdugo? ¡Pobrecito! ¡Como si á
él le hubieran dado á escoger el padre antes
de venir al mundo! ¿Qué culpa tenía él, tan
bueno, de que yo le hubiese engendrado?
Pasaba todo el día en casa, huyendo de la
gente, en un rincón del huertecillo, triste
y descuidado desde la muerte de la niña.
8
114 V. BLASCO IBÁÑEZ
«¿En qué piensas, Antonio? >, le pregunta-
ba. «Papá, pienso en Anita.» El pobre me
engañaba. Pensaba en él, en lo cruelmente
que nos habíamos equivocado, creyéndonos
por una temporada iguales á los demás, y
cometiendo la insolencia de querer ser fe-
lices. El batacazo era terrible: imposible le-
vantarse. Antonio desapareció.
— ¿Y nada ha sabido usted de su hijo?
— dijo Yáñez, interesado por la lúgubre his-
toria.
— Sí; á los cuatro días. Lo pescaron fren-
te á Barcelona; salió envuelto en redes, hin-
chado y descompuesto... Usted ya adivinara
lo demás. La pobre vieja se fué poco á
poco, como si los chicos tirasen de ella des-
de arriba; y yo, el malo, el empedernido^
me he quedado aquí solo, completamente
solo, sin el recurso siquiera de beber; por-
que si me emborracho, vienen ellos, ¿sabe
usted? ellos, mis perseguidores, á enloque-
cerme con el aleteo de sus hopas negras^
como si fuesen enormes cuervos, y me pon-
go á morir... Y sin embargo, no los odio,
¡Infelices! Casi lloro cuando los veo en el
banquillo. Otros son los que me han hecho
i
UN FUNCIONARIO 115
mal. Si el mundo se convirtiera en una sola
persona, si todos los desconocidos que me
robaron á los míos con su desprecio y su
odio tuvieran un solo cuello y me lo en-
tregaran, jay, cómo apretaría!... ¡con qué
gusto!...
Y hablando á gritos se había puesto de
pie, agitando con fuerza sus puños, como
si retorciese una palanca imaginaria. Ya no
era el mismo ser tímido, panzudo y que-
jumbroso. En sus ojos brillaban pintas ro-
jas como salpicaduras de sangre; el bigote
se erizaba y su estatura parecía mayor,
como si la bestia feroz que dormía dentro
de él, al despertar, hubiese dado un formi-
dable estirón á la envoltura.
En el silencio de la cárcel resonaba cada
vez más claro el doloroso canturreo que
venía del calabozo: «Pa... dre... nu... estro...
que estás... en los cielos... :&
Don Nicomedes no lo oía. Paseaba fu-
rioso por la habitación, conmoviendo con
sus pasos el piso que servía de techo á su
víctima. Por fin se fijó en el monótono
quejido.
— ¡Cómo canta ese infeliz! — murmuró — .
116 V. BLASCO IBÁNEZ
|Cuán lejos estará de saber que estoy yo
aquí, sobre su cabeza!
Se sentó desalentado y permaneció si-
lencioso mucho tiempo, hasta que sus pen-
samientos, su afán de protesta, le obliga-
ron á hablar.
—Mire usted, señor; conozco que soy un
hombre malo y que la gente debe despre-
ciarme. Pero lo que me irrita es la falta de
lógica. Si lo que yo hago es un crimen,
que supriman la pena de muerte y reven-
taré de hambre en un rincón, como un
perro. Pero si es necesario matar para tran-
quilidad de los buenos, entonces, ¿por qué
se me odia? El fiscal que pide la cabeza del
malo nada sería sin mí, que obedezco; to-
dos somos ruedas de la misma máquina, y
jvive Dios! que merecemos igual respeto,
porque yo soy un funcionario... con treinta
años de servicios.
El ogro
En todo el barrio del Pacífico era cono-
cido aquel endiablado carretero, que albo-
rotaba las calles con sus gritos y los furio-
sos chasquidos de su tralla.
Los vecinos de la gran casa en cuyo
bajo vivía habían contribuido á formar su
mala reputación. ¡Hombre más atroz y mal-
hablado! ¡Y luego dicen los periódicos que
la policía detiene por blasfemos!
Pepe el carretero hacía méritos diaria-
^ mente, según algunos vecinos, para que le
cortaran la lengua y le llenasen la boca de
plomo ardiendo, como en los mejores tiem-
pos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz,
ni humano ni divino. Se sabía de memoria
todos los nombres venerables del almana-
que, únicamente por el gusto de faltarles^
118 V. BLASCO IBÁÑEZ
y así que se enfadaba con sus bestias y le-
vantaba el látigo, no quedaba santo, por
arrinconado que estuviese en alguna de las
casillas del mes, al que no profanase con
las más sucias expresiones. En fin, ¡un ho-
rror! Y lo más censurable era que, al enca-
rarse con su tozudos animales, azuzándoles
con blasfemias mejor que con latigazos, los
chiquillos del barrio acudían para escuchar-
le con perversa atención, regodeándose ante
la fecundidad inagotable del maestro.
Los vecinos, molestados á todas horas
por aquella interminable sarta de maldicio-
nes, no sabían cómo librarse de ellas.
Acudían al del piso principal, un viejo
avaro, que había alquilado la cochera á
Pepe no encontrando mejor inquilino.
— No hagan ustedes caso — contestaba — .
Consideren que es un carretero, y que para
este oficio no se exigen exámenes de urba-
nidad. Tiene mala lengua, eso sí; pero es
hombre muy formal y paga sin retrasarse
un solo día. Un poco de caridad, señores.
A la mujer del maldito blasfemo la
compadecían en toda la casa.
— No lo crean ustedes — decía riendo la
EL OGRO 119
pobre mujer — ; no sufro nada de él. ¡Cria-
tura más buena! Tiene su geniecillo, pero
|ay hija! Dios nos libre del agua mansa...
Es de oro; alguna copita para tomar fuer-
zas, pero nada de ser como otros, que se
pasan el día como estacas frente al mostra-
dor de la taberna. No se queda ni un cén-
timo de lo que gana, y eso que no tenemos
familia, que es lo que más le gustaría.
Pero la pobre mujer no lograba conven-
-cer á Eadie de la bondad de su Pepe, Bas-
taba verle. [Vaya una cara! En presidio las
había mejores. Era nervudo, cuadrado, ve-
lloso como una fiera, la cara cobriza, con ru-
das protuberancias y profundos surcos, los
ojos sanguinolentos y la nariz aplastada,
granujienta, veteada de azul, con manojos
de cerdas que asomaban como tentáculos
de un erizo que dentro de su cráneo ocupa-
se el lugar del cerebro.
'
A nada concedía respeto. Trataba de
reverendos á los machos que le ayudaban á
ganar el pan, y cuando en los ratos de des-
canso se sentaba á la puerta de la cochera,
deletreaba penosamente, con vozarrón que
se oía hasta eu los últimos pisos, sus perió-
120 V. BLASCO IBÁÑEZ
dicos favoritos, los papeles más abomina-
bles que se publicaban en Madrid, y que
algunas señoras miraban desde arriba con
el mismo terror que si fuesen máquinas
explosivas.
Aquel hombre, que ansiaba cataclismos
y que soñaba con la gorda, pero muy gorda^
vivía por ironía en el barrio del Pacífico.
La más leve cuestión de su mujer con
las criadas le ponía fuera de sí, y abriendo
el saco de las amenazas prometía subir para
degollar á todos los vecinos y pegar fuego
á la casa; cuatro gotas que cayesen en su
patio desde las galerías bastaban para que
de su bocaza infecta saliese la triste proce-
sión de santos profanados, con acompaña-
miento de horripilantes profecías para el
día en que las cosas fuesen rectas y los po-
bres subiesen encima, ocupando el lugar
que les corresponde.
Pero su odio sólo se limitaba á los ma-
yores, á los que le temían, pues si algún
muchacho de la vecindad pasaba por cerca
de él, acogíale con una sonrisa semejante
al bostezo del ogro, y extendiendo su mano
callosa pretendía acariciarlo.
EL OGRO 121
Como se había propuesto no dejar en
paz á nadie en la casa, hasta se metía con
la pobre Loca, una gata vagabunda que
ejercía la rapiña en todas las habitaciones,
pero cuyas correrías toleraban los vecinos
porque con ella no quedaba rata viva.
Parió aquella bohemia de blanco y se-
doso pelaje, y obligada á fijar domicilio
para tranquilidad de su prole, escogió el
patio del ogro, burlándose tal vez del terri-
ble personaje.
Había que oir al carretero. ¿Era su pa-
tio algún corral para que viniesen á empor-
carlo con sus crías los animales de la
vecindad? De un momento á otro iba á enfa-
darse, y si él se enfadaba de veras, ¡pum! de
la primera patada iban la Loca y sus cacho-
rros á estrellarse en la pared de enfrente.
Pero mientras el ogro tomaba fuerzas
para dar su terrible patada y la anunciaba
á gritos cien veces al día, la prole felina
seguía tranquilamente en un rincón, for-
mando un revoltijo de pelos rojos y negros,
en el que brillaban los ojos con lívida fos-
forescencia, y coreando irónicamente las
amenazas del carretero: ¡Miau! ¡Miau!
122 V. BLASCO IBÁÑEZ
iBonito verano era aquel! Trabajo, poco,
y un calor de infierno que irritaba el mal
humor de Pepe y hacía hervir en su inte^
rior la caldera de las maldiciones, que se
escapaban á borbotones por su boca.
La gente de posibles estaba allá lejos, en
sus Biarritces y San Sebastianes, remoján-
dose los pellejos, mientras él se tostaba en
su cocherón. ¡Lástima que el mar no se sa-
liera, para tragarse tanto parásito! No que-
daba gente en Madrid y escaseaba el traba-
jo. Dos días sin enganchar el carro. Si esto
seguía así, tendría que comerse con patatas
á sus reverendos, á no ser que echase mano
de sus aves de corral, que era el nombre
que daba á la Loca y á sus hijuelos.
Fué en Agosto cuando, á las once de la
mañana, tuvo que bajar á la estación del
Mediodía para cargar unos muebles.
¡Vaya una hora! Ni una nube en el
cielo y un sol que sacaba chispas de las pa-
redes y parecía reblandecer las losas de las
aceras.
— ¡Arre, valientes!... ¿Qué quieres tú,
Loca?
Y mientras arreaba sus machos, alejaba
EL OGRO 123
con el pie á la blanca gata, que maullaba
dolorosamente, intentando meterse bajo las
ruedas.
— ¿Pero qué quieres, maldita? ¡Atrás, que
te va á reventar una rueda!
Y como quien hace una obra de cari-
dad, largó al animal tan furioso latigazo,
que lo dejó arrollado en un rincón, gimien-
do de dolor.
Buena hora para trabajar. No podía mi-
rarse á parte alguna sin sentir irritación en
los ojos; la tierra quemaba; el viento ardía,
como si todo Madrid estuviese en llamas;
el polvo parecía incendiarse; paralizábanse
lengua y garganta, y las moscas, locas de
calor, revoloteaban por los labios del carre-
tero ó se pegaban al jadeante hocico de los
animales en busca de frescura.
El ogro estaba cada vez más irritado
conforme descendía la ardorosa cuesta, y
mientras mascullaba sus palabrotas, anima-
ba con el látigo á los machos, que camina-
ban desfallecidos, con la cabeza baja, casi
rozando el suelo.
¡Maldito sol! Era el pillo mayor de la
creación. Este sí que merecía le arreglasen
124 V. BLASCO IBÁÑEZ
las cuentas el día de la gorda, como enemi-
go de los pobres. Ea invierno mucho ocul-
tarse, para que el jornalero tenga los
miembros torpes y no sepa dónde están sus
manos, para que caiga del andamio ó le pi-
lle el carro bajo las ruedas. Y ahora, en ve-
rano, ¡eche usted rumbo! Fuego y más fue-
go, para que los pobres que se quedan en
Madrid mueran como pollos en asador.
¡Hipocritón! De seguro que no molestaba
tanto á los que se divertían en las playas
de moda.
Y recordando á tres segadores andalu-
ces muertos de asfixia, según había leído
en uno de sus papeles, intentaba en vana
mirar de frente al sol y le amenazaba con
el puño cerrado, ¡Asesino!... ¡Reacciona-
rio!... ¡Lástima que no estés más abajo el
día de la gorda!
Cuando llegó al depósito de mercancías,
detúvose un momento á descansar. Se qui-
tó la gorra, enjugóse el sudor con las ma-
nos, y puesto á la sombra contempló todo
el camino que acababa de atravesar. Aque-
llo ardía. Y pensaba con terror en el regre-
so, cuesta arriba, jadeante, con el sol á pío-
EL OGRO 125
mo sobre la cabeza y arreando sin parar á
las caballerías, abrumadas por el calor. No
era grande la distancia de allí á su casa,
pero aunque le dijeran que en la cochera
le esperaba el mismo Nuncio, no iba. ¡Que
había de ir!... Aun haciéndole bueno que
con tal viajecito venía la gorda, lo pensaría
antes de decidirse á subir la cuesta con
aquel calor.
^ — ¡Vaya! Menos historias y á trabajar.
Y levantó la tapa del gran capazo de
esparto atado á los varales del carro, bus-
cando su provisión de cuerdas. Pero su
mano tropezó con unas cosas sedosas que
se removían y sintió al mismo tiempo dé-
biles arañazos en su callosa piel. .
Los gruesos dedos hicieron presa, y salió
á luz, cogido del pescuezo, un cachorro
blanco, con las patas extendidas, el rabo
enroscado por los estremecimientos del mie-
do y lanzando su triste ñau ñau, como quien
pide misericordia.
La Loca, no contenta con convertir su
patio en corral, se apoderaba del carro y
metía la prole en el capazo para resguar-
darla del sol. ¿No era aquello abusar de la
126 V. BLASCO IBÁÑEZ
paciencia de un hombre?,.. Se acabó todo,
Y abarcando en sus manazas á los cinco
gatitos, los arrojó en montón á sus pies.
Iba á aplastarlos á patadas; lo juraba, ¡voto
á esto y lo de más allá! Iba á hacer una
tortilla de gatos.
Y mientras soltaba sus juramentos, sa-
cábase de la faja el pañuelo de hierbas, lo
extendía, colocaba sobre él aquel montón
de pelos y maullidos, y atando las cuatro
puntas echó á andar con el envoltorio^
abandonando el carro.
Se lanzó á todo correr por aquel camino
de fuego, aguantando el sol con la cabeza
baja, jadeante y echándose á pecho la cues-
ta que minutos antes no quería subir, aun-
que se lo mandase el Nuncio.
Algo terrible preparaba. La voluptuo-
sidad del mal era sin duda lo que le daba
fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy
alto, para desde la cresta de un desmonte
aplastar su carga de gatos.
Pero se dirigió á su casa, y en la puerta
le recibió la Loca con cabriolas de gozo^
olisqueando el hinchado pañuelo, que se
estremecía con palpitaciones de vida. |
,VÍ,
EL OGRO 127
— Toma, perdida — dijo jadeante por el
calor y el cansancio de la carrera — ; aquí
tienes tus granujas. Por esta vez pase, te lo
perdono, porque eres un animal y no sabes
cómo las gasta Pepe el carretero. Pero otra
vez... |huml... á la otra...
Y no pudiendo decir más palabras sin
intercalar juramentos, el ogro volvió la es-
palda y fué corriendo en busca de su carro,
otra vez cuesta abajó, echando demonios
contra aquel sol enemigo de los pobres.
Pero aunque el calor aumentaba, parecíale
al pobre ogro que algo le había refrescado
interiormente.
La barca abandonada
Era la playa de Torresalinas, con sus
numerosas barcas en seco, el lugar de re-
unión de toda la gente marinera. Los chi-
quillos, tendidos sobre el vientre, jugaban
á la cartela á la sombra de las embarcacio-
nes; y los viejos, fumando sus pipas de
barro traídas de Argel, hablaban de la pes-
<ía ó de las magníficas expediciones que se
hacían en otros tiempos á Gribraltar y á la
<30sta de África, antes que al demonio se le
ocurriera inventar eso que llaman la Taba-
calera.
Los botes ligeros, con sus vientres blan-
<30S y azules y el mástil graciosamente in-
clinado, formaban una ñla avanzada al bor-
de de la playa, donde se deshacían las olas
y una delgada lámina de agua bruñía el
9
130 V. BLASCO IBÁÑEZ
suelo cual si fuese de cristal; detrás, con la
embetunada panza sobre la arena, estaban
las negras barcas del hou, las parejas que
aguardaban el invierno para lanzarse al
mar, barriéndolo con su cola de redes; y en
último término, los laúdes en reparación,
los abuelos, junto á los cuales agitábanse
los calafates, embadurnándoles los flancos
con caliente alquitrán, para que otra vez
volviesen á emprender sus penosas y mo-
nótonas navegaciones por el Mediterráneo:
unas veces á las Baleares con sal, otras á la
costa de Argel con frutas de la huerta le-
vantina, y muchas con melones y patata»
para los soldados rojos de Gibraltar.
En el curso de un año, la playa cambia-
ba de vecinos; los laúdes ya reparados se
hacían á la mar y las embarcaciones de pes-
ca eran armadas y lanzadas al agua; sólo
una barca abandonada y sin arboladura
permanecía enclavada en la arena, triste,
solitaria, sin otra compañía que la del cara-
binero que se sentaba á su sombra.
El sol había derretido su pintura; las
tablas se agrietaban y crujían con la se-
quedad, y la arena, arrastrada por el vien-
LA BARCA ABANDONADA- 131
to, había invadido su cubierta. Pero su per-
fil fino, sus flancos recogidos y la gallardía
de su construcción delataban una embar-
cación ligera y audaz, hecha para locas ca-
rreras, con desprecio á los peligros del
mar. Tenía la triste belleza de esos caballos
viejos que fueron briosos corceles y caen
abandonados y débiles sobre la arena de la
piaza de toros.
Hasta de nombre carecía. La popa es-
taba lisa y en los costados ni una señal del
número de filiación y nombre de la matrí-
cula, un ser desconocido que se moría en-
tre aquellas otras barcas, orgullosas de sus
pomposos nombres, como mueren en el
mundo algunos, sin desgarrar el misterio de
su vida.
Pero el incógnito de la barca sólo era
aparente. Todos la conocían en Torresali-
nas, y no hablaban de ella sin sonreír y
guiñar un ojo, como si les recordase algo
que excitaba malicioso regocijo.
Una mañana, á la sombra de la barca
abandonada, cuando el mar hervía bajo el
sol y parecía un cielo de noche de verano,
azul y espolvoreado de puntos de luz,
132 V. BLASCO IBÁÑEZ
un viejo pescador me contó la historia.
— Este falucho — dijo acariciándole con
una palmada el vientre seco y arenoso —
es El Socarrao, el barco más valiente y más
conocido de cuantos se hacen al mar desde
Alicante á Cartagena. ¡Virgen Santísima!
¡El dinero que lleva ganado este condenao!
¡Los duros que han salido de ahí dentro!
Lo menos lleva hechos veinte viajes desde
Oran á estas costas, y siempre con la panza
bien repleta de fardos.
El bizarro y extraño nombre de Soca-
rrao me admiraba algo, y de ello se aper-
cibió el pescador.
— Son motes, caballero; apodos que aquí
tenemos, lo mismo los hombres que las bar-
cas. Es inútil que el cura gaste sus latines
con nosotros; aquí quien bautiza de veras
es la gente. A mí me llaman Felipe; pero
si algún día me busca usted, pregunte por
Castelar, pues así me conocen, porque me
gusta hablar con las personas y en la ta-
berna soy el único que puede leer el perió-
dico á los compañeros. Ese muchacho que
pasa con el cesto de pescado es Chispas, á
su patrón le llaman El Cano, y así estamos
LA BARCA ABANDONADA 133
bautizados todos. Los amos de las barcas
se calientan el caletre bascando un nombre
bonito para pintarlo en la popa. Una, la
Purísima Concepción; otra, Rosa del Mar;
aquélla, Los Dos Amigos; pero llega la
gente con su manía de sacar motes, y se
llaman La Pava, El Lorüo, La Medio Rollo,
y gracias que no las distingan con nom-
bres menos decentes. Un hermano mío
tiene la barca má^ hermosa de toda la ma-
trícula; la bautizamos con el nombre de mi
hija: Camila; pero la pintamos de amarillo
y blanco, y el día del bautizo se le ocurrió
decir á un pillo de la playa que parecía un
huevo frito. ¿Querrá usted creerlo? Sólo con
este apodo la conocen.
— Bien— le interrumpí — ; pero ¿y El So-
carrao?
— Su verdadero nombre era El Resuelto,
pero por la prontitud con que moniobraba
y la furia con que acometía los golpes de
mar, dieron en llamarle El Socarrao, como
á una persona de mal genio... Y ahora va-
mos á lo que le ocurrió á este pobre Soca-
rraíco hace poco más de un año, la última
vez que vino de Oran.
134 V. BLASCO IBÁÑEZ
Miró el viejo á todos lados, y conven-
cido de que estábamos solos, dijo con son-
risa bonachona:
—Yo iba en el, ¿sabe usted? Esto no lo ig-
nora nadie en el pueblo; pero si yo se lo
digo es porque estamos solos y usted no irá
después á hacerme daño. ¡Qué demonio!
Haber ido en El Socarrao no es ninguna
deshonra. Todo eso de aduanan y carabi-
neros y barquillas de la Tabacalera no lo
ha creado Dios: lo inventó el gobierno para
hacernos daño á los pobres, y el contraban-
do no es pecado, sino un medio muy hon-
roso de ganarse el pan exponiendo la piel
en el mar y la libertad en tierra. Oficio de
hombres enteros y valientes como Dios
manda.
Yo he conocido los buenos tiempos.
Cada mes se hacían dos viajes, y el dinero
rodaba por el pueblo que era un gusto.
Había para todos: para los de uniforme,
pobrecitos que no saben cómo mantener
su familia con dos pesetas, y para nosotros
la gente de mar.
Pero el negocio se puso cada vez peor,
y El Socarrao hacía sus viajes de tarde en
LA BARCA ABANDONADA 135
tarde, con mucho cuidado, pues le constaba
al patrón que nos tenían entre ojos y de-
seaban meternos mano.
En la última correría íbamos ocho hom-
bres á bordo. En la madrugada habíamos
Balido de Oran, y á mediodía, estando á la
altura de Cartagena, vimos en el horizonte
una nubécula negra, y al poco rato un va-
por que todos conocimos. Mejor hubiéra-
mos visto asomar una tormenta. Era el ca-
ñonero de Alicante.
Soplaba buen viento. íbamos en popa,
con toda la gran vela de frente y el foque
tendido. Pero con estas invenciones de los
hombres, la vela ya no es nada, y el buen
marinero aún vale menos.
No es que nos alcanzaban, no señor.
(Bueno es M Socarrao para dejarse atrapar
teniendo viento! Navegábamos como un
delfín, con el casco inclinado y las olas la-
miendo la cubierta; pero en el cañonero
apretaban las máquinas, y cada vez veía-
mos más grande el barco, aunque no por
esto perdíamos mucha distancia. ¡Ah! |Si
hubiéramos estado á media tardel Habría
cerrado la noche antes que nos alcanzara,
136 V. BLASCO IBÁÑEZ
y cualquiera nos encuentra en la obscuri-
dad. Pero aún quedaba mucho día, y co-
rrieiido á lo largo de la costa era indudable
que nos pillarían antes del anochecer.
El patrón manejaba la barra con el cui-
dado de quien tiene toda su fortuna pen-
diente de una mala virada. Una nubecilla
blanca se desprendió del vapor y oímos el
estampido de un cañonazo.
Como no vimos la bala, comenzamos á
reir, satisfechos y hasta orgullosos de que
nos avisasen tan ruidosamente.
Otro cañonazo, pero esta vez con ma-
licia. Nos pareció que un gran pájaro pa-
saba silbando sobre la barca, y la antena se
vino abajo con el cordaje roto y la vela
desgarrada. Nos habían desarbolado, y al
caer el aparejo le rompió una pierna á uno
de la tripulación.
Confieso que temblamos un poco. Nos
veíamos cogidos, y ¡qué demonio! ir á la
cárcel como un ladrón por ganar el pan de
la familia es algo más temible que una
noche de tormenta. Pero el patrón de El
Soearrao es hombre que vale tanto como
BU barca.
LA BARCA ABANDONADA 137
— Chicos, eso no es nada. Sacad la vela
nueva. Si sois listos no nos cogerán.
No hablaba á sordos, y como listos no
había más que pedirnos. El pobre compa-
ñero se revolvía como una lagartija, tendi-
do en la proa, tentándose la pierna rota,
lanzando alaridos y pidiendo por todos los
santos un trago de agua: ¡para contempla-
ciones estaba el tiempo! Nosotros fingíamos
no oirle, atentos únicamente á nuestra fae-
na, separando el cordaje y atando á la an-
tena la vela de repuesto, que izamos á los
diez minutos.
El patrón cambió el rumbo. Era inútil
resistir en el mar á aquel enemigo que an-
daba con humo y escupía balas. [A tierra,
y que fuese lo que Dios quisiera!
Estábamos frente á Torresalinas. Todos
éramos de aquí y contábamos con los ami-
gos. El cañonero, viéndonos con rumbo á
tierra, no disparó más. Nos tenía cogidos,
y seguro de su triunfo ya no extremaba
la marcha. La gente que estaba en esta
playa no tardó en vernos, y la noticia cir-
culó por todo el pueblo. \El Socarrao venía
perseguido por un cañonero!
138 V. BLASCO IBÁÑEZ
Había que ver lo que ocurrió. Una ver-
dadera revolución: créame usted, caballero.
Medio pueblo era pariente nuestro, y los
demás comían más ó menos directamente
del negocio. Esta playa parecía un hormi-
guero. Hombres, mujeres y chiquillos nos
seguían con mirada ansiosa, lanzando gri-
tos de satisfacción al ver cómo nuestra
barca, haciendo un último esfuerzo, se ade-
lantaba cada vez más á su perseguidor, lle-
vándole una media hora de ventaja.
Hasta el alcalde estaba aquí, para ser-
vir en lo que fuera bueno. Y los carabine
ros, excelentes muchachos que viven entre
nosotros y son casi de la familia, hacíanse
á un lado, comprendiendo la situación y
no queriendo perder á unos pobres.
— I A tierra, muchachos! — gritaba núes
tro patrón — . Vamos á embarrancar. Lo
que importa es poner en salvo fardos y
personas. El Socar rao ya sabrá salir de
este mal paso.
Y sin plegar casi el trapo, embestimos
la playa, clavando la proa en la arena.
¡Señor, qué modo de trabajar! Aún me
parece un sueño cuando lo recuerdo. Todo
LA BARCA ABANDONADA 139
el pueblo se tiró sobre la barca, la tomó
por asalto: los chiciielos se deslizaban conio
ratas en la cala.
— ¡Aprisal ¡Aprisa! ¡Que vienen los del
gobierno!
Los fardos saltaban de la cubierta: caían
en el agua, donde los recogían los hombres
descalzos y las mujeres con la falda entre
las piernas; unos desaparecían por aquí;
otros se iban por allá; fué aquello visto y
no visto, y en poco rato desapareció el car-
gamento, como si lo hubiera tragado la are-
na. Una oleada de tabaco inundaba á To-
rresalinas, filtrándose en todas las casas.
El alcalde intervino paternalmente.
— Hombre, es demasiado — dijo al pa*
trón — . Todo se lo llevan, y los carabineros
se quejarán. Dejad al menos algunos bultos
para justificar la aprehensión.
Nuestro amo estaba conforme.
— Bueno; haced unos cuantos bultos con
dos fardos de la peor picadura. Que se con-
tenten con eso.
Y se alejó hacia el pueblo, llevándose
en el pecho toda la documentación de la
barca. Pero aún se detuvo un momento.
140 V. BLASCO IBÁÑEZ
porque aquel diablo de hombre estaba en
todo.
— ¡Los folios! ¡Borrad los folios!
Parecía que á la barca le habían salido
patas. Estaba ya fuera del agua y se arras-
traba por la arena en medio de aquella
multitud que bullía y trabajaba, animán-
dose con alegres gritos.
— ¡Qué chasco! ¡Qué chasco se llevarán
los del gobierno!
El compañero de la pierna rota era lle-
vado en alto por su mujer y su madre. El
pobrecillo gemía de dolor á cada movimien-
to brusco, pero se tragaba las lágrimas y
reía también como los otros, viendo que el
cargamento se salvaba y pensando en aquel
chasco que hacía reír á todos.
Cuando lo8 últimos fardos se perdieron
en las calles de Torresalinas, comenzó la
rapiña de la barca. El gentío se llevó las
velas, las anclas, los remos: hasta desmon-
tamos el mástil, que se cargó en hombros
una turba de muchachos, llevándolo en
procesión al otro extremo del pueblo. La
barca quedó hecha un pontón, tan pelada
como usted la ve.
LA BARCA ABANDONADA _ 141
Y mientras tanto, los calafates, brocha
en mano, pinta que pinta. El Socarrao se
desfiguraba como un burro de gitano. Con
cuatro brochazos fué borrado el nombre de
popa; y de los folios de los costados, de
esos malditos letreros, que son la cédula de
toda embarcación, no quedó ni rastro.
El cañonero echó anclas al mismo tiem-
po que desaparecían en la entrada del pue-
blo los últimos despojos de la barca. Yo me
quedé en este sitio, queriendo verlo todo,
y para mayor disimulo ayudaba á unos
amigos que echaban al mar una lancha de
pesca.
El cañonero envió un bote armado, y
saltaron á tierra no sé cuántos hombres
con fusil y bayoneta. El contramaestre,
que iba al frente, juraba furioso mirando
á El Socarrao y á los carabineros, que se
habían apoderado de él.
Todo el vecindario de Torresalinas se
reía á aquellas horas, celebrando el chasco,
y aún hubiera reído más, viendo, como yo,
la cara que ponía aquella gente al encon-
trar por todo cargamento unos cuantos
bultos de tabaco malo.
142 V. BLASCO IBÁÑEZ
— ¿Y qué pasó después? — pregunté al
viejo — . ¿No castigaron á nadie?
— ¿A quién? Únicamente podían castigar
al pobre Socarrao, que quedó prisionero.
Se ensució mucho papel y medio pueblo
fué á declarar; pero nadie sabía nada. ¿De
qué matrícula era el barco? Silencio; nadie
le había visto los folios. ¿Quiénes lo tripu-
laban? Unos hombres que al varar habían
echado á correr tierra adentro. Y nadie sa-
bía más.
— ¿Y el cargamento? — dije yo.
— Lo vendimos completo. Usted no sabe
lo que es la pobreza. Cuando embarranca-
mos, cada uno agarró el fardo que tenía
más á mano y echó á correr para esconderlo
en su casa. Pero al día siguiente estaban
todos á disposición del patrón: no se perdió
ni una libra de tabaco. Los que exponen la
vida por el pan y todos los días le ven la
cara á la muerte, están más libres de tenta-
ciones que los otros...
— Desde entonces — continuó el viejo —
que está aquí preso el pobre Socarrao. Pero
no tardará en hacerse á la mar con su anti-
guo amo. Parece que ha terminado el pape-
LA BARCA ABANDONADA 143
leo; lo sacarán á subasta, y se lo quedará el
patrón por lo que quiera dar.
— ¿Y si otro da más?
— ¿Y quién ha de ser ese? ¿Somos acaso
bandidos? Todo el pueblo sabe quién es el
verdadero amo de la barca abandonada, y
nadie tiene tan mal corazón que intente
perjudicarle. Aquí hay mucha honradez. A
cada uno lo que sea suyo: el mar, que es
de Dios, para nosotros los pobres, que he-
mos de sacar el pan de él, aunque no quie-
ra el gobierno.
El maniquí
Nueve años habían transcurrido desde
que Luis Santurce se separó de su mujer.
Después la había visto envuelta en sedas
y tules en el fondo de elegante carruaje, pa-
sando ante él como un relámpago de belle-
za, ó la había adivinado desde el paraíso del
Real, allá abajo, en un palco, rodeada de
señores que se disputaban el murmurar
algo á su oído para hacer gala de una inti-
midad sonriente.
Estos encuentros removían en él todo
el sedimento de la pasada ira: había huido
siempre de su mujer como enfermo que
teme el recrudecimiento de sus dolencias, y
sin embargo, ahora iba á su encuentro, á
verla y hablarla en aquel hotel de la Cas-
tellana, cuyo lujo insolente era el testimo-
nio de su deshonra.
10
146 V. BLASCO IBÁÑEZ
Los rudos movimientos del coche de al-
quiler parecían hacer saltar los recuerdo»
del pasado de todos los rincones de su me-
moria. Aquella vida que no quería recor-
dar, iba desarrollándose ante sus ojos
cerrados: su luna de miel de empleado mo-
desto casado con una mujer bonita y
educada, hija de una familia venida á me-
nos; la felicidad de aquel primer año de
pobreza endulzado por el cariño; después,
las protestas de Enriqueta revolviéndose
contra la estrechez; el sordo disgusto al oír-
se llamar hermosa por todos y verse humil-
demente vestida; los disgustos surgiendo
por el más leve motivo; las reyertas á media
noche en la alcoba conyugal; las sospechas^
royendo poco á poco la confianza del mari-
do, y de repente el ascenso inesperado, el
bienestar material colándose por las puer-
tas, primero tímidamente, como evitando
el escándalo; después con insolente osten-
tación, como creyendo entrar en un mundo
de ciegos, hasta que ya por fin Luis tuvo la
prueba indudable de su desgracia. Se aver-
gonzaba al recordar su debilidad. No era un
cobarde, estaba seguro de ello, pero le fal-
EL MANIQUÍ 147
taba voluntad ó la amaba demasiado, y por
esto, cuando tras un vergonzoso espionaje
se convenció de su deshonra, sólo supo le-
vantar la crispada mano sobre aquella her-
mosa cara de muñeca pálida, y acabó por no
descargar el golpe. Sólo tuvo fuerzas para
arrojarla de la casa y llorar como un niño
abandonado apenas cerró la puerta.
Después, la soledad completa, la mono-
tonía del aislamiento, interrumpida por no-
ticias que le hacían daño. Su mujer viajaba
por el centro de Europa como una prin-
cesa; un millonario la había lanzado; aque-
lla era su verdadera existencia, para aque-
llo había nacido. Todo un invierno llamó
la atención en París; los periódicos habla-
ban de la hermosa española; sus triunfos
en las playas de moda eran ruidosos, se
buscaba como un honor arruinarse por ella,
y varios duelos y ciertos rumores de suici-
dio formaban en torno de su nombre un
ambiente de leyenda. Después de tres años
de correría triunfal, volvió á Madrid, acre-
centada su hermosura por el extraño en-
canto del cosmopolitismo. Ahora la prote-
gía el más rico negociante de España, y
148 V. BLASCO IBÁÑEZ
en su espléndido hotel reinaba sobre una
corte sólo de hombres: ministros, banque-
ros, políticos influyentes, personajes de to-
das clases que buscaban su sonrisa como
la mejor de sus condecoraciones.
Tan grande era su poder, que hasta Luis
creía sentirlo en torno de su persona, vien-
do que se sucedían las situaciones políticas
sin que le tocasen su empleo. El miedo
á combatir por el sostenimiento de la vida
le hacía aceptar aquella situación, en la que
adivinaba la mano oculta de Enriqueta.
Solo y condenado á trabajar para vivir,
sentía, sin embargo, la vergüenza del misera
ble que tiene como único mérito ser esposo
de una mujer hermosa. Todo su valor con-
sistía en huir cuando la encontraba á su
paso, insolente y triunfadora en su deshon-
ra; huir perseguido por aquellos ojos que
se fijaban en él con sorpresa, perdiendo su
altivez de mujer codiciada.
Un día recibió la visita de un cura vie-
jo y de aspecto tímido; el mismo que ahora
iba sentado junto á él en el coche. Era el
confesor de su mujer. ¡Bien había sabido
escogerlo! Un señor bondadoso, de cortos
EL MANIQUÍ 149
alcances. Cuando dijo quién le enviaba,
Luis no pudo contenerse: «¡Valiente tal!»,
y soltó redondo el insulto. Pero imper-
turbable el buen viejo, como quien trae
aprendido el discurso y lo teme olvidar si
tarda en soltarlo, le habló de Magdalena pe-
cadora; del Señor, que siendo quien era, la
había perdonado; y pasando al estilo llano
y natural, contó la transformación sufrida
por Enriqueta. Estaba enferma; apenas si
salía de su hotel; una enfermedad que roía
sus entrañas, un cáncer al que había que
domar con continuas inyecciones de morfi-
na para que no la hiciera desfallecer y ru-
gir de dolor con sus crueles arañazos. La
desgracia la había hecho volver sus ojos
á Dios; se arrepentía del pasado, quería
verle...
y él, el hombre cobarde, saltaba de
gozo al oir esto, con la satisfacción del débil
que se ve vengado, ¡Un cáncer!... ¡El mal-
dito lujo que se pudría dentro de ella,
haciéndola morir en vida! Y siempre tan
hermosa, ¿verdad? ¡Qué dulce venganza!...
No; no iría á verla. Era inútil que el cura
buscase argumentos. Podía visitarle cuando
150 V. BLASCO IBÁÑEZ
quisiera y darle noticias de su mujer: aque-
llo le alegraba mucho; ahora comprendía
por qué los hombres son malos.
Desde entonces el cura le visitaba casi
todas las tardes, para fumar unos cuantos
cigarros, hablando de Enriqueta, y alguna
vez salían juntos, paseando por las afueras
de Madrid como antiguos amigos.
La enfermedad avanzaba rápidamente;
Enriqueta estaba convencida de que iba á
morir. Quería verle para implorar su per-
dón; así lo pedía^ con tono de niña capri-
chosa y enferma que exige un juguete.
Hasta el oti^o, el protector poderoso, dócil á
pesar de su omnipotencia, le suplicaba al
cura que llevase al hotel al marido de En-
riqueta. El buen viejo hablaba con fervor
de la conmovedora conversión de la señora,
aunque confesando que el maldito lujo,
perdición de tantas almas, todavía la domi-
naba. La enfermedad la tenía prisionera en
su casa; pero en los momentos de calma,
cuando el picaro dolor no la hacía ir de un
lado á otro como una loca, hojeaba catálo-
gos y figurines de París, escribía á sus pro-
veedores de allá, y rara era la semana en
i
EL MANIQUÍ 15i
que no llegaban cajones con las últimas
novedades: trajes, sombreros y joyas que,
después de contemplados y manoseados uu
día en el cerrado dormitorio, caían en los
rincones ó se ocultaban para siempre en los
armarios, como juguetes inútiles. Por todos
estos caprichos pasaba el otro, con tal de
ver á Enriqueta sonriente.
Estas continuas confidencias hacían pe-
netrar lentamente á Luis en la vida de su
mujer; seguía de lejos el curso de su enfer-
medad y no pasaba día sin que mental-
mente se rozase con aquel ser, del que se
había apartado para sieDipre.
Una tarde se presentó el cura con des-
usada energía. Aquella señora estaba en las
últimas, le llamaba á gritos; era un crimen
negar el último consuelo á una moribunda,
y él no lo consentía. Sentíase capaz de lle-
várselo á viva fuerza. Luis, vencido por la
voluntad del viejo, se dejó arrastrar y subió
á un coche, insultándose mentalmente, pero
sin fuerzas para retroceder... ¡Cobarde! ¡Co-
barde para siempre!
En pos de la negra sotana atravesó el
jardín del hotel que tantas veces, al pasar
152 V, BLASCO IBÁSEZ
por el inmediato paseo, había espiado con
miradas de odio... Y ahora, nada; ni odio ni
dolor: un vivo sentimiento de curiosidad^
como el que entra en país desconocido, pa-
ladeando anticipadamente las maravillas
que espera ver.
Dentro del hotel la misma impresión
de curiosidad y asombro, ¡Ah, miserable!
¡Cuántas veces^ en los ensueños de su vo-
luntad impotente, se había visto entrando
eu aquella casa como un marido de drama,
el arma en la mano para matar á la esposa
infiel, y destrozando después, como una
fiera loca, los muebles costosos, los ricos
cortinajes, las mullidas alfombras! Y ahora
la blandura que sentía bajo sus pies, los
bellos colores por los que resbalaba su mi-
rada, las flores que le saludaban con sn
perfume desde los rincones, causábanle una
embriaguez de eunuco, y sentía impulsos
de tenderse en aquellos muebles, de tomar
posesión, como si le pertenecieran, por ser
de su mujer. Ahora comprendía lo que era
la riqueza y con qué fuerza pesaba sobre
sus esclavos. Estaba ya en el primer piso,
y ni siquiera había percibido, en la calma
EL MANIQUÍ 1B3
solemne del hotel, ninguno de esos detalles
con que se revela la muerte al entrar en
una casa.
Vio criados tras cuya máscara impasi-
ble creyó percibir un gesto de curiosidad
insolente: una doncella le saludó con enig*
mática sonrisa, que no se sabía si era de sim-
patía ó de burla para «el marido de la se-
ñora :>; creyó distinguir en una habitación
inmediata un señor que se ocultaba (tal vez
era el otro); y aturdido por aquel mundo
nuevo, atravesó una puerta, empujado sua-
vemente por su guía.
Estaba en el dormitorio de la señora:
una habitación sumida en suave penumbra,
que rasgaba una faja de sol filtrándose por
un balcón entreabierto.
En medio de este rayo de luz estaba
una mujer erguida, esbelta, sonrosada,
vestida con un hermoso traje de soirée, las
nacaradas espaldas surgiendo de entre nu-
bes de blondas, y el pecho y la cabeza des-
lumbrantes con el centelleo de las joyas.
Luis retrocedió asombrado, protestando de
la farsa. ¿Aquella era la enferma? ¿Le ha-
bían llamado para insultarle?
164 V. BLASCO IBÁÑEZ
— |Luis... Luis!... — gimió tras el una voz
débil, con entonación infantil y suave, que
le recordaba el pasado, los mejores instan-
tes de su vida.
Sus ojos, acostumbrados ya á la obscu-
ridad, vieron en el fondo de la habitación
algo monumental é imponente como un
altar: una cama con gradas, y en la cual,
bajo los ondulantes cortinajes, se incorpo-
raba trabajosamente una figura blanca.
Entonces se fijó en la mujer inmóvil,
que parecía esperarle con su esbelta rigidez
y sus ojos de vaga mirada, como empaña-
dos por lágrimas. Era un artístico maniquí
que guardaba cierta semejanza con Enri-
queta. La servía para poder contemplar
mejor aquellas novedades que continua-
mente recibía de París. Era el único actor
de las representaciones de elegancia y ri-
queza que se daba á solas para remedio de
su enfermedad.
— ¡Luis... Luis!... — volvió á gemir la vo*
cecita desde el fondo de la cama.
Tristemente fué Luis hacia ella para
verse agarrado por unos brazos que le apre-
taron convulsivamente y sentir una boca
EL MANIQUÍ 165
ardorosa que buscaba la suya, implorando
perdón, al mismo tiempo que en una meji-
lla recibía la tibia caricia de las lágrimas.
— Di que me perdonas; dilo, Luis, y tal
vez no me muera.
Y el marido, que instintivamente inten-
taba repelerla, acabó por abandonarse en-
tre aquellos brazos, repitiendo sin darse
cuenta las mismas palabras cariñosas de
los tiempos felices. Ante sus ojos, habitua-
dos á la obscuridad, iba marcándose con
todos sus detalles el rostro de su mujer.
— ¡Luis, Luis mío! — decía ella sonriendo
en medio de las lágrimas—. ¿Cómo me en-
cuentras? Ya no soy tan hermosa como en
nuestros tiempos de felicidad... cuando yo
aún no era loca. Dime, ¡por Dios! dime qué
te parezco.
Sa marido la miraba con asombro. Her-
mosa, siempre hermosa, aquella belleza
infantil é ingenua que tan temible la hacía.
La muerte aún no estaba allí: únicamente
por entre el suave perfume de aquella car-
ne soberana, de aquel lecho majestuoso,
parecía deslizarse un vaho sutil y lejano de
materia muerta, algo que delataba la inte-
1B6 V. BLASCO IBÁÑEZ
rior descomposición que se mezclaba en
sus besos.
Luis adivinó la presencia de alguien de-
trás de él. Un hombre estaba á pocos pasos,
contemplándolos con expresión confusa,
como atraído allí por un impulso superior
á la voluntad que le avergonzaba. El mari-
do de Enriqueta conocía, como media na-
ción, la austera cara de aquel señor ya en-
trado en años, hombre de sanos xjrincipios,
gran defensor de la moral pública.
— ¡Dile que se vaya, Luis! — gritó la en-
ferma— . ¿Qué hace ahí ese hombre? Yo
sólo te quiero á ti... sólo quiero á mi mari-
do. Perdóname... fué el lujo, el maldito
lujo: necesitaba dinero, mucho dinero; pero
amar... sólo á ti.
Enriqueta lloraba mostrando su arre-
pentimiento, y aquel hombre lloraba tam-
bién, débil y humilde ante el desprecio.
Luis, que tantas veces había pensado
en él con arrebatos de cólera, y que al verle
había sentido impulsos de arrojarse á su
cuello, acabó por mirarle con simpatía y
respeto. [También la amaba! Y la comuni-
dad en el afecto, en vez de repelerlos, liga-
EL MANIQUÍ 1B7
ba al marido y al otro con una simpatía
extraña.
— Que se vaya, que se vaya — repetía la
enferma con una terquedad infantil.
Y su marido miraba al hombre poderoso
con expresión suplicante, como si pidiera
perdón para su mujer, que no sabía lo que
decía.
— Vamos, doña Enriqueta — dijo desde el
fondo de la habitación la voz del cura — .
Piense usted en sí misma y en Dios: no in-
curra en el pecado de soberbia.
Los dos hombres, el marido y el protec-
tor, acabaron por sentarse junto al lecho
de la enferma. El dolor la hacía rugir, ha-
bía que darla frecuentes inyecciones, y los
dos acudían solícitos á su cuidado. Varias
veces se tropezaron sus manos al incorpo-
rar á Enriqueta, y no los separó una re^-
pulsión instintiva; antes bien, se ayudaban
con efusión fraternal.
Luis encontraba cada vez más simpáti-
co á aquel buen señor, de trato tan llano á
pesar de sus millones, y que lloraba á su
mujer más aún que él. Durante la noche,
cuando la enferma descansaba bajo la ac
X
168 V. BLASCO IBÁÍÍEZ
ción de la morfina, los dos hombres, com-
penetrados por aquella velada de sufri-
mientos, conversaban en voz baja, sin que
en sus palabras se notara el menor dejo
de remoto odio. Eran como hermanos re-
conciliados por el amor.
Al amanecer murió Enriqueta repitien-
do: «¡Perdón! ¡perdón! > Pero su última mi-
rada no fué para el marido. Aquel hermoso
pájaro sin seso levantó el vuelo para siem-
pre acariciando con los ojos el maniquí de
eterna sonrisa y mirada vidriosa; el ídolo
del lujo, que erguía cerca del balcón su ca-
beza hueca, sobre la cual, con infernal ful-
gor, centelleaban los brillantes, heridos por
la azulada luz del alba.
La paella del "roder,,
Fué un día de fiesta para la cabeza del
distrito la repentina visita del diputado,
un señorón de Madrid, tan poderoso para
aquellas buenas gentes, que hablaban de
el como de la Santísima Providencia. Hubo
gran paella en el huerto del alcalde; un fes-
tín pantagruélico, amenizado por la banda
del pueblo y contemplado por todas las
mujeres y chiquillos, que asomaban curio -
jsos tras las tapias.
La ñor del distrito estaba allí: los curas
de cuatro ó cinco pueblos, pues el diputado
era defensor del orden y los sanos princi-
pios; los alcaldes y todos los muñidores
que en tiempos de elección trotaban por
los caminos trayéndole á don José las actas
incólumes para que manchase su blanca
virginidad con cifras monstruosas.
160 V. BLASCO IBÁÑEZ
Entre las sotanas nuevas y los trajes
de fiesta oliendo á alcanfor y con los plie-
gues del arca, destacábanse majestuosos los
lentes de oro y el negro chaqué del diputa-
do; pero á pesar de toda su prosopopeya, la
Providencia del distrito apenas si llamaba
la atención.
Todas las miradas eran para un hom-
brecillo con calzones de pana y negro pa-
ñuelo en la cabeza, enjuto, bronceado, de
fuertes quijadas, y que tenía al lado un pe-
sado retaco, no cambiando de asiento sin
llevaí* tras sí la vieja arma, que parecía un
adherente de su cuerpo.
Era el famoso Quico Bolsón, el héroe
del distrito, un roder con treinta años de
hazañas, al que miraba la gente joven con
terror casi supersticioso, recordando su ni-
ñez, cuando las madres decían para hacer-
les callar: «¡Que viene Bolsón!^
A los veinte años tumbó á dos por
cuestión de amores; y después al monte con
el retaco, á hacer la vida de roder, de caba-
llero andante de la sierra. Más de cuarenta
procesos estaban en suspenso, esperando
que tuviera la bondad de dejarse coger.
LA PAELLA DEL «RODER> 161
jPero bueno era él! Saltaba como una ca-
bra, conocía todos los rincones de la sierra,
partía de un balazo una moneda en el
aire, y la Guardia civil, cansada de correrías
infructuosas, acabó por no verle.
Ladrón... eso nunca. Tenía sus desplan-
tes de caballero; comía en el monte lo que
le daban por admiración ó miedo los de las
masías, y si salía en el distrito algún ratero,
pronto le alcanzaba su retaco; él tenía su
honradez y no quería cargar con robos aje-
nos. Sangre... eso sí, hasta los codos. Para él
un hombre valía menos que una piedra del
camino; aquella bestia feroz usaba magis-
tralmente todas las suertes de matar al ene-
migo: con bala, con navaja; frente á frente,
si tenían agallas para ir en su busca; á la
espera y emboscado, si eran tan recelosos
y astutos como él. Por celos había ido su-
primiendo á los otros roders que infestaban
la sierra; en los caminos, uno hoy y otro
mañana, había asesinado á antiguos ene
í^íg^s, y muchas veces bajó á los pueblos
en domingo para dejar tendidos en la pía
za, á la salida de la misa mayor, á alcaldes
ó propietarios influyentes.
11
162 V. BLASCO IBÁNEZ
Ya no le molestaban ni le perseguían.
Mataba por pasión política á hombres qne
apenas conocía, por asegurar el triunfo de
don José, eterno representante del distrito.
La bestia feroz era, sin darse cuenta de ello,
una garra del gran pólipo electoral que se
agitaba allá lejos, en el Ministerio de la Go-
bernación.
Vivía en un pueblo cercano, casado con
la mujer que le impulsó á matar por vez
primera, rodeado de hijos, paternal, bonda-
doso, fumando cigarros con la Guardia ci-
vil, que obedecía órdenes superiores, y
cuando á raíz de alguna hazaña había que
fingir que le perseguían, pasaba algunos días
c-azando en el monte, entreteniendo su buen
pulso de tirador.
Había que ver cómo le obsequiaban y
atendían durante la paella los notables del
distrito. € Bolsón^ este pedazo de pollo; Bol-
són^ un trago de vino.» Y hasta los curas,,
riendo con un ¡jo jo! bondadosote, le daban
palmaditas en la espalda, diciendo paternal-
mente: ^¡Ay Bolsonet, qué mal eres!^
Por él se celebraba aquella fiesta. Sólo
por él se había detenido en la cabeza del
LA PAELLA DEL «RODERA 163
distrito el majestuoso don José, de paso
para Valencia. Quería tranquilizarle y que
cesase en sus quejas, cada vez más alar-
mantes.
Como premio por sus atropellos en las
elecciones, le había prometido el indulto,
y Bolsón, que se sentía viejo y ansiaba vi-
vir tranquilo como un labrador honrado,
obedecía al señor todopoderoso, creyendo
en su rudeza que cada barbaridad, cada
crimen, aceleraba su perdón.
Pero pasaban los años, todo eran pro-
mesas, y el roder, creyendo firmemente en
la omnipotencia del diputado, achacaba á
desprecio ó descuido la tardanza del in-
dulto.
La sumisión trocóse en amenaza, y don
José sintió el miedo del domador ante la
fiera que se rebela. El roder le escribía á
Madrid todas las semanas con tono amena-
zador. Y estas cartas, garrapateadas por la
sangrienta zarpa de aquel bruto, acabaron
por obsesionarle, por obligarle á marchar
al distrito.
Había que verles después de la paella,
hablando en un rincón del huerto; el dipu-
164 V. BLASCO IBÁÑEZ
tado, obsequioso y amable. Bolsón^ cejijun-
to y malhumorado.
— He venido sólo por verte — decía don
José, recalcando el honor que le concedía
con su visita — . ¿Pero qué son esas prisas?
¿No estás bien, querido Quico? Te he reco-
mendado al gobernador de la provincia; la
Guardia civil nada te dice... ¿qué te falta?
Nada y todo. Es verdad que no le moles-
taban, pero aquello era inseguro, podían
cambiar los tiempos y tener que volver al
monte. El quería lo prometido: el indulto,
¡recordóns! Y formulaba su pretensión tan
pronto en valenciano como en un castella-
no de pronunciación ininteligible.
— Lo tendrás, hombre, lo tendrás. Está
al caer; un día de estos será.
Sonrió Bolsón con ironía cruel. No era
tan bruto como le creían. Había consulta-
do á un abogado de Valencia, que se había
reído de él y del indulto. Tenía que dejar-
se coger, cargarse con paciencia los dos-
cientos ó trescientos años que podrían sa-
lirle en innumerables sentencias, y cuando
hubiese extinguido una parte de presidio,
como quien dice de aquí á cien años, podría
LA PAELLA DEL «RODER» 165
venir el tal indulto. ¡Recristo! Basta de bro-
ma: de él no se burlaba nadie.
El diputado se inmutó viendo casi per-
dida la confianza del roder.
— Ese abogado es un ignorante. ¿Crees
tú que para el gobierno hay algo imposible?
Cuenta con que pronto saldrás de penas:
te lo juro.
Y le anonadó con su charla; le encantó
con su palabrería, conociendo de antiguo
el poder de sus habilidades de parlanchín
sobre aquella cabeza fosca.
Recobró el roder poco á poco su con-
fianza en el diputado. Esperaría; pero un
mes nada más. Si después de este plazo no
llegaba el indulto, no escribiría, no moles
taría más. El era un diputado, un gran
señor, pero paralas balas sólo hay hombres.
Y despidiéndose con esta amenaza, re-
quirió el retaco y saludó á toda la reunión.
Regresaba á su pueblo; quería aprovechar
la tarde, pues hombres como él sólo corren
los caminos de noche cuando hay nece-
sidad.
Le acompañaba el carnicero de su pue-
blo, un mocetón admirador de su fuerza y
166 V. BLASCO IBÁÑEZ
SU destreza, un satélite que le seguía á to-
das partes.
El diputado los despidió con afabilidad
felina.
— Adiós, querido Quico — dijo estrechan-
do la mano del roder — , Calma, que pronto
saldrás de penas. Que estén buenos tus chi-
cos: y dile á tu mujer que aún recuerdo lo
bien que me trató cuando estuve en vues-
tra casa.
El roder y su acólito tomaron asiento
en la tartana de su pueblo, entre tres veci-
nas que saludaron con afecto al siñor Quico
y unos cuantos chicuelos que pasaban las
manos por el cargado retaco como si fuese
una santa imagen.
La tartana avanzaba dando tumbos por
entre los huertos de naranjos, cargados de
flor de azahar. Brillaban las acequias, re-
flejando el dulce sol de la tarde, y por el
espacio pasaba la tibia respiración de la pri-
mavera impregnada de perfumes y rumores.
Bolsón iba contento. Cien veces le ha-
bían prometido el indulto, pero ahora era
de veras. Su admirador y escudero le oía
silencioso.
LA PAELLA DEL «RODER? 167
Vieron en el camino una pareja de la
Ouardia civil, y Bolsón la saludó amigable-
mente.
En una revuelta apareció una segunda
pareja, y el carnicero movióse en su asiento
como si le pinchasen. Eran muchas parejas
en camino tan corto. El roder le tranquilizó.
Habían concentrado la fuerza del distrito
por el viaje de don José.
Pero un poco más allá encontraron la
tercera pareja, que, como las anteriores,
siguió lentamente ai carruaje, y el carnice-
ro no pudo contenerse más. Aquello le olía
mal. ¡Bolsón, aún era tiempo! A bajar en
seguida; á huir por entre los campos hasta
ganar la sierra. Si nada iba con él, podía
volver por la noche á casa.
— Sí, siñor Quico, sí — decían las mujeres
asustadas.
Pero el siñor Quico se reía del miedo de
aquellas gentes.
— Arrea, tartanero,,. arrea.
Y la tartana siguió adelante, hasta que
de repente saltaron al camino quince ó
veinte guardias, una nube de tricornios con
un viejo oficial al frente. Por las ventani-
168 V. BLASCO IBÁÑEZ
lias entraron las bocas de los fusiles apun-
tando al roder, que permaneció inmóvil y
sereno, mientras que mujeres y chiquillos
se arrojaban chillando al fondo del carruaje,
— Bolsón, baja ó te matamos — dijo el te-
niente.
Bajó el roder con su satélite, y antes de
poner pie en tierra ya le habían quitado sus
armas. Aún estaba impresionado por la
charla de su protector, 5^ no pensó en hacer
resistencia por no imposibilitar su famoso
indulto con un nuevo crimen.
Llamó al carnicero, rogándole que co-
rriese al pueblo para avisar á don José. Se-
ría un error, una orden mal dada.
Vio el mocetón cómo se le llevaban á
empujones á un naranjal inmediato, y salió
corriendo camino abajo por entre aquellas
parejas, que cerraban la retirada á la tar-
tana.
No corrió mucho. Montado en su jaco
encontró á uno de los alcaldes que habían
estado en la fiesta... |Don José! ¿Dónde es-
taba don José?
El rústico sonrió como si adivinara lo
ocurrido... Apenas se fué Bolsón, el dipu-
LA PAELLA DEL «RODER» _ 169
tado había salido á escape para Valencia,
Todo lo comprendió el carnicero: la fuga,
la sonrisa de aquel tío y la mirada burlona
del viejo teniente cuando el 7'oder pensaba
en su protector, creyendo ser víctima de
una equivocación.
Volvió corriendo al huerto, pero antes
de llegar, una nubecilla blanca y fina como
vedija de algodón se elevó sobre las copas
de los naranjos, y sonó una detonación lar-
ga y ondulada, como si se rasgase la tierra.
Acababan de fusilar á Bolsón,
Le vio de espaldas sobre la roja tierra,
con medio cuerpo á la sombra de un na-
ranjo, ennegrecido el suelo con la sangre
que salía á borbotones de su cabeza destro-
zada. Los insectos, brillando al sol como
botones de oro, balanceábanse ebrios de
azahar en torno de sus sangrientos labios.
El discípulo se mesó los cabellos. ¡Re-
cristo! ¿Así se mataba á los hombres que
son hombres?
El teniente le puso una mano en el
hombro.
— Tú, aprendiz de roder, mira cómo mue-
ren los pillos.
170 V. BLASCO IBÁÑEZ
El aprendiz se revolvió con fiereza, pero
fué para mirar á lo lejos, como si á través
de los campos pudiera ver el camino de
Valencia, y sus ojos, llenos de lágrimas,
parecían decir: «Pillo, sí; pero más pillo es
el que huye.»
En la boca del horno
Como en Agosto Valencia entera des-
fallece de calor, los trabajadores del horno
se asfixiaban junto á aquella boca, que ex-
halaba el ardor de un incendio.
Desnudos, sin otra concesión á la decen-
cia que un blanco mandil, trabajaban cerca
de las abiertas rejas, y aun así, su piel in-
flamada parecía liquidarse con la transpira-
ción, y el sudor caía á gotas sobre la pasta,
sin duda para que, cumpliéodose á medias
la maldición bíblica, los parroquianos, ya
que no con el sudor propio, se comieran el
pan empapado en el ajeno.
Cuando se descorría la mampara de hie-
rro que tapaba el horno, las llamas enroje-
cían las paredes, y su reflejo, resbalando
por los tableros cargados de masa, colerea-
172 V. BLASCO IBÁÑEZ
ba los blancos taparrabos y aquellos pechos
atléticos y bíceps de gigante, que, espolvo-
reados de harina y brillantes de sudor, te-
nían cierta apariencia femenil.
Las palas se arrastraban dentro del
horno, dejando sobre las ardientes piedras
los pedazos de pasta, ó sacando los panes
cocidos, de rubia corteza, que esparcían
un humillo fragante de vida; y mientras
tanto, los cinco panaderos^ inclinados sobre
las largas mesas, aporreaban la masa, la
estrujaban como si fuese un lío de ropa
mojada y retorcida y la cortaban en piezas;
todo sin levantar la cabeza, hablando con
voz entrecortada por la fatiga y entonando
canciones lentas y monótonas, que muchas
veces quedaban sin terminar.
A lo lejos sonaba la hora cantada por
los serenos, rasgando vibrante la bochor-
nosa calma de la noche estival; y los tras-
nochadores que volvían del café ó del tea-
tro deteníanse un instante ante las rejas
para ver en su antro á los panaderos, que,
desnudos, visibles únicamente de cintura
arriba, y teniendo por fondo la llameante
boca del horno, parecían ánimas en pena
EN LA BOCA DEL HORNO " 173
de un retablo del purgatorio; pero el calor,
el inteuso perfume del pan y el vaho de
aquellos cuerpos, dejaban pronto las rejas
libres de curiosos v se restablecía la calma
en el obrador.
Era entre los panaderos el de más auto-
ridad Tono el Bizco, un mocetón que tenía
fama por su mal carácter ó insolencia bru-
tal; y eso que la gente del oficio no se dis-
tinguía por buena.
Bebía, sin que nunca le temblasen las
piernas ni menos los brazos; antes bien, á
éstos les entraba con el calor del vino un
furor por aporrear, cual si todo el mundo
fuese una masa como la que aporreaban en
el horno. En los ventorrillos de las afueras
tamblaban los parroquianos pacíficos, como
si se aproximara una tempestad, cuando le
veían llegar de merienda al frente de una
cuadrilla de gente del oficio, que reía todas
sus gracias. Era todo un hombre. Paliza
diaria á la mujer; casi todo el jornal en su
bolsillo, y los chiquillos descalzos y ham-
brientos, buscando con ansia las sobras de
la cena de aquella cesta que por las noches
se llevaba al horno. Aparte de esto, un
174 V. BLASCX) IBÁÑEZ
buen corazón, que se gastaba el dinero con
los compañeros, para adquirir el derecho de
atormentarlos con sus bromas de bruto.
El dueño del horno le trataba con cier-
to miramiento, como si le temiera, y los
camaradas de trabajo, pobres diablos car-
gados de familia, se evitaban compromisos
sufriéndolo con sonrisa amistosa.
En el obrador. Tono tenía su víctima:
el pobre Menut, un muchacho enclenque
que meses antes aún era aprendiz, y al que
los camaradas reprendían por el excesivo
afán de trabajo que mostraba siempre, an-
siando un aumento de jornal para poder
casarse.
¡Pobre Menut! Todos los compañeros,
influidos por esa adulación instintiva en los
cobardes, celebraban alborozados las bro-
mas que Tono se permitía con él. Al bus-
car sus ropas terminado el trabajo, encon-
trábase en los bolsillos cosas nauseabundas;
recibfa en pleno rostro bolas de pasta, y
siempre que el mocetón pasaba por detrás
de él, dejaba caer sobre su encorvado espi-
nazo la poderosa manaza, como si se des-
plomara medio techo.
EN LA BOCA DEL HORNO " 176
El Menut callaba resignado. ¡Ser tan
poquita cosa ante los puños de aquel bruto,
que le había tomado como un juguete!
Un domingo por la noche, Tono llegó
muy alegre al horno. Había merendado en
la playa; sus ojos tenían un jaspeado san-
guinolento, y al respirar lo impregnaba todo
de ese hedor de chufas que delata una pe-
sada digestión de vino.
¡Grran noticia! Había visto en un me-
rendero al Menut, á aquel ganso que tenía
delante. Iba con su novia: una gran chica.
|Vaya con el gusano tísico! Bien había sa-
bido escoger.
Y entre las risotadas de sus compañe-
ros, describía á la pobre muchacha con mi-
nudosidad vergonzosa, como si la hubiera
desnudado con la mirada.
El Menut no levantaba la cabeza, absor-
to en su trabajo; pero estaba pálido, como
si dentro del estómago se revolviera la me-
rienda mordiéndole. No era el de todas las
noches: también él olía á chufas, y varias
veces sus ojos, apartándose de la masa, se
encontraron con la mirada bizca y socarro-
na del tirano. De él podía decir cuanto qui-
176 V. BLASCO IBÁÑEZ
siera: estaba acostumbrado; ¿pero hablar
de su novia?... ¡Cristo!...
El trabajo resultaba aquella noche más
lento y fatigoso. Pasaban las horas sin que
adelantasen gran cosa los brazos, torpes y
cansados por la fiesta, á los que la masa
parecía resistirse.
Aumentaba el calor: un ambiente de
irritación se esparcía en torno de los pana- v
deros, y Tono, que era el más furioso, se
desahogaba con maldiciones. ¡Así se volvie-
ra veneno todo el pan de aquella noche!
Rabiar como perros á la hora en que todo
el mundo duerme, para poder comer al día
siguiente unos cuantos pedazos de aquella
masa indecente. ¡Vaya un oficio!
Y enardecido por la constancia con que
trabajaba el Menut, la emprendió con él,
volviendo á sacar á ruedo la belleza de su
novia.
Debía casarse pronto. Les convenía á
los amigos. Como él era un bendito, un
cualquier cosa, sin pelo de hombre siquie-
ra... los compañeros, ¿eh?... Los buenos
mozos como él harían el favor...
Y antes de terminar la frase guiñaba
EN LA BOCA DEL HORNO " 177
.expresivamente sus ojos bizcos, provocan-
do la carcajada brutal de todos los camara-
das. Pero duró poco la alegría. El joven
había lanzado un voto redondo, al mismo
tiempo que una cosa enorme y pesada pasó
^silbando como un proyectil por encima de
la mesa, haciendo desaparecer la cabeza de
Tono, el cual vaciló y se agarró á los table-
ros, doblándose sobre una rodilla.
El Menuty con una fuerza nerviosa, ja-
deante el angosto pecho y trémulos los bra-
-zos, le había arrojado á la cabeza todo un
montón de masa, y el mocetón, aturdido
por el golpe, no sabía cómo despojarse de
.aquella máscara pegajosa y asfixiante.
Le ayudaron los compañeros. El golpe
le había destrozado la nariz, y un hilillo de
sangre teñía la blanca pasta. Pero Tono na
se fijaba en ello, revolviéndose como un loco
entre los brazos de sus compañeros y pidien-
do á gritos que le soltasen. En eso pensaban.
Todos habían visto que aquel maldito, en
vez de abalanzarse sobre el Memit, intenta-
ba llegar hasta el rincón donde colgaban sus
ropas, buscando, sin duda, la famosa faca,
tan conocida en las tabernas de las afueras.
12
178 V. BLASCO IBÁÑEZ
Hasta el encargado del horno dejó que-
marse una fila de panes para ayudar á con-
tenerle, y nadie pensaba sujetar al agresor^,
convencidos todos de que el infeliz no había
de pasar de su primer arrebato.
Apareció el dueño del horno. ¡Qué oída
el de aquel tío! Le habían despertado loa»
gritos y el pataleo, y allí estaba, casi en pa-
ños menores.
Todos volvieron á su trabajo, y la san-
gre de Tono desapareció en las entrañas de
la pasta, vuelta á sobar.
El mocetón mostrábase benévolo, con^
una bondad que daba frío. No había ocu-
rrido nada: una broma de las que se ven
todos los días. Cosas de chicos, que los hom-
bres deben perdonar. Y era sabido... ¡entre
compañeros!...
, Y siguió trabajando, pero con más ar-
dor, sin levantar la cabeza, deseando acabar
cuanto antes.
El Menut miraba á todos fijamente y se^
encogía de hombros con cierta arrogancia,
como si, rota ya su timidez, le costara tra-
bajo volver á recobrarla.
Tono fué el primero en vestirse y salió-
ú
EN LA BOCA DEL HORNO 179
acompañado hasta la puerta por los buenos
consejos del amo, que él agradecía con ca-
bezadas de aprobación.
Cuando se fué el Menut, media hora
después, los camaradas le acompañaron.
Le hicieron mil ofrecimientos. Ellos se en-
cargarían de a justar las paces por la noche;
pero mientras tanto, quieto en casa, y á
evitar un mal encuentro, no saliendo en
todo el día.
Despertábase la ciudad. El sol enrojecía
los aleros; retirábanse en busca del relevo
los guardias de la noche, y en las calles
sólo se veían las huertanas cargadas de
cestas camino del Mercado.
Los panaderos abandonaron al Menut
en la puerta de su casa. Vio cómo se aleja-
ban, y aún permaneció un rato inmóvil,
con la llave en la cerraja, como si gozara
viéndose solo y sin protección. Por fin se
había convencido de que era un hombre;
ya no sentía crueles dudas y sonreía satis-
fecho al recordar el aspecto del mocetón
cayendo de rodillas y chorreando sangre.
¡Granuja!... ¡Hablar tan libremente de su
novia! No; no quería arreglos con él.
180 V. BLASCO IBÁÑEZ
Al dar la vuelta á la llave oyó que le
llamaban:
— ¡Memit! ¡Menut!
Era Tono, que salía de detrás de una es-
quina. Mejor: le esperaba. Y junto con un
temblorcillo instintivo, experimentó cierta
satisfacción. Le dolía que le perdonasen el
golpe, como si fuera él un irresponsable.
Al ver la actitud agresiva de Tono, pú-
sose en guardia, como un gallito encrespa-
do, pero los dos se contuvieron, notando
que llamaban la atención de algunos alba-
ñiles que con el saquito al hombro pasabapi
camino del andamio.
Se hablaron en voz baja, con frialdad,
como dos buenos amigos, pero cortando las
palabras como si las mordieran. Tono venía
á arreglar rápidamente el asunto: todo se
reducía á decirse dos palabritas en sitio re-
tirado. Y como hombre generoso, incapaz
de ocultar la extensión de la entrevista, pre-
guntó al muchacho:
— ¿Portes ferramenta?
¿El herramienta? No era de los guapos
que van á todas horas con la navaja sobre
los ríñones. Pero tenía arriba un cuchillo
EN LA BOCA DEL HORNO 181
que fué de su padre, é iba por el: un mo-
mento de espera nada más. Y abriendo el
portal, se lanzó por la angosta escalerilla,
llegando en un vuelo á lo más alto.
Bajó á los pocos minutos, pero pálido
é inquieto. Le había recibido su madre, que
estaba arreglándose para ir á misa y al
Mercado. La pobre vieja extrañaba aque-
lla salida, y había tenido que engañarla con
penosas mentiras. Pero ya estaba él allí
con todo su arreglo. Cuando Tono quisie-
ra... ¡andando!
No encontraban una calle desierta.
Abríanse las puertas, arrojando la fétida
atmósfera de la noche, y las escobas ara-
ñaban las aceras, lanzando nubéculas de
polvo en los rayos oblicuos de aquel sol
rojo, que asomaba al extremo de las calles
como por una brecha.
En todas partes guardias que les mira-
ban con ojos vagos, como si aún no estu-
vieran despiertos; labradores que, con la
mano en el ronzal, guiaban su carro de
verduras, esparciendo en las calles la fres-
ca fragancia de los campos; viejas arrebu-
jadas en su mantilla, acelerando el paso
182 V. BLASCO IBÁÑEZ
como espoleadas por los esquilones que
volteaban en las iglesias próximas; gente,
en fin, que al verles metidos en el negoció,
chillaría ó se apresuraría á separarles. ¡Qué
escándalo! ¿Es que dos hombres de bien no
podían pegarse con tranquilidad en toda
una Valencia?
En las afueras, el mismo movimiento:
La mañana, con su exceso de luz y acti-
vidad, envolvía á los dos trasnochadores,
como para avergonzarles por su empeño.
El Menut sentía cierto decaimiento, y
hasta probó á hablar. Reconocía su impru-
dencia. Había sido el vino y su falta de
costumbre; pero debían pensar como hom-
bres, y lo pasado... pasado. ¿No pensaba
Tono en su mujer y los chiquillos, que po-
dían quedar más desamparados que esta-
ban? Él aún estaba viendo á su viejecita y
la mirada ansiosa con que le siguió al aban-
donarla. ¿Qué comería la pobre si se que-
daba sin hijo?
Pero Tono no le dejó acabar. ¡Gallina!
¡Morral! ¿Y para contarle todo aquello iban
vagando por las calles? Ahora mismo le
rompía la cara.
EN LA BOCA DEL HORNO 183
El Menut se hizo atrás para evitar el
,golpe. También él mostró deseos de aga-
rrarse allí mismo; pero se contuvo viendo
ana tartana que se aproximaba lentamente,
l)alanceándose sobre los baches de la ronda
y con su conductor todavía adormecido.
— ¡Che, tartanero... para!
Y abalanzándose á la portezuela, la abrió
<5on estrépito é invitó á subir á Tono, que
retrocedía con asombro. El no tenía dinero:
ni esto. Y metiéndose una uña entre los
dientes, tiraba hacia afuera.
El joven quería terminar pronto. «Yo
pagaré.» Y hasta ayudó á subir á su ene-
migo, entrando después de él y subiendo
con presteza las persianas de las venta-
nillas.
—¡Al Hospital!
El tartanero se hizo repetir dos veces
la dirección, y como le recomendaban que
no se diera prisa, dejó rodar perezosamente
BU carruaje por las calles de la ciudad.
Oyó ruido detrás de el, gritos ahogados,
<3hoque de cuerpos, como si se rieran ha*
riéndose cosquillas, y maldijo su perra
;suerte, que tan mal comenzaba el día. Se-
184 V. BLASCO IBÁÑEZ
rían borrachos, que, después de pasar la
noche en claro, en un arranque de embria-
guez llorona no querían meterse en la cama
sin visitar algún amigóte enfermo. ¡Coma
le estarían poniendo los asientos!
La tartana pasaba lenta y perezosa por
entre el movimiento matinal. Las vacas de
leche, de monótono cencerro, husmeaban
sus ruedas; las cabras, asustadas por el ro-
cín, apartábanse sonando sus campanillas-
y balanceando sus pesadas ubres; las co-
madres, apoyadas en sus escobas, miraban
con curiosidad aquellas ventanillas cerra-
das, y hasta un municipal sonrió malicio-
samente, señalándola á unos vecinos. ¡Tan
temprano y ya andaban por el mundo amo-
res de contrabando!
Cuando entró en el patio del Hospital^
el tartanero saltó de su asiento, y acari-
ciando su caballo esperó inútilmente que
bajasen aquel par de borrachos.
Fue á abrir, y vio que por el estribo de
hierro se deslizaban hilos de sangre.
— ¡Socorro! ¡Socorro! — gritó abriendo de
un golpe.
5ntró la luz en el interior de la tartana.
EN LA BOCA DEL HORNO 185
Sangre por todas partes. Uno en el suelOy
con la cabeza junto á la portezuela. El otra
¡k caído en la banqueta, con el cuchillo en la
mano y la cara blanca como de papel mas-
cado.
Acudieron las gentes del Hospital, y
manchándose hasta los codos, vaciaron
aquella tartana, que parecía un carro del
Matadero cargado de carne muerta, rota^
agujereada por todas partes.
El milagro de San Antonio
Hacía años que Luis no había visto
las calles de Madrid á las nueve de la ma-
ñana.
A esta hora comenzaban á dormir todos
^us amigos del Casino; pero él, en vez
de meterse en la cama, había cambiado de
traje y se dirigía á la Florida, mecido por
^1 dulce vaivén de su elegante carruaje.
Al volver á su casa después de amane-
<3Ído, le habían entregado una carta traída
^n la noche anterior. Era de aquella des-
<íonocida que mantenía con él extraña co-
rrespondencia durante dos semanas. Una
inicial por firma y la letra de carácter in-
glés, fina, correcta é igual á la de todas las
que han sido pensionistas del Sacre Coeur.
Hasta su mujer la tenía así. Parecía que era
188 V. BLASCO IBÁÑEZ
ella la que le escribía citándole á las diez
en la Florida, frente á la iglesia de San An-
tonio. ¡Qué disparate!
Hacíale gracia pensar, mientras mar-
chaba a una cita de amor, en su mujer,
aquella Ernestina cuyo recuerdo raras ve-
ces venía á turbar las alegrías de su vida de
soltero, ó como decía él, de marido eman-
eipado. ¿Qué haría ella á tales horas? Cinco
años que no se veían, y apenas si tenía no-
ticias suyas. Unas veces viajaba por el ex-
tranjero; otras sabía que estaba en provin-
cias, en casa de viejos parientes, y aunque
residía largas temporadas en Madrid, nun-
'ca se habían encontrado. Esto no es París
ni Londres; pero resulta suficientemente
grande para que no se tropiecen nunca dos
personas cuando una hace la vida de mu-
jer abandonada, visitando más las iglesias
que los teatros, y la otra se agita en el
mundo de noche y vuelve á casa todos
los días á la hora en que el frac arrugado
y la pechera abombada se impregnan del
polvo que levantan los barrenderos y del
humo de las buñolerías.
Se casaron muy jóvenes, casi unos ni-
EL MILAGRO DE SAN ANTONIO 189
ños, y los revisteros mundanos hablaron
mucho de aquella hermosa pareja que todo
lo tenían para ser felices: ricos y casi sin
familia. Primero, los arrebatos de pasión:
una dicha que, encontrando estrecho el
elegante nido de los recién casados, pasea-
ba su insolencia feliz por los salones, para
dar envidia al mundo; después, la monoto-
nía, el cansancio, la separación lenta é in-
sensible, sin dejar por eso de amarse; á él
le atraían sus amistades de soltero, y ella
protestaba con escenas y choques que ha-
cían odiosa para Luis la vida conyugal.
Ernestina quiso vengarse haciendo sentir
celos á su marido; se entregó con entusias-
mo á tan peligroso juego y tuvo sus coque-
teos comprometedores con cierto attaché de
legación americana, que hasta alcanzaron
visos de infidelidad.
Bien sabía Luis que la cosa no tenía
malicia, pero ¡qué demonio! él no servía
para casado, le abrumaba aquella vida, y
aprovechó la ocasión, tomando el asunto
en serio. Con el americano se arregló, pro-
pinándole una estocada leve; ¡pobre mucha-
cho! ¡qué gran servicio le había prestado
190 V. BLASCO IBÁSEZ
sin saberlo! y de Ernestina se separó sin
escándalo, sin intervenciones judiciales.
Ella con sus parientes, con quien le diese
la gana, y el otra vez á su cuarto de solte-
ro, como si nada hubiese pasado y sus dos
años de matrimonio fuesen un largo viaje
por el país de las quimeras.
Ernestina no se resignaba, y se revolvió
queriendo volver á él. Le amaba de veras;
lo pasado eran niñadas, ligerezas; pero
aun cuando esto halagaba á Luis, provoca-
ba su indignación como una amenaza á
su libertad, milagrosamente recobrada. Por
esto oponía la más terminante negativa á
los señores respetables, antiguos amigos de
la familia, que su mujer le enviaba como
embajadores; ella misma fué varias veces
á la casa, sin conseguir que le franqueasen
la puerta, y tan tenaz era la resistencia de
Luis, que hasta dejó de asistir á ciertas re-
uniones, adivinando que allí protegían á
su esposa, y algún día procurarían que se
encontrasen casualmente.
¡Bueno era él para ablandarse! Era un
marido ultrajado, y ciertas cosas ¡vive Diosf
nunca se olvidan.
EL MILAGRO DE SAN ANTONIO 191
Pero su conciencia de buen muchacho
le replicaba con dureza:
— Tú eres un pillo, que finges ultrajéis
por conservar tu libertad. Te presentas
como marido infeliz para seguir soltero,
haciendo infelices de veras á otros maridos.
Te conozco, egoísta.
Y la conciencia no se engañaba. Sus^
cinco años de emancipación habían sida
para él muy alegres; sonreía recordando
sus éxitos, y ahora mismo pensaba con fa-
tuidad en aquella desconocida que le aguar-
daba: alguna mujer que le habría conocido
en los salones y tenía interés en rodear de
misterio su pasión. Ella había tomado la
iniciativa en una carta insinuante; después
mediaron preguntas y respuestas en la&
planas de anuncios de los periódicos ilus-
trados, y por fin aquella cita, á la que acu-
día Luis con la ansiedad que despierta lo
desconocido.
El carruaje se detuvo ante San Anto-
nio de la Florida. Bajó Luis, haciendo seña
á su cochero de que esperase. Había entra-
do á su servicio cuando él vivía aún con
Ernestina; era el eterno testigo de sus aven-
192 V. BLASCO IBÁÑEZ
turas; le seguía, fiel y obediente, en todas
las correrías de su viudez, pero pensaba con
envidia en los pasados tiempos, deseando
trasnochar menos.
Buena mañana de primavera; la gente
alegre gritaba en los merenderos; pasaban
por entre la arboleda, rápidos como pája-
ros de colores, los encorvados ciclistas con
BUS camisetas rayadas; por la parte del río
sonaban cornetas, y sobre el follaje enjam-
bres de insectos, ebrios de luz, moscardo
neaban brillando como chispas de oro. Luis,
inñuído por el sitio, pensaba en Groya y en
las duquesas graciosas y atrevidas que, ves-
tidas de majas, venían á sentarse bajo
aquellos árboles, con sus galanes de capa de
grana y sombrero de medio queso. [Aque-
llos eran buenos tiempos!
Las toses insistentes y maliciosas de su
cochero le avisaron. Una señora bajaba del
tranvía y se dirigía al encuentro de Luis.
Vestía de negro y el velillo •del sombrero
cubría su cara. Esbelta y de gracioso andar,
sus caderas movíanse con armónica caden-
cia, y á cada paso resonaba el fru-fru de la
fina ropa interior.
EL MILAGRO DE SAN ANTONIO 193
Luis percibía el mismo perfume de la
<5arta que guardaba en su bolsillo. Sí, era
ella. Pero cuaudo estuvo á pocos pasos, el
movimiento de sorpresa de su cochero le
avisó antes que su vista.
— lErnestinal
Creyó en una traición. Alguien había
avisado á su mujer. ¡Qué situación tan ri-
dicula!... I Y la otra que iba á llegari
— ¿A qué vienes?... ¿Qué buscas?
—Vengo á cumplir mi promesa. Te cité
á las diez, y aquí estoy,
Y Ernestina añadió con triste sonrisa:
— A ti, Luis, para verte hay que apelar
á estratagemas que repugnan á una mujer
honrada.
jCristo! ¡Y para tener este encuentro
desagradable había salido de casa tan tem-
prano! ¡Citado por su propia mujerl |Cómo
reirían los amigos del Casino al saber
aquello!
Dos lavanderas se pararon en el cami-
no á corta distancia, con pretexto de des-
cansar, sentándose sobre sus talegos de
ropa. Querían oir algo de lo que se decían
aquellos señoritos.
194 V. BLASCO IBÁÑEZ
— jSube!... [Sube! — dijo Luis á su esposa
con acento imperioso. Le irritaba lo ridícu-
lo de la escena.
El coche emprendió la marcha carre-
tera de El Pardo arriba, y los esposos, cob
la cabeza reclinada en el paño azul de la
tendida capota, se espiaban sin mirarse^
como abrumados por la situación y sin
atreverse uno de los dos á ser el primera
en hablar.
Ella comenzó. |Ah, la maldita! Era ub
muchacho con faldas; siempre lo había di-
cho Luis; por esto la huía, teniéndola mu-
cho miedo; porque á pesar de su dulzura de
gatita cariñosa y sumisa, acababa siempre
por imponer su voluntad. ¡Señor! ¡Y qué
educación dan en esos colegios franceses!
— Mira, Luis... pocas palabras. Te quiero,
y vengo decidida á todo. Eres mi marido y
contigo debo vivir. Trátame como quieras;,
pégame... te querré como esas mujeres que
admiten los golpes como prueba de cariño.
Lo que te digo es que eres mío y no te suel-
to. Olvidemos lo pasado y aún podemos
ser felices. Luis, Luis mío, ¿que mujer pue^
de quererte como la tuya?
EL MILAGRO DE SAN ANTONIO 195
|Vaya un modo de entrar en materia!
El quería callar, mostrarse altivo y desde-
ñoso, fatigarla con su frialdad, para que le
dejara tranquilo; pero aquellas palabras le
pusieron fuera de sí.
¿Volver á unirse? |En seguida! ¿Acaso
estaba loco?... ¡Ah, señora! Olvida usted sin
duda que hay cosas que jamás se perdonan;
cosas... En fin, que quien bien está, que no
se mueva. Ellos no servían para casados,
no congeniaban] bastaba recordar el infierno
en que se desarrollaron sus últimos meses
de matrimonio. El se encontraba bien; á
ella no le probaba mal la separación, pues
estaba más hermosa que antes (palabra de
honor, señora), y sería una locura deshacer
por tonterías lo que el tiempo había hecho
sabiamente.
Pero ni el ceremonioso usted ni las ra-
zones de Luis convencían á la señora. Ella
no podía seguir así. Ocupaba en la sociedad
una posición muy equívoca; casi la iguala^
ban con mujeres infieles; era objeto de de-
claraciones y asiduidades que la subleva-
ban; creíanla una joven alegre y fácil, sin
cariño ni familia; iba de una parte á otra,
196 V. BLASCO IBÁÑEZ
como el Judío errante. Di, Luis, ¿es esto
vivir?
Pero como á Luis le habían dicho esto
mismo todos los que fueron á hablarle en
favor de Ernestina, lo escuchaba como
quien oye una música antigua y empala-
gosa.
Vuelto casi de espaldas á su mujer, mi-
raba el camino, los Viveros, bajo cuyas ar-
boledas bullía una alegre multitud. Los
pianos de manubrio lanzaban sus chillonas
notas, semejantes al parloteo de pájaros
mecánicos. Valses y polcas formaban el
acompañamiento de aquella voz triste que
dentro del carruaje relataba sus desdichas.
Luis pensaba que el sitio para el encuentro
había sido escogido con premeditación.
Todo hablaba allí del amor legítimo some-
tido á reglamentación oficial. Aquí, dos
bodas; en el restan rant de más allá, otras;
en último termino, un cortejo nupcial, za-
randeándose al compás de los pianos con
la panza repleta de peleón. Aquello repug-
naba á Luis. ¡Todo Dios se casaba!... ¡Qué
brutos! ¡Cuánta gente inexperta queda en
el mundo!
EL MILAGRO DE SAN ANTONIO 197
Atrás se quedaron los Viveros con sus
regocijadas bodas; los valses sonaban le-
janos, como vagos estremecimientos del
aire, y Ernestina seguía infatigable, ha-
blando cada vez más cerca del oído de su
esposo.
Ella viviría tranquila, sin molestarle,
si no existieran los celos. Porque ella se
sentía celosa. Sí, Luis; ríe cuanto quieras;
celosa desde hacía un año, en vista de sus
amoríos y sus escándalos. Lo sabía todo;
su vida entre bastidores, sus apasiona-
mientos momentáneos y ruidosos por mu-
jerzuelas que se le comían la fortuna; hasta
le habían dicho que tenía hijos. ¿Podía per
manecer tranquila? ¿No debía defender la
posesión de su marido, que era lo único
que tenía en el mundo?
Luis ya no estaba de espaldas, sino de
frente, soberbio y magnífico. |Ah, señora!
jY cuan mal la aconsejaban sus amigos! Él
hacía su santa voluntad, ¿estamos? No te-
nía que dar cuentas á nadie, pues de dar-
las, también tendría que exigí rselas á ella,
y... ¡recuerde usted, señora! Piense si siem-
pre ha sido fiel á sus deberes.
198 V. BLASCO IBÁÑEZ
Y mientras enumeraba sus desdichas,
que en el fondo no le importaban un comi-
no, y llamaba infidelidades á lo que fueron
imprudentes coqueterías, todo con voz y
ademanes que recordaban sus abonos en el
Español y la Comedia, Luis iba fijándose
en su mujer.
¡Qué hermosa estaba la indina! Ya no
era aquella muchacha bonita, pero débil y
delicada, que tenía horror al descote, no
queriendo enseñar lo saliente de sus claví-
culas. Los cinco años de separación habían
hecho de ella una mujer adorable, esplén-
dida, con las redondeces, el color y la sua-
vidad de un fruto de primavera. ¡Lástima
que fuese su mujer! ¡Cómo debían desearla
los que no estaban en su caso!
— Sí, señora. Puedo hacer lo que guste y
no tengo que dar cuenta de mis acciones...
Además, cuando se tiene el corazón destro-
zado, hay que aturdirse, olvidar, y yo ten-
go derecho á todo... á todo, ¿lo entiende
usted? para olvidar que he sido muy des-
graciado.
Le encantaban sus palabras, pero no
pudo seguir. ¡Qué calor! El sol metía sus
EL MILAGRO DE SAN ANTONIO 199
rayos por debajo de la capota; el ambiente
parecía impregnado de fuego, y el obligado
«contacto dentro del carruaje comenzaba á
<5omunicarle el suave y voluptuoso calor
de aquel cuerpo adorable... ¡Qué desgracia
<que aquella mujer tan hermosa fuese Er-
nestina!
Era una mujer nueva. Experimentaba
junto á ella impresiones sólo sentidas en
BU época de noviazgo. Se veía aún en aquel
vagón del exprés que años antes los había
ilevado á París, ebrios de dicha y palpitan-
tes de deseo.
Y ella, con aquella facilidad que siem-
pre había tenido para leer sus pensamien-
tos, se aproximaba á él, tierna y sumisa
como una víctima, pidiendo el martirio á
cambio de un poco de cariño, arrepintién-
dose de sus pasadas ligerezas, propias de la
inexperiencia, y acariciándolo con el per-
fume de su aliento, aquel mismo perfume
de la carta que, estremeciéndole, envolvía
3U cerebro en humareda embriagadora.
Luis huía de todo contacto; se recogía
como doncella medrosica en su asiento. El
recuerdo de los amigotes era su única de-
;
200 V. BLASCO IBÁÑEZ
fensa. ¿Qué diría su amigo el marqués, un
verdadero filósofo, que, contento con su li-
bertad de marido divorciado, saludaba á su
mujer en la calle y besaba á los niños na-
cidos mucho después de la separación?
Aquel era un hombre. Había que terminar
una escena que juzgaba ridicula.
— No, Ernestina — dijo por fin, tuteando
á su mujer — , Nunca nos uniremos. Te co-
nozco: todas sois iguales. Es mentira lo que
dices. Sigue tu camino, como si no nos
conociéramos...
Pero no pudo continuar. Su mujer le
volvía ahora la espalda. Lloraba descansan-
do la cabeza en el respaldo del asiento, y su
enguantada mano introducía el pañuelo
bajo el velillo para secarse las lágrimas.
Luego hizo un gesto de fastidio. ¡Lagri-
mitas á élL.. Pero no; lloraba de veras, con
toda su alma, con quejidos de angustia y
estremecimientos nerviosos que conmovían
todo su cuerpo.
Arrepentido de su brutalidad, dio orden
al cochero de detener el carruaje. Estaba
fuera de la Puerta de Hierro; no pasaba
nadie en aquel momento por el camino.
EL MILAGRO DE SAN ANTONIO 201
— Trae agua... cualquier cosa. La señori-
ta está enferma.
Y mientras el cochero corría á un ven-
torro inmediato, Luis intentó tranquilizar
á su mujer.
— Vamos, Ernestina, serenidad. No es para
tanto. Esto es ridículo. Pareces una niña.
Pero ella aún gemía cuando llegó el
cochero con una botella llena de agua. Eo
la precipitación había olvidado el vaso.
— No importa, bebe.
Ernestina cogió la botella y se levantó
el velillo. Ahora la veía bien su marido.
Nada de menjurjes de tocador, como en los
tiempos que frecuentaba el mundo: su
cutis, tratado al agua fría, tenía una palidez
fresca, de rosada transparencia.
Luis se fijó en aquellos labios adora-
bles, que se fruncían para ajustarse al cue-
llo de la botella. Bebía con dificultad. Una
gota se escapaba resbalando lentamente
por la barbilla redonda y graciosa. Rodaba
con pereza, enredándose en la impercepti-
ble película de la epidermis. El la seguía
con la vista, aproximándose cada vez más.
|Iba á caer!... ¡Ya caía!
202 V. BLASCO IBÁÑEZ
Pero no cayó; pues Luis, sin saber casi
lo que hacía, la recogió en sus labios, se sin-
tió cogido por los brazos de su mujer, que
lanzaba un grito de sorpresa, de loco júbilo.
— Por fin... Luis mío... ¡Si yo ya lo decíal
|Si eres muy bueno!
Y con la tranquila serenidad de los que
no tienen por qué ocultar su amor, se be-
faron ruidosamente, sin fijarse en el asom-
bro de la mujer del ventorrillo que recogió
la botella.
El cochero, sin aguardar órdenes, arreó
los caballos camino de Madrid.
— Ya tenemos ama — murmuraba soltan-
do latigazos á sus bestias — . A casa pronto,
antes que el señorito se arrepienta.
El coche volaba por la carretera con la
arrogancia de un carro triunfal, y en su in-
terior, los dos esposos, agarrados del talle,
mirábanse con pasión. El sombrero de Luis
estaba á sus pies, y ella le acariciaba la ca-
beza, despeinándole: el juego favorito de su
luna de miel.
Y Luis reía, encontrando el suceso gra-
ciosísimo.
— Nos van á tomar por novios impacien-
EL MILAGRO DE SAN ANTONIO 203
tes. Creerán que escapamos de los Viveros
por estar solos y libres de convidados.
Al pasar frente á San Antonio, Ernes-
tina, reclinada en un hombro de su esposo,
se incorporó.
— Mira: ese es quien ha hecho el milagro
de unirnos. De soltera le rezaba pidiéndole
xin buen marido, y por segunda vez me
protege, dándome mi Luis.
— No, vida mía: el milagro lo has hecho
tú con tu belleza.
Ernestina dudó algunos instantes, como
si temiera hablar, y por fin dijo con mali-
ciosa sonrisa:
— |Ah, señor mío! No creas que me en-
gañas. Lo que te vuelve á mí no es el amor
tal como yo lo quiero; es eso que llaman mi
belleza y los deseos que en ti despierta.
Pero he aprendido bastante en estos años
de consuelo y soledad. Ya verás, Luis mío.
Seré muy buena; te querré mucho... Me
tomas como una amante; pero con bondad
y con cariño, yo he de conseguir que me
adores como á esposa.
Venganza moruna
Casi todos los que ocupaban aquel va-
gón de tercera conocían á Marieta, una
buena moza vestida de luto, que, con un
niño de pechos en el regazo, estaba junto á
una ventanilla, rehuyendo las miradas y la
conversación de sus vecinas.
Las viejas labradoras la miraban, unas
con curiosidad y otras con odio, á través de
las asas de sus enormes cestas y de los far-
dos que descansaban sobre sus rodillas, con
todas las compras hechas en Valencia. Los
hombres, mascullando la tagarnina, lanzá-
banla ojeadas de ardoroso deseo.
En todos los extremos del vagón hablá-
base de ella relatando su historia.
Era la primera vez que Marieta se
atrevía á salir de casa después de la muerte
206 V. BLASCO IBÁÑEZ
de su marido. Tres meses habían pasado
desde entonces. Sin duda sentía miedo á
Teulai, el hermano menor de su marido,
un sujeto que á los veinticinco años era el
terror del distrito; un amante loco de la
escopeta y la valentía que, naciendo rico,
había abandonado los campos para vivir
unas veces en los pueblos, por la tolerancia
de los alcaldes, y otras en la montaña,
cuando se atrevían á acusarte los que le
querían mal.
Marieta parecía satisfecha y tranquila,
¡Oh, la mala piel! Con un alma tan negra,
y miradla qué guapetona, qué majestuosa;
parecía una reina.
Los que nunca la habían visto se exta-
siaban ante su hermosura. Era como las
vírgenes patronas de los pueblos: la tez,
con pálida transparencia de cera, bañada á
veces por un oleaje de rosa; los ojos ne-
gros, rasgados, de largas pestañas; el cuello
soberbio, con dos líneas horizontales que
marcaban la tersura de la blanca carnosi-
dad; alta, majestuosa, con firmes redonde-
ces, que al menor movimiento poníanse de
relieve bajo el negro vestido.
VENGANZA MORUNA ^ 207
Sí, era muy guapa. Así se comprendía
la locura de su pobre marido.
En vano se había opuesto al matrimo-
nio la familia de Pepet. Casarse con una
pobre, siendo él rico, resultaba un absurdo;
y aún lo parecía más al saberse que la no-
via era hija de una bruja, y por tanto, he-
redera de todas sus malas artes.
Pero él firme que firme. La madre de
Pepet murió del disgusto; según decían las
vecinas, prefirió irse del mundo antes que
ver en su casa á la hija de la Bruixa; y
Teulaí, con ser un perdido que no respeta-
ba gran cosa el honor de la familia, casi
riñó con su hermano. No podía resignarse
á tener por cuñada una buena moza que,
según afirmaban en la taberna testigos pre-
senciales (y allí la reunión era de lo más
respetable), preparaba malas bebidas, ayu-
daba á sacar á su madre las mantecas á los
niños vagabundos para confeccionar mis-
teriosos ungüentos, y la untaba los sábados
á media noche, antes de salir volando por
la chimenea.
Pepet, que se reía de todo, acabó ca-
sándose con Marieta, y con esto fueron de
208 V. BLASCO IBÁÑEZ
la hija de la bruja sus viñas, sus algarro-
bos, la gran casa de la calle Mayor y las
onzas que su madre guardaba en los arco-
nes del estudi.
Estaba loco. Aquel par de lobas le ha-
bían dado alguna mala bebida, tal vezpol
vos seguidores, que, según afirmaban las
vecinas más experimentadas, ligan para
siempre con una fuerza infernal.
La bruja, arrugada, de ojillos malignos,
que no podía atravesar la plaza del pueblo
sin que los muchachos la persiguieran á
pedradas, se quedó sola en su casucha de
las afueras, ante la cual no pasaba nadie
por la noche sin hacer la señal de la cruz.
Pepet sacó á Marieta de aquel antro, satis-
fecho de tener como suya la mujer más
hermosa del distrito.
¡Qué manera de vivir! Las buenas mu
Jeres lo recordaban con escándalo. Bien se
veía que el tal casamiento era por arte del
Malo. Apenas si Pepet salía de su casa: ol-
vidaba los campos, dejaba en libertad á los
jornaleros, no quería apartarse ni un mo-
mento de su mujer; y las gentes, á través
de la puerta entornada ó por las ventanas
VENGANZA MORUNA ^ 209
siempre abiertas, sorprendían los abrazos;
los veían persiguiéndose entre risotadas y
43aricias, en plena borrachera de felicidad,
insultando con su hartura á todo el mundo.
Aquello no era vivir como cristianos. Eran
perros furiosos persiguiéndose, con la sed
de la pasión nunca extinguida. | Ah, la gran-
dísima perdida! Ella y la madre le abrasa-
ban las entrañas con sus bebidas.
Bien se veía en Pepet, cada vez más
flaco, más amarillo, más pequeño, como un
cirio que se derretía.
El médico del pueblo, único que se bur-
laba de brujas, bebedizos y de la credulidad
de la gente, hablaba de separarles como
único remedio. Pero los dos siguieron uni-
dos; él cada vez más decaído y miserable;
iella engordando, rozagante y soberbia, in-
sultando á la murmuración con sus aires
de soberana. Tuvieron un hijo, y dos me-
ses después murió Pepet lentamente, como
luz que se extingue, llamando á su mujer
hasta el último momento, extendiendo ha-
cia ella sus manos ansiosas.
|La que se armó en el pueblol Ya esta-
ba allí el efecto de las malas bebidas. La
14
210 V. BLASCO IBÁÑEZ
vieja se encerró en su casucha temiendo á
la gente; la hija no salió á la calle en algu-
nas semanas y los vecinos oían sus lamen-
tos. Por fin, algunas tardes, desafiando lai^
miradas hostiles, fué con su niño al ce-
menterio.
Al principio le tenía cierto miedo k Teu-
laíy el terrible cuñado, para el cual matar
era ocupación de hombres, y que, indigna-
do por la muerte del hermano, hablaba en
la taberna de hacer pedazos á la mujer y á
la bruja de la suegra. Pero hacía un mes
que había desaparecido. Estaría con los ro-
ders en la montaña, ó los negocios le ha-
brían llevado al otro extremo de la provin-
cia. Marieta se atrevió, por fin, á salir del
pueblo; á ir á Valencia para sus compras...
|Ah, la señora! ¡Qué importancia se daba
con el dinero de su pobre marido 1 Tal vez^
buscaba que los señoritos le dijesen algo^
viéndola tan guapetona...
Y zumbaba en todo el vagón el cuchi-
cheo hostil; las miradas afluían á ella, pera
Marieta abría sus ojazos imperiosos, sorbía
aire ruidosamente con gesto de desprecio^,
y volvía á mirar los campos de algarrobos,.
VENGANZA MORUNA 211
los empolvados olivares, las blancas casas,
que huían trazando un círculo en torno del
tren en marcha, mientras el horizonte in-
flamábase al contacto del sol, que se hun-
día entre espesos vellones de oro.
Detúvose el tren en una pequeña es-
tación, y las mujeres que más habían ha-
blado de Marieta se apresuraron á bajar,
echando por delante sus cestas y capazos.
Unas se quedaban en aquel pueblo y se
despedían de las otras, de las vecinas de
Marieta, que aún tenían que andar una
hora para llegar á sus casas.
La hermosa viuda, con el niño en bra-
zos y apoyando en la fuerte cadera la cesta
de las compras, salió de la estación con paso
lento. Quería que la adelantasen en el ca-
mino aquellas comadres hostiles; que la de-
jasen marchar sola, sin tener que sufrir el
tormento de sus murmuraciones.
En las calles del pueblo, estrechas, tor-
tuosas y de avanzados aleros, había poca
luz. Las últimas casas extendíanse en dos
ñlas á lo largo de la carretera. Más allá
veíanse los campos, que azuleaban con la
llegada del crepúsculo, y á lo lejos, sobre la
212 V. BLASCO LBÁÍteZ
ancha y polvorienta faja del camino, mar
cábanse como un rosario de hormigas las
mujeres que, con los fardos en la cabeza,
marchaban hacia el inmediato pueblo, cuya
torre asomaba tras una loma su montera
de tejas barnizadas, brillantes con el último
reflejo de sol.
Marieta, brava moza, sintió repentina-
mente cierta inquietud al verse sola en el
camino. Este era muy largo, y cerraría la
noche antes que llegase á su casa.
Sobre una puerta balanceábase el ramo
de olivo, empolvado y seco, indicador de
una taberna. Bajo de él, y de espaldas al
pueblo, estaba un hombre pequeño, apo-
yado en el quicio y con las manos en la
faja.
Marieta se ñjó en el... Si al volver la ca-
beza resultase que era su cuñado, |Dios
mío, qué susto! Pero segura de que estaba
muy lejos, siguió adelante, saboreando la
cruel idea del encuentro, por lo mismo que
lo creía imposible, temblando al pensar que
fuese Teulaí el que estaba á la puerta de la
taberna.
Pasó junto a él sin levantar los ojos.
VENGANZA MORUNA 213
— Buenas tardes, Marieta.
Era él... Y la viuda, ante la realidad, no
experimentó la emoción de momentos an-
tes. No podía dudar. Era Teulaí', el bárbaro
de sonrisa traidora, que la miraba con aque-
llos ojos más molestos y crueles que sus
palabras.
Contestó con un ¡hola! desmayado, y
ella, tan grande, tan fuerte, sintió que las
piernas le flaqueaban y hasta hizo un es-
fuerzo para que el niño no cayera de sus
brazos.
Teulaí sonreía socarronamente. No ha-
bía por qué asustarse. ¿No eran parientes?
Se alegraba del encuentro; la acompañaría
al pueblo, y por el camino hablarían de al-
gunos asuntos.
— Avant, avant — decía el hombrecillo.
Y la mocetona siguió tras él, sumisa
como una oveja, formando rudo contraste
aquella mujer grande, poderosa, de fuertes
músculos, que parecía arrastrada por Teu-
laí, enteco, miserable y ruin, en el cual úni-
camente delataban el carácter los alfilerazos
de extraña luz que despedían sus ojos. Ma-
rieta sabía de lo que era capaz. Hombres
214 V. BLASCO IBÁÑEZ
fuertes y valerosos habían caído vencidos
por aquel mal bicho.
Eq la última casa del pueblo una vieja
barría canturreando su portal.
— ¡Bóna dona, hbna dona! — gritó Teulai.
La buena mujer acudió, tirando la es-
coba. Era demasiado célebre el cuñado de
Marieta en muchas leguas á la redonda
para no ser obedecido inmediatamente.
Cogió al niño de brazos de su cuñada,
y sin mirarlo, como si quisiera evitar un
enternecimiento indigno de el, lo pasó á los
brazos de la vieja, encargándole su cuida-
do... Era asunto de media hora: volverían
pronto por él, en cuanto terminasen cierto
encargo.
Marieta rompió en sollozos y se abalan-
zó al niño para besarle. Pero su cuñado
tiró de ella.
— Avant, avant.
Se hacía tarde.
Subyugada por el terror que inspiraba
aquel hombrecillo venenoso á cuantos le
rodeaban, siguió adelante, sin el niño y sin
la cesta, mientras la vieja, santiguándose,
se apresuraba á meterse en casa.
VENGANZA MORUNA 215
Apenas si se distinguían como puntos
indecisos en el blanco camino las mujeres
que marchaban al pueblo. Los pardos va-
pores del anochecer extendíanse á ras de
ios campos, la arboleda tomaba un tono de
obscuro azul, y arriba, en el cielo, de color
violeta, palpitaban las primeras estrellas.
Continuaron en silencio algunos minu-
tos, hasta que Marieta se detuvo con una
decisión inspirada por el miedo... Lo que
tuviera que decirle, lo mismo podía ser allí
que en otra parte. Y la temblaban las pier
ñas, balbuceaba y no se atrevía á alzar los
ojos por no ver á su cuñado.
A lo lejos sonaban chirridos de ruedas;
voces prolongadas se llamaban á través de
ios campos, rasgando el silencioso ambiente
del crepúsculo.
Marieta miraba con ansiedad el camino.
ISTadie. Estaban solos ella y su cuñado.
EvSte, siempre con su sonrisa infernal,
hablaba con lentitud... Lo que tenía que
decirle era que rezase; y si sentía miedo, po-
día echarse el delantal por la cara. A un
hombre como él no le mataban un herma-
no impunemente.
216 V. BLASCO IBÁÑEZ
Marieta se hizo atrás, con la expresión
aterrada del que despierta en pleno peligro.
Su imaginación, ofuscada por el miedOy
había con<íebido antes de llegar allí las ma-
yores brutalidades; palizas horrorosas, el
<3uerpo magullado, la cabellera arrancada,
pero... ¡rezar y taparse la cara! ¡Morir ! |Y
tal enormidad dicha tan fríamente!...
C©n palabra atropellada, temblando y
suplicante, intentó enternecer á TeulaL
Todo eran mentiras de la gente. Había que-
rido con el alma á su pobre hermano, le
quería aún; si había muerto fué por no
creerla á ella, á ella que no había tenida
valor para ser esquiva y fría con un hom-
bre tan enamorado.
Pero el valentón la escuchaba acen-
tuando cada vez más su sonrisa, que era ya
una mueca.
— ¡Galla, filia de la Bruixa!
ÍEUa y su madre habían muerto al pobre
Pepet. Todo el mundo lo sabía; le habían
consumido con malas bebidas... Y si él la
escuchaba ahora sería capaz de embrujarla
también. Pero no; él no caería como el ton-
to de su hermano.
VENGANZA MORUNA 217
Y para probar su firmeza de hiena, sin
otro amor que el de la sangre, cogió con
sus manos huesosas la cara de Marieta, la
levantó para verla más de cerca, contem-
plando sin emoción las pálidas mejillas, los
ojos negros y ardientes que brillaban tras
las lágrimas.
— ¡Bruixa... envenenaora!
Pequeñín y miserable en apariencia,
abatió de un empujón á la buena moza; hizo
caer de rodillas aquella soberbia máquina
de dura carne, y retrocediendo buscó algo
en su faja.
Marieta estaba anonadada. Nadie en el
camino. A lo lejos los mismos gritos, el
mismo chirriar de ruedas: cantaban las
ranas en una charca inmediata; en los ri-
bazos alborotaban los grillos, y un perro
aullaba lúgubremente allá en las últimas
casas del pueblo. Los campos hundíanse en
los vapores de la noche.
Al verse sola, al convencerse de que
iba á morir, desapareció toda su arrogan-
cia de buena moza; se sintió débil como
cuando era niña y le pegaba su madre, y
rompió en sollozos.
218 V. BLASCO IBÁÑEZ
— ¡Mátam, mátam! — gimió echándose á
la cara el negro delantal, enrollándolo en
torno de su cabeza.
Teulai se acercó á ella impasible, con
una pistola en la mano. Aún oyó la voz de
su cuñada gimiendo á través de la negra
tela con lamentos de niña, rogándole que
la rematase pronto, que no la hiciera sufrir,
intercalando sus súplicas entre fragmentos
de oraciones que recitaba atropelladamente.
Y como hombre experimentado, buscó con
la boca de la pistola en aquel envoltorio
negro, disparando los dos cañones á la vez.
Entre el humo y los fogonazos vióse á
Marieta erguirse como impulsada por un
resorte y desplomarse con un pataleo de
agonía que desordenó sus ropas.
En la masa negra é inerte quedaron al
descubierto las blancas medias de seducto-
ra redondez, estremeciéndose con el último
estertor.
Teulai, tranquilo como hombre que á
nadie teme y cuenta en último término con
un refugio en la montaña, volvió al inme-
diato pueblo en busca de su sobrino, satis-
fecho de su hazaña.
VENGANZA MORUNA 219
Al tomar al pequeñuelo de manos de la
aterrada vieja, casi lloró.
— ¡Pohret! ¡pohret meu! — dijo besándole.
Y su conciencia de tío inundábase de
satisfacción, seguro de haber hecho por el
pequeño una gran cosa.
•«^«^■■^■a
La pared
Siempre que los nietos del tío Rabosa
se encontraban con los hijos de la viuda de
Casporra en las sendas de la huerta ó en
las calles de Campanar, todo el vecindario
comentaba el suceso. ¡Se habían mirado!^.
jSe insultaban con el gesto!... Aquello aca-
baría mal, y el día menos pensado el pue-
blo sufriría un nuevo disgusto.
El alcalde con los vecinos más notables
predicaban paz á los mocetones de las dos
familias enemigas, y allá iba el cura, un
vejete de Dios, de una casa á otra recomen-
dando el olvido de las ofensas.
Treinta años que los odios de los Rabo-
sas y Casporras traían alborotado á Campa-
Har. Casi en las puertas de Valencia, en el
222 V. BLASCO IBÁÑEZ
risueño pneblecito que desde la orilla del
río miraba á la ciudad con los redoudoi^
ventanales de su agudo campanario, repe-
tían aquellos bárbaros, con un rencor afri-
cano, la historia de luchas y violencias de
las grandes familias italianas en la Edad
Media, Habían sido grandes amigos en otro
tiempo; sus casas, aunque situadas en dis-
tinta calle, lindaban por los corrales, sepa-
rados únicamente por una tapia baja. Una
noche, por cuestiones de riego, un Casporra
tendió en la huerta de un escopetazo á un
hijo del tío Rabosa, y el hijo menor de éste,
porque no se dijera que en la familia no
quedaban hombres, consiguió, después de
un mes de acecho, colocarle una bala entre
las cejas al matador. Desde entonces las
dos familias vivieron para exterminarse,
pensando más en aprovechar los descuidos
del vecino que en el cultivo de las tierras.
Escopetazos en medio de la calle; tiros que
al anochecer relampagueaban desde el fon-
do de una acequia ó tras los cañares ó ri-
bazos cuando el odiado enemigo regresaba
del campo; alguna vez un Rabosa ó un Cas-
porra camino del cementerio con una onza
LA PARED 223
de plomo dentro del pellejo, y la sed de ven-
ganza sin extinguirse, antes bien, extremán-
dose con las nuevas generaciones, puei^
parecía que en las dos casas los chiquitines
salían ya del vientre de sus madres ten
diendo las manos á la escopeta para matar
á los vecinos.
Después de treinta años de lucha, en
casa de los Casporras sólo quedaba una
viuda con tres hijos mocetones que pare-
cían torres de músculos. En la otra estaba
el tío Rabosa, con sus ochenta años, inmóvil
en un sillón de esparto, con las piernas
muertas por la parálisis, como un arrugado
ídolo de la venganza, ante el cual juraban
sus dos nietos defender el prestigio de la
familia.
Pero los tiempos eran otros. Ya no era
posible ir á tiros como sus padres en plena
plaza á la salida de misa mayor. La Guardia
civil no les perdía de vista; los vecinos le»
vigilaban, y bastaba que uno de ellos se de-
tuviera algunos minutos en una senda ó en
una esquina para verse al momento ro-
deado de gente que le aconsejaba la paz.
Cansados de esta vigilancia que degeneraba
224 V. BLASCO IBÁÑEZ
ea persecución y se interponía entre ellos
como infranqueable obstáculo, Casporras y
Babosas acabaron por no buscarse, y hasta
se huían cuando la casualidad les ponía
frente á frente.
Tal fué su deseo de aislarse y no verse,
que les pareció baja la pared que separaba
sus corrales. Las gallinas de unos y otros,
escalando los montones de leña, fraterni-
zaban en lo alto de las bardas; las mujeres
de las dos casas cambiaban desde las ven-
tanas gestos de desprecio. Aquello no po-
día resistirse; era como vivir en familia, y
la viuda de C aspar r a hizo que sus hijos le-
vantaran la pared una vara. Los vecinos se
apresuraron á manifestar su desprecio con
piedra y argamasa, y añadieron algunos
palmos más á la pared. Y así, en esta muda
y repetida manifestación de odio, la pared
fue subiendo y subiendo. Ya no se veían
las ventanas; poco después no se veían los
tejados; las pobres aves del corral estreme-
cíanse en la lúgubre sombra de aquel pare-
dón que las ocultaba parte del cielo, y sus
cacareos sonaban tristes y apagados á tra-
vés de aquel muro, monumento del odio,
LA PARED 225
que parecía amasado con los huesos y la
sangre de las víctimas.
Así transcurrió el tiempo para las dos
familias, sin agredirse como en otra época,
pero sin aproximarse: inmóviles y cristali-
zadas en su odio.
Una tarde sonaron á rebato las campa-
nas del pueblo. Ardía la casa del tío Rabo-
sa. Los nietos estaban en la huerta; la mu-
jer de uno de éstos en el lavadero, y por
las rendijas de puertas y ventanas salía un
humo denso de paja quemada. Dentro, en
aquel infierno que rugía buscando expan-
sión, estaba el abuelo, el pobre tío Rabosa,
inmóvil en su sillón. La nieta se mesaba
los cabellos, acusándose como autora de
todo por su descuido; la gente arremoliná-
base en la calle, asustada por la fuerza del
incendio. Algunos, más valientes, abrieron
la puerta, pero fué para retroceder ante
la bocanada de denso humo cargada de
chispas que se esparció por la calle.
— ¡M agüelo! ¡El pobre agüelo! — gritaba
la de los Rabosas volviendo en vano la mi-
rada en busca de un salvador.
Los asustados vecinos experimentaron
15
226 V. BLASCO IBÁÑEZ
el mismo asombro que si hubieran visto el
campanario marchando hacia ellos. Tres
mocetones entraban corriendo en la casa
incendiada. Eran los Casporras. Se habían
mirado cambiando un guiño de inteligencia,
y sin más palabras se arrojaron como sala-
mandras en el enorme brasero. La multitud
les aplaudió al verles reaparecer llevando
en alto como á un santo en sus andas al
tío Rabosa en su sillón de esparto. Aban-
donaron al viejo sin mirarle siquiera, y
otra vez adentro.
— ¡No, no! — gritaba la gente.
Pero ellos sonreían siguiendo adelante.
Iban á salvar algo de los intereses de sus
enemigos. Si los nietos del tío Eabosa estu-
vieran allí, ni se habrían movido ellos de
casa. Pero sólo se trataba de un pobre vie-
jo, al que debían proteger como hombres
de corazón. Y la gente les veía tan pronto
en la calle como dentro de la casa, bucean-
do en el humo, sacudiéndose las chispas
como inquietos demonios, arrojando mue-
bles y sacos para volver á meterse entre
las llamas.
Lanzó un grito la multitud al ver á los
LA PARED 227
dos hermanos mayores sacando al menor
en brazos. Un madero, al caer, le había
roto una pierna.
— ¡Pronto una silla!
La gente, en su precipitación, arrancó
al viejo Rabosa de su sillón de esparto para
sentar al herido.
El muchacho, con el pelo chamuscado
y la cara ahumada, sonreía ocultando los
agudos dolores que le hacían fruncir los la-
bios. Sintió que unas manos trémulas, ás-
peras, con las escamas de la vejez, oprimían
las suyas.
— ¡FUI meu! ¡fill meu! — gemía la voz del
tío Rabosa^ quien se arrastraba hacia él.
Y antes que el pobre muchacho pudie-
ra evitarlo, el paralítico buscó con su
boca desdentada y profunda las manos que
tenía agarradas, y las besó, las besó un sin-
número de veces, bañándolas con lágri-
mas.
Ardió toda la casa. Y cuando los alha-
míes fueron llamados para construir otra,
los nietos del tío Rabosa no les dejaron co-
228 V. BLASCO IBÁNEZ
menzar por la limpia del terreno, cubierto
de negros escombros. Antes tenían que
hacer un trabajo más urgente: derribar la
pared maldita. Y empuñando el pico, ellos
dieron los primeros golpes.
FIN
INDIOS
Págs,
La condenada . 5
Primavera triste 17
El parásito dei tren 29
Golpe doble • • • . . 41
En el mar 51
¡Hombre al agua! 69
Un silbido 79
Lobos de mar 89
Un funcionario 99
El ogro 117
La barca abandonada 129
El maniquí 145
La paella del roder 159
En la boca del horno 171
El milagro de San Antonio , . 187
Venganza moruna 205
La pared 221
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