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Full text of "Los cuatro jinetes del Apocalipsis (novela)"

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I 


Obras  cOxMpletas  de  Vicente  BLASCO  IBAÑEZ 


LOS 

CUATRO  JINETES 
DEL  APOCALIPSIS 

(NOVELA) 


153.000  EJEMPLARES 


PROMETEO 

Germanías,  33.— VALENCIA 
(Published  in  Spain) 


L 


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Es  PROPIEDAD.— Reservados  todos 
los  derechos  de  reproducción,  traduc¬ 
ción  y  adaptación. 

Copyrig-ht  1919,  hy  V.  Blasco  Ibáñez 


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X713  0  ‘ 


AL  LECTOR 


En  Julio  de  1914  noté  los  primeros  indicios  de  la  pró¬ 
xima  guerra  europea,  viniendo  de  Buenos  Aires  á  las 
costas  de  Francia  en  el  vapor  alemán  Konig  Friedrich 
August. 

Era  el  mismo  buque  que  figura  en  los  primeros  capí¬ 
tulos  de  esta  obra.  No  quise  cambiar  ni  desfigurar  su 
nombre.  Copias  casi  exactas  del  natural  son  también  los 
personajes  alemanes  que  aparecen  en  el  principio  de  la 
novela. 

Les  oí  hablar  con  entusiasmo  de  la  «guerra  preven¬ 
tiva»,  y  celebrar,  con  una  copa  de  champaña  en  la 
mano,  la  posibilidad,  cada  vez  más  cierta,  de  que  Ale¬ 
mania  declarase  la  guerra,  sin  reparar  en  pretextos.  ¡Y 
esto  en  medio  del  Océano,  lejos  de  las  grandes  agrupa¬ 
ciones  humanas,  sin  otra  relación  con  el  resto  del  pla¬ 
neta  que  las  noticias  intermitentes  y  confusas  que  podía 
recoger  la  telegrafía  sin  hilos  del  buque  en  aquel  am¬ 
biente  agitado  por  los  mensajes  ansiosos  que  cruzaban 
todos  los  pueblos!...  Por  eso  sonrío  con  desprecio  ó  me 
indigno  siempre  que  oigo  decir  que  Alemania  no  quiso 
la  guerra  y  que  los  alemanes  no  estaban  deseosos  de  lle¬ 
gar  á  ella  cuanto  antes. 


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AL  LECTOR 


El  primer  capítulo  de  Los  guateo  jinetes  del  Apo¬ 
calipsis  me  lo  proporcionó  un  viaje  casual  á  bordo  del 
último  trasatlántico  germánico  que  tocó  en  Francia. 

Viviendo  semanas  después  en  el  París  solitario  de 
principios  de  Septiembre  de  1914,  cuando  se  desarrolló 
la  primera  batalla  del  Mame  y  el  gobierno  francés  tuvo 
que  trasladarse  á  Burdeos  por  medida  de  prudencia,  el 
ambiente  extraordinario  de  la  gran  ciudad  me  sugirió 
todo  el  resto  de  la  presente  novela.  Marchando  por  las 
avenidas  afluentes  al  Arco  de  Triunfo,  que  en  aquellos 
días  parecían  de  una  ciudad  muerta  y  contrastaban  por 
su  fúnebre  soledad  con  los  esplendores  y  riquezas  de  los 
tiempos  pacíficos,  tuve  la  visión  de  «los  cuatro  jinetes», 
azotes  de  la  Historia,  que  iban  á  trastornar  por  muchos 
años  el  ritmo  de  nuestra  existencia. 

Después  de  la  batalla  salvadora  del  Mame,  cuando 
el  gobierno  volvió  á  instalarse  en  París,  conversé  un  día 
con  M.  Poincaré,  que  era  entonces  presidente  de  la  Re¬ 
pública. 

Poincaré  ama  la  literatura  más  que  la  política. 

— Yo  soy  el  abogado  de  los  escritores — dice  con  orgu¬ 
llo,  como  si  este  fuese  el  mejor  de  sus  títulos — .  Yo  de¬ 
fendí  en  todos  sus  pleitos  á  la  Academia  Goncourt. 

El  presidente  de  la  República  quiso  felicitarme  por 
mis  escritos  espontáneos  á  favor  de  Francia  en  los  pri¬ 
meros  y  más  difíciles  momentos  de  la  guerra,  cuando 
el  porvenir  se  mostraba  obscuro,  incierto,  y  bastaban 
los  dedos  de  una  mano  para  contar  en  el  extranjero 
á  los  que  sosteníamos  franca  y  decididamente  á  los 
Aliados. 

— Quiero  que  vaya  usted  al  frente — me  dijo — ,  pero 
no  para  escribir  en  los  periódicos.  Eso  pueden  hacerlo 
muchos.  Vaya  como  novelista.  Observe,  y  tal  vez  de  su 
viaje  nazca  un  libro  que  sii’va  á  nuestra  causa. 


AL  LECTOR 


9 


Gracias  al  presidente  de  la  Eepública  pude  ver  todo 
el  inmenso  escenario  de  la  batalla  del  Mame,  cuando 
aún  estaban  recientes  las  huellas  de  este  choque  gigan¬ 
tesco.  Por  sus  recomendaciones  viví  en  un  pueblecito 
cerca  de  Eeims,  donde  estaba  el  cuartel  general  de  Fran- 
chet  d’Esperey,  jefe  del  quinto  ejército. 

Luego,  Franchet  d’Esperey,  en  el  último  año  de  la 
guerra,  mandó  el  ejército  de  Oriente,  venció  á  los  búl¬ 
garos,  obligándolos  á  pedir  la  paz,  y  aceleró  con  ello  la 
terminación  general  de  la  lucha.  Hoy  es  mariscal  de  la 
República  francesa. 

Esta  novela  la  escribí  en  París  cuando  los  alemanes 
estaban  á  unas  docenas  de  kilómetros  de  la  capital,  y 
bastaba  tomar  un  automóvil  de  alquiler  en  la  plaza  de 
la  Ópera  para  hallarse  en  menos  de  una  hora  á  pocos 
metros  de  sus  trincheras,  oyendo  sus  conversaciones  á 
través  del  suelo  siempre  que  cesaba  el  traquetear  de 
fusiles  y  ametralladoras,  restableciéndose  el  silencio  so¬ 
bre  los  desolados  campos  de  muerte. 

La  falta  de  medios  de  comunicación  dentro  de  París 
y  la  escasez  de  dinero  que  trajo  para  muchos  la  guerra, 
me  obligaron  á  abandonar  la  elegante  casita  con  jardín 
que  ocupaba  en  las  inmediaciones  del  Bosque  de  Bolo¬ 
nia,  instalándome  en  un  barrio  vulgarísimo  del  centro, 
en  una  casa  de  numerosos  habitantes,  cuyas  paredes  y 
tabiques  dejaban  pasar  los  sonidos  como  si  fuesen  de 
cartón. 

La  guerra  parecía  atraernos  y  aglomerarnos  á  los 
habitantes  de  la  ciudad.  Nuestra  vida  tenía  algo  de 
campamento.  Los  niños  jugaban  en  la  calle  lo  mismo 
que  en  un  villorrio;  toda  clase  de  ruidos  é  incomodida¬ 
des  eran  tolerados.  ¡Quién  iba  á  quejarse,  como  en  los 
tiempos  normales,  cuando  la  única  preocupación  era 
saber  si  el  enemigo  había  avanzado  ó  retrocedido,  y  al 


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AL  LECTOR 


cerrar  la  noche  todos  mirábamos  inquietos  la  negrura 
del  cielo  cortada  por  las  mangas  luminosas  de  los  reflec¬ 
tores,  preguntándonos  si  dormiríamos  en  paz  ó  si  las 
escuadrillas  aéreas,  con  sus  proyectiles,  vendrían  á  in¬ 
terrumpir  nuestro  sueño!... 

En  los  diversos  pisos  de  mi  casa  existían  cuatro  pia¬ 
nos,  y  todos  ellos  sonaban  desde  las  primeras  horas  de 
la  mañana  hasta  después  de  media  noche.  Las  vecinas 
distraían  su  aburrimiento  ó  su  inquietud  con  un  piano- 
teo  torpe  y  monótono,  pensando  en  el  marido,  en  el 
padre  ó  en  el  novio  que  estaban  en  el  frente.  Además, 
había  que  preocuparse  del  carbón,  que  era  puro  barro 
y  no  calentaba,  del  pan  de  guerra,  nocivo  para  el  estó¬ 
mago,  de  la  mala  calidad  de  los  víveres,, de  todas  las 
penalidades  de  una  vida  triste,  mezquina  y  sin  gloria  á 
espaldas  de  un  ejército  que  se  bate. 

Nunca  trabajé  en  peores  condiciones.  Tuve  las  manos 
y  el  rostro  agrietados  por  el  frío;  usé  zapatos  y  calceti¬ 
nes  de  combatiente,  para  sufrir  menos  los  rigores  del 
invierno. 

Así  escribí  Los  cuatro  jinetes  del  Apocalipsis. 

Reconozco  que  hoy  no  podría  terminar  una  novela 
en  aquella  menguada  habitación,  con  tres  pianos  sobre 
la  cabeza,  otro  piano  bajo  los  pies,  y  una  ventana  al 
lado  dando  sobre  una  calle  maloliente,  por  la  carencia 
de  limpieza  pública,  donde  jugaban  á  gritos  docenas  de 
chiquillos  faltos  de  padres,  pues  éstos  sólo  de  tarde  en 
tarde  podían  alcanzar  un  permiso  para  volver  del  fren¬ 
te.  Además,  transitaban  por  ella  sin  descanso  cantores 
populares  y  toda  clase  de  estrépitos,  excepcionalmente 
tolerados. 

Pero  el  ambiente  heroico  de  la  guerra  influía  en  nos¬ 
otros,  y  durante  cuatro  años  vivimos  todos  en  París  de 
un  modo  que  nos  asombra  ahora  al  recordarlo. 


AL  LECTOR 


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La  novela  imaginada  y  escrita  en  nn  pisito  de  la 
rué  Rennequin  ha  dado  después  la  vuelta  á  la  tierra, 
siendo  traducida  á  los  idiomas  de  todos  los  pueblos  ci¬ 
vilizados  y  obteniendo  en  algunos  de  éstos — los  más 
importantes  y  poderosos — un  éxito  que  nunca  llegué  á 
sospechar. 

V.  B.  I. 


1923. 


LOS  CUATRO  JIRETES  DEL  APOCALIPSIS 


PRIMERA  PARTE 


I 


EN  EL  JARDÍN  DE  LA  CAPILLA  EXPIATORIA 


Debían  encontrarse  á  las  cinco  de  la  tarde  en  el  pe¬ 
queño  jardín  de  la  Capilla  Expiatoria,  pero  Julio  Des¬ 
noy  ers  llegó  media  hora  antes,  con  la  impaciencia  del 
enamorado  que  cree  adelantar  el  momento  de  la  cita  pre¬ 
sentándose  con  anticipación.  Al  pasar  la  verja  por  el 
bulevar  Haussmann,  se  dió  cuenta  repentinamente  de 
que  en  París  el  mes  de  Julio  pertenece  al  verano.  El 
curso  de  las  estaciones  era  para  él  en  aquellos  momen¬ 
tos  algo  embrollado  que  exigía  cálculos. 

Habían  transcurrido  cinco  meses  desde  las  últimas 
entrevistas  en  este  square  que  ofrece  á  las  parejas  erran¬ 
tes  el  refugio  de  una  calma  húmeda  y  fúnebre  junto  á 
un  bulevar  de  continuo  movimiento  y  en  las  inmedia¬ 
ciones  de  una  gran  estación  de  ferrocarril.  La  hora  de 
la  cita  era  siempre  las  cinco.  Julio  veía  llegar  á  su 
amada  á  la  luz  de  los  reverberos,  encendidos  reciente¬ 
mente,  con  el  busto  envuelto  en  pieles  y  llevándose  el 
manguito  al  rostro  lo  mismo  que  un  antifaz.  La  voz 
dulce,  al  saludarle,  esparcía  su  respiración  congelada 
por  el  frío:  un  nimbo  de  vapor  blanco  y  tenue.  Después 


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V.  BLASCO  IBAÑEZ 

de  varias  entrevistas  preparatorias  y  titubeantes,  aban¬ 
donaron  definitivamente  el  jardín.  Su  amor  había  ad¬ 
quirido  la  majestuosa  importancia  del  hecho  consumado, 
y  fué  á  refugiarse  de  cinco  á  siete  en  un  quinto  piso  de. 
la  rué  de  la  Pompe ^  donde  tenía  Julio  su  estudio  de  pin¬ 
tor.  Las  cortinas  bien  corridas  sobre  el  ventanal  de  cris¬ 
tales,  la  chimenea  ardiente  esparciendo  palpitaciones  de 
púrpura  como  única  luz  de  la  habitación,  el  monótono 
canto  del  samovar  hirviendo  junto  á  las  tazas  de  té,  todo 
el  recogimiento  de  una  vida  aislada  por  el  dulce  egoís¬ 
mo,  no  les  permitió  enterarse  de  que  las  tardes  iban 
siendo  más  largas,  de  que  afuera  aún  lucía  á  ratos  el  sol 
en  el  fondo  de  los  pozos  de  nácar  abiertos  en  las  nubes, 
y  que  la  primavera,  una  primavera  tímida  y  pálida,  em¬ 
pezaba  á  mostrar  sus  dedos  verdes  en  los  botones  de  las 
ramas,  sufriendo  las  últimas  mordeduras  del  invierno, 
negro  jabalí  que  volvía  sobre  sus  pasos. 

Luego,  Julio  había  hecho  un  viaje  á  Buenos  Aires, 
encontrando  en  el  otro  hemisferio  las  últimas  sonrisas 
del  otoño  y  los  primeros  vientos  helados  de  la  Pampa. 
Y  cuando  se  imaginaba  que  el  invierno  era  para  él  la 
eterna  estación,  pues  le  salía  al  paso  en  sus  cambios  de 
domicilio  de  un  extremo  á  otro  del  planeta,  he  aquí  que 
se  le  aparecía  inesperadamente  el  verano  en  este  jardín 
de  barrio. 

Un  enjambre  de  niños  correteaba  y  gritaba  en  las 
cortas  avenidas  alrededor  del  monumento  expiatorio. 
Lo  primero  que  vió  Julio  al  entrar  fué  un  aro  que  venía 
rodando  hacia  sus  piernas  empujado  por  una  mano  in¬ 
fantil.  Luego  tropezó  con  una  pelota.  En  torno  de  los 
castaños  se  aglomeraba  el  público  habitual  de  los  días 
calurosos,  buscando  la  sombra  azul  acribillada  de  pun¬ 
tos  de  luz.  Eran  criadas  de  las  casas  próximas  que  ha¬ 
cían  labores  ó  charlaban,  siguiendo  con  mirada  indife¬ 
rente  los  juegos  violentos  de  los  niños  confiados  á  su 
vigilancia;  burgueses  del  barrio  que  descendían  al  jar¬ 
dín  para  leer  su  periódico,  haciéndose  la  ilusión  de  que 
les  rodeaba  la  paz  de  los  bosques.  Todos  los  bancos  es¬ 
taban  llenos.  Algunas  mujeres  ocupaban  taburetes  ple¬ 
gadizos  de  lona,  con  el  aplomo  que  confiere  el  derecho 
de  propiedad.  Las  sillas  de  hierro,  asientos  sometidos  á 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  lo 


pago,  servían  de  refugio  á  varias  señoras  cargadas  de 
paquetes,  burguesas  de  los  alrededores  de  París  que 
esperaban  á  otros  individuos  de  su  familia  para  tomar 
el  tren  en  la  Gare  Saint- Lazare...  Y  Julio  había  pro¬ 
puesto  en  una  carta  neumática  el  encontrarse,  como  en 
otros  tiempos,  en  este  lugar,  por  considerarlo  poco  fre¬ 
cuentado.  Y  ella,  con  no  menos  olvido  de  la  realidad, 
fijaba  en  su  respuesta  la  hora  de  siempre,  las  cinco, 
creyendo  que,  después  de  pasar  unos  minutos  en  el 
Pi'intemps  ó  las  Galerías  con  pretexto  de  hacer  com¬ 
pras,  podría  deslizarse  hasta  el  jardín  solitario,  sin 
riesgo  á  ser  vista  por  alguno  de  sus  numerosos  conoci¬ 
mientos... 

Desnoyers  gozó  una  voluptuosidad  casi  olvidada — la 
del  movimiento  en  un  vasto  espacio — al  pasear  haciendo 
crujir  bajo  sus  pies  los  granos  de  arena.  Durante  veinte 
días,  sus  paseos  habían  sido  sobre  tablas,  siguiendo  con 
el  automatismo  de  un  caballo  de  picadero  la  pista  ovoi- 
dal  de  la  cubierta  de  un  buque.  Sus  plantas,  habituadas 
á  un  suelo  inseguro,  guardaban  aún  sobre  la  tierra  firme 
cierta  sensación  de  movilidad  elástica.  Sus  idas  y  ve¬ 
nidas  no  despertaban  la  curiosidad  de  las  gentes  senta¬ 
das  en  el  paseo.  Una  preocupación  común  parecía  abar¬ 
car  á  todos,  hombres  y  mujeres.  Los  grupos  cruzaban  en 
alta  voz  sus  impresiones.  Los  que  tenían  un  periódico  en 
la  mano  veían  aproximarse  á  los  vecinos  con  sonrisa  de 
interrogación.  Habían  desaparecido  de  golpe  la  descon¬ 
fianza  y  el  recelo  que  impulsan  á  los  habitantes  de  las 
grandes  ciudades  á  ignorarse  mutuamente,  midiéndose 
con  la  vista  cual  si  fuesen  enemigos. 

«Hablan  de  la  guerra  —  se  dijo  Desnoyers  — .  Todo 
París  sólo  habla  á  estas  horas  de  la  posibilidad  de  la 
guerra.» 

Fuera  del  jardín  se  notaba  igualmente  la  misma  an¬ 
siedad,  que  hacía  á  las  gentes  fraternales  é  igualitarias. 
Los  vendedores  de  periódicos  pasaban  por  el  bulevar 
voceando  las  publicaciones  de  la  tarde.  Su  carrera 
furiosa  era  cortada  por  las  manos  ávidas  de  los  tran¬ 
seúntes,  que  se  disputaban  los  papeles.  Todo  lector  se 
veía  rodeado  de  un  grupo  que  le  pedía  noticias  ó  inten¬ 
taba  descifrar  por  encima  de  sus  hombros  los  gruesos 


16 


F.  BLASCO  IBANEZ 


y  sensacionales  rótulos  que  encabezaban  la  hoja.  En  la 
rué  des  Maihurins,  al  otro  lado  del  square,  un  corro  de 
trabajadores,  bajo  el  toldo  de  una  taberna,  oía  los  co¬ 
mentarios  de  un  amigo,  que  acompañaba  sus  palabras 
agitando  el  periódico  con  ademanes  oratorios.  El  trán¬ 
sito  en  las  calles,  el  movimiento  general  de  la  ciudad, 
era  lo  mismo  que  en  los  otros  días;  pero  á  Julio  le  pare¬ 
ció  que  los  vehículos  iban  más  aprisa,  que  había  en  el 
aire  un  estremecimiento  de  fiebre,  que  las  gentes  ha¬ 
blaban  y  sonreían  de  un  modo  distinto.  Todos  parecían 
conocerse.  A  él  mismo  le  miraban  las  mujeres  del  jardín 
como  si  le  hubiesen  visto  en  los  días  anteriores.  Podía 
acercarse  á  ellas  y  entablar  conversación,  sin  que  expe¬ 
rimentasen  extrañeza. 

«Hablan  de  la  guerra»,  volvió  á  repetirse;  pero  con 
la  conmiseración  de  una  inteligencia  superior  que  co¬ 
noce  el  porvenir  y  se  halla  por  encima  de  las  impresio¬ 
nes  del  vulgo. 

Sabía  á  qué  atenerse.  Había  desembarcado  á  las  diez 
de  la  noche,  aún  no  hacía  veinticuatro  horas  que  pisaba 
tierra,  y  su  mentalidad  era  lá  de  un  hombre  que  viene 
de  lejos,  á  través  de  las  inmensidades  oceánicas,  de  los 
horizontes  sin  obstáculos,  y  se  sorprende  viéndose  asal¬ 
tado  por  las  preocupaciones  que  gobiernan  á  los  gran¬ 
des  grupos  humanos.  Al  desembarcar  había  estado  dos 
horas  en  un  café  de  Boulogne,  contemplando  cómo  las 
familias  burguesas  pasaban  la  velada  en  la  monótona 
placidez  de  una  vida  sin  peligros.  Luego,  el  tren  espe¬ 
cial  de  los  viajeros  de  América  le  había  conducido  á 
París,  dejándolo  á  las  cuatro  de  la  madrugada  en  un 
andén  de  la  estación  del  Norte  entre  los  brazos  de  Pepe 
Argensola,  joven  español  al  que  llamaba  unas  veces 
«mi  secretario»  y  otras  «mi  escudero»,  por  no  saber  con 
certeza  qué  funciones  desempeñaba  cerca  de  su  persona. 
En  realidad,  era  una  mezcla  de  amigo  y  de  parásito,  el 
camarada  pobre,  complaciente  y  activo  que  acompaña 
al  señorito  de  familia  rica  en  mala  inteligencia  con  sus 
padres,  participando  de  las  alternativas  de  su  fortuna, 
recogiendo  las  migajas  de  los  días  prósperos  é  inven¬ 
tando  expedientes  para  conservar  las  apariencias  en  las 
horas  de  penuria. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  11 


— ¿Qué  hay  de  la  guerra? — le  había  dicho  Argensola 
antes  de  preguntarle  por  el  resultado  de  su  viaje — .  Tú 
vienes  de  fuera  y  debes  saber  mucho. 

Luego  se  había  dormido  en  su  antigua  cama,  guar¬ 
dadora  de  gratos  recuerdos,  mientras  el  «secretario» 
paseaba  por  el  estudio  hablando  de  Servia,  de  Eusia  y 
del  kaiser.  También  este  muchacho  escéptico  para  todo 
lo  que  no,  estuviese  en  relación  con  su  egoísmo,  parecía 
contagiado  por  la  preocupación  general.  Cuando  des¬ 
pertó,  la  carta  de  ella  citándole  para  las  cinco  de  la 
tarde  contenía  igualmente  algunas  palabras  sobre  el 
temido  peligro.  A  través  de  su  estilo  de  enamorada  pa¬ 
recía  transpirar  la  preocupación  de  París.  Al  salir  en 
busca  del  almuerzo,  la  portera,  con  pretexto  de  darle  la 
bienvenida,  le  había  pedido  noticias.  Y  en  el  restorán, 
en  el  café,  en  la  calle,  siempre  la  guerra...  la  posibili¬ 
dad  de  una  guerra  con  Alemania... 

Desnoy ers  era  optimista.  ¿Qué  podían  significar  estas 
inquietudes  para  un  hombre  como  él,  que  acababa  de 
vivir  más  de  veinte  días  entre  alemanes,  cruzando  el 
Atlántico  bajo  la  bandera  del  Imperio?... 

Había  salido  de  Buenos  Aires  en  un  vapor  de  Ham- 
burgo:  el  Kónig  Friedrich  August.  El  mundo  estaba  en 
santa  tranquilidad  cuando  el  buque  se  alejó  de  tierra. 
Sólo  en  Méjico  blancos  y  mestizos  se  exterminaban  re¬ 
volucionariamente,  para  que  nadie  pudiese  creer  que  el 
hombre  es  un  animal  degenerado  por  la  paz.  Los  pue¬ 
blos  demostraban  en  el  resto  del  planeta  una  cordura 
extraordinaria.  Hasta  en  el  trasatlántico,  el  pequeño 
mundo  de  pasajeros  de  las  más  diversas  nacionalidades 
parecía  un  fragmento  de  la  sociedad  futura  implantado 
como  ensayo  en  los  tiempos  presentes,  un  boceto  del 
mundo  del  porvenir,  sin  fronteras  ni  antagonismos  de 
razas. 

Una  mañana,  la  música  de  á  bordo,  que  hacía  oir 
todos  los  domingos  el  Coral  de  Lutero,  despertó  á  los 
durmientes  de  los  camarotes  de  primera  clase  con  la 
más  inaudita  de  las  alboradas.  Desnoy  ers  se  frotó  los 
ojos  creyendo  vivir  aún  en  las  alucinaciones  del  sueño. 
Los  cobres  alemanes  rugían  la  Marsellesa  por  los  pasi¬ 
llos  y  las  cubiertas.  El  camarero,  sonriendo  ante  su 

2 


18 


V.  BLASCO  IBANEZ 

asombro,  acabó  por  explicar  el  acontecimiento;  «Catorce 
de  Julio.»  En  los  vapores  alemanes  se  celebran  como 
propias  Jas  grandes  fiestas  de  todas  las  naciones  que 
proporcionan  carga  y  pasajeros.  Sus  capitanes  cuidan 
escrupulosamente  de  cumplir  los  ritos  de  esta  religión 
de  la  bandera  y  del  recuerdo  histórico.  La  más  insigni¬ 
ficante  Eepública  ve  empavesado  el  buque  en  su  honor. 
Es  una  diversión  más,  que  ayuda  á  combatir  la  mono¬ 
tonía  del  viaje  y  sirve  á  los  altos  fines  de  la  propaganda 
germánica.  Por  primera  vez  la  gran  fecha  de  Francia 
era  festejada  en  un  buque  alemán;  y  mientras  los  músi¬ 
cos  seguían  paseando  por  los  diversos  pisos  una  Marse- 
llesa  galopante,  sudorosa  y  con  el  pelo  suelto,  los  grupos 
matinales  comentaban  el  suceso.  «¡Qué  finura! — ^decían 
las  damas  sudamericanas — .  Estos  alemanes  no  son  tan 
ordinarios  como  parecen.  Es  una  atención...  algo  muy 
distinguido.  ¿Y  aún  hay  quien  cree  que  ellos  y  Francia 
van  á  golpearse?...» 

Los  contadísimos  franceses  que  viajaban  en  el  buque 
se  veían  admirados,  como  si  hubiesen  crecido  desmesu¬ 
radamente  ante  la  pública  consideración.  Eran  tres  nada 
más:  un  joyero  viejo,  que  venía  de  visitar  sus  sucursales 
de  América,  y  dos  muchachas  comisionistas  de  la  rué 
de  la  Paix,  las  personas  más  modositas  y  tímidas  de  á 
bordo,  vestales  de  ojos  alegres  y  nariz  respingada,  que 
se  mantenían  aparte,  sin  permitirse  la  menor  expansión 
en  este  ambiente  poco  grato.  Por  la  noche  hubo  ban¬ 
quete  de  gala.  En  el  fondo  del  comedor,  la  bandera  fran¬ 
cesa  y  la  del  Imperio  formaban  un  vistoso  y  disparatado 
cortinaje.  Todos  los  pasajeros  alemanes  iban  de  frac  y 
sus  damas  exhibían  las  blancuras  de  sus  escotes.  Los 
uniformes  de  los  sirvientes  brillaban  como  en  un  día  de 
gran  revista.  A  los  postres  sonó  el  repiqueteo  de  un  cu¬ 
chillo  sobre  un  vaso,  y  se  hizo  el  silencio.  El  coman¬ 
dante  iba  á  hablar.  Y  el  bravo  marino,  que  unía  á  sus 
funciones  náuticas  la  obligación  de  hacer  arengas  en 
los  banquetes  y  abrir  los  bailes  con  la  dama  de  mayor 
respeto,  empezó  el  desarrollo  de  un  rosario  de  palabras 
semejantes  á  frotamientos  de  tabletas,  con  largos  inter¬ 
valos  de  vacilante  silencio.  Desnoy ers  sabía  un  poco  de 
alemán,  como  recuerdo  de  sus  relaciones  con  los  pa- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  19 


rientes  que  tenía  en  Berlín,  y  pudo  atrapar  algunas  pa¬ 
labras.  Repetía  el  comandante  á  cada  momento  «paz»  y 
«amigos».  Un  vecino  de  mesa,  comisionista  de  comercio, 
se  ofreció  como  intérprete,  con  la  obsequiosidad  del  que 
vive  de  la  propaganda. 

— El  comandante  pide  á  Dios  que  mantenga  la  paz 
entre  Alemania  y  Francia  y  espera  que  cada  vez  serán 
más  amigos  los  dos  pueblos. 

Otro  orador  se  levantó  en  la  misma  mesa  que  ocu¬ 
paba  el  marino.  Era  el  más  respetado  de  los  pasajeros 
alemanes,  un  rico  industrial  de  Dusseldorf  que  venía  de 
visitar  á  sus  corresponsales  de  América.  Nunca  lo  de¬ 
signaban  por  su  nombre.  Tenía  el  título  de  Consejero  de 
Comercio,  y  para  sus  compatriotas  era  Herr  Comer zien- 
rath,  así  como  su  esposa  se  hacía  dar  el  título  de  Frau 
Eath.  La  «señora  consejera»,  mucho  más  joven  que  su 
importante  esposo,  había  atraído  desde  el  principio  del 
viaje  la  atención  de  Desnoyers.  Ella,  por  su  parte,  hizo 
una  excepción  en  favor  de  este  joven  argentino,  abdi¬ 
cando  su  título  desde  las  primeras  palabras.  «Me  llamo 
Berta»,  dijo  dengosamente,  como  una  duquesa  de  Ver- 
salles  á  un  lindo  abate  sentado  á  sus  pies.  El  marido 
también  protestó  al  oir  que  Desnoyers  le  llamaba  «con¬ 
sejero»,  como  sus  compatriotas.  «Mis  amigos  me  llaman 
capitán.  Yo  mando  una  compañía  de  la  landsturm.»  Y 
el  gesto  con  que  el  industrial  acompañó  estas  palabras 
revelaba  la  melancolía  de  un  hombre  no  comprendido 
menospreciando  los  honores  que  goza  para  pensar  úni¬ 
camente  en  los  que  no  posee. 

Mientras  pronunciaba  el  discurso,  Julio  examinó  su 
pequeña  cabeza  y  su  robusto  pescuezo,  que  le  daban 
cierta  semejanza  con  un  perro  de  pelea.  Imaginaria¬ 
mente  veía  el  alto  y  opresor  cuello  del  uniforme  ha¬ 
ciendo  surgir  sobre  sus  bordes  un  doble  bullón  de  grasa 
roja.  Los  bigotes  enhiestos  y  engomados  tomaban  un 
avance  agresivo.  Su  voz  era  cortante  y  seca,  como  si 
sacudiese  las  palabras...  Así  debía  lanzar  el  emperador 
sus  arengas.  Y  el  burgués  belicoso,  con  instintiva  simu¬ 
lación,  encogía  el  brazo  izquierdo,  apoyando  la  mano 
en  la  empuñadura  de  un  sable  invisible. 

A  pesar  de  su  gesto  fiero  y  su  oratoria  de  mando, 


20 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

todos  los  oyentes  alemanes  rieron  estrepitosamente  á 
las  primeras  palabras,  como  hombres  que  saben  apre¬ 
ciar  el  sacriñcio  de  un  Herr  Comer zienrath  cuando  se 
digna  divertir  á  una  reunión. 

— Dice  cosas  muy  graciosas  de  los  franceses — apuntó 
el  intérprete  en  voz  baja — .  Pero  no  son  ofensivas. 

Julio  había  adivinado  algo  de  esto  al  oir  repetidas 
veces  la  palabra  franzosen.  Se  daba  cuenta  aproxima¬ 
damente  de  lo  que  decía  el  orador:  «^Franzoseriy  niños 
grandes,  alegres,  graciosos,  imprevisores.  ¡Las  cosas 
que  podrían  hacer  juntos  los  alemanes  y  ellos,  si  olvi¬ 
daban  los  rencores  del  pasado!»  Los  oyentes  germanos 
ya  no  reían.  El  consejero  renunciaba  á  su  ironía,  una 
ironía  grandiosa,  aplastante,  de  muchas  toneladas  de 
peso,  enorme  como  el  buque.  Ahora  desaiTollaba  la  parte 
seria  de  su  arenga,  y  el  mismo  comisionista  parecía  con¬ 
movido. 

— Dice,  señor — continuó — ,  que  desea  que  Francia  sea 
muy  grande  y  que  algún  día  marchemos  juntos  contra 
otros  enemigos...  ¡contra  otros! 

Y  guiñaba  un  ojó  sonriendo  maliciosamente,  con  la 
misma  sonrisa  de  común  inteligencia  que  despertaba  en 
todos  esta  alusión  al  misterioso  enemigo. 

Al  final,  el  capitán  consejero  levantó  su  copa  por 
Francia.  «¡Hoch!»,  gritó  como  si  mandase  una  evolución 
á  sus  soldados  de  la  reserva.  Por  tres  veces  dió  el  grito, 
y  toda  la  masa  germánica,  puesta  de  pie,  contestó  con  un 
¡Hoch!  semejante  á  un  rugido,  mientras  la  música,  insta¬ 
lada  en  el  antecomedor,  rompía  á  tocar  la  Marsellesa. 

Desnoyers  se  conmovió.  Un  escalofrío  de  entusiasmo 
subía  por  su  espalda.  Se  le  humedecieron  los  ojos,  y  al 
beberse  el  champaña  creyó  haber  tragado  algunas  lágri¬ 
mas.  El  llevaba  un  nombre  francés,  tenía  sangre  fran¬ 
cesa,  y  lo  que  hacían  aquellos  gringos — que  las  más  de 
las  veces  le  parecían  ridículos  y  ordinarios — era  digno 
de  agradecimiento.  ¡Los  súbditos  del  kaiser  festejando 
la  gran  fecha  de  la  Revolución!...  Creyó  estar  asistiendo 
á  un  gran  suceso  histórico. 

— ¡Muy  bien! — dijo  á  otros  sudamericanos  que  ocupa¬ 
ban  las  mesas  inmediatas — .  Hay  que  reconocer  que  han 
estado  muy  gentiles. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  21 


Luego,  con  la  vehemencia  de  sus  veintisiete  años, 
acometió  en  el  antecomedor  al  joyero,  echándole  en  cara 
su  mutismo.  Era  el  línico  ciudadano  de  Francia  que  iba 
á  bordo.  Debía  haber  dicho  cuatro  palabras  de  agrade¬ 
cimiento.  La  fiesta  terminaba  mal  por  su  culpa. 

— ¿Y  por  qué  no  ha  hablado  usted,  que  es  hijo  de  fran¬ 
cés? — dijo  el  otro. 

— Yo  soy  ciudadano  argentino — contestó  Julio. 

Y  se  alejó  del  joyero,  mientras  éste,  pensando  que 
«podía  haber  hablado»,  daba  explicaciones  á  los  que  le 
rodeaban.  Era  muy  peligroso  mezclarse  en  asuntos  di¬ 
plomáticos.  Además,  él  «no  tenía  instrucciones  de  su 
gobierno».  Y  por  unas  cuantas  horas  se  creyó  un  hom¬ 
bre  que  había  estado  á  punto  de  desempeñar  un  gran 
papel  en  la  Historia. 

Pasaba  Desnoyers  el  resto  de  la  noche  en  el  fumade¬ 
ro,  atraído  por  la  presencia  de  la  «señora  consejera».  El 
capitán  de  la  landsturm^  avanzando  un  enorme  cigarro 
entre  sus  bigotes,  jugaba  al  poker  con  otros  compatrio¬ 
tas  que  le  seguían  en  orden  de  dignidades  y  riquezas. 
Su  compañera  se  mantenía  al  lado  suyo  gran  parte  de 
la  velada,  presenciando  el  ir  y  venir  de  los  camareros 
cargados  de  hocks,  sin  atreverse  á  intervenir  en  este 
consumo  enorme  de  cerveza.  Su  preocupación  era  guar¬ 
dar  un  asiento  vacío  junto  á  ella  para  que  lo  ocupase 
Desnoyers.  Le  tenía  por  el  hombre  más  «distinguido»  de 
á  bordo  porque  tomaba  champaña  en  todas  las  comidas. 
Era  de  mediana  estatura,  moreno,  con  un  pie  breve — que 
la  obligaba  á  ella  á  recoger  los  suyos  debajo  de  las  fal¬ 
das — ,  y  su  frente  aparecía  como  un  triángulo  bajo  dos 
crenchas  de  pelo  lisas,  negras,  lustrosas  cual  planchas 
de  laca.  El  tipo  opuesto  de  los  hombres  que  la  rodeaban. 
Además,  vivía  en  París,  en  la  ciudad  que  ella  no  había 
visto  nunca,  después  de  numerosos  viajes  por  ambos 
hemisferios. 

— ¡Oh,  París!  ¡París! — decía  abriendo  los  ojos  y  frun¬ 
ciendo  los  labios  para  expresar  su  admiración  cuando 
hablaba  á  solas  con  el  argentino — .  ¡Cómo  me  gustaría 
ir  á  él! 

Y  para  que  le  contase  las  cosas  de  París,  se  permitía 
ciertas  confidencias  sobre  los  placeres  de  Berlín,  pero 


22 


F.  BLASCO  IBAÑEZ 

con  ruborosa  modestia,  admitiendo  por  adelantado  que 
en  el  mundo  hay  más,  mucho  más,  y  que  ella  deseaba 
conocerlo. 

Julio,  al  pasear  ahora  en  torno  de  la  Capilla  Expia¬ 
toria,  se  acordaba  con  cierto  remordimiento  de  la  esposa 
del  consejero  Erckmann.  ¡El,  que  había  hecho  el  viaje  á 
América  por  una  mujer,  para  reunir  dinero  y  casarse 
con  ella!...  Pero  en  seguida  encontraba  excusas  á  su 
conducta.  Nadie  iba  á  saber  lo  ocurrido.  Además,  él 
no  era  un  asceta,  y  Berta  Erckmann  representaba  una 
amistad  tentadora  en  medio  del  mar.  Al  recordarla, 
veía  imaginariamente  un  caballo  de  carreras  grande, 
enjuto,  rubio  y  de  largas  zancas.  Era  una  alemana  á  la 
moderna,  que  no  reconocía  otro  defecto  á  su  país  que  la 
pesadez  de  sus  mujeres,  combatiendo  en  su  persona  este 
peligro  nacional  con  toda  clase  de  métodos  alimenticios. 
La  comida  era  para  ella  un  tormento  y  el  desfile  de  los 
hocks  en  el  fumadero  un  suplicio  tantalesco.  La  esbeltez 
conseguida  y  mantenida  por  esta  tensión  de  la  voluntad 
dejaba  más  visible  la  robustez  de  su  andamiaje,  el  fuer¬ 
te  esqueleto,  con  mandíbulas  poderosas  y  unos  dientes 
grandes,  sanos,  deslumbradores,  que  tal  vez  daban  ori¬ 
gen  á  la  comparación  irreverente  de  Desnoy ers.  «Es  del¬ 
gada  y  sin  embargo  enorme»,  se  decía  al  examinarla. 
Pero  á  continuación  la  declaraba  igualmente  la  mujer 
más  distinguida  de  á  bordo;  distinguida  para  el  Océano, 
elegante  á  estilo  de  Munich,  con  vestidos  de  colores  inde¬ 
finibles  que  hacían  recordar  el  arte  persa  y  las  viñetas 
de  los  manuscritos  medioevales.  El  marido  admiraba  la 
elegancia  de  Berta,  lamentando  en  secreto  su  esterilidad 
casi  como  un  delito  de  alta  traición.  La  patria  alemana 
era  grandiosa  por  la  fecundidad  de  sus  mujeres.  El  kai¬ 
ser,  con  sus  hipérboles  de  artista,  había  hecho  constar 
que  la  verdadera  belleza  alemana  debe  tener  el  talle  á 
partir  de  un  metro  cincuenta. 

Cuando  entró  Desnoyers  en  el  fumadero  para  ocupar 
el  asiento  que  le  reservaba  la  consejera,  el  marido  y  sus 
opulentos  camaradas  tenían  la  baraja  inactiva  sobre  el 
verde  tapete.  Herr  Rath  continuaba  entre  amigos  su  dis¬ 
curso,  y  los  oyentes  se  sacaban  el  cigarro  de  los  labios 
para  lanzar  gruñidos  de  aprobación.  La  presencia  de 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  23 


Julio  provocó  una  sonrisa  de  general  amabilidad.  Era 
Francia  que  venía  á  fraternizar  con  ellos.  Sabían  que 
su  padre  era  francés,  y  esto  bastaba  para  que  lo  acogie¬ 
sen  como  si  llegase  en  línea  recta  del  palacio  del  muelle 
de  Orsay,  representando  á  la  más  alta  diplomacia  de  la 
República.  El  afán  de  proselitismo  hizo  que  todos  ellos 
oncediesen  de  pronto  una  importancia  desmesurada. 


— Nosotros — continuó  el  consejero,  mirando  fijamente 
á  Desnoyers  como  si  esperase  de  él  una  declaración  so¬ 
lemne — deseamos  vivir  en  buena  amistad  con  Francia. 

El  joven  Julio  aprobó  con  la  cabeza,  para  no  mos¬ 
trarse  desatento.  Le  parecía  muy  bien  que  las  gentes 
no  fuesen  enemigas.  Por  él  podía  afirmarse  esta  amis¬ 
tad  cuanto  quisieran.  Lo  único  que  le  interesaba  en 
aquellos  momentos  era  cierta  rodilla  que  buscaba  la 
suya  por  debajo  de  la  mesa,  transmitiéndole  su  dulce 
calor  á  través  de  un  doble  telón  de  sedas. 

— Pero  Francia — siguió  quejumbrosamente  el  indus¬ 
trial — se  muestra  arisca  con  nosotros.  Hace  años  que 
nuestro  emperador  le  tiende  la  mano  con  noble  lealtad, 
y  ella  finge  no  verla...  Eso  reconocerá  usted  que  no  es 
correcto. 

Aquí  Desnoyers  creyó  que  debía  decir  algo,  para  que 
el  orador  no  adivinase  sus  verdaderas  preocupaciones. 

— Tal  vez  no  hacen  ustedes  bastante.  ¡Si  ustedes  de¬ 
volviesen,  ante  todo,  lo  que  le  quitaron!... 

Se  hizo  un  silencio  de  estupefacción,  como  si  hubiese 
sonado  en  el  buque  la  señal  de  alarma.  Algunos  de  los 
que  se  llevaban  el  cigarro  á  los  labios  quedaron  con  la 
mano  inmóvil  á  dos  dedos  de  la  boca,  abriendo  los  ojos 
desmesuradamente.  Pero  allí  estaba  el  capitán  de  la 
landsturm  para  dar  forma  á  su  muda  protesta. 

— ¡Devolver! — dijo  con  una  voz  que  parecía  ensorde¬ 
cida  por  el  repentino  hinchamiento  de  su  cuello — .  Nos¬ 
otros  no  tenemos  por  qué  devolver  nada,  ya  que  nada 
hemos  quitado.  Lo  que  poseemos  lo  ganamos  con  nues¬ 
tro  heroísmo. 

La  oculta  rodilla  se  hizo  más  insinuante,  como  si 
aconsejase  prudencia  al  joven  con  sus  dulces  frota¬ 
mientos. 

— No  diga  usted  esas  cosas — suspiró  Berta — .  Eso  sólo 


24 


7.  BLASCO  IBAÑEZ 

lo  dicen  los  republicanos  corrompidos  de  París.  ¡Un 
joven  tan  distinguido,  que  ha  estado  en  Berlín  y  tiene 
parientes  en  Alemania!... 

Como  Desnoyers  ante  toda  afirmación  hecha  con  tono 
altivo  sentía  un  impulso  hereditario  de  agresividad,  dijo 
fríamente: 

— Es  como  si  yo  le  quitase  á  usted  el  reloj  y  luego  le 
propusiera  que  fuésemos  amigos,  olvidando  lo  ocurrido. 
Aunque  usted  pudiera  olvidar,  lo  primero  sería  que  yo 
le  devolviese  el  reloj. 

Quiso  responder  tantas  cosas  á  la  vez  el  consejero 
Erckmann,  que  balbuceó,  saltando  de  una  idea  á  otra: 
«¡Comparar  la  reconquista  de  Alsacia  á  un  robo!...  ¡Una 
tierra  alemana!...  La  raza...  la  lengua...  la  historia...» 

—  Pero  ¿dónde  consta  su  voluntad  de  ser  alemana? 
— preguntó  el  joven  sin  perder  la  calma — .  ¿Cuándo  han 
consultado  ustedes  su  opinión?... 

Quedó  indeciso  el  consejero,  como  si  dudase  entre 
caer  sobre  el  insolente  ó  aplastarlo  con  su  desprecio. 

— Joven,  usted  no  sabe  lo  que  dice — afirmó  al  fin  con 
majestad — .  Usted  es  argentino  y  no  entiende  las  cosas 
de  Europa. 

y  los  demás  asintieron,  despojándolo  repentinamente 
.de  la  ciudadanía  que  le  habían  atribuido  poco  antes. 
El  consejero,  con  una  rudeza  militar,  le  había  vuelto  la 
espalda,  y  tomando  la  baraja,  distribuía  cartas.  Se  re¬ 
anudó  la  partida.  Desnoyers,  viéndose  aislado  por  este 
menosprecio  silencioso,  sintió  deseos  de  interrumpir  el 
juego  con  una  violencia.  Pero  la  oculta  rodilla  seguía 
aconsejándole  la  calma  y  una  mano  no  menos  invisible 
buscó  su  diestra,  oprimiéndola  dulcemente.  Esto  bastó 
para  que  recobrase  la  serenidad.  La  «señora  consejera» 
seguía  con  ojos  fijos  la  marcha  del  juego.  El  miró  tam¬ 
bién,  y  una  sonrisa  maligna  contrajo  levemente  los  ex¬ 
tremos  de  su  boca,  al  mismo  tiempo  que  se  decía  men¬ 
talmente,  á  guisa  de  consuelo:  «¡Capitán,  capitán!...  No 
sabes  lo  que  te  espera.» 

Estando  en  tierra  firme  no  se  habría  acercado  más  á 
estos  hombres;  pero  la  vida  en  un  trasatlántico,  con  su 
inevitable  promiscuidad,  obliga  al  olvido.  Al  otro  día, 
el  consejero  y  sus  amigos  fueron  en  busca  de  él,  extre- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  25 


mando  sus  amabilidades  para  borrar  todo  recuerdo  eno¬ 
joso.  Era  un  joven  «distinguido»,  pertenecía  á  una  fami¬ 
lia  rica,  y  todos  ellos  poseían  en  su  país  tiendas  y  otros 
negocios.  De  lo  único  que  cuidaron  fué  de  no  mencionar 
más  su  origen  francés.  Era  argentino,  y  todos  á  coro  se 
interesaban  por  la  grandeza  de  su  nación  y  de  todas  las 
naciones  de  la  América  del  Sur,  donde  tenían  corres¬ 
ponsales  y  empresas,  exagerando  su  importancia  como 
si  fuesen  grandes  potencias,  comentando  con  gravedad 
los  hechos  y  palabras  de  sus  personajes  políticos,  dando 
á  entender  que  en  Alemania  no  había  quien  no  se  pre¬ 
ocupase  de  su  porvenir,  prediciendo  á  todas  ellas  una 
gloria  futura,  reflejo  de  la  del  Imperio,  siempre  que  se 
mantuviesen  bajo  la  influencia  germánica. 

A  pesar  de  estos  halagos,  Desnoyers  no  se  presentó 
con  la  misma  asiduidad  que  antes  á  la  hora  del  poker. 
La  consejera  se  retiraba  á  su  camarote  más  pronto  que 
de  costumbre.  La  proximidad  de  la  línea  equinoccial  le 
proporcionaba  un  sueño  irresistible,  abandonando  á  su 
esposo,  que  seguía  con  los  naipes  en  la  mano.  Julio,  por 
su  parte,  tenía  misteriosas  ocupaciones  que  sólo  le  per¬ 
mitían  subir  á  la  cubierta  después  de  media  noche.  Con 
la  precipitación  de  un  hombre  que  desea  ser  visto  para 
evitar  sospechas,  entraba  en  el  fumadero  hablando  alto 
y  venía  á  sentarse  junto  al  marido  y  sus  camaradas.  La 
partida  había  terminado,  y  un  derroche  de  cerveza  y 
gruesos  cigarros  de  Hamburgo  servía  para  festejar  el 
éxito  de  los  gananciosos.  Era  la  hora  de  las  expansiones 
germánicas,  de  la  intimidad  entre  hombres,  de  las  bro¬ 
mas  lentas  y  pesadas,  de  los  cuentos  subidos  de  color. 
El  consejero  presidía  con  toda  su  grandeza  estas  dia¬ 
bluras  de  los  amigos,  sesudos  negociantes  de  los  puer¬ 
tos  anseáticos,  que  gozaban  de  grandes  créditos  en  el 
Deutsche  Bankj  ó  tenderos  instalados  en  las  repúblicas 
del  Plata,  con  una  familia  innumerable.  El  era  un  gue¬ 
rrero,  un  capitán,  y  al  celebrar  cada  chiste  lento  con 
una  risa  que  hinchaba  su  robusta  cerviz,  creía  estar  en 
el  vivac  entre  sus  compañeros  de  armas. 

En  honor  de  los  sudamericanos  que,  cansados  de 
pasear  por  la  cubierta,  entraban  á  oir  lo  que  decían  los 
gringos,  los  cuentistas  vertían  al  español  las  gracias  y 


26 


V.  BLASCO  IBANEZ 

los  relatos  licenciosos  despertados  en  su  memoria  por 
la  cerveza  abundante.  Julio  admiraba  la  risa  fácil  de 
que  estaban  dotados  todos  estos  hombres.  Mientras  los 
extranjeros  permanecían  impasibles,  ellos  reían  con  so¬ 
noras  carcajadas,  echándose  atrás  en  sus  asientos.  Y 
cuando  el  auditorio  alemán  permanecía  frío,  el  cuen¬ 
tista  apelaba  á  un  recurso  infalible  para  remediar  su 
falta  de  éxito. 

— A  kaiser  le  contaron  este  cuento,  y  cuando  kaiser 
lo  oyó,  kaiser  rió  mucho. 

No  necesitaba  decir  más.  Todos  reían,  «¡ja,  ja,  ja!» 
con  una  carcajada  espontánea  pero  breve;  una  risa  en 
tres  golpes,  pues  el  prolongarla  podía  interpretarse  como 
una  falta  de  respeto  á  la  majestad. 

Cerca  de  Europa,  una  oleada  de  noticias  salió  al 
encuentro  del  buque.  Los  empleados  del  telégrafo  sin 
hilos  trabajaban  incesantemente.  Una  noche,  al  entrar 
Desnoyers  en  el  fumadero,  vió  á  los  notables  germáni¬ 
cos  manoteando  y  con  los  rostros  animados.  No  bebían 
cerveza:  habían  hecho  destapar  botellas  de  champaña 
alemán,  y  la  Frau  consejera,  impresionada  sin  duda  por 
los  acontecimientos,  se  abstenía  de  bajar  á  su  camarote. 
El  capitán  Erckmann,  al  ver  al  joven  argentino,  le  ofre¬ 
ció  una  copa. 

— Es  la  guerra— dijo  con  entusiasmo — ,  la  guerra  que 
llega...  ¡Ya  era  hora! 

Desnoyers  hizo  un  gesto  de  asombro.  ¡La  guerra!... 
¿Qué  guerra  era  esa?...  Había  leído,  como  todos,  en  la 
tablilla  de  anuncios  del  antecomedor,  un  radiograma 
dando  cuenta  de  que  el  gobierno  austriaco  acababa  de 
enviar  un  ultimátum  á  Servia,  sin  que  esto  le  produjese 
la  menor  emoción.  Menospreciaba  las  cuestiones  de  los 
Balkanes.  Eran  querellas  de  pueblos  piojosos,  que  aca¬ 
paraban  la  atención  del  mundo,  distrayéndolo  de  empre¬ 
sas  más  serias.  ¿Cómo  podía  interesar  este  suceso  al  be¬ 
licoso  consejero?  Las  dos  naciones  acabarían  por  enten¬ 
derse.  La  diplomacia  sirve  algunas  veces  para  algo. 

— No — insistió  ferozmente  el  alemán — ;  es  la  guerra, 
la  bendita  guerra.  Rusia  sostendrá  á  Servia,  y  nosotros 
apoyaremos  á  nuestra  aliada...  ¿Qué  hará  Francia? 
¿Usted  sabe  lo  que  hará  Francia?... 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  27 


Julio  levantó  los  hombros  con  mal  humor,  como  pi¬ 
diendo  que  le  dejase  en  paz. 

— Es  la  guerra — continuó  el  consejero  — ,  la  guerra 
preventiva  que  necesitamos.  Eusia  crece  demasiado 
aprisa  y  se  prepara  contra  nosotros.  Cuatro  años  más  de 
paz,  y  habrá  terminado  sus  ferrocarriles  estratégicos, 
y  su  fuerza  militar,  unida  á  la  de  sus  aliados,  valdrá 
tanto  como  la  nuestra.  Mejor  es  darle  ahora  un  buen 
golpe.  Hay  que  aprovechar  la  ocasión...  ¡La  guerra! 
¡la  guerra  preventiva! 

Todo  su  clan  le  escuchaba  en  silencio.  Algunos  no 
parecían  sentir  el  contagio  de  su  entusiasmo.  ¡La  gue¬ 
rra!...  Con  la  imaginación  veían  los  negocios  paraliza¬ 
dos,  los  corresponsales  en  quiebra,  los  Bancos  cortando 
los  créditos...  una  catástrofe  más  pavorosa  para  ellos 
que  las  matanzas  de  las  batallas.  Pero  aprobaban  con 
gruñidos  y  movimientos  de  cabeza  las  feroces  declama¬ 
ciones  de  Erckmann.  Era  un  Herr  Ehat^  y  además  un 
oñcial.  Debía  estar  en  el  secreto  de  los  destinos  de  su 
patria,  y  esto  bastaba  para  que  bebiesen  en  silencio  por 
el  éxito  de  la  guerra. 

El  joven  creyó  que  el  consejero  y  sus  admiradores 
estaban  borrachos.  «Fíjese,  capitán — dijo  con  tono  con¬ 
ciliador — ;  eso  que  usted  dice  tal  vez  carece  de  lógica.» 
¿Cómo  podía  convenir  una  guerra  á  la  industriosa  Ale¬ 
mania?  Por  momentos  iba  ensanchando  su  accióh:  cada 
mes  conquistaba  un  mercado  nuevo;  todos  los  años  su 
balance  comercial  aparecía  aumentado  en  proporciones 
inauditas.  Sesenta  años  antes  tenía  que  tripular  sus 
escasos  buques  con  los  cocheros  de  Berlín  castigados 
por  la  policía.  Ahora  sus  flotas  comerciales  y  de  guerra 
surcaban  todos  los  océanos,  y  no  había  puerto  donde  la 
mercancía  germánica  no  ocupase  la  parte  más  conside¬ 
rable  de  los  muelles.  Sólo  necesitaba  seguir  viviendo 
de  este  modo,  mantenerse  alejada  de  las  aventuras  gue¬ 
rreras.  Veinte  años  más  de  paz,  y  los  alemanes  serían 
los  dueños  de  los  mercados  del  mundo,  venciendo  á  In¬ 
glaterra,  su  maestra  de  ayer,  en  esta  lucha  sin  sangre. 
¿Y  todo  esto  iban  á  exponerlo — como  el  que  juega  su 
fortuna  entera  á  una  carta  —  en  una  lucha  que  podía 
serles  desfavorable?... 


28 


V.  BLASCO  IBANEZ 


— No;  ¡la  guerra — insistió  rabiosamente  el  consejero — , 
la  guerra  preventiva!  Vivimos  rodeados  de  enemigos,  y 
esto  no  puede  continuar.  Es  mejor  que  terminemos  de 
una  vez.  ¡O  ellos  ó  nosotros!  Alemania  se  siente  con 
fuerzas  para  desafiar  al  mundo.  Debemos  poner  fin  á  la 
amenaza  rusa.  Y  si  Financia  no  se  mantiene  quietecita, 
¡peor  para  ella!...  Y  si  alguien  más...  ¡alguien!  se  atreve 
á  intervenir  en  contra  nuestra,  ¡peor  para  él!  Cuando 
yo  monto  en  mis  talleres  una  máquina  nueva,  es  para 
hacerla  producir  y  que  no  descanse.  Nosotros  poseemos 
el  primer  ejército  del  mundo,  y  hay  que  ponerlo  en  mo¬ 
vimiento  para  que  no  se  oxide. 

Luego  añadió  con  pesada  ironía: 

— Han  establecido  un  círculo  de  hierro  en  torno  de 
nosotros  para  ahogarnos.  Pero  Alemania  tiene  los  pe¬ 
chos  robustos,  y  le  basta  hincharlos  para  romper  el 
corsé.  Hay  que  despertar  antes  de  que  nos  veamos  ma¬ 
niatados  mientras  dormimos.  ¡Ay  del  que  encontremos 
enfrente  de  nosotros!... 

Desnoy ers  sintió  la  necesidad  de  contestar  á  estas 
arrogancias.  El  no  había  visto  nunca  el  círculo  de  hie¬ 
rro  de  que  se  quejaban  los  alemanes.  Lo  único  que  ha¬ 
cían  las  naciones  era  no  seguir  viviendo  confiadas  é 
inactivas  ante  la  desmesurada  ambición  germánica.  Se 
preparaban  simplemente  para  defenderse  de  una  agre¬ 
sión  casi  segura.  Querían  sostener  su  dignidad,  atro¬ 
pellada  á  todas  horas  por  las  más  inauditas  preten¬ 
siones. 

— ¿No  serán  los  otros  pueblos — preguntó — los  que  se 
ven  obligados  á  defenderse,  y  ustedes  los  que  represen¬ 
tan  un  peligro  para  el  mundo?... 

Una  mano  invisible  buscó  la  suya  por  debajo  de  la 
mesa,  como  algunas  noches  antes,  para  recomendarle 
prudencia.  Pero  ahora  apretaba  fuerte,  con  la  autoridad 
que  confiere  el  derecho  adquirido. 

— ¡Oh,  señor! — suspiró  la  dulce  Berta — .  ¡Decir  esas 
cosas  un  joven  tan  distinguido  y  que  tiene...! 

No  pudo  continuar,  pues  su  esposo  le  cortó  la  pala¬ 
bra.  Ya  no  estaban  en  los  mares  de  América,  y  el  con¬ 
sejero  se  expresó  con  la  rudeza  de  un  dueño  de  casa. 

,  — Tuve  el  honor  de  manifestarle,  joven — dijo,  imi- 


LOS  GUATEO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  29 


tando  la  cortante  frialdad  de  los  diplomáticos — ,  que 
usted  no  es  mas  que  un  sudamericano,  é  ignora  las  cosas 
de  Europa. 

No  le  llamó  «indio»,  pero  Julio  oyó  interiormente  la 
palabra  lo  mismo  que  si  el  alemán  la  hubiese  proferido. 
¡Ay,  si  la  garra  oculta  y  suave  no  le  tuviese  sujeto  con 
sus  crispaciones  de  emoción!...  Pero  este  contacto  man¬ 
tuvo  su  calma  y  hasta  le  hizo  sonreir.  «¡Gracias,  capi¬ 
tán! — dijo  mentalmente — .  Es  lo  menos  que  puedes  hacer 
para  cobrarte.» 

Y  aquí  terminaron  sus  relaciones  con  el  consejero  y 
su  grupo. 

Los  comerciantes,  al  verse  cada  vez  más  próximos 
á  su  patria,  se  iban  despojando  del  servil  deseo  de 
agradar  que  les  acompañaba  en  sus  viajes  al  Nuevo 
Mundo.  Tenían,  además,  graves  cosas  de  que  ocupar¬ 
se.  El  servicio  telegráfico  funcionaba  sin  descanso.  El 
comandante  del  buque  conferenciaba  en  su  camarote 
con  el  consejero,  por  ser  el  compatriota  de  mayor  im¬ 
portancia.  Sus  amigos  buscaban  los  lugares  más  ocultos 
para  hablar  entre  ellos.  Hasta  Berta  empezó  á  huir 
de  Desnoy ers.  Le  sonreía  aún  de  lejos,  pero  su  sonrisa 
iba  dirigida  más  á  los  recuerdos  que  á  la  realidad  pre¬ 
sente. 

Entre  Lisboa  y  las  costas  de  Inglaterra  habló  Julio 
por  última  vez  con  el  marido.  Todas  las  mañanas  apa¬ 
recían  en  la  tablilla  del  antecomedor  noticias  alarman¬ 
tes  transmitidas  por  los  aparatos  radiográficos.  El  Im¬ 
perio  se  estaba  armando  contra  sus  enemigos.  Dios  los 
castigaría  haciendo  caer  sobre  ellos  toda  clase  de  des¬ 
gracias.  Desnoyers  quedó  estupefacto  de  asombro  ante 
la  última  noticia.  «Trescientos  mil  revolucionarios  si¬ 
tian  á  París  en  este  momento.  Los  barrios  exteriores 
empiezan  á  arder.  Se  reproducen  los  horrores  de  la 
Commune.» 

— ¡Pero  estos  alemanes  se  han  vuelto  locos! — gritó  el 
joven  ante  el  radiograma,  rodeado  de  un  grupo  de  cu¬ 
riosos  tan  asombrados  como  él — .  Vamos  á  perder  el 
poco  sentido  que  nos  queda...  ¿Qué  revolucionarios  son 
esos?  ¿Qué  revolución  puede  estallar  en  París  si  los  hom¬ 
bres  del  gobierno  no  son  reaccionarios? 


30 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Una  voz  se  elevó  detrás  de  él,  ruda,  autoritaria,  como 
si  pretendiese  cortar  las  dudas  del  auditorio.  Era  el  Herr 
consejero  el  que  hablaba. 

— Joven,  esas  noticias  las  envían  las  primeras  agen¬ 
cias  de  Alemania...  Y  Alemania  no  miente  nunca. 

.  Luego  de  esta  afirmación  le  volvió  la  espalda,  y  ya 
no  se  vieron  más. 

En  la  madrugada  siguiente — último  día  del  viaje — , 
el  camarero  de  Desnoyers  lo  despertó  con  apresura¬ 
miento.  suba  á  cubierta:  lindo  espectáculo.»  El 

mar  estaba  velado  por  la  niebla,  pero  entre  los  brumo¬ 
sos  telones  se  marcaban  unas  siluetas  semejantes  á  islas 
con  robustas  torres  y  agudos  minaretes.  Las  islas  avan¬ 
zaban  sobre  el  agua  aceitosa  lenta  y  majestuosamente, 
con  pesadez  sombría.  Julio  contó  hasta  diez  y  ocho. 
Parecían  llenar  el  Océano.  Era  la  escuadra  de  la  Man¬ 
cha,  que  acababa  de  salir  de  las  costas  de  Inglaterra 
por  orden  del  gobierno,  navegando  sin  otro  fin  que  el 
de  hacer  constar  su  fuerza.  Por  primera  vez,  viendo 
entre  la  bruma  este  desfile  de  dreadnoughts y  que  evoca¬ 
ban  la  imagen  de  un  rebaño  de  monstruos  marinos  de 
la  prehistoria,  se  dió  cuenta  exacta  Desnoyers  del  po¬ 
derío  británico.  El  buque  alemán  pasó  entre  ellos  em¬ 
pequeñecido,  humillado,  acelerando  su  marcha.  «Cual¬ 
quiera  diría — pensó  el  joven — que  tiene  la  conciencia 
inquieta  y  desea  ponerse  en  salvo.»  Cerca  de  él,  un  pa¬ 
sajero  sudamericano  bromeaba  con  un  alemán.  «¡Si  la 
guerra  se  hubiese  declarado  ya  entre  ellos  y  ustedes!... 
¡Si  nos  hiciesen  prisioneros!» 

Después  de  mediodía  entraron  en  la  rada  de  Sóu- 
thampton.  El  Friedrich  August  mostró  prisa  en  salir 
cuanto  antes.  Las  operaciones  se  hicieron  con  vertigi¬ 
nosa  rapidez.  La  carga  fué  enorme:  carga  de  personas 
y  de  equipajes.  Dos  vapores  llenos  abordaron  al  tras¬ 
atlántico.  Una  avalancha  de  alemanes  residentes  en  In¬ 
glaterra  invadió  las  cubiertas  con  la  alegría  del  que 
pisa  suelo  amigo,  deseando  verse  cuanto  antes  en  Ham- 
burgo.  Luego  el  buque  avanzó  por  el  canal  con  una  ra¬ 
pidez  desusada  en  estos  parajes. 

La  gente,  asomada  á  las  bordas,  comentaba  los  ex¬ 
traordinarios  encuentros  en  este  bulevar  marítimo,  fre- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  31 


cuentado  ordinariamente  por  buques  de  paz.  Unos  hu¬ 
mos  en  el  horizonte  eran  los  de  la  escuadra  francesa  lle¬ 
vando  al  presidente  Poincaré,  que  volvía  de  Rusia.  La 
alarma  europea  había  interrumpido  su  viaje.  Luego  vie¬ 
ron  más  navios  ingleses  que  rondaban  ante  sus  costas 
como  perros  agresivos  y  vigilantes.  Dos  acorazados  de 
la  América  del  Norte  se  dieron  á  conocer  por  sus  más¬ 
tiles  en  forma  de  cestos.  Después  pasó  á  todo  vapor,  con 
rumbo  al  Báltico,  un  navio  ruso,  blanco  y  lustroso  desde 
las  cofas  á  la  línea  de  flotación.  «¡Mal! — clamaban  los 
viajeros  procedentes  de  América  — .  ¡Muy  mal!  Parece 
que  esta  vez  va  la  cosa  en  serio.»  Y  miraban  con  inquie¬ 
tud  las  costas  cercanas  á  un  lado  y  á  otro.  Ofrecían  el 
aspecto  de  siempre,  pero  detrás  de  ellas  se  estaba  pre¬ 
parando  tal  vez  un  nuevo  período  de  Historia. 

El  trasatlántico  debía  llegar  á  Boulogne  á  media  no¬ 
che,  aguardando  hasta  el  amanecer  para  que  desembar¬ 
casen  cómodamente  los  viajeros.  Sin  embargo,  llegó  á 
las  diez,  echó  el  ancla  lejos  del  puerto,  y  el  comandante 
dió  órdenes  para  que  el  desembarco  se  hiciese  en  menos 
de  una  hora.  Para  esto  había  acelerado  la  marcha,  de¬ 
rrochando  carbón.  Necesitaba  alejarse  cuanto  antes,  en 
busca  del  refugio  de  Hamburgo.  Por  algo  funcionaban 
los  aparatos  radiográficos. 

A  la  luz  de  los  focos  azules,  que  esparcían  sobre  el 
mar  una  claridad  lívida,  empezó  el  transbordo  de  pasa¬ 
jeros  y  equipajes  con  destino  á  París  desde  el  trasatlán¬ 
tico  á  los  remolcadores.  «¡Aprisa!  ¡aprisa!»  Los  marine¬ 
ros  empujaban  á  las  señoras  de  paso  tardo,  que  recon¬ 
taban  sus  maletas  creyendo  haber  perdido  alguna.  Los 
camareros  cargaban  con  los  niños  como  si  fuesen  pa¬ 
quetes.  La  precipitación  general  hacía  desaparecer  la 
exagerada  y  untuosa  amabilidad  germánica.  «Son  como 
lacayos — pensó  Desnoyers — .  Creen  próxima  la  hora  del 
triunfo  y  no  consideran  necesario  fingir...» 

Se  vió  en  un  remolcador  que  danzaba  sobre  las  on¬ 
dulaciones  del  mar,  frente  al  muro  negro  é  inmóvil  del 
trasatlántico,  acribillado  de  redondeles  luminosos  y  con 
los  balconajes  de  las  cubiertas  repletos  de  gente  que  sa¬ 
ludaba  agitando  pañuelos.  Julio  reconoció  á  Berta,  que 
movía  una  mano,  pero  sin  verle,  sin  saber  en  qué  re^ 


32 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

molcador  estaba,  por  una  necesidad  de  manifestar  su 
agradecimiento  á  los  dulces  recuerdos  que  se  iban  á 
perder  en  el  misterio  del  mar  y  de  la  noche.  «¡Adiós, 
consejera!» 

Empezó  á  agrandarse  la  distancia  entre  el  trasatlán¬ 
tico  que  partía  y  los  remolcadores  que  navegaban  hacia 
la  boca  del  puerto.  Como  si  hubiese  aguardado  este  mo¬ 
mento  de  impunidad,  una  voz  estentórea  surgió  de  la 
última  cubierta  entre  ruidosas  carcajadas.  «¡Hasta  lue¬ 
go!  ¡Pronto  nos  veremos  en  París!»  Y  la  banda  de  mú¬ 
sica,  la  misma  banda  que  trece  días  antes  había  asom¬ 
brado  á  Desnoyers  con  su  inesperada  Marsellesa^  rompió 
á  tocar  una  marcha  guerrera  del  tiempo  de  Federico  el 
Grande,  una  marcha  de  granaderos  con  acompañamiento 
de  trompetas. 

Así  se  perdió  en  la  sombra,  con  la  precipitación  de 
la  fuga  y  la  insolencia  de  una  venganza  próxima,  el 
último  trasatlántico  alemán  que  tocó  en  las  costas  fran¬ 
cesas. 

Esto  había  sido  en  la  noche  anterior.  Aún  no  iban 
transcurridas  veinticuatro  horas,  pero  Desnoyers  lo  con¬ 
sideraba  como  un  suceso  lejano,  de  vagorosa  realidad.  Su 
pensamiento,  dispuesto  siempre  á  la  contradicción,  no 
participaba  de  la  alarma  general.  Las  arrogancias  del 
consejero  le  parecían  ahora  baladronadas  de  un  burgués 
metido  á  soldado.  Las  inquietudes  de  la  gente  de  París 
eran  estremecimientos  nerviosos  de  un  pueblo  que  vive 
plácidamente  y  se  alarma  apenas  vislumbra  un  peligro 
para  su  bienestar.  ¡Tantas  veces  habían  hablado  de  una 
guerra  inmediata,  solucionándose  el  conflicto  en  el  últi¬ 
mo  instante!...  Además,  él  no  quería  que  hubiese  guerra, 
porque  la  guerra  trastornaba  sus  planes  de  vida  futura, 
y  el  hombre  acepta  como  lógico  y  razonable  todo  lo  que 
conviene  á  su  egoísmo,  colocándolo  por  encima  de  la 
realidad. 

— No,  no  habrá  guerra — repitió  mientras  paseaba  por 
el  jardín — .  Estas  gentes  parecen  locas.  ¿Cómo  puede 
surgir  una  guerra  en  estos  tiempos?... 

Y  después  de  aplastar  sus  dudas,  que  renacerían  in¬ 
dudablemente  al  poco  rato,  pensó  en  lo  que  le  interesaba 
por  el  momento,  consultando  su  reloj.  Las  cinco.  Ella  iba 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  33 


á  llegar  de  un  instante  á  otro.  Creyó  reconocerla  de  lejos 
en  una  señora  que  atravesaba  la  verja  por  la  entrada  de 
la  rué  Pasquier.  Le  parecía  algo  distinta,  pero  se  le  ocu¬ 
rrió  que  las  modas  veraniegas  podían  haber  cambiado 
el  aspecto  de  su  persona.  Antes  de  que  se  aproximase 
pudo  convencerse  de  su  error.  No  iba  sola:  otra  señora 
se  unió  á  ella.  Eran  tal  vez  inglesas  ó  norteamericanas, 
de  las  que  rinden  un  culto  romántico  á  la  memoria  de 
María  Antonieta.  Deseaban  visitar  la  Capilla  Expiatoria, 
antigua  tumba  de  la  reina  ejecutada.  Julio  las  vió  cómo 
subían  los  peldaños,  atravesando  el  patio  interior,  en 
cuyo  suelo  están  enterrados  ochocientos  suizos  muertos 
en  la  jornada  del  10  de  Agosto,  con  otras  víctimas  de  la 
cólera  revolucionaria. 

Desalentado  por  esta  decepción,  siguió  paseando.  Su 
mal  humor  le  hizo  ver  considerablemente  agrandada  la 
fealdad  del  monumento  con  que  la  restauración  borbó¬ 
nica  había  adornado  el  antiguo  cementerio  de  la  Mag¬ 
dalena.  Pasaba  el  tiempo  sin  que  ella  llegase.  En  cada 
una  de  sus  vueltas  miraba  con  avidez  hacia  las  entra¬ 
das  del  jardín.  Y  ocurrió  lo  que  en  todas  sus  entrevistas. 
Ella  se  presentó  de  pronto,  como  si  cayese  de  lo  alto  ó 
surgiera  del  suelo  lo  mismo  que  una  aparición.  Una  tos, 
un  leve  ruido  de  pasos,  y  al  volverse,  Julio  casi  chocó 
con  la  que  llegaba. 

— ¡Margarita!  ¡Oh,  Margarita!... 

Era  ella,  y  sin  embargo  tardó  en  reconocerla.  Expe¬ 
rimentaba  cierta  extrañeza  al  ver  en  plena  realidad  este 
rostro  que  había  ocupado  su  imaginación  durante  tres 
meses,  haciéndose  cada  vez  más  espiritual  é  impreciso 
con  el  idealismo  de  la  ausencia.  Pero  la  duda  fué  de 
breves  instantes.  A  continuación  le  pareció  que  el  tiem¬ 
po  y  el  espacio  quedaban  suprimidos,  que  él  no  había 
hecho  ningún  viaje  y  sólo  iban  transcurridas  unas  horas 
desde  su  última  entrevista. 

Adivinó  Margarita  la  expansión  que  iba  á  seguir  á 
las  exclamaciones  de  Julio,  el  apretón  vehemente  de 
manos,  tal  vez  algo  más,  y  se  mostró  fría  y  serena. 

— No,  aquí  no — dijo  con  un  mohín  de  contrariedad — . 
¡Qué  idea  habernos  citado  en  este  sitio! 

Fueron  á  sentarse  en  las  sillas  de  hierro,  al  amparo 

3 


34 


V.  BLASCO  IBAÑ'EZ 

de  un  grupo  de  plantas,  pero  ella  se  levantó  inmedia¬ 
tamente.  Podían  verla  los  que  transitaban  por  el  bu¬ 
levar  con  sólo  que  volviesen  los  ojos  hacia  el  jardín.  A 
estas  horas,  muchas  amigas  suyas  debían  andar  por  las 
inmediaciones,  á  causa  de  la  proximidad  de  los  grandes 
almacenes...  Buscaron  el  refugio  de  una  esquina  del  mo¬ 
numento,  metiéndose  entre  éste  y  la  rué  des  MatTiuríns. 
Desnoyers  colocó  dos  sillas  junto  á  un  macizo  de  vege¬ 
tación,  y  al  sentarse  quedaron  invisibles  para  los  que 
transitaban  por  el  otro  lado  de  la  verja.  Pero  ninguna 
soledad.  A  pocos  pasos  de  ellos  un  señor  grueso  y  miope 
leía  su  periódico,  un  grupo  de  mujeres  charlaba  y  hacía 
labores.  Una  señora  con  peluca  roja  y  dos  perros — al¬ 
guna  vecina  que  bajaba  al  jardín  para  dar  aire  á  sus 
acompañantes — pasó  varias  veces  ante  la  amorosa  pa¬ 
reja  sonriendo  discretamente. 

— ¡Qué  fastidio!— gimió  Margarita — .  ¡Qué  mala  idea 
haber  venido  á  este  lugar! 

Se  miraban  los  dos  atentamente,  como  si  quisieran 
darse  exacta  cuenta  de  las  transformaciones  operadas 
por  el  tiempo. 

— Estás  más  moreno — dijo  ella—.  Pareces  un  hombre 
de  mar. 

Julio  la  encontraba  más  hermosa  que  antes,  recono¬ 
ciendo  que  bien  valía  su  posesión  las  contrariedades  que 
habían  originado  su  viaje  á  América.  Era  más  alta  que 
él,  de  una  esbeltez  elegante  y  armoniosa.  «Tiene  el  paso 
musical»,  decía  Desnoyers  al  evocar  su  imagen.  Y  lo 
primero  que  admiró  ai  volverla  á  ver  fué  el  ritmo  suel¬ 
to,  juguetón  y  gracioso  con  que  marchaba  por  el  jar¬ 
dín  buscando  nuevo  asiento.  Su  rostro  no  era  de  trazos 
regulares,  pero  tenía  una  gracia  picante:  un  verdadero 
rostro  de  parisiense.  Todo  cuanto  han  podido  inventar 
las  artes  del  embellecimiento  femenil  se  reunía  en  su 
persona,  sometida  á  los  más  exquisitos  cuidados.  Había 
vivido  siempre  para  ella.  Sólo  desde  algunos  meses  antes 
abdicó  en  parte  este  dulce  egoísmo,  sacrificando  reunio¬ 
nes,  tés  y  visitas,  para  dedicar  á  Desnoyers  las  horas  de 
la  tarde.  Elegante  y  pintada  como  una  muñeca  de  gran 
precio,  teniendo  por  suprema  aspiración  el  ser  un  mani¬ 
quí  que  realzase  con  su  gracia  corporal  las  invenciones 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  35 


de  los  modistos,  había  acabado  por  sentir  las  mismas 
preocupaciones  y  alegrías  de  las  otras  mujeres,  creán¬ 
dose  una  vida  interior.  El  núcleo  de  esta  nueva  vida,  que 
permanecía  oculta  bajo--  su  antigua  frivolidad,  fué  Des- 
noyers.  Luego,  cuando  se  imaginaba  haber  organizado 
su  existencia  definitivamente — las  satisfacciones  de  la 
elegancia  para  el  mundo  y  las  dichas  del  amor  en  íntimo 
secreto — ,  una  catástrofe  fulminante,  la  intervención  del 
marido,  cuya  presencia  parecía  haber  olvidado,  trastor¬ 
nó  su  inconsciente  felicidad.  Ella,  que  se  creía  el  centro 
del  universo,  imaginando  que  los  sucesos  debían  rodar 
con  arreglo  á  sus  deseos  y  gustos,  sufrió  la  cruel  sorpresa 
con  más  asombro  que  dolor. 

— Y  tú,  ¿cómo  me  encuentras? — siguió  diciendo  Mar¬ 
garita. 

Para  que  Julio  no  se  equivocase  al  contestarle,  miró 
su  amplia  falda,  añadiendo: 

— Te  advierto  que  ha  cambiado  la  moda.  Terminó  la 
falda  entravé.  Ahora  empieza  á  llevarse  corta  y  con 
mucho  vuelo. 

Desnoyers  tuvo  que  ocuparse  del  vestido  con  tanto 
apasionamiento  como  de  ella,  mezclando  las  apreciacio¬ 
nes  sobre  la  reciente  moda  y  los  elogios  á  la  belleza  de 
Margarita. 

— ¿Has  pensado  mucho  en  mí? — continuó — .  ¿No  me 
has  engañado  una  sola  vez?  ¿Ni  una  siquiera?...  Di  la 
verdad:  mira  que  yo  conozco  bien  cuando  mientes. 

— ^^Siempre  he  pensado  en  ti — dijo  él  llevándose  una 
mano  al  corazón  como  si  jurase  ante  un  juez. 

Y  lo  dijo  rotundamente,  con  un  acento  de  verdad, 
pues  en  sus  infidelidades — que  ahora  estaban  completa¬ 
mente  olvidadas — le  había  acompañado  el  recuerdo  de 
Margarita. 

— ¡Pero  hablemos  de  ti! — añadió  Julio — .  ¿Qué  es  lo 
que  has  hecho  en  este  tiempo? 

Había  aproximado  su  silla  á  la  de  ella  todo  lo  posi¬ 
ble.  Sus  rodillas  estaban  en  contacto.  Tomaba  una  de 
sus  manos,  acariciándola,  introduciendo  un  dedo  por  la 
abertura  del  guante.  ¡Aquel  maldito  jardín,  que  no  per¬ 
mitía  mayores  intimidades  y  les  obligaba  á  hablar  en 
voz  baja  después  de  tres  meses  de  ausencia!...  A  pesar 


36 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


de  su  discreción,  el  señor  que  leía  el  periódico  levantó 
la  cabeza  para  mirarles  irritado  por  encima  de  sus  gafas, 
como  si  una  mosca  le  distrajera  con  sus  zumbidos...  ¡Ve¬ 
nir  á  hablar  tonterías  de  amor  en  un  jardín  público, 
cuando  toda  Europa  estaba  amenazada  de  una  catás¬ 
trofe! 

Margarita,  repeliendo  la  mano  audaz,  habló  tranqui¬ 
lamente  de  su  existencia  durante  los  últimos  meses. 

— He  entretenido  mi  vida  como  he  podido,  aburrién¬ 
dome  mucho.  Ya  sabes  que  me  fui  á  vivir  con  mamá,  y 
mamá  es  una  señora  á  la  antigua,  que  no  comprende 
nuestros  gustos.  He  ido  al  teatro  con  mi  hermano;  he 
hecho  visitas  al  abogado  para  enterarme  de  la  marcha 
de  mi  divorcio  y  darle  prisa...  Y  nada  más. 

—¿Y  tu  marido?... 

• — No  hablemos  de  él,  ¿quieres?  El  pobre  me  da  lásti¬ 
ma.  Tan  bueno...  tan  correcto...  El  abogado  asegura  que 
pasa  por  todo  y  no  quiere  oponer  obstáculos.  Me  dicen 
que  no  viene  á  París,  que  vive  en  su  fábrica.  Nuestra 
antigua  casa  está  cerrada.  Hay  veces  que  siento  remor¬ 
dimiento  al  pensar  que  he  sido  mala  con  él. 

■ — ¿Y  yo? — dijo  Julio  retirando  su  mano. 

— Tienes  razón — contestó  ella  sonriendo — .  Tú  eres  la 
vida.  Kesulta  cruel,  pero  es  humano.  Debemos  vivir  nues¬ 
tra  existencia,  sin  fijarnos  en  si  molestamos  á  los  demás. 
Hay  que  ser  egoístas  para  ser  felices. 

Los  dos  quedaron  en  silencio.  El  recuerdo  del  marido 
había  pasado  entre  ellos  como  un  soplo  glacial.  Julio  fué 
el  primero  en  reanimarse. 

— ¿Y  no  has  bailado  en  todo  ese  tiempo? 

— No;  ¿cómo  era  posible?  Fíjate,  ¡una  señora  que  está 
en  gestiones  de  divorcio!...  No  he  ido  á  ninguna  reunión 
chic  desde  que  te  marchaste.  He  querido  guardar  cierto 
luto  por  tu  ausencia.  Un  día  tangueamos  en  una  fiesta 
de  familia.  ¡Qué  horror!...  Faltabas  tú,  maestro. 

Habían  vuelto  á  estrecharse  las  manos  y  sonreían. 
Desfilaban  ante  sus  ojos  los  recuerdos  de  algunos  meses 
antes,  cuando  se  había  iniciado  su  amor,  de  cinco  á 
siete  de  la  tarde,  bailando  en  los  hoteles  de  los  Campos 
Elíseos  que  realizaban  la  unión  indisoluble  del  tango 
con  la  taza  de  té. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  37 


Ella  pareció  arrancarse  de  estos  recuerdos  á  impul¬ 
sos  de  una  obsesión  tenaz  que  sólo  había  olvidado  en  los 
primeros  instantes  del  encuentro. 

— Tú  que  sabes  mucho,  di:  ¿crees  que  habrá  guerra? 
¡La  gente  habla  tanto!...  ¿No  te  parece  que  todo  acabará 
por  arreglarse? 

Desnoy ers  la  apoyó  con  su  optimismo.  No  creía  en  la 
posibilidad  de  una  guerra.  Era  algo  absurdo. 

— Lo  mismo  digo  yo.  Nuestra  época  no  es  de  salvajes. 
Yo  he  conocido  alemanes,  personas  chic  y  bien  educadas, 
que  seguramente  piensan  igual  que  nosotros.  Un  profe¬ 
sor  viejo  que  va  á  casa  explicaba  ayer  á  mamá  que  las 
guerras  ya  no  son  posibles  en  estos  tiempos  de  adelanto. 
A  los  dos  meses,  apenas  quedarían  hombres;  á  los  tres, 
el  mundo  se  vería  sin  dinero  para  continuar  la  lucha. 
No  recuerdo  cómo  era  esto,  pero  él  lo  explicaba  palpa¬ 
blemente,  de  un  modo  que  daba  gusto  oirle. 

Reflexionó  en  silencio,  queriendo  coordinar  sus  re¬ 
cuerdos  confusos;  pero  asustada  ante  el  esfuerzo  que  esto 
suponía,  añadió  por  su  cuenta: 

• — Imagínate  una  guerra.  ¡Qué  horror!  La  vida  social 
paralizada.  Se  acabarían  las  reuniones,  los  trajes,  los  tea¬ 
tros.  Hasta  es  posible  que  no  se  inventasen  modas.  Todas 
las  mujeres  de  luto.  ¿Concibes  eso?...  Y  París  desierto... 
¡Tan  bonito  que  lo  encontraba  yo  esta  tarde  cuando  ve¬ 
nía  en  tu  busca!...  No,  no  puede  ser.  Figúrate  que  el  mes 
próximo  nos  vamos  á  Vichy:  mamá  necesita  las  aguas; 
luego  á  Biarritz.  Después  iré  á  un  castillo  del  Loire.  Y 
además,  hay  nuestro  asunto,  mi  divorcio,  nuestro  casa¬ 
miento,  que  puede  realizarse  el  año  que  viene...  ¡Y  todo 
esto  vendría  á  estorbarlo  y  cortarlo  una  guerra!  No,  no 
es  posible.  Son  cosas  de  mi  hermano  y  de  otros  como  él, 
que  sueñan  con  el  peligro  de  Alemania.  Estoy  segura  de 
que  mi  marido,  que  sólo  gusta  de  ocuparse  en  cosas 
serias  y  enojosas,  también  es  de  los  que  creen  próxima 
la  guerra  y  se  preparan  para  hacerla.  ¡Qué  disparate! 
Di  conmigo  que  es  un  disparate.  Necesito  que  tú  me  lo 
digas. 

Y  tranquilizada  por  las  afirmaciones  de  su  amante, 
cambió  el  rumbo  de  la  conversación.  La  posibilidad  del 
nuevo  matrimonio  mencionado  por  ella  evocó  en  su  me- 


38 


F.  BLASCO  lEANEZ 

moría  el  objeto  del  viaje  realizado  por  Desnoyers.  No 
habían  tenido  tiempo  para  escribirse  durante  la  corta 
separación. 

— ¿Conseguiste  dinero?  Con  la  alegría  de  verte  he  ol¬ 
vidado  tantas  cosas... 

El  habló  adoptando  el  aire  de  un  hombre  experto  en 
negocios.  Traía  menos  de  lo  que  esperaba.  Había  encon¬ 
trado  al  país  en  una  de  sus  crisis  periódicas.  Pero  aun 
así,  había  conseguido  reunir  cuatrocientos  mil  francos. 
En  la  cartera  guardaba  un  cheque  por  esta  cantidad.  Más 
adelante  le  harían  nuevos  envíos.  Un  señor  del  campo, 
algo  pariente  suyo,  cuidaba  de  sus  asuntos.  Margarita 
parecía  satisfecha.  También  adoptó  ella  un  aire  de  mujer 
grave,  á  pesar  de  su  frivolidad. 

— El  dinero  es  el  dinero — dijo  sentenciosamente — ,  y 
sin  él  no  hay  dicha  segura.  Con  tus  cuatrocientos  mil 
y  lo  que  yo  tengo  podremos  ir  adelante...  Te  advierto 
que  mi  marido  desea  entregar  mi  dote.  Así  lo  ha  dicho 
á  mi  hermano.  Pero  el  estado  de  sus  negocios,  la  mar¬ 
cha  de  su  fábrica,  no  le  permiten  restituir  con  tanta 
prisa  como  él  quisiera  hacerlo.  El  pobre  me  da  lástima... 
Tan  honrado  y  recto  en  todas  sus  cosas.  ¡Si  no  fuese  tan 
vulgar!... 

Otra  vez  pareció  arrepentirse  Margarita  de  estos  elo¬ 
gios  espontáneos  y  tardíos  que  enfriaban  su  entrevista. 
Julio  parecía  molesto  al  escucharlos.  Y  de  nuevo  cambió 
ella  el  objeto  de  su  charla. 

— ¿Y  tu  familia?  ¿La  has  visto?... 

Desnoyers  había  estado  en  casa  de  sus  padres  antes 
de  dirigirse  á  la  Capilla  Expiatoria.  Una  entrada  furtiva 
en  el  gran  edificio  de  la  avenida  Víctor  Hugo.  Había 
subido  al  primer  piso  por  la  escalera  de  servicio,  como 
un  proveedor.  Luego  se  había  deslizado  en  la  cocina  lo 
mismo  que  un  soldado  amante  de  una  de  las  criadas. 
Allí  había  venido  á  abrazarle  su  madre,  la  pobre  doña 
Luisa,  llorando,  cubriéndolo  de  besos  frenéticos,  como 
si  hubiese  creído  perderle  para  siempre.  Luego  había 
aparecido  Luisita,  la  llamada  Chichi,  que  le  contem¬ 
plaba  siempre  con  simpática  curiosidad,  como  si  qui¬ 
siera  enterarse  bien  de  cómo  es  un  hermano  malo  y  ado¬ 
rable  que  aparta  á  las  mujeres  decentes  del  camino  de 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  39 


la  virtud  y  vive  haciendo  locuras.  A  continuación  una 
gran  sorpresa  para  Desnoy ers,  pues  vió  entrar  en  la  co¬ 
cina,  con  aires  de  actriz  solemne,  de  madre  noble  de 
tragedia,  á  su  tía  Elena,  la  casada  con  el  alemán,  la  que 
vivía  en  Berlín  rodeada  de  innumerables  hijos. 

— Está  en  París  hace  un  mes.  Va  á  pasar  una  tempo¬ 
rada  en  nuestro  castillo.  Y  también  parece  que  anda  por 
aquí  su  hijo  mayor,  mi  primo  «el  sabio»,  al  que  no  he 
visto  hace  años. 

La  entrevista  había  sido  cortada  repetidas  veces  por 
el  miedo.  «El  viejo  está  en  casa,  ten  cuidado»,  le  decía 
su  madre  cada  vez  que  levantaba  la  voz.  Y  su  tía  Elena 
iba  hacia  la  puerta  con  paso  dramático,  lo  mismo  que 
una  heroína  resuelta  á  dar  de  puñaladas  al  tirano  si  pasa 
el  umbral  de  su  cámara.  Toda  la  familia  continuaba  so¬ 
metida  á  la  rígida  autoridad  de  don  Marcelo  Desnoyers. 

— ¡Ay,  ese  viejo! — exclamó  Julio,  refiriéndose  á  su 
padre — .  Que  viva  muchos  años,  pero  ¡cómo  pesa  sobre 
todos  nosotros! 

Su  madre,  que  no  se  cansaba  de  contemplarle,  había 
tenido  que  acelerar  el  final  de  la  entrevista,  asustada 
por  ciertos  ruidos.  «Márchate;  podría  sorprendernos  y 
el  disgusto  sería  enorme.»  Y  él  había  huido  de  la  casa 
paterna  saludado  por  las  lágrimas  de  las  dos  señoras  y 
las  miradas  admirativas  de  Chichi,  ruborosa  y  satisfe¬ 
cha  á  la  vez  de  un  hermano  que  provocaba  entre  sus 
amigas  escándalo  y  entusiasmo. 

Margarita  habló  también  del  señor  Desnoyers.  Un 
viejo  terrible,  un  hombre  á  la  antigua,  con  el  que  no 
llegarían  nunca  á  entenderse. 

Quedaron  en  silencio  los  dos,  mirándose  fijamente. 
Ya  se  habían  dicho  lo  de  mayor  urgencia,  lo  que  inte¬ 
resaba  á  su  porvenir.  Pero  otras  cosas  más  inmediatas 
quedaban  en  su  interior  y  parecían  asomar  á  los  ojos, 
tímidas  y  vacilantes,  antes  de  escaparse  en  forma  de  pa¬ 
labras.  No  se  atrevían  á  hablar  como  enamorados.  Cada 
vez  era  mayor  en  torno  de  ellos  el  número  de  testigos. 
La  señora  de  los  perros  y  la  peluca  roja  pasaba  con  más 
frecuencia,  acortando  sus  vueltas  por  el  square  para  sa¬ 
ludarlos  con  una  sonrisa  de  complicidad.  El  lector  de 
periódicos  contaba  ahora  con  un  vecino  de  banco  para 


40 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

hablar  de  las  posibilidades  de  la  guerra.  El  jardín  se 
convertía  en  una  calle.  Las  modistillas,  al  salir  de  los 
obradores,  y  las  señoras,  de  vuelta  de  los  almacenes,  lo 
atravesaban  para  ganar  terreno.  La  corta  avenida  era 
un  atajo  cada  vez  más  frecuentado,  y  todos  los  tran¬ 
seúntes  lanzaban  al  pasar  una  mirada  curiosa  sobre  la 
señora  elegante  y  su  compañero,  sentados  al  amparo  de 
un  grupo  de  vegetación,  con  el  aspecto  encogido  y  fal¬ 
samente  natural  de  las  personas  que  desean  ocultarse  y 
fingen  al  mismo  tiempo  una  actitud  despreocupada. 

— ¡Qué  fastidio! — gimió  Margarita — .  Nos  van  á  sor¬ 
prender. 

Una  muchacha  la  miró  fijamente,  y  ella  creyó  reco¬ 
nocer  á  una  empleada  de  un  modisto  célebre.  Además, 
podían  atravesar  el  jardín  algunas  de  las  personas  ami¬ 
gas  que  una  hora  antes  había  entrevisto  en.  la  muchedum¬ 
bre  que  llenaba  los  grandes  almacenes  próximos. 

— Vámonos— continuó — .  ¡Si  nos  viesen  juntos!  Figú¬ 
rate  lo  que  hablarían...  Y  ahora  precisamente  que  la 
gente  nos  tiene  algo  olvidados. 

Desnoyers  protestó  con  mal  humor.  ¿Marcharse?... 
París  era  pequeño  para  ellos  por  culpa  de  Margarita, 
que  se  negaba  á  volver  al  único  sitio  donde  estarían  al 
abrigo  de  toda  sorpresa.  En  otro  paseo,  en  un  restorán, 
allí  donde  fuesen,  corrían  igual  riesgo  de  ser  conocidos. 
Ella  sólo  aceptaba  entrevistas  en  lugares  públicos,  y  al 
mismo  tiempo  sentía  miedo  á  la  curiosidad  de  la  gente. 
¡Si  Margarita  quisiera  ir  á  su  estudio,  de  tan  dulces  re¬ 
cuerdos!... 

— No;  á  tu  casa  no — repuso  ella  con  apresuramiento — . 
No  puedo  olvidar  el  último  día  que  estuve  allí. 

Pero  Julio  insistió,  adivinando  en  su  firme  negativa 
el  agrietamiento  de  una  primera  vacilación.  ¿Dónde  es¬ 
tarían  mejor?  Además,  ¿no  iban  á  casarse  tan  pronto 
como  les  fuese  posible?... 

— Te  digo  que  no — repitió  ella — .  ¡Quién  sabe  si  mi 
marido  me  vigila!  ¡Qué  complicación  para  mi  divorcio 
si  nos  sorprendiesen  en  tu  casa! 

Ahora  fué  él  quien  hizo  el  elogio  del  marido,  esfor¬ 
zándose  por  demostrar  que  esta  vigilancia  era  incompa¬ 
tible  con  su  carácter.  El  ingeniero  había  aceptado  los 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  41 


hechos,  Juzgándolos  irreparables,  y  en  aquel  momento 
sólo  pensaba  en  rehacer  su  vida. 

—  No;  mejor  es  separarse  —  continuó  ella — .  Mañana 
nos  veremos.  Tú  buscarás  otro  sitio  más  discreto.  Pien¬ 
sa;  tú  encuentras  solución  á  todo. 

El  deseaba  una  solución  inmediata.  Habían  aban¬ 
donado  sus  asientos,  dirigiéndose  lentamente  hacia  la 
rué  des  Mathurins.  Julio  hablaba  con  una  elocuencia 
temblorosa  y  persuasiva.  Mañana  no;  ahora.  No  tenían 
mas  que  llamar  á  un  auto  de  alquiler;  unos  minutos  de 
carrera,  y  luego  el  aislamiento,  el  misterio,  la  vuelta  al 
dulce  pasado,  la  intimidad  en  aquel  estudio  que  había 
visto  sus  mejores  horas.  Creerían  que  no  había  transcu¬ 
rrido  el  tiempo,  que  estaban  aún  en  sus  primeras  entre¬ 
vistas. 

—No — dijo  ella  con  acento  desfallecido,  buscando  una 
última  resistencia — .  Además,  estará  allí  tu  secretario, 
ese  español  que  te  acompaña.  |Qué  vergüenza  encon¬ 
trarme  con  él!... 

Julio  rió...  ¡Argensola!  ¿Podía  ser  un  obstáculo  este 
camarada  que  conocía  todo  su  pasado?  Si  lo  encontra¬ 
ban  en  la  casa,  saldría  inmediatamente.  Más  de  una  vez 
lo  había  obligado  á  abandonar  el  estudio  para  que  no 
estorbase.  Su  discreción  era  tal,  que  le  hacía  presentir 
los  sucesos.  De  seguro  que  había  salido,  adivinando  una 
visita  próxima  que  no  podía  ser  más  lógica.  Andaría 
por  las  calles  en  busca  de  noticias. 

Calló  Margarita,  como  si  se  declarase  vencida  al  ver 
agotados  sus  pretextos.  Desnoyers  calló  también,  acep¬ 
tando  favorablemente  su  silencio.  Habían  salido  del  Jar¬ 
dín  y  ella  miraba  en  torno  con  inquietud,  asustada  de 
verse  en  plena  calle  al  lado  de  su  amante  y  buscando 
un  refugio.  De  pronto  vió  ante  ella  una  portezuela  roja 
de  automóvil  abierta  por  la  mano  de  su  compañero. 

— Sube — ordenó  Julio. 

Y  ella  subió  apresuradamente,  con  el  ansia  de  ocul¬ 
tarse  cuanto  antes.  El  vehículo  se  puso  en  marcha  á 
gran  velocidad.  Margarita- bajó  inmediatamente  la  cor¬ 
tinilla  de  la  ventana  próxima  á  su  asiento.  Pero  antes 
de  que  terminase  la  operación  y  pudiera  volver  la  ca¬ 
beza,  sintió  una  boca  ávida  que  acariciaba  su  nuca. 


42 


V.  BLASCO. IBANEZ 

— No;  aquí  no  —  dijo  con  tono  suplicante  — .  Seamos 
serios. 

Y  mientras  él,  rebelde  á  estas  exhortaciones,  insistía 
en  sus  apasionados  a.vances,  la  voz  de  Marg*arita  volvió 
á  sonar  sobre  el  estrépito  de  ferretería  vieja  que  lanzaba 
el  automóvil  saltando  sobre  el  pavimento. 

— ¿Crees  realmente  que  no  habrá  guerra?  ¿Crees  que 
podremos  casarnos?...  Dímelo  otra  vez.  Necesito  que  me 
tranquilices...  Quiero  oirlo  de  tu  boca. 


II 

EL  CENTAURO  MADARIAGA 


En  1870,  Marcelo  Desnoy ers  tenía  diez  y  nueve  años. 
Había  nacido  en  los  alrededores  de  París.  Era  hijo  úni¬ 
co,  y  su  padre,  dedicado  á  pequeñas  especulaciones  de 
construcción,  mantenía  á  la  familia  en  un  modesto  bien¬ 
estar.  El  albañil  quiso  hacer  de  su  hijo  un  arquitecto, 
y  Marcelo  empezaba  los  estudios  preparatorios,  cuando 
murió  el  padre  repentinamente,  dejando  sus  negocios 
embrollados.  En  pocos  meses  él  y  su  madre  descendie¬ 
ron  la  pendiente  de  la  ruina,  viéndose  obligados  á  re¬ 
nunciar  sus  comodidades  burguesas  para  vivir  como  los 
obreros. 

Cuando,  á  los  catorce  años,  tuvo  que  escoger  un  ofi¬ 
cio,  se  hizo  tallista.  Este  oficio  era  un  arte  y  estaba  en 
relación  con  las  aficiones  despertadas  en  Marcelo  por  sus 
estudios  forzosamente  abandonados.  La  madre  se  retiró 
al  campo,  buscando  el  amparo  de  unos  parientes.  El 
avanzó  con  rapidez  en  el  taller,  ayudando  á  su  maestro 
en  todos  los  trabajos  importantes  que  realizaba  en  pro¬ 
vincias.  Las  primeras  noticias  de  la  guerra  con  Prusia 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  43 


le  sorprendieron  en  Marsella  trabajando  en  el  decorado 
de  nn  teatro. 

Marcelo  era  enemigo  del  Imperio,  como  todos  los  jó¬ 
venes  de  su  generación.  Además  estaba  influenciado  pol¬ 
los  obreros  viejos,  que  habían  intervenido  en  la  Repú¬ 
blica  del  48  y  guardaban  vivo  el  recuerdo  del  golpe  de 
Estado  del  2  de  Diciembre.  Un  día  vió  en  las  calles  de 
Marsella  una  manifestación  popular  en  favor  de  la  paz, 
que  equivalía  á  una  protesta  contra  el  gobierno.  Los 
viejos  republicanos  en  lucha  implacable  con  el  empera¬ 
dor,  los  compañeros  de  la  Internacional  que  acababa  de 
organizarse,  y  gran  número  de  españoles  é  italianos  hui¬ 
dos  de  sus  países  por  recientes  insurrecciones,  compo¬ 
nían  el  cortejo.  Un  estudiante  melenudo  y  tísico  llevaba 
la  bandera.  «Es  la  paz  lo  que  deseamos;  una  paz  que 
una  á  todos  los  hombres»,  cantaban  los  manifestantes. 
Pero  en  la  tierra,  los  más  nobles  propósitos  rara  vez  son 
oídos,  pues  el  destino  se  divierte  en  torcerlos  y  desviar¬ 
los.  Apenas  entraron  en  la  Cannebiére  los  amigos  de  la 
paz  con  su  himno  y  su  estandarte,  fué  la  guerra  lo  que 
les  salió  al  paso,  teniendo  que  apelar  al  puño  y  al  ga¬ 
rrote.  El  día  antes  habían  desembarcado  unos  batallo¬ 
nes  de  zuavos  de  Argelia  que  iban  á  reforzar  el  ejército 
de  la  frontera,  y  estos  veteranos,  acostumbrados  á  la 
existencia  colonial,  poco  escrupulosa  en  materia  de  atro¬ 
pellos,  creyeron  oportuno  intervenir  en  la  manifestación, 
unos  con  las  bayonetas,  otros  con  los  cinturones  desce¬ 
ñidos.  «¡Viva  la  guerra!»  Y  una  lluvia  de  zurriagazos  y 
golpes  cayó  sobre  los  cantores.  Marcelo  pudo  ver  cómo 
el  cándido  estudiante  que  hacía  llamamientos  á  la  paz 
con  una  gravedad  sacerdotal  rodaba  envuelto  en  su 
estandarte  bajo  el  regocijado  pateo  de  los  zuavos.  Y  no 
se  enteró  de  más,  pues  le  alcanzaron  varios  correazos, 
una  cuchillada  leve  en  un  hombro,  y  tuvo  que  correr  lo 
mismo  que  los  otros. 

Aquel  día  se  reveló  por  primera  vez  su  carácter 
tenaz,  soberbio,  irritable  ante  la  contradicción,  hasta 
el  punto  de  adoptar  las  más  extremas  resoluciones.  El 
recuerdo  de  los  golpes  recibidos  le  enfureció  como  algo 
que  pedía  venganza.  «¡Abajo  la  guerra!»  Ya  que  no  le 
era  posible  protestar  de  otro  modo,  abandonaría  su  país. 


44 


V.  BLASCO  IBANEZ 


La  lucha  iba  á  ser  larga,  desastrosa,  según  los  enemigos 
del  Imperio.  El  entraba  en  quinta  dentro  de  unos  meses. 
Podía  el  emperador  arreglar  sus  asuntos  como  mejor  le 
pareciese.  Desnoyers  renunciaba  al  honor  de  servirle. 
Vaciló  un  poco  al  acordarse  de  su  madre.  Pero  sus  pa¬ 
rientes  del  campo  no  la  abandonarían,  y  él  tenía  el  pro¬ 
pósito  de  trabajar  mucho  para  enviarle  dinero.  ¡Quién 
sabe  si  le  esperaba  la  riqueza  al  otro  lado  del  mar!... 
¡Adiós,  Francia! 

Gracias  á  sus  ahorros,  un  corredor  del  puerto  le  ofre¬ 
ció  el  embarque  sin  papeles  en  tres  buques.  Uno  iba  á 
Egipto,  otro  á  Australia,  otro  á  Montevideo  y  Buenos 
Aires;  ¿cuál  le  parecía  mejor?...  Desnoyers,  recordando 
sus  lecturas,  quiso  consultar  el  viento  y  seguir  el  rumbo 
que  le  marcase,  como  lo  había  visto  hacer  á  varios  hé¬ 
roes  de  novelas.  Pero  aquel  día  el  viento  soplaba  de  la 
parte  del  mar,  internándose  en  Francia.  También  quiso 
echar  una  moneda  en  alto  para  que  indicase  su  destino. 
Al  fin  se  decidió  por  el  buque  que  saliese  antes.  Sólo 
cuando  estuvo  con  su  magro  equipaje  sobre  la  cubierta 
de  un  vapor  próximo  á  zarpar  tuvo  interés  en  conocer 
su  rumbo:  «Para  el  río  de  la  Plata...»  Y  acogió  estas  pa¬ 
labras  con  un  gesto  de  fatalista.  «¡Vaya  por  la  América 
del  Sur!»  No  le  desagradaba  el  país.  Lo  conocía  por  cier¬ 
tas  publicaciones  de  viajes,  cuyas  láminas  representa¬ 
ban  tropeles  de  caballos  en  libertad,  indios  desnudos  y 
emplumados,  gauchos  hirsutos  volteando  sobre  sus  ca¬ 
bezas  lazos  serpenteantes  y  correas  con  bolas. 

El  millonario  Desnoyers  se  acordaba  siempre  de  su 
viaje  á  América:  cuarenta  y  tres  días  de  navegación  en 
un  vapor  pequeño  y  desvencijado,  que  sonaba  á  hierro 
viejo,  gemía  por  todas  sus  junturas  al  menor  golpe  de 
mar,  y  se  detuvo  cuatro  veces  por  fatiga  de  la  máquina, 
quedando  á  merced  de  olas  y  corrientes.  En  Montevideo 
pudo  enterarse  de  los  reveses  sufridos  por  su  patria  y  de 
que  el  Imperio  ya  no  existía.  Sintió  vergüenza  al  saber 
que  la  nación  se  gobernaba  por  sí  misma,  defendiéndose 
tenazmente  detrás  de  las  murallas  de  París.  ¡Y  él  había 
huido!...  Meses  después,  los  sucesos  de  la  Commune  le 
consolaron  de  su  fuga.  De  quedarse  allá,  la  cólera  por  los 
fracasos  nacionales,  sus  relaciones  de  compañerismo,  el 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  45 


ambiente  en  que  vivía,  todo  le  hubiese  arrastrado  á  la 
revuelta.  A  aquellas  horas  estaría  fusilado  ó  viviría  en 
un  presidio  colonial,  como  tantos  de  sus  antiguos  cama- 
radas.  Alabó  su  resolución  y  dejó  de  pensar  en  los  asun¬ 
tos  de  su  patria.  La  necesidad  de  ganarse  la  subsistencia 
en  un  país  extranjero,  cuya  lengua  empezaba  á  conocer, 
hizo  que  sólo  se  ocupase  de  su  persona.  La  vida  agitada 
y  aventurera  de  los  pueblos  nuevos  le  arrastró  á  través 
de  los  más  diversos  oficios  y  las  más  disparatadas  impro¬ 
visaciones.  Se  sintió  fuerte,  con  una  audacia  .y  un  aplo¬ 
mo  que  nunca  había  tenido  en  el  viejo  mundo.  «Yo  sirvo 
para  todo — decía — si  me  dan  tiempo  para  ejercitarme.» 
Hasta  fué  soldado — él,  que  había  huido  de  su  patria  por 
no  tomar  un  fusil — ,  recibió  una  herida  en  uno  de  los 
muchos  combates  entre  «blancos»  y  «colorados»  de  la 
Libera  Oriental. 

En  Buenos  Aires  volvió  á  trabajar  de  tallista.  La 
ciudad  empezaba  á  transformarse,  rompiendo  su  envol¬ 
tura  de  gran  aldea.  Desnoy ers  pasó  varios  años  ornando 
salones  y  fachadas.  Fué  una  existencia  laboriosa,  seden¬ 
taria  y  remuneradora.  Pero  un  día  se  cansó  de  este  aho¬ 
rro  lento  que  sólo  podía  proporcionarle  á  la  larga  una 
fortuna  mediocre.  El  había  ido  al  Nuevo  Mundo  para 
hacerse  rico  como  tantos  otros.  Y  á  los  veintisiete  años 
se  lanzó  de  nuevo  en  plena  aventura,  huyendo  de  las 
ciudades,  queriendo  arrancar  el  dinero  de  las  entrañas 
de  una  Naturaleza  virgen.  Intentó  cultivos  en  las  selvas 
del  Norte,  pero  la  langosta  los  arrasó  en  unas  horas. 
Fué  comerciante  de  ganado,  arreando  con  solo  dos  peo¬ 
nes  tropas  de  novillos  y  muías,  que  hacía  pasar  á  Chile 
ó  Bolivia  por  las  soledades  nevadas  de  los  Andes.  Perdió 
en  esta  vida  la  exacta  noción  del  tiempo  y  el  espacio, 
emprendiendo  travesías  que  duraban  meses  por  llanu¬ 
ras  interminables.  Tan  pronto  se  consideraba  próximo 
á  la  fortuna,  como  lo  perdía  todo  de  golpe  por  una 
especulación  desgraciada.  Y  en  uno  de  estos  momen¬ 
tos  de  ruina  y  desaliento,  teniendo  ya  treinta  años,  fué 
cuando  se  puso  al  servicio  del  rico  estanciero  Julio  Ma- 
dariaga. 

Conocía  á  este  millonario  rústico  por  sus  compras  de 
reses.  Era  un  español  que  había  llegado  muy  joven  al 


46 


V.  BLASCO  IBANEZ 


país,  plegándose  con  gusto  á  sus  costumbres  y  viviendo 
como  un  gaucho,  después  de  adquirir  enormes  propie¬ 
dades.  Generalmente  lo  apodaban  el  gallego  Madariaga, 
á  causa  de  su  nacionalidad,  aunque  había  nacido  en 
Castilla.  Las  gentes  del  campo  trasladaban  al  apellido 
el  título  de  respeto  que  precede  al  nombre,  llamándole 
don  Madariaga. 

— Compañero — dijo  á  Desnoyers  un  día  que  estaba  de 
buen  humor,  lo  que  en  él  era' raro — ,  pasa  usted  muchos 
apuros.  La  falta  de  plata  se  huele  de  lejos.  ¿Por  qué  si¬ 
gue  en  esa  perra  vida?...  Créame,  gabacho,  y  quédese 
aquí.  Yo  voy  haciéndome  viejo  y  necesito  un  hombre. 

Al  concertarse  el  francés  con  Madariaga,  los  propie¬ 
tarios  de  las  inmediaciones,  que  vivían  á  quince  ó  veinte 
leguas  de  la  estancia,  detenían  al  nuevo  empleado  en  los 
caminos  para  augurarle  toda  clase  de  infortunios. 

— No  durará  usted  mucho.  A  don  Madariaga  no  hay 
quien  lo  resista.  Hemos  perdido  la  cuenta  de  sus  admi¬ 
nistradores.  Es  un  hombre  que  hay  que  matarlo  ó  aban¬ 
donarlo.  Pronto  se  marchará  usted. 

Desnoyers  no  tardó  en  convencerse  de  que  había 
algo  de  cierto  en  tales  murmuraciones.  Madariaga  era 
de  un  carácter  insufrible;  pero  tocado  de  cierta  simpa¬ 
tía  por  el  francés,  procuraba  no  molestarlo  con  su  irri¬ 
tabilidad. 

— Es  una  perla  ese  gabacho — decía,  como  excusando 
sus  muestras  de  consideración — .  Yo  lo  quiero  porque  es 
muy  serio...  Así  me  gustan  á  mí  los  hombres. 

No  sabía  con  certeza  el  mismo  Desnoyers  en  qué  po¬ 
día  consistir  esta  seriedad  tan  admirada  por  su  patrón, 
pero  experimentó  un  secreto  orgullo  al  verle  agresivo 
con  todos,  hasta  con  su  familia,  mientras  tomaba  al  ha¬ 
blar  con  él  un  tono  de  rudeza  paternal. 

La  familia  la  constituían  su  esposa  Misiá  Petrona,  á 
la  que  él  llamaba  «la  china»,  y  dos  hijas  ya  mujeres  que 
habían  pasado  por  un  colegio  de  Buenos  Aires,  pero  al 
volver  á  la  estancia  recobraron  en  parte  la  rusticidad 
originaria.  La  fortuna  de  Madariaga  era  enorme.  Había 
vivido  en  el  campo  desde  su  llegada  á  América,  cuando 
la  gente  blanca  no  se  atrevía  á  establecerse  fuera  de  las 
poblaciones  por  miedo  á  los  indios  bravos.  Su  primer 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  AFOCALIPSIS  47 


dinero  lo  ganó  como  heroico  comerciante,  llevando  mer¬ 
cancías  en  una  carreta  de  fortín  en  fortín.  Mató  indios, 
fué  herido  dos  veces  por  ellos,  vivió  cautivo  una  tem¬ 
porada,  y  acabó  por  hacerse  amigo  de  un  cacique.  Con 
sus  ganancias  compró  tierra,  mucha  tierra,  poco  deseada 
por  lo  insegura,  dedicándose  á  la  cría  de  novillos,  que 
había  de  defender  carabina  en  mano  de  los  piratas  de 
las  praderas.  Luego  se  casó  con  su  china,  Joven  mes¬ 
tiza  que  iba  descalza,  pero  tenía  varios  campos  de  sus 
padres.  Estos  habían  vivido  en  una  pobreza  casi  salvaje 
sobre  tierras  de  su  propiedad  que  exigían  varias  Jor¬ 
nadas  de  trote  para  ser  recorridas.  Después,  cuando  el 
gobierno  fué  empujando  los  indios  hacia  las  fronteras 
y  puso  en  venta  los  territorios  sin  dueño — apreciando 
como  una  abnegación  patriótica  que  alguien  quisiera 
adquirirlos — ,  Madariaga  compró  y  compró  á  precios 
insignificantes  y  con  larguísimos  plazos.  Adquirir  tie¬ 
rra  y  poblarla  de  animales  fué  la  misión  de  su  vida. 
A  veces,  galopando  en  compañía  de  Desnoyers  por  sus 
campos  interminables,  no  podía  reprimir  un  sentimiento 
de  orgullo. 

— Diga,  gabacho.  Según  cuentan,  más  arriba  de  su 
país  parece  que  hay  naciones  poco  más  ó  menos  del  ta¬ 
maño  de  mis  estancias.  ¿No  es  así?... 

El  francés  aprobaba...  Las  tierras  de  Madariaga  eran 
superiores  á  muchos  principados.  Esto  ponía  de  bu-en 
humor  al  estanciero. 

— Entonces  no  sería  un  disparate  que  un  día  me  pro¬ 
clamase  yo  rey.  Figúrese,  gabacho.  ¡Don  Madariaga 
mero!...  Lo  malo  es  que  también  sería  el  último,  porque 
la  china  no  quiere  darme  un  hijo...  Es  una  vaca  floja. 

La  fama  de  sus  vastos  territorios  y  sus  riquezas  pe¬ 
cuarias  llegaba  hasta  Buenos  Aires.  Todos  conocían  á 
Madariaga  de  nombre,  aunque  muy  pocos  lo  habían 
visto.  Cuando  iba  á  la  capital  pasaba  inadvertido  por 
su  aspecto  rústico,  con  las  mismas  polainas  que  usaba 
en  el  campo,  el  poncho  arrollado  como  una  bufanda  y 
asomando  sobre  éste  las  puntas  agresivas  de  una  cor¬ 
bata,  adorno  de  tormento  impuesto  por  las  hijas,  que  en 
vano  arreglaban  con  manos  amorosas  para  que  guar¬ 
dase  cierta  regularidad. 


48 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Una  mañana  había  entrado  en  el  despacho  del  nego¬ 
ciante  más  rico  de  la  capital. 

— Señor,  sé  que  necesita  usted  novillos  para  Europa, 
y  vengo  á  venderle  una  puntita. 

El  negociante  miró  con  altivez  al  gaucho  pobre.  Po¬ 
día  entenderse  con  uno  de  sus  empleados;  él  no  perdía 
el  tiempo  en  asuntos  pequeños.  Pero  ante  la  sonrisa  ma¬ 
liciosa  del  rústico,  sintió  curiosidad. 

—  ¿Y  cuántos  novillos  puede  usted  vender,  buen 
hombre? 

— Unos  treinta  mil,  señor. 

No  necesitó  oir  más  el  personaje.  Se  levantó  de  su 
mesa  y  le  ofreció  obsequiosamente  un  sillón. 

— Usted  no  puede  ser  otro  que  el  señor  Madariaga. 

— Para  servir  á  Dios  y  á  usted. 

Aquel  instante  fué  el  más  glorioso  de  su  existencia. 

En  el  antedespacho  de  los  gerentes  de  Banco,  los  or¬ 
denanzas  le  ofrecían  asiento  misericordiosamente,  du¬ 
dando  de  que  el  personaje  que  estaba  al  otro  lado  de  la 
puerta  se  dignase  recibirlo.  Pero  apenas  sonaba  aden¬ 
tro  su  nombre,  el  mismo  gerente  corría  á  abrir.  Y  el 
pobre  empleado  quedaba  estupefacto  al  escuchar  cómo 
el  gaucho  decía  á  guisa  de  saludo:  «Vengo  á  que  me 
den  trescientos  mil  pesos.  Tengo  pasto  abundante,  y 
quisiera  comprar  una  puntita  de  hacienda  para  engor¬ 
darla.» 

Su  carácter  desigual  y  contradictorio  gravitaba  so¬ 
bre  los  pobladores  de  sus  tierras  con  una  tiranía  cruel 
y  bonachona.  No  pasaba  vagabundo  por  la  estancia  que 
no  fuese  acogido  por  él  rudamente  desde  sus  primeras 
palabras. 

— Déjese  de  historias,  amigo — gritaba  como  si  fuese 
á  pegarle — .  Bajo  el  sombraje  hay  una  res  desollada. 
Corte  y  coma  lo  que  quiera,  y  remédiese  con  esto  para 
seguir  viaje...  ¡Pero  nada  de  cuentos! 

Y  le  volvía  la  espalda  luego  de  entregarle  unos  pesos. 

Un  día  se  mostraba  enfurecido  porque  un  peón  iba 
clavando  con  demasiada  lentitud  los  postes  de  una  cerca 
de  alambre.  ¡Todos  le  robaban!  Al  día  siguiente  hablaba 
con  sonrisa  bonachona  de  una  importante  cantidad  que 
debería  pagar  por  haber  garantizado  con  su  firma  á  un 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  49 


conocido  en  completa  insolvencia;  «¡Pobre!  ¡Peor  es  su 
suerte  que  la  mía!» 

Al  encontrar  en  un  camino  la  osamenta  de  una  oveja 
recién  descarnada,  parecía  enloquecer  de  rabia.  No  era 
por  la  carne.  «El  hambre  no  tiene  ley,  y  la  carne  la  ha 
hecho  Dios  para  que  la  coman  los  hombres.»  ¡Pero  al 
menos  que  dejasen  la  piel!...  Y  comentaba  tanta  maldad 
repitiendo  siempre:  «Palta  de  religión  y  buenas  costum¬ 
bres.»  Otras  veces,  los  merodeadores  se  llevaban  la  carne 
de  tres  vacas,  abandonando  las  pieles  bien  á  la  vista; 
y  el  estanciero  decía  sonriendo;  «Así  me  gusta  á  mí  la 
gente;  honrada  y  que  no  haga  mal.» 

Su  vigor  de  incansable  centauro  le  había  servido  po¬ 
derosamente  en  la  empresa  de  poblar  sus  tierras.  Era 
caprichoso,  despótico  y  de  grandes  facilidades  para  la 
paternidad,  como  sus  compatriotas  que  siglos  antes,  al 
dominar  el  Nuevo  Mundo,  clarificaron  la  sangre  indí¬ 
gena.  Tenía  los  mismos  gustos  de  los  conquistadores 
castellanos  por  la  belleza  cobriza,  de  ojos  oblicuos  y 
cabello  cerdoso.  Cuando  Desnoyers  le  veía  apartarse 
con  cualquier  pretexto  y  poner  su  caballo  al  galope  ha¬ 
cia  un  rancho  cercano,  se  decía  sonriendo:  «Va  en  busca 
de  un  nuevo  peón  que  trabajará  sus  tierras  dentro  de 
quince  años.» 

El  personal  de  la  estancia  comentaba  el  parecido  fiso- 
nómico  de  ciertos  jóvenes  que  trabajaban  lo  mismo  que 
los  demás,  galopando  desde  el  alba  para  ejecutar  las 
diversas  operaciones  del  pastoreo.  Su  origen  era  objeto 
de  irrespetuosos  comentarios.  El  capataz  Celedonio,  mes¬ 
tizo  de  treinta  años,  generalmente  detestado  por  su  ca¬ 
rácter  duro  y  avariento,  también  ofrecía  una  lejana  se¬ 
mejanza  con  el  patrón. 

Casi  todos  ios  años  se  presentaba  con  aire  de  miste¬ 
rio  alguna  mujer  que  venía  de  muy  lejos,  china  sucia  y 
malcarada,  de  relieves  colgantes,  llevando  de  la  mano 
á  un  mesticillo  de  ojos  de  brasa.  Pedía  hablar  á  solas 
con  el  dueño;  y  al  verse  frente  á  él,  le  recordaba  un  viaje 
realizado  diez  ó  doce  años  antes  para  comprar  una  'punta 
de  reses. 

— ¿Se  acuerda,  patrón,  que  pasó  la  noche  en  mi  ran¬ 
cho  porque  el  río  iba  crecido? 


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V.  BLASCO  IBANEZ 


El  patrón  no  se  acordaba  de  nada.  Unicamente  un 
vago  instinto  parecía  indicarle  que  la  mujer  decía  ver¬ 
dad.  «Bueno,  ¿y  qué?» 

— Patrón,  aquí  lo  tiene...  Más  vale  que  se  haga  hom¬ 
bre  á  su  lado  que  en  otra  parte. 

Y  le  presentaba  el  pequeño  mestizo.  ¡Uno  más  y  ofre¬ 
cido  con  esta  sencillez!...  «Falta  de  religión  y  buenas 
costumbres.»  Con  repentina  modestia  dudaba  de  la  ve¬ 
racidad  de  la  mujer.  ¿Por  qué  había  de  ser  precisamente 
suyo?...  La  vacilación  no  era,  sin  embargo,  muy  larga. 

— Por  si  es,  ponlo  con  los  otros. 

La  madre  se  marchaba  tranquila  viendo  asegurado 
el  porvenir  del  pequeño;  porque  aquel  hombre  pródigo 
en  violencias  también  lo  era  en  generosidades.  Al  final 
no  le  faltaría  á  su  hijo  un  pedazo  de  tierra  y  un  buen 
hato  de  ovejas. 

Estas  adopciones  provocaron  al  principio  una  rebel¬ 
día  de  Misiá  Petrona,  la  única  que  se  permitió  en  toda 
su  existencia.  Pero  el  centauro  la  impuso  un  silencio  de 
terror. 

— ¿Y  aún  te  atreves  á  hablar,  vaca  floja?...  Una  mujer 
que  sólo  ha  sabido  darme  hembras.  Vergüenza  debías 
tener. 

La  misma  mano  que  extraía  negligentemente  de  un 
bolsillo  los  billetes  hechos  una  bola,  dándolos  á  capri¬ 
cho,  sin  reparar  en  cantidades,  llevaba  colgando  de  la 
muñeca  un  rebenque.  Era  para  golpear  al  caballo,  pero 
lo  levantaba  con  facilidad  cuando  alguno  de  los  peones 
incurría  en  su  cólera. 

— Te  pego  porque  puedo — decía  como  excusa  al  sere¬ 
narse. 

Un  día,  el  golpeado  hizo  un  paso  atrás,  buscando  el 
cuchillo  en  el  cinto. 

— A  mí  no  me  pega  usted,  patrón.  Yo  no  he  nacido  en 
estos  pagos...  Yo  soy  de  Corrientes. 

El  patrón  quedó  con  el  látigo  en  alto. 

— ¿De  verdad  que  no  has  nacido  aquí?...  Entonces 
tienes  razón;  no  puedo  pegarte.  Toma  cinco  pesos. 

Cuando  Desnoyers  entró  en  la  estancia,  Madariaga 
empezaba  á  perder  la  cuenta  de  los  que  estaban  bajo  su 
potestad  á  uso  latino  antiguo  y  podían  recibir  sus  gol- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  51 


pes.  Eran  tantos,  que  incurría  en  frecuentes  confusiones. 
El  francés  admiró  el  ojo  experto  de  su  patrón  para  los 
negocios.  Le  bastaba  contemplar  por  breves  minutos 
un  rebaño  de  miles  de  reses  para  saber  su  número  con 
exactitud.  Galopaba  con  aire  indiferente  en  torno  del 
inmenso  grupo  cornudo  y  pataleante,  y  de  pronto  hacía 
apartar  varios  animales.  Había  descubierto  que  estaban 
enfermos.  Con  un  comprador  como  Madariaga,  las  ma¬ 
rrullerías  y  artificios  de  los  vendedores  resultaban  in¬ 
útiles. 

Su  serenidad  ante  la  desgracia  era  también  admira¬ 
ble.  Una  sequía  sembraba  repentinamente  sus  prados  de 
vacas  muertas.  La  llanura  parecía  un  campo  de  batalla 
abandonado.  Por  todas  partes  bultos  negros;  en  el  aire 
grandes  espirales  de  cuervos  que  llegaban  de  muchas 
leguas  á  la  redonda.  Otras  veces  era  el  frío:  un  inespe¬ 
rado  descenso  del  termómetro  cubría  el  suelo  de  cadᬠ
veres.  Diez  mil  animales,  quince  mil,  tal  vez  más,  se 
habían  perdido. 

— ¡Qué  hacer! — decía  Madariaga  con  resignación — . 
Sin  tales  desgracias  esta  tierra  sería  un  paraíso...  Ahora 
lo  que  importa  es  salvar  los  cueros. 

Echaba  pestes  contra  la  soberbia  de  los  emigrantes 
de  Europa,  contra  las  nuevas  costumbres  de  la  gente 
pobre,  porque  no  disponía  de  bastantes  brazos  para 
desollar  á  las  víctimas  en  poco  tiempo  y  miles  de  pieles 
se  perdían  al  corromperse  unidas  á  la  carne.  Los  hue¬ 
sos  blanqueaban  la  tierra  como  montones  de  nieve.  Los 
peoncitos  iban  colocando  en  los  postes  del  alambrado 
cráneos  de  vaca  con  los  cuernos  retorcidos,  adorno  rús¬ 
tico  que  evocaba  la  imagen  de  un  desfile  de  liras  helé¬ 
nicas. 

— Por  suerte,  queda  la  tierra — añadía  el  estanciero. 

Galopaba  por  sus  campos  inmensos,  que  empezaban 
á  verdear  bajo  las  nuevas  lluvias.  Había  sido  de  los 
primeros  en  convertir  las  tierras  vírgenes  en  praderas, 
sustituyendo  el  pasto  natural  con  la  alfalfa.  Donde  an¬ 
tes  vivía  un  novillo  colocaba  ahora  tres.  «La  mesa  está 
puesta — decía  alegremente — .  Vamos  en  busca  de  nue¬ 
vos  convidados.»  Y  compraba  á  precios  irrisorios  el  ga¬ 
nado  desfallecido  de  hambre  en  los  campos  naturales. 


52 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

llevándolo  á  mi  rápido  engordamieuto  en  sus  tierras 
opulentas. 

Una  mañana  Desnoyers  le  salvó  la  vida.  Había  le¬ 
vantado  su  rebenque  sobre  un  peón  recién  entrado  en 
la  estancia,  y  éste  le  acometió  cuchillo  en  mano.  Mada- 
riaga  se  defendía  á  latigazos,  convencido  de  que  iba  á 
recibir  de  un  momento  á  otro  la  cuchillada  mortal, 
cuando  llegó  el  francés  y  sacando  su  revólver  dominó 
y  desarmó  al  adversario. 

—  ¡Gracias,  gabacho! — dijo  el  estanciero,  emociona¬ 
do — .  Eres  todo  un  hombre  y  debo  recompensarte.  Desde 
hoy...  te  hablaré  de  tú. 

Desnoyers  no  llegó  á  comprender  qué  recompensa 
podía  significar  este  tuteo.  ¡Era  tan  raro  aquel  hom¬ 
bre!...  Algunas  consideraciones  personales  vinieron,  sin 
embargo,  á  mejorar  su  estado.  No  comió  más  en  el  edi¬ 
ficio  donde  estaba  instalada  la  Administración.  El  dueño 
exigió  imperativamente  que  en  adelante  ocupase  un 
sitio  en  su  propia  mesa.  Y  así  entró  Desnoyers  en  la  in¬ 
timidad  de  la  familia  Madariaga. 

La  esposa  era  una  figura  muda  cuando  el  marido 
estaba  presente.  Se  levantaba  en  plena  noche  para  vi¬ 
gilar  el  desayuno  de  los  peones,  la  distribución  de  la 
galleta,  el  hervor  de  las  marmitas  de  café  ó  mate  co¬ 
cido.  Arreaba  á  las  criadas,  parlanchinas  y  perezosas, 
que  se  perdían  con  facilidad  en  las  arboledas  próximas 
á  la  casa.  Hacía  sentir  en  la  cocina  y  sus  anexos  una 
autoridad  de  verdadera  patrona;  pero  apenas  sonaba  la 
voz  del  marido,  parecía  encogerse  en  un  silencio  de  res¬ 
peto  y  temor.  Al  sentarse  la  china  á  la  mesa  le  contem¬ 
plaba  con  sus  ojos  redondos,  fijos  como  los  de  un  buho, 
revelando  una  sumisión  devota.  Desnoyers  llegó  á  pensar 
que  en  esta  muda  admiración  había  mucho  de  asombro 
por  la  energía  con  que  el  estanciero — cerca  ya  de  los 
sesenta  años — seguía  improvisando  nuevos  pobladores 
para  sus  tierras. 

Las  dos  hijas,  Luisa  y  Elena,  aceptaron  con  entu¬ 
siasmo  al  comensal,  que  venía  á  animar  sus  monótonas 
conversaciones  del  comedor,  cortadas  muchas  veces  por 
las  cóleras  del  padre.  Además  era  de  París.  «¡París!», 
suspiraba  Elena,  la  menor,  poniendo  los  ojos  en  blanco. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  53 


Y  Desnoyers  se  veía  consultado  por  ellas  en  materias  de 
elegancia  cada  vez  que  encargaban  algo  á  los  almace¬ 
nes  de  ropas  hechas  de  Buenos  Aires. 

El  interior  de  la  casa  reflejaba  los  diversos  gustos 
de  las  dos  generaciones.  Las  niñas  tenían  un  salón  con 
muebles  ricos — apoyados  en  paredes  agrietadas — y  lám¬ 
paras  ostentosas  que  nunca  se  encendían.  El  padre  per¬ 
turbaba  con  su  rudeza  esta  habitación  cuidada  y  ad¬ 
mirada  por  las  dos  hermanas.  Las  alfombras  parecían 
entristecerse  y  palidecer  bajo  las  huellas  de  barro  que 
dejaban  las  botas  del  centauro.  Sobre  una  mesa  dorada 
aparecía  el  rebenque.  Las  muestras  de  maíz  esparcían 
sus  granos  sobre  la  seda  de  un  sofá  que  sólo  ocupaban 
las  señoritas  con  cierto  recogimiento,  como  si  temiesen 
romperlo.  Junto  á  la  entrada  del  comedor  había  una 
báscula,  y  Madariaga  se  enfureció  cuando  sus  hijas  le 
pidieron  que  la  llevase  á  las  dependencias.  El  no  iba  á 
molestarse  con  un  viaje  cada  vez  que  se  le  ocurriese 
averiguar  el  peso  de  un  cuero  suelto...  LFn  piano  entró 
en  la  estancia,  y  Elena  pasaba  las  horas  tecleando  lec¬ 
ciones  con  una  buena  fe  desesperante.  «Ira  de  Dios!  ¡Si 
al  menos  tocase  la  jota  ó  el  pericón!»  Y  el  padre,  á  la 
hora  de  la  siesta,  se  iba  á  dormir  sobre  su  poncho  entre 
los  eucaliptos  cercanos. 

Esta  hija  menor,  á  la  que  apodaba  «la  romántica», 
era  el  objeto  de  sus  cóleras  y  sus  burlas.  ¿De  dónde  ha¬ 
bía  salido,  con  unos  gustos  que  nunca  sintieron  él  y  su 
pobre  chinad  Sobre  el  piano  se  amontonaban  cuadernos 
de  música.  En  un  ángulo  del  disparatado  salón,  varias 
cajas  de  conservas,  arregladas  á  guisa  de  biblioteca  por 
el  carpintero  de  la  estancia,  contenían  libros. 

— Mira,  gabacho — decía  Madariaga — .  Todo  versos  y 
novelas.  ¡Puros  embustes!...  ¡Aire! 

El  tenía  su  biblioteca,  más  importante  y  gloriosa,  y 
que  ocupaba  menos  lugar.  En  su  escritorio,  adornado 
con  carabinas,  lazos  y  monturas  chapeadas  de  plata, 
un  pequeño  armario  contenía  los  títulos  de  propiedad 
y  varios  legajos  que  el  estanciero  hojeaba  con  miradas 
de  orgullo. 

— Pon  atención  y  oirás  maravillas — anunciaba  á  Des¬ 
noyers  tirando  de  uno  de  los  cuadernos. 


54 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Era  la  historia  de  las  bestias  famosas  que  habían  en¬ 
trado  en  la  estancia  para  la  reproducción  y  mejoramiento 
de  sus  ganados;  el  árbol  genealógico,  las  cartas  de  no¬ 
bleza  de  todos  los  animales  pedigrée.  Había  de  ser  él 
quien  leyese  los  papeles,  pues  no  permitía  que  los  tocase 
ni  su  familia.  Y  con  las  gafas  caladas  iba  deletreando 
la  historia  de  cada  héroe  pecuario:  «Diamond  III,  nieto 
de  Diamond  I,  que  fué  propiedad  del  rey  de  Inglaterra, 
é  hijo  de  Diamond  II,  triunfador  en  todos  los  concur¬ 
sos.»  Su  Diamond  le  había  costado  muchos  miles,  pero 
los  caballos  más  gallardos  de  la  estancia,  que  se  vendían 
á  precios  magníficos,  eran  sus  descendientes. 

— Tenía  más  talento  que  algunas  personas.  Sólo  le  fal¬ 
taba  hablar.  Es  el  mismo  que  está  embalsamado  junto 
á  la  puerta  del  salón.  Las  niñas  quieren  que  lo  eche  de 
allí...  ¡Que  se  atrevan  á  tocarlo!  ¡Primero  las  echo  á 
ellas! 

Luego  continuaba  leyendo  la  historia  de  una  dinas¬ 
tía  de  toros,  todos  con  nombre  propio  y  un  número  ro¬ 
mano  á  continuación,  lo  mismo  que  los  reyes;  animales 
adquiridos  en  las  grandes  ferias  de  Inglaterra  por  el  tes¬ 
tarudo  estanciero.  Nunca  había  estado  allá,  pero  em¬ 
pleaba  el  cable  para  batirse  á  libras  esterlinas  con  los 
propietarios  británicos  deseosos  de  conservar  á  su  patria 
tales  portentos,  Gracias  á  estos  reproductores,  que  atra¬ 
vesaron  el  Océano  con  iguales  comodidades  que  un  pa¬ 
sajero  millonario,  había  podido  hacer  desfilar  en  los  con¬ 
cursos  de  Buenos  Aires  sus  novillos,  que  eran  torreones 
de  carne,  elefantes  comestibles,  con  el  lomo  cuadrado  y 
liso  lo  mismo  que  una  mesa. 

— Esto  representa  algo,  ¿no  te  parece,  gabacho?  Esto 
vale  más  que  todas  las  estampas  con  lunas,  lagos,  aman¬ 
tes  y  otras  macanas  que  mi  «romántica»  pone  en  las  pa¬ 
redes  para  que  críen  polvo. 

Y  señalaba  los  diplomas  honoríficos  que  adornaban 
el  escritorio,  las  copas  de  bronce  y  demás  bisutería  glo¬ 
riosa  conquistada  en  los  concursos  por  los  hijos  de  su 
pedigrée. 

Luisa,  la  hija  mayor — llamada  Chicha,  á  uso  ame¬ 
ricano — ,  merecía  más  respeto  de  su  padre.  «Es  mi  po¬ 
bre  china — decía — la  misma  bondad  y  el  mismo  em- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  55 


puje  para  el  trabajo,  pero  con  más  señorío.»  Lo  del  se¬ 
ñorío  lo  aceptaba  Desnoy ers  inmediatamente,  y  aun  le 
parecía  una  expresión  incompleta  y  débil.  Lo  que  no 
podía  admitir  era  que  aquella  muchacha  pálida,  mo¬ 
desta,  con  grandes  ojos  negros  y  sonrisa  de  pueril  mali¬ 
cia,  tuviese  el  menor  parecido  físico  con  la  respetable 
matrona  que  le  había  dado  la  existencia. 

La  gran  fiesta  para  Chicha  era  la  misa  del  domingo. 
Representaba  un  viaje  de  tres  leguas  al  pueblo  más  cer¬ 
cano,  un  contacto  semanal  con  gentes  que  no  eran  las 
mismas  de  la  estancia.  Un  carruaje  tirado  por  cuatro 
caballos  se  llevaba  á  la  señora  y  á  las  señoritas  con  los 
últimos  trajes  y  sombreros  llegados  de  Europa  á  través 
de  las  tiendas  de  Buenos  Aires.  Por  indicación  de  Chi¬ 
cha,  iba  Desnoyers  con  ellas,  tomando  las  riendas  al 
cochero.  El  padre  se  quedaba  para  recorrer  sus  campos 
en  la  soledad  del  domingo,  enterándose  mejor  de  los 
descuidos  de  su  gente.  El  era  muy  religioso:  «Religión 
y  buenas  costumbres.»  Pero  había  dado  miles  de  pesos 
para  la  construcción  de  la  vecina  iglesia,  y  un  hombre 
de  su  fortuna  no  iba  á  estar  sometido  á  las  mismas  obli¬ 
gaciones  de  los  pelagatos. 

Durante  el  almuerzo  dominical,  las  dos  señoritas  ha¬ 
cían  comentarios  sobre  las  personas  y  méritos  de  varios 
jóvenes  del  pueblo  y  de  las  estancias  próximas  que  se 
detenían  á  la  puerta  de  la  iglesia  para  verlas. 

—  ¡Háganse  ilusiones,  niñas! — decía  el  padre — .  ¿Us¬ 
tedes  creen  que  las  quieren  por  su  lindura?...  Lo  que 
buscan  esos  sinvergüenzas  son  los  pesos  del  viejo  Ma- 
dariaga;  y  así  que  los  tuviesen,  tal  vez  les  soltarían  á 
ustedes  una  paliza  diaria. 

La  estancia  recibía  numerosos  visitantes.  Unos  eran 
jóvenes  de  los  alrededores,  que  llegaban  sobre  briosos 
caballos  haciendo  suertes  de  equitación.  Deseaban  ver  á 
don  Julio  con  los  más  inverosímiles  pretextos,  y  apro¬ 
vechaban  la  oportunidad  para  hablar  con  Chicha  y 
Elena.  Otras  veces  eran  señoritos  de  Buenos  Aires,  que 
pedían  alojamiento  en  la  estancia,  diciendo  que  iban  de 
paso.  Don  Madariaga  gruñía: 

— ¡Otro  hijo  de  tal  que  viene  en  busca  de  los  pesos  del 
gallego!  Si  no  se  va  pronto,  lo...  corro  á  patadas. 


56 


F.  BLASCO  IBANEZ 


Pero  el  pretendiente  no  tardaba  en  irse,  intimidado 
por  la  mudez  hostil  del  patrón.  Esta  mudez  se  prolongó 
de  un  modo  alarmante,  á  pesar  de  que  la  estancia  ya  no 
recibía  visitas.  Madariaga  parecía  abstraído,  y  todos  los 
de  la  familia,  incluso  Desnoyers,  respetaban  y  temían 
su  silencio.  Comía  enfurruñado,  con  la  cabeza  baja.  De 
pronto  levantaba  los  ojos  para  mirar  á  Chicha,  luego  á 
Desnoyers,  y  fijarlos  últimamente  en  su  esposa,  como  si 
fuese  á  pedirle  cuentas. 

«La  romántica»  no  existía  para  él.  Cuando  más,  le 
dedicaba  un  bufido  irónico  al  verla  erguida  en  la  puerta 
á  la  hora  del  atardecer  contemplando  el  horizonte,  en¬ 
sangrentado  por  la  muerte  del  sol,  con  un  codo  en  el 
quicio  y  una  mejilla  en  una  mano,  imitando  la  actitud 
de  cierta  dama  blanca  que  había  visto  en  un  cromo 
esperando  la  llegada  del  caballero  de  los  ensueños. 

Cinco  años  llevaba  Desnoyers  en  la  casa,  cuando  un 
día  entró  en  el  escritorio  del  amo  con  el  aire  brusco  de 
los  tímidos  que  adoptan  una  resolución. 

—  Don  Julio,  me  marcho,  y  deseo  que  ajustemos 
cuentas. 

Madariaga  le  miró  socarronamente.  ¿Irse?...  ¿por 
qué?  Pero  en  vano  repitió  sus  preguntas.  El  francés  se 
atascaba  en  una  serie  de  explicaciones  incoherentes. 
«Me  voy;  debo  irme.» 

— ¡Ah  ladrón,  profeta  falso! — gritó  el  estanciero  con 
voz  estentórea. 

Pero  Desnoyers  no  se  inmutó  ante  el  insulto.  Había 
oído  muchas  veces  á  su  patrón  las  mismas  palabras 
cuando  comentaba  algo  gracioso  ó  al  regatear  con  los 
compradores  de  bestias. 

— ¡Ah  ladrón,  profeta  falso!  ¿Crees  que  no  sé  por  qué 
te  vas?  ¿Te  imaginas  que  el  viejo  Madariaga  no  ha  visto 
tus  miraditas  y  las  miraditas  de  la  mosca  muerta  de  su 
hija,  y  cuando  os  paseabais  tú  y  ella  agarrados  de  la 
mano,  en  presencia  de  la  pobre  china ^  que  está  ciega 
del  entendimiento?...  No  está  mal  el  golpe,  gabacho. 
Con  él  te  apoderas  de  la  mitad  de  los  pesos  del  gallego, 
y  ya  puedes  decir  que  has  hecho  la  América. 

Y  mientras  gritaba  esto,  ó  más  bien,  lo  aullaba,  ha¬ 
bía  empuñado  el  rebenque,  dando  golrjecitos  de  punta 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  57 


en  el  estómago  de  su  administrador  con  una  insistencia 
que  lo  mismo  podía  ser  afectuosa  que  hostil. 

— Por  eso  vengo  á  despedirme — dijo  Desnoyers  con 
altivez — .  Sé  que  es  una  pasión  absurda,  y  quiero  mar¬ 
charme. 

— ¡El  señor  se  va! — siguió  gritando  el  estanciero — . 
¡El  señor  cree  que  aquí  puede  hacer  lo  que  quiera!  No, 
señor;  aquí  no  manda  nadie  mas  que  el  viejo  Madaria- 
g'aj  y  yo  ordeno  que  te  quedes...  ¡Ay,  las  mujeres!  Uni¬ 
camente  sirven  para  enemistar  á  los  hombres.  ¡Y  que  no 
podamos  vivir  sin  ellas!... 

Dió  varios  paseos  silenciosos  por  la  habitación,  como 
si  las  últimas  palabras  le  hiciesen  pensar  en  cosas  leja¬ 
nas  muy  distintas  de  lo  que  hasta  entonces  había  dicho. 
Desnoyers  miró  con  inquietud  el  látigo  que  aún  empu¬ 
ñaba  su  diestra.  ¿Si  intentaría  pegarle,  como  á  los  peo¬ 
nes?...  Estaba  dudando  entre  hacer  frente  á  un  hombre 
que  siempre  le  había  tratado  con  benevolencia  ó  apelar 
á  una  fuga  discreta,  aprovechando  una  de  sus  vueltas, 
cuando  el  estanciero  se  plantó  ante  él. 

— ¿Tú  la  quieres  de  veras...  de  veras? — preguntó — . 
¿Estás  seguro  de  que  ella  te  quiere  á  ti?  Fíjate  bien  en 
lo  que  dices,  que  en  eso  del  amor  hay  mucho  de  engaño 
y  ceguera.  También  yo,  cuando  me  casé,  estaba  loco  por 
mi  china.  ¿De  verdad  que  os  queréis?...  Pues  bien;  llé¬ 
vatela,  gabacho  del  demonio,  ya  que  alguien  se  la  ha  de 
llevar,  y  que  no  te  salga  una  vaca  floja  como  la  madre... 
A  ver  si  me  llenas  la  estancia  de  nietos. 

Reaparecía  el  gran  productor  de  hombres  y  de  bes¬ 
tias  al  formular  este  deseo.  Y  como  si  considerase  nece¬ 
sario  explicar  su  actitud,  añadió: 

— Todo  esto  lo  hago  porque  te  quiero;  y  te  quiero  por¬ 
que  eres  serio. 

Otra  vez  quedó  absorto  el  francés,  no  sabiendo  en 
qué  consistía  la  tan  apreciada  seriedad. 

Desnoyers,  al  casarse,  pensó  en  su  madre.  ¡Si  la  pobre 
vieja  pudiese  ver  este  salto  extraordinario  de  su  fortuna! 
Pero  mamá  había  muerto  un  año  antes,  creyendo  á  su 
hijo  enormemente  rico  porque  le  enviaba  todos  los  me¬ 
ses  ciento  cincuenta  pesos,  algo  más  de  trescientos  fran¬ 
cos,  extraídos  del  sueldo  que  cobraba  en  la  estancia. 


58 


V.  BLASCO  IBANEZ 

Su  ingreso  en  la  familia  de  Madariaga  sirvió  para 
que  éste  atendiese  con  menos  interés  á  sus  negocios. 

Tiraba  de  él  la  ciudad,  con  la  atracción  de  los  en¬ 
cantos  no  conocidos.  Hablaba  con  desprecio  de  las  mu¬ 
jeres  del  campo,  chinas  mal  lavadas,  que  le  inspiraban 
ahora  repugnancia.  Había  abandonado  sus  ropas  de 
jinete  campestre  y  exhibía  con  satisfacción  pueril  los 
trajes  con  que  le  disfrazaba  un  sastre  de  la  capital. 
Cuando  Elena  quería  acompañarle  á  Buenos  Aires,  se 
defendía  pretextando  negocios  enojosos.  «No;  ya  irás 
con  tu  madre.» 

La  suerte  de  campos  y  ganados  no  le  inspiraba  in¬ 
quietudes.  Su  fortuna,  dirigida  por  Desnoyers,  estaba 
en  buenas  manos. 

— Este  es  muy  serio— decía  en  el  comedor,  ante  la  fa¬ 
milia  reunida — .  Tan  serio  como  yo...  De  éste  no  se  ríe 
nadie. 

Y  al  fin  pudo  adivinar  el  francés  que  su  suegro,  al 
hablar  de  seriedad,  aludía  á  la  entereza  de  carácter. 
Según  declaración  espontánea  de  Madariaga,  desde  los 
primeros  días  que  trató  á  Desnoyers  pudo  adivinar  un 
genio  igual  al  suyo,  tal  vez  más  duro  y  firme,  pero  sin 
alaridos  ni  excentricidades.  Por  esto  le  había  tratado 
con  benevolencia  extraordinaria,  presintiendo  que  un 
choque  entre  los  dos  no  tendría  arreglo.  Sus  únicas  des¬ 
avenencias  fueron  á  cau^a  de  los  gastos  establecidos  por 
Madariaga  en  tiempos  anteriores.  Desde  que  el  yerno 
dirigía  las  estancias,  los  trabajos  costaban  menos  y  la 
gente  mostraba  mayor  actividad.  Y  esto  sin  gritos,  sin 
palabras  fuertes,  con  sólo  su  presencia  y  sus  órdenes 
breves. 

El  viejo  era  el  único  que  le  hacía  frente  para  mante¬ 
ner  el  caprichoso  sistema  del  palo  seguido  de  la  dádiva. 
Le  sublevaba  el  orden  minucioso  y  mecánico,  siempre 
igual,  sin  algo  de  arbitrariedad  extravagante,  de  tira¬ 
nía  bonachona.  Con  frecuencia  se  presentaban  á  Desno¬ 
yers  algunos  de  los  peones  mestizos  á  los  que  suponía 
la  malicia  pública  en  íntimo  parentesco  con  el  estancie¬ 
ro.  «Patroncito:  dice  el  patrón  viejo  que  me  dé  cinco 
pesos.»  El  patroncito  respondía  negativamente,  y  poco 
después  se  presentaba  Madariaga,  iracundo  de  gesto, 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  59 

pero  midiendo  las  palabras,  en  consideración  á  que  su 
yerno  era  tan  serio  como  él. 

— Mucho  te  quiero,  hijo,  pero  aquí  nadie  manda  mas 
que  yo...  ¡Ah,  gabacho!  Eres  igual  á  todos  los  de  tu 
tierra:  centavo  que  pilláis  va  á  la  media,  y  no  ve  más 
la  luz  del  sol  aunque  os  crucifiquen...  ¿Dije  cinco  pesos? 
Le  darás  diez.  Lo  mando  yo,  y  basta. 

El  francés  pagaba,  encogiéndose  de  hombros,  mien¬ 
tras  su  suegro,  satisfecho  del  triunfo,  huía  á  Buenos 
Aires.  Era  bueno  hacer  constar  que  la  estancia  pertene¬ 
cía  aún  al  gallego  Madariaga. 

De  uno  de  sus  viajes  volvió  con  un  acompañante:  un 
joven  alemán,  que,  según  él,  lo  sabía  todo  y  servía  para 
todo.  Su  yerno  trabajaba  demasiado.  Karl  Hartrott  le 
ayudaría  en  la  contabilidad.  Y  Desnoyers  lo  aceptó,  sin¬ 
tiendo  á  los  pocos  días  una  naciente  estimación  por  el 
nuevo  empleado. 

Que  perteneciesen  á  dos  naciones  enemigas  nada 
significaba.  En  todas  partes  hay  buenas  gentes,  y  este 
Karl  era  un  subordinado  digno  de  aprecio.  Se  mantenía 
á  distancia  de  sus  iguales  y  era  inflexible  y  duro  con 
los  inferiores.  Todas  sus  facultades  parecía  concentrar¬ 
las  en  el  servicio  y  la  admiración  de  los  que  estaban 
por  encima  de  él.  Apenas  desplegaba  los  labios  Mada¬ 
riaga,  el  alemán  movía  la  cabeza  apoyando  por  ade¬ 
lantado  sus  palabras.  Si  decía  algo  gracioso,  su  risa  era 
de  una  escandalosa  sonoridad.  Con  Desnoyers  se  mos¬ 
traba  taciturno  y  aplicado,  trabajando  sin  reparar  en 
horas.  Apenas  le  veía  entrar  en  la  administración,  sal¬ 
taba  de  su  asiento  irg’uiéndose  con  militar  rigidez.  Todo 
estaba  dispuesto  á  hacerlo.  Por  cuenta  propia,  espiaba 
al  personal,  delatando  sus  descuidos  y  defectos.  Este 
servicio  no  entusiasmaba  á  su  jefe  inmediato,  pero  lo 
agradecía  como  una  muestra  de  interés  por  el  estable¬ 
cimiento. 

Alababa  el  viejo  estanciero  su  adquisición  como  un 
triunfo,  pretendiendo  que  su  yerno  la  celebrase  igual¬ 
mente. 

-  — Un  mozo  muy  útil,  ¿no  es  cierto?...  Estos  gringos 
de  la  Alemania  sirven  bien,  saben  muchas  cosas  y  cues¬ 
tan  poco.  Luego,  ¡tan  disciplinados!  ¡tan  humilditos!... 


60 


V.  BLAÁ^CO  IBAÑEZ 

Yo  siento  decírtelo,  porque  eres  gabacho;  pero  os  habéis 
echado  malos  enemigos.  Son  gente  dura  de  pelar. 

Desnoy ers  contestaba  con  un  gesto  de  indiferencia. 
Su  patria  estaba  lejos  y  también  la  del  alemán.  ¡A  saber 
si  volverían  á  ella!...  Allí  eran  argentinos,  y  debían 
pensar  en  las  cosas  inmediatas,  sin  preocuparse  del  pa¬ 
sado. 

—  Además,  ¡tienen  tan  poco  orgullo! — continuó  Ma- 
dariaga  con  tono  irónico — .  Cualquier  gringo  de  éstos, 
cuando  es  dependiente  en  la  capital,  barre  la  tienda, 
hace  la  comida,  lleva  la  contabilidad,  vende  á  los  parro¬ 
quianos,  escribe  á  máquina,  traduce  de  cuatro  á  cinco 
lenguas,  y  acompaña,  si  es  preciso,  á  la  amiga  del  amo 
como  si  fuese  una  gran  señora...  todo  por  veinticinco 
pesos  al  mes.  ¡Quién  puede  luchar  con  una  gente  así! 
Tú,  gabacho,  eres  como  yo...  muy  serio,  y  te  morirías 
de  hambre  antes  de  pasar  por  ciertas  cosas.  Por  eso  te 
digo  que  resultan  temibles. 

El  estanciero,  después  de  una  corta  reflexión,  añadió: 

— Tal  vez  no  son  tan  buenos  como  parecen.  Hay  que 
ver  cómo  tratan  á  los  que  están  debajo  de  ellos.  Puede 
que  se  hagan  los  simples  sin  serlo,  y  cuando  sonríen  al 
recibir  una  patada,  dicen  para  sus  adentros:  «Espera 
que  llegue  la  mía,  y  te  devolveré  tres.» 

Luego  pareció  arrepentirse  de  sus  palabras. 

— De  todos  modos,  este  Karl  es  un  pobre  mozo,  un 
infeliz,  que  apenas  digo  yo  alg’o,  abre  la  boca  como  si 
fuese  á  tragar  moscas.  El  asegura  que  es  de  gran  fami¬ 
lia,  pero  ¡vaya  usted  á  saber  de  estos  gringos!...  Todos 
los  muertos  de  hambre,  al  venir  á  América,  la  echamos 
de  hijos  de  príncipes. 

A  éste  lo  había  tuteado  Madariaga  desde  el  primer 
instante,  no  por  agradecimiento,  como  á  Desnoyers, 
sino  para  hacerle  sentir  su  inferioridad.  Lo  había  intro¬ 
ducido  igualmente  en  su  casa,  pero  únicamente  para 
que  diese  lecciones  de  piano  á  la  hija  menor.  «La  ro¬ 
mántica»  ya  no  se  colocaba  al  atardecer  en  la  puerta 
contemplando  el  sol  poniente.  Karl,  una  vez  terminado 
su  trabajo  en  la  administración,  venía  á  la  casa  del  es¬ 
tanciero,  sentándose  al  lado  de  Elena,  que  tecleaba  con 
una  tenacidad  digna  de  mejor  suerte.  A  última  hora,  el 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  61 


alemán,  acompañándose  en  el  piano,  cantaba  fragmen¬ 
tos  de  Wágner,  que  hacían  dormitar  á  Madariaga  en  un 
sillón  con  el  fuerte  cigarro  paraguayo  adherido  á  los 
labios. 

Elena  contemplaba  mientras  tanto  con  creciente  in¬ 
terés  al  gringo  cantor.  No  era  el  caballero  de  los  ensue¬ 
ños  esperado  por  la  dama  blanca.  Era  casi  un  sirviente, 
un  inmigrante  rubio  tirando  á  rojo,  carnudo,  algo  pe¬ 
sado  y  con  ojos  bovinos  que  reflejaban  un  eterno  miedo 
á  desagradar  á  sus  jefes.  Pero,  día  por  día,  iba  encon¬ 
trando  en  él  algo  que  modificaba  sus  primeras  impresio¬ 
nes:  la  blancura  femenil  de  Karl  más  allá  de  la  cara  y 
las  manos  tostadas  por  el  sol;  la  creciente  marcialidad 
de  sus  bigotes;  la  soltura  con  que  montaba  á  caballo;  su 
aire  trovadoresco  al  entonar  con  una  voz  de  tenor  algo 
sorda  romanzas  voluptuosas  con  palabras  que  ella  no 
podía  entender. 

Una  noche,  á  la  hora  de  la  cena,  no  pudo  contenerse, 
y  habló  con  la  vehemencia  febril  del  que  ha  hecho  un 
gran  descubrimiento: 

— Papá:  Kaii  es  noble.  Pertenece  á  una  gran  familia. 

El  estanciero  hizo  un  gesto  de  indiferencia.  Otras 
cosas  le  preocupaban  en  aquellos  días.  Pero  durante  la 
velada  sintió  la  necesidad  de  descargar  en  alguien  la 
cólera  interna  que  le  venía  royendo  desde  su  último 
viaje  á  Buenos  Aires,  é  interrumpió  al  cantor. 

— Oye,  gringo:  ¿qué  es  eso  de  tu  nobleza  y  demás  ma¬ 
canas  que  le  has  contado  á  la  niña? 

Karl  abandonó  el  piano  para  erguirse  y  responder. 
Bajo  la  influencia  del  canto  reciente,  había  en  su  actitud 
algo  que  recordaba  á  Lohengrin  en  el  momento  de  reve¬ 
lar  el  secreto  de  su  vida.  Su  padre  había  sido  el  general 
von  Hartrott,  uno  de  los  caudillos  secundarios  de  la 
guerra  del  70.  El  emperador  lo  había  recompensado  en¬ 
nobleciéndolo.  Uno  de  sus  tíos  era  consejero  íntimo  del 
rey  de  Prusia.  Sus  hermanos  mayores  figuraban  en  la 
oficialidad  de  los  regimientos  privilegiados.  El  había 
arrastrado  sable  como  teniente. 

Madariaga  le  interrumpió,  fatigado  de  tanta  gran¬ 
deza.  «Mentiras...  macanas...  aire.»  ¡Hablarle  á  él  de 
noblezas  de  gringos!...  Había  salido  muy  joven  de  Eu- 


6^ 


V.  BLASCO  IBANEZ 

ropa  para  sumirse  en  las  revueltas  democracias  de  Amé¬ 
rica,  y  aunque  la  nobleza  le  parecía  algo  anacrónico  é 
incomprensible,  se  imaginaba  que  la  única  auténtica  y 
respetable  era  la  de  su  país.  A  los  gringos  les  concedía 
el  primer  lugar  para  la  invención  de  máquinas,  para  los 
barcos,  para  la  cría  de  animales  de  precio;  pero  todos 
los  condes  y  marqueses  de  la  gringueria  le  parecían  fal¬ 
sificados. 

— Todo  farsas — volvió  á  repetir — .  Ni  en  tu  país  hay 
nobleza,  ni  tenéis  todos  juntos  cinco  pesos.  Si  los  tuvie¬ 
rais,  no  vendríais  aquí  á  comer  ni  enviaríais  las  muje¬ 
res  que  enviáis,  que  son...  tú  sabes  lo  que  son  tan  bien 
como  yo. 

Con  asombro  de  Desnoyers,  el  alemán  acogió  esta 
rociada  humildemente,  asintiendo  con  movimientos  de 
cabeza  á  las  últimas  palabras  del  patrón. 

— Si  fuesen  verdad — continuó  Madariaga  implacable¬ 
mente — todas  esas  macanas  de  títulos,  sables  y  unifor¬ 
mes,  ¿por  qué  has  venido  aquí?  ¿Qué  diablos  has  hecho 
en  tu  tierra  para  tener  que  marcharte? 

Ahora  Kaii  bajó  la  frente,  confuso  y  balbuceando. 
«Papá...  papá»,  suplicó  Elena.  ¡Pobrecito!  ¡Cómo  le  hu¬ 
millaban  porque  era  pobre!...  Y  sintió  un  hondo  agra¬ 
decimiento  hacia  su  cuñado  al  ver  que  rompía  su  mu¬ 
tismo  para  defender  al  alemán. 

— ¡Pero  si  yo  aprecio  á  este  mozo! — dijo  Madariaga 
excusándose  — .  Son  los  de  su  tierra  los  que  me  dan 
rabia. 

Cuando,  pasados  algunos  días,  hizo  Desnoyers  un 
viaje  á  Buenos  Aires,  se  explicó  la  cólera  del  viejo.  Du¬ 
rante  varios  meses  había  sido  el  protector  de  una  tiple 
de  origen  alemán  olvidada  en  América  por  una  com¬ 
pañía  de  opereta  italiana.  Ella  le  recomendó  á  Kaii, 
compatriota  desgraciado  que,  luego  de  rodar  por  varias 
naciones  de  América  y  ejercer  diversos  oficios,  vivía  al 
lado  suyo  en  clase  de  caballero  cantor.  Madariaga  había 
gastado  alegremente  muchos  miles  de  pesos.  Un  entu¬ 
siasmo  juvenil  le  acompañó  en  esta  nuevn.  existencia  de 
placeres  urbanos,  hasta  que  al  descubrir  la  segunda  vida 
que  llevaba  la  alemana  en  sus  ausencias  y  cómo  reía  de 
él  con  los  parásitos  de  su  séquito,  montó  en  cólera,  des- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  63 


pidiéndose  para  siempre,  con  acompañamiento  de  golpes 
y  fractura  de  muebles. 

¡La  última  aventura  de  su  historia!...  Desnoyers 
adivinó  esta  voluntad  de  renunciamiento  al  oir  que  por 
primera  vez  confesaba  sus  años.  No  pensaba  volver  á  la 
capital.  ¡Todo  mentira!  La  existencia  en  el  campo,  ro¬ 
deado  de  la  familia  y  haciendo  mucho  bien  á  los  pobres, 
era  lo  único  cierto.  Y  el  terrible  centauro  se  expresaba 
con  una  ternura  idílica,  con  una  firme  virtud  de  sesenta 
y  cinco  años,  insensibles  ya  á  la  tentación. 

Después  de  su  escena  con  Kaii,  había  aumentado  el 
sueldo  de  éste,  apelando  como  siempre  á  la  generosidad 
para  reparar  sus  violencias.  Lo  que  no  podía  olvidar  era 
lo  de  su  nobleza,  que  le  daba  motivo  para  nuevas  bro¬ 
mas.  Aquel  relato  glorioso  había  traído  á  su  memoria 
los  árboles  genealógicos  de  los  reproductores  de  la  es¬ 
tancia.  El  alemán  era  un  pedigrée^  y  con  este  apodo  le 
designó  en  adelante. 

Sentado,  en  las  noches  veraniegas,  bajo  un  cobertizo 
de  la  casa,  se  extasiaba  patriarcalmente  contemplando 
á  su  familia  en  torno  de  él.  La  calma  nocturna  se  iba 
poblando  de  zumbidos  de  insectos  y  croar  de  ranas.  De 
los  lejanos  ranchos  venían  los  cantares  de  los  peones  que 
preparaban  su  cena.  Era  la  época  de  la  siega,  y  grandes 
bandas  de  emigrantes  se  alojaban  en  la  estancia  para 
el  trabajo  extraordinario. 

Madariaga  había  conocido  días  tristes  de  guerra  y 
violencias.  Se  acordaba  de  los  últimos  años  de  la  tiranía 
de  Rosas,  presenciados  por  él  al  llegar  al  país.  Enume¬ 
raba  las  diversas  revoluciones  nacionales  y  provincia¬ 
les  en  las  que  había  tomado  parte,  por  no  ser  menos  que 
sus  vecinos,  y  á  las  que  designaba  con  el  título  de  «pue¬ 
bladas».  Pero  todo  esto  había  desaparecido  y  no  volve¬ 
ría  á  repetirse.  Los  tiempos  eran  de  paz,  de  trabajo  y 
abundancia. 

— Fíjate,  gabacho — decía,  espantando  con  los  chorros 
de  humo  de  su  cigarro  á  los  mosquitos  que  volteaban  en 
torno  de  él — .  Yo  so,y  español,  tú  francés,  Karl  es  ale¬ 
mán,  mis  niñas  argentinas,  el  cocinero  ruso,  su  ayu¬ 
dante  griego,  el  peón  de  cuadra  inglés,  las  chinas  de  la 
cocina,  unas  son  del  país,  otras  gallegas  ó  italianas,  y 


(i! 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

los  peones  los  liay  de  todas  (aistas  y  leyes...  ¡Y 
todos  vivirnos  en  paz!  En  Europa  tal  vez  nos  habríamos 
golpeado  á  estas  lioras;  pero  aquí  todos  amigos. 

Y  80  deleitaba  escuchando  las  músicas  de  los  traba¬ 
jadores:  lamentos  de  canciones  italianas  con  acompa- 
ilamiento  de  acordeón,  guitarrees  españoles  y  criollos 
aj)(/yando  á  unas  voces  bi’avías  que  cantaban  el  amor  y 
la  muerto. 

— Esto  es  el  arca  de  Noé — afirmó  el  estanciero. 

(¿uería  decir  la  toi’re  de  Babel,  según  pensó  Desno- 
yei’s,  pei’o  para  el  viejo  era  lo  mismo. 

—  Yo  creo — continuó — que  vivimos  así  porque  en  esta 
parte  del  mundo  no  hay  reyes  y  los  ejércitos  son  pocos, 
y  los  hombres  sólo  })iensan  en  i)asarÍo  lo  mejor  posible 
gracias  ú  su  trabajo.  ]*ero  también  creo  que  vivimos  en 
paz  j)orque  hay  a,bundancia  y  á  todos  les  llega  su  par¬ 
te...  ¡La  (pie  se  armaría  si  las  raciones  fuesen  menos  que 
las  personas! 

Volvió  A  quedar  en  reílexivo  silencio,  para  añadir 
poco  dcs];)ués: 

— Sea  por  lo  que  sea,  hay  que  reconocer  que  aquí  se 
vive  más  tramiuilo  que  en  el  otro  mundo.  Los  hombres 
se  aprecian  por  lo  que  valen  y  se  juntan  sin  pensar  en 
si  t)roceden  do  una  tierra  ó  (le  otra.  Los  mozos  no  van 
(m  rebaño  á  nnxtar  á  otros  mozos  que  no  conocen,  y  cuyo 
delito  es  haber  na-cido  en  el  pueblo  de  enfrente...  El  hom¬ 
bre  es  una  mala  bestia,  en  todas  partes,  lo  reconozco; 
pero  a,quí  come,  tiene  tierra  de  sobra  para  tenderse,  y 
es  bueno,  con  la  bondad  de  un  perro  harto.  Allá  son  de¬ 
masiados,  viven  en  montón,  estorbándose  unos  á  otros, 
la,  í)itanza  es  escasa,  y  se  vuelven  rabiosos  con  facilidad. 
¡Viva  la  paz,  ga,bacho,  y  la  existencia  trampilla!  Donde 
uno  se  encuentre  bien  y  no  corra  el  peligro  de  que  lo 
ma,t(3n  por  cosas  que  no  entiende,  allí  está  su  verdadera 
tierra. 

Y  como  un  eco  do  las  reflexiones  del  rústico  perso¬ 
naje,  Karl,  sentado  en  el  salón  ante  el  piano,  entonaba 
á  media,  voz  un  himno  de  Beethoven.  «Cantemos  la  ale¬ 
gría,  de  la  vida,;  ca.ntemos  la  libertad.  Nunca  mientas  y 
traiciones  á  tu  senuqante,  aunque  te  ofrezcan  por  ello  el 
mayor  trono  de  la  tierra.» 


LOS  CUATE  O  JIN. 


DEL  APOCALIPSIS  65 


¡La  paz!...  A  los  pocos  días  se  acordó  Desnoyers  con 
amargura  de  estas  ilusiones  del  viejo.  Fué  la  guerra, 
una  guerra  doméstica,  lo  que  estalló  en  el  idílico  esce¬ 
nario  de  la  estancia.  «Patroncito,  corra,  que  el  patrón 
viejo  ha  pelado  cuchillo  y  quiere  matar  al  alemán.»  Y 
Desnoyers  había  corrido  fuera  de  su  escritorio,  avisado 
por  las  voces  de  un  peón.  Madariaga  perseguía  cuchillo 
en  mano  á  Karl,  atropellando  á  todos  los  que  intentaban 
cerrarle  el  paso.  Unicamente  él  pudo  detenerlo,  arreba¬ 
tándole  el  arma. 

— ¡Fise  pedigiAe  sinvergüenza! — vociferaba  el  viejo  con 
la  boca  lívida,  agitándose  entre  los  brazos  de  su  yerno — . 
Todos  los  muertos  de  hambre  creen  que  no  hay  mas  que 
llegar  á  esta  casa  para  llevarse  mis  hijas  y  mis  pesos... 
¡Suéltame  te  digo!  ¡Suéltame  para  que  lo  mate! 

Y  con  el  deseo  de  verse  libre,  daba  sus  excusas  á 
Desnoyers.  A  él  lo  había  aceptado  como  yerno  porque 
era  de  su  gusto,  modesto,  honrado  y...  serio.  ¡Pero  ese 
pedigrée  cantor,  con  todas  sus  soberbias!...  ¡Un  hombre 
que  él  había  sacado...  no  quería  decir  de  dónde!  Y  el 
francés,  tan  enterado  como  él  de  sus  primeras  relaciones 
con  Karl,  fingió  no  entenderle. 

Como  el  alemán  había  huido,  el  estanciero  acabó  por 
dejarse  empujar  hasta  su  casa.  Plablaba  de  dar  una  pa¬ 
liza  á  «la  romántica»  y  otra  á  la  china  por  no  enterarse 
de  las  cosas.  Había  sorprendido  á  su  hija  agarrada  de 
las  manos  con  el  gringo  en  un  bosquecillo  cercano  y 
cambiando  un  beso. 

— ¡Viene  por  mis  pesos! — aullaba — .  Quiere  hacer  la 
América  pronto  á  costa  del  gallego,  y  para  esto  tanta 
humildad  y  tanto  canto  y  tanta  nobleza.  ¡Embustero!... 
¡Músico! 

Y  repitió  con  insistencia  lo  de  «¡músico!»,  como  si 
fuese  la  concreción  de  todos  sus  desprecios. 

Desnoyers,  firme  y  sobrio  en  palabras,  dió  un  des¬ 
enlace  al  conñicto.  «La  romántica»,  abrazada  á  su  ma¬ 
dre,  se  refugió  en  los  altos  de  la  casa.  El  cuñado  había 
protegido  su  retirada;  pero  á  pesar  de  esto,  la  sensible 
Elena  gimió  entre  lágrimas  pensando  en  el  alemán:  «¡Po- 
brecito!  ¡Todos  contra  él!»  Mientras  tanto,  la  esposa  de 
Desnoyers  retenía  al  padre  en  su  despacho,  apelando  á 


66 


V.  BLASCO  IBANEZ 


toda  su  influencia  de  hija  juiciosa.  El  francés  fué  en 
busca  de  Karl,  mal  repuesto  aún  de  la  terrible  sorpresa, 
y  le  dió  un  caballo  para  cpie  se  trasladase  inmediata¬ 
mente  á  la  estación  de  ferrocarril  más  próxima. 

Se  alejó  de  la  estancia,  pero  no  permaneció  solo  mu¬ 
cho  tiempo.  Transcurridos  unos  días,  «la  romántica»  se 
marchó  detrás  de  él...  Iseo  «la  de  las  blancas  manos» 


fué  en  busca  del  caballero  Tristán. 

La  desesperación  de  Madariaga  no  se  mostró  violenta 
y  atronadora,  como  esperaba  su  yerno.  Por  primera  vez 
le  vió  éste  llorar.  Su  vejez  robusta  y  alegre  desapareció 
de  golpe.  En  una  hora  parecía  haber  vivido  diez  años. 
Como  un  niño,  arrugado  y  trémulo,  se  abrazó  á  Desno- 
yers,  mojándole  el  cuello  con  sus  lágrimas. 

— ¡Se  la  ha  llevado!  ¡líl  hijo  de  una  gran...  pulga  se  la 
ha  llevado! 

Esta  vez  no  hizo  pesar  la  responsabilidad  sobre  su 
china.  Id  oró  junto  á  ella,  y  como  si  pretendiese  conso¬ 
larla  con  una  confesión  pública,  dijo  repetidas  veces: 

— Por  mis  pecados...  Todo  ha  sido  por  mis  grandísi¬ 
mos  pecados. 

Empezó  ])ara  Desnoyers  una  época  de  dificultades  y 
conflictos.  Los  fugitivos  le  ])uscaron  en  una  de  sus  visitas 
á  la  capital,  implorando  su  protección.  «La  romántica» 
lloraba,  afirmando  (lue  sólo  su  cuñado,  «el  hombre  más 
caballero  del  mundo»,  podía  salvarla.  Karl  le  miró  como 
un  perro  fiel  (|ue  se  confía  á  su  amo.  Estas  entrevistas 
se  repitieron  en  todos  sus  viajes.  Luego,  al  volver  á  la 
estancia,  encontraba  al  viejo  malhumorado,  silencioso, 
mirando  con  fijeza  ante  él,  como  si  contemplase  algo 
invisible  para  los  demás,  y  diciendo  de  pronto:  «Es  un 
castigo:  el  castigo  de  mis  pecados.»  El  recuerdo  de  sus 
primeras  relaciones  con  el  aleinán,  antes  de  llevarlo  á 
la  estancia,  le  atormentaba  como  un  remordimiento.  Al¬ 
gunas  tardes  hacía  ensillar  un  caballo,  partiendo  á  todo 
galope  hacia  el  pueblo  más  próximo.  Ya  no  iba  en  busca 
de  ranchos  hospitalarios.  Necesitaba  pasar  un  rato  en 
la  iglesia,  hablar  á  solas  con  las  imágenes,  que  estaban 
allí  sólo  })ara  él,  ya  que  era  él  quien  había  pagado  las 
facturas  de  adquisición...  «Por  mi  culpa,  por  mi  gran¬ 
dísima  culpa.» 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  AROCÁLLlSlS  67 


Pero  á  pesar  de  su  arrepentimiento,  Desnoy ers  tuvo 
que  esforzarse  mucho  para  obtener  de  él  un  arre,i>'lo. 
Cuando  le  habló  de  regularizar  la  situación  de  los  fugi¬ 
tivos,  facilitando  los  trámites  necesarios  para  el  matri¬ 
monio,  no  le  dejó  continuar.  «Haz  lo  que  quieras,  pero 
no  me  hables  de  ellos.»  Pasaron  muchos  meses.  Un  día, 
el  francés  se  acercó  con  cierto  misterio.  «Elena  tiene  un 
hijo,  y  le  llaman  Julio,  como  á  usted.» 

— Y  tú,  grandísimo  inrítil — gritó  el  estanciero — ,  y  la 
vaca  floja  de  tu  mujer  vivís  tranquilamente,  sin  darme 
un  nieto...  ¡Ah,  gabacho!  Por  eso  los  alemanes  acabarán 
montándose  sobre  vosotros.  Ya  ves:  ese  bandido  tiene  un 
hijo,  y  tú,  después  de  cuatro  años  de  matrimonio...  nada. 
Necesito  un  nieto,  ¿lo  entiendes? 

Y  para  consolarse  de  esta  falta  de  niños  en  su  hogar, 
se  iba  al  rancho  del  capataz  Celedonio,  donde  una  banda 
de  pequeños  mestizos  se  agrupaban,  temerosos  y  espe¬ 
ranzados,  en  torno  del  patrón  viejo. 

De  pronto  murió  la  china.  La  pobre  Misid  Petrona 
se  fué  discretamente,  como  había  vivido,  procurando 
en  su  última  hora  evitar  toda  contrariedad  al  esposo, 
pidiéndole  perdón  con  la  mirada  por  las  molestias  que 
podía  causarle  su  muerte.  Elena  se  presentó  en*la  estan¬ 
cia  para  ver  el  cadáver  de  su  madre,  y  Desnoyers,  que 
llevaba  más  de  un  año  sosteniendo  á  los  fugitivos  á  es¬ 
paldas  del  suegro,  aprovechó  la  ocasión  para  vencer  el 
enojo  de  éste. 

— La  perdono — dijo  el  estanciero  después  de  una  larga 
resistencia — .  Lo  hago  por  la  pobre  finada  y  por  ti.  Que 
se  quede  en  la  estancia  y  que  venga  con  ella  el  gringo 
sinvergüenza. 

Nada  de  trato.  El  alemán  sería  un  empleado  á  las 
órdenes  de  Desnoyers,  y  la  pareja  viviría  en  el  edificio 
de  la  administración,  como  si  no  perteneciese  á  la  fami¬ 
lia.  Jamás  dirigiría  la  palabra  á  Karl. 

Pero  apenas  lo  vió  llegar,  le  habló  para  tratarle  de 
«usted»,  dándole  órdenes  rudamente,  lo  mismo  que  á 
un  extraño.  Después  pasó  siempre  junto  á  él  como  si  no 
lo  conociese.  Al  encontrar  en  su  casa  á  Elena  acompa¬ 
ñando  á  la  hermana  mayor,  también  seguía  mlelante. 
En  vano  «la  romántica»,  transfigurada  por  la  materni- 


6S 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


dad,  aprovechaba  todas  las  ocasiones  para  colocar  de¬ 
lante  de  él  á  su  pequeño  y  repetía  sonoramente  su  nom¬ 
bre;  «Julio...  Julio.» 

— Un  hijo  del  gringo  cantor,  blanco  como  cabrito  de¬ 
sollado  y  con  pelo  de  zanahoria,  quieren  que  sea  nieto 
mío...  Prefiero  á  los  de  Celedonio. 

Y  para  mayor  protesta,  entraba  en  la  vivienda  del 
capataz,  repartiendo  á  la  chiquillería  puñados  de  pesos. 

A  los  siete  años  de  efectuado  su  matrimonio,  la  es¬ 
posa  de  Desnoyers  sintió  que  iba  á  ser  madre.  Su  her¬ 
mana  tenía  ya  tres  hijos.  Pero  ¿qué  valían  éstos  para 
Madariaga,  comparados  con  el  nieto  que  iba  á  llegar? 
«Será  varón — dijo  con  firmeza — ,  porque  yo  lo  necesito 
así.  Se  llamará  Julio,  y  quiero  que  se  parezca  á  mi  po¬ 
bre  finada.»  Desde  la  muerte  de  su  esposa,  que  ya  no 
la  llamaba  «la  china» ,  sintió  algo  semejante  á  un  amor 
póstumo  por  aquella  pobre  mujer  que  tanto  le  había 
aguantado  durante  su  existencia,  siempre  tímida  y  si¬ 
lenciosa.  «Mi  pobre  finada»  surgía  á  cada  instante  en 
las  conversaciones  del  estanciero,  con  la  obsesión  de  un 
remordimiento. 

Sus  deseos  se  cumplieron.  Luisa  dió  á  luz  un  varón, 
que  recibió  el  nombre  de  Julio,  y  aunque  no  mostraba 
en  sus  rasgos  fisonómicos,  todavía  abocetados,  una  gran 
semejanza  con  su  abuela,  tenía  el  cabello  y  los  ojos  ne¬ 
gros  y  la  tez  de  un  moreno  pálido.  ¡Bien  venido!...  Este 
era  un  nieto. 

Y  con  la  generosidad  de  la  alegría  permitió  que  el  ale¬ 
mán  entrase  en  su  casa  para  asistir  á  la  fiesta  del  bautizo. 

Cuando  Julio  Desnoyers  tuvo  cuatro  años,  el  abuelo 
lo  paseó  á  caballo  por  toda  la  estancia,  colocándolo  en 
el  delantero  de  la  silla.  Iba  de  rancho  en  rancho  para 
mostrarlo  al  populacho  cobrizo,  como  un  anciano  mo¬ 
narca  que  presenta  á  su  heredero.  Más  adelante,  cuando 
el  nieto  pudo  hablar  sueltamente,  se  entretuvo  conver¬ 
sando  con  él  horas  enteras  á  la  sombra  de  los  eucalip¬ 
tos.  Empezaba  á  marcarse  en  el  viejo  cierta  decadencia 
mental.  Aún  no  chocheaba’  pero  su  agresividad  iba  to¬ 
mando  un  carácter  pueril.  Hasta  en  las  mayores  expan¬ 
siones  de  cariño  se  valía  de  la  contradicción,  buscando 
molestar  á  sus  allegados. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS 


Gf> 


—  ¡Ven  aquí,  profeta  falso! — decía  á  su  nieto  — .  Tú 
eres  un  gabacho. 

Julio  protestaba  como  si  le  insultasen.  Su  madre  le 
había  enseñado  que  era  argentino,  y  su  padre  le  re- 
co alendaba  que  añadiese  español,  para  dar  gusto  al 
abuelo. 

— Bueno;  pues  si  no  eres  gabacho— continuaba  el  es¬ 
tanciero — ,  grita;  «¡Abajo  Napoleón!» 

Y  miraba  ea  torno  de  él  para  ver  si  estaba  cerca 
Desnoyers,  creyendo  causarle  con  esto  una  gran  mo¬ 
lestia.  Pero  el  yerno  seguía  adelante,  encogiéndose  de 
hombros. 

— ¡Abajo  Napoleón! — decía  Julio. 

Y  presentaba  la  mano  inmediatamente,  mientras  el 
abuelo  buscaba  sus  bolsillos. 

Los  hijos  de  Karl,  que  ya  eran  cuatro,  y  se  movían 
en  torno  del  abuelo  como  un  coro  humilde  mantenido 
á  distancia,  contemplaban  con  envidia  estas  dádivas. 
Para  agradarle,  un  día  en  que  le  vieron  solo  se  acer¬ 
caron  resueltamente,  gritando  al  unísono:  «¡Abajo  Na¬ 
poleón!» 

— ¡Gringos  atrevidos! — bramó  el  viejo  — .  Eso  se  lo 
habrá  enseñado  á  ustedes  el  sinvergüenza  de  su  padre. 
Si  lo  vuelven  á  repetir,  los  corro  á  rebencazos...  ¡Insul¬ 
tar  así  á  un  grande  hombre! 

Esta  descendencia  rubia  la  toleraba,  pero  sin  permi¬ 
tirle  ninguna  intimidad.  Desnoyers  y  su  esposa  toma¬ 
ban  la  defensa  de  sus  sobrinos,  tachándole  de  injusto.  Y 
para  desahogar  los  comentarios  de  su  antipatía  buscaba 
á  Celedonio,  el  mejor  de  los  oyentes,  pues  contestaba  á 
todo:  «Sí,  patrón.»  «Así  será,  patrón,» 

— Ellos  no  tienen  culpa  alguna — decía  el  viejo — ,  pero 
yo  no  puedo  quererlos.  Además,  ¡tan  semejantes  á  su 
padre,  tan  blancos,  con  el  pelo  de  zanahoria  deshila¬ 
cliada,  y  los  dos  mayores  llevando  anteojos,  lo  mismo 
que  si  fuesen  escribanos!...  No  parecen  gentes  con  esos 
vidrios;  parecen  tiburones. 

Madariaga  no  había  visto  nunca  tibarones,  pero  se 
los  imaginaba,  sin  saber  por  qué,  con  unos  ojos  redondos 
de  vidrio,  como  fondos  de  botella. 

A  la  edad  de  ocho  años  Julio  era  un  jinete.  «¡A  ca- 


70 


V.  BLASCO  IBANEZ 

bailo,  peoncito!»,  ordenaba  el  abuelo.  Y  salían  á  galope 
por  los  campos,  pasando  como  centellas  entre  los  milla¬ 
res  y  millares  de  reses  cornudas.  El  «peoncito»,  orgulloso 
de  su  título,  obedecía  en  todo  al  maestro.  Y  así  apren¬ 
dió  á  tirar  el  lazo  á  los  toros,  dejándolos  aprisionados 
y  vencidos,  á  bacer  saltar  las  vallas  de  alambre  á  su 
pequeño  caballo,  á  salvar  de  un  bote  un  hoyo  profundo, 
á  deslizarse  por  las  barrancas,  no  sin  rodar  muchas 
veces  debajo  de  su  montura. 

—  ¡Ah,  gaucho  fino! — decía  el  abuelo,  orgulloso  de 
estas  hazañas — .  Toma  cinco  pesos  para  que  le  regales 
un  pañuelo  á  una  china. 

El  viejo,  en  su  creciente  embrollamiento  mental,  no 
se  daba  cuenta  exacta  de  la  relación  entre  las  pasiones 
y  los  años.  Y  el  infantil  jinete,  al  guardarse  el  dinero, 
se  preguntaba  qué  china  era  aquella  y  por  qué  razón 
debía  hacerle  un  regalo. 

Desnoyers  tuvo  que  arrancar  á  su  hijo  de  las  ense¬ 
ñanzas  del  abuelo.  Era  inútil  que  hiciese  venir  maestros 
para  Julio  ó  que  intentase  enviarlo  á  la  escuela  de  la  es¬ 
tancia.  Madariaga  raptaba  á  su  nieto,  escapándose  jun¬ 
tos  á  correr  el  campo.  El  padre  acabó  por  instalar  al  niño 
en  un  gran  colegio  de  la  capital  cuando  ya  había  pasado 
de  los  once  años.  Entonces,  el  viejo  fijó  su  atención  en 
la  hermana  de  Julio,  que  sólo  tenía  tres  años,  llevándo¬ 
la,  como  al  otro,  de  rancho  en  rancho  sobre  el  delantero 
de  su  montura.  Todos  llamaban  Chichi  á  la  hija  de  Chi¬ 
cha,  pero  el  abuelo  le  dió  el  título  de  «peoncito»,  como  á 
su  hermano.  Y  Chichi,  que  se  criaba  vigorosa  y  rústica, 
desayunándose  con  carne  y  hablando  en  sueños  del  asa¬ 
do,  siguió  fácilmente  las  aficiones  del  viejo.  Iba  vestida 
como  un  muchacho,  montaba  lo  mismo  que  los  hombres, 
y  para  merecer  el  título  de  «gaucho  fino»  conferido  por 
el  abuelo,  llevaba  un  cuchillo  en  la  trasera  del  cinturón. 
Los  dos  corrían  el  campo  de  sol  á  sol.  Madariaga  pare¬ 
cía  seguir  como  una  bandera  la  trenza  ondulante  de  la 
amazona.  Esta,  á  los  nueve  años,  echaba  ya  con  habili¬ 
dad  su  lazo  á  las  reses. 

Lo  que  más  irritaba  al  estanciero  era  que  la  familia 
le  recordase  su  vejez.  Los  consejos  de  Desnoyers  para 
que  permaneciese  tranquilo  en  casa  los  acogía  como 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  11 


insultos.  Así  como  avanzaba  en  años,  era  más  agresivo 
y  temerario,  extremando  su  actividad,  como  si  con  ella 
quisiera  espantar  á  la  muerte.  Sólo  admitía  ayuda  de 
su  travieso  «peoncito».  Cuando  al  ir  á  montar  acudían 
los  hijos  de  Karl,  que  eran  ya  unos  grandullones,  para 
tenerle  el  estribo,  los  repelía  con  bufidos  de  indig¬ 
nación. 

— ¿Creen  ustedes  que  ya  no  puedo  sostenerme?...  Aún 
tengo  vida  para  rato,  y  los  que  aguardan  que  muera 
para  agarrar  mis  pesos  se  llevan  chasco. 

El  alemán  y  su  esposa,  mantenidos  aparte  en  la  vida 
de  la  estancia,  tenían  que  sufrir  en  silencio  estas  alusio¬ 
nes.  Karl,  necesitado  de  protección,  vivía  á  la  sombra 
del  francés,  aprovechando  toda  oportunidad  para  abru¬ 
marle  con  sus  elogios.  Jamás  podría  agradecer  bastante 
lo  que  hacía  por  él.  Era  su  único  defensor.  Deseaba  una 
ocasión  para  mostrarle  su  gratitud:  morir  por  él,  si  era 
preciso.  La  esposa  admiraba  á  su  cuñado  con  grandes 
extremos  de  entusiasmo.  «El  caballero  más  cumplido  de 
la  tierra.»  Y  Desnoyers  agradecía  en  silencio  esta  adhe¬ 
sión,  reconociendo  que  el  alemán  era  un  excelente  com¬ 
pañero.  Como  disponía  en  absoluto  de  la  fortuna  de  la 
familia,  ayudaba  generosamente  á  Karl  sin  que  el  viejo 
se  enterase.  El  fué  quien  tomó  la  iniciativa  para  que 
pudiesen  realizar  la  mayor  de  sus  ilusiones.  El  alemán 
soñaba  con  una  visita  á  su  país.  ¡Tantos  años  en  Améri¬ 
ca!...  Desnoyers,  por  lo  mismo  que  no  sentía  deseos  de 
volver  á  Europa,  quiso  facilitar  este  anhelo  de  sus  cu¬ 
ñados,  y  dió  á  Karl  los  medios  para  que  hiciese  el  viaje 
con  toda  su  familia.  El  viejo  no  quiso  saber  quién  cos¬ 
teaba  los  gastos.  «Que  se  vayan — dijo  con  alegría — y 
que  no  vuelvan  nunca.» 

.  La  ausencia  no  fué  larga.  Gastaron  en  tres  meses  lo 
que  llevaban  para  un  año.  Karl,  que  había  hecho  saber 
á  sus  parientes  la  gran  fortuna  que  significaba  su  matri¬ 
monio,  quiso  presentarse  como  un  millonario  en  pleno 
goce  de  sus  riquezas.  Elena  volvió  transfigurada,  ha¬ 
blando  con  orgullo  de  sus  parientes:  del  barón,  coronel 
de  húsares,  del  comandante  de  la  Guardia,  del  conse¬ 
jero  de  la  corte,  declarando  que  todos  los  pueblos  resul¬ 
taban  despreciables  al  lado  de  la  patria  de  su  esposo. 


¡2 


V.  BLASCO  IBÁNLZ 


Hasta  tomó  cierto  aire  de  protección  al  alabar  á  Des" 
noyers,  un  hombre  bueno,  ciertamente,  pero  «sin  naci" 
miento»,  «sin  raza»,  y  además  francés.  Karl,  en  cambio? 
manifestaba  la  misma  adhesión  de  antes,  permaneciendo 
en  sumisa  modestia  detrás  de  su  cuñado.  Este  tenía  las 
llaves  de  la  caja  y  era  su  única  defensa  ante  el  terrible 
viejo...  Había  dejado  sus  dos  hijos  mayores  en  un  cole¬ 
gio  de  Alemania.  Años  después,  f  aeron  saliendo  con  igual 
destino  los  otros  nietos  del  estanciero,  que  éste  conside¬ 
raba  antipáticos  é  inoportunos,  «con  pelos  de  zanahoria 
y  ojos  de  tiburón». 

El  viejo  se  veía  ahora  solo.  Le  habían  arrebatado  su 
segundo  «peoncito».  La  severa  Chicha  no  podía  tolerar 
que  su  hija  se  criase  como  un  muchacho,  cabalgando  á 
todas  horas  y  repitiendo  las  palabras  gruesas  del  abuelo. 
Estaba  en  un  colegio  de  la  capital,  y  las  monjas  educa¬ 
doras  tenían  que  batallar  grandemente  para  vencer  las 
rebeliones  y  malicias  de  su  bravia  alumna. 

Al  volver  á  la  estancia  Julio  y  Chichi  durante  las 
vacaciones,  el  abuelo  concentraba  su  predilección  en  el 
primero,  como  si  la  niña  sólo  hubiese  sido  un  sustituto. 
Desnoyers  se  quejaba  de  la  conducta  un  tanto  desorde¬ 
nada  de  su  hijo.  Ya  no  estaba  en  el  colegio.  Su  vida  era 
la  de  un  estudiante  de  familia  rica  que  remedia  la  parsi¬ 
monia  de  sus  padres  con  toda  clase  de  préstamos  im¬ 
prudentes.  Pero  Madariaga  salía  en  defensa  de  su  nieto. 
«¡Ah,  gaucho  ñno!...»  Al  verlo  en  la  estancia,  admiraba 
su  gentileza  de  buen  mozo.  Le  tentaba  los  brazos  para 
convencerse  de  su  fuerza;  le  hacía  relatar  sus  peleas 
nocturnas,  como  valeroso  campeón  de  una  de  las  bandas 
de  muchachos  licenciosos,  llamadas  patotas  en  el  argot 
de  la  capital.  Sentía  deseos.de  ir  á  Buenos  Aires  para 
admirar  de  cerca  esta  vida  alegre.  Pero  ¡ay!  él  no  tenía 
diez  y  seis  años,  como  su  nieto.  Ya  había  pasado  de  los 
ochenta. 

—  ¡Ven  acá,  profeta  falso!  Cuéntame  cuántos  hijos 
tienes...  ¡Porque  tú  debes  tener  muchos  hijos! 

—  ¡Papá! — protestaba  Chicha,  que  siempre  andaba 
cerca,  temiendo  las  malas  enseñanzas  del  abuelo. 

— ¡Déjate  de  moler! — gritaba  éste,  irritado — .  Yo  sé  lo 
que  me  digo. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  73 


La  paternidad  figuraba  inevitablemente  en  todas  sus 
fantasías  amorosas.  Estaba  casi  ciego,  y  el  agonizar  de 
sus  ojos  iba  acompañado  de  un  creciente  desarreglo 
mental.  Su  locura  senil  tomaba  un  carácter  lúbrico,  ex¬ 
presándose  con  un  lenguaje  que  escandalizaba  ó  hacía 
reir  á  todos  los  de  la  estancia. 

— ¡Ali,  ladrón,  y  qué  lindo  eres! — decía  mirando  al 
nieto  con  sus  ojos  que  sólo  veían  pálidas  sombras — .  El 
vivo  retrato  de  mi  pobre  finada...  Diviértete,  que  tu 
abuelo  está  aquí  con  sus  pesos.  Si  sólo  hubieses  de  con¬ 
tar  con  lo  que  te  regale  tu  padre,  vivirías  como  un  ermi¬ 
taño.  El  gabacho  es  de  los  de  puño  duro:  con  él  no  hay 
farra  posible.  Pero  yo  pienso  en  ti,  peoncito.  Gasta  y 
triunfa,  que  para  eso  tu  tatica  ha  juntado  plata. 

Cuando  los  nietos  se  marchaban  de  la  estancia,  en¬ 
tretenía  su  soledad  yendo  de  rancho  en  rancho.  Una 
mestiza  ya  madura  hacía  hervir  en  el  fogón  el  agua 
para  su  mate.  El  viejo  pensaba  confusamente  que  bien 
podía  ser  hija  suya.  Otra  de  quince  años  le  ofrecía  la 
calabacita  de  amargo  líquido,  con  su  canuto  de  plata 
para  sorber.  Una.  nieta  tal  vez,  aunque  él  no  estaba 
seguro.  Y  así  pasaba  las  tardes,  inmóvil  y  silencioso, 
tomando  mate  tras  mate,  rodeado  de  familias  que  le 
contemplaban  con  admiración  y  miedo. 

Cada  vez  que  subía  á  caballo  para  estas  correrías, 
su  hija  mayor  protestaba.  «¡A  los  ochenta  y  cuatro  años! 
¿No  era  mejor  que  se  quedase  tranquilamente  en  casa? 
Cualquier  día  iban  á  lamentar  una  desgracia...»  Y  Ja 
desgracia  vino.  El  caballo  del  patrón  volvió  un  anoche¬ 
cer  con  paso  tardo  y  sin  jinete.  El  viejo  había  rodado 
en  una  cuesta,  y  cuando  lo  recogieron  estaba  muerto... 
Así  terminó  e  ientauro,  como  había  vivido  siempre, 
con  el  rebenque  colgando  de  la  muñeca  y  las  piernas 
arqueadas  por  la  curva  de  la  montura. 

■Su  testamento  lo  guardaba  un  escribano  español  de 
Buenos  Aires  casi  tan  viejo  como  él.  La  familia  sintió 
miedo  al  contemplar  el  voluminoso  documento.  ¿Qué  dis¬ 
posiciones  terribles  habría  dictado  Madariaga?  La  lec¬ 
tura  de  la  primera  parte  tranquilizó  á  Karl  y  Elena.  El 
viejo  mejoraba  considerablemente  á  la  esposa  de  Desno- 
yers,  pero  aun  así,  quedaba  una  parte  enorme  para  «la 


74 


V.  BLASCO  IBANEZ 

romántica»  y  los  suyos.  «Hago  esto — decía — en  memo¬ 
ria  de  mi  pobre  finada  y  para  que  no  hablen  las  gentes.» 
Venían  á  continuación  ochenta  y  seis  legados,  que  for¬ 
maban  otros  tantos  capítulos  del  volumen  testamentario. 
Ochenta  y  cinco  individuos  subidos  de  color — hombres 
y  mujeres — ,  que  vivían  en  la  estancia  largos  años  como 
puesteros  y  arrendatarios,  recibían  la  última  munificen¬ 
cia  paternal  del  viejo.  Al  frente  de  ellos  figuraba  Cele¬ 
donio,  que  en  vida  de  Madariaga  se  había  enriquecido 
ya  sin  otro  trabajo  que  escucharle,  repitiendo:  «Así  será, 
patrón.»  Más  de  un  millón  de  pesos  representaban  estas 
mandas  en  tierras  y  reses.  El  que  completaba  el  número 
de  los  beneficiados  era  Julio  Desnoy ers.  El  abuelo  hacía 
mención  especial  de  él,  legándole  un  campo  «para  que 
atendiera  á  sus  gastos  particulares,  supliendo  lo  que  no 
le  diese  su  padre». 

— ¡Pero  eso  representa  centenares  de  miles  de  pesos! 
— protestó  Karl,  que  se  había  hecho  más  exigente  al 
convencerse  de  que  su  esposa  no  estaba  olvidada  en  el 
testamento. 

Los  días  que  siguieron  á  esta  lectura  resultaron  pe¬ 
nosos  para  la  familia.  Elena  y  los  suyos  miraban  al  otro 
grupo  como  si  acabasen  de  despertar,  contemplándolo 
bajo  una  nueva  luz,  con  aspecto  distinto.  Olvidaban  lo 
que  iban  á  recibir,  para  ver  únicamente  las  mejoras  de 
los  parientes. 

Desnoyers,  benévolo  y  conciliador,  tenía  un  plan. 
Experto  en  la  administración  de  estos  bienes  enormes, 
sabía  que  un  reparto  entre  los  herederos  iba  á  duplicar 
los  gastos  sin  aumentar  los  productos.  Calculaba  ade¬ 
más  las  complicaciones  y  desembolsos  de  una  partición 
judicial  de  nueve  estancias  considerables,  centenares  de 
miles  de  reses,  depósitos  en  los  Bancos,  casas  en  las  ciu¬ 
dades  y  deudas  por  cobrar.  ¿No  era  mejor  seguir  como 
hasta  entonces?...  ¿No  habían  vivido  en  la  santa  paz  de 
una  familia  unida?... 

El  alemán,  al  escuchar  su  proposición,  se  irguió  con 
orgullo.  No;  cada  uno  á  lo  suyo.  Cada  cual  que  viviese 
en  su  esfera.  El  quería  establecerse  en  Europa,  dispo¬ 
niendo  libremente  de  los  bienes.  Necesitaba  volver  á 
«su  mundo». 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS 


r7  r' 

(O 

Le  miró  frente  á  frente  Desnoyers,  viendo  á  un  Kaii 
desconocido,  un  Karl  cuya  existencia  no  había  sospe¬ 
chado  nunca  cuando  vivía  bajo  su  protección,  tímido  y 
servil.  También  el  francés  creyó  contemplar  lo  que  le 
rodeaba  bajo  una  nueva  luz. 

— Está  bien — dijo — .  Cada  uno  que  se  lleve  lo  suyo. 
Me  parece  justo. 


III 


LA  FAMILIA  DESNOYERS 


La  «sucesión  Madariaga» — como  decían  en  su  len¬ 
guaje  los  hombres  de  ley,  interesados  en  prolongarla 
para  aumento  de  su  cuenta  de  honorarios — quedó  divi¬ 
dida  en  dos  grupos  separados  por  el  mar.  Los  Desno¬ 
yers  se  establecieron  en  Buenos  Aires.  Los  llar  tro  tt  se 
trasladaron  á  Berlín  luego  que  Karl  hubo  vendido  todos 
los  bienes,  para  emplear  el  producto  en  empresas  indus¬ 
triales  y  tierras  de  su  país. 

Desnoyers  no  quiso  seguir  viviendo  en  el  campo. 
Veinte  años  había  sido  el  jefe  de  una  enorme  explota¬ 
ción  agrícola  y  ganadera,  mandando  á  centenares  de 
hombres  en  varias  estancias.  Ahora  el  radio  de  su  auto¬ 
ridad  se  había  restringido  considerablemente  al  parce¬ 
larse  la  fortuna  del  viejo  con  la  parte  de  Elena  y  los 
numerosos  legados.  Le  encolerizaba  ver  establecidos  en 
las  tierras  inmediatas  á  varios  extranjeros,  casi  todos 
alemanes,  que  las  habían  comprado  á  Karl.  Además, 
se  hacía  viejo,  la  fortuna  de  su  mujer  representaba 
unos  veinte  millones  de  pesos,  y  su  ambicioso  cuñado, 
al  trasladarse  á  Europa,  demostraba  tal  vez  mejor  sen¬ 
tido  que  él.  • 


7G 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Arrendó  parte  de  sus  tierras,  coulió  la  administra¬ 
ción  de  otras  á  algunos  de  los  favorecidos  por  el  testa¬ 
mento,  que  se  consideraban  de  la  familia,  viendo  siem¬ 
pre  en  Desnoy ers  al  patrón,  y  se  trasladó  á  Buenos 
Aires.  De  este  modo  xjodía  vigilar  á  su  hijo,  que  seguía 
llevando  una  vida  endiablada,  sin  salir  adelante  en  los 
estudios  prepaiYitorios  de  ingeniería...  Además,  Chichi 
era  ya  una  mujer,  su  robustez  le  daba  un  aspecto  precoz, 
superior  á  sus  años,  y  no  era  conveniente  mantenerla 
en  el  campo,  para  que  fuese  una  señorita  rústica  como 
su  madre.  Doña  Luisa  parecía  cansada  igualmante  de  la 
vida  de  estancia.  Los  triunfos  de  su  hermana  le  produ¬ 
cían  cierta  molestia.  Era  incapaz  de  sentir  celos;  pero 
por  ambición  maternal,  deseaba  que  sus  hijos  no  se  que¬ 
dasen  atrás,  brillando  y  ascendiendo  como  los  hijos  de 
la  otra. 

Durante  un  año  llegaron  á  la  casa  que  Desnoyers  ha¬ 
bía  instalado  en  la  capital  las  más  asombrosas  noticias 
de  Alemania.  «La  tía  de  Berlín» — como  llamaban  á 
Elena  sus  sobrinos — enviaba  unas  cartas  larguísimas, 
con  relatos  de  bailes,  comidas,  cacerías  y  títulos,  mu¬ 
chos  títulos  nobiliarios  y  dignidades  militares:  «nuestro 
hermano  el  coronel»,  «nuestro  primo  el  barón»,  «nues¬ 
tro  tío  el  consejero  íntimo»,  «nuestro  tío  segundo,  el  con¬ 
sejero  verdaderamente  íntimo».  Todas  las  extravagan¬ 
cias  del  escalafón  social  alemán,  que  discurre  incesan¬ 
temente  títulos  nuevos  para  satisfacer  la  sed  de  honores 
de  un  pueblo  dividido  en  castas,  eran  enumeradas  con 
delectación  j^or  la  antigua  «romántica».  Hasta  hablaba 
del  secretario  de  su  esposo,  que  no  era  un  cualquiera, 
l)ues  había  ganado  como  escribiente  en  las  oñcinas  pú¬ 
blicas  el  título  de  Rechnungsratli  (Consejero  de  Cálculo). 
Además,  mencionaba  con  orgullo  al  Oberpedell  retirado 
que  tenía  en  su  casa,  explicando  que  esto  quería  decir: 
«Portero  superior». 

Las  noticias  referentes  á  sus  hijos  no  resultaban  me¬ 
nos  gloriosas.  El  mayor  era  el  sabio  de  la  familia.  Se 
dedicaba  á  la  filología  y  las  ciencias  históricas;  pero  su 
vista  resultaba  cada  vez  más  deficiente,  á  causa  de  las 
continuas  lecturas.  Pronto  sería  doctor,  y  antes  de  los 
treinta  años  Her7‘  Pi‘ofessor.  La  madre  lamentaba  que  no 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS 


77 


fuese  militar,  considerando  sus  aficiones  como  algo  que 
torcía  los  altos  destinos  de  la  familia.  El  profesorado, 
las  ciencias  y  la  literatura  eran  refugio  de  los  judíos, 
imposibilitados  por  su  origen  de  obtener  un  grado  en  el 
ejército.  Pero  se  consolaba  pensando  que  un  profesor  cé¬ 
lebre  puede  conseguir  con  el  tiempo  una  consideración 
social  casi  comparable  á  la  de  un  coronel. 

Sus  otros  cuatro  hijos  varones  serían  oficiales.  El 
padre  preparaba  el  terreno  para  que  pudiesen  entrar 
en  la  Guardia  ó  en  algún  regimiento  aristocrático  sin 
que  los  compañeros  de  cuerpo  votasen  en  contra  al  pro¬ 
poner  su  admisión.  Las  dos  niñas  se  casarían  segura¬ 
mente,  cuando  tuviesen  edad  para  ello,  con  oficiales  de 
húsares  que  ostentasen  en  su  nombre  una  partícula  no¬ 
biliaria,  altivos  y  graciosos  señores  de  los  que  hablaba 
con  entusiasmo  la  hija  de  Misiá  Petrona. 

La  instalación  de  los  Hartrott  era  digna  de  sus  nue¬ 
vas  amistades.  En  la  casa  de  Berlín,  la  servidumbre  iba 
de  calzón  corto  y  peluca  blanca  en  noches  de  gran 
comida.  Karl  había  comprado  un  castillo  viejo,  con 
torreones  puntiagudos,  fantasmas  en  los  subterráneos 
y  varias  leyendas  de  asesinatos,  asaltos  y  violaciones 
que  amenizaban  su  historia  de  un  modo  interesante.  Un 
arquitecto  condecorado  con  muchas  órdenes  extranje¬ 
ras,  y  que  además  ostentaba  el  título  de  «Consejero  de 
Construcción»,  era  el  encargado  de  modernizar  el  edifi¬ 
cio  medioeval  sin  que  perdiese  su  aspecto  terrorífico. 
«La  romántica»  describía  por  anticipado  las  recepciones 
en  el  tenebroso  salón,  á  la  luz  difusa  de  las  lámparas 
eléctricas  que  imitarían  antorchas;  el  crepitar  de  la  bla¬ 
sonada  chimenea,  con  sus  falsos  leños  erizados  de  lla¬ 
mas  de  gas;  todo  el  esplendor  del  lujo  moderno  aliado 
con  los  recuerdos  de  una  época  de  nobleza  omnipo¬ 
tente,  la  mejor,  según  ella,  de  la  Historia.  Además,  las 
cacerías,  las  futuras  cacerías  en  una  extensión  de  tie¬ 
rras  arenosas  y  movedizas,  con  bosques  de  pinos,  en 
nada  comparables  al  rico  suelo  de  la  estancia  natal, 
pero  que  habían  tenido  el  honor  de  ser  pisadas  siglos 
antes  por  los  marqueses  de  Brandeburgo,  fundadores 
de  la  casa  reinante  de  Prusia.  Y  todos  estos  progresos, 
esta  rápida  ascención  de  la  familia,  ¡en  solo  un  año!... 


78 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Tenían  que  luchar  con  otras  familias  ultramarinas  que 
habían  amasado  fortunas  enormes  en  los  Estados  Uni¬ 
dos,  el  Brasil  ó  las  costas  del  Pacífico.  Pero  eran  alema¬ 
nes  «sin  nacimiento»,  groseros  plebeyos  que  en  vano 
pugnaban  por  introducirse  en  el  gran  mundo  haciendo 
donativos  á  las  obras  imperiales.  Con  todos  sus  millo¬ 
nes,  á  lo  más  que  podían  aspirar  era  á  unir  sus  hijas  con 
oficiales  de  infantería  de  línea.  ¡Mientras  que  Karl!... 
¡Los  parientes  de  Karl!...  Y  «la  romántica»  dejaba  correr 
la  pluma  glorificando  á  una  familia  en  cuyo  seno  creía 
haber  nacido. 

De  tarde  en  tarde,  con  las  epístolas  de  Elena  llega¬ 
ban  otras  breves  dirigidas  á  Desnoy ers.  El  cuñado  le 
daba  cuenta  de  sus  operaciones,  lo  mismo  que  cuando 
vivía  en  la  estancia  protegido  por  él.  Pero  á  esta  defe¬ 
rencia  se  unía  un  orgullo  mal  disimulado,  un  deseo  de 
desquitarse  de  sus  épocas  de  humillación  voluntaria. 
Todo  lo  que  hacía  era  grande  y  glorioso.  Había  colo¬ 
cado  sus  millones  en  empresas  industriales  de  la  moder¬ 
na  Alemania.  Era  accionista  de  fábricas  de  armamento 
enormes  como  pueblos,  de  Compañías  de  navegación 
que  lanzaban  un  navio  cada  medio  año.  El  emperador 
se  interesaba  en  estas  obras,  mirando  con  benevolencia 
á  los  que  deseaban  ayudarle.  Además,  Karl  compraba 
tierras.  Parecía  á  primera  vista  una  locura  haber  ven¬ 
dido  los  opulentos  campos  de  su  herencia  para  adquirir 
arenales  prusianos  que  sólo  producían  á  fuerza  de  abo¬ 
nos.  Pero  siendo  terrateniente  figuraba  en  el  «partido 
agrario»,  el  grupo  aristocrático  y  conservador  por  exce¬ 
lencia,  y  así  vivía  en  dos  mundos  opuestos  é  igualmente 
distinguidos:  el  de  los  grandes  industriales,  amigos  del 
emperador,  y  el  de  los  junkers^  hidalgos  del  campo, 
guardianes  de  la  tradición  y  abastecedores  de  oficiales 
del  rey  de  Prusia. 

Al  enterarse  Desnoy  ers  de  estos  progresos,  pensó  en 
los  sacrificios  pecuniarios  que  representaban.  Conocía 
el  pasado  de  Karl.  Un  día,  en  la  estancia,  á  impulsos  del 
agradecimiento,  había  revelado  al  francés  la  causa  de 
su  viaje  á  América.  Era  un  antiguo  oficial  del  ejército 
de  su  país;  mas  el  deseo  de  vivir  ostentosamente,  sin 
otros  recursos  que  el  sueldo,  le  arrastró  á  cometer  actos 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  79 


reprensibles;  sustracción  de  fondos  pertenecientes  al 
regimiento,  deudas  sagradas  sin  pagar,  falsificación  de 
firmas.  Estos  delitos  no  habían  sido  perseguidos  oficial¬ 
mente  por  consideración  á  la  memoria  de  su  padre;  pero 
los  compañeros  de  cuerpo  le  sometieron  á  un  tribunal 
de  honor.  Sus  hermanos  y  amigos  le  aconsejaron  el 
pistoletazo  como  único  remedio;  mas  él  amaba  la  vida, 
y  huyó  á  América,  donde  á  costa  de  humillaciones  ha¬ 
bía  acabado  por  triunfar.  La  riqueza  borra  las  manchas 
del  pasado  con  más  rapidez  que  el  tiempo.  La  noticia 
de  su  fortuna  al  otro  lado  del  Océano  hizo  que  su  fami¬ 
lia  le  recibiese  bien  en  el  primer  viaje,  introduciéndolo 
de  nuevo  en  «su  mundo».  Nadie  podía  recordar  histo¬ 
rias  vergonzosas  de  centenares  de  marcos  tratándose 
de  un  hombre  que  hablaba  de  las  tierras  de  su  suegro, 
más  extensas  que  muchos  principados  alemanes.  Ahora, 
al  instalarse  definitivamente  en  el  país,  todo  estaba  ol¬ 
vidado,  pero  ¡qué  de  contribuciones  impuestas  á  su 
vanidad!...  Desnoyers  adivinó  los  miles  de  marcos  ver¬ 
tidos  á  manos  llenas  para  las  obras  caritativas  de  la 
emperatriz,  para  las  propagandas  imperialistas,  para 
las  sociedades  de  veteranos,  para  todos  los  grupos  de 
agresión  y  expansión  constituidos  por  las  ambiciones 
germánicas. 

El  francés,  hombre  sobrio,  parsimonioso  en  sus  gas¬ 
tos  y  exento  de  ambiciones,  sonreía  ante  las  grandezas 
de  su  cuñado.  Tenía  á  Kaii  por  un  excelente  compa¬ 
ñero,  aunque  de  un  orgullo  pueril.  Recordaba  con  satis¬ 
facción  los  años  que  habían  pasado  juntos  en  el  campo. 
No  podía  olvidar  al  alemán  que  rondaba  en  torno  de  él 
cariñoso  y  sumiso  como  un  hermano  menor.  Cuando  su 
familia  comentaba  con  una  vivacidad  algo  envidiosa  las 
glorias  de  los  parientes  de  Berlín,  él  decía  sonriendo: 
«Déjenlos  en  paz;  su  dinero  les  cuesta.» 

Pero  el  entusiasmo  que  respiraban  las  cartas  de  Ale¬ 
mania  acabó  por  crear  en  torno  de  su  persona  un  am¬ 
biente  de  inquietud  y  rebelión.  Chichi  fué  la  primera 
en  el  ataque.  ¿Por  qué  no  iban  ellos  á  Europa,  como  los 
otros?  Todas  sus  amigas  habían  estado  allá.  Familias 
de  tenderos  italianos  y  españoles  emprendían  el  viaje. 
¡Y  ella,  que  era  hija  de  un  francés,  no  fiábí^  visto  Pa- 


80 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


rís!...  ¡Oh,  París!  Los  médicos  que  asistían  á  las  señoras 
melancólicas  declaraban  la  existencia  de  una  enferme¬ 
dad  nueva  y  temible:  «la  enfermedad  de  París».  Doña 
Luisa  ayudaba  á  su  hija.  ¿Por  qué  no  había  de  vivir  ella 
en  Europa,  lo  mismo  que  su  hermana,  siendo  como  era 
más  rica?  Hasta  Julio  declaró  gravemente  que  en  el 
viejo  mundo  estudiaría  con  mayor  aprovechamiento. 
América  no  es  tierra  de  sabios. 

Y  el  padre  terminó  por  hacerse  la  misma  pregunta, 
extrañando  que  no  se  le  hubiera  ocurrido  antes  lo  de  la 
ida  á  Europa.  ¡Treinta  y  cuatro  años  sin  salir  de  aquel 
país  que  no  era  el  suyo!...  Ya  era  hora  de  marcharse. 
Vivía  demasiado  cerca  de  los  negocios.  En  vano  quería 
guardar  su  indiferencia  de  estanciero  retirado.  Todos 
ganaban  dinero  en  torno  de  él.  En  el  club,  en  el  teatro, 
allí  donde  iba,  las  gentes  hablaban  de  compras  de  tie¬ 
rras,  de  ventas,  de  negocios  rápidos  con  el  provecho 
triplicado,  de  liquidaciones  portentosas.  Empezaban  á 
pesarle  las  sumas  que  guardaba  inactivas  en  los  Bancos. 
Acabaría  por  mezclarse  en  alguna  especulación,  como 
el  jugador  que  no  puede  ver  la  ruleta  sin  llevar  la  mano 
al  bolsillo.  Para  esto  no  valía  la  pena  el  haber  abando¬ 
nado  la  estancia.  Su  familia  tenía  razón:  «¡A  París!...» 
Porque  en  el  grupo  Desnoy ers  ir  á  Europa  significaba 
ir  á  París.  Podía  «la  tía  de  Berlín»  contar  toda  clase  de 
grandezas  de  la  tierra  de  su  marido.  «¡Macanas! — ex¬ 
clamaba  Julio,  que  había  hecho  serias  comparaciones 
geográficas  y  étnicas  en  sus  noches  de  correría — .  No 
hay  mas  que  París.»  Chichi  saludaba  con  una  mueca 
irónica  la  menor  duda  acerca  de  esto:  «¿Es  que  las  mo¬ 
das  elegantes  las  inventan  acaso  en  Alemania?»  Doña 
Luisa  apoyó  á  sus  hijos.  ¡París!...  Jamás  se  le  había  ocu¬ 
rrido  ir  á  una  tierra  de  luteranos  para  verse  protegida 
por  su  hermana. 

— ¡Vaya  por  París! — dijo  el  francés,  como  si  le  habla¬ 
sen  de  una  ciudad  desconocida. 

Se  había  acostumbrado  á  creer  que  jamás  volvería 
á  ella.  Durante  sus  primeros  años  de  vida  en  América 
le  era  imposible  este  viaje,  por  no  haber  hecho  el  ser¬ 
vicio  militar.  Luego  tuvo  vagas  noticias  de  diversas 
amnistías.  Además,  había  transcurrido  tiempo  sobrado 


LOS  CUATIiO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  81 


para  la  prescripción.  Pero  una  pereza  de  su  voluntad  le 
bacía  considerar  la  vuelta  á  la  patria  como  algo  absurdo 
é  inútil.  Nada  conservaba  al  otro  lado  del  mar  que  tirase 
de  él.  Hasta  había  perdido  toda  relación  con  aquellos 
parientes  del  campo  que  albergaron  á  su  madre.  En  las 
horas  de  tristeza,  proyectaba  entretener  su  actividad 
elevando  un  mausoleo  enorme,  todo  de  mármol,  en  la 
Pecoleta,  el  cementerio  de  los  ricos,  para  trasladar  á  su 
cripta  los  restos  de  Madariaga,  como  fundador  de  dinas¬ 
tía,  siguiéndole  él  y  luego  todos  los  suyos,  cuando  les 
llegase  la  hora.  Empezaba  á  sentir  el  peso  de  su  vejez. 
Estaba  próximo  á  los  sesenta  años,  y  la  vida  ruda  del 
campo,  las  cabalgadas  bajo  la  lluvia,  los  ríos  vadeados 
sobre  el  caballo  nadador,  las  noches  pasadas  al  raso,  le 
habían  proporcionado  un  reuma  que  amargaba  sus  me¬ 
jores  días. 

Pero  la  familia  acabó  por  comunicarle  su  entusias¬ 
mo.  «¡A  París!;..»  Creía  tener  veinte  años.  Y  olvidando 
la  habitual  parsimonia,  deseó  que  los  suyos  viajasen  lo 
mismo  que  una  familia  reinante,  en  camarotes  de  gran 
lujo  y  con  servidumbre  propia.  Dos  vírgenes  cobrizas 
nacidas  en  la  estancia  y  elevadas  al  rango  de  doncellas 
de  la  señora  y  su  hija  les  siguieron  en  el  viaje,  sin  que 
sus  ojos  oblicuos  revelasen  asombro  ante  las  mayores 
novedades. 

Una  vez  en  París,  Desnoyers  se  sintió  desorientado. 
Embrollaba  los  nombres  de  las  calles  y  proponía  visitas 
á  edificios  desaparecidos  mucho  antes.  Todas  sus  inicia¬ 
tivas  para  alardear  de  buen  conocedor  iban  acompa¬ 
ñadas  de  fracasos .  Sus  hijos ,  guiándose  por  recientes 
lecturas,  conocían  París  mejor  que  él.  Se  consideraba 
un  extranjero  en  su  patria.  Al  principio,  hasta  experi¬ 
mentó  cierta  extrañeza  al  hacer  uso  del  idioma  natal. 
Había  permanecido  en  la  estancia  años  enteros  sin  pro¬ 
nunciar  una  palabra  en  su  lengua.  Pensaba  en  espa¬ 
ñol,  y  al  trasladar  las  ideas  al  idioma  de  sus  ascendien¬ 
tes,  salpicaba  el  francés  con  toda  clase  de  locuciones 
criollas. 

— Donde  un  hombre  hace  su  fortuna  y  constituye  su 
familia,  allí  está  su  verdadera  patria — decía  sentencio¬ 
samente,  recordando  á  Madariaga. 


G 


32  r.  BLASCO  IBANEZ 

La  imagen  del  lejano  país  resurgió  en  él  con  obse¬ 
sión  dominadora  tan  pronto  como  se  amortiguaron  las 
primeras  impresiones  del  viaje.  No  tenía  amigos  fran¬ 
ceses,  y  al  salir  á  la  calle,  sus  pasos  le  encaminaban 
instintivamente  hacia  los  lugares  de  reunión  de  los  ar¬ 
gentinos.  A  éstos  les  ocurría  lo  mismo.  Se  habían  ale¬ 
jado  de  su  patria  para  sentir  con  más  intensidad  el 
deseo  de  hablar  de  ella  á  todas  horas.  Leía  los  periódi¬ 
cos  de  allá,  comentaba  el  alza  de  los  campos,  la  impor¬ 
tancia  de  la  próxima  cosecha,  la  venta  de  novillos.  Al 
volver  hacia  su  casa  le  acompañaba  igualmente  el  re¬ 
cuerdo  de  la  tierra  americana,  pensando  con  delecta¬ 
ción  en  que  las  dos  chinas  habrían  atropellado  la  dig¬ 
nidad  profesional  de  la  cocinera  francesa,  preparando 
una  mazamorra,  una  carbonada  ó  un  puchero  á  estilo 
criollo. 

Se  había  instalado  la  familia  en  una  casa  ostentosa 
de  la  avenida  Víctor  Hugo:  veintiocho  mil  francos  de 
alquiler.  Doña  Luisa  tuvo  que  entrar  y  salir  muchas 
veces  para  habituarse  al  imponente  aspecto  de  los  por¬ 
teros:  él  condecorado,  vestido  de  negro  y  con  patillas 
blancas,  como  un  notario  de  comedia;  ella  majestuosa, 
con  cadena  de  oro  sobre  el  pecho  exuberante,  y  reci¬ 
biendo  á  los  inquilinos  en  un  salón  rojo  y  dorado.  Arri¬ 
ba,  en  las  habitaciones,  un  lujo  ultramoderno,  frío  y 
glacial  á  la  vista,  con  i)aredes  blancas  y  vidrieras  de 
pequeños  rectángulos,  exasperaba  á  Desnoy ers,  que  sen¬ 
tía  entusiasmo  por  las  tallas  complicadas  y  los  muebles 
ricos  de  su  juventud.  El  mismo  dirigió  el  arreglo  de  las 
numerosas  piezas,  que  parecían  siempre  vacías. 

Chichi  protestaba  de  la  avaricia  de  papá  al  verle 
comprar  lentamente,  con  tanteos  y  vacilaciones. 

— Avaro,  no — respondía  él — .  Es  que  conozco  el  precio 
de  las  cosas. 

Los  objetos  sólo  le  gustaban  cuando  los  había  adqui¬ 
rido  por  la  tercera  parte  de  su  valor.  El  engaño  del  que 
se  desprendía  de  ellos  representaba  un  testimonio  de 
superioridad  para  el  que  los  compraba.  París  le  ofreció 
un  lugar  de  placeres  como  no  podía  encontrarlo  en  el 
resto  del  mundo:  el  Hotel  Drouot.  Iba  á  él  todas  las  tar¬ 
des,  cuando  no  encontraba  en  los  periódicos  el  anuncio 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  83 


de  otras  subastas  de  importancia.  Durante  varios  años 
no  hubo  naufragio  célebre  en  la  vida  parisién,  con  la 
consiguiente  liquidación  de  restos,  del  que  no  se  llevase 
una  parte.  La  utilidad  y  necesidad  de  tales  compras 
resultaban  de  interés  secundario;  lo  importante  era  ad¬ 
quirir  á  precios  irrisorios.  Y  las  subastas  inundaron 
aquellas  habitaciones  que  al  principio  se  amueblaban 
con  lentitud  desesperante. 

Su  hija  se  quejó  ahora  de  que  la  casa  se  llenaba  de¬ 
masiado.  Los  muebles  y  objetos  de  adorno  eran  ricos, 
pero  tantos...  ¡tantos!  Los  salones  tomaban  un  aspecto 
de  almacén  de  antigüedades.  Las  paredes  blancas  pare¬ 
cían  despegarse  de  las  sillerías  magníficas  y  las  vitrinas 
repletas.  Alfombras  suntuosas  y  rapadas,  sobre  las  que 
habían  caminado  varias  generaciones,  cubrieron  todos 
los  pisos.  Cortinajes  ostentosos,  no  encontrando  un  hueco 
vacío  en  los  salones,  iban  á  adornar  las  puertas  inme¬ 
diatas  á  la  cocina.  Desaparecían  las  molduras  de  las  pa¬ 
redes  bajo  un  chapeado  de  cuadros  estrechamente  uni¬ 
dos  como  las  escamas  de  una  coraza.  ¿Quién  podía  ta¬ 
char  á  Desnoyers  de  avaro?...  Gastaba  mucho  más  que 
si  un  mueblista  de  moda  fuese  su  j^roveedor. 

La  idea  de  que  todo  lo  adquiría  por  la  cuarta  parte 
de  su  precio  le  hizo  continuar  estos  derroches  de  hombre 
económico.  Sólo  podía  dormir  bien  cuando  se  imaginaba 
haber  realizado  en  el  día  un  buen  negocio.  Compraba  en 
las  subastas  miles  de  botellas  procedentes-  de  quiebras. 

Y  él,  que  apenas  bebía,  abarrotaba  sus  cuevas,  recomen¬ 
dando  á  la  familia  que  emplease  el  champaña  como  vino 
ordinario.  La  ruina  de  un  peletero  le  hizo  adquirir  ca¬ 
torce  mil  francos  de  pieles  que  representaban  un  valor 
de  noventa  mil.  Todo  el  grupo  Desnoyers  pareció  sentir 
de  pronto  un  frío  glacial,  como  si  los  témpanos  polares 
invadiesen  la  avenida  Víctor  Hugo.  El  padre  se  limitó 
á  obsequiarse  con  un  gabán  de  pieles,  pero  encargó  tres  • 
para  su  hijo.  Chichi  y  doña  Luisa  se  presentaron  en 
todas  partes  cubiertas  de  sedosas  y  variadas  ¡Delambre- 
ras:  un  día  chinchillas,  otros  zorro  azul,  marta  cibelina 
ó  lobo  marino. 

El  mismo  adornaba  las  paredes  con  nuevos  lotes  de 
cuadros,  dando  martillazos  en  lo  alto  de  una  escalera, 


84 


V.  BLASCO  IBANEZ 

para  ahorrarse  el  gasto  de  un  obrero.  Quería  ofrecer  á 
los  hijos  ejemplos  de  economía.  En  sus  horas  de  inacti¬ 
vidad  cambiaba  de  sitio  los  muebles  más  pesados,  ocu- 
rriéndosele  toda  especie  de  combinaciones.  Era  una  re¬ 
miniscencia  de  su  buena  época,  cuando  manejaba  en  la 
estancia  sacos  de  trigo  y  fardos  de  cueros.  Su  hijo,  al 
notar  que  miraba  con  fijeza  un  aparador  monumental,  se 
ponía  en  salvo  prudentemente.  Desnoyers  sentía  cierta 
indecisión  ante  sus  dos  criados,  personajes  correctos, 
solemnes,  siempre  de  frac,  que  no  ocultaban  su  extra- 
ñeza  al  ver  á  un  hombre  con  más  de  un  millón  de  renta 
entregado  á  tales  funciones.  Al  fin,  eran  las  dos  donce¬ 
llas  cobrizas  las  que  ayudaban  al  patrón,  uniéndose  á  él 
con  una  familiaridad  de  compañeras  de  destierro. 

Cuatro  automóviles  completaban  el  lujo  de  la  fami¬ 
lia.  Los  hijos  se  habrían  contentado  con  uno  nada  más, 
pequeño,  flamante,  exhibiendo  la  marca  de  moda.  Pero 
Desnoyers  no  era  hombre  para  desperdiciar  las  buenas 
ocasiones,  y,  uno  tras  otro,  había  adquirido  los  cuatro, 
tentado  por  el  precio.  Eran  enormes  y  majestuosos  como 
las  carrozas  antiguas.  Su  entrada  en  una  calle  hacía  vol¬ 
ver  la  cabeza  á  los  transeúntes.  El  chófer  necesitaba  dos 
ayudantes  para  atender  á  este  rebaño  de  mastodontes. 
Pero  el  dueño  sólo  hacía  memoria  de  la  habilidad  con 
que  creía  haber  engañado  á  los  vendedores,  ansiosos  de 
perder  de  vista  tales  monumentos. 

A  los  hijos  les  recomendaba  modestia  y  economía. 

— Somos  menos  ricos  de  lo  que  ustedes  creen.  Tenemos 
muchos  bienes,  pero  producen  renta  escasa. 

Y  después  de  negarse  á  un  gasto  doméstico  de  dos¬ 
cientos  francos,  empleaba  cinco  mil  en  una  compra  in¬ 
necesaria,  sólo  porque  representaba,  según  él,  una  gran 
pérdida  para  el  vendedor.  Julio  y  su  hermana  protesta¬ 
ban  ante  doña  Luisa.  Chichi  llegó  á  afirmar  que  jamás 
se  casaría  con  un  hombre  como  su  padre. 

— ¡Cállate! — decía  escandalizada  la  criolla — .  Tiene 
su  genio,  pero  es  muy  bueno.  Jamás  me  ha  dado  un 
motivo  de  queja.  Deseo  que  encuentres  uno  igual. 

Las  riñas  del  marido,  su  carácter  irritable,  su  volun¬ 
tad  avasalladora,  perdían  toda  importancia  para  ella  al 
pensar  en  su  fidelidad.  En  tantos  años  de  matrimonio... 


LOS  CUATRO  JINETES  BEL  APOCALIPSIS  85 


¡nada!  Había  sido  de  una  virtud  inconmovible,  hasta 
en  el  campo,  donde  las  personas,  rodeadas  de  bestias  y 
enriqueciéndose  con  su  procreación,  parecen  contami¬ 
narse  de  la  amoralidad  de  los  rebaños.  ¡Ella  que  se  acor¬ 
daba  tanto  de  su  padre!...  Su  misma  hermana  debía  vi¬ 
vir  menos  tranquila  con  el  vanidoso  Karl,  capaz  de  ser 
infiel  sin  deseo  alguno,  sólo  por  imitar  los  gestos  de  los 
poderosos. 

Desnoyers  marchaba  unido  á  su  mujer  por  una  ru¬ 
tina  afectuosa.  Doña  Luisa,  en  su  limitada  imaginación, 
evocaba  el  recuerdo  de  las  yuntas  de  la  estancia,  que  se 
negaban  á  avanzar  cuando  un  animal  extraño  sustituía 
al  compañero  ausente.  El  marido  se  encolerizaba  con 
facilidad,  haciéndola  responsable  de  todas  las  contra¬ 
riedades  con  que  le  afligían  sus  hijos,  pero  no  podía  ir 
sin  ella  á  parte  alguna.  Las  tardes  del  Hotel  Drouot  le 
resultaban  insípidas  cuando  no  tenía  á  su  lado  á  esta 
confidente  de  sus  proyectos  y  sus  cóleras. 

— Hoy  hay  venta  de  alhajan:  ¿vamos?... 

Su  proposición  la  hacía  con  voz  suave  é  insinuante, 
una  voz  que  recordaba  á  doña  Luisa  los  primeros  diálo¬ 
gos  en  los  alrededores  de  la  casa  paterna.  Y  marchaban 
por  distinto  camino.  Ella  en  uno  de  sus  vehículos  monu¬ 
mentales,  pues  no  gustaba  de  andar,  acostumbrada  al 
quietismo  de  la  estancia  ó  á  correr  el  campo  á  caballo. 
Desnoyers,  el  hombre  de  los  cuatro  automóviles,  los  abo¬ 
rrecía,  por  ser  refractario  á  los  peligros  de  la  novedad, 
por  modestia,  y  porque  necesitaba  ir  á  pie,  proporcio¬ 
nando  á  su  cuerpo  un  ejercicio  que  compensase  la  falta 
de  trabajo.  Al  juntarse  en  la  sala  de  ventas,  repleta  de 
gentío,  examinaban  las  joyas,  fijando  de  antemano  lo 
que  pensaban  ofrecer.  Pero  él,  pronto  á  exacerbarse  ante 
la  contradicción,  iba  siempre  más  lejos,  mirando  á  sus 
contendientes  al  soltar  las  cifras  lo  mismo  que  si  les 
enviase  puñetazos.  Después  de  tales  expediciones,  la  se¬ 
ñora  se  mostraba  majestuosa  y  deslumbrante  como  una 
basilisa  de  Bizancio;  las  orejas  y  el  cuello  con  gruesas 
perlas,  el  pecho  constelado  de  brillantes,  las  manos  irra¬ 
diando  agujas  de  luz  con  todos  los  colores  del  iris. 

Chichi  protestaba:  «Demasiado,  mamá.»  Iban  á  con¬ 
fundirla  con  pna  prendera.  Pero  la  criolla,  satisfecha 


86 


F.  BLASCO  IBAÑEZ 


de  su  esplendor,  que  era  el  coronamiento  de  una  vida 
humilde,  atribuía  á  la  envidia  tales  quejas.  Su  hija  era 
una  señorita  y  no  podía  lucir  estas  preciosidades.  Pero 
más  adelante  le  agradecería  que  las  hubiese  reunido 
para  ella. 

La  casa  resultaba  ya  insuficiente  para  contener  tan¬ 
tas  compras.  En  las  cuevas  se  amontonaban  muebles, 
cuadros,  estatuas  y  cortinajes  para  adornar  muchas  vi¬ 
viendas.  Don  Marcelo  se  quejaba  de  la  pequeñez  de  un 
piso  de  veintiocho  mil  francos  que  podría  servir  de  al¬ 
bergue  á  cuatro  familias  como  la  suya.  Empezaba  á 
pensar  con  pena  en  la  renuncia  de  tantas  ocasiones  ten¬ 
tadoras,  cuando  un  corredor  de  propiedades,  de  los  que 
atisban  al  extranjero,  le  sacó  de  esta  situación  embara¬ 
zosa.  ¿Por  qué  no  compraba  un  castillo?...  Toda  la  fami¬ 
lia  aceptó  la  idea.  Un  castillo  histórico,  lo  más  histórico 
que  pudiera  encontrarse,  completaría  su  grandiosa  ins¬ 
talación.  Chichi  palideció  de  orgullo.  Algunas  de  sus 
amigas  tenían  castillo.  Otras  de  antigua  familia  colonial, 
acostumbradas  á  menospreciarla  por  su  origen  campe¬ 
sino,  rugirían  de  envidia  al  enterarse  de  esta  adquisi¬ 
ción  que  casi  representaba  un  ennoblecimiento.  La  ma¬ 
dre  sonrió  con  la  esperanza  de  varios  meses  de  campo 
que  le  recordasen  la  vida  simple  y  feliz  de  su  juventud. 
Julio  fué  el  menos  entusiasta.  «El  viejo»  querría  tenerle 
largas  temporadas  fuera  de  París;  pero  acabó  por  con¬ 
formarse,  pensando  en  que  esto  daría  ocasión  á  frecuen¬ 
tes  viajes  en  automóvil. 

Desnoy ers  se  acordaba  de  los  parientes  de  Berlín. 
¿Por  qué  no  había  de  tener  su  castillo  como  los  otros?... 
Las  ocasiones  eran  tentadoras.  A  docenas  le  ofrecían  las 
mansiones  históricas.  Sus  dueños  ansiaban  desprenderse 
de  ellas,  agobiados  por  los  gastos  de  sostenimiento.  Y 
compró  el  castillo  de  Villeblanche-sur-Marne,  edificado 
en  tiempos  de  las  guerras  de  religión,  mezcla, de  pala¬ 
cio  y  fortaleza,  con  fachada  italiana  del  Eenacimiento, 
sombríos  torreones  de  aguda  caperuza  y  fosos  acuáticos 
en  los  que  nadaban  cisnes. 

El  no  podía  vivir  sin  un  pedazo  de  tierra  sobre  el  que 
ejerciese  su  autoridad,  peleando  con  la  resistencia  de 
hombres  y  cosas.  Además,  le  tentaban  vastas  pro- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  87 


porciones  de  las  piezas  del  castillo,  desprovistas  de  mue¬ 
bles.  Una  oportunidad  para  instalar  el  sobrante  de  sus 
cuevas,  entregándose  á  nuevas  compras.  En  este  am¬ 
biente  de  lobreguez  señorial,  los  objetos  del  pasado  se 
amoldarían  con  facilidad,  sin  el  grito  de  protesta  que 
parecían  lanzar  al  ponerse  en  contacto  con  las  paredes 
blancas  de  las  habitaciones  modernas...  La  histórica 
morada  exigía  cuantiosos  desembolsos;  por  algo  había 
cambiado  de  propietario  muchas  veces.  Pero  él  y  la  tie¬ 
rra  se  conocían  perfectamente...  Y  al  mismo  tiempo  que 
llenaba  los  salones  del  edificio,  intentó  en  el  extenso  par¬ 
que  cultivos  y  explotaciones  de  ganado,  como  una  reduc¬ 
ción  de  sus  empresas  de  América.  La  propiedad  debía 
sostenerse  con  lo  que  produjese.  No  era  miedo  á  los  gas¬ 
tos;  era  que  él  «no  estaba  acostumbrado  á  perder  dinero». 

La  adquisición  del  castillo  le  proporcionó  una  hon¬ 
rosa  amistad,  viendo  en  ella  la  mayor  ventaja  del  ne¬ 
gocio.  Entró  en  relaciones  con  un  vecino,  el  senador 
Lacour,  que  había  sido  ministro  dos  veces  y  vegetaba 
ahora  en  la  x\lta  Cámara,  mudo  durante  la  sesión,  mo¬ 
vedizo  y  verboso  en  los  pasillos,  para  sostener  su  in¬ 
fluencia.  Era  un  prócer  de  la  nobleza  republicana,  un 
aristócrata  del  régimen,  que  tenía  su  estirpe  en  las  agi¬ 
taciones  de  la  Revolución,  así  como  los  nobles  de  per¬ 
gaminos  ponen  la  suya  en  las  Cruzadas.  Su  bisabuelo 
había  pertenecido  á  la  Convención;  su  padre  había  figu¬ 
rado  en  la  República  de  1848.  El,  como  hijo  de  proscrito 
muerto  en  el  destierro,  marchó  siendo  muy  joven  detrás 
de  la  figura  grandilocuente  de  Gambetta,  y  hablaba  á 
todas  horas  de  la  gloria  del  maestro  para  que  un  rayo 
de  ellas  se  reflejase  sobre  el  discípulo.  Su  hijo  René, 
alumno  de  la  Escuela  Central,  encontraba  «viejo  juego» 
al  padre,  riendo  un  poco  de  su  republicanismo  román¬ 
tico  y  humanitario.  Pero  esto  no  le  impedía  esperar,  para 
cuando  fuese  ingeniero,  la  protección  oficial  atesorada 
por  cuatro  generaciones  de  Lacour  dedicadas  al  servicio 
de  la  República. 

Don  Marcelo,  que  miraba  con  inquietud  toda  amistad 
nueva  temiendo  una  demanda  de  préstamo,  se  entregó 
con  entusiasmo  al  trato  del  «grande  hombre».  El  perso¬ 
naje  era  admirador  de  la  riqueza,  y  encontró  por  su  parto 


88 


V.  BLASCO  IBANEZ 


cierto  talento  á  este  millonario  del  otro  lado  del  mar  que 
hablaba  de  pastoreos  sin  límites  y  rebaños  inmensos.  Sus 
relaciones  fueron  más  allá  del  egoísmo  de  nna  vecindad 
del  campo,  continuándose  en  París.  Pené  acabó  por  visi¬ 
tar  la  casa  de  la  avenida  Víctor  Hugo  como  si  fuese  suya. 

Las  únicas  contrariedades  en  la  existencia  de  Des¬ 
noy  ers  provenían  de  sus  hijos.  Chichi  le  irritaba  por  la 
independencia  de  sus  gustos.  No  amaba  las  cosas  viejas, 
por  sólidas  y  espléndidas  que  fuesen.  Prefería  las  frivo¬ 
lidades  de  la  última  moda.  Todos  los  regalos  de  su  padre 
los  aceptaba  con  frialdad.  Ante  una  blonda  secular  ad¬ 
quirida  en  una  subasta,  torcía  el  gesto:  «Más  me  gusta¬ 
ría  un  vestido  nuevo  de  trescientos  francos.»  Además,  se 
apoyaba  en  los  malos  ejemplos  de  su  hermano  para  hacer 
frente  á  «los  viejos». 

El  padre  la  había  confiado  por  completo  á  doña 
Luisa.  La  niña  era  ya  una  mujer.  Pero  el  antiguo  «peon- 
cito»  no  mostraba  gran  respeto  ante  los  consejos  y  órde¬ 
nes  de  la  bondadosa  criolla.  Se  había  entregado  con  en¬ 
tusiasmo  al  patinaje,  por  considerarlo  la  más  elegante 
de  las  diversiones.  Iba  todas  las  tardes  al  Palais  de  Glace 
y  doña  Chicha  la  seguía,  privándose  de  acompañar  al 
marido  en  sus  compras.  ¡Las  horas  de  aburrimiento 
mortal  ante  la  pista  helada,  viendo  cómo  á  los  sones  de 
un  órgano  se  deslizaban  sobre  cuchillos  por  el  blanco 
redondel  los  balanceantes  monigotes  humanos,  solos  ó 
en  fila!...  Su  hija  pasaba  y  repasaba  ante  sus  ojos  roja 
de  agitación,  echando  atrás  las  espirales  de  su  cabellera 
que  se  escapaban  del  sombrero,  haciendo  claquear  los 
pliegues  de  la  falda  detrás  de  los  patines,  hermosota, 
grandullona  y  fuerte,  con  la  salud  insolente  de  una 
criatura  que,  según  su  padre,  «había  sido  destetada 
con  biftecs». 

Al  fin,  doña  Luisa  se  cansó  de  esta  vigilancia  molesta. 
Prefería  acompañar  al  marido  en  su  cacería  de  riquezas 
á  bajo  precio.  Y  Chichi  fué  al  patinaje  con  una  de  las 
doncellas  cobrizas,  pasando  la  tarde  entre  sus  amigas  de 
sport^  todas  procedentes  del  Nuevo  Mundo.  Se  comuni¬ 
caban  sus  ideas  bajo  el  deslumbramiento  de  la  vida  fácil 
de  París,  libres  de  los  escrúpulos  y  preocupaciones  de 
la  tierra  natal.  Todas  ellas  creían  haber  nacido  meses 


LOS  CUATllO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  89 


antes,  reconociéndose  con  méritos  no  sospechados  hasta 
entonces.  El  cambio  de  hemisferio  había  aumentado  sus 
valores.  Algunas  hasta  escribían  versos  en  francés.  Y 
Desnoyers  se  alarmaba,  dando  suelta  á  su  mal  humor, 
cuando  por  la  noche  iba  emitiendo  Chichi  en  forma  de 
aforismo  lo  que  ella  y  sus  compañeras  habían  discurrido 
como  un  resumen  de  lecturas  y  observaciones:  «La  vida 
es  la  vida,  y  hay  que  vivirla.»  «Yo  me  casaré  con  el 
hombre  que  me  guste,  sea  quien  sea.» 

Estas  contrariedades  del  padre  carecían  de  impor¬ 
tancia  al  ser  comparadas  con  las  que  le  proporcionaba 
el  otro.  ¡Ay,  el  otro!...  Julio,  al  llegar  á  París,  había 
torcido  el  curso  de  sus  aspiraciones.  Ya  no  pensaba  en 
hacerse  ingeniero:  quería  ser  pintor.  Don  Marcelo  opuso 
la  resistencia  del  asombro,  mas  al  fin  cedió.  ¡Vaya  por 
la  pintura!  Lo  importante  era  que  no  careciese  de  profe¬ 
sión.  La  propiedad  y  la  riqueza  las  consideraba  sagra¬ 
das,  pero  tenía  por  indignos  de  sus  goces  á  los  que  no 
kubiesen  trabajado.  Eecordó  además  sus  años  de  tallis¬ 
ta.  Tal  vez  las  mismas  facultades,  sofocadas  en  él  por 
la  pobreza,  renacían  en  su  descendiente.  ¿Si  llegaría  á 
ser  un  gran  pintor  este  muchacho  perezoso,  de  ingenio 
vivaz,  que  vacilaba  antes  de  emprender  su  camino  en 
la  vida?...  Pasó  por  todos  los  caprichos  de  Julio,  que, 
estando  aún  en  sus  primeras  tentativas  de  dibujo  y  co¬ 
lorido,  exigía  una  existencia  aparte  para  trabajar  con 
más  libertad.  El  padre  lo  instaló  cerca  de  su  casa,  en  un 
estudio  de  la  rué  de  la  Pompe  que  había  pertenecido  á 
un  pintor  extranjero  de  cierta  fama.  El  taller  y  sus  ane¬ 
xos  eran  demasiado  grandes  para  un  aprendiz.  Pero  el 
maestro  había  muerto  y  Desnoyers  aprovechó  la  buena 
ocasión  que  le  ofrecían  los  herederos,  comprando  en  blo¬ 
que  muebles  y  cuadros. 

Doña  Luisa  visitó  diariamente  el  taller,  como  una 
buena  madre  que  cuida  del  bienestar  de  su  hijo  para 
que  trabaje  mejor.  Ella  misma,  quitándose  los  guantes, 
vaciaba  los  platillos  de  bronce  repletos  de  colillas  de  ci¬ 
garro  y  borraba  en  muebles  y  alfombras  la  ceniza  caída 
de  las  pipas.  Los  visitantes  de  Julio,  jóvenes  melenudos 
que  hablaban  de  cosas  que  ella  no  podía  entender,  eran 
algo  descuidados  en  sus  maneras...  Más  adelante  encon- 


90 


V,  BLASCO  IBANEZ 


tro  mujeres  ligeras  de  ropas,  y  filé  recibida  por  su  hijo 
con  mal  gesto.  ¿Es  que  mamá  no  le  permitiría  trabajar 
en  paz?...  Y  la  pobre  señora,  al  salir  de  su  casa  todas  las 
mañanas,  iba  hacia  la  rué  de  la  Pompe,  pero  se  detenía 
en  mitad  del  camino,  metiéndose  en  la  iglesia  de  Saint- 
Honoré  d’Eyla.u. 

El  padre  se  mostró  más  prudente.  Un  hombre  de  sus 
años  no  podía  mezclarse  en  la  sociedad  de  un  artista 
joven.  Julio,  á  los  pocos  meses,  pasó  seman¿is  enteras 
sin  ir  á  dormir  en  el  domicilio  paterno.  Finalmente,  se 
instaló  en  el  estudio,  pasando  por  su  casa  con  rapidez 
para  que  la  familia  se  convenciese  de  que  aún  existía... 
Desnoyers,  algunas  mañanas,  llegaba  á  la  rué  de  la 
Pompe  para  hacer  preguntas  á  la  portera.  Eran  las 
diez:  el  artista  estaba  durmiendo.  Al  volver  á  medio¬ 
día,  continuaba  el  pesado  sueño.  Luego  del  almuerzo, 
una  nueva  visita  para  recibir  mejores  noticias.  Eran  las 
dos:  él  señorito  se  estaba  levantando  en  aquel  instante. 
Y  su  padre  se  retiraba  furioso.  Pero  ¿cuándo  pintaba 
este  pintor?... 

Había  intentado  al  principio  conquistar  un  renom¬ 
bre  con  el  pincel,  por  considerar  esto  empresa  fácil.  Ser 
artista  le  colocaba  por  encima  de  sus  amigos,  mucha¬ 
chos  sudamericanos  sin  otra  ocupación  que  gozar  de  la 
existencia,  derramando  el  dinero  ruidosamente  para  que 
todos  se  enterasen  de  su  prodigalidad.  Con  serena  auda¬ 
cia,  se  lanzó  á  pintar  cuadros,  xiniaba  la  pintura  bo¬ 
nita,  «distinguida»,  elegante;  una  pintura  dulzona  como 
una  romanza  y  que  sólo  copiase  las  formas  de  la  mujer. 
Tenía  dinero  y  un  buen  estudio;  su  padre  estaba  á  sus 
espaldas  dispuesto  á  ayudarle:  ¿por  qué  no  había  de  ha¬ 
cer  lo  que  tantos  otros  que  carecían  de  sus  medios?. . .  Y 
acometió  la  tarea  de  embadurnar  un  lienzo,  dándole  el 
título  de  La  danza  de  las  horas:  un  pretexto  para  copiar 
buenas  mozas  y  escoger  modelos.  Dibujaba  con  frené¬ 
tica  rapidez,  rellenando  el  interior  de  los  contornos  de 
masas  de  color.  Hasta  aquí  todo  iba  bien.  Pero  después 
vacilaba,  permaneciendo  inactivo  ante  el  cuadro,  para 
arrinconarlo  finalmente  en  espera  de  tiempos  mvcjores. 
Lo  mismo  le  ocurrió  al  intentar  varios  estudios  de  ca¬ 
bezas  femeniles.  No  podía  terminar  nada,  y  esto  le  pro- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  91 


dnjo  cierta  desesperación.  Luego  se  resignó,  como  el  que 
se  tiende  fatigado  ante  el  obstáculo  y  espera  una  inter¬ 
vención  providencial  que  le  ayude  á  salvarlo.  Lo  im¬ 
portante  era  ser  pintor...  aunque  no  pintase.  Esto  le 
permitía  dar  tarjetas  con  excusas  de  alta  estética  á  las 
mujeres  alegres,  invitándolas  á  su  estudio.  Vivía  de 
noche.  Don  Marcelo,  al  hacer  averiguaciones  sobre  los 
trabajos  del  artista,  no  podía  contener  su  indignación. 
Los  dos  veían  todas  las  mañanas  las  primeras  horas  de 
luz:  el  padre  al  saltar  del  lecho,  el  hijo  camino  de  su 
estudio  para  meterse  entre  sábanas  y  no  despertar  hasta 
media  tarde. 

La  crédula  doña  Luisa  inventaba  las  más  absurdas 
explicaciones  para  defender  á  su  hijo.  ¡Quién  sabe! 
Tal  vez  pintaba  de  noche,  valiéndose  de  procedimien¬ 
tos  nuevos.  ¡Los  hombres  inventan  ahora  tantas  dia¬ 
bluras!... 

Desnoyers  conocía  estos  trabajos  nocturnos:  escán¬ 
dalos  en  los  restoranes  de  Montmartre  y  peleas,  mu¬ 
chas  peleas.  El  y  los  de  su  banda,  que  á  las  siete  de  la 
tarde  creían  indispensable  el  frac  ó  el  smoking^  eran  á 
modo  de  una  partida  de  indios  implantando  en  París 
las  costumbres  violentas  del  desierto.  El  champaña  resul¬ 
taba  en  ellos  un  vino  de  pelea.  Eompían  y  pagaban,  pero 
sus  generosidades  iban  seguidas  casi  siempre  de  una  ba¬ 
talla.  Nadie  tenía  como  Jalio  la  bofetada  rápida  y  la  tar¬ 
jeta  pronta.  Su  padre  aceptaba  con  gestos  de  tristeza  las 
noticias  de  ciertos  amigos  que  se  imaginaban  halagar 
su  vanidad  haciéndole  el  relato  de  encuentros  caballe¬ 
rescos  en  los  que  su  primogénito  rasgaba  siempre  la 
piel  del  adversario.  El  pintor  entendía  más  de  esgrima 
que  de  su  arte.  Era  campeón  de  varias  armas,  boxeaba, 
y  hasta  poseía  ios  golpes  favoritos  de  los  paladines  que 
vagan  por  las  fortificaciones.  «Inútil  y  peligroso  como 
todos  los  zánganos»,  protestaba  el  padre.  Pero  sentía 
latir  en  el  fondo  de  su  pensamiento  una  irresistible  sa¬ 
tisfacción  ,  un  orgullo  animal ,  al  considerar  que  este 
aturdido  temible  era  obra  suya. 

Por  un  momento  creyó  haber  encontrado  el  medio 
de  apartarle  de  tal  existencia.  Los  parientes  de  Berlín 
visitaron  á  los  Desnovers  en  su  castillo  de  Villeblaiiche. 

o 


92 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Karl  von  Hartrott  apreció  con  bondadosa  superioridad 
las  colecciones  ricas  y  nn  tanto  disparatadas  de  su  cu¬ 
ñado.  No  estaba  mal:  reconocía  cierto  cachet  á  la  casa 
de  París  y  al  castillo.  Podían  servir  para  completar  y 
dar  pátina  aun  título  nobiliario.  ¡Pero  Alemania!...  ¡Las 
comodidades  de  su  patria!...  Quería  que  el  cuñado  ad¬ 
mirase  á  su  vez  cómo  vivía  él  y  las  nobles  amistades 
que  embellecían  su  opulencia.  Y  tanto  insistió  en  sus 
cartas,  que  los  Desnoyers  hicieron  el  viaje.  Este  cambio 
de  ambiente  podía  modificar  á  Julio.  Tal  vez  despertase 
su  emulación  viendo  de  cerca  la  laboriosidad  de  sus  pri¬ 
mos,  todos  con  una  carrera.  Además,  el  francés  creía  en 
la  influencia  corruptora  de  París  y  en  la  pureza  de  cos¬ 
tumbres  de  la  patriarcal  Alemania. 

Cuatro  meses  estuvieron  allá.  Desnoyers  sintió  al 
poco  tiempo  un  deseo  de  huir.  Cada  cual  con  los  suyos; 
no  podría  entenderse  nunca  con  aquellas  gentes.  Muy 
amables,  con  amabilidad  pegajosa  y  visibles  deseos  de 
agradar,  pero  dando  tropezones  continuamente  por  una 
falta  irremediable  de  tacto,  por  una  voluntad  de  hacer 
sentir  su  grandeza.  Los  personajes  amigos  de  los  Har¬ 
trott  hacían  manifestaciones  de  amor  á  Francia:  el 
amor  piadoso  que  inspira  un  niño  travieso  y  débil  ne¬ 
cesitado  de  protección.  Y  esto  lo  acompañaban  con  toda 
clase  de  recuerdos  inoportunos  sobre  las  guerras  en 
que  los  franceses  habían  sido  vencidos.  Todo  lo  de  Ale¬ 
mania,  un  monumento,  una  estación  de  ferrocarril,  un 
simple  objeto  de  comedor,  daba  lugar  á  comparaciones 
gloriosas:  «En  Francia  no  tienen  ustedes  eso.»  «Indu¬ 
dablemente,  en  América  no  habrán  ustedes  visto  nada 
semejante.»  Don  Marcelo  se  marchó  fatigado  de  tanta 
protección.  Su  esposa  y  su  hija  se  habían  resistido  á 
aceptar  que  la  elegancia  de  Berlín  fuese  superior  á  la 
de  París.  Chichi,  en  plena  audacia  sacrilega,  escanda¬ 
lizó  á  sus  primas  declarando  que  no  podía  sufrir  á  los 
oficialitos  de  talle  encorsetado  y  monóculo  inconmovi¬ 
ble,  que  se  inclinaban  ante  las  jóvenes  con  una  rigidez 
automática,  uniendo  á  sus  galanterías  una  mueca  de  su¬ 
perioridad. 

Julio,  bajo  la  dirección  de  sus  primos,  se  sumió  en 
el  ambiente  virtuoso  de  Berlín.  Con  el  mayor,  «el  sa- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  9^ 


bio»,  no  había  que  contar.  Era  un  infeliz,  dedicado  á 
SLis  libros,  y  que  consideraba  á  toda  la  familia  con  gesto 
protector.  Los  otros,  subtenientes  ó  alumnos  portaes- 
pada,  le  mostraron  con  orgullo  los  progresos  de  la  ale¬ 
gría  germánica.  Conoció  restoranes  nocturnos  que  eran 
una  imitación  de  los  de  París,  pero  mucho  más  grandes. 
Las  mujeres,  que  allá  se  contaban  á  docenas,  eran  aquí 
centenares.  La  embriaguez  escandalosa  no  resultaba  un 
incidente,  sino  algo  buscado  con  plena  voluntad,  como 
indispensable  para  la  alegría.  Todo  grandioso,  brillante, 
colosal.  Los  vividores  se  divertían  por  pelotones,  el  pú¬ 
blico  se  emborrachaba  por  compañías,  las  mercenarias 
formaban  regimientos.  Experimentó  una  sensación  de 
disgusto  ante  las  hembras  serviles  y  tímidas,  acostum¬ 
bradas  al  golpe,  y  que  buscaban  resarcirse  con  avidez 
de  las  grandes  quiebras  y  desengaños  sufridos  en  su  co¬ 
mercio.  Le  era  imposible  celebrar,  como  sus  primos,  con 
grandes  carcajadas  el  desencanto  de  estas  mujeres 
cuando  veían  perdidas  sus  horas  sin  conseguir  otra  cosa 
que  bebida  abundante.  Además,  le  molestaba  el  liber¬ 
tinaje  grosero,  ruidoso,  con  publicidad,  como  un  alarde 
de  riqueza.  «Esto  no  lo  hay  en  París — decían  sus  acom¬ 
pañantes  admirando  los  salones  enormes,  con  centena¬ 
res  de  parejas  y  miles  de  bebedores — ;  no,  no  lo  hay  en 
París.»  Se  fatigaba  de  tanta  grandeza  sin  medida.  Creyó 
asistir  á  una  ñesta  de  marineros  hambrientos,  ansio¬ 
sos  de  resarcirse  de  un  golpe  de  todas  las  privaciones 
anteriores.  Y  sentía  los  mismos  deseos  de  huir  que  su 
padre. 

De  este  viaje  volvió  Marcelo  Desnoyers  con  una  me¬ 
lancólica  resignación.  Aquellas  gentes  habían  progre¬ 
sado  mucho.  El  no  era  un  patriota  ciego,  y  reconocía  lo 
evidente.  En  pocos  años  habían  transformado  su  país; 
su  industria  era  poderosa...  mas  resultaban  de  un  trato 
irresistible.  Cada  uno  en  su  casa,  y  ¡ojalá  que  nunca  se 
les  ocurriese  envidiar  la  del  vecino!...  Pero  esta  última 
sospecha  la  repelía  inmediatamente  con  su  optimismo 
de  hombre  de  negocios. 

«Van  á  ser  muy  ricos — pensaba — .  Sus  asuntos  mar¬ 
chan,  y  el  que  es  rico  no  siente  deseos  de  reñir.  La 
guerra  con  que  sueñan  cuatro  locos  resulta  imposible.» 


94 


V.  BLASCO  IBANEZ 


El  joven  Desnoy ers  reanudó  su  existencia  parisién, 
viviendo  siempre  en  el  estudio  y  presentándose  de  tarde 
en  tarde  en  la  casa  paterna.  Doña  Luisa  empezó  á  ha¬ 
blar  de  un  tal  Argensola,  joven  español  de  gran  sabi¬ 
duría,  reconociendo  que  sus  consejos  podían  ser  de 
mucha  utilidad  para  su  hijo.  Este  no  sabía  con  certeza 
si  el  nuevo  compañero  era  un  amigo,  un  maestro  ó  un 
sirviente.  Otra  duda  sufrían  los  visitantes.  Los  aficio¬ 
nados  á  las  letras  hablaban  de  Argensola  como  de  un 
pintor;  los  pintores  sólo  le  reconocían  superioridad  como 
literato.  Nunca  pudo  recordar  exactamente  dónde  le 
había  visto  la  primera  vez.  Era  de  los  que  subían  á  su 
estudio  en  las  tardes  de  invierno,  atraídos  por  la  caricia 
roja  de  la  estufa  y  los  vinos  facilitados  ocultamente 
por  la  madre.  Tronaba  el  español  ante  la  botella  libe¬ 
ralmente  renovada  y  la  caja  de  cigarrillos  abierta  sobre 
la  mesa,  hablando  de  todo  con  autoridad.  Una  noche 
se  quedó  á  dormir  en  un  diván.  No  tenía  domicilio  fijo. 

Y  después  de  esta  primera  noche,  las  pasó  todas  en  el 
estudio. 

Julio  acabó  por  admirarle  como  un  reflejo  de  su 
personalidad.  ¡Lo  que  sabía  aquel  Argensola,  venido 
de  Madrid  en  tercera  clase  y  con  veinte  francos  en  el 
bolsillo  para  «violar  á  la  gloria»,  según  sus  propias  pa¬ 
labras!  Al  ver  que  pintaba  con  tanta  dureza  como  él, 
empleando  el  mismo  dibujo  pueril  y  torpe,  se  enterne¬ 
ció.  Sólo  los  falsos  artistas,  los  hombres  «de  oficio»,  los 
ejecutantes  sin  pensamiento,  se  preocupan  del  colorido 
y  otras  ranciedades.  Argensola  era  un  artista  psicoló¬ 
gico,  un  pintor  de  almas.  Y  el  discípulo  sintió  asombro 
y  despecho  al  enterarse  de  lo  sencillo  que  era  pintar  un 
alma.  Sobre  un  rostro  exangüe,  con  el  mentón  agudo 
como  un  puñal,  el  español  trazaba  unos  ojos  casi  redon¬ 
dos  y  á  cada  pupila  le  asestaba  una  pincelada  blanca, 
un  punto  de  luz...  el  alma.  Luego,  plantándose  ante 
el  lienzo,  clasificaba  esta  alma  con  su  facundia  inago¬ 
table,  atribuyéndola  toda  clase  de  conflictos  y  crisis. 

Y  tal  era  su  poder  de  obsesión,  que  Julio  veía  lo  que 
el  otro  se  imaginaba  haber  puesto  en  los  ojos  de  re¬ 
dondez  buhesca.  El  también  pintaría  almas...  almas  de 
mujeres. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS 


95 


Con  ser  tan  fácil  este  trabajo  de  engendramiento  psí¬ 
quico,  Argensola  gustaba  más  de  charlar  recostado  en 
un  diván  ó  leer  al  amor  de  la  estufa  mientras  el  amigo 
y  protector  estaba  fuera.  Otra  ventaja  esta  afición  á  la 
lectura  para  el  joven  Desnoyers,  que  al  abrir  un  volu¬ 
men  iba  directamente  á  las  últimas  páginas  ó  al  índice, 
queriendo  «hacerse  una  idea»,  como  él  decía.  Algunas 
veces,  en  los  salones,  había  preguntado  con  aplomo  á  un 
autor  cuál  era  su  mejor  libro.  Y  su  sonrisa  de  hombre 
listo  daba  á  entender  que  era  una  precaución  para  no 
perder  el  tiempo  con  los  otros  volúmenes.  Ahora  ya  no 
necesitaba  cometer  estas  torpezas.  Argensola  leería  por 
él.  Cuando  le  adivinaba  interesado  por  un  volumen,  exi¬ 
gía  inmediata  participación:  «Cuéntame  el  argumento.» 
Y  el  «secretario»  no  sólo  hacía  la  síntesis  de  comedias 
y  novelas,  sino  que  le  comunicaba  el  «argumento»  de 
Schopenhauer  ó  el  «argumento»  de  Nietzsche...  Luego, 
doña  Luisa  casi  vertía  lágrimas  al  oir  que  las  visitas  se 
ocupaban  de  su  hijo  con  la  benevolencia  que  inspira  la 
riqueza:  «Un  poco  diablo  el  mozo,  jjero  ¡qué  bien  pre¬ 
parado!...» 

A  cambio  de  sus  lecciones,  Argensola  recibía  el  mis¬ 
mo  trato  que  un  esclavo  griego  de  los  que  enseñaban 
retórica  á  los  patricios  jóvenes  de  la  Loma  decadente. 
En  mitad  de  una  explicación,  su  señor  y  amigo  le  inte¬ 
rrumpía. 

— Prepárame  una  camisa  de  frac.  Est03r  invitado  esta 
noche. 

Otras  veces,  cuando  el  maestro  experimentaba  una 
sensación  de  bienestar  animal  con  un  libro  en  la  mano 
junto  á  la  estufa  roncadora,  viendo  á  través  de  la  vi¬ 
driera  la  tarde  gris  y  lluviosa,  se  presentaba  de  repente 
el  discípulo: 

—  ¡Pronto...  á  la  calle!  Va  á  venir  una  mujer. 

Y  Argensola,  con  el  gesto  de  un  perro  que  sacude  sus 
lanas,  marchaba  á  continuar  su  lectura  en  algún  cafetu- 
cho  incómodo  de  las  cercanías. 

Su  influencia  descendió  de  las  cimas  de  la  intelec¬ 
tualidad  para  intervenir  en  las  vulgaridades  de  la  vida 
material.  Era  el  intendente  del  patrono,  el  mediador 
entre  su  dinero  y  los  que  se  presentaban  á  reclamarlo 


96 


V.  BLASCO  IBANEZ 


factura  en  mano.  «Dinero»,  decía  lacónicamente  á  fines 
de  mes.  Y  Desnoyers  prorrumpía  en  quejas  y  maldicio¬ 
nes.  ¿De  dónde  iba  á  sacarlo?  El  viejo  era  de  una  dureza 
reglamentaria  y  no  toleraba  el  menor  avance  sobre  el 
mes  siguiente.  Le  tenía  sometido  á  un  régimen  de  mise¬ 
ria.  Tres  mil  francos  mensuales:  ¿qué  podía  hacer  con 
esto  una  persona  decente?...  Deseoso  de  reducirle,  estre¬ 
chaba  el  cerco,  interviniendo  directamente  en  la  admi¬ 
nistración  de  su  casa  para  que  doña  Luisa  no  pudiera 
hacer  donativos  al  hijo.  En  vano  se  había  puesto  en 
contacto  con  varios  usureros  de  París,  hablándoles  de 
su  propiedad  más  allá  del  Océano.  Estos  señores  tenían 
á  mano  la  juventud  del  país  y  no  necesitaban  exponer 
sus  capitales  en  el  otro  mundo.  Igual  fracaso  le  acompa¬ 
ñaba  cuando,  con  repentinas  muestras  de  cariño,  que¬ 
ría  convencer  á  don  Marcelo  de  que  tres  mil  francos  al 
mes  son  una  miseria.  El  millonario  rugía  de  indigna¬ 
ción.  ¡Tres  mil  francos  una  miseria!  ¡Y  además  las  deu¬ 
das  del  hijo  que  había  tenido  que  pagar  en  varias  oca¬ 
siones!... 

— Cuando  yo  era  de  tu  edad... — empezaba  diciendo. 

Pero  Julio  cortaba  la  conversación.  Había  oído  mu¬ 
chas  veces  la  historia  de  su  padre.  ¡Ah,  viejo  avariento! 
Lo  que  le  daba  todos  los  meses  no  era  mas  que  la  renta 
del  legado  de  su  abuelo...  Y  por  consejo  de  Argensola,  se 
atrevió  á  reclamar  el  campo.  La  administración  de  esa 
tierra  pensaba  confiarla  á  Celedonio,  el  antiguo  capataz, 
que  era  ahora  un  personaje  en  su  país,  y  al  que  él  llama¬ 
ba  irónicamente  «mi  tío».  Desnoyers  acogió  su  rebeldía 
fríamente:  «Me  parece  justo.  Ya  eres  mayor  de  edad.»  Y 
luego  de  entregarle  el  legado  extremó  su  vigilancia  en 
los  gastos  de  la  casa,  evitando  á  doña  Luisa  todo  manejo 
de  dinero.  En  adelante  miró  á  su  hijo  como  un  adversa¬ 
rio  que  necesitaba  vencer,  tratándolo  durante  sus  rápi¬ 
das  apariciones  en  la  avenida  Víctor  Hugo  con  glacial 
cortesía,  lo  mismo  que  á  un  extraño. 

Una  opulencia  transitoria  animó  por  algún  tiempo  el 
estudio.  Julio  había  aumentado  sus  gastos,  considerán¬ 
dose  rico.  Pero  las  cartas  del  tío  de  América  disiparon 
estas  ilusiones.  Primeramente  las  remesas  de  dinero  ex¬ 
cedieron  en  muy  poco  á  la  cantidad  mensual  que  le  en- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  97 


treg'aba  su  padre.  Luego  disminuyeron  de  un  modo  alar¬ 
mante.  Todas  las  calamidades  de  la  tierra  parecían  ha¬ 
ber  caído  juntas  sobre  el  campo,  según  Celedonio.  Los 
pastos  escaseaban:  unas  veces  era  por  falta  de  lluvia, 
otras  por  las  inundaciones;  y  las  reses  perecían  á  cente¬ 
nares.  Julio  necesitaba  mayores  ingresos,  y  el  mestizo 
marrullero  le  enviaba  lo  que  podía,  pero  como  simple 
préstamo,  reservando  el  cobro  para  cuando  ajustasen 
cuentas.  A  pesar  de  tales  auxilios,  el  joven  Desnoyers 
sufría  apuros.  Jugaba  ahora  en  un  Círculo  elegante,  cre¬ 
yendo  compensar  de  tal  modo  sus  periódicas  escaseces, 
y  esto  servía  para  que  desaparecieran  con  mayor  rapidez 
las  cantidades  recibidas  de  América...  ¡Que  un  hombre 
como  él  se  viese  atormentado  por  la  falta  de  unos  miles 
de  francos!  ¿De  qué  le  servía  tener  un  padre  con  tantos 
millones? 

Si  los  acreedores  se  mostraban  amenazantes,  recurría 
al  «secretario».  Debía  ver  á  mamá  inmediatamente:  él 
quería  evitarse  sus  lágrimas  y  reconvenciones.  Y  Argén- 
sola  se  deslizaba  como  un  ratero  por  la  escalera  de  ser¬ 
vicio  del  caserón  de  la  avenida  Víctor  Hugo.  El  local  de 
sus  embajadas  era  siempre  la  cocina,  con  gran  peligro 
de  que  el  terrible  Desnoyers  llegase  hasta  allí  en  una 
de  sus  evoluciones  de  hombre  laborioso,  sorprendiendo 
al  intruso.  Doña  Luisa  lloraba,  conmovida  por  las  dra¬ 
máticas  palabras  del  mensajero.  ¡Qué  podía  hacer!  Era 
más  pobre  que  sus  criadas:  joyas,  muchas  joyas,  pero  ni 
un  franco.  Eué  Argensola  quien  propuso  una  solución, 
digna  de  su  experiencia.  El  salvaría  á  la  buena  madre 
llevando  al  Monte  de  Piedad  algunas  de  sus  alhajas. 
Conocía  el  camino.  Y  la  señora  aceptó  el  consejo;  pero 
sólo  le  entregaba  joyas  de  mediano  valor,  sospechando 
que  no  las  vería  más.  Tardíos  escrúpulos  la  hacían  pro¬ 
rrumpir  á  veces  en  rotundas  negativas.  Podía  saberlo 
su  Marcelo:  ¡qué  horror!...  Pero  el  español  consideraba 
denigrante  salir  de  allí  sin  llevarse  algo,  y  á  falta  de  di¬ 
nero  cargaba  con  un  cesto  de  botellas  de  la  rica  bodega 
de  Desnoyers. 

Todas  las  mañanas  entraba  doña  Luisa  en  Saint- 
Honoré  d’Eylau  para  rogar  por  su  hijo.  Apreciaba  esta 
iglesia  como  algo  propio.  Era  un  islote  hospitalario  y 


7 


98 


V.  BLASCO  IBANEZ 

familiar  en  el  océano  inexplorado  de  París.  Crnzaba 
discretos  saludos  con  los  fieles  habituales,  gentes  del 
barrio  procedentes  de  las  diversas  repúblicas  del  Nuevo 
Mundo.  Le  parecía  estar  más  cerca  de  Dios  y  de  los  san¬ 
tos  al  oir  en  el  atrio  conversaciones  en  su  idioma.  Ade¬ 
más,  era  á  modo  de  un  salón  por  donde  transcurrían  los 
grandes  sucesos  de  la  colonia  sudamericana.  Un  día  era 
una  boda  con  flores,  orquesta  y  cánticos.  Ella,  con  su 
Chichi  al  lado,  saludaba  á  las  personas  conocidas,  cum¬ 
plimentando  luego  á  los  novios.  Otro  día  eran  los  fune¬ 
rales  de  un  ex  presidente  de  Eepública  ó  cualquier  otro 
personaje  ultramarino  que  terminaba  en  París  su  exis¬ 
tencia  tormentosa.  ¡Pobre  presidente!  ¡Pobre  general!... 
Doña  Luisa  recordaba  al  muerto.  Lo  había  visto  en 
aquella  iglesia  muchas  veces  oyendo  su  misa  devota¬ 
mente,  y  se  indignaba  contra  las  malas  lenguas  que,  á 
guisa  de  oración  fúnebre,  hacían  memoria  de  fusila¬ 
mientos  y  Bancos  liquidados  allá  en  su  país.  ¡Un  señor 
tan  bueno  y  tan  religioso!  ¡Que  Dios  lo  tenga  en  su  glo¬ 
ria!...  Y  al  salir  á  la  plaza  contemplaba  con  ojos  tiernos 
los  jinetes  y  amazonas  que  se  dirigían  al  Bosque,  los 
lujosos  automóviles,  la  mañana  radiante  de  sol,  toda  la 
fresca  puerilidad  de  las  primeras  horas  del  día,  recono¬ 
ciendo  que  es  muy  hermoso  vivir. 

Su  mirada  de  gratitud  para  lo  existente  acababa 
por  acariciar  el  monumento  del  centro  de  la  plaza,  todo 
erizado  de  alas,  como  si  fuese  á  desprenderse  del  suelo. 
¡Víctor  Hugo!...  Le  bastaba  haber  oído  este  nombre  en 
boca  de  su  hijo,  para  contemplar  la  estatua  con  un  in¬ 
terés  de  familia.  Lo  único  que  sabía  del  poeta  era  que 
'había  muerto.  De  eso  casi  estaba  segura.  Pero  se  lo 
imaginaba  en  vida  gran  amigo  de  Julio,  en  vista  de  la 
frecuencia  con  que  repetía  su  nombre. 

¡Ay,  su  hijo!...  Todos  sus  pensamientos,  sus  conje¬ 
turas,  sus  deseos,  convergían  en  él  y  en  su  irreductible 
marido.  Ansiaba  que  los  dos  hombres  se  entendiesen, 
terminando  una  lucha  en  la  que  ella  era  la  única  vícti¬ 
ma.  ¿No  haría  Dios  el  milagro?...  Como  un  enfermo  que 
cambia  de  sanatorio,  persiguiendo  á  la  salud,  abando¬ 
naba  la  iglesia  de  su  calle  para  frecuentar  la  Capilla 
Española  de  la  avenida  Friedland.  Aquí  aún  se  conside 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  99 


raba  más  entre  los  suyos.  A  través  de  las  sudamerica¬ 
nas,  finas  y  elegantes,  como  si  se  hubiesen  escapado  de 
una  lámina  de  periódico  de  modas,  sus  ojos  buscaban 
con  admiración  á  otras  damas  peor  trajeadas,  gordas, 
con  armiños  teatrales  y  joyas  antiguas.  Al  encontrarse 
estas  señoras  en  el  atrio,  hablaban  con  voces  fuertes 
y  manotees  expresivos,  recortando  enérgicamente  las 
palabras.  La  hija  del  estanciero  se  atrevía  á  saludarlas, 
por  haberse  suscrito  á  todas  sus  obras  de  beneficencia, 
y  al  ver  devuelto  el  saludo  experimentaba  una  satis¬ 
facción  que  la  hacía  olvidar  momentáneamente  sus  pe¬ 
nas.  Eran  de  aquellas  familias  que  admiraba  su  padre 
sin  saber  por  qué;  procedían  de  lo  que  llamaban  al  otro 
lado  del  mar  «la  madre  patria»,  todas  excelentísimas  y 
altísimas  para  la  buena  doña  Chicha  y  emparentadas 
con  reyes.  No  sabía  si  darles  la  mano  ó  doblar  una  ro¬ 
dilla,  como  había  oído  vagamente  que  es  de  uso  en  las 
cortes.  Pero  de  pronto  recordaba  sus  preocupaciones,  y 
seguía  adelante  para  dirigir  sus  ruegos  á  Dios.  ¡Ay,  que 
se  acordase  de  ella!  ¡Que  no  olvidase  á  su  hijo  por  mucho 
tiempo!... 

Fué  la  gloria  la  que  se  acordó  de  Julio,  estrechándolo 
en  sus  brazos  de  luz.  Se  vió  de  pronto  con  todos  los 
honores  y  ventajas  de  la  celebridad.  La  fama  sorprende 
cautelosamente  por  los  caminos  más  tortuosos  é  ignora¬ 
dos.  Ni  la  pintura  de  almas  ni  una  existencia  acciden¬ 
tada  llena  de  amoríos  costosos  y  duelos  complicados  pro¬ 
porcionaron  al  joven  Desnoyers  su  renombre.  La  gloria 
le  tomó  por  los  pies. 

Un  nuevo  placer  había  venido  del  otro  lado  de  los 
mares,  para  felicidad  de  los  humanos.  Las  gentes  se 
interrogaban  en  los  salones  con  el  tono  misterioso  de 
los  iniciados  que  buscan  reconocerse:  «¿Sabe  usted  tan¬ 
gueará... ■>->  El  tango  se  había  apoderado  del  mundo.  Era 
el  himno  heroico  de  una  humanidad  que  concentraba 
de  pronto  sus  aspiraciones  en  el  armónico  contoneo  de 
las  caderas,  midiendo  la  inteligencia  por  la  agilidad  de 
los  pies.  Una  música  incoherente  y  monótona,  de  inspi¬ 
ración  africana,  satisfacía  el  ideal  artístico  de  una  so¬ 
ciedad  que  no  necesitaba  de  más.  El  mundo  danzaba... 
danzaba...  danzaba.  Un  baile  de  negros  de  Cuba,  intro- 


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V.  BLASCO  IBANEZ 


ducido  en  la  América  del  Sur  por  los  marineros  que 
cargan  tasajo  para  las  Antillas,  conquistaba  la  tierra 
entera  en  pocos  meses,  daba  la  vuelta  á  su  redondez, 
saltando  victorioso  de  nación  en  nación...  lo  mismo  que 
la  Marsellesa.  Penetraba  basta  en  las  cortes  más  cere¬ 
moniosas,  derrumbando  las  tradiciones  del  recato  y  la. 
etiqueta,  como  un  canto  de  revolución:  la  revolución  de 
la  frivolidad.  El  Papa  tenía  que  convertirse  en  maestro 
de  baile,  recomendando  la  «furlana»  contra  el  «tango», 
ya  que  todo  el  mundo  cristiano,  sin  distinción  de  sec¬ 
tas,  se  unía  en  el  deseo  común  de  agitar  los  pies  con  un 
frenesí  tan  incansable  como  el  de  los  poseídos  de  la 
Edad  Media. 

Julio  Desnoyers,  al  encontrar  esta  danza  de  su  ado¬ 
lescencia  soberana  y  triunfadora  en  pleno  París,  se  en¬ 
tregó  á  ella  con  la  confianza  que  inspira  una  amante  vie¬ 
ja.  ¡Quién  le  hubiese  anunciado,  cuando  era  estudiante 
y  frecuentaba  los  bailes  más  abyectos  de  Buenos  Aires, 
vigilados  por  la  policía,  que  estaba  haciendo  el  aprendi¬ 
zaje  de  la  gloria!... 

De  cinco  á  siete,  centenares  de  ojos  le  siguieron  con 
admiración  en  los  salones  de  los  Campos  Elíseos,  donde 
costaba  cinco  francos  una  taza  de  té  con  derecho  á  in¬ 
tervenir  en  la  danza  sagrada.  «Tiene  la  línea»,  decían 
las  damas  apreciando  su  cuerpo  esbelto  de  mediana  es¬ 
tatura  y  fuertes  resortes.  Y  él,  con  el  chaqué  ceñido  de 
talle  y  abombado  de  pecho,  los  pies  de  femenil  pequenez 
enfundados  en  charol  y  cañas  blancas  sobre  altos  taco¬ 
nes,  bailaba  grave,  reflexivo,  silencioso,  como  un  mate¬ 
mático  en  pleno  problema,  mientras  las  luces  azuleaban 
las  dos  cortinas  obscuras,  apretadas  y  brillantes  de  sus 
guedejas.  Las  mujeres  solicitaban  ser  presentadas  á  él, 
con  la  dulce  esperanza  de  que  sus  amigas  las  envidiasen 
viéndolas  en  los  brazos  del  maestro.  Las  invitaciones 
llovían  sobre  Julio.  Se  abrían  á  su  paso  los  salones  más 
inaccesibles.  Todas  las  tardes  adquiría  una  docena  de 
amistades.  La  moda  había  traído  profesores  del  otro  lado 
del  mar,  compadritos  de  los  arrabales  de  Buenos  Aires, 
orgullosos  y  confusos  al  verse  aclamados  lo  mismo  que 
un  tenor  de  fama  ó  un  conferencista.  Pero  sobre  estos 
bailarines  de  una  vulgaridad  originaria  y  que  se  hacían 


LOS  CUAmO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  101 


pagar,  triunfaba  Julio  Desnoyers.  Los  incidentes  de  su 
vida  anterior  eran  comentados  por  las  mujeres  como  ha¬ 
zañas  de  galán  novelesco. 

— Te  estás  matando — decía  Argensola — .  Bailas  de¬ 
masiado. 

La  gloria  de  su  amigo  representaba  nuevas  moles¬ 
tias  para  él.  Sus  plácidas  lecturas  ante  la  estufa  se 
veían  ahora  interrumpidas  diariamente.  Imposible  leer 
más  de  un  capítulo.  El  hombre  célebre  le  apremiaba 
con  sus  órdenes  para  que  se  marchase  á  la  calle.  «Una 
nueva  lección»,  decía  el  parásito.  Y  cuando  estaba  solo, 
numerosas  visitas,  todas  de  mujeres,  unas  preguntonas 
y  agresivas,  otras  melancólicas,  con  aire  de  abandono, 
venían  á  interrumpirle  en  su  reflexivo  entretenimiento. 
Una  de  éstas  aterraba  con  su  insistencia  á  los  habitan¬ 
tes  del  estudio.  Era  una  americana  del  Norte,  de  edad 
problemática,  entre  ios  treinta  y  dos  y  ios  cincuenta 
y  nueve  años,  siempre  con  faldas  cortas,  que  al  sen¬ 
tarse  se  recogían  indiscretas,  como  movidas  por  un  re¬ 
sorte.  Varios  bailes  con  Desnojmrs  y  una  visita  á  la 
rué  de  la  Pompe  representaban  para  ella  sagrados  dere¬ 
chos  adquiridos,  y  perseguía  al  maestro  con  la  desespe¬ 
ración  de  una  creyente  abandonada.  Julio  había  esca¬ 
pado  al  saber  que  esta  beldad,  de  esbeltez  juvenil  vista 
por  el  dorso,  tenía  dos  nietos.  «3íáster  Desnoj^-ers  ha  sa¬ 
lido»,  decía  invariablemente  Argensola  al  recibirla.  Y 
la  abuela  lloraba,  prorrumpiendo  en  amenazas.  Quería 
suicidarse  allí  mismo,  para  que  su  cadáver  espantase 
á  las  otras  mujeres  que  venían  á  quitarle  lo  que  consi¬ 
deraba  suyo.  Ahora  era  Argensola  el  que  despedía  á  su 
compañero  cuando  deseaba  verse  solo.  «Creo  que  la  yan¬ 
qui  va  á  venir»,  decía  con  indiferencia.  Y  el  grande  hom¬ 
bre  escapaba,  valiéndose  muchas  veces  de  la  escalera  de 
servicio. 

En  esta  época  empezó  á  desarrollarse  el  suceso  más 
importante  de  su  existencia.  La  familia  Desnoyers  iba 
á  unirse  con  la  del  senador  Lacour.  René,  el  hijo  único 
de  éste,  había  acabado  por  inspirar  á  Chichi  cierto 
interés  que  casi  era  amor.  El  personaje  deseaba  para  su 
descendiente  los  campos  sin  límites,  los  rebaños  inmen¬ 
sos,  cuya  descripción  le  conmovía  como  un  relato  mara- 


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F.  BLASCO  IBAÑEZ 


villoso.  Era  viudo,  pero  gustaba  de  dar  en  su  casa  re¬ 
uniones  y  banquetes.  Toda  celebridad  nueva  le  sugería 
inmediatamente  el  plan  de  un  almuerzo.  No  había  per¬ 
sonaje  de  paso  en  París,  viajero  polar  ó  cantante  fa¬ 
moso  que  escapase  sin  ser  exhibido  en  el  comedor  de 
Lacour.  El  hijo  de  Desnoyers — en  el  que  apenas  se  había 
fijado  hasta  entonces — le  inspiró  una  simpatía  repen¬ 
tina.  El  senador  era  un  hombre  moderno,  v  no  clasifi- 
caba  la  gloria  ni  distinguía  las  reputaciones.  Le  bastaba 
que  un  apellido  sonase,  para  aceptarlo  con  entusiasmo. 
Al  visitarle  Julio,  lo  presentaba  con  orgullo  á  sus  ami¬ 
gos,  faltando  poco  para  que  le  llamase  «querido  maes¬ 
tro».  El  tango  acaparaba  todas  las  conversaciones. 
Hasta  en  la  Academia  se  habían  ocupado  de  él,  para 
demostrar  elocuentemente  que  la  juventud  de  la  anti¬ 
gua  Atenas  se  divertía  con  algo  semejante...  Y  Lacour 
había  soñado  toda  su  vida  en  una  república  ateniense 
para  su  país. 

El  joven  Desnoyers  conoció  en  estas  reuniones  al  ma¬ 
trimonio  Laurier.  El  era  un  ingeniero  que  poseía  una 
fábrica  de  motores  para  automóviles  en  las  inmediacio¬ 
nes  de  París;  un  hombre  de  treinta  y  cinco  años,  grande, 
algo  pesado,  silencioso,  que  posaba  en  torno  de  su  per¬ 
sona  una  mirada  lenta,  como  si  quisiera  penetrar  más 
profundamente  en  ios  hombres  y  los  objetos.  Madama 
Laurier  tenía  diez  años  menos  que  su  marido,  y  parecía 
despegarse  de  él  por  la  fuerza  de  un  rudo  contraste.  Era 
de  carácter  ligero,  elegante,  frívola,  y  amaba  la  vida 
por  los  placeres  y  satisfacciones  que  proporciona.  Pare¬ 
cía  aceptar  con  sonriente  conformidad  la  adoración  si¬ 
lenciosa  y  grave  de  su  esposo.  No  podía  hacer  menos  por 
una  criatura  de  sus  méritos.  Además,  había  aportado  al 
matrimonio  una  dote  de  trescientos  mil  francos,  capital 
que  sirvió  al  ingeniero  para  ensanchar  sus  negocios.  El 
senador  había  intervenido  en  el  arreglo  de  esta  sociedad 
matrimonial.  Laurier  le  interesaba  por  ser  hijo  de  un 
.compañero  de  su  juventud. 

La  presencia  de  Julio  fué  para  Margarita  Laurier 
un  rayo  de  sol  en  el  aburrido  salón  de  Lacour.  Ella 
bailaba  la  danza  de  moda,  frecuentando  los  «té-tango» 
donde  era  admirado  Desnoyers.  ¡Verse  de  pronto  al  lado 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  103 


de  este  hombre  célebre  é  interesante  que  se  disputaban 
las  mujeres!...  Para  que  no  la  creyese  una  burguesa  igual 
á  las  otras  contertulias  del  senador,  habló  de  sus  costu¬ 
reros,  todos  de  la  me  de  la  Paix^  declarando  gravemente 
que  una  mujer  que  se  respeta  no  puede  salir  á  la  calle 
con  un  vestido  de  menos  de  ochocientos  francos,  y  que 
el  sombrero  de  mil,  objeto  de  asombro  hace  pocos  años, 
era  ahora  una  vulgaridad. 

Este  conocimiento  sirvió  para  que  «la  pequeña  Lau- 
rier» — como  la  llamaban  las  amigas,  á  pesar  de  su  buena 
estatura — se  viese  buscada  por  el  maestro  en  los  bailes, 
saliendo  á  danzar  con  él  entre  miradas  de  despeclio  y 
envidia.  ¡Qué  triunfo  para  la  esposa  do  un  simple  inge¬ 
niero,  que  iba  á  todas  partes  en  el  automóvil  de  su  ma¬ 
dre!...  Julio  sintió  al  principio  la  atracción  de  la  nove¬ 
dad.  La  había  creído  igual  á  todas  las  que  languide¬ 
cían  en  sus  brazos  siguiendo  el  ritmo  complicado  de  la 
danza.  Después  la  encontró  distinta.  Las  resistencias  de 
ella  á  continuación  de  las  primeras  intimidades  verba¬ 
les  exaltaron  su  deseo.  En  realidad  nunca  había  tratado 
á  una  mujer  de  su  clase.  Las  de  su  primera  época  eran 
parroquianas  de  los  restoranes  nocturnos,  que  acababan 
por  hacerse  pagar.  Ahora,  la  celebridad  traía  á  sus  bra¬ 
zos  damas  de  alta  posición,  pero  con  un  pasado  inconfe¬ 
sable,  ansiosas  de  novedades  y  excesivamente  maduras. 
Esta  burguesa  que  marchaba  hacia  él  y  en  el  momento 
del  abandono  retrocedía  con  bruscos  renacimientos  de 
pudor  representaba  algo  extraordinario. 

Los  salones  de  tango  experimentaron  una  gran  pér¬ 
dida.  Desnoyers  se  dejó  ver  con  menos  frecuencia,  aban¬ 
donando  su  gloria  á  los  profesionales.  Transcurrían  se¬ 
manas  enteras  sin  que  las  devotas  pudiesen  admirar  de 
cinco  á  siete  sus  crenchas  negras  y  sus  piececitos  charo¬ 
lados  brillando  bajo  las  luces  al  compás  de  graciosos  mo¬ 
vimientos. 

Margarita  Laurier  también  huyó  de  estos  lugares. 
Las  entrevistas  de  los  dos  se  desarrollaron  con  arreglo 
á  lo  que  ella  había  leído  en  las  novelas  amorosas  que 
tienen  por  escenario  á  París.  Iba  en  busca  de  Julio  te¬ 
miendo  ser  reconocida,  trémula  de  emoción,  escogiendo 
los  trajes  más  sombríos,  cubriéndose  el  rostro  con  un 


104 


V.  BLASCO  IBANEZ 


velo  tupido,  «el  velo  de  adulterio»,  como  decían  sus  ami¬ 
gas.  Se  daban  cita  en  los  squares  de  barrio  menos  fre¬ 
cuentados,  cambiando  de  lugar  como  los  pájaros  miedo¬ 
sos,  que  á  la  más  leve  inquietud  levantan  el  vuelo  para 
ir  á  posarse  á  gran  distancia.  Unas  veces  se  juntaban 
en  las  Buttes-Chaumont,  otras  preferían  los  jardines  de 
la  orilla  izquierda  del  Sena,  el  Luxemburgo  y  hasta  el 
remoto  parque  de  Montsouris.  Ella  sentía  escalofríos  de 
terror  al  pensar  que  su  marido  podía  sorprenderla,  mien¬ 
tras  el  laborioso  ingeniero  estaba,  en  la  fábrica,  á  una 
distancia  enorme  de  la  realidad.  Su  aspecto  azorado,  sus 
excesivas  precauciones  para  deslizarse  inadvertida,  aca¬ 
baban  por  llamar  la  atención  de  los  transeúntes. 

Julio  se  impacientó  con  las  molestias  de  este  amor 
errante,  sin  otro  resultado  que  algunos  besos  furtivos. 
Pero  callaba  al  fin,  dominado  por  las  palabras  supli¬ 
cantes  de  Margarita.  No  quería  ser  suya  como  una  de 
tantas;  necesitaba  convencerse  de  que  este  amor  iba  á 
durar  siempre.  Era  su  primera  falta  y  deseaba  que  fue¬ 
se  la  última.  ¡Ay!  ¡Su  reputíición  intacta  hasta  enton¬ 
ces!...  ¡El  miedo  á  lo  que  podía  decir  la  gente!...  Los 
dos  retrocedieron  hasta  la  adolescencia;  se  amaron  con 
la  pasión  confiada  y  pueril  de  los  quince  años,  que 
nunca  habían  conocido.  Julio  había  saltado  de  la  niñez 
á  los  placeres  del  libertinaje,  recorriendo  de  un  golpe 
toda  la  iniciación  de  la  vida.  Ella  había  deseado  el 
matrimonio  por  hacer  como  las  demás,  por  adquirir  el 
respeto  y  la  libertad  de  una  mujer  casada,  sintiendo 
únicamente  hacia  su  esposo  un  vago  agradecimiento. 
«Terminamos  por  donde  otros  empiezan»,  decía  Des¬ 
noy  ers. 

Su  pasión  tomaba  todas  las  formas  de  un  amor  in¬ 
tenso,  creyente  y  vulgar.  Se  enternecían  con  un  senti¬ 
mentalismo  de  romanza  al  estrecharse  las  manos  y 
cambiar  un  beso  en  un  banco  de  jardín  á  la  hora  del 
crepúsculo.  El  guardaba  un  mechón  de  pelo  de  Mar¬ 
garita,  aunque  dudando  de  su  autenticidad,  con  la 
vaga  sospecha  de  que  bien  podía  ser  de  los  añadidos 
impuestos  por  la  moda.  Ella  abandonaba  su  c¿ibeza  en 
uno  de  sus  hombros,  se  apelotonaba,  como  si  implorase 
su  dominación;  pero  siempre  al  aire  libre.  Apenas  in- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  105 


tentaba  Julio  mayores  intimidades  en  el  interior  de  un 
carruaje,  madama  le  repelía  vigorosamente.  Una  duali¬ 
dad  contradictoria  parecía  inspirar  sus  actos.  Todas  las 
mañanas  despertaba  dispuesta  al  vencimiento  final.  Pero 
luego,  al  verse  junto  á  él,  reaparecía  la  pequeña  bur¬ 
guesa,  celosa  de  su  reputación,  fiel  á  las  enseñanzas  de 
su  madre. 

Un  día  accedió  á  visitar  el  estudio,  con  el  interés 
que  inspiran  los  lugares  habitados  por  la  persona  ama¬ 
da.  «Júrame  que  me  respetarás.»  El  tenía  el  juramento 
fácil,  y  juró  por  todo  lo  que  Margarita  quiso...  Y  desde 
este  día  ya  no  se  vieron  en  los  jardines  ni  vagaron  per¬ 
seguidos  por  el  viento  del  invierno.  Se  quedaron  en  el 
estudio,  y  Argensola  tmn  que  modificar  su  existencia, 
buscando  la  estufa  de  algún  pintor  amigo  para  conti¬ 
nuar  sus  lecturas. 

Esta  situación  se  prolongó  dos  meses.  Mo  supieron 
nunca  qué  fuerza  secreta  derrumbó  de  pronto  su  tran¬ 
quila  felicidad.  Tal  vez  fué  una  amiga  de  ella,  que, 
adivinando  los  hechos,  los  hizo  saber  al  marido  por  me¬ 
dio  de  un  anónimo;  tal  vez  se  delató  la  misma  esposa 
inconscientemente,  con  sus  alegrías  inexplicables,  sus 
regresos  tardíos  á  la  casa,  cuando  la  comida  estaba  ya 
en  la  mesa,  y  la  repentina  aversión  que  mostraba  al 
ingeniero  en  las  horas  de  intimidad  matrimonial,  para 
mantenerse  fiel  al  recuerdo  del  otro.  El  compartirse 
entre  el  compañei’o  legal  y  el  hombre  amado  era  un 
tormento  que  no  podía  soportar  su  entusiasmo  simple  y 
vehemente. 

Cuando  trotaba  una  noche  por  la  rice  de  la  Pompe  mi¬ 
rando  su  reloj  y  temblando  de  impaciencia  al  no  encon¬ 
trar  un  automóvil  ó  un  simple  fiacre,  le  cortó  el  paso  un 
hombre...  ¡Esteban  Laurier!  Aún  se  estremecía  de  miedo 
al  recordar  esta  hora  trágica.  Por  un  momento  creyó  que 
iba  á  matarla.  Los  hombres  serios,  tímidos  y  sumisos  son 
terribles  en  sus  explosiones  de  cólera.  El  marido  lo  sabía 
todo.  Con  la  misma  paciencia  que  empleaba  en  la  solu¬ 
ción  de  sus  problemas  industriales,  la  había  estudiado 
día  tras  día,  sin  que  pudiese  adivinar  esta  vigilancia 
en  su  rostro  impasible.  Luego  la  había  seguido,  hasta 
adquirir  la  completa  evidencia  de  su  infortunio. 


106 


V.  BLASCO  IBANEZ 

Margarita  no  se  lo  había  imaginado  nunca  tan  vul¬ 
gar  y  ruidoso  en  sus  pasiones.  Esperaba  que  aceptase  los 
hechos  fríamente,  con  un  ligero  tinte  de  ironía  filosófica, 
como  lo  hacen  los  hombres  verdaderamente  distingui¬ 
dos,  como  lo  habían  hecho  los  maridos  de  muchas  de 
sus  amigas.  Pero  el  pobre  ingeniero,  que  más  allá  de  su 
trabajo  sólo  veía  á  su  esposa,  amándola  como  mujer  y 
admirándola  como  un  ser  delicado  y  superior,  resumen 
de  todas  las  gracias  y  elegancias,  no  podía  resignarse,  y 
gritó  y  amenazó  sin  recato  alguno,  haciendo  que  el  es¬ 
cándalo  se  esparciese  por  todo  el  círculo  de  sus  amista¬ 
des.  El  senador  experimentaba  una  gran  molestia  al  re¬ 
cordar  que  era  en  su  respetable  vivienda  donde  se  habían 
conocido  los  culpables.  Pero  su  cólera  la  dirigió  contra 
el  esposo.  ¡Qué  falta  de  saber  vivir!...  Las  mujeres  son 
las  mujeres,  y  todo  tiene  arreglo.  Pero  después  de  las 
imprudencias  de  este  energúmeno  no  era  posible  una  so¬ 
lución  elegante,  y  había  que  entablar  el  divorcio. 

El  viejo  Desnoyers  se  irritó  al  conocer  la  última  ha¬ 
zaña  de  su  hijo.  Laurier  le  inspiraba  un  gran  afecto.  La 
solidaridad  instintiva  que  existe  entre  los  hombres  de 
trabajo,  pacientes  y  silenciosos,  les  había  hecho  buscar¬ 
se.  En  las  tertulias  del  senador  pedía  noticias  al  inge¬ 
niero  de  la  marcha  de  sus  negocios,  interesándose  por 
el  desarrollo  de  aquella  fábrica,  de  la  que  hablaba  con 
ternuras  de  padre.  El  millonario,  que  gozaba  fama  de 
avariento,  había  llegado  á  ofrecerle  un  apoyo  desinte¬ 
resado,  por  si  algún  día  necesitaba  ensanchar  su  acción 
laboriosa.  ¡Y  á  este  hombre  bueno  venía  á  robarle  la  fe¬ 
licidad  su  hijo,  un  bailarín  frívolo  é  inútil!... 

Laurier,  en  los  primeros  momentos,  habló  de  batirse. 
Su  cólera  fué  la  del  caballo  de  labor  que  rompe  los 
tirantes  de  la  máquina  de  trabajo,  eriza  su  pelaje  con 
relinchos  de  locura  y  muerde.  El  padre  se  indignó  ante 
su  determinación...  ¡Un  escándalo  más!  Julio  había  de¬ 
dicado  la  mejor  parte  de  su  existencia  al  manejo  de  las 
armas. 

— Lo  matará — decía  el  senador — .  Estoy  seguro  de  que 
lo  matará.  Es  la  lógica  de  la  vida:  el  inútil  mata  siempre 
al  que  sirve  para  algo. 

Pero  no  hubo  muerte  alguna.  El  padre  de  la  Repú- 


LOS  CUATRO  JURE  TÉS  DÉL  APOCALIPSIS  107 


blica  supo  manejar  á  unos  y  á  otros  con  la  misma  habi¬ 
lidad  que  mostraba  en  los  pasillos  del  Senado  al  surgir 
una  crisis  ministerial.  Se  acalló  el  escándalo.  Margarita 
fué  á  vivir  con  su  madre,  y  empezaron  las  primeras  ges¬ 
tiones  para  el  divorcio. 

Algunas  tardes,  cuando  en  el  reloj  del  estudio  daban 
las  siete,  ella  había  dicho  tristemente,  entre  los  despere¬ 
zos  de  su  cansancio  amoroso: 

— Marcharme...  Marcharme  cuando  ésta  es  mi  verda¬ 
dera  casa...  ¡Ay,  por  qué  no  somos  casados! 

Y  él,  que  sentía  florecer  en  su  alma  todo  un  jardín 
de  virtudes  burguesas  ignoradas  hasta  entonces,  repetía 
convencido: 

— Es  verdad:  ¡por  qué  no  somos  casados! 

Sus  deseos  podían  realizarse.  El  marido  les  facilitaba 
el  paso  con  su  inesperada  intervención.  Y  el  joven  Des¬ 
noy  ers  se  marchó  á  América  para  reunir  dinero  y  ca¬ 
sarse  con  Margarita. 


lY 

EL  PRIMO  DE  BERLÍN 


El  estudio  de  Julio  Desnoyers  ocupaba  el  último  piso 
sobre  la  calle.  El  ascensor  y  la  escalera  principal  ter¬ 
minaban  ante  su  puerta.  A  sus  espaldas,  dos  pequeños 
departamentos  recibían  la  luz  de  un  patio  interior,  te¬ 
niendo  como  único  medio  de  comunicación  la  escalera 
de  servicio,  que  ascendía  hasta  las  buhardillas. 

Argensola,  al  quedarse  en  el  estudio  durante  el  viaje 
de  su  compañero,  había  buscado  la  amistad  de  estos 
vecinos  de  piso.  La  más  grande  de  las  habitaciones  se 
hallaba  desocupada  durante  el  día.  Sus  dueños  sólo  vol¬ 
vían  después  de  comer  en  el  restorán.  Era  un  matri- 


IOS 


V.  BLASCO  IBANEZ 

raonio  de  empleados,  que  únicamente  permanecía  en 
casa  los  días  festivos.  El  hombre,  vigoroso  y  de  aspecto 
marcial,  prestaba  servicio  de  inspector  en  un  gran  alma¬ 
cén.  Había  sido  militar  en  Africa,  ostentaba  una  conde¬ 
coración  y  tenía  el  grado  de  subteniente  en  el  ejército 
de  reserva.  Ella  era  una  rubia  abultada  y  algo  anémica, 
de  ojos  claros  y  gesto  sentimental.  En  los  días  de  fiesta 
pasaba  largas  horas  ante  el  piano,  evocando  sus  re¬ 
cuerdos  musicales,  siempre  los  mismos.  Otras  veces  la 
veía  Argensola  por  una  ventana  interior  trabajando  en 
la  cocina,  ayudada  por  su  compañero,  riendo  los  dos  de 
sus  torpezas  é  inexperiencias  al  improvisar  la  comida 
del  domingo. 

La  portera  tenía  á  esta  mujer  por  alemana,  pero  ella 
hacía  constar  su  condición  de  suiza.  Desempeñaba  el 
empleo  de  cajera  en  un  almacén  que  no  era  el  mismo 
donde  trabajaba  su  compañero.  Por  las  mañanas  salían 
juntos,  para  separarse  en  la  plaza  de  la  Estrella,  si¬ 
guiendo  cada  uno  distinta  dirección.  A  las  siete  de  la 
tarde  se  saludaban  con  un  beso  en  plena  calle,  como 
enamorados  que  se  encuentran  por  primera  vez,  y  luego 
de  su  comida  volvían  al  nido  de  la  me  de  la  Pompe.  Ar¬ 
gensola  se  vió  rechazado,  en  todos  sus  intentos  de  amis¬ 
tad,  por  el  egoísmo  de  esta  pareja.  Le  conte&taban  con 
una  cortesía  glacial:  vivían  únicamente  para  ellos. 

El  otro  departamento,  compuesto  de  dos  piezas,  es¬ 
taba  ocupado  por  un  hombre  solo.  Era  un  ruso  ó  polaco, 
que  volvía  casi  siempre  con  paquetes  de  libros  y  pa¬ 
saba  largas  horas  escribiendo  junto  á  una  ventana  del 
patio.  El  español  le  tuvo  desde  el  primer  momento  por 
un  hombre  misterioso  que  ocultaba  tal  vez  enormes  mé¬ 
ritos:  un  verdadero  personaje  de  novela.  Le  impresio¬ 
naba  el  aspecto  exótico  de  Tchernoff:  su  barba  revuelta, 
sus  melenas  aceitosas,  sus  gafas  sobre  una  nariz  am¬ 
plia  que  parecía  deformada  por  un  puñetazo.  Como  un 
nimbo  invisible  le  circundaba  cierto  hedor  compuesto 
de  vino  ^barato  y  emanaciones  de  ropas  trasudadas;  Ar¬ 
gensola’  lo  percibía  á  través  de  la  puerta  de  servicio: 
«El  amigo  Tchernoff  que  vuelve.»  Y  salía  á  la  escalera 
interior  para  hablar  con  su  vecino.  Este  defendió  por 
mucho  tiempo  el  acceso  á  su  vivienda.  El  español  llegó 


LOS  CUATllO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  100 


á  creer  que  se  dedicaba  á  la  alquimia  y  otras  operacio¬ 
nes  misteriosas.  Cuando  al  fin  pudo  entrar,  vio  libros, 
muchos  libros,  libros  por  todas  partes,  esparcidos  en  el 
suelo,  alineados  sobre  tablas,  apilados  en  los  rincones, 
invadiendo  sillas  desvencijadas,  mesas  viejas,  y  una 
cama  que  sólo  era  rehecha  de  tarde  en  tarde,  cuando 
el  dueño,  alarmado  por  la  creciente  invasión  de  polvo 
y  telarañas,  reclamaba  el  auxilio  de  una  amiga  de  la 
portera. 

Argensola  reconoció  al  fin  con  cierto  desencanto  que 
no  había  nada  misterioso  en  la  vida  de  este  hombre.  Lo 
que  escribía  junto  á  la  ventana  eran  traducciones:  unas 
hechas  de  encargo,  otras  voluntariamente  para  los  pe¬ 
riódicos  socialistas.  Lo  único  asombroso  en  él  era  la 
cantidad  de  idiomas  que  conocía. 

— Todos  los  sabe — dijo  á  Desnoyers  al  describirle  este 
vecino — .  Le  basta  oir  uno  nuevo,  para  dominarlo  á  los 
pocos  días.  Posee  la  clave,  el  secreto  de  las  lenguas  vivas 
y  muertas.  Habla  el  castellano  como  nosotros  y  no  ha 
estado  jamás  en  un  país  de  habla  española. 

La  sensación  del  misterio  volvió  á  experimentarla 
Argensola  al  leer  los  títulos  de  varios  de  los  volúmenes 
amontonados.  Eran  libros  antiguos  en  su  mayor  parte, 
muchos  de  ellos  en  idiomas  que  él  no  podía  descifrar, 
recolectados  á  precios  bajos  en  librerías  de  lance  y  en 
las  cajas  de  los  Oouquinistes  instaladas  sobre  los  para¬ 
petos  del  Sena.  Sólo  aquel  hombre,  que  tenía  «la  clave 
de  las  lenguas»,  podía  adquirir  tales  volúmenes.  Una 
atmósfera  de  misticismo,  de  iniciaciones  sobrehumanas, 
de  secretos  intactos  á  través  de  los  siglos,  parecía  des¬ 
prenderse  de  estos  montones  de  volúmenes  polvorien¬ 
tos,  algunos  con  las  hojas  roídas.  Y  confundidos  con  los 
libros  vetustos  aparecían  otros  de  cubierta  flamante  y 
roja,  cuadernos  de  propaganda  socialista,  folletos  en 
todos  los  idiomas  de  Europa,  y  periódicos,  muchos  pe¬ 
riódicos,  con  títulos  que  evocaban  la  revolución. 

Tchernoff  no  parecía  gustar  de  visitas  y  conversa¬ 
ciones.  Sonreía  enigmáticamente  á  través  de  su  barba 
de  ogro,  ahorrando  palabras  para  terminar  pronto  la 
entrevista.  Pero  Argensola  poseía  el  medio  de  vencer  á 
este  personaje  huraño.  Le  bastaba  guiñar  un  ojo  con  ex- 


lio 


V.  BLA8C0  IBAÑEZ 

presiva  invitación.  «¿Vamos?»  Y  se  instalaban  los  dos  en 
un  diván  de  Desnoyers  ó  en  la  cocina  del  estudio,  frente 
á  una  botella  procedente  de  la  avenida  Víctor  Hugo.  Los 
vinos  preciosos  de  don  Marcelo  enternecían  al  ruso,  ha¬ 
ciéndolo  más  comunicativo.  Pero  aun  valiéndose  de  este 
auxilio,  el  español  sabía  poca  cosa  de  su  existencia.  Al¬ 
gunas  veces  nombraba  á  Jaurés  y  á  otros  oradores  socia¬ 
listas.  Su  medio  de  vida  más  seguro  era  traducir  para 
los  periódicos  del  partido.  En  varias  ocasiones  se  le  es¬ 
capó  el  nombre  de  Siberia,  declarando  que  había  estado 
allá  mucho  tiempo.  Pero  no  quería  hablar  del  lejano  país 
visitado  contra  su  voluntad.  Sonreía  modestamente,  sin 
prestarse  á  mayores  revelaciones. 

Al  día  siguiente  de  la  llegada  de  Julio  Desnoyers 
estaba  Argensola,  por  la  mañana,  hablando  con  Tcher- 
noff  en  el  rellano  de  la  escalera  de  servicio,  cuando  sonó 
el  timbre  de  la  puerta  del  estudio  que  comunicaba  con 
la  escalera  principal.  Una  gran  contrariedad.  El  ruso, 
que  conocía  á  los  políticos  avanzados,  le  estaba  dando 
cuenta  de  las  gestiones  realizadas  por  Jaurés  para  man¬ 
tener  la  paz.  Aún  había  muchos  que  sentían  esperanzas. 
El,  Tchernoff,  comentaba  estas  ilusiones  con  su  sonrisa 
de  esñnge  achatada.  Tenía  sus  motivos  para  dudar... 
Pero  sonó  el  timbre  otra  vez,  y  el  español  corrió  á  abrir, 
abandonando  á  su  amigo. 

Un  señor  deseaba  ver  á  Julio.  Hablaba  el  francés 
correctamente,  pero  su  acento  fué  una  revelación  para 
Argensola.  Al  entrar  en  el  dormitorio  en  busca  de  su 
compañero,  que  acababa  de  levantarse,  dijo  con  segu¬ 
ridad; 

— Es  tu  primo  de  Berlín,  que  viene  á  despedirse.  No 
puede  ser  otro. 

Los  tres  hombres  se  juntaron  en  el  estudio.  Desnoyers 
presentó  á  su  camarada,  para  que  el  recién  llegado  no  se 
equivocase  acerca  de  su  condición  social. 

— He  oído  hablar  de  él.  El  señor  es  Argensola,  un  jo¬ 
ven  de  grandes  méritos. 

Y  el  doctor  Julius  von  Hartrott  dijo  esto  con  la  sufi¬ 
ciencia  de  un  hombre  que  lo  sabe  todo  y  desea  agradar 
á  un  inferior,  concediéndole  la  limosna  de  su  atención. 

Los  dos  primos  se  contemplaron  con  una  curiosidad 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  111 


no  exenta  de  recelo.  Les  ligaba  nn  parentesco  íntimo, 
pero  se  conocían  muy  poco,  presintiendo  mutuamente 
una  completa  divergencia  de  opiniones  y  gustos. 

Al  examinar  Argensola  á  este  sabio,  le  encontró 
cierto  aspecto  de  oficial  vestido  de  paisano.  Se  notaba 
en  su  persona  un  deseo  de  imitar  á  las  gentes  de  espada 
cuando  de  tarde  en  tarde  adoptan  el  hábito  civil;  la 
aspiración  de  todo  burgués  alemán  á  que  lo  confundan 
con  los  de  clase  superior.  Sus  pantalones  eran  estrechos, 
como  si  estuvieran  destinados  á  enfundarse  en  botas  de 
montar.  La  chaqueta,  con  dos  filas  de  botones,  tenía  el 
talle  recogido,  amplio  y  largo  el  faldón  y  muy  subidas 
las  solapas,  imitando  vagamente  una  levita  de  militar. 
El  bigote  rojizo  sobre  una  mandíbula  fuerte  y  el  ¡oelo 
cortado  á  rape  completaban  esta  simulación  guerrera. 
Pero  sus  ojos,  unos  ojos  de  estudio,  con  la  pupila  mate, 
grandes,  asombrados  y  miopes,  se  refugiaban  detrás  de 
unas  gafas  de  gruesos  cristales,  dándole  un  aspecto  de 
hombre  pacífico. 

Desnoyers  sabía  de  él  que  era  profesor  auxiliar  de 
Universidad,  que  había  publicado  algunos  volúmenes, 
gruesos  y  pesados  como  ladrillos,  y  figuraba  entre  los 
colaboradores  de  un  «Seminario  histórico»,  asociación 
para  la  rebusca  de  documentos,  dirigida  por  un  historia¬ 
dor  famoso.  En  una  solapa  ostentaba  la  roseta  de  una 
Oi'den  extranjera. 

Su  respeto  por  el  sabio  de  la  familia  iba  acompañado 
de  cierto  menosprecio.  El  y  su  hermana  Chichi  habían 
sentido  desde  pequeños  una  hostilidad  instintiva  hacia 
los  primos  de  Berlín.  Le  molestaba  además  ver  citado 
por  su  familia  como  ejemplo  digno  de  imitación  á  este 
pedante,  que  sólo  conocía  la  vida  á  través  de  los  libros 
y  pasaba  su  existencia  averiguando  lo  que  habían  hecho 
los  hombres  en  otras  épocas,  para  sacar  consecuencias 
con  arreglo  á  sus  opiniones  de  alemán.  Julio  tenía  gran 
facilidad  para  la  admiración  y  reverenciaba  á  todos  los 
escritores  cuyos  «argumentos»  le  había  contado  Argen¬ 
sola,  pero  no  podía  aceptar  la  grandeza  intelectual  del 
ilustre  pariente. 

Durante  su  permanencia  en  Berlín,  una  palabra  ale¬ 
mana  de  invención  vulgar  le  había  servido  para  clasifi- 


V.  ULASCO  IBANEZ 


cario.  Los  libros  ele  investigación  minuciosa  y  pesada 
se  publicaban  á  docenas  todos  los  meses.  No  había  pro¬ 
fesor  que  dejase  de  levantar  sobre  la  base  de  un  simple 
detalle  su  volumen  enorme,  escrito  de  un  modo  torpe  y 
confuso.  Y  la  gente,  al  apreciar  á  estos  autores  miopes, 
incapaces  de  una  visión  genial  de  conjunto,  los  llamaba 
Süzfieisch  haben  (con  mucha  carne  en  las  posaderas), 
aludiendo  á  las  larguísimas  asentadas  que  representa¬ 
ban  sus  obras.  Esto  era  su  primo  para  él:  un  Süzfieisch 
haben. 

El  doctor  von  Hartrott,  al  explicar  su  visita,  habló 
en  español.  Se  valía  de  este  idioma  por  haber  sido  el  de 
la  familia  durante  su  niñez  y  al  mismo  tiempo  por  pre¬ 
caución,  pues  miró  en  torno  repetidas  veces,  como  si 
temiese  ser  oído.  Venía  á  despedirse  de  Julio.  Su  madre 
le  había  hablado  de  su  llegada,  y  no  quería  marcharse 
sin  verle.  Iba  á  salir  de  París  dentro  de  unas  horas;  las 
circunstancias  eran  apremiantes. 

— Pero  ¿tú  crees  que  habrá  guerra?  —  preguntó  Des¬ 
noy  ers. 

— La  guerra  será  mañana  ó  pasado.  No  hay  quien  la 
evite.  Es  un  hecho  necesario  para  la  salud  de  la  huma¬ 
nidad. 

Se  hizo  un  silencio.  Julio  y  Argensola  miraron  con 
asombro  á  este  hombre  de  aspecto  pacííico  que  acababa 
de  hablar  con  arrogancia  belicosa.  Los  dos  adivinaron 
que  el  doctor  hacía  su  visita  por  la  necesidad  de  comu¬ 
nicar  á  alguien  sus  opiniones  y  sus  entusiasmos.  Al  mis¬ 
mo  tiempo,  tal  vez  deseaba  conocer  lo  que  ellos  pensa¬ 
ban  y  sabían,  como  una  de  tantas  manifestaciones  de  la 
muchedumbre  de  París. 

— Tú  no  eres  francés — añadió  dirigiéndose  á  su  pri¬ 
mo — ;  tú  has  nacido  en  Argentina,  y  delante  de  ti  puede 
decirse  la  verdad. 

— ¿Y  tú  no  has  nacido  allá?  —  preguntó  Julio,  son¬ 
riendo. 

El  doctor  hizo  un  movimiento  de  protesta,  como  si 
acabase  de  oir  algo  insultante. 

— No;  yo  soy  alemán.  Nazca  donde  nazca  uno  de  nos¬ 
otros,  pertenece  siempre  á  la  madre  Alemania. 

Luego  continuó,  dirigiéndose  á  Argensola: 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  113 


í 


— También  el  señor  es  extranjero.  Procede  de  la  noble 
España,  que  nos  debe  á  nosotros  lo  mejor  que  tiene:  el 
culto  del  honor,  el  espíritu  caballeresco. 

El  español  quiso  protestar,  pero  el  sabio  no  le  dejó, 
añadiendo  con  tono  doctoral: 

— Ustedes  eran  celtas  miserables,  sumidos  en  la  vileza 
de  una  raza  inferior  y  mestizados  por  el  latinismo  de 
Roma,  lo  que  hacía  aún  más  triste  su  situación.  Afortu¬ 
nadamente,  fueron  conquistados  por  los  godos  y  otros 
pueblos  de  nuestra  raza,  que  les  infundieron  la  dignidad 
de  personas.  No  olvide  usted,  joven,  que  los  vándalos 
fueron  los  abuelos  de  los  prusianos  actuales. 

De  nuevo  intentó  hablar  Argensola,  pero  su  amigo 
le  hizo  un  signo  para  que  no  interrumpiese  al  profesor. 
Este  parecía  haber  olvidado  la  reserva  de  poco  antes, 
entusiasmándose  con  sus  propias  palabras. 

• — Vamos  á  presenciar  grandes  sucesos — continuó — . 
Dichosos  ios  que  hemos  nacido  en  la  época  presente,  la 
más  interesante  de  la  Historia.  La  humanidad  cambia 
de  rumbo  en  estos  momentos.  Ahora  empieza  la  verda¬ 
dera  civilización. 

La  guerra  próxima  iba  á  ser,  según  él,  de  una  bre¬ 
vedad  nunca  vista.  Alemania  se  había  preparado  para 
realizar  el  hecho  decisivo  sin  que  la  vida  económica  del 
mundo  sufriese  una  larga  perturbación.  Un  mes  le  bas¬ 
taba  para  aplastar  á  Francia,  el  más  temible  de  sus  ad¬ 
versarios.  Luego  marcharía  contra  Rusia,  que,  lenta  en 
sus  movimientos,  no  podía  oponer  una  defensa  inme¬ 
diata.  Finalmente,  atacaría  á  la  orgullosa  Inglaterra, 
aislándola  en  su  archipiélago,  para  que  no  estorbase  más 
con  su  preponderancia  el  progreso  germánico.  Esta  serie 
de  rápidos  golpes  y  victorias  fulminantes  sólo  necesita¬ 
ban  para  desarrollarse  el  curso  de  un  verano.  La  caída 
de  las  hojas  saludaría  en  el  próximo  otoño  el  triunfo  de- 
ñnitivo  de  Alemania. 

Con  la  seguridad  de  un  catedrático  que  no  espera  ser 
refutado  por  sus  oyentes,  explicó  la  superioridad  de  la 
raza  germánica.  Los  hombres  estaban  divididos  en  dos 
grupos:  dolicocéfalos  y  braquicéfalos,  según  la  confor¬ 
mación  de  su  cráneo.  Otra  distinción  científica  los  re¬ 
partía  en  hombres  de  cabellos  rubios  ó  de  cabellos  ne- 


8 


114 


V.  BLA/SCO  IBANEZ 


gros.  Los  dolicocéfalos  representaban  pureza  de  raza, 
mentalidad  superior.  Los  braquicéfalos  eran  mestizos, 
con  todos  los  estigmas  de  la  degeneración.  El  germano, 
dolicocéfalo  por  excelencia,  era  el  único  heredero^de  los 
primitivos  arios.  Todos  los  otros  pueblos,  especialmente 
los  del  Sur  de  Europa,  llamados  «latinos»,  pertenecían  á 
una  humanidad  degenerada. 

El  español  no  pudo  contenerse  más.  ¡Pero  si  estas  teo¬ 
rías  del  racismo  eran  antiguallas  en  las  que  no  creía  ya 
ninguna  persona  medianamente  ilustrada!  ¡Si  no  existía 
un  pueblo  puro,  ya  que  todos  ellos  tenían  mil  mezclas 
en  su  sangre  después  de  tanto  cruzamiento  histórico!... 
Muchos  alemanes  presentaban  los  mismos  signos  étnicos 
que  el  profesor  atribuía  á  las  razas  inferiores. 

— Hay  algo  de  eso — dijo  Hartrott — .  Pero  aunque  la 
raza  germánica  no  sea  pura,  es  la  menos  impura  de 
todas,  y  á  ella  le  corresponde  el  gobierno  del  mundo. 

Su  voz  tomaba  una  agudeza  irónica  y  cortante  al 
hablar  de  los  celtas,  pobladores  de  las  tierras  del  Sur. 
Habían  retrasado  el  progreso  de  la  humanidad,  lanzán¬ 
dola  por  un  falso  derrotero.  El  celta  es  individualista, 
y  por  consecuencia,  un  revolucionario  ingobernable  que 
tiende  al  igualitarismo.  Además,  es  humanitario  y  hace 
de  la  piedad  una  virtud,  defendiendo  la  existencia  de 
los  débiles  que  no  sirven  para  nada. 

El  nobilísimo  germano  pone  por  encima  de  todo  el 
orden  y  la  fuerza.  Elegido  por  la  Naturaleza  para  man¬ 
dar  á  las  razas  eunucas,  posee  todas  las  virtudes  que 
distinguen  á  los  jefes.  La  Revolución  francesa  había 
sido  simplemente  un  choque  entre  germanos  y  celtas. 
Los  nobles  de  Francia  descendían  de  los  guerreros  ale¬ 
manes  instalados  en  el  país  después  de  la  invasión  lla¬ 
mada  de  los  bárbaros.  La  burguesía  y  el  pueblo  repre¬ 
sentaban  el  elemento  galo-celta.  La  raza  inferior  había 
vencido  á  la  superior,  desorganizando  al  país  y  pertur¬ 
bando  al  mundo.  El  celtismo  era  el  inventor  de  la  demo¬ 
cracia,  de  la  doctrina  socialista,  de  la  anarquía.  Pero 
iba  á  sonar  la  hora  del  desquite  germánico,  y  la  raza 
nórtica  volvería  á  restablecer  el  orden,  ya  que  para  esto 
la  había  favorecido  Dios  conservando  su  indiscutible 
superioridad. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  11b 


— Un  pueblo — añadió — sólo  puede  aspirar  á  grandes 
destinos  si  es  fundamentalmente  germánico.  Cuanto  me¬ 
nos  germánico  sea,  menor  resultará  su  civilización.  Nos¬ 
otros  representamos  la  aristocracia  de  la  humanidad,  «la 
sal  de  la  tierra»,  como  dijo  nuestro  Guillermo. 

Argensola  escuchaba  con  asombro  estas  afirmaciones 
orgullosas.  Todos  los  grandes  pueblos  habían  pasado  por 
la  fiebre  del  imperialismo.  Los  griegos  aspiraban  á  la 
hegemonía,  por  ser  los  más  civilizados  y  creerse  los  más 
aptos  para  dar  la  civilización  á  los  otros  hombres.  Los 
romanos,  al  conquistar  las  tierras,  implantaban  el  dere¬ 
cho  y  las  reglas  de  la  justicia.  Los  franceses  de  la  Revo¬ 
lución  y  del  Imperio  justificaban  sus  invasiones  con  el 
deseo  de  libertar  á  los  hombres  y  sembrar  nuevas  ideas. 
Hasta  los  españoles  del  siglo  XVI,  al  batallar  con  media 
Europa  por  la  unidad  religiosa  y  el  exterminio  de  la  he¬ 
rejía,  trabajaban  por  un  ideal  erróneo,  obscuro,  pero  des¬ 
interesado. 

Todos  se  movían  en  la  Historia  por  algo  que  consi¬ 
deraban  generoso  y  estaba  por  encima  de  sus  intereses. 
Sólo  la  Alemania  de  aquel  profesor  intentaba  imponerse 
al  mundo  en  nombre  de  la  superioridad  de  su  raza,  su¬ 
perioridad  que  nadie  le  había  reconocido,  que  ella  mis¬ 
ma  se  atribuía,  dando  á  sus  afirmaciones  un  barniz  de 
falsa  ciencia. 

— Hasta  ahora,  las  guerras  han  sido  de  soldados — con¬ 
tinuó  Hartrott — .  La  que  ahora  va  á  empezar  será  de 
soldados  y  de  profesores.  En  su  preparación  ha  tomado 
la  Universidad  tanta  parte  como  el  Estado  Mayor.  La 
ciencia  germánica,  la  i)rimera  de  todas,  está  unida  para 
siempre  á  lo  que  los  revolucionarios  latinos  llaman  des¬ 
deñosamente  el  militarismo.  La  fuerza,  señora  del  mun¬ 
do,  es  la  que  crea  el  derecho,  la  que  impondrá  nuestra 
civilización,  única  verdadera.  Nuestros  ejércitos  son  los 
representantes  de  nuestra  cultura,  y  en  unas  cuantas  se¬ 
manas  librarán  al  mundo  de  su  decadencia  céltica,  reju¬ 
veneciéndolo. 

El  porvenir  inmenso  de  su  raza  le  hacía  expresarse 
con  un  entusiasmo  lírico.  Guillermo  I,  Bismarck,  todos 
los  héroes  de  las  victorias  pasadas,  le  inspiraban  vene* 
ración,  pero  hablaba  de  ellos  como  de  dioses  moribun- 


116 


V.  BLASCO  IBANEZ 

dos,  cuya  hora  había  pasado.  Eran  gloriosos  abuelos,  de 
pretensiones  modestas,  que  se  limitaron  á  ensanchar  las 
fronteras,  á  realizar  la  unidad  del  Imperio,  oponiéndose 
luego  con  una  prudencia  de  valetudinarios  á  todos  los 
atrevimientos  de  la  nueva  generación.  Sus  ambiciones 
no  iban  más  allá  de  una  hegemonía  continental...  Pero 
luego  surgía  Guillermo  II,  el  héroe  complejo  que  necesi¬ 
taba  el  país. 

— Mi  maestro  Lamprecht — dijo  Hartrott — ha  hecho  el 
retrato  de  su  grandeza.  Es  la  tradición  y  el  porvenir,  el 
orden  y  la  audacia.  Tiene  la  convicción  de  que  repre¬ 
senta  la  monarquía  por  la  gracia  de  Dios,  lo  mismo  que 
su  abuelo.  Pero  su  inteligencia  viva  y  brillante  reconoce 
y  acepta  las  novedades  modernas.  Al  mismo  tiempo  que 
romántico,  feudal  y  sostenedor  de  los  conservadores 
agrarios,  es  un  hombre  del  día:  busca  las  soluciones 
prácticas  y  muestra  un  espíritu  utilitario,  á  la  ameri¬ 
cana.  En  él  se  equilibran  el  instinto  y  la  razón. 

Alemania,  guiada  por  este  héroe,  había  ido  agrupan¬ 
do  sus  fuerzas  y  reconociendo  su  verdadero  camino.  La 
Universidad  lo  aclamaba  con  más  entusiasmo  aún  que 
sus  ejércitos.  ¿Para  qué  almacenar  tanta  fuerza  de  agre¬ 
sión  y  mantenerla  sin  empleo?...  El  imperio  del  mundo 
correspondía  al  pueblo  germánico.  Los  historiadores  y 
filósofos,  discípulos  de  Treitschke,  iban  á  encargarse  de 
forjar  los  derechos  que  justificasen  esta  dominación  mun¬ 
dial.  Y  Lamprecht,  el  historiador  psicológico,  lanzaba, 
como  los  otros  profesores,  el  credo  de  la  superioridad 
absoluta  de  la  raza  germánica.  Era  justo  que  dominase 
al  mundo,  ya  que  ella  sola  dispone  de  la  fuerza.  Esta 
«germanización  telúrica»  resultaría  de  inmensos  benefi¬ 
cios  para  los  hombres.  La  tierra  iba  á  ser  feliz  bajo  la 
dominación  de  un  pueblo  nacido  para  amo.  El  Estado 
alemán,  potencia  «tentacular»,  eclipsaría  con  su  gloria 
á  los  más  ilustres  Imperios  del  pasado  y  del  presente. 
Gott  mit  uns  (Dios  es  con  nosotros). 

—  ¿Quién  podrá  negar  que,  como  dice  mi  maestro, 
existe  un  Dios  cristiano  germánico,  el  «Gran  Aliado», 
que  se  manifiesta  á  nuestros  enemigos  los  extranjeros 
como  una  divinidad  fuerte  y  celosa?... 

Desnoy ers  escuchaba  con  asombro  á  su  primo,  mi- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  111 


rando  al  mismo  tiempo  á  Argensola.  Este,  con  el  movi¬ 
miento  de  sus  ojos,  parecía  haMarle.  «Está  loco — decía — . 
Estos  alemanes  están  locos  de  orgullo.» 

Mientras  tanto,  el  pi'ofesor,  incapaz  de  contener  su 
entusiasmo,  seguía  exponiendo  las  grandezas  de  su  raza. 

La  fe  sufre  eclipses  hasta  en  los  espíritus  más  supe¬ 
riores.  Por  esto  el  kaiser  providencial  había  mostrado 
inexplicables  desfallecimientos.  Era  demasiado  bueno  y 
bondadoso.  Delicie  generis  hiimani»^  como  decía  el  pro¬ 
fesor  Lasson,  también  maestro  de  Hartrott.  Pudiendo 
con  su  inmenso  poderío  aniquilarlo  todo,  se  limitaba 
á  mantener  la  paz.  Pero  la  nación  no  quería  detenerse, 
y  empujaba  al  conductor  que  la  había  puesto  en  movi¬ 
miento.  Inútil  apretar  los  frenos.  «Quien  no  avanza  re¬ 
trocede»,  tal  era  el  grito  del  pangermanismo  al  empe¬ 
rador.  Había  que  ir  adelante,  hasta  conquistar  la  tierra 
entera. 

— Y  la  guerra  viene — continuó — .  Necesitamos  las  co¬ 
lonias  de  los  demás,  ya  que  Bismarck,  por  un  error  de 
su  vejez  testaruda,  no  exigió  nada  á  la  hora  del  reparto 
mundial,  dejando  que  Inglaterra  y  Francia  se  llevasen 
las  mejores  tierras.  Necesitamos  que  pertenezcan  á  Ale¬ 
mania  todos  los  países  que  tienen  sangre  germánica  y 
que  han  sido  civilizados  por  nuestros  a^scendientes. 

Hartrott  enumeraba  los  países.  Holanda  y  Bélgica 
eran  alemanas.  Francia  lo  era  también  por  los  francos: 
una  tercera  parte  de  su  sangre  procedía  de  los  germanos. 
Italia...  (Aquí  se  detenía  el  profesor,  recordando  que  esta 
nación  era  una  aliada,  poco  segura  ciertamente,  pero 
unida  todavía  por  ios  compromisos  diplomáticos.  Sin 
embargo,  mencionaba  á  los  longobardos  y  otras  razas 
procedentes  del  Norte.)  España  y  Portugal  habían  sido 
pobladas  por  el  godo  rubio,  y  pertenecían  también  á  la 
raza  germánica.  Y  como  la  mayoría  de  las  naciones  de 
América  eran  de  origen  hispánico  ó  portugués,  quedaban 
comprendidas  en  esta  reivindicación. 

— Todavía  es  prematuro  pensar  en  ellas — añadió  el 
doctor  modestamente — ,  pero  algún  día  sonará  la  hora 
de  la  justicia.  Después  de  nuestro  triunfo  continental, 
tiempo  tendremos  de  pensar  en  su  suerte...  La  América 
del  Norte  también  debe  recibir  nuestra  influencia  civi- 


118 


F.  BLASCO  IBANEZ 


lizadora.  Existen  en  ella  millones  de  alemanes  que  han 
creado  sn  grandeza. 

Hablaba  de  las  futuras  conquistas  como  si  fuesen 
muestras  de  distinción  con  que  su  país  iba  á  favorecer 
á  los  demás  pueblos.  Estos  seguirían  viviendo  política¬ 
mente  lo  mismo  que  antes,  con  sus  gobiernos  propios, 
pero  sometidos  á  la  dirección  de  la  raza  germánica, 
como  menores  que  necesitan  la  mano  dura  de  un  maes¬ 
tro.  Formarían  los  Estados  Unidos  mundiales,  con  un 
presidente  hereditario  y  todopoderoso,  el  emperador  de 
Alemania,  recibiendo  los  beneficios  de  la  cultura  germᬠ
nica,  trabajando  disciplinados  bajo  su  dirección  indus¬ 
trial...  Pero  el  mundo  es  ingrato,  y  la  maldad  humana 
se  opone  siempre  á  todos  los  progresos. 

— No  nos  hacemos  ilusiones — dijo  el  profesor  con  al¬ 
tiva  tristeza — .  Nosotros  no  tenemos  amigos.  Todos  nos 
miran  con  recelo,  como  á  seres  peligrosos,  porque  somos 
los  más  inteligentes,  los  más  activos,  y  resultamos  supe¬ 
riores  á  los  demás...  Pero  ya  que  no  nos  aman,  que  nos 
teman.  Como  dice  mi  amigo  Mann,  la  Knltur  es  la  orga¬ 
nización  espiritual  del  mundo,  pero  no  excluye  «el  sal¬ 
vajismo  sangriento»  cuando  éste  resulta  necesario.  La 
Kultur  sublimiza  lo  demoniaco  que  llevamos  en  nos¬ 
otros,  y  está  por  encima  de  la  moral,  la  razón  y  la  cien¬ 
cia.  Nosotros  impondremos  la  Kultur  á  cañonazos. 

Argensola  seguía  expresando  con  los  ojos  su  pensa¬ 
miento:  «Están  locos,  locos  de  orgullo...  ¡Lo  que  le  es¬ 
pera  al  mundo  con  estas  gentes!» 

Desnoyers  intervino,  para  aclarar  con  un  poco  de 
optimismo  el  monólogo  sombrío.  La  guerra  aún  no  se 
había  declarado:  la  diplomacia  negociaba.  Tal  vez  se 
arreglase  todo  pacíficamente  en  el  último  instante,  como 
había  ocurrido  otras  veces.  Su  primo  veía  las  cosas  algo 
desfiguradas  por  un  entusiasmo  agresivo. 

¡La  sonrisa  irónica,  feroz,  cortante,  del  doctor!...  Ar¬ 
gensola  no  había  conocido  al  viejo  Madariaga,  y  sin  em¬ 
bargo  se  le  ocurrió  que  así  debían  sonreír  los  tiburones, 
aunque  jamás  había  visto  un  tiburón. 

— Es  la  guerra  —  afirmó  Hartrott — .  Cuando  salí  de 
Alemania,  hace  quince  días,  ya  sabía  yo  que  la  guerra 
estaba  próxima. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  119 


La  seguridad  con  que  lo  dijo  disipó  todas  las  espe¬ 
ranzas  de  Julio.  Además,  le  inquietaba  el  viaje  de  este 
hombre  con  pretexto  de  ver  á  su  madre,  de  la  que  se 
había  separado  poco  antes...  ¿Qué  había  venido  á  hacer 
en  París  el  doctor  Julius  von  Hartrott?... 

— Entonces — preguntó  Desnoy ers — ,  ¿para  qué  tantas 
entrevistas  diplomáticas?  ¿Por  qué  interviene  el  gobierno 
alemán,  aunque  sea  con  tibieza,  en  el  conflicto  entre 
Austria  y  Servia?...  ¿No  sería  mejor  declarar  la  guerra 
francamente? 

El  profesor  contestó  con  sencillez: 

— Nuestro  gobierno  quiere  sin  duda  que  sean  los  otros 
los  que  la  declaren.  El  papel  de  agredido  es  siempre  el 
más  grato  y  justifica  todas  las  resoluciones  ulteriores, 
por  extremadas  que  parezcan.  Allá  tenemos  gentes  que 
viven  bien  y  no  desean  la  guerra.  Es  conveniente  hacer¬ 
las  creer  que  son  los  enemigos  los  que  nos  la  imponen, 
para  que  sientan  la  necesidad  de  defenderse.  Sólo  los 
espíritus  superiores  llegan  á  la  convicción  de  que  los 
grandes  adelantos  únicamente  se  realizan  con  la  espada, 
y  que  la  guerra,  como  decía  nuestro  gran  Treitschke,  es 
la  más  alta  forma  del  progreso. 

Otra  vez  sonrió  con  una  expresión  feroz.  La  moral, 
según  él,  debía  existir  entre  los  individuos,  ya  que  sirve 
para  hacerlos  más  obedientes  y  disciplinados.  Pero  la 
moral  estorba  á  los  gobiernos  y  debe  suprimirse  como 
un  obstáculo  inútil.  Para  un  Estado  no  existe  la  verdad 
ni  la  mentira:  sólo  reconoce  la  conveniencia  y  la  utili¬ 
dad  de  las  cosas.  El  glorioso  Bismarck,  para  conseguir 
la  guerra  con  Francia,  base  de  la  grandeza  alemana,  no 
había  vacilado  en  falsificar  un  despacho  telegráfico. 

— Y  reconocerás  que  es  el  héroe  más  grande  de  nues¬ 
tros  tiempos.  La  Historia  mira  con  bondad  su  hazaña. 
¿Quién  puede  acusar  al  que  triunfa?...  El  profesor  Hans 
Delbruck  ha  escrito  con  razón:  «¡Bendita  sea  la  mano 
que  falsificó  el  telegrama  de  Ems!» 

Convenía  que  la  guerra  surgiese  inmediatamente, 
ahora  que  las  circunstancias  resultaban  favorables  para 
Alemania  y  sus  enemigos  vivían  descuidados.  Era  la 
guerra  preventiva  recomendada  por  el  general  Bernhar- 
di  y  otros  compatriotas  ilustres.  Resultaba  peligroso  es- 


120 


V.  BLASCO  IBAÑEZ  j 

perar  á  que  los  enemigos  estuvieran  preparados  y  fuesen 
ellos  los  que  la  declarasen.  Además,  ¿qué  obstáculos  re¬ 
presentaban  para  los  alemanes  el  derecho  y  otras  ficcio¬ 
nes  inventadas  por  los  pueblos  débiles  para  sostenerse 
en  su  miseria?...  Tenían  la  fuerza,  y  la  fuerza  crea  leyes 
nuevas.  Si  resultaban  vencedores,  la  Historia  no  les  pe¬ 
diría  cuentas  por  lo  que  hubiesen  hecho.  Era  Alemania 
la  que  pegaba,  y  los  sacerdotes  de  todos  los  cultos  aca¬ 
barían  por  santificar  con  sus  himnos  la  guerra  bendita, 
si  es  que  conducía  al  triunfo. 

— Nosotros  no  hacemos  la  guerra  por  castigar  á  los 
servios  regicidas,  ni  por  libertar  á  los  polacos  y  otros 
oprimidos  de  Rusia,  descansando  luego  en  la  admira¬ 
ción  de  nuestra  magnanimidad  desinteresada.  Queremos 
hacerla  porque  somos  el  primer  pueblo  de  la  tierra  y  de¬ 
bemos  extender  nuestra  actividad  sobre  el  planeta  ente¬ 
ro.  La  hora  de  Alemania  ha  sonado.  Vamos  á  ocupar 
nuestro  sitio  de  potencia  directora  del  mundo,  como  la 
ocupó  España  en  otros  siglos,  y  Francia  después,  é  In¬ 
glaterra  actualmente.  Lo  que  esos  pueblos  alcanzaron 
con  una  preparación  de  muchos  años  lo  conseguiremos 
nosotros  en  cuatro  meses.  La  bandera  de  tempestad  del 
Imperio  va  á  pasearse  por  mares  y  naciones;  el  sol  ilu¬ 
minará  grandes  matanzas...  La  vieja  Roma,  enferma  de 
muerte,  apellidó  bárbaros  á  los  germanos  que  le  abrie¬ 
ron  la  fosa.  También  huele  á  muerto  el  mundo  de  ahora 
y  seguramente  nos  llamará  bárbaros...  ¡Sea!  Cuando 
Tánger  y  Tolón,  Amberes  y  Calais,  estén  sometidos  á  la 
barbarie  germánica,  ya  hablaremos  de  eso  más  deteni¬ 
damente...  Tenemos  la  fuerza,  y  el  que  la  posee  no  dis¬ 
cute  ni  hace  caso  de  palabras...  ¡La  fuerza!  Esto  es  lo 
hermoso:  la  única  palabra  que  suena  brillante  y  clara... 
¡La  fuerza!  Un  puñetazo  certero,  y  todos  los  argumentos 
quedan  contestados. 

— Pero  ¿tan  seguros  estáis  de  la  victoria? — preguntó 
Desnoyers— .  A  veces,  el  destino  ofrece  terribles  sorpre¬ 
sas.  Hay  fuerzas  ocultas  con  las  que  no  contamos  y  que 
trastornan  los  planes  mejores. 

La  sonrisa  del  doctor  fué  ahora  de  soberano  menos¬ 
precio.  Todo  estaba  previsto  y  estudiado  de  larga  fecha, 
con  el  minucioso  método  germánico.  ¿Qué  tenían  en- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  121 


frente?...  El  enemigue  más  temible  era  Francia,  incapaz 
de  resistir  las  influencias  morales  enervantes,  los  su¬ 
frimientos,  los  esfuerzos  y  las  privaciones  de  la  guerra; 
un  pueblo  debilitado  físicamente,  emponzoñado  por  el 
espíritu  revolucionario,  y  que  había  ido  prescindiendo 
del  uso  de  las  armas  por  un  amor  exagerado  al  bien¬ 
estar. 

— Nuestros  generales — continuó — van  á  dejarla  en  tal 
estado,  que  jamás  se  atreverá  á  cruzarse  en  nuestro  ca¬ 
mino. 

Quedaba  Rusia,  pero  sus  masas  amorfas  eran  lentas 
de  reunir  y  difíciles  de  mover.  El  Estado  Mayor  de  Ber¬ 
lín  lo  había  dispuesto  todo  cronométricamente  para  el 
aplastamiento  de  Francia  en  cuatro  semanas,  llevando 
luego  sus  fuerzas  enormes  contra  el  Imperio  ruso,  antes 
de  que  éste  pudiese  iniciar  su  acción. 

— Acabaremos  con  el  oso,  luego  de  haber  matado  al 
gallo — añrmó  el  profesor  victoriosamente. 

Pero  adivinando  una  objeción  de  su  primo,  se  apre¬ 
suró  á  continuar: 

— Sé  lo  que  vas  á  decirme.  Queda  otro  enemigo:  uno 
que  no  ha  saltado  todavía  á  la  arena,  pero  que  aguarda¬ 
mos  todos  los  alemanes.  Ese  nos  inspira  más  odio  que 
los  otros  porque  es  de  nuestra  sangre,  porque  es  un  trai¬ 
dor  á  la  raza...  ¡Ah,  cómo  lo  aborrecemos! 

Y  en  el  tono  con  que  dijo  estas  palabras  latían  una 
expresión  de  odio  y  un  deseo  de  venganza  que  impresio¬ 
naron  á  los  dos  oyentes. 

— Aunque  Inglaterra  nos  ataque — prosiguió  Har- 
trott — ,  no  por  esto  dejaremos  de  vencer.  Este  adversa¬ 
rio  no  es  más  temible  que  los  otros.  Hace  un  siglo  que 
reina  sobre  el  mundo.  Al  caer  Napoleón,  recogió  en  el 
Congreso  de  Viena  la  hegemonía  continental,  y  se  bati¬ 
rá  por  conservarla.  Pero  ¿qué  vale  su  energía?...  Como 
dice  nuestro  Bernhardi,  el  pueblo  inglés  es  un  pueblo 
de  rentistas  y  de  sportsmen.  Su  ejército  está  formado 
con  los  detritus  de  la  nación.  El  país  carece  de  espíritu 
militar.  Nosotros  somos  un  pueblo  de  guerreros,  y  nos 
será  fácil  vencer  á  los  ingleses,  debilitados  por  una  falsa 
concepción  de  la  vida. 

El  doctor  hizo  una  pausa  y  añadió: 


122 


V.  BLASCO  IBANEZ 


— Contamos  además  con  la  corrupción  interna  de  nues¬ 
tros  enemigos,  con  su  falta  de  unidad.  Dios  nos  ayudará 
sembrando  la  confusión  en  estos  pueblos  odiosos.  No 
pasarán  muchos  días  sin  que  se  vea  su  mano.  La  revo¬ 
lución  va  á  estallar  en  Francia  al  mismo  tiempo  que  la 
guerra.  El  pueblo  de  París  levantará  barricadas  en  las 
calles:  se  reproducirá  la  anarquía  de  la  Commune.  Tú¬ 
nez,  Argel  y  otras  posesiones  van  á  sublevarse  contra  la 
metrópoli. 

Argensola  creyó  del  caso  sonreír  con  una  increduli¬ 
dad  agresiva. 

— Repito — insistió  Hartrott — que  este  país  va  á  cono¬ 
cer  revoluciones  aquí  é  insurrecciones  en  sus  colonias. 
Sé  bien  lo  que  digo...  Rusia  tendrá  igualmente  su  revo¬ 
lución  interior,  revolución  con  bandera  roja,  que  obli¬ 
gará  al  zar  á  pedirnos  gracia  de  rodillas.  No  hay  mas 
que  leer  en  los  periódicos  las  recientes  huelgas  de  San 
Petersburgo,  las  manifestaciones  de  los  huelguistas  con 
pretexto  de  la  visita  del  presidente  Poincaré...  Ingla¬ 
terra  verá  rechazadas  por  las  colonias  sus  peticiones  de 
apoyo.  La  India  va  á  sublevarse  contra  ella  y  Egipto 
cree  llegado  el  momento  de  su  emancipación. 

Julio  parecía  impresionado  por  estas  afirmaciones, 
formuladas  con  una  seguridad  doctoral.  Casi  se  irritó 
contra  el  incrédulo  Argensola,  que  seguía  mirando  al 
profesor  insolentemente  y  repetía  con  los  ojos:  «Está 
loco,  loco  de  orgullo.»  Aquel  hombre  debía  tener  serios 
motivos  para  formular  tales  profecías  de  desgracia.  Su 
presencia  en  París,  por  lo  mismo  que  era  inexplicable 
para  Desnoyers,  daba  á  sus  palabras  una  autoridad 
misteriosa. 

— Pero  las  naciones  se  defenderán — argüyó  éste  á  su 
primo — .  No  será  tan  fácil  la  victoria  como  crees. 

— Sí,  se  defenderán.  La  lucha  va  á  ser  ruda.  Parece 
que  en  los  últimos  años  Francia  se  ha  preocupado  de  su 
ejército.  Encontraremos  cierta  resistencia;  el  triunfo  re¬ 
sultará  más  difícil,  pero  venceremos...  Vosotros  no  sa¬ 
béis  hasta  dónde  llega  la  potencia  ofensiva  de  Alemania. 
Nadie  lo  sabe  con  certeza  más  allá  de  sus  fronteras.  Si 
nuestros  enemigos  la  conociesen  en  toda  su  intensidad, 
caerían  de  rodillas,  prescindiendo  de  sacrificios  inútiles. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  123 


Hubo  un  largo  silencio.  Julius  von  Hartrott  parecía 
abstraído.  El  recuerdo  de  los  elementos  de  fuerza  acu¬ 
mulados  por  su  raza  le  sumía  en  una  especie  de  adora¬ 
ción  mística. 

— La  victoria  preliminar — dijo  de  pronto — hace  tiem¬ 
po  que  la  hemos  obtenido.  Nuestros  enemigos  nos  abo¬ 
rrecen,  y  sin  embargo  nos  imitan.  Todo  lo  que  lleva  la 
marca  de  Alemania  es  buscado  en  el  mundo.  Los  mis¬ 
mos  países  que  intentan  resistir  á  nuestras  armas  co¬ 
pian  nuestros  métodos  en  sus  universidades  y  admiran 
nuestras  teorías,  aun  aquellas  que  no  alcanzaron  éxito 
en  Alemania.  Muchas  veces  reímos  entre  nosotros,  como 
los  augures  romanos,  al  apreciar  el  servilismo  con  que 
nos  siguen...  ¡Y  luego  no  quieren  reconocer  que  somos 
de  esencia  superior! 

Por  primera  vez  Argensola  aprobó  con  los  ojos  y  el 
gesto  las  palabras  de  Hartrott.  Exacto  lo  que  decía:  el 
mundo  era  víctima  de  la  «superstición  alemana».  Una 
cobardía  intelectual,  el  miedo  al  fuerte,  hacía  admirar 
todo  lo  de  procedencia  germánica,  sin  discernimiento 
alguno,  en  bloque,  por  la  intensidad  del  brillo:  el  oro 
revuelto  con  el  talco.  Los  llamados  latinos,  al  entre¬ 
garse  á  esta  admiración,  dudaban  de  las  propias  fuerzas 
con  un  pesimismo  irracional.  Ellos  eran  los  primeros  en 
decretar  su  muerte.  Y  los  orgullosos  germanos  no  tenían 
mas  que  repetir  las  palabras  de  estos  pesimistas  para 
afirmarse  en  la  creencia  de  su  superioridad. 

Con  el  apasionamiento  meridional,  que  salta  sin  gra¬ 
dación  de  un  extremo  á  otro,  muchos  latinos  liaMan 
proclamado  que  en  el  mundo  futuro  no  quedaba  sitio 
para  las  sociedades  latinas,  en  plena  agonía,  añadiendo 
que  sólo  Alemania  conservaba  latentes  las  fuerzas  civi¬ 
lizadoras.  Los  franceses,  que  gritan  entre  ellos,  incu¬ 
rriendo  en  las  mayores  exageraciones,  sin  darse  cuenta 
de  que  hay  quien  les  escucha  al  otro  lado  de  las  puer¬ 
tas,  habían  repetido  durante  muchos  años  que  Francia 
estaba  en  plena  descomposición  y  marchaba  á  la  muerte. 
¿Por  qué  se  indignaban  luego  ante  el  menosprecio  de  los 
enemigos?...  ¿Cómo  no  habían  de  participar  éstos  desús 
creeiicias?... 

El  profesor,  interpretando  erróneamente  la  aproba- 


124 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


ción  muda  de  aquel  joven  que  hasta  entonces  le  había 
escuchado  con  sonrisa  hostil,  añadió: 

— Hora  es  ya  de  hacer  en  Francia  el  ensayo  de  la  cul¬ 
tura  alemana,  implantándola  como  vencedores. 

Aquí  le  interrumpió  Argensola:  «¿Y  si  la  cultura  ale¬ 
mana  no  existiese,  como  lo  afirma  un  alemán  célebre?» 
Necesitaba  contradecir  á  este  pedante  que  los  abrumaba 
con  su  orgullo.  Hartrott  casi  saltó  de  su  asiento  al  escu¬ 
char  tal  duda. 

— ¿Qué  alemán  es  ese? 

• — ¡Nietzsche! 

El  profesor  le  miró  con  lástima.  Nietzsche  había  di¬ 
cho  á  los  hombres:  «Sed  duros»,  afirmando  que  «una 
buena  guerra  santifica  toda  causa».  Había  alabado  á 
Bismarck;  había  tomado  parte  en  la  guerra  del  70; 
había  glorificado  al  alemán  cuando  hablaba  del  «león 
risueño»  y  de  la  «fiera  rubia».  Pero  Argensola  le  escu¬ 
chó  con  la  tranquilidad  del  que  pisa  un  terreno  seguro. 
¡Oh  tardes  de  plácida  lectura  junto  á  la  chimenea  del 
estudio,  oyendo  chocar  la  lluvia  en  los  vidrios  del  ven¬ 
tanal!... 

— El  filósofo  ha  dicho  eso — contestó — y  ha  dicho  otras 
cosas  diferentes,  como  todos  los  que  piensan  mucho.  Su 
doctrina  es  de  orgullo,  pero  de  orgullo  individual,  no  de 
orgullo  de  nación  ni  de  raza.  El  habló  siempre  contra 
«la  mentirosa  superchería  de  las  razas». 

Argensola  recordaba  palabra  por  palabra  á  su  filó¬ 
sofo.  Una  cultura,  según  éste,  era  «la  unidad  de  estilo 
en  todas  las  manifestaciones  de  la  vida».  La  ciencia  no 
supone  cultura.  Un  gran  saber  puede  ir  acompañado  de 
una  gran  barbarie,  por  la  ausencia  de  estilo  ó  la  confu¬ 
sión  caótica  de  todos  los  estilos.  Alemania,  en  opinión 
de  Nietzsche,  no  tenía  cultura  propia  por  su  carencia 
de  estilo.  «Los  franceses — había  dicho — están  á  la  ca¬ 
beza  de  una  cultura  auténtica  y  fecunda,  sea  cual  sea 
su  valor,  y  hasta  el  presente  todos  hemos  tomado  de 
ella.»  Sus  odios  se  concentraban  sobre  su  propio  país. 
«No  puedo  soportar  la  vida  en  Alemania.  El  espíritu  de 
servilismo  y  mezquinería  penetra  por  todas  partes... 
Yo  no  creo  mas  que  en  la  cultura  francesa,  y  todo  lo 
demás  que  se  llama  Europa  cuita  me  parece  una  equi- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  125 


vocación.  Los  raros  casos  de  alta  cultura  que  lie  encon¬ 
trado  en  Alemania  eran  de  origen  francés.» 

— Ya  sabe  usted  —  continuó  Argensola  —  que,  al  pe¬ 
learse  con  Wágner  por  el  exceso  de  germanismo  en  su 
arte,  proclamó  la  necesidad  de  mediterraneizar  en  mú¬ 
sica.  Su  ideal  fué  una  cultura  para  toda  Europa,  pero 
con  base  latina. 

Julius  von  Hartrott  contestó  desdeñosamente,  repi¬ 
tiendo  las  mismas  palabras  del  español.  Los  hombres  que 
piensan  mucho  dicen  muchas  cosas.  Además,  Nietzsche 
era  un  poeta  que  había  muerto  en  plena  demencia,  y  no 
figuraba  entre  los  sabios  de  la  Universidad.  Su  fama  la 
habían  labrado  en  el  extranjero...  Y  no  volvió  á  ocu¬ 
parse  más  de  aquel  joven,  como  si  se  hubiese  evaporado 
después  de  sus  atrevidas  objeciones.  Toda  su  atención 
la  concentraba  ahora  en  Desnoyers. 

— Este  país — continuó — lleva  la  muerte  en  sus  entra¬ 
ñas.  ¿Cómo  dudar  de  que  surgirá  en  él  una  revolución 
apenas  estalle  la  guerra?...  Tú  no  has  presenciado  las 
agitaciones  del  bulevar  con  motivo  del  proceso  Cail- 
loux.  Reaccionarios  y  revolucionarios  se  han  insultado 
hasta  hace  tres  días.  Yo  he  visto  cómo  se  desafiaban 
con  gritos  y  cánticos,  cómo  se  golpeaban  en  medio  de 
la  calle.  Y  esta  división  de  opiniones  aún  se  acentuará 
más  cuando  nuestras  tropas  crucen  las  fronteras.  Será 
la  guerra  civil.  Los  antimilitaristas  claman,  creyendo 
que  está  en  manos  de  su  gobierno  el  evitar  el  choque... 
¡País  degenerado  por  la  democracia  y  por  la  inferio¬ 
ridad  de  su  celtismo  triunfante,  deseoso  de  todas  las 
libertades!...  Nosotros  somos  el  único  pueblo  libre  de  la 
tierra,  porque  sabemos  obedecer. 

La  paradoja  hizo  sonreir  á  Julio.  ¡Alemania  único 
pueblo  libre!... 

— Así  es — afirmó  con  energía  von  Hartrott — .  Tenemos 
la  libertad  que  conviene  á  un  gran  pueblo:  la  libertad 
económica  é  intelectual. 

— ¿Y  la  libertad  política?... 

El  profesor  acogió  esta  pregunta  con  un  gesto  de 
menosprecio. 

— ¡La  libertad  política!...  Unicamente  los  pueblos  de¬ 
cadentes  é  ingobernables,  las  razas  inferiores,  ansiosas 


126 


V.  BLASCO  IBANEZ 


de  igualdad  y  confusión  democrática,  hablan  de  liber¬ 
tad  política.  Los  alemanes  no  la  necesitamos.  Somos  un 
pueblo  de  amos,  que  reconoce  las  jerarquías  y  desea  ser 
mandado  por  los  que  nacieron  superiores.  Nosotros  te¬ 
nemos  el  genio  de  la  organización. 

Este  era,  según  el  doctor,  el  gran  secreto  alemán,  y 
la  raza  germánica,  al  apoderarse  del  mundo,  haría  par¬ 
tícipes  á  todos  de  su  descubrimiento.  Los  pueblos  que¬ 
darían  organizados  de  modo  que  el  individuo  diese  el 
máximum  de  su  rendimiento  en  favor  de  la  sociedad. 
Los  hombres  regimentados  para  toda  clase  de  produc¬ 
ciones,  obedeciendo  como  máquinas  á  una  dirección  su¬ 
perior  y  dando  la  mayor  suma  posible  de  trabajo:  he 
aquí  el  estado  perfecto.  La  libertad  era  una  idea  pura¬ 
mente  negativa  si  no  iba  acompañada  de  un  concepto 
positivo  que  la  hiciese  útil. 

Los  dos  amigos  escucharon  con  asombro  la  descrip¬ 
ción  del  porvenir  que  ofrecía  al  mundo  la  superioridad 
germánica.  Cada  individuo  sometido  á  una  f)roducción 
intensiva,  lo  mismo  que  un  pedazo  de  huerta  del  que 
desea  sacar  el  dueño  el  mayor  número  de  verduras... 
El  hombre  convertido  en  un  mecanismo.^,  nada  de  ope¬ 
raciones  inútiles  que  no  proporcionan  un  resultado  in¬ 
mediato...  ¡Y  el  pueblo  que  proclamaba  este  ideal  som¬ 
brío  era  el  mismo  de  los  filósofos  y  los  soñadores,  que 
habían  dado  á  la  contemplación  y  la  reflexión  el  primer 
lugar  en  su  existencia!... 

Hartrott  volvió  á  insistir  en  la  inferioridad  de  los 
enemigos  de  su  raza.  Para  luchar  se  necesitaba  fe,  una 
confianza  inquebrantable  en  la  superioridad  de  las  pro¬ 
pias  fuerzas. 

— A  estas  horas,  en  Berlín  todos  aceptan  la  guerra, 
todos  creen  seguro  el  triunfo,  ¡mientras  que  aquí!...  No 
digo  que  los  franceses  sientan  miedo.  Tienen  un  pasado 
de  bravura  que  los  galvaniza  en  ciertos  momentos.  Pero 
están  tristes,  se  adivina  que  harían  cualquier  sacrificio 
por  evitar  lo  que  se  les  viene  encima.  El  pueblo  gritará 
de  entusiasmo  en  el  primer  instante,  como  grita  siem¬ 
pre  que  lo  llevan  á  su  perdición.  Las  clases  superiores 
no  tienen  confianza  en  el  porvenir;  callan  ó  mienten, 
pero  en  todos  se  adivina  el  presentimiento  del  desastre. 


LOS  CÜATJW  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  127 


Ayer  hablé  con  tu  padre.  Es  francés  y  es  rico.  Se  mues¬ 
tra  indignado  contra  los  gobiernos  de  su  país  porque  le 
comprometen  en  conñictos  europeos  por  defender  á  pue¬ 
blos  lejanos  y  sin  interés.  Se  queja  de  los  pati iotas  exal¬ 
tados,  que  han  mantenido  abierto  el  abismo  entre  Ale¬ 
mania  y  Francia,  impidiendo  una  reconciliación.  Dice 
que  Al  sacia  y  Lorena  no  valen  lo  que  costará  una  gue¬ 
rra  en  hombres  y  dinero...  Eeconoce  nuestra  grandeza; 
asegura  que  hemos  progresado  tán  aprisa,  que  jamás  po¬ 
drán  alcanzarnos  los  demás  pueblos...  Y  como  tu  padre 
piensan  muchos  otros:  todos  los  que  se  hallan  satisfechos 
de  su  bienestar  y  temen  perderlo.  Créeme:  un  país  que 
duda  y  teme  la  guerra  está  vencido  antes  <le  la  primera 
batalla. 

Julio  mostró  cierta  inquietud,  como  si  i:)retendicse 
cortar  la  conversación. 

— Deja  á  mi  padre.  Hoy  dice  eso  porque  la  guerra  no 
es  todavía  un  hecho,  y  él  necesita  contradecir,  indig¬ 
narse  con  todo  lo  que  se  halla  á  su  alcance.  Mañana  tal 
vez  dirá  lo  contrario...  Mi  padre  es  un  latino. 

El  profesor  miró  su  reloj.  Debía  marcharse:  aún  le 
quedaban  muchas  cosas  que  hacer  antes  de  dirigirse  á 
la  estación.  Los  alemanes  establecidos  en  París  habían 
huido  en  grandes  bandas,  como  si  circulase  entre  ellos 
una  orden  secreta.  Aq  uella  tarde  iban  á  partir  los  últimos 
que  aún  se  mantenían  en  la  capital  ostensiblemente. 

— He  venido  á  verte  por  afecto  de  familia,  porque  era 
mi  deber  darte  un  aviso.  Tú  eres  extranjero  y  nada  te 
retiene  aquí.  Si  deseas  presenciar  un  gran  aconteci¬ 
miento  histórico,  quédate.  Pero  mejor  será  que  te  mar¬ 
ches.  La  guerra  va  á  ser  dura,  muy  dura,  y  si  París  in¬ 
tenta  resistirse  como  la  otra  vez,  presenciaremos  cosas 
terribles.  Los  medios  ofensivos  han  cambiado  mucho. 

Desnoyers  hizo  un  gesto  de  indiferencia. 

—  Lo  mismo  que  tu  padre  —  continuó  el  profesor — . 
Anoche,  él  y  tu  familia  me  contestaron  de  igual  modo. 
Hasta  mi  madre  prefiere  quedarse  al  lado  de  su  hermana, 
diciendo  que  los  alemanes  son  muy  buenos,  muy  civili¬ 
zados,  y  nada  puede  temerse  de  ellos  cuando  triunfen. 

Al  doctor  parecía  molestarle  esta  buena  opinión. 

— No  so  dan  cuenta  de  lo  que  es  la  guerra  moderna, 


m 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

ignoran  que  nuestros  generales  lian  cst adiado  el  arte 
de  reducir  al  enemigo  rápidamente  y  que  lo  emplearán 
con  un  método  implacable.  El  terror  es  el  único  medio, 
ya  que  perturba  el  entendimiento  del  contrario,  paraliza 
su  acción,  pulveriza  su  resistencia.  Cuanto  más  feroz 
sea  la  guerra,  más  corta  resultará:  castigar  con  dureza 
es  proceder  humanamente.  Y  Alemania  va  á  ser  cruel, 
con  una  crueldad  nunca  vista,  para  que  no  se  prolon¬ 
gue  la  lucha. 

Había  abandonado  su  asiento,  requiriendo  el  bastón 
Y  el  sombrero  de  paja.  Argensola  le  miraba  con  franca 
hostilidad.  El  profesor,  al  pasar  junto  á  él,  sólo  hizo  un 
rígido  y  desdeñoso  movimiento  de  cabeza. 

Luego  se  dirigió  hacia  la  puerta,  acompañado  por  su 
primo.  La  despedida  fué  breve. 

— Te  repito  mi  consejo.  Si  no  amas  el  peligro,  márcha¬ 
te.  Puede  ser  que  me  equivoque,  y  esta  gente,  conven¬ 
cida  de  que  su  defensa  resulta  inútil,  se  entregue  buena¬ 
mente...  De  todos  modos,  pronto  nos  veremos.  Tendré  el 
.  gusto  de  volver  á  París  cuando  la  bandera  del  Imperio 
flote  sobre  la  torre  Eiffel.  Asunto  de  tres  ó  cuatro  sema¬ 
nas.  A  principios  de  Septiembre,  con  seguridad. 

Francia  iba  á  desaparecer;  para  el  doctor,  era  indu¬ 
dable  su  muerte. 

— Quedará  París — añadió—,  quedarán  los  franceses, 
porque  un  pueblo  no  se  suprime  fácilmente;  pero  ocu¬ 
parán  el  lugar  que  les  corresponde.  Nosotros  goberna¬ 
remos  el  mundo;  ellos  se  cuidarán  de  inventar  modas, 
harán  agradable  la  vida  del  extranjero  que  los  visite,  y 
en  el  terreno  intelectual  les  estimularemos  para  que  edu¬ 
quen  actrices  bonitas,  produzcan  novelas  entretenidas  y 
discurran  comedias  graciosas...  Nada  más. 

Desnoyers  rió  mientras  estrechaba  la  mano  de  su  pri¬ 
mo,  ñngiendo  tomar  sus  palabras  como  paradojas. 

— Hablo  en  serio  —  continuó  Hartrott — .  La  última 
hora  de  la  República  francesa  como  nación  importante 
ha  sonado.  La  he  visto  de  cerca,  y  no  merece  otra  suerte. 
Desorden  y  falta  de  confianza  arriba;  entusiasmo  estéril 
abajo. 

Al  volver  la  cabeza  vió  otra  vez  la  sonrisa  de  Ar¬ 
gensola. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  129 


— Y  nosotros  entendemos  nn  poco  de  esto  —  añadió 
agresivamente — .  Estamos  acostumbrados  á  examinar 
los  pueblos  que  fueron,  á  estudiarlos  fibra  jjor  fibra,  y 
podemos  conocer  con  una  sola  ojeada  la  psicología  de  los 
que  aún  viven. 

El  bohemio  creyó  ver  á  un  cirujano  hablando  con 
suficiencia  de  los  misterios  de  la  voluntad  ante  un  ca¬ 
dáver.  ¡Qué  sabía  de  la  vida  este  pedante  interpretador 
de  documentos  muertos!... 

Cuando  se  cerró  la  puerta  fué  al  encuentro  de  su 
amigo,  que  volvía  desalentado.  Argensola  ya  no  tenía 
por  loco  al  doctor  Julias  von  Ilartrott. 

— ¡Qué  bruto! — exclamó  levantando  los  brazos — .  ¡Y 
pensar  que  viven  sueltos  estos  fabricantes  de  sombríos 
errores!...  Quién  diría  que  son  de  la  misma  tierra  que 
produjo  á  Kant  el  pacifista,  al  sereno  Goethe,  á  Beetho- 
ven...  Haber  creído  tantos  años  que  formaban  una  na¬ 
ción  de  soñadores  y  filósofos  ocupados  en  trabajar  des¬ 
interesadamente  por  todos  los  hombres... 

La  farsa  de  un  geógrafo  alemán  revivió  en  su  memo¬ 
ria  como  una  explicación:  «El  germano  es  un  bicéfalo. 
Con  una  cabeza  sueña  y  poetiza,  mientras  con  la  otra 
piensa  y  ejecuta.» 

Desnoyers  se  mostraba  desesperado  por  la  certidum¬ 
bre  de  la  guerra.  Este  profesor  le  parecía  más  temible 
que  el  consejero  y  los  otros  burgueses  alemanes  que  ha¬ 
bía  conocido  en  el  buque.  Su  tristeza  no  era  únicamente 
por  el  pensamiento  egoísta  de  que  la  catástrofe  iba  á 
estorbar  la  realización  de  sus  deseos  y  los  de  Margarita. 
Descubría  de  pronto,  en  esta  hora  de  incertidumbre,  que 
amaba  á  Francia.  Veía  en  ella  la  patria  de  su  padre  y 
el  país  de  la  gran  Devolución...  El,  aunque  no  se  había 
mezclado  nunca  en  las  luchas  de  la  política,  era  republi¬ 
cano  y  había  reído  muchas  veces  de  ciertos  amigos  suyos 
que  adoraban  á  reyes  y  emperadores,  considerando  esto 
como  un  signo  de  distinción. 

Argensola  pretendió  reanimarle. 

— ¡Quién  sabe!  Este  es  un  país  de  sorpresas.  Al  fran¬ 
cés  hay  que  verlo  á  la  hora  en  que  procura  remediar  sus 
imprevisiones.  Diga  lo  que  diga  el  bárbaro  de  tu  primo, 
hay  entusiasmo,  hay  orden.  Peor  que  nosotros  debie- 


9 


130 


V.  BLASCO  IBANEZ 


ron  verse  los  que  vivían  días  antes  de  lo  de  Valmy. 
Todo  desorganizado:  como  única  defensa,  batallones  de 
obreros  y  campesinos  que  por  primera  vez  tomaban  un 
fusil.  Y  sin  embargo,  la  Europa  de  las  viejas  monar¬ 
quías  no  supo  cómo  librarse  durante  veinte  años  de  estos 
guerreros  improvisados. 


V 

DONDE  APARECEN  LOS  CUATRO  JINETES 


Los  dos  amigos  vivieron  en  los  días  siguientes  una 
vida  febril,  considerablemente  agrandada  por  la  rapi¬ 
dez  con  que  se  sucedían  los  acontecimientos.  Cada  hora 
engendraba  una  novedad — las  más  de  las  veces  falsa — , 
que  removía  la  opinión  con  rudo  vaivén.  Tan  pronto  el 
peligro  de  la  guerra  aparecía  conjurado,  como  circulaba 
la  voz  de  que  la  movilización  iba  á  ordenarse  dentro  de 
unos  minutos. 

Veinticuatro  horas  representaban  las  inquietudes,  la 
ansiedad,  el  desgaste  nervioso  de  un  año  normal.  Y  lo 
que  agravaba  más  esta  situación  era  la  incertidumbre, 
la  espera  del  acontecimiento  temido  y  todavía  invisible, 
la  angustia  por  el  peligro  que  nunca  acaba  de  llegar. 

La  Historia  se  extendía  desbordada  fuera  de  sus 
cauces,  sucediéndose  los  hechos  como  los  oleajes  de  una 
inundación.  Austria  declaraba  la  guerra  á  Servia,  mien¬ 
tras  los  diplomáticos  de  las  grandes  potencias  seguían 
trabajando  por  evitar  el  conflicto.  La  red  eléctrica  ten¬ 
dida  en  torno  del  planeta  vibraba  incesantemente  en  la 
profundidad  de  los  océanos  y  sobre  el  relieve  de  los  con¬ 
tinentes,  transmitiendo  esperanzas  ó  pesimismos.  Rusia 
movilizaba  una  parte  de  su  ejército.  Alemania,  que  tenía 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  131 


sus  tropas  prontas  con  pretexto  de  maniobras,  decretaba 
el  estado  de  «amenaza  de  guerra».  Los  austríacos,  sin 
aguardar  las  gestiones  de  la  diplomacia,  iniciaban  el 
bombardeo  de  Belgrado.  Guillermo  II,  temiendo  que  la 
intervención  de  las  potencias  solucionase  el  conflicto 
entre  el  zar  y  el  emperador  de  Austria,  forzaba  el  curso 
de  los  acontecimientos  declarando  la  guerra  á  Eusia. 
Luego,  Alemania  se  aislaba,  cortando  las  líneas  férreas 
y  las  líneas  telegráflcas  para  amasar  en  el  misterio  sus 
fuerzas  de  invasión. 

Francia  presenciaba  esta  avalancha  de  acontecimien¬ 
tos  sobria  en  palabras  y  manifestaciones  de  entusiasmo. 
Una  resolución  fría  y  grave  animaba  á  todos  interior¬ 
mente.  Dos  generaciones  habían  venido  al  mundo  reci¬ 
biendo  al  abrir  los  ojos  de  la  razón  la  imagen  de  una 
guerra  que  forzosamente  llegaría  alg-uua  vez.  Nadie  la 
deseaba:  la  imponían  los  adversarios...  Pero  todos  la 
aceptaban,  con  el  firme  propósito  de  cumplir  su  deber. 

París  callaba  durante  el  día  con  el  enfurruñamiento 
de  sus  preocupaciones.  Sólo  algunos  grupos  de  patriotas 
exaltados,  siguiendo  los  tres  colores  de  la  bandera,  pa¬ 
saban  por  la  plaza  de  la  Concordia  para  dar  vivas  ante 
la  estatua  de  Estrasburgo.  Las  gentes  se  abordaban  en 
las  calles  amistosamente.  Todos  se  conocían  sin  haberse 
visto  nunca.  Los  ojos  atraían  á  los  ojos;  las  sonrisas  pa¬ 
recían  engancharse  mutuamente  con  la  simpatía  de  una 
idea  común.  Las  mujeres  estaban  tristes,  pero  hablaban 
fuerte  para  ocultar  sus  emociones.  En  el  largo  crepús¬ 
culo  de  verano,  los  bulevares  se  llenaban  de  gentío.  Los 
barrios  extremos  confluían  al  centro  de  la  ciudad,  como 
en  los  días  ya  remotos  de  las  revoluciones.  Se  juntaban 
los  grupos,  formando  una  aglomeración  sin  término,  de 
la  que  surgían  gritos  y  cánticos.  Las  manifestaciones 
pasaban  por  el  centro,  bajo  los  faros  eléctricos  que 
acababan  de  inflamarse.  El  desfile  se  prolongaba  hasta 
media  noche,  y  la  bandera  nacional  aparecía  sobre  la 
muchedumbre  andante,  escoltada  por  las  banderas  de 
otros  pueblos. 

En  una  de  estas  noches  de  sincero  entusiasmo  fué 
cuando  los  dos  amigos  escucharon  una  noticia  inespe¬ 
rada,  absurda:  «Han  matado  á  Jaurés.»  Los  grupos  la 


132 


V.  BLASCO  IBABIEZ 


repetían  con  nna  extrañeza  que  parecía  sobreponerse 
al  dolor:  «¡Asesinado  Janrés!  ¿Y  por  qué?»  El  buen  sen¬ 
tido  popular,  que  busca  por  instinto  una  explicación  á 
todo  atentado,  quedaba  en  suspenso,  sin  poder  orientar¬ 
se.  ¡Muerto  el  tribuno  precisamente  en  el  momento  que 
más  útil  podía  resultar  su  palabra  de  caldeador  de  mu¬ 
chedumbres!...  Argensola  pensó  inmediatamente  en 
Tchernoff:  «¿Qué  dirá  nuestro  vecino?...»  Las  gentes  de 
orden  temían  una  revolución.  Desnoy ers  creyó  por  unos 
momentos  que  iban  á  cumplirse  los  sombríos  vaticinios 
de  su  primo.  Este  asesinato,  con  sus  correspondientes 
represalias,  podía  ser  la  señal  de  una  guerra  civil.  Pero 
las  masas  del  pueblo,  transidas  de  dolor  por  la  muerte 
de  su  héroe,  permanecían  en  trágico  silencio.  Todos 
veían  más  allá  del  cadáver  la  imagen  de  la  patria. 

A  ]a  mañana  siguiente  el  x)eligro  se  había  desvane¬ 
cido.  Los  obreros  hablaban  de  generales  y  de  guerra, 
enseñándose  mutuamente  sus  libretas  de  soldado,  anun¬ 
ciando  la  techa  en  que  debían  partir,  así  que  se  publi¬ 
case  la  orden  de  movilización:  «Yo  salgo  el  segundo 
día.»  «Yo  el  primero.»  Los  del  ejército  activo  que  esta¬ 
ban  con  permiso  en  sus  casas  eran  llamados  individual¬ 
mente  á  los  cuarteles.  Se  sucedían  con  atropellamiento 
los  sucesos,  todos  en  una  misma  dirección:  la  guerra. 
Los  alemanes  invadían  el  Luxemburgo,  los  alemanes  se 
permitían  avanzar  en  la  frontera  francesa,  cuando  su 
embajador  todavía  estaba  en  París  haciendo  promesas 
de  paz.  Al  día  siguiente  de  la  muerte  de  Jaurés,  el  IS  de 
Agosto  á  media  tarde,  la  muchedumbre  se  agolpó  ante 
unos  pedazos  de  papel  escritos  á  mano  con  visible  pre¬ 
cipitación.  Estos  papeles  precedieron  á  otros  más  gran¬ 
des  é  impresos  llevando  en  su  cabecera  dos  banderitas 
cruzadas.  «Ya  llegó,  ya  es  un  hecho...»  Era  la  orden  de 
movilización  general.  Francia  entera  iba  á  correr  á  las 
armas.  Y  los  pechos  parecieron  dilatarse  con  un  suspiro 
de  desahogo.  Los  ojos  brillaban  de  satisfacción.  ¡Termi¬ 
nada  la  pesadilla!...  Era  preferible  la  cruel  realidad  á  . 
una  incertidumbre  de  días  y  días  que  los  prolongaba 
como  si  fuesen  semanas. 

En  vano  el  presidente  Poincaré,  animado  por  una  úl¬ 
tima  esperanza,  se  dirigía  á  los  franceses  para  explicar 


LOS  CUA  TRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  133 


que  «la  movilización  no  es  la  guerra»  y  que  un  llama¬ 
miento  á  las  armas  sólo  representaba  una  medida  pre¬ 
ventiva.  «Es  la  guerra,  la  guerra  inevitable»,  decía  la 
muchedumbre  con  expresión  fatalista.  Y  los  que  iban  á 
partir  en  la  misma  noche  ó  al  día  siguiente  se  mostra¬ 
ban  los  más  entusiastas  y  animosos:  «Ya  que  nos  bus¬ 
can,  nos  encontrarán.  ¡Viva  Francia!»  El  Canto  depar¬ 
tida^  himno  de  marcha  de  los  voluntarios  de  la  primera 
República,  había  sido  exhumado  por  el  instinto  del  pue¬ 
blo,  que  pide  su  voz  al  arte  en  los  momentos  críticos. 
Los  versos  del  convencional  Chenier,  adaptados  á  una 
miísica  de  guerrera  gravedad,  resonaban  en  las  calles  al 
mismo  tiempo  que  la  Marsellesa. 

La  Répiillique  nons  appelle, 

Lachons  vaincre  ou  sachons périr; 

UnJ'rancais  doit  vivre  pour  elle, 

Pour  elle  un  frangais  doit  mourir. 

La  movilización  empezaba  á  las  doce  en  punto  de  la 
noche.  Desde  el  crepúsculo  circularon  por  las  calles  gru¬ 
pos  de  hombres  que  se  dirigían  á  las  estaciones.  Sus  fa¬ 
milias  marchaban  con  ellos,  llevando  la  maleta  ó  el  fardo 
de  ropas.  Los  amigos  del  barrio  los  escoltaban.  Una  ban¬ 
dera  tricolor  iba  al  frente  de  estos  pelotones.  Los  oficia¬ 
les  de  reserva  se  enfundaban  en  sus  uniformes,  que  ofre¬ 
cían  todas  las  molestias  de  los  trajes  largamente  olvi¬ 
dados.  Con  el  vientre  oprimido  por  la  correa  nueva  y  el 
revólver  al  costado,  caminaban  en  busca  del  ferrocarril 
que  había  de  conducirlos  al  punto  de  concentración.  Uno 
de  sus  hijos  llevaba  el  sable  oculto  en  una  funda  de  tela. 
La  mujer,  apoyada  en  su  brazo,  triste  y  orgullosa  al 
mismo  tiempo,  dirigía  con  amoroso  susurro  sus  últimas 
recomendaciones . 

Circulaban  con  toda  velocidad  tranvías,  automóviles 
y  fiacres.  Nunca  se  había  visto  en  las  calles  de  París 
tantos  vehículos.  Y  sin  embargo,  los  que  necesitaban 
uno  llamaban  en  vano  á  los  conductores.  Nadie  quería 
servir  á  los  civiles.  Todos  los  medios  de  transporte  eran 
para  los  militares;  todas  las  carreras  terminaban  en  las 
estaciones  de  ferrocarril.  Los  pesados  camiones  de  la 
Intendencia,  llenos  de  sacos,  eran  saludados  por  el  en- 


m 


V.  BLASCO  IBANBZ 


tusiasmo  general:  «¡Viva  el  ejército!»  Los  soldados  en 
traje  de  mecánica  qne  iban  tendidos  en  la  cúspide  de  la 
pirámide  rodante  contestaban  á  la  aclamación  moviendo 
los  brazos  y  profiriendo  gritos  qne  nadie  llegaba  á  en¬ 
tender.  La  fraternidad  había  creado  nna  tolerancia 
nunca  vista.  Se  empujaba  la  muchedumbre,  guardando 
en  sus  encuentros  una  buena  educación  inalterable.  Cho¬ 
caban  los  vehículos,  y  cuando  los  conductores,  á  impul¬ 
sos  de  la  costumbre,  iban  á  injuriarse,  intervenía  el  gen¬ 
tío  y  acababan  por  darse  las  manos.  «¡Viva  Francia!» 
Los  transeúntes  que  escapaban  de  entre  las  ruedas  de 
los  automóviles  reían ,  increpando  bondadosamente  al 
chófer:  «¡Matar  á  un  francés  que  va  en  busca  de  su  re¬ 
gimiento!»  Y  el  conductor  contestaba:  «Yo  también  par¬ 
tiré  dentro  de  unas  horas.  Este  es  mi  último  viaje.»  Los 
tranvías  y  ómnibus  funcionaban  con  creciente  irregu¬ 
laridad  así  como  avanzaba  la  noche.  Muchos  empleados 
habían  abandonado  sus  puestos  para  decir  adiós  á  la 
familia  y  tomar  el  tren.  Toda  la  vida  de  París  se  con¬ 
centraba  en  media  docena  de  ríos  humanos  que  iban  á 
desembocar  en  las  estaciones. 

Desnoyers  y  Argensola  se  encontraron  en  un  café 
del  bulevar  cerca  de  media  noche.  Los  dos  estaban  fati¬ 
gados  por  las  emociones  del  día,  con  la  depresión  ner¬ 
viosa  que  sigue  á  los  espectáculos  ruidosos  y  violentos". 
Necesitaban  descansar.  La  guerra  era  un  hecho,  y  des¬ 
pués  de  esta  certidumbre,  no  sentían  ansiedad  por 
adquirir  noticias  nuevas.  La  permanencia  en  el  café  les 
resultó  intolerable.  En  la  atmósfera  ardiente  y  cargada 
de  humo,  los  consumidores  cantaban  y  gritaban  agitan¬ 
do  pequeñas  banderas.  Todos  los  himnos  pasados  y  pre¬ 
sentes  eran  entonados  á  coro,  con  acompañamiento  de 
copas  y  platillos.  El  público,  algo  cosmopolita,  revistaba 
las  naciones  de  Europa  para  saludarlas  con  sus  rugidos 
de  entusiasmo.  Todas,  absolutamente  todas,  iban  á  es¬ 
tar  al  lado  de  Francia.  «¡Viva!...  ¡viva!»  Un  matrimonio 
viejo  ocupaba  una  mesa  junto  á  los  dos  amigos.  Eran 
rentistas  de  vida  ordenada  y  mediocre,  que  tal  vez  no 
recordaban  en  toda  su  existencia  haber  estado  despier¬ 
tos  á  tales  horas.  Arrastrados  por  el  entusiasmo,  habían 
descendido  al  bulevar  para  «ver  la  guerra  más  de  cer- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  135 


ca».  El  idioma  extranjero  que  empleaban  los  vecinos  dio 
al  marido  una  alta  idea  de  su  importancia. 

— ¿Ustedes  creen  que  Inglaterra  marchará  con  nos¬ 
otros?... 

Argensola  sabía  tanto  como  él,  pero  contestó  con 
autoridad:  «Seguramente;  es  cosa  decidida.»  El  viejo 
se  puso  de  pie:  «¡Viva  Inglaterra!»  Y  acariciado  por  los 
ojos  admirativos  de  su  esposa,  empezó  á  entonar  una 
canción  patriótica  olvidada,  marcando  con  movimien¬ 
tos  de  brazos  el  estribillo,  que  muy  pocos  alcanzaban  á 
seguir. 

Los  dos  amigos  tuvieron  que  emprender  á  pie  el  re¬ 
greso  á  su  casa.  No  encontraron  un  vehículo  que  qui¬ 
siera  recibirlos:  todos  iban  en  dirección  opuesta,  hacia 
las  estaciones.  Ambos  estaban  de  mal  humor,  pero  Ar¬ 
gensola  no  podía  marchar  en  silencio. 

«¡Ah,  las  mujeres!»  Desnoyers  conocía  sus  honestas 
relaciones  desde  algunos  meses  antes  con  una  midinette 
de  la  orne  Taihout.  Paseos  los  domingos  por  los  alrededo¬ 
res  de  París,  varias  idas  al  cinematógrafo,  comentarios 
sobre  las  sublimidades  de  la  última  novela  publicada  en 
el  folletón  de  un  diario  popular,  besos  á  la  despedida, 
cuando  ella  tomaba  al  anochecer  el  tren  de  Bois  Colom- 
bes  para  dormir  en  el  domicilio  paterno:  esto  era  todo. 
Pero  Argensola  contaba  malignamente  con  el  tiempo,  que 
madura  las  virtudes  más  acidas.  Aquella  tarde  habían 
tomado  el  aperitivo  con  un  amigo  francés  que  partía  á 
la  mañana  siguiente  para  incorporarse  á  su  regimiento. 
La  muchacha  lo  había  visto  algunas  veces  con  él,  sin 
que  le  mereciese  especial  atención;  pero  ahora  lo  admiró 
de  pronto,  como  si  fuese  otro.  Había  renunciado  á  volver 
esta  noche  á  la  casa  de  sus  padres:  quería  ver  cómo  em¬ 
pieza  una  guerra.  Comieron  los  tres  juntos,  y  todas  las 
atenciones  de  ella  fueron  para  el  que  se  iba.  Hasta  se 
ofendió  con  repentino  pudor  porque  Argensola  quiso 
hacer  uso  del  derecho  de  prioridad  buscando  su  mano 
por  debajo  de  la  mesa.  Mientras  tanto,  casi  desplomaba 
su  cabeza  sobre  el  hombro  del  futuro  héroe,  envolvién¬ 
dolo  en  miradas  de  admiración. 

— ¡Y  se  han  ido!...  ¡Se  han  ido  juntos! — dijo  rencoro¬ 
samente — .  He  tenido  que  abandonarlos  para  no  pro- 


136 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

longar  mi  triste  situación.  ¡Haber  trabajado  tanto...  para 
otro! 

Calló  un  momento,  y  cambiando  el  curso  de  sus 
ideas,  añadió: 

— Reconozco,  sin  embargo,  que  su  conducta  es  hermo¬ 
sa.  ¡Qué  generosidad  la  de  las  mujeres  cuando  creen  lle¬ 
gado  el  momento  de  ofrecer!...  Su  padre  le  inspira  gran 
miedo  por  sus  cóleras,  y  sin  embargo  se  queda  una  noche 
fuera  de  casa  con  uno  á  quien  apenas  conoce  y  en  el  que 
no  pensaba  á  media  tarde...  La  nación  siente  gratitud 
por  los  que  van  á  exponer  su  existencia,  y  ella,  la  pobre- 
cilla,  desea  hacer  algo  también  por  los  destinados  á  la 
muerte,  darles  un  poco  de  felicidad  en  la  última  hora... 
y  regala  lo  mejor  que  posee,  lo  que  no  puede  recobrarse 
nunca.  He  hecho  un  mal  papel...  Ríete  de  mí,  pero  con¬ 
fiesa  que  esto  es  hermoso. 

Desnoyers  rió,  efectivamente,  del  infortunio  de  su 
amigo,  á  pesar  de  que  él  también  sufría  grandes  con¬ 
trariedades,  guardadas  en  secreto.  No  había  vuelto  á 
ver  á  Margarita  después  de  la  primera  entrevista.  Sólo 
tenía  noticias  de  ella  por  varias  cartas...  ¡Maldita  gue¬ 
rra!  ¡Qué  trastorno  para  las  gentes  felices!  La  madre  de 
Margarita  estaba  enferma.  Pensaba  en  su  hijo,  que  era 
oficial  y  debía  partir  el  primer  día  de  la  movilización. 
Ella  estaba  inquieta  igualmente  por  su  hermano,  y  con¬ 
sideraba  inoportuno  ir  al  estudio  jnientras  en  su  casa 
gemía  la  madre.  ¿Cuándo  iba  á  terminar  esta  situa¬ 
ción?... 

Le  preocupaba  también  aquel  cheque  de  cuatrocien¬ 
tos  mil  francos  traído  de  América.  El  día  anterior  ha¬ 
bían  excusado  su  pago  en  el  Banco  por  falta  de  aviso. 
Luego  declararon  que  tenían  el  aviso,  pero  tampoco  le 
dieron  el  dinero.  En  aquella  tarde,  cuando  los  estable¬ 
cimientos  de  crédito  estaban  ya  cerrados,  el  gobierno 
había  lanzado  un  decreto  estableciendo  la  moratoria, 
para  evitar  una  bancarrota  general  á  consecuencia  del 
pánico  financiero.  ¿Cuándo  le  pagarían?...  Tal  vez  cuan¬ 
do  terminase  la  guerra  que  aún  no  había  empezado;  tal 
vez  nunca.  El  no  tenía  otro  dinero  efectivo  que  dos  mil 
francos  escasos  que  le  habían  sobrado  del  viaje.  Todos 
sus  amigos  se  encontraban  en  una  situación  angustiosa, 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  137 


privados  de  recibir  las  cantidades  qne  guardaban  en  los 
Bancos.  Los  que  poseían  algún  dinero  estaban  obligados 
á  emprender  una  peregrinación  de  tienda  en  tienda  ó 
formar  cola  á  la  puerta  de  los  Bancos  para  cambiar  un 
billete.  ¡Ah,  la  guerra!  ¡La  estúpida  guerra! 

En  mitad  de  los  Campos  Elíseos  vieron  á  un  hombre 
con  sombrero  de  alas  anchas,  que  marchaba  delante  de 
ellos  lentamente  y  hablando  solo.  Argensola  lo  recono¬ 
ció  al  pasar  junto  á  un  farol:  «El  amigo  Tchernoff.»  El 
ruso,  al  devolver  el  saludo,  dejó  escapar  del  fondo  de 
su  barba  un  ligero  olor  de  vino.  Sin  invitación  alguna 
arregló  su  paso  al  de  ellos,  siguiéndoles  hacia  el  Arco  de 
Triunfo. 

Julio  sólo  había  cruzado  silenciosos  saludos  con  este 
amigo  de  Argensola  al  encontrarle  en  el  zaguán  de  la 
casa.  Pero  la  tristeza  ablanda  el  ánimo  y  hace  buscar 
como  una  sombra  refrescante  la  amistad  de  los  humil¬ 
des.  Tchernoff,  por  su  ]3arte,  miró  á  Desnoyers  como  si 
lo  conociese  toda  su  vida. 

Había  interrumpido  su  monólogo,  que  sólo  escucha¬ 
ban  las  masas  de  negra  vegetación,  los  bancos  solita¬ 
rios,  la  sombra  azul  perforada  por  el  temblor  rojizo  de 
los  faroles,  la  noche  veraniega  con  su  cúpula  de  cálidos 
soplos  y  siderales  parpadeos.  Dió  algunos  pasos  sin  ha¬ 
blar,  como  una  muestra  de  consideración  á  los  acompa¬ 
ñantes,  y  luego  reanudó  sus  razonamientos,  tomándolos 
donde  los  había  abandonado,  sin  dar  explicación  algu¬ 
na,  como  si  marchase  solo. 

— ...Y  á  estas  horas  gritarán  de  entusiasmo  lo  mismo 
que  los  de  aquí,  creerán  de  buena  fe  que  van  á  defender 
su  patria  provocada,  querrán  morir  por  sus  familias  y 
hogares  que  nadie  ha  amenazado. 

— ¿Quiénes  son  esos,  Tchernoff? — preguntó  Argensola. 

Le  miró  el  ruso  fijamente,  como  si  extrañase  su  pre¬ 
gunta. 

— Ellos — dijo  con  laconismo. 

Los  dos  le  entendieron...  «¡Ellos!»  No  podían  ser  otros. 

— Yo  he  vivido  diez  años  en  Alemania  —  continuó, 
dando  más  conexión  á  sus  palabras  al  verse  escuchado — . 
Fui  corresponsal  de  diario  en  Berlín,  y  conozco  aquellas 
gentes.  Al  pasar  por  el  bulevar  lleno  de  muchedumbre 


1S8 


V.  BLASCO  IBANEZ 


he  visto  con  la  imaginación  lo  que  ocurre  allá  á  estas 
horas.  También  cantan  y  rugen  de  entusiasmo  agitando 
banderas.  Son  iguales  exteriormente  unos  y  otros,  pero 
¡qué  diferencia  por  dentro!...  Anoche,  en  el  bulevar,  la 
gente  persiguió  á  unos  vocingleros  que  gritaban:  «¡A 
Berlín!»  Es  un  grito  de  mal  recuerdo  y  de  peor  gusto. 
Francia  no  quiere  conquistas;  su  único  deseo  es  ser  res¬ 
petada,  vivir  en  paz,  sin  humillaciones  ni  intranquilida¬ 
des.  Esta  noche,  dos  movilizados  decían  al  marcharse: 
«Cuando  entremos  en  Alemania  les  impondremos  la  Re¬ 
pública...»  La  República  no  es  una  cosa  perfecta,  amigos 
míos,  pero  representa  algo  mejor  que  vivir  bajo  un  mo¬ 
narca  irresponsable  por  la  gracia  de  Dios.  Cuando  menos, 
supone  tranquilidad  y  ausencia  de  ambiciones  persona¬ 
les  que  perturben  la  vida.  Y  yo  me  he  conmovido  ante 
el  sentimiento  generoso  de  estos  dos  obreros  que,  en  vez 
de  pensar  en  el  exterminio  de  sus  enemigos,  quieren  co¬ 
rregirlos,  dándoles  lo  que  ellos  consideran  mejor. 

Calló  Tchernoff  breves  momentos  para  sonreír  iróni¬ 
camente  ante  el  espectáculo  que  se  ofrecía  á  su  imagi¬ 
nación. 

— En  Berlín,  las  masas  expresan  su  entusiasmo  en  for¬ 
ma  elevada,  como  conviene  á  un  pueblo  superior.  Los 
de  abajo,  que  se  consuelan  de  sus  humillaciones  con  un 
grosero  materialismo,  gritan  á  estas  horas:  «¡A  París! 
¡Vamos  á  beber  champaña  gratis!»  La  burguesía  pietista, 
capaz  de  todo  por  alcanzar  un  nuevo  honor,  y  la  aristo¬ 
cracia  que  ha  dado  al  mundo  los  mayores  escándalos  de 
los  últimos  años,  gritan  igualmente:  «¡A  París!»  París  es 
la  Babilonia  del  pecado,  la  ciudad  del  Moidin  Rouge  y 
los  restoranes  de  Montmartre,  únicos  lugares  que  ellos 
conocen...  Y  mis  camaradas  de  la  Social-Democracia 
también  gritan;  pero  á  éstos  les  han  enseñado  otro  cán¬ 
tico:  «¡A  Moscou!  ¡A  Petersburgo!  ¡Hay  que  aplastar  la 
tiranía  rusa,  peligro  de  la  civilización!»  El  kaiser  ma¬ 
nejando  la  tiranía  de  otro  país  como  un  espantajo  para 
su  pueblo...  ¡qué  risa! 

Y  la  carcajada  del  ruso  sonó  en  el  silencio  de  la  no¬ 
che  como  un  tableteo. 

— Nosotros  somos  más  civilizados  que  los  alemanes 
— dijo  cuando  cesó  de  reir. 


LOS  CÜATliO  jmETES  DEL  APOCALIPSIS  139 


Desnoyers,  que  le  escucliaba  con  interés,  hizo  un  mo¬ 
vimiento  de  sorpresa  y  se  dijo:  «Este  Tchernoff  ha  be¬ 
bido  algo.» 

— La  civilización — continuó — no  consiste  únicamente 
en  una  gran  industria,  en  muchos  barcos,  ejércitos  y 
numerosas  universidades  que  sólo  enseñan  ciencia.  Esa 
es  una  civilización  material.  Hay  otra  superior  que  eleva 
’  el  alma  y  no  permite  que  la  dignidad  humana  sufra  sin 
protesta  continuas  humillaciones.  Un  ciudadano  suizo 
que  vive  en  su  chalet  de  madera,  considerándose  igual 
á  los  demás  hombres  de  su  país,  es  más  civilizado  que 
el  Ilerr  Professor  que  tiene  que  cederle  el  paso  á  un 
teniente,  ó  el  rico  de  Hamburgo  que  se  encorva  como 
un  lacayo  ante  el  que  ostenta  la  partícula  von. 

Aquí  el  español  asintió,  como  si  adivinase  lo  que 
Tchernoff  iba  á  añadir. 

— Los  rusos  sufrimos  una  gran  tiranía.  Yo  sé  algo  de 
esto.  Conozco  el  hambre  y  el  frío  de  los  calabozos;  he 
vivido  en  Siberia...  Pero  frente  á  nuestra  tiranía  ha 
j  existido  siempre  una  protesta  revolucionaria.  Una  parte 
1  de  la  nación  es  medio  bárbara,  pero  el  resto  tiene  una 
mentalidad  superior,  un  espíritu  de  alta  moral  que  le 
I  hace  arrostrar  peligros  y  sacrificios  por  la  libertad  y  la 
I  verdad...  ¿Y  Alemania?  ¿Quién  ha  protestado  en  ella 
’  jamás  para  defender  los  derechos  humanos?  ¿Qué  revo- 
:  Iliciones  se  han  conocido  en  Priisia,  tierra  de  grandes 
i  déspotas?  El  fundador  del  militarismo,  Federico  Gui- 
I  llermo,  cuando  se  cansaba  de  dar  palizas  á  su  esposa  y 
*  escupir  en  los  platos  de  sus  hijos,  salía  á  la  calle  garrote 
I  en  mano  para  golpear  á  los  súbditos  que  no  huían  á 
'  tiempo.  Su  hijo  Federico  el  Grande  declaró  que  moría 
aburrido  de  gobernar  un  pueblo  de  esclavos.  En  dos 
I  siglos  de  historia  prusiana,  una  sola  revolución:  las  ba- 
i  rricadas  de  1848,  mala  copia  berlinesa  de  la  revolución 
'  de  París,  y  sin  resultado  alguno.  Bismarck  apretó  la 
mano  para  aplastar  los  últimos  intentos  de  protesta,  si 
es  que  realmente  existían.  Y  cuando  sus  amigos  le  ame- 
¡  nazaban  con  una  revolución,  el  junker  feroz  se  llevaba 
I  las  manos  á  los  ijares,  lanzando  las  más  insolentes  de  sus 
carcajadas.  ¡Una  revolución  en  Prusia!...  Nadie  como  él 
conocía  á  su  pueblo. 


140 


F.  BLASCO  IBAÑEZ 

Tchernoff  no  era  patriota.  Muchas  veces  le  había 
oído  Argensola  hablar  contra  sn  país.  Pero  se  indignaba 
al  considerar  el  desprecio  con  que  el  orgullo  germánico 
trataba  al  pueblo  ruso.  ¿Dónde  estaba,  en  los  últimos 
cuarenta  años  de  grandeza  imperialista,  la  hegemonía 
intelectual  de  que  alardeaban  los  alemanes?...  Excelen¬ 
tes  peones  de  la  ciencia;  sabios  tenaces  y  de  vista  corta, 
confinado  cada  uno  en  su  especialidad;  benedictinos  del 
laboratorio,  que  trabajaban  mucho  y  acertaban  algunas 
veces  á  través  de  enormes  equivocaciones  dadas  como 
verdades  por  ser  suyas:  esto  era  todo.  Y  al  lado  de  tanta 
laboriosidad  paciente  y  digna  de  respeto,  ¡qué  de  char¬ 
latanismo!  ¡qué  de  grandes  nombres  explotados  como 
una  muestra  de  tienda!  ¡cuántos  sabios  metidos  á  hote¬ 
leros  de  sanatorio!...  Un  Herr  Pt^ofessor  descubría  la  cu¬ 
ración  de  la  tisis,  y  los  tísicos  continuaban  muriendo 
como  antes.  Otro  rotulaba  con  una  cifra  el  remedio  ven¬ 
cedor  de  la  más  inconfesable  de  las  enfermedades,  y  la 
peste  genital  seguía  azotando  al  mundo.  Y  todos  estos 
errores  representaban  fortunas  considerables:  cada  pa¬ 
nacea  salvadora  daba  lugar  á  la  constitución  de  una 
sociedad  industrial,  vendiéndose  los  productos  á  enor¬ 
mes  precios,  como  si  el  dolor  fuese  un  privilegio  de  los 
ricos.  ¡Cuán  lejos  de  ese  Muff  Pasteur  y  otros  sabios  de 
los  pueblos  inferiores,  que  libraban  al  mundo  sus  secre¬ 
tos  sin  prestarse  á  monopolios! 

— La  ciencia  alemana — continuó  Tchernoff — ha  dado 
mucho  á  la  humanidad,  lo  reconozco;  pero  la  ciencia  de 
las  otras  naciones  ha  dado  mucho  igualmente.  Sólo  un 
pueblo  loco  de  orgullo  puede  imaginar  que  él  lo  es  todo 
para  la  civilización  y  los  demás  no  son  nada...  Aparte 
de  sus  sabios  especialistas,  ¿qué  genio  ha  producido  en 
nuestros  tiempos  esa  Alemania  que  se  cree  universal? 
Wágner  es  el  último  romántico,  cierra  una  época  y  per¬ 
tenece  al  pasado.  Nietzsche  tuvo  empeño  en  demostrar 
su  origen  polaco  y  abominó  de  Alemania,  país,  según 
él,  de  burgueses  pedantes.  Su  eslavismo  era  tan  pro¬ 
nunciado,  que  hasta  profetizó  el  aplastamiento  de  los 
germanos  por  los  eslavos...  Y  no  quedan  más.  Nos¬ 
otros,  pueblo  salvaje,  hemos  dado  al  mundo  en  los  últi¬ 
mos  tiempos  artistas  de  una  grandeza  moral  admirable. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  141 


Tolstoi  y  Dostoiewsky  son  universales.  ¿Qné  nombres 
puede  colocar  enfrente  de  ellos  la  Alemania  de  Guiller¬ 
mo  II?...  Su  país  fué  la  patria  de  la  música,  pero  los  mú¬ 
sicos  rusos  del  presente  son  más  originales  que  los  conti¬ 
nuadores  del  wagnerismo,  que  se  refugian  en  las  exaspe¬ 
raciones  de  la  orquesta  para  ocultar  su  mediocridad...  El 
pueblo  alemán  tuvo  genios  en  su  época  de  dolor,  cuando 
aún  no  había  nacido  el  orgullo  pangermanista,  cuando 
no  existía  el  Imperio.  Goethe,  Schíller,  Beethoven,  fue¬ 
ron  súbditos  de  pequeños  principados.  Eecibieron  la  in¬ 
fluencia  de  otros  países,  contribuyeron  á  la  civilización 
universal,  como  ciudadanos  del  mundo,  sin  ocurrírseles 
que  el  mundo  debía  hacerse  germánico  porque  prestaba 
atención  á  sus  obras. 

El  zarismo  había  cometido  atrocidades.  Tchernoff  lo 
sabía  por  experiencia  y  no  necesitaba  que  los  alemanes 
vinieran  á  contárselo.  Pero  todas  las  clases  ilustradas 
de  Rusia  eran  enemigas  de  la  tiranía  y  se  levantaban 
contra  ella.  ¿Dónde  estaban  en  Alemania  los  intelec¬ 
tuales  enemigos  del  zarismo  prusiano?  Callaban  ó  pro¬ 
rrumpían  en  adulaciones  al  ungido  de  Dios,  músico  y 
comediante  como  Nerón,  de  una  inteligencia  viva  y  su¬ 
perficial,  que,  por  tocarlo  todo,  creía  saberlo  todo.  An¬ 
sioso  de  alcanzar  una  postura  escénica  en  la  Historia, 
había  acabado  por  afligir  al  mundo  con  la  más  grande 
de  las  calamidades. 

— ¿Por  qué  ha  de  ser  rusa  la  tiranía  que  pesa  sobre  mi 
país?  Los  peores  zares  fueron  imitadores  de  Prusia.  En 
nuestros  tiempos,  cada  vez  que  el  pueblo  ruso  ó  polaco 
ha  intentado  reivindicar  sus  derechos,  los  reaccionarios 
emplearon  al  kaiser  como  una  amenaza,  afirmando  que 
vendría  en  su  auxilio.  Una  mitad  de  la  aristocracia  rusa 
es  alemana;  alemanes  los  generales  que  más  se  han  dis¬ 
tinguido  acuchillando  al  pueblo;  alemanes  los  funciona¬ 
rios  que  sostienen  y  aconsejan  la  tiranía;  alemanes  los 
oficiales  que  se  encargan  de  castigar  con  matanzas  las 
huelgas  obreras  y  la  rebelión  de  los  pueblos  anexiona¬ 
dos.  El  eslavo  reaccionario  es  brutal,  pero  tiene  el  sen¬ 
timentalismo  de  una  raza  en  la  que  muchos  príncipes  se 
hacen  nihilistas.  Levanta  el  látigo  con  facilidad,  pero 
luego  se  arrepiente  y  ú  veces  llora.  Yo  he  visto  á  oficia- 


142 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

les  rusos  suicidarse  por  no  marchar  contra  el  pueblo  ó 
por  el  remordimiento  de  haber  ejecutado  matanzas.  El 
alemán  al  servicio  del  zarismo  no  siente  escrúpulos  ni 
lamenta  su  conducta:  mata  fríamente,  con  método  mi¬ 
nucioso  y  exacto,  como  todo  lo  que  ejecuta.  El  ruso  es 
bárbaro,  pega  y  se  arrepiente;  el  alemán  civilizado  fu¬ 
sila  sin  vacilación.  Nuestro  zar,  en  un  ensueño  huma¬ 
nitario  de  eslavo,  acarició  la  utopía  generosa  de  la  paz 
universal,  organizando  las  conferencias  de  La  Haya.  El 
kaiser  de  la  cultura  ha  trabajado  años  y  años  en  el  mon¬ 
taje  y  engrasamiento  de  un  organismo  destructivo  como 
nunca  se  conoció,  para  aplastar  á  toda  Europa.  El  ruso 
es  un  cristiano  humilde,  igualitario,  democrático,  se¬ 
diento  de  justicia;  el  alemán  alardea  de  cristianismo, 
pero  es  un  idólatra  como  los  germanos  de  otros  siglos. 
Su  religión  ama  la  sangre  y  mantiene  las  castas;  su  ver¬ 
dadero  culto  es  el  de  Odín,  sólo  que  ahora  el  dios  de  la 
matanza  ha  cambiado  de  nombre  y  se  llama  el  Estado. 

Se  detuvo  un  instante  Tchernoff,  tal  vez  para  apre¬ 
ciar  mejor  la  extrañeza  de  sus  acompañantes,  y  dijo 
luego  con  simplicidad: 

— Yo  soy  cristiano. 

Argensola,  que  conocía  las  ideas  y  la  historia  del 
ruso,  hizo  un  movimiento  d.e  asombro.  Julio  insistió  en 
sus  sospechas:  «Decididamente,  este  Tchernoff  está  bo¬ 
rracho.» 

—  Es  verdad  —  continuó  —  que  me  preocupo  poco  de 
Dios  y  no  creo  en  los  dogmas,  pero  mi  alma  es  cristiana 
como  la  de  todos  los  revolucionarios.  La  filosofía  de  la 
democracia  moderna  es  un  cristianismo  laico.  Los  so¬ 
cialistas  amamos  al  humilde,  al  menesteroso,  al  débil. 
Defendemos  su  derecho  á  la  vida  y  al  bienestar,  lo  mis¬ 
mo  que  los  grandes  exaltados  de  la  religión,  que  vieron 
en  todo  infeliz  á  un  hermano.  Nosotros  exigimos  el  res¬ 
peto  para  el  pobre  en  nombre  de  la  justicia;  los  otros  lo 
piden  en  nombre  de  la  piedad.  Esto  nos  separa  única¬ 
mente.  Pero  unos  y  otros  buscamos  que  los  hombres  se 
pongan  de  acuerdo  para  una  vida  mejor;  que  el  fuerte 
se  sacrifique  por  el  débil,  el  poderoso  por  el  humilde  y 
el  mundo  se  rija  por  la  fraternidad,  buscando  la  mayor 
igualdad  posible. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  143 


El  eslavo  resumía  la  historia  de  las  aspiraciones  hu¬ 
manas.  El  pensamiento  griego  había  puesto  el  bienestar 
en  la  tierra,  pero  sólo  para  unos  cuantos,  para  los  ciu¬ 
dadanos  de  sus  pequeñas  democracias,  para  los  hombres 
libres,  dejando  abandonados  á  su  miseria  los  esclavos  y 
los  bárbaros,  que  constituían  la  mayor  parte.  El  cristia¬ 
nismo,  religión  de  humildes,  había  reconocido  á  todos 
los  seres  el  derecho  á  la  felicidad,  pero  esta  felicidad  la 
colocaba  en  el  cielo,  lejos  de  este  mundo  «valle  de  lᬠ
grimas».  La  Revolución  y  sus  herederos  los  socialistas 
ponían  la  felicidad  en  las  realidades  inmediatas  de  la 
tierra,  lo  mismo  que  los  antiguos,  y  hacían  partícipes  de 
ella  á  todos  les  hombres,  lo  mismo  que  los  cristianos. 

,  — ¿Dónde  está  el  cristianismo  de  la  Alemania  presen- 

!  te?...  Hay  más  espíritu  cristiano  en  el  socialismo  déla 

'  laica  República  francesa,  defensora  de  los  débiles,  que 
¡  en  la  religiosidad  de  los  junkers  conservadores.  Alema- 
1  nia  se  ha  fabricado  un  Dios  á  su  semejanza,  y  cuando 
cree  adorarlo,  es  su  propia  imagen  lo  que  adora.  El  Dios 
alemán  es  un  reflejo  del  Estado  alemán,  que  considera 
la  guerra  como  la  primera  función  de  un  pueblo  y  la 
más  noble  de  las  ocupaciones.  Otros  pueblos  cristia¬ 
nos,  cuando  tienen  que  guerrear,  sienten  la  contradic¬ 
ción  que  existe  entre  su  conducta  y  el  Evangelio,  y  se 
■  excusan  alegando  la  cruel  necesidad  de  defenderse.  Ale- 
!  mania  declara  que  la  guerra  es  agradable  á  Dios.  Yo  co- 
I  nozco  sermones  alemanes  probando  que  Jesús  fué  parti- 
I  darlo  del  militarismo. 

El  orgullo  germánico,  la  convicción  de  que  su  raza 
está  destinada  providencialmente  á  dominar  el  mundo, 
ponía  de  acuerdo  á  protestantes,  católicos  y  judíos. 

— Por  encima  de  sus  diferencias  de  dogma  está  el  Dios 
del  Estado,  que  es  alemán;  el  Dios  guerrero,  al  que  tal 
vez  llama  Guillermo  á  estas  horas  «mi  respetable  alia¬ 
do».  Las  religiones  tendieron  siempre  á  la  universalidad, 
i  Su  fin  es  poner  á  los  hombres  en  relación  con  Dios  y 
sostener  las  relaciones  entre  todos  los  hombres.  Prusia 
ha  retrogradado  á  la  barbarie  creando  para  su  uso  per¬ 
sonal  un  segundo  Jehová,  una  divinidad  hostil  á  la 
mayor  parte  del  género  humano,  que  hace  suyos  los 
‘  rencores  y  las  ambiciones  del  pueblo  alemán., 


144 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Luego,  Tchernol'f  explicaba  á  su  modo  la  creación  de 
este  Dios  germánico,  ambicioso,  cruel,  vengativo.  Los 
alemanes  eran  unos  cristianos  de  la  víspera.  Su  cristia¬ 
nismo  databa  de  seis  siglos  nada  más,  mientras  que  el 
de  los  otros  pueblos  de  Europa  era  de  diez,  de  quince, 
de  diez  y  ocho  siglos.  Cuando  terminaban  ya  las  Cruza¬ 
das,  los  prusianos  vivían  aún  en  el  paganismo.  La  so¬ 
berbia  de  raza,  al  impulsarlos  á  la  guerra,  hacía  revi¬ 
vir  á  las  divinidades  muertas.  A  semejanza  del  antiguo 
Dios  germánico,  que  era  un  caudillo  militar,  el  Dios  del 
Evangelio  se  veía  adornado  por  los  alemanes  con  lanza 
y  escudo. 

— El  cristianismo  en  Berlín  lleva  casco  y  botas  de 
montar.  Dios  se  ve  movilizado  en  estos  momentos,  lo 
mismo  que  Otto,  Fritz  y  Franz,  para  que  castigue  á  los 
enemigos  del  pueblo  escogido.  Nada  importa  que  haya 
ordenado:  «No  matarás»  y  que  su  hijo  dijese  en  la  tie¬ 
rra:  «Bienaventurados  los  pacíficos».  El  cristianismo, 
según  los  sacerdotes  alemanes  de  todas  las  corií'esiones, 
sólo  puede  influir  en  el  mejoramiento  individual  de  los 
hombres  y  no  debe  inmiscuirse  en  la  vida  del  Estado. 
El  Dios  del  Estado  prusiano  es  el  «viejo  Dios  alemán», 
un  heredero  de  la  feroz  mitología  germánica,  una  amal¬ 
gama  de  las  divinidades  hambrientas  de  guerra. 

En  el  silencio  de  la  aveiiida,  el  ruso  evocó  las  rojas 
figuras  de  los  dioses  implacables.  Iban  á  despertar  aque¬ 
lla  noche  al  sentir  en  sus  oídos  el  amado  estrépito  de  las 
armas  y  en  su  olfato  el  perfume  acre  de  la  sangre.  Tor, 
el  dios  brutal  de  la  cabeza  pequeña,  estiraba  sus  bíceps, 
empuñando  el  martillo  que  aplasta  ciudades.  Wotan  afi¬ 
laba  su  lanza,  que  tiene  el  relámpago  por  hierro  y  el 
trueno  por  regatón.  Odín,  el  del  único  ojo,  bostezaba  de 
gula  en  lo  alto  de  su  montaña,  esperando  á  los  guerreros 
muertos  que  se  amontonarían  alrededor  de  su  trono.  Las 
desmelenadas  valkyrias.  vírgenes  sudorosas  y  oliendo  á 
potro,  empezaban  á  galopar  de  nube  en  nube,  azuzando 
á  los  hombres  con  aullidos,  para  llevarse  los  cadáveres, 
doblados  como  alforjas,  sobre  las  ancas  de  sus  rocines 
voladores. 

— La  religiosidad  germánica — continuó  el  ruso — es  la 
negación  del  cristianismo.  Para  ella,  los  hombres  no  son 


CriATUO  JINF/rEH  DEL  APOCALir^lS  Í46 


ij^-iialcs  íuii()  I)¡OH.  IOhío  H('')1o  aprecia  íi  los  fuertes,  y  low 
apoya,  con  su  iiiíliuuicia,  para,  (pie  se  a,la’(iva,ii  á  todo,  [.¡os 
ípa;  na,cie.i‘on  dcíbiles  delxui  soiiuderse  (3  (l(ísaf)a,recei\ 
Los  [auiblos  ta,iíipoco  ¡son  ií^iiaJííS :  están  divididos  en. 
pueblos  c-onduc.torííB  y  [)ue,blos  ¡MferMor’es  cuyo  .‘Icstiiio 
es  ve,rs(í  d(;s!n(inuzados  y  asimilados  por  aíjiudlos.  Así 
lo  (piiere  Dios.  Y  resulta  ¡inUil  decir  (pie  el  í^’raii  pueblo 
c,on(luc,tor  (is  y\  le, man  ¡a. 

Arfj^ímsola  le  interruTnpi(3,  El  orí^'ullo  alemán  no  se 
a,p()ya,ba  sólo  en  su  Dios;  apelaba  i^'ual mente  á  la 
ci(‘ji(da,. 

(Jonozco  eso— dijo  el  ruso  sin  (b'jarle  terminar — :  el 
determinismo,  la,  desifj^’iuildad,  la,  sídección,  la  lucha  por 
la  vida...  Los  a,l(‘-manes,  tan  orf^ullosos  do  su  valer,  cons- 
tiajye,n  sobi’e  ternmo  ajeno  sus  monumentos  ¡ntelcctua- 
l(;s,  piden  prestado  a,l  extranjero  el  material  de  cimenta¬ 
ción  ciiamlo  hacen  (jbra  nueva.  Un  IVancós  y  un  inglés, 
(jfobiiKíau  y  Cha,nd)erlain,  les  han  dado  los  a,i’g-umentos 
pa,ra,  (l(deml(;r  la  suiiei’ioridad  (hi  su  ra,za.  (Jon  cascote 
sobra,ntí5  d(5  Da,rwin  y  de  Spe-ncer,  su  a,nciano  Jlicclvid 
ha,  fabricado  eJ  «monismo»,  doc, trina  (puí,  aplicada  á  la 
[jolítica,,  consagra,  cientílicamente  el  org’ullo  alemán  y 
r(ícxmoc(i  su  dcuaícho  á  domimirel  mundo,  por  ser  el  más 
fiKíiMn. 

-No,  nnl  vecícs  no— continuó  con.  energía,  dospinís  de 
un  bi-(iV(5  sihmcio — .  d'odo  eso  d(5  la,  lucha  por  la  vida  con 
su  c.oi’t(‘,j()  de  c,rue,l(la,(l('S  pinsle  ser  vei'(la,d  en  las  especies 
infei'iorcs,  fau’o  no  debe  S(u*  ver(la,d  entre  los  hornlires. 
Somos  síire.s  (hi  razón  y  (l(‘,  f)ro,yr(!SO,  y  (Libemos  lifiertar- 
noH  d(i  la  fata,lida,d  del  nuidio,  mo(Íilicándolo  á  muistra 
c,on  v(ini(inc,ia,.  El  a,n¡mal  no  cxmocie  el  (hirecho,  la  justicia, 
la  C()mi)a,sión;  vívíí  (isc,lavo  de  la,  lofireg'uciz  do  sus  instin¬ 
tos.  Nosotros  pensamos,  y  el  pensamiento  sig’niíica  liber¬ 
tad.  VA  fuerte,  pa,ra,  serlo,  no  luicesita,  mostrarse  cruel; 
rcisulta,  más  g-rande  cua,n(lo  no  abusa,  de  su  fuerza  y  es 
biKíiio.  diodos  ti(inen  derecJio  á  la,  vida,,  ya  (pie  nacieron; 
y  (l(!l  mismo  modo  (pie  subsistíin  los  s(ires  org’ullosos  y 
humildes,  luirmosos  ó  dóbiles,  d(ib(in  segmir  viviendo  las 
micioiHis  grandes  y  peípieilas,  viiijas  y  jóvenes.  Ija  íina- 
lidad  de  nuestra  existencia  no  es  la,  lucha,  no  es  matar, 
para  (jue  luego  nos  maten  á  nosotros,  y  ((ue,  á  su  vez. 


10 


146 


V.  BLAjSOO  IBAÑEZ 

caiga  muerto  nuestro  matador.  Dejemos  eso  á  la  ciega 
Naturaleza.  Los  pueblos  civilizados,  de  seguir  un  pen¬ 
samiento  común,  deben  adoptar  el  de  la  Europa  medite¬ 
rránea,  realizando  la  concepción  más  pacífica  y  dulce 
de  la  vida  que  sea  posible. 

Una  sonrisa  cruel  agitó  las  barbas  del  ruso. 

— Pero  existe  la  Kiiltuv,  que  los  germanos  quieren  im¬ 
ponernos  y  que  resulta  lo  más  opuesto  á  la  civilización. 
La  civilización  es  el  afinamiento  del  espíritu,  el  respeto 
al  semejante,  la  tolerancia  de  la  opinión  ajena,  la  sua¬ 
vidad  de  las  costumbres.  La  Kultur  es  la  acción  de  un 
Estado  que  organiza  y  asimila  individuos  y  colectivi¬ 
dades  para  que  la  sirvan  en  su  misión.  Y  esta  misión 
consiste  principalmente  en  colocarse  por  encima  de  los 
otros  Estados,  aplastándolos  con  su  grandeza,  ó  lo  que 
es  lo  mismo,  orgullo,  ferocidad,  violencia. 

Habían  llegado  á  la  plaza  de  la  Estrella.  El  Arco  de 
Triunfo  destacaba  su  mole  obscura  en  el  espacio  estre¬ 
llado.  Las  avenidas  esparcían  en  todas  direcciones  una 
doble  fila  de  luces.  Los  faroles  situados  en  torno  del  mo¬ 
numento  iluminaban  sus  bases  gigantescas  y  los  pies 
de  los  grupos  escultóricos.  Más  arriba  se  cerraban  las 
sombras,  dando  al  claro  monumento  la  negra  densidad 
del  ébano. 

Atravesaron  la  plaza  y  el  Arco.  Al  verse  bajo  la  bó¬ 
veda,  que  repercutía,  agrandado,  el  eco  de  sus  pasos,  se 
detuvieron.  La  brisa  de  la  noche  tomaba  una  frialdad 
invernal  al  deslizarse  por  el  interior  de  la  construcción. 
La  bóveda  recortaba  las  aristas  de  sus  extremos  sobre 
el  difuso  azul  del  espacio.  Instintivamente  volvieron  los 
tres  la  cabeza  para  lanzar  una  mirada  á  los  Campos 
Elíseos,  que  habían  dejado  atrás.  Sólo  vieron  un  río  de 
sombra  en  el  que  fiotaban  rosarios  de  estrellas  rojas 
entre  dos  largas  escarpaduras  negras  formadas  por  los 
edificios.  Pero  estaban  familiarizados  con  el  panora¬ 
ma,  y  creyeron  contemplar  en  la  obscuridad,  sin  nin¬ 
gún  esfuerzo,  la  majestuosa  pendiente  de  la  avenida, 
la  doble  fila  de  palacios,  la  plaza  de  la  Concordia  en 
el  fondo  con  su  aguja  egipcia,  las  arboledas  de  las  Tu¬ 
nerías. 

— Esto  es  hermoso — dijo  Tchernoff,  que  veía  algo  más 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  147 


que  sombras — .  Toda  una  civilización  que  ama  la  paz  y 
la  dulzura  de  la  vida  ha  pasado  por  aquí. 

Un  recuerdo  enterneció  al  ruso.  Muchas  tardes,  des¬ 
pués  del  almuerzo,  había  encontrado  en  aquel  mismo 
lugar  á  un  hombre  robusto,  cuadrado,  de  barba  rubia  y 
ojos  bondadosos.  Parecía  un  gigante  detenido  en  mitad 
de  su  crecimiento.  Un  perro  le  acompañaba.  Era  Jaurés, 
su  amigo  Jaurés,  que  antes  de  ir  á  la  Cámara  daba  un 
paseo  hasta  el  Arco  desde  su  casa  de  Passy. 

— Le  gustaba  situarse  donde  nos  hallamos  en  este  mo¬ 
mento.  Contemplaba  las  avenidas,  los  jardines  lejanos, 
todo  el  París  que  se  ofrece  á  la  admiración  desde  esta 
altura.  Y  me  decía  conmovido:  «Esto  es  magnífico.  Una 
de  las  perspectivas  más  hermosas  que  pueden  encon¬ 
trarse  en  el  mundo...»  ¡Pobre  Jaurés! 

El  ruso,  por  una  asociación  de  ideas,  evocaba  la  ima¬ 
gen  de  su  compatriota  Miguel  Bakounine,  otro  revolu¬ 
cionario,  el  padre  del  anarquismo,  llorando  de  emoción 
en  un  concierto  luego  de  oir  la  sinfonía  con  coros  de 
Beethoven,  dirigida  por  un  joven  amigo  suyo  que  se 
llamaba  Ricardo  Wágner.  «Cuando  venga  nuestra  revo¬ 
lución — gritaba  estrechando  la  mano  del  maestro — y  pe¬ 
rezca  lo  existente,  habrá  que  salvar  esto  á  toda  costa.» 

Tchernoff  se  arrancó  á  sus  recuerdos  para  mirar  en 
torno  y  decir  con  tristeza: 

— Ellos  han  pasado  por  aquí. 

Cada  vez  que  atravesaba  el  Arco,  la  misma  imagen 
surgía  en  su  memoria.  «Ellos»  eran  miles  de  cascos  bri¬ 
llando  al  sol;  miles  de  gruesas  botas  levantándose  con 
mecánica  rigidez  todas  á  un  tiempo;  las  trompetas  cor¬ 
tas,  los  pífanos,  los  tamborcillos  planos,  conmoviendo 
el  augusto  silencio  de  la  piedra;  la  marcha  guerrera  de 
Lohengrin  sonando  en  las  avenidas  desiertas  ante  las 
casas  cerradas. 

El,  que  era  un  extranjero,  se  sentía  atraído  por  este 
monumento,  con  la  atracción  de  los  edificios  venerables 
que  guardan  la  gloria  de  los  ascendientes.  No  quería 
saber  quién  lo  había  creado.  Los  hombres  construyen 
creyendo  solidificar  una  idea  inmediata  que  halaga  su 
orgullo.  Luego  sobreviene  la  humanidad  de  más  amplia 
visión,  que  cambia  el  significado  de  la  obra  y  la  engran- 


148 


V.  BLASCO  IBANEZ 


dece,  despojándola  de  su  primitivo  egoísmo.  Las  esta¬ 
tuas  griegas,  modelos  de  suprema  belleza,  habían  sido 
en  su  origen  simples  imágenes  de  santuario  regaladas 
por  la  piedad  de  las  devotas  de  aquellos  tiempos.  Al 
evocar  la  grandeza  romana,  todos  veían  con  la  imagi¬ 
nación  el  enorme  Coliseo,  redondel  de  matanzas,  ó  los 
arcos  elevados  á  la  gloria  de  Césares  ineptos.  Las  obras 
representativas  de  los  pueblos  tenían  dos  significados: 
el  interior  é  inmediato  que  le  daban  sus  creadores,  y  el 
exterior,  de  un  interés  universal,  que  les  comunicaban 
luego  los  siglos,  haciendo  de  ellas  un  símbolo. 

— El  Arco — continuó  Tchernoff — es  francés  por  den¬ 
tro,  con  sus  nombres  de  batallas  y  generales  que  se 
prestan  á  la  crítica.  Exteriormente ,  es  el  monumento 
del  pueblo  que  hizo  la  más  grande  de  las  revoluciones 
y  de  todos  los  pueblos  que  creen  en  la  libertad.  La 
glorificación  del  hombre  está  allá  abajo,  en  la  columna 
de  la  plaza  Vendóme.  Aquí  no  hay  nada  individual. 
Sus  constructores  lo  elevaron  á  la  memoria  del  Gran 
Ejército,  y  ese  Gran  Ejército  fué  el  pueblo  en  armas  es¬ 
parciendo  por  toda  Europa  la  revolución.  Los  artistas, 
que  son  grandes  intuitivos,  presintieron  el  verdadero 
significado  de  esta  obra.  Los  guerreros  de  Eude  que 
entonan  la  Marsellesa  en  el  grupo  que  tenemos  á  la 
izquierda  no  son  militares  de  oficio,  son  ciudadanos 
armados  que  marchan  á  ejercer  su  apostolado  sublime 
y  violento.  Su  desnudez  me  hace  ver  en  ellos  unos  sans- 
culottes  con  casco  griego...  Aquí  hay  algo  más  que  la 
gloria  estrecha  y  egoísta  de  una  sola  nación.  Todos  en 
Europa  despertamos  á  una  nueva  vida  gracias  á  estos 
cruzados  de  la  libertad...  Los  pueblos  evocan  imágenes 
en  mi  pensamiento.  Si  recuerdo  á  Grecia,  veo  las  colum¬ 
natas  del  Partenón;  Eoma  señora  del  mundo  es  el  Co¬ 
liseo  y  el  Arco  de  Trajano;  la  Francia  revolucionaria  es 
el  Arco  de  Triunfo. 

Era  algo  más,  según  el  ruso.  Kepresentaba  un  gran 
desquite  histórico:  los  pueblos  del  Sur,  las  llamadas 
razas  latinas,  contestando  después  de  muchos  siglos  á 
la  invasión  que  había  destruido  el  poderío  romano;  los 
hombres  mediterráneos  esparciéndose  vencedores  por 
las  tierras  de  los  antiguos  bárbaros.  Habían  barrido 


LOS  GUATEO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  149 


el  pasado  como  una  ola  destructora,  para  retirarse  in¬ 
mediatamente.  La  gran  marea  depositaba  todo  lo  que 
envolvían  sus  entrañas,  como  las  aguas  de  ciertos  ríos 
que  fecundan  inundando.  Y  al  replegarse  los  hombres, 
quedaba  el  suelo  enriquecido  por  nuevas  y  generosas 
ideas. 

— ;Si  ellos  volviesen! — añadió  Tchernoff  con  un  gesto 
de  inquietud — .  ¡Si  pisasen  de  nuevo  estas  losas!...  La 
otra  vez  eran  unas  pobres  gentes  asombradas  de  su  rᬠ
pida  fortuna,  que  pasaron  por  aquí  como  un  mstico  por 
un  salón.  Se  contentaron  con  dinero  para  el  bolsillo  y  dos 
provincias  que  perpetuasen  el  recuerdo  de  su  victoria... 
Pero  ahora  no  serán  soldados  únicamente  los  que  mar¬ 
chen  contra  París.  A  la  cola  de  los  ejércitos  vienen,  como 
iracundas  cantineras,  los  Uerr  Professor^  llevando  al 
costado  el  tonelito  de  vino  con  pólvoni  que  enloquece  al 
bárbaro,  el  vino  de  la  Kultur,  Y  en  los  furgones  viene 
igualmente  un  bagaje  enorme  de  salvajismo  cientíñco, 
una  filosofía  nueva  que  glorifica  la  fuerza  como  princi¬ 
pio  y  santificación  de  todo,  niega  la  libertad,  suprime 
al  débil  y  coloca  al  mundo  entero  bajo  la  dependencia 
de  una  minoría  predilecta  de  Dios,  sólo  porque  dispone 
de  los  procedimientos  más  rápidos  y  seguros  de  dar  la 
muerte.  La  humanidad  debe  temblar  por  su  porvenir  si 
otra  vez  resuenan  bajo  esta  bóveda  las  botas  germánicas 
siguiendo  una  marcha  de  Wágner  ó  de  cualquier  Kapell- 
meister  de  regimiento. 

Se  alejaron  del  Arco,  siguiendo  la  avenida  Víctor 
Hugo.  Tchernoff  marchaba  silencioso,  como  si  le  hubiese 
entristecido  la  imagen  de  este  desfile  hipotético.  De 
pronto  continuó  en  alta  voz  el  curso  de  sus  reflexiones. 

■ — Y  aunque  entrasen,  ¿qué  importa?...  No  por  esto  mo¬ 
riría  el  Derecho.  Sufre  eclipses,  pero  renace;  puede  ser 
desconocido,  pisoteado,  pero  no  por  esto  deja  de  existir, 
y  todas  las  almas  buénas  lo  reconocen  como  única  regla 
de  vida.  Un  pueblo  de  locos  quiere  colocar  la  violencia 
sobre  el  pedestal  que  los  demás  han  elevado  al  Derecho. 
Empeño  inútil.  La  aspiración  de  los  hombres  será  eter¬ 
namente  que  exista  cada  vez  más  libertad,  más  frater¬ 
nidad,  más  justicia. 

Con  esta  afirmación  el  ruso  pareció  tranquilizarse. 


150 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

El  y  sus  acompañantes  hablaron  del  espectáculo  que 
ofrecía  París  preparándose  para  la  guerra.  Tchernoff 
se  apiadaba  de  los  grandes  dolores  provocados  por  la 
catástrofe,  de  los  miles  y  miles  de  tragedias  domésticas 
que  se  estaban  desarrollando  en  aquel  momento.  Nada 
había  cambiado  aparentemente.  En  el  centro  de  la  ciu¬ 
dad  y  en  torno  de  las  estaciones  se  desarrollaba  un 
movimiento  extraordinario,  pero  el  resto  de  la  inmensa 
urbe  no  delataba  el  gran  trastorno  de  su  existencia. 
La  calle  solitaria  ofrecía  el  mismo  aspecto  de  todas  las 
noches.  La  brisa  agitaba  dulcemente  las  hojas  de  los 
árboles.  Una  paz  solemne  parecía  desprenderse  del  es¬ 
pacio.  Las  casas  dormían;  pero  detrás  de  las  ventanas 
cerradas  se  adivinaba  el  insomnio  de  los  ojos  enrojeci¬ 
dos,  la  respiración  de  los  pechos  angustiosos  por  la  ame¬ 
naza  próxima,  la  agilidad  trémula  de  las  manos  prepa¬ 
rando  el  equipaje  de  guerra,  tal  vez  el  último  gesto  de 
amor,  cambiado  sin  placer,  con  besos  terminados  en  so¬ 
llozos. 

Tchernoff  se  acordó  de  sus  vecinos,  de  aquella  pareja 
que  ocupaba  el  otro  departamento  interior  detrás  del 
estudio.  Ya  no  sonaba  el  piano  de  ella.  El  ruso  había 
percibido  rumor  de  disputas,  choque  de  puertas  cerra¬ 
das  con  violencia  y  los  pasos  del  hombre,  que  se  iba  en 
plena  noche,  huyendo  de  los  llantos  femeniles.  Había 
empezado  á  desarrollarse  un  drama  al  otro  lado  de  los 
tabiques:  un  drama  vulgar,  repetición  de  otros  y  otros 
que  ocurrían  al  mismo  tiempo. 

— Ella  es  alemana — añadió  el  ruso — .  Nuestra  portera 
ha  husmeado  bien  su  nacionalidad.  El  se  habrá  mar¬ 
chado  á  estas  horas  para  incorporarse  á  su  regimiento. 
Anoche  apenas  pude  dormir.  Escuché  los  gemidos  de 
ella  á  través  de  la  pared;  un  llanto  lento,  desesperado, 
de  criatura  abandonada,  y  la  voz  del  hombre,  que  en 
vano  intentó  hacerla  callar...  ¡Qué  lluvia  de  tristezas 
cae  sobre  el  mundo! 

Aquella  misma  tarde,  al  salir  de  casa,  la  había  en¬ 
contrado  frente  á  su  puerta.  Parecía  otra  mujer,  con 
un  aire  de  vejez,  como  si  en  unas  horas  hubiese  vivido 
quince  años.  En  vano  había  intentado  animarla,  reco¬ 
mendándole  que  aceptase  con  serenidad  la  ausencia  de 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  161 


su  hombre,  para  no  hacer  daño  al  otro  ser  que  llevaba 
en  sus  entrañas. 

— Porque  esa  infeliz  va  á  ser  madre.  Oculta  su  estado 
con  cierto  pudor,  pero  yo  la  he  sorprendido  desde  mi 
ventana  arreglando  ropitas  de  niño. 

La  mujer  le  había  escuchado  como  si  no  le  entendie¬ 
se.  Las  palabras  eran  impotentes  ante  su  desesperación. 
Sólo  había  sabido  balbucear  como  si  hablase  con  ella 
misma:  «Yo  alemana...  El  se  va;  tiene  que  irse...  Sola... 
¡sola  para  siempre!...» 

— Piensa  en  su  nacionalidad,  que  le  separa  del  otro; 
piensa  en  el  campo  de  concentración  al  que  la  llevarán 
con  sus  compatriotas.  Le  da  miedo  el  abandono  en  un 
país  hostil  que  tiene  que  defenderse  de  la  agresión  de 
los  suyos...  Y  todo  esto  cuando  va  á  ser  madre.  ¡Qué  mi¬ 
serias!  ¡Qué  tristezas! 

Llegaron  á  la  rué  de  la  Pompe,  y  al  entrar  en  la  casa 
se  despidió  Tchernoff  de  sus  acompañantes  para  subir 
por  la  escalera  de  servicio.  Desnoy ers  quiso  prolongar 
la  conversación.  Temía  quedarse  á  solas  con  su  amigo  y 
que  resurgiese  su  mal  humor  por  las  recientes  contra¬ 
riedades.  La  conversación  con  el  ruso  le  interesaba.  Su¬ 
bieron  los  tres  por  el  ascensor.  Argensola  habló  de  la 
oportunidad  de  destapar  una  botella  de  las  muchas  que 
guardaba  en  la  cocina.  Tchernoff  podía  volver  á  su 
casa  por  la  puerta  del  estudio  que  daba  á  la  escalera  de 
servicio. 

El  amplio  ventanal  tenía  las  vidrieras  abiertas;  los 
huecos  sobre  el  patio  interior  estaban  abiertos  igual¬ 
mente;  una  brisa  continua  hacía  palpitar  las  cortinas, 
balanceando  los  faroles  antiguos,  las  banderas  apelilla¬ 
das  y  otros  adornos  del  estudio  romántico.  Tomaron 
asiento  en  torno  de  una  mesita,  junto  al  ventanal,  lejos 
de  las  luces  que  iluminaban  un  extremo  de  la  amplia 
pieza.  Estaban  en  la  penumbra,  vueltos  de  espaldas  al 
interior.  Tenían  ante  ellos  los  tejados  de  enfrente  y  un 
enorme  rectángulo  de  sombra  azul  perforada  por  la  fría 
agudeza  de  los  astros.  Las  luces  de  la  ciudad  coloreaban 
el  espacio  sombrío  con  un  reflejo  sangriento. 

Bebió  dos  copas  Tchernoff,  afirmando  con  chasqui¬ 
dos  de  lengua  el  mérito  del  líquido.  Los  tres  callaban, 


152 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

con  el  silencio  admirativo  y  temeroso  que  la  grandiosi¬ 
dad  de  la  noche  impone  á  los  hombres.  Sus  ojos  salta¬ 
ban  de  estrella  á  estrella,  agrupándolas  en  líneas  idea¬ 
les,  formando  triángulos  ó  cuadriláteros  de  fantástica 
irregularidad.  A  veces  el  fulgor  parpadeante  de  un  astro 
parecía  enganchar  al  paso  el  rayo  visual  de  sus  mira¬ 
das,  manteniéndolas  en  hipnótica  fijeza. 

El  ruso,  sin  salir  de  su  contemplación,  se  sirvió  otra 
copa.  Luego  sonrió  con  una  ironía  cruel.  Su  rostro  bar¬ 
budo  tomó  la  expresión  de  una  máscara  trágica  aso¬ 
mando  entre  los  telones  de  la  noche. 

— ¡Qué  pensarán  allá  arriba  de  los  hombres! — mur¬ 
muró — .  ¿Estará  enterada  alguna  estrella  de  que  existió 
Bismarck?...  ¿Conocerán  los  astros  la  misión  divina  del 
pueblo  germánico? 

Y  siguió  riendo. 

Algo  lejano  é  indeciso  turbó  el  silencio  de  la  noche 
deslizándose  por  el  fondo  de  una  de  las  grietas  que  cor¬ 
taban  la  inmensa  planicie  de  tejados.  Los  tres  avanzaron 
la  cabeza  para  escuchar  mejor...  Eran  voces.  Un  coro 
varonil  entonaba  un  himno  simple,  monótono,  grave. 
Más  bien  lo  adivinaban  con  el  pensamiento  que  lo  per¬ 
cibían  con  sus  oídos.  Varias  notas  sueltas  llegadas  hasta 
ellos  con  mayor  intensidad  en  una  de  las  fluctuaciones 
de  la  brisa  permitieron  á  Argensola  reconstituir  el  canto 
breve  rematado  por  un  aullido  melódico,  un  verdadero 
canto  de  guerra: 


C’est  VAlsace  et  Ja  Lorraine, 

,,  C’est  l^Alsace  quHl  nousfaíít. 

Oh,  oh,  oh,  oh. 

Un  nuevo  grupo  de  hombres  iba  á  lo  lejos,  por  el 
fondo  de  una  calle,  en  busca  de  la  estación  de  ferroca¬ 
rril,  puerta  de  la  guerra.  Debían  ser  de  los  barrios  exte¬ 
riores,  tal  vez  del  campo,  y  al  atravesar  París  envuelto 
en  silencio,  sentían  el  deseo  de  cantar  la  gran  aspiración 
nacional,  para  que  los  que  velaban  detrás  de  las  facha¬ 
das  obscuras  repeliesen  toda  perplejidad  sabiendo  que 
no  estaban  solos. 

— Lo  mismo  que  en  las  óperas — dijo  Julio  siguiendo 
los  últimos  sonidos  del  coro  invisible,  que  se  perdía... 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  153 


se  perdía,  devorado  por  la  distancia  y  la  respiración 
noctnrna. 

Tchernoff  siguió  bebiendo,  pero  con  aire  distraído, 
fijos  los  ojos  en  la  niebla  rojiza  que  flotaba  sobre  los 
tejados. 

Adivinaban  los  dos  amig’os  su  labor  mental  en  la  con¬ 
tracción  de  su  frente,  en  los  gruñidos  sordos  que  dejaba 
escapar  como  un  eco  del  monólogo  interior.  De  pronto 
saltó  de  la  reflexión  á  la  palabra,  sin  preparación  algu¬ 
na,  continuando  en  voz  alta  el  curso  de  sus  razona¬ 
mientos. 

—  ...Y  cuando  dentro  de  unas  horas  salga  el  sol,  el 
mundo  verá  correr  por  sus  campos  los  cuatro  jinetes  ene¬ 
migos  de  los  hombres...  Ya  piafan  sus  caballos  malignos 
con  la  impaciencia  de  la  carrera;  ya  sus  jinetes  de  des¬ 
gracia  se  conciertan  y  cruzan  las  últimas  palabras  antes 
de  saltar  sobre  la  silla. 

— ¿Qué  jinetes  son  esos? — ]3reguntó  Argensola. 

— Los  que  preceden  á  la  Bestia. 

Encontráronlos  dos  amigos  tan  ininteligible  esta  con¬ 
testación  como  las  palabras  anteriores.  Desnoyers  volvió 
á  repetirse  mentalmente:  «Está  borracho.»  Pero  su  curio¬ 
sidad  le  hizo  insistir.  ¿Y  qué  bestia  era  aquella? 

Le  miró  el  ruso  como  si  extrañase  la  pregunta.  Creía 
haber  hablado  en  alta  voz  desde  el  principio  de  sus  re¬ 
flexiones. 

— La  del  Apocalipsis. 

Se  hizo  un  silencio;  pero  el  laconismo  del  ruso  no  fué 
de  larga  duración.  Sintió  la  necesidad  de  expresar  su 
entusiasmo  por  el  soñador  de  la  roca  marina  de  Patmos. 
El  poeta  de  las  visiones  grandiosas  y  obscuras  ejercía 
influencia,  á  través  de  dos  mil  años,  sobre  este  revolu¬ 
cionario  místico  refugiado  en  el  último  piso  de  una  casa 
de  París.  Todo  lo  había  presentido  Juan.  Sus  delirios, 
ininteligibles  para  el  vulgo,  encerraban  el  misterio  de 
los  grandes  sucesos  humanos. 

Describió  Tchernoff  la  bestia  apocalíptica  surgiendo 
de  las  profundidades  del  mar.  Era  semejante  á  un  leo¬ 
pardo,  sus  pies  iguales  á  los  de  un  oso,  y  su  boca  un 
hocico  de  león.  Tenía  siete  cabezas  y  diez  cuernos.  De 
los  cuernos  pendían  diez  diademas,  y  en  cada  una  de 


154 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

las  siete  cabezas  llevaba  escrita  una  blasfemia.  Estas 
blasfemias  no  las  decía  el  evangelista,  tal  vez  porque 
eran  distintas,  según  las  épocas,  modificándose  cada 
mil  años,  cuando  la  bestia  hacía  una  nueva  aparición. 
El  ruso  leía  las  que  flameaban  ahora  en  las  cabezas  del 
monstruo:  blasfemias  contra  la  humanidad,  contra  la 
justicia,  contra  todo  lo  que  hace  tolerable  y  dulce  la  vida 
del  hombre.  «La  fuerza  es  superior  al  derecho...»  «El 
débil  no  debe  existir...»  «Sed  duros  para  ser  grandes...» 
Y  la  bestia,  con  toda  su  fealdad,  pretendía  gobernar  al 
mundo  y  que  los  hombres  la  rindiesen  adoración. 

— ¿Pero  los  cuatro  jinetes? — preguntó  Desnoy ers. 

Los  cuatro  jinetes  precedían  la  aparición  del  mons¬ 
truo  en  el  ensueño  de  Juan. 

Los  siete  sellos  del  libro  del  misterio  eran  rotos  por  el 
cordero  en  presencia  del  gran  trono  donde  estaba  sen¬ 
tado  alguien  que  parecía  de  jaspe.  El  arco  iris  formaba 
en  torno  de  su  cabeza  un  dosel  de  esmeralda.  Veinticua¬ 
tro  tronos  se  extendían  en  semicírculo,  y  en  ellos  vein¬ 
ticuatro  ancianos  con  vestiduras  blancas  y  coronas  de 
oro.  Cuatro  animales  enormes  cubiertos  de  ojos  y  con 
seis  alas  parecían  guardar  el  trono  mayor.  Sonaban  las 
trompetas  saludando  la  rotura  del  primer  sello. 

«¡Mira!»,  gritaba  al  poeta  visionario  con  voz  esten¬ 
tórea  uno  de  los  animales...  Y  aparecía  el  primer  jinete 
sobre  un  caballo  blanco.  En  la  mano  llevaba  un  arco  y 
en  la  cabeza  una  corona:  era  la  Conquista,  según  unos; 
la  Peste,  según  otros.  Podía  ser  ambas  cosas  á  la  vez.  Os¬ 
tentaba  una  corona,  y  esto  era  bastante  para  Tchernoff. 

«¡Surge!»,  gritaba  el  segundo  animal  removiendo  sus 
mil  ojos.  Y  del  sello  roto  saltaba  un  caballo  rojizo.  Su 
jinete  movía  sobre  la  cabeza  una  enorme  espada.  Era  la 
Guerra.  La  tranquilidad  huía  del  mundo  ante  su  galope 
furioso:  los  hombres  iban  á  exterminarse. 

Al  abrirse  el  tercer  sello,  otro  de  los  animales  ala¬ 
dos  mugía  como  un  trueno:  «¡Aparece!»  Y  Juan  veía  un 
caballo  negro.  El  que  lo  montaba  tenía  una  balanza  en 
la  mano  para  pesar  el  sustento  de  los  hombres.  Era  el 
Hambre. 

El  cuarto  animal  saludaba  con  un  bramido  la  rotura 
del  cuarto  sello:  «¡Salta!»  Y  aparecía  un  caballo  de  color 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  155 


pálido.  «El  que  lo  monta  se  llama  la  Muerte,  y  un 
poder  le  fué  dado  para  hacer  perecer  á  los  hombres  por 
la  espada,  por  el  hambre,  por  la  peste  y  por  las  bestias 
salvajes.» 

Los  cuatro  jinetes  emprendían  una  carrera  loca, 
aplastante,  sobre  las  cabezas  de  la  humanidad  ate¬ 
rrada. 

Tchernoff  describía  los  cuatro  azotes  de  la  tierra  lo 
mismo  que  si  los  viese  directamente.  El  jinete  del  ca¬ 
ballo  blanco  iba  vestido  con  un  traje  ostentoso  y  bárba¬ 
ro.  Su  rostro  oriental  se  contraía  odiosamente,  como  si 
husmease  las  víctimas.  Mientras  su  caballo  seguía  galo¬ 
pando,  él  armaba  el  arco  para  disparar  la  peste.  En  su 
espalda  saltaba  el  carcaj  de  bronce  lleno  de  flechas  pon¬ 
zoñosas  que  contenían  los  gérmenes  de  todas  las  enfer¬ 
medades,  lo  mismo  las  que  sorprenden  á  las  gentes  pa¬ 
cíficas  en  su  retiro  que  las  que  envenenan  las  heridas 
del  soldado  en  el  campo  de  batalla. 

El  segundo  jinete,  el  del  caballo  rojo,  manejaba  el 
enorme  mandoble  sobre  sus  cabellos,  erizados  por  la 
violencia  de  la  carrera.  Era  joven,  pero  el  fiero  entre¬ 
cejo  y  la  boca  contraída  le  daban  una  expresión  de  fe¬ 
rocidad  implacable.  Sus  vestiduras,  arremolinadas  por 
el  impulso  del  galope,  dejaban  al  descubierto  una  mus¬ 
culatura  atlética. 

Viejo,  calvo  y  horriblemente  descarnado,  el  tercer 
jinete  saltaba  sobre  el  cortante  dorso  del  caballo  negro. 
Sus  piernas  disecadas  oprimían  los  flancos  de  la  magra 
bestia.  Con  una  mano  enjuta  mostraba  la  balanza,  sím¬ 
bolo  del  alimento  escaso,  que  iba  á  alcanzar  el  valor 
del  oro. 

Las  rodillas  del  cuarto  jinete,  agudas  como  espue¬ 
las,  picaban  los  costados  del  caballo  pálido.  Su  piel 
apergaminada  dejaba  visibles  las  aristas  y  oquedades 
del  esqueleto.  Su  faz  de  calavera  se  contraía  con  la  risa 
sardónica  de  la  destrucción.  Los  brazos  de  caña  hacían 
voltear  una  hoz  gigantesca.  De  sus  hombros  angulosos 
pendía  un  harapo  de  sudario. 

Y  la  cabalgada  furiosa  de  los  cuatro  jinetes  pasaba 
como  un  huracán  sobre  la  inmensa  muchedumbre  de  los 
humanos.  El  cielo  tomaba  sobre  sus  cabezas  una  penum- 


m 


V.  BLASCO  IBANEZ 


bra  lívida  de  ocaso.  Monstruos  horribles  y  disformes  ale¬ 
teaban  en  espiral  sobre  la  furiosa  razzia^  como  una  escol¬ 
ta  repugnante.  La  pobre  humanidad,  loca  de  miedo,  huía 
en  todas  direcciones  al  escuchar  el  galope  de  la  Peste, 
la  Guerra,  el  Hambre  y  la  Muerte.  Hombres  y  mujeres, 
jóvenes  y  ancianos,  se  empujaban  y  caían  al  suelo  en 
todas  las  actitudes  y  gestos  del  pavor,  del  asombro,  de 
la  desesperación.  Y  el  caballo  blanco,  el  rojo,  el  negro  y 
el  pálido  los  aplastaban  con  indiferencia  bajo  sus  herra¬ 
duras  implacables:  el  atleta  oía  el  crujido  de  sus  costi¬ 
llajes  rotos,  el  niño  agonizaba  agarrado  al  pecho  mater¬ 
nal,  el  viejo  cerraba  para  siempre  los  párpados  con  un 
gemido  infantil. 

— Dios  se  ha  dormido,  olvidando  al  mundo — continuó 
el  ruso — .  Tardará  mucho  en  despertar,  y  mientras  él 
duerme,  los  cuatro  jinetes  feudatarios  de  la  Bestia  corre¬ 
rán  la  tierra  como  únicos  señores. 

Se  exaltaba  con  sus  palabras.  Abandonando  su  asien¬ 
to,  iba  de  un  lado  á  otro  con  grandes  pasos.  Le  parecía 
débil  su  descripción  de  las  cuatro  calamidades  vistas  por 
el  poeta  sombrío.  Un  gran  pintor  había  dado  forma  cor¬ 
poral  á  estos  terribles  ensueños. 

— Yo  tengo  un  libro  —  murmuraba — ,  un  libro  pre¬ 
cioso. 

Y  repentinamente  huyó  del  estudio,  dirigiéndose  á  la 
escalera  interior  para  entrar  en  sus  habitaciones.  Quería 
traer  el  libro  para  que  lo  viesen  sus  amigos.  Argensola 
le  acompañó.  Poco  después  volvieron  con  el  volumen. 
Habían  dejado  abiertas  las  puertas  tras  de  ellos.  Se  esta¬ 
bleció  una  corriente  de  aire  más  fuerte  entre  los  huecos 
de  las  fachadas  y  el  patio  interior. 

Tchernoff  colocó  bajo  una  lámpara  su  libro  precioso. 
Era  un  volumen  impreso  en  1511,  con  texto  latino  y  gra¬ 
bados.  Desnoyers  leyó  el  título:  Apocalipsis  cum  figuris. 
Los  grabados  eran  de  Alberto  Dúrero:  una  obra  de  ju¬ 
ventud,  cuando  el  maestro  sólo  tenía  veintisiete  años. 
Los  tres  quedaron  en  extática  admiración  ante  la  lámina 
que  representaba  la  loca  carrera  de  los  jinetes  apocalíp¬ 
ticos.  El  cuádruple  azote  se  precipitaba  con  un  impulso 
arrollador  sobre  sus  monturas  fantásticas,  aplastando  á 
la  humanidad  loca  de  espanto. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  Í57 


Algo  ocurrió  de  pronto  que  hizo  salir  á  los  tres  hom¬ 
bres  de  su  contemplación  admirativa;  algo  extraordi¬ 
nario,  indefinible:  un  gran  estrépito  que  pareció  entrar 
directamente  en  su  cerebro  sin  pasar  por  los  oídos;  un 
choque  en  su  corazón.  El  instinto  les  advirtió  que  algo 
grave  acababa  de  ocurrir. 

Quedaron  en  silencio,  mirándose:  un  silencio  de  se¬ 
gundos,  que  fué  interminable. 

Por  las  puertas  abiertas  llegó  un  ruido  de  alarma 
procedente  del  patio:  persianas  que  se  abrían,  pasos 
atropellados  en  los  diversos  pisos,  gritos  de  sorpresa  y 
de  terror. 

Los  tres  corrieron  instintivamente  hacia  las  ventanas 
interiores.  Antes  de  llegar  á  ellas,  el  ruso  tuvo  un  pre¬ 
sentimiento. 

— Mi  vecina...  Debe  ser  mi  vecina.  Tal  vez  se  ha  ma¬ 
tado. 

Al  asomarse  vieron  luces  en  el  fondo;  gentes  que  se 
agitaban  en  torno  de  un  bulto  tendido  sobre  las  baldo¬ 
sas.  La  alarma  había  poblado  instantáneamente  todas 
las  ventanas.  Era  una  noche  sin  sueño,  una  noche  de 
nerviosidad,  que  mantenía  á  todos  en  doíorosa  vigilia. 

— Se  ha  matado — dijo  una  voz  que  parecía  surgir  de  un 
pozo — .  Es  la  alemana,  que  se  ha  matado. 

La  explicación  de  la  portera  saltó  de  ventana  en  ven¬ 
tana  hasta  el  último  piso. 

El  ruso  movió  la  cabeza  con  expresión  fatal.  La  in¬ 
feliz  no  había  dado  sola  el  salto  de  muerte.  Alguien  pre¬ 
senciaba  su  desesperación,  alguien  la  había  empujado... 
¡Los  jinetes!  ¡Los  cuatro  jinetes  del  Apocalipsis!...  Ya 
estaban  sobre  la  silla;  ya  emprendían  su  galope  impla¬ 
cable,  arrollador. 

Las  fuerzas  ciegas  del  mal  iban  á  correr  libres  por 
el  mundo. 

Empezaba  el  suplicio  de  la  humanidad  bajo  la  cabal¬ 
gada  salvaje  de  sus  cuatro  enemigos. 


SEGUNDA  PARTE 


I 


LAS  ENVIDIAS  DE  DON  MARCELO 


El  primer  movimiento  del  viejo  Desnoyers  fué  de 
asombro  al  convencerse  de  que  la  guerra  resultaba  in¬ 
evitable.  La  humanidad  se  había  vuelto  loca.  ¿Era  posi¬ 
ble  una  guerra  con  tantos  ferrocarriles,  tantos  buques  de 
comercio,  tantas  máquinas,  tanta  actividad  desarrollada 
en  la  costra  de  la  tierra  y  sus  entrañas?...  Las  naciones 
se  arruinarían  para  siempre.  Estaban  acostumbradas  á 
necesidades  y  gastos  que  no  conocieron  los  pueblos  de 
hace  un  siglo.  El  capital  era  dueño  del  mundo,  y  la 
guerra  iba  á  matarlo;  pero  á  su  vez  moriría  ella  á  los 
pocos  meses,  falta  de  dinero  para  sostenerse.  Su  alma  de 
hombre  de  negocios  se  indignó  ante  los  centenares  de 
miles  de  millones  que  la  loca  aventura  iba  á  invertir  en 
humo  y  matanzas. 

Como  su  indignación  necesitaba  ñjarse  en  algo  inme¬ 
diato,  hizo  responsables  de  la  gran  locura  á  sus  mismos 
compatriotas.  ¡Tanto  hablar  de  la  «revancha»!  ¡Preocu¬ 
parse  durante  cuarenta  y  cuatro  años  de  dos  provincias 
perdidas,  cuando  la  nación  era  dueña  de  tierras  enormes 
é  inútiles  en  otros  continentes!...  Iban  á  tocar  los  resul¬ 
tados  de  tanta  insensatez  exasperada  y  ruidosa. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  1B9 


La  guerra  significaba  para  él  un  desastre  á  breve 
j:  1)1  azo.  No  tenía  fe  en  su  país:  la  época  de  Francia  había 
pasado.  Ahora  los  triunfadores  eran  los  pueblos  del 
Norte,  y  sobre  todos,  aquella  Alemania  que  él  había 
I  visto  de  cerca,  admirando  con  cierto  pavor  su  discipli- 
j  na,  su  dura  organización.  El  antiguo  obrero  sentía  el 
i  instinto  conservador  y  egoísta  de  todos  los  que  llegan  á 
amasar  millones.  Despreciaba  los  ideales  políticos,  pero 
por  solidaridad  de  clase  había  aceptado  en  los  últimos 
años  todas  las  declamaciones  contra  los  escándalos  del 
régimen.  ¿Qué  podía  hacer  una  República  corrompida  y 
desorganizada  ante  el  Imperio  más  sólido  y  fuerte  de  la 
tierra?. . . 

«Vamos  á  la  muerte — se  decía  á  solas — .  ¡Peor  que 
I  en  el  70!...  Nos  tocará  ver  cosas  horribles.» 

El  orden  y  el  entusiasmo  con  que  acudían  los  fran¬ 
ceses  al  llamamiento  de  la  nación,  convirtiéndose  en 
soldados,  produjeron  en  él  una  extrañeza  inmensa.  A 
impulsos  de  esta  sacudida  moral,  empezó  á  creer  en 
algo.  La  gran  masa  de  su  país  era  buena;  el  pueblo  va¬ 
lía,  como  en  otros  tiempos.  Cuarenta  y  cuatro  años  de 
alarma  y  angustia  habían  hecho  florecer  las  antiguas 
virtudes.  Pero  ¿y  los  jefes?  ¿Dónde  estaban  los  jefes  para 
marchar  á  la  victoria?... 

!  Su  pregunta  la  repetían  muchos.  El  anonimato  del 
régimen  democrático  y  de  la  paz  mantenía  al  país  en 
una  ignorancia  completa  acerca  de  sus  futuros  caudillos. 
Todos  veían  cómo  se  formaban  hora  por  hora  los  ejérci¬ 
tos;  muy  pocos  conocían  á  los  generales.  Un  nombre 
empezó  á  sonar  de  boca  en  boca:  «Joffre...  Joffre».  Sus 
primeros  retratos  hicieron  agolparse  á  la  muchedumbre 
i  curiosa.  Desnoyers  lo  contempló  atentamente:  «Tiene 
I  aspecto  de  buena  persona.»  Sus  instintos  de  hombre  de 
orden  se  sintieron  halagados  por  el  aire  grave  y  sereno 
del  general  de  la  República.  Experimentó  de  pronto  una 
gran  confianza,  semejante  á  la  que  le  inspiraban  los  ge¬ 
rentes  de  Banco  de  buena  presencia.  A  este  señor  se  le 
podían  confiar  los  intereses,  sin  miedo  á  que  hiciese  lo- 
i  curas. 

La  avalancha  de  entusiasmo  y  emociones  acabó  por 
arrastrar  á  Desnoyers.  Como  todos  los  que  le  rodeaban, 


160 


F.  BLASCO  IBAÑEZ 

vio  minutos  que  eran  horas  y  horas  que  parecían  años. 
Los  sucesos  se  atropellaban;  el  mundo  parecía  resarcirse 
en  una  semana  del  largo  quietismo  de  la  paz. 

El  viejo  vivió  en  la  calle,  atraído  por  el  espectáculo 
que  ofrecía  la  muchedumbre  civil  saludando  á  la  otra 
muchedumbre  uniformada  que  partía  para  la  guerra. 

Por  la  noche  presenció  en  los  bulevares  el  paso  de 
las  manifestaciones.  La  bandera  tricolor  aleteaba  sus 
colores  bajo  los  faros  eléctricos.  Los  cafés,  desbordantes 
de  público,  lanzaban  por  las  bocas  inflamadas  de  sus 
puertas  y  ventanas  el  rugido  musical  de  las  canciones 
patrióticas.  De  pronto  se  abría  el  gentío  en  el  centro  de 
la  calle,  entre  aplausos  y  vivas.  Toda  Europa  pasaba 
por  allí;  toda  Europa — menos  los  dos  Imperios  enemi¬ 
gos —  saludaba  espontáneamente  con  sus  aclamaciones 
á  la  Francia  en  peligro.  Iban  desfilando  las  banderas 
de  los  diversos  pueblos  con  todas  las  tintas  del  iris,  y 
detrás  de  ellas  los  rusos,  de  ojos  claros  y  místicos;  los 
ingleses,  con  la  cabeza  descubierta,  entonando  cánticos 
de  religiosa  gravedad;  los  griegos  y  rumanos,  de  perfil 
aquilino;  los  escandinavos,  blancos  y  rojos;  los  ameri¬ 
canos  del  Norte,  con  la  ruidosidad  de  un  entusiasmo 
algo  pueril;  los  hebreos  sin  patria,  amigos  del  país  de 
las  revoluciones  igualitarias;  los  italianos,  arrogantes 
como  un  coro  de  tenores  heroicos;  los  españoles  y  sud¬ 
americanos,  incansables  en  sus  vítores.  Eran  estudian¬ 
tes  y  obreros  que  perfeccionaban  sus  conocimientos  en 
escuelas  y  talleres;  refugiados  que  se  habían  acogido  á 
la  hospitalaria  playa  de  París  como  náufragos  de  gue¬ 
rras  y  revoluciones.  Sus  gritos  no  tenían  significación 
oficial.  Todos  estos  hombres  se  movían  con  espontáneo 
impulso,  deseosos  de  manifestar  su  amor  á  la  República. 
Y  Desnoyers,  conmovido  por  el  espectáculo,  pensaba  que 
Francia  era  todavía  algo  en  el  mundo,  que  aún  ejercía 
una  fuerza  moral  sobre  los  pueblos,  y  sus  alegrías  ó  sus 
desgracias  interesaban  á  la  humanidad. 

«En  Berlín  y  en  Viena — se  dijo — también  gritarán 
de  entusiasmo  en  este  momento...  Pero  los  del  país  nada 
más.  De  seguro  que  ningún  extranjero  se  une  ostensi¬ 
blemente  á  sus  manifestaciones.» 

El  pueblo  de  la  Revolución,  legisladora  de  los  Dere- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  161 


chos  del  Hombre,  recolectaba  la  gratitud  de  las  muche¬ 
dumbres.  Empezó  á  sentir  cierto  remordimiento  ante  el 
entusiasmo  de  los  extranjeros  que  ofrecían  su  sangre  á 
Francia.  Muchos  se  lamentaban  de  que  el  gobierno  re¬ 
tardase  veinte  días  la  admisión  de  voluntarios,  hasta 
que  hubiesen  terminado  las  operaciones  de  la  moviliza¬ 
ción.  ¡Y  él,  que  había  nacido  francés,  dudaba  horas  an¬ 
tes  de  su  país! 

Un  día  la  corriente  popular  le  llevaba  á  la  estación 
del  Este.  Una  masa  humana  se  aglomeraba  contra  la 
verja,  desbordándose  en  tentáculos  por  las  calles  inme¬ 
diatas.  La  estación,  que  iba  adquiriendo  la  importancia 
de  un  lugar  histórico,  parecía  un  túnel  estrecho  por  el 
que  intentaba  deslizarse  todo  un  río,  con  grandes  cho¬ 
ques  y  rebullimientos  contra  sus  paredes.  Una  parte  de 
la  Francia  en  armas  se  lanzaba  por  esta  salida  de  París 
hacia  los  campos  de  batalla  de  la  frontera. 

Desnoyers  sólo  había  estado  dos  veces  allí,  á  la  ida 
y  al  regreso  de  su  viaje  á  Alemania.  Otros  emprendían 
ahora  el  mismo  camino.  Las  muchedumbres  populares 
iban  acudiendo  de  los  extremos  de  la  ciudad  para  ver 
cómo  desaparecían  en  el  interior  de  la  estación  masas 
humanas  de  contornos  geométricos,  uniformemente  ves¬ 
tidas,  con  relámpagos  de  acero  y  cadencioso  acompaña¬ 
miento  de  choques  metálicos.  Los  medios  puntos  de  cris¬ 
tales,  que  brillaban  al  sol  como  bocas  ígneas,  tragaban 
y  tragaban  gente.  Por  la  noche  continuaba  el  desfile  á 
la  luz  de  los  focos  eléctricos.  A  través  de  las  verjas  pa¬ 
saban  miles  y  miles  de  corceles;  hombres  con  el  pecho 
forrado  de  hierro  y  cabelleras  pendientes  del  casco,  lo 
mismo  que  los  paladines  de  remotos  siglos;  cajas  enormes 
que  servían  de  jaula  á  los  cóndores  de  la  aeronáutica; 
rosarios  de  cañones  estrechos  y  largos,  pintados  de  gris, 
protegidos  por  mamparas  de  acero,  más  semejantes  á 
instrumentos  astronómicos  que  á  bocas  de  muerte;  masas 
y  masas  de  kepis  rojos  moviéndose  con  el  ritmo  de  la 
marcha,  y  filas  de  fusiles,  unos  negros  y  escuetos,  for¬ 
mando  lúgubres  cañaverales,  otros  rematados  por  bayo¬ 
netas  que  parecían  espigas  luminosas.  Y  sobre  estos  cam¬ 
pos  inquietos  de  mieses  de  acero,  las  banderas  de  los 
regimientos  se  estremecían  en  el  aire  como  pájaros  de 


11 


162 


V.  BLASCO  IBANEZ 


colores:  el  cuerpo  blanco,  un  ala  azul,  la  otra  roja,  una 
corbata  de  oro  en  el  cuello,  y  en  lo  alto  el  pico  de  bron¬ 
ce,  el  hierro  de  la  lanza  que  apuntaba  á  las  nubes. 

De  estas  despedidas  volvía  don  Marcelo  á  su  casa  vi¬ 
brante  y  con  los  nervios  fatigados,  como  el  que  acaba 
de  presenciar  un  espectáculo  de  ruda  emoción.  A  pesar 
de  su  carácter  tenaz,  que  se  resistía  siempre  á  reconocer 
el  propio  error,  el  viejo  empezó  á  sentir  vergüenza  por 
sus  dudas  anteriores.  La  nación  vivía,  Francia  era  un 
gran  pueblo;  las  apariencias  le  habían  engañado  como  á 
otros  muchos.  Tal  vez  los  más  de  sus  compatriotas  fuesen 
de  carácter  ligero  y  olvidadizo,  entregados  con  exceso 
á  los  sensualismos  de  la  vida;  pero  cuando  llegaba  la 
hora  del  peligro,  cumplían  su  deber  simplemente,  sin 
necesitar  la  dura  imposición  que  sufren  los  pueblos  so¬ 
metidos  á  férreas  organizaciones. 

En  la  mañana  del  cuarto  día  de  movilización,  al  sa¬ 
lir  de  su  casa,  en  vez  de  encaminarse  al  centro  de  la 
ciudad  marchó  con  rumbo  opuesto,  hacia  la  rué  de  la 
Pompe.  Algunas  palabras  imprudentes  de  Chichi  y  las 
miradas  inquietas  de  su  esposa  y  su  cuñada  le  hicieron 
sospechar  que  Julio  había  regresado  de  su  viaje.  Sintió 
necesidad  de  ver  de  lejos  las  ventanas  del  estudio,  como 
si  esto  pudiese  proporcionarle  noticias.  Y  para  justificar 
ante  su  propia  conciencia  una  exploración  que  contras¬ 
taba  con  sus  propósitos  de  olvido,  se  acordó  de  que  su 
carpintero  habitaba  en  dicha  calle. 

«Vamos  á  ver  á  Roberto.  Hace  una  semana  que  me 
prometió  venir.» 

Este  Roberto  era  un  mocetón  que  se  había  «emanci¬ 
pado  de  la  tiranía  patronal»,  según  sus  propias  palabras, 
trabajando  solo  en  su  casa.  Una  pieza  casi  subterránea 
le  servía  de  habitación  y  de  taller.  La  compañera,  á  la 
que  llamaba  «mi  asociada»,  corría  con  el  cuidado  de  su 
persona  y  del  hogar,  mientras  un  niño  iba  creciendo 
agarrado  á  sus  faldas.  Desnoy ers  consentía  á  Roberto 
sus  declamaciones  contra  los  burgueses,  porque  se  pres¬ 
taba  á  todos  sus  caprichos  de  incesante  arreglador  de 
muebles.  En  la  lujosa  vivienda  de  la  avenida  Víctor 
Hugo,  el  carpintero  cantaba  la  Internacional  mientras 
movía  la  sierra  ó  el  martillo.  Esto  y  sus  grandes  atre- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  163 


vimientos  de  lenguaje  lo  perdonaba  el  señor,  teniendo 
en  cuenta  la  baratura  de  su  trabajo. 

Al  llegar  al  pequeño  taller  le  vio  con  la  gorra  sobre 
una  oreja,  anchos  pantalones  de  pana  á  la  mameluca, 
borceguíes  claveteados  y  varias  banderitas  y  escarape¬ 
las  tricolores  en  las  solapas  de  la  chaqueta. 

— Llega  tarde,  patrón — dijo  alegremente — .  Va  á  ce¬ 
rrarse  la  fábrica.  El  dueño  ha  sido  movilizado  y  dentro 
de  unas  horas  se  incorporará  á  su  regimiento. 

Y  señalaba  un  papel  manuscrito  fijo  en  la  puerta  de 
su  tugurio,  á  semejanza  de  los  carteles  impresos  que  figu¬ 
raban  en  todos  los  establecimientos  de  París  para  indi¬ 
car  que  patronos  y  dependientes  habían  obedecido  la 
orden  de  movilización. 

Nunca  se  le  había  ocurrido  á  Desnoy ers  que  su  car¬ 
pintero  pudiera  convertirse  en  soldado.  Era  rebelde  á 
toda  imposición  de  autoridad.  Odiaba  á  los  fiics^  los  poli¬ 
cías  de  París,  con  los  que  había  cambiado  puñetazos  y 
palos  en  todas  las  revueltas.  El  militarismo  era  su  pre¬ 
ocupación.  En  los  mítines  contra  la  tiranía  del  cuartel 
había  figurado  como  uno  de  los  manifestantes  más  rui¬ 
dosos.  ¿Y  este  revolucionario  iba  á  la  guerra  con  la  me¬ 
jor  voluntad,  sin  esfuerzo  alguno?... 

Roberto  habló  con  entusiasmo  del  regimiento,  de 
la  vida  entre  camaradas,  teniendo  la  muerte  á  cuatro 
pasos. 

— Creo  en  mis  ideas  lo  mismo  que  antes,  patrón — con¬ 
tinuó,  como  si  adivinase  lo  que  pensaba  el  otro — ;  pero 
la  guerra  es  la  guerra,  y  enseña  muchas  cosas;  entre 
ellas,  que  la  libertad  debe  ir  acompañada  de  orden  y  de 
mando.  Es  preciso  que  alguien  dirija  y  que  los  demás 
sigan,  por  voluntad,  por  consentimiento...  pero  que  si¬ 
gan.  Cuando  llega  la  guerra  se  ven  las  cosas  de  distinto 
modo  que  cuando  uno  está  en  su  casa  haciendo  lo  que 
quiere. 

La  noche  que  asesinaron  á  Jaurés  rugió  de  cólera, 
anunciando  que  la  mañana  siguiente  sería  de  venganza. 
Había  buscado  á  los  compañeros  de  su  sección  para 
enterarse  de  lo  que  proyectaban  contra  los  burgueses. 
Pero  la  guerra  iba  á  estallar.  Algo  había  en  el  aire  que 
se  oponía  á  la  lucha  civil,  que  dejaba  en  momentáneo 


164 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

olvido  los  agravios  particulares,  concentrando  todas  las 
almas  en  una  aspiración  común. 

— Hace  una  semana  —  continuó  —  era  antimilitarista. 
¡Qué  lejos  me  parece  eso!  Como  si  hubiese  transcurrido 
un  año...  Sigo  pensando  como  antes:  amo  la  paz,  odio 
la  guerra;  y  como  yo,  todos  los  camaradas.  Pero  los 
franceses  no  hemos  provocado  á  nadie  y  nos  amenazan, 
quieren  esclavizarnos...  Seamos  fieras,  ya  que  nos  obli¬ 
gan  á  serlo,  y  para  defendernos  bien,  que  nadie  salga 
de  la  fila,  que  todos  obedezcan.  La  disciplina  no  está 
reñida  con  la  revolución.  Acuérdese  de  los  ejércitos  de 
la  primera  Eepública:  todos  ciudadanos,  lo  mismo  los 
generales  que  los  soldados;  pero  Hoche,  Kleber  y  los 
otros  eran  rudos  compadres  que  sabían  mandar  é  impo¬ 
ner  la  obediencia. 

Este  carpintero  tenía  sus  letras.  Además  de  los  perió¬ 
dicos  y  folletos  de  «la  idea»  había  leído  en  cuadernos 
sueltos  á  Michelet  y  otros  artistas  de  la  Historia. 

—  Vamos  á  hacer  la  guerra  á  la  guerra  —  añadió — . 
Nos  batiremos  para  que  esta  guerra  sea  la  última. 

Su  afirmación  no  le  pareció  bastante  clara,  y  siguió 
diciendo: 

— Nos  batiremos  por  el  porvenir;  moriremos  para  que 
nuestros  nietos  no  conozcan  estas  calamidades.  Si  triun¬ 
fasen  los  enemigos  triunfaría  la  continuación  de  la  gue¬ 
rra  y  la  conquista  como  único  medio  de  engrandecerse. 
Primero  se  apoderarían  de  Europa;  luego,  del  resto  del 
mundo.  Los  despojados  se  sublevarían  más  adelante: 
¡nuevas  guerras!...  Nosotros  no  queremos  conquistas. 
Deseamos  recuperar  Alsacia  y  Lorena  porque  fueron 
nuestras  y  sus  habitantes  quieren  volver  con  nosotros... 
Y  nada  más.  No  imitaremos  á  los  enemigos  apropián¬ 
donos  territorios  y  poniendo  en  peligro  la  tranquilidad 
del  mundo.  Tuvimos  bastante  con  Napoleón;  no  hay  que 
repetir  la  aventura.  Vamos  á  batirnos  por  nuestra  segu¬ 
ridad  y  al  mismo  tiempo  por  la  seguridad  del  mundo, 
por  la  vida  de  los  pueblos  débiles.  Si  fuese  una  guerra 
de  agresión,  de  vanidad,  de  conquista,  nos  acordaría¬ 
mos  de  nuestro  antimilitarismo.  Pero  es  de  defensa,  y 
los  gobernantes  no  tienen  culpa  de  ello.  Nos  vemos  ata' 
^ados  y  todos  debemos  marchar  unidos. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  165 


El  carpintero,  que  era  anticlerical,  mostraba  una  to¬ 
lerancia  generosa,  una  amplitud  de  ideas  que  abarcaba 
á  todos  los  hombres.  El  día  anterior  había  encontrado  en 
la  alcaldía  de  su  distrito  á  un  reservista  que  iba  -á  partir 
con  él,  incorporándose  al  mismo  regimiento.  Una  ojeada 
le  había  bastado  para  reconocer  que  era  un  cura. 

— Yo  soy  carpintero — le  había  dicho  presentándose — . 
¿Y  usted,  compañero...  trabaja  en  las  iglesias? 

Empleaba  este  eufemismo  para  que  el  sacerdote  no 
pudiese  sospechar  en  él  intenciones  ofensivas.  Los  dos 
se  habían  estrechado  la  mano. 

— Yo  no  estoy  por  la  calotte — continuó,  dirigiéndose 
á  Desnoyers — .  Hace  tiempo  que  me  puse  mal  con  Dios. 
Pero  en  todas  partes  hay  buenas  personas,  y  las  buenas 
personas  deben  entenderse  en  estos  momentos.  ¿No  lo 
cree  así,  patrón? 

La  guerra  halagaba  sus  aficiones  igualitarias.  Antes 
de  ella,  al  hablar  de  la  futura  revolución  sentía  un  ma¬ 
ligno  placer  imaginándose  que  todos  los  ricos,  iDrivados 
de  su  fortuna,  tendrían  que  trabajar  para  subsistir. 
Ahora  le  entusiasmaba  que  todos  los  franceses  partici¬ 
pasen  de  la  misma  suerte,  sin  distinción  de  clases. 

— Todos  mochila  á  la  espalda  y  comiendo  rancho. 

Y  hacía  extensiva  la  militar  sobriedad  á  los  que  se 
quedaban  á  espaldas  del  ejército.  La  guerra  traería  gran¬ 
des  escaseces:  todos  iban  á  conocer  el  pan  ordinario. 

— Y  usted,  patrón,  que  es  viejo  para  ir  á  la  guerra, 
tendrá  que  comer  como  yo,  con  todos  sus  millones... 
Reconozca  que  esto  es  hermoso. 

Desnoyers  no  se  ofendía  por  la  maliciosa  satisfacción 
que  inspiraban  al  carpintero  sus  futuras  privaciones.  Es¬ 
taba  pensativo.  Un  hombre  como  aquel,  adversario  de 
todo  lo  existente  y  que  no  tenía  nada  material  que  de¬ 
fender,  marchaba  á  la  guerra,  á  la  muerte,  por  un  ideal 
generoso  y  lejano,  por  evitar  que  la  humanidad  del  por¬ 
venir  conociese  los  horrores  actuales.  Al  hacer  esto  no 
vacilaba  en  sacrificar  su  antigua  fe,  todas  las  creencias 
acariciadas  hasta  la  víspera...  ¡Y  él,  que  era  uno  de  los 
privilegiados  de  la  suerte,  que  poseía  tantas  cosas  ten¬ 
tadoras  necesitadas  de  defensa,  entregado  á  la  duda  y 
la  crítica!... 


166 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Horas  después  volvió  á  encontrar  al  carpintero  cerca 
del  Arco  de  Triunfo.  Formaba  grupo  con  varios  traba¬ 
jadores  de  igual  aspecto  que  él,  y  este  grupo  iba  unido 
á  otros^y  otros  que  eran  como  una  representación  de 
todas  las  clases  sociales;  burgueses  bien  vestidos,  seño¬ 
ritos  finos  y  anémicos,  licenciados  de  raído  chaqué,  faz 
pálida  y  gruesos  lentes,  curas  jóvenes  que  sonreían  con 
cierta  malicia,  como  si  se  comprometiesen  en  una  cala¬ 
verada.  Al  frente  del  rebaño  humano  iba  un  sargento 
y  á  retaguardia  varios  soldados  con  el  fusil  al  hombro. 
¡Adelante  los  reservistas!... 

Y  un  bramido  musical,  una  melopea  grave,  amena¬ 
zante  y  monótona  surgía  de  esta  masa  de  bocas  redon¬ 
das,  brazos  en  péndulo  y  piernas  que  se  abrían  y  cerra¬ 
ban  lo  mismo  que  compases. 

Roberto  entonaba  con  energía  el  guerrero  estribi¬ 
llo.  Le  temblaban  los  ojos  y  los  caídos  bigotes  de  galo. 
A  pesar  de  su  traje  de  pana  y  su  bolsa  de  lienzo  re¬ 
pleta,  tenía  el  mismo  aspecto  grandioso  y  heroico  de  las 
figuras  de  Rude  en  el  Arco  de  Triunfo.  La  «asociada»  y 
el  niño  trotaban  por  la  acera  inmediata  para  acompa¬ 
ñarle  hasta  la  estación.  Apartaba  los  ojos  de  ellos  para 
Jiablar  con  un  compañero  de  fila ,  afeitado  y  de  as¬ 
pecto  grave:  indudablemente  el  cura  que  había  cono¬ 
cido  el  día  antes.  Tal  vez  se  tuteaban  ya,  con  la  fra¬ 
ternidad  que  inspira  á  los  hombres  el  contacto  de  la 
muerte. 

Siguió  el  millonario  con  una  mirada  de  respeto  á 
su  carpintero,  desmesuradamente  agrandado  al  formar 
parte  de  esta  avalancha  humana.  Y  en  su  respeto  había 
algo  de  envidia:  la  envidia  que  surge  de  una  conciencia 
insegura. 

Cuando  don  Marcelo  pasaba  malas  noches,  sufriendo 
pesadillas,  un  motivo  de  terror,  siempre  el  mismo,  ator¬ 
mentaba  su  imaginación.  Rara  vez  soñaba  en  peligros 
mortales  para  él  ó  los  suyos.  La  visión  espantosa  consis¬ 
tía  siempre  en  el  hecho  de  que  le  presentaban  al  cobro 
documentos  de  crédito  suscritos  con  su  firma,  y  él,  Mar¬ 
celo  Desnoyers,  el  hombre  fiel  á  sus  compromisos,  con 
todo  un  pasado  de  probidad  inmaculada,  no  podía  pa¬ 
garlos.  La  posibilidad  de  esto  le  hacía  temblar,  y  des- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  167 


piiés  de  haber  despertado  sentía  aún  su  pecho  oprimido 
por  el  terror.  Para  su  imaginación,  esta  era  la  mayor 
deshonra  que  puede  sufrir  un  hombre. 

Al  trastornarse  su  existencia  con  las  agitaciones  de 
la  guerra,  reaparecían  las  mismas  angustias.  Completa¬ 
mente  despierto,  en  pleno  uso  de  razón,  sufría  un  supli¬ 
cio  igual  al  que  experimentaba  en  sueños  viendo  su  nom¬ 
bre  sin  honra  al  pie  de  un  documento  incobrable. 

Todo  el  pasado  surgía  ante  sus  ojos  con  extraordina¬ 
ria  claridad,  como  si  hasta  entonces  se  hubiese  mante¬ 
nido  borroso,  en  una  confusión  de  x->enumbra.  La  tierra 
amenazada  de  Francia  era  la  suya.  Quince  siglos  de 
Historia  habían  trabajado  para  él,  para  que  encontrase 
al  abrir  los  ojos  progresos  y  comodidades  que  no  cono¬ 
cieron  sus  ascendientes.  Muchas  generaciones  de  Desno- 
yers  habían  preparado  su  advenimiento  á  la  vida  bata¬ 
llando  con  la  tierra,  defendiéndola  de  enemigos,  dán¬ 
dole  al  nacer  una  familia  y  un  hogar  libres...  Y  cuando 
le  tocaba  su  turno  para  continuar  este  esfuerzo,  cuando 
le  llegaba  la  vez  en  el  rosario  de  generaciones,  ¡huía  lo 
mismo  que  un  deudor  que  elude  el  pag’o!...  Había  con¬ 
traído  al  venir  al  mundo  compromisos  con  la  tierra  de 
sus  padres,  con  el  grupo  humano  al  que  debía  la  exis¬ 
tencia.  Esta  obligación  era  preciso  pagarla  con  sus  bra¬ 
zos,  con  el  sacrificio  que  rechaza  al  peligro...  Y  él  había 
eludido  el  reconocin:iiento  de  su  firma,  fugándose  y  trai¬ 
cionando  á  sus  ascendientes.  ¡Ah,  desgraciado!  Nada 
importaba  el  éxito  material  de  su  existencia,  la  riqueza 
adquirida  en  un  país  remoto.  Hay  faltas  que  no  se  borran 
con  millones.  La  intranquilidad  de  su  conciencia  era  la 
prueba.  También  lo  eran  la  envidia  y  el  respeto  que  le 
inspiraba  aquel  pobre  menestral  marchando  al  encuen¬ 
tro  de  la  muerte  con  otros  seres  igualmente  humildes, 
enardecidos  todos  por  la  satisfacción  del  deber  cumpli¬ 
do,  del  sacrificio  aceptado. 

El  recuerdo  de  Madariaga  surgía  en  su  memoria. 

«Donde  nos  hacemos  ricos  y  formamos  una  familia, 
allí  está  nuestra  patria.» 

No,  no  era  cierta  la  afirmación  del  centauro.  En  tiem¬ 
pos  normales,  tal  vez.  Lejos  del  país  de  origen  y  cuando 
no  corre  éste  ningún  peligro,  se  le  puede  olvidar  por 


168 


F.  BLASCO  IBAÑEZ 

algunos  años.  Pero  él  vivía  ahora  en  Francia,  y  Francia 
tenía  que  defenderse  de  enemigos  que  deseaban  supri¬ 
mirla.  El  espectáculo  de  todos  sus  habitantes  levantán¬ 
dose  en  masa  representaba  para  Desnoyers  una  tortura 
vergonzosa.  Contemplaba  á  todas  horas  lo  que  él  debía 
haber  hecho  en  su  juventud  y  no  quiso  hacer. 

Los  veteranos  del  70  iban  por  las  calles  exhibiendo 
en  la  solapa  su  cinta  verde  y  negra,  recuerdo  de  las 
privaciones  del  sitio  de  París  y  de  las  campañas  heroi¬ 
cas  é  infaustas.  La  vista  de  estos  hombres  satisfechos 
de  su  pasado  le  hacía  palidecer.  Nadie  se  acordaba  del 
suyo;  pero  lo  conocía  él,  y  era  bastante.  En  vano  su  razón 
intentaba  apaciguar  esta  tempestad  interior...  Aquellos 
tiempos  habían  sido  otros:  no  existía  la  unanimidad  de 
la  hora  presente;  el  Imperio  era  impopular;  todo  estaba 
perdido...  Pero  el  recuerdo  de  una  frase  célebre  se  fijaba 
en  su  memoria  como  una  obsesión:  «¡Quedaba  Francia!» 
Muchos  pensaban  lo  mismo  que  él  en  su  juventud,  y  sin 
embargo  no  habían  huido  para  eludir  el  servicio  de  las 
armas;  se  habían  quedado,  intentando  la  última  y  des¬ 
esperada  resistencia. 

Inútiles  sus  razonamientos  buscando  excusas.  Los 
grandes  sentimientos  prescinden  del  raciocinio,  por  in¬ 
útil.  Para  hacer  comprender  los  ideales  políticos  y  religio¬ 
sos  son  indispensables  explicaciones  y  demostraciones: 
el  sentimiento  de  la  patria  no  cesitaba  nada  de  esto.  La 
patria...  es  la  patria.  Y  el  obrero  de  las  ciudades  incré¬ 
dulo  y  burlón,  el  labriego  egoísta,  el  pastor  solitario, 
todos  se  mueven  al  conjuro  de  esta  palabra,  compren¬ 
diéndola  instantáneamente,  sin  previas  enseñanzas. 

«Es  preciso  pagar — repetía  mentalmente  don  Mar¬ 
celo — .  Debo  pagar  mi  deuda.» 

Y  experimentaba,  como  en  los  ensueños,  la  angustia 
del  hombre  probo  y  desesperado  que  desea  cumplir  sus 
compromisos. 

¡Pagar!...  ¿Y  cómo?  Ya  era  tarde.  Por  un  momento 
se  le  ocurrió  la  heroica  resolución  de  ofrecerse  como 
voluntario,  de  marchar  con  la  bolsa  al  costado  en  uno 
de  aquellos  grupos  de  futuros  combatientes,  lo  mismo 
que  su  carpintero.  Pero  la  inutilidad  del  sacrificio  sur¬ 
gía  en  su  pensamiento.  ¿De  qué  podía  servir?...  Parecía 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  169 


robusto,  se  mantenía  fuerte  para  su  edad,  pero  estaba 
más  allá  de  los  sesenta  años,  y  sólo  los  jóvenes  pue¬ 
den  ser  buenos  soldados.  Batirse  lo  hace  cualquiera.  El 
tenía  ánimos  sobrados  para  tomar  un  fusil.  Pero  el  com¬ 
bate  no  es  mas  que  un  accidente  de  la  lucha.  Lo  pesa¬ 
do,  lo  anonadador,  son  las  operaciones  y  sacrificios  que 
preceden  al  combate:  las  marchas  interminables,  los 
rigores  de  la  temperatura,  las  noches  á  cielo  raso,  re¬ 
mover  la  tierra,  abrir  trincheras,  cargar  carros,  sufrir 
í  hambre...  No:  era  demasiado  tarde.  Ni  siquiera  tenía 
un  nombre  ilustre  para  que  su  sacrificio  pudiese  servir 
de  ejemplo. 

Instintivamente  miraba  atrás.  No  estaba  solo  en  el 
mundo:  tenía  un  hijo  que  podía  responder  por  la  deuda 
'  del  padre...  Pero  esta  esperanza  sólo  duraba  un  mo¬ 
mento.  Su  hijo  no  era  francés:  pertenecía  á  otro  pueblo; 
la  mitad  de  su  sangre  era  de  diversa  procedencia.  Ade- 
'  más,  ¿cómo  podía  sentir  las  mismas  preocupaciones  que 
él?  ¿Llegaría  á  entenderlas  si  su  padre  se  las  exponía?... 

¡  Era  inútil  esperar  nada  de  este  danzarín  gracioso  bus- 
¡  cado  por  las  mujeres;  de  este  bravo  de  frívolo  coraje, 

I  que  exponía  su  vida  en  duelos  para  satisfacer  un  honor 
pueril. 

¡La  modestia  del  rudo  señor  Desnoyers  después  de 
estas  reflexiones!...  Su  familia  sintió  asombro  al  ver  el 
!  encogimiento  y  la  dulzura  con  que  se  movía  dentro  de 
I  la  casa.  Los  dos  criados  de  gesto  imponente  habían  ido 
i  á  incorporarse  á  sus  regimientos,  y  la  mayor  sorpresa 
¡  que  les  reservó  la  declaración  de  guerra  fué  la  bondad 
repentina  del  amo,  la  abundancia  de  regalos  á  su  des¬ 
pedida,  el  cuidado  paternal  con  que  vigilaba  sus  prepa¬ 
rativos  de  viaje.  El  temible  don  Marcelo  los  abrazó  con 
los  ojos  húmedos.  Los  dos  tuvieron  que  esforzarse  para 
que  no  les  acompañase  á  la  estación. 

Fuera  de  su  casa  se  deslizaba  con  humildad,  como 
1  si  pidiese  perdón  mudamente  á  las  gentes  que  le  rodea¬ 
ban.  Todos  le  parecían  superiores  á  él.  Los  tiempos  eran 
de  crisis  económica:  los  ricos  conocían  momentánea¬ 
mente  la  pobreza  y  la  inquietud;  los  Bancos  habían 
suspendido  sus  operaciones  y  sólo  pagaban  una  exigua 
parte  de  sus  depósitos.  El  millonario  se  vió  privado  por 


170 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

unas  semanas  de  su  riqueza.  Además,  sentía  inquietud 
al  apreciar  el  porvenir  incierto.  ¿Cuánto  tiempo  iba  á 
transcurrir  antes  de  que  le  enviasen  dinero  de  América? 
¿No  llegaría  á  suprimir  la  guerra  las  fortunas  lo  mismo 
que  las  vidas?...  Y  sin  embargo,  nunca  Desnoyers  apre¬ 
ció  menos  el  dinero  ni  dispuso  de  él  con  mayor  genero¬ 
sidad. 

Numerosos  movilizados  de  aspecto  popular  que  mar¬ 
chaban  sueltos  hacia  las  estaciones  encontraron  á  un 
señor  que  los  detenía  con  timidez,  se  llevaba  una  mano 
á  un  bolsillo  y  dejaba  en  su  diestra  el  billete  de  veinte 
francos,  huyendo  inmediatamente  ante  sus  ojos  asom¬ 
brados.  Las  obreras  llorosas  que  volvían  de  decir  adiós 
á  sus  hombres  vieron  al  mismo  señor  sonreir  á  los  niños 
que  marchaban  junto  á  ellas,  acariciar  sus  mejillas  y 
alejarse,  abandonando  en  sus  manos  la  pieza  de  cinco 
francos. 

Don  Marcelo,  que  nunca  había  fumado,  frecuentó  los 
despachos  de  tabaco.  Salía  de  ellos  con  las  manos  y  los 
bolsillos  repletos,  para  abrumar  con  una  prodigalidad 
de  paquetes  al  primer  soldado  que  encontraba.  A  veces 
el  favorecido  sonreía  cortésmente,  dando  las  gracias  con 
palabras  reveladoras  de  un  origen  superior,  y  pasaba  el 
regalo  á  otros  compañeros  que  vestían  un  capote  tan 
grosero  y  mal  cortado  como  el  suyo.  El  servicio  obliga¬ 
torio  le  hacía  incurrir  con  frecuencia  en  estos  errores. 

Las  manos  rudas,  al  oprimir  la  suya  con  un  apretón 
agradecido,  le  dejaban  satisfecho  por  unos  minutos.  ;Ay, 
no  poder  hacer  más!...  El  gobierno,  al  movilizar  los 
vehículos,  le  había  tomado  tres  de  sus  automóviles  mo¬ 
numentales.  Desnoyers  se  entristeció  porque  no  se  lle¬ 
vaban  su  cuarto  mastodonte.  ¡Para  lo  que  servía!  Los 
pastores  del  rebaño  monstruoso,  el  chófer  y  sus  ayudan¬ 
tes,  habían  partido  también  para  incorporarse  al  ejérci¬ 
to.  Todos  se  marchaban.  Finalmente  sólo  quedarían  él  y 
su  hijo:  dos  inutilidades. 

Eugió  al  enterarse  de  la  entrada  de  los  enemigos  en 
Bélgica,  considerando  este  suceso  la  traición  más  inau¬ 
dita  de  la  Historia.  Se  avergonzaba  al  recordar  que  en 
los  primeros  momentos  había  hecho  responsables  de  la 
guerra  á  los  patriotas  exaltados  de  su  país...  ¡Qué  per- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  171 


fidia,  metódicamente  preparada  con  largos  años  de  an¬ 
ticipación!  Los  relatos  de  saqueos,  incendios  y  matan¬ 
zas  le  hacían  palidecer,  rechinando  los  dientes.  A  él,  á 
Marcelo  Desnoy ers,  le  podía  ocurrir  lo  mismo  que  á  los 
infelices  belgas  si  los  bárbaros  invadían  su  país.  Tenía 
una  casa  en  la  ciudad,  un  castillo  en  el  campo,  una  fa¬ 
milia.  Por  una  asociación  de  ideas,  las  mujeres  víctimas 
de  la  soldadesca  le  hacían  pensar  en  su  Chichi  y  en  la 
buena  doña  Luisa.  Los  ediñcios  en  llamas  evocaban  el 
recuerdo  de  todos  los  muebles  raros  y  costosos  amonto¬ 
nados  en  sus  dos  viviendas  y  que  eran  como  los  blasones 
de  su  elevación  social.  Los  ancianos  fusilados,  las  ma¬ 
dres  de  entrañas  abiertas,  los  niños  con  las  manos  cor¬ 
tadas,  todos  los  sadismos  de  una  guerra  de  terror,  des¬ 
pertaban  la  violencia  de  su  carácter. 

—  ¡Y  esto  puede  ocurrir  impunemente  en  nuestra 
época!... 

Para  convencerse  de  que  el  castigo  estaba  próximo, 
de  que  la  venganza  marchaba  al  encuentro  de  los  cul¬ 
pables,  sentía  la  necesidad  de  confundirse  diariamente 
con  el  gentío  aglomerado  en  torno  de  la  estación  del 
Este. 

El  grueso  de  las  tropas  operaba  en  las  fronteras,  pero 
no  por  esto  disminuía  la  animación  en  este  lugar.  Ya  no 
se  embarcaban  batallones  enteros,  pero  día  y  noche  los 
hombres  de  combate  iban  entrando  en  la  estación  sueltos 
ó  por  grupos.  Eran  reservistas  sin  uniforme  que  mar¬ 
chaban  á  incorporarse  á  sus  regimientos,  oñciales  que 
habían  estado  ocupados  hasta  entonces  en  los  trabajos  de 
la  movilización,  pelotones  en  armas  destinados  á  llenar 
los  grandes  huecos  abiertos  por  la  muerte. 

La  muchedumbre,  oprimida  contra  las  verjas,  salu¬ 
daba  á  los  que  partían,  acompañándolos  con  los  ojos 
mientras  atravesaban  el  gran  patio.  Eran  anunciadas  á 
gritos  las  últimas  ediciones  de  los  periódicos.  La  masa 
obscura  se  moteaba  de  blanco,  leyendo  con  avidez  las 
hojas  impresas.  Una  buena  noticia;  «¡Viva  Francia!...» 
Un  despacho  confuso  que  hacía  presentir  un  descalabro: 
«No  importa.  Hay  que  sostenerse  de  todos  modos.  Los 
rusos  avanzarán  á  sus  espaldas.»  Y  mientras  se  desarro¬ 
llaban  los  diálogos  inspirados  por  estas  nuevas,  y  mu- 


V.  BLASCO  IBANEZ 


172 

chas  jóvenes  convertidas  en  vendedoras  iban  entre  los 
grupos  ofreciendo  banderitas  y  escarapelas  tricolores, 
continuaban  pasando  por  el  patio  solitario,  para  des¬ 
aparecer  detrás  de  las  puertas  de  cristales,  hombres  y 
más  hombres  que  iban  á  la  guerra. 

Un  subteniente  de  la  reserva,  con  un  saco  al  hom¬ 
bro,  llegó  acompañado  de  su  padre  hasta  la  fila  de  poli¬ 
cías  que  cerraba  el  paso  á  la  muchedumbre.  Desnoyers 
encontró  al  oficial  cierta  semejanza  con  su  hijo.  El  viejo 
ostentaba  en  la  solapa  la  cinta  verde  y  negra  de  1870: 
la  condecoración  evocadora  del  remordimiento.  Era  alto, 
enjuto,  y  aún  pretendía  erguirse  más  poniendo  un  gesto 
fosco.  Deseaba  mostrarse  fiero,  inhumano,  para  ocultar 
su  emoción. 

—  ¡Adiós,  muchacho!  Pórtate  bien. 

—  ¡Adiós,  padre! 

No  se  dieron  la  mano:  evitaban  que  sus  miradas  se 
encontrasen.  El  oficial  sonreía  como  un  autómata.  El 
padre  volvió  bruscamente  la  espalda,  y  atravesando  el 
gentío  se  metió  en  un  café.  Necesitaba  el  rincón  más 
obscuro,  la  banqueta  más  oculta,  para  disimular  por  unos 
minutos  su  emoción. 

Y  el  señor  Desnoyers  envidió  este  dolor. 

Unos  reservistas  avanzaron  cantando,  precedidos  de 
una  bandera.  Se  empujaban  y  bromeaban,  adivinándose 
en  su  excitación  largas  detenciones  en  todas  las  taber¬ 
nas  encontradas  al  paso.  Uno  de  ellos,  sin  interrumpir 
su  canto,  oprimía  la  diestra  de  una  viejecita  que  mar¬ 
chaba  á  su  lado,  serena  y  con  los  ojos  secos.  La  madre 
reunía  sus  fuerzas  para  acompañar  á  su  mocetón,  con 
una  falsa  alegría,  hasta  el  último  momento. 

Otros  llegaban  sueltos,  despegados  de  sus  compañe¬ 
ros,  pero  no  por  esto  iban  solos.  El  fusil  colgaba  de  uno 
de  sus  hombros,  las  espaldas  estaban  abrumadas  i^or  la 
joroba  de  la  mochila,  las  piernas  rojas  salían  y  se  ocul¬ 
taban  entre  las  alas  vueltas  del  capote  azul,  la  pipa 
humeaba  bajo  la  visera  del  kepis.  Delante  de  uno  de 
ellos  caminaban  cuatro  niños,  alineados  por  orden  de 
estatura.  Volvían  la  cabeza  para  admirar  al  padre,  súbi¬ 
tamente  engrandecido  por  los  arreos  militares.  A  su  lado 
marchaba  la  compañera,  af afile  y  sumisa,  lo  mismo  que 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  173 


en  las  primeras  semanas  de  relaciones,  sintiendo  en  su 
alma  simple  un  reflorecimiento  de  amor,  una  prima¬ 
vera  extemporánea,  nacida  al  contacto  del  peligro.  El 
hombre,  obrero  de  París  que  tal  vez  cantaba  un  mes 
antes  la  Internacional,  pidiendo  la  desaparición  de  los 
ejércitos  y  la  fraternidad  de  todos  los  humanos,  iba 
ahora  en  busca  de  la  muerte.  Su  mujer  contenía  los 
sollozos  y  le  admiraba.  El  cariño  y  la  conmiseración  le 
hacían  insistir  en  sus  recomendaciones.  En  la  mochila 
había  puesto  los  mejores  pañuelos,  los  pocos  víveres  que 
guardaba  en  casa,  todo  el  dinero.  Su  hombre  no  debía 
inquietarse  por  ella  y  los  hijos.  Saldrían  del  mal  paso 
como  pudiesen.  El  gobierno  y  las  buenas  almas  se  en¬ 
cargarían  de  su  suerte. 

El  soldado  bromeaba  ante  el  talle  algo  deforme  de  su 
mujer,  saludando  al  ciudadano  próximo  á  surgir,  anun¬ 
ciándole  un  nacimiento  en  plena  victoria.  Un  beso  á  la 
compañera,  un  cariñoso  repelón  á  la  prole,  y  luego  se 
unió  con  los  camaradas...  Nada  de  lágrimas.  ¡Valor!... 
¡Viva  Francia! 

Las  recomendaciones  de  los  que  se  marchaban  eran 
oídas.  Nadie  lloraba.  Pero  al  desaparecer  el  último  pan¬ 
talón  rojo,  muchas  manos  se  agarraron  convulsas  á  los 
hierros  de  la  verja,  muchos  pañuelos  fueron  mordidos 
con  rechinamiento  de  dientes,  muchas  cabezas  se  ocul¬ 
taron  bajo  el  brazo  con  estertor  angustioso. 

Y  el  señor  Desnoyers  envidió  estas  lágrimas. 

La  vieja,  al  perder  en  su  arrugada  mano  el  contacto 
de  la  diestra  del  hijo,  se  volvió  hacia  donde  creía  que 
estaba  el  país  hostil,  agitando  los  brazos  con  furor  ho¬ 
micida: 

— ¡Ah,  bandido!...  ¡Bandido! 

Volvía  á  ver  con  la  imaginación  el  rostro  tantas  ve¬ 
ces  contemplado  en  las  páginas  ilustradas  de  los  perió¬ 
dicos:  unos  bigotes  de  insolente  alborotamiento;  una 
boca  con  dentadura  de  lobo,  que  reía...  reía  como  de¬ 
bieron  reir  los  hombres  de  la  época  de  las  cavernas. 

Y  el  señor  Desnoyers  envidió  esta  cólera. 


174 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


II 


VIDA  NUEVA 


Cuando  Margarita  pudo  volver  al  estudio  de  la  rué 
de  la  Pompe,  Julio,  que  vivía  en  perpetuo  mal  humor, 
viéndolo  todo  con  sombríos  colores,  se  sintió  animado 
por  un  optimismo  repentino. 

La  guerra  no  iba  á  ser  tan  cruel  como  se  la  imagi¬ 
naban  todos  al  principio.  Diez  días  iban  transcurridos, 
y  empezaba  á  hacerse  menos  visible  el  movimiento  de 
tropas.  Al  disminuir  el  número  de  hombres  en  las  calles, 
la  población  femenina  parecía  haber  aumentado.  Las 
gentes  se  quejaban  de  escasez  de  dinero;  los  Bancos  se¬ 
guían  cerrados  para  el  pago.  En  cambio,  la  muchedum¬ 
bre  sentía  una  necesidad  de  gastos  extraordinarios  para 
acaparar  víveres.  El  recuerdo  del  70,  con  las  crueles 
escaseces  del  sitio,  atormentaba  las  imaginaciones.  Ha¬ 
bía  estallado  una  guerra  con  el  mismo  enemigo,  y  á 
todos  les  parecía  lógico  la  repetición  de  iguales  acci¬ 
dentes.  Los  almacenes  de  comestibles  se  veían  asediados 
por  las  mujeres,  que  hacían  acopio  de  alimentos  rancios 
á  precios  exorbitantes  para  guardarlos  en  sus  casas.  El 
hambre  futura  producía  mayor  espanto  que  los  peligros 
inmediatos. 

Estas  eran  para  Desnoyers  todas  las  transformaciones 
que  la  guerra  había  realizado  en  torno  de  él.  Las  gentes 
acabarían  por  acostumbrarse  á  la  nueva  existencia.  La 
humanidad  posee  una  fuerza  de  adaptación  que  le  per¬ 
mite  amoldarse  á  todo  para  continuar  subsistiendo.  El 
esperaba  continuar  su  vida  como  si  nada  hubiese  ocurri¬ 
do.  Bastaba  para  esto  que  Margarita  siguiese  ñel  á  su 
pasado.  Juntos  verían  deslizarse  los  acontecimientos  con 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  lio 


la  cruel  voluptuosidad  del  que  contempla  una  inunda¬ 
ción,  sin  riesgo  alguno,  desde  una  altura  inaccesible. 

Esta  calma  de  testigo  egoísta  de  los  sucesos  se  la  ha¬ 
bía  inspirado  Argén  sola. 

— Seamos  neutros — afirmaba  el  bohemio — .  Neutrali¬ 
dad  no  significa  indiferencia.  Gocemos  del  gran  espec¬ 
táculo,  ya  que  en  toda  nuestra  vida  volverá  á  ofrecerse 
otro  semejante. 

Lástima  que  la  guerra  les  pillase  con  tan  poco  dine¬ 
ro...  Argensola  odiaba  á  los  Bancos  más  aún  que  á  los 
Imperios  centrales,  distinguiendo  con  una  antipatía  es¬ 
pecial  al  establecimiento  de  crédito  que  demoraba  el 
pago  del  cheque  de  Julio.  ¡Tan  hermoso  que  habría  sido 
presenciar  los  acontecimientos  con  toda  clase  de  como¬ 
didades,  gracias  á  esta  enorme  cantidad!...  Para  reme¬ 
diar  las  penurias  domésticas  volvía  á  impetrar  el  auxi¬ 
lio  de  doña  Luisa.  La  guerra  había  debilitado  las  pre¬ 
cauciones  de  don  Marcelo,  y  la  familia  vivía  ahora  en 
un  descuido  generoso.  La  madre,  á  imitación  de  otras 
dueñas  de  casa,  hacía  provisiones  para  meses  y  meses, 
adquiriendo  cuantos  víveres  podía  encontrar.  El  se  apro¬ 
vechó  de  esto,  menudeando  sus  visitas  á  la  casa  de  la 
avenida  Víctor  Hugo  para  descender  por  la  escalera  de 
servicio  grandes  paquetes  que  engrosaban  las  provisio¬ 
nes  del  estudio. 

Todas  las  alegrías  de  una  buena  ama  de  llaves  las 
conoció  al  contemplar  los  tesoros  guardados  en  su  co¬ 
cina:  grandes  latas  de  carne  en  conserva,  pirámides  de 
botes,  sacos  de  legumbres  secas.  Tenía  allí  para  el  man¬ 
tenimiento  de  una  larga  familia.  Además,  la  guerra  le 
había  servido  de  pretexto  para  hacer  nuevas  visitas  á  la 
bodega  de  don  Marcelo. 

— Pueden  venir — decía  con  gesto  heroico  al  pasar  re¬ 
vista  á  su  almacén — ;  pueden  venir  cuando  quieran. 
Estamos  preparados  para  hacerles  frente. 

El  cuidado  y  aumento  de  sus  víveres  y  la  averigua¬ 
ción  de  noticias  eran  las  dos  funciones  que  ocupaban  su 
existencia.  Necesitaba  adquirir  diez,  doce,  quince  perió¬ 
dicos  por  día;  unos  porque  eran  reaccionarios,  y  á  él  le 
entusiasmaba  la  novedad  de  ver  unidos  á  todos  los  fran¬ 
ceses;  otros  porque,  siendo  radicales,  debían  estar  mejor 


176 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

enterados  de  las  noticias  recibidas  por  el  gobierno.  Apa¬ 
recían  á  mediodía,  á  las  tres,  á  las  cuatro,  á  las  cinco  de 
la  tarde.  Media  hora  de  retraso  en  el  nacimiento  de  una 
hoja  infundía  grandes  esperanzas  en  el  público,  que  se 
imaginaba  encontrar  noticias  estupendas.  Todos  se  arre¬ 
bataban  los  últimos  suplementos;  todos  llevaban  los  bol¬ 
sillos  repletos  de  papel,  esperando  con  ansiedad  nuevas 
publicaciones  para  adquirirlas.  Y  todas  las  hojas  decían 
aproximadamente  lo  mismo. 

Argensola  percibió  cómo  se  iba  formando  en  su  in¬ 
terior  un  alma  simple,  entusiasta  y  crédula,  capaz  de 
admitir  las  cosas  más  inverosímiles.  Esta  alma  la  adivi¬ 
naba  igualmente  en  todos  los  que  vivían  cerca  de  él.  A 
veces,  su  antiguo  espíritu  de  crítica  parecía  encabritar¬ 
se;  pero  la  duda  era  rechazada  como  algo  deshonroso. 
Vivía  en  un  mundo  nuevo,  y  era  natural  que  ocurriesen 
cosas  extraordinarias  que  no  podían  medirse  ni  expli¬ 
carse  por  el  antiguo  raciocinio.  Y  comentaba  con  alegría 
infantil  los  relatos  maravillosos  de  los  periódicos:  com¬ 
bates  de  un  pelotón  de  franceses  ó  de  belgas  con  regi¬ 
mientos  enteros  de  enemigos,  poniéndolos  en  desorde¬ 
nada  fuga;  el  miedo  de  los  alemanes  á  la  bayoneta,  que 
les  hacía  correr  como  liebres  apenas  sonaba  la  carga;  la 
ineficacia  de  la  artillería  germánica,  cuyos  proyectiles 
estallaban  mal. 

Era  para  él  ordinario  y  lógico  que  la  pequeña  Bél¬ 
gica  venciese  á  la  colosal  Alemania:  una  repetición  del 
encuentro  de  David  y  Goliat,  con  todas  las  metáforas  é 
imágenes  que  este  choque  desigual  había  inspirado  á 
través  de  los  siglos.  Como  la  mayor  parte  de  la  nación, 
tenía  la  mentalidad  de  un  lector  de  libro  de  caballerías 
que  se  siente  defraudado  cuando  el  héroe,  un  hombre 
solo,  no  parte  mil  enemigos  de  un  revés.  Buscaba  con 
predilección  los  periódicos  más  exagerados,  los  que  pu¬ 
blicaban  más  historias  de  encuentros  sueltos,  de  accio¬ 
nes  individuales,  que  nadie  sabía  con  certeza  dónde 
habían  ocurrido. 

La  intervención  de  Inglaterra  en  los  mares  le  hizo 
imaginar  un  hambre  espantosa,  fulminante,  providen¬ 
cial,  que  martirizaba  á  los  enemigos.  A  los  diez  días  de 
bloqueo  marítimo  creía  de  buena  fe  que  en  Alemania 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  177 


vivía  la  gente  como  iin  grupo  de  náufragos  sobre  una 
balsa  de  tablones.  Esto  le  hizo  menudear  sus  visitas  á- 
la  cocina,  admirando  emocionado  sus  paquetes  de  co¬ 
mestibles. 

— ¡Lo  que  darían  en  Berlín  por  mi  tesoro!... 

Nunca  comió  mejor  Argensola.  La  consideración  de 
las  grandes  carestías  sufridas  por  el  adversario  espoleaba 
su  apetito,  dándole  una  capacidad  monstruosa.  El  pan 
blanco,  de  corteza  dorada  y  crujiente,  le  sumía  en  un 
éxtasis  religioso. 

—  ¡Si  el  amigo  Guillermo  pillase  estol — decía  á  su 
compañero. 

Mascaba  y  tragaba  con  avidez;  alimentos  y  líquidos, 
al  pasar  por  su  boca,  adquirían  un  nuevo  sabor  raro  y 
divino.  El  hambre  ajena  era  para  él  un  excitante,  una 
salsa  de  interminable  deleite. 

Francia  le  inspiraba  entusiasmo,  pero  á  Eusia  le 
concedía  mayor  crédito.  ¡Ah,  los  cosacos!...  Hablaba 
de  ellos  como  de  íntimos  amigos.  Describía  los  terribles 
jinetes  de  galope  vertiginoso,  impalpables  como  fantas¬ 
mas,  y  tan  terribles  en  su  cólera,  que  el  adversario  no 
podía  mirarlos  de  frente.  En  la  portería  de  su  casa  y  en 
varios  establecimientos  de  la  calle  le  escuchaban  con 
todo  el  respeto  que  merece  un  señor  que,  por  ser  extran¬ 
jero,  puede  hablar  mejor  que  otros  de  las  cosas  extran¬ 
jeras. 

— Los  cosacos  ajustarán  las  cuentas  á  esos  bandidos 
— terminaba  diciendo  con  absoluta  seguridad — .  Antes 
de  un.  mes  habrán  entrado  en  Berlín. 

Y  su  público,  compuesto  en  gran  parte  de  mujeres, 
esposas  ó  madres  de  los  que  habían  partido  á  la  guerra, 
aprobaba  modestamente,  con  el  deseo  irresistible  que 
todos  sentimos  de  colocar  nuestras  esperanzas  en  algo 
lejano  y  misterioso.  Los  franceses  defenderían  el  país, 
reconquistando  además  los  territorios  perdidos;  pero 
eran  los  cosacos  los  que  iban  á  dar  el  golpe  de  gracia, 
aquellos  cosacos  de  que  hablaban  todos  y  muy  pocos 
habían  visto. 

El  único  que  los  conocía  de  cerca  era  Tchernoff,  y  con 
gran  ^cándalo  de  Argensola  escuchaba  sus  palabras  sin 
mostrar  entusiasmo.  Los  cosacos  eran  para  él  un  simple 


12 


i78 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

cuerpo  del  ejército  ruso.  Buenos  soldados,  pero  incapa¬ 
ces  de  realizar  los  milagros  que  todos  les  atribuían. 

—  ¡Ese  Tchernoff! — exclamaba  Argensola  — .  Como 
odia  al  zar,  encuentra  malo  todo  lo  de  su  país.  Es  un  re¬ 
volucionario  fanático...  y  yo  soy  enemigo  de  todos  los 
fanatismos. 

Escuchaba  Julio  con  distracción  las  noticias  de  su 
compañero,  los  artículos  vibrantes  recitados  con  tono 
declamatorio,  los  planes  de  campaña  que  discurría  ante 
un  mapa  enorme  fijo  en  una  pared  del  estudio  y  erizado 
de  banderitas  que  marcaban  las  situaciones  de  los  ejér¬ 
citos  beligerantes.  Cada  periódico  obligaba  al  español  á 
realizar  una  nueva  danza  de  alfileres  en  el  mapa,  seguida 
de  comentarios  de  un  optimismo  á  prueba  de  bomba. 

— Hemos  entrado  en  Alsacia:  ¡muy  bien!...  Parece  que 
ahora  abandonamos  Alsacia:  ¡perfectamente!  Adivino  la 
causa.  Es  para  volver  á  entrar  por  un  sitio  mejor,  pillan¬ 
do  al  enemigo  por  la  espalda...  Dicen  que  Lieja  ha  caído. 
¡Mentira!...  Y  si  cae,  no  importa.  Un  incidente  nada  más. 
Quedan  los  otros...  ¡los  otros!  que  avanzan  por  el  lado 
oriental  y  van  á  entrar  en  Berlín. 

Las  noticias  del  frente  ruso  eran  las  preferidas  por 
él;  pero  quedaba  en  suspenso  cada  vez  que  buscaba  en 
la  carta  los  nombres  enrevesados  de  aquellos  lugares 
donde  efectuaban  sus  hazañas  los  admirados  cosacos. 

Mientras  tanto,  Julio  continuaba  el  curso  de  sus  pen¬ 
samientos.  ¡Margarita!...  Había  vuelto  al  fin,  y  sin  em¬ 
bargo  parecía  vivir  cada  vez  más  alejada  de  él... 

En  los  primeros  días  de  la  movilización  rondó  por 
las  inmediaciones  de  su  casa,  creyendo  engañar  su 
deseo  con  esta  aproximación  ilusoria.  Margarita  le  ha¬ 
bía  escrito  para  recomendarle  la  calma.  ¡Feliz  él,  que 
por  ser  extranjero  no  sufriría  las  consecuencias  de  la 
guerra!  Su  hermano,  oficial  de  artillería  de  reserva,  iba 
á  partir  de  un  momento  á  otro.  La  madre,  que  vivía  con 
este  hijo  soltero,  había  mostrado  á  última  hora  una  sere¬ 
nidad  asombrosa,  después  de  llorar  mucho  en  los  días 
anteriores,  cuando  la  guerra  era  todavía  problemática. 
Ella  misma  preparó  el  equipaje  del  soldado,  para  que  la 
pequeña  maleta  contuviese  todo  lo  que  es  indispensable 
en  la  vida  de  campaña.  Pero  Margarita  adivinaba  el 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  179 


suplicio  interior  de  la  pobre  señora  y  su  lucha  para  que 
no  se  revelase  exteriormente  en  la  humedad  de  sus  ojos, 
en  la  nerviosidad  de  sus  manos.  Le  era  imposible  aban¬ 
donar  á  su  madre  un  solo  momento...  Luego  había  sido 
la  despedida.  «; Adiós,  hijo  mío!  Cumple  tu  deber,  pero 
sé  prudente.»  Ni  una  lágrima,  ni  un  desfallecimiento. 
Toda  la  familia  se  había  opuesto  á  que  le  acompañase 
hasta  el  ferrocarril.  Su  hermana  iría  con  él.  Y  al  regre¬ 
sar  Margarita  á  la  casa  la  había  encontrado  en  un  sillón, 
rígida,  con  el  gesto  hosco,  eludiendo  nombrar  á  su  hijo, 
hablando  de  las  amigas  que  también  enviaban  los  suyos 
á  la  guerra,  como  si  únicamente  ellas  conociesen  este 
tormento.  «¡Pobre  mamá!  Debo  acompañarla,  ahora  más 
que  nunca...  Mañana,  si  puedo,  iré  á  verte.» 

Al  fin  volvió  á  la  rué  de  la  Pom^pe.  Su  primer  cui¬ 
dado  fué  explicar  á  Julio  la  modestia  de  su  traje  tail- 
leur,  la  ausencia  de  Joyas  en  el  adorno  de  su  persona. 
«La  guerra,  amigo  mío.  Ahora  lo  chic  es  amoldarse  á 
las  circunstancias,  ser  sobrios  y  modestos  como  solda¬ 
dos.  ¡Quién  sabe  lo  que  nos  espera!»  La  preocupación 
del  vestido  la  acompañaba  en  todos  los  momentos  de 
su  existencia. 

Julio  notó  en  ella  una  persistente  distracción.  Pare¬ 
cía  que  su  espíritu  abandonaba  el  encierro  de  su  cuerpo, 
vagando  á  enormes  distancias.  Sus  ojos  le  miraban,  pero 
tal  vez  no  le  veían.  Hablaba  con  voz  lenta,  como  si  cada 
palabra  la  sometiese  á  previo  examen,  temiendo  traicio- 
/nar  algún  secreto.  Este  alejamiento  espiritual  no  impi¬ 
dió,  sin  embargo,  la  aproximación  física.  Fueron  uno  del 
otro,  con  el  irresistible  choque  de  las  atracciones  mate¬ 
riales.  Ella  se  entregó  voluntariamente,  resbalando  por 
la  suave  cuesta  de  la  costumbre;  pero  al  recobrar  la  se¬ 
renidad  mostró  un  vago  remordimiento.  «¿Estará  bien  lo 
que  hacemos?...  ¿No  es  inoportuno  continuar  la  misma 
existencia  cuando  tantas  desgracias  van  á  caer  sobre  el 
mundo?»  Julio  repelió  estos  escrúpulos. 

— ¡Pero  si  vamos  á  casarnos  tan  pronto  como  poda¬ 
mos!...  ¡Si  somos  lo  mismo  que  marido  y  mujer! 

Ella  contestó  con  un  gesto  de  extrañeza  y  desaliento. 
¡Casarse!...  Diez  días  antes  no  deseaba  otra  cosa.  Ahora 
sólo  de  tarde  en  tarde  surgía  en  su  memoria  la  posi- 


180 


V.  BLASCO  IBANEZ 

bilidad  del  matrimonio.  ¡Para  qué  pensar  en  sucesos 
remotos  é  inseguros!  Otros  más  inmediatos  ocupaban 
su  ánimo. 

La  despedida  de  su  hermano  en  la  estación  era  una 
escena  que  se  había  fijado  en  su  memoria.  Al  ir  al  estu¬ 
dio  se  proponía  no  acordarse  de  ella,  presintiendo  que 
podía  molestar  á  su  amante  con  este  relato.  Y  bastó  que 
se  jurase  el  silencio,  para  sentir  una  necesidad  irresisti¬ 
ble  de  contarlo  todo. 

No  había  sospechado  jamás  que  amase  tanto  á  su 
hermano.  Su  cariño  fraternal  iba  unido  á  un  ligero  sen¬ 
timiento  de  celos  porque  mamá  prefería  al  hijo  mayor. 
Además,  él  era  quien  había  presentado  á  Laiirier  en  la 
casa:  los  dos  tenían  el  diploma  de  ingenieros  industria¬ 
les  y  marchaban  unidos  desde  la  escuela...  Pero  al  verle 
Margarita  próximo  á  partir,  había  reconocido  de  pronto 
que  este  hermano,  considerado  siempre  en  segundo  tér¬ 
mino,  ocupaba  un  lugar  preferente  en  su  cariño. 

— ¡Estaba  tan  guapo,  tan  interesante,  con  su  uniforme 
de  teniente!...  Parecía  otro.  Te  confieso  que  yo  iba  con 
orgullo  al  lado  de  él,  apoyada  en  su  brazo.  Nos  tomaban 
por  casados.  Al  verme  llorar,  unas  pobres  mujeres  inten¬ 
taron  consolarme.  «¡Valor,  madama!...  Su  marido  vol¬ 
verá.»  Y  él  reía  con  estas  equivocaciones.  Unicamente 
mostraba  tristeza  al  acordarse  de  nuestra  madre. 

Se  habían  separado  en  la  puerta  de  la  estación.  Los 
centinelas  no  dejaban  ir  más  adelante.  Ella  le  entregó 
su  sable,  que  había  querido  llevar  hasta  el  último  mo¬ 
mento. 

— Es  hermoso  ser  hombre — dijo  con  entusiasmo — .  Me 
gustaría  vestir  un  uniforme,  ir  á  la  guerra,  servir  para 
algo. 

No  quiso  hablar  más,  como  si  de  pronto  se  diese 
cuenta  de  la  inoportunidad  de  sus  últimas  palabras. 
Tal  vez  notó  una  crispación  en  el  rostro  de  Julio. 

Pe;"o  estaba  excitada  por  el  recuerdo  de  aquella  des¬ 
pedida,  y  después  de  una  larga  pausa  no  pudo  resistirse 
al  deseo  de  seguir  exteriorizando  su  pensamiento. 

En  la  entrada  de  la  estación,  mientras  besaba  por 
última  vez  á  su  hermano,  había  tenido  un  encuentro, 
una  gran  sorpresa.  El  había  llegado,  vestido  igualmente 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  181 


de  oficial  de  artillería,  pero  solo,  teniendo  que  confiar 
su  maleta  á  nn  hombre  de  buena  voluntad  salido  de  la 
muchedumbre. 

Julio  hizo  un  gesto  de  interrogación.  ¿Quién  era  él? 
Lo  sospechaba,  pero  fingió  ignorancia,  como  si  temiese 
conocer  la  verdad. 

•— Laurier — contestó  ella  lacónicamente — .  Mi  antiguo 
marido. 

El  amante  mostró  una  ironía  cruel.  Era  un  acto  co¬ 
barde  denigrar  á  este  hombre  que  había  marchado  á 
cumplir  su  deber.  Reconoció  su  vileza,  pero  un  instinto 
maligno  é  irresistible  le  hizo  insistir  en  sus  burlas,  para 
rebajarlo  ante  Margarita.  ¡Laurier  militar!...  Debía  ofre¬ 
cer  un  aspecto  ridículo  vestido  de  uniforme. 

— ¡Laurier  guerrero! — continuó,  con  una  voz  sarcás¬ 
tica,  que  le  extrañaba  como  si  procediese  de  otro  — . 
¡Pobre  hombre!... 

Ella  dudó  en  su  respuesta,  por  no  contrariar  á  Des¬ 
noy  ers.  Pero  la  verdad  pudo  más  en  su  ánimo,  y  dijo 
simplemente: 

— No...  no  tenía  mal  aspecto.  Era  otro.  Tal  vez  el  uni¬ 
forme;  tal  vez  su  tristeza  al  marchar  solo,  completa¬ 
mente  solo,  sin  una  mano  que  estrechase  la  suya.  Yo 
tardé  en  conocerle.  Al  ver  á  mi  hermano  se  aproximó; 
pero  luego,  viéndome  á  mí,  siguió  adelante...  ¡Pobre! 
¡Me  da  lástima! 

Su  instinto  femenil  debió  indicarle  que  hablaba  de¬ 
masiado,  y  cortó  bruscamente  su  charla.  El  mismo  ins¬ 
tinto  le  avisó  también  por  qué  razón  el  rostro  de  Julio 
se  ensombrecía  y  su  boca  tomaba  el  pliegue  de  una  son¬ 
risa  amarga.  Quiso  consolarle  y  añadió: 

— Por  suerte,  tú  eres  extranjero  y  no  irás  á  la  guerra. 
¡Qué  horror  si  te  perdiese!... 

Lo  dijo  con  sinceridad...  Momentos  antes  envidiaba 
á  los  hombres,  admirando  la  gallardía  con  que  expo¬ 
nían  su  existencia,  y  ahora  temblaba  ante  la  idea  de 
que  su  amante  pudiera  ser  uno  de  ellos. 

Este  no  agradeció  su  egoísmo  amoroso,  que  lo  colo¬ 
caba  aparte  de  los  demás,  como  un  ser  delicado  y  frágil, 
apto  únicamente  para  la  adoración  femenil .  Prefería  ins¬ 
pirar  la  envidia  que  había  sentido  ella  al  ver  á  su  her- 


182 


V.  BLASCO  IBANEZ 


mano  cubierto  de  arreos  belicosos.  Le  pareció  que  entre 
él  y  Margarita  acababa  de  interponerse  algo  que  no  se 
derrumbaría  nunca,  que  iría  ensanchándose,  repelién¬ 
dolos  en  dirección  contraria...  lejos...  muy  lejos,  hasta 
donde  no  pudieran  reconocerse  al  cruzar  sus  miradas. 

Siguió  tocando  este  obstáculo  en  las  entrevistas  su¬ 
cesivas.  Margarita  extremaba  sus  palabras  de  cariño, 
mirándole  con  ojos  húmedos.  Sus  manos  acariciadoras 
parecían  de  madre  más  que  de  amante;  su  ternura  iba 
acompañada  de  un  desinterés  y  un  pudor  extraordina¬ 
rios.  Se  quedaba  obstinadamente  en  el  estudio,  evitando 
el  pasar  á  las  otras  habitaciones. 

— Aquí  estamos  bien...  No  quiero:  es  inútil.  Tendría 
remordimientos...  ¡Pensar  en  tales  cosas  en  estos  ins¬ 
tantes!... 

El  ambiente  estaba  para  ella  saturado  de  amor;  pero 
era  un  amor  nuevo,  un  amor  al  hombre  que  sufre,  un 
deseo  de  abnegación,  de  sacrificio.  Este  amor  evocaba 
una  imagen  de  blancas  tocas,  de  manos  trémulas  cu¬ 
rando  la  carne  desgarrada  y  sangrienta. 

Cada  intento  de  posesión  provocaba  en  Margarita 
una  protesta  vehemente  y  pudorosa,  como  si  los  dos  se 
encontrasen  por  vez  primera. 

— Es  imposible — decía — :  pienso  en  mi  hermano;  pien¬ 
so  en  tantos  que  conozco  y  tal  vez  á  estas  horas  habrán 
muerto. 

Llegaban  noticias  de  combates;  empezaba  á  correr 
en  abundancia  la  sangre. 

— No,  no  puedo — repetía  ella. 

Y  cuando  llegaba  Julio  á  conseguir  sus  deseos,  em¬ 
pleando  la  súplica  ó  la  apasionada  violencia,  oprimía 
entre  los  brazos  un  ser  falto  de  voluntad,  que  abando¬ 
naba  una  parte  de  su  cuerpo  insensible,  mientras  la  ca¬ 
beza  seguía  independientemente  su  trabajo  mental. 

Una  tarde,  Margarita  le  anunció  que  en  adelante  se 
verían  con  menos  frecuencia.  Tenía  que  asistir  á  sus 
clases:  sólo  le  quedaban  dos  días  libres. 

Desnoyers  la  escuchó  estupefacto.  ¿Sus  clases?...  ¿Qué 
estudios  eran  los  suyos?... 

Ella  pareció  irritarse  ante  su  gesto  de  burla...  Sí,  es¬ 
taba  estudiando;  hacía  una  semana  que  asistía  á  clase. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  183 


■  Ahora  las  lecciones  iban  á  ser  más  continuas:  se  había 
P  organizado  la  enseñanza;  los  profesores  eran  más  nu- 
^  merosos. 

— Quiero  ser  enfermera.  Sufro  mucho  al  considerar 
mi  inutilidad...  ¿De  qué  he  servido  hasta  ahora?... 

Calló  un  momento,  como  si  abarcase  con  la  imagina- 
ción  todo  su  pasado. 

;  — A  veces  pienso — continuó — que  la  guerra,  con  todos 

sus  horrores,  tiene  algo  de  bueno.  Sirve  para  que  sea- 
'•  mos  útiles  á  nuestros  semejantes.  Apreciamos  la  vida  de 
un  modo  más  serio;  la  desgracia  nos  hace  comprender 
que  hemos  venido  al  mundo  para  algo...  Yo  creo  que 
.  hay  que  amar  la  existencia  no  sólo  por  los  goces  que 
nos  proporciona.  Debe  encontrarse  una  gran  satisfacción 
en  el  sacrificio,  en  dedicarnos  á  los  demás;  y  esta  satis¬ 
facción,  no  sé  por  qué,  tal  vez  por  ser  nueva,  me  parece 
superior  á  las  otras. 

Julio  la  miró  con  sorpresa,  imaginándose  lo  que  po¬ 
día  existir  dentro  de  su  cabecita  adorada  y  frívola.  ¿Qué 
se  estaba  formando  más  allá  de  su  frente  contraída  por 
el  movimiento  rugoso  de  las  ideas  y  que  hasta  entonces 
sólo  había  refiejado  la  ligera  sombra  de  unos  pensa¬ 
mientos  veloces  y  aleteantes  como  pájaros?..’. 

Pero  la  Margarita  de  antes  vivía  aún.  La  vió  reapa¬ 
recer  con  un  mohín  gracioso  entre  las  preocupaciones 
que  la  guerra  hacía  crecer  sobre  las  almas  como  follajes 
sombríos. 

— Hay  que  estudiar  mucho  para  conseguir  el  diploma 
de  enfermera.  ¿Te  has  fijado  en  el  traje?...  Es  de  lo  más 
distinguido:  el  blanco  va  bien  lo  mismo  á  las  rubias  que 
á  las  morenas.  Luego  la  toca,  que  permite  los  rizos  sobre 
las  orejas,  el  peinado  de  moda;  y  la  capa  azul  sobre  el 
uniforme,  que  ofrece  un  bonito  contraste...  Una  mujer 
elegante  puede  realzar  todo  esto  con  joyas  discretas  y  un 
calzado  chic.  Es  una  mezcla  de  monja  y  de  gran  dama, 
que  no  sienta  mal. 

Iba  á  estudiar  con  verdadera  furia,  para  ser  útil 
á  sus  semejantes...  y  vestir  pronto  el  admirado  uni¬ 
forme. 

¡Pobre  Desnoyers!...  La  necesidad  de  verla  y  la  falta 
de  ocupación  en  unas  tardes  interminables  que  hasta 


184 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


entonces  habían  tenido  más  grato  empleo  le  arrastraron 
á  rondar  por  las  cercanías  de  iin  palacio  eternamente 
desocupado,  donde  acababa  de  instalar  el  gobierno  la 
escuela  de  enfermeras.  Al  estar  de  plantón  en  una  es¬ 
quina,  aguardando  el  revoloteo  de  una  falda  y  el  trote- 
cito  en  la  acera  de  unos  pies  femeniles,  se  imaginaba 
haber  remontado  el  curso  del  tiempo  y  que  aún  tenía 
diez  y  ocho  años,  lo  mismo  que  cuando  esperaba  en  los 
alrededores  de  un  taller  de  modisto  célebre.  Los  grupos 
de  mujeres  que  en  horas  determinadas  salían  de  aquel 
palacio  hacían  aún  más  verosímil  esta  semejanza.  Iban 
vestidas  con  rebuscada  modestia;  el  aspecto  de  muchas 
de  ellas  resultaba  más  humilde  que  el  de  las  obreras  de 
la  moda.  Pero  eran  grandes  damas.  Algunas  subían  en 
automóviles  cuyos  chófers  llevaban  uniforme  de  soldado 
por  ser  vehículos  ministeriales. 

Estas  largas  esperas  le  proporcionaron  inesperados 
encuentros  con  las  alumnas  elegantes  que  entraban  y 
salían. 

— ¡Desnoyers! — exclamaban  unas  voces  femeniles  de¬ 
trás  de  él — .  ¿No  es  Desnoyers?... 

Y  se  veía  obligado  á  cortar  la  duda  saludando  á 
unas  señoras  que  lo  contemplaban  como  si  fuese  un  apa¬ 
recido.  Eran  amistades  de  una  época  remota,  de  seis 
meses  antes;  damas  que  le  habían  admirado  y  perse¬ 
guido,  confiándose  á  su  sabiduría  de  maestro  para  atra¬ 
vesar  los  siete  círculos  de  la  ciencia  del  tango.  Le  exa¬ 
minaban  como  si  entre  el  último  encuentro  v  el  minuto 
actual  hubiese  ocurrido  un  gran  cataclismo  transforma¬ 
dor  de  todas  las  leves  de  la  existencia,  como  si  fuese 
el  único  y  milagroso  superviviente  de  una  humanidad 
totalmente  desaparecida. 

Todas  acababan  por  hacer  las  mismas  preguntas: 

— ¿No  va  usted  á  la  guerra?...  ¿Cómo  es  que  no  lleva 
uniforme? 

Intentaba  explicarse,  pero  á  las  primeras  palabras  le 
interrumpían: 

— Es  verdad...  Usted  es  extranjero. 

Lo  decían  con  cierta  envidia.  Pensaban  sin  duda  en 
los  individuos  amados  que  arrostraban  á  aquellas  horas 
las  privaciones  y  riesgos  de  la  guerra.  Pero  su  condi- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  185 


ción  de  extranjero  creaba  instantáneamente  cierto  ale¬ 
jamiento  espiritual,  una  extrañeza  que  Julio  no  había 
conocido  en  los  buenos  tiempos,  cuando  las  gentes  se 
buscaban  sin  reparos  de  origen,  sin  experimentar  la  re¬ 
tracción  del  peligro,  que  aisla  y  concentra  á  los  grupos 
humanos. 

Se  despedían  las  damas  con  una  sospecha  maliciosa.  ■ 
¿Qué  hacía  allí  esperando?  ¿Alguna  nueva  aventura  que 
le  deparaba  su  buena  suerte?...  T  la  sonrisa  de  todas 
ellas  tenía  algo  de  grave:  una  sonrisa  de  personas  ma¬ 
yores  que  conocen  el  verdadero  significado  de  la  vida  y 
sienten  conmiseración  ante  los  ilusos  que  aún  se  entre¬ 
tienen  con  frivolidades. 

A  Julio  le  hacía  daño  esto,  como  si  fuese  una  ma¬ 
nifestación  de  lástima.  Se  lo  imaginaban  ejerciendo  la 
única  función  de  que  era  capaz;  él  no  podía  servir  para 
otra  cosa.  En  cambio,  aquellas  casquivanas,  que  aún 
guardaban  algo  de  su  antiguo  exterior,  parecían  anima¬ 
das  por  el  gran  sentimiento  de  la  maternidad:  una  ma¬ 
ternidad  abstracta  que  abarcaba  á  todos  los  hombres  de 
su  nación;  un  deseo  de  sacrificarse,  de  conocer  de  cerca 
las  privaciones  de  los  humildes,  de  sufrir  con  el  contacto 
de  todas  las  miserias  de  la  carne  enferma. 

Este  mismo  ardor  lo  sentía  Margarita  al  salir  de  sus 
lecciones.  Avanzaba  de  asombro  en  asombro,  saludando 
como  grandes  maravillas  científicas  los  primeros  rudi¬ 
mentos  de  la  cirugía.  Se  admiraba,  á  sí  misma  por  la  avi¬ 
dez  con  que  iba  apoderándose  de  estos  misterios,  nunca 
sospechados  hasta  entonces.  En  ciertos  momentos  creía 
con  graciosa  inmodestia  haber  torcido  la  verdadera  fina¬ 
lidad  de  su  existencia. 

—  ¡Quién  sabe  si  nací  para  ser  una  gran  doctora! 
— decía. 

Su  temor  era  que  le  faltase  serenidad  en  el  instante 
de  llevar  á  la  práctica  sus  nuevos  conocimientos.  Verse 
ante  las  hediondeces  de  la  carne  abierta,  contemplar  el 
chorreo  de  la  sangre,  resultaba  horroroso  para  ella,  que 
había  experimentado  siempre  una  repugnancia  invenci¬ 
ble  ante  las  bajas  necesidades  de  la  vida  ordinaria.  Pero 
sus  vacilaciones  eran  cortas:  una  energía  varonil  la  ani¬ 
maba  de  pronto.  Los  tiempos  eran  de  sacrificio.  ¿No  se 


186 


V.  BLASCO  IBANEZ 


arrancaban  los  hombres  de  todas  las  comodidades  de  nna 
existencia  sensual  para  seg'uir  la  ruda  carrera  del  sol¬ 
dado?...  Ella  sería  un  soldado  con  faldas,  mirando  de 
frente  el  dolor,  batallando  con  él,  hundiendo  sus  manos 
en  la  putrefacción  de  la  materia  descompuesta,  pene¬ 
trando  como  una  sonrisa  de  luz  en  los  lug-ares  donde 
gemían  los  soldados  esperando  la  llegada  de  la  muerte. 

Repetía  con  orgullo  á  Desnoy ers  todos  los  progresos 
que  realizaba  en  la  escuela,  los  vendajes  complicados 
que  conseguía  ajustar,  unas  veces  sobre  los  miembros  de 
un  maniquí,  otras  sobre  la  carne  de  un  empleado  que  se 
prestaba  á  fingir  las  actitudes  de  un  falso  herido.  Ella, 
tan  delicada,  incapaz  en  su  casa  del  menor  esfuerzo 
físico,  aprendía  los  procedimientos  más  hábiles  para 
levantar  del  suelo  un  cuerpo  humano  cargándolo  en  sus 
espaldas.  ¡Quién  sabe  si  alguna  vez  prestaría  sus  servi¬ 
cios  en  los  campos  de  batalla!  Se  mostraba  dispuesta  á 
los  mayores  atrevimientos,  con  la  audacia  ignorante  de 
las  mujeres  cuando  las  empuja  una  ráfaga  de  heroísmo. 
Toda  su  admiración  era  para  las  nurses  del  ejército  in¬ 
glés,  damas  enjutas,  de  nervioso  vigor,  que  aparecían 
retratadas  en  los  periódicos  con  pantalones,  botas  de 
montar  y  casco  blanco. 

Julio  la  oía  con  asombro.  ¿Pero  aquella  mujer  era 
realmente  Margarita?...  La  guerra  había  borrado  su  gra¬ 
ciosa  frivolidad.  Ya  no  marchaba  como  un  pájaro.  Sus 
pies  se  asentaban  en  el  suelo  con  firmeza  varonil,  tran¬ 
quila  y  segura  de  la  nueva  fuerza  que  se  desarrollaba 
en  su  interior.  Cuando  una  caricia  de  él  le  recordaba  su 
condición  de  mujer,  decía  siempre  lo  mismo: 

— ¡Qué  suerte  que  seas  extranjero!...  ¡Qué  dicha  verte 
libre  de  la  guerra! 

En  su  ansia  de  sacrificio,  quería  ir  á  los  campos  de 
batalla,  y  celebraba  al  mismo  tiempo  como  una  felici¬ 
dad  ver  á  su  amante  libre  de  los  deberes  militares.  Este 
ilogismo  no  era  acogido  por  Julio  con  gratitud;  antes 
bien,  le  irritaba  como  una  ofensa  inconsciente. 

«Cualquiera  diría  que  me  protege — pensaba — .  Ella 
es  el  hombre,  y  se  alegra  de  que  la  débil  compañera,  que 
soy  yo,  se  halle  á  cubierto  del  peligro...  ¡Qué  situación 
tan  grotesca!...» 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  187 


Por  fortuna,  algunas  tardes,  al  presentarse  Marga¬ 
rita  en  el  estudio,  volvía  á  ser  la  misma  de  los  tiempos 
pasados,  haciéndole  olvidar  instantáneamente  sus  pre¬ 
ocupaciones.  Llegaba  con  la  alegría  del  asueto  que  siente 
el  colegial  ó  el  empleado  en  los  días  libres.  Al  pesar  obli¬ 
gaciones  sobre  ella,  había  conocido  el  valor  del  tiempo. 

■ — Hoy  no  hay  clase — gritaba  al  entrar. 

Y  arrojando  su  sombrero  en  un  diván,  iniciaba  un 
paso  de  danza,  huyendo  con  infantiles  encogimientos  de 
los  brazos  de  su  amante. 

A  los  pocos  minutos  recobraba  su  serenidad,  el  gesto 
grave  que  era  frecuente  en  ella  desde  el  principio  de  las 
hostilidades.  Hablaba  de  su  madre,  siempre  triste,  esfor¬ 
zándose  por  ocultar  su  pena  y  animada  por  la  esperanza 
de  una  carta  del  hijo;  hablaba  de  la  guerra,  comentando 
las  últimas  acciones  con  arreglo  al  retórico  optimismo 
de  los  partes  oficiales.  Describía  minuciosamente  la  pri¬ 
mera  bandera  tomada  al  enemigo,  como  si  fuese  un  traje 
de  elegancia  inédita.  Ella  la  había  visto  en  una  ventana 
del  Ministerio  de  la  Guerra.  Se  enternecía  al  repetir  los 
relatos  de  unos  fugitivos  belgas  llegados  á  su  hospital. 
Eran  los  únicos  enfermos  que  había  podido  asistir  hasta 
entonces.  París  no  recibía  aún  heridos  de  guerra;  por 
orden  del  gobierno  los  enviaban  desde  el  frente  á  los 
hospitales  del  Sur. 

Ya  no  oponía  la  resistencia  de  los  primeros  días  á  los 
deseos  de  Julio.  Su  aprendizaje  de  enfermera  le  daba 
cierta  pasividad.  Parecía  despreciar  las  atracciones  de 
la  materia,  despojándolas  de  la  importancia  espiritual 
que  les  había  atribuido  hasta  poco  antes.  Se  entregaba 
sin  resistencia,  sin  deseo,  con  una  sonrisa  de  tolerancia, 
satisfecha  de  poder  dar  un  poco  de  felicidad,  de  la  que 
ella  no  participaba.  Su  atención  se  había  concentrado  en 
otras  preocupaciones. 

Una  tarde,  estando  en  el  dormitorio  del  estudio,  sin¬ 
tió  la  necesidad  de  comunicar  ciertas  noticias  que  desde 
el  día  anterior  llenaban  su  pensamiento.  Saltó  de  la 
cama,  buscando  entre  sus  ropas  en  desorden  el  bolso  de 
mano,  que  contenía  una  carta.  Quería  leerla  una  vez 
más,  comunicar  á  alguien  su  contenido,  con  el  impulso 
irresistible  que  arrastra  á  la  confesión. 


188 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Era  una  carta  que  su  hermano  le  había  enviado 
desde  los  Vosgos.  Hablaba  en  ella  de  Laurier  más  que 
de  su  propia  persona.  Pertenecían  á  distinta  batería, 
pero  figuraban  en  la  misma  división  y  habían  tomado 
parte  en  iguales  combates.  El  oficial  admiraba  á  su  an¬ 
tiguo  cuñado.  ¡Quién  habría  podido  adivinar  un  héroe 
futuro  en  aquel  ingeniero  tranquilo  y  silencioso!...  Y  sin 
embargo,  era  un  verdadero  héroe.  Lo  proclamaba  el  her¬ 
mano  de  Margarita,  y  con  él  todos  los  oficiales  que  le 
habían  visto  cumplir  su  deber  tranquilamente,  arros¬ 
trando  la  muerte  con  la  misma  frialdad  que  si  estuviese 
en  su  fábrica  cerca  de  París. 

Solicitaba  el  puesto  arriesgado  de  observador,  des¬ 
lizándose  lo  más  cerca  posible  de  los  enemigos  para 
vigilar  la  exactitud  del  tiro  de  la  artillería,  rectificán¬ 
dolo  con  sus  indicaciones  telefónicas.  Un  obús  alemán 
había  demolido  la  casa  en  cuyo  techo  estaUa  oculto. 
Laurier,  al  salir  indemne  de  entre  los  escombros,  re¬ 
ajustó  su  teléfono  y  fué  tranquilamente  á  continuar  el 
mismo  trabajo  en  el  ramaje  de  una  arboleda  cercana. 
Su  batería,  descubierta  en  un  combate  desfavorable  por 
los  aeroplanos  enemigos,  había  recibido  el  fuego  con¬ 
centrado  de  la  artillería  de  enfrente.  En  pocos  minutos 
rodó  por  el  suelo  todo  el  personal:  muerto  el  capitán  y 
varios  soldados,  heridos  los  oficiales  y  casi  todos  los  sir¬ 
vientes  de  las  piezas.  Sólo  quedó  como  jefe  Laurier  «el 
Impasible» — así  lo  apodaban  sus  camaradas — ,  y  auxi¬ 
liado  por  los  pocos  artilleros  que  se  mantenían  de  pie, 
siguió  disparando,  bajo  una  lluvia  de  hierro  y  fuego, 
para  cubrir  la  retirada  de  un  batallón. 

«Lo  han  citado  dos  veces  en  la  orden  del  día — con¬ 
tinuaba  leyendo  Margarita  — .  Creo  que  no  tardará  en 
conseguir  la  cruz.  Es  todo  un  valiente.  ¡Quién  lo  hubiese 
creído  hace  unas  semanas!...» 

Ella  no  participaba  de  este  asombro.  Al  vivir  con 
Laurier  había  entrevisto  muchas  veces  la  firmeza  de  su 
carácter,  el  arrojo  disimulado  por  su  exterior  apacible. 
Por  algo  la  avisaba  el  instinto,  haciéndole  temer  la  có¬ 
lera  del  marido  en  los  primeros  tiempos  de  su  infideli¬ 
dad.  Recordaba  el  gesto  de  aquel  hombre  al  sorprenderla 
una  noche  á  la  salida  de  la  casa  de  Julio.  Era  de  los 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  189 


apasionados  que  matan.  Y  sin  embargo,  no  había  inten¬ 
tado  la  menor  violencia  contra  ella...  El  recuerdo  de 
este  respeto  despertaba  en  Margarita  un  sentimiento  de 
gratitud.  Tal  vez  la  había  amado  como  ningún  otro 
hombre. 

Sus  ojos,  con  un  deseo  irresistible  de  comparación, 
se  fijaban  en  Desnoyers,  admirando  su  gentileza  juvenil. 
La  imagen  de  Laurier,  pesada  y  vulgar,  acudía  á  su  me¬ 
moria  como  un  consuelo.  Era  cierto  que  el  oficial  entre¬ 
visto  por  ella  en  la  estación  al  despedir  á  su  hermano  no 
se  parecía  á  su  antiguo  marido.  Pero  Margarita  quiso 
olvidar  al  teniente  pálido  y  de  aire  triste  que  había  pa¬ 
sado  ante  sus  ojos,  para  acordarse  únicamente  del  in¬ 
dustrial  preocupado  de  las  ganancias  é  incapaz  de  com¬ 
prender  lo  que  ella  llamaba  «las  delicadezas  de  una 
mujer  chic».  Decididamente,  Julio  era  más  seductor.  No 
se  arrepentía  de  su  pasado,  no  quería  arrepentirse. 

Y  su  egoísmo  amoroso  le  hizo  repetir  una  vez  más  las 
mismas  exclamaciones: 

—  i  Qué  suerte  que  seas  extranjero ! . . .  ¡  Qué  alegría 
verte  libre  de  los  peligros  de  la  guerra! 

Julio  sintió  la  irritación  de  siempre  al  oir  esto.  Le 
faltó  poco  para  cerrar  con  una  mano  la  boca  de  su 
amante.  ¿Quería  burlarse  de  él?...  Era  un  insulto  colo¬ 
carlo  aparte  de  los  otros  hombres. 

Mientras  tanto,  ella,  con  el  ilogismo  de  su  aturdi¬ 
miento,  insistía  en  hablar  de  Laurier,  comentando  sus 
hazañas. 

— No  le  quiero,  no  le  he  querido  nunca.  No  pongas  la 
cara  triste.  ¿Cómo  puede  compararse  el  pobre  contigo?... 
Pero  hay  que  reconocer  que  ofrece  cierto  interés  en  su 
nueva  existencia.  Yo  me  alegro  de  sus  hazañas  como  si 
fuesen  de  un  amigo  viejo,  de  una  visita  de  mi  familia  á 
la  que  no  hubiese  visto  en  mucho  tiempo...  El  pobre  me¬ 
recía  mejor  suerte:  haber  encontrado  una  mujer  que  no 
fuese  yo,  una  compañera  al  nivel  de  sus  aspiraciones... 
Te  digo  que  me  da  lástima. 

Y  esta  lástima  era  tan  intensa,  que  humedecía  sus 
ojos,  despertando  en  el  amante  la  tortura  de  los  celos. 

De  estas  entrevistas  salía  Desnoyers  malhumorado  y 
sombrío. 


190 


V.  BLASCO  IBANEZ 


— Sospecho  que  estamos  en  una  situación  falsa — dijo 
una  mañana  á  Argensola — ;  la  vida  va  á  sernos  cada  vez 
más  penosa.  Es  difícil  permanecer  tranquilo,  siguiendo 
la  misma  existencia  de  antes,  en  medio  de  un  pueblo 
que  se  bate. 

El  compañero  creía  lo  mismo.  También  consideraba 
insufrible  su  existencia  de  extranjero  joven  en  este  París 
agitado  por  la  guerra. 

— Debe  uno  ir  enseñando  los  papeles  á  cada  instante, 
para  que  la  policía  se  convenza  de  que  no  ha  encontrado 
á  un  desertor.  En  un  vagón  del  Metro  tuve  que  explicar 
la  otra  tarde  que  era  español  á  unas  muchachas  que  se 
extrañaban  de  que  no  estuviese  en  el  frente...  Una  de 
ellas,  luego  de  conocer  mi  nacionalidad,  me  preguntó 
con  sencillez  por  qué  no  me  ofrecía  como  voluntario... 
Ahora  han  inventado  una  palabra;  «emboscado».  Estoy 
harto  de  las  miradas  irónicas  con  que  acogen  mi  juven¬ 
tud  en  todas  partes;  me  da  rabia  que  me  tomen  por  un 
francés  «emboscado». 

Una  ráfaga  de  heroísmo  sacudía  al  impresionable 
bohemio.  Ya  que  todos  iban  á  la  guerra,  él  quería  hacer 
lo  mismo.  No  sentía  miedo  á  la  muerte;  lo  único  que  le 
aterraba  era  la  servidumbre  militar,  el  uniforme,  la  obe¬ 
diencia  mecánica  á  toque  de  trompeta,  la  supeditación 
ciega  á  los  jefes.  Batirse  no  ofrecía  para  él  dificultades, 
pero  libremente  ó  mandando  á  otros,  pues  su  carácter  se 
encabritaba  ante  todo  lo  que  significase  disciplina.  Los 
grupos  extranjeros  de  París  intentaban  organizar  cada 
uno  su  legión  de  voluntarios,  y  él  proyectaba  igual¬ 
mente  la  suya:  un  batallón  de  españoles  é  hispano¬ 
americanos,  reservándose,  naturalmente,  la  presiden¬ 
cia  del  comité  organizador  y  luego  la  comandancia  del 
cuerpo. 

Había  lanzado  anuncios  en  los  periódicos:  lugar  de 
inscripción,  el  estudio  de  la  rué  de  la  Pompe.  En  diez 
días  se  habían  presentado  dos  voluntarios:  un  oficinista, 
resfriado  en  pleno  verano,  que  exigía  ser  oficial  porque 
llevaba  chaqué,  y  un  tabernero  español  que  á  las  pri¬ 
meras  palabras  quiso  despojar  de  su  comandancia  á 
Argensola  con  el  fútil  pretexto  de  haber  sido  soldado  en 
su  juventud,  mientras  el  otro  sólo  era  un  pintor.  Veinte 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  191 

batallones  españoles  se  iniciaban  al  mismo  tiempo  con 
igual  éxito  en  distintos  lugares  de  París.  Cada  entu¬ 
siasta  quería  ser  jefe  de  los  demás,  con  la  soberbia  in¬ 
dividualista  y  la  repugnancia  á  la  disciplina  propias  de 
la  raza.  Al  fin,  los  futuros  caudillos,  faltos  de  soldados, 
buscaban  inscribirse  como  simples  voluntarios...  pero  en 
un  regimiento  francés. 

— Yo  espero  á  ver  qué  hacen  los  Garibaldi — dijo  Ar- 
gensola  modestamente — .  Tal  vez  me  vaya  con  ellos. 

Este  nombre  glorioso  le  hacía  tolerable  la  servidum¬ 
bre  guerrera.  Pero  luego  vacilaba:  tendría  de  todos  mo¬ 
dos  que  obedecer  á  alguien  en  este  cuerpo  de  volunta¬ 
rios,  y  él  era  rebelde  á  una  obediencia  que  no  fuese  pre¬ 
cedida  de  largas  discusiones...  ¿Qué  hacer? 

• — Ha  cambiado  la  vida  en  medio  mes — continuó — . 
Parece  que  hayamos  caído  en  otro  planeta;  nuestras 
habilidades  antiguas  carecen  de  sentido.  Otros  pasan  á 
las  primeras  filas,  los  más  humildes  y  obscuros,  los  que 
ocupaban  antes  el  último  término.  El  hombre  refinado 
y  de  complicaciones  espirituales  se  ha  hundido,  quién 
sabe  por  cuántos  años...  Ahora  sube  á  la  superficie  como 
triunfador  el  hombre  simple,  de  ideas  limitadas  pero 
firmes,  que  sabe  obedecer.  Ya  no  estamos  de  moda. 

Desnoyers  asintió.  Así  era:  ya  no  estaban  de  moda. 
El  podía  afirmarlo,  que  había  conocido  la  notoriedad  y 
pasaba  ahora  como  un  desconocido  entre  las  mismas 
gentes  que  le  admiraban  meses  antes. 

— Tu  reino  ha  terminado — dijo  Argensola  riendo — . 
De  nada  te  sirve  ser  buen  mozo.  Yo,  con  un  uniforme  y 
una  cruz  en  el  pecho,  te  vencería  ahora  en  una  rivalidad 
amorosa.  El  oficial  únicamente  hace  soñar  en  tiempos  de 
paz  á  las  señoritas  de  provincias.  Pero  estamos  en  gue¬ 
rra,  y  toda  mujer  tiene  despierto  el  entusiasmo  ances¬ 
tral  que  sintieron  sus  remotas  abuelas  por  la  bestia  agre¬ 
siva  y  fuerte...  Las  grandes  damas  que  hace  meses  com¬ 
plicaban  sus  deseos  con  sutilezas  psicológicas  admiran 
ahora  al  militar  con  la  misma  sencillez  de  la  criada  que 
busca  al  soldado  de  línea.  Sienten  ante  el  uniforme  el 
entusiasmo  humilde  y  servil  de  las  hembras  de  animali¬ 
dad  inferior  ante  las  crestas,  melenas  y  plumajes  de  sus 
machos  peleadores.  ¡Ojo,  maestro!...  Hay  que  seguir  el 


192 


V,  BLASCO  IBAÑEZ 


nuevo  curso  del  tiempo  ó  resignarse  á  perecer  obscura¬ 
mente:  el  tango  ha  muerto. 

Y  Desnoy ers  pensó  que,  efectivamente,  eran  dos  se¬ 
res  que  estaban  al  margen  de  la  vida.  Esta  había  dado 
un  salto,  cambiando  de  cauce.  No  quedaba  lugar  en  la 
nueva  existencia  para  aquel  pobre  pintor  de  almas  y 
para  él,  héroe  de  una  vida  frívola,  que  había  alcanzado 
de  cinco  á  siete  de  la  tarde  los  triunfos  más  envidiados 
por  los  hombres. 


rií 


LA  RETIRADA 


La  guerra  había  extendido  uno  de  sus  tentáculos 
hasta  la  avenida  Víctor  Hugo.  Era  una  guerra  sorda, 
en  la  que  el  enemigo,  blando,  informe,  gelatinoso,  pa¬ 
recía  escaparse  de  entre  las  manos  para  reanudar  un 
poco  más  allá  sus  hostilidades. 

— Tengo  á  Alemania  metida  en  casa — decía  Marcelo 
Desnoy  ers. 

Alemania  era  doña  Elena,  la  esposa  de  von  Hartrott. 
¿Por  qué  no  se  la  había  llevado  su  hijo,  aquel  profesor 
de  inaguantable  insuficiencia,  que  él  consideraba  ahora 
como  un  espía?...  ¿Por  qué  capricho  sentimental  había 
querido  permanecer  al  lado  de  su  hermana,  perdiendo 
la  oportunidad  de  regresar  á  Berlín  antes  de  que  se  ce¬ 
rrasen  las  fronteras?... 

La  presencia  de  esta  mujer  era  para  él  un  motivo  de 
remordimientos  y  alarmas.  Afortunadamente,  los  cria¬ 
dos,  el  chófer,  todos  los  de  la  servidumbre  masculina, 
estaban  en  el  ejército.  Las  dos  chinas  recibieron  una 
orden  con  tono  amenazante.  Mucho  cuidado  al  hablar 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  193 


con  las  otras  criadas  francesas;  ni  la  menor  alusión  á  la 
nacionalidad  del  marido  de  doña  Elena  y  al  domicilio 
de  su  familia.  Doña  Elena  era  argentina...  Pero  á  pesar 
del  silencio  de  las  doncellas,  don  Marcelo  temía  alguna 
denuncia  del  patriotismo  exaltado,  que  se  dedicaba  con 
incansable  fervor  á  la  caza  de  espías,  y  que  la  hermana 
de  su  mujer  se  viese  confinada  en  un  campo  de  concen¬ 
tración  como  sospechosa  de  tratos  con  el  enemigo. 

La  señora  von  Hartrott  correspondía  mal  á  estas  in¬ 
quietudes.  En  vez  de  guardar  un  discreto  silencio,  intro¬ 
ducía  la  discordia  en  la  casa  con  sus  opiniones. 

Durante  los  primeros  días  de  la  guerra  se  mantuvo 
encerrada  en  su  cuarto,  reuniéndose  con  la  familia  so¬ 
lamente  cuando  la  llamaban  al  comedor.  Con  los  labios 
fruncidos  y  la  mirada  perdida  se  sentaba  á  la  mesa, 
fingiendo  no  escuchar  los  desbordamientos  verbales  del 
entusiasmo  de  don  Marcelo.  Este  describía  las  salidas  de 
tropas,  las  escenas  conmovedoras  en  calles  y  estaciones, 
comentando  con  un  optimismo  incapaz  de  duda  las  pri¬ 
meras  noticias  de  la  guerra.  Dos  cosas  consideraba  por 
encima  de  toda  discusión.  La  bayoneta  era  el  secreto 
del  francés,  y  los  alemanes  sentían  un  estremecimiento 
de  pavor  ante  su  brillo,  escapando  irremediablemente. 
El  cañón  de  75  se  había  acreditado  como  una  joya  única. 
Sólo  sus  disparos  eran  certeros.  La  artillería  enemiga  le 
inspiraba  lástima,  pues  si  alguna  vez  daba  en  el  blanco 
casualmente,  sus  proyectiles  no  llegaban  á  estallar... 
Además,  las  tropas  francesas  habían  entrado  victoriosas 
en  Alsacia:  ya  eran  suyas  varias  poblaciones. 

— Ahora  no  es  como  en  el  70 — decía,  blandiendo  el 
tenedor  ó  agitando  la  servilleta — .  Los  vamos  á  llevar  á 
patadas  al  otro  lado  del  Khin.  ¡A  patadas!...  ¡eso  es! 

Chichi  asentía  con  entusiasmo,  mientras  doña  Elena 
elevaba  sus  ojos  como  si  protestase  silenciosamente  ante 
alguien  que  estaba  oculto  en  el  techo,  poniéndolo  por 
testigo  de  tantos  errores  y  blasfemias. 

Doña  Luisa  iba  á  buscarla  después  en  el  retiro  de  su 
habitación,  creyéndola  necesitada  de  consuelo  por  vivir 
lejos  de  los  suyos.  «La  romántica»  no  mantenía  su  digno 
silencio  ante  esta  hermana  que  siempre  había  acatado 
su  instrucción  superior.  Y  la  pobre  señora  quedaba  atur- 


13 


m 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


dida  por  el  relato  que  le  iba  haciendo  de  las  fuerzas 
enormes  de  Alemania,  con  toda  su  autoridad  de  esposa 
de  un  gran  patriota  germánico  y  madre  de  un  profesor 
casi  célebre.  Los  millones  de  hombres  surgían  á  rauda¬ 
les  de  su  boca;  luego  desfilaban  los  cañones  á  millares, 
los  morteros  monstruosos,  enormes  como  torres.  Y  sobre 
estas  inmensas  fuerzas  de  destrucción  aparecía  un  hom¬ 
bre  que  valía  por  sí  solo  un  ejército,  que  lo  sabía  todo  y 
lo  podía  todo,  hermoso,  inteligente  é  infalible  como  un 
dios:  el  emperador. 

— Los  franceses  ignoran  lo  que  tienen  enfrente — con¬ 
tinuaba  doña  Elena — .  Los  van  á  aniquilar.  Es  asunto  de 
un  par  de  semanas.  Antes  que  termine  Agosto,  el  empe¬ 
rador  habrá  entrado  en  París. 

Impresionada  la  señora  Desnoyers  por  estas  profe¬ 
cías,  no  podía  ocultarlas  á  su  familia.  Chichi  se  indig¬ 
naba  contra  la  credulidad  de  la  madre  y  el  germanismo 
de  su  tía.  Un  enardecimiento  belicoso  se  había  apode¬ 
rado  del  antiguo  «peoncito».-  ¡Ay,  si  las  mujeres  pudie¬ 
sen  ir  á  la  guerra!...  Se  veía  de  jinete  en  un  regimiento 
de  dragones,  cargando  al  enemigo  con  otras  amazonas 
tan  arrogantes  y  hermosotas  como  ella.  Luego,  la  afición 
al  patinaje  predominaba  sobre  sus  gustos  de  cabalga¬ 
dora,  y  quería  ser  cazador  alpino,  «diablo  azul»  de  los 
que  se  deslizan  sobre  largos  patines,  con  la  carabina  en 
la  espalda  y  el  alpenstock  en  la  diestra,  por  las  nevadas 
pendientes  de  los  Vosgos. 

Pero  el  gobierno  despreciaba  á  las  mujeres,  y  ella  no 
podía  obtener  otra  participación  en  la  guerra  que  la 
de  admirar  el  uniforme  de  su  novio  Pené  Lacour,  con¬ 
vertido  en  soldado.  El  hijo  del  senador  ofrecía  un  lindo 
aspecto.  Alto,  rubio,  de  una  delicadeza  algo  femenil 
que  recordaba  á  la  difunta  madre.  Pené  era  un  «solda- 
dito  de  azúcar»  en  opinión  de  su  novia.  Chichi  experi¬ 
mentaba  cierto  orgullo  al  salir  á  la  calle  al  lado  de  este 
guerrero,  encontrando  que  el  uniforme  había  aumen¬ 
tado  las  gracias  de  su  persona.  Pero  una  contrariedad 
fué  nublando  poco  á  poco  su  alegría.  El  príncipe  sena¬ 
torial  no  era  mas  que  soldado  raso.  Su  ilustre  padre, 
por  miedo  á  que  la  guerra  cortase  para  siempre  la  di¬ 
nastía  de  los  Lacour,  preciosa  para  el  Estado,  lo  había 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  195 


hecho  agregar  á  los  servicios  auxiliares  del  ejército.  De 
este  modo,  Lacour  (hijo)  no  saldría  de  París.  Pero  en  tal 
situación,  era  un  soldado  igual  á  los  que  amasan  panes 
ó  remiendan  capotes.  Unicamente  yendo  al  frente  de  la 
guerra,  su  calidad  de  alumno  de  la  Escuela  Central  po¬ 
día  hacer  de  él  un  subteniente  agregado  á  la  artillería 
de  reserva. 

— ¡Qué  felicidad  que  te  quedes  en  París!  ¡Cuánto  me 
gusta  que  seas  simple  soldado!... 

Y  al  mismo  tiempo  que  Chichi  decía  esto,  pensaba 
con  envidia  en  sus  amigas  cuyos  novios  y  hermanos  eran 
oficiales.  Ellas  podían  salir  á  la  calle  escoltadas  por  un 
kepis  galoneado  que  atraía  las  miradas  de  los  tran¬ 
seúntes  y  los  saludos  de  los  inferiores. 

Cada  vez  que  doña  Luisa,  aterrada  por  los  vaticinios 
de  su  hermana,  pretendía  comunicar  su  pavor  á  la  hija, 
ésta  se  revolvía  furiosa: 

— ¡Mentiras  de  la  tía!...  Como  su  marido  es  alemán, 
todo  lo  ve  á  gusto  de  sus  deseos.  Papá  sabe  más;  el  pa¬ 
dre  de  Pené  está  mejor  enterado  de  las  cosas.  Les  vamos 
á  largar  la  gran  paliza.  ¡Qué  gusto  que  golpeen  á  mi  tío 
de  Berlín  y  á  todos  mis  primos,  tan  pretenciosos!... 

— Cállate — gemía  la  madre — .  No  digas  disparates.  La 
guerra  te  ha  vuelto  loca,  como  á  tu  padre. 

La  buena  señora  se  escandalizaba  al  escuchar  la 
explosión  de  sus  salvajes  deseos  siempre  que  hacía  me¬ 
moria  del  emperador.  En  tiempo  de  paz,  Chichi  había 
admirado  algo  á  este  personaje.  «Es  guapo — decía — , 
pero  con  una  sonrisa  muy  ordinaria.»  Ahora  todos  sus 
odios  los  concentraba  en  él.  ¡Las  mujeres  que  lloraban 
por  su  culpa  á  aquellas  horas!  ¡Las  madres  sin  hijos, 
las  mujeres  sm  esposo,  los  pobres  niños  abandonados 
ante  las  poblaciones  en  llamas!...  ¡Ah,  mal  hombre!... 
Surgía  en  su  diestra  el  antiguo  cuchillo  de  «peonci- 
to»,  una  daga  con  puño  de  plata  y  funda  cincelada, 
regalo  del  abuelo,  que  había  exhumado  de  entre  los 
recuerdos  de  su  infancia  olvidados  en  una  maleta.  El 
primer  alemán  que  se  acercase  á  ella  estaba  condenado 
á  muerte.  Doña  Luisa  se  aterraba  viéndola  blandir  el 
arma  ante  el  espejo  de  su  tocador.  Ya  no  quería  ser  sol¬ 
dado  de  caballería  ni  «diablo  azul».  Se  contentaba  con 


m 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

que  la  dejasen  en  un  espacio  cerrado,  frente  al  mons¬ 
truo  odioso.  En  cinco  minutos  resolvería  ella  el  conflicto 
mundial. 

— ¡Defiéndete,  boche! — gritaba  poniéndose  en  guardia, 
como  lo  había  visto  hacer  en  su  niñez  á  los  peones  de  la 
estancia. 

y  con  una  cuchillada  de  abajo  arriba  echaba  al  aire 
las  majestáticas  entrañas.  Acto  seguido  resonaba  en  su 
cerebro  una  aclamación,  el  suspiro  gigantesco  de  mi¬ 
llones  de  mujeres  que  se  veían  libres  de  la  más  sangrienta 
de  las  pesadillas  gracias  á  ella,  que  era  Judit,  Carlota 
Corday,  un  resumen  de  todas  las  hembras  heroicas  que 
mataron  por  hacer  el  bien.  Su  furia  salvadora  le  hacía 
continuar  puñal  en  mano  la  imaginaria  matanza.  ¡Se¬ 
gundo  golpe!;  el  príncipe  heredero  rodando  por  un  lado 
y  su  cabeza  por  otro.  ¡Una  lluvia  de  cuchilladas!;  todos 
los  generales  invencibles  de  que  hablaba  su  tía  huyendo 
con  las  tripas  en  las  manos,  y  á  la  cola  de  ellos,  como 
lacayo  adulador  que  recibía  igualmente  su  parte,  el  tío 
de  Berlín...  ¡Ay,  si  se  le  presentase  ocasión  para  realizar 
sus  deseos! 

— Estás  loca — protestaba  la  madre — ;  loca  de  remate. 
¿Cómo  puede  decir  eso  una  señorita?... 

Doña  Elena,  al  sorprender  fragmentariamente  estos 
delirios  de  su  sobrina,  elevaba  los  ojos  al  cielo,  abste¬ 
niéndose  en  adelante  de  comunicarle  sus  opiniones,  que 
reservaba  enteras  para  la  madre. 

La  indignación  de  don  Marcelo  tomaba  otra  forma 
cuando  su  esposa  le  repetía  las  noticias  de  su  hermana. 
¡Todo  mentira!...  La  guerra  marchaba  perfectamente. 
En  la  frontera  del  Este,  los  ejércitos  franceses  habían 
avanzado  por  el  interior  de  Alsacia  y  Lorena  anexio¬ 
nada. 

— Pero  ¿y  Bélgica  invadida? — preguntaba  doña  Lui¬ 
sa — .  ¿Y  los  pobres  belgas? 

Desnoy ers  contestaba  indignado; 

— Eso  de  Bélgica  es  una  traición...  Y  una  traición  nada 
vale  entre  personas  decentes. 

Lo  decía  de  buena  fe,  como  si  la  guerra  fuese  un 
duelo  donde  el  traidor  quedaba  descalificado  y  en  la 
imposibilidad  de  continuar  sus  felonías.  Además,  la  he- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  197 


roica  resistencia  cíe  Bélgica  le  infundía  absurdas  ilusio¬ 
nes.  Los  belgas  le  parecían  hombres  sobrenaturales  des¬ 
tinados  á  las  más  estupendas  hazañas ...  ¡Y  él  que  no 
había  concedido  hasta  entonces  atención  alguna  á  este 
pueblo!...  Por  unos  días  vió  en  Lieja  una  ciudad  santa 
ante  cuyos  muros  iba  á  estrellarse  todo  el  poderío  ger¬ 
mánico.  Al  caer  Lieja,  su  fe  inquebrantable  encontró  un 
nuevo  asidero.  Quedaban  muchas  Liejas  en  el  interior. 
Podían  entrar  más  adentro  los  alemanes:  luego  se  vería 
cuántos  lograban  salir.  La  entrega  de  Bruselas  no  le 
produjo  inquietud.  ¡Una  ciudad  abierta!...  Su  rendición 
estaba  prevista:  así  los  belgas  se  defenderían  mejor  en 
Amberes.  El  aVance  de  los  alemanes  hacia  la  frontera 
francesa  tampoco  le  produjo  alarma.  En  vano  su  cuña¬ 
da,  con  una  brevedad  maligna,  iba  mencionando  en  el 
comedor  los  progresos  de  la  invasión,  indicados  confu¬ 
samente  por  los  periódicos.  Los  alemanes  estaban  ya  en 
la  frontera. 

— ¿Y  qué? — gritaba  don  Marcelo — .  Pronto  encontra¬ 
rán  á  quien  hablar.  Joffre  les  sale  al  paso.  Nuestros  ejér¬ 
citos  estaban  en  el  Este,  en  el  sitio  que  les  correspondía, 
en  la  verdadera  frontera,  en  la  puerta  de  la  casa.  Pero 
este  es  un  enemigo  traidor  y  cobarde,  que  en  vez  de  dar 
la  cara  entra  por  la  espalda,  saltando  las  tapias  del  co¬ 
rral  lo  mismo  que  los  ladrones...  De  nada  le  servirá  su 
traición.  Los  franceses  ya  están  en  Bélgica  y  ajustarán 
las  cuentas  á  los  alemanes.  Los  aplastaremos,  para  que 
no  perturben  otra  vez  la  paz  del  mundo.  Y  á  ese  maldito 
sujeto  de  los  bigotes  tiesos  lo  expondremos  en  una  jaula 
en  la  plaza  de  la  Concordia. 

Chichi,  animada  por  las  afirmaciones  paternales,  se 
lanzaba  á  imaginar  una  serie  de  tormentos  y  escarnios 
vengativos  como  complemento  de  tal  exposición. 

Lo  que  más  irritaba  á  la  señora  von  Hartrott  eran 
las  alusiones  al  emperador.  En  los  primeros  días  de  la 
guerra,  su  hermana  la  había  sorprendido  llorando  ante 
las  caricaturas  de  los  periódicos  y  ciertas  hojas  vendi¬ 
das  en  las  calles. 

— ¡Un  hombre  tan  excelente...  tan  caballero...  tan 
buen  padre  de  familia!  El  no  tiene  la  culpa  de  nada. 
Son  los  enemigos  los  que  le  han  provocado. 


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V,  BLASCO  IBAÑEZ 

Y  su  veneración  á  los  poderosos  le  hacía  considerar 
las  injurias  contra  el  admirado  personaje  con  más  vehe¬ 
mencia  que  si  fuesen  dirigidas  á  su  propia  familia. 

Una  noche,  estando  en  el  comedor,  abandonó  su  mu¬ 
tismo  trágico.  Varios  sarcasmos  dirigidos  por  Desnoyers 
contra  el  héroe  agolparon  las  lágrimas  en  sus  ojos.  Este 
enternecimiento  la  sirvió  para  recordar  á  sus  hijos,  que 
figuraban  indudablemente  en  el  ejército  de  invasión. 

Su  cuñado  deseaba  el  exterminio  de  todos  los  enemi¬ 
gos.  ¡Que  no  quedase  uno  solo  de  aquellos  bárbaros  con 
casco  puntiagudo  que  acababan  de  incendiar  á  Lovaina 
y  otras  poblaciones,  fusilando  á  paisanos  indefensos,  mu¬ 
jeres,  ancianos,  niños!... 

— Tú  olvidas  que  soy  madre — gimió  la  señora  de  Har- 
trott — .  Olvidas  que  entre  esos  cuyo  exterminio  pides 
están  mis  hijos. 

Y  rompió  á  llorar.  Desnoyers  vió  de  pronto  el  abismo 
que  existía  entre  él  y  aquella  mujer  alojada  en  su  propia 
casa.  Su  indignación  se  sobrepuso  á  las  consideraciones 
de  familia...  Podía  llorar  por  sus  hijos  cuanto  quisiera; 
estaba  en  su  derecho.  Pero  estos  hijos  eran  agresores  y 
hacían  el  mal  voluntariamente.  A  él  sólo  le  inspiraban 
interés  las  otras  madres  que  vivían  tranquilamente  en 
las  risueñas  poblaciones  belgas  y  de  pronto  habían  visto 
fusilados  sus  hijos,  atropelladas  sus  hijas,  ardiendo  sus 
viviendas. 

Doña  Elena  lloró  más  fuerte,  como  si  esta  descripción 
de  horrores  significase  un  nuevo  insulto  para  ella.  ¡Todo 
mentira!  El  kaiser  era  un  hombre  excelente,  sus  soldados 
unos  caballeros,  el  ejército  alemán  un  ejemplo  de  civili¬ 
zación  y  de  bondad.  Su  marido  había  pertenecido  á  este 
ejército;  sus  hijos  marchaban  en  sus  filas.  Y  ella  conocía 
á  sus  hijos:  unos  jóvenes  bien  educados,  incapaces  de 
ninguna  mala  acción.  Calumnias  de  los  belgas,  que  no 
podía  escuchar  tranquilamente...  Y  se  arrojó  con  dramᬠ
tico  abandono  en  los  brazos  de  su  hermana. 

El  señor  Desnoyers  se  sintió  furioso  contra  el  destino, 
que  le  obligaba  á  convivir  con  esta  mujer.  ¡Qué  cadena 
para  la  familia ! . . .  Y  las  fronteras  seguían  cerradas , 
siendo  imposible  desprenderse  de  ella. 

— Está  bien — dijo — ;  no  hablemos  más  de  eso;  no  lie- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  ArOCALIPSIS  199 


ganamos  á  entendernos.  Pertenecemos  á  dos  mundos 
distintos.  ¡Lástima  que  no  puedas  irte  con  los  tuyos!... 

Se  abstuvo  en  adelante  de  hablar  de  la  guerra  cuan¬ 
do  su  cuñada  estaba  presente.  Chichi  era  la  única  que 
conservaba  su  entusiasmo  agresivo  y  ruidoso.  Al  leer 
en  los  diarios  noticias  de  fusilamientos,  saqueos,  quemas 
de  ciudades,  éxodos  dolorosos  de  gentes  que  veían  con¬ 
vertido  en  pavesas  todo  lo  que  alegraba  su  existencia, 
sentía  otra  vez  la  necesidad  de  repetir  sus  puñaladas 
imaginarias.  ¡Ay,  si  ella  tuviese  á  mano  uno  de  aquellos 
bandidos!  ¿Qué  hacían  los  hombres  de  bien  que  no  los 
exterminaban  á  todos?... 

A  continuación  veía  á  Pené  con  su  uniforme  flaman¬ 
te,  dulce  de  maneras,  sonriente,  como  si  todo  lo  que  ocu¬ 
rría  sólo  significase  para  él  un  cambio  de  vestimenta,  y 
exclamaba  con  un  acento  enigmático: 

—  ¡Qué  suerte  que  no  vayas  al  frente!...  ¡Qué  alegría 
que  no  corras  peligro! 

El  novio  aceptaba  estas  palabras  como  una  prueba  de 
amoroso  interés. 

Un  día,  don  Marcelo  pudo  apreciar  sin  salir  de  París 
los  horrores  de  la  guerra.  Tres  mil  fugitivos  belgas  es¬ 
taban  alojados  provisionalmente  en  un  circo,  antes  de 
ser  distribuidos  en  provincias.  Desnoy ers  entró  en  este 
local,  que  meses  antes  había  visitado  con  su  familia. 
Aún  estaban  en.  el  vestíbulo  los  anuncios  de  los  regoci¬ 
jados  espectáculos  que  había  presenciado. 

Dentro  percibió  un  hedor  de  muchedumbre  enferma, 
miserable  y  amontonada,  semejante  al  que  se  huele  en 
un  presidio  ó  un  hospital  pobre.  Vió  gentes  que  pare¬ 
cían  locas  ó  estúpidas  por  el  dolor.  No  conocían  exacta¬ 
mente  el  lugar  donde  estaban;  habían  llegado  hasta  allí 
sin  saber  cómo.  El  horroroso  espectáculo  de  la  invasión 
persistía  en  su  memoria,  ocupándola  por  entero,  no  de¬ 
jando  lugar  á  las  impresiones  siguientes.  Veían  aún  cómo 
entraba  la  avalancha  de  los  hombres  con  casco  en  sus 
tranquilos  pueblos:  las  casas  cubiertas  de  llamas  repen¬ 
tinamente,  la  soldadesca  haciendo  fuego  sobre  los  que 
huían,  las  mujeres  agonizando  destrozadas  bajo  la  aguda 
persistencia  del  ultraje  carnal,  los  ancianos  quemados 
vivos,  los  niños  deshechos  á  sablazos  en  sus  cunas,  todos 


200 


V,  BLASCO  IBANEZ 


los  sadismos  de  la  bestia  humana  enardecida  por  el  al¬ 
cohol  y  la  impunidad . . .  Algunos  octogenarios  conta¬ 
ban,  llorando,  cómo  los  soldados  de  un  pueblo  civilizado 
cortaban  los  pechos  á  las  mujeres  para  clavarlos  en  las 
puertas,  cómo  paseaban  á  guisa  de  trofeo  un  recién  na¬ 
cido  ensartado  en  una  bayoneta,  cómo  fusilaban  á  los 
ancianos  en  el  mismo  sillón  donde  los  tenía  inmóviles 
su  dolorosa  vejez,  torturándoles  antes  con  burlescos  su¬ 
plicios. 

Habían  huido  sin  saber  adónde  iban,  perseguidos  por 
el  incendio  y  la  metralla,  locos  de  terror,  como  escapa¬ 
ban  las  muchedumbres  medioevales  ante  el  galopar  de 
las  hordas  de  hunos  y  mongoles.  Y  esta  fuga  había  sido 
á  través  de  la  Naturaleza  en  fiesta,  en  el  más  opulento 
de  los  meses,  cuando  la  tierra  estaba  erizada  de  espigas, 
cuando  el  cielo  de  Agosto  era  más  luminoso  y  los  pája¬ 
ros  saludaban  con  su  regocijo  vocinglero  la  opulencia  de 
la  cosecha. 

Revivía  la  visión  del  inmenso  crimen  en  aquel  circo 
repleto  de  muchedumbres  errantes.  Los  niños  gemían 
con  un  llanto  igual  al  balido  de  los  corderos;  los  hom¬ 
bres  miraban  en  torno  con  ojos  de  espanto;  algunas  mu¬ 
jeres  aullaban  como  locas.  Las  familias  se  habían  dis¬ 
gregado  en  el  terror  de  la  huida.  Una  madre  de  cinco 
pequeños  sólo  conservaba  uno.  Los  padres,  al  verse  solos, 
pensaban  con  angustia  en  los  desaparecidos.  ¿Volverían 
á  encontrarlos?...  ¿Habrían  muerto  á  aquellas  horas?... 

Don  Marcelo  regresó  á  su  casa  apretando  los  dientes, 
moviendo  su  bastón  de  un  modo  alarmante.  ¡Ah,  ban¬ 
didos!...  Deseaba  de  pronto  que  su  cuñada  cambiase  de 
sexo;  ¿por  qué  no  era  un  hombre?...  Aún  le  parecía  me¬ 
jor  que  de  repente  pudiese  tomar  la  forma  de  su  marido 
von  Hartrott.  ¡Qué  entrevista  tan  interesante  la  de  los 
dos  cuñados!... 

La  guerra  había  despertado  el  sentimiento  religioso 
en  los  hombres  y  aumentado  la  devoción  de  las  mujeres. 
Los  templos  estaban  llenos.  Doña  Luisa  ya  no  limitaba 
sus  excursiones  á  las  iglesias  del  distrito.  Con  la  audacia 
que  infunden  las  circunstancias  extraordinarias,  se  lan¬ 
zaba  á  pie  á  través  de  París,  yendo  á  la  Magdalena,  á 
Nuestra  Señora  ó  al  lejano  Sagrado  Corazón,  sobre  la 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  201 


cumbre  de  Montmartre.  Las  fiestas  religiosas  se  anima¬ 
ban  con  el  apasionamiento  de  las  asambleas  populares. 
Los  predicadores  eran  tribunos.  El  entusiasmo  patriótico 
cortaba  á  veces  con  aplausos  los  sermones.  Todas  las 
mañanas,  la  señora  Desnoyers,  al  abrir  los  periódicos, 
antes  de  buscar  los  telegramas  de  la  guerra  perseguía 
otra  noticia.  «¿Adonde  irá  hoy  Monseñor  Amette?»  Lue¬ 
go,  bajo  las  bóvedas  del  templo,  unía  su  voz  al  coro 
devoto  que  imploraba  una  intervención  sobrenatural. 
«¡Señor,  salva  á  la  Francia!»  La  religiosidad  patriótica 
colocaba  Santa  Genoveva  á  la  cabeza  de  los  bienaven¬ 
turados.  Y  de  todas  estas  fiestas  volvía  trémula  de  fe, 
esperando  un  milagro  semejante  al  que  había  realizado 
la  santa  de  París  ante  las  hordas  invasoras  de  Atila. 

Doña  Elena  también  visitaba  las  iglesias,  pero  las 
más  cercanas  á  la  casa.  Su  cuñado  la  vi  ó  entrar  una 
tarde  en  Saint-Honoré  d’Eylau.  El  templo  estaba  repleto 
de  fieles;  sobre  el  altar  figuraban  en  haz  las  banderas  de 
Francia  y  las  naciones  aliadas.  La  muchedumbre  implo¬ 
rante  no  se  componía  únicamente  de  mujeres.  Desnoyers 
vió  hombres  de  su  edad  erguidos,  graves,  moviendo  los 
labios,  fijando  en  el  altar  una  mirada  vidriosa  que  refle¬ 
jaba  como  estrellas  perdidas  las  llamas  de  los  cirios...  Y 
volvió  á  sentir  envidia...  Eran  padres  que  recordaban 
las  oraciones  de  su  niñez  pensando  en  los  combates  y 
en  sus  hijos.  Don  Marcelo,  que  había  considerado  siem¬ 
pre  con  indiferencia  á  la  religión,  reconoció  de  pronto  la 
necesidad  de  la  fe.  Quiso  orar  como  los  otros,  con  un 
rezo  de  intención  vaga,  indeterminada,  comprendiendo 
en  él  á  todos  los  seres  que  luchaban  y  morían  por  una 
tierra  que  él  no  había  sabido  defender. 

Vió  con  escándalo  cómo  la  esposa  de  Hartrott  se 
arrodillaba  entre  estas  gentes,  elevando  luego  los  ojos 
para  fijarlos  en  la  cruz  con  una  mirada  de  angustiosa 
súplica.  Pedía  al  cielo  por  su  marido  el  alemán,  que  tal 
vez  á  aquellas  horas  empleaba  todas  sus  facultades  de 
energúmeno  en  la  mejor  organización  del  aplastamiento 
de  los  débiles;  rezaba  por  sus  hijos,  oficiales  del  rey  de 
Prusia,  que,  revólver  en  mano,  entraban  en  pueblos  y 
granjas,  llevando  ante  ellos  á  la  muchedumbre  despavo¬ 
rida,  dejando  á  sus  espaldas  el  incendio  y  la  muerte.  ¡Y 


202 


V.  BLAjSÍCO  ibañez 

estas  oraciones  iban  á  confundirse  con  las  de  las  madres 
que  rogaban  por  la  juventud  encargada  de  contener  á 
los  bárbaros,  con  los  ruegos  de  aquellos  hombres  graves 
y  rígidos  en  su  trágico  dolor!... 

Tuvo  que  contenerse  para  no  gritar,  y  salió  del  tem¬ 
plo.  Su  cuñada  no  tenía  derecho  á  arrodillarse  entre 
aquellas  gentes. 

— Debían  expulsarla — murmuró  indignado—.  Coloca 
á  Dios  en  un  compromiso  con  sus  oraciones  absurdas. 

Pero,  á  pesar  de  su  cólera,  tenía  que  sufrirla  cerca 
de  él ,  esforzándose  al  mismo  tiempo  por  evitar  que  tras¬ 
cendiese  al  exterior  la  segunda  nacionalidad  que  había 
adquirido  con  su  matrimonio. 

Eepresentaba  un  gran  tormento  para  don  Marcelo 
contener  sus  palabras  cuando  estaba  en  el  comedor  con 
la  familia.  Quería  evitar  la  nerviosidad  de  su  cuñada, 
que  prorrumpía  en  lágrimas  y  suspiros  á  la  menor  alu¬ 
sión  contra  su  héroe;  temía  igualmente  las  quejas  de  la 
esposa,  pronta  siempre  á  defender  á  su  hermana  como  si 
fuese  una  víctima...  ¡Que  un  hombre  de  su  carácter  se 
viese  obligado  en  la  propia  casa  á  vigilar  su  lengua  y 
hablar  con  eufemismos!...  La  única  satisfacción  que  po¬ 
día  permitirse  consistía  en  dar  noticias  de  las  operacio¬ 
nes  militares.  Los  franceses  habían  entrado  en  Bélgica. 
«Parece  que  los  boches  han  recibido  un  buen  golpe.» 
El  menor  choque  de  caballería,  un  simple  encuentro  de 
avanzadas,  lo  glorificaba  como  un  hecho  decisivo.  «Tam¬ 
bién  en  Lorena  nos  los  llevamos  por  delante...»  Pero  de 
repente  pareció  cegarse  la  fuente  de  optimismos.  En  el 
mundo  no  ocurría  nada  extraordinario,  á  juzgar  por  los 
periódicos.  Seguían  publicando  historietas  de  la  guerra 
para  mantener  el  entusiasmo ,  pero  ninguna  noticia 
cierta.  El  gobierno  lanzaba  comunicados  de  vaga  y  re¬ 
tórica  sonoridad.  Desnoyers  se  alarmó:  su  instinto  le 
avisaba  el  peligro.  «Algo  hay  que  no  marcha — pen¬ 
saba — ;  debe  haberse  roto  algún  resorte.» 

Esta  falta  de  noticias  coincidió  con  una  repentina  ani¬ 
mación  de  doña  Elena.  ¿Con  quién  hablaba  aquella  mu¬ 
jer?  ¿Qué  encuentros  eran  los  suyos  cuando  salía  á  la 
calle?...  Sin  perder  su  humildad  de  víctima,  con  la  mi¬ 
rada  dolorosa  y  la  boca  algo  torcida,  hablaba  y  hablaba 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  203 

traidoramente.  ¡El  tormento  de  don  Marcelo  al  escuchar 
al  enemigo  albergado  en  su  casa!...  Los  franceses  habían 
sido  derrotados  á  un  mismo  tiempo  en  Lorena  y  en  Bél¬ 
gica.  Un  cuerpo  de  ejército  se  había  desbandado:  muchos 
prisioneros,  muchos  cañones  perdidos.  «¡Mentiras,  exa¬ 
geraciones  de  los  alemanes!»,  gritaba  Desnoyers.  Y  Chi¬ 
chi  ahogaba  con  sus  carcajadas  de  muchacha  insolente 
las  noticias  de  la  tía  de  Berlín.  «Yo  no  sé — continuaba 
ésta  con  maligna  modestia — ;  tal  vez  no  sea  cierto.  Lo 
he  oído  decir.»  Su  cuñado  se  indignaba.  ¿Dónde  lo  había 
oído  decir?  ¿Quién  le  daba  tales  noticias?... 

Y  para  desahogar  su  mal  humor,  prorrumpía  en  im¬ 
precaciones  contra  el  espionaje  enemigo,  contra  la  incu¬ 
ria  de  la  policía,  que  toleraba  la  permanencia  de  tantos 
alemanes  ocultos  en  París.  Pero  de  pronto  tenía  que 
callarse,  al  pensar  en  su  propia  conducta.  El  también 
contribuía  involuntariamente  á  mantener  y  albergar  al 
enemigo. 

La  caída  del  ministerio  y  la  constitución  de  un  go¬ 
bierno  de  defensa  nacional  le  hicieron  ver  que  algo 
grave  estaba  ocurriendo.  Las  alarmas  y  lloros  de  doña 
Luisa  aumentaron  su  nerviosidad.  Ya  no  volvía  la  buena 
señora  entusiasmada  y  heroica  de  sus  visitas  á  las  igle¬ 
sias.  Las  conversaciones  á  solas  con  su  hermana  le  in¬ 
fundían  un  terror  que  pretendía  comunicar  luego  al  es¬ 
poso.  «Todo  está  perdido...  Elena  es  la  única  que  sabe  la 
verdad.» 

Desnoyers  fué  en  busca  del  senador  Lacour.  Conocía 
á  todos  los  ministros:  nadie  mejor  enterado  que  él.  «Sí, 
amigo  mío — dijo  el  personaje  con  tristeza — ,  dos  grandes 
descalabros  en  Morhange  y  en  Charleroi,  al  Este  y  al 
Norte.  Los  enemigos  van  á  invadir  el  suelo  de  Francia... 
Pero  nuestro  ejército  se  mantiene  intacto  y  se  retira  en 
buen  orden.  Aún  puede  cambiar  la  fortuna.  Una  gran 
desgracia,  mas  no  está  todo  perdido.» 

Los  preparativos  de  defensa  de  París  eran  activa¬ 
dos...  algo  tarde.  Los  fuertes  se  armaban  con  nuevos 
cañones;  desaparecían  bajo  los  picos  de  la  demolición 
oficial  las  casuchas  elevadas  en  la  zona  de  tiro  du¬ 
rante  los  años  de  paz;  los  árboles  de  las  avenidas  exte¬ 
riores  caían  cortados  para  ensanchar  el  horizonte;  ba- 


204 


F.  BLASCO  IBAÑEZ 


Tricadas  de  sacos  de  tierra  y  de  troncos  obstruían  las 
puertas  de  las  antiguas  murallas.  Los  curiosos  recorrían 
los  alrededores  para  admirar  las  trincheras  recién  abier¬ 
tas  y  los  alambrados  con  púas.  El  Bosque  de  Bolonia  se 
llenaba  de  rebaños.  Junto  á  montañas  de  alfalfa  seca, 
toros  y  ovejas  se  agrupaban  en  las  praderas  de  ñno  cés¬ 
ped.  La  seguridad  del  sustento  preocupaba  á  una  pobla¬ 
ción  que  mantenía  vivo  aún  el  recuerdo  de  las  miserias 
sufridas  en  1870.  Cada  noche  era  más  débil  el  alum¬ 
brado  en  las  calles.  El  cielo,  en  cambio,  estaba  rayado 
incesantemente  por  las  mangas  de  luz  de  los  reflecto¬ 
res.  El  miedo  á  una  agresión  aérea  venía  á  aumentar , 
las  inquietudes  públicas.  Las  gentes  medrosas  hablaban 
de  los  zeppelines,  atribuyéndoles  un  poder  irresistible, 
con  la  exageración  que  acompaña  á  los  peligros  miste¬ 
riosos. 

Doña  Luisa  aturdía  con  su  pánico  al  marido.  Este 
pasaba  los  días  en  una  alarma  continua,  teniendo  que 
infundir  ánimo  á  su  mujer,  temblorosa  y  lloriqueante. 
«Van  á  llegar,  Marcelo,  me  lo  dice  el  corazón.  Yo  no 
puedo  vivir  así.  La  niña...  ¡la  niña!»  Aceptaba  ciega¬ 
mente  todas  las  afirmaciones  de  su  hermana.  Lo  único 
que  ponía  en  duda  era  la  caballerosidad  y  la  disciplina 
de  aquellas  tropas  en  las  que  figuraban  sus  sobrinos. 
Las  noticias  de  las  atrocidades  cometidas  en  Bélgica 
con  las  mujeres  le  merecían  igual  fe  que  los  avances  del 
enemigo  anunciados  por  Elena.  «La  niña,  Marcelo...  ¡la 
niña!»  Y  el  caso  era  que  la  niña  objeto  de  tales  inquie¬ 
tudes  reía,  con  la  insolencia  de  su  juventud  vigorosa,  al 
escuchar  á  la  madre.  «Que  vengan  esos  sinvergüenzas. 
Tendría  gusto  en  verles  la  cara.»  Y  contraía  la  diestra, 
como  si  empuñase  ya  el  cuchillo  vengador. 

El  padre  se  cansó  de  esta  situación.  Le  quedaba  uno 
de  sus  automóviles  monumentos,  que  podía  guiar  un 
chófer  extranjero.  El  senador  Lacour  obtuvo  los  pape¬ 
les  necesarios  para  el  viaje  de  la  familia,  y  Desnoy ers 
dió  órdenes  á  su  esposa  con  un  tono  que  no  admitía  ré¬ 
plica.  Debían  irse  á  Biarritz  ó  á  las  estaciones  veranie¬ 
gas  del  Norte  de  España.  Casi  todas  las  familias  sudame¬ 
ricanas  habían  salido  en  la  misma  dirección.  Doña  Luisa 
intentó  oponerse:  le  era  imposible  partir  sin  su  esposo. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  205 


En  tantos  años  de  matrimonio  no  se  habían  separado  una 
sola  vez.  Pero  la  hosca  negativa  de  don  Marcelo  cortó 
sns  protestas.  El  se  quedaba.  Entonces,  la  pobre  señora 
corrió  á  la  ime  de  la  Pompe.  ¡Su  hijo!...  Julio  apenas  es¬ 
cuchó  á  la  madre.  ¡Ay,  éste  se  quedaba  también!  Y  al 
i  ñn,  el  imponente  automóvil  emprendió  la  marcha  hacia 
el  Sur,  llevando  á  doña  Luisa,  á  su  hermana,  que  acep¬ 
taba  con  gusto  este  alejamiento  de  las  admiradas  tropas 
del  emperador,  y  á  Chichi,  contenta  de  que  la  guerra  le 
proporcionase  una  excursión  á  las  playas  de  moda  fre¬ 
cuentadas  por  sus  amigas. 

Don  Marcelo  se  vió  solo.  Las  doncellas  cobrizas  ha¬ 
bían  seguido  en  ferrocarril  la  fuga  de  las  señoras.  Al 
‘  principio  se  sintió  desorientado  en  esta  soledad,  le  cau¬ 
saron  extrañeza  las  comidas  en  el  restorán,  las  noches 
pasadas  en  unas  habitaciones  desiertas  y  enormes  que 
;  guardaban  aún  las  huellas  de  su  familia.  Los  otros  pisos 
de  la  casa  estaban  igualmente  vacíos.  Todos  los  habitan¬ 
tes  eran  extranjeros  que  habían  escapado  discretamen- 
i  te,  ó  franceses  sorprendidos  por  la  guerra  cuando  vera- 
!  neaban  en  sus  posesiones  del  campo. 

El  instinto  le  hizo  ir  en  sus  paseos  hasta  la  rué  de  la 
Pompe,  mirando  de  lejos  el  ventanal  del  estudio.  ¿Qué 
haría  su  hijo?...  De  seguro  que  continuaba  su  vida  alegre 
é  inútil.  Para  hombres  como  él,  nada  existía  más  allá  de 
las  frivolidades  de  su  egoísmo. 

Desnoyers  estaba  satisfecho  de  su  resolución.  Seguir 
á  la  familia  le  parecía  un  delito.  Bastante  le  martiri¬ 
zaba  el  recuerdo  de  su  fuga  á  América.  «No,  no  ven¬ 
drán —  se  dijo  repetidas  veces,  con  el  optimismo  del  en¬ 
tusiasmo — .  Tengo  el  presentimiento  de  que  no  llegarán 
á  París.  ¡Y  si  llegan...!»  La  ausencia  de  los  suyos  le 
proporcionaba  el  valor  alegre  y  desenfadado  de  la  ju¬ 
ventud.  Por  su  edad  y  sus  dolencias  no  era  capaz  de 
hacer  la  guerra  á  campo  raso,  pero  podía  disparar  un 
fusil,  inmóvil  en  una  trinchera,  sin  miedo  á  la  muerte. 
¡Que  vinieran!...  Lo  deseaba  con  la  vehemencia  de  un 
buen  pagador  ganoso  de  satisfacer  cuanto  antes  una 
deuda  antigua. 

Encontró  en  las  calles  de  París  muchos  grupos  de 
fugitivos.  Eran  del  Norte  y  el  Este  de  Francia  y  habían 


206 


F.  BLASCO  IBANEZ 


escapado  ante  el  avance  de  los  alemanes.  De  todos  los 
relatos  de  esta  muchedumbre  dolorosa,  que  no  sabía 
adonde  ir  y  no  contaba  con  otro  recurso  que  la  piedad 
de  las  gentes,  lo  más  impresionante  para  él  eran  los 
atentados  á  la  propiedad.  Fusilamientos  y  asesinatos  le 
hacían  cerrar  los  puños,  prorrumpiendo  en  deseos  de 
venganza.  Pero  los  robos  autorizados  por  los  jefes,  los 
saqueos  en  masa  por  orden  superior,  seguidos  del  in¬ 
cendio,  le  parecían  tan  inauditos,  que  permanecía  si¬ 
lencioso,  como  si  la  estupefacción  paralizase  su  pensa¬ 
miento.  ¡Y  un  pueblo  con  leyes  podía  hacerla  guerra  de 
este  modo,  lo  mismo  que  una  tribu  de  indios  que  parte 
al  combate  para  robar!...  Su  adoración  al  derecho  de 
propiedad  se  revolvía  furiosa  contra  estos  sacrilegios. 

Empezó  á  preocuparse  de  su  castillo  de  Villeblanche. 
Todo  lo  que  poseía  en  París  le  pareció  repentinamente 
de  escasa  importancia  comparado  con  lo  que  guardaba 
en  la  «mansión  histórica».  Sus  mejores  cuadros  estaban 
allá,  adornando  los  salones  sombríos;  allá  también  los 
muebles  arrancados  á  los  anticuarios  tras  una  batalla 
de  pujas,  y  las  vitrinas  repletas,  los  tapices,  las  vajillas 
de  plata. 

Eepasaba  en  su  memoria  todos  los  objetos,  sin  que 
uno  solo  escapase  á  este  inventario  mental.  Cosas  que 
había  olvidado  resurgían  ahora  en  su  recuerdo,  y  el 
miedo  á  perderlas  parecía  darles  mayor  brillo,  agran¬ 
dando  su  tamaño,  infundiéndolas  nuevo  valor.  Todas 
las  riquezas  de  Villeblanche  se  concentraban  en  una 
adquisición  que  era  la  más  admirada  por  Desnoyers, 
viendo  en  ella  la  gloria  de  su  enorme  fortuna,  el  mayor 
alarde  de  lujo  que  podía  permitirse  un  millonario. 

«La  bañadora  de  oro — pensó — .  Tengo  allá  mi  tina 
de  oro.» 

Este  baño  de  precioso  metal  lo  había  adquirido  en 
una  subasta,  juzgando  tal  compra  como  el  acto  más 
culminante  de  su  opulencia.  No  sabía  con  certeza  su 
origen:  tal  vez  era  un  mueble  de  príncipes;  tal  vez  debía 
la  existencia  al  capricho  de  una  cocota  ansiosa  de  os¬ 
tentación.  El  y  los  suyos  habían  formado  una  leyenda 
en  torno  de  esta  cavidad  de  oro  adornada  con  garras 
de  león,  delñnes  y  bustos  de  náyades.  Indudablemente 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  207 


procedía  de  reyes.  Chichi  afirmaba  con  g-ravedad  que 
era  el  baño  de  María  Antonieta.  Y  toda  la  familia,  con¬ 
siderando  modesto  y  burgués  el  piso  de  la  avenida  Víctor 
Hugo  para  guardar  esta  joya,  había  acordado  deposi¬ 
tarla  en  el  castillo,  respetada,  inútil  y  solemne  como 
una  pieza  de  museo...  ¿Y  esto  se  lo  podían  llevar  los  ene¬ 
migos  si  llegaban  en  su  avance  hasta  el  Mame,  así  como 
las  demás  riquezas  reunidas  con  tanta  paciencia?...  ¡Ah, 
no!  Su  alma  de  coleccionista  era  capaz  de  los  mayores 
heroísmos  para  evitarlo. 

Cada  día  aportaba  una  ola  nueva  de  malas  noticias. 
Los  periódicos  decían  poco;  el  gobierno  hablaba  con  un 
lenguaje  obscuro,  que  sumía  el  ánimo  en  perplejidades. 
Sin  embargo,  la  verdad  se  abría  paso  misteriosamente, 
empujada  por  el  pesimismo  de  los  alarmistas  y  por  los 
manejos  de  los  espías  enemigos  que  permanecían  ocultos 
en  París.  Las  gentes  se  comunicaban  las  fatales  nuevas 
al  oído:  «Ya  han  pasado  la  frontera...»  «Ya  están  en 
Lille...»  Avanzaban  á  razón  de  cincuenta  kilómetros  por 
día.  El  nombre  de  von  Kluck  empezaba  á  hacerse  fami¬ 
liar.  Ingleses  y  franceses  retrocedían  ante  el  movimiento 
envolvente  de  los  invasores.  Algunos  esperaban  un  nuevo 
Sedán.  Desnoy ers  seguía  el  avance  del  enemigo  yendo 
diariamente  á  la  estación  del  Norte.  Cada  veinticuatro 
horas  se  achicaba  el  radio  de  circulación  de  los  viaje¬ 
ros.  Los  avisos  anunciando  que  no  se  expendían  bille¬ 
tes  para  determinadas  poblaciones  del  Norte  indicaban 
cómo  iban  cayendo  éstas,  una  tras  otra,  en  poder  del 
invasor.  El  empequeñecimiento  del  territorio  nacional 
se  efectuaba  con  una  regularidad  metódica,  á  razón  de 
cincuenta  kilómetros  diarios.  Con  el  reloj  á  la  vista  podía 
anunciarse  á  qué  hora  iban  á  saludar  con  sus  lanzas  los 
primeros  huíanos  la  aparición  de  la  torre  Eiffel  en  el 
horizonte.  Los  trenes  llegaban  repletos,  desbordando 
fuera  de  sus  vagones  los  racimos  de  gentes. 

Y  fué  en  estos  momentos  de  general  angustia  cuando 
don  Marcelo  visitó  á  su  amigo  el  senador  Lacour  para 
asombrarle  con  la  más  inaudita  de  las  peticiones.  Que¬ 
ría  ir  inmediatamente  á  su  castillo.  Cuando  todos  huían 
hacia  París,  él  necesitaba  marchar  en  dirección  contra¬ 
ria.  El  senador  no  pudo  creer  lo  que  escuchaba. 


208 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

— ¡Está  usted  loco! — exclamó — .  Hay  que  salir  de  Pa¬ 
rís,  pero  con  dirección  al  Sur.  A  usted  se  lo  digo  sola¬ 
mente,  y  cállelo,  porque  es  un  secreto.  Nos  vamos  de  un 
momento  á  otro;  todos  nos  vamos:  el  Presidente,  el  go¬ 
bierno,  las  Cámaras.  Nos  instalaremos  en  Burdeos,  como 
en  1870.  El  enemigo  va  á  llegar:  es  asunto  de  días...  de 
horas.  Sabemos  poco  de  lo  que  ocurre,  pero  todas  las 
noticias  son  malas.  El  ejército  se  mantiene  firme,  aún 
está  intacto,  pero  se  retira...  se  retira,  cediendo  terre¬ 
no...  Créame,  lo  mejor  es  marcharse  de  París.  Gallieni 
lo  defenderá,  pero  la  defensa  va  á  ser  dura  y  penosa... 
Aunque  caiga  París,  no  por  eso  caerá  Francia.  Conti¬ 
nuaremos  la  guerra  si  es  necesario  hasta  la  frontera  de 
España...  Pero  esto  es  triste,  ¡muy  triste! 

Y  ofreció  á  su  amigo  el  llevarle  con  él  en  la  retirada 
á  Burdeos,  que  muy  pocos  conocían  en  aquellos  momen¬ 
tos.  Desnoyers  movió  la  cabeza.  No;  deseaba  ir  al  cas¬ 
tillo  de  Villeblanche.  Sus  muebles...  sus  riquezas...  su 
parque. 

— ¡Pero  va  usted  á  caer  prisionero! — protestó  el  sena¬ 
dor — .  ¡Tal  vez  lo  maten! 

Un  gesto  de  indiferencia  fué  la  respuesta.  Se  consi¬ 
deraba  con  energías  para  luchar  contra  todos  los  ejérci¬ 
tos  de  Alemania  defendiendo  su  propiedad.  Lo  impor¬ 
tante  era  instalarse  en  ella,  ¡y  que  se  atreviese  alguien 
á  tocar  lo  suyo...  El  senador  miró  con  asombro  á  este 
burgués  enfurecido  por  el  sentimiento  de  la  posesión.  Se 
acordó  de  los  mercaderes  árabes,  humildes  y  pacíficos 
ordinariamente,  que  pelean  y  mueren  como  fieras  cuan¬ 
do  los  beduinos  ladrones  quieren  apoderarse  de  sus  gé¬ 
neros.  El  momento  no  era  para  discusiones:  cada  cual 
debía  pensar  en  su  propia  suerte.  El  senador  acabó  por 
prestarse  al  deseo  de  su  amigo.  Si  tal  era  su  gusto,  po¬ 
día  cumplirlo.  Y  consiguió  con  su  influencia  que  saliese 
aquella  misma  noche  en  un  tren  militar  que  iba  al  en¬ 
cuentro  del  ejército. 

Este  viaje  puso  en  contacto  á  don  Marceló  con  el 
extraordinario  movimiento  que  la  guerra  había  desarro¬ 
llado  en  las  vías  férreas.  Su  tren  tardó  catorce  horas  en 
salvar  una  distancia  recorrida  en  dos  normalmente.  Se 
componía  de  vagones  de  carga  llenos  de  víveres  y  car- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  209 


tuchos,  con  las  puertas  cerradas  y  selladas.  Un  coche 
de  tercera  clase  estaba  ocupado  por  la  escolta  del  tren; 
un  pelotón  de  territoriales.  En  uno  de  segunda  se  instaló 
Desnoyers,  con  el  teniente  que  mandaba  este  grupo  y 
varios  oficiales  que  iban  á  incorporarse  á  sus  regimien¬ 
tos  después  de  terminar  las  operaciones  de  movilización 
en  las  poblaciones  que  guarnecían  antes  de  la  guerra. 
Los  vagones  de  cola  contenían  sus  caballos. 

Se  detuvo  el  tren  muchas  veces  para  dejar  paso  á 
otros  que  se  le  adelantaban  repletos  de  soldados  ó  vol¬ 
vían  hacia  París  con  muchedumbres  fugitivas.  Estos  úl¬ 
timos  estaban  compuestos  de  plataformas  de  carga,  y  en 
ellas  se  apelotonaban  mujeres,  niños,  ancianos,  revuel¬ 
tos  con  fardos  de  ropas,  maletas  y  carretillas  que  les 
habían  servido  para  llevar  hasta  la  estación  todo  lo  que 
restaba  de  sus  ajuares.  Eran  á  modo  de  campamentos 
rodantes  que  se  inmovilizaban  muchas  horas  y  hasta 
días  en  los  apartaderos,  dejando  paso  libre  á  los  convo¬ 
yes  impulsados  por  las  necesidades  apremiantes  de  la 
guerra.  La  muchedumbre,  habituada  á  las  detenciones 
interminables,  desbordaba  fuera  del  tren,  instalándose 
ante  la  locomotora  muerta  ó  esparciéndose  por  los  cam¬ 
pos  inmediatos. 

En  las  estaciones  de  alguna  importancia,  todas  las 
vías  estaban  ocupadas  por. rosarios  de  vagones.  Las  mᬠ
quinas,  á  gran  presión,  silbaban  impacientes  de  partir. 
Los  grupos  de  soldados  dudaban  ante  los  diversos  tre¬ 
nes,  equivocándose,  descendiendo  de  unos  coches  para 
instalarse  en  otros.  Los  empleados,  calmosos  y  con  aire 
de  fatiga,  iban  de  un  lado  á  otro  guiando  á  los  hombres, 
dando  explicaciones,  disponiendo  la  carga  de  montañas 
de  objetos.  En  el  convoy  que  llevaba  á  Desnoyers  los 
territoriales  dormitaban,  acostumbrados  á  la  monótona 
operación  de  dar  escolta.  Los  encargados  de  los  caballos 
habían  abierto  las  puertas  corredizas  de  los  vagones, 
sentándose  en  el  borde  con  las  piernas  colgantes.  El 
tren  marchaba  lentamente  en  la  noche,  á  través  de  los 
campos  de  sombra,  deteniéndose  ante  los  faros  rojos  para 
avisar  su  presencia  con  largos  silbidos.  En  algunas  es¬ 
taciones  se  presentaban  muchachas  vestidas  de  blanco, 
con  escarapelas  y  banderitas  sobre  el  pecho.  Día  y  noche 


14 


210 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

estaban  allí,  reemplazándose,  para  que  no  pasase  un 
tren  sin  recibir  su  visita.  Ofrecían  en  cestas  y  bandejas 
sus  obsequios  á  los  soldados:  pan,  chocolate,  frutas.  Mu¬ 
chos,  por  hartura,  intentaban  resistirse,  pero  habían  de 
ceder  finalmente  ante  el  g’esto  triste  de  las  jóvenes.  Hasta 
Desnoyers  se  vio  asaltado  por  estos  obsequios  del  entu¬ 
siasmo  patriótico. 

Pasó  gran  parte  de  la  noche  hablando  con  sus  com¬ 
pañeros  de  viaje.  Los  oficiales  sólo  tenían  vagos  indi¬ 
cios  de  dónde  podrían  encontrar  á  sus  regimientos.  Las 
operaciones  de  la  guerra  cambiaban  diariamente  su  si¬ 
tuación.  Pero  fieles  al  deber,  seguían  adelante,  con  la 
esperanza  de  llegar  á  tiempo  para  el  combate  decisivo. 
El  jefe  de  la  escolta  llevaba  realizados  algunos  viajes  y 
era  el  único  que  se  daba  cuenta  exacta  de  la  retirada. 
Cada  vez  hacía  el  tren  un  trayecto  menor.  Todos  pare¬ 
cían  desorientados.  ¿Por  qué  la  retirada?...  El  ejército 
había  sufrido  reveses,  indudablemente,  pero  estaba  en¬ 
tero,  y  según  su  opinión  debía  buscar  el  desquite  en  los 
mismos  lugares.  La  retirada  dejaba  libre  el  avance  del 
enemigo.  ¿Hasta  dónde  iban  á  retroceder?...  jEllos  que 
dos  semanas  antes  discutían  en  sus  guarniciones  el  punto 
de  Bélgica  donde  recibirían  los  adversarios  el  golpe  mor¬ 
tal  y  por  qué  lugares  invadirían  á  Alemania  las  tropas 
victoriosas!... 

Su  decepción  no  revelaba  desaliento.  Una  esperanza 
indeterminada  pero  firme  emergía  sobre  sus  vacilacio¬ 
nes:  el  generalísimo  era  el  único  que  poseía  el  secreto 
de  los  sucesos.  Y  Desnoyers  aprobó,  con  el  entusiasmo 
ciego  que  le  inspiraban  las  personas  cuando  depositaba 
en  ellas  su  confianza.  ¡Joffre!...  El  caudillo  serio  y  tran¬ 
quilo  lo  arreglaría  todo  finalmente.  Nadie  debía  dudar 
de  su  fortuna:  era  de  los  hombres  que  dicen  siempre  la 
última  palabra. 

Al  amanecer  abandonó  el  vagón.  «Buena  suerte.»  Y 
estrechó  las  manos  de  aquellos  jóvenes  animosos,  que 
iban  á  morir  tal  vez  en  breve  plazo.  El  tren  pudo  seguir 
su  camino  inmediatamente  al  encontrar  por  casualidad 
la  vía  libre,  y  don  Marcelo  se  vió  solo  en  una  estación. 
En  tiempo  normal  salía  de  ella  un  ferrocarril  secunda¬ 
rio  que  pasaba  por  Villeblanche,  pero  el  servicio  estaba 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  211 


suspendido  por  falta  de  personal.  Los  empleados  habían 
pasado  á  las  grandes  líneas,  abarrotadas  por  los  trans¬ 
portes  de  guerra. 

Inútilmente  buscó,  con  los  más  generosos  ofrecimien¬ 
tos,  un  caballo,  un  simple  carretón  tirado  por  una  bes¬ 
tia  cualquiera,  para  continuar  su  viaje.  La  movilización 
acaparaba  lo  mejor,  y  los  demás  medios  de  transporte 
habían  desaparecido  con  la  fuga  de  los  medrosos.  Había 
que  hacer  á  pie  una  marcha  de  quince  kilómetros.  El 
viejo  no  vaciló:  ¡adelante!  Y  empezó  á  caminar  por  una 
carretera  blanca,  recta,  polvorienta,  entre  tierras  llanas 
é  iguales  que  se  sucedían  hasta  el  infinito.  Algunos  gru¬ 
pos  de  árboles,  algunos  setos  verdes  y  las  techumbres  de 
varias  granjas  alteraban  la  monotonía  del  paisaje.  Los 
campos  estaban  cubiertos  de  rastrojos  de  la  cosecha  re¬ 
ciente.  Los  pajares  abullonaban  el  suelo  con  sus  conos 
amarillentos,  que  empezaban  á  obscurecerse,  tomando 
un  tono  de  oro  oxidado.  En  las  vallas  aleteaban  los  pᬠ
jaros  sacudiendo  el  rocío  del  amanecer. 

Los  primeros  rayos  del  sol  anunciaron  un  día  calu¬ 
roso.  En  torno  á  los  pajares  vió  Desnoyers  una  agita¬ 
ción  de  personas  que  se  levantaban,  sacudiendo  sus  ro¬ 
pas  y  despertando  á  otras  todavía  dormidas.  Eran  fugi¬ 
tivos  que  habían  acampado  en  las  inmediaciones  de  la 
estación,  esperando  un  tren  que  les  llevase  lejos,  sin 
saber  con  certeza  adonde  deseaban  ir.  Unos  procedían 
de  lejanos  departamentos:  habían  oído  el  cañón,  habían 
visto  aproximarse  la  guerra,  y  llevaban  varios  días  de 
marcha  á  la  ventura.  Otros,  al  sentir  el  contagio  de 
este  pánico,  habían  huido  igualmente,  temiendo  cono¬ 
cer  los  mismos  horrores...  Vió  madres  con  sus  pequeños 
en  los  brazos;  ancianos  doloridos  que  sólo  podían  avan¬ 
zar  con  una  mano  en  el  bastón  y  otra  en  el  brazo  de 
alguno  de  su  familia;  viejas  arrugadas  é  inmóviles  como 
momias,  que  dormían  y  viajaban  tendidas  en  una  carre¬ 
tilla.  Al  despertar  el  sol  á  este  tropel  miserable  se  bus¬ 
caban  unos  á  otros  con  paso  torpe,  entumecidos  aún  por 
la  noche,  reconstituyendo  los  mismos  grupos  del  día 
anterior.  Muchos  avanzaban  hacia  la  estación  con  la  es¬ 
peranza  de  un  tren  que  nunca  llegaba  á  formarse,  cre¬ 
yendo  ser  más  dichosos  en  el  día  que  acababa  de  nacer. 


212 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Algunos  seguían  su  camino  á  lo  largo  de  los  rieles, 
pensando  que  la  suerte -les  sería  más  propicia  en  otro 
lugar. 

Don  Marcelo  anduvo  toda  la  mañana.  La  cinta  blan¬ 
ca  y  rectilínea  del  camino  estaba  moteada  de  grupos 
que  venían  hacia  él,  semejantes  en  lontananza  á  un  ro¬ 
sario  de  hormigas.  No  vió  un  solo  caminante  que  si¬ 
guiese  su  misma  dirección.  Todos  huían  hacia  el  Sur, 
y  al  encontrar  á  este  señor  de  la  ciudad,  que  marchaba 
bien  calzado,  con  bastón  de  paseo  y  sombrero  de  paja, 
hacían  un  gesto  de  extrañeza.  Le  creían  tal  vez  un  fun¬ 
cionario,  un  personaje,  alguien  del  gobierno,  al  verle 
avanzar  solo  hacia  el  país  que  abandonaban  á  impulsos 
del  terror. 

A  mediodía  pudo  encontrar  un  pedazo  de  pan,  un 
poco  de  queso  y  una  botella  de  vino  blanco  en  una  ta¬ 
berna  inmediata  al  camino.  El  dueño  estaba  en  la  gue¬ 
rra,  la  mujer  gemía  en  la  cama.  La  madre,  una  vieja 
algo  sorda,  rodeada  de  sus  nietos,  seguía  desde  la  puerta 
este  desñle  de  fugitivos  que  duraba  tres  días.  «¿Por  qué 
huyen,  señor? — dijo  al  caminante — .  La  guerra  sólo  in¬ 
teresa  á  los  soldados.  Nosotros,  gentes  del  campo,  no 
hacemos  mal  á  nadie  y  nada  debemos  temer.» 

Cuatro  horas  después,  al  bajar  una  de  las  pendientes 
que  forman  el  valle  del  Mame,  vió  á  lo  lejos  los  tejados 
de  Villeblanche  en  torno  de  su  iglesia,  y  emergiendo  de 
una  arboleda  las  caperuzas  de  pizarra  que  remataban 
los  torreones  de  su  castillo. 

Las  calles  del  pueblo  estaban  desiertas.  Sólo  en  los 
alrededores  de  la  plaza  vió  sentadas  algunas  mujeres, 
como  en  las  tardes  plácidas  de  otros  veranos.  La  mitad 
del  vecindario  había  huido;  la  otra  mitad  permanecía 
en  sus  hogares,  por  rutina  sedentaria,  engañándose  con 
un  ciego  optimismo.  Si  llegaban  los  prusianos,  ¿qué  po¬ 
dían  hacerles?...  Obedecerían  sus  órdenes  sin  intentar 
ninguna  resistencia,  y  á  un  pueblo  que  obedece  no  es 
posible  castigarlo...  Todo  era  preferible  antes  que  perder 
unas  viviendas  levantadas  por  sus  antepasados  y  de  las 
que  nunca  habían  salido. 

En  la  plaza  vió,  formando  un  grupo,  al  alcalde  y 
los  principales  habitantes.  Todos  ellos,  así  como  las  mu- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  213 


jeres,  miraron  con  asombro  al  dueño  del  castillo.  Era  la 
más  inesperada  de  las  apariciones.  Cuando  tantos  huían 
hacia  París,  este  parisién  venía  á  Juntarse  con  ellos, 
participando  de  su  suerte.  Una  sonrisa  de  afecto,  una 
mirada  de  simpatía,  parecieron  atravesar  su  áspera  cor¬ 
teza  de  rústicos  desconfiados.  Hacía  mucho  tiempo  que 
Desnoyers  vivía  en  malas  relaciones  con  el  pueblo  en¬ 
tero.  Sostenía  ásperamente  sus  derechos,  sin  admitir 
tolerancias  en  asuntos  de  propiedad.  Habló  muchas  ve¬ 
ces  de  procesar  al  alcalde  y  enviar  á  la  cárcel  á  la  mitad 
del  vecindario,  y  sus  enemigos  le  contestaban  invadien¬ 
do  traidoramente  sus  tierras,  matando  su  caza,  abru¬ 
mándolo  con  reclamaciones  judiciales  y  pleitos  incohe¬ 
rentes...  Su  odio  al  municipio  le  había  aproximado  al 
cura,  por  vivir  éste  en  franca  hostilidad  contra  el  alcal¬ 
de.  Pero  sus  relaciones  con  la  Iglesia  fueron  tan  infruc¬ 
tuosas  como  sus  luchas  con  el  Estado.  El  cura  era  un 
bonachón,  al  que  encontraba  cierto  parecido  físico  con 
Renán,  y  que  únicamente  se  preocupaba  de  sacarle  li¬ 
mosnas  para  los  pobres,  llevando  su  atrevimiento  bon¬ 
dadoso  hasta  excusar  á  los  merodeadores  de  su  pro¬ 
piedad. 

¡Cuán  lejanas  le  parecían  ahora  las  luchas  sostenidas 
hasta  un  mes  antes ! . . .  El  millonario  experimentó  una 
gran  sorpresa  al  ver  cómo  el  sacerdote,  saliendo  de  su 
casa  para  entrar  en  la  iglesia,  saludaba  al  pasar  al  al¬ 
calde  con  una  sonrisa  amistosa. 

Después  de  largos  años  de  mutismo  hostil  se  habían 
encontrado  en  la  tarde  del  1.®  de  Agosto  al  pie  de  la  torre 
de  la  iglesia.  La  campana  sonaba  á  rebato  para  anunciar 
la  movilización  á  los  hombres  que  estaban  en  los  cam¬ 
pos.  Y  los  dos  enemigos,  instintivamente,  se  habían  es¬ 
trechado  la  mano.  ¡Todos  franceses!  Esta  unanimidad 
afectuosa  salía  también  al  encuentro  del  odiado  señor 
del  castillo.  Tuvo  que  saludar  á  un  lado  y  á  otro,  apre¬ 
tando  manos  duras.  Las  gentes  prorrumpían  á  sus  es¬ 
paldas  en  cariñosas  rectificaciones.  «Un  hombre  bueno, 
sin  más  defecto  que  la  violencia  de  su  carácter...»  Y  el 
señor  Desnoyers  conoció  por  unos  minutos  el  grato  am¬ 
biente  de  la  popularidad. 

Al  verse  en  el  castillo  dió  por  bien  empleada  la  fati- 


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V.  BLASCO  IBANEZ 


ga  de  la  marcha,  que  hacía  temblar  sus  piernas.  Nunca 
le  había  parecido  tan  grande  y  majestuoso  su  parque 
como  en  este  atardecer  de  verano;  nunca  tan  blancos  los 
cisnes  que  se  deslizaban  dobles  por  el  reflejo  sobre  las 
aguas  muertas;  nunca  tan  señorial  el  edificio,  cuya  ima¬ 
gen  repetía  invertida  el  verde  espejo  de  los  fosos.  Sintió 
necesidad  de  ver  inmediatamente  los  establos  con  sus 
animales  vacunos;  luego  echó  una  ojeada  á  las  cuadras 
vacías.  La  movilización  se  había  llevado  sus  mejores 
caballos  de  labor.  Igualmente  había  desaparecido  su 
personal.  El  encargado  de  los  trabajos  y  varios  mozos 
estaban  en  el  ejército.  En  todo  el  castillo  sólo  quedaba  el 
conserje,  un  hombre  de  más  de  cincuenta  años,  enfermo 
del  pecho,  con  su  familia,  compuesta  de  su  mujer  y  una 
hija.  Los  tres  cuidaban  de  llenar  los  pesebres  de  las  va¬ 
cas,  ordeñando  de  tarde  en  tarde  sus  ubres  olvidadas. 

En  el  interior  del  edificio  volvió  á  congratularse  de 
la  resolución  que  le  había  arrastrado  hasta  allí.  ¡Cómo 
abandonar  tales  riquezas!...  Contempló  los  cuadros,  las 
vitrinas,  los  muebles,  los  cortinajes,  todo  bañado  en  oro 
por  el  resplandor  moribundo  del  día,  y  sintió  el  orgullo 
de  la  posesión.  Este  orgullo  le  infundió  un  valor  absur¬ 
do,  inverosímil,  como  si  fuese  un  ser  gigantesco  proce¬ 
dente  de  otro  planeta  y  toda  la  humanidad  que  le 
rodeaba  un  simple  hormiguero  que  podía  borrar  con  los 
pies.  ¡Que  viniesen  los  enemigos!  Se  consideraba  con 
fuerzas  para  defenderse  de  todos  ellos...  Luego,  al  arran¬ 
carle  la  razón  de  su  delirio  heroico,  intentó  tranquili¬ 
zarse  con  un  optimismo  falto  igualmente  de  solidez.  No 
vendrían.  El  no  sabía  por  qué,  pero  le  anunciaba  el  co¬ 
razón  que  los  enemigos  no  llegarían  hasta  allí. 

La  mañana  siguiente  la  pasó  recorriendo  los  prados 
artificiales  que  había  formado  detrás  del  parque,  lamen¬ 
tando  el  abandono  en  que  estaban  por  la  marcha  de  sus 
hombres,  intentando  abrir  las  compuertas  para  dar  un 
riego  al  pasto,  que  empezaba  á  secarse.  Las  viñas  ali¬ 
neaban  sus  masas  de  pámpanos  á  lo  largo  de  los  alam¬ 
brados  que  las  servían  de  sostén.  Los  racimos  repletos, 
próximos  á  la  madurez,  asomaban  entre  las  hojas  sus 
triángulos  granulados.  ¡Ay,  quién  recogería  esta  ri¬ 
queza!... 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  215 


Por  la  tarde  notó  un  movimiento  extraordinario  en 
el  pueblo.  Georgette,  la  hija  del  conserje,  trajo  la  noticia 
de  que  empezaban  á  pasar  por  la  calle  principal  auto¬ 
móviles  enormes,  muchos  automóviles,  y  soldados  fran¬ 
ceses,  muchos  soldados.  Al  poco  rato  se  inició  el  desfile 
por  una  carretera  inmediata  al  castillo,  que  conducía  al 
puente  sobre  el  Mame.  Eran  camiones  cerrados  ó  abier¬ 
tos  que  aún  conservaban  sus  antiguos  rótulos  comercia¬ 
les  bajo  la  capa  de  polvo  endurecido  y  las  salpicaduras 
de  barro.  Muchos  de  ellos  ostentaban  títulos  de  empresas 
de  París;  otros  el  nombre  social  de  establecimientos  de 
provincias.  Y  juntos  con  estos  vehículos  industriales  re¬ 
quisados  por  la  movilización,  pasaron  otros  procedentes 
del  servicio  público  que  causaban  en  Desnoyers  el  mis¬ 
mo  efecto  que  unos  rostros  amigos  entrevistos  en  una 
muchedumbre  desconocida.  Eran  ómnibus  de  París  que 
aún  mantenían  en  su  parte  alta  los  nombres  indicado¬ 
res  de  sus  antiguos  trayectos:  Madeleine- Bastille^  Passy- 
Bourse,  etc.  Tal  vez  había  viajado  él  muchas  veces  en 
estos  mismos  vehículos,  despintados,  aviejados  por  vein¬ 
te  días  de  actividad  intensa,  con  las  planchas  abolladas, 
los  hierros  torcidos,  sonando  á  desvencijamiento  y  per¬ 
forados  como  cribas. 

Unos  carruajes  ostentaban  redondeles  blancos  con 
el  centro  cortado  por  la  cruz  roja;  otros  tenían  como 
marca  letras  y  cifras  que  sólo  podían  entender  los  ini¬ 
ciados  en  los  secretos  de  la  administración  militar.  Y  en 
todos  estos  vehículos,  que  únicamente  conservaban  nue¬ 
vos  y  vigorosos  sus  motores,  vió  soldados,  muchos  sol¬ 
dados,  pero  todos  heridos,  con  la  cabeza  y  las  piernas 
entrapajadas,  rostros  pálidos  que  una  barba  crecida 
hacía  aún  más  trágicos,  ojos  de  fiebre  que  miraban  fija¬ 
mente,  bocas  dilatadas  como  si  se  hubiese  solidificado 
en  ellas  el  gemido  del  dolor.  Médicos  y  enfermeros  ocu¬ 
paban  varios  carruajes  de  este  convoy.  Algunos  pelo¬ 
tones  de  jinetes  lo  escoltaban.  Y  entre  la  lenta  marcha  de 
monturas  y  automóviles  pasaban  grupos  de  soldados  á 
pie,  con  el  capote  desabrochado  ó  pendiente  de  las  es¬ 
paldas  lo  mismo  que  una  capa;  heridos  que  podían  cami¬ 
nar  y  bromeaban  y  cantaban,  unos  con  un  brazo  fajado 
sobre  el  pecho,  otros  con  la  cabeza  vendada,  transpa- 


216 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

rentándose  á  través  de  la  tela  el  rezmnamiento  interior 
de  la  sangre. 

El  millonario  quiso  hacer  algo  por  ellos;  pero  apenas 
intentó  distribuir  unas  botellas  de  vino,  unos  panes,  lo 
primero  que  encontró  á  mano,  se  interpuso  un  médico, 
apostrofándole  como  si  cometiese  un  delito.  Sus  regalos 
podían  resultar  fatales.  Y  tuvo  que  permanecer  al  borde 
del  camino,  impotente  y  triste,  siguiendo  con  ojos  som¬ 
bríos  el  convoy  doloroso ...  Al  cerrar  la  noche  ya  no 
fueron  vehículos  cargados  de  hombres  enfermos  los  que 
desfilaban.  Vió  centenares  de  camiones,  unos  cerrados 
herméticamente,  con  la  prudencia  que  imponen  las  ma¬ 
terias  explosivas;  otros  con  fardos  y  cajas  que  esparcían 
un  olor  mohoso  de  víveres.  Luego  avanzaron  grandes 
manadas  de  bueyes,  que  se  arremolinaban  en  las  angos¬ 
turas  del  camino,  siguiendo  adelante  bajo  el  palo  y  los 
gritos  de  los  pastores  con  kepis. 

Pasó  la  noohe  desvelado  por  sus  pensamientos.  Era 
la  retirada  de  que  hablaban  las  gentes  en  París,  pero 
que  muchos  no  querían  creer;  la  retirada  llegando  hasta 
allí  y  continuando  su  retroceso  indefinido,  pues  nadie 
sabía  cuál  iba  á  ser  su  límite.  El  optimismo  le  sugirió 
una  esperanza  inverosímil.  Tal  vez  esta  retirada  com¬ 
prendía  únicamente  los  hospitales,  los  almacenes,  todo 
lo  que  se  estaciona  á  espaldas  de  un  ejército.  Las  tropas 
querían  estar  libres  de  impedimenta,  para  moverse  con 
más  agilidad,  y  la  enviaban  lejos  por  ferrocarriles  y 
carreteras.  Así  debía  ser.  Y  en  los  ruidos  que  persistie¬ 
ron  durante  toda  la  noche  sólo  quiso  adivinar  el  paso 
de  vehículos  llenos  de  heridos,  de  municiones,  de  víve¬ 
res,  iguales  á  los  que  habían  desfilado  por  la  tarde. 

Cerca  del  amanecer,  el  cansancio  le  hizo  dormirse, 
y  despertó  bien  entrado  el  día.  Su  primera  mirada  fué 
para  el  camino.  Lo  vió  lleno  de  hombres  y  de  caballos 
que  tiraban  de  objetos  rodantes.  Pero  los  hombres  lle¬ 
vaban  fusiles  y  formaban  batallones,  regimientos.  Las 
bestias  arrastraban  piezas  de  artillería.  Era  un  ejército... 
era  la  retirada. 

Desnoyers  corrió  al  borde  del  camino  para  conven¬ 
cerse  mejor  de  la  verdad. 

¡Ay!  Eran  regimientos  como  los  que  él  había  visto 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  211 


partir  de  las  estaciones  de  París . . .  pero  con  aspecto 
muy  distinto.  Los  capotes  azules  se  habían  convertido 
en  vestiduras  andrajosas  y  amarillentas;  los  pantalones 
rojos  blanqueaban  con  un  color  de  ladrillo  mal  cocido; 
los  zapatos  eran  bolas  de  barro.  Los  rostros  tenían  una 
expresión  feroz,  con  regueros  de  polvo  y  sudor  en  todas 
sus  grietas  y  oquedades,  con  barbas  recién  crecidas, 
agudas  como  púas,  con  un  gesto  de  cansancio  que  re¬ 
velaba  el  deseo  de  hacer  alto,  de  quedarse  allí  mismo 
para  siempre,  matando  ó  muriendo,  pero  sin  dar  un 
paso  más.  Caminaban...  caminaban...  caminaban.  Al¬ 
gunas  marchas  habían  durado  treinta  horas.  El  enemigo 
iba  sobre  sus  huellas,  y  la  orden  era  de  andar  y  no 
combatir,  librándose  por  ligereza  de  pies  de  los  movi¬ 
mientos  envolventes  intentados  por  el  invasor.  Los  jefes 
adivinaban  el  estado  de  ánimo  de  sus  hombres.  Podían 
exigir  el  sacrificio  de  su  vida,  ¡pero  ordenarles  que 
marchasen  día  y  noche,  siempre  huyendo  del  enemigo, 
cuando  no  se  consideraban  derrotados,  cuando  sentían 
gruñir  en  su  interior  la  cólera  feroz,  madre  del  heroís¬ 
mo!...  Las  miradas  de  desesperación  buscaban  al  oficial 
inmediato,  á  los  jefes,  al  mismo  coronel.  ¡No  podían 
más!  Una  marcha  enorme,  anonadadora,  en  tan  pocos 
días,  ¿y  para  qué?...  Los  superiores,  que  sabían  lo  mis¬ 
mo  que  ellos,  parecían  contestar  con  los  ojos,  como  si 
poseyesen  un  secreto:  «¡Animo!  Otro  esfuerzo...  Esto  va 
á  terminar  muy  pronto.» 

Las  bestias  vigorosas,  pero  desprovistas  de  imagina¬ 
ción,  resistían  menos  que  los  hombres.  Su  aspecto  era 
deplorable.  ¿Cómo  podían  ser  los  mismos  caballos  fuer¬ 
tes  y  de  pelo  lustroso  que  él  había  visto  en  los  desfiles 
de  París  á  principios  del  mes  anterior?  Una  campaña  de 
veinte  días  los  había  envejecido  y  agotado.  Su  mirada 
opaca  parecía  implorar  piedad.  Estaban  flacos,  con  una 
delgadez  que  hacía  sobresalir  las  aristas  de  su  osamenta 
y  aumentaba  el  abultamiento  de  sus  ojos.  Los  arneses, 
al  moverse,  descubrían  su  piel  con  los  pelos  arrancados 
y  sangrientas  desolladuras.  Avanzaban  con  un  tirón 
supremo,  concentrando  sus  últimas  fuerzas,  como  si  la 
razón  de  los  hombres  obrase  sobre  sus  obscuros  instin¬ 
tos.  Algunos  no  podían  más  y  se  deplomaban  de  pronto. 


218 


F.  BLASCO  IBANEZ 


abandonando  á  sus  compañeros  de  fatiga.  Desnoy ers 
presenció  cómo  los  artilleros  los  despojaban  rápidamente 
de  sus  arneses,  volteándolos  hasta  sacarlos  del  camino 
para  que  no  estorbasen  la  circulación.  Allí  quedaban, 
mostrando  su  esquelética  desnudez,  disimulada  hasta 
entonces  por  los  correajes,  con  las  patas  rígidas  y  los 
ojos  vidriosos  y  fijos,  como  si  espiasen  el  revoloteo  de 
las  primeras  moscas  atraídas  por  su  triste  carroña. 

Los  cañones  pintados  de  gris,  las  cureñas,  los  armo¬ 
nes,  todo  lo  había  visto  don  Marcelo  limpio  y  brillante, 
con  ese  frote  amoroso  que  el  hombre  ha  dedicado  á  las 
armas  desde  épocas  remotas,  más  tenaz  que  el  de  la  mu¬ 
jer  con  los  objetos  del  hogar.  Ahora  todo  parecía  sucio, 
con  la  pátina  del  uso  sin  medida,  con  el  desgaste  de  un 
inevilable  abandono:  las  ruedas  estaban  deformadas  ex- 
teriormente  por  el  barro,  el  metal  obscurecido  por  los 
vapores  de  la  explosión,  la  pintura  gris  manchada  por 
el  musgo  de  la  humedad. 

En  los  espacios  libres  de  este  desfile,  en  los  paréntesis 
abiertos  entre  una  batería  y  un  regimiento,  corrían  pe¬ 
lotones  de  paisanos:  grupos  miserables  que  la  invasión 
echaba  por  delante;  poblaciones  enteras  que  se  habían 
disgregado  siguiendo  al  ejército  en  su  retirada.  El  avance 
de  una  nueva  unidad  los  hacía  salir  del  camino,  conti¬ 
nuando  su  marcha  á  través  de  los  campos.  Luego,  al  me¬ 
nor  claro  en  la  masa  de  tropas,  volvían  á  deslizarse  por 
la  superficie  blanca  é  igual  de  la  carretera.  Eran  madres 
que  empujaban  carretones  con  pirámides  de  muebles  y 
chiquillos;  enfermos  que  casi  se  arrastraban;  octogena¬ 
rios  llevados  en  hombros  por  sus  nietos;  abuelos  que 
sostenían  niños  en  sus  brazos;  ancianas  con  pequeños 
agarrados  á  sus  faldas  como  una  nidada  silenciosa. 

Nadie  se  opuso  ahora  á  la  liberalidad  del  dueño  del 
castillo.  Toda  su  bodega  pareció  desbordarse  hacia  la 
carretera.  Rodaban  los  toneles  de  la  última  cosecha,  y 
los  soldados  llenaban  en  el  chorro  rojo  el  cazo  de  metal 
pendiente  de  su  cintura.  Luego,  el  vino  embotellado  iba 
saliendo  á  luz  por  orden  de  fechas,  perdiéndose  instan¬ 
táneamente  en  este  río  de  hombres  que  pasaba  y  pasaba. 
Desnoyers  contempló  con  orgullo  los  efectos  de  su  mu¬ 
nificencia.  La  sonrisa  reaparecía  en  los  rostros  fieros;  la 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  219 


broma  francesa  saltaba  de  fila  en  fila;  al  alejarse  los  gru¬ 
pos  iniciaban  una  canción. 

Luego  se  vio  en  la  plaza  del  pueblo,  entre  varios 
oficiales  que  daban  un  corto  descanso  á  sus  caballos 
antes  de  reincorporarse  á  la  columna.  Con  la  frente 
contraída  y  los  ojos  sombríos  hablaban  de  esta  retirada 
inexplicable  para  ellos.  Días  antes,  en  Guisa,  habían 
infligido  una  derrota  á  sus  perseguidores.  Y  sin  embar¬ 
go  continuaban  retrocediendo,  obedientes  á  una  orden 
terminante  y  severa.  «No  comprendemos... — decían — . 
No  comprendemos.»  La  marea  ordenada  y  metódica 
arrastraba  á  estos  hombres  que  deseaban  batirse  y  te¬ 
nían  que  retirarse.  Todos  sufrían  la  misma  duda  cruel: 
«No  comprendemos.»  Y  su  duda  hacía  aún  más  dolorosa 
la  marcha  incesante,  una  marcha  que  duraba  día  y  no¬ 
che  con  sólo  breves  descansos,  alarmados  los  jefes  de 
cuerpo  á  todas  horas  por  el  temor  de  verse  cortados  y 
separados  del  resto  del  ejército.  «Un  esfuerzo  más,  hijos 
míos.  ; Animo!  Pronto  descansaremos.»  Las  columnas, 
en  su  retirada,  cubrían  centenares  de  kilómetros.  Des¬ 
noy  ers  solo  veía  una  de  ellas.  Otras  y  otras  efectuaban 
idéntico  retroceso  á  la  misma  hora,  abarcando  una  mitad 
de  la  anchura  de  Francia.  Todas  iban  hacia  atrás,  con 
igual  obediencia  desalentada,  y  sus  hombres  repetían  in¬ 
dudablemente  lo  mismo  que  los  oficiales:  «No  compi en¬ 
demos...  No  comprendemos.» 

Don  Marcelo  experimentó  de  pronto  la  tristeza  y  la 
desorientación  de  estos  militares.  Tampoco  él  compren¬ 
día.  Vió  lo  inmediato,  lo  que  todos  podían  ver:  el  terri¬ 
torio  invadido  sin  que  ios  alemanes  encontrasen  una 
resistencia  tenaz;  departamentos  enteros,  ciudades,  pue¬ 
blos,  muchedumbres,  quedando  en  poder  del  enemigo  á 
espaldas  de  un  ejército  que  retrocedía  incesantemente. 
Su  entusiasmo  cayó  de  golpe,  como  un  globo  que  se  des¬ 
hincha.  Reapareció  su  antiguo  pesimismo.  Las  tropas 
mostraban  energía  y  disciplina;  pero  ¿de  qué  podía  ser¬ 
vir  esto  si  se  retiraban  casi  sin  combatir,  imposibilita¬ 
das,  por  una  orden  severa,  de  defender  el  terreno?  «Lo 
mismo  que  en  el  70»,  pensó.  Exteriormente  había  más 
orden,  pero  el  resultado  iba  á  ser  el  mismo. 

Como  un  eco  que  respondiese  negativamente  á  su 


220 


V.  BLASCO  IBANEZ 

tristeza,  oyó  la  voz  de  un  soldado  hablando  con  un 
campesino: 

— Nos  retiramos,  pero  es  para  saltar  con  más  fuerza 
sobre  los  boches.  Él  abuelo  Joffre  se  los  meterá  en  el 
bolsillo  á  la  hora  y  en  el  sitio  que  escoja. 

Se  reanimó  Desnoyers  al  oir  el  nombre  del  general. 
Tal  vez  este  soldado,  que  mantenía  intacta  su  fe  á  través 
de  las  marchas  interminables  y  desmoralizantes,  presen¬ 
tía  la  verdad  mejor  que  los  oficiales  razonadores  y  estu¬ 
diosos. 

El  resto  del  día  lo  pasó  haciendo  regalos  á  los  últi¬ 
mos  grupos  de  la  columna.  Su  bodega  se  iba  vaciando. 
Por  orden  de  fechas  continuaban  esparciéndose  los  miles 
de  botellas  almacenadas  en  los  subterráneos  del  castillo. 
Al  cerrar  la  noche  fueron  botellas  cubiertas  por  el  polvo 
de  muchos  años  lo  que  entregó  á  los  hombres  que  le  pa¬ 
recían  débiles.  Así  como  la  columna  desfilaba  iba  ofre¬ 
ciendo  un  aspecto  más  triste  de  cansancio  y  desgaste. 
Pasaban  los  rezagados,  arrastrando  con  desaliento  los 
pies  en  carne  viva  dentro  de  sus  zapatos.  Algunos  se 
habían  librado  de  este  encierro  torturante  y  marchaban 
descalzos,  con  los  pesados  borceguíes  pendientes  de  un 
hombro,  dejando  en  el  suelo  manchas  de  sangre.  Pero 
todos,  abrumados  por  una  fatiga  mortal,  conservaban 
sus  armas  y  sus  equipos,  pensando  en  el  enemigo  que 
estaba  cerca. 

La  liberalidad  de  Desnoyers  produjo  estupefacción 
en  muchos  de  ellos.  Estaban  acostumbrados  á  atravesar 
el  suelo  patrio  teniendo  que  luchar  con  el  egoísmo  del 
cultivador.  Nadie  ofrecía  nada.  El  miedo  al  peligro 
hacía  que  los  habitantes  de  los  campos  escondiesen  sus 
víveres,  negándose  á  facilitar  el  menor  socorro  á  los 
compatriotas  que  se  batían  por  ellos. 

El  millonario  durmió  mal  esta  segunda  noche  en  su 
cama  aparatosa  de  columnas  y  penachos  que  había  per¬ 
tenecido  á  Enrique  IV,  según  declaración  de  los  vende¬ 
dores.  Ya  no  era  continuo  el  tránsito  de  tropas.  De  tarde 
en  tarde  pasaba  un  batallón  suelto,  una  batería,  un  gru¬ 
po  de  jinetes,  las  últimas  fuerzas  de  la  retaguardia  que 
habían  tomado  posición  en  las  cercanías  del  pueblo  para 
cubrir  el  movimiento  de  retroceso.  El  profundo  silencio 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  221 


que  seguía  á  estos  desfiles  ruidosos  despertó  en  su  ánimo 
una  sensación  de  duda  é  inquietud.  ¿Qué  hacía  allí, 
cuando  la  muchedumbre  en  armas  se  retiraba?  ¿No  era 
una  locura  quedarse?...  Pero  inmediatamente  galopaban 
por  su  memoria  todas  las  riquezas  conservadas  en  el 
castillo.  ¡Si  él  pudiese  llevárselas!...  Era  imposible,  por 
falta  de  medios  y  de  tiempo.  Además,  su  tenacidad  con¬ 
sideraba  esta  huida  como  algo  vergonzoso.  «Hay  que 
terminar  lo  que  se  empieza»,  repitió  mentalmente.  El 
había  hecho  el  viaje  para  guardar  lo  suyo,  y  no  debía 
huir  al  iniciarse  el  peligro. 

Cuando  en  la  mañana  siguiente  bajó  al  pueblo,  ape¬ 
nas  vió  soldados.  Sólo  un  escuadrón  de  dragones  estaba 
en  las  afueras  para  cubrir  los  últimos  restos  de  la  reti¬ 
rada.  Los  jinetes  corrían  en  pelotones  por  los  bosques, 
empujando  á  los  rezagados  y  haciendo  frente  á  las  avan¬ 
zadas  enemigas.  Desnoyers  fué  hasta  la  salida  de  la  po¬ 
blación.  Los  dragones  habían  obstruido  la  calle  con  una 
barricada  de  carros  y  muebles.  Pie  á  tierra  y  carabina 
en  mano,  vigilaban  detrás  de  este  obstáculo  la  faja 
blanca  del  camino  que  se  elevaba  solitario  entre  dos 
colinas  cubiertas  de  árboles.  De  tarde  en  tarde  sonaban 
disparos  sueltos,  como  chasquidos  de  tralla.  «Los  nues¬ 
tros  » ,  decían  los  dragones .  Eran  los  últimos  destaca¬ 
mentos  que  tiroteaban  á  las  avanzadas  de  huíanos.  La 
caballería  tenía  la  misión  de  mantener  á  retaguardia  el 
contacto  con  el  enemigo,  de  oponerle  una  continua  re¬ 
sistencia,  repeliendo  á  los  destacamentos  alemanes  que 
intentaban  filtrarse  á  lo  largo  de  las  columnas. 

Vió  cómo  iban  llegando  por  la  carretera  los  últimos 
rezagados  de  infantería.  No  marchaban;  más  bien  pa¬ 
recían  arrastrarse,  con  una  firme  voluntad  de  avanzar, 
pero  traicionados  en  sus  deseos  por  las  piernas  anqui¬ 
losadas,  por  los  pies  en  sangre.  Se  habían  sentado  un 
momento  al  borde  del  camino,  agonizantes  de  cansan¬ 
cio,  para  respirar  sin  el  peso  de  la  mochila,  para  sacar 
sus  pies  del  encierro  de  los  zapatos,  para  limpiarse  el 
sudor,  y  al  querer  reanudar  la  marcha  les  era  imposible 
levantarse.  Su  cuerpo  parecía  de  piedra.  La  fatiga  los 
sumía  en  un  estado  semejante  á  la  catalepsia.  Veían 
pasar  como  un  desfile  fantástico  todo  el  resto  del  ejér- 


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V.  BLASCO  IBANEZ 


cito:  batallones  y  más  batallones,  baterías,  tropeles  de 
caballos.  Luego,  el  silencio,  la  noche,  un  sueño  sobre  el 
polvo  y  las  piedras  sacudido  por  terribles  pesadillas. 
Al  amanecer  eran  despertados  por  los  pelotones  de  jine¬ 
tes  que  exploraban  el  terreno  recogiendo  los  residuos 
de  la  retirada.  ¡Ay!  ¡Imposible  moverse!  Los  dragones, 
revólver  en  mano,  tenían  que  apelar  á  la  amenaza  para 
reanimarlos.  Sólo  la  certeza  de  que  el  enemigo  estaba 
cerca  y  podía  hacerles  prisioneros  les  infundía  un  vigor 
momentáneo.  Y  se  levantaban  tambaleantes,  arrastran¬ 
do  las  piernas,  apoyándose  en  el  fusil  como  si  fuese  un 
bastón. 

Muchos  de  estos  hombres  eran  jóvenes  que  habían 
envejecido  en  una  hora  y  caminaban  como  valetudina¬ 
rios.  ¡Infelices!  No  irían  muy  lejos.  Su  voluntad  era 
seguir,  incorporarse  á  la  columna;  pero  al  entrar  en  el 
pueblo  examinaban  las  casas  con  ojos  suplicantes,  de¬ 
seando  entrar  en  ellas,  sintiendo  un  ansia  de  descanso 
inmediato  que  les  hacía  olvidar  la  proximidad  del 
enemigo. 

Villeblanche  estaba  más  solitario  que  antes  de  la- 
llegada  de  las  tropas.  En  la  noche  anterior,  una  parte 
de  sus  habitantes  había  huido,  contagiada  por  el  pavor 
de  la  muchedumbre  que  seguía  la  retirada  del  ejército. 
El  alcalde  y  el  cura  se  quedaban.  Reconciliado  con  el 
dueño  del  castillo  por  su  inesperada  presencia  y  admi¬ 
rado  de  sus  liberalidades,  el  funcionario  municipal  se 
acercó  á  él  para  darle  una  noticia.  Los  ingenieros  esta¬ 
ban  minando  el  puente  sobre  el  Mame.  Sólo  esperaban 
para  hacerlo  saltar  á  que  se  retirasen  los  dragones.  Si 
quería  marcharse,  aún  era  tiempo. 

Otra  vez  dudó  Desnoy ers.  Era  una  locura  permanecer 
allí.  Pero  una  ojeada  á  la  arboleda,  sobre  cuyo  ramaje 
asomaban  los  torreones  del  castillo,  finalizó  sus  dudas. 
No,  no...  «Hay  que  terminar  lo  que  se  empieza.» 

Se  presentaban  los  últimos  grupos  de  dragones  sa¬ 
liendo  á  la  carretera  por  diversos  puntos  del  bosque. 
Llevaban  sus  caballos  al  paso,  como  si  les  doliese  este 
retroceso.  Volvían  la  vista  atrás,  con  la  carabina  en  una 
mano,  prontos  á  hacer  alto  y  disparar.  Los  otros  que 
ocupaban  la  barricada  estaban  ya  sobre  sus  monturas. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  223 


Se  rehizo  el  escuadrón,  sonaron  las  voces  de  los  oficia¬ 
les,  y  un  trote  vivo  con  acompañamiento  de  choques 
metálicos  se  fue  alejando  á  espaldas  de  don  Marcelo. 

Quedó  éste  junto  á  la  barricada,  en  una  soledad  de 
intenso  silencio,  como  si  el  mundo  se  hubiese  despoblado 
repentinamente.  Dos  perros  abandonados  por  la  fuga  de 
sus  amos  rondaban  y  oliscaban  en  torno  de  él,  implo¬ 
rando  su  protección.  No  podían  encontrar  el  rastro  de¬ 
seado  en  aquella  tierra  pisoteada  y  desfigurada  por  el 
tránsito  de  miles  de  hombres.  Un  gato  famélico  espiaba 
á  los  pájaros  que  empezaban  á  invadir  este  lugar.  Con 
tímidos  revuelos  picoteaban  los  residuos  alimenticios 
expelidos  por  los  caballos  de  los  dragonea.  Una  gallina 
sin  dueño  apareció  igualmente  para  disputar  su  festín 
á  la  granujería  alada,  oculta  hasta  entonces  en  árboles 
y  aleros.  El  silencio  hacía  renacer  el  murmullo  de  la 
hojarasca,  el  zumbido  de  los  insectos,  la  respiración  ve¬ 
raniega  del  suelo  ardiente  de  sol,  todos  los  ruidos  de  la 
Naturaleza,  que  parecía  haberse  contraído  temerosa¬ 
mente  bajo  el  peso  de  los  hombres  en  armas. 

No  se  daba  cuenta  exacta  Desnoy ers  del  paso  del 
tiempo.  Creyó  todo  lo  anterior  un  mal  ensueño.  La 
calma  que  le  rodeaba  hizo  inverosímil  cuando  había 
presenciado. 

De  pronto  vió  moverse  algo  en  el  último  término  del 
camino,  en  lo  más  alto  de  la  cuesta,  allí  donde  la  cinta 
blanca  tocaba  el  azul  del  horizonte.  Eran  dos  hombres 
á  caballo,  dos  soldaditos  de  plomo  que  parecían  esca¬ 
pados  de  una  caja  de  juguetes.  Había  traído  con  él  unos 
gemelos,  que  le  servían  para  sorprender  las  incursiones 
en  sus  propiedades,  y  miró.  Los  dos  jinetes,  vestidos  de 
gris  verdoso,  llevaban  lanzas,  y  su  casco  estaba  rema¬ 
tado  por  un  plato  horizontal...  ¡Ellos!  No  podía  dudar: 
tenía  ante  su  vista  los  primeros  huíanos. 

Permanecieron  inmóviles  algún  tiempo,  como  si  ex¬ 
plorasen  el  horizonte.  Luego,  de  las  masas  obscuras  de 
vegetación  que  abullonaban  los  lados  del  camino  fueron 
saliendo  otros  y  otros,  hasta  formar  un  grupo.  Los  sol¬ 
daditos  de  plomo  ya  no  marcaban  su  silueta  sobre  el 
azul  del  horizonte.  La  blancura  de  la  carretera  les  ser¬ 
vía  ahora  de  fondo,  subiendo  por  encima  de  sus  cabe- 


224 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

zas.  Avanzaban  con  lentitud,  como  una  tropa  que  teme 
emboscadas  y  examina  lo  que  la  rodea. 

La  conveniencia  de  retirarse  cuanto  antes  hizo  que 
Don  Marcelo  dejase  de  mirar.  Era  peligroso  que  le  sor¬ 
prendiesen  en  aquel  sitio.  Pero  al  bajar  sus  gemelos,  algo 
extraordinario  pasó  por  el  campo  de  visión  de  las  lentes. 
A  corta  distancia,  como  si  fuese  á  tocarlos  con  la  mano, 
vió  muchos  hombres  que  marchaban  al  amparo  de  los 
árboles  por  los  dos  lados  de  la  carretera.  Su  sorpresa  aún 
fué  mayor  al  convencerse  de  que  eran  franceses,  pues 
todos  llevaban  kepis.  ¿De  dónde  salían?...  Los  volvió  á 
examinar  sin  el  auxilio  de  los  gemelos,  cerca  ya  de  la 
barricada.  Eran  rezagados,  en  estado  lamentable,  que 
ofrecían  una  pintoresca  variedad  de  uniformes:  soldados 
de  línea,  zuavos,  dragones  sin  caballo.  Y  revueltos  con 
ellos,  guardias  forestales  y  gendarmes  pertenecientes  á 
pueblos  que  habían  recibido  con  retraso  la  noticia  de  la 
retirada.  En  conjunto,  unos  cincuenta.  Los  había  ente¬ 
ros  y  vigorosos;  otros  se  sostenían  con  un  esfuerzo  so¬ 
brehumano.  Todos  conservaban  sus  armas. 

Llegaron  hasta  la  barricada,  mirando  continuamente 
atrás  para  vigilar,  al  amparo  de  los  árboles,  el  lento 
avance  de  los  huíanos.  Al  frente  de  esta  tropa  heterogé¬ 
nea  iba  un  oficial  de  gendarmería,  viejo  y  obeso,  con  el 
revólver  en  la  diestra,  el  bigote  erizado  por  la  emoción 
y  un  brillo  homicida  en  los  ojos  azules  velados  por  la 
pesadez  de  sus  párpados.  Se  deslizaron  al  otro  lado  de 
la  barrera  de  carros,  sin  fijarse  en  este  paisano  curioso. 
Iban  á  continuar  su  avance  á  través  del  pueblo,  cuando 
sonó  una  detonación  enorme,  conmoviendo  el  horizonte 
delante  de  ellos,  haciendo  temblar  las  casas. 

— ¿Qué  es  eso? — preguntó  el  oficial  mirando  por  pri¬ 
mera  vez  á  Desnoyers. 

Este  dió  una  explicación:  era  el  puente,  que  acababa 
de  ser  destruido.  Un  juramento  del  jefe  acogió  la  noticia. 
Pero  su  tropa  confusa,  agrupada  al  azar  del  encuentro, 
permaneció  indiferente,  como  si  hubiese  perdido  todo 
contacto  con  la  realidad. 

— Lo  mismo  es  morir  aquí  que  en  otra  parte — continuó 
el  oficial. 

Muchos  de  los  fugitivos  agradecieron  con  una  pronta 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  225 


obediencia  esta  decisión,  que  los  libertaba  del  suplicio 
de  caminar.  Casi  se  alegraron  de  la  voladura  que  les 
cortaba  el  paso.  Fueron  colocándose  instintivamente  en 
los  lugares  más  cubiertos  de  la  barricada.  Otros  se  in¬ 
trodujeron  en  unas  casas  abandonadas,  cuyas  puertas 
habían  violentado  los  dragones  para  utilizar  el  piso  su¬ 
perior.  Todos  parecían  satisfechos  de  poder  descansar 
aunque  fuese  combatiendo.  El  oficial  iba  de  un  grupo  á 
otro  comunicando  sus  órdenes.  No  debían  hacer  fuego 
hasta  que  él  diese  la  voz. 

Don  Marcelo  presenció  tales  preparativos  con  la  in¬ 
movilidad  de  la  sorpresa.  Había  sido  tan  rápida  é  inau¬ 
dita  la  aparición  de  los  rezagados,  que  aún  se  imaginaba 
estar  soñando.  No  podía  haber  peligro  en  esta  situación 
irreal:  todo  era  mentira.  Y  continuó  en  su  sitio  sin  en¬ 
tender  al  teniente,  que  le  ordenaba  la  fuga  con  rudas 
palabras.  ¡Paisano  testarudo!... 

El  eco  de  la  explosión  había  poblado  la  carretera  de 
jinetes.  Salían  de  todas  partes,  uniéndose  al  primitivo 
grupo.  Los  huíanos  galopaban  con  la  certeza  de  que  el 
pueblo  estaba  abandonado. 

— ¡Fuego!... 

Desnoyers  quedó  envuelto  en  una  nube  de  crujidos, 
como  si  se  tronchase  la  madera  de  todos  los  árboles  que 
tenía  ante  sus  ojos. 

El  escuadrón  impetuoso  se  detuvo  de  golpe.  Varios 
hombres  rodaron  por  el  suelo.  Unos  se  levantaban  para 
saltar  fuera  del  camino,  encorvándose  con  el  propósito 
de  hacerse  menos  visibles.  Otros  permanecían  tendidos 
de  espaldas  ó  de  bruces,  con  los  brazos  por  delante.  Los 
caballos  sin  jinete  emprendieron  un  galope  loco  á  través 
de  los  campos,  con  las  riendas  á  la  rastra,  espoleados 
por  los  estribos  sueltos. 

Y  después  del  rudo  vaivén  que  le  hicieron  sufrir  la 
sorpresa  y  la  muerte,  se  dispersó,  desapareciendo  casi 
instantáneamente,  absorbido  por  la  arboleda. 


15 


226 


V.  BLASCO  IBANEZ 


IV 

JUNTO  Á  LA  GRUTA  SAGRADA 


Argensola  tuvo  una  nueva  ocnpación  más  emocio¬ 
nante  que  la  de  señalar  en  el  mapa  el  emplazamiento 
de  los  ejércitos. 

— Me  dedico  ahora  á  seguir  al  tauhe — decía  á  sus  ami¬ 
gos — .  Se  presenta  de  cuatro  á  cinco,  con  la  puntualidad 
de  una  persona  correcta  que  acude  á  tomar  el  té. 

Todas  las  tardes,  á  la  hora  mencionada,  un  aeroplano 
alemán  volaba  sobre  París,  arrojando  bombas.  Esta  in¬ 
timidación  no  producía  terror:  la  gente  aceptaba  la  vi¬ 
sita  como  un  espectáculo  extraordinario  é  interesante. 
En  vano  los  aviadores  dejaban  caer  sobre  la  ciudad  ban¬ 
deras  alemanas  con  irónicos  mensajes  dando  cuenta  de 
los  descalabros  del  ejército  en  retirada  y  de  los  fracasos 
de  la  ofensiva  rusa.  ¡Mentiras,  todo  mentiras!  En  vano 
lanzaban  bombas,  destrozando  buhardillas  y  matando  ó 
hiriendo  viejos,  mujeres  y  pequeños.  «¡Ah,  bandidos!» 
La  muchedumbre  amenazaba  con  el  puño  al  mosquito 
maligno,  apenas  visible  á  dos  mil  metros  de  altura,  y 
después  de  este  desahogo  lo  seguía  con  los  ojos  de  calle 
en  calle  ó  se  inmovilizaba  en  las  plazas  para  contemplar 
sus  evoluciones. 

Un  espectador  de  los  más  puntuales  era  Argensola. 
A  las  cuatro  estaba  en  la  plaza  de  la  Concordia,  con  la 
cara  en  alto  y  los  ojos  bien  abiertos,  al  lado  de  otras 
gentes  unidas  á  él  por  cordiales  relaciones  de  compañe¬ 
rismo.  Eran  como  los  abonados  á  un  mismo  teatro,  que 
en  fuerza  de  verse  acaban  por  ser  amigos.  «¿Vendrá?... 
¿No  vendrá  hoy?»  Las  mujeres  parecían  las  más  vehe¬ 
mentes.  Algunas  se  presentaban  arreboladas  y  jadean- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  227 


tes  por  el  apresuramiento,  temiendo  haber  llegado  tarde 
al  espectáculo...  Un  inmenso  grito:  «¡Ya  viene!...  ¡Allí 
está!»  Miles  de  manos  señalaban  un  punto  vago  en  el  ho¬ 
rizonte.  Se  prolongaban  los  rostros  con  gemelos  y  cata¬ 
lejos;  los  vendedores  populares  ofrecían  toda  clase  de 
artículos  ópticos...  Y  durante  una  hora  se  desarrollaba 
el  espectáculo  apasionante  de  la  cacería  aérea,  ruidosa 
é  inútil. 

El  insecto  intentaba  aproximarse  á  la  torre  Eiffel,  y 
de  la  base  de  ésta  surgían  estampidos,  al  mismo  tiempo 
que  sus  diversas  plataformas  escupían  el  rasgueo  feroz 
de  las  ametralladoras.  Al  virar  sobre  la  ciudad,  sonaban 
descargas  de  fusilería  en  los  tejados  y  en  el  fondo  de  las 
calles.  Todos  tiraban;  los  vecinos  que  tenían  un  arma 
en  su  casa,  los  soldados  de  guardia,  los  militares  ingle¬ 
ses  y  belgas  de  paso  en  París.  Sabían  que  sus  disparos 
eran  inútiles,  pero  tiraban  por  el  gusto  de  hostilizar  al 
enemigo  aunque  sólo  fuese  con  la  intención,  esperando 
que  la  casualidad,  en  uno  de  sus  caprichos,  realizase  un 
milagro.  Pero  el  único  milagro  era  que  no  se  matasen 
los  tiradores  unos  á  otros  con  este  fuego  precipitado  ó 
infructuoso.  Aun  así,  algunos  transeúntes  caían  heridos 
por  balas  de  ignorada  procedencia. 

Argensola  iba  de  calle  en  calle  siguiendo  el  revuelo 
del  pájaro  enemigo,  queriendo  adivinar  dónde  caían  sus 
proyectiles,  deseando  ser  de  los  primeros  que  llegasen 
frente  á  la  casa  bombardeada,  enardecido  por  las  des¬ 
cargas  que  contestaban  desde  abajo.  ¡No  disponer  él  de 
una  carabina,  como  los  ingleses  vestidos  de  kaki  ó  aque¬ 
llos  belgas  con  gorra  de  cuartel  y  una  borla  sobre  la 
frente!...  Al  fin,  el  taube,  cansado  de  hacer  evoluciones, 
desaparecía.  «Hasta  mañana — pensaba  el  español — .  El 
de  mañana  tal  vez  sea  más  interesante.» 

Las  horas  libres  entre  las  observaciones  geográficas 
y  las  contemplaciones  aéreas  las  empleaba  en  rondar 
cerca  de  las  estaciones  de  ferrocarril — especialmente  la 
del  muelle  de  Orsay — ,  viendo  la  muchedumbre  de  viaje¬ 
ros  que  escapaba  de  París.  La  visión  repentina  de  la 
verdad  —  después  de  las  ilusiones  que  había  creado  el 
gobierno  con  sus  partes  optimistas — ,  la  certeza  de  que 
los  alemanes  estaban  próximos,  cuando  una  semana 


228 


V.  BLASCO  IBANEZ 

antes  se  los  imaginaban  muchos  en  plena  derrota,  los 
taubes  volando  sobre  París,  la  misteriosa  amenaza  de  los 
zeppelines,  enloquecían  á  una  parte  del  vecindario.  Las 
estaciones,  custodiadas  militarmente,  sólo  admitían  á 
los  que  habían  adquirido  un  billete  con  anticipación. 
Algunos  esperaban  días  enteros  á  que  les  llegase  el  turno 
de  salida.  Los  más  impacientes  emprendían  la  marcha 
á  pie,  deseando  verse  cuanto  antes  fuera  de  la  ciudad. 
Negreaban  los  caminos  con  las  muchedumbres  que  avan¬ 
zaban  por  ellos,  todas  en  una  misma  dirección.  Iban 
hacia  el  Sur  en  automóvil,  en  coche  de  caballos,  en  ca¬ 
rretas  de  hortelano,  á  pie. 

Esta  fuga  la  contempló  Argensola  con  serenidad.  El 
era  de  los  que  se  quedaban.  Había  admirado  á  muchos 
hombres  porque  presenciaron  el  sitio  de  París  en  1870. 
Ahora  su  buena  suerte  le  proporcionaba  el  ser  testigo 
de  un  drama  histórico  tal  vez  más  interesante.  ¡Lo  que 
podría  contar  en  lo  futuro!...  Pero  le  molestaba  la  dis¬ 
tracción  é  indiferencia  de  su  auditorio  presente.  Volvía 
al  estudio  satisfecho  de  las  noticias  de  que  era  portador, 
febril  por  comunicarlas  á  Desnoyers,  y  éste  le  escuchaba 
como  si  no  le  oyese.  La  noche  en  que  le  hizo  saber  que 
el  gobierno,  las  Cámaras,  el  cuerpo  diplomático  y  hasta 
los  artistas  de  la  Comedia  Francesa  estaban  saliendo  á 
aquellas  horas  en  trenes  especiales  para  Burdeos,  su 
compañero  le  contestó  con  un  gesto  de  indiferencia. 

Otras  eran  sus  preocupaciones.  Por  la  mañana  había 
recibido  una  carta  de  Margarita:  dos  simples  líneas  tra¬ 
zadas  con  precipitación.  Se  marchaba:  salía  inmediata¬ 
mente  acompañando  á  su  madre.  ¡Adiós!...  Y  nada  más. 
El  pánico  hacía  olvidar  muchos  afectos,  cortaba  largas 
relaciones;  pero  ella  era  superior  por  su  carácter  á  estas 
incoherencias  de  la  ansiedad  por  huir.  Julio  vió  algo 
inquietante  en  su  laconismo.  ¿Por  qué  no  indicaba  el 
lugar  adonde  se  dirigía?... 

Por  la  tarde  tuvo  un  atrevimiento  que  siempre  le 
había  prohibido  ella.  Entró  en  la  casa  que  habitaba 
Margarita,  hablando  largamente  con  la  portera  para 
adquirir  noticias.  La  buena  mujer  pudo  dar  expansión 
de  este  modo  á  su  locuacidad,  bruscamente  cortada  por 
la  fuga  de  los  inquilinos  y  su  servidumbre.  La  señora 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  229 


del  piso  principal — la  madre  de  Margarita — había  sido 
la  última  en  abandonar  la  casa,  á  pesar  de  qne  estaba 
enferma  desde  la  partida  de  sn  hijo.  Habían  salido  el 
día  anterior,  sin  decir  adonde  iban.  Lo  único  qne  sabía 
era  qne  habían  tomado  el  tren  en  la  estación  ele  Orsay, 
Hnían  hacia  el  Snr,  como  todos  los  ricos. 

Y  amplió  sns  revelaciones  con  la  vaga  noticia  de  qne 
la  hija  se  mostraba  mny  impresionada  por  los  informes 
qne  había  recibido  del  frente  de  la  gnerra.  Algnien  de 
la  familia  estaba  herido.  Tal  vez  era  el  hermano,  pero 
la  portera  lo  ignoraba.  Con  tantas  novedades,  sorpresas 
é  impresiones,  resnltaba  difícil  enterarse  de  las  cosas. 
Ella  también  tenía  sn  hombre  en  el  ejército  y  le  preoen- 
paban  los  asnntos  propios. 

«¿Dónde  estará? — se  pregnntó  Jnlio  dnrante  el  día — . 
¿Por  qné  desea  qne  ignore  sn  paradero?...» 

Cnando  en  la  noche  le  hizo  saber  sn  camarada  el  viaje 
de  los  gobernantes  con  todo  el  misterio  de  nna  noticia 
qne  aún  no  era  pública,  se  limitó  á  contestar  después  de 
reflexivo  mntismo: 

—  Hacen  bien...  Yo  saldré  ignalmente  mañana,  si 
puedo. 

¿Para  qné  permanecer  en  París?  Sn  familia  estaba 
ansente.  Sn  padre — según  las  averignaciones  de  Argén- 
sola — también  se  había  ido,  sin  decir  adónde.  Con  la 
misteriosa  fnga  de  Margarita  él  qnedaba  solo,  en  nna 
soledad  qne  le  inspiraba  remordimientos. 

Aqnella  tarde,  al  pasear  por  los  bulevares,  había  tro¬ 
pezado  con  nn  amigo  algo  entrado  en  años,  nn  consocio 
del  Círcnlo  de  esgrima  frecuentado  por  él.  Era  el  pri¬ 
mero  qne  encontraba  desde  el  principio  de  la  gnerra,  y 
jnntos  pasaron  revista  á  todos  los  compañeros  incorpo¬ 
rados  al  ejército.  Las  preguntas  de  Desnoy ers  eran  con¬ 
testadas  por  el  viejo.  ¿Fnlano?...  había  sido  herido  en 
Lorena  y  estaba  en  nn  hospital  del  Snr.  ¿Otro  amigo?... 
mnerto  en  los  Vosgos.  ¿Otro?...  desaparecido  en  Charie- 
roi.  Y  así  continnaba  el  desflle  heroico  y  fúnebre.  Los 
más  vivían  aún,  realizando  proezas.  Otros  socios  de  ori¬ 
gen  extranjero,  jóvenes  polacos,  ingleses  residentes  en 
París,  americanos  de  las  repúblicas  del  Snr,  acababan 
de  inscribirse  como  voluntarios.  El  Círcnlo  debía  enor- 


230 


V,  BLASCO  IBANEZ 


gullecerse  de  esta  juventud  que  se  ejercitaba  en  las  armas 
durante  la  paz:  todos  estaban  en  el  frente  exponiendo 
su  existencia ...  Y  Desnoyers  apartó  su  vista ,  como  si 
temiese  adivinar  en  los  ojos  de  su  amigo  una  expresión 
irónica  é  interrogante.  ¿Por  qué  no  marchaba  él,  como 
los  otros,  á  defender  la  tierra  en  que  vivía?... 

— Mañana  me  iré  —  replicó  Julio,  ensombrecido  por 
este  recuerdo. 

Pero  se  marchaba  hacia  el  Sur,  como  todos  los  que 
huían  de  la  guerra.  En  la  mañana  siguiente,  Argensola 
se  encargó  de  conseguir  un  billete  de  ferrocarril  para 
Burdeos.  El  valor  del  dinero  había  aumentado  conside¬ 
rablemente.  Cincuenta  francos  entregados  á  tiempo  rea¬ 
lizaron  el  milagro  de  procurarle  un  pedazo  de  cartón 
numerado,  cuya  conquista  representaba,  para  muchos, 
días  enteros  de  espera. 

— Es  para  hoy  mismo — dijo  á  su  camarada — .  Debes 
salir  en  el  tren  de  esta  noche. 

El  equipaje  no  exigió  grandes  preparativos.  Los  tre¬ 
nes  se  negaban  á  admitir  otros  bultos  que  los  que  lleva¬ 
ban  á  mano  los  viajeros.  Argensola  no  quiso  aceptar  la 
liberalidad  de  Julio,  que  pretendía  partir  con  él  todo  su 
dinero.  Los  héroes  necesitan  muy  poco,  y  el  pintor  de 
almas  se  sentía  animado  por  una  resolución  heroica.  La 
breve  alocución  de  Gallieni  al  encargarse  de  la  defensa 
de  París  la  hacía  suya.  Pensaba  mantenerse  hasta  el 
último  esfuerzo,  lo  mismo  que  el  duro  general. 

—  ¡Que  vengan! — dijo  con  una  expresión  trágica — . 
¡Me  encontrarán  en  mi  sitio!... 

Su  sitio  era  el  estudio.  Quería  ver  las  cosas  de  cerca, 
para  relatarlas  á  las  generaciones  venideras.  Se  manten¬ 
dría  firme,  con  sus  provisiones  de  comestibles  y  vinos. 
Además,  tenía  el  proyecto — así  que  su  compañero  des¬ 
apareciese — de  llevar  á  vivir  con  él  á  ciertas  amigas  que 
vagaban  en  busca  de  una  comida  problemática  y  sentían 
miedo  en  la  soledad  de  sus  domicilios.  El  peligro  apro¬ 
xima  á  las  buenas  gentes  y  añade  un  nuevo  atractivo  á 
los  placeres  de  la  comunidad.  Las  amorosas  expansiones 
de  los  prisioneros  del  Terror,  cuando  esperaban  de  un 
momento  á  otro  ser  conducidos  á  la  guillotina,  revivie¬ 
ron  en  su  memoria.  ¡Apui’emos  de  un  trago  la  vida,  ya 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  231 


que  hemos  de  morir!...  El  estudio  de  la  rué  de  la  Pompe 
iba  á  presenciar  las  mismas  fiestas  locas  y  desesperadas 
que  un  barco  encallado  con  provisiones  abundantes. 

Desnoyers  salió  de  la  estación  de  Orsay  en  un  com¬ 
partimiento  de  primera  clase.  Alababa  mentalmente  el 
buen  orden  con  que  la  autoridad  lo  había  arreglado 
todo.  Cada  viajero  tenía  su  asiento.  Pero  en  la  estación 
de  Austerlitz  una  avalancha  humana  asaltó  el  tren.  Las 
portezuelas  se  abrieron  como  si  fuesen  á  romperse;  pa¬ 
quetes  y  niños  entraron  por  las  ventanas  lo  mismo  que 
proyectiles.  La  gente  se  empujó  con  la  rudeza  de  una 
muchedumbre  que  huye  de  un  incendio.  En  el  espacio 
reservado  para  ocho  personas  se  instalaron  catorce;  los 
pasillos  se  obstruyeron  para  siempre  con  montones  de 
maletas,  que  servían  de  asiento  á  nuevos  viajeros.  Ha¬ 
bían  desaparecido  las  distancias  sociales.  La  gente  del 
pueblo  invadía  con  preferencia  los  vagones  de  lujo,  cre¬ 
yendo  encontrar  en  ellos  mayor  espacio.  Los  que  tenían 
billete  de  primera  clase  iban  en  busca  de  los  coches  peo¬ 
res,  con  la  vana  esperanza  de  viajar  desahogadamente. 
En  las  vías  laterales  esperaban  desde  un  día  antes  su 
hora  de  salida  largos  trenes  compuestos  de  vagones  de 
ganado.  Los  establos  rodantes  estaban  repletos  de  per¬ 
sonas  sentadas  en  la  madera  del  suelo  ó  en  sillas  traídas 
de  sus  casas.  Cada  tren  era  un  campamento  que  deseaba 
ponerse  en  marcha,  y  mientras  permanecía  inmóvil,  una 
capa  de  papeles  grasientos  y  cáscaras  de  frutas  se  iba 
formando  á  lo  largo  de  él. 

Los  asaltantes,  al  empujarse,  se  toleraban  y  perdo¬ 
naban  fraternalmente.  «En  la  guerra  como  en  la  gue¬ 
rra»,  decían  como  última  excusa.  Y  cada  uno  apretaba 
al  vecino  para  arrebatarle  unas  pulgadas  de  asiento, 
para  introducir  su  escaso  equipaje  entre  los  bultos  sus¬ 
pendidos  sobre  las  personas  con  los  más  inverosímiles 
equilibrios.  Desnoyers  fué  perdiendo  poco  á  poco  sus 
ventajas  de  primer  ocupante.  Le  inspiraban  lástima 
estas  pobres  gentes  que  habían  esperado  el  tren  desde 
las  cuatro  de  la  madrugada  á  las  ocho  de  la  noche.  Las 
mujeres  gemían  de  cansancio,  derechas  en  el  corredor, 
mirando  con  envidia  feroz  á  los  que  ocupaban  un  asien¬ 
to.  Los  niños  lloraban  con  balidos  de  cabra  hambrienta. 


232 


V.  BLASCO  IBANEZ 


Julio  acabó  por  ceder  su  lugar,  repartiendo  entre  los 
menesterosos  y  los  imprevisores  todos  los  comestibles 
de  que  le  había  proveído  Argensola.  Los  restoranes  de 
las  estaciones  parecían  saqueados.  Durante  las  largas 
esperas  del  tren,  sólo  se  veían  militares  en  los  andenes: 
soldados  que  corrían  al  escuchar  la  llamada  de  la  trom¬ 
peta  para  volver  á  ocupar  su  sitio  en  los  rosarios  de 
vagones  que  subían  y  subían  hacia  París.  En  los  apar¬ 
taderos,  largos  trenes  de  guerra  esperaban  que  la  vía 
quedase  libre  para  continuar  su  viaje.  Los  coraceros, 
llevando  un  chaleco  amarillo  sobre  el  pecho  de  acero, 
estaban  sentados,  con  las  piernas  colgantes,  en  las  puer¬ 
tas  de  los  vagones-establos,  de  cuyo  interior  salían  re¬ 
linchos.  Sobre  las  plataformas  se  alineaban  armones 
grises.  Las  esbeltas  gargantas  de  los  75  apuntaban  á  lo 
alto  como  telescopios. 

Pasó  la  noche  en  el  corredor,  sentado  en  el  borde  de 
una  maleta,  viendo  cómo  dormitaban  otros  con  el  embru¬ 
tecimiento  del  cansancio  y  la  emoción.  Fué  una  noche 
cruel  é  interminable  de  sacudidas,  estrépitos  y  pausas 
cortadas  por  ronquidos.  En  cada  estación  las  trompetas 
sonaban  precipitadamente,  como  si  el  enemigo  estuviese 
cerca.  Los  soldados  procedentes  del  Sur  corrían  á  sus 
puestos  y  una  nueva  corriente  de  hombres  se  arrastraba 
por  los  rieles  hacia  París.  Se  mostraban  alegres  y  deseo¬ 
sos  de  llegar  pronto  á  los  lugares  de  la  matanza.  Muchos 
se  lamentaban  creyendo  presentarse  con  retraso.  Julio, 
asomado  á  una  ventanilla,  escuchó  los  diálogos  y  los  gri¬ 
tos  en  estos  andenes  impregnados  de  un  olor  picante  de 
hombres  y  muías.  Todos  mostraban  una  confianza  inque¬ 
brantable.  «¡Los  boches!...  Muy  numerosos,  con  grandes 
cañones,  con  muchas  ametralladoras...  pero  no  había 
mas  que  cargar  á  la  bayoneta  y  huían  como  liebres.» 

La  fe  de  los  que  iban  al  encuentro  de  la  muerte  con¬ 
trastaba  con  el  pánico  y  la  duda  de  los  que  escapaban 
de  París.  Un  señor  viejo  y  condecorado,  tipo  de  funcio¬ 
nario  en  jubilación,  hacía  preguntas  á  Desnoy ers  cuando 
el  tren  reanudaba  su  marcha.  «¿Usted  opina  que  llegarán 
á  Tours?»  Antes  de  recibir  contestación  se  adormecía. 
El  sueño  embrutecedor  avanzaba  por  el  pasillo  sus  pies 
de  plomo.  Luego,  el  viejo  despertaba  de  pronto.  «¿Usted 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  233 


cree  que  lleg-arán  hasta  Burdeos?...»  Y  su  deseo  de  no 

I  detenerse  liasta  alcanzar  con  su  familia  un  refugio  abso¬ 
lutamente  seguro  le  hacía  acoger  como  oráculos  las  va¬ 
gas  respuestas. 

j  Al  amanecer  vieron  á  los  territoriales  del  país  guar¬ 
dando  las  vías.  Iban  armados  con  fusiles  viejos;  lleva¬ 
ban  un  kepis  rojo  como  único  distintivo  militar.  Seguían 
pasando  en  dirección  opuesta  los  trenes  militares. 

En  la  estación  de  Burdeos,  la  muchedumbre  civil, 
pugnando  por  salir  ó  por  asaltar  nuevos  vagones,  se  con¬ 
fundía  con  las  tropas.  Sonaban  incesantemente  las  trom¬ 
petas  para  reunir  á  los- soldados.  Muchos  eran  hombres 
de  color,  tiradores  indígenas  con  amplios  calzones  gri¬ 
ses  y  un  gorro  rojo  sobre  el  rostro  negro  y  bronceado. 
Continuaba  hacia  el  Norte  el  férreo  rodar  de  las  masas 
armadas. 

Desnoyers  vió  un  tren  de  heridos  procedentes  de  los 
combates  de  Plandes  y  Lorena.  Los  uniformes  de  fati¬ 
gada  suciedad  se  refrescaban  con  la  blancura  de  los 
vendajes  que  sostenían  los  miembros  doloridos  ó  defen¬ 
dían  las  cabezas  rotas.  Todos  parecían  sonreír  con  sus 
bocas  lívidas  y  sus  ojos  febriles  á  las  primeras  tierras 
del  Mediodía  que  asomaban  entre  la  bruma  matinal, 
coronadas  de  sol,  cubiertas  de  la  regia  vestidura  de  sus 
pámpanos.  Los  hombres  del  Norte  tendían  sus  manos 
á  las  frutas  que  les  ofrecían  las  mujeres,  picoteando  con 
deleite  las  dulces  uvas  del  país. 

Vivió  cuatro  días  en  Burdeos,  aturdido  y  desorien¬ 
tado  por  la  agitación  de  una  ciudad  de  provincia  con¬ 
vertida  repentinamente  en  capital.  Los  hoteles  estaban 
llenos;  muchos  personajes  se  contentaban  con  una  ha¬ 
bitación  de  doméstico .  Los  Cirfés  no  guardaban  una 
silla  libre;  las  aceras  parecían  repeler  esta  concurren¬ 
cia  extraordinaria.  El  jefe  del  Estado  se  instalaba  en 
la  Prefectura;  los  ministerios  quedaban  establecidos  en 
escuelas  y  museos;  dos  teatros  eran  habilitados  para 
las  futuras  reuniones  del  Senado  y  la  Cámara  popular. 
Julio  encontró  un  hotel  sórdido  y  equívoco  en  el  fondo 
de  un  callejón  humedecido  constantemente  por  los  tran¬ 
seúntes.  Un  amorcillo  adornaba  los  cristales  de  la  puer¬ 
ta.  En  su  cuarto,  el  espejo  tenía  grabados  nombres  de 


234 


F.  BLASCO  IBANEZ 


mujer,  frases  intranscribibles ,  como  recuerdo  de  los 
hospedajes  de  una  hora...  Y  todavía  algunas  damas  de 
París,  ocupadas  en  buscar  un  alojamiento,  envidiaban 
tanta  fortuna. 

Eesultaron  infructuosas  sus  averiguaciones.  Los  ami¬ 
gos  que  encontró  en  la  muchedumbre  fugitiva  pensaban 
en  su  propia  suerte.  Sólo  sabían  hablar  de  los  incidentes 
de  su  instalación;  repetían  las  noticias  oídas  á  los  mi¬ 
nistros,  con  los  que  vivían  familiarmente;  mencionaban 
con  aire  misterioso  la  gran  batalla  que  había  empezado 
á  desarrollarse  desde  las  cercanías  de  París  hasta  Ver- 
dún.  Una  discípula  de  sus  tiempos  de  gloria,  que  guar¬ 
daba  la  antigua  elegancia  en  su  uniforme  de  enfermera, 
le  dió  vagas  noticias.  «¿La  pequeña  Madame  Laurier?... 
Se  acordaba  de  haber  oído  á  alguien  que  vivía  cerca... 
Tal  vez  en  Biarritz.»  Julio  no  necesitó  más  para  reanudar 
su  viaje.  ¡A  Biarritz! 

La  primera  persona  que  encontró  al  llegar  fué  Chichi. 
Declaraba  inhabitable  la  población,  por  las  familias  de 
españoles  ricos  que  veraneaban  en  ella:  «Son  boches  en 
su  mayoría.  Yo  me  paso  la  existencia  peleando.  Acaba¬ 
ré  por  vivir  sola.»  Luego  encontró  á  su  madre:  abrazos 
y  lágrimas.  Después  vió  á  su  tía  Elena  en  un  salón  del 
hotel,  entusiasmada  con  el  país  y  sus  veraneantes.  Po¬ 
día  hablar  largamente  con  muchos  de  ellos  sobre  la  de¬ 
cadencia  de  Francia.  Todos  esperaban  de  un  momento 
á  otro  la  noticia  de  la  entrada  del  kaiser  en  la  capital. 
Hombres  graves  que  no  habían  hecho  nada  en  toda  su 
vida  criticaban  los  defectos  y  descuidos  de  la  Repúbli¬ 
ca.  Jóvenes  cuya  distinción  entusiasmaba  á  doña  Elena 
prorrumpían  en  apóstrofes  contra  las  corrupciones  de 
París,  corrupciones  que  habían  estudiado  á  fondo  ve¬ 
lando  hasta  la  salida  del  sol  en  las  virtuosas  escuelas 
de  Montmartre.  Todos  adoraban  á  Alemania,  donde  no 
habían  estado  nunca  ó  que  conocían  como  una  sucesión 
de  imágenes  cinematográficas.  Aplicaban  á  los  sucesos 
un  criterio  de  plaza  de  toros.  Los  alemanes  eran  los  que 
pegaban  más  fuerte.  «Con  ellos  no  se  juega:  son  muy 
brutos.»  Y  parecían  admirar  la  brutalidad  como  el  más 
respetable  de  los  méritos.  «¿Por  qué  no  dirán  eso  en  su 
casa,  al  otro  lado  de  la  frontera? — protestaba  Chichi — . 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  235 


¿Por  qué  vienen  á  la  del  vecino  á  burlarse  de  sus  pre¬ 
ocupaciones?...  ¡Y  tal  vez  se  creen  gentes  de  buena  edu¬ 
cación!» 

Julio  no  había  ido  á  Biarritz  para  vivir  con  los  su¬ 
yos...  El  mismo  día  de  su  llegada  vió  de  lejos  á  la  madre 
de  Margarita.  Estaba  sola.  Sus  averiguaciones  le  hicie¬ 
ron  saber  que  la  hija  vivía  en  Pan.  Era  enfermera  y 
cuidaba  á  un  herido  de  su  familia.  «El  hermano...  indu¬ 
dablemente  es  el  hermano»,  pensó  Julio.  Y  reanudó  su 
viaje,  dirigiéndose  á  Pan. 

Sus  visitas  á  los  hospitales  resultaron  inútiles.  Nadie 
conocía  á  Margarita.  Todos  los  días  llegaba  el  tren  con 
un  nuevo  cargamento  de  carne  destrozada,  pero  el  her¬ 
mano  no  estaba  entre  los  heridos.  Una  religiosa,  cre¬ 
yendo  que  iba  en  busca  de  alguien  de  su  familia,  se 
apiadó  de  él,  ayudándole  con  sus  indicaciones.  Debía  ir 
á  Lourdes:  eran  allí  muy  numerosos  los  heridos  y  las 
enfermeras  laicas.  Y  Desnoyers  hizo  inmediatamente  el 
corto  trayecto  entre  Pau  y  Lourdes. 

Nunca  había  visitado  la  santa  población  cuyo  nom¬ 
bre  repetía  su  madre  frecuentemente.  Para  doña  Luisa, 
la  nación  francesa  era  Lourdes.  En  las  discusiones  con 
su  hermana  y  otras  damas  extranjeras  que  pedían  el 
exterminio  de  Francia  por  su  impiedad,  la  buena  señora 
resumía  su  opinión  siempre  con  las  mismas  palabras: 
«Cuando  la  Virgen  quiso  aparecerse  en  nuestros  tiem¬ 
pos,  escogió  á  Francia.  No  será  tan  malo  este  país  como 
dicen...  Cuando  yo  vea  que  se  aparece  en  Berlín,  habla¬ 
remos  otra  vez.» 

Pero  Desnoyers  no  estaba  para  recordar  las  inge¬ 
nuas  opiniones  de  su  madre.  Apenas  se  hubo  instalado 
en  su  hotel,  junto  al  río,  corrió  á  la  gran  hospedería 
convertida  en  hospital.  Los  guardianes  le  dijeron  que 
hasta  la  tarde  no  podría  hablar  con  el  director.  Para  en¬ 
tretener  su  impaciencia  paseó  por  la  calle  que  conduce 
á  la  basílica,  toda  de  barracones  y  tiendas  con  estampas 
y  recuerdos  piadosos,  que  hacen  de  ella  un  largo  bazar. 
Aquí  y  en  los  jardines  inmediatos  á  la  iglesia  sólo  vió 
heridos  convalecientes  que  guardaban  en  sus  uniformes 
las  huellas  del  combate.  Los  capotes  estaban  sucios  á 
pesar  de  los  repetidos  cepillamientos.  El  barro,  la  san- 


2S6 


V.  BLASCO  IBANEZ 


gre,  la  lluvia,  habían  dejado  en  ellos  manchas  imborra¬ 
bles,  dándoles  una  rigidez  de  cartón.  Algunos  heridos 
les  arrancaban  las  mangas,  para  evitar  un  roce  cruel  á 
sus  brazos  destrozados.  Otros  ostentaban  todavía  en  los 
pantalones  las  rasgaduras  de  los  cascos  de  obús. 

Eran  combatientes  de  todas  armas  y  de  diversas  ra¬ 
zas:  infantes,  jinetes,  artilleros;  soldados  de  la  metró¬ 
poli  y  de  las  colonias;  campesinos  franceses  y  tiradores 
africanos;  cabezas  rubias,  rostros  de  palidez  mahome¬ 
tana  y  caras  negras  de  senegaleses,  con  ojos  de  fuego  y 
belfos  azulados,  unos  mostrando  el  aire  bonachón  y  la 
sedentaria  obesidad  del  burgués  convertido  repentina¬ 
mente  en  guerrero;  otros,  enjutos,  nerviosos,  de  perfil 
agresivo,  como  hombres  nacidos  para  la  pelea  y  ejerci¬ 
tados  en  campañas  exóticas. 

La  ciudad  visitada  á  impulsos  de  la  esperanza  por 
los  enfermos  del  catolicismo  se  veía  invadida  ahora  por 
una  muchedumbre  no  menos  dolorosa,  pero  vestida  de 
carnavalescos  colores.  Todos,  á  pesar  de  su  desaliento 
físico,  tenían  cierto  aire  de  desenfado  y  satisfacción. 
Habían  visto  la  muerte  de  muy  cerca,  escurriéndose 
entre  sus  garras  huesosas,  y  encontraban  un  nuevo  sa¬ 
bor  á  la  alegría  de  vivir.  Con  sus  capotes  adornados  de 
condecoraciones,  sus  teatrales  alquiceles,  sus  kepis  y  sus 
gorros  africanos,  esta  muchedumbre  heroica  ofrecía  sin 
embargo  un  aspecto  lamentable.  Muy  pocos  conserva¬ 
ban  en  ella  la  noble  vertical,  orgullo  de  la  superioridad 
humana.  Avanzaban  encorvados,  cojeando,  arrastrán¬ 
dose,  apoyados  en  un  garrote  ó  en  un  brazo  amigo.  Otros 
se  dejaban  empujar  tendidos  en  los  carritos  que  habían 
servido  muchas  veces  para  conducir  los  enfermos  pia¬ 
dosos  desde  la.  estación  á  la  gruta  de  la  Virgen.  Algunos 
caminaban  á  ciegas,  con  los  ojos  vendados,  junto  á  un 
niño  ó  una  enfermera.  Los  primeros  choques  en  Bélgica 
y  en  el  Este,  media  docena  de  batallas,  habían  bastado 
para  producir  estas  ruinas  físicas,  en  las  que  aparecía 
la  belleza  varonil  con  los  más  horribles  ultrajes...  Estos 
organismos  que  se  empeñaban  tenazmente  en  subsistir, 
paseando  bajo  el  sol  sus  renacientes  energías,  sólo  repre¬ 
sentaban  una  exigua  parte  de  la  gran  siega  de  la  muer¬ 
te.  Detrás  de  ellos  quedaban  miles  y  miles  de  camara- 


LOS  CUÁTLO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  237 


das  gimiendo  en  los  lechos  de  los  hospitales  y  que  tal 
vez  no  se  levantarían  nunca.  Millares  y  millares  esta¬ 
ban  ocultos  para  siempre  en  las  entrañas  de  una  tierra 
mojada  por  su  baba  agónica,  tierra  fatal  que  al  recibir 
una  lluvia  de  proyectiles  devolvía  como  cosecha  mato¬ 
rrales  de  cruces. 

La  guerra  se  mostró  á  los  ojos  de  Desnoyers  con  toda 
su  cruel  fealdad.  Había  hablado  de  ella  hasta  entonces 
como  hablamos  de  la  muerte  en  plena  salud,  sabiendo 
que  existe  y  que  es  horrible,  pero  viéndola  tan  lejos... 
¡tan  lejos!  que  no  infunde  una  verdadera  emoción.  Las 
explosiones  de  los  obuses  acompañaban  su  brutalidad 
destructora  con  una  burla  feroz,  desfigurando  grotesca¬ 
mente  el  cuerpo  humano.  Vió  heridos  que  empezaban  á 
recobrar  su  fuerza  vital  y  sólo  eran  esbozos  de  hombres, 
espantosas  caricaturas,  andrajos  humanos  salvados  de 
la  tumba  por  las  audacias  de  la  ciencia;  troncos  con  ca¬ 
beza  que  se  arrastraban  por  el  suelo  sobre  un  zócalo  de 
ruedas;  cráneos  incompletos  cuyo  cerebro  latía  bajo  una 
cubierta  artificial;  seres  sin  brazos  y  sin  piernas  que 
descansaban  en  el  fondo  de  un  carretoncillo  como  boce¬ 
tos  escultóricos  ó  piezas  de  disección;  caras  sin  nariz 
que  mostraban,  lo  mismo  que  las  calaveras,  la  negra 
cavidad  de  sus  fosas  nasales.  Y  estos  medio-hombres 
hablaban,  fumaban,  reían,  satisfechos  de  ver  el  cielo, 
de  sentir  la  caricia  del  sol,  de  haber  vuelto  á  la  exis¬ 
tencia,  animados  por  la  soberana  voluntad  de  vivir, 
que  olvida  confiada  la  miseria  presente  en  espera  de 
algo  mejor. 

Fué  tal  su  impresión,  que  olvidó  por  algún  tiempo 
el  motivo  que  le  había  arrastrado  hasta  allí...  ¡Si  los 
que  provocan  la  guerra  desde  los  gabinetes  diplomᬠ
ticos  ó  las  mesas  de  un  Estado  Mayor  pudiesen  con¬ 
templarla,  no  en  los  campos  de  batalla,  con  el  entusias¬ 
mo  que  perturba  los  sentidos,  sino  en  frío,  tal  como  se 
aprecia  en  hospitales  y  cementerios  por  los  restos  que 
deja  tras  de  su  paso!...  El  joven  vió  en  su  imaginación 
el  globo  terráqueo  como  un  buque  enorme  que  nave¬ 
gaba  por  la  inmensidad.  Sus  tripulantes,  los  pobres  hu¬ 
manos,  llevaban  siglos  y  siglos  exterminándose  sobre 
la  cubierta.  Ni  siquiera  sabían  lo  que  existía  debajo  de 


238 


V.  BLASCO  IBANEZ 


sus  pies,  en  las  profundidades  de  la  nave.  Ocupar  la 
mayor  superficie  á  la  luz  del  sol  era  el  deseo  de  cada 
grupo.  Hombres  tenidos  por  superiores  empujaban  estas 
masas  al  exterminio,  para  escalar  el  último  puente  y 
empuñar  el  timón,  dando  al  buque  un  rumbo  determi¬ 
nado.  Y  todos  los  que  sentían  estas  ambiciones  por  el 
mando  absoluto  sabían  lo  mismo...  ¡nada!  Ninguno  de 
ellos  podía  decir  con  certeza  qué  Imbía  más  allá  del  ho¬ 
rizonte  visible,  ni  adónde  se  dirigía  la  nave.  La  sorda 
hostilidad  del  misterio  los  rodeaba  á  todos;  su  vida  era 
frágil,  necesitaba  de  incesantes  cuidados  para  mante¬ 
nerse;  y  á  pesar  de  esto,  la  tripulación,  durante  siglos  y 
siglos,  no  había  tenido  un  instante  de  acuerdo,  de  obra 
común,  de  razón  clara.  Periódicamente,  una  mitad  de 
ella  chocaba  con  la  otra  mitad;  se  mataban  por  esclavi¬ 
zarse  en  la  cubierta  movediza  fiotaiite  sobre  el  abismo; 
pugnaban  por  echarse  unos  á  otros  fuera  del  buque;  la 
estela  de  la  nave  se  cubría  de  cadáveres.  Y  de  la  muche¬ 
dumbre  en  completa  demencia  todavía  surgían  lóbregos 
sofistas  para  declarar  que  este  era  el  estado  perfecto,  que 
así  debían  seguir  todos  eternamente,  y  que  era  un  mal 
ensueño  desear  que  los  tripulantes  se  mirasen  como  her¬ 
manos  que  siguen  un  destino  común  y  ven  en  torno  de 
ellos  las  asechanzas  de  un  misterio  agresivo...  ¡Ah,  mi¬ 
seria  humana! 

Julio  se  sintió  alejado  de  sus  reflexiones  por  la  ale¬ 
gría  pueril  que  mostraban  algunos  convalecientes.  Eran 
musulmanes,  tiradores  de  Argelia  y  de  Marruecos.  Es¬ 
taban  en  Lourdes  como  podían  estar  en  otra  parte, 
atentos  únicamente  á  los  obsequios  de  la  gente  civil, 
que  los  seguía  con  patriótica  ternura.  Todos  ellos  mira¬ 
ban  con  indiferencia  la  basílica  habitada  por  la  «señora 
blanca».  Su  única  preocupación  era  pedir  cigarros  y 
dulces. 

Al  verse  agasajados  por  la  raza  dominadora  de  sus 
países,  se  enorgullecían,  atreviéndose  á  todo,  como  ni¬ 
ños  revoltosos.  Su  mayor  placer  era  que  las  damas  les 
diesen  la  mano.  ¡Bendita  guerra  que  les  permitía  acer¬ 
carse  y  tocar  á  estas  mujeres  blancas,  perfumadas  y 
sonrientes,  tal  como  aparecen  en  los  ensueños  las  hem¬ 
bras  paradisíacas  reservadas  á  los  bienaventurados  ¡ 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  239 


«Madama...  Madama»,  suspiraban,  poblándose  al  mismo 
tiempo  de  llamaradas  sus  pupilas  de  tinta.  Y  no  conten¬ 
tos  con  la  mano,  sus  garras  obscuras  se  aventuraban 
á  lo  largo  del  brazo,  mientras  las  señoras  reían  de  esta 
adoración  trémula.  Otros  avanzaban  entre  el  gentío 
ofreciendo  su  diestra  á  todas  las  mujeres.  «Toquemos 
mano  »  Y  se  alejaban  satisfechos  luego  de  recibir  el 
apretón. 

Vagó  mucho  tiempo  Desnoy ers  por  los  alrededores 
de  la  basílica.  Al  amparo  de  los  árboles  se  formaban  en 
hileras  las  carretillas  ocupadas  por  los  heridos.  Oficiales 
y  soldados  permanecían  larg’as  horas  en  la  sombra  azul 
viendo  cómo  pasaban  otros  camaradas  que  podían  va¬ 
lerse  de  sus  piernas.  La  santa  gruta  resplandecía  con  el 
llamear  de  centenares  de  cirios.  La  muchedumbre  devo¬ 
ta,  arrodillada  al  aire  libre,  fijaba  sus  ojos  suplicantes 
en  las  sagradas  piedras,  mientras  su  pensamiento  volaba 
lejos,  á  los  campos  de  batalla,  con  la  confianza  en  la  divi¬ 
nidad  que  acompaña  á  toda  inquietud.  De  la  masa  arro¬ 
dillada  surgían  soldados  con  vendajes  en  la  cabeza,  el 
kepis  en  una  mano  y  los  ojos  lacrimosos. 

Subían  y  descendían  por  la  doble  escalinata  de  la 
basílica  mujeres  vestidas  de  blanco,  con  un  temblor  de 
tocas  que  ‘les  daba  de  lejos  el  aspecto  de  palomas  ale¬ 
teantes.  Eran  enfermeras,  damas  de  la  caridad  guiando 
los  pasos  de  los  heridos.  Desnoyers  creyó  reconocer  á 
Margarita  en  cada  una  de  ellas.  Pero  la  desilusión  que 
seguía  á  tales  descubrimientos  le  hizo  dudar  del  éxito 
de  su  viaje.  Tampoco  estaba  en  Lourdes.  Nunca  la  en¬ 
contraría  en  esta  Francia  agrandada  desmesuradamente 
por  la  guerra,  que  había  convertido  cada  población  en 
un  hospital. 

Por  la  tarde  sus  averiguaciones  no  obtuvieron  me¬ 
jor  éxito.  Los  empleados  escucharon  sus  preguntas  con 
aire  distraído:  podía  volver  luego.  Estaban  preocupados 
por  el  anuncio  de  un  nuevo  tren  sanitario.  Continuaba 
la  gran  batalla  cerca  de  París.  Tenían  que  improvi¬ 
sar  alojamiento  para  la  nueva  remesa  de  carne  des¬ 
trozada. 

Desnoyers  volvió  á  los  jardines  cercanos  á  la  gruta. 
Su  paseo  era  para  entretener  el  tiempo.  Pensaba  regre- 


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V.  BLASCO  IBANEZ 


sar  á  Pau  aquella  noche:  nada  le  quedaba  que  hacer  en 
Lourdes.  ¿Adonde  dirigiría  luego  sus  investigaciones?... 

Sintió  de  pronto  un  estremecimiento  á  lo  largo  de  su 
espalda:  la  misma  sensación  indefinible  que  le  avisaba  | 
la  presencia  de  ella  cuando  se  reunían  en  un  jardín  de 
París.  Margarita  iba  á  presentarse  de  pronto,  como  las 
otras  veces,  sin  que  él  supiera  ciertamente  de  dónde  sa¬ 
lía,  como  si  emergiese  de  la  tierra  ó  descendiese  de  las 
nubes.  i 

Después  de  pensar  esto  sonrió  con  amargura.  ¡Men-  i 
tiras  del  deseo!  ¡Ilusiones!...  Al  volver  la  cabeza  recono¬ 
ció  la  falsedad  de  su  esperanza.  Nadie  seguía  sus  pasos: 
él  era  el  único  que  marchaba  por  el  centro  de  la  aveni¬ 
da.  En  un  banco  inmediato  descansaba  un  oficial  con  los 
ojos  vendados.  Junto  á  él,  con  la  diáfana  blancura  de 
los  ángeles  custodios,  estaba  una  enfermera.  ¡Pobre  cie¬ 
go!...  Desnoyers  iba  á  seguir  adelante,  pero  un  movi¬ 
miento  rápido  de  la  mujer  vestida  de  blanco,  un  deseo 
visible  de  pasar  inadvertida,  de  ocultar  la  cara  volviendo 
los  ojos  hacia  las  plantas,  atrajeron  su  atención.  Tardó 
en  reconocerla.  Dos  rizos  asomados  al  borde  de  la  toca 
le  hicieron  adivinar  la  cabellera  oculta;  los  pies  calza¬ 
dos  de  blanco  fueron  indicios  para  reconstituir  el  cuerpo, 
algo  desfigurado  por  un  uniforme  sin  coquetería.  El  ros¬ 
tro  era  pálido,  grave.  Nada  quedaba  en  él  de  los  anti¬ 
guos  afeites,  que  le  daban  una  belleza  pueril  de  muñeca. 
Sus  ojos  parecían  refiejar  lo  existente  con  nuevas  formas 
en  el  fondo  de  unas  aureolas  obscuras  de  cansancio... 
¡Margarita! 

Se  miraron  largamente,  como  hipnotizados  por  la 
sorpresa.  Ella  mostró  inquietud  al  ver  que  Desnoyers 
adelantaba  un  paso.  No...  no.  Sus  ojos,  sus  manos,  todo 
su  cuerpo,  parecieron  protestar,  repelerle  en  su  avance, 
fijarlo  en  su  inmovilidad.  El  miedo  á  que  se  aproximase 
la  hizo  marchar  hacia  él.  Dijo  unas  palabras  al  militar, 
que  continuó  en  el  banco  recibiendo  sobre  el  vendaje  de 
su  rostro  un  rayo  de  sol  que  parecía  no  sentir.  Luego  se 
levantó,  yendo  al  encuentro  de  Julio,  y  siguió  adelante, 
indicándole  con  un  gesto  que  se  situase  más  lejos,  donde 
el  herido  no  pudiera  escucharles. 

Detuvo  su  paso  en  un  sendero  lateral.  Desde  allí  po- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  241 


día  ver  al  ciego  confiado  á  su  custodia.  Quedaron  in¬ 
móviles  frente  á  frente.  Desnoyers  quiso  decir  muchas 
cosas,  [muchas!  pero  vaciló,  no  sabiendo  cómo  revestir 
de  palabras  sus  quejas,  sus  súplicas,  sus  halagos.  Por 
encima  de  esta  avalancha  de  pensamientos  emergió  uno, 
fatal,  dominante  y  colérico. 

— ¿Quién  es  ese  hombre?... 

El  acento  rencoroso,  la  voz  dura  con  que  dijo  estas 
palabras,  le  sorprendieron,  como  si  procediesen  de  otra 
boca. 

La  enfermera  le  miró  con  sus  ojos  límpidos,  agran¬ 
dados,  serenos,  unos  ojos  que  pareeíanfiibres  para  siem¬ 
pre  de  las  contracciones  de  la  sorpresa  y  del  miedo. 
La  respuesta  se  deslizó  con  la  misma  limpieza  que  la 
mirada. 

— Es  Laurier...  Es  mi  marido. 

¡Laurier!...  Los  ojos  de  Julio  examinaron  con  larga 
duda  al  militar  antes  de  convencerse.  ¡Laurier  este  ofi¬ 
cial  ciego  que  permanecía  inmóvil  en  el  banco  como 
un  símbolo  de  dolor  heroico!...  Estaba  aviejado,  con  la 
tez  curtida  y  de  un  color  de  bronce  surcada  de  grietas 
que  convergían  como  rayos  en  torno  de  todas  las  aber¬ 
turas  de  su  rostro.  Los  cabellos  empezaban  á  blanquear 
en  las  sienes  y  en  la  barba  que  cubría  ahora  sus  mejillas. 
Había  vivido  veinte  años  en  un  mes...  Al  mismo  tiempo 
parecía  más  joven,  con  una  juventud  que  irradiaba  vi¬ 
gorosa  de  su  interior,  con  la  fuerza  de  un  alma  que  ha 
sufrido  las  emociones  más  violentas  y  no  puede  ya  cono¬ 
cer  el  miedo,  con  la  satisfacción  firme  y  serena  del  de¬ 
ber  cumplido. 

Contemplándole  sintió  al  mismo  tiempo  admiración  y 
celos.  Se  avergonzó  al  darse  cuenta  de  la  aversión  que  le 
inspiraba  este  hombre  en  plena  desgracia  y  que  no  podía 
ver  lo  que  le  rodeaba.  Su  odio  era  una  cobardía;  pero  in¬ 
sistió  en  él,  como  si  en  su  interior  se  hubiese  despertado 
otra  alma,  una  segunda  personalidad  que  le  causaba  es¬ 
panto.  ¡Cómo  recordaba  los  ojos  de  Margarita  al  alejarse 
del  herido  por  unos  instantes!...  A  él  no  lo  había  mirado 
así  nunca.  Conocía  todas  las  gradaciones  amorosas  de 
sus  párpados,  pero  su  mirada  al  herido  era  algo  diferen¬ 
te,  algo  que  él  no  había  visto  hasta  entonces. 


16 


V.  BLASCO  IBANEZ 


242 

Habló  con  la  furia  del  enamorado  que  descubre  una 
infidelidad. 

— ¡Y  por  eso  te  fuiste  sin  un  aviso,  sin  una  palabra!... 
Me  abandonaste  para  venir  en  busca  de  él...  Di,  ¿por 
qué  has  venido?  ¿por  qué  has  venido?... 

No  se  inmutó  ella  ante  su  acento  colérico  y  sus  mira¬ 
das  hostiles. 

— He  venido  porque  aquí  estaba  mi  deber. 

Luego  habló  como  una  madre  que  aprovecha  un  pa¬ 
réntesis  de  sorpresa  en  el  niño  irascible  para  aconsejarle 
cordura.  Explicaba  sus  actos.  Había  recibido  la  noticia 
de  la  herida  de  Laurier  cuando  ella  y  su  madre  se  pre¬ 
paraban  á  salir  de  París.  No  vaciló  un  instante:  su  obli¬ 
gación  era  correr  al  lado  de  este  hombre.  Había  reflexio¬ 
nado  mucho  en  las  últimas  semanas.  La  guerra  le  había 
hecho  meditar  sobre  el  valor  de  la  vida.  Sus  ojos  contem¬ 
plaban  nuevos  horizontes;  nuestro  destino  no  está  en  el 
placer  y  las  satisfacciones  egoístas:  nos  debemos  al  dolor 
y  al  sacrificio. 

Deseaba  trabajar  por  su  patria,  cargar  con  una  parte 
del  dolor  común ,  servir  como  las  otras  mujeres ;  y  es¬ 
tando  dispuesta  á  dar  todos  sus  cuidados  á  los  descono¬ 
cidos,  ¿no  era  natural  que  prefiriese  á  este  hombre  al 
que  había  causado  tanto  daño?...  Vivía  aún  en  su  me¬ 
moria  el  momento  en  que  le  vió  llegar  á  la  estación 
completamente  solo  entre  tantos  que  tenían  el  consúelo 
de  unos  brazos  amantes  al  partir  en  busca  de  la  muerte. 
Su  lástima  había  sido  aún  más  intensa  al  enterarse  de 
su  infortunio.  Un  obús  había  estallado  junto  á  él,  ma¬ 
tando  á  los  que  le  rodeaban.  De  sus  varias  heridas,  la 
única  grave  era  la  del  rostro.  Había  perdido  un  ojo  por 
completo;  el  otro  lo  mantenían  los  médicos  sin  visión, 
esperando  salvarlo.  Pero  ella  dudaba;  era  casi  seguro 
que  Laurier  quedaría  ciego. 

La  voz  de  Margarita  temblaba  al  decir  esto,  como 
si  fuese  á  llorar,  pero  sus  ojos  permanecieron  secos.  No 
sentían  la  irresistible  necesidad  de  las  lágrimas.  El 
llanto  era  ahora  algo  superfino,  como  otras  muchas  co¬ 
sas  de  los  tiempos  de  paz.  ¡Habían  visto  sus  ojos  tanto 
en  pocos  días!... 

— ¡Cómo  le  amas! — exclamó  Julio. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  243 


Ella  le  había  tratado  de  nsted  hasta  este  momento, 
por  miedo  á  ser  oída  y  por  mantenerle  á  distancia,  como 
si  hablase  con  nn  amigo.  Pero  la  tristeza  de  su  amante 
acabó  con  su  frialdad. 

— No;  yo  te  quiero  á  ti...  yo  te  querré  siempre. 

La  sencillez  con  que  dijo  esto  y  su  repentino  tuteo 
infundieron  confianza  á  Desnoyers. 

— ¿Y  el  otro? — preguntó  con  ansiedad. 

Al  escuchar  su  respuesta,  creyó  que  algo  acababa 
de  pasar  ante  el  sol,  velando  momentáneamente  su  luz. 
Fué  como  una  nube  que  se  deslizaba  sobre  la  tierra 
y  sobre  su  pensamiento,  esparciendo  una  sensación  de 
frío. 

— A  él  también  le  quiero. 

Lo  dijo  mirándole  como  si  implorase  su  i^erdón,  con 
la  sinceridad  dolorosa  de  un  alma  que  ha  reñido  con  la 
mentira  y  llora  al  adivinar  los  daños  que  causa. 

El  sintió  que  su  cólera  dura  se  desmoronaba  de 
golpe,  lo  mismo  que  una  montaña  que  se  agrieta.  «¡Ah, 
Margarita!»  Su  voz  sonó  trémula  y  humilde.  ¿Podía  ter¬ 
minar  todo  entre  los  dos  con  esta  sencillez?  ¿Eran  acaso 
mentiras  sus  antiguos  juramentos?...  Se  habían  buscado 
con  afinidad  irresistible,  para  compenetrarse,  para  ser 
uno  solo...  y  ahora,  súbitamente  endurecidos  por  la  in¬ 
diferencia,  ¿iban  á  chocar  como  dos  cuerpos  hostiles  que 
se  repelen?...  ¿Qué  significaba  este  absurdo  de  amarle  á 
él  como  siempre  y  amar  al  mismo  tiempo  á  su  antiguo 
esposo? 

Margarita  bajó  la  cabeza,  murmurando  con  desespe¬ 
ración: 

— Tú  eres  un  hombre,  yo  soy  una  mujer.  No  me  enten¬ 
derás  por  más  que  hable.  Los  hombres  no  pueden  alcan¬ 
zar  ciertos  misterios  nuestros...  Una  mujer  me  compren¬ 
dería  mejor. 

Desnoyers  quiso  conocer  su  infortunio  con  toda  su 
crueldad .  Podía  hablar  ella  sin  miedo .  Se  sentía  con 
fuerzas  para  sobrellevar  los  golpes...  ¿Qué  decía  Lau- 
rier  al  verse  cuidado  y  acariciado  por  Margarita?... 

— Ignora  quién  soy...  Me  cree  una  enfermera  igual  á 
las  otras,  que  se  apiada  de  él  viéndole  solo  y  ciego,  sin 
parientes  que  le  escriban  y  le  visiten...  En  ciertos  mo- 


24á 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

mentes  he  llegado  á  sospechar  si  adivina  la  verdad.  Mi 
voz,  el  contacto  de  mis  manos,  le  crispaban  al  principio 
con  un  gesto  de  extrañeza.  Le  he  dicho  que  soy  una 
dama  belga  que  ha  perdido  á  los  suyos  y  está  sola  en  el 
mundo.  El  me  ha  contado  su  vida  anterior  ligeramente, 
como  el  que  desea  olvidar  un  pasado  odioso...  Ni  una 
palabra  molesta  para  su  antigua  mujer.  Hay  noches  en 
que  sospecho  que  me  conoce,  que  se  vale  de  su  ceguera 
para  prolongar  la  fingida  ignorancia,  y  esto  me  ator¬ 
menta...  Deseo  que  recobre  la  vista,  que  los  médicos 
salven  uno  de  sus  ojos,  y  al  mismo  tiempo  siento  miedo. 
¿Qué  dirá  al  reconocerme?...  Pero  no;  mejor  es  que  vea, 
y  ocurra  lo  que  ocurra.  Tú  no  puedes  comprender  estas 
preocupaciones,  tú  no  sabes  lo  que  yo  sufro. 

Calló  un  instante  para  reconcentrarse,  apreciando 
una  vez  más  las  inquietudes  de  su  alma. 

— ¡Oh,  la  guerra! — siguió  diciendo — .  ¡Qué  de  cam¬ 
bios  en  nuestra  vida!  Hace  dos  meses,  mi  situación  me 
hubiese  parecido  extraordinaria,  inverosímil...  Yo  cui¬ 
dando  á  mi  marido,  temiendo  que  me  descubra  y  se 
aleje  de  mí,  deseando  al  mismo  tiempo  que  me  reco¬ 
nozca  y  me  perdone...  Sólo  hace  una  semana  que  vivo 
á  su  lado.  Desfiguro  mi  voz  cuanto  puedo,  evito  frases 
que  le  revelen  quién  soy...  Pero  esto  no  se  puede  pro¬ 
longar.  Unicamente  en  las  novelas  resultan  aceptables 
estas  situaciones. 

La  duda  ensombrecía  de  pronto  su  resolución. 

— Yo  creo — continuó — que  me  ha  reconocido  desde  el 
primer  momento...  Calla  y  finge  ignorancia  porque  me 
desprecia...  porque  jamás  lleg^ará  á  perdonarme.  ¡He 
sido  tan  mala!...  ¡Le  he  hecho  tanto  daño!... 

Se  acordaba  de  los  largos  y  reflexivos  mutismos  del 
herido  después  de  algunas  palabras  imprudentes.  A  los 
dos  días  de  recibir  sus  cuidados  había  tenido  un  movi¬ 
miento  de  rebeldía,  evitando  el  salir  con  ella  á  paseo. 
Pero,  falto  de  vista,  comprendiendo  la  inutilidad  de  su 
resistencia,  había  acabado  por  entregarse  con  una  pasi¬ 
vidad  silenciosa. 

— Que  piense  lo  que  quiera — concluyó  Margarita  ani¬ 
mosamente — ,  que  me  desprecie.  Yo  estoy  aquí,  donde 
debo  estar.  Necesito  su  perdón;  y  si  no  me  perdona,  lo 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  245 


mismo  seguiré  á  su  lado...  Hay  momentos  en  que  deseo 
que  no  recobre  la  vista.  Así,  me  necesitaría  siempre, 
podría  pasar  toda  mi  existencia  á  su  lado,  sacrificándo¬ 
me  por  él... 

— ¿Y  yo? — dijo  Desnoy ers. 

Margarita  le  miró  con  ojos  asombrados,  como  si  des¬ 
pertase.  Era  verdad;  ¿y  el  otro?...  Enardecida  por  su  sa¬ 
crificio,  que  representaba  una  expiación,  había  olvidado 
al  hombre  que  tenía  delante. 

— ¡Tú! — dijo  tras  de  una  larga  pausa — ;  tú  debes  de¬ 
jarme...  La  vida  no  es  como  la  habíamos  concebido.  Sin 
la  guerra,  tal  vez  hubiésemos  realizado  nuestros' ensue¬ 
ños;  pero  ¡ahora!...  Fíjate  bien.  Yo  llevo  para  el  resto 
de  mi  existencia  una  carg’a  pesadísima  y  al  mismo  tiem¬ 
po  dulce,  pues  cuanto  más  me  abruma,  más  grata  me 
parece.  Nunca  me  separaré  de  ese  hombre  al  que  he 
ofendido  tanto,  que  se  ve  solo  en  el  mundo  y  necesita  de 
protección  como  un  niño.  ¿Por  qué  vas  tú  á  participar 
de  mi  suerte?  ¿Cómo  vivir  en  amores  con  una  eterna 
enfermera,  al  lado  de  un  hombre  bueno  y  ciego,  al  que 
ultrajaríamos  continuamente  con  nuestra  pasión?...  No; 
mejor  es  que  te  alejes.  Sigue  tu  camino  solo  y  desem¬ 
barazado.  Déjame:  tú  encontrarás  otras  mujeres  que  te 
harán  más  dichoso  que  yo.  Tú  eres  de  los  destinados  á 
encontrar  una  nueva  felicidad  á  cada  paso. 

Insistió  en  sus  elogios.  Su  voz  era  calmosa,  pero  en 
el  fondo  de  ella  temblaba  la  emoción  del  último  adiós  á 
la  alegría  que  se  aleja  para  siempre.  El  hombre  amado 
sería  de  otras;  ¡y  ella  misma  lo  entregaba!...  Pero  la 
noble  tristeza  del  sacrificio  le  infundió  serenidad.  Era 
una  renuncia  más  para  expiar  sus  culpas. 

Julio  bajó  los  ojos,  perplejo  y  vencido.  Le  aterraba 
la  imagen  del  porvenir  esbozada  por  Margarita.  El  vi¬ 
viendo  al  lado  de  la  enfermera,  aprovechándose  de  la 
ignorancia  del  ciego  para  inferirle  todos  los  días  con 
sus  amores  un  nuevo  insulto,  ¡ah,  no!  Era  una  villa¬ 
nía.  Se  acordaba  ahora  con  vergüenza  de  la  maligni¬ 
dad  con  que  había  mirado  poco  antes  á  este  hombre 
desgraciado  y  bueno.  Se  reconocía  sin  fuerzas  para  lu¬ 
char  con  él.  Débil  é  impotente  en  aquel  banco  de  jardín, 
era  más  grande  y  respetable  que  Julio  Desnoy  ers  con 


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V.  BLASCO  IBAÑEZ 

toda  su  juventud  y  sus  gallardías.  Había  servido  en 
su  vida  para  algo;  había  hecho  lo  que  él  no  osaba 
hacer. 

Esta  convicción  de  su  inferioridad  le  hizo  gemir  como 
un  niño  abandonado. 

— ¡Qué  será  de  mí!... 

Margarita,  considerando  el  amor  que  se  iba  para 
siempre,  las  esperanzas  desvanecidas,  el  porvenir  ilu¬ 
minado  por  la  satisfacción  de  su  deber  cumplido,  pero 
monótono  y  doloroso,  murmuró  igualmente: 

— ¿Y  yo?...  ¡Qué  será  de  mí!... 

Desnoyers  pareció  reanimarse,  como  si  hubiese  en¬ 
contrado  de  pronto  una  solución. 

— Escucha,  Margarita:  yo  leo  en  tu  alma.  Amas  á  ese 
hombre,  y  haces  bien.  Es  superior  á  mí,  y  las  mujeres 
se  sienten  atraídas  por  toda  superioridad...  Yo  soy  un 
cobarde.  Sí,  no  protestes;  soy  un  cobarde,  con  toda  mi 
juventud,  con  todas  mis  fuerzas.  ¿Cómo  no  habías  de 
sentirte  impresionada  por  la  conducta  de  ese  hombre?... 
Pero  yo  recuperaré  lo  perdido...  Este  país  es  el  tuyo, 
Margarita:  yo  me  batiré  por  él.  No  digas  que  no... 

Y  enardecido  por  su  repentino  entusiasmo,  trazaba 
un  plan  de  heroísmos.  Iba  á  hacerse  soldado.  Pronto 
oiría  hablar  de  él.  Su  propósito  era  quedar  tendido  en 
el  campo  al  primer  encuentro  ó  asombrar  al  mundo  con 
sus  hazañas.  De  un  modo  ú  otro,  resolvería  su  vergon¬ 
zosa  situación:  el  olvido  de  la  muerte  ó  la  gloria. 

—  ¡No! — exclamó  ella  interrumpiéndole  con  angus¬ 
tia — .  Tú,  no.  Bastante  hay  con  el  otro...  ¡Qué  horror! 
Tú  también  herido,  mutilado  para  siempre,  tal  vez 
muerto...  No;  vive.  Prefiero  que  vivas,  aunque  seas  de 
otra.  Que  yo  sepa  que  existes,  que  te  vea  alguna  vez, 
aunque  me  hayas  olvidado,  aunque  pases  indiferente 
como  si  no  me  conocieses. 

En  su  protesta  gritaba  el  amor  ardoroso,  el  amor  irre¬ 
flexivo  y  heroico,  que  acepta  todas  las  penas  á  cambio 
de  que  el  ser  preferido  siga  existiendo. 

Pero  á  continuación,  para  que  Julio  no  sintiese  el  en¬ 
gaño  de  una  falsa  esperanza,  añadió: 

—  Vive;  tú  no  debes  morir;  sería  para  mí  un  nuevo 
tormento...  Pero  vive  sin  mí.  Olvídame.  Es  inútil  cuanto 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  247 


hablemos:  mi  destino  está  marcado  para  siempre  al  lado 
del  otro. 

Desnoy ers  volvió  á  entregarse  al  desaliento,  adivi¬ 
nando  la  ineficacia  de  megos  y  protestas. 

— ¡Ah,  cómo  le  amas!...  ¡Cómo  me  engañaste! 

Ella,  como  suprema  explicación,  volvió  á  repetir  lo 
dicho  al  principio  de  la  entrevista.  Amaba  á  Julio...  y 
amaba  á  su  marido.  Eran  amores  distintos.  No  quería 
decir  cuál  resultaba  más  ardiente,  pero  la  desgracia  la 
impelía  á  escoger  entre  los  dos,  y  aceptaba  al  más  dolo¬ 
roso,  el  de  mayores  sacrificios. 

— Tú  eres  hombre,  y  no  podrás  entenderme  nuñca... 
Una  mujer  me  comprendería. 

Julio,  al  lanzar  una  mirada  en  torno  de  él,  creyó  que 
la  tarde  había  sufrido  ios  efectos  de  un  fenómeno  celeste. 
El  Jardín  seguía  iluminado  por  el  sol,  pero  el  verde  de 
los  árboles,  el  amarillo  del  suelo,  el  azul  del  espacio, 
las  espumas  blancas  del  río,  todo  le  pareció  obscuro  y 
difuso,  como  si  cayese  una  lluvia  de  ceniza. 

— Entonces...  ¿todo  ha  terminado  entre  nosotros? 

Su  voz  temblorosa,  suplicante,  cargada  de  lágrimas, 
hizo  que  ella  volviese  la  cabeza  para  ocultar  su  emoción. 

Luego,  en  el  penoso  silencio,  las  dos  desesperaciones 
formularon  la  misma  pregunta,  como  si  interrogasen  á 
las  sombras  del  futuro.  «¿Qué  será  de  mí?»,  murmuró 
el  hombre.  Y  como  un  eco,  los  labios  de  ella  repitieron: 
«¿Qué  será  de  mí?» 

Todo  estaba  dicho.  Palabras  irreparables  se  alzaban 
entre  los  dos  como  un  obstáculo  que  había  de  ensan¬ 
charse  por  momentos,  impeliéndoles  en  opuestas  direc¬ 
ciones.  ¿Para  qué  prolongar  la  entrevista  dolorosa?... 
Margarita  mostró  la  resolución  pronta  y  enérgica  de 
toda  mujer  cuando  desea  cortar  una  escena:  «¡Adiós!» 
Su  rostro  había  tomado  una  palidez  amarillenta,  sus 
pupilas  estaban  mortecinas,  humosas,  como  los  vidrios 
de  una  linterna  cuya  luz  se  apaga.  «¡Adiós!»  Debía  vol¬ 
ver  al  lado  de  su  herido. 

Se  marchó  sin  mirarle,  y  Desnoy  ers,  por  instinto, 
caminó  en  dirección  opuesta.  Cuando  al  serenarse  quiso 
volver  sobre  sus  pasos,  vió  cómo  se  alejaba  dando  el 
brazo  al  ciego,  sin  volver  la  cabeza  una  sola  vez. 


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V.  BLASCO  IBANEZ 


Tuvo  la  convicción  de  que  ya  no  la  vería  más,  y  una 
angustia  de  asfixia  oprimió  su  garganta.  ¿Y  con  esta 
facilidad  podían  separarse  eternamente  dos  seres  que 
días  antes  contemplaban  el  universo  concretado  en  sus 
personas?... 

Su  desesperación  al  quedar  solo  le  hizo  acusarse  de 
torpeza.  Ahora  acudían  sus  pensamientos  en  tropel,  j 
cada  uno  de  ellos  le  pareció  suficiente  para  convencer  á 
Margarita.  Indudablemente  no  había  sabido  expresarse: 
necesitaba  hablar  con  ella  otra  vez...  Y  decidió  perma¬ 
necer  en  Lourdes. 

Pasó  una  noche  de  tortura  en  el  hotel,  escuchando 
el  rebullir  del  río  entre  las  piedras.  El  insomnio  le  tuvo 
entre  sus  mandíbulas  feroces,  royéndolo  con  un  suplicio 
interminable.  Encendió  la  luz  varias  veces,  pero  no  pudo 
leer.  Sus  ojos  miraron  con  estúpida  fijeza  los  dibujos  del 
empapelado,  las  láminas  piadosas  de  este  cuarto  que 
había  servido  de  albergue  á  los  peregrinos  ricos.  Per¬ 
maneció  inmóvil  y  abstraído  como  los  orientales,  que 
piensan  en  su  carencia  absoluta  de  pensamientos.  Una 
idea  única  danzaba  en  el  vacío  de  su  cráneo:  «Y  no  la 
veré  más...  ¿es  esto  posible?» 

Se  adormeció  algunos  instantes,  para  despertar  con 
la  sensación  de  un  estallido  horroroso  que  le  enviaba 
por  los  aires.  Y  siguió  desvelado,  con  sudores  de  angus¬ 
tia,  hasta  que  en  la  sombra  de  la  habitación  se  fué  des¬ 
tacando  un  cuadrado  de  luz  láctea.  El  amanecer  empe¬ 
zaba  á  reflejarse  en  las  cortinas  de  la  ventana. 

La  caricia  aterciopelada  del  día  pudo  al  fin  cerrar 
sus  ojos.  Al  despertar,  bien  entrada  la  mañana,  corrió  á 
los  jardines  de  la  gruta...  ¡Las  horas  de  espera  temblo¬ 
rosa  é  inútil,  creyendo  reconocer  á  Margarita  en  toda 
dama  blanca  que  avanzaba  guiando  á  un  herido! 

Por  la  tarde,  después  de  un  almuerzo  cuyos  platos 
desfilaron  intactos,  volvió  al  jardín  en  busca  de  ella.  Al 
reconocerla  dando  el  brazo  al  oficial  ciego,  experimentó 
una  sensación  de  desaliento.  Parecía  más  alta,  más  del¬ 
gada,  con  el  rostro  afilado,  dos  oquedades  de  sombra 
en  las  mejillas,  los  ojos  brillantes  de  fiebre,  los  párpa¬ 
dos  contraídos  por  el  cansancio.  Adivinó  una  noche  de 
suplicio,  de  pensamientos  escasos  y  tenaces,  de  estupe- 


LOS  GUATEO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  249 


facción  dolorosa,  igual  á  la  suya  en  el  cuarto  del  hotel. 
Sintió  de  pronto  todo  el  peso  del  insomnio  y  la  inape¬ 
tencia,  toda  la  emoción  deprimente  de  las  sensaciones 
crueles  experimentadas  en  las  últimas  horas.  ¡Cuán  des¬ 
graciados  eran  los  dos!... 

Ella  avanzaba  con  precaución,  mirando  á  un  lado  y 
á  otro,  como  el  que  presiente  un  peligro.  Al  descubrirle 
se  apretó  contra  el  ciego,  lanzando  á  su  antiguo  amante 
una  mirada  de  súplica,  de  desesperación,  implorando 
misericordia...  ¡Ay,  esta  mirada! 

Sintió  vergüenza;  su  personalidad  parecía  haberse 
desdoblado:  se  contempló  á  sí  mismo  con  ojos  de  Juez. 
¿Qué  hacía  allí  el  llamado  Julio  Desnoyers,  hombre  se¬ 
ductor  é  inútil,  atormentando  con  su  presencia  á  una 
pobre  mujer,  queriendo  desviarla  de  su  noble  arrepen¬ 
timiento,  insistiendo  en  sus  egoístas  y  pequeños  deseos, 
cuando  la  humanidad  entera  pensaba  en  otras  cosas?... 
Su  cobardía  le  irritó.  Como  el  ladrón  que  se  aprovecha 
del  sueño  de  su  víctima,  él  rondaba  en  torno  de  un  hom¬ 
bre  bueno  y  valeroso  que  no  podía  verle,  que  no  podía 
defenderse,  para  robarle  el  único  afecto  que  tenía  en 
el  mundo  y  que  milagrosamente  volvía  hacia  él.  ¡Muy 
bien,  señor  Desnoyers!...  ¡Ah,  canalla! 

Estos  insultos  exteriores  le  hicieron  erguirse,  altivo, 
cruel,  inexorable,  contra  aquel  otro  yo  digno  de  su  des¬ 
precio. 

Ladeó  la  cabeza:  no  quiso  encontrar  los  ojos  supli¬ 
cantes  de  Margarita;  tuvo  miedo  á  su  mudo  reproche. 
Tampoco  se  atrevió  á  mirar  al  ciego,  con  su  uniforme 
rapado  y  heroico,  con  su  rostro  envejecido  por  el  deber 
y  la  gloria.  Le  temía  como  á  un  remordimiento. 

Volvió  la  espalda  al  grupo;  se  alejó.  ¡Adiós,  amor! 
¡Adiós,  felicidad!...  Marchaba  ahora  con  paso  ñrme;  un 
milagro  acababa  de  realizarse  en  su  interior:  había  en¬ 
contrado  su  camino. 

¡A  París!...  Una  ilusión  nueva  iba  á  poblar  el  in¬ 
menso  vacío  de  su  existencia  sin  objeto. 


250 


V.  BLASCO  IBANEZ 


Y 


LA  INVASIÓN 


Huía  don  Marcelo  para  refugiarse  en  su  castillo, 
cuando  encontró  al  alcalde  de  Villeblanche.  El  estrépito 
de  la  descarga  le  había  hecho  correr  hacia  la  barricada. 
Al  enterarse  de  la  aparición  del  grupo  de  rezagados 
elevó  los  brazos  desesperadamente.  Estaban  locos.  Su 
resistencia  iba  á  ser  fatal  para  el  pueblo.  Y  siguió  co¬ 
rriendo  para  rogarles  que  desistiesen  de  ella. 

Transcurrió  mucho  tiempo  sin  que  se  turbase  la  cal¬ 
ma  de  la  mañana.  Desnoyers  había  subido  á  lo  más  alto 
de  uno  de  sus  torreones  y  con  los  anteojos  exploraba  el 
campo.  No  alcanzaba  á  distinguir  la  carretera  ;  sólo  veía 
los  grupos  de  árboles  inmediatos.  Adivinó  con  la  ima¬ 
ginación  debajo  de  este  ramaje  una  oculta  actividad: 
masas  de  hombres  que  hacían  alto,  tropas  que  se  pre¬ 
paraban  para  el  ataque.  La  inesperada  defensa  de  los 
fugitivos  había  perturbado  la  marcha  de  la  invasión. 
Desnoyers  pensó  en  este  puñado  de  locos  y  su  testarudo 
jefe:  ¿qué  suerte  iba  á  ser  la  suya? 

Al  fijar  sus  gemelos  en  las  cercanías  del  pueblo  vió 
las  manchas  rojas  de  los  kepis  deslizándose  como  ama¬ 
polas  sobre  el  verde  de  unas  praderas.  Eran  ellos  que 
se  retiraban,  convencidos  de  la  inutilidad  de  su  resis¬ 
tencia.  Tal  vez  les  habían  indicado  un  vado  ó  una  barca 
olvidada  para  salvar  el  Mame,  y  continuaban  su  retro¬ 
ceso  hacia  el  río.  De  un  momento  á  otro,  los  alemanes 
iban  á  entrar  en  Villeblanche. 

Transcurrió  media  hora  de  profundo  silencio.  El 
pueblo  perfilaba  sobre  un  fondo  de  colinas  su  masa  de 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  251 


tejados  y  la  torre  de  la  iglesia  rematada  por  la  cruz  y 
un  gallo  de  hierro.  Todo  parecía  tranquilo,  como  en  los 
mejores  días  de  la  paz.  De  pronto  vió  que  el  bosque 
vomitaba  á  lo  lejos  algo  ruidoso  y  sutil,  una  burbuja 
de  vapor  acompañada  de  sordo  estallido.  Algo  también 
pasó  por  el  aire  con  estridente  curva.  A  continuación, 
un  tejado  del  pueblo  se  abrió  como  un  cráter,  volando 
de  él  maderos,  fragmentos  de  pared,  muebles  rotos. 
Todo  el  interior  de  la  casa  se  escapaba  en  un  chorro  de 
humo,  polvo  y  astillas. 

Los  invasores  bombardeaban  á  Villeblanche  antes  de 
intentar  el  ataque,  como  si  temiesen  encontrar  en  sus 
calles  una  empeñada  resistencia.  Cayeron  nuevos  pro¬ 
yectiles.  Algunos,  pasando  por  encima  de  las  casas,  ve¬ 
nían  á  estallar  entre  el  pueblo  y  el  castillo.  Los  torreo¬ 
nes  de  la  propiedad  de  Desnoyers  empezaban  á  atraer 
la  puntería  de  los  artilleros.  Pensaba  éste  en  la  oportu¬ 
nidad  de  abandonar  su  peligroso  observatorio,  cuando 
vió  que  algo  blanco,  semejante  á  un  mantel  ó  una  sába¬ 
na,  flotaba  en  la  torre  de  la  iglesia.  Los  vecinos  habían 
izado  esta  señal  de  paz  para  evitarse  el  bombardeo.  To¬ 
davía  cayeron  unos  cuantos  proyectiles;  luego  se  hizo 
el  silencio. 

Don  Marcelo  estaba  ahora  en  su  parque,  viendo  cómo 
el  conserje  enterraba  al  pie  de  un  árbol  las  armas  de 
caza  que  existían  en  el  castillo.  Luego  se  dirigió  hacia 
la  verja.  Los  enemigos  iban  á  llegar  y  había  que  reci¬ 
birles.  En  esta  espera  inquietante,  el  arrepentimiento 
volvió  á  atormentarle.  ¿Qué  hacía  allí?  ¿Por  qué  se  ha¬ 
bía  quedado?...  Pero  su  carácter  tenaz  desechó  inmedia¬ 
tamente  las  dudas  del  miedo.  Estaba  allí  porque  tenía 
el  deber  de  guardar  lo  suyo.  Además,  ya  era  tarde  para 
pensar  en  tales  cosas. 

Le  pareció  de  pronto  que  el  silencio  matinal  se  cor¬ 
taba  con  un  sordo  rasgón  de  tela  dura. 

— Tiros,  señor  —  dijo  el  conserje  — .  Una  descarga. 
Debe  ser  en  la  plaza. 

Minutos  después  vieron  llegar  á  una  mujer  del  pue¬ 
blo,  una  vieja  de  miembros  enjutos  y  negruzcos,  que  ja¬ 
deaba  con  la  violencia  de  la  carrera,  lanzando  en  torno 
miradas  de  locura.  Huía  sin  saber  adónde  ir,  por  la  ne- 


252 


V.  BLASCO  IBANEZ 


cesidad  de  escapar  al  peligro,  de  librarse  de  horribles 
visiones.  Desnoyers  y  los  porteros  escucharon  su  expli¬ 
cación  entrecortada  por  hipos  de  terror. 

Los  alemanes  estaban  en  Villeblanche.  Primeramente 
había  entrado  un  automóvil  á  toda  velocidad,  pasando 
de  un  extremo  á  otro  del  pueblo.  Su  ametralladora  dis¬ 
paraba  á  capricho  contra  las  casas  cerradas  y  las  puertas 
abiertas,  tumbando  á  las  gentes  que  se  habían  asomado. 
La  vieja  abrió  los  brazos  con  un  gesto  de  terror...  Muer¬ 
tos...  muchos  muertos...  heridos...  sangre.  A  continua¬ 
ción,  otros  vehículos  blindados  se  habían  detenido  en  la 
plaza,  y  tras  de  ellos,  grupos  de  jinetes,  batallones  á  pie, 
numerosos  batallones,  que  llegaban  por  todas  partes.  Los 
hombres  con  casco  parecían  furiosos:  acusaban  á  los  ha¬ 
bitantes  de  haber  hecho  fuego  contra  ellos.  En  la  plaza 
habían  golpeado  al  alcalde  y  á  varios  vecinos  que  salían 
á  su  encuentro.  El  cura,  inclinado  sobre  unos  agonizan¬ 
tes,  también  había  sido  atropellado...  Todos  presos.  Los 
alemanes  hablaban  de  fusilarlos.  * 

Las  palabras  de  la  vieja  fueron  cortadas  por  el  ruido 
de  algunos  automóviles  que  se  aproximaban. 

■ — Abre  la  verja — ordenó  el  dueño  al  conserje. 

La  verja  quedó  abierta,  y  ya  no  volvió  á  cerrarse 
nunca.  Terminaba  el  derecho  de  propiedad. 

Se  detuvo  ante  la  entrada  un  automóvil  enorme  cu¬ 
bierto  de  polvo  y  lleno  de  hombres.  Detrás  sonaron  las 
bocinas  de  otros  vehículos,  que  se  avisaban  al  detenerse 
con  seco  tirón  de  frenos.  Desnoyers  vió  soldados  apeán¬ 
dose  de  un  salto,  todos  vestidos  de  gris  verdoso,  con  una 
funda  del  mismo  tono  cubriendo  el  casco  puntiagudo. 
Uno  de  ellos,  que  marchaba  delante,  ’e  puso  su  revólver 
en  la  frente. 

— ¿Dónde  están  los  franco- tiradores? — preguntó. 

Estaba  pálido,  con  una  palidez  de  cólera,  de  ven¬ 
ganza  y  de  miedo.  Le  temblaban  las  mejillas  á  impul¬ 
sos  de  la  triple  emoción.  Don  Marcelo  se  explicó  lenta¬ 
mente,  contemplando  á  corta  distancia  de  sus  ojos  el 
negro  redondel  del  tubo  amenazador.  No  había  visto 
franco-tiradores.  El  castillo  tenía  por  únicos  habitantes 
el  conserje  con  su  familia  y  él,  que  era  el  dueño. 

Miró  el  oficial  al  edificio  y  luego  examinó  á  Desno- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  253 

yers  con  visible  extrañeza,  como  si  lo  encontrase  de 
aspecto  demasiado  humilde  para  ser  su  propietario.  Le 
había  creído  un  simple  empleado,  y  su  respeto  á  las  je¬ 
rarquías  sociales  hizo  que  bajase  el  revólver. 

No  por  esto  desistió  de  sus  gestos  imperiosos.  Em¬ 
pujó  á  don  Marcelo  para  que  le  sirviese  de  guía;  lo  hizo 
marchar  delante  de  él,  mientras  á  sus  espaldas  se  agru¬ 
paban  unos  cuarenta  soldados.  Avanzaron  en  dos  filas, 
al  amparo  de  los  árboles  que  bordeaban  la  avenida  cen¬ 
tral,  con  el  fusil  pronto  para  disparar,  mirando  inquie¬ 
tamente  á  las  ventanas  del  castillo,  como  si  esperasen  * 
recibir  desde  ellas  una  descarga  cerrada.  Desnoy ers 
marchó  con  tranquilidad  por  el  centro,  y  el  oficial,  que 
había  imitado  la  precaución  de  su  gente,  acabó  por 
unirse  á  él  cuando  atravesaba  el  puente  levadizo. 

Los  hombres  armados  se  esparcieron  por  las  habita¬ 
ciones  en  busca  de  enemigos.  Metían  las  bayonetas  de¬ 
bajo  de  camas  y  divanes.  Otros,  con  un  automatismo 
destructor,  atravesaron  los  cortinajes  y  las  ricas  cubier¬ 
tas  de  los  lechos.  El  dueño  protestó:  ¿para  qué  este  des¬ 
trozo  inútil?...  Experimentaba  una  tortura  insufrible  al 
ver  las  botas  enormes  manchando  de  barro  las  alfom¬ 
bras,  al  oir  el  choque  de  culatas  y  mochilas  contra  los 
muebles  frágiles,  de  los  que  caían  objetos.  ¡Pobre  man¬ 
sión  histórica!... 

El  oficial  le  miró  con  extrañeza,  asombrado  de  que 
protestase  por  tan  fútiles  motivos.  Pero  dió  una  orden 
en  alemán,  y  sus  hombres  cesaron  en  las  rudas  explora¬ 
ciones.  Luego,  como  una  justificación  de  este  respeto 
extraordinario,  añadió  en  francés: 

— Creo  que  tendrá  usted  el  honor  de  alojar  al  general 
de  nuestro  cuerpo  de  ejército. 

La  certeza  de  que  en  el  castillo  no  se  ocultaban 
enemigos  le  hizo  más  amable.  Sin  embargo,  persistió 
en  su  cólera  contra  los  franco-tiradores.  Un  grupo  de 
vecinos  había  hecho  fuego  sobre  los  huíanos  cuando 
avanzaban  descuidados  después  de  la  retirada  de  los 
franceses. 

Desnoy  ers  creyó  necesaria  una  protesta.  No  eran 
vecinos  ni  franco  -  tiradores :  eran  soldados  franceses. 
Tuvo  buen  cuidado  de  callar  su  presencia  en  la  barri- 


2M 


V.  BLASCO  IBANEZ 


cada,  pero  afirmó  que  había  distinguido  los  uniformes 
desde  un  torreón  de  su  castillo. 

El  oficial  hizo  un  gesto  de  agresividad. 

— ¿Usted  también?...  ¿Usted,  que  parece  un  hombre 
razonable,  repite  tales  patrañas? 

Y  para  cortar  la  discusión,  dijo  con  arrogancia: 

— Llevaban  uniforme,  si  usted  se  empeña  en  afirmarlo, 
pero  eran  franco-tiradores.  El  gobierno  francés  ha  re¬ 
partido  armas  y  uniformes  á  los  campesinos  para  que 
nos  asesinen.  Lo  mismo  hizo  el  de  Bélgica...  Pero  cono¬ 
cemos  sus  astucias  y  sabremos  castigarlas. 

El  pueblo  iba  á  ser  incendiado.  Había  que  vengar 
los  cuatro  cadáveres  alemanes  que  estaban  tendidos  en 
las  afueras  de  Villeblanche,  cerca  de  la  barricada.  El 
alcalde,  el  cura,  los  principales  vecinos,  todos  fusilados. 

Visitaban  en  aquel  momento  el  último  piso.  Desno- 
yers  vió  flotar  por  encima  del  ramaje  de  su  parque  una 
bruma  obscura  cuyos  contornos  enrojecía  el  sol.  El  ex¬ 
tremo  del  campanario  era  lo  único  del  pueblo  que  se 
distinguía  desde  allí.  En  torno  del  gallo  de  hierro  vol¬ 
teaban  harapos  sutiles,  semejantes  á  telarañas  negras 
elevadas  por  el  viento.  Un  olor  de  madera  vieja  quema¬ 
da  llegó  hasta  el  castillo. 

Saludó  el  alemán  este  espectáculo  con  una  sonrisa 
cruel.  Luego,  al  descender  al  parque,  ordenó  á  Desno- 
yers  que  le  siguiese.  Su  libertad  y  su  dignidad  habían 
terminado.  En  adelante,  iba  á  ser  una  cosa  bajo  el  do¬ 
minio  de  estos  hombres,  que  podrían  disponer  de  él  á  su 
capricho.  ¡Ay,  por  qué  se  había  quedado!...  Obedeció, 
montando  en  un  automóvil  al  lado  del  oficial,  que  aún 
conservaba  el  revólver  en  la  diestra.  Sus  hombres  se 
esparcían  por  el  castillo  y  sus  dependencias  para  evitar 
la  fuga  de  un  enemigo  imaginario.  El  conserje  y  su  fa¬ 
milia  parecieron  decirle  ¡adiós!  con  los  ojos.  Tal  vez  le 
llevaban  á  la  muerte... 

Más  allá  de  las  arboledas  del  castillo  fué  surgiendo 
un  mundo  nuevo.  El  corto  trayecto  hasta  Villeblanche 
representó  para  él  un  salto  de  millones  de  leguas,  la 
caída  en  un  planeta  rojo,  donde  hombres  y  cosas  tenían 
la  pátina  del  humo  y  el  resplandor  del  incendio.  Vió  el 
pueblo  bajo  un  dosel  obscuro  moteado  de  chispas  y  bri- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  255 


liantes  pavesas.  El  campanario  ardía  como  un  blandón 
enorme;  la  techumbre  de  la  iglesia  estallaba,  dejando 
escapar  chorros  de  llamas.  Un  hedor  de  quema  se  espar¬ 
cía  en  el  ambiente.  El  fulgor  del  incendio  parecía  con¬ 
traerse  y  empalidecer  ante  la  luz  impasible  del  sol. 

Corrían  á  través  de  los  campos,  con  la  velocidad  de 
la  desesperación,  mujeres  y  niños  dando  alaridos.  Las 
bestias  habían  escapado  de  los  establos,  empujadas  por 
las  llamas,  para  emprender  una  carrera  loca.  La  vaca  y 
el  caballejo  de  labor  llevaban  pendiente  del  pescuezo  la 
cuerda  rota  por  el  tirón  del  miedo.  Sus  flancos  echaban 
humo  y  olían  á  pelo  quemado.  Los  cerdos,  las  ovejas, 
las  gallinas,  corrían  igualmente,  confundidos  con  gatos 
y  perros.  Toda  la  animalidad  doméstica  retornaba  á  la 
existencia  salvaje,  huyendo  del  hombre  civilizado.  So¬ 
naban  tiros  y  carcajadas  brutales.  Los  soldados,  en  las 
afueras  del  pueblo,  insistían  regocijados  en  esta  cacería 
de  fugitivos.  Sus  fusiles  apuntaban  á  las  bestias  y  he¬ 
rían  á  las  personas. 

Desnoy ers  vió  hombres,  muchos  hombres,  hombres 
por  todas  partes.  Eran  á  modo  de  hormigueros  grises 
que  desfilaban  y  desfilaban  hacia  el  Sur,  saliendo  de  ios 
bosques,  llenando  los  caminos,  atravesando  los  campos. 
El  verde  de  la  vegetación  se  diluía  bajo  sus  pasos;  las 
cercas  caían  rotas,  el  polvo  se  alzaba  en  espirales  detrás 
del  sordo  rodar  de  los  cañones  y  el  acompasado  trote 
de  millares  de  caballos.  A  los  lados  del  camino  habían 
hecho  alto  varios  batallones  con  su  acompañamiento  de 
vehículos  y  bestias  de  tiro.  Descansaban  para  reanudar 
su  marcha.  Conocía  á  este  ejército.  Lo  había  visto  en 
las  paradas  de  Berlín,  y  también  le  pareció  cambiado, 
como  el  del  día  anterior.  Quedaba  en  él  muy  poco  de  la 
brillantez  sombría  é  imponente,  de  la  tiesura  muda  y 
jactanciosa  que  hacían  llorar  de  admiración  á  sus  cu¬ 
ñados.  La  guerra,  con  sus  realidades,  había  borrado 
todo  lo  que  tenía  de  teatral  el  formidable  organismo  de 
muerte.  Los  soldados  se  mostraban  sucios  y  cansados. 
Una  respiración  de  carne  blanca,  atocinada  y  sudorosa, 
revuelta  con  el  hedor  del  cuero,  flotaba  sobre  los  re¬ 
gimientos.  Todos  los  hombres  tenían  cara  de  hambre. 
Llevaban  días  y  días  caminando  incesantemente  sobre 


256 


V.  BLASCO  IBANEZ 


las  huellas  de  un  enemigo  que  siempre  conseguía  librar¬ 
se.  En  este  avance  forzado,  los  víveres  de  la  Intendencia 
llegaban  tarde  á  los  acantonamientos.  Sólo  podían  con¬ 
tar  con  lo  que  guardaban  en  sus  mochilas.  Desnoyers  los 
vió  alineados  junto  al  camino  devorando  pedazos  de  pan 
negro  y  embutidos  mohosos.  Algunos  se  esparcían  por 
los  campos  para  desenterrar  las  remolachas  y  otros  tu¬ 
bérculos,  mascando  su  dura  pulpa  entre  crujidos  de  gra¬ 
nos  de  tierra.  Un  alférez  sacudía  los  árboles  frutales, 
empleando  como  percha  la  bandera  de  su  regimiento. 
La  gloriosa  enseña,  adornada  con  recuerdos  de  1870,  le 
servía  para  alcanzar  ciruelas  todavía  verdes.  Los  que 
estaban  sentados  en  el  suelo  aprovechaban  este  descanso 
extrayendo  sus  pies  hinchados  y  sudorosos  de  las  altas 
botas,  que  esparcían  un  vapor  insufrible. 

Los  regimientos  de  infantería  que  Desnoyers  había 
visto  en  Berlín  reflejando  la  luz  en  metales  y  correajes, 
los  húsares  lujosos  y  terroríflcos,  los  coraceros  de  albo 
uniforme  semejantes  á  los  paladines  del  Santo  Graal, 
los  artilleros  con  el  pecho  regleteado  de  fajas  blancas, 
todos  los  militares  que  en  los  desfiles  arrancaban  suspi¬ 
ros  de  admiración  á  los  Hartrott,  aparecían  ahora  uni¬ 
ficados  y  confundidos  por  la  monotonía  del  color,  todos 
de  verde  mostaza,  como  lagartos  empolvados  que  en  su 
arrastre  buscan  confundirse  con  el  suelo. 

Se  adivinaba  la  persistencia  de  la  férrea  disciplina. 
Una  palabra  dura  de  los  jefes,  un  golpe  de  silbato,  y 
todos  se  agrupaban,  desapareciendo  el  hombre  en  el  es¬ 
pesor  de  la  masa  de  autómatas.  Pero  el  peligro,  el  can¬ 
sancio,  la  certidumbre  del  triunfo,  habían  aproximado 
á  soldados  y  oficiales  momentáneamente,  borrando  las 
diferencias  de  castas.  Los  jefes  salían  un  poco  del  aisla¬ 
miento  en  que  los  mantenía  su  altivez  y  se  dignaban 
conversar  con  sus  hombres  para  infundirles  ánimo.  Un 
esfuerzo  más,  y  envolverían  á  franceses  é  ingleses,  repi¬ 
tiendo  la  hazaña  de  Sedán,  cuyo  aniversario  se  celebraba 
en  aquellos  días.  Iban  á  entrar  en  París;  era  asunto  de 
una  semana.  ¡París!  Grandes  tiendas  llenas  de  riquezas, 
restoranes  célebres,  mujeres,  champaña,  dinero...  Y  los 
hombres,  orgullosos  de  que  sus  conductores  se  dignasen 
hablar  con  ellos,  olvidaban  la  fatiga  y  el  hambre,  reani- 


LOS  CUATRO  JINETRS  DEL  APOCALIPSIS  257 


mándose  como  las  muchedumbres  de  la  Cruzada  ante 
la  imagen  de  Jerusalén.  «¡Nach  París!»  El  alegre  grito 
circulaba  de  la  cabeza  á  la  cola  de  las  columnas  en 
marcha.  «¡A  París!  ¡A  París!...» 

La  escasez  de  comida  la  compensaban  con  los  pro¬ 
ductos  de  una  tierra  rica  en  vinos.  Al  saquear  las  casas, 
rara  vez  encontraban  víveres,  pero  siempre  una  bodega. 
El  alemán  humilde,  abrevado  con  cerveza  y  que  con¬ 
sideraba  el  vino  como  un  privilegio  de  los  ricos,  podía 
desfondar  los  toneles  á  culatazos,  bañándose  los  pies 
en  oleadas  del  precioso  líquido.  Cada  batallón  dejaba 
como  rastro  de  su  paso  una  estela  de  botellas  vacías.  Un 
alto  en  un  campo  lo  sembraba  de  cilindros  de  vidrio.  Los 
furgones  de  los  regimientos,  no  pudiendo  renovar  sus 
repuestos  de  víveres,  cargaban  vino  en  todos  los  pue¬ 
blos.  El  soldado  falto  de  pan  recibía  alcohol...  Y  este 
regalo  iba  acompañado  de  buenos  consejos  de  los  oñcía- 
les.  La  guerra  es  la  guerra:  nada  de  piedad  con  unos 
adversarios  que  no  la  merecían.  Los  franceses  fusilaban 
á  los  prisioneros  y  sus  mujeres  sacaban  los  ojos  á  los 
heridos.  Cada  vivienda  equivalía  á  un  antro  de  asechan¬ 
zas.  El  alemán  sencillo  é  inocente  que  penetraba  solo  iba 
á  una  muerte  segura.  Las  camas  se  hundían  en  pavoro¬ 
sos  subterráneos,  los  armarios  eran  puertas  disimuladas, 
todo  rincón  tenía  oculto  á  un  asesino.  Había  que  casti¬ 
gar  á  esta  nación  traidora  que  preparaba  su  suelo  como 
un  escenario  de  melodrama.  Los  funcionarios  munici¬ 
pales,  los  curas,  los  maestros  de  escuela,  dirigían  y  am¬ 
paraban  á  los  franco-tiradores. 

Desnoyers  se  aterró  al  considerar  la  indiferencia  con 
que  marchaban  estos  hombres  en  torno  del  pueblo  incen¬ 
diado.  No  veían  el  fuego  y  la  destrucción;  todo  carecía 
de  valor  ante  sus  ojos:  era  el  espectáculo  ordinario. 
Desde  que  atravesaron  las  fronteras  de  su  país,  pueblos 
en  ruinas,  incendiados  por  las  vanguardias,  y  pueblos 
en  llamas  nacientes,  provocadas  por  su  propio  paso, 
habían  ido  marcando  las  etapas  de  su  avance  por  el 
suelo  belga  y  el  francés. 

Al  entrar  el  automóvil  en  Villeblanche  tuvo  que  mo¬ 
derar  su  marcha.  Muros  calcinados  se  habían  desploma¬ 
do  sobre  la  calle,  vigas  medio  carbonizadas  obstruían  el 


17 


258 


V.  BLASCO  IBANEZ 


paso,  obligando  al  vehículo  á  virar  entre  los  escombros 
humeantes.  Los  solares  ardían  como  braseros  entre  casas 
que  aún  se  mantenían  en  pie,  saqueadas,  con  las  puertas 
rotas,  pero  libres  del  incendio.  Desnoy  ers  vi  ó  en  estos 
rectángulos  llenos  de  tizones,  sillas,  camas,  máquinas 
de  coser,  cocinas  de  hierro,  todos  los  muebles  del  bien¬ 
estar  campesino,  que  se  consumían  ó  retorcían.  Creyó 
distinguir  igualmente  un  brazo  emergiendo  de  los  escom¬ 
bros  y  que  empezaba  á  arder  como  un  cirio.  No,  no  era 
posible...  Un  hedor  de  grasa  caliente  se  unía  á  la  respi¬ 
ración  de  hollín  de  maderas  y  cascotes. 

Cerró  los  ojos:  no  quería  ver.  Pensó  por  un  momento 
que  estaba  soñando.  Era  inverosímil  que  tales  horrores 
hubiesen  podido  desarrollarse  en  poco  más  de  una  hora. 
Creyó  á  la  maldad  humana  impotente  para  cambiar  en 
tan  corto  espacio  el  aspecto  de  un  pueblo. 

Una  brusca  detención  del  carruaje  le  hizo  mirar. 
Esta  vez  los  cadáveres  estaban  en  medio  de  la  calle: 
eran  dos  hombres  y  una  mujer.  Tal  vez  habían  caído 
bajo  las  balas  de  la  ametralladora  automóvil  que  atra¬ 
vesó  el  pueblo  precediendo  á  la  invasión.  Un  poco  más 
allá,  vueltos  de  espalda  á  los  muertos,  como  si  ignora¬ 
sen  su  presencia,  varios  soldados  comían  sentados  en  el 
suelo.  El  chófer  les  gritó  para  que  desembarazasen  el 
paso.  Con  los  fusiles  y  los  pies  empujaron  los  cadáveres, 
todavía  calientes,  que  dejaban  á  cada  volteo  un  rastro 
de  sangre.  Apenas  quedó  abierto  algo  de  espacio  entre 
ellos  y  el  muro,  pasó  adelante  el  vehículo...  Un  crujido, 
un  salto.  Las  ruedas  de  atrás  habían  a^Dlastado  un  obs¬ 
táculo  frágil. 

Desnojmrs  continuaba  en  su  asiento,  encogido,  estu¬ 
pefacto,  cerrando  los  ojos.  El  horror  le  hizo  pensar  en  su 
propio  destino.  ¿Adónde  le  llevaba  aquel  teniente?... 

En  la  plaza  vió  la  casa  municipal  que  ardía;  la  igle¬ 
sia  no  era  mas  que  un  cascarón  de  piedra  erizado  de 
lenguas  de  fuego.  Las  casas  de  los  vecinos  acomodados 
tenían  las  puertas  y  ventanas  rotas  á  hachazos.  En  su 
interior  se  agitaban  los  soldados,  siguiendo  un  metódico 
vaivén.  Entraban  con  las  manos  vacías  y  surgían  car¬ 
gados  de  muebles  y  ropas.  Otros,  desde  los  pisos  supe¬ 
riores,  arrojaban  objetos,  acompañando  sus  envíos  con 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  259 


bromas  y  carcajadas.  De  pronto  tenían  que  salir  huyen¬ 
do.  El  incendio  estallaba  instantáneamente,  con  la  vio¬ 
lencia  y  la  rapidez  de  una  explosión.  Seguía  los  pasos 
de  un  grupo  de  hombres  que  llevaban  cajones  y  cilin¬ 
dros  de  metal.  Alguien  que  iba  al  frente  designaba  los 
edificios,  y  al  penetrar  por  sus  rotas  ventanas  pastillas 
y  chorros  de  líquido,  se  producía  la  catástrofe  de  un 
modo  fulminante. 

Vio  surgir  de  un  edificio  en  llamas  dos  hombres  que 
parecían  dos  montones  de  harapos,  llevados  á  rastras  por 
varios  alemanes.  Sobre  la  mancha  azul  de  sus  capotes 
distinguió  unas  caras  pálidas,  unos  ojos  desmesurada¬ 
mente  abiertos  por  el  martirio.  Sus  piernas  arrastraban 
por  el  suelo,  asomando  entre  las  tiras  de  los  pantalones- 
rojos  destrozados.  Uno  de  ellos  aún  conservaba  el  kepis. 
Expelían  sangre  por  diversas  partes  de  sus  cuerpos:  iban 
dejando  atrás  el  blanco  serpenteo  de  los  vendajes  des¬ 
hechos.  Eran  heridos  franceses,  rezagados  que  se  habían 
quedado  en  el  pueblo  sin  fuerzas  para  continuar  la  reti¬ 
rada.  Tal  vez  pertenecían  al  grupo  que,  al  verse  cortado, 
intentó  una  resistencia  loca. 

Deseando  restablecer  la  verdad,  miró  al  oficial  que 
tenía  al  lado  y  quiso  hablar.  Pero  éste  le  contuvo:  «Fran¬ 
co-tiradores  disfrazados,  que  van  á  recibir  su  castigo.» 
Las  bayonetas  alemanas  se  hundieron  en  sus  cuerpos. 
Después,  una  culata  cayó  sobre  la  cabeza  de  uno  de 
ellos...  Y  los  golpes  se  repitieron  con  sordo  martilleo 
sobre  las  cápsulas  óseas,  que  crujían  al  romperse. 

Otra  vez  pensó  el  viejo  en  su  propia  suerte.  ¿Adonde 
le  llevaba  este  teniente  á  través  de  tantas  visiones  de 
horror? 

Llegaron  á  las  afueras  del  pueblo,  donde  los  drago¬ 
nes  habían  establecido  su  barricada.  Las  carretas  esta¬ 
ban  aún  allí,  pero  á  un  lado  del  camino.  Bajaron  del 
automóvil.  Vió  un  grupo  de  oficiales  vestidos  de  gris, 
con  el  casco  enfundado,  iguales  en  todo  á  los  otros.  El 
que  le  había  conducido  hasta  este  sitio  quedó  inmóvil, 
rígido,  con  una  mano  en  la  visera,  hablando  á  un  mili¬ 
tar  que  estaba  unos  cuantos  pasos  al  frente  del  grupo. 
Miró  á  este  hombre  y  él  también  le  miró  con  unos  ojillos 
azules  y  duros  que  perforaban  su  rostro  enjuto  surcado 


260 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

de  arrugas.  Debía  ser  el  general.  La  mirada  arrogante  y 
escudriñadora  le  abarcó  de  pies  á  cabeza.  Don  Marcelo 
tuvo  el  presentimiento  de  que  su  vida  dependía  de  este 
examen.  Una  mala  idea  que  cruzase  por  su  cerebro,  un 
capricho  cruel  de  su  imaginación,  y  estaba  perdido. 
Movió  los  hombros  el  general  y  dijo  unas  palabras  con 
gesto  desdeñoso.  Luego  montó  en  un  automóvil  con  dos 
de  sus  ayudantes,  y  el  grupo  se  deshizo. 

La  cruel  incertidumbre  del  viejo  encontró  intermi¬ 
nables  los  momentos  que  tardó  el  oficial  en  volver  á  su 
lado. 

— Su  Excelencia  es  muy  bueno — dijo — .  Podía  fusi¬ 
larle,  pero  le  perdona.  ¡Y  aún  dicen  ustedes  que  somos 
unos  salvajes!... 

Con  la  inconsciencia  de  su  menosprecio,  explicó  que 
lo  había  traído  hasta  allí  convencido  de  que  le  fusila¬ 
rían.  El  general  deseaba  castigar  á  los  vecinos  princi¬ 
pales  de  Villeblanche,  y  él  había  considerado  por  su 
propia  iniciativa  que  el  dueño  del  castillo  debía  ser  uno 
de  ellos. 

— El  deber  militar,  señor...  Así  lo  exige  la  guerra. 

Después  de  esta  excusa  reanudó  los  elogios  á  Su 
Excelencia.  Iba  á  alojarse  en  la  propiedad  de  don  Mar¬ 
celo,  y  por  esto  le  perdonaba  la  vida.  Debía  darle  las 
gracias...  Luego  volvieron  á  temblar  de  cólera  sus  me¬ 
jillas.  Señalaba  unos  cuerpos  tendidos  junto  al  camino. 
Eran  los  cadáveres  de  los  cuatro  huíanos,  cubiertos  con 
unos  capotes  y  mostrando  por  debajo  de  ellos  las  suelas 
enormes  de  sus  botas. 

— ¡Un  asesinato! — exclamó — .  ¡Un  crimen  que  van  á 
pag'ar  caro  los  culpables! 

Su  indignación  le  hacía  considerar  como  un  hecho 
inaudito  y  monstruoso  la  muerte  de  los  cuatro  soldados, 
como  si  en  la  guerra  sólo  debieran  caer  los  enemigos, 
manteniéndose  incólume  la  vida  de  sus  compatriotas. 

Llegó  un  grupo  de  infantería  mandado  por  un  oficial. 
Al  abrirse  sus  filas  vió  Desnoyers  entre  los  uniformes 
grises  varios  paisanos  empujados  rudamente.  Iban  con 
las  ropas  desgarradas.  Algunos  tenían  sangre  en  el  ros¬ 
tro  y  en  las  manos.  Los  fué  reconociendo  uno  por  uno 
mientras  los  alineaban  junto  á  una  tapia^  á  veinte  pasos 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  261 


del  piquete:  el  alcalde,  el  cura,  el  guardia  forestal,  algu¬ 
nos  vecinos  ricos  cuyas  casas  había  visto  arder. 

Iban  á  fusilarlos...  Para  evitarle  toda  duda,  el  te¬ 
niente  continuó  sus  explicaciones. 

— He  querido  que  vea  usted  esto.  Conviene  aprender. 
Así  agradecerá  mejor  las  bondades  de  Su  Excelencia. 

Ninguno  de  los  prisioneros  hablaba.  Habían  agotado 
sus  voces  en  una  protesta  inútil.  Toda  su  vida  la  concen¬ 
traban  en  sus  ojos,  mirando  en  torno  con  estupefacción... 
¡Y  era  posible  que  los  matasen  fríamente,  sin  oir  sus  pro¬ 
testas,  sin  admitir  las  pruebas  de  su  inocencia! 

La  certidumbre  de  la  muerte  dió  de  pronto  á  casi 
todos  ellos  una  noble  serenidad.  Inútil  quejarse.  Sólo 
un  campesino  rico,  famoso  en  el  pueblo  por  su  avaricia, 
lloriqueaba  desesperado,  repitiendo:  «Yo  no  quiero  mo¬ 
rir...  yo  no  quiero  morir.» 

Trémulo  y  con  los  ojos  cargados  de  lágrimas,  Desno- 
yers  se  ocultó  detrás  de  su  implacable  acompañante.  A 
todos  los  conocía,  con  todos  había  batallado,  arrepin¬ 
tiéndose  ahora  de  sus  antiguas  querellas.  El  alcalde 
tenía  en  la  frente  la  mancha  roja  de  una  gran  desolla¬ 
dura.  Sobre  su  pecho  se  agitaba  un  harapo  tricolor:  la 
banda  municipal,  que  se  había  puesto  para  recibir  á 
los  invasores  y  que  éstos  le  habían  arrancado.  El  cura 
erguía  su  cuerpo  pequeño  y  redondo,  queriendo  abar¬ 
car  en  una  mirada  de  resignación  las  víctimas,  los  ver¬ 
dugos,  la  tierra  entera,  el  cielo.  Parecía  más  grueso.  El 
negro  ceñidor,  roto  por  las  violencias  de  los  soldados, 
dejaba  libre  su  abdomen  y  flotante  su  sotana.  Las  me¬ 
lenas  plateadas  chorreaban  sangre,  salpicando  de  gotas 
rojas  el  blanco  alzacuello. 

Al  verle  avanzar  por  el  campo  de  la  ejecución  con  paso 
vacilante  á  causa  de  su  obesidad,  una  risotada  salvaje 
cortó  el  trágico  silencio.  Los  grupos  de  soldados  sin  ar¬ 
mas  que  habían  acudido  á  presenciar  el  suplicio  saluda¬ 
ron  con  carcajadas  al  anciano.  «¡A  muerte  el  cura!...» 
El  fanatismo  de  las  guerras  religiosas  vibraba  en  su  bur¬ 
la.  Casi  todos  ellos  eran  católicos  ó  protestantes  fervoro¬ 
sos;  pero  sólo  creían  en  los  sacerdotes  de  su  país.  Fuera 
de  Alemania,  todo  resultaba  despreciable,  hasta  la  pro¬ 
pia  religión. 


262 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

El  alcalde  y  el  sacerdote  cambiaron  de  lugar  en  la 
fila,  buscándose.  Se  ofrecían  mutuamente  el  centro  del 
grupo  con  una  cortesía  solemne. 

— Aquí,  señor  alcalde;  este  es  su  sitio:  á  la  cabeza  de 
todos. 

— No;  después  de  usted,  señor  cura. 

Discutían  por  última  vez,  pero  en  este  momento  su¬ 
premo  era  para  cederse  el  paso,  queriendo  cada  uno  hu¬ 
millarse  ante  el  otro. 

Habían  unido  sus  manos  por  instinto,  mirando  de 
frente  al  piquete  de  ejecución,  que  bajaba  sus  fusiles  en 
rígida  fila  horizontal.  A  sus  espaldas  sonaron  lamentos. 
«Adiós,  hijos  míos...  Adiós,  vida...  Yo  no  quiero  morir... 
¡no  quiero  morir!...» 

Los  dos  hombres  sintieron  la  necesidad  de  decir 
algo,  de  cerrar  la  página  de  su  existencia  con  una  afir¬ 
mación. 

— ¡Viva  la  Eepública! — gritó  el  alcalde. 

— ¡Viva  Francia! — dijo  el  cura. 

Desnoy ers  creyó  que  ambos  habían  gritado  lo  mismo. 

Se  alzaron  dos  verticales  sobre  las  cabezas:  el  brazo 
del  sacerdote  trazó  en  el  aire  un  signo,  el  sable  del  jefe 
del  piquete  relampagueó  al  mismo  tiempo  lívidamente... 
Un  trueno  seco,  rotundo,  seguido  de  varias  explosiones 
tardías. 

Sintió  lástima  don  Marcelo  por  la  pobre  humanidad 
al  ver  las  formas  grotescas  que  adopta  en  el  momento 
de  morir.  Unos  se  desplomaron  como  sacos  medio  vacíos; 
otros  rebotaron  en  el  suelo  lo  mismo  que  pelotas;  algu¬ 
nos  dieron  un  salto  de  gimnasta  con  los  brazos  en  alto, 
cayendo  de  espaldas  ó  de  bruces,  en  una  actitud  de 
nadador.  Vió  cómo  salían  del  montón  humano  piernas 
contorsionadas  por  los  estremecimientos  de  la  agonía... 
Unos  soldados  avanzaron  con  el  mismo  gesto  de  los  ca¬ 
zadores  que  van  á  cobrar  sus  piezas.  De  la  palpitación 
de  los  miembros  revueltos  se  elevaron  unas  melenas 
blancas  y  una  mano  débil  que  se  esforzaba  por  repetir 
su  signo.  Varios  tiros  y  culatazos  en  el  lívido  montón 
chorreante  de  sangre...  Y  los  últimos  temblores  de  vida 
quedaron  borrados  para  siempre. 

El  oficial  había  encendido  un  cigarro. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  263 


— Cuando  usted  guste — dijo  á  Desnoyers  con  irónica 
cortesía. 

Montaron  en  el  automóvil  para  atravesar  Villeblan- 
clie,  regresando  al  castillo.  Los  incendios  cada  vez  más 
numerosos  y  los  cadáveres  tendidos  en  las  calles  ya  no 
impresionaron  al  viejo.  ¡Había  visto  tanto!  ¿Qué  podía 
alterar  ya  su  sensibilidad?...  Deseaba  salir  del  pueblo 
cuanto  antes,  en  busca  de  la  paz  de  los  campos.  Pero 
los  campos  habían  desaparecido  bajo  la  invasión:  por 
todas  partes  soldados,  caballos,  cañones.  Los  grupos  en 
descanso  destruían  con  su  contacto  lo  que  les  rodeaba. 
Los  batallones  en  marcha  habían  invadido  todos  los  ca¬ 
minos,  rumorosos  y  automáticos  como  una  máquina,  pre¬ 
cedidos  por  los  pífanos  y  los  tambores,  lanzando  de  vez 
en  cuando,  para  animarse,  su  grito  de  alegría:  «¡Nach 
París!» 

El  castillo  también  estaba  desfigurado  por  la  inva¬ 
sión.  Había  aumentado  mucho  el  número  de  sus  guar¬ 
dianes  durante  la  ausencia  del  dueño.  Vió  todo  un  re¬ 
gimiento  de  infantería  acampado  en  el  parque.  Miles  de 
hombres  se  agitaban  bajo  los  árboles  preparando  su  co¬ 
mida  en  las  cocinas  rodantes.  Los  arriates  de  su  jardín, 
las  plantas  exóticas,  las  avenidas 'cuidadosamente  en¬ 
arenadas  y» barridas,  todo  roto  y  ajado  por  la  avalancha 
de  hombres,  bestias  y  vehículos. 

Un  jefe  ostentando  en  una  manga  el  brazal  distin¬ 
tivo  de  la  administración  militar  daba  órdenes  como  si 
fuese  el  propietario.  Ni  se  dignó  fijar  sus  ojos  en  este  civil 
que  marchaba  al  lado  de  un  teniente  con  encogimiento 
de  prisionero.  Los  establos  estaban  vacíos.  Desnoyers 
vió  sus  últimas  vacas  que  salían  conducidas  á  palos  por 
los  pastores  con  casco.  Los  reproductores  costosos  eran 
degollados  todos  en  el  parque  como  simples  bestias  de 
carnicería.  En  los  gallineros  y  palomares  no  quedaba 
una  sola  ave.  Las  cuadras  estaban  llenas  de  caballos 
enjutos,  que  se  daban  un  hartazgo  ante  el  pesebre  re¬ 
pleto.  El  pasto  almacenado  se  esparcía  pródigamente  por 
las  avenidas,  perdiéndose  en  gran  parte  antes  de  ser 
aprovechado.  La  caballada  de  varios  escuadrones  iba 
suelta  por  los  prados,  destruyendo  bajo  su  pateo  los  ca¬ 
nales,  los  bordes  de  los  taludes,  el  alisamiento  del  suelo, 


264 


V,  BLASCO  IBANEZ 


todo  nn  trabajo  de  largos  meses.  La  leña  seca  ardía  en 
el  parque  con  un  llameo  inútil.  Por  descuido  ó  por  mal¬ 
dad,  alguien  había  aplicado  el  fuego  á  sus  montones. 
Los  árboles,  con  la  corteza  reseca  por  los  ardores  del 
verano,  crujían  ai  ser  lamidos  por  las  llamas. 

El  edificio  estaba  ocupado  igualmente  por  una  mul¬ 
titud  de  hombres  que  obedecían  á  este  jefe.  Sus  venta¬ 
nas  abiertas  dejaban  ver  un  continuo  tránsito  por  las 
habitaciones.  Desnoyers  oyó  golpes  que  resonaron  den¬ 
tro  de  su  pecho.  ¡Ay,  su  mansión  histórica!...  El  general 
iba  á  instalarse  en  ella,  luego  de  haber  examinado  en 
la  orilla  del  Mame  los  trabajos  de  los  pontoneros,  que 
establecían  varios  pasos  para  las  tropas.  Su  miedo  de 
propietario  le  hizo  hablar.  Temía  que  rompiesen  las 
puertas  de  las  habitaciones  cerradas;  quiso  ir  en  busca 
de  las  llaves  para  entregarlas.  El  comisario  no  le  escu¬ 
chó:  seguía  ignorando  su  existencia.  El  teniente  repuso 
con  una  amabilidad  cortante: 

— No  es  necesario;  no  se  moleste. 

Y  se  fué  para  incorporarse  á  su  regimiento.  Pero 
antes  de  que  Desnoyers  le  perdiese  de  vista  quiso  el  ofi¬ 
cial  darle  un  consejo.  Quieto  en  su  castillo;  fuera  de  él 
podían  tomarle  por  un  espía,  y  ya  estaba  enterado  de 
la  prontitud  con  que  solucionaban  sus  asuntos  los  sol¬ 
dados  del  emperador. 

No  pudo  permanecer  en  el  jardín  contemplando  de 
lejos  su  vivienda.  Los  alemanes  que  iban  y  venían  se 
burlaban  de  él.  Algunos  marchaban  á  su  encuentro  en 
línea  recta,  como  si  no  le  viesen,  y  tenía  que  apartarse 
para  no  ser  volteado  por  este  avance  mecánico  y  rígido. 

Al  fin  se  refugió  en  el  pabellón  del  conserje.  La  mu¬ 
jer  le  veía  con  asombro  caído  en  un  asiento  de  su  co¬ 
cina,  desalentado,  la  mirada  en  el  suelo,  súbitamente 
envejecido  al  perder  las  energías  que  animaban  su  ro¬ 
busta  ancianidad. 

— ¡Ah,  señor!...  ¡Pobre  señor! 

De  todos  los  atentados  de  la  invasión,  el  más  inau¬ 
dito  para  la  pobre  mujer  era  contemplar  al  dueño  refu¬ 
giado  en  su  vivienda. 

— ¡Qué  va  á  ser  de  nosotros! — gemía. 

Su  marido  era  llamado  con  frecuencia  por  los  inva- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  265 

sores.  Los  asistentes  de  Su  Excelencia,  instalados  en  los 
sótanos  del  castillo,  lo  reclamaban  para  inquirir  el  pa¬ 
radero  de  las  cosas  que  no  podían  encontrar.  De  estos 
viajes  volvía  humillado,  con  los  ojos  llenos  de  lágrimas. 
Tenía  en  la  frente  la  huella  negra  de  un  golpe;  su  cha¬ 
queta  estaba  desgarrada.  Eran  rastros  de  un  débil  in¬ 
tento  de  oposición  durante  la  ausencia  del  dueño  al  ini¬ 
ciar  los  alemanes  el  despojo  de  establos  y  salones. 

El  millonario  se  sintió  ligado  por  el  infortunio  á  unas 
gentes  consideradas  hasta  entonces  con  indiferencia. 
Agradecía  mucho  la  fidelidad  de  este  hombre  enfermo  y 
humilde.  Le  conmovió  el  interés  de  la  pobre  mujer,  que 
miraba  el  castillo  como  si  fuese  propio.  La  presencia  de 
la  hija  trajo  á  su  memoria  la  imagen  de  Chichi.  Había 
pasado  junto  á  ella  sin  fijarse  en  su  transformación, 
viéndola  lo  mismo  que  cuando  acompañaba,  con  trote  de 
gozquecillo,  á  la  señorita  Desnoyers  en  sus  excursiones 
por  el  parque  y  los  alrededores.  Ahora  era  una  mujer, 
con  la  delgadez  del  último  crecimiento,  apuntando  las 
primeras  gracias  femeniles  en  su  cuerpo  de  catorce  años. 
La  madre  no  la  dejaba  salir  del  pabellón,  temiendo  á  la 
soldadesca,  que  lo  invadía  todo  con  su  corriente  des¬ 
bordada,  filtrándose  en  los  lugares  abiertos,  rompiendo 
los  obstáculos  que  estorbaban  su  paso. 

Desnoyers  abandonó  su  desesperado  mutismo  para 
confesar  que  sentía  hambre.  Le  avergonzaba  esta  exi¬ 
gencia  material,  pero  las  emociones  del  día,  la  muerte 
vista  de  cerca,  el  peligro  todavía  amenazante,  desper¬ 
taron  en  él  un  apetito  nervioso.  La  consideración  de  que 
era  un  miserable  en  medio  de  sus  riquezas  y  no  podía 
disponer  de  nada  en  su  dominio  aumentó  todavía  más 
su  necesidad. 

— ¡Pobre  señor! — dijo  otra  vez  la  mujer. 

Y  contempló  con  asombro  al  millonario  devorando 
un  pedazo  de  pan  y  un  triángulo  de  queso,  lo  único 
que  pudo  encontrar  en  su  vivienda.  La  certeza  de  que 
no  conseguiría  otro  alimento  por  más  que  buscase  hizo 
que  don  Marcelo  siguiese  atormentado  por  su  apetito. 
¡Haber  conquistado  una  fortuna  enorme,  para  sufrir 
hambre  al  final  de  su  existencia!...  La  mujer,  como  si 
adivinase  sus  pensamientos,  gemía,  elevando  los  ojos. 


266 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


Desde  las  primeras  horas  de  la  mañana  el  mundo  había 
cambiado  su  curso;  todas  las  cosas  parecían  al  revés,  j 
¡Ay,  la  guerra!... 

En  el  resto  de  la  tarde  y  una  parte  de  la  noche  fué 
recibiendo  el  propietario  las  noticias  que  le  traía  el  con¬ 
serje  después  de  sus  visitas  al  castillo.  El  general  y  nu¬ 
merosos  oñciales  ocupaban  las  habitaciones.  No  quedaba 
cerrada  una  sola  puerta:  todas  estaban  de  par  en  par, 
á  culatazos  y  hachazos.  PEibían  desaparecido  muchas 
cosas;  el  portero  no  sabía  cómo,  pero  habían  desapare¬ 
cido,  tal  vez  rotas,  tal  vez  arrebatadas  por  los  que  en¬ 
traban  y  salían.  El  jefe  del  brazal  iba  de  habitación  en 
habitación  examinándolo  todo,  dictando  en  alemán  á  un 
soldado  que  escribía.  Mientras  tanto,  el  general  y  los 
suyos  estaban  en  el  comedor.  Bebían  abundantemente 
y  consultaban  mapas  extendidos  en  el  suelo.  El  pobre 
hombre  había  tenido  que  bajar  á  las  cuevas  en  busca 
de  los  mejores  vinos. 

Al  anochecer  se  marcó  un  movimiento  de  flujo  en 
aquella  marea  humana  que  cubría  los  campos  hasta  per¬ 
derse  de  vista.  Habían  quedado  establecidos  varios  puen¬ 
tes  sobre  el  Mame  y  la  invasión  reanudó  su  avance.  Los 
regimientos  se  ponían  en  marcha  lanzando  su  grito  de 
entusiasmo:  «jNach  París!»  Los  que  se  quedaban  para 
continuar  al  día  sig’uiente  iban  instalándose  en  las  casas 
arruinadas  ó  al  aire  libre.  Desnoyers  oyó  cánticos.  Bajo 
el  fulgor  de  las  primeras  estrellas  los  soldados  se  agru¬ 
paban  como  orfeonistas,  formando  con  sus  voces  un  co¬ 
ral  solemne  y  dulce,  de  religiosa  gravedad.  Encima  de 
los  árboles  flotaba  una  nube  roja  que  la  sombra  hacía 
más  intensa.  Era  el  reflejo  del  pueblo,  que  aún  llameaba. 

A  lo  lejos,  otras  hogueras  de  granjas  y  caseríos  cortaban 
la  noche  con  sus  parpadeos  sangrientos. 

El  viejo  acabó  por  dormirse  en  la  cama  de  sus  con¬ 
serjes,  con  el  sueño  pesado  y  embrutecedor  del  cansan¬ 
cio,  sin  sobresaltos  ni  pesadillas.  Caía  y  caía  en  un 
agujero  lóbrego  y  sin  término.  Al  despertar,  se  imaginó 
que  sólo  había  dormido  unos  minutos.  El  sol  coloreaba 
de  naranja  las  cortinillas  de  la  ventana.  A  través  de  su 
tejido  vió  unas  ramas  de  árbol  y  pájaros  que  saltaban 
piando  entre  las  hojas.  Sintió  la  misma  alegría  de  los 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  267 


frescos  amaneceres  del  verano.  ¡Hermosa  mañana!  Pero 
¿qué  habitación  era  aquella?...  Miró  con  extrañeza  el 
lecho  y  cuanto  le  rodeaba.  De  pronto  la  realidad  asaltó 
su  cerebro,  paralizado  dulcemente  por  los  primeros  es¬ 
plendores  del  día.  Fué  surgiendo  de  esta  bruma  mental 
la  larga  escalera  de  su  memoria,  con  un  último  peldaño 
negro  y  rojo;  el  bloque  de  emociones  que  representaba 
el  día  anterior.  ¡Y  él  había  dormido  tranquilamente 
rodeado  de  enemigos,  sometido  á  una  fuerza  arbitraria 
que  podía  destruirle  en  uno  de  sus  caprichos!... 

Al  entrar  en  la  cocina,  su  conserje  le  dió  noticias. 
Los  alemanes  se  iban.  El  regimiento  acampado  en  el 
parque  había  salido  al  amanecer,  y  tras  de  él,  otros  y 
otros.  En  el  pueblo  quedaba  un  batallón,  ocupando  las 
pocas  casas  enteras  y  las  ruinas  de  las  incendiadas.  El 
general  había  partido  también  con  su  numeroso  Estado 
Mayor.  Sólo  quedaba  en  el  castillo  el  jefe  de  una  briga¬ 
da,  al  que  llamaban  sus  asistentes  «el  conde»,  y  varios 
oñciales. 

Después  de  estas  noticias  se  atrevió  á  salir  del  pabe¬ 
llón.  Vió  su  jardín  destrozado,  pero  hermoso.  Los  árbo¬ 
les  guardaban  impasibles  los  ultrajes  sufridos  en  sus 
troncos.  Los  pájaros  aleteaban  con  sorpresa  y  regocijo 
al  verse  dueños  otra  vez  del  espacio  abandonado  por  la 
inundación  humana. 

Pronto  se  arrepintió  Desnoy ers  de  su  salida.  Cinco 
camiones  estaban  formados  junto  á  los  fosos,  ante  el 
puente  del  castillo.  Varios  grupos  de  soldados  salían 
llevando  á  hombros  muebles  enormes,  como  peones  que 
efectúan  una  mudanza.  Un  objeto  voluminoso  envuelto 
en  cortinas  de  seda,  que  suplían  á  la  lona  de  embalaje, 
era  empujado  por  cuatro  hombres  hasta  uno  de  los  auto¬ 
móviles.  El  propietario  adivinó.  ¡Su  baño:  la  famosa  tina 
de  oro!...  Luego,  con  un  brusco  cambio  de  opinión,  no 
sintió  dolor  por  esta  pérdida.  Odiaba  ahora  la  ostentosa 
pieza,  atribuyéndole  una  influencia  fatal.  Por  su  culpa 
se  veía  él  allí.  Pero  ¡ay!...  ¡los  otros  muebles  amontona¬ 
dos  en  los  camiones!...  En  este  momento  pudo  abarcar 
toda  la  extensión  de  su  miseria  y  su  impotencia.  Le  era 
imposible  defender  su  propiedad;  no  podía  discutir  con 
aquel  jefe  que  saqueaba  el  castillo  tranquilamente,  ig- 


268 


V.  BLASCO  IBANEZ 


norando  la  presencia  del  dueño.  «¡Ladrones!  ¡ladrones!» 
Y  volvió  á  meterse  en  el  pabellón. 

Pasó  toda  la  mañana  con  el  codo  en  una  mesa  y  la 
mandíbula  apoyada  en  la  mano,  lo  mismo  que  el  día  an¬ 
terior,  dejando  que  las  horas  se  desgranasen  lentamen¬ 
te,  no  queriendo  oir  el  sordo  rodar  de  los  vehículos  que 
se  llevaban  las  muestras  de  su  opulencia. 

Cerca  de  mediodía  le  anunció  el  conserje  que  un  ofi¬ 
cial  llegado  una  hora  antes  en  automóvil  deseaba  verle. 

Al  salir  del  pabellón  encontró  á  un  capitán  igual  á 
los  otros,  con  el  casco  puntiagudo  y  enfundado,  el  uni¬ 
forme  color  de  mostaza,  botas  de  cuero  rojo,  sable,  re¬ 
vólver,  gemelos  y  la  carta  geográfica  en  un  estuche  pen¬ 
diente  del  cinturón.  Parecía  joven;  ostentaba  en  una 
manga  el  brazal  del  Estado  Mayor. 

— ¿Me  conoce?. . .  No  he  querido  pasar  por  aquí  sin  verle. 

Dijo  esto  en  castellano,  y  Desnoyers  experimentó  una 
sorpresa  más  grande  que  todas  las  que  había  sentido  en 
sus  largas  horas  de  angustia  á  partir  de  la  mañana  an¬ 
terior. 

— ¿De  veras  que  no  me  conoce? — prosiguió  el  alemán, 
siempre  en  español — .  Soy  Otto...  el  capitán  Otto  von 
Hartrott. 

El  viejo  descendió,  ó  más  bien  rodó  por  la  escalera 
de  su  memoria,  para  detenerse  en  un  peldaño  lejano. 
Vi  ó  la  estancia,  vió  á  sus  cuñados  que  tenían  el  segundo 
hijo.  «Le  pondré  el  nombre  de  Bismarck»,  decía  Karl. 
Luego,  remontando  muchos  escalones,  se  veía  en  Berlín 
durante  su  visita  á  los  Hartrott.  Hablaban  con  orgullo 
de  Otto,  casi  tan  sabio  como  el  hermano  mayor,  pero 
que  aplicaba  su  talento  á  la  guerra.  Era  teniente  y  con¬ 
tinuaba  sus  estudios  para  ingresar  en  el  Estado  Mayor. 
«¿Quién  sabe  si  llegará  á  ser  otro  Moltke?»,  decía  el 
padre.  Y  la  bulliciosa  Chichi  lo  bautizó  con  un  apodo, 
aceptado  por  la  familia.  Otto  fué  en  adelante  Moltkecito 
para  sus  parientes  de  París. 

Desnoyers  se  ádmiró  de  las  transformaciones  realiza¬ 
das  por  los  años.  Aquel  capitán  vigoroso  y  de  aire  inso¬ 
lente,  que  podía  fusilarle,  era  el  mismo  pequeñín  que 
había  visto  corretear  en  la  estancia,  el  Moltkecito  imber¬ 
be  del  que  reía  su  hija... 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  269 

Mientras  tanto,  el  militar  explicaba  su  presencia  allí. 
Pertenecía  á  otra  división.  Eran  muchas...  ¡muchas!  las 
que  avanzaban  formando  un  muro  extenso  y  profundo 
desde  Verdún  á  París.  Su  general  le  había  enviado  para 
mantener  el  contacto  con  la  división  inmediata;  pero  al 
verse  en  las  cercanías  del  castillo,  había  querido  visi¬ 
tarlo.  La  familia  no  es  una  simple  palabra.  El  se  acor¬ 
daba  de  los  días  que  había  pasado  en  Villeblanche, 
cuando  la  familia  Hartrott  fué  á  vivir  por  algún  tiempo 
con  sus  parientes  de  Francia.  Los  oficiales  que  ocupa¬ 
ban  el  edificio  le  habían  retenido  para  que  almorzase 
en  su  compañía.  Uno  de  ellos  mencionó  casualmente  al 
dueño  de  la  propiedad,  dando  á  entender  que  andaba 
cerca,  aunque  nadie  se  fijaba  en  su  persona.  Una  gran 
sorpresa  para  el  capitán  von  Plartrott.  Y  había  hecho 
averiguaciones  hasta  dar  con  él,  doliéndose  de  verle  re¬ 
fugiado  en  la  habitación  de  sus  porteros. 

— Debe  usted  salir  de  ahí:  usted  es  mi  tío — dijo,  con 
orgullo — .  Vuelva  á  su  casa,  donde  le  corresponde  estar. 
Mis  camaradas  tendrán  mucho  gusto  en  conocerle;  son 
hombres  muy  distinguidos. 

Se  lamentó  luego  de  lo  que  el  viejo  hubiese  podido 
sufrir.  No  sabía  con  certeza  en  qué  consistían  tales  su¬ 
frimientos,  pero  adivinaba  que  los  primeros  instantes  de 
la  invasión  habrían  sido  crueles  para  él. 

—  ¡Qué  quiere  usted! — repitió  varias  veces — .  Es  la 
guerra. 

Al  mismo  tiempo  celebraba  que  hubiese  permanecido 
en  su  propiedad.  Tenían  la  orden  de  castigar  con  pre¬ 
dilección  los  bienes  de  los  fugitivos.  Alemania  deseaba 
que  los  habitantes  permaneciesen  en  sus  viviendas,  como 
si  no  ocurriese  nada  extraordinario.  Desnoyers  protes¬ 
tó...  ¡Pero  si  los  invasores  fusilaban  á  los  inocentes  y 
quemaban  sus  casas!...  El  sobrino  se  opuso  á  que  si¬ 
guiese  hablando.  Palideció,  como  si  detrás  de  su  epi¬ 
dermis  se  esparciese  una  ola  de  ceniza;  le  brillaron  los 
ojos,  le  temblaron  las  mejillas,  lo  mismo  que  al  teniente 
que  se  había  posesionado  del  castillo. 

— Se  refiere  usted  al  fusilamiento  del  alcalde  y  los 
otros...  Me  lo  acaban  de  contar  los  camaradas.  Aún  ha 
sido  flojo  el  castigo;  debían  haber  arrasado  el  pueblo 


270 


V.  BLASCO  IBANEZ 


entero;  debían  haber  matado  hasta  los  niños  y  las  mu¬ 
jeres.  Hay  que  acabar  con  los  franco-tiradores. 

El  viejo  le  miró  con  asombro.  Su  MoUkecito  era  tan 
peligroso  y  feroz  como  los  otros...  Pero  el  capitán  cortó 
la  conversación,  repitiendo  una  vez  más  la  eterna  y 
monstruosa  excusa: 

— Muy  horrible,  pero  ¡qué  quiere  usted!...  Así  es  la 
guerra. 

Luego  pidió  noticias  de  su  madre,  alegrándose  al 
saber  que  estaba  en  el  Sur.  Le  había  inquietado  mucho 
la  idea  de  que  permaneciese  en  París.  ¡Con  las  revolu¬ 
ciones  que  habían  ocurrido  allá  en  los  últimos  tiem¬ 
pos!...  Desnoyers  quedó  dudando,  como  si  hubiese  oído 
mal.  ¿Qué  revoluciones  eran  esas?...  Pero  el  oficial  había 
pasado  sin  más  explicación  á  hablar  de  los  suyos,  cre¬ 
yendo  que  Desnoyers  sentiría  impaciencia  por  conocer 
la  suerte  de  la  parentela  germánica. 

Todos  estaban  en  una  situación  magnífica.  Su  ilustre 
padre  era  presidente  de  varias  sociedades  patrióticas 
— ya  que  sus  años  no  le  permitían  ir  á  la  guerra — y 
organizaba  además  futuras  empresas  industriales  para 
explotar  los  países  conquistados.  Su  hermano  «el  sabio» 
daba  conferencias  acerca  de  los  pueblos  que  debía  ane¬ 
xionarse  el  Imperio  victorioso,  tronando  contra  los  ma¬ 
los  patriotas  que  se  mostraban  débiles  y  mezquinos  en 
sus  pretensiones.  Los  tres  hermanos  restantes  figuraban 
en  el  ejército:  á  uno  de  ellos  lo  habían  condecorado  en 
Lorena.  Las  dos  hermanas,  algo  tristes  por  la  ausencia 
de  sus  prometidos,  tenientes  de  húsares,  se  entretenían 
en  visitar  los  hospitales  y  pedir  á  Dios  que  castigase  á 
la  traidora  Inglaterra. 

El  capitán  von  Hartrott  llevó  lentamente  á  su  tío 
hacia  el  castillo.  Los  soldados  grises  y  rígidos,  que  ha¬ 
bían  ignorado  hasta  entonces  la  existencia  de  don  Mar¬ 
celo,  le  seguían  con  interés  viéndole  en  amistosa  con¬ 
versación  con  un  oficial  del  Estado  Mayor.  Adivinó  que 
estos  hombres  iban  á  humanizarse  para  él,  perdiendo  su 
automatismo  inexorable  y  agresivo. 

Al  entrar  en  el  edificio,  algo  se  contrajo  en  su  pecho 
con  estremecimientos  de  angustia.  Vió  por  todas  partes 
dolorosos  vacíos  que  le  hicieron  recordar  los  objetos  que 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  211 


ocupaban  antes  el  mismo  espacio.  Manchas  rectangula¬ 
res  de  color  más  fuerte  delataban  en  el  empapelado  el 
emplazamiento  de  los  muebles  y  cuadros  desaparecidos. 
¡Con  qué  prontitud  y  buen  método  trabajaba  aquel  señor 
del  brazal  en  la  manga!...  A  la  tristeza  que  le  produjo 
el  despojo  frío  y  ordenado  vino  á  unirse  su  indignación 
de  hombre  económico,  viendo  cortinas  con  desgarrones, 
alfombras  manchadas,  objetos  rotos  de  porcelana  y  cris¬ 
tal,  todos  los  vestigios  de  una  ocupación  ruda  y  sin  es¬ 
crúpulos. 

El  sobrino,  adivinando  lo  que  pensaba,  repitió  la 
eterna  excusa:  «¡Qué  hacer!...  Es  la  guerra.» 

Pero  con  Moltkecüo  no  tenía  por  qué  guardar  los  mi¬ 
ramientos  del  miedo. 

— Esto  no  es  guerra — dijo  con  acento  rencoroso — .  Es 
una  expedición  de  bandidos...  Tus  camaradas  son  unos 
ladrones. 

El  capitán  von  Hartrott  creció  de  pronto  con  violento 
estirón.  Se  separó  del  viejo,  mirándole  fijamente,  mien¬ 
tras  hablaba  en  voz  baja,  algo  silbante  por  el  temblor 
de  la  cólera.  ¡Atención,  tío!  Afortunadamente,  se  había 
expresado  en  español  y  no  podían  entenderle  los  que 
estaban  cerca  de  ellos.  Si  se  permitía  insistir  en  tales 
apreciaciones,  corría  el  peligro  de  recibir  una  bala  como 
respuesta.  Los  oficiales  del  emperador  no  se  dejan  insul¬ 
tar.  Y  todo  en  su  persona  demostraba  la  facilidad  con 
que  podía  olvidarse  de  su  parentesco  si  recibía  la  orden 
de  proceder  contra  don  Marcelo. 

Calló  éste,  bajando  la  cabeza.  ¡Qué  iba  á  hacer!...  El 
capitán  reanudó  sus  amabilidades,  como  si  hubiese  olvi¬ 
dado  lo  que  acababa  de  decir.  Quería  presentarle  á  sus 
camaradas.  Su  Excelencia  el  conde  Meinbourg,  Mayor 
General,  al  enterarse  de  que  era  pariente  de  los  Hartrott, 
le  dispensaba  el  honor  de  convidarle  á  su  mesa. 

Invitado  en  su  propia  vivienda,  entró  en  el  come¬ 
dor,  donde  estaban  muchos  hombres  vestidos  de  color 
mostaza  y  con  botas  altas.  Instintivamente  apreció  con 
rápida  ojeada  el  estado  de  la  habitación.  Todo  en  buen 
orden,  nada  roto:  paredes,  cortinajes  y  muebles  seguían 
intactos.  Pero  al  mirar  al  interior  de  los  aparadores 
monumentales  experimentó  otra  vez  una  sensación  do- 


272 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

lorosa.  Por  todas  partes  la  obscuridad  del  roble.  Habían 
desaparecido  dos  vajillas  de  plata  y  otra  de  porcelana 
antigua,  sin  dejar  como  rastro  la  más  insignificante  de 
sus  piezas.  Tuvo  que  responder  con  graves  saludos  á  las 
presentaciones  que  iba  haciendo  su  sobrino,  y  estrechó 
la  mano  que  le  tendía  el  conde  con  aristocrática  dejadez. 
Los  enemigos  le  consideraban  con  benevolencia  y  cierta 
admiración  al  saber  que  era  un  millonario  .procedente 
de  la  tierra  lejana  donde  los  hombres  se  enriquecen  rᬠ
pidamente. 

Se  vió  de  pronto  sentado  como  un  extraño  ante  su 
propia  mesa,  comiendo  en  los  mismos  platos  que  em¬ 
pleaba  su  familia,  servido  por  unos  hombres  de  cabeza 
esquilada  al  rape  que  llevaban  sobre  el  uniforme  un 
mandil  á  rayas.  Lo  que  comía  era  suyo,  el  vino  proce¬ 
día  de  su  bodega,  todo  lo  que  adornaba  aquella  habi¬ 
tación  lo  había  comprado  él,  los  árboles  que  extendían 
su  ramaje  más  allá  de  la  ventana  le  pertenecían  igual¬ 
mente...  y  sin  embargo,  creyó  hallarse  en  este  sitio  por 
primera  vez,  sufriendo  el  malestar  de  la  extrañeza  y  la 
desconfianza.  Comió  porque  sentía  hambre,  pero  alimen¬ 
tos  y  vinos  le  parecían  de  otro  planeta. 

Iba  examinando  con  asombro  á  estos  enemigos  que 
ocupaban  los  mismos  lugares  de  su  esposa,  de  sus  hijos, 
de  los  Lacour...  Hablaban  en  alemán  entre  ellos,  pero 
los  que  conocían  el  francés  se  valían  con  frecuencia  de 
este  idioma  para  que  les  entendiese  el  invitado.  Los  que 
sólo  chapurreaban  unas  palabras  las  repetían  con  acom¬ 
pañamiento  de  sonrisas  amables.  Se  notaba  en  todos 
ellos  un  deseo  de  agradar  al  dueño  del  castillo. 

— Va  usted  á  almorzar  con  los  bárbaros — dijo  el  conde 
al  ofrecerle  un  asiento  á  su  lado — .  ¿No  tiene  usted  miedo 
de  que  le  coman  vivo?... 

Los  alemanes  rieron  con  gran  estrépito  la  gracia  de 
Su  Excelencia.  Todos  hacían  esfuerzos  por  demostrar 
con  sus  palabras  y  gestos  que  era  falsa  la  barbarie  que 
les  atribuían  los  enemigos. 

Don  Marcelo  les  miró  uno  á  uno.  Las  fatigas  de  la 
guerra,  especialmente  la  marcha  acelerada  de  los  últi¬ 
mos  días,  estaban  visibles  en  sus  personas.  Unos  eran 
altos,  delgados,  con  una  esbeltez  angulosa;  otros,  cua- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  273 


drados  y  fornidos,  con  el  cuello  corto  y  la  cabeza  hun¬ 
dida  entre  los  hombros.  Estos  últimos  habían  perdido 
sus  adiposidades  en  un  mes  de  campaña,  colgándoles  la 
piel  arrugada  y  flácida  en  varias  partes  del  rostro.  To¬ 
dos  llevaban  la  cabeza  rapada,  lo  mismo  que  los  solda¬ 
dos.  En  torno  de  la  mesa  brillaban  dos  filas  de  esferas 
craneales  sonrosadas  ó  morenas.  Las  orejas  sobresalían 
grotescamente;  las  mandíbulas  se  marcaban  con  el  óseo 
relieve  del  enflaquecimiento.  Algunos  habían  conser¬ 
vado  el  mostacho  enhiesto,  á  la  moda  del  emperador; 
los  más  iban  afeitados  ó  con  bigotes  cortos  en  forma  de 
cepillo. 

Un  brazalete  de  oro  brillaba  á  continuación  de  una 
mano  del  conde  puesta  sobre  la  mesa.  Era  el  más  viejo 
de  todos  y  el  único  que  conservaba  sus  cabellos,  de  un 
rubio  obscuro  y  canoso,  peinados  cuidadosamente  y  bri¬ 
llantes  de  pomada.  Próximo  á  los  cincuenta  años,  man¬ 
tenía  un  vigor  femenil,  cultivado  por  los  ejercicios  vio¬ 
lentos.  Enjuto,  huesudo  y  fuerte,  procuraba  disimular  su 
rudeza  de  hombre  de  pelea  con  una  negligencia  suave 
y  perezosa.  Los  oficiales  le  trataban  con  gran  respeto. 
Hartrott  había  hablado  de  él  á  su  tío  como  de  un  gran 
artista,  músico  y  poeta.  El  emperador  era  su  amigo:  se 
conocían  desde  la  juventud.  Antes  de  la  guerra,  ciertos 
escándalos  de  su  vida  privada  le  habían  alejado  de  la 
corte:  vociferaciones  de  folicularios  y  de  socialistas. 
Pero  el  soberano  le  mantenía  en  secreto  su  afecto  de 
antiguo  condiscípulo.  Todos  recordaban  un  baile  suyo. 
Los  caprichos  de  Schar azada,  representado  con  gran 
lujo  en  Berlín  por  recomendación  del  poderoso  compa¬ 
ñero.  Había  vivido  algunos  años  en  Oriente.  En  suma, 
un  gran  señor  y  un  artista  de  exquisita  sensibilidad,  al 
mismo  tiempo  que  un  soldado. 

El  conde  no  podía  admitir  el  silencio  de  Desnoy ers. 
Era  su  comensal»  y  creyó  del  caso  hacerle  hablar  para 
que  interviniese  en  la  conversación.  Cuando  don  Mar¬ 
celo  explicó  que  sólo  hacía  tres  días  que  había  salido  de 
París,  todos  se  animaron,  queriendo  saber  noticias. 

«¿Vió  usted  alguna  de  las  sublevaciones?...»  «¿Tuvo 
la  tropa  que  matar  mucha  gente?»  «¿Cómo  fué  el  asesi¬ 
nato  de  Poincaré?» 


18 


274 


V.  BLASCO  IBANEZ 


Le  hicieron  estas  preguntas  á  la  vez,  y  don  Marcelo, 
desorientado  por  su  inverosimilitud,  no  supo  qué  contes¬ 
tar.  Creyó  haber  caído  en  una  reunión  de  locos.  Luego 
sospechó  que  se  burlaban  de  él.  ¿Sublevaciones?  ¿Asesi¬ 
nato  del  Presidente?...  Unos  le  miraban  con  lástima  por 
su  ignorancia;  otros  con  recelo,  al  ver  que  fingía  no  co¬ 
nocer  unos  sucesos  que  se  habían  desarrollado  junto  á 
él.  Su  sobrino  insistió. 

— Los  diarios  de  Alemania  hablan  mucho  de  eso.  El 
pueblo  de  París  se  ha  sublevado  hace  quince  días  contra 
el  gobierno,  asaltando  el  Elíseo  y  asesinando  al  Presi¬ 
dente.  El  ejército  tuvo  que  emplear  las  ametralladoras 
para  imponer  el  orden...  Todo  el  mundo  lo  sabe. 

Pero  Desnoy ers  insistía  en  no  saberlo;  nada  había 
visto.  Y  como  sus  palabras  eran  acogidas  con  un  gesto 
de  maliciosa  duda,  prefirió  callarse.  Su  Excelencia,  es¬ 
píritu  superior,  incapaz  de  incurrir  en  las  credulidades 
del  vulgo,  intervino  para  restablecer  los  hechos.  Lo  del 
asesinato  tal  vez  no  era  cierto;  los  periódicos  alemanes 
podían  exagerar  con  la  mejor  buena  fe.  Precisamente 
pocas  horas  antes  le  había  hecho  saber  el  Estado  Mayor 
General  la  retirada  del  gobierno  francés  á  Burdeos.  Pero 
lo  de  la  sublevación  del  pueblo  de  París  y  su  pelea  con 
la  tropa  era  indiscutible.  «El  señor  lo  ha  visto  sin  duda, 
pero  no  quiere  decirlo.»  Desnoy  ers  tuvo  que  contrade¬ 
cir  al  personaje,  pero  su  negativa  ya  no  fué  escuchada. 
¡París!  Este  nombre  había  hecho  brillar  los  ojos,  exci¬ 
tando  la  verbosidad  de  todos.  Deseaban  llegar  cuanto 
antes  á  la  vista  de  la  torre  Eiffel,  entrar  victoriosos  en 
la  ciudad,  para  saciarse  de  las  privaciones  y  fatigas  de 
un  mes  de  campaña.  Eran  adoradores  de  la  gloria  mi¬ 
litar,  consideraban  la  guerra  necesaria  para  la  vida, 
y  sin  embargo  se  lamentaban  de  los  sufrimientos  que 
les  proporcionabái.  El  conde  exhaló  una  queja  de  ar¬ 
tista. 

—  ¡Lo  que  me  ha  perjudicado  la  guerra!  —  dijo  con 
languidez — .  Este  invierno  iban  á  estrenar  en  París  un 
baile  mío. 

Todos  protestaron  de  su  tristeza:  su  obra  sería  im¬ 
puesta  después  del  triunfo,  y  los  franceses  tendrían  que 
aplaudirla. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  275 


— No  es  lo  mismo — continuó  el  conde — .  Confieso  que 
amo  á  París...  ¡Lástima  que  esas  gentes  no  hayan  que¬ 
rido  nunca  entenderse  con  nosotros!... 

Y  se  sumió  en  su  melancolía  de  hombre  no  compren¬ 
dido. 

A  uno  de  los  oficiales  que  hablaba  de  las  riquezas  de 
París  con  ojos  de  codicia,  lo  reconoció  de  pronto  Desno- 
yers  por  el  brazal  que  ostentaba  en  una  manga.  Era  el 
que  había  saqueado  el  castillo.  Como  si  adivinase  sus 
pensamientos,  el  comisario  se  excusó. 

— Es  la  guerra,  señor... 

¡Lo  mismo  que  los  otros!...  La  guerra  había  que  pa¬ 
garla  con  los  bienes  de  los  vencidos.  Era  el  nuevo  siste¬ 
ma  alemán;  la  vuelta  saludable  á  la  guerra  de  los  tiem¬ 
pos  remotos;  tributos  impuestos  á  las  ciudades  y  saqueo 
aislado  de  las  casas.  De  este  modo  se  vencían  las  resis¬ 
tencias  del  enemigo  y  la  guerra  terminaba  antes.  No 
debía  entristecerse  por  el  despojo.  Sus  muebles  y  alha¬ 
jas  serían  vendidos  en  Alemania.  Podía  hacer  una  recla¬ 
mación  al  gobierno  francés  para  que  le  indemnizase 
después  de  la  derrota:  sus  parientes  de  Berlín  apoyarían 
la  demanda. 

Desnoy ers  oyó  con  espanto  tales  consejos.  ¡Qué  men¬ 
talidad  la  de  aquellos  hombres!  ¿Estaban  locos  ó  querían 
reirse  de  él?... 

Al  terminar  el  almuerzo,  algunos  oficiales  se  levan¬ 
taron,  requiriendo  sus  sables,  para  cumplir  actos  del 
servicio.  El  capitán  von  Hartrott  también  se  levantó: 
necesitaba  volver  al  lado  de  su  general;  había  dedicado 
bastante  tiempo  á  las  expansiones  de  familia.  El  tío  le 
acompañó  hasta  el  automóvil.  Moltkecüo  se  excusaba 
una  vez  más  de  los  deperfectos  y  despojos  sufridos  por 
el  castillo. 

— Es  la  guerra...  Debemos  ser  duros  para  que  resulte 
breve.  La  verdadera  bondad  consiste  en  ser  crueles,  por¬ 
que  así,  el  enemigo,  aterrorizado,  se  entrega  más  pronto 
y  el  mundo  sufre  menos. 

Don  Marcelo  levantó  los  hombros  ante  el  sofisma.  Es¬ 
taban  en  la  puerta  del  edificio.  El  capitán  dió  órdenes 
á  un  soldado,  y  éste  volvió  poco  después  con  un  pedazo 
de  tiza  que  servía  para  marcar  las  señales  de  alojamien- 


276 


V.  BLASCO  IBAÑEZ  1 

to.  Von  Hartrott  deseaba  proteger  á  su  tío.  Y  empezó  á  1 
trazar  una  inscripción  en  la  pared,  junto  á  la  puerta:  fj 
«■Bitte^  nicht plündern.  Es  sind  freundliche  Lente.., y>  i 

Luego  la  tradujo,  en  vista  de  las  repetidas  preguntas  , 
del  viejo. 

— Quiere  decir:  «Se  ruega  no  saquear.  Los  habitantes 
de  esta  casa  son  gente  amable...  gente  amiga.» 

¡Ah,  no!...  Desnoy ers  repelió  con  vehemencia  esta 
protección.  El  no  quería  ser  amable.  Callaba  porque  no 
podía  hacer  otra  cosa...  ¡pero  amigo  de  los  invasores  de 
su  país!... 

El  sobrino  borró  parte  del  letrero  y  sólo  dejó  el  prin¬ 
cipio:  (íBitte,  nicht  plünde7m.y>  «Se  ruega  no  saquear.» 
Luego,  en  la  entrada  del  parque  repitió  la  inscripción. 
Consideraba  necesario  este  aviso;  podía  irse  Su  Excelen¬ 
cia,  podían  instalarse  en  el  castillo  otros  oficiales.  Von 
Hartrott  había  visto  mucho,  y  su  sonrisa  daba  á  enten¬ 
der  que  nada  llegaría  á  sorprenderle,  por  enorme  que 
fuese.  Pero  el  viejo  siguió  despreciando  su  protección  y 
riéndose  con  tristeza  del  rótulo.  ¿Qué  más  podían  sa¬ 
quear?...  Ya  se  habían  llevado  lo  mejor. 

— Adiós,  tío.  Pronto  nos  veremos  en  París. 

El  capitán  montó  en  su  automóvil  luego  de  estre¬ 
char  una  mano  fría  y  blanda  que  parecía  repelerle  con 
su  inercia. 

Al  volver  hacia  su  casa  vió  á  la  sombra  de  un  grupo 
de  árboles  una  mesa  y  sillas.  Su  Excelencia  tomaba  el 
café  al  aire  libre,  y  le  obligó  á  sentarse  á  su  lado.  Sólo 
tres  oficiales  le  acompañaban...  Gran  consumo  de  lico¬ 
res  procedentes  de  su  bodega.  Hablaban  en  alemán  en¬ 
tre  ellos,  y  así  permaneció  don  Marcelo  cerca  de  una 
hora,  inmóvil,  deseando  marcharse  y  no  encontrando  el 
instante  oportuno  para  abandonar  su  silla  y  desapa¬ 
recer. 

Se  adivinaba  fuera  del  parque  un  gran  movimiento 
de  tropas.  Pasaba  otro  cuerpo  de  ejército  con  sordo  ro¬ 
dar  de  marea.  Las  cortinas  de  árboles  ocultaban  este  des¬ 
file  incesante  que  se  dirigía  hacia  el  Sur.  Un  fenómeno 
inexplicable  conmovió  la  luminosa  calma  de  la  tarde. 
Sonaba  á  lo  lejos  un  trueno  continuo,  como  si  rodase  por 
el  horizonte  azul  una  tormenta  invisible. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  277 


El  conde  interrumpió  su  conversación  en  alemán 
para  hablar  á  Desnoyers,  que  parecía  interesado  por  el 
estrépito. 

— Es  el  cañón.  Se  ha  entablado  una  batalla.  Pronto 
entraremos  en  danza. 

La  posibilidad  de  tener  que  abandonar  su  alojamien¬ 
to,  el  más  cómodo  que  había  encontrado  en  toda  su  cam¬ 
paña,  le  puso  de  mal  humor. 

— ¡La  guerra! — continuó — .  Una  vida  gloriosa,  pero 
sucia  y  embrutecedora.  En  todo  un  mes,  hoy  es  el  primer 
día  que  vivo  como  un  hombre. 

Y  como  si  le  atrajesen  las  comodidades  que  habría  de 
abandonar  en  breve,  se  levantó,  dirigiéndose  al  castillo. 
Dos  alemanes  se  marcharon  hacia  el  pueblo,  y  Desno¬ 
yers  quedó  con  el  otro,  ocupado  en  paladear  admirati¬ 
vamente  sus  licores.  Era  el  jefe  del  batallón  acantonado 
en  Villeblanche. 

— ¡Triste  guerra,  señor! — dijo  en  francés. 

De  todo  el  grupo  de  enemigos,  éste  era  el  único  que 
había  inspirado  á  don  Marcelo  un  sentimiento  vago  de 
atracción.  «Aunque  es  un  alemán,  parece  buena  perso¬ 
na»,  pensaba  viéndole.  Debía  haber  sido  obeso  en  tiempo 
de  paz,  pero  ahora  ofrecía  el  exterior  suelto  y  lacio  de 
un  organismo  que  acaba  de  sufrir  una  pérdida  de  volu¬ 
men.  Se  adivinaba  en  él  una  existencia  anterior  de  tran¬ 
quila  y  vulgar  sensualidad,  una  dicha  burguesa  que  la 
guerra  había  cortado  rudamente. 

— ¡Qué  vida,  señor! — siguió  diciendo — .  Que  Dios  cas¬ 
tigue  á  los  que  han  provocado  esta  catástrofe. 

Desnoyers  casi  estaba  conmovido.  Vió  la  Alemania 
que  se  había  imaginado  muchas  veces:  una  Alemania 
tranquila,  dulce,  de  burgueses  un  poco  torpes  y  pesa¬ 
dos,  pero  que  compensaban  su  rudeza  originaria  con  un 
sentimentalismo  inocente  y  poético.  Este  Blumhardt,  al 
que  sus  compañeros  llamaban  Bataillon- Kommandeur, 
era  un  buen  padre  de  familia.  Se  lo  representó  paseando 
con  su  mujer  y  sus  hijos  bajo  los  tilos  de  una  plaza  de 
provincia,  escuchando  todos  con  religiosa  unción  las 
melodías  de  una  banda  militar.  Luego  lo  vió  en  la  cer¬ 
vecería  con  sus  amigos,  hablando  de  problemas  metafí- 
sicos  entre  dos  conversaciones  de  negocios.  Era  el  hom- 


278 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


bre  de  la  vieja  Alemania,  un  personaje  de  novela  de 
Goethe.  Tal  vez  las  glorias  del  Imperio  habían  modifi¬ 
cado  su  existencia,  y  en  vez  de  ir  á  la  cervecería  fre¬ 
cuentaba  el  casino  de  los  oficiales,  mientras  su  familia 
se  mantenía  aparte,  aislada  de  los  civiles,  por  el  orgullo 
de  la  casta  militar;  pero  en  el  fondo  era  siempre  el  ale¬ 
mán  bueno,  de  costumbres  patriarcales,  pronto  á  derra¬ 
mar  lágrimas  ante  una  escena  de  familia  ó  un  fragmento 
de  buena  música. 

El  comandante  Blumhardt  se  acordaba  de  los  suyos, 
que  vivían  en  Cassel. 

— Ocho  hijos,  señor — dijo  con  un  esfuerzo  visible  para 
contener  su  emoción  — .  Los  dos  mayores  se  preparan 
para  ser  oficiales.  El  menor  va  á  la  escuela  desde  este 
año...  Es  así. 

Y  señalaba  con  una  mano  la  altura  de  sus  botas.  Tem¬ 
blaba  nerviosamente  de  risa  y  de  pena  al  recordar  á  su 
pequeño.  Luego  hizo  el  elogio  de  su  esposa,  excelente  di¬ 
rectora  de  hogar,  madre  que  se  sacrificaba  con  modestia 
por  sus  hijos,  por  su  esposo.  ¡Ay,  la  dulce  Augusta!... 
Veinte  años  de  matrimonio  iban  transcurridos,  v  la  ado- 
raba  como  el  día  en  que  se  vieron  por  primera  vez.  Guar¬ 
daba  en  un  bolsillo  de  su  uniforme  todas  las  cartas  que 
ella  le  había  escrito  desde  el  principio  de  la  campaña. 

— Véala,  señor...  Estos  son  mis  hijos. 

Sacó  del  pecho  un  medallón  de  plata  con  adornos  de 
arte  de  Munich,  y  tocando  un  resorte  lo  hizo  abrirse  en 
redondeles,  como  las  hojas  de  un  libro,  dejando  ver  los 
rostros  de  toda  la  familia:  la  Fraxi  Kommandeur,  de  una 
belleza  austera  y  rígida,  imitando  el  gesto  y  el  peinado 
de  la  emperatriz;  luego  las  hijas,  las  Fraulin  Komman¬ 
deur,  vestidas  de  blanco,  los  ojos  en  alto  como  si  canta¬ 
sen  una  romanza;  y  al  final  los  niños,  con  uniformes  de 
escuelas  del  ejército  ó  de  instituciones  particulares.  ¡Y 
pensar  que  podía  perder  á  estos  seres  queridos  con  sólo 
que  un  pedazo  de  hierro  le  tocase!...  ¡Y  había  de  vivir 
lejos  de  ellos  ahora  que  era  la  buena  estación,  la  época 
de  los  paseos  en  el  campo!... 

— ¡Triste  guerra! — volvió  á  repetir — .  Que  Dios  casti¬ 
gue  á  los  ingleses. 

Con  una  solicitud  que  conmovió  á  don  Marcelo,  le 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  AFOCALIPSIS  279 

hizo  preguntas  á  su  vez  acerca  de  su  familia.  Se  apiadó 
al  enterarse  de  lo  escasa  que  era  su  prole;  sonrió  un 
poco  ante  el  entusiasmo  con  que  el  viejo  hablaba  de  su 
hija,  saludando  á  FrauUn  Chichi  como  un  diablillo  gra¬ 
cioso;  puso  el  gesto  compungido  al  saber  que  el  hijo  le 
había  dado  grandes  disgustos  con  su  conducta. 

¡Simpático  comandante!...  Era  el  primer  hombre 
dulce  y  humano  que  encontraba  en  el  infierno  de  la 
invasión.  «En  todas  partes  hay  buenas  personas»,  se 
dijo.  Deseó  que  no  se  moviese  del  castillo.  Si  habían  de 
continuar  allí  los  alemanes,  mejor  era  tenerle  á  él  que 
á  otros. 

.Un  ordenanza  vino  á  llamar  á  don  Marcelo  de  parte 
de  Su  Excelencia.  Encontró  al  conde  en  su  propio  dor¬ 
mitorio,  luego  de  pasar  por  ios  salones  con  los  ojos 
cerrados  para  evitarse  el  dolor  de  una  cólera  inútil. 
Las  puertas  estaban  forzadas,  los  suelos  sin  alfombras, 
los  huecos  sin  cortinajes.  Sólo  los  muebles  rotos  en  los 
primeros  momentos  ocupaban  sus  antiguos  lugares.  Los 
dormitorios  habían  sido  saqueados  con  más  método,  des¬ 
apareciendo  únicamente  lo  que  no  era  de  utilidad  inme¬ 
diata.  El  haberse  alojado  en  ellos  el  día  antes  el  general 
con  todo  su  séquito  les  había  librado  de  una  destrucción 
caprichosa. 

El  conde  le  recibió  con  la  cortesía  de  un  gran  señor 
que  desea  atender  á  sus  invitados.  No  podía  consentir 
que  Ilerr  Desnoy ers,  pariente  de  un  von  Hartrott — al 
que  recordaba  vagamente  haber  visto  en  la  corte — ,  vi¬ 
viese  en  la  habitación  de  los  porteros.  Debía  ocupar  su 
dormitorio,  aquella  cama  solemne  como  un  catafalco, 
con  penachos  y  columnas,  que  había  tenido  el  honor  de 
servir  horas  antes  á  un  ilustre  general  del  Imperio. 

— Yo  prefiero  dormir  aquí.  Esta  otra  habitación  va  me¬ 
jor  con  mis  gustos. 

Había  entrado  en  el  dormitorio  de  la  señora  Desno- 
yers,  admirando  su  mueblaje  Luis  XV,  de  una  autenti¬ 
cidad  preciosa,  con  los  oros  apagados  y  los  paisajes  de 
sus  tapicerías  obscurecidos  por  el  tiempo.  Era  una  de 
las  mejores  compras  de  don  Marcelo.  El  conde  sonrió  con 
un  menosprecio  de  artista  al  recordar  al  jefe  de  la  Inten¬ 
dencia  encargado  del  saqueo  oficial. 


280 


V,  BLASCO  IBANEZ 


«¡Qué  asno!...  Pensar  que  esto  lo  ha  dejada^por  viejo 
y  feo...» 

Luego  miró  de  frente  al  dueño  del  castillo. 

—  Señor  Desnoyers:  creo  no  cometer  ninguna  inco¬ 
rrección,  y  hasta  me  imagino  que  interpreto  sus  deseos, 
al  manifestarle  que  estos  muebles  me  los  llevo  yo.  Serán 
un  recuerdo  de  nuestro  conocimiento,  un  testimonio  de 
nuestra  amistad  que  ahora  empieza...  Si  esto  queda  aquí, 
corre  peligro  de  ser  destruido.  Los  guerreros  no  están 
obligados  á  ser  artistas.  Yo  guardaré  estas  preciosida¬ 
des  en  Alemania,  y  usted  podrá  verlas  cuando  quiera. 
Ahora  todos  vamos  á  ser  unos...  Mi  amigo  el  emperador 
se  proclamará  soberano  de  los  franceses. 

Desnoyers  permaneció  silencioso.  ¿Qué  podía  contes¬ 
tar  al  gesto  de  ironía  cruel,  á  la  mirada  con  que  el  gran 
señor  iba  subrayando  sus  palabras?... 

— Cuando  termine  la  guerra  le  enviaré  un  regalo  de 
Berlín — añadió  con  tono  protector. 

Tampoco  contestó  el  viejo.  Miraba  en  las  paredes  el 
vacío  que  habían  dejado  varios  cuadros  pequeños.  Eran 
de  maestros  famosos  del  siglo  XVIII.  También  debía 
haberlos  despreciado  el  comisario  por  insignificantes. 
Una  ligera  sonrisa  del  conde  le  reveló  su  verdadero 
paradero. 

Había  escudriñado  toda  la  pieza,  el  dormitorio  in¬ 
mediato,  que  era  el  de  Chichi,  el  cuarto  de  baño,  hasta 
el  guardarropa  femenino  de  la  familia,  que  conservaba 
unos  vestidos  de  la  señorita  Desnoyers.  Las  manos  del 
guerrero  se  perdieron  con  delectación  en  los  finos  bullo¬ 
nes  de  las  telas,  apreciando  su  blanda  frescura. 

Este  contacto  le  hizo  pensar  en  París,  en  las  modas, 
en  las  casas  de  los  grandes  modistos.  La  rué  de  la  Paix 
era  el  lugar  más  admirado  por  él  en  sus  visitas  á  la  ciu¬ 
dad  enemiga. 

Percibió  don  Marcelo  la  fuerte  mezcla  de  perfumes 
que  exhalaban  su  cabeza,  sus  bigotes,  todo  su  cuerpo. 
Varios  frascos  del  tocador  de  las  señoras  estaban  sobre 
la  chimenea. 

—  ¡Qué  suciedad  la  guerra! — dijo  el  alemán — .  Esta 
mañana  he  podido  tomar  un  baño,  después  de  una  se¬ 
mana  de  abstinencia;  á  media  tarde  tomaré  otro...  A 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  281 


propós\tf),  querido  señor:  estos  perfumes  son  buenos,  pero 
no  son 'elegantes.  Cuando  tenga  el  gusto  de  ser  presen¬ 
tado  á  las  señoras,  les  daré  las  señas  de  mis  proveedo¬ 
res...  Yo  uso  en  mi  casa  esencias  de  Turquía:  tengo 
muchos  amigos  allá...  Al  terminar  la  guerra  haré  un 
envío  á  la  familia. 

Sus  ojos  se  habían  fijado  en  algunos  retratos  coloca¬ 
dos  sobre  una  mesa.  El  conde  adivinó  á  Madama  Desno- 
yers  viendo  la  fotografía  de  doña  Luisa.  Luego  sonrió 
ante  el  retrato  de  Chichi.  Muy  graciosa:  lo  que  más  ad¬ 
miraba  en  ella  era  su  aire  resuelto  de  muchacho.  Posó 
una  mirada  amplia  y  profunda  en  la  fotografía  de  Julio. 

— Excelente  mozo — dijo — .  Una  cabeza  interesante... 
artística.  En  un  baile  de  trajes  obtendría  un  éxito.  ¡Qué 
príncipe  persa!...  Una  aigrette  blanca  en  la  cabeza  su¬ 
jeta  con  un  joyel,  el  pecho  desnudo,  una  túnica  negra 
con  pavos  de  oro... 

Y  siguió  vistiendo  imaginariamente  al  primogénito 
de  Desnoyers  con  todos  los  esplendores  de  un  monarca 
oriental.  El  viejo  sintió  un  principio  de  simpatía  hacia 
aquel  hombre  por  el  interés  que  le  inspiraba  su  hijo. 
¡Lástima  que  escogiese  con  tanta  habilidad  las  cosas 
preciosas  y  se  las  apropiase!... 

Junto  á  la  cabecera  de  la  cama,  sobre  un  libro  de 
oraciones  olvidado  por  su  esposa,  vió  un  medallón  con 
otra  fotografía.  Esta  no  era  de  la  casa.  El  conde,  que 
había  seguido  la  dirección  de  sus  ojos,  quiso  mostrár¬ 
sela  .  Temblaron  las  manos  del  guerrero ...  Su  altivez 
desdeñosa  é  irónica  desapareció  de  golpe.  Un  oficial  de 
Húsares  de  la  Muerte  sonreía  en  el  retrato,  contrayendo 
su  perfil  enjuto  y  curvo  de  pájaro  de  pelea  bajo  el  gorro 
adornado  con  un  cráneo  y  dos  fémurs. 

— Mi  mejor  amigo — dijo  con  voz  algo  temblorosa — . 
El  ser  que  más  amo  en  el  mundo...  ¡Y  pensar  que  tal  vez 
se  bate  en  estos  momentos  y  pueden  matarlo!...  ¡Pensar 
que  yo  también  puedo  morir!... 

Don  Marcelo  creyó  entrever  una  novela  del  pasado 
del  conde.  Aquel  húsar  era  indudablemente  un  hijo  na¬ 
tural.  Su  simplicidad  no  podía  concebir  otra  cosa.  Sólo 
en  su  ternura  era  un  padre  capaz  de  hablar  así...  Y  casi 
se  sintió  contagiado  por  esta  ternura. 


282 


V.  BLASCO  IBANEZ 

Aquí  dió  fin  la  entrevista.  El  guerrero  le  había  vuelto 
la  espalda,  saliendo  del  dormitorio,  como  si  desease  ocul¬ 
tar  sus  emociones.  A  los  pocos  minutos  sonó  en  el  piso 
bajo  un  magnífico  piano  de  cola,  que  el  comisario  no  ha¬ 
bía  podido  llevarse  por  la  oposición  del  general.  La  voz 
de  éste  se  elevó  sobre  el  sonido  de  las  cuerdas.  Era  una 
voz  de  barítono  algo  opaca,  pero  que  comunicaba  un 
temblor  apasionado  á  su  romanza.  El  viejo  se  sintió  con¬ 
movido;  no  entendía  las  palabras,  pero  las  lágrimas  se 
agolparon  á  sus  ojos.  Pensó  en  su  familia,  en  las  desgra¬ 
cias  y  peligros  que  le  rodeaban,  en  la  dificultad  de  vol¬ 
ver  á  encontrar  á  los  suyos...  Como  si  la  música  tirase 
de  él,  descendió  poco  á  poco  al  piso  bajo.  ¡Qué  artista 
aquel  hombre  altivamente  burlón!  ¡Qué  alma  la  suya!... 
Los  alemanes  eníi’añaban  á  primera  vista  con  su  exterior 
rudo  y  su  disciplina,  que  les  hacía  cometer  sin  escrúpulo 
las  mayores  atrocidades.  Había  que  vivir  en  intimidad 
con  ellos  para  apreciarlos  tal  como  eran. 

Cuando  cesó  la  música  estaba  en  el  puente  del  cas¬ 
tillo.  Un  suboficial  contemplaba  las  evoluciones  de  los 
cisnes  en  las  aguas  del  foso.  Era  un  joven  doctor  en 
Derecho,  que  desempeñaba  la  función  de  secretario  cerca 
de  Su  Excelencia;  un  hombre  de  Universidad  movili¬ 
zado  por  la  guerra. 

Al  hablar  con  don  Marcelo  reveló  inmediatamente 
su  origen.  Le  había  sorprendido  la  orden  de  partida 
estando  de  profesor  en  un  colegio  privado  y  en  víspe¬ 
ras  de  casarse.  Todos  sus  planes  habían  quedado  des¬ 
hechos. 

— ¡Qué  calamidad,  señor!...  ¡Qué  trastorno  para  el 
mundo!...  Y  sin  embargo,  éramos  muchos  los  que  veía¬ 
mos  llegar  la  catástrofe.  Forzosamente  debía  sobreve¬ 
nir  un  día  ú  otro.  El  capitalismo:  el  maldito  capitalismo 
tiene  la  culpa. 

El  suboficial  era  socialista.  No  ocultaba  su  partici¬ 
pación  en  actos  del  partido  que  le  habían  originado 
persecuciones  y  retrasos  en  su  carrera.  Pero  la  Social- 
Democracia  se  veía  ahora  aceptada  por  el  emperador  y 
halagada  por  los  jíinkers  más  reaccionarios.  Todos  eran 
unos.  Los  diputados  del  partido  formaban  en  el  Eeich- 
stag  el  grupo  más  obediente  al  gobierno...  El  sólo  guar- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  283 


daba  de  su  pasado  cierto  fervor  para  anatematizar  al 
capitalismo,  culpable  de  la  guerra. 

Desnoyers  se  atrevió  á  discutir  con  este  enemigo  que 
parecía  de  carácter  dulce  y  tolerante.  «¿No  sería  el  ver¬ 
dadero  responsable  el  militarismo  alemán?  ¿No  habría 
buscado  y  preparado  el  conflicto,  impidiendo  todo  arre¬ 
glo  con  sus  arrogancias?...» 

Negó  rotundamente  el  socialista.  Sus  diputados  apo¬ 
yaban  la  guerra,  y  para  hacer  esto  sus  motivos  tendrían. 
Se  notaba  en  él  la  supeditación  á  la  disciplina,  la  eterna 
disciplina  germánica,  ciega  y  obediente,  que  gobierna 
hasta  los  partidos  avanzados.  En  vano  el  francés  repitió 
argumentos  y  hechos,  todo  cuanto  había  leído  desde  el 
principio  de  la  guerra.  Sus  palabras  resbalaron  sobre  la 
dureza  de  este  revolucionario  acostumbrado  á  delegar 
las  funciones  del  pensamiento. 

— ¡Quién  sabe! — acabó  por  decir — .  Tal  vez  nos  haya¬ 
mos  equivocado.  Pero  en  el  instante  actual  todo  está 
confuso:  faltan  elementos  de  juicio  para  formar  una  opi¬ 
nión  exacta.  Cuando  termine  el  conflicto  conoceremos  á 
los  verdaderos  culpables;  y  si  son  los  nuestros,  les  exi¬ 
giremos  responsabilidad. 

Sintió  ganas  de  reir  Desnoyers  ante  esta  candidez. 
¡Esperar  el  final  de  la  guerra  para  saber  quién  era  el 
culpable ! . . .  Y  si  el  Imperio  resultaba  vencedor,  ¿qué 
responsabilidad  iban  á  exigirle  en  pleno  orgullo  de 
la  victoria,  ellos  que  se  habían  limitado  siempre  á 
las  batallas  electorales,  sin  el  más  leve  intento  de  re¬ 
beldía? 

—  Sea  quien  sea  el  autor  —  continuo  el  suboficial—, 
esta  guerra  es  triste.  ¡Cuántos  hombres  muertos!...  Yo 
estuve  en  Charleroi.  Hay  que  ver  de  cerca  la  guerra 
moderna.  Venceremos,  vamos  á  entrar  en  París,  según 
dicen,  pero  caerán  muchos  de  los  nuestros  antes  de  ob¬ 
tener  la  última  victoria... 

Y  para  alejar  las  visiones  de  muerte  fijas  en  su  pen¬ 
samiento,  siguió  con  los  ojos  la  marcha  de  los  cisnes, 
ofreciéndoles  pedazos  de  pan  que  les  hacían  torcer  el 
curso  de  su  natación  lenta  y  majestuosa. 

El  conserje  y  su  familia  pasaban  el  puente  con  fre¬ 
cuentes  entradas  y  salidas.  Al  ver  á  su  señor  en  buenas 


284 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

relaciones  con  los  invasores,  habían  perdido  el  miedo 
que  los  mantenía  recluidos  en  su  vivienda.  A  la  mujer 
le  parecía  natural  que  don  Marcelo  viese  reconocida  su 
autoridad  por  aquella  gente:  el  amo  siempre  es  el  amo. 
Y  como  si  hubiese  recibido  una  parte  de  esta  autoridad, 
entraba  sin  temor  en  el  castillo,  seguida  de  su  hija,  para 
poner  en  orden  el  dormitorio  del  dueño.  Querían  pasar 
la  noche  cerca  de  él,  para  que  no  se  viese  solo  entre  los 
alemanes. 

Las  dos  mujeres  trasladaron  ropas  y  colchones  desde 
el  pabellón  al  último  piso.  El  conserje  estaba  ocupado 
en  calentar  el  segundo  baño  de  Su  Excelencia.  Su  es¬ 
posa  lamentaba  con  gestos  desesperados  el  saqueo  del 
castillo.  ¡Qué  de  cosas  ricas  desaparecidas!...  Deseosa 
de  salvar  los  últimos  restos,  buscaba  al  dueño  para  ha¬ 
cerle  denuncias,  como  si  éste  pudiese  impedir  el  robo 
individual  y  cauteloso.  Los  ordenanzas  y  escribientes 
del  conde  se  metían  en  los  bolsillos  todo  lo  que  resultaba 
fácil  de  ocultar.  Decían  sonriendo  que  eran  recuerdos. 
Luego  se  aproximó  con  aire  misterioso  para  hacerle  una 
nueva  revelación.  Había  visto  á  un  jefe  forzar  ios  cajo¬ 
nes  donde  guardaba  la  señora  la  ropa  blanca,  y  cómo 
formaba  un  paquete  con  las  prendas  más  finas  y  gran 
cantidad  de  blondas. 

—  Ese  es,  señor  —  dijo  de  pronto,  señalando  á  un 
alemán  que  escribía  en  el  jardín,  recibiendo  sobre  la 
mesa  un  rayo  oblicuo  de  sol  que  se  filtraba  entre  las 
ramas. 

Don  Marcelo  lo  reconoció  con  sorpresa.  ¡También  el 
comandante  Blumhardt!...  Pero  inmediatamente  excusó 
su  acto.  Encontraba  natural  que  se  llevase  algo  de  su 
casa,  después  que  el  comisario  había  dado  el  ejemplo. 
Además,  tuvo  en  cuenta  la  calidad  de  los  objetos  que  se 
apropiaba.  No  eran  para  él;  eran  para  la  esposa,  para 
las  niñas...  Un  buen  padre  de  familia.  Más  de  una  hora 
llevaba  ante  la  mesa  escribiendo  sin  cesar,  conversando 
pluma  en  mano  con  su  Augusta,  con  toda  la  familia  que 
vivía  en  Cassel.  Mejor  era  que  se  llevase  lo  suyo  este 
hombre  bueno,  que  los  otros  oficiales  altivos,  de  voz 
cortante  é  insolente  tiesura. 

Vió  cómo  levantaba  la  cabeza  cada  vez  que  pasaba 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  285 


Georgette,  la  hija  del  conserje,  siguiéndola  con  los  ojos. 
¡Pobre  padre!...  Indudablemente  se  acordaba  de  las  dos 
señoritas  que  vivían  en  Alemania  con  el  pensamiento 
ocupado  por  los  peligros  de  la  guerra.  El  también  se 
acordaba  de  Chichi,  temiendo  no  verla  más.  En  uno  de 
sus  viajes  desde  el  castillo  al  pabellón,  la  muchacha  fué 
llamada  por  el  alemán.  Permaneció  erguida  ante  su 
mesa ,  tímida ,  como  si  presintiese  un  peligro ,  pero  ha¬ 
ciendo  esfuerzos  para  sonreir.  Mientras  tanto,  Blumhardt 
le  hablaba  acariciándole  las  mejillas  con  sus  manazas 
de  hombre  de  pelea.  A  Desnoyers  le  conmovió  esta  vi¬ 
sión.  Los  recuerdos  de  una  vida  pacífica  y  virtuosa  re¬ 
surgían  á  través  de  los  horrores  de  la  guerra.  Decidida¬ 
mente,  este  enemigo  era  un  buen  hombre. 

Por  eso  sonrió  con  amabilidad  cuando  el  coman¬ 
dante,  abandonando  la  mesa,  fué  hacia  él.  Entregó  su 
carta  y  un  paquete  voluminoso  á  un  soldado  para  que 
los  llevase  al  pueblo,  donde  estaba  la  estafeta  del  ba¬ 
tallón. 

— Es  para  mi  familia — dijo — .  No  dejo  pasar  un  día  de 
descanso  sin  enviar  carta.  ¡Las  suyas  son  tan  preciosas 
para  mí!...  También  envío  unos  pequeños  recuerdos. 

Desnoyers  estuvo  próximo  á  protestar.  ¡Pequeños, 
no!...  Pero  con  un  gesto  de  indiferencia  dió  á  entender 
que  aceptaba  los  regalos  hechos  á  costa  suya.  El  co¬ 
mandante  siguió  hablando  de  la  dulce  Augusta  y  de  sus 
hijos,  mientras  tronaba  la  tempestad  invisible  en  el  ho¬ 
rizonte  sereno  del  atardecer.  Cada  vez  era  más  intenso 
el  cañoneo. 

— La  batalla — continuó  Blumhardt — .  ¡Siempre  la  ba¬ 
talla!...  Seguramente  es  la  última  y  la  ganaremos.  Antes 
de  una  semana  vamos  á  entrar  en  París...  Pero  ¡cuántos 
no  llegarán  á  verlo!  ¡Qué  de  muertos!...  Creo  que  ma¬ 
ñana  ya  no  estaremos  aquí.  Todas  las  reservas  tendrán 
que  atacar  para  vencer  la  suprema  resistencia...  ¡Con 
tal  que  yo  no  caiga!... 

La  posibilidad  de  morir  al  día  siguiente  contrajo  su 
rostro  con  un  gesto  de  rencor.  Una  arruga  vertical  par¬ 
tía  sus  cejas.  Miró  á  Desnoyers  con  ferocidad,  como  si 
le  hiciese  responsable  de  su  muerte  y  de  la  desgracia  de 
su  familia.  Durante  unos  minutos,  don  Marcelo  no  reco- 


286 


V.  BLASCO  IBANEZ 


noció  al  Blumhardt  dulce  y  familiar  de  poco  antes,  dán¬ 
dose  cuenta  de  las  transformaciones  que  la  guerra  rea¬ 
liza  en  los  hombres. 

Empezaba  el  ocaso,  cuando  un  suboficial — el  mismo 
de  la  Social-Democracia — llegó  corriendo,  en  busca  del 
comandante.  Desnoyers  no  podía  entenderle  por  hablar 
en  alemán,  pero  siguiendo  las  indicaciones  de  su  mano, 
vió  en  la  entrada  del  castillo,  más  allá  de  la  verja,  un 
grupo  de  gente  campesina  y  unos  cuantos  soldados  con 
fusiles.  Blumhardt,  después  de  corta  refiexión,  empren¬ 
dió  la  marcha  hacia  el  grupo,  y  don  Marcelo  fué  tras 
de  él. 

Vió  á  un  muchacho  del  pueblo  entre  dos  alemanes 
que  le  apuntaban  al  pecho  con  sus  bayonetas.  Estaba 
pálido,  con  una  palidez  de  cera.  Su  camisa,  sucia  de 
hollín,  aparecía  desgarrada  de  un  modo  trágico,  denun¬ 
ciando  los  manotones  de  la  lucha.  En  una  sien  tenía 
una  desolladura  que  manaba  sangre.  A  corta  distancia 
una  mujer  con  el  pelo  suelto,  rodeada  de  cuatro  niñas  y 
un  pequeñuelo,  todos  manchados  de  negro,  como  si  sur¬ 
giesen  de  un  depósito  de  carbón. 

La  mujer  hablaba  elevando  las  manos,  dando  gemi¬ 
dos  que  interrumpían  su  relato,  dirigiéndose  inútilmente 
á  los  soldados,  incapaces  de  entenderla.  El  suboficial  que 
mandaba  la  escolta  habló  en  alemán  con  el  comandante, 
y  mientras  tanto  la  mujer  se  dirigió  á  Desnoyers.  Mos¬ 
traba  una  repentina  serenidad  al  reconocer  al  dueño  del 
castillo,  como  si  éste  pudiese  salvarla. 

Aquel  mocetón  era  hijo  suyo.  Estaban  refugiados 
desde  el  día  anterior  en  la  cueva  de  su  casa  incendiada. 
El  hambre  les  había  hecho  salir,  luego  de  librarse  de 
una  muerte  por  asfixia.  Los  alemanes,  al  ver  á  su  hijo, 
lo  habían  golpeado  y  querían  fusilarlo,  como  fusilaban 
á  todos  los  mozos.  Creían  que  el  muchacho  tenía  veinte 
años:  lo  consideraban  en  edad  de  ser  soldado,  y  para 
que  no  se  incorporase  al  ejército  francés,  lo  iban  á 
matar. 

— ¡Es  mentira!— gritó  la  mujer — .  No  tiene  mas  que 
diez  y  ocho...  Tampoco  diez  y  ocho...  menos  aún:  sólo 
tiene  diez  y  siete. 

Se  volvía  á  otras  mujeres  que  iban  detrás  de  ella. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  287 


para  invocar  su  testimonio:  tristes  hembras  igualmente 
sucias,  con  el  rostro  ennegrecido  y  las  ropas  desgarra¬ 
das,  oliendo  á  incendio,  á  miseria,  á  cadáver.  Todas 
asentían,  agregando  sus  gritos  á  los  de  la  madre.  Al¬ 
gunas  extremaban  sus  declaraciones,  atribuyendo  al 
muchacho  diez  y  seis  años...  quince.  Y  á  este  coro  de 
femeniles  vociferaciones  se  unían  los  gemidos  de  los 
pequeños,  que  contemplaban  á  su  hermano  con  los  ojos 
agrandados  por  el  terror. 

El  comandante  examinó  al  prisionero  mientras  escu¬ 
chaba  al  suboficial.  Un  empleado  del  Municipio  había 
confesado  aturdidamente  que  tenía  veinte  años,  sin  pen¬ 
sar  que  con  esto  causaba  su  muerte. 

—  ¡Mentira! — repitió  la  madre,  adivinando  por  ins¬ 
tinto  lo  que  hablaban — .  Ese  hombre  se  equivoca...  Mi 
hijo  es  robusto,  parece  de  más  edad,  pero  no  tiene  veinte 
años...  El  señor,  que  lo  conoce,  puede  decirlo.  ¿No  es 
verdad,  señor  Desnoy ers? 

Al  ver  reclamado  su  auxilio  por  la  desesperación  ma¬ 
ternal,  creyó  don  Marcelo  que  debía  intervenir,  y  habló 
al  comandante.  Conocía  mucho  á  este  mozo — no  recor¬ 
daba  haberlo  visto  nunca — ,  y  le  creía  menor  de  veinte 
años. 

— Y  aunque  los  tuviera — añadió — ,  ¿es  eso  un  delito 
para  fusilar  á  un  hombre? 

Blumhardt  no  contestaba.  Desde  que  había  recobrado 
sus  funciones  de  mando  parecía  ignorar  la  existencia  de 
don  Marcelo.  Fué  á  decir  algo,  á  dar  una  orden,  pero  va¬ 
ciló.  Era  mejor  consultar  á  Su  Excelencia.  Y  viendo  que 
se  dirigía  ab  castillo,  Desnoyers  marchó  á  su  lado. 

— Comandante,  esto  no  puede  ser — comenzó  dicien¬ 
do — .  Esto  carece  de  sentido.  ¡Fusilar  á  un  hombre  por 
la  sospecha  de  que  pueda  tener  veinte  años!... 

Pero  el  comandante  callaba  y  seguía  caminando.  Al 
pasar  el  puente  oyeron  los  sonidos  del  piano.  Esto  pare¬ 
ció  de  buen  augurio  á  Desnoyers.  Aquel  artista  que  le 
conmovía  con  su  voz  apasionada  iba  á  decir  la  palabra 
salvadora. 

Al  entrar  en  el  salón  tardó  en  reconocer  á  Su  Exce¬ 
lencia.  Vió  un  hombre  ante  el  piano  llevando  por  toda 
vestidura  una  bata  japonesa,  un  kimono  femenil  de, 


288 


V.  BLASCO  IBANEZ 


color  rosa,  con  pájaros  de  oro,  perteneciente  á  su  Chi¬ 
chi.  En  otra  ocasión  hubiese  lanzado  una  carcajada  al 
contemplar  á  este  guerrero  enjuto,  huesoso,  de  ojos 
crueles,  sacando  por  las  mangas  sueltas  unos  brazos 
nervudos,  en  una  de  cuyas  muñecas  seguía  brillando 
la  pulsera  de  oro.  Había  tomado  el  baño  y  retardaba  el 
momento  de  recobrar  su  uniforme,  deleitándose  con  el 
sedoso  contacto  de  la  túnica  femenina,  igual  á  sus  ves¬ 
tiduras  orientales  de  Berlín.  Blumhardt  no  manifestó  la 
más  leve  extrañeza  ante  el  aspecto  de  su  general.  Ergui¬ 
do  militarmente  habló  en  su  idioma,  mientras  el  conde 
le  escuchaba  con  aire  aburrido,  pasando  sus  dedos  sobre 
las  teclas. 

Una  ventana  próxima  dejaba  visible  la  puesta  del 
sol,  envolviendo  en  un  nimbo  de  oro  al  piano  y  al  eje¬ 
cutante.  La  poesía  del  ocaso  entraba  por  ella:  susurros 
del  ramaje,  cantos  moribundos  de  pájaros,  zumbidos  de 
insectos  que  brillaban  como  chispas  bajo  el  último  rayo 
solar.  Su  Excelencia,  viendo  interrumpido  su  ensueño 
melancólico  por  la  inoportuna  visita,  cortó  el  relato  del 
comandante  con  un  gesto  de  mando  y  una  palabra... 
una  sola.  No  dijo  más.  Dió  dos  chupadas  á  un  cigarrillo 
turco  que  chamuscaba  lentamente  la  madera  del  piano, 
y  sus  manos  volvieron  á  caer  sobre  el  marfil,  reanu¬ 
dando  la  improvisación  vaga  y  tierna  inspirada  por  el 
crepúsculo. 

— Gracias,  Excelencia — dijo  el  viejo,  adivinando  su 
magnánima  respuesta. 

El  comandante  había  desaparecido.  Tampoco  le  en¬ 
contró  fuera  de  la  casa.  Un  soldado  trotaba  cerca  de  la 
verja  para  transmitir  la  orden.  Vió  cómo  la  escolta  re¬ 
pelía  con  las  culatas  al  grupo  vociferante  de  mujeres  y 
chiquillos.  Quedó  limpia  la  entrada.  Todos  se  alejaban 
indudablemente  hacia  el  pueblo  después  del  perdón  del 
general...  Estaba  en  mitad  de  la  avenida,  cuando  sonó 
un  aullido  compuesto  de  muchas  voces,  un  grito  espe¬ 
luznante  como  sólo  puede  lanzarlo  la  desesperación  fe¬ 
menil.  Al  mismo  tiempo  conmovieron  el  aire  fuertes  tra¬ 
llazos,  un  crepitamiento  que  conocía  desde  el  día  ante¬ 
rior.  ¡Tiros!...  Adivinó  al  otro  lado  de  la  verja  un  rudo 
vaivén  de  personas,  unas  retorciéndose  contenidas  por 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  289 


fuertes  brazos,  otras  huyendo  con  el  galope  del  miedo. 
Vio  correr  hacia  él  una  mujer  despavorida,  con  las  ma¬ 
nos  en  la  cabeza,  lanzando  gemidos.  Era  la  esposa  del 
conserje,  que  se  había  agregado  poco  antes  al  grupo  de 
mujeres. 

—  ¡No  vaya,  señor! — gritó,  cortándole  el  paso — .  Lo 
han  matado...  acaban  de  fusilarle. 

Don  Marcelo  quedó  inmóvil  por  la  sorpresa.  ¡Fusila¬ 
do!...  ¿Y  la  palabra  del  general?...  Corrió  hacia  el  casti¬ 
llo  sin  darse  cuenta  de  lo  que  hacía,  y  se  vió  de  pronto 
en  el  salón.  Su  Excelencia  continuaba  ante  el  piano. 
Ahora  cantaba  á  media  voz,  con  los  ojos  húmedos  por 
la  poesía  de  sus  recuerdos.  Pero  el  viejo  no  podía  escu¬ 
charle. 

— Excelencia:  lo  han  fusilado...  Acaban  de  matarle, 
á  pesar  de  la  orden. 

La  sonrisa  del  jefe  le  hizo  comprender  de  pronto  su 
engaño. 

— Es  la  guerra,  querido  señor  —  dijo  cesando  de  to¬ 
car — .  La  guerra  con  sus  crueles  necesidades...  Siempre 
es  prudente  suprimir  al  enemigo  de  mañana. 

Y  con  aire  pedantesco,  como  si  diese  una  lección, 
habló  de  los  orientales,  grandes  maestros  en  el  arte  de 
saber  vivir.  Uno  de  los  personajes  más  admirados  por 
él  era  cierto  sultán  de  la  conquista  turca,  que  estrangu¬ 
laba  con  sus  propias  manos  á  los  hijos  de  los  adversa¬ 
rios.  «Nuestros  enemigos  no  vienen  al  mundo  á  caballo 
y  empuñando  la  lanza — decía  el  héroe — .  Nacen  niños, 
como  todos,  y  es  oportuno  suprimirlos  antes  de  que 
crezcan.» 

Desnoyers  le  escuchaba  sin  entenderle.  Una  idea 
única  ocupaba  su  pensamiento.  ¡Y  aquel  hombre  que  él 
creía  bueno,  aquel  sentimental  que  se  enternecía  can¬ 
tando  ,  había  dado  fríamente ,  entre  dos  arpegios ,  su 
orden  de  muerte!... 

El  conde  hizo  un  gesto  de  impaciencia.  Podía  reti¬ 
rarse,  y  le  aconsejaba  que  en  adelante  fuese  discreto, 
evitando  el  inmiscuirse  en  los  asuntos  del  servicio. 
Luego  le  volvió  la  espalda  é  hizo  correr  las  manos  sobre 
el  piano,  entregándose  á  su  melancolía  armoniosa. 

Empezó  para  don  Marcelo  una  vida  absurda  que  iba 


290 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


á  durar  cuatro  días,  durante  los  cuales  se  sucedieron 
los  más  extraordinarios  acontecimientos.  Este  período 
representó  en  su  historia  un  largo  paréntesis  de  estupe¬ 
facción,  cortado  por  horribles  visiones. 

No  quiso  encontrarse  más  con  aquellos  hombres,  y 
huyó  de  su  propio  dormitorio,  refugiándose  en  el  último 
piso,  en  un  cuarto  de  doméstico,  cerca  del  que  había  es¬ 
cogido  la  familia  del  conserje.  En  vano  la  buena  mujer 
le  ofreció  comida  al  cerrar  la  noche:  no  sentía  apetito. 
Estaba  tendido  en  la  cama.  Prefería  la  obscuridad  v  el 

t/ 


1 


verse  á  solas  con  sus  pensamientos.  ¡Cuándo  terminaría 
esta  angustia!... 

Se  acordó  de  un  viaje  que  había  hecho  á  Londres 
años  antes.  Veía  con  la  imaginación  el  Museo  Británico 
y  ciertos  relieves  asirios  que  le  habían  llenado  de  pavor, 
como  restos  de  una  humanidad  bestial.  Los  guerreros 
incendiaban  las  poblaciones,  los  prisioneros  eran  dego¬ 
llados  en  montón,  la  muchedumbre  campesina  y  pacífica 
marchaba  en  filas  con  la  cadena  al  cuello,  formando  ris¬ 
tras  de  esclavos.  Nunca  había  reconocido  como  en  ac[uel 
momento  la  grandeza  de  la  civilización  presente.  Toda¬ 
vía  surgían  guerras  de  vez  en  cuando,  pero  habían  sido 
reglamentadas  por  el  progreso.  La  vida  de  los  prisione¬ 
ros  resultaba  sagrada,  los  pueblos  debió n  ser  respeta¬ 
dos,  existía  todo  un  cuerpo  de  leyes  internacionales  para 
reglamentar  cómo  deben  matarse  los  hombres  y  comba¬ 
tirse  las  naciones,  causándose  el  menor  daño  posible... 
Pero  ahora  acababa  de  ver  la  realidad  de  la  guerra.  ¡Lo 
mismo  que  miles  de  años  antes!  Los  hombres  con  casco 
procedían  de  igual  modo  que  los  sátrapas  perfumados 
y  feroces  de  mitra  azul  y  barba  anillada.  El  adversario 
era  fusilado  aunque  no  tuviese  armas;  el  prisionero  mo¬ 
ría  á  culatazos;  las  poblaciones  civiles  emprendían  en 
masa  el  camino  de  Alemania,  como  los  cautivos  de  otros 
siglos.  ¿De  qué  había  servido  el  llamado  progreso?  ¿Dón¬ 
de  estaba  la  civilización?... 

Despertó  al  recibir  en  sus  ojos  la  luz  de  una  bujía. 
La  mujer  del  conserje  había  subido  otra  vez  para  pre¬ 
guntarle  si  necesitaba  algo. 

— ¡Qué  noche!...  Oigalos  cómo  gritan  y  cantan.  ¡Las 
botellas  que  llevan  bebidas!...  Están  en  el  comedor. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  291 


Es  preferible  que  usted  no  los  vea...  Ahora  se  divier¬ 
ten  rompiendo  los  muebles.  Hasta  el  conde  está  borra¬ 
cho;  borracho  también  ese  jefe  que  hablaba  con  us¬ 
ted,  y  los  demás.  Algunos  de  ellos  bailan  medio  des¬ 
nudos. 

Deseaba  callarse  ciertos  detalles,  pero  su  verbosidad 
femenil  saltó  por  encima  de  estos  propósitos  discretos. 
Algunos  oficiales  jóvenes  se  habían  disfrazado  con  som¬ 
breros  y  vestidos  de  las  señoras  y  danzaban  dando  gri-  • 
tos  é  imitando  los  contoneos  femeniles.  Uno  de  ellos  era 
saludado  con  un  rugido  de  entusiasmo  al  presentarse 
sin  otro  traje  que  una  «combinación»  interior  de  la  se¬ 
ñorita  Chichi...  Muchos  gozaban  un  placer  maligno  al 
depositar  los  residuos  digestivos  sobre  las  alfombras  ó 
en  los  cajones  de  los  muebles,  emt)leando  para  limpiarse 
los  lienzos  finos  que  encontraban  á  mano. 

El  dueño  la  hizo  callar.  ¿Para  qué  enterarle  de  todo 
esto?... 

— ¡Y  nosotros  obligados  á  servirles!... — continuó  gi¬ 
miendo  la  mujer — .  Están  locos:  parecen  otros  hombres. 
Los  soldados  dicen  que  se  marchan  al  amanecer.  Hay 
una  gran  batalla,  van  á  ganarla,  pero  todos  necesitan 
pelear  en  ella...  Mi  pobre  marido  ya  no  puede  más. 
Tantas  humillaciones...  Y  mi  hija...  ¡mi  hija!... 

Esta  era  su  mayor  preocupación.  La  tenía  oculta, 
pero  seguía  con  inquietud  las  idas  y  venidas  de  algunos 
de  estos  hombres  enfurecidos  por  el  alcohol.  De  todos,  el 
más  temible  era  aquel  jefe  que  acariciaba  paternalmente 
á  Georgette. 

El  miedo  por  la  seguridad  de  su  hija  le  hizo  mar¬ 
charse  después  de  lanzar  nuevos  lamentos. 

— Dios  no  se  acuerda  del  mundo...  ¡Ay,  qué  será  de 
nosotros! 

Ahora  permaneció  desvelado  don  Marcelo.  Por  la 
ventana  abierta  entraba  la  luz  tenue  de  una  noche  se¬ 
rena.  Seguía  el  cañoneo,  prolongándose  el  combate  en 
la  obscuridad.  Al  pie  del  castillo  entonaban  los  soldados 
un  cántico  lento  y  melódico  que  parecía  un  salmo.  Del 
interior  del  edificio  subió  hasta  él  un  estrépito  de  carca¬ 
jadas  brutales,  ruido  de  muebles  que  se  rompían,  corre¬ 
teos  de  regocijada  persecución.  ¿Cuándo  podría  salir  de 


292 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

este  infierno?...  Transcurrió  mucho  tiempo;  no  llegó  á 
dormirse,  pero  fué  perdiendo  poco  á  poco  la  noción  de 
lo  que  le  rodeaba.  De  pronto  se  incorporó.  Cerca  de  él, 
en  el  mismo  piso,  una  puerta  se  había  rajado  con  sordo 
crujido,  no  pudiendo  resistir  varios  empujones  formida¬ 
bles.  Sonaron  gritos  de  mujer,  llantos,  súplicas  desespe¬ 
radas,  ruido  de  lucha,  pasos  vacilantes,  choques  de  cuer¬ 
pos  contra  las  paredes.  Tuvo  el  presentimiento  de  que 
era  Georgette  la  que  gritaba  y  se  defendía.  Antes  de  po¬ 
ner  los  pies  en  el  suelo  oyó  una  voz  de  hombre,  la  de  su 
conserje,  estaba  seguro: 

— ¡Ah,  bandido!... 

Luego  el  estrépito  de  una  segunda  lucha...  un  tiro... 
silencio. 

Al  salir  al  amplio  corredor  que  terminaba  en  la  es¬ 
calera,  vió  luces  y  muchos  hombres  que  subían  en  tro¬ 
pel  saltando  los  peldaños.  Casi  cayó  al  tropezar  con  un 
cuerpo  del  que  se  escapaba  un  rugido  de  agonía.  El 
conserje  estaba  á  sus  pies,  agitando  el  pecho  con  movi¬ 
miento  de  fuelle.  Tenía  los  ojos  vidriosos  y  desmesura¬ 
damente  abiertos;  su  boca  se  cubría  de  sangre...  Junto 
á  él  brillaba  un  cuchillo  de  cocina.  Después  vió  á  un 
hombre  con  un  revólver  en  la  diestra,  conteniendo  al 
mismo  tiempo  con  la  otra  mano  una  puerta  rota  que 
alguien  intentaba  abrir  desde  dentro.  Lo  reconoció  á 
pesar  de  su  palidez  verdosa  y  del  extravío  de  su  mi¬ 
rada.  Era  Blumhardt,  un  Blumhardt  nuevo,  con  una 
expresión  bestial  de  orgullo  y  de  insolencia  que  infun¬ 
día  espanto. 

Se  lo  imaginó  recorriendo  el  castillo  en  busca  de  la 
presa  deseada,  la  inquietud  del  padre  siguiendo  sus  pa¬ 
sos,  los  gritos  de  la  muchacha,  la  lucha  desigual  entre 
el  enfermo  con  su  arma  de  ocasión  y  aquel  hombre  de 
guerra  sostenido  por  la  victoria.  La  cólera  de  los  años 
juveniles  despertó  en  él  audaz  y  arrolladora.  ¿Qué  le 
importaba  morir?... 

— ¡Ah,  bandido! — rugió  como  el  otro. 

Y  con  los  puños  cerrados  marchó  contra  el  alemán. 
Este  le  puso  el  revólver  ante  los  ojos,  sonriendo  fríamen¬ 
te.  Iba  á  disparar...  Pero  en  el  mismo  instante  Desnoyers 
cayó  al  suelo,  derribado  por  los  que  acababan  de  subir. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  293 


Recibió  varios  golpes;  las  pesadas  botas  de  los  invasores 
le  martillearon  con  su  taconeo.  Sintió  en  su  rostro  un 
chorro  caliente.  ¡Sangre!...  No  sabía  si  era  suya  ó  de 
aquel  cuerpo  en  el  que  se  iba  apagando  el  jadeo  mortal. 
Luego  se  vió  elevado  del  suelo  por  varias  manos  que  le 
empujaban  ante  un  hombre.  Era  Su  Excelencia,  con  el 
uniforme  desabrochado  y  oliendo  á  vino.  Sus  ojos  tem¬ 
blaban  lo  mismo  que  su  voz. 

— Mi  querido  señor — dijo  intentando  recobrar  su  iro¬ 
nía  mortificante — :  le  aconsejé  que  no  interviniese  en 
nuestras  cosas,  y  no  me  ha  hecho  caso.  Sufra  las  conse¬ 
cuencias  de  su  falta  de  discreción. 

Dió  una  orden,  y  el  viejo  se  sintió  impelido  escalera 
abajo  hasta  las  cuevas.  Los  que  le  conducían  eran  sol¬ 
dados  al  mando  de  un  suboficial.  Reconoció  al  socialista. 
El  joven  profesor  era  el  único  que  no  estaba  ebrio,  pero 
se  mantenía  erguido,  inabordable,  con  la  ferocidad  de 
la  disciplina. 

Lo  introdujo  en  una  pieza  abovedada  sin  otro  respi¬ 
radero  que  un  ventanuco  á  ras  del  suelo.  Muchas  bote¬ 
llas  rotas  y  dos  cajones  con  alguna  paja  era  todo  lo  que 
había  en  la  cueva. 

— Ha  insultado  usted  á  un  jefe — dijo  el  suboficial  ru¬ 
damente — ,  y  es  indudable  que  lo  fusilarán  al  amane¬ 
cer...  Su  única  salvación  consiste  en  que  siga  la  fiesta  y 
le  olviden. 

Como  la  puerta  estaba  rota,  lo  mismo  que  todas  las 
del  castillo,  hizo  colocar  ante  ella  un  montón  de  muebles 
y  cajones. 

Don  Marcelo  pasó  el  resto  de  la  noche  atormentado 
por  el  frío.  Era  lo  único  que  le  preocupaba  en  aquel 
momento.  Había  renunciado  á  la  vida;  hasta  la  imagen 
de  los  suyos  se  fué  borrando  de  su  memoria.  Trabajó 
en  la  obscuridad  para  acomodarse  sobre  los  dos  cajones, 
buscando  el  calor  de  la  paja.  Cuando  empezaba  á  soplar 
por  el  ventanillo  la  brisa  del  alba,  cayó  lentamente  en 
un  sueño  pesado,  un  sueño  embrutecedor,  igual  al  de  los 
condenados  á  muerte  ó  al  que  precede  á  una  mañana  de 
desafío.  Le  pareció  oir  gritos  en  alemán,  trotes  de  caba¬ 
llos,  un  rumor  lejano  de  redobles  y  silbidos  semejante 
al  que  producían  los  batallones  invasores  con  sus  pifa- 


294 


V.  BLANCO  IBAÑEZ 

nos  y  sus  tambores  planos...  Luego  perdió  por  completo 
la  sensación  de  lo  que  le  rodeaba. 

Al  abrir  otra  vez  sus  ojos,  un  rayo  de  sol  deslizándose 
por  el  ventanuco  trazaba  un  cuadrilátero  de  oro  en  la 
pared,  dando  un  regio  esplendor  á  las  telarañas  colgan¬ 
tes.  Alguien  removía  la  barricada  de  la  puerta.  Una  voz 
de  mujer,  tímida  y  angustiada,  le  llamó  repetidas  veces. 

— Señor,  ¿está  usted  ahí? 

Levantándose  de  un  salto,  quiso  prestar  ayuda  á 
este  trabajo  exterior,  y  empujó  la  puerta  vigorosamente. 
Pensó  que  los  invasores  se  habían  ido.  No  comprendía 
de  otro  modo  que  la  esposa  del  conserje  se  atreviese  á 
sacarle  de  su  encierro. 

— Sí,  se  han  marchado— dijo  ella — .  No  queda  nadie 
en  el  castillo. 

Al  encontrar  libre  la  salida  vió  don  Marcelo  á  la  po¬ 
bre  mujer  con  los  ojos  enrojecidos,  la  faz  huesosa,  el  pelo 
en  desorden.  La  noche  había  gravitado  sobre  su  exis¬ 
tencia  con  un  peso  de  muchos  años.  Toda  su  energía  se 
desvaneció  de  golpe  al  reconocer  al  dueño.  «¡Señor... 
señor!»,  gimió  convulsivamente.  Y  se  arrojó  en  sus  bra¬ 
zos  derramando  lágrimas. 

Don  Marcelo  no  deseaba  saber  nada:  tenía  miedo  á 
la  verdad.  Sin  embargo,  preguntó  por  el  conserje.  Ahora 
que  estaba  despierto  y  libre,  acarició  la  esperanza  mo¬ 
mentánea  de  que  todo  lo  visto  por  él  en  la  noche  ante¬ 
rior  fuese  una  pesadilla.  Tal  vez  vivía  aún  el  pobre 
hombre... 

— Le  mataron,  señor...  Lo  asesinó  aquel  militar  que 
parecía  bueno...  Y  no  sé  dónde  está  su  cuerpo:  nadie  ha 
querido  decírmelo. 

Tenía  la  sospecha  de  que  el  cadáver  estaba  en  el  foso. 
Las  aguas  verdes  y  tranquilas  se  habían  cerrado  miste¬ 
riosamente  sobre  esta  ofrenda  de  la  noche...  Desnoy ers 
adivinó  que  otra  desgracia  preocupaba  aún  más  á  la 
madre,  pero  se  mantuvo  en  púdico  silencio.  Pué  ella  la 
que  habló,  entre  exclamaciones  de  dolor...  Georgette 
estaba  en  el  pabellón;  había  huido  hoiTorizada  del  cas¬ 
tillo  al  marcharse  los  invasores.  Estos  la  habían  guar¬ 
dado  en  su  poder  hasta  el  último  momento. 

— Señor,  no  la  vea...  Tiembla  y  llora  al  pensar  que 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  295 


usted  puede  hablarle  luego  de  lo  ocurrido.  Está  loca; 
quiere  morir.  ¡Ay,  mi  hija!...  ¿Y  no  habrá  quien  castigue 
á  esos  monstruos?... 

Habían  salido  del  subterráneo  y  atravesaron  el  puen¬ 
te.  La  mujer  miró  con  fijeza  las  aguas  verdes  y  unidas. 
El  cadáver  de  un  cisne  fiotaba  sobre  ellas.  Antes  de 
partir,  mientras  ensillaban  sus  caballos,  dos  oficiales 
se  habían  entretenido  cazando  á  tiros  de  revólver  los 
habitantes  de  la  laguna.  Las  plantas  acuáticas  tenían 
sangre;  entre  sus  hojas  flotaban  unos  bullones  blancos 
y  flácidos,  como  lienzos  escapados  de  las  manos  de  una 
lavandera. 

Cambiaron  don  Marcelo  y  la  mujer  una  mirada  de 
lástima.  Se  compadecieron  mutuamente  al  contemplar 
á  la  luz  del  sol  su  miseria  y  su  envejecimiento. 

Ella  sintió  renacer  sus  energías  al  pensar  en  la  hija. 
El  paso  de  aquellas  gentes  lo  había  destruido  todo;  no 
quedaba  en  el  castillo  otro  alimento  que  unos  pedazos 
de  pan  duro  olvidados  en  la  cocina.  «Y  hay  que  vivir, 
señor...  Hay  que  vivir,  aunque  sólo  sea  para  ver  cómo 
los  castiga  Dios...»  El  viejo  levantó  los  hombros  con 
desaliento:  ¿Dios?...  Pero  aquella  mujer  tenía  razón:  ha¬ 
bía  que  vivir. 

Con  la  audacia  de  su  primera  juventud,  cuando 
navegaba  por  los  mares  infinitos  de  tierra  del  Nuevo 
Mundo  guiando  tropas  de  reses,  se  lanzó  fuera  de  su 
parque.  Vió  el  valle,  rubio  y  verde,  sonriendo  bajo  el 
sol;  los  grupos  de  árboles;  los  cuadrados  de  tierra  ama¬ 
rillenta  con  las  barbas  duras  del  rastrojo;  los  setos,  en 
los  que  cantaban  pájaros;  todo  el  esplendor  veraniego 
de  una  campiña  cultivada  y  peinada  durante  quince 
siglos  por  docenas  y  docenas  de  generaciones.  Y  sin 
embargo,  se  consideró  solo,  á  merced  del  destino,  ex¬ 
puesto  á  perecer  de  hambre;  más  solo  que  cuando  atra¬ 
vesaba  las  horrendas  alturas  de  los  Andes,  las  tortuosas 
cumbres  de  roca  y  nieve  envueltas  en  un  silencio  mor¬ 
tal,  interrumpido  de  tarde  en  tarde  por  el  aleteo  del 
cóndor.  Nadie...  Su  vista  no  distinguió  un  solo  punto 
movible:  todo  fijo,  inmóvil,  cristalizado,  como  si  se  con¬ 
trajese  de  pavor  entre  el  trueno  que  seguía  rodando  en 
el  horizonte. 


296 


V.  BLASCO  IBANEZ 


Se  encaminó  al  pueblo,  masa  de  paredones  negros  de 
la  que  emergían  varias  casuchas  intactas  y  un  campa¬ 
nario  sin  tejas,  con  la  cruz  torcida  por  el  fuego.  Nadie 
tampoco  en  sus  calles  sembradas  de  botellas,  de  made¬ 
ros  chamuscados,  de  cascotes  cubiertos  de  hollín.  Los 
cadáveres  habían  desaparecido,  pero  un  hedor  nausea¬ 
bundo  de  grasa  descompuesta,  de  carne  quemada,  pare¬ 
cía  agarrarse  á  las  fosas  nasales.  Lo  atravesó  todo,  hasta 
llegar  al  sitio  ocupado  por  la  barricada  de  los  dragones. 
Aún  estaban  las  carretas  á  un  lado  del  camino.  Vió  un 
montículo  de  tierra  en  el  mismo  lugar  del  fusilamiento. 
Dos  pies  y  una  mano  asomaban  á  ras  del  suelo.  Al 
aproximarse  se  desprendieron  unos  bultos  negros  de 
esta  fosa  poco  profunda  que  dejaba  al  descubierto  los 
cadáveres.  Un  tropel  de  alas  duras  batió  el  espacio, 
alejándose  con  g’raznidos  de  cólera. 

Volvió  sobre  sus  pasos.  Gritaba  ante  las  casas  menos 
destrozadas,  introducía  su  cabeza  por  puertas  y  venta¬ 
nas  limpias  de  obstáculos  ó  con  hojas  de  madera  á  me¬ 
dio  consumir.  ¿No  había  quedado  nadie  en  Villeblan- 
che?...  Columbró  entre  las  ruinas  algo  que  avanzaba 
á  gatas,  una  especie  de  reptil,  que  se  detenía  en  su 
arrastre  con  vacilaciones  de  miedo,  pronto  á  retroceder 
para  deslizarse  en  su  madriguera.  Súbitamente  tran¬ 
quilizada,  la  bestia  se  irguió.  Era  un  hombre,  un  viejo. 
Otras  larvas  humanas  fueron  surgiendo  al  conjuro  de 
sus  gritos,  pobres  seres  que  habían  renunciado  á  la  ver¬ 
ticalidad  que  denuncia  desde  lejos,  y  envidiaban  á  los 
organismos  inferiores  su  deslizamiento  por  el  polvo,  su 
prontitud  para  escurrirse  en  las  entrañas  de  la  tierra. 
Eran  mujeres  y  niños  en  su  mayor  parte,  todos  sucios, 
negros,  con  el  cabello  enmarañado,  el  ardor  de  los  ape¬ 
titos  bestiales  en  los  ojos,  el  desaliento  del  animal  débil 
en  la  mandíbula  caída.  Vivían  ocultos  en  los  escombros 
de  sus  casas.  El  miedo  les  había  hecho  olvidar  el  ham¬ 
bre;  pero  al  verse  libres  de  enemigos,  reaparecían  de 
golpe  todas  sus  necesidades  incubadas  por  las  horas  de 
angustia. 

Desnoyers  creyó  estar  rodeado  de  una  tribu  de  in¬ 
dios  famélicos  y  embrutecidos,  igual  á  las  que  había 
visto  en  sus  viajes  de  aventurero.  Traía  con  él  desde 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  297 


París  una  cantidad  de  piezas  de  oro,  y  sacó  una  mone¬ 
da,  haciéndola  brillar  al  sol.  Necesitaba  pan,  necesitaba 
todo  lo  que  fuese  comestible:  pagaría  sin  regatear. 

La  vista  del  oro  provocó  miradas  de  entusiasmo  y 
codicia;  pero  esta  impresión  fué  breve.  Los  ojos  acabaron 
por  contemplar  con  indiferencia  el  redondel  amarillo. 
Don  Marcelo  se  convenció  de  que  el  milagroso  fetiche 
había  perdido  su  poder.  Todos  entonaban  un  coro  de 
desgracias  y  horrores  con  voz  lenta  y  quejumbrosa,  como 
si  llorasen  ante  un  féretro:  «Señor,  han  muerto  á  mi  ma¬ 
rido...»  «Señor,  mis  hijos;  me  faltan  dos  hijos...»  «Señor, 
se  han  llevado  presos  á  todos  los  hombres;  dicen  que  es 
para  trabajar  la  tierra  en  Alemania...»  «Señor,  pan;  mis 
pequeños  se  mueren  de  hambre.» 

Una  mujer  lamentaba  algo  peor  que  la  muerte:  «¡Mi 
hija!...  ¡Mi  pobre  hija!»  Su  mirada  de  odio  y  de  locura 
denunciaba  la  tragedia  secreta;  sus  alaridos  y  lágrimas 
hacían  recordar  á  la  otra  madre  que  gritaba  lo  mismo 
en  el  castillo.  En  el  fondo  de  alguna  cueva  estaba  la  víc¬ 
tima,  rota  de  cansancio,  sacudida  por  el  delirio,  viendo 
todavía  la  sucesión  de  asaltantes  brutales  con  el  rostro 
dilatado  por  un  entusiasmo  simiesco. 

El  grupo  miserable  tendía  en  círculo  sus  manos  ha¬ 
cia  aquel  hombre  cuya  riqueza  conocían  todos.  Las 
mujeres  le  enseñaban  sus  criaturas  amarillentas,  con  los 
ojos  velados  por  el  hambre  y  una  respiración  apenas 
perceptible.  «Pan...  pan»,  imploraban,  como  si  él  pu¬ 
diese  hacer  un  milagro.  Entregó  á  una  madre  la  mone¬ 
da  que  tenía  entre  los  dedos.  Luego  dió  otras  piezas  de 
oro.  Las  guardaban  sin  mirarlas  y  seguían  su  lamento: 
«Pan...  pan.»  ¡Y  él  había  ido  hasta  allí  para  hacer  la 
misma  súplica!...  Huyó,  reconociendo  la  inutilidad  de 
su  esfuerzo. 

Cuando  regresaba,  desesperado,  á  su  propiedad,  en¬ 
contró  grandes  automóviles  y  hombres  á  caballo  que 
llenaban  el  camino  formando  larguísimo  convoy.  Se¬ 
guían  la  misma  dirección  que  él.  Al  entrar  en  su  parque, 
un  grupo  de  alemanes  estaba  tendiendo  los  hilos  de  una 
línea  telefónica.  Acababan  de  recorrer  las  habitaciones 
en  desorden  y  reían  á  carcajadas  leyendo  la  inscrip¬ 
ción  trazada  por  el  capitán  von  Hartrott:  «Se  ruega  no 


298 


V.  BLASCO  IBANEZ 


saquear...»  Encontraban  la  farsa  muy  ingeniosa,  muy 
germánica. 

El  convoy  invadió  el  parque.  Los  automóviles  y  fur¬ 
gones  llevaban  una  cruz  roja.  Un  hospital  de  sangre  iba 
á  establecerse  en  el  castillo.  Los  médicos,  vestidos  de 
verde  y  armados  lo  mismo  que  los  oficiales,  imitaban  su 
altivez  cortante,  su  repelente  tiesura.  Salían  de  los  fur¬ 
gones  centenares  de  camas  plegadizas,  alineándose  en 
las  diversas  piezas;  los  muebles  que  aún  quedaban  fue¬ 
ron  arrojados  en  montón  al  pie  de  los  árboles.  Grupos  de 
soldados  obedecían  con  prontitud  mecánica  las  órdenes 
breves  é  imperiosas.  Un  perfume  de  botica,  de  drogas 
concentradas,  se  esparció  por  las  habitaciones,  mezclán¬ 
dose  con  el  fuerte  olor  de  los  antisépticos  que  habían 
rociado  las  paredes  para  borrar  los  residuos  de  la  orgía 
nocturna.  Vió  después  mujeres  vestidas  de  blanco,  mu- 
cetonas  de  mirada  azul  y  pelo  de  cáñamo.  Tenían  un 
aspecto  grave,  duro,  austero,  implacable.  Empujaron  re¬ 
petidas  veces  á  Desnoy ers  como  si  no  le  viesen.  Parecían 
monjas,  pero  con  revólver  debajo  del  hábito. 

A  mediodía  empezaron  á  llegar  otros  automóviles, 
atraídos  por  la  enorme  bandera  blanca  con  una  cruz  roja 
que  había  empezado  á  ondear  en  lo  alto  del  castillo.  Ve¬ 
nían  de  la  parte  del  Mame;  su  metal  estaba  abollado  pc-A 
los  proyectiles;  sus  vidrios  tenían  roturas  en  forma  de 
estrella.  Bajaban  de  su  interior  hombres  y  más  hombres, 
unos  por  su  pie,  otros  en  camillas  de  lona;  rostros  páli¬ 
dos  y  rubicundos,  perfiles  aquilinos  y  achatados,  cabe¬ 
zas  rubias  y  cráneos  envueltos  eu  turbantes  blancos  con 
manchas  de  sangre;  bocas  que  reían  con  risa  de  bravata 
y  bocas  que  gemían  con  los  labios  azulados;  mandíbulas 
sostenidas  por  vendajes  de  momia;  gigantes  que  no  mos¬ 
traban  destrozos  aparentes  y  estaban  en  la  agonía;  cuer¬ 
pos  informes  rematados  por  una  testa  que  hablaba  y  fu¬ 
maba;  piernas  con  piltrafas  colgantes  que  esparcían  un 
líquido  rojo  entre  los  lienzos  de  la  primera  cura;  brazos 
que  pendían  inertes  como  ramas  secas;  uniformes  des¬ 
garrados  en  los  que  se  notaba  el  trágico  vacío  de  los 
miembros  ausentes. 

La  avalancha  de  dolor  se  esparció  por  el  castillo.  A 
las  pocas  horas,  todo  él  estaba  ocupado;  no  había  un  lo- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  299 


cho  libre;  las  últimas  camillas  quedaron  á  la  sombra  de 
los  árboles.  Funcionaban  los  teléfonos  incesantemente; 
los  operadores,  puestos  de  mandil,  iban  de  un  lado  á  otro, 
trabajando  con  rapidez;  la  vida  humana  era  sometida  á 
los  procedimientos  salvadores  con  rudeza  y  celeridad. 
Los  que  morían  dejaban  una  cama  libre  á  los  otros  que 
iban  llegando.  Desnoyers  vió  cestos  que  goteaban,  llenos 
de  carne  informe:  piltrafas,  huesos  rotos,  miembros  en¬ 
teros.  Los  portadores  de  estos  residuos  iban  al  fondo  de 
su  parque  para  enterrarlos  en  una  plazoleta  que  era  el 
lugar  favorito  de  las  lecturas  de  Chichi. 

Soldados  formando  parejas  llevaban  objetos  envuel¬ 
tos  en  sábanas  que  el  dueño  del  castillo  reconocía  como 
suyas.  Estos  bultos  eran  cadáveres.  El  parque  se  con¬ 
vertía  en  cementerio.  Ya  no  bastaba  la  plazoleta  para 
contener  los  muertos  y  los  residuos  de  las  curas:  nuevas 
fosas  se  iban  abriendo  en  las  inmediaciones.  Los  alema¬ 
nes  armados  de  palas  habían  buscado  auxiliares  para  su 
fúnebre  trabajo.  Una  docena  de  campesinos  prisioneros 
removían  la  tierra  y  ayudaban  en  la  descarga  de  los 
muertos.  Ahora  los  conducían  en  una  carreta  hasta  el 
borde  de  la  fosa,  cayendo  en  ella  como  los  escombros 
acarreados  de  una  demolición.  Don  Marcelo  sintió  un 
placer  monstruoso  al  considerar  el  número  creciente  de 
enemigos  desaparecidos,  pero  á  la  vez  lamentaba  esta 
avalancha  de  intrusos  que  iba  á  fijarse  para  siempre  en 
sus  tierras. 

Al  anochecer,  anonadado  por  tantas  emociones,  su¬ 
frió  el  tormento  del  hambre.  Sólo  había  comido  uno  de 
los  pedazos  de  pan  encontrados  en  la  cocina  por  la  viuda 
del  conserje.  El  resto  lo  había  dejado  para  ella  y  su  hija. 
Un  tormento  igual  al  del  hambre  representó  para  él  la 
desesperación  de  Georgette.  Al  verle  pretendía  escapar, 
avergonzada. 

—  ¡Que  no  me  vea  el  señor! — gemía,  ocultando  el 
rostro. 

Y  el  señor,  siempre  que  entraba  en  el  pabellón,  evi¬ 
taba  aproximarse  á  ella,  como  si  su  presencia  le  hiciese 
sentir  más  intensamente  el  recuerdo  del  ultraje. 

En  vano,  aguijoneado  por  la  necesidad,  se  dirigió  á 
algunos  médicos  que  hablaban  francés.  No  le  escucha- 


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V.  BLASCO  IBANEZ 


ron;  y  al  insistir  en  sus  peticiones,  lo  pusieron  á  distan-  1 
cia  con  rudo  manotón...  ¡El  no  iba  á  perecer  de  hambre  t 
en  medio  de  sus  propiedades!  Aquellas  gentes  comían:  I 
las  duras  enfermeras  se  habían  instalado  en  su  cocina...  i 
Pero  transcurrió  el  tiempo  sin  encontrar  quien  se  apia-  i 
dase  de  su  persona,  arrastrando  su  debilidad  de  un  lado  ¡ 
á  otro,  viejo  con  una  vejez  de  miseria,  sintiendo  en  todo 
su  cuerpo  la  impresión  de  los  golpes  recibidos  en  la  no-  ^ 
che  anterior.  Conoció  el  tormento  del  hambre  como  no  lo  i 
había  sufrido  nunca  en  sus  viajes  por  las  llanuras  desier-  , 
tas,  el  hambre  entre  los  hombres,  en  un  país  civilizado,  • 
llevando  sobre  su  cuerpo  un  cinto  lleno  de  oro,  rodeado 
de  tierras  y  edificios  que  eran  suyos,  pero  de  los  que 
disponían  otros  que  no  se  dignaban  entenderle.  ¡Y  para  ; 
llegar  á  esta  situación  al  término  de  su  vida  había  ama- 
sado  millones  y  había  vuelto  á  Europa!...  ¡Ah,  ironía  de  ; 
la  suerte!...  i 

Vió  á  un  sanitario  que,  con  la  espalda  apoyada  en  un  | 
tronco,  iba  á  devorar  un  pan  y  un  pedazo  de  embutido.  | 
Sus  ojos  envidiosos  examinaron  á  este  hombre,  grande,  | 
cuadrado,  de  mandíbula  fuerte  cubierta  por  la  florescen-  | 
cia  de  una  barba  roja.  Avanzó  con  muda  invitación  una  ; 
moneda  de  oro  entre  sus  dedos.  Brillaron  los  ojos  del  3 
alemán  al  ver  el  oro;  una  sonrisa  beatífica  dilató  su  boca  ' 
casi  de  oreja  á  oreja.  j 

— la — dijo  comprendiendo  la  mímica. 

Y  le  entregó  sus  comestibles,  tomando  la  moneda. 

Don  Marcelo  comenzó  á  tragar  con  avidez.  Nunca  ■ 
había  saboreado  la  sensualidad  de  la  alimentación  como  ^ 
en  aquel  instante,  en  medio  de  su  jardín  convertido  en 
cementerio,  frente  á  su  castillo  saqueado,  donde  gemían 
y  agonizaban  centenares  de  seres.  Un  brazo  gris  pasó 
ante  sus  ojos.  Era  el  alemán,  que  volvía  con  dos  panes 
y  un  pedazo  de  carne  arrebatados  de  la  cocina.  Eepitió 
su  sonrisa:  «¿laf...»  Y  luego  de  entregarle  el  viejo  una 
segunda  moneda  de  oro,  pudo  ofrecer  estos  alimentos  á  : 
las  dos  mujeres  refugiadas  en  el  pabellón.  i 

Durante  la  noche — una  noche  de  penoso  desvelo  cor¬ 
tado  iDor  visiones  de  horror — creyó  que  se  aproximaba 
el  rugido  de  la  artillería.  Era  una  diferencia  apenas 
perceptible;  tal  vez  un  efecto  del  silencio  nocturno,  que 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  301 


aumentaba  la  intensidad  de  los  sonidos.  Los  automóviles 
seguían  llegando  del  frente,  soltaban  su  cargamento  de 
carne  destrozada  y  volvían  á  partir.  Desnoy ers  pensó 
que  su  castillo  no  era  mas  que  uno  de  los  muclios  hospi¬ 
tales  establecidos  en  una  línea  de  más  de  cien  kilóme- 
!  tros,  y  que  al  otro  lado,  detrás  de  los  franceses,  existían 
centros  semejantes  y  en  todos  ellos  reinaba  igual  acti¬ 
vidad,  sucediéndose  con  aterradora  frecuencia  las  re¬ 
mesas  de  hombres  moribundos.  Muchos  no  conseguían 
siquiera  el  consuelo  de  verse  recogidos:  aullaban  en 
medio  del  campo,  hundiendo  en  el  polvo  ó  en  el  barro 
sus  miembros  sangrientos,  expiraban  revolcándose  en 
sus  propias  entrañas...  Y  don  Marcelo,  que  horas  antes 
se  consideraba  el  ser  más  infeliz  de  la  creación,  experi¬ 
mentó  una  alegría  cruel  al  pensar  en  tantos  miles  de 
hombres  vigorosos  deshechos  por  ía  muerte  que  podían 
envidiar  su  vejez  sana,  la  tranquilidad  con  que  estaba 
tendido  en  aquel  lecho. 

A  la  mañana  siguiente,  el  sanitario  le  esperaba  en  el 
mismo  sitio  con  una  servilleta  llena.  ¡Barbudo  servicial 
y  bueno!...  Le  ofreció  una  moneda  de  oro. 

— Nein — contestó  estirando  su  boca  con  una  sonrisa 
maliciosa. 

Dos  rodajas  brillantes  aparecieron  en  los  dedos  de 
don  Marcelo.  Otra  sonrisa,  «Nein»^  y  un  movimiento  ne¬ 
gativo  de  cabeza.  ¡Ah,  ladrón!  ¡Cómo  abusaba  de  su  ne¬ 
cesidad!...  Y  sólo  cuando  le  hubo  entregado  cinco  mone- 
nedas  pudo  adquirir  el  paquete  de  víveres. 

Pronto  notó  en  torno  de  su  persona  una  conspiración 
sorda  y  astuta  para  apoderarse  de  su  dinero.  Un  gigante 
con  galones  de  sargento  le  puso  una  pala  en  la  mano, 
empujándole  rudamente.  Se  vió  en  el  rincón  de  su  par¬ 
que  convertido  en  cementerio,  junto  á  la  carreta  de  los 
cadáveres;  tuvo  que  remover  la  tierra  propia  confundido 
con  aquellos  prisioneros  exasperados  por  la  desgracia, 
que  le  trataban  como  un  igual. 

Volvió  los  ojos  para  no  ver  los  cadáveres  rígidos  y 
grotescos  que  asomaban  sobre  su  cabeza,  al  borde  del 
hoyo,  pronto  á  derramarse  en  el  fondo  de  éste.  El  suelo 
exhalaba  un  hedor  insufrible.  Había  empezado  la  des¬ 
composición  de  los  cuerpos  en  las  fosas  inmediatas.  La 


302 


V.  BLASCO  IBANEZ 


persistencia  con  que  le  acosaban  sus  guardianes  y  la 
sonrisa  marrullera  del  sargento  le  hicieron  adivinar  el 
chantage.  El  sanitario  de  las  barbas  debía  tener  parte  en 
todo  esto.  Soltó  la  pala,  llevándose  una  mano  al  bolsillo 
con  gesto  de  invitación.  «Ja»,  dijo  el  sargento.  Y  luego 
de  entregar  unas  monedas  pudo  alejarse  y  vagar  libre¬ 
mente.  Sabía  lo  que  le  esperaba:  aquellos  hombres  iban 
á  someterle  á  una  explotación  implacable, 
í'  Transcurrió  un  día  más,  igual  al  anterior.  En  la  ma¬ 
ñana  del  siguiente,  sus  sentidos,  afinados  por  la  inquie¬ 
tud,  le  hicieron  adivinar  algo  extraordinario.  Los  auto¬ 
móviles  llegaban  y  partían  con  mayor  rapidez;  se  no¬ 
taba  desorden  y  azoramiento  en  el  personal.  Sonaban 
los  teléfonos  con  una  precipitación  loca;  los  heridos  pa¬ 
recían  más  desalentados.  El  día  anterior  los  había  que 
cantaban  al  bajar  de  los  vehículos,  engañando  su  dolor 
con  risas  y  bravatas.  Hablaban  de  la  victoria  próxima, 
lamentando  no  presenciar  la  entrada  en  París.  Ahora 
todos  permanecían  silenciosos,  con  gesto  de  enfurruña- 
miento,  pensando  en  la  propia  suerte,  sin  preocuparse 
de  lo  que  dejaban  á  su  espalda. 

Fuera  del  parque  zumbó  un  ruido  de  muchedumbre. 
Negrearon  los  caminos.  Empezaba  otra  vez  la  invasión, 
pero  con  movimiento  de  reflujo.  Pasaron  durante  horas 
enteras  rosarios  de  camiones  grises  entre  los  bufidos 
de  sus  motores  fatigados.  Luego,  regimientos  de  infan¬ 
tería,  escuadrones,  baterías  rodantes.  Marchaban  lenta¬ 
mente,  con  una  lentitud  que  desconcertaba  á  Desnoy ers, 
no  sabiendo  si  este  retroceso  era  una  fuga  ó  un  cambio 
de  posición.  Lo  único  que  le  satisfacía  era  el  gesto  em¬ 
brutecido  y  triste  de  los  soldados,  el  mutismo  sombrío 
de  los  oficiales.  Nadie  gritaba;  todos  parecían  haber 
olvidado  el  jNach  París!  El  monstruo  verdoso  conser¬ 
vaba  aún  el  armado  testuz  al  otro  lado  del  Mame,  pero 
su  cola  empezaba  á  contraer  los  anillos  con  ondulacio¬ 
nes  inquietas. 

Después  de  cerrar  la  noche  continuó  el  repliegue  de 
las  tropas.  El  cañoneo  parecía  aproximarse.  Algunos 
truenos  sonaban  tan  inmediatos,  que  hacían  temblar  los 
vidrios  de  las  ventanas.  Un  campesino  fugitivo  se  refu¬ 
gió  en  el  parque  y  pudo  dar  noticias  á  don  Marcelo.  Los 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  303 


alemanes  se  retiraban.  Algunas  de  sus  baterías  se  ha¬ 
bían  establecido  en  la  orilla  del  Mame  para  intentar 
una  nueva  resistencia.  Y  el  recién  llegado  se  quedó,  sin 
llamar  la  atención  de  los  invasores,  que  días  antes  fusi¬ 
laban  á  la  menor  sospecha. 

Se  había  perturbado  visiblemente  el  funcionamiento 
mecánico  de  su  disciplina.  Médicos  y  enfermeros  corrían 
de  un  lado  á  otro  dando  gritos,  profiriendo  juramentos 
cada  vez  que  llegaba  un  nuevo  automóvil.  Ordenaban 
al  conductor  que  siguiese  adelante,  hasta  otro  hospital 
situado  á  retaguardia.  Habían  recibido  orden  de  eva¬ 
cuar  el  castillo  aquella  misma  noche. 

A  pesar  de  la  prohibición,  uno  de  los  carruajes  se 
libró  de  su  cargamento  de  heridos.  Tal  era  el  estado  de 
éstos,  que  los  médicos  los  aceptaron,  juzgando  inútil  que 
continuasen  su  viaje.  Quedaron  en  el  jardín,  tendidos  en 
las  mismas  camillas  de  lona  que  ocupaban  dentro  del 
vehículo.  A  la  luz  de  las  linternas,  Desnoyers  reconoció 
á  uno  de  los  moribundos.  Era  el  secretario  de  Su  Exce¬ 
lencia,  el  profesor  socialista  que  le  había  encerrado  en 
la  cueva. 

Viendo  al  dueño  del  castillo,  sonrió  como  si  encon¬ 
trase  á  un  compañero.  Era  el  único  rostro  conocido  entre 
todas  aquellas  gentes  que  hablaban  su  idioma.  Estaba 
pálido,  con  las  facciones  enjutas  y  un  velo  impalpable 
sobre  los  ojos.  No  tenía  heridas  visibles,  pero  debajo  del 
capote  tendido  sobre  su  vientre,  las  entrañas,  deshechas 
en  espantosa  carnicería,  exhalaban  un  hedor  de  cemen¬ 
terio.  La  presencia  de  Desnoyers  le  hizo  adivinar  adónde 
le  habían  llevado,  y  poco  á  poco  coordinó  sus  recuerdos. 
Como  si  al  viejo  pudiera  interesarle  el  paradero  de  sus 
camaradas,  habló  con  voz  tenue  y  trabajosa  que  á  él  le 
parecía  sin  duda  natural...  ¡Mala  suerte  la  de  su  briga¬ 
da!  Habían  llegado  al  frente  en  un  momento  de  apuro, 
para  ser  lanzados  como  tropa  de  refresco.  Muerto  el 
comandante  Blumhardt  en  los  primeros  instantes:  un 
proyectil  de  75  se  le  había  llevado  la  cabeza.  Muertos 
casi  todos  los  oficiales  que  se  habían  alojado  en  el  cas¬ 
tillo.  Su  Excelencia  tenía  la  mandíbula  arrancada  por 
un  casco  de  obús.  Lo  había  visto  en  el  suelo  rugiendo 
de  dolor,  sacándose  del  pecho  un  retrato  que  intentaba 


304 


V.  BLASCO  IBANEZ 


besar  con  su  boca  rota.  El  tenía  el  vientre  destrozado 
por  el  mismo  obús.  Había  estado  cuarenta  y  dos  horas 
en  el  campo  sin  que  lo  recogiesen... 

Y  con  una  avidez  de  universitario  que  quiere  verlo 
todo  y  explicárselo  todo,  añadió  en  este  momento  supre¬ 
mo,  con  la  tenacidad  del  que  muere  hablando: 

— Triste  guerra,  señor...  Faltan  elementos  de  juicio 
para  decidir  quién  es  el  culpable...  Cuando  la  guerra 
termine,  habrá...  habrá... 

Cerró  los  ojos,  desvanecido  por  su  esfuerzo.  Desno- 
yers  se  alejó.  ¡Infeliz!  Colocaba  la  hora  de  la  justicia  en 
la  terminación  de  la  guerra,  y  mientras  tanto,  era  él 
quien  terminaba,  desapareciendo  con  todos  sus  escrúpu¬ 
los  de  razonador  lento  y  disciplinado. 

Esta  noche  no  durmió.  Temblaban  las  paredes  del 
pabellón,  se  movían  los  vidrios  con  crujidos  de  fractu¬ 
ra,  suspiraban  inquietas  las  dos  mujeres  en  la  pieza  in¬ 
mediata.  Al  estrépito  de  los  disparos  alemanes  se  unían 
otras  explosiones  más  cercanas.  Adivinó  los  estallidos 
de  los  proyectiles  franceses  que  llegaban  buscando  á  la 
artillería  enemiga  por  encima  del  Mame. 

Su  entusiasmo  empezaba  á  resucitar,  la  posibilidad 
de  una  victoria  apuntó  en  su  pensamiento.  Pero  estaba 
tan  deprimido  por  su  miserable  situación,  que  inmedia¬ 
tamente  desechó  tal  esperanza.  Los  suyos  avanzaban, 
joero  su  avance  no  representaba  tal  vez  mas  que  una 
ventaja  local...  ¡Era  tan  extensa  la  línea  de  batalla!... 
Iba  á  ocurrir  lo  que  en  1870:  el  valor  francés  alcanzaría 
victorias  parciales,  modificadas  á  última  hora  por  la  es¬ 
trategia  de  los  enemigos  hasta  convertirse  en  derrotas. 

Después  de  media  noche  cesó  el  cañoneo,  pero  no 
por  esto  se  restableció  el  silencio.  Rodaban  automóviles 
ante  el  pabellón  entre  gritos  de  mando.  Debía  ser  el 
convoy  sanitario  que  evacuaba  el  castillo.  Luego,  cerca 
del  amanecer,  un  estrépito  de  caballos,  de  máquinas  ro¬ 
dantes,  pasó  la  verja,  haciendo  temblar  el  suelo.  Media 
hora  después  sonó  el  trote  humano  de  una  multitud  que 
marchaba  aceleradamente,  perdiéndose  en  las  profundi¬ 
dades  del  parque. 

Amanecía  cuando  saltó  del  lecho.  Lo  primero  que 
vió  al  salir  del  pabellón  fué  la  bandera  de  la  Cruz  Roja 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  305 


l 


que  seguía  ondeando  en  lo  alto  del  castillo.  Ya  no  había 
camillas  debajo  de  los  árboles.  En  el  puente  encontró 
varios  sanitarios  y  uno  de  los  médicos.  El  hospital  se 
había  marchado  con  todos  los  heridos  transportables. 
Sólo  quedaban  en  el  edificio,  bajo  la  vigilancia  de  una 
sección,  los  más  graves,  los  que  no  podían  moverse. 
Las  walkyrias  de  la  sanidad  habían  desaparecido  igual¬ 
mente. 

El  barbudo  era  de  los  que  se  habían  quedado,  y  al 
ver  de  lejos  á  don  Marcelo  sonrió,  desapareciendo  inme¬ 
diatamente.  A  los  pocos  momentos  reaparecía  con  las 
manos  llenas.  Nunca  su  presente  había  sido  tan  gene¬ 
roso.  Presintió  el  viejo  una  gran  exigencia,  pero  al  lle¬ 
varse  la  mano  al  bolsillo,  el  sanitario  le  contuvo: 

— Nein...  Nein. 

¿Qué  generosidad  era  aquella?...  El  alemán  insistió 
en  su  negativa.  La  boca  enorme  se  dilataba  con  una  son¬ 
risa  amable;  sus  manazas  se  posaron  en  los  hombros  de 
don  Marcelo.  Parecía  un  perro  bueno,  un  perro  humilde 
que  acaricia  á  un  transeúnte  para  que  le  lleve  con  él. 
«■Franzosen...  Franzosen.»  No  sabía  decir  más,  pero  se 
adivinaba  en  sus  palabras  el  deseo  de  hacer  comprender 
que  había  sentido  siempre  gran  simpatía  por  los  fran¬ 
ceses.  Algo  importante  estaba  ocurriendo;  el  aire  malhu¬ 
morado  de  los  que  permanecían  en  la  puerta  del  casti¬ 
llo,  la  repentina  obsequiosidad  de  este  rústico  con  uni¬ 
forme,  lo  daban  á  entender. 

Más  allá  del  edificio  vió  soldados,  muchos  soldados. 
Un  batallón  de  infantería  se  había  esparcido  á  lo  largo 
de  las  tapias,  con  sns  furgones  y  sus  caballos  de  tiro  y 
de  montar.  Los  soldados  manejaban  picos,  abriendo  aspi¬ 
lleras  en  la  pared,  cortando  su  borde  en  forma  de  alme¬ 
nas.  Otros  se  arrodillaban  ó  sentaban  junto  á  las  abertu¬ 
ras,  despojándose  de  la  mochila  para  estar  más  desem¬ 
barazados.  A  lo  lejos  sonaba  el  cañón,  y  en  el  intervalo 
de  sus  detonaciones  un  chasquido  de  tralla,  un  burbujeo 
de  aceite  frito,  un  crujir  de  molino  de  café,  el  crepita- 
miento  incesante  de  fusiles  y  ametralladoras.  El  fresco 
de  la  mañana  cubría  los  hombres  y  las  cosas  de  un 
brillo  de  humedad.  Sobre  los  campos  flotaban  vedijas 
de  niebla,  dando  á  los  objetos  cercanos  las  líneas  incier- 


20 


306 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

tas  de  lo  irreal.  El  sol  era  una  mancha  tenue  al  remon¬ 
tarse  entre  telones  de  bruma.  Los  árboles  lloraban  por 
todas  las  aristas  de  sus  cortezas. 

Un  trueno  rasgó  el  aire,  próximo  y  ruidoso,  como  si 
estallase  junto  al  castillo.  Desnoyers  vaciló,  creyendo 
haber  recibido  un  puñetazo  en  el  pecho.  Los  demás 
hombres  permanecieron  impasibles,  con  la  indiferencia 
de  la  costumbre.  Un  cañón  acababa  de  disparar  á  pocos 
pasos  de  él...  Sólo  entonces  se  dió  cuenta  de  que  dos 
baterías  se  habían  instalado  en  su  parque.  Las  piezas 
estaban  ocultas  bajo  cúpulas  de  ramaje;  los  artilleros 
derribaban  árboles  para  enmascarar  sus  cañones  con  un 
disimulo  perfecto.  Vió  cómo  iban  emplazando  los  últi¬ 
mos.  Con  palas  formaban  un  borde  de  tierra  de  treinta 
centímetros  alrededor  de  cada  uno  de  ellos.  Este  borde 
defendía  los  pies  de  los  sirvientes,  que  tenían  el  cuerpo 
resguardado  por  las  mamparas  blindadas  de  ambos  lados 
de  la  pieza.  Luego  levantaban  una  cabaña  de  troncos  y 
ramaje,  dejando  visible  únicamente  la  boca  del  mortí¬ 
fero  cilindro. 

Don  Marcelo  se  acostumbró  poco  á  poco  á  los  dispa¬ 
ros,  que  parecían  crear  el  vacío  dentro  de  su  cráneo.  Ke- 
chinaba  los  dientes,  cerraba  los  puños  á  cada  detona¬ 
ción,  pero  seguía  inmóvil,  sin  deseo  de  marcharse,  domi¬ 
nado  por  la  violencia  de  las  explosiones,  admirando  la 
serenidad  de  estos  hombres  que  daban  sus  órdenes  er¬ 
guidos  y  fríos  ó  se  agitaban  como  humildes  sirvientes 
alrededor  de  las  bestias  tronadoras. 

Todas  sus  ideas  parecían  haber  volado,  arrancadas 
por  el  primer  cañonazo.  Su  cerebro  sólo  vivía  el  mo¬ 
mento  presente.  Volvió  los  ojos  con  insistencia  á  la  ban¬ 
dera  blanca  y  roja  que  ondeaba  sobre  el  ediíicio. 

«Es  una  traición— pensó — ,  una  deslealtad.» 

A  lo  lejos,  del  otro  lado  del  Mame,  tiraban  igual¬ 
mente  los  cañones  franceses.  Se  adivinaba  su  trabajo 
por  las  pequeñas  nubes  amarillentas  que  flotaban  en  el 
aire,  por  las  columnas  de  humo  que  surgían  en  varios 
puntos  del  paisaje,  allí  donde  había  ocultas  tropas  ale¬ 
manas  formando  una  línea  que  se  perdía  en  el  infinito. 
Una  atmósfera  de  protección  y  respeto  parecía  envolver 
al  castillo. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  307 


Se  disolvieron  las  brumas  matinales;  el  sol  mostró  al 
fin  su  disco  brillante  y  limpio,  prolongando  en  el  suelo 
las  sombras  de  hombres  y  árboles  con  una  longitud  fan¬ 
tástica.  Surgían  de  la  niebla  colinas  y  bosques,  frescos 
y  chorreantes  después  de  la  ablución  matinal.  El  valle 
quedaba  por  entero  al  descubierto.  Desnoy ers  vió  con 
sorpresa  el  río  desde  el  lugar  que  ocupaba.  El  cañón 
había  abierto  durante  la  noche  grandes  ventanas  en  las 
arboledas  que  lo  tenían  oculto.  Lo  que  más  le  asombró 
al  contemplar  este  paisaje  matinal,  sonriente  y  pueril, 
fué  no  ver.  á  nadie,  absolutamente  á  nadie.  Tronaban 
cumbres  y  arboledas,  sin  que  se  mostrase  una  sola  per¬ 
sona.  Más  de  cien  mil  hombres  debían  estar  agazapados 
en  el  espacio  que  abarcaban  sus  ojos,  y  ni  uno  era  visi¬ 
ble.  Los  rugidos  mortales  de  las  armas,  al  estremecer  el 
aire,  no  dejaban  en  él  ninguna  huella  óptica.  No  había 
otro  humo  que  el  de  la  explosión,  las  espirales  negras 
que  elevaban  los  grandes  proyectiles  al  estallar  en  el 
suelo.  Estas  columnas  surgían  de  todos  lados.  Cercaban 
el  castillo  como  una  ronda  de  peonzas  gigantescas  y  ne¬ 
gras,  pero  ninguna  se  salía  del  ordenado  corro  osando 
adelantarse  hasta  tocar  el  edificio.  Don  Marcelo  seguía 
mirando  la  bandera.  «Es  una  traición»,  repitió  mental¬ 
mente.  Pero  al  mismo  tiempo  la  aceptaba  por  egoísmo, 
viendo  en  ella  una  defensa  de  su  propiedad. 

El  batallón  había  terminado  de  instalarse  á  lo  largo 
del  muro,  frente  al  río.  Los  soldados,  arrodillados,  apo¬ 
yaban  sus  fusiles  en  aspilleras  y  almenas.  Se  mostraban 
satisfechos  de  este  descanso  después  de  una  noche  de 
combate  en  retirada.  Todos  parecían  dormidos  con  los 
ojos  abiertos.  Poco  á  poco  se  dejaban  caer  sobre  los  talo¬ 
nes  ó  buscaban  el  apoyo  de  la  mochila.  Sonaron  ronqui¬ 
dos  en  los  cortos  espacios  de  silencio  que  dejaba  la  arti¬ 
llería.  Los  oficiales,  de  pie  detrás  de  ellos,  examinaban 
el  paisaje  con  sus  lentes  de  campaña  ó  hablaban  forman¬ 
do  grupos.  Unos  parecían  desalentados,  otros  furiosos 
por  el  retroceso  que  venían  realizando  desde  el  día  an¬ 
terior.  Los  más  permanecían  tranquilos,  con  la  pasivi¬ 
dad  de  la  obediencia.  El  frente  de  batalla  era  inmenso: 
¿quién  podía  adivinar  el  final?...  Allí  se  retiraban  y  en 
otros  puntos  los  compañeros  estarían  avanzando  con  un 


308 


V.  BLASCO  IBANEZ 


movimiento  decisivo.  Hasta  el  último  instante  ningún 
soldado  conoce  la  suerte  de  las  batallas.  Lo  que  les  dolía 
á  todos  era  verse  cada  vez  más  lejos  de  París. 

Vió  brillar  don  Marcelo  un  redondel  de  vidrio.  Era 
un  monóculo  fijo  en  él  con  insistencia  agresiva.  Un  te¬ 
niente  flaco,  de  talle  apretado,  que  conser vuiba  el  mismo 
aspecto  de  los  oficiales  que  él  había  visto  en  Berlín,  un 
verdadero  estaba  á  pocos  pasos,  sable  en  mano, 

detrás  de  sus  hombres,  como  un  pastor  sombrío  y  co¬ 
lérico. 

— ¿Qué  hace  usted  aquí? — dijo  rudamente. 

Explicó  que  era  el  dueño  del  castillo.  «¿Francés?», 
siguió  preguntando  el  teniente.  «Sí,  francés...»  Quedó  el 
oficial  en  hostil  meditación,  sintiendo  la  necesidad  de 
hacer  algo  contra  este  enemigo.  Los  gestos  y  gritos  de 
otros  oficiales  le  arrancaron  á  sus  reflexiones.  Todos  mi¬ 
raban  á  lo  alto,  y  el  viejo  les  imitó. 

Desde  una  hora  antes  pasaban  por  el  aire  pavorosos 
rugidos  envueltos  en  vapores  amarillentos,  jirones  de 
nube  que  parecían  llevar  en  su  interior  una  rueda  chi¬ 
rriando  con  frenético  volteo.  Eran  los  proyectiles  de  la 
artillería  gruesa  germánica,  que  tiraba  á  varios  kilóme¬ 
tros,  enviando  sus  disparos  por  encima  del  castillo.  No 
podía  ser  esto  lo  que  interesaba  á  los  oficiales.  Contrajo 
sus  párpados  para  ver  mejor,  y  al  fin,  junto  al  borde  de 
una  nube,  distinguió  una  especie  de  mosquito  que  bri¬ 
llaba  herido  por  el  sol.  En  los  breves  intervalos  de  si¬ 
lencio  se  oía  el  zumbido,  tenue  y  lejano,  denunciador  de 
su  presencia.  Los  oficiales  movieron  la  cabeza:  «Fran- 
zosen.y>  Desnoy ers  creyó  lo  mismo.  No  podía  imaginarse 
las  dos  cruces  negras  en  el  interior  de  sus  alas.  Vió  con 
el  pensamiento  dos  anillos  tricolores,  iguales  á  los  re¬ 
dondeles  que  colorean  los  mantos  volantes  de  las  mari¬ 
posas. 

Se  explicaba  la  inquietud  de  los  alemanes.  El  avión 
francés  se  había  inmovilizado  unos  instantes  sobre  el 
castillo,  no  prestando  atención  á  las  burbujas  blancas 
que  estallaban  debajo  y  en  torno  de  él.  En  vano  los 
cañones  de  las  posiciones  inmediatas  le  enviaban  sus 
obuses.  Viró  con  rapidez,  alejándose  hacia  su  punto  de 
partida. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  309 


«Debe  haberlo  visto  todo — pensó  Desnoyers — .  Nos 
ha  reparado:  sabe  lo  que  hay  aquí.» 

Adivinó  que  iba  á  cambiar  rápidamente  el  curso  de 
los  sucesos.  Todo  lo  que  había  ocurrido  hasta  entonces, 
en  las  primeras  horas  de  la  mañana,  carecía  de  impor¬ 
tancia  comparado  con  lo  que  vendría  después.  Sintió 
miedo,  el  miedo  irresistible  á  lo  desconocido,  y  al  mismo 
tiempo  curiosidad,  angustia,  la  impaciencia  ante  un  pe¬ 
ligro  que  amenaza  y  nunca  acaba  de  llegar. 

Una  explosión  estridente  sonó  fuera  del  parque,  pero 
á  corta  distancia  de  la  tapia:  algo  semejante  á  un  ha¬ 
chazo  gigantesco  dado  con  un  hacha  enorme  como  su 
castillo.  Volaron  por  el  aire  copas  enteras  de  árboles, 
varios  troncos  partidos  en  dos,  terrones  negros  con  ca¬ 
belleras  de  hierbas,  un  chorro  de  polvo  que  obscureció  el 
cielo.  Algunas  piedras  rodaron  del  muro.  Los  alemanes 
se  encogieron,  pero  sin  emoción  visible.  Conocían  esto; 
esperaban  su  llegada,  como  algo  inevitable,  después  de 
haber  visto  el  aeroplano.  La  bandera  con  la  cruz  roja 
ya  no  podía  engañar  á  los  artilleros  enemigos. 

Don  Marcelo  no  tuvo  tiempo  para  reponerse  de  su 
sorpresa:  una  segunda  explosión  más  cerca  de  la  ta¬ 
pia...  una  tercera  en  el  interior  del  parque.  Le  pareció 
que  había  saltado  de  repente  á  otro  mundo.  Vió  los 
hombres  y  las  cosas  á  través  de  una  atmósfera  fantás¬ 
tica  que  rugía,  destruyéndolo  todo  con  la  violencia  cor¬ 
tante  de  sus  ondulaciones.  Había  quedado  inmóvil  por  el 
terror,  y  sin  embargo  no  tenía  miedo.  El  se  había  ima¬ 
ginado  hasta  entonces  el  miedo  en  distinta  forma.  Sen¬ 
tía  en  el  estómago  un  vacío  angustioso.  Vaciló  repetidas 
veces  sobre  sus  pies,  como  si  alguien  le  empujase  dán¬ 
dole  un  golpe  en  el  pecho  para  enderezarlo  acto  seguido 
con  un  nuevo  golpe  en  la  espalda.  Un  olor  de  ácidos 
se  esparció  en  el  ambiente,  diñcultando  la  respiración, 
haciendo  subir  á  los  ojos  el  escozor  de  las  lágrimas.  En 
cambio,  los  ruidos  cesaron  de  molestarle;  no  existían 
para  él.  Los  adivinaba  en  el  oleaje  del  aire,  en  las  sacu¬ 
didas  de  las  cosas,  en  el  torbellino  que  encorvaba  á  los 
hombres,  pero  no  repercutían  en  su  interior.  Había  per¬ 
dido  la  facultad  auditiva:  toda  la  fuerza  de  sus  sentidos 
se  concentró  en  la  mirada.  Sus  ojos  parecieron  adquirir 


310 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

múltiples  facetas,  como  los  de  ciertos  insectos.  Vio  lo 
que  ocurría  delante  de  su  persona,  á  sus  lados,  detrás 
de  él.  Y  presenció  cosas  maravillosas,  instantáneas, 
como  si  todas  las  reglas  de  la  vida  acabasen  de  sufrir 
un  trastorno  caprichoso. 

Un  oficial  que  estaba  á  pocos  pasos  emprendió  un 
vuelo  inexplicable.  Empezó  á  elevarse,  sin  perder  su 
tiesura  militar,  con  el  casco  en  la  cabeza,  el  entrecejo 
fruncido,  el  bigote  rubio  y  corto,  y  más  abajo  el  pecho 
color  de  mostaza,  las  manos  enguantadas  que  sostenían 
unos  gemelos  y  un  papel.  Pero  aquí  terminaba  su  indi¬ 
vidualidad.  Las  piernas  grises  con  sus  polainas  habían 
quedado  en  el  suelo,  inánimes,  como  fundas  vacías,  ex¬ 
peliendo  al  deshincharse  su  rojo  contenido.  El  tronco,  en 
la  violenta  ascensión,  se  desfondaba  como  un  cántaro, 
soltando  su  contenido  de  visceras.  Más  allá,  unos  arti¬ 
lleros  que  estaban  derechos  aparecían  súbitamente  ten¬ 
didos  é  inmóviles,  embadurnados  de  púrpura. 

La  línea  de  infantería  se  aplastó  en  el  suelo.  Los 
hombres  se  contraían,  para  hacerse  menos  visibles, 
junto  á  las  aspilleras  por  las  que  asomaban  sus  fusiles. 
Muchos  se  habían  colocado  la  mochila  sobre  la  cabeza 
ó  la  espalda  para  que  les  defendiese  de  los  cascos  de 
obús.  Si  se  movían,  era  para  amoldarse  mejor  en  la  tie¬ 
rra,  buscando  excavarla  con  su  vientre.  Varios  de  ellos 
habían  cambiado  de  postura  con  una  rapidez  inexpli¬ 
cable.  Ahora  estaban  tendidos  de  espaldas  y  parecían 
dormir.  Uno  tenía  abierto  el  uniforme  sobre  el  abdo¬ 
men,  mostrando  entre  los  desgarrones  de  la  tela  carnes 
sueltas,  azules  y  rojas,  que  surgían  y  se  hinchaban  con 
burbujeos  de  expansión.  Otro  había  quedado  sin  pier¬ 
nas.  Vió  también  ojos  agrandados  por  la  sorpresa  y  el 
dolor,  bocas  redondas  y  negras  que  parecían  agitar  los 
labios  con  un  aullido.  Pero  no  gritaban:  al  menos  él  no 
oía  sus  gritos. 

Había  perdido  la  noción  del  tiempo.  No  sabía  si  lle¬ 
vaba  en  esta  inmovilidad  varias  horas  ó  un  minuto.  Lo 
único  que  le  molestaba  era  el  temblor  de  las  piernas, 
que  se  resistían  á  sostenerle...  Algo  cayó  á  sus  espaldas. 
Llovían  escombros.  Al  volver  la  cabeza  vió  su  castillo 
transformado.  Acababan  de  robarle  medio  torreón.  Las 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  311 


pizarras  se  esparcían  en  menudos  frag'inentos;  los  silla¬ 
res  se  desmoronaban;  el  cuadro  de  piedra  de  un  venta¬ 
nal  se  mantenía  suelto  y  en  equilibrio  como  un  bastidor. 
Los  maderos  viejos  de  la  caperuza  empezaron  á  arder 
como  antorchas. 

La  vista  de  este  cambio  instantáneo  de  su  propiedad 
le  impresionó  más  que  los  estragos  causados  por  la  muer¬ 
te.  Se  dió  cuenta  del  horror  de  las  fuerzas  ciegas  é  im¬ 
placables  que  rugían  en  torno  de  él.  La  vida  concentra¬ 
da  en  sus  ojos  se  esparció,  descendiendo  hasta  sus  pies... 

Y  echó  á  correr,  sin  saber  adónde  ir,  sintiendo  la  misma 
necesidad  de  ocultarse  que  experimentaban  aquellos 
hombres  encadenados  por  la  disciplina,  obligados  á 
aplastarse  en  el  suelo,  á  envidiar  la  blanda  invisibilidad 
de  los  reptiles. 

Su  instinto  le  empujaba  hacia  el  pabellón,  pero  en 
mitad  de  la  avenida  le  cortó  el  paso  otra  de  las  asombro¬ 
sas  mutaciones.  Una  mano  invisible  acababa  de  arrancar 
de  un  revés  la  mitad  de  la  techumbre.  Todo  un  lienzo 
de  pared  se  dobló,  formando  una  cascada  de  ladrillos  y 
polvo.  Quedaron  al  descubierto  las  piezas  interiores,  lo 
mismo  que  una  decoración  de  teatro:  la  cocina  donde  él 
había  comido,  el  piso  superior  con  el  dormitorio,  que 
aún  conservaba  deshecha  su  cama.  ¡Pobres  mujeres!... 

Retrocedió,  corriendo  hacia  el  castillo.  Se  acordaba 
de  la  cueva  donde  había  pasado  encerrado  una  noche. 

Y  cuando  se  vió  bajo  su  bóveda  sombría  la  tuvo  por  el 
mejor  de  los  salones,  alabando  la  prudencia  de  sus  cons¬ 
tructores. 

El  silencio  subterráneo  fué  devolviéndole  la  sensibi¬ 
lidad  auditiva.  Escuchó  como  una  tormenta  amortigua¬ 
da  por  la  distancia  el  cañoneo  de  los  alemanes  y  el  es¬ 
tallido  de  los  proyectiles  franceses.  Vinieron  á  su  me¬ 
moria  los  elogios  que  había  prodigado  al  cañón  de  75 
sin  conocerle  mas  que  por  referencias.  Ya  había  presen¬ 
ciado  sus  efectos.  «Tira  demasiado  bien»,  murmuró.  En 
poco  tiempo  iba  á  destrozar  su  castillo;  encontraba  ex¬ 
cesiva  tanta  perfección...  Pero  no  tardó  en  arrepentirse 
de  estas  lamentaciones  de  su  egoísmo.  Una  idea  tenaz 
como  un  remordimiento  se  había  aferrado  á  su  cerebro. 
Le  pareció  que  todo  lo  que  sufría  era  una  expiación  por 


312 


V.  BLASCO  IBANEZ 


la  falta  cometida  en  su  Juventud.  Había  evitado  el  ser¬ 
vir  á  su  patria,  y  ahora  se  encontraba  envuelto  en  los 
horrores  de  la  guerra,  con  la  humildad  de  un  ser  pasivo 
é  indefenso,  sin  las  satisfacciones  del  soldado,  que  puede 
devolver  los  golpes.  Iba  á  morir,  estaba  seguro  de  ello, 
con  una  muerte  vergonzosa,  sin  gloria  alguna,  anóni¬ 
mamente.  Los  escombros  de  su  propiedad  le  servirían 
de  sepulcro.  Y  la  certidumbre  de  la  muerte  en  las  tinie¬ 
blas,  como  un  roedor  que  ve  obstruidos  los  orificios  de 
su  madriguera,  comenzó  á  hacerle  intolerable  este  re¬ 
fugio. 

Arriba  continuaba  la  tempestad.  Un  trueno  pareció 
estallar  sobre  su  cabeza,  y  á  continuación  el  estrépito 
de  un  derrumbamiento.  Un  nuevo  proyectil  había  caído 
sobre  el  edificio.  Oyó  rugidos  de  agonía,  gritos,  carreras 
precipitadas  en  el  techo.  Tal  vez  el  obús,  con  su  furia 
ciega,  había  despedazado  á  muchos  de  los  moribundos 
que  ocupaban  los  salones. 

Temió  quedar  enterrado  en  su  refugio  y  subió  á  sal¬ 
tos  la  escalera  de  los  subterráneos.  Al  pasar  por  el  piso 
bajo  vió  el  cielo  á  través  de  los  techos  rotos.  De  los  bor¬ 
des  pendían  trozos  de  madera,  pedazos  bamboleantes 
de  pavimento,  muebles  detenidos  en  mitad  de  su  caída. 
Pisó  cascotes  al  atravesar  el  hall,  donde  antes  había 
alfombras;  tropezó  con  hierros  rotos  y  retorcidos,  frag¬ 
mentos  de  camas  llovidas  de  lo  más  alto  del  edificio; 
creyó  distinguir  miembros  convulsos  entre  los  montones 
de  escombros;  escuchó  voces  angustiosas  que  no  podía 
comprender. 

Salió  corriendo,  con  la  misma  ansia  de  luz  y  de  aire 
libre  que  empuja  al  náufrago  á  la  cubierta  desde  las  en¬ 
trañas  del  buque...  Había  transcurrido  más  tiempo  del 
que  él  se  imaginaba  desde  que  se  refugió  en  la  obscuri¬ 
dad.  El  sol  estaba  muy  alto.  Vió  en  el  jardín  nuevos  ca¬ 
dáveres  en  actitudes  trágicas  y  grotescas.  Los  heridos 
gemían  encorvados  ó  permanecían  en  el  suelo,  apoyada 
la  espalda  en  un  árbol,  con  un  mutismo  doloroso.  Algu¬ 
nos  habían  abierto  la  mochila  para  sacar  su  bolsa  de 
sanidad  y  atendían  á  la  curación  de  los  desgarrones  de 
su  carne.  La  infantería  disparaba  ahora  sus  fusiles  in¬ 
cesantemente.  El  número  de  tiradores  había  aumentado. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  313 


Nuevos  grupos  de  soldados  entraban  en  el  parque:  unos 
con  su  sargento  al  frente,  otros  seguidos  por  un  oficial 
que  llevaba  el  revólver  apoyado  en  el  pecho,  como  si 
con  él  guiase  á  los  hombres.  Era  la  infantería  expulsada 
de  sus  posiciones  junto  al  río,  que  venía  á  reforzar  la 
segunda  línea  de  defensa.  Las  ametralladoras  unían  su 
tac-tac  de  telar  en  movimiento  al  chasquido  de  la  fu¬ 
silería. 

Silbaba  el  espacio,  rayado  incesantemente  por  el  abe¬ 
jorreo  de  un  enjambre  invisible.  Millares  de  moscardo¬ 
nes  pegajosos  se  movían  en  torno  de  Desnoyers  sin  que 
alcanzase  á  verlos.  La^  cortezas  de  los  árboles  saltaban, 
empujadas  por  uñas  ocultas;  llovían  hojas,  se  agitaban 
las  ramas  con  balanceos  contradictorios;  partían  las  pie¬ 
dras  del  suelo,  impelidas  por  un  pie  misterioso.  Todos 
los  objetos  inanimados  parecían  adquirir  una  vida  fan¬ 
tástica.  Los  cazos  de  cinc  de  los  soldados,  las  piezas  me¬ 
tálicas  de  su  equipo,  los  cubos  de  la  artillería,  repique¬ 
teaban  solos,  como  si  recibiesen  una  granizada  impal¬ 
pable.  Vio  un  cañón  acostado,  con  las  ruedas  rotas  y  en 
alto,  entre  muchos  hombres  que  parecían  dormir;  vió 
soldados  que  se  tendían  y  doblaban  la  cabeza  sin  un 
grito,  sin  una  contracción,  como  si  los  dominase  el  sueño 
instantáneamente.  Otros  aullaban  arrastrándose  ó  cami¬ 
naban  con  las  manos  en  el  vientre  y  las  posaderas  ro¬ 
zando  el  suelo. 

El  viejo  experimentó  una  sensación  aguda  de  calor. 
Un  perfume  punzante  de  drogas  explosivas  le  hizo  llorar 
y  arañó  su  garganta.  Al  mismo  tiempo  tuvo  frío:  sintió 
su  frente  helada  por  un  sudor  glacial. 

Tuvo  que  apartarse  del  puente.  Varios  soldados  pa¬ 
saban  con  heridos  para  meterlos  en  el  edificio,  á  pesar 
de  que  éste  caía  en  ruinas.  De  pronto  recibió  una  rociada 
líquida  de  cabeza  á  pies,  como  si  se  abriese  la  tierra 
dando  paso  á  un  torrente.  Un  obús  había  caído  en  el 
foso,  levantando  una  enorme  columna  de  agua,  haciendo 
volar  en  fragmentos  las  carpas  que  dormían  en  el  barro, 
rompiendo  una  parte  de  los  bordes,  con  virtiendo  en  polvo 
la  balaustrada  blanca  con  sus  jarrones  de  flores. 

Se  lanzó  á  correr  con  la  ceguera  del  terror,  viéndose 
de  pronto  ante  un  pequeño  redondel  de  cristal  que  le 


BU 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


examinaba  fríamente.  Era  el  junker,  el  oficial  clel  mo¬ 
nóculo.  Volvía  á  caer  en  sus  manos...  Le  señaló  con  el 
extremo  de  su  revólver  dos  cubos  que  estaban  á  corta 
distancia.  Debía  llenarlos  en  la  laguna  y  dar  de  beber 
á  sus  hombres,  sofocados  por  el  sol.  El  tono  imperioso 
no  admitía  réplica,  pero  don  Marcelo  intentó  resistirse. 
¿El  sirviendo  de  criado  á  los  alemanes?...  Su  extrañeza 
fué  corta.  Recibió  un  golpe  de  la  culata  del  revólver  en 
medio  del  pecho  y  al  mismo  tiempo  la  otra  mano  del  te¬ 
niente  cayó  cerrada  sobre  su  rostro.  El  viejo  se  encorvó: 
quería  llorar,  quería  perecer.  Pero  ni  derramó  lágrimas 
ni  la  vida  se  escapó  de  su  cuerpo  ante  esta  afrenta,  como 
era  su  deseo...  Se  vió  con  los  dos  cubos  en  las  manos 
llenándolos  en  el  foso,  yendo  luego  á  lo  largo  de  la  fila 
de  hombres,  que  abandonaban  el  fusil  para  sorber  el 
líquido  con  una  avidez  de  bestias  jadeantes. 

Ya  no  le  causaba  miedo  la  estridencia  de  los  cuerpos 
invisibles.  Su  deseo  era  morir;  sabía  que  forzosamente 
iba  á  morir.  Eran  demasiados  sus  sufrimientos:  en  el 
mundo  no  quedaba  espacio  para  él.  Tuvo  que  pasar 
ante  brechas  abiertas  en  el  muro  por  el  estallido  de  los 
obuses.  Ningún  obstáculo  impedía  su  visión  por  estas 
roturas.  Vallas  y  arboledas  se  habían  modificado  ó  bo¬ 
rrado  con  el  fnego  de  la  artillería.  Distinguió  al  pie  de 
la  cuesta  que  ocupaba  su  castillo  varias  columnas  de 
'ataque  que  habían  pasado  el  Mame.  Los  asaltantes  es¬ 
taban  inmovilizados  por  el  fuego  nutrido  de  los  alema¬ 
nes.  Avanzaban  á  saltos,  por  compañías,  tendiéndose 
después  al  abrigo  de  los  repliegues  del  terreno  para 
dejar  pasar  las  ráfagas  de  muerte. 

El  viejo  se  sintió  animado  por  una  resolución  deses¬ 
perada:  ya  que  había  de  morir,  que  lo  matase  una  bala 
francesa.  Y  avanzó  erguido,  con  sus  dos  cubos,  entre 
aquellos  hombres  acostados  que  disparaban.  Luego,  con 
súbito  pavor,  quedó  inmóvil,  hundiendo  la  cabeza  en¬ 
tre  los  hombros,  pensando  que  la  bala  que  él  recibiese 
representaba  un  peligro  menos  para  el  enemigo.  Era 
mejor  que  lo  matasen  los  alemanes...  Y  empezó  á  acari¬ 
ciar  mentalmente  la  idea  de  recoger  un  arma  de  cual¬ 
quiera  de  los  muertos,  cayendo  sobre  SI  junker  que  le 
había  abofeteado. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  315 


Estaba  llenando  por  tercera  vez  los  cubos  y  contem¬ 
plaba  de  espaldas  al  teniente,  cuando  ocurrió  una  cosa 
inverosímil,  absurda,  algo  que  le  hizo  recordar  las  fan¬ 
tásticas  mutaciones  del  cinematógrafo.  Desapareció  de 
pronto  la  cabeza  del  oficial:  dos  surtidores  de  sangre 
saltaron  de  su  cuello  y  el  cuerpo  se  desplomó  como  un 
saco  vacío.  Al  mismo  tiempo  un  ciclón  pasaba  á  lo  largo 
de  la  pared,  entre  ésta  y  el  edificio,  derribando  árboles, 
volcando  cañones,  llevándose  las  personas  en  remolino 
como  si  fuesen  hojas  secas.  Adivinó  que  la  muerte  so¬ 
plaba  en  una  nueva  dirección.  Hasta  entonces  había 
llegado  de  frente,  por  la  parte  del  río,  batiendo  la  línea 
enemiga  parapetada  en  la  muralla.  Ahora,  con  la  brus¬ 
quedad  de  un  cambio  atmosférico,  venía  del  fondo  del 
parque.  Un  movimiento  hábil  de  los  agresores,  el  uso 
de  un  camino  apartado,  tal  vez  un  repliegue  de  la  línea 
alemana,  había  permitido  á  los  franceses  colocar  sus 
cañones  en  una  nueva  posición,  batiendo  de  flanco  á  los 
ocupantes  del  castillo. 

Fué  una  fortuna  para  don  Marcelo  el  retardarse  unos 
minutos  al  borde  del  foso,  abrigado  por  la  masa  del 
edificio.  La  rociada  de  la  batería  oculta  pasó  á  lo  largo 
de  la  avenida,  barriendo  los  vivos,  destrozando  por  se¬ 
gunda  vez  á  los  muertos,  matando  los  caballos,  rom¬ 
piendo  las  ruedas  de  las  piezas,  haciendo  volar  un  armón 
con  llamaradas  de  volcán,  en  cuyo  fondo  rojo  y  azu¬ 
lado  saltaban  cuerpos  negros.  Vió  centenares  de  hom¬ 
bres  caídos;  vió  caballos  que  corrían  pisándose  las  tri¬ 
pas.  La  siega  de  la  muerte  no  había  sido  por  gavillas: 
todo  un  campo  quedaba  liso  con  sólo  un  golpe  de  hoz.  Y 
como  si  las  baterías  de  enfrente  adivinasen  la  catás¬ 
trofe,  redoblaron  por  su  parte  el  fuego,  enviando  una 
lluvia  de  obuses.  Caían  por  todos  lados.  Más  allá  del 
castillo,  en  el  fondo  del  parque,  se  abrían  cráteres  en 
la  arboleda  que  vomitaban  troncos  enteros.  Los  proyec¬ 
tiles  sacaban  de  sus  fosas  á  los  muertos  enterrados  la 
víspera. 

Los  que  no  habían  caído  siguieron  tirando  por  las 
aberturas  del  muro.  Luego  se  levantaron  con  precipita¬ 
ción.  Unos  armaban  la  bayoneta,  pálidos,  con  los  labios 
apretados  y  un  brillo  de  locura  en  los  ojos;  otros  volvían 


316 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

la  espalda,  corriendo  hacia  la  salida  del  parque,  sin 
prestar  atención  á  los  gritos  de  los  oficiales  y  á  los  dis¬ 
paros  de  revólver  que  hacían  contra  los  fugitivos. 

Todo  esto  ocurrió  con  vertiginosa  rapidez,  como  una 
escena  de  pesadilla.  Al  otro  lado  del  muro  sonaba  un 
zumbido  ascendente  igual  al  de  la  marea.  Oyó  gritos,  le 
pareció  que  unas  voces  roncas  y  discordantes  cantaban 
lOi  Mar  selles  a.  Las  ametralladoras  funcionaban  con  velo¬ 
cidad,  como  máquinas  de  coser.  El  ataque  iba  á  quedar 
inmovilizado  de  nuevo  por  esta  resistencia  furiosa.  Los 
alemanes,  locos  de  rabia,  tiraban  y  tiraban.  En  una 
brecha  aparecieron  kepis  rojos,  piernas  del  mismo  color 
intentando  pasar  sobre  los  escombros.  Pero  la  visión  se 
borró  instantáneamente  bajo  la  rociada  de  las  ametra¬ 
lladoras.  Los  asaltantes  debían  caer  á  montones  al  otro 
lado  de  la  pared. 

Desnoyers  no  supo  con  certeza  cómo  se  realizó  la 
mutación.  De  pronto  vió  los  pantalones  rojos  dentro  del 
parque.  Pasaban  con  un  salto  irresistible  sobre  el  muro, 
se  deslizaban  por  las  brechas,  venían  del  fondo  de  la  ar¬ 
boleda  por  entradas  invisibles.  Eran  soldados  pequeños, 
cuadrados,  sudorosos,  con  el  capote  desabrochado.  Y  re¬ 
vueltos  con  ellos,  en  el  desorden  de  la  carga,  tiradores 
africanos  con  ojos  de  diablo  y  bocas  espumeantes,  zua¬ 
vos  de  amplios  calzones,  cazadores  de  uniforme  azul. 

Los  oficiales  alemanes  querían  morir.  Con  el  sable 
en  alto,  después  de  haber  agotado  los  tiros  de  sus  revól¬ 
veres,  avanzaban  contra  los  asaltantes,  seguidos  de  los 
soldados  que  aún  les  obedecían.  Hubo  un  choque,  una 
mezcolanza.  Al  viejo  le  pareció  que  el  mundo  había  caído 
en  profundo  silencio.  Los  gritos  de  los  combatientes,  el 
encontrón  de  los  cuerpos,  la  estridencia  de  las  armas,  no 
representaban  nada  después  que  los  cañones  habían  en¬ 
mudecido.  Vió  hombres  clavados  por  el  vientre  en  el 
extremo  de  un  fusil,  mientras  una  punta  enrojecida 
asomaba  por  sus  riñones;  culatas  en  alto  ca^^endo  como 
martillos;  adversarios  que  se  abrazaban  rodando  por  el 
suelo,  pretendiendo  dominarse  con  patadas  y  mordiscos. 
Desaparecieron  los  pechos  de  color  de  mostaza;  sólo  vió 
espaldas  de  este  color  huyendo  hacia  la  salida  del  par¬ 
que,  filtrándose  entre  los  árboles,  cayendo  en  mitad 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  Sil 


de  su  carrera  alcanzadas  por  las  balas.  Muchos  de  los 
asaltantes  deseaban  perseguir  á  los  fugitivos  y  no  po¬ 
dían,  ocupados  en  desprender  con  rudos  tirones  su  ba¬ 
yoneta  de  un  cuerpo  que  la  sujetaba  en  sus  espasmos 
agónicos. 

Se  encontró  de  pronto  don  Marcelo  en  medio  de  estos 
choques  mortales,  saltando  como  un  niño,  agitando  las 
manos,  profiriendo  gritos.  Luego  volvió  á  despertar  te¬ 
niendo  entre  sus  brazos  la  cabeza  polvorienta  de  un 
oficial  joven  que  le  miraba  con  asombro.  Tal  vez  le  creía 
un  loco  al  recibir  sus  besos,  al  escuchar  sus  palabras 
incoherentes,  al  recibir  en  sus  mejillas  una  lluvia  de 
lágrimas.  Siguió  llorando  cuando  el  oficial  se  despren¬ 
dió  de  él  con  rudo  empujón...  necesitaba  desahogarse 
después  de  tantos  días  de  angustia  silenciosa:  ¡Viva 
Francia! 

Los  suyos  estaban  ya  en  la  entrada  del  parque.  Co¬ 
rrían  con  la  bayoneta  por  delante  en  seguimiento  de  los 
últimos  restos  del  batallón  alemán  que  escapaba  hacia 
el  pueblo.  Un  grupo  de  jinetes  pasó  por  el  camino.  Eran 
dragones  que  llegaban  para  extremar  la  persecución. 
Pero  sus  caballos  estaban  fatigados;  únicamente  la  fiebre 
de  la  victoria,  que  parecía  transmitirse  de  los  hombres 
á  las  bestias,  sostenía  su  trote  forzado  y  doloroso.  Uno 
de  estos  jinetes  se  detuvo  junto  á  la  entrada  del  parque. 
El  caballo  devoró  con  avidez  unos  hierbajos,  mientras 
el  hombre  permanecía  encogido  en  la  silla  como  si  dur¬ 
miese.  Desnoy ers  lo  tocó  en  una  cadera,  quiso  desper¬ 
tarlo,  é  Inmediatamente  rodó  por  el  lado  opuesto.  Estaba 
muerto;  las  entrañas  colgaban  fuera  de  su  abdomen. 
Así  había  avanzado  sobre  su  corcel,  trotando  confun¬ 
dido  con  los  demás. 

Empezaron  á  caer  en  las  inmediaciones  enormes  peon¬ 
zas  de  hierro  y  humo.  La  artillería  alemana  hacía  fuego 
contra  sus  posiciones  perdidas.  Continuó  el  avance.  Pa¬ 
saron  batallones,  escuadrones,  baterías,  con  dirección 
al  Norte,  fatigados,  sucios,  cubiertos  de  polvo  y  barro, 
pero  con  un  enardecimiento  que  galvanizaba  sus  fuer¬ 
zas  casi  agotadas.  Los  cañones  franceses  empezaron  á 
tronar  por  la  parte  del  pueblo. 

Grupos  de  soldados  exploraban  el  castillo  y  las  arbo- 


318 


V.  BLASCO  IBASeZ 

ledas  inmediatas.  De  las  habitaciones  en  ruinas,  de  las 
profundidades  de  las  cuevas,  de  los  matorrales  del  par¬ 
que,  de  los  establos  y  garages  incendiados,  iban  sur¬ 
giendo  hombres  verdosos  con  la  cabeza  terminada  en 
punta.  Todos  elevaban  los  brazos,  exhibiendo  las  manos 
bien  abiertas:  «Kamarades...  kamarades^  non  kaput.» 
Temían,  con  la  intranquilidad  del  remordimiento,  que 
los  matasen  inmediatamente.  Habían  perdido  de  golpe 
toda  su  fiereza  al  verse  lejos  del  oficial  y  libres  de  la 
disciplina.  Algunos  que  sabían  un  poco  de  francés  ha¬ 
blaban  de  su  mujer  y  de  sus  hijos,  para  enternecer  á  los 
enemigos  que  les  amenazaban  con  las  bayonetas.  Un 
alemán  marchaba  junto  á  Desnoy ers,  pegándose  á  sus 
espaldas.  Era  el  sanitario  barbudo.  Se  golpeaba  el  pecho 
y  luego  le  señalaba  á  él.  «Franzosen...  gran  amigo  de 
Franzosen.y>  Y  sonreía  á  su  protector. 

Permaneció  en  su  castillo  hasta  la  mañana  siguiente. 
Vio  la  inesperada  salida  de  Georgette  y  su  madre  de  las 
profundidades  del  pabellón  arruinado.  Lloraban  al  con¬ 
templar  los  uniformes  franceses. 

— Esto  no  podía  seguir — gritó  la  viuda — .  ¡Dios  no 
muere! 

Las  dos  empezaban  á  dudar  de  la  realidad  de  los 
días  anteriores. 

Después  de  una  mala  noche  pasada  entre  escombros, 
don  Marcelo  decidió  marcharse.  ¿Qué  le  quedaba  que 
hacer  en  este  castillo  destrozado?...  Le  estorbaba  la  pre¬ 
sencia  de  tanto  muerto.  Eran  cientos,  eran  miles.  Los 
soldados  y  los  campesinos  iban  enterrando  los  cadáveres 
á  montones  allí  donde  los  encontraban.  Fosas  junto  al 
edificio,  en  todas  las  avenidas  del  parque,  en  los  arria¬ 
tes  de  los  jardines,  dentro  de  las  dependencias.  Hasta 
en  el  fondo  de  la  laguna  circular  había  muertos.  ¿Cómo 
vivir  á  todas  horas  con  esta  vecindad  trágica,  compuesta 
en  su  mayor  parte  de  enemigos?...  ¡Adiós,  castillo  de 
Yilleblanche! 

Emprendió  el  camino  de  París;  se  proponía  llegar  á 
él  fuese  como  fuese.  Encontró  cadáveres  por  todas  par¬ 
tes;  pero  estos  no  vestían  el  uniforme  verdoso.  Habían 
caído  muchos  de  los  suyos  en  la  ofensiva  salvadora. 
Muchos  caerían  aún  en  las  últimas  convulsiones  de  la 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  B19 


batalla  que  continuaba  á  sus  espaldas,  agitando  con  un 
trueno  incesante  la  línea  del  horizonte...  Vió  pantalones 
de  grana  que  emergían  de  los  rastrojos,  suelas  clavetea¬ 
das  que  brillaban  en  posición  vertical  junto  al  camino, 
cabezas  lívidas,  cuerpos  amputados,  vientres  abiertos 
que  dejaban  escapar  hígados  enormes  y  azules,  troncos 
separados,  piernas  sueltas.  Y  desprendiéndose  de  esta 
amalgama  fúnebre,  kepis  rojos  y  obscuros,  gorros  orien¬ 
tales,  cascos  con  melenas  de  crines,  sables  retorcidos, 
bayonetas  rotas,  fusiles,  montones  de  cartuchos  de  ca¬ 
ñón.  Los  caballos  muertos  abullonaban  la  llanura  con 
sus  costillares  hinchados.  Vehículos  de  artillería  con  las 
maderas  consumidas  y  el  armazón  de  hierro  retorcido 
revelaban  el  trágico  momento  de  la  voladura.  Rectán¬ 
gulos  de  tierra  apisonada  marcaban  el  emplazamiento 
de  las  baterías  enemigas  antes  de  retirarse.  Encontró 
cañones  volcados  con  las  ruedas  rotas,  armones  de  pro¬ 
yectiles  convertidos  en  madejas  retorcidas  de  barras  de 
acero,  conos  de  materia  carbonizada  que  eran  residuos 
de  hombres  y  caballos  quemados  por  los  alemanes  en  la 
noche  anterior  á  su  retroceso. 

A  pesar  de  estas  incineraciones  bárbaras,  los  cadáve¬ 
res  de  una  y  otra  parte  eran  infinitos,  no  tenían  límite. 
Parecía  que  la  tierra  hubiese  vomitado  todos  los  cuerpos 
que  llevaba  recibidos  desde  los  primeros  tiempos  de  la 
humanidad.  El  sol,  impasible,  poblaba  de  puntos  de  luz, 
de  fulgores  amarillentos,  los  campos  de  muerte.  Los  pe¬ 
dazos  de  bayoneta,  las  chapas  metálicas,  las  cápsulas 
de  fusil,  centelleaban  como  pedazos  de  espejo.  La  noche 
húmeda,  la  lluvia,  el  tiempo  oxidador,  no  habían  mo¬ 
dificado  aún  con  su  acción  corrosiva  estos  residuos  del 
combate,  borrando  su  brillo.  La  carne  empezaba  á  des¬ 
componerse.  Un  hedor  de  cementerio  acompañaba  al 
caminante,  siendo  cada  vez  más  intenso  así  como  avan¬ 
zaba  hacia  París.  Cada  media  hora  le  hacía  pasar  á  un 
nuevo  círculo  de  podredumbre  creciente,  descender  un 
peldaño  en  la  descomposición  animal.  Al  principio,  los 
muertos  eran  del  día  anterior:  estaban  frescos.  Los  que 
encontró  al  otro  lado  del  río  llevaban  dos  días  sobre  el 
terreno;  luego  tres,  luego  cuatro.  Bandas  de  cuervos  se 
levantaban  con  perezoso  aleteo  al  oir  sus  pasos;  pero 


320 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

volvían  á  posarse  en  tierra,  repletos  pero  no  ahitos,  ha¬ 
biendo  perdido  todo  miedo  al  hombre. 

De  tarde  en  tarde  encontraba  grupos  vivientes.  Eran 
pelotones  de  caballería,  gendarmes,  zuavos,  cazadores. 
Vivaqueaban  en  torno  de  las  granjas  arruinadas,  ex¬ 
plorando  el  terreno  para  cazar  á  los  fugitivos  alemanes. 
Desnoy ers  tenía  que  explicar  su  historia,  mostrando  el 
pasaporte  que  le  había  dado  Lacour  para  hacer  su  viaje 
en  el  tren  militar.  Sólo  así  pudo  seguir  adelante.  Estos 
soldados — muchos  de  ellos  heridos  levemente — estaban 
aún  bajo  la  impresión  de  la  victoria.  Reían,  contaban 
sus  hazañas,  los  grandes  peligros  arrostrados  en  los  días 
anteriores.  «Los  vamos  á  llevar  á  puntapiés  hasta  la 
frontera...»  Su  indignación  renacía  al  mirar  en  torno  de 
ellos.  Los  pueblos,  las  granjas,  las  casas  aisladas,  todo 
quemado.  Como  esqueletos  de  bestias  prehistóricas,  se 
destacaban  sobre  la  llanura  muchos  armazones  de  acero 
retorcidos  por  el  incendio.  Las  chimeneas  de  ladrillo  de 
las  fábricas  estaban  cortadas  casi  á  ras  de  tierra  ó  mos¬ 
traban  en  sus  cilindros  varios  orificios  de  obús  limpios 
y  redondos.  Parecían  flautas  pastoriles  clavadas  en  el 
suelo. 

Junto  á  los  pueblos  en  ruinas,  las  mujeres  removían 
la  tierra  abriendo  fosas.  Este  trabajo  resultaba  insigni¬ 
ficante.  Se  necesitaba  un  esfuerzo  inmenso  para  hacer 
desaparecer  tanto  muerto.  «Vamos  á  morir  después  de 
la  victoria — pensó  don  Marcelo — .  La  peste  va  á  cebarse 
en  nosotros.» 

El  agua  de  los  arroyos  no  se  había  librado  de  este 
contagio.  La  sed  le  hizo  beber  en  una  laguna,  y  al  levan¬ 
tar  la  cabeza  vió  unas  piernas  verdes  que  emergían  de 
la  superficie  líquida,  hundiendo  sus  botas  en  el  barro 
de  la  orilla.  La  cabeza  de  un  alemán  estaba  en  el  fondo 
del  charco. 

Llevaba  varias  horas  de  marcha,  cuando  se  detuvo, 
creyendo  reconocer  una  casa  en  ruinas.  Era  la  taberna 
donde  había  almorzado  días  antes,  al  dirigirse  á  su  cas¬ 
tillo.  Penetró  entre  los  muros  hollinados,  y  un  enjam¬ 
bre  de  moscas  pegajosas  vino  á  zumbar  en  torno  de  su 
cara.  Un  hedor  de  grasa  descompuesta  por  la  muerte 
arañó  su  olfato.  Una  pierna  que  parecía  de  cartón  cha- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  321 


muscado  asomaba  entre  los  escombros.  Creyó  ver  otra 
vez  á  la  vieja  con  los  nietos  agarrados  á  sns  faldas . 
«Señor,  ¿por  qué  huyen  las  gentes?  La  guerra  es  asunto 
de  soldados.  Nosotros  no  hacemos  mal  á  nadie,  y  nada 
debemos  temer.» 

Media  hora  después,  al  bajar  una  cuesta,  tuvo  el 
más  inesperado  de  los  encuentros.  Vió  un  automóvil  de 
alquiler,  un  automóvil  de  París,  con  su  taxímetro  en  el 
pescante.  El  chófer  se  paseaba  tranquilamente  junto  al 
vehículo,  como  si  estuviese  en  su  punto  de  parada. 

No  tardó  en  entablar  conversación  con  este  señor  que 
se  le  aparecía  roto  y  sucio  como  un  vagabundo,  con  me¬ 
dia  cara  lívida  por  la  huella  de  un  golpe.  Había  traído 
á  unos  parisienses  que  deseaban  ver  el  campo  del  com¬ 
bate.  Eran  de  los  que  escriben  en  los  periódicos;  los 
aguardaba  allí  para  regresar  al  anochecer. 

Don  Marcelo  hundió  la  diestra  en  un  bolsillo.  Dos¬ 
cientos  francos  si  le  llevaba  á  París.  El  chófer  protestó 
con  la  gravedad  de  un  hombre  fiel  á  sus  compromisos... 
«Quinientos.»  Y  mostró  un  puñado  de  monedas  de  oro. 
El  otro,  por  toda  respuesta,  dió  una  vuelta  á  la  manivela 
del  motor,  que  empezó  á  roncar.  Todos  los  días  no  se 
daba  una  batalla  en  las  inmediaciones  de  París.  Sus 
clientes  podían  esperarle. 

Y  Desnoy ers,  dentro  del  vehículo,  vió  pasar  por  las 
portezuelas  este  campo  de  horrores  en  huida  vertiginosa 
para  disolverse  á  sus  espaldas.  Podaba  hacia  la  vida 
humana...  volvía  á  la  civilización. 

Al  entrar  en  París,  las  calles  solitarias  le  parecieron 
llenas  de  gentío.  Nunca  había  encontrado  tan  hermosa 
la  ciudad.  Vió  la  Opera,  vió  la  plaza  de  la  Concordia,  se 
imaginó  estar  soñando  al- apreciar  el  enorme  salto  que 
había  dado  en  una  hora.  Comparó  lo  que  le  rodeaba 
con  las  imágenes  de  poco  antes,  con  aquella  llanura  de 
muerte  que  se  extendía  á  unos  cuantos  kilómetros  de 
distancia.  No,  no  era  posible.  Uno  de  los  dos  términos 
de  este  contraste  debía  ser  forzosamente  falso. 

Se  detuvo  el  automóvil:  había  llegado  á  la  avenida 
Víctor  Hugo...  Creyó  seguir  soñando.  ¿Pealrnente  estaba 
en  su  casa?... 

El  majestuoso  portero  le  saludó  asombrado,  no  pu- 


21 


322 


V.  BLASCO  IBANEZ 


diendo  explicarse  su  aspecto  de  miseria.  ¡Ah,  señor!... 
¿De  dónde  venía  el  señor? 

— Del  infierno — murmuró  don  Marcelo. 

Su  extrañeza  continuó  al  verse  dentro  de  su  vivien¬ 
da  recorriendo  las  habitaciones.  Volvía  á  ser  alguien. 
La  vista  de  sus  riquezas,  el  ^oce  de  sus  comodidades,  le 
devolvieron  la  noción  de  su  dignidad.  Al  mismo  tien^po 
f'ué  resucitando  en  su  memoria  el  recuerdo  de  todas 
las  humillaciones  y  ultrajes  que  había  sufrido.  ¡Ah,  ca¬ 
nallas!... 

Dos  días  después  sonó  por  la  mañana  el  timbre  de 
su  puerta.  ¡Una  visita! 

Avanzó  hacia  él  un  soldado,  un  pequeño  soldado  de 
infantería  de  línea,  tímido,  con  el  kepis  en  la  diestra, 
balbuceando  excusas  en  español. 

— He  sabido  que  estaba  usted  aquí...  Vengo  á... 

¿Esta  voz?...  Don  Marcelo  tiró  de  él  en  el  obscuro  re¬ 
cibimiento,  llevándole  hacia  un  balcón...  ¡Qué  hermoso 
le  veía!...  El  kepis  era  de  un  rojo  obscurecido  por  la  mu¬ 
gre;  el  capote,  demasiado  ancho,  estaba  rapado  y  reco¬ 
sido;  los  zapatones  exhalaban  un  hedor  de  cuero.  Nunca 
había  contemplado  á  su  hijo  tan  elegante  y  apuesto  como 
lo  estaba  ahora  con  estos  residuos  de  almacén. 

— ¡Tú!...  ¡tú!... 

El  padre  le  abrazó  convulsivamente,  gimiendo  como 
un  niño,  sintiendo  que  sus  pies  se  negaban  á  sostenerle. 

Siempre  había  esperado  que  acabarían  por  enten¬ 
derse.  Tenía  su  sangre:  era  bueno,  sin  otro  defecto  que 
cierta  testarudez.  Le  excusaba  ahora  por  todo  lo  pasado, 
atribuyéndose  á  sí  mismo  gran  parte  de  culpa.  Había 
sido  demasiado  duro. 

— ¡Tú  soldado! — repitió — .  ¡Tú  defendiendo  á  mi  país, 
que  no  es  el  tuyo!... 

Y  volvía  á  besarle,  retrocediendo  luego  unos  pasos 
para  apreciar  mejor  su  aspecto.  Decididamente,  le  en¬ 
contraba  más  hermoso  en  su  grotesco  uniforme  que 
cuando  era  célebre  por  sus  elegancias  de  danzarín 
amado  de  las  mujeres. 

Acabó  por  dominar  su  emoción.  Sus  ojos  llenos  de 
lágrimas  brillaron  con  maligno  fulgor.  Un  gesto  de  odio 
crispaba  su  rostro. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  323 


— Ve — dijo  simplemente — .  Tú  no  sabes  lo  que  es  esta 
guerra;  yo  vengo  de  ella,  la  he  visto  de  cerca.  No  es 
una  guerra  como  las  otras,  con  enemigos  leales:  es  una 
cacería  de  fieras...  Tira  sin  escrúpulo  contra  el  montón. 
Por  cada  uno  que  tumbes,  libras  á  la  humanidad  de  un 
peligro. 

Se  detuvo  unos  instantes,  como  si  dudase,  y  añadió 
al  fin  con  trágica  calma: 

— Tal  vez  encuentres  frente  á  ti  rostros  conocidos.  La 
familia  no  se  forma  siempre  á  nuestro  gusto.  Hombres 
de  tu  sangre  están  al  otro  lado.  Si  ves  á  alguno  de  ellos... 
no  vaciles,  ¡tira!  es  tu  enemigo.  ¡Mátalo!...  ¡mátalo! 


TERCERA  PARTE 


I 


DESPUÉS  DEL  MARNE 


A  fines  de  Octubre,  la  familia  Desnoy ers  volvió  á 
París.  Doña  Luisa  no  podía  vivir  en  Biarritz,  lejos  de 
su  marido.  En  vano  «la  romántica»  le  hablaba  de  los 
peligros  del  regreso.  El  gobierno  todavía  estaba  en  Bur¬ 
deos,  el  presidente  de  la  Eepública  y  los  ministros  sólo 
hacían  rápidas  apariciones  en  la  capital.  Podía  cambiar 
de  un  momento  á  otro  el  curso  de  la  guerra;  lo  del  Mame 
sólo  representaba  un  alivio  momentáneo...  Pero  la  buena 
señora  se  mantuvo  insensible  á  estas  sugestiones  luego 
de  haber  leído  las  cartas  de  don  Marcelo.  Además,  pen¬ 
saba  en  su  hijo,  su  Julio,  que  era  soldado...  Creyó  que 
regresando  á  París  estaría  más  en  contacto  con  él  que 
en  esta  playa  vecina  á  la  frontera  española. 

Chichi  también  quiso  volver.  René  ocupaba  mucho 
lugar  en  su  pensamiento.  La  ausencia  había  servido 
para  que  se  enterase  de  que  estaba  enamorada.  ¡Tanto 
tiempo  sin  ver  al  «soldadito  de  azúcar»!...  Y  la  familia 
abandonó  su  vida  de  hotel  para  regresar  á  la  avenida 
Víctor  Hugo. 

París  iba  modificando  su  aspecto  después  de  la  sa¬ 
cudida  de  á  principios  de  Septiembre.  Los  dos  millones 
escasos  de  habitantes  que  permanecieron  quietos  en  sus 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  325 


casas,  sin  dejarse  arrastrar  por  el  pánico,  habían  aco¬ 
gido  con  grave  serenidad  la  victoria.  Ninguno  se  expli¬ 
caba  con  exactitud  el  curso  de  la  batalla:  vinieron  á 
conocerla  cuando  ya  había  terminado. 

Un  domingo  de  Septiembre,  á  la  hora  en  que  pasea¬ 
ban  los  parisienses  aprovechando  el  hermoso  atardecer, 
supieron  por  los  periódicos  el  gran  triunfo  de  los  aliados 
y  el  peligro  que  habían  corrido.  La  gente  se  alegró,  pero 
sin  abandonar  su  actitud  calmosa.  Seis  semanas  de  gue¬ 
rra  habían  cambiado  el  carácter  de  París,  bullanguero 
é  impresionable. 

Fué  la  victoria  devolviendo  lentamente  á  la  capital 
su  antiguo  aspecto.  Una  calle  desierta  semanas  antes 
se  poblaba  de  transeúntes.  Iban  abriéndose  las  tiendas. 
Los  vecinos,  acostumbrados  en  sus  casas  á  un  silencio 
conventual,  volvían  á  escuchar  ruidos  de  instalación  en 
el  techo  y  debajo  de  sus  pies. 

La  alegría  de  don  Marcelo  al  ver  llegar  á  los  suyos 
fué  obscurecida  por  la  presencia  de  doña  Elena.  Era  Ale¬ 
mania  que  volvía  á  su  encuentro,  el  enemigo  otra  vez  en 
su  domicilio.  ¿Cuándo  podría  libertarse  de  esta  esclavi¬ 
tud?...  Ella  callaba  en  presencia  de  su  cuñado.  Los  suce¬ 
sos  recientes  parecían  desorientarla.  Su  rostro  tenía  una 
expresión  de  extrañeza,  como  si  contemj)lase  en  pleno 
trastorno  las  leyes  físicas  más  elementales.  Le  era  impo¬ 
sible  comprender  en  sus  reflexivos  silencios  cómo  los  ale¬ 
manes  no  habían  conquistado  aquel  suelo  que  ella  pisa¬ 
ba;  y  para  explicarse  este  fracaso  admitía  las  más  absur¬ 
das  suposiciones. 

Una  preocupación  particular  aumentaba  su  tristeza. 
Sus  hijos...  ¡qué  sería  de  sus  hijos!  Don  Marcelo  no  le 
habló  nunca  de  su  entrevista  con  el  capitán  von  Har- 
trott.  Callaba  su  viaje  á  Villeblanche;  no  quería  contar 
sus  aventuras  durante  la  batalla  del  Mame.  ¿Para  qué 
entristecer  á  los  suyos  con  tales  miserias?...  Se  había 
limitado  á  anunciar  á  doña  Luisa,  alarmada  por  la 
suerte  de  su  castillo,  que  en  muchos  años  no  podrían  ir 
á  él,  por  haber  quedado  inhabitable.  Una  caperuza  de 
planchas  de  cinc  sustituía  ahora  á  la  antigua  techum¬ 
bre,  para  evitar  que  las  lluvias  rematasen  la  destrucción 
interna.  Más  adelante,  después  de  la  paz,  pensarían  en 


326 


V.  BLASCO  IBANEZ 


su  renovación.  Por  ahora  tenía  demasiados  habitantes... 
Y  todas  las  señoras,  incluso  doña  Elena,  se  estremecían 
al  imaginarse  los  miles  de  cadáveres  formando  un  cír¬ 
culo  en  torno  del  edificio,  ocultos  en  el  suelo.  Esta  visión 
hacía  gemir  de  nuevo  á  la  señora  von  Hartrott:  «¡Ay, 
mis  hijos!» 

Su  cuñado,  por  humanidad,  la  había  tranquilizado 
sobre  la  suerte  de  uno  de  ellos,  el  capitán  Otto.  Estaba 
en  perfecta  salud  al  iniciarse  la  batalla.  Lo  sabía  por 
un  amigo  que  había  conversado  con  él . . .  Y  no  quiso 
decir  más. 

Doña  Luisa  pasaba  una  parte  del  día  en  las  iglesias, 
adormeciendo  sus  inquietudes  con  el  rezo.  Estas  oracio¬ 
nes  ya  no  eran  vagas  y  generosas  por  la  suerte  de  mi¬ 
llones  de  hombres  desconocidos,  por  la  victoria  de  todo 
un  pueblo.  Las  concretaba  con  material  egoísmo  en  una 
sola  persona,  su  hijo,  que  era  soldado  como  los  otros 
y  tal  vez  en  aquellos  momentos  se  veía  en  peligro.  ¡Las 
lágrimas  que  le  costaba!...  Había  suplicado  que  él  y  su 
padre  se  entendiesen,  y  cuando  al  fin  Dios  quería  favo¬ 
recerla  con  un  milagro,  Julio  se  alejaba  al  encuentro  de 
la  muerte. 

Sus  plegarias  nunca  iban  solas.  Alguien  rezaba  junto 
á  ella  en  la  iglesia  formulando  idénticas  peticiones.  Los 
ojos  lacrimosos  de  su  hermana  se  elevaban  al  mismo 
tiempo  que  los  suyos  hacia  el  cadáver  crucificado.  «¡Se¬ 
ñor,  salva  á  mi  hijo!...»  Doña  Luisa,  al  decir  esto,  veía 
á  Julio  tal  como  se  lo  había  mostrado  su  esposo  en  una 
fotografía  pálida  recibida  de  las  trincheras,  con  kepis  y 
capote,  las  piernas  oprimidas  por  unas  bandas  de  paño, 
un  fusil  en  la  diestra  y  el  rostro  ensombrecido  por  una 
barba  naciente.  «¡Señor,  protégenos!...»  Y  doña  Elena 
contemplaba  á  su  vez  un  grupo  de  oficiales  con  casco 
y  uniforme  verde  reseda  partido  por  las  manchas  de 
cuero  del  revólver,  los  gemelos,  el  portamantas  y  el  cin¬ 
turón,  del  que  pendía  el  sable. 

Al  verlas  salir  juntas  hacia  Saint-Honoré  d’Eylau, 
don  Marcelo  se  indignaba  algunas  veces. 

— Están  jugando  con  Dios...  Esto  no  es  serio.  ¿Cómo 
puede  atender  unas  oraciones  tan  contrarias?...  ¡Ah,  las 
mujeres! 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  327 


Y  con  la  superstición  que  despierta  el  peligro,  creía 
que  su  cuñada  causaba  un  grave  mal  á  su  hijo.  La  divi¬ 
nidad,  fatigada  de  tanto  rezo  contradictorio,  iba  á  vol¬ 
verse  de  espaldas  para  no  oir  á  unos  ni  á  otros.  ¿Por  qué 
no  se  marchaba  esta  mujer  fatal?... 

Lo  mismo  que  al  principio  de  las  hostilidades,  volvió 
á  sentir  el  tormento  de  su  presencia.  Doña  Luisa  repetía 
inconscientemente  las  afirmaciones  de  su  hermana,  so¬ 
metiéndolas  al  criterio  superior  del  esposo.  Así  pudo 
enterarse  don  Marcelo  de  que  la  victoria  del  Mame  no 
había  existido  nunca  en  la  realidad:  era  una  invención 
de  los  aliados.  Los  generales  alemanes  habían  creído 
prudente  retroceder,  por  sus  altas  previsiones  estratégi¬ 
cas,  dejando  para  más  adelante  la  conquista  de  París,  y 
los  franceses  no  habían  hecho  mas  que  ir  detrás  de  sus 
pasos,  ya  que  les  dejaban  el  terreno  libre.  Esto  era  todo. 
Ella  conocía  las  opiniones  de  algunos  militares  de  países 
neutros:  había  hablado  en  Biarritz  con  personas  de  gran 
competencia;  sabía  lo  que  decían  los  periódicos  de  Ale¬ 
mania.  Nadie  creía  allá  en  lo  del  Mame.  El  público  ni 
siquiera  conocía  esta  batalla. 

— ¿Tu  hermana  dice  eso? — interrumpía  Desnoy ers,  pᬠ
lido  por  la  sorpresa  y  la  cólera. 

Sólo  se  le  ocurría  desear  una  transformación  com¬ 
pleta  de  aquel  enemigo  albergado  bajo  su  techo.  ¡Ay! 
¿Por  qué  no  se  convertía  en  hombre?  ¿por  qué  no  venía 
á  ocupar  su  sitio,  aunque  sólo  fuese  por  media  hora,  el 
fantasmón  de  su  esposo?... 

— Pero  la  guerra  sigue — insistía  ingenuamente  doña 
Luisa — .  Los  enemigos  aún  están  en  Francia...  ¿De  qué 
ha  servido  lo  del  Mame? 

Aceptaba  las  explicaciones  moviendo  la  cabeza  con 
gesto  de  inteligencia,  comprendiéndolo  todo  inmediata¬ 
mente,  para  olvidarlo  en  seguida  y  repetir  una  hora  des¬ 
pués  las  mismas  dudas. 

Sin  embargo,  empezó  á  mostrar  una  sorda  hostilidad 
contra  su  hermana.  Había  tolerado  hasta  entonces  sus 
entusiasmos  en  favor  de  la  patria  del  marido,  porque 
consideraba  más  importantes  los  vínculos  de  familia  que 
las  rivalidades  de  nación.  Por  el  hecho  de  que  Desnoyers 
fuese  francés  y  Karl  alemán,  ella  no  iba  á  pelear  con 


328 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Elena.  Pero  de  pronto  se  desvaneció  este  sentimiento 
de  tolerancia.  Su  hijo  estaba  en  peligro...  ¡Que  murie¬ 
sen  todos  los  Hartrott  antes  de  que  Julio  recibiese  la 
herida  más  insignifícante!...  Participó  de  los  sentimien¬ 
tos  belicosos  de  su  hija,  reconociendo  en  ella  un  gran 
talento  para  apreciar  los  sucesos.  Deseaba  ver  trans¬ 
portadas  á  la  realidad  todas  las  puñaladas  fantásticas 
de  Chichi. 

Afortunadamente,  «la  romántica»  se  fué  antes  de  que 
se  exteriorizase  esta  antipatía.  Pasaba  las  tardes  fuera 
de  la  casa.  Luego,  al  regresar,  iba  repitiendo  opiniones 
y  noticias  de  amigos  suyos  desconocidos  de  la  familia. 

Don  Marcelo  se  indignaba  contra  los  espías  que  aún 
vivían  ocultos  en  París.  ¿Qué  mundo  misterioso  frecuen¬ 
taba  su  cuñada?... 

De  pronto  anunció  que  se  marchaba  á  la  mañana 
siguiente;  tenía  un  pasaporte  para  Suiza,  y  de  allí  se 
dirigiría  á  Alemania.  Ya  era  hora  de  volver  al  lado  de 
los  suyos;  agradecía  mucho  las  bondades  de  la  familia... 
Y  Desnoyers  la  despidió  con  irónica  agresividad.  Salu¬ 
dos  á  von  Hartrott:  deseaba  cuanto  antes  hacerle  una 
visita  en  Berlín. 

Una  mañana,  doña  Luisa,  en  vez  de  entrar  en  la  igle¬ 
sia  de  la  plaza  Víctor  Hugo,  siguió  adelante  hasta  la  rm 
de  la  Pompe,  halagada  por  la  idea  de  ver  el  estudio.  Le 
pareció  que  con  esto  iba  á  ponerse  en  contacto  con  su 
hijo.  Era  un  placer  nuevo,  más  intenso  que  contemplar 
su  fotografía  ó  leer  su  última  carta. 

Esperaba  encontrar  á  Argensola,  el  amigo  de  los 
buenos  consejos.  Sabía  que  continuaba  viviendo  en  el 
estudio.  Dos  veces  había  ido  á  verla  por  la  escalera  de 
servicio,  como  en  otros  tiempos,  pero  ella  estaba  au¬ 
sente. 

Al  subir  en  el  ascensor,  palpitó  su  corazón  con  una 
celeridad  de  placer  y  de  angustia.  Se  le  ocurrió  á  la 
buena  señora,  con  cierto  rubor,  que  algo  semejante  de¬ 
bían  sentir  las  «mujeres  locas»  cuando  faltaban  por  pri¬ 
mera  vez  á  sus  deberes. 

Sus  lágrimas  surgieron  con  toda  libertad  al  verse  en 
aquella  habitación  cuyos  muebles  y  cuadros  le  recorda¬ 
ban  al  ausente. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  329 


Argensola  corrió  desde  la  puerta  al  fondo  de  la  pieza, 
agitado,  confuso,  saludándola  con  frases  de  bienvenida 
y  removiendo  al  mismo  tiempo  objetos.  Un  abrigo  de 
mujer  caído  en  un  diván  quedó  borrado  por  una  tela 
oriental;  un  sombrero  con  flores  fué  volando  de  un  ma¬ 
notazo  á  ocultarse  en  un  rincón.  Doña  Luisa  creyó  ver 
en  el  hueco  de  un  cortinaje  una  camisa  femenil  que 
huía,  transparentando  rosadas  desnudeces.  Sobre  la  es¬ 
tufa,  dos  tazones  y  residuos  de  tostadas  denunciaban 
un  desayuno  doble.  ¡Estos  pintores!...  ¡Lo  mismo  que 
su  hijo!  Y  se  enterneció  al  pensar  en  la  mala  vida  del 
consejero  de  Julio. 

— Mi  respetable  doña  Luisa...  Querida  Madame  Des¬ 
noy  ers... 

Hablaba  en  francés  y  á  gritos,  mirando  á  la  puerta 
por  donde  había  desaparecido  el  aleteo  blanco  y  rosado. 
Temblaba  al  pensar  que  la  compañera  oculta  incurriese 
en  celosos  errores,  comprometiéndole  con  una  extempo¬ 
ránea  aparición. 

Luego  hablaron  del  soldado.  Los  dos  se  comunicaban 
sus  noticias.  Doña  Luisa  casi  repitió  textualmente  los 
párrafos  de  sus  cartas,  tantas  veces  releídas.  Argensola 
se  abstuvo  con  modestia  de  enseñar  los  textos  de  las 
suyas.  Los  dos  amigos  empleaban  un  estilo  epistolar  que 
hubiese  ruborizado  á  la  buena  señora. 

— Un  valiente — afirmó  con  orgullo,  considerando  como 
propios  los  actos  de  su  compañero — ,  un  verdadero  héroe: 
y  yo,  Madame  Desnoyers,  entiendo  algo  de  esto...  Sus 
jefes  saben  apreciarle... 

Julio  era  sargento  á  los  dos  meses  de  estar  en  cam¬ 
paña.  El  capitán  de  su  compañía  y  otros  oficiales  del 
regimiento  pertenecían  al  Círculo  de  esgrima  donde  él 
había  obtenido  tantos  triunfos. 

— ¡Qué  carrera! — continuó — .  Es  de  los  que  llegan  jó¬ 
venes  á  los  grados  más  altos,  como  los  generales  de  la 
Revolución...  ¡Y  qué  de  hazañas! 

El  militar  sólo  había  mencionado  ligeramente  en  sus 
cartas  algunos  de  sus  actos,  con  la  indiferencia  del  que 
vive  acostumbrado  al  peligro  y  aprecia  en  sus  camara¬ 
das  un  arrojo  igual.  Pero  el  bohemio  los  exageró,  ensal¬ 
zándolos  como  si  fuesen  los  hechos  más  culminantes  de 


330 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

la  guerra.  Había  llevado  una  orden  á  través  de  un  fuego 
infernal,  después  de  haber  caído  muertos  tres  mensa¬ 
jeros  sin  poder  cumplir  el  mismo  encargo.  Había  saltado 
el  primero  al  atacar  muchas  trincheras  y  salvado  á  ba¬ 
yonetazos,  en  choques  cuerpo  á  cuerpo,  á  numerosos 
camaradas.  Cuando  sus  jefes  necesitaban  un  hombre  de 
confianza,  decían  invariablemente:  «Que  llamen  al  sar¬ 
gento  Desnoy  ers.» 

Lo  afirmó  como  si  lo  hubiese  presenciado,  como  si 
acabase  de  llegar  de  la  guerra;  y  doña  Luisa  temblaba, 
derramando  lágrimas  de  alegría  y  de  miedo  al  pensar 
en  las  glorias  y  peligros  de  su  hijo.  Aquel  Argensola 
tenía  el  don  de  conmoverla,  por  la  vehemencia  con  que 
relataba  las  cosas. 

Creyó  que  debía  agradecer  tanto  entusiasmo  mos¬ 
trando  algún  interés  por  la  persona  del  panegirista.. 
¿Qué  había  hecho  él  en  los  últimos  tiempos?... 

— Yo,  señora,  he  estado  donde  debía  estar.  No  me  he 
movido  de  aquí.  He  presenciado  el  «sitio»  de  París. 

En  vano  su  razón  protestaba  de  la  inexactitud  de 
esta  palabra.  Bajo  la  infiuencia  de  sus  lecturas  sobre  la 
guerra  de  1870,  llamaba  «sitio»  á  las  operaciones  des¬ 
arrolladas  junto  á  París  durante  el  curso  de  la  batalla 
del  Mame. 

Modestamente  señaló  un  diploma  con  marco  de  oro 
que  figuraba  sobre  el  piano,  teniendo  como  fondo  una 
bandera  tricolor.  Era  un  papel  que  se  vendía  en  las  ca¬ 
lles;  un  certificado  de  permanencia  en  la  capital  durante 
la  semana  del  peligro.  Había  llenado  los  blancos  con  sus 
nombres  y  cualidades,  y  al  pie  figuraban  las  firmas  de 
dos  habitantes  de  la  rué  de  la  Pompe:  un  tabernero  y  un 
amigo  de  la  portera.  El  comisario  de  policía  del  distrito 
garantizaba  con  rúbrica  y  sello  la  responsabilidad  de 
estos  honorables  testigos.  Nadie  pondría  en  duda,  des¬ 
pués  de  tal  precaución,  si  había  presenciado  ó  no  el 
«sitio»  de  París.  ¡Tenía  amigos  tan  incrédulos!... 

Para  conmover  á  la  buena  señora,  hizo  memoria  de 
sus  impresiones.  Había  visto  en  pleno  día  un  rebaño  de 
ovejas  en  el  bulevar,  junto  á  la  verja  de  la  Magdalena. 
Sus  pasos  habían  despertado  en  muchas  calles  el  eco 
sonoro  de  las  ciudades  muertas.  El  era  el  único  tran- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  331 


seunte;  en  las  aceras  vagaban  perros  y  gatos  abando¬ 
nados. 

Sus  recuerdos  militares  le  enardecían  como  soplos  de 
gloria. 

— Yo  he  visto  el  paso  de  los  marroquíes...  He  visto  los 
zuavos  en  automóvil. 

La  misma  noche  que  Julio  había  salido  para  Bur¬ 
deos,  él  vagó  hasta  el  amanecer,  siguiendo  una  línea  de 
avenidas  á  través  de  medio  París,  desde  el  león  de  Bel- 
fort  á  la  estación  del  Este.  Veintisiete  mil  hombres  con 
todo  su  material  de  campaña,  procedentes  de  Marrue¬ 
cos,  habían  desembarcado  en  Marsella  y  llegado  á  la  ca¬ 
pital,  realizando  una  parte  del  viaje  en  ferrocarril  y  otra 
á  pie.  Acudían  para  intervenir  en  la  gran  batalla  que  se 
estaba  iniciando.  Eran  tropas  compuestas  de  europeos 
y  africanos.  La  vanguardia,  al  entrar  por  la  puerta  de 
Orleáns,  emprendió  el  paso  gimnástico,  atravesando  así 
medio  París,  hasta  la  estación  del  Este,  donde  espera¬ 
ban  los  trenes. 

El  vecindario  vió  escuadrones  de  spahis,  de  teatra¬ 
les  uniformes,  montados  en  sus  caballitos  nerviosos  y 
ligeros;  tiradores  marroquíes  con  turbantes  amarillos; 
tiradores  senegaleses  de  cara  negra  y  gorro  rojo;  artille¬ 
ros  coloniales;  cazadores  de  Africa.  Eran  combatientes 
de  profesión,  soldados  que  en  tiempos  de  paz  vivían  pe¬ 
leando  en  las  colonias,  perfiles  enérgicos,  rostros  bron¬ 
ceados,  ojos  de  presa.  El  largo  desfile  se  inmovilizaba  en 
las  calles  durante  horas  enteras  para  dar  tiempo  á  que 
se  acomodasen  en  los  trenes  las  fuerzas  que  iban  delan¬ 
te...  Y  Argensola  había  seguido  esta  masa  armada  é  in¬ 
móvil  desde  los  bulevares  á  la  puerta  de  Orleáns,  ha¬ 
blando  con  los  oficiales,  escuchando  los  gritos  ingenuos 
de  los  guerreros  africanos,  que  nunca  habían  visto  Pa¬ 
rís  y  lo  atravesaban  sin  curiosidad,  preguntando  dónde 
estaba  el  enemigo. 

Llegaron  á  tiempo  para  atacar  á  von  Kluck  en  las 
orillas  del  Ourcq,  obligándole  á  retroceder,  so  pena  de 
verse  envuelto. 

Lo  que  no  contaba  Argensola  era  que  su  excursión 
nocturna  á  lo  largo  de  este  cuerpo  de  ejército  la  había 
hecho  acompañado  de  la  amable  persona  que  estaba 


332 


V.  BLASCO  IBANEZ 


dentro  y  dos  amigas  más,  grupo  entusiasta  y  generoso 
que  repartía  flores  y  besos  á  los  soldados  bronceados, 
riendo  del  asombro  con  que  les  mostraban  sus  blancos 
dientes. 

Otro  día,  había  visto  el  más  extraordinario  de  los 
espectáculos  de  la  guerra.  Todos  los  automóviles  de  al¬ 
quiler,  unos  dos  mil  vehículos,  cargando  batallones  de 
zuavos,  á  ocho  hombres  por  carruaje,  y  saliendo  á  toda 
velocidad,  erizados  de  fusiles  y  gorros  rojos.  Formaban 
en  los  bulevares  un  cortejo  pintoresco:  una  especie  de 
boda  interminable.  Y  los  soldados  descendían  de  los 
automóviles  en  el  mismo  margen  de  la  batalla,  hacien¬ 
do  fuego  así  que  saltaban  del  estribo.  Todos  los  hom¬ 
bres  que  sabían  manejar  el  fusil  los  había  lanzado  Gal- 
lieni  contra  la  extrema  derecha  del  enemigo  en  el  mo¬ 
mento  supremo,  cuando  la  victoria  era  aún  incierta  y 
el  peso  más  insignificante  podía  decidirla.  Escribientes 
de  las  oficinas  militares,  ordenanzas,  individuos  de  la 
policía,  gendarmes,  todos  habían  marchado  para  dar 
el  último  empujón,  formando  una  masa  de  heterogéneos 
colores. 

Y  el  domingo  por  la  tarde,  cuando  con  sus  tres  com¬ 
pañeras  de  «sitio»  tomaba  el  sol  en  el  Bosque  de  Bolonia 
entre  millares  de  parisienses,  se  enteró  por  los  extraor¬ 
dinarios  de  los  periódicos  que  el  combate  que  se  había 
desarrollado  junto  á  la  ciudad  y  se  iba  alejando  era  una 
gran  batalla,  una  victoria. 

— He  visto  mucho,  Madame  Desnoyers...  Puedo  con¬ 
tar  grandes  cosas. 

Y  ella  aprobaba:  sí  que  había  visto  Argensola...  Al 
marcharse  le  ofreció  su  apoyo.  Era  el  amigo  de  su  hijo 
y  estaba  acostumbrada  á  sus  peticiones.  Los  tiempos 
habían  cambiado;  don  Marcelo  era  ahora  de  una  gene¬ 
rosidad  sin  límites...  Pero  el  bohemio  la  interrumpió 
con  un  gesto  señorial:  vivía  en  la  abundancia.  Julio  lo 
había  nombrado  su  administrador.  El  giro  de  América 
había  sido  reconocido  por  el  Banco  como  una  cantidad 
en  depósito,  y  podían  disponer  de  un  tanto  por  ciento, 
con  arreglo  á  los  decretos  sobre  la  moratoria.  Su  amigo 
le  enviaba  un  cheque  siempre  que  neaesitaba  dinero 
para  el  sostenimiento  de  la  casa.  Nunca  se  había  visto 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  333 


en  lina  situación  tan  desahogada.  La  guerra  tiene  ig’ual- 
mente  sus  cosas  buenas...  Pero  con  el  deseo  de  que  no  se 
perdiesen  las  buenas  costumbres,  anunció  que  subiría 
una  vez  más  por  la  escalera  de  servicio  para  llevarse 
un  cesto  de  botellas... 

Después  de  la  marcha  de  su  hermana,  doña  Luisa 
iba  sola  á  la  iglesia,  hasta  que  de  pronto  se  vió  con  una 
compañera  inesperada. 

— Mamá,  voy  con  usted... 

Era  Chichi,  que  parecía  sentir  una  devoción  ardiente. 

Ya  no  animaba  la  casa  con  su  alegría  ruidosa  y  va¬ 
ronil;  ya  no  amenazaba  á  los  enemigos  con  puñaladas 
imaginarias.  Estaba  pálida,  triste,  con  los  ojos  aureola¬ 
dos  de  azul.  Inclinaba  la  cabeza  como  si  gravitase  al 
otro  lado  de  su  frente  un  bloque  de  pensamientos  gra¬ 
ves,  completamente  nuevos. 

Doña  Luisa  la  observaba  en  la  iglesia  con  celoso 
despecho.  Tenía  los  ojos  húmedos,  lo  mismo  que  ella; 
oraba  con  fervor,  lo  mismo  que  ella...  pero  no  era  segu¬ 
ramente  por  su  hermano.  Julio  había  pasado  á  segundo 
término  en  sus  recuerdos.  Otro  hombre  en  peligro  lle¬ 
naba  su  pensamiento. 

El  último  de  los  Lacour  ya  no  era  simple  soldado  ni 
estaba  en  París. 

Al  llegar  de  Biarritz,  Chichi  había  escuchado  con 
ansiedad  las  hazañas  de  su  «soldadito  de  azúcar».  Quiso 
conocer,  palpitante  de  emoción,  todos  los  peligros  á  que 
se  había  visto  sometido,  y  el  joven  guerrero  del  «servi¬ 
cio  auxiliar»  le  habló  de  sus  inquietudes  en  la  oñcina 
durante  los  días  interminables  en  que  peleaban  las  tro¬ 
pas  cerca  de  París,  oyéndose  desde  las  afueras  el  tronar 
de  la  artillería.  Su  padre  había  querido  llevarlo  á  Bur¬ 
deos,  pero  el  desorden  administrativo  de  última  hora  le 
mantuvo  en  la  capital. 

Algo  más  había  hecho.  El  día  del  gran  esfuerzo, 
cuando  el  gobernador  de  la  plaza  lanzó  en  automóviles 
á  todos  los  hombres  válidos,  había  tomado  un  fusil,  sin 
que  nadie  le  llamase,  ocupando  un  vehículo  con  otros 
de  su  oñcina.  No  había  visto  mas  que  humo,  casas  in¬ 
cendiadas,  muertos  y  heridos.  Ni  un  solo  alemán  pasó 
ante  sus  ojos,  exceptuando  á  un  grupo  de  huíanos  pri- 


334  V.  BLASCO  IBAÑEZ 

sioneros.  Había  estado  varias  horas  tendido  al  borde  de 
un  camino  disparando...  Y  nada  más. 

Por  el  momento,  resultaba  bastante  para  Chichi.  Se 
sintió  orgullosa  de  ser  la  novia  de  un  héroe  del  Mame, 
aunque  su  intervención  sólo  hubiese  sido  de  unas  horas. 
Pero  al  transcurrir  los  días,  su  carácter  se  fué  ensom¬ 
breciendo. 

Le  molestaba  salir  á  la  calle  con  Pené,  simple  sol¬ 
dado,  y  además  del  servicio  auxiliar...  Las  mujeres  del 
pueblo,  excitadas  por  el  recuerdo  de  sus  hombres  que 
peleaban  en  el  frente  ó  vestidas  de  luto  por  la  muerte 
de  alguno  de  ellos,  eran  de  una  insolencia  agresiva. 
La  delicadeza  y  la  elegancia  del  príncipe  republicano 
parecían  irritarlas.  Eepetidas  veces  oyó  ella  al  pasar 
palabras  gruesas  contra  los  «emboscados». 

La  idea  de  que  su  hermano,  que  no  era  francés,  es¬ 
taba  batiéndose,  le  hacía  aún  más  intolerable  la  situa¬ 
ción  de  Lacour.  Tenía  por  novio  á  un  «emboscado». 
¡Cómo  reirían  sus  amigas!... 

El  hijo  del  senador  adivinó  sin  duda  los  pensamien¬ 
tos  de  ella,  y  esto  le  hizo  perder  su  tranquilidad  son¬ 
riente.  Durante  tres  días  no  se  presentó  en  casa  de  Des¬ 
noy  ers.  Todos  creyeron  que  estaba  retenido  por  un  tra¬ 
bajo  oficinesco. 

Una  mañana,  al  dirigirse  Chichi  á  la  avenida  del 
Bosque  escoltada  por  una  de  sus  doncellas  cobrizas,  vió 
á  un  militar  que  marchaba  hacia  ella. 

Vestía  un  uniforme  flamante,  del  nuevo  color  azul 
grisáceo,  color  de  «horizonte»,  adoptado  por  el  ejército 
francés.  El  barboquejo  del  kepis  era  dorado  y  en  las 
mangas  llevaba  un  pequeño  retazo  de  oro.  Su  sonrisa, 
sus  manos  tendidas,  la  seguridad  con  que  avanzaba 
hacia  ella,  le  hicieron  reconocerle.  ¡Pené  oficial!...  ¡Su 
novio  subteniente! 

— Sí;  ya  no  puedo  más...  Ya  he  oído  bastante. 

A  espaldas  del  padre  y  valiéndose  de  sus  amistades 
había  realizado  en  pocos  días  esta  transformación.  Como 
alumno  de  la  Escuela  Central,  podía  ser  subteniente  en 
la  artillería  de  reserva,  y  había  solicitado  que  le  envia¬ 
sen  al  frente.  ¡Terminado  el  servicio  auxiliar!...  Antes 
de  dos  días  iba  á  salir  para  la  guerra. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  335 


—  ¡Tú  has  hecho  eso! — exclamó  Chichi — .  ¡Tú  has 
hecho  eso!... 

Le  miraba,  pálida,  con  los  ojos  enormemente  agran¬ 
dados,  unos  ojos  que  parecían  devorarle  con  sn  admi¬ 
ración. 

— Ven,  pobrecito  mío...  Ven  aquí,  soldadito  dulce... 
Te  debo  algo. 

Y  volviendo  su  espalda  á  la  doncella  le  invitó  á  do¬ 
blar  una  esquina  inmediata.  Era  lo  mismo:  la  calle  trans¬ 
versal  estaba  tan  frecuentada  como  la  avenida.  ¡Pero  el 
cuidado  que  le  daban  á  ella  los  curiosos!...  Con  vehemen¬ 
cia,  le  echó  los  brazos  al  cuello,  ciega  é  insensible  para 
todo  lo  que  no  fuese  él. 

— Toma...  toma. 

Plantó  en  su  cara  dos  besos  violentos,  sonoros,  agre¬ 
sivos. 

Después,  vacilando  sobre  sus  piernas,  súbitamente 
desfallecida,  se  llevó  el  pañuelo  á  los  ojos  y  rompió  á 
llorar  desesperadamente. 


II 

EN  EL  ESTUDIO 


Al  abrir  una  tarde  la  puerta,  Argensola  quedó  in¬ 
móvil,  como  si  la  sorpresa  hubiese  clavado  sus  pies  en 
el  suelo. 

Un  viejo  le  saludaba  con  amable  sonrisa. 

— Soy  el  padre  de  Julio. 

Y  pasó  adelante,  con  la  seguridad  de  un  hombre  que 
conoce  perfectamente  el  lugar  donde  se  encuentra. 

Por  fortuna,  el  pintor  estaba  solo,  y  no  necesitó  correr 
de  un  lado  á  otro  disimulando  los  vestigios  de  una  grata 
compañía. 


336 


V.  BLANCO  IBAÑEZ 

Tardó  algún  tiempo  en  reponerse  de  su  emoción. 
Había  oído  hablar  tanto  de  don  Marcelo  y  su  mal  ca¬ 
rácter,  que  le  cansó  una  gran  inquietud  verle  aparecer 
inesperadamente  en  el  estudio...  ¿Qué  deseaba  el  temi¬ 
ble  señor? 

Su  tranquilidad  fué  renaciendo  al  examinarle  con 
disimulo.  Se  había  aviejado  mucho  desde  el  principio  de 
la  guerra.  Ya  no  conservaba  aquel  gesto  de  tenacidad  y 
mal  humor  que  parecía  repeler  á  las  gentes.  Sus  ojos  bri¬ 
llaban  con  una  alegría  pueril;  le  temblaban  ligeramente 
las  manos;  su  espalda  se  encorvaba.  Argensola,  que  ha¬ 
bía  hunlo  siempre  al  encontrarle  en  la  calle  y  experi¬ 
mentado  grandes  miedos  al  subir  la  escalera  de  servicio 
de  su  casa,  sintió  ahora  una  repentina  confianza.  Le  son¬ 
reía  como  á  un  camarada;  daba  excusas  para  justificar 
su  visita. 

Había  querido  ver  la  casa  de  su  hijo.  ¡Pobre  viejo!... 
Le  arrastraba  la  misma  atracción  del  enamorado  que 
para  alegrar  su  soledad  recorre  los  lugares  que  frecuentó 
la  persona  amada.  No  le  bastaban  las  cartas  de  Julio: 
necesitaba  ver  su  antigua  vivienda,  rozarse  con  todos  los 
objetos  que  le  habían  rodeado,  respirar  el  mismo  aire, 
hablar  con  aquel  joven  que  era  su  íntimo  compañero. 

Fijaba  en  el  pintor  unos  ojos  paternales...  «Un  mozo 
interesante  el  tal  Argensola . »  Y  al  pensar  esto  no  se 
acordó  de  las  veces  que  le  había  llamado  «sinvergüenza» 
sin  conocerle,  sólo’porque  acompañaba  á  su  hijo  en  una 
vida  de  reprobación. 

La  mirada  de  Desnoyers  se  paseó  con  deleite  por  el 
estudio.  Conocía  los  tapices,  los  muebles,  todos  los  ador¬ 
nos  procedentes  del  antiguo  dueño.  El  hacía  memoria 
con  facilidad  de  las  cosas  que  había  comprado  en  su 
vida,  á  pesar  de  ser  tantas.  Sus  ojos  buscaban  ahora  lo 
personal,  lo  que  podía  evocar  la  imagen  del  ausente.  Y 
se  fijaron  en  los  cuadros  apenas  bosquejados,  en  los  es¬ 
tudios  sin  terminar  que  llenaban  los  rincones. 

¿Todo  era  de  Julio?...  Muchos  de  los  lienzos  pertene¬ 
cían  á  Argensola;  pero  éste,  infiuenciado  por  la  emoción 
del  viejo,  mostró  una  amplia  generosidad.  Sí,  todo  de 
Julio...  Y  el  padre  fué  de  pintura  en  pintura,  detenién¬ 
dose  con  gesto  admirativo  ante  los  bocetos  más  infor- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS 


mes,  como  si  presintiese  en  su  confusión  las  desordena¬ 
das  visiones  del  genio. 

— Tiene  talento,  ¿verdad? — preguntó,  implorando  una 
palabra  favorable — .  Siempre  le  he  creído  inteligente... 
Algo  diablo,  pero  el  carácter  cambia  con  los  años... 
Ahora  es  otro  hombre. 

Y  casi  lloró  al  oir  cómo  el  español,  con  toda  la  vehe¬ 
mencia  de  su  verbosidad  pronta  al  entusiasmo,  ensal¬ 
zaba  al  ausente,  describiéndole  como  un  gran  artista 
que  asombraría  al  mundo  cuando  le  llegase  su  hora. 

El  pintor  de  almas  se  sintió  al  final  tan  conmovido 
como  el  padre.  Admiraba  á  este  viejo  con  cierto  remor¬ 
dimiento.  No  quería  acordarse  de  lo  que  había  dicho 
contra  él  en  otra  época.  ¡Qué  injusticia!... 

Don  Marcelo  agarraba  sus  manos  como  las  de  un 
compañero.  Los  amigos  de  su  hijo  eran  sus  amigos.  El 
no  ignoraba  cómo  vivían  los  jóvenes.  Si  alguna  vez 
tenía  un  apuro,  si  necesitaba  una  pensión  para  seguir 
pintando,  allí  estaba  él,  deseoso  de  atenderle.  Por  lo 
pronto,  le  esperaba  á  comer  en  su  casa  aquella  misma 
noche,  y  si  quería  ir  todas  las  noches,  mucho  mejor. 
Comería  en  familia,  modestamente;  la  guerra  había  cam¬ 
biado  las  costumbres;  pero  se  vería  en  la  intimidad  de 
un  hogar,  lo  mismo  que  si  estuviese  en  la  casa  de  sus 
padres.  Hasta  habló  de  España,  para  hacerse  más  grato 
al  pintor.  Sólo  había  estado  allá  una  vez,  por  breve 
tiempo;  pero  después  de  la  guerra  pensaba  recorrerla 
toda.  Su  suegro  era  español,  su  mujer  tenía  sangre  es¬ 
pañola,  en  su  casa  empleaban  el  castellano  como  idioma 
de  la  intimidad.  ¡Ah,  España,  país  de  noble  pasado  y 
caracteres  altivos!... 

Argensola  sospechó  que,  de  pertenecer  él  á  otra  na¬ 
ción,  el  viejo  la  habría  alabado  lo  mismo.  Este  afecto 
no  era  mas  que  un  refiejo  del  amor  al  hijo  ausente,  pero 
él  lo  agradecía.  Y  casi  abrazó  á  don  Marcelo  al  decirle 
¡adiós! 

Después  de  esta  tarde  fueron  muy  frecuentes  sus 
visitas  al  estudio.  El  pintor  tuvo  que  recomendar  á  las 
amigas  un  buen  paseo  después  del  almuerzo,  abstenién¬ 
dose  de  aparecer  en  la  rué  de  la  Pompe  antes  que  cerrase 
la  noche.  Pero  á  veces  don  Marcelo  se  presentaba  ines- 


22 


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V.  BLASCO  IBAÑEZ 

peradamente  por  la  mañana,  y  él  tenía  que  correr  de  un 
lado  á  otro,  tapando  aquí,  quitando  más  allá,  para  que 
el  taller  conservase  un  aspecto  de  virtud  laboriosa. 

— Juventud...  ¡juventud! — murmuraba  el  viejo  con 
una  sonrisa  de  tolerancia. 

Y  tenía  que  hacer  un  esfuerzo,  recordar  la  dig-nidad 
de  sus  años,  para  no  pedir  á  Argensola  que  le  presentase 
á  las  fugitivas,  cuya  presencia  adivinaba  en  las  habita¬ 
ciones  interiores.  Habían  sido  tal  vez  amigas  de  su  hijo, 
representaban  una  parte  de  su  pasado,  y  esto  le  bastaba 
para  suponer  en  ellas  grandes  cualidades  que  las  hacían 
interesantes. 

Estas  sorpresas,  con  sus  correspondientes  inquietu¬ 
des,  acabaron  por  conseguir  que  el  pintor  se  laineníase 
un  poco  de  su  nueva  amistad.  Le  molestaba  además  la 
invitación  á  comer  que  continuamente  formulaba  el  vie¬ 
jo.  Encontraba  muy  buena,  pero  demasiado  aburrida,  la 
mesa  de  los  Desnoyers.  El  padre  y  la  madre  sólo  habla¬ 
ban  del  ausente.  Chichi  apenas  prestaba  atención  al  ami¬ 
go  de  su  hermano.  Tenía  el  pensamiento  fijo  en  la  guerra; 
le  preocupaba  el  funcionamiento  del  correo,  formulando 
protestas  contra  el  gobierno  cuando  transcurrían  varios 
días  sin  recibir  carta  del  subteniente  Lacour. 

Se  excusó  Argensola  con  diversos  pretextos  de  seguir 
comiendo  en  la  avenida  Víctor  Hugo.  Le  placía  más  ir  á 
los  restoranes  baratos  con  su  séquito  femenino.  El  viejo 
aceptaba  las  negativas  con  un  gesto  de  enamorado  que 
se  resigna. 

— ¿Tampoco  hoy?... 

Y  para  compensarse  de  tales  ausencias,  iba  al  día 
siguiente  al  estudio  con  gran  anticipación. 

Representaba  para  él  un  placer  exquisito  dejar  que 
se  deslizase  el  tiempo  sentado  en  un  diván  que  aún  pare¬ 
cía  guardar  la  huella  del  cuerpo  de  Julio,  viendo  aque¬ 
llos  lienzos  cubiertos  de  colores  por  su  pincel,  acariciado 
por  el  calor  de  una  estufa  que  roncaba  dulcemente  en 
un  silencio  profundo,  conventual.  Era  un  refugio  agra¬ 
dable,  lleno  de  recuerdos,  en  medio  del  París  monótono 
y  entristecido  de  la  guerra,  en  el  que  no  encontraba 
amigos,  pues  todos  necesitaban  pensar  en  las  propias 
preocupaciones. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  339 


Los  placeres  de  su  pasado  habían  perdido  todo  en¬ 
canto.  El  Hotel  Drouot  ya  no  le  tentaba.  Se  estaban 
subastando  en  aquellos  momentos  los  bienes  de  los  ale¬ 
manes  residentes  en  Francia,  embargados  por  el  gobier¬ 
no.  Era  como  una  respuesta  al  viaje  forzoso  que  habían 
hecho  los  muebles  del  castillo  de  Villeblanche  tomando 
el  camino  de  Berlín.  En  vano  le  hablaban  los  corredores 
del  escaso  público  que  asistía  á  las  subastas.  No  sentía 
la  atracción  de  estas  ocasiones  extraordinarias.  ¿Para 
qué  hacer  más  compras?...  ¿De  qué  servía  tanto  objeto 
inútil?  Al  pensar  en  la  existencia  dura  que  llevaban 
millones  de  hombres  á  campo  raso,  le  asaltaban  deseos 
de  una  vida  ascética.  Había  empezado  á  odiar  los  es¬ 
plendores  ostentosos  de  su  casa  de  la  avenida  Víctor 
Hugo.  Pecordaba  sin  pena  la  destrucción  del  castillo. 
Sentía  una  pereza  irresistible  cuando  sus  aficiones  pre¬ 
tendían  empujarle,  como  en  otros  tiempos,  á  las  compras 
incesantes.  No;  mejor  estaba  allí...  Y  allí,  era  siempre 
el  estudio  de  Julio. 

Argensola  trabajaba  en  presencia  de  don  Marcelo. 
Sabía  que  el  viejo  abominaba  de  la.s  gentes  inactivas,  y 
había  emprendido  varias  obras,  sintiendo  el  contagio  de 
esta  voluntad  inclinada  á  la  acción.  Desnoy ers  seguía 
con  interés  los  trazos  del  pincel  y  aceptaba  todas  las 
explicaciones  del  retratista  de  almas.  El  era  partidario 
de  los  antiguos;  en  sus  compras  sólo  había  adquirido 
obras  de  pintores  muertos;  pero  le  bastaba  saber  que 
Julio  pensaba  como  su  amigo,  para  admitir  humilde¬ 
mente  todas  las  teorías  de  éste. 

La  laboriosidad  del  artista  era  corta.  A  los  pocos  mi¬ 
nutos  prefería  hablar  con  el  viejo,  sentándose  en  el  mis¬ 
mo  diván. 

El  primer  motivo  de  conversación  era  el  ausente. 
Repetían  fragmentos  de  las  cartas  que  llevaban  recibi¬ 
das;  hablaban  del  pasado  con  discretas  alusiones.  El 
pintor  describía  la  vida  de  Julio  antes  de  la  guerra 
como  una  existencia  dedicada  por  completo  á  las  pre¬ 
ocupaciones  del  arte.  El  padre  no  ignoraba  la  inexacti¬ 
tud  de  tales  palabras,  pero  agradecía  la  mentira  como 
una  gran  muestra  de  amistad.  Argensola  era  un  com¬ 
pañero  bueno  y  discreto;  jamás,  en  sus  mayores  desen- 


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V.  BLASCO  IBAÑEZ 

fados  verbales,  había  hecho  alusión  á  Hacíame  Laurier. 

En  aquellos  días  preocupaba  al  viejo  el  recuerdo  de 
ésta.  La  había  encontrado  en  la  calle  dando  el  brazo  á 
su  esposo,  que  ya  estaba  restablecido  de  sus  heridas.  El 
ilustre  Lacour  contaba  satisfecho  la  reconciliación  del 
matrimonio.  El  ingeniero  sólo  había  perdido  un  ojo. 
Ahora  estaba  al  frente  de  su  fábrica,  requisada  por  el 
gobierno  para  la  fabricación  de  obuses.  Era  capitán  y 
ostentaba  dos  condecoraciones.  No  sabía  ciertamente  el 
senador  cómo  se  había  realizado  la  inesperada  reconci¬ 
liación.  Les  había  visto  lleg'ar  un  día  á  su  casa  juntos, 
mirándose  con  ternura,  olvidados  completamente  del 
pasado. 

— ¿Quién  se  acuerda  de  las  cosas  de  antes  de  la  gue¬ 
rra? — había  dicho  el  personaje — .  Ellos  y  sus  amigos  ya 
no  se  acuerdan  del  divorcio.  Vivimos  todos  una  nueva 
existencia...  Yo  creo  que  los  dos  son  ahora  más  felices 
que  antes. 

Esta  felicidad  la  había  presentido  Desnoyers  al  ver¬ 
les.  Y  el  hombre  de  rígida  moral,  que  anatematizaba  el 
año  anterior  la  conducta  de  su  hijo  con  Laurier  tenién¬ 
dola  por  la  más  nociva  de  las  calaveradas,  sintió  cierto 
despecho  al  contemplar  á  Margarita  pegada  á  su  ma¬ 
rido,  hablándole  con  amoroso  interés.  Le  pareció  una 
ingratitud  esta  felicidad  matrimonial.  ¡Una  mujer  que 
había  influido  tanto  en  la  vida  de  Julio!...  ¿Así  pueden 
olvidarse  los  amores?. . . 

Los  dos  habían  pasado  como  si  no  le  conociesen.  Tal 
vez  el  capitán  Laurier  no  veía  con  claridad,  pero  ella 
le  había  mirado  con  sus  ojos  cándidos,  volviendo  la 
vista  precipitadamente  para  evitar  su  saludo...  El  viejo 
se  entristeció  ante  tal  indiferencia,  no  por  él,  sino  por 
el  otro.  ¡Pobre  Julio!...  El  inflexible  señor,  en  plena  in¬ 
moralidad  mental,  lamentaba  este  olvido  como  algo 
monstruoso. 

La  guerra  era  otro  objeto  de  conversación  durante 
las  tardes  pasadas  en  el  estudio.  Argensola  ya  no  lleva¬ 
ba  los  bolsillos  repletos  de  impresos,  como  al  principio 
de  las  hostilidades.  Una  calma  resignada  y  serena  había 
sucedido  á  la  excitación  del  primer  momento,  cuando 
las  gentes  esperaban  intervenciones  extraordinarias  y 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  341 


maravillosas.  Todos  los  periódicos  decían  lo  mismo.  Le 
bastaba  con  leer  el  comimicado  oficial,  y  este  documento 
sabía  esperarlo  sin  impaciencia,  presintiendo  que,  poco 
más  ó  menos,  diría  lo  mismo  que  el  anterior. 

La  fiebre  de  los  primeros  meses,  con  sus  ilusiones  y 
optimismos,  le  parecía  ahora  algo  quimérico.  Los  que 
no  estaban  en  la  guerra  habían  vuelto  poco'  á  poco  á 
sus  trabajos  habituales.  La  existencia  recobraba  su  rit¬ 
mo  ordinario.  «Hay  que  vivir»,  decían  las  gentes.  Y  la 
necesidad  de  continuar  la  vida  llenaba  el  pensamiento 
con  sus  exigencias  inmediatas.  Los  que  tenían  indivi¬ 
duos  armados  en  el  ejército  se  acordaban  de  ellos,  pero 
sus  ocupaciones  amortiguaban  la  violencia  del  recuerdo, 
acabando  por  aceptar  la  ausencia  como  algo  que  de  ex¬ 
traordinario  pasaba  á  ser  normal.  Al  principio  la  guerra 
cortaba  el  sueño,  hacía  intragable  la  comida,  amargaba 
el  placer,  dándole  una  palidez  fúnebre.  Todos  hablaban 
de  lo  mismo.  Ahora  se  abrían  lentamente  los  teatros, 
circulaba  el  dinero,  reían  las  gentes,  hablaban  de  la 
gran  calamidad,  pero  sólo  á  determinadas  horas,  como 
algo  que  iba  á  ser  largo,  muy  largo,  y  exigía  con  su 
fatalismo  inevitable  una  gran  resignación. 

— La  humanidad  se  acostumbra  fácilmente  á  la  des¬ 
gracia — decía  Argensola — ,  siempre  que  la  desgracia  sea 
larga...  Esa  es  nuestra  fuerza:  por  eso  vivimos. 

Don  Marcelo  no  aceptaba  dicha  resignación.  La  gue¬ 
rra  iba  á  ser  más  corta  de  lo  que  se  imaginaban  todos. 
Su  entusiasmo  le  fijaba  un  término  inmediato:  dentro  de 
tres  meses,  en  la  primavera  próxima.  Y  si  la  paz  no  era 
en  la  primavera,  sería  en  el  verano. 

Un  nuevo  interlocutor  tomó  parte  en  sus  conversa¬ 
ciones.  Desnoyers  conoció  al  vecino  ruso,  del  que  le  ha¬ 
blaba  Argensola.  También  este  personaje  raro  había  tra¬ 
tado  á  su  hijo,  y  esto  bastó  para  que  Tchernoff  le  inspi¬ 
rase  gran  interés. 

En  tiempo  normal  lo  habría  mantenido  á  distancia. 
El  millonario  era  partidario  del  orden.  Abominaba  de 
los  revolucionarios,  con  el  miedo  instintivo  de  todos  los 
ricos  que  han  creado  su  fortuna  y  recuerdan  la  modestia 
de  su  origen.  El  socialismo  de  Tchernoff  y  su  nacionali¬ 
dad  habrían  provocado  forzosamente  en  su  pensamiento 


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V.  BLASCO  IBANEZ 

una  serie  de  imágenes  horripilantes:  bombas,  puñaladas, 
justas  expiaciones  en  la  horca,  envíos  á  Siberia.  No,  no 
era  un  amigo  recomendable...  Pero  ahora  don  Marcelo 
experimentaba  un  profundo  trastorno  en  la  apreciación 
de  las  ideas  ajenas.  ¡Había  visto  tanto!...  Los  procedi¬ 
mientos  terroríficos  de  la  invasión,  la  falta  de  escrú¬ 
pulos  de  los  jefes  alemanes,  la  tranquilidad  con  que  los 
submarinos  echaban  á  pique  buques  pacíficos  cargados 
de  viajeros  indefensos,  las  hazañas  de  los  aviadores, 
que  á  dos  mil  metros  de  altura  arrojaba^n  bombas  sobre 
las  ciudades  abiertas,  destrozando  mujeres  y  niños,  le 
hacían  recordar  como  sucesos  sin  importancia  los  aten¬ 
tados  del  terrorismo  revolucionario  que  años  antes  pro¬ 
vocaban  su  indignación. 

— ¡Y  pensar — decía — que  nos  enfurecíamos,  como  si  el 
mundo  fuese  á  deshacerse,  porque  alguien  arrojaba  una 
bomba  contra  un  personaje! 

Estos  exaltados  ofrecían  para  él  una  cualidad  que 
atenuaba  sus  crímenes.  Morían  víctimas  de  sus  propios 
actos  ó  se  entregaban  sabiendo  cuál  iba  á  ser  su  castigo. 
Se  sacrificaban  sin  buscar  la  salida:  rara  vez  se  habían 
salvado  valiéndose  de  las  precauciones  de  la  impunidad. 
¡Mientras  que  los  terroristas  de  la  guerra!... 

Con  la  violencia  de  su  carácter  imperioso,  el  viejo 
efectuaba  una  reversión  absoluta  de  valores. 

— Los  verdaderos  anarquistas  están  ahora  en  lo  alto 
— decía  con  risa  irónica — .  Todos  los  que  nos  asusta¬ 
ban  antes  eran  unos  infelices...  En  un  segundo  matan 
los  de  nuestra  época  más  inocentes  que  los  otros  en 
treinta  años. 

La  dulzura  de  Tchernoff,  sus  ideas  originales,  sus 
incoherencias  de  pensador  acostumbrado  á  saltar  de  la 
refiexión  á  la  palabra  sin  preparativo  alguno,  acabaron 
por  seducir  á  don  Marcelo.  Todas  sus  dudas  las  consul¬ 
taba  con  él.  Su  admiración  le  hacía  pasar  por  alto  la 
procedencia  de  ciertas  botellas  con  que  Argensola  obse¬ 
quiaba  algunas  veces  á  su  vecino.  Aceptó  con  gusto  que 
Tchernoff  consumiese  estos  recuerdos  de  la  época  en  que 
vivía  él  luchando  con  su  hijo. 

Después  de  saborear  el  vino  de  la  avenida  Víctor 
Hugo,  sentía  el  mso  una  locuacidad  visionaria  seme- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  343 


jante  á  la  de  la  noclie  en  que  evocó  la  fantástica  cabal¬ 
gada  de  los  cuatro  jinetes  apocalípticos. 

Lo  que  más  admiraba  Desnoyers  era  su  facilidad 
para  exponer  las  cosas,  fijándolas  por  medio  de  imáge¬ 
nes.  La  batalla  del  Mame  con  los  combates  subsiguien¬ 
tes  y  la  carrera  de  ambos  ejércitos  hacia  la  orilla  del 
mar  eran  para  él  hechos  de  fácil  explicación...  ¡Si  los 
franceses  no  hubiesen  estado  fatigados  después  de  su 
triunfo  en  el  Mame!... 

—  ...Pero  las  fuerzas  humanas  —  continuaba  Tcher- 
noff — tienen  un  límite,  y  el  francés,  con  todo  su  entu¬ 
siasmo,  es  un  hombre  como  los  demás.  Primeramente  la 
marcha  rapidísima  del  Este  al  Norte  para  hacer  frente  á 
la  invasión  por  Bélgica;  luego  los  combates;  á  continua¬ 
ción  una  retirada  veloz  para  no  verse  envueltos;  final¬ 
mente  una  batalla  de  siete  días;  y  todo  esto  en  un  período 
de  tres  semanas  nada  más...  En  el  momento  del  triunfo 
faltaron  piernas  á  los  vencedores  para  ir  adelante  y  faltó 
caballería  para  perseguir  á  los  fugitivos.  Las  bestias  es¬ 
taban  más  extenuadas  aún  que  los  hombres.  Al  verse 
acosados  con  poca  tenacidad,  los  que  se  retiraban,  ca¬ 
yéndose  de  fatiga,  se  tendieron  y  excavaron  la  tierra, 
creándose  un  refugio.  Los  franceses  también  se  acosta¬ 
ron,  arañando  el  suelo  para  no  perder  lo  recuperado... 
Y  empezó  de  este  modo  la  guerra  de  trincheras. 

Luego,  cada  línea,  con  el  intento  de  envolver  á  la 
línea  enemiga,  había  ido  prolongándose  hacia  el  Nor¬ 
oeste,  y  de  los  estiramientos  sucesivos  resultó  la  carrera 
hacia  el  mar  de  unos  y  otros,  formando  el  frente  de  com¬ 
bate  más  grande  que  se  conocía  en  la  Historia. 

Cuando  don  Marcelo,  en  su  optimismo  entusiasta, 
anunciaba  la  terminación  de  la  guerra  para  la  prima¬ 
vera  siguiente . . .  para  el  verano ,  siempre  con  cuatro 
meses  de  plazo  á  lo  más,  el  ruso  movía  la  cabeza. 

— Esto  será  largo...  muy  largo.  Es  una  guerra  nueva, 
la  verdadera  guerra 'moderna.  Los  alemanes  iniciaron 
las  hostilidades  á  estilo  antiguo,  como  si  no  hubiesen 
observado  nada  después  de  1870:  una  guerra  de  movi¬ 
mientos  envolventes,  de  batallas  á  campo  raso,  lo  mis¬ 
mo  que  podía  discurrirla  Moltke  imitando  á  Napoleón. 
Deseaban  terminar  pronto  y  estaban  seguros  del  triunfo. 


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V.  BLASCO  IBAÑEZ 

¿Para  qué  hacer  uso  de  procedimientos  nuevos?...  Pero 
lo  del  Mame  torció  sus  planes:  de  agresores  tuvieron 
que  pasar  á  la  defensiva,  y  entonces  emplearon  todo  lo 
que  su  Estado  Mayor  había  aprendido  en  las  campañas 
de  japoneses  y  rusos,  iniciándose  la  guerra  de  trinche¬ 
ras,  la  lucha  subterránea,  que  es  lógica  por  el  alcance 
y  la  cantidad  de  disparos  del  armamento  moderno.  La 
conquista  de  un  kilómetro  de  terreno  representa  ahora 
más  que  hace  un  siglo  el  asalto  de  una  fortaleza  de  pie¬ 
dra...  Ni  unos  ni  otros  van  á  avanzar  en  mucho  tiempo. 
Tal  vez  no  avancen  nunca  deñnitivamente.  Esto  va  á  ser 
largo  y  aburrido,  como  las  peleas  entre  atletas  de  fuerzas 
equilibradas. 

— Pero  alguna  vez  tendrá  fin — dijo  Desnoyers. 

— Indudablemente;  mas  ¿quién  sabe  cuándo?...  ¿Y 
cómo  quedarán  unos  y  otros  cuando  todo  termine?... 

El  creía  en  un  final  rápido,  cuando  menos  lo  espe¬ 
rase  la  gente,  por  la  fatiga  de  uno  de  los  dos  lucha¬ 
dores,  cuidadosamente  disimulada  hasta  el  último  mo¬ 
mento. 

— Alemania  será  la  derrotada — añadió  con  firme  con¬ 
vicción — .  No  sé  cuándo  ni  cómo,  pero  caerá  lógicamen¬ 
te.  Su  golpe  maestro  le  falló  en  Septiembre,  al  no  en¬ 
trar  en  París  deshaciendo  al  ejército  enemigo.  Todos  los 
triunfos  de  su  baraja  los  echó  entonces  sobre  la  mesa. 
No  ganó,  y  continúa  prolongando  el  juego  porque  tiene 
muchas  cartas,  y  lo  prolongará  todavía  largo  tiempo... 
Pero  lo  que  no  pudo  hacer  en  el  i3rimer  momento  no  lo 
hará  nunca. 

Para  Tchernoff,  la  derrota  final  no  significaba  la  des¬ 
trucción  de  Alemania  ni  el  aniquilamiento  del  pueblo 
alemán. 

— A  mí  me  indignan — continuó — los  patriotismos  ex¬ 
cesivos.  Oyendo  á  ciertas  gentes  que  formulan  planes 
para  la  supresión  definitiva  de  Alemania,  me  parece  es¬ 
tar  escuchando  á  los  pangermanistas  de  Berlín  cuando 
repartían  los  continentes. 

Luego  concretó  su  opinión. 

— Hay  que  derrotar  al  Imperio,  para  tranquilidad  del 
mundo:  suprimir  la  gran  máquina  de  guerra  que  per¬ 
turba  la  paz  délas  naciones...  Desde  1870  todos  vivi- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  345 


mos  pésimamente.  Durante  cuarenta  y  cuatro  años  se  ha 
conjurado  el  peligro;  pero  en  todo  este  tiempo,  ;qué  de 
angustias!... 

Lo  que  más  irritaba  á  Tchernoff  era  la  enseñanza  in¬ 
moral  nacida  de  esta  situación  y  que  había  acabado  por 
apoderarse  del  mundo:  la  glorificación  de  la  fuerza,  la 
santificación  del  éxito,  el  triunfo  del  materialismo,  el 
respeto  al  hecho  consumado,  la  mofa  de  los  más  nobles 
sentimientos,  como  si  fuesen  simples  frases  sonoras  y  ri¬ 
diculas,  el  trastorno  de  los  valores  morales,  una  filosofía 
de  bandidos  que  pretendía  ser  la  última  palabra  del  pro¬ 
greso  y  lio  era  mas  que  la  vuelta  al  despotismo,  la  vio¬ 
lencia,  la  barbarie  de  las  épocas  más  primitivas  de  la 
Historia. 

Deseaba  la  supresión  de  los  representantes  de  esta 
tendencia,  pero  no  por  esto  pedía  el  exterminio  del  pue¬ 
blo  alemán. 

— Ese  pueblo  tiene  grandes  méritos  confundidos  con 
malas  condiciones,  que  son  herencia  de  un  pasado  de 
barbarie  demasiado  próximo.  Posee  el  instinto  de  la  or¬ 
ganización  y  del  trabajo,  y  puede  prestar  buenos  servi¬ 
cios  á  la  liumanidad...  Pero  antes  es  necesario  adminis¬ 
trarle  una  ducha:  la  ducha  del  fracaso.  Los  alemanes 
están  locos  de  orgullo,  y  su  locura  resulta  peligrosa  para 
el  mundo.  Cuando  hayan  desaparecido  los  que  les  enve¬ 
nenaron  con  ilusiones  de  hegemonía  mundial,  cuando 
la  desgracia  haya  refrescado  su  imaginación  y  se  con¬ 
formen  con  ser  un  grupo  humano  ni  superior  ni  inferior 
á  los  otros,  formarán  un  pueblo  tolerante,  útil...  y  quién 
sabe  si  hasta  simpático. 

No  había  en  la  hora  presente,  para  Tchernoff,  pueblo 
más  peligroso.  Su  organización  política  lo  convertía  en 
una  horda  guerrera  educada  á  puntapiés  y  sometida  á 
continuas  humillaciones  para  anular  la  voluntad,  que  se 
resiste  siempre  á  la  disciplina. 

— Es  una  nación  donde  todos  reciben  golpes  y  desean 
darlos  al  que  está  más  abajo.  El  puntapié  que  suelta  el 
emperador  se  transmite  de  dorso  en  dorso  hasta  las  úl¬ 
timas  capas  sociales.  Los  golpes  empiezan  en  la  escuela 
y  se  continúan  en  el  cuartel,  formando  parte  de  la 
educación.  El  aprendizaje  de  los  príncipes  herederos  de 


S46 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Prusia  consistió  siempre  en  recibir  bofetadas  y  palos  de 
su  progenitor  el  rey.  El  kaiser  pega  á  sus  retoños,  el  ofi¬ 
cial  á  sus  soldados,  el  padre  á  sus  hijos  y  á  la  mujer,  el 
maestro  á  los  alumnos;  y  cuando  el  superior  no  puede 
dar  golpes,  impone  á  los  que  tiene  debajo  el  tormento 
del  ultraje  moral. 

Por  eso  cuando  abandonaban  su  vida  ordinaria,  to¬ 
mando  las  armas  para  caer  sobre  otro  grupo  humano, 
eran  de  una  ferocidad  implacable. 

— Cada  uno  de  ellos — continuó  el  ruso — lleva  debajo 
de  la  espalda  un  depósito  de  patadas  recibidas,  y  desea 
consolarse  dándolas  á  su  vez  á  los  infelices  que  coloca 
la  guerra  bajo  su  dominación.  Este  pueblo  de  «señores», 
como  él  mismo  se  llama,  aspira  á  serlo...  pero  fuera  de 
su  casa.  Dentro  de  ella  es  el  que  menos  conoce  la  dig¬ 
nidad  humana.  Por  eso  siente  con  tanta  vehemencia  el 
deseo  de  esparcirse  por  el  mundo,  pasando  de  lacayo  á 
patrón . 

Repentinamente,  don  Marcelo  dejó  de  ir  con  frecuen¬ 
cia  al  estudio.  Buscaba  ahora  á  su  amigo  el  senador. 
Una  promesa  de  éste  había  trastornado  su  tranquila  re¬ 
signación. 

El  personaje  estaba  triste  desde  que  el  heredero  de 
las  glorias  de  su  familia  se  había  ido  á  la  guerra,  rom¬ 
piendo  la  red  protectora  de  recomendaciones  en  que  le 
había  envuelto. 

Una  noche,  comiendo  en  casa  de  Desnoyers,  apuntó 
una  idea  que  hizo  estremecer  á  éste.  «¿No  le  gustaría 
ver  á  su  hijo?...»  El  senador  estaba  gestionando  una 
autorización  del  Cuartel  G-eneral  para  ir  al  frente.  Nece¬ 
sitaba  ver  á  René.  Pertenecía  al  mismo  cuerpo  de  ejér¬ 
cito  que  Julio;  tal  vez  estaban  en  lugares  algo  lejanos, 
pero  un  automóvil  puede  dar  muchos  rodeos  antes  de 
llegar  al  término  de  su  viaje. 

No  necesitó  decir  más.  Desnoyers  sintió  de  pronto  un 
deseo  vehemente  de  ver  á  su  hijo.  Llevaba  muchos  me¬ 
ses  teniendo  que  contentarse  con  la  lectura  de  sus  car¬ 
tas  y  la  contemplación  de  una  fotografía  hecha  por  uno 
de  sus  camaradas... 

Desde  entonces  asedió  á  Lacour,  como  si  fuese  uno 
de  sus  electores  deseoso  de  un  empleo.  Le  visitaba  por 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  347 


las  mañanas  en  su  casa,  lo  invitaba  á  comer  todas  las 
noches,  iba  á  buscarle  por  las  tardes  en  los  salones  del 
Luxemburgo.  Antes  de  la  primera  palabra  de  saludo, 
sus  ojos  formulaban  siempre  la  misma  interrogación... 
«¿Cuándo  conseguiría  el  permiso?» 

El  grande  hombre  lamentaba  la  indiferencia  de  los 
militares  con  el  elemento  civil.  Siempre  habían  sido  ene¬ 
migos  del  parlamentarismo. 

—  Además,  Joffre  se  muestra  intratable.  No  quiere 
curiosos...  Mañana  veré  al  Presidente. 

Pocos  días  después  llegó  á  la  casa  de  la  avenida  Víc¬ 
tor  Plugo  con  un  gesto  de  satisfacción  que  llenó  de  ale¬ 
gría  á  clon  Marcelo. 

— ¿Ya  está?... 

— Ya  está...  Pasado  mañana  salimos. 

Desnoyers  fué  en  la  tarde  siguiente  al  estudio  de  la 
rite  de  la  Pompe. 

— Mañana  me  voy. 

El  pintor  deseó  acompañarle.  ¿No  podría  ir  también 
como  secretario  del  senador?...  Don  Marcelo  sonrió.  La 
autorización  servía  únicamente  para  Lacoiiry  un  acom 
pañante.  El  era  quien  iba  á  figurar  como  secretario,  ayu¬ 
da  de  cámara  ó  lo  que  fuese  de  su  futuro  consuegro. 

Al  final  de  la  tarde  salió  del  estudio,  acompañado 
hasta  el  ascensor  por  las  lamentaciones  de  Argensola. 
¡No  poder  agregarse  á  la  expedición!...  Creía  haber  per¬ 
dido  la  oportunidad  para  pintar  su  obra  maestra. 

Cerca  de  su  casa  encontró  á  P'chernoff.  Don  Marcelo 
estaba  de  buen  humor.  La  seguridad  de  que  iba  á  ver 
pronto  á  su  hijo  le  comunicaba  una  alegría  infantil. 
Casi  abrazó  al  ruso,  á  pesar  de  su  aspecto  desastrado, 
sus  barbas  trágicas  y  su  enorme  sombrero,  que  hacían 
volver  la  cabeza  á  los  transeúntes. 

Al  final  de  la  avenida  destacaba  su  mole  el  Arco  de 
Triunfo  sobre  un  cielo  coloreado  por  la  puesta  del  sol. 
Una  nube  roja  flotaba  en  torno  del  monumento,  refleján¬ 
dose  en  su  blancura  con  palpitaciones  purpúreas. 

Se  acordó  Desnoyers  de  los  cuatro  jinetes  y  todo  lo 
demás  que  le  había  contado  Argensola  antes  de  presen¬ 
tarle  al  ruso. 

— Sangre — dijo  alegremente — .  Todo  el  cielo  parece 


S48 


V.  BLASCO  IBANEZ 


de  sangre...  Es  la  bestia  apocalíptica  que  ha  recibido  el 
golpe  de  gracia.  Pronto  la  veremos  morir. 

Tchernotf  sonrió  igualmente,  pero  su  sonrisa  fué  me¬ 
lancólica. 

— No;  la  Bestia  no  muere.  Es  la  eterna  compañera 
de  los  hombres.  Se  oculta  chorreando  sangre  cuarenta 
años...  sesenta...  un  siglo,  iDero  reaparece.  Todo  lo  que 
podemos  desear  es  que  su  herida  sea  larga,  que  se  es¬ 
conda  por  mucho  tiempo  y  no  la  vean  nunca  las  gene¬ 
raciones  que  guardarán  todavía  nuestro  recuerdo. 


líl 

LA  GUERRA 


Iba  ascendiendo  don  Marcelo  por  una  montaña  cu¬ 
bierta  de  arboleda. 

El  bosque  ofrecía  una  trágica  desolación.  Se  había 
inmovilizado  en  él  una  tempestad  muda,  fijándolo  todo 
en  posiciones  violentas,  antinaturales.  Ni  un  solo  árbol 
conservaba  la  forma  rectilínea  y  el  abundante  ramaje 
de  los  días  de  paz.  Los  grupos  de  pinos  recordaban  las 
columnatas  de  los  templos  ruinosos.  Unos  se  mantenían 
erguidos  en  toda  su  longitud,  pero  sin  el  remate  de  la 
copa,  como  fustes  que  hubiesen  perdido  su  capitel;  otros 
estaban  cortados  por  la  mitad,  en  pico  de  fiauta,  lo  mis¬ 
mo  que  las  pilastras  partidas  por  el  rayo.  Algunos  de¬ 
jaban  colgar  en  torno  de  su  seccionamiento  las  esquir¬ 
las  filamentosas  de  la  madera  muerta,  á  semejanza  de 
un  mondadientes  roto. 

La  fuerza  destructora  se  había  ensañado  en  los  árbo¬ 
les  seculares:  hajms,  encinas  y  robles.  Grandes  marañas 
de  ramaje  cortado  cubrían  el  suelo,  como  si  acabase  de 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  349 


pasar  por  él  una  banda  de  leñadores  gigantescos.  Los 
troncos  aparecían  seccionados  á  poca  distancia  de  la 
tierra,  con  un  corte  limpio  y  pulido,  como  de  un  solo 
hachazo.  En  torno  de  las  raíces  desenterradas  abunda¬ 
ban  las  piedras  revueltas  con  los  terrones;  piedras  que 
dormían  en  las  entrañas  del  suelo  y  la  explosión  había 
hecho  volar  sobre  la  superficie. 

A  trechos — brillando  entre  los  árboles  ó  partiendo  el 
camino  con  una  inoportunidad  que  obligaba  á  molestos 
rodeos — extendían  sus  láminas  acuáticas  unos  charcos 
enormes,  todos  iguales,  de  una  regularidad  geométrica, 
redondos,  exactamente  redondos.  Desnoyers  los  com¬ 
paró  con  palanganas  hundidas  en  el  suelo  para  uso  de 
los  invisibles  titanes  que  habían  talado  la  selva.  Su  pro¬ 
fundidad  enorme  empezaba  en  los  mismos  bordes.  Un 
nadador  podía  arrojarse  en  estos  charcos  sin  tocar  el 
fondo.  El  agua  era  verdosa,  agua  muerta,  agua  de  llu¬ 
via,  con  una  costra  de  vegetación  perforada  por  las  bur¬ 
bujas  respiratorias  de  los  pequeños  organismos  que  em¬ 
pezaban  á  vivir  en  sus  entrañas. 

En  mitad  de  la  cuesta,  rodeadas  de  pinos,  había  va¬ 
rias  tumbas  con  cruces  de  madera;  tumbas  de  soldados 
franceses  rematadas  por  banderitas  tricolores.  Sobre 
estos  túmulos  cubiertos  de  musgo  descansaban  viejos 
kepis  de  artilleros.  El  leñador  feroz,  al  destrozar  el  bos¬ 
que,  había  alcanzado  ciegamente  á  las  hormigas  que  se 
movían  entre  los  troncos. 

Don  Marcelo  llevaba  polainas,  amplio  sombrero,  y 
sobre  los  hombros  un  poncho  fino  arrollado  como  una 
manta.  Había  sacado  á  luz  estas  prendas  que  le  recor¬ 
daban  su  lejana  vida  en  la  estancia.  Detrás  de  él  cami¬ 
naba  Lacour,  procurando  conservar  su  dignidad  sena¬ 
torial  entre  los  jadeos  y  resoplidos  de  fatiga.  También 
llevaba  botas  altas  y  sombrero  blando,  pero  había  con¬ 
servado  el  chaqué  de  solemnes  faldones,  por  no  renun¬ 
ciar  por  completo  á  su  uniforme  parlamentario.  Delante 
marchaban  dos  capitanes  sirviéndoles  de  guías. 

Estaban  en  una  montaña  ocupada  por  la  artillería 
francesa.  Iban  hacia  las  cumbres,  donde  había  ocultos 
cañones  y  cañones  formando  una  línea  de  varios  kiló¬ 
metros.  Los  artilleros  alemanes  habían  causado  estos 


350 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

destrozos  contestando  á  los  tiros  de  los  franceses.  El  bos¬ 
que  estaba  rasgado  por  el  obús.  Las  lagunas  circulares 
eran  embudos  abiertos  por  las  «marmitas»  germánicas 
en  un  suelo  de  fondo  calizo  é  impermeable  que  conser¬ 
vaba  los  regueros  de  la  lluvia. 

Habían  dejado  su  automóvil  al  pie  de  la  montaña. 
Uno  de  los  oficiales,  viejo  artillero,  les  explicó  esta  pre¬ 
caución.  Debían  seguir  cuesta  arriba  cautelosamente. 
Estaban  al  alcance  del  enemigo,  y  un  automóvil  podía 
atraer  sus  cañonazos. 

— Un  poco  fatigosa  la  subida — continuó — .  ¡Animo, 
señor  senador!...  Ya  estamos  cerca. 

Empezaron  á  cruzarse  en  el  camino  con  soldados  de 
artillería.  Muchos  de  ellos  sólo  tenían  de  militar  el  kepis. 
Parecían  obreros  de  una  fábrica  de  metalurgia,  fundi¬ 
dores  y  ajustadores,  con  pantalones  y  chalecos  de  pana. 
Llevaban  los  brazos  descubiertos,  y  algunos,  para  mar¬ 
char  sobre  el  barro  con  mayor  seguridad ,  calzaban 
zuecos  de  madera.  Eran  antiguos  trabajadores  del  hie¬ 
rro  incorporados  por  la  movilización  á  la  artillería  de 
reserva.  Sus  sargentos  habían  sido  contramaestres;  mu¬ 
chos  de  sus  oficiales,  ingenieros  y  dueños  de  taller. 

De  pronto,  los  que  subían  tropezaron  con  los  férreos 
habitantes  del  bosque.  Cuando  éstos  hablaban  se  estre¬ 
mecía  el  suelo,  temblaba  el  aire,  y  los  pobladores  de  la 
arboleda,  cuervos  y  liebres,  mariposas  y  hormigas,  huían 
despavoridos  para  ocultarse,  como  si  el  mundo  fuese  á 
perecer  en  ruinosa  convulsión.  Ahora  los  monstruos  bra¬ 
madores  permanecían  callados.  Se  llegaba  junto  á  ellos 
sin  verlos.  Entre  el  ramaje  verde  asomaba  el  extremo  de 
algo  semejante  á  una  viga  gris;  otras  veces  esta  apari¬ 
ción  emergía  de  un  amontonamiento  de  troncos  secos. 
Al  dar  la  vuelta  al  obstáculo  aparecía  una  plazoleta  de 
tierra  limpia  ocupada  por  varios  hombres  que  vivían, 
dormían  y  trabajaban  en  torno  de  un  artefacto  enorme 
montado  sobre  ruedas. 

El  senador,  que  había  escrito  versos  en  su  juventud 
y  hacía  poesía  oratoria  cuando  inauguraba  alguna  esta¬ 
tua  en  su  distrito,  vi  ó  en  estos  solitarios  de  la  montaña, 
ennegrecidos  por  el  sol  y  el  humo,  despechugados  y 
arremangados,  una  especie  de  sacerdotes  puestos  al  ser- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  351 


vicio  de  la  divinidad  fatal,  que  recibía  de  sus  manos  la 
ofrenda  de  las  enormes  cápsulas  explosivas,  vomitándo¬ 
las  en  forma  de  trueno. 

Ocultos  bajo  el  ramaje,  para  librarse  de  la  observa¬ 
ción  de  los  aviadores  enemigos,  los  cañones  franceses 
se  esparcían  por  las  crestas  y  mesetas  de  una  serie  de 
montañas.  En  este  rebaño  de  acero  había  piezas  enor¬ 
mes,  con  ruedas  reforzadas  de  patines  semejantes  á  las 
de  las  locomóviles  agrícolas  que  Desnoyers  tenía  en 
sus  estancias  para  arar  la  tierra.  Como  bestias  menores, 
más  ágiles  y  juguetonas  en  su  incesante  ladrido,  los 
grupos  del  75  aparecían  interpolados  entre  los  sombríos 
monstruos. 

Los  dos  capitanes  habían  recibido  del  general  de  su 
cuerpo  de  ejército  la  orden  de  enseñar  minuciosamente 
al  senador  el  funcionamiento  de  la  artillería.  Y  Lacour 
aceptaba  con  reflexiva  gravedad  sus  observaciones, 
mientras  volvía  los  ojos  á  un  lado  y  á  otro  con  la  espe¬ 
ranza  de  reconocer  á  su  hijo.  Lo  interesante  para  él  era 
ver  á  René...  Pero  recordando  el  pretexto  ofícial  de  su 
viaje,  seguía  de  cañón  en  cañón  oyendo  explicaciones. 

Mostraban  los  proyectiles  los  sirvientes  de  las  piezas: 
grandes  cilindros  ojivales  extraídos  de  los  almacenes 
subterráneos.  Estos  almacenes,  llamados  «abrigos»,  eran 
profundas  madrigueras,  pozos  oblicuos  reforzados  con 
sacos  de  tierra  y  maderos.  Servían  de  refugio  al  perso¬ 
nal  libre  y  guardaban  las  municiones  á  cubierto  de  una 
explosión. 

Un  artillero  les  mostró  dos  bolsas  unidas,  de  tela  blan¬ 
ca,  bien  repletas.  Parecían  un  salchichón  doble,  y  eran 
la  carga  de  uno  de  los  grandes  cañones.  La  bolsa  quedó 
abierta,  saliendo  á  la  luz  unos  paquetes  de  hojas  color 
de  rosa.  El  senador  y  su  acompañante  se  admiraron  de 
que  esta  pasta,  que  parecía  un  artículo  de  tocador,  fuese 
uno  de  los  terribles  explosivos  de  la  guerra  moderna. 

—Afirmo — dijo  Lacour — que  al  encontrar  en  la  calle 
uno  de  estos  atados  lo  habría  creído  procedente  del 
bolso  de  una  dama  ó  un  olvido  de  dependiente  de  per¬ 
fumería...  todo  menos  un  explosivo.  ¡Y  con  esto,  que 
parece  fabricado  para  los  labios,  puede  volarse  -un  edL 
ficio!... 


352 


V.  BLASCO  IBANEZ 


Siguieron  su  camino.  En  lo  más  alto  de  la  montaña 
vieron  un  torreón  algo  desmoronado.  Era  el  puesto  más 
peligroso.  Un  oficial  examinaba  desde  él  la  línea  ene¬ 
miga  para  apreciar  la  exactitud  de  los  disparos.  Mien¬ 
tras  sus  camaradas  estaban  debajo  de  la  tierra  ó  disi¬ 
mulados  por  el  ramaje,  él  cumplía  su  misión  desde  este 
punto  visible. 

A  corta  distancia  de  la  torre  se  abrió  ante  sus  ojos 
un  pasillo  subterráneo.  Descendieron  por  sus  entrañas 
lóbregas,  hasta  dar  con  varias  habitaciones  excavadas 
en  el  suelo.  Un  lado  de  montaña  cortado  á  pico  era  su 
fachada  exterior.  Angostas  ventanillas  perforadas  en  la 
piedra  daban  luz  y  aire  á  estas  piezas. 

Un  comandante  viejo,  encargado  del  sector,  salió  á 
su  encuentro.  Desnoyers  creyó  ver  á  un  jefe  de  sección 
de  un  gran  almacén  de  París.  Sus  ademanes  eran  ex¬ 
quisitos,  su  voz  suave  parecía  implorar  perdón  á  cada 
palabra,  como  si  se  dirigiese  á  un  grupo  de  damas  ofre¬ 
ciéndoles  los  géneros  de  última  novedad.  Pero  esta  im¬ 
presión  sólo  duró  un  momento.  El  soldado  de  pelo  canoso 
y  lentes  de  miope,  que  guardaba  en  plena  guerra  los 
gestos  de  un  director  de  fábrica  recibiendo  á  sus  clien¬ 
tes,  mostró  al  mover  los  brazos  unas  vendas  y  algodones 
en  el  interior  de  sus  mangas.  Estaba  herido  en  ambas 
muñecas  por  una  explosión  de  obús,  y  sin  embargo  con¬ 
tinuaba  en  su  sitio. 

«¡Diablo  de  señor  melifluo  y  almibarado! — pensó  don 
Marcelo — .  Hay  que  reconocer  que  es  alguien.» 

Habían  entrado  en  el  puesto  de  mando,  vasta  pieza 
que  recibía  la  luz  por  una  ventana  horizontal  de  cuatro 
metros  de  ancho  con  sólo  una  altura  de  palmo  y  medio. 
Parecía  el  espacio  abierto  entre  dos  hojas  de  persiana. 
Debajo  de  ella  se  extendía  una  mesa  de  pino  cargada  de 
papeles,  con  varios  taburetes.  Ocupando  uno  de  estos 
asientos  se  abarcaba  con  los  ojos  toda  la  llanura.  En  las 
paredes  había  aparatos  eléctricos,  cuadros  de  distribu¬ 
ción,  bocinas  acústicas  y  teléfonos,  muchos  teléfonos. 

El  comandante  apartó  y  amontonó  los  papeles,  ofre¬ 
ciendo  los  taburetes  con  el  mismo  ademán  que  si  estu¬ 
viese  en  un  salón. 

— Aquí,  señor  senador. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  íídíi 


Desnoyers,  compañero  humilde,  tomó  asiento  á  su 
lado.  El  comandante  parecía  un  director  de  teatro  pre¬ 
parándose  á  mostrar  al^o  extraordinario.  Colocó  sobro 
la  mesa  un  enorme  papel  que  reproducía  todos  los  acci¬ 
dentes  de  la  llanura  extendida  ante  ellos:  caminos,  pue¬ 
blos,  campos,  alturas  y  valles.  Sobre  este  mapa  aparecía 
un  grupo  triangular  de  líneas  rojas  en  forma  de  aba¬ 
nico.  El  vértice  era  el  sitio  donde  ellos  estaban;  la  parte 
ancha  del  triángulo,  el  límite  del  horizonte  real  que 
abarcaban  con  los  ojos.  • 

— Vamos  á  tirar  contra  este  bosque — dijo  el  artillero 
señalando  un  extremo  de  la  carta — .  Aquí  es  allá — con¬ 
tinuó,  designando  en  el  horizonte  una  pequeña  línea 
obscura — .  Tomen  ustedes  los  gemelos. 

Pero  antes  de  que  los  dos  apoyasen  el  borde  de  los 
oculares  en  sus  cejas,  el  comandante  colocó  sobre  el 
mapa  un  nuevo  papel.  Era  una  fotografía  enorme  y  algo 
borrosa,  sobre  cuyos  trazos  aparecía  un  abanico  de  lí¬ 
neas  encarnadas  igual  al  otro. 

— Nuestros  aviadores — continuó  el  artillero  cortés — 
han  tomado  esta  mañana  algunas  vistas  de  las  posicio¬ 
nes  enemigas.  Esto  es  una  ampliación  de  nuestro  taller 
fotográfíco...  Según  sus  informes,  hay  acampados  en  el 
bosque  dos  regimientos  alemanes. 

Don  Marcelo  vio  en  la  fotografía  la  mancha  del  bos¬ 
que,  y  dentro  de  ella  líneas  blancas  que  figuraban  cami¬ 
nos,  grupos  de  pequeños  cuadrados  que  eran  manzanas 
de  casas  de  un  pueblo.  Creyó  estar  en  un  aeroplano  con¬ 
templando  la  tierra  á  mil  metros  de  altura.  Luego  se 
llevó  los  gemelos  á  los  ojos,  siguiendo  la  dirección  de 
una  de  las  líneas  rojas,  y  vio  agrandarse  en  el  redondel 
de  la  lente  una  barra  negra,  algo  semejante  á  una  línea 
gruesa  de  tinta:  el  bosque,  el  refugio  de  los  enemigos. 

— Cuando  usted  lo  disponga,  señor  senador,  empeza¬ 
remos — dijo  el  comandante  llegando  al  último  extremo 
de  la  cortesía — .  ¿Está  usted  pronto?... 

Desnoyers  sonrió  levemente.  ¿A  qué  iba  á  estar  pronto 
su  ilustre  amigo?  ¿De  qué  podía  servir,  simple  mirón  como 
él,  y  emocionado  indudablemente  por  lo  nuevo  del  es¬ 
pectáculo?... 

Sonaron  á  sus  espaldas  un  sinnúmero  de  timbres:  vi- 


23 


354 


V.  BLASCO  IBANEZ 


braciones  que  llamaban,  vibraciones  que  respondían. 
Los  tubos  acústicos  parecían  Iiincliarse  con  el  galope  de 
las  palabras.  El  hilo  eléctrico  pobló  el  silencio  de  la  ha¬ 
bitación  con  las  palpitaciones  de  su  vida  misteriosa.  El 
amable  jefe  ya  no  se  ocupaba  de  sus  personas.  Lo  adi¬ 
vinaron  á  sus  espaldas  ante  la  boca  de  un  teléfono,  con¬ 
versando  con  sus  oficiales  á  varios  kilómetros  de  dis¬ 
tancia.  El  héroe  dulzón  y  bienhablado  no  abandonaba 
un  momento  su  retorcida  cortesía. 

■ — ¿Quiere  usted  tener  la  bondad  de  empezar?... — dijo 
suavemente  al  oficial  lejano — .  Con  mucho  gusto  le  co¬ 
munico  la  orden. 

Sintió  don  Marcelo  un  ligero  temblor  nervioso  junto 
á  una  de  sus  piernas.  Era  Lacour,  inquieto  por  la  nove¬ 
dad.  Iba  á  iniciarse  el  fuego;  iba  á  ocurrir  algo  que  no 
había  visto  nunca.  Los  cañones  estaban  encima  de  sus 
cabezas:  temblaría  la  bóveda  como  la  cubierta  de  un 
buque  cuando  disparan  sobre  ella.  La  habitación,  con 
sus  tubos  acústicos  y  sus  vibraciones  de  teléfonos,  era 
semejante  al  puente  de  un  navio  en  el  momento  del  za¬ 
farrancho.  ¡El  estrépito  que  iba  á  producirse!...  Trans¬ 
currieron  algunos  segundos,  que  fueron  larguísimos... 
De  pronto,  un  trueno  lejano  que  parecía  venir  de  las 
nubes.  Desnoyers  ya  no  sintió  la  vibración  nerviosa 
junto  á  su  pierna.  El  senador  se  movió  á  impulsos  de  la 
sorpresa;  su  gesto  parecía  decir:  «¿Y  esto  es  todo?...»  Los 
metros  de  tierra  que  tenían  sobre  ellos  amortiguaron  las 
detonaciones.  El  tiro  de  una  pieza  gruesa  equivalía  á  un 
garrotazo  en  un  colchón.  Más  impresionante  resultaba 
el  gemido  del  proyectil  sonando  á  gran  altura,  pero  des¬ 
plazando  el  aire  con  tal  violencia  que  sus  ondas  llegaban 
hasta  la  ventana. 

Huía . . .  huía ,  debilitando  su  rugido .  Pasó  mucho 
tiempo  antes  de  que  se  notasen  sus  efectos.  Los  dos 
amigos  llegaron  á  creer  que  se  había  perdido  en  el  es¬ 
pacio.  «No  llega...  no  llega»,  pensaban.  De  pronto  sur¬ 
gió  en  el  horizonte,  exactamente  en  el  lugar  indicado, 
sobre  el  borrón  del  bosque,  una  enorme  columna  de 
humo,  una  torre  giratoria  de  vapor  negro  seguida  de 
una  explosión  volcánica. 

— ¡Qué  mal  debe  vivirse  allí! — dijo  el  senador. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  355 


El  y  Desiioyers  experimentaron  una  impresión  de 
alegría  animal,  un  regocijo  egoísta,  viéndose  en  lugar 
seguro,  á  varios  metros  debajo  del  suelo. 

—Los  alemanes  van  á  tirar  de  un  momento  á  otro 
—dijo  en  voz  baja  don  Marcelo  á  su  amigo. 

El  senador  fué  de  la  misma  opinión.  Indudablemente 
iban  á  contestar,  entablándose  un  duelo  de  artillería. 

Todas  las  baterías  francesas  habían  abierto  el  fuego. 
La  montaña  tronaba  incesantemente:  se  sucedían  los  ru¬ 
gidos  de  los  proyectiles;  el  horizonte,  todavía  silencioso, 
se  iba  erizando  de  negras  columnas  salomónicas.  Los  dos 
reconocieron  que  se  estaba  muy  bien  en  este  refugio,  se¬ 
mejante  á  un  palco  de  teatro... 

Alguien  tocó  en  un  hombro  á  Lacour.  Era  uno  de  los 
capitanes  que  les  guiaban  por  el  frente. 

• — Vamos  arriba — dijo  con  sencillez — .  Hay  que  verde 
cerca  cómo  trabajan  nuestros  cañones.  El  espectáculo 
vale  la  pena. 

¿Arriba?...  El  personaje  quedó  perplejo,  asombrado, 
como  si  le  propusiesen  un  viaje  interplanetario.  ¿Arriba, 
cuando  los  enemigos  iban  á  contestar  de  un  momento  á 
otro?... 

El  capitán  explicó  que  el  subteniente  Lacour  estaba 
tal  vez  esperando  á  su  padre.  Habían  avisado  por  telé¬ 
fono  á  su  batería,  emplazada  á  un  kilómetro  de  distan¬ 
cia:  debía  aprovechar  el  tiempo  para  verle. 

Subieron  de  nuevo  á  la  luz  por  el  boquete  del  subte¬ 
rráneo.  El  senador  se  había  erguido  majestuosamente. 

«Van  á  tirar — decía  una  voz  en  su  interior — ;  van  á 
contestar  los  enemigos.» 

Pero  se  ajustó  el  chaqué  como  un  manto  trágico  y 
siguió  adelante,  grave  y  solemne.  Si  aquellos  hombres 
de  guerra,  adversarios  del  parlamentarismo,  querían 
reir  ocultamente  de  las  emociones  de  un  personaje  civil, 
se  llevaban  chasco. 

Desnoyers  admiró  la  decisión  con  que  el  grande 
hombre  se  lanzaba  fuera  del  subterráneo,  lo  mismo  que 
si  marchase  contra  el  enemigo. 

A  los  pocos  pasos  se  desgarró  la  atmósfera  en  ondas 
tumultuosas.  Los  dos  vacilaron  sobre  los  pies,  mientras 
zumbaban  sus  oídos  y  creían  sentir  en  la  nuca  la  im- 


356 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

l^resión  de  un  golpe.  Se  les  ocurrió  al  mismo  tiempo  que 
ya  habían  empezado  á  tirar  los  alemanes.  Pero  eran 
los  suyos  los  que  tiraban.  Una  vedija  de  humo  surgió 
del  bosque,  á  una  docena  de  metros,  disolviéndose  ins¬ 
tantáneamente.  Acababa  de  disparar  una  de  las  piezas 
de  enorme  calibre,  oculta  en  el  ramaje  junto  á  ellos.  Los 
capitanes  dieron  una  explicación  sin  detener  el  paso. 
Tenían  que  seguir  por  delante  de  los  cañones,  sufriendo 
la  violenta  sonoridad  de  sus  estampidos,  para  no  aventu¬ 
rarse  en  el  espacio  descubierto,  donde  estaba  el  torreón 
del  vigía.  También  ellos  esperaban  de  un  momento  á 
otro  la  contestación  de  enfrente. 

El  que  iba  junto  á  don  Marcelo  le  felicitó  por  la  im¬ 
pavidez  con  que  soportaba  los  cañonazos. 

— Mi  amigo  conoce  eso — dijo  el  senador  con  orgullo — . 
Estuvo  en  la  batalla  del  Mame. 

Los  dos  militares  apreciaron  con  alguna  extrañeza 
la  edad  de  Desnoy ers.  ¿En  qué  lugar  había  estado?  ¿A 
qué  cuerpo  pertenecía?... 

— Estuve  de  víctima — dijo  el  aludido,  modestamente. 

Un  oficial  venía  corriendo  hacia  ellos  del  lado  del 
torreón,  por  el  espacio  desnudo  de  árboles.  Repetidas 
veces  agitó  su  kepis  para  que  le  viesen  mejor.  Lacour 
tembló  por  él.  Podían  distinguirle  los  enemigos;  se  ofre¬ 
cía  como  blanco  al  cortar  imprudentemente  el  espacio 
descubierto,  con  el  deseo  de  llegar  antes.  Y  aún  tembló 
más  al  verle  de  cerca...  Era  René. 

Sus  manos  oprimieron  con  cierta  extrañeza  unas 
manos  fuertes,  nervudas.  Vió  el  rostro  de  su  hijo  con 
los  rasgos  más  acentuados,  obscurecido  por  la  pátina 
que  da  la  existencia  campestre.  Un  aire  de  resolución, 
de  confianza  en  las  propias  fuerzas,  parecía  despren¬ 
derse  de  su  persona.  Seis  meses  de  vida  intensa  le  habían 
transformado.  Era  el  mismo,  pero  con  el  pecho  más  am- 
pfiio,  las  muñecas  más  fuertes.  Las  facciones  suaves  y 
dulces  de  la  madre  se  habían  perdido  bajo  esta  máscara 
varonil.  Lacour  reconoció  con  orgullo  que  ahora  se  pa¬ 
recía  á  él. 

Después  de  los  abrazos  de  saludo,  René  atendió  á 
don  Marcelo  con  más  asiduidad  que  á  su  padre.  Creía 
percibir  en  su  persona  algo  del  perfume  de  Chichi.  Pre- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  357 


guntó  por  ella:  quería  saber  detalles  de  su  vida,  á  pesar 
de  la  frecuencia  con  que  llegaban  sus  cartas. 

El  senador,  mientras  tanto,  conmovido  por  su  re¬ 
ciente  emoción,  había  tomado  cierto  aire  oratorio  al  di¬ 
rigirse  á  su  hijo.  Improvisó  un  fragmento  de  discurso  en 
honor  de  este  soldado  de  la  República  que  llevaba  el  glo¬ 
rioso  nombre  de  Lacour,  juzgando  oportuno  el  momento 
para  hacer  conocer  á  aquellos  militares  profesionales  los 
antecedentes  de  su  familia. 

— Cumple  tu  deber,  hijo  mío.  Los  Lacour  tienen  tra¬ 
diciones  guerreras.  Acuérdate  de  nuestro  abuelo,  el  co¬ 
misario  de  la  Convención,  que  se  cubrió  de  gloria  en  la 
defensa  de  Maguncia. 

Mientras  hablaba  se  habían  puesto  todos  en  marcha, 
doblando  una  punta  del  bosque  para  colocarse  detrás 
de  los  cañones. 

Aquí  el  estrépito  era  menos  violento.  Las  grandes 
piezas,  después  de  cada  disparo,  dejaban  escapar  por  la 
recámara  una  nubecilla  de  humo  semejante  á  la  de  una 
pipa.  Los  sargentos  dictaban  cifras  comunicadas  en  voz 
baja  por  otro  artillero  que  tenía  en  una  oreja  el  auricu¬ 
lar  del  teléfono.  Los  sirvientes  obedecían  silenciosos  en 
torno  del  cañón.  Tocaban  una  ruedecita,  y  el  monstruo 
elevaba  su  morro  gris,  lo  movía  á  un  lado  ó  á  otro,  con 
la  expresión  inteligente  y  la  agilidad  de  una  trompa  de 
elefante.  Al  pie  de  la  pieza  más  próxima  se  erguía,  con 
el  tirador  en  las  manos,  un  artillero  de  cara  impasible. 
Debía  estar  sordo.  Su  embrutecimiento  facial  delataba 
cierta  autoridad.  Para  él,  la  vida  no  era  mas  que  una 
serie  de  tirones  y  de  truenos.  Conocía  su  importancia. 
Era  el  servidor  de  la  tormenta,  el  guardián  del  rayo. 

— ¡Fuego! — gritó  el  sargento. 

Y  el  trueno  estalló  á  su  voz.  Todo  pareció  temblar; 
pero  acostumbrados  los  dos  viajeros  á  oir  los  estampi¬ 
dos  de  las  piezas  por  la  parte  de  la  boca,  les  pareció  de 
segundo  orden  el  estrépito  presente. 

Lacour  iba  á  continuar  su  relato  sobre  el  glorioso 
abuelo  de  la  Convención,  cuando  algo  extraordinario 
cortó  su  facundia. 

— Tiran — dijo  simplemente  el  artillero  que  ocupaba 
el  teléfono. 


358 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Los  dos  oficiales  repitieron  al  senador  esta  noticia, 
transmitida  por  los  vigías  de  la  torre.  ¿No  había  dicho 
él  que  los  enemigos  iban  á  contestar?...  Obedeciendo  al 
santo  instinto  de  conservación  y  empujado  al  mismo 
tiempo  por  su  hijo,  se  vio  en  un  «abrigo»  de  la  batería. 
No  quiso  agazaparse  en  el  interior  de  la  estrecha  cueva. 
Permaneció  junto  á  la  entrada,  con  una  curiosidad  que 
se  sobreponía  á  la  inquietud. 

Sintió  venir  al  invisible  proyectil  á  pesar  del  estré¬ 
pito  de  los  cañones  inmediatos.  Percibía  con  rara  sensi¬ 
bilidad  su  paso  á  través  de  la  atmósfera  por  encima  de 
los  otros  ruidos  más  potentes  y  cercanos.  Era  un  gemido 
que  ensanchaba  su  intensidad;  un  triángulo  sonoro  con 
el  vértice  en  el  horizonte,  que  se  abría  al  avanzar,  lle¬ 
nando  todo  el  espacio.  Luego  ya  no  fué  un  gemido,  fué 
un  bronco  estrépito  formado  por  diversos  choques  y 
roces,  semejantes  al  descenso  de  un  tranvía  eléctrico 
por  una  calle  en  cuesta,  á  la  carrera  de  un  tren  que 
pasa  ante  una  estación  sin  detenerse. 

Le  vió  aparecer  en  forma  de  nube,  agrandóse  como 
si  fuese  á  desplomarse  sobre  la  batería.  Sin  saber  cómo, 
se  encontró  en  el  fondo  del  «abrigo»  y  sus  manos  trope¬ 
zaron  con  el  frío  contacto  de  un  montón  de  cilindros  do 
acero  alineados  como  botellas.  Eran  proyectiles. 

«Si  la  «marmita»  alemana — pensó — estallase  sobre 
esta  madriguera...  ¡qué  espantosa  voladura!...» 

Pero  se  tranquilizaba  al  considerar  la  solidez  de  la 
bóveda:  vigas  y  sacos  de  tierra  se  sucedían  en  un  espe¬ 
sor  de  varios  metros.  Quedó  de  pronto  en  absoluta  obs¬ 
curidad.  Otro  se  había  refugiado  en  el  «abrigo»,  obs¬ 
truyendo  con  su  cuerpo  la  entrada  de  la  luz:  tal  vez  su 
amigo  Desnoyers. 

Pasó  un  año  que  en  su  reloj  sólo  representaba  un  se¬ 
gundo;  luego  pasó  un  siglo  de  igual  duración...  y  al  fin 
estalló  el  esperado  trueno,  temblando  el  «abrigo»,  pero 
con  blandura,  con  sorda  elasticidad,  como  si  fuese  de 
caucho.  La  explosión,  á  pesar  de  esto,  vesultaba  horri¬ 
ble.  Otras  explosiones  menores,  enroscadas,  juguetonas 
y  silbantes  surgieron  detrás  de  la  primera.  Con  la  ima¬ 
ginación  dió  forma  Lacour  á  este  cataclismo.  Y  vió  una 
serpiente  alada  vomitando  chispas  y  humo,  una  especie 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  359 


de  monstruo  wag-neriano,  que  al  aplastarse  contra  el 
suelo  abría  sus  entrañas,  esparciendo  miles  de  culebri¬ 
llas  ígneas  que  lo  cubrían  todo  con  sus  mortales  retorci¬ 
mientos...  El  proyectil  debía  haber  estallado  muy  cerca, 
tal  vez  en  la  misma  plazoleta  ocupada  por  la  batería. 

Salió  del  «abrigo» ,  esperando  encontrar  un  espec¬ 
táculo  horroroso  de  cadáveres  despedazados,  y  vió  á  su 
hijo  que  sonreía  encendiendo  un  cigarro  y  hablando  con 
Desnoyers...  ¡Nada!  Los  artilleros  terminaban  tranqui¬ 
lamente  de  cargar  una  pieza  gruesa.  Habían  levantado 
los  ojos  un  momento  al  pasar  el  proyectil  enemigo,  con¬ 
tinuando  luego  su  trabajo. 

— Ha  debido  caer  á  unos  trescientos  metros — dijo  Kené 
tranquilamente. 

El  senador,  espíritu  impresionable,  sintió  de  pronto 
una  conñanza  heroica.  No  valía  la  pena  ocuparse  tanto 
de  la  propia  seguridad  cuando  los  otros  hombres,  igua¬ 
les  á  él — aunque  fuesen  vestidos  de  distinto  modo — ,  no 
parecían  reconocer  el  peligro. 

Y  al  pasar  nuevos  proyectiles,  que  iban  á  perderse  en 
los  bosques  con  estallidos  de  cráter,  permaneció  al  lado 
de  su  liijo,  sin  otro  signo  de  emoción  que  un  leve  estre¬ 
mecimiento  en  las  piernas.  Le  parecía  ahora  que  única¬ 
mente  los  proyectiles  franceses,  por  ser  «suyos»,  daban 
en  el  blanco  y  mataban.  Los  otros  tenían  la  obligación 
de  pasar  por  alto,  perdiéndose  lejos  entre  un  estrépito 
inútil.  Con  tales  ilusiones  se  fabrica  el  valor...  «¿Y  esto 
es  todo?»,  parecían  decir  sus  ojos. 

Recordaba  con  cierta  vergüenza  su  refugio  en  el 
«abrigo»;  se  reconocía  capaz  de  vivir  allí,  lo  mismo 
que  René. 

Sin  embargo,  los  obuses  alemanes  eran  cada  vez  más 
frecuentes.  Ya  no  se  perdían  en  el  bosque;  sus  estallidos 
sonaban  más  cercanos.  Los  dos  oñciales  cruzaron  sus 
miradas.  Tenían  el  encargo  de  velar  por  la  seguridad 
del  ilustre  visitante. 

— Esto  se  calienta — dijo  uno  de  ellos. 

René,  como  si  adivinase  lo  que  pensaban,  se  dispuso 
á  partir.  «¡Adiós,  papá!»  Estaba  haciendo  falta  en  su 
batería.  El  senador  intentó  resistirse,  quiso  prolongar 
la  entrevista,  pero  chocó  con  algo  duro  é  inflexible  que 


360 


V.  BLASCO  IBANEZ 


repelía  toda  su  influencia.  Un  senador  valía  poco  entre 
aquella  gente  acostumbrada  á  la  disciplina. 

—  ¡Salud,  hijo  mío!...  Mucha  suerte...  Acuérdate  de 
quién  eres. 

Y  el  padre  lloró  al  oprimirle  entre  sus  brazos.  La¬ 
mentaba  en  silencio  la  brevedad  de  la  entrevista,  pensó 
en  los  peligros  que  aguardaban  á  su  único  hijo  al  sepa¬ 
rarse  de  él. 

Cuando  René  hubo  desaparecido,  los  capitanes  ini¬ 
ciaron  la  marcha  del  grupo.  Se  hacía  tarde;  debían  lle¬ 
gar  antes  de  anochecer  á  un  determinado  acantona¬ 
miento.  Iban  cuesta  abajo,  al  abrigo  de  una  arista  de  la 
montaña,  viendo  pasar  muy  altos  los  proyectiles  ene¬ 
migos. 

En  una  hondonada  encontraron  varios  grupos  de  ca¬ 
ñones  de  75.  Estaban  esparcidos  en  la  arboleda,  disimu¬ 
lados  por  montones  de  ramaje,  como  perros  agazapados 
que  ladraban  asomando  sus  hocicos  grises.  Los  grandes 
cañones  rugían  con  intervalos  de  grave  pausa.  Estas 
jaurías  de  acero  gritaban  incesantemente,  sin  abrir  el 
más  leve  paréntesis  en  su  cólera  ruidosa,  igual  al  ras¬ 
gón  de  una  tela  que  se  parte  sin  fin.  Las  piezas  eran 
muchas,  los  disparos  vertiginosos,  y  las  detonaciones  se 
confundían  en  una  sola,  como  las  series  de  puntos  se 
unen  formando  una  línea  compacta. 

Los  jefes,  embriagados  por  el  estrépito,  daban  sus  ór¬ 
denes  á  gritos,  agitaban  los  brazos  paseando  por  detrás 
de  las  piezas.  Los  cañones  se  deslizaban  sobre  las  cure¬ 
ñas  inmóviles,  avanzando  y  retrocediendo  como  pistolas 
automáticas.  Cada  disparo  arrojaba  la  cápsula  vacía, 
introduciendo  al  punto  un  nuevo  proyectil  en  la  recᬠ
mara  humeante. 

Se  arremolinaba  el  aire  á  espaldas  de  las  baterías 
con  oleaje  furioso.  Lacour  y  su  compañero  recibían  á 
cada  tiro  un  golpe  en  el  pecho,  el  violento  contacto  de 
una  mano  invisible  que  los  empujaba  hacia  atrás.  Te¬ 
nían  que  acompasar  su  respiración  al  ritmo  de  los  dis¬ 
paros.  Durante  una  centésima  de  segundo,  entre  la  onda 
aérea  barrida  y  la  nueva  onda  que  avanzaba,  sus  pe¬ 
chos  experimentaban  la  angustia  del  vacío.  Desnoyers 
admiró  el  ladrido  de  estos  perros  grises.  Conocía  bien 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIb  361 


sus  mordeduras,  que  alcanzaban  á  muchos  kilómetros. 
Aún  se  mantenían  frescas  en  su  pobre  castillo. 

A  Lacour  le  pareció  que  las  filas  de  cañones  canta¬ 
ban  algo  monótono  y  feroz,  como  debieron  ser  los  him¬ 
nos  guerreros  de  la  humanidad  de  los  tiempos  prehistó¬ 
ricos.  Esta  música  de  notas  secas,  ensordecedoras,  deli¬ 
rantes,  iba  despertando  en  los  dos  algo  que  duerme  en 
el  fondo  de  todas  las  almas:  el  salvajismo  de  los  remotos 
abuelos.  El  aire  se  caldeaba  con  olores  acres,  punzantes, 
bestialmente  embriagadores.  Los  perfumes  del  explosivo 
llegaban  hasta  el  cerebro  por  la  boca,  por  las  orejas, 
por  los  ojos. 

Experimentaron  el  mismo  enardecimiento  de  los  di¬ 
rectores  de  las  piezas  que  gritaban  y  braceaban  en  me¬ 
dio  del  trueno.  Las  cápsulas  vacías  iban  formando  una 
capa  espesa  detrás  de  los  cañones.  ¡Fuego!...  ¡siempre 
fuego! 

— Hay  que  rociar  bien — gritaban  los  jefes — .  Haj^  que 
dar  un  buen  riego  al  bosque  donde  están  los  boches. 

Y  las  bocas  de  los  75  regaban  sin  interrupción,  inun¬ 
dando  de  proyectiles  la  remota  arboleda. 

Enardecidos  por  esta  actividad  mortal,  embriagados 
por  la  celeridad  destructora,  sometidos  al  vértigo  de  las 
horas  rojas,  Lacour  y  Desnoyers  se  vieron  de  pronto 
agitando  sus  sombreros,  moviéndose  de  un  lado  á  otro 
como  si  fuesen  á  bailar  la  danza  sagrada  de  la  muerte, 
gritando  con  la  boca  seca  por  el  acre  vapor  de  la  pól¬ 
vora:  «¡Viva...  viva!» 


El  automóvil  rodó  toda  la  tarde,  deteniéndose  algu¬ 
nas  veces  en  los  caminos  congestionados  por  el  largo 
desfile  de  los  convoyes.  Pasaron  á  través  de  campos  sin 
cultivar,  con  esqueletos  de  viviendas.  Corrieron  á  lo 
largo  de  pueblos  incendiados  que  no  eran  mas  que  una 
sucesión  de  fachadas  negras  con  huecos  abiertos  sobre 
el  vacío. 

—  Ahora  le  toca  á  usted  —  dijo  el  senador  á  Desno¬ 
yers — .  Vamos  á  ver  á  su  hijo. 

Se  cruzaron  á  la  caída  de  la  tarde  con  numerosos 
grupos  de  infantería,  soldados  de  luengas  barbas  y  uni- 


362 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

formes  azules  descoloridos  por  la  intemperie.  Volvían 
de  los  atrincheramientos,  llevando  sobre  la  joroba  de 
sus  mochilas  palas,  picos  y  otros  útiles  para  remover  la 
tierra,  que  habían  adquirido  una  importancia  de  armas 
de  combate.  Iban  cubiertos  de  barro  de  cabeza  á  pies. 
Todos  parecían  viejos  en  plena  juventud.  Su  alegría  al 
volver  al  acantonamiento,  después  de  una  semana  de 
trinchera  ,  poblaba  el  silencio  de  la  llanura  con  canciones 
acompañadas  por  el  sordo  choque  de  sus  zapatos  clave¬ 
teados.  En  el  atardecer  de  color  de  violeta,  el  coro  varo¬ 
nil  iba  esparciendo  las  estrofas  aladas  de  la  Alarsellesa 
ó  las  afirmaciones  heroicas  del  Canto  de  partida. 

— Son  los  soldados  de  la  Revolución — decía  entusias¬ 
mado  el  senador — ;  Francia  ha  vuelto  á  1792. 

Pasaron  la  noche  en  un  pueblo  medio  arruinado, 
donde  se  había  establecido  la  comandancia  de  una  divi¬ 
sión.  Los  dos  capitanes  se  despidieron.  Otros  se  encarga¬ 
rían  de  guiarles  en  la  mañana  siguiente. 

Se  habían  alojado  en  el  «Hotel  de  la  Sirena»,  edificio 
viejo  con  la  fachada  roída  por  los  obuses.  El  dueño  les 
mostró  con  orgullo  una  ventana  rota  que  había  tomado 
la  forma  de  un  cráter.  Esta  ventana  hacía  perder  su  im¬ 
portancia  á  la  antigua  muestra  del  establecimiento:  una 
mujer  de  hierro  con  cola  de  pescado.  Como  Desnoyers 
ocupaba  la  habitación  inmediata  á  la  que  había  recibido 
el  proyectil,  el  hotelero  quiso  enseñársela  antes  de  que 
se  acostase. 

Todo  roto:  paredes,  suelo,  techo.  Los  muebles  hechos 
astillas  en  los  rincones;  harapos  de  floreado  papel  col¬ 
gando  de  las  paredes.  Por  un  agujero  enorme  se  veían 
las  estrellas  v  entraba  el  frío  de  la  noche.  El  dueño  hizo 
constar  que  este  destrozo  no  era  obra  de  los  alemanes. 
Los  había  causado  un  proyectil  de  75  al  ser  repelidos  los 
invasores  fuera  del  pueblo.  Y  sonreía  con  patriótico  or¬ 
gullo  ante  la  destrucción,  repitiendo: 

— Es  obra  de  los  nuestros.  ¿Qué  le  parece  cómo  trabaja 
el  75?...  ¿Qué  dice  usted  de  esto?... 

A  pesar  de  la  fatiga  del  viaje,  don  Marcelo  durmió 
mal,  agitado  por  el  pensamiento  de  que  su  hijo  estaba  á 
corta  distancia. 

Una  hora  después  del  amanecer  salieron  del  pueblo 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  363 


en  automóvil,  guiados  por  otro  oficial.  A  los  dos  lados 
del  camino  vieron  campamentos  y  campamentos.  Deja¬ 
ron  atrás  los  parques  de  municiones;  pasaron  la  tercera 
línea  de  tropas;  luego  la  segunda.  Miles  y  miles  de 
hombres  se  habían  instalado  en  pleno  campo,  improvi¬ 
sando  sus  viviendas.  Este  hormigueo  varonil  recorda¬ 
ba,  con  su  variedad  de  uniformes  y  razas,  las  grandes 
invasiones  de  la  Historia.  No  era  un  pueblo  en  marcha: 
el  éxodo  de  un  pueblo  lleva  tras  de  él  mujeres  y  ni¬ 
ños.  Aquí  sólo  se  veían  hombres,  hombres  por  todas 
partes. 

Todos  los  géneros  de  habitación  discurridos  por  la 
humanidad,  á  partir  de  la  caverna,  eran  utilizados  en 
estas  aglomeraciones  militares.  Las  cuevas  y  canteras 
servían  de  cuarteles.  Unas  chozas  recordaban  el  rancho 
americano;  otras,  cónicas  y  prolongadas,  imitaban  al 
gurM  de  Africa.  Muchos  de  los  soldados  procedían  de 
las  colonias;  algunos  habían  vivido  como  negociantes  en 
países  del  Nuevo  Mundo,  y  al  tener  que  improvisar  una 
casa  más  estable  que  la  tienda  de  lona,  apelaban  á  sus 
recuerdos,  imitando  la  arquitectura  de  las  tribus  con  las 
que  estuvieron  en  contacto .  Además ,  en  esta  masa  de 
combatientes  había  tiradores  marroquíes,  negros  y  asiᬠ
ticos,  que  parecían  crecerse  lejos  de  las  ciudades,  adqui¬ 
riendo  á  campo  raso  una  superioridad  que  los  convertía 
en  maestros  de  los  civilizados. 

Junto  á  los  arroyos  aleteaban  ropas  blancas  puestas 
á  secar.  Filas  de  hombres  despechugados  hacían  frente 
al  fresco  de  la  mañana,  inclinándose  sobre  la  lámina 
acuática  para  lavarse  con  ruidosas  abluciones  seguidas 
de  enérgicos  restrieg’os...  En  un  puente  escribía  un  sol¬ 
dado,  empleando  como  mesa  el  parapeto...  Los  cocine¬ 
ros  se  movían  en  torno  de  las  ollas  humeantes.  Un  tufi¬ 
llo  grasiento  de  sopa  matinal  iba  esparciéndose  entre  los 
perfumes  resinosos  de  los  árboles  y  el  olor  de  la  tierra 
mojada. 

Largos  barracones  de  madera  y  cinc  -servían  á  la 
caballería  y  la  artillería  para  guardar  el  ganado  y  el 
material.  Los  soldados  limpiaban  y  herraban  al  aire  li¬ 
bre  los  caballos,  lucios  y  gordos.  La  guerra  de  trinche¬ 
ras  mantenía  á  éstos  en  plácida  obesidad. 


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V.  BLASCO  IBAÑEZ 

—¡Si  hubiesen  estado  así  en  la  batalla  del  Mame!... 
— dijo  Desnoyers  á  su  amigo. 

Ahora  la  caballada  vivía  en  interminable  descanso. 
Sus  jinetes  combatían  á  pie,  haciendo  fuego  en  las  trin¬ 
cheras.  Las  bestias  se  hinchaban  en  una  tranquilidad 
conventual,  y  había  que  sacarlas  de  paseo  para  que  no 
enfermasen  ante  el  pesebre  repleto. 

Se  destacaron  sobre  la  llanura,  como  libélulas  grises, 
varios  aeroplanos  dispuestos  á  volar.  Muchos  hombres 
se  agrupaban  en  torno  de  ellos.  Los  campesinos  con¬ 
vertidos  en  soldados  consideraban  con  admiración  al 
camarada  encargado  del  manejo  de  estas  máquinas. 
Veían  en  su  persona  el  mismo  poder  de  los  brujos  vene¬ 
rados  y  temidos  en  los  cuentos  de  la  aldea. 

Don  Marcelo  se  fijó  en  la  transformación  general  del 
uniforme  de  los  franceses.  Todos  iban  vestidos  de  azul 
grisáceo  de  cabeza  á  pies.  Los  pantalones  de  grana,  los 
kepis  rojos  que  había  visto  en  las  jornadas  del  Mame, 
ya  no  existían.  Los  hombres  que  transitaban  por  los  ca¬ 
minos  eran  militares.  Todos  los  vehículos,  hasta  las  ca¬ 
rretas  de  bueyes,  iban  guiados  por  un  soldado. 

Se  detuvo  de  pronto  el  automóvil  junto  á  unas  casas 
arruinadas  y  ennegrecidas  por  el  incendio. 

— Ya  hemos  llegado — dijo  el  oficial — .  Ahora  habrá 
que  caminar  un  poco. 

El  senador  y  su  amigo  empezaron  á  marchar  por  la 
carretera. 

— Por  ahí  no — volvió  á  decir  el  guía — .  Ese  camino  es 
nocivo  para  la  salud.  Hay  que  librarse  de  las  corrientes 
de  aire. 

Explicó  que  los  alemanes  tenían  sus  cañones  y  atrin¬ 
cheramientos  al  final  de  esta  carretera,  que  descendía 
por  una  depresión  del  terreno  y  remontaba  en  el  hori¬ 
zonte  su  cinta  blanca  entre  dos  filas  de  árboles  y  casas 
quemadas.  La  mañana  lívida,  con  su  esfumamiento  bru¬ 
moso,  les  ponía  á  cubierto  del  fuego  enemigo.  En  un  día 
de  sol,  la  llegada  del  automóvil  habría  sido  saludada 
con  un  obús.  «Esta  guerra  es  así — terminó  diciendo — ; 
se  aproxima  uno  á  la  muerte  sin  verla.» 

Se  acordaron  los  dos  de  las  recomendaciones  del  ge¬ 
neral  que  los  había  tenido  el  día  antes  á  su  mesa.  «Mu- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  365 


cho  cuidado:  la  guerra  de  trinclieras  es  traidora.»  Vie¬ 
ron  ante  ellos  el  inmenso  campo  sin  una  persona,  pero 
con  su  aspecto  ordinario.  Era  el  campo  en  domingo, 
cuando  los  trabajadores  están  en  sus  casas  y  el  suelo 
parece  reconcentrarse  en  silenciosa  meditación.  Se  veían 
objetos  informes  abandonados  en  la  llanura,  como  los 
instrumentos  agrícolas  en  días  de  asueto.  Tal  vez  eran 
automóviles  rotos,  armones  de  artillería  destrozados  por 
la  explosión  de  su  carga. 

— Por  aquí — dijo  el  oficial,  al  que  se  habían  agregado 
cuatro  soldados  para  llevar  á  hombros  varios  sacos  y  pa¬ 
quetes  traídos  por  Desnoy ers  en  el  techo  del  automóvil. 

Avanzaron  en  fila  á  lo  largo  de  un  muro  de  ladrillos 
ennegrecidos,  siguiendo  un  camino  descendente.  A  los 
pocos  pasos  la  superficie  del  suelo  estaba  á  la  altura  de 
sus  rodillas;  más  allá  les  alcanzaba  al  talle;  luego  á  los 
hombros;  y  así  se  hundieron  en  la  tierra,  viendo  única¬ 
mente  sobre  sus  cabezas  una  estrecha  faja  de  cielo. 

Estaban  en  pleno  campo.  Habían  dejado  á  sus  espal¬ 
das  el  grupo  de  ruinas  que  ocultaba  la  entrada  del  ca¬ 
mino.  Marchaban  de  un  modo  absurdo,  como  si  aborre¬ 
ciesen  la  línea  recta,  en  zigzag,  en  curvas,  en  ángulos. 
Otros  senderos  no  menos  complicados  partían  de  esta 
zanja,  que  era  la  avenida  central  de  una  inmensa  urbe 
subterránea.  Caminaban...  caminaban.  Transcurrió  un 
cuarto  de  hora,  media  hora,  una  hora  entera.  Lacour  y 
su  amigo  pensaban  con  nostalgia  en  las  carreteras  flan¬ 
queadas  de  árboles,  en  la  marcha  al  aire  libre,  viendo 
el  cielo  y  los  campos.  No  daban  veinte  pasos  seguidos 
en  la  misma  dirección.  El  oficial,  que  marchaba  delante, 
desaparecía  á  cada  momento  en  una  revuelta.  Los  que 
iban  detrás  jadeaban  y  hablaban  invisibles,  teniendo  que 
apresurar  el  paso  para  no  perderse.  De  vez  en  cuando 
hacían  alto  para  reconcentrarse  y  contarse,  por  miedo  á 
que  alguien  se  hubiese  extraviado  en  una  galería  trans¬ 
versal.  El  suelo  era  resbaladizo.  En  algunos  lugares 
había  un  barro  casi  líquido,  blanco  y  corrosivo,  seme¬ 
jante  al  que  chorrea  de  los  andamios  de  una  casa  en 
construcción. 

El  eco  de  sus  pasos,  el  roce  de  sus  hombros,  despren¬ 
día  terrones  y  guijarros  de  los  dos  taludes.  De  tarde  en 


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V.  BLASCO  IBAÑEZ 

tarde  subía  el  zanjón,  y  los  caminantes  subían  con  él. 
Bastaba  un  pequeño  esfuerzo  para  ver  por  encima  de  los 
montones  de  tierra.  Pero  lo  que  veían  eran  campos  in¬ 
cultos,  alambrados  con  postes  en  cruz,  el  mismo  aspecto 
de  llanura  que  descansa,  falta  de  habitantes.  Sabía  por 
experiencia  el  oficial  lo  que  costaba  muchas  veces  esta 
curiosidad,  y  no  les  permitía  prolongarla:  «Adelante, 
adelante.» 

Llevaban  hora  y  media  caminando.  Los  dos  viajeros 
empezaron  á  sentir  la  fatiga  y  la  desorientación  de  esta 
marcha  en  zigzag.  No  sabían  ya  si  avanzaban  ó  retro¬ 
cedían.  Las  rudas  pendientes,  las  continuas  revueltas, 
produjeron  en  ellos  un  principio  de  vértigo. 

— ¿Falta  mucho  para  llegar? — preguntó  el  senador. 

— Allí — dijo  el  oficial,  señalando  por  encima  de  los 
montones  de  tierra. 

Allí  era  un  campanario  en  ruinas  y  varias  casas 
quemadas  que  se  veían  á  lo  lejos:  los  restos  de  un  pueblo 
tomado  y  perdido  varias  veces  por  unos  y  otros. 

El  mismo  trayecto  lo  habrían  hecho  sobre  la  corteza 
terrestre  en  media  hora  marchando  en  línea  recta.  A  los 
ángulos  del  camino  subterráneo,  preparados  para  impe¬ 
dir  un  avance  del  enemigo,  había  que  añadir  los  obs¬ 
táculos  de  la  fortificación  de  campaña:  túneles  cortados 
por  verjas,  jaulones  de  alambre  que  estaban  suspen¬ 
didos,  pero  al  caer  obstruían  el  zanjón,  pudiendo  los 
defensores  hacer  fuego  á  través  de  su  enrejado. 

Empezaron  á  encontrar  soldados  con  fardos  y  cubos 
de  agua.  Se  perdían  en  la  tortuosidad  de  los  senderos 
transversales.  Algunos,  sentados  en  un  montón  de  ma¬ 
deros,  sonreían  leyendo  un  pequeño  periódico  redactado 
en  las  trincheras. 

Se  notaban  en  el  camino  los  mismos  indicios  que  de¬ 
nuncian  sobre  la  superficie  de  la  tierra  la  proximidad 
de  una  población.  Se  apartaban  los  soldados  para  abrir 
paso  á  la  comitiva;  asomaban  caras  barbudas  y  curio¬ 
sas  en  los  callejones.  Sonaba  á  lo  lejos  un  estrépito  de 
ruidos  secos,  como  si  al  final  de  la  vía  tortuosa  existiese 
un  polígono  de  tiro  ó  se  ejercitase  un  grupo  de  cazado¬ 
res  en  derribar  palomas. 

La  mañana  continuaba  nebulosa  y  glacial.  A  pesar 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  367 


del  ambiente  húmedo,  im  moscardón  de  zumbido  pega¬ 
joso  cruzó  varias  veces  sobre  los  dos  visitantes. 

— Balas — dijo  lacónicamente  el  oficial. 

Desnoyers  había  hundido  un  poco  su  cabeza  entre 
los  hombros.  Conocía  perfectamente  este  ruido  de  in¬ 
secto.  El  senador  marchó  más  aprisa:  ya  no  sentía  can¬ 
sancio. 


Se  vieron  ante  un  teniente  coronel  que  los  recibió 
como  un  ingeniero  que  enseña  sus  talleres,  como  un 
oficial  de  marina  que  muestra  las  baterías  y  torres  de 
su  acorazado.  Era  el  jefe  del  batallón  que  ocupaba  este 
sector  de  las  trincheras.  Don  Marcelo  le  miró  con  interés 
al  pensar  que  su  hijo  estaba  bajo  sus  órdenes. 

— Esto  es  lo  mismo  que  un  buque — dijo  luego  de  sa¬ 
ludarles. 

Los  dos  amigos  reconocieron  que  las  fortificaciones 
subterráneas  tenían  cierta  semejanza  con  las  entrañas 
de  un  navio.  Pasaron  de  trinchera  en  trinchera.  Eran 
las  de  última  línea,  las  más  antiguas:  galerías  obscuras 
en  las  que  sólo  entraban  hilillos  de  luz  á  través  de  las 
aspilleras  y  las  ventanas  amplias  y  bajas  de  las  ametra¬ 
lladoras.  La  larga  línea  de  defensa  formaba  un  túnel 
cortado  por  breves  espacios  descubiertos.  Se  iba  sal¬ 
tando  de  la  luz  á  la  obscuridad  y  de  la  obscuridad  á  la 
luz  con  una  rudeza  visual  que  fatigaba  los  ojos.  En  los 
espacios  abiertos  el  suelo  era  más  alto.  Había  banquetas 
de  tablas  empotradas  en  los  taludes  para  que  los  obser¬ 
vadores  pudiesen  sacar  la  cabeza  ó  examinar  el  paisaje 
valiéndose  del  periscopio.  Los  espacios  cerrados  servían 
á  la  vez  de  baterías  y  dormitorios. 

Estos  acuartelamientos  habían  sido  al  principio  trin¬ 
cheras  descubiertas,  iguales  á  las  de  primera  línea.  Al 
repeler  al  enemigo  y  ganar  terreno,  los  combatientes, 
que  llevaban  en  ellas  todo  un  invierno,  habían  buscado 
instalarse  con  la  mayor  comodidad.  Sobre  las  zanjas  al 
aire  libre  habían  atravesado  vigas  de  las  casas  arrui¬ 
nadas;  sobre  las  vigas  tablones,  puertas,  ventanas,  y 
encima  del  maderaje  varias  filas  de  sacos  de  tierra. 
Estos  sacos  estaban  cubiertos  por  una  capa  de  humus  de 


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V.  BLASCO  IBAÑEZ 

la  que  brotaban  hierbas,  dando  al  lomo  de  la  trincliei’a 
una  placidez  verde  y  pastoril.  Las  bóvedas  de  ocasión 
resistían  la  caída  de  los  obuses,  que  se  enterraban  en 
ellas  sin  causar  grandes  daños.  Cuando  un  estallido  las 
quebrantaba  demasiado,  los  trogloditas  salían  de  noche, 
como  hormigas  desveladas,  recomponiendo  ágilmente  el 
«tejado»  de  su  vivienda. 

Todo  aparecía  limpio,  con  la  pulcritud  ruda  y  algo 
torpe  que  pueden  conseguir  los  hombres  cuando  viven 
lejos  de  las  mujeres  y  entregados  á  sus  propios  recursos. 
Estas  galerías  tenían  algo  de  claustro  de  monasterio,  de 
cuadra  de  presidio,  de  entrepuente  de  acorazado.  Su 
piso  era  medio  metro  más  bajo  que  el  de  los  espacios  des¬ 
cubiertos  que  unían  á  unas  trincheras  con  otras.  Para 
que  los  oficiales  pudiesen  avanzar  sin  bajadas  y  subidas, 
unos  tablones  formando  andamio  estaban  tendidos  de 
puerta  á  puerta. 

Al  ver  los  soldados  al  jefe  se  formaban  en  fila.  Sus 
cabezas  quedaban  al  nivel  del  talle  de  los  que  iban  pa¬ 
sando  por  los  tablones.  Desnoyers  miró  con  avidez  á 
todos  estos  hombres.  ¿Dónde  estaría  Julio? 

Se  fijó  en  la  fisonomía  especial  de  los  diversos  reduc¬ 
tos.  Todos  parecían  iguales  en  su  construcción,  pero  los 
ocupantes  los  habían  modificado  con  sus  adornos.  La 
cara  exterior  era  siempre  la  misma,  cortada  por  aspi¬ 
lleras  en  las  que  había  fusiles  apuntados  hacia  el  ene- 
migo  y  por  ventanas  de  ametralladoras.  Los  vigías,  de 
pie  junto  á  estas  aberturas,  espiaban  el  campo  solitario, 
como  los  marinos  de  cuarto  exploran  el  mar  desde  el 
puente.  En  las  caras  interiores  estaban  los  armeros  y 
los  dormitorios:  tres  filas  de  literas  hechas  con  tablas, 
iguales  á  los  lechos  de  los  hombres  de  mar.  El  deseo  de 
ornato  artístico  que  sienten  las  almas  simples  había  em¬ 
bellecido  los  subterráneos.  Cada  soldado  tenía  un  museo 
formado  con  láminas  de  periódicos  y  postales  de  colo¬ 
res.  Retratos  de  comediantas  y  bailarinas  sonreían  con 
su  boca  pintada  en  el  charolado  cartón,  alegrando  el 
ambiente  casto  del  reducto. 

Don  Marcelo  sintió  impaciencia  al  ver  tantos  cente¬ 
nares  de  hombres  sin  encontrar  entre  ellos  á  su  hijo.  El 
senador,  avisado  por  sus  ojeadas,  habló  al  jefe,  que  le 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  369 


precedía  con  grandes  muestras  de  deferencia.  Este  hizo 
un  esfuerzo  de  memoria  para  recordar  quién  era  Julio 
Desnoyers.  Pero  su  duda  fuó  corta.  Se  acordó  de  las 
hazañas  del  sargento. 

— Un  excelente  soldado — dijo — ;  van  á  llamarlo  in¬ 
mediatamente,  señor  senador...  Está  de  servicio  con  su 
sección  en  las  trincheras  de  primera  línea. 

El  padre,  impaciente  por  verle,  propuso  que  los  lle¬ 
vasen  á  ellos  á  este  sitio  avanzado;  pero  su  petición  hizo 
sonreír  al  jefe  y  á  los  otros  militares.  No  eran  para  visi¬ 
tas  de  paisanos  estas  zanjas  descubiertas,  á  cien  metros, 
á  cincuenta  metros  del  enemigo,  sin  otra  defensa  que 
alambrados  y  sacos  de  tierra.  El  barro  resultaba  perpe¬ 
tuo  en  ellas;  había  que  arrastrarse,  expuestos  á  recibir 
un  balazo,  sintiendo  caer  en  la  espalda  la  tierra  levan¬ 
tada  por  los  proyectiles.  Sólo  los  combatientes  podían 
frecuentar  estas  obras  avanzadas. 

— Siempre  hay  peligro — continuó  el  jefe  — ,  siempre 
hay  tiroteo...  ¿Oye  usted  cómo  tiran? 

Desnoyers  percibió,  efectivamente,  un  crepitamiento 
lejano,  en  el  que  no  se  había  fijado  hasta  entonces.  Expe¬ 
rimentó  una  sensación  de  angustia  al  pensar  que  su  hijo 
estaba  allí,  donde  sonaba  la  fusilería.  Se  le  aparecieron 
con  todo  el  relieve  de  la  realidad  los  peligros  que  le  ro¬ 
deaban  diariamente.  ¿Si  moriría  en  aquellos  momentos, 
antes  de  que  él  pudiese  verle?... 

Transcurrió  el  tiempo  para  don  Marcelo  con  una  des¬ 
esperante  lentitud.  Pensó  que  el  mensajero  que  había 
salido  con  el  aviso  para  la  trinchera  avanzada  no  lle¬ 
garía  nunca.  Apenas  se  fijó  en  las  dependencias  que  les 
iba  mostrando  el  jefe:*  piezas  subterráneas  que  servían 
á  los  soldados  de  gabinetes  de  aseo  y  desaseo;  salas  de 
baño  de  una  instalación  primitiva;  una  cueva  con  un 
rótulo:  «Café  de  la  Victoria»;  otra  cueva  con  un  letrero: 
«Teatro»...  Lacour  se  interesaba  por  todo  esto,  celebran¬ 
do  la  alegría  francesa,  que  ríe  y  canta  ante  el  peligro. 
Su  amigo  continuaba  pensando  en  Julio.  ¿Cuándo  le  en¬ 
contraría?... 

Se  detuvieron  junto  á  una  ventana  de  ametrallado¬ 
ra,  manteniéndose,  por  recomendación  de  los  militares, 
á  ambos  lados  de  la  hendidura  horizontal,  ocultando  el 


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V.  BLASCO  IBAÑEZ 


cuerpo,  avanzando  la  cabeza  prudentemente  para  mirar 
con  un  solo  ojo.  Vieron  una  profunda  excavación  y  el 
borde  opuesto  del  suelo.  A  corta  distancia,  varias  filas 
de  equis  de  madera  unidas  por  hilos  de  púas  que  for¬ 
maban  un  alambrado  compacto.  Cien  metros  más  allá, 
un  seg’undo  alambrado.  Keinaba  un  silencio  profundo, 
un  silencio  de  absoluta  soledad,  como  si  el  mundo  estu¬ 
viese  dormido. 

— Ahí  están  los  boches — dijo  el  comandante  con  voz 
apagada. 

• — ¿Dónde? — preguntó  el  senador  esforzándose  por  ver. 

Indicó  el  jefe  el  segundo  alambrado,  que  Lacour  y 
su  amigo  creían  perteneciente  á  los  franceses.  Era  de  la 
trinchera  alemana. 

— Estamos  á  cien  metros  de  ellos — continuó  — ;  pero 
hace  tiempo  que  no  atacan  por  este  lado. 

Los  dos  experimentaron  cierta  emoción  al  pensar  que 
el  enemigo  estaba  á  tan  corta  distancia,  oculto  en  el 
suelo,  en  una  invisibilidad  misteriosa  que  aún  le  hacía 
más  temible.  ¡Si  surgiese  de  pronto  con  la  bayoneta  ca¬ 
lada,  con  la  granada  de  mano,  los  líquidos  incendiarios 
y  las  bombas  asfixiantes  para  asaltar  el  reducto!... 

Desde  esta  ventana  percibieron  con  más  intensidad 
el  tiroteo  de  la  primera  línea.  Los  disparos  parecían 
aproximarse.  El  comandante  les  hizo  abandonar  ruda¬ 
mente  su  observatorio:  temía  que  se  generalizase  el 
fuego,  llegando  hasta  allí.  Los  soldados,  sin  recibir  ór¬ 
denes,  con  la  prontitud  de  la  costumbre,  se  habían  apro¬ 
ximado  á  sus  fusiles,  que  estaban  en  posición  horizontal 
asomando  por  las  aspilleras. 

Otra  vez  los  visitantes  marcharon  uno  tras  de  otro. 
Descendieron  á  cuevas  que  eran  antiguas  bodegas  de 
casas  desaparecidas.  Los  oficiales  se  habían  instalado 
en  estos  antros,  utilizando  todos  los  residuos  de  la  des¬ 
trucción.  Una  puerta  de  calle  sobre  dos  caballetes  de 
troncos  era  una  mesa.  Las  bóvedas  y  paredes  estaban 
tapizadas  con  cretona  de  los  almacenes  de  París.  Foto¬ 
grafías  de  mujeres  y  niños  adornaban  las  paredes  en¬ 
tre  el  brillo  niquelado  de  aparatos  telegráficos  y  tele¬ 
fónicos. 

Desnoyers  vió  sobre  una  puerta  un  Cristo  de  marfil 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  B71 


amarillento  por  los  años,  tal  vez  por  los  siglos:  una 
imagen  heredada  de  generación  en  generación,  que  de¬ 
bía  haber  presenciado  muchas  agonías...  En  otra  cueva 
encontró,  en  lugar  ostensible,  una  herradura  de  siete 
agujeros.  Las  creencias  religiosas  extendían  sus  alas 
con  toda  amplitud  en  este  ambiente  de  peligro  y  de 
muerte,  y  al  mismo  tiempo  adquirían  nuevo  valor  las 
supersticiones  más  grotescas,  sin  que  nadie  osase  reir 
de  ellas. 

Al  salir  de  uno  de  los  subterráneos,  en  mitad  de  un 
espacio  descubierto,  encontró  á  su  hijo.  Supo  que  era  él 
por  el  gesto  indicador  del  jefe,  porque  un  militar  avan¬ 
zaba  sonriente,  tendiéndole  las  manos.  El  instinto  de  la 
paternidad,  del  que  había  hablado  tantas  veces  como 
de  algo  infalible,  no  le  avisó  en  la  presente  ocasión. 
¿Cómo  podía  reconocer  á  Julio  en  este  sargento  cuyos 
pies  eran  dos  bolas  de  tierra  mojada,  con  un  capote 
descolorido  y  de  bordes  deshilachados,  lleno  de  barro 
hasta  los  hombros,  oliendo  á  paño  húmedo  y  á  correa?... 
Después  del  primer  abrazo,  echó  la  cabeza  atrás  para 
contemplarle,  sin  desprenderse  de  él.  Su  palidez  mo¬ 
rena  había  adquirido  un  tono  bronceado.  Llevaba  la 
barba  crecida,  una  barba  negra  y  rizosa.  Don  Marcelo 
se  acordó  de  su  suegro.  El  centauro  Madariaga  se  reco¬ 
nocería  indudablemente  en  este  guerrero  endurecido  por 
la  vida  al  aire  libre.  Lamentó  en  el  primer  momento  su 
aspecto  sucio  y  fatigado;  luego  volvió  á  encontrarle  más 
hermoso,  más  interesante  que  en  sus  épocas  de  gloria 
mundana. 

— ¿Qué  necesitas?...  ¿Qué  deseas? 

Su  voz  temblaba  de  ternura.  Habló  al  combatiente 
tostado  y  robusto  con  la  misma  entonación  que  usaba 
veinte  años  antes,  cuando  se  detenía  ante  los  escapara¬ 
tes  de  Buenos  Aires  llevando  á  un  niño  de  la  mano. 

— ¿Quieres  dinero?... 

Había  traído  una  cantidad  importante  para  entre¬ 
garla  á  su  hijo.  Pero  el  militar  hizo  un  gesto  de  indife¬ 
rencia,  como  si  le  ofreciese  un  juguete.  Nunca  había  sido 
tan  rico  como  en  el  momento  presente.  Tenía  mucho  di¬ 
nero  en  París  y  no  sabía  qué  hacer  de  él:  de  nada  le 
servía. 


2 


7.  BLASCO  IBANEZ 


— Envíeme  cigarros...  Son  para  mí  y  para  los  cama- 
radas. 

Recibía  grandes  paquetes  de  su  madre  llenos  de  ví¬ 
veres  escogidos,  de  tabaco,  de  ropas.  Pero  él  no  guar¬ 
daba  nada;  todo  era  poco  para  atender  á  sus  compañe¬ 
ros,  hijos  de  familias  pobres  ó  que  estaban  solos  en  el 
mundo.  Su  muniñcencia  se  había  extendido  desde  su 
grupo  á  la  compañía,  y  de  ésta  á  todo  el  batallón.  Don 
Marcelo  adivinó  una  popularidad  simpática  en  las  mi¬ 
radas  y  sonrisas  de  los  soldados  que  pasaban  junto  á 
ellos.  Era  el  hijo  generoso  de  un  millonario.  Y  esta  po¬ 
pularidad  le  acarició  á  él  igualmente  al  circular  la  no¬ 
ticia  de  que  había  llegado  el  padre  del  sargento  Desno- 
yers,  un  potentado  que  poseía  fabulosas  riquezas  al  otro 
lado  del  mar. 

— He  adivinado  tus  deseos — continuó  el  viejo. 

Y  buscaba  con  la  vista  los  sacos  traídos  desde  el  au¬ 
tomóvil  por  las  tortuosidades  del  camino  subterráneo. 

Todas  las  hazañas  de  su  hijo  ensalzadas  y  ampliíi- 
cadas  por  Argensola  desfilaban  ahora  por  su  memoria. 
Tenía  al  héroe  ante  sus  ojos. 

— ¿Estás  contento?...  ¿No  te  arrepientes  de  tu  deci¬ 
sión?... 

— Sí;  estoy  contento,  papá...  muy  contento. 

Julio  habló  sin  jactancia,  modestamente.  Su  vida  era 
dura,  pero  igual  á  la  de  millones  de  hombres.  En  su 
sección,  que  sólo  se  componía  de  unas  docenas  de  sol¬ 
dados,  los  había  superiores  á  él  por  la  inteligencia,  por 
sus  estudios,  por  su  carácter.  Y  todos  sobrellevaban  ani¬ 
mosamente  la  ruda  prueba,  experimentando  la  satisfac¬ 
ción  del  deber  cumplido.  Además,  el  peligro  en  común 
servía  para  desarrollar  las  más  nobles  virtudes  de  los 
hombres.  Nunca  en  tiempo  de  paz  había  sabido  como 
ahora  lo  que  era  el  compañerismo.  ¡Qué  sacrificios  tan 
hermosos  había  presenciado! 

— Cuando  esto  termine,  los  hombres  serán  mejores... 
más  generosos.  Los  que  queden  con  vida  podrán  hacer 
grandes  cosas. 

Sí;  estaba  contento.  Por  primera  vez  paladeaba  el 
goce  de  considerarse  útil,  la  convicción  de  que  servía 
para  algo,  de  que  su  paso  por  el  mundo  no  resiilfana 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  373 

infructuoso.  Se  acordaba  con  lástima  de  aquel  Desnoyers 
que  no  sabía  cómo  ocupar  el  vacío  de  su  existencia  y  lo 
rellenaba  con  toda  clase  de  frivolidades.  Ahora  tenía 
obligaciones  que  absorbían  todas  sus  fuerzas;  colabo¬ 
raba  en  la  formación  del  porvenir,  era  un  hombre. 

— Estoy  contento — repitió. 

El  padre  lo  creía.  Pero  en  un  rincón  de  su  mirada 
franca  se  imaginó  ver  algo  doloroso,  un  recuerdo  tal  vez 
del  pasado  que  persistía  entre  las  emociones  del  pre¬ 
sente.  Cruzó  por  su  memoria  la  gentil  ftgura  de  la  señora 
Laurier.  Adivinó  que  su  hijo  aún  se  acordaba  de  ella. 
«¡Y  no  i^oder  traérsela!...»  El  padre  rígido  del  año  ante¬ 
rior  se  contempló  con  asombro  al  formular  mentalmente 
este  deseo  inmoral. 

Pasaron  un"  cuarto  de  hora  sin  soltarse  las  manos, 
mirándose  en  los  ojos.  Julio  preguntó  por  su  madre 
y  por  Chichi.  Recibía  cartas  de  ellas  con  frecuencia, 
pero  esto  no  bastaba  á  su  curiosidad.  Rió  al  conocer  la 
vida  amplia  y  abundante  de  Argensola.  Estas  noticias 
que  le  alegraban  venían  d.e  un  mundo  que  sólo  estaba 
á  cien  kilómetros  en  línea  recta,  pero  tan  lejano...  ¡tan 
lejano! 

De  pronto  notó  el  padre  que  le  oía  con  menos  aten¬ 
ción.  Sus  sentidos,  aguzados  por  una  vida  de  alarmas 
y  asechanzas,  parecían  apartarse  de  allí,  atraídos  por 
el  tiroteo.  Ya  no  eran  disparos  aislados.  Se  unían,  for¬ 
mando  un  crepitam'iento  continuo. 

Apareció  el  senador,  que  se  había  alejado  para  que 
el  padre  y  el  hijo  hablasen  con  más  libertad. 

— Nos  echan  de  aquí,  amigo  mío.  No  tenemos  suerte 
en  nuestras  visitas. 

Ya  no  pasaban  soldados.  Todos  habían  acudido  á 
ocupar  sus  puestos,  como  en  un  buque  que  se  prepara 
al  combate.  Julio  tomó  su  fusil,  que  había  dejado  contra 
el  talud.  En  el  mismo  instante  saltó  un  poco  de  polvo 
encima  de  la  cabeza  de  su  padre;  se  formó  un  pequeño 
agujero  en  la  tierra. 

— Pronto,  lejos  de  aquí — dijo  empujando  á  don  Mar¬ 
celo. 

En  el  interior  de  una  trinchera  cubierta  fué  la  des¬ 
pedida,  breve,  nerviosa:  «Adiós,  papá.»  Un  beso  y  le 


P>74 


r.  J3LAS00  IBAÑEZ 

volvió  la  esi^alda.  Deseaba  correr  cnanto  antes  al  lado 
de  los  suyos. 

Se  había  generalizado  el  fuego  en  toda  la  línea.  Los 
soldados  disparaban  serenamente,  como  si  cumpliesen 
una  función  ordinaria.  Era  un  combate  que  surgía  todos 
los  días,  sin  saber  ciertamente  quién  lo  había  iniciado, 
como  una  consecuencia  del  emplazamiento  de  dos  masas 
armadas  á  corta  distancia,  frente  á  frente.  El  jefe  del 
batallón  abandonó  á  sus  visitantes  temiendo  una  inten¬ 
tona  de  ataque. 

Otra  vez  el  oficial  encargado  de  guiarles  se  puso  á 
la  cabeza  de  la  fila  y  empezaron  á  desandar  el  camino 
tortuoso  y  resbaladizo. 

El  señor  Desnoyers  marchaba  con  la  cabeza  baja, 
colérico  por  esta  intervención  del  enemigo  que  había 
cortado  su  dicha. 

Ante  sus  ojos  revoloteaba  la  mirada  de  Julio,  su 
barba  negra  y  rizosa,  que  era  para  él  la  mayor  novedad 
del  viaje.  Oía  su  voz  grave  de  hombre  que  ha  encontra¬ 
do  un  nuevo  sentido  á  la  vida. 

— Estoy  contento,  papá...  estoy  contento. 

El  tiroteo,  cada  vez  más  lejano,  le  producía  una  do- 
lorosa  inquietud.  Luego  sintió  una  fe  instintiva,  absur¬ 
da,  firmísima.  Veía  á  su  hijo  hermoso  é  inmortal  como 
un  dios.  Tenía  el  presentimiento  de  que  su  vida  saldría 
intacta  de  todos  los  peligros.  Que  muriesen  otros  era 
natural:  ¡pero  Julio!... 

Mientras  caminaba,  alejándose  de  él,  la  esperanza 
parecía  cantar  en  su  oído.  Y  como  un  eco  de  sus  g’ratas 
afirmaciones,  el  padre  repitió  mentalmente: 

— No  hay  quien  le  mate.  Me  lo  anuncia  el  corazón, 
que  nunca  me  engaña...  ¡No  hay  quien  le  mate! 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  375 


IV 


NO  HAY  Q.UIEN  LE  xMATE 


Cuatro  meses  después,  la  confianza  de  don  Marcelo 
sufrió  un  rudo  golpe.  Julio  estaba  herido.  Pero  al  mis¬ 
mo  tiempo  que  recibía  la  noticia  con  un  retraso  lamen¬ 
table,  Lacour  le  tranquilizó  con  sus  averiguaciones  en  el 
Ministerio  de  la  Guerra.  El  sargento  Desnoyers  era  sub¬ 
teniente,  su  herida  estaba  casi  curada,  y  gracias  á  las 
gestiones  del  senador  vendría  á  pasar  una  quincena  de 
convalecencia  al  lado  de  su  familia. 

— Un  valiente,  amigo  mío — terminó  diciendo  el  per¬ 
sonaje — .  He  leído  lo  que  dicen  de  él  sus  jefes.  Al  frente 
de  su  pelotón  atacó  á  una  compañía  alemana;  mató  por 
su  mano  al  capitán;  hizo  no  sé  cuántas  hazañas  más... 
Le  han  dado  la  Medalla  Militar,  lo  han  hecho  oficial... 
Un  verdadero  héroe. 

Y  el  padre,  llorando  de  emoción,  movía  la  cabeza 
temblorosamente,  cada  vez  más  envejecido  y  más  entu¬ 
siasta.  Se  arrepintió  de  su  falta  de  fe  en  los  primeros 
momentos,  al  recibir  la  noticia  de  la  herida.  Casi  había 
creído  que  su  hijo  podía  morir.  ¡Un  absurdo!...  A  Julio 
no  había  quien  lo  matase;  se  lo  afirmaba  el  corazón. 

Le  vió  entrar  un  día  en  su  casa,  entre  gritos  y  espas¬ 
mos  de  las  mujeres.  La  pobre  doña  Luisa  lloraba  abra¬ 
zada  á  él,  colgándose  de  su  cuello  con  estertores  de  emo¬ 
ción.  Chichi  le  contempló  grave  y  reflexiva,  colocando 
la  mitad  de  su  pensamiento  en  el  recién  llegado,  mien¬ 
tras  el  resto  volaba  lejos,  en  busca  de  otro  combatiente. 
Las  doncellas  cobrizas  se  disputaron  la  abertura  de  un 
cortinaje,  pasando  por  este  hueco  sus  curiosas  miradas 
de  antílope. 


376 


V.  BLASCO  IBANEZ 


El  padre  admiró  el  pequeño  retazo  de  oro  en  las  bo¬ 
camangas  del  capotón  gris  con  los  faldones  abrochados 
atrás,  examinando  después  el  casco  azul  obscuro  de  bor¬ 
des  planos  adoptado  por  los  franceses  para  la  guerra  de 
trincheras.  El  kepis  tradicional  había  desaparecido.  Un 
airoso  capacete,  semejante  al  de  los  arcabuceros  de  los 
tercios  españoles,  sombreaba  el  rostro  de  Julio.  Se  fijó 
igualmente  en  su  barba  corta  y  bien  cuidada,  distinta 
de  la  que  él  había  visto  en  las  trincheras.  Iba  limpio  y 
acicalado  por  su  reciente  salida  del  hospital. 

— ¿No  es  verdad  que  se  me  parece? — dijo  el  viejo  con 
orgullo. 

Doña  Luisa  protestó,  con  la  intransigencia  que  mues¬ 
tran  las  madres  en  materia  de  semejanzas. 

—Siempre  ha  sido  tu  vivo  retrato. 

Al  verle  sano  y  alegre,  toda  la  familia  experimentó 
una  repentina  inquietud.  Deseaban  examinar  su  herida 
para  convencerse  de  que  no  corría  ningún  peligro. 

— ¡Si  no  es  nada! — protestó  el  subteniente — .  Un  ba¬ 
lazo  en  un  hombro.  Los  médicos  temieron  que  perdiese 
el  brazo  izquierdo;  pero  todo  ha  quedado  bien...  No  hay 
que  acordarse. 

Chichi  revisó  á  Julio  con  los  ojos,  de  pies  á  cabeza, 
descubriendo  inmediatamente  los  detalles  de  su  elegan¬ 
cia  militar.  El  capote  estaba  rapado  y  sucio,  las  polainas 
arañadas,  olía  á  paño  sudado,  á  cuero,  á  tabaco  fuerte; 
pero  en  una  muñeca  llevaba  un  reloj  de  platino  y  en  la 
otra  la  medalla  de  identidad  sujeta  con  una  cadena  de 
oro.  Siempre  había  admirado  al  hermano  por  su  buen 
gusto  ingénito,  y  guardó  en  su  memoria  estos  detalles 
para  comunicarlos  por  escrito  á  Eené.  Luego  pensó  en 
la  conveniencia  de  sorprender  á  mamá  con  una  de¬ 
manda  de  empréstito  para  hacer  por  su  cuenta  un  en¬ 
vío  al  artillero. 

Don  Marcelo  contemplaba  ante  él  quince  días  de 
satisfacción  y  de  gloria.  El  subteniente  Desnoyers  no 
pudo  salir  solo  á  la  calle.  El  padre  rondaba  por  el  reci¬ 
bimiento  ante  el  casco  que  se  exhibía  en  el  perchero  con 
un  fulgor  modesto  y  glorioso.  Apenas  Julio  lo  colocaba 
en  su  cabeza,  surgía  su  progenitor,  con  sombrero  y  bas¬ 
tón,  dispuesto  á  salir  igualmente. 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  377 

— ¿Me  permites  que  te  acompañe?...  ¿No  te  molesto? 

Lo  decía  con'“tal  humildad,  con  un  deseo  tan  vehe¬ 
mente  de  ver  admitido  el  ruego,  que  el  hijo  no  osaba 
repeler  su  acompañamiento.  Para  callejear  con  Argén- 
sola  tenía  que  escurrirse  por  la  escalera  de  servicio  y 
valerse  de  otras  astucias  de  colegial. 

Nunca  el  señor  Desnoy ers  había  marchado  tan  satis¬ 
fecho  por  las  calles  de  París  como  al  lado  de  este  moce- 
tón  con  su  capote  de  gloriosa  vejez  y  el  pecho  realzado 
por  dos  condecoraciones:  la  Cruz  de  Guerra  y  la  Meda¬ 
lla  Militar.  Era  un  héroe,  y  este  héroe  era  su  hijo.  Las 
miradas  simpáticas  del  público  en  los  tranvías  y  en  el 
ferrocarril  subterráneo  las  aceptaba  como  un  homenaje 
para  ambos.  Las  ojeadas  interesantes  que  las  mujeres 
lanzaban  al  buen  mozo  le  producían  cierto  cosquilleo 
de  vanidad  é  inquietud.  Todos  los  militares  que  encon¬ 
traba,  por  más  galones  y  cruces  que  ostentasen,  le  pare¬ 
cían  «emboscados»  indignos  de  compararse  con  Julio. 
Los  heridos  que  descendían  de  los  coches  apoyándose 
en  palos  y  muletas  le  inspiraban  un  sentimiento  de  lás¬ 
tima  humillante  para  ellos.  ¡Desgraciados!...  No  tenían 
la  suerte  de  su  hijo.  A  éste  no  había  quien  lo  matase,  y 
cuando  por  casualidad  recibía  una  herida,  sus  vestigios 
se  borraban  acto  seguido,  sin  detrimento  de  la  gallardía 
de  su  persona. 

Algunas  veces,  especialmente  por  la  noche,  mostraba 
una  inesperada  magnanimidad,  dejando  que  Julio  sa¬ 
liese  solo.  Se  acordaba  de  su  juventud  triunfadora  en 
amores,  que  tantos  éxitos  había  conseguido  antes  de  la 
guerra.  ¡Qué  no  obtendría  ahora  con  su  prestigio  de  sol¬ 
dado  valeroso!...  Paseando  por  su  dormitorio  antes  de 
acostarse,  se  imaginaba  al  héroe  en  la  amable  compa¬ 
ñía  de  una  gran  dama.  Sólo  una  celebridad  femenina 
era  digna  de  él;  su  orgullo  paternal  no  aceptaba  me¬ 
nos...  Y  nunca  se  le  podía  ocurrir  que  Julio  estaba  con 
Argensola  en  un  music-liaU,  en  un  cinematógrafo,  go¬ 
zando  de  las  monótonas  y  simples  diversiones  del  París 
ensombrecido  por  la  guerra,  con  la  simplicidad  de  gus¬ 
tos  de  un  subteniente,  y  que  en  punto  á  éxitos  amorosos 
su  buena  fortuna  no  iba  más  allá  de  la  renovación  de 
algunas  amistades  antiguas. 


378 


V.  BLASCO  IBANEZ 

Una  tarde,  cuando  marchaba  á  su  ]ado  por  los  Cam¬ 
pos  Elíseos,  se  estremeció  viendo  á  una  dama  que  venía 
en  dirección  contraria.  Era  la  señora  Laurier...  ¿La  re¬ 
conocería  Julio?  Creyó  percibir  que  éste  se  tornaba  pᬠ
lido,  volviendo  los  ojos  hacia  otras  personas  con  afec¬ 
tada  distracción.  Ella  siguió  adelante,  erguida,  indife¬ 
rente.  El  viejo  casi  se  irritó  ante  tal  frialdad.  ¡Pasar 
junto  á  su  hijo  sin  que  el  instinto  le  avisase  su  presen¬ 
cia!  ¡Ah,  las  mujeres!...  Volvió  la  cabeza  para  seguirla, 
pero  inmediatamente  tuvo  que  desistir  de  su  atisbo.  Ha¬ 
bía  sorprendido  á  Margarita  inmóvil  detrás  de  ellos,  con 
la  palidez  de  la  sorpresa,  fijando  una  mirada  profunda 
en  el  militar  que  se  alejaba.  Don  Marcelo  creyó  leer 
en  sus  ojos  la  admiración,  el  amor,  todo  un  pasado  que 
resurgía  de  pronto  en  su  memoria.  ¡Pobre  mujer!...  Sin¬ 
tió  por  ella  un  cariño  paternal,  como  si  fuese  la  esposa 
de  Julio.  Su  amigo  Lacour  había  vuelto  á  hablarle  del 
matrimonio  Laurier.  Sabía  que  Margarita  iba  á  ser 
madre.  Y  el  viejo,  sin  tener  en  cuenta  la  reconciliación 
de  los  esposos  ni  el  paso  del  tiempo,  se  sintió  emocio¬ 
nado  por  esta  maternidad  como  si  su  hijo  hubiese  inter¬ 
venido  en  ella. 

Mientras  tanto,  Julio  seguía  marchando,  sin  volver 
la  cabeza,  sin  enterarse  de  esta  mirada  fija  en  su  dorso, 
pálido  y  canturreando  para  disimular  su  emoción.  Y 
nunca  supo  nada.  Siguió  creyendo  que  Margarita  había 
pasado  junto  á  él  sin  conocerle,  pues  el  viejo  guardó  si¬ 
lencio. 

Una  de  las  preocupaciones  de  don  Marcelo  era  conse¬ 
guir  que  su  hijo  relatase  el  encuentro  de  guerra  en  que 
había  sido  herido.  No  llegaba  visitante  á  su  casa  para 
ver  al  subteniente,  sin  que  el  viejo  dejase  de  formular  la 
misma  petición: 

— Cuéntanos  cómo  te  hirieron...  Explica  cómo  mataste 
al  capitán  alemán. 

Julio  se  excusaba  con  visible  molestia.  Ya  estaba 
harto  de  su  propia  historia.  Por  complacer  á  su  padre 
había  hecho  el  relato  ante  el  senador,  ante  Argensola  y 
Tchernoff  en  su  estudio,  ante  otros  amigos  de  la  familia 
que  habían  venido  á  verle...  No  podía  más. 

Y  era  el  padre  el  que  acometía  la  narración  por  su 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  379 


propia  cuenta,  dándole  el  relieve  y  los  detalles  de  un 
hecho  visto  por  sus  propios  ojos. 

Había  que  apoderarse  de  las  ruinas  de  una  refinería 
de  azúcar  enfrente  de  la  trinchera.  Los  alemanes  ha¬ 
bían  sido  expulsados  por  el  cañoneo  francés.  Era  nece¬ 
sario  un  reconocimiento  g’uiado  por  un  hombre  seguro. 
Y  los  jefes  habían  designado,  como  siempre,  al  sargento 
Desnoy  eres. 

Al  romper  el  día,  el  pelotón  había  avanzado  cautelo¬ 
samente,  sin  encontrar  obstáculo.  Los  soldados  se  espar¬ 
cieron  por  las  ruinas.  Julio  fué  solo  hasta  el  final  de  ellas, 
con  el  propósito  de  examinar  las  posiciones  del  enemigo, 
cuando  al  dar  vuelta  á  un  ángulo  de  pared  tuvo  el  más 
inesperado  de  los  encuentros.  Un  capitán  alemán  estaba 
frente  á  él.  Casi  habían  chocado  al  doblar  la  esquina.  Se 
miraron  en  los  ojos,  con  más  sorpresa  que  odio,  al  mis¬ 
mo  tiempo  que  buscaban  matarse  por  instinto,  procu¬ 
rando  cada  uno  g'anar  al  otro  en  velocidad.  El  capitán 
había  soltado  la  carta  del  país  que  llevaba  en  las  ma¬ 
nos.  Su  diestra  buscó  el  revólver,  forcejeando  por  sa¬ 
carlo  de  la  funda,  sin  apartar  un  instante  su  mirada  del 
enemigo.  Luego  desistió,  con  la  convicción  de  que  este 
movimiento  era  inútil.  Demasiado  tarde.  Sus  ojos,  des¬ 
mesuradamente  abiertos  por  la  proximidad  de  la  muer¬ 
te,  siguieron  fijos  en  el  francés.  Este  se  había  echado  el 
fusil  á  la  cara.  Un  tiro  casi  á  quemarropa...  y  el  alemán 
cayó  redondo. 

Sólo  entonces  se  fijó  en  el  ordenanza  del  capitán,  que 
marchaba  algunos  pasos  detrás  de  éste.  El  soldado  dis¬ 
paró  su  fusil  contra  Desnoy ers,  hiriéndole  en  un  hom¬ 
bro.  Acudieron  los  franceses,  mmtando  al  ordenanza. 
Luego  cruzaron  un  vivo  fuego  con  la  compañía  ene¬ 
miga,  que  había  hecho  alto  más  allá  mientras  su  jefe 
exploraba  el  terreno.  Julio,  á  pesar  de  la  herida,  conti¬ 
nuó  al  frente  de  su  sección,  defendiendo  la  fábrica  con¬ 
tra  fuerzas  superiores,  hasta  que  al  fin  llegaron  auxi¬ 
lios  y  el  terreno  quedó  definitivamente  en  poder  de  los 
franceses. 

— ¿No  fué  así,  hijo  mío? — terminaba  don  Marcelo. 

El  hijo  asentía,  deseoso  de  que  acabase  cuanto  antes 
un  relato  molesto  por  su  persistencia.  Sí;  así  había  sido. 


3S0 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

Pero  lo  que  ignoraba  su  padre,  lo  que  él  no  diría  nunca, 
era  el  descubrimiento  que  había  hecho  después  de  matar 
al  capitán. 

Los  dos  hombres,  al  mirarse  frente  á  frente  durante 
un  segundo  que  les  pareció  interminable,  mostraron  en 
sus  ojos  algo  más  que  la  sorpresa  del  encuentro  y  el 
deseo  de  suprimirse.  Desnoy ers  conocía  á  aquel  hombre. 
El  capitán,  por  su  parte,  le  conocía  á  él.  Lo  adivinó  en 
su  gesto...  Pero  cada  uno  de  ellos,  con  la  preocupación 
de  matar  para  seguir  viviendo,  no  podía  reunir  sus  re¬ 
cuerdos. 

Desnoyers  hizo  fuego  con  la  seguridad  de  que  mataba 
á  una  persona  conocida.  Luego,  mientras  dirigía  la  de¬ 
fensa  de  la  posición,  aguardando  la  llegada  de  refuer¬ 
zos,  se  le  ocurrió  la  sospecha  de  que  aquel  enemigo  cuyo 
cadáver  estaba  á  poca  distancia  podía  ser  un  individuo 
de  su  familia,  uno  de  los  Hartrott.  Parecía,  sin  embargo, 
más  viejo  que  sus  primos  y  mucho  más  joven  que  su  tío 
Karl.  Este,  con  sus  años,  no  iba  á  figurar  como  simple 
capitán  de  infantería. 

Cuando,  debilitado  por  la  pérdida  de  sangre,  pudo 
ser  conducido  á  las  trincheras,  el  sargento  quiso  ver  el 
cuerpo  de  su  enemigo.  Sus  dudas  continuaron  ante  la 
faz  empalidecida  por  la  muerte.  Los  ojos,  abiertos,  pa¬ 
recían  guardar  aún  la  impresión  d^  la  sorpresa.  Aquel 
hombre  le  conocía  indudablemente;  él  también  conocía 
aquella  cara.  ¿Quién  era?...  De  pronto,  con  su  imagina¬ 
ción  vi  ó  el  mar,  vió  un  gran  buque,  una  mujer  alta  y 
rubia  que  le  miraba  con  los  ojos  entornados,  un  hombre 
fornido  y  bigotudo  que  hacía  discursos  imitando  el  es¬ 
tilo  de  su  emperador.  «Descansa  en  paz,  capitán  Erck- 
mann.»  Así  habían  venido  á  terminar,  en  un  rincón 
de  Francia,  las  discusiones  entabladas  en  medio  del 
Océano. 

Se  disculpó  mentalmente,  como  si  estuviese  en  pre¬ 
sencia  de  la  dulce  Berta.  Había  tenido  que  matar  para 
que  no  le  matasen.  Así  es  la  guerra.  Intentó  consolarse 
pensando  que  Erckmann  tal  vez  había  caído  sin  iden¬ 
tificarle,  sin  saber  que  su  matador  era  el  compañero 
de  viaje  de  meses  antes...  Y  guardó  secreto  en  lo  más 
profundo  de  su  memoria  este  encuentro  preparado  por 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  381 


la  fatalidad.  Se  abstuvo  de  comunicarlo  á  su  amigo  Ar- 
gensola,  que  conocía  los  incidentes  de  la  travesía  at¬ 
lántica. 

Cuando  menos  lo  esperaba,  don  Marcelo  se  encontró 
al  final  de  aquella  existencia  de  alegría  y  orgullo  que 
le  había  proporcionado  la  presencia  de  su  hijo.  Quince 
días  transcurren  pronto.  El  subteniente  se  marchó,  y 
toda  la  familia,  después  de  este  período  de  realidades, 
tuvo  que  volver  á  las  caricias  engañosas  de  la  ilusión 
y  la  esperanza,  aguardando  la  llegada  de  las  cartas,  ha¬ 
ciendo  conjeturas  sobre  el  silencio  del  ausente,  envián¬ 
dole  paquete  tras  paquete  con  todo  lo  que  el  comercio 
ofrecía  para  los  militares:  cosas  útiles  y  absurdas. 

La  madre  cayó  en  un  gran  desaliento.  El  viaje  de 
Julio  había  servido  para  hacerla  sentir  con  más  inten¬ 
sidad  su  ausencia.  Viéndole,  escuchando  aquellos  rela¬ 
tos  de  muerte  que  el  padre  se  complacía  en  repetir,  se 
dió  mejor  cuenta  de  los  peligros  que  rodeaban  á  su 
hijo.  La  fatalidad  parecía  avisarla  con  fúnebres  presen¬ 
timientos. 

— Le  van  á  matar — decía  á  su  marido-—.  Esa  herida 
es  un  aviso  del  cielo. 

Al  salir  á  la  calle  temblaba  de  emoción  ante  los  sol¬ 
dados  inválidos.  Los  convalecientes  de  aspecto  enérgico, 
próximos  á  volver  al  frente,  aún  le  inspiraban  mayor 
lástima.  Se  acordó  de  un  viaje  á  San  Sebastián  con  su 
esposo,  de  una  corrida  de  toros  que  le  había  hecho  gritar 
de  indignación  y  lástima,  apiadada  de  la  suerte  de  los 
pobres  caballos.  Quedaban  con  las  entrañas  colgando  y 
eran  sometidos  en  los  corrales  á  una  rápida  cura,  para 
volver  á  salir  á  la  arena  enardecidos  por  falsas  ener¬ 
gías.  Eepetidas  veces  aguantaban  esta  recomposición 
macabra,  hasta  que  al  fin  llegaba  la  última  cornada,  la 
definitiva...  Los  hombres  recién  curados  evocaban  en 
ella  la  imagen  de  las  pobres  bestias.  Algunos  habían 
sido  heridos  tres  veces  desde  el  principio  de  la  guerra 
y  volvían  remendados  y  galvanizados  á  someterse  á  la 
lotería  de  la  suerte,  siempre  en  espera  del  golpe  supre¬ 
mo...  ¡Ay,  su  hijo! 

Se  indignaba  Desnoyers  oyendo  á  su  esposa. 

— ¡Pero  si  á  Julio  no  hay  quien  le  mate!...  Es  mi  hijo. 


382 


V.  BLASCO  IBANEZ 


Yo  he  pasado  en  mi  juventud  por  terribles  peligros.  Tam¬ 
bién  me  hirieron  en  las  guerras  del  otro  mundo,  y  sin 
embargo,  aquí  me  tienes  cargado  de  años. 

Los  sucesos  se  encargaban  de  robustecer  su  fe  ciega. 
Llovían  desgracias  en  torno  de  la  familia,  entristeciendo 
á  sus  allegados,  y  ni  una  sola  rozaba  al  intrépido  sub¬ 
teniente,  que  insistía  en  sus  hazañas  con  un  desenfado 
heroico  de  mosquetero. 

Doña  Luisa  recibió  una  carta  de  Alemania.  Su  her¬ 
mana  le  escribía  desde  Berlín,  valiéndose  de  un  Consu¬ 
lado  sudamericano  en  Suiza.  Esta  vez  la  señora  Desno- 
yers  lloró  por  alguien  que  no  era  su  hijo:  lloró  por  Elena 
y  por  los  enemigos.  En  Alemania  también  había  ma¬ 
dres,  v  ella  colocaba  el  sentimiento  de  la  maternidad 
por  encima  de  todas  las  diferencias  patrióticas. 

¡Pobre  señora  von  Hartrott!  Su  carta,  escrita  un  mes 
antes,  sólo  contenía  fúnebres  noticias  y  palabras  de  des¬ 
esperación.  El  capitán  Otto  había  muerto.  Muerto  tam¬ 
bién  uno  de  sus  hermanos  menores.  Este,  al  menos,  ofre¬ 
cía  á  la  madre  el  consuelo  de  haber  caído  en  un  terri¬ 
torio  dominado  por  los  suyos.  Podía  llorar  junto  á  su 
tumba.  El  otro  estaba  enterrado  en  suelo  francés;  nadie 
sabía  dónde.  Jamás  descubriría  ella  sus  restos,  confun¬ 
didos  con  centenares  de  cadáveres;  ignoraría  eterna¬ 
mente  dónde  se  consumía  este  cuerpo  salido  de  sus  en¬ 
trañas...  Un  tercer  hijo  estaba  herido  en  Polonia.  Sus 
dos  hijas  habían  perdido  á  sus  prometidos,  y  la  deses¬ 
peraban  con  su  mudo  dolor.  Yon  Hartrott  seguía  presi¬ 
diendo  sociedades  patrióticas  y  hacía  planes  de  engran¬ 
decimiento  sobre  la  próxima  victoria,  pero  había  enve¬ 
jecido  mucho  en  los  últimos  meses.  «El  sabio»  era  el 
único  que  se  mantenía  firme.  Las  desgracias  de  la  fa¬ 
milia  recrudecían  la  ferocidad  del  profesor  Julius  von 
Hartrott.  Calculaba,  para  un  libro  que  estaba  escribien¬ 
do,  los  centenares  de  miles  de  millones  que  Alemania 
debería  exigir  después  de  su  triunfo  y  las  partes  de 
Europa  que  necesitaba  hacer  suyas... 

La  señora  Desnoyers  creyó  escuchar  desde  la  ave¬ 
nida  Víctor  Hugo  aquel  llanto  de  madre  que  corría  si¬ 
lencioso  en  una  casa  de  Berlín.  «Comprenderás  mi  des¬ 
esperación,  Luisa...  ¡Tan  felices  que  éramos!  ¡Que  Dios 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  383 


castigue  á  los  que  han  hecho  caer  sobre  el  mundo  tan¬ 
tas  desgracias!  El  emperador  es  inocente.  Sus  enemigos 
tienen  la  culpa  de  todo...» 

Don  Marcelo  callaba  en  presencia  de  su  esposa.  Com¬ 
padecía  á  Elena  por  su  infortunio,  pasando  por  alto  las 
afirmaciones  políticas  de  la  carta.  Se  enterneció  además 
al  ver  cómo  lloraba  doña  Luisa  á  su  sobrino  Otto.  Había 
sido  su  madrina  de  bautizo  y  Desnoy ers  el  padrino.  Era 
verdad;  don  Marcelo  lo  había  olvidado.  Vió  con  la  ima¬ 
ginación  la  plácida  vida  de  la  estancia,  los  juegos  de  la 
chiquillería  rubia  que  él  acariciaba  á  espaldas  del  abuelo 
antes  de  que  naciese  Julio.  Durante  unos  años  había 
dedicado  á  sus  sobrinos  todo  su  amor,  desorientado  por 
la  tardanza  de  un  hijo  prox-)io.  De  buena  fe  se  conmovió 
al  pensar  en  la  desesperación  de  Karl. 

Pero  luego,  al  verse  solo,  una  frialdad  egoísta  bo¬ 
rraba  estos  sentimientos.  La  guerra  era  la  guerra,  y  los 
otros  la  habían  buscado.  Francia  debía  defenderse,  y 
cuantos  más  enemigos  cayesen,  mejor...  Lo  único  que 
debía  interesarle  á  él  era  Julio.  Y  su  fe  en  los  destinos 
del  hijo  le  hizo  experimentar  una  alegría  brutal,  una 
satisfacción  de  padre  cariñoso  hasta  la  ferocidad. 

— A  ese  no  hay  quien  le  mate...  Me  lo  dice  el  corazón. 

Otra  desgracia  más  próxima  quebrantó  su  calma.  Un 
anochecer,  al  regresar  á  la  avenida  Víctor  Hugo,  encon¬ 
tró  á  doña  Luisa  con  aspecto  de  terror  llevándose  las 
manos  á  la  cabeza. 

— La  niña,  Marcelo...  ¡la  niña! 

Chichi  estaba  en  el  salón  tendida  en  un  sofá,  pálida, 
con  una  blancura  verdosa,  mirando  ante  ella  fijamente, 
como  si  viese  á  alguien  en  eb  vacío.  No  lloraba;  sólo  un 
ligero  brillo  de  nácar  hacía  temblar  sus  ojos,  redondea¬ 
dos  por  el  espasmo. 

—  ¡Quiero  verle!  —  dijo  con  voz  ronca  — .  ¡Necesito 
verle! 

El  padre  adivinó  que  algo  terrible  le  había  ocurrido 
al  hijo  de  Lacour.  Unicamente  por  esto  podía  mostrar 
Chichi  tal  desesperación.  Su  esposa  le  fué  relatando  la 
triste  noticia.  René  estaba  herido,  gravemente  herido. 
Un  proyectil  había  estallado  sobre  su  batería,  matando 
á  muchos  de  sus  compañeros.  El  oficial  había  sido  ex- 


,384 


V.  BLASCO  IBANEZ 

traído  de  un  montón  de  cadáveres:  le  faltaba  una  mano, 
tenía  heridas  en  las  piernas,  en  el  tronco,  en  la  cabeza. 

—  ¡Quiero  verle! — repetía  Chichi. 

Y  don  Marcelo  tuvo  que  hacer  grandes  esfuerzos 
para  que  su  hija  desistiese  de  esta  testarudez  dolorosa 
que  la  impulsaba  á  exigir  un  viaje  inmediato  al  frente, 
atropellando  obstáculos,  hasta  llegar  al  lado  del  herido. 
El  senador  acabó  de  convencerla.  Había  que  esperar; 
él,  que  era  su  padre,  tenía  que  resignarse.  Estaba  ges¬ 
tionando  que  René  fuese  trasladado  á  un  hospital  do 
París. 

El  grande  hombre  inspiró  lástima  á  Desnoyers.  Hacía 
esfuerzos  por  conservar  su  serenidad  estoica  de  padre  á 
estilo  antiguo,  recordaba  á  sus  ascendientes  gloriosos 
y  á  todas  las  figuras  heroicas  de  la  República  romana. 
Pero  estas  ilusiones  de  orador  se  desplomaban  de  pronto, 
y  su  amigo  le  sorprendió  llorando  más  de  una  vez.  ¡Un 
hijo  único,  y  podía  perderlo!...  El  mutismo* de  Chichi  le 
inspiraba  aún  mayor  conmiseración.  No  lloraba:  su  do¬ 
lor  era  sin  lágrimas,  sin  desmayos.  La  palidez  verdosa 
de  su  rostro,  el  brillo  de  fiebre  de  sus  ojos,  una  rigidez 
que  la  hacía  marchar  como  un  autómata,  eran  los  únicos 
signos  de  su  emoción.  Vivía  con  el  pensamiento  alejado, 
sin  darse  cuenta  de  lo  que  la  rodeaba. 

Cuando  el  herido  llegó  á  París,  ella  y  el  senador  se 
transfiguraron.  Iban  á  verle,  y  esto  bastó  para  que  se 
imaginasen  que  ya  se  había  salvado. 

La  novia  corrió  al  hospital  con  su  futuro  suegro  y 
su  madre.  Luego  fué  sola,  quiso  quedarse  allí,  vivir  al 
lado  del  herido,  declarando  la  guerra  á  todos  los  regla¬ 
mentos,  chocando  con  monjas  y  enfermeras,  que  le  ins¬ 
piraban  un  odio  de  rivalidad.  Pero  al  ver  el  escaso  re¬ 
sultado  de  sus  violencias,  se  empequeñeció,  se  hizo  hu¬ 
milde,  pretendiendo  ganar  con  sus  gracias  una  por  una 
á  todas  las  mujeres.  Al  fin  consiguió  pasar  gran  parte 
del  día  junto  á  René. 

Desnoyers  tuvo  que  retener  sus  lágrimas  al  contem¬ 
plar  al  artillero  en  la  cama...  ¡Ay!  ¡así  podía  verse  su 
hijo!...  Le  pareció  una  momia  egipcia,  á  causa  de  su 
envoltura  de  apretados  vendajes.  Los  cascos  de  obús  le 
habían  acribillado.  Sólo  pudo  ver  unos  ojos  dulces  y  un 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  385 


bigotillo  rubio  asomando  entre  las  tiras  blancas.  El  po¬ 
bre  sonreía  á  Chichi,  que  velaba  junto  á  él  con  cierta 
autoridad,  como  si  estuviese  en  su  casa. 

Transcurrieron  dos  meses.  René  se  mejoró;  ya  estaba 
casi  restablecido.  Su  novia  no  había  dudado  de  esta  cu¬ 
ración  desde  que  la  dejaron  permanecer  junto  á  él. 

— A  mí  no  se  me  muere  quien  yo  quiera — decía  con 
una  fe  semejante  á  la  de  su  padre — .  ¡A  cualquier  hora 
permito  que  los  boches  me  dejen  sin  marido! 

Conservaba  á  su  «soldadito  de  azúcar»,  pero  en  un 
estado  lamentable...  Nunca  don  Marcelo  se  dió  cuenta 
del  horror  de  la  guerra  como  al  ver  entrar  en  su  casa  á 
este  convaleciente  que  había  conocido  meses  antes  fino 
y  esbelto,  con  una  belleza  delicada  y  algo  femenil.  Te¬ 
nía  el  rostro  surcado  por  varias  cicatrices,  que  forma¬ 
ban  un  arabesco  violáceo.  Su  cuerpo  guardaba  ocul¬ 
tas  otras  semejantes.  La  mano  izquierda  había  desapa¬ 
recido  con  una  parte  del  antebrazo.  La  manga  colgaba 
sobre  el  vacío  doloroso  del  miembro  ausente.  La  otra 
mano  se  apoyaba  en  un  bastón,  auxilio  necesario  para 
poder  mover  una  pierna  que  no  quería  recobrar  su  elas¬ 
ticidad. 

Pero  Chichi  estaba  contenta.  Veía  á  su  soldadito  con 
más  entusiasmo  que  nunca:  un  poco  deformado,  pero 
muy  interesante.  Ella,  seguida  de  su  madre,  acompa¬ 
ñaba  al  herido  para  que  pasease  por  el  Bosque.  Sus  mi¬ 
radas  se  volvían  fulminantes  cuando,  al  atravesar  una 
calle,  automovilistas  y  cocheros  no  retenían  su  carrera 
para  dejar  paso  al  inválido...  «¡Emboscados  sin  vergüen¬ 
za!...»  Sentía  la  misma  alma  iracunda  de  las  mujeres  del 
pueblo  que  en  otros  tiempos  insultaban  á  René  viéndole 
sano  y  feliz.  Temblaba  de  satisfacción  y  de  orgullo  al 
devolver  el  saludo  á  sus  amigas.  Sus  ojos  hablaban:  «Sí; 
éste  es  mi  novio...  Un  héroe.»  Le  preocupaba  la  Cruz 
de  Guerra  puesta  en  el  pecho  de  la  blusa  «horizonte». 
Sus  manos  cuidaban  de  su  arreglo,  para  que  se  desta¬ 
case  con  mayor  visualidad.  Se  ocupaba  en  prolongar  la 
vida  de  su  uniforme,  siempre  el  mismo,  el  viejo,  el  que 
llevaba  en  el  momento  de  ser  herido.  Uno  nuevo  le  da¬ 
ría  cierto  aire  de  militar  oficinesco,  de  los  que  se  queda¬ 
ban  en  París. 


25 


386 


V,  BLASCO  IBANEZ 


En  vano  René,  cada  vez  más  fuerte,  quería  emanci¬ 
parse  de  sus  cuidados  dominadores.  Era  inútil  que  in¬ 
tentase  marchar  con  ligereza  y  soltura. 

— Apóyate  en  mí. 

Y  tenía  que  tomar  el  brazo  de  su  novia.  Todos  los 
planes  de  ella  para  el  porvenir  se  basaban  en  la  fiereza 
con  que  protegería  á  su  marido,  en  los  cuidados  que  iba 
á  dedicar  á  su  debilidad. 

— ¡Mi  pobre  invalidito! — decía  con  susurro  amoroso — . 
¡Tan  feo  y  tan  inútil  que  me  lo  han  dejado  esos  pillos!... 
Pero,  por  suerte,  me  tiene  á  mí,  que  le  adoro...  Nada 
importa  que  te  falte  una  mano;  yo  te  cuidaré;  serás  mi 
hijito.  Vas  á  ver,  cuando  nos  casemos,  con  qué  regalo 
vives,  cómo  te  llevaré  de  elegante  y  acicalado...  Pero 
¡ojo  con  las  otras!  Mira  que  á  la  primera  que  me  hagas, 
invalidito,  te  dejo  abandonado  á  tu  inutilidad. 

Desnoyers  y  el  senador  también  se  ocupaban  del  | 
porvenir  de  ellos,  pero  de  un  modo  más  positivo.  Había 
que  realizar  el  matrimonio  cuanto  antes.  ¿Qué  espera¬ 
ban?...  La  guerra  no  era  un  obstáculo.  Se  efectuaban 
más  casamientos  que  nunca,  en  el  secreto  de  la  intimi-  j 
dad.  El  tiempo  no  era  de  fiestas. 

Y  René  Lacour  se  quedó  para  siempre  en  la  casa  de  i 
la  avenida  Víctor  Hugo  después  de  la  ceremonia  nup¬ 
cial,  presenciada  por  una  docena  de  personas. 

Don  Marcelo  había  soñado  otras  cosas  para  su  hija;  | 
una  boda  ruidosa,  de  la  que  hablasen  largamente  los 
periódicos;  un  yerno  de  brillante  porvenir...  Pero  ¡ay,  | 
la  guerra!  Todos  veían  destruidas  á  aquellas  horas  algu¬ 
nas  de  sus  ilusiones. 

Se  consoló  apreciando  su  situación.  ¿Qué  le  faltaba? 
Chichi  era  feliz,  con  una  alegría  egoísta  y  ruidosa  que 
dejaba  en  olvido  todo  lo  que  no  fuese  su  amor.  Sus  ne-  ¡ 
godos  no  podían  resultar  mejores.  Después  de  la  crisis  ; 
de  los  primeros  momentos,  las  necesidades  de  los  beli¬ 
gerantes  arrebataban  los  productos  de  sus  estancias. 
Jamás  había  alcanzado  la  carne  precios  tan  altos.  El 
dinero  afluía  á  él  con  más  ímpetu  que  antes  y  los  gastos 
de  su  vida  habían  disminuido...  Julio  estaba  en  peligro 
de  muerte,  pero  él  tenía  la  convicción  de  que  nada  malo 
podía  ocurrirle.  Su  única  preocupación  era  permanecer 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  387 


tranquilo,  evitándose  las  emociones  fuertes.  Experimen¬ 
taba  cierta  alarma  al  considerar  la  frecuencia  con  que 
se  sucedían  en  París  los  fallecimientos  de  personas  cono¬ 
cidas:  políticos,  artistas,  escritores.  Todos  los  días  caía 
alguien  de  cierto  nombre.  La  guerra  no  sólo  mataba  en 
el  frente.  Sus  emociones  volaban  como  flechas  por  las 
ciudades,  tumbando  á  los  quebrantados,  á  los  débiles, 
que  en  tiempo  normal  habrían  prolongado  su  existencia. 

«¡Atención,  Marcelo! — se  decía  con  un  regocijo  egoís¬ 
ta—.  Mucha  calma.  Hay  que  evitar  á  los  cuatro  jinetes 
del  amigo  Tchernoff.» 

Pasó  una  tarde  en  el  estudio  conversando  con  éste  y 
Argensola  de  las  noticias  que  publicaban  los  periódicos. 
Se  había  iniciado  una  ofensiva  de  los  franceses  en  Cham¬ 
paña,  con  grandes  avances  y  muchos  prisioneros. 

Desnoyers  pensó  en  la  pérdida  de  vidas  que  esto  po¬ 
día  representar.  Pero  la  suerte  de  Julio  no  le  hizo  sentir 
ninguna  inquietud.  Su  hijo  no  estaba  en  aquella  parte 
del  frente.  El  día  anterior  había  recibido  una  carta  de 
él  fechada  una  semana  antes;  pero  casi  todas  llegaban 
con  igual  retraso.  El  subteniente  Desnoyers  se  mostraba 
animoso  y  alegre.  Lo  iban  á  ascender  de  un  momento  á 
otro;  figuraba  entre  los  propuestos  para  la  Legión  de 
Honor.  Don  Marcelo  se  veía  en  lo  futuro  padre  de  un  ge¬ 
neral  joven,  como  los  de  la  Devolución.  Contempló  los 
bocetos  en  torno  de  él,  admirándose  de  que  la  guerra 
hubiese  torcido  de  un  modo  tan  extraordinario  la  carrera 
de  su  hijo. 

Al  volver  á  casa  se  cruzó  con  Margarita  Laurier, 
que  iba  vestida  de  luto.  El  senador  le  había  hablado  de 
ella  pocos  días  antes.  Su  hermano  el  artillero  acababa 
de  morir  en  Verdún. 

«¡Cuántos  caen! — se  dijo — .  ¡Cómo  estará  su  pobre 
madre!» 

Pero  inmediatamente  sonrió  al  recordar  á  los  que 
nacían.  Nunca  se  había  preocupado  la  gente  como  ahora 
de  acelerar  la  reproducción.  La  misma  señora  Laurier 
ostentaba  con  orgullo  la  redondez  de  su  maternidad, 
que  había  llegado  á  los  mayores  extremos  visibles.  Sus 
ojos  acariciaron  el  volumen  vital  que  se  delataba  bajo 
los  velos  del  luto.  Otra  vez  pensó  en  Julio,  sin  tener  en 


388 


V.  BLASCO  IBANEZ 


cuenta  el  curso  del  tiempo.  Sintió  la  atracción  de  la  cria¬ 
tura  futura,  como  si  tuviese  con  ella  algún  parentesco; 
se  prometió  ayudar  generosamente  al  hijo  de  los  Laurier, 
si  alguna  vez  le  encontraba  en  la  vida. 

Al  entrar  en  su  casa,  doña  Luisa  le  salió  al  paso  para 
manifestarle  que  Lacour  le  estaba  esperando. 

• — Vamos  á  ver  qué  cuenta  nuestro  ilustre  consuegro 
— dijo  alegremente. 

La  buena  señora  estaba  inquieta.  Se  había  alarmado, 
sin  saber  por  qué,  ante  el  gesto  solemne  del  senador,  con 
ese  instinto  femenil  que  perfora  las  precauciones  de  los 
hombres,  adivinando  lo  que  hay  oculto  detrás  de  ellas. 
Había  visto  además  que  Eené  y  su  padre  hablaban  en 
voz  baja,  con  una  emoción  contenida. 

Eondó  con  irresistible  curiosidad  por  las  inmediacio¬ 
nes  del  despacho,  esperando  oir  algo.  Pero  su  espera  no 
fué  larga. 

De  repente,  un  grito...  un  alarido...  una  voz  como 
sólo  puede  emitirla  un  cuerpo  al  que  se  le  escapan  las 
fuerzas. 

Y  doña  Luisa  entró  á  tiempo  para  sostener  á  su  ma¬ 
rido  que  se  venía  al  suelo. 

El  senador  se  excusaba,  confuso,  ante  los  muebles, 
ante  las  paredes,  volviendo  la  espalda  en  su  aturdi¬ 
miento  al  cabizbajo  Eené,  que  era  el  único  que  podía 
oirle. 

— No  me  ha  dejado  terminar...  Ha  adivinado  desde  la 
primera  palabra... 

Chichi  se  presentó,  atraída  por  el  grito,  para  ver 
cómo  su  padre  se  escapaba  de  los  brazos  de  su  esposa, 
cayendo  en  un  sofá,  rodando  luego  por  el  suelo,  con  los 
ojos  vidriosos  y  salientes,  con  la  boca  contraída,  llo¬ 
rando  espuma. 

Un  lamento  se  extendió  por  las  lujosas  habitaciones, 
un  quejido,  siempre  el  mismo,  que  pasaba  por  debajo  de 
las  puertas  hasta  la  escalera  majestuosa  y  solitaria. 

— ¡Oh,  Julio!...  ¡Oh,  hijo  mío!... 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS 


389 


V 


CAMPOS  DE  MUERTE 


Iba  avanzando  el  automóvil  lentamente,  bajo  el  cielo 
lívido  de  una  mañana  de  invierno. 

Temblaba  el  suelo  á  lo  lejos  con  blancas  palpitacio¬ 
nes  semejantes  al  aleteo  de  una  banda  de  mariposas  po¬ 
sada  en  los  surcos.  Sobre  unos  campos  el  enjambre  era 
denso,  en  otros  formaba  pequeños  grupos. 

Al  aproximarse  el  vehículo,  las  blancas  mariposas  se 
animaban  con  nuevos  colores.  Un  ala  se  volvía  azul,  otra 
encarnada...  Eran  pequeñas  banderas,  á  cientos,  á  mi¬ 
les,  que  se  estremecían  día  y  noche  con  la  tibia  brisa  im¬ 
pregnada  de  sol,  con  el  huracán  acuoso  de  las  mañanas 
pálidas,  con  el  frío  mordiente  de  las  noches  intermina¬ 
bles.  La  lluvia  había  lavado  y  relavado  sus  colores,  de¬ 
bilitándolos.  Las  telas  inquietas  tenían  sus  bordes  roídos 
por  la  humedad.  Otras  estaban  quemadas  por  el  sol, 
como  insectos  qUe  acabasen  de  rozar  el  fuego. 

Las  banderas  dejaban  entrever  con  las  palpitaciones 
de  su  temblor  leños  negros  que  eran  cruces.  Sobre  estos 
maderos  aparecían  kepis  obscuros,  gorros  rojos,  cascos 
rematados  por  cabelleras  de  crines  que  se  pudrían  len¬ 
tamente,  llorando  lágrimas  atmosféricas  por  todas  sus 
puntas. 

— ¡Cuánto  muerto! — suspiró  en  el  interior  del  automó¬ 
vil  la  voz  de  don  Marcelo. 

Y  René,  que  iba  enfrente  de  él,  movió  la  cabeza  con 
triste  asentimiento. 

Doña  Luisa  miraba  la  fúnebre  llanura,  mientras  sus 
labios  se  estremecían  levemente  con  un  rezo  continuo. 
Chichi  volvía  á  un  lado  y  á  otro  sus  ojos  agrandados  por 


390 


V.  BLABCO  IBANEZ 


el  asombro.  Parecía  más  grande,  más  fuerte,  á  pesar  de 
la  palidez  verdosa  que  descoloraba  su  rostro. 

Las  dos  señoras  iban  vestidas  de  luto,  con  luengos 
velos.  De  luto  también  el  padre,  hundido  en  su  asiento, 
con  aspecto  de  ruina,  las  piernas  cuidadosamente  en¬ 
vueltas  en  una  manta  de  pieles.  Eené  conservaba  su 
uniforme  de  campaña,  llevando  sobre  él  un  corto  im¬ 
permeable  de  automovilista.  A  pesar  de  sus  heridas,  no 
había  querido  retirarse  del  ejército.  Estaba  agregado  á 
una  oficina  técnica  hasta  la  terminación  de  la  guerra. 

La  familia  Desnoyers  iba  á  cumplir  su  deseo. 

Al  recobrar  sus  sentidos  después  de  la  noticia  fatal, 
el  padre  había  concentrado  toda  su  voluntad  en  una 
petición: 

—Necesito  verle...  ¡Oh,  mi  hijo!...  ¡Mi  hijo! 

Inútilmente  el  senador  le  demostró  la  imposibilidad 
de  este  viaje.  Se  estaban  batiendo  todavía  en  la  zona 
donde  había  caído  Julio.  Más  adelante  tal  vez  fuese  po¬ 
sible  la  visita.  «Quiero  verle»,  insistió  el  viejo.  Necesi¬ 
taba  contemplar  la  tumba  del  hijo  antes  de  morir  él  á  su 
vez.  Y  Lacour  tuvo  que  esforzarse  durante  cuatro  meses, 
formulando  súplicas  y  forzando  resistencias,  para  conse¬ 
guir  que  don  Marcelo  pudiese  realizar  este  viaje. 

Un  automóvil  militar  se  llevó,  al  fin,  una  mañana  á 
todos  los  de  la  familia  Desnoyers.  El  senador  no  pudo 
ir  con  ellos.  Circulaban  rumores  de  una  próxima  modi¬ 
ficación  ministerial,  y  él  debía  mostrarse  en  la  Alta 
Cámara,  por  si  la  República  reclamaba  sus- servicios  un 
tanto  menospreciados. 

Pasaron  la  noche  en  una  ciudad  de  provincia,  donde 
estaba  la  comandancia  de  un  cuerpo  de  ejército.  René 
tomó  informes  de  los  oficiales  que  habían  presenciado 
el  gran  combate.  Con  el  mapa  á  la  vista  fué  siguiendo 
sus  explicaciones,  hasta  conocer  la  sección  de  terreno 
en  que  se  había  movido  el  regimiento  de  Julio. 

A  la  mañana  siguiente  reanudaron  el  viaje.  Un  sol¬ 
dado  que  había  tomado  parte  en  la  batalla  les  servía 
de  guía,  sentado  en  el  pescante  al  lado  del  chófer.  René 
consultaba  de  vez  en  cuando  el  mapa  extendido  sobre 
sus  rodillas  y  hacía  preguntas  al  soldado.  El  regimiento 
de  éste  se  había  batido  junto  al  de  Desnoyers,  pero  no 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  391 


podía  recordar  con  exactitud  los  lugares  pisados  por  él 
meses  antes.  El  campo  había  sufrido  transformaciones. 
Presentaba  un  aspecto  distinto  de  cuando  lo  vió  cubierto 
de  hombres,  entre  las  peripecias  del  combate.  La  sole¬ 
dad  le  desorientaba...  Y  el  automóvil  fué  avanzando  con 
lentitud,  sin  más  norte  que  los  grupos  de  sepulturas,  si¬ 
guiendo  la  carretera  central,  lisa  y  blanca,  metiéndose 
por  los  caminos  transversales:  zanjas  tortuosas,  barriza¬ 
les  de  relejes  profundos,  en  los  que  daba  grandes  saltos 
que  hacían  chillar  sus  muelles.  A  veces  seguía  á  campo 
traviesa,  de  un  gi’upo  de  cruces  á  otro,  aplastando  con 
la  huella  de  sus  neumáticos  los  surcos  abiertos  por  la  la¬ 
branza. 

Tumbas...  tumbas  por  todos  lados.  Las  blancas  lan¬ 
gostas  de  la  muerte  cubrían  el  paisaje.  No  quedaba  un 
rincón  libre  de  este  aleteo  glorioso  y  fúnebre.  La  tierra 
gris  recién  abierta  por  el  arado,  los  caminos  amarillen¬ 
tos,  las  arboledas  obscuras,  todo  palpitaba  con  una  on¬ 
dulación  incansable.  El  suelo  parecía  gritar;  sus  pala¬ 
bras  eran  las  vibraciones  de  las  inquietas  banderas.  Y 
los  miles  de  gritos,  con  una  melopea  recomenzada  ince¬ 
santemente  á  través  de  los  días  y  las  noches,  cantaban 
el  choque  monstruoso  que  había  presenciado  esta  tierra 
y  del  cual  guardaba  todavía  un  escalofrío  trágico. 

— Muertos.,,  muertos — murmuraba  Chichi  siguiendo 
con  la  vista  la  fila  de  cruces  que  se  deslizaba  por  los 
flancos  del  automóvil  en  incesante  renovación. 

— ¡Señor,  por  ellos!...  ¡por  sus  madres! — gemía  doña 
Luisa  reanudando  su  rezo. 

Aquí  se  había  desarrollado  lo  más  terrible  del  com¬ 
bate,  la  pelea  á  uso  antiguo,  el  choque  cuerpo  á  cuerpo, 
fuera  de  las  trincheras,  á  la  bayoneta,  con  la  culata,  con 
los  puños,  con  los  dientes. 

El  guía,  que  empezaba  á  orientarse,  iba  señalando 
diversos  puntos  del  horizonte  solitario.  Allí  estaban  los 
tiradores  africanos;  más  acá,  los  cazadores.  Las  gran¬ 
des  agrupaciones  de  tumbas  eran  de  soldados  de  línea 
que  habían  cargado  á  la  bayoneta  por  los  lados  del 
camino. 

Se  detuvo  el  automóvil.  Rene  bajó  detrás  del  soldado 
para  examinar  las  inscripciones  de  unas  cruces.  Tal  vez 


392 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


procedían  estos  muertos  del  regimiento  que  buscaban. 
Chichi  bajó  también  maquinalmente,  con  el  irresistible 
deseo  de  proteger  á  su  marido. 

Cada  sepultura  guardaba  varios  hombres.  El  número 
de  cadáveres  podía  contarse  por  los  kepis  ó  los  cascos 
que  se  pudrían  y  oxidaban  adheridos  á  los  brazos  de  la 
cruz.  Las  hormigas  formaban  rosario  sobre  las  prendas 
militares,  perforadas  por  agujeros  de  putrefacción,  y  que 
ostentaban  aún  la  cifra  del  regimiento.  Las  coronas  con 
que  había  adornado  la  piedad  patriótica  algunos  de  estos 
sepulcros  se  ennegrecían  y  deshojaban.  En  unas  cruces 
los  nombres  de  los  muertos  eran  todavía  claros,  en  otras 
empezaban  á  borrarse  y  dentro  de  poco  serían  ilegibles. 

«¡La  muerte  heroica!...  ¡La  gloria!»,  pensaba  Chichi 
con  tristeza. 

Ni  el  nombre  siquiera  iba  á  sobrevivir  de  la  mayor 
parte  de  estos  hombres  vigorosos  desaparecidos  en  plena 
juventud.  Sólo  quedaría  de  ellos  el  recuerdo  que  asal¬ 
tase  de  tarde  en  tarde  á  una  campesina  vieja  guiando 
su  vaca  por  un  camino  de  Francia  y  que  le  haría  mur¬ 
murar  entre  suspiros:  «¡Mi  pequeño!...  ¿dónde  estará 
enterrado  mi  pequeño?»  Sólo  viviría  en  la  mujer  del 
pueblo,  vestida  de  luto,  que  no  sabe  cómo  resolver  el 
problema  de  su  existencia;  en  los  niños  que  al  ir  á  la 
escuela  con  blusas  negras,’  dirían  con  una  voluntad 
feroz:  «Cuando  yo  sea  grande  iré  á  matar  boches,  para 
vengar  á  mi  padre.» 

Y  doña  Luisa,  inmóvil  en  su  asiento,  siguiendo  con 
la  mirada  el  paso  de  Chichi  entre  las  tumbas,  volvía  á 
interrumpir  su  rezo: 

—  ¡Señor,  por  las  madres  sin  hijos...  por  los  pequeños 
sin  padre...  por  que  tu  cólera  nos  olvide  y  tu  sonrisa 
vuelva  á  nosotros! 

El  marido,  caído  en  su  asiento,  miraba  también  el 
campo  fúnebre.  Pero  sus  ojos  se  fijaban  tenazmente  en 
unas  tumbas  sin  coronas  ni  banderas,  simples  cruces 
con  una  tablilla  de  breve  inscripción.  Eran  sepulturas 
alemanas,  que  parecían  formar  página  aparte  en  el  libro 
de  la  muerte.  A  un  lado,  en  las  innumerables  tumbas 
francesas,  inscripciones  de  poca  cuantía,  números  sim¬ 
ples:  uno,  dos,  tres  muertos.  Al  otro,  en  las  sepulturas 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  393 


espaciadas  y  sin  adornos,  partidas  fuertes,  guarismos 
abultados,  cifras  de  un  laconismo  aterrador. 

Cercas  de  palos,  largas  y  estrechas,  limitaban  estas 
zanjas  rellenas  de  carne.  La  tierra  blanqueaba  como  si 
tuviese  nieve  ó  salitre.  Era  la  cal  revuelta  con  los  terro¬ 
nes.  La  cruz  llevaba  en  su  tablilla  la  indicación  de  que 
la  tumba  contenía  alemanes,  y  á  continuación  un  nú¬ 
mero:  200...  300...  400. 

Estas  cifras  obligaban  á  Desnoyers  á  realizar  un  es¬ 
fuerzo  imaginativo.  Se  decían  prontamente,  pero  no  era 
fácil  evocar  con  exactitud  la  visión  de  trescientos  muer¬ 
tos  juntos,  trescientos  envoltorios  de  carne  humana  lívi¬ 
da  y  sangrienta,  los  correajes  rotos,  el  casco  abollado, 
las  botas  terminadas  en  bolas  de  fango,  oliendo  á  tejidos 
rígidos  en  los  que  se  inicia  la  descomposición,  con  los 
ojos  vidriosos  y  tenaces,  con  el  rictus  del  supremo  mis¬ 
terio,  alineándose  en  capas,  lo  mismo  que  si  fuesen  ladri¬ 
llos,  en  el  fondo  de  un  zanjón  que  va  á  cerrarse  para 
siempre...  Y  este  fúnebre  alineamiento  se  repetía  á  tre¬ 
chos  por  toda  la  inmensidad  de  la  llanura. 

Don  Marcelo  sintió  una  alegría  feroz.  Su  paternidad 
doliente  experimentaba  el  consuelo  fugitivo  de  la  ven¬ 
ganza.  Julio  había  muerto,  y  él  iba  á  morir  también,  no 
pudiendo  sobrellevar  su  desgracia;  pero  ¡cuántos  enemi¬ 
gos  consumiéndose  en  estos  pudrideros,  que  dejaban  en 
el  mundo  seres  amados  que  los  recordasen,  como  él  re¬ 
cordaba  á  su  hijo!... 

Se  los  imaginó  tal  como  debían  ser  antes  del  mo¬ 
mento  de  su  muerte,  tal  como  él  los  había  visto  en  los 
avances  de  la  invasión  en  torno  de  su  castillo. 

Algunos  de  ellos,  los  más  ilustrados  y  temibles,  osten¬ 
taban  en  el  rostro  las  teatrales  cicatrices  de  los  duelos 
universitarios.  Eran  soldados  que  llevaban  libros  en  la 
mochila,  y  después  del  fusilamiento  de  un  lote  de  cam¬ 
pesinos  ó  del  saqueo  de  una  aldea  se  dedicaban  á  leer 
poetas  y  filósofos  al  resplandor  de  los  incendios.  Hincha¬ 
dos  de  ciencia  con  la  hinchazón  del  sapo,  orgullosos  de 
su  intelectualidad  pedantesca  y  suficiente,  habían  here¬ 
dado  la  dialéctica  pesada  y  tortuosa  de  los  antiguos  teó¬ 
logos.  Hijos  del  sofisma  y  nietos  de  la  mentira,  se  con¬ 
sideraban  capaces  de  probar  los  mayores  absurdos  con 


394 


V.  BLASCO  IBANEZ 


las  cabriolas  mentales  á  que  les  tenía  acostumbrados  su 
acrobatismo  intelectual.  El  método  favorito  de  la  tesis, 
la  antítesis  y  la  síntesis  lo  empleaban  para  demostrar 
que  Alemania  debía  ser  señora  del  mundo;  que  Bélgica 
era  la  culpable  de  su  ruina  por  haberse  defendido;  que 
la  felicidad  consiste  en  vivir  todos  los  humanos  regimen¬ 
tados  á  la  prusiana,  sin  que  se  pierda  ningún  esfuerzo; 
que  el  supremo  ideal  de  la  existencia  consiste  en  el  es¬ 
tablo  limpio  y  el  pesebre  lleno;  que  la  libertad  y  la  jus¬ 
ticia  no  representan  mas  que  ilusiones  del  romanticismo 
revolucionario  francés;  que  todo  hecho  consumado  re¬ 
sulta  santo  desde  el  momento  que  triunfa,  y  el  derecho 
es  simplemente  un  derivado  de  la  fuerza.  Estos  intelec¬ 
tuales  con  fusil  se  consideraban  los  paladines  de  una 
cruzada  civilizadora.  Querían  que  triunfase  definitiva¬ 
mente  el  hombre  rubio  sobre  el  moreno;  deseaban  escla¬ 
vizar  al  despreciable  hombre  del  Sur,  consiguiendo  para 
siempre  que  el  mundo  fuese  dirigido  por  los  germanos, 
«la  sal  de  la  tierra»,  «la  aristocracia  de  la  humanidad.» 
Todo  lo  que  en  la  Historia  valía  algo  era  alemán.  Los 
antiguos  griegos  habían  sido  de  origen  germánico;  ale¬ 
manes  también  los  grandes  artistas  del  Kenacimiento 
italiano.  Los  hombres  del  Mediterráneo,  con  la  maldad 
propia  de  su  origen,  habían  falsificado  la  Historia. 

Pero  en  lo  mejor  de  estos  ensueños  ambiciosos,  el 
cruzado  del  pangermanismo  recibía  un  balazo  del  «la¬ 
tino»  despreciable,  bajando  á  la  tumba  con  todos  sus 
orgullos. 

«Bien  estás  donde  estás,  pedante  belicoso»,  pensaba 
Desnoyers,  acordándose  de  las  conversaciones  con  su 
amigo  el  ruso. 

¡Lástima  que  no  estuviesen  allí  también  todos  los 
Herr  Professor  que  se  habían  quedado  en  las  universi¬ 
dades  alemanas,  sabios  de  indiscutible  habilidad  en  su 
mayor  parte  para  desraarcar  los  productos  intelectua¬ 
les,  cambiando  la  terminología  de  las  cosas!  Estos  hom¬ 
bres  de  barba  fiuvial  y  antiparras  de  oro,  pacíficos  co¬ 
nejos  del  laboratorio  y  de  la  cátedra,  habían  preparado 
la  guerra  presente  con  sus  sofismas  y  su  orgullo.  Su 
culpabilidad  era  mayor  que  la  del  Herr  Lieutenant  de 
apretado  corsé  y  reluciente  monóculo,  que  al  desear  la 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  395 


lucha  y  la  matanza  no  hacía  mas  que  seguir  sus  aficio¬ 
nes  profesionales. 

Mientras  el  soldado  alemán  de  baja  clase  pillaba  lo 
que  podía  y  fusilaba  ebrio  lo  que  le  saltaba  al  paso,  el 
estudiante  guerrero  leía  en  el  vivac  á  Hégel  y  Nietzs- 
che.  Era  demasiado  culto  para  ejecutar  con  sus  manos 
estos  actos  de  «justicia  histórica».  Pero  él  y  sus  pro¬ 
fesores  habían  excitado  todos  los  malos  instintos  de  la 
bestia  germánica,  dándoles  un  barniz  de  justificación 
científica. 

«Sigue  en  tu  sepulcro,  intelectual  peligroso»,  conti¬ 
nuaba  Desnoy ers  mentalmente. 

Los  marroquíes  feroces,  los  negros  de  mentalidad  in¬ 
fantil,  los  indostánicos  tétricos,  le  parecían  más  respeta¬ 
bles  que  todas  las  togas  de  armiño  que  desfilaban  orgu- 
llosas  y  guerreras  por  los  claustros  de  las  universidades 
alemanas.  ¡Qué  tranquilidad  para  el  mundo  si  desapare¬ 
ciesen  sus  portadores!  Ante  la  barbarie  refinada,  fría  y 
cruel  del  sabio  ambicioso,  prefería  la  barbarie  pueril  y 
modesta  del  salvaje:  le  molestaba  menos,  y  además  no 
era  hipócrita. 

Por  esto  los  únicos  enemigos  que  le  inspiraban  con¬ 
miseración  eran  los  soldados  obscuros  y  de  pocas  letras 
que  se  pudrían  en  aquellas  tumbas.  Habían  sido  rústi¬ 
cos  del  campo,  obreros  de  fábricas,  dependientes  de  co¬ 
mercio,  alemanes  glotones,  de  intestino  inconmensura¬ 
ble,  que  veían  en  la  guerra  una  ocasión  de  satisfacer  sus 
apetitos,  de  mandar  y  pegar  á  alguien,  después  de  pasar 
la  vida  en  su  país  obedeciendo  y  recibiendo  patadas. 

La  historia  de  su  patria  no  era  mas  que  una  serie  de 
correrías  hacia  el  Sur,  semejantes  á  los  malones  de  los 
indios,  para  apoderarse  de  los  bienes  de  los  hombres  que 
viven  en  las  orillas  templadas  del  Mediterráneo.  Los  Ilerr 
P'ofessor  habían  demostrado  que  estas  expediciones  de 
saqueo  representaban  un  trabajo  de  alta  civilización.  Y 
el  alemán  marchaba  adelante,  con  el  entusiasmo  de  un 
buen  padre  que  se  sacrifica  por  conquistar  el  pan  de  los 
suyos. 

Centenares  de  miles  de  cartas  escritas  por  las  fami¬ 
lias  con  manos  temblorosas  seguían  á  la  gran  horda  ger¬ 
mánica  en  sus  avances  á  través  de  las  tierras  invadidas. 


396 


V.  BLASCO  IBANEZ 


Desnoyers  había  oído  la  lectura  de  algunas  de  ellas,  á 
la  caída  de  la  tarde,  ante  su  castillo  arruinado.  Eran 
papeles  encontrados  en  los  bolsillos  de  muertos  y  prisio¬ 
neros.  «No  tengas  misericordia  con  los  pantalones  ro¬ 
jos.  Mata  welches:  no  perdones  ni  á  los  pequeños...»  «Te 
agradecemos  los  zapatos,  pero  la  niña  no  puede  ponér¬ 
selos.  Esos  franceses  tienen  unos  pies  ridiculamente  pe¬ 
queños...»  «Procura  apoderarte  de  un  piano.»  «Me  gus¬ 
taría  un  buen  reloj.»  «Nuestro  vecino  el  capitán  ha  en¬ 
viado  á  su  esposa  un  collar  de  perlas.  ¡Y  tú  sólo  envías 
cosas  insignificantes!» 

Avanzaba  heroicamente  el  virtuoso  germano,  con  el 
doble  deseo  de  engrandecer  á  su  país  y  hacer  valiosos 
envíos  á  los  hijos.  «¡Alemania  sobre  el  mundo!»  Pero 
en  lo  mejor  de  sus  ilusiones  caía  en  la  fosa  revuelto  con 
otros  camaradas  que  acariciaban  los  mismos  ensueños. 

Desnoyers  se  imaginó  la  impaciencia,  al  otro  lado 
del  Rhin,  de  las  piadosas  mujeres  que  esperaban  y  es¬ 
peraban  .  Las  listas  de  muertos  no  habían  dicho  nada 
tal  vez  de  los  ausentes.  Y  las  cartas  seguían  partiendo 
hacia  las  líneas  alemanas:  unas  cartas  que  nunca  reci¬ 
biría  el  destinatario.  «Contesta.  Cuando  no  escribes,  es 
tal  vez  porque  nos  preparas  una  buena  sorpresa.  No  ol¬ 
vides  el  collar.  Envíanos  un  piano.  Un  armario  tallado 
de  comedor  me  gustaría  mucho.  Los  franceses  tienen 
cosas  hermosas...» 

La  cruz  escueta  permanecía  inmóvil  sobre  la  tierra 
blanca  de  cal.  Cerca  de  ella  aleteaban  las  banderas.  Se 
movían  á  un  lado  y  á  otro,  como  una  cabeza  que  pro¬ 
testa,  sonriendo  irónicamente.  ¡No!...  ¡No! 


Siguió  avanzando  el  automóvil.  El  guía  señalaba 
ahora  un  grupo  lejano  de  tumbas.  Allí  era  indudable¬ 
mente  donde  se  había  batido  el  regimiento.  Y  el  vehículo 
salió  del  camino,  hundiendo  sus  ruedas  en  la  tierra  re¬ 
movida,  teniendo  que  hacer  grandes  rodeos  para  evitar 
los  sepulcros  esparcidos  caprichosamente  por  los  azares 
del  combate. 

Casi  todos  los  campos  estaban  arados.  El  trabajo  del 
hombre  se  extendía  de  tumba  en  tumba,  haciéndose  más 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  397 


visible  así  como  la  mañana  iba  repeliendo  su  envoltura 
de  nieblas. 

Bajo  los  últimos  soles  del  invierno  empezaba  á  son- 
reir  la  Naturaleza,  ciega,  sorda,  insensible,  que  ignora 
nuestra  existencia  y  acoge  indiferente  en  sus  entrañas 
lo  mismo  á  un  pobre  animalillo  humano  que  á  un  millón 
de  cadáveres. 

Las  fuentes  guardaban  todavía  sus  barbas  de  hielo; 
la  tierra  se  desmenuzaba  bajo  el  pie  con  un  crujido  de 
cristal;  las  charcas  tenían  arrugas  inmóviles;  los  árbo¬ 
les,  negros  y  dormidos,  conservaban  sobre  el  tronco  la 
camisa  de  verde  metálico  con  que  los  había  vestido  el 
invierno;  las  entrañas  del  suelo  respiraban  un  frío  abso¬ 
luto  y  feroz,  semejante  al  de  los  planetas  apagados  y 
muertos...  Pero  ya  la  primavera  se  había  ceñido  su  ar¬ 
madura  de  flores  en  los  palacios  del  trópico,  ensillando 
el  verde  corcel,  que  relinchaba  con  impaciencia:  pronto 
correría  los  campos,  llevando  ante  su  galope  en  desor¬ 
denada  fuga  á  los  negros  trasgos  invernales,  mientras 
á  su  espalda  flotaba  la  suelta  melena  de  oro  como  una 
estela  de  perfumes.  Anunciaban  su  llegada  las  hierbas 
de  los  caminos  cubriéndose  de  mi^iúsculos  botones.  Los 
pájaros  se  atrevían  á  salir  de  sus  refugios  para  aletear 
entre  los  cuervos  que  graznaban  de  cólera  junto  á  las 
tumbas  cerradas.  El  paisaje  iba  tomando  bajo  el  sol  una 
sonrisa  falsamente  pueril,  un  gesto  de  niño  que  mira  con 
ojos  cándidos,  mientras  sus  bolsillos  están  repletos  de 
cosas  robadas. 

El  labriego  tenía  arado  el  bancal  y  relleno  de  semi¬ 
lla  el  surco.  Podían  los  hombres  seguir  matándose;  la 
tierra  nada  tiene  que  ver  con  sus  odios,  y  no  por  ellos 
va  á  interrumpirse  el  curso  de  su  vida.  La  reja  había 
abierto  sus  renglones  rectos  é  inflexibles,  como  todos  los 
años,  borrando  el  pateo  de  hombres  y  bestias,  los  pro¬ 
fundos  relejes  de  los  cañones.  Nada  desorientaba  su  tes¬ 
tarudez  laboriosa.  Los  embudos  abiertos  por  las  bombas 
los  había  rellenado. 

Algunas  veces,  el  triángulo  de  acero  tropezaba  con 
obstáculos  subterráneos...  un  muerto  anónimo  y  sin 
tumba.  El  férreo  arañazo  seguía  adelante,  sin  piedad 
para  lo  que  no  se  ve.  De  tarde  en  tarde  se  detenía  ante 


S98 


V.  BLASCO  IBANEZ 


obstáculos  menos  blandos.  Eran  proyectiles  hundidos  en 
el  suelo  y  sin  estallar.  Desenterraba  el  campesino  el  apa¬ 
rato  de  muerte,  que  á  veces,  con  tardía  maldad,  hacía 
explosión  entre  sus  manos...  Pero  el  hombre  de  la  tierra 
no  conoce  el  miedo  cuando  va  en  busca  del  sustento,  y 
continuaba  su  avance  rectilíneo,  torciéndolo  únicamente 
al  llegar  junto  á  una  tumba  visible.  Los  surcos  se  apar¬ 
taban  piadosamente,  rodeando  con  su  pequeño  oleaje, 
como  si  fuesen  islas,  á  estos  pedazos  de  suelo  rematados 
por  banderas  ó  cruces.  El  terrón  hundido  en  una  boca 
lívida  guardaba  en  sus  entrañas  los  gérmenes  creadores 
de  un  pan  futuro.  Las  semillas,  como  pulpos  en  gesta¬ 
ción,  se  preparaban  á  extender  los  tentáculos  de  sus  raí¬ 
ces  hasta  los  cráneos  que  pocos  meses  antes  contenían 
gloriosas  esperanzas  ó  monstruosas  ambiciones.  La  vida 
iba  á  renovarse  una  vez  más. 

El  automóvil  se  detuvo.  Corrió  el  guía  entre  las  cru¬ 
ces,  inclinándose  para  descifrar  sus  borrosas  inscrip¬ 
ciones. 

— ¡Aquí  es! 

Había  encontrado  en  una  sepultura  el  número  del 
regimiento. 

Saltaron  con  prontitud  fuera  del  vehículo  Chichi  y 
su  marido.  Luego  descendió  doña  Luisa  con  una  rigidez 
dolorosa,  contrayendo  el  rostro  para  ocultar  sus  lágri¬ 
mas.  Finalmente,  los  tres  se  decidieron  á  ayudar  al  pa¬ 
dre,  que  había  repelido  su  envoltorio  de  pieles.  ¡Pobre 
señor  Desnoyers!  Al  tocar  el  suelo  vaciló  sobre  sus  pier¬ 
nas,  luego  fué  avanzando  trabajosamente,  moviendo  los 
pies  con  dificultad,  hundiendo  su  bastón  en  los  surcos. 

— Apóyate,  mi  viejo — dijo  la  esposa  ofreciéndole  un 
brazo. 

El  autoritario  jefe  de  familia  no  podía  moverse  ahora 
sin  la  protección  de  los  suyos. 

Se  inició  la  marcha  entre  las  tumbas,  lenta,  penosa. 
Exploraba  el  guía  el  matorral  de  cruces,  deletrean¬ 
do  nombres,  permaneciendo  indeciso  ante  los  rótulos 
borrosos.  Pené  efectuaba  el  mismo  trabajo  por  otro 
lado.  Chichi  avanzó  sola,  de  tumba  en  tumba.  El  viento 
hacía  revolotear  sus  velos  negros.  Los  rizos  se  escapa¬ 
ban  de  su  sombrero  de  luto  cada  vez  que  inclinaba  la 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  399 


cabeza  ante  una  inscripción  pugnando  por  descifrarla. 
Sus  breves  pies  se  hundieron  en  los  surcos.  Kecogió  su 
falda  para  marchar  con  más  soltura,  dejando  al  descu¬ 
bierto  una  parte  de  su  adorable  basamento.  Una  atmós¬ 
fera  voluptuosa  de  vida,  de  belleza  oculta,  de  amor, 
siguió  sus  pasos  sobre  esta  tierra  de  muerte  y  podre¬ 
dumbre. 

A  lo  lejos  sonaba  la  voz  del  padre. 

— ¿Todavía  no?... 

Los  dos  viejos  se  impacientaban,  queriendo  encon¬ 
trar  cuanto  antes  la  tumba  de  su  hijo. 

Transcurrió  media  hora  sin  que  los  exploradores  die¬ 
sen  con  ella.  Siempre  nombres  desconocidos,  cruces  anó¬ 
nimas  ó  inscripciones  que  consignaban  cifras  de  otros 
regimientos.  Don  Marcelo  ya  no  podía  tenerse  en  pie. 
La  marcha  por  la  tierra  blanda,  á  través  de  los  surcos, 
era  para  él  un  tormento.  Empezó  á  desesperarse...  ¡Ay! 
No  encontraría  nunca  la  sepultura  de  Julio.  Los  padres 
también  la  buscaron  por  su  lado.  Inclinaban  sus  cabezas 
dolorosas  ante  todas  las  cruces;  hundían  muchas  veces 
los  pies  en  el  montículo  largo  y  estrecho  que  parecía 
marcar  el  bulto  del  cadáver.  Leían  los  nombres...  ¡Tam¬ 
poco  estaba  allí!  Y  seguían  adelante  por  el  rudo  camino 
de  esperanzas  y  desalientos. 

Fué  Chichi  la  que  avisó  con  un  grito;  «¡Aquí...  aquí!» 
Los  viejos  corrieron,  temiendo  caer  á  cada  paso.  Toda  la 
familia  se  agrupó  ante  un  montón  de  tierra  que  tenía 
la  forma  vaga  de  un  féretro  y  empezaba  á  cubrirse  de 
hierbas.  En  la  cabecera  una  cruz  con  letras  grabadas 
profundamente  á  punta  de  cuchillo,  obra  piadosa  de  los 
compañeros  de  armas:  «Desnoy ers...»  Luego,  en  abre¬ 
viaturas  militares,  el  grado,  el  regimiento  y  la  com¬ 
pañía. 

Un  largo  silencio.  Doña  Luisa  se  había  arrodillado 
instantáneamente,  con  los  ojos  ñjos  en  la  cruz:  unos 
ojos  enormes,  de  córneas  enrojecidas,  y  que  no  podían 
llorar.  Las  lágrimas  la  habían  acompañado  hasta  allí. 
Ahora  huían,  como  repelidas  por  la  inmensidad  de  un 
dolor  incapaz  de  plegarse  á  las  manifestaciones  ordi¬ 
narias. 

El  padre  quedó  mirando  con  extrañeza  la  rústica 


400 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 

tumba.  Su  hijo  estaba  allí,  ¡allí  para  siempre!...  ¡y  no 
le  vería  más!  Le  adivinó  dormido  en  las  entrañas  del 
suelo,  sin  ninguna  envoltura,  en  contacto  directo  con 
la  tierra,  tal  como  le  había  sorprendido  la  muerte,  con 
su  uniforme  miserable  y  heroico.  La  consideración  de 
que  las  raíces  de  las  plantas  tocaban  tal  vez  con  sus  ca¬ 
belleras  el  mismo  rostro  que  él  había  besado  amorosa¬ 
mente,  de  que  la  lluvia  serpenteaba  en  húmedas  filtra¬ 
ciones  á  lo  largo  de  su  cuerpo,  fué  lo  primero  que  le 
sublevó,  como  si  fuese  un  ultraje.  Hizo  memoria  de  los 
exquisitos  cuidados  á  que  se  había  sometido  en  vida:  el 
largo  baño,  el  masaje,  la  vigorización  del  juego  de  las 
armas  y  del  boxeo,  la  ducha  helada,  los  elegantes  y 
discretos  perfumes...  ¡todo  para  venir  á  pudrirse  en  un 
campo  de  trigo,  como  un  montón  de  estiércol,  como  una 
bestia  de  labor  que  muere  reventada  y  la  entierran  en 
el  mismo  lugar  de  su  caída! 

Quiso  llevarse  de  allí  á  su  hijo  inmediatamente  y  se 
desesperó  porque  no  podía  hacerlo.  Lo  trasladaría  tan 
pronto  como  se  lo  permitiesen,  erigiéndole  un  mausoleo 
igual  á  los  de  los  reyes...  ¿Y  qué  iba  á  conseguir  con 
esto?  Cambiaría  de  sitio  un  montón  de  huesos;  pero  su 
carne,  su  envoltura,  todo  lo  que  formaba  el  encanto  de 
su  persona,  quedaría  allí  confundido  con  la  tierra.  El 
hijo  del  rico  Desnoyers  se  había  agregado  para  siempre 
á  un  pobre  campo  de  la  Champaña.  ¡Ah,  miseria!  ¿Y 
para  llegar  á  esto  había  trabajado  tanto  él,  amonto¬ 
nando  millones?... 

No  conocía  siquiera  cómo  había  sido  su  muerte.  Na¬ 
die  podía  repetirle  sus  últimas  palabras.  Ignoraba  si 
su  fin  había  sido  instantáneo,  fulminante,  saliendo  del 
mundo  con  una  sonrisa  de  inconsciencia,  ó  si  había  pa¬ 
sado  largas  horas  de  suplicio  abandonado  en  el  campo, 
retorciéndose  como  un  reptil,  rodando  por  los  círculos 
de  un  dolor  infernal  antes  de  sumirse  en  la  nada.  Igno¬ 
raba  igualmente  qué  había  debajo  de  aquel  túmulo:  un 
cuerpo  entero  tocado  por  la  muerte  con  mano  discreta, 
ó  una  amalgama  de  restos  informes  destrozados  por  el 
huracán  de  acero...  ¡Y  no  le  vería  más!  ¡Y  aquel  Julio 
que  llenaba  su  pensamiento  sería  simplemente  un  re¬ 
cuerdo,  un  nombre  que  viviría  mientras  sus  padres  vi- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  401 


viesen,  y  se  extinguiría  luego  poco  á  poco  al  desapare¬ 
cer  ellos!... 

Se  sorprendió  al  oir  un  quejido,  un  sollozo...  Luego 
se  dió  cuenta  de  que  era  él  mismo  el  que  acompañaba 
sus  reflexiones  con  un  hipo  de  dolor. 

La  esposa  estaba  á  sus  pies.  Eezaba  con  los  ojos  se¬ 
cos,  rezaba  á  solas  con  su  desesperación.  Ajando  en  la 
cruz  una  mirada  de  hipnótica  tenacidad...  x411í  estaba  su 
hijo,  tendido  junto  á  sus  rodillas,  lo  mismo  que  de  niño, 
en  la  cuna,  cuando  ella  vigilaba  su  sueño...  La  exclama¬ 
ción  del  padre  estallaba  también  en  su  pensamiento,  pero 
sin  exasperaciones  coléricas,  con  una  tristeza  desalenta¬ 
da.  ¡Y  no  le  vería  más!...  ¡Y  era  posible  esto! 

Chichi  interrumpió  con  su  presencia  las  dolorosas 
reflexiones  de  los  dos.  Había  corrido  hacia  el  automóvil 
y  regresaba  con  una  brazada  de  flores.  Colgó  una  co¬ 
rona  en  la  cruz;  depositó  un  ramo  enorme  al  pie  de  ésta. 
Luego  fué  derramando  una  lluvia  de  pétalos  por  toda 
la  superflcie  del  túmulo,  grave  y  ceñuda,  como  si  cum¬ 
pliese  un  rito  religioso,  acompañando  la  ofrenda  con 
salutaciones  de  su  pensamiento:  «A  ti,  que  tanto  amaste 
la  vida  por  sus  bellezas  y  sus  sensualismos...  A  ti,  que 
supiste  hacerte  amar  de  las  mujeres...»  Lloraba  mental¬ 
mente  su  recuerdo  con  tanta  admiración  como  dolor.  De 
no  ser  hermana,  hubiese  querido  ser  su  amante. 

Y  al  agotarse  la  lluvia  de  flores  se  apartó,  para  no 
turbar  con  su  presencia  el  dolor  gimiente  de  los  padres. 

Ante  la  inutilidad  de  sus  quejas,  el  antiguo  carácter 
de  don  Marcelo  se  había  despertado  colérico,  rugiendo 
contra  el  destino. 

Miró  al  horizonte,  allí  donde  él  se  imaginaba  que 
debían  estar  los  enemigos,  y  cerró  los  puños  con  rabia. 
Creyó  ver  á  la  Bestia,  eterna  pesadilla  de  los  hombres. 
¿Y  el  mal  quedaría  sin  castigo,  como  tantas  veces?... 

No  había  justicia;  el  mundo  era  un  producto  de  la 
casualidad;  todo  mentiras,  palabras  de  consuelo  para 
que  el  hombre  sobrelleve  sin  asustarse  el  desamparo  en 
que  vive. 

Le  pareció  que  resonaba  á  lo  lejos  el  galope  de  los 
cuatro  jinetes  apocalípticos  atropellando  á  los  humanos. 
Vió  al  mocetón  brutal  y  membrudo  con  la  espada  de  la 


26 


402 


V.  BLASCO  IBANEZ 


guerra,  al  arquero  de  sonrisa  repugnante  con  las  flechas 
de  la  peste,  al  avaro  calvo  con  las  balanzas  del  hambre, 
al  cadáver  galopante  con  la  hoz  de  la  muerte.  Los  re¬ 
conoció  como  las  únicas  divinidades  familiares  y  terri¬ 
bles  que  hacían  sentir  su  presencia  al  hombre.  Todo  lo 
demás  resultaba  un  ensueño.  Los  cuatro  jinetes  eran  la 
realidad... 

De  pronto,  por  un  misterio  de  asimilación  mental,  le 
pareció  leer  lo  que  pensaba  aquella  cabeza  lloriqueante 
que  permanecía  á  sus  pies. 

La  madre,  impulsada  por  sus  propias  desgracias,  ha¬ 
bía  evocado  las  desgracias  de  los  otros.  También  ella  mi¬ 
raba  al  horizonte.  Se  imaginó  ver  más  allá  de  la  línea 
de  los  enemigos  un  desfile  de  dolor  igual  al  de  su  familia. 
Contempló  á  Elena  con  sus  hijas  marchando  entre  tum¬ 
bas,  buscando  un  nombre  amado,  cayendo  de  rodillas 
ante  una  cruz.  ¡Ay!  Esta  satisfacción  dolorosa  no  podía 
conocerla  por  completo.  Le  era  imposible  pasar  al  lado 
opuesto  para  ir  en  busca  de  otra  sepultura.  Y  aunque 
alguna  vez  pasase,  no  la  encontraría.  El  cuerpo  adorado 
se  había  perdido  para  siempre  en  los  pudrideros  anóni¬ 
mos,  cuya  vista  le  había  hecho  recordar  poco  antes  á  su 
sobrino  Otto. 

— Señor,  ¿por  qué  vinimos  á  estas  tierras?  ¿por  qué  no 
continuamos  viviendo  en  el  lugar  donde  nacimos?... 

Al  adivinar  estos  pensamientos,  vió  Desnoy ers  la  lla¬ 
nura  inmensa  y  verde  de  la  estancia  donde  había  cono¬ 
cido  á  su  esposa.  Le  pareció  oir  el  trote  de  los  ganados. 
Contempló  al  centauro  Madariaga  en  la  noche  tranquila, 
proclamando  bajo  el  fulgor  de  las  estrellas  las  alegrías 
de  la  paz,  la  santa  fraternidad  de  unas  gentes  de  las  más 
diversas  procedencias  unidas  por  el  trabajo,  la  abundan¬ 
cia  y  la  falta  de  ambiciones  políticas. 

El  también,  pensando  en  su  hijo,  se  lamentó  como  la 
esposa:  «¿Por  qué  habremos  venido?...»  El  también,  con 
la  solidaridad  del  dolor,  compadeció  á  los  del  otro  lado. 
Sufrían  lo  mismo  que  ellos;  habían  perdido  á  sus  hijos. 
Los  dolores  humanos  son  iguales  en  todas  partes. 

Pero  luego  se  revolvió  contra  su  conmiseración.  Karl 
era  partidario  de  la  guerra;  era  de  los  que  la  considera¬ 
ban  como  el  estado  perfecto  del  hombre,  y  la  había  pre- 


LOS  CUATRO  JINETES  DEL  APOCALIPSIS  403 


parado  con  sus  provocaciones.  Estaba  bien  que  la  guerra 
devorase  á  sus  hijos:  no  debía  llorarlos.  ¡Pero  él,  que 
había  amado  siempre  la  paz!  ¡él,  que  sólo  tenía  un  hijo, 
uno  solo...  y  lo  perdía  para  siempre!... 

Iba  á  morir,  estaba  seguro  de  que  iba  á  morir...  Sólo 
le  quedaban  unos  meses  de  existencia.  Y  la  pobre  com¬ 
pañera  que  rezaba  á  sus  pies  también  desaparecería 
pronto.  No  se  sobrevive  á  un  golpe  como  el  que  acaba¬ 
ban  de  experimentar.  Nada  les  quedaba  que  hacer  en 
el  mundo. 

Su  hija  sólo  pensaba  en  ella,  en  formar  un  núcleo 
aparte,  con  el  duro  instinto  de  independencia  que  se¬ 
para  á  los  hijos  de  los  padres,  para  que  la  humanidad 
continúe  su  renovación. 

Julio  era  el  único  que  podía  haber  prolongado  la 
familia,  perpetuando  el  apellido.  Los  Desnoyers  habían 
muerto;  los  hijos  de  su  hija  serían  Lacour...  Todo  ter¬ 
minado. 

Don  Marcelo  sintió  cierta  satisfacción  al  pensar  en  su 
próxima  muerte.  Deseaba  salir  del  mundo  cuanto  antes. 
No  le  inspiraba  curiosidad  el  final  de  esta  guerra  que 
tanto  le  había  preocupado.  Fuese  cual  fuese  su  termina¬ 
ción,  acabaría  mal.  Aunque  la  Bestia  quedase  mutilada, 
volvería  á  resurgir  años  después,  como  eterna  compañe¬ 
ra  de  los  hombres...  Para  él,  lo  único  importante  era  que 
la  guerra  le  había  robado  á  su  hijo.  Todo  sombrío,  todo 
negro...  El  mundo  iba  á  perecer...  El  iba  á  descansar. 

Chichi  estaba  subida  en  un  montículo  que  tal  vez 
contenía  cadáveres.  Con  el  entrecejo  fruncido,  contem¬ 
plaba  la  llanura.  ¡Tumbas...  siempre  tumbas!  El  recuer¬ 
do  de  Julio  había  pasado  á  segundo  término  en  su  me¬ 
moria.  No  podría  resucitarle  por  más  que  llorase. 

La  vista  de  los  campos  de  muerte  sólo  le  hacía  pen¬ 
sar  en  los  vivos.  Volvió  los  ojos  á  un  lado  y  á  otro, 
mientras  sujetaba  con  ambas  manos  el  revuelo  de  sus 
faldas,  movidas  por  el  viento. 

René  se  hallaba  al  pie  del  montículo.  Varias  veces 
le  miró,  luego  de  contemplar  las  sepulturas,  como  si 
estableciese  una  relación  entre  su  marido  y  aquellos 
muertos.  ¡Y  él  había  expuesto  su  existencia  en  comba¬ 
tes  iguales  á  este!... 


404 


V.  BLASCO  IBAÑEZ 


— ¡Y  tú,  pobrecito  mío — continuó  en  alta  voz — ,  po¬ 
días  estar  á  estas  horas  debajo  de  un  montón  de  tierra 
con  una  cruz  de  palo,  lo  mismo  que  tantos  infelices!... 
El  subteniente  sonrió  con  melancolía.  Así  era. 

— Ven,  sube — dijo  Chichi  imperiosamente — .  Quiero 
decirte  una  cosa.  ^ 

Al  tenerle  cerca  le  echó  los  brazos  al  cuello,  lo  apretó 
contra  las  magnolias  ocultas  de  su  pecho,  que  exhalaban 
un  perfume  de  vida  y  de  amor,  le  besó  rabiosamente  en 
la  boca,  le  mordió,  sin  acordarse  ya  de  su  hermano,  sin 
ver  á  los  dos  viejos  que  lloraban  abajo  queriendo  mo¬ 
rir...  y  sus  faldas,  libres  al  viento,  moldearon  la  sober¬ 
bia  curva  de  unas  caderas  de  ánfora. 


FIN 


París,— Noviembre  1915. 
Febrero  1916. 


ÍNDICE 


Págrs. 


Al  lector .  7 

PRIMERA  PARTE 

I. — En  el  jardín  de  la  Capilla  Expiatoria . 15 

II. — El  centauro  Madariaga . 42 

III.  — La  familia  Desnoyers . 75 

IV. — El  primo  de  Berlín . 107 

V.  — Donde  aparecen  los  cuatro  jinetes . 150 

SEGUNDA  PARTE 

I. — Las  envidias  de  don  Marcelo . 158 

II.  — Vida  nueva . 174 

III.  — La  retirada . 192 

IV. — junto  á  la  gruta  sagrada . .  226 

V. — La  invasión . 250 

TERCERA  PARTE 

I. — Después  del  Mame . 524 

II. — En  el  estudio . 555 

III. — La  guerra . 548 

IV.  — No  hay  quien  le  mate . 575 

V. — Campos  de  muerte . 589 


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