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Full text of "La Zarpa de la Esfinge, novela"

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LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE 


Es  propieíiad. 
Queda  hecho   el  depo- 
sito que  marca  la  J>ey. 


Imp.  de  V.  Rico.-Paseo  del  Prado,  30.-MADRID 


ANTONIO  DE  HOYOS 
Y  VINENT 

LA  ZARPA 
DE  LA  ESFINGE 

NOVELA 


BIBLIOTECA  HISPANLA 

CIP,  4.— MADRID 


Digitized  by  the  Internet  Archive 
in  2013 


http://archive.org/details/lazarpadelaesfinOOhoyo 


PRÓLOGO 


Cuando  el  celebrado  literato 
don  Antonio  de  Hoyos  y  Vinent 
me  hizo  el  honor  de  invitarme 
a  escribir  el  prólogo  de  su  no- 
vela La  zarpa  de  la  esfinge  ex- 
perimenté dos  impresiones  con- 
tradictorias. La  primera,  de 
agrado,  porque  hacía  tiempo 
que  me  consideraba  yo  en  el  de- 
ber de  decir  algo  de  este  autor, 
que  se  destaca  con  singular  brío 


6  ANTONIO  DE  HOYOS  \  \  i:N  h:M 


entre  los  mejores  artistas  del 
léxico  y  de  la  tabula.  Estimo 
obliiíación  de  los  viejos  discu- 
rrir acerca  de  los  nuevos,  ya 
para  aplaudirlos,  ya  para  casti- 
garlos. El  silencio  y  la  indife- 
rencia son  incompatibles  con  el 
amor  a  las  letras.  Harto  nos  afli- 
ge a  todos,  antiguos  3^  moder- 
nos, el  desdén  común  de  la  ciu- 
dadanía. Si  nos  pusiéramos  de 
acuerdo  los  novelistas,  cuentis- 
tas, articulistas,  y  críticos  de 
toda  condición  y  laya  que  cola- 
boramos en  la  Prensa  para  ob- 
tener de  ésta  que  los  libros  tu- 
vieran un  trato  igual  a  las  obras 
teatrales,  en  lo  que  atañe  a  la 


PRÓLOGO 


7 


publicidad,  nos  veríamos  exen- 
tos acaso  del  ludibrio  corriente: 
el  de  un  desprecio  absoluto. 

Cuando  3^0  era  algo  en  el  pe- 
riodismo vinieron  a  verme  en  el 
mismo  día  y  con  escasas  horas 
de  diferencia  el  autor  de  una 
comedia  que  se  iba  a  estrenar 
en  Lara  y  el  autor  de  una  nove- 
la que  iba  a  aparecer  en  los  es- 
caparates entonces.  Ambos  so- 
licitaban mi  intervención  para 
que  la  crítica  se  ocupara  de 
ellos.  Al  comediógrafo  le  con- 
testé: «Seguramente  logrará  su 
deseo.  Intentará  ganarle  la  be- 
nevolencia, pero  la  atención  la 
tiene  segura .  Su  obra  será  el 


8 


tema  de  todos  los  escritores  que 
de  teatros  hablan,  porque,  si  un 
diario  dejara  de  dar  noticia  de 
un  estreno,  quedaría  descalifi- 
cado.» Al  novelista  le  dije:  «Di- 
fícil empresa  la  que  usted  inten- 
ta. Veremos.  Haré  lo  posible, 
pero  sólo  puedo  asegurarle  que 
yo  diré  algo  de  su  libro.» 

V  en  efecto,  de  la  comedia 
hubo  informaciones  y  críticas 
en  todos  los  periódicos.  De  la 
novela  se  escribió  sólo  en  algu- 
nos periódicos,  en  los  que  yo  te- 
nía amigos.  Quedó  así  marcada 
la  diferencia  de  trato  que  se  da 
aquí  al  novelista  y  al  dramatur- 
go. Y  luego  viene,  como  conse- 


PRÓLOGO 


9 


cuencia  natural,  otra:  el  drama- 
turgo gana  dinero;  el  novelista 
no  lo  gana,  fuera  de  casos  ma- 
ravillosos, que  no  me  indignan, 
sino  que  me  sorprenden  a  mí 
que  no  vendo  ni  los  ejemplares 
para  pagar  el  gasto  de  la  im- 
presión. 

De  modo  que  si,  además  de 
estas  desdichas,  se  hubiera  de 
regatear  el  estímulo  del  juicio 
sobre  lo  que  se  estampa,  habría 
que  darse  a  los  diablos  y  poner 
en  el  padrón  de  vecinos:  «N.  N., 
novelista  y  suicida.» 

Es  evidente  el  desdén  al  libro. 
Señal  de  atraso,  indicio  de  bar- 
barie. No  nos  hagamos  ilusio- 


10        ANTONIO  DK  HOYOS  Y  VlXlí.NT 


nes.  Donde  no  se  lee,  no  se  pien- 
sa, y  donde  no  se  piensa,  es  en 
el  país  de  las  bajas  servidum- 
bres, juzgad,  viendo  lo  que  su- 
cede en  nuestra  España,  los  vo- 
lúmenes que  circulan.  La  reali- 
dad política  es  una  cifra:  una 
estadística  bochornosa. 

Por  eso  cuantos  literatos  acu- 
den a  mí  hallan  una  amable  aco- 
gida, y  más  éste,  que  en  sus  ex- 
trañas invenciones,  llenas  de 
originalidíid,  bordeadoras  del 
precipicio,  sugestiona  al  lector 
y  excita  los  estímulos  de  la  cu- 
riosidad. Hoyos  y  Vinent  tiene 
ese  mérito.  Os  habla  de  aristó- 
cratas y  de  hampones,  de  altas 


PRÓLOGO 


11 


damas  y  de  prostitutas,  de  poe- 
tas y  de  histriones,  de  toreros  y 
de  vulgares  viciosos,  y  os  pasea 
por  1  is  maravillas  del  arte  y  por 
los  tugurios.  Una  escena  es  en 
el  Coliseo  romano,  a  la  luz  de  la 
luna;  la  otra  es  en  un  lupanar. 
Mujeres  hermosísimas  que  hue- 
len a  violetas  se  codean  en  esas 
páginas  con  infectos  engendros 
de  la  degeneración  fisiológica. 
La  canción  inmortal  vibra  junto 
a  la  carcajada  de  la  imbécil  em- 
briaguez. Suenan  frases  genia- 
les cuando  apenas  se  han  olvi- 
dado los  chistes  chulescos.  Ya 
creéis  haber  arribado  al  Olimpo 
cuando  os  sentís  arrastrado  a 


12        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VíNENT 


un  café,  en  el  que  dialogan  mal- 
vados y  mujerucas.  V  llega  un 
momento  en  que  queréis  tirar  el 
libro...  pero  cuando  vais  a  arro- 
jarle de  la  mano  os  sentís  atraí- 
do por  el  encanto  de  la  bella  pá- 
gina pasada,  y  por  la  que  es- 
peráis, y  seguís  leyendo,  y  leéis, 
y  concluís  la  lectura  con  el  an- 
sia de  que  continuara.  Milagro 
de  un  feliz  ingenio  narrativo  que 
satura  de  emoción  cuanto  hace. 

Pero  he  dicho  que  al  solicitar 
de  mí  el  notabilísimo  novehsta 
una  cooperación  sentí  dos  im- 
presiones distintas.  De  la  pri- 
mera, grata,  ya  he  hablado;  de 
la  segunda,  he  de  hablar. 


PRÓLOGO 


13 


No  opino  en  modo  alguno 
como  el  señor  Hoyos  y  Vinent 
respecto  a  la  doctrina  literaria. 
Pero,  ¿sería  eso  motivo  de  apar- 
tamiento? En  primer  lugar  nada 
importa  a  nadie  mi  opinión^  y 
aunque  la  expusiera  crudamen- 
te, no  le  quitaría  el  sueño  a  un 
escritor  que  ha  ganado  justa- 
mente los  lauros  de  la  fama.  Ni 
sería  bien  que  sólo  se  dedicase 
atención  a  los  coincidentes  en 
las  normas  y  disciplinas  estéti- 
cas. Así  se  convertiría  el  campo 
de  las  artes  en  una  serie  de  pe- 
queñas capillas,  en  las  que,  más 
que  orar  por  lo  bello,  se  organi- 
zarían conjuras  contra  el  culto 


14         AXTOMO  DE  HOYOS  Y  VINKNT 


de  la  acera  de  enfrente.  Debe- 
mos defender  nuestro  juicio,  por 
humilde  que  sea,  sin  ofender  al 
juicio  adverso.  En  toda  intran- 
sigencia hay  orgullo;  esto  es, 
maldad. 

Yo  abomino  de  la  literatura 
para  hombres  solos,  o  para  hem- 
bras que  superan  al  hombre  en 
el  desprecio  de  la  moral.  Tam- 
poco erigiré  en  mi  bibliotecaria 
a  una  dama  como  aquella  de 
que  habla  Dickens,  que  no  tenía 
en  su  gallinero  ni  un  solo  gallo, 
temerosa  de  las  audacias  y  be- 
llaquería que  el  ave  valiente  y 
luchadora  ejecuta  a  la  luz  del 
sol  en  el  mansueto  y  liviano  ha- 


PRÓLOGO 


15 


rén.  Todo  lo  que  es  tiene  dere- 
cho a  ser  descrito  y  analizado. 
Pero,  además  del  gallo,  hay 
otros  seres  en  la  escala  zoológi- 
ca, y  muchos  aman  decentemen- 
te, sin  que  sea  ni  más  fácil  ni 
menos  interesante  narrar  sus 
costumbres. 

El  que,  caminando  por  la  vida, 
tropieza  con  la  escena  escabro- 
sa, no  ha  de  escapar  como  co- 
legial hipócrita  o  pudibundo; 
pero  si  se  obstina  en  buscar  la 
impureza,  entonces  ya  incurre 
en  culpa.  Y  esa  es  la  doctrina 
que  sostiene  el  gran  Sainte-Beu- 
ve  cuando  discurre  maravillo- 
samente sobre  las  Memorias  de 


16        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


Casa  nova  de  Seingalt,  sobre 
Crebillon  y  sobre  el  poeta  lúbri- 
co Baffo. 

Bien  es  necesario  que  conste 
que  Hoyos  y  Vinent  no  es  clási- 
camente un  rebuscador  de  in- 
moralidades, ni  era  posible  que 
lo  fuera,  sintiendo  como  siente 
tan  hondamente  el  bello  estímu- 
lo de  las  altas  letras.  Lo  que 
hay  es  que  suele  hallar  dema- 
siadamente en  sus  invenciones 
gentes  viciosas,  y  cuanto  ellas 
hacen,  piensan  y  dicen  suena  y 
huele  a  vil  pecado.  Pero  en  mu- 
chas ocasiones  se  encuentra  con 
nobles  espiritualidades,  y  las 
analiza  diestramente,  y  enton- 


PRÓLOGO 


17 


ees  es  euando  a  mí  me  agradan 
más  sus  páginas. 

En  fin,  baste  con  lo  expuesto 
para  que  se  sepa  en  qué  y  por 
qué  disiento  de  un  novelista  de 
tan  fecunda  y  original  fantasía, 
y  que  h.i  educado  su  talento  con 
bien  elegidas  y  abundantes  lec- 
turas. 

Posee  un  arte  personal  eficací- 
simo para  componer  la  escena, 
para  presentar  al  personaje  y 
para  darle  aires  de  vida.  Cuali- 
dad que  pocos  logran.  Y  eso 
acredita  el  don  maravilloso  del 
novelista.  Sirva  de  prueba  de 
mi  parecer  este  retrato  bellísi- 
mo de  la  bailarina  Judith  Israel, 

2 


18 


ANTONIO  DH:  HOVOS  V  VlNENt 


en  la  que  poco  esfuerzo  cuesta 
reconocer  a  Tórtola  Valencia: 
«Alta,  ondulante  y  hier ática 
a  una,  poseía  una  hermética 
b elle :2a  de  esfinge.  El  rostro 
fríOy  clásico,  sereno,  blanco  e 
inmóvil  como  una  mascarilla 
de  alabastro,  hallábase  encua- 
drado en  vma  cabellera  peinada 
a  la  moda  egipcia,  tan  espesa 
y  negra  que  parecía  tallada  en 
ébano;  sus  labios,  finos  y  delga- 
dos, eran  un  leve  tra^o^  de  púr- 
pura, y  en  sus  ojos^  raros,  ver- 
des ,  luminosos,  triangtdares, 
había  un  extraño  poder  de  fas- 
cinación. Siempre  moldeada  en 
blandas  y  pesadas  estofas  rie- 


PRÓLOGO 


19 


ludas  de  oro  y  plata  y  con  ajor- 
cas de  cabalísticas  pedrerías 
— los  ópalos  de  maleficio,  las 
peridotaSy  las  amatistas  de  la 
cúbala — en  los  bracos  blancos, 
delgados  y  osciladores  como 
reptiles^  había  en  sus  gestos, 
mecidos  por  la  música  bárbara 
de  ignoradas  melodías,  una  ele- 
gancia ofidiana  que  contras- 
taba con  su  quietud  de  otras 
veces,  una  quietud  de  esfinge, 
mejor  de  Sibila,  rígida  sobre  la  ♦ 
piel  de  Pitón,  prisionera^en  la 
pesada  magnificencia  de  un 
templo  de  Oriente.^> 

De  esta  manera,  ante  las  ex- 
celsitudes de  la  hermosura,  la 


20        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


mente  del  poeta  advierte  sus 
resplandores...  Y  cuando  nos  ha 
extasiado,  y  parece  que  va  a  ir 
ascendiendo  por  los  escalones 
de  jaspe,  siente  que  le  llaman 
los  otros  sujetos  de  la  fábula,  el 
Cautivo^  el  Posturas^  las  «dos 
mujeres  pintarrajeadas»  que  es- 
taban a  la  puerta  de  «una  casa 
de  sospechosa  catadura » . . .  Y 
esos  miserables^  engendros  des- 
truyen la  emoción  sublime  y 
honda...  Entonces  el  artista  se 
pone  a  remover  con  su  bastón 
de  oro  la  podre,  buscando  lo  que 
no  ha  de  hallar:  perlas.  Hasta 
en  esa  ocasión  maravilla  el 
acierto  descriptivo,  la  naturah- 


PRÓLOGO 


21 


dad  del  diálogo,  la  invención 
donosa,  refulgente.  Pero  el  lec- 
tor, el  lector  que  merece  ser  so- 
licitado, siente  un  doloroso  es- 
pasmo. Como  ya  el  autor  le  ha 
ganado  la  voluntad,  y  espera  de 
su  maestría  una  en^oción  pura 
y  conmovedora,  continúa  aten- 
to, y  no  pasa  una  página,  sino 
que  en  todas  se  detiene.  No  es 
trabajo  perdido,  porque  hasta 
donde  lo  obsceno  impera,  impe- 
ra también  el  arte.  Aquí  y  allá 
chispea  la  gracia;  un  rasgo  de 
estilo,  una  curiosa,  inesperada 
observación,  un  cuadro  en  que 
la  verdad  palpita.  Es  que,  en  fin, 
no  hay  géneros.  Sólo  hay  auto- 


22        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


res,  y  en  ésta  existe  el  prestigio 
dominador  de  la  inspiración. 

Sin  otro  título  que  el  de  los 
años,  que  suplen  a  veces  el  de 
la  autoridad  magistral,  yo  me 
atrevería  a  proponer  a  Hoyos  y 
Vinent  que  algún  día  escribiera 
una  novela  de  las  que  los  nuevos 
llaman  por  burla  «inocente».  En 
ella  encontraría  motivos  de  su- 
periorís^o  interés.  Sería  un 
viaje  por  el  dulce  país  de  los  ho- 
nestos amores  y  de  la  comuni- 
cativa ternura.  En  esos  temas 
hallaría  la  ocasión  de  un  triunfo 
definitivo. 

J.  Ortega  Munilla. 

Madrid,  Noviembre  18. 


LA  OFRENDA 


Tórtola:  tú  eres  el  símbolo  de  la 
hellesa  única.  Antes  de  conocerte 
yo  te  había  visto  dansar  ante  He- 
rodes,  como  Salomé  ¡bailar  en  el  de- 
sierto entre  los  tigres,  como  Cleopa- 
tra...  Eres  el  ensueño  hecho  carne. 
Estás  más  allá  de  la  vida,  del 
tiempo  y  del  espacio.  Deja  que  te 
ofrezca  en  homenaje  la  historia 
trágica  de  una  pobre  danzarina 
que  fué  hermética  y  hierática  y 
tuvo  zarpa  de  piedra  como  la  Es- 
finge, y  corazón  de  carne  como  hija 
de  Eva.  Déjame  depositar  a  tus 
pies,  ¡divinos  pies  enjoyados  de 
icono!,  la  ofrenda. 

'i  A  la  gloria  de  Tórtola  Valencia: 
Oro,  Incienso,  Mirra,^ 


PRIMERA  PAR 


I 

EL  CORTEJO  DE  TERPSÍCORE 

La  presencia  de  la  marquesa  El- 
vira en  el  baile  de  La  Dalia  fué  un 
escándalo.  Toda  la  concurrencia  (y 
el  hecho  de  ser  martes  de  Carna- 
val, agravado  por  el  de  celebrar  el 
Niño  del  Piano^  que  tantismas— 
frase  estampada  en  las  invitaciones 
en  que  se  ofrecía  la  fiesta  a  dos  do- 
cenas de  jóvenes  y  señoritas,  dis- 
tinción tan  propia  como  digna  de 
encomio,  así  como  a  unos  cuantos 
astros  coletudos,  entre  los  que  bri- 
llaba con  luz  propia  el  Cautivito^ 


28        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


más  conocido  en  los  colmados  que 
en  las  plazas,  y  más  que  por  los  pú- 
blicos por  las  damas  que  celebran 
mercados  de  sus  encantos,  y  que  en 
el  caso  de  Cipriano  hacíanse  una 
dulce  carg"a  de  atender  a  la  satis- 
facción de  sus  necesidades  y  boato, 
con  larg"ueza  merecedora  de  loa- 
simpatías  contaba  en  el  barrio,  ha- 
cíale imponente)  había  desfilado 
ante  el  grupo  formado  por  la  mar- 
quesa Elvira  de  Moneada,  Judith 
Israel,  la  admirable  danzarina;  Ju- 
lito  Calabi  és,  Gregorito  Alsina,  Wi- 
fredo  Silvano,  el  compositor  de  La 
danm^e  Walpiirgis;V?i\^x\Q\o  Re- 
manso, el  poeta  evocador  de  El 
amor  de  Antinous,  y  Miguel  Angel 
Estrada,  escultor  vidente  e  ilumi- 
nado que  creara  las  alucinantes 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  29 

figuras  de  «La  Lujuria»  y  «La Muer- 
te», el  inquietante  grupo  que  en  la 
última  Exposición  provocó  un  con- 
flicto de  orden  público. 

Ni  una  sola  de  las  personas  reuni- 
das en  el  amplio  salón  de  la  Socie- 
dad Recreativa  de  Baile  dejó  de  re- 
conocer, bajo  los  disfraces  vulga- 
res, a  la  aristócrata  y  a  la  artista. 
Verdad  que  Elvira,  enamorada  de 
las  cosas  sensacionales,  soñando 
con  vivir  las  novelas  de  Tean  Luis 
Talón,  de  Dumas,  de  Gautiei  ,  todas 
aquellas  espagnolades  de  marque- 
•sas  y  toreros,  de  bandidos  y  de  da- 
mas del  gran  mundo,  no  había  pues- 
to tampoco  gran  empeño  en  pasar 
desapercibida.  En  vez  de  modestas 
interioridades  que,  bajo  el  plebeyo 
capuchón  de  percal  rosa,  diesen  la 


30 


ANTONIO  DR  HOYOS  Y  VINENT 


sensación  de  una  criadiia  u  obreri- 
11a  lanzada  a  una  noche  de  juerga, 
había  conservado  el  mismo  traje 
con  que  comiera  en  casa  de  la  viz- 
condesa de  Pancorbo:  una  toilette 
firmada  Paquin,  una  creación  ex- 
quisita de  gasa  rosa,  muy  pálida, 
sostenida  por  grandes  bandas  de 
moaré  negro,  prisioneras  en  hebi- 
llas Luis  XV  de  brillantes.  Los  za- 
patos de  antílope  negro^  cerrados 
con  strass,  y  las  medias  de  encaje, 
completaban  la  indumentaria,  que, 
semioculta  por  el  hórrido  disfraz, 
denunciaba  a  la  mujer  chic.  Pero 
aunque  nada  de  ello  hubiese  existi- 
do, y  en  vez  de  muselinas,  sedas  y 
blondas  cubrieran  su  cuerpo  menu- 
do, de  firmes  y  armoniosas  curvas, 
el  merino,  el  percal  y  la  batista  de 


LA  ZARPA  DÉ  LA  ESFINGE  31 

las  coquetonas  servidoras  de  casa 
grande,  hubiese  bastado  el  oro  des- 
vaído de  su  ondulada  cabellera,  tan 
pálida  que  parecía  empolvada;  las 
pupilas  de  turquesa,  ingenuas  y  so- 
ñadoras^ en  que  había  un  breve  dejo 
de  ironía,  ese  matiz  de  leve  burla 
sentimental  de  los  epigramas  de 
Beaumarchais;  la  boca  de  corazón, 
golosa  y  sensual,  bajo  cuyos  labios 
se  cobijaba  un  lunar  de  terciopelo 
negro,  y,  sobre  todo,  aquella  gracia 
maciza  y  alada  a  un  tiempo  mismo, 
en  una  liviana  y  señoril  gracia  frí- 
vola,  despreocupada  y  juguetona,  de 
ninfa  de  Versalles,  prisionera  de 
largo  corsé,  que  corriera  entre  cor- 
deros lazados  de  rosa  por  praderas 
de  esmeraldas  sobre  los  altos  taco- 
nes de  sus  chapines  de  plata,  muy 


32        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VIXENT 


siglo  x\'iii,  que  le  hacía  evocar,  aun 
bajo  los  ceñidos  trajes  actuales,  las 
pomposas  sayas  florecidas  de  rosas 
y  los  cuadi-ados  escotes  que  mostra- 
ban apetitosas  las  duras  pomas  de 
los  senos.  Porque  Elvira  Moneada 
era  una  de  esas  mujeres  cuyo  tipo 
evoca  una  época.  Hay  siluetas  que 
forzosamente  hacen  vivir  ante  nos- 
otros el  viejo  Bizancio  fastuoso  y 
magnífico,  y  aun  entre  harapos  o 
con  indumentaria  chulesca  son  vie- 
jos iconos  nimbados  de  oro;  otras 
conjuran  Grecia,  o  las  misteriosas 
historias  medioevales.  La  marque- 
sa Elvira  recordaba  el  siglo  galan- 
te, y  lo  mismo  en  el  suntuoso  esplen- 
dor de  los  vestidos  de  l^aile  que  en 
los  trajes  de  sport  o  los  severos  ata- 
víos sastre,  era  siempre  la  pastora 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  33 


Watteau,  candida  y  libertina,  que 
jugaba  con  sus  amantes  a  Filis  y 
Amarilis  en  una  Arcadia  de  guar- 
darropía. 

Pero  como  si  aun  su  tipo  y  su  po- 
pularidad fuese  poco  para  ser  reco- 
nocida, la  gente  que  le  rodeaba- 
aquel  Julito  Calabrés,  perpetuo  ex-^ 
plorador  de  la  noche,  que  se  empe- 
ñaba en  encontrar  en  la  calle  del 
Grafal  a  los  héroes  de  Hoffmann  y 
a  los  escalofriantes  personajes  de 
Baudelaire;  el  inconfundible  Gre- 
gorio Alsina  y,  sobre  todo,  Judith 
Israel,  con  su  cortejo  de  artistas  de- 
cadentes—no hubiera  dejado  lugar 
a  dudas,  en  caso  que  hubiese  podi- 
do haberlas. 

i  judith  Israel!  La  bailarina  sagra- 
da que  había  hecho  de  sus  danzas 

3 


34        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


una  evocación  del  Oriente  remoto, 
la  que  puso  en  la  canallesca  grose- 
ría de  los  music-halls  la  nota  ex- 
quisita de  su  arte  exotérico,  fasci- 
nador e  inquietante.  Sus  bailes  no 
eran,  tal  vez,  sino  poses  artísticas 
hechas  al  ritmo  de  una  música  sabia 
y  primitiva,  música  de  encantador 
de  áspides;  poses  semejantes  a  otras 
muchas  exhibidas  por  cien  artistas 
de  café-concierto,  pero...  Hay  mu- 
chos que  escriben,  muchos  que  pin- 
tan cuadros  o  labran  esculturas,  in- 
finidad de  mujeres  que  cantan  o 
bailan,  y,  sin  embargo,  el  chispazo 
del  genio,  la  varita  mágica  que  hace 
de  la  obra  vulgar  la  obra  de  arte, 
la  obra  única,  esos  pocos  la  poseen, 
y  Judilh  tenía  su  secreto. 
Alta,  ondulante  y  hierática  a  una, 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  35 


poseía  una  hermética  belleza  de  es- 
finge. El  rostro  trío,  clásico,  sereno, 
blan(  o  e  inmóvil  como  una  mascari- 
lla de  alabastro,  hallábase  encua- 
drado en  una  cabellera  peinada  a  la 
moda  egipcia,  tan  espesa  y  negra 
que  parecía  tallada  en  ébano;  sus 
labios,  finos  y  delgados,  eran  un 
leve  tra/o  de  púrpura,  y  en  sus  ojos 
raros,  verdes,  luminosos,  triangu- 
lares, había  un  extraño  poder  de 
fascinación.  Siempre  moldeada  en 
blandas  y  pesadas  estofas  rieladas 
de  oro  y  plata,  con  ajorcas  de  caba- 
lísticas pedrerías— los  ópalos  de  ma- 
leficio, las  per  dotas,  las  amatistas 
de  la  cábala--en  los  brazos  blancos, 
delgados  y  osciladores  como  repti- 
les, había  en  sus  gestos,  mecidos 
por  la  música  bárbara  de  ignoradas 


36 


AXTOMO  DE  HOYOS  Y  VlNhXT 


melodías,  una  elegancia  ofidiana 
que  contrastaba  con  su  quietud  de 
otras  veces,  una  quietud  de  esfin- 
<>e,  mejor  de  Sibila,  rígida  sobre  la 
piel  de  Pitón,  prisionera  en  la  pesa- 
da ma;L;niticencia  de  un  templo  de 
Oriente. 

¡Judith  Israel!  La  leyenda  la  decía 
oriunda  de  muy  humilde  estirpe,  de 
no  sé  qué  en  ante  familia  bohemia; 
hacíale  algo  muy  miserable,  muy 
bajo,  a  que  el  arle,  con  su  saluta- 
ción, pui  iücara  como  el  carbón  ar- 
diente purificó  los  labios  de  Isaías. 
Vivía  ahora  en  las  regiones  inacce- 
sibles de  la  gloria;  sólo  de  tarde  en 
tarde  la  sangi  e  canalla  despertaba 
en  sus  venas,  y  entonces  echábalo 
todo  a  rodar  y  huía  a  revolcarse  en 
el  fango.  Y  era  la  revancha  del  pa- 


LA  ZARPA  DE  LA  HSFL\GE  37 

sado,  unos  días  de  vida  miserable  y 
canallesca.  Luego  volvía  altiva,  in- 
abordable, más  profunda,  lejana  y 
misteriosa  que  nunca. 

Amores  no  se  la  conocían  a  Ju- 
dith  Israel.  Conocíasela,  sí,  un  ado- 
rador viejo  apasionado  de  ella,  a 
quien  trataba  con  glaciedad  desde- 
ñosa. Por  lo  demás,  desfilaba  rodea- 
da de  pseudogenios  que,  alucinados 
por  el  arte,  vivían  lejos  de  las  impu- 
rezas de  la  carne  en  una  perpetua 
maceración  espiritual,  y  para  quie- 
nes ella  encarnaba  el  símbolo» 

Aquella  noche,  sobre  el  traje  ne- 
^ro  irisado  de  oro  había  echado  un 
extraño  pañolón  de  Manila,  de  un 
A^erde  rabioso,  florecido  de  mons- 
truosas rosas  negras-  Desdeñosa  en 
su  hermetismo  de  la  máscara,  os- 


38        ANTOxNIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


tentaba,  como  una  careta  trágica, 
el  rostro  albo  y  translúcido  encerra- 
do en  el  sombrío  nimbo  de  su  cabe- 
llera. La  tela,  floja  }'  pegajosa,  del 
mantón,  arrastrada  por  el  peso  de 
flecos  y  bordados,  adheríase  a  su 
cuerpo  subrayando  la  rigidez  de  sus 
gestos,  una  rigidez  mecánica,  casi 
alucinante. 

Pasado  el  primer  momento  de  es- 
tupor, causado  por  la  presencia  de 
los  intrusos,  el  baile  habíase  reanu- 
dado. El  organillo  cantaba  las  notas 
de  una  habanera,  y  las  parejas,  muy 
ceñiditas,  columpiábanse  en  lentos 
vaivenes.  Eran  mujeres  de  rompe  y 
rasga,  hembras  de  trapío,  mozas  de 
partido  y  alguna  trabajadora  endo- 
mingada que  andaba  buscándole 
tres  pies  al  gato.  Las  más  llevaban 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE 


39 


el  castizo  pañuelo  filipino^  unas  ter- 
ciado a  la  torera,  otras  clásicamen- 
te colgado  de  los  hombros,  algunas 
a  la  manera  gitana  que  cupletistas 
y  bailarinas  han  deshonrado  por 
esos  tablados  de  Dios;  también  ha- 
bía unas  cuantas  mujeres  disfraza- 
das de  japonesas,  pierrots  y  patudos 
bebés.  En  cuanto  al  elemento  mas- 
culino, formábalo  en  su  mayoría 
señoritos  aflamencados,  chulos  de 
mujeres,  criados  y  chauffetirs,  y 
como  nota  selecta  algún  torero  de 
barrio,  de  los  que  tienen  por  campo 
de  sus  proezas  .Getafe,  Vaciama- 
drid,  Arganda  o  Morata. 

El  salón  era  grande,  aunque  un 
tanto  ahogado  por  lo  bajo  del  techo 
y  lo  estrecho  de  las  ventanas.  Un 
papel  obscuro,  con  floripondios  co- 


40 


ANTOXIO  DK  HOYOS  Y  VliVEiNT 


lor  cho(H)late,  c  ubría  los  muros,  que 
alebraban  como  g-ayas  notas  los 
hórridos  colorines  de  unos  cuantos 
carteles  de  toros.  Como  adorno  ex- 
traordinario pendían  aquella  noche, 
por  techo  y  paredes,  polícromas  ca- 
denetas de  papel. 

La  concurrencia  poJía  decñrse 
enorme,  y  aunque  la  mayoría,  des- 
pués de  la  bronca  de  el  Cautivo  con 
el  Posturas  —  un  ^o\ío  explotador 
de  las  mujeres  de  baja  estofa— ha- 
bíase i-efugiado  en  el  ambigti,  disi- 
de Cipriano  refrescaba  la  sanore 
irritada  por  el  sofocón,  atín  queda- 
ba gente  para  llenar  el  salón  en  que 
las  parejas,  sudorosas,  jadeantes, 
despeinadas,  apenas  si  podían  mo- 
verse incrustadas  las  unas  en  las 
otras. 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  41 

La  noche  había  sido  por  demás 
turbulenta.  Primero,  la  expulsión, 
en  nombre  del  decoro  y  la  moral, 
de  la  Chavita  y  Mercedes,  la  de  el 
Morapio,  que,  sin  saberse  a  ciencia 
cierta  el  por  qué,  habían  descubier- 
to que  una  de  las  dos  estaba  de  más 
en  el  mundo  (por  lo  menos  en  el 
baile),  y  que  como  preludio  habían 
atentado  a  la  integ-ridad  de  sus  ca- 
belleras respectivas.  Lueg'o,  la  bron- 
ca de  el  Catitivito  con  el  Posturas. 

Aquello  ya  fueron  palabras  ma- 
yores. Una  futesa  cualquiera,  la  in- 
temperancia del  maleta  que  desde 
el  trípode  de  su  pseudo  «ioria  de 
novillero  habíase  permitido  tratar 
al  otro  despectivamente,  y  la  leg'en- 
daria  desvergüenza  del  chulo,  que 
contestó  con  unas  cuantas  frescas 


42 


ANTONIO  DE  HOYOS  Y  ViNENT 


a  los  desdenes,  fueron  el  orig'en  de 
la  cuestión.  Sin  embaro'o,  lodo  hu- 
biese parado  en  leve  tirantez  de  re- 
laciones si,  en  el  calor  de  la  impro- 
visación, no  se  le  hubiese  escapado 
a  el  Posturas  la  palabra  miedo. 

¡Miedo!  Hablar  a  Cipriano  del 
miedo  era  mentar  la  sog-a  en  casa 
del  ahorcado,  poner  el  dedo  en  la 
llaga  o  dar  en  el  blanco.  ¡Miedo! 
Aquel  era  el  punto  negro  en  la  vida 
de  el  Cautivo,  la  muralla  dehielo  que 
se  alzaba  infranqueable  entre  él  v 
la  gloria.  Los  buenos  aficionados, 
los  que  llevan  escrupulosamente  la 
cuenta  de  cada  estocada  y  cada  ca- 
potazo de  sus  ídolos,  recordaban  al- 
gunas proezas  de  Cipriano.  Una 
tarde,  en  Aravaca,  había  toreado 
por  verónicas,  que  ni  los  mismos 


43 


ángeles;  otro  día,  en  Talayera  de  la 
Reina,  puso  un  par  de  banderillas 
al  quiebro,  que  los  reyes  del  toreo 
no  hubiesen  desdeñado  en  su  haber; 
"otro  aún,  y  aquél  en  la  plaza  vieja 
de  Barcelona,  toreó  de  muleta  ad- 
mirablemente y  remató-de  una  es- 
tocada hasta  la  cruz,  que  hizo  a  los 
entusiastas  proclamar  su  aparición 
como  la  de  un  nuevo  Rafael  Guerra. 
Pero,  sobre  todo,  lo  que  ningún 
buen  amante  de  los  toros  podía  ol- 
vidar, era  el  volapié  monumental, 
digno  de  Mazzantini,  con  que  arre- 
bató de  júbilo  a  los  concurrentes  de 
la  plaza  de  Tetuán  de  las  Victorias. 
Y,  sin  embargo,  Cipriano  Sánchez, 
el  Cautivo,  no  pasaba  de  ser  un  mo- 
desto, un  ínfimo  novillero.  Una  som- 
bra negra,  algo  invencible,  una  fa- 


-14  \NTOMO  DK  HOYOS  Y  VINENT 


lalidad  cruel  pesaba  sobre  su  vida 
deshonrándole,  inutilizando  sus  es- 
fuerzos, manc^hando  sus  éxitos.  ¡Te- 
nía miedo!  Pero  no  un  miedo  natu- 
ral, basado  en  el  instinto  de  conser- 
vación y  fácilmente  dominable  por 
la  voluntad;  sino  un  miedo  tremen- 
do, cie^o,  irrazonado,  irresistible, 
que  le  hacía  huir,  temblar,  cerrar 
los  ojos;  un  pánico  loco  que  le  arre- 
bataba todo  sentimiento  de  pundo- 
nor torero,  haciendo  de  él  un  ani- 
mal cobarde  y  débil;  una  pavura 
necia  como  la  que  hace  g"ritar  a  los 
niños  en  las  tinieblas. 

Avergonzado,  evocaba  en  sus  ho- 
ras de  desaliento  la  crisis  atroz  de 
su  debut  en  el  coso  bilbaíno.  Era  el 
día  de  la  consa^Tación;  la  afición  de 
Bilbao  (y  sabido  es  que  la  vizcaína 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFLNGfí  45 


forma  entre  las  más  entendidas  y 
entusiastas  de  España)  agolpábase 
en  el  circo  taurino  deseosa  de  cono- 
cer al  nuevo  diestro.  En  el  paseo, 
algunos  aplausos  le  confortaron; 
luego,  en  el  primer  toro,  unos  re- 
cortes, un  toreo  emocionante  de  ro- 
dillas y  algunas  otras  proezas  valié- 
1  onle  palmas  en  abundancia,  y 
cuando,  tras  brindar  al  pueblo,  co- 
locóse ante  el  astado  bruto  con  los 
trastos  de  matar  en  la  mano,  sin 
causa  justificada,  de  improviso,  el 
fantasma  de  su  cobardía  se  alzó 
ante  él.  Y  comenzó  el  suplicio.  El 
toro,  a  sus  ojos  se  ofreció  como  una 
bestia  apocalíptica,  negra  y  enor- 
me. La  gloria,  los  aplausos,  el  pun- 
donor profesional,  el  público,  el  cie- 
lo, el  sol,  todo  se  borró,  esfumóse, 


46 


ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


desapareció,  quedando  él  solo  en 
medio  de  un  abismo  tenebroso,  hú- 
medo y  frío,  cuya  glaciedad  helába- 
le la  sangre  junto  al  toro,  de  mo- 
mento en  momento  mayor,  y  cu- 
yos cuernos  a  cada  movimiento  se 
agrandaban  rozándole  el  pecho,  el 
vientre,  el  cuello.  El  pueblo,  asom- 
brado, calló  primero  con  un  silen- 
cio de  muerte;  luego,  indignado, 
prorrumpió  en  hórrido  griterío;  los 
silbidos  eran  ensordecedores,  los 
apóstrofes  llovían  sobre  él.  Un  hu- 
racán de  injurias,  de  groseros  in- 
sultos, de  amenazas,  llenaba  la  pla- 
za. Comenzaron  a  caer  a  los  pies 
del  infortunado  diestro  todo  género 
de  proyectiles:  naranjas^  botellas, 
almohadillas.  Cautivito^  cada  vez 
peor,  más  incapaz  de  dominar  su 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  47 


pánico,  acabó  por  retirarse  lloran- 
do, entre  barreras,  mientras  los 
mansos  se  llevaban  al  toro  a  los  co- 
rrales. Desde  entonces,  la  fatalidad 
parecía  perseguirle,  y  mientras  en 
las  plazas  pueblerinas  triunfaba  en 
difíciles  empresas,  cada  vez  que 
reaparecía  en  algún  circo  de  impor- 
tancia, el  miedo,  el  miedo  invenci- 
ble, tremendo,  fatal,  como  una  mal- 
diJ:ión^  se  erguía  ante  él. 

Seguíaelbaile,  y  mientras  laspare- 
jasgirabanlentasenlacansada  lasci- 
via de  un  inacabable  abrazo,  el  Cauti- 
vo, rodeado  de  amigos  y  admirado- 
res, explicaba  asu  manera  la  bronca. 

—  Porque  el  Posturas ... 

Un  incondicional  entusiasta,  de- 
seoso de  halagar  a  su  matador,  ase- 
guró: 


48         ANTONIO  DK  H(n^OS  Y  V!.\E\T 

—¡Es  un  g-olfo! 

Desde  lo  alto  de  su  pesición,  Ci- 
priano afirmó  desdeñoso: 
—¡Un  chulo! 

—A  ver  si  no  pones  motes.  ¿Esta- 
mos? Ni  que  tu  madre  hubiese  sido 
la  madama  Pum-pum,  la  del  «cine». 

Al  oir  la  voz  de  su  contrincante, 
el  torero  se  puso  en  pie,  y  empuñan- 
do una  silla  permaneció  a  la  defen- 
siva. El  otro  había  avanzado  lenta- 
mente, con  calma  amenazadora,  y, 
por  fin,  a  tres  pasos  de  su  enemig^o, 
habíase  detenido.  Hubo  un  momen- 
to de  sobresalto  en  la  concurrencia. 
Los  dos  hombi'es,  frente  a  frente, 
estaban  en  actitud  expectante.  El 
Cautivo  tenía  una  apostura  canalla, 
un  tipo  de  golfo,  sabio  en  artes  de 
Monipodio  y  Caco,  una  gracia  in- 


LA  ZARPiW  DE  LA  ESFL\GE  49 


noble,  un  poco  bárbara  y  otro  poco 
cínica,  de  colillero  ducho  en  des- 
cuidos y  en  productivos  amores  de 
encrucijada.  No  muy  alto,  más  bien 
recio  de  complexión,  sin  que  la  re- 
ciedumbre perjudicase  a  cierta  agi- 
lidad airosa  de  felino;  su  cabeza  era 
pequeña  y  bien  moldeada;  tenía  el 
rostro  muy  moreno,  los  labios  grue- 
sos, carnosos,  húmedos  y  rojos;  los 
pómulos  salientes;  pequeños,  pero 
vivos  y  llenos  de  picardía,  los  ojos, 
y  estrecha  la  frente,  que  hacía  aún 
más  pequeña,  el  pelo  recortado  en 
flequillo,  que  se  alargaba  en  las  sie- 
nes hasta  formar  tufos  a  la  manera 
gitana.  El  Posturas  era  más  fino, 
más  elegante.  Alto,  delgado,  su  tipo 
era  el  tipo  árabe,  no  sólo  en  la  dis- 
tinción serena  de  los  gestos  sobrios 

4 


50        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


y  armoniosos,  sino  en  la  palidez 
mate  del  rostro,  en  los  labios  delga- 
dos, en  los  ojos  grandes,  negros, 
melancólicos  y  soñadores,  y  en  el 
pelo  negrísimo  que  caía  en  una  onda 
de  azabache  sobre  la  frente  alta  y 
despejada. 

Los  dos  rivales,  mirándose  des- 
deñosos, permanecían  sin  decidirse 
a  acometerse  ni  tampoco  a  despejar 
el  campo;  algunos  amigos  oficiosos 
comenzaron  a  interponer  sus  bue- 
nos servicios,  y  parecía  que  la  cosa 
iba  a  quedar  así,  cuando  la  Discor- 
dia, en  forma  de  Pura,  la  Sencilla 
(aquel  viborezno  con  faldas  que,  in- 
capaz de  perdonar  a  la  Naturaleza 
cruel  su  cara  picada  y  sus  ojos  biz- 
cos ,  complacíase  en  encizañar  a 
todo  el  mundo),  lanzó  su  manzana: 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  51 


— ¡Ay,  qué  miedo!  ¡Sujetarlos, 
que  se  pierden...  un  día  de  estos  en 
la  calle  del  mírame  y  no  me  toques! 
—Y  lueg-o,  en  voz  más  baja,  siguió 
refunfuñando:  —  ¡Madre  mía,  qué 
hombres!  Mucho  de  boquilla,  pero 
aluego... 

Nadie  le  hacía  ya  caso.  El  Postu- 
ras habíase  encarado  con  Cipria- 
no  y  le  conminaba  enérgico: 

—A  ver  si  va  a  poder  ser  que  no 
pongas  motes. 

El  Cautivo  escupió  desdeñoso: 

—  Haré  lo  que  me  dé  la  repajolera 
gana. 

Con  fría  calma,  en  que  había  un 
reto,  pidió  el  otro: 
—Repite. 

El  torero  alzó  la.  silla,  pero  ya 
Posturas  había  retrocedido  un  paso, 


52        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 

y  con  ^esto  rapidísimo,  sacando 
una  navaja  del  bolsillo: 
—  Anda. 

Otra  pausa.  A  la  vista  del  acero, 
que  brillaba,  lívido  Cipriano,  sentía 
flaquear  su  valor.  La  idea  del  hie- 
rro desgarrando  sus  carnes,  la  atroz 
sensación  de  frío  de  la  hoja  fina  y 
puntiaguda,  la  glutinosa  tibieza  de 
la  sangre,  encogíanle  el  corazón,  y 
el  miedo,  aquel  miedo  mstintivo, 
animal,  de  las  plazas  de  toros,  le 
acometía,  se  apoderaba  de  él,  ven- 
cíale en  una  vergonzosa  derrota  es- 
piritual. 

Las  gentes  se  impacientaban. 
Ellos  esperaban  hule,  y  la  pasivi- 
dad, muy  parecida  al  pánico  del  to- 
rero, le  irritaba,  defraudando  sus 
secretos  anhelos  de  sadismo  salva- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE 


53 


je.  Con  una  hermosa  crueldad  de 
carnívoros  deseaban  una  tragedia. 
La  Sencilla,  siempre  malévola,  fué 
la  primera  en  azuzarles  irónica: 

—  Que  avisen  a  la  ambulancia. 
¡Socorro,  que  se  matan! 

Una  voz  anónima  apostrofó  a  Ci- 
priano: 

— íQue  te  mientan  la  madre! 
Y  otra: 

—  Déjale  a  la  mamá  tranquila, 
que  era  del  Club  de  las  solteras! 

El  Cautivo  se  puso  muy  pálido. 
Con  un  esfuerzo  supremo  dominó- 
se, y  encarándose  con  el  chulo, 
amenazó: 

— Si  vuelves  a  tomar  en  tu  cochi- 
na boca  a  mi  madre,  te  estrello. 

El  Posturas  ni  pestañeó  siquiera. 

Ahora  el  choteo  fué  con  él. 


54 


ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


Una  hembra  rió: 

—Digo,  que  dije,  que  he  dicho 
que  no  he  dicho  nada...  ¡Viva  el 
miedo! 

Y  la  voz  incóg-nita: 

—  El  miedo  es  libre. 

El  chulo  árabe  dió  un  paso^. 

—Cipriano,  aquí  uno  de  los  dos 
está  demás. 

Cipriano  retrocedió  instintiva- 
mente. ¡El  miedo!  No  podía.  Apo- 
derábase de  él  un  ansia  vergonzo 
sa,  ridicula,  estúpida,  de  huir,  de 
esconderse,  de  tirarse  al  suelo  y 
romper  a  llorar.  Sentía  todas  las 
miradas  fijas  en  él,  hostiles,  malé- 
volas o  simplemente  curiosas,  y  to- 
dos los  juicios  suspendidos  sobre 
su  cabeza;  comprendía  que  le  iba 
en  ello  su  prestigio  de  matador,  su 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  55 


cartel  de  Don  Juan  callejero,  su 
porvenir,  hasta  su  bienestar  actual, 
y,  sin  embargo,  no  podía. 

Los  curiosos,  y,  sobre  todo,  las 
curiosas,  comenzaban  a  darse  cuen- 
ta del  miedo,  y  a  cada  gesto,  a  cada 
movimiento  de  retroceso,  una  nube 
de  denuestos,  de  burlas,  de  grose- 
ros desdenes  se  elevaba.  El  chun- 
gueo hacíase  general. 

— ¡Ay,  mamá,  que  me  comen,  que 
me  comen! 

— ¡Que  viene  el  toro! 

—¡Árnica! 

—  ¡Azahar,  que  se  desmaya  el 
niño! 

—¡Jesús,  qué  miedo! 
-¡Ay,  hija! 
—¡Miau! 

—  ¡Zape! 


56        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 

El  Postíiras  había  avanzado,  y  la 
navaja  tendíase  a  un  palmo  del  pe- 
cho del  torero,  que,  incapaz  de  ven- 
cerse ya,  seguía  retrocediendo. 

En  aquel  momento  dibujóse  en  la 
puerta  la  alta  silueta  de  Judith  Is- 
rael. 

Con  sus  ojos  verdes,  duros  y  alti- 
vos de  reina  fabulosa  contempló  la 
escena.  De  improviso  divisaron  a  el 
Cautivo,  y  un  leve  estremecimiento 
onduló  en  su  rostro.  Avanzó  un 
paso,  y  clavó  las  pupilas  triangula- 
res, glaucas  y  fascinadoras  como 
las  aguas  de  un  estanque  encanta- 
do, con  una  mirada  imperativa  en 
el  cobarde,  que  seguía  perdiendo 
terreno.  Súbitamente,  Cipriano  alzó 
la  cabeza,  y  sus  ojos  azorados  tro- 
pezaron con  los  de  la  danzarina. 


57- 


Fué  como  una  descarga  eléctrica; 
sintió  calor,  vida  nueva,  algo  que 
era  lava  y  hierro,  energía,  valor, 
circulando  por  sus  venas.  Irguióse, 
arrojado,  magaífico,  y  sin  impor- 
tarle la  hoja  que  amenazaba  su  pe- 
cho saltó  sobre  el  chulo. 

Fué  una  lucha  épica,  en  que  el 
Cautivo,  sin  más  armas  que  sus 
manos,  defendíase  de  los  certeros 
golpes  de  la  navaja.  Al  fin,  la  na- 
vaja cayó  al  suelo,  y  los  dos  hom- 
bres, enlazados,  forcejearon  un  ins- 
tante, formando  una  masa  confusa 
que  al  fin  se  deshizo,  rodando  el 
Posturas  por  el  suelo,  mientras  el 
torero  se  alzaba  vencedor. 

Una  explosión  de  entusiasmo  y 
admiración  saludó  su  victoria;  los 
mismos  que  un  momento  antes  de- 


58        ANTONIO  DH  HOYOS  Y  VINENT 

nigrábanle,  cantaban  ahora  loores 
al  vencedor,  mientras  unos  cuantos 
amigos  llevábanse  a  su  contrincan- 
te, maltrecho  y  pesaroso. 

Pasado  el  primer^  momento  del 
triunfo,  y  como  calmados  los  áni- 
mos, habíase  reanudado  el  baile; 
Cipriano  dirigióse  a  Judith  Israel. 

La  danzarina  permanecía  rígida, 
inmóvil  en  una  absurda  tensión  de 
arco,  como  una  Pitonisa  después  del 
esfuerzo  de  videncia.  El  torero  se  de- 
tuvo ante  ella  y  balbuceó  turbado: 

—¿Quiere  usted  bailar  esta  polca? 

No  respondió  ella;  desplomóse  en 
los  brazos  del  galán,  y  rota  la  ten- 
sión nerviosa,  su  cuerpo  entero 
moldeóse  a  él. 

El  Cautivo  murmuró  con  voz  vac- 
iada de  emoción: 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  59 


—Cayetana,  mi  vida,  ¿te  acuerdas? 

Una  sonrisa  tembló  en  los  labios 
de  la  esfinge.  Una  voz  lejana  como 
un  eco,  una  voz  timbrada  de  no  sé 
qué  violencia  pasional,  musitó: 

—  ¡Cipriano,  chaval! 

La  notas  del  organillo  brincaban 
alegres  y  retozonas,  frivolas  y  sen- 
timentales, desgarradas  y  chules- 
cas. Judith,  abandonada  en  los  bra- 
zos del  galán,  que  la  oprimía  contra 
su  pecho,  parecía  agonizar  de  vo- 
luptuosidad. Todo  su  cuerpo  dis- 
tendido ceñía  en  un  abandono  ab- 
soluto al  de  su  pareja.  Sus  ojos  de 
quimera  dormían  en  los  de  su  caba- 
llero, como  duerme  la  luna  en  el 
fondo  del  mar,  y  en  el  rostro,  muy 
pálido,  los  labios  de  cera  sonreían. 

Julito  rió  al  oído  de  Elvira: 


AXTOXIO  Dlí  HOVOb  V  VINHNT 

—  jAtiza!  Parece  que  se  ciñe. 

Elvira,  entre  admirada  y  enA^i- 
diosa,  se  santiguó  verbalmente: 

—En  el  nombre  del  Padre...  ¡Hijo, 
qué  fresca! 

Con  dejo  chulesco  recliñcó  el 
otro: 

— Siempre  será  al  revés. 


II 


LA  ESFINGE 


¡Judith  Israel!  Como  las  empera- 
trices legendarias  del  pasado  remo- 
to, alzó  su  trono  sobre  cadáveres. 
No  mató,  pero  dejó  morir.  Una  le- 
yenda extraña  la  hacia  andar  por 
el  desierto  con  los  pies  desnudos, 
calcmados  por  las  ardientes  arenas, 
y  la  cabellera  neg-ra  y  revuelta,  por 
única  defensa  del  sol .  Otra  la  hacía 
dormir  bajo  el  puente  de  Triana, 
envuelta  en  la  luna  como  en  un 
manto  real.  Ella  sonreía  y  dejaba 
hacer. 


62        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


La  verdad  era  que  todo  aquello 
no  tenía  de  cierto  sino  que  andu- 
viese muchos  días  desgarrándose 
los  pies  en  los  guijarros  de  las  ca- 
lles y  durmiendo  con  el  cielo  por 
dosel.  No  era  árabe,  ni  el  simún  ha- 
bíala arrastrado  entre  las  olas  de 
polvo,  ni  habían  arrullado  su  sueño 
los  rugidos  de  los  tigres  y  los  leones. 
Lo  único  positivo  es  que,  pese  a  la 
nobleza  suprema  de  su  tipo,  perte- 
necía al  misterio  del  pueblo.  Era 
madrileña.  Su  madre,  allá  en  las 
horas  felices  de  su  juventud,  tuvo 
un  salón  de  peinar.  Luego  vinieron 
días  malos,  en  que  el  reuma  y  la 
vejez  dieran  al  traste  con  el  relati- 
vo bienestar,  y  comenzó  para  las 
dos  mujeres  una  miseria  negra.  La 
señora  Segunda,  siempre  práctica, 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  63 


pensó,  y  pensó  bien,  que  la  chica 
podía  ganarse  su  vida  (y  hasta  la  de 
ella,  si  se  terciaba)  entrando  en  un 
taller  de  costura  mientras  llegaba 
la  hora  de  dedicarla,  si  era  posible 
(y  su  naciente  belleza  decía  a  voces 
que  sí),  a  más  elevados  menesteres. 
Pero  la  chiquilla  tenía  un  alma  bra- 
va y  sublevóse  ante  la  perspectiva 
del  encierro.  Ella  quería  ser  floris- 
ta, o  vendedora  de  periódicos,  o 
pordiosera,  o  golfa,  cualquier  cosa 
con  tal  de  ser  libre  y  poder  volar 
lejos,  muy  lejos,  como  vuelan  los 
pájaros,  para  correr  el  mundo.  Ni 
las  zurras,  ni  los  airados  apóstro- 
fes,  ni  las  amenazas  truculentas, 
tuvieron  virtud  para  disuadirla  de 
sus  arriesgados  proyectos,  y  un  día, 
en  los  linderos  de  los  quince  años, 


64         ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 

salió  para  no  volver.  Anduvo  mu- 
chos días  librándose  milagrosamen- 
te de  los  absurdos  peligros  que  ro- 
dean la  vida  del  hampa,  sola  siem- 
pre, un  poco  salvaje  y  otro  poco 
niña,  hasta  que  una  noche  conoció 
a  Cipriano. 

Hacía  un  frío  espantoso.  Después 
de  caminar  horas  y  horas  en  busca 
de  unos  céntimos  que  la  permitiesen 
refugiarse  en  un  cafetín,  llegó  ren- 
dida de  sueño  a  los  escalones  de  la 
Plaza  Mayor.  En  aquella  posada, 
harto  ventilada,  donde  toda  inco- 
modidad tiene  lecho  y  toda  mise- 
ria yantar,  dormían  hacinados  una 
veintena  de  pobres,  prestándose 
mutuamente  el  calor  que  bien  ha- 
bían menester.  Un  hedor  insoporta- 
ble, pese  al  aire  helado  que  se  cola- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE 


65 


ba  por  allí,  flotaba  sobre  ellos.  Pero 
Cayetana,  la  Nar ditos,  no  era  per- 
sona que  anduviese  en  remilgos  de 
damisela  delicada,  y  sin  que  los  de- 
más huéspedes  la  hicieran  maldito 
el  caso  (no  eran  bastante  cortesanos 
para  recibirla  con  palio,  ni  tan 
egoístas  que  una  durmiente  más  les 
importase),  instalóse  con  todo  cor- 
fort  entre  dos  personajes,  que  des- 
aparecían bajo  un  montón  de  car- 
teles y  periódicos,  y  se  quedó  dor- 
mida. 

Un  puntapié  aplicado  con  cierta 
consideración  la  hizo  despertar.  Te- 
nía la  cabeza  apoyada  en  las  rodi- 
llas de  un  caballero  hampón,  de 
unos  diez  y  seis  años,  y  frente  a  ella, 
de  pie,  inexorable  como  la  ima- 
gen de  la  sociedad  severa,  estaba 


bb         AiNTO.MO  I)K  lio  VOS  Y  VINENT 

un  guardia,  que  conminó  perentorio: 
— jA  ver  si  sus  largáis!  ¡Pues, 
hombre,  me  gusta!  ¡Las  siete  de  la 
mañana,  y  tumbados  aquí  a  la  bar- 
tola! 

Al  caballerete  debió  de  sentarle 
muy  mal  la- intemperancia  de  la  au- 
toridad, pues  rumió  no  sé  qué  sor- 
das imprecaciones;  pero  su  miedo 
superaba  indudablemente  a  su  fu- 
ror, y  dispúsose  a  obedecer. 
Ella  le  interrogó  con  extrañeza: 
—Pero,  ¿por  qué  no  me  desper- 
taste? 

vSonrió  con  cierta  galantería  bár- 
bara: 

—Estabas  tan  guapisma  dormía. 
Amos,  que  de  mistó. 
El  guardia  les  azuzaba: 
— ¡A  ver  si  os  largáis! 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE 


67 


Comenzaron  a  caminar  juntos. 
Cayetana,  tras  examinar  a  su  ga- 
lán de  pie  a  cabeza,  interrogó  con 
ingenuo  descaro: 

—Tú,  ¿qué  eres? 

Irguióse  el  chiquillo  con  infantil 
petulancia: 
—Yo...  torero. 

Y  como  ella,  ante  las  alpargatas 
rotas,  el  pantalón  con  flecos  y  la 
chaquetilla  mugrienta,  pareciese  in- 
crédula, arrancóse  la  gorra  que  cu- 
bría las  revueltas  greñas,  y  mostró  * 
triunfalmente  una  larga  coleta. 

—¿Cómo  te  llamas? 

—El  Cautivo. 

Lo  dijo  con  el  mismo  orgullo  que 
pudo  decir  el  Espartero,  el  Bomba, 
o  el  Machaco;  luego,  a  su  vez,  inte- 
rrogó: 


68        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 

—Y  lü,  ¿qué  eres? 

— Yo...  florista. 

— ¿Tienes  novio  que  te.  hable? 

-No. 

—Pues  si  quieres  que  andemos 
juntos...— propuso  el  futuro  astro. 

Desdeñosa  para  la  fatalidad  del 
destino,  encogiéndose  ella  de  hom- 
bros... 

—Bueno... 

Y  juntos  anduvieron.  Cipriano  la 
quería  con  un  amor  vehemente  y 
apasionado.  Ella  también  le  quería, 
pero  en  vez  de  vivir  del  presente 
deliraba  con  algo  misterioso  y  vago, 
ese  algo  de  los  sueños  habidos  de 
niño  y  cuyo  recuerdo  es,  al  través 
de  la  vida,  como  la  confusa  evoca- 
ción de  una  ciudad  de  maravilla 
apenas  entrevista.  Cipriano,  el  Cau- 


LA  ZARPA  DE  LA  PZSFINGE  69 


ttvtto.  evdi  un  golfo.  Pendenciero  y 
vicioso,  jugábase  al  cañé  o  a  la  bris- 
ca la  bufanda,  la  camisa,  las  botas, 
y  un  día  llegó  a  jugarse  la  coleta. 
Perdido,  sus  compañeros  compade- 
ciéronse de  él  y  respetaron  aquel 
trofeo  de  su  gloria  futura.  Cayeta- 
na asistía  a  las  partidas;  impávida, 
sentada  en  el  suelo,  las  pi'ernas  en- 
cogidas, los  brazos  cruzados  sobre 
las  rodillas  y  la  barba  en  la  palma 
de  las  manos,  presenciaba  insensi- 
ble la  hecatombe.  La  cabeza  ladea- 
da, la  cabellera  caída  sobre  la  fren- 
te y  los  ojos  verdes  fijos  en  la  bara- 
ja, tenía  el  equívoco  aspecto  de 
una  terracotta.  Otras  veces,  cuando 
venía  la  buena,  íbanse  los  dos  de 
paseo  a  merendar  en  los  ventorri- 
llos de  los  alrededores.  Vagaban 


70         ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VJNENT 


todo  el  día  errantes  por  lomas  y 
barrancos,  y  luego,  a  la  caída  de 
la  tarde,  iras  comprar  comesti 
bles,  tumbábanse  a  descansar  en 
alg'ún  tejar.  Entonces  Cipiiano,  de 
jando  galopar  su  fantasía,  divaga- 
ba evocando  futuros  días  de  glo- 
ria, en  que  los  aplausos  serían  los 
himnos  triunfales  y  el  oro  tejería  un 
tapiz  a  su  paso.  Tendida  junto  a  él, 
Cayetana  le  escuchaba  embelesada; 
ella  también  soñaba  con  cosas  con- 
fusas y  magnificas,  con  sedas,  con 
joyas  y  con  trenes,  con  una  masca- 
rada fastuosa  y  esti  ambótica. 

Pei'o  la  vida  es  muy  cruel,  y  hay 
que  comer  casi  todos  los  días.  Los 
triunfos  taurinos,  aquellas  corridas 
pueblunas,  de  las  que  se  volvía  unas 
veces  maltrecho  y  zurrado  por  el 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE 


71 


toro,  otras  entre  la  pareja  de  la 
Guardia  civil,  casi  nunca  con  un 
puñado  de  pesetas  en  el  bolsillo,  no 
resolvían  el  problema  de  la  existen- 
cia, y  Cipriano,  incapaz  de  traba- 
jar, volvió  a  las  amables  artes  que 
permiten  hacerse  con  lo  ajeno  con- 
tra la  voluntad  de  su  dueño  y  con 
el  menor  esfuerzo  posible.  Al  prin- 
cipio todo  fué  bien;  pero  un  día... 

El  Cautivo  tenía  dinero  largo  y 
ofrecióse  un  banquete,  en  compañía 
de  su  amada,  en  uno  de  los  meren- 
deros de  la  Bombilla.  La  tarde  era 
primaveral;  en  el  cielo,  azul  pálido, 
algunas  nubecillas  blancas  y  lumi- 
nosas volaban  como  las  cigüeñas 
de  un  paisaje  japonés.  El  río,  pin- 
toresco entre  las  frescas  verduras, 
relucía  a  trechos,  y  como  fondo  di- 


72        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINKNT 

visábanse  las  frondas  de  la  Casa  de 
Campo.  Un  oro*anillo  desg*arraba 
en  el  aire  sus  notas  cascabeleantes 
que  hacían  danzar  a  algunas  pare- 
jas. Y  en  aquel  ambiente  de  poesía 
popular,  unos  policías  zafios  y  vul- 
gares detuvieron  a  Cipriano,  acu- 
sándole de  no  sé  qtié  desaguisado. 
El  no  pareció  inmutarse  gran  cosa, 
y  acercándose  a  su  novia  besóla 
con  pasión  y  luego  interrogó: 

—¿Me  esperarás^ 

Pareció  ella  reflexionar  un  rato. 
Al  fin,  con  voz  firme,  ofrecióle: 

— iTe  esperaré! 

Desde  entonces,  sabiendo  a  su 
amante  en  la  Modelo,  Cayetana  iba 
todos  los  días  a  los  desmontes  de  la 
calle  de  Romero  Robledo,  y  echada 
en  el  suelo  pasaba  horas  y  horas 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE 


73 


con  los  ojos  fijos  en  las  ventanas 
enrejadas.  Tendida  cuan  larga  era, 
las  piernas  juntas,  el  torso  erguido 
sobre  los  codos  y  la  cabeza  echada 
hacia  atrás,  lo  violento  de  la  pos- 
tura doblándose  en  arco,  hacía  des- 
tacarse, bajo  el  liviano  cendal  déla 
blusa,  los  pechos  redondos  y  sua- 
ves, dándole  la  inquietante  aparien- 
cia de  una  esfinge.  El  rostro  impa- 
sible, con  un  no  sé  qué  de  inmuta- 
ble, y  las  cabalísticas  esmeraldas 
que  brillaban  sombreadas  por  la  re 
vuelta  maraña  de  sus  cabellos,  au- 
mentaban su  belleza  trágica,  pero 
no  con  la  trágica  belleza  de  Car- 
men, sino  con  la  belleza  implacable 
de  Hécate  o  de  Pentesilea. 

Inmóvil  bajo  la  caricia  del  sol  de 
Agosto,  indiferente  al  fuego  que  caía* 


74        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 

del  cielo,  dando  la  sensación  de  algo 
eterno  e  indestructible,  como  esos 
monstruos  de  piedra,  mitad  mujer 
y  mitad  león,  que  surg'en  de  la  lava 
que  cubrió  antaño  las  viejas  ui'bes 
de  pecado  y  abominación ,  la  vió 
una  mañana  Javier  Fontaura,  el 
pintor  de  la  Lujuria,  el  pobre  artis- 
ta que,  enamorado  de  las  creacio- 
nes de  Gustavo  Moreau,  soñó  con 
las  heroínas  fuertes  y  crueles  como 
la  muerte,  con  los  cortejos  fastuo- 
sos, los  paisajes  de  maravilla  y  los 
símbolos  obscuros  \^  alucinantesque 
evocan  la  locura,  y  que,  incapaz  de 
crear  aquello  apenas  entrevisto, 
moría  de  su  obra.  Viola,  y  una  sa- 
cudida eléctrica  conmovió  sus  ner- 
vios. Durante  un  rato  permaneció 
petrificado,  incapaz  de  arrancarse 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFLXGE  /O 


a  la  contemplación  de  la  chiquilla. 
Al  fin  aproximóse  a  ella: 

—¿Quieres  ser  modelo^ 

xMiróle  con  sal\^aje  desconfianza^ 

—Y  eso,  ¿qué  es? 

—Venir  a  mi  estudio  para  que  te 
pinte  en  un  cuadro. 

Pareció  vacilar  aún;  al  fin  pre- 
guntó: 

—¿Y  por  eso  se  gana  dinero? 

—Te  daré  un  duro  por  cada  vez 
que  vengas. 

Sus  pupilas  verdes  posáronse  en 
él  con  un  resto  de"  desconfianza, 
pero  la  pei'spectiva  de  la  moneda 
de  plata  que  relucía  ante  ella  acabó 
por  decidirla. 

— Rueño,  iré. 

Desde  el  día  siguiente  comenza- 
ron las  sesiones. 


76        ANTONIO  DK  HOYOS  Y  VlNENT 

En  el  estudio  de  Javier  Fontaura 
vivía  la. Quimera,  y  a  la  sombra  de 
sus  alas  Cayetana  fué  Dahagut,  Sa- 
lomé, la  Reina  de  Saba,  la  Lujuria, 
la  Locura,  la  Muerte.  Semidesnuda 
bajo  imprevistos  joyeles  que  la  ima- 
ginación y  el  arte  de  Fontaura  crea- 
ba, apenas  velada  por  sutiles  esto- 
fas que  unas  pinceladas  convertían 
en  portentoso  velo  de  Cachemira  o 
peregrina  seda  de  Smirna,  entregó- 
se a  Satanás  o  danzó  ante  Herodes, 
desfiló  por  el  desierto  sobre  un  ta- 
piz de  Oriente  en  el  fulgor  de  sus 
collares,  fué  apasionada,  arbitra- 
ria y  trágica.  ^ 

Pero  el  pintor  enamoróse  de  su 
obra,  y  un  día  cayó  a  los  pies  de  su 
modelo.  Entonces  sucedió  un  fenó- 
meno extraño.  En  el  alma  de  la  chi- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE 


77 


quilla  brotó  una  energía  desconoci- 
da, un  ansia  de  ser  y  de  llegar. 
Ella  misma  no  sabia  definir  sus  de- 
seos. Quería...  quería  que  las  ficcio- 
nes se  conviertiesen  en  realidades; 
ser  aquello:  danzarina  de  ensueño 
o  princesa  de  leyenda;  tener  joyas, 
sedas,  alfombras  que  pisar  y  caba- 
llos que  le  arrastrasen  por  un  nue- 
vo jardín  de  lasHespérides.No  sería 
nunca  suya.  Si  la  quería,  era  preci- 
so que  primero  le  diese  todo  aque- 
llo. Fué  inexorable,  y  Javier,  enlo- 
quecido, comenzó  la  lucha.  El  que 
hasta  entonces  viviera  encerrado 
en  su  torre  de  marfil,  comenzó  a  ba- 
tallar, a  buscar  periódicos  que  la 
alabasen,  potentados  que  compra- 
sen sus  cuadros... 
Un  atardecer  habían  encarnado 


78        ANTONIO  DK  HOYOS  Y  VINENT 


en  Cayetana  la  inquietante  figura 
de  Astarté,  la  Venus  fenic  ia.  En  la 
semipenumbra  que  comenzaba  a  in- 
vadir el  estudio,  la  chiquilla,  senta- 
da sobre  unas  rocas,  su  cuerpo,  de 
una  lividez  transparente  y  azulada, 
como  hecho  de  una  piedra  más  fina 
que  el  alabastro,  tenía  una  belleza 
casi  impúber,  malsana  y  andi  ógina, 
que  contrastaba  con  la  absurda  se- 
renidad del  rostro  en  que,  bajo  el 
arco  de  la  ceja  3^  engastadas  en  los 
finos  trazos  de  azabache  de  las  pes- 
tañas, lucían  claras,  transparentes, 
luminosas  como  dos  pálidas  esme- 
raldas, las  pupilas.  La  cabellera,  de 
un  negro  imposible,  de  un  negro 
desconocido,  alucinante,  ponía  su 
casco  de  sombra  sobre  la  mascari- 
lla de  eucarística  blancura.  Una  ser- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFL\GE 


79 


píente,  de  un  azul  metálico,  resba- 
laba por  su  hombro,  y  al  llegar  al 
regazo  tendía  su  achatada  cabeza 
de  ojos  triangulares  y  abiertas  fau- 
ces. 

Anunciaron  la  visita  de  Gutiérrez 
Sarmiento,  el  millonario  americano 
instalado  en  España  para  sus  nego- 
cios, y  Fontaura,  loco  de  contento, 
precipitóse  a  su  encuentro.  Cayeta- 
na, ni  se  movió;  tenía  el  impudor 
magnííico  de  las  cortesanas  anti- 
guas, el  desdén  altivo  de  las  cria- 
turas lejanas.  Ante  ella  quedó  el 
prócer  encantado;  su  admiración 
fué  entusiasta  y  efusiva:  «Jamás  he 
visto  una  belleza  al  mismo  tiempo 
másserena  y  más  inquietador  a»— ha- 
bló con  entusiasmo— .  «Sería  una  bai- 
larina única  para  esas  danzas  que 


so        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


gustan  ahora  y  que  son  como  una 
evocación  del  mundo  anti,2:"uo.» 

Halagado  por  el  triunfo  de  su  mo- 
delo, el  pintor  le  interrogó: 

—¿No  sabes  bailar?  A  vei-,  prueba. 

¿Fué  una  intuición?  ¿Fué  como  el 
violento  surgir  de  una  vocación 
oculta?  Cayetana  alzóse  lent;imente 
y  avanzó  al  través  del  estudio  en  un 
paso  de  danza  inverosímil.  Bailaba 
serena,  sin  romper  la  armonía  de 
sus  líneas,  y  aquel  baile  era  una 
mezcla  bárbara  de  las  estatuarias 
posturas  vividas  en  los  lienzos  con 
los  ritmos  de  los  bailes  populares; 
era  la  gracia  perversa  de  la  hija  de 
Herodías,  fundida  en  la  vehemencia 
pasional  de  Carmen;  la  ecuánime 
elegancia  de  Belkis,  desgarrada  en 
los  procaces  cimbreos  de  la  Cama- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  81 


rona\  era  algo  turbador,  de  una  per- 
versidad exquisita  que,  ora  tenía  la 
gravedad  de  las  marchas  triunfales, 
ora  la  canallería  A^oluptuosa  del  tan- 
go chulesco;  era  una  rapsodia  de 
danzas,  desde  las  sagradas  danzas 
de  la  India  hasta  los  retorcimientos 
de  los  cafés  de  cante.  Y  en  aquel 
incongruente  danzar  destacábase  la 
bailarina,  unas  veces  con  la  elegan- 
cia rígida  de  esas  figuras  que  deco- 
ran los  vasos  etruscos,  otras  con  la 
armonía  suprema  de  los  Tanagras, 
de  vez  en  cuando  con  la  resbaladiza 
elasticidad  de  los  invertebrados,  al- 
gunas con  la  hórrida  inarmonía  de 
los  caprichos  goyescos. 

— Sería  una  bailarina  única— repi- 
tió convencido  don  Francisco  Gu- 
tiérrez Sarmiento  cuando  acabó  la 

6 


82        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


chiquilla—.  ¿Por  qué  no  baila?— Y 
encarándose  con  ella — :  ¿No  te  g"us- 
taría  trabajar  en  un  teatro? 

Ocho  días  después,  Cayetana  era 
la  querida  de  Sarmiento  y  Javier 
Fontaura  aparecía  muerto  en  su  es- 
tudio con  un  balazo  en  la  sién,  ten- 
dido a  los  pies  de  la  imag^en  de  As- 
tarté.  Y  entre  los  millones  del  ban- 
quero y  la  sangre  del  artista,  la 
Narditos,  transformada  en  Judith 
Israel,  debutaba  con  éxito  clamo- 
roso. 


Cuando  la  señora  Segunda ,  re- 
conciliada ya  con  su  hija,  la  vió 
convertirse  en  una  artista  de  pos- 
tín, sonrió  beatíficamente.  No  la  en- 
gañaba su  corazón  (el  corazón  de 
una  madre  no  engaña  nunca)  cuan- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  83 


do  le  decía  que  su  hija  tenía  porve- 
nir. Aquella,  aquella  era  la  única 
carrera  que  convenía  a  una  mujer 
decente.  Gracias  a  Dios  que,  por 
fin,  se  había  dejado  de  golferancia 
y  había  entrado  por  el  buen  cami- 
no. Verdad  que  en  ella  no  veía  la 
necesidad  de  meterse  en  aquellos 
trotes  de  teatro,  pudiendo  ganarse 
la  vida  honradamente,  y  menos  po- 
nerse motes  de  hereje;  pero,  en  fin, 
mientras  hubiese  cuartos  y  la  cabe- 
za rigiese  bien.. . 

Sin  embargo,  no  las  tenía  todas 
consigo,  y  cada  vez  que  se  acorda- 
ba de  Cipriano,  aquel  chulo  de  mala 
muerte  con  que  su  hija  anduvo  des- 
carriada, dábale  un  vuelco  el  cora- 
zón. ¿Qué  haría  el  muy  golfo  cuan- 
do saliese  de  la  cárcel?  ¿Conforma- 


84         ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


ríase  con  dejar  las  cosas  como  esta- 
ban o  intentaría  cambiar  el  curso 
deílos  acontecimientos?  Ante  el  posi- 
ble de  tal  monstruosidad,  la  señora 
Segunda  bufaba  de  indignación. 

Y  hete  aquí  que  un  día,  al  salir  a 
la  calle,  lo  primero  con  que  se  tro- 
pieza es  el  Cautivo^  el  cual,  con  una 
frescura  sin  precedentes,  se  acerca 
a  ella  y  le  pregunta  por  la  Cayeta- 
na. La  Cayetana,  señor,  la  Cayeta- 
na. Creyó  morirse  del  berrinche,  y 
mandando  noramala  al  importuno, 
siguió  su  camino.  Desde  aquel  mo- 
mento no  pensó  sino  en  la  mejor 
manera  de  impedir  que  su  hija  se 
avistase  con  el  gandul.  De  todos  los 
caminos  que  podían  conducirla  a  su 
fin  eligió  el  peor,  hablarla  a  ella, 
contando  con  que  prorrumpía  en 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  85 


exclamaciones  de  indignación  y  en 
airadas  protestas.  De  una  pieza  se 
quedó  cuando  oyóla  manifestar  su 
intención  de  avistarse  con  su  anti- 
guo amante.  Invocó  su  condición  de 
madre,  los  dolores  habidos  durante 
nueve  meses,  lo  esmerado  de  la  edu- 
cación con  que  obsequió  a  su  hija... 
Pero  todo  fué  inútil. 

Celebróse  la  entrevista  una  ma- 
ñana otoñal  allá  por  los  altos  del 
Hipódromo.  El  Cautivo^  más  ena- 
morado que  nunca,  defendió  su  cau- 
sa con  calor,  empleando  toda  su 
chulesca  elocuencia  (sin  desdeñar  el 
uso  de  las  manos  en  los  momentos 
álgidos)  para  convencerla.  Ella  le 
oyó  presa  de  dulce  turbación,  los 
ojos  entornados  y  entreabiertos  los 
labios.  Pero  cuando  él,  creyéndola 


86        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


rendida,  musitó  apasionado:  «¿Me 
quieres,  nena?»,  Judith  Israel  ir- 
guióse: 

— No  puede  ser  —formuló  con  voz 
fría — .  Te  quiero,  pero  somos  po- 
bres y  no  comprendo  la  vida  asi. 

Entonces  habló  Cipriano.  El  sería 
rico.  Lucharía,  sentiríase  valiente 
y  llegaría  a  ser  un  íi^ran  torero.  Su 
verbo  pintoresco  de  madrileño  se 
inflamaba  en  locas  llamaradas  de 
gloria  y  de  fortuna,  y,  en  un  incen- 
dio de  apoteosis,  un  río  de  oro  co- 
rría por  su  vida. 

La  bailarina  sonrió. 

—Triunfa — dijo  por  fin—;  los  cpie 
triunfan  se  encuentran  siempre... 
arriba. 

Después,  hermética,  inabordable, 
alejóse  de  él. 


III 


LA  MASCARADA 

A  media  calle  de  Villanueva  se 
detuvo  un  momento  para  contem- 
plar el  espectáculo  de  la  agonía  del 
Carnaval.  Llegaban  hasta  ella  como 
alaridos  de  endemoniada  cohorte, 
horrísonos,  inacordes,  los  destem- 
plados gritos  de  las  máscaras.  Ano- 
checía; la  lluvia,  que  después  de 
caer  durante  toda  la  mañana  en  in- 
cesantes chaparrones  había  dado 
una  tregua  al  festejo  popular,  reco-  ' 
menzaba  nuevamente,  y  en  la  ne- 
blinosa tristeza  del  crepúsculo,  al 


88 


ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


través  del  tenue  velo  de  agua,  pasa- 
ba lamentable  y  Grotesco  el  cortejo 
de  Momo.  Desfilaban  las  carrozas, 
rotas,  sucias,  deslucidas  por  la  hu- 
medad, manchadas  por  el  lodo,  bam- 
boleándose como  si  a  cada  sacudida 
fuesen  a  desplomarse  sobre  los  co- 
ches que  pasaban  a  sulado.  Sóbrelos 
desalmenados  torreones  medioeva- 
les, en  los  lomos  de  los  elefantes  de 
cartón  sin  cola  ni  trompa,  en  los 
maltrechos  canastillos  de  flores,  las 
máscaras,  los  atavíos  (rotos,  sucios, 
perdido  todo  carácter  después  de 
cuatro  días  de  batalla)  pegados  al 
cuerpo  por  la  lluvia,  se  agitaban 
epilépticas  con  gestos  bruscos,  ro- 
tundos, violentos,  que  la  distancia 
hacía  aún  más  incoherentes,  dándo- 
les cierto  aspecto  de  embrujados 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE 


89 


conducidos  a  la  hoguera  inquisito- 
rial en  una  estampa  del  tiempo  de 
Carlos  II,  el  Hechisado^  y  echaban 
flores  marchitas  y  confettis  deste- 
ñidos sobre  las  damas  que  pasaban 
a  su  alcance.  Tras  los  desvencija- 
dos armatostes,  un  ejército  de  gol- 
fos, puercos,  haraposos,  las  caras 
llenas  de  churretes  y  desgarrados 
los  trajes,  luchaban  por  apoderarse 
de  los  dulces  y  ramilletes  que  caían 
en  el  barro,  gritaban  como  energú- 
menos, se  peleaban,  caían  al  suelo; 
forcejeaban  allí,  y  al  fin  alzábanse 
triunfantes  con  su  presa  para  arro- 
jar las  rosas  llenas  de  lodo  a  las  es- 
pléndidas victorias  o  a  los  abiertos 
automóviles,  donde  las  mujeres,  ti- 
ritando de  frío,  empapadas  hasta 
los  huesos,  se  impacientaban  ante 


90         ANTONIO  Db:  HOYOS  Y  VINENT 


las  interminables  lentitudes  del  des- 
file. Grupos  de  máscaras  pasaban 
en  una  promiscuidad  g"ris  e  inquie- 
tadora, Je  la  que  se  destacaba  de 
vez  en  cuando  la  nota  rabiosa  de  un 
diablillo  rojo  o  la  tétrica  de  negro 
encapuchado  que  hacía  pensar  en 
los  misteriosos  penitentes  de  los 
cortejos  de  disciplinantes.  Por  las 
aceras,  un  río  humano  deslizábase 
hacia  la  calle  de  Alcalá,  formando 
una  masa  confusa  y  uniforme.  A 
ratos,  una  pandilla  de  enmascara- 
dos hendía  la  multitud  profiriendo 
agudos  chillidos;  había  un  momen- 
to de  confusión  en  que  las  gentes 
se  arremolinaban,  y  luego  la  masa 
tornaba  a  fundirse  para  seguir  ro- 
dando paseo  abajo. 
En  vez 'de  amilanarse,  Judith  Is- 


LA  ZARPA  DE  ].A  ESFINGE 


91 


rael  apresuró  el  paso.  Sentía  la 
atracción  irresistible  del  festejo, 
bárbaro  como  los  antiguos  festejos 
en  honor  de  Baco  y  Venus,  el  en- 
canto acre  y  malsano,  hecho  de  ale- 
gría brutal  y  de  hastío  triste,  de 
tensión  nerviosa  y  de  cansancio,  de 
bestialidad,  de  estupidez  y  de  lasci- 
via que,  como  un  perfume  de  podre- 
dumbre, de  miseria,  de  suciedad, 
de  lujuria  y  vino,  emanaba  de  la 
multitud.  La  tarde  interminable  pa- 
sada a  solas  con  un  libro,  la  triste- 
za del  ambiente  y  la  confusa  alga- 
rabía que  llegara  hasta  sus  oídos, 
había  sacudido  sus  nervios.  En  uno 
de  esos  momentos  de  debilidad  pa- 
sional, que  eran  a  manera  de  talón 
de  Aquiles  en  su  voluntad  firme  y 
templada,  sentía  el  deseo  de  confun- 


92        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 

dirse  con  el  cortejo  báquico,  de  sen- 
tirse estrujada,  sacudida,  brutaliza- 
da  por  cien  manos.  La  extraña  fuer- 
za que  como  ima  fascinación  de  pe- 
sadilla arrastrara  a  las  antiguas 
emperatrices,  desnudas  bajo  los  ve- 
los, a  ofrecerse  a  los  caminantes 
como  una  prostituta  en  las  calles 
de  la  Suburra,  la  llevaban  a  ella  a 
confundirse  con  el  pueblo  que,  en- 
tre dicharachos  soeces  y  tragos  de 
mosto,  volvía  de  enterrar  la  sar- 
dina. 

Un  traje  de  paño  negro,  muy  sen- 
cillo, moldeaba  la  suprema  elegan 
cia  de  su  cuerpo;  una  toca  de  nutria 
cubría  sus  cabellos;  una  piel  al  cue- 
llo y  el  espeso  velo  que  tababa  su 
rostro  concluían  de  hacerle,  no  in- 
significante, pues  nada  podía  bo- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  93 


rrar  la  distinción  suprema  de  su 
figura,  pero  sí  anónima.  Sin  aco- 
bardarse por  la  lluvia  ni  por  el  frío, 
que  se  acentuaba  por  momentos, 
siguió  bajando,  y  al  fin,  ya  en  Re- 
coletos, confundióse  con  la  mul- 
titud. 

Cerraba  la  noche.  Las  carrozas 
encendían  bengalas  verdes  y  rojas, 
que,  tras  brillar. un  momento  con  lí- 
vidos resplandores,  eran  apagadas 
por  la  lluvia.  Mascarones  de  un  he- 
mafroditismo  imbécil  y  chocarrero 
bailaban  con  grandes  brincos  a  los 
ecos  de  la  música  ratonera,  tañida 
por  otros  fantasmones;  máscaras  sa- 
crilegas entonaban  con  voz  lúgubre 
cantos  funerales;  patudos  bebés  chi- 
llaban con  voz  de  falsete  groserías  y 
estupideces,  mientras  que  diablos. 


94        ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 

mag-Qs,  monjas  y  salvajes  corrían, 
atropellando  a  la  gente  y  lanzando 
atroces  alaridos.  En  los  andenes  del 
paseo,  hombres  y  mujeres,  a  pesar 
del  agua,  que  caía  cada  vez  con 
•  más  fuerza,  disparaban  los  últimos 
proyectiles.  Al2:una  vez,  en  el  ca- 
lor de  la  batalla,  un  grupo  de  chu- 
los o  de  soldados  borrachos  rodea- 
ba a  algunas  mujeres  con  facha  de 
criadas  de  servir  que  se  defendían 
a  puñetazos,  y  acabadas  las  mu- 
niciones, eran  las  manos  las  que 
proseguían  la  batalla.  Las  hem- 
bras, como  bacantes  ebrias,  eran 
las  más  procaces  y  desafiadoras, 
las  primeras  en  excitar  a  los  hom- 
bres con  risas,  con  encontronazos, 
con  gritos,  cerrándoles  el  paso. 
Judith  sentíase  zarandeada  impla- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  95 


cablemente  y  vuelta  a  sus  años  de 
juventud,  cuando,  golfa,  viciosa  y 
andariega,  y  en  compañía  de  Ci- 
priano, frecuentaban  los  bailes  de 
los  Cuatro  Caminos,  donde  se  rin- 
dió culto  al  dulce  parcheo,  y  los  más 
sombríos  del  Puente  de  Toledo  y 
Carabanchel,  acabados  muchas  ve- 
ces a  golpes,  era  casi  feliz. 

Súbitamente,  como  un  eco  de  sus  * 
evocaciones,  una  voz  conocida,  una 
voz  que  era  en  si  la  misma  evoca- 
ción, murmuró  a  su  oído: 

—¡Cayetana,  nena! 
•  Volvióse  rápidamente,  y  se  en- 
contró frente  a  frente  de  el  Cautivo. 

-¡Tú! 

—¡Si  tú  supieras!— murmuró  él. 
Le  miró  sonriendo,  provocadora. 
—¿Qué  hay  que  saber? 


%        ANTONIO  DE  HOYOS  V  VINRNT 


—Desde  ayer  no  vivo,  ^oíta  la 
noche  pensando  en  mi  chávala. 

Tornó  a  clavar  en  él  los  ojos,  y  le 
examinó  entre  curiosa  y  enterneci- 
da. Después  sonrió  con  leve  ironía. 

—  ¡Vamos,  que  ya  sería  algo 
menos! 

—¡Nena,  no  me  hagas  sufrir,  que 
te  quiero  más  que  a  las  niñas  de 
mis  ojos! 

Llegaban  a  la  Cibeles.  Allí  la  con- 
fusión era  enorme.  Coches  y  carro- 
zas obstruían  el  paso,  pese  a  los  es- 
fuerzos de  los  guardias,  que  entre 
los  empujones  denlos  de  a  pie,  las 
protestas  de  los  que  ocupaban  los 
carruajes  y  los  soeces  dicharachos 
de  las  máscaras,  luchaban  por  orde- 
nar el  desfile. 

Cipriano  propuso: 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  97 


—Vamonos  por  el  Prado... 
— Bueno. 

Lo  dijo  con  la  misma  naturalidad 
con  que  la  mañana  de  su  primera 
entrevista  aceptó  andar  juntos  por 
el  mundo. 

Ahora,  por  el  Prado  abajo,  muy 
pegaditos,  como  dos  enamorados, 
Cipriano  volvía  a  su  tema.  Con  pa- 
labra ardiente,  pintábale  su  pasión, 
el  amor  inmenso  que  sentía  por 
ella,  la  tristeza  de  su  soledad  des- 
pués de  los  años  dichosos...  El  en- 
tusiasmo le  prestaba  una  elocuen- 
cia tosca  y  convincente,  uba  elo- 
cuencia que  acariciaba  y  hería  a  un 
tiempo. 

Cayetana,  muy  cerca  de  él,  casi 
abandonada  sobre  su  pecho  en  las 
lentitudes  de  la  marcha,  espiábale. 

7 


98        ANTONIO  DZ  HOYOS  Y  VINENT 

Era  el  mismo.  Aque]  su  rostro  cíni- 
co de  golfo  vicioso;  aquellos  sus 
ojos  pequeños,  pero  vivos,  ardien- 
tes algunas  veces;  aquella  su  boca 
grande  de  labios  sensuales  y  dien- 
tes fuertes  y  blancos,  que  tantas 
veces  la  habían  mordido  en  las  ho- 
ras de  amor.  Sentíase  languidecer 
ante  el  deseo  intenso  3^  sincero  que 
sentía  latir  allí.  La  voluptuosidad 
salvaje  con  que  Calimante  palpitara 
bajo  las  garras  del  león  se  apoderaba 
de  ella  en  una  necesidad  absurda, 
canalla,  de  entrega.  ¡Ah,  si,  en  lu- 
gar de  implorarle  como  a  una  cria- 
tura civilizada,  pudiera  tomarla  allí 
mismo  como  una  presa  entre  zarpa- 
zos y  mordiscos  que  la  cubriesen 
de  sangre,  haciéndola  retorcerse  en 
un  dolor  imposible  que  fuera  a  la 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFL^GE 


99 


vez  dolor  y.  voluptusidad.  ¡Ah,  el 
encanto  áspero  y  amargo  de  sentir- 
se deseada  así,  en  la  tarde  de  lluvia, 
entre  lodo,  brutalidad  y  grosería! 

—¡Nena,  Cayetana!— gemía  el  to- 
rero—. ¡Quiéreme  una  vez,  una  si- 
quiera, aunque  luego  me  pidas  que 
me  deje  coger  por  el  toro! 

La  bailarina  consiguió  dominarse 
un  momento. 

—¿Por  qué  no  luchas?  Me  prome- 
tiste que  serías  un  gran  torero;  ¿qué 
has  hecho? 

—Es  que  yo  sin  ti  no  soy  nada  ni 
me  siento  nada.  Es  que,  cuando  es- 
toy a  tu  vera,  sería  capaz  de  too; 
pero  cuando  tú  te  vas,  se  acabó.  Si 
vieras... 

Siguió  hablando;  hacíase  apre- 
miante, rogaba,  exigía... 


-  100       AXTONl.)     E  HOYOS  Y  VINEXT 

Juüith,  prrsa  otra  vez  en  el  mal- 
sano encani  ,  resistía  débilmente. 

El  implorj 

— ¿Quieies,  di,  nena? 

No  coniesti.)  ella,  pero  se  dejó  lle- 
var. Por  la  calle  de  Cervantes  fue- 
ron a  parar  a  la  de  jesús,  y  defede 
allí  a  la  de  Lope  de  Vega.  A  la 
puerta  de  una  casa  de  sospechosa 
catadura,  dos  mujeres  pintarrajea- 
das, vestidas  una  de  odalisca  y  la 
otra  de  niña  chica,  hablaban  con 
unos  soldad  de  Caballería  que  i'e- 
tozaban  con  ellas  entre  grandes  ri- 
sotadas. El  'orero  entró  en  el  por 
tal  y  Judith  e  siguió.  Dejaron  a  un 
lado  una  sal  i,  en  que  tres  hombres, 
vestidos  de  mamarracho,  bebían 
vino  en  comoañía  de  unas  hembras, 
y  subieron  .ina  escalera  que  crujía 


LA  ZARPA  DE  LA  ES^riNGE  101 

bajo  SUS  pies  de  un  mc^do  lamenta- 
ble. Al  fin  se  hallaron  -n  una  habi- 
tación fría  y  triste.  Cirriano  acer- 
cóse a  su  amada  y  quiso  hablar, 
pero  ella  envolvióle  en  ^na  inmensa 
caricia,  mientras  gemía  queda- 
mente: 
—¡Nene! 


IV 


LA  MUECA  DE  LA  ESFINGE 


El  telón  se  alzó  lentamente,  mien- 
tras las  luces  de  la  sala  se  apaga- 
ban. Una  claridad  roja,  tan  intensa 
que  casi  hacía  daño — claridad  de 
sol  agonizante— iluminó  el  escena- 
rio y  apareció  el  desierto  a  los  ojos 
del  público.  La  llanura  amarilla,  in- 
acabable, se  perdía  en  lontananza 
bajo  un  cielo  implacablemente  azul. 
Ni  una  planta,  ni  una  flor,  ni  un  ser 
humano.  En  primer  término,  sobre 
un  plinto  de  tosca  piedra,  í:endida 
boca  abajo,  erguido  el  busto  y  la 


104       ANTONIO  DK  HOYOS  Y  VINE.NT 

cabeza  echada  hacia  atrás,  inmóvil, 
inquietante,  intei  i'o^adora,  dormia 
Jiidith  Israel.  Sobre  sus  br.'izos  cru- 
zados descansaban  sus  senos  bre- 
ves, andróg'inos,  bajo  los  fulgores 
de  sus  raros  collares  de  amarillos 
crisopacios.  El  rostro  blanco,  en- 
cuadrado en  las  líneas  perfectas  de 
su  cabellera  espesa  y  nes^rísima,  te- 
nía una  serena  calma  de  eternidad. 
Sobre  el  largo  friso  ondulaba  su 
cuerpo,  de  una  rara  perfección. 

La  orquesta  apoyábase  en  dos 
únicas  notas -de  los  violines  que  sub- 
rayaban el  tambor  dando  una  sen- 
sación de  monotonía  abrumadora. 
Lentamente,  como  en  un  amanecer 
de  esmeralda,  Judith  abrió  los  ojos. 
Después,  muy  despacio,  sin  romper 
la  armonía,  levantóse  y  comenzó 


LA  ZARPA  DE  LA  líSFLNGE  105 

los  quiméricos  pasos  áe  La  Dansa 
de  la  Esfinge.  Estaba  toda  desnuda 
bajo  el  iris  de  las  piedras  preciosas 
que  pendían  en  finas  cadenas  desde 
el  cinturón  de  oro  que  ceñía  sus  ca- 
deras. Aureas  ajorcas  incrustadas 
también  de  pedrerías  aprisionaban 
sus  puños  y  tobillos,  y  raras  sorti- 
jas lucían  en  los  dedos  de  sus  pies. 
Parecía  más  delgada,  más  fina,  casi 
irreal,  así. 

Danzaba,  lentamente;  cada  gesto 
era  definitivo,  subrayado,  seguido 
de  una  pausa,  como  si  fuese  el  últi- 
mo. En  sus  menores  movimientos 
había  la  gracia  plástica  y  animada 
a  la  vez  de  las  Tanagras.  Ni  un 
ademán  más  violento,  ni  un  giro 
que  rompiese  la  elegancia  exquisi- 
ta de  su  plasticidad. 


106       Ax\TONIO  DE  HOYOS  Y  VIXENT 

En  una  de  las  últimas  filas  de  bu- 
tacas, el  Cautivo  seg-uía  anhelante 
los  pasos  de  su  amada.  Cinco  días 
sin  v^eiia.  Cuando  creía  haberla  re- 
cuperado, se  encontraba  con  que  es- 
taba  tan  lejos  de  ella  como  antes. 
Su  ser  primitivo,  violento  y  apasio 
nado,  sublevábase  ante  el  hermetis- 
mo de  aquella  mujer  que  había  doi'- 
mido  con  él  en  el  quicio  de  las  puer- 
tas, en  las  interminables  noches  de 
invierno,  y  con  quien  había  compar- 
tido el  hambre  y  el  frío.  Sin  darse 
exacta  cuenta  de  sus  sentimientos 
asombrábase  de  encontrarla  tan  le- 
jana, tan  inabordable,  y  sentía  una 
rebelión  de  hombre  primitivo  pron- 
to a  apelar  a  la  violencia  ante  la 
hembra  que  se  le  resistía. 

Desde  la  tarde  del  miércoles  de 


107 


Ceniza  no  había  conseguido  volver- 
la a  ver.  Sus  intentos  de  avistarse 
con  ella  habíanse  estrellado  contra 
la  consigna  del  portero,  rígido  e  in- 
tratable, y  como,  por  otra  parte, 
con  esa  cortedad  que  queda  siempre 
en  la  gente  del  pueblo  cuando  por 
su  valor  escala  ciertas  cumbres,  no 
se  atreviese  a  insistir  mucho,  limi- 
tábase a  acudir  todas  las  noches  al 
teatro  que  su  amada  ennoblecía  con 
la  rara  evocación  de  sus  danzas. 
Judith  Israel  no  parecía  ni  aun  no- 
tar su  presencia.  Desdeñosa,  indi- 
ferente, abstraída  del  mundo,  pare- 
cía vivir  en  la  ilusoria  región  de  sus 
bailes.  Pero  aquella  noche,  no.  Ci- 
priano adivinó  los  ojos  de  esmeral- 
da líquida  que  le  buscaban  en  la 
obscuridad.  Sintió  un  vago  males- 


IOS       ANTONIO  DR  HOYOS  Y  VINENT 

tar;  las  pupilas  verdes,  hipnóticas, 
dominadoras  y  atrayentes  como  las 
de  un  reptil  clavadas  en  su  presa, 
permanecieron  fijas  en  él  con  cons- 
tancia obsesionante ,  adivinándole 
en  la  obscuridad. 

Un  soplo  perverso  había  animado 
a  la  esfinge.  En  la  desolación  infini- 
ta del  desierto,  una  desolación  de 
cataclismo  geológ'ico,  era  el  mons- 
truo quimérico,  el  Misterio,  el  Re- 
moto hecho  pecado,  pero  no  un  pe- 
cado vulgar,  sino  eso,  el  Pecado  que 
vive  en  el  fondo  obscuro  del  Miste- 
rio y  del  Remoto,  el  Pecado  mons- 
truoso y  horrendo  de  la  leyenda,  el 
Pecado  tremendo  y  alucinante,  el 
Pecado  de  la  Biblia  y  de  la  antigüe- 
dad, el  que  hizo  rameras  de  las  em- 
peratrices y  convirtió  en  bestias  a 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFL\GE  109 


los  Sátrapas,  el  Pecado  infame  y  te- 
rrible que  vive  en  el  fondo  de  nues- 
tras vidas  como  el  Dragón  en  el  fon- 
do de  los  círculos  infernales.  El  ven- 
daval de  Lujuria  que,  como  un  ar- 
diente soplo  del  arenal,  había  hecho 
temblar  la  estatua,  se  alejaba.  Los 
gestos  de  la  danzarina  se  hacían 
más  lentos,  más  cansados,  se  iban 
extinguiendo,  y,  al  fin,  Judith  Israel 
cayó  sobre  su  pedestal  para  tornar 
a  su  inmutable  serenidad. 

La  corfina  descendió  entre  una 
salva  de  aplausos  que,  r.edoblando, 
hiciéronla  alzarse  otra  vez.  Enton- 
ces, en  plena  luz,  apareció  la  artis- 
ta envuelta  en  amplio  albornoz  de 
seda  negra,  y  saludó.  El  público, 
presa  de  loco  entusiasmo,  no  se 
cansaba  de  aplaudir.  Judith,  rígida, 


1 10       ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 

doblada  en  una  zalema  de  rendi- 
miento casi  oriental,  j^ermanecía 
quieta,  pero  sus  ojos  verdes  vaga- 
ban por  la  sala  buscando  algo.  Al 
fin  tropezaron  con  Cipriano.  Una 
sonrisa  brotó  de  los  labios  y  revolo- 
teando sobre  el  público,  como  una 
tórtola,  fué  a  acariciar  con  sus  alas 
los  ojos  del  torero. 


Al  entrar  en  su  cuarto,  la  artista 
sonrió  a  Gutiérrez  Sarmiento,  re- 
panchigado en  una  butaca,  y  luego, 
al  ver  allí  a  Roncalito,  el  gran  tore- 
ro, tendióle  la  mano  en  un  impulso 
cordial. 

—Gracias  a  Dios.  Creí  que  me 
había  olvidado  ya. 

—Olvidado— protestó  él—.  Olvi- 
dado... Esta  mañana  he  llegado  de 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  111 


Sevilla  para  firmar  mis  contratos 
con  esta  Empresa,  y  lo  primero, 
aquí  estoy.  ¡No  se  me  olvida  así 
como  así  lo  mejor  del  mundo! 

—Cuidado.  Que  está  Sarmiento 
delante  y  va  a  tener  achares. 

La  cara  del  torero  ensombrecióse 
con  una  nube  de  tristeza  romántica 
que  le  sentaba  muy  bien  a  su  tipo 
de  abencerraje  cantor  de  las  huríes 
ocultas  tras  la  celosía  de  la  Alham 
bra.  Con  voz  timbrada  de  melanco- 
lía afirmó: 

—Ya  sabe  él  que  no  hay  de  qué. 
Que  ni  me  quiere  ni  me  querrá 
nunca. 

—  No  sé,  no  sé -bromeó  el  millo- 
nario,—Voy  teniendo  celos. 

—Bien  conoce  que  no,  don  Fran- 
cisco. Ella  le  quiere  a  usted  bien. 


112     ANTONIO  dp:  hoyos  y  vinent 

La  Israel  acercóse  a  su  amante, 
y  posando  en  él  los  ojos  con  cariño, 
aseguró: 

—Ya  lo  creo  que  te  quiero.  Tú 
has  sido  para  mí  más  que  Dios.  El 
nos  sacó  de  la  nada  y  tú  a  mí  me 
has  sacado  de  algo  peor...,  de  la  mi- 
seria, de  la  porquería,  de  la  degra- 
dación. Todo  lo  que  soy  y  todo  lo 
que  V'algo  a  ti  te  lo  debo;  tú  me  hi- 
ciste artista  y...  casi  mujer. 

Hablaba  seria,  poniendo  una  aten- 
ción reflexiva  en  lo  que  iba  dicien- 
do. Parecía  otra  más  serena,  más 
noble,  en  una  extraña  evocación 
casi  cristiana  ahora.  El  amplio  ro- 
paje de  seda  negra  hacíala  más  del- 
gada, más  alta,  más  exotérica. 

El  fondo  era  propicio.  Grandes 
paños  de  terciopelo  negro  mancha- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE 


113 


dos  con  lágrimas  de  plata  daban  al 
camerino  el  inquietante  aspecto  de 
una  capilla  ardiente.  Di\^anes,  tam- 
bién negros,  con  -almohadones  en 
que  campeaban  bordados  en  meta- 
les los  signos  de  la  quiromancia, 
rodeaban  la  habitación,  y  pequeñas 
mesas  árabes  de  ébano  con  incrus- 
taciones de  marfil  completaban  el 
decorado. 

Judith  giró  y,  frivola  nuevamen- 
te, en  una  de  aquellas  rápidas  evo- 
luciones de  su  camaleónlica  perso- 
nalidad, encaróse  con  el  Roncalito: 

—Pues  vamos  a  poner  a  prueba 
ese  amor  tan  grande,  porque  le  voy 
a  pedir  un  favor. 

—¡La  vida! 

—Es  mucho  y  poco.  Alguna  vez 
nos  parece  tan  buena,  que  aun  con 

8 


114       ANTONIO  HR  HOYOS  Y  VIXENT 

calvario  la  adoramos;  otras  nos 
pesa  tanto,  que  la  daríamos  por  tm 
minuto  de  amor  o  de  placer.  Lo  que 
voy  a  pedirle... 

Un  empleado  entró  llevando  una 
tarjeta  en  la  mano.  La  bailarina  or- 
denó: 

—Que  pase. 

Lueg"o,  encarándose  con  su  aman- 
te, explicóle: 

—Es  un  compañero  de  la  niñez. 
Hemos  pasado  muchos  años  juntos 
y  quisiese  hacerle  bien. 

En  la  puerta  apareció  Cipriano. 
Cohibido  al  ver  al  g"ran  maestro, 
pero  sobre  todo  ante  Sarmiento, 
balbuceó  un  «buenas  noches»  la- 
mentable. 

Judith  salió  a  su  encuentro  y  le 
tendió  la  mano. 


LA  ZARPA  DE  LA  ií  >  «^INGE  1 1  5 

—  ¡Cuánto  me  alegro  verte! 

Y  sin  soltarle,  lle\  'Ae  primero 
ante  el  americano  y  lueto  ante  J^on- 
calito, 

--Mi  amigo  Ciprian<  Gómez,  el 
Ca/^í//'TO^  matador  de  nov  llos-toros. .. 

El  espada  sonrió  con  un  tenue  ma- 
tiz de  ironia. 

—Le  vi  torear  en  Biloao... 

Sintió  la  danzadora  oda  la  cruel- 
dad de  la  evocación. 

—Una  tarde  mala  \h  tiene  cual- 
quiera, aun  el  más  valiente— protes- 
tó con  calor. 

Y  lueg-o,  vag'amente  irritada  por 
aquella  inhumanidad  y  ,  sobre  todo, 
por  tropezar  con  un  oostáculo  que 
se  oponía  a  su  deseo,  acercóse  al 
espada,  y  con  voz  serena  afirmó: 

—Justamente,  ese  era  el  favor  que 


1 16      ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 

iba  a  pedirle.  Quiero  que  Cipriano 
toree  en  Madrid. 

—¿De  novillero-' 
•  -No. 

—¿Banderillero? 

—  iDe  matador!  Quiero  que  le  dé 
la  alternativa.. 

Había  clavado  en  su  interlocutoi- 
las  pupilas  hipnóticas,  y  su  volun- 
tad, en  un  impulso  violentísimo,  ten- 
díala hacia  él  como  un  arco  próxi- 
mo a  lanzar  la  flecha. 

El  torero'vacilaba.  Irónica  flag'e- 
ló  recordando  sus  palabras  de  mo- 
mentos antes. 

—  ¡No  es  la  vida! 

—Es  más  difícil  de  lo  que  pare- 
ce... La  Empresa... 

—La  Empresa  hace  lo  que  usted 
quiera. 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  117 


Halagado  comenzó  a  ceder. 
—Es  que  yo... 

Inclinóse  hacia  él  y  embabucado- 
ra  conminó: 

—De  usted  depende.  De  su  volun- 
tad. Si  es  verdad  que  desea  tanto 
complacerme,  sí.  En  caso  de  indife- 
rencia, en  el  supuesto  de  que  todo 
no  es  más  que  palabras,  palabras, 
palabras,  vanidad  de  matador  de 
cartel  que  necesita  a  la  bailarina  de 
moda,  no.  Conque,  a  elegir:  ¿sí  o  no? 

—Sí.  Usted  lo  quiere,  pues  se 
hará. 

—¿Palabra? 

—Palabra  de  honor.  En  la  prime- 
ra corrida  que  toree  en  Madrid  le 
doy  la  alternativa. 

Judith  ofrecióle  las  dos  manos  en 
fervor  de  agradecimiento. 


118      ANTONIO  .^E  HOYOS  Y  VINENT 


— iGraciai' 

Luego,  volviéndose  a  Cipriano, 
desconcertaJo,  cohibido,  avergon- 
zado por  la  extraña  escena  de  que 
era  protagonista,  díjole  con  la  vo- 
luntariosa energía  de  una  dama  de 
leyenda,  coj. minando  a  su  galán  al 
heroísmo: 

—¿Y  tú  vas  a  ser  valiente,  muy 
valiente,  verdad? 

El  Cautivj  inclinó  la  cabeza.  Ella 
anunció: 

—Por  oti  a  parle,  yo  estaré  allí 
para  juzgar 

RoncaliU  v  Gutiérrez  se  extraña- 
ron. El  primero  formuló  una  pre- 
gunta: 

— ¿Puesnc  >iale  mañana  para  Lon- 
dres y  Nueva  Vork?  . 
—¿Qué  importa:'— y  en  las  pala- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE 


119 


bras  de  la  incomprensible  había  un 
desdén  mag-nífico  por  el  tiempo  y  la 
distancia— esté  donde  esté  volveré 
aquí  aquel  día. 

Después  inició  un  paso  de  danza, 
y  girando  rápida,  de  improviso  abrió 
las  flotantes  vestiduras  y  mostróse 
magnífica  de  impudor,  toda  desnu- 
da, como  una  Afrodita  de  mármol 
sobre  el  negro  raso  de  un  estuche, 
ante  los  ojos  estupefactos  de  los  tres 
hombres, 


SEGUNDA  PARTE 


I 


LA  TARDE  DE  GLORIA 

A  los  sones  del  pasodohle  torero 
desfilaban  las  cuadrillas  en  río  de 
luz.  Un  cielo  anubarrado  entoldaba 
la  plaza,  y  sobre  el  fondo  azul-gris 
las  g'ayas  notas  de  la  fiesta  nacio- 
nal eran  más  vivas,  más  pintores- 
cas, más  armónicas  que  en  la  bár- 
bara crudeza  del  sol.  Un  público 
abigarrado  llenaba  las  localidades 
bajas  con  loco  desbordamiento  de 
alegría,  en  que  de  trecho  en  trecho 
ponía  la  borrachera  de  sus  colori- 
nes un  mantón  de  Manila,  llevado 


124       AMTONIO  DE  HOYOS  Y  VINENT 


por  alguna  moza  de  trapío.  Arriba, 
en  los  pakos,  triunfaban  los  som 
breros  en  exótica  exhibición  de  plu- 
mas y  de  flores. 

Entre  el  Roncalito,  de  rosa  y  oro, 
y  FontanitaSy  de  oro  y  violeta,  el 
Cautivo,  vestido  de  rojo,  recama- 
do con  áureos  bordados  y  relucien- 
tes alamares,  caminaba  tristemen- 
te. Estaba  muy  pálido  y  un  pliegue 
de  honda  preocupación  cruzaba  su 
frente. 

Impresiones  varias  y  heterogé- 
neas habían  agitado  su  espíritu  ru- 
dimentario durante  aquellos  cua- 
renta días  con  vaivenes  de  marea. 
Primero  fué  una  incredulidad  teme- 
rosa, como  si  aquello  todo  no  fuese 
sino  pesada  broma  o  solamente  se 
tratase  de  un  sueño  suyo.  Al  primer 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE 


125 


momento  de  estupor  siguió  el  triun- 
fo  de  su  vanidad  profesional  de  novi- 
llero de  pueblo,  convertido  de  la  no- 
che  a  la  mañana  en  matador  de  car- 
tel, recibiendo  la  alternativa  nada 
menos  que  de  manos  de  el  Roncali- 
tOy  el  primero  de  los  toreros.  Y  vinie- 
ron las  apoteosis,  las  exhibiciones 
con  el  gran  sevillano,  la  elección  de 
apoderado,  el  corro  de  antiguos  afi 
cionados  y  hasta  el  alternar  con 
críticos  taurinos  de  autoridad  y  ca- 
tegoría. Al  fin  aproximóse  el  día 
supremo,  y  vió  su  nombre  impreso 
en  el  cartel.  Algunas  líneas  más 
abajo  la  palabra  fatídica: « ¡Miuras! ». 

¡Mejor!  Así  sabría  lucirse  y  colo- 
carse de  un  salto  entre  los  prime- 
ros. Ni  por  un  segundo  sintió  el  me- 
nor temor.  Recordaba  la  promesa 


126       ANTOXIO  DE  HOYOS  V  VINRNT 


de  Cayetana  de  estar  allí,  y  tenía  la 
seguridad  de  encontrar  en  sus  ojos 
la  energ"ía  precisa  para  vencer. 
Pero  seg"ún  el  día  se  aproximaba 
experimentaba  una  vag-a  inquietud. 
¿Había  olvidado  la  bailarina  su  pro- 
mesa? Nada  sabía  fijamente  de  ella; 
de  vez  encuando  un  suelto  lacónico 
inserto  en  algún  periódico  hablaba 
desús  triunfos,  de  aquellas  peregri- 
nas creaciones  del  Empayer  de 
Londres,  de  la  Dansa  del  Silencio^ 
la  Dansa  de  la  Locura  y  la  Dansa 
de  la  Voluptuosidad,  pero  nada 
más.  Faltaban  tres  días  para  la  tar- 
de de  la  alternativa  y,  según  las 
probabilidades  de  que  Judith  llega- 
se se  alejaban,  Cipriano  sentía  fun- 
dirse su  bravura.  Asaltábanle  de- 
seos de  echarlo  todo  a  rodar,  de  fin- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  127 


girse  enfermo,  de  pretextar  un  via- 
je, cualquier  cosa  antes  de  verse 
así,  solo  y  desamparado,  cara  a 
cara  con  la  muerte.  Pero  era  ya  tar- 
de: su  pundonor,  su  reputación,  su 
carrera,  y  hasta  su  bienestar  mate- 
rial, esa  cosa  bárbara  que  un  gran 
torero  definió  en  una  frase  heroica- 
mente salvaje,  «más  cornás  da  el 
hambre»,  estaban  en  juego,  y  había 
que  vencer...  o  morir.  Morir,  no. 
¿Por  qué  morir?  Quizá  la  Israel  lle- 
garía a  tiempo,  quizás  él  mismo  se 
creciese  ante  el  peligro...  Las  horas 
pasaron,  la  bailarina  no  acudió  a  la 
cita,  y  Cipriano,  desesperado,  con- 
vencido de  que  solo  no  vencería 
nunca,  vió  lleg"ar  la  hora  fatídica  de 
la  corrida.  Por  eso,  en  vez  de  ale- 
gre, como  un  saludo  triunfal,  la  mú- 


128 


sica  de  las  charangas  sonaba  en  sus 
oídos  como  el  «Ave  César»  de  los 
gladiadores  que  iban  a  la  muerte. 

Al  pisar  el  callejón,  sus  ojos  re- 
corrieron ansiosamente,  con  un  úl- 
timo rayo  de  esperanza,  la  hilera 
de  palcos.  Nada.  Niñas  zangoloti- 
nas con  presuntuosos  sombreros; 
gordas  mamás  que  charlaban  de 
sus  cosas  sin  hacer  gran  caso  del 
espectáculo;  alguna  matrona  que 
defendía  sus  ruinosas  gracias  con 
el  encaje  de  la  mantilla;  de  Cayeta- 
na, ni  rastro.  Un  solo  palco  perma- 
necía vacío;  no  debía  de  haberse 
vendido,  pues  no  se  veía  allí  ni  cria- 
do, ni  preparativos,  ni  nada  que 
anunciase  la  próxima  llegada  de  un 
dueño  posible. 

Sonó  un  toque  de  clarín,  abrióse 


].A  ZAKPA  DE  LA  ESFINGE  129 

la  puerta  del  toril,  y  de  un  ciego 
impulso  el  primer  Miura  se  precipi- 
tó en  la  plaza  y  quedó  inmóvil, 
atento  y  amenazador.  Era  un  toro 
negro,  enjuto  de  carnes,  de  fina  lá- 
mina y  afilados  pitones.  Tras  mirar 
a  un  lado  y  a  otro  con  reconcentra- 
do furor,  arrancó  y,  bajando  la  tes- 
tuz, embistió  contra  uno  de  los  pi- 
cadores. Por  un  momento,  hombre, 
caballo  y  toro  formaron  un  grupo 
de  brutal  belleza,  del  que  manaba 
la  sangre  en  abundancia.  Al  fin, 
deshízose,  y  mientras  el  caballo, 
despanzurrado,  agonizaba  en  do- 
liente cocear,  y  el  centauro  gateaba 
innoble  y  grotesco  bajo  su  dorado 
caparazón,  el  bruto,  embravecido 
por  el  dolor  y  por  la  sangre,  volvía 
al  centro  del  redondel. 

9 


130       ANTONIO  DK  HOYOS  Y  VINENT 

El  Cautivo  salió  a  su  encuentro, 
algunos  lances  de  capa  fueron  mu}' 
aplaudidos,  y  cobró  valor.  Unos 
cuantos  quites  oportunos  y  unas 
filigranas,  que  remató  arrodillándo- 
se, acabaron  de  ganarle  la  simpatía 
del  público.  Pero  Cipriano  sentía 
flaquear  su  valor.  Judith  no  llega- 
ba. De  vez  en  cuando  el  torero  fija- 
ba los  ojos  en  el  palco  vacío  con  in- 
finita amargura.  Nada.  Y  la  hora 
suprema  sonaba  ya.  Como  la  trom- 
peta del  Juicio  final'escuchó  el  toque 
del  clarín  que  avisaba  a  muerte. 

En  una  pesadilla  horrenda  vió  al 
Roncalito  acercarse  con  los  trastos 
de  matar  en  la  mano.  Lentamente^ 
el  maestro  tomó  el  capote  del  neófi- 
to y  entrególe  en  cambio  la  muleta 
y  el  estoque. 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  131 

El  Cautivo,  ante  el  palco  presi- 
dencial, brindó  con  voz  ininteligi- 
ble. Sus  ojos  buscaron  por  última 
vez  el  palco  desocupado.  Nada. 
Atroz  desaliento  le  invadió.  Ya  era 
tarde.  Cuando  Judith  llegara,  si  es 
que  llegaba  aún,  sólo  alcanzaría,  o 
su  vergüenza,  o  su  muerte.  Dirigió- 
se al  toro;  la  fiera,  furiosa,  crecida 
al  castigo  de  las  banderillas,  escar- 
baba la  arena,  tirando  derrotes,  sin 
moverse  del  sitio,  a  los  peones  que 
intentaban  cansarla.  Cipriano  se 
aproximó;  sentía  flaquearle  las 
piernas  y  una  atroz  sensación  de 
malestar  invadirle  por  momentos. 
La  imposición  de  pavura  de  la  tarde 
de  Bilbao  volvía  más  fuerte,  más 
invencible.  Era  miedo,  un  miedo 
enorme  que  hacía  de  él  una  pobre 


132       AXTONIO  Di:  HOYOS  Y  VINENT 


criatura  temblorosa  y  débil,  inca- 
paz de  realizar  cosa  de  provecho.  El 
toro  se  le  antojaba  al,i>"o  monstruo- 
so, absurdo,  una  alimaña  mágica, 
que  echaba  fuego  por  ojos  3^  nariz; 
los  cuernos  se  agrandaban,  se  afila- 
ban, convirtiéndose  en  dos  garfios 
puntiagudos  que  a  cada  movimien- 
to amenazaban  engancharle.  Tem- 
blaba, y  un  sudor  de  agonía  corríale 
por  la  frente.  Aturdido,  ciego  y  sor- 
do, sólo  pensaba  en  escapar.  Daba 
capotazos  absurdos,  brincaba^  huía, 
bailaba  ante  el  toro  una  exti'afía  za- 
rabanda. 

El  público,- asombrado  primero, 
indignado  después,  chillaba,  bra- 
maba, apostrofaba  con  atroces  epí- 
tetos. Un  clamoreo  horrísono  alzá- 
base en  todos  los  ámbitos  del  circo. 


LA  ZAKP.V  DE  LA  ESFINGE  i  3') 

— ¡Cobarde!  ¡Cobarde! 
— ¡Fuera! 

—  ¡Maleta! 

—  ¡Ay,  que  te  c  og"e  el  toro,  que  te 
coge! 

—  ¡Fuera!  ¡Fuera! 

—  ¡Que  se  vaya!...  ¡Que  se  vaya!... 

—  ¡Corre,  que  te  coge! 

—  ¡Ay,  ay,  ay! 

—  ¡Que  baile!  ¡Que  baile! 
— ¡Que  te  co^e  tu  padre! 
—No,  que  ese  era  buey! 
El  escándalo  arreciaba. 

No  contentos  con  la  grita,  arroja- 
ban ahora  toda  clase  de  proyectiles 
al  ruedo.  Y  eran  botellas  que  vola- 
ban por  el  aire,  y  almohadillas,  a 
las  que  les  brotaban  alas,  y  naran- 
jas disparadas  con  la  fuerza  de  ca- 
ñonazos. 


134       ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VINKNT 

El  toro,  extrañado  ante  la  algara- 
bía, miraba  a  un  lado  y  otro,  inde- 
ciso. 

De  improviso,  Cipriano  sintió 
fundirse  su  miedo;  una  sangre  más 
ardiente,  más  generosa,  más  viril, 
circuló  por  sus  venas;  el  terror, 
como  un  fantasma  que  la  luz  del 
día  disipa,  se  esfumó,  e  irguióse  el 
torero  ante  la  fiera.  Dió  una  patada 
en  el  suelo  y  citó  al  toro.  Arrancó 
el  bruto,  y  el  Cautivo,  sin  apenas 
hurtar  el  cuerpo,  dió  un  pase  mag- 
nífico, y  volvió  a  citar.  El  público, 
desconcertado,  inició  un  aplauso. 

En  el  palco  vacío  acababa  de  apa- 
recer en  extraña  evocación  goyesca 
Judith  Israel. 


II 


EL  ZARPAZO  DE  LA  ESFINGE 

Cuando  el  sud-expi^eso  entró  en 
agujas  en  la  estación  de  Madrid, 
Judith  Israel,  que  venía  en  pie  jun- 
to a  la  ventanilla,  interrogó  por 
centésima  vez  a  Gutiérrez  Sarmien- 
to, repanchigado  en  un  diván: 

—¿Qué  hora  es? 

Sonrió  él  ante  la  impaciencia  de 
su  amiga: 

—Las  dos  y  treinta  y  cinco. 

—  Llegaremos  tarde  —  murmuró 
desalentada. 

Su  amante  la  animó: 


\3h     ANTOxio  dh:  hoyos  y  vinent 

— Teniendo  todo  j^reparado  para 
vestirte,  en  iin  vuelo  estamos  en  la 
Phiza. 

—No  hay  más  que  una  hora. 

—  ¡Bah!- objeto  él  —  ;  todo  será 
que  lleguemos  empezada  la  corrida. 

— Será  tarde;  Cipriano  mata  en  el 
primer  toro. 

Echóse  a  reir  el  banc]uei-o. 

—Ni  que  tú  fueses  el  án^el  de  la 
g'uarda  que  tenía  que  defenderle 
contra  el  pelig^ro. 

Con  sombría  fijeza,  la  mirada  le- 
jana y  los  labios  crispados  en  una 
mueca  de  angustia,  murmuró: 

—Tengo  el  presentimiento  de  que 
si  no  estoy  allí  sucede  una  desgra- 
cia.— Luego,  como  leyese  una  aten- 
ción entre  paternal  e  irónica  en  el 
rostro  de  su  amigo,  habló  para  di- 


LA  ZARPA  Di<,  LA  LSFLXGL  V:)/ 

simular:— ¡Pobre  chico!  No  quisiera 
que  el  bien  que  le  hemos  hecho  de- 
generara en  un  mal  irreparable. 

Pese  a  su  dominio  de  sí  misma,  su 
voz  temblaba,  y  sus  manos  se  cris- 
paron dentro  de  los  guantes  de  Sue- 
cia  g]  is. 

i  Aquel  V'iaje!  Treinta  y  seis  horas 
hacía  que,  cumplido  su  contrato, 
había  salido  de  Londres,  y  desde 
entonces,  ni  una  hora  de  calma,  ni 
un  minuto  de  paz  había  disfrutado. 
Inquieta,  nerviosísima,  presintiendo 
una  catástrofe,  hubiese  deseado  te- 
ner alas  y  poder  volar.  El  tiempo 
huía  vertiginoso,  y,  en  cambio,  bar- 
cos, automóviles,  trenes,  parecían 
acometidos  de  una  súbita  lentuud. 
Las  paradas  en  las  estaciones  pare- 
cíanle eternas,  los  túneles  inacaba- 


138       ANTONIO  DK  HOYOS  Y  VINENT 

bles,  la  noche  sin  ñn.  No  podía  es- 
tarse quieta,  salía  y  entraba  en  el 
coche,  sentábase  y  poníase  en  pie, 
abría  libros  que  no  acertaba  a 
leer...  Y  todo  el  tiempo  sentía  los 
ojos  irónicos  de  Gutiérrez  Sarmien- 
to fijos  en  ella,  como  una  curiosi- 
dad, levemente  matizada  de  burla. 
Y  tenía  que  disimular.  Era  la  exis- 
tencia, la  existencia  dura,  implaca- 
ble, que  le  obligaba  a  mentir,  a  en- 
cerrar el  corazón  de  brasa  en  la  es- 
tatua de  frío  mármol.  Su  hermetis- 
mo, su  glaciedad  desdeñosa,  su 
rigidez  de  icono,  fundíase,  desha- 
cíase, transformábase  en  cenizas 
que  el  huracán  pasional  aventaba 
al  aire.  La  danzarina  bíblica,  la  rei- 
na cruel  e  inabordable  de  la  leyen- 
da, la  esfinge  del  desierto,  no  era 


LA  ZARPA  \)K  LA  ESFINGE  139 


más  que  una  pobre  mujer  enamora- 
da. Quería  a  Cipriano.  Le  quería 
con  un  amor  canalla,  apasionado  y 
ardiente.  Para  ella  era  la  vida,  la 
vida  verdadera,  no  aquella  teatrali- 
dad yerta  y  artificiosa,  y  en  plena 
fiebre  de  hiperestesia  sentimental, 
soñaba  en  las  noches  de  frío  pasa- 
das en  los  quicios  de  las  puertas 
como  en  un  paraíso  perdido. 

El  tren  se  detuvo;  Judith,  se,s>"uida 
del  banquero,  cruzó  rápida  el  andén 
y  precipitóse  en  el  automóvil,  que 
les  esperaba  fuera. 

—  ¡A  casa,  y  muy  deprisa! 

El  coche  subió  rápidamente  la 
cuesta  de  San  Vicente  e  internóse 
en  la  calle  de  los  Reyes.  Un  carro 
atascado  cortaba  el  paso,  y  hubo 
que  retrocer.  La  Israel  trepidaba  de 


140       ANTOXIO  Di:  IIOVÜS  Y  VIXK.NT 

inij^aciencia.  Volvió  a  interrogar: 
—¿Qué  hora  es? 
—Las  tres. 

Ahora  corría  el  vehículo  por  la 
calle  de  la  Princesa  para,  por  allí, 
co^^er  los  bulevai*es. 

La  ciudad  tenía  un  aspecto  do- 
mini^uero  que  exasperaba  los  ner- 
vios de  la  inquieta.  Las  calles,  a  la 
vez  aleares  y  tristes,  daban  esa  ex- 
traña impresión  que  dan  las  pobla- 
ciones en  día  de  fiesta  a  las  i^entes 
habittiadas  a  cin  ular  durante  la  se- 
mana. Las  tiendas  cerradas  y  los 
zaguanes  de  casa  grande  vacíos 
contrastaban  con  los  portales  mo- 
destos en  que  se  formaban  tertulias 
porteriles,  los  cafés  llenos,  los  tran- 
víos  rebosantes,  y  sobre  todo,  la 
multitud  que,  muy  puesta  con  los 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFLNGK  141 

trapitos  de  cristianar,  lo  invadió 
todo.  Veíanse  familias  artesanas, 
ellas  de  mantón,  ellos  de  capa,  lle- 
vando unos  cuantos  chiquillos  pre- 
suntuosamente ataviados.  Veíanse 
también  matrimonios  de  clase  me- 
dia, en  que  las  mujeres,  pálidas  y 
tristes,  lucían  mantillas,  y  los  hom- 
bres gabán.  Pasaba,  en  fin,  alguna 
madre  gorda,  hinchada  por  el  sem- 
piterno cocido,  llevando  a  su  lado 
dos  señoritas  esmirriadas,  ostentan- 
do en  la  cabeza  extraños  armatostes 
con  honores  de  sombrero. 

Al  fin  llegaron,  y  la  Israel  res- 
piró. 

Eran  las  tres  y  media. 


Acababa  de  vestirse.  El  traje 
creado  bajo  su  dirección  en  uno  de 


142     AX'i  o.Nio  dh:  hovos  y  vinknt 

los  mejores  modistos  de  París,  era 
un  prodigio  de  gi-acia  y  arte.  Judith 
había  puesto  a  contribución  los  re- 
tratos de  Goya  y  los  grabados  del 
xviTT  francés,  y  así  resultaba  una 
extraña  adaptación  del  Luis  XVI  a 
las  modas  de  la  majeza  madrileña. 
Una  falda  en  forma  de  campana, 
muy  ancha,  muy  pomposa,  de  gasa 
blanca  adornada  de  infinidad  de 
volantes  de  blanco  Chantilly,  en- 
guirnaldada de  miniísculas  rosas, 
dejaba  al  descubierto  el  fino  tobillo 
ceñido  por  la  media  de  alba  seda,  3^ 
el  pie  de  brevedad  de  ensueño,  en 
cerrado  en  leve  chapín  de  plata.  Un 
corpiño  de  raso  azul  muy  pálido 
oprimía  el  talle  cimbreante,  y  sobre 
la  cabellera  negra,  sostenida  por 
alta  peineta  de  carey,  caía  la  neva- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  143 


da  mantilla  de  blonda,  prendida  al 
pecho  con  una  rosa. 

Echó  la  última  mirada  al  espejo 
y,  mujer  al  fin,  sonrió;  pero  cuatro 
campanadas  que  desgranaba  un  re- 
loj lejano  le  hicieron  estremecer,  e 
inquietisima,  ditig-ióse  a  la  puerta 
en  el  momento  que  el  banquero, 
abriéndola,  avisaba: 

— Ahí  están  esos  con  el  auto. 


El  Mercedes  volaba  camino  de  la 
plaza. 

Sus  amigos,  encantados  de  haber- 
la recuperado,  hablaban  todos  a  un 
tiempo,  loaban  como  merecía  la 
gracia  de  su  atavío,  interrogábanla 
sobre  sus  nuevas  creaciones  y  vati- 
cinaban a  la  artista  grandes  triun- 


144        ANTOMO  DE  HOYOS  V  VINEXT 

fes  en  América.  Pero  ella,  impa- 
ciente, nerviosa,  llenada  temoies  y 
presentimientos,  apenas  si  prestaba 
vaga  atención  a  sus  palabras. 

Mientras  subía  las  escaleras  oyó 
la  confusa  algarabía  y  adivinólo 
todo.  El  Cautivo  fracasaba.  Apretó 
el  paso  sin  iiacer  caso  de  sus  com- 
pañeros; y  entrando  rápidamente 
en  el  palco  y  avanzando  hacia  el 
barandal,  clavó  los  ojos  en  el  tore- 
ro con  un  supremo  esfuerzo  de  fas- 
cinación, en  que  puso  la  tensión  en- 
tera de  sus  nervios.  Así  permaneció 
un  minuto  de  pie,  las  manos  en  el 
antepecho  y  las  pupilas  de  esmeral- 
da líquida,  clavadas  mag*néticas, 
dominadoi-as,  en  el  lidiador. 

Al  fin  sonó  un  aplauso  y  faltán- 
dole las  fuerzas,  palpitante,  entu- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFL\&E  145 


mecida  por  el  esfuerzo,  dejóse  caer 
en  el  asiento.  Habían  llegado  los 
demás  y  rodeábanla  bromeando  so- 
bre su  protegido. 

Cipriano,  en  crisis  de  valor  teme- 
rario, toreaba  muy  ceñido,  dejando 
que  los  pitones  le  rozasen  la  tale- 
guilla. Los  demás  matadores,  que 
durante  la  bronca  habíanse  aproxi- 
mado a  él  para  auxiliarle  y  defen 
deiie,  entre  curiosos  y  despectivos 
alejábanse  extrañados  de  la  súbita 
mudanza.  El  mismo  público,  con 
esa  justicia  rudimentaria  de  las  mul- 
titudes, acusábase  ahora  de  habe: 
pecado  de  injusto  con  el  muchacho, 
y  deseoso  de  darle  el  desquite,  ja- 
leaba cada  uno  de  sus  floreos  con 
fervientes  aplausos. 

El  toro  cuadró;  cansado  de  encon- 

10 


146       ANTONIO  DE  HOYOS  Y  VÍNENT 

trar  el  trapo  en  vez  del  hombre  que 
se  le  escapaba,  plantóse  juntando 
las  pezuñas  y  bajando  la  cabeza.  El 
Cautivo  dispúsose  a  clav^ar  el  esto- 
que. 

Judith  tuvo  por  un  seg'undo  la  (^er- 
teza  de  la  catástrofe. 

De  improviso  arrancó  la  riera,  y 
empitonando  a  su  enemig*o  lo  arro- 
jó en  alto.  Fué  algo  monstruoso, 
horrendo;  el  cuerpo  del  infortuna- 
do diestro  volteó  en  el  aire,  cayen- 
do pesadamente  al  suelo.  AUí  lo  re- 
cogió el  toi'o  3^  ensañóse  con  él,  c^or- 
neándole  con  insaciable  furor. 

El  público,  alzado  en  un  impulso 
supremo  de  espanto,  gritaba  ante 
la  tragedia.  Los  otros  toreros  inten- 
taban vanamente  llevarse  al  bruto; 
el  Roncalito^  cogido  a  la  cola,  tira- 


LA  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  1  47 

ba  de  él.  Con  algunos  feroces  cona- 
tos de  embestida  dispersóles  el  toro, 
y  recogiendo  en  los  cuernos  el  in- 
animado despojo  áe  el  Cautivo  paseó 
su  sangriento  trofeo  por  la  plaza. 
Lívido,  exánime,  desarticulado,  la 
arrogancia  de  Cipriano  pendía  de 
las  astas  como  un  sangriento  guiña- 
po. Las  ropas  desgarradas,  man- 
chadas, deshechas,  no  eran  más  que 
un  jirón  de  trapos  entre  los  que  apa- 
recía semidesnudo,  abierto  en  una 
inmensa  herida,  el  cuerpo  macera- 
do del  pobre  muchacho. 

Judith  Israel  se  irguió  trágica, 
magnífica,  y  como  Sarmiento,  adivi- 
nando su  intención,  quisiese  detener- 
la, volvió  su  furor  contra  él,  y  abo- 
feteóle, exasperada,  loca,  reprochán- 
dole su  redención  como  un  crimen. 


1  \^         \.N¡0.\1()         líDVOS  \  VINENT 

—  iMiserable,  miserable!  {Tú  tie- 
nes la  culpa! 

Al  fin  venció  el  obstáculo  ,  y 
abriendo  la  puerta  del  palco  echó  a 
correr  por  las  amplias  galerías  de  la 
plaza  en  busca  de  la  enfermería. 

Desalentada,  enloquecida,  perdi- 
da toda  noción  de  la  realidad,  bajó 
escaleras^  cruzó  corredores,  volvió 
a  subir,  tornó  a  bajar,  sin  encon 
trar  salida.  Oyó  g-ritos,  y  medio 
muerta  de  angustia  acercóse  a  una 
ventana. 

Al  través  de  la  arábiga  herradu 
ra,  sobre  el  castizo  fondo  del  Ma- 
drid majo,  en  el  repulsivo  cuadro 
del  patio  de  caballos,  entre  los  cuer 
pos  de  los  destripados  pencos,  sobre 
los  que  comenzaban  a  zumbar  los 
moscones,  vió  pasar  el  cortejo  trá- 


l.A  ZARPA  DE  LA  ESFINGE  14^ 


g'ico  y  grotesco  en  que,  sobre  los 
rojos  trajes  de  los  monosabios,  se 
destacaba  la  verdosa  lividez  del  ca- 
dáver de  su  amante. 

No  pudo  resistir  más  y  dejóse  caer 
al  suelo  Allí  extática,  anonadada 
ante  su  inutilidad,  ante  su  impoten- 
cia, ante  su  estupidez,  permaneció 
inerte,  vencida  por  la  crueldad  de 
la  vida,  que  había  hecho  de  su  alma 
ardiente  y  apasionada  el  alma  fría 
y  hierática  de  una  figura  de  misal. 


FIN 


BIBLIOTECA  HISPANIA 


OBRAS  PUBLICADAS 

COLECCIÓN  HISPANO  AMERICANA 

Pesetas 


Primera  parte  de  la  Historia  del  Fe-^ú, 
por  Diego  Fernández,  el  PalenLino.  lo- 
mos I  y  II,  cada  volumen  en  -l/'   7.50 

Corona  Mexicana. — Historia  de  los  Mote- 
zumas^  por  el  P.  Diego  Luis  de  Moiezu- 
ma,  en  4.'',  512  páginas   7,5( 

COLECCIÓN   ROSA    PARA  LAS  FAMILIAS 

Genoveva,  novela,  por  Alfonso  de  Lamar- 
tine, 378  páginas  en  8."   3,Ul' 

La  Leyenda  Dorada,  (Vidas  de  Santos,, 
por  jacobo  de  Vorágine,  tomos  1  }'  II, 
cada  volumen   8.(  i- 

SECCIÓN  GENERAL 

Lámparas  votivas,  poesías,  por  Francis- 
co Villaespesa   S.U'j 

Como  buitres...,  por  Manuel  Linares  Rivas  3,00 

La  fuerza  del  mal,  por  Manuel  Linaie.. 

Rivas   3.50 

Obras  completas,  por  Manuel  Linares  Ri- 


Peseta- 

vas.— Tomo  I:  La  Cizaña.  Aire  de  fue- 
ra, Porque  sf.— Toino  ÍI:  El  abolengo. 
Marta  Victoria.  Lo  posible.— Tomo  III: 


La  estirpe  de  Júpiter.  Cuando  ellas, 
quieren...  En  cuarto  creciente.  —  To- 
mo IV:  La  divina  palabra,  Bodas  de 
plata —Tomo  V:  Aiioransas,  El  ídolo, 

Clavito,  cada  tomo   3.51 

Tapices  viejos,  por  Eduardo  Marquina  . .  .;.o<' 

Frente  al  mar ,  por  José  López  Piniilo^ 

(Parmeno;   3(j(i 

Coplas,  por  Luis  de  Tapia   'j,5< 

Don  José  de  Esp  ronce  da:  su  época,  su 
vida  y  sus  obras,  por  José  Cáscales  Mu 

ñoz    4.(Xi 

La  Política  de  Capa  y  Espada,  por  Euj2:c 

nio  Sellés     o.lh.! 

La  Negra,'^ov  Pedro  deRépide. 

El  horror  de  morir,  por  Antonio  de  Hoyos 

y  Vinent  •.   1,00 

La  Garra  (tercera  edición),  por  Manuel 

Linares  Rivas  .   3,00 

Barrio  Latino,  por  Federico  García  San- 

chíz   3,00 

La  espuma  del  champagite .  por  Manue' 

Linares  Rivas   3,50 

La  guerra  palpitante   3,0('- 

Una  mancha  de  sangre ,xior  )oaquínBelda  1,50 

El  Monstruo,  por  Amonio  de  Hoyos  y  Vi- 

neni   3.00 

La  Cocina  racional,  por  Magdalena  S. 

Fuentes   3^0li 

Mi  J^enus,  por  Joaquín  Dicenia   1,0(.' 


Pesetas 


Fantasmas,  por  Manuel  Linares  Rivas. . .  3,00 
Fatal  dilema,  por  Abel  Botelho,  tomos  I 

y  II,  cada  volumen   2,50 

Años  de  miseria  y  de  7  isa,  por  Eduardo 

Zamacois   3,50 

Presentimiento ,  por  Eduardo  Zamacois. .  1,50 
La  Leona  de  Castilla,  por  Francisco  Vi- 

llaespesa   3,50 

El  paraíso  de  los  solteros,  por  Andrés 

González- Blanco   1,00 

Al  son  de  la  guitarra,  por  Federico  Gar- 
cía Sanchíz     2,00 

Toninadas,  por  Manuel  Linares  Rivas   3,50 

U7ia  vida  ejemplar,  por  Diego  San  José. .  1,50 

La  ^w^wzga,  por  Darío  Nicodemi   3,50 

El  oscuro  dominio,  por  Antonio  de  Hoyos 

y  Vinent   1,00 

En  camisa  rosa,  por  Felipe  Trigo   3,50 

El  crimen  de  Avellaneda ,  por  Atanasio 

Rivero   3,5o 

Al  margett  de  la  vida,  por  Baldomero  Ar- 
gente  2.00 

Rosalía  Castro,  por  Augusto  González  Be- 
sada  2,50 

Más  chulo  que  un  ocho  (segunda  edición), 

por  Joaquín  Belda   1,00 

Los  cascabeles  de  Madatna  Locura,  por 

Antonio  de  Hoyos  y  Vinent   3,50 

Los  Lasaros,  por  Abel  Botelho   3.50 

Las  noches  del  Botánico,  por  Joaquín 

Belda   2,00 

Corno  hormigas...,  por  Manuel  Linares 

Rivas   3,50 


Pesetas 


h¡  caso  cliiiico,  por  Antonio  de  Hoyos  y 

Vinent   0.95 

Jesús  que  vuelve,  por  Ángel  Guimerá....  3,50 

La  mujer  española,  por  S.  y  J.  Alvarez 

Quintero   l,(Mi 

La  Procesión  del  Santo  Entierro,  por  An- 
tonio de  Hoyos  y  Vincni   0.95 

La  Providencia  al  quite,  por  Eugenio  Noel  3,50 

Terra  incógnita,  por  el  Marqués  de  Cor- 
tina  I,v5() 

Memorias  de  un  suicida,  por  Joaquín 

Belda   2.00 

Campoamoriana,  por  A.  Ferreira  d'Al- 

meida   1,50 

Las  chicas  de  Terpsicore,  por  Joaquín 

Belda   3,50 

Los  toreros  de  invierno,  por  Antonio  de 

Hoyos  y  Vinent   0,95 

La  dolorosa  pasión,  por  Amonio  de  Ho- 
yos y  Vinent   0,95 

El  secreto  de  la  sabiduría,  por  Rafael 

Cansinos- Assens   1,50 

Las  zarsas  del  camino,  por  Manuel  Lina- 
res Rivas   3,50 

El  Conde  de  Valmoreda,  por  Manuel  Li- 
nares Rivas   3»00 

Un  pollito  *bien*,  por  Joaquín  Belda   1,00 

La  Coquito  (cuarta  edición),  por  Joaquín 

Belda     3,50 

El  martirio  de  San  Sebastián,  por  Anto- 
nio de  Hoyos  y  Vinent   0,95 

La  atroz  aventura,  por  Antonio  de  Hoyos 

y  Vinent   0,95 


Pesetas 


Cada  uno  a  lo  suyo  ..,  por  Manuel  Linares 

Rivas   1 ,00 

Las  frecuentaciones  de  Mauricio,  por  An- 
tonio de  Hoyos  y  Vinent   3,00 

Traviatistno  agudo,  por  Joaquín  Be  Ida.. .  2,00 
El  hombre  que  vendió  su  cuerpo  el  diablo, 

por  Antonio  de  Hoyos  y  Vinent   0,95 

El  árbol  genealógico, ^ov  Antonio  de  Hoyos 

y  Vinent   3,50 

La  diosa  razón,  por  Joaquín  Belda   3,50 

Ninfas  y  sátiros,  por  Alvaro  Retana   3,00 

En  cuerpo  y  alma,  por  Manuel  Linares  Ri- 
vas   2,00 

La  sarpa  de  la  esfinge,  por  Antonio  de  Ho- 
yos y  Vinent   0,95 


Univeishy  of  Teronto 
Ubraiy 


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