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I
Obras cOxMpletas de Vicente BLASCO IBAÑEZ
LOS
CUATRO JINETES
DEL APOCALIPSIS
(NOVELA)
153.000 EJEMPLARES
PROMETEO
Germanías, 33.— VALENCIA
(Published in Spain)
L
\^V2>0
Es PROPIEDAD.— Reservados todos
los derechos de reproducción, traduc¬
ción y adaptación.
Copyrig-ht 1919, hy V. Blasco Ibáñez
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AL LECTOR
En Julio de 1914 noté los primeros indicios de la pró¬
xima guerra europea, viniendo de Buenos Aires á las
costas de Francia en el vapor alemán Konig Friedrich
August.
Era el mismo buque que figura en los primeros capí¬
tulos de esta obra. No quise cambiar ni desfigurar su
nombre. Copias casi exactas del natural son también los
personajes alemanes que aparecen en el principio de la
novela.
Les oí hablar con entusiasmo de la «guerra preven¬
tiva», y celebrar, con una copa de champaña en la
mano, la posibilidad, cada vez más cierta, de que Ale¬
mania declarase la guerra, sin reparar en pretextos. ¡Y
esto en medio del Océano, lejos de las grandes agrupa¬
ciones humanas, sin otra relación con el resto del pla¬
neta que las noticias intermitentes y confusas que podía
recoger la telegrafía sin hilos del buque en aquel am¬
biente agitado por los mensajes ansiosos que cruzaban
todos los pueblos!... Por eso sonrío con desprecio ó me
indigno siempre que oigo decir que Alemania no quiso
la guerra y que los alemanes no estaban deseosos de lle¬
gar á ella cuanto antes.
8
AL LECTOR
El primer capítulo de Los guateo jinetes del Apo¬
calipsis me lo proporcionó un viaje casual á bordo del
último trasatlántico germánico que tocó en Francia.
Viviendo semanas después en el París solitario de
principios de Septiembre de 1914, cuando se desarrolló
la primera batalla del Mame y el gobierno francés tuvo
que trasladarse á Burdeos por medida de prudencia, el
ambiente extraordinario de la gran ciudad me sugirió
todo el resto de la presente novela. Marchando por las
avenidas afluentes al Arco de Triunfo, que en aquellos
días parecían de una ciudad muerta y contrastaban por
su fúnebre soledad con los esplendores y riquezas de los
tiempos pacíficos, tuve la visión de «los cuatro jinetes»,
azotes de la Historia, que iban á trastornar por muchos
años el ritmo de nuestra existencia.
Después de la batalla salvadora del Mame, cuando
el gobierno volvió á instalarse en París, conversé un día
con M. Poincaré, que era entonces presidente de la Re¬
pública.
Poincaré ama la literatura más que la política.
— Yo soy el abogado de los escritores — dice con orgu¬
llo, como si este fuese el mejor de sus títulos — . Yo de¬
fendí en todos sus pleitos á la Academia Goncourt.
El presidente de la República quiso felicitarme por
mis escritos espontáneos á favor de Francia en los pri¬
meros y más difíciles momentos de la guerra, cuando
el porvenir se mostraba obscuro, incierto, y bastaban
los dedos de una mano para contar en el extranjero
á los que sosteníamos franca y decididamente á los
Aliados.
— Quiero que vaya usted al frente — me dijo — , pero
no para escribir en los periódicos. Eso pueden hacerlo
muchos. Vaya como novelista. Observe, y tal vez de su
viaje nazca un libro que sii’va á nuestra causa.
AL LECTOR
9
Gracias al presidente de la Eepública pude ver todo
el inmenso escenario de la batalla del Mame, cuando
aún estaban recientes las huellas de este choque gigan¬
tesco. Por sus recomendaciones viví en un pueblecito
cerca de Eeims, donde estaba el cuartel general de Fran-
chet d’Esperey, jefe del quinto ejército.
Luego, Franchet d’Esperey, en el último año de la
guerra, mandó el ejército de Oriente, venció á los búl¬
garos, obligándolos á pedir la paz, y aceleró con ello la
terminación general de la lucha. Hoy es mariscal de la
República francesa.
Esta novela la escribí en París cuando los alemanes
estaban á unas docenas de kilómetros de la capital, y
bastaba tomar un automóvil de alquiler en la plaza de
la Ópera para hallarse en menos de una hora á pocos
metros de sus trincheras, oyendo sus conversaciones á
través del suelo siempre que cesaba el traquetear de
fusiles y ametralladoras, restableciéndose el silencio so¬
bre los desolados campos de muerte.
La falta de medios de comunicación dentro de París
y la escasez de dinero que trajo para muchos la guerra,
me obligaron á abandonar la elegante casita con jardín
que ocupaba en las inmediaciones del Bosque de Bolo¬
nia, instalándome en un barrio vulgarísimo del centro,
en una casa de numerosos habitantes, cuyas paredes y
tabiques dejaban pasar los sonidos como si fuesen de
cartón.
La guerra parecía atraernos y aglomerarnos á los
habitantes de la ciudad. Nuestra vida tenía algo de
campamento. Los niños jugaban en la calle lo mismo
que en un villorrio; toda clase de ruidos é incomodida¬
des eran tolerados. ¡Quién iba á quejarse, como en los
tiempos normales, cuando la única preocupación era
saber si el enemigo había avanzado ó retrocedido, y al
10
AL LECTOR
cerrar la noche todos mirábamos inquietos la negrura
del cielo cortada por las mangas luminosas de los reflec¬
tores, preguntándonos si dormiríamos en paz ó si las
escuadrillas aéreas, con sus proyectiles, vendrían á in¬
terrumpir nuestro sueño!...
En los diversos pisos de mi casa existían cuatro pia¬
nos, y todos ellos sonaban desde las primeras horas de
la mañana hasta después de media noche. Las vecinas
distraían su aburrimiento ó su inquietud con un piano-
teo torpe y monótono, pensando en el marido, en el
padre ó en el novio que estaban en el frente. Además,
había que preocuparse del carbón, que era puro barro
y no calentaba, del pan de guerra, nocivo para el estó¬
mago, de la mala calidad de los víveres,, de todas las
penalidades de una vida triste, mezquina y sin gloria á
espaldas de un ejército que se bate.
Nunca trabajé en peores condiciones. Tuve las manos
y el rostro agrietados por el frío; usé zapatos y calceti¬
nes de combatiente, para sufrir menos los rigores del
invierno.
Así escribí Los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Reconozco que hoy no podría terminar una novela
en aquella menguada habitación, con tres pianos sobre
la cabeza, otro piano bajo los pies, y una ventana al
lado dando sobre una calle maloliente, por la carencia
de limpieza pública, donde jugaban á gritos docenas de
chiquillos faltos de padres, pues éstos sólo de tarde en
tarde podían alcanzar un permiso para volver del fren¬
te. Además, transitaban por ella sin descanso cantores
populares y toda clase de estrépitos, excepcionalmente
tolerados.
Pero el ambiente heroico de la guerra influía en nos¬
otros, y durante cuatro años vivimos todos en París de
un modo que nos asombra ahora al recordarlo.
AL LECTOR
11
La novela imaginada y escrita en nn pisito de la
rué Rennequin ha dado después la vuelta á la tierra,
siendo traducida á los idiomas de todos los pueblos ci¬
vilizados y obteniendo en algunos de éstos — los más
importantes y poderosos — un éxito que nunca llegué á
sospechar.
V. B. I.
1923.
LOS CUATRO JIRETES DEL APOCALIPSIS
PRIMERA PARTE
I
EN EL JARDÍN DE LA CAPILLA EXPIATORIA
Debían encontrarse á las cinco de la tarde en el pe¬
queño jardín de la Capilla Expiatoria, pero Julio Des¬
noy ers llegó media hora antes, con la impaciencia del
enamorado que cree adelantar el momento de la cita pre¬
sentándose con anticipación. Al pasar la verja por el
bulevar Haussmann, se dió cuenta repentinamente de
que en París el mes de Julio pertenece al verano. El
curso de las estaciones era para él en aquellos momen¬
tos algo embrollado que exigía cálculos.
Habían transcurrido cinco meses desde las últimas
entrevistas en este square que ofrece á las parejas erran¬
tes el refugio de una calma húmeda y fúnebre junto á
un bulevar de continuo movimiento y en las inmedia¬
ciones de una gran estación de ferrocarril. La hora de
la cita era siempre las cinco. Julio veía llegar á su
amada á la luz de los reverberos, encendidos reciente¬
mente, con el busto envuelto en pieles y llevándose el
manguito al rostro lo mismo que un antifaz. La voz
dulce, al saludarle, esparcía su respiración congelada
por el frío: un nimbo de vapor blanco y tenue. Después
14
V. BLASCO IBAÑEZ
de varias entrevistas preparatorias y titubeantes, aban¬
donaron definitivamente el jardín. Su amor había ad¬
quirido la majestuosa importancia del hecho consumado,
y fué á refugiarse de cinco á siete en un quinto piso de.
la rué de la Pompe ^ donde tenía Julio su estudio de pin¬
tor. Las cortinas bien corridas sobre el ventanal de cris¬
tales, la chimenea ardiente esparciendo palpitaciones de
púrpura como única luz de la habitación, el monótono
canto del samovar hirviendo junto á las tazas de té, todo
el recogimiento de una vida aislada por el dulce egoís¬
mo, no les permitió enterarse de que las tardes iban
siendo más largas, de que afuera aún lucía á ratos el sol
en el fondo de los pozos de nácar abiertos en las nubes,
y que la primavera, una primavera tímida y pálida, em¬
pezaba á mostrar sus dedos verdes en los botones de las
ramas, sufriendo las últimas mordeduras del invierno,
negro jabalí que volvía sobre sus pasos.
Luego, Julio había hecho un viaje á Buenos Aires,
encontrando en el otro hemisferio las últimas sonrisas
del otoño y los primeros vientos helados de la Pampa.
Y cuando se imaginaba que el invierno era para él la
eterna estación, pues le salía al paso en sus cambios de
domicilio de un extremo á otro del planeta, he aquí que
se le aparecía inesperadamente el verano en este jardín
de barrio.
Un enjambre de niños correteaba y gritaba en las
cortas avenidas alrededor del monumento expiatorio.
Lo primero que vió Julio al entrar fué un aro que venía
rodando hacia sus piernas empujado por una mano in¬
fantil. Luego tropezó con una pelota. En torno de los
castaños se aglomeraba el público habitual de los días
calurosos, buscando la sombra azul acribillada de pun¬
tos de luz. Eran criadas de las casas próximas que ha¬
cían labores ó charlaban, siguiendo con mirada indife¬
rente los juegos violentos de los niños confiados á su
vigilancia; burgueses del barrio que descendían al jar¬
dín para leer su periódico, haciéndose la ilusión de que
les rodeaba la paz de los bosques. Todos los bancos es¬
taban llenos. Algunas mujeres ocupaban taburetes ple¬
gadizos de lona, con el aplomo que confiere el derecho
de propiedad. Las sillas de hierro, asientos sometidos á
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS lo
pago, servían de refugio á varias señoras cargadas de
paquetes, burguesas de los alrededores de París que
esperaban á otros individuos de su familia para tomar
el tren en la Gare Saint- Lazare... Y Julio había pro¬
puesto en una carta neumática el encontrarse, como en
otros tiempos, en este lugar, por considerarlo poco fre¬
cuentado. Y ella, con no menos olvido de la realidad,
fijaba en su respuesta la hora de siempre, las cinco,
creyendo que, después de pasar unos minutos en el
Pi'intemps ó las Galerías con pretexto de hacer com¬
pras, podría deslizarse hasta el jardín solitario, sin
riesgo á ser vista por alguno de sus numerosos conoci¬
mientos...
Desnoyers gozó una voluptuosidad casi olvidada — la
del movimiento en un vasto espacio — al pasear haciendo
crujir bajo sus pies los granos de arena. Durante veinte
días, sus paseos habían sido sobre tablas, siguiendo con
el automatismo de un caballo de picadero la pista ovoi-
dal de la cubierta de un buque. Sus plantas, habituadas
á un suelo inseguro, guardaban aún sobre la tierra firme
cierta sensación de movilidad elástica. Sus idas y ve¬
nidas no despertaban la curiosidad de las gentes senta¬
das en el paseo. Una preocupación común parecía abar¬
car á todos, hombres y mujeres. Los grupos cruzaban en
alta voz sus impresiones. Los que tenían un periódico en
la mano veían aproximarse á los vecinos con sonrisa de
interrogación. Habían desaparecido de golpe la descon¬
fianza y el recelo que impulsan á los habitantes de las
grandes ciudades á ignorarse mutuamente, midiéndose
con la vista cual si fuesen enemigos.
«Hablan de la guerra — se dijo Desnoyers — . Todo
París sólo habla á estas horas de la posibilidad de la
guerra.»
Fuera del jardín se notaba igualmente la misma an¬
siedad, que hacía á las gentes fraternales é igualitarias.
Los vendedores de periódicos pasaban por el bulevar
voceando las publicaciones de la tarde. Su carrera
furiosa era cortada por las manos ávidas de los tran¬
seúntes, que se disputaban los papeles. Todo lector se
veía rodeado de un grupo que le pedía noticias ó inten¬
taba descifrar por encima de sus hombros los gruesos
16
F. BLASCO IBANEZ
y sensacionales rótulos que encabezaban la hoja. En la
rué des Maihurins, al otro lado del square, un corro de
trabajadores, bajo el toldo de una taberna, oía los co¬
mentarios de un amigo, que acompañaba sus palabras
agitando el periódico con ademanes oratorios. El trán¬
sito en las calles, el movimiento general de la ciudad,
era lo mismo que en los otros días; pero á Julio le pare¬
ció que los vehículos iban más aprisa, que había en el
aire un estremecimiento de fiebre, que las gentes ha¬
blaban y sonreían de un modo distinto. Todos parecían
conocerse. A él mismo le miraban las mujeres del jardín
como si le hubiesen visto en los días anteriores. Podía
acercarse á ellas y entablar conversación, sin que expe¬
rimentasen extrañeza.
«Hablan de la guerra», volvió á repetirse; pero con
la conmiseración de una inteligencia superior que co¬
noce el porvenir y se halla por encima de las impresio¬
nes del vulgo.
Sabía á qué atenerse. Había desembarcado á las diez
de la noche, aún no hacía veinticuatro horas que pisaba
tierra, y su mentalidad era lá de un hombre que viene
de lejos, á través de las inmensidades oceánicas, de los
horizontes sin obstáculos, y se sorprende viéndose asal¬
tado por las preocupaciones que gobiernan á los gran¬
des grupos humanos. Al desembarcar había estado dos
horas en un café de Boulogne, contemplando cómo las
familias burguesas pasaban la velada en la monótona
placidez de una vida sin peligros. Luego, el tren espe¬
cial de los viajeros de América le había conducido á
París, dejándolo á las cuatro de la madrugada en un
andén de la estación del Norte entre los brazos de Pepe
Argensola, joven español al que llamaba unas veces
«mi secretario» y otras «mi escudero», por no saber con
certeza qué funciones desempeñaba cerca de su persona.
En realidad, era una mezcla de amigo y de parásito, el
camarada pobre, complaciente y activo que acompaña
al señorito de familia rica en mala inteligencia con sus
padres, participando de las alternativas de su fortuna,
recogiendo las migajas de los días prósperos é inven¬
tando expedientes para conservar las apariencias en las
horas de penuria.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 11
— ¿Qué hay de la guerra? — le había dicho Argensola
antes de preguntarle por el resultado de su viaje — . Tú
vienes de fuera y debes saber mucho.
Luego se había dormido en su antigua cama, guar¬
dadora de gratos recuerdos, mientras el «secretario»
paseaba por el estudio hablando de Servia, de Eusia y
del kaiser. También este muchacho escéptico para todo
lo que no, estuviese en relación con su egoísmo, parecía
contagiado por la preocupación general. Cuando des¬
pertó, la carta de ella citándole para las cinco de la
tarde contenía igualmente algunas palabras sobre el
temido peligro. A través de su estilo de enamorada pa¬
recía transpirar la preocupación de París. Al salir en
busca del almuerzo, la portera, con pretexto de darle la
bienvenida, le había pedido noticias. Y en el restorán,
en el café, en la calle, siempre la guerra... la posibili¬
dad de una guerra con Alemania...
Desnoy ers era optimista. ¿Qué podían significar estas
inquietudes para un hombre como él, que acababa de
vivir más de veinte días entre alemanes, cruzando el
Atlántico bajo la bandera del Imperio?...
Había salido de Buenos Aires en un vapor de Ham-
burgo: el Kónig Friedrich August. El mundo estaba en
santa tranquilidad cuando el buque se alejó de tierra.
Sólo en Méjico blancos y mestizos se exterminaban re¬
volucionariamente, para que nadie pudiese creer que el
hombre es un animal degenerado por la paz. Los pue¬
blos demostraban en el resto del planeta una cordura
extraordinaria. Hasta en el trasatlántico, el pequeño
mundo de pasajeros de las más diversas nacionalidades
parecía un fragmento de la sociedad futura implantado
como ensayo en los tiempos presentes, un boceto del
mundo del porvenir, sin fronteras ni antagonismos de
razas.
Una mañana, la música de á bordo, que hacía oir
todos los domingos el Coral de Lutero, despertó á los
durmientes de los camarotes de primera clase con la
más inaudita de las alboradas. Desnoy ers se frotó los
ojos creyendo vivir aún en las alucinaciones del sueño.
Los cobres alemanes rugían la Marsellesa por los pasi¬
llos y las cubiertas. El camarero, sonriendo ante su
2
18
V. BLASCO IBANEZ
asombro, acabó por explicar el acontecimiento; «Catorce
de Julio.» En los vapores alemanes se celebran como
propias Jas grandes fiestas de todas las naciones que
proporcionan carga y pasajeros. Sus capitanes cuidan
escrupulosamente de cumplir los ritos de esta religión
de la bandera y del recuerdo histórico. La más insigni¬
ficante Eepública ve empavesado el buque en su honor.
Es una diversión más, que ayuda á combatir la mono¬
tonía del viaje y sirve á los altos fines de la propaganda
germánica. Por primera vez la gran fecha de Francia
era festejada en un buque alemán; y mientras los músi¬
cos seguían paseando por los diversos pisos una Marse-
llesa galopante, sudorosa y con el pelo suelto, los grupos
matinales comentaban el suceso. «¡Qué finura! — ^decían
las damas sudamericanas — . Estos alemanes no son tan
ordinarios como parecen. Es una atención... algo muy
distinguido. ¿Y aún hay quien cree que ellos y Francia
van á golpearse?...»
Los contadísimos franceses que viajaban en el buque
se veían admirados, como si hubiesen crecido desmesu¬
radamente ante la pública consideración. Eran tres nada
más: un joyero viejo, que venía de visitar sus sucursales
de América, y dos muchachas comisionistas de la rué
de la Paix, las personas más modositas y tímidas de á
bordo, vestales de ojos alegres y nariz respingada, que
se mantenían aparte, sin permitirse la menor expansión
en este ambiente poco grato. Por la noche hubo ban¬
quete de gala. En el fondo del comedor, la bandera fran¬
cesa y la del Imperio formaban un vistoso y disparatado
cortinaje. Todos los pasajeros alemanes iban de frac y
sus damas exhibían las blancuras de sus escotes. Los
uniformes de los sirvientes brillaban como en un día de
gran revista. A los postres sonó el repiqueteo de un cu¬
chillo sobre un vaso, y se hizo el silencio. El coman¬
dante iba á hablar. Y el bravo marino, que unía á sus
funciones náuticas la obligación de hacer arengas en
los banquetes y abrir los bailes con la dama de mayor
respeto, empezó el desarrollo de un rosario de palabras
semejantes á frotamientos de tabletas, con largos inter¬
valos de vacilante silencio. Desnoy ers sabía un poco de
alemán, como recuerdo de sus relaciones con los pa-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 19
rientes que tenía en Berlín, y pudo atrapar algunas pa¬
labras. Repetía el comandante á cada momento «paz» y
«amigos». Un vecino de mesa, comisionista de comercio,
se ofreció como intérprete, con la obsequiosidad del que
vive de la propaganda.
— El comandante pide á Dios que mantenga la paz
entre Alemania y Francia y espera que cada vez serán
más amigos los dos pueblos.
Otro orador se levantó en la misma mesa que ocu¬
paba el marino. Era el más respetado de los pasajeros
alemanes, un rico industrial de Dusseldorf que venía de
visitar á sus corresponsales de América. Nunca lo de¬
signaban por su nombre. Tenía el título de Consejero de
Comercio, y para sus compatriotas era Herr Comer zien-
rath, así como su esposa se hacía dar el título de Frau
Eath. La «señora consejera», mucho más joven que su
importante esposo, había atraído desde el principio del
viaje la atención de Desnoyers. Ella, por su parte, hizo
una excepción en favor de este joven argentino, abdi¬
cando su título desde las primeras palabras. «Me llamo
Berta», dijo dengosamente, como una duquesa de Ver-
salles á un lindo abate sentado á sus pies. El marido
también protestó al oir que Desnoyers le llamaba «con¬
sejero», como sus compatriotas. «Mis amigos me llaman
capitán. Yo mando una compañía de la landsturm.» Y
el gesto con que el industrial acompañó estas palabras
revelaba la melancolía de un hombre no comprendido
menospreciando los honores que goza para pensar úni¬
camente en los que no posee.
Mientras pronunciaba el discurso, Julio examinó su
pequeña cabeza y su robusto pescuezo, que le daban
cierta semejanza con un perro de pelea. Imaginaria¬
mente veía el alto y opresor cuello del uniforme ha¬
ciendo surgir sobre sus bordes un doble bullón de grasa
roja. Los bigotes enhiestos y engomados tomaban un
avance agresivo. Su voz era cortante y seca, como si
sacudiese las palabras... Así debía lanzar el emperador
sus arengas. Y el burgués belicoso, con instintiva simu¬
lación, encogía el brazo izquierdo, apoyando la mano
en la empuñadura de un sable invisible.
A pesar de su gesto fiero y su oratoria de mando,
20
V. BLASCO IBAÑEZ
todos los oyentes alemanes rieron estrepitosamente á
las primeras palabras, como hombres que saben apre¬
ciar el sacriñcio de un Herr Comer zienrath cuando se
digna divertir á una reunión.
— Dice cosas muy graciosas de los franceses — apuntó
el intérprete en voz baja — . Pero no son ofensivas.
Julio había adivinado algo de esto al oir repetidas
veces la palabra franzosen. Se daba cuenta aproxima¬
damente de lo que decía el orador: «^Franzoseriy niños
grandes, alegres, graciosos, imprevisores. ¡Las cosas
que podrían hacer juntos los alemanes y ellos, si olvi¬
daban los rencores del pasado!» Los oyentes germanos
ya no reían. El consejero renunciaba á su ironía, una
ironía grandiosa, aplastante, de muchas toneladas de
peso, enorme como el buque. Ahora desaiTollaba la parte
seria de su arenga, y el mismo comisionista parecía con¬
movido.
— Dice, señor — continuó — , que desea que Francia sea
muy grande y que algún día marchemos juntos contra
otros enemigos... ¡contra otros!
Y guiñaba un ojó sonriendo maliciosamente, con la
misma sonrisa de común inteligencia que despertaba en
todos esta alusión al misterioso enemigo.
Al final, el capitán consejero levantó su copa por
Francia. «¡Hoch!», gritó como si mandase una evolución
á sus soldados de la reserva. Por tres veces dió el grito,
y toda la masa germánica, puesta de pie, contestó con un
¡Hoch! semejante á un rugido, mientras la música, insta¬
lada en el antecomedor, rompía á tocar la Marsellesa.
Desnoyers se conmovió. Un escalofrío de entusiasmo
subía por su espalda. Se le humedecieron los ojos, y al
beberse el champaña creyó haber tragado algunas lágri¬
mas. El llevaba un nombre francés, tenía sangre fran¬
cesa, y lo que hacían aquellos gringos — que las más de
las veces le parecían ridículos y ordinarios — era digno
de agradecimiento. ¡Los súbditos del kaiser festejando
la gran fecha de la Revolución!... Creyó estar asistiendo
á un gran suceso histórico.
— ¡Muy bien! — dijo á otros sudamericanos que ocupa¬
ban las mesas inmediatas — . Hay que reconocer que han
estado muy gentiles.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 21
Luego, con la vehemencia de sus veintisiete años,
acometió en el antecomedor al joyero, echándole en cara
su mutismo. Era el línico ciudadano de Francia que iba
á bordo. Debía haber dicho cuatro palabras de agrade¬
cimiento. La fiesta terminaba mal por su culpa.
— ¿Y por qué no ha hablado usted, que es hijo de fran¬
cés? — dijo el otro.
— Yo soy ciudadano argentino — contestó Julio.
Y se alejó del joyero, mientras éste, pensando que
«podía haber hablado», daba explicaciones á los que le
rodeaban. Era muy peligroso mezclarse en asuntos di¬
plomáticos. Además, él «no tenía instrucciones de su
gobierno». Y por unas cuantas horas se creyó un hom¬
bre que había estado á punto de desempeñar un gran
papel en la Historia.
Pasaba Desnoyers el resto de la noche en el fumade¬
ro, atraído por la presencia de la «señora consejera». El
capitán de la landsturm^ avanzando un enorme cigarro
entre sus bigotes, jugaba al poker con otros compatrio¬
tas que le seguían en orden de dignidades y riquezas.
Su compañera se mantenía al lado suyo gran parte de
la velada, presenciando el ir y venir de los camareros
cargados de hocks, sin atreverse á intervenir en este
consumo enorme de cerveza. Su preocupación era guar¬
dar un asiento vacío junto á ella para que lo ocupase
Desnoyers. Le tenía por el hombre más «distinguido» de
á bordo porque tomaba champaña en todas las comidas.
Era de mediana estatura, moreno, con un pie breve — que
la obligaba á ella á recoger los suyos debajo de las fal¬
das — , y su frente aparecía como un triángulo bajo dos
crenchas de pelo lisas, negras, lustrosas cual planchas
de laca. El tipo opuesto de los hombres que la rodeaban.
Además, vivía en París, en la ciudad que ella no había
visto nunca, después de numerosos viajes por ambos
hemisferios.
— ¡Oh, París! ¡París! — decía abriendo los ojos y frun¬
ciendo los labios para expresar su admiración cuando
hablaba á solas con el argentino — . ¡Cómo me gustaría
ir á él!
Y para que le contase las cosas de París, se permitía
ciertas confidencias sobre los placeres de Berlín, pero
22
F. BLASCO IBAÑEZ
con ruborosa modestia, admitiendo por adelantado que
en el mundo hay más, mucho más, y que ella deseaba
conocerlo.
Julio, al pasear ahora en torno de la Capilla Expia¬
toria, se acordaba con cierto remordimiento de la esposa
del consejero Erckmann. ¡El, que había hecho el viaje á
América por una mujer, para reunir dinero y casarse
con ella!... Pero en seguida encontraba excusas á su
conducta. Nadie iba á saber lo ocurrido. Además, él
no era un asceta, y Berta Erckmann representaba una
amistad tentadora en medio del mar. Al recordarla,
veía imaginariamente un caballo de carreras grande,
enjuto, rubio y de largas zancas. Era una alemana á la
moderna, que no reconocía otro defecto á su país que la
pesadez de sus mujeres, combatiendo en su persona este
peligro nacional con toda clase de métodos alimenticios.
La comida era para ella un tormento y el desfile de los
hocks en el fumadero un suplicio tantalesco. La esbeltez
conseguida y mantenida por esta tensión de la voluntad
dejaba más visible la robustez de su andamiaje, el fuer¬
te esqueleto, con mandíbulas poderosas y unos dientes
grandes, sanos, deslumbradores, que tal vez daban ori¬
gen á la comparación irreverente de Desnoy ers. «Es del¬
gada y sin embargo enorme», se decía al examinarla.
Pero á continuación la declaraba igualmente la mujer
más distinguida de á bordo; distinguida para el Océano,
elegante á estilo de Munich, con vestidos de colores inde¬
finibles que hacían recordar el arte persa y las viñetas
de los manuscritos medioevales. El marido admiraba la
elegancia de Berta, lamentando en secreto su esterilidad
casi como un delito de alta traición. La patria alemana
era grandiosa por la fecundidad de sus mujeres. El kai¬
ser, con sus hipérboles de artista, había hecho constar
que la verdadera belleza alemana debe tener el talle á
partir de un metro cincuenta.
Cuando entró Desnoyers en el fumadero para ocupar
el asiento que le reservaba la consejera, el marido y sus
opulentos camaradas tenían la baraja inactiva sobre el
verde tapete. Herr Rath continuaba entre amigos su dis¬
curso, y los oyentes se sacaban el cigarro de los labios
para lanzar gruñidos de aprobación. La presencia de
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 23
Julio provocó una sonrisa de general amabilidad. Era
Francia que venía á fraternizar con ellos. Sabían que
su padre era francés, y esto bastaba para que lo acogie¬
sen como si llegase en línea recta del palacio del muelle
de Orsay, representando á la más alta diplomacia de la
República. El afán de proselitismo hizo que todos ellos
oncediesen de pronto una importancia desmesurada.
— Nosotros — continuó el consejero, mirando fijamente
á Desnoyers como si esperase de él una declaración so¬
lemne — deseamos vivir en buena amistad con Francia.
El joven Julio aprobó con la cabeza, para no mos¬
trarse desatento. Le parecía muy bien que las gentes
no fuesen enemigas. Por él podía afirmarse esta amis¬
tad cuanto quisieran. Lo único que le interesaba en
aquellos momentos era cierta rodilla que buscaba la
suya por debajo de la mesa, transmitiéndole su dulce
calor á través de un doble telón de sedas.
— Pero Francia — siguió quejumbrosamente el indus¬
trial — se muestra arisca con nosotros. Hace años que
nuestro emperador le tiende la mano con noble lealtad,
y ella finge no verla... Eso reconocerá usted que no es
correcto.
Aquí Desnoyers creyó que debía decir algo, para que
el orador no adivinase sus verdaderas preocupaciones.
— Tal vez no hacen ustedes bastante. ¡Si ustedes de¬
volviesen, ante todo, lo que le quitaron!...
Se hizo un silencio de estupefacción, como si hubiese
sonado en el buque la señal de alarma. Algunos de los
que se llevaban el cigarro á los labios quedaron con la
mano inmóvil á dos dedos de la boca, abriendo los ojos
desmesuradamente. Pero allí estaba el capitán de la
landsturm para dar forma á su muda protesta.
— ¡Devolver! — dijo con una voz que parecía ensorde¬
cida por el repentino hinchamiento de su cuello — . Nos¬
otros no tenemos por qué devolver nada, ya que nada
hemos quitado. Lo que poseemos lo ganamos con nues¬
tro heroísmo.
La oculta rodilla se hizo más insinuante, como si
aconsejase prudencia al joven con sus dulces frota¬
mientos.
— No diga usted esas cosas — suspiró Berta — . Eso sólo
24
7. BLASCO IBAÑEZ
lo dicen los republicanos corrompidos de París. ¡Un
joven tan distinguido, que ha estado en Berlín y tiene
parientes en Alemania!...
Como Desnoyers ante toda afirmación hecha con tono
altivo sentía un impulso hereditario de agresividad, dijo
fríamente:
— Es como si yo le quitase á usted el reloj y luego le
propusiera que fuésemos amigos, olvidando lo ocurrido.
Aunque usted pudiera olvidar, lo primero sería que yo
le devolviese el reloj.
Quiso responder tantas cosas á la vez el consejero
Erckmann, que balbuceó, saltando de una idea á otra:
«¡Comparar la reconquista de Alsacia á un robo!... ¡Una
tierra alemana!... La raza... la lengua... la historia...»
— Pero ¿dónde consta su voluntad de ser alemana?
— preguntó el joven sin perder la calma — . ¿Cuándo han
consultado ustedes su opinión?...
Quedó indeciso el consejero, como si dudase entre
caer sobre el insolente ó aplastarlo con su desprecio.
— Joven, usted no sabe lo que dice — afirmó al fin con
majestad — . Usted es argentino y no entiende las cosas
de Europa.
y los demás asintieron, despojándolo repentinamente
.de la ciudadanía que le habían atribuido poco antes.
El consejero, con una rudeza militar, le había vuelto la
espalda, y tomando la baraja, distribuía cartas. Se re¬
anudó la partida. Desnoyers, viéndose aislado por este
menosprecio silencioso, sintió deseos de interrumpir el
juego con una violencia. Pero la oculta rodilla seguía
aconsejándole la calma y una mano no menos invisible
buscó su diestra, oprimiéndola dulcemente. Esto bastó
para que recobrase la serenidad. La «señora consejera»
seguía con ojos fijos la marcha del juego. El miró tam¬
bién, y una sonrisa maligna contrajo levemente los ex¬
tremos de su boca, al mismo tiempo que se decía men¬
talmente, á guisa de consuelo: «¡Capitán, capitán!... No
sabes lo que te espera.»
Estando en tierra firme no se habría acercado más á
estos hombres; pero la vida en un trasatlántico, con su
inevitable promiscuidad, obliga al olvido. Al otro día,
el consejero y sus amigos fueron en busca de él, extre-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 25
mando sus amabilidades para borrar todo recuerdo eno¬
joso. Era un joven «distinguido», pertenecía á una fami¬
lia rica, y todos ellos poseían en su país tiendas y otros
negocios. De lo único que cuidaron fué de no mencionar
más su origen francés. Era argentino, y todos á coro se
interesaban por la grandeza de su nación y de todas las
naciones de la América del Sur, donde tenían corres¬
ponsales y empresas, exagerando su importancia como
si fuesen grandes potencias, comentando con gravedad
los hechos y palabras de sus personajes políticos, dando
á entender que en Alemania no había quien no se pre¬
ocupase de su porvenir, prediciendo á todas ellas una
gloria futura, reflejo de la del Imperio, siempre que se
mantuviesen bajo la influencia germánica.
A pesar de estos halagos, Desnoyers no se presentó
con la misma asiduidad que antes á la hora del poker.
La consejera se retiraba á su camarote más pronto que
de costumbre. La proximidad de la línea equinoccial le
proporcionaba un sueño irresistible, abandonando á su
esposo, que seguía con los naipes en la mano. Julio, por
su parte, tenía misteriosas ocupaciones que sólo le per¬
mitían subir á la cubierta después de media noche. Con
la precipitación de un hombre que desea ser visto para
evitar sospechas, entraba en el fumadero hablando alto
y venía á sentarse junto al marido y sus camaradas. La
partida había terminado, y un derroche de cerveza y
gruesos cigarros de Hamburgo servía para festejar el
éxito de los gananciosos. Era la hora de las expansiones
germánicas, de la intimidad entre hombres, de las bro¬
mas lentas y pesadas, de los cuentos subidos de color.
El consejero presidía con toda su grandeza estas dia¬
bluras de los amigos, sesudos negociantes de los puer¬
tos anseáticos, que gozaban de grandes créditos en el
Deutsche Bankj ó tenderos instalados en las repúblicas
del Plata, con una familia innumerable. El era un gue¬
rrero, un capitán, y al celebrar cada chiste lento con
una risa que hinchaba su robusta cerviz, creía estar en
el vivac entre sus compañeros de armas.
En honor de los sudamericanos que, cansados de
pasear por la cubierta, entraban á oir lo que decían los
gringos, los cuentistas vertían al español las gracias y
26
V. BLASCO IBANEZ
los relatos licenciosos despertados en su memoria por
la cerveza abundante. Julio admiraba la risa fácil de
que estaban dotados todos estos hombres. Mientras los
extranjeros permanecían impasibles, ellos reían con so¬
noras carcajadas, echándose atrás en sus asientos. Y
cuando el auditorio alemán permanecía frío, el cuen¬
tista apelaba á un recurso infalible para remediar su
falta de éxito.
— A kaiser le contaron este cuento, y cuando kaiser
lo oyó, kaiser rió mucho.
No necesitaba decir más. Todos reían, «¡ja, ja, ja!»
con una carcajada espontánea pero breve; una risa en
tres golpes, pues el prolongarla podía interpretarse como
una falta de respeto á la majestad.
Cerca de Europa, una oleada de noticias salió al
encuentro del buque. Los empleados del telégrafo sin
hilos trabajaban incesantemente. Una noche, al entrar
Desnoyers en el fumadero, vió á los notables germáni¬
cos manoteando y con los rostros animados. No bebían
cerveza: habían hecho destapar botellas de champaña
alemán, y la Frau consejera, impresionada sin duda por
los acontecimientos, se abstenía de bajar á su camarote.
El capitán Erckmann, al ver al joven argentino, le ofre¬
ció una copa.
— Es la guerra— dijo con entusiasmo — , la guerra que
llega... ¡Ya era hora!
Desnoyers hizo un gesto de asombro. ¡La guerra!...
¿Qué guerra era esa?... Había leído, como todos, en la
tablilla de anuncios del antecomedor, un radiograma
dando cuenta de que el gobierno austriaco acababa de
enviar un ultimátum á Servia, sin que esto le produjese
la menor emoción. Menospreciaba las cuestiones de los
Balkanes. Eran querellas de pueblos piojosos, que aca¬
paraban la atención del mundo, distrayéndolo de empre¬
sas más serias. ¿Cómo podía interesar este suceso al be¬
licoso consejero? Las dos naciones acabarían por enten¬
derse. La diplomacia sirve algunas veces para algo.
— No — insistió ferozmente el alemán — ; es la guerra,
la bendita guerra. Rusia sostendrá á Servia, y nosotros
apoyaremos á nuestra aliada... ¿Qué hará Francia?
¿Usted sabe lo que hará Francia?...
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 27
Julio levantó los hombros con mal humor, como pi¬
diendo que le dejase en paz.
— Es la guerra — continuó el consejero — , la guerra
preventiva que necesitamos. Eusia crece demasiado
aprisa y se prepara contra nosotros. Cuatro años más de
paz, y habrá terminado sus ferrocarriles estratégicos,
y su fuerza militar, unida á la de sus aliados, valdrá
tanto como la nuestra. Mejor es darle ahora un buen
golpe. Hay que aprovechar la ocasión... ¡La guerra!
¡la guerra preventiva!
Todo su clan le escuchaba en silencio. Algunos no
parecían sentir el contagio de su entusiasmo. ¡La gue¬
rra!... Con la imaginación veían los negocios paraliza¬
dos, los corresponsales en quiebra, los Bancos cortando
los créditos... una catástrofe más pavorosa para ellos
que las matanzas de las batallas. Pero aprobaban con
gruñidos y movimientos de cabeza las feroces declama¬
ciones de Erckmann. Era un Herr Ehat^ y además un
oñcial. Debía estar en el secreto de los destinos de su
patria, y esto bastaba para que bebiesen en silencio por
el éxito de la guerra.
El joven creyó que el consejero y sus admiradores
estaban borrachos. «Fíjese, capitán — dijo con tono con¬
ciliador — ; eso que usted dice tal vez carece de lógica.»
¿Cómo podía convenir una guerra á la industriosa Ale¬
mania? Por momentos iba ensanchando su accióh: cada
mes conquistaba un mercado nuevo; todos los años su
balance comercial aparecía aumentado en proporciones
inauditas. Sesenta años antes tenía que tripular sus
escasos buques con los cocheros de Berlín castigados
por la policía. Ahora sus flotas comerciales y de guerra
surcaban todos los océanos, y no había puerto donde la
mercancía germánica no ocupase la parte más conside¬
rable de los muelles. Sólo necesitaba seguir viviendo
de este modo, mantenerse alejada de las aventuras gue¬
rreras. Veinte años más de paz, y los alemanes serían
los dueños de los mercados del mundo, venciendo á In¬
glaterra, su maestra de ayer, en esta lucha sin sangre.
¿Y todo esto iban á exponerlo — como el que juega su
fortuna entera á una carta — en una lucha que podía
serles desfavorable?...
28
V. BLASCO IBANEZ
— No; ¡la guerra — insistió rabiosamente el consejero — ,
la guerra preventiva! Vivimos rodeados de enemigos, y
esto no puede continuar. Es mejor que terminemos de
una vez. ¡O ellos ó nosotros! Alemania se siente con
fuerzas para desafiar al mundo. Debemos poner fin á la
amenaza rusa. Y si Financia no se mantiene quietecita,
¡peor para ella!... Y si alguien más... ¡alguien! se atreve
á intervenir en contra nuestra, ¡peor para él! Cuando
yo monto en mis talleres una máquina nueva, es para
hacerla producir y que no descanse. Nosotros poseemos
el primer ejército del mundo, y hay que ponerlo en mo¬
vimiento para que no se oxide.
Luego añadió con pesada ironía:
— Han establecido un círculo de hierro en torno de
nosotros para ahogarnos. Pero Alemania tiene los pe¬
chos robustos, y le basta hincharlos para romper el
corsé. Hay que despertar antes de que nos veamos ma¬
niatados mientras dormimos. ¡Ay del que encontremos
enfrente de nosotros!...
Desnoy ers sintió la necesidad de contestar á estas
arrogancias. El no había visto nunca el círculo de hie¬
rro de que se quejaban los alemanes. Lo único que ha¬
cían las naciones era no seguir viviendo confiadas é
inactivas ante la desmesurada ambición germánica. Se
preparaban simplemente para defenderse de una agre¬
sión casi segura. Querían sostener su dignidad, atro¬
pellada á todas horas por las más inauditas preten¬
siones.
— ¿No serán los otros pueblos — preguntó — los que se
ven obligados á defenderse, y ustedes los que represen¬
tan un peligro para el mundo?...
Una mano invisible buscó la suya por debajo de la
mesa, como algunas noches antes, para recomendarle
prudencia. Pero ahora apretaba fuerte, con la autoridad
que confiere el derecho adquirido.
— ¡Oh, señor! — suspiró la dulce Berta — . ¡Decir esas
cosas un joven tan distinguido y que tiene...!
No pudo continuar, pues su esposo le cortó la pala¬
bra. Ya no estaban en los mares de América, y el con¬
sejero se expresó con la rudeza de un dueño de casa.
, — Tuve el honor de manifestarle, joven — dijo, imi-
LOS GUATEO JINETES DEL APOCALIPSIS 29
tando la cortante frialdad de los diplomáticos — , que
usted no es mas que un sudamericano, é ignora las cosas
de Europa.
No le llamó «indio», pero Julio oyó interiormente la
palabra lo mismo que si el alemán la hubiese proferido.
¡Ay, si la garra oculta y suave no le tuviese sujeto con
sus crispaciones de emoción!... Pero este contacto man¬
tuvo su calma y hasta le hizo sonreir. «¡Gracias, capi¬
tán! — dijo mentalmente — . Es lo menos que puedes hacer
para cobrarte.»
Y aquí terminaron sus relaciones con el consejero y
su grupo.
Los comerciantes, al verse cada vez más próximos
á su patria, se iban despojando del servil deseo de
agradar que les acompañaba en sus viajes al Nuevo
Mundo. Tenían, además, graves cosas de que ocupar¬
se. El servicio telegráfico funcionaba sin descanso. El
comandante del buque conferenciaba en su camarote
con el consejero, por ser el compatriota de mayor im¬
portancia. Sus amigos buscaban los lugares más ocultos
para hablar entre ellos. Hasta Berta empezó á huir
de Desnoy ers. Le sonreía aún de lejos, pero su sonrisa
iba dirigida más á los recuerdos que á la realidad pre¬
sente.
Entre Lisboa y las costas de Inglaterra habló Julio
por última vez con el marido. Todas las mañanas apa¬
recían en la tablilla del antecomedor noticias alarman¬
tes transmitidas por los aparatos radiográficos. El Im¬
perio se estaba armando contra sus enemigos. Dios los
castigaría haciendo caer sobre ellos toda clase de des¬
gracias. Desnoyers quedó estupefacto de asombro ante
la última noticia. «Trescientos mil revolucionarios si¬
tian á París en este momento. Los barrios exteriores
empiezan á arder. Se reproducen los horrores de la
Commune.»
— ¡Pero estos alemanes se han vuelto locos! — gritó el
joven ante el radiograma, rodeado de un grupo de cu¬
riosos tan asombrados como él — . Vamos á perder el
poco sentido que nos queda... ¿Qué revolucionarios son
esos? ¿Qué revolución puede estallar en París si los hom¬
bres del gobierno no son reaccionarios?
30
V. BLASCO IBAÑEZ
Una voz se elevó detrás de él, ruda, autoritaria, como
si pretendiese cortar las dudas del auditorio. Era el Herr
consejero el que hablaba.
— Joven, esas noticias las envían las primeras agen¬
cias de Alemania... Y Alemania no miente nunca.
. Luego de esta afirmación le volvió la espalda, y ya
no se vieron más.
En la madrugada siguiente — último día del viaje — ,
el camarero de Desnoyers lo despertó con apresura¬
miento. suba á cubierta: lindo espectáculo.» El
mar estaba velado por la niebla, pero entre los brumo¬
sos telones se marcaban unas siluetas semejantes á islas
con robustas torres y agudos minaretes. Las islas avan¬
zaban sobre el agua aceitosa lenta y majestuosamente,
con pesadez sombría. Julio contó hasta diez y ocho.
Parecían llenar el Océano. Era la escuadra de la Man¬
cha, que acababa de salir de las costas de Inglaterra
por orden del gobierno, navegando sin otro fin que el
de hacer constar su fuerza. Por primera vez, viendo
entre la bruma este desfile de dreadnoughts y que evoca¬
ban la imagen de un rebaño de monstruos marinos de
la prehistoria, se dió cuenta exacta Desnoyers del po¬
derío británico. El buque alemán pasó entre ellos em¬
pequeñecido, humillado, acelerando su marcha. «Cual¬
quiera diría — pensó el joven — que tiene la conciencia
inquieta y desea ponerse en salvo.» Cerca de él, un pa¬
sajero sudamericano bromeaba con un alemán. «¡Si la
guerra se hubiese declarado ya entre ellos y ustedes!...
¡Si nos hiciesen prisioneros!»
Después de mediodía entraron en la rada de Sóu-
thampton. El Friedrich August mostró prisa en salir
cuanto antes. Las operaciones se hicieron con vertigi¬
nosa rapidez. La carga fué enorme: carga de personas
y de equipajes. Dos vapores llenos abordaron al tras¬
atlántico. Una avalancha de alemanes residentes en In¬
glaterra invadió las cubiertas con la alegría del que
pisa suelo amigo, deseando verse cuanto antes en Ham-
burgo. Luego el buque avanzó por el canal con una ra¬
pidez desusada en estos parajes.
La gente, asomada á las bordas, comentaba los ex¬
traordinarios encuentros en este bulevar marítimo, fre-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 31
cuentado ordinariamente por buques de paz. Unos hu¬
mos en el horizonte eran los de la escuadra francesa lle¬
vando al presidente Poincaré, que volvía de Rusia. La
alarma europea había interrumpido su viaje. Luego vie¬
ron más navios ingleses que rondaban ante sus costas
como perros agresivos y vigilantes. Dos acorazados de
la América del Norte se dieron á conocer por sus más¬
tiles en forma de cestos. Después pasó á todo vapor, con
rumbo al Báltico, un navio ruso, blanco y lustroso desde
las cofas á la línea de flotación. «¡Mal! — clamaban los
viajeros procedentes de América — . ¡Muy mal! Parece
que esta vez va la cosa en serio.» Y miraban con inquie¬
tud las costas cercanas á un lado y á otro. Ofrecían el
aspecto de siempre, pero detrás de ellas se estaba pre¬
parando tal vez un nuevo período de Historia.
El trasatlántico debía llegar á Boulogne á media no¬
che, aguardando hasta el amanecer para que desembar¬
casen cómodamente los viajeros. Sin embargo, llegó á
las diez, echó el ancla lejos del puerto, y el comandante
dió órdenes para que el desembarco se hiciese en menos
de una hora. Para esto había acelerado la marcha, de¬
rrochando carbón. Necesitaba alejarse cuanto antes, en
busca del refugio de Hamburgo. Por algo funcionaban
los aparatos radiográficos.
A la luz de los focos azules, que esparcían sobre el
mar una claridad lívida, empezó el transbordo de pasa¬
jeros y equipajes con destino á París desde el trasatlán¬
tico á los remolcadores. «¡Aprisa! ¡aprisa!» Los marine¬
ros empujaban á las señoras de paso tardo, que recon¬
taban sus maletas creyendo haber perdido alguna. Los
camareros cargaban con los niños como si fuesen pa¬
quetes. La precipitación general hacía desaparecer la
exagerada y untuosa amabilidad germánica. «Son como
lacayos — pensó Desnoyers — . Creen próxima la hora del
triunfo y no consideran necesario fingir...»
Se vió en un remolcador que danzaba sobre las on¬
dulaciones del mar, frente al muro negro é inmóvil del
trasatlántico, acribillado de redondeles luminosos y con
los balconajes de las cubiertas repletos de gente que sa¬
ludaba agitando pañuelos. Julio reconoció á Berta, que
movía una mano, pero sin verle, sin saber en qué re^
32
V. BLASCO IBAÑEZ
molcador estaba, por una necesidad de manifestar su
agradecimiento á los dulces recuerdos que se iban á
perder en el misterio del mar y de la noche. «¡Adiós,
consejera!»
Empezó á agrandarse la distancia entre el trasatlán¬
tico que partía y los remolcadores que navegaban hacia
la boca del puerto. Como si hubiese aguardado este mo¬
mento de impunidad, una voz estentórea surgió de la
última cubierta entre ruidosas carcajadas. «¡Hasta lue¬
go! ¡Pronto nos veremos en París!» Y la banda de mú¬
sica, la misma banda que trece días antes había asom¬
brado á Desnoyers con su inesperada Marsellesa^ rompió
á tocar una marcha guerrera del tiempo de Federico el
Grande, una marcha de granaderos con acompañamiento
de trompetas.
Así se perdió en la sombra, con la precipitación de
la fuga y la insolencia de una venganza próxima, el
último trasatlántico alemán que tocó en las costas fran¬
cesas.
Esto había sido en la noche anterior. Aún no iban
transcurridas veinticuatro horas, pero Desnoyers lo con¬
sideraba como un suceso lejano, de vagorosa realidad. Su
pensamiento, dispuesto siempre á la contradicción, no
participaba de la alarma general. Las arrogancias del
consejero le parecían ahora baladronadas de un burgués
metido á soldado. Las inquietudes de la gente de París
eran estremecimientos nerviosos de un pueblo que vive
plácidamente y se alarma apenas vislumbra un peligro
para su bienestar. ¡Tantas veces habían hablado de una
guerra inmediata, solucionándose el conflicto en el últi¬
mo instante!... Además, él no quería que hubiese guerra,
porque la guerra trastornaba sus planes de vida futura,
y el hombre acepta como lógico y razonable todo lo que
conviene á su egoísmo, colocándolo por encima de la
realidad.
— No, no habrá guerra — repitió mientras paseaba por
el jardín — . Estas gentes parecen locas. ¿Cómo puede
surgir una guerra en estos tiempos?...
Y después de aplastar sus dudas, que renacerían in¬
dudablemente al poco rato, pensó en lo que le interesaba
por el momento, consultando su reloj. Las cinco. Ella iba
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 33
á llegar de un instante á otro. Creyó reconocerla de lejos
en una señora que atravesaba la verja por la entrada de
la rué Pasquier. Le parecía algo distinta, pero se le ocu¬
rrió que las modas veraniegas podían haber cambiado
el aspecto de su persona. Antes de que se aproximase
pudo convencerse de su error. No iba sola: otra señora
se unió á ella. Eran tal vez inglesas ó norteamericanas,
de las que rinden un culto romántico á la memoria de
María Antonieta. Deseaban visitar la Capilla Expiatoria,
antigua tumba de la reina ejecutada. Julio las vió cómo
subían los peldaños, atravesando el patio interior, en
cuyo suelo están enterrados ochocientos suizos muertos
en la jornada del 10 de Agosto, con otras víctimas de la
cólera revolucionaria.
Desalentado por esta decepción, siguió paseando. Su
mal humor le hizo ver considerablemente agrandada la
fealdad del monumento con que la restauración borbó¬
nica había adornado el antiguo cementerio de la Mag¬
dalena. Pasaba el tiempo sin que ella llegase. En cada
una de sus vueltas miraba con avidez hacia las entra¬
das del jardín. Y ocurrió lo que en todas sus entrevistas.
Ella se presentó de pronto, como si cayese de lo alto ó
surgiera del suelo lo mismo que una aparición. Una tos,
un leve ruido de pasos, y al volverse, Julio casi chocó
con la que llegaba.
— ¡Margarita! ¡Oh, Margarita!...
Era ella, y sin embargo tardó en reconocerla. Expe¬
rimentaba cierta extrañeza al ver en plena realidad este
rostro que había ocupado su imaginación durante tres
meses, haciéndose cada vez más espiritual é impreciso
con el idealismo de la ausencia. Pero la duda fué de
breves instantes. A continuación le pareció que el tiem¬
po y el espacio quedaban suprimidos, que él no había
hecho ningún viaje y sólo iban transcurridas unas horas
desde su última entrevista.
Adivinó Margarita la expansión que iba á seguir á
las exclamaciones de Julio, el apretón vehemente de
manos, tal vez algo más, y se mostró fría y serena.
— No, aquí no — dijo con un mohín de contrariedad — .
¡Qué idea habernos citado en este sitio!
Fueron á sentarse en las sillas de hierro, al amparo
3
34
V. BLASCO IBAÑ'EZ
de un grupo de plantas, pero ella se levantó inmedia¬
tamente. Podían verla los que transitaban por el bu¬
levar con sólo que volviesen los ojos hacia el jardín. A
estas horas, muchas amigas suyas debían andar por las
inmediaciones, á causa de la proximidad de los grandes
almacenes... Buscaron el refugio de una esquina del mo¬
numento, metiéndose entre éste y la rué des MatTiuríns.
Desnoyers colocó dos sillas junto á un macizo de vege¬
tación, y al sentarse quedaron invisibles para los que
transitaban por el otro lado de la verja. Pero ninguna
soledad. A pocos pasos de ellos un señor grueso y miope
leía su periódico, un grupo de mujeres charlaba y hacía
labores. Una señora con peluca roja y dos perros — al¬
guna vecina que bajaba al jardín para dar aire á sus
acompañantes — pasó varias veces ante la amorosa pa¬
reja sonriendo discretamente.
— ¡Qué fastidio!— gimió Margarita — . ¡Qué mala idea
haber venido á este lugar!
Se miraban los dos atentamente, como si quisieran
darse exacta cuenta de las transformaciones operadas
por el tiempo.
— Estás más moreno — dijo ella—. Pareces un hombre
de mar.
Julio la encontraba más hermosa que antes, recono¬
ciendo que bien valía su posesión las contrariedades que
habían originado su viaje á América. Era más alta que
él, de una esbeltez elegante y armoniosa. «Tiene el paso
musical», decía Desnoyers al evocar su imagen. Y lo
primero que admiró ai volverla á ver fué el ritmo suel¬
to, juguetón y gracioso con que marchaba por el jar¬
dín buscando nuevo asiento. Su rostro no era de trazos
regulares, pero tenía una gracia picante: un verdadero
rostro de parisiense. Todo cuanto han podido inventar
las artes del embellecimiento femenil se reunía en su
persona, sometida á los más exquisitos cuidados. Había
vivido siempre para ella. Sólo desde algunos meses antes
abdicó en parte este dulce egoísmo, sacrificando reunio¬
nes, tés y visitas, para dedicar á Desnoyers las horas de
la tarde. Elegante y pintada como una muñeca de gran
precio, teniendo por suprema aspiración el ser un mani¬
quí que realzase con su gracia corporal las invenciones
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 35
de los modistos, había acabado por sentir las mismas
preocupaciones y alegrías de las otras mujeres, creán¬
dose una vida interior. El núcleo de esta nueva vida, que
permanecía oculta bajo-- su antigua frivolidad, fué Des-
noyers. Luego, cuando se imaginaba haber organizado
su existencia definitivamente — las satisfacciones de la
elegancia para el mundo y las dichas del amor en íntimo
secreto — , una catástrofe fulminante, la intervención del
marido, cuya presencia parecía haber olvidado, trastor¬
nó su inconsciente felicidad. Ella, que se creía el centro
del universo, imaginando que los sucesos debían rodar
con arreglo á sus deseos y gustos, sufrió la cruel sorpresa
con más asombro que dolor.
— Y tú, ¿cómo me encuentras? — siguió diciendo Mar¬
garita.
Para que Julio no se equivocase al contestarle, miró
su amplia falda, añadiendo:
— Te advierto que ha cambiado la moda. Terminó la
falda entravé. Ahora empieza á llevarse corta y con
mucho vuelo.
Desnoyers tuvo que ocuparse del vestido con tanto
apasionamiento como de ella, mezclando las apreciacio¬
nes sobre la reciente moda y los elogios á la belleza de
Margarita.
— ¿Has pensado mucho en mí? — continuó — . ¿No me
has engañado una sola vez? ¿Ni una siquiera?... Di la
verdad: mira que yo conozco bien cuando mientes.
— ^^Siempre he pensado en ti — dijo él llevándose una
mano al corazón como si jurase ante un juez.
Y lo dijo rotundamente, con un acento de verdad,
pues en sus infidelidades — que ahora estaban completa¬
mente olvidadas — le había acompañado el recuerdo de
Margarita.
— ¡Pero hablemos de ti! — añadió Julio — . ¿Qué es lo
que has hecho en este tiempo?
Había aproximado su silla á la de ella todo lo posi¬
ble. Sus rodillas estaban en contacto. Tomaba una de
sus manos, acariciándola, introduciendo un dedo por la
abertura del guante. ¡Aquel maldito jardín, que no per¬
mitía mayores intimidades y les obligaba á hablar en
voz baja después de tres meses de ausencia!... A pesar
36
V. BLASCO IBAÑEZ
de su discreción, el señor que leía el periódico levantó
la cabeza para mirarles irritado por encima de sus gafas,
como si una mosca le distrajera con sus zumbidos... ¡Ve¬
nir á hablar tonterías de amor en un jardín público,
cuando toda Europa estaba amenazada de una catás¬
trofe!
Margarita, repeliendo la mano audaz, habló tranqui¬
lamente de su existencia durante los últimos meses.
— He entretenido mi vida como he podido, aburrién¬
dome mucho. Ya sabes que me fui á vivir con mamá, y
mamá es una señora á la antigua, que no comprende
nuestros gustos. He ido al teatro con mi hermano; he
hecho visitas al abogado para enterarme de la marcha
de mi divorcio y darle prisa... Y nada más.
—¿Y tu marido?...
• — No hablemos de él, ¿quieres? El pobre me da lásti¬
ma. Tan bueno... tan correcto... El abogado asegura que
pasa por todo y no quiere oponer obstáculos. Me dicen
que no viene á París, que vive en su fábrica. Nuestra
antigua casa está cerrada. Hay veces que siento remor¬
dimiento al pensar que he sido mala con él.
■ — ¿Y yo? — dijo Julio retirando su mano.
— Tienes razón — contestó ella sonriendo — . Tú eres la
vida. Kesulta cruel, pero es humano. Debemos vivir nues¬
tra existencia, sin fijarnos en si molestamos á los demás.
Hay que ser egoístas para ser felices.
Los dos quedaron en silencio. El recuerdo del marido
había pasado entre ellos como un soplo glacial. Julio fué
el primero en reanimarse.
— ¿Y no has bailado en todo ese tiempo?
— No; ¿cómo era posible? Fíjate, ¡una señora que está
en gestiones de divorcio!... No he ido á ninguna reunión
chic desde que te marchaste. He querido guardar cierto
luto por tu ausencia. Un día tangueamos en una fiesta
de familia. ¡Qué horror!... Faltabas tú, maestro.
Habían vuelto á estrecharse las manos y sonreían.
Desfilaban ante sus ojos los recuerdos de algunos meses
antes, cuando se había iniciado su amor, de cinco á
siete de la tarde, bailando en los hoteles de los Campos
Elíseos que realizaban la unión indisoluble del tango
con la taza de té.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 37
Ella pareció arrancarse de estos recuerdos á impul¬
sos de una obsesión tenaz que sólo había olvidado en los
primeros instantes del encuentro.
— Tú que sabes mucho, di: ¿crees que habrá guerra?
¡La gente habla tanto!... ¿No te parece que todo acabará
por arreglarse?
Desnoy ers la apoyó con su optimismo. No creía en la
posibilidad de una guerra. Era algo absurdo.
— Lo mismo digo yo. Nuestra época no es de salvajes.
Yo he conocido alemanes, personas chic y bien educadas,
que seguramente piensan igual que nosotros. Un profe¬
sor viejo que va á casa explicaba ayer á mamá que las
guerras ya no son posibles en estos tiempos de adelanto.
A los dos meses, apenas quedarían hombres; á los tres,
el mundo se vería sin dinero para continuar la lucha.
No recuerdo cómo era esto, pero él lo explicaba palpa¬
blemente, de un modo que daba gusto oirle.
Reflexionó en silencio, queriendo coordinar sus re¬
cuerdos confusos; pero asustada ante el esfuerzo que esto
suponía, añadió por su cuenta:
• — Imagínate una guerra. ¡Qué horror! La vida social
paralizada. Se acabarían las reuniones, los trajes, los tea¬
tros. Hasta es posible que no se inventasen modas. Todas
las mujeres de luto. ¿Concibes eso?... Y París desierto...
¡Tan bonito que lo encontraba yo esta tarde cuando ve¬
nía en tu busca!... No, no puede ser. Figúrate que el mes
próximo nos vamos á Vichy: mamá necesita las aguas;
luego á Biarritz. Después iré á un castillo del Loire. Y
además, hay nuestro asunto, mi divorcio, nuestro casa¬
miento, que puede realizarse el año que viene... ¡Y todo
esto vendría á estorbarlo y cortarlo una guerra! No, no
es posible. Son cosas de mi hermano y de otros como él,
que sueñan con el peligro de Alemania. Estoy segura de
que mi marido, que sólo gusta de ocuparse en cosas
serias y enojosas, también es de los que creen próxima
la guerra y se preparan para hacerla. ¡Qué disparate!
Di conmigo que es un disparate. Necesito que tú me lo
digas.
Y tranquilizada por las afirmaciones de su amante,
cambió el rumbo de la conversación. La posibilidad del
nuevo matrimonio mencionado por ella evocó en su me-
38
F. BLASCO lEANEZ
moría el objeto del viaje realizado por Desnoyers. No
habían tenido tiempo para escribirse durante la corta
separación.
— ¿Conseguiste dinero? Con la alegría de verte he ol¬
vidado tantas cosas...
El habló adoptando el aire de un hombre experto en
negocios. Traía menos de lo que esperaba. Había encon¬
trado al país en una de sus crisis periódicas. Pero aun
así, había conseguido reunir cuatrocientos mil francos.
En la cartera guardaba un cheque por esta cantidad. Más
adelante le harían nuevos envíos. Un señor del campo,
algo pariente suyo, cuidaba de sus asuntos. Margarita
parecía satisfecha. También adoptó ella un aire de mujer
grave, á pesar de su frivolidad.
— El dinero es el dinero — dijo sentenciosamente — , y
sin él no hay dicha segura. Con tus cuatrocientos mil
y lo que yo tengo podremos ir adelante... Te advierto
que mi marido desea entregar mi dote. Así lo ha dicho
á mi hermano. Pero el estado de sus negocios, la mar¬
cha de su fábrica, no le permiten restituir con tanta
prisa como él quisiera hacerlo. El pobre me da lástima...
Tan honrado y recto en todas sus cosas. ¡Si no fuese tan
vulgar!...
Otra vez pareció arrepentirse Margarita de estos elo¬
gios espontáneos y tardíos que enfriaban su entrevista.
Julio parecía molesto al escucharlos. Y de nuevo cambió
ella el objeto de su charla.
— ¿Y tu familia? ¿La has visto?...
Desnoyers había estado en casa de sus padres antes
de dirigirse á la Capilla Expiatoria. Una entrada furtiva
en el gran edificio de la avenida Víctor Hugo. Había
subido al primer piso por la escalera de servicio, como
un proveedor. Luego se había deslizado en la cocina lo
mismo que un soldado amante de una de las criadas.
Allí había venido á abrazarle su madre, la pobre doña
Luisa, llorando, cubriéndolo de besos frenéticos, como
si hubiese creído perderle para siempre. Luego había
aparecido Luisita, la llamada Chichi, que le contem¬
plaba siempre con simpática curiosidad, como si qui¬
siera enterarse bien de cómo es un hermano malo y ado¬
rable que aparta á las mujeres decentes del camino de
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 39
la virtud y vive haciendo locuras. A continuación una
gran sorpresa para Desnoy ers, pues vió entrar en la co¬
cina, con aires de actriz solemne, de madre noble de
tragedia, á su tía Elena, la casada con el alemán, la que
vivía en Berlín rodeada de innumerables hijos.
— Está en París hace un mes. Va á pasar una tempo¬
rada en nuestro castillo. Y también parece que anda por
aquí su hijo mayor, mi primo «el sabio», al que no he
visto hace años.
La entrevista había sido cortada repetidas veces por
el miedo. «El viejo está en casa, ten cuidado», le decía
su madre cada vez que levantaba la voz. Y su tía Elena
iba hacia la puerta con paso dramático, lo mismo que
una heroína resuelta á dar de puñaladas al tirano si pasa
el umbral de su cámara. Toda la familia continuaba so¬
metida á la rígida autoridad de don Marcelo Desnoyers.
— ¡Ay, ese viejo! — exclamó Julio, refiriéndose á su
padre — . Que viva muchos años, pero ¡cómo pesa sobre
todos nosotros!
Su madre, que no se cansaba de contemplarle, había
tenido que acelerar el final de la entrevista, asustada
por ciertos ruidos. «Márchate; podría sorprendernos y
el disgusto sería enorme.» Y él había huido de la casa
paterna saludado por las lágrimas de las dos señoras y
las miradas admirativas de Chichi, ruborosa y satisfe¬
cha á la vez de un hermano que provocaba entre sus
amigas escándalo y entusiasmo.
Margarita habló también del señor Desnoyers. Un
viejo terrible, un hombre á la antigua, con el que no
llegarían nunca á entenderse.
Quedaron en silencio los dos, mirándose fijamente.
Ya se habían dicho lo de mayor urgencia, lo que inte¬
resaba á su porvenir. Pero otras cosas más inmediatas
quedaban en su interior y parecían asomar á los ojos,
tímidas y vacilantes, antes de escaparse en forma de pa¬
labras. No se atrevían á hablar como enamorados. Cada
vez era mayor en torno de ellos el número de testigos.
La señora de los perros y la peluca roja pasaba con más
frecuencia, acortando sus vueltas por el square para sa¬
ludarlos con una sonrisa de complicidad. El lector de
periódicos contaba ahora con un vecino de banco para
40
V. BLASCO IBAÑEZ
hablar de las posibilidades de la guerra. El jardín se
convertía en una calle. Las modistillas, al salir de los
obradores, y las señoras, de vuelta de los almacenes, lo
atravesaban para ganar terreno. La corta avenida era
un atajo cada vez más frecuentado, y todos los tran¬
seúntes lanzaban al pasar una mirada curiosa sobre la
señora elegante y su compañero, sentados al amparo de
un grupo de vegetación, con el aspecto encogido y fal¬
samente natural de las personas que desean ocultarse y
fingen al mismo tiempo una actitud despreocupada.
— ¡Qué fastidio! — gimió Margarita — . Nos van á sor¬
prender.
Una muchacha la miró fijamente, y ella creyó reco¬
nocer á una empleada de un modisto célebre. Además,
podían atravesar el jardín algunas de las personas ami¬
gas que una hora antes había entrevisto en. la muchedum¬
bre que llenaba los grandes almacenes próximos.
— Vámonos— continuó — . ¡Si nos viesen juntos! Figú¬
rate lo que hablarían... Y ahora precisamente que la
gente nos tiene algo olvidados.
Desnoyers protestó con mal humor. ¿Marcharse?...
París era pequeño para ellos por culpa de Margarita,
que se negaba á volver al único sitio donde estarían al
abrigo de toda sorpresa. En otro paseo, en un restorán,
allí donde fuesen, corrían igual riesgo de ser conocidos.
Ella sólo aceptaba entrevistas en lugares públicos, y al
mismo tiempo sentía miedo á la curiosidad de la gente.
¡Si Margarita quisiera ir á su estudio, de tan dulces re¬
cuerdos!...
— No; á tu casa no — repuso ella con apresuramiento — .
No puedo olvidar el último día que estuve allí.
Pero Julio insistió, adivinando en su firme negativa
el agrietamiento de una primera vacilación. ¿Dónde es¬
tarían mejor? Además, ¿no iban á casarse tan pronto
como les fuese posible?...
— Te digo que no — repitió ella — . ¡Quién sabe si mi
marido me vigila! ¡Qué complicación para mi divorcio
si nos sorprendiesen en tu casa!
Ahora fué él quien hizo el elogio del marido, esfor¬
zándose por demostrar que esta vigilancia era incompa¬
tible con su carácter. El ingeniero había aceptado los
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 41
hechos, Juzgándolos irreparables, y en aquel momento
sólo pensaba en rehacer su vida.
— No; mejor es separarse — continuó ella — . Mañana
nos veremos. Tú buscarás otro sitio más discreto. Pien¬
sa; tú encuentras solución á todo.
El deseaba una solución inmediata. Habían aban¬
donado sus asientos, dirigiéndose lentamente hacia la
rué des Mathurins. Julio hablaba con una elocuencia
temblorosa y persuasiva. Mañana no; ahora. No tenían
mas que llamar á un auto de alquiler; unos minutos de
carrera, y luego el aislamiento, el misterio, la vuelta al
dulce pasado, la intimidad en aquel estudio que había
visto sus mejores horas. Creerían que no había transcu¬
rrido el tiempo, que estaban aún en sus primeras entre¬
vistas.
—No — dijo ella con acento desfallecido, buscando una
última resistencia — . Además, estará allí tu secretario,
ese español que te acompaña. |Qué vergüenza encon¬
trarme con él!...
Julio rió... ¡Argensola! ¿Podía ser un obstáculo este
camarada que conocía todo su pasado? Si lo encontra¬
ban en la casa, saldría inmediatamente. Más de una vez
lo había obligado á abandonar el estudio para que no
estorbase. Su discreción era tal, que le hacía presentir
los sucesos. De seguro que había salido, adivinando una
visita próxima que no podía ser más lógica. Andaría
por las calles en busca de noticias.
Calló Margarita, como si se declarase vencida al ver
agotados sus pretextos. Desnoyers calló también, acep¬
tando favorablemente su silencio. Habían salido del Jar¬
dín y ella miraba en torno con inquietud, asustada de
verse en plena calle al lado de su amante y buscando
un refugio. De pronto vió ante ella una portezuela roja
de automóvil abierta por la mano de su compañero.
— Sube — ordenó Julio.
Y ella subió apresuradamente, con el ansia de ocul¬
tarse cuanto antes. El vehículo se puso en marcha á
gran velocidad. Margarita- bajó inmediatamente la cor¬
tinilla de la ventana próxima á su asiento. Pero antes
de que terminase la operación y pudiera volver la ca¬
beza, sintió una boca ávida que acariciaba su nuca.
42
V. BLASCO. IBANEZ
— No; aquí no — dijo con tono suplicante — . Seamos
serios.
Y mientras él, rebelde á estas exhortaciones, insistía
en sus apasionados a.vances, la voz de Marg*arita volvió
á sonar sobre el estrépito de ferretería vieja que lanzaba
el automóvil saltando sobre el pavimento.
— ¿Crees realmente que no habrá guerra? ¿Crees que
podremos casarnos?... Dímelo otra vez. Necesito que me
tranquilices... Quiero oirlo de tu boca.
II
EL CENTAURO MADARIAGA
En 1870, Marcelo Desnoy ers tenía diez y nueve años.
Había nacido en los alrededores de París. Era hijo úni¬
co, y su padre, dedicado á pequeñas especulaciones de
construcción, mantenía á la familia en un modesto bien¬
estar. El albañil quiso hacer de su hijo un arquitecto,
y Marcelo empezaba los estudios preparatorios, cuando
murió el padre repentinamente, dejando sus negocios
embrollados. En pocos meses él y su madre descendie¬
ron la pendiente de la ruina, viéndose obligados á re¬
nunciar sus comodidades burguesas para vivir como los
obreros.
Cuando, á los catorce años, tuvo que escoger un ofi¬
cio, se hizo tallista. Este oficio era un arte y estaba en
relación con las aficiones despertadas en Marcelo por sus
estudios forzosamente abandonados. La madre se retiró
al campo, buscando el amparo de unos parientes. El
avanzó con rapidez en el taller, ayudando á su maestro
en todos los trabajos importantes que realizaba en pro¬
vincias. Las primeras noticias de la guerra con Prusia
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 43
le sorprendieron en Marsella trabajando en el decorado
de nn teatro.
Marcelo era enemigo del Imperio, como todos los jó¬
venes de su generación. Además estaba influenciado pol¬
los obreros viejos, que habían intervenido en la Repú¬
blica del 48 y guardaban vivo el recuerdo del golpe de
Estado del 2 de Diciembre. Un día vió en las calles de
Marsella una manifestación popular en favor de la paz,
que equivalía á una protesta contra el gobierno. Los
viejos republicanos en lucha implacable con el empera¬
dor, los compañeros de la Internacional que acababa de
organizarse, y gran número de españoles é italianos hui¬
dos de sus países por recientes insurrecciones, compo¬
nían el cortejo. Un estudiante melenudo y tísico llevaba
la bandera. «Es la paz lo que deseamos; una paz que
una á todos los hombres», cantaban los manifestantes.
Pero en la tierra, los más nobles propósitos rara vez son
oídos, pues el destino se divierte en torcerlos y desviar¬
los. Apenas entraron en la Cannebiére los amigos de la
paz con su himno y su estandarte, fué la guerra lo que
les salió al paso, teniendo que apelar al puño y al ga¬
rrote. El día antes habían desembarcado unos batallo¬
nes de zuavos de Argelia que iban á reforzar el ejército
de la frontera, y estos veteranos, acostumbrados á la
existencia colonial, poco escrupulosa en materia de atro¬
pellos, creyeron oportuno intervenir en la manifestación,
unos con las bayonetas, otros con los cinturones desce¬
ñidos. «¡Viva la guerra!» Y una lluvia de zurriagazos y
golpes cayó sobre los cantores. Marcelo pudo ver cómo
el cándido estudiante que hacía llamamientos á la paz
con una gravedad sacerdotal rodaba envuelto en su
estandarte bajo el regocijado pateo de los zuavos. Y no
se enteró de más, pues le alcanzaron varios correazos,
una cuchillada leve en un hombro, y tuvo que correr lo
mismo que los otros.
Aquel día se reveló por primera vez su carácter
tenaz, soberbio, irritable ante la contradicción, hasta
el punto de adoptar las más extremas resoluciones. El
recuerdo de los golpes recibidos le enfureció como algo
que pedía venganza. «¡Abajo la guerra!» Ya que no le
era posible protestar de otro modo, abandonaría su país.
44
V. BLASCO IBANEZ
La lucha iba á ser larga, desastrosa, según los enemigos
del Imperio. El entraba en quinta dentro de unos meses.
Podía el emperador arreglar sus asuntos como mejor le
pareciese. Desnoyers renunciaba al honor de servirle.
Vaciló un poco al acordarse de su madre. Pero sus pa¬
rientes del campo no la abandonarían, y él tenía el pro¬
pósito de trabajar mucho para enviarle dinero. ¡Quién
sabe si le esperaba la riqueza al otro lado del mar!...
¡Adiós, Francia!
Gracias á sus ahorros, un corredor del puerto le ofre¬
ció el embarque sin papeles en tres buques. Uno iba á
Egipto, otro á Australia, otro á Montevideo y Buenos
Aires; ¿cuál le parecía mejor?... Desnoyers, recordando
sus lecturas, quiso consultar el viento y seguir el rumbo
que le marcase, como lo había visto hacer á varios hé¬
roes de novelas. Pero aquel día el viento soplaba de la
parte del mar, internándose en Francia. También quiso
echar una moneda en alto para que indicase su destino.
Al fin se decidió por el buque que saliese antes. Sólo
cuando estuvo con su magro equipaje sobre la cubierta
de un vapor próximo á zarpar tuvo interés en conocer
su rumbo: «Para el río de la Plata...» Y acogió estas pa¬
labras con un gesto de fatalista. «¡Vaya por la América
del Sur!» No le desagradaba el país. Lo conocía por cier¬
tas publicaciones de viajes, cuyas láminas representa¬
ban tropeles de caballos en libertad, indios desnudos y
emplumados, gauchos hirsutos volteando sobre sus ca¬
bezas lazos serpenteantes y correas con bolas.
El millonario Desnoyers se acordaba siempre de su
viaje á América: cuarenta y tres días de navegación en
un vapor pequeño y desvencijado, que sonaba á hierro
viejo, gemía por todas sus junturas al menor golpe de
mar, y se detuvo cuatro veces por fatiga de la máquina,
quedando á merced de olas y corrientes. En Montevideo
pudo enterarse de los reveses sufridos por su patria y de
que el Imperio ya no existía. Sintió vergüenza al saber
que la nación se gobernaba por sí misma, defendiéndose
tenazmente detrás de las murallas de París. ¡Y él había
huido!... Meses después, los sucesos de la Commune le
consolaron de su fuga. De quedarse allá, la cólera por los
fracasos nacionales, sus relaciones de compañerismo, el
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 45
ambiente en que vivía, todo le hubiese arrastrado á la
revuelta. A aquellas horas estaría fusilado ó viviría en
un presidio colonial, como tantos de sus antiguos cama-
radas. Alabó su resolución y dejó de pensar en los asun¬
tos de su patria. La necesidad de ganarse la subsistencia
en un país extranjero, cuya lengua empezaba á conocer,
hizo que sólo se ocupase de su persona. La vida agitada
y aventurera de los pueblos nuevos le arrastró á través
de los más diversos oficios y las más disparatadas impro¬
visaciones. Se sintió fuerte, con una audacia .y un aplo¬
mo que nunca había tenido en el viejo mundo. «Yo sirvo
para todo — decía — si me dan tiempo para ejercitarme.»
Hasta fué soldado — él, que había huido de su patria por
no tomar un fusil — , recibió una herida en uno de los
muchos combates entre «blancos» y «colorados» de la
Libera Oriental.
En Buenos Aires volvió á trabajar de tallista. La
ciudad empezaba á transformarse, rompiendo su envol¬
tura de gran aldea. Desnoy ers pasó varios años ornando
salones y fachadas. Fué una existencia laboriosa, seden¬
taria y remuneradora. Pero un día se cansó de este aho¬
rro lento que sólo podía proporcionarle á la larga una
fortuna mediocre. El había ido al Nuevo Mundo para
hacerse rico como tantos otros. Y á los veintisiete años
se lanzó de nuevo en plena aventura, huyendo de las
ciudades, queriendo arrancar el dinero de las entrañas
de una Naturaleza virgen. Intentó cultivos en las selvas
del Norte, pero la langosta los arrasó en unas horas.
Fué comerciante de ganado, arreando con solo dos peo¬
nes tropas de novillos y muías, que hacía pasar á Chile
ó Bolivia por las soledades nevadas de los Andes. Perdió
en esta vida la exacta noción del tiempo y el espacio,
emprendiendo travesías que duraban meses por llanu¬
ras interminables. Tan pronto se consideraba próximo
á la fortuna, como lo perdía todo de golpe por una
especulación desgraciada. Y en uno de estos momen¬
tos de ruina y desaliento, teniendo ya treinta años, fué
cuando se puso al servicio del rico estanciero Julio Ma-
dariaga.
Conocía á este millonario rústico por sus compras de
reses. Era un español que había llegado muy joven al
46
V. BLASCO IBANEZ
país, plegándose con gusto á sus costumbres y viviendo
como un gaucho, después de adquirir enormes propie¬
dades. Generalmente lo apodaban el gallego Madariaga,
á causa de su nacionalidad, aunque había nacido en
Castilla. Las gentes del campo trasladaban al apellido
el título de respeto que precede al nombre, llamándole
don Madariaga.
— Compañero — dijo á Desnoyers un día que estaba de
buen humor, lo que en él era' raro — , pasa usted muchos
apuros. La falta de plata se huele de lejos. ¿Por qué si¬
gue en esa perra vida?... Créame, gabacho, y quédese
aquí. Yo voy haciéndome viejo y necesito un hombre.
Al concertarse el francés con Madariaga, los propie¬
tarios de las inmediaciones, que vivían á quince ó veinte
leguas de la estancia, detenían al nuevo empleado en los
caminos para augurarle toda clase de infortunios.
— No durará usted mucho. A don Madariaga no hay
quien lo resista. Hemos perdido la cuenta de sus admi¬
nistradores. Es un hombre que hay que matarlo ó aban¬
donarlo. Pronto se marchará usted.
Desnoyers no tardó en convencerse de que había
algo de cierto en tales murmuraciones. Madariaga era
de un carácter insufrible; pero tocado de cierta simpa¬
tía por el francés, procuraba no molestarlo con su irri¬
tabilidad.
— Es una perla ese gabacho — decía, como excusando
sus muestras de consideración — . Yo lo quiero porque es
muy serio... Así me gustan á mí los hombres.
No sabía con certeza el mismo Desnoyers en qué po¬
día consistir esta seriedad tan admirada por su patrón,
pero experimentó un secreto orgullo al verle agresivo
con todos, hasta con su familia, mientras tomaba al ha¬
blar con él un tono de rudeza paternal.
La familia la constituían su esposa Misiá Petrona, á
la que él llamaba «la china», y dos hijas ya mujeres que
habían pasado por un colegio de Buenos Aires, pero al
volver á la estancia recobraron en parte la rusticidad
originaria. La fortuna de Madariaga era enorme. Había
vivido en el campo desde su llegada á América, cuando
la gente blanca no se atrevía á establecerse fuera de las
poblaciones por miedo á los indios bravos. Su primer
LOS CUATRO JINETES DEL AFOCALIPSIS 47
dinero lo ganó como heroico comerciante, llevando mer¬
cancías en una carreta de fortín en fortín. Mató indios,
fué herido dos veces por ellos, vivió cautivo una tem¬
porada, y acabó por hacerse amigo de un cacique. Con
sus ganancias compró tierra, mucha tierra, poco deseada
por lo insegura, dedicándose á la cría de novillos, que
había de defender carabina en mano de los piratas de
las praderas. Luego se casó con su china, Joven mes¬
tiza que iba descalza, pero tenía varios campos de sus
padres. Estos habían vivido en una pobreza casi salvaje
sobre tierras de su propiedad que exigían varias Jor¬
nadas de trote para ser recorridas. Después, cuando el
gobierno fué empujando los indios hacia las fronteras
y puso en venta los territorios sin dueño — apreciando
como una abnegación patriótica que alguien quisiera
adquirirlos — , Madariaga compró y compró á precios
insignificantes y con larguísimos plazos. Adquirir tie¬
rra y poblarla de animales fué la misión de su vida.
A veces, galopando en compañía de Desnoyers por sus
campos interminables, no podía reprimir un sentimiento
de orgullo.
— Diga, gabacho. Según cuentan, más arriba de su
país parece que hay naciones poco más ó menos del ta¬
maño de mis estancias. ¿No es así?...
El francés aprobaba... Las tierras de Madariaga eran
superiores á muchos principados. Esto ponía de bu-en
humor al estanciero.
— Entonces no sería un disparate que un día me pro¬
clamase yo rey. Figúrese, gabacho. ¡Don Madariaga
mero!... Lo malo es que también sería el último, porque
la china no quiere darme un hijo... Es una vaca floja.
La fama de sus vastos territorios y sus riquezas pe¬
cuarias llegaba hasta Buenos Aires. Todos conocían á
Madariaga de nombre, aunque muy pocos lo habían
visto. Cuando iba á la capital pasaba inadvertido por
su aspecto rústico, con las mismas polainas que usaba
en el campo, el poncho arrollado como una bufanda y
asomando sobre éste las puntas agresivas de una cor¬
bata, adorno de tormento impuesto por las hijas, que en
vano arreglaban con manos amorosas para que guar¬
dase cierta regularidad.
48
V. BLASCO IBAÑEZ
Una mañana había entrado en el despacho del nego¬
ciante más rico de la capital.
— Señor, sé que necesita usted novillos para Europa,
y vengo á venderle una puntita.
El negociante miró con altivez al gaucho pobre. Po¬
día entenderse con uno de sus empleados; él no perdía
el tiempo en asuntos pequeños. Pero ante la sonrisa ma¬
liciosa del rústico, sintió curiosidad.
— ¿Y cuántos novillos puede usted vender, buen
hombre?
— Unos treinta mil, señor.
No necesitó oir más el personaje. Se levantó de su
mesa y le ofreció obsequiosamente un sillón.
— Usted no puede ser otro que el señor Madariaga.
— Para servir á Dios y á usted.
Aquel instante fué el más glorioso de su existencia.
En el antedespacho de los gerentes de Banco, los or¬
denanzas le ofrecían asiento misericordiosamente, du¬
dando de que el personaje que estaba al otro lado de la
puerta se dignase recibirlo. Pero apenas sonaba aden¬
tro su nombre, el mismo gerente corría á abrir. Y el
pobre empleado quedaba estupefacto al escuchar cómo
el gaucho decía á guisa de saludo: «Vengo á que me
den trescientos mil pesos. Tengo pasto abundante, y
quisiera comprar una puntita de hacienda para engor¬
darla.»
Su carácter desigual y contradictorio gravitaba so¬
bre los pobladores de sus tierras con una tiranía cruel
y bonachona. No pasaba vagabundo por la estancia que
no fuese acogido por él rudamente desde sus primeras
palabras.
— Déjese de historias, amigo — gritaba como si fuese
á pegarle — . Bajo el sombraje hay una res desollada.
Corte y coma lo que quiera, y remédiese con esto para
seguir viaje... ¡Pero nada de cuentos!
Y le volvía la espalda luego de entregarle unos pesos.
Un día se mostraba enfurecido porque un peón iba
clavando con demasiada lentitud los postes de una cerca
de alambre. ¡Todos le robaban! Al día siguiente hablaba
con sonrisa bonachona de una importante cantidad que
debería pagar por haber garantizado con su firma á un
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 49
conocido en completa insolvencia; «¡Pobre! ¡Peor es su
suerte que la mía!»
Al encontrar en un camino la osamenta de una oveja
recién descarnada, parecía enloquecer de rabia. No era
por la carne. «El hambre no tiene ley, y la carne la ha
hecho Dios para que la coman los hombres.» ¡Pero al
menos que dejasen la piel!... Y comentaba tanta maldad
repitiendo siempre: «Palta de religión y buenas costum¬
bres.» Otras veces, los merodeadores se llevaban la carne
de tres vacas, abandonando las pieles bien á la vista;
y el estanciero decía sonriendo; «Así me gusta á mí la
gente; honrada y que no haga mal.»
Su vigor de incansable centauro le había servido po¬
derosamente en la empresa de poblar sus tierras. Era
caprichoso, despótico y de grandes facilidades para la
paternidad, como sus compatriotas que siglos antes, al
dominar el Nuevo Mundo, clarificaron la sangre indí¬
gena. Tenía los mismos gustos de los conquistadores
castellanos por la belleza cobriza, de ojos oblicuos y
cabello cerdoso. Cuando Desnoyers le veía apartarse
con cualquier pretexto y poner su caballo al galope ha¬
cia un rancho cercano, se decía sonriendo: «Va en busca
de un nuevo peón que trabajará sus tierras dentro de
quince años.»
El personal de la estancia comentaba el parecido fiso-
nómico de ciertos jóvenes que trabajaban lo mismo que
los demás, galopando desde el alba para ejecutar las
diversas operaciones del pastoreo. Su origen era objeto
de irrespetuosos comentarios. El capataz Celedonio, mes¬
tizo de treinta años, generalmente detestado por su ca¬
rácter duro y avariento, también ofrecía una lejana se¬
mejanza con el patrón.
Casi todos ios años se presentaba con aire de miste¬
rio alguna mujer que venía de muy lejos, china sucia y
malcarada, de relieves colgantes, llevando de la mano
á un mesticillo de ojos de brasa. Pedía hablar á solas
con el dueño; y al verse frente á él, le recordaba un viaje
realizado diez ó doce años antes para comprar una 'punta
de reses.
— ¿Se acuerda, patrón, que pasó la noche en mi ran¬
cho porque el río iba crecido?
4
50
V. BLASCO IBANEZ
El patrón no se acordaba de nada. Unicamente un
vago instinto parecía indicarle que la mujer decía ver¬
dad. «Bueno, ¿y qué?»
— Patrón, aquí lo tiene... Más vale que se haga hom¬
bre á su lado que en otra parte.
Y le presentaba el pequeño mestizo. ¡Uno más y ofre¬
cido con esta sencillez!... «Falta de religión y buenas
costumbres.» Con repentina modestia dudaba de la ve¬
racidad de la mujer. ¿Por qué había de ser precisamente
suyo?... La vacilación no era, sin embargo, muy larga.
— Por si es, ponlo con los otros.
La madre se marchaba tranquila viendo asegurado
el porvenir del pequeño; porque aquel hombre pródigo
en violencias también lo era en generosidades. Al final
no le faltaría á su hijo un pedazo de tierra y un buen
hato de ovejas.
Estas adopciones provocaron al principio una rebel¬
día de Misiá Petrona, la única que se permitió en toda
su existencia. Pero el centauro la impuso un silencio de
terror.
— ¿Y aún te atreves á hablar, vaca floja?... Una mujer
que sólo ha sabido darme hembras. Vergüenza debías
tener.
La misma mano que extraía negligentemente de un
bolsillo los billetes hechos una bola, dándolos á capri¬
cho, sin reparar en cantidades, llevaba colgando de la
muñeca un rebenque. Era para golpear al caballo, pero
lo levantaba con facilidad cuando alguno de los peones
incurría en su cólera.
— Te pego porque puedo — decía como excusa al sere¬
narse.
Un día, el golpeado hizo un paso atrás, buscando el
cuchillo en el cinto.
— A mí no me pega usted, patrón. Yo no he nacido en
estos pagos... Yo soy de Corrientes.
El patrón quedó con el látigo en alto.
— ¿De verdad que no has nacido aquí?... Entonces
tienes razón; no puedo pegarte. Toma cinco pesos.
Cuando Desnoyers entró en la estancia, Madariaga
empezaba á perder la cuenta de los que estaban bajo su
potestad á uso latino antiguo y podían recibir sus gol-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 51
pes. Eran tantos, que incurría en frecuentes confusiones.
El francés admiró el ojo experto de su patrón para los
negocios. Le bastaba contemplar por breves minutos
un rebaño de miles de reses para saber su número con
exactitud. Galopaba con aire indiferente en torno del
inmenso grupo cornudo y pataleante, y de pronto hacía
apartar varios animales. Había descubierto que estaban
enfermos. Con un comprador como Madariaga, las ma¬
rrullerías y artificios de los vendedores resultaban in¬
útiles.
Su serenidad ante la desgracia era también admira¬
ble. Una sequía sembraba repentinamente sus prados de
vacas muertas. La llanura parecía un campo de batalla
abandonado. Por todas partes bultos negros; en el aire
grandes espirales de cuervos que llegaban de muchas
leguas á la redonda. Otras veces era el frío: un inespe¬
rado descenso del termómetro cubría el suelo de cadá¬
veres. Diez mil animales, quince mil, tal vez más, se
habían perdido.
— ¡Qué hacer! — decía Madariaga con resignación — .
Sin tales desgracias esta tierra sería un paraíso... Ahora
lo que importa es salvar los cueros.
Echaba pestes contra la soberbia de los emigrantes
de Europa, contra las nuevas costumbres de la gente
pobre, porque no disponía de bastantes brazos para
desollar á las víctimas en poco tiempo y miles de pieles
se perdían al corromperse unidas á la carne. Los hue¬
sos blanqueaban la tierra como montones de nieve. Los
peoncitos iban colocando en los postes del alambrado
cráneos de vaca con los cuernos retorcidos, adorno rús¬
tico que evocaba la imagen de un desfile de liras helé¬
nicas.
— Por suerte, queda la tierra — añadía el estanciero.
Galopaba por sus campos inmensos, que empezaban
á verdear bajo las nuevas lluvias. Había sido de los
primeros en convertir las tierras vírgenes en praderas,
sustituyendo el pasto natural con la alfalfa. Donde an¬
tes vivía un novillo colocaba ahora tres. «La mesa está
puesta — decía alegremente — . Vamos en busca de nue¬
vos convidados.» Y compraba á precios irrisorios el ga¬
nado desfallecido de hambre en los campos naturales.
52
V. BLASCO IBAÑEZ
llevándolo á mi rápido engordamieuto en sus tierras
opulentas.
Una mañana Desnoyers le salvó la vida. Había le¬
vantado su rebenque sobre un peón recién entrado en
la estancia, y éste le acometió cuchillo en mano. Mada-
riaga se defendía á latigazos, convencido de que iba á
recibir de un momento á otro la cuchillada mortal,
cuando llegó el francés y sacando su revólver dominó
y desarmó al adversario.
— ¡Gracias, gabacho! — dijo el estanciero, emociona¬
do — . Eres todo un hombre y debo recompensarte. Desde
hoy... te hablaré de tú.
Desnoyers no llegó á comprender qué recompensa
podía significar este tuteo. ¡Era tan raro aquel hom¬
bre!... Algunas consideraciones personales vinieron, sin
embargo, á mejorar su estado. No comió más en el edi¬
ficio donde estaba instalada la Administración. El dueño
exigió imperativamente que en adelante ocupase un
sitio en su propia mesa. Y así entró Desnoyers en la in¬
timidad de la familia Madariaga.
La esposa era una figura muda cuando el marido
estaba presente. Se levantaba en plena noche para vi¬
gilar el desayuno de los peones, la distribución de la
galleta, el hervor de las marmitas de café ó mate co¬
cido. Arreaba á las criadas, parlanchinas y perezosas,
que se perdían con facilidad en las arboledas próximas
á la casa. Hacía sentir en la cocina y sus anexos una
autoridad de verdadera patrona; pero apenas sonaba la
voz del marido, parecía encogerse en un silencio de res¬
peto y temor. Al sentarse la china á la mesa le contem¬
plaba con sus ojos redondos, fijos como los de un buho,
revelando una sumisión devota. Desnoyers llegó á pensar
que en esta muda admiración había mucho de asombro
por la energía con que el estanciero — cerca ya de los
sesenta años — seguía improvisando nuevos pobladores
para sus tierras.
Las dos hijas, Luisa y Elena, aceptaron con entu¬
siasmo al comensal, que venía á animar sus monótonas
conversaciones del comedor, cortadas muchas veces por
las cóleras del padre. Además era de París. «¡París!»,
suspiraba Elena, la menor, poniendo los ojos en blanco.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 53
Y Desnoyers se veía consultado por ellas en materias de
elegancia cada vez que encargaban algo á los almace¬
nes de ropas hechas de Buenos Aires.
El interior de la casa reflejaba los diversos gustos
de las dos generaciones. Las niñas tenían un salón con
muebles ricos — apoyados en paredes agrietadas — y lám¬
paras ostentosas que nunca se encendían. El padre per¬
turbaba con su rudeza esta habitación cuidada y ad¬
mirada por las dos hermanas. Las alfombras parecían
entristecerse y palidecer bajo las huellas de barro que
dejaban las botas del centauro. Sobre una mesa dorada
aparecía el rebenque. Las muestras de maíz esparcían
sus granos sobre la seda de un sofá que sólo ocupaban
las señoritas con cierto recogimiento, como si temiesen
romperlo. Junto á la entrada del comedor había una
báscula, y Madariaga se enfureció cuando sus hijas le
pidieron que la llevase á las dependencias. El no iba á
molestarse con un viaje cada vez que se le ocurriese
averiguar el peso de un cuero suelto... LFn piano entró
en la estancia, y Elena pasaba las horas tecleando lec¬
ciones con una buena fe desesperante. «Ira de Dios! ¡Si
al menos tocase la jota ó el pericón!» Y el padre, á la
hora de la siesta, se iba á dormir sobre su poncho entre
los eucaliptos cercanos.
Esta hija menor, á la que apodaba «la romántica»,
era el objeto de sus cóleras y sus burlas. ¿De dónde ha¬
bía salido, con unos gustos que nunca sintieron él y su
pobre chinad Sobre el piano se amontonaban cuadernos
de música. En un ángulo del disparatado salón, varias
cajas de conservas, arregladas á guisa de biblioteca por
el carpintero de la estancia, contenían libros.
— Mira, gabacho — decía Madariaga — . Todo versos y
novelas. ¡Puros embustes!... ¡Aire!
El tenía su biblioteca, más importante y gloriosa, y
que ocupaba menos lugar. En su escritorio, adornado
con carabinas, lazos y monturas chapeadas de plata,
un pequeño armario contenía los títulos de propiedad
y varios legajos que el estanciero hojeaba con miradas
de orgullo.
— Pon atención y oirás maravillas — anunciaba á Des¬
noyers tirando de uno de los cuadernos.
54
V. BLASCO IBAÑEZ
Era la historia de las bestias famosas que habían en¬
trado en la estancia para la reproducción y mejoramiento
de sus ganados; el árbol genealógico, las cartas de no¬
bleza de todos los animales pedigrée. Había de ser él
quien leyese los papeles, pues no permitía que los tocase
ni su familia. Y con las gafas caladas iba deletreando
la historia de cada héroe pecuario: «Diamond III, nieto
de Diamond I, que fué propiedad del rey de Inglaterra,
é hijo de Diamond II, triunfador en todos los concur¬
sos.» Su Diamond le había costado muchos miles, pero
los caballos más gallardos de la estancia, que se vendían
á precios magníficos, eran sus descendientes.
— Tenía más talento que algunas personas. Sólo le fal¬
taba hablar. Es el mismo que está embalsamado junto
á la puerta del salón. Las niñas quieren que lo eche de
allí... ¡Que se atrevan á tocarlo! ¡Primero las echo á
ellas!
Luego continuaba leyendo la historia de una dinas¬
tía de toros, todos con nombre propio y un número ro¬
mano á continuación, lo mismo que los reyes; animales
adquiridos en las grandes ferias de Inglaterra por el tes¬
tarudo estanciero. Nunca había estado allá, pero em¬
pleaba el cable para batirse á libras esterlinas con los
propietarios británicos deseosos de conservar á su patria
tales portentos, Gracias á estos reproductores, que atra¬
vesaron el Océano con iguales comodidades que un pa¬
sajero millonario, había podido hacer desfilar en los con¬
cursos de Buenos Aires sus novillos, que eran torreones
de carne, elefantes comestibles, con el lomo cuadrado y
liso lo mismo que una mesa.
— Esto representa algo, ¿no te parece, gabacho? Esto
vale más que todas las estampas con lunas, lagos, aman¬
tes y otras macanas que mi «romántica» pone en las pa¬
redes para que críen polvo.
Y señalaba los diplomas honoríficos que adornaban
el escritorio, las copas de bronce y demás bisutería glo¬
riosa conquistada en los concursos por los hijos de su
pedigrée.
Luisa, la hija mayor — llamada Chicha, á uso ame¬
ricano — , merecía más respeto de su padre. «Es mi po¬
bre china — decía — la misma bondad y el mismo em-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 55
puje para el trabajo, pero con más señorío.» Lo del se¬
ñorío lo aceptaba Desnoy ers inmediatamente, y aun le
parecía una expresión incompleta y débil. Lo que no
podía admitir era que aquella muchacha pálida, mo¬
desta, con grandes ojos negros y sonrisa de pueril mali¬
cia, tuviese el menor parecido físico con la respetable
matrona que le había dado la existencia.
La gran fiesta para Chicha era la misa del domingo.
Representaba un viaje de tres leguas al pueblo más cer¬
cano, un contacto semanal con gentes que no eran las
mismas de la estancia. Un carruaje tirado por cuatro
caballos se llevaba á la señora y á las señoritas con los
últimos trajes y sombreros llegados de Europa á través
de las tiendas de Buenos Aires. Por indicación de Chi¬
cha, iba Desnoyers con ellas, tomando las riendas al
cochero. El padre se quedaba para recorrer sus campos
en la soledad del domingo, enterándose mejor de los
descuidos de su gente. El era muy religioso: «Religión
y buenas costumbres.» Pero había dado miles de pesos
para la construcción de la vecina iglesia, y un hombre
de su fortuna no iba á estar sometido á las mismas obli¬
gaciones de los pelagatos.
Durante el almuerzo dominical, las dos señoritas ha¬
cían comentarios sobre las personas y méritos de varios
jóvenes del pueblo y de las estancias próximas que se
detenían á la puerta de la iglesia para verlas.
— ¡Háganse ilusiones, niñas! — decía el padre — . ¿Us¬
tedes creen que las quieren por su lindura?... Lo que
buscan esos sinvergüenzas son los pesos del viejo Ma-
dariaga; y así que los tuviesen, tal vez les soltarían á
ustedes una paliza diaria.
La estancia recibía numerosos visitantes. Unos eran
jóvenes de los alrededores, que llegaban sobre briosos
caballos haciendo suertes de equitación. Deseaban ver á
don Julio con los más inverosímiles pretextos, y apro¬
vechaban la oportunidad para hablar con Chicha y
Elena. Otras veces eran señoritos de Buenos Aires, que
pedían alojamiento en la estancia, diciendo que iban de
paso. Don Madariaga gruñía:
— ¡Otro hijo de tal que viene en busca de los pesos del
gallego! Si no se va pronto, lo... corro á patadas.
56
F. BLASCO IBANEZ
Pero el pretendiente no tardaba en irse, intimidado
por la mudez hostil del patrón. Esta mudez se prolongó
de un modo alarmante, á pesar de que la estancia ya no
recibía visitas. Madariaga parecía abstraído, y todos los
de la familia, incluso Desnoyers, respetaban y temían
su silencio. Comía enfurruñado, con la cabeza baja. De
pronto levantaba los ojos para mirar á Chicha, luego á
Desnoyers, y fijarlos últimamente en su esposa, como si
fuese á pedirle cuentas.
«La romántica» no existía para él. Cuando más, le
dedicaba un bufido irónico al verla erguida en la puerta
á la hora del atardecer contemplando el horizonte, en¬
sangrentado por la muerte del sol, con un codo en el
quicio y una mejilla en una mano, imitando la actitud
de cierta dama blanca que había visto en un cromo
esperando la llegada del caballero de los ensueños.
Cinco años llevaba Desnoyers en la casa, cuando un
día entró en el escritorio del amo con el aire brusco de
los tímidos que adoptan una resolución.
— Don Julio, me marcho, y deseo que ajustemos
cuentas.
Madariaga le miró socarronamente. ¿Irse?... ¿por
qué? Pero en vano repitió sus preguntas. El francés se
atascaba en una serie de explicaciones incoherentes.
«Me voy; debo irme.»
— ¡Ah ladrón, profeta falso! — gritó el estanciero con
voz estentórea.
Pero Desnoyers no se inmutó ante el insulto. Había
oído muchas veces á su patrón las mismas palabras
cuando comentaba algo gracioso ó al regatear con los
compradores de bestias.
— ¡Ah ladrón, profeta falso! ¿Crees que no sé por qué
te vas? ¿Te imaginas que el viejo Madariaga no ha visto
tus miraditas y las miraditas de la mosca muerta de su
hija, y cuando os paseabais tú y ella agarrados de la
mano, en presencia de la pobre china ^ que está ciega
del entendimiento?... No está mal el golpe, gabacho.
Con él te apoderas de la mitad de los pesos del gallego,
y ya puedes decir que has hecho la América.
Y mientras gritaba esto, ó más bien, lo aullaba, ha¬
bía empuñado el rebenque, dando golrjecitos de punta
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 57
en el estómago de su administrador con una insistencia
que lo mismo podía ser afectuosa que hostil.
— Por eso vengo á despedirme — dijo Desnoyers con
altivez — . Sé que es una pasión absurda, y quiero mar¬
charme.
— ¡El señor se va! — siguió gritando el estanciero — .
¡El señor cree que aquí puede hacer lo que quiera! No,
señor; aquí no manda nadie mas que el viejo Madaria-
g'aj y yo ordeno que te quedes... ¡Ay, las mujeres! Uni¬
camente sirven para enemistar á los hombres. ¡Y que no
podamos vivir sin ellas!...
Dió varios paseos silenciosos por la habitación, como
si las últimas palabras le hiciesen pensar en cosas leja¬
nas muy distintas de lo que hasta entonces había dicho.
Desnoyers miró con inquietud el látigo que aún empu¬
ñaba su diestra. ¿Si intentaría pegarle, como á los peo¬
nes?... Estaba dudando entre hacer frente á un hombre
que siempre le había tratado con benevolencia ó apelar
á una fuga discreta, aprovechando una de sus vueltas,
cuando el estanciero se plantó ante él.
— ¿Tú la quieres de veras... de veras? — preguntó — .
¿Estás seguro de que ella te quiere á ti? Fíjate bien en
lo que dices, que en eso del amor hay mucho de engaño
y ceguera. También yo, cuando me casé, estaba loco por
mi china. ¿De verdad que os queréis?... Pues bien; llé¬
vatela, gabacho del demonio, ya que alguien se la ha de
llevar, y que no te salga una vaca floja como la madre...
A ver si me llenas la estancia de nietos.
Reaparecía el gran productor de hombres y de bes¬
tias al formular este deseo. Y como si considerase nece¬
sario explicar su actitud, añadió:
— Todo esto lo hago porque te quiero; y te quiero por¬
que eres serio.
Otra vez quedó absorto el francés, no sabiendo en
qué consistía la tan apreciada seriedad.
Desnoyers, al casarse, pensó en su madre. ¡Si la pobre
vieja pudiese ver este salto extraordinario de su fortuna!
Pero mamá había muerto un año antes, creyendo á su
hijo enormemente rico porque le enviaba todos los me¬
ses ciento cincuenta pesos, algo más de trescientos fran¬
cos, extraídos del sueldo que cobraba en la estancia.
58
V. BLASCO IBANEZ
Su ingreso en la familia de Madariaga sirvió para
que éste atendiese con menos interés á sus negocios.
Tiraba de él la ciudad, con la atracción de los en¬
cantos no conocidos. Hablaba con desprecio de las mu¬
jeres del campo, chinas mal lavadas, que le inspiraban
ahora repugnancia. Había abandonado sus ropas de
jinete campestre y exhibía con satisfacción pueril los
trajes con que le disfrazaba un sastre de la capital.
Cuando Elena quería acompañarle á Buenos Aires, se
defendía pretextando negocios enojosos. «No; ya irás
con tu madre.»
La suerte de campos y ganados no le inspiraba in¬
quietudes. Su fortuna, dirigida por Desnoyers, estaba
en buenas manos.
— Este es muy serio— decía en el comedor, ante la fa¬
milia reunida — . Tan serio como yo... De éste no se ríe
nadie.
Y al fin pudo adivinar el francés que su suegro, al
hablar de seriedad, aludía á la entereza de carácter.
Según declaración espontánea de Madariaga, desde los
primeros días que trató á Desnoyers pudo adivinar un
genio igual al suyo, tal vez más duro y firme, pero sin
alaridos ni excentricidades. Por esto le había tratado
con benevolencia extraordinaria, presintiendo que un
choque entre los dos no tendría arreglo. Sus únicas des¬
avenencias fueron á cau^a de los gastos establecidos por
Madariaga en tiempos anteriores. Desde que el yerno
dirigía las estancias, los trabajos costaban menos y la
gente mostraba mayor actividad. Y esto sin gritos, sin
palabras fuertes, con sólo su presencia y sus órdenes
breves.
El viejo era el único que le hacía frente para mante¬
ner el caprichoso sistema del palo seguido de la dádiva.
Le sublevaba el orden minucioso y mecánico, siempre
igual, sin algo de arbitrariedad extravagante, de tira¬
nía bonachona. Con frecuencia se presentaban á Desno¬
yers algunos de los peones mestizos á los que suponía
la malicia pública en íntimo parentesco con el estancie¬
ro. «Patroncito: dice el patrón viejo que me dé cinco
pesos.» El patroncito respondía negativamente, y poco
después se presentaba Madariaga, iracundo de gesto,
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 59
pero midiendo las palabras, en consideración á que su
yerno era tan serio como él.
— Mucho te quiero, hijo, pero aquí nadie manda mas
que yo... ¡Ah, gabacho! Eres igual á todos los de tu
tierra: centavo que pilláis va á la media, y no ve más
la luz del sol aunque os crucifiquen... ¿Dije cinco pesos?
Le darás diez. Lo mando yo, y basta.
El francés pagaba, encogiéndose de hombros, mien¬
tras su suegro, satisfecho del triunfo, huía á Buenos
Aires. Era bueno hacer constar que la estancia pertene¬
cía aún al gallego Madariaga.
De uno de sus viajes volvió con un acompañante: un
joven alemán, que, según él, lo sabía todo y servía para
todo. Su yerno trabajaba demasiado. Karl Hartrott le
ayudaría en la contabilidad. Y Desnoyers lo aceptó, sin¬
tiendo á los pocos días una naciente estimación por el
nuevo empleado.
Que perteneciesen á dos naciones enemigas nada
significaba. En todas partes hay buenas gentes, y este
Karl era un subordinado digno de aprecio. Se mantenía
á distancia de sus iguales y era inflexible y duro con
los inferiores. Todas sus facultades parecía concentrar¬
las en el servicio y la admiración de los que estaban
por encima de él. Apenas desplegaba los labios Mada¬
riaga, el alemán movía la cabeza apoyando por ade¬
lantado sus palabras. Si decía algo gracioso, su risa era
de una escandalosa sonoridad. Con Desnoyers se mos¬
traba taciturno y aplicado, trabajando sin reparar en
horas. Apenas le veía entrar en la administración, sal¬
taba de su asiento irg’uiéndose con militar rigidez. Todo
estaba dispuesto á hacerlo. Por cuenta propia, espiaba
al personal, delatando sus descuidos y defectos. Este
servicio no entusiasmaba á su jefe inmediato, pero lo
agradecía como una muestra de interés por el estable¬
cimiento.
Alababa el viejo estanciero su adquisición como un
triunfo, pretendiendo que su yerno la celebrase igual¬
mente.
- — Un mozo muy útil, ¿no es cierto?... Estos gringos
de la Alemania sirven bien, saben muchas cosas y cues¬
tan poco. Luego, ¡tan disciplinados! ¡tan humilditos!...
60
V. BLAÁ^CO IBAÑEZ
Yo siento decírtelo, porque eres gabacho; pero os habéis
echado malos enemigos. Son gente dura de pelar.
Desnoy ers contestaba con un gesto de indiferencia.
Su patria estaba lejos y también la del alemán. ¡A saber
si volverían á ella!... Allí eran argentinos, y debían
pensar en las cosas inmediatas, sin preocuparse del pa¬
sado.
— Además, ¡tienen tan poco orgullo! — continuó Ma-
dariaga con tono irónico — . Cualquier gringo de éstos,
cuando es dependiente en la capital, barre la tienda,
hace la comida, lleva la contabilidad, vende á los parro¬
quianos, escribe á máquina, traduce de cuatro á cinco
lenguas, y acompaña, si es preciso, á la amiga del amo
como si fuese una gran señora... todo por veinticinco
pesos al mes. ¡Quién puede luchar con una gente así!
Tú, gabacho, eres como yo... muy serio, y te morirías
de hambre antes de pasar por ciertas cosas. Por eso te
digo que resultan temibles.
El estanciero, después de una corta reflexión, añadió:
— Tal vez no son tan buenos como parecen. Hay que
ver cómo tratan á los que están debajo de ellos. Puede
que se hagan los simples sin serlo, y cuando sonríen al
recibir una patada, dicen para sus adentros: «Espera
que llegue la mía, y te devolveré tres.»
Luego pareció arrepentirse de sus palabras.
— De todos modos, este Karl es un pobre mozo, un
infeliz, que apenas digo yo alg’o, abre la boca como si
fuese á tragar moscas. El asegura que es de gran fami¬
lia, pero ¡vaya usted á saber de estos gringos!... Todos
los muertos de hambre, al venir á América, la echamos
de hijos de príncipes.
A éste lo había tuteado Madariaga desde el primer
instante, no por agradecimiento, como á Desnoyers,
sino para hacerle sentir su inferioridad. Lo había intro¬
ducido igualmente en su casa, pero únicamente para
que diese lecciones de piano á la hija menor. «La ro¬
mántica» ya no se colocaba al atardecer en la puerta
contemplando el sol poniente. Karl, una vez terminado
su trabajo en la administración, venía á la casa del es¬
tanciero, sentándose al lado de Elena, que tecleaba con
una tenacidad digna de mejor suerte. A última hora, el
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 61
alemán, acompañándose en el piano, cantaba fragmen¬
tos de Wágner, que hacían dormitar á Madariaga en un
sillón con el fuerte cigarro paraguayo adherido á los
labios.
Elena contemplaba mientras tanto con creciente in¬
terés al gringo cantor. No era el caballero de los ensue¬
ños esperado por la dama blanca. Era casi un sirviente,
un inmigrante rubio tirando á rojo, carnudo, algo pe¬
sado y con ojos bovinos que reflejaban un eterno miedo
á desagradar á sus jefes. Pero, día por día, iba encon¬
trando en él algo que modificaba sus primeras impresio¬
nes: la blancura femenil de Karl más allá de la cara y
las manos tostadas por el sol; la creciente marcialidad
de sus bigotes; la soltura con que montaba á caballo; su
aire trovadoresco al entonar con una voz de tenor algo
sorda romanzas voluptuosas con palabras que ella no
podía entender.
Una noche, á la hora de la cena, no pudo contenerse,
y habló con la vehemencia febril del que ha hecho un
gran descubrimiento:
— Papá: Kaii es noble. Pertenece á una gran familia.
El estanciero hizo un gesto de indiferencia. Otras
cosas le preocupaban en aquellos días. Pero durante la
velada sintió la necesidad de descargar en alguien la
cólera interna que le venía royendo desde su último
viaje á Buenos Aires, é interrumpió al cantor.
— Oye, gringo: ¿qué es eso de tu nobleza y demás ma¬
canas que le has contado á la niña?
Karl abandonó el piano para erguirse y responder.
Bajo la influencia del canto reciente, había en su actitud
algo que recordaba á Lohengrin en el momento de reve¬
lar el secreto de su vida. Su padre había sido el general
von Hartrott, uno de los caudillos secundarios de la
guerra del 70. El emperador lo había recompensado en¬
nobleciéndolo. Uno de sus tíos era consejero íntimo del
rey de Prusia. Sus hermanos mayores figuraban en la
oficialidad de los regimientos privilegiados. El había
arrastrado sable como teniente.
Madariaga le interrumpió, fatigado de tanta gran¬
deza. «Mentiras... macanas... aire.» ¡Hablarle á él de
noblezas de gringos!... Había salido muy joven de Eu-
6^
V. BLASCO IBANEZ
ropa para sumirse en las revueltas democracias de Amé¬
rica, y aunque la nobleza le parecía algo anacrónico é
incomprensible, se imaginaba que la única auténtica y
respetable era la de su país. A los gringos les concedía
el primer lugar para la invención de máquinas, para los
barcos, para la cría de animales de precio; pero todos
los condes y marqueses de la gringueria le parecían fal¬
sificados.
— Todo farsas — volvió á repetir — . Ni en tu país hay
nobleza, ni tenéis todos juntos cinco pesos. Si los tuvie¬
rais, no vendríais aquí á comer ni enviaríais las muje¬
res que enviáis, que son... tú sabes lo que son tan bien
como yo.
Con asombro de Desnoyers, el alemán acogió esta
rociada humildemente, asintiendo con movimientos de
cabeza á las últimas palabras del patrón.
— Si fuesen verdad — continuó Madariaga implacable¬
mente — todas esas macanas de títulos, sables y unifor¬
mes, ¿por qué has venido aquí? ¿Qué diablos has hecho
en tu tierra para tener que marcharte?
Ahora Kaii bajó la frente, confuso y balbuceando.
«Papá... papá», suplicó Elena. ¡Pobrecito! ¡Cómo le hu¬
millaban porque era pobre!... Y sintió un hondo agra¬
decimiento hacia su cuñado al ver que rompía su mu¬
tismo para defender al alemán.
— ¡Pero si yo aprecio á este mozo! — dijo Madariaga
excusándose — . Son los de su tierra los que me dan
rabia.
Cuando, pasados algunos días, hizo Desnoyers un
viaje á Buenos Aires, se explicó la cólera del viejo. Du¬
rante varios meses había sido el protector de una tiple
de origen alemán olvidada en América por una com¬
pañía de opereta italiana. Ella le recomendó á Kaii,
compatriota desgraciado que, luego de rodar por varias
naciones de América y ejercer diversos oficios, vivía al
lado suyo en clase de caballero cantor. Madariaga había
gastado alegremente muchos miles de pesos. Un entu¬
siasmo juvenil le acompañó en esta nuevn. existencia de
placeres urbanos, hasta que al descubrir la segunda vida
que llevaba la alemana en sus ausencias y cómo reía de
él con los parásitos de su séquito, montó en cólera, des-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 63
pidiéndose para siempre, con acompañamiento de golpes
y fractura de muebles.
¡La última aventura de su historia!... Desnoyers
adivinó esta voluntad de renunciamiento al oir que por
primera vez confesaba sus años. No pensaba volver á la
capital. ¡Todo mentira! La existencia en el campo, ro¬
deado de la familia y haciendo mucho bien á los pobres,
era lo único cierto. Y el terrible centauro se expresaba
con una ternura idílica, con una firme virtud de sesenta
y cinco años, insensibles ya á la tentación.
Después de su escena con Kaii, había aumentado el
sueldo de éste, apelando como siempre á la generosidad
para reparar sus violencias. Lo que no podía olvidar era
lo de su nobleza, que le daba motivo para nuevas bro¬
mas. Aquel relato glorioso había traído á su memoria
los árboles genealógicos de los reproductores de la es¬
tancia. El alemán era un pedigrée^ y con este apodo le
designó en adelante.
Sentado, en las noches veraniegas, bajo un cobertizo
de la casa, se extasiaba patriarcalmente contemplando
á su familia en torno de él. La calma nocturna se iba
poblando de zumbidos de insectos y croar de ranas. De
los lejanos ranchos venían los cantares de los peones que
preparaban su cena. Era la época de la siega, y grandes
bandas de emigrantes se alojaban en la estancia para
el trabajo extraordinario.
Madariaga había conocido días tristes de guerra y
violencias. Se acordaba de los últimos años de la tiranía
de Rosas, presenciados por él al llegar al país. Enume¬
raba las diversas revoluciones nacionales y provincia¬
les en las que había tomado parte, por no ser menos que
sus vecinos, y á las que designaba con el título de «pue¬
bladas». Pero todo esto había desaparecido y no volve¬
ría á repetirse. Los tiempos eran de paz, de trabajo y
abundancia.
— Fíjate, gabacho — decía, espantando con los chorros
de humo de su cigarro á los mosquitos que volteaban en
torno de él — . Yo so,y español, tú francés, Karl es ale¬
mán, mis niñas argentinas, el cocinero ruso, su ayu¬
dante griego, el peón de cuadra inglés, las chinas de la
cocina, unas son del país, otras gallegas ó italianas, y
(i!
V. BLASCO IBAÑEZ
los peones los liay de todas (aistas y leyes... ¡Y
todos vivirnos en paz! En Europa tal vez nos habríamos
golpeado á estas lioras; pero aquí todos amigos.
Y 80 deleitaba escuchando las músicas de los traba¬
jadores: lamentos de canciones italianas con acompa-
ilamiento de acordeón, guitarrees españoles y criollos
aj)(/yando á unas voces bi’avías que cantaban el amor y
la muerto.
— Esto es el arca de Noé — afirmó el estanciero.
(¿uería decir la toi’re de Babel, según pensó Desno-
yei’s, pei’o para el viejo era lo mismo.
— Yo creo — continuó — que vivimos así porque en esta
parte del mundo no hay reyes y los ejércitos son pocos,
y los hombres sólo })iensan en i)asarÍo lo mejor posible
gracias ú su trabajo. ]*ero también creo que vivimos en
paz j)orque hay a,bundancia y á todos les llega su par¬
te... ¡La (pie se armaría si las raciones fuesen menos que
las personas!
Volvió A quedar en reílexivo silencio, para añadir
poco dcs];)ués:
— Sea por lo que sea, hay que reconocer que aquí se
vive más tramiuilo que en el otro mundo. Los hombres
se aprecian por lo que valen y se juntan sin pensar en
si t)roceden do una tierra ó (le otra. Los mozos no van
(m rebaño á nnxtar á otros mozos que no conocen, y cuyo
delito es haber na-cido en el pueblo de enfrente... El hom¬
bre es una mala bestia, en todas partes, lo reconozco;
pero a,quí come, tiene tierra de sobra para tenderse, y
es bueno, con la bondad de un perro harto. Allá son de¬
masiados, viven en montón, estorbándose unos á otros,
la, í)itanza es escasa, y se vuelven rabiosos con facilidad.
¡Viva la paz, ga,bacho, y la existencia trampilla! Donde
uno se encuentre bien y no corra el peligro de que lo
ma,t(3n por cosas que no entiende, allí está su verdadera
tierra.
Y como un eco do las reflexiones del rústico perso¬
naje, Karl, sentado en el salón ante el piano, entonaba
á media, voz un himno de Beethoven. «Cantemos la ale¬
gría, de la vida,; ca.ntemos la libertad. Nunca mientas y
traiciones á tu senuqante, aunque te ofrezcan por ello el
mayor trono de la tierra.»
LOS CUATE O JIN.
DEL APOCALIPSIS 65
¡La paz!... A los pocos días se acordó Desnoyers con
amargura de estas ilusiones del viejo. Fué la guerra,
una guerra doméstica, lo que estalló en el idílico esce¬
nario de la estancia. «Patroncito, corra, que el patrón
viejo ha pelado cuchillo y quiere matar al alemán.» Y
Desnoyers había corrido fuera de su escritorio, avisado
por las voces de un peón. Madariaga perseguía cuchillo
en mano á Karl, atropellando á todos los que intentaban
cerrarle el paso. Unicamente él pudo detenerlo, arreba¬
tándole el arma.
— ¡Fise pedigiAe sinvergüenza! — vociferaba el viejo con
la boca lívida, agitándose entre los brazos de su yerno — .
Todos los muertos de hambre creen que no hay mas que
llegar á esta casa para llevarse mis hijas y mis pesos...
¡Suéltame te digo! ¡Suéltame para que lo mate!
Y con el deseo de verse libre, daba sus excusas á
Desnoyers. A él lo había aceptado como yerno porque
era de su gusto, modesto, honrado y... serio. ¡Pero ese
pedigrée cantor, con todas sus soberbias!... ¡Un hombre
que él había sacado... no quería decir de dónde! Y el
francés, tan enterado como él de sus primeras relaciones
con Karl, fingió no entenderle.
Como el alemán había huido, el estanciero acabó por
dejarse empujar hasta su casa. Plablaba de dar una pa¬
liza á «la romántica» y otra á la china por no enterarse
de las cosas. Había sorprendido á su hija agarrada de
las manos con el gringo en un bosquecillo cercano y
cambiando un beso.
— ¡Viene por mis pesos! — aullaba — . Quiere hacer la
América pronto á costa del gallego, y para esto tanta
humildad y tanto canto y tanta nobleza. ¡Embustero!...
¡Músico!
Y repitió con insistencia lo de «¡músico!», como si
fuese la concreción de todos sus desprecios.
Desnoyers, firme y sobrio en palabras, dió un des¬
enlace al conñicto. «La romántica», abrazada á su ma¬
dre, se refugió en los altos de la casa. El cuñado había
protegido su retirada; pero á pesar de esto, la sensible
Elena gimió entre lágrimas pensando en el alemán: «¡Po-
brecito! ¡Todos contra él!» Mientras tanto, la esposa de
Desnoyers retenía al padre en su despacho, apelando á
66
V. BLASCO IBANEZ
toda su influencia de hija juiciosa. El francés fué en
busca de Karl, mal repuesto aún de la terrible sorpresa,
y le dió un caballo para cpie se trasladase inmediata¬
mente á la estación de ferrocarril más próxima.
Se alejó de la estancia, pero no permaneció solo mu¬
cho tiempo. Transcurridos unos días, «la romántica» se
marchó detrás de él... Iseo «la de las blancas manos»
fué en busca del caballero Tristán.
La desesperación de Madariaga no se mostró violenta
y atronadora, como esperaba su yerno. Por primera vez
le vió éste llorar. Su vejez robusta y alegre desapareció
de golpe. En una hora parecía haber vivido diez años.
Como un niño, arrugado y trémulo, se abrazó á Desno-
yers, mojándole el cuello con sus lágrimas.
— ¡Se la ha llevado! ¡líl hijo de una gran... pulga se la
ha llevado!
Esta vez no hizo pesar la responsabilidad sobre su
china. Id oró junto á ella, y como si pretendiese conso¬
larla con una confesión pública, dijo repetidas veces:
— Por mis pecados... Todo ha sido por mis grandísi¬
mos pecados.
Empezó ])ara Desnoyers una época de dificultades y
conflictos. Los fugitivos le ])uscaron en una de sus visitas
á la capital, implorando su protección. «La romántica»
lloraba, afirmando (lue sólo su cuñado, «el hombre más
caballero del mundo», podía salvarla. Karl le miró como
un perro fiel (|ue se confía á su amo. Estas entrevistas
se repitieron en todos sus viajes. Luego, al volver á la
estancia, encontraba al viejo malhumorado, silencioso,
mirando con fijeza ante él, como si contemplase algo
invisible para los demás, y diciendo de pronto: «Es un
castigo: el castigo de mis pecados.» El recuerdo de sus
primeras relaciones con el aleinán, antes de llevarlo á
la estancia, le atormentaba como un remordimiento. Al¬
gunas tardes hacía ensillar un caballo, partiendo á todo
galope hacia el pueblo más próximo. Ya no iba en busca
de ranchos hospitalarios. Necesitaba pasar un rato en
la iglesia, hablar á solas con las imágenes, que estaban
allí sólo })ara él, ya que era él quien había pagado las
facturas de adquisición... «Por mi culpa, por mi gran¬
dísima culpa.»
LOS CUATRO JINETES DEL AROCÁLLlSlS 67
Pero á pesar de su arrepentimiento, Desnoy ers tuvo
que esforzarse mucho para obtener de él un arre,i>'lo.
Cuando le habló de regularizar la situación de los fugi¬
tivos, facilitando los trámites necesarios para el matri¬
monio, no le dejó continuar. «Haz lo que quieras, pero
no me hables de ellos.» Pasaron muchos meses. Un día,
el francés se acercó con cierto misterio. «Elena tiene un
hijo, y le llaman Julio, como á usted.»
— Y tú, grandísimo inrítil — gritó el estanciero — , y la
vaca floja de tu mujer vivís tranquilamente, sin darme
un nieto... ¡Ah, gabacho! Por eso los alemanes acabarán
montándose sobre vosotros. Ya ves: ese bandido tiene un
hijo, y tú, después de cuatro años de matrimonio... nada.
Necesito un nieto, ¿lo entiendes?
Y para consolarse de esta falta de niños en su hogar,
se iba al rancho del capataz Celedonio, donde una banda
de pequeños mestizos se agrupaban, temerosos y espe¬
ranzados, en torno del patrón viejo.
De pronto murió la china. La pobre Misid Petrona
se fué discretamente, como había vivido, procurando
en su última hora evitar toda contrariedad al esposo,
pidiéndole perdón con la mirada por las molestias que
podía causarle su muerte. Elena se presentó en*la estan¬
cia para ver el cadáver de su madre, y Desnoyers, que
llevaba más de un año sosteniendo á los fugitivos á es¬
paldas del suegro, aprovechó la ocasión para vencer el
enojo de éste.
— La perdono — dijo el estanciero después de una larga
resistencia — . Lo hago por la pobre finada y por ti. Que
se quede en la estancia y que venga con ella el gringo
sinvergüenza.
Nada de trato. El alemán sería un empleado á las
órdenes de Desnoyers, y la pareja viviría en el edificio
de la administración, como si no perteneciese á la fami¬
lia. Jamás dirigiría la palabra á Karl.
Pero apenas lo vió llegar, le habló para tratarle de
«usted», dándole órdenes rudamente, lo mismo que á
un extraño. Después pasó siempre junto á él como si no
lo conociese. Al encontrar en su casa á Elena acompa¬
ñando á la hermana mayor, también seguía mlelante.
En vano «la romántica», transfigurada por la materni-
6S
V. BLASCO IBAÑEZ
dad, aprovechaba todas las ocasiones para colocar de¬
lante de él á su pequeño y repetía sonoramente su nom¬
bre; «Julio... Julio.»
— Un hijo del gringo cantor, blanco como cabrito de¬
sollado y con pelo de zanahoria, quieren que sea nieto
mío... Prefiero á los de Celedonio.
Y para mayor protesta, entraba en la vivienda del
capataz, repartiendo á la chiquillería puñados de pesos.
A los siete años de efectuado su matrimonio, la es¬
posa de Desnoyers sintió que iba á ser madre. Su her¬
mana tenía ya tres hijos. Pero ¿qué valían éstos para
Madariaga, comparados con el nieto que iba á llegar?
«Será varón — dijo con firmeza — , porque yo lo necesito
así. Se llamará Julio, y quiero que se parezca á mi po¬
bre finada.» Desde la muerte de su esposa, que ya no
la llamaba «la china» , sintió algo semejante á un amor
póstumo por aquella pobre mujer que tanto le había
aguantado durante su existencia, siempre tímida y si¬
lenciosa. «Mi pobre finada» surgía á cada instante en
las conversaciones del estanciero, con la obsesión de un
remordimiento.
Sus deseos se cumplieron. Luisa dió á luz un varón,
que recibió el nombre de Julio, y aunque no mostraba
en sus rasgos fisonómicos, todavía abocetados, una gran
semejanza con su abuela, tenía el cabello y los ojos ne¬
gros y la tez de un moreno pálido. ¡Bien venido!... Este
era un nieto.
Y con la generosidad de la alegría permitió que el ale¬
mán entrase en su casa para asistir á la fiesta del bautizo.
Cuando Julio Desnoyers tuvo cuatro años, el abuelo
lo paseó á caballo por toda la estancia, colocándolo en
el delantero de la silla. Iba de rancho en rancho para
mostrarlo al populacho cobrizo, como un anciano mo¬
narca que presenta á su heredero. Más adelante, cuando
el nieto pudo hablar sueltamente, se entretuvo conver¬
sando con él horas enteras á la sombra de los eucalip¬
tos. Empezaba á marcarse en el viejo cierta decadencia
mental. Aún no chocheaba’ pero su agresividad iba to¬
mando un carácter pueril. Hasta en las mayores expan¬
siones de cariño se valía de la contradicción, buscando
molestar á sus allegados.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS
Gf>
— ¡Ven aquí, profeta falso! — decía á su nieto — . Tú
eres un gabacho.
Julio protestaba como si le insultasen. Su madre le
había enseñado que era argentino, y su padre le re-
co alendaba que añadiese español, para dar gusto al
abuelo.
— Bueno; pues si no eres gabacho— continuaba el es¬
tanciero — , grita; «¡Abajo Napoleón!»
Y miraba ea torno de él para ver si estaba cerca
Desnoyers, creyendo causarle con esto una gran mo¬
lestia. Pero el yerno seguía adelante, encogiéndose de
hombros.
— ¡Abajo Napoleón! — decía Julio.
Y presentaba la mano inmediatamente, mientras el
abuelo buscaba sus bolsillos.
Los hijos de Karl, que ya eran cuatro, y se movían
en torno del abuelo como un coro humilde mantenido
á distancia, contemplaban con envidia estas dádivas.
Para agradarle, un día en que le vieron solo se acer¬
caron resueltamente, gritando al unísono: «¡Abajo Na¬
poleón!»
— ¡Gringos atrevidos! — bramó el viejo — . Eso se lo
habrá enseñado á ustedes el sinvergüenza de su padre.
Si lo vuelven á repetir, los corro á rebencazos... ¡Insul¬
tar así á un grande hombre!
Esta descendencia rubia la toleraba, pero sin permi¬
tirle ninguna intimidad. Desnoyers y su esposa toma¬
ban la defensa de sus sobrinos, tachándole de injusto. Y
para desahogar los comentarios de su antipatía buscaba
á Celedonio, el mejor de los oyentes, pues contestaba á
todo: «Sí, patrón.» «Así será, patrón,»
— Ellos no tienen culpa alguna — decía el viejo — , pero
yo no puedo quererlos. Además, ¡tan semejantes á su
padre, tan blancos, con el pelo de zanahoria deshila¬
cliada, y los dos mayores llevando anteojos, lo mismo
que si fuesen escribanos!... No parecen gentes con esos
vidrios; parecen tiburones.
Madariaga no había visto nunca tibarones, pero se
los imaginaba, sin saber por qué, con unos ojos redondos
de vidrio, como fondos de botella.
A la edad de ocho años Julio era un jinete. «¡A ca-
70
V. BLASCO IBANEZ
bailo, peoncito!», ordenaba el abuelo. Y salían á galope
por los campos, pasando como centellas entre los milla¬
res y millares de reses cornudas. El «peoncito», orgulloso
de su título, obedecía en todo al maestro. Y así apren¬
dió á tirar el lazo á los toros, dejándolos aprisionados
y vencidos, á bacer saltar las vallas de alambre á su
pequeño caballo, á salvar de un bote un hoyo profundo,
á deslizarse por las barrancas, no sin rodar muchas
veces debajo de su montura.
— ¡Ah, gaucho fino! — decía el abuelo, orgulloso de
estas hazañas — . Toma cinco pesos para que le regales
un pañuelo á una china.
El viejo, en su creciente embrollamiento mental, no
se daba cuenta exacta de la relación entre las pasiones
y los años. Y el infantil jinete, al guardarse el dinero,
se preguntaba qué china era aquella y por qué razón
debía hacerle un regalo.
Desnoyers tuvo que arrancar á su hijo de las ense¬
ñanzas del abuelo. Era inútil que hiciese venir maestros
para Julio ó que intentase enviarlo á la escuela de la es¬
tancia. Madariaga raptaba á su nieto, escapándose jun¬
tos á correr el campo. El padre acabó por instalar al niño
en un gran colegio de la capital cuando ya había pasado
de los once años. Entonces, el viejo fijó su atención en
la hermana de Julio, que sólo tenía tres años, llevándo¬
la, como al otro, de rancho en rancho sobre el delantero
de su montura. Todos llamaban Chichi á la hija de Chi¬
cha, pero el abuelo le dió el título de «peoncito», como á
su hermano. Y Chichi, que se criaba vigorosa y rústica,
desayunándose con carne y hablando en sueños del asa¬
do, siguió fácilmente las aficiones del viejo. Iba vestida
como un muchacho, montaba lo mismo que los hombres,
y para merecer el título de «gaucho fino» conferido por
el abuelo, llevaba un cuchillo en la trasera del cinturón.
Los dos corrían el campo de sol á sol. Madariaga pare¬
cía seguir como una bandera la trenza ondulante de la
amazona. Esta, á los nueve años, echaba ya con habili¬
dad su lazo á las reses.
Lo que más irritaba al estanciero era que la familia
le recordase su vejez. Los consejos de Desnoyers para
que permaneciese tranquilo en casa los acogía como
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 11
insultos. Así como avanzaba en años, era más agresivo
y temerario, extremando su actividad, como si con ella
quisiera espantar á la muerte. Sólo admitía ayuda de
su travieso «peoncito». Cuando al ir á montar acudían
los hijos de Karl, que eran ya unos grandullones, para
tenerle el estribo, los repelía con bufidos de indig¬
nación.
— ¿Creen ustedes que ya no puedo sostenerme?... Aún
tengo vida para rato, y los que aguardan que muera
para agarrar mis pesos se llevan chasco.
El alemán y su esposa, mantenidos aparte en la vida
de la estancia, tenían que sufrir en silencio estas alusio¬
nes. Karl, necesitado de protección, vivía á la sombra
del francés, aprovechando toda oportunidad para abru¬
marle con sus elogios. Jamás podría agradecer bastante
lo que hacía por él. Era su único defensor. Deseaba una
ocasión para mostrarle su gratitud: morir por él, si era
preciso. La esposa admiraba á su cuñado con grandes
extremos de entusiasmo. «El caballero más cumplido de
la tierra.» Y Desnoyers agradecía en silencio esta adhe¬
sión, reconociendo que el alemán era un excelente com¬
pañero. Como disponía en absoluto de la fortuna de la
familia, ayudaba generosamente á Karl sin que el viejo
se enterase. El fué quien tomó la iniciativa para que
pudiesen realizar la mayor de sus ilusiones. El alemán
soñaba con una visita á su país. ¡Tantos años en Améri¬
ca!... Desnoyers, por lo mismo que no sentía deseos de
volver á Europa, quiso facilitar este anhelo de sus cu¬
ñados, y dió á Karl los medios para que hiciese el viaje
con toda su familia. El viejo no quiso saber quién cos¬
teaba los gastos. «Que se vayan — dijo con alegría — y
que no vuelvan nunca.»
. La ausencia no fué larga. Gastaron en tres meses lo
que llevaban para un año. Karl, que había hecho saber
á sus parientes la gran fortuna que significaba su matri¬
monio, quiso presentarse como un millonario en pleno
goce de sus riquezas. Elena volvió transfigurada, ha¬
blando con orgullo de sus parientes: del barón, coronel
de húsares, del comandante de la Guardia, del conse¬
jero de la corte, declarando que todos los pueblos resul¬
taban despreciables al lado de la patria de su esposo.
¡2
V. BLASCO IBÁNLZ
Hasta tomó cierto aire de protección al alabar á Des"
noyers, un hombre bueno, ciertamente, pero «sin naci"
miento», «sin raza», y además francés. Karl, en cambio?
manifestaba la misma adhesión de antes, permaneciendo
en sumisa modestia detrás de su cuñado. Este tenía las
llaves de la caja y era su única defensa ante el terrible
viejo... Había dejado sus dos hijos mayores en un cole¬
gio de Alemania. Años después, f aeron saliendo con igual
destino los otros nietos del estanciero, que éste conside¬
raba antipáticos é inoportunos, «con pelos de zanahoria
y ojos de tiburón».
El viejo se veía ahora solo. Le habían arrebatado su
segundo «peoncito». La severa Chicha no podía tolerar
que su hija se criase como un muchacho, cabalgando á
todas horas y repitiendo las palabras gruesas del abuelo.
Estaba en un colegio de la capital, y las monjas educa¬
doras tenían que batallar grandemente para vencer las
rebeliones y malicias de su bravia alumna.
Al volver á la estancia Julio y Chichi durante las
vacaciones, el abuelo concentraba su predilección en el
primero, como si la niña sólo hubiese sido un sustituto.
Desnoyers se quejaba de la conducta un tanto desorde¬
nada de su hijo. Ya no estaba en el colegio. Su vida era
la de un estudiante de familia rica que remedia la parsi¬
monia de sus padres con toda clase de préstamos im¬
prudentes. Pero Madariaga salía en defensa de su nieto.
«¡Ah, gaucho ñno!...» Al verlo en la estancia, admiraba
su gentileza de buen mozo. Le tentaba los brazos para
convencerse de su fuerza; le hacía relatar sus peleas
nocturnas, como valeroso campeón de una de las bandas
de muchachos licenciosos, llamadas patotas en el argot
de la capital. Sentía deseos.de ir á Buenos Aires para
admirar de cerca esta vida alegre. Pero ¡ay! él no tenía
diez y seis años, como su nieto. Ya había pasado de los
ochenta.
— ¡Ven acá, profeta falso! Cuéntame cuántos hijos
tienes... ¡Porque tú debes tener muchos hijos!
— ¡Papá! — protestaba Chicha, que siempre andaba
cerca, temiendo las malas enseñanzas del abuelo.
— ¡Déjate de moler! — gritaba éste, irritado — . Yo sé lo
que me digo.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 73
La paternidad figuraba inevitablemente en todas sus
fantasías amorosas. Estaba casi ciego, y el agonizar de
sus ojos iba acompañado de un creciente desarreglo
mental. Su locura senil tomaba un carácter lúbrico, ex¬
presándose con un lenguaje que escandalizaba ó hacía
reir á todos los de la estancia.
— ¡Ali, ladrón, y qué lindo eres! — decía mirando al
nieto con sus ojos que sólo veían pálidas sombras — . El
vivo retrato de mi pobre finada... Diviértete, que tu
abuelo está aquí con sus pesos. Si sólo hubieses de con¬
tar con lo que te regale tu padre, vivirías como un ermi¬
taño. El gabacho es de los de puño duro: con él no hay
farra posible. Pero yo pienso en ti, peoncito. Gasta y
triunfa, que para eso tu tatica ha juntado plata.
Cuando los nietos se marchaban de la estancia, en¬
tretenía su soledad yendo de rancho en rancho. Una
mestiza ya madura hacía hervir en el fogón el agua
para su mate. El viejo pensaba confusamente que bien
podía ser hija suya. Otra de quince años le ofrecía la
calabacita de amargo líquido, con su canuto de plata
para sorber. Una. nieta tal vez, aunque él no estaba
seguro. Y así pasaba las tardes, inmóvil y silencioso,
tomando mate tras mate, rodeado de familias que le
contemplaban con admiración y miedo.
Cada vez que subía á caballo para estas correrías,
su hija mayor protestaba. «¡A los ochenta y cuatro años!
¿No era mejor que se quedase tranquilamente en casa?
Cualquier día iban á lamentar una desgracia...» Y Ja
desgracia vino. El caballo del patrón volvió un anoche¬
cer con paso tardo y sin jinete. El viejo había rodado
en una cuesta, y cuando lo recogieron estaba muerto...
Así terminó e ientauro, como había vivido siempre,
con el rebenque colgando de la muñeca y las piernas
arqueadas por la curva de la montura.
■Su testamento lo guardaba un escribano español de
Buenos Aires casi tan viejo como él. La familia sintió
miedo al contemplar el voluminoso documento. ¿Qué dis¬
posiciones terribles habría dictado Madariaga? La lec¬
tura de la primera parte tranquilizó á Karl y Elena. El
viejo mejoraba considerablemente á la esposa de Desno-
yers, pero aun así, quedaba una parte enorme para «la
74
V. BLASCO IBANEZ
romántica» y los suyos. «Hago esto — decía — en memo¬
ria de mi pobre finada y para que no hablen las gentes.»
Venían á continuación ochenta y seis legados, que for¬
maban otros tantos capítulos del volumen testamentario.
Ochenta y cinco individuos subidos de color — hombres
y mujeres — , que vivían en la estancia largos años como
puesteros y arrendatarios, recibían la última munificen¬
cia paternal del viejo. Al frente de ellos figuraba Cele¬
donio, que en vida de Madariaga se había enriquecido
ya sin otro trabajo que escucharle, repitiendo: «Así será,
patrón.» Más de un millón de pesos representaban estas
mandas en tierras y reses. El que completaba el número
de los beneficiados era Julio Desnoy ers. El abuelo hacía
mención especial de él, legándole un campo «para que
atendiera á sus gastos particulares, supliendo lo que no
le diese su padre».
— ¡Pero eso representa centenares de miles de pesos!
— protestó Karl, que se había hecho más exigente al
convencerse de que su esposa no estaba olvidada en el
testamento.
Los días que siguieron á esta lectura resultaron pe¬
nosos para la familia. Elena y los suyos miraban al otro
grupo como si acabasen de despertar, contemplándolo
bajo una nueva luz, con aspecto distinto. Olvidaban lo
que iban á recibir, para ver únicamente las mejoras de
los parientes.
Desnoyers, benévolo y conciliador, tenía un plan.
Experto en la administración de estos bienes enormes,
sabía que un reparto entre los herederos iba á duplicar
los gastos sin aumentar los productos. Calculaba ade¬
más las complicaciones y desembolsos de una partición
judicial de nueve estancias considerables, centenares de
miles de reses, depósitos en los Bancos, casas en las ciu¬
dades y deudas por cobrar. ¿No era mejor seguir como
hasta entonces?... ¿No habían vivido en la santa paz de
una familia unida?...
El alemán, al escuchar su proposición, se irguió con
orgullo. No; cada uno á lo suyo. Cada cual que viviese
en su esfera. El quería establecerse en Europa, dispo¬
niendo libremente de los bienes. Necesitaba volver á
«su mundo».
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS
r7 r'
(O
Le miró frente á frente Desnoyers, viendo á un Kaii
desconocido, un Karl cuya existencia no había sospe¬
chado nunca cuando vivía bajo su protección, tímido y
servil. También el francés creyó contemplar lo que le
rodeaba bajo una nueva luz.
— Está bien — dijo — . Cada uno que se lleve lo suyo.
Me parece justo.
III
LA FAMILIA DESNOYERS
La «sucesión Madariaga» — como decían en su len¬
guaje los hombres de ley, interesados en prolongarla
para aumento de su cuenta de honorarios — quedó divi¬
dida en dos grupos separados por el mar. Los Desno¬
yers se establecieron en Buenos Aires. Los llar tro tt se
trasladaron á Berlín luego que Karl hubo vendido todos
los bienes, para emplear el producto en empresas indus¬
triales y tierras de su país.
Desnoyers no quiso seguir viviendo en el campo.
Veinte años había sido el jefe de una enorme explota¬
ción agrícola y ganadera, mandando á centenares de
hombres en varias estancias. Ahora el radio de su auto¬
ridad se había restringido considerablemente al parce¬
larse la fortuna del viejo con la parte de Elena y los
numerosos legados. Le encolerizaba ver establecidos en
las tierras inmediatas á varios extranjeros, casi todos
alemanes, que las habían comprado á Karl. Además,
se hacía viejo, la fortuna de su mujer representaba
unos veinte millones de pesos, y su ambicioso cuñado,
al trasladarse á Europa, demostraba tal vez mejor sen¬
tido que él. •
7G
V. BLASCO IBAÑEZ
Arrendó parte de sus tierras, coulió la administra¬
ción de otras á algunos de los favorecidos por el testa¬
mento, que se consideraban de la familia, viendo siem¬
pre en Desnoy ers al patrón, y se trasladó á Buenos
Aires. De este modo xjodía vigilar á su hijo, que seguía
llevando una vida endiablada, sin salir adelante en los
estudios prepaiYitorios de ingeniería... Además, Chichi
era ya una mujer, su robustez le daba un aspecto precoz,
superior á sus años, y no era conveniente mantenerla
en el campo, para que fuese una señorita rústica como
su madre. Doña Luisa parecía cansada igualmante de la
vida de estancia. Los triunfos de su hermana le produ¬
cían cierta molestia. Era incapaz de sentir celos; pero
por ambición maternal, deseaba que sus hijos no se que¬
dasen atrás, brillando y ascendiendo como los hijos de
la otra.
Durante un año llegaron á la casa que Desnoyers ha¬
bía instalado en la capital las más asombrosas noticias
de Alemania. «La tía de Berlín» — como llamaban á
Elena sus sobrinos — enviaba unas cartas larguísimas,
con relatos de bailes, comidas, cacerías y títulos, mu¬
chos títulos nobiliarios y dignidades militares: «nuestro
hermano el coronel», «nuestro primo el barón», «nues¬
tro tío el consejero íntimo», «nuestro tío segundo, el con¬
sejero verdaderamente íntimo». Todas las extravagan¬
cias del escalafón social alemán, que discurre incesan¬
temente títulos nuevos para satisfacer la sed de honores
de un pueblo dividido en castas, eran enumeradas con
delectación j^or la antigua «romántica». Hasta hablaba
del secretario de su esposo, que no era un cualquiera,
l)ues había ganado como escribiente en las oñcinas pú¬
blicas el título de Rechnungsratli (Consejero de Cálculo).
Además, mencionaba con orgullo al Oberpedell retirado
que tenía en su casa, explicando que esto quería decir:
«Portero superior».
Las noticias referentes á sus hijos no resultaban me¬
nos gloriosas. El mayor era el sabio de la familia. Se
dedicaba á la filología y las ciencias históricas; pero su
vista resultaba cada vez más deficiente, á causa de las
continuas lecturas. Pronto sería doctor, y antes de los
treinta años Her7‘ Pi‘ofessor. La madre lamentaba que no
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS
77
fuese militar, considerando sus aficiones como algo que
torcía los altos destinos de la familia. El profesorado,
las ciencias y la literatura eran refugio de los judíos,
imposibilitados por su origen de obtener un grado en el
ejército. Pero se consolaba pensando que un profesor cé¬
lebre puede conseguir con el tiempo una consideración
social casi comparable á la de un coronel.
Sus otros cuatro hijos varones serían oficiales. El
padre preparaba el terreno para que pudiesen entrar
en la Guardia ó en algún regimiento aristocrático sin
que los compañeros de cuerpo votasen en contra al pro¬
poner su admisión. Las dos niñas se casarían segura¬
mente, cuando tuviesen edad para ello, con oficiales de
húsares que ostentasen en su nombre una partícula no¬
biliaria, altivos y graciosos señores de los que hablaba
con entusiasmo la hija de Misiá Petrona.
La instalación de los Hartrott era digna de sus nue¬
vas amistades. En la casa de Berlín, la servidumbre iba
de calzón corto y peluca blanca en noches de gran
comida. Karl había comprado un castillo viejo, con
torreones puntiagudos, fantasmas en los subterráneos
y varias leyendas de asesinatos, asaltos y violaciones
que amenizaban su historia de un modo interesante. Un
arquitecto condecorado con muchas órdenes extranje¬
ras, y que además ostentaba el título de «Consejero de
Construcción», era el encargado de modernizar el edifi¬
cio medioeval sin que perdiese su aspecto terrorífico.
«La romántica» describía por anticipado las recepciones
en el tenebroso salón, á la luz difusa de las lámparas
eléctricas que imitarían antorchas; el crepitar de la bla¬
sonada chimenea, con sus falsos leños erizados de lla¬
mas de gas; todo el esplendor del lujo moderno aliado
con los recuerdos de una época de nobleza omnipo¬
tente, la mejor, según ella, de la Historia. Además, las
cacerías, las futuras cacerías en una extensión de tie¬
rras arenosas y movedizas, con bosques de pinos, en
nada comparables al rico suelo de la estancia natal,
pero que habían tenido el honor de ser pisadas siglos
antes por los marqueses de Brandeburgo, fundadores
de la casa reinante de Prusia. Y todos estos progresos,
esta rápida ascención de la familia, ¡en solo un año!...
78
V. BLASCO IBAÑEZ
Tenían que luchar con otras familias ultramarinas que
habían amasado fortunas enormes en los Estados Uni¬
dos, el Brasil ó las costas del Pacífico. Pero eran alema¬
nes «sin nacimiento», groseros plebeyos que en vano
pugnaban por introducirse en el gran mundo haciendo
donativos á las obras imperiales. Con todos sus millo¬
nes, á lo más que podían aspirar era á unir sus hijas con
oficiales de infantería de línea. ¡Mientras que Karl!...
¡Los parientes de Karl!... Y «la romántica» dejaba correr
la pluma glorificando á una familia en cuyo seno creía
haber nacido.
De tarde en tarde, con las epístolas de Elena llega¬
ban otras breves dirigidas á Desnoy ers. El cuñado le
daba cuenta de sus operaciones, lo mismo que cuando
vivía en la estancia protegido por él. Pero á esta defe¬
rencia se unía un orgullo mal disimulado, un deseo de
desquitarse de sus épocas de humillación voluntaria.
Todo lo que hacía era grande y glorioso. Había colo¬
cado sus millones en empresas industriales de la moder¬
na Alemania. Era accionista de fábricas de armamento
enormes como pueblos, de Compañías de navegación
que lanzaban un navio cada medio año. El emperador
se interesaba en estas obras, mirando con benevolencia
á los que deseaban ayudarle. Además, Karl compraba
tierras. Parecía á primera vista una locura haber ven¬
dido los opulentos campos de su herencia para adquirir
arenales prusianos que sólo producían á fuerza de abo¬
nos. Pero siendo terrateniente figuraba en el «partido
agrario», el grupo aristocrático y conservador por exce¬
lencia, y así vivía en dos mundos opuestos é igualmente
distinguidos: el de los grandes industriales, amigos del
emperador, y el de los junkers^ hidalgos del campo,
guardianes de la tradición y abastecedores de oficiales
del rey de Prusia.
Al enterarse Desnoy ers de estos progresos, pensó en
los sacrificios pecuniarios que representaban. Conocía
el pasado de Karl. Un día, en la estancia, á impulsos del
agradecimiento, había revelado al francés la causa de
su viaje á América. Era un antiguo oficial del ejército
de su país; mas el deseo de vivir ostentosamente, sin
otros recursos que el sueldo, le arrastró á cometer actos
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 79
reprensibles; sustracción de fondos pertenecientes al
regimiento, deudas sagradas sin pagar, falsificación de
firmas. Estos delitos no habían sido perseguidos oficial¬
mente por consideración á la memoria de su padre; pero
los compañeros de cuerpo le sometieron á un tribunal
de honor. Sus hermanos y amigos le aconsejaron el
pistoletazo como único remedio; mas él amaba la vida,
y huyó á América, donde á costa de humillaciones ha¬
bía acabado por triunfar. La riqueza borra las manchas
del pasado con más rapidez que el tiempo. La noticia
de su fortuna al otro lado del Océano hizo que su fami¬
lia le recibiese bien en el primer viaje, introduciéndolo
de nuevo en «su mundo». Nadie podía recordar histo¬
rias vergonzosas de centenares de marcos tratándose
de un hombre que hablaba de las tierras de su suegro,
más extensas que muchos principados alemanes. Ahora,
al instalarse definitivamente en el país, todo estaba ol¬
vidado, pero ¡qué de contribuciones impuestas á su
vanidad!... Desnoyers adivinó los miles de marcos ver¬
tidos á manos llenas para las obras caritativas de la
emperatriz, para las propagandas imperialistas, para
las sociedades de veteranos, para todos los grupos de
agresión y expansión constituidos por las ambiciones
germánicas.
El francés, hombre sobrio, parsimonioso en sus gas¬
tos y exento de ambiciones, sonreía ante las grandezas
de su cuñado. Tenía á Kaii por un excelente compa¬
ñero, aunque de un orgullo pueril. Recordaba con satis¬
facción los años que habían pasado juntos en el campo.
No podía olvidar al alemán que rondaba en torno de él
cariñoso y sumiso como un hermano menor. Cuando su
familia comentaba con una vivacidad algo envidiosa las
glorias de los parientes de Berlín, él decía sonriendo:
«Déjenlos en paz; su dinero les cuesta.»
Pero el entusiasmo que respiraban las cartas de Ale¬
mania acabó por crear en torno de su persona un am¬
biente de inquietud y rebelión. Chichi fué la primera
en el ataque. ¿Por qué no iban ellos á Europa, como los
otros? Todas sus amigas habían estado allá. Familias
de tenderos italianos y españoles emprendían el viaje.
¡Y ella, que era hija de un francés, no fiábí^ visto Pa-
80
V. BLASCO IBAÑEZ
rís!... ¡Oh, París! Los médicos que asistían á las señoras
melancólicas declaraban la existencia de una enferme¬
dad nueva y temible: «la enfermedad de París». Doña
Luisa ayudaba á su hija. ¿Por qué no había de vivir ella
en Europa, lo mismo que su hermana, siendo como era
más rica? Hasta Julio declaró gravemente que en el
viejo mundo estudiaría con mayor aprovechamiento.
América no es tierra de sabios.
Y el padre terminó por hacerse la misma pregunta,
extrañando que no se le hubiera ocurrido antes lo de la
ida á Europa. ¡Treinta y cuatro años sin salir de aquel
país que no era el suyo!... Ya era hora de marcharse.
Vivía demasiado cerca de los negocios. En vano quería
guardar su indiferencia de estanciero retirado. Todos
ganaban dinero en torno de él. En el club, en el teatro,
allí donde iba, las gentes hablaban de compras de tie¬
rras, de ventas, de negocios rápidos con el provecho
triplicado, de liquidaciones portentosas. Empezaban á
pesarle las sumas que guardaba inactivas en los Bancos.
Acabaría por mezclarse en alguna especulación, como
el jugador que no puede ver la ruleta sin llevar la mano
al bolsillo. Para esto no valía la pena el haber abando¬
nado la estancia. Su familia tenía razón: «¡A París!...»
Porque en el grupo Desnoy ers ir á Europa significaba
ir á París. Podía «la tía de Berlín» contar toda clase de
grandezas de la tierra de su marido. «¡Macanas! — ex¬
clamaba Julio, que había hecho serias comparaciones
geográficas y étnicas en sus noches de correría — . No
hay mas que París.» Chichi saludaba con una mueca
irónica la menor duda acerca de esto: «¿Es que las mo¬
das elegantes las inventan acaso en Alemania?» Doña
Luisa apoyó á sus hijos. ¡París!... Jamás se le había ocu¬
rrido ir á una tierra de luteranos para verse protegida
por su hermana.
— ¡Vaya por París! — dijo el francés, como si le habla¬
sen de una ciudad desconocida.
Se había acostumbrado á creer que jamás volvería
á ella. Durante sus primeros años de vida en América
le era imposible este viaje, por no haber hecho el ser¬
vicio militar. Luego tuvo vagas noticias de diversas
amnistías. Además, había transcurrido tiempo sobrado
LOS CUATIiO JINETES DEL APOCALIPSIS 81
para la prescripción. Pero una pereza de su voluntad le
bacía considerar la vuelta á la patria como algo absurdo
é inútil. Nada conservaba al otro lado del mar que tirase
de él. Hasta había perdido toda relación con aquellos
parientes del campo que albergaron á su madre. En las
horas de tristeza, proyectaba entretener su actividad
elevando un mausoleo enorme, todo de mármol, en la
Pecoleta, el cementerio de los ricos, para trasladar á su
cripta los restos de Madariaga, como fundador de dinas¬
tía, siguiéndole él y luego todos los suyos, cuando les
llegase la hora. Empezaba á sentir el peso de su vejez.
Estaba próximo á los sesenta años, y la vida ruda del
campo, las cabalgadas bajo la lluvia, los ríos vadeados
sobre el caballo nadador, las noches pasadas al raso, le
habían proporcionado un reuma que amargaba sus me¬
jores días.
Pero la familia acabó por comunicarle su entusias¬
mo. «¡A París!;..» Creía tener veinte años. Y olvidando
la habitual parsimonia, deseó que los suyos viajasen lo
mismo que una familia reinante, en camarotes de gran
lujo y con servidumbre propia. Dos vírgenes cobrizas
nacidas en la estancia y elevadas al rango de doncellas
de la señora y su hija les siguieron en el viaje, sin que
sus ojos oblicuos revelasen asombro ante las mayores
novedades.
Una vez en París, Desnoyers se sintió desorientado.
Embrollaba los nombres de las calles y proponía visitas
á edificios desaparecidos mucho antes. Todas sus inicia¬
tivas para alardear de buen conocedor iban acompa¬
ñadas de fracasos . Sus hijos , guiándose por recientes
lecturas, conocían París mejor que él. Se consideraba
un extranjero en su patria. Al principio, hasta experi¬
mentó cierta extrañeza al hacer uso del idioma natal.
Había permanecido en la estancia años enteros sin pro¬
nunciar una palabra en su lengua. Pensaba en espa¬
ñol, y al trasladar las ideas al idioma de sus ascendien¬
tes, salpicaba el francés con toda clase de locuciones
criollas.
— Donde un hombre hace su fortuna y constituye su
familia, allí está su verdadera patria — decía sentencio¬
samente, recordando á Madariaga.
G
32 r. BLASCO IBANEZ
La imagen del lejano país resurgió en él con obse¬
sión dominadora tan pronto como se amortiguaron las
primeras impresiones del viaje. No tenía amigos fran¬
ceses, y al salir á la calle, sus pasos le encaminaban
instintivamente hacia los lugares de reunión de los ar¬
gentinos. A éstos les ocurría lo mismo. Se habían ale¬
jado de su patria para sentir con más intensidad el
deseo de hablar de ella á todas horas. Leía los periódi¬
cos de allá, comentaba el alza de los campos, la impor¬
tancia de la próxima cosecha, la venta de novillos. Al
volver hacia su casa le acompañaba igualmente el re¬
cuerdo de la tierra americana, pensando con delecta¬
ción en que las dos chinas habrían atropellado la dig¬
nidad profesional de la cocinera francesa, preparando
una mazamorra, una carbonada ó un puchero á estilo
criollo.
Se había instalado la familia en una casa ostentosa
de la avenida Víctor Hugo: veintiocho mil francos de
alquiler. Doña Luisa tuvo que entrar y salir muchas
veces para habituarse al imponente aspecto de los por¬
teros: él condecorado, vestido de negro y con patillas
blancas, como un notario de comedia; ella majestuosa,
con cadena de oro sobre el pecho exuberante, y reci¬
biendo á los inquilinos en un salón rojo y dorado. Arri¬
ba, en las habitaciones, un lujo ultramoderno, frío y
glacial á la vista, con i)aredes blancas y vidrieras de
pequeños rectángulos, exasperaba á Desnoy ers, que sen¬
tía entusiasmo por las tallas complicadas y los muebles
ricos de su juventud. El mismo dirigió el arreglo de las
numerosas piezas, que parecían siempre vacías.
Chichi protestaba de la avaricia de papá al verle
comprar lentamente, con tanteos y vacilaciones.
— Avaro, no — respondía él — . Es que conozco el precio
de las cosas.
Los objetos sólo le gustaban cuando los había adqui¬
rido por la tercera parte de su valor. El engaño del que
se desprendía de ellos representaba un testimonio de
superioridad para el que los compraba. París le ofreció
un lugar de placeres como no podía encontrarlo en el
resto del mundo: el Hotel Drouot. Iba á él todas las tar¬
des, cuando no encontraba en los periódicos el anuncio
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 83
de otras subastas de importancia. Durante varios años
no hubo naufragio célebre en la vida parisién, con la
consiguiente liquidación de restos, del que no se llevase
una parte. La utilidad y necesidad de tales compras
resultaban de interés secundario; lo importante era ad¬
quirir á precios irrisorios. Y las subastas inundaron
aquellas habitaciones que al principio se amueblaban
con lentitud desesperante.
Su hija se quejó ahora de que la casa se llenaba de¬
masiado. Los muebles y objetos de adorno eran ricos,
pero tantos... ¡tantos! Los salones tomaban un aspecto
de almacén de antigüedades. Las paredes blancas pare¬
cían despegarse de las sillerías magníficas y las vitrinas
repletas. Alfombras suntuosas y rapadas, sobre las que
habían caminado varias generaciones, cubrieron todos
los pisos. Cortinajes ostentosos, no encontrando un hueco
vacío en los salones, iban á adornar las puertas inme¬
diatas á la cocina. Desaparecían las molduras de las pa¬
redes bajo un chapeado de cuadros estrechamente uni¬
dos como las escamas de una coraza. ¿Quién podía ta¬
char á Desnoyers de avaro?... Gastaba mucho más que
si un mueblista de moda fuese su j^roveedor.
La idea de que todo lo adquiría por la cuarta parte
de su precio le hizo continuar estos derroches de hombre
económico. Sólo podía dormir bien cuando se imaginaba
haber realizado en el día un buen negocio. Compraba en
las subastas miles de botellas procedentes- de quiebras.
Y él, que apenas bebía, abarrotaba sus cuevas, recomen¬
dando á la familia que emplease el champaña como vino
ordinario. La ruina de un peletero le hizo adquirir ca¬
torce mil francos de pieles que representaban un valor
de noventa mil. Todo el grupo Desnoyers pareció sentir
de pronto un frío glacial, como si los témpanos polares
invadiesen la avenida Víctor Hugo. El padre se limitó
á obsequiarse con un gabán de pieles, pero encargó tres •
para su hijo. Chichi y doña Luisa se presentaron en
todas partes cubiertas de sedosas y variadas ¡Delambre-
ras: un día chinchillas, otros zorro azul, marta cibelina
ó lobo marino.
El mismo adornaba las paredes con nuevos lotes de
cuadros, dando martillazos en lo alto de una escalera,
84
V. BLASCO IBANEZ
para ahorrarse el gasto de un obrero. Quería ofrecer á
los hijos ejemplos de economía. En sus horas de inacti¬
vidad cambiaba de sitio los muebles más pesados, ocu-
rriéndosele toda especie de combinaciones. Era una re¬
miniscencia de su buena época, cuando manejaba en la
estancia sacos de trigo y fardos de cueros. Su hijo, al
notar que miraba con fijeza un aparador monumental, se
ponía en salvo prudentemente. Desnoyers sentía cierta
indecisión ante sus dos criados, personajes correctos,
solemnes, siempre de frac, que no ocultaban su extra-
ñeza al ver á un hombre con más de un millón de renta
entregado á tales funciones. Al fin, eran las dos donce¬
llas cobrizas las que ayudaban al patrón, uniéndose á él
con una familiaridad de compañeras de destierro.
Cuatro automóviles completaban el lujo de la fami¬
lia. Los hijos se habrían contentado con uno nada más,
pequeño, flamante, exhibiendo la marca de moda. Pero
Desnoyers no era hombre para desperdiciar las buenas
ocasiones, y, uno tras otro, había adquirido los cuatro,
tentado por el precio. Eran enormes y majestuosos como
las carrozas antiguas. Su entrada en una calle hacía vol¬
ver la cabeza á los transeúntes. El chófer necesitaba dos
ayudantes para atender á este rebaño de mastodontes.
Pero el dueño sólo hacía memoria de la habilidad con
que creía haber engañado á los vendedores, ansiosos de
perder de vista tales monumentos.
A los hijos les recomendaba modestia y economía.
— Somos menos ricos de lo que ustedes creen. Tenemos
muchos bienes, pero producen renta escasa.
Y después de negarse á un gasto doméstico de dos¬
cientos francos, empleaba cinco mil en una compra in¬
necesaria, sólo porque representaba, según él, una gran
pérdida para el vendedor. Julio y su hermana protesta¬
ban ante doña Luisa. Chichi llegó á afirmar que jamás
se casaría con un hombre como su padre.
— ¡Cállate! — decía escandalizada la criolla — . Tiene
su genio, pero es muy bueno. Jamás me ha dado un
motivo de queja. Deseo que encuentres uno igual.
Las riñas del marido, su carácter irritable, su volun¬
tad avasalladora, perdían toda importancia para ella al
pensar en su fidelidad. En tantos años de matrimonio...
LOS CUATRO JINETES BEL APOCALIPSIS 85
¡nada! Había sido de una virtud inconmovible, hasta
en el campo, donde las personas, rodeadas de bestias y
enriqueciéndose con su procreación, parecen contami¬
narse de la amoralidad de los rebaños. ¡Ella que se acor¬
daba tanto de su padre!... Su misma hermana debía vi¬
vir menos tranquila con el vanidoso Karl, capaz de ser
infiel sin deseo alguno, sólo por imitar los gestos de los
poderosos.
Desnoyers marchaba unido á su mujer por una ru¬
tina afectuosa. Doña Luisa, en su limitada imaginación,
evocaba el recuerdo de las yuntas de la estancia, que se
negaban á avanzar cuando un animal extraño sustituía
al compañero ausente. El marido se encolerizaba con
facilidad, haciéndola responsable de todas las contra¬
riedades con que le afligían sus hijos, pero no podía ir
sin ella á parte alguna. Las tardes del Hotel Drouot le
resultaban insípidas cuando no tenía á su lado á esta
confidente de sus proyectos y sus cóleras.
— Hoy hay venta de alhajan: ¿vamos?...
Su proposición la hacía con voz suave é insinuante,
una voz que recordaba á doña Luisa los primeros diálo¬
gos en los alrededores de la casa paterna. Y marchaban
por distinto camino. Ella en uno de sus vehículos monu¬
mentales, pues no gustaba de andar, acostumbrada al
quietismo de la estancia ó á correr el campo á caballo.
Desnoyers, el hombre de los cuatro automóviles, los abo¬
rrecía, por ser refractario á los peligros de la novedad,
por modestia, y porque necesitaba ir á pie, proporcio¬
nando á su cuerpo un ejercicio que compensase la falta
de trabajo. Al juntarse en la sala de ventas, repleta de
gentío, examinaban las joyas, fijando de antemano lo
que pensaban ofrecer. Pero él, pronto á exacerbarse ante
la contradicción, iba siempre más lejos, mirando á sus
contendientes al soltar las cifras lo mismo que si les
enviase puñetazos. Después de tales expediciones, la se¬
ñora se mostraba majestuosa y deslumbrante como una
basilisa de Bizancio; las orejas y el cuello con gruesas
perlas, el pecho constelado de brillantes, las manos irra¬
diando agujas de luz con todos los colores del iris.
Chichi protestaba: «Demasiado, mamá.» Iban á con¬
fundirla con pna prendera. Pero la criolla, satisfecha
86
F. BLASCO IBAÑEZ
de su esplendor, que era el coronamiento de una vida
humilde, atribuía á la envidia tales quejas. Su hija era
una señorita y no podía lucir estas preciosidades. Pero
más adelante le agradecería que las hubiese reunido
para ella.
La casa resultaba ya insuficiente para contener tan¬
tas compras. En las cuevas se amontonaban muebles,
cuadros, estatuas y cortinajes para adornar muchas vi¬
viendas. Don Marcelo se quejaba de la pequeñez de un
piso de veintiocho mil francos que podría servir de al¬
bergue á cuatro familias como la suya. Empezaba á
pensar con pena en la renuncia de tantas ocasiones ten¬
tadoras, cuando un corredor de propiedades, de los que
atisban al extranjero, le sacó de esta situación embara¬
zosa. ¿Por qué no compraba un castillo?... Toda la fami¬
lia aceptó la idea. Un castillo histórico, lo más histórico
que pudiera encontrarse, completaría su grandiosa ins¬
talación. Chichi palideció de orgullo. Algunas de sus
amigas tenían castillo. Otras de antigua familia colonial,
acostumbradas á menospreciarla por su origen campe¬
sino, rugirían de envidia al enterarse de esta adquisi¬
ción que casi representaba un ennoblecimiento. La ma¬
dre sonrió con la esperanza de varios meses de campo
que le recordasen la vida simple y feliz de su juventud.
Julio fué el menos entusiasta. «El viejo» querría tenerle
largas temporadas fuera de París; pero acabó por con¬
formarse, pensando en que esto daría ocasión á frecuen¬
tes viajes en automóvil.
Desnoy ers se acordaba de los parientes de Berlín.
¿Por qué no había de tener su castillo como los otros?...
Las ocasiones eran tentadoras. A docenas le ofrecían las
mansiones históricas. Sus dueños ansiaban desprenderse
de ellas, agobiados por los gastos de sostenimiento. Y
compró el castillo de Villeblanche-sur-Marne, edificado
en tiempos de las guerras de religión, mezcla, de pala¬
cio y fortaleza, con fachada italiana del Eenacimiento,
sombríos torreones de aguda caperuza y fosos acuáticos
en los que nadaban cisnes.
El no podía vivir sin un pedazo de tierra sobre el que
ejerciese su autoridad, peleando con la resistencia de
hombres y cosas. Además, le tentaban vastas pro-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 87
porciones de las piezas del castillo, desprovistas de mue¬
bles. Una oportunidad para instalar el sobrante de sus
cuevas, entregándose á nuevas compras. En este am¬
biente de lobreguez señorial, los objetos del pasado se
amoldarían con facilidad, sin el grito de protesta que
parecían lanzar al ponerse en contacto con las paredes
blancas de las habitaciones modernas... La histórica
morada exigía cuantiosos desembolsos; por algo había
cambiado de propietario muchas veces. Pero él y la tie¬
rra se conocían perfectamente... Y al mismo tiempo que
llenaba los salones del edificio, intentó en el extenso par¬
que cultivos y explotaciones de ganado, como una reduc¬
ción de sus empresas de América. La propiedad debía
sostenerse con lo que produjese. No era miedo á los gas¬
tos; era que él «no estaba acostumbrado á perder dinero».
La adquisición del castillo le proporcionó una hon¬
rosa amistad, viendo en ella la mayor ventaja del ne¬
gocio. Entró en relaciones con un vecino, el senador
Lacour, que había sido ministro dos veces y vegetaba
ahora en la x\lta Cámara, mudo durante la sesión, mo¬
vedizo y verboso en los pasillos, para sostener su in¬
fluencia. Era un prócer de la nobleza republicana, un
aristócrata del régimen, que tenía su estirpe en las agi¬
taciones de la Revolución, así como los nobles de per¬
gaminos ponen la suya en las Cruzadas. Su bisabuelo
había pertenecido á la Convención; su padre había figu¬
rado en la República de 1848. El, como hijo de proscrito
muerto en el destierro, marchó siendo muy joven detrás
de la figura grandilocuente de Gambetta, y hablaba á
todas horas de la gloria del maestro para que un rayo
de ellas se reflejase sobre el discípulo. Su hijo René,
alumno de la Escuela Central, encontraba «viejo juego»
al padre, riendo un poco de su republicanismo román¬
tico y humanitario. Pero esto no le impedía esperar, para
cuando fuese ingeniero, la protección oficial atesorada
por cuatro generaciones de Lacour dedicadas al servicio
de la República.
Don Marcelo, que miraba con inquietud toda amistad
nueva temiendo una demanda de préstamo, se entregó
con entusiasmo al trato del «grande hombre». El perso¬
naje era admirador de la riqueza, y encontró por su parto
88
V. BLASCO IBANEZ
cierto talento á este millonario del otro lado del mar que
hablaba de pastoreos sin límites y rebaños inmensos. Sus
relaciones fueron más allá del egoísmo de nna vecindad
del campo, continuándose en París. Pené acabó por visi¬
tar la casa de la avenida Víctor Hugo como si fuese suya.
Las únicas contrariedades en la existencia de Des¬
noy ers provenían de sus hijos. Chichi le irritaba por la
independencia de sus gustos. No amaba las cosas viejas,
por sólidas y espléndidas que fuesen. Prefería las frivo¬
lidades de la última moda. Todos los regalos de su padre
los aceptaba con frialdad. Ante una blonda secular ad¬
quirida en una subasta, torcía el gesto: «Más me gusta¬
ría un vestido nuevo de trescientos francos.» Además, se
apoyaba en los malos ejemplos de su hermano para hacer
frente á «los viejos».
El padre la había confiado por completo á doña
Luisa. La niña era ya una mujer. Pero el antiguo «peon-
cito» no mostraba gran respeto ante los consejos y órde¬
nes de la bondadosa criolla. Se había entregado con en¬
tusiasmo al patinaje, por considerarlo la más elegante
de las diversiones. Iba todas las tardes al Palais de Glace
y doña Chicha la seguía, privándose de acompañar al
marido en sus compras. ¡Las horas de aburrimiento
mortal ante la pista helada, viendo cómo á los sones de
un órgano se deslizaban sobre cuchillos por el blanco
redondel los balanceantes monigotes humanos, solos ó
en fila!... Su hija pasaba y repasaba ante sus ojos roja
de agitación, echando atrás las espirales de su cabellera
que se escapaban del sombrero, haciendo claquear los
pliegues de la falda detrás de los patines, hermosota,
grandullona y fuerte, con la salud insolente de una
criatura que, según su padre, «había sido destetada
con biftecs».
Al fin, doña Luisa se cansó de esta vigilancia molesta.
Prefería acompañar al marido en su cacería de riquezas
á bajo precio. Y Chichi fué al patinaje con una de las
doncellas cobrizas, pasando la tarde entre sus amigas de
sport^ todas procedentes del Nuevo Mundo. Se comuni¬
caban sus ideas bajo el deslumbramiento de la vida fácil
de París, libres de los escrúpulos y preocupaciones de
la tierra natal. Todas ellas creían haber nacido meses
LOS CUATllO JINETES DEL APOCALIPSIS 89
antes, reconociéndose con méritos no sospechados hasta
entonces. El cambio de hemisferio había aumentado sus
valores. Algunas hasta escribían versos en francés. Y
Desnoyers se alarmaba, dando suelta á su mal humor,
cuando por la noche iba emitiendo Chichi en forma de
aforismo lo que ella y sus compañeras habían discurrido
como un resumen de lecturas y observaciones: «La vida
es la vida, y hay que vivirla.» «Yo me casaré con el
hombre que me guste, sea quien sea.»
Estas contrariedades del padre carecían de impor¬
tancia al ser comparadas con las que le proporcionaba
el otro. ¡Ay, el otro!... Julio, al llegar á París, había
torcido el curso de sus aspiraciones. Ya no pensaba en
hacerse ingeniero: quería ser pintor. Don Marcelo opuso
la resistencia del asombro, mas al fin cedió. ¡Vaya por
la pintura! Lo importante era que no careciese de profe¬
sión. La propiedad y la riqueza las consideraba sagra¬
das, pero tenía por indignos de sus goces á los que no
kubiesen trabajado. Eecordó además sus años de tallis¬
ta. Tal vez las mismas facultades, sofocadas en él por
la pobreza, renacían en su descendiente. ¿Si llegaría á
ser un gran pintor este muchacho perezoso, de ingenio
vivaz, que vacilaba antes de emprender su camino en
la vida?... Pasó por todos los caprichos de Julio, que,
estando aún en sus primeras tentativas de dibujo y co¬
lorido, exigía una existencia aparte para trabajar con
más libertad. El padre lo instaló cerca de su casa, en un
estudio de la rué de la Pompe que había pertenecido á
un pintor extranjero de cierta fama. El taller y sus ane¬
xos eran demasiado grandes para un aprendiz. Pero el
maestro había muerto y Desnoyers aprovechó la buena
ocasión que le ofrecían los herederos, comprando en blo¬
que muebles y cuadros.
Doña Luisa visitó diariamente el taller, como una
buena madre que cuida del bienestar de su hijo para
que trabaje mejor. Ella misma, quitándose los guantes,
vaciaba los platillos de bronce repletos de colillas de ci¬
garro y borraba en muebles y alfombras la ceniza caída
de las pipas. Los visitantes de Julio, jóvenes melenudos
que hablaban de cosas que ella no podía entender, eran
algo descuidados en sus maneras... Más adelante encon-
90
V, BLASCO IBANEZ
tro mujeres ligeras de ropas, y filé recibida por su hijo
con mal gesto. ¿Es que mamá no le permitiría trabajar
en paz?... Y la pobre señora, al salir de su casa todas las
mañanas, iba hacia la rué de la Pompe, pero se detenía
en mitad del camino, metiéndose en la iglesia de Saint-
Honoré d’Eyla.u.
El padre se mostró más prudente. Un hombre de sus
años no podía mezclarse en la sociedad de un artista
joven. Julio, á los pocos meses, pasó seman¿is enteras
sin ir á dormir en el domicilio paterno. Finalmente, se
instaló en el estudio, pasando por su casa con rapidez
para que la familia se convenciese de que aún existía...
Desnoyers, algunas mañanas, llegaba á la rué de la
Pompe para hacer preguntas á la portera. Eran las
diez: el artista estaba durmiendo. Al volver á medio¬
día, continuaba el pesado sueño. Luego del almuerzo,
una nueva visita para recibir mejores noticias. Eran las
dos: él señorito se estaba levantando en aquel instante.
Y su padre se retiraba furioso. Pero ¿cuándo pintaba
este pintor?...
Había intentado al principio conquistar un renom¬
bre con el pincel, por considerar esto empresa fácil. Ser
artista le colocaba por encima de sus amigos, mucha¬
chos sudamericanos sin otra ocupación que gozar de la
existencia, derramando el dinero ruidosamente para que
todos se enterasen de su prodigalidad. Con serena auda¬
cia, se lanzó á pintar cuadros, xiniaba la pintura bo¬
nita, «distinguida», elegante; una pintura dulzona como
una romanza y que sólo copiase las formas de la mujer.
Tenía dinero y un buen estudio; su padre estaba á sus
espaldas dispuesto á ayudarle: ¿por qué no había de ha¬
cer lo que tantos otros que carecían de sus medios?. . . Y
acometió la tarea de embadurnar un lienzo, dándole el
título de La danza de las horas: un pretexto para copiar
buenas mozas y escoger modelos. Dibujaba con frené¬
tica rapidez, rellenando el interior de los contornos de
masas de color. Hasta aquí todo iba bien. Pero después
vacilaba, permaneciendo inactivo ante el cuadro, para
arrinconarlo finalmente en espera de tiempos mvcjores.
Lo mismo le ocurrió al intentar varios estudios de ca¬
bezas femeniles. No podía terminar nada, y esto le pro-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 91
dnjo cierta desesperación. Luego se resignó, como el que
se tiende fatigado ante el obstáculo y espera una inter¬
vención providencial que le ayude á salvarlo. Lo im¬
portante era ser pintor... aunque no pintase. Esto le
permitía dar tarjetas con excusas de alta estética á las
mujeres alegres, invitándolas á su estudio. Vivía de
noche. Don Marcelo, al hacer averiguaciones sobre los
trabajos del artista, no podía contener su indignación.
Los dos veían todas las mañanas las primeras horas de
luz: el padre al saltar del lecho, el hijo camino de su
estudio para meterse entre sábanas y no despertar hasta
media tarde.
La crédula doña Luisa inventaba las más absurdas
explicaciones para defender á su hijo. ¡Quién sabe!
Tal vez pintaba de noche, valiéndose de procedimien¬
tos nuevos. ¡Los hombres inventan ahora tantas dia¬
bluras!...
Desnoyers conocía estos trabajos nocturnos: escán¬
dalos en los restoranes de Montmartre y peleas, mu¬
chas peleas. El y los de su banda, que á las siete de la
tarde creían indispensable el frac ó el smoking^ eran á
modo de una partida de indios implantando en París
las costumbres violentas del desierto. El champaña resul¬
taba en ellos un vino de pelea. Eompían y pagaban, pero
sus generosidades iban seguidas casi siempre de una ba¬
talla. Nadie tenía como Jalio la bofetada rápida y la tar¬
jeta pronta. Su padre aceptaba con gestos de tristeza las
noticias de ciertos amigos que se imaginaban halagar
su vanidad haciéndole el relato de encuentros caballe¬
rescos en los que su primogénito rasgaba siempre la
piel del adversario. El pintor entendía más de esgrima
que de su arte. Era campeón de varias armas, boxeaba,
y hasta poseía ios golpes favoritos de los paladines que
vagan por las fortificaciones. «Inútil y peligroso como
todos los zánganos», protestaba el padre. Pero sentía
latir en el fondo de su pensamiento una irresistible sa¬
tisfacción , un orgullo animal , al considerar que este
aturdido temible era obra suya.
Por un momento creyó haber encontrado el medio
de apartarle de tal existencia. Los parientes de Berlín
visitaron á los Desnovers en su castillo de Villeblaiiche.
o
92
V. BLASCO IBAÑEZ
Karl von Hartrott apreció con bondadosa superioridad
las colecciones ricas y nn tanto disparatadas de su cu¬
ñado. No estaba mal: reconocía cierto cachet á la casa
de París y al castillo. Podían servir para completar y
dar pátina aun título nobiliario. ¡Pero Alemania!... ¡Las
comodidades de su patria!... Quería que el cuñado ad¬
mirase á su vez cómo vivía él y las nobles amistades
que embellecían su opulencia. Y tanto insistió en sus
cartas, que los Desnoyers hicieron el viaje. Este cambio
de ambiente podía modificar á Julio. Tal vez despertase
su emulación viendo de cerca la laboriosidad de sus pri¬
mos, todos con una carrera. Además, el francés creía en
la influencia corruptora de París y en la pureza de cos¬
tumbres de la patriarcal Alemania.
Cuatro meses estuvieron allá. Desnoyers sintió al
poco tiempo un deseo de huir. Cada cual con los suyos;
no podría entenderse nunca con aquellas gentes. Muy
amables, con amabilidad pegajosa y visibles deseos de
agradar, pero dando tropezones continuamente por una
falta irremediable de tacto, por una voluntad de hacer
sentir su grandeza. Los personajes amigos de los Har¬
trott hacían manifestaciones de amor á Francia: el
amor piadoso que inspira un niño travieso y débil ne¬
cesitado de protección. Y esto lo acompañaban con toda
clase de recuerdos inoportunos sobre las guerras en
que los franceses habían sido vencidos. Todo lo de Ale¬
mania, un monumento, una estación de ferrocarril, un
simple objeto de comedor, daba lugar á comparaciones
gloriosas: «En Francia no tienen ustedes eso.» «Indu¬
dablemente, en América no habrán ustedes visto nada
semejante.» Don Marcelo se marchó fatigado de tanta
protección. Su esposa y su hija se habían resistido á
aceptar que la elegancia de Berlín fuese superior á la
de París. Chichi, en plena audacia sacrilega, escanda¬
lizó á sus primas declarando que no podía sufrir á los
oficialitos de talle encorsetado y monóculo inconmovi¬
ble, que se inclinaban ante las jóvenes con una rigidez
automática, uniendo á sus galanterías una mueca de su¬
perioridad.
Julio, bajo la dirección de sus primos, se sumió en
el ambiente virtuoso de Berlín. Con el mayor, «el sa-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 9^
bio», no había que contar. Era un infeliz, dedicado á
SLis libros, y que consideraba á toda la familia con gesto
protector. Los otros, subtenientes ó alumnos portaes-
pada, le mostraron con orgullo los progresos de la ale¬
gría germánica. Conoció restoranes nocturnos que eran
una imitación de los de París, pero mucho más grandes.
Las mujeres, que allá se contaban á docenas, eran aquí
centenares. La embriaguez escandalosa no resultaba un
incidente, sino algo buscado con plena voluntad, como
indispensable para la alegría. Todo grandioso, brillante,
colosal. Los vividores se divertían por pelotones, el pú¬
blico se emborrachaba por compañías, las mercenarias
formaban regimientos. Experimentó una sensación de
disgusto ante las hembras serviles y tímidas, acostum¬
bradas al golpe, y que buscaban resarcirse con avidez
de las grandes quiebras y desengaños sufridos en su co¬
mercio. Le era imposible celebrar, como sus primos, con
grandes carcajadas el desencanto de estas mujeres
cuando veían perdidas sus horas sin conseguir otra cosa
que bebida abundante. Además, le molestaba el liber¬
tinaje grosero, ruidoso, con publicidad, como un alarde
de riqueza. «Esto no lo hay en París — decían sus acom¬
pañantes admirando los salones enormes, con centena¬
res de parejas y miles de bebedores — ; no, no lo hay en
París.» Se fatigaba de tanta grandeza sin medida. Creyó
asistir á una ñesta de marineros hambrientos, ansio¬
sos de resarcirse de un golpe de todas las privaciones
anteriores. Y sentía los mismos deseos de huir que su
padre.
De este viaje volvió Marcelo Desnoyers con una me¬
lancólica resignación. Aquellas gentes habían progre¬
sado mucho. El no era un patriota ciego, y reconocía lo
evidente. En pocos años habían transformado su país;
su industria era poderosa... mas resultaban de un trato
irresistible. Cada uno en su casa, y ¡ojalá que nunca se
les ocurriese envidiar la del vecino!... Pero esta última
sospecha la repelía inmediatamente con su optimismo
de hombre de negocios.
«Van á ser muy ricos — pensaba — . Sus asuntos mar¬
chan, y el que es rico no siente deseos de reñir. La
guerra con que sueñan cuatro locos resulta imposible.»
94
V. BLASCO IBANEZ
El joven Desnoy ers reanudó su existencia parisién,
viviendo siempre en el estudio y presentándose de tarde
en tarde en la casa paterna. Doña Luisa empezó á ha¬
blar de un tal Argensola, joven español de gran sabi¬
duría, reconociendo que sus consejos podían ser de
mucha utilidad para su hijo. Este no sabía con certeza
si el nuevo compañero era un amigo, un maestro ó un
sirviente. Otra duda sufrían los visitantes. Los aficio¬
nados á las letras hablaban de Argensola como de un
pintor; los pintores sólo le reconocían superioridad como
literato. Nunca pudo recordar exactamente dónde le
había visto la primera vez. Era de los que subían á su
estudio en las tardes de invierno, atraídos por la caricia
roja de la estufa y los vinos facilitados ocultamente
por la madre. Tronaba el español ante la botella libe¬
ralmente renovada y la caja de cigarrillos abierta sobre
la mesa, hablando de todo con autoridad. Una noche
se quedó á dormir en un diván. No tenía domicilio fijo.
Y después de esta primera noche, las pasó todas en el
estudio.
Julio acabó por admirarle como un reflejo de su
personalidad. ¡Lo que sabía aquel Argensola, venido
de Madrid en tercera clase y con veinte francos en el
bolsillo para «violar á la gloria», según sus propias pa¬
labras! Al ver que pintaba con tanta dureza como él,
empleando el mismo dibujo pueril y torpe, se enterne¬
ció. Sólo los falsos artistas, los hombres «de oficio», los
ejecutantes sin pensamiento, se preocupan del colorido
y otras ranciedades. Argensola era un artista psicoló¬
gico, un pintor de almas. Y el discípulo sintió asombro
y despecho al enterarse de lo sencillo que era pintar un
alma. Sobre un rostro exangüe, con el mentón agudo
como un puñal, el español trazaba unos ojos casi redon¬
dos y á cada pupila le asestaba una pincelada blanca,
un punto de luz... el alma. Luego, plantándose ante
el lienzo, clasificaba esta alma con su facundia inago¬
table, atribuyéndola toda clase de conflictos y crisis.
Y tal era su poder de obsesión, que Julio veía lo que
el otro se imaginaba haber puesto en los ojos de re¬
dondez buhesca. El también pintaría almas... almas de
mujeres.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS
95
Con ser tan fácil este trabajo de engendramiento psí¬
quico, Argensola gustaba más de charlar recostado en
un diván ó leer al amor de la estufa mientras el amigo
y protector estaba fuera. Otra ventaja esta afición á la
lectura para el joven Desnoyers, que al abrir un volu¬
men iba directamente á las últimas páginas ó al índice,
queriendo «hacerse una idea», como él decía. Algunas
veces, en los salones, había preguntado con aplomo á un
autor cuál era su mejor libro. Y su sonrisa de hombre
listo daba á entender que era una precaución para no
perder el tiempo con los otros volúmenes. Ahora ya no
necesitaba cometer estas torpezas. Argensola leería por
él. Cuando le adivinaba interesado por un volumen, exi¬
gía inmediata participación: «Cuéntame el argumento.»
Y el «secretario» no sólo hacía la síntesis de comedias
y novelas, sino que le comunicaba el «argumento» de
Schopenhauer ó el «argumento» de Nietzsche... Luego,
doña Luisa casi vertía lágrimas al oir que las visitas se
ocupaban de su hijo con la benevolencia que inspira la
riqueza: «Un poco diablo el mozo, jjero ¡qué bien pre¬
parado!...»
A cambio de sus lecciones, Argensola recibía el mis¬
mo trato que un esclavo griego de los que enseñaban
retórica á los patricios jóvenes de la Loma decadente.
En mitad de una explicación, su señor y amigo le inte¬
rrumpía.
— Prepárame una camisa de frac. Est03r invitado esta
noche.
Otras veces, cuando el maestro experimentaba una
sensación de bienestar animal con un libro en la mano
junto á la estufa roncadora, viendo á través de la vi¬
driera la tarde gris y lluviosa, se presentaba de repente
el discípulo:
— ¡Pronto... á la calle! Va á venir una mujer.
Y Argensola, con el gesto de un perro que sacude sus
lanas, marchaba á continuar su lectura en algún cafetu-
cho incómodo de las cercanías.
Su influencia descendió de las cimas de la intelec¬
tualidad para intervenir en las vulgaridades de la vida
material. Era el intendente del patrono, el mediador
entre su dinero y los que se presentaban á reclamarlo
96
V. BLASCO IBANEZ
factura en mano. «Dinero», decía lacónicamente á fines
de mes. Y Desnoyers prorrumpía en quejas y maldicio¬
nes. ¿De dónde iba á sacarlo? El viejo era de una dureza
reglamentaria y no toleraba el menor avance sobre el
mes siguiente. Le tenía sometido á un régimen de mise¬
ria. Tres mil francos mensuales: ¿qué podía hacer con
esto una persona decente?... Deseoso de reducirle, estre¬
chaba el cerco, interviniendo directamente en la admi¬
nistración de su casa para que doña Luisa no pudiera
hacer donativos al hijo. En vano se había puesto en
contacto con varios usureros de París, hablándoles de
su propiedad más allá del Océano. Estos señores tenían
á mano la juventud del país y no necesitaban exponer
sus capitales en el otro mundo. Igual fracaso le acompa¬
ñaba cuando, con repentinas muestras de cariño, que¬
ría convencer á don Marcelo de que tres mil francos al
mes son una miseria. El millonario rugía de indigna¬
ción. ¡Tres mil francos una miseria! ¡Y además las deu¬
das del hijo que había tenido que pagar en varias oca¬
siones!...
— Cuando yo era de tu edad... — empezaba diciendo.
Pero Julio cortaba la conversación. Había oído mu¬
chas veces la historia de su padre. ¡Ah, viejo avariento!
Lo que le daba todos los meses no era mas que la renta
del legado de su abuelo... Y por consejo de Argensola, se
atrevió á reclamar el campo. La administración de esa
tierra pensaba confiarla á Celedonio, el antiguo capataz,
que era ahora un personaje en su país, y al que él llama¬
ba irónicamente «mi tío». Desnoyers acogió su rebeldía
fríamente: «Me parece justo. Ya eres mayor de edad.» Y
luego de entregarle el legado extremó su vigilancia en
los gastos de la casa, evitando á doña Luisa todo manejo
de dinero. En adelante miró á su hijo como un adversa¬
rio que necesitaba vencer, tratándolo durante sus rápi¬
das apariciones en la avenida Víctor Hugo con glacial
cortesía, lo mismo que á un extraño.
Una opulencia transitoria animó por algún tiempo el
estudio. Julio había aumentado sus gastos, considerán¬
dose rico. Pero las cartas del tío de América disiparon
estas ilusiones. Primeramente las remesas de dinero ex¬
cedieron en muy poco á la cantidad mensual que le en-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 97
treg'aba su padre. Luego disminuyeron de un modo alar¬
mante. Todas las calamidades de la tierra parecían ha¬
ber caído juntas sobre el campo, según Celedonio. Los
pastos escaseaban: unas veces era por falta de lluvia,
otras por las inundaciones; y las reses perecían á cente¬
nares. Julio necesitaba mayores ingresos, y el mestizo
marrullero le enviaba lo que podía, pero como simple
préstamo, reservando el cobro para cuando ajustasen
cuentas. A pesar de tales auxilios, el joven Desnoyers
sufría apuros. Jugaba ahora en un Círculo elegante, cre¬
yendo compensar de tal modo sus periódicas escaseces,
y esto servía para que desaparecieran con mayor rapidez
las cantidades recibidas de América... ¡Que un hombre
como él se viese atormentado por la falta de unos miles
de francos! ¿De qué le servía tener un padre con tantos
millones?
Si los acreedores se mostraban amenazantes, recurría
al «secretario». Debía ver á mamá inmediatamente: él
quería evitarse sus lágrimas y reconvenciones. Y Argén-
sola se deslizaba como un ratero por la escalera de ser¬
vicio del caserón de la avenida Víctor Hugo. El local de
sus embajadas era siempre la cocina, con gran peligro
de que el terrible Desnoyers llegase hasta allí en una
de sus evoluciones de hombre laborioso, sorprendiendo
al intruso. Doña Luisa lloraba, conmovida por las dra¬
máticas palabras del mensajero. ¡Qué podía hacer! Era
más pobre que sus criadas: joyas, muchas joyas, pero ni
un franco. Eué Argensola quien propuso una solución,
digna de su experiencia. El salvaría á la buena madre
llevando al Monte de Piedad algunas de sus alhajas.
Conocía el camino. Y la señora aceptó el consejo; pero
sólo le entregaba joyas de mediano valor, sospechando
que no las vería más. Tardíos escrúpulos la hacían pro¬
rrumpir á veces en rotundas negativas. Podía saberlo
su Marcelo: ¡qué horror!... Pero el español consideraba
denigrante salir de allí sin llevarse algo, y á falta de di¬
nero cargaba con un cesto de botellas de la rica bodega
de Desnoyers.
Todas las mañanas entraba doña Luisa en Saint-
Honoré d’Eylau para rogar por su hijo. Apreciaba esta
iglesia como algo propio. Era un islote hospitalario y
7
98
V. BLASCO IBANEZ
familiar en el océano inexplorado de París. Crnzaba
discretos saludos con los fieles habituales, gentes del
barrio procedentes de las diversas repúblicas del Nuevo
Mundo. Le parecía estar más cerca de Dios y de los san¬
tos al oir en el atrio conversaciones en su idioma. Ade¬
más, era á modo de un salón por donde transcurrían los
grandes sucesos de la colonia sudamericana. Un día era
una boda con flores, orquesta y cánticos. Ella, con su
Chichi al lado, saludaba á las personas conocidas, cum¬
plimentando luego á los novios. Otro día eran los fune¬
rales de un ex presidente de Eepública ó cualquier otro
personaje ultramarino que terminaba en París su exis¬
tencia tormentosa. ¡Pobre presidente! ¡Pobre general!...
Doña Luisa recordaba al muerto. Lo había visto en
aquella iglesia muchas veces oyendo su misa devota¬
mente, y se indignaba contra las malas lenguas que, á
guisa de oración fúnebre, hacían memoria de fusila¬
mientos y Bancos liquidados allá en su país. ¡Un señor
tan bueno y tan religioso! ¡Que Dios lo tenga en su glo¬
ria!... Y al salir á la plaza contemplaba con ojos tiernos
los jinetes y amazonas que se dirigían al Bosque, los
lujosos automóviles, la mañana radiante de sol, toda la
fresca puerilidad de las primeras horas del día, recono¬
ciendo que es muy hermoso vivir.
Su mirada de gratitud para lo existente acababa
por acariciar el monumento del centro de la plaza, todo
erizado de alas, como si fuese á desprenderse del suelo.
¡Víctor Hugo!... Le bastaba haber oído este nombre en
boca de su hijo, para contemplar la estatua con un in¬
terés de familia. Lo único que sabía del poeta era que
'había muerto. De eso casi estaba segura. Pero se lo
imaginaba en vida gran amigo de Julio, en vista de la
frecuencia con que repetía su nombre.
¡Ay, su hijo!... Todos sus pensamientos, sus conje¬
turas, sus deseos, convergían en él y en su irreductible
marido. Ansiaba que los dos hombres se entendiesen,
terminando una lucha en la que ella era la única vícti¬
ma. ¿No haría Dios el milagro?... Como un enfermo que
cambia de sanatorio, persiguiendo á la salud, abando¬
naba la iglesia de su calle para frecuentar la Capilla
Española de la avenida Friedland. Aquí aún se conside
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 99
raba más entre los suyos. A través de las sudamerica¬
nas, finas y elegantes, como si se hubiesen escapado de
una lámina de periódico de modas, sus ojos buscaban
con admiración á otras damas peor trajeadas, gordas,
con armiños teatrales y joyas antiguas. Al encontrarse
estas señoras en el atrio, hablaban con voces fuertes
y manotees expresivos, recortando enérgicamente las
palabras. La hija del estanciero se atrevía á saludarlas,
por haberse suscrito á todas sus obras de beneficencia,
y al ver devuelto el saludo experimentaba una satis¬
facción que la hacía olvidar momentáneamente sus pe¬
nas. Eran de aquellas familias que admiraba su padre
sin saber por qué; procedían de lo que llamaban al otro
lado del mar «la madre patria», todas excelentísimas y
altísimas para la buena doña Chicha y emparentadas
con reyes. No sabía si darles la mano ó doblar una ro¬
dilla, como había oído vagamente que es de uso en las
cortes. Pero de pronto recordaba sus preocupaciones, y
seguía adelante para dirigir sus ruegos á Dios. ¡Ay, que
se acordase de ella! ¡Que no olvidase á su hijo por mucho
tiempo!...
Fué la gloria la que se acordó de Julio, estrechándolo
en sus brazos de luz. Se vió de pronto con todos los
honores y ventajas de la celebridad. La fama sorprende
cautelosamente por los caminos más tortuosos é ignora¬
dos. Ni la pintura de almas ni una existencia acciden¬
tada llena de amoríos costosos y duelos complicados pro¬
porcionaron al joven Desnoyers su renombre. La gloria
le tomó por los pies.
Un nuevo placer había venido del otro lado de los
mares, para felicidad de los humanos. Las gentes se
interrogaban en los salones con el tono misterioso de
los iniciados que buscan reconocerse: «¿Sabe usted tan¬
gueará... ■>-> El tango se había apoderado del mundo. Era
el himno heroico de una humanidad que concentraba
de pronto sus aspiraciones en el armónico contoneo de
las caderas, midiendo la inteligencia por la agilidad de
los pies. Una música incoherente y monótona, de inspi¬
ración africana, satisfacía el ideal artístico de una so¬
ciedad que no necesitaba de más. El mundo danzaba...
danzaba... danzaba. Un baile de negros de Cuba, intro-
100
V. BLASCO IBANEZ
ducido en la América del Sur por los marineros que
cargan tasajo para las Antillas, conquistaba la tierra
entera en pocos meses, daba la vuelta á su redondez,
saltando victorioso de nación en nación... lo mismo que
la Marsellesa. Penetraba basta en las cortes más cere¬
moniosas, derrumbando las tradiciones del recato y la.
etiqueta, como un canto de revolución: la revolución de
la frivolidad. El Papa tenía que convertirse en maestro
de baile, recomendando la «furlana» contra el «tango»,
ya que todo el mundo cristiano, sin distinción de sec¬
tas, se unía en el deseo común de agitar los pies con un
frenesí tan incansable como el de los poseídos de la
Edad Media.
Julio Desnoyers, al encontrar esta danza de su ado¬
lescencia soberana y triunfadora en pleno París, se en¬
tregó á ella con la confianza que inspira una amante vie¬
ja. ¡Quién le hubiese anunciado, cuando era estudiante
y frecuentaba los bailes más abyectos de Buenos Aires,
vigilados por la policía, que estaba haciendo el aprendi¬
zaje de la gloria!...
De cinco á siete, centenares de ojos le siguieron con
admiración en los salones de los Campos Elíseos, donde
costaba cinco francos una taza de té con derecho á in¬
tervenir en la danza sagrada. «Tiene la línea», decían
las damas apreciando su cuerpo esbelto de mediana es¬
tatura y fuertes resortes. Y él, con el chaqué ceñido de
talle y abombado de pecho, los pies de femenil pequenez
enfundados en charol y cañas blancas sobre altos taco¬
nes, bailaba grave, reflexivo, silencioso, como un mate¬
mático en pleno problema, mientras las luces azuleaban
las dos cortinas obscuras, apretadas y brillantes de sus
guedejas. Las mujeres solicitaban ser presentadas á él,
con la dulce esperanza de que sus amigas las envidiasen
viéndolas en los brazos del maestro. Las invitaciones
llovían sobre Julio. Se abrían á su paso los salones más
inaccesibles. Todas las tardes adquiría una docena de
amistades. La moda había traído profesores del otro lado
del mar, compadritos de los arrabales de Buenos Aires,
orgullosos y confusos al verse aclamados lo mismo que
un tenor de fama ó un conferencista. Pero sobre estos
bailarines de una vulgaridad originaria y que se hacían
LOS CUAmO JINETES DEL APOCALIPSIS 101
pagar, triunfaba Julio Desnoyers. Los incidentes de su
vida anterior eran comentados por las mujeres como ha¬
zañas de galán novelesco.
— Te estás matando — decía Argensola — . Bailas de¬
masiado.
La gloria de su amigo representaba nuevas moles¬
tias para él. Sus plácidas lecturas ante la estufa se
veían ahora interrumpidas diariamente. Imposible leer
más de un capítulo. El hombre célebre le apremiaba
con sus órdenes para que se marchase á la calle. «Una
nueva lección», decía el parásito. Y cuando estaba solo,
numerosas visitas, todas de mujeres, unas preguntonas
y agresivas, otras melancólicas, con aire de abandono,
venían á interrumpirle en su reflexivo entretenimiento.
Una de éstas aterraba con su insistencia á los habitan¬
tes del estudio. Era una americana del Norte, de edad
problemática, entre ios treinta y dos y ios cincuenta
y nueve años, siempre con faldas cortas, que al sen¬
tarse se recogían indiscretas, como movidas por un re¬
sorte. Varios bailes con Desnojmrs y una visita á la
rué de la Pompe representaban para ella sagrados dere¬
chos adquiridos, y perseguía al maestro con la desespe¬
ración de una creyente abandonada. Julio había esca¬
pado al saber que esta beldad, de esbeltez juvenil vista
por el dorso, tenía dos nietos. «3íáster Desnoj^-ers ha sa¬
lido», decía invariablemente Argensola al recibirla. Y
la abuela lloraba, prorrumpiendo en amenazas. Quería
suicidarse allí mismo, para que su cadáver espantase
á las otras mujeres que venían á quitarle lo que consi¬
deraba suyo. Ahora era Argensola el que despedía á su
compañero cuando deseaba verse solo. «Creo que la yan¬
qui va á venir», decía con indiferencia. Y el grande hom¬
bre escapaba, valiéndose muchas veces de la escalera de
servicio.
En esta época empezó á desarrollarse el suceso más
importante de su existencia. La familia Desnoyers iba
á unirse con la del senador Lacour. René, el hijo único
de éste, había acabado por inspirar á Chichi cierto
interés que casi era amor. El personaje deseaba para su
descendiente los campos sin límites, los rebaños inmen¬
sos, cuya descripción le conmovía como un relato mara-
102
F. BLASCO IBAÑEZ
villoso. Era viudo, pero gustaba de dar en su casa re¬
uniones y banquetes. Toda celebridad nueva le sugería
inmediatamente el plan de un almuerzo. No había per¬
sonaje de paso en París, viajero polar ó cantante fa¬
moso que escapase sin ser exhibido en el comedor de
Lacour. El hijo de Desnoyers — en el que apenas se había
fijado hasta entonces — le inspiró una simpatía repen¬
tina. El senador era un hombre moderno, v no clasifi-
caba la gloria ni distinguía las reputaciones. Le bastaba
que un apellido sonase, para aceptarlo con entusiasmo.
Al visitarle Julio, lo presentaba con orgullo á sus ami¬
gos, faltando poco para que le llamase «querido maes¬
tro». El tango acaparaba todas las conversaciones.
Hasta en la Academia se habían ocupado de él, para
demostrar elocuentemente que la juventud de la anti¬
gua Atenas se divertía con algo semejante... Y Lacour
había soñado toda su vida en una república ateniense
para su país.
El joven Desnoyers conoció en estas reuniones al ma¬
trimonio Laurier. El era un ingeniero que poseía una
fábrica de motores para automóviles en las inmediacio¬
nes de París; un hombre de treinta y cinco años, grande,
algo pesado, silencioso, que posaba en torno de su per¬
sona una mirada lenta, como si quisiera penetrar más
profundamente en ios hombres y los objetos. Madama
Laurier tenía diez años menos que su marido, y parecía
despegarse de él por la fuerza de un rudo contraste. Era
de carácter ligero, elegante, frívola, y amaba la vida
por los placeres y satisfacciones que proporciona. Pare¬
cía aceptar con sonriente conformidad la adoración si¬
lenciosa y grave de su esposo. No podía hacer menos por
una criatura de sus méritos. Además, había aportado al
matrimonio una dote de trescientos mil francos, capital
que sirvió al ingeniero para ensanchar sus negocios. El
senador había intervenido en el arreglo de esta sociedad
matrimonial. Laurier le interesaba por ser hijo de un
.compañero de su juventud.
La presencia de Julio fué para Margarita Laurier
un rayo de sol en el aburrido salón de Lacour. Ella
bailaba la danza de moda, frecuentando los «té-tango»
donde era admirado Desnoyers. ¡Verse de pronto al lado
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 103
de este hombre célebre é interesante que se disputaban
las mujeres!... Para que no la creyese una burguesa igual
á las otras contertulias del senador, habló de sus costu¬
reros, todos de la me de la Paix^ declarando gravemente
que una mujer que se respeta no puede salir á la calle
con un vestido de menos de ochocientos francos, y que
el sombrero de mil, objeto de asombro hace pocos años,
era ahora una vulgaridad.
Este conocimiento sirvió para que «la pequeña Lau-
rier» — como la llamaban las amigas, á pesar de su buena
estatura — se viese buscada por el maestro en los bailes,
saliendo á danzar con él entre miradas de despeclio y
envidia. ¡Qué triunfo para la esposa do un simple inge¬
niero, que iba á todas partes en el automóvil de su ma¬
dre!... Julio sintió al principio la atracción de la nove¬
dad. La había creído igual á todas las que languide¬
cían en sus brazos siguiendo el ritmo complicado de la
danza. Después la encontró distinta. Las resistencias de
ella á continuación de las primeras intimidades verba¬
les exaltaron su deseo. En realidad nunca había tratado
á una mujer de su clase. Las de su primera época eran
parroquianas de los restoranes nocturnos, que acababan
por hacerse pagar. Ahora, la celebridad traía á sus bra¬
zos damas de alta posición, pero con un pasado inconfe¬
sable, ansiosas de novedades y excesivamente maduras.
Esta burguesa que marchaba hacia él y en el momento
del abandono retrocedía con bruscos renacimientos de
pudor representaba algo extraordinario.
Los salones de tango experimentaron una gran pér¬
dida. Desnoyers se dejó ver con menos frecuencia, aban¬
donando su gloria á los profesionales. Transcurrían se¬
manas enteras sin que las devotas pudiesen admirar de
cinco á siete sus crenchas negras y sus piececitos charo¬
lados brillando bajo las luces al compás de graciosos mo¬
vimientos.
Margarita Laurier también huyó de estos lugares.
Las entrevistas de los dos se desarrollaron con arreglo
á lo que ella había leído en las novelas amorosas que
tienen por escenario á París. Iba en busca de Julio te¬
miendo ser reconocida, trémula de emoción, escogiendo
los trajes más sombríos, cubriéndose el rostro con un
104
V. BLASCO IBANEZ
velo tupido, «el velo de adulterio», como decían sus ami¬
gas. Se daban cita en los squares de barrio menos fre¬
cuentados, cambiando de lugar como los pájaros miedo¬
sos, que á la más leve inquietud levantan el vuelo para
ir á posarse á gran distancia. Unas veces se juntaban
en las Buttes-Chaumont, otras preferían los jardines de
la orilla izquierda del Sena, el Luxemburgo y hasta el
remoto parque de Montsouris. Ella sentía escalofríos de
terror al pensar que su marido podía sorprenderla, mien¬
tras el laborioso ingeniero estaba, en la fábrica, á una
distancia enorme de la realidad. Su aspecto azorado, sus
excesivas precauciones para deslizarse inadvertida, aca¬
baban por llamar la atención de los transeúntes.
Julio se impacientó con las molestias de este amor
errante, sin otro resultado que algunos besos furtivos.
Pero callaba al fin, dominado por las palabras supli¬
cantes de Margarita. No quería ser suya como una de
tantas; necesitaba convencerse de que este amor iba á
durar siempre. Era su primera falta y deseaba que fue¬
se la última. ¡Ay! ¡Su reputíición intacta hasta enton¬
ces!... ¡El miedo á lo que podía decir la gente!... Los
dos retrocedieron hasta la adolescencia; se amaron con
la pasión confiada y pueril de los quince años, que
nunca habían conocido. Julio había saltado de la niñez
á los placeres del libertinaje, recorriendo de un golpe
toda la iniciación de la vida. Ella había deseado el
matrimonio por hacer como las demás, por adquirir el
respeto y la libertad de una mujer casada, sintiendo
únicamente hacia su esposo un vago agradecimiento.
«Terminamos por donde otros empiezan», decía Des¬
noy ers.
Su pasión tomaba todas las formas de un amor in¬
tenso, creyente y vulgar. Se enternecían con un senti¬
mentalismo de romanza al estrecharse las manos y
cambiar un beso en un banco de jardín á la hora del
crepúsculo. El guardaba un mechón de pelo de Mar¬
garita, aunque dudando de su autenticidad, con la
vaga sospecha de que bien podía ser de los añadidos
impuestos por la moda. Ella abandonaba su c¿ibeza en
uno de sus hombros, se apelotonaba, como si implorase
su dominación; pero siempre al aire libre. Apenas in-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 105
tentaba Julio mayores intimidades en el interior de un
carruaje, madama le repelía vigorosamente. Una duali¬
dad contradictoria parecía inspirar sus actos. Todas las
mañanas despertaba dispuesta al vencimiento final. Pero
luego, al verse junto á él, reaparecía la pequeña bur¬
guesa, celosa de su reputación, fiel á las enseñanzas de
su madre.
Un día accedió á visitar el estudio, con el interés
que inspiran los lugares habitados por la persona ama¬
da. «Júrame que me respetarás.» El tenía el juramento
fácil, y juró por todo lo que Margarita quiso... Y desde
este día ya no se vieron en los jardines ni vagaron per¬
seguidos por el viento del invierno. Se quedaron en el
estudio, y Argensola tmn que modificar su existencia,
buscando la estufa de algún pintor amigo para conti¬
nuar sus lecturas.
Esta situación se prolongó dos meses. Mo supieron
nunca qué fuerza secreta derrumbó de pronto su tran¬
quila felicidad. Tal vez fué una amiga de ella, que,
adivinando los hechos, los hizo saber al marido por me¬
dio de un anónimo; tal vez se delató la misma esposa
inconscientemente, con sus alegrías inexplicables, sus
regresos tardíos á la casa, cuando la comida estaba ya
en la mesa, y la repentina aversión que mostraba al
ingeniero en las horas de intimidad matrimonial, para
mantenerse fiel al recuerdo del otro. El compartirse
entre el compañei’o legal y el hombre amado era un
tormento que no podía soportar su entusiasmo simple y
vehemente.
Cuando trotaba una noche por la rice de la Pompe mi¬
rando su reloj y temblando de impaciencia al no encon¬
trar un automóvil ó un simple fiacre, le cortó el paso un
hombre... ¡Esteban Laurier! Aún se estremecía de miedo
al recordar esta hora trágica. Por un momento creyó que
iba á matarla. Los hombres serios, tímidos y sumisos son
terribles en sus explosiones de cólera. El marido lo sabía
todo. Con la misma paciencia que empleaba en la solu¬
ción de sus problemas industriales, la había estudiado
día tras día, sin que pudiese adivinar esta vigilancia
en su rostro impasible. Luego la había seguido, hasta
adquirir la completa evidencia de su infortunio.
106
V. BLASCO IBANEZ
Margarita no se lo había imaginado nunca tan vul¬
gar y ruidoso en sus pasiones. Esperaba que aceptase los
hechos fríamente, con un ligero tinte de ironía filosófica,
como lo hacen los hombres verdaderamente distingui¬
dos, como lo habían hecho los maridos de muchas de
sus amigas. Pero el pobre ingeniero, que más allá de su
trabajo sólo veía á su esposa, amándola como mujer y
admirándola como un ser delicado y superior, resumen
de todas las gracias y elegancias, no podía resignarse, y
gritó y amenazó sin recato alguno, haciendo que el es¬
cándalo se esparciese por todo el círculo de sus amista¬
des. El senador experimentaba una gran molestia al re¬
cordar que era en su respetable vivienda donde se habían
conocido los culpables. Pero su cólera la dirigió contra
el esposo. ¡Qué falta de saber vivir!... Las mujeres son
las mujeres, y todo tiene arreglo. Pero después de las
imprudencias de este energúmeno no era posible una so¬
lución elegante, y había que entablar el divorcio.
El viejo Desnoyers se irritó al conocer la última ha¬
zaña de su hijo. Laurier le inspiraba un gran afecto. La
solidaridad instintiva que existe entre los hombres de
trabajo, pacientes y silenciosos, les había hecho buscar¬
se. En las tertulias del senador pedía noticias al inge¬
niero de la marcha de sus negocios, interesándose por
el desarrollo de aquella fábrica, de la que hablaba con
ternuras de padre. El millonario, que gozaba fama de
avariento, había llegado á ofrecerle un apoyo desinte¬
resado, por si algún día necesitaba ensanchar su acción
laboriosa. ¡Y á este hombre bueno venía á robarle la fe¬
licidad su hijo, un bailarín frívolo é inútil!...
Laurier, en los primeros momentos, habló de batirse.
Su cólera fué la del caballo de labor que rompe los
tirantes de la máquina de trabajo, eriza su pelaje con
relinchos de locura y muerde. El padre se indignó ante
su determinación... ¡Un escándalo más! Julio había de¬
dicado la mejor parte de su existencia al manejo de las
armas.
— Lo matará — decía el senador — . Estoy seguro de que
lo matará. Es la lógica de la vida: el inútil mata siempre
al que sirve para algo.
Pero no hubo muerte alguna. El padre de la Repú-
LOS CUATRO JURE TÉS DÉL APOCALIPSIS 107
blica supo manejar á unos y á otros con la misma habi¬
lidad que mostraba en los pasillos del Senado al surgir
una crisis ministerial. Se acalló el escándalo. Margarita
fué á vivir con su madre, y empezaron las primeras ges¬
tiones para el divorcio.
Algunas tardes, cuando en el reloj del estudio daban
las siete, ella había dicho tristemente, entre los despere¬
zos de su cansancio amoroso:
— Marcharme... Marcharme cuando ésta es mi verda¬
dera casa... ¡Ay, por qué no somos casados!
Y él, que sentía florecer en su alma todo un jardín
de virtudes burguesas ignoradas hasta entonces, repetía
convencido:
— Es verdad: ¡por qué no somos casados!
Sus deseos podían realizarse. El marido les facilitaba
el paso con su inesperada intervención. Y el joven Des¬
noy ers se marchó á América para reunir dinero y ca¬
sarse con Margarita.
lY
EL PRIMO DE BERLÍN
El estudio de Julio Desnoyers ocupaba el último piso
sobre la calle. El ascensor y la escalera principal ter¬
minaban ante su puerta. A sus espaldas, dos pequeños
departamentos recibían la luz de un patio interior, te¬
niendo como único medio de comunicación la escalera
de servicio, que ascendía hasta las buhardillas.
Argensola, al quedarse en el estudio durante el viaje
de su compañero, había buscado la amistad de estos
vecinos de piso. La más grande de las habitaciones se
hallaba desocupada durante el día. Sus dueños sólo vol¬
vían después de comer en el restorán. Era un matri-
IOS
V. BLASCO IBANEZ
raonio de empleados, que únicamente permanecía en
casa los días festivos. El hombre, vigoroso y de aspecto
marcial, prestaba servicio de inspector en un gran alma¬
cén. Había sido militar en Africa, ostentaba una conde¬
coración y tenía el grado de subteniente en el ejército
de reserva. Ella era una rubia abultada y algo anémica,
de ojos claros y gesto sentimental. En los días de fiesta
pasaba largas horas ante el piano, evocando sus re¬
cuerdos musicales, siempre los mismos. Otras veces la
veía Argensola por una ventana interior trabajando en
la cocina, ayudada por su compañero, riendo los dos de
sus torpezas é inexperiencias al improvisar la comida
del domingo.
La portera tenía á esta mujer por alemana, pero ella
hacía constar su condición de suiza. Desempeñaba el
empleo de cajera en un almacén que no era el mismo
donde trabajaba su compañero. Por las mañanas salían
juntos, para separarse en la plaza de la Estrella, si¬
guiendo cada uno distinta dirección. A las siete de la
tarde se saludaban con un beso en plena calle, como
enamorados que se encuentran por primera vez, y luego
de su comida volvían al nido de la me de la Pompe. Ar¬
gensola se vió rechazado, en todos sus intentos de amis¬
tad, por el egoísmo de esta pareja. Le conte&taban con
una cortesía glacial: vivían únicamente para ellos.
El otro departamento, compuesto de dos piezas, es¬
taba ocupado por un hombre solo. Era un ruso ó polaco,
que volvía casi siempre con paquetes de libros y pa¬
saba largas horas escribiendo junto á una ventana del
patio. El español le tuvo desde el primer momento por
un hombre misterioso que ocultaba tal vez enormes mé¬
ritos: un verdadero personaje de novela. Le impresio¬
naba el aspecto exótico de Tchernoff: su barba revuelta,
sus melenas aceitosas, sus gafas sobre una nariz am¬
plia que parecía deformada por un puñetazo. Como un
nimbo invisible le circundaba cierto hedor compuesto
de vino ^barato y emanaciones de ropas trasudadas; Ar¬
gensola’ lo percibía á través de la puerta de servicio:
«El amigo Tchernoff que vuelve.» Y salía á la escalera
interior para hablar con su vecino. Este defendió por
mucho tiempo el acceso á su vivienda. El español llegó
LOS CUATllO JINETES DEL APOCALIPSIS 100
á creer que se dedicaba á la alquimia y otras operacio¬
nes misteriosas. Cuando al fin pudo entrar, vio libros,
muchos libros, libros por todas partes, esparcidos en el
suelo, alineados sobre tablas, apilados en los rincones,
invadiendo sillas desvencijadas, mesas viejas, y una
cama que sólo era rehecha de tarde en tarde, cuando
el dueño, alarmado por la creciente invasión de polvo
y telarañas, reclamaba el auxilio de una amiga de la
portera.
Argensola reconoció al fin con cierto desencanto que
no había nada misterioso en la vida de este hombre. Lo
que escribía junto á la ventana eran traducciones: unas
hechas de encargo, otras voluntariamente para los pe¬
riódicos socialistas. Lo único asombroso en él era la
cantidad de idiomas que conocía.
— Todos los sabe — dijo á Desnoyers al describirle este
vecino — . Le basta oir uno nuevo, para dominarlo á los
pocos días. Posee la clave, el secreto de las lenguas vivas
y muertas. Habla el castellano como nosotros y no ha
estado jamás en un país de habla española.
La sensación del misterio volvió á experimentarla
Argensola al leer los títulos de varios de los volúmenes
amontonados. Eran libros antiguos en su mayor parte,
muchos de ellos en idiomas que él no podía descifrar,
recolectados á precios bajos en librerías de lance y en
las cajas de los Oouquinistes instaladas sobre los para¬
petos del Sena. Sólo aquel hombre, que tenía «la clave
de las lenguas», podía adquirir tales volúmenes. Una
atmósfera de misticismo, de iniciaciones sobrehumanas,
de secretos intactos á través de los siglos, parecía des¬
prenderse de estos montones de volúmenes polvorien¬
tos, algunos con las hojas roídas. Y confundidos con los
libros vetustos aparecían otros de cubierta flamante y
roja, cuadernos de propaganda socialista, folletos en
todos los idiomas de Europa, y periódicos, muchos pe¬
riódicos, con títulos que evocaban la revolución.
Tchernoff no parecía gustar de visitas y conversa¬
ciones. Sonreía enigmáticamente á través de su barba
de ogro, ahorrando palabras para terminar pronto la
entrevista. Pero Argensola poseía el medio de vencer á
este personaje huraño. Le bastaba guiñar un ojo con ex-
lio
V. BLA8C0 IBAÑEZ
presiva invitación. «¿Vamos?» Y se instalaban los dos en
un diván de Desnoyers ó en la cocina del estudio, frente
á una botella procedente de la avenida Víctor Hugo. Los
vinos preciosos de don Marcelo enternecían al ruso, ha¬
ciéndolo más comunicativo. Pero aun valiéndose de este
auxilio, el español sabía poca cosa de su existencia. Al¬
gunas veces nombraba á Jaurés y á otros oradores socia¬
listas. Su medio de vida más seguro era traducir para
los periódicos del partido. En varias ocasiones se le es¬
capó el nombre de Siberia, declarando que había estado
allá mucho tiempo. Pero no quería hablar del lejano país
visitado contra su voluntad. Sonreía modestamente, sin
prestarse á mayores revelaciones.
Al día siguiente de la llegada de Julio Desnoyers
estaba Argensola, por la mañana, hablando con Tcher-
noff en el rellano de la escalera de servicio, cuando sonó
el timbre de la puerta del estudio que comunicaba con
la escalera principal. Una gran contrariedad. El ruso,
que conocía á los políticos avanzados, le estaba dando
cuenta de las gestiones realizadas por Jaurés para man¬
tener la paz. Aún había muchos que sentían esperanzas.
El, Tchernoff, comentaba estas ilusiones con su sonrisa
de esñnge achatada. Tenía sus motivos para dudar...
Pero sonó el timbre otra vez, y el español corrió á abrir,
abandonando á su amigo.
Un señor deseaba ver á Julio. Hablaba el francés
correctamente, pero su acento fué una revelación para
Argensola. Al entrar en el dormitorio en busca de su
compañero, que acababa de levantarse, dijo con segu¬
ridad;
— Es tu primo de Berlín, que viene á despedirse. No
puede ser otro.
Los tres hombres se juntaron en el estudio. Desnoyers
presentó á su camarada, para que el recién llegado no se
equivocase acerca de su condición social.
— He oído hablar de él. El señor es Argensola, un jo¬
ven de grandes méritos.
Y el doctor Julius von Hartrott dijo esto con la sufi¬
ciencia de un hombre que lo sabe todo y desea agradar
á un inferior, concediéndole la limosna de su atención.
Los dos primos se contemplaron con una curiosidad
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 111
no exenta de recelo. Les ligaba nn parentesco íntimo,
pero se conocían muy poco, presintiendo mutuamente
una completa divergencia de opiniones y gustos.
Al examinar Argensola á este sabio, le encontró
cierto aspecto de oficial vestido de paisano. Se notaba
en su persona un deseo de imitar á las gentes de espada
cuando de tarde en tarde adoptan el hábito civil; la
aspiración de todo burgués alemán á que lo confundan
con los de clase superior. Sus pantalones eran estrechos,
como si estuvieran destinados á enfundarse en botas de
montar. La chaqueta, con dos filas de botones, tenía el
talle recogido, amplio y largo el faldón y muy subidas
las solapas, imitando vagamente una levita de militar.
El bigote rojizo sobre una mandíbula fuerte y el ¡oelo
cortado á rape completaban esta simulación guerrera.
Pero sus ojos, unos ojos de estudio, con la pupila mate,
grandes, asombrados y miopes, se refugiaban detrás de
unas gafas de gruesos cristales, dándole un aspecto de
hombre pacífico.
Desnoyers sabía de él que era profesor auxiliar de
Universidad, que había publicado algunos volúmenes,
gruesos y pesados como ladrillos, y figuraba entre los
colaboradores de un «Seminario histórico», asociación
para la rebusca de documentos, dirigida por un historia¬
dor famoso. En una solapa ostentaba la roseta de una
Oi'den extranjera.
Su respeto por el sabio de la familia iba acompañado
de cierto menosprecio. El y su hermana Chichi habían
sentido desde pequeños una hostilidad instintiva hacia
los primos de Berlín. Le molestaba además ver citado
por su familia como ejemplo digno de imitación á este
pedante, que sólo conocía la vida á través de los libros
y pasaba su existencia averiguando lo que habían hecho
los hombres en otras épocas, para sacar consecuencias
con arreglo á sus opiniones de alemán. Julio tenía gran
facilidad para la admiración y reverenciaba á todos los
escritores cuyos «argumentos» le había contado Argen¬
sola, pero no podía aceptar la grandeza intelectual del
ilustre pariente.
Durante su permanencia en Berlín, una palabra ale¬
mana de invención vulgar le había servido para clasifi-
V. ULASCO IBANEZ
cario. Los libros ele investigación minuciosa y pesada
se publicaban á docenas todos los meses. No había pro¬
fesor que dejase de levantar sobre la base de un simple
detalle su volumen enorme, escrito de un modo torpe y
confuso. Y la gente, al apreciar á estos autores miopes,
incapaces de una visión genial de conjunto, los llamaba
Süzfieisch haben (con mucha carne en las posaderas),
aludiendo á las larguísimas asentadas que representa¬
ban sus obras. Esto era su primo para él: un Süzfieisch
haben.
El doctor von Hartrott, al explicar su visita, habló
en español. Se valía de este idioma por haber sido el de
la familia durante su niñez y al mismo tiempo por pre¬
caución, pues miró en torno repetidas veces, como si
temiese ser oído. Venía á despedirse de Julio. Su madre
le había hablado de su llegada, y no quería marcharse
sin verle. Iba á salir de París dentro de unas horas; las
circunstancias eran apremiantes.
— Pero ¿tú crees que habrá guerra? — preguntó Des¬
noy ers.
— La guerra será mañana ó pasado. No hay quien la
evite. Es un hecho necesario para la salud de la huma¬
nidad.
Se hizo un silencio. Julio y Argensola miraron con
asombro á este hombre de aspecto pacííico que acababa
de hablar con arrogancia belicosa. Los dos adivinaron
que el doctor hacía su visita por la necesidad de comu¬
nicar á alguien sus opiniones y sus entusiasmos. Al mis¬
mo tiempo, tal vez deseaba conocer lo que ellos pensa¬
ban y sabían, como una de tantas manifestaciones de la
muchedumbre de París.
— Tú no eres francés — añadió dirigiéndose á su pri¬
mo — ; tú has nacido en Argentina, y delante de ti puede
decirse la verdad.
— ¿Y tú no has nacido allá? — preguntó Julio, son¬
riendo.
El doctor hizo un movimiento de protesta, como si
acabase de oir algo insultante.
— No; yo soy alemán. Nazca donde nazca uno de nos¬
otros, pertenece siempre á la madre Alemania.
Luego continuó, dirigiéndose á Argensola:
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 113
í
— También el señor es extranjero. Procede de la noble
España, que nos debe á nosotros lo mejor que tiene: el
culto del honor, el espíritu caballeresco.
El español quiso protestar, pero el sabio no le dejó,
añadiendo con tono doctoral:
— Ustedes eran celtas miserables, sumidos en la vileza
de una raza inferior y mestizados por el latinismo de
Roma, lo que hacía aún más triste su situación. Afortu¬
nadamente, fueron conquistados por los godos y otros
pueblos de nuestra raza, que les infundieron la dignidad
de personas. No olvide usted, joven, que los vándalos
fueron los abuelos de los prusianos actuales.
De nuevo intentó hablar Argensola, pero su amigo
le hizo un signo para que no interrumpiese al profesor.
Este parecía haber olvidado la reserva de poco antes,
entusiasmándose con sus propias palabras.
• — Vamos á presenciar grandes sucesos — continuó — .
Dichosos ios que hemos nacido en la época presente, la
más interesante de la Historia. La humanidad cambia
de rumbo en estos momentos. Ahora empieza la verda¬
dera civilización.
La guerra próxima iba á ser, según él, de una bre¬
vedad nunca vista. Alemania se había preparado para
realizar el hecho decisivo sin que la vida económica del
mundo sufriese una larga perturbación. Un mes le bas¬
taba para aplastar á Francia, el más temible de sus ad¬
versarios. Luego marcharía contra Rusia, que, lenta en
sus movimientos, no podía oponer una defensa inme¬
diata. Finalmente, atacaría á la orgullosa Inglaterra,
aislándola en su archipiélago, para que no estorbase más
con su preponderancia el progreso germánico. Esta serie
de rápidos golpes y victorias fulminantes sólo necesita¬
ban para desarrollarse el curso de un verano. La caída
de las hojas saludaría en el próximo otoño el triunfo de-
ñnitivo de Alemania.
Con la seguridad de un catedrático que no espera ser
refutado por sus oyentes, explicó la superioridad de la
raza germánica. Los hombres estaban divididos en dos
grupos: dolicocéfalos y braquicéfalos, según la confor¬
mación de su cráneo. Otra distinción científica los re¬
partía en hombres de cabellos rubios ó de cabellos ne-
8
114
V. BLA/SCO IBANEZ
gros. Los dolicocéfalos representaban pureza de raza,
mentalidad superior. Los braquicéfalos eran mestizos,
con todos los estigmas de la degeneración. El germano,
dolicocéfalo por excelencia, era el único heredero^de los
primitivos arios. Todos los otros pueblos, especialmente
los del Sur de Europa, llamados «latinos», pertenecían á
una humanidad degenerada.
El español no pudo contenerse más. ¡Pero si estas teo¬
rías del racismo eran antiguallas en las que no creía ya
ninguna persona medianamente ilustrada! ¡Si no existía
un pueblo puro, ya que todos ellos tenían mil mezclas
en su sangre después de tanto cruzamiento histórico!...
Muchos alemanes presentaban los mismos signos étnicos
que el profesor atribuía á las razas inferiores.
— Hay algo de eso — dijo Hartrott — . Pero aunque la
raza germánica no sea pura, es la menos impura de
todas, y á ella le corresponde el gobierno del mundo.
Su voz tomaba una agudeza irónica y cortante al
hablar de los celtas, pobladores de las tierras del Sur.
Habían retrasado el progreso de la humanidad, lanzán¬
dola por un falso derrotero. El celta es individualista,
y por consecuencia, un revolucionario ingobernable que
tiende al igualitarismo. Además, es humanitario y hace
de la piedad una virtud, defendiendo la existencia de
los débiles que no sirven para nada.
El nobilísimo germano pone por encima de todo el
orden y la fuerza. Elegido por la Naturaleza para man¬
dar á las razas eunucas, posee todas las virtudes que
distinguen á los jefes. La Revolución francesa había
sido simplemente un choque entre germanos y celtas.
Los nobles de Francia descendían de los guerreros ale¬
manes instalados en el país después de la invasión lla¬
mada de los bárbaros. La burguesía y el pueblo repre¬
sentaban el elemento galo-celta. La raza inferior había
vencido á la superior, desorganizando al país y pertur¬
bando al mundo. El celtismo era el inventor de la demo¬
cracia, de la doctrina socialista, de la anarquía. Pero
iba á sonar la hora del desquite germánico, y la raza
nórtica volvería á restablecer el orden, ya que para esto
la había favorecido Dios conservando su indiscutible
superioridad.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 11b
— Un pueblo — añadió — sólo puede aspirar á grandes
destinos si es fundamentalmente germánico. Cuanto me¬
nos germánico sea, menor resultará su civilización. Nos¬
otros representamos la aristocracia de la humanidad, «la
sal de la tierra», como dijo nuestro Guillermo.
Argensola escuchaba con asombro estas afirmaciones
orgullosas. Todos los grandes pueblos habían pasado por
la fiebre del imperialismo. Los griegos aspiraban á la
hegemonía, por ser los más civilizados y creerse los más
aptos para dar la civilización á los otros hombres. Los
romanos, al conquistar las tierras, implantaban el dere¬
cho y las reglas de la justicia. Los franceses de la Revo¬
lución y del Imperio justificaban sus invasiones con el
deseo de libertar á los hombres y sembrar nuevas ideas.
Hasta los españoles del siglo XVI, al batallar con media
Europa por la unidad religiosa y el exterminio de la he¬
rejía, trabajaban por un ideal erróneo, obscuro, pero des¬
interesado.
Todos se movían en la Historia por algo que consi¬
deraban generoso y estaba por encima de sus intereses.
Sólo la Alemania de aquel profesor intentaba imponerse
al mundo en nombre de la superioridad de su raza, su¬
perioridad que nadie le había reconocido, que ella mis¬
ma se atribuía, dando á sus afirmaciones un barniz de
falsa ciencia.
— Hasta ahora, las guerras han sido de soldados — con¬
tinuó Hartrott — . La que ahora va á empezar será de
soldados y de profesores. En su preparación ha tomado
la Universidad tanta parte como el Estado Mayor. La
ciencia germánica, la i)rimera de todas, está unida para
siempre á lo que los revolucionarios latinos llaman des¬
deñosamente el militarismo. La fuerza, señora del mun¬
do, es la que crea el derecho, la que impondrá nuestra
civilización, única verdadera. Nuestros ejércitos son los
representantes de nuestra cultura, y en unas cuantas se¬
manas librarán al mundo de su decadencia céltica, reju¬
veneciéndolo.
El porvenir inmenso de su raza le hacía expresarse
con un entusiasmo lírico. Guillermo I, Bismarck, todos
los héroes de las victorias pasadas, le inspiraban vene*
ración, pero hablaba de ellos como de dioses moribun-
116
V. BLASCO IBANEZ
dos, cuya hora había pasado. Eran gloriosos abuelos, de
pretensiones modestas, que se limitaron á ensanchar las
fronteras, á realizar la unidad del Imperio, oponiéndose
luego con una prudencia de valetudinarios á todos los
atrevimientos de la nueva generación. Sus ambiciones
no iban más allá de una hegemonía continental... Pero
luego surgía Guillermo II, el héroe complejo que necesi¬
taba el país.
— Mi maestro Lamprecht — dijo Hartrott — ha hecho el
retrato de su grandeza. Es la tradición y el porvenir, el
orden y la audacia. Tiene la convicción de que repre¬
senta la monarquía por la gracia de Dios, lo mismo que
su abuelo. Pero su inteligencia viva y brillante reconoce
y acepta las novedades modernas. Al mismo tiempo que
romántico, feudal y sostenedor de los conservadores
agrarios, es un hombre del día: busca las soluciones
prácticas y muestra un espíritu utilitario, á la ameri¬
cana. En él se equilibran el instinto y la razón.
Alemania, guiada por este héroe, había ido agrupan¬
do sus fuerzas y reconociendo su verdadero camino. La
Universidad lo aclamaba con más entusiasmo aún que
sus ejércitos. ¿Para qué almacenar tanta fuerza de agre¬
sión y mantenerla sin empleo?... El imperio del mundo
correspondía al pueblo germánico. Los historiadores y
filósofos, discípulos de Treitschke, iban á encargarse de
forjar los derechos que justificasen esta dominación mun¬
dial. Y Lamprecht, el historiador psicológico, lanzaba,
como los otros profesores, el credo de la superioridad
absoluta de la raza germánica. Era justo que dominase
al mundo, ya que ella sola dispone de la fuerza. Esta
«germanización telúrica» resultaría de inmensos benefi¬
cios para los hombres. La tierra iba á ser feliz bajo la
dominación de un pueblo nacido para amo. El Estado
alemán, potencia «tentacular», eclipsaría con su gloria
á los más ilustres Imperios del pasado y del presente.
Gott mit uns (Dios es con nosotros).
— ¿Quién podrá negar que, como dice mi maestro,
existe un Dios cristiano germánico, el «Gran Aliado»,
que se manifiesta á nuestros enemigos los extranjeros
como una divinidad fuerte y celosa?...
Desnoy ers escuchaba con asombro á su primo, mi-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 111
rando al mismo tiempo á Argensola. Este, con el movi¬
miento de sus ojos, parecía haMarle. «Está loco — decía — .
Estos alemanes están locos de orgullo.»
Mientras tanto, el pi'ofesor, incapaz de contener su
entusiasmo, seguía exponiendo las grandezas de su raza.
La fe sufre eclipses hasta en los espíritus más supe¬
riores. Por esto el kaiser providencial había mostrado
inexplicables desfallecimientos. Era demasiado bueno y
bondadoso. Delicie generis hiimani»^ como decía el pro¬
fesor Lasson, también maestro de Hartrott. Pudiendo
con su inmenso poderío aniquilarlo todo, se limitaba
á mantener la paz. Pero la nación no quería detenerse,
y empujaba al conductor que la había puesto en movi¬
miento. Inútil apretar los frenos. «Quien no avanza re¬
trocede», tal era el grito del pangermanismo al empe¬
rador. Había que ir adelante, hasta conquistar la tierra
entera.
— Y la guerra viene — continuó — . Necesitamos las co¬
lonias de los demás, ya que Bismarck, por un error de
su vejez testaruda, no exigió nada á la hora del reparto
mundial, dejando que Inglaterra y Francia se llevasen
las mejores tierras. Necesitamos que pertenezcan á Ale¬
mania todos los países que tienen sangre germánica y
que han sido civilizados por nuestros a^scendientes.
Hartrott enumeraba los países. Holanda y Bélgica
eran alemanas. Francia lo era también por los francos:
una tercera parte de su sangre procedía de los germanos.
Italia... (Aquí se detenía el profesor, recordando que esta
nación era una aliada, poco segura ciertamente, pero
unida todavía por ios compromisos diplomáticos. Sin
embargo, mencionaba á los longobardos y otras razas
procedentes del Norte.) España y Portugal habían sido
pobladas por el godo rubio, y pertenecían también á la
raza germánica. Y como la mayoría de las naciones de
América eran de origen hispánico ó portugués, quedaban
comprendidas en esta reivindicación.
— Todavía es prematuro pensar en ellas — añadió el
doctor modestamente — , pero algún día sonará la hora
de la justicia. Después de nuestro triunfo continental,
tiempo tendremos de pensar en su suerte... La América
del Norte también debe recibir nuestra influencia civi-
118
F. BLASCO IBANEZ
lizadora. Existen en ella millones de alemanes que han
creado sn grandeza.
Hablaba de las futuras conquistas como si fuesen
muestras de distinción con que su país iba á favorecer
á los demás pueblos. Estos seguirían viviendo política¬
mente lo mismo que antes, con sus gobiernos propios,
pero sometidos á la dirección de la raza germánica,
como menores que necesitan la mano dura de un maes¬
tro. Formarían los Estados Unidos mundiales, con un
presidente hereditario y todopoderoso, el emperador de
Alemania, recibiendo los beneficios de la cultura germá¬
nica, trabajando disciplinados bajo su dirección indus¬
trial... Pero el mundo es ingrato, y la maldad humana
se opone siempre á todos los progresos.
— No nos hacemos ilusiones — dijo el profesor con al¬
tiva tristeza — . Nosotros no tenemos amigos. Todos nos
miran con recelo, como á seres peligrosos, porque somos
los más inteligentes, los más activos, y resultamos supe¬
riores á los demás... Pero ya que no nos aman, que nos
teman. Como dice mi amigo Mann, la Knltur es la orga¬
nización espiritual del mundo, pero no excluye «el sal¬
vajismo sangriento» cuando éste resulta necesario. La
Kultur sublimiza lo demoniaco que llevamos en nos¬
otros, y está por encima de la moral, la razón y la cien¬
cia. Nosotros impondremos la Kultur á cañonazos.
Argensola seguía expresando con los ojos su pensa¬
miento: «Están locos, locos de orgullo... ¡Lo que le es¬
pera al mundo con estas gentes!»
Desnoyers intervino, para aclarar con un poco de
optimismo el monólogo sombrío. La guerra aún no se
había declarado: la diplomacia negociaba. Tal vez se
arreglase todo pacíficamente en el último instante, como
había ocurrido otras veces. Su primo veía las cosas algo
desfiguradas por un entusiasmo agresivo.
¡La sonrisa irónica, feroz, cortante, del doctor!... Ar¬
gensola no había conocido al viejo Madariaga, y sin em¬
bargo se le ocurrió que así debían sonreír los tiburones,
aunque jamás había visto un tiburón.
— Es la guerra — afirmó Hartrott — . Cuando salí de
Alemania, hace quince días, ya sabía yo que la guerra
estaba próxima.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 119
La seguridad con que lo dijo disipó todas las espe¬
ranzas de Julio. Además, le inquietaba el viaje de este
hombre con pretexto de ver á su madre, de la que se
había separado poco antes... ¿Qué había venido á hacer
en París el doctor Julius von Hartrott?...
— Entonces — preguntó Desnoy ers — , ¿para qué tantas
entrevistas diplomáticas? ¿Por qué interviene el gobierno
alemán, aunque sea con tibieza, en el conflicto entre
Austria y Servia?... ¿No sería mejor declarar la guerra
francamente?
El profesor contestó con sencillez:
— Nuestro gobierno quiere sin duda que sean los otros
los que la declaren. El papel de agredido es siempre el
más grato y justifica todas las resoluciones ulteriores,
por extremadas que parezcan. Allá tenemos gentes que
viven bien y no desean la guerra. Es conveniente hacer¬
las creer que son los enemigos los que nos la imponen,
para que sientan la necesidad de defenderse. Sólo los
espíritus superiores llegan á la convicción de que los
grandes adelantos únicamente se realizan con la espada,
y que la guerra, como decía nuestro gran Treitschke, es
la más alta forma del progreso.
Otra vez sonrió con una expresión feroz. La moral,
según él, debía existir entre los individuos, ya que sirve
para hacerlos más obedientes y disciplinados. Pero la
moral estorba á los gobiernos y debe suprimirse como
un obstáculo inútil. Para un Estado no existe la verdad
ni la mentira: sólo reconoce la conveniencia y la utili¬
dad de las cosas. El glorioso Bismarck, para conseguir
la guerra con Francia, base de la grandeza alemana, no
había vacilado en falsificar un despacho telegráfico.
— Y reconocerás que es el héroe más grande de nues¬
tros tiempos. La Historia mira con bondad su hazaña.
¿Quién puede acusar al que triunfa?... El profesor Hans
Delbruck ha escrito con razón: «¡Bendita sea la mano
que falsificó el telegrama de Ems!»
Convenía que la guerra surgiese inmediatamente,
ahora que las circunstancias resultaban favorables para
Alemania y sus enemigos vivían descuidados. Era la
guerra preventiva recomendada por el general Bernhar-
di y otros compatriotas ilustres. Resultaba peligroso es-
120
V. BLASCO IBAÑEZ j
perar á que los enemigos estuvieran preparados y fuesen
ellos los que la declarasen. Además, ¿qué obstáculos re¬
presentaban para los alemanes el derecho y otras ficcio¬
nes inventadas por los pueblos débiles para sostenerse
en su miseria?... Tenían la fuerza, y la fuerza crea leyes
nuevas. Si resultaban vencedores, la Historia no les pe¬
diría cuentas por lo que hubiesen hecho. Era Alemania
la que pegaba, y los sacerdotes de todos los cultos aca¬
barían por santificar con sus himnos la guerra bendita,
si es que conducía al triunfo.
— Nosotros no hacemos la guerra por castigar á los
servios regicidas, ni por libertar á los polacos y otros
oprimidos de Rusia, descansando luego en la admira¬
ción de nuestra magnanimidad desinteresada. Queremos
hacerla porque somos el primer pueblo de la tierra y de¬
bemos extender nuestra actividad sobre el planeta ente¬
ro. La hora de Alemania ha sonado. Vamos á ocupar
nuestro sitio de potencia directora del mundo, como la
ocupó España en otros siglos, y Francia después, é In¬
glaterra actualmente. Lo que esos pueblos alcanzaron
con una preparación de muchos años lo conseguiremos
nosotros en cuatro meses. La bandera de tempestad del
Imperio va á pasearse por mares y naciones; el sol ilu¬
minará grandes matanzas... La vieja Roma, enferma de
muerte, apellidó bárbaros á los germanos que le abrie¬
ron la fosa. También huele á muerto el mundo de ahora
y seguramente nos llamará bárbaros... ¡Sea! Cuando
Tánger y Tolón, Amberes y Calais, estén sometidos á la
barbarie germánica, ya hablaremos de eso más deteni¬
damente... Tenemos la fuerza, y el que la posee no dis¬
cute ni hace caso de palabras... ¡La fuerza! Esto es lo
hermoso: la única palabra que suena brillante y clara...
¡La fuerza! Un puñetazo certero, y todos los argumentos
quedan contestados.
— Pero ¿tan seguros estáis de la victoria? — preguntó
Desnoyers— . A veces, el destino ofrece terribles sorpre¬
sas. Hay fuerzas ocultas con las que no contamos y que
trastornan los planes mejores.
La sonrisa del doctor fué ahora de soberano menos¬
precio. Todo estaba previsto y estudiado de larga fecha,
con el minucioso método germánico. ¿Qué tenían en-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 121
frente?... El enemigue más temible era Francia, incapaz
de resistir las influencias morales enervantes, los su¬
frimientos, los esfuerzos y las privaciones de la guerra;
un pueblo debilitado físicamente, emponzoñado por el
espíritu revolucionario, y que había ido prescindiendo
del uso de las armas por un amor exagerado al bien¬
estar.
— Nuestros generales — continuó — van á dejarla en tal
estado, que jamás se atreverá á cruzarse en nuestro ca¬
mino.
Quedaba Rusia, pero sus masas amorfas eran lentas
de reunir y difíciles de mover. El Estado Mayor de Ber¬
lín lo había dispuesto todo cronométricamente para el
aplastamiento de Francia en cuatro semanas, llevando
luego sus fuerzas enormes contra el Imperio ruso, antes
de que éste pudiese iniciar su acción.
— Acabaremos con el oso, luego de haber matado al
gallo — añrmó el profesor victoriosamente.
Pero adivinando una objeción de su primo, se apre¬
suró á continuar:
— Sé lo que vas á decirme. Queda otro enemigo: uno
que no ha saltado todavía á la arena, pero que aguarda¬
mos todos los alemanes. Ese nos inspira más odio que
los otros porque es de nuestra sangre, porque es un trai¬
dor á la raza... ¡Ah, cómo lo aborrecemos!
Y en el tono con que dijo estas palabras latían una
expresión de odio y un deseo de venganza que impresio¬
naron á los dos oyentes.
— Aunque Inglaterra nos ataque — prosiguió Har-
trott — , no por esto dejaremos de vencer. Este adversa¬
rio no es más temible que los otros. Hace un siglo que
reina sobre el mundo. Al caer Napoleón, recogió en el
Congreso de Viena la hegemonía continental, y se bati¬
rá por conservarla. Pero ¿qué vale su energía?... Como
dice nuestro Bernhardi, el pueblo inglés es un pueblo
de rentistas y de sportsmen. Su ejército está formado
con los detritus de la nación. El país carece de espíritu
militar. Nosotros somos un pueblo de guerreros, y nos
será fácil vencer á los ingleses, debilitados por una falsa
concepción de la vida.
El doctor hizo una pausa y añadió:
122
V. BLASCO IBANEZ
— Contamos además con la corrupción interna de nues¬
tros enemigos, con su falta de unidad. Dios nos ayudará
sembrando la confusión en estos pueblos odiosos. No
pasarán muchos días sin que se vea su mano. La revo¬
lución va á estallar en Francia al mismo tiempo que la
guerra. El pueblo de París levantará barricadas en las
calles: se reproducirá la anarquía de la Commune. Tú¬
nez, Argel y otras posesiones van á sublevarse contra la
metrópoli.
Argensola creyó del caso sonreír con una increduli¬
dad agresiva.
— Repito — insistió Hartrott — que este país va á cono¬
cer revoluciones aquí é insurrecciones en sus colonias.
Sé bien lo que digo... Rusia tendrá igualmente su revo¬
lución interior, revolución con bandera roja, que obli¬
gará al zar á pedirnos gracia de rodillas. No hay mas
que leer en los periódicos las recientes huelgas de San
Petersburgo, las manifestaciones de los huelguistas con
pretexto de la visita del presidente Poincaré... Ingla¬
terra verá rechazadas por las colonias sus peticiones de
apoyo. La India va á sublevarse contra ella y Egipto
cree llegado el momento de su emancipación.
Julio parecía impresionado por estas afirmaciones,
formuladas con una seguridad doctoral. Casi se irritó
contra el incrédulo Argensola, que seguía mirando al
profesor insolentemente y repetía con los ojos: «Está
loco, loco de orgullo.» Aquel hombre debía tener serios
motivos para formular tales profecías de desgracia. Su
presencia en París, por lo mismo que era inexplicable
para Desnoyers, daba á sus palabras una autoridad
misteriosa.
— Pero las naciones se defenderán — argüyó éste á su
primo — . No será tan fácil la victoria como crees.
— Sí, se defenderán. La lucha va á ser ruda. Parece
que en los últimos años Francia se ha preocupado de su
ejército. Encontraremos cierta resistencia; el triunfo re¬
sultará más difícil, pero venceremos... Vosotros no sa¬
béis hasta dónde llega la potencia ofensiva de Alemania.
Nadie lo sabe con certeza más allá de sus fronteras. Si
nuestros enemigos la conociesen en toda su intensidad,
caerían de rodillas, prescindiendo de sacrificios inútiles.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 123
Hubo un largo silencio. Julius von Hartrott parecía
abstraído. El recuerdo de los elementos de fuerza acu¬
mulados por su raza le sumía en una especie de adora¬
ción mística.
— La victoria preliminar — dijo de pronto — hace tiem¬
po que la hemos obtenido. Nuestros enemigos nos abo¬
rrecen, y sin embargo nos imitan. Todo lo que lleva la
marca de Alemania es buscado en el mundo. Los mis¬
mos países que intentan resistir á nuestras armas co¬
pian nuestros métodos en sus universidades y admiran
nuestras teorías, aun aquellas que no alcanzaron éxito
en Alemania. Muchas veces reímos entre nosotros, como
los augures romanos, al apreciar el servilismo con que
nos siguen... ¡Y luego no quieren reconocer que somos
de esencia superior!
Por primera vez Argensola aprobó con los ojos y el
gesto las palabras de Hartrott. Exacto lo que decía: el
mundo era víctima de la «superstición alemana». Una
cobardía intelectual, el miedo al fuerte, hacía admirar
todo lo de procedencia germánica, sin discernimiento
alguno, en bloque, por la intensidad del brillo: el oro
revuelto con el talco. Los llamados latinos, al entre¬
garse á esta admiración, dudaban de las propias fuerzas
con un pesimismo irracional. Ellos eran los primeros en
decretar su muerte. Y los orgullosos germanos no tenían
mas que repetir las palabras de estos pesimistas para
afirmarse en la creencia de su superioridad.
Con el apasionamiento meridional, que salta sin gra¬
dación de un extremo á otro, muchos latinos liaMan
proclamado que en el mundo futuro no quedaba sitio
para las sociedades latinas, en plena agonía, añadiendo
que sólo Alemania conservaba latentes las fuerzas civi¬
lizadoras. Los franceses, que gritan entre ellos, incu¬
rriendo en las mayores exageraciones, sin darse cuenta
de que hay quien les escucha al otro lado de las puer¬
tas, habían repetido durante muchos años que Francia
estaba en plena descomposición y marchaba á la muerte.
¿Por qué se indignaban luego ante el menosprecio de los
enemigos?... ¿Cómo no habían de participar éstos desús
creeiicias?...
El profesor, interpretando erróneamente la aproba-
124
V. BLASCO IBAÑEZ
ción muda de aquel joven que hasta entonces le había
escuchado con sonrisa hostil, añadió:
— Hora es ya de hacer en Francia el ensayo de la cul¬
tura alemana, implantándola como vencedores.
Aquí le interrumpió Argensola: «¿Y si la cultura ale¬
mana no existiese, como lo afirma un alemán célebre?»
Necesitaba contradecir á este pedante que los abrumaba
con su orgullo. Hartrott casi saltó de su asiento al escu¬
char tal duda.
— ¿Qué alemán es ese?
• — ¡Nietzsche!
El profesor le miró con lástima. Nietzsche había di¬
cho á los hombres: «Sed duros», afirmando que «una
buena guerra santifica toda causa». Había alabado á
Bismarck; había tomado parte en la guerra del 70;
había glorificado al alemán cuando hablaba del «león
risueño» y de la «fiera rubia». Pero Argensola le escu¬
chó con la tranquilidad del que pisa un terreno seguro.
¡Oh tardes de plácida lectura junto á la chimenea del
estudio, oyendo chocar la lluvia en los vidrios del ven¬
tanal!...
— El filósofo ha dicho eso — contestó — y ha dicho otras
cosas diferentes, como todos los que piensan mucho. Su
doctrina es de orgullo, pero de orgullo individual, no de
orgullo de nación ni de raza. El habló siempre contra
«la mentirosa superchería de las razas».
Argensola recordaba palabra por palabra á su filó¬
sofo. Una cultura, según éste, era «la unidad de estilo
en todas las manifestaciones de la vida». La ciencia no
supone cultura. Un gran saber puede ir acompañado de
una gran barbarie, por la ausencia de estilo ó la confu¬
sión caótica de todos los estilos. Alemania, en opinión
de Nietzsche, no tenía cultura propia por su carencia
de estilo. «Los franceses — había dicho — están á la ca¬
beza de una cultura auténtica y fecunda, sea cual sea
su valor, y hasta el presente todos hemos tomado de
ella.» Sus odios se concentraban sobre su propio país.
«No puedo soportar la vida en Alemania. El espíritu de
servilismo y mezquinería penetra por todas partes...
Yo no creo mas que en la cultura francesa, y todo lo
demás que se llama Europa cuita me parece una equi-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 125
vocación. Los raros casos de alta cultura que lie encon¬
trado en Alemania eran de origen francés.»
— Ya sabe usted — continuó Argensola — que, al pe¬
learse con Wágner por el exceso de germanismo en su
arte, proclamó la necesidad de mediterraneizar en mú¬
sica. Su ideal fué una cultura para toda Europa, pero
con base latina.
Julius von Hartrott contestó desdeñosamente, repi¬
tiendo las mismas palabras del español. Los hombres que
piensan mucho dicen muchas cosas. Además, Nietzsche
era un poeta que había muerto en plena demencia, y no
figuraba entre los sabios de la Universidad. Su fama la
habían labrado en el extranjero... Y no volvió á ocu¬
parse más de aquel joven, como si se hubiese evaporado
después de sus atrevidas objeciones. Toda su atención
la concentraba ahora en Desnoyers.
— Este país — continuó — lleva la muerte en sus entra¬
ñas. ¿Cómo dudar de que surgirá en él una revolución
apenas estalle la guerra?... Tú no has presenciado las
agitaciones del bulevar con motivo del proceso Cail-
loux. Reaccionarios y revolucionarios se han insultado
hasta hace tres días. Yo he visto cómo se desafiaban
con gritos y cánticos, cómo se golpeaban en medio de
la calle. Y esta división de opiniones aún se acentuará
más cuando nuestras tropas crucen las fronteras. Será
la guerra civil. Los antimilitaristas claman, creyendo
que está en manos de su gobierno el evitar el choque...
¡País degenerado por la democracia y por la inferio¬
ridad de su celtismo triunfante, deseoso de todas las
libertades!... Nosotros somos el único pueblo libre de la
tierra, porque sabemos obedecer.
La paradoja hizo sonreir á Julio. ¡Alemania único
pueblo libre!...
— Así es — afirmó con energía von Hartrott — . Tenemos
la libertad que conviene á un gran pueblo: la libertad
económica é intelectual.
— ¿Y la libertad política?...
El profesor acogió esta pregunta con un gesto de
menosprecio.
— ¡La libertad política!... Unicamente los pueblos de¬
cadentes é ingobernables, las razas inferiores, ansiosas
126
V. BLASCO IBANEZ
de igualdad y confusión democrática, hablan de liber¬
tad política. Los alemanes no la necesitamos. Somos un
pueblo de amos, que reconoce las jerarquías y desea ser
mandado por los que nacieron superiores. Nosotros te¬
nemos el genio de la organización.
Este era, según el doctor, el gran secreto alemán, y
la raza germánica, al apoderarse del mundo, haría par¬
tícipes á todos de su descubrimiento. Los pueblos que¬
darían organizados de modo que el individuo diese el
máximum de su rendimiento en favor de la sociedad.
Los hombres regimentados para toda clase de produc¬
ciones, obedeciendo como máquinas á una dirección su¬
perior y dando la mayor suma posible de trabajo: he
aquí el estado perfecto. La libertad era una idea pura¬
mente negativa si no iba acompañada de un concepto
positivo que la hiciese útil.
Los dos amigos escucharon con asombro la descrip¬
ción del porvenir que ofrecía al mundo la superioridad
germánica. Cada individuo sometido á una f)roducción
intensiva, lo mismo que un pedazo de huerta del que
desea sacar el dueño el mayor número de verduras...
El hombre convertido en un mecanismo.^, nada de ope¬
raciones inútiles que no proporcionan un resultado in¬
mediato... ¡Y el pueblo que proclamaba este ideal som¬
brío era el mismo de los filósofos y los soñadores, que
habían dado á la contemplación y la reflexión el primer
lugar en su existencia!...
Hartrott volvió á insistir en la inferioridad de los
enemigos de su raza. Para luchar se necesitaba fe, una
confianza inquebrantable en la superioridad de las pro¬
pias fuerzas.
— A estas horas, en Berlín todos aceptan la guerra,
todos creen seguro el triunfo, ¡mientras que aquí!... No
digo que los franceses sientan miedo. Tienen un pasado
de bravura que los galvaniza en ciertos momentos. Pero
están tristes, se adivina que harían cualquier sacrificio
por evitar lo que se les viene encima. El pueblo gritará
de entusiasmo en el primer instante, como grita siem¬
pre que lo llevan á su perdición. Las clases superiores
no tienen confianza en el porvenir; callan ó mienten,
pero en todos se adivina el presentimiento del desastre.
LOS CÜATJW JINETES DEL APOCALIPSIS 127
Ayer hablé con tu padre. Es francés y es rico. Se mues¬
tra indignado contra los gobiernos de su país porque le
comprometen en conñictos europeos por defender á pue¬
blos lejanos y sin interés. Se queja de los pati iotas exal¬
tados, que han mantenido abierto el abismo entre Ale¬
mania y Francia, impidiendo una reconciliación. Dice
que Al sacia y Lorena no valen lo que costará una gue¬
rra en hombres y dinero... Eeconoce nuestra grandeza;
asegura que hemos progresado tán aprisa, que jamás po¬
drán alcanzarnos los demás pueblos... Y como tu padre
piensan muchos otros: todos los que se hallan satisfechos
de su bienestar y temen perderlo. Créeme: un país que
duda y teme la guerra está vencido antes <le la primera
batalla.
Julio mostró cierta inquietud, como si i:)retendicse
cortar la conversación.
— Deja á mi padre. Hoy dice eso porque la guerra no
es todavía un hecho, y él necesita contradecir, indig¬
narse con todo lo que se halla á su alcance. Mañana tal
vez dirá lo contrario... Mi padre es un latino.
El profesor miró su reloj. Debía marcharse: aún le
quedaban muchas cosas que hacer antes de dirigirse á
la estación. Los alemanes establecidos en París habían
huido en grandes bandas, como si circulase entre ellos
una orden secreta. Aq uella tarde iban á partir los últimos
que aún se mantenían en la capital ostensiblemente.
— He venido á verte por afecto de familia, porque era
mi deber darte un aviso. Tú eres extranjero y nada te
retiene aquí. Si deseas presenciar un gran aconteci¬
miento histórico, quédate. Pero mejor será que te mar¬
ches. La guerra va á ser dura, muy dura, y si París in¬
tenta resistirse como la otra vez, presenciaremos cosas
terribles. Los medios ofensivos han cambiado mucho.
Desnoyers hizo un gesto de indiferencia.
— Lo mismo que tu padre — continuó el profesor — .
Anoche, él y tu familia me contestaron de igual modo.
Hasta mi madre prefiere quedarse al lado de su hermana,
diciendo que los alemanes son muy buenos, muy civili¬
zados, y nada puede temerse de ellos cuando triunfen.
Al doctor parecía molestarle esta buena opinión.
— No so dan cuenta de lo que es la guerra moderna,
m
V. BLASCO IBAÑEZ
ignoran que nuestros generales lian cst adiado el arte
de reducir al enemigo rápidamente y que lo emplearán
con un método implacable. El terror es el único medio,
ya que perturba el entendimiento del contrario, paraliza
su acción, pulveriza su resistencia. Cuanto más feroz
sea la guerra, más corta resultará: castigar con dureza
es proceder humanamente. Y Alemania va á ser cruel,
con una crueldad nunca vista, para que no se prolon¬
gue la lucha.
Había abandonado su asiento, requiriendo el bastón
Y el sombrero de paja. Argensola le miraba con franca
hostilidad. El profesor, al pasar junto á él, sólo hizo un
rígido y desdeñoso movimiento de cabeza.
Luego se dirigió hacia la puerta, acompañado por su
primo. La despedida fué breve.
— Te repito mi consejo. Si no amas el peligro, márcha¬
te. Puede ser que me equivoque, y esta gente, conven¬
cida de que su defensa resulta inútil, se entregue buena¬
mente... De todos modos, pronto nos veremos. Tendré el
. gusto de volver á París cuando la bandera del Imperio
flote sobre la torre Eiffel. Asunto de tres ó cuatro sema¬
nas. A principios de Septiembre, con seguridad.
Francia iba á desaparecer; para el doctor, era indu¬
dable su muerte.
— Quedará París — añadió—, quedarán los franceses,
porque un pueblo no se suprime fácilmente; pero ocu¬
parán el lugar que les corresponde. Nosotros goberna¬
remos el mundo; ellos se cuidarán de inventar modas,
harán agradable la vida del extranjero que los visite, y
en el terreno intelectual les estimularemos para que edu¬
quen actrices bonitas, produzcan novelas entretenidas y
discurran comedias graciosas... Nada más.
Desnoyers rió mientras estrechaba la mano de su pri¬
mo, ñngiendo tomar sus palabras como paradojas.
— Hablo en serio — continuó Hartrott — . La última
hora de la República francesa como nación importante
ha sonado. La he visto de cerca, y no merece otra suerte.
Desorden y falta de confianza arriba; entusiasmo estéril
abajo.
Al volver la cabeza vió otra vez la sonrisa de Ar¬
gensola.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 129
— Y nosotros entendemos nn poco de esto — añadió
agresivamente — . Estamos acostumbrados á examinar
los pueblos que fueron, á estudiarlos fibra jjor fibra, y
podemos conocer con una sola ojeada la psicología de los
que aún viven.
El bohemio creyó ver á un cirujano hablando con
suficiencia de los misterios de la voluntad ante un ca¬
dáver. ¡Qué sabía de la vida este pedante interpretador
de documentos muertos!...
Cuando se cerró la puerta fué al encuentro de su
amigo, que volvía desalentado. Argensola ya no tenía
por loco al doctor Julias von Ilartrott.
— ¡Qué bruto! — exclamó levantando los brazos — . ¡Y
pensar que viven sueltos estos fabricantes de sombríos
errores!... Quién diría que son de la misma tierra que
produjo á Kant el pacifista, al sereno Goethe, á Beetho-
ven... Haber creído tantos años que formaban una na¬
ción de soñadores y filósofos ocupados en trabajar des¬
interesadamente por todos los hombres...
La farsa de un geógrafo alemán revivió en su memo¬
ria como una explicación: «El germano es un bicéfalo.
Con una cabeza sueña y poetiza, mientras con la otra
piensa y ejecuta.»
Desnoyers se mostraba desesperado por la certidum¬
bre de la guerra. Este profesor le parecía más temible
que el consejero y los otros burgueses alemanes que ha¬
bía conocido en el buque. Su tristeza no era únicamente
por el pensamiento egoísta de que la catástrofe iba á
estorbar la realización de sus deseos y los de Margarita.
Descubría de pronto, en esta hora de incertidumbre, que
amaba á Francia. Veía en ella la patria de su padre y
el país de la gran Devolución... El, aunque no se había
mezclado nunca en las luchas de la política, era republi¬
cano y había reído muchas veces de ciertos amigos suyos
que adoraban á reyes y emperadores, considerando esto
como un signo de distinción.
Argensola pretendió reanimarle.
— ¡Quién sabe! Este es un país de sorpresas. Al fran¬
cés hay que verlo á la hora en que procura remediar sus
imprevisiones. Diga lo que diga el bárbaro de tu primo,
hay entusiasmo, hay orden. Peor que nosotros debie-
9
130
V. BLASCO IBANEZ
ron verse los que vivían días antes de lo de Valmy.
Todo desorganizado: como única defensa, batallones de
obreros y campesinos que por primera vez tomaban un
fusil. Y sin embargo, la Europa de las viejas monar¬
quías no supo cómo librarse durante veinte años de estos
guerreros improvisados.
V
DONDE APARECEN LOS CUATRO JINETES
Los dos amigos vivieron en los días siguientes una
vida febril, considerablemente agrandada por la rapi¬
dez con que se sucedían los acontecimientos. Cada hora
engendraba una novedad — las más de las veces falsa — ,
que removía la opinión con rudo vaivén. Tan pronto el
peligro de la guerra aparecía conjurado, como circulaba
la voz de que la movilización iba á ordenarse dentro de
unos minutos.
Veinticuatro horas representaban las inquietudes, la
ansiedad, el desgaste nervioso de un año normal. Y lo
que agravaba más esta situación era la incertidumbre,
la espera del acontecimiento temido y todavía invisible,
la angustia por el peligro que nunca acaba de llegar.
La Historia se extendía desbordada fuera de sus
cauces, sucediéndose los hechos como los oleajes de una
inundación. Austria declaraba la guerra á Servia, mien¬
tras los diplomáticos de las grandes potencias seguían
trabajando por evitar el conflicto. La red eléctrica ten¬
dida en torno del planeta vibraba incesantemente en la
profundidad de los océanos y sobre el relieve de los con¬
tinentes, transmitiendo esperanzas ó pesimismos. Rusia
movilizaba una parte de su ejército. Alemania, que tenía
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 131
sus tropas prontas con pretexto de maniobras, decretaba
el estado de «amenaza de guerra». Los austríacos, sin
aguardar las gestiones de la diplomacia, iniciaban el
bombardeo de Belgrado. Guillermo II, temiendo que la
intervención de las potencias solucionase el conflicto
entre el zar y el emperador de Austria, forzaba el curso
de los acontecimientos declarando la guerra á Eusia.
Luego, Alemania se aislaba, cortando las líneas férreas
y las líneas telegráflcas para amasar en el misterio sus
fuerzas de invasión.
Francia presenciaba esta avalancha de acontecimien¬
tos sobria en palabras y manifestaciones de entusiasmo.
Una resolución fría y grave animaba á todos interior¬
mente. Dos generaciones habían venido al mundo reci¬
biendo al abrir los ojos de la razón la imagen de una
guerra que forzosamente llegaría alg-uua vez. Nadie la
deseaba: la imponían los adversarios... Pero todos la
aceptaban, con el firme propósito de cumplir su deber.
París callaba durante el día con el enfurruñamiento
de sus preocupaciones. Sólo algunos grupos de patriotas
exaltados, siguiendo los tres colores de la bandera, pa¬
saban por la plaza de la Concordia para dar vivas ante
la estatua de Estrasburgo. Las gentes se abordaban en
las calles amistosamente. Todos se conocían sin haberse
visto nunca. Los ojos atraían á los ojos; las sonrisas pa¬
recían engancharse mutuamente con la simpatía de una
idea común. Las mujeres estaban tristes, pero hablaban
fuerte para ocultar sus emociones. En el largo crepús¬
culo de verano, los bulevares se llenaban de gentío. Los
barrios extremos confluían al centro de la ciudad, como
en los días ya remotos de las revoluciones. Se juntaban
los grupos, formando una aglomeración sin término, de
la que surgían gritos y cánticos. Las manifestaciones
pasaban por el centro, bajo los faros eléctricos que
acababan de inflamarse. El desfile se prolongaba hasta
media noche, y la bandera nacional aparecía sobre la
muchedumbre andante, escoltada por las banderas de
otros pueblos.
En una de estas noches de sincero entusiasmo fué
cuando los dos amigos escucharon una noticia inespe¬
rada, absurda: «Han matado á Jaurés.» Los grupos la
132
V. BLASCO IBABIEZ
repetían con nna extrañeza que parecía sobreponerse
al dolor: «¡Asesinado Janrés! ¿Y por qué?» El buen sen¬
tido popular, que busca por instinto una explicación á
todo atentado, quedaba en suspenso, sin poder orientar¬
se. ¡Muerto el tribuno precisamente en el momento que
más útil podía resultar su palabra de caldeador de mu¬
chedumbres!... Argensola pensó inmediatamente en
Tchernoff: «¿Qué dirá nuestro vecino?...» Las gentes de
orden temían una revolución. Desnoy ers creyó por unos
momentos que iban á cumplirse los sombríos vaticinios
de su primo. Este asesinato, con sus correspondientes
represalias, podía ser la señal de una guerra civil. Pero
las masas del pueblo, transidas de dolor por la muerte
de su héroe, permanecían en trágico silencio. Todos
veían más allá del cadáver la imagen de la patria.
A ]a mañana siguiente el x)eligro se había desvane¬
cido. Los obreros hablaban de generales y de guerra,
enseñándose mutuamente sus libretas de soldado, anun¬
ciando la techa en que debían partir, así que se publi¬
case la orden de movilización: «Yo salgo el segundo
día.» «Yo el primero.» Los del ejército activo que esta¬
ban con permiso en sus casas eran llamados individual¬
mente á los cuarteles. Se sucedían con atropellamiento
los sucesos, todos en una misma dirección: la guerra.
Los alemanes invadían el Luxemburgo, los alemanes se
permitían avanzar en la frontera francesa, cuando su
embajador todavía estaba en París haciendo promesas
de paz. Al día siguiente de la muerte de Jaurés, el IS de
Agosto á media tarde, la muchedumbre se agolpó ante
unos pedazos de papel escritos á mano con visible pre¬
cipitación. Estos papeles precedieron á otros más gran¬
des é impresos llevando en su cabecera dos banderitas
cruzadas. «Ya llegó, ya es un hecho...» Era la orden de
movilización general. Francia entera iba á correr á las
armas. Y los pechos parecieron dilatarse con un suspiro
de desahogo. Los ojos brillaban de satisfacción. ¡Termi¬
nada la pesadilla!... Era preferible la cruel realidad á .
una incertidumbre de días y días que los prolongaba
como si fuesen semanas.
En vano el presidente Poincaré, animado por una úl¬
tima esperanza, se dirigía á los franceses para explicar
LOS CUA TRO JINETES DEL APOCALIPSIS 133
que «la movilización no es la guerra» y que un llama¬
miento á las armas sólo representaba una medida pre¬
ventiva. «Es la guerra, la guerra inevitable», decía la
muchedumbre con expresión fatalista. Y los que iban á
partir en la misma noche ó al día siguiente se mostra¬
ban los más entusiastas y animosos: «Ya que nos bus¬
can, nos encontrarán. ¡Viva Francia!» El Canto depar¬
tida^ himno de marcha de los voluntarios de la primera
República, había sido exhumado por el instinto del pue¬
blo, que pide su voz al arte en los momentos críticos.
Los versos del convencional Chenier, adaptados á una
miísica de guerrera gravedad, resonaban en las calles al
mismo tiempo que la Marsellesa.
La Répiillique nons appelle,
Lachons vaincre ou sachons périr;
UnJ'rancais doit vivre pour elle,
Pour elle un frangais doit mourir.
La movilización empezaba á las doce en punto de la
noche. Desde el crepúsculo circularon por las calles gru¬
pos de hombres que se dirigían á las estaciones. Sus fa¬
milias marchaban con ellos, llevando la maleta ó el fardo
de ropas. Los amigos del barrio los escoltaban. Una ban¬
dera tricolor iba al frente de estos pelotones. Los oficia¬
les de reserva se enfundaban en sus uniformes, que ofre¬
cían todas las molestias de los trajes largamente olvi¬
dados. Con el vientre oprimido por la correa nueva y el
revólver al costado, caminaban en busca del ferrocarril
que había de conducirlos al punto de concentración. Uno
de sus hijos llevaba el sable oculto en una funda de tela.
La mujer, apoyada en su brazo, triste y orgullosa al
mismo tiempo, dirigía con amoroso susurro sus últimas
recomendaciones .
Circulaban con toda velocidad tranvías, automóviles
y fiacres. Nunca se había visto en las calles de París
tantos vehículos. Y sin embargo, los que necesitaban
uno llamaban en vano á los conductores. Nadie quería
servir á los civiles. Todos los medios de transporte eran
para los militares; todas las carreras terminaban en las
estaciones de ferrocarril. Los pesados camiones de la
Intendencia, llenos de sacos, eran saludados por el en-
m
V. BLASCO IBANBZ
tusiasmo general: «¡Viva el ejército!» Los soldados en
traje de mecánica qne iban tendidos en la cúspide de la
pirámide rodante contestaban á la aclamación moviendo
los brazos y profiriendo gritos qne nadie llegaba á en¬
tender. La fraternidad había creado nna tolerancia
nunca vista. Se empujaba la muchedumbre, guardando
en sus encuentros una buena educación inalterable. Cho¬
caban los vehículos, y cuando los conductores, á impul¬
sos de la costumbre, iban á injuriarse, intervenía el gen¬
tío y acababan por darse las manos. «¡Viva Francia!»
Los transeúntes que escapaban de entre las ruedas de
los automóviles reían , increpando bondadosamente al
chófer: «¡Matar á un francés que va en busca de su re¬
gimiento!» Y el conductor contestaba: «Yo también par¬
tiré dentro de unas horas. Este es mi último viaje.» Los
tranvías y ómnibus funcionaban con creciente irregu¬
laridad así como avanzaba la noche. Muchos empleados
habían abandonado sus puestos para decir adiós á la
familia y tomar el tren. Toda la vida de París se con¬
centraba en media docena de ríos humanos que iban á
desembocar en las estaciones.
Desnoyers y Argensola se encontraron en un café
del bulevar cerca de media noche. Los dos estaban fati¬
gados por las emociones del día, con la depresión ner¬
viosa que sigue á los espectáculos ruidosos y violentos".
Necesitaban descansar. La guerra era un hecho, y des¬
pués de esta certidumbre, no sentían ansiedad por
adquirir noticias nuevas. La permanencia en el café les
resultó intolerable. En la atmósfera ardiente y cargada
de humo, los consumidores cantaban y gritaban agitan¬
do pequeñas banderas. Todos los himnos pasados y pre¬
sentes eran entonados á coro, con acompañamiento de
copas y platillos. El público, algo cosmopolita, revistaba
las naciones de Europa para saludarlas con sus rugidos
de entusiasmo. Todas, absolutamente todas, iban á es¬
tar al lado de Francia. «¡Viva!... ¡viva!» Un matrimonio
viejo ocupaba una mesa junto á los dos amigos. Eran
rentistas de vida ordenada y mediocre, que tal vez no
recordaban en toda su existencia haber estado despier¬
tos á tales horas. Arrastrados por el entusiasmo, habían
descendido al bulevar para «ver la guerra más de cer-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 135
ca». El idioma extranjero que empleaban los vecinos dio
al marido una alta idea de su importancia.
— ¿Ustedes creen que Inglaterra marchará con nos¬
otros?...
Argensola sabía tanto como él, pero contestó con
autoridad: «Seguramente; es cosa decidida.» El viejo
se puso de pie: «¡Viva Inglaterra!» Y acariciado por los
ojos admirativos de su esposa, empezó á entonar una
canción patriótica olvidada, marcando con movimien¬
tos de brazos el estribillo, que muy pocos alcanzaban á
seguir.
Los dos amigos tuvieron que emprender á pie el re¬
greso á su casa. No encontraron un vehículo que qui¬
siera recibirlos: todos iban en dirección opuesta, hacia
las estaciones. Ambos estaban de mal humor, pero Ar¬
gensola no podía marchar en silencio.
«¡Ah, las mujeres!» Desnoyers conocía sus honestas
relaciones desde algunos meses antes con una midinette
de la orne Taihout. Paseos los domingos por los alrededo¬
res de París, varias idas al cinematógrafo, comentarios
sobre las sublimidades de la última novela publicada en
el folletón de un diario popular, besos á la despedida,
cuando ella tomaba al anochecer el tren de Bois Colom-
bes para dormir en el domicilio paterno: esto era todo.
Pero Argensola contaba malignamente con el tiempo, que
madura las virtudes más acidas. Aquella tarde habían
tomado el aperitivo con un amigo francés que partía á
la mañana siguiente para incorporarse á su regimiento.
La muchacha lo había visto algunas veces con él, sin
que le mereciese especial atención; pero ahora lo admiró
de pronto, como si fuese otro. Había renunciado á volver
esta noche á la casa de sus padres: quería ver cómo em¬
pieza una guerra. Comieron los tres juntos, y todas las
atenciones de ella fueron para el que se iba. Hasta se
ofendió con repentino pudor porque Argensola quiso
hacer uso del derecho de prioridad buscando su mano
por debajo de la mesa. Mientras tanto, casi desplomaba
su cabeza sobre el hombro del futuro héroe, envolvién¬
dolo en miradas de admiración.
— ¡Y se han ido!... ¡Se han ido juntos! — dijo rencoro¬
samente — . He tenido que abandonarlos para no pro-
136
V. BLASCO IBAÑEZ
longar mi triste situación. ¡Haber trabajado tanto... para
otro!
Calló un momento, y cambiando el curso de sus
ideas, añadió:
— Reconozco, sin embargo, que su conducta es hermo¬
sa. ¡Qué generosidad la de las mujeres cuando creen lle¬
gado el momento de ofrecer!... Su padre le inspira gran
miedo por sus cóleras, y sin embargo se queda una noche
fuera de casa con uno á quien apenas conoce y en el que
no pensaba á media tarde... La nación siente gratitud
por los que van á exponer su existencia, y ella, la pobre-
cilla, desea hacer algo también por los destinados á la
muerte, darles un poco de felicidad en la última hora...
y regala lo mejor que posee, lo que no puede recobrarse
nunca. He hecho un mal papel... Ríete de mí, pero con¬
fiesa que esto es hermoso.
Desnoyers rió, efectivamente, del infortunio de su
amigo, á pesar de que él también sufría grandes con¬
trariedades, guardadas en secreto. No había vuelto á
ver á Margarita después de la primera entrevista. Sólo
tenía noticias de ella por varias cartas... ¡Maldita gue¬
rra! ¡Qué trastorno para las gentes felices! La madre de
Margarita estaba enferma. Pensaba en su hijo, que era
oficial y debía partir el primer día de la movilización.
Ella estaba inquieta igualmente por su hermano, y con¬
sideraba inoportuno ir al estudio jnientras en su casa
gemía la madre. ¿Cuándo iba á terminar esta situa¬
ción?...
Le preocupaba también aquel cheque de cuatrocien¬
tos mil francos traído de América. El día anterior ha¬
bían excusado su pago en el Banco por falta de aviso.
Luego declararon que tenían el aviso, pero tampoco le
dieron el dinero. En aquella tarde, cuando los estable¬
cimientos de crédito estaban ya cerrados, el gobierno
había lanzado un decreto estableciendo la moratoria,
para evitar una bancarrota general á consecuencia del
pánico financiero. ¿Cuándo le pagarían?... Tal vez cuan¬
do terminase la guerra que aún no había empezado; tal
vez nunca. El no tenía otro dinero efectivo que dos mil
francos escasos que le habían sobrado del viaje. Todos
sus amigos se encontraban en una situación angustiosa,
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 137
privados de recibir las cantidades qne guardaban en los
Bancos. Los que poseían algún dinero estaban obligados
á emprender una peregrinación de tienda en tienda ó
formar cola á la puerta de los Bancos para cambiar un
billete. ¡Ah, la guerra! ¡La estúpida guerra!
En mitad de los Campos Elíseos vieron á un hombre
con sombrero de alas anchas, que marchaba delante de
ellos lentamente y hablando solo. Argensola lo recono¬
ció al pasar junto á un farol: «El amigo Tchernoff.» El
ruso, al devolver el saludo, dejó escapar del fondo de
su barba un ligero olor de vino. Sin invitación alguna
arregló su paso al de ellos, siguiéndoles hacia el Arco de
Triunfo.
Julio sólo había cruzado silenciosos saludos con este
amigo de Argensola al encontrarle en el zaguán de la
casa. Pero la tristeza ablanda el ánimo y hace buscar
como una sombra refrescante la amistad de los humil¬
des. Tchernoff, por su ]3arte, miró á Desnoyers como si
lo conociese toda su vida.
Había interrumpido su monólogo, que sólo escucha¬
ban las masas de negra vegetación, los bancos solita¬
rios, la sombra azul perforada por el temblor rojizo de
los faroles, la noche veraniega con su cúpula de cálidos
soplos y siderales parpadeos. Dió algunos pasos sin ha¬
blar, como una muestra de consideración á los acompa¬
ñantes, y luego reanudó sus razonamientos, tomándolos
donde los había abandonado, sin dar explicación algu¬
na, como si marchase solo.
— ...Y á estas horas gritarán de entusiasmo lo mismo
que los de aquí, creerán de buena fe que van á defender
su patria provocada, querrán morir por sus familias y
hogares que nadie ha amenazado.
— ¿Quiénes son esos, Tchernoff? — preguntó Argensola.
Le miró el ruso fijamente, como si extrañase su pre¬
gunta.
— Ellos — dijo con laconismo.
Los dos le entendieron... «¡Ellos!» No podían ser otros.
— Yo he vivido diez años en Alemania — continuó,
dando más conexión á sus palabras al verse escuchado — .
Fui corresponsal de diario en Berlín, y conozco aquellas
gentes. Al pasar por el bulevar lleno de muchedumbre
1S8
V. BLASCO IBANEZ
he visto con la imaginación lo que ocurre allá á estas
horas. También cantan y rugen de entusiasmo agitando
banderas. Son iguales exteriormente unos y otros, pero
¡qué diferencia por dentro!... Anoche, en el bulevar, la
gente persiguió á unos vocingleros que gritaban: «¡A
Berlín!» Es un grito de mal recuerdo y de peor gusto.
Francia no quiere conquistas; su único deseo es ser res¬
petada, vivir en paz, sin humillaciones ni intranquilida¬
des. Esta noche, dos movilizados decían al marcharse:
«Cuando entremos en Alemania les impondremos la Re¬
pública...» La República no es una cosa perfecta, amigos
míos, pero representa algo mejor que vivir bajo un mo¬
narca irresponsable por la gracia de Dios. Cuando menos,
supone tranquilidad y ausencia de ambiciones persona¬
les que perturben la vida. Y yo me he conmovido ante
el sentimiento generoso de estos dos obreros que, en vez
de pensar en el exterminio de sus enemigos, quieren co¬
rregirlos, dándoles lo que ellos consideran mejor.
Calló Tchernoff breves momentos para sonreír iróni¬
camente ante el espectáculo que se ofrecía á su imagi¬
nación.
— En Berlín, las masas expresan su entusiasmo en for¬
ma elevada, como conviene á un pueblo superior. Los
de abajo, que se consuelan de sus humillaciones con un
grosero materialismo, gritan á estas horas: «¡A París!
¡Vamos á beber champaña gratis!» La burguesía pietista,
capaz de todo por alcanzar un nuevo honor, y la aristo¬
cracia que ha dado al mundo los mayores escándalos de
los últimos años, gritan igualmente: «¡A París!» París es
la Babilonia del pecado, la ciudad del Moidin Rouge y
los restoranes de Montmartre, únicos lugares que ellos
conocen... Y mis camaradas de la Social-Democracia
también gritan; pero á éstos les han enseñado otro cán¬
tico: «¡A Moscou! ¡A Petersburgo! ¡Hay que aplastar la
tiranía rusa, peligro de la civilización!» El kaiser ma¬
nejando la tiranía de otro país como un espantajo para
su pueblo... ¡qué risa!
Y la carcajada del ruso sonó en el silencio de la no¬
che como un tableteo.
— Nosotros somos más civilizados que los alemanes
— dijo cuando cesó de reir.
LOS CÜATliO jmETES DEL APOCALIPSIS 139
Desnoyers, que le escucliaba con interés, hizo un mo¬
vimiento de sorpresa y se dijo: «Este Tchernoff ha be¬
bido algo.»
— La civilización — continuó — no consiste únicamente
en una gran industria, en muchos barcos, ejércitos y
numerosas universidades que sólo enseñan ciencia. Esa
es una civilización material. Hay otra superior que eleva
’ el alma y no permite que la dignidad humana sufra sin
protesta continuas humillaciones. Un ciudadano suizo
que vive en su chalet de madera, considerándose igual
á los demás hombres de su país, es más civilizado que
el Ilerr Professor que tiene que cederle el paso á un
teniente, ó el rico de Hamburgo que se encorva como
un lacayo ante el que ostenta la partícula von.
Aquí el español asintió, como si adivinase lo que
Tchernoff iba á añadir.
— Los rusos sufrimos una gran tiranía. Yo sé algo de
esto. Conozco el hambre y el frío de los calabozos; he
vivido en Siberia... Pero frente á nuestra tiranía ha
j existido siempre una protesta revolucionaria. Una parte
1 de la nación es medio bárbara, pero el resto tiene una
mentalidad superior, un espíritu de alta moral que le
I hace arrostrar peligros y sacrificios por la libertad y la
I verdad... ¿Y Alemania? ¿Quién ha protestado en ella
’ jamás para defender los derechos humanos? ¿Qué revo-
: Iliciones se han conocido en Priisia, tierra de grandes
i déspotas? El fundador del militarismo, Federico Gui-
I llermo, cuando se cansaba de dar palizas á su esposa y
* escupir en los platos de sus hijos, salía á la calle garrote
I en mano para golpear á los súbditos que no huían á
' tiempo. Su hijo Federico el Grande declaró que moría
aburrido de gobernar un pueblo de esclavos. En dos
I siglos de historia prusiana, una sola revolución: las ba-
i rricadas de 1848, mala copia berlinesa de la revolución
' de París, y sin resultado alguno. Bismarck apretó la
mano para aplastar los últimos intentos de protesta, si
es que realmente existían. Y cuando sus amigos le ame-
¡ nazaban con una revolución, el junker feroz se llevaba
I las manos á los ijares, lanzando las más insolentes de sus
carcajadas. ¡Una revolución en Prusia!... Nadie como él
conocía á su pueblo.
140
F. BLASCO IBAÑEZ
Tchernoff no era patriota. Muchas veces le había
oído Argensola hablar contra sn país. Pero se indignaba
al considerar el desprecio con que el orgullo germánico
trataba al pueblo ruso. ¿Dónde estaba, en los últimos
cuarenta años de grandeza imperialista, la hegemonía
intelectual de que alardeaban los alemanes?... Excelen¬
tes peones de la ciencia; sabios tenaces y de vista corta,
confinado cada uno en su especialidad; benedictinos del
laboratorio, que trabajaban mucho y acertaban algunas
veces á través de enormes equivocaciones dadas como
verdades por ser suyas: esto era todo. Y al lado de tanta
laboriosidad paciente y digna de respeto, ¡qué de char¬
latanismo! ¡qué de grandes nombres explotados como
una muestra de tienda! ¡cuántos sabios metidos á hote¬
leros de sanatorio!... Un Herr Pt^ofessor descubría la cu¬
ración de la tisis, y los tísicos continuaban muriendo
como antes. Otro rotulaba con una cifra el remedio ven¬
cedor de la más inconfesable de las enfermedades, y la
peste genital seguía azotando al mundo. Y todos estos
errores representaban fortunas considerables: cada pa¬
nacea salvadora daba lugar á la constitución de una
sociedad industrial, vendiéndose los productos á enor¬
mes precios, como si el dolor fuese un privilegio de los
ricos. ¡Cuán lejos de ese Muff Pasteur y otros sabios de
los pueblos inferiores, que libraban al mundo sus secre¬
tos sin prestarse á monopolios!
— La ciencia alemana — continuó Tchernoff — ha dado
mucho á la humanidad, lo reconozco; pero la ciencia de
las otras naciones ha dado mucho igualmente. Sólo un
pueblo loco de orgullo puede imaginar que él lo es todo
para la civilización y los demás no son nada... Aparte
de sus sabios especialistas, ¿qué genio ha producido en
nuestros tiempos esa Alemania que se cree universal?
Wágner es el último romántico, cierra una época y per¬
tenece al pasado. Nietzsche tuvo empeño en demostrar
su origen polaco y abominó de Alemania, país, según
él, de burgueses pedantes. Su eslavismo era tan pro¬
nunciado, que hasta profetizó el aplastamiento de los
germanos por los eslavos... Y no quedan más. Nos¬
otros, pueblo salvaje, hemos dado al mundo en los últi¬
mos tiempos artistas de una grandeza moral admirable.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 141
Tolstoi y Dostoiewsky son universales. ¿Qné nombres
puede colocar enfrente de ellos la Alemania de Guiller¬
mo II?... Su país fué la patria de la música, pero los mú¬
sicos rusos del presente son más originales que los conti¬
nuadores del wagnerismo, que se refugian en las exaspe¬
raciones de la orquesta para ocultar su mediocridad... El
pueblo alemán tuvo genios en su época de dolor, cuando
aún no había nacido el orgullo pangermanista, cuando
no existía el Imperio. Goethe, Schíller, Beethoven, fue¬
ron súbditos de pequeños principados. Eecibieron la in¬
fluencia de otros países, contribuyeron á la civilización
universal, como ciudadanos del mundo, sin ocurrírseles
que el mundo debía hacerse germánico porque prestaba
atención á sus obras.
El zarismo había cometido atrocidades. Tchernoff lo
sabía por experiencia y no necesitaba que los alemanes
vinieran á contárselo. Pero todas las clases ilustradas
de Rusia eran enemigas de la tiranía y se levantaban
contra ella. ¿Dónde estaban en Alemania los intelec¬
tuales enemigos del zarismo prusiano? Callaban ó pro¬
rrumpían en adulaciones al ungido de Dios, músico y
comediante como Nerón, de una inteligencia viva y su¬
perficial, que, por tocarlo todo, creía saberlo todo. An¬
sioso de alcanzar una postura escénica en la Historia,
había acabado por afligir al mundo con la más grande
de las calamidades.
— ¿Por qué ha de ser rusa la tiranía que pesa sobre mi
país? Los peores zares fueron imitadores de Prusia. En
nuestros tiempos, cada vez que el pueblo ruso ó polaco
ha intentado reivindicar sus derechos, los reaccionarios
emplearon al kaiser como una amenaza, afirmando que
vendría en su auxilio. Una mitad de la aristocracia rusa
es alemana; alemanes los generales que más se han dis¬
tinguido acuchillando al pueblo; alemanes los funciona¬
rios que sostienen y aconsejan la tiranía; alemanes los
oficiales que se encargan de castigar con matanzas las
huelgas obreras y la rebelión de los pueblos anexiona¬
dos. El eslavo reaccionario es brutal, pero tiene el sen¬
timentalismo de una raza en la que muchos príncipes se
hacen nihilistas. Levanta el látigo con facilidad, pero
luego se arrepiente y ú veces llora. Yo he visto á oficia-
142
V. BLASCO IBAÑEZ
les rusos suicidarse por no marchar contra el pueblo ó
por el remordimiento de haber ejecutado matanzas. El
alemán al servicio del zarismo no siente escrúpulos ni
lamenta su conducta: mata fríamente, con método mi¬
nucioso y exacto, como todo lo que ejecuta. El ruso es
bárbaro, pega y se arrepiente; el alemán civilizado fu¬
sila sin vacilación. Nuestro zar, en un ensueño huma¬
nitario de eslavo, acarició la utopía generosa de la paz
universal, organizando las conferencias de La Haya. El
kaiser de la cultura ha trabajado años y años en el mon¬
taje y engrasamiento de un organismo destructivo como
nunca se conoció, para aplastar á toda Europa. El ruso
es un cristiano humilde, igualitario, democrático, se¬
diento de justicia; el alemán alardea de cristianismo,
pero es un idólatra como los germanos de otros siglos.
Su religión ama la sangre y mantiene las castas; su ver¬
dadero culto es el de Odín, sólo que ahora el dios de la
matanza ha cambiado de nombre y se llama el Estado.
Se detuvo un instante Tchernoff, tal vez para apre¬
ciar mejor la extrañeza de sus acompañantes, y dijo
luego con simplicidad:
— Yo soy cristiano.
Argensola, que conocía las ideas y la historia del
ruso, hizo un movimiento d.e asombro. Julio insistió en
sus sospechas: «Decididamente, este Tchernoff está bo¬
rracho.»
— Es verdad — continuó — que me preocupo poco de
Dios y no creo en los dogmas, pero mi alma es cristiana
como la de todos los revolucionarios. La filosofía de la
democracia moderna es un cristianismo laico. Los so¬
cialistas amamos al humilde, al menesteroso, al débil.
Defendemos su derecho á la vida y al bienestar, lo mis¬
mo que los grandes exaltados de la religión, que vieron
en todo infeliz á un hermano. Nosotros exigimos el res¬
peto para el pobre en nombre de la justicia; los otros lo
piden en nombre de la piedad. Esto nos separa única¬
mente. Pero unos y otros buscamos que los hombres se
pongan de acuerdo para una vida mejor; que el fuerte
se sacrifique por el débil, el poderoso por el humilde y
el mundo se rija por la fraternidad, buscando la mayor
igualdad posible.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 143
El eslavo resumía la historia de las aspiraciones hu¬
manas. El pensamiento griego había puesto el bienestar
en la tierra, pero sólo para unos cuantos, para los ciu¬
dadanos de sus pequeñas democracias, para los hombres
libres, dejando abandonados á su miseria los esclavos y
los bárbaros, que constituían la mayor parte. El cristia¬
nismo, religión de humildes, había reconocido á todos
los seres el derecho á la felicidad, pero esta felicidad la
colocaba en el cielo, lejos de este mundo «valle de lá¬
grimas». La Revolución y sus herederos los socialistas
ponían la felicidad en las realidades inmediatas de la
tierra, lo mismo que los antiguos, y hacían partícipes de
ella á todos les hombres, lo mismo que los cristianos.
, — ¿Dónde está el cristianismo de la Alemania presen-
! te?... Hay más espíritu cristiano en el socialismo déla
' laica República francesa, defensora de los débiles, que
¡ en la religiosidad de los junkers conservadores. Alema-
1 nia se ha fabricado un Dios á su semejanza, y cuando
cree adorarlo, es su propia imagen lo que adora. El Dios
alemán es un reflejo del Estado alemán, que considera
la guerra como la primera función de un pueblo y la
más noble de las ocupaciones. Otros pueblos cristia¬
nos, cuando tienen que guerrear, sienten la contradic¬
ción que existe entre su conducta y el Evangelio, y se
■ excusan alegando la cruel necesidad de defenderse. Ale-
! mania declara que la guerra es agradable á Dios. Yo co-
I nozco sermones alemanes probando que Jesús fué parti-
I darlo del militarismo.
El orgullo germánico, la convicción de que su raza
está destinada providencialmente á dominar el mundo,
ponía de acuerdo á protestantes, católicos y judíos.
— Por encima de sus diferencias de dogma está el Dios
del Estado, que es alemán; el Dios guerrero, al que tal
vez llama Guillermo á estas horas «mi respetable alia¬
do». Las religiones tendieron siempre á la universalidad,
i Su fin es poner á los hombres en relación con Dios y
sostener las relaciones entre todos los hombres. Prusia
ha retrogradado á la barbarie creando para su uso per¬
sonal un segundo Jehová, una divinidad hostil á la
mayor parte del género humano, que hace suyos los
‘ rencores y las ambiciones del pueblo alemán.,
144
V. BLASCO IBAÑEZ
Luego, Tchernol'f explicaba á su modo la creación de
este Dios germánico, ambicioso, cruel, vengativo. Los
alemanes eran unos cristianos de la víspera. Su cristia¬
nismo databa de seis siglos nada más, mientras que el
de los otros pueblos de Europa era de diez, de quince,
de diez y ocho siglos. Cuando terminaban ya las Cruza¬
das, los prusianos vivían aún en el paganismo. La so¬
berbia de raza, al impulsarlos á la guerra, hacía revi¬
vir á las divinidades muertas. A semejanza del antiguo
Dios germánico, que era un caudillo militar, el Dios del
Evangelio se veía adornado por los alemanes con lanza
y escudo.
— El cristianismo en Berlín lleva casco y botas de
montar. Dios se ve movilizado en estos momentos, lo
mismo que Otto, Fritz y Franz, para que castigue á los
enemigos del pueblo escogido. Nada importa que haya
ordenado: «No matarás» y que su hijo dijese en la tie¬
rra: «Bienaventurados los pacíficos». El cristianismo,
según los sacerdotes alemanes de todas las corií'esiones,
sólo puede influir en el mejoramiento individual de los
hombres y no debe inmiscuirse en la vida del Estado.
El Dios del Estado prusiano es el «viejo Dios alemán»,
un heredero de la feroz mitología germánica, una amal¬
gama de las divinidades hambrientas de guerra.
En el silencio de la aveiiida, el ruso evocó las rojas
figuras de los dioses implacables. Iban á despertar aque¬
lla noche al sentir en sus oídos el amado estrépito de las
armas y en su olfato el perfume acre de la sangre. Tor,
el dios brutal de la cabeza pequeña, estiraba sus bíceps,
empuñando el martillo que aplasta ciudades. Wotan afi¬
laba su lanza, que tiene el relámpago por hierro y el
trueno por regatón. Odín, el del único ojo, bostezaba de
gula en lo alto de su montaña, esperando á los guerreros
muertos que se amontonarían alrededor de su trono. Las
desmelenadas valkyrias. vírgenes sudorosas y oliendo á
potro, empezaban á galopar de nube en nube, azuzando
á los hombres con aullidos, para llevarse los cadáveres,
doblados como alforjas, sobre las ancas de sus rocines
voladores.
— La religiosidad germánica — continuó el ruso — es la
negación del cristianismo. Para ella, los hombres no son
CriATUO JINF/rEH DEL APOCALir^lS Í46
ij^-iialcs íuii() I)¡OH. IOhío H('')1o aprecia íi los fuertes, y low
apoya, con su iiiíliuuicia, para, (pie se a,la’(iva,ii á todo, [.¡os
ípa; na,cie.i‘on dcíbiles delxui soiiuderse (3 (l(ísaf)a,recei\
Los [auiblos ta,iíipoco ¡son ií^iiaJííS : están divididos en.
pueblos c-onduc.torííB y [)ue,blos ¡MferMor’es cuyo .‘Icstiiio
es ve,rs(í d(;s!n(inuzados y asimilados por aíjiudlos. Así
lo (piiere Dios. Y resulta ¡inUil decir (pie el í^’raii pueblo
c,on(luc,tor (is y\ le, man ¡a.
Arfj^ímsola le interruTnpi(3, El orí^'ullo alemán no se
a,p()ya,ba sólo en su Dios; apelaba i^'ual mente á la
ci(‘ji(da,.
(Jonozco eso— dijo el ruso sin (b'jarle terminar — : el
determinismo, la, desifj^’iuildad, la, sídección, la lucha por
la vida... Los a,l(‘-manes, tan orf^ullosos do su valer, cons-
tiajye,n sobi’e ternmo ajeno sus monumentos ¡ntelcctua-
l(;s, piden prestado a,l extranjero el material de cimenta¬
ción ciiamlo hacen (jbra nueva. Un IVancós y un inglés,
(jfobiiKíau y Cha,nd)erlain, les han dado los a,i’g-umentos
pa,ra, (l(deml(;r la suiiei’ioridad (hi su ra,za. (Jon cascote
sobra,ntí5 d(5 Da,rwin y de Spe-ncer, su a,nciano Jlicclvid
ha, fabricado eJ «monismo», doc, trina (puí, aplicada á la
[jolítica,, consagra, cientílicamente el org’ullo alemán y
r(ícxmoc(i su dcuaícho á domimirel mundo, por ser el más
fiKíiMn.
-No, nnl vecícs no— continuó con. energía, dospinís de
un bi-(iV(5 sihmcio — . d'odo eso d(5 la, lucha por la vida con
su c.oi’t(‘,j() de c,rue,l(la,(l('S pinsle ser vei'(la,d en las especies
infei'iorcs, fau’o no debe S(u* ver(la,d entre los hornlires.
Somos síire.s (hi razón y (l(‘, f)ro,yr(!SO, y (Libemos lifiertar-
noH d(i la fata,lida,d del nuidio, mo(Íilicándolo á muistra
c,on v(ini(inc,ia,. El a,n¡mal no cxmocie el (hirecho, la justicia,
la C()mi)a,sión; vívíí (isc,lavo de la, lofireg'uciz do sus instin¬
tos. Nosotros pensamos, y el pensamiento sig’niíica liber¬
tad. VA fuerte, pa,ra, serlo, no luicesita, mostrarse cruel;
rcisulta, más g-rande cua,n(lo no abusa, de su fuerza y es
biKíiio. diodos ti(inen derecJio á la, vida,, ya (pie nacieron;
y (l(!l mismo modo (pie subsistíin los s(ires org’ullosos y
humildes, luirmosos ó dóbiles, d(ib(in segmir viviendo las
micioiHis grandes y peípieilas, viiijas y jóvenes. Ija íina-
lidad de nuestra existencia no es la, lucha, no es matar,
para (jue luego nos maten á nosotros, y ((ue, á su vez.
10
146
V. BLAjSOO IBAÑEZ
caiga muerto nuestro matador. Dejemos eso á la ciega
Naturaleza. Los pueblos civilizados, de seguir un pen¬
samiento común, deben adoptar el de la Europa medite¬
rránea, realizando la concepción más pacífica y dulce
de la vida que sea posible.
Una sonrisa cruel agitó las barbas del ruso.
— Pero existe la Kiiltuv, que los germanos quieren im¬
ponernos y que resulta lo más opuesto á la civilización.
La civilización es el afinamiento del espíritu, el respeto
al semejante, la tolerancia de la opinión ajena, la sua¬
vidad de las costumbres. La Kultur es la acción de un
Estado que organiza y asimila individuos y colectivi¬
dades para que la sirvan en su misión. Y esta misión
consiste principalmente en colocarse por encima de los
otros Estados, aplastándolos con su grandeza, ó lo que
es lo mismo, orgullo, ferocidad, violencia.
Habían llegado á la plaza de la Estrella. El Arco de
Triunfo destacaba su mole obscura en el espacio estre¬
llado. Las avenidas esparcían en todas direcciones una
doble fila de luces. Los faroles situados en torno del mo¬
numento iluminaban sus bases gigantescas y los pies
de los grupos escultóricos. Más arriba se cerraban las
sombras, dando al claro monumento la negra densidad
del ébano.
Atravesaron la plaza y el Arco. Al verse bajo la bó¬
veda, que repercutía, agrandado, el eco de sus pasos, se
detuvieron. La brisa de la noche tomaba una frialdad
invernal al deslizarse por el interior de la construcción.
La bóveda recortaba las aristas de sus extremos sobre
el difuso azul del espacio. Instintivamente volvieron los
tres la cabeza para lanzar una mirada á los Campos
Elíseos, que habían dejado atrás. Sólo vieron un río de
sombra en el que fiotaban rosarios de estrellas rojas
entre dos largas escarpaduras negras formadas por los
edificios. Pero estaban familiarizados con el panora¬
ma, y creyeron contemplar en la obscuridad, sin nin¬
gún esfuerzo, la majestuosa pendiente de la avenida,
la doble fila de palacios, la plaza de la Concordia en
el fondo con su aguja egipcia, las arboledas de las Tu¬
nerías.
— Esto es hermoso — dijo Tchernoff, que veía algo más
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 147
que sombras — . Toda una civilización que ama la paz y
la dulzura de la vida ha pasado por aquí.
Un recuerdo enterneció al ruso. Muchas tardes, des¬
pués del almuerzo, había encontrado en aquel mismo
lugar á un hombre robusto, cuadrado, de barba rubia y
ojos bondadosos. Parecía un gigante detenido en mitad
de su crecimiento. Un perro le acompañaba. Era Jaurés,
su amigo Jaurés, que antes de ir á la Cámara daba un
paseo hasta el Arco desde su casa de Passy.
— Le gustaba situarse donde nos hallamos en este mo¬
mento. Contemplaba las avenidas, los jardines lejanos,
todo el París que se ofrece á la admiración desde esta
altura. Y me decía conmovido: «Esto es magnífico. Una
de las perspectivas más hermosas que pueden encon¬
trarse en el mundo...» ¡Pobre Jaurés!
El ruso, por una asociación de ideas, evocaba la ima¬
gen de su compatriota Miguel Bakounine, otro revolu¬
cionario, el padre del anarquismo, llorando de emoción
en un concierto luego de oir la sinfonía con coros de
Beethoven, dirigida por un joven amigo suyo que se
llamaba Ricardo Wágner. «Cuando venga nuestra revo¬
lución — gritaba estrechando la mano del maestro — y pe¬
rezca lo existente, habrá que salvar esto á toda costa.»
Tchernoff se arrancó á sus recuerdos para mirar en
torno y decir con tristeza:
— Ellos han pasado por aquí.
Cada vez que atravesaba el Arco, la misma imagen
surgía en su memoria. «Ellos» eran miles de cascos bri¬
llando al sol; miles de gruesas botas levantándose con
mecánica rigidez todas á un tiempo; las trompetas cor¬
tas, los pífanos, los tamborcillos planos, conmoviendo
el augusto silencio de la piedra; la marcha guerrera de
Lohengrin sonando en las avenidas desiertas ante las
casas cerradas.
El, que era un extranjero, se sentía atraído por este
monumento, con la atracción de los edificios venerables
que guardan la gloria de los ascendientes. No quería
saber quién lo había creado. Los hombres construyen
creyendo solidificar una idea inmediata que halaga su
orgullo. Luego sobreviene la humanidad de más amplia
visión, que cambia el significado de la obra y la engran-
148
V. BLASCO IBANEZ
dece, despojándola de su primitivo egoísmo. Las esta¬
tuas griegas, modelos de suprema belleza, habían sido
en su origen simples imágenes de santuario regaladas
por la piedad de las devotas de aquellos tiempos. Al
evocar la grandeza romana, todos veían con la imagi¬
nación el enorme Coliseo, redondel de matanzas, ó los
arcos elevados á la gloria de Césares ineptos. Las obras
representativas de los pueblos tenían dos significados:
el interior é inmediato que le daban sus creadores, y el
exterior, de un interés universal, que les comunicaban
luego los siglos, haciendo de ellas un símbolo.
— El Arco — continuó Tchernoff — es francés por den¬
tro, con sus nombres de batallas y generales que se
prestan á la crítica. Exteriormente , es el monumento
del pueblo que hizo la más grande de las revoluciones
y de todos los pueblos que creen en la libertad. La
glorificación del hombre está allá abajo, en la columna
de la plaza Vendóme. Aquí no hay nada individual.
Sus constructores lo elevaron á la memoria del Gran
Ejército, y ese Gran Ejército fué el pueblo en armas es¬
parciendo por toda Europa la revolución. Los artistas,
que son grandes intuitivos, presintieron el verdadero
significado de esta obra. Los guerreros de Eude que
entonan la Marsellesa en el grupo que tenemos á la
izquierda no son militares de oficio, son ciudadanos
armados que marchan á ejercer su apostolado sublime
y violento. Su desnudez me hace ver en ellos unos sans-
culottes con casco griego... Aquí hay algo más que la
gloria estrecha y egoísta de una sola nación. Todos en
Europa despertamos á una nueva vida gracias á estos
cruzados de la libertad... Los pueblos evocan imágenes
en mi pensamiento. Si recuerdo á Grecia, veo las colum¬
natas del Partenón; Eoma señora del mundo es el Co¬
liseo y el Arco de Trajano; la Francia revolucionaria es
el Arco de Triunfo.
Era algo más, según el ruso. Kepresentaba un gran
desquite histórico: los pueblos del Sur, las llamadas
razas latinas, contestando después de muchos siglos á
la invasión que había destruido el poderío romano; los
hombres mediterráneos esparciéndose vencedores por
las tierras de los antiguos bárbaros. Habían barrido
LOS GUATEO JINETES DEL APOCALIPSIS 149
el pasado como una ola destructora, para retirarse in¬
mediatamente. La gran marea depositaba todo lo que
envolvían sus entrañas, como las aguas de ciertos ríos
que fecundan inundando. Y al replegarse los hombres,
quedaba el suelo enriquecido por nuevas y generosas
ideas.
— ;Si ellos volviesen! — añadió Tchernoff con un gesto
de inquietud — . ¡Si pisasen de nuevo estas losas!... La
otra vez eran unas pobres gentes asombradas de su rá¬
pida fortuna, que pasaron por aquí como un mstico por
un salón. Se contentaron con dinero para el bolsillo y dos
provincias que perpetuasen el recuerdo de su victoria...
Pero ahora no serán soldados únicamente los que mar¬
chen contra París. A la cola de los ejércitos vienen, como
iracundas cantineras, los Uerr Professor^ llevando al
costado el tonelito de vino con pólvoni que enloquece al
bárbaro, el vino de la Kultur, Y en los furgones viene
igualmente un bagaje enorme de salvajismo cientíñco,
una filosofía nueva que glorifica la fuerza como princi¬
pio y santificación de todo, niega la libertad, suprime
al débil y coloca al mundo entero bajo la dependencia
de una minoría predilecta de Dios, sólo porque dispone
de los procedimientos más rápidos y seguros de dar la
muerte. La humanidad debe temblar por su porvenir si
otra vez resuenan bajo esta bóveda las botas germánicas
siguiendo una marcha de Wágner ó de cualquier Kapell-
meister de regimiento.
Se alejaron del Arco, siguiendo la avenida Víctor
Hugo. Tchernoff marchaba silencioso, como si le hubiese
entristecido la imagen de este desfile hipotético. De
pronto continuó en alta voz el curso de sus reflexiones.
■ — Y aunque entrasen, ¿qué importa?... No por esto mo¬
riría el Derecho. Sufre eclipses, pero renace; puede ser
desconocido, pisoteado, pero no por esto deja de existir,
y todas las almas buénas lo reconocen como única regla
de vida. Un pueblo de locos quiere colocar la violencia
sobre el pedestal que los demás han elevado al Derecho.
Empeño inútil. La aspiración de los hombres será eter¬
namente que exista cada vez más libertad, más frater¬
nidad, más justicia.
Con esta afirmación el ruso pareció tranquilizarse.
150
V. BLASCO IBAÑEZ
El y sus acompañantes hablaron del espectáculo que
ofrecía París preparándose para la guerra. Tchernoff
se apiadaba de los grandes dolores provocados por la
catástrofe, de los miles y miles de tragedias domésticas
que se estaban desarrollando en aquel momento. Nada
había cambiado aparentemente. En el centro de la ciu¬
dad y en torno de las estaciones se desarrollaba un
movimiento extraordinario, pero el resto de la inmensa
urbe no delataba el gran trastorno de su existencia.
La calle solitaria ofrecía el mismo aspecto de todas las
noches. La brisa agitaba dulcemente las hojas de los
árboles. Una paz solemne parecía desprenderse del es¬
pacio. Las casas dormían; pero detrás de las ventanas
cerradas se adivinaba el insomnio de los ojos enrojeci¬
dos, la respiración de los pechos angustiosos por la ame¬
naza próxima, la agilidad trémula de las manos prepa¬
rando el equipaje de guerra, tal vez el último gesto de
amor, cambiado sin placer, con besos terminados en so¬
llozos.
Tchernoff se acordó de sus vecinos, de aquella pareja
que ocupaba el otro departamento interior detrás del
estudio. Ya no sonaba el piano de ella. El ruso había
percibido rumor de disputas, choque de puertas cerra¬
das con violencia y los pasos del hombre, que se iba en
plena noche, huyendo de los llantos femeniles. Había
empezado á desarrollarse un drama al otro lado de los
tabiques: un drama vulgar, repetición de otros y otros
que ocurrían al mismo tiempo.
— Ella es alemana — añadió el ruso — . Nuestra portera
ha husmeado bien su nacionalidad. El se habrá mar¬
chado á estas horas para incorporarse á su regimiento.
Anoche apenas pude dormir. Escuché los gemidos de
ella á través de la pared; un llanto lento, desesperado,
de criatura abandonada, y la voz del hombre, que en
vano intentó hacerla callar... ¡Qué lluvia de tristezas
cae sobre el mundo!
Aquella misma tarde, al salir de casa, la había en¬
contrado frente á su puerta. Parecía otra mujer, con
un aire de vejez, como si en unas horas hubiese vivido
quince años. En vano había intentado animarla, reco¬
mendándole que aceptase con serenidad la ausencia de
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 161
su hombre, para no hacer daño al otro ser que llevaba
en sus entrañas.
— Porque esa infeliz va á ser madre. Oculta su estado
con cierto pudor, pero yo la he sorprendido desde mi
ventana arreglando ropitas de niño.
La mujer le había escuchado como si no le entendie¬
se. Las palabras eran impotentes ante su desesperación.
Sólo había sabido balbucear como si hablase con ella
misma: «Yo alemana... El se va; tiene que irse... Sola...
¡sola para siempre!...»
— Piensa en su nacionalidad, que le separa del otro;
piensa en el campo de concentración al que la llevarán
con sus compatriotas. Le da miedo el abandono en un
país hostil que tiene que defenderse de la agresión de
los suyos... Y todo esto cuando va á ser madre. ¡Qué mi¬
serias! ¡Qué tristezas!
Llegaron á la rué de la Pompe, y al entrar en la casa
se despidió Tchernoff de sus acompañantes para subir
por la escalera de servicio. Desnoy ers quiso prolongar
la conversación. Temía quedarse á solas con su amigo y
que resurgiese su mal humor por las recientes contra¬
riedades. La conversación con el ruso le interesaba. Su¬
bieron los tres por el ascensor. Argensola habló de la
oportunidad de destapar una botella de las muchas que
guardaba en la cocina. Tchernoff podía volver á su
casa por la puerta del estudio que daba á la escalera de
servicio.
El amplio ventanal tenía las vidrieras abiertas; los
huecos sobre el patio interior estaban abiertos igual¬
mente; una brisa continua hacía palpitar las cortinas,
balanceando los faroles antiguos, las banderas apelilla¬
das y otros adornos del estudio romántico. Tomaron
asiento en torno de una mesita, junto al ventanal, lejos
de las luces que iluminaban un extremo de la amplia
pieza. Estaban en la penumbra, vueltos de espaldas al
interior. Tenían ante ellos los tejados de enfrente y un
enorme rectángulo de sombra azul perforada por la fría
agudeza de los astros. Las luces de la ciudad coloreaban
el espacio sombrío con un reflejo sangriento.
Bebió dos copas Tchernoff, afirmando con chasqui¬
dos de lengua el mérito del líquido. Los tres callaban,
152
V. BLASCO IBAÑEZ
con el silencio admirativo y temeroso que la grandiosi¬
dad de la noche impone á los hombres. Sus ojos salta¬
ban de estrella á estrella, agrupándolas en líneas idea¬
les, formando triángulos ó cuadriláteros de fantástica
irregularidad. A veces el fulgor parpadeante de un astro
parecía enganchar al paso el rayo visual de sus mira¬
das, manteniéndolas en hipnótica fijeza.
El ruso, sin salir de su contemplación, se sirvió otra
copa. Luego sonrió con una ironía cruel. Su rostro bar¬
budo tomó la expresión de una máscara trágica aso¬
mando entre los telones de la noche.
— ¡Qué pensarán allá arriba de los hombres! — mur¬
muró — . ¿Estará enterada alguna estrella de que existió
Bismarck?... ¿Conocerán los astros la misión divina del
pueblo germánico?
Y siguió riendo.
Algo lejano é indeciso turbó el silencio de la noche
deslizándose por el fondo de una de las grietas que cor¬
taban la inmensa planicie de tejados. Los tres avanzaron
la cabeza para escuchar mejor... Eran voces. Un coro
varonil entonaba un himno simple, monótono, grave.
Más bien lo adivinaban con el pensamiento que lo per¬
cibían con sus oídos. Varias notas sueltas llegadas hasta
ellos con mayor intensidad en una de las fluctuaciones
de la brisa permitieron á Argensola reconstituir el canto
breve rematado por un aullido melódico, un verdadero
canto de guerra:
C’est VAlsace et Ja Lorraine,
,, C’est l^Alsace quHl nousfaíít.
Oh, oh, oh, oh.
Un nuevo grupo de hombres iba á lo lejos, por el
fondo de una calle, en busca de la estación de ferroca¬
rril, puerta de la guerra. Debían ser de los barrios exte¬
riores, tal vez del campo, y al atravesar París envuelto
en silencio, sentían el deseo de cantar la gran aspiración
nacional, para que los que velaban detrás de las facha¬
das obscuras repeliesen toda perplejidad sabiendo que
no estaban solos.
— Lo mismo que en las óperas — dijo Julio siguiendo
los últimos sonidos del coro invisible, que se perdía...
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 153
se perdía, devorado por la distancia y la respiración
noctnrna.
Tchernoff siguió bebiendo, pero con aire distraído,
fijos los ojos en la niebla rojiza que flotaba sobre los
tejados.
Adivinaban los dos amig’os su labor mental en la con¬
tracción de su frente, en los gruñidos sordos que dejaba
escapar como un eco del monólogo interior. De pronto
saltó de la reflexión á la palabra, sin preparación algu¬
na, continuando en voz alta el curso de sus razona¬
mientos.
— ...Y cuando dentro de unas horas salga el sol, el
mundo verá correr por sus campos los cuatro jinetes ene¬
migos de los hombres... Ya piafan sus caballos malignos
con la impaciencia de la carrera; ya sus jinetes de des¬
gracia se conciertan y cruzan las últimas palabras antes
de saltar sobre la silla.
— ¿Qué jinetes son esos? — ]3reguntó Argensola.
— Los que preceden á la Bestia.
Encontráronlos dos amigos tan ininteligible esta con¬
testación como las palabras anteriores. Desnoyers volvió
á repetirse mentalmente: «Está borracho.» Pero su curio¬
sidad le hizo insistir. ¿Y qué bestia era aquella?
Le miró el ruso como si extrañase la pregunta. Creía
haber hablado en alta voz desde el principio de sus re¬
flexiones.
— La del Apocalipsis.
Se hizo un silencio; pero el laconismo del ruso no fué
de larga duración. Sintió la necesidad de expresar su
entusiasmo por el soñador de la roca marina de Patmos.
El poeta de las visiones grandiosas y obscuras ejercía
influencia, á través de dos mil años, sobre este revolu¬
cionario místico refugiado en el último piso de una casa
de París. Todo lo había presentido Juan. Sus delirios,
ininteligibles para el vulgo, encerraban el misterio de
los grandes sucesos humanos.
Describió Tchernoff la bestia apocalíptica surgiendo
de las profundidades del mar. Era semejante á un leo¬
pardo, sus pies iguales á los de un oso, y su boca un
hocico de león. Tenía siete cabezas y diez cuernos. De
los cuernos pendían diez diademas, y en cada una de
154
V. BLASCO IBAÑEZ
las siete cabezas llevaba escrita una blasfemia. Estas
blasfemias no las decía el evangelista, tal vez porque
eran distintas, según las épocas, modificándose cada
mil años, cuando la bestia hacía una nueva aparición.
El ruso leía las que flameaban ahora en las cabezas del
monstruo: blasfemias contra la humanidad, contra la
justicia, contra todo lo que hace tolerable y dulce la vida
del hombre. «La fuerza es superior al derecho...» «El
débil no debe existir...» «Sed duros para ser grandes...»
Y la bestia, con toda su fealdad, pretendía gobernar al
mundo y que los hombres la rindiesen adoración.
— ¿Pero los cuatro jinetes? — preguntó Desnoy ers.
Los cuatro jinetes precedían la aparición del mons¬
truo en el ensueño de Juan.
Los siete sellos del libro del misterio eran rotos por el
cordero en presencia del gran trono donde estaba sen¬
tado alguien que parecía de jaspe. El arco iris formaba
en torno de su cabeza un dosel de esmeralda. Veinticua¬
tro tronos se extendían en semicírculo, y en ellos vein¬
ticuatro ancianos con vestiduras blancas y coronas de
oro. Cuatro animales enormes cubiertos de ojos y con
seis alas parecían guardar el trono mayor. Sonaban las
trompetas saludando la rotura del primer sello.
«¡Mira!», gritaba al poeta visionario con voz esten¬
tórea uno de los animales... Y aparecía el primer jinete
sobre un caballo blanco. En la mano llevaba un arco y
en la cabeza una corona: era la Conquista, según unos;
la Peste, según otros. Podía ser ambas cosas á la vez. Os¬
tentaba una corona, y esto era bastante para Tchernoff.
«¡Surge!», gritaba el segundo animal removiendo sus
mil ojos. Y del sello roto saltaba un caballo rojizo. Su
jinete movía sobre la cabeza una enorme espada. Era la
Guerra. La tranquilidad huía del mundo ante su galope
furioso: los hombres iban á exterminarse.
Al abrirse el tercer sello, otro de los animales ala¬
dos mugía como un trueno: «¡Aparece!» Y Juan veía un
caballo negro. El que lo montaba tenía una balanza en
la mano para pesar el sustento de los hombres. Era el
Hambre.
El cuarto animal saludaba con un bramido la rotura
del cuarto sello: «¡Salta!» Y aparecía un caballo de color
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 155
pálido. «El que lo monta se llama la Muerte, y un
poder le fué dado para hacer perecer á los hombres por
la espada, por el hambre, por la peste y por las bestias
salvajes.»
Los cuatro jinetes emprendían una carrera loca,
aplastante, sobre las cabezas de la humanidad ate¬
rrada.
Tchernoff describía los cuatro azotes de la tierra lo
mismo que si los viese directamente. El jinete del ca¬
ballo blanco iba vestido con un traje ostentoso y bárba¬
ro. Su rostro oriental se contraía odiosamente, como si
husmease las víctimas. Mientras su caballo seguía galo¬
pando, él armaba el arco para disparar la peste. En su
espalda saltaba el carcaj de bronce lleno de flechas pon¬
zoñosas que contenían los gérmenes de todas las enfer¬
medades, lo mismo las que sorprenden á las gentes pa¬
cíficas en su retiro que las que envenenan las heridas
del soldado en el campo de batalla.
El segundo jinete, el del caballo rojo, manejaba el
enorme mandoble sobre sus cabellos, erizados por la
violencia de la carrera. Era joven, pero el fiero entre¬
cejo y la boca contraída le daban una expresión de fe¬
rocidad implacable. Sus vestiduras, arremolinadas por
el impulso del galope, dejaban al descubierto una mus¬
culatura atlética.
Viejo, calvo y horriblemente descarnado, el tercer
jinete saltaba sobre el cortante dorso del caballo negro.
Sus piernas disecadas oprimían los flancos de la magra
bestia. Con una mano enjuta mostraba la balanza, sím¬
bolo del alimento escaso, que iba á alcanzar el valor
del oro.
Las rodillas del cuarto jinete, agudas como espue¬
las, picaban los costados del caballo pálido. Su piel
apergaminada dejaba visibles las aristas y oquedades
del esqueleto. Su faz de calavera se contraía con la risa
sardónica de la destrucción. Los brazos de caña hacían
voltear una hoz gigantesca. De sus hombros angulosos
pendía un harapo de sudario.
Y la cabalgada furiosa de los cuatro jinetes pasaba
como un huracán sobre la inmensa muchedumbre de los
humanos. El cielo tomaba sobre sus cabezas una penum-
m
V. BLASCO IBANEZ
bra lívida de ocaso. Monstruos horribles y disformes ale¬
teaban en espiral sobre la furiosa razzia^ como una escol¬
ta repugnante. La pobre humanidad, loca de miedo, huía
en todas direcciones al escuchar el galope de la Peste,
la Guerra, el Hambre y la Muerte. Hombres y mujeres,
jóvenes y ancianos, se empujaban y caían al suelo en
todas las actitudes y gestos del pavor, del asombro, de
la desesperación. Y el caballo blanco, el rojo, el negro y
el pálido los aplastaban con indiferencia bajo sus herra¬
duras implacables: el atleta oía el crujido de sus costi¬
llajes rotos, el niño agonizaba agarrado al pecho mater¬
nal, el viejo cerraba para siempre los párpados con un
gemido infantil.
— Dios se ha dormido, olvidando al mundo — continuó
el ruso — . Tardará mucho en despertar, y mientras él
duerme, los cuatro jinetes feudatarios de la Bestia corre¬
rán la tierra como únicos señores.
Se exaltaba con sus palabras. Abandonando su asien¬
to, iba de un lado á otro con grandes pasos. Le parecía
débil su descripción de las cuatro calamidades vistas por
el poeta sombrío. Un gran pintor había dado forma cor¬
poral á estos terribles ensueños.
— Yo tengo un libro — murmuraba — , un libro pre¬
cioso.
Y repentinamente huyó del estudio, dirigiéndose á la
escalera interior para entrar en sus habitaciones. Quería
traer el libro para que lo viesen sus amigos. Argensola
le acompañó. Poco después volvieron con el volumen.
Habían dejado abiertas las puertas tras de ellos. Se esta¬
bleció una corriente de aire más fuerte entre los huecos
de las fachadas y el patio interior.
Tchernoff colocó bajo una lámpara su libro precioso.
Era un volumen impreso en 1511, con texto latino y gra¬
bados. Desnoyers leyó el título: Apocalipsis cum figuris.
Los grabados eran de Alberto Dúrero: una obra de ju¬
ventud, cuando el maestro sólo tenía veintisiete años.
Los tres quedaron en extática admiración ante la lámina
que representaba la loca carrera de los jinetes apocalíp¬
ticos. El cuádruple azote se precipitaba con un impulso
arrollador sobre sus monturas fantásticas, aplastando á
la humanidad loca de espanto.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS Í57
Algo ocurrió de pronto que hizo salir á los tres hom¬
bres de su contemplación admirativa; algo extraordi¬
nario, indefinible: un gran estrépito que pareció entrar
directamente en su cerebro sin pasar por los oídos; un
choque en su corazón. El instinto les advirtió que algo
grave acababa de ocurrir.
Quedaron en silencio, mirándose: un silencio de se¬
gundos, que fué interminable.
Por las puertas abiertas llegó un ruido de alarma
procedente del patio: persianas que se abrían, pasos
atropellados en los diversos pisos, gritos de sorpresa y
de terror.
Los tres corrieron instintivamente hacia las ventanas
interiores. Antes de llegar á ellas, el ruso tuvo un pre¬
sentimiento.
— Mi vecina... Debe ser mi vecina. Tal vez se ha ma¬
tado.
Al asomarse vieron luces en el fondo; gentes que se
agitaban en torno de un bulto tendido sobre las baldo¬
sas. La alarma había poblado instantáneamente todas
las ventanas. Era una noche sin sueño, una noche de
nerviosidad, que mantenía á todos en doíorosa vigilia.
— Se ha matado — dijo una voz que parecía surgir de un
pozo — . Es la alemana, que se ha matado.
La explicación de la portera saltó de ventana en ven¬
tana hasta el último piso.
El ruso movió la cabeza con expresión fatal. La in¬
feliz no había dado sola el salto de muerte. Alguien pre¬
senciaba su desesperación, alguien la había empujado...
¡Los jinetes! ¡Los cuatro jinetes del Apocalipsis!... Ya
estaban sobre la silla; ya emprendían su galope impla¬
cable, arrollador.
Las fuerzas ciegas del mal iban á correr libres por
el mundo.
Empezaba el suplicio de la humanidad bajo la cabal¬
gada salvaje de sus cuatro enemigos.
SEGUNDA PARTE
I
LAS ENVIDIAS DE DON MARCELO
El primer movimiento del viejo Desnoyers fué de
asombro al convencerse de que la guerra resultaba in¬
evitable. La humanidad se había vuelto loca. ¿Era posi¬
ble una guerra con tantos ferrocarriles, tantos buques de
comercio, tantas máquinas, tanta actividad desarrollada
en la costra de la tierra y sus entrañas?... Las naciones
se arruinarían para siempre. Estaban acostumbradas á
necesidades y gastos que no conocieron los pueblos de
hace un siglo. El capital era dueño del mundo, y la
guerra iba á matarlo; pero á su vez moriría ella á los
pocos meses, falta de dinero para sostenerse. Su alma de
hombre de negocios se indignó ante los centenares de
miles de millones que la loca aventura iba á invertir en
humo y matanzas.
Como su indignación necesitaba ñjarse en algo inme¬
diato, hizo responsables de la gran locura á sus mismos
compatriotas. ¡Tanto hablar de la «revancha»! ¡Preocu¬
parse durante cuarenta y cuatro años de dos provincias
perdidas, cuando la nación era dueña de tierras enormes
é inútiles en otros continentes!... Iban á tocar los resul¬
tados de tanta insensatez exasperada y ruidosa.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 1B9
La guerra significaba para él un desastre á breve
j: 1)1 azo. No tenía fe en su país: la época de Francia había
pasado. Ahora los triunfadores eran los pueblos del
Norte, y sobre todos, aquella Alemania que él había
I visto de cerca, admirando con cierto pavor su discipli-
j na, su dura organización. El antiguo obrero sentía el
i instinto conservador y egoísta de todos los que llegan á
amasar millones. Despreciaba los ideales políticos, pero
por solidaridad de clase había aceptado en los últimos
años todas las declamaciones contra los escándalos del
régimen. ¿Qué podía hacer una República corrompida y
desorganizada ante el Imperio más sólido y fuerte de la
tierra?. . .
«Vamos á la muerte — se decía á solas — . ¡Peor que
I en el 70!... Nos tocará ver cosas horribles.»
El orden y el entusiasmo con que acudían los fran¬
ceses al llamamiento de la nación, convirtiéndose en
soldados, produjeron en él una extrañeza inmensa. A
impulsos de esta sacudida moral, empezó á creer en
algo. La gran masa de su país era buena; el pueblo va¬
lía, como en otros tiempos. Cuarenta y cuatro años de
alarma y angustia habían hecho florecer las antiguas
virtudes. Pero ¿y los jefes? ¿Dónde estaban los jefes para
marchar á la victoria?...
! Su pregunta la repetían muchos. El anonimato del
régimen democrático y de la paz mantenía al país en
una ignorancia completa acerca de sus futuros caudillos.
Todos veían cómo se formaban hora por hora los ejérci¬
tos; muy pocos conocían á los generales. Un nombre
empezó á sonar de boca en boca: «Joffre... Joffre». Sus
primeros retratos hicieron agolparse á la muchedumbre
i curiosa. Desnoyers lo contempló atentamente: «Tiene
I aspecto de buena persona.» Sus instintos de hombre de
orden se sintieron halagados por el aire grave y sereno
del general de la República. Experimentó de pronto una
gran confianza, semejante á la que le inspiraban los ge¬
rentes de Banco de buena presencia. A este señor se le
podían confiar los intereses, sin miedo á que hiciese lo-
i curas.
La avalancha de entusiasmo y emociones acabó por
arrastrar á Desnoyers. Como todos los que le rodeaban,
160
F. BLASCO IBAÑEZ
vio minutos que eran horas y horas que parecían años.
Los sucesos se atropellaban; el mundo parecía resarcirse
en una semana del largo quietismo de la paz.
El viejo vivió en la calle, atraído por el espectáculo
que ofrecía la muchedumbre civil saludando á la otra
muchedumbre uniformada que partía para la guerra.
Por la noche presenció en los bulevares el paso de
las manifestaciones. La bandera tricolor aleteaba sus
colores bajo los faros eléctricos. Los cafés, desbordantes
de público, lanzaban por las bocas inflamadas de sus
puertas y ventanas el rugido musical de las canciones
patrióticas. De pronto se abría el gentío en el centro de
la calle, entre aplausos y vivas. Toda Europa pasaba
por allí; toda Europa — menos los dos Imperios enemi¬
gos — saludaba espontáneamente con sus aclamaciones
á la Francia en peligro. Iban desfilando las banderas
de los diversos pueblos con todas las tintas del iris, y
detrás de ellas los rusos, de ojos claros y místicos; los
ingleses, con la cabeza descubierta, entonando cánticos
de religiosa gravedad; los griegos y rumanos, de perfil
aquilino; los escandinavos, blancos y rojos; los ameri¬
canos del Norte, con la ruidosidad de un entusiasmo
algo pueril; los hebreos sin patria, amigos del país de
las revoluciones igualitarias; los italianos, arrogantes
como un coro de tenores heroicos; los españoles y sud¬
americanos, incansables en sus vítores. Eran estudian¬
tes y obreros que perfeccionaban sus conocimientos en
escuelas y talleres; refugiados que se habían acogido á
la hospitalaria playa de París como náufragos de gue¬
rras y revoluciones. Sus gritos no tenían significación
oficial. Todos estos hombres se movían con espontáneo
impulso, deseosos de manifestar su amor á la República.
Y Desnoyers, conmovido por el espectáculo, pensaba que
Francia era todavía algo en el mundo, que aún ejercía
una fuerza moral sobre los pueblos, y sus alegrías ó sus
desgracias interesaban á la humanidad.
«En Berlín y en Viena — se dijo — también gritarán
de entusiasmo en este momento... Pero los del país nada
más. De seguro que ningún extranjero se une ostensi¬
blemente á sus manifestaciones.»
El pueblo de la Revolución, legisladora de los Dere-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 161
chos del Hombre, recolectaba la gratitud de las muche¬
dumbres. Empezó á sentir cierto remordimiento ante el
entusiasmo de los extranjeros que ofrecían su sangre á
Francia. Muchos se lamentaban de que el gobierno re¬
tardase veinte días la admisión de voluntarios, hasta
que hubiesen terminado las operaciones de la moviliza¬
ción. ¡Y él, que había nacido francés, dudaba horas an¬
tes de su país!
Un día la corriente popular le llevaba á la estación
del Este. Una masa humana se aglomeraba contra la
verja, desbordándose en tentáculos por las calles inme¬
diatas. La estación, que iba adquiriendo la importancia
de un lugar histórico, parecía un túnel estrecho por el
que intentaba deslizarse todo un río, con grandes cho¬
ques y rebullimientos contra sus paredes. Una parte de
la Francia en armas se lanzaba por esta salida de París
hacia los campos de batalla de la frontera.
Desnoyers sólo había estado dos veces allí, á la ida
y al regreso de su viaje á Alemania. Otros emprendían
ahora el mismo camino. Las muchedumbres populares
iban acudiendo de los extremos de la ciudad para ver
cómo desaparecían en el interior de la estación masas
humanas de contornos geométricos, uniformemente ves¬
tidas, con relámpagos de acero y cadencioso acompaña¬
miento de choques metálicos. Los medios puntos de cris¬
tales, que brillaban al sol como bocas ígneas, tragaban
y tragaban gente. Por la noche continuaba el desfile á
la luz de los focos eléctricos. A través de las verjas pa¬
saban miles y miles de corceles; hombres con el pecho
forrado de hierro y cabelleras pendientes del casco, lo
mismo que los paladines de remotos siglos; cajas enormes
que servían de jaula á los cóndores de la aeronáutica;
rosarios de cañones estrechos y largos, pintados de gris,
protegidos por mamparas de acero, más semejantes á
instrumentos astronómicos que á bocas de muerte; masas
y masas de kepis rojos moviéndose con el ritmo de la
marcha, y filas de fusiles, unos negros y escuetos, for¬
mando lúgubres cañaverales, otros rematados por bayo¬
netas que parecían espigas luminosas. Y sobre estos cam¬
pos inquietos de mieses de acero, las banderas de los
regimientos se estremecían en el aire como pájaros de
11
162
V. BLASCO IBANEZ
colores: el cuerpo blanco, un ala azul, la otra roja, una
corbata de oro en el cuello, y en lo alto el pico de bron¬
ce, el hierro de la lanza que apuntaba á las nubes.
De estas despedidas volvía don Marcelo á su casa vi¬
brante y con los nervios fatigados, como el que acaba
de presenciar un espectáculo de ruda emoción. A pesar
de su carácter tenaz, que se resistía siempre á reconocer
el propio error, el viejo empezó á sentir vergüenza por
sus dudas anteriores. La nación vivía, Francia era un
gran pueblo; las apariencias le habían engañado como á
otros muchos. Tal vez los más de sus compatriotas fuesen
de carácter ligero y olvidadizo, entregados con exceso
á los sensualismos de la vida; pero cuando llegaba la
hora del peligro, cumplían su deber simplemente, sin
necesitar la dura imposición que sufren los pueblos so¬
metidos á férreas organizaciones.
En la mañana del cuarto día de movilización, al sa¬
lir de su casa, en vez de encaminarse al centro de la
ciudad marchó con rumbo opuesto, hacia la rué de la
Pompe. Algunas palabras imprudentes de Chichi y las
miradas inquietas de su esposa y su cuñada le hicieron
sospechar que Julio había regresado de su viaje. Sintió
necesidad de ver de lejos las ventanas del estudio, como
si esto pudiese proporcionarle noticias. Y para justificar
ante su propia conciencia una exploración que contras¬
taba con sus propósitos de olvido, se acordó de que su
carpintero habitaba en dicha calle.
«Vamos á ver á Roberto. Hace una semana que me
prometió venir.»
Este Roberto era un mocetón que se había «emanci¬
pado de la tiranía patronal», según sus propias palabras,
trabajando solo en su casa. Una pieza casi subterránea
le servía de habitación y de taller. La compañera, á la
que llamaba «mi asociada», corría con el cuidado de su
persona y del hogar, mientras un niño iba creciendo
agarrado á sus faldas. Desnoy ers consentía á Roberto
sus declamaciones contra los burgueses, porque se pres¬
taba á todos sus caprichos de incesante arreglador de
muebles. En la lujosa vivienda de la avenida Víctor
Hugo, el carpintero cantaba la Internacional mientras
movía la sierra ó el martillo. Esto y sus grandes atre-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 163
vimientos de lenguaje lo perdonaba el señor, teniendo
en cuenta la baratura de su trabajo.
Al llegar al pequeño taller le vio con la gorra sobre
una oreja, anchos pantalones de pana á la mameluca,
borceguíes claveteados y varias banderitas y escarape¬
las tricolores en las solapas de la chaqueta.
— Llega tarde, patrón — dijo alegremente — . Va á ce¬
rrarse la fábrica. El dueño ha sido movilizado y dentro
de unas horas se incorporará á su regimiento.
Y señalaba un papel manuscrito fijo en la puerta de
su tugurio, á semejanza de los carteles impresos que figu¬
raban en todos los establecimientos de París para indi¬
car que patronos y dependientes habían obedecido la
orden de movilización.
Nunca se le había ocurrido á Desnoy ers que su car¬
pintero pudiera convertirse en soldado. Era rebelde á
toda imposición de autoridad. Odiaba á los fiics^ los poli¬
cías de París, con los que había cambiado puñetazos y
palos en todas las revueltas. El militarismo era su pre¬
ocupación. En los mítines contra la tiranía del cuartel
había figurado como uno de los manifestantes más rui¬
dosos. ¿Y este revolucionario iba á la guerra con la me¬
jor voluntad, sin esfuerzo alguno?...
Roberto habló con entusiasmo del regimiento, de
la vida entre camaradas, teniendo la muerte á cuatro
pasos.
— Creo en mis ideas lo mismo que antes, patrón — con¬
tinuó, como si adivinase lo que pensaba el otro — ; pero
la guerra es la guerra, y enseña muchas cosas; entre
ellas, que la libertad debe ir acompañada de orden y de
mando. Es preciso que alguien dirija y que los demás
sigan, por voluntad, por consentimiento... pero que si¬
gan. Cuando llega la guerra se ven las cosas de distinto
modo que cuando uno está en su casa haciendo lo que
quiere.
La noche que asesinaron á Jaurés rugió de cólera,
anunciando que la mañana siguiente sería de venganza.
Había buscado á los compañeros de su sección para
enterarse de lo que proyectaban contra los burgueses.
Pero la guerra iba á estallar. Algo había en el aire que
se oponía á la lucha civil, que dejaba en momentáneo
164
V. BLASCO IBAÑEZ
olvido los agravios particulares, concentrando todas las
almas en una aspiración común.
— Hace una semana — continuó — era antimilitarista.
¡Qué lejos me parece eso! Como si hubiese transcurrido
un año... Sigo pensando como antes: amo la paz, odio
la guerra; y como yo, todos los camaradas. Pero los
franceses no hemos provocado á nadie y nos amenazan,
quieren esclavizarnos... Seamos fieras, ya que nos obli¬
gan á serlo, y para defendernos bien, que nadie salga
de la fila, que todos obedezcan. La disciplina no está
reñida con la revolución. Acuérdese de los ejércitos de
la primera Eepública: todos ciudadanos, lo mismo los
generales que los soldados; pero Hoche, Kleber y los
otros eran rudos compadres que sabían mandar é impo¬
ner la obediencia.
Este carpintero tenía sus letras. Además de los perió¬
dicos y folletos de «la idea» había leído en cuadernos
sueltos á Michelet y otros artistas de la Historia.
— Vamos á hacer la guerra á la guerra — añadió — .
Nos batiremos para que esta guerra sea la última.
Su afirmación no le pareció bastante clara, y siguió
diciendo:
— Nos batiremos por el porvenir; moriremos para que
nuestros nietos no conozcan estas calamidades. Si triun¬
fasen los enemigos triunfaría la continuación de la gue¬
rra y la conquista como único medio de engrandecerse.
Primero se apoderarían de Europa; luego, del resto del
mundo. Los despojados se sublevarían más adelante:
¡nuevas guerras!... Nosotros no queremos conquistas.
Deseamos recuperar Alsacia y Lorena porque fueron
nuestras y sus habitantes quieren volver con nosotros...
Y nada más. No imitaremos á los enemigos apropián¬
donos territorios y poniendo en peligro la tranquilidad
del mundo. Tuvimos bastante con Napoleón; no hay que
repetir la aventura. Vamos á batirnos por nuestra segu¬
ridad y al mismo tiempo por la seguridad del mundo,
por la vida de los pueblos débiles. Si fuese una guerra
de agresión, de vanidad, de conquista, nos acordaría¬
mos de nuestro antimilitarismo. Pero es de defensa, y
los gobernantes no tienen culpa de ello. Nos vemos ata'
^ados y todos debemos marchar unidos.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 165
El carpintero, que era anticlerical, mostraba una to¬
lerancia generosa, una amplitud de ideas que abarcaba
á todos los hombres. El día anterior había encontrado en
la alcaldía de su distrito á un reservista que iba -á partir
con él, incorporándose al mismo regimiento. Una ojeada
le había bastado para reconocer que era un cura.
— Yo soy carpintero — le había dicho presentándose — .
¿Y usted, compañero... trabaja en las iglesias?
Empleaba este eufemismo para que el sacerdote no
pudiese sospechar en él intenciones ofensivas. Los dos
se habían estrechado la mano.
— Yo no estoy por la calotte — continuó, dirigiéndose
á Desnoyers — . Hace tiempo que me puse mal con Dios.
Pero en todas partes hay buenas personas, y las buenas
personas deben entenderse en estos momentos. ¿No lo
cree así, patrón?
La guerra halagaba sus aficiones igualitarias. Antes
de ella, al hablar de la futura revolución sentía un ma¬
ligno placer imaginándose que todos los ricos, iDrivados
de su fortuna, tendrían que trabajar para subsistir.
Ahora le entusiasmaba que todos los franceses partici¬
pasen de la misma suerte, sin distinción de clases.
— Todos mochila á la espalda y comiendo rancho.
Y hacía extensiva la militar sobriedad á los que se
quedaban á espaldas del ejército. La guerra traería gran¬
des escaseces: todos iban á conocer el pan ordinario.
— Y usted, patrón, que es viejo para ir á la guerra,
tendrá que comer como yo, con todos sus millones...
Reconozca que esto es hermoso.
Desnoyers no se ofendía por la maliciosa satisfacción
que inspiraban al carpintero sus futuras privaciones. Es¬
taba pensativo. Un hombre como aquel, adversario de
todo lo existente y que no tenía nada material que de¬
fender, marchaba á la guerra, á la muerte, por un ideal
generoso y lejano, por evitar que la humanidad del por¬
venir conociese los horrores actuales. Al hacer esto no
vacilaba en sacrificar su antigua fe, todas las creencias
acariciadas hasta la víspera... ¡Y él, que era uno de los
privilegiados de la suerte, que poseía tantas cosas ten¬
tadoras necesitadas de defensa, entregado á la duda y
la crítica!...
166
V. BLASCO IBAÑEZ
Horas después volvió á encontrar al carpintero cerca
del Arco de Triunfo. Formaba grupo con varios traba¬
jadores de igual aspecto que él, y este grupo iba unido
á otros^y otros que eran como una representación de
todas las clases sociales; burgueses bien vestidos, seño¬
ritos finos y anémicos, licenciados de raído chaqué, faz
pálida y gruesos lentes, curas jóvenes que sonreían con
cierta malicia, como si se comprometiesen en una cala¬
verada. Al frente del rebaño humano iba un sargento
y á retaguardia varios soldados con el fusil al hombro.
¡Adelante los reservistas!...
Y un bramido musical, una melopea grave, amena¬
zante y monótona surgía de esta masa de bocas redon¬
das, brazos en péndulo y piernas que se abrían y cerra¬
ban lo mismo que compases.
Roberto entonaba con energía el guerrero estribi¬
llo. Le temblaban los ojos y los caídos bigotes de galo.
A pesar de su traje de pana y su bolsa de lienzo re¬
pleta, tenía el mismo aspecto grandioso y heroico de las
figuras de Rude en el Arco de Triunfo. La «asociada» y
el niño trotaban por la acera inmediata para acompa¬
ñarle hasta la estación. Apartaba los ojos de ellos para
Jiablar con un compañero de fila , afeitado y de as¬
pecto grave: indudablemente el cura que había cono¬
cido el día antes. Tal vez se tuteaban ya, con la fra¬
ternidad que inspira á los hombres el contacto de la
muerte.
Siguió el millonario con una mirada de respeto á
su carpintero, desmesuradamente agrandado al formar
parte de esta avalancha humana. Y en su respeto había
algo de envidia: la envidia que surge de una conciencia
insegura.
Cuando don Marcelo pasaba malas noches, sufriendo
pesadillas, un motivo de terror, siempre el mismo, ator¬
mentaba su imaginación. Rara vez soñaba en peligros
mortales para él ó los suyos. La visión espantosa consis¬
tía siempre en el hecho de que le presentaban al cobro
documentos de crédito suscritos con su firma, y él, Mar¬
celo Desnoyers, el hombre fiel á sus compromisos, con
todo un pasado de probidad inmaculada, no podía pa¬
garlos. La posibilidad de esto le hacía temblar, y des-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 167
piiés de haber despertado sentía aún su pecho oprimido
por el terror. Para su imaginación, esta era la mayor
deshonra que puede sufrir un hombre.
Al trastornarse su existencia con las agitaciones de
la guerra, reaparecían las mismas angustias. Completa¬
mente despierto, en pleno uso de razón, sufría un supli¬
cio igual al que experimentaba en sueños viendo su nom¬
bre sin honra al pie de un documento incobrable.
Todo el pasado surgía ante sus ojos con extraordina¬
ria claridad, como si hasta entonces se hubiese mante¬
nido borroso, en una confusión de x->enumbra. La tierra
amenazada de Francia era la suya. Quince siglos de
Historia habían trabajado para él, para que encontrase
al abrir los ojos progresos y comodidades que no cono¬
cieron sus ascendientes. Muchas generaciones de Desno-
yers habían preparado su advenimiento á la vida bata¬
llando con la tierra, defendiéndola de enemigos, dán¬
dole al nacer una familia y un hogar libres... Y cuando
le tocaba su turno para continuar este esfuerzo, cuando
le llegaba la vez en el rosario de generaciones, ¡huía lo
mismo que un deudor que elude el pag’o!... Había con¬
traído al venir al mundo compromisos con la tierra de
sus padres, con el grupo humano al que debía la exis¬
tencia. Esta obligación era preciso pagarla con sus bra¬
zos, con el sacrificio que rechaza al peligro... Y él había
eludido el reconocin:iiento de su firma, fugándose y trai¬
cionando á sus ascendientes. ¡Ah, desgraciado! Nada
importaba el éxito material de su existencia, la riqueza
adquirida en un país remoto. Hay faltas que no se borran
con millones. La intranquilidad de su conciencia era la
prueba. También lo eran la envidia y el respeto que le
inspiraba aquel pobre menestral marchando al encuen¬
tro de la muerte con otros seres igualmente humildes,
enardecidos todos por la satisfacción del deber cumpli¬
do, del sacrificio aceptado.
El recuerdo de Madariaga surgía en su memoria.
«Donde nos hacemos ricos y formamos una familia,
allí está nuestra patria.»
No, no era cierta la afirmación del centauro. En tiem¬
pos normales, tal vez. Lejos del país de origen y cuando
no corre éste ningún peligro, se le puede olvidar por
168
F. BLASCO IBAÑEZ
algunos años. Pero él vivía ahora en Francia, y Francia
tenía que defenderse de enemigos que deseaban supri¬
mirla. El espectáculo de todos sus habitantes levantán¬
dose en masa representaba para Desnoyers una tortura
vergonzosa. Contemplaba á todas horas lo que él debía
haber hecho en su juventud y no quiso hacer.
Los veteranos del 70 iban por las calles exhibiendo
en la solapa su cinta verde y negra, recuerdo de las
privaciones del sitio de París y de las campañas heroi¬
cas é infaustas. La vista de estos hombres satisfechos
de su pasado le hacía palidecer. Nadie se acordaba del
suyo; pero lo conocía él, y era bastante. En vano su razón
intentaba apaciguar esta tempestad interior... Aquellos
tiempos habían sido otros: no existía la unanimidad de
la hora presente; el Imperio era impopular; todo estaba
perdido... Pero el recuerdo de una frase célebre se fijaba
en su memoria como una obsesión: «¡Quedaba Francia!»
Muchos pensaban lo mismo que él en su juventud, y sin
embargo no habían huido para eludir el servicio de las
armas; se habían quedado, intentando la última y des¬
esperada resistencia.
Inútiles sus razonamientos buscando excusas. Los
grandes sentimientos prescinden del raciocinio, por in¬
útil. Para hacer comprender los ideales políticos y religio¬
sos son indispensables explicaciones y demostraciones:
el sentimiento de la patria no cesitaba nada de esto. La
patria... es la patria. Y el obrero de las ciudades incré¬
dulo y burlón, el labriego egoísta, el pastor solitario,
todos se mueven al conjuro de esta palabra, compren¬
diéndola instantáneamente, sin previas enseñanzas.
«Es preciso pagar — repetía mentalmente don Mar¬
celo — . Debo pagar mi deuda.»
Y experimentaba, como en los ensueños, la angustia
del hombre probo y desesperado que desea cumplir sus
compromisos.
¡Pagar!... ¿Y cómo? Ya era tarde. Por un momento
se le ocurrió la heroica resolución de ofrecerse como
voluntario, de marchar con la bolsa al costado en uno
de aquellos grupos de futuros combatientes, lo mismo
que su carpintero. Pero la inutilidad del sacrificio sur¬
gía en su pensamiento. ¿De qué podía servir?... Parecía
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 169
robusto, se mantenía fuerte para su edad, pero estaba
más allá de los sesenta años, y sólo los jóvenes pue¬
den ser buenos soldados. Batirse lo hace cualquiera. El
tenía ánimos sobrados para tomar un fusil. Pero el com¬
bate no es mas que un accidente de la lucha. Lo pesa¬
do, lo anonadador, son las operaciones y sacrificios que
preceden al combate: las marchas interminables, los
rigores de la temperatura, las noches á cielo raso, re¬
mover la tierra, abrir trincheras, cargar carros, sufrir
í hambre... No: era demasiado tarde. Ni siquiera tenía
un nombre ilustre para que su sacrificio pudiese servir
de ejemplo.
Instintivamente miraba atrás. No estaba solo en el
mundo: tenía un hijo que podía responder por la deuda
' del padre... Pero esta esperanza sólo duraba un mo¬
mento. Su hijo no era francés: pertenecía á otro pueblo;
la mitad de su sangre era de diversa procedencia. Ade-
' más, ¿cómo podía sentir las mismas preocupaciones que
él? ¿Llegaría á entenderlas si su padre se las exponía?...
¡ Era inútil esperar nada de este danzarín gracioso bus-
¡ cado por las mujeres; de este bravo de frívolo coraje,
I que exponía su vida en duelos para satisfacer un honor
pueril.
¡La modestia del rudo señor Desnoyers después de
estas reflexiones!... Su familia sintió asombro al ver el
! encogimiento y la dulzura con que se movía dentro de
I la casa. Los dos criados de gesto imponente habían ido
i á incorporarse á sus regimientos, y la mayor sorpresa
¡ que les reservó la declaración de guerra fué la bondad
repentina del amo, la abundancia de regalos á su des¬
pedida, el cuidado paternal con que vigilaba sus prepa¬
rativos de viaje. El temible don Marcelo los abrazó con
los ojos húmedos. Los dos tuvieron que esforzarse para
que no les acompañase á la estación.
Fuera de su casa se deslizaba con humildad, como
1 si pidiese perdón mudamente á las gentes que le rodea¬
ban. Todos le parecían superiores á él. Los tiempos eran
de crisis económica: los ricos conocían momentánea¬
mente la pobreza y la inquietud; los Bancos habían
suspendido sus operaciones y sólo pagaban una exigua
parte de sus depósitos. El millonario se vió privado por
170
V. BLASCO IBAÑEZ
unas semanas de su riqueza. Además, sentía inquietud
al apreciar el porvenir incierto. ¿Cuánto tiempo iba á
transcurrir antes de que le enviasen dinero de América?
¿No llegaría á suprimir la guerra las fortunas lo mismo
que las vidas?... Y sin embargo, nunca Desnoyers apre¬
ció menos el dinero ni dispuso de él con mayor genero¬
sidad.
Numerosos movilizados de aspecto popular que mar¬
chaban sueltos hacia las estaciones encontraron á un
señor que los detenía con timidez, se llevaba una mano
á un bolsillo y dejaba en su diestra el billete de veinte
francos, huyendo inmediatamente ante sus ojos asom¬
brados. Las obreras llorosas que volvían de decir adiós
á sus hombres vieron al mismo señor sonreir á los niños
que marchaban junto á ellas, acariciar sus mejillas y
alejarse, abandonando en sus manos la pieza de cinco
francos.
Don Marcelo, que nunca había fumado, frecuentó los
despachos de tabaco. Salía de ellos con las manos y los
bolsillos repletos, para abrumar con una prodigalidad
de paquetes al primer soldado que encontraba. A veces
el favorecido sonreía cortésmente, dando las gracias con
palabras reveladoras de un origen superior, y pasaba el
regalo á otros compañeros que vestían un capote tan
grosero y mal cortado como el suyo. El servicio obliga¬
torio le hacía incurrir con frecuencia en estos errores.
Las manos rudas, al oprimir la suya con un apretón
agradecido, le dejaban satisfecho por unos minutos. ;Ay,
no poder hacer más!... El gobierno, al movilizar los
vehículos, le había tomado tres de sus automóviles mo¬
numentales. Desnoyers se entristeció porque no se lle¬
vaban su cuarto mastodonte. ¡Para lo que servía! Los
pastores del rebaño monstruoso, el chófer y sus ayudan¬
tes, habían partido también para incorporarse al ejérci¬
to. Todos se marchaban. Finalmente sólo quedarían él y
su hijo: dos inutilidades.
Eugió al enterarse de la entrada de los enemigos en
Bélgica, considerando este suceso la traición más inau¬
dita de la Historia. Se avergonzaba al recordar que en
los primeros momentos había hecho responsables de la
guerra á los patriotas exaltados de su país... ¡Qué per-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 171
fidia, metódicamente preparada con largos años de an¬
ticipación! Los relatos de saqueos, incendios y matan¬
zas le hacían palidecer, rechinando los dientes. A él, á
Marcelo Desnoy ers, le podía ocurrir lo mismo que á los
infelices belgas si los bárbaros invadían su país. Tenía
una casa en la ciudad, un castillo en el campo, una fa¬
milia. Por una asociación de ideas, las mujeres víctimas
de la soldadesca le hacían pensar en su Chichi y en la
buena doña Luisa. Los ediñcios en llamas evocaban el
recuerdo de todos los muebles raros y costosos amonto¬
nados en sus dos viviendas y que eran como los blasones
de su elevación social. Los ancianos fusilados, las ma¬
dres de entrañas abiertas, los niños con las manos cor¬
tadas, todos los sadismos de una guerra de terror, des¬
pertaban la violencia de su carácter.
— ¡Y esto puede ocurrir impunemente en nuestra
época!...
Para convencerse de que el castigo estaba próximo,
de que la venganza marchaba al encuentro de los cul¬
pables, sentía la necesidad de confundirse diariamente
con el gentío aglomerado en torno de la estación del
Este.
El grueso de las tropas operaba en las fronteras, pero
no por esto disminuía la animación en este lugar. Ya no
se embarcaban batallones enteros, pero día y noche los
hombres de combate iban entrando en la estación sueltos
ó por grupos. Eran reservistas sin uniforme que mar¬
chaban á incorporarse á sus regimientos, oñciales que
habían estado ocupados hasta entonces en los trabajos de
la movilización, pelotones en armas destinados á llenar
los grandes huecos abiertos por la muerte.
La muchedumbre, oprimida contra las verjas, salu¬
daba á los que partían, acompañándolos con los ojos
mientras atravesaban el gran patio. Eran anunciadas á
gritos las últimas ediciones de los periódicos. La masa
obscura se moteaba de blanco, leyendo con avidez las
hojas impresas. Una buena noticia; «¡Viva Francia!...»
Un despacho confuso que hacía presentir un descalabro:
«No importa. Hay que sostenerse de todos modos. Los
rusos avanzarán á sus espaldas.» Y mientras se desarro¬
llaban los diálogos inspirados por estas nuevas, y mu-
V. BLASCO IBANEZ
172
chas jóvenes convertidas en vendedoras iban entre los
grupos ofreciendo banderitas y escarapelas tricolores,
continuaban pasando por el patio solitario, para des¬
aparecer detrás de las puertas de cristales, hombres y
más hombres que iban á la guerra.
Un subteniente de la reserva, con un saco al hom¬
bro, llegó acompañado de su padre hasta la fila de poli¬
cías que cerraba el paso á la muchedumbre. Desnoyers
encontró al oficial cierta semejanza con su hijo. El viejo
ostentaba en la solapa la cinta verde y negra de 1870:
la condecoración evocadora del remordimiento. Era alto,
enjuto, y aún pretendía erguirse más poniendo un gesto
fosco. Deseaba mostrarse fiero, inhumano, para ocultar
su emoción.
— ¡Adiós, muchacho! Pórtate bien.
— ¡Adiós, padre!
No se dieron la mano: evitaban que sus miradas se
encontrasen. El oficial sonreía como un autómata. El
padre volvió bruscamente la espalda, y atravesando el
gentío se metió en un café. Necesitaba el rincón más
obscuro, la banqueta más oculta, para disimular por unos
minutos su emoción.
Y el señor Desnoyers envidió este dolor.
Unos reservistas avanzaron cantando, precedidos de
una bandera. Se empujaban y bromeaban, adivinándose
en su excitación largas detenciones en todas las taber¬
nas encontradas al paso. Uno de ellos, sin interrumpir
su canto, oprimía la diestra de una viejecita que mar¬
chaba á su lado, serena y con los ojos secos. La madre
reunía sus fuerzas para acompañar á su mocetón, con
una falsa alegría, hasta el último momento.
Otros llegaban sueltos, despegados de sus compañe¬
ros, pero no por esto iban solos. El fusil colgaba de uno
de sus hombros, las espaldas estaban abrumadas i^or la
joroba de la mochila, las piernas rojas salían y se ocul¬
taban entre las alas vueltas del capote azul, la pipa
humeaba bajo la visera del kepis. Delante de uno de
ellos caminaban cuatro niños, alineados por orden de
estatura. Volvían la cabeza para admirar al padre, súbi¬
tamente engrandecido por los arreos militares. A su lado
marchaba la compañera, af afile y sumisa, lo mismo que
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 173
en las primeras semanas de relaciones, sintiendo en su
alma simple un reflorecimiento de amor, una prima¬
vera extemporánea, nacida al contacto del peligro. El
hombre, obrero de París que tal vez cantaba un mes
antes la Internacional, pidiendo la desaparición de los
ejércitos y la fraternidad de todos los humanos, iba
ahora en busca de la muerte. Su mujer contenía los
sollozos y le admiraba. El cariño y la conmiseración le
hacían insistir en sus recomendaciones. En la mochila
había puesto los mejores pañuelos, los pocos víveres que
guardaba en casa, todo el dinero. Su hombre no debía
inquietarse por ella y los hijos. Saldrían del mal paso
como pudiesen. El gobierno y las buenas almas se en¬
cargarían de su suerte.
El soldado bromeaba ante el talle algo deforme de su
mujer, saludando al ciudadano próximo á surgir, anun¬
ciándole un nacimiento en plena victoria. Un beso á la
compañera, un cariñoso repelón á la prole, y luego se
unió con los camaradas... Nada de lágrimas. ¡Valor!...
¡Viva Francia!
Las recomendaciones de los que se marchaban eran
oídas. Nadie lloraba. Pero al desaparecer el último pan¬
talón rojo, muchas manos se agarraron convulsas á los
hierros de la verja, muchos pañuelos fueron mordidos
con rechinamiento de dientes, muchas cabezas se ocul¬
taron bajo el brazo con estertor angustioso.
Y el señor Desnoyers envidió estas lágrimas.
La vieja, al perder en su arrugada mano el contacto
de la diestra del hijo, se volvió hacia donde creía que
estaba el país hostil, agitando los brazos con furor ho¬
micida:
— ¡Ah, bandido!... ¡Bandido!
Volvía á ver con la imaginación el rostro tantas ve¬
ces contemplado en las páginas ilustradas de los perió¬
dicos: unos bigotes de insolente alborotamiento; una
boca con dentadura de lobo, que reía... reía como de¬
bieron reir los hombres de la época de las cavernas.
Y el señor Desnoyers envidió esta cólera.
174
V. BLASCO IBAÑEZ
II
VIDA NUEVA
Cuando Margarita pudo volver al estudio de la rué
de la Pompe, Julio, que vivía en perpetuo mal humor,
viéndolo todo con sombríos colores, se sintió animado
por un optimismo repentino.
La guerra no iba á ser tan cruel como se la imagi¬
naban todos al principio. Diez días iban transcurridos,
y empezaba á hacerse menos visible el movimiento de
tropas. Al disminuir el número de hombres en las calles,
la población femenina parecía haber aumentado. Las
gentes se quejaban de escasez de dinero; los Bancos se¬
guían cerrados para el pago. En cambio, la muchedum¬
bre sentía una necesidad de gastos extraordinarios para
acaparar víveres. El recuerdo del 70, con las crueles
escaseces del sitio, atormentaba las imaginaciones. Ha¬
bía estallado una guerra con el mismo enemigo, y á
todos les parecía lógico la repetición de iguales acci¬
dentes. Los almacenes de comestibles se veían asediados
por las mujeres, que hacían acopio de alimentos rancios
á precios exorbitantes para guardarlos en sus casas. El
hambre futura producía mayor espanto que los peligros
inmediatos.
Estas eran para Desnoyers todas las transformaciones
que la guerra había realizado en torno de él. Las gentes
acabarían por acostumbrarse á la nueva existencia. La
humanidad posee una fuerza de adaptación que le per¬
mite amoldarse á todo para continuar subsistiendo. El
esperaba continuar su vida como si nada hubiese ocurri¬
do. Bastaba para esto que Margarita siguiese ñel á su
pasado. Juntos verían deslizarse los acontecimientos con
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS lio
la cruel voluptuosidad del que contempla una inunda¬
ción, sin riesgo alguno, desde una altura inaccesible.
Esta calma de testigo egoísta de los sucesos se la ha¬
bía inspirado Argén sola.
— Seamos neutros — afirmaba el bohemio — . Neutrali¬
dad no significa indiferencia. Gocemos del gran espec¬
táculo, ya que en toda nuestra vida volverá á ofrecerse
otro semejante.
Lástima que la guerra les pillase con tan poco dine¬
ro... Argensola odiaba á los Bancos más aún que á los
Imperios centrales, distinguiendo con una antipatía es¬
pecial al establecimiento de crédito que demoraba el
pago del cheque de Julio. ¡Tan hermoso que habría sido
presenciar los acontecimientos con toda clase de como¬
didades, gracias á esta enorme cantidad!... Para reme¬
diar las penurias domésticas volvía á impetrar el auxi¬
lio de doña Luisa. La guerra había debilitado las pre¬
cauciones de don Marcelo, y la familia vivía ahora en
un descuido generoso. La madre, á imitación de otras
dueñas de casa, hacía provisiones para meses y meses,
adquiriendo cuantos víveres podía encontrar. El se apro¬
vechó de esto, menudeando sus visitas á la casa de la
avenida Víctor Hugo para descender por la escalera de
servicio grandes paquetes que engrosaban las provisio¬
nes del estudio.
Todas las alegrías de una buena ama de llaves las
conoció al contemplar los tesoros guardados en su co¬
cina: grandes latas de carne en conserva, pirámides de
botes, sacos de legumbres secas. Tenía allí para el man¬
tenimiento de una larga familia. Además, la guerra le
había servido de pretexto para hacer nuevas visitas á la
bodega de don Marcelo.
— Pueden venir — decía con gesto heroico al pasar re¬
vista á su almacén — ; pueden venir cuando quieran.
Estamos preparados para hacerles frente.
El cuidado y aumento de sus víveres y la averigua¬
ción de noticias eran las dos funciones que ocupaban su
existencia. Necesitaba adquirir diez, doce, quince perió¬
dicos por día; unos porque eran reaccionarios, y á él le
entusiasmaba la novedad de ver unidos á todos los fran¬
ceses; otros porque, siendo radicales, debían estar mejor
176
V. BLASCO IBAÑEZ
enterados de las noticias recibidas por el gobierno. Apa¬
recían á mediodía, á las tres, á las cuatro, á las cinco de
la tarde. Media hora de retraso en el nacimiento de una
hoja infundía grandes esperanzas en el público, que se
imaginaba encontrar noticias estupendas. Todos se arre¬
bataban los últimos suplementos; todos llevaban los bol¬
sillos repletos de papel, esperando con ansiedad nuevas
publicaciones para adquirirlas. Y todas las hojas decían
aproximadamente lo mismo.
Argensola percibió cómo se iba formando en su in¬
terior un alma simple, entusiasta y crédula, capaz de
admitir las cosas más inverosímiles. Esta alma la adivi¬
naba igualmente en todos los que vivían cerca de él. A
veces, su antiguo espíritu de crítica parecía encabritar¬
se; pero la duda era rechazada como algo deshonroso.
Vivía en un mundo nuevo, y era natural que ocurriesen
cosas extraordinarias que no podían medirse ni expli¬
carse por el antiguo raciocinio. Y comentaba con alegría
infantil los relatos maravillosos de los periódicos: com¬
bates de un pelotón de franceses ó de belgas con regi¬
mientos enteros de enemigos, poniéndolos en desorde¬
nada fuga; el miedo de los alemanes á la bayoneta, que
les hacía correr como liebres apenas sonaba la carga; la
ineficacia de la artillería germánica, cuyos proyectiles
estallaban mal.
Era para él ordinario y lógico que la pequeña Bél¬
gica venciese á la colosal Alemania: una repetición del
encuentro de David y Goliat, con todas las metáforas é
imágenes que este choque desigual había inspirado á
través de los siglos. Como la mayor parte de la nación,
tenía la mentalidad de un lector de libro de caballerías
que se siente defraudado cuando el héroe, un hombre
solo, no parte mil enemigos de un revés. Buscaba con
predilección los periódicos más exagerados, los que pu¬
blicaban más historias de encuentros sueltos, de accio¬
nes individuales, que nadie sabía con certeza dónde
habían ocurrido.
La intervención de Inglaterra en los mares le hizo
imaginar un hambre espantosa, fulminante, providen¬
cial, que martirizaba á los enemigos. A los diez días de
bloqueo marítimo creía de buena fe que en Alemania
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 177
vivía la gente como iin grupo de náufragos sobre una
balsa de tablones. Esto le hizo menudear sus visitas á-
la cocina, admirando emocionado sus paquetes de co¬
mestibles.
— ¡Lo que darían en Berlín por mi tesoro!...
Nunca comió mejor Argensola. La consideración de
las grandes carestías sufridas por el adversario espoleaba
su apetito, dándole una capacidad monstruosa. El pan
blanco, de corteza dorada y crujiente, le sumía en un
éxtasis religioso.
— ¡Si el amigo Guillermo pillase estol — decía á su
compañero.
Mascaba y tragaba con avidez; alimentos y líquidos,
al pasar por su boca, adquirían un nuevo sabor raro y
divino. El hambre ajena era para él un excitante, una
salsa de interminable deleite.
Francia le inspiraba entusiasmo, pero á Eusia le
concedía mayor crédito. ¡Ah, los cosacos!... Hablaba
de ellos como de íntimos amigos. Describía los terribles
jinetes de galope vertiginoso, impalpables como fantas¬
mas, y tan terribles en su cólera, que el adversario no
podía mirarlos de frente. En la portería de su casa y en
varios establecimientos de la calle le escuchaban con
todo el respeto que merece un señor que, por ser extran¬
jero, puede hablar mejor que otros de las cosas extran¬
jeras.
— Los cosacos ajustarán las cuentas á esos bandidos
— terminaba diciendo con absoluta seguridad — . Antes
de un. mes habrán entrado en Berlín.
Y su público, compuesto en gran parte de mujeres,
esposas ó madres de los que habían partido á la guerra,
aprobaba modestamente, con el deseo irresistible que
todos sentimos de colocar nuestras esperanzas en algo
lejano y misterioso. Los franceses defenderían el país,
reconquistando además los territorios perdidos; pero
eran los cosacos los que iban á dar el golpe de gracia,
aquellos cosacos de que hablaban todos y muy pocos
habían visto.
El único que los conocía de cerca era Tchernoff, y con
gran ^cándalo de Argensola escuchaba sus palabras sin
mostrar entusiasmo. Los cosacos eran para él un simple
12
i78
V. BLASCO IBAÑEZ
cuerpo del ejército ruso. Buenos soldados, pero incapa¬
ces de realizar los milagros que todos les atribuían.
— ¡Ese Tchernoff! — exclamaba Argensola — . Como
odia al zar, encuentra malo todo lo de su país. Es un re¬
volucionario fanático... y yo soy enemigo de todos los
fanatismos.
Escuchaba Julio con distracción las noticias de su
compañero, los artículos vibrantes recitados con tono
declamatorio, los planes de campaña que discurría ante
un mapa enorme fijo en una pared del estudio y erizado
de banderitas que marcaban las situaciones de los ejér¬
citos beligerantes. Cada periódico obligaba al español á
realizar una nueva danza de alfileres en el mapa, seguida
de comentarios de un optimismo á prueba de bomba.
— Hemos entrado en Alsacia: ¡muy bien!... Parece que
ahora abandonamos Alsacia: ¡perfectamente! Adivino la
causa. Es para volver á entrar por un sitio mejor, pillan¬
do al enemigo por la espalda... Dicen que Lieja ha caído.
¡Mentira!... Y si cae, no importa. Un incidente nada más.
Quedan los otros... ¡los otros! que avanzan por el lado
oriental y van á entrar en Berlín.
Las noticias del frente ruso eran las preferidas por
él; pero quedaba en suspenso cada vez que buscaba en
la carta los nombres enrevesados de aquellos lugares
donde efectuaban sus hazañas los admirados cosacos.
Mientras tanto, Julio continuaba el curso de sus pen¬
samientos. ¡Margarita!... Había vuelto al fin, y sin em¬
bargo parecía vivir cada vez más alejada de él...
En los primeros días de la movilización rondó por
las inmediaciones de su casa, creyendo engañar su
deseo con esta aproximación ilusoria. Margarita le ha¬
bía escrito para recomendarle la calma. ¡Feliz él, que
por ser extranjero no sufriría las consecuencias de la
guerra! Su hermano, oficial de artillería de reserva, iba
á partir de un momento á otro. La madre, que vivía con
este hijo soltero, había mostrado á última hora una sere¬
nidad asombrosa, después de llorar mucho en los días
anteriores, cuando la guerra era todavía problemática.
Ella misma preparó el equipaje del soldado, para que la
pequeña maleta contuviese todo lo que es indispensable
en la vida de campaña. Pero Margarita adivinaba el
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 179
suplicio interior de la pobre señora y su lucha para que
no se revelase exteriormente en la humedad de sus ojos,
en la nerviosidad de sus manos. Le era imposible aban¬
donar á su madre un solo momento... Luego había sido
la despedida. «; Adiós, hijo mío! Cumple tu deber, pero
sé prudente.» Ni una lágrima, ni un desfallecimiento.
Toda la familia se había opuesto á que le acompañase
hasta el ferrocarril. Su hermana iría con él. Y al regre¬
sar Margarita á la casa la había encontrado en un sillón,
rígida, con el gesto hosco, eludiendo nombrar á su hijo,
hablando de las amigas que también enviaban los suyos
á la guerra, como si únicamente ellas conociesen este
tormento. «¡Pobre mamá! Debo acompañarla, ahora más
que nunca... Mañana, si puedo, iré á verte.»
Al fin volvió á la rué de la Pom^pe. Su primer cui¬
dado fué explicar á Julio la modestia de su traje tail-
leur, la ausencia de Joyas en el adorno de su persona.
«La guerra, amigo mío. Ahora lo chic es amoldarse á
las circunstancias, ser sobrios y modestos como solda¬
dos. ¡Quién sabe lo que nos espera!» La preocupación
del vestido la acompañaba en todos los momentos de
su existencia.
Julio notó en ella una persistente distracción. Pare¬
cía que su espíritu abandonaba el encierro de su cuerpo,
vagando á enormes distancias. Sus ojos le miraban, pero
tal vez no le veían. Hablaba con voz lenta, como si cada
palabra la sometiese á previo examen, temiendo traicio-
/nar algún secreto. Este alejamiento espiritual no impi¬
dió, sin embargo, la aproximación física. Fueron uno del
otro, con el irresistible choque de las atracciones mate¬
riales. Ella se entregó voluntariamente, resbalando por
la suave cuesta de la costumbre; pero al recobrar la se¬
renidad mostró un vago remordimiento. «¿Estará bien lo
que hacemos?... ¿No es inoportuno continuar la misma
existencia cuando tantas desgracias van á caer sobre el
mundo?» Julio repelió estos escrúpulos.
— ¡Pero si vamos á casarnos tan pronto como poda¬
mos!... ¡Si somos lo mismo que marido y mujer!
Ella contestó con un gesto de extrañeza y desaliento.
¡Casarse!... Diez días antes no deseaba otra cosa. Ahora
sólo de tarde en tarde surgía en su memoria la posi-
180
V. BLASCO IBANEZ
bilidad del matrimonio. ¡Para qué pensar en sucesos
remotos é inseguros! Otros más inmediatos ocupaban
su ánimo.
La despedida de su hermano en la estación era una
escena que se había fijado en su memoria. Al ir al estu¬
dio se proponía no acordarse de ella, presintiendo que
podía molestar á su amante con este relato. Y bastó que
se jurase el silencio, para sentir una necesidad irresisti¬
ble de contarlo todo.
No había sospechado jamás que amase tanto á su
hermano. Su cariño fraternal iba unido á un ligero sen¬
timiento de celos porque mamá prefería al hijo mayor.
Además, él era quien había presentado á Laiirier en la
casa: los dos tenían el diploma de ingenieros industria¬
les y marchaban unidos desde la escuela... Pero al verle
Margarita próximo á partir, había reconocido de pronto
que este hermano, considerado siempre en segundo tér¬
mino, ocupaba un lugar preferente en su cariño.
— ¡Estaba tan guapo, tan interesante, con su uniforme
de teniente!... Parecía otro. Te confieso que yo iba con
orgullo al lado de él, apoyada en su brazo. Nos tomaban
por casados. Al verme llorar, unas pobres mujeres inten¬
taron consolarme. «¡Valor, madama!... Su marido vol¬
verá.» Y él reía con estas equivocaciones. Unicamente
mostraba tristeza al acordarse de nuestra madre.
Se habían separado en la puerta de la estación. Los
centinelas no dejaban ir más adelante. Ella le entregó
su sable, que había querido llevar hasta el último mo¬
mento.
— Es hermoso ser hombre — dijo con entusiasmo — . Me
gustaría vestir un uniforme, ir á la guerra, servir para
algo.
No quiso hablar más, como si de pronto se diese
cuenta de la inoportunidad de sus últimas palabras.
Tal vez notó una crispación en el rostro de Julio.
Pe;"o estaba excitada por el recuerdo de aquella des¬
pedida, y después de una larga pausa no pudo resistirse
al deseo de seguir exteriorizando su pensamiento.
En la entrada de la estación, mientras besaba por
última vez á su hermano, había tenido un encuentro,
una gran sorpresa. El había llegado, vestido igualmente
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 181
de oficial de artillería, pero solo, teniendo que confiar
su maleta á nn hombre de buena voluntad salido de la
muchedumbre.
Julio hizo un gesto de interrogación. ¿Quién era él?
Lo sospechaba, pero fingió ignorancia, como si temiese
conocer la verdad.
•— Laurier — contestó ella lacónicamente — . Mi antiguo
marido.
El amante mostró una ironía cruel. Era un acto co¬
barde denigrar á este hombre que había marchado á
cumplir su deber. Reconoció su vileza, pero un instinto
maligno é irresistible le hizo insistir en sus burlas, para
rebajarlo ante Margarita. ¡Laurier militar!... Debía ofre¬
cer un aspecto ridículo vestido de uniforme.
— ¡Laurier guerrero! — continuó, con una voz sarcás¬
tica, que le extrañaba como si procediese de otro — .
¡Pobre hombre!...
Ella dudó en su respuesta, por no contrariar á Des¬
noy ers. Pero la verdad pudo más en su ánimo, y dijo
simplemente:
— No... no tenía mal aspecto. Era otro. Tal vez el uni¬
forme; tal vez su tristeza al marchar solo, completa¬
mente solo, sin una mano que estrechase la suya. Yo
tardé en conocerle. Al ver á mi hermano se aproximó;
pero luego, viéndome á mí, siguió adelante... ¡Pobre!
¡Me da lástima!
Su instinto femenil debió indicarle que hablaba de¬
masiado, y cortó bruscamente su charla. El mismo ins¬
tinto le avisó también por qué razón el rostro de Julio
se ensombrecía y su boca tomaba el pliegue de una son¬
risa amarga. Quiso consolarle y añadió:
— Por suerte, tú eres extranjero y no irás á la guerra.
¡Qué horror si te perdiese!...
Lo dijo con sinceridad... Momentos antes envidiaba
á los hombres, admirando la gallardía con que expo¬
nían su existencia, y ahora temblaba ante la idea de
que su amante pudiera ser uno de ellos.
Este no agradeció su egoísmo amoroso, que lo colo¬
caba aparte de los demás, como un ser delicado y frágil,
apto únicamente para la adoración femenil . Prefería ins¬
pirar la envidia que había sentido ella al ver á su her-
182
V. BLASCO IBANEZ
mano cubierto de arreos belicosos. Le pareció que entre
él y Margarita acababa de interponerse algo que no se
derrumbaría nunca, que iría ensanchándose, repelién¬
dolos en dirección contraria... lejos... muy lejos, hasta
donde no pudieran reconocerse al cruzar sus miradas.
Siguió tocando este obstáculo en las entrevistas su¬
cesivas. Margarita extremaba sus palabras de cariño,
mirándole con ojos húmedos. Sus manos acariciadoras
parecían de madre más que de amante; su ternura iba
acompañada de un desinterés y un pudor extraordina¬
rios. Se quedaba obstinadamente en el estudio, evitando
el pasar á las otras habitaciones.
— Aquí estamos bien... No quiero: es inútil. Tendría
remordimientos... ¡Pensar en tales cosas en estos ins¬
tantes!...
El ambiente estaba para ella saturado de amor; pero
era un amor nuevo, un amor al hombre que sufre, un
deseo de abnegación, de sacrificio. Este amor evocaba
una imagen de blancas tocas, de manos trémulas cu¬
rando la carne desgarrada y sangrienta.
Cada intento de posesión provocaba en Margarita
una protesta vehemente y pudorosa, como si los dos se
encontrasen por vez primera.
— Es imposible — decía — : pienso en mi hermano; pien¬
so en tantos que conozco y tal vez á estas horas habrán
muerto.
Llegaban noticias de combates; empezaba á correr
en abundancia la sangre.
— No, no puedo — repetía ella.
Y cuando llegaba Julio á conseguir sus deseos, em¬
pleando la súplica ó la apasionada violencia, oprimía
entre los brazos un ser falto de voluntad, que abando¬
naba una parte de su cuerpo insensible, mientras la ca¬
beza seguía independientemente su trabajo mental.
Una tarde, Margarita le anunció que en adelante se
verían con menos frecuencia. Tenía que asistir á sus
clases: sólo le quedaban dos días libres.
Desnoyers la escuchó estupefacto. ¿Sus clases?... ¿Qué
estudios eran los suyos?...
Ella pareció irritarse ante su gesto de burla... Sí, es¬
taba estudiando; hacía una semana que asistía á clase.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 183
■ Ahora las lecciones iban á ser más continuas: se había
P organizado la enseñanza; los profesores eran más nu-
^ merosos.
— Quiero ser enfermera. Sufro mucho al considerar
mi inutilidad... ¿De qué he servido hasta ahora?...
Calló un momento, como si abarcase con la imagina-
ción todo su pasado.
; — A veces pienso — continuó — que la guerra, con todos
sus horrores, tiene algo de bueno. Sirve para que sea-
'• mos útiles á nuestros semejantes. Apreciamos la vida de
un modo más serio; la desgracia nos hace comprender
que hemos venido al mundo para algo... Yo creo que
. hay que amar la existencia no sólo por los goces que
nos proporciona. Debe encontrarse una gran satisfacción
en el sacrificio, en dedicarnos á los demás; y esta satis¬
facción, no sé por qué, tal vez por ser nueva, me parece
superior á las otras.
Julio la miró con sorpresa, imaginándose lo que po¬
día existir dentro de su cabecita adorada y frívola. ¿Qué
se estaba formando más allá de su frente contraída por
el movimiento rugoso de las ideas y que hasta entonces
sólo había refiejado la ligera sombra de unos pensa¬
mientos veloces y aleteantes como pájaros?..’.
Pero la Margarita de antes vivía aún. La vió reapa¬
recer con un mohín gracioso entre las preocupaciones
que la guerra hacía crecer sobre las almas como follajes
sombríos.
— Hay que estudiar mucho para conseguir el diploma
de enfermera. ¿Te has fijado en el traje?... Es de lo más
distinguido: el blanco va bien lo mismo á las rubias que
á las morenas. Luego la toca, que permite los rizos sobre
las orejas, el peinado de moda; y la capa azul sobre el
uniforme, que ofrece un bonito contraste... Una mujer
elegante puede realzar todo esto con joyas discretas y un
calzado chic. Es una mezcla de monja y de gran dama,
que no sienta mal.
Iba á estudiar con verdadera furia, para ser útil
á sus semejantes... y vestir pronto el admirado uni¬
forme.
¡Pobre Desnoyers!... La necesidad de verla y la falta
de ocupación en unas tardes interminables que hasta
184
V. BLASCO IBAÑEZ
entonces habían tenido más grato empleo le arrastraron
á rondar por las cercanías de iin palacio eternamente
desocupado, donde acababa de instalar el gobierno la
escuela de enfermeras. Al estar de plantón en una es¬
quina, aguardando el revoloteo de una falda y el trote-
cito en la acera de unos pies femeniles, se imaginaba
haber remontado el curso del tiempo y que aún tenía
diez y ocho años, lo mismo que cuando esperaba en los
alrededores de un taller de modisto célebre. Los grupos
de mujeres que en horas determinadas salían de aquel
palacio hacían aún más verosímil esta semejanza. Iban
vestidas con rebuscada modestia; el aspecto de muchas
de ellas resultaba más humilde que el de las obreras de
la moda. Pero eran grandes damas. Algunas subían en
automóviles cuyos chófers llevaban uniforme de soldado
por ser vehículos ministeriales.
Estas largas esperas le proporcionaron inesperados
encuentros con las alumnas elegantes que entraban y
salían.
— ¡Desnoyers! — exclamaban unas voces femeniles de¬
trás de él — . ¿No es Desnoyers?...
Y se veía obligado á cortar la duda saludando á
unas señoras que lo contemplaban como si fuese un apa¬
recido. Eran amistades de una época remota, de seis
meses antes; damas que le habían admirado y perse¬
guido, confiándose á su sabiduría de maestro para atra¬
vesar los siete círculos de la ciencia del tango. Le exa¬
minaban como si entre el último encuentro v el minuto
actual hubiese ocurrido un gran cataclismo transforma¬
dor de todas las leves de la existencia, como si fuese
el único y milagroso superviviente de una humanidad
totalmente desaparecida.
Todas acababan por hacer las mismas preguntas:
— ¿No va usted á la guerra?... ¿Cómo es que no lleva
uniforme?
Intentaba explicarse, pero á las primeras palabras le
interrumpían:
— Es verdad... Usted es extranjero.
Lo decían con cierta envidia. Pensaban sin duda en
los individuos amados que arrostraban á aquellas horas
las privaciones y riesgos de la guerra. Pero su condi-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 185
ción de extranjero creaba instantáneamente cierto ale¬
jamiento espiritual, una extrañeza que Julio no había
conocido en los buenos tiempos, cuando las gentes se
buscaban sin reparos de origen, sin experimentar la re¬
tracción del peligro, que aisla y concentra á los grupos
humanos.
Se despedían las damas con una sospecha maliciosa. ■
¿Qué hacía allí esperando? ¿Alguna nueva aventura que
le deparaba su buena suerte?... T la sonrisa de todas
ellas tenía algo de grave: una sonrisa de personas ma¬
yores que conocen el verdadero significado de la vida y
sienten conmiseración ante los ilusos que aún se entre¬
tienen con frivolidades.
A Julio le hacía daño esto, como si fuese una ma¬
nifestación de lástima. Se lo imaginaban ejerciendo la
única función de que era capaz; él no podía servir para
otra cosa. En cambio, aquellas casquivanas, que aún
guardaban algo de su antiguo exterior, parecían anima¬
das por el gran sentimiento de la maternidad: una ma¬
ternidad abstracta que abarcaba á todos los hombres de
su nación; un deseo de sacrificarse, de conocer de cerca
las privaciones de los humildes, de sufrir con el contacto
de todas las miserias de la carne enferma.
Este mismo ardor lo sentía Margarita al salir de sus
lecciones. Avanzaba de asombro en asombro, saludando
como grandes maravillas científicas los primeros rudi¬
mentos de la cirugía. Se admiraba, á sí misma por la avi¬
dez con que iba apoderándose de estos misterios, nunca
sospechados hasta entonces. En ciertos momentos creía
con graciosa inmodestia haber torcido la verdadera fina¬
lidad de su existencia.
— ¡Quién sabe si nací para ser una gran doctora!
— decía.
Su temor era que le faltase serenidad en el instante
de llevar á la práctica sus nuevos conocimientos. Verse
ante las hediondeces de la carne abierta, contemplar el
chorreo de la sangre, resultaba horroroso para ella, que
había experimentado siempre una repugnancia invenci¬
ble ante las bajas necesidades de la vida ordinaria. Pero
sus vacilaciones eran cortas: una energía varonil la ani¬
maba de pronto. Los tiempos eran de sacrificio. ¿No se
186
V. BLASCO IBANEZ
arrancaban los hombres de todas las comodidades de nna
existencia sensual para seg'uir la ruda carrera del sol¬
dado?... Ella sería un soldado con faldas, mirando de
frente el dolor, batallando con él, hundiendo sus manos
en la putrefacción de la materia descompuesta, pene¬
trando como una sonrisa de luz en los lug-ares donde
gemían los soldados esperando la llegada de la muerte.
Repetía con orgullo á Desnoy ers todos los progresos
que realizaba en la escuela, los vendajes complicados
que conseguía ajustar, unas veces sobre los miembros de
un maniquí, otras sobre la carne de un empleado que se
prestaba á fingir las actitudes de un falso herido. Ella,
tan delicada, incapaz en su casa del menor esfuerzo
físico, aprendía los procedimientos más hábiles para
levantar del suelo un cuerpo humano cargándolo en sus
espaldas. ¡Quién sabe si alguna vez prestaría sus servi¬
cios en los campos de batalla! Se mostraba dispuesta á
los mayores atrevimientos, con la audacia ignorante de
las mujeres cuando las empuja una ráfaga de heroísmo.
Toda su admiración era para las nurses del ejército in¬
glés, damas enjutas, de nervioso vigor, que aparecían
retratadas en los periódicos con pantalones, botas de
montar y casco blanco.
Julio la oía con asombro. ¿Pero aquella mujer era
realmente Margarita?... La guerra había borrado su gra¬
ciosa frivolidad. Ya no marchaba como un pájaro. Sus
pies se asentaban en el suelo con firmeza varonil, tran¬
quila y segura de la nueva fuerza que se desarrollaba
en su interior. Cuando una caricia de él le recordaba su
condición de mujer, decía siempre lo mismo:
— ¡Qué suerte que seas extranjero!... ¡Qué dicha verte
libre de la guerra!
En su ansia de sacrificio, quería ir á los campos de
batalla, y celebraba al mismo tiempo como una felici¬
dad ver á su amante libre de los deberes militares. Este
ilogismo no era acogido por Julio con gratitud; antes
bien, le irritaba como una ofensa inconsciente.
«Cualquiera diría que me protege — pensaba — . Ella
es el hombre, y se alegra de que la débil compañera, que
soy yo, se halle á cubierto del peligro... ¡Qué situación
tan grotesca!...»
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 187
Por fortuna, algunas tardes, al presentarse Marga¬
rita en el estudio, volvía á ser la misma de los tiempos
pasados, haciéndole olvidar instantáneamente sus pre¬
ocupaciones. Llegaba con la alegría del asueto que siente
el colegial ó el empleado en los días libres. Al pesar obli¬
gaciones sobre ella, había conocido el valor del tiempo.
■ — Hoy no hay clase — gritaba al entrar.
Y arrojando su sombrero en un diván, iniciaba un
paso de danza, huyendo con infantiles encogimientos de
los brazos de su amante.
A los pocos minutos recobraba su serenidad, el gesto
grave que era frecuente en ella desde el principio de las
hostilidades. Hablaba de su madre, siempre triste, esfor¬
zándose por ocultar su pena y animada por la esperanza
de una carta del hijo; hablaba de la guerra, comentando
las últimas acciones con arreglo al retórico optimismo
de los partes oficiales. Describía minuciosamente la pri¬
mera bandera tomada al enemigo, como si fuese un traje
de elegancia inédita. Ella la había visto en una ventana
del Ministerio de la Guerra. Se enternecía al repetir los
relatos de unos fugitivos belgas llegados á su hospital.
Eran los únicos enfermos que había podido asistir hasta
entonces. París no recibía aún heridos de guerra; por
orden del gobierno los enviaban desde el frente á los
hospitales del Sur.
Ya no oponía la resistencia de los primeros días á los
deseos de Julio. Su aprendizaje de enfermera le daba
cierta pasividad. Parecía despreciar las atracciones de
la materia, despojándolas de la importancia espiritual
que les había atribuido hasta poco antes. Se entregaba
sin resistencia, sin deseo, con una sonrisa de tolerancia,
satisfecha de poder dar un poco de felicidad, de la que
ella no participaba. Su atención se había concentrado en
otras preocupaciones.
Una tarde, estando en el dormitorio del estudio, sin¬
tió la necesidad de comunicar ciertas noticias que desde
el día anterior llenaban su pensamiento. Saltó de la
cama, buscando entre sus ropas en desorden el bolso de
mano, que contenía una carta. Quería leerla una vez
más, comunicar á alguien su contenido, con el impulso
irresistible que arrastra á la confesión.
188
V. BLASCO IBAÑEZ
Era una carta que su hermano le había enviado
desde los Vosgos. Hablaba en ella de Laurier más que
de su propia persona. Pertenecían á distinta batería,
pero figuraban en la misma división y habían tomado
parte en iguales combates. El oficial admiraba á su an¬
tiguo cuñado. ¡Quién habría podido adivinar un héroe
futuro en aquel ingeniero tranquilo y silencioso!... Y sin
embargo, era un verdadero héroe. Lo proclamaba el her¬
mano de Margarita, y con él todos los oficiales que le
habían visto cumplir su deber tranquilamente, arros¬
trando la muerte con la misma frialdad que si estuviese
en su fábrica cerca de París.
Solicitaba el puesto arriesgado de observador, des¬
lizándose lo más cerca posible de los enemigos para
vigilar la exactitud del tiro de la artillería, rectificán¬
dolo con sus indicaciones telefónicas. Un obús alemán
había demolido la casa en cuyo techo estaUa oculto.
Laurier, al salir indemne de entre los escombros, re¬
ajustó su teléfono y fué tranquilamente á continuar el
mismo trabajo en el ramaje de una arboleda cercana.
Su batería, descubierta en un combate desfavorable por
los aeroplanos enemigos, había recibido el fuego con¬
centrado de la artillería de enfrente. En pocos minutos
rodó por el suelo todo el personal: muerto el capitán y
varios soldados, heridos los oficiales y casi todos los sir¬
vientes de las piezas. Sólo quedó como jefe Laurier «el
Impasible» — así lo apodaban sus camaradas — , y auxi¬
liado por los pocos artilleros que se mantenían de pie,
siguió disparando, bajo una lluvia de hierro y fuego,
para cubrir la retirada de un batallón.
«Lo han citado dos veces en la orden del día — con¬
tinuaba leyendo Margarita — . Creo que no tardará en
conseguir la cruz. Es todo un valiente. ¡Quién lo hubiese
creído hace unas semanas!...»
Ella no participaba de este asombro. Al vivir con
Laurier había entrevisto muchas veces la firmeza de su
carácter, el arrojo disimulado por su exterior apacible.
Por algo la avisaba el instinto, haciéndole temer la có¬
lera del marido en los primeros tiempos de su infideli¬
dad. Recordaba el gesto de aquel hombre al sorprenderla
una noche á la salida de la casa de Julio. Era de los
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 189
apasionados que matan. Y sin embargo, no había inten¬
tado la menor violencia contra ella... El recuerdo de
este respeto despertaba en Margarita un sentimiento de
gratitud. Tal vez la había amado como ningún otro
hombre.
Sus ojos, con un deseo irresistible de comparación,
se fijaban en Desnoyers, admirando su gentileza juvenil.
La imagen de Laurier, pesada y vulgar, acudía á su me¬
moria como un consuelo. Era cierto que el oficial entre¬
visto por ella en la estación al despedir á su hermano no
se parecía á su antiguo marido. Pero Margarita quiso
olvidar al teniente pálido y de aire triste que había pa¬
sado ante sus ojos, para acordarse únicamente del in¬
dustrial preocupado de las ganancias é incapaz de com¬
prender lo que ella llamaba «las delicadezas de una
mujer chic». Decididamente, Julio era más seductor. No
se arrepentía de su pasado, no quería arrepentirse.
Y su egoísmo amoroso le hizo repetir una vez más las
mismas exclamaciones:
— i Qué suerte que seas extranjero ! . . . ¡ Qué alegría
verte libre de los peligros de la guerra!
Julio sintió la irritación de siempre al oir esto. Le
faltó poco para cerrar con una mano la boca de su
amante. ¿Quería burlarse de él?... Era un insulto colo¬
carlo aparte de los otros hombres.
Mientras tanto, ella, con el ilogismo de su aturdi¬
miento, insistía en hablar de Laurier, comentando sus
hazañas.
— No le quiero, no le he querido nunca. No pongas la
cara triste. ¿Cómo puede compararse el pobre contigo?...
Pero hay que reconocer que ofrece cierto interés en su
nueva existencia. Yo me alegro de sus hazañas como si
fuesen de un amigo viejo, de una visita de mi familia á
la que no hubiese visto en mucho tiempo... El pobre me¬
recía mejor suerte: haber encontrado una mujer que no
fuese yo, una compañera al nivel de sus aspiraciones...
Te digo que me da lástima.
Y esta lástima era tan intensa, que humedecía sus
ojos, despertando en el amante la tortura de los celos.
De estas entrevistas salía Desnoyers malhumorado y
sombrío.
190
V. BLASCO IBANEZ
— Sospecho que estamos en una situación falsa — dijo
una mañana á Argensola — ; la vida va á sernos cada vez
más penosa. Es difícil permanecer tranquilo, siguiendo
la misma existencia de antes, en medio de un pueblo
que se bate.
El compañero creía lo mismo. También consideraba
insufrible su existencia de extranjero joven en este París
agitado por la guerra.
— Debe uno ir enseñando los papeles á cada instante,
para que la policía se convenza de que no ha encontrado
á un desertor. En un vagón del Metro tuve que explicar
la otra tarde que era español á unas muchachas que se
extrañaban de que no estuviese en el frente... Una de
ellas, luego de conocer mi nacionalidad, me preguntó
con sencillez por qué no me ofrecía como voluntario...
Ahora han inventado una palabra; «emboscado». Estoy
harto de las miradas irónicas con que acogen mi juven¬
tud en todas partes; me da rabia que me tomen por un
francés «emboscado».
Una ráfaga de heroísmo sacudía al impresionable
bohemio. Ya que todos iban á la guerra, él quería hacer
lo mismo. No sentía miedo á la muerte; lo único que le
aterraba era la servidumbre militar, el uniforme, la obe¬
diencia mecánica á toque de trompeta, la supeditación
ciega á los jefes. Batirse no ofrecía para él dificultades,
pero libremente ó mandando á otros, pues su carácter se
encabritaba ante todo lo que significase disciplina. Los
grupos extranjeros de París intentaban organizar cada
uno su legión de voluntarios, y él proyectaba igual¬
mente la suya: un batallón de españoles é hispano¬
americanos, reservándose, naturalmente, la presiden¬
cia del comité organizador y luego la comandancia del
cuerpo.
Había lanzado anuncios en los periódicos: lugar de
inscripción, el estudio de la rué de la Pompe. En diez
días se habían presentado dos voluntarios: un oficinista,
resfriado en pleno verano, que exigía ser oficial porque
llevaba chaqué, y un tabernero español que á las pri¬
meras palabras quiso despojar de su comandancia á
Argensola con el fútil pretexto de haber sido soldado en
su juventud, mientras el otro sólo era un pintor. Veinte
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 191
batallones españoles se iniciaban al mismo tiempo con
igual éxito en distintos lugares de París. Cada entu¬
siasta quería ser jefe de los demás, con la soberbia in¬
dividualista y la repugnancia á la disciplina propias de
la raza. Al fin, los futuros caudillos, faltos de soldados,
buscaban inscribirse como simples voluntarios... pero en
un regimiento francés.
— Yo espero á ver qué hacen los Garibaldi — dijo Ar-
gensola modestamente — . Tal vez me vaya con ellos.
Este nombre glorioso le hacía tolerable la servidum¬
bre guerrera. Pero luego vacilaba: tendría de todos mo¬
dos que obedecer á alguien en este cuerpo de volunta¬
rios, y él era rebelde á una obediencia que no fuese pre¬
cedida de largas discusiones... ¿Qué hacer?
• — Ha cambiado la vida en medio mes — continuó — .
Parece que hayamos caído en otro planeta; nuestras
habilidades antiguas carecen de sentido. Otros pasan á
las primeras filas, los más humildes y obscuros, los que
ocupaban antes el último término. El hombre refinado
y de complicaciones espirituales se ha hundido, quién
sabe por cuántos años... Ahora sube á la superficie como
triunfador el hombre simple, de ideas limitadas pero
firmes, que sabe obedecer. Ya no estamos de moda.
Desnoyers asintió. Así era: ya no estaban de moda.
El podía afirmarlo, que había conocido la notoriedad y
pasaba ahora como un desconocido entre las mismas
gentes que le admiraban meses antes.
— Tu reino ha terminado — dijo Argensola riendo — .
De nada te sirve ser buen mozo. Yo, con un uniforme y
una cruz en el pecho, te vencería ahora en una rivalidad
amorosa. El oficial únicamente hace soñar en tiempos de
paz á las señoritas de provincias. Pero estamos en gue¬
rra, y toda mujer tiene despierto el entusiasmo ances¬
tral que sintieron sus remotas abuelas por la bestia agre¬
siva y fuerte... Las grandes damas que hace meses com¬
plicaban sus deseos con sutilezas psicológicas admiran
ahora al militar con la misma sencillez de la criada que
busca al soldado de línea. Sienten ante el uniforme el
entusiasmo humilde y servil de las hembras de animali¬
dad inferior ante las crestas, melenas y plumajes de sus
machos peleadores. ¡Ojo, maestro!... Hay que seguir el
192
V, BLASCO IBAÑEZ
nuevo curso del tiempo ó resignarse á perecer obscura¬
mente: el tango ha muerto.
Y Desnoy ers pensó que, efectivamente, eran dos se¬
res que estaban al margen de la vida. Esta había dado
un salto, cambiando de cauce. No quedaba lugar en la
nueva existencia para aquel pobre pintor de almas y
para él, héroe de una vida frívola, que había alcanzado
de cinco á siete de la tarde los triunfos más envidiados
por los hombres.
rií
LA RETIRADA
La guerra había extendido uno de sus tentáculos
hasta la avenida Víctor Hugo. Era una guerra sorda,
en la que el enemigo, blando, informe, gelatinoso, pa¬
recía escaparse de entre las manos para reanudar un
poco más allá sus hostilidades.
— Tengo á Alemania metida en casa — decía Marcelo
Desnoy ers.
Alemania era doña Elena, la esposa de von Hartrott.
¿Por qué no se la había llevado su hijo, aquel profesor
de inaguantable insuficiencia, que él consideraba ahora
como un espía?... ¿Por qué capricho sentimental había
querido permanecer al lado de su hermana, perdiendo
la oportunidad de regresar á Berlín antes de que se ce¬
rrasen las fronteras?...
La presencia de esta mujer era para él un motivo de
remordimientos y alarmas. Afortunadamente, los cria¬
dos, el chófer, todos los de la servidumbre masculina,
estaban en el ejército. Las dos chinas recibieron una
orden con tono amenazante. Mucho cuidado al hablar
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 193
con las otras criadas francesas; ni la menor alusión á la
nacionalidad del marido de doña Elena y al domicilio
de su familia. Doña Elena era argentina... Pero á pesar
del silencio de las doncellas, don Marcelo temía alguna
denuncia del patriotismo exaltado, que se dedicaba con
incansable fervor á la caza de espías, y que la hermana
de su mujer se viese confinada en un campo de concen¬
tración como sospechosa de tratos con el enemigo.
La señora von Hartrott correspondía mal á estas in¬
quietudes. En vez de guardar un discreto silencio, intro¬
ducía la discordia en la casa con sus opiniones.
Durante los primeros días de la guerra se mantuvo
encerrada en su cuarto, reuniéndose con la familia so¬
lamente cuando la llamaban al comedor. Con los labios
fruncidos y la mirada perdida se sentaba á la mesa,
fingiendo no escuchar los desbordamientos verbales del
entusiasmo de don Marcelo. Este describía las salidas de
tropas, las escenas conmovedoras en calles y estaciones,
comentando con un optimismo incapaz de duda las pri¬
meras noticias de la guerra. Dos cosas consideraba por
encima de toda discusión. La bayoneta era el secreto
del francés, y los alemanes sentían un estremecimiento
de pavor ante su brillo, escapando irremediablemente.
El cañón de 75 se había acreditado como una joya única.
Sólo sus disparos eran certeros. La artillería enemiga le
inspiraba lástima, pues si alguna vez daba en el blanco
casualmente, sus proyectiles no llegaban á estallar...
Además, las tropas francesas habían entrado victoriosas
en Alsacia: ya eran suyas varias poblaciones.
— Ahora no es como en el 70 — decía, blandiendo el
tenedor ó agitando la servilleta — . Los vamos á llevar á
patadas al otro lado del Khin. ¡A patadas!... ¡eso es!
Chichi asentía con entusiasmo, mientras doña Elena
elevaba sus ojos como si protestase silenciosamente ante
alguien que estaba oculto en el techo, poniéndolo por
testigo de tantos errores y blasfemias.
Doña Luisa iba á buscarla después en el retiro de su
habitación, creyéndola necesitada de consuelo por vivir
lejos de los suyos. «La romántica» no mantenía su digno
silencio ante esta hermana que siempre había acatado
su instrucción superior. Y la pobre señora quedaba atur-
13
m
V. BLASCO IBAÑEZ
dida por el relato que le iba haciendo de las fuerzas
enormes de Alemania, con toda su autoridad de esposa
de un gran patriota germánico y madre de un profesor
casi célebre. Los millones de hombres surgían á rauda¬
les de su boca; luego desfilaban los cañones á millares,
los morteros monstruosos, enormes como torres. Y sobre
estas inmensas fuerzas de destrucción aparecía un hom¬
bre que valía por sí solo un ejército, que lo sabía todo y
lo podía todo, hermoso, inteligente é infalible como un
dios: el emperador.
— Los franceses ignoran lo que tienen enfrente — con¬
tinuaba doña Elena — . Los van á aniquilar. Es asunto de
un par de semanas. Antes que termine Agosto, el empe¬
rador habrá entrado en París.
Impresionada la señora Desnoyers por estas profe¬
cías, no podía ocultarlas á su familia. Chichi se indig¬
naba contra la credulidad de la madre y el germanismo
de su tía. Un enardecimiento belicoso se había apode¬
rado del antiguo «peoncito».- ¡Ay, si las mujeres pudie¬
sen ir á la guerra!... Se veía de jinete en un regimiento
de dragones, cargando al enemigo con otras amazonas
tan arrogantes y hermosotas como ella. Luego, la afición
al patinaje predominaba sobre sus gustos de cabalga¬
dora, y quería ser cazador alpino, «diablo azul» de los
que se deslizan sobre largos patines, con la carabina en
la espalda y el alpenstock en la diestra, por las nevadas
pendientes de los Vosgos.
Pero el gobierno despreciaba á las mujeres, y ella no
podía obtener otra participación en la guerra que la
de admirar el uniforme de su novio Pené Lacour, con¬
vertido en soldado. El hijo del senador ofrecía un lindo
aspecto. Alto, rubio, de una delicadeza algo femenil
que recordaba á la difunta madre. Pené era un «solda-
dito de azúcar» en opinión de su novia. Chichi experi¬
mentaba cierto orgullo al salir á la calle al lado de este
guerrero, encontrando que el uniforme había aumen¬
tado las gracias de su persona. Pero una contrariedad
fué nublando poco á poco su alegría. El príncipe sena¬
torial no era mas que soldado raso. Su ilustre padre,
por miedo á que la guerra cortase para siempre la di¬
nastía de los Lacour, preciosa para el Estado, lo había
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 195
hecho agregar á los servicios auxiliares del ejército. De
este modo, Lacour (hijo) no saldría de París. Pero en tal
situación, era un soldado igual á los que amasan panes
ó remiendan capotes. Unicamente yendo al frente de la
guerra, su calidad de alumno de la Escuela Central po¬
día hacer de él un subteniente agregado á la artillería
de reserva.
— ¡Qué felicidad que te quedes en París! ¡Cuánto me
gusta que seas simple soldado!...
Y al mismo tiempo que Chichi decía esto, pensaba
con envidia en sus amigas cuyos novios y hermanos eran
oficiales. Ellas podían salir á la calle escoltadas por un
kepis galoneado que atraía las miradas de los tran¬
seúntes y los saludos de los inferiores.
Cada vez que doña Luisa, aterrada por los vaticinios
de su hermana, pretendía comunicar su pavor á la hija,
ésta se revolvía furiosa:
— ¡Mentiras de la tía!... Como su marido es alemán,
todo lo ve á gusto de sus deseos. Papá sabe más; el pa¬
dre de Pené está mejor enterado de las cosas. Les vamos
á largar la gran paliza. ¡Qué gusto que golpeen á mi tío
de Berlín y á todos mis primos, tan pretenciosos!...
— Cállate — gemía la madre — . No digas disparates. La
guerra te ha vuelto loca, como á tu padre.
La buena señora se escandalizaba al escuchar la
explosión de sus salvajes deseos siempre que hacía me¬
moria del emperador. En tiempo de paz, Chichi había
admirado algo á este personaje. «Es guapo — decía — ,
pero con una sonrisa muy ordinaria.» Ahora todos sus
odios los concentraba en él. ¡Las mujeres que lloraban
por su culpa á aquellas horas! ¡Las madres sin hijos,
las mujeres sm esposo, los pobres niños abandonados
ante las poblaciones en llamas!... ¡Ah, mal hombre!...
Surgía en su diestra el antiguo cuchillo de «peonci-
to», una daga con puño de plata y funda cincelada,
regalo del abuelo, que había exhumado de entre los
recuerdos de su infancia olvidados en una maleta. El
primer alemán que se acercase á ella estaba condenado
á muerte. Doña Luisa se aterraba viéndola blandir el
arma ante el espejo de su tocador. Ya no quería ser sol¬
dado de caballería ni «diablo azul». Se contentaba con
m
V. BLASCO IBAÑEZ
que la dejasen en un espacio cerrado, frente al mons¬
truo odioso. En cinco minutos resolvería ella el conflicto
mundial.
— ¡Defiéndete, boche! — gritaba poniéndose en guardia,
como lo había visto hacer en su niñez á los peones de la
estancia.
y con una cuchillada de abajo arriba echaba al aire
las majestáticas entrañas. Acto seguido resonaba en su
cerebro una aclamación, el suspiro gigantesco de mi¬
llones de mujeres que se veían libres de la más sangrienta
de las pesadillas gracias á ella, que era Judit, Carlota
Corday, un resumen de todas las hembras heroicas que
mataron por hacer el bien. Su furia salvadora le hacía
continuar puñal en mano la imaginaria matanza. ¡Se¬
gundo golpe!; el príncipe heredero rodando por un lado
y su cabeza por otro. ¡Una lluvia de cuchilladas!; todos
los generales invencibles de que hablaba su tía huyendo
con las tripas en las manos, y á la cola de ellos, como
lacayo adulador que recibía igualmente su parte, el tío
de Berlín... ¡Ay, si se le presentase ocasión para realizar
sus deseos!
— Estás loca — protestaba la madre — ; loca de remate.
¿Cómo puede decir eso una señorita?...
Doña Elena, al sorprender fragmentariamente estos
delirios de su sobrina, elevaba los ojos al cielo, abste¬
niéndose en adelante de comunicarle sus opiniones, que
reservaba enteras para la madre.
La indignación de don Marcelo tomaba otra forma
cuando su esposa le repetía las noticias de su hermana.
¡Todo mentira!... La guerra marchaba perfectamente.
En la frontera del Este, los ejércitos franceses habían
avanzado por el interior de Alsacia y Lorena anexio¬
nada.
— Pero ¿y Bélgica invadida? — preguntaba doña Lui¬
sa — . ¿Y los pobres belgas?
Desnoy ers contestaba indignado;
— Eso de Bélgica es una traición... Y una traición nada
vale entre personas decentes.
Lo decía de buena fe, como si la guerra fuese un
duelo donde el traidor quedaba descalificado y en la
imposibilidad de continuar sus felonías. Además, la he-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 197
roica resistencia cíe Bélgica le infundía absurdas ilusio¬
nes. Los belgas le parecían hombres sobrenaturales des¬
tinados á las más estupendas hazañas ... ¡Y él que no
había concedido hasta entonces atención alguna á este
pueblo!... Por unos días vió en Lieja una ciudad santa
ante cuyos muros iba á estrellarse todo el poderío ger¬
mánico. Al caer Lieja, su fe inquebrantable encontró un
nuevo asidero. Quedaban muchas Liejas en el interior.
Podían entrar más adentro los alemanes: luego se vería
cuántos lograban salir. La entrega de Bruselas no le
produjo inquietud. ¡Una ciudad abierta!... Su rendición
estaba prevista: así los belgas se defenderían mejor en
Amberes. El aVance de los alemanes hacia la frontera
francesa tampoco le produjo alarma. En vano su cuña¬
da, con una brevedad maligna, iba mencionando en el
comedor los progresos de la invasión, indicados confu¬
samente por los periódicos. Los alemanes estaban ya en
la frontera.
— ¿Y qué? — gritaba don Marcelo — . Pronto encontra¬
rán á quien hablar. Joffre les sale al paso. Nuestros ejér¬
citos estaban en el Este, en el sitio que les correspondía,
en la verdadera frontera, en la puerta de la casa. Pero
este es un enemigo traidor y cobarde, que en vez de dar
la cara entra por la espalda, saltando las tapias del co¬
rral lo mismo que los ladrones... De nada le servirá su
traición. Los franceses ya están en Bélgica y ajustarán
las cuentas á los alemanes. Los aplastaremos, para que
no perturben otra vez la paz del mundo. Y á ese maldito
sujeto de los bigotes tiesos lo expondremos en una jaula
en la plaza de la Concordia.
Chichi, animada por las afirmaciones paternales, se
lanzaba á imaginar una serie de tormentos y escarnios
vengativos como complemento de tal exposición.
Lo que más irritaba á la señora von Hartrott eran
las alusiones al emperador. En los primeros días de la
guerra, su hermana la había sorprendido llorando ante
las caricaturas de los periódicos y ciertas hojas vendi¬
das en las calles.
— ¡Un hombre tan excelente... tan caballero... tan
buen padre de familia! El no tiene la culpa de nada.
Son los enemigos los que le han provocado.
m
V, BLASCO IBAÑEZ
Y su veneración á los poderosos le hacía considerar
las injurias contra el admirado personaje con más vehe¬
mencia que si fuesen dirigidas á su propia familia.
Una noche, estando en el comedor, abandonó su mu¬
tismo trágico. Varios sarcasmos dirigidos por Desnoyers
contra el héroe agolparon las lágrimas en sus ojos. Este
enternecimiento la sirvió para recordar á sus hijos, que
figuraban indudablemente en el ejército de invasión.
Su cuñado deseaba el exterminio de todos los enemi¬
gos. ¡Que no quedase uno solo de aquellos bárbaros con
casco puntiagudo que acababan de incendiar á Lovaina
y otras poblaciones, fusilando á paisanos indefensos, mu¬
jeres, ancianos, niños!...
— Tú olvidas que soy madre — gimió la señora de Har-
trott — . Olvidas que entre esos cuyo exterminio pides
están mis hijos.
Y rompió á llorar. Desnoyers vió de pronto el abismo
que existía entre él y aquella mujer alojada en su propia
casa. Su indignación se sobrepuso á las consideraciones
de familia... Podía llorar por sus hijos cuanto quisiera;
estaba en su derecho. Pero estos hijos eran agresores y
hacían el mal voluntariamente. A él sólo le inspiraban
interés las otras madres que vivían tranquilamente en
las risueñas poblaciones belgas y de pronto habían visto
fusilados sus hijos, atropelladas sus hijas, ardiendo sus
viviendas.
Doña Elena lloró más fuerte, como si esta descripción
de horrores significase un nuevo insulto para ella. ¡Todo
mentira! El kaiser era un hombre excelente, sus soldados
unos caballeros, el ejército alemán un ejemplo de civili¬
zación y de bondad. Su marido había pertenecido á este
ejército; sus hijos marchaban en sus filas. Y ella conocía
á sus hijos: unos jóvenes bien educados, incapaces de
ninguna mala acción. Calumnias de los belgas, que no
podía escuchar tranquilamente... Y se arrojó con dramá¬
tico abandono en los brazos de su hermana.
El señor Desnoyers se sintió furioso contra el destino,
que le obligaba á convivir con esta mujer. ¡Qué cadena
para la familia ! . . . Y las fronteras seguían cerradas ,
siendo imposible desprenderse de ella.
— Está bien — dijo — ; no hablemos más de eso; no lie-
LOS CUATRO JINETES DEL ArOCALIPSIS 199
ganamos á entendernos. Pertenecemos á dos mundos
distintos. ¡Lástima que no puedas irte con los tuyos!...
Se abstuvo en adelante de hablar de la guerra cuan¬
do su cuñada estaba presente. Chichi era la única que
conservaba su entusiasmo agresivo y ruidoso. Al leer
en los diarios noticias de fusilamientos, saqueos, quemas
de ciudades, éxodos dolorosos de gentes que veían con¬
vertido en pavesas todo lo que alegraba su existencia,
sentía otra vez la necesidad de repetir sus puñaladas
imaginarias. ¡Ay, si ella tuviese á mano uno de aquellos
bandidos! ¿Qué hacían los hombres de bien que no los
exterminaban á todos?...
A continuación veía á Pené con su uniforme flaman¬
te, dulce de maneras, sonriente, como si todo lo que ocu¬
rría sólo significase para él un cambio de vestimenta, y
exclamaba con un acento enigmático:
— ¡Qué suerte que no vayas al frente!... ¡Qué alegría
que no corras peligro!
El novio aceptaba estas palabras como una prueba de
amoroso interés.
Un día, don Marcelo pudo apreciar sin salir de París
los horrores de la guerra. Tres mil fugitivos belgas es¬
taban alojados provisionalmente en un circo, antes de
ser distribuidos en provincias. Desnoy ers entró en este
local, que meses antes había visitado con su familia.
Aún estaban en. el vestíbulo los anuncios de los regoci¬
jados espectáculos que había presenciado.
Dentro percibió un hedor de muchedumbre enferma,
miserable y amontonada, semejante al que se huele en
un presidio ó un hospital pobre. Vió gentes que pare¬
cían locas ó estúpidas por el dolor. No conocían exacta¬
mente el lugar donde estaban; habían llegado hasta allí
sin saber cómo. El horroroso espectáculo de la invasión
persistía en su memoria, ocupándola por entero, no de¬
jando lugar á las impresiones siguientes. Veían aún cómo
entraba la avalancha de los hombres con casco en sus
tranquilos pueblos: las casas cubiertas de llamas repen¬
tinamente, la soldadesca haciendo fuego sobre los que
huían, las mujeres agonizando destrozadas bajo la aguda
persistencia del ultraje carnal, los ancianos quemados
vivos, los niños deshechos á sablazos en sus cunas, todos
200
V, BLASCO IBANEZ
los sadismos de la bestia humana enardecida por el al¬
cohol y la impunidad . . . Algunos octogenarios conta¬
ban, llorando, cómo los soldados de un pueblo civilizado
cortaban los pechos á las mujeres para clavarlos en las
puertas, cómo paseaban á guisa de trofeo un recién na¬
cido ensartado en una bayoneta, cómo fusilaban á los
ancianos en el mismo sillón donde los tenía inmóviles
su dolorosa vejez, torturándoles antes con burlescos su¬
plicios.
Habían huido sin saber adónde iban, perseguidos por
el incendio y la metralla, locos de terror, como escapa¬
ban las muchedumbres medioevales ante el galopar de
las hordas de hunos y mongoles. Y esta fuga había sido
á través de la Naturaleza en fiesta, en el más opulento
de los meses, cuando la tierra estaba erizada de espigas,
cuando el cielo de Agosto era más luminoso y los pája¬
ros saludaban con su regocijo vocinglero la opulencia de
la cosecha.
Revivía la visión del inmenso crimen en aquel circo
repleto de muchedumbres errantes. Los niños gemían
con un llanto igual al balido de los corderos; los hom¬
bres miraban en torno con ojos de espanto; algunas mu¬
jeres aullaban como locas. Las familias se habían dis¬
gregado en el terror de la huida. Una madre de cinco
pequeños sólo conservaba uno. Los padres, al verse solos,
pensaban con angustia en los desaparecidos. ¿Volverían
á encontrarlos?... ¿Habrían muerto á aquellas horas?...
Don Marcelo regresó á su casa apretando los dientes,
moviendo su bastón de un modo alarmante. ¡Ah, ban¬
didos!... Deseaba de pronto que su cuñada cambiase de
sexo; ¿por qué no era un hombre?... Aún le parecía me¬
jor que de repente pudiese tomar la forma de su marido
von Hartrott. ¡Qué entrevista tan interesante la de los
dos cuñados!...
La guerra había despertado el sentimiento religioso
en los hombres y aumentado la devoción de las mujeres.
Los templos estaban llenos. Doña Luisa ya no limitaba
sus excursiones á las iglesias del distrito. Con la audacia
que infunden las circunstancias extraordinarias, se lan¬
zaba á pie á través de París, yendo á la Magdalena, á
Nuestra Señora ó al lejano Sagrado Corazón, sobre la
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 201
cumbre de Montmartre. Las fiestas religiosas se anima¬
ban con el apasionamiento de las asambleas populares.
Los predicadores eran tribunos. El entusiasmo patriótico
cortaba á veces con aplausos los sermones. Todas las
mañanas, la señora Desnoyers, al abrir los periódicos,
antes de buscar los telegramas de la guerra perseguía
otra noticia. «¿Adonde irá hoy Monseñor Amette?» Lue¬
go, bajo las bóvedas del templo, unía su voz al coro
devoto que imploraba una intervención sobrenatural.
«¡Señor, salva á la Francia!» La religiosidad patriótica
colocaba Santa Genoveva á la cabeza de los bienaven¬
turados. Y de todas estas fiestas volvía trémula de fe,
esperando un milagro semejante al que había realizado
la santa de París ante las hordas invasoras de Atila.
Doña Elena también visitaba las iglesias, pero las
más cercanas á la casa. Su cuñado la vi ó entrar una
tarde en Saint-Honoré d’Eylau. El templo estaba repleto
de fieles; sobre el altar figuraban en haz las banderas de
Francia y las naciones aliadas. La muchedumbre implo¬
rante no se componía únicamente de mujeres. Desnoyers
vió hombres de su edad erguidos, graves, moviendo los
labios, fijando en el altar una mirada vidriosa que refle¬
jaba como estrellas perdidas las llamas de los cirios... Y
volvió á sentir envidia... Eran padres que recordaban
las oraciones de su niñez pensando en los combates y
en sus hijos. Don Marcelo, que había considerado siem¬
pre con indiferencia á la religión, reconoció de pronto la
necesidad de la fe. Quiso orar como los otros, con un
rezo de intención vaga, indeterminada, comprendiendo
en él á todos los seres que luchaban y morían por una
tierra que él no había sabido defender.
Vió con escándalo cómo la esposa de Hartrott se
arrodillaba entre estas gentes, elevando luego los ojos
para fijarlos en la cruz con una mirada de angustiosa
súplica. Pedía al cielo por su marido el alemán, que tal
vez á aquellas horas empleaba todas sus facultades de
energúmeno en la mejor organización del aplastamiento
de los débiles; rezaba por sus hijos, oficiales del rey de
Prusia, que, revólver en mano, entraban en pueblos y
granjas, llevando ante ellos á la muchedumbre despavo¬
rida, dejando á sus espaldas el incendio y la muerte. ¡Y
202
V. BLAjSÍCO ibañez
estas oraciones iban á confundirse con las de las madres
que rogaban por la juventud encargada de contener á
los bárbaros, con los ruegos de aquellos hombres graves
y rígidos en su trágico dolor!...
Tuvo que contenerse para no gritar, y salió del tem¬
plo. Su cuñada no tenía derecho á arrodillarse entre
aquellas gentes.
— Debían expulsarla — murmuró indignado—. Coloca
á Dios en un compromiso con sus oraciones absurdas.
Pero, á pesar de su cólera, tenía que sufrirla cerca
de él , esforzándose al mismo tiempo por evitar que tras¬
cendiese al exterior la segunda nacionalidad que había
adquirido con su matrimonio.
Eepresentaba un gran tormento para don Marcelo
contener sus palabras cuando estaba en el comedor con
la familia. Quería evitar la nerviosidad de su cuñada,
que prorrumpía en lágrimas y suspiros á la menor alu¬
sión contra su héroe; temía igualmente las quejas de la
esposa, pronta siempre á defender á su hermana como si
fuese una víctima... ¡Que un hombre de su carácter se
viese obligado en la propia casa á vigilar su lengua y
hablar con eufemismos!... La única satisfacción que po¬
día permitirse consistía en dar noticias de las operacio¬
nes militares. Los franceses habían entrado en Bélgica.
«Parece que los boches han recibido un buen golpe.»
El menor choque de caballería, un simple encuentro de
avanzadas, lo glorificaba como un hecho decisivo. «Tam¬
bién en Lorena nos los llevamos por delante...» Pero de
repente pareció cegarse la fuente de optimismos. En el
mundo no ocurría nada extraordinario, á juzgar por los
periódicos. Seguían publicando historietas de la guerra
para mantener el entusiasmo , pero ninguna noticia
cierta. El gobierno lanzaba comunicados de vaga y re¬
tórica sonoridad. Desnoyers se alarmó: su instinto le
avisaba el peligro. «Algo hay que no marcha — pen¬
saba — ; debe haberse roto algún resorte.»
Esta falta de noticias coincidió con una repentina ani¬
mación de doña Elena. ¿Con quién hablaba aquella mu¬
jer? ¿Qué encuentros eran los suyos cuando salía á la
calle?... Sin perder su humildad de víctima, con la mi¬
rada dolorosa y la boca algo torcida, hablaba y hablaba
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 203
traidoramente. ¡El tormento de don Marcelo al escuchar
al enemigo albergado en su casa!... Los franceses habían
sido derrotados á un mismo tiempo en Lorena y en Bél¬
gica. Un cuerpo de ejército se había desbandado: muchos
prisioneros, muchos cañones perdidos. «¡Mentiras, exa¬
geraciones de los alemanes!», gritaba Desnoyers. Y Chi¬
chi ahogaba con sus carcajadas de muchacha insolente
las noticias de la tía de Berlín. «Yo no sé — continuaba
ésta con maligna modestia — ; tal vez no sea cierto. Lo
he oído decir.» Su cuñado se indignaba. ¿Dónde lo había
oído decir? ¿Quién le daba tales noticias?...
Y para desahogar su mal humor, prorrumpía en im¬
precaciones contra el espionaje enemigo, contra la incu¬
ria de la policía, que toleraba la permanencia de tantos
alemanes ocultos en París. Pero de pronto tenía que
callarse, al pensar en su propia conducta. El también
contribuía involuntariamente á mantener y albergar al
enemigo.
La caída del ministerio y la constitución de un go¬
bierno de defensa nacional le hicieron ver que algo
grave estaba ocurriendo. Las alarmas y lloros de doña
Luisa aumentaron su nerviosidad. Ya no volvía la buena
señora entusiasmada y heroica de sus visitas á las igle¬
sias. Las conversaciones á solas con su hermana le in¬
fundían un terror que pretendía comunicar luego al es¬
poso. «Todo está perdido... Elena es la única que sabe la
verdad.»
Desnoyers fué en busca del senador Lacour. Conocía
á todos los ministros: nadie mejor enterado que él. «Sí,
amigo mío — dijo el personaje con tristeza — , dos grandes
descalabros en Morhange y en Charleroi, al Este y al
Norte. Los enemigos van á invadir el suelo de Francia...
Pero nuestro ejército se mantiene intacto y se retira en
buen orden. Aún puede cambiar la fortuna. Una gran
desgracia, mas no está todo perdido.»
Los preparativos de defensa de París eran activa¬
dos... algo tarde. Los fuertes se armaban con nuevos
cañones; desaparecían bajo los picos de la demolición
oficial las casuchas elevadas en la zona de tiro du¬
rante los años de paz; los árboles de las avenidas exte¬
riores caían cortados para ensanchar el horizonte; ba-
204
F. BLASCO IBAÑEZ
Tricadas de sacos de tierra y de troncos obstruían las
puertas de las antiguas murallas. Los curiosos recorrían
los alrededores para admirar las trincheras recién abier¬
tas y los alambrados con púas. El Bosque de Bolonia se
llenaba de rebaños. Junto á montañas de alfalfa seca,
toros y ovejas se agrupaban en las praderas de ñno cés¬
ped. La seguridad del sustento preocupaba á una pobla¬
ción que mantenía vivo aún el recuerdo de las miserias
sufridas en 1870. Cada noche era más débil el alum¬
brado en las calles. El cielo, en cambio, estaba rayado
incesantemente por las mangas de luz de los reflecto¬
res. El miedo á una agresión aérea venía á aumentar ,
las inquietudes públicas. Las gentes medrosas hablaban
de los zeppelines, atribuyéndoles un poder irresistible,
con la exageración que acompaña á los peligros miste¬
riosos.
Doña Luisa aturdía con su pánico al marido. Este
pasaba los días en una alarma continua, teniendo que
infundir ánimo á su mujer, temblorosa y lloriqueante.
«Van á llegar, Marcelo, me lo dice el corazón. Yo no
puedo vivir así. La niña... ¡la niña!» Aceptaba ciega¬
mente todas las afirmaciones de su hermana. Lo único
que ponía en duda era la caballerosidad y la disciplina
de aquellas tropas en las que figuraban sus sobrinos.
Las noticias de las atrocidades cometidas en Bélgica
con las mujeres le merecían igual fe que los avances del
enemigo anunciados por Elena. «La niña, Marcelo... ¡la
niña!» Y el caso era que la niña objeto de tales inquie¬
tudes reía, con la insolencia de su juventud vigorosa, al
escuchar á la madre. «Que vengan esos sinvergüenzas.
Tendría gusto en verles la cara.» Y contraía la diestra,
como si empuñase ya el cuchillo vengador.
El padre se cansó de esta situación. Le quedaba uno
de sus automóviles monumentos, que podía guiar un
chófer extranjero. El senador Lacour obtuvo los pape¬
les necesarios para el viaje de la familia, y Desnoy ers
dió órdenes á su esposa con un tono que no admitía ré¬
plica. Debían irse á Biarritz ó á las estaciones veranie¬
gas del Norte de España. Casi todas las familias sudame¬
ricanas habían salido en la misma dirección. Doña Luisa
intentó oponerse: le era imposible partir sin su esposo.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 205
En tantos años de matrimonio no se habían separado una
sola vez. Pero la hosca negativa de don Marcelo cortó
sns protestas. El se quedaba. Entonces, la pobre señora
corrió á la ime de la Pompe. ¡Su hijo!... Julio apenas es¬
cuchó á la madre. ¡Ay, éste se quedaba también! Y al
i ñn, el imponente automóvil emprendió la marcha hacia
el Sur, llevando á doña Luisa, á su hermana, que acep¬
taba con gusto este alejamiento de las admiradas tropas
del emperador, y á Chichi, contenta de que la guerra le
proporcionase una excursión á las playas de moda fre¬
cuentadas por sus amigas.
Don Marcelo se vió solo. Las doncellas cobrizas ha¬
bían seguido en ferrocarril la fuga de las señoras. Al
‘ principio se sintió desorientado en esta soledad, le cau¬
saron extrañeza las comidas en el restorán, las noches
pasadas en unas habitaciones desiertas y enormes que
; guardaban aún las huellas de su familia. Los otros pisos
de la casa estaban igualmente vacíos. Todos los habitan¬
tes eran extranjeros que habían escapado discretamen-
i te, ó franceses sorprendidos por la guerra cuando vera-
! neaban en sus posesiones del campo.
El instinto le hizo ir en sus paseos hasta la rué de la
Pompe, mirando de lejos el ventanal del estudio. ¿Qué
haría su hijo?... De seguro que continuaba su vida alegre
é inútil. Para hombres como él, nada existía más allá de
las frivolidades de su egoísmo.
Desnoyers estaba satisfecho de su resolución. Seguir
á la familia le parecía un delito. Bastante le martiri¬
zaba el recuerdo de su fuga á América. «No, no ven¬
drán — se dijo repetidas veces, con el optimismo del en¬
tusiasmo — . Tengo el presentimiento de que no llegarán
á París. ¡Y si llegan...!» La ausencia de los suyos le
proporcionaba el valor alegre y desenfadado de la ju¬
ventud. Por su edad y sus dolencias no era capaz de
hacer la guerra á campo raso, pero podía disparar un
fusil, inmóvil en una trinchera, sin miedo á la muerte.
¡Que vinieran!... Lo deseaba con la vehemencia de un
buen pagador ganoso de satisfacer cuanto antes una
deuda antigua.
Encontró en las calles de París muchos grupos de
fugitivos. Eran del Norte y el Este de Francia y habían
206
F. BLASCO IBANEZ
escapado ante el avance de los alemanes. De todos los
relatos de esta muchedumbre dolorosa, que no sabía
adonde ir y no contaba con otro recurso que la piedad
de las gentes, lo más impresionante para él eran los
atentados á la propiedad. Fusilamientos y asesinatos le
hacían cerrar los puños, prorrumpiendo en deseos de
venganza. Pero los robos autorizados por los jefes, los
saqueos en masa por orden superior, seguidos del in¬
cendio, le parecían tan inauditos, que permanecía si¬
lencioso, como si la estupefacción paralizase su pensa¬
miento. ¡Y un pueblo con leyes podía hacerla guerra de
este modo, lo mismo que una tribu de indios que parte
al combate para robar!... Su adoración al derecho de
propiedad se revolvía furiosa contra estos sacrilegios.
Empezó á preocuparse de su castillo de Villeblanche.
Todo lo que poseía en París le pareció repentinamente
de escasa importancia comparado con lo que guardaba
en la «mansión histórica». Sus mejores cuadros estaban
allá, adornando los salones sombríos; allá también los
muebles arrancados á los anticuarios tras una batalla
de pujas, y las vitrinas repletas, los tapices, las vajillas
de plata.
Eepasaba en su memoria todos los objetos, sin que
uno solo escapase á este inventario mental. Cosas que
había olvidado resurgían ahora en su recuerdo, y el
miedo á perderlas parecía darles mayor brillo, agran¬
dando su tamaño, infundiéndolas nuevo valor. Todas
las riquezas de Villeblanche se concentraban en una
adquisición que era la más admirada por Desnoyers,
viendo en ella la gloria de su enorme fortuna, el mayor
alarde de lujo que podía permitirse un millonario.
«La bañadora de oro — pensó — . Tengo allá mi tina
de oro.»
Este baño de precioso metal lo había adquirido en
una subasta, juzgando tal compra como el acto más
culminante de su opulencia. No sabía con certeza su
origen: tal vez era un mueble de príncipes; tal vez debía
la existencia al capricho de una cocota ansiosa de os¬
tentación. El y los suyos habían formado una leyenda
en torno de esta cavidad de oro adornada con garras
de león, delñnes y bustos de náyades. Indudablemente
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 207
procedía de reyes. Chichi afirmaba con g-ravedad que
era el baño de María Antonieta. Y toda la familia, con¬
siderando modesto y burgués el piso de la avenida Víctor
Hugo para guardar esta joya, había acordado deposi¬
tarla en el castillo, respetada, inútil y solemne como
una pieza de museo... ¿Y esto se lo podían llevar los ene¬
migos si llegaban en su avance hasta el Mame, así como
las demás riquezas reunidas con tanta paciencia?... ¡Ah,
no! Su alma de coleccionista era capaz de los mayores
heroísmos para evitarlo.
Cada día aportaba una ola nueva de malas noticias.
Los periódicos decían poco; el gobierno hablaba con un
lenguaje obscuro, que sumía el ánimo en perplejidades.
Sin embargo, la verdad se abría paso misteriosamente,
empujada por el pesimismo de los alarmistas y por los
manejos de los espías enemigos que permanecían ocultos
en París. Las gentes se comunicaban las fatales nuevas
al oído: «Ya han pasado la frontera...» «Ya están en
Lille...» Avanzaban á razón de cincuenta kilómetros por
día. El nombre de von Kluck empezaba á hacerse fami¬
liar. Ingleses y franceses retrocedían ante el movimiento
envolvente de los invasores. Algunos esperaban un nuevo
Sedán. Desnoy ers seguía el avance del enemigo yendo
diariamente á la estación del Norte. Cada veinticuatro
horas se achicaba el radio de circulación de los viaje¬
ros. Los avisos anunciando que no se expendían bille¬
tes para determinadas poblaciones del Norte indicaban
cómo iban cayendo éstas, una tras otra, en poder del
invasor. El empequeñecimiento del territorio nacional
se efectuaba con una regularidad metódica, á razón de
cincuenta kilómetros diarios. Con el reloj á la vista podía
anunciarse á qué hora iban á saludar con sus lanzas los
primeros huíanos la aparición de la torre Eiffel en el
horizonte. Los trenes llegaban repletos, desbordando
fuera de sus vagones los racimos de gentes.
Y fué en estos momentos de general angustia cuando
don Marcelo visitó á su amigo el senador Lacour para
asombrarle con la más inaudita de las peticiones. Que¬
ría ir inmediatamente á su castillo. Cuando todos huían
hacia París, él necesitaba marchar en dirección contra¬
ria. El senador no pudo creer lo que escuchaba.
208
V. BLASCO IBAÑEZ
— ¡Está usted loco! — exclamó — . Hay que salir de Pa¬
rís, pero con dirección al Sur. A usted se lo digo sola¬
mente, y cállelo, porque es un secreto. Nos vamos de un
momento á otro; todos nos vamos: el Presidente, el go¬
bierno, las Cámaras. Nos instalaremos en Burdeos, como
en 1870. El enemigo va á llegar: es asunto de días... de
horas. Sabemos poco de lo que ocurre, pero todas las
noticias son malas. El ejército se mantiene firme, aún
está intacto, pero se retira... se retira, cediendo terre¬
no... Créame, lo mejor es marcharse de París. Gallieni
lo defenderá, pero la defensa va á ser dura y penosa...
Aunque caiga París, no por eso caerá Francia. Conti¬
nuaremos la guerra si es necesario hasta la frontera de
España... Pero esto es triste, ¡muy triste!
Y ofreció á su amigo el llevarle con él en la retirada
á Burdeos, que muy pocos conocían en aquellos momen¬
tos. Desnoyers movió la cabeza. No; deseaba ir al cas¬
tillo de Villeblanche. Sus muebles... sus riquezas... su
parque.
— ¡Pero va usted á caer prisionero! — protestó el sena¬
dor — . ¡Tal vez lo maten!
Un gesto de indiferencia fué la respuesta. Se consi¬
deraba con energías para luchar contra todos los ejérci¬
tos de Alemania defendiendo su propiedad. Lo impor¬
tante era instalarse en ella, ¡y que se atreviese alguien
á tocar lo suyo... El senador miró con asombro á este
burgués enfurecido por el sentimiento de la posesión. Se
acordó de los mercaderes árabes, humildes y pacíficos
ordinariamente, que pelean y mueren como fieras cuan¬
do los beduinos ladrones quieren apoderarse de sus gé¬
neros. El momento no era para discusiones: cada cual
debía pensar en su propia suerte. El senador acabó por
prestarse al deseo de su amigo. Si tal era su gusto, po¬
día cumplirlo. Y consiguió con su influencia que saliese
aquella misma noche en un tren militar que iba al en¬
cuentro del ejército.
Este viaje puso en contacto á don Marceló con el
extraordinario movimiento que la guerra había desarro¬
llado en las vías férreas. Su tren tardó catorce horas en
salvar una distancia recorrida en dos normalmente. Se
componía de vagones de carga llenos de víveres y car-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 209
tuchos, con las puertas cerradas y selladas. Un coche
de tercera clase estaba ocupado por la escolta del tren;
un pelotón de territoriales. En uno de segunda se instaló
Desnoyers, con el teniente que mandaba este grupo y
varios oficiales que iban á incorporarse á sus regimien¬
tos después de terminar las operaciones de movilización
en las poblaciones que guarnecían antes de la guerra.
Los vagones de cola contenían sus caballos.
Se detuvo el tren muchas veces para dejar paso á
otros que se le adelantaban repletos de soldados ó vol¬
vían hacia París con muchedumbres fugitivas. Estos úl¬
timos estaban compuestos de plataformas de carga, y en
ellas se apelotonaban mujeres, niños, ancianos, revuel¬
tos con fardos de ropas, maletas y carretillas que les
habían servido para llevar hasta la estación todo lo que
restaba de sus ajuares. Eran á modo de campamentos
rodantes que se inmovilizaban muchas horas y hasta
días en los apartaderos, dejando paso libre á los convo¬
yes impulsados por las necesidades apremiantes de la
guerra. La muchedumbre, habituada á las detenciones
interminables, desbordaba fuera del tren, instalándose
ante la locomotora muerta ó esparciéndose por los cam¬
pos inmediatos.
En las estaciones de alguna importancia, todas las
vías estaban ocupadas por. rosarios de vagones. Las má¬
quinas, á gran presión, silbaban impacientes de partir.
Los grupos de soldados dudaban ante los diversos tre¬
nes, equivocándose, descendiendo de unos coches para
instalarse en otros. Los empleados, calmosos y con aire
de fatiga, iban de un lado á otro guiando á los hombres,
dando explicaciones, disponiendo la carga de montañas
de objetos. En el convoy que llevaba á Desnoyers los
territoriales dormitaban, acostumbrados á la monótona
operación de dar escolta. Los encargados de los caballos
habían abierto las puertas corredizas de los vagones,
sentándose en el borde con las piernas colgantes. El
tren marchaba lentamente en la noche, á través de los
campos de sombra, deteniéndose ante los faros rojos para
avisar su presencia con largos silbidos. En algunas es¬
taciones se presentaban muchachas vestidas de blanco,
con escarapelas y banderitas sobre el pecho. Día y noche
14
210
V. BLASCO IBAÑEZ
estaban allí, reemplazándose, para que no pasase un
tren sin recibir su visita. Ofrecían en cestas y bandejas
sus obsequios á los soldados: pan, chocolate, frutas. Mu¬
chos, por hartura, intentaban resistirse, pero habían de
ceder finalmente ante el g’esto triste de las jóvenes. Hasta
Desnoyers se vio asaltado por estos obsequios del entu¬
siasmo patriótico.
Pasó gran parte de la noche hablando con sus com¬
pañeros de viaje. Los oficiales sólo tenían vagos indi¬
cios de dónde podrían encontrar á sus regimientos. Las
operaciones de la guerra cambiaban diariamente su si¬
tuación. Pero fieles al deber, seguían adelante, con la
esperanza de llegar á tiempo para el combate decisivo.
El jefe de la escolta llevaba realizados algunos viajes y
era el único que se daba cuenta exacta de la retirada.
Cada vez hacía el tren un trayecto menor. Todos pare¬
cían desorientados. ¿Por qué la retirada?... El ejército
había sufrido reveses, indudablemente, pero estaba en¬
tero, y según su opinión debía buscar el desquite en los
mismos lugares. La retirada dejaba libre el avance del
enemigo. ¿Hasta dónde iban á retroceder?... jEllos que
dos semanas antes discutían en sus guarniciones el punto
de Bélgica donde recibirían los adversarios el golpe mor¬
tal y por qué lugares invadirían á Alemania las tropas
victoriosas!...
Su decepción no revelaba desaliento. Una esperanza
indeterminada pero firme emergía sobre sus vacilacio¬
nes: el generalísimo era el único que poseía el secreto
de los sucesos. Y Desnoyers aprobó, con el entusiasmo
ciego que le inspiraban las personas cuando depositaba
en ellas su confianza. ¡Joffre!... El caudillo serio y tran¬
quilo lo arreglaría todo finalmente. Nadie debía dudar
de su fortuna: era de los hombres que dicen siempre la
última palabra.
Al amanecer abandonó el vagón. «Buena suerte.» Y
estrechó las manos de aquellos jóvenes animosos, que
iban á morir tal vez en breve plazo. El tren pudo seguir
su camino inmediatamente al encontrar por casualidad
la vía libre, y don Marcelo se vió solo en una estación.
En tiempo normal salía de ella un ferrocarril secunda¬
rio que pasaba por Villeblanche, pero el servicio estaba
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 211
suspendido por falta de personal. Los empleados habían
pasado á las grandes líneas, abarrotadas por los trans¬
portes de guerra.
Inútilmente buscó, con los más generosos ofrecimien¬
tos, un caballo, un simple carretón tirado por una bes¬
tia cualquiera, para continuar su viaje. La movilización
acaparaba lo mejor, y los demás medios de transporte
habían desaparecido con la fuga de los medrosos. Había
que hacer á pie una marcha de quince kilómetros. El
viejo no vaciló: ¡adelante! Y empezó á caminar por una
carretera blanca, recta, polvorienta, entre tierras llanas
é iguales que se sucedían hasta el infinito. Algunos gru¬
pos de árboles, algunos setos verdes y las techumbres de
varias granjas alteraban la monotonía del paisaje. Los
campos estaban cubiertos de rastrojos de la cosecha re¬
ciente. Los pajares abullonaban el suelo con sus conos
amarillentos, que empezaban á obscurecerse, tomando
un tono de oro oxidado. En las vallas aleteaban los pá¬
jaros sacudiendo el rocío del amanecer.
Los primeros rayos del sol anunciaron un día calu¬
roso. En torno á los pajares vió Desnoyers una agita¬
ción de personas que se levantaban, sacudiendo sus ro¬
pas y despertando á otras todavía dormidas. Eran fugi¬
tivos que habían acampado en las inmediaciones de la
estación, esperando un tren que les llevase lejos, sin
saber con certeza adonde deseaban ir. Unos procedían
de lejanos departamentos: habían oído el cañón, habían
visto aproximarse la guerra, y llevaban varios días de
marcha á la ventura. Otros, al sentir el contagio de
este pánico, habían huido igualmente, temiendo cono¬
cer los mismos horrores... Vió madres con sus pequeños
en los brazos; ancianos doloridos que sólo podían avan¬
zar con una mano en el bastón y otra en el brazo de
alguno de su familia; viejas arrugadas é inmóviles como
momias, que dormían y viajaban tendidas en una carre¬
tilla. Al despertar el sol á este tropel miserable se bus¬
caban unos á otros con paso torpe, entumecidos aún por
la noche, reconstituyendo los mismos grupos del día
anterior. Muchos avanzaban hacia la estación con la es¬
peranza de un tren que nunca llegaba á formarse, cre¬
yendo ser más dichosos en el día que acababa de nacer.
212
V. BLASCO IBAÑEZ
Algunos seguían su camino á lo largo de los rieles,
pensando que la suerte -les sería más propicia en otro
lugar.
Don Marcelo anduvo toda la mañana. La cinta blan¬
ca y rectilínea del camino estaba moteada de grupos
que venían hacia él, semejantes en lontananza á un ro¬
sario de hormigas. No vió un solo caminante que si¬
guiese su misma dirección. Todos huían hacia el Sur,
y al encontrar á este señor de la ciudad, que marchaba
bien calzado, con bastón de paseo y sombrero de paja,
hacían un gesto de extrañeza. Le creían tal vez un fun¬
cionario, un personaje, alguien del gobierno, al verle
avanzar solo hacia el país que abandonaban á impulsos
del terror.
A mediodía pudo encontrar un pedazo de pan, un
poco de queso y una botella de vino blanco en una ta¬
berna inmediata al camino. El dueño estaba en la gue¬
rra, la mujer gemía en la cama. La madre, una vieja
algo sorda, rodeada de sus nietos, seguía desde la puerta
este desñle de fugitivos que duraba tres días. «¿Por qué
huyen, señor? — dijo al caminante — . La guerra sólo in¬
teresa á los soldados. Nosotros, gentes del campo, no
hacemos mal á nadie y nada debemos temer.»
Cuatro horas después, al bajar una de las pendientes
que forman el valle del Mame, vió á lo lejos los tejados
de Villeblanche en torno de su iglesia, y emergiendo de
una arboleda las caperuzas de pizarra que remataban
los torreones de su castillo.
Las calles del pueblo estaban desiertas. Sólo en los
alrededores de la plaza vió sentadas algunas mujeres,
como en las tardes plácidas de otros veranos. La mitad
del vecindario había huido; la otra mitad permanecía
en sus hogares, por rutina sedentaria, engañándose con
un ciego optimismo. Si llegaban los prusianos, ¿qué po¬
dían hacerles?... Obedecerían sus órdenes sin intentar
ninguna resistencia, y á un pueblo que obedece no es
posible castigarlo... Todo era preferible antes que perder
unas viviendas levantadas por sus antepasados y de las
que nunca habían salido.
En la plaza vió, formando un grupo, al alcalde y
los principales habitantes. Todos ellos, así como las mu-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 213
jeres, miraron con asombro al dueño del castillo. Era la
más inesperada de las apariciones. Cuando tantos huían
hacia París, este parisién venía á Juntarse con ellos,
participando de su suerte. Una sonrisa de afecto, una
mirada de simpatía, parecieron atravesar su áspera cor¬
teza de rústicos desconfiados. Hacía mucho tiempo que
Desnoyers vivía en malas relaciones con el pueblo en¬
tero. Sostenía ásperamente sus derechos, sin admitir
tolerancias en asuntos de propiedad. Habló muchas ve¬
ces de procesar al alcalde y enviar á la cárcel á la mitad
del vecindario, y sus enemigos le contestaban invadien¬
do traidoramente sus tierras, matando su caza, abru¬
mándolo con reclamaciones judiciales y pleitos incohe¬
rentes... Su odio al municipio le había aproximado al
cura, por vivir éste en franca hostilidad contra el alcal¬
de. Pero sus relaciones con la Iglesia fueron tan infruc¬
tuosas como sus luchas con el Estado. El cura era un
bonachón, al que encontraba cierto parecido físico con
Renán, y que únicamente se preocupaba de sacarle li¬
mosnas para los pobres, llevando su atrevimiento bon¬
dadoso hasta excusar á los merodeadores de su pro¬
piedad.
¡Cuán lejanas le parecían ahora las luchas sostenidas
hasta un mes antes ! . . . El millonario experimentó una
gran sorpresa al ver cómo el sacerdote, saliendo de su
casa para entrar en la iglesia, saludaba al pasar al al¬
calde con una sonrisa amistosa.
Después de largos años de mutismo hostil se habían
encontrado en la tarde del 1.® de Agosto al pie de la torre
de la iglesia. La campana sonaba á rebato para anunciar
la movilización á los hombres que estaban en los cam¬
pos. Y los dos enemigos, instintivamente, se habían es¬
trechado la mano. ¡Todos franceses! Esta unanimidad
afectuosa salía también al encuentro del odiado señor
del castillo. Tuvo que saludar á un lado y á otro, apre¬
tando manos duras. Las gentes prorrumpían á sus es¬
paldas en cariñosas rectificaciones. «Un hombre bueno,
sin más defecto que la violencia de su carácter...» Y el
señor Desnoyers conoció por unos minutos el grato am¬
biente de la popularidad.
Al verse en el castillo dió por bien empleada la fati-
214
V. BLASCO IBANEZ
ga de la marcha, que hacía temblar sus piernas. Nunca
le había parecido tan grande y majestuoso su parque
como en este atardecer de verano; nunca tan blancos los
cisnes que se deslizaban dobles por el reflejo sobre las
aguas muertas; nunca tan señorial el edificio, cuya ima¬
gen repetía invertida el verde espejo de los fosos. Sintió
necesidad de ver inmediatamente los establos con sus
animales vacunos; luego echó una ojeada á las cuadras
vacías. La movilización se había llevado sus mejores
caballos de labor. Igualmente había desaparecido su
personal. El encargado de los trabajos y varios mozos
estaban en el ejército. En todo el castillo sólo quedaba el
conserje, un hombre de más de cincuenta años, enfermo
del pecho, con su familia, compuesta de su mujer y una
hija. Los tres cuidaban de llenar los pesebres de las va¬
cas, ordeñando de tarde en tarde sus ubres olvidadas.
En el interior del edificio volvió á congratularse de
la resolución que le había arrastrado hasta allí. ¡Cómo
abandonar tales riquezas!... Contempló los cuadros, las
vitrinas, los muebles, los cortinajes, todo bañado en oro
por el resplandor moribundo del día, y sintió el orgullo
de la posesión. Este orgullo le infundió un valor absur¬
do, inverosímil, como si fuese un ser gigantesco proce¬
dente de otro planeta y toda la humanidad que le
rodeaba un simple hormiguero que podía borrar con los
pies. ¡Que viniesen los enemigos! Se consideraba con
fuerzas para defenderse de todos ellos... Luego, al arran¬
carle la razón de su delirio heroico, intentó tranquili¬
zarse con un optimismo falto igualmente de solidez. No
vendrían. El no sabía por qué, pero le anunciaba el co¬
razón que los enemigos no llegarían hasta allí.
La mañana siguiente la pasó recorriendo los prados
artificiales que había formado detrás del parque, lamen¬
tando el abandono en que estaban por la marcha de sus
hombres, intentando abrir las compuertas para dar un
riego al pasto, que empezaba á secarse. Las viñas ali¬
neaban sus masas de pámpanos á lo largo de los alam¬
brados que las servían de sostén. Los racimos repletos,
próximos á la madurez, asomaban entre las hojas sus
triángulos granulados. ¡Ay, quién recogería esta ri¬
queza!...
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 215
Por la tarde notó un movimiento extraordinario en
el pueblo. Georgette, la hija del conserje, trajo la noticia
de que empezaban á pasar por la calle principal auto¬
móviles enormes, muchos automóviles, y soldados fran¬
ceses, muchos soldados. Al poco rato se inició el desfile
por una carretera inmediata al castillo, que conducía al
puente sobre el Mame. Eran camiones cerrados ó abier¬
tos que aún conservaban sus antiguos rótulos comercia¬
les bajo la capa de polvo endurecido y las salpicaduras
de barro. Muchos de ellos ostentaban títulos de empresas
de París; otros el nombre social de establecimientos de
provincias. Y juntos con estos vehículos industriales re¬
quisados por la movilización, pasaron otros procedentes
del servicio público que causaban en Desnoyers el mis¬
mo efecto que unos rostros amigos entrevistos en una
muchedumbre desconocida. Eran ómnibus de París que
aún mantenían en su parte alta los nombres indicado¬
res de sus antiguos trayectos: Madeleine- Bastille^ Passy-
Bourse, etc. Tal vez había viajado él muchas veces en
estos mismos vehículos, despintados, aviejados por vein¬
te días de actividad intensa, con las planchas abolladas,
los hierros torcidos, sonando á desvencijamiento y per¬
forados como cribas.
Unos carruajes ostentaban redondeles blancos con
el centro cortado por la cruz roja; otros tenían como
marca letras y cifras que sólo podían entender los ini¬
ciados en los secretos de la administración militar. Y en
todos estos vehículos, que únicamente conservaban nue¬
vos y vigorosos sus motores, vió soldados, muchos sol¬
dados, pero todos heridos, con la cabeza y las piernas
entrapajadas, rostros pálidos que una barba crecida
hacía aún más trágicos, ojos de fiebre que miraban fija¬
mente, bocas dilatadas como si se hubiese solidificado
en ellas el gemido del dolor. Médicos y enfermeros ocu¬
paban varios carruajes de este convoy. Algunos pelo¬
tones de jinetes lo escoltaban. Y entre la lenta marcha de
monturas y automóviles pasaban grupos de soldados á
pie, con el capote desabrochado ó pendiente de las es¬
paldas lo mismo que una capa; heridos que podían cami¬
nar y bromeaban y cantaban, unos con un brazo fajado
sobre el pecho, otros con la cabeza vendada, transpa-
216
V. BLASCO IBAÑEZ
rentándose á través de la tela el rezmnamiento interior
de la sangre.
El millonario quiso hacer algo por ellos; pero apenas
intentó distribuir unas botellas de vino, unos panes, lo
primero que encontró á mano, se interpuso un médico,
apostrofándole como si cometiese un delito. Sus regalos
podían resultar fatales. Y tuvo que permanecer al borde
del camino, impotente y triste, siguiendo con ojos som¬
bríos el convoy doloroso ... Al cerrar la noche ya no
fueron vehículos cargados de hombres enfermos los que
desfilaban. Vió centenares de camiones, unos cerrados
herméticamente, con la prudencia que imponen las ma¬
terias explosivas; otros con fardos y cajas que esparcían
un olor mohoso de víveres. Luego avanzaron grandes
manadas de bueyes, que se arremolinaban en las angos¬
turas del camino, siguiendo adelante bajo el palo y los
gritos de los pastores con kepis.
Pasó la noohe desvelado por sus pensamientos. Era
la retirada de que hablaban las gentes en París, pero
que muchos no querían creer; la retirada llegando hasta
allí y continuando su retroceso indefinido, pues nadie
sabía cuál iba á ser su límite. El optimismo le sugirió
una esperanza inverosímil. Tal vez esta retirada com¬
prendía únicamente los hospitales, los almacenes, todo
lo que se estaciona á espaldas de un ejército. Las tropas
querían estar libres de impedimenta, para moverse con
más agilidad, y la enviaban lejos por ferrocarriles y
carreteras. Así debía ser. Y en los ruidos que persistie¬
ron durante toda la noche sólo quiso adivinar el paso
de vehículos llenos de heridos, de municiones, de víve¬
res, iguales á los que habían desfilado por la tarde.
Cerca del amanecer, el cansancio le hizo dormirse,
y despertó bien entrado el día. Su primera mirada fué
para el camino. Lo vió lleno de hombres y de caballos
que tiraban de objetos rodantes. Pero los hombres lle¬
vaban fusiles y formaban batallones, regimientos. Las
bestias arrastraban piezas de artillería. Era un ejército...
era la retirada.
Desnoyers corrió al borde del camino para conven¬
cerse mejor de la verdad.
¡Ay! Eran regimientos como los que él había visto
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 211
partir de las estaciones de París . . . pero con aspecto
muy distinto. Los capotes azules se habían convertido
en vestiduras andrajosas y amarillentas; los pantalones
rojos blanqueaban con un color de ladrillo mal cocido;
los zapatos eran bolas de barro. Los rostros tenían una
expresión feroz, con regueros de polvo y sudor en todas
sus grietas y oquedades, con barbas recién crecidas,
agudas como púas, con un gesto de cansancio que re¬
velaba el deseo de hacer alto, de quedarse allí mismo
para siempre, matando ó muriendo, pero sin dar un
paso más. Caminaban... caminaban... caminaban. Al¬
gunas marchas habían durado treinta horas. El enemigo
iba sobre sus huellas, y la orden era de andar y no
combatir, librándose por ligereza de pies de los movi¬
mientos envolventes intentados por el invasor. Los jefes
adivinaban el estado de ánimo de sus hombres. Podían
exigir el sacrificio de su vida, ¡pero ordenarles que
marchasen día y noche, siempre huyendo del enemigo,
cuando no se consideraban derrotados, cuando sentían
gruñir en su interior la cólera feroz, madre del heroís¬
mo!... Las miradas de desesperación buscaban al oficial
inmediato, á los jefes, al mismo coronel. ¡No podían
más! Una marcha enorme, anonadadora, en tan pocos
días, ¿y para qué?... Los superiores, que sabían lo mis¬
mo que ellos, parecían contestar con los ojos, como si
poseyesen un secreto: «¡Animo! Otro esfuerzo... Esto va
á terminar muy pronto.»
Las bestias vigorosas, pero desprovistas de imagina¬
ción, resistían menos que los hombres. Su aspecto era
deplorable. ¿Cómo podían ser los mismos caballos fuer¬
tes y de pelo lustroso que él había visto en los desfiles
de París á principios del mes anterior? Una campaña de
veinte días los había envejecido y agotado. Su mirada
opaca parecía implorar piedad. Estaban flacos, con una
delgadez que hacía sobresalir las aristas de su osamenta
y aumentaba el abultamiento de sus ojos. Los arneses,
al moverse, descubrían su piel con los pelos arrancados
y sangrientas desolladuras. Avanzaban con un tirón
supremo, concentrando sus últimas fuerzas, como si la
razón de los hombres obrase sobre sus obscuros instin¬
tos. Algunos no podían más y se deplomaban de pronto.
218
F. BLASCO IBANEZ
abandonando á sus compañeros de fatiga. Desnoy ers
presenció cómo los artilleros los despojaban rápidamente
de sus arneses, volteándolos hasta sacarlos del camino
para que no estorbasen la circulación. Allí quedaban,
mostrando su esquelética desnudez, disimulada hasta
entonces por los correajes, con las patas rígidas y los
ojos vidriosos y fijos, como si espiasen el revoloteo de
las primeras moscas atraídas por su triste carroña.
Los cañones pintados de gris, las cureñas, los armo¬
nes, todo lo había visto don Marcelo limpio y brillante,
con ese frote amoroso que el hombre ha dedicado á las
armas desde épocas remotas, más tenaz que el de la mu¬
jer con los objetos del hogar. Ahora todo parecía sucio,
con la pátina del uso sin medida, con el desgaste de un
inevilable abandono: las ruedas estaban deformadas ex-
teriormente por el barro, el metal obscurecido por los
vapores de la explosión, la pintura gris manchada por
el musgo de la humedad.
En los espacios libres de este desfile, en los paréntesis
abiertos entre una batería y un regimiento, corrían pe¬
lotones de paisanos: grupos miserables que la invasión
echaba por delante; poblaciones enteras que se habían
disgregado siguiendo al ejército en su retirada. El avance
de una nueva unidad los hacía salir del camino, conti¬
nuando su marcha á través de los campos. Luego, al me¬
nor claro en la masa de tropas, volvían á deslizarse por
la superficie blanca é igual de la carretera. Eran madres
que empujaban carretones con pirámides de muebles y
chiquillos; enfermos que casi se arrastraban; octogena¬
rios llevados en hombros por sus nietos; abuelos que
sostenían niños en sus brazos; ancianas con pequeños
agarrados á sus faldas como una nidada silenciosa.
Nadie se opuso ahora á la liberalidad del dueño del
castillo. Toda su bodega pareció desbordarse hacia la
carretera. Rodaban los toneles de la última cosecha, y
los soldados llenaban en el chorro rojo el cazo de metal
pendiente de su cintura. Luego, el vino embotellado iba
saliendo á luz por orden de fechas, perdiéndose instan¬
táneamente en este río de hombres que pasaba y pasaba.
Desnoyers contempló con orgullo los efectos de su mu¬
nificencia. La sonrisa reaparecía en los rostros fieros; la
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 219
broma francesa saltaba de fila en fila; al alejarse los gru¬
pos iniciaban una canción.
Luego se vio en la plaza del pueblo, entre varios
oficiales que daban un corto descanso á sus caballos
antes de reincorporarse á la columna. Con la frente
contraída y los ojos sombríos hablaban de esta retirada
inexplicable para ellos. Días antes, en Guisa, habían
infligido una derrota á sus perseguidores. Y sin embar¬
go continuaban retrocediendo, obedientes á una orden
terminante y severa. «No comprendemos... — decían — .
No comprendemos.» La marea ordenada y metódica
arrastraba á estos hombres que deseaban batirse y te¬
nían que retirarse. Todos sufrían la misma duda cruel:
«No comprendemos.» Y su duda hacía aún más dolorosa
la marcha incesante, una marcha que duraba día y no¬
che con sólo breves descansos, alarmados los jefes de
cuerpo á todas horas por el temor de verse cortados y
separados del resto del ejército. «Un esfuerzo más, hijos
míos. ; Animo! Pronto descansaremos.» Las columnas,
en su retirada, cubrían centenares de kilómetros. Des¬
noy ers solo veía una de ellas. Otras y otras efectuaban
idéntico retroceso á la misma hora, abarcando una mitad
de la anchura de Francia. Todas iban hacia atrás, con
igual obediencia desalentada, y sus hombres repetían in¬
dudablemente lo mismo que los oficiales: «No compi en¬
demos... No comprendemos.»
Don Marcelo experimentó de pronto la tristeza y la
desorientación de estos militares. Tampoco él compren¬
día. Vió lo inmediato, lo que todos podían ver: el terri¬
torio invadido sin que ios alemanes encontrasen una
resistencia tenaz; departamentos enteros, ciudades, pue¬
blos, muchedumbres, quedando en poder del enemigo á
espaldas de un ejército que retrocedía incesantemente.
Su entusiasmo cayó de golpe, como un globo que se des¬
hincha. Reapareció su antiguo pesimismo. Las tropas
mostraban energía y disciplina; pero ¿de qué podía ser¬
vir esto si se retiraban casi sin combatir, imposibilita¬
das, por una orden severa, de defender el terreno? «Lo
mismo que en el 70», pensó. Exteriormente había más
orden, pero el resultado iba á ser el mismo.
Como un eco que respondiese negativamente á su
220
V. BLASCO IBANEZ
tristeza, oyó la voz de un soldado hablando con un
campesino:
— Nos retiramos, pero es para saltar con más fuerza
sobre los boches. Él abuelo Joffre se los meterá en el
bolsillo á la hora y en el sitio que escoja.
Se reanimó Desnoyers al oir el nombre del general.
Tal vez este soldado, que mantenía intacta su fe á través
de las marchas interminables y desmoralizantes, presen¬
tía la verdad mejor que los oficiales razonadores y estu¬
diosos.
El resto del día lo pasó haciendo regalos á los últi¬
mos grupos de la columna. Su bodega se iba vaciando.
Por orden de fechas continuaban esparciéndose los miles
de botellas almacenadas en los subterráneos del castillo.
Al cerrar la noche fueron botellas cubiertas por el polvo
de muchos años lo que entregó á los hombres que le pa¬
recían débiles. Así como la columna desfilaba iba ofre¬
ciendo un aspecto más triste de cansancio y desgaste.
Pasaban los rezagados, arrastrando con desaliento los
pies en carne viva dentro de sus zapatos. Algunos se
habían librado de este encierro torturante y marchaban
descalzos, con los pesados borceguíes pendientes de un
hombro, dejando en el suelo manchas de sangre. Pero
todos, abrumados por una fatiga mortal, conservaban
sus armas y sus equipos, pensando en el enemigo que
estaba cerca.
La liberalidad de Desnoyers produjo estupefacción
en muchos de ellos. Estaban acostumbrados á atravesar
el suelo patrio teniendo que luchar con el egoísmo del
cultivador. Nadie ofrecía nada. El miedo al peligro
hacía que los habitantes de los campos escondiesen sus
víveres, negándose á facilitar el menor socorro á los
compatriotas que se batían por ellos.
El millonario durmió mal esta segunda noche en su
cama aparatosa de columnas y penachos que había per¬
tenecido á Enrique IV, según declaración de los vende¬
dores. Ya no era continuo el tránsito de tropas. De tarde
en tarde pasaba un batallón suelto, una batería, un gru¬
po de jinetes, las últimas fuerzas de la retaguardia que
habían tomado posición en las cercanías del pueblo para
cubrir el movimiento de retroceso. El profundo silencio
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 221
que seguía á estos desfiles ruidosos despertó en su ánimo
una sensación de duda é inquietud. ¿Qué hacía allí,
cuando la muchedumbre en armas se retiraba? ¿No era
una locura quedarse?... Pero inmediatamente galopaban
por su memoria todas las riquezas conservadas en el
castillo. ¡Si él pudiese llevárselas!... Era imposible, por
falta de medios y de tiempo. Además, su tenacidad con¬
sideraba esta huida como algo vergonzoso. «Hay que
terminar lo que se empieza», repitió mentalmente. El
había hecho el viaje para guardar lo suyo, y no debía
huir al iniciarse el peligro.
Cuando en la mañana siguiente bajó al pueblo, ape¬
nas vió soldados. Sólo un escuadrón de dragones estaba
en las afueras para cubrir los últimos restos de la reti¬
rada. Los jinetes corrían en pelotones por los bosques,
empujando á los rezagados y haciendo frente á las avan¬
zadas enemigas. Desnoyers fué hasta la salida de la po¬
blación. Los dragones habían obstruido la calle con una
barricada de carros y muebles. Pie á tierra y carabina
en mano, vigilaban detrás de este obstáculo la faja
blanca del camino que se elevaba solitario entre dos
colinas cubiertas de árboles. De tarde en tarde sonaban
disparos sueltos, como chasquidos de tralla. «Los nues¬
tros » , decían los dragones . Eran los últimos destaca¬
mentos que tiroteaban á las avanzadas de huíanos. La
caballería tenía la misión de mantener á retaguardia el
contacto con el enemigo, de oponerle una continua re¬
sistencia, repeliendo á los destacamentos alemanes que
intentaban filtrarse á lo largo de las columnas.
Vió cómo iban llegando por la carretera los últimos
rezagados de infantería. No marchaban; más bien pa¬
recían arrastrarse, con una firme voluntad de avanzar,
pero traicionados en sus deseos por las piernas anqui¬
losadas, por los pies en sangre. Se habían sentado un
momento al borde del camino, agonizantes de cansan¬
cio, para respirar sin el peso de la mochila, para sacar
sus pies del encierro de los zapatos, para limpiarse el
sudor, y al querer reanudar la marcha les era imposible
levantarse. Su cuerpo parecía de piedra. La fatiga los
sumía en un estado semejante á la catalepsia. Veían
pasar como un desfile fantástico todo el resto del ejér-
222
V. BLASCO IBANEZ
cito: batallones y más batallones, baterías, tropeles de
caballos. Luego, el silencio, la noche, un sueño sobre el
polvo y las piedras sacudido por terribles pesadillas.
Al amanecer eran despertados por los pelotones de jine¬
tes que exploraban el terreno recogiendo los residuos
de la retirada. ¡Ay! ¡Imposible moverse! Los dragones,
revólver en mano, tenían que apelar á la amenaza para
reanimarlos. Sólo la certeza de que el enemigo estaba
cerca y podía hacerles prisioneros les infundía un vigor
momentáneo. Y se levantaban tambaleantes, arrastran¬
do las piernas, apoyándose en el fusil como si fuese un
bastón.
Muchos de estos hombres eran jóvenes que habían
envejecido en una hora y caminaban como valetudina¬
rios. ¡Infelices! No irían muy lejos. Su voluntad era
seguir, incorporarse á la columna; pero al entrar en el
pueblo examinaban las casas con ojos suplicantes, de¬
seando entrar en ellas, sintiendo un ansia de descanso
inmediato que les hacía olvidar la proximidad del
enemigo.
Villeblanche estaba más solitario que antes de la-
llegada de las tropas. En la noche anterior, una parte
de sus habitantes había huido, contagiada por el pavor
de la muchedumbre que seguía la retirada del ejército.
El alcalde y el cura se quedaban. Reconciliado con el
dueño del castillo por su inesperada presencia y admi¬
rado de sus liberalidades, el funcionario municipal se
acercó á él para darle una noticia. Los ingenieros esta¬
ban minando el puente sobre el Mame. Sólo esperaban
para hacerlo saltar á que se retirasen los dragones. Si
quería marcharse, aún era tiempo.
Otra vez dudó Desnoy ers. Era una locura permanecer
allí. Pero una ojeada á la arboleda, sobre cuyo ramaje
asomaban los torreones del castillo, finalizó sus dudas.
No, no... «Hay que terminar lo que se empieza.»
Se presentaban los últimos grupos de dragones sa¬
liendo á la carretera por diversos puntos del bosque.
Llevaban sus caballos al paso, como si les doliese este
retroceso. Volvían la vista atrás, con la carabina en una
mano, prontos á hacer alto y disparar. Los otros que
ocupaban la barricada estaban ya sobre sus monturas.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 223
Se rehizo el escuadrón, sonaron las voces de los oficia¬
les, y un trote vivo con acompañamiento de choques
metálicos se fue alejando á espaldas de don Marcelo.
Quedó éste junto á la barricada, en una soledad de
intenso silencio, como si el mundo se hubiese despoblado
repentinamente. Dos perros abandonados por la fuga de
sus amos rondaban y oliscaban en torno de él, implo¬
rando su protección. No podían encontrar el rastro de¬
seado en aquella tierra pisoteada y desfigurada por el
tránsito de miles de hombres. Un gato famélico espiaba
á los pájaros que empezaban á invadir este lugar. Con
tímidos revuelos picoteaban los residuos alimenticios
expelidos por los caballos de los dragonea. Una gallina
sin dueño apareció igualmente para disputar su festín
á la granujería alada, oculta hasta entonces en árboles
y aleros. El silencio hacía renacer el murmullo de la
hojarasca, el zumbido de los insectos, la respiración ve¬
raniega del suelo ardiente de sol, todos los ruidos de la
Naturaleza, que parecía haberse contraído temerosa¬
mente bajo el peso de los hombres en armas.
No se daba cuenta exacta Desnoy ers del paso del
tiempo. Creyó todo lo anterior un mal ensueño. La
calma que le rodeaba hizo inverosímil cuando había
presenciado.
De pronto vió moverse algo en el último término del
camino, en lo más alto de la cuesta, allí donde la cinta
blanca tocaba el azul del horizonte. Eran dos hombres
á caballo, dos soldaditos de plomo que parecían esca¬
pados de una caja de juguetes. Había traído con él unos
gemelos, que le servían para sorprender las incursiones
en sus propiedades, y miró. Los dos jinetes, vestidos de
gris verdoso, llevaban lanzas, y su casco estaba rema¬
tado por un plato horizontal... ¡Ellos! No podía dudar:
tenía ante su vista los primeros huíanos.
Permanecieron inmóviles algún tiempo, como si ex¬
plorasen el horizonte. Luego, de las masas obscuras de
vegetación que abullonaban los lados del camino fueron
saliendo otros y otros, hasta formar un grupo. Los sol¬
daditos de plomo ya no marcaban su silueta sobre el
azul del horizonte. La blancura de la carretera les ser¬
vía ahora de fondo, subiendo por encima de sus cabe-
224
V. BLASCO IBAÑEZ
zas. Avanzaban con lentitud, como una tropa que teme
emboscadas y examina lo que la rodea.
La conveniencia de retirarse cuanto antes hizo que
Don Marcelo dejase de mirar. Era peligroso que le sor¬
prendiesen en aquel sitio. Pero al bajar sus gemelos, algo
extraordinario pasó por el campo de visión de las lentes.
A corta distancia, como si fuese á tocarlos con la mano,
vió muchos hombres que marchaban al amparo de los
árboles por los dos lados de la carretera. Su sorpresa aún
fué mayor al convencerse de que eran franceses, pues
todos llevaban kepis. ¿De dónde salían?... Los volvió á
examinar sin el auxilio de los gemelos, cerca ya de la
barricada. Eran rezagados, en estado lamentable, que
ofrecían una pintoresca variedad de uniformes: soldados
de línea, zuavos, dragones sin caballo. Y revueltos con
ellos, guardias forestales y gendarmes pertenecientes á
pueblos que habían recibido con retraso la noticia de la
retirada. En conjunto, unos cincuenta. Los había ente¬
ros y vigorosos; otros se sostenían con un esfuerzo so¬
brehumano. Todos conservaban sus armas.
Llegaron hasta la barricada, mirando continuamente
atrás para vigilar, al amparo de los árboles, el lento
avance de los huíanos. Al frente de esta tropa heterogé¬
nea iba un oficial de gendarmería, viejo y obeso, con el
revólver en la diestra, el bigote erizado por la emoción
y un brillo homicida en los ojos azules velados por la
pesadez de sus párpados. Se deslizaron al otro lado de
la barrera de carros, sin fijarse en este paisano curioso.
Iban á continuar su avance á través del pueblo, cuando
sonó una detonación enorme, conmoviendo el horizonte
delante de ellos, haciendo temblar las casas.
— ¿Qué es eso? — preguntó el oficial mirando por pri¬
mera vez á Desnoyers.
Este dió una explicación: era el puente, que acababa
de ser destruido. Un juramento del jefe acogió la noticia.
Pero su tropa confusa, agrupada al azar del encuentro,
permaneció indiferente, como si hubiese perdido todo
contacto con la realidad.
— Lo mismo es morir aquí que en otra parte — continuó
el oficial.
Muchos de los fugitivos agradecieron con una pronta
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 225
obediencia esta decisión, que los libertaba del suplicio
de caminar. Casi se alegraron de la voladura que les
cortaba el paso. Fueron colocándose instintivamente en
los lugares más cubiertos de la barricada. Otros se in¬
trodujeron en unas casas abandonadas, cuyas puertas
habían violentado los dragones para utilizar el piso su¬
perior. Todos parecían satisfechos de poder descansar
aunque fuese combatiendo. El oficial iba de un grupo á
otro comunicando sus órdenes. No debían hacer fuego
hasta que él diese la voz.
Don Marcelo presenció tales preparativos con la in¬
movilidad de la sorpresa. Había sido tan rápida é inau¬
dita la aparición de los rezagados, que aún se imaginaba
estar soñando. No podía haber peligro en esta situación
irreal: todo era mentira. Y continuó en su sitio sin en¬
tender al teniente, que le ordenaba la fuga con rudas
palabras. ¡Paisano testarudo!...
El eco de la explosión había poblado la carretera de
jinetes. Salían de todas partes, uniéndose al primitivo
grupo. Los huíanos galopaban con la certeza de que el
pueblo estaba abandonado.
— ¡Fuego!...
Desnoyers quedó envuelto en una nube de crujidos,
como si se tronchase la madera de todos los árboles que
tenía ante sus ojos.
El escuadrón impetuoso se detuvo de golpe. Varios
hombres rodaron por el suelo. Unos se levantaban para
saltar fuera del camino, encorvándose con el propósito
de hacerse menos visibles. Otros permanecían tendidos
de espaldas ó de bruces, con los brazos por delante. Los
caballos sin jinete emprendieron un galope loco á través
de los campos, con las riendas á la rastra, espoleados
por los estribos sueltos.
Y después del rudo vaivén que le hicieron sufrir la
sorpresa y la muerte, se dispersó, desapareciendo casi
instantáneamente, absorbido por la arboleda.
15
226
V. BLASCO IBANEZ
IV
JUNTO Á LA GRUTA SAGRADA
Argensola tuvo una nueva ocnpación más emocio¬
nante que la de señalar en el mapa el emplazamiento
de los ejércitos.
— Me dedico ahora á seguir al tauhe — decía á sus ami¬
gos — . Se presenta de cuatro á cinco, con la puntualidad
de una persona correcta que acude á tomar el té.
Todas las tardes, á la hora mencionada, un aeroplano
alemán volaba sobre París, arrojando bombas. Esta in¬
timidación no producía terror: la gente aceptaba la vi¬
sita como un espectáculo extraordinario é interesante.
En vano los aviadores dejaban caer sobre la ciudad ban¬
deras alemanas con irónicos mensajes dando cuenta de
los descalabros del ejército en retirada y de los fracasos
de la ofensiva rusa. ¡Mentiras, todo mentiras! En vano
lanzaban bombas, destrozando buhardillas y matando ó
hiriendo viejos, mujeres y pequeños. «¡Ah, bandidos!»
La muchedumbre amenazaba con el puño al mosquito
maligno, apenas visible á dos mil metros de altura, y
después de este desahogo lo seguía con los ojos de calle
en calle ó se inmovilizaba en las plazas para contemplar
sus evoluciones.
Un espectador de los más puntuales era Argensola.
A las cuatro estaba en la plaza de la Concordia, con la
cara en alto y los ojos bien abiertos, al lado de otras
gentes unidas á él por cordiales relaciones de compañe¬
rismo. Eran como los abonados á un mismo teatro, que
en fuerza de verse acaban por ser amigos. «¿Vendrá?...
¿No vendrá hoy?» Las mujeres parecían las más vehe¬
mentes. Algunas se presentaban arreboladas y jadean-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 227
tes por el apresuramiento, temiendo haber llegado tarde
al espectáculo... Un inmenso grito: «¡Ya viene!... ¡Allí
está!» Miles de manos señalaban un punto vago en el ho¬
rizonte. Se prolongaban los rostros con gemelos y cata¬
lejos; los vendedores populares ofrecían toda clase de
artículos ópticos... Y durante una hora se desarrollaba
el espectáculo apasionante de la cacería aérea, ruidosa
é inútil.
El insecto intentaba aproximarse á la torre Eiffel, y
de la base de ésta surgían estampidos, al mismo tiempo
que sus diversas plataformas escupían el rasgueo feroz
de las ametralladoras. Al virar sobre la ciudad, sonaban
descargas de fusilería en los tejados y en el fondo de las
calles. Todos tiraban; los vecinos que tenían un arma
en su casa, los soldados de guardia, los militares ingle¬
ses y belgas de paso en París. Sabían que sus disparos
eran inútiles, pero tiraban por el gusto de hostilizar al
enemigo aunque sólo fuese con la intención, esperando
que la casualidad, en uno de sus caprichos, realizase un
milagro. Pero el único milagro era que no se matasen
los tiradores unos á otros con este fuego precipitado ó
infructuoso. Aun así, algunos transeúntes caían heridos
por balas de ignorada procedencia.
Argensola iba de calle en calle siguiendo el revuelo
del pájaro enemigo, queriendo adivinar dónde caían sus
proyectiles, deseando ser de los primeros que llegasen
frente á la casa bombardeada, enardecido por las des¬
cargas que contestaban desde abajo. ¡No disponer él de
una carabina, como los ingleses vestidos de kaki ó aque¬
llos belgas con gorra de cuartel y una borla sobre la
frente!... Al fin, el taube, cansado de hacer evoluciones,
desaparecía. «Hasta mañana — pensaba el español — . El
de mañana tal vez sea más interesante.»
Las horas libres entre las observaciones geográficas
y las contemplaciones aéreas las empleaba en rondar
cerca de las estaciones de ferrocarril — especialmente la
del muelle de Orsay — , viendo la muchedumbre de viaje¬
ros que escapaba de París. La visión repentina de la
verdad — después de las ilusiones que había creado el
gobierno con sus partes optimistas — , la certeza de que
los alemanes estaban próximos, cuando una semana
228
V. BLASCO IBANEZ
antes se los imaginaban muchos en plena derrota, los
taubes volando sobre París, la misteriosa amenaza de los
zeppelines, enloquecían á una parte del vecindario. Las
estaciones, custodiadas militarmente, sólo admitían á
los que habían adquirido un billete con anticipación.
Algunos esperaban días enteros á que les llegase el turno
de salida. Los más impacientes emprendían la marcha
á pie, deseando verse cuanto antes fuera de la ciudad.
Negreaban los caminos con las muchedumbres que avan¬
zaban por ellos, todas en una misma dirección. Iban
hacia el Sur en automóvil, en coche de caballos, en ca¬
rretas de hortelano, á pie.
Esta fuga la contempló Argensola con serenidad. El
era de los que se quedaban. Había admirado á muchos
hombres porque presenciaron el sitio de París en 1870.
Ahora su buena suerte le proporcionaba el ser testigo
de un drama histórico tal vez más interesante. ¡Lo que
podría contar en lo futuro!... Pero le molestaba la dis¬
tracción é indiferencia de su auditorio presente. Volvía
al estudio satisfecho de las noticias de que era portador,
febril por comunicarlas á Desnoyers, y éste le escuchaba
como si no le oyese. La noche en que le hizo saber que
el gobierno, las Cámaras, el cuerpo diplomático y hasta
los artistas de la Comedia Francesa estaban saliendo á
aquellas horas en trenes especiales para Burdeos, su
compañero le contestó con un gesto de indiferencia.
Otras eran sus preocupaciones. Por la mañana había
recibido una carta de Margarita: dos simples líneas tra¬
zadas con precipitación. Se marchaba: salía inmediata¬
mente acompañando á su madre. ¡Adiós!... Y nada más.
El pánico hacía olvidar muchos afectos, cortaba largas
relaciones; pero ella era superior por su carácter á estas
incoherencias de la ansiedad por huir. Julio vió algo
inquietante en su laconismo. ¿Por qué no indicaba el
lugar adonde se dirigía?...
Por la tarde tuvo un atrevimiento que siempre le
había prohibido ella. Entró en la casa que habitaba
Margarita, hablando largamente con la portera para
adquirir noticias. La buena mujer pudo dar expansión
de este modo á su locuacidad, bruscamente cortada por
la fuga de los inquilinos y su servidumbre. La señora
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 229
del piso principal — la madre de Margarita — había sido
la última en abandonar la casa, á pesar de qne estaba
enferma desde la partida de sn hijo. Habían salido el
día anterior, sin decir adonde iban. Lo único qne sabía
era qne habían tomado el tren en la estación ele Orsay,
Hnían hacia el Snr, como todos los ricos.
Y amplió sns revelaciones con la vaga noticia de qne
la hija se mostraba mny impresionada por los informes
qne había recibido del frente de la gnerra. Algnien de
la familia estaba herido. Tal vez era el hermano, pero
la portera lo ignoraba. Con tantas novedades, sorpresas
é impresiones, resnltaba difícil enterarse de las cosas.
Ella también tenía sn hombre en el ejército y le preoen-
paban los asnntos propios.
«¿Dónde estará? — se pregnntó Jnlio dnrante el día — .
¿Por qné desea qne ignore sn paradero?...»
Cnando en la noche le hizo saber sn camarada el viaje
de los gobernantes con todo el misterio de nna noticia
qne aún no era pública, se limitó á contestar después de
reflexivo mntismo:
— Hacen bien... Yo saldré ignalmente mañana, si
puedo.
¿Para qné permanecer en París? Sn familia estaba
ansente. Sn padre — según las averignaciones de Argén-
sola — también se había ido, sin decir adónde. Con la
misteriosa fnga de Margarita él qnedaba solo, en nna
soledad qne le inspiraba remordimientos.
Aqnella tarde, al pasear por los bulevares, había tro¬
pezado con nn amigo algo entrado en años, nn consocio
del Círcnlo de esgrima frecuentado por él. Era el pri¬
mero qne encontraba desde el principio de la gnerra, y
jnntos pasaron revista á todos los compañeros incorpo¬
rados al ejército. Las preguntas de Desnoy ers eran con¬
testadas por el viejo. ¿Fnlano?... había sido herido en
Lorena y estaba en nn hospital del Snr. ¿Otro amigo?...
mnerto en los Vosgos. ¿Otro?... desaparecido en Charie-
roi. Y así continnaba el desflle heroico y fúnebre. Los
más vivían aún, realizando proezas. Otros socios de ori¬
gen extranjero, jóvenes polacos, ingleses residentes en
París, americanos de las repúblicas del Snr, acababan
de inscribirse como voluntarios. El Círcnlo debía enor-
230
V, BLASCO IBANEZ
gullecerse de esta juventud que se ejercitaba en las armas
durante la paz: todos estaban en el frente exponiendo
su existencia ... Y Desnoyers apartó su vista , como si
temiese adivinar en los ojos de su amigo una expresión
irónica é interrogante. ¿Por qué no marchaba él, como
los otros, á defender la tierra en que vivía?...
— Mañana me iré — replicó Julio, ensombrecido por
este recuerdo.
Pero se marchaba hacia el Sur, como todos los que
huían de la guerra. En la mañana siguiente, Argensola
se encargó de conseguir un billete de ferrocarril para
Burdeos. El valor del dinero había aumentado conside¬
rablemente. Cincuenta francos entregados á tiempo rea¬
lizaron el milagro de procurarle un pedazo de cartón
numerado, cuya conquista representaba, para muchos,
días enteros de espera.
— Es para hoy mismo — dijo á su camarada — . Debes
salir en el tren de esta noche.
El equipaje no exigió grandes preparativos. Los tre¬
nes se negaban á admitir otros bultos que los que lleva¬
ban á mano los viajeros. Argensola no quiso aceptar la
liberalidad de Julio, que pretendía partir con él todo su
dinero. Los héroes necesitan muy poco, y el pintor de
almas se sentía animado por una resolución heroica. La
breve alocución de Gallieni al encargarse de la defensa
de París la hacía suya. Pensaba mantenerse hasta el
último esfuerzo, lo mismo que el duro general.
— ¡Que vengan! — dijo con una expresión trágica — .
¡Me encontrarán en mi sitio!...
Su sitio era el estudio. Quería ver las cosas de cerca,
para relatarlas á las generaciones venideras. Se manten¬
dría firme, con sus provisiones de comestibles y vinos.
Además, tenía el proyecto — así que su compañero des¬
apareciese — de llevar á vivir con él á ciertas amigas que
vagaban en busca de una comida problemática y sentían
miedo en la soledad de sus domicilios. El peligro apro¬
xima á las buenas gentes y añade un nuevo atractivo á
los placeres de la comunidad. Las amorosas expansiones
de los prisioneros del Terror, cuando esperaban de un
momento á otro ser conducidos á la guillotina, revivie¬
ron en su memoria. ¡Apui’emos de un trago la vida, ya
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 231
que hemos de morir!... El estudio de la rué de la Pompe
iba á presenciar las mismas fiestas locas y desesperadas
que un barco encallado con provisiones abundantes.
Desnoyers salió de la estación de Orsay en un com¬
partimiento de primera clase. Alababa mentalmente el
buen orden con que la autoridad lo había arreglado
todo. Cada viajero tenía su asiento. Pero en la estación
de Austerlitz una avalancha humana asaltó el tren. Las
portezuelas se abrieron como si fuesen á romperse; pa¬
quetes y niños entraron por las ventanas lo mismo que
proyectiles. La gente se empujó con la rudeza de una
muchedumbre que huye de un incendio. En el espacio
reservado para ocho personas se instalaron catorce; los
pasillos se obstruyeron para siempre con montones de
maletas, que servían de asiento á nuevos viajeros. Ha¬
bían desaparecido las distancias sociales. La gente del
pueblo invadía con preferencia los vagones de lujo, cre¬
yendo encontrar en ellos mayor espacio. Los que tenían
billete de primera clase iban en busca de los coches peo¬
res, con la vana esperanza de viajar desahogadamente.
En las vías laterales esperaban desde un día antes su
hora de salida largos trenes compuestos de vagones de
ganado. Los establos rodantes estaban repletos de per¬
sonas sentadas en la madera del suelo ó en sillas traídas
de sus casas. Cada tren era un campamento que deseaba
ponerse en marcha, y mientras permanecía inmóvil, una
capa de papeles grasientos y cáscaras de frutas se iba
formando á lo largo de él.
Los asaltantes, al empujarse, se toleraban y perdo¬
naban fraternalmente. «En la guerra como en la gue¬
rra», decían como última excusa. Y cada uno apretaba
al vecino para arrebatarle unas pulgadas de asiento,
para introducir su escaso equipaje entre los bultos sus¬
pendidos sobre las personas con los más inverosímiles
equilibrios. Desnoyers fué perdiendo poco á poco sus
ventajas de primer ocupante. Le inspiraban lástima
estas pobres gentes que habían esperado el tren desde
las cuatro de la madrugada á las ocho de la noche. Las
mujeres gemían de cansancio, derechas en el corredor,
mirando con envidia feroz á los que ocupaban un asien¬
to. Los niños lloraban con balidos de cabra hambrienta.
232
V. BLASCO IBANEZ
Julio acabó por ceder su lugar, repartiendo entre los
menesterosos y los imprevisores todos los comestibles
de que le había proveído Argensola. Los restoranes de
las estaciones parecían saqueados. Durante las largas
esperas del tren, sólo se veían militares en los andenes:
soldados que corrían al escuchar la llamada de la trom¬
peta para volver á ocupar su sitio en los rosarios de
vagones que subían y subían hacia París. En los apar¬
taderos, largos trenes de guerra esperaban que la vía
quedase libre para continuar su viaje. Los coraceros,
llevando un chaleco amarillo sobre el pecho de acero,
estaban sentados, con las piernas colgantes, en las puer¬
tas de los vagones-establos, de cuyo interior salían re¬
linchos. Sobre las plataformas se alineaban armones
grises. Las esbeltas gargantas de los 75 apuntaban á lo
alto como telescopios.
Pasó la noche en el corredor, sentado en el borde de
una maleta, viendo cómo dormitaban otros con el embru¬
tecimiento del cansancio y la emoción. Fué una noche
cruel é interminable de sacudidas, estrépitos y pausas
cortadas por ronquidos. En cada estación las trompetas
sonaban precipitadamente, como si el enemigo estuviese
cerca. Los soldados procedentes del Sur corrían á sus
puestos y una nueva corriente de hombres se arrastraba
por los rieles hacia París. Se mostraban alegres y deseo¬
sos de llegar pronto á los lugares de la matanza. Muchos
se lamentaban creyendo presentarse con retraso. Julio,
asomado á una ventanilla, escuchó los diálogos y los gri¬
tos en estos andenes impregnados de un olor picante de
hombres y muías. Todos mostraban una confianza inque¬
brantable. «¡Los boches!... Muy numerosos, con grandes
cañones, con muchas ametralladoras... pero no había
mas que cargar á la bayoneta y huían como liebres.»
La fe de los que iban al encuentro de la muerte con¬
trastaba con el pánico y la duda de los que escapaban
de París. Un señor viejo y condecorado, tipo de funcio¬
nario en jubilación, hacía preguntas á Desnoy ers cuando
el tren reanudaba su marcha. «¿Usted opina que llegarán
á Tours?» Antes de recibir contestación se adormecía.
El sueño embrutecedor avanzaba por el pasillo sus pies
de plomo. Luego, el viejo despertaba de pronto. «¿Usted
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 233
cree que lleg-arán hasta Burdeos?...» Y su deseo de no
I detenerse liasta alcanzar con su familia un refugio abso¬
lutamente seguro le hacía acoger como oráculos las va¬
gas respuestas.
j Al amanecer vieron á los territoriales del país guar¬
dando las vías. Iban armados con fusiles viejos; lleva¬
ban un kepis rojo como único distintivo militar. Seguían
pasando en dirección opuesta los trenes militares.
En la estación de Burdeos, la muchedumbre civil,
pugnando por salir ó por asaltar nuevos vagones, se con¬
fundía con las tropas. Sonaban incesantemente las trom¬
petas para reunir á los- soldados. Muchos eran hombres
de color, tiradores indígenas con amplios calzones gri¬
ses y un gorro rojo sobre el rostro negro y bronceado.
Continuaba hacia el Norte el férreo rodar de las masas
armadas.
Desnoyers vió un tren de heridos procedentes de los
combates de Plandes y Lorena. Los uniformes de fati¬
gada suciedad se refrescaban con la blancura de los
vendajes que sostenían los miembros doloridos ó defen¬
dían las cabezas rotas. Todos parecían sonreír con sus
bocas lívidas y sus ojos febriles á las primeras tierras
del Mediodía que asomaban entre la bruma matinal,
coronadas de sol, cubiertas de la regia vestidura de sus
pámpanos. Los hombres del Norte tendían sus manos
á las frutas que les ofrecían las mujeres, picoteando con
deleite las dulces uvas del país.
Vivió cuatro días en Burdeos, aturdido y desorien¬
tado por la agitación de una ciudad de provincia con¬
vertida repentinamente en capital. Los hoteles estaban
llenos; muchos personajes se contentaban con una ha¬
bitación de doméstico . Los Cirfés no guardaban una
silla libre; las aceras parecían repeler esta concurren¬
cia extraordinaria. El jefe del Estado se instalaba en
la Prefectura; los ministerios quedaban establecidos en
escuelas y museos; dos teatros eran habilitados para
las futuras reuniones del Senado y la Cámara popular.
Julio encontró un hotel sórdido y equívoco en el fondo
de un callejón humedecido constantemente por los tran¬
seúntes. Un amorcillo adornaba los cristales de la puer¬
ta. En su cuarto, el espejo tenía grabados nombres de
234
F. BLASCO IBANEZ
mujer, frases intranscribibles , como recuerdo de los
hospedajes de una hora... Y todavía algunas damas de
París, ocupadas en buscar un alojamiento, envidiaban
tanta fortuna.
Eesultaron infructuosas sus averiguaciones. Los ami¬
gos que encontró en la muchedumbre fugitiva pensaban
en su propia suerte. Sólo sabían hablar de los incidentes
de su instalación; repetían las noticias oídas á los mi¬
nistros, con los que vivían familiarmente; mencionaban
con aire misterioso la gran batalla que había empezado
á desarrollarse desde las cercanías de París hasta Ver-
dún. Una discípula de sus tiempos de gloria, que guar¬
daba la antigua elegancia en su uniforme de enfermera,
le dió vagas noticias. «¿La pequeña Madame Laurier?...
Se acordaba de haber oído á alguien que vivía cerca...
Tal vez en Biarritz.» Julio no necesitó más para reanudar
su viaje. ¡A Biarritz!
La primera persona que encontró al llegar fué Chichi.
Declaraba inhabitable la población, por las familias de
españoles ricos que veraneaban en ella: «Son boches en
su mayoría. Yo me paso la existencia peleando. Acaba¬
ré por vivir sola.» Luego encontró á su madre: abrazos
y lágrimas. Después vió á su tía Elena en un salón del
hotel, entusiasmada con el país y sus veraneantes. Po¬
día hablar largamente con muchos de ellos sobre la de¬
cadencia de Francia. Todos esperaban de un momento
á otro la noticia de la entrada del kaiser en la capital.
Hombres graves que no habían hecho nada en toda su
vida criticaban los defectos y descuidos de la Repúbli¬
ca. Jóvenes cuya distinción entusiasmaba á doña Elena
prorrumpían en apóstrofes contra las corrupciones de
París, corrupciones que habían estudiado á fondo ve¬
lando hasta la salida del sol en las virtuosas escuelas
de Montmartre. Todos adoraban á Alemania, donde no
habían estado nunca ó que conocían como una sucesión
de imágenes cinematográficas. Aplicaban á los sucesos
un criterio de plaza de toros. Los alemanes eran los que
pegaban más fuerte. «Con ellos no se juega: son muy
brutos.» Y parecían admirar la brutalidad como el más
respetable de los méritos. «¿Por qué no dirán eso en su
casa, al otro lado de la frontera? — protestaba Chichi — .
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 235
¿Por qué vienen á la del vecino á burlarse de sus pre¬
ocupaciones?... ¡Y tal vez se creen gentes de buena edu¬
cación!»
Julio no había ido á Biarritz para vivir con los su¬
yos... El mismo día de su llegada vió de lejos á la madre
de Margarita. Estaba sola. Sus averiguaciones le hicie¬
ron saber que la hija vivía en Pan. Era enfermera y
cuidaba á un herido de su familia. «El hermano... indu¬
dablemente es el hermano», pensó Julio. Y reanudó su
viaje, dirigiéndose á Pan.
Sus visitas á los hospitales resultaron inútiles. Nadie
conocía á Margarita. Todos los días llegaba el tren con
un nuevo cargamento de carne destrozada, pero el her¬
mano no estaba entre los heridos. Una religiosa, cre¬
yendo que iba en busca de alguien de su familia, se
apiadó de él, ayudándole con sus indicaciones. Debía ir
á Lourdes: eran allí muy numerosos los heridos y las
enfermeras laicas. Y Desnoyers hizo inmediatamente el
corto trayecto entre Pau y Lourdes.
Nunca había visitado la santa población cuyo nom¬
bre repetía su madre frecuentemente. Para doña Luisa,
la nación francesa era Lourdes. En las discusiones con
su hermana y otras damas extranjeras que pedían el
exterminio de Francia por su impiedad, la buena señora
resumía su opinión siempre con las mismas palabras:
«Cuando la Virgen quiso aparecerse en nuestros tiem¬
pos, escogió á Francia. No será tan malo este país como
dicen... Cuando yo vea que se aparece en Berlín, habla¬
remos otra vez.»
Pero Desnoyers no estaba para recordar las inge¬
nuas opiniones de su madre. Apenas se hubo instalado
en su hotel, junto al río, corrió á la gran hospedería
convertida en hospital. Los guardianes le dijeron que
hasta la tarde no podría hablar con el director. Para en¬
tretener su impaciencia paseó por la calle que conduce
á la basílica, toda de barracones y tiendas con estampas
y recuerdos piadosos, que hacen de ella un largo bazar.
Aquí y en los jardines inmediatos á la iglesia sólo vió
heridos convalecientes que guardaban en sus uniformes
las huellas del combate. Los capotes estaban sucios á
pesar de los repetidos cepillamientos. El barro, la san-
2S6
V. BLASCO IBANEZ
gre, la lluvia, habían dejado en ellos manchas imborra¬
bles, dándoles una rigidez de cartón. Algunos heridos
les arrancaban las mangas, para evitar un roce cruel á
sus brazos destrozados. Otros ostentaban todavía en los
pantalones las rasgaduras de los cascos de obús.
Eran combatientes de todas armas y de diversas ra¬
zas: infantes, jinetes, artilleros; soldados de la metró¬
poli y de las colonias; campesinos franceses y tiradores
africanos; cabezas rubias, rostros de palidez mahome¬
tana y caras negras de senegaleses, con ojos de fuego y
belfos azulados, unos mostrando el aire bonachón y la
sedentaria obesidad del burgués convertido repentina¬
mente en guerrero; otros, enjutos, nerviosos, de perfil
agresivo, como hombres nacidos para la pelea y ejerci¬
tados en campañas exóticas.
La ciudad visitada á impulsos de la esperanza por
los enfermos del catolicismo se veía invadida ahora por
una muchedumbre no menos dolorosa, pero vestida de
carnavalescos colores. Todos, á pesar de su desaliento
físico, tenían cierto aire de desenfado y satisfacción.
Habían visto la muerte de muy cerca, escurriéndose
entre sus garras huesosas, y encontraban un nuevo sa¬
bor á la alegría de vivir. Con sus capotes adornados de
condecoraciones, sus teatrales alquiceles, sus kepis y sus
gorros africanos, esta muchedumbre heroica ofrecía sin
embargo un aspecto lamentable. Muy pocos conserva¬
ban en ella la noble vertical, orgullo de la superioridad
humana. Avanzaban encorvados, cojeando, arrastrán¬
dose, apoyados en un garrote ó en un brazo amigo. Otros
se dejaban empujar tendidos en los carritos que habían
servido muchas veces para conducir los enfermos pia¬
dosos desde la. estación á la gruta de la Virgen. Algunos
caminaban á ciegas, con los ojos vendados, junto á un
niño ó una enfermera. Los primeros choques en Bélgica
y en el Este, media docena de batallas, habían bastado
para producir estas ruinas físicas, en las que aparecía
la belleza varonil con los más horribles ultrajes... Estos
organismos que se empeñaban tenazmente en subsistir,
paseando bajo el sol sus renacientes energías, sólo repre¬
sentaban una exigua parte de la gran siega de la muer¬
te. Detrás de ellos quedaban miles y miles de camara-
LOS CUÁTLO JINETES DEL APOCALIPSIS 237
das gimiendo en los lechos de los hospitales y que tal
vez no se levantarían nunca. Millares y millares esta¬
ban ocultos para siempre en las entrañas de una tierra
mojada por su baba agónica, tierra fatal que al recibir
una lluvia de proyectiles devolvía como cosecha mato¬
rrales de cruces.
La guerra se mostró á los ojos de Desnoyers con toda
su cruel fealdad. Había hablado de ella hasta entonces
como hablamos de la muerte en plena salud, sabiendo
que existe y que es horrible, pero viéndola tan lejos...
¡tan lejos! que no infunde una verdadera emoción. Las
explosiones de los obuses acompañaban su brutalidad
destructora con una burla feroz, desfigurando grotesca¬
mente el cuerpo humano. Vió heridos que empezaban á
recobrar su fuerza vital y sólo eran esbozos de hombres,
espantosas caricaturas, andrajos humanos salvados de
la tumba por las audacias de la ciencia; troncos con ca¬
beza que se arrastraban por el suelo sobre un zócalo de
ruedas; cráneos incompletos cuyo cerebro latía bajo una
cubierta artificial; seres sin brazos y sin piernas que
descansaban en el fondo de un carretoncillo como boce¬
tos escultóricos ó piezas de disección; caras sin nariz
que mostraban, lo mismo que las calaveras, la negra
cavidad de sus fosas nasales. Y estos medio-hombres
hablaban, fumaban, reían, satisfechos de ver el cielo,
de sentir la caricia del sol, de haber vuelto á la exis¬
tencia, animados por la soberana voluntad de vivir,
que olvida confiada la miseria presente en espera de
algo mejor.
Fué tal su impresión, que olvidó por algún tiempo
el motivo que le había arrastrado hasta allí... ¡Si los
que provocan la guerra desde los gabinetes diplomá¬
ticos ó las mesas de un Estado Mayor pudiesen con¬
templarla, no en los campos de batalla, con el entusias¬
mo que perturba los sentidos, sino en frío, tal como se
aprecia en hospitales y cementerios por los restos que
deja tras de su paso!... El joven vió en su imaginación
el globo terráqueo como un buque enorme que nave¬
gaba por la inmensidad. Sus tripulantes, los pobres hu¬
manos, llevaban siglos y siglos exterminándose sobre
la cubierta. Ni siquiera sabían lo que existía debajo de
238
V. BLASCO IBANEZ
sus pies, en las profundidades de la nave. Ocupar la
mayor superficie á la luz del sol era el deseo de cada
grupo. Hombres tenidos por superiores empujaban estas
masas al exterminio, para escalar el último puente y
empuñar el timón, dando al buque un rumbo determi¬
nado. Y todos los que sentían estas ambiciones por el
mando absoluto sabían lo mismo... ¡nada! Ninguno de
ellos podía decir con certeza qué Imbía más allá del ho¬
rizonte visible, ni adónde se dirigía la nave. La sorda
hostilidad del misterio los rodeaba á todos; su vida era
frágil, necesitaba de incesantes cuidados para mante¬
nerse; y á pesar de esto, la tripulación, durante siglos y
siglos, no había tenido un instante de acuerdo, de obra
común, de razón clara. Periódicamente, una mitad de
ella chocaba con la otra mitad; se mataban por esclavi¬
zarse en la cubierta movediza fiotaiite sobre el abismo;
pugnaban por echarse unos á otros fuera del buque; la
estela de la nave se cubría de cadáveres. Y de la muche¬
dumbre en completa demencia todavía surgían lóbregos
sofistas para declarar que este era el estado perfecto, que
así debían seguir todos eternamente, y que era un mal
ensueño desear que los tripulantes se mirasen como her¬
manos que siguen un destino común y ven en torno de
ellos las asechanzas de un misterio agresivo... ¡Ah, mi¬
seria humana!
Julio se sintió alejado de sus reflexiones por la ale¬
gría pueril que mostraban algunos convalecientes. Eran
musulmanes, tiradores de Argelia y de Marruecos. Es¬
taban en Lourdes como podían estar en otra parte,
atentos únicamente á los obsequios de la gente civil,
que los seguía con patriótica ternura. Todos ellos mira¬
ban con indiferencia la basílica habitada por la «señora
blanca». Su única preocupación era pedir cigarros y
dulces.
Al verse agasajados por la raza dominadora de sus
países, se enorgullecían, atreviéndose á todo, como ni¬
ños revoltosos. Su mayor placer era que las damas les
diesen la mano. ¡Bendita guerra que les permitía acer¬
carse y tocar á estas mujeres blancas, perfumadas y
sonrientes, tal como aparecen en los ensueños las hem¬
bras paradisíacas reservadas á los bienaventurados ¡
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 239
«Madama... Madama», suspiraban, poblándose al mismo
tiempo de llamaradas sus pupilas de tinta. Y no conten¬
tos con la mano, sus garras obscuras se aventuraban
á lo largo del brazo, mientras las señoras reían de esta
adoración trémula. Otros avanzaban entre el gentío
ofreciendo su diestra á todas las mujeres. «Toquemos
mano » Y se alejaban satisfechos luego de recibir el
apretón.
Vagó mucho tiempo Desnoy ers por los alrededores
de la basílica. Al amparo de los árboles se formaban en
hileras las carretillas ocupadas por los heridos. Oficiales
y soldados permanecían larg’as horas en la sombra azul
viendo cómo pasaban otros camaradas que podían va¬
lerse de sus piernas. La santa gruta resplandecía con el
llamear de centenares de cirios. La muchedumbre devo¬
ta, arrodillada al aire libre, fijaba sus ojos suplicantes
en las sagradas piedras, mientras su pensamiento volaba
lejos, á los campos de batalla, con la confianza en la divi¬
nidad que acompaña á toda inquietud. De la masa arro¬
dillada surgían soldados con vendajes en la cabeza, el
kepis en una mano y los ojos lacrimosos.
Subían y descendían por la doble escalinata de la
basílica mujeres vestidas de blanco, con un temblor de
tocas que ‘les daba de lejos el aspecto de palomas ale¬
teantes. Eran enfermeras, damas de la caridad guiando
los pasos de los heridos. Desnoyers creyó reconocer á
Margarita en cada una de ellas. Pero la desilusión que
seguía á tales descubrimientos le hizo dudar del éxito
de su viaje. Tampoco estaba en Lourdes. Nunca la en¬
contraría en esta Francia agrandada desmesuradamente
por la guerra, que había convertido cada población en
un hospital.
Por la tarde sus averiguaciones no obtuvieron me¬
jor éxito. Los empleados escucharon sus preguntas con
aire distraído: podía volver luego. Estaban preocupados
por el anuncio de un nuevo tren sanitario. Continuaba
la gran batalla cerca de París. Tenían que improvi¬
sar alojamiento para la nueva remesa de carne des¬
trozada.
Desnoyers volvió á los jardines cercanos á la gruta.
Su paseo era para entretener el tiempo. Pensaba regre-
240
V. BLASCO IBANEZ
sar á Pau aquella noche: nada le quedaba que hacer en
Lourdes. ¿Adonde dirigiría luego sus investigaciones?...
Sintió de pronto un estremecimiento á lo largo de su
espalda: la misma sensación indefinible que le avisaba |
la presencia de ella cuando se reunían en un jardín de
París. Margarita iba á presentarse de pronto, como las
otras veces, sin que él supiera ciertamente de dónde sa¬
lía, como si emergiese de la tierra ó descendiese de las
nubes. i
Después de pensar esto sonrió con amargura. ¡Men- i
tiras del deseo! ¡Ilusiones!... Al volver la cabeza recono¬
ció la falsedad de su esperanza. Nadie seguía sus pasos:
él era el único que marchaba por el centro de la aveni¬
da. En un banco inmediato descansaba un oficial con los
ojos vendados. Junto á él, con la diáfana blancura de
los ángeles custodios, estaba una enfermera. ¡Pobre cie¬
go!... Desnoyers iba á seguir adelante, pero un movi¬
miento rápido de la mujer vestida de blanco, un deseo
visible de pasar inadvertida, de ocultar la cara volviendo
los ojos hacia las plantas, atrajeron su atención. Tardó
en reconocerla. Dos rizos asomados al borde de la toca
le hicieron adivinar la cabellera oculta; los pies calza¬
dos de blanco fueron indicios para reconstituir el cuerpo,
algo desfigurado por un uniforme sin coquetería. El ros¬
tro era pálido, grave. Nada quedaba en él de los anti¬
guos afeites, que le daban una belleza pueril de muñeca.
Sus ojos parecían refiejar lo existente con nuevas formas
en el fondo de unas aureolas obscuras de cansancio...
¡Margarita!
Se miraron largamente, como hipnotizados por la
sorpresa. Ella mostró inquietud al ver que Desnoyers
adelantaba un paso. No... no. Sus ojos, sus manos, todo
su cuerpo, parecieron protestar, repelerle en su avance,
fijarlo en su inmovilidad. El miedo á que se aproximase
la hizo marchar hacia él. Dijo unas palabras al militar,
que continuó en el banco recibiendo sobre el vendaje de
su rostro un rayo de sol que parecía no sentir. Luego se
levantó, yendo al encuentro de Julio, y siguió adelante,
indicándole con un gesto que se situase más lejos, donde
el herido no pudiera escucharles.
Detuvo su paso en un sendero lateral. Desde allí po-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 241
día ver al ciego confiado á su custodia. Quedaron in¬
móviles frente á frente. Desnoyers quiso decir muchas
cosas, [muchas! pero vaciló, no sabiendo cómo revestir
de palabras sus quejas, sus súplicas, sus halagos. Por
encima de esta avalancha de pensamientos emergió uno,
fatal, dominante y colérico.
— ¿Quién es ese hombre?...
El acento rencoroso, la voz dura con que dijo estas
palabras, le sorprendieron, como si procediesen de otra
boca.
La enfermera le miró con sus ojos límpidos, agran¬
dados, serenos, unos ojos que pareeíanfiibres para siem¬
pre de las contracciones de la sorpresa y del miedo.
La respuesta se deslizó con la misma limpieza que la
mirada.
— Es Laurier... Es mi marido.
¡Laurier!... Los ojos de Julio examinaron con larga
duda al militar antes de convencerse. ¡Laurier este ofi¬
cial ciego que permanecía inmóvil en el banco como
un símbolo de dolor heroico!... Estaba aviejado, con la
tez curtida y de un color de bronce surcada de grietas
que convergían como rayos en torno de todas las aber¬
turas de su rostro. Los cabellos empezaban á blanquear
en las sienes y en la barba que cubría ahora sus mejillas.
Había vivido veinte años en un mes... Al mismo tiempo
parecía más joven, con una juventud que irradiaba vi¬
gorosa de su interior, con la fuerza de un alma que ha
sufrido las emociones más violentas y no puede ya cono¬
cer el miedo, con la satisfacción firme y serena del de¬
ber cumplido.
Contemplándole sintió al mismo tiempo admiración y
celos. Se avergonzó al darse cuenta de la aversión que le
inspiraba este hombre en plena desgracia y que no podía
ver lo que le rodeaba. Su odio era una cobardía; pero in¬
sistió en él, como si en su interior se hubiese despertado
otra alma, una segunda personalidad que le causaba es¬
panto. ¡Cómo recordaba los ojos de Margarita al alejarse
del herido por unos instantes!... A él no lo había mirado
así nunca. Conocía todas las gradaciones amorosas de
sus párpados, pero su mirada al herido era algo diferen¬
te, algo que él no había visto hasta entonces.
16
V. BLASCO IBANEZ
242
Habló con la furia del enamorado que descubre una
infidelidad.
— ¡Y por eso te fuiste sin un aviso, sin una palabra!...
Me abandonaste para venir en busca de él... Di, ¿por
qué has venido? ¿por qué has venido?...
No se inmutó ella ante su acento colérico y sus mira¬
das hostiles.
— He venido porque aquí estaba mi deber.
Luego habló como una madre que aprovecha un pa¬
réntesis de sorpresa en el niño irascible para aconsejarle
cordura. Explicaba sus actos. Había recibido la noticia
de la herida de Laurier cuando ella y su madre se pre¬
paraban á salir de París. No vaciló un instante: su obli¬
gación era correr al lado de este hombre. Había reflexio¬
nado mucho en las últimas semanas. La guerra le había
hecho meditar sobre el valor de la vida. Sus ojos contem¬
plaban nuevos horizontes; nuestro destino no está en el
placer y las satisfacciones egoístas: nos debemos al dolor
y al sacrificio.
Deseaba trabajar por su patria, cargar con una parte
del dolor común , servir como las otras mujeres ; y es¬
tando dispuesta á dar todos sus cuidados á los descono¬
cidos, ¿no era natural que prefiriese á este hombre al
que había causado tanto daño?... Vivía aún en su me¬
moria el momento en que le vió llegar á la estación
completamente solo entre tantos que tenían el consúelo
de unos brazos amantes al partir en busca de la muerte.
Su lástima había sido aún más intensa al enterarse de
su infortunio. Un obús había estallado junto á él, ma¬
tando á los que le rodeaban. De sus varias heridas, la
única grave era la del rostro. Había perdido un ojo por
completo; el otro lo mantenían los médicos sin visión,
esperando salvarlo. Pero ella dudaba; era casi seguro
que Laurier quedaría ciego.
La voz de Margarita temblaba al decir esto, como
si fuese á llorar, pero sus ojos permanecieron secos. No
sentían la irresistible necesidad de las lágrimas. El
llanto era ahora algo superfino, como otras muchas co¬
sas de los tiempos de paz. ¡Habían visto sus ojos tanto
en pocos días!...
— ¡Cómo le amas! — exclamó Julio.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 243
Ella le había tratado de nsted hasta este momento,
por miedo á ser oída y por mantenerle á distancia, como
si hablase con nn amigo. Pero la tristeza de su amante
acabó con su frialdad.
— No; yo te quiero á ti... yo te querré siempre.
La sencillez con que dijo esto y su repentino tuteo
infundieron confianza á Desnoyers.
— ¿Y el otro? — preguntó con ansiedad.
Al escuchar su respuesta, creyó que algo acababa
de pasar ante el sol, velando momentáneamente su luz.
Fué como una nube que se deslizaba sobre la tierra
y sobre su pensamiento, esparciendo una sensación de
frío.
— A él también le quiero.
Lo dijo mirándole como si implorase su i^erdón, con
la sinceridad dolorosa de un alma que ha reñido con la
mentira y llora al adivinar los daños que causa.
El sintió que su cólera dura se desmoronaba de
golpe, lo mismo que una montaña que se agrieta. «¡Ah,
Margarita!» Su voz sonó trémula y humilde. ¿Podía ter¬
minar todo entre los dos con esta sencillez? ¿Eran acaso
mentiras sus antiguos juramentos?... Se habían buscado
con afinidad irresistible, para compenetrarse, para ser
uno solo... y ahora, súbitamente endurecidos por la in¬
diferencia, ¿iban á chocar como dos cuerpos hostiles que
se repelen?... ¿Qué significaba este absurdo de amarle á
él como siempre y amar al mismo tiempo á su antiguo
esposo?
Margarita bajó la cabeza, murmurando con desespe¬
ración:
— Tú eres un hombre, yo soy una mujer. No me enten¬
derás por más que hable. Los hombres no pueden alcan¬
zar ciertos misterios nuestros... Una mujer me compren¬
dería mejor.
Desnoyers quiso conocer su infortunio con toda su
crueldad . Podía hablar ella sin miedo . Se sentía con
fuerzas para sobrellevar los golpes... ¿Qué decía Lau-
rier al verse cuidado y acariciado por Margarita?...
— Ignora quién soy... Me cree una enfermera igual á
las otras, que se apiada de él viéndole solo y ciego, sin
parientes que le escriban y le visiten... En ciertos mo-
24á
V. BLASCO IBAÑEZ
mentes he llegado á sospechar si adivina la verdad. Mi
voz, el contacto de mis manos, le crispaban al principio
con un gesto de extrañeza. Le he dicho que soy una
dama belga que ha perdido á los suyos y está sola en el
mundo. El me ha contado su vida anterior ligeramente,
como el que desea olvidar un pasado odioso... Ni una
palabra molesta para su antigua mujer. Hay noches en
que sospecho que me conoce, que se vale de su ceguera
para prolongar la fingida ignorancia, y esto me ator¬
menta... Deseo que recobre la vista, que los médicos
salven uno de sus ojos, y al mismo tiempo siento miedo.
¿Qué dirá al reconocerme?... Pero no; mejor es que vea,
y ocurra lo que ocurra. Tú no puedes comprender estas
preocupaciones, tú no sabes lo que yo sufro.
Calló un instante para reconcentrarse, apreciando
una vez más las inquietudes de su alma.
— ¡Oh, la guerra! — siguió diciendo — . ¡Qué de cam¬
bios en nuestra vida! Hace dos meses, mi situación me
hubiese parecido extraordinaria, inverosímil... Yo cui¬
dando á mi marido, temiendo que me descubra y se
aleje de mí, deseando al mismo tiempo que me reco¬
nozca y me perdone... Sólo hace una semana que vivo
á su lado. Desfiguro mi voz cuanto puedo, evito frases
que le revelen quién soy... Pero esto no se puede pro¬
longar. Unicamente en las novelas resultan aceptables
estas situaciones.
La duda ensombrecía de pronto su resolución.
— Yo creo — continuó — que me ha reconocido desde el
primer momento... Calla y finge ignorancia porque me
desprecia... porque jamás lleg^ará á perdonarme. ¡He
sido tan mala!... ¡Le he hecho tanto daño!...
Se acordaba de los largos y reflexivos mutismos del
herido después de algunas palabras imprudentes. A los
dos días de recibir sus cuidados había tenido un movi¬
miento de rebeldía, evitando el salir con ella á paseo.
Pero, falto de vista, comprendiendo la inutilidad de su
resistencia, había acabado por entregarse con una pasi¬
vidad silenciosa.
— Que piense lo que quiera — concluyó Margarita ani¬
mosamente — , que me desprecie. Yo estoy aquí, donde
debo estar. Necesito su perdón; y si no me perdona, lo
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 245
mismo seguiré á su lado... Hay momentos en que deseo
que no recobre la vista. Así, me necesitaría siempre,
podría pasar toda mi existencia á su lado, sacrificándo¬
me por él...
— ¿Y yo? — dijo Desnoy ers.
Margarita le miró con ojos asombrados, como si des¬
pertase. Era verdad; ¿y el otro?... Enardecida por su sa¬
crificio, que representaba una expiación, había olvidado
al hombre que tenía delante.
— ¡Tú! — dijo tras de una larga pausa — ; tú debes de¬
jarme... La vida no es como la habíamos concebido. Sin
la guerra, tal vez hubiésemos realizado nuestros' ensue¬
ños; pero ¡ahora!... Fíjate bien. Yo llevo para el resto
de mi existencia una carg’a pesadísima y al mismo tiem¬
po dulce, pues cuanto más me abruma, más grata me
parece. Nunca me separaré de ese hombre al que he
ofendido tanto, que se ve solo en el mundo y necesita de
protección como un niño. ¿Por qué vas tú á participar
de mi suerte? ¿Cómo vivir en amores con una eterna
enfermera, al lado de un hombre bueno y ciego, al que
ultrajaríamos continuamente con nuestra pasión?... No;
mejor es que te alejes. Sigue tu camino solo y desem¬
barazado. Déjame: tú encontrarás otras mujeres que te
harán más dichoso que yo. Tú eres de los destinados á
encontrar una nueva felicidad á cada paso.
Insistió en sus elogios. Su voz era calmosa, pero en
el fondo de ella temblaba la emoción del último adiós á
la alegría que se aleja para siempre. El hombre amado
sería de otras; ¡y ella misma lo entregaba!... Pero la
noble tristeza del sacrificio le infundió serenidad. Era
una renuncia más para expiar sus culpas.
Julio bajó los ojos, perplejo y vencido. Le aterraba
la imagen del porvenir esbozada por Margarita. El vi¬
viendo al lado de la enfermera, aprovechándose de la
ignorancia del ciego para inferirle todos los días con
sus amores un nuevo insulto, ¡ah, no! Era una villa¬
nía. Se acordaba ahora con vergüenza de la maligni¬
dad con que había mirado poco antes á este hombre
desgraciado y bueno. Se reconocía sin fuerzas para lu¬
char con él. Débil é impotente en aquel banco de jardín,
era más grande y respetable que Julio Desnoy ers con
246
V. BLASCO IBAÑEZ
toda su juventud y sus gallardías. Había servido en
su vida para algo; había hecho lo que él no osaba
hacer.
Esta convicción de su inferioridad le hizo gemir como
un niño abandonado.
— ¡Qué será de mí!...
Margarita, considerando el amor que se iba para
siempre, las esperanzas desvanecidas, el porvenir ilu¬
minado por la satisfacción de su deber cumplido, pero
monótono y doloroso, murmuró igualmente:
— ¿Y yo?... ¡Qué será de mí!...
Desnoyers pareció reanimarse, como si hubiese en¬
contrado de pronto una solución.
— Escucha, Margarita: yo leo en tu alma. Amas á ese
hombre, y haces bien. Es superior á mí, y las mujeres
se sienten atraídas por toda superioridad... Yo soy un
cobarde. Sí, no protestes; soy un cobarde, con toda mi
juventud, con todas mis fuerzas. ¿Cómo no habías de
sentirte impresionada por la conducta de ese hombre?...
Pero yo recuperaré lo perdido... Este país es el tuyo,
Margarita: yo me batiré por él. No digas que no...
Y enardecido por su repentino entusiasmo, trazaba
un plan de heroísmos. Iba á hacerse soldado. Pronto
oiría hablar de él. Su propósito era quedar tendido en
el campo al primer encuentro ó asombrar al mundo con
sus hazañas. De un modo ú otro, resolvería su vergon¬
zosa situación: el olvido de la muerte ó la gloria.
— ¡No! — exclamó ella interrumpiéndole con angus¬
tia — . Tú, no. Bastante hay con el otro... ¡Qué horror!
Tú también herido, mutilado para siempre, tal vez
muerto... No; vive. Prefiero que vivas, aunque seas de
otra. Que yo sepa que existes, que te vea alguna vez,
aunque me hayas olvidado, aunque pases indiferente
como si no me conocieses.
En su protesta gritaba el amor ardoroso, el amor irre¬
flexivo y heroico, que acepta todas las penas á cambio
de que el ser preferido siga existiendo.
Pero á continuación, para que Julio no sintiese el en¬
gaño de una falsa esperanza, añadió:
— Vive; tú no debes morir; sería para mí un nuevo
tormento... Pero vive sin mí. Olvídame. Es inútil cuanto
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 247
hablemos: mi destino está marcado para siempre al lado
del otro.
Desnoy ers volvió á entregarse al desaliento, adivi¬
nando la ineficacia de megos y protestas.
— ¡Ah, cómo le amas!... ¡Cómo me engañaste!
Ella, como suprema explicación, volvió á repetir lo
dicho al principio de la entrevista. Amaba á Julio... y
amaba á su marido. Eran amores distintos. No quería
decir cuál resultaba más ardiente, pero la desgracia la
impelía á escoger entre los dos, y aceptaba al más dolo¬
roso, el de mayores sacrificios.
— Tú eres hombre, y no podrás entenderme nuñca...
Una mujer me comprendería.
Julio, al lanzar una mirada en torno de él, creyó que
la tarde había sufrido ios efectos de un fenómeno celeste.
El Jardín seguía iluminado por el sol, pero el verde de
los árboles, el amarillo del suelo, el azul del espacio,
las espumas blancas del río, todo le pareció obscuro y
difuso, como si cayese una lluvia de ceniza.
— Entonces... ¿todo ha terminado entre nosotros?
Su voz temblorosa, suplicante, cargada de lágrimas,
hizo que ella volviese la cabeza para ocultar su emoción.
Luego, en el penoso silencio, las dos desesperaciones
formularon la misma pregunta, como si interrogasen á
las sombras del futuro. «¿Qué será de mí?», murmuró
el hombre. Y como un eco, los labios de ella repitieron:
«¿Qué será de mí?»
Todo estaba dicho. Palabras irreparables se alzaban
entre los dos como un obstáculo que había de ensan¬
charse por momentos, impeliéndoles en opuestas direc¬
ciones. ¿Para qué prolongar la entrevista dolorosa?...
Margarita mostró la resolución pronta y enérgica de
toda mujer cuando desea cortar una escena: «¡Adiós!»
Su rostro había tomado una palidez amarillenta, sus
pupilas estaban mortecinas, humosas, como los vidrios
de una linterna cuya luz se apaga. «¡Adiós!» Debía vol¬
ver al lado de su herido.
Se marchó sin mirarle, y Desnoy ers, por instinto,
caminó en dirección opuesta. Cuando al serenarse quiso
volver sobre sus pasos, vió cómo se alejaba dando el
brazo al ciego, sin volver la cabeza una sola vez.
248
V. BLASCO IBANEZ
Tuvo la convicción de que ya no la vería más, y una
angustia de asfixia oprimió su garganta. ¿Y con esta
facilidad podían separarse eternamente dos seres que
días antes contemplaban el universo concretado en sus
personas?...
Su desesperación al quedar solo le hizo acusarse de
torpeza. Ahora acudían sus pensamientos en tropel, j
cada uno de ellos le pareció suficiente para convencer á
Margarita. Indudablemente no había sabido expresarse:
necesitaba hablar con ella otra vez... Y decidió perma¬
necer en Lourdes.
Pasó una noche de tortura en el hotel, escuchando
el rebullir del río entre las piedras. El insomnio le tuvo
entre sus mandíbulas feroces, royéndolo con un suplicio
interminable. Encendió la luz varias veces, pero no pudo
leer. Sus ojos miraron con estúpida fijeza los dibujos del
empapelado, las láminas piadosas de este cuarto que
había servido de albergue á los peregrinos ricos. Per¬
maneció inmóvil y abstraído como los orientales, que
piensan en su carencia absoluta de pensamientos. Una
idea única danzaba en el vacío de su cráneo: «Y no la
veré más... ¿es esto posible?»
Se adormeció algunos instantes, para despertar con
la sensación de un estallido horroroso que le enviaba
por los aires. Y siguió desvelado, con sudores de angus¬
tia, hasta que en la sombra de la habitación se fué des¬
tacando un cuadrado de luz láctea. El amanecer empe¬
zaba á reflejarse en las cortinas de la ventana.
La caricia aterciopelada del día pudo al fin cerrar
sus ojos. Al despertar, bien entrada la mañana, corrió á
los jardines de la gruta... ¡Las horas de espera temblo¬
rosa é inútil, creyendo reconocer á Margarita en toda
dama blanca que avanzaba guiando á un herido!
Por la tarde, después de un almuerzo cuyos platos
desfilaron intactos, volvió al jardín en busca de ella. Al
reconocerla dando el brazo al oficial ciego, experimentó
una sensación de desaliento. Parecía más alta, más del¬
gada, con el rostro afilado, dos oquedades de sombra
en las mejillas, los ojos brillantes de fiebre, los párpa¬
dos contraídos por el cansancio. Adivinó una noche de
suplicio, de pensamientos escasos y tenaces, de estupe-
LOS GUATEO JINETES DEL APOCALIPSIS 249
facción dolorosa, igual á la suya en el cuarto del hotel.
Sintió de pronto todo el peso del insomnio y la inape¬
tencia, toda la emoción deprimente de las sensaciones
crueles experimentadas en las últimas horas. ¡Cuán des¬
graciados eran los dos!...
Ella avanzaba con precaución, mirando á un lado y
á otro, como el que presiente un peligro. Al descubrirle
se apretó contra el ciego, lanzando á su antiguo amante
una mirada de súplica, de desesperación, implorando
misericordia... ¡Ay, esta mirada!
Sintió vergüenza; su personalidad parecía haberse
desdoblado: se contempló á sí mismo con ojos de Juez.
¿Qué hacía allí el llamado Julio Desnoyers, hombre se¬
ductor é inútil, atormentando con su presencia á una
pobre mujer, queriendo desviarla de su noble arrepen¬
timiento, insistiendo en sus egoístas y pequeños deseos,
cuando la humanidad entera pensaba en otras cosas?...
Su cobardía le irritó. Como el ladrón que se aprovecha
del sueño de su víctima, él rondaba en torno de un hom¬
bre bueno y valeroso que no podía verle, que no podía
defenderse, para robarle el único afecto que tenía en
el mundo y que milagrosamente volvía hacia él. ¡Muy
bien, señor Desnoyers!... ¡Ah, canalla!
Estos insultos exteriores le hicieron erguirse, altivo,
cruel, inexorable, contra aquel otro yo digno de su des¬
precio.
Ladeó la cabeza: no quiso encontrar los ojos supli¬
cantes de Margarita; tuvo miedo á su mudo reproche.
Tampoco se atrevió á mirar al ciego, con su uniforme
rapado y heroico, con su rostro envejecido por el deber
y la gloria. Le temía como á un remordimiento.
Volvió la espalda al grupo; se alejó. ¡Adiós, amor!
¡Adiós, felicidad!... Marchaba ahora con paso ñrme; un
milagro acababa de realizarse en su interior: había en¬
contrado su camino.
¡A París!... Una ilusión nueva iba á poblar el in¬
menso vacío de su existencia sin objeto.
250
V. BLASCO IBANEZ
Y
LA INVASIÓN
Huía don Marcelo para refugiarse en su castillo,
cuando encontró al alcalde de Villeblanche. El estrépito
de la descarga le había hecho correr hacia la barricada.
Al enterarse de la aparición del grupo de rezagados
elevó los brazos desesperadamente. Estaban locos. Su
resistencia iba á ser fatal para el pueblo. Y siguió co¬
rriendo para rogarles que desistiesen de ella.
Transcurrió mucho tiempo sin que se turbase la cal¬
ma de la mañana. Desnoyers había subido á lo más alto
de uno de sus torreones y con los anteojos exploraba el
campo. No alcanzaba á distinguir la carretera ; sólo veía
los grupos de árboles inmediatos. Adivinó con la ima¬
ginación debajo de este ramaje una oculta actividad:
masas de hombres que hacían alto, tropas que se pre¬
paraban para el ataque. La inesperada defensa de los
fugitivos había perturbado la marcha de la invasión.
Desnoyers pensó en este puñado de locos y su testarudo
jefe: ¿qué suerte iba á ser la suya?
Al fijar sus gemelos en las cercanías del pueblo vió
las manchas rojas de los kepis deslizándose como ama¬
polas sobre el verde de unas praderas. Eran ellos que
se retiraban, convencidos de la inutilidad de su resis¬
tencia. Tal vez les habían indicado un vado ó una barca
olvidada para salvar el Mame, y continuaban su retro¬
ceso hacia el río. De un momento á otro, los alemanes
iban á entrar en Villeblanche.
Transcurrió media hora de profundo silencio. El
pueblo perfilaba sobre un fondo de colinas su masa de
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 251
tejados y la torre de la iglesia rematada por la cruz y
un gallo de hierro. Todo parecía tranquilo, como en los
mejores días de la paz. De pronto vió que el bosque
vomitaba á lo lejos algo ruidoso y sutil, una burbuja
de vapor acompañada de sordo estallido. Algo también
pasó por el aire con estridente curva. A continuación,
un tejado del pueblo se abrió como un cráter, volando
de él maderos, fragmentos de pared, muebles rotos.
Todo el interior de la casa se escapaba en un chorro de
humo, polvo y astillas.
Los invasores bombardeaban á Villeblanche antes de
intentar el ataque, como si temiesen encontrar en sus
calles una empeñada resistencia. Cayeron nuevos pro¬
yectiles. Algunos, pasando por encima de las casas, ve¬
nían á estallar entre el pueblo y el castillo. Los torreo¬
nes de la propiedad de Desnoyers empezaban á atraer
la puntería de los artilleros. Pensaba éste en la oportu¬
nidad de abandonar su peligroso observatorio, cuando
vió que algo blanco, semejante á un mantel ó una sába¬
na, flotaba en la torre de la iglesia. Los vecinos habían
izado esta señal de paz para evitarse el bombardeo. To¬
davía cayeron unos cuantos proyectiles; luego se hizo
el silencio.
Don Marcelo estaba ahora en su parque, viendo cómo
el conserje enterraba al pie de un árbol las armas de
caza que existían en el castillo. Luego se dirigió hacia
la verja. Los enemigos iban á llegar y había que reci¬
birles. En esta espera inquietante, el arrepentimiento
volvió á atormentarle. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué se ha¬
bía quedado?... Pero su carácter tenaz desechó inmedia¬
tamente las dudas del miedo. Estaba allí porque tenía
el deber de guardar lo suyo. Además, ya era tarde para
pensar en tales cosas.
Le pareció de pronto que el silencio matinal se cor¬
taba con un sordo rasgón de tela dura.
— Tiros, señor — dijo el conserje — . Una descarga.
Debe ser en la plaza.
Minutos después vieron llegar á una mujer del pue¬
blo, una vieja de miembros enjutos y negruzcos, que ja¬
deaba con la violencia de la carrera, lanzando en torno
miradas de locura. Huía sin saber adónde ir, por la ne-
252
V. BLASCO IBANEZ
cesidad de escapar al peligro, de librarse de horribles
visiones. Desnoyers y los porteros escucharon su expli¬
cación entrecortada por hipos de terror.
Los alemanes estaban en Villeblanche. Primeramente
había entrado un automóvil á toda velocidad, pasando
de un extremo á otro del pueblo. Su ametralladora dis¬
paraba á capricho contra las casas cerradas y las puertas
abiertas, tumbando á las gentes que se habían asomado.
La vieja abrió los brazos con un gesto de terror... Muer¬
tos... muchos muertos... heridos... sangre. A continua¬
ción, otros vehículos blindados se habían detenido en la
plaza, y tras de ellos, grupos de jinetes, batallones á pie,
numerosos batallones, que llegaban por todas partes. Los
hombres con casco parecían furiosos: acusaban á los ha¬
bitantes de haber hecho fuego contra ellos. En la plaza
habían golpeado al alcalde y á varios vecinos que salían
á su encuentro. El cura, inclinado sobre unos agonizan¬
tes, también había sido atropellado... Todos presos. Los
alemanes hablaban de fusilarlos. *
Las palabras de la vieja fueron cortadas por el ruido
de algunos automóviles que se aproximaban.
■ — Abre la verja — ordenó el dueño al conserje.
La verja quedó abierta, y ya no volvió á cerrarse
nunca. Terminaba el derecho de propiedad.
Se detuvo ante la entrada un automóvil enorme cu¬
bierto de polvo y lleno de hombres. Detrás sonaron las
bocinas de otros vehículos, que se avisaban al detenerse
con seco tirón de frenos. Desnoyers vió soldados apeán¬
dose de un salto, todos vestidos de gris verdoso, con una
funda del mismo tono cubriendo el casco puntiagudo.
Uno de ellos, que marchaba delante, ’e puso su revólver
en la frente.
— ¿Dónde están los franco- tiradores? — preguntó.
Estaba pálido, con una palidez de cólera, de ven¬
ganza y de miedo. Le temblaban las mejillas á impul¬
sos de la triple emoción. Don Marcelo se explicó lenta¬
mente, contemplando á corta distancia de sus ojos el
negro redondel del tubo amenazador. No había visto
franco-tiradores. El castillo tenía por únicos habitantes
el conserje con su familia y él, que era el dueño.
Miró el oficial al edificio y luego examinó á Desno-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 253
yers con visible extrañeza, como si lo encontrase de
aspecto demasiado humilde para ser su propietario. Le
había creído un simple empleado, y su respeto á las je¬
rarquías sociales hizo que bajase el revólver.
No por esto desistió de sus gestos imperiosos. Em¬
pujó á don Marcelo para que le sirviese de guía; lo hizo
marchar delante de él, mientras á sus espaldas se agru¬
paban unos cuarenta soldados. Avanzaron en dos filas,
al amparo de los árboles que bordeaban la avenida cen¬
tral, con el fusil pronto para disparar, mirando inquie¬
tamente á las ventanas del castillo, como si esperasen *
recibir desde ellas una descarga cerrada. Desnoy ers
marchó con tranquilidad por el centro, y el oficial, que
había imitado la precaución de su gente, acabó por
unirse á él cuando atravesaba el puente levadizo.
Los hombres armados se esparcieron por las habita¬
ciones en busca de enemigos. Metían las bayonetas de¬
bajo de camas y divanes. Otros, con un automatismo
destructor, atravesaron los cortinajes y las ricas cubier¬
tas de los lechos. El dueño protestó: ¿para qué este des¬
trozo inútil?... Experimentaba una tortura insufrible al
ver las botas enormes manchando de barro las alfom¬
bras, al oir el choque de culatas y mochilas contra los
muebles frágiles, de los que caían objetos. ¡Pobre man¬
sión histórica!...
El oficial le miró con extrañeza, asombrado de que
protestase por tan fútiles motivos. Pero dió una orden
en alemán, y sus hombres cesaron en las rudas explora¬
ciones. Luego, como una justificación de este respeto
extraordinario, añadió en francés:
— Creo que tendrá usted el honor de alojar al general
de nuestro cuerpo de ejército.
La certeza de que en el castillo no se ocultaban
enemigos le hizo más amable. Sin embargo, persistió
en su cólera contra los franco-tiradores. Un grupo de
vecinos había hecho fuego sobre los huíanos cuando
avanzaban descuidados después de la retirada de los
franceses.
Desnoy ers creyó necesaria una protesta. No eran
vecinos ni franco - tiradores : eran soldados franceses.
Tuvo buen cuidado de callar su presencia en la barri-
2M
V. BLASCO IBANEZ
cada, pero afirmó que había distinguido los uniformes
desde un torreón de su castillo.
El oficial hizo un gesto de agresividad.
— ¿Usted también?... ¿Usted, que parece un hombre
razonable, repite tales patrañas?
Y para cortar la discusión, dijo con arrogancia:
— Llevaban uniforme, si usted se empeña en afirmarlo,
pero eran franco-tiradores. El gobierno francés ha re¬
partido armas y uniformes á los campesinos para que
nos asesinen. Lo mismo hizo el de Bélgica... Pero cono¬
cemos sus astucias y sabremos castigarlas.
El pueblo iba á ser incendiado. Había que vengar
los cuatro cadáveres alemanes que estaban tendidos en
las afueras de Villeblanche, cerca de la barricada. El
alcalde, el cura, los principales vecinos, todos fusilados.
Visitaban en aquel momento el último piso. Desno-
yers vió flotar por encima del ramaje de su parque una
bruma obscura cuyos contornos enrojecía el sol. El ex¬
tremo del campanario era lo único del pueblo que se
distinguía desde allí. En torno del gallo de hierro vol¬
teaban harapos sutiles, semejantes á telarañas negras
elevadas por el viento. Un olor de madera vieja quema¬
da llegó hasta el castillo.
Saludó el alemán este espectáculo con una sonrisa
cruel. Luego, al descender al parque, ordenó á Desno-
yers que le siguiese. Su libertad y su dignidad habían
terminado. En adelante, iba á ser una cosa bajo el do¬
minio de estos hombres, que podrían disponer de él á su
capricho. ¡Ay, por qué se había quedado!... Obedeció,
montando en un automóvil al lado del oficial, que aún
conservaba el revólver en la diestra. Sus hombres se
esparcían por el castillo y sus dependencias para evitar
la fuga de un enemigo imaginario. El conserje y su fa¬
milia parecieron decirle ¡adiós! con los ojos. Tal vez le
llevaban á la muerte...
Más allá de las arboledas del castillo fué surgiendo
un mundo nuevo. El corto trayecto hasta Villeblanche
representó para él un salto de millones de leguas, la
caída en un planeta rojo, donde hombres y cosas tenían
la pátina del humo y el resplandor del incendio. Vió el
pueblo bajo un dosel obscuro moteado de chispas y bri-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 255
liantes pavesas. El campanario ardía como un blandón
enorme; la techumbre de la iglesia estallaba, dejando
escapar chorros de llamas. Un hedor de quema se espar¬
cía en el ambiente. El fulgor del incendio parecía con¬
traerse y empalidecer ante la luz impasible del sol.
Corrían á través de los campos, con la velocidad de
la desesperación, mujeres y niños dando alaridos. Las
bestias habían escapado de los establos, empujadas por
las llamas, para emprender una carrera loca. La vaca y
el caballejo de labor llevaban pendiente del pescuezo la
cuerda rota por el tirón del miedo. Sus flancos echaban
humo y olían á pelo quemado. Los cerdos, las ovejas,
las gallinas, corrían igualmente, confundidos con gatos
y perros. Toda la animalidad doméstica retornaba á la
existencia salvaje, huyendo del hombre civilizado. So¬
naban tiros y carcajadas brutales. Los soldados, en las
afueras del pueblo, insistían regocijados en esta cacería
de fugitivos. Sus fusiles apuntaban á las bestias y he¬
rían á las personas.
Desnoy ers vió hombres, muchos hombres, hombres
por todas partes. Eran á modo de hormigueros grises
que desfilaban y desfilaban hacia el Sur, saliendo de ios
bosques, llenando los caminos, atravesando los campos.
El verde de la vegetación se diluía bajo sus pasos; las
cercas caían rotas, el polvo se alzaba en espirales detrás
del sordo rodar de los cañones y el acompasado trote
de millares de caballos. A los lados del camino habían
hecho alto varios batallones con su acompañamiento de
vehículos y bestias de tiro. Descansaban para reanudar
su marcha. Conocía á este ejército. Lo había visto en
las paradas de Berlín, y también le pareció cambiado,
como el del día anterior. Quedaba en él muy poco de la
brillantez sombría é imponente, de la tiesura muda y
jactanciosa que hacían llorar de admiración á sus cu¬
ñados. La guerra, con sus realidades, había borrado
todo lo que tenía de teatral el formidable organismo de
muerte. Los soldados se mostraban sucios y cansados.
Una respiración de carne blanca, atocinada y sudorosa,
revuelta con el hedor del cuero, flotaba sobre los re¬
gimientos. Todos los hombres tenían cara de hambre.
Llevaban días y días caminando incesantemente sobre
256
V. BLASCO IBANEZ
las huellas de un enemigo que siempre conseguía librar¬
se. En este avance forzado, los víveres de la Intendencia
llegaban tarde á los acantonamientos. Sólo podían con¬
tar con lo que guardaban en sus mochilas. Desnoyers los
vió alineados junto al camino devorando pedazos de pan
negro y embutidos mohosos. Algunos se esparcían por
los campos para desenterrar las remolachas y otros tu¬
bérculos, mascando su dura pulpa entre crujidos de gra¬
nos de tierra. Un alférez sacudía los árboles frutales,
empleando como percha la bandera de su regimiento.
La gloriosa enseña, adornada con recuerdos de 1870, le
servía para alcanzar ciruelas todavía verdes. Los que
estaban sentados en el suelo aprovechaban este descanso
extrayendo sus pies hinchados y sudorosos de las altas
botas, que esparcían un vapor insufrible.
Los regimientos de infantería que Desnoyers había
visto en Berlín reflejando la luz en metales y correajes,
los húsares lujosos y terroríflcos, los coraceros de albo
uniforme semejantes á los paladines del Santo Graal,
los artilleros con el pecho regleteado de fajas blancas,
todos los militares que en los desfiles arrancaban suspi¬
ros de admiración á los Hartrott, aparecían ahora uni¬
ficados y confundidos por la monotonía del color, todos
de verde mostaza, como lagartos empolvados que en su
arrastre buscan confundirse con el suelo.
Se adivinaba la persistencia de la férrea disciplina.
Una palabra dura de los jefes, un golpe de silbato, y
todos se agrupaban, desapareciendo el hombre en el es¬
pesor de la masa de autómatas. Pero el peligro, el can¬
sancio, la certidumbre del triunfo, habían aproximado
á soldados y oficiales momentáneamente, borrando las
diferencias de castas. Los jefes salían un poco del aisla¬
miento en que los mantenía su altivez y se dignaban
conversar con sus hombres para infundirles ánimo. Un
esfuerzo más, y envolverían á franceses é ingleses, repi¬
tiendo la hazaña de Sedán, cuyo aniversario se celebraba
en aquellos días. Iban á entrar en París; era asunto de
una semana. ¡París! Grandes tiendas llenas de riquezas,
restoranes célebres, mujeres, champaña, dinero... Y los
hombres, orgullosos de que sus conductores se dignasen
hablar con ellos, olvidaban la fatiga y el hambre, reani-
LOS CUATRO JINETRS DEL APOCALIPSIS 257
mándose como las muchedumbres de la Cruzada ante
la imagen de Jerusalén. «¡Nach París!» El alegre grito
circulaba de la cabeza á la cola de las columnas en
marcha. «¡A París! ¡A París!...»
La escasez de comida la compensaban con los pro¬
ductos de una tierra rica en vinos. Al saquear las casas,
rara vez encontraban víveres, pero siempre una bodega.
El alemán humilde, abrevado con cerveza y que con¬
sideraba el vino como un privilegio de los ricos, podía
desfondar los toneles á culatazos, bañándose los pies
en oleadas del precioso líquido. Cada batallón dejaba
como rastro de su paso una estela de botellas vacías. Un
alto en un campo lo sembraba de cilindros de vidrio. Los
furgones de los regimientos, no pudiendo renovar sus
repuestos de víveres, cargaban vino en todos los pue¬
blos. El soldado falto de pan recibía alcohol... Y este
regalo iba acompañado de buenos consejos de los oñcía-
les. La guerra es la guerra: nada de piedad con unos
adversarios que no la merecían. Los franceses fusilaban
á los prisioneros y sus mujeres sacaban los ojos á los
heridos. Cada vivienda equivalía á un antro de asechan¬
zas. El alemán sencillo é inocente que penetraba solo iba
á una muerte segura. Las camas se hundían en pavoro¬
sos subterráneos, los armarios eran puertas disimuladas,
todo rincón tenía oculto á un asesino. Había que casti¬
gar á esta nación traidora que preparaba su suelo como
un escenario de melodrama. Los funcionarios munici¬
pales, los curas, los maestros de escuela, dirigían y am¬
paraban á los franco-tiradores.
Desnoyers se aterró al considerar la indiferencia con
que marchaban estos hombres en torno del pueblo incen¬
diado. No veían el fuego y la destrucción; todo carecía
de valor ante sus ojos: era el espectáculo ordinario.
Desde que atravesaron las fronteras de su país, pueblos
en ruinas, incendiados por las vanguardias, y pueblos
en llamas nacientes, provocadas por su propio paso,
habían ido marcando las etapas de su avance por el
suelo belga y el francés.
Al entrar el automóvil en Villeblanche tuvo que mo¬
derar su marcha. Muros calcinados se habían desploma¬
do sobre la calle, vigas medio carbonizadas obstruían el
17
258
V. BLASCO IBANEZ
paso, obligando al vehículo á virar entre los escombros
humeantes. Los solares ardían como braseros entre casas
que aún se mantenían en pie, saqueadas, con las puertas
rotas, pero libres del incendio. Desnoy ers vi ó en estos
rectángulos llenos de tizones, sillas, camas, máquinas
de coser, cocinas de hierro, todos los muebles del bien¬
estar campesino, que se consumían ó retorcían. Creyó
distinguir igualmente un brazo emergiendo de los escom¬
bros y que empezaba á arder como un cirio. No, no era
posible... Un hedor de grasa caliente se unía á la respi¬
ración de hollín de maderas y cascotes.
Cerró los ojos: no quería ver. Pensó por un momento
que estaba soñando. Era inverosímil que tales horrores
hubiesen podido desarrollarse en poco más de una hora.
Creyó á la maldad humana impotente para cambiar en
tan corto espacio el aspecto de un pueblo.
Una brusca detención del carruaje le hizo mirar.
Esta vez los cadáveres estaban en medio de la calle:
eran dos hombres y una mujer. Tal vez habían caído
bajo las balas de la ametralladora automóvil que atra¬
vesó el pueblo precediendo á la invasión. Un poco más
allá, vueltos de espalda á los muertos, como si ignora¬
sen su presencia, varios soldados comían sentados en el
suelo. El chófer les gritó para que desembarazasen el
paso. Con los fusiles y los pies empujaron los cadáveres,
todavía calientes, que dejaban á cada volteo un rastro
de sangre. Apenas quedó abierto algo de espacio entre
ellos y el muro, pasó adelante el vehículo... Un crujido,
un salto. Las ruedas de atrás habían a^Dlastado un obs¬
táculo frágil.
Desnojmrs continuaba en su asiento, encogido, estu¬
pefacto, cerrando los ojos. El horror le hizo pensar en su
propio destino. ¿Adónde le llevaba aquel teniente?...
En la plaza vió la casa municipal que ardía; la igle¬
sia no era mas que un cascarón de piedra erizado de
lenguas de fuego. Las casas de los vecinos acomodados
tenían las puertas y ventanas rotas á hachazos. En su
interior se agitaban los soldados, siguiendo un metódico
vaivén. Entraban con las manos vacías y surgían car¬
gados de muebles y ropas. Otros, desde los pisos supe¬
riores, arrojaban objetos, acompañando sus envíos con
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 259
bromas y carcajadas. De pronto tenían que salir huyen¬
do. El incendio estallaba instantáneamente, con la vio¬
lencia y la rapidez de una explosión. Seguía los pasos
de un grupo de hombres que llevaban cajones y cilin¬
dros de metal. Alguien que iba al frente designaba los
edificios, y al penetrar por sus rotas ventanas pastillas
y chorros de líquido, se producía la catástrofe de un
modo fulminante.
Vio surgir de un edificio en llamas dos hombres que
parecían dos montones de harapos, llevados á rastras por
varios alemanes. Sobre la mancha azul de sus capotes
distinguió unas caras pálidas, unos ojos desmesurada¬
mente abiertos por el martirio. Sus piernas arrastraban
por el suelo, asomando entre las tiras de los pantalones-
rojos destrozados. Uno de ellos aún conservaba el kepis.
Expelían sangre por diversas partes de sus cuerpos: iban
dejando atrás el blanco serpenteo de los vendajes des¬
hechos. Eran heridos franceses, rezagados que se habían
quedado en el pueblo sin fuerzas para continuar la reti¬
rada. Tal vez pertenecían al grupo que, al verse cortado,
intentó una resistencia loca.
Deseando restablecer la verdad, miró al oficial que
tenía al lado y quiso hablar. Pero éste le contuvo: «Fran¬
co-tiradores disfrazados, que van á recibir su castigo.»
Las bayonetas alemanas se hundieron en sus cuerpos.
Después, una culata cayó sobre la cabeza de uno de
ellos... Y los golpes se repitieron con sordo martilleo
sobre las cápsulas óseas, que crujían al romperse.
Otra vez pensó el viejo en su propia suerte. ¿Adonde
le llevaba este teniente á través de tantas visiones de
horror?
Llegaron á las afueras del pueblo, donde los drago¬
nes habían establecido su barricada. Las carretas esta¬
ban aún allí, pero á un lado del camino. Bajaron del
automóvil. Vió un grupo de oficiales vestidos de gris,
con el casco enfundado, iguales en todo á los otros. El
que le había conducido hasta este sitio quedó inmóvil,
rígido, con una mano en la visera, hablando á un mili¬
tar que estaba unos cuantos pasos al frente del grupo.
Miró á este hombre y él también le miró con unos ojillos
azules y duros que perforaban su rostro enjuto surcado
260
V. BLASCO IBAÑEZ
de arrugas. Debía ser el general. La mirada arrogante y
escudriñadora le abarcó de pies á cabeza. Don Marcelo
tuvo el presentimiento de que su vida dependía de este
examen. Una mala idea que cruzase por su cerebro, un
capricho cruel de su imaginación, y estaba perdido.
Movió los hombros el general y dijo unas palabras con
gesto desdeñoso. Luego montó en un automóvil con dos
de sus ayudantes, y el grupo se deshizo.
La cruel incertidumbre del viejo encontró intermi¬
nables los momentos que tardó el oficial en volver á su
lado.
— Su Excelencia es muy bueno — dijo — . Podía fusi¬
larle, pero le perdona. ¡Y aún dicen ustedes que somos
unos salvajes!...
Con la inconsciencia de su menosprecio, explicó que
lo había traído hasta allí convencido de que le fusila¬
rían. El general deseaba castigar á los vecinos princi¬
pales de Villeblanche, y él había considerado por su
propia iniciativa que el dueño del castillo debía ser uno
de ellos.
— El deber militar, señor... Así lo exige la guerra.
Después de esta excusa reanudó los elogios á Su
Excelencia. Iba á alojarse en la propiedad de don Mar¬
celo, y por esto le perdonaba la vida. Debía darle las
gracias... Luego volvieron á temblar de cólera sus me¬
jillas. Señalaba unos cuerpos tendidos junto al camino.
Eran los cadáveres de los cuatro huíanos, cubiertos con
unos capotes y mostrando por debajo de ellos las suelas
enormes de sus botas.
— ¡Un asesinato! — exclamó — . ¡Un crimen que van á
pag'ar caro los culpables!
Su indignación le hacía considerar como un hecho
inaudito y monstruoso la muerte de los cuatro soldados,
como si en la guerra sólo debieran caer los enemigos,
manteniéndose incólume la vida de sus compatriotas.
Llegó un grupo de infantería mandado por un oficial.
Al abrirse sus filas vió Desnoyers entre los uniformes
grises varios paisanos empujados rudamente. Iban con
las ropas desgarradas. Algunos tenían sangre en el ros¬
tro y en las manos. Los fué reconociendo uno por uno
mientras los alineaban junto á una tapia^ á veinte pasos
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 261
del piquete: el alcalde, el cura, el guardia forestal, algu¬
nos vecinos ricos cuyas casas había visto arder.
Iban á fusilarlos... Para evitarle toda duda, el te¬
niente continuó sus explicaciones.
— He querido que vea usted esto. Conviene aprender.
Así agradecerá mejor las bondades de Su Excelencia.
Ninguno de los prisioneros hablaba. Habían agotado
sus voces en una protesta inútil. Toda su vida la concen¬
traban en sus ojos, mirando en torno con estupefacción...
¡Y era posible que los matasen fríamente, sin oir sus pro¬
testas, sin admitir las pruebas de su inocencia!
La certidumbre de la muerte dió de pronto á casi
todos ellos una noble serenidad. Inútil quejarse. Sólo
un campesino rico, famoso en el pueblo por su avaricia,
lloriqueaba desesperado, repitiendo: «Yo no quiero mo¬
rir... yo no quiero morir.»
Trémulo y con los ojos cargados de lágrimas, Desno-
yers se ocultó detrás de su implacable acompañante. A
todos los conocía, con todos había batallado, arrepin¬
tiéndose ahora de sus antiguas querellas. El alcalde
tenía en la frente la mancha roja de una gran desolla¬
dura. Sobre su pecho se agitaba un harapo tricolor: la
banda municipal, que se había puesto para recibir á
los invasores y que éstos le habían arrancado. El cura
erguía su cuerpo pequeño y redondo, queriendo abar¬
car en una mirada de resignación las víctimas, los ver¬
dugos, la tierra entera, el cielo. Parecía más grueso. El
negro ceñidor, roto por las violencias de los soldados,
dejaba libre su abdomen y flotante su sotana. Las me¬
lenas plateadas chorreaban sangre, salpicando de gotas
rojas el blanco alzacuello.
Al verle avanzar por el campo de la ejecución con paso
vacilante á causa de su obesidad, una risotada salvaje
cortó el trágico silencio. Los grupos de soldados sin ar¬
mas que habían acudido á presenciar el suplicio saluda¬
ron con carcajadas al anciano. «¡A muerte el cura!...»
El fanatismo de las guerras religiosas vibraba en su bur¬
la. Casi todos ellos eran católicos ó protestantes fervoro¬
sos; pero sólo creían en los sacerdotes de su país. Fuera
de Alemania, todo resultaba despreciable, hasta la pro¬
pia religión.
262
V. BLASCO IBAÑEZ
El alcalde y el sacerdote cambiaron de lugar en la
fila, buscándose. Se ofrecían mutuamente el centro del
grupo con una cortesía solemne.
— Aquí, señor alcalde; este es su sitio: á la cabeza de
todos.
— No; después de usted, señor cura.
Discutían por última vez, pero en este momento su¬
premo era para cederse el paso, queriendo cada uno hu¬
millarse ante el otro.
Habían unido sus manos por instinto, mirando de
frente al piquete de ejecución, que bajaba sus fusiles en
rígida fila horizontal. A sus espaldas sonaron lamentos.
«Adiós, hijos míos... Adiós, vida... Yo no quiero morir...
¡no quiero morir!...»
Los dos hombres sintieron la necesidad de decir
algo, de cerrar la página de su existencia con una afir¬
mación.
— ¡Viva la Eepública! — gritó el alcalde.
— ¡Viva Francia! — dijo el cura.
Desnoy ers creyó que ambos habían gritado lo mismo.
Se alzaron dos verticales sobre las cabezas: el brazo
del sacerdote trazó en el aire un signo, el sable del jefe
del piquete relampagueó al mismo tiempo lívidamente...
Un trueno seco, rotundo, seguido de varias explosiones
tardías.
Sintió lástima don Marcelo por la pobre humanidad
al ver las formas grotescas que adopta en el momento
de morir. Unos se desplomaron como sacos medio vacíos;
otros rebotaron en el suelo lo mismo que pelotas; algu¬
nos dieron un salto de gimnasta con los brazos en alto,
cayendo de espaldas ó de bruces, en una actitud de
nadador. Vió cómo salían del montón humano piernas
contorsionadas por los estremecimientos de la agonía...
Unos soldados avanzaron con el mismo gesto de los ca¬
zadores que van á cobrar sus piezas. De la palpitación
de los miembros revueltos se elevaron unas melenas
blancas y una mano débil que se esforzaba por repetir
su signo. Varios tiros y culatazos en el lívido montón
chorreante de sangre... Y los últimos temblores de vida
quedaron borrados para siempre.
El oficial había encendido un cigarro.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 263
— Cuando usted guste — dijo á Desnoyers con irónica
cortesía.
Montaron en el automóvil para atravesar Villeblan-
clie, regresando al castillo. Los incendios cada vez más
numerosos y los cadáveres tendidos en las calles ya no
impresionaron al viejo. ¡Había visto tanto! ¿Qué podía
alterar ya su sensibilidad?... Deseaba salir del pueblo
cuanto antes, en busca de la paz de los campos. Pero
los campos habían desaparecido bajo la invasión: por
todas partes soldados, caballos, cañones. Los grupos en
descanso destruían con su contacto lo que les rodeaba.
Los batallones en marcha habían invadido todos los ca¬
minos, rumorosos y automáticos como una máquina, pre¬
cedidos por los pífanos y los tambores, lanzando de vez
en cuando, para animarse, su grito de alegría: «¡Nach
París!»
El castillo también estaba desfigurado por la inva¬
sión. Había aumentado mucho el número de sus guar¬
dianes durante la ausencia del dueño. Vió todo un re¬
gimiento de infantería acampado en el parque. Miles de
hombres se agitaban bajo los árboles preparando su co¬
mida en las cocinas rodantes. Los arriates de su jardín,
las plantas exóticas, las avenidas 'cuidadosamente en¬
arenadas y» barridas, todo roto y ajado por la avalancha
de hombres, bestias y vehículos.
Un jefe ostentando en una manga el brazal distin¬
tivo de la administración militar daba órdenes como si
fuese el propietario. Ni se dignó fijar sus ojos en este civil
que marchaba al lado de un teniente con encogimiento
de prisionero. Los establos estaban vacíos. Desnoyers
vió sus últimas vacas que salían conducidas á palos por
los pastores con casco. Los reproductores costosos eran
degollados todos en el parque como simples bestias de
carnicería. En los gallineros y palomares no quedaba
una sola ave. Las cuadras estaban llenas de caballos
enjutos, que se daban un hartazgo ante el pesebre re¬
pleto. El pasto almacenado se esparcía pródigamente por
las avenidas, perdiéndose en gran parte antes de ser
aprovechado. La caballada de varios escuadrones iba
suelta por los prados, destruyendo bajo su pateo los ca¬
nales, los bordes de los taludes, el alisamiento del suelo,
264
V, BLASCO IBANEZ
todo nn trabajo de largos meses. La leña seca ardía en
el parque con un llameo inútil. Por descuido ó por mal¬
dad, alguien había aplicado el fuego á sus montones.
Los árboles, con la corteza reseca por los ardores del
verano, crujían ai ser lamidos por las llamas.
El edificio estaba ocupado igualmente por una mul¬
titud de hombres que obedecían á este jefe. Sus venta¬
nas abiertas dejaban ver un continuo tránsito por las
habitaciones. Desnoyers oyó golpes que resonaron den¬
tro de su pecho. ¡Ay, su mansión histórica!... El general
iba á instalarse en ella, luego de haber examinado en
la orilla del Mame los trabajos de los pontoneros, que
establecían varios pasos para las tropas. Su miedo de
propietario le hizo hablar. Temía que rompiesen las
puertas de las habitaciones cerradas; quiso ir en busca
de las llaves para entregarlas. El comisario no le escu¬
chó: seguía ignorando su existencia. El teniente repuso
con una amabilidad cortante:
— No es necesario; no se moleste.
Y se fué para incorporarse á su regimiento. Pero
antes de que Desnoyers le perdiese de vista quiso el ofi¬
cial darle un consejo. Quieto en su castillo; fuera de él
podían tomarle por un espía, y ya estaba enterado de
la prontitud con que solucionaban sus asuntos los sol¬
dados del emperador.
No pudo permanecer en el jardín contemplando de
lejos su vivienda. Los alemanes que iban y venían se
burlaban de él. Algunos marchaban á su encuentro en
línea recta, como si no le viesen, y tenía que apartarse
para no ser volteado por este avance mecánico y rígido.
Al fin se refugió en el pabellón del conserje. La mu¬
jer le veía con asombro caído en un asiento de su co¬
cina, desalentado, la mirada en el suelo, súbitamente
envejecido al perder las energías que animaban su ro¬
busta ancianidad.
— ¡Ah, señor!... ¡Pobre señor!
De todos los atentados de la invasión, el más inau¬
dito para la pobre mujer era contemplar al dueño refu¬
giado en su vivienda.
— ¡Qué va á ser de nosotros! — gemía.
Su marido era llamado con frecuencia por los inva-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 265
sores. Los asistentes de Su Excelencia, instalados en los
sótanos del castillo, lo reclamaban para inquirir el pa¬
radero de las cosas que no podían encontrar. De estos
viajes volvía humillado, con los ojos llenos de lágrimas.
Tenía en la frente la huella negra de un golpe; su cha¬
queta estaba desgarrada. Eran rastros de un débil in¬
tento de oposición durante la ausencia del dueño al ini¬
ciar los alemanes el despojo de establos y salones.
El millonario se sintió ligado por el infortunio á unas
gentes consideradas hasta entonces con indiferencia.
Agradecía mucho la fidelidad de este hombre enfermo y
humilde. Le conmovió el interés de la pobre mujer, que
miraba el castillo como si fuese propio. La presencia de
la hija trajo á su memoria la imagen de Chichi. Había
pasado junto á ella sin fijarse en su transformación,
viéndola lo mismo que cuando acompañaba, con trote de
gozquecillo, á la señorita Desnoyers en sus excursiones
por el parque y los alrededores. Ahora era una mujer,
con la delgadez del último crecimiento, apuntando las
primeras gracias femeniles en su cuerpo de catorce años.
La madre no la dejaba salir del pabellón, temiendo á la
soldadesca, que lo invadía todo con su corriente des¬
bordada, filtrándose en los lugares abiertos, rompiendo
los obstáculos que estorbaban su paso.
Desnoyers abandonó su desesperado mutismo para
confesar que sentía hambre. Le avergonzaba esta exi¬
gencia material, pero las emociones del día, la muerte
vista de cerca, el peligro todavía amenazante, desper¬
taron en él un apetito nervioso. La consideración de que
era un miserable en medio de sus riquezas y no podía
disponer de nada en su dominio aumentó todavía más
su necesidad.
— ¡Pobre señor! — dijo otra vez la mujer.
Y contempló con asombro al millonario devorando
un pedazo de pan y un triángulo de queso, lo único
que pudo encontrar en su vivienda. La certeza de que
no conseguiría otro alimento por más que buscase hizo
que don Marcelo siguiese atormentado por su apetito.
¡Haber conquistado una fortuna enorme, para sufrir
hambre al final de su existencia!... La mujer, como si
adivinase sus pensamientos, gemía, elevando los ojos.
266
V. BLASCO IBAÑEZ
Desde las primeras horas de la mañana el mundo había
cambiado su curso; todas las cosas parecían al revés, j
¡Ay, la guerra!...
En el resto de la tarde y una parte de la noche fué
recibiendo el propietario las noticias que le traía el con¬
serje después de sus visitas al castillo. El general y nu¬
merosos oñciales ocupaban las habitaciones. No quedaba
cerrada una sola puerta: todas estaban de par en par,
á culatazos y hachazos. PEibían desaparecido muchas
cosas; el portero no sabía cómo, pero habían desapare¬
cido, tal vez rotas, tal vez arrebatadas por los que en¬
traban y salían. El jefe del brazal iba de habitación en
habitación examinándolo todo, dictando en alemán á un
soldado que escribía. Mientras tanto, el general y los
suyos estaban en el comedor. Bebían abundantemente
y consultaban mapas extendidos en el suelo. El pobre
hombre había tenido que bajar á las cuevas en busca
de los mejores vinos.
Al anochecer se marcó un movimiento de flujo en
aquella marea humana que cubría los campos hasta per¬
derse de vista. Habían quedado establecidos varios puen¬
tes sobre el Mame y la invasión reanudó su avance. Los
regimientos se ponían en marcha lanzando su grito de
entusiasmo: «jNach París!» Los que se quedaban para
continuar al día sig’uiente iban instalándose en las casas
arruinadas ó al aire libre. Desnoyers oyó cánticos. Bajo
el fulgor de las primeras estrellas los soldados se agru¬
paban como orfeonistas, formando con sus voces un co¬
ral solemne y dulce, de religiosa gravedad. Encima de
los árboles flotaba una nube roja que la sombra hacía
más intensa. Era el reflejo del pueblo, que aún llameaba.
A lo lejos, otras hogueras de granjas y caseríos cortaban
la noche con sus parpadeos sangrientos.
El viejo acabó por dormirse en la cama de sus con¬
serjes, con el sueño pesado y embrutecedor del cansan¬
cio, sin sobresaltos ni pesadillas. Caía y caía en un
agujero lóbrego y sin término. Al despertar, se imaginó
que sólo había dormido unos minutos. El sol coloreaba
de naranja las cortinillas de la ventana. A través de su
tejido vió unas ramas de árbol y pájaros que saltaban
piando entre las hojas. Sintió la misma alegría de los
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 267
frescos amaneceres del verano. ¡Hermosa mañana! Pero
¿qué habitación era aquella?... Miró con extrañeza el
lecho y cuanto le rodeaba. De pronto la realidad asaltó
su cerebro, paralizado dulcemente por los primeros es¬
plendores del día. Fué surgiendo de esta bruma mental
la larga escalera de su memoria, con un último peldaño
negro y rojo; el bloque de emociones que representaba
el día anterior. ¡Y él había dormido tranquilamente
rodeado de enemigos, sometido á una fuerza arbitraria
que podía destruirle en uno de sus caprichos!...
Al entrar en la cocina, su conserje le dió noticias.
Los alemanes se iban. El regimiento acampado en el
parque había salido al amanecer, y tras de él, otros y
otros. En el pueblo quedaba un batallón, ocupando las
pocas casas enteras y las ruinas de las incendiadas. El
general había partido también con su numeroso Estado
Mayor. Sólo quedaba en el castillo el jefe de una briga¬
da, al que llamaban sus asistentes «el conde», y varios
oñciales.
Después de estas noticias se atrevió á salir del pabe¬
llón. Vió su jardín destrozado, pero hermoso. Los árbo¬
les guardaban impasibles los ultrajes sufridos en sus
troncos. Los pájaros aleteaban con sorpresa y regocijo
al verse dueños otra vez del espacio abandonado por la
inundación humana.
Pronto se arrepintió Desnoy ers de su salida. Cinco
camiones estaban formados junto á los fosos, ante el
puente del castillo. Varios grupos de soldados salían
llevando á hombros muebles enormes, como peones que
efectúan una mudanza. Un objeto voluminoso envuelto
en cortinas de seda, que suplían á la lona de embalaje,
era empujado por cuatro hombres hasta uno de los auto¬
móviles. El propietario adivinó. ¡Su baño: la famosa tina
de oro!... Luego, con un brusco cambio de opinión, no
sintió dolor por esta pérdida. Odiaba ahora la ostentosa
pieza, atribuyéndole una influencia fatal. Por su culpa
se veía él allí. Pero ¡ay!... ¡los otros muebles amontona¬
dos en los camiones!... En este momento pudo abarcar
toda la extensión de su miseria y su impotencia. Le era
imposible defender su propiedad; no podía discutir con
aquel jefe que saqueaba el castillo tranquilamente, ig-
268
V. BLASCO IBANEZ
norando la presencia del dueño. «¡Ladrones! ¡ladrones!»
Y volvió á meterse en el pabellón.
Pasó toda la mañana con el codo en una mesa y la
mandíbula apoyada en la mano, lo mismo que el día an¬
terior, dejando que las horas se desgranasen lentamen¬
te, no queriendo oir el sordo rodar de los vehículos que
se llevaban las muestras de su opulencia.
Cerca de mediodía le anunció el conserje que un ofi¬
cial llegado una hora antes en automóvil deseaba verle.
Al salir del pabellón encontró á un capitán igual á
los otros, con el casco puntiagudo y enfundado, el uni¬
forme color de mostaza, botas de cuero rojo, sable, re¬
vólver, gemelos y la carta geográfica en un estuche pen¬
diente del cinturón. Parecía joven; ostentaba en una
manga el brazal del Estado Mayor.
— ¿Me conoce?. . . No he querido pasar por aquí sin verle.
Dijo esto en castellano, y Desnoyers experimentó una
sorpresa más grande que todas las que había sentido en
sus largas horas de angustia á partir de la mañana an¬
terior.
— ¿De veras que no me conoce? — prosiguió el alemán,
siempre en español — . Soy Otto... el capitán Otto von
Hartrott.
El viejo descendió, ó más bien rodó por la escalera
de su memoria, para detenerse en un peldaño lejano.
Vi ó la estancia, vió á sus cuñados que tenían el segundo
hijo. «Le pondré el nombre de Bismarck», decía Karl.
Luego, remontando muchos escalones, se veía en Berlín
durante su visita á los Hartrott. Hablaban con orgullo
de Otto, casi tan sabio como el hermano mayor, pero
que aplicaba su talento á la guerra. Era teniente y con¬
tinuaba sus estudios para ingresar en el Estado Mayor.
«¿Quién sabe si llegará á ser otro Moltke?», decía el
padre. Y la bulliciosa Chichi lo bautizó con un apodo,
aceptado por la familia. Otto fué en adelante Moltkecito
para sus parientes de París.
Desnoyers se ádmiró de las transformaciones realiza¬
das por los años. Aquel capitán vigoroso y de aire inso¬
lente, que podía fusilarle, era el mismo pequeñín que
había visto corretear en la estancia, el Moltkecito imber¬
be del que reía su hija...
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 269
Mientras tanto, el militar explicaba su presencia allí.
Pertenecía á otra división. Eran muchas... ¡muchas! las
que avanzaban formando un muro extenso y profundo
desde Verdún á París. Su general le había enviado para
mantener el contacto con la división inmediata; pero al
verse en las cercanías del castillo, había querido visi¬
tarlo. La familia no es una simple palabra. El se acor¬
daba de los días que había pasado en Villeblanche,
cuando la familia Hartrott fué á vivir por algún tiempo
con sus parientes de Francia. Los oficiales que ocupa¬
ban el edificio le habían retenido para que almorzase
en su compañía. Uno de ellos mencionó casualmente al
dueño de la propiedad, dando á entender que andaba
cerca, aunque nadie se fijaba en su persona. Una gran
sorpresa para el capitán von Plartrott. Y había hecho
averiguaciones hasta dar con él, doliéndose de verle re¬
fugiado en la habitación de sus porteros.
— Debe usted salir de ahí: usted es mi tío — dijo, con
orgullo — . Vuelva á su casa, donde le corresponde estar.
Mis camaradas tendrán mucho gusto en conocerle; son
hombres muy distinguidos.
Se lamentó luego de lo que el viejo hubiese podido
sufrir. No sabía con certeza en qué consistían tales su¬
frimientos, pero adivinaba que los primeros instantes de
la invasión habrían sido crueles para él.
— ¡Qué quiere usted! — repitió varias veces — . Es la
guerra.
Al mismo tiempo celebraba que hubiese permanecido
en su propiedad. Tenían la orden de castigar con pre¬
dilección los bienes de los fugitivos. Alemania deseaba
que los habitantes permaneciesen en sus viviendas, como
si no ocurriese nada extraordinario. Desnoyers protes¬
tó... ¡Pero si los invasores fusilaban á los inocentes y
quemaban sus casas!... El sobrino se opuso á que si¬
guiese hablando. Palideció, como si detrás de su epi¬
dermis se esparciese una ola de ceniza; le brillaron los
ojos, le temblaron las mejillas, lo mismo que al teniente
que se había posesionado del castillo.
— Se refiere usted al fusilamiento del alcalde y los
otros... Me lo acaban de contar los camaradas. Aún ha
sido flojo el castigo; debían haber arrasado el pueblo
270
V. BLASCO IBANEZ
entero; debían haber matado hasta los niños y las mu¬
jeres. Hay que acabar con los franco-tiradores.
El viejo le miró con asombro. Su MoUkecito era tan
peligroso y feroz como los otros... Pero el capitán cortó
la conversación, repitiendo una vez más la eterna y
monstruosa excusa:
— Muy horrible, pero ¡qué quiere usted!... Así es la
guerra.
Luego pidió noticias de su madre, alegrándose al
saber que estaba en el Sur. Le había inquietado mucho
la idea de que permaneciese en París. ¡Con las revolu¬
ciones que habían ocurrido allá en los últimos tiem¬
pos!... Desnoyers quedó dudando, como si hubiese oído
mal. ¿Qué revoluciones eran esas?... Pero el oficial había
pasado sin más explicación á hablar de los suyos, cre¬
yendo que Desnoyers sentiría impaciencia por conocer
la suerte de la parentela germánica.
Todos estaban en una situación magnífica. Su ilustre
padre era presidente de varias sociedades patrióticas
— ya que sus años no le permitían ir á la guerra — y
organizaba además futuras empresas industriales para
explotar los países conquistados. Su hermano «el sabio»
daba conferencias acerca de los pueblos que debía ane¬
xionarse el Imperio victorioso, tronando contra los ma¬
los patriotas que se mostraban débiles y mezquinos en
sus pretensiones. Los tres hermanos restantes figuraban
en el ejército: á uno de ellos lo habían condecorado en
Lorena. Las dos hermanas, algo tristes por la ausencia
de sus prometidos, tenientes de húsares, se entretenían
en visitar los hospitales y pedir á Dios que castigase á
la traidora Inglaterra.
El capitán von Hartrott llevó lentamente á su tío
hacia el castillo. Los soldados grises y rígidos, que ha¬
bían ignorado hasta entonces la existencia de don Mar¬
celo, le seguían con interés viéndole en amistosa con¬
versación con un oficial del Estado Mayor. Adivinó que
estos hombres iban á humanizarse para él, perdiendo su
automatismo inexorable y agresivo.
Al entrar en el edificio, algo se contrajo en su pecho
con estremecimientos de angustia. Vió por todas partes
dolorosos vacíos que le hicieron recordar los objetos que
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 211
ocupaban antes el mismo espacio. Manchas rectangula¬
res de color más fuerte delataban en el empapelado el
emplazamiento de los muebles y cuadros desaparecidos.
¡Con qué prontitud y buen método trabajaba aquel señor
del brazal en la manga!... A la tristeza que le produjo
el despojo frío y ordenado vino á unirse su indignación
de hombre económico, viendo cortinas con desgarrones,
alfombras manchadas, objetos rotos de porcelana y cris¬
tal, todos los vestigios de una ocupación ruda y sin es¬
crúpulos.
El sobrino, adivinando lo que pensaba, repitió la
eterna excusa: «¡Qué hacer!... Es la guerra.»
Pero con Moltkecüo no tenía por qué guardar los mi¬
ramientos del miedo.
— Esto no es guerra — dijo con acento rencoroso — . Es
una expedición de bandidos... Tus camaradas son unos
ladrones.
El capitán von Hartrott creció de pronto con violento
estirón. Se separó del viejo, mirándole fijamente, mien¬
tras hablaba en voz baja, algo silbante por el temblor
de la cólera. ¡Atención, tío! Afortunadamente, se había
expresado en español y no podían entenderle los que
estaban cerca de ellos. Si se permitía insistir en tales
apreciaciones, corría el peligro de recibir una bala como
respuesta. Los oficiales del emperador no se dejan insul¬
tar. Y todo en su persona demostraba la facilidad con
que podía olvidarse de su parentesco si recibía la orden
de proceder contra don Marcelo.
Calló éste, bajando la cabeza. ¡Qué iba á hacer!... El
capitán reanudó sus amabilidades, como si hubiese olvi¬
dado lo que acababa de decir. Quería presentarle á sus
camaradas. Su Excelencia el conde Meinbourg, Mayor
General, al enterarse de que era pariente de los Hartrott,
le dispensaba el honor de convidarle á su mesa.
Invitado en su propia vivienda, entró en el come¬
dor, donde estaban muchos hombres vestidos de color
mostaza y con botas altas. Instintivamente apreció con
rápida ojeada el estado de la habitación. Todo en buen
orden, nada roto: paredes, cortinajes y muebles seguían
intactos. Pero al mirar al interior de los aparadores
monumentales experimentó otra vez una sensación do-
272
V. BLASCO IBAÑEZ
lorosa. Por todas partes la obscuridad del roble. Habían
desaparecido dos vajillas de plata y otra de porcelana
antigua, sin dejar como rastro la más insignificante de
sus piezas. Tuvo que responder con graves saludos á las
presentaciones que iba haciendo su sobrino, y estrechó
la mano que le tendía el conde con aristocrática dejadez.
Los enemigos le consideraban con benevolencia y cierta
admiración al saber que era un millonario .procedente
de la tierra lejana donde los hombres se enriquecen rá¬
pidamente.
Se vió de pronto sentado como un extraño ante su
propia mesa, comiendo en los mismos platos que em¬
pleaba su familia, servido por unos hombres de cabeza
esquilada al rape que llevaban sobre el uniforme un
mandil á rayas. Lo que comía era suyo, el vino proce¬
día de su bodega, todo lo que adornaba aquella habi¬
tación lo había comprado él, los árboles que extendían
su ramaje más allá de la ventana le pertenecían igual¬
mente... y sin embargo, creyó hallarse en este sitio por
primera vez, sufriendo el malestar de la extrañeza y la
desconfianza. Comió porque sentía hambre, pero alimen¬
tos y vinos le parecían de otro planeta.
Iba examinando con asombro á estos enemigos que
ocupaban los mismos lugares de su esposa, de sus hijos,
de los Lacour... Hablaban en alemán entre ellos, pero
los que conocían el francés se valían con frecuencia de
este idioma para que les entendiese el invitado. Los que
sólo chapurreaban unas palabras las repetían con acom¬
pañamiento de sonrisas amables. Se notaba en todos
ellos un deseo de agradar al dueño del castillo.
— Va usted á almorzar con los bárbaros — dijo el conde
al ofrecerle un asiento á su lado — . ¿No tiene usted miedo
de que le coman vivo?...
Los alemanes rieron con gran estrépito la gracia de
Su Excelencia. Todos hacían esfuerzos por demostrar
con sus palabras y gestos que era falsa la barbarie que
les atribuían los enemigos.
Don Marcelo les miró uno á uno. Las fatigas de la
guerra, especialmente la marcha acelerada de los últi¬
mos días, estaban visibles en sus personas. Unos eran
altos, delgados, con una esbeltez angulosa; otros, cua-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 273
drados y fornidos, con el cuello corto y la cabeza hun¬
dida entre los hombros. Estos últimos habían perdido
sus adiposidades en un mes de campaña, colgándoles la
piel arrugada y flácida en varias partes del rostro. To¬
dos llevaban la cabeza rapada, lo mismo que los solda¬
dos. En torno de la mesa brillaban dos filas de esferas
craneales sonrosadas ó morenas. Las orejas sobresalían
grotescamente; las mandíbulas se marcaban con el óseo
relieve del enflaquecimiento. Algunos habían conser¬
vado el mostacho enhiesto, á la moda del emperador;
los más iban afeitados ó con bigotes cortos en forma de
cepillo.
Un brazalete de oro brillaba á continuación de una
mano del conde puesta sobre la mesa. Era el más viejo
de todos y el único que conservaba sus cabellos, de un
rubio obscuro y canoso, peinados cuidadosamente y bri¬
llantes de pomada. Próximo á los cincuenta años, man¬
tenía un vigor femenil, cultivado por los ejercicios vio¬
lentos. Enjuto, huesudo y fuerte, procuraba disimular su
rudeza de hombre de pelea con una negligencia suave
y perezosa. Los oficiales le trataban con gran respeto.
Hartrott había hablado de él á su tío como de un gran
artista, músico y poeta. El emperador era su amigo: se
conocían desde la juventud. Antes de la guerra, ciertos
escándalos de su vida privada le habían alejado de la
corte: vociferaciones de folicularios y de socialistas.
Pero el soberano le mantenía en secreto su afecto de
antiguo condiscípulo. Todos recordaban un baile suyo.
Los caprichos de Schar azada, representado con gran
lujo en Berlín por recomendación del poderoso compa¬
ñero. Había vivido algunos años en Oriente. En suma,
un gran señor y un artista de exquisita sensibilidad, al
mismo tiempo que un soldado.
El conde no podía admitir el silencio de Desnoy ers.
Era su comensal» y creyó del caso hacerle hablar para
que interviniese en la conversación. Cuando don Mar¬
celo explicó que sólo hacía tres días que había salido de
París, todos se animaron, queriendo saber noticias.
«¿Vió usted alguna de las sublevaciones?...» «¿Tuvo
la tropa que matar mucha gente?» «¿Cómo fué el asesi¬
nato de Poincaré?»
18
274
V. BLASCO IBANEZ
Le hicieron estas preguntas á la vez, y don Marcelo,
desorientado por su inverosimilitud, no supo qué contes¬
tar. Creyó haber caído en una reunión de locos. Luego
sospechó que se burlaban de él. ¿Sublevaciones? ¿Asesi¬
nato del Presidente?... Unos le miraban con lástima por
su ignorancia; otros con recelo, al ver que fingía no co¬
nocer unos sucesos que se habían desarrollado junto á
él. Su sobrino insistió.
— Los diarios de Alemania hablan mucho de eso. El
pueblo de París se ha sublevado hace quince días contra
el gobierno, asaltando el Elíseo y asesinando al Presi¬
dente. El ejército tuvo que emplear las ametralladoras
para imponer el orden... Todo el mundo lo sabe.
Pero Desnoy ers insistía en no saberlo; nada había
visto. Y como sus palabras eran acogidas con un gesto
de maliciosa duda, prefirió callarse. Su Excelencia, es¬
píritu superior, incapaz de incurrir en las credulidades
del vulgo, intervino para restablecer los hechos. Lo del
asesinato tal vez no era cierto; los periódicos alemanes
podían exagerar con la mejor buena fe. Precisamente
pocas horas antes le había hecho saber el Estado Mayor
General la retirada del gobierno francés á Burdeos. Pero
lo de la sublevación del pueblo de París y su pelea con
la tropa era indiscutible. «El señor lo ha visto sin duda,
pero no quiere decirlo.» Desnoy ers tuvo que contrade¬
cir al personaje, pero su negativa ya no fué escuchada.
¡París! Este nombre había hecho brillar los ojos, exci¬
tando la verbosidad de todos. Deseaban llegar cuanto
antes á la vista de la torre Eiffel, entrar victoriosos en
la ciudad, para saciarse de las privaciones y fatigas de
un mes de campaña. Eran adoradores de la gloria mi¬
litar, consideraban la guerra necesaria para la vida,
y sin embargo se lamentaban de los sufrimientos que
les proporcionabái. El conde exhaló una queja de ar¬
tista.
— ¡Lo que me ha perjudicado la guerra! — dijo con
languidez — . Este invierno iban á estrenar en París un
baile mío.
Todos protestaron de su tristeza: su obra sería im¬
puesta después del triunfo, y los franceses tendrían que
aplaudirla.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 275
— No es lo mismo — continuó el conde — . Confieso que
amo á París... ¡Lástima que esas gentes no hayan que¬
rido nunca entenderse con nosotros!...
Y se sumió en su melancolía de hombre no compren¬
dido.
A uno de los oficiales que hablaba de las riquezas de
París con ojos de codicia, lo reconoció de pronto Desno-
yers por el brazal que ostentaba en una manga. Era el
que había saqueado el castillo. Como si adivinase sus
pensamientos, el comisario se excusó.
— Es la guerra, señor...
¡Lo mismo que los otros!... La guerra había que pa¬
garla con los bienes de los vencidos. Era el nuevo siste¬
ma alemán; la vuelta saludable á la guerra de los tiem¬
pos remotos; tributos impuestos á las ciudades y saqueo
aislado de las casas. De este modo se vencían las resis¬
tencias del enemigo y la guerra terminaba antes. No
debía entristecerse por el despojo. Sus muebles y alha¬
jas serían vendidos en Alemania. Podía hacer una recla¬
mación al gobierno francés para que le indemnizase
después de la derrota: sus parientes de Berlín apoyarían
la demanda.
Desnoy ers oyó con espanto tales consejos. ¡Qué men¬
talidad la de aquellos hombres! ¿Estaban locos ó querían
reirse de él?...
Al terminar el almuerzo, algunos oficiales se levan¬
taron, requiriendo sus sables, para cumplir actos del
servicio. El capitán von Hartrott también se levantó:
necesitaba volver al lado de su general; había dedicado
bastante tiempo á las expansiones de familia. El tío le
acompañó hasta el automóvil. Moltkecüo se excusaba
una vez más de los deperfectos y despojos sufridos por
el castillo.
— Es la guerra... Debemos ser duros para que resulte
breve. La verdadera bondad consiste en ser crueles, por¬
que así, el enemigo, aterrorizado, se entrega más pronto
y el mundo sufre menos.
Don Marcelo levantó los hombros ante el sofisma. Es¬
taban en la puerta del edificio. El capitán dió órdenes
á un soldado, y éste volvió poco después con un pedazo
de tiza que servía para marcar las señales de alojamien-
276
V. BLASCO IBAÑEZ 1
to. Von Hartrott deseaba proteger á su tío. Y empezó á 1
trazar una inscripción en la pared, junto á la puerta: fj
«■Bitte^ nicht plündern. Es sind freundliche Lente.., y> i
Luego la tradujo, en vista de las repetidas preguntas ,
del viejo.
— Quiere decir: «Se ruega no saquear. Los habitantes
de esta casa son gente amable... gente amiga.»
¡Ah, no!... Desnoy ers repelió con vehemencia esta
protección. El no quería ser amable. Callaba porque no
podía hacer otra cosa... ¡pero amigo de los invasores de
su país!...
El sobrino borró parte del letrero y sólo dejó el prin¬
cipio: (íBitte, nicht plünde7m.y> «Se ruega no saquear.»
Luego, en la entrada del parque repitió la inscripción.
Consideraba necesario este aviso; podía irse Su Excelen¬
cia, podían instalarse en el castillo otros oficiales. Von
Hartrott había visto mucho, y su sonrisa daba á enten¬
der que nada llegaría á sorprenderle, por enorme que
fuese. Pero el viejo siguió despreciando su protección y
riéndose con tristeza del rótulo. ¿Qué más podían sa¬
quear?... Ya se habían llevado lo mejor.
— Adiós, tío. Pronto nos veremos en París.
El capitán montó en su automóvil luego de estre¬
char una mano fría y blanda que parecía repelerle con
su inercia.
Al volver hacia su casa vió á la sombra de un grupo
de árboles una mesa y sillas. Su Excelencia tomaba el
café al aire libre, y le obligó á sentarse á su lado. Sólo
tres oficiales le acompañaban... Gran consumo de lico¬
res procedentes de su bodega. Hablaban en alemán en¬
tre ellos, y así permaneció don Marcelo cerca de una
hora, inmóvil, deseando marcharse y no encontrando el
instante oportuno para abandonar su silla y desapa¬
recer.
Se adivinaba fuera del parque un gran movimiento
de tropas. Pasaba otro cuerpo de ejército con sordo ro¬
dar de marea. Las cortinas de árboles ocultaban este des¬
file incesante que se dirigía hacia el Sur. Un fenómeno
inexplicable conmovió la luminosa calma de la tarde.
Sonaba á lo lejos un trueno continuo, como si rodase por
el horizonte azul una tormenta invisible.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 277
El conde interrumpió su conversación en alemán
para hablar á Desnoyers, que parecía interesado por el
estrépito.
— Es el cañón. Se ha entablado una batalla. Pronto
entraremos en danza.
La posibilidad de tener que abandonar su alojamien¬
to, el más cómodo que había encontrado en toda su cam¬
paña, le puso de mal humor.
— ¡La guerra! — continuó — . Una vida gloriosa, pero
sucia y embrutecedora. En todo un mes, hoy es el primer
día que vivo como un hombre.
Y como si le atrajesen las comodidades que habría de
abandonar en breve, se levantó, dirigiéndose al castillo.
Dos alemanes se marcharon hacia el pueblo, y Desno¬
yers quedó con el otro, ocupado en paladear admirati¬
vamente sus licores. Era el jefe del batallón acantonado
en Villeblanche.
— ¡Triste guerra, señor! — dijo en francés.
De todo el grupo de enemigos, éste era el único que
había inspirado á don Marcelo un sentimiento vago de
atracción. «Aunque es un alemán, parece buena perso¬
na», pensaba viéndole. Debía haber sido obeso en tiempo
de paz, pero ahora ofrecía el exterior suelto y lacio de
un organismo que acaba de sufrir una pérdida de volu¬
men. Se adivinaba en él una existencia anterior de tran¬
quila y vulgar sensualidad, una dicha burguesa que la
guerra había cortado rudamente.
— ¡Qué vida, señor! — siguió diciendo — . Que Dios cas¬
tigue á los que han provocado esta catástrofe.
Desnoyers casi estaba conmovido. Vió la Alemania
que se había imaginado muchas veces: una Alemania
tranquila, dulce, de burgueses un poco torpes y pesa¬
dos, pero que compensaban su rudeza originaria con un
sentimentalismo inocente y poético. Este Blumhardt, al
que sus compañeros llamaban Bataillon- Kommandeur,
era un buen padre de familia. Se lo representó paseando
con su mujer y sus hijos bajo los tilos de una plaza de
provincia, escuchando todos con religiosa unción las
melodías de una banda militar. Luego lo vió en la cer¬
vecería con sus amigos, hablando de problemas metafí-
sicos entre dos conversaciones de negocios. Era el hom-
278
V. BLASCO IBAÑEZ
bre de la vieja Alemania, un personaje de novela de
Goethe. Tal vez las glorias del Imperio habían modifi¬
cado su existencia, y en vez de ir á la cervecería fre¬
cuentaba el casino de los oficiales, mientras su familia
se mantenía aparte, aislada de los civiles, por el orgullo
de la casta militar; pero en el fondo era siempre el ale¬
mán bueno, de costumbres patriarcales, pronto á derra¬
mar lágrimas ante una escena de familia ó un fragmento
de buena música.
El comandante Blumhardt se acordaba de los suyos,
que vivían en Cassel.
— Ocho hijos, señor — dijo con un esfuerzo visible para
contener su emoción — . Los dos mayores se preparan
para ser oficiales. El menor va á la escuela desde este
año... Es así.
Y señalaba con una mano la altura de sus botas. Tem¬
blaba nerviosamente de risa y de pena al recordar á su
pequeño. Luego hizo el elogio de su esposa, excelente di¬
rectora de hogar, madre que se sacrificaba con modestia
por sus hijos, por su esposo. ¡Ay, la dulce Augusta!...
Veinte años de matrimonio iban transcurridos, v la ado-
raba como el día en que se vieron por primera vez. Guar¬
daba en un bolsillo de su uniforme todas las cartas que
ella le había escrito desde el principio de la campaña.
— Véala, señor... Estos son mis hijos.
Sacó del pecho un medallón de plata con adornos de
arte de Munich, y tocando un resorte lo hizo abrirse en
redondeles, como las hojas de un libro, dejando ver los
rostros de toda la familia: la Fraxi Kommandeur, de una
belleza austera y rígida, imitando el gesto y el peinado
de la emperatriz; luego las hijas, las Fraulin Komman¬
deur, vestidas de blanco, los ojos en alto como si canta¬
sen una romanza; y al final los niños, con uniformes de
escuelas del ejército ó de instituciones particulares. ¡Y
pensar que podía perder á estos seres queridos con sólo
que un pedazo de hierro le tocase!... ¡Y había de vivir
lejos de ellos ahora que era la buena estación, la época
de los paseos en el campo!...
— ¡Triste guerra! — volvió á repetir — . Que Dios casti¬
gue á los ingleses.
Con una solicitud que conmovió á don Marcelo, le
LOS CUATRO JINETES DEL AFOCALIPSIS 279
hizo preguntas á su vez acerca de su familia. Se apiadó
al enterarse de lo escasa que era su prole; sonrió un
poco ante el entusiasmo con que el viejo hablaba de su
hija, saludando á FrauUn Chichi como un diablillo gra¬
cioso; puso el gesto compungido al saber que el hijo le
había dado grandes disgustos con su conducta.
¡Simpático comandante!... Era el primer hombre
dulce y humano que encontraba en el infierno de la
invasión. «En todas partes hay buenas personas», se
dijo. Deseó que no se moviese del castillo. Si habían de
continuar allí los alemanes, mejor era tenerle á él que
á otros.
.Un ordenanza vino á llamar á don Marcelo de parte
de Su Excelencia. Encontró al conde en su propio dor¬
mitorio, luego de pasar por ios salones con los ojos
cerrados para evitarse el dolor de una cólera inútil.
Las puertas estaban forzadas, los suelos sin alfombras,
los huecos sin cortinajes. Sólo los muebles rotos en los
primeros momentos ocupaban sus antiguos lugares. Los
dormitorios habían sido saqueados con más método, des¬
apareciendo únicamente lo que no era de utilidad inme¬
diata. El haberse alojado en ellos el día antes el general
con todo su séquito les había librado de una destrucción
caprichosa.
El conde le recibió con la cortesía de un gran señor
que desea atender á sus invitados. No podía consentir
que Ilerr Desnoy ers, pariente de un von Hartrott — al
que recordaba vagamente haber visto en la corte — , vi¬
viese en la habitación de los porteros. Debía ocupar su
dormitorio, aquella cama solemne como un catafalco,
con penachos y columnas, que había tenido el honor de
servir horas antes á un ilustre general del Imperio.
— Yo prefiero dormir aquí. Esta otra habitación va me¬
jor con mis gustos.
Había entrado en el dormitorio de la señora Desno-
yers, admirando su mueblaje Luis XV, de una autenti¬
cidad preciosa, con los oros apagados y los paisajes de
sus tapicerías obscurecidos por el tiempo. Era una de
las mejores compras de don Marcelo. El conde sonrió con
un menosprecio de artista al recordar al jefe de la Inten¬
dencia encargado del saqueo oficial.
280
V, BLASCO IBANEZ
«¡Qué asno!... Pensar que esto lo ha dejada^por viejo
y feo...»
Luego miró de frente al dueño del castillo.
— Señor Desnoyers: creo no cometer ninguna inco¬
rrección, y hasta me imagino que interpreto sus deseos,
al manifestarle que estos muebles me los llevo yo. Serán
un recuerdo de nuestro conocimiento, un testimonio de
nuestra amistad que ahora empieza... Si esto queda aquí,
corre peligro de ser destruido. Los guerreros no están
obligados á ser artistas. Yo guardaré estas preciosida¬
des en Alemania, y usted podrá verlas cuando quiera.
Ahora todos vamos á ser unos... Mi amigo el emperador
se proclamará soberano de los franceses.
Desnoyers permaneció silencioso. ¿Qué podía contes¬
tar al gesto de ironía cruel, á la mirada con que el gran
señor iba subrayando sus palabras?...
— Cuando termine la guerra le enviaré un regalo de
Berlín — añadió con tono protector.
Tampoco contestó el viejo. Miraba en las paredes el
vacío que habían dejado varios cuadros pequeños. Eran
de maestros famosos del siglo XVIII. También debía
haberlos despreciado el comisario por insignificantes.
Una ligera sonrisa del conde le reveló su verdadero
paradero.
Había escudriñado toda la pieza, el dormitorio in¬
mediato, que era el de Chichi, el cuarto de baño, hasta
el guardarropa femenino de la familia, que conservaba
unos vestidos de la señorita Desnoyers. Las manos del
guerrero se perdieron con delectación en los finos bullo¬
nes de las telas, apreciando su blanda frescura.
Este contacto le hizo pensar en París, en las modas,
en las casas de los grandes modistos. La rué de la Paix
era el lugar más admirado por él en sus visitas á la ciu¬
dad enemiga.
Percibió don Marcelo la fuerte mezcla de perfumes
que exhalaban su cabeza, sus bigotes, todo su cuerpo.
Varios frascos del tocador de las señoras estaban sobre
la chimenea.
— ¡Qué suciedad la guerra! — dijo el alemán — . Esta
mañana he podido tomar un baño, después de una se¬
mana de abstinencia; á media tarde tomaré otro... A
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 281
propós\tf), querido señor: estos perfumes son buenos, pero
no son 'elegantes. Cuando tenga el gusto de ser presen¬
tado á las señoras, les daré las señas de mis proveedo¬
res... Yo uso en mi casa esencias de Turquía: tengo
muchos amigos allá... Al terminar la guerra haré un
envío á la familia.
Sus ojos se habían fijado en algunos retratos coloca¬
dos sobre una mesa. El conde adivinó á Madama Desno-
yers viendo la fotografía de doña Luisa. Luego sonrió
ante el retrato de Chichi. Muy graciosa: lo que más ad¬
miraba en ella era su aire resuelto de muchacho. Posó
una mirada amplia y profunda en la fotografía de Julio.
— Excelente mozo — dijo — . Una cabeza interesante...
artística. En un baile de trajes obtendría un éxito. ¡Qué
príncipe persa!... Una aigrette blanca en la cabeza su¬
jeta con un joyel, el pecho desnudo, una túnica negra
con pavos de oro...
Y siguió vistiendo imaginariamente al primogénito
de Desnoyers con todos los esplendores de un monarca
oriental. El viejo sintió un principio de simpatía hacia
aquel hombre por el interés que le inspiraba su hijo.
¡Lástima que escogiese con tanta habilidad las cosas
preciosas y se las apropiase!...
Junto á la cabecera de la cama, sobre un libro de
oraciones olvidado por su esposa, vió un medallón con
otra fotografía. Esta no era de la casa. El conde, que
había seguido la dirección de sus ojos, quiso mostrár¬
sela . Temblaron las manos del guerrero ... Su altivez
desdeñosa é irónica desapareció de golpe. Un oficial de
Húsares de la Muerte sonreía en el retrato, contrayendo
su perfil enjuto y curvo de pájaro de pelea bajo el gorro
adornado con un cráneo y dos fémurs.
— Mi mejor amigo — dijo con voz algo temblorosa — .
El ser que más amo en el mundo... ¡Y pensar que tal vez
se bate en estos momentos y pueden matarlo!... ¡Pensar
que yo también puedo morir!...
Don Marcelo creyó entrever una novela del pasado
del conde. Aquel húsar era indudablemente un hijo na¬
tural. Su simplicidad no podía concebir otra cosa. Sólo
en su ternura era un padre capaz de hablar así... Y casi
se sintió contagiado por esta ternura.
282
V. BLASCO IBANEZ
Aquí dió fin la entrevista. El guerrero le había vuelto
la espalda, saliendo del dormitorio, como si desease ocul¬
tar sus emociones. A los pocos minutos sonó en el piso
bajo un magnífico piano de cola, que el comisario no ha¬
bía podido llevarse por la oposición del general. La voz
de éste se elevó sobre el sonido de las cuerdas. Era una
voz de barítono algo opaca, pero que comunicaba un
temblor apasionado á su romanza. El viejo se sintió con¬
movido; no entendía las palabras, pero las lágrimas se
agolparon á sus ojos. Pensó en su familia, en las desgra¬
cias y peligros que le rodeaban, en la dificultad de vol¬
ver á encontrar á los suyos... Como si la música tirase
de él, descendió poco á poco al piso bajo. ¡Qué artista
aquel hombre altivamente burlón! ¡Qué alma la suya!...
Los alemanes eníi’añaban á primera vista con su exterior
rudo y su disciplina, que les hacía cometer sin escrúpulo
las mayores atrocidades. Había que vivir en intimidad
con ellos para apreciarlos tal como eran.
Cuando cesó la música estaba en el puente del cas¬
tillo. Un suboficial contemplaba las evoluciones de los
cisnes en las aguas del foso. Era un joven doctor en
Derecho, que desempeñaba la función de secretario cerca
de Su Excelencia; un hombre de Universidad movili¬
zado por la guerra.
Al hablar con don Marcelo reveló inmediatamente
su origen. Le había sorprendido la orden de partida
estando de profesor en un colegio privado y en víspe¬
ras de casarse. Todos sus planes habían quedado des¬
hechos.
— ¡Qué calamidad, señor!... ¡Qué trastorno para el
mundo!... Y sin embargo, éramos muchos los que veía¬
mos llegar la catástrofe. Forzosamente debía sobreve¬
nir un día ú otro. El capitalismo: el maldito capitalismo
tiene la culpa.
El suboficial era socialista. No ocultaba su partici¬
pación en actos del partido que le habían originado
persecuciones y retrasos en su carrera. Pero la Social-
Democracia se veía ahora aceptada por el emperador y
halagada por los jíinkers más reaccionarios. Todos eran
unos. Los diputados del partido formaban en el Eeich-
stag el grupo más obediente al gobierno... El sólo guar-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 283
daba de su pasado cierto fervor para anatematizar al
capitalismo, culpable de la guerra.
Desnoyers se atrevió á discutir con este enemigo que
parecía de carácter dulce y tolerante. «¿No sería el ver¬
dadero responsable el militarismo alemán? ¿No habría
buscado y preparado el conflicto, impidiendo todo arre¬
glo con sus arrogancias?...»
Negó rotundamente el socialista. Sus diputados apo¬
yaban la guerra, y para hacer esto sus motivos tendrían.
Se notaba en él la supeditación á la disciplina, la eterna
disciplina germánica, ciega y obediente, que gobierna
hasta los partidos avanzados. En vano el francés repitió
argumentos y hechos, todo cuanto había leído desde el
principio de la guerra. Sus palabras resbalaron sobre la
dureza de este revolucionario acostumbrado á delegar
las funciones del pensamiento.
— ¡Quién sabe! — acabó por decir — . Tal vez nos haya¬
mos equivocado. Pero en el instante actual todo está
confuso: faltan elementos de juicio para formar una opi¬
nión exacta. Cuando termine el conflicto conoceremos á
los verdaderos culpables; y si son los nuestros, les exi¬
giremos responsabilidad.
Sintió ganas de reir Desnoyers ante esta candidez.
¡Esperar el final de la guerra para saber quién era el
culpable ! . . . Y si el Imperio resultaba vencedor, ¿qué
responsabilidad iban á exigirle en pleno orgullo de
la victoria, ellos que se habían limitado siempre á
las batallas electorales, sin el más leve intento de re¬
beldía?
— Sea quien sea el autor — continuo el suboficial—,
esta guerra es triste. ¡Cuántos hombres muertos!... Yo
estuve en Charleroi. Hay que ver de cerca la guerra
moderna. Venceremos, vamos á entrar en París, según
dicen, pero caerán muchos de los nuestros antes de ob¬
tener la última victoria...
Y para alejar las visiones de muerte fijas en su pen¬
samiento, siguió con los ojos la marcha de los cisnes,
ofreciéndoles pedazos de pan que les hacían torcer el
curso de su natación lenta y majestuosa.
El conserje y su familia pasaban el puente con fre¬
cuentes entradas y salidas. Al ver á su señor en buenas
284
V. BLASCO IBAÑEZ
relaciones con los invasores, habían perdido el miedo
que los mantenía recluidos en su vivienda. A la mujer
le parecía natural que don Marcelo viese reconocida su
autoridad por aquella gente: el amo siempre es el amo.
Y como si hubiese recibido una parte de esta autoridad,
entraba sin temor en el castillo, seguida de su hija, para
poner en orden el dormitorio del dueño. Querían pasar
la noche cerca de él, para que no se viese solo entre los
alemanes.
Las dos mujeres trasladaron ropas y colchones desde
el pabellón al último piso. El conserje estaba ocupado
en calentar el segundo baño de Su Excelencia. Su es¬
posa lamentaba con gestos desesperados el saqueo del
castillo. ¡Qué de cosas ricas desaparecidas!... Deseosa
de salvar los últimos restos, buscaba al dueño para ha¬
cerle denuncias, como si éste pudiese impedir el robo
individual y cauteloso. Los ordenanzas y escribientes
del conde se metían en los bolsillos todo lo que resultaba
fácil de ocultar. Decían sonriendo que eran recuerdos.
Luego se aproximó con aire misterioso para hacerle una
nueva revelación. Había visto á un jefe forzar ios cajo¬
nes donde guardaba la señora la ropa blanca, y cómo
formaba un paquete con las prendas más finas y gran
cantidad de blondas.
— Ese es, señor — dijo de pronto, señalando á un
alemán que escribía en el jardín, recibiendo sobre la
mesa un rayo oblicuo de sol que se filtraba entre las
ramas.
Don Marcelo lo reconoció con sorpresa. ¡También el
comandante Blumhardt!... Pero inmediatamente excusó
su acto. Encontraba natural que se llevase algo de su
casa, después que el comisario había dado el ejemplo.
Además, tuvo en cuenta la calidad de los objetos que se
apropiaba. No eran para él; eran para la esposa, para
las niñas... Un buen padre de familia. Más de una hora
llevaba ante la mesa escribiendo sin cesar, conversando
pluma en mano con su Augusta, con toda la familia que
vivía en Cassel. Mejor era que se llevase lo suyo este
hombre bueno, que los otros oficiales altivos, de voz
cortante é insolente tiesura.
Vió cómo levantaba la cabeza cada vez que pasaba
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 285
Georgette, la hija del conserje, siguiéndola con los ojos.
¡Pobre padre!... Indudablemente se acordaba de las dos
señoritas que vivían en Alemania con el pensamiento
ocupado por los peligros de la guerra. El también se
acordaba de Chichi, temiendo no verla más. En uno de
sus viajes desde el castillo al pabellón, la muchacha fué
llamada por el alemán. Permaneció erguida ante su
mesa , tímida , como si presintiese un peligro , pero ha¬
ciendo esfuerzos para sonreir. Mientras tanto, Blumhardt
le hablaba acariciándole las mejillas con sus manazas
de hombre de pelea. A Desnoyers le conmovió esta vi¬
sión. Los recuerdos de una vida pacífica y virtuosa re¬
surgían á través de los horrores de la guerra. Decidida¬
mente, este enemigo era un buen hombre.
Por eso sonrió con amabilidad cuando el coman¬
dante, abandonando la mesa, fué hacia él. Entregó su
carta y un paquete voluminoso á un soldado para que
los llevase al pueblo, donde estaba la estafeta del ba¬
tallón.
— Es para mi familia — dijo — . No dejo pasar un día de
descanso sin enviar carta. ¡Las suyas son tan preciosas
para mí!... También envío unos pequeños recuerdos.
Desnoyers estuvo próximo á protestar. ¡Pequeños,
no!... Pero con un gesto de indiferencia dió á entender
que aceptaba los regalos hechos á costa suya. El co¬
mandante siguió hablando de la dulce Augusta y de sus
hijos, mientras tronaba la tempestad invisible en el ho¬
rizonte sereno del atardecer. Cada vez era más intenso
el cañoneo.
— La batalla — continuó Blumhardt — . ¡Siempre la ba¬
talla!... Seguramente es la última y la ganaremos. Antes
de una semana vamos á entrar en París... Pero ¡cuántos
no llegarán á verlo! ¡Qué de muertos!... Creo que ma¬
ñana ya no estaremos aquí. Todas las reservas tendrán
que atacar para vencer la suprema resistencia... ¡Con
tal que yo no caiga!...
La posibilidad de morir al día siguiente contrajo su
rostro con un gesto de rencor. Una arruga vertical par¬
tía sus cejas. Miró á Desnoyers con ferocidad, como si
le hiciese responsable de su muerte y de la desgracia de
su familia. Durante unos minutos, don Marcelo no reco-
286
V. BLASCO IBANEZ
noció al Blumhardt dulce y familiar de poco antes, dán¬
dose cuenta de las transformaciones que la guerra rea¬
liza en los hombres.
Empezaba el ocaso, cuando un suboficial — el mismo
de la Social-Democracia — llegó corriendo, en busca del
comandante. Desnoyers no podía entenderle por hablar
en alemán, pero siguiendo las indicaciones de su mano,
vió en la entrada del castillo, más allá de la verja, un
grupo de gente campesina y unos cuantos soldados con
fusiles. Blumhardt, después de corta refiexión, empren¬
dió la marcha hacia el grupo, y don Marcelo fué tras
de él.
Vió á un muchacho del pueblo entre dos alemanes
que le apuntaban al pecho con sus bayonetas. Estaba
pálido, con una palidez de cera. Su camisa, sucia de
hollín, aparecía desgarrada de un modo trágico, denun¬
ciando los manotones de la lucha. En una sien tenía
una desolladura que manaba sangre. A corta distancia
una mujer con el pelo suelto, rodeada de cuatro niñas y
un pequeñuelo, todos manchados de negro, como si sur¬
giesen de un depósito de carbón.
La mujer hablaba elevando las manos, dando gemi¬
dos que interrumpían su relato, dirigiéndose inútilmente
á los soldados, incapaces de entenderla. El suboficial que
mandaba la escolta habló en alemán con el comandante,
y mientras tanto la mujer se dirigió á Desnoyers. Mos¬
traba una repentina serenidad al reconocer al dueño del
castillo, como si éste pudiese salvarla.
Aquel mocetón era hijo suyo. Estaban refugiados
desde el día anterior en la cueva de su casa incendiada.
El hambre les había hecho salir, luego de librarse de
una muerte por asfixia. Los alemanes, al ver á su hijo,
lo habían golpeado y querían fusilarlo, como fusilaban
á todos los mozos. Creían que el muchacho tenía veinte
años: lo consideraban en edad de ser soldado, y para
que no se incorporase al ejército francés, lo iban á
matar.
— ¡Es mentira!— gritó la mujer — . No tiene mas que
diez y ocho... Tampoco diez y ocho... menos aún: sólo
tiene diez y siete.
Se volvía á otras mujeres que iban detrás de ella.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 287
para invocar su testimonio: tristes hembras igualmente
sucias, con el rostro ennegrecido y las ropas desgarra¬
das, oliendo á incendio, á miseria, á cadáver. Todas
asentían, agregando sus gritos á los de la madre. Al¬
gunas extremaban sus declaraciones, atribuyendo al
muchacho diez y seis años... quince. Y á este coro de
femeniles vociferaciones se unían los gemidos de los
pequeños, que contemplaban á su hermano con los ojos
agrandados por el terror.
El comandante examinó al prisionero mientras escu¬
chaba al suboficial. Un empleado del Municipio había
confesado aturdidamente que tenía veinte años, sin pen¬
sar que con esto causaba su muerte.
— ¡Mentira! — repitió la madre, adivinando por ins¬
tinto lo que hablaban — . Ese hombre se equivoca... Mi
hijo es robusto, parece de más edad, pero no tiene veinte
años... El señor, que lo conoce, puede decirlo. ¿No es
verdad, señor Desnoy ers?
Al ver reclamado su auxilio por la desesperación ma¬
ternal, creyó don Marcelo que debía intervenir, y habló
al comandante. Conocía mucho á este mozo — no recor¬
daba haberlo visto nunca — , y le creía menor de veinte
años.
— Y aunque los tuviera — añadió — , ¿es eso un delito
para fusilar á un hombre?
Blumhardt no contestaba. Desde que había recobrado
sus funciones de mando parecía ignorar la existencia de
don Marcelo. Fué á decir algo, á dar una orden, pero va¬
ciló. Era mejor consultar á Su Excelencia. Y viendo que
se dirigía ab castillo, Desnoyers marchó á su lado.
— Comandante, esto no puede ser — comenzó dicien¬
do — . Esto carece de sentido. ¡Fusilar á un hombre por
la sospecha de que pueda tener veinte años!...
Pero el comandante callaba y seguía caminando. Al
pasar el puente oyeron los sonidos del piano. Esto pare¬
ció de buen augurio á Desnoyers. Aquel artista que le
conmovía con su voz apasionada iba á decir la palabra
salvadora.
Al entrar en el salón tardó en reconocer á Su Exce¬
lencia. Vió un hombre ante el piano llevando por toda
vestidura una bata japonesa, un kimono femenil de,
288
V. BLASCO IBANEZ
color rosa, con pájaros de oro, perteneciente á su Chi¬
chi. En otra ocasión hubiese lanzado una carcajada al
contemplar á este guerrero enjuto, huesoso, de ojos
crueles, sacando por las mangas sueltas unos brazos
nervudos, en una de cuyas muñecas seguía brillando
la pulsera de oro. Había tomado el baño y retardaba el
momento de recobrar su uniforme, deleitándose con el
sedoso contacto de la túnica femenina, igual á sus ves¬
tiduras orientales de Berlín. Blumhardt no manifestó la
más leve extrañeza ante el aspecto de su general. Ergui¬
do militarmente habló en su idioma, mientras el conde
le escuchaba con aire aburrido, pasando sus dedos sobre
las teclas.
Una ventana próxima dejaba visible la puesta del
sol, envolviendo en un nimbo de oro al piano y al eje¬
cutante. La poesía del ocaso entraba por ella: susurros
del ramaje, cantos moribundos de pájaros, zumbidos de
insectos que brillaban como chispas bajo el último rayo
solar. Su Excelencia, viendo interrumpido su ensueño
melancólico por la inoportuna visita, cortó el relato del
comandante con un gesto de mando y una palabra...
una sola. No dijo más. Dió dos chupadas á un cigarrillo
turco que chamuscaba lentamente la madera del piano,
y sus manos volvieron á caer sobre el marfil, reanu¬
dando la improvisación vaga y tierna inspirada por el
crepúsculo.
— Gracias, Excelencia — dijo el viejo, adivinando su
magnánima respuesta.
El comandante había desaparecido. Tampoco le en¬
contró fuera de la casa. Un soldado trotaba cerca de la
verja para transmitir la orden. Vió cómo la escolta re¬
pelía con las culatas al grupo vociferante de mujeres y
chiquillos. Quedó limpia la entrada. Todos se alejaban
indudablemente hacia el pueblo después del perdón del
general... Estaba en mitad de la avenida, cuando sonó
un aullido compuesto de muchas voces, un grito espe¬
luznante como sólo puede lanzarlo la desesperación fe¬
menil. Al mismo tiempo conmovieron el aire fuertes tra¬
llazos, un crepitamiento que conocía desde el día ante¬
rior. ¡Tiros!... Adivinó al otro lado de la verja un rudo
vaivén de personas, unas retorciéndose contenidas por
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 289
fuertes brazos, otras huyendo con el galope del miedo.
Vio correr hacia él una mujer despavorida, con las ma¬
nos en la cabeza, lanzando gemidos. Era la esposa del
conserje, que se había agregado poco antes al grupo de
mujeres.
— ¡No vaya, señor! — gritó, cortándole el paso — . Lo
han matado... acaban de fusilarle.
Don Marcelo quedó inmóvil por la sorpresa. ¡Fusila¬
do!... ¿Y la palabra del general?... Corrió hacia el casti¬
llo sin darse cuenta de lo que hacía, y se vió de pronto
en el salón. Su Excelencia continuaba ante el piano.
Ahora cantaba á media voz, con los ojos húmedos por
la poesía de sus recuerdos. Pero el viejo no podía escu¬
charle.
— Excelencia: lo han fusilado... Acaban de matarle,
á pesar de la orden.
La sonrisa del jefe le hizo comprender de pronto su
engaño.
— Es la guerra, querido señor — dijo cesando de to¬
car — . La guerra con sus crueles necesidades... Siempre
es prudente suprimir al enemigo de mañana.
Y con aire pedantesco, como si diese una lección,
habló de los orientales, grandes maestros en el arte de
saber vivir. Uno de los personajes más admirados por
él era cierto sultán de la conquista turca, que estrangu¬
laba con sus propias manos á los hijos de los adversa¬
rios. «Nuestros enemigos no vienen al mundo á caballo
y empuñando la lanza — decía el héroe — . Nacen niños,
como todos, y es oportuno suprimirlos antes de que
crezcan.»
Desnoyers le escuchaba sin entenderle. Una idea
única ocupaba su pensamiento. ¡Y aquel hombre que él
creía bueno, aquel sentimental que se enternecía can¬
tando , había dado fríamente , entre dos arpegios , su
orden de muerte!...
El conde hizo un gesto de impaciencia. Podía reti¬
rarse, y le aconsejaba que en adelante fuese discreto,
evitando el inmiscuirse en los asuntos del servicio.
Luego le volvió la espalda é hizo correr las manos sobre
el piano, entregándose á su melancolía armoniosa.
Empezó para don Marcelo una vida absurda que iba
290
V. BLASCO IBAÑEZ
á durar cuatro días, durante los cuales se sucedieron
los más extraordinarios acontecimientos. Este período
representó en su historia un largo paréntesis de estupe¬
facción, cortado por horribles visiones.
No quiso encontrarse más con aquellos hombres, y
huyó de su propio dormitorio, refugiándose en el último
piso, en un cuarto de doméstico, cerca del que había es¬
cogido la familia del conserje. En vano la buena mujer
le ofreció comida al cerrar la noche: no sentía apetito.
Estaba tendido en la cama. Prefería la obscuridad v el
t/
1
verse á solas con sus pensamientos. ¡Cuándo terminaría
esta angustia!...
Se acordó de un viaje que había hecho á Londres
años antes. Veía con la imaginación el Museo Británico
y ciertos relieves asirios que le habían llenado de pavor,
como restos de una humanidad bestial. Los guerreros
incendiaban las poblaciones, los prisioneros eran dego¬
llados en montón, la muchedumbre campesina y pacífica
marchaba en filas con la cadena al cuello, formando ris¬
tras de esclavos. Nunca había reconocido como en ac[uel
momento la grandeza de la civilización presente. Toda¬
vía surgían guerras de vez en cuando, pero habían sido
reglamentadas por el progreso. La vida de los prisione¬
ros resultaba sagrada, los pueblos debió n ser respeta¬
dos, existía todo un cuerpo de leyes internacionales para
reglamentar cómo deben matarse los hombres y comba¬
tirse las naciones, causándose el menor daño posible...
Pero ahora acababa de ver la realidad de la guerra. ¡Lo
mismo que miles de años antes! Los hombres con casco
procedían de igual modo que los sátrapas perfumados
y feroces de mitra azul y barba anillada. El adversario
era fusilado aunque no tuviese armas; el prisionero mo¬
ría á culatazos; las poblaciones civiles emprendían en
masa el camino de Alemania, como los cautivos de otros
siglos. ¿De qué había servido el llamado progreso? ¿Dón¬
de estaba la civilización?...
Despertó al recibir en sus ojos la luz de una bujía.
La mujer del conserje había subido otra vez para pre¬
guntarle si necesitaba algo.
— ¡Qué noche!... Oigalos cómo gritan y cantan. ¡Las
botellas que llevan bebidas!... Están en el comedor.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 291
Es preferible que usted no los vea... Ahora se divier¬
ten rompiendo los muebles. Hasta el conde está borra¬
cho; borracho también ese jefe que hablaba con us¬
ted, y los demás. Algunos de ellos bailan medio des¬
nudos.
Deseaba callarse ciertos detalles, pero su verbosidad
femenil saltó por encima de estos propósitos discretos.
Algunos oficiales jóvenes se habían disfrazado con som¬
breros y vestidos de las señoras y danzaban dando gri- •
tos é imitando los contoneos femeniles. Uno de ellos era
saludado con un rugido de entusiasmo al presentarse
sin otro traje que una «combinación» interior de la se¬
ñorita Chichi... Muchos gozaban un placer maligno al
depositar los residuos digestivos sobre las alfombras ó
en los cajones de los muebles, emt)leando para limpiarse
los lienzos finos que encontraban á mano.
El dueño la hizo callar. ¿Para qué enterarle de todo
esto?...
— ¡Y nosotros obligados á servirles!... — continuó gi¬
miendo la mujer — . Están locos: parecen otros hombres.
Los soldados dicen que se marchan al amanecer. Hay
una gran batalla, van á ganarla, pero todos necesitan
pelear en ella... Mi pobre marido ya no puede más.
Tantas humillaciones... Y mi hija... ¡mi hija!...
Esta era su mayor preocupación. La tenía oculta,
pero seguía con inquietud las idas y venidas de algunos
de estos hombres enfurecidos por el alcohol. De todos, el
más temible era aquel jefe que acariciaba paternalmente
á Georgette.
El miedo por la seguridad de su hija le hizo mar¬
charse después de lanzar nuevos lamentos.
— Dios no se acuerda del mundo... ¡Ay, qué será de
nosotros!
Ahora permaneció desvelado don Marcelo. Por la
ventana abierta entraba la luz tenue de una noche se¬
rena. Seguía el cañoneo, prolongándose el combate en
la obscuridad. Al pie del castillo entonaban los soldados
un cántico lento y melódico que parecía un salmo. Del
interior del edificio subió hasta él un estrépito de carca¬
jadas brutales, ruido de muebles que se rompían, corre¬
teos de regocijada persecución. ¿Cuándo podría salir de
292
V. BLASCO IBAÑEZ
este infierno?... Transcurrió mucho tiempo; no llegó á
dormirse, pero fué perdiendo poco á poco la noción de
lo que le rodeaba. De pronto se incorporó. Cerca de él,
en el mismo piso, una puerta se había rajado con sordo
crujido, no pudiendo resistir varios empujones formida¬
bles. Sonaron gritos de mujer, llantos, súplicas desespe¬
radas, ruido de lucha, pasos vacilantes, choques de cuer¬
pos contra las paredes. Tuvo el presentimiento de que
era Georgette la que gritaba y se defendía. Antes de po¬
ner los pies en el suelo oyó una voz de hombre, la de su
conserje, estaba seguro:
— ¡Ah, bandido!...
Luego el estrépito de una segunda lucha... un tiro...
silencio.
Al salir al amplio corredor que terminaba en la es¬
calera, vió luces y muchos hombres que subían en tro¬
pel saltando los peldaños. Casi cayó al tropezar con un
cuerpo del que se escapaba un rugido de agonía. El
conserje estaba á sus pies, agitando el pecho con movi¬
miento de fuelle. Tenía los ojos vidriosos y desmesura¬
damente abiertos; su boca se cubría de sangre... Junto
á él brillaba un cuchillo de cocina. Después vió á un
hombre con un revólver en la diestra, conteniendo al
mismo tiempo con la otra mano una puerta rota que
alguien intentaba abrir desde dentro. Lo reconoció á
pesar de su palidez verdosa y del extravío de su mi¬
rada. Era Blumhardt, un Blumhardt nuevo, con una
expresión bestial de orgullo y de insolencia que infun¬
día espanto.
Se lo imaginó recorriendo el castillo en busca de la
presa deseada, la inquietud del padre siguiendo sus pa¬
sos, los gritos de la muchacha, la lucha desigual entre
el enfermo con su arma de ocasión y aquel hombre de
guerra sostenido por la victoria. La cólera de los años
juveniles despertó en él audaz y arrolladora. ¿Qué le
importaba morir?...
— ¡Ah, bandido! — rugió como el otro.
Y con los puños cerrados marchó contra el alemán.
Este le puso el revólver ante los ojos, sonriendo fríamen¬
te. Iba á disparar... Pero en el mismo instante Desnoyers
cayó al suelo, derribado por los que acababan de subir.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 293
Recibió varios golpes; las pesadas botas de los invasores
le martillearon con su taconeo. Sintió en su rostro un
chorro caliente. ¡Sangre!... No sabía si era suya ó de
aquel cuerpo en el que se iba apagando el jadeo mortal.
Luego se vió elevado del suelo por varias manos que le
empujaban ante un hombre. Era Su Excelencia, con el
uniforme desabrochado y oliendo á vino. Sus ojos tem¬
blaban lo mismo que su voz.
— Mi querido señor — dijo intentando recobrar su iro¬
nía mortificante — : le aconsejé que no interviniese en
nuestras cosas, y no me ha hecho caso. Sufra las conse¬
cuencias de su falta de discreción.
Dió una orden, y el viejo se sintió impelido escalera
abajo hasta las cuevas. Los que le conducían eran sol¬
dados al mando de un suboficial. Reconoció al socialista.
El joven profesor era el único que no estaba ebrio, pero
se mantenía erguido, inabordable, con la ferocidad de
la disciplina.
Lo introdujo en una pieza abovedada sin otro respi¬
radero que un ventanuco á ras del suelo. Muchas bote¬
llas rotas y dos cajones con alguna paja era todo lo que
había en la cueva.
— Ha insultado usted á un jefe — dijo el suboficial ru¬
damente — , y es indudable que lo fusilarán al amane¬
cer... Su única salvación consiste en que siga la fiesta y
le olviden.
Como la puerta estaba rota, lo mismo que todas las
del castillo, hizo colocar ante ella un montón de muebles
y cajones.
Don Marcelo pasó el resto de la noche atormentado
por el frío. Era lo único que le preocupaba en aquel
momento. Había renunciado á la vida; hasta la imagen
de los suyos se fué borrando de su memoria. Trabajó
en la obscuridad para acomodarse sobre los dos cajones,
buscando el calor de la paja. Cuando empezaba á soplar
por el ventanillo la brisa del alba, cayó lentamente en
un sueño pesado, un sueño embrutecedor, igual al de los
condenados á muerte ó al que precede á una mañana de
desafío. Le pareció oir gritos en alemán, trotes de caba¬
llos, un rumor lejano de redobles y silbidos semejante
al que producían los batallones invasores con sus pifa-
294
V. BLANCO IBAÑEZ
nos y sus tambores planos... Luego perdió por completo
la sensación de lo que le rodeaba.
Al abrir otra vez sus ojos, un rayo de sol deslizándose
por el ventanuco trazaba un cuadrilátero de oro en la
pared, dando un regio esplendor á las telarañas colgan¬
tes. Alguien removía la barricada de la puerta. Una voz
de mujer, tímida y angustiada, le llamó repetidas veces.
— Señor, ¿está usted ahí?
Levantándose de un salto, quiso prestar ayuda á
este trabajo exterior, y empujó la puerta vigorosamente.
Pensó que los invasores se habían ido. No comprendía
de otro modo que la esposa del conserje se atreviese á
sacarle de su encierro.
— Sí, se han marchado— dijo ella — . No queda nadie
en el castillo.
Al encontrar libre la salida vió don Marcelo á la po¬
bre mujer con los ojos enrojecidos, la faz huesosa, el pelo
en desorden. La noche había gravitado sobre su exis¬
tencia con un peso de muchos años. Toda su energía se
desvaneció de golpe al reconocer al dueño. «¡Señor...
señor!», gimió convulsivamente. Y se arrojó en sus bra¬
zos derramando lágrimas.
Don Marcelo no deseaba saber nada: tenía miedo á
la verdad. Sin embargo, preguntó por el conserje. Ahora
que estaba despierto y libre, acarició la esperanza mo¬
mentánea de que todo lo visto por él en la noche ante¬
rior fuese una pesadilla. Tal vez vivía aún el pobre
hombre...
— Le mataron, señor... Lo asesinó aquel militar que
parecía bueno... Y no sé dónde está su cuerpo: nadie ha
querido decírmelo.
Tenía la sospecha de que el cadáver estaba en el foso.
Las aguas verdes y tranquilas se habían cerrado miste¬
riosamente sobre esta ofrenda de la noche... Desnoy ers
adivinó que otra desgracia preocupaba aún más á la
madre, pero se mantuvo en púdico silencio. Pué ella la
que habló, entre exclamaciones de dolor... Georgette
estaba en el pabellón; había huido hoiTorizada del cas¬
tillo al marcharse los invasores. Estos la habían guar¬
dado en su poder hasta el último momento.
— Señor, no la vea... Tiembla y llora al pensar que
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 295
usted puede hablarle luego de lo ocurrido. Está loca;
quiere morir. ¡Ay, mi hija!... ¿Y no habrá quien castigue
á esos monstruos?...
Habían salido del subterráneo y atravesaron el puen¬
te. La mujer miró con fijeza las aguas verdes y unidas.
El cadáver de un cisne fiotaba sobre ellas. Antes de
partir, mientras ensillaban sus caballos, dos oficiales
se habían entretenido cazando á tiros de revólver los
habitantes de la laguna. Las plantas acuáticas tenían
sangre; entre sus hojas flotaban unos bullones blancos
y flácidos, como lienzos escapados de las manos de una
lavandera.
Cambiaron don Marcelo y la mujer una mirada de
lástima. Se compadecieron mutuamente al contemplar
á la luz del sol su miseria y su envejecimiento.
Ella sintió renacer sus energías al pensar en la hija.
El paso de aquellas gentes lo había destruido todo; no
quedaba en el castillo otro alimento que unos pedazos
de pan duro olvidados en la cocina. «Y hay que vivir,
señor... Hay que vivir, aunque sólo sea para ver cómo
los castiga Dios...» El viejo levantó los hombros con
desaliento: ¿Dios?... Pero aquella mujer tenía razón: ha¬
bía que vivir.
Con la audacia de su primera juventud, cuando
navegaba por los mares infinitos de tierra del Nuevo
Mundo guiando tropas de reses, se lanzó fuera de su
parque. Vió el valle, rubio y verde, sonriendo bajo el
sol; los grupos de árboles; los cuadrados de tierra ama¬
rillenta con las barbas duras del rastrojo; los setos, en
los que cantaban pájaros; todo el esplendor veraniego
de una campiña cultivada y peinada durante quince
siglos por docenas y docenas de generaciones. Y sin
embargo, se consideró solo, á merced del destino, ex¬
puesto á perecer de hambre; más solo que cuando atra¬
vesaba las horrendas alturas de los Andes, las tortuosas
cumbres de roca y nieve envueltas en un silencio mor¬
tal, interrumpido de tarde en tarde por el aleteo del
cóndor. Nadie... Su vista no distinguió un solo punto
movible: todo fijo, inmóvil, cristalizado, como si se con¬
trajese de pavor entre el trueno que seguía rodando en
el horizonte.
296
V. BLASCO IBANEZ
Se encaminó al pueblo, masa de paredones negros de
la que emergían varias casuchas intactas y un campa¬
nario sin tejas, con la cruz torcida por el fuego. Nadie
tampoco en sus calles sembradas de botellas, de made¬
ros chamuscados, de cascotes cubiertos de hollín. Los
cadáveres habían desaparecido, pero un hedor nausea¬
bundo de grasa descompuesta, de carne quemada, pare¬
cía agarrarse á las fosas nasales. Lo atravesó todo, hasta
llegar al sitio ocupado por la barricada de los dragones.
Aún estaban las carretas á un lado del camino. Vió un
montículo de tierra en el mismo lugar del fusilamiento.
Dos pies y una mano asomaban á ras del suelo. Al
aproximarse se desprendieron unos bultos negros de
esta fosa poco profunda que dejaba al descubierto los
cadáveres. Un tropel de alas duras batió el espacio,
alejándose con g’raznidos de cólera.
Volvió sobre sus pasos. Gritaba ante las casas menos
destrozadas, introducía su cabeza por puertas y venta¬
nas limpias de obstáculos ó con hojas de madera á me¬
dio consumir. ¿No había quedado nadie en Villeblan-
che?... Columbró entre las ruinas algo que avanzaba
á gatas, una especie de reptil, que se detenía en su
arrastre con vacilaciones de miedo, pronto á retroceder
para deslizarse en su madriguera. Súbitamente tran¬
quilizada, la bestia se irguió. Era un hombre, un viejo.
Otras larvas humanas fueron surgiendo al conjuro de
sus gritos, pobres seres que habían renunciado á la ver¬
ticalidad que denuncia desde lejos, y envidiaban á los
organismos inferiores su deslizamiento por el polvo, su
prontitud para escurrirse en las entrañas de la tierra.
Eran mujeres y niños en su mayor parte, todos sucios,
negros, con el cabello enmarañado, el ardor de los ape¬
titos bestiales en los ojos, el desaliento del animal débil
en la mandíbula caída. Vivían ocultos en los escombros
de sus casas. El miedo les había hecho olvidar el ham¬
bre; pero al verse libres de enemigos, reaparecían de
golpe todas sus necesidades incubadas por las horas de
angustia.
Desnoyers creyó estar rodeado de una tribu de in¬
dios famélicos y embrutecidos, igual á las que había
visto en sus viajes de aventurero. Traía con él desde
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 297
París una cantidad de piezas de oro, y sacó una mone¬
da, haciéndola brillar al sol. Necesitaba pan, necesitaba
todo lo que fuese comestible: pagaría sin regatear.
La vista del oro provocó miradas de entusiasmo y
codicia; pero esta impresión fué breve. Los ojos acabaron
por contemplar con indiferencia el redondel amarillo.
Don Marcelo se convenció de que el milagroso fetiche
había perdido su poder. Todos entonaban un coro de
desgracias y horrores con voz lenta y quejumbrosa, como
si llorasen ante un féretro: «Señor, han muerto á mi ma¬
rido...» «Señor, mis hijos; me faltan dos hijos...» «Señor,
se han llevado presos á todos los hombres; dicen que es
para trabajar la tierra en Alemania...» «Señor, pan; mis
pequeños se mueren de hambre.»
Una mujer lamentaba algo peor que la muerte: «¡Mi
hija!... ¡Mi pobre hija!» Su mirada de odio y de locura
denunciaba la tragedia secreta; sus alaridos y lágrimas
hacían recordar á la otra madre que gritaba lo mismo
en el castillo. En el fondo de alguna cueva estaba la víc¬
tima, rota de cansancio, sacudida por el delirio, viendo
todavía la sucesión de asaltantes brutales con el rostro
dilatado por un entusiasmo simiesco.
El grupo miserable tendía en círculo sus manos ha¬
cia aquel hombre cuya riqueza conocían todos. Las
mujeres le enseñaban sus criaturas amarillentas, con los
ojos velados por el hambre y una respiración apenas
perceptible. «Pan... pan», imploraban, como si él pu¬
diese hacer un milagro. Entregó á una madre la mone¬
da que tenía entre los dedos. Luego dió otras piezas de
oro. Las guardaban sin mirarlas y seguían su lamento:
«Pan... pan.» ¡Y él había ido hasta allí para hacer la
misma súplica!... Huyó, reconociendo la inutilidad de
su esfuerzo.
Cuando regresaba, desesperado, á su propiedad, en¬
contró grandes automóviles y hombres á caballo que
llenaban el camino formando larguísimo convoy. Se¬
guían la misma dirección que él. Al entrar en su parque,
un grupo de alemanes estaba tendiendo los hilos de una
línea telefónica. Acababan de recorrer las habitaciones
en desorden y reían á carcajadas leyendo la inscrip¬
ción trazada por el capitán von Hartrott: «Se ruega no
298
V. BLASCO IBANEZ
saquear...» Encontraban la farsa muy ingeniosa, muy
germánica.
El convoy invadió el parque. Los automóviles y fur¬
gones llevaban una cruz roja. Un hospital de sangre iba
á establecerse en el castillo. Los médicos, vestidos de
verde y armados lo mismo que los oficiales, imitaban su
altivez cortante, su repelente tiesura. Salían de los fur¬
gones centenares de camas plegadizas, alineándose en
las diversas piezas; los muebles que aún quedaban fue¬
ron arrojados en montón al pie de los árboles. Grupos de
soldados obedecían con prontitud mecánica las órdenes
breves é imperiosas. Un perfume de botica, de drogas
concentradas, se esparció por las habitaciones, mezclán¬
dose con el fuerte olor de los antisépticos que habían
rociado las paredes para borrar los residuos de la orgía
nocturna. Vió después mujeres vestidas de blanco, mu-
cetonas de mirada azul y pelo de cáñamo. Tenían un
aspecto grave, duro, austero, implacable. Empujaron re¬
petidas veces á Desnoy ers como si no le viesen. Parecían
monjas, pero con revólver debajo del hábito.
A mediodía empezaron á llegar otros automóviles,
atraídos por la enorme bandera blanca con una cruz roja
que había empezado á ondear en lo alto del castillo. Ve¬
nían de la parte del Mame; su metal estaba abollado pc-A
los proyectiles; sus vidrios tenían roturas en forma de
estrella. Bajaban de su interior hombres y más hombres,
unos por su pie, otros en camillas de lona; rostros páli¬
dos y rubicundos, perfiles aquilinos y achatados, cabe¬
zas rubias y cráneos envueltos eu turbantes blancos con
manchas de sangre; bocas que reían con risa de bravata
y bocas que gemían con los labios azulados; mandíbulas
sostenidas por vendajes de momia; gigantes que no mos¬
traban destrozos aparentes y estaban en la agonía; cuer¬
pos informes rematados por una testa que hablaba y fu¬
maba; piernas con piltrafas colgantes que esparcían un
líquido rojo entre los lienzos de la primera cura; brazos
que pendían inertes como ramas secas; uniformes des¬
garrados en los que se notaba el trágico vacío de los
miembros ausentes.
La avalancha de dolor se esparció por el castillo. A
las pocas horas, todo él estaba ocupado; no había un lo-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 299
cho libre; las últimas camillas quedaron á la sombra de
los árboles. Funcionaban los teléfonos incesantemente;
los operadores, puestos de mandil, iban de un lado á otro,
trabajando con rapidez; la vida humana era sometida á
los procedimientos salvadores con rudeza y celeridad.
Los que morían dejaban una cama libre á los otros que
iban llegando. Desnoyers vió cestos que goteaban, llenos
de carne informe: piltrafas, huesos rotos, miembros en¬
teros. Los portadores de estos residuos iban al fondo de
su parque para enterrarlos en una plazoleta que era el
lugar favorito de las lecturas de Chichi.
Soldados formando parejas llevaban objetos envuel¬
tos en sábanas que el dueño del castillo reconocía como
suyas. Estos bultos eran cadáveres. El parque se con¬
vertía en cementerio. Ya no bastaba la plazoleta para
contener los muertos y los residuos de las curas: nuevas
fosas se iban abriendo en las inmediaciones. Los alema¬
nes armados de palas habían buscado auxiliares para su
fúnebre trabajo. Una docena de campesinos prisioneros
removían la tierra y ayudaban en la descarga de los
muertos. Ahora los conducían en una carreta hasta el
borde de la fosa, cayendo en ella como los escombros
acarreados de una demolición. Don Marcelo sintió un
placer monstruoso al considerar el número creciente de
enemigos desaparecidos, pero á la vez lamentaba esta
avalancha de intrusos que iba á fijarse para siempre en
sus tierras.
Al anochecer, anonadado por tantas emociones, su¬
frió el tormento del hambre. Sólo había comido uno de
los pedazos de pan encontrados en la cocina por la viuda
del conserje. El resto lo había dejado para ella y su hija.
Un tormento igual al del hambre representó para él la
desesperación de Georgette. Al verle pretendía escapar,
avergonzada.
— ¡Que no me vea el señor! — gemía, ocultando el
rostro.
Y el señor, siempre que entraba en el pabellón, evi¬
taba aproximarse á ella, como si su presencia le hiciese
sentir más intensamente el recuerdo del ultraje.
En vano, aguijoneado por la necesidad, se dirigió á
algunos médicos que hablaban francés. No le escucha-
300
V. BLASCO IBANEZ
ron; y al insistir en sus peticiones, lo pusieron á distan- 1
cia con rudo manotón... ¡El no iba á perecer de hambre t
en medio de sus propiedades! Aquellas gentes comían: I
las duras enfermeras se habían instalado en su cocina... i
Pero transcurrió el tiempo sin encontrar quien se apia- i
dase de su persona, arrastrando su debilidad de un lado ¡
á otro, viejo con una vejez de miseria, sintiendo en todo
su cuerpo la impresión de los golpes recibidos en la no- ^
che anterior. Conoció el tormento del hambre como no lo i
había sufrido nunca en sus viajes por las llanuras desier- ,
tas, el hambre entre los hombres, en un país civilizado, •
llevando sobre su cuerpo un cinto lleno de oro, rodeado
de tierras y edificios que eran suyos, pero de los que
disponían otros que no se dignaban entenderle. ¡Y para ;
llegar á esta situación al término de su vida había ama-
sado millones y había vuelto á Europa!... ¡Ah, ironía de ;
la suerte!... i
Vió á un sanitario que, con la espalda apoyada en un |
tronco, iba á devorar un pan y un pedazo de embutido. |
Sus ojos envidiosos examinaron á este hombre, grande, |
cuadrado, de mandíbula fuerte cubierta por la florescen- |
cia de una barba roja. Avanzó con muda invitación una ;
moneda de oro entre sus dedos. Brillaron los ojos del 3
alemán al ver el oro; una sonrisa beatífica dilató su boca '
casi de oreja á oreja. j
— la — dijo comprendiendo la mímica.
Y le entregó sus comestibles, tomando la moneda.
Don Marcelo comenzó á tragar con avidez. Nunca ■
había saboreado la sensualidad de la alimentación como ^
en aquel instante, en medio de su jardín convertido en
cementerio, frente á su castillo saqueado, donde gemían
y agonizaban centenares de seres. Un brazo gris pasó
ante sus ojos. Era el alemán, que volvía con dos panes
y un pedazo de carne arrebatados de la cocina. Eepitió
su sonrisa: «¿laf...» Y luego de entregarle el viejo una
segunda moneda de oro, pudo ofrecer estos alimentos á :
las dos mujeres refugiadas en el pabellón. i
Durante la noche — una noche de penoso desvelo cor¬
tado iDor visiones de horror — creyó que se aproximaba
el rugido de la artillería. Era una diferencia apenas
perceptible; tal vez un efecto del silencio nocturno, que
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 301
aumentaba la intensidad de los sonidos. Los automóviles
seguían llegando del frente, soltaban su cargamento de
carne destrozada y volvían á partir. Desnoy ers pensó
que su castillo no era mas que uno de los muclios hospi¬
tales establecidos en una línea de más de cien kilóme-
! tros, y que al otro lado, detrás de los franceses, existían
centros semejantes y en todos ellos reinaba igual acti¬
vidad, sucediéndose con aterradora frecuencia las re¬
mesas de hombres moribundos. Muchos no conseguían
siquiera el consuelo de verse recogidos: aullaban en
medio del campo, hundiendo en el polvo ó en el barro
sus miembros sangrientos, expiraban revolcándose en
sus propias entrañas... Y don Marcelo, que horas antes
se consideraba el ser más infeliz de la creación, experi¬
mentó una alegría cruel al pensar en tantos miles de
hombres vigorosos deshechos por ía muerte que podían
envidiar su vejez sana, la tranquilidad con que estaba
tendido en aquel lecho.
A la mañana siguiente, el sanitario le esperaba en el
mismo sitio con una servilleta llena. ¡Barbudo servicial
y bueno!... Le ofreció una moneda de oro.
— Nein — contestó estirando su boca con una sonrisa
maliciosa.
Dos rodajas brillantes aparecieron en los dedos de
don Marcelo. Otra sonrisa, «Nein»^ y un movimiento ne¬
gativo de cabeza. ¡Ah, ladrón! ¡Cómo abusaba de su ne¬
cesidad!... Y sólo cuando le hubo entregado cinco mone-
nedas pudo adquirir el paquete de víveres.
Pronto notó en torno de su persona una conspiración
sorda y astuta para apoderarse de su dinero. Un gigante
con galones de sargento le puso una pala en la mano,
empujándole rudamente. Se vió en el rincón de su par¬
que convertido en cementerio, junto á la carreta de los
cadáveres; tuvo que remover la tierra propia confundido
con aquellos prisioneros exasperados por la desgracia,
que le trataban como un igual.
Volvió los ojos para no ver los cadáveres rígidos y
grotescos que asomaban sobre su cabeza, al borde del
hoyo, pronto á derramarse en el fondo de éste. El suelo
exhalaba un hedor insufrible. Había empezado la des¬
composición de los cuerpos en las fosas inmediatas. La
302
V. BLASCO IBANEZ
persistencia con que le acosaban sus guardianes y la
sonrisa marrullera del sargento le hicieron adivinar el
chantage. El sanitario de las barbas debía tener parte en
todo esto. Soltó la pala, llevándose una mano al bolsillo
con gesto de invitación. «Ja», dijo el sargento. Y luego
de entregar unas monedas pudo alejarse y vagar libre¬
mente. Sabía lo que le esperaba: aquellos hombres iban
á someterle á una explotación implacable,
í' Transcurrió un día más, igual al anterior. En la ma¬
ñana del siguiente, sus sentidos, afinados por la inquie¬
tud, le hicieron adivinar algo extraordinario. Los auto¬
móviles llegaban y partían con mayor rapidez; se no¬
taba desorden y azoramiento en el personal. Sonaban
los teléfonos con una precipitación loca; los heridos pa¬
recían más desalentados. El día anterior los había que
cantaban al bajar de los vehículos, engañando su dolor
con risas y bravatas. Hablaban de la victoria próxima,
lamentando no presenciar la entrada en París. Ahora
todos permanecían silenciosos, con gesto de enfurruña-
miento, pensando en la propia suerte, sin preocuparse
de lo que dejaban á su espalda.
Fuera del parque zumbó un ruido de muchedumbre.
Negrearon los caminos. Empezaba otra vez la invasión,
pero con movimiento de reflujo. Pasaron durante horas
enteras rosarios de camiones grises entre los bufidos
de sus motores fatigados. Luego, regimientos de infan¬
tería, escuadrones, baterías rodantes. Marchaban lenta¬
mente, con una lentitud que desconcertaba á Desnoy ers,
no sabiendo si este retroceso era una fuga ó un cambio
de posición. Lo único que le satisfacía era el gesto em¬
brutecido y triste de los soldados, el mutismo sombrío
de los oficiales. Nadie gritaba; todos parecían haber
olvidado el jNach París! El monstruo verdoso conser¬
vaba aún el armado testuz al otro lado del Mame, pero
su cola empezaba á contraer los anillos con ondulacio¬
nes inquietas.
Después de cerrar la noche continuó el repliegue de
las tropas. El cañoneo parecía aproximarse. Algunos
truenos sonaban tan inmediatos, que hacían temblar los
vidrios de las ventanas. Un campesino fugitivo se refu¬
gió en el parque y pudo dar noticias á don Marcelo. Los
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 303
alemanes se retiraban. Algunas de sus baterías se ha¬
bían establecido en la orilla del Mame para intentar
una nueva resistencia. Y el recién llegado se quedó, sin
llamar la atención de los invasores, que días antes fusi¬
laban á la menor sospecha.
Se había perturbado visiblemente el funcionamiento
mecánico de su disciplina. Médicos y enfermeros corrían
de un lado á otro dando gritos, profiriendo juramentos
cada vez que llegaba un nuevo automóvil. Ordenaban
al conductor que siguiese adelante, hasta otro hospital
situado á retaguardia. Habían recibido orden de eva¬
cuar el castillo aquella misma noche.
A pesar de la prohibición, uno de los carruajes se
libró de su cargamento de heridos. Tal era el estado de
éstos, que los médicos los aceptaron, juzgando inútil que
continuasen su viaje. Quedaron en el jardín, tendidos en
las mismas camillas de lona que ocupaban dentro del
vehículo. A la luz de las linternas, Desnoyers reconoció
á uno de los moribundos. Era el secretario de Su Exce¬
lencia, el profesor socialista que le había encerrado en
la cueva.
Viendo al dueño del castillo, sonrió como si encon¬
trase á un compañero. Era el único rostro conocido entre
todas aquellas gentes que hablaban su idioma. Estaba
pálido, con las facciones enjutas y un velo impalpable
sobre los ojos. No tenía heridas visibles, pero debajo del
capote tendido sobre su vientre, las entrañas, deshechas
en espantosa carnicería, exhalaban un hedor de cemen¬
terio. La presencia de Desnoyers le hizo adivinar adónde
le habían llevado, y poco á poco coordinó sus recuerdos.
Como si al viejo pudiera interesarle el paradero de sus
camaradas, habló con voz tenue y trabajosa que á él le
parecía sin duda natural... ¡Mala suerte la de su briga¬
da! Habían llegado al frente en un momento de apuro,
para ser lanzados como tropa de refresco. Muerto el
comandante Blumhardt en los primeros instantes: un
proyectil de 75 se le había llevado la cabeza. Muertos
casi todos los oficiales que se habían alojado en el cas¬
tillo. Su Excelencia tenía la mandíbula arrancada por
un casco de obús. Lo había visto en el suelo rugiendo
de dolor, sacándose del pecho un retrato que intentaba
304
V. BLASCO IBANEZ
besar con su boca rota. El tenía el vientre destrozado
por el mismo obús. Había estado cuarenta y dos horas
en el campo sin que lo recogiesen...
Y con una avidez de universitario que quiere verlo
todo y explicárselo todo, añadió en este momento supre¬
mo, con la tenacidad del que muere hablando:
— Triste guerra, señor... Faltan elementos de juicio
para decidir quién es el culpable... Cuando la guerra
termine, habrá... habrá...
Cerró los ojos, desvanecido por su esfuerzo. Desno-
yers se alejó. ¡Infeliz! Colocaba la hora de la justicia en
la terminación de la guerra, y mientras tanto, era él
quien terminaba, desapareciendo con todos sus escrúpu¬
los de razonador lento y disciplinado.
Esta noche no durmió. Temblaban las paredes del
pabellón, se movían los vidrios con crujidos de fractu¬
ra, suspiraban inquietas las dos mujeres en la pieza in¬
mediata. Al estrépito de los disparos alemanes se unían
otras explosiones más cercanas. Adivinó los estallidos
de los proyectiles franceses que llegaban buscando á la
artillería enemiga por encima del Mame.
Su entusiasmo empezaba á resucitar, la posibilidad
de una victoria apuntó en su pensamiento. Pero estaba
tan deprimido por su miserable situación, que inmedia¬
tamente desechó tal esperanza. Los suyos avanzaban,
joero su avance no representaba tal vez mas que una
ventaja local... ¡Era tan extensa la línea de batalla!...
Iba á ocurrir lo que en 1870: el valor francés alcanzaría
victorias parciales, modificadas á última hora por la es¬
trategia de los enemigos hasta convertirse en derrotas.
Después de media noche cesó el cañoneo, pero no
por esto se restableció el silencio. Rodaban automóviles
ante el pabellón entre gritos de mando. Debía ser el
convoy sanitario que evacuaba el castillo. Luego, cerca
del amanecer, un estrépito de caballos, de máquinas ro¬
dantes, pasó la verja, haciendo temblar el suelo. Media
hora después sonó el trote humano de una multitud que
marchaba aceleradamente, perdiéndose en las profundi¬
dades del parque.
Amanecía cuando saltó del lecho. Lo primero que
vió al salir del pabellón fué la bandera de la Cruz Roja
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 305
l
que seguía ondeando en lo alto del castillo. Ya no había
camillas debajo de los árboles. En el puente encontró
varios sanitarios y uno de los médicos. El hospital se
había marchado con todos los heridos transportables.
Sólo quedaban en el edificio, bajo la vigilancia de una
sección, los más graves, los que no podían moverse.
Las walkyrias de la sanidad habían desaparecido igual¬
mente.
El barbudo era de los que se habían quedado, y al
ver de lejos á don Marcelo sonrió, desapareciendo inme¬
diatamente. A los pocos momentos reaparecía con las
manos llenas. Nunca su presente había sido tan gene¬
roso. Presintió el viejo una gran exigencia, pero al lle¬
varse la mano al bolsillo, el sanitario le contuvo:
— Nein... Nein.
¿Qué generosidad era aquella?... El alemán insistió
en su negativa. La boca enorme se dilataba con una son¬
risa amable; sus manazas se posaron en los hombros de
don Marcelo. Parecía un perro bueno, un perro humilde
que acaricia á un transeúnte para que le lleve con él.
«■Franzosen... Franzosen.» No sabía decir más, pero se
adivinaba en sus palabras el deseo de hacer comprender
que había sentido siempre gran simpatía por los fran¬
ceses. Algo importante estaba ocurriendo; el aire malhu¬
morado de los que permanecían en la puerta del casti¬
llo, la repentina obsequiosidad de este rústico con uni¬
forme, lo daban á entender.
Más allá del edificio vió soldados, muchos soldados.
Un batallón de infantería se había esparcido á lo largo
de las tapias, con sns furgones y sus caballos de tiro y
de montar. Los soldados manejaban picos, abriendo aspi¬
lleras en la pared, cortando su borde en forma de alme¬
nas. Otros se arrodillaban ó sentaban junto á las abertu¬
ras, despojándose de la mochila para estar más desem¬
barazados. A lo lejos sonaba el cañón, y en el intervalo
de sus detonaciones un chasquido de tralla, un burbujeo
de aceite frito, un crujir de molino de café, el crepita-
miento incesante de fusiles y ametralladoras. El fresco
de la mañana cubría los hombres y las cosas de un
brillo de humedad. Sobre los campos flotaban vedijas
de niebla, dando á los objetos cercanos las líneas incier-
20
306
V. BLASCO IBAÑEZ
tas de lo irreal. El sol era una mancha tenue al remon¬
tarse entre telones de bruma. Los árboles lloraban por
todas las aristas de sus cortezas.
Un trueno rasgó el aire, próximo y ruidoso, como si
estallase junto al castillo. Desnoyers vaciló, creyendo
haber recibido un puñetazo en el pecho. Los demás
hombres permanecieron impasibles, con la indiferencia
de la costumbre. Un cañón acababa de disparar á pocos
pasos de él... Sólo entonces se dió cuenta de que dos
baterías se habían instalado en su parque. Las piezas
estaban ocultas bajo cúpulas de ramaje; los artilleros
derribaban árboles para enmascarar sus cañones con un
disimulo perfecto. Vió cómo iban emplazando los últi¬
mos. Con palas formaban un borde de tierra de treinta
centímetros alrededor de cada uno de ellos. Este borde
defendía los pies de los sirvientes, que tenían el cuerpo
resguardado por las mamparas blindadas de ambos lados
de la pieza. Luego levantaban una cabaña de troncos y
ramaje, dejando visible únicamente la boca del mortí¬
fero cilindro.
Don Marcelo se acostumbró poco á poco á los dispa¬
ros, que parecían crear el vacío dentro de su cráneo. Ke-
chinaba los dientes, cerraba los puños á cada detona¬
ción, pero seguía inmóvil, sin deseo de marcharse, domi¬
nado por la violencia de las explosiones, admirando la
serenidad de estos hombres que daban sus órdenes er¬
guidos y fríos ó se agitaban como humildes sirvientes
alrededor de las bestias tronadoras.
Todas sus ideas parecían haber volado, arrancadas
por el primer cañonazo. Su cerebro sólo vivía el mo¬
mento presente. Volvió los ojos con insistencia á la ban¬
dera blanca y roja que ondeaba sobre el ediíicio.
«Es una traición— pensó — , una deslealtad.»
A lo lejos, del otro lado del Mame, tiraban igual¬
mente los cañones franceses. Se adivinaba su trabajo
por las pequeñas nubes amarillentas que flotaban en el
aire, por las columnas de humo que surgían en varios
puntos del paisaje, allí donde había ocultas tropas ale¬
manas formando una línea que se perdía en el infinito.
Una atmósfera de protección y respeto parecía envolver
al castillo.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 307
Se disolvieron las brumas matinales; el sol mostró al
fin su disco brillante y limpio, prolongando en el suelo
las sombras de hombres y árboles con una longitud fan¬
tástica. Surgían de la niebla colinas y bosques, frescos
y chorreantes después de la ablución matinal. El valle
quedaba por entero al descubierto. Desnoy ers vió con
sorpresa el río desde el lugar que ocupaba. El cañón
había abierto durante la noche grandes ventanas en las
arboledas que lo tenían oculto. Lo que más le asombró
al contemplar este paisaje matinal, sonriente y pueril,
fué no ver. á nadie, absolutamente á nadie. Tronaban
cumbres y arboledas, sin que se mostrase una sola per¬
sona. Más de cien mil hombres debían estar agazapados
en el espacio que abarcaban sus ojos, y ni uno era visi¬
ble. Los rugidos mortales de las armas, al estremecer el
aire, no dejaban en él ninguna huella óptica. No había
otro humo que el de la explosión, las espirales negras
que elevaban los grandes proyectiles al estallar en el
suelo. Estas columnas surgían de todos lados. Cercaban
el castillo como una ronda de peonzas gigantescas y ne¬
gras, pero ninguna se salía del ordenado corro osando
adelantarse hasta tocar el edificio. Don Marcelo seguía
mirando la bandera. «Es una traición», repitió mental¬
mente. Pero al mismo tiempo la aceptaba por egoísmo,
viendo en ella una defensa de su propiedad.
El batallón había terminado de instalarse á lo largo
del muro, frente al río. Los soldados, arrodillados, apo¬
yaban sus fusiles en aspilleras y almenas. Se mostraban
satisfechos de este descanso después de una noche de
combate en retirada. Todos parecían dormidos con los
ojos abiertos. Poco á poco se dejaban caer sobre los talo¬
nes ó buscaban el apoyo de la mochila. Sonaron ronqui¬
dos en los cortos espacios de silencio que dejaba la arti¬
llería. Los oficiales, de pie detrás de ellos, examinaban
el paisaje con sus lentes de campaña ó hablaban forman¬
do grupos. Unos parecían desalentados, otros furiosos
por el retroceso que venían realizando desde el día an¬
terior. Los más permanecían tranquilos, con la pasivi¬
dad de la obediencia. El frente de batalla era inmenso:
¿quién podía adivinar el final?... Allí se retiraban y en
otros puntos los compañeros estarían avanzando con un
308
V. BLASCO IBANEZ
movimiento decisivo. Hasta el último instante ningún
soldado conoce la suerte de las batallas. Lo que les dolía
á todos era verse cada vez más lejos de París.
Vió brillar don Marcelo un redondel de vidrio. Era
un monóculo fijo en él con insistencia agresiva. Un te¬
niente flaco, de talle apretado, que conser vuiba el mismo
aspecto de los oficiales que él había visto en Berlín, un
verdadero estaba á pocos pasos, sable en mano,
detrás de sus hombres, como un pastor sombrío y co¬
lérico.
— ¿Qué hace usted aquí? — dijo rudamente.
Explicó que era el dueño del castillo. «¿Francés?»,
siguió preguntando el teniente. «Sí, francés...» Quedó el
oficial en hostil meditación, sintiendo la necesidad de
hacer algo contra este enemigo. Los gestos y gritos de
otros oficiales le arrancaron á sus reflexiones. Todos mi¬
raban á lo alto, y el viejo les imitó.
Desde una hora antes pasaban por el aire pavorosos
rugidos envueltos en vapores amarillentos, jirones de
nube que parecían llevar en su interior una rueda chi¬
rriando con frenético volteo. Eran los proyectiles de la
artillería gruesa germánica, que tiraba á varios kilóme¬
tros, enviando sus disparos por encima del castillo. No
podía ser esto lo que interesaba á los oficiales. Contrajo
sus párpados para ver mejor, y al fin, junto al borde de
una nube, distinguió una especie de mosquito que bri¬
llaba herido por el sol. En los breves intervalos de si¬
lencio se oía el zumbido, tenue y lejano, denunciador de
su presencia. Los oficiales movieron la cabeza: «Fran-
zosen.y> Desnoy ers creyó lo mismo. No podía imaginarse
las dos cruces negras en el interior de sus alas. Vió con
el pensamiento dos anillos tricolores, iguales á los re¬
dondeles que colorean los mantos volantes de las mari¬
posas.
Se explicaba la inquietud de los alemanes. El avión
francés se había inmovilizado unos instantes sobre el
castillo, no prestando atención á las burbujas blancas
que estallaban debajo y en torno de él. En vano los
cañones de las posiciones inmediatas le enviaban sus
obuses. Viró con rapidez, alejándose hacia su punto de
partida.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 309
«Debe haberlo visto todo — pensó Desnoyers — . Nos
ha reparado: sabe lo que hay aquí.»
Adivinó que iba á cambiar rápidamente el curso de
los sucesos. Todo lo que había ocurrido hasta entonces,
en las primeras horas de la mañana, carecía de impor¬
tancia comparado con lo que vendría después. Sintió
miedo, el miedo irresistible á lo desconocido, y al mismo
tiempo curiosidad, angustia, la impaciencia ante un pe¬
ligro que amenaza y nunca acaba de llegar.
Una explosión estridente sonó fuera del parque, pero
á corta distancia de la tapia: algo semejante á un ha¬
chazo gigantesco dado con un hacha enorme como su
castillo. Volaron por el aire copas enteras de árboles,
varios troncos partidos en dos, terrones negros con ca¬
belleras de hierbas, un chorro de polvo que obscureció el
cielo. Algunas piedras rodaron del muro. Los alemanes
se encogieron, pero sin emoción visible. Conocían esto;
esperaban su llegada, como algo inevitable, después de
haber visto el aeroplano. La bandera con la cruz roja
ya no podía engañar á los artilleros enemigos.
Don Marcelo no tuvo tiempo para reponerse de su
sorpresa: una segunda explosión más cerca de la ta¬
pia... una tercera en el interior del parque. Le pareció
que había saltado de repente á otro mundo. Vió los
hombres y las cosas á través de una atmósfera fantás¬
tica que rugía, destruyéndolo todo con la violencia cor¬
tante de sus ondulaciones. Había quedado inmóvil por el
terror, y sin embargo no tenía miedo. El se había ima¬
ginado hasta entonces el miedo en distinta forma. Sen¬
tía en el estómago un vacío angustioso. Vaciló repetidas
veces sobre sus pies, como si alguien le empujase dán¬
dole un golpe en el pecho para enderezarlo acto seguido
con un nuevo golpe en la espalda. Un olor de ácidos
se esparció en el ambiente, diñcultando la respiración,
haciendo subir á los ojos el escozor de las lágrimas. En
cambio, los ruidos cesaron de molestarle; no existían
para él. Los adivinaba en el oleaje del aire, en las sacu¬
didas de las cosas, en el torbellino que encorvaba á los
hombres, pero no repercutían en su interior. Había per¬
dido la facultad auditiva: toda la fuerza de sus sentidos
se concentró en la mirada. Sus ojos parecieron adquirir
310
V. BLASCO IBAÑEZ
múltiples facetas, como los de ciertos insectos. Vio lo
que ocurría delante de su persona, á sus lados, detrás
de él. Y presenció cosas maravillosas, instantáneas,
como si todas las reglas de la vida acabasen de sufrir
un trastorno caprichoso.
Un oficial que estaba á pocos pasos emprendió un
vuelo inexplicable. Empezó á elevarse, sin perder su
tiesura militar, con el casco en la cabeza, el entrecejo
fruncido, el bigote rubio y corto, y más abajo el pecho
color de mostaza, las manos enguantadas que sostenían
unos gemelos y un papel. Pero aquí terminaba su indi¬
vidualidad. Las piernas grises con sus polainas habían
quedado en el suelo, inánimes, como fundas vacías, ex¬
peliendo al deshincharse su rojo contenido. El tronco, en
la violenta ascensión, se desfondaba como un cántaro,
soltando su contenido de visceras. Más allá, unos arti¬
lleros que estaban derechos aparecían súbitamente ten¬
didos é inmóviles, embadurnados de púrpura.
La línea de infantería se aplastó en el suelo. Los
hombres se contraían, para hacerse menos visibles,
junto á las aspilleras por las que asomaban sus fusiles.
Muchos se habían colocado la mochila sobre la cabeza
ó la espalda para que les defendiese de los cascos de
obús. Si se movían, era para amoldarse mejor en la tie¬
rra, buscando excavarla con su vientre. Varios de ellos
habían cambiado de postura con una rapidez inexpli¬
cable. Ahora estaban tendidos de espaldas y parecían
dormir. Uno tenía abierto el uniforme sobre el abdo¬
men, mostrando entre los desgarrones de la tela carnes
sueltas, azules y rojas, que surgían y se hinchaban con
burbujeos de expansión. Otro había quedado sin pier¬
nas. Vió también ojos agrandados por la sorpresa y el
dolor, bocas redondas y negras que parecían agitar los
labios con un aullido. Pero no gritaban: al menos él no
oía sus gritos.
Había perdido la noción del tiempo. No sabía si lle¬
vaba en esta inmovilidad varias horas ó un minuto. Lo
único que le molestaba era el temblor de las piernas,
que se resistían á sostenerle... Algo cayó á sus espaldas.
Llovían escombros. Al volver la cabeza vió su castillo
transformado. Acababan de robarle medio torreón. Las
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 311
pizarras se esparcían en menudos frag'inentos; los silla¬
res se desmoronaban; el cuadro de piedra de un venta¬
nal se mantenía suelto y en equilibrio como un bastidor.
Los maderos viejos de la caperuza empezaron á arder
como antorchas.
La vista de este cambio instantáneo de su propiedad
le impresionó más que los estragos causados por la muer¬
te. Se dió cuenta del horror de las fuerzas ciegas é im¬
placables que rugían en torno de él. La vida concentra¬
da en sus ojos se esparció, descendiendo hasta sus pies...
Y echó á correr, sin saber adónde ir, sintiendo la misma
necesidad de ocultarse que experimentaban aquellos
hombres encadenados por la disciplina, obligados á
aplastarse en el suelo, á envidiar la blanda invisibilidad
de los reptiles.
Su instinto le empujaba hacia el pabellón, pero en
mitad de la avenida le cortó el paso otra de las asombro¬
sas mutaciones. Una mano invisible acababa de arrancar
de un revés la mitad de la techumbre. Todo un lienzo
de pared se dobló, formando una cascada de ladrillos y
polvo. Quedaron al descubierto las piezas interiores, lo
mismo que una decoración de teatro: la cocina donde él
había comido, el piso superior con el dormitorio, que
aún conservaba deshecha su cama. ¡Pobres mujeres!...
Retrocedió, corriendo hacia el castillo. Se acordaba
de la cueva donde había pasado encerrado una noche.
Y cuando se vió bajo su bóveda sombría la tuvo por el
mejor de los salones, alabando la prudencia de sus cons¬
tructores.
El silencio subterráneo fué devolviéndole la sensibi¬
lidad auditiva. Escuchó como una tormenta amortigua¬
da por la distancia el cañoneo de los alemanes y el es¬
tallido de los proyectiles franceses. Vinieron á su me¬
moria los elogios que había prodigado al cañón de 75
sin conocerle mas que por referencias. Ya había presen¬
ciado sus efectos. «Tira demasiado bien», murmuró. En
poco tiempo iba á destrozar su castillo; encontraba ex¬
cesiva tanta perfección... Pero no tardó en arrepentirse
de estas lamentaciones de su egoísmo. Una idea tenaz
como un remordimiento se había aferrado á su cerebro.
Le pareció que todo lo que sufría era una expiación por
312
V. BLASCO IBANEZ
la falta cometida en su Juventud. Había evitado el ser¬
vir á su patria, y ahora se encontraba envuelto en los
horrores de la guerra, con la humildad de un ser pasivo
é indefenso, sin las satisfacciones del soldado, que puede
devolver los golpes. Iba á morir, estaba seguro de ello,
con una muerte vergonzosa, sin gloria alguna, anóni¬
mamente. Los escombros de su propiedad le servirían
de sepulcro. Y la certidumbre de la muerte en las tinie¬
blas, como un roedor que ve obstruidos los orificios de
su madriguera, comenzó á hacerle intolerable este re¬
fugio.
Arriba continuaba la tempestad. Un trueno pareció
estallar sobre su cabeza, y á continuación el estrépito
de un derrumbamiento. Un nuevo proyectil había caído
sobre el edificio. Oyó rugidos de agonía, gritos, carreras
precipitadas en el techo. Tal vez el obús, con su furia
ciega, había despedazado á muchos de los moribundos
que ocupaban los salones.
Temió quedar enterrado en su refugio y subió á sal¬
tos la escalera de los subterráneos. Al pasar por el piso
bajo vió el cielo á través de los techos rotos. De los bor¬
des pendían trozos de madera, pedazos bamboleantes
de pavimento, muebles detenidos en mitad de su caída.
Pisó cascotes al atravesar el hall, donde antes había
alfombras; tropezó con hierros rotos y retorcidos, frag¬
mentos de camas llovidas de lo más alto del edificio;
creyó distinguir miembros convulsos entre los montones
de escombros; escuchó voces angustiosas que no podía
comprender.
Salió corriendo, con la misma ansia de luz y de aire
libre que empuja al náufrago á la cubierta desde las en¬
trañas del buque... Había transcurrido más tiempo del
que él se imaginaba desde que se refugió en la obscuri¬
dad. El sol estaba muy alto. Vió en el jardín nuevos ca¬
dáveres en actitudes trágicas y grotescas. Los heridos
gemían encorvados ó permanecían en el suelo, apoyada
la espalda en un árbol, con un mutismo doloroso. Algu¬
nos habían abierto la mochila para sacar su bolsa de
sanidad y atendían á la curación de los desgarrones de
su carne. La infantería disparaba ahora sus fusiles in¬
cesantemente. El número de tiradores había aumentado.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 313
Nuevos grupos de soldados entraban en el parque: unos
con su sargento al frente, otros seguidos por un oficial
que llevaba el revólver apoyado en el pecho, como si
con él guiase á los hombres. Era la infantería expulsada
de sus posiciones junto al río, que venía á reforzar la
segunda línea de defensa. Las ametralladoras unían su
tac-tac de telar en movimiento al chasquido de la fu¬
silería.
Silbaba el espacio, rayado incesantemente por el abe¬
jorreo de un enjambre invisible. Millares de moscardo¬
nes pegajosos se movían en torno de Desnoyers sin que
alcanzase á verlos. La^ cortezas de los árboles saltaban,
empujadas por uñas ocultas; llovían hojas, se agitaban
las ramas con balanceos contradictorios; partían las pie¬
dras del suelo, impelidas por un pie misterioso. Todos
los objetos inanimados parecían adquirir una vida fan¬
tástica. Los cazos de cinc de los soldados, las piezas me¬
tálicas de su equipo, los cubos de la artillería, repique¬
teaban solos, como si recibiesen una granizada impal¬
pable. Vio un cañón acostado, con las ruedas rotas y en
alto, entre muchos hombres que parecían dormir; vió
soldados que se tendían y doblaban la cabeza sin un
grito, sin una contracción, como si los dominase el sueño
instantáneamente. Otros aullaban arrastrándose ó cami¬
naban con las manos en el vientre y las posaderas ro¬
zando el suelo.
El viejo experimentó una sensación aguda de calor.
Un perfume punzante de drogas explosivas le hizo llorar
y arañó su garganta. Al mismo tiempo tuvo frío: sintió
su frente helada por un sudor glacial.
Tuvo que apartarse del puente. Varios soldados pa¬
saban con heridos para meterlos en el edificio, á pesar
de que éste caía en ruinas. De pronto recibió una rociada
líquida de cabeza á pies, como si se abriese la tierra
dando paso á un torrente. Un obús había caído en el
foso, levantando una enorme columna de agua, haciendo
volar en fragmentos las carpas que dormían en el barro,
rompiendo una parte de los bordes, con virtiendo en polvo
la balaustrada blanca con sus jarrones de flores.
Se lanzó á correr con la ceguera del terror, viéndose
de pronto ante un pequeño redondel de cristal que le
BU
V. BLASCO IBAÑEZ
examinaba fríamente. Era el junker, el oficial clel mo¬
nóculo. Volvía á caer en sus manos... Le señaló con el
extremo de su revólver dos cubos que estaban á corta
distancia. Debía llenarlos en la laguna y dar de beber
á sus hombres, sofocados por el sol. El tono imperioso
no admitía réplica, pero don Marcelo intentó resistirse.
¿El sirviendo de criado á los alemanes?... Su extrañeza
fué corta. Recibió un golpe de la culata del revólver en
medio del pecho y al mismo tiempo la otra mano del te¬
niente cayó cerrada sobre su rostro. El viejo se encorvó:
quería llorar, quería perecer. Pero ni derramó lágrimas
ni la vida se escapó de su cuerpo ante esta afrenta, como
era su deseo... Se vió con los dos cubos en las manos
llenándolos en el foso, yendo luego á lo largo de la fila
de hombres, que abandonaban el fusil para sorber el
líquido con una avidez de bestias jadeantes.
Ya no le causaba miedo la estridencia de los cuerpos
invisibles. Su deseo era morir; sabía que forzosamente
iba á morir. Eran demasiados sus sufrimientos: en el
mundo no quedaba espacio para él. Tuvo que pasar
ante brechas abiertas en el muro por el estallido de los
obuses. Ningún obstáculo impedía su visión por estas
roturas. Vallas y arboledas se habían modificado ó bo¬
rrado con el fnego de la artillería. Distinguió al pie de
la cuesta que ocupaba su castillo varias columnas de
'ataque que habían pasado el Mame. Los asaltantes es¬
taban inmovilizados por el fuego nutrido de los alema¬
nes. Avanzaban á saltos, por compañías, tendiéndose
después al abrigo de los repliegues del terreno para
dejar pasar las ráfagas de muerte.
El viejo se sintió animado por una resolución deses¬
perada: ya que había de morir, que lo matase una bala
francesa. Y avanzó erguido, con sus dos cubos, entre
aquellos hombres acostados que disparaban. Luego, con
súbito pavor, quedó inmóvil, hundiendo la cabeza en¬
tre los hombros, pensando que la bala que él recibiese
representaba un peligro menos para el enemigo. Era
mejor que lo matasen los alemanes... Y empezó á acari¬
ciar mentalmente la idea de recoger un arma de cual¬
quiera de los muertos, cayendo sobre SI junker que le
había abofeteado.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 315
Estaba llenando por tercera vez los cubos y contem¬
plaba de espaldas al teniente, cuando ocurrió una cosa
inverosímil, absurda, algo que le hizo recordar las fan¬
tásticas mutaciones del cinematógrafo. Desapareció de
pronto la cabeza del oficial: dos surtidores de sangre
saltaron de su cuello y el cuerpo se desplomó como un
saco vacío. Al mismo tiempo un ciclón pasaba á lo largo
de la pared, entre ésta y el edificio, derribando árboles,
volcando cañones, llevándose las personas en remolino
como si fuesen hojas secas. Adivinó que la muerte so¬
plaba en una nueva dirección. Hasta entonces había
llegado de frente, por la parte del río, batiendo la línea
enemiga parapetada en la muralla. Ahora, con la brus¬
quedad de un cambio atmosférico, venía del fondo del
parque. Un movimiento hábil de los agresores, el uso
de un camino apartado, tal vez un repliegue de la línea
alemana, había permitido á los franceses colocar sus
cañones en una nueva posición, batiendo de flanco á los
ocupantes del castillo.
Fué una fortuna para don Marcelo el retardarse unos
minutos al borde del foso, abrigado por la masa del
edificio. La rociada de la batería oculta pasó á lo largo
de la avenida, barriendo los vivos, destrozando por se¬
gunda vez á los muertos, matando los caballos, rom¬
piendo las ruedas de las piezas, haciendo volar un armón
con llamaradas de volcán, en cuyo fondo rojo y azu¬
lado saltaban cuerpos negros. Vió centenares de hom¬
bres caídos; vió caballos que corrían pisándose las tri¬
pas. La siega de la muerte no había sido por gavillas:
todo un campo quedaba liso con sólo un golpe de hoz. Y
como si las baterías de enfrente adivinasen la catás¬
trofe, redoblaron por su parte el fuego, enviando una
lluvia de obuses. Caían por todos lados. Más allá del
castillo, en el fondo del parque, se abrían cráteres en
la arboleda que vomitaban troncos enteros. Los proyec¬
tiles sacaban de sus fosas á los muertos enterrados la
víspera.
Los que no habían caído siguieron tirando por las
aberturas del muro. Luego se levantaron con precipita¬
ción. Unos armaban la bayoneta, pálidos, con los labios
apretados y un brillo de locura en los ojos; otros volvían
316
V. BLASCO IBAÑEZ
la espalda, corriendo hacia la salida del parque, sin
prestar atención á los gritos de los oficiales y á los dis¬
paros de revólver que hacían contra los fugitivos.
Todo esto ocurrió con vertiginosa rapidez, como una
escena de pesadilla. Al otro lado del muro sonaba un
zumbido ascendente igual al de la marea. Oyó gritos, le
pareció que unas voces roncas y discordantes cantaban
lOi Mar selles a. Las ametralladoras funcionaban con velo¬
cidad, como máquinas de coser. El ataque iba á quedar
inmovilizado de nuevo por esta resistencia furiosa. Los
alemanes, locos de rabia, tiraban y tiraban. En una
brecha aparecieron kepis rojos, piernas del mismo color
intentando pasar sobre los escombros. Pero la visión se
borró instantáneamente bajo la rociada de las ametra¬
lladoras. Los asaltantes debían caer á montones al otro
lado de la pared.
Desnoyers no supo con certeza cómo se realizó la
mutación. De pronto vió los pantalones rojos dentro del
parque. Pasaban con un salto irresistible sobre el muro,
se deslizaban por las brechas, venían del fondo de la ar¬
boleda por entradas invisibles. Eran soldados pequeños,
cuadrados, sudorosos, con el capote desabrochado. Y re¬
vueltos con ellos, en el desorden de la carga, tiradores
africanos con ojos de diablo y bocas espumeantes, zua¬
vos de amplios calzones, cazadores de uniforme azul.
Los oficiales alemanes querían morir. Con el sable
en alto, después de haber agotado los tiros de sus revól¬
veres, avanzaban contra los asaltantes, seguidos de los
soldados que aún les obedecían. Hubo un choque, una
mezcolanza. Al viejo le pareció que el mundo había caído
en profundo silencio. Los gritos de los combatientes, el
encontrón de los cuerpos, la estridencia de las armas, no
representaban nada después que los cañones habían en¬
mudecido. Vió hombres clavados por el vientre en el
extremo de un fusil, mientras una punta enrojecida
asomaba por sus riñones; culatas en alto ca^^endo como
martillos; adversarios que se abrazaban rodando por el
suelo, pretendiendo dominarse con patadas y mordiscos.
Desaparecieron los pechos de color de mostaza; sólo vió
espaldas de este color huyendo hacia la salida del par¬
que, filtrándose entre los árboles, cayendo en mitad
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS Sil
de su carrera alcanzadas por las balas. Muchos de los
asaltantes deseaban perseguir á los fugitivos y no po¬
dían, ocupados en desprender con rudos tirones su ba¬
yoneta de un cuerpo que la sujetaba en sus espasmos
agónicos.
Se encontró de pronto don Marcelo en medio de estos
choques mortales, saltando como un niño, agitando las
manos, profiriendo gritos. Luego volvió á despertar te¬
niendo entre sus brazos la cabeza polvorienta de un
oficial joven que le miraba con asombro. Tal vez le creía
un loco al recibir sus besos, al escuchar sus palabras
incoherentes, al recibir en sus mejillas una lluvia de
lágrimas. Siguió llorando cuando el oficial se despren¬
dió de él con rudo empujón... necesitaba desahogarse
después de tantos días de angustia silenciosa: ¡Viva
Francia!
Los suyos estaban ya en la entrada del parque. Co¬
rrían con la bayoneta por delante en seguimiento de los
últimos restos del batallón alemán que escapaba hacia
el pueblo. Un grupo de jinetes pasó por el camino. Eran
dragones que llegaban para extremar la persecución.
Pero sus caballos estaban fatigados; únicamente la fiebre
de la victoria, que parecía transmitirse de los hombres
á las bestias, sostenía su trote forzado y doloroso. Uno
de estos jinetes se detuvo junto á la entrada del parque.
El caballo devoró con avidez unos hierbajos, mientras
el hombre permanecía encogido en la silla como si dur¬
miese. Desnoy ers lo tocó en una cadera, quiso desper¬
tarlo, é Inmediatamente rodó por el lado opuesto. Estaba
muerto; las entrañas colgaban fuera de su abdomen.
Así había avanzado sobre su corcel, trotando confun¬
dido con los demás.
Empezaron á caer en las inmediaciones enormes peon¬
zas de hierro y humo. La artillería alemana hacía fuego
contra sus posiciones perdidas. Continuó el avance. Pa¬
saron batallones, escuadrones, baterías, con dirección
al Norte, fatigados, sucios, cubiertos de polvo y barro,
pero con un enardecimiento que galvanizaba sus fuer¬
zas casi agotadas. Los cañones franceses empezaron á
tronar por la parte del pueblo.
Grupos de soldados exploraban el castillo y las arbo-
318
V. BLASCO IBASeZ
ledas inmediatas. De las habitaciones en ruinas, de las
profundidades de las cuevas, de los matorrales del par¬
que, de los establos y garages incendiados, iban sur¬
giendo hombres verdosos con la cabeza terminada en
punta. Todos elevaban los brazos, exhibiendo las manos
bien abiertas: «Kamarades... kamarades^ non kaput.»
Temían, con la intranquilidad del remordimiento, que
los matasen inmediatamente. Habían perdido de golpe
toda su fiereza al verse lejos del oficial y libres de la
disciplina. Algunos que sabían un poco de francés ha¬
blaban de su mujer y de sus hijos, para enternecer á los
enemigos que les amenazaban con las bayonetas. Un
alemán marchaba junto á Desnoy ers, pegándose á sus
espaldas. Era el sanitario barbudo. Se golpeaba el pecho
y luego le señalaba á él. «Franzosen... gran amigo de
Franzosen.y> Y sonreía á su protector.
Permaneció en su castillo hasta la mañana siguiente.
Vio la inesperada salida de Georgette y su madre de las
profundidades del pabellón arruinado. Lloraban al con¬
templar los uniformes franceses.
— Esto no podía seguir — gritó la viuda — . ¡Dios no
muere!
Las dos empezaban á dudar de la realidad de los
días anteriores.
Después de una mala noche pasada entre escombros,
don Marcelo decidió marcharse. ¿Qué le quedaba que
hacer en este castillo destrozado?... Le estorbaba la pre¬
sencia de tanto muerto. Eran cientos, eran miles. Los
soldados y los campesinos iban enterrando los cadáveres
á montones allí donde los encontraban. Fosas junto al
edificio, en todas las avenidas del parque, en los arria¬
tes de los jardines, dentro de las dependencias. Hasta
en el fondo de la laguna circular había muertos. ¿Cómo
vivir á todas horas con esta vecindad trágica, compuesta
en su mayor parte de enemigos?... ¡Adiós, castillo de
Yilleblanche!
Emprendió el camino de París; se proponía llegar á
él fuese como fuese. Encontró cadáveres por todas par¬
tes; pero estos no vestían el uniforme verdoso. Habían
caído muchos de los suyos en la ofensiva salvadora.
Muchos caerían aún en las últimas convulsiones de la
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS B19
batalla que continuaba á sus espaldas, agitando con un
trueno incesante la línea del horizonte... Vió pantalones
de grana que emergían de los rastrojos, suelas clavetea¬
das que brillaban en posición vertical junto al camino,
cabezas lívidas, cuerpos amputados, vientres abiertos
que dejaban escapar hígados enormes y azules, troncos
separados, piernas sueltas. Y desprendiéndose de esta
amalgama fúnebre, kepis rojos y obscuros, gorros orien¬
tales, cascos con melenas de crines, sables retorcidos,
bayonetas rotas, fusiles, montones de cartuchos de ca¬
ñón. Los caballos muertos abullonaban la llanura con
sus costillares hinchados. Vehículos de artillería con las
maderas consumidas y el armazón de hierro retorcido
revelaban el trágico momento de la voladura. Rectán¬
gulos de tierra apisonada marcaban el emplazamiento
de las baterías enemigas antes de retirarse. Encontró
cañones volcados con las ruedas rotas, armones de pro¬
yectiles convertidos en madejas retorcidas de barras de
acero, conos de materia carbonizada que eran residuos
de hombres y caballos quemados por los alemanes en la
noche anterior á su retroceso.
A pesar de estas incineraciones bárbaras, los cadáve¬
res de una y otra parte eran infinitos, no tenían límite.
Parecía que la tierra hubiese vomitado todos los cuerpos
que llevaba recibidos desde los primeros tiempos de la
humanidad. El sol, impasible, poblaba de puntos de luz,
de fulgores amarillentos, los campos de muerte. Los pe¬
dazos de bayoneta, las chapas metálicas, las cápsulas
de fusil, centelleaban como pedazos de espejo. La noche
húmeda, la lluvia, el tiempo oxidador, no habían mo¬
dificado aún con su acción corrosiva estos residuos del
combate, borrando su brillo. La carne empezaba á des¬
componerse. Un hedor de cementerio acompañaba al
caminante, siendo cada vez más intenso así como avan¬
zaba hacia París. Cada media hora le hacía pasar á un
nuevo círculo de podredumbre creciente, descender un
peldaño en la descomposición animal. Al principio, los
muertos eran del día anterior: estaban frescos. Los que
encontró al otro lado del río llevaban dos días sobre el
terreno; luego tres, luego cuatro. Bandas de cuervos se
levantaban con perezoso aleteo al oir sus pasos; pero
320
V. BLASCO IBAÑEZ
volvían á posarse en tierra, repletos pero no ahitos, ha¬
biendo perdido todo miedo al hombre.
De tarde en tarde encontraba grupos vivientes. Eran
pelotones de caballería, gendarmes, zuavos, cazadores.
Vivaqueaban en torno de las granjas arruinadas, ex¬
plorando el terreno para cazar á los fugitivos alemanes.
Desnoy ers tenía que explicar su historia, mostrando el
pasaporte que le había dado Lacour para hacer su viaje
en el tren militar. Sólo así pudo seguir adelante. Estos
soldados — muchos de ellos heridos levemente — estaban
aún bajo la impresión de la victoria. Reían, contaban
sus hazañas, los grandes peligros arrostrados en los días
anteriores. «Los vamos á llevar á puntapiés hasta la
frontera...» Su indignación renacía al mirar en torno de
ellos. Los pueblos, las granjas, las casas aisladas, todo
quemado. Como esqueletos de bestias prehistóricas, se
destacaban sobre la llanura muchos armazones de acero
retorcidos por el incendio. Las chimeneas de ladrillo de
las fábricas estaban cortadas casi á ras de tierra ó mos¬
traban en sus cilindros varios orificios de obús limpios
y redondos. Parecían flautas pastoriles clavadas en el
suelo.
Junto á los pueblos en ruinas, las mujeres removían
la tierra abriendo fosas. Este trabajo resultaba insigni¬
ficante. Se necesitaba un esfuerzo inmenso para hacer
desaparecer tanto muerto. «Vamos á morir después de
la victoria — pensó don Marcelo — . La peste va á cebarse
en nosotros.»
El agua de los arroyos no se había librado de este
contagio. La sed le hizo beber en una laguna, y al levan¬
tar la cabeza vió unas piernas verdes que emergían de
la superficie líquida, hundiendo sus botas en el barro
de la orilla. La cabeza de un alemán estaba en el fondo
del charco.
Llevaba varias horas de marcha, cuando se detuvo,
creyendo reconocer una casa en ruinas. Era la taberna
donde había almorzado días antes, al dirigirse á su cas¬
tillo. Penetró entre los muros hollinados, y un enjam¬
bre de moscas pegajosas vino á zumbar en torno de su
cara. Un hedor de grasa descompuesta por la muerte
arañó su olfato. Una pierna que parecía de cartón cha-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 321
muscado asomaba entre los escombros. Creyó ver otra
vez á la vieja con los nietos agarrados á sns faldas .
«Señor, ¿por qué huyen las gentes? La guerra es asunto
de soldados. Nosotros no hacemos mal á nadie, y nada
debemos temer.»
Media hora después, al bajar una cuesta, tuvo el
más inesperado de los encuentros. Vió un automóvil de
alquiler, un automóvil de París, con su taxímetro en el
pescante. El chófer se paseaba tranquilamente junto al
vehículo, como si estuviese en su punto de parada.
No tardó en entablar conversación con este señor que
se le aparecía roto y sucio como un vagabundo, con me¬
dia cara lívida por la huella de un golpe. Había traído
á unos parisienses que deseaban ver el campo del com¬
bate. Eran de los que escriben en los periódicos; los
aguardaba allí para regresar al anochecer.
Don Marcelo hundió la diestra en un bolsillo. Dos¬
cientos francos si le llevaba á París. El chófer protestó
con la gravedad de un hombre fiel á sus compromisos...
«Quinientos.» Y mostró un puñado de monedas de oro.
El otro, por toda respuesta, dió una vuelta á la manivela
del motor, que empezó á roncar. Todos los días no se
daba una batalla en las inmediaciones de París. Sus
clientes podían esperarle.
Y Desnoy ers, dentro del vehículo, vió pasar por las
portezuelas este campo de horrores en huida vertiginosa
para disolverse á sus espaldas. Podaba hacia la vida
humana... volvía á la civilización.
Al entrar en París, las calles solitarias le parecieron
llenas de gentío. Nunca había encontrado tan hermosa
la ciudad. Vió la Opera, vió la plaza de la Concordia, se
imaginó estar soñando al- apreciar el enorme salto que
había dado en una hora. Comparó lo que le rodeaba
con las imágenes de poco antes, con aquella llanura de
muerte que se extendía á unos cuantos kilómetros de
distancia. No, no era posible. Uno de los dos términos
de este contraste debía ser forzosamente falso.
Se detuvo el automóvil: había llegado á la avenida
Víctor Hugo... Creyó seguir soñando. ¿Pealrnente estaba
en su casa?...
El majestuoso portero le saludó asombrado, no pu-
21
322
V. BLASCO IBANEZ
diendo explicarse su aspecto de miseria. ¡Ah, señor!...
¿De dónde venía el señor?
— Del infierno — murmuró don Marcelo.
Su extrañeza continuó al verse dentro de su vivien¬
da recorriendo las habitaciones. Volvía á ser alguien.
La vista de sus riquezas, el ^oce de sus comodidades, le
devolvieron la noción de su dignidad. Al mismo tien^po
f'ué resucitando en su memoria el recuerdo de todas
las humillaciones y ultrajes que había sufrido. ¡Ah, ca¬
nallas!...
Dos días después sonó por la mañana el timbre de
su puerta. ¡Una visita!
Avanzó hacia él un soldado, un pequeño soldado de
infantería de línea, tímido, con el kepis en la diestra,
balbuceando excusas en español.
— He sabido que estaba usted aquí... Vengo á...
¿Esta voz?... Don Marcelo tiró de él en el obscuro re¬
cibimiento, llevándole hacia un balcón... ¡Qué hermoso
le veía!... El kepis era de un rojo obscurecido por la mu¬
gre; el capote, demasiado ancho, estaba rapado y reco¬
sido; los zapatones exhalaban un hedor de cuero. Nunca
había contemplado á su hijo tan elegante y apuesto como
lo estaba ahora con estos residuos de almacén.
— ¡Tú!... ¡tú!...
El padre le abrazó convulsivamente, gimiendo como
un niño, sintiendo que sus pies se negaban á sostenerle.
Siempre había esperado que acabarían por enten¬
derse. Tenía su sangre: era bueno, sin otro defecto que
cierta testarudez. Le excusaba ahora por todo lo pasado,
atribuyéndose á sí mismo gran parte de culpa. Había
sido demasiado duro.
— ¡Tú soldado! — repitió — . ¡Tú defendiendo á mi país,
que no es el tuyo!...
Y volvía á besarle, retrocediendo luego unos pasos
para apreciar mejor su aspecto. Decididamente, le en¬
contraba más hermoso en su grotesco uniforme que
cuando era célebre por sus elegancias de danzarín
amado de las mujeres.
Acabó por dominar su emoción. Sus ojos llenos de
lágrimas brillaron con maligno fulgor. Un gesto de odio
crispaba su rostro.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 323
— Ve — dijo simplemente — . Tú no sabes lo que es esta
guerra; yo vengo de ella, la he visto de cerca. No es
una guerra como las otras, con enemigos leales: es una
cacería de fieras... Tira sin escrúpulo contra el montón.
Por cada uno que tumbes, libras á la humanidad de un
peligro.
Se detuvo unos instantes, como si dudase, y añadió
al fin con trágica calma:
— Tal vez encuentres frente á ti rostros conocidos. La
familia no se forma siempre á nuestro gusto. Hombres
de tu sangre están al otro lado. Si ves á alguno de ellos...
no vaciles, ¡tira! es tu enemigo. ¡Mátalo!... ¡mátalo!
TERCERA PARTE
I
DESPUÉS DEL MARNE
A fines de Octubre, la familia Desnoy ers volvió á
París. Doña Luisa no podía vivir en Biarritz, lejos de
su marido. En vano «la romántica» le hablaba de los
peligros del regreso. El gobierno todavía estaba en Bur¬
deos, el presidente de la Eepública y los ministros sólo
hacían rápidas apariciones en la capital. Podía cambiar
de un momento á otro el curso de la guerra; lo del Mame
sólo representaba un alivio momentáneo... Pero la buena
señora se mantuvo insensible á estas sugestiones luego
de haber leído las cartas de don Marcelo. Además, pen¬
saba en su hijo, su Julio, que era soldado... Creyó que
regresando á París estaría más en contacto con él que
en esta playa vecina á la frontera española.
Chichi también quiso volver. René ocupaba mucho
lugar en su pensamiento. La ausencia había servido
para que se enterase de que estaba enamorada. ¡Tanto
tiempo sin ver al «soldadito de azúcar»!... Y la familia
abandonó su vida de hotel para regresar á la avenida
Víctor Hugo.
París iba modificando su aspecto después de la sa¬
cudida de á principios de Septiembre. Los dos millones
escasos de habitantes que permanecieron quietos en sus
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 325
casas, sin dejarse arrastrar por el pánico, habían aco¬
gido con grave serenidad la victoria. Ninguno se expli¬
caba con exactitud el curso de la batalla: vinieron á
conocerla cuando ya había terminado.
Un domingo de Septiembre, á la hora en que pasea¬
ban los parisienses aprovechando el hermoso atardecer,
supieron por los periódicos el gran triunfo de los aliados
y el peligro que habían corrido. La gente se alegró, pero
sin abandonar su actitud calmosa. Seis semanas de gue¬
rra habían cambiado el carácter de París, bullanguero
é impresionable.
Fué la victoria devolviendo lentamente á la capital
su antiguo aspecto. Una calle desierta semanas antes
se poblaba de transeúntes. Iban abriéndose las tiendas.
Los vecinos, acostumbrados en sus casas á un silencio
conventual, volvían á escuchar ruidos de instalación en
el techo y debajo de sus pies.
La alegría de don Marcelo al ver llegar á los suyos
fué obscurecida por la presencia de doña Elena. Era Ale¬
mania que volvía á su encuentro, el enemigo otra vez en
su domicilio. ¿Cuándo podría libertarse de esta esclavi¬
tud?... Ella callaba en presencia de su cuñado. Los suce¬
sos recientes parecían desorientarla. Su rostro tenía una
expresión de extrañeza, como si contemj)lase en pleno
trastorno las leyes físicas más elementales. Le era impo¬
sible comprender en sus reflexivos silencios cómo los ale¬
manes no habían conquistado aquel suelo que ella pisa¬
ba; y para explicarse este fracaso admitía las más absur¬
das suposiciones.
Una preocupación particular aumentaba su tristeza.
Sus hijos... ¡qué sería de sus hijos! Don Marcelo no le
habló nunca de su entrevista con el capitán von Har-
trott. Callaba su viaje á Villeblanche; no quería contar
sus aventuras durante la batalla del Mame. ¿Para qué
entristecer á los suyos con tales miserias?... Se había
limitado á anunciar á doña Luisa, alarmada por la
suerte de su castillo, que en muchos años no podrían ir
á él, por haber quedado inhabitable. Una caperuza de
planchas de cinc sustituía ahora á la antigua techum¬
bre, para evitar que las lluvias rematasen la destrucción
interna. Más adelante, después de la paz, pensarían en
326
V. BLASCO IBANEZ
su renovación. Por ahora tenía demasiados habitantes...
Y todas las señoras, incluso doña Elena, se estremecían
al imaginarse los miles de cadáveres formando un cír¬
culo en torno del edificio, ocultos en el suelo. Esta visión
hacía gemir de nuevo á la señora von Hartrott: «¡Ay,
mis hijos!»
Su cuñado, por humanidad, la había tranquilizado
sobre la suerte de uno de ellos, el capitán Otto. Estaba
en perfecta salud al iniciarse la batalla. Lo sabía por
un amigo que había conversado con él . . . Y no quiso
decir más.
Doña Luisa pasaba una parte del día en las iglesias,
adormeciendo sus inquietudes con el rezo. Estas oracio¬
nes ya no eran vagas y generosas por la suerte de mi¬
llones de hombres desconocidos, por la victoria de todo
un pueblo. Las concretaba con material egoísmo en una
sola persona, su hijo, que era soldado como los otros
y tal vez en aquellos momentos se veía en peligro. ¡Las
lágrimas que le costaba!... Había suplicado que él y su
padre se entendiesen, y cuando al fin Dios quería favo¬
recerla con un milagro, Julio se alejaba al encuentro de
la muerte.
Sus plegarias nunca iban solas. Alguien rezaba junto
á ella en la iglesia formulando idénticas peticiones. Los
ojos lacrimosos de su hermana se elevaban al mismo
tiempo que los suyos hacia el cadáver crucificado. «¡Se¬
ñor, salva á mi hijo!...» Doña Luisa, al decir esto, veía
á Julio tal como se lo había mostrado su esposo en una
fotografía pálida recibida de las trincheras, con kepis y
capote, las piernas oprimidas por unas bandas de paño,
un fusil en la diestra y el rostro ensombrecido por una
barba naciente. «¡Señor, protégenos!...» Y doña Elena
contemplaba á su vez un grupo de oficiales con casco
y uniforme verde reseda partido por las manchas de
cuero del revólver, los gemelos, el portamantas y el cin¬
turón, del que pendía el sable.
Al verlas salir juntas hacia Saint-Honoré d’Eylau,
don Marcelo se indignaba algunas veces.
— Están jugando con Dios... Esto no es serio. ¿Cómo
puede atender unas oraciones tan contrarias?... ¡Ah, las
mujeres!
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 327
Y con la superstición que despierta el peligro, creía
que su cuñada causaba un grave mal á su hijo. La divi¬
nidad, fatigada de tanto rezo contradictorio, iba á vol¬
verse de espaldas para no oir á unos ni á otros. ¿Por qué
no se marchaba esta mujer fatal?...
Lo mismo que al principio de las hostilidades, volvió
á sentir el tormento de su presencia. Doña Luisa repetía
inconscientemente las afirmaciones de su hermana, so¬
metiéndolas al criterio superior del esposo. Así pudo
enterarse don Marcelo de que la victoria del Mame no
había existido nunca en la realidad: era una invención
de los aliados. Los generales alemanes habían creído
prudente retroceder, por sus altas previsiones estratégi¬
cas, dejando para más adelante la conquista de París, y
los franceses no habían hecho mas que ir detrás de sus
pasos, ya que les dejaban el terreno libre. Esto era todo.
Ella conocía las opiniones de algunos militares de países
neutros: había hablado en Biarritz con personas de gran
competencia; sabía lo que decían los periódicos de Ale¬
mania. Nadie creía allá en lo del Mame. El público ni
siquiera conocía esta batalla.
— ¿Tu hermana dice eso? — interrumpía Desnoy ers, pá¬
lido por la sorpresa y la cólera.
Sólo se le ocurría desear una transformación com¬
pleta de aquel enemigo albergado bajo su techo. ¡Ay!
¿Por qué no se convertía en hombre? ¿por qué no venía
á ocupar su sitio, aunque sólo fuese por media hora, el
fantasmón de su esposo?...
— Pero la guerra sigue — insistía ingenuamente doña
Luisa — . Los enemigos aún están en Francia... ¿De qué
ha servido lo del Mame?
Aceptaba las explicaciones moviendo la cabeza con
gesto de inteligencia, comprendiéndolo todo inmediata¬
mente, para olvidarlo en seguida y repetir una hora des¬
pués las mismas dudas.
Sin embargo, empezó á mostrar una sorda hostilidad
contra su hermana. Había tolerado hasta entonces sus
entusiasmos en favor de la patria del marido, porque
consideraba más importantes los vínculos de familia que
las rivalidades de nación. Por el hecho de que Desnoyers
fuese francés y Karl alemán, ella no iba á pelear con
328
V. BLASCO IBAÑEZ
Elena. Pero de pronto se desvaneció este sentimiento
de tolerancia. Su hijo estaba en peligro... ¡Que murie¬
sen todos los Hartrott antes de que Julio recibiese la
herida más insignifícante!... Participó de los sentimien¬
tos belicosos de su hija, reconociendo en ella un gran
talento para apreciar los sucesos. Deseaba ver trans¬
portadas á la realidad todas las puñaladas fantásticas
de Chichi.
Afortunadamente, «la romántica» se fué antes de que
se exteriorizase esta antipatía. Pasaba las tardes fuera
de la casa. Luego, al regresar, iba repitiendo opiniones
y noticias de amigos suyos desconocidos de la familia.
Don Marcelo se indignaba contra los espías que aún
vivían ocultos en París. ¿Qué mundo misterioso frecuen¬
taba su cuñada?...
De pronto anunció que se marchaba á la mañana
siguiente; tenía un pasaporte para Suiza, y de allí se
dirigiría á Alemania. Ya era hora de volver al lado de
los suyos; agradecía mucho las bondades de la familia...
Y Desnoyers la despidió con irónica agresividad. Salu¬
dos á von Hartrott: deseaba cuanto antes hacerle una
visita en Berlín.
Una mañana, doña Luisa, en vez de entrar en la igle¬
sia de la plaza Víctor Hugo, siguió adelante hasta la rm
de la Pompe, halagada por la idea de ver el estudio. Le
pareció que con esto iba á ponerse en contacto con su
hijo. Era un placer nuevo, más intenso que contemplar
su fotografía ó leer su última carta.
Esperaba encontrar á Argensola, el amigo de los
buenos consejos. Sabía que continuaba viviendo en el
estudio. Dos veces había ido á verla por la escalera de
servicio, como en otros tiempos, pero ella estaba au¬
sente.
Al subir en el ascensor, palpitó su corazón con una
celeridad de placer y de angustia. Se le ocurrió á la
buena señora, con cierto rubor, que algo semejante de¬
bían sentir las «mujeres locas» cuando faltaban por pri¬
mera vez á sus deberes.
Sus lágrimas surgieron con toda libertad al verse en
aquella habitación cuyos muebles y cuadros le recorda¬
ban al ausente.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 329
Argensola corrió desde la puerta al fondo de la pieza,
agitado, confuso, saludándola con frases de bienvenida
y removiendo al mismo tiempo objetos. Un abrigo de
mujer caído en un diván quedó borrado por una tela
oriental; un sombrero con flores fué volando de un ma¬
notazo á ocultarse en un rincón. Doña Luisa creyó ver
en el hueco de un cortinaje una camisa femenil que
huía, transparentando rosadas desnudeces. Sobre la es¬
tufa, dos tazones y residuos de tostadas denunciaban
un desayuno doble. ¡Estos pintores!... ¡Lo mismo que
su hijo! Y se enterneció al pensar en la mala vida del
consejero de Julio.
— Mi respetable doña Luisa... Querida Madame Des¬
noy ers...
Hablaba en francés y á gritos, mirando á la puerta
por donde había desaparecido el aleteo blanco y rosado.
Temblaba al pensar que la compañera oculta incurriese
en celosos errores, comprometiéndole con una extempo¬
ránea aparición.
Luego hablaron del soldado. Los dos se comunicaban
sus noticias. Doña Luisa casi repitió textualmente los
párrafos de sus cartas, tantas veces releídas. Argensola
se abstuvo con modestia de enseñar los textos de las
suyas. Los dos amigos empleaban un estilo epistolar que
hubiese ruborizado á la buena señora.
— Un valiente — afirmó con orgullo, considerando como
propios los actos de su compañero — , un verdadero héroe:
y yo, Madame Desnoyers, entiendo algo de esto... Sus
jefes saben apreciarle...
Julio era sargento á los dos meses de estar en cam¬
paña. El capitán de su compañía y otros oficiales del
regimiento pertenecían al Círculo de esgrima donde él
había obtenido tantos triunfos.
— ¡Qué carrera! — continuó — . Es de los que llegan jó¬
venes á los grados más altos, como los generales de la
Revolución... ¡Y qué de hazañas!
El militar sólo había mencionado ligeramente en sus
cartas algunos de sus actos, con la indiferencia del que
vive acostumbrado al peligro y aprecia en sus camara¬
das un arrojo igual. Pero el bohemio los exageró, ensal¬
zándolos como si fuesen los hechos más culminantes de
330
V. BLASCO IBAÑEZ
la guerra. Había llevado una orden á través de un fuego
infernal, después de haber caído muertos tres mensa¬
jeros sin poder cumplir el mismo encargo. Había saltado
el primero al atacar muchas trincheras y salvado á ba¬
yonetazos, en choques cuerpo á cuerpo, á numerosos
camaradas. Cuando sus jefes necesitaban un hombre de
confianza, decían invariablemente: «Que llamen al sar¬
gento Desnoy ers.»
Lo afirmó como si lo hubiese presenciado, como si
acabase de llegar de la guerra; y doña Luisa temblaba,
derramando lágrimas de alegría y de miedo al pensar
en las glorias y peligros de su hijo. Aquel Argensola
tenía el don de conmoverla, por la vehemencia con que
relataba las cosas.
Creyó que debía agradecer tanto entusiasmo mos¬
trando algún interés por la persona del panegirista..
¿Qué había hecho él en los últimos tiempos?...
— Yo, señora, he estado donde debía estar. No me he
movido de aquí. He presenciado el «sitio» de París.
En vano su razón protestaba de la inexactitud de
esta palabra. Bajo la infiuencia de sus lecturas sobre la
guerra de 1870, llamaba «sitio» á las operaciones des¬
arrolladas junto á París durante el curso de la batalla
del Mame.
Modestamente señaló un diploma con marco de oro
que figuraba sobre el piano, teniendo como fondo una
bandera tricolor. Era un papel que se vendía en las ca¬
lles; un certificado de permanencia en la capital durante
la semana del peligro. Había llenado los blancos con sus
nombres y cualidades, y al pie figuraban las firmas de
dos habitantes de la rué de la Pompe: un tabernero y un
amigo de la portera. El comisario de policía del distrito
garantizaba con rúbrica y sello la responsabilidad de
estos honorables testigos. Nadie pondría en duda, des¬
pués de tal precaución, si había presenciado ó no el
«sitio» de París. ¡Tenía amigos tan incrédulos!...
Para conmover á la buena señora, hizo memoria de
sus impresiones. Había visto en pleno día un rebaño de
ovejas en el bulevar, junto á la verja de la Magdalena.
Sus pasos habían despertado en muchas calles el eco
sonoro de las ciudades muertas. El era el único tran-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 331
seunte; en las aceras vagaban perros y gatos abando¬
nados.
Sus recuerdos militares le enardecían como soplos de
gloria.
— Yo he visto el paso de los marroquíes... He visto los
zuavos en automóvil.
La misma noche que Julio había salido para Bur¬
deos, él vagó hasta el amanecer, siguiendo una línea de
avenidas á través de medio París, desde el león de Bel-
fort á la estación del Este. Veintisiete mil hombres con
todo su material de campaña, procedentes de Marrue¬
cos, habían desembarcado en Marsella y llegado á la ca¬
pital, realizando una parte del viaje en ferrocarril y otra
á pie. Acudían para intervenir en la gran batalla que se
estaba iniciando. Eran tropas compuestas de europeos
y africanos. La vanguardia, al entrar por la puerta de
Orleáns, emprendió el paso gimnástico, atravesando así
medio París, hasta la estación del Este, donde espera¬
ban los trenes.
El vecindario vió escuadrones de spahis, de teatra¬
les uniformes, montados en sus caballitos nerviosos y
ligeros; tiradores marroquíes con turbantes amarillos;
tiradores senegaleses de cara negra y gorro rojo; artille¬
ros coloniales; cazadores de Africa. Eran combatientes
de profesión, soldados que en tiempos de paz vivían pe¬
leando en las colonias, perfiles enérgicos, rostros bron¬
ceados, ojos de presa. El largo desfile se inmovilizaba en
las calles durante horas enteras para dar tiempo á que
se acomodasen en los trenes las fuerzas que iban delan¬
te... Y Argensola había seguido esta masa armada é in¬
móvil desde los bulevares á la puerta de Orleáns, ha¬
blando con los oficiales, escuchando los gritos ingenuos
de los guerreros africanos, que nunca habían visto Pa¬
rís y lo atravesaban sin curiosidad, preguntando dónde
estaba el enemigo.
Llegaron á tiempo para atacar á von Kluck en las
orillas del Ourcq, obligándole á retroceder, so pena de
verse envuelto.
Lo que no contaba Argensola era que su excursión
nocturna á lo largo de este cuerpo de ejército la había
hecho acompañado de la amable persona que estaba
332
V. BLASCO IBANEZ
dentro y dos amigas más, grupo entusiasta y generoso
que repartía flores y besos á los soldados bronceados,
riendo del asombro con que les mostraban sus blancos
dientes.
Otro día, había visto el más extraordinario de los
espectáculos de la guerra. Todos los automóviles de al¬
quiler, unos dos mil vehículos, cargando batallones de
zuavos, á ocho hombres por carruaje, y saliendo á toda
velocidad, erizados de fusiles y gorros rojos. Formaban
en los bulevares un cortejo pintoresco: una especie de
boda interminable. Y los soldados descendían de los
automóviles en el mismo margen de la batalla, hacien¬
do fuego así que saltaban del estribo. Todos los hom¬
bres que sabían manejar el fusil los había lanzado Gal-
lieni contra la extrema derecha del enemigo en el mo¬
mento supremo, cuando la victoria era aún incierta y
el peso más insignificante podía decidirla. Escribientes
de las oficinas militares, ordenanzas, individuos de la
policía, gendarmes, todos habían marchado para dar
el último empujón, formando una masa de heterogéneos
colores.
Y el domingo por la tarde, cuando con sus tres com¬
pañeras de «sitio» tomaba el sol en el Bosque de Bolonia
entre millares de parisienses, se enteró por los extraor¬
dinarios de los periódicos que el combate que se había
desarrollado junto á la ciudad y se iba alejando era una
gran batalla, una victoria.
— He visto mucho, Madame Desnoyers... Puedo con¬
tar grandes cosas.
Y ella aprobaba: sí que había visto Argensola... Al
marcharse le ofreció su apoyo. Era el amigo de su hijo
y estaba acostumbrada á sus peticiones. Los tiempos
habían cambiado; don Marcelo era ahora de una gene¬
rosidad sin límites... Pero el bohemio la interrumpió
con un gesto señorial: vivía en la abundancia. Julio lo
había nombrado su administrador. El giro de América
había sido reconocido por el Banco como una cantidad
en depósito, y podían disponer de un tanto por ciento,
con arreglo á los decretos sobre la moratoria. Su amigo
le enviaba un cheque siempre que neaesitaba dinero
para el sostenimiento de la casa. Nunca se había visto
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 333
en lina situación tan desahogada. La guerra tiene ig’ual-
mente sus cosas buenas... Pero con el deseo de que no se
perdiesen las buenas costumbres, anunció que subiría
una vez más por la escalera de servicio para llevarse
un cesto de botellas...
Después de la marcha de su hermana, doña Luisa
iba sola á la iglesia, hasta que de pronto se vió con una
compañera inesperada.
— Mamá, voy con usted...
Era Chichi, que parecía sentir una devoción ardiente.
Ya no animaba la casa con su alegría ruidosa y va¬
ronil; ya no amenazaba á los enemigos con puñaladas
imaginarias. Estaba pálida, triste, con los ojos aureola¬
dos de azul. Inclinaba la cabeza como si gravitase al
otro lado de su frente un bloque de pensamientos gra¬
ves, completamente nuevos.
Doña Luisa la observaba en la iglesia con celoso
despecho. Tenía los ojos húmedos, lo mismo que ella;
oraba con fervor, lo mismo que ella... pero no era segu¬
ramente por su hermano. Julio había pasado á segundo
término en sus recuerdos. Otro hombre en peligro lle¬
naba su pensamiento.
El último de los Lacour ya no era simple soldado ni
estaba en París.
Al llegar de Biarritz, Chichi había escuchado con
ansiedad las hazañas de su «soldadito de azúcar». Quiso
conocer, palpitante de emoción, todos los peligros á que
se había visto sometido, y el joven guerrero del «servi¬
cio auxiliar» le habló de sus inquietudes en la oñcina
durante los días interminables en que peleaban las tro¬
pas cerca de París, oyéndose desde las afueras el tronar
de la artillería. Su padre había querido llevarlo á Bur¬
deos, pero el desorden administrativo de última hora le
mantuvo en la capital.
Algo más había hecho. El día del gran esfuerzo,
cuando el gobernador de la plaza lanzó en automóviles
á todos los hombres válidos, había tomado un fusil, sin
que nadie le llamase, ocupando un vehículo con otros
de su oñcina. No había visto mas que humo, casas in¬
cendiadas, muertos y heridos. Ni un solo alemán pasó
ante sus ojos, exceptuando á un grupo de huíanos pri-
334 V. BLASCO IBAÑEZ
sioneros. Había estado varias horas tendido al borde de
un camino disparando... Y nada más.
Por el momento, resultaba bastante para Chichi. Se
sintió orgullosa de ser la novia de un héroe del Mame,
aunque su intervención sólo hubiese sido de unas horas.
Pero al transcurrir los días, su carácter se fué ensom¬
breciendo.
Le molestaba salir á la calle con Pené, simple sol¬
dado, y además del servicio auxiliar... Las mujeres del
pueblo, excitadas por el recuerdo de sus hombres que
peleaban en el frente ó vestidas de luto por la muerte
de alguno de ellos, eran de una insolencia agresiva.
La delicadeza y la elegancia del príncipe republicano
parecían irritarlas. Eepetidas veces oyó ella al pasar
palabras gruesas contra los «emboscados».
La idea de que su hermano, que no era francés, es¬
taba batiéndose, le hacía aún más intolerable la situa¬
ción de Lacour. Tenía por novio á un «emboscado».
¡Cómo reirían sus amigas!...
El hijo del senador adivinó sin duda los pensamien¬
tos de ella, y esto le hizo perder su tranquilidad son¬
riente. Durante tres días no se presentó en casa de Des¬
noy ers. Todos creyeron que estaba retenido por un tra¬
bajo oficinesco.
Una mañana, al dirigirse Chichi á la avenida del
Bosque escoltada por una de sus doncellas cobrizas, vió
á un militar que marchaba hacia ella.
Vestía un uniforme flamante, del nuevo color azul
grisáceo, color de «horizonte», adoptado por el ejército
francés. El barboquejo del kepis era dorado y en las
mangas llevaba un pequeño retazo de oro. Su sonrisa,
sus manos tendidas, la seguridad con que avanzaba
hacia ella, le hicieron reconocerle. ¡Pené oficial!... ¡Su
novio subteniente!
— Sí; ya no puedo más... Ya he oído bastante.
A espaldas del padre y valiéndose de sus amistades
había realizado en pocos días esta transformación. Como
alumno de la Escuela Central, podía ser subteniente en
la artillería de reserva, y había solicitado que le envia¬
sen al frente. ¡Terminado el servicio auxiliar!... Antes
de dos días iba á salir para la guerra.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 335
— ¡Tú has hecho eso! — exclamó Chichi — . ¡Tú has
hecho eso!...
Le miraba, pálida, con los ojos enormemente agran¬
dados, unos ojos que parecían devorarle con sn admi¬
ración.
— Ven, pobrecito mío... Ven aquí, soldadito dulce...
Te debo algo.
Y volviendo su espalda á la doncella le invitó á do¬
blar una esquina inmediata. Era lo mismo: la calle trans¬
versal estaba tan frecuentada como la avenida. ¡Pero el
cuidado que le daban á ella los curiosos!... Con vehemen¬
cia, le echó los brazos al cuello, ciega é insensible para
todo lo que no fuese él.
— Toma... toma.
Plantó en su cara dos besos violentos, sonoros, agre¬
sivos.
Después, vacilando sobre sus piernas, súbitamente
desfallecida, se llevó el pañuelo á los ojos y rompió á
llorar desesperadamente.
II
EN EL ESTUDIO
Al abrir una tarde la puerta, Argensola quedó in¬
móvil, como si la sorpresa hubiese clavado sus pies en
el suelo.
Un viejo le saludaba con amable sonrisa.
— Soy el padre de Julio.
Y pasó adelante, con la seguridad de un hombre que
conoce perfectamente el lugar donde se encuentra.
Por fortuna, el pintor estaba solo, y no necesitó correr
de un lado á otro disimulando los vestigios de una grata
compañía.
336
V. BLANCO IBAÑEZ
Tardó algún tiempo en reponerse de su emoción.
Había oído hablar tanto de don Marcelo y su mal ca¬
rácter, que le cansó una gran inquietud verle aparecer
inesperadamente en el estudio... ¿Qué deseaba el temi¬
ble señor?
Su tranquilidad fué renaciendo al examinarle con
disimulo. Se había aviejado mucho desde el principio de
la guerra. Ya no conservaba aquel gesto de tenacidad y
mal humor que parecía repeler á las gentes. Sus ojos bri¬
llaban con una alegría pueril; le temblaban ligeramente
las manos; su espalda se encorvaba. Argensola, que ha¬
bía hunlo siempre al encontrarle en la calle y experi¬
mentado grandes miedos al subir la escalera de servicio
de su casa, sintió ahora una repentina confianza. Le son¬
reía como á un camarada; daba excusas para justificar
su visita.
Había querido ver la casa de su hijo. ¡Pobre viejo!...
Le arrastraba la misma atracción del enamorado que
para alegrar su soledad recorre los lugares que frecuentó
la persona amada. No le bastaban las cartas de Julio:
necesitaba ver su antigua vivienda, rozarse con todos los
objetos que le habían rodeado, respirar el mismo aire,
hablar con aquel joven que era su íntimo compañero.
Fijaba en el pintor unos ojos paternales... «Un mozo
interesante el tal Argensola . » Y al pensar esto no se
acordó de las veces que le había llamado «sinvergüenza»
sin conocerle, sólo’porque acompañaba á su hijo en una
vida de reprobación.
La mirada de Desnoyers se paseó con deleite por el
estudio. Conocía los tapices, los muebles, todos los ador¬
nos procedentes del antiguo dueño. El hacía memoria
con facilidad de las cosas que había comprado en su
vida, á pesar de ser tantas. Sus ojos buscaban ahora lo
personal, lo que podía evocar la imagen del ausente. Y
se fijaron en los cuadros apenas bosquejados, en los es¬
tudios sin terminar que llenaban los rincones.
¿Todo era de Julio?... Muchos de los lienzos pertene¬
cían á Argensola; pero éste, infiuenciado por la emoción
del viejo, mostró una amplia generosidad. Sí, todo de
Julio... Y el padre fué de pintura en pintura, detenién¬
dose con gesto admirativo ante los bocetos más infor-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS
mes, como si presintiese en su confusión las desordena¬
das visiones del genio.
— Tiene talento, ¿verdad? — preguntó, implorando una
palabra favorable — . Siempre le he creído inteligente...
Algo diablo, pero el carácter cambia con los años...
Ahora es otro hombre.
Y casi lloró al oir cómo el español, con toda la vehe¬
mencia de su verbosidad pronta al entusiasmo, ensal¬
zaba al ausente, describiéndole como un gran artista
que asombraría al mundo cuando le llegase su hora.
El pintor de almas se sintió al final tan conmovido
como el padre. Admiraba á este viejo con cierto remor¬
dimiento. No quería acordarse de lo que había dicho
contra él en otra época. ¡Qué injusticia!...
Don Marcelo agarraba sus manos como las de un
compañero. Los amigos de su hijo eran sus amigos. El
no ignoraba cómo vivían los jóvenes. Si alguna vez
tenía un apuro, si necesitaba una pensión para seguir
pintando, allí estaba él, deseoso de atenderle. Por lo
pronto, le esperaba á comer en su casa aquella misma
noche, y si quería ir todas las noches, mucho mejor.
Comería en familia, modestamente; la guerra había cam¬
biado las costumbres; pero se vería en la intimidad de
un hogar, lo mismo que si estuviese en la casa de sus
padres. Hasta habló de España, para hacerse más grato
al pintor. Sólo había estado allá una vez, por breve
tiempo; pero después de la guerra pensaba recorrerla
toda. Su suegro era español, su mujer tenía sangre es¬
pañola, en su casa empleaban el castellano como idioma
de la intimidad. ¡Ah, España, país de noble pasado y
caracteres altivos!...
Argensola sospechó que, de pertenecer él á otra na¬
ción, el viejo la habría alabado lo mismo. Este afecto
no era mas que un refiejo del amor al hijo ausente, pero
él lo agradecía. Y casi abrazó á don Marcelo al decirle
¡adiós!
Después de esta tarde fueron muy frecuentes sus
visitas al estudio. El pintor tuvo que recomendar á las
amigas un buen paseo después del almuerzo, abstenién¬
dose de aparecer en la rué de la Pompe antes que cerrase
la noche. Pero á veces don Marcelo se presentaba ines-
22
338
V. BLASCO IBAÑEZ
peradamente por la mañana, y él tenía que correr de un
lado á otro, tapando aquí, quitando más allá, para que
el taller conservase un aspecto de virtud laboriosa.
— Juventud... ¡juventud! — murmuraba el viejo con
una sonrisa de tolerancia.
Y tenía que hacer un esfuerzo, recordar la dig-nidad
de sus años, para no pedir á Argensola que le presentase
á las fugitivas, cuya presencia adivinaba en las habita¬
ciones interiores. Habían sido tal vez amigas de su hijo,
representaban una parte de su pasado, y esto le bastaba
para suponer en ellas grandes cualidades que las hacían
interesantes.
Estas sorpresas, con sus correspondientes inquietu¬
des, acabaron por conseguir que el pintor se laineníase
un poco de su nueva amistad. Le molestaba además la
invitación á comer que continuamente formulaba el vie¬
jo. Encontraba muy buena, pero demasiado aburrida, la
mesa de los Desnoyers. El padre y la madre sólo habla¬
ban del ausente. Chichi apenas prestaba atención al ami¬
go de su hermano. Tenía el pensamiento fijo en la guerra;
le preocupaba el funcionamiento del correo, formulando
protestas contra el gobierno cuando transcurrían varios
días sin recibir carta del subteniente Lacour.
Se excusó Argensola con diversos pretextos de seguir
comiendo en la avenida Víctor Hugo. Le placía más ir á
los restoranes baratos con su séquito femenino. El viejo
aceptaba las negativas con un gesto de enamorado que
se resigna.
— ¿Tampoco hoy?...
Y para compensarse de tales ausencias, iba al día
siguiente al estudio con gran anticipación.
Representaba para él un placer exquisito dejar que
se deslizase el tiempo sentado en un diván que aún pare¬
cía guardar la huella del cuerpo de Julio, viendo aque¬
llos lienzos cubiertos de colores por su pincel, acariciado
por el calor de una estufa que roncaba dulcemente en
un silencio profundo, conventual. Era un refugio agra¬
dable, lleno de recuerdos, en medio del París monótono
y entristecido de la guerra, en el que no encontraba
amigos, pues todos necesitaban pensar en las propias
preocupaciones.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 339
Los placeres de su pasado habían perdido todo en¬
canto. El Hotel Drouot ya no le tentaba. Se estaban
subastando en aquellos momentos los bienes de los ale¬
manes residentes en Francia, embargados por el gobier¬
no. Era como una respuesta al viaje forzoso que habían
hecho los muebles del castillo de Villeblanche tomando
el camino de Berlín. En vano le hablaban los corredores
del escaso público que asistía á las subastas. No sentía
la atracción de estas ocasiones extraordinarias. ¿Para
qué hacer más compras?... ¿De qué servía tanto objeto
inútil? Al pensar en la existencia dura que llevaban
millones de hombres á campo raso, le asaltaban deseos
de una vida ascética. Había empezado á odiar los es¬
plendores ostentosos de su casa de la avenida Víctor
Hugo. Pecordaba sin pena la destrucción del castillo.
Sentía una pereza irresistible cuando sus aficiones pre¬
tendían empujarle, como en otros tiempos, á las compras
incesantes. No; mejor estaba allí... Y allí, era siempre
el estudio de Julio.
Argensola trabajaba en presencia de don Marcelo.
Sabía que el viejo abominaba de la.s gentes inactivas, y
había emprendido varias obras, sintiendo el contagio de
esta voluntad inclinada á la acción. Desnoy ers seguía
con interés los trazos del pincel y aceptaba todas las
explicaciones del retratista de almas. El era partidario
de los antiguos; en sus compras sólo había adquirido
obras de pintores muertos; pero le bastaba saber que
Julio pensaba como su amigo, para admitir humilde¬
mente todas las teorías de éste.
La laboriosidad del artista era corta. A los pocos mi¬
nutos prefería hablar con el viejo, sentándose en el mis¬
mo diván.
El primer motivo de conversación era el ausente.
Repetían fragmentos de las cartas que llevaban recibi¬
das; hablaban del pasado con discretas alusiones. El
pintor describía la vida de Julio antes de la guerra
como una existencia dedicada por completo á las pre¬
ocupaciones del arte. El padre no ignoraba la inexacti¬
tud de tales palabras, pero agradecía la mentira como
una gran muestra de amistad. Argensola era un com¬
pañero bueno y discreto; jamás, en sus mayores desen-
340
V. BLASCO IBAÑEZ
fados verbales, había hecho alusión á Hacíame Laurier.
En aquellos días preocupaba al viejo el recuerdo de
ésta. La había encontrado en la calle dando el brazo á
su esposo, que ya estaba restablecido de sus heridas. El
ilustre Lacour contaba satisfecho la reconciliación del
matrimonio. El ingeniero sólo había perdido un ojo.
Ahora estaba al frente de su fábrica, requisada por el
gobierno para la fabricación de obuses. Era capitán y
ostentaba dos condecoraciones. No sabía ciertamente el
senador cómo se había realizado la inesperada reconci¬
liación. Les había visto lleg'ar un día á su casa juntos,
mirándose con ternura, olvidados completamente del
pasado.
— ¿Quién se acuerda de las cosas de antes de la gue¬
rra? — había dicho el personaje — . Ellos y sus amigos ya
no se acuerdan del divorcio. Vivimos todos una nueva
existencia... Yo creo que los dos son ahora más felices
que antes.
Esta felicidad la había presentido Desnoyers al ver¬
les. Y el hombre de rígida moral, que anatematizaba el
año anterior la conducta de su hijo con Laurier tenién¬
dola por la más nociva de las calaveradas, sintió cierto
despecho al contemplar á Margarita pegada á su ma¬
rido, hablándole con amoroso interés. Le pareció una
ingratitud esta felicidad matrimonial. ¡Una mujer que
había influido tanto en la vida de Julio!... ¿Así pueden
olvidarse los amores?. . .
Los dos habían pasado como si no le conociesen. Tal
vez el capitán Laurier no veía con claridad, pero ella
le había mirado con sus ojos cándidos, volviendo la
vista precipitadamente para evitar su saludo... El viejo
se entristeció ante tal indiferencia, no por él, sino por
el otro. ¡Pobre Julio!... El inflexible señor, en plena in¬
moralidad mental, lamentaba este olvido como algo
monstruoso.
La guerra era otro objeto de conversación durante
las tardes pasadas en el estudio. Argensola ya no lleva¬
ba los bolsillos repletos de impresos, como al principio
de las hostilidades. Una calma resignada y serena había
sucedido á la excitación del primer momento, cuando
las gentes esperaban intervenciones extraordinarias y
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 341
maravillosas. Todos los periódicos decían lo mismo. Le
bastaba con leer el comimicado oficial, y este documento
sabía esperarlo sin impaciencia, presintiendo que, poco
más ó menos, diría lo mismo que el anterior.
La fiebre de los primeros meses, con sus ilusiones y
optimismos, le parecía ahora algo quimérico. Los que
no estaban en la guerra habían vuelto poco' á poco á
sus trabajos habituales. La existencia recobraba su rit¬
mo ordinario. «Hay que vivir», decían las gentes. Y la
necesidad de continuar la vida llenaba el pensamiento
con sus exigencias inmediatas. Los que tenían indivi¬
duos armados en el ejército se acordaban de ellos, pero
sus ocupaciones amortiguaban la violencia del recuerdo,
acabando por aceptar la ausencia como algo que de ex¬
traordinario pasaba á ser normal. Al principio la guerra
cortaba el sueño, hacía intragable la comida, amargaba
el placer, dándole una palidez fúnebre. Todos hablaban
de lo mismo. Ahora se abrían lentamente los teatros,
circulaba el dinero, reían las gentes, hablaban de la
gran calamidad, pero sólo á determinadas horas, como
algo que iba á ser largo, muy largo, y exigía con su
fatalismo inevitable una gran resignación.
— La humanidad se acostumbra fácilmente á la des¬
gracia — decía Argensola — , siempre que la desgracia sea
larga... Esa es nuestra fuerza: por eso vivimos.
Don Marcelo no aceptaba dicha resignación. La gue¬
rra iba á ser más corta de lo que se imaginaban todos.
Su entusiasmo le fijaba un término inmediato: dentro de
tres meses, en la primavera próxima. Y si la paz no era
en la primavera, sería en el verano.
Un nuevo interlocutor tomó parte en sus conversa¬
ciones. Desnoyers conoció al vecino ruso, del que le ha¬
blaba Argensola. También este personaje raro había tra¬
tado á su hijo, y esto bastó para que Tchernoff le inspi¬
rase gran interés.
En tiempo normal lo habría mantenido á distancia.
El millonario era partidario del orden. Abominaba de
los revolucionarios, con el miedo instintivo de todos los
ricos que han creado su fortuna y recuerdan la modestia
de su origen. El socialismo de Tchernoff y su nacionali¬
dad habrían provocado forzosamente en su pensamiento
342
V. BLASCO IBANEZ
una serie de imágenes horripilantes: bombas, puñaladas,
justas expiaciones en la horca, envíos á Siberia. No, no
era un amigo recomendable... Pero ahora don Marcelo
experimentaba un profundo trastorno en la apreciación
de las ideas ajenas. ¡Había visto tanto!... Los procedi¬
mientos terroríficos de la invasión, la falta de escrú¬
pulos de los jefes alemanes, la tranquilidad con que los
submarinos echaban á pique buques pacíficos cargados
de viajeros indefensos, las hazañas de los aviadores,
que á dos mil metros de altura arrojaba^n bombas sobre
las ciudades abiertas, destrozando mujeres y niños, le
hacían recordar como sucesos sin importancia los aten¬
tados del terrorismo revolucionario que años antes pro¬
vocaban su indignación.
— ¡Y pensar — decía — que nos enfurecíamos, como si el
mundo fuese á deshacerse, porque alguien arrojaba una
bomba contra un personaje!
Estos exaltados ofrecían para él una cualidad que
atenuaba sus crímenes. Morían víctimas de sus propios
actos ó se entregaban sabiendo cuál iba á ser su castigo.
Se sacrificaban sin buscar la salida: rara vez se habían
salvado valiéndose de las precauciones de la impunidad.
¡Mientras que los terroristas de la guerra!...
Con la violencia de su carácter imperioso, el viejo
efectuaba una reversión absoluta de valores.
— Los verdaderos anarquistas están ahora en lo alto
— decía con risa irónica — . Todos los que nos asusta¬
ban antes eran unos infelices... En un segundo matan
los de nuestra época más inocentes que los otros en
treinta años.
La dulzura de Tchernoff, sus ideas originales, sus
incoherencias de pensador acostumbrado á saltar de la
refiexión á la palabra sin preparativo alguno, acabaron
por seducir á don Marcelo. Todas sus dudas las consul¬
taba con él. Su admiración le hacía pasar por alto la
procedencia de ciertas botellas con que Argensola obse¬
quiaba algunas veces á su vecino. Aceptó con gusto que
Tchernoff consumiese estos recuerdos de la época en que
vivía él luchando con su hijo.
Después de saborear el vino de la avenida Víctor
Hugo, sentía el mso una locuacidad visionaria seme-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 343
jante á la de la noclie en que evocó la fantástica cabal¬
gada de los cuatro jinetes apocalípticos.
Lo que más admiraba Desnoyers era su facilidad
para exponer las cosas, fijándolas por medio de imáge¬
nes. La batalla del Mame con los combates subsiguien¬
tes y la carrera de ambos ejércitos hacia la orilla del
mar eran para él hechos de fácil explicación... ¡Si los
franceses no hubiesen estado fatigados después de su
triunfo en el Mame!...
— ...Pero las fuerzas humanas — continuaba Tcher-
noff — tienen un límite, y el francés, con todo su entu¬
siasmo, es un hombre como los demás. Primeramente la
marcha rapidísima del Este al Norte para hacer frente á
la invasión por Bélgica; luego los combates; á continua¬
ción una retirada veloz para no verse envueltos; final¬
mente una batalla de siete días; y todo esto en un período
de tres semanas nada más... En el momento del triunfo
faltaron piernas á los vencedores para ir adelante y faltó
caballería para perseguir á los fugitivos. Las bestias es¬
taban más extenuadas aún que los hombres. Al verse
acosados con poca tenacidad, los que se retiraban, ca¬
yéndose de fatiga, se tendieron y excavaron la tierra,
creándose un refugio. Los franceses también se acosta¬
ron, arañando el suelo para no perder lo recuperado...
Y empezó de este modo la guerra de trincheras.
Luego, cada línea, con el intento de envolver á la
línea enemiga, había ido prolongándose hacia el Nor¬
oeste, y de los estiramientos sucesivos resultó la carrera
hacia el mar de unos y otros, formando el frente de com¬
bate más grande que se conocía en la Historia.
Cuando don Marcelo, en su optimismo entusiasta,
anunciaba la terminación de la guerra para la prima¬
vera siguiente . . . para el verano , siempre con cuatro
meses de plazo á lo más, el ruso movía la cabeza.
— Esto será largo... muy largo. Es una guerra nueva,
la verdadera guerra 'moderna. Los alemanes iniciaron
las hostilidades á estilo antiguo, como si no hubiesen
observado nada después de 1870: una guerra de movi¬
mientos envolventes, de batallas á campo raso, lo mis¬
mo que podía discurrirla Moltke imitando á Napoleón.
Deseaban terminar pronto y estaban seguros del triunfo.
344
V. BLASCO IBAÑEZ
¿Para qué hacer uso de procedimientos nuevos?... Pero
lo del Mame torció sus planes: de agresores tuvieron
que pasar á la defensiva, y entonces emplearon todo lo
que su Estado Mayor había aprendido en las campañas
de japoneses y rusos, iniciándose la guerra de trinche¬
ras, la lucha subterránea, que es lógica por el alcance
y la cantidad de disparos del armamento moderno. La
conquista de un kilómetro de terreno representa ahora
más que hace un siglo el asalto de una fortaleza de pie¬
dra... Ni unos ni otros van á avanzar en mucho tiempo.
Tal vez no avancen nunca deñnitivamente. Esto va á ser
largo y aburrido, como las peleas entre atletas de fuerzas
equilibradas.
— Pero alguna vez tendrá fin — dijo Desnoyers.
— Indudablemente; mas ¿quién sabe cuándo?... ¿Y
cómo quedarán unos y otros cuando todo termine?...
El creía en un final rápido, cuando menos lo espe¬
rase la gente, por la fatiga de uno de los dos lucha¬
dores, cuidadosamente disimulada hasta el último mo¬
mento.
— Alemania será la derrotada — añadió con firme con¬
vicción — . No sé cuándo ni cómo, pero caerá lógicamen¬
te. Su golpe maestro le falló en Septiembre, al no en¬
trar en París deshaciendo al ejército enemigo. Todos los
triunfos de su baraja los echó entonces sobre la mesa.
No ganó, y continúa prolongando el juego porque tiene
muchas cartas, y lo prolongará todavía largo tiempo...
Pero lo que no pudo hacer en el i3rimer momento no lo
hará nunca.
Para Tchernoff, la derrota final no significaba la des¬
trucción de Alemania ni el aniquilamiento del pueblo
alemán.
— A mí me indignan — continuó — los patriotismos ex¬
cesivos. Oyendo á ciertas gentes que formulan planes
para la supresión definitiva de Alemania, me parece es¬
tar escuchando á los pangermanistas de Berlín cuando
repartían los continentes.
Luego concretó su opinión.
— Hay que derrotar al Imperio, para tranquilidad del
mundo: suprimir la gran máquina de guerra que per¬
turba la paz délas naciones... Desde 1870 todos vivi-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 345
mos pésimamente. Durante cuarenta y cuatro años se ha
conjurado el peligro; pero en todo este tiempo, ;qué de
angustias!...
Lo que más irritaba á Tchernoff era la enseñanza in¬
moral nacida de esta situación y que había acabado por
apoderarse del mundo: la glorificación de la fuerza, la
santificación del éxito, el triunfo del materialismo, el
respeto al hecho consumado, la mofa de los más nobles
sentimientos, como si fuesen simples frases sonoras y ri¬
diculas, el trastorno de los valores morales, una filosofía
de bandidos que pretendía ser la última palabra del pro¬
greso y lio era mas que la vuelta al despotismo, la vio¬
lencia, la barbarie de las épocas más primitivas de la
Historia.
Deseaba la supresión de los representantes de esta
tendencia, pero no por esto pedía el exterminio del pue¬
blo alemán.
— Ese pueblo tiene grandes méritos confundidos con
malas condiciones, que son herencia de un pasado de
barbarie demasiado próximo. Posee el instinto de la or¬
ganización y del trabajo, y puede prestar buenos servi¬
cios á la liumanidad... Pero antes es necesario adminis¬
trarle una ducha: la ducha del fracaso. Los alemanes
están locos de orgullo, y su locura resulta peligrosa para
el mundo. Cuando hayan desaparecido los que les enve¬
nenaron con ilusiones de hegemonía mundial, cuando
la desgracia haya refrescado su imaginación y se con¬
formen con ser un grupo humano ni superior ni inferior
á los otros, formarán un pueblo tolerante, útil... y quién
sabe si hasta simpático.
No había en la hora presente, para Tchernoff, pueblo
más peligroso. Su organización política lo convertía en
una horda guerrera educada á puntapiés y sometida á
continuas humillaciones para anular la voluntad, que se
resiste siempre á la disciplina.
— Es una nación donde todos reciben golpes y desean
darlos al que está más abajo. El puntapié que suelta el
emperador se transmite de dorso en dorso hasta las úl¬
timas capas sociales. Los golpes empiezan en la escuela
y se continúan en el cuartel, formando parte de la
educación. El aprendizaje de los príncipes herederos de
S46
V. BLASCO IBAÑEZ
Prusia consistió siempre en recibir bofetadas y palos de
su progenitor el rey. El kaiser pega á sus retoños, el ofi¬
cial á sus soldados, el padre á sus hijos y á la mujer, el
maestro á los alumnos; y cuando el superior no puede
dar golpes, impone á los que tiene debajo el tormento
del ultraje moral.
Por eso cuando abandonaban su vida ordinaria, to¬
mando las armas para caer sobre otro grupo humano,
eran de una ferocidad implacable.
— Cada uno de ellos — continuó el ruso — lleva debajo
de la espalda un depósito de patadas recibidas, y desea
consolarse dándolas á su vez á los infelices que coloca
la guerra bajo su dominación. Este pueblo de «señores»,
como él mismo se llama, aspira á serlo... pero fuera de
su casa. Dentro de ella es el que menos conoce la dig¬
nidad humana. Por eso siente con tanta vehemencia el
deseo de esparcirse por el mundo, pasando de lacayo á
patrón .
Repentinamente, don Marcelo dejó de ir con frecuen¬
cia al estudio. Buscaba ahora á su amigo el senador.
Una promesa de éste había trastornado su tranquila re¬
signación.
El personaje estaba triste desde que el heredero de
las glorias de su familia se había ido á la guerra, rom¬
piendo la red protectora de recomendaciones en que le
había envuelto.
Una noche, comiendo en casa de Desnoyers, apuntó
una idea que hizo estremecer á éste. «¿No le gustaría
ver á su hijo?...» El senador estaba gestionando una
autorización del Cuartel G-eneral para ir al frente. Nece¬
sitaba ver á René. Pertenecía al mismo cuerpo de ejér¬
cito que Julio; tal vez estaban en lugares algo lejanos,
pero un automóvil puede dar muchos rodeos antes de
llegar al término de su viaje.
No necesitó decir más. Desnoyers sintió de pronto un
deseo vehemente de ver á su hijo. Llevaba muchos me¬
ses teniendo que contentarse con la lectura de sus car¬
tas y la contemplación de una fotografía hecha por uno
de sus camaradas...
Desde entonces asedió á Lacour, como si fuese uno
de sus electores deseoso de un empleo. Le visitaba por
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 347
las mañanas en su casa, lo invitaba á comer todas las
noches, iba á buscarle por las tardes en los salones del
Luxemburgo. Antes de la primera palabra de saludo,
sus ojos formulaban siempre la misma interrogación...
«¿Cuándo conseguiría el permiso?»
El grande hombre lamentaba la indiferencia de los
militares con el elemento civil. Siempre habían sido ene¬
migos del parlamentarismo.
— Además, Joffre se muestra intratable. No quiere
curiosos... Mañana veré al Presidente.
Pocos días después llegó á la casa de la avenida Víc¬
tor Plugo con un gesto de satisfacción que llenó de ale¬
gría á clon Marcelo.
— ¿Ya está?...
— Ya está... Pasado mañana salimos.
Desnoyers fué en la tarde siguiente al estudio de la
rite de la Pompe.
— Mañana me voy.
El pintor deseó acompañarle. ¿No podría ir también
como secretario del senador?... Don Marcelo sonrió. La
autorización servía únicamente para Lacoiiry un acom
pañante. El era quien iba á figurar como secretario, ayu¬
da de cámara ó lo que fuese de su futuro consuegro.
Al final de la tarde salió del estudio, acompañado
hasta el ascensor por las lamentaciones de Argensola.
¡No poder agregarse á la expedición!... Creía haber per¬
dido la oportunidad para pintar su obra maestra.
Cerca de su casa encontró á P'chernoff. Don Marcelo
estaba de buen humor. La seguridad de que iba á ver
pronto á su hijo le comunicaba una alegría infantil.
Casi abrazó al ruso, á pesar de su aspecto desastrado,
sus barbas trágicas y su enorme sombrero, que hacían
volver la cabeza á los transeúntes.
Al final de la avenida destacaba su mole el Arco de
Triunfo sobre un cielo coloreado por la puesta del sol.
Una nube roja flotaba en torno del monumento, refleján¬
dose en su blancura con palpitaciones purpúreas.
Se acordó Desnoyers de los cuatro jinetes y todo lo
demás que le había contado Argensola antes de presen¬
tarle al ruso.
— Sangre — dijo alegremente — . Todo el cielo parece
S48
V. BLASCO IBANEZ
de sangre... Es la bestia apocalíptica que ha recibido el
golpe de gracia. Pronto la veremos morir.
Tchernotf sonrió igualmente, pero su sonrisa fué me¬
lancólica.
— No; la Bestia no muere. Es la eterna compañera
de los hombres. Se oculta chorreando sangre cuarenta
años... sesenta... un siglo, iDero reaparece. Todo lo que
podemos desear es que su herida sea larga, que se es¬
conda por mucho tiempo y no la vean nunca las gene¬
raciones que guardarán todavía nuestro recuerdo.
líl
LA GUERRA
Iba ascendiendo don Marcelo por una montaña cu¬
bierta de arboleda.
El bosque ofrecía una trágica desolación. Se había
inmovilizado en él una tempestad muda, fijándolo todo
en posiciones violentas, antinaturales. Ni un solo árbol
conservaba la forma rectilínea y el abundante ramaje
de los días de paz. Los grupos de pinos recordaban las
columnatas de los templos ruinosos. Unos se mantenían
erguidos en toda su longitud, pero sin el remate de la
copa, como fustes que hubiesen perdido su capitel; otros
estaban cortados por la mitad, en pico de fiauta, lo mis¬
mo que las pilastras partidas por el rayo. Algunos de¬
jaban colgar en torno de su seccionamiento las esquir¬
las filamentosas de la madera muerta, á semejanza de
un mondadientes roto.
La fuerza destructora se había ensañado en los árbo¬
les seculares: hajms, encinas y robles. Grandes marañas
de ramaje cortado cubrían el suelo, como si acabase de
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 349
pasar por él una banda de leñadores gigantescos. Los
troncos aparecían seccionados á poca distancia de la
tierra, con un corte limpio y pulido, como de un solo
hachazo. En torno de las raíces desenterradas abunda¬
ban las piedras revueltas con los terrones; piedras que
dormían en las entrañas del suelo y la explosión había
hecho volar sobre la superficie.
A trechos — brillando entre los árboles ó partiendo el
camino con una inoportunidad que obligaba á molestos
rodeos — extendían sus láminas acuáticas unos charcos
enormes, todos iguales, de una regularidad geométrica,
redondos, exactamente redondos. Desnoyers los com¬
paró con palanganas hundidas en el suelo para uso de
los invisibles titanes que habían talado la selva. Su pro¬
fundidad enorme empezaba en los mismos bordes. Un
nadador podía arrojarse en estos charcos sin tocar el
fondo. El agua era verdosa, agua muerta, agua de llu¬
via, con una costra de vegetación perforada por las bur¬
bujas respiratorias de los pequeños organismos que em¬
pezaban á vivir en sus entrañas.
En mitad de la cuesta, rodeadas de pinos, había va¬
rias tumbas con cruces de madera; tumbas de soldados
franceses rematadas por banderitas tricolores. Sobre
estos túmulos cubiertos de musgo descansaban viejos
kepis de artilleros. El leñador feroz, al destrozar el bos¬
que, había alcanzado ciegamente á las hormigas que se
movían entre los troncos.
Don Marcelo llevaba polainas, amplio sombrero, y
sobre los hombros un poncho fino arrollado como una
manta. Había sacado á luz estas prendas que le recor¬
daban su lejana vida en la estancia. Detrás de él cami¬
naba Lacour, procurando conservar su dignidad sena¬
torial entre los jadeos y resoplidos de fatiga. También
llevaba botas altas y sombrero blando, pero había con¬
servado el chaqué de solemnes faldones, por no renun¬
ciar por completo á su uniforme parlamentario. Delante
marchaban dos capitanes sirviéndoles de guías.
Estaban en una montaña ocupada por la artillería
francesa. Iban hacia las cumbres, donde había ocultos
cañones y cañones formando una línea de varios kiló¬
metros. Los artilleros alemanes habían causado estos
350
V. BLASCO IBAÑEZ
destrozos contestando á los tiros de los franceses. El bos¬
que estaba rasgado por el obús. Las lagunas circulares
eran embudos abiertos por las «marmitas» germánicas
en un suelo de fondo calizo é impermeable que conser¬
vaba los regueros de la lluvia.
Habían dejado su automóvil al pie de la montaña.
Uno de los oficiales, viejo artillero, les explicó esta pre¬
caución. Debían seguir cuesta arriba cautelosamente.
Estaban al alcance del enemigo, y un automóvil podía
atraer sus cañonazos.
— Un poco fatigosa la subida — continuó — . ¡Animo,
señor senador!... Ya estamos cerca.
Empezaron á cruzarse en el camino con soldados de
artillería. Muchos de ellos sólo tenían de militar el kepis.
Parecían obreros de una fábrica de metalurgia, fundi¬
dores y ajustadores, con pantalones y chalecos de pana.
Llevaban los brazos descubiertos, y algunos, para mar¬
char sobre el barro con mayor seguridad , calzaban
zuecos de madera. Eran antiguos trabajadores del hie¬
rro incorporados por la movilización á la artillería de
reserva. Sus sargentos habían sido contramaestres; mu¬
chos de sus oficiales, ingenieros y dueños de taller.
De pronto, los que subían tropezaron con los férreos
habitantes del bosque. Cuando éstos hablaban se estre¬
mecía el suelo, temblaba el aire, y los pobladores de la
arboleda, cuervos y liebres, mariposas y hormigas, huían
despavoridos para ocultarse, como si el mundo fuese á
perecer en ruinosa convulsión. Ahora los monstruos bra¬
madores permanecían callados. Se llegaba junto á ellos
sin verlos. Entre el ramaje verde asomaba el extremo de
algo semejante á una viga gris; otras veces esta apari¬
ción emergía de un amontonamiento de troncos secos.
Al dar la vuelta al obstáculo aparecía una plazoleta de
tierra limpia ocupada por varios hombres que vivían,
dormían y trabajaban en torno de un artefacto enorme
montado sobre ruedas.
El senador, que había escrito versos en su juventud
y hacía poesía oratoria cuando inauguraba alguna esta¬
tua en su distrito, vi ó en estos solitarios de la montaña,
ennegrecidos por el sol y el humo, despechugados y
arremangados, una especie de sacerdotes puestos al ser-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 351
vicio de la divinidad fatal, que recibía de sus manos la
ofrenda de las enormes cápsulas explosivas, vomitándo¬
las en forma de trueno.
Ocultos bajo el ramaje, para librarse de la observa¬
ción de los aviadores enemigos, los cañones franceses
se esparcían por las crestas y mesetas de una serie de
montañas. En este rebaño de acero había piezas enor¬
mes, con ruedas reforzadas de patines semejantes á las
de las locomóviles agrícolas que Desnoyers tenía en
sus estancias para arar la tierra. Como bestias menores,
más ágiles y juguetonas en su incesante ladrido, los
grupos del 75 aparecían interpolados entre los sombríos
monstruos.
Los dos capitanes habían recibido del general de su
cuerpo de ejército la orden de enseñar minuciosamente
al senador el funcionamiento de la artillería. Y Lacour
aceptaba con reflexiva gravedad sus observaciones,
mientras volvía los ojos á un lado y á otro con la espe¬
ranza de reconocer á su hijo. Lo interesante para él era
ver á René... Pero recordando el pretexto ofícial de su
viaje, seguía de cañón en cañón oyendo explicaciones.
Mostraban los proyectiles los sirvientes de las piezas:
grandes cilindros ojivales extraídos de los almacenes
subterráneos. Estos almacenes, llamados «abrigos», eran
profundas madrigueras, pozos oblicuos reforzados con
sacos de tierra y maderos. Servían de refugio al perso¬
nal libre y guardaban las municiones á cubierto de una
explosión.
Un artillero les mostró dos bolsas unidas, de tela blan¬
ca, bien repletas. Parecían un salchichón doble, y eran
la carga de uno de los grandes cañones. La bolsa quedó
abierta, saliendo á la luz unos paquetes de hojas color
de rosa. El senador y su acompañante se admiraron de
que esta pasta, que parecía un artículo de tocador, fuese
uno de los terribles explosivos de la guerra moderna.
—Afirmo — dijo Lacour — que al encontrar en la calle
uno de estos atados lo habría creído procedente del
bolso de una dama ó un olvido de dependiente de per¬
fumería... todo menos un explosivo. ¡Y con esto, que
parece fabricado para los labios, puede volarse -un edL
ficio!...
352
V. BLASCO IBANEZ
Siguieron su camino. En lo más alto de la montaña
vieron un torreón algo desmoronado. Era el puesto más
peligroso. Un oficial examinaba desde él la línea ene¬
miga para apreciar la exactitud de los disparos. Mien¬
tras sus camaradas estaban debajo de la tierra ó disi¬
mulados por el ramaje, él cumplía su misión desde este
punto visible.
A corta distancia de la torre se abrió ante sus ojos
un pasillo subterráneo. Descendieron por sus entrañas
lóbregas, hasta dar con varias habitaciones excavadas
en el suelo. Un lado de montaña cortado á pico era su
fachada exterior. Angostas ventanillas perforadas en la
piedra daban luz y aire á estas piezas.
Un comandante viejo, encargado del sector, salió á
su encuentro. Desnoyers creyó ver á un jefe de sección
de un gran almacén de París. Sus ademanes eran ex¬
quisitos, su voz suave parecía implorar perdón á cada
palabra, como si se dirigiese á un grupo de damas ofre¬
ciéndoles los géneros de última novedad. Pero esta im¬
presión sólo duró un momento. El soldado de pelo canoso
y lentes de miope, que guardaba en plena guerra los
gestos de un director de fábrica recibiendo á sus clien¬
tes, mostró al mover los brazos unas vendas y algodones
en el interior de sus mangas. Estaba herido en ambas
muñecas por una explosión de obús, y sin embargo con¬
tinuaba en su sitio.
«¡Diablo de señor melifluo y almibarado! — pensó don
Marcelo — . Hay que reconocer que es alguien.»
Habían entrado en el puesto de mando, vasta pieza
que recibía la luz por una ventana horizontal de cuatro
metros de ancho con sólo una altura de palmo y medio.
Parecía el espacio abierto entre dos hojas de persiana.
Debajo de ella se extendía una mesa de pino cargada de
papeles, con varios taburetes. Ocupando uno de estos
asientos se abarcaba con los ojos toda la llanura. En las
paredes había aparatos eléctricos, cuadros de distribu¬
ción, bocinas acústicas y teléfonos, muchos teléfonos.
El comandante apartó y amontonó los papeles, ofre¬
ciendo los taburetes con el mismo ademán que si estu¬
viese en un salón.
— Aquí, señor senador.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS íídíi
Desnoyers, compañero humilde, tomó asiento á su
lado. El comandante parecía un director de teatro pre¬
parándose á mostrar al^o extraordinario. Colocó sobro
la mesa un enorme papel que reproducía todos los acci¬
dentes de la llanura extendida ante ellos: caminos, pue¬
blos, campos, alturas y valles. Sobre este mapa aparecía
un grupo triangular de líneas rojas en forma de aba¬
nico. El vértice era el sitio donde ellos estaban; la parte
ancha del triángulo, el límite del horizonte real que
abarcaban con los ojos. •
— Vamos á tirar contra este bosque — dijo el artillero
señalando un extremo de la carta — . Aquí es allá — con¬
tinuó, designando en el horizonte una pequeña línea
obscura — . Tomen ustedes los gemelos.
Pero antes de que los dos apoyasen el borde de los
oculares en sus cejas, el comandante colocó sobre el
mapa un nuevo papel. Era una fotografía enorme y algo
borrosa, sobre cuyos trazos aparecía un abanico de lí¬
neas encarnadas igual al otro.
— Nuestros aviadores — continuó el artillero cortés —
han tomado esta mañana algunas vistas de las posicio¬
nes enemigas. Esto es una ampliación de nuestro taller
fotográfíco... Según sus informes, hay acampados en el
bosque dos regimientos alemanes.
Don Marcelo vio en la fotografía la mancha del bos¬
que, y dentro de ella líneas blancas que figuraban cami¬
nos, grupos de pequeños cuadrados que eran manzanas
de casas de un pueblo. Creyó estar en un aeroplano con¬
templando la tierra á mil metros de altura. Luego se
llevó los gemelos á los ojos, siguiendo la dirección de
una de las líneas rojas, y vio agrandarse en el redondel
de la lente una barra negra, algo semejante á una línea
gruesa de tinta: el bosque, el refugio de los enemigos.
— Cuando usted lo disponga, señor senador, empeza¬
remos — dijo el comandante llegando al último extremo
de la cortesía — . ¿Está usted pronto?...
Desnoyers sonrió levemente. ¿A qué iba á estar pronto
su ilustre amigo? ¿De qué podía servir, simple mirón como
él, y emocionado indudablemente por lo nuevo del es¬
pectáculo?...
Sonaron á sus espaldas un sinnúmero de timbres: vi-
23
354
V. BLASCO IBANEZ
braciones que llamaban, vibraciones que respondían.
Los tubos acústicos parecían Iiincliarse con el galope de
las palabras. El hilo eléctrico pobló el silencio de la ha¬
bitación con las palpitaciones de su vida misteriosa. El
amable jefe ya no se ocupaba de sus personas. Lo adi¬
vinaron á sus espaldas ante la boca de un teléfono, con¬
versando con sus oficiales á varios kilómetros de dis¬
tancia. El héroe dulzón y bienhablado no abandonaba
un momento su retorcida cortesía.
■ — ¿Quiere usted tener la bondad de empezar?... — dijo
suavemente al oficial lejano — . Con mucho gusto le co¬
munico la orden.
Sintió don Marcelo un ligero temblor nervioso junto
á una de sus piernas. Era Lacour, inquieto por la nove¬
dad. Iba á iniciarse el fuego; iba á ocurrir algo que no
había visto nunca. Los cañones estaban encima de sus
cabezas: temblaría la bóveda como la cubierta de un
buque cuando disparan sobre ella. La habitación, con
sus tubos acústicos y sus vibraciones de teléfonos, era
semejante al puente de un navio en el momento del za¬
farrancho. ¡El estrépito que iba á producirse!... Trans¬
currieron algunos segundos, que fueron larguísimos...
De pronto, un trueno lejano que parecía venir de las
nubes. Desnoyers ya no sintió la vibración nerviosa
junto á su pierna. El senador se movió á impulsos de la
sorpresa; su gesto parecía decir: «¿Y esto es todo?...» Los
metros de tierra que tenían sobre ellos amortiguaron las
detonaciones. El tiro de una pieza gruesa equivalía á un
garrotazo en un colchón. Más impresionante resultaba
el gemido del proyectil sonando á gran altura, pero des¬
plazando el aire con tal violencia que sus ondas llegaban
hasta la ventana.
Huía . . . huía , debilitando su rugido . Pasó mucho
tiempo antes de que se notasen sus efectos. Los dos
amigos llegaron á creer que se había perdido en el es¬
pacio. «No llega... no llega», pensaban. De pronto sur¬
gió en el horizonte, exactamente en el lugar indicado,
sobre el borrón del bosque, una enorme columna de
humo, una torre giratoria de vapor negro seguida de
una explosión volcánica.
— ¡Qué mal debe vivirse allí! — dijo el senador.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 355
El y Desiioyers experimentaron una impresión de
alegría animal, un regocijo egoísta, viéndose en lugar
seguro, á varios metros debajo del suelo.
—Los alemanes van á tirar de un momento á otro
—dijo en voz baja don Marcelo á su amigo.
El senador fué de la misma opinión. Indudablemente
iban á contestar, entablándose un duelo de artillería.
Todas las baterías francesas habían abierto el fuego.
La montaña tronaba incesantemente: se sucedían los ru¬
gidos de los proyectiles; el horizonte, todavía silencioso,
se iba erizando de negras columnas salomónicas. Los dos
reconocieron que se estaba muy bien en este refugio, se¬
mejante á un palco de teatro...
Alguien tocó en un hombro á Lacour. Era uno de los
capitanes que les guiaban por el frente.
• — Vamos arriba — dijo con sencillez — . Hay que verde
cerca cómo trabajan nuestros cañones. El espectáculo
vale la pena.
¿Arriba?... El personaje quedó perplejo, asombrado,
como si le propusiesen un viaje interplanetario. ¿Arriba,
cuando los enemigos iban á contestar de un momento á
otro?...
El capitán explicó que el subteniente Lacour estaba
tal vez esperando á su padre. Habían avisado por telé¬
fono á su batería, emplazada á un kilómetro de distan¬
cia: debía aprovechar el tiempo para verle.
Subieron de nuevo á la luz por el boquete del subte¬
rráneo. El senador se había erguido majestuosamente.
«Van á tirar — decía una voz en su interior — ; van á
contestar los enemigos.»
Pero se ajustó el chaqué como un manto trágico y
siguió adelante, grave y solemne. Si aquellos hombres
de guerra, adversarios del parlamentarismo, querían
reir ocultamente de las emociones de un personaje civil,
se llevaban chasco.
Desnoyers admiró la decisión con que el grande
hombre se lanzaba fuera del subterráneo, lo mismo que
si marchase contra el enemigo.
A los pocos pasos se desgarró la atmósfera en ondas
tumultuosas. Los dos vacilaron sobre los pies, mientras
zumbaban sus oídos y creían sentir en la nuca la im-
356
V. BLASCO IBAÑEZ
l^resión de un golpe. Se les ocurrió al mismo tiempo que
ya habían empezado á tirar los alemanes. Pero eran
los suyos los que tiraban. Una vedija de humo surgió
del bosque, á una docena de metros, disolviéndose ins¬
tantáneamente. Acababa de disparar una de las piezas
de enorme calibre, oculta en el ramaje junto á ellos. Los
capitanes dieron una explicación sin detener el paso.
Tenían que seguir por delante de los cañones, sufriendo
la violenta sonoridad de sus estampidos, para no aventu¬
rarse en el espacio descubierto, donde estaba el torreón
del vigía. También ellos esperaban de un momento á
otro la contestación de enfrente.
El que iba junto á don Marcelo le felicitó por la im¬
pavidez con que soportaba los cañonazos.
— Mi amigo conoce eso — dijo el senador con orgullo — .
Estuvo en la batalla del Mame.
Los dos militares apreciaron con alguna extrañeza
la edad de Desnoy ers. ¿En qué lugar había estado? ¿A
qué cuerpo pertenecía?...
— Estuve de víctima — dijo el aludido, modestamente.
Un oficial venía corriendo hacia ellos del lado del
torreón, por el espacio desnudo de árboles. Repetidas
veces agitó su kepis para que le viesen mejor. Lacour
tembló por él. Podían distinguirle los enemigos; se ofre¬
cía como blanco al cortar imprudentemente el espacio
descubierto, con el deseo de llegar antes. Y aún tembló
más al verle de cerca... Era René.
Sus manos oprimieron con cierta extrañeza unas
manos fuertes, nervudas. Vió el rostro de su hijo con
los rasgos más acentuados, obscurecido por la pátina
que da la existencia campestre. Un aire de resolución,
de confianza en las propias fuerzas, parecía despren¬
derse de su persona. Seis meses de vida intensa le habían
transformado. Era el mismo, pero con el pecho más am-
pfiio, las muñecas más fuertes. Las facciones suaves y
dulces de la madre se habían perdido bajo esta máscara
varonil. Lacour reconoció con orgullo que ahora se pa¬
recía á él.
Después de los abrazos de saludo, René atendió á
don Marcelo con más asiduidad que á su padre. Creía
percibir en su persona algo del perfume de Chichi. Pre-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 357
guntó por ella: quería saber detalles de su vida, á pesar
de la frecuencia con que llegaban sus cartas.
El senador, mientras tanto, conmovido por su re¬
ciente emoción, había tomado cierto aire oratorio al di¬
rigirse á su hijo. Improvisó un fragmento de discurso en
honor de este soldado de la República que llevaba el glo¬
rioso nombre de Lacour, juzgando oportuno el momento
para hacer conocer á aquellos militares profesionales los
antecedentes de su familia.
— Cumple tu deber, hijo mío. Los Lacour tienen tra¬
diciones guerreras. Acuérdate de nuestro abuelo, el co¬
misario de la Convención, que se cubrió de gloria en la
defensa de Maguncia.
Mientras hablaba se habían puesto todos en marcha,
doblando una punta del bosque para colocarse detrás
de los cañones.
Aquí el estrépito era menos violento. Las grandes
piezas, después de cada disparo, dejaban escapar por la
recámara una nubecilla de humo semejante á la de una
pipa. Los sargentos dictaban cifras comunicadas en voz
baja por otro artillero que tenía en una oreja el auricu¬
lar del teléfono. Los sirvientes obedecían silenciosos en
torno del cañón. Tocaban una ruedecita, y el monstruo
elevaba su morro gris, lo movía á un lado ó á otro, con
la expresión inteligente y la agilidad de una trompa de
elefante. Al pie de la pieza más próxima se erguía, con
el tirador en las manos, un artillero de cara impasible.
Debía estar sordo. Su embrutecimiento facial delataba
cierta autoridad. Para él, la vida no era mas que una
serie de tirones y de truenos. Conocía su importancia.
Era el servidor de la tormenta, el guardián del rayo.
— ¡Fuego! — gritó el sargento.
Y el trueno estalló á su voz. Todo pareció temblar;
pero acostumbrados los dos viajeros á oir los estampi¬
dos de las piezas por la parte de la boca, les pareció de
segundo orden el estrépito presente.
Lacour iba á continuar su relato sobre el glorioso
abuelo de la Convención, cuando algo extraordinario
cortó su facundia.
— Tiran — dijo simplemente el artillero que ocupaba
el teléfono.
358
V. BLASCO IBAÑEZ
Los dos oficiales repitieron al senador esta noticia,
transmitida por los vigías de la torre. ¿No había dicho
él que los enemigos iban á contestar?... Obedeciendo al
santo instinto de conservación y empujado al mismo
tiempo por su hijo, se vio en un «abrigo» de la batería.
No quiso agazaparse en el interior de la estrecha cueva.
Permaneció junto á la entrada, con una curiosidad que
se sobreponía á la inquietud.
Sintió venir al invisible proyectil á pesar del estré¬
pito de los cañones inmediatos. Percibía con rara sensi¬
bilidad su paso á través de la atmósfera por encima de
los otros ruidos más potentes y cercanos. Era un gemido
que ensanchaba su intensidad; un triángulo sonoro con
el vértice en el horizonte, que se abría al avanzar, lle¬
nando todo el espacio. Luego ya no fué un gemido, fué
un bronco estrépito formado por diversos choques y
roces, semejantes al descenso de un tranvía eléctrico
por una calle en cuesta, á la carrera de un tren que
pasa ante una estación sin detenerse.
Le vió aparecer en forma de nube, agrandóse como
si fuese á desplomarse sobre la batería. Sin saber cómo,
se encontró en el fondo del «abrigo» y sus manos trope¬
zaron con el frío contacto de un montón de cilindros do
acero alineados como botellas. Eran proyectiles.
«Si la «marmita» alemana — pensó — estallase sobre
esta madriguera... ¡qué espantosa voladura!...»
Pero se tranquilizaba al considerar la solidez de la
bóveda: vigas y sacos de tierra se sucedían en un espe¬
sor de varios metros. Quedó de pronto en absoluta obs¬
curidad. Otro se había refugiado en el «abrigo», obs¬
truyendo con su cuerpo la entrada de la luz: tal vez su
amigo Desnoyers.
Pasó un año que en su reloj sólo representaba un se¬
gundo; luego pasó un siglo de igual duración... y al fin
estalló el esperado trueno, temblando el «abrigo», pero
con blandura, con sorda elasticidad, como si fuese de
caucho. La explosión, á pesar de esto, vesultaba horri¬
ble. Otras explosiones menores, enroscadas, juguetonas
y silbantes surgieron detrás de la primera. Con la ima¬
ginación dió forma Lacour á este cataclismo. Y vió una
serpiente alada vomitando chispas y humo, una especie
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 359
de monstruo wag-neriano, que al aplastarse contra el
suelo abría sus entrañas, esparciendo miles de culebri¬
llas ígneas que lo cubrían todo con sus mortales retorci¬
mientos... El proyectil debía haber estallado muy cerca,
tal vez en la misma plazoleta ocupada por la batería.
Salió del «abrigo» , esperando encontrar un espec¬
táculo horroroso de cadáveres despedazados, y vió á su
hijo que sonreía encendiendo un cigarro y hablando con
Desnoyers... ¡Nada! Los artilleros terminaban tranqui¬
lamente de cargar una pieza gruesa. Habían levantado
los ojos un momento al pasar el proyectil enemigo, con¬
tinuando luego su trabajo.
— Ha debido caer á unos trescientos metros — dijo Kené
tranquilamente.
El senador, espíritu impresionable, sintió de pronto
una conñanza heroica. No valía la pena ocuparse tanto
de la propia seguridad cuando los otros hombres, igua¬
les á él — aunque fuesen vestidos de distinto modo — , no
parecían reconocer el peligro.
Y al pasar nuevos proyectiles, que iban á perderse en
los bosques con estallidos de cráter, permaneció al lado
de su liijo, sin otro signo de emoción que un leve estre¬
mecimiento en las piernas. Le parecía ahora que única¬
mente los proyectiles franceses, por ser «suyos», daban
en el blanco y mataban. Los otros tenían la obligación
de pasar por alto, perdiéndose lejos entre un estrépito
inútil. Con tales ilusiones se fabrica el valor... «¿Y esto
es todo?», parecían decir sus ojos.
Recordaba con cierta vergüenza su refugio en el
«abrigo»; se reconocía capaz de vivir allí, lo mismo
que René.
Sin embargo, los obuses alemanes eran cada vez más
frecuentes. Ya no se perdían en el bosque; sus estallidos
sonaban más cercanos. Los dos oñciales cruzaron sus
miradas. Tenían el encargo de velar por la seguridad
del ilustre visitante.
— Esto se calienta — dijo uno de ellos.
René, como si adivinase lo que pensaban, se dispuso
á partir. «¡Adiós, papá!» Estaba haciendo falta en su
batería. El senador intentó resistirse, quiso prolongar
la entrevista, pero chocó con algo duro é inflexible que
360
V. BLASCO IBANEZ
repelía toda su influencia. Un senador valía poco entre
aquella gente acostumbrada á la disciplina.
— ¡Salud, hijo mío!... Mucha suerte... Acuérdate de
quién eres.
Y el padre lloró al oprimirle entre sus brazos. La¬
mentaba en silencio la brevedad de la entrevista, pensó
en los peligros que aguardaban á su único hijo al sepa¬
rarse de él.
Cuando René hubo desaparecido, los capitanes ini¬
ciaron la marcha del grupo. Se hacía tarde; debían lle¬
gar antes de anochecer á un determinado acantona¬
miento. Iban cuesta abajo, al abrigo de una arista de la
montaña, viendo pasar muy altos los proyectiles ene¬
migos.
En una hondonada encontraron varios grupos de ca¬
ñones de 75. Estaban esparcidos en la arboleda, disimu¬
lados por montones de ramaje, como perros agazapados
que ladraban asomando sus hocicos grises. Los grandes
cañones rugían con intervalos de grave pausa. Estas
jaurías de acero gritaban incesantemente, sin abrir el
más leve paréntesis en su cólera ruidosa, igual al ras¬
gón de una tela que se parte sin fin. Las piezas eran
muchas, los disparos vertiginosos, y las detonaciones se
confundían en una sola, como las series de puntos se
unen formando una línea compacta.
Los jefes, embriagados por el estrépito, daban sus ór¬
denes á gritos, agitaban los brazos paseando por detrás
de las piezas. Los cañones se deslizaban sobre las cure¬
ñas inmóviles, avanzando y retrocediendo como pistolas
automáticas. Cada disparo arrojaba la cápsula vacía,
introduciendo al punto un nuevo proyectil en la recá¬
mara humeante.
Se arremolinaba el aire á espaldas de las baterías
con oleaje furioso. Lacour y su compañero recibían á
cada tiro un golpe en el pecho, el violento contacto de
una mano invisible que los empujaba hacia atrás. Te¬
nían que acompasar su respiración al ritmo de los dis¬
paros. Durante una centésima de segundo, entre la onda
aérea barrida y la nueva onda que avanzaba, sus pe¬
chos experimentaban la angustia del vacío. Desnoyers
admiró el ladrido de estos perros grises. Conocía bien
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIb 361
sus mordeduras, que alcanzaban á muchos kilómetros.
Aún se mantenían frescas en su pobre castillo.
A Lacour le pareció que las filas de cañones canta¬
ban algo monótono y feroz, como debieron ser los him¬
nos guerreros de la humanidad de los tiempos prehistó¬
ricos. Esta música de notas secas, ensordecedoras, deli¬
rantes, iba despertando en los dos algo que duerme en
el fondo de todas las almas: el salvajismo de los remotos
abuelos. El aire se caldeaba con olores acres, punzantes,
bestialmente embriagadores. Los perfumes del explosivo
llegaban hasta el cerebro por la boca, por las orejas,
por los ojos.
Experimentaron el mismo enardecimiento de los di¬
rectores de las piezas que gritaban y braceaban en me¬
dio del trueno. Las cápsulas vacías iban formando una
capa espesa detrás de los cañones. ¡Fuego!... ¡siempre
fuego!
— Hay que rociar bien — gritaban los jefes — . Haj^ que
dar un buen riego al bosque donde están los boches.
Y las bocas de los 75 regaban sin interrupción, inun¬
dando de proyectiles la remota arboleda.
Enardecidos por esta actividad mortal, embriagados
por la celeridad destructora, sometidos al vértigo de las
horas rojas, Lacour y Desnoyers se vieron de pronto
agitando sus sombreros, moviéndose de un lado á otro
como si fuesen á bailar la danza sagrada de la muerte,
gritando con la boca seca por el acre vapor de la pól¬
vora: «¡Viva... viva!»
El automóvil rodó toda la tarde, deteniéndose algu¬
nas veces en los caminos congestionados por el largo
desfile de los convoyes. Pasaron á través de campos sin
cultivar, con esqueletos de viviendas. Corrieron á lo
largo de pueblos incendiados que no eran mas que una
sucesión de fachadas negras con huecos abiertos sobre
el vacío.
— Ahora le toca á usted — dijo el senador á Desno¬
yers — . Vamos á ver á su hijo.
Se cruzaron á la caída de la tarde con numerosos
grupos de infantería, soldados de luengas barbas y uni-
362
V. BLASCO IBAÑEZ
formes azules descoloridos por la intemperie. Volvían
de los atrincheramientos, llevando sobre la joroba de
sus mochilas palas, picos y otros útiles para remover la
tierra, que habían adquirido una importancia de armas
de combate. Iban cubiertos de barro de cabeza á pies.
Todos parecían viejos en plena juventud. Su alegría al
volver al acantonamiento, después de una semana de
trinchera , poblaba el silencio de la llanura con canciones
acompañadas por el sordo choque de sus zapatos clave¬
teados. En el atardecer de color de violeta, el coro varo¬
nil iba esparciendo las estrofas aladas de la Alarsellesa
ó las afirmaciones heroicas del Canto de partida.
— Son los soldados de la Revolución — decía entusias¬
mado el senador — ; Francia ha vuelto á 1792.
Pasaron la noche en un pueblo medio arruinado,
donde se había establecido la comandancia de una divi¬
sión. Los dos capitanes se despidieron. Otros se encarga¬
rían de guiarles en la mañana siguiente.
Se habían alojado en el «Hotel de la Sirena», edificio
viejo con la fachada roída por los obuses. El dueño les
mostró con orgullo una ventana rota que había tomado
la forma de un cráter. Esta ventana hacía perder su im¬
portancia á la antigua muestra del establecimiento: una
mujer de hierro con cola de pescado. Como Desnoyers
ocupaba la habitación inmediata á la que había recibido
el proyectil, el hotelero quiso enseñársela antes de que
se acostase.
Todo roto: paredes, suelo, techo. Los muebles hechos
astillas en los rincones; harapos de floreado papel col¬
gando de las paredes. Por un agujero enorme se veían
las estrellas v entraba el frío de la noche. El dueño hizo
constar que este destrozo no era obra de los alemanes.
Los había causado un proyectil de 75 al ser repelidos los
invasores fuera del pueblo. Y sonreía con patriótico or¬
gullo ante la destrucción, repitiendo:
— Es obra de los nuestros. ¿Qué le parece cómo trabaja
el 75?... ¿Qué dice usted de esto?...
A pesar de la fatiga del viaje, don Marcelo durmió
mal, agitado por el pensamiento de que su hijo estaba á
corta distancia.
Una hora después del amanecer salieron del pueblo
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 363
en automóvil, guiados por otro oficial. A los dos lados
del camino vieron campamentos y campamentos. Deja¬
ron atrás los parques de municiones; pasaron la tercera
línea de tropas; luego la segunda. Miles y miles de
hombres se habían instalado en pleno campo, improvi¬
sando sus viviendas. Este hormigueo varonil recorda¬
ba, con su variedad de uniformes y razas, las grandes
invasiones de la Historia. No era un pueblo en marcha:
el éxodo de un pueblo lleva tras de él mujeres y ni¬
ños. Aquí sólo se veían hombres, hombres por todas
partes.
Todos los géneros de habitación discurridos por la
humanidad, á partir de la caverna, eran utilizados en
estas aglomeraciones militares. Las cuevas y canteras
servían de cuarteles. Unas chozas recordaban el rancho
americano; otras, cónicas y prolongadas, imitaban al
gurM de Africa. Muchos de los soldados procedían de
las colonias; algunos habían vivido como negociantes en
países del Nuevo Mundo, y al tener que improvisar una
casa más estable que la tienda de lona, apelaban á sus
recuerdos, imitando la arquitectura de las tribus con las
que estuvieron en contacto . Además , en esta masa de
combatientes había tiradores marroquíes, negros y asiá¬
ticos, que parecían crecerse lejos de las ciudades, adqui¬
riendo á campo raso una superioridad que los convertía
en maestros de los civilizados.
Junto á los arroyos aleteaban ropas blancas puestas
á secar. Filas de hombres despechugados hacían frente
al fresco de la mañana, inclinándose sobre la lámina
acuática para lavarse con ruidosas abluciones seguidas
de enérgicos restrieg’os... En un puente escribía un sol¬
dado, empleando como mesa el parapeto... Los cocine¬
ros se movían en torno de las ollas humeantes. Un tufi¬
llo grasiento de sopa matinal iba esparciéndose entre los
perfumes resinosos de los árboles y el olor de la tierra
mojada.
Largos barracones de madera y cinc -servían á la
caballería y la artillería para guardar el ganado y el
material. Los soldados limpiaban y herraban al aire li¬
bre los caballos, lucios y gordos. La guerra de trinche¬
ras mantenía á éstos en plácida obesidad.
364
V. BLASCO IBAÑEZ
—¡Si hubiesen estado así en la batalla del Mame!...
— dijo Desnoyers á su amigo.
Ahora la caballada vivía en interminable descanso.
Sus jinetes combatían á pie, haciendo fuego en las trin¬
cheras. Las bestias se hinchaban en una tranquilidad
conventual, y había que sacarlas de paseo para que no
enfermasen ante el pesebre repleto.
Se destacaron sobre la llanura, como libélulas grises,
varios aeroplanos dispuestos á volar. Muchos hombres
se agrupaban en torno de ellos. Los campesinos con¬
vertidos en soldados consideraban con admiración al
camarada encargado del manejo de estas máquinas.
Veían en su persona el mismo poder de los brujos vene¬
rados y temidos en los cuentos de la aldea.
Don Marcelo se fijó en la transformación general del
uniforme de los franceses. Todos iban vestidos de azul
grisáceo de cabeza á pies. Los pantalones de grana, los
kepis rojos que había visto en las jornadas del Mame,
ya no existían. Los hombres que transitaban por los ca¬
minos eran militares. Todos los vehículos, hasta las ca¬
rretas de bueyes, iban guiados por un soldado.
Se detuvo de pronto el automóvil junto á unas casas
arruinadas y ennegrecidas por el incendio.
— Ya hemos llegado — dijo el oficial — . Ahora habrá
que caminar un poco.
El senador y su amigo empezaron á marchar por la
carretera.
— Por ahí no — volvió á decir el guía — . Ese camino es
nocivo para la salud. Hay que librarse de las corrientes
de aire.
Explicó que los alemanes tenían sus cañones y atrin¬
cheramientos al final de esta carretera, que descendía
por una depresión del terreno y remontaba en el hori¬
zonte su cinta blanca entre dos filas de árboles y casas
quemadas. La mañana lívida, con su esfumamiento bru¬
moso, les ponía á cubierto del fuego enemigo. En un día
de sol, la llegada del automóvil habría sido saludada
con un obús. «Esta guerra es así — terminó diciendo — ;
se aproxima uno á la muerte sin verla.»
Se acordaron los dos de las recomendaciones del ge¬
neral que los había tenido el día antes á su mesa. «Mu-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 365
cho cuidado: la guerra de trinclieras es traidora.» Vie¬
ron ante ellos el inmenso campo sin una persona, pero
con su aspecto ordinario. Era el campo en domingo,
cuando los trabajadores están en sus casas y el suelo
parece reconcentrarse en silenciosa meditación. Se veían
objetos informes abandonados en la llanura, como los
instrumentos agrícolas en días de asueto. Tal vez eran
automóviles rotos, armones de artillería destrozados por
la explosión de su carga.
— Por aquí — dijo el oficial, al que se habían agregado
cuatro soldados para llevar á hombros varios sacos y pa¬
quetes traídos por Desnoy ers en el techo del automóvil.
Avanzaron en fila á lo largo de un muro de ladrillos
ennegrecidos, siguiendo un camino descendente. A los
pocos pasos la superficie del suelo estaba á la altura de
sus rodillas; más allá les alcanzaba al talle; luego á los
hombros; y así se hundieron en la tierra, viendo única¬
mente sobre sus cabezas una estrecha faja de cielo.
Estaban en pleno campo. Habían dejado á sus espal¬
das el grupo de ruinas que ocultaba la entrada del ca¬
mino. Marchaban de un modo absurdo, como si aborre¬
ciesen la línea recta, en zigzag, en curvas, en ángulos.
Otros senderos no menos complicados partían de esta
zanja, que era la avenida central de una inmensa urbe
subterránea. Caminaban... caminaban. Transcurrió un
cuarto de hora, media hora, una hora entera. Lacour y
su amigo pensaban con nostalgia en las carreteras flan¬
queadas de árboles, en la marcha al aire libre, viendo
el cielo y los campos. No daban veinte pasos seguidos
en la misma dirección. El oficial, que marchaba delante,
desaparecía á cada momento en una revuelta. Los que
iban detrás jadeaban y hablaban invisibles, teniendo que
apresurar el paso para no perderse. De vez en cuando
hacían alto para reconcentrarse y contarse, por miedo á
que alguien se hubiese extraviado en una galería trans¬
versal. El suelo era resbaladizo. En algunos lugares
había un barro casi líquido, blanco y corrosivo, seme¬
jante al que chorrea de los andamios de una casa en
construcción.
El eco de sus pasos, el roce de sus hombros, despren¬
día terrones y guijarros de los dos taludes. De tarde en
366
V. BLASCO IBAÑEZ
tarde subía el zanjón, y los caminantes subían con él.
Bastaba un pequeño esfuerzo para ver por encima de los
montones de tierra. Pero lo que veían eran campos in¬
cultos, alambrados con postes en cruz, el mismo aspecto
de llanura que descansa, falta de habitantes. Sabía por
experiencia el oficial lo que costaba muchas veces esta
curiosidad, y no les permitía prolongarla: «Adelante,
adelante.»
Llevaban hora y media caminando. Los dos viajeros
empezaron á sentir la fatiga y la desorientación de esta
marcha en zigzag. No sabían ya si avanzaban ó retro¬
cedían. Las rudas pendientes, las continuas revueltas,
produjeron en ellos un principio de vértigo.
— ¿Falta mucho para llegar? — preguntó el senador.
— Allí — dijo el oficial, señalando por encima de los
montones de tierra.
Allí era un campanario en ruinas y varias casas
quemadas que se veían á lo lejos: los restos de un pueblo
tomado y perdido varias veces por unos y otros.
El mismo trayecto lo habrían hecho sobre la corteza
terrestre en media hora marchando en línea recta. A los
ángulos del camino subterráneo, preparados para impe¬
dir un avance del enemigo, había que añadir los obs¬
táculos de la fortificación de campaña: túneles cortados
por verjas, jaulones de alambre que estaban suspen¬
didos, pero al caer obstruían el zanjón, pudiendo los
defensores hacer fuego á través de su enrejado.
Empezaron á encontrar soldados con fardos y cubos
de agua. Se perdían en la tortuosidad de los senderos
transversales. Algunos, sentados en un montón de ma¬
deros, sonreían leyendo un pequeño periódico redactado
en las trincheras.
Se notaban en el camino los mismos indicios que de¬
nuncian sobre la superficie de la tierra la proximidad
de una población. Se apartaban los soldados para abrir
paso á la comitiva; asomaban caras barbudas y curio¬
sas en los callejones. Sonaba á lo lejos un estrépito de
ruidos secos, como si al final de la vía tortuosa existiese
un polígono de tiro ó se ejercitase un grupo de cazado¬
res en derribar palomas.
La mañana continuaba nebulosa y glacial. A pesar
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 367
del ambiente húmedo, im moscardón de zumbido pega¬
joso cruzó varias veces sobre los dos visitantes.
— Balas — dijo lacónicamente el oficial.
Desnoyers había hundido un poco su cabeza entre
los hombros. Conocía perfectamente este ruido de in¬
secto. El senador marchó más aprisa: ya no sentía can¬
sancio.
Se vieron ante un teniente coronel que los recibió
como un ingeniero que enseña sus talleres, como un
oficial de marina que muestra las baterías y torres de
su acorazado. Era el jefe del batallón que ocupaba este
sector de las trincheras. Don Marcelo le miró con interés
al pensar que su hijo estaba bajo sus órdenes.
— Esto es lo mismo que un buque — dijo luego de sa¬
ludarles.
Los dos amigos reconocieron que las fortificaciones
subterráneas tenían cierta semejanza con las entrañas
de un navio. Pasaron de trinchera en trinchera. Eran
las de última línea, las más antiguas: galerías obscuras
en las que sólo entraban hilillos de luz á través de las
aspilleras y las ventanas amplias y bajas de las ametra¬
lladoras. La larga línea de defensa formaba un túnel
cortado por breves espacios descubiertos. Se iba sal¬
tando de la luz á la obscuridad y de la obscuridad á la
luz con una rudeza visual que fatigaba los ojos. En los
espacios abiertos el suelo era más alto. Había banquetas
de tablas empotradas en los taludes para que los obser¬
vadores pudiesen sacar la cabeza ó examinar el paisaje
valiéndose del periscopio. Los espacios cerrados servían
á la vez de baterías y dormitorios.
Estos acuartelamientos habían sido al principio trin¬
cheras descubiertas, iguales á las de primera línea. Al
repeler al enemigo y ganar terreno, los combatientes,
que llevaban en ellas todo un invierno, habían buscado
instalarse con la mayor comodidad. Sobre las zanjas al
aire libre habían atravesado vigas de las casas arrui¬
nadas; sobre las vigas tablones, puertas, ventanas, y
encima del maderaje varias filas de sacos de tierra.
Estos sacos estaban cubiertos por una capa de humus de
368
V. BLASCO IBAÑEZ
la que brotaban hierbas, dando al lomo de la trincliei’a
una placidez verde y pastoril. Las bóvedas de ocasión
resistían la caída de los obuses, que se enterraban en
ellas sin causar grandes daños. Cuando un estallido las
quebrantaba demasiado, los trogloditas salían de noche,
como hormigas desveladas, recomponiendo ágilmente el
«tejado» de su vivienda.
Todo aparecía limpio, con la pulcritud ruda y algo
torpe que pueden conseguir los hombres cuando viven
lejos de las mujeres y entregados á sus propios recursos.
Estas galerías tenían algo de claustro de monasterio, de
cuadra de presidio, de entrepuente de acorazado. Su
piso era medio metro más bajo que el de los espacios des¬
cubiertos que unían á unas trincheras con otras. Para
que los oficiales pudiesen avanzar sin bajadas y subidas,
unos tablones formando andamio estaban tendidos de
puerta á puerta.
Al ver los soldados al jefe se formaban en fila. Sus
cabezas quedaban al nivel del talle de los que iban pa¬
sando por los tablones. Desnoyers miró con avidez á
todos estos hombres. ¿Dónde estaría Julio?
Se fijó en la fisonomía especial de los diversos reduc¬
tos. Todos parecían iguales en su construcción, pero los
ocupantes los habían modificado con sus adornos. La
cara exterior era siempre la misma, cortada por aspi¬
lleras en las que había fusiles apuntados hacia el ene-
migo y por ventanas de ametralladoras. Los vigías, de
pie junto á estas aberturas, espiaban el campo solitario,
como los marinos de cuarto exploran el mar desde el
puente. En las caras interiores estaban los armeros y
los dormitorios: tres filas de literas hechas con tablas,
iguales á los lechos de los hombres de mar. El deseo de
ornato artístico que sienten las almas simples había em¬
bellecido los subterráneos. Cada soldado tenía un museo
formado con láminas de periódicos y postales de colo¬
res. Retratos de comediantas y bailarinas sonreían con
su boca pintada en el charolado cartón, alegrando el
ambiente casto del reducto.
Don Marcelo sintió impaciencia al ver tantos cente¬
nares de hombres sin encontrar entre ellos á su hijo. El
senador, avisado por sus ojeadas, habló al jefe, que le
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 369
precedía con grandes muestras de deferencia. Este hizo
un esfuerzo de memoria para recordar quién era Julio
Desnoyers. Pero su duda fuó corta. Se acordó de las
hazañas del sargento.
— Un excelente soldado — dijo — ; van á llamarlo in¬
mediatamente, señor senador... Está de servicio con su
sección en las trincheras de primera línea.
El padre, impaciente por verle, propuso que los lle¬
vasen á ellos á este sitio avanzado; pero su petición hizo
sonreír al jefe y á los otros militares. No eran para visi¬
tas de paisanos estas zanjas descubiertas, á cien metros,
á cincuenta metros del enemigo, sin otra defensa que
alambrados y sacos de tierra. El barro resultaba perpe¬
tuo en ellas; había que arrastrarse, expuestos á recibir
un balazo, sintiendo caer en la espalda la tierra levan¬
tada por los proyectiles. Sólo los combatientes podían
frecuentar estas obras avanzadas.
— Siempre hay peligro — continuó el jefe — , siempre
hay tiroteo... ¿Oye usted cómo tiran?
Desnoyers percibió, efectivamente, un crepitamiento
lejano, en el que no se había fijado hasta entonces. Expe¬
rimentó una sensación de angustia al pensar que su hijo
estaba allí, donde sonaba la fusilería. Se le aparecieron
con todo el relieve de la realidad los peligros que le ro¬
deaban diariamente. ¿Si moriría en aquellos momentos,
antes de que él pudiese verle?...
Transcurrió el tiempo para don Marcelo con una des¬
esperante lentitud. Pensó que el mensajero que había
salido con el aviso para la trinchera avanzada no lle¬
garía nunca. Apenas se fijó en las dependencias que les
iba mostrando el jefe:* piezas subterráneas que servían
á los soldados de gabinetes de aseo y desaseo; salas de
baño de una instalación primitiva; una cueva con un
rótulo: «Café de la Victoria»; otra cueva con un letrero:
«Teatro»... Lacour se interesaba por todo esto, celebran¬
do la alegría francesa, que ríe y canta ante el peligro.
Su amigo continuaba pensando en Julio. ¿Cuándo le en¬
contraría?...
Se detuvieron junto á una ventana de ametrallado¬
ra, manteniéndose, por recomendación de los militares,
á ambos lados de la hendidura horizontal, ocultando el
370
V. BLASCO IBAÑEZ
cuerpo, avanzando la cabeza prudentemente para mirar
con un solo ojo. Vieron una profunda excavación y el
borde opuesto del suelo. A corta distancia, varias filas
de equis de madera unidas por hilos de púas que for¬
maban un alambrado compacto. Cien metros más allá,
un seg’undo alambrado. Keinaba un silencio profundo,
un silencio de absoluta soledad, como si el mundo estu¬
viese dormido.
— Ahí están los boches — dijo el comandante con voz
apagada.
• — ¿Dónde? — preguntó el senador esforzándose por ver.
Indicó el jefe el segundo alambrado, que Lacour y
su amigo creían perteneciente á los franceses. Era de la
trinchera alemana.
— Estamos á cien metros de ellos — continuó — ; pero
hace tiempo que no atacan por este lado.
Los dos experimentaron cierta emoción al pensar que
el enemigo estaba á tan corta distancia, oculto en el
suelo, en una invisibilidad misteriosa que aún le hacía
más temible. ¡Si surgiese de pronto con la bayoneta ca¬
lada, con la granada de mano, los líquidos incendiarios
y las bombas asfixiantes para asaltar el reducto!...
Desde esta ventana percibieron con más intensidad
el tiroteo de la primera línea. Los disparos parecían
aproximarse. El comandante les hizo abandonar ruda¬
mente su observatorio: temía que se generalizase el
fuego, llegando hasta allí. Los soldados, sin recibir ór¬
denes, con la prontitud de la costumbre, se habían apro¬
ximado á sus fusiles, que estaban en posición horizontal
asomando por las aspilleras.
Otra vez los visitantes marcharon uno tras de otro.
Descendieron á cuevas que eran antiguas bodegas de
casas desaparecidas. Los oficiales se habían instalado
en estos antros, utilizando todos los residuos de la des¬
trucción. Una puerta de calle sobre dos caballetes de
troncos era una mesa. Las bóvedas y paredes estaban
tapizadas con cretona de los almacenes de París. Foto¬
grafías de mujeres y niños adornaban las paredes en¬
tre el brillo niquelado de aparatos telegráficos y tele¬
fónicos.
Desnoyers vió sobre una puerta un Cristo de marfil
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS B71
amarillento por los años, tal vez por los siglos: una
imagen heredada de generación en generación, que de¬
bía haber presenciado muchas agonías... En otra cueva
encontró, en lugar ostensible, una herradura de siete
agujeros. Las creencias religiosas extendían sus alas
con toda amplitud en este ambiente de peligro y de
muerte, y al mismo tiempo adquirían nuevo valor las
supersticiones más grotescas, sin que nadie osase reir
de ellas.
Al salir de uno de los subterráneos, en mitad de un
espacio descubierto, encontró á su hijo. Supo que era él
por el gesto indicador del jefe, porque un militar avan¬
zaba sonriente, tendiéndole las manos. El instinto de la
paternidad, del que había hablado tantas veces como
de algo infalible, no le avisó en la presente ocasión.
¿Cómo podía reconocer á Julio en este sargento cuyos
pies eran dos bolas de tierra mojada, con un capote
descolorido y de bordes deshilachados, lleno de barro
hasta los hombros, oliendo á paño húmedo y á correa?...
Después del primer abrazo, echó la cabeza atrás para
contemplarle, sin desprenderse de él. Su palidez mo¬
rena había adquirido un tono bronceado. Llevaba la
barba crecida, una barba negra y rizosa. Don Marcelo
se acordó de su suegro. El centauro Madariaga se reco¬
nocería indudablemente en este guerrero endurecido por
la vida al aire libre. Lamentó en el primer momento su
aspecto sucio y fatigado; luego volvió á encontrarle más
hermoso, más interesante que en sus épocas de gloria
mundana.
— ¿Qué necesitas?... ¿Qué deseas?
Su voz temblaba de ternura. Habló al combatiente
tostado y robusto con la misma entonación que usaba
veinte años antes, cuando se detenía ante los escapara¬
tes de Buenos Aires llevando á un niño de la mano.
— ¿Quieres dinero?...
Había traído una cantidad importante para entre¬
garla á su hijo. Pero el militar hizo un gesto de indife¬
rencia, como si le ofreciese un juguete. Nunca había sido
tan rico como en el momento presente. Tenía mucho di¬
nero en París y no sabía qué hacer de él: de nada le
servía.
2
7. BLASCO IBANEZ
— Envíeme cigarros... Son para mí y para los cama-
radas.
Recibía grandes paquetes de su madre llenos de ví¬
veres escogidos, de tabaco, de ropas. Pero él no guar¬
daba nada; todo era poco para atender á sus compañe¬
ros, hijos de familias pobres ó que estaban solos en el
mundo. Su muniñcencia se había extendido desde su
grupo á la compañía, y de ésta á todo el batallón. Don
Marcelo adivinó una popularidad simpática en las mi¬
radas y sonrisas de los soldados que pasaban junto á
ellos. Era el hijo generoso de un millonario. Y esta po¬
pularidad le acarició á él igualmente al circular la no¬
ticia de que había llegado el padre del sargento Desno-
yers, un potentado que poseía fabulosas riquezas al otro
lado del mar.
— He adivinado tus deseos — continuó el viejo.
Y buscaba con la vista los sacos traídos desde el au¬
tomóvil por las tortuosidades del camino subterráneo.
Todas las hazañas de su hijo ensalzadas y ampliíi-
cadas por Argensola desfilaban ahora por su memoria.
Tenía al héroe ante sus ojos.
— ¿Estás contento?... ¿No te arrepientes de tu deci¬
sión?...
— Sí; estoy contento, papá... muy contento.
Julio habló sin jactancia, modestamente. Su vida era
dura, pero igual á la de millones de hombres. En su
sección, que sólo se componía de unas docenas de sol¬
dados, los había superiores á él por la inteligencia, por
sus estudios, por su carácter. Y todos sobrellevaban ani¬
mosamente la ruda prueba, experimentando la satisfac¬
ción del deber cumplido. Además, el peligro en común
servía para desarrollar las más nobles virtudes de los
hombres. Nunca en tiempo de paz había sabido como
ahora lo que era el compañerismo. ¡Qué sacrificios tan
hermosos había presenciado!
— Cuando esto termine, los hombres serán mejores...
más generosos. Los que queden con vida podrán hacer
grandes cosas.
Sí; estaba contento. Por primera vez paladeaba el
goce de considerarse útil, la convicción de que servía
para algo, de que su paso por el mundo no resiilfana
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 373
infructuoso. Se acordaba con lástima de aquel Desnoyers
que no sabía cómo ocupar el vacío de su existencia y lo
rellenaba con toda clase de frivolidades. Ahora tenía
obligaciones que absorbían todas sus fuerzas; colabo¬
raba en la formación del porvenir, era un hombre.
— Estoy contento — repitió.
El padre lo creía. Pero en un rincón de su mirada
franca se imaginó ver algo doloroso, un recuerdo tal vez
del pasado que persistía entre las emociones del pre¬
sente. Cruzó por su memoria la gentil ftgura de la señora
Laurier. Adivinó que su hijo aún se acordaba de ella.
«¡Y no i^oder traérsela!...» El padre rígido del año ante¬
rior se contempló con asombro al formular mentalmente
este deseo inmoral.
Pasaron un" cuarto de hora sin soltarse las manos,
mirándose en los ojos. Julio preguntó por su madre
y por Chichi. Recibía cartas de ellas con frecuencia,
pero esto no bastaba á su curiosidad. Rió al conocer la
vida amplia y abundante de Argensola. Estas noticias
que le alegraban venían d.e un mundo que sólo estaba
á cien kilómetros en línea recta, pero tan lejano... ¡tan
lejano!
De pronto notó el padre que le oía con menos aten¬
ción. Sus sentidos, aguzados por una vida de alarmas
y asechanzas, parecían apartarse de allí, atraídos por
el tiroteo. Ya no eran disparos aislados. Se unían, for¬
mando un crepitam'iento continuo.
Apareció el senador, que se había alejado para que
el padre y el hijo hablasen con más libertad.
— Nos echan de aquí, amigo mío. No tenemos suerte
en nuestras visitas.
Ya no pasaban soldados. Todos habían acudido á
ocupar sus puestos, como en un buque que se prepara
al combate. Julio tomó su fusil, que había dejado contra
el talud. En el mismo instante saltó un poco de polvo
encima de la cabeza de su padre; se formó un pequeño
agujero en la tierra.
— Pronto, lejos de aquí — dijo empujando á don Mar¬
celo.
En el interior de una trinchera cubierta fué la des¬
pedida, breve, nerviosa: «Adiós, papá.» Un beso y le
P>74
r. J3LAS00 IBAÑEZ
volvió la esi^alda. Deseaba correr cnanto antes al lado
de los suyos.
Se había generalizado el fuego en toda la línea. Los
soldados disparaban serenamente, como si cumpliesen
una función ordinaria. Era un combate que surgía todos
los días, sin saber ciertamente quién lo había iniciado,
como una consecuencia del emplazamiento de dos masas
armadas á corta distancia, frente á frente. El jefe del
batallón abandonó á sus visitantes temiendo una inten¬
tona de ataque.
Otra vez el oficial encargado de guiarles se puso á
la cabeza de la fila y empezaron á desandar el camino
tortuoso y resbaladizo.
El señor Desnoyers marchaba con la cabeza baja,
colérico por esta intervención del enemigo que había
cortado su dicha.
Ante sus ojos revoloteaba la mirada de Julio, su
barba negra y rizosa, que era para él la mayor novedad
del viaje. Oía su voz grave de hombre que ha encontra¬
do un nuevo sentido á la vida.
— Estoy contento, papá... estoy contento.
El tiroteo, cada vez más lejano, le producía una do-
lorosa inquietud. Luego sintió una fe instintiva, absur¬
da, firmísima. Veía á su hijo hermoso é inmortal como
un dios. Tenía el presentimiento de que su vida saldría
intacta de todos los peligros. Que muriesen otros era
natural: ¡pero Julio!...
Mientras caminaba, alejándose de él, la esperanza
parecía cantar en su oído. Y como un eco de sus g’ratas
afirmaciones, el padre repitió mentalmente:
— No hay quien le mate. Me lo anuncia el corazón,
que nunca me engaña... ¡No hay quien le mate!
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 375
IV
NO HAY Q.UIEN LE xMATE
Cuatro meses después, la confianza de don Marcelo
sufrió un rudo golpe. Julio estaba herido. Pero al mis¬
mo tiempo que recibía la noticia con un retraso lamen¬
table, Lacour le tranquilizó con sus averiguaciones en el
Ministerio de la Guerra. El sargento Desnoyers era sub¬
teniente, su herida estaba casi curada, y gracias á las
gestiones del senador vendría á pasar una quincena de
convalecencia al lado de su familia.
— Un valiente, amigo mío — terminó diciendo el per¬
sonaje — . He leído lo que dicen de él sus jefes. Al frente
de su pelotón atacó á una compañía alemana; mató por
su mano al capitán; hizo no sé cuántas hazañas más...
Le han dado la Medalla Militar, lo han hecho oficial...
Un verdadero héroe.
Y el padre, llorando de emoción, movía la cabeza
temblorosamente, cada vez más envejecido y más entu¬
siasta. Se arrepintió de su falta de fe en los primeros
momentos, al recibir la noticia de la herida. Casi había
creído que su hijo podía morir. ¡Un absurdo!... A Julio
no había quien lo matase; se lo afirmaba el corazón.
Le vió entrar un día en su casa, entre gritos y espas¬
mos de las mujeres. La pobre doña Luisa lloraba abra¬
zada á él, colgándose de su cuello con estertores de emo¬
ción. Chichi le contempló grave y reflexiva, colocando
la mitad de su pensamiento en el recién llegado, mien¬
tras el resto volaba lejos, en busca de otro combatiente.
Las doncellas cobrizas se disputaron la abertura de un
cortinaje, pasando por este hueco sus curiosas miradas
de antílope.
376
V. BLASCO IBANEZ
El padre admiró el pequeño retazo de oro en las bo¬
camangas del capotón gris con los faldones abrochados
atrás, examinando después el casco azul obscuro de bor¬
des planos adoptado por los franceses para la guerra de
trincheras. El kepis tradicional había desaparecido. Un
airoso capacete, semejante al de los arcabuceros de los
tercios españoles, sombreaba el rostro de Julio. Se fijó
igualmente en su barba corta y bien cuidada, distinta
de la que él había visto en las trincheras. Iba limpio y
acicalado por su reciente salida del hospital.
— ¿No es verdad que se me parece? — dijo el viejo con
orgullo.
Doña Luisa protestó, con la intransigencia que mues¬
tran las madres en materia de semejanzas.
—Siempre ha sido tu vivo retrato.
Al verle sano y alegre, toda la familia experimentó
una repentina inquietud. Deseaban examinar su herida
para convencerse de que no corría ningún peligro.
— ¡Si no es nada! — protestó el subteniente — . Un ba¬
lazo en un hombro. Los médicos temieron que perdiese
el brazo izquierdo; pero todo ha quedado bien... No hay
que acordarse.
Chichi revisó á Julio con los ojos, de pies á cabeza,
descubriendo inmediatamente los detalles de su elegan¬
cia militar. El capote estaba rapado y sucio, las polainas
arañadas, olía á paño sudado, á cuero, á tabaco fuerte;
pero en una muñeca llevaba un reloj de platino y en la
otra la medalla de identidad sujeta con una cadena de
oro. Siempre había admirado al hermano por su buen
gusto ingénito, y guardó en su memoria estos detalles
para comunicarlos por escrito á Eené. Luego pensó en
la conveniencia de sorprender á mamá con una de¬
manda de empréstito para hacer por su cuenta un en¬
vío al artillero.
Don Marcelo contemplaba ante él quince días de
satisfacción y de gloria. El subteniente Desnoyers no
pudo salir solo á la calle. El padre rondaba por el reci¬
bimiento ante el casco que se exhibía en el perchero con
un fulgor modesto y glorioso. Apenas Julio lo colocaba
en su cabeza, surgía su progenitor, con sombrero y bas¬
tón, dispuesto á salir igualmente.
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 377
— ¿Me permites que te acompañe?... ¿No te molesto?
Lo decía con'“tal humildad, con un deseo tan vehe¬
mente de ver admitido el ruego, que el hijo no osaba
repeler su acompañamiento. Para callejear con Argén-
sola tenía que escurrirse por la escalera de servicio y
valerse de otras astucias de colegial.
Nunca el señor Desnoy ers había marchado tan satis¬
fecho por las calles de París como al lado de este moce-
tón con su capote de gloriosa vejez y el pecho realzado
por dos condecoraciones: la Cruz de Guerra y la Meda¬
lla Militar. Era un héroe, y este héroe era su hijo. Las
miradas simpáticas del público en los tranvías y en el
ferrocarril subterráneo las aceptaba como un homenaje
para ambos. Las ojeadas interesantes que las mujeres
lanzaban al buen mozo le producían cierto cosquilleo
de vanidad é inquietud. Todos los militares que encon¬
traba, por más galones y cruces que ostentasen, le pare¬
cían «emboscados» indignos de compararse con Julio.
Los heridos que descendían de los coches apoyándose
en palos y muletas le inspiraban un sentimiento de lás¬
tima humillante para ellos. ¡Desgraciados!... No tenían
la suerte de su hijo. A éste no había quien lo matase, y
cuando por casualidad recibía una herida, sus vestigios
se borraban acto seguido, sin detrimento de la gallardía
de su persona.
Algunas veces, especialmente por la noche, mostraba
una inesperada magnanimidad, dejando que Julio sa¬
liese solo. Se acordaba de su juventud triunfadora en
amores, que tantos éxitos había conseguido antes de la
guerra. ¡Qué no obtendría ahora con su prestigio de sol¬
dado valeroso!... Paseando por su dormitorio antes de
acostarse, se imaginaba al héroe en la amable compa¬
ñía de una gran dama. Sólo una celebridad femenina
era digna de él; su orgullo paternal no aceptaba me¬
nos... Y nunca se le podía ocurrir que Julio estaba con
Argensola en un music-liaU, en un cinematógrafo, go¬
zando de las monótonas y simples diversiones del París
ensombrecido por la guerra, con la simplicidad de gus¬
tos de un subteniente, y que en punto á éxitos amorosos
su buena fortuna no iba más allá de la renovación de
algunas amistades antiguas.
378
V. BLASCO IBANEZ
Una tarde, cuando marchaba á su ]ado por los Cam¬
pos Elíseos, se estremeció viendo á una dama que venía
en dirección contraria. Era la señora Laurier... ¿La re¬
conocería Julio? Creyó percibir que éste se tornaba pá¬
lido, volviendo los ojos hacia otras personas con afec¬
tada distracción. Ella siguió adelante, erguida, indife¬
rente. El viejo casi se irritó ante tal frialdad. ¡Pasar
junto á su hijo sin que el instinto le avisase su presen¬
cia! ¡Ah, las mujeres!... Volvió la cabeza para seguirla,
pero inmediatamente tuvo que desistir de su atisbo. Ha¬
bía sorprendido á Margarita inmóvil detrás de ellos, con
la palidez de la sorpresa, fijando una mirada profunda
en el militar que se alejaba. Don Marcelo creyó leer
en sus ojos la admiración, el amor, todo un pasado que
resurgía de pronto en su memoria. ¡Pobre mujer!... Sin¬
tió por ella un cariño paternal, como si fuese la esposa
de Julio. Su amigo Lacour había vuelto á hablarle del
matrimonio Laurier. Sabía que Margarita iba á ser
madre. Y el viejo, sin tener en cuenta la reconciliación
de los esposos ni el paso del tiempo, se sintió emocio¬
nado por esta maternidad como si su hijo hubiese inter¬
venido en ella.
Mientras tanto, Julio seguía marchando, sin volver
la cabeza, sin enterarse de esta mirada fija en su dorso,
pálido y canturreando para disimular su emoción. Y
nunca supo nada. Siguió creyendo que Margarita había
pasado junto á él sin conocerle, pues el viejo guardó si¬
lencio.
Una de las preocupaciones de don Marcelo era conse¬
guir que su hijo relatase el encuentro de guerra en que
había sido herido. No llegaba visitante á su casa para
ver al subteniente, sin que el viejo dejase de formular la
misma petición:
— Cuéntanos cómo te hirieron... Explica cómo mataste
al capitán alemán.
Julio se excusaba con visible molestia. Ya estaba
harto de su propia historia. Por complacer á su padre
había hecho el relato ante el senador, ante Argensola y
Tchernoff en su estudio, ante otros amigos de la familia
que habían venido á verle... No podía más.
Y era el padre el que acometía la narración por su
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 379
propia cuenta, dándole el relieve y los detalles de un
hecho visto por sus propios ojos.
Había que apoderarse de las ruinas de una refinería
de azúcar enfrente de la trinchera. Los alemanes ha¬
bían sido expulsados por el cañoneo francés. Era nece¬
sario un reconocimiento g’uiado por un hombre seguro.
Y los jefes habían designado, como siempre, al sargento
Desnoy eres.
Al romper el día, el pelotón había avanzado cautelo¬
samente, sin encontrar obstáculo. Los soldados se espar¬
cieron por las ruinas. Julio fué solo hasta el final de ellas,
con el propósito de examinar las posiciones del enemigo,
cuando al dar vuelta á un ángulo de pared tuvo el más
inesperado de los encuentros. Un capitán alemán estaba
frente á él. Casi habían chocado al doblar la esquina. Se
miraron en los ojos, con más sorpresa que odio, al mis¬
mo tiempo que buscaban matarse por instinto, procu¬
rando cada uno g'anar al otro en velocidad. El capitán
había soltado la carta del país que llevaba en las ma¬
nos. Su diestra buscó el revólver, forcejeando por sa¬
carlo de la funda, sin apartar un instante su mirada del
enemigo. Luego desistió, con la convicción de que este
movimiento era inútil. Demasiado tarde. Sus ojos, des¬
mesuradamente abiertos por la proximidad de la muer¬
te, siguieron fijos en el francés. Este se había echado el
fusil á la cara. Un tiro casi á quemarropa... y el alemán
cayó redondo.
Sólo entonces se fijó en el ordenanza del capitán, que
marchaba algunos pasos detrás de éste. El soldado dis¬
paró su fusil contra Desnoy ers, hiriéndole en un hom¬
bro. Acudieron los franceses, mmtando al ordenanza.
Luego cruzaron un vivo fuego con la compañía ene¬
miga, que había hecho alto más allá mientras su jefe
exploraba el terreno. Julio, á pesar de la herida, conti¬
nuó al frente de su sección, defendiendo la fábrica con¬
tra fuerzas superiores, hasta que al fin llegaron auxi¬
lios y el terreno quedó definitivamente en poder de los
franceses.
— ¿No fué así, hijo mío? — terminaba don Marcelo.
El hijo asentía, deseoso de que acabase cuanto antes
un relato molesto por su persistencia. Sí; así había sido.
3S0
V. BLASCO IBAÑEZ
Pero lo que ignoraba su padre, lo que él no diría nunca,
era el descubrimiento que había hecho después de matar
al capitán.
Los dos hombres, al mirarse frente á frente durante
un segundo que les pareció interminable, mostraron en
sus ojos algo más que la sorpresa del encuentro y el
deseo de suprimirse. Desnoy ers conocía á aquel hombre.
El capitán, por su parte, le conocía á él. Lo adivinó en
su gesto... Pero cada uno de ellos, con la preocupación
de matar para seguir viviendo, no podía reunir sus re¬
cuerdos.
Desnoyers hizo fuego con la seguridad de que mataba
á una persona conocida. Luego, mientras dirigía la de¬
fensa de la posición, aguardando la llegada de refuer¬
zos, se le ocurrió la sospecha de que aquel enemigo cuyo
cadáver estaba á poca distancia podía ser un individuo
de su familia, uno de los Hartrott. Parecía, sin embargo,
más viejo que sus primos y mucho más joven que su tío
Karl. Este, con sus años, no iba á figurar como simple
capitán de infantería.
Cuando, debilitado por la pérdida de sangre, pudo
ser conducido á las trincheras, el sargento quiso ver el
cuerpo de su enemigo. Sus dudas continuaron ante la
faz empalidecida por la muerte. Los ojos, abiertos, pa¬
recían guardar aún la impresión d^ la sorpresa. Aquel
hombre le conocía indudablemente; él también conocía
aquella cara. ¿Quién era?... De pronto, con su imagina¬
ción vi ó el mar, vió un gran buque, una mujer alta y
rubia que le miraba con los ojos entornados, un hombre
fornido y bigotudo que hacía discursos imitando el es¬
tilo de su emperador. «Descansa en paz, capitán Erck-
mann.» Así habían venido á terminar, en un rincón
de Francia, las discusiones entabladas en medio del
Océano.
Se disculpó mentalmente, como si estuviese en pre¬
sencia de la dulce Berta. Había tenido que matar para
que no le matasen. Así es la guerra. Intentó consolarse
pensando que Erckmann tal vez había caído sin iden¬
tificarle, sin saber que su matador era el compañero
de viaje de meses antes... Y guardó secreto en lo más
profundo de su memoria este encuentro preparado por
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 381
la fatalidad. Se abstuvo de comunicarlo á su amigo Ar-
gensola, que conocía los incidentes de la travesía at¬
lántica.
Cuando menos lo esperaba, don Marcelo se encontró
al final de aquella existencia de alegría y orgullo que
le había proporcionado la presencia de su hijo. Quince
días transcurren pronto. El subteniente se marchó, y
toda la familia, después de este período de realidades,
tuvo que volver á las caricias engañosas de la ilusión
y la esperanza, aguardando la llegada de las cartas, ha¬
ciendo conjeturas sobre el silencio del ausente, envián¬
dole paquete tras paquete con todo lo que el comercio
ofrecía para los militares: cosas útiles y absurdas.
La madre cayó en un gran desaliento. El viaje de
Julio había servido para hacerla sentir con más inten¬
sidad su ausencia. Viéndole, escuchando aquellos rela¬
tos de muerte que el padre se complacía en repetir, se
dió mejor cuenta de los peligros que rodeaban á su
hijo. La fatalidad parecía avisarla con fúnebres presen¬
timientos.
— Le van á matar — decía á su marido-—. Esa herida
es un aviso del cielo.
Al salir á la calle temblaba de emoción ante los sol¬
dados inválidos. Los convalecientes de aspecto enérgico,
próximos á volver al frente, aún le inspiraban mayor
lástima. Se acordó de un viaje á San Sebastián con su
esposo, de una corrida de toros que le había hecho gritar
de indignación y lástima, apiadada de la suerte de los
pobres caballos. Quedaban con las entrañas colgando y
eran sometidos en los corrales á una rápida cura, para
volver á salir á la arena enardecidos por falsas ener¬
gías. Eepetidas veces aguantaban esta recomposición
macabra, hasta que al fin llegaba la última cornada, la
definitiva... Los hombres recién curados evocaban en
ella la imagen de las pobres bestias. Algunos habían
sido heridos tres veces desde el principio de la guerra
y volvían remendados y galvanizados á someterse á la
lotería de la suerte, siempre en espera del golpe supre¬
mo... ¡Ay, su hijo!
Se indignaba Desnoyers oyendo á su esposa.
— ¡Pero si á Julio no hay quien le mate!... Es mi hijo.
382
V. BLASCO IBANEZ
Yo he pasado en mi juventud por terribles peligros. Tam¬
bién me hirieron en las guerras del otro mundo, y sin
embargo, aquí me tienes cargado de años.
Los sucesos se encargaban de robustecer su fe ciega.
Llovían desgracias en torno de la familia, entristeciendo
á sus allegados, y ni una sola rozaba al intrépido sub¬
teniente, que insistía en sus hazañas con un desenfado
heroico de mosquetero.
Doña Luisa recibió una carta de Alemania. Su her¬
mana le escribía desde Berlín, valiéndose de un Consu¬
lado sudamericano en Suiza. Esta vez la señora Desno-
yers lloró por alguien que no era su hijo: lloró por Elena
y por los enemigos. En Alemania también había ma¬
dres, v ella colocaba el sentimiento de la maternidad
por encima de todas las diferencias patrióticas.
¡Pobre señora von Hartrott! Su carta, escrita un mes
antes, sólo contenía fúnebres noticias y palabras de des¬
esperación. El capitán Otto había muerto. Muerto tam¬
bién uno de sus hermanos menores. Este, al menos, ofre¬
cía á la madre el consuelo de haber caído en un terri¬
torio dominado por los suyos. Podía llorar junto á su
tumba. El otro estaba enterrado en suelo francés; nadie
sabía dónde. Jamás descubriría ella sus restos, confun¬
didos con centenares de cadáveres; ignoraría eterna¬
mente dónde se consumía este cuerpo salido de sus en¬
trañas... Un tercer hijo estaba herido en Polonia. Sus
dos hijas habían perdido á sus prometidos, y la deses¬
peraban con su mudo dolor. Yon Hartrott seguía presi¬
diendo sociedades patrióticas y hacía planes de engran¬
decimiento sobre la próxima victoria, pero había enve¬
jecido mucho en los últimos meses. «El sabio» era el
único que se mantenía firme. Las desgracias de la fa¬
milia recrudecían la ferocidad del profesor Julius von
Hartrott. Calculaba, para un libro que estaba escribien¬
do, los centenares de miles de millones que Alemania
debería exigir después de su triunfo y las partes de
Europa que necesitaba hacer suyas...
La señora Desnoyers creyó escuchar desde la ave¬
nida Víctor Hugo aquel llanto de madre que corría si¬
lencioso en una casa de Berlín. «Comprenderás mi des¬
esperación, Luisa... ¡Tan felices que éramos! ¡Que Dios
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 383
castigue á los que han hecho caer sobre el mundo tan¬
tas desgracias! El emperador es inocente. Sus enemigos
tienen la culpa de todo...»
Don Marcelo callaba en presencia de su esposa. Com¬
padecía á Elena por su infortunio, pasando por alto las
afirmaciones políticas de la carta. Se enterneció además
al ver cómo lloraba doña Luisa á su sobrino Otto. Había
sido su madrina de bautizo y Desnoy ers el padrino. Era
verdad; don Marcelo lo había olvidado. Vió con la ima¬
ginación la plácida vida de la estancia, los juegos de la
chiquillería rubia que él acariciaba á espaldas del abuelo
antes de que naciese Julio. Durante unos años había
dedicado á sus sobrinos todo su amor, desorientado por
la tardanza de un hijo prox-)io. De buena fe se conmovió
al pensar en la desesperación de Karl.
Pero luego, al verse solo, una frialdad egoísta bo¬
rraba estos sentimientos. La guerra era la guerra, y los
otros la habían buscado. Francia debía defenderse, y
cuantos más enemigos cayesen, mejor... Lo único que
debía interesarle á él era Julio. Y su fe en los destinos
del hijo le hizo experimentar una alegría brutal, una
satisfacción de padre cariñoso hasta la ferocidad.
— A ese no hay quien le mate... Me lo dice el corazón.
Otra desgracia más próxima quebrantó su calma. Un
anochecer, al regresar á la avenida Víctor Hugo, encon¬
tró á doña Luisa con aspecto de terror llevándose las
manos á la cabeza.
— La niña, Marcelo... ¡la niña!
Chichi estaba en el salón tendida en un sofá, pálida,
con una blancura verdosa, mirando ante ella fijamente,
como si viese á alguien en eb vacío. No lloraba; sólo un
ligero brillo de nácar hacía temblar sus ojos, redondea¬
dos por el espasmo.
— ¡Quiero verle! — dijo con voz ronca — . ¡Necesito
verle!
El padre adivinó que algo terrible le había ocurrido
al hijo de Lacour. Unicamente por esto podía mostrar
Chichi tal desesperación. Su esposa le fué relatando la
triste noticia. René estaba herido, gravemente herido.
Un proyectil había estallado sobre su batería, matando
á muchos de sus compañeros. El oficial había sido ex-
,384
V. BLASCO IBANEZ
traído de un montón de cadáveres: le faltaba una mano,
tenía heridas en las piernas, en el tronco, en la cabeza.
— ¡Quiero verle! — repetía Chichi.
Y don Marcelo tuvo que hacer grandes esfuerzos
para que su hija desistiese de esta testarudez dolorosa
que la impulsaba á exigir un viaje inmediato al frente,
atropellando obstáculos, hasta llegar al lado del herido.
El senador acabó de convencerla. Había que esperar;
él, que era su padre, tenía que resignarse. Estaba ges¬
tionando que René fuese trasladado á un hospital do
París.
El grande hombre inspiró lástima á Desnoyers. Hacía
esfuerzos por conservar su serenidad estoica de padre á
estilo antiguo, recordaba á sus ascendientes gloriosos
y á todas las figuras heroicas de la República romana.
Pero estas ilusiones de orador se desplomaban de pronto,
y su amigo le sorprendió llorando más de una vez. ¡Un
hijo único, y podía perderlo!... El mutismo* de Chichi le
inspiraba aún mayor conmiseración. No lloraba: su do¬
lor era sin lágrimas, sin desmayos. La palidez verdosa
de su rostro, el brillo de fiebre de sus ojos, una rigidez
que la hacía marchar como un autómata, eran los únicos
signos de su emoción. Vivía con el pensamiento alejado,
sin darse cuenta de lo que la rodeaba.
Cuando el herido llegó á París, ella y el senador se
transfiguraron. Iban á verle, y esto bastó para que se
imaginasen que ya se había salvado.
La novia corrió al hospital con su futuro suegro y
su madre. Luego fué sola, quiso quedarse allí, vivir al
lado del herido, declarando la guerra á todos los regla¬
mentos, chocando con monjas y enfermeras, que le ins¬
piraban un odio de rivalidad. Pero al ver el escaso re¬
sultado de sus violencias, se empequeñeció, se hizo hu¬
milde, pretendiendo ganar con sus gracias una por una
á todas las mujeres. Al fin consiguió pasar gran parte
del día junto á René.
Desnoyers tuvo que retener sus lágrimas al contem¬
plar al artillero en la cama... ¡Ay! ¡así podía verse su
hijo!... Le pareció una momia egipcia, á causa de su
envoltura de apretados vendajes. Los cascos de obús le
habían acribillado. Sólo pudo ver unos ojos dulces y un
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 385
bigotillo rubio asomando entre las tiras blancas. El po¬
bre sonreía á Chichi, que velaba junto á él con cierta
autoridad, como si estuviese en su casa.
Transcurrieron dos meses. René se mejoró; ya estaba
casi restablecido. Su novia no había dudado de esta cu¬
ración desde que la dejaron permanecer junto á él.
— A mí no se me muere quien yo quiera — decía con
una fe semejante á la de su padre — . ¡A cualquier hora
permito que los boches me dejen sin marido!
Conservaba á su «soldadito de azúcar», pero en un
estado lamentable... Nunca don Marcelo se dió cuenta
del horror de la guerra como al ver entrar en su casa á
este convaleciente que había conocido meses antes fino
y esbelto, con una belleza delicada y algo femenil. Te¬
nía el rostro surcado por varias cicatrices, que forma¬
ban un arabesco violáceo. Su cuerpo guardaba ocul¬
tas otras semejantes. La mano izquierda había desapa¬
recido con una parte del antebrazo. La manga colgaba
sobre el vacío doloroso del miembro ausente. La otra
mano se apoyaba en un bastón, auxilio necesario para
poder mover una pierna que no quería recobrar su elas¬
ticidad.
Pero Chichi estaba contenta. Veía á su soldadito con
más entusiasmo que nunca: un poco deformado, pero
muy interesante. Ella, seguida de su madre, acompa¬
ñaba al herido para que pasease por el Bosque. Sus mi¬
radas se volvían fulminantes cuando, al atravesar una
calle, automovilistas y cocheros no retenían su carrera
para dejar paso al inválido... «¡Emboscados sin vergüen¬
za!...» Sentía la misma alma iracunda de las mujeres del
pueblo que en otros tiempos insultaban á René viéndole
sano y feliz. Temblaba de satisfacción y de orgullo al
devolver el saludo á sus amigas. Sus ojos hablaban: «Sí;
éste es mi novio... Un héroe.» Le preocupaba la Cruz
de Guerra puesta en el pecho de la blusa «horizonte».
Sus manos cuidaban de su arreglo, para que se desta¬
case con mayor visualidad. Se ocupaba en prolongar la
vida de su uniforme, siempre el mismo, el viejo, el que
llevaba en el momento de ser herido. Uno nuevo le da¬
ría cierto aire de militar oficinesco, de los que se queda¬
ban en París.
25
386
V, BLASCO IBANEZ
En vano René, cada vez más fuerte, quería emanci¬
parse de sus cuidados dominadores. Era inútil que in¬
tentase marchar con ligereza y soltura.
— Apóyate en mí.
Y tenía que tomar el brazo de su novia. Todos los
planes de ella para el porvenir se basaban en la fiereza
con que protegería á su marido, en los cuidados que iba
á dedicar á su debilidad.
— ¡Mi pobre invalidito! — decía con susurro amoroso — .
¡Tan feo y tan inútil que me lo han dejado esos pillos!...
Pero, por suerte, me tiene á mí, que le adoro... Nada
importa que te falte una mano; yo te cuidaré; serás mi
hijito. Vas á ver, cuando nos casemos, con qué regalo
vives, cómo te llevaré de elegante y acicalado... Pero
¡ojo con las otras! Mira que á la primera que me hagas,
invalidito, te dejo abandonado á tu inutilidad.
Desnoyers y el senador también se ocupaban del |
porvenir de ellos, pero de un modo más positivo. Había
que realizar el matrimonio cuanto antes. ¿Qué espera¬
ban?... La guerra no era un obstáculo. Se efectuaban
más casamientos que nunca, en el secreto de la intimi- j
dad. El tiempo no era de fiestas.
Y René Lacour se quedó para siempre en la casa de i
la avenida Víctor Hugo después de la ceremonia nup¬
cial, presenciada por una docena de personas.
Don Marcelo había soñado otras cosas para su hija; |
una boda ruidosa, de la que hablasen largamente los
periódicos; un yerno de brillante porvenir... Pero ¡ay, |
la guerra! Todos veían destruidas á aquellas horas algu¬
nas de sus ilusiones.
Se consoló apreciando su situación. ¿Qué le faltaba?
Chichi era feliz, con una alegría egoísta y ruidosa que
dejaba en olvido todo lo que no fuese su amor. Sus ne- ¡
godos no podían resultar mejores. Después de la crisis ;
de los primeros momentos, las necesidades de los beli¬
gerantes arrebataban los productos de sus estancias.
Jamás había alcanzado la carne precios tan altos. El
dinero afluía á él con más ímpetu que antes y los gastos
de su vida habían disminuido... Julio estaba en peligro
de muerte, pero él tenía la convicción de que nada malo
podía ocurrirle. Su única preocupación era permanecer
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 387
tranquilo, evitándose las emociones fuertes. Experimen¬
taba cierta alarma al considerar la frecuencia con que
se sucedían en París los fallecimientos de personas cono¬
cidas: políticos, artistas, escritores. Todos los días caía
alguien de cierto nombre. La guerra no sólo mataba en
el frente. Sus emociones volaban como flechas por las
ciudades, tumbando á los quebrantados, á los débiles,
que en tiempo normal habrían prolongado su existencia.
«¡Atención, Marcelo! — se decía con un regocijo egoís¬
ta—. Mucha calma. Hay que evitar á los cuatro jinetes
del amigo Tchernoff.»
Pasó una tarde en el estudio conversando con éste y
Argensola de las noticias que publicaban los periódicos.
Se había iniciado una ofensiva de los franceses en Cham¬
paña, con grandes avances y muchos prisioneros.
Desnoyers pensó en la pérdida de vidas que esto po¬
día representar. Pero la suerte de Julio no le hizo sentir
ninguna inquietud. Su hijo no estaba en aquella parte
del frente. El día anterior había recibido una carta de
él fechada una semana antes; pero casi todas llegaban
con igual retraso. El subteniente Desnoyers se mostraba
animoso y alegre. Lo iban á ascender de un momento á
otro; figuraba entre los propuestos para la Legión de
Honor. Don Marcelo se veía en lo futuro padre de un ge¬
neral joven, como los de la Devolución. Contempló los
bocetos en torno de él, admirándose de que la guerra
hubiese torcido de un modo tan extraordinario la carrera
de su hijo.
Al volver á casa se cruzó con Margarita Laurier,
que iba vestida de luto. El senador le había hablado de
ella pocos días antes. Su hermano el artillero acababa
de morir en Verdún.
«¡Cuántos caen! — se dijo — . ¡Cómo estará su pobre
madre!»
Pero inmediatamente sonrió al recordar á los que
nacían. Nunca se había preocupado la gente como ahora
de acelerar la reproducción. La misma señora Laurier
ostentaba con orgullo la redondez de su maternidad,
que había llegado á los mayores extremos visibles. Sus
ojos acariciaron el volumen vital que se delataba bajo
los velos del luto. Otra vez pensó en Julio, sin tener en
388
V. BLASCO IBANEZ
cuenta el curso del tiempo. Sintió la atracción de la cria¬
tura futura, como si tuviese con ella algún parentesco;
se prometió ayudar generosamente al hijo de los Laurier,
si alguna vez le encontraba en la vida.
Al entrar en su casa, doña Luisa le salió al paso para
manifestarle que Lacour le estaba esperando.
• — Vamos á ver qué cuenta nuestro ilustre consuegro
— dijo alegremente.
La buena señora estaba inquieta. Se había alarmado,
sin saber por qué, ante el gesto solemne del senador, con
ese instinto femenil que perfora las precauciones de los
hombres, adivinando lo que hay oculto detrás de ellas.
Había visto además que Eené y su padre hablaban en
voz baja, con una emoción contenida.
Eondó con irresistible curiosidad por las inmediacio¬
nes del despacho, esperando oir algo. Pero su espera no
fué larga.
De repente, un grito... un alarido... una voz como
sólo puede emitirla un cuerpo al que se le escapan las
fuerzas.
Y doña Luisa entró á tiempo para sostener á su ma¬
rido que se venía al suelo.
El senador se excusaba, confuso, ante los muebles,
ante las paredes, volviendo la espalda en su aturdi¬
miento al cabizbajo Eené, que era el único que podía
oirle.
— No me ha dejado terminar... Ha adivinado desde la
primera palabra...
Chichi se presentó, atraída por el grito, para ver
cómo su padre se escapaba de los brazos de su esposa,
cayendo en un sofá, rodando luego por el suelo, con los
ojos vidriosos y salientes, con la boca contraída, llo¬
rando espuma.
Un lamento se extendió por las lujosas habitaciones,
un quejido, siempre el mismo, que pasaba por debajo de
las puertas hasta la escalera majestuosa y solitaria.
— ¡Oh, Julio!... ¡Oh, hijo mío!...
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS
389
V
CAMPOS DE MUERTE
Iba avanzando el automóvil lentamente, bajo el cielo
lívido de una mañana de invierno.
Temblaba el suelo á lo lejos con blancas palpitacio¬
nes semejantes al aleteo de una banda de mariposas po¬
sada en los surcos. Sobre unos campos el enjambre era
denso, en otros formaba pequeños grupos.
Al aproximarse el vehículo, las blancas mariposas se
animaban con nuevos colores. Un ala se volvía azul, otra
encarnada... Eran pequeñas banderas, á cientos, á mi¬
les, que se estremecían día y noche con la tibia brisa im¬
pregnada de sol, con el huracán acuoso de las mañanas
pálidas, con el frío mordiente de las noches intermina¬
bles. La lluvia había lavado y relavado sus colores, de¬
bilitándolos. Las telas inquietas tenían sus bordes roídos
por la humedad. Otras estaban quemadas por el sol,
como insectos qUe acabasen de rozar el fuego.
Las banderas dejaban entrever con las palpitaciones
de su temblor leños negros que eran cruces. Sobre estos
maderos aparecían kepis obscuros, gorros rojos, cascos
rematados por cabelleras de crines que se pudrían len¬
tamente, llorando lágrimas atmosféricas por todas sus
puntas.
— ¡Cuánto muerto! — suspiró en el interior del automó¬
vil la voz de don Marcelo.
Y René, que iba enfrente de él, movió la cabeza con
triste asentimiento.
Doña Luisa miraba la fúnebre llanura, mientras sus
labios se estremecían levemente con un rezo continuo.
Chichi volvía á un lado y á otro sus ojos agrandados por
390
V. BLABCO IBANEZ
el asombro. Parecía más grande, más fuerte, á pesar de
la palidez verdosa que descoloraba su rostro.
Las dos señoras iban vestidas de luto, con luengos
velos. De luto también el padre, hundido en su asiento,
con aspecto de ruina, las piernas cuidadosamente en¬
vueltas en una manta de pieles. Eené conservaba su
uniforme de campaña, llevando sobre él un corto im¬
permeable de automovilista. A pesar de sus heridas, no
había querido retirarse del ejército. Estaba agregado á
una oficina técnica hasta la terminación de la guerra.
La familia Desnoyers iba á cumplir su deseo.
Al recobrar sus sentidos después de la noticia fatal,
el padre había concentrado toda su voluntad en una
petición:
—Necesito verle... ¡Oh, mi hijo!... ¡Mi hijo!
Inútilmente el senador le demostró la imposibilidad
de este viaje. Se estaban batiendo todavía en la zona
donde había caído Julio. Más adelante tal vez fuese po¬
sible la visita. «Quiero verle», insistió el viejo. Necesi¬
taba contemplar la tumba del hijo antes de morir él á su
vez. Y Lacour tuvo que esforzarse durante cuatro meses,
formulando súplicas y forzando resistencias, para conse¬
guir que don Marcelo pudiese realizar este viaje.
Un automóvil militar se llevó, al fin, una mañana á
todos los de la familia Desnoyers. El senador no pudo
ir con ellos. Circulaban rumores de una próxima modi¬
ficación ministerial, y él debía mostrarse en la Alta
Cámara, por si la República reclamaba sus- servicios un
tanto menospreciados.
Pasaron la noche en una ciudad de provincia, donde
estaba la comandancia de un cuerpo de ejército. René
tomó informes de los oficiales que habían presenciado
el gran combate. Con el mapa á la vista fué siguiendo
sus explicaciones, hasta conocer la sección de terreno
en que se había movido el regimiento de Julio.
A la mañana siguiente reanudaron el viaje. Un sol¬
dado que había tomado parte en la batalla les servía
de guía, sentado en el pescante al lado del chófer. René
consultaba de vez en cuando el mapa extendido sobre
sus rodillas y hacía preguntas al soldado. El regimiento
de éste se había batido junto al de Desnoyers, pero no
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 391
podía recordar con exactitud los lugares pisados por él
meses antes. El campo había sufrido transformaciones.
Presentaba un aspecto distinto de cuando lo vió cubierto
de hombres, entre las peripecias del combate. La sole¬
dad le desorientaba... Y el automóvil fué avanzando con
lentitud, sin más norte que los grupos de sepulturas, si¬
guiendo la carretera central, lisa y blanca, metiéndose
por los caminos transversales: zanjas tortuosas, barriza¬
les de relejes profundos, en los que daba grandes saltos
que hacían chillar sus muelles. A veces seguía á campo
traviesa, de un gi’upo de cruces á otro, aplastando con
la huella de sus neumáticos los surcos abiertos por la la¬
branza.
Tumbas... tumbas por todos lados. Las blancas lan¬
gostas de la muerte cubrían el paisaje. No quedaba un
rincón libre de este aleteo glorioso y fúnebre. La tierra
gris recién abierta por el arado, los caminos amarillen¬
tos, las arboledas obscuras, todo palpitaba con una on¬
dulación incansable. El suelo parecía gritar; sus pala¬
bras eran las vibraciones de las inquietas banderas. Y
los miles de gritos, con una melopea recomenzada ince¬
santemente á través de los días y las noches, cantaban
el choque monstruoso que había presenciado esta tierra
y del cual guardaba todavía un escalofrío trágico.
— Muertos.,, muertos — murmuraba Chichi siguiendo
con la vista la fila de cruces que se deslizaba por los
flancos del automóvil en incesante renovación.
— ¡Señor, por ellos!... ¡por sus madres! — gemía doña
Luisa reanudando su rezo.
Aquí se había desarrollado lo más terrible del com¬
bate, la pelea á uso antiguo, el choque cuerpo á cuerpo,
fuera de las trincheras, á la bayoneta, con la culata, con
los puños, con los dientes.
El guía, que empezaba á orientarse, iba señalando
diversos puntos del horizonte solitario. Allí estaban los
tiradores africanos; más acá, los cazadores. Las gran¬
des agrupaciones de tumbas eran de soldados de línea
que habían cargado á la bayoneta por los lados del
camino.
Se detuvo el automóvil. Rene bajó detrás del soldado
para examinar las inscripciones de unas cruces. Tal vez
392
V. BLASCO IBAÑEZ
procedían estos muertos del regimiento que buscaban.
Chichi bajó también maquinalmente, con el irresistible
deseo de proteger á su marido.
Cada sepultura guardaba varios hombres. El número
de cadáveres podía contarse por los kepis ó los cascos
que se pudrían y oxidaban adheridos á los brazos de la
cruz. Las hormigas formaban rosario sobre las prendas
militares, perforadas por agujeros de putrefacción, y que
ostentaban aún la cifra del regimiento. Las coronas con
que había adornado la piedad patriótica algunos de estos
sepulcros se ennegrecían y deshojaban. En unas cruces
los nombres de los muertos eran todavía claros, en otras
empezaban á borrarse y dentro de poco serían ilegibles.
«¡La muerte heroica!... ¡La gloria!», pensaba Chichi
con tristeza.
Ni el nombre siquiera iba á sobrevivir de la mayor
parte de estos hombres vigorosos desaparecidos en plena
juventud. Sólo quedaría de ellos el recuerdo que asal¬
tase de tarde en tarde á una campesina vieja guiando
su vaca por un camino de Francia y que le haría mur¬
murar entre suspiros: «¡Mi pequeño!... ¿dónde estará
enterrado mi pequeño?» Sólo viviría en la mujer del
pueblo, vestida de luto, que no sabe cómo resolver el
problema de su existencia; en los niños que al ir á la
escuela con blusas negras,’ dirían con una voluntad
feroz: «Cuando yo sea grande iré á matar boches, para
vengar á mi padre.»
Y doña Luisa, inmóvil en su asiento, siguiendo con
la mirada el paso de Chichi entre las tumbas, volvía á
interrumpir su rezo:
— ¡Señor, por las madres sin hijos... por los pequeños
sin padre... por que tu cólera nos olvide y tu sonrisa
vuelva á nosotros!
El marido, caído en su asiento, miraba también el
campo fúnebre. Pero sus ojos se fijaban tenazmente en
unas tumbas sin coronas ni banderas, simples cruces
con una tablilla de breve inscripción. Eran sepulturas
alemanas, que parecían formar página aparte en el libro
de la muerte. A un lado, en las innumerables tumbas
francesas, inscripciones de poca cuantía, números sim¬
ples: uno, dos, tres muertos. Al otro, en las sepulturas
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 393
espaciadas y sin adornos, partidas fuertes, guarismos
abultados, cifras de un laconismo aterrador.
Cercas de palos, largas y estrechas, limitaban estas
zanjas rellenas de carne. La tierra blanqueaba como si
tuviese nieve ó salitre. Era la cal revuelta con los terro¬
nes. La cruz llevaba en su tablilla la indicación de que
la tumba contenía alemanes, y á continuación un nú¬
mero: 200... 300... 400.
Estas cifras obligaban á Desnoyers á realizar un es¬
fuerzo imaginativo. Se decían prontamente, pero no era
fácil evocar con exactitud la visión de trescientos muer¬
tos juntos, trescientos envoltorios de carne humana lívi¬
da y sangrienta, los correajes rotos, el casco abollado,
las botas terminadas en bolas de fango, oliendo á tejidos
rígidos en los que se inicia la descomposición, con los
ojos vidriosos y tenaces, con el rictus del supremo mis¬
terio, alineándose en capas, lo mismo que si fuesen ladri¬
llos, en el fondo de un zanjón que va á cerrarse para
siempre... Y este fúnebre alineamiento se repetía á tre¬
chos por toda la inmensidad de la llanura.
Don Marcelo sintió una alegría feroz. Su paternidad
doliente experimentaba el consuelo fugitivo de la ven¬
ganza. Julio había muerto, y él iba á morir también, no
pudiendo sobrellevar su desgracia; pero ¡cuántos enemi¬
gos consumiéndose en estos pudrideros, que dejaban en
el mundo seres amados que los recordasen, como él re¬
cordaba á su hijo!...
Se los imaginó tal como debían ser antes del mo¬
mento de su muerte, tal como él los había visto en los
avances de la invasión en torno de su castillo.
Algunos de ellos, los más ilustrados y temibles, osten¬
taban en el rostro las teatrales cicatrices de los duelos
universitarios. Eran soldados que llevaban libros en la
mochila, y después del fusilamiento de un lote de cam¬
pesinos ó del saqueo de una aldea se dedicaban á leer
poetas y filósofos al resplandor de los incendios. Hincha¬
dos de ciencia con la hinchazón del sapo, orgullosos de
su intelectualidad pedantesca y suficiente, habían here¬
dado la dialéctica pesada y tortuosa de los antiguos teó¬
logos. Hijos del sofisma y nietos de la mentira, se con¬
sideraban capaces de probar los mayores absurdos con
394
V. BLASCO IBANEZ
las cabriolas mentales á que les tenía acostumbrados su
acrobatismo intelectual. El método favorito de la tesis,
la antítesis y la síntesis lo empleaban para demostrar
que Alemania debía ser señora del mundo; que Bélgica
era la culpable de su ruina por haberse defendido; que
la felicidad consiste en vivir todos los humanos regimen¬
tados á la prusiana, sin que se pierda ningún esfuerzo;
que el supremo ideal de la existencia consiste en el es¬
tablo limpio y el pesebre lleno; que la libertad y la jus¬
ticia no representan mas que ilusiones del romanticismo
revolucionario francés; que todo hecho consumado re¬
sulta santo desde el momento que triunfa, y el derecho
es simplemente un derivado de la fuerza. Estos intelec¬
tuales con fusil se consideraban los paladines de una
cruzada civilizadora. Querían que triunfase definitiva¬
mente el hombre rubio sobre el moreno; deseaban escla¬
vizar al despreciable hombre del Sur, consiguiendo para
siempre que el mundo fuese dirigido por los germanos,
«la sal de la tierra», «la aristocracia de la humanidad.»
Todo lo que en la Historia valía algo era alemán. Los
antiguos griegos habían sido de origen germánico; ale¬
manes también los grandes artistas del Kenacimiento
italiano. Los hombres del Mediterráneo, con la maldad
propia de su origen, habían falsificado la Historia.
Pero en lo mejor de estos ensueños ambiciosos, el
cruzado del pangermanismo recibía un balazo del «la¬
tino» despreciable, bajando á la tumba con todos sus
orgullos.
«Bien estás donde estás, pedante belicoso», pensaba
Desnoyers, acordándose de las conversaciones con su
amigo el ruso.
¡Lástima que no estuviesen allí también todos los
Herr Professor que se habían quedado en las universi¬
dades alemanas, sabios de indiscutible habilidad en su
mayor parte para desraarcar los productos intelectua¬
les, cambiando la terminología de las cosas! Estos hom¬
bres de barba fiuvial y antiparras de oro, pacíficos co¬
nejos del laboratorio y de la cátedra, habían preparado
la guerra presente con sus sofismas y su orgullo. Su
culpabilidad era mayor que la del Herr Lieutenant de
apretado corsé y reluciente monóculo, que al desear la
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 395
lucha y la matanza no hacía mas que seguir sus aficio¬
nes profesionales.
Mientras el soldado alemán de baja clase pillaba lo
que podía y fusilaba ebrio lo que le saltaba al paso, el
estudiante guerrero leía en el vivac á Hégel y Nietzs-
che. Era demasiado culto para ejecutar con sus manos
estos actos de «justicia histórica». Pero él y sus pro¬
fesores habían excitado todos los malos instintos de la
bestia germánica, dándoles un barniz de justificación
científica.
«Sigue en tu sepulcro, intelectual peligroso», conti¬
nuaba Desnoy ers mentalmente.
Los marroquíes feroces, los negros de mentalidad in¬
fantil, los indostánicos tétricos, le parecían más respeta¬
bles que todas las togas de armiño que desfilaban orgu-
llosas y guerreras por los claustros de las universidades
alemanas. ¡Qué tranquilidad para el mundo si desapare¬
ciesen sus portadores! Ante la barbarie refinada, fría y
cruel del sabio ambicioso, prefería la barbarie pueril y
modesta del salvaje: le molestaba menos, y además no
era hipócrita.
Por esto los únicos enemigos que le inspiraban con¬
miseración eran los soldados obscuros y de pocas letras
que se pudrían en aquellas tumbas. Habían sido rústi¬
cos del campo, obreros de fábricas, dependientes de co¬
mercio, alemanes glotones, de intestino inconmensura¬
ble, que veían en la guerra una ocasión de satisfacer sus
apetitos, de mandar y pegar á alguien, después de pasar
la vida en su país obedeciendo y recibiendo patadas.
La historia de su patria no era mas que una serie de
correrías hacia el Sur, semejantes á los malones de los
indios, para apoderarse de los bienes de los hombres que
viven en las orillas templadas del Mediterráneo. Los Ilerr
P'ofessor habían demostrado que estas expediciones de
saqueo representaban un trabajo de alta civilización. Y
el alemán marchaba adelante, con el entusiasmo de un
buen padre que se sacrifica por conquistar el pan de los
suyos.
Centenares de miles de cartas escritas por las fami¬
lias con manos temblorosas seguían á la gran horda ger¬
mánica en sus avances á través de las tierras invadidas.
396
V. BLASCO IBANEZ
Desnoyers había oído la lectura de algunas de ellas, á
la caída de la tarde, ante su castillo arruinado. Eran
papeles encontrados en los bolsillos de muertos y prisio¬
neros. «No tengas misericordia con los pantalones ro¬
jos. Mata welches: no perdones ni á los pequeños...» «Te
agradecemos los zapatos, pero la niña no puede ponér¬
selos. Esos franceses tienen unos pies ridiculamente pe¬
queños...» «Procura apoderarte de un piano.» «Me gus¬
taría un buen reloj.» «Nuestro vecino el capitán ha en¬
viado á su esposa un collar de perlas. ¡Y tú sólo envías
cosas insignificantes!»
Avanzaba heroicamente el virtuoso germano, con el
doble deseo de engrandecer á su país y hacer valiosos
envíos á los hijos. «¡Alemania sobre el mundo!» Pero
en lo mejor de sus ilusiones caía en la fosa revuelto con
otros camaradas que acariciaban los mismos ensueños.
Desnoyers se imaginó la impaciencia, al otro lado
del Rhin, de las piadosas mujeres que esperaban y es¬
peraban . Las listas de muertos no habían dicho nada
tal vez de los ausentes. Y las cartas seguían partiendo
hacia las líneas alemanas: unas cartas que nunca reci¬
biría el destinatario. «Contesta. Cuando no escribes, es
tal vez porque nos preparas una buena sorpresa. No ol¬
vides el collar. Envíanos un piano. Un armario tallado
de comedor me gustaría mucho. Los franceses tienen
cosas hermosas...»
La cruz escueta permanecía inmóvil sobre la tierra
blanca de cal. Cerca de ella aleteaban las banderas. Se
movían á un lado y á otro, como una cabeza que pro¬
testa, sonriendo irónicamente. ¡No!... ¡No!
Siguió avanzando el automóvil. El guía señalaba
ahora un grupo lejano de tumbas. Allí era indudable¬
mente donde se había batido el regimiento. Y el vehículo
salió del camino, hundiendo sus ruedas en la tierra re¬
movida, teniendo que hacer grandes rodeos para evitar
los sepulcros esparcidos caprichosamente por los azares
del combate.
Casi todos los campos estaban arados. El trabajo del
hombre se extendía de tumba en tumba, haciéndose más
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 397
visible así como la mañana iba repeliendo su envoltura
de nieblas.
Bajo los últimos soles del invierno empezaba á son-
reir la Naturaleza, ciega, sorda, insensible, que ignora
nuestra existencia y acoge indiferente en sus entrañas
lo mismo á un pobre animalillo humano que á un millón
de cadáveres.
Las fuentes guardaban todavía sus barbas de hielo;
la tierra se desmenuzaba bajo el pie con un crujido de
cristal; las charcas tenían arrugas inmóviles; los árbo¬
les, negros y dormidos, conservaban sobre el tronco la
camisa de verde metálico con que los había vestido el
invierno; las entrañas del suelo respiraban un frío abso¬
luto y feroz, semejante al de los planetas apagados y
muertos... Pero ya la primavera se había ceñido su ar¬
madura de flores en los palacios del trópico, ensillando
el verde corcel, que relinchaba con impaciencia: pronto
correría los campos, llevando ante su galope en desor¬
denada fuga á los negros trasgos invernales, mientras
á su espalda flotaba la suelta melena de oro como una
estela de perfumes. Anunciaban su llegada las hierbas
de los caminos cubriéndose de mi^iúsculos botones. Los
pájaros se atrevían á salir de sus refugios para aletear
entre los cuervos que graznaban de cólera junto á las
tumbas cerradas. El paisaje iba tomando bajo el sol una
sonrisa falsamente pueril, un gesto de niño que mira con
ojos cándidos, mientras sus bolsillos están repletos de
cosas robadas.
El labriego tenía arado el bancal y relleno de semi¬
lla el surco. Podían los hombres seguir matándose; la
tierra nada tiene que ver con sus odios, y no por ellos
va á interrumpirse el curso de su vida. La reja había
abierto sus renglones rectos é inflexibles, como todos los
años, borrando el pateo de hombres y bestias, los pro¬
fundos relejes de los cañones. Nada desorientaba su tes¬
tarudez laboriosa. Los embudos abiertos por las bombas
los había rellenado.
Algunas veces, el triángulo de acero tropezaba con
obstáculos subterráneos... un muerto anónimo y sin
tumba. El férreo arañazo seguía adelante, sin piedad
para lo que no se ve. De tarde en tarde se detenía ante
S98
V. BLASCO IBANEZ
obstáculos menos blandos. Eran proyectiles hundidos en
el suelo y sin estallar. Desenterraba el campesino el apa¬
rato de muerte, que á veces, con tardía maldad, hacía
explosión entre sus manos... Pero el hombre de la tierra
no conoce el miedo cuando va en busca del sustento, y
continuaba su avance rectilíneo, torciéndolo únicamente
al llegar junto á una tumba visible. Los surcos se apar¬
taban piadosamente, rodeando con su pequeño oleaje,
como si fuesen islas, á estos pedazos de suelo rematados
por banderas ó cruces. El terrón hundido en una boca
lívida guardaba en sus entrañas los gérmenes creadores
de un pan futuro. Las semillas, como pulpos en gesta¬
ción, se preparaban á extender los tentáculos de sus raí¬
ces hasta los cráneos que pocos meses antes contenían
gloriosas esperanzas ó monstruosas ambiciones. La vida
iba á renovarse una vez más.
El automóvil se detuvo. Corrió el guía entre las cru¬
ces, inclinándose para descifrar sus borrosas inscrip¬
ciones.
— ¡Aquí es!
Había encontrado en una sepultura el número del
regimiento.
Saltaron con prontitud fuera del vehículo Chichi y
su marido. Luego descendió doña Luisa con una rigidez
dolorosa, contrayendo el rostro para ocultar sus lágri¬
mas. Finalmente, los tres se decidieron á ayudar al pa¬
dre, que había repelido su envoltorio de pieles. ¡Pobre
señor Desnoyers! Al tocar el suelo vaciló sobre sus pier¬
nas, luego fué avanzando trabajosamente, moviendo los
pies con dificultad, hundiendo su bastón en los surcos.
— Apóyate, mi viejo — dijo la esposa ofreciéndole un
brazo.
El autoritario jefe de familia no podía moverse ahora
sin la protección de los suyos.
Se inició la marcha entre las tumbas, lenta, penosa.
Exploraba el guía el matorral de cruces, deletrean¬
do nombres, permaneciendo indeciso ante los rótulos
borrosos. Pené efectuaba el mismo trabajo por otro
lado. Chichi avanzó sola, de tumba en tumba. El viento
hacía revolotear sus velos negros. Los rizos se escapa¬
ban de su sombrero de luto cada vez que inclinaba la
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 399
cabeza ante una inscripción pugnando por descifrarla.
Sus breves pies se hundieron en los surcos. Kecogió su
falda para marchar con más soltura, dejando al descu¬
bierto una parte de su adorable basamento. Una atmós¬
fera voluptuosa de vida, de belleza oculta, de amor,
siguió sus pasos sobre esta tierra de muerte y podre¬
dumbre.
A lo lejos sonaba la voz del padre.
— ¿Todavía no?...
Los dos viejos se impacientaban, queriendo encon¬
trar cuanto antes la tumba de su hijo.
Transcurrió media hora sin que los exploradores die¬
sen con ella. Siempre nombres desconocidos, cruces anó¬
nimas ó inscripciones que consignaban cifras de otros
regimientos. Don Marcelo ya no podía tenerse en pie.
La marcha por la tierra blanda, á través de los surcos,
era para él un tormento. Empezó á desesperarse... ¡Ay!
No encontraría nunca la sepultura de Julio. Los padres
también la buscaron por su lado. Inclinaban sus cabezas
dolorosas ante todas las cruces; hundían muchas veces
los pies en el montículo largo y estrecho que parecía
marcar el bulto del cadáver. Leían los nombres... ¡Tam¬
poco estaba allí! Y seguían adelante por el rudo camino
de esperanzas y desalientos.
Fué Chichi la que avisó con un grito; «¡Aquí... aquí!»
Los viejos corrieron, temiendo caer á cada paso. Toda la
familia se agrupó ante un montón de tierra que tenía
la forma vaga de un féretro y empezaba á cubrirse de
hierbas. En la cabecera una cruz con letras grabadas
profundamente á punta de cuchillo, obra piadosa de los
compañeros de armas: «Desnoy ers...» Luego, en abre¬
viaturas militares, el grado, el regimiento y la com¬
pañía.
Un largo silencio. Doña Luisa se había arrodillado
instantáneamente, con los ojos ñjos en la cruz: unos
ojos enormes, de córneas enrojecidas, y que no podían
llorar. Las lágrimas la habían acompañado hasta allí.
Ahora huían, como repelidas por la inmensidad de un
dolor incapaz de plegarse á las manifestaciones ordi¬
narias.
El padre quedó mirando con extrañeza la rústica
400
V. BLASCO IBAÑEZ
tumba. Su hijo estaba allí, ¡allí para siempre!... ¡y no
le vería más! Le adivinó dormido en las entrañas del
suelo, sin ninguna envoltura, en contacto directo con
la tierra, tal como le había sorprendido la muerte, con
su uniforme miserable y heroico. La consideración de
que las raíces de las plantas tocaban tal vez con sus ca¬
belleras el mismo rostro que él había besado amorosa¬
mente, de que la lluvia serpenteaba en húmedas filtra¬
ciones á lo largo de su cuerpo, fué lo primero que le
sublevó, como si fuese un ultraje. Hizo memoria de los
exquisitos cuidados á que se había sometido en vida: el
largo baño, el masaje, la vigorización del juego de las
armas y del boxeo, la ducha helada, los elegantes y
discretos perfumes... ¡todo para venir á pudrirse en un
campo de trigo, como un montón de estiércol, como una
bestia de labor que muere reventada y la entierran en
el mismo lugar de su caída!
Quiso llevarse de allí á su hijo inmediatamente y se
desesperó porque no podía hacerlo. Lo trasladaría tan
pronto como se lo permitiesen, erigiéndole un mausoleo
igual á los de los reyes... ¿Y qué iba á conseguir con
esto? Cambiaría de sitio un montón de huesos; pero su
carne, su envoltura, todo lo que formaba el encanto de
su persona, quedaría allí confundido con la tierra. El
hijo del rico Desnoyers se había agregado para siempre
á un pobre campo de la Champaña. ¡Ah, miseria! ¿Y
para llegar á esto había trabajado tanto él, amonto¬
nando millones?...
No conocía siquiera cómo había sido su muerte. Na¬
die podía repetirle sus últimas palabras. Ignoraba si
su fin había sido instantáneo, fulminante, saliendo del
mundo con una sonrisa de inconsciencia, ó si había pa¬
sado largas horas de suplicio abandonado en el campo,
retorciéndose como un reptil, rodando por los círculos
de un dolor infernal antes de sumirse en la nada. Igno¬
raba igualmente qué había debajo de aquel túmulo: un
cuerpo entero tocado por la muerte con mano discreta,
ó una amalgama de restos informes destrozados por el
huracán de acero... ¡Y no le vería más! ¡Y aquel Julio
que llenaba su pensamiento sería simplemente un re¬
cuerdo, un nombre que viviría mientras sus padres vi-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 401
viesen, y se extinguiría luego poco á poco al desapare¬
cer ellos!...
Se sorprendió al oir un quejido, un sollozo... Luego
se dió cuenta de que era él mismo el que acompañaba
sus reflexiones con un hipo de dolor.
La esposa estaba á sus pies. Eezaba con los ojos se¬
cos, rezaba á solas con su desesperación. Ajando en la
cruz una mirada de hipnótica tenacidad... x411í estaba su
hijo, tendido junto á sus rodillas, lo mismo que de niño,
en la cuna, cuando ella vigilaba su sueño... La exclama¬
ción del padre estallaba también en su pensamiento, pero
sin exasperaciones coléricas, con una tristeza desalenta¬
da. ¡Y no le vería más!... ¡Y era posible esto!
Chichi interrumpió con su presencia las dolorosas
reflexiones de los dos. Había corrido hacia el automóvil
y regresaba con una brazada de flores. Colgó una co¬
rona en la cruz; depositó un ramo enorme al pie de ésta.
Luego fué derramando una lluvia de pétalos por toda
la superflcie del túmulo, grave y ceñuda, como si cum¬
pliese un rito religioso, acompañando la ofrenda con
salutaciones de su pensamiento: «A ti, que tanto amaste
la vida por sus bellezas y sus sensualismos... A ti, que
supiste hacerte amar de las mujeres...» Lloraba mental¬
mente su recuerdo con tanta admiración como dolor. De
no ser hermana, hubiese querido ser su amante.
Y al agotarse la lluvia de flores se apartó, para no
turbar con su presencia el dolor gimiente de los padres.
Ante la inutilidad de sus quejas, el antiguo carácter
de don Marcelo se había despertado colérico, rugiendo
contra el destino.
Miró al horizonte, allí donde él se imaginaba que
debían estar los enemigos, y cerró los puños con rabia.
Creyó ver á la Bestia, eterna pesadilla de los hombres.
¿Y el mal quedaría sin castigo, como tantas veces?...
No había justicia; el mundo era un producto de la
casualidad; todo mentiras, palabras de consuelo para
que el hombre sobrelleve sin asustarse el desamparo en
que vive.
Le pareció que resonaba á lo lejos el galope de los
cuatro jinetes apocalípticos atropellando á los humanos.
Vió al mocetón brutal y membrudo con la espada de la
26
402
V. BLASCO IBANEZ
guerra, al arquero de sonrisa repugnante con las flechas
de la peste, al avaro calvo con las balanzas del hambre,
al cadáver galopante con la hoz de la muerte. Los re¬
conoció como las únicas divinidades familiares y terri¬
bles que hacían sentir su presencia al hombre. Todo lo
demás resultaba un ensueño. Los cuatro jinetes eran la
realidad...
De pronto, por un misterio de asimilación mental, le
pareció leer lo que pensaba aquella cabeza lloriqueante
que permanecía á sus pies.
La madre, impulsada por sus propias desgracias, ha¬
bía evocado las desgracias de los otros. También ella mi¬
raba al horizonte. Se imaginó ver más allá de la línea
de los enemigos un desfile de dolor igual al de su familia.
Contempló á Elena con sus hijas marchando entre tum¬
bas, buscando un nombre amado, cayendo de rodillas
ante una cruz. ¡Ay! Esta satisfacción dolorosa no podía
conocerla por completo. Le era imposible pasar al lado
opuesto para ir en busca de otra sepultura. Y aunque
alguna vez pasase, no la encontraría. El cuerpo adorado
se había perdido para siempre en los pudrideros anóni¬
mos, cuya vista le había hecho recordar poco antes á su
sobrino Otto.
— Señor, ¿por qué vinimos á estas tierras? ¿por qué no
continuamos viviendo en el lugar donde nacimos?...
Al adivinar estos pensamientos, vió Desnoy ers la lla¬
nura inmensa y verde de la estancia donde había cono¬
cido á su esposa. Le pareció oir el trote de los ganados.
Contempló al centauro Madariaga en la noche tranquila,
proclamando bajo el fulgor de las estrellas las alegrías
de la paz, la santa fraternidad de unas gentes de las más
diversas procedencias unidas por el trabajo, la abundan¬
cia y la falta de ambiciones políticas.
El también, pensando en su hijo, se lamentó como la
esposa: «¿Por qué habremos venido?...» El también, con
la solidaridad del dolor, compadeció á los del otro lado.
Sufrían lo mismo que ellos; habían perdido á sus hijos.
Los dolores humanos son iguales en todas partes.
Pero luego se revolvió contra su conmiseración. Karl
era partidario de la guerra; era de los que la considera¬
ban como el estado perfecto del hombre, y la había pre-
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 403
parado con sus provocaciones. Estaba bien que la guerra
devorase á sus hijos: no debía llorarlos. ¡Pero él, que
había amado siempre la paz! ¡él, que sólo tenía un hijo,
uno solo... y lo perdía para siempre!...
Iba á morir, estaba seguro de que iba á morir... Sólo
le quedaban unos meses de existencia. Y la pobre com¬
pañera que rezaba á sus pies también desaparecería
pronto. No se sobrevive á un golpe como el que acaba¬
ban de experimentar. Nada les quedaba que hacer en
el mundo.
Su hija sólo pensaba en ella, en formar un núcleo
aparte, con el duro instinto de independencia que se¬
para á los hijos de los padres, para que la humanidad
continúe su renovación.
Julio era el único que podía haber prolongado la
familia, perpetuando el apellido. Los Desnoyers habían
muerto; los hijos de su hija serían Lacour... Todo ter¬
minado.
Don Marcelo sintió cierta satisfacción al pensar en su
próxima muerte. Deseaba salir del mundo cuanto antes.
No le inspiraba curiosidad el final de esta guerra que
tanto le había preocupado. Fuese cual fuese su termina¬
ción, acabaría mal. Aunque la Bestia quedase mutilada,
volvería á resurgir años después, como eterna compañe¬
ra de los hombres... Para él, lo único importante era que
la guerra le había robado á su hijo. Todo sombrío, todo
negro... El mundo iba á perecer... El iba á descansar.
Chichi estaba subida en un montículo que tal vez
contenía cadáveres. Con el entrecejo fruncido, contem¬
plaba la llanura. ¡Tumbas... siempre tumbas! El recuer¬
do de Julio había pasado á segundo término en su me¬
moria. No podría resucitarle por más que llorase.
La vista de los campos de muerte sólo le hacía pen¬
sar en los vivos. Volvió los ojos á un lado y á otro,
mientras sujetaba con ambas manos el revuelo de sus
faldas, movidas por el viento.
René se hallaba al pie del montículo. Varias veces
le miró, luego de contemplar las sepulturas, como si
estableciese una relación entre su marido y aquellos
muertos. ¡Y él había expuesto su existencia en comba¬
tes iguales á este!...
404
V. BLASCO IBAÑEZ
— ¡Y tú, pobrecito mío — continuó en alta voz — , po¬
días estar á estas horas debajo de un montón de tierra
con una cruz de palo, lo mismo que tantos infelices!...
El subteniente sonrió con melancolía. Así era.
— Ven, sube — dijo Chichi imperiosamente — . Quiero
decirte una cosa. ^
Al tenerle cerca le echó los brazos al cuello, lo apretó
contra las magnolias ocultas de su pecho, que exhalaban
un perfume de vida y de amor, le besó rabiosamente en
la boca, le mordió, sin acordarse ya de su hermano, sin
ver á los dos viejos que lloraban abajo queriendo mo¬
rir... y sus faldas, libres al viento, moldearon la sober¬
bia curva de unas caderas de ánfora.
FIN
París,— Noviembre 1915.
Febrero 1916.
ÍNDICE
Págrs.
Al lector . 7
PRIMERA PARTE
I. — En el jardín de la Capilla Expiatoria . 15
II. — El centauro Madariaga . 42
III. — La familia Desnoyers . 75
IV. — El primo de Berlín . 107
V. — Donde aparecen los cuatro jinetes . 150
SEGUNDA PARTE
I. — Las envidias de don Marcelo . 158
II. — Vida nueva . 174
III. — La retirada . 192
IV. — junto á la gruta sagrada . . 226
V. — La invasión . 250
TERCERA PARTE
I. — Después del Mame . 524
II. — En el estudio . 555
III. — La guerra . 548
IV. — No hay quien le mate . 575
V. — Campos de muerte . 589
I
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