LA ZARPA DE LA ESFINGE
Es propieíiad.
Queda hecho el depo-
sito que marca la J>ey.
Imp. de V. Rico.-Paseo del Prado, 30.-MADRID
ANTONIO DE HOYOS
Y VINENT
LA ZARPA
DE LA ESFINGE
NOVELA
BIBLIOTECA HISPANLA
CIP, 4.— MADRID
Digitized by the Internet Archive
in 2013
http://archive.org/details/lazarpadelaesfinOOhoyo
PRÓLOGO
Cuando el celebrado literato
don Antonio de Hoyos y Vinent
me hizo el honor de invitarme
a escribir el prólogo de su no-
vela La zarpa de la esfinge ex-
perimenté dos impresiones con-
tradictorias. La primera, de
agrado, porque hacía tiempo
que me consideraba yo en el de-
ber de decir algo de este autor,
que se destaca con singular brío
6 ANTONIO DE HOYOS \ \ i:N h:M
entre los mejores artistas del
léxico y de la tabula. Estimo
obliiíación de los viejos discu-
rrir acerca de los nuevos, ya
para aplaudirlos, ya para casti-
garlos. El silencio y la indife-
rencia son incompatibles con el
amor a las letras. Harto nos afli-
ge a todos, antiguos 3^ moder-
nos, el desdén común de la ciu-
dadanía. Si nos pusiéramos de
acuerdo los novelistas, cuentis-
tas, articulistas, y críticos de
toda condición y laya que cola-
boramos en la Prensa para ob-
tener de ésta que los libros tu-
vieran un trato igual a las obras
teatrales, en lo que atañe a la
PRÓLOGO
7
publicidad, nos veríamos exen-
tos acaso del ludibrio corriente:
el de un desprecio absoluto.
Cuando 3^0 era algo en el pe-
riodismo vinieron a verme en el
mismo día y con escasas horas
de diferencia el autor de una
comedia que se iba a estrenar
en Lara y el autor de una nove-
la que iba a aparecer en los es-
caparates entonces. Ambos so-
licitaban mi intervención para
que la crítica se ocupara de
ellos. Al comediógrafo le con-
testé: «Seguramente logrará su
deseo. Intentará ganarle la be-
nevolencia, pero la atención la
tiene segura . Su obra será el
8
tema de todos los escritores que
de teatros hablan, porque, si un
diario dejara de dar noticia de
un estreno, quedaría descalifi-
cado.» Al novelista le dije: «Di-
fícil empresa la que usted inten-
ta. Veremos. Haré lo posible,
pero sólo puedo asegurarle que
yo diré algo de su libro.»
V en efecto, de la comedia
hubo informaciones y críticas
en todos los periódicos. De la
novela se escribió sólo en algu-
nos periódicos, en los que yo te-
nía amigos. Quedó así marcada
la diferencia de trato que se da
aquí al novelista y al dramatur-
go. Y luego viene, como conse-
PRÓLOGO
9
cuencia natural, otra: el drama-
turgo gana dinero; el novelista
no lo gana, fuera de casos ma-
ravillosos, que no me indignan,
sino que me sorprenden a mí
que no vendo ni los ejemplares
para pagar el gasto de la im-
presión.
De modo que si, además de
estas desdichas, se hubiera de
regatear el estímulo del juicio
sobre lo que se estampa, habría
que darse a los diablos y poner
en el padrón de vecinos: «N. N.,
novelista y suicida.»
Es evidente el desdén al libro.
Señal de atraso, indicio de bar-
barie. No nos hagamos ilusio-
10 ANTONIO DK HOYOS Y VlXlí.NT
nes. Donde no se lee, no se pien-
sa, y donde no se piensa, es en
el país de las bajas servidum-
bres, juzgad, viendo lo que su-
cede en nuestra España, los vo-
lúmenes que circulan. La reali-
dad política es una cifra: una
estadística bochornosa.
Por eso cuantos literatos acu-
den a mí hallan una amable aco-
gida, y más éste, que en sus ex-
trañas invenciones, llenas de
originalidíid, bordeadoras del
precipicio, sugestiona al lector
y excita los estímulos de la cu-
riosidad. Hoyos y Vinent tiene
ese mérito. Os habla de aristó-
cratas y de hampones, de altas
PRÓLOGO
11
damas y de prostitutas, de poe-
tas y de histriones, de toreros y
de vulgares viciosos, y os pasea
por 1 is maravillas del arte y por
los tugurios. Una escena es en
el Coliseo romano, a la luz de la
luna; la otra es en un lupanar.
Mujeres hermosísimas que hue-
len a violetas se codean en esas
páginas con infectos engendros
de la degeneración fisiológica.
La canción inmortal vibra junto
a la carcajada de la imbécil em-
briaguez. Suenan frases genia-
les cuando apenas se han olvi-
dado los chistes chulescos. Ya
creéis haber arribado al Olimpo
cuando os sentís arrastrado a
12 ANTONIO DE HOYOS Y VíNENT
un café, en el que dialogan mal-
vados y mujerucas. V llega un
momento en que queréis tirar el
libro... pero cuando vais a arro-
jarle de la mano os sentís atraí-
do por el encanto de la bella pá-
gina pasada, y por la que es-
peráis, y seguís leyendo, y leéis,
y concluís la lectura con el an-
sia de que continuara. Milagro
de un feliz ingenio narrativo que
satura de emoción cuanto hace.
Pero he dicho que al solicitar
de mí el notabilísimo novehsta
una cooperación sentí dos im-
presiones distintas. De la pri-
mera, grata, ya he hablado; de
la segunda, he de hablar.
PRÓLOGO
13
No opino en modo alguno
como el señor Hoyos y Vinent
respecto a la doctrina literaria.
Pero, ¿sería eso motivo de apar-
tamiento? En primer lugar nada
importa a nadie mi opinión^ y
aunque la expusiera crudamen-
te, no le quitaría el sueño a un
escritor que ha ganado justa-
mente los lauros de la fama. Ni
sería bien que sólo se dedicase
atención a los coincidentes en
las normas y disciplinas estéti-
cas. Así se convertiría el campo
de las artes en una serie de pe-
queñas capillas, en las que, más
que orar por lo bello, se organi-
zarían conjuras contra el culto
14 AXTOMO DE HOYOS Y VINKNT
de la acera de enfrente. Debe-
mos defender nuestro juicio, por
humilde que sea, sin ofender al
juicio adverso. En toda intran-
sigencia hay orgullo; esto es,
maldad.
Yo abomino de la literatura
para hombres solos, o para hem-
bras que superan al hombre en
el desprecio de la moral. Tam-
poco erigiré en mi bibliotecaria
a una dama como aquella de
que habla Dickens, que no tenía
en su gallinero ni un solo gallo,
temerosa de las audacias y be-
llaquería que el ave valiente y
luchadora ejecuta a la luz del
sol en el mansueto y liviano ha-
PRÓLOGO
15
rén. Todo lo que es tiene dere-
cho a ser descrito y analizado.
Pero, además del gallo, hay
otros seres en la escala zoológi-
ca, y muchos aman decentemen-
te, sin que sea ni más fácil ni
menos interesante narrar sus
costumbres.
El que, caminando por la vida,
tropieza con la escena escabro-
sa, no ha de escapar como co-
legial hipócrita o pudibundo;
pero si se obstina en buscar la
impureza, entonces ya incurre
en culpa. Y esa es la doctrina
que sostiene el gran Sainte-Beu-
ve cuando discurre maravillo-
samente sobre las Memorias de
16 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
Casa nova de Seingalt, sobre
Crebillon y sobre el poeta lúbri-
co Baffo.
Bien es necesario que conste
que Hoyos y Vinent no es clási-
camente un rebuscador de in-
moralidades, ni era posible que
lo fuera, sintiendo como siente
tan hondamente el bello estímu-
lo de las altas letras. Lo que
hay es que suele hallar dema-
siadamente en sus invenciones
gentes viciosas, y cuanto ellas
hacen, piensan y dicen suena y
huele a vil pecado. Pero en mu-
chas ocasiones se encuentra con
nobles espiritualidades, y las
analiza diestramente, y enton-
PRÓLOGO
17
ees es euando a mí me agradan
más sus páginas.
En fin, baste con lo expuesto
para que se sepa en qué y por
qué disiento de un novelista de
tan fecunda y original fantasía,
y que h.i educado su talento con
bien elegidas y abundantes lec-
turas.
Posee un arte personal eficací-
simo para componer la escena,
para presentar al personaje y
para darle aires de vida. Cuali-
dad que pocos logran. Y eso
acredita el don maravilloso del
novelista. Sirva de prueba de
mi parecer este retrato bellísi-
mo de la bailarina Judith Israel,
2
18
ANTONIO DH: HOVOS V VlNENt
en la que poco esfuerzo cuesta
reconocer a Tórtola Valencia:
«Alta, ondulante y hier ática
a una, poseía una hermética
b elle :2a de esfinge. El rostro
fríOy clásico, sereno, blanco e
inmóvil como una mascarilla
de alabastro, hallábase encua-
drado en vma cabellera peinada
a la moda egipcia, tan espesa
y negra que parecía tallada en
ébano; sus labios, finos y delga-
dos, eran un leve tra^o^ de púr-
pura, y en sus ojos^ raros, ver-
des , luminosos, triangtdares,
había un extraño poder de fas-
cinación. Siempre moldeada en
blandas y pesadas estofas rie-
PRÓLOGO
19
ludas de oro y plata y con ajor-
cas de cabalísticas pedrerías
— los ópalos de maleficio, las
peridotaSy las amatistas de la
cúbala — en los bracos blancos,
delgados y osciladores como
reptiles^ había en sus gestos,
mecidos por la música bárbara
de ignoradas melodías, una ele-
gancia ofidiana que contras-
taba con su quietud de otras
veces, una quietud de esfinge,
mejor de Sibila, rígida sobre la ♦
piel de Pitón, prisionera^en la
pesada magnificencia de un
templo de Oriente.^>
De esta manera, ante las ex-
celsitudes de la hermosura, la
20 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
mente del poeta advierte sus
resplandores... Y cuando nos ha
extasiado, y parece que va a ir
ascendiendo por los escalones
de jaspe, siente que le llaman
los otros sujetos de la fábula, el
Cautivo^ el Posturas^ las «dos
mujeres pintarrajeadas» que es-
taban a la puerta de «una casa
de sospechosa catadura » . . . Y
esos miserables^ engendros des-
truyen la emoción sublime y
honda... Entonces el artista se
pone a remover con su bastón
de oro la podre, buscando lo que
no ha de hallar: perlas. Hasta
en esa ocasión maravilla el
acierto descriptivo, la naturah-
PRÓLOGO
21
dad del diálogo, la invención
donosa, refulgente. Pero el lec-
tor, el lector que merece ser so-
licitado, siente un doloroso es-
pasmo. Como ya el autor le ha
ganado la voluntad, y espera de
su maestría una en^oción pura
y conmovedora, continúa aten-
to, y no pasa una página, sino
que en todas se detiene. No es
trabajo perdido, porque hasta
donde lo obsceno impera, impe-
ra también el arte. Aquí y allá
chispea la gracia; un rasgo de
estilo, una curiosa, inesperada
observación, un cuadro en que
la verdad palpita. Es que, en fin,
no hay géneros. Sólo hay auto-
22 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
res, y en ésta existe el prestigio
dominador de la inspiración.
Sin otro título que el de los
años, que suplen a veces el de
la autoridad magistral, yo me
atrevería a proponer a Hoyos y
Vinent que algún día escribiera
una novela de las que los nuevos
llaman por burla «inocente». En
ella encontraría motivos de su-
periorís^o interés. Sería un
viaje por el dulce país de los ho-
nestos amores y de la comuni-
cativa ternura. En esos temas
hallaría la ocasión de un triunfo
definitivo.
J. Ortega Munilla.
Madrid, Noviembre 18.
LA OFRENDA
Tórtola: tú eres el símbolo de la
hellesa única. Antes de conocerte
yo te había visto dansar ante He-
rodes, como Salomé ¡bailar en el de-
sierto entre los tigres, como Cleopa-
tra... Eres el ensueño hecho carne.
Estás más allá de la vida, del
tiempo y del espacio. Deja que te
ofrezca en homenaje la historia
trágica de una pobre danzarina
que fué hermética y hierática y
tuvo zarpa de piedra como la Es-
finge, y corazón de carne como hija
de Eva. Déjame depositar a tus
pies, ¡divinos pies enjoyados de
icono!, la ofrenda.
'i A la gloria de Tórtola Valencia:
Oro, Incienso, Mirra,^
PRIMERA PAR
I
EL CORTEJO DE TERPSÍCORE
La presencia de la marquesa El-
vira en el baile de La Dalia fué un
escándalo. Toda la concurrencia (y
el hecho de ser martes de Carna-
val, agravado por el de celebrar el
Niño del Piano^ que tantismas—
frase estampada en las invitaciones
en que se ofrecía la fiesta a dos do-
cenas de jóvenes y señoritas, dis-
tinción tan propia como digna de
encomio, así como a unos cuantos
astros coletudos, entre los que bri-
llaba con luz propia el Cautivito^
28 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
más conocido en los colmados que
en las plazas, y más que por los pú-
blicos por las damas que celebran
mercados de sus encantos, y que en
el caso de Cipriano hacíanse una
dulce carg"a de atender a la satis-
facción de sus necesidades y boato,
con larg"ueza merecedora de loa-
simpatías contaba en el barrio, ha-
cíale imponente) había desfilado
ante el grupo formado por la mar-
quesa Elvira de Moneada, Judith
Israel, la admirable danzarina; Ju-
lito Calabi és, Gregorito Alsina, Wi-
fredo Silvano, el compositor de La
danm^e Walpiirgis;V?i\^x\Q\o Re-
manso, el poeta evocador de El
amor de Antinous, y Miguel Angel
Estrada, escultor vidente e ilumi-
nado que creara las alucinantes
LA ZARPA DE LA ESFINGE 29
figuras de «La Lujuria» y «La Muer-
te», el inquietante grupo que en la
última Exposición provocó un con-
flicto de orden público.
Ni una sola de las personas reuni-
das en el amplio salón de la Socie-
dad Recreativa de Baile dejó de re-
conocer, bajo los disfraces vulga-
res, a la aristócrata y a la artista.
Verdad que Elvira, enamorada de
las cosas sensacionales, soñando
con vivir las novelas de Tean Luis
Talón, de Dumas, de Gautiei , todas
aquellas espagnolades de marque-
•sas y toreros, de bandidos y de da-
mas del gran mundo, no había pues-
to tampoco gran empeño en pasar
desapercibida. En vez de modestas
interioridades que, bajo el plebeyo
capuchón de percal rosa, diesen la
30
ANTONIO DR HOYOS Y VINENT
sensación de una criadiia u obreri-
11a lanzada a una noche de juerga,
había conservado el mismo traje
con que comiera en casa de la viz-
condesa de Pancorbo: una toilette
firmada Paquin, una creación ex-
quisita de gasa rosa, muy pálida,
sostenida por grandes bandas de
moaré negro, prisioneras en hebi-
llas Luis XV de brillantes. Los za-
patos de antílope negro^ cerrados
con strass, y las medias de encaje,
completaban la indumentaria, que,
semioculta por el hórrido disfraz,
denunciaba a la mujer chic. Pero
aunque nada de ello hubiese existi-
do, y en vez de muselinas, sedas y
blondas cubrieran su cuerpo menu-
do, de firmes y armoniosas curvas,
el merino, el percal y la batista de
LA ZARPA DÉ LA ESFINGE 31
las coquetonas servidoras de casa
grande, hubiese bastado el oro des-
vaído de su ondulada cabellera, tan
pálida que parecía empolvada; las
pupilas de turquesa, ingenuas y so-
ñadoras^ en que había un breve dejo
de ironía, ese matiz de leve burla
sentimental de los epigramas de
Beaumarchais; la boca de corazón,
golosa y sensual, bajo cuyos labios
se cobijaba un lunar de terciopelo
negro, y, sobre todo, aquella gracia
maciza y alada a un tiempo mismo,
en una liviana y señoril gracia frí-
vola, despreocupada y juguetona, de
ninfa de Versalles, prisionera de
largo corsé, que corriera entre cor-
deros lazados de rosa por praderas
de esmeraldas sobre los altos taco-
nes de sus chapines de plata, muy
32 ANTONIO DE HOYOS Y VIXENT
siglo x\'iii, que le hacía evocar, aun
bajo los ceñidos trajes actuales, las
pomposas sayas florecidas de rosas
y los cuadi-ados escotes que mostra-
ban apetitosas las duras pomas de
los senos. Porque Elvira Moneada
era una de esas mujeres cuyo tipo
evoca una época. Hay siluetas que
forzosamente hacen vivir ante nos-
otros el viejo Bizancio fastuoso y
magnífico, y aun entre harapos o
con indumentaria chulesca son vie-
jos iconos nimbados de oro; otras
conjuran Grecia, o las misteriosas
historias medioevales. La marque-
sa Elvira recordaba el siglo galan-
te, y lo mismo en el suntuoso esplen-
dor de los vestidos de l^aile que en
los trajes de sport o los severos ata-
víos sastre, era siempre la pastora
LA ZARPA DE LA ESFINGE 33
Watteau, candida y libertina, que
jugaba con sus amantes a Filis y
Amarilis en una Arcadia de guar-
darropía.
Pero como si aun su tipo y su po-
pularidad fuese poco para ser reco-
nocida, la gente que le rodeaba-
aquel Julito Calabrés, perpetuo ex-^
plorador de la noche, que se empe-
ñaba en encontrar en la calle del
Grafal a los héroes de Hoffmann y
a los escalofriantes personajes de
Baudelaire; el inconfundible Gre-
gorio Alsina y, sobre todo, Judith
Israel, con su cortejo de artistas de-
cadentes—no hubiera dejado lugar
a dudas, en caso que hubiese podi-
do haberlas.
i judith Israel! La bailarina sagra-
da que había hecho de sus danzas
3
34 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
una evocación del Oriente remoto,
la que puso en la canallesca grose-
ría de los music-halls la nota ex-
quisita de su arte exotérico, fasci-
nador e inquietante. Sus bailes no
eran, tal vez, sino poses artísticas
hechas al ritmo de una música sabia
y primitiva, música de encantador
de áspides; poses semejantes a otras
muchas exhibidas por cien artistas
de café-concierto, pero... Hay mu-
chos que escriben, muchos que pin-
tan cuadros o labran esculturas, in-
finidad de mujeres que cantan o
bailan, y, sin embargo, el chispazo
del genio, la varita mágica que hace
de la obra vulgar la obra de arte,
la obra única, esos pocos la poseen,
y Judilh tenía su secreto.
Alta, ondulante y hierática a una,
LA ZARPA DE LA ESFINGE 35
poseía una hermética belleza de es-
finge. El rostro trío, clásico, sereno,
blan( o e inmóvil como una mascari-
lla de alabastro, hallábase encua-
drado en una cabellera peinada a la
moda egipcia, tan espesa y negra
que parecía tallada en ébano; sus
labios, finos y delgados, eran un
leve tra/o de púrpura, y en sus ojos
raros, verdes, luminosos, triangu-
lares, había un extraño poder de
fascinación. Siempre moldeada en
blandas y pesadas estofas rieladas
de oro y plata, con ajorcas de caba-
lísticas pedrerías— los ópalos de ma-
leficio, las per dotas, las amatistas
de la cábala--en los brazos blancos,
delgados y osciladores como repti-
les, había en sus gestos, mecidos
por la música bárbara de ignoradas
36
AXTOMO DE HOYOS Y VlNhXT
melodías, una elegancia ofidiana
que contrastaba con su quietud de
otras veces, una quietud de esfin-
<>e, mejor de Sibila, rígida sobre la
piel de Pitón, prisionera en la pesa-
da ma;L;niticencia de un templo de
Oriente.
¡Judith Israel! La leyenda la decía
oriunda de muy humilde estirpe, de
no sé qué en ante familia bohemia;
hacíale algo muy miserable, muy
bajo, a que el arle, con su saluta-
ción, pui iücara como el carbón ar-
diente purificó los labios de Isaías.
Vivía ahora en las regiones inacce-
sibles de la gloria; sólo de tarde en
tarde la sangi e canalla despertaba
en sus venas, y entonces echábalo
todo a rodar y huía a revolcarse en
el fango. Y era la revancha del pa-
LA ZARPA DE LA HSFL\GE 37
sado, unos días de vida miserable y
canallesca. Luego volvía altiva, in-
abordable, más profunda, lejana y
misteriosa que nunca.
Amores no se la conocían a Ju-
dith Israel. Conocíasela, sí, un ado-
rador viejo apasionado de ella, a
quien trataba con glaciedad desde-
ñosa. Por lo demás, desfilaba rodea-
da de pseudogenios que, alucinados
por el arte, vivían lejos de las impu-
rezas de la carne en una perpetua
maceración espiritual, y para quie-
nes ella encarnaba el símbolo»
Aquella noche, sobre el traje ne-
^ro irisado de oro había echado un
extraño pañolón de Manila, de un
A^erde rabioso, florecido de mons-
truosas rosas negras- Desdeñosa en
su hermetismo de la máscara, os-
38 ANTOxNIO DE HOYOS Y VINENT
tentaba, como una careta trágica,
el rostro albo y translúcido encerra-
do en el sombrío nimbo de su cabe-
llera. La tela, floja }' pegajosa, del
mantón, arrastrada por el peso de
flecos y bordados, adheríase a su
cuerpo subrayando la rigidez de sus
gestos, una rigidez mecánica, casi
alucinante.
Pasado el primer momento de es-
tupor, causado por la presencia de
los intrusos, el baile habíase reanu-
dado. El organillo cantaba las notas
de una habanera, y las parejas, muy
ceñiditas, columpiábanse en lentos
vaivenes. Eran mujeres de rompe y
rasga, hembras de trapío, mozas de
partido y alguna trabajadora endo-
mingada que andaba buscándole
tres pies al gato. Las más llevaban
LA ZARPA DE LA ESFINGE
39
el castizo pañuelo filipino^ unas ter-
ciado a la torera, otras clásicamen-
te colgado de los hombros, algunas
a la manera gitana que cupletistas
y bailarinas han deshonrado por
esos tablados de Dios; también ha-
bía unas cuantas mujeres disfraza-
das de japonesas, pierrots y patudos
bebés. En cuanto al elemento mas-
culino, formábalo en su mayoría
señoritos aflamencados, chulos de
mujeres, criados y chauffetirs, y
como nota selecta algún torero de
barrio, de los que tienen por campo
de sus proezas .Getafe, Vaciama-
drid, Arganda o Morata.
El salón era grande, aunque un
tanto ahogado por lo bajo del techo
y lo estrecho de las ventanas. Un
papel obscuro, con floripondios co-
40
ANTOXIO DK HOYOS Y VliVEiNT
lor cho(H)late, c ubría los muros, que
alebraban como g-ayas notas los
hórridos colorines de unos cuantos
carteles de toros. Como adorno ex-
traordinario pendían aquella noche,
por techo y paredes, polícromas ca-
denetas de papel.
La concurrencia poJía decñrse
enorme, y aunque la mayoría, des-
pués de la bronca de el Cautivo con
el Posturas — un ^o\ío explotador
de las mujeres de baja estofa— ha-
bíase i-efugiado en el ambigti, disi-
de Cipriano refrescaba la sanore
irritada por el sofocón, atín queda-
ba gente para llenar el salón en que
las parejas, sudorosas, jadeantes,
despeinadas, apenas si podían mo-
verse incrustadas las unas en las
otras.
LA ZARPA DE LA ESFINGE 41
La noche había sido por demás
turbulenta. Primero, la expulsión,
en nombre del decoro y la moral,
de la Chavita y Mercedes, la de el
Morapio, que, sin saberse a ciencia
cierta el por qué, habían descubier-
to que una de las dos estaba de más
en el mundo (por lo menos en el
baile), y que como preludio habían
atentado a la integ-ridad de sus ca-
belleras respectivas. Lueg'o, la bron-
ca de el Catitivito con el Posturas.
Aquello ya fueron palabras ma-
yores. Una futesa cualquiera, la in-
temperancia del maleta que desde
el trípode de su pseudo «ioria de
novillero habíase permitido tratar
al otro despectivamente, y la leg'en-
daria desvergüenza del chulo, que
contestó con unas cuantas frescas
42
ANTONIO DE HOYOS Y ViNENT
a los desdenes, fueron el orig'en de
la cuestión. Sin embaro'o, lodo hu-
biese parado en leve tirantez de re-
laciones si, en el calor de la impro-
visación, no se le hubiese escapado
a el Posturas la palabra miedo.
¡Miedo! Hablar a Cipriano del
miedo era mentar la sog-a en casa
del ahorcado, poner el dedo en la
llaga o dar en el blanco. ¡Miedo!
Aquel era el punto negro en la vida
de el Cautivo, la muralla dehielo que
se alzaba infranqueable entre él v
la gloria. Los buenos aficionados,
los que llevan escrupulosamente la
cuenta de cada estocada y cada ca-
potazo de sus ídolos, recordaban al-
gunas proezas de Cipriano. Una
tarde, en Aravaca, había toreado
por verónicas, que ni los mismos
43
ángeles; otro día, en Talayera de la
Reina, puso un par de banderillas
al quiebro, que los reyes del toreo
no hubiesen desdeñado en su haber;
"otro aún, y aquél en la plaza vieja
de Barcelona, toreó de muleta ad-
mirablemente y remató-de una es-
tocada hasta la cruz, que hizo a los
entusiastas proclamar su aparición
como la de un nuevo Rafael Guerra.
Pero, sobre todo, lo que ningún
buen amante de los toros podía ol-
vidar, era el volapié monumental,
digno de Mazzantini, con que arre-
bató de júbilo a los concurrentes de
la plaza de Tetuán de las Victorias.
Y, sin embargo, Cipriano Sánchez,
el Cautivo, no pasaba de ser un mo-
desto, un ínfimo novillero. Una som-
bra negra, algo invencible, una fa-
-14 \NTOMO DK HOYOS Y VINENT
lalidad cruel pesaba sobre su vida
deshonrándole, inutilizando sus es-
fuerzos, manc^hando sus éxitos. ¡Te-
nía miedo! Pero no un miedo natu-
ral, basado en el instinto de conser-
vación y fácilmente dominable por
la voluntad; sino un miedo tremen-
do, cie^o, irrazonado, irresistible,
que le hacía huir, temblar, cerrar
los ojos; un pánico loco que le arre-
bataba todo sentimiento de pundo-
nor torero, haciendo de él un ani-
mal cobarde y débil; una pavura
necia como la que hace g"ritar a los
niños en las tinieblas.
Avergonzado, evocaba en sus ho-
ras de desaliento la crisis atroz de
su debut en el coso bilbaíno. Era el
día de la consa^Tación; la afición de
Bilbao (y sabido es que la vizcaína
LA ZARPA DE LA ESFLNGfí 45
forma entre las más entendidas y
entusiastas de España) agolpábase
en el circo taurino deseosa de cono-
cer al nuevo diestro. En el paseo,
algunos aplausos le confortaron;
luego, en el primer toro, unos re-
cortes, un toreo emocionante de ro-
dillas y algunas otras proezas valié-
1 onle palmas en abundancia, y
cuando, tras brindar al pueblo, co-
locóse ante el astado bruto con los
trastos de matar en la mano, sin
causa justificada, de improviso, el
fantasma de su cobardía se alzó
ante él. Y comenzó el suplicio. El
toro, a sus ojos se ofreció como una
bestia apocalíptica, negra y enor-
me. La gloria, los aplausos, el pun-
donor profesional, el público, el cie-
lo, el sol, todo se borró, esfumóse,
46
ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
desapareció, quedando él solo en
medio de un abismo tenebroso, hú-
medo y frío, cuya glaciedad helába-
le la sangre junto al toro, de mo-
mento en momento mayor, y cu-
yos cuernos a cada movimiento se
agrandaban rozándole el pecho, el
vientre, el cuello. El pueblo, asom-
brado, calló primero con un silen-
cio de muerte; luego, indignado,
prorrumpió en hórrido griterío; los
silbidos eran ensordecedores, los
apóstrofes llovían sobre él. Un hu-
racán de injurias, de groseros in-
sultos, de amenazas, llenaba la pla-
za. Comenzaron a caer a los pies
del infortunado diestro todo género
de proyectiles: naranjas^ botellas,
almohadillas. Cautivito^ cada vez
peor, más incapaz de dominar su
LA ZARPA DE LA ESFINGE 47
pánico, acabó por retirarse lloran-
do, entre barreras, mientras los
mansos se llevaban al toro a los co-
rrales. Desde entonces, la fatalidad
parecía perseguirle, y mientras en
las plazas pueblerinas triunfaba en
difíciles empresas, cada vez que
reaparecía en algún circo de impor-
tancia, el miedo, el miedo invenci-
ble, tremendo, fatal, como una mal-
diJ:ión^ se erguía ante él.
Seguíaelbaile, y mientras laspare-
jasgirabanlentasenlacansada lasci-
via de un inacabable abrazo, el Cauti-
vo, rodeado de amigos y admirado-
res, explicaba asu manera la bronca.
— Porque el Posturas ...
Un incondicional entusiasta, de-
seoso de halagar a su matador, ase-
guró:
48 ANTONIO DK H(n^OS Y V!.\E\T
—¡Es un g-olfo!
Desde lo alto de su pesición, Ci-
priano afirmó desdeñoso:
—¡Un chulo!
—A ver si no pones motes. ¿Esta-
mos? Ni que tu madre hubiese sido
la madama Pum-pum, la del «cine».
Al oir la voz de su contrincante,
el torero se puso en pie, y empuñan-
do una silla permaneció a la defen-
siva. El otro había avanzado lenta-
mente, con calma amenazadora, y,
por fin, a tres pasos de su enemig^o,
habíase detenido. Hubo un momen-
to de sobresalto en la concurrencia.
Los dos hombi'es, frente a frente,
estaban en actitud expectante. El
Cautivo tenía una apostura canalla,
un tipo de golfo, sabio en artes de
Monipodio y Caco, una gracia in-
LA ZARPiW DE LA ESFL\GE 49
noble, un poco bárbara y otro poco
cínica, de colillero ducho en des-
cuidos y en productivos amores de
encrucijada. No muy alto, más bien
recio de complexión, sin que la re-
ciedumbre perjudicase a cierta agi-
lidad airosa de felino; su cabeza era
pequeña y bien moldeada; tenía el
rostro muy moreno, los labios grue-
sos, carnosos, húmedos y rojos; los
pómulos salientes; pequeños, pero
vivos y llenos de picardía, los ojos,
y estrecha la frente, que hacía aún
más pequeña, el pelo recortado en
flequillo, que se alargaba en las sie-
nes hasta formar tufos a la manera
gitana. El Posturas era más fino,
más elegante. Alto, delgado, su tipo
era el tipo árabe, no sólo en la dis-
tinción serena de los gestos sobrios
4
50 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
y armoniosos, sino en la palidez
mate del rostro, en los labios delga-
dos, en los ojos grandes, negros,
melancólicos y soñadores, y en el
pelo negrísimo que caía en una onda
de azabache sobre la frente alta y
despejada.
Los dos rivales, mirándose des-
deñosos, permanecían sin decidirse
a acometerse ni tampoco a despejar
el campo; algunos amigos oficiosos
comenzaron a interponer sus bue-
nos servicios, y parecía que la cosa
iba a quedar así, cuando la Discor-
dia, en forma de Pura, la Sencilla
(aquel viborezno con faldas que, in-
capaz de perdonar a la Naturaleza
cruel su cara picada y sus ojos biz-
cos , complacíase en encizañar a
todo el mundo), lanzó su manzana:
LA ZARPA DE LA ESFINGE 51
— ¡Ay, qué miedo! ¡Sujetarlos,
que se pierden... un día de estos en
la calle del mírame y no me toques!
—Y lueg-o, en voz más baja, siguió
refunfuñando: — ¡Madre mía, qué
hombres! Mucho de boquilla, pero
aluego...
Nadie le hacía ya caso. El Postu-
ras habíase encarado con Cipria-
no y le conminaba enérgico:
—A ver si va a poder ser que no
pongas motes.
El Cautivo escupió desdeñoso:
— Haré lo que me dé la repajolera
gana.
Con fría calma, en que había un
reto, pidió el otro:
—Repite.
El torero alzó la. silla, pero ya
Posturas había retrocedido un paso,
52 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
y con ^esto rapidísimo, sacando
una navaja del bolsillo:
— Anda.
Otra pausa. A la vista del acero,
que brillaba, lívido Cipriano, sentía
flaquear su valor. La idea del hie-
rro desgarrando sus carnes, la atroz
sensación de frío de la hoja fina y
puntiaguda, la glutinosa tibieza de
la sangre, encogíanle el corazón, y
el miedo, aquel miedo mstintivo,
animal, de las plazas de toros, le
acometía, se apoderaba de él, ven-
cíale en una vergonzosa derrota es-
piritual.
Las gentes se impacientaban.
Ellos esperaban hule, y la pasivi-
dad, muy parecida al pánico del to-
rero, le irritaba, defraudando sus
secretos anhelos de sadismo salva-
LA ZARPA DE LA ESFINGE
53
je. Con una hermosa crueldad de
carnívoros deseaban una tragedia.
La Sencilla, siempre malévola, fué
la primera en azuzarles irónica:
— Que avisen a la ambulancia.
¡Socorro, que se matan!
Una voz anónima apostrofó a Ci-
priano:
— íQue te mientan la madre!
Y otra:
— Déjale a la mamá tranquila,
que era del Club de las solteras!
El Cautivo se puso muy pálido.
Con un esfuerzo supremo dominó-
se, y encarándose con el chulo,
amenazó:
— Si vuelves a tomar en tu cochi-
na boca a mi madre, te estrello.
El Posturas ni pestañeó siquiera.
Ahora el choteo fué con él.
54
ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
Una hembra rió:
—Digo, que dije, que he dicho
que no he dicho nada... ¡Viva el
miedo!
Y la voz incóg-nita:
— El miedo es libre.
El chulo árabe dió un paso^.
—Cipriano, aquí uno de los dos
está demás.
Cipriano retrocedió instintiva-
mente. ¡El miedo! No podía. Apo-
derábase de él un ansia vergonzo
sa, ridicula, estúpida, de huir, de
esconderse, de tirarse al suelo y
romper a llorar. Sentía todas las
miradas fijas en él, hostiles, malé-
volas o simplemente curiosas, y to-
dos los juicios suspendidos sobre
su cabeza; comprendía que le iba
en ello su prestigio de matador, su
LA ZARPA DE LA ESFINGE 55
cartel de Don Juan callejero, su
porvenir, hasta su bienestar actual,
y, sin embargo, no podía.
Los curiosos, y, sobre todo, las
curiosas, comenzaban a darse cuen-
ta del miedo, y a cada gesto, a cada
movimiento de retroceso, una nube
de denuestos, de burlas, de grose-
ros desdenes se elevaba. El chun-
gueo hacíase general.
— ¡Ay, mamá, que me comen, que
me comen!
— ¡Que viene el toro!
—¡Árnica!
— ¡Azahar, que se desmaya el
niño!
—¡Jesús, qué miedo!
-¡Ay, hija!
—¡Miau!
— ¡Zape!
56 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
El Postíiras había avanzado, y la
navaja tendíase a un palmo del pe-
cho del torero, que, incapaz de ven-
cerse ya, seguía retrocediendo.
En aquel momento dibujóse en la
puerta la alta silueta de Judith Is-
rael.
Con sus ojos verdes, duros y alti-
vos de reina fabulosa contempló la
escena. De improviso divisaron a el
Cautivo, y un leve estremecimiento
onduló en su rostro. Avanzó un
paso, y clavó las pupilas triangula-
res, glaucas y fascinadoras como
las aguas de un estanque encanta-
do, con una mirada imperativa en
el cobarde, que seguía perdiendo
terreno. Súbitamente, Cipriano alzó
la cabeza, y sus ojos azorados tro-
pezaron con los de la danzarina.
57-
Fué como una descarga eléctrica;
sintió calor, vida nueva, algo que
era lava y hierro, energía, valor,
circulando por sus venas. Irguióse,
arrojado, magaífico, y sin impor-
tarle la hoja que amenazaba su pe-
cho saltó sobre el chulo.
Fué una lucha épica, en que el
Cautivo, sin más armas que sus
manos, defendíase de los certeros
golpes de la navaja. Al fin, la na-
vaja cayó al suelo, y los dos hom-
bres, enlazados, forcejearon un ins-
tante, formando una masa confusa
que al fin se deshizo, rodando el
Posturas por el suelo, mientras el
torero se alzaba vencedor.
Una explosión de entusiasmo y
admiración saludó su victoria; los
mismos que un momento antes de-
58 ANTONIO DH HOYOS Y VINENT
nigrábanle, cantaban ahora loores
al vencedor, mientras unos cuantos
amigos llevábanse a su contrincan-
te, maltrecho y pesaroso.
Pasado el primer^ momento del
triunfo, y como calmados los áni-
mos, habíase reanudado el baile;
Cipriano dirigióse a Judith Israel.
La danzarina permanecía rígida,
inmóvil en una absurda tensión de
arco, como una Pitonisa después del
esfuerzo de videncia. El torero se de-
tuvo ante ella y balbuceó turbado:
—¿Quiere usted bailar esta polca?
No respondió ella; desplomóse en
los brazos del galán, y rota la ten-
sión nerviosa, su cuerpo entero
moldeóse a él.
El Cautivo murmuró con voz vac-
iada de emoción:
LA ZARPA DE LA ESFINGE 59
—Cayetana, mi vida, ¿te acuerdas?
Una sonrisa tembló en los labios
de la esfinge. Una voz lejana como
un eco, una voz timbrada de no sé
qué violencia pasional, musitó:
— ¡Cipriano, chaval!
La notas del organillo brincaban
alegres y retozonas, frivolas y sen-
timentales, desgarradas y chules-
cas. Judith, abandonada en los bra-
zos del galán, que la oprimía contra
su pecho, parecía agonizar de vo-
luptuosidad. Todo su cuerpo dis-
tendido ceñía en un abandono ab-
soluto al de su pareja. Sus ojos de
quimera dormían en los de su caba-
llero, como duerme la luna en el
fondo del mar, y en el rostro, muy
pálido, los labios de cera sonreían.
Julito rió al oído de Elvira:
AXTOXIO Dlí HOVOb V VINHNT
— jAtiza! Parece que se ciñe.
Elvira, entre admirada y enA^i-
diosa, se santiguó verbalmente:
—En el nombre del Padre... ¡Hijo,
qué fresca!
Con dejo chulesco recliñcó el
otro:
— Siempre será al revés.
II
LA ESFINGE
¡Judith Israel! Como las empera-
trices legendarias del pasado remo-
to, alzó su trono sobre cadáveres.
No mató, pero dejó morir. Una le-
yenda extraña la hacia andar por
el desierto con los pies desnudos,
calcmados por las ardientes arenas,
y la cabellera neg-ra y revuelta, por
única defensa del sol . Otra la hacía
dormir bajo el puente de Triana,
envuelta en la luna como en un
manto real. Ella sonreía y dejaba
hacer.
62 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
La verdad era que todo aquello
no tenía de cierto sino que andu-
viese muchos días desgarrándose
los pies en los guijarros de las ca-
lles y durmiendo con el cielo por
dosel. No era árabe, ni el simún ha-
bíala arrastrado entre las olas de
polvo, ni habían arrullado su sueño
los rugidos de los tigres y los leones.
Lo único positivo es que, pese a la
nobleza suprema de su tipo, perte-
necía al misterio del pueblo. Era
madrileña. Su madre, allá en las
horas felices de su juventud, tuvo
un salón de peinar. Luego vinieron
días malos, en que el reuma y la
vejez dieran al traste con el relati-
vo bienestar, y comenzó para las
dos mujeres una miseria negra. La
señora Segunda, siempre práctica,
LA ZARPA DE LA ESFINGE 63
pensó, y pensó bien, que la chica
podía ganarse su vida (y hasta la de
ella, si se terciaba) entrando en un
taller de costura mientras llegaba
la hora de dedicarla, si era posible
(y su naciente belleza decía a voces
que sí), a más elevados menesteres.
Pero la chiquilla tenía un alma bra-
va y sublevóse ante la perspectiva
del encierro. Ella quería ser floris-
ta, o vendedora de periódicos, o
pordiosera, o golfa, cualquier cosa
con tal de ser libre y poder volar
lejos, muy lejos, como vuelan los
pájaros, para correr el mundo. Ni
las zurras, ni los airados apóstro-
fes, ni las amenazas truculentas,
tuvieron virtud para disuadirla de
sus arriesgados proyectos, y un día,
en los linderos de los quince años,
64 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
salió para no volver. Anduvo mu-
chos días librándose milagrosamen-
te de los absurdos peligros que ro-
dean la vida del hampa, sola siem-
pre, un poco salvaje y otro poco
niña, hasta que una noche conoció
a Cipriano.
Hacía un frío espantoso. Después
de caminar horas y horas en busca
de unos céntimos que la permitiesen
refugiarse en un cafetín, llegó ren-
dida de sueño a los escalones de la
Plaza Mayor. En aquella posada,
harto ventilada, donde toda inco-
modidad tiene lecho y toda mise-
ria yantar, dormían hacinados una
veintena de pobres, prestándose
mutuamente el calor que bien ha-
bían menester. Un hedor insoporta-
ble, pese al aire helado que se cola-
LA ZARPA DE LA ESFINGE
65
ba por allí, flotaba sobre ellos. Pero
Cayetana, la Nar ditos, no era per-
sona que anduviese en remilgos de
damisela delicada, y sin que los de-
más huéspedes la hicieran maldito
el caso (no eran bastante cortesanos
para recibirla con palio, ni tan
egoístas que una durmiente más les
importase), instalóse con todo cor-
fort entre dos personajes, que des-
aparecían bajo un montón de car-
teles y periódicos, y se quedó dor-
mida.
Un puntapié aplicado con cierta
consideración la hizo despertar. Te-
nía la cabeza apoyada en las rodi-
llas de un caballero hampón, de
unos diez y seis años, y frente a ella,
de pie, inexorable como la ima-
gen de la sociedad severa, estaba
bb AiNTO.MO I)K lio VOS Y VINENT
un guardia, que conminó perentorio:
— jA ver si sus largáis! ¡Pues,
hombre, me gusta! ¡Las siete de la
mañana, y tumbados aquí a la bar-
tola!
Al caballerete debió de sentarle
muy mal la- intemperancia de la au-
toridad, pues rumió no sé qué sor-
das imprecaciones; pero su miedo
superaba indudablemente a su fu-
ror, y dispúsose a obedecer.
Ella le interrogó con extrañeza:
—Pero, ¿por qué no me desper-
taste?
vSonrió con cierta galantería bár-
bara:
—Estabas tan guapisma dormía.
Amos, que de mistó.
El guardia les azuzaba:
— ¡A ver si os largáis!
LA ZARPA DE LA ESFINGE
67
Comenzaron a caminar juntos.
Cayetana, tras examinar a su ga-
lán de pie a cabeza, interrogó con
ingenuo descaro:
—Tú, ¿qué eres?
Irguióse el chiquillo con infantil
petulancia:
—Yo... torero.
Y como ella, ante las alpargatas
rotas, el pantalón con flecos y la
chaquetilla mugrienta, pareciese in-
crédula, arrancóse la gorra que cu-
bría las revueltas greñas, y mostró *
triunfalmente una larga coleta.
—¿Cómo te llamas?
—El Cautivo.
Lo dijo con el mismo orgullo que
pudo decir el Espartero, el Bomba,
o el Machaco; luego, a su vez, inte-
rrogó:
68 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
—Y lü, ¿qué eres?
— Yo... florista.
— ¿Tienes novio que te. hable?
-No.
—Pues si quieres que andemos
juntos...— propuso el futuro astro.
Desdeñosa para la fatalidad del
destino, encogiéndose ella de hom-
bros...
—Bueno...
Y juntos anduvieron. Cipriano la
quería con un amor vehemente y
apasionado. Ella también le quería,
pero en vez de vivir del presente
deliraba con algo misterioso y vago,
ese algo de los sueños habidos de
niño y cuyo recuerdo es, al través
de la vida, como la confusa evoca-
ción de una ciudad de maravilla
apenas entrevista. Cipriano, el Cau-
LA ZARPA DE LA PZSFINGE 69
ttvtto. evdi un golfo. Pendenciero y
vicioso, jugábase al cañé o a la bris-
ca la bufanda, la camisa, las botas,
y un día llegó a jugarse la coleta.
Perdido, sus compañeros compade-
ciéronse de él y respetaron aquel
trofeo de su gloria futura. Cayeta-
na asistía a las partidas; impávida,
sentada en el suelo, las pi'ernas en-
cogidas, los brazos cruzados sobre
las rodillas y la barba en la palma
de las manos, presenciaba insensi-
ble la hecatombe. La cabeza ladea-
da, la cabellera caída sobre la fren-
te y los ojos verdes fijos en la bara-
ja, tenía el equívoco aspecto de
una terracotta. Otras veces, cuando
venía la buena, íbanse los dos de
paseo a merendar en los ventorri-
llos de los alrededores. Vagaban
70 ANTONIO DE HOYOS Y VJNENT
todo el día errantes por lomas y
barrancos, y luego, a la caída de
la tarde, iras comprar comesti
bles, tumbábanse a descansar en
alg'ún tejar. Entonces Cipiiano, de
jando galopar su fantasía, divaga-
ba evocando futuros días de glo-
ria, en que los aplausos serían los
himnos triunfales y el oro tejería un
tapiz a su paso. Tendida junto a él,
Cayetana le escuchaba embelesada;
ella también soñaba con cosas con-
fusas y magnificas, con sedas, con
joyas y con trenes, con una masca-
rada fastuosa y esti ambótica.
Pei'o la vida es muy cruel, y hay
que comer casi todos los días. Los
triunfos taurinos, aquellas corridas
pueblunas, de las que se volvía unas
veces maltrecho y zurrado por el
LA ZARPA DE LA ESFINGE
71
toro, otras entre la pareja de la
Guardia civil, casi nunca con un
puñado de pesetas en el bolsillo, no
resolvían el problema de la existen-
cia, y Cipriano, incapaz de traba-
jar, volvió a las amables artes que
permiten hacerse con lo ajeno con-
tra la voluntad de su dueño y con
el menor esfuerzo posible. Al prin-
cipio todo fué bien; pero un día...
El Cautivo tenía dinero largo y
ofrecióse un banquete, en compañía
de su amada, en uno de los meren-
deros de la Bombilla. La tarde era
primaveral; en el cielo, azul pálido,
algunas nubecillas blancas y lumi-
nosas volaban como las cigüeñas
de un paisaje japonés. El río, pin-
toresco entre las frescas verduras,
relucía a trechos, y como fondo di-
72 ANTONIO DE HOYOS Y VINKNT
visábanse las frondas de la Casa de
Campo. Un oro*anillo desg*arraba
en el aire sus notas cascabeleantes
que hacían danzar a algunas pare-
jas. Y en aquel ambiente de poesía
popular, unos policías zafios y vul-
gares detuvieron a Cipriano, acu-
sándole de no sé qtié desaguisado.
El no pareció inmutarse gran cosa,
y acercándose a su novia besóla
con pasión y luego interrogó:
—¿Me esperarás^
Pareció ella reflexionar un rato.
Al fin, con voz firme, ofrecióle:
— iTe esperaré!
Desde entonces, sabiendo a su
amante en la Modelo, Cayetana iba
todos los días a los desmontes de la
calle de Romero Robledo, y echada
en el suelo pasaba horas y horas
LA ZARPA DE LA ESFINGE
73
con los ojos fijos en las ventanas
enrejadas. Tendida cuan larga era,
las piernas juntas, el torso erguido
sobre los codos y la cabeza echada
hacia atrás, lo violento de la pos-
tura doblándose en arco, hacía des-
tacarse, bajo el liviano cendal déla
blusa, los pechos redondos y sua-
ves, dándole la inquietante aparien-
cia de una esfinge. El rostro impa-
sible, con un no sé qué de inmuta-
ble, y las cabalísticas esmeraldas
que brillaban sombreadas por la re
vuelta maraña de sus cabellos, au-
mentaban su belleza trágica, pero
no con la trágica belleza de Car-
men, sino con la belleza implacable
de Hécate o de Pentesilea.
Inmóvil bajo la caricia del sol de
Agosto, indiferente al fuego que caía*
74 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
del cielo, dando la sensación de algo
eterno e indestructible, como esos
monstruos de piedra, mitad mujer
y mitad león, que surg'en de la lava
que cubrió antaño las viejas ui'bes
de pecado y abominación , la vió
una mañana Javier Fontaura, el
pintor de la Lujuria, el pobre artis-
ta que, enamorado de las creacio-
nes de Gustavo Moreau, soñó con
las heroínas fuertes y crueles como
la muerte, con los cortejos fastuo-
sos, los paisajes de maravilla y los
símbolos obscuros \^ alucinantesque
evocan la locura, y que, incapaz de
crear aquello apenas entrevisto,
moría de su obra. Viola, y una sa-
cudida eléctrica conmovió sus ner-
vios. Durante un rato permaneció
petrificado, incapaz de arrancarse
LA ZARPA DE LA ESFLXGE /O
a la contemplación de la chiquilla.
Al fin aproximóse a ella:
—¿Quieres ser modelo^
xMiróle con sal\^aje desconfianza^
—Y eso, ¿qué es?
—Venir a mi estudio para que te
pinte en un cuadro.
Pareció vacilar aún; al fin pre-
guntó:
—¿Y por eso se gana dinero?
—Te daré un duro por cada vez
que vengas.
Sus pupilas verdes posáronse en
él con un resto de" desconfianza,
pero la pei'spectiva de la moneda
de plata que relucía ante ella acabó
por decidirla.
— Rueño, iré.
Desde el día siguiente comenza-
ron las sesiones.
76 ANTONIO DK HOYOS Y VlNENT
En el estudio de Javier Fontaura
vivía la. Quimera, y a la sombra de
sus alas Cayetana fué Dahagut, Sa-
lomé, la Reina de Saba, la Lujuria,
la Locura, la Muerte. Semidesnuda
bajo imprevistos joyeles que la ima-
ginación y el arte de Fontaura crea-
ba, apenas velada por sutiles esto-
fas que unas pinceladas convertían
en portentoso velo de Cachemira o
peregrina seda de Smirna, entregó-
se a Satanás o danzó ante Herodes,
desfiló por el desierto sobre un ta-
piz de Oriente en el fulgor de sus
collares, fué apasionada, arbitra-
ria y trágica. ^
Pero el pintor enamoróse de su
obra, y un día cayó a los pies de su
modelo. Entonces sucedió un fenó-
meno extraño. En el alma de la chi-
LA ZARPA DE LA ESFINGE
77
quilla brotó una energía desconoci-
da, un ansia de ser y de llegar.
Ella misma no sabia definir sus de-
seos. Quería... quería que las ficcio-
nes se conviertiesen en realidades;
ser aquello: danzarina de ensueño
o princesa de leyenda; tener joyas,
sedas, alfombras que pisar y caba-
llos que le arrastrasen por un nue-
vo jardín de lasHespérides.No sería
nunca suya. Si la quería, era preci-
so que primero le diese todo aque-
llo. Fué inexorable, y Javier, enlo-
quecido, comenzó la lucha. El que
hasta entonces viviera encerrado
en su torre de marfil, comenzó a ba-
tallar, a buscar periódicos que la
alabasen, potentados que compra-
sen sus cuadros...
Un atardecer habían encarnado
78 ANTONIO DK HOYOS Y VINENT
en Cayetana la inquietante figura
de Astarté, la Venus fenic ia. En la
semipenumbra que comenzaba a in-
vadir el estudio, la chiquilla, senta-
da sobre unas rocas, su cuerpo, de
una lividez transparente y azulada,
como hecho de una piedra más fina
que el alabastro, tenía una belleza
casi impúber, malsana y andi ógina,
que contrastaba con la absurda se-
renidad del rostro en que, bajo el
arco de la ceja 3^ engastadas en los
finos trazos de azabache de las pes-
tañas, lucían claras, transparentes,
luminosas como dos pálidas esme-
raldas, las pupilas. La cabellera, de
un negro imposible, de un negro
desconocido, alucinante, ponía su
casco de sombra sobre la mascari-
lla de eucarística blancura. Una ser-
LA ZARPA DE LA ESFL\GE
79
píente, de un azul metálico, resba-
laba por su hombro, y al llegar al
regazo tendía su achatada cabeza
de ojos triangulares y abiertas fau-
ces.
Anunciaron la visita de Gutiérrez
Sarmiento, el millonario americano
instalado en España para sus nego-
cios, y Fontaura, loco de contento,
precipitóse a su encuentro. Cayeta-
na, ni se movió; tenía el impudor
magnííico de las cortesanas anti-
guas, el desdén altivo de las cria-
turas lejanas. Ante ella quedó el
prócer encantado; su admiración
fué entusiasta y efusiva: «Jamás he
visto una belleza al mismo tiempo
másserena y más inquietador a»— ha-
bló con entusiasmo— . «Sería una bai-
larina única para esas danzas que
so ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
gustan ahora y que son como una
evocación del mundo anti,2:"uo.»
Halagado por el triunfo de su mo-
delo, el pintor le interrogó:
—¿No sabes bailar? A vei-, prueba.
¿Fué una intuición? ¿Fué como el
violento surgir de una vocación
oculta? Cayetana alzóse lent;imente
y avanzó al través del estudio en un
paso de danza inverosímil. Bailaba
serena, sin romper la armonía de
sus líneas, y aquel baile era una
mezcla bárbara de las estatuarias
posturas vividas en los lienzos con
los ritmos de los bailes populares;
era la gracia perversa de la hija de
Herodías, fundida en la vehemencia
pasional de Carmen; la ecuánime
elegancia de Belkis, desgarrada en
los procaces cimbreos de la Cama-
LA ZARPA DE LA ESFINGE 81
rona\ era algo turbador, de una per-
versidad exquisita que, ora tenía la
gravedad de las marchas triunfales,
ora la canallería A^oluptuosa del tan-
go chulesco; era una rapsodia de
danzas, desde las sagradas danzas
de la India hasta los retorcimientos
de los cafés de cante. Y en aquel
incongruente danzar destacábase la
bailarina, unas veces con la elegan-
cia rígida de esas figuras que deco-
ran los vasos etruscos, otras con la
armonía suprema de los Tanagras,
de vez en cuando con la resbaladiza
elasticidad de los invertebrados, al-
gunas con la hórrida inarmonía de
los caprichos goyescos.
— Sería una bailarina única— repi-
tió convencido don Francisco Gu-
tiérrez Sarmiento cuando acabó la
6
82 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
chiquilla—. ¿Por qué no baila?— Y
encarándose con ella — : ¿No te g"us-
taría trabajar en un teatro?
Ocho días después, Cayetana era
la querida de Sarmiento y Javier
Fontaura aparecía muerto en su es-
tudio con un balazo en la sién, ten-
dido a los pies de la imag^en de As-
tarté. Y entre los millones del ban-
quero y la sangre del artista, la
Narditos, transformada en Judith
Israel, debutaba con éxito clamo-
roso.
Cuando la señora Segunda , re-
conciliada ya con su hija, la vió
convertirse en una artista de pos-
tín, sonrió beatíficamente. No la en-
gañaba su corazón (el corazón de
una madre no engaña nunca) cuan-
LA ZARPA DE LA ESFINGE 83
do le decía que su hija tenía porve-
nir. Aquella, aquella era la única
carrera que convenía a una mujer
decente. Gracias a Dios que, por
fin, se había dejado de golferancia
y había entrado por el buen cami-
no. Verdad que en ella no veía la
necesidad de meterse en aquellos
trotes de teatro, pudiendo ganarse
la vida honradamente, y menos po-
nerse motes de hereje; pero, en fin,
mientras hubiese cuartos y la cabe-
za rigiese bien.. .
Sin embargo, no las tenía todas
consigo, y cada vez que se acorda-
ba de Cipriano, aquel chulo de mala
muerte con que su hija anduvo des-
carriada, dábale un vuelco el cora-
zón. ¿Qué haría el muy golfo cuan-
do saliese de la cárcel? ¿Conforma-
84 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
ríase con dejar las cosas como esta-
ban o intentaría cambiar el curso
deílos acontecimientos? Ante el posi-
ble de tal monstruosidad, la señora
Segunda bufaba de indignación.
Y hete aquí que un día, al salir a
la calle, lo primero con que se tro-
pieza es el Cautivo^ el cual, con una
frescura sin precedentes, se acerca
a ella y le pregunta por la Cayeta-
na. La Cayetana, señor, la Cayeta-
na. Creyó morirse del berrinche, y
mandando noramala al importuno,
siguió su camino. Desde aquel mo-
mento no pensó sino en la mejor
manera de impedir que su hija se
avistase con el gandul. De todos los
caminos que podían conducirla a su
fin eligió el peor, hablarla a ella,
contando con que prorrumpía en
LA ZARPA DE LA ESFINGE 85
exclamaciones de indignación y en
airadas protestas. De una pieza se
quedó cuando oyóla manifestar su
intención de avistarse con su anti-
guo amante. Invocó su condición de
madre, los dolores habidos durante
nueve meses, lo esmerado de la edu-
cación con que obsequió a su hija...
Pero todo fué inútil.
Celebróse la entrevista una ma-
ñana otoñal allá por los altos del
Hipódromo. El Cautivo^ más ena-
morado que nunca, defendió su cau-
sa con calor, empleando toda su
chulesca elocuencia (sin desdeñar el
uso de las manos en los momentos
álgidos) para convencerla. Ella le
oyó presa de dulce turbación, los
ojos entornados y entreabiertos los
labios. Pero cuando él, creyéndola
86 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
rendida, musitó apasionado: «¿Me
quieres, nena?», Judith Israel ir-
guióse:
— No puede ser —formuló con voz
fría — . Te quiero, pero somos po-
bres y no comprendo la vida asi.
Entonces habló Cipriano. El sería
rico. Lucharía, sentiríase valiente
y llegaría a ser un íi^ran torero. Su
verbo pintoresco de madrileño se
inflamaba en locas llamaradas de
gloria y de fortuna, y, en un incen-
dio de apoteosis, un río de oro co-
rría por su vida.
La bailarina sonrió.
—Triunfa — dijo por fin—; los cpie
triunfan se encuentran siempre...
arriba.
Después, hermética, inabordable,
alejóse de él.
III
LA MASCARADA
A media calle de Villanueva se
detuvo un momento para contem-
plar el espectáculo de la agonía del
Carnaval. Llegaban hasta ella como
alaridos de endemoniada cohorte,
horrísonos, inacordes, los destem-
plados gritos de las máscaras. Ano-
checía; la lluvia, que después de
caer durante toda la mañana en in-
cesantes chaparrones había dado
una tregua al festejo popular, reco- '
menzaba nuevamente, y en la ne-
blinosa tristeza del crepúsculo, al
88
ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
través del tenue velo de agua, pasa-
ba lamentable y Grotesco el cortejo
de Momo. Desfilaban las carrozas,
rotas, sucias, deslucidas por la hu-
medad, manchadas por el lodo, bam-
boleándose como si a cada sacudida
fuesen a desplomarse sobre los co-
ches que pasaban a sulado. Sóbrelos
desalmenados torreones medioeva-
les, en los lomos de los elefantes de
cartón sin cola ni trompa, en los
maltrechos canastillos de flores, las
máscaras, los atavíos (rotos, sucios,
perdido todo carácter después de
cuatro días de batalla) pegados al
cuerpo por la lluvia, se agitaban
epilépticas con gestos bruscos, ro-
tundos, violentos, que la distancia
hacía aún más incoherentes, dándo-
les cierto aspecto de embrujados
LA ZARPA DE LA ESFINGE
89
conducidos a la hoguera inquisito-
rial en una estampa del tiempo de
Carlos II, el Hechisado^ y echaban
flores marchitas y confettis deste-
ñidos sobre las damas que pasaban
a su alcance. Tras los desvencija-
dos armatostes, un ejército de gol-
fos, puercos, haraposos, las caras
llenas de churretes y desgarrados
los trajes, luchaban por apoderarse
de los dulces y ramilletes que caían
en el barro, gritaban como energú-
menos, se peleaban, caían al suelo;
forcejeaban allí, y al fin alzábanse
triunfantes con su presa para arro-
jar las rosas llenas de lodo a las es-
pléndidas victorias o a los abiertos
automóviles, donde las mujeres, ti-
ritando de frío, empapadas hasta
los huesos, se impacientaban ante
90 ANTONIO Db: HOYOS Y VINENT
las interminables lentitudes del des-
file. Grupos de máscaras pasaban
en una promiscuidad g"ris e inquie-
tadora, Je la que se destacaba de
vez en cuando la nota rabiosa de un
diablillo rojo o la tétrica de negro
encapuchado que hacía pensar en
los misteriosos penitentes de los
cortejos de disciplinantes. Por las
aceras, un río humano deslizábase
hacia la calle de Alcalá, formando
una masa confusa y uniforme. A
ratos, una pandilla de enmascara-
dos hendía la multitud profiriendo
agudos chillidos; había un momen-
to de confusión en que las gentes
se arremolinaban, y luego la masa
tornaba a fundirse para seguir ro-
dando paseo abajo.
En vez 'de amilanarse, Judith Is-
LA ZARPA DE ].A ESFINGE
91
rael apresuró el paso. Sentía la
atracción irresistible del festejo,
bárbaro como los antiguos festejos
en honor de Baco y Venus, el en-
canto acre y malsano, hecho de ale-
gría brutal y de hastío triste, de
tensión nerviosa y de cansancio, de
bestialidad, de estupidez y de lasci-
via que, como un perfume de podre-
dumbre, de miseria, de suciedad,
de lujuria y vino, emanaba de la
multitud. La tarde interminable pa-
sada a solas con un libro, la triste-
za del ambiente y la confusa alga-
rabía que llegara hasta sus oídos,
había sacudido sus nervios. En uno
de esos momentos de debilidad pa-
sional, que eran a manera de talón
de Aquiles en su voluntad firme y
templada, sentía el deseo de confun-
92 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
dirse con el cortejo báquico, de sen-
tirse estrujada, sacudida, brutaliza-
da por cien manos. La extraña fuer-
za que como ima fascinación de pe-
sadilla arrastrara a las antiguas
emperatrices, desnudas bajo los ve-
los, a ofrecerse a los caminantes
como una prostituta en las calles
de la Suburra, la llevaban a ella a
confundirse con el pueblo que, en-
tre dicharachos soeces y tragos de
mosto, volvía de enterrar la sar-
dina.
Un traje de paño negro, muy sen-
cillo, moldeaba la suprema elegan
cia de su cuerpo; una toca de nutria
cubría sus cabellos; una piel al cue-
llo y el espeso velo que tababa su
rostro concluían de hacerle, no in-
significante, pues nada podía bo-
LA ZARPA DE LA ESFINGE 93
rrar la distinción suprema de su
figura, pero sí anónima. Sin aco-
bardarse por la lluvia ni por el frío,
que se acentuaba por momentos,
siguió bajando, y al fin, ya en Re-
coletos, confundióse con la mul-
titud.
Cerraba la noche. Las carrozas
encendían bengalas verdes y rojas,
que, tras brillar. un momento con lí-
vidos resplandores, eran apagadas
por la lluvia. Mascarones de un he-
mafroditismo imbécil y chocarrero
bailaban con grandes brincos a los
ecos de la música ratonera, tañida
por otros fantasmones; máscaras sa-
crilegas entonaban con voz lúgubre
cantos funerales; patudos bebés chi-
llaban con voz de falsete groserías y
estupideces, mientras que diablos.
94 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
mag-Qs, monjas y salvajes corrían,
atropellando a la gente y lanzando
atroces alaridos. En los andenes del
paseo, hombres y mujeres, a pesar
del agua, que caía cada vez con
• más fuerza, disparaban los últimos
proyectiles. Al2:una vez, en el ca-
lor de la batalla, un grupo de chu-
los o de soldados borrachos rodea-
ba a algunas mujeres con facha de
criadas de servir que se defendían
a puñetazos, y acabadas las mu-
niciones, eran las manos las que
proseguían la batalla. Las hem-
bras, como bacantes ebrias, eran
las más procaces y desafiadoras,
las primeras en excitar a los hom-
bres con risas, con encontronazos,
con gritos, cerrándoles el paso.
Judith sentíase zarandeada impla-
LA ZARPA DE LA ESFINGE 95
cablemente y vuelta a sus años de
juventud, cuando, golfa, viciosa y
andariega, y en compañía de Ci-
priano, frecuentaban los bailes de
los Cuatro Caminos, donde se rin-
dió culto al dulce parcheo, y los más
sombríos del Puente de Toledo y
Carabanchel, acabados muchas ve-
ces a golpes, era casi feliz.
Súbitamente, como un eco de sus *
evocaciones, una voz conocida, una
voz que era en si la misma evoca-
ción, murmuró a su oído:
—¡Cayetana, nena!
• Volvióse rápidamente, y se en-
contró frente a frente de el Cautivo.
-¡Tú!
—¡Si tú supieras!— murmuró él.
Le miró sonriendo, provocadora.
—¿Qué hay que saber?
% ANTONIO DE HOYOS V VINRNT
—Desde ayer no vivo, ^oíta la
noche pensando en mi chávala.
Tornó a clavar en él los ojos, y le
examinó entre curiosa y enterneci-
da. Después sonrió con leve ironía.
— ¡Vamos, que ya sería algo
menos!
—¡Nena, no me hagas sufrir, que
te quiero más que a las niñas de
mis ojos!
Llegaban a la Cibeles. Allí la con-
fusión era enorme. Coches y carro-
zas obstruían el paso, pese a los es-
fuerzos de los guardias, que entre
los empujones denlos de a pie, las
protestas de los que ocupaban los
carruajes y los soeces dicharachos
de las máscaras, luchaban por orde-
nar el desfile.
Cipriano propuso:
LA ZARPA DE LA ESFINGE 97
—Vamonos por el Prado...
— Bueno.
Lo dijo con la misma naturalidad
con que la mañana de su primera
entrevista aceptó andar juntos por
el mundo.
Ahora, por el Prado abajo, muy
pegaditos, como dos enamorados,
Cipriano volvía a su tema. Con pa-
labra ardiente, pintábale su pasión,
el amor inmenso que sentía por
ella, la tristeza de su soledad des-
pués de los años dichosos... El en-
tusiasmo le prestaba una elocuen-
cia tosca y convincente, uba elo-
cuencia que acariciaba y hería a un
tiempo.
Cayetana, muy cerca de él, casi
abandonada sobre su pecho en las
lentitudes de la marcha, espiábale.
7
98 ANTONIO DZ HOYOS Y VINENT
Era el mismo. Aque] su rostro cíni-
co de golfo vicioso; aquellos sus
ojos pequeños, pero vivos, ardien-
tes algunas veces; aquella su boca
grande de labios sensuales y dien-
tes fuertes y blancos, que tantas
veces la habían mordido en las ho-
ras de amor. Sentíase languidecer
ante el deseo intenso 3^ sincero que
sentía latir allí. La voluptuosidad
salvaje con que Calimante palpitara
bajo las garras del león se apoderaba
de ella en una necesidad absurda,
canalla, de entrega. ¡Ah, si, en lu-
gar de implorarle como a una cria-
tura civilizada, pudiera tomarla allí
mismo como una presa entre zarpa-
zos y mordiscos que la cubriesen
de sangre, haciéndola retorcerse en
un dolor imposible que fuera a la
LA ZARPA DE LA ESFL^GE
99
vez dolor y. voluptusidad. ¡Ah, el
encanto áspero y amargo de sentir-
se deseada así, en la tarde de lluvia,
entre lodo, brutalidad y grosería!
—¡Nena, Cayetana!— gemía el to-
rero—. ¡Quiéreme una vez, una si-
quiera, aunque luego me pidas que
me deje coger por el toro!
La bailarina consiguió dominarse
un momento.
—¿Por qué no luchas? Me prome-
tiste que serías un gran torero; ¿qué
has hecho?
—Es que yo sin ti no soy nada ni
me siento nada. Es que, cuando es-
toy a tu vera, sería capaz de too;
pero cuando tú te vas, se acabó. Si
vieras...
Siguió hablando; hacíase apre-
miante, rogaba, exigía...
- 100 AXTONl.) E HOYOS Y VINEXT
Juüith, prrsa otra vez en el mal-
sano encani , resistía débilmente.
El implorj
— ¿Quieies, di, nena?
No coniesti.) ella, pero se dejó lle-
var. Por la calle de Cervantes fue-
ron a parar a la de jesús, y defede
allí a la de Lope de Vega. A la
puerta de una casa de sospechosa
catadura, dos mujeres pintarrajea-
das, vestidas una de odalisca y la
otra de niña chica, hablaban con
unos soldad de Caballería que i'e-
tozaban con ellas entre grandes ri-
sotadas. El 'orero entró en el por
tal y Judith e siguió. Dejaron a un
lado una sal i, en que tres hombres,
vestidos de mamarracho, bebían
vino en comoañía de unas hembras,
y subieron .ina escalera que crujía
LA ZARPA DE LA ES^riNGE 101
bajo SUS pies de un mc^do lamenta-
ble. Al fin se hallaron -n una habi-
tación fría y triste. Cirriano acer-
cóse a su amada y quiso hablar,
pero ella envolvióle en ^na inmensa
caricia, mientras gemía queda-
mente:
—¡Nene!
IV
LA MUECA DE LA ESFINGE
El telón se alzó lentamente, mien-
tras las luces de la sala se apaga-
ban. Una claridad roja, tan intensa
que casi hacía daño — claridad de
sol agonizante— iluminó el escena-
rio y apareció el desierto a los ojos
del público. La llanura amarilla, in-
acabable, se perdía en lontananza
bajo un cielo implacablemente azul.
Ni una planta, ni una flor, ni un ser
humano. En primer término, sobre
un plinto de tosca piedra, í:endida
boca abajo, erguido el busto y la
104 ANTONIO DK HOYOS Y VINE.NT
cabeza echada hacia atrás, inmóvil,
inquietante, intei i'o^adora, dormia
Jiidith Israel. Sobre sus br.'izos cru-
zados descansaban sus senos bre-
ves, andróg'inos, bajo los fulgores
de sus raros collares de amarillos
crisopacios. El rostro blanco, en-
cuadrado en las líneas perfectas de
su cabellera espesa y nes^rísima, te-
nía una serena calma de eternidad.
Sobre el largo friso ondulaba su
cuerpo, de una rara perfección.
La orquesta apoyábase en dos
únicas notas -de los violines que sub-
rayaban el tambor dando una sen-
sación de monotonía abrumadora.
Lentamente, como en un amanecer
de esmeralda, Judith abrió los ojos.
Después, muy despacio, sin romper
la armonía, levantóse y comenzó
LA ZARPA DE LA líSFLNGE 105
los quiméricos pasos áe La Dansa
de la Esfinge. Estaba toda desnuda
bajo el iris de las piedras preciosas
que pendían en finas cadenas desde
el cinturón de oro que ceñía sus ca-
deras. Aureas ajorcas incrustadas
también de pedrerías aprisionaban
sus puños y tobillos, y raras sorti-
jas lucían en los dedos de sus pies.
Parecía más delgada, más fina, casi
irreal, así.
Danzaba, lentamente; cada gesto
era definitivo, subrayado, seguido
de una pausa, como si fuese el últi-
mo. En sus menores movimientos
había la gracia plástica y animada
a la vez de las Tanagras. Ni un
ademán más violento, ni un giro
que rompiese la elegancia exquisi-
ta de su plasticidad.
106 Ax\TONIO DE HOYOS Y VIXENT
En una de las últimas filas de bu-
tacas, el Cautivo seg-uía anhelante
los pasos de su amada. Cinco días
sin v^eiia. Cuando creía haberla re-
cuperado, se encontraba con que es-
taba tan lejos de ella como antes.
Su ser primitivo, violento y apasio
nado, sublevábase ante el hermetis-
mo de aquella mujer que había doi'-
mido con él en el quicio de las puer-
tas, en las interminables noches de
invierno, y con quien había compar-
tido el hambre y el frío. Sin darse
exacta cuenta de sus sentimientos
asombrábase de encontrarla tan le-
jana, tan inabordable, y sentía una
rebelión de hombre primitivo pron-
to a apelar a la violencia ante la
hembra que se le resistía.
Desde la tarde del miércoles de
107
Ceniza no había conseguido volver-
la a ver. Sus intentos de avistarse
con ella habíanse estrellado contra
la consigna del portero, rígido e in-
tratable, y como, por otra parte,
con esa cortedad que queda siempre
en la gente del pueblo cuando por
su valor escala ciertas cumbres, no
se atreviese a insistir mucho, limi-
tábase a acudir todas las noches al
teatro que su amada ennoblecía con
la rara evocación de sus danzas.
Judith Israel no parecía ni aun no-
tar su presencia. Desdeñosa, indi-
ferente, abstraída del mundo, pare-
cía vivir en la ilusoria región de sus
bailes. Pero aquella noche, no. Ci-
priano adivinó los ojos de esmeral-
da líquida que le buscaban en la
obscuridad. Sintió un vago males-
IOS ANTONIO DR HOYOS Y VINENT
tar; las pupilas verdes, hipnóticas,
dominadoras y atrayentes como las
de un reptil clavadas en su presa,
permanecieron fijas en él con cons-
tancia obsesionante , adivinándole
en la obscuridad.
Un soplo perverso había animado
a la esfinge. En la desolación infini-
ta del desierto, una desolación de
cataclismo geológ'ico, era el mons-
truo quimérico, el Misterio, el Re-
moto hecho pecado, pero no un pe-
cado vulgar, sino eso, el Pecado que
vive en el fondo obscuro del Miste-
rio y del Remoto, el Pecado mons-
truoso y horrendo de la leyenda, el
Pecado tremendo y alucinante, el
Pecado de la Biblia y de la antigüe-
dad, el que hizo rameras de las em-
peratrices y convirtió en bestias a
LA ZARPA DE LA ESFL\GE 109
los Sátrapas, el Pecado infame y te-
rrible que vive en el fondo de nues-
tras vidas como el Dragón en el fon-
do de los círculos infernales. El ven-
daval de Lujuria que, como un ar-
diente soplo del arenal, había hecho
temblar la estatua, se alejaba. Los
gestos de la danzarina se hacían
más lentos, más cansados, se iban
extinguiendo, y, al fin, Judith Israel
cayó sobre su pedestal para tornar
a su inmutable serenidad.
La corfina descendió entre una
salva de aplausos que, r.edoblando,
hiciéronla alzarse otra vez. Enton-
ces, en plena luz, apareció la artis-
ta envuelta en amplio albornoz de
seda negra, y saludó. El público,
presa de loco entusiasmo, no se
cansaba de aplaudir. Judith, rígida,
1 10 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
doblada en una zalema de rendi-
miento casi oriental, j^ermanecía
quieta, pero sus ojos verdes vaga-
ban por la sala buscando algo. Al
fin tropezaron con Cipriano. Una
sonrisa brotó de los labios y revolo-
teando sobre el público, como una
tórtola, fué a acariciar con sus alas
los ojos del torero.
Al entrar en su cuarto, la artista
sonrió a Gutiérrez Sarmiento, re-
panchigado en una butaca, y luego,
al ver allí a Roncalito, el gran tore-
ro, tendióle la mano en un impulso
cordial.
—Gracias a Dios. Creí que me
había olvidado ya.
—Olvidado— protestó él—. Olvi-
dado... Esta mañana he llegado de
LA ZARPA DE LA ESFINGE 111
Sevilla para firmar mis contratos
con esta Empresa, y lo primero,
aquí estoy. ¡No se me olvida así
como así lo mejor del mundo!
—Cuidado. Que está Sarmiento
delante y va a tener achares.
La cara del torero ensombrecióse
con una nube de tristeza romántica
que le sentaba muy bien a su tipo
de abencerraje cantor de las huríes
ocultas tras la celosía de la Alham
bra. Con voz timbrada de melanco-
lía afirmó:
—Ya sabe él que no hay de qué.
Que ni me quiere ni me querrá
nunca.
— No sé, no sé -bromeó el millo-
nario,—Voy teniendo celos.
—Bien conoce que no, don Fran-
cisco. Ella le quiere a usted bien.
112 ANTONIO dp: hoyos y vinent
La Israel acercóse a su amante,
y posando en él los ojos con cariño,
aseguró:
—Ya lo creo que te quiero. Tú
has sido para mí más que Dios. El
nos sacó de la nada y tú a mí me
has sacado de algo peor..., de la mi-
seria, de la porquería, de la degra-
dación. Todo lo que soy y todo lo
que V'algo a ti te lo debo; tú me hi-
ciste artista y... casi mujer.
Hablaba seria, poniendo una aten-
ción reflexiva en lo que iba dicien-
do. Parecía otra más serena, más
noble, en una extraña evocación
casi cristiana ahora. El amplio ro-
paje de seda negra hacíala más del-
gada, más alta, más exotérica.
El fondo era propicio. Grandes
paños de terciopelo negro mancha-
LA ZARPA DE LA ESFINGE
113
dos con lágrimas de plata daban al
camerino el inquietante aspecto de
una capilla ardiente. Di\^anes, tam-
bién negros, con -almohadones en
que campeaban bordados en meta-
les los signos de la quiromancia,
rodeaban la habitación, y pequeñas
mesas árabes de ébano con incrus-
taciones de marfil completaban el
decorado.
Judith giró y, frivola nuevamen-
te, en una de aquellas rápidas evo-
luciones de su camaleónlica perso-
nalidad, encaróse con el Roncalito:
—Pues vamos a poner a prueba
ese amor tan grande, porque le voy
a pedir un favor.
—¡La vida!
—Es mucho y poco. Alguna vez
nos parece tan buena, que aun con
8
114 ANTONIO HR HOYOS Y VIXENT
calvario la adoramos; otras nos
pesa tanto, que la daríamos por tm
minuto de amor o de placer. Lo que
voy a pedirle...
Un empleado entró llevando una
tarjeta en la mano. La bailarina or-
denó:
—Que pase.
Lueg"o, encarándose con su aman-
te, explicóle:
—Es un compañero de la niñez.
Hemos pasado muchos años juntos
y quisiese hacerle bien.
En la puerta apareció Cipriano.
Cohibido al ver al g"ran maestro,
pero sobre todo ante Sarmiento,
balbuceó un «buenas noches» la-
mentable.
Judith salió a su encuentro y le
tendió la mano.
LA ZARPA DE LA ií > «^INGE 1 1 5
— ¡Cuánto me alegro verte!
Y sin soltarle, lle\ 'Ae primero
ante el americano y lueto ante J^on-
calito,
--Mi amigo Ciprian< Gómez, el
Ca/^í//'TO^ matador de nov llos-toros. ..
El espada sonrió con un tenue ma-
tiz de ironia.
—Le vi torear en Biloao...
Sintió la danzadora oda la cruel-
dad de la evocación.
—Una tarde mala \h tiene cual-
quiera, aun el más valiente— protes-
tó con calor.
Y lueg-o, vag'amente irritada por
aquella inhumanidad y , sobre todo,
por tropezar con un oostáculo que
se oponía a su deseo, acercóse al
espada, y con voz serena afirmó:
—Justamente, ese era el favor que
1 16 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
iba a pedirle. Quiero que Cipriano
toree en Madrid.
—¿De novillero-'
• -No.
—¿Banderillero?
— iDe matador! Quiero que le dé
la alternativa..
Había clavado en su interlocutoi-
las pupilas hipnóticas, y su volun-
tad, en un impulso violentísimo, ten-
díala hacia él como un arco próxi-
mo a lanzar la flecha.
El torero'vacilaba. Irónica flag'e-
ló recordando sus palabras de mo-
mentos antes.
— ¡No es la vida!
—Es más difícil de lo que pare-
ce... La Empresa...
—La Empresa hace lo que usted
quiera.
LA ZARPA DE LA ESFINGE 117
Halagado comenzó a ceder.
—Es que yo...
Inclinóse hacia él y embabucado-
ra conminó:
—De usted depende. De su volun-
tad. Si es verdad que desea tanto
complacerme, sí. En caso de indife-
rencia, en el supuesto de que todo
no es más que palabras, palabras,
palabras, vanidad de matador de
cartel que necesita a la bailarina de
moda, no. Conque, a elegir: ¿sí o no?
—Sí. Usted lo quiere, pues se
hará.
—¿Palabra?
—Palabra de honor. En la prime-
ra corrida que toree en Madrid le
doy la alternativa.
Judith ofrecióle las dos manos en
fervor de agradecimiento.
118 ANTONIO .^E HOYOS Y VINENT
— iGraciai'
Luego, volviéndose a Cipriano,
desconcertaJo, cohibido, avergon-
zado por la extraña escena de que
era protagonista, díjole con la vo-
luntariosa energía de una dama de
leyenda, coj. minando a su galán al
heroísmo:
—¿Y tú vas a ser valiente, muy
valiente, verdad?
El Cautivj inclinó la cabeza. Ella
anunció:
—Por oti a parle, yo estaré allí
para juzgar
RoncaliU v Gutiérrez se extraña-
ron. El primero formuló una pre-
gunta:
— ¿Puesnc >iale mañana para Lon-
dres y Nueva Vork? .
—¿Qué importa:'— y en las pala-
LA ZARPA DE LA ESFINGE
119
bras de la incomprensible había un
desdén mag-nífico por el tiempo y la
distancia— esté donde esté volveré
aquí aquel día.
Después inició un paso de danza,
y girando rápida, de improviso abrió
las flotantes vestiduras y mostróse
magnífica de impudor, toda desnu-
da, como una Afrodita de mármol
sobre el negro raso de un estuche,
ante los ojos estupefactos de los tres
hombres,
SEGUNDA PARTE
I
LA TARDE DE GLORIA
A los sones del pasodohle torero
desfilaban las cuadrillas en río de
luz. Un cielo anubarrado entoldaba
la plaza, y sobre el fondo azul-gris
las g'ayas notas de la fiesta nacio-
nal eran más vivas, más pintores-
cas, más armónicas que en la bár-
bara crudeza del sol. Un público
abigarrado llenaba las localidades
bajas con loco desbordamiento de
alegría, en que de trecho en trecho
ponía la borrachera de sus colori-
nes un mantón de Manila, llevado
124 AMTONIO DE HOYOS Y VINENT
por alguna moza de trapío. Arriba,
en los pakos, triunfaban los som
breros en exótica exhibición de plu-
mas y de flores.
Entre el Roncalito, de rosa y oro,
y FontanitaSy de oro y violeta, el
Cautivo, vestido de rojo, recama-
do con áureos bordados y relucien-
tes alamares, caminaba tristemen-
te. Estaba muy pálido y un pliegue
de honda preocupación cruzaba su
frente.
Impresiones varias y heterogé-
neas habían agitado su espíritu ru-
dimentario durante aquellos cua-
renta días con vaivenes de marea.
Primero fué una incredulidad teme-
rosa, como si aquello todo no fuese
sino pesada broma o solamente se
tratase de un sueño suyo. Al primer
LA ZARPA DE LA ESFINGE
125
momento de estupor siguió el triun-
fo de su vanidad profesional de novi-
llero de pueblo, convertido de la no-
che a la mañana en matador de car-
tel, recibiendo la alternativa nada
menos que de manos de el Roncali-
tOy el primero de los toreros. Y vinie-
ron las apoteosis, las exhibiciones
con el gran sevillano, la elección de
apoderado, el corro de antiguos afi
cionados y hasta el alternar con
críticos taurinos de autoridad y ca-
tegoría. Al fin aproximóse el día
supremo, y vió su nombre impreso
en el cartel. Algunas líneas más
abajo la palabra fatídica: « ¡Miuras! ».
¡Mejor! Así sabría lucirse y colo-
carse de un salto entre los prime-
ros. Ni por un segundo sintió el me-
nor temor. Recordaba la promesa
126 ANTOXIO DE HOYOS V VINRNT
de Cayetana de estar allí, y tenía la
seguridad de encontrar en sus ojos
la energ"ía precisa para vencer.
Pero seg"ún el día se aproximaba
experimentaba una vag-a inquietud.
¿Había olvidado la bailarina su pro-
mesa? Nada sabía fijamente de ella;
de vez encuando un suelto lacónico
inserto en algún periódico hablaba
desús triunfos, de aquellas peregri-
nas creaciones del Empayer de
Londres, de la Dansa del Silencio^
la Dansa de la Locura y la Dansa
de la Voluptuosidad, pero nada
más. Faltaban tres días para la tar-
de de la alternativa y, según las
probabilidades de que Judith llega-
se se alejaban, Cipriano sentía fun-
dirse su bravura. Asaltábanle de-
seos de echarlo todo a rodar, de fin-
LA ZARPA DE LA ESFINGE 127
girse enfermo, de pretextar un via-
je, cualquier cosa antes de verse
así, solo y desamparado, cara a
cara con la muerte. Pero era ya tar-
de: su pundonor, su reputación, su
carrera, y hasta su bienestar mate-
rial, esa cosa bárbara que un gran
torero definió en una frase heroica-
mente salvaje, «más cornás da el
hambre», estaban en juego, y había
que vencer... o morir. Morir, no.
¿Por qué morir? Quizá la Israel lle-
garía a tiempo, quizás él mismo se
creciese ante el peligro... Las horas
pasaron, la bailarina no acudió a la
cita, y Cipriano, desesperado, con-
vencido de que solo no vencería
nunca, vió lleg"ar la hora fatídica de
la corrida. Por eso, en vez de ale-
gre, como un saludo triunfal, la mú-
128
sica de las charangas sonaba en sus
oídos como el «Ave César» de los
gladiadores que iban a la muerte.
Al pisar el callejón, sus ojos re-
corrieron ansiosamente, con un úl-
timo rayo de esperanza, la hilera
de palcos. Nada. Niñas zangoloti-
nas con presuntuosos sombreros;
gordas mamás que charlaban de
sus cosas sin hacer gran caso del
espectáculo; alguna matrona que
defendía sus ruinosas gracias con
el encaje de la mantilla; de Cayeta-
na, ni rastro. Un solo palco perma-
necía vacío; no debía de haberse
vendido, pues no se veía allí ni cria-
do, ni preparativos, ni nada que
anunciase la próxima llegada de un
dueño posible.
Sonó un toque de clarín, abrióse
].A ZAKPA DE LA ESFINGE 129
la puerta del toril, y de un ciego
impulso el primer Miura se precipi-
tó en la plaza y quedó inmóvil,
atento y amenazador. Era un toro
negro, enjuto de carnes, de fina lá-
mina y afilados pitones. Tras mirar
a un lado y a otro con reconcentra-
do furor, arrancó y, bajando la tes-
tuz, embistió contra uno de los pi-
cadores. Por un momento, hombre,
caballo y toro formaron un grupo
de brutal belleza, del que manaba
la sangre en abundancia. Al fin,
deshízose, y mientras el caballo,
despanzurrado, agonizaba en do-
liente cocear, y el centauro gateaba
innoble y grotesco bajo su dorado
caparazón, el bruto, embravecido
por el dolor y por la sangre, volvía
al centro del redondel.
9
130 ANTONIO DK HOYOS Y VINENT
El Cautivo salió a su encuentro,
algunos lances de capa fueron mu}'
aplaudidos, y cobró valor. Unos
cuantos quites oportunos y unas
filigranas, que remató arrodillándo-
se, acabaron de ganarle la simpatía
del público. Pero Cipriano sentía
flaquear su valor. Judith no llega-
ba. De vez en cuando el torero fija-
ba los ojos en el palco vacío con in-
finita amargura. Nada. Y la hora
suprema sonaba ya. Como la trom-
peta del Juicio final'escuchó el toque
del clarín que avisaba a muerte.
En una pesadilla horrenda vió al
Roncalito acercarse con los trastos
de matar en la mano. Lentamente^
el maestro tomó el capote del neófi-
to y entrególe en cambio la muleta
y el estoque.
LA ZARPA DE LA ESFINGE 131
El Cautivo, ante el palco presi-
dencial, brindó con voz ininteligi-
ble. Sus ojos buscaron por última
vez el palco desocupado. Nada.
Atroz desaliento le invadió. Ya era
tarde. Cuando Judith llegara, si es
que llegaba aún, sólo alcanzaría, o
su vergüenza, o su muerte. Dirigió-
se al toro; la fiera, furiosa, crecida
al castigo de las banderillas, escar-
baba la arena, tirando derrotes, sin
moverse del sitio, a los peones que
intentaban cansarla. Cipriano se
aproximó; sentía flaquearle las
piernas y una atroz sensación de
malestar invadirle por momentos.
La imposición de pavura de la tarde
de Bilbao volvía más fuerte, más
invencible. Era miedo, un miedo
enorme que hacía de él una pobre
132 AXTONIO Di: HOYOS Y VINENT
criatura temblorosa y débil, inca-
paz de realizar cosa de provecho. El
toro se le antojaba al,i>"o monstruo-
so, absurdo, una alimaña mágica,
que echaba fuego por ojos 3^ nariz;
los cuernos se agrandaban, se afila-
ban, convirtiéndose en dos garfios
puntiagudos que a cada movimien-
to amenazaban engancharle. Tem-
blaba, y un sudor de agonía corríale
por la frente. Aturdido, ciego y sor-
do, sólo pensaba en escapar. Daba
capotazos absurdos, brincaba^ huía,
bailaba ante el toro una exti'afía za-
rabanda.
El público,- asombrado primero,
indignado después, chillaba, bra-
maba, apostrofaba con atroces epí-
tetos. Un clamoreo horrísono alzá-
base en todos los ámbitos del circo.
LA ZAKP.V DE LA ESFINGE i 3')
— ¡Cobarde! ¡Cobarde!
— ¡Fuera!
— ¡Maleta!
— ¡Ay, que te c og"e el toro, que te
coge!
— ¡Fuera! ¡Fuera!
— ¡Que se vaya!... ¡Que se vaya!...
— ¡Corre, que te coge!
— ¡Ay, ay, ay!
— ¡Que baile! ¡Que baile!
— ¡Que te co^e tu padre!
—No, que ese era buey!
El escándalo arreciaba.
No contentos con la grita, arroja-
ban ahora toda clase de proyectiles
al ruedo. Y eran botellas que vola-
ban por el aire, y almohadillas, a
las que les brotaban alas, y naran-
jas disparadas con la fuerza de ca-
ñonazos.
134 ANTONIO DE HOYOS Y VINKNT
El toro, extrañado ante la algara-
bía, miraba a un lado y otro, inde-
ciso.
De improviso, Cipriano sintió
fundirse su miedo; una sangre más
ardiente, más generosa, más viril,
circuló por sus venas; el terror,
como un fantasma que la luz del
día disipa, se esfumó, e irguióse el
torero ante la fiera. Dió una patada
en el suelo y citó al toro. Arrancó
el bruto, y el Cautivo, sin apenas
hurtar el cuerpo, dió un pase mag-
nífico, y volvió a citar. El público,
desconcertado, inició un aplauso.
En el palco vacío acababa de apa-
recer en extraña evocación goyesca
Judith Israel.
II
EL ZARPAZO DE LA ESFINGE
Cuando el sud-expi^eso entró en
agujas en la estación de Madrid,
Judith Israel, que venía en pie jun-
to a la ventanilla, interrogó por
centésima vez a Gutiérrez Sarmien-
to, repanchigado en un diván:
—¿Qué hora es?
Sonrió él ante la impaciencia de
su amiga:
—Las dos y treinta y cinco.
— Llegaremos tarde — murmuró
desalentada.
Su amante la animó:
\3h ANTOxio dh: hoyos y vinent
— Teniendo todo j^reparado para
vestirte, en iin vuelo estamos en la
Phiza.
—No hay más que una hora.
— ¡Bah!- objeto él — ; todo será
que lleguemos empezada la corrida.
— Será tarde; Cipriano mata en el
primer toro.
Echóse a reir el banc]uei-o.
—Ni que tú fueses el án^el de la
g'uarda que tenía que defenderle
contra el pelig^ro.
Con sombría fijeza, la mirada le-
jana y los labios crispados en una
mueca de angustia, murmuró:
—Tengo el presentimiento de que
si no estoy allí sucede una desgra-
cia.— Luego, como leyese una aten-
ción entre paternal e irónica en el
rostro de su amigo, habló para di-
LA ZARPA Di<, LA LSFLXGL V:)/
simular:— ¡Pobre chico! No quisiera
que el bien que le hemos hecho de-
generara en un mal irreparable.
Pese a su dominio de sí misma, su
voz temblaba, y sus manos se cris-
paron dentro de los guantes de Sue-
cia g] is.
i Aquel V'iaje! Treinta y seis horas
hacía que, cumplido su contrato,
había salido de Londres, y desde
entonces, ni una hora de calma, ni
un minuto de paz había disfrutado.
Inquieta, nerviosísima, presintiendo
una catástrofe, hubiese deseado te-
ner alas y poder volar. El tiempo
huía vertiginoso, y, en cambio, bar-
cos, automóviles, trenes, parecían
acometidos de una súbita lentuud.
Las paradas en las estaciones pare-
cíanle eternas, los túneles inacaba-
138 ANTONIO DK HOYOS Y VINENT
bles, la noche sin ñn. No podía es-
tarse quieta, salía y entraba en el
coche, sentábase y poníase en pie,
abría libros que no acertaba a
leer... Y todo el tiempo sentía los
ojos irónicos de Gutiérrez Sarmien-
to fijos en ella, como una curiosi-
dad, levemente matizada de burla.
Y tenía que disimular. Era la exis-
tencia, la existencia dura, implaca-
ble, que le obligaba a mentir, a en-
cerrar el corazón de brasa en la es-
tatua de frío mármol. Su hermetis-
mo, su glaciedad desdeñosa, su
rigidez de icono, fundíase, desha-
cíase, transformábase en cenizas
que el huracán pasional aventaba
al aire. La danzarina bíblica, la rei-
na cruel e inabordable de la leyen-
da, la esfinge del desierto, no era
LA ZARPA \)K LA ESFINGE 139
más que una pobre mujer enamora-
da. Quería a Cipriano. Le quería
con un amor canalla, apasionado y
ardiente. Para ella era la vida, la
vida verdadera, no aquella teatrali-
dad yerta y artificiosa, y en plena
fiebre de hiperestesia sentimental,
soñaba en las noches de frío pasa-
das en los quicios de las puertas
como en un paraíso perdido.
El tren se detuvo; Judith, se,s>"uida
del banquero, cruzó rápida el andén
y precipitóse en el automóvil, que
les esperaba fuera.
— ¡A casa, y muy deprisa!
El coche subió rápidamente la
cuesta de San Vicente e internóse
en la calle de los Reyes. Un carro
atascado cortaba el paso, y hubo
que retrocer. La Israel trepidaba de
140 ANTOXIO Di: IIOVÜS Y VIXK.NT
inij^aciencia. Volvió a interrogar:
—¿Qué hora es?
—Las tres.
Ahora corría el vehículo por la
calle de la Princesa para, por allí,
co^^er los bulevai*es.
La ciudad tenía un aspecto do-
mini^uero que exasperaba los ner-
vios de la inquieta. Las calles, a la
vez aleares y tristes, daban esa ex-
traña impresión que dan las pobla-
ciones en día de fiesta a las i^entes
habittiadas a cin ular durante la se-
mana. Las tiendas cerradas y los
zaguanes de casa grande vacíos
contrastaban con los portales mo-
destos en que se formaban tertulias
porteriles, los cafés llenos, los tran-
víos rebosantes, y sobre todo, la
multitud que, muy puesta con los
LA ZARPA DE LA ESFLNGK 141
trapitos de cristianar, lo invadió
todo. Veíanse familias artesanas,
ellas de mantón, ellos de capa, lle-
vando unos cuantos chiquillos pre-
suntuosamente ataviados. Veíanse
también matrimonios de clase me-
dia, en que las mujeres, pálidas y
tristes, lucían mantillas, y los hom-
bres gabán. Pasaba, en fin, alguna
madre gorda, hinchada por el sem-
piterno cocido, llevando a su lado
dos señoritas esmirriadas, ostentan-
do en la cabeza extraños armatostes
con honores de sombrero.
Al fin llegaron, y la Israel res-
piró.
Eran las tres y media.
Acababa de vestirse. El traje
creado bajo su dirección en uno de
142 AX'i o.Nio dh: hovos y vinknt
los mejores modistos de París, era
un prodigio de gi-acia y arte. Judith
había puesto a contribución los re-
tratos de Goya y los grabados del
xviTT francés, y así resultaba una
extraña adaptación del Luis XVI a
las modas de la majeza madrileña.
Una falda en forma de campana,
muy ancha, muy pomposa, de gasa
blanca adornada de infinidad de
volantes de blanco Chantilly, en-
guirnaldada de miniísculas rosas,
dejaba al descubierto el fino tobillo
ceñido por la media de alba seda, 3^
el pie de brevedad de ensueño, en
cerrado en leve chapín de plata. Un
corpiño de raso azul muy pálido
oprimía el talle cimbreante, y sobre
la cabellera negra, sostenida por
alta peineta de carey, caía la neva-
LA ZARPA DE LA ESFINGE 143
da mantilla de blonda, prendida al
pecho con una rosa.
Echó la última mirada al espejo
y, mujer al fin, sonrió; pero cuatro
campanadas que desgranaba un re-
loj lejano le hicieron estremecer, e
inquietisima, ditig-ióse a la puerta
en el momento que el banquero,
abriéndola, avisaba:
— Ahí están esos con el auto.
El Mercedes volaba camino de la
plaza.
Sus amigos, encantados de haber-
la recuperado, hablaban todos a un
tiempo, loaban como merecía la
gracia de su atavío, interrogábanla
sobre sus nuevas creaciones y vati-
cinaban a la artista grandes triun-
144 ANTOMO DE HOYOS V VINEXT
fes en América. Pero ella, impa-
ciente, nerviosa, llenada temoies y
presentimientos, apenas si prestaba
vaga atención a sus palabras.
Mientras subía las escaleras oyó
la confusa algarabía y adivinólo
todo. El Cautivo fracasaba. Apretó
el paso sin iiacer caso de sus com-
pañeros; y entrando rápidamente
en el palco y avanzando hacia el
barandal, clavó los ojos en el tore-
ro con un supremo esfuerzo de fas-
cinación, en que puso la tensión en-
tera de sus nervios. Así permaneció
un minuto de pie, las manos en el
antepecho y las pupilas de esmeral-
da líquida, clavadas mag*néticas,
dominadoi-as, en el lidiador.
Al fin sonó un aplauso y faltán-
dole las fuerzas, palpitante, entu-
LA ZARPA DE LA ESFL\&E 145
mecida por el esfuerzo, dejóse caer
en el asiento. Habían llegado los
demás y rodeábanla bromeando so-
bre su protegido.
Cipriano, en crisis de valor teme-
rario, toreaba muy ceñido, dejando
que los pitones le rozasen la tale-
guilla. Los demás matadores, que
durante la bronca habíanse aproxi-
mado a él para auxiliarle y defen
deiie, entre curiosos y despectivos
alejábanse extrañados de la súbita
mudanza. El mismo público, con
esa justicia rudimentaria de las mul-
titudes, acusábase ahora de habe:
pecado de injusto con el muchacho,
y deseoso de darle el desquite, ja-
leaba cada uno de sus floreos con
fervientes aplausos.
El toro cuadró; cansado de encon-
10
146 ANTONIO DE HOYOS Y VÍNENT
trar el trapo en vez del hombre que
se le escapaba, plantóse juntando
las pezuñas y bajando la cabeza. El
Cautivo dispúsose a clav^ar el esto-
que.
Judith tuvo por un seg'undo la (^er-
teza de la catástrofe.
De improviso arrancó la riera, y
empitonando a su enemig*o lo arro-
jó en alto. Fué algo monstruoso,
horrendo; el cuerpo del infortuna-
do diestro volteó en el aire, cayen-
do pesadamente al suelo. AUí lo re-
cogió el toi'o 3^ ensañóse con él, c^or-
neándole con insaciable furor.
El público, alzado en un impulso
supremo de espanto, gritaba ante
la tragedia. Los otros toreros inten-
taban vanamente llevarse al bruto;
el Roncalito^ cogido a la cola, tira-
LA ZARPA DE LA ESFINGE 1 47
ba de él. Con algunos feroces cona-
tos de embestida dispersóles el toro,
y recogiendo en los cuernos el in-
animado despojo áe el Cautivo paseó
su sangriento trofeo por la plaza.
Lívido, exánime, desarticulado, la
arrogancia de Cipriano pendía de
las astas como un sangriento guiña-
po. Las ropas desgarradas, man-
chadas, deshechas, no eran más que
un jirón de trapos entre los que apa-
recía semidesnudo, abierto en una
inmensa herida, el cuerpo macera-
do del pobre muchacho.
Judith Israel se irguió trágica,
magnífica, y como Sarmiento, adivi-
nando su intención, quisiese detener-
la, volvió su furor contra él, y abo-
feteóle, exasperada, loca, reprochán-
dole su redención como un crimen.
1 \^ \.N¡0.\1() líDVOS \ VINENT
— iMiserable, miserable! {Tú tie-
nes la culpa!
Al fin venció el obstáculo , y
abriendo la puerta del palco echó a
correr por las amplias galerías de la
plaza en busca de la enfermería.
Desalentada, enloquecida, perdi-
da toda noción de la realidad, bajó
escaleras^ cruzó corredores, volvió
a subir, tornó a bajar, sin encon
trar salida. Oyó g-ritos, y medio
muerta de angustia acercóse a una
ventana.
Al través de la arábiga herradu
ra, sobre el castizo fondo del Ma-
drid majo, en el repulsivo cuadro
del patio de caballos, entre los cuer
pos de los destripados pencos, sobre
los que comenzaban a zumbar los
moscones, vió pasar el cortejo trá-
l.A ZARPA DE LA ESFINGE 14^
g'ico y grotesco en que, sobre los
rojos trajes de los monosabios, se
destacaba la verdosa lividez del ca-
dáver de su amante.
No pudo resistir más y dejóse caer
al suelo Allí extática, anonadada
ante su inutilidad, ante su impoten-
cia, ante su estupidez, permaneció
inerte, vencida por la crueldad de
la vida, que había hecho de su alma
ardiente y apasionada el alma fría
y hierática de una figura de misal.
FIN
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La Garra (tercera edición), por Manuel
Linares Rivas . 3,00
Barrio Latino, por Federico García San-
chíz 3,00
La espuma del champagite . por Manue'
Linares Rivas 3,50
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Una mancha de sangre ,xior )oaquínBelda 1,50
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neni 3.00
La Cocina racional, por Magdalena S.
Fuentes 3^0li
Mi J^enus, por Joaquín Dicenia 1,0(.'
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y II, cada volumen 2,50
Años de miseria y de 7 isa, por Eduardo
Zamacois 3,50
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La Leona de Castilla, por Francisco Vi-
llaespesa 3,50
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González- Blanco 1,00
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cía Sanchíz 2,00
Toninadas, por Manuel Linares Rivas 3,50
U7ia vida ejemplar, por Diego San José. . 1,50
La ^w^wzga, por Darío Nicodemi 3,50
El oscuro dominio, por Antonio de Hoyos
y Vinent 1,00
En camisa rosa, por Felipe Trigo 3,50
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Antonio de Hoyos y Vinent 3,50
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Belda 3,50
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Hoyos y Vinent 0,95
La dolorosa pasión, por Amonio de Ho-
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Las zarsas del camino, por Manuel Lina-
res Rivas 3,50
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nares Rivas 3»00
Un pollito *bien*, por Joaquín Belda 1,00
La Coquito (cuarta edición), por Joaquín
Belda 3,50
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nio de Hoyos y Vinent 0,95
La atroz aventura, por Antonio de Hoyos
y Vinent 0,95
Pesetas
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Rivas 1 ,00
Las frecuentaciones de Mauricio, por An-
tonio de Hoyos y Vinent 3,00
Traviatistno agudo, por Joaquín Be Ida.. . 2,00
El hombre que vendió su cuerpo el diablo,
por Antonio de Hoyos y Vinent 0,95
El árbol genealógico, ^ov Antonio de Hoyos
y Vinent 3,50
La diosa razón, por Joaquín Belda 3,50
Ninfas y sátiros, por Alvaro Retana 3,00
En cuerpo y alma, por Manuel Linares Ri-
vas 2,00
La sarpa de la esfinge, por Antonio de Ho-
yos y Vinent 0,95
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