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YULIO SANDEAU
MAGDALENA
( NOVELA PREMIADA POR LA ACADEMIA ZRANCESA )
A —Á
VERSIÓN CASTELLANA DE
A. BLANCO PRIETO
PRECEDIDA DE UNA INTRODUCCIÓN POR
EDMUNDO WERDET
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ILUSTRACIÓN DE E, BAYARD
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BARCELONA
BIBLIOTECA «ARTE Y LETRAS»
Daniel Cortezo y C.2-Calle de Pallars (Salón de S, Juan)
1888
Establecimiento tipográfico-editorial de DanteL Correzo Y C.!
NULTIO SADDAHU
(1832 Á 1859)
AQ
horas iNTIMAS
Q onocí á Julio Sandeau en esa fase de la vida (tenía
veinticinco años apenas) en que fermenta la sa-
via del talento y de la juventud, en que las pasiones
generosas desbordan sobre las demás, en que estalla
la amistad, vanguardia del amor, llena de abnegación
y de filantropía.
Asistí á todos esos instantes de dolorosas angustias
en que las entrañas del poeta se desgarran para abrir
paso á los primeros frutos que da á luz el genio.
He sido testigo, confidente, de las quejas que exhala-
ba un corazón herido en sus más tiernas, en sus más
caras afecciones, las primeras en espaciarse y cuya
amargura no está exenta de cierto atractivo.
6 NOTAS ÍNTIMAS
En mi pecho resonaron los gritos ahogados de sus
primeras creaciones. Y concebí para este escritor una
estimación tan profunda, una amistad tan sincera, que
sus recuerdos constituyen aún la felicidad de mi vejez,
pensando en la intimidad que me unió con un hombre
tan insigne.
Cada vez que evoco esta época de mi carrera de edi-
tor, mi sangre reanimada circula por mis venas con
más libertad y abundancia; al recuerdo de semejantes
relaciones, paréceme que no he envejecido.
Me sucede lo que á esos viajeros que, encontrándo-
se de repente sentados al hogar de una hospitalidad
generosa, después de haber franqueado las asperezas |
del camino, se dicen, restregándose las manos con
fruición :
—¡ Pues señor, qué bien estoy aqui!
¿Le acontece hoy al escritor lo que á su antiguo
editor ?
Dudarlo un momento sería crimen.
Los éxitos famosos de Mademoiselle de la Seígliére,
del Neveu de M. Potrson, y otras y otras obras delica-
das y artisticamente cinceladas ¿han hecho olvidar al
poeta á su antiguo editor de Marianna, de Madame
de Somerville, del Docteur Herbeau ?
No, no; es imposible.
Rechazo semejante idea, por serme dolorosa, y la
rechazo tanto más porque sería injuriosa para el hom-
bre á quien me he habituado á amar desde hace largo
tiempo.
La gloria, sobre todo cuando se adquirió legitima-
NOTAS ÍNTIMAS 7
mente, no sabria transformar hasta este punto un no-
ble corazón ; y aun cuando ejerciera tan deletérea in-
fluencia en todos los demás, paréceme que debería
invocarse una excepción en favor de Julio Sandean.
Sea como fuere, tengo empeño, y mucho, en que el
lector conozca á fondo al escritor de talento á quien
debe tantas obras encantadoras y á quien yo á mi vez
debo tan afectuosos recuerdos.
19
Un día (corría el año 1832) el autor de Marianna,
quebrantado el corazón, victima de las más amargas
decepciones, encontró en su vía á tres amigos,
Cuéstame decirlo, tanto estimo á los literatos, pero
la verdad ante todo!
Aquellos no eran tres escritores, sino tres simples
comerciantes: un impresor y dos libreros, hombres de
corazón y de espiritu, cuyos nombres cito con or-
gulio.
Uno de ellos se llamaba Allardin, editor; con su for-
tuna y su vida ha pagado su adhesión á las letras y á
los que las cultivan.
Los otros dos eran los hermanos Duputs, impresor
el uno, y librero el otro.
8 NOTAS ÍNTIMAS
A estos tres hombres de corazón deben quizá la poe-
sía y el arte la conservación de los dias del autor de
tantos libros que encantan nuestras veladas solitarias,
y de tantas obras dramáticas cuyos éxitos merecidos
han tenido otras fuentes que el entusiasmo del mo-
mento, el capricho ó la moda.
De sus manos recibió Julio Sandeau el precio de su
primer libro: Madame de Somerville; en seguida salió
de París para visitar á Italia.
A usanza de artista, con la mochila al hombro y el
bastón en la mano, emprendió su ruta á pie.
Este viaje, durante el cual sus tres amigos publica-
ron Madame de Somerville que obtuvo inmenso éxito,
duró cerca de dos años; los amigos velaron todavía,
durante su larga ausencia de poeta, por aquel soña-
dor, con paternal solicitud.
Después, regresó Julio á Paris, instalándose en
Chailiot.
Aquí abandono todo rodeo para llegar en linea rec-
ta, por el camino real, á referir cómo entré en relacio-
nes con él, en Junio de 1834.
Era yo editor entonces de Balzac, de Enrique Ber-
thoud, de Félix Davin, de Norvins y de otros autores
de verdadero mérito para la época; estaba al acecho
de todos los nuevos astros que se elevaban en el hori-
zonte literario; hojeaba sus producciones con fruición;
y entre todas esas obras, había leído con verdadero
entusiasmo un volumen que acababa de publicar Allar-
din; -era la deliciosa novela de Julio Sandeau: Mada-
me de Somerville, su estreno literario, á la verdad, pero
NOTAS ÍNTIMAS 9
obra maestra de gracia, de frescura, de imaginación
y de estilo.
La lectura del volumen me sorprendió, y prometime
desde entonces trabar buenas relaciones con un joven
autor tan distinguido.
Hablé de ello á Balzac, que me dijo: « Julio Sandeau
es mi amigo; ahora viaja por Italia; cuando regrese,
no dejará de venir á visitarme; os avisaré y os presen-
taréá él; lo demás corre de vuestra cuenta; tenéis
sobradísima razón en desear relacionaros con ese joven,
que irá lejos, os lo aseguro.»
Semejante profecia en boca de Balzac parecióme
tanto más notable, cuanto que, por lo general, era
muy parco en elogios para todo astro nuevo que bri-
llaba en el horizonte; tal era su constante temor de
encontrar en su senda algún rival.
Esta vez mi esperanza no salio fallida.
«Venid á comer conmigo mañana, dijome cierto dia
Balzac; quiero presentaros á dos buenos amigos; que-
daréis encantado de su conocimiento.»
Engolosinado por tan graciosa invitación, ya com-
prenderéis si fui exacto á la cita!
"Encontré á Balzac en su despacho, calle Cassini, en
compañia de dos jóvenes, cuyo traje sencillo, pero
elegante, mostraba que pertenecian á la buena so-
ciedad.
Uno de ellos esbelto, alto, tenia la mirada viva, chis-
peando penetración é ingenio; negra y abundante ca-
bellera formaba marco á su rostro sonrosado, de per-
fecto óvalo; el otro, de estatura mediana, á lo que creí
10 NOTAS ÍNTIMAS
notar, pues estaba negligentemente recostado en el
diván, en actitud graciosa, que dejaba adivinar una
apostura perfecta, llena de elegancia, tenia el cabello
castaño, fino y sedoso; su elevada frente denunciaba ya
las fatigas del alma; sus ojos, de extremada dulzura,
se fijaron en mi; levantose al verme y Balzac, tomán-
dole de la mano, me dijo:
—Estos son los dos amigos que os dije; uno, el que
os presento, es el literato de quien tantas veces me
habéis hablado con admiración, Julio Sandeau.
A este nombre, á este encuentro inesperado, latió
mi corazón con violencia; estreché cordialmente la ma-
no de Balzac, quien repuso:
—También os presento á un discipulo de Esculapio,
el Pilades de Sandeau, amable y buen amigo de nos-
otros dos.
Era Emilio Regnault, que no tardó en serlo también
mío y de quien me ocuparé detenidamente en otro es-
tudio,
Asi se efectuó mi conocimiento con Julio Sandeau.
El día siguiente, presentábame yo en su casa, calle
Mayor de Chaillot y le compraba el manuscrito de una
novela en dos tomos, 4 entregar en el plazo de seís me-
ses: La Patricienne, á cuyo titulo el autor substituyó
más adelante el de Marianna.
NOTAS ÍNTIMAS nr
11
Desde aquel día, la más simpática amistad me unió
con Julio Sandeau; nunca la menor nube vino á alte-
rarla, ni siquiera durante mis desastres comerciales
cuando me vi abandonado de los demás escritores,
mientras luchaba con el heroismo de la desesperación
contra los golpes redoblados de la fortuna que cada
vez parecia alejarse más de mi; pues, sobre todo en
tan delicadas y dolorosas circunstancias, es cuando se
conoce á los verdaderos amigos.
En cuanto á Julio Sandeau, cuando más desdichado
me veía, más ardiente, expansivo y generoso era para
mi, en tal grado que distando mucho, entonces, de ser
rico, no vaciló en desterrarse voluntariamente de Pa-
rís, en correr por mi á Pornic, á las playas del Océano,
en escribir en mi favor á sus mejores amigos y en re-
galarme, así como suena, el manuscrito de una novela
intitulada: Le Docteur Aristide Herbeau.
He aquí lo que hizo ese joven escritor, que debía
alcanzar la celebridad, para su amigo, para su editor
infortunado, arruinado, espoliado por el maquiavelis-
mo y el egoísmo de otro literato que tenía una mone-
da de oro en lugar de corazón...
12 NOTAS ÍNTIMAS
He dicho en otra parte que, á consecuencia de mi
derroía, tan friamente significada y preparada con
tanta perfidia por Balzac, mi salud antes robusta se
vió comprometida en tal grado por una aguda gastri-
tis, que me ví en la precisión de guardar cama y de
suspender mis trabajos.
Resolví ausentarme una larga temporada, con la es-
peranza de que, arrancándome de mis deplorables ne-
gocios, las distracciones que procuran siempre los via-
jes, el cambio de aires y de clima, podrian tal vez de-
volverme la perdida salud. á
El día de mi derrota, loco de dolor y de la desespe-
ración de abandonar á la rapacidad de los alguaciles
mi tienda de librero, tan pacífica hasta entonces,
mandé llevar á un coche mis libros de comercio para
dirigirme á pedir un asilo á Julio Sandeau, á tin de
poder efectuar con tranquilidad en su casa un inven-
tario exactísimo de mi situación.
A ese amigo tan adicto resolvi pedir el auxilio de sus
consuelos, de su amistad y el reposo de que tanto habia
menester.
Julio Sandeau no residía ya en París; había tenido
que abandonar su linda habitación de la calle Cassini
para sustraer su varonil y fresca imaginación, tan fe-
cunda. á las obsesiones egoístas del coloso llamado
Balzac quien, á manera de bomba aspirante, absorbía
en provecho suyo todas las facultades creatrices de
aquel joven escritor, como ya lo hiciera con las de
Mauricio Alhoy, Emilio Regnault, Lassailly, Chaude-
saigues, y más adelante con las de Dutacy; todos ellos
NOTAS ÍNTIMAS 13
se habrian vuelto locos, bajo la influencia de ese ex-
plotador que producia diariamente proyectos tras
proyectos : dramas, cuentos, novelas, etc.
Pero ya sabia yo donde encontrar á Julio Sandeau,
pues sosteniamos una correspondencia seguida.
IV
Casi moribundo, quise probar de vivir. Puse en orden
mis asuntos ; en mi mesa-despacho coloqué, en eviden-
cia, un voluminoso paquete, con un epigrafe que decía:
Para abrir después de mi muerte. Es mi testamento. Pa-
ris 25 Julio 1830: Ep. Werner: 7
Tomadas estas precauciones sensatas, fui á reunirme
con Julio Sandeau. En consecuencia, el 27 Julio de 1836,
hiceme conducir al despacho de la Diligencia de La-
ffite y Caillard; tenía reservado desde la vispera un
asiento de cupé, hasta Orleans únicamente, donde
contaba reponerme un tanto de mis fatigas,
Pero el hombre propone, y Dios dispone. :
Júzguese de la verdad de este proverbio.
Ocupaba yo el asiento n.? 1 de cupé; eran cerca de
las ocho de la mañana; la diligencia se disponía á
arrancar.
14 NOTAS ÍNTIMAS
Pensaba viajar solo, y esta idea me sonreía, pero sa-
lió fallida mi esperanza.
Un caballero y una señora, ambos ya de cierta edad,
y de suma distinción, se presentaron en el momento
de la partida.
Al aspecto de aquella dama respetable, me levanté,
para ofrecerle mi sitio.
—-No, no, contestóme el marido; no se moleste us-
ted, caballero; parece que se encuentra usted algo
débil y doliente. ¿Qué enfermedad le ha puesto á us-
ted en tan lastimoso estado, siendo todavía usted tan
joven?
—Cuando la diligencia haya llegado al camino real
contestaré, caballero, á sus benévolas palabras; en Pa-
rís el ruido me obliga á Jevantar la voz, lo cual me fa-
tiga muy de veras.
—Tiene usted razón, caballero; no se esfuerce en
hablar.
Apenas habiamos traspuesto el gran Montrouge,
cuando mis atentos compañeros redoblaron sus de-
mostraciones cariñosas.
—¿Quiere usted, caballero, me dijo la dama, que le
sirva de madre ? ¿quiere usted que le cuide como á
un hijo, mientras nos hallemos juntos ?
—Señora, respondi con ardor, sea usted mi ángel
guardián, sea usted mi madre; el hijo la obedecerá,
agradecido.
En Etampes detúvose la diligencia para el almuerzo
de los viajeros.
Obedeciendo á las órdenes de mi protectora sirvié-
NOTAS ÍNTIMAS 15
ronme dos chuletas asadas, con un buen vino de Bur-
deos.
—No comerá usted sino el magro de esas chuletas,
ni beberá más de dos copas de vino, me dijo la buena
señora. Tiene usted muy debilitado el estómago, gra-
cias al régimen que le prescribió su Esculapio, y
necesita reforzarse. Yo á mi vez le prescribo: car-
nes asadas á la parrilla, carnero Ó vaca, acompaña-
das de algunas copitas de Burdeos 6 Medoc; comer
poco de una vez, pero á menudo; y siguiendo á la
letra mi receta, aseguro á usted que dentro de poco
tiempo recobrará sus extenuadas fuerzas, junto con
la salud,
A las seis llegábamos á Orleans.
—Conductor, dije al apearme, seguiré hasta Tours.
—Muy bien.
¡Había pasado un dia tan feliz!
A las cinco de la mañana paraba la diligencia á la
puerta del Hotel de la Boule d'Or, en Tours. Proseguí,
así, mi viaje hasta Angers, á donde llegamos al ano-
checer. Aquí hubimos de pasar la noche para embar-
carnos á las seis de la mañana en el vapor que, del
Maine, al Loire, debía dejarnos en Nantes.
Idénticos cuidados, idénticas atenciones durante
nuestra comida, por parte de mis amables incógnitos,
á quienes ardía en deseos de conocer, ya que al si-
guiente dia debiamos separarnos.
Llegó la hora de dormir.
—Hija mía, dije á la muchacha que me indicó mi
habitación, ¿quiénes son los viajeros.con los que he te-
16 NOTAS ÍNTIMAS
nido el honor de comer y de pasar una velada tan
agradable ?
—¡Cómo! ¿ no les conoce usted, señor ?
—No por cierto.
—Pero si han tratado á usted con tanto cariño, que...
A esta resistencia, que ya prevela, deslicéen su ma-
no un argumento irresistible, una moneda de plata.
—Pues son el señor barón y la señora baronesa de
V... El marido es presidente del Tribunal real de Pa-
ris y va á pasar las vacaciones en su Castillo de Pornic.
Cuando se detienen en este Hotel, es día de júbilo para
nosotros ; el señor barón y su esposa son tan genero-
sos, y sobre todo tan afables! Son la Providencia de
todos los infortunados de la comarca, donde, gracias á
ellos, no hay pobres.
¡Qué bello encuentro me había deparado la suerte!
A las seis de la siguiente mañana, nos hallábamos
á bordo del vapor. El día era precioso. A eso de las
once, por orden del señor barón, sirviéronnos un al-
muerzo en cubierta.
Cuanto más se aproximaba el momento de la sepa-
ración, tanto más afectuosas eran nuestras palabras,
hasta el extremo que el señor barón me pidió mi libro
de memorias: a Quiero darle por escrito, me dijo,
nuestra dirección en Pornic, donde confio que irá us-
ted á visitarnos; tomo esta precaución, por temor de
que olvide usted las señas.-—Si, querido amigo, venga
usted á pasar unos días en nuestro castillo, añadió con
bondad su excelente esposa; vivimos alli muy retira-
dos; los aires del mar le probarán á usted, de seguro.
NOTAS ÍNTIMAS ¿17
—Procuraremos que no se fastidie usted mucho entre
dos viejos como nosotros. —¿Nos da usted su promesa?»
Acepté tan gracioso ofrecimiento: ¿cómo no, á menos
de parecer un ente sin educación ?
Tuvo lugar, pues, nuestra despedida en Nantes.
Disponible por fortuna un asiento en el coche de
Clisson, pude aprovecharlo.
Dos horas después, caía como un aerolito en brazos
de mi amigo Julio Sandeau, precisamente cuando se
disponía á sentarse á la mesa á comer solo, en el Hotel
del Grand Clisson.
Renuncio á describiros el júbilo de Julio Sandeau,
á quien no había prevenido mi visita, cuando me vio
en sus brazos. i
Al salir de Pornic, mi amigo había pasado á sentar
sus reales de nómada en Clisson.
Añadiose un segundo cubierto á la mesa de mijoven
amigo.
Ordinariamente comia solo, sencillamente porque
era el único huésped del Hotel del Grand-Clisson; yo
iba á ser el segundo.
A pesar de mi formidable apetito, fui sobrio,
13 NOTAS ÍNTIMAS
Pero si, por precaución, me condené voluntariamen-
te á la abstinencia, mi lengua, en cambio, se hartó de
hablar.
A las once aún estábamos en la mesa.
Por fin, nos dirigimos á nuestros respectivos cuartos,
para entregarnos á las dulzuras del reposo; nuestras
habitaciones eran contiguas.
Julio me acompañó y no quiso dejarme hasta tener
la seguridad de que no me faltaba nada.
Terminado su minucioso examen, retiróse, dicién-
dome:
—Dormid, amigo mío; velo por vos; no os levantéis
hasta que os venga á llamar; debéis encontraros ren-
dido de fatiga y de sueño.
A las once del siguiente día, entraba Julio en mi
cuarto: :
—A vestirse, querido; el café os espera; vamos á al-
morzar.
Habia pasado yo una noche feliz; iba recobrando
fuerzas; sentíame tan dichoso!
—Anoche me dijisteis, viejo achacoso, que desde
vuestra salida de París habíais tenido la buena suerte
de caer, no en manos de los infieles, sino en las de
unas personas respetabilísimas, el señor y la señora de
V... Os habéis hallado bajo la tutela de una santa y
bienhechora mujer... Durante mi residencia en Pornic
oíá menudo los mayores elogios del señor barón y de
la señora baronesa. En tres días de cuidados prodiga-
dos por esa imagen moderna de Filemón y Baucis,
vuestro ángel guardián, como la llamáis, os ha hecho
NOTAS ÍNTIMAS 19
subir las primeras gradas que conducen al templo de
la salud. A mi vez, quiero continuar sometiéndoos al
mismo régimen que os prescribió la señora Razón.
No os separaréis de mi lado, hasta que os halléis
perfectamente restablecido. Si un régimen excelen-
te, tiernos y afectuosos cuidados, conversaciones
amenas, las distracciones del paseo, de las excursio-
nes en lancha por el Seigre, nuestro torrentuoso ria-
<huelo, bastan, nada de ello os faltará en Clisson,
cuya residencia es deliciosa. ¿Me permitis que. reem-
place á vuestro buen ángel guardián, á esa adorable y
piadosa dama +? ¿Me obedeceréis como .á un padre ?
Prometo no tiranizaros con mis exigencias puramente
filiales, cuyo único objeto ha de ser el recobro de vues-
tra débil salud.
—Demasiado dichoso me conceptuaré obedecien-
doos, mi buen padrecito, contesté á palabras tan llenas
de ternura. Y ahora que acabo de saborear con extre-
mo placer esas buenas tostadas de manteca, prepara-
das por vos mismo, y de tomar ese excelente moka
¿qué debo hacer, padre mio, para daros gusto y obe-
deceros ?
—i¡Magnífico, querido; me satisface esa sumisión!
Empecemos por el principio. Tomad el bastón y el som-
brero. Vamos á visitar el antiguo Castillo y la Torre
de Clisson ; todavia no los conozco; desde que llegué
á este pueblo de recuerdos históricos, no he salido de
mi cuarto; he trabajado sin descanso; ayer, sin ir más
lejos, envié por correo á Buloz, para la Revue de Paris,
un largo artículo del que presumo quedará satisfecho.
20 NOTAS INTIMAS
También he trabajado para vos; ya os lo explicaré des-
pués; ahora sólo se trata de ir á dar un paseo al Casti-
llo. Por la tarde, emprenderemos otro á la Garenne,
cita ordinaria de los paseantes.
Dirigímonos, pues, hacia las ruinas de lo que sub-
siste del antiguo Castillo feudal de Clisson, y de su
formidable Torre, que todavía se conserva en muy
buen estado y á la que circunda casi enteramente el
Seigre que, á unos 30 metros de distancia, se precipi-
ta en el Loire, casi frente á Nantes.
Al vernos, preséntase un anciano gorra en mano,
preguntándonos si tenemos intención de visitar la
Torre.
A nuestra contestación afirmativa, entra en su alber-
gue y vuelve á salir provisto de un manojo de formi-
dables llaves, llenas todas de orín, y que, agitadas,
dejan oir un ¿rin-trin siniestro.
Comienza por abrir una primera puerta, y otra des-
pués: ambas están forradas de gruesa chapa de hie-
rro. En la Torre, preséntase una escalera de piedra,
en forma de caracol ; nuestro guía nos precede; á cada
piso (hay tres) abre una nueva puerta.
Cuéstame algún trabajo subir por aquella escalera
cuyos peldaños están desgastados por el tiempo.
Por fin, llegamos á Ja plataforma del vasto torreón,
Desde aqui se descubre un admirable panorama. A esa
altura de más de treinta y cinco metros sobre el Sei-
gre, la mirada domina todos los lugares circundantes
y principalmente un vasto encinar. A lo largo de los
muros, donde antaño debían existir almenas, diviso
NOTAS ÍNTIMAS 21
enormes moles de piedra. Del centro de la misma pla-
taforma surge una encina colosal, cuyo diámetro bien
tendrá 60 centimetros. Todo el. suelo está cubierto de
cardos, espinas, malva salvaje y otras hierbas pará-
sitas.
—Diga usted, buen hombre, esa encina magnifica,
de espeso follaje, que el sol no puede atravesar, ¿cre-
ció ahí, en el centro de la plataforma, espontáneamen-
te, y sola como un hongo?
—La observación de usted, caballero, me contesta
nuestro guia, es muy atináda ; pocos visitantes dejan
de hacerla. No señor, este árbol no creció como un
hongo, según acaba usted de decir, Lo planté yo mis-
mo, Santiago lvon, por orden de nuestras autorida-
des, en 1793, y coloqué en derredor una rústica ba-
laustrada.para protegerlo contra toda mano sacrilega
ó profana que intentara destruirlo. Esta encina es sa-
grada para los clisoneses.
—Y ¿en qué ocasión la plantó usted ?
—Con objeto de eternizar para siempre el glorioso
recuerdo de un combate encarnizado que nosotros los .
blancos sostuvimos en 13 Agosto de 1793 contra los
azules, los enemigos de nuestro antiguo rey y de
nuestra divina religión; aquí, en Clisson mismo, de
donde se habian apoderado por sorpresa, les pusimos
fuera de combate un centenar de soldados. Como nues-
tro cementerio era demasiado chico para enterrar á
todos aquellos desdichados, decidióse que esta torre
les serviria de sepulcro. Al efecto, levantamos todas
las losas que se ven á lo largo de las almenas; ahueca-
22 NOTAS ÍNTIMAS
mos el suelo hasta el tercer piso, y depositamos alli
todos los cadáveres cubiertos con varias capas de cal
viva. Y como quiera que los lvon, desde hace más de
dos siglos, vienen siendo, de padres á hijos, conserjes
de estas ruinas, yo, Santiago, el menor de todos, fui
designado por las autoridades para elegir la encina
más bella, más joven y más vigorosa, en el próximo
encinar; y después de elegida, la planté, como he di-
cho, en el centro de la plataforma. En recompensa de
mis cuidados, el Concejo me otorga cada año una pe-
queña retribución. :
— Mil gracias, tio lvon, por su leyenda histórica.
Pero ¿á quién pertenecen hoy las ruinas de este viejo
castillo feudal, de esta torre, y de ese inmenso bosque
de magníficas encinas? ¿ podria usted decirnoslo ?
—Nada más fácil. Después de la abolición de todos
los privilegios de nuestros señores, el último vástago
de la familia del inmortal Clisson emigró. Desde en-
tonces, nadie ha vuelto á oir de él. Todas sus propie-
dades, incluso las granjas, fueron vendidas en subasta,
como bienes nacionales. Los asignados tenian ya po-
quisimo valor, habian bajado á más de la mitad. Un
parisiense ofreció por todas estas propiedades, que
valen más de dos millones, diez mil libras en buenos
escudos de seis francos; y como el dinero estaba ocul-
to, y era tan escaso, le fueron adjudicadas. Su hijo
único, su heredero, joven de unos treinta años, es hoy
el rico propietario. Reside en Paris, y alli voy cada año
á renovar los arrendamientos.
Recompensamos liberalmente al buen Ivon, por sus
NOTAS ÍNTIMAS 23
informes, y como se dejara sentir demasiado el ardor
del sol en la terraza, creímos muy prudente regresar á
nuestro hotel.
vI
En el cuarto de Julio y por sus órdenes nos aguar-
daba una colación; hicimosle los honores debidos.
Eran las tres.
Después de comer, recostóse mi amigo en un diván,
saboreando el grato aroma de un legitimo cigarro de
la Habana.
Colocado frente al fumador, instalado en una cómo-
da butaca, hubiérame placido aspirar á mi vez uno de
esos productos de las Antillas; pero no osaba mani-
festar mi deseo, temiendo la negativa de mi nuevo
ángel guardián.
—Desde nuestra separación hace algunos meses,
pregunté á mi amigo, ¿qué tierras habéis visitado?
¿qué sucesos os han ocurrido? Todo lo que os concier-
ne es para mí un motivo de alegria ó un motivo de
pesar. Para fijar bien vuestros recuerdos, he aqui con
qué ocasión os desterrasteis de París. La mañana si-
guiente al dia en que volví á mi casa, después de tres
pasados bajo vuestro techo hospitalario, á consecuen-
24 NOTAS ÍNTIMAS
cia de una caida, vinisteis á buscarme.en un coche
para conducirme á casa de Balzac que os había dado
este encargo á fin de celebrar, en vuestra presencia,
explicaciones conciliatorias sobre nuestros intereses,
En el coche que nos trasladaba á la calle des Batailles,
estabais meditabundo, y ni aun despegabais los labios.
Sorprendido de semejante mutismo, os pregunté la
causa, y el por qué de aquella entrevista con el autor
de mi ruina. Y me contestasteis únicamente :—Nada
puedo deciros, sino que os mantengáis firme y pru-
dente. j
A nuestra entrada en su despacho, contestó Balzac
con un movimiento de cabeza á vuestro saludo; os in-
dicó con la mano un sillón situado junto al suyo, y
luego, con ese tono de insolente arrogancia que le es
peculiar, sin invitarme siquiera á tomar asiento, me
dijo con su voz más brutal:
—He llamado á usted para enterarle de una cosa que
al parecer ignora y es que de hecho y de derecho están
rotos todos nuestros contratos; un librero que no paga
á la orden de un autor un documento que le firmó.
queda desposeído de todos sus derechos.
A esta interpelación singularmente judaica, tan ex-
traña, afluyó la sangre á mi cabeza, y poseído de vio-
lenta cólera, me cubri altivamente, respondiendo:
—Verdad es, caballero, que no he pagado el 15 de
este mes un efecto á su orden, de mil francos; pero, á
su vez, finge usted ignorar que el tal documento era
de favor; usted debía haberme entregado los fondos el
14, €n virtud de un aval de garantia depositado en
NOTAS ÍNTIMAS 25
manos de M. Brisson. Desgraciadamente firmé ese do-
cumento y otros cinco más de igual suma, para. evitar
á usted el disgusto de ver vender en el Hotel Boui-
llon todos sus muebles embargados por los acreedo-
res. Asi pues no he faltado á ninguno de mis compro-
misos con usted.
Y en seguida abrumé á sangrientos y vigorosos re-
proches á ese ex-pasante de procurador.
Sofocado por la cólera, impotente para replicar, roja -
la faz, púsose en pie y volvió á caer anonadado en su
sillón, llevando sus manos a las sienes como temiendo
que estallaran.
—Ya veremos, caballero, si estoy desposeido de mis
contratos con usted; los tribunales decidirán sobre su
vergonzosa, sl, vergonzosa jurisprudencia.
Y me retiré furioso.
Ya sabéis el resto,
—Demasiadamente recuerdo aquellas dolorosas y
amargas horas, me dijo Julio; la conducta de Balzac
me indignó. No me habia manifestado e! fondo de su
pensamiento, pues en este caso le habría declarado yo
clara y netamente que no quería intervenir en tan ver-
gonzosos debates. Alos dos dias salí de Paris sin des-
pedirme de vos, encargando de ello á nuestro buen
amigo Emilio Regnault, y de un tirón me trasladé á
Nantes...
Si la señora Naturaleza me ha tratado cual madras-
tra, si me ha negado ese dón inapreciable de una ima-
ginación fértil y creadora, en recompensa me dotó de
excelente memoria,
26 NOTAS ÍNTIMAS
Voy, pues, á referir casi textualmente lo que me
contó Julio Sandeau después de la escena ocurrida en
presencia de Balzac.
—En Nantes, pasé á bordo del vapor que me trans-
portó á Paimbauf. Después de almorzar, tomé el co-
che que me condujo á Pornic, á través de un pais cuya
soledad me extasiaba. Las encinas, las retamas y los
juncos fioridos inclinaban sus cabezas sobre los linde-
ros de la salceda. Los arroyuelos, las verdes praderas,
cierto olorcillo de brezo, todo, ello me recordaba mi
querido pais natal. '
En Pornic, me apeé en la posada.
Busqué por la aldea un nido donde albergarme. Des-
pués de varias caminatas fatigantes, para mí que tan
perezoso soy, como sabéis, acabé por encontrar lo que
necesitaba.
Alojéme en un cuartito que dominaba todo el paisa-
je circundante. Bajo mis ventanas tenia tejados hu-
meantes, jardines en terraplén, el puerto con sus más-
tiles, la colina que azotan las olas; á mi derecha la
iglesia rústica con su esbelto campanario; y á mi iz-
quierda el vasto Océano cuyo rumor me sumía en per-
petuos éxtasis.
Dividía mi existencia entre el paseo, el tabaco y el
trabajo. No me atrevo á hablaros de mis ensueños, que
me roban constantemente la mejor parte de mi tiempo.
Me desayunaba con manteca, thé y aguardiente;
esos almuerzos eran exquisitos.
He observado que el thé, con algunas gotas dé
aguardiente, alegra y regocija el corazón.
NOTAS ÍNTIMAS 27
Después de almorzar encendia mi pipa; salía á dar
un paseo por la costa; la vista es magnifica, la orilla
está bordada de rocas contra las que se estrella la onda.
Cierto día, llevé la broma hasta bañarme en una en--
senada; era tan fina la arena de la playa y tan bello y
tentador el mar! costóme el bañito un catarro,
Nunca me sentía más dichoso que cuando el mar
estaba embravecido.
Comia á las cinco, absolutamente como en Paris.
La vida material era alli horriblemente cara; sólo la
leña y el carbón eran baratos, la manteca detestable y
el pescado escasisimo.
El humo del tabaco era compañero obligado de todas
mis acciones.
Me acostaba á las diez.
Ya lo veis, amigo mio; eran costumbres totalmente
patriarcales.
A nadie visitaba; vivia como un lobo.
Cuánto pueda deciros es que mis huéspedes estaban
dotados de encantadora benevolencia y que el posade-
ro en cuyo establecimiento me hospedé al llegar, me
habia tomado tanto cariño, que cada mañana me en-
viaba ostras y un vinillo del pais que me costaba tan-
to trabajo en lograr que lo cobrase, como en beberlo.
El tal vinillo era menos generoso que su dueño.
Olvidaba deciros que un domingo fui á misa, doude
vi á algunas porniquesas muy apetecibles.
Mi cuartito era modesto y alegre; bañábale el sol
todo el dia; mi cama era un poco dura, pero no me
impedia dormir el sueño de los justos; mi chimenea
28 NOTAS ÍNTIMAS
daba bastante humo, pero yo en cambio encendia ho-
gueras homéricas; el piso era algo frio, pero en com-
pensación usaba yo gruesas zapatillas de gotoso; el
tabaco de estanco era algo acre, pero los ensueños que
salian de mi pipa eran tan dulces!
Abandoné á Pornic porque el espectáculo de tan
bello pais me hacía soñar demasiado y se resentía mi
trabajo.-Vivia muy distraido.
Y vine á plantar mi tienda en Clisson. Aquí, al
regreso de una exploración que bube de hacer por los
alrededores, recibi vuestra deplorable carta; el cora-
zón se me llenó de tristeza, y poco me faltó para echar-
me a llorar como un chiquillo.
¡Ay! no tengo nada, nada, nada, sino una amistad
estéril que ofreceros; paréceme que hasta hoy no he
advertido mi pobreza y mi miseria.
¡Pobre amigo, pobre hijo mio! ¿qué vais á hacer?
¿qué será de vos?
Anoche me preguntasteis si aún era yo amigo vues-
tro: ¿estabais loco al hablar así? Ya sabéis cuánto os
estimo, y ahora, que tengo el honor de póseeros á mi
lado, como nunca.
¿Qué le importa á mi amistad, que os halléis arrui-
nado, perseguido, hostigado por algunos desdichados
que hubieran debido tenderos una mano compasiva ?
¿ Dejáis por ello de ser para mí lo que siempre fuis-
teis, el mejor y el más complaciente de los hombres ?
¡Vaya! no me hagáis la injuria de pensar que atem-
pero mis sentimientos con vos á la necia opinión del
mundo. Sabed que cuánto más bajo os halléis á mis
NOTAS ÍNTIMAS 29
ojos, tanto más elevado os hallaréis para mi corazon.
¿Qué seria la amistad si estuviese sometida á tan
pobres intereses ? No, no tal.
¿Qué pensáis hacer?
Me consta que sois tan probo, tan delicado, que ten-
go la seguridad de que nada habéis puesto en salvo,
que no os habéis reservado la más mínima cosa, y que
á estas horas carecéis de medios de subsistencia!
¿No podríais vender á la Revue de París el manus-
erito que tuve la dicha de regalaros y que os dirigí
desde Pornic para ayudaros en algo ?
Pero ya hablaremos de ello; ahora, querido, vamos
á comer.
VII
De esta suerte, los quince dias que tuve la honra de :
pasar en Clisson, en compañia de mi amigo, fueron
los más bellos y deliciosos de toda mi vida; aquel co-
razón noble y adicto me infundía ánimo, fortalecia mi
salud por largas caminatas en el bosque y violentos
ejercicios de remo en el riachuelo Seigre, de capricho-
sos meandros y corriente sumamente rápida.
La tarde del primer día fuimos á visitar la Garenne,
delicioso paseo enclavado en el bosque. Es el punto
3o NOTAS ÍNTIMAS
de reunión ordinario de la aristocracia rica y opulenta
de los nanteses que, en primavera, acuden á Clisson á
pasar veraneando el setiembre.
Para los nanteses, Clisson es lo que Saint-Cloud,
Versalles y Trianon para los parisienses.
De tres á seis, los elegantes y las elegantes, de gran
toilette (vaya usted á buscar esa sencillez de la vida
del campo) se reunen bajo la sombra de los árboles se-
culares de Clisson, en la Garenne, para aspirar las
frescas brisas y los perfumados efluvios del heno re-
cién segado. ;
Después de anochecido, al levantarse de la mesa, la
brillante sociedad se dirige de nuevo á ese kursaal al
aire libre; pero entonces la toilette de las damas es
menos elegante, menos pretenciosa, y permite revol-
carse ó sentarse en el césped.
A pesar de las reiteradas súplicas de mi buen ami-
go, no quise asistir á esas reuniones campestres, pre-
firiendo nuestros saludables paseos á través de los si-
nuosos senderos del bosque.
Con semejantes caminatas, con semejante ejercicio
al remo, reaparecieron mis fuerzas y la salud con
ellas.
Sentíame feliz, sin penas ni cuidados; existía de
presente; dejábame vivir en ese Eldorado.
De todo debe usarse, pero no abusarse.
Hube de poner fin á tan adorable existencia.
Cierta noche, pues, tras largo paseo, anuncié á mi
amigo que saldría de Clisson al día siguiente, de re-
greso á París, á donde mis negocios me llamaban
NOTAS ÍNTIMAS 31
impériosamente y donde iba á ceñir de nuevo mi co-
llar de miseria.
Quedó aterrado Julio.—¡Cómo! me dijo con voz tré-
mula al oir tamaña noticia, ¿ya queréis dejarme? ¡Yo
que era tan feliz poseyéndoos solo! ¡Otra ilusión per-
dida !
Ee expliqué los motivos que me obligaban á renun-
ciar á las delicias de aquella nueva Capua.
—Si, tenéis razón; pero cuán cruel va á ser para mí
esta separación ! Voy á quedarme otra vez a solas con
mis constantes ensueños y mi tedio á la vida.
—Trabajaréis, amigo mío; no hay como ei trabajo
para dominar las penas.
—Sií, si, es verdad; hay que separarnos! Pero ¡no
desmayéis! Yo por mi parte voy á borronear de firme,
os lo aseguro.
El siguiente día á las ocho, sali para Nantes,
Imaginaos, benévolo lector, cuál no debía ser mi sor-
presa, cuando al pedir al propietario del Hotel del
Grand Clisson la cuenta de mi gasto:
—Esta pagada, me dijo el buen hombre, y hasta con
propina para mis criados.
Faltáronme palabras para significar á mi queridísi-
mo Julio Sandeau lo que sentía ante procedimento tan
generoso, como noble y delicado.
Sólo pude lanzarme á sus brazos, dándole un cordial
apretón y diciendo: Gracias!
Tres días después, hallábame en mi casa.
Poseía una bella provisión de salud que me condujo
hasta el mes de Abril siguiente, en cuya época las
NOTAS ÍNTIMAS
ta)
15
más dolorosas circunstancias resucitaron la tenaz gas-
tritis.
vHI
A su regreso de Bretaña, en Noviembre inmediato,
lo primero que hizo Julio Sandeau fué venir á verme.
He aquí las buenas y simpáticas palabras que me
dirigió, hijas de un corazón generoso y adicto, que
quedaron grabadas eternamente en el fondo del mio.
—He pensado continuamente en vos, mi buen ami-
go, en vos á quien siempre he haliado tan bueno, tan
tierno, tan adicto, en vos que me habéis servido de fa-
milia. No he olvidado nuestras veladas, nuestros pali-
ques, nuestros cigarros, ni nuestras copitas de licor.
He recordado siempre, con júbilo mezclado de triste-
za, aquellas dulces horas que pasábamos juntos, en
nuestra querida choza, contándonos nuestras miserias
y ayudándonos á soportar nuestros males. ¿Y vos, ami-
go, no me habéis olvidado en mi larga ausencia ? Por
las noches, junto á la. chimenea, ¿ pensabais un poco en
el viajero ausente? ¿Le echabais de menos? ¿ Deseábais
volverle á ver? Nada, nada! ya he vuelto, y cuanto más
desdichado seáis, más amigo me tendréis.
Con ocasión de Julio Sandeau permitaseme una pa-
NOTAS ÍNTIMAS 33
labra tocante á otro corazón demasiado desconocido
por Zoilos impotentes, celosos y envidiosos de la glo-
ria de un colega; me refiero á un literato apellidado
con justicia el Rey de la crítica: Julio Janin.
Lo que voy á decir de él atañe á mi asunto.
Acababa yo de poner en venta, en 1839, la novela de
Sandeau: Marianna.
A pesar de mis anuncios, de mis reclamos pirotécni-
cos en todos los periódicos, grandes ó chicos, no se
vendia el libro; apenas si en quince dias habia salido
un centenar de ellos,
Cada día mi pobre Julio pasaba á enterarse dél re-
sultado de la venta; cada vez se desesperaba en vista
de su negativo éxito; á cada vísita suya vela intactos
en mi almacén los rimeros de ejemplares de una obra
que le había costado tres años de vigilias, de reflexio-
nes, de trabajos sin cesar renacientes, por no hallarse
nunca satisfecho de lo que escribia.
En vano le decía yo que no se desanimara, que ya
se operaría una reacción muy favorable para su amor
propio cuando la novela fuese conocida y mejor apre-
ciada; que, por mi parte, tenía tales esperanzas que, '
contando con un éxito piramidal, había mandado en-
cuadernar toda la edición! ¡Vanos esfuerzos!
La verdad es que el abatimiento de mi pobre amigo
me destrozaba el corazón.
¡Pobre Julio, cómo sufria !
Erame preciso, pues, tomar una resolución cual-
quiera,
Un sábado, por la mañana, á eso de las siete, cogí un
34 NOTAS ÍNTIMAS
ejemplar de la novela de mi amigo y me dirigí á la calle
de Vaugirard, á casa de Julio Janin.
A pesar de la hora intempestiva, fui recibido al mo-
mento en la alcoba del célebre crítico, que aún no se
había levantado.
Sentado en su lecho, formando sus piernas una es-
pecie de pupitre en que se apoyaba un espejo, ocupá-
base en peinar su abundante cabellera negra.
—¡Hola! ¡vos por aqui! me dijo, saludándome con
una sonrisa solapada. Apuesto que me tratis alguna
nueva obra maestra incógnita de vuestro amigo Balzac
que, como todas las demás, termina en cola de pescado.
—Vuestro «vos por aquí» es bien duro, le repliqué,
y creo prudente retirarme; no tengo la costumbre de
ser indiscreto..,
-—¡Qué mala mosca os ha picado hoy! Nada más lejos
de mí, que la intención de ofenderos, dijome entonces
Julio Janin con benévolo acento. ¿Qué os trae por acá?
Veamos.
—Vedlo aquí!
Y le presenté el volumen, del que se apoderó viva-
mente.
—Bienvenido seáis, lo mismo que Marianna, excla-
mó; justamente deseaba conocer este libro. Desde ayer
sólo pienso en él. Anoche estuve en una reunión donde
se habló mucho en su favor, y una sola persona en
contra. Yo compartí su parecer.
—¡Cómo! ¿hablasteis mal de un libro que no habéis
leido? Permitid que os diga que no hallo muy correc-
to ese proceder.
NOTAS ÍNTIMAS 35
—Convenido; pero ¿qué queréis? lo hice por pura
galantería; quise complacer á una mujer célebre ya.
Voy pues á leer hoy mismo este libro y si, en realidad,
como decís, es notable, os ofrezco un articulo en los
Débats.
—Ya que tan bien dispuesto os halláis, dignaos,
para ahorrarme otro «vos por aqui,» tener la bondad
de indicarme qué día y á qué hora podré volver á en-
terarme de vuestra opinión.
—¡Rencoroso!... Ea, venid mañana, y la sabréis.
El siguiente día, á las siete, acudí á la cita y me
condujeron de nuevo á la alcoba de Julio Janin, á quien
hallé también en la cama, corrigiendo pruebas.
—Vamos á ver, le dije, ¿estáis satisfecho de la obra
maestra de Julio Sandeau >
—Si por cierto, y esto os lo probarál He pasado la
noche redactando un buen articulo, y aqui tengo las
pruebas de imprenta. Pero ¿por qué no ha venido á
verme Julio Sandeau? Dicen que es muy altivo; me
agradan esos caracteres, y deseo entrar en relaciones
con él. Dignaos decirle de mi parte que mi artículo
sobre su bello libro saldrá mañana en los Débats y que
hoy á medio dia le espero sin cumplidos, como buen
colega, á almorzar.
Corrí á casa de Julio Sandeau quien, sumamente
complacido del buen resultado de mi gestión, acudió
á la cordial invitación del célebre critico.
Los dos Julios almorzaron juntos.
Y como dijo el inimitable Juan de La Fontaine, en
su fábula El Ratón de la Corte y el del Campo:
36 NOTAS ÍNTIMAS
«Sobre una alfombra de Turquia, se halló dispuesta
la mesa; ya podéis imaginar qué gran vida se darían :
los dos amigos; nadie vino á interrumpir su banque-
te...»
Y esto por una excelente razón, toda vez que, por
una atención delicada del espiritual anfitrión, se ha-
bian cerrado todas las puertas..
Al siguiente día, apareció el artículo.
Al finir la semana, ya no me quedaba ni un ejemplar
de Martanna,
¡Tan poderosa era entonces, como lo es hoy todavia,
la influencia que produce un juicio de Julio Janin pu-
blicado en el Journal des Débats!
Y ved aqui otro de esos literatos de corazón de oro,
como repetidas veces ha demostrado, especialmente
en la época de la muerte del malogrado poeta y crítico
Santiago de Chaudesaigues, á quien en vano atacan
los impotentes; pero Julio Janin es como el sol; según
el pindárico J. B. Rousseau en una de sus Odas:
«Derrama raudales de luz sobre sus obscuros blas-
femadores. »
Es la única venganza que este escritor célebre en-
cuentra digna de su alma bella.
Permitidme aún, benévolo lector, que os refiera otro
hecho de Julio Janin, para probaros una vez más la pro-
digiosa influencia de ese rey de la critica.
Carlos de Bernard, prematuramente arrebatado á
sus amigos, al público, y que, por verdaderos éxitos,
debia alcanzar uno de los puestos más brillantes y me-
recidos entre nuestros escritores de fama, vino cierto
NOTAS ÍNTIMAS 37
dia á ofrecerme una novela (su estreno literario) inti-
tulada Gerfaut. Dejóme el manuscrito para que me hi-
ciese cargo de su contenido; y le dije que volviese á los
quince dias, si no prefería que pasara yo á su casa.
—Volveré dentro de quince dias, me contestó.
Leí concienzudamente el manuscrito, y lo encontré
demasiado flojo en algunos pasajes, y demasiado des-
hilvanado en otros; era el esbozo de un aprendiz lite-
rario que tenía la pretensión de lanzarse, del primer
salto, á la cumbre del Parnaso.
Balzac me habia recomendado varias veces que me
interesara por este novel escritor.
Comuniqué á mi Mecenas mis impresiones de lec-
tura y mis apuros para declarar, sin ofenderle, mi
opinión á Carlos de Bernard.
—¡Diantre! me respondió, tal vez tengáis razón; es
un compromiso: el señor de Bernard, á quien conozco
apenas, me ha parecido muy altivo y muy quisquillo-
so sobre su propio mérito. No sé qué deciros; salios
de ese mal paso como mejor podáis...
Extrema era, por cierto, mi perplejidad sobre este
particular, cuando Carlos de Bernard se presentó en
mi despacho el décimoquinto día, según prometiera.
—¡Vamos á ver! me preguntó desde luego antes de
sentarse en el sillón que yo le ofrecía, ¿ qué opina us-
ted, qué me dice usted de mi novela?
—Digo que estoy muy dispuesto á entenderme con
usted, no sólo sobre Gerfaut, sino sobre todas las de-
más novelas que piense usted publicar; pero con una
sola condición...
38 NOTAS ÍNTIMAS
—«¿ Y cuál es esa condición? Veamos!
—Ya la conoceria.usted, si no me hubiese interrum-
pido. Su manuscrito de Gerfaut está escrito en muy
buen estilo, pero, á intervalos, tiene pasajes que ne-
cesitan algún retoque.
Y le señalé con la mayor delicadeza los puntos que
me parecian reformables.
—Basta, caballero! Quiero y hasta exijo que mi ma-
nuscrito se publique tal cual es; no quiero someter-
me á los retoques indicados por un librero. Me consi-
dero más superior y más competente!
Y al decir estas palabras, recogió su manuscrito, lo
arrolló silenciosamente, metióselo en el bolsillo y se
retiró orgullosamente sin saludarme siquiera.
¡Qué joven más original! me dije, después de la im-
política salida de Carlos de Bernard; ¡qué altivez! ¡qué
orgullo!
. Siempre ha sido, es, y será asunto delicadísimo para
un editor decirle francamente á un autor su opinión
sobre una obra que éste le someta; es cruel responder-
le luego:—Vuestro trabajo no me conviene!
Y el librero-editor tiene ya otro enemigo más.
La posición de un editor es á veces de las más espi-
nosas y graves para sus intereses, sobre todo cuando
le acontece comprar á un autor gato por liebre, es decir:
un manuscrito sin haberlo leído, ó cuando menos sin
haber tenido la prudencia de hacerlo leer por persona
competente.
Á menudo les ha ocurrido á pobres editores, y tam-
bién á mi, hacer corregir lo que llamamos enormes faltas
NOTAS ÍNTIMAS 39.
de francés inadvertidas por los escritores, sin duda en
el calor de la composición, y terminar, ó hacer terminar
á veces un libro que el autor dejó incompleto, sin aca-
bar, agotada su imaginación.
Semejantes retoques no aprovechaban, en realidad,
sino á los autores mismos.
Asi, hube de hacer corregir y reconstruir de cabo ú
rabo, por Malepeyre, el Precis de la Revolution francaise
de Norvins;
Les Sotrées de Louis XVIII, del barón de Lamothe-
Langon, por Felix Daviao ;
Sous le Froc, de Mauricio Alhoy, por Chaudesaigues;
L'Enfant de Dieu, de Antony Thouret, por Carlos Le-
mesle;
Y de otros muchos escritores, por muchos otros chu-
pa-tintas que de buen grado dejo de mencionar.
Pero de entre todos esos colaboradores anónimos, el
más experto, el más infatigable era mi excelente ami-
go Eugenio de Monglave. Tenia éste á su disposición
todos los estilos imaginables; los zurcidos que hacia
en la trama se confundian con ella tanto, que los auto-
res mismos renunciaban á distinguir lo que era de
ellos, de lo que era de él.
Sin exageración, Monglave había blanqueado y re-
vocado de esta suerte unos diez mil volúmenes: histo-
rias, novelas, obras poéticas, literarias ó políticas, relacio-
nes de viajes:y hasta de guerra.
Este trabajo de cinceladura mecánica sonrela a su
infatigable oficiosidad.
Así ha creado y dado a luz varias celebridades lite-
40 NOTAS ÍNTIMAS
rarias, masculinas y femeninas, cuyos titulares se ve-
rían quizá muy apurados para escribir la cuenta de su
lavandera.
Cuando Eugenio de Monglave exhale su último sus-
piro, más de un autor se verá con dificultades para
proseguir su carrera.
No agrada confiar secretos tales á todo el mundo.
En resumen: Monglave ha hecho muchas reputacio-
nes, sin preocuparse de hacer la suya.
Plácele más servir á los otros, que enriquecerse.
Unaño después de lo que acabo de referir tocante á
Carlos de Bernard, un tipógrafo en boga á la sazón, Ma-
ximiliano Bethune, vino á suplicarme que lanzara por
su cuenta, considerándose de ello incapaz, dos volú-
menes en 8. que acababa de imprimir, con el título
de: Le Noeud gordien, por Carlos de Bernard,
Como había leido ya, en la Chronique de Parts, varios
artículos muy notables de este joven escritor, entre
ellos: La Femme de quarante ans, parecióme chistoso
probar al orgulloso Carlos de Bernard lo mucho que
apreciaba yo su talento. Encarguéme con gusto de ser-
virle de introductor en el mundo literario, con la con-
dición, para ello, de que se me dejara completa liber-
tad para cuanto concerniese á anuncios y reclamos, á
lo cual accedió Bethune.
-Publiqué, pues, anuncios á granel en todos los pe-
riódicos, avisando en mis reclamos que el joven debu-
tante prometía ser afortunado rival de Balzac y que su
estilo sobrepujaba al de Jorge Sand, Teófilo Gau-
tier, etc.
NOTAS ÍNTIMAS 41
Y sin embargo á pesar de inauditos esfuerzos, no
habia logrado vender más de ciento cincuenta ejem-
plares del Voeud gordien, llevando gastados en anun-
cios mil y quinientos francos.
Mis colegas los comisionistas en libreria, los que es-
peculan para el comercio de novedades, los gabinetes
de lectura de Paris y de los departamentos habíanse
coligado para negarse exclusivamente á comprar los
dos volúmenes que había sacado yo á la venta, bajo el
pretexto, según decían, de que el autor no tenta nom-
bre! ¡Qué estupidez!
Semejante fracaso abrumaba de tristeza á Carlos de
Bernard y más aún á su editor Bethune. i
Aconsejé á éste que fuese á ver á Julio Janin y á con-
tarle su lastimosa odisea como negociante.
Siguió mi consejo.
De la noche á la mañana aparece, en el Journal des
Débats, un artículo en elogio del debutante, firmado:
Julio Janin.
A los pocos dias, la edición del Noeud gordien estaba
agotada.
Al año siguiente se publicó el Gerfaut.
El orgulloso autor habia aprovechado mis consejos;
su libro estaba retocado de la cruz á la fecha.
42 NOTAS ÍNTIMAS
IX
No podría terminar mejor este esbozo sobre mi an-
tiguo amigo Julio Sandeau, sino transcribiendo in ex-
fenso un articulo notabilisimo que he encontrado no
sé dónde, sintiendo mucho no poder citar el nombre
de su autor.
Sea como fuere, nunca he tenido la costumbre del
grajo de la fábula ataviándome descocadamente, como
tantos hacen, con plumas que no son mías.
He aqui el artículo:
« Julio Sandeau, uno de nuestros escritores contem-
poráneos más estimados de la sociedad selecta, nació
el año 1811 en Aubusson (Creuse), y se educó en el
Colegio de Bourges.
»Destinado á la carrera del foro, vino, á la edad de
veinte años, á estudiar el Derecho en París; pero pron-
to dejó á un lado las Instituciones y los Códigos para
dedicarse al periodismo y, al finalizar el año 1831, fi-
guraba entre Jos redactores habituales del Figaro, di-
rigido á la sazón por Latouche.
»Más adelante, se le encargo la crítica teatral en la
antigua Revue de Paris, y desempeñó durante diez años
tan ingrata y dificil tarea, lo cual no le impedía figu-
NOTAS ÍNTIMAS 43
rar, al mismo tiempo, en la redacción de la antigua
Chronique de Parts (que murió en manos de Honorato de
Balzac encargado de la sección extraña, no extranjera),
en la del Dictionnaire de la Conversation et de la Lecture
(bajo la dirección de mis antiguos amigos Guillermo
Ducket padre y Eugenio de Monglave), como tampoco
publicar, en 1832, Madame de Somerville; en 1836, Ma-
rianna; en 1840, Le Docteuwr Herbeau; en 1842, Richard;
en 1843, Waillance Fernand; en 1845, Catherine; en
1846, MADELEINE; en 1847, Valcreuse, y Un héritage; en
1848, la Chasse aux Romans. :
» Todas las novelas que acabo de citar obtuvieron
gran resonancia y desde entonces colocaron á este es-
critor entre los más brillantes estilistas de nuestra
época. ,
»La idea-madre es siempre pura y casta.—Jamás Ju-
lio Sandeau, para acrecentar la curiosidad de sus lec-
tores, pensó en explotar en sus obras ideas subversi-
vas contra la moral, ni tampoco apelar a las pasiones
políticas.
»En vez de pretender reconstituir la sociedad sobre
bases nuevas, limítase á pintar sus extravios con gran
sutileza de observación, pero sin misantropía.
»Añadamos que maneja el idioma con notable habi-
lidad y que sus obras conservarán siempre por ello
ese valor literario de que carecen tantas producciones
cuyo éxito tal vez ha sido más ruidoso.
. »En 1857, dió Julio Sandeau, en el Teatro Francés,
su Mademoiselle de la Seigliére, comedia cuya boga dis-
ta mucho de haberse agotado y que, traducida á varias
44 NOTAS ÍNTIMAS
lenguas, se representa en todos los teatros de Europa.
Más adelante dió, en el mismo Teatro, la Pierre de tou-
che, comedia en cinco actos, y en el Gymnase, Le Gen-
dre de Monsieur Poirter, en cuatro.
»Estas dos últimas obras fueron escritas en colabo-
ración con Augier y Goubeaux.
»Mencionemos por fin entre las producciones de que
somos deudores á tan infatigable escritor :. RRose el
Blanche, en colaboración con Jorge Sand; La Croix de
Berny, obra compuesta con M.”* de Girardin, Mery, Teó-
filo Gautier, y dos volúmenes con Arsenio Houssaye.»
Y sin embargo, de este literato oso decir una ilustre
escritora (1) en una de sus novelas :
«Rascando bajo la epidermis de Horacio, descubriría-
se la toba de su corazón; es un perezoso, un soñador,
incapaz de producir nunca cosa que valga.»
Desde 1834 ¡cuán triunfalmente no se vengo Horacio
de esa escritora Rey entre las mujeres, Reina entre los
hombres, de quien dijo Balzac: «es un literato del género
neutro; la naturaleza se equivocó en ella, prodigándo-
le demasiado estilo y no bastantes pantalones...»
«Malos consejeros son la cólera y el despecho» ha
dicho Santiago Aymot. Y tuvo razón el gran filósofo.
Quien quiere probar demasiado, nada prueba!
Para formar concepto de la nobleza de carácter de
Julio Sandeau, basta leer el presente esbozo.
*
(z) Jorge Sand.
NOTAS ÍNTIMAS 45
¡Perezoso! ¡él! vaya otra ridícula exageración!
Julio Sandeau ha contestado victoriosamante á las
profecias de la rencorosa escritora, con todas las obras
maestras que de su pluma han brotado.
Desde 1859, figura Julio Sandeau entre los indivi-
duos de la Academia Francesa; es además uno de los
conservadores de la Biblioteca Mazarina, y en la sola-
pa de su frac brilla la roseta de oficial de la Legión de
Honor.
Ebxunbo WERDET.
1850.
«Julio Sandeau, añade J. Claretie, falleció el 22 Abril
de 1883, á la edad de setenta y dos años, después de
una existencia honradisima y digna de servir de ejem-
plo á los puros literatos. *
»Amó sobre todo á esas Letras, que consolarían todos
los dolores, si para ciertas heridas hubiese consuelo.
No se llamaba precisamente Julio, sino Juliano:' Leo-
nardo-Silvano- Juliano Sandeau, dice su fe de pila. Su
padre era inspector ambulante de la Administración
de Derechos reunidos del distrito de Aubusson; y su
padrino, Juliano Parricaud, inspector principal. Sabi-
do es cómo nació en el joven lemosino la afición á las
letras, encontrando en su sendero á una mujer de ge-
nio, y uniendo ambos sus ilusiones de amor y sus en:
46 NOTAS ÍNTIMAS
sueños de literatura y arte. En 1831, Julio Sandeau y
Jorge Sand publicaban una novela, escrita en colabo-
ración é intitulada: Rose et Blanche. Los dos autores
contaban, á la sazón, él unos veinte años y ella algo
más de veinticinco, y firmaban con el pseudónimo
J. Sand esta profesión de fe pesimista, con que termi-
naba la novela: «¿Qué esla vida? Un mal libro que no
quisiera volver á leer.»
»Jorge Sand no le quitó la vida á Julio Sandeau, pero
sí la primera mitad de su nombre. La misma Jorge
Sand refiere el hecho. « Bosquejé un primer libro, que
rehizo enseguida Julio Sandeau, á quien el editor La-
touche bautizó con el nombre de Julio Sand.» Este li-
bro acarreó un nuevo editor, que á su vez acarreó una
nueva novela, bajo el mismo pseudónimo. Habia escri-
to yo mi Indiana en Nohant y queria producirla bajo
el pseudónimo exigido; pero Julio Sandeau, por mo-
destia, no quiso aceptar la paternidad de un libro que
nada suyo tenía... No entraba ello en las cuentas del
editor... La «primera obra» había tenido buen éxito,
y el negociante se empeñaba en dar salida á otra. Enri-
que Latouche zanjó la cuestión. Sand subsistiria indi-
viso. Ella adoptaría otro nombre: Jorge, y Sandeau
firmaria como quisiese: Julio, de su nombre Julio Sand,
y Julio y Jorge pasarían por primos ú por hermanos.
—jJuliano Sandeau se avino á firmar: Julio Sandeau;
pero, por modestia, jamás consintió en ataviarse «con
las plumas» de la autora de Indiana.
»Cuando apareció la segunda edición de Rose et Blan-
che, Jorge Sand y Sandeau se habían separado ya, y
NOTAS ÍNTIMAS 47
Julio Sand, el autor de un solo libro, el Seraphita-Se-
raphitus de un solo ensueño, ya no existia. Julio con-
tinuaba su vida cuya soledad velaba una sonrisa, y
Sand se llevaba la mitad del nombre y tal vez la mitad
del corazón del bondadoso joven.
»Julio Sandeau, ya casado, ya encanecido, nunca ol-
vidó por completo aquel sufrimiento. No había vuelto
á verá Jorge Sand desde hacía luengos años, cuando
cierta tarde, en las oficinas de la Revue des Deux-Mon-
des, un hombrecito calvo, de apostura militar y medi-
tabunda, tropezó al entrar con una mujer gruesa, de
cutis bronceado, y á la cual saludó cortésmente:
»—Dispense usted, señora.
»—No hay de qué, caballero.
» Y en cuanto Sandeau se hubo sentado:
»—¿Quién es esa señora que acaba de salir? preguntó.
»—¡Cómo! ¿y usted lo pregunta? ¡es Jorge Sand!
»El novelista volvió involuntariamente la cabeza ha-
cia aquella puerta por donde acababa de salir todavía
viviente su pasado! Ironía de la vida humana y vanidad
de las pasiones que creemos eternas! Los autores de
Rose et Blanche acababan de encontrarse frente á frente
y ni siquiera se habían reconocido.
»Sandeau, dice Lataye, en plena palestra romántica
fué desde sus primeras obras un realista tierno y pro-
fundo, estudiando la vida, y al hombre, del natural.—
Los más habían desconocido esa ley que domina el arte
y la literatura, lo mismo que la sociedad, y que Julio
Sandeau casi formuló en las siguientes palabras: «Sólo
la realidad es fecunda; trátase únicamente de saber com-
48 NOTAS ÍNTIMAS
prenderla y amarla.» Por más que se diga y por más
que se haga, no podemos salir de la vida ordinaria.
Por desarrollado que esté nuestro libre albedrio, sea
«cual fuere la potencia de nuestra fuerza accional, no
podemos eludir el destino que nos impone nuestra or-
ganización, no podemos gravitar fuera del circulo co-
muún á todos. Verdad es que el radio de este circulo va-
ría para cada individualidad humana, pero hay que con-
vencernos de que tiene un limite fijo y no indefinido.»
»Pero esta realidad, Julio Sandeau la «interpretaba»
según su temperamento y su alma. En arte, seguía la
religión de Platón. Lo que amaba, era el esplendor de
lo verdadero, el heroísmo en la pasión, lo sublimado del
amor; sublimado y heroísmo de cada dia, eso sí: la
sencillez en la grandeza. «No puede negarse que San-
deau ha alcanzado el primer fin, que es crear; después,
las ideas que expone pertenecen al orden de las ideas
verdaderas y eternas, consideradas en los límites á que
cada cual puede alcanzar. Ellas nos han demostrado,
otra vez más, que la grandeza noreside en la exagera-
ción ni en una originalidad estudiada, sino que la ver-
dadera superioridad del espiritu se halla donde se en-
cuentra la sumisión razonada € inteligente á las exi-
gencias de la vida común. »
»Andrés Theuriet ha comparado el tálento luminoso
de Sandeau con esos bellos dias de verano del Lemosi-
nado y del Poitou. En todas las obras de este maestro
encantador, desde Madame de Samerville hasta el Co-
lonel Evrard, hay, en efecto, luz, armonía, seducción,
Nada les sobra, y nada les falta. MaDELEINE, en que
NOTAS ÍNTIMAS 49
los cuatro objetos de la vida humana: «amar, tra-
bajar, soñar, esperar» se encuentran como proclama-
dos y cantados por un poeta de la prosa, Mademoiselle
de la Seiglitre, Sacs el Parchemins, La Maison de Penar-
van, Jean de Tommeray, he aqui otras tantas obras só-
lidas de sana virilidad y donde jamás aparecen el es-
fuerzo ni la pretensión, obras vivientes que el teatro
ha consagrado. Y debe convenirse en que todo perso-
naje que puede pasar del -Zibro á las tablas y vivir la
vida de la escena, tiene sangre en sus venas.
»En 11 Febrero de 1858, Julio Sandeau fué nombrado
individuo de la Academia Francesa. La poesia y la
novela salían aquel día victoriosas de la batalla. Víctor
de Laprade sucedía á Alfredo de Musset, y Julio San-
deau á Briffaut. « La elección de los señores Laprade y
Sandeau, decía el Artiste, da razón á nuestras esperan-
zas y reconcilia felizmente á la Academia con la Jitera-
tura. Un culto sincero á la poesía, un raro talento de
forma, un sentimiento elevado de las grandes cosas
del arte hacian merecedor desde largo tiempo á La-
prade de la honra que le ha cabido. No menos digno
del sillón académico era Sandeau, novelista de la.
mejor escuela. Observador delicado de las costum-
bres modernas, encantador intérprete de las sen-
timentalidades nuevas, paisajista cuando quiere serlo,
y siempre poeta, el autor del Docteur Herbeau será en
adelante una de las fisonomias más simpáticas de la
Academia Francesa. Su elección servirá de buen ejemn-
plo, y nos tranquilizará para lo porvenir. »-
30 NOTAS ÍNTIMAS
»Añadamos un titulo más á los que mereció Julio
Sandeau. Este infatigable obrero de la inteligencia no
era rico, y sin embargo, más de una vez, auxilió á los
desheredados. Por revelación del librero Werdet sabe-
mos que, hallándose arruinado, Julio Sandeau le rega-
ló una de sus novelas para aliviar las necesidades del
desdichado editor. De todas las fiebres de su pasado,
Sandeau sólo conservará sus entusiasmos y sus hábi-
tos de abnegación.
»Quizá se le ocurrió alguna vez escribir, en pos del
Docteur Herbeau 0 la Maison de Penarvan, esas obras
maestras soñadas, algún libro sacado del manantial
amargo de los llantos de otros tiempos; pero aquellos
llantos los tenía casi olvidados, y nunca dijo, como en
Marianna, recordando el pasado: «¡Alli estaba la felici-
dadi»—No; sentado junto al hogar, entre un libro
querido, una mesa modesta, una mujer y un hijo, ha-
bía dicho (venturoso hasta el día en que la muerte le
arrebatara este hijo adorado): «La felicidad está aqui.»
—Después de haber soñado ser grande, fué perfecto;
contentóse con ser bueno, y lo fué.»
MAGDALENA
EUVY-LES-BOIS, como casi todas las aldeas atrave-
D sadas por una carretera real, es un villajo feo,
sucio en invierno, polvoriento en verano y huérfano
de poesia y misterio en todas las estaciones. Tan exi-
gua es su importancia que, antes de la fecha en que
comienza este sencillo relato, ningún indigena recor-
daba la parada de un carruaje público ante sus muros.
Ese desdén con que los postillones y los conductores
Su JULIO SANDEAU
han tratado en todas épocas á Neuvy-les-Bois da muy
pobre idea de la cualidad de sus vinos.
Era un domingo de otoño, entre misa y vísperas.
Agrupados á la entrada del burgo, caldeados por el.
ardiente sol que con sus rayos les envolvía, aguarda-
ban gravemente los naturales el paso de la diligencia
de París á Limoges, en lo cual se cifraba, los días fes-
tivos, su Única distracción, corta en verdad, pero em-
briagadora como todos los goces que no duran, En
cuanto olan su aproximación, alineábanse solemne-
mente á cada lado del camino; después, cuando la ro-
dadora máquina, cruzando, al amplio trotar de sus
caballos, entre dos setos de narices al aire, de ojos ale-
lados y de bocas abiertas, desaparecía en el recodo de
la carretera, entre una nube de polvo, aquellas buenas
gentes se dirigían á sus chozas, embargado el pecho
de satisfacción dulcisima.
El domingo á que nos referimos parecia que el acae-
cimiento debia de ocurrir como de costumbre; y sin
embargo, escrito estaba que Neuvy-les-Bois iba á ser
aquel día teatro de un prodigio con el cual no se atre-
vía á contar la modesta aldea, profundamente desalen-
tada tras medio siglo de espera. En vez de cruzar como
un relámpago, según su habitual usanza, detúvose en
seco la diligencia en mitad del camino, entre los dos
setos vivos que á su paso se formaran. Ante espectá-
culo tan inesperado, ante ese golpe imprevisto de la
suerte, todo Neuvy-les-Bois permaneció firme en su
sitio, sin ocurrírsele siquiera preguntarse de qué pro-
cedia ventura tanta. Hasta los perros, que tenian la
MAGDALENA 53
costumbre de correr, ladrando, en pos del carruaje, y
de solicitar los latigazos del postillón, parecian com-
partir el asombro de sus amos, permaneciendo tam-
bién, como éstos, inmóviles y mudos de estupor. En-
tretanto el conductor, descendiendo de su pescante,
habia abierto la portezuela, y en cuanto hubo emitido,
con tono áspero, esta sola palabra: «Neuvy-les-Bois !»
apeóse del carruaje una jovencilla, cuyo equipaje se
reducia á un exiguo paquete. Vestia de negro y su
edad no pasaba de catorce á quince años. Su frente
pálida, sus ojos abrasados por el llanto, su aire triste
y dolorido eran todavia más elocuentes que su traje de
luto. Ya el conductor había vuelto á su pescante, mien-
tras la joven trocaba un silencioso saludo con sus com-
pañeros de viaje. Cuando se vió sola en aquella gran
carretera caldeada, á la entrada de aquel feo burgo
donde no la conocía nadie, sola en medio de todos
aquellos rostros que la examinaban con expresión de
curiosidad estúpida y desconfiada, fué á sentarse en
un montón de piedras,. y alli, sintiéndose desfallecer,
rompió á llorar ocultando el rostro entre sus manos.
Los indígenas proseguian contemplándola del mismo
modo, sin despegar los labios, ni moverse de sus sitios.
Afortunadamente, entre el grupo rústico habia algu-
nas mujeres; y entre éstas, una madre que mecía en
su seno á un pequeñuelo recien-nacido, se aproximó
á la afligida joven y permaneció breves momentos con-
siderándola con titubeante compasión, por cuanto si
bien en la forastera todo anunciaba el abandono, casi
la pobreza, la distinción natural de la persona realzaba
54 JULIO SANDEAU
singularmente la sencillez del traje, infundiendo sin
esfuerzo, respeto y deferencia.
-——¡Pobre señorita! — dijo aquella por fin: —sola, á
esta edad, en mitad de la carretera... Sin duda ha
perdido usted á su madre ?
—Si, señora, he tenido la desgracia de perder á mi
madre —respondió la joven con dulce voz, en que se
traslucia leve acento extranjero.—¡Ay! Todo lo he per-
dido. todo, hasta el rincón de tierra donde nací, y
donde reposan amados restos. ¡Nada me queda ya bajo
la capa del cielo! —añadió, moviendo la cabeza.
—¡Apiádese el buen Dios de sus penas, señorita! Por
su manera de hablar, comprendo que no es usted de
nuestras tierras. ¿Viene usted de muy lejos ?
—¡Oh! sí, de muy lejos, de muy lejos. Creí no llegar
nunca!
—Y ¿á dónde va usted >
—Donde mi madre, antes de espirar, me encargó
que me dirigiera. Sabía, al partir, que una vez llegase
á Neuvy-les-Bois, encontraría facilmente el camino de
Valtravers.
—¿Va usted á Valtravers ?
—Si, señora.
—¿Al castillo ?
—Precisamente.
—Pues ha andado usted de sobras, señorita; el con-
ductor debia dejarla en el vecino pueblo. Pero lo mis-
mo da. El castillo sólo dista unas tres leguas .y, acor-
tando por el bosque, podrá usted ahorrarse una horita
de camino. Si usted lo permite, la acompañará mi so-
MAGDALENA 55
brino Perico; pero está haciendo un calor bochornoso
y me atreveria ájurar que todavía no ha probado usted
bocado. Véngase usted á la granja; tomará usted un
vaso de la leche de nuestras vacas, esperando á que
caiga la tarde para ponerse en marcha.
—Gracias, señora, mil gracias; es usted demasiado
bondadosa; pero no necesito nada. Quisiera partir
desde luego, y si no fuese abusar de la complacencia
de su sobrino...
—Ven acá, Perico! —gritó la labradora.
A semejante invitación, hecha en un tono que no
admitía réplica, desprendióse del grupo un bribonzue-
lo, aproximándose con el aire compungido del perro
que comprende que su amo no le llama sino para har-
tarle de palos. Perico que, desde el amanecer, acari-
ciaba la grata esperanza de echar, después de víspe-
ras, su partidita de truco en la plaza de la iglesia, pa-
reció medianamente satisfecho de la proposición de su
tia; pero ésta se la reiteró en tales términos, que el
muchacho juzgó prudente resignarse. Su tía le colocó
bajo el brazo el paquetito de la extranjera; y después,
dándole un empellón: «Taomarás el bosque—le dijo,
—y procura no hacer andar demasiado aprisa á esta
señorita, que no tiene tus pies, ni tus piernas.» Ácto
seguido emprendió Perico la marcha, con ademán hu-
raño, mientras Neuvy-les-Bois, que comenzaba á repo-
nerse de su estupor, perdíase en comentarios sobre
los acontecimientos de aquel dia magno.
Sospechamos. que ese burgo de Neuvy-les-Bois fué
bautizado con semejante nombre por antifrasis. En
536 JULIO SANDEAU
cuanto á Neuvy, muy santo y bueno; pero, tocante á los
Bosques (les-Bois), ya es harina de otro costal. Por mi
parte nada conozco más pérfido ni falaz que esos nom-
bres de lugares ó de personas que tienen un significado
preciso y vienen á ser como otros tantos compromisos
formales. He observado que, en este caso, lugares y
personas raras veces cumplen lo que prometen, y por
regla general lo que les falta es precisamente la cuali-
dad que les sirvió de madrina. Angélicas he conocido
que nada tienen de ángel, y Blancas, negras como
“cuervos. Por lo que atañe á lugares, sin ir más lejos,
Neuvy-les-Bois, ya que en él nos encontramos, ni si-
quiera tiene un ramillete de olmos, ó álamos temblones
para guarecerse de los vientos del Norte ó los ardores
del Mediodía. Sus contornos son pelados y llanos como
los del mar, y en sus inmediaciones, en un radio de
'" media legua, con dificultad hallariais la sombra de una
encina. Cuando menos, en Fontenay-aux-Roses, 0s
enseñarán algunos rosales escuálidos,
Sin embargo, á medida que la joven y su guía ¡ban
alejándose de la polvorienta carretera, internándose
en los campos, adquiría insensiblemente el paisaje as-
pectos más risueños y más verdes. A las dos horas de
marcha, percibieron los bosques de Valtravers que en
el horizonte ondulaban. Desoyendo las recomendacio-
nes de su tia, caminaba Perico á grandes zancadas, sin
preocuparse de su compañera. La posibilidad que en-
treveia de hallarse de regreso á hora útil para su par-
tida de trucos, parecia como si le diese alas. De vez en
cuando, y no porque sus pies careciesen de ligereza,
MAGDALENA 57
ni sus piernas -de agilidad, la pobre joven pedia cle-
mencia; mas el abominable Perico, haciéndose el sor-
do, proseguía implacable su camino. Andando como
por la posta, contemplaba á la vez con vista huraña la
sombra de los árboles que el sol prolongaba desmesu-
radamente sobre la hierba de los prados, y presa el
corazón de la mayor amargura, no se le ocultaba que,
si había de llegar hasta Valtravers ¡adiós, dominicales
delicias! Encontrábase entonces en los linderos del
bosque, cuando cruzó por su cerebro una idea infernal:
—¡Ea!-—dijo resueltamente, dejando sobre el césped
el paquetillo que llevaba bajo el brazo:-—Con seguir esa
grande calle de árboles, llegaréis en derechura al cas-
tillo. Antes de un cuarto de hora, daréis de narices
en Su puerta.
Dicho esto, disponiase el bribón á escurrirse; pero
un gesto le detuvo. Después de haber desprendido de
su cinturón un bolsillejo que no parecía muy pesado,
sacó la joven una monedilla blanca, ofreciéndola cari-
ñosamente á Perico y dándole mil gracias por su tra-
bajo, Ante semejante rasgo de generosidad con el cual
no contaba ni mucho menos, sintióse conmovido Peri-
co. Vaciló: é iba tal vez á ceder al grito de su concien-
cia, cuando descubrió, á lo lejos, en la llanura, el cam-
panario de Neuvy-les-Bois, asaz parecido al mástil de
un navío encallado en la playa. Por un efecto de espe-
Jismo que sólo la pasión podria explicar, creyó ver, vió
en la plaza de la iglesia á una docena de bribonzuelos
jugando á trucos, al hoyuelo y al tejo. Esta vez, ya no
resistió Perico; tomó la moneda, la sepultó en el bol-
58 JULIO SANDEAU
sillo y echó á correr á pierna tendida, como si le per-
siguiera una legión de diablos.
_ Apenas hubo penetrado en el bosque, experimentó
la joven esa sensación de bienestar que, en los ardores
del verano, produce el zambullirse en un baño de agua
fresca. Su primer impulso fué dar gracias al cielo que
la había sostenido y protegido en el largo viaje que
acababa de efectuar, y rogarle que le hiciese hospita-
_laria la puerta á donde á Jlamar iba. No dudando, ni
por asomo, de que el castillo se encontraba á poca dis-
tancia, sentóse al pie de una encina, y no tardó en
quedar embargada por los encantos de la selva; y es
que tú ¡oh indulgente y buena Naturaleza! eres la ami-
ga de todas las edades: tú consuelas á los ancianos; y
hasta los niños mismos, cuando les sonries, llegan á
olvidar que perdieron sus madres, Eu derredor de la
joven todo era armonía, frescor, perfumes. Los obli-
cuos rayos que á través del follaje el sol enviaba á
morir á sus pies, le recordaron que se acercaba la no-
che. Levantóse y echó á andar siguiendo la gran calle
de árboles, y esperando que, de un momento á otro,
surgirian á su vista fachada y torreones. Ocurrió, sia
embargo, que esta calle la cual, al decir de Perico, ser-
via de avenida al castillo, no convergía, realmente,
sino á otra calle transversal. Aplicó el oido la joven
procurando percibir algunos rumores de habitación
próxima, y sólo alcanzó á oir los sordos murmullos
que recorren la profundidad de las selvas á lá caída de
la tarde. Trepó entonces a un terromontero y sólo vió
en derredor un vasto océano de verdura. Anduvo lar-
—Caballero, agradezco al cielo la llegada de usted.
MAGDALENA 61
go tiempo á Dios y á ventura, y cuando ya descorazo-
nada intentó volver atrás, fuéle imposible reconocer
los senderos por donde había pasado. Si bien el sol
no se habia despedido aún del horizonte, ya la selva
se iba llenando de sombra y de misterio. Las aves ha-
biau dado fin á sus cantos; batían el aire las falenas
con sus algodonosas alas, y comenzaba el siniestro
concierto de las osifragas. Ésta es la hora en que, sobre
todo, ei abandono, la tristeza y la soledad dejan sentir
toda su pesadumbre en el alma de los desheredados.
Desalentada, no pudiendo más, dejóse caer la pobreci-
lla sobre la hierba, brotando de nuevo sus lágrimas.
Había desatado los lazos de su sombrero de paja, y
mientras lloraba, las juguetonas brisas retozaban con
su blonda cabellera que doraba un postrer rayo de sol.
Asi estaba desde hacia algunos instantes, sumida en
plena desesperación, cuando percibió á corta distancia
un arrogante caballo lemosino que no oyera llegar, y
que permanecia inmóvil, mientras su jinete la con-
templaba con el aire de sorpresa de quien no está ha-
bituado á semejantes encuentros, en semejante hora y
semejante sitio, Púsose en pie la joven con movimien-
to brusco, y tranquilizada en breve por la sonriente
benevolencia de la mirada fija en ella:
—Caballero—dijo,-—agradezco al cielo la llegada de
usted. Si es usted del país, ya habrá comprendido que
soy extranjera. Hace más de dos horas que voy diva-
gando por el bosque, sin lograr salir, ni saber dónde
me encuentro. Tal vez tenga usted la bondad de indi-
carme mi camino.
602 JULIO SANDEAU
—Con mucho gusto, señorita—respondió una voz
casi tan dulce como la de la joven;—mas para ello he
de saber á dénde se dirige usted,
—A Valtravers, caballero,
—¿Al castillo?
—Si, señor, al castillo de Valtravers.
—A nadie mejor que á mi podía usted dirigirse, se-
ñorita, pues allá voy yo también, y si usted lo permi-
te, tendré el honor de acompañarla,
Dicho esto, y sin esperar contestación echó pieá
tierra el jinete. Era un joven en todo el esplendor de
la primavera de la vida, esbelto, elegante, de dulce y
arrogante mirada y dominando estas dotes una gracia
inexplicable. Sus cabellos, negros como el azabache,
rizábanse abundantes en derredor de las sienes, Ceñi-
da negligentemente en torno del cuello, la corbata de
seda gris con rayas azules, en vez de ocultarlo, hacia
resaltar su marfilino cutis. Una levita de oscuro color
oprimía su delgado y flexible talle, y el pantalón baja-
ba en amplios pliegues sobre finisima bota, armada de
brillante y sonora espuela.
—¿Es de usted eso, señorita ?— preguntó, señalando
con la punta del látigo el humilde paquete que yacla
sobre el césped.
—Si, señor; es toda mi fortuna-—respondió con tris-
te sonrisa la extranjera,
Gogió el joven el paquete y lo ató sólidamente á la
silla de su corcel; hecho esto, ofreció su brazo á la niña
y ambos emprendieron la marcha en dirección al cas-
tillo, siguiéndoles el hermoso y dócil animal, que de
MAGDALENA 63
paso ibo desmochando los tiernos retoños que a dere-
cha é izquierda se ofrecían.
—Asi pues, señorita, cuando he tenido la suerte de
encontrar a usted, se hallaba usted extraviada, perdi-
da y sin saber qué hacerse? Agradezco al azar que me
condujo por este lado, pues corría usted gran riesgo
de pasar la noche á la luz de las estrellas, sin otra cama
que el musgo de los bosques.
—Resignada estaba á ello, caballero.
Y en seguida la joven refirió de qué manera la había
burlado el tunantón de Perico.
—Ese Perico es un bribón que merecería que le cor-
taran las dos orejas. ¿Dice usted que va á Valtravers?
En este caso, debe usted conocer al caballero, ó cuando
menos, á alguno de los habitantes del castillo ?
—No, señor; no conozco á nadie.
—+¿ De veras?
—A nadie absolutamente; pero ¿usted conoce al ca-
ballero ?
—Ya lo creo, somos antiguos amigos.
—Dicen quees muy bondadoso, generoso, caritativo.
—¡Oh, sí, muy caritativo !|-—replicó el joven, creyen-
do que se trataba sencillamente de aliviar algún infor-
tunio; pero, después de dirigir una rápida ojeada á su
joven compañera, rechazó semejante idea y compren-
dió que, positivamente, no era aquella niña una pos-
tulante ordinaria.
—Señorita—añadió gravemente, —el caballero tiene
el corazón más noble que jamás latió bajo la capa del
cielo.
64 JULIO SANDEAU
—Lo sabía, y no abrigaba la menor duda sobre el
particular; pero, en estos momentos, me es sumamen-
te grato oirlo afirmar de nuevo. ¿Y el pequeño Mau-
ricio? ¿también deberá usted conocerle >
—¿Quién es el pequeño Mauricio, señorita ?
—El hijo del caballero.
—¡Vaya! ¡vaya! —exclamó riendo el joven;—y mu-
cho que si! ¡pues no he de conocerle al pequeño Máu-
ricio!
— Verdad que promete llegar á ser, un día, tan
bueno y generoso como su padre?
—¡Diantre! en el pais le consideran generalmente
como un buen muchacho. No seré yo quien diga mal
de ¿l.
—Presiento que he de quererle comoá un hermano.
. —Y yo aseguro que, por su parte, tendrá suma sa-
tisfacción en conocer á usted.
En. este momento cruzaban un claro y, á espaldas
del muro de un parque cuya verja se abria en la selva,
apareció un lindo castillejo cuyas ventanas incendia-
ban los rayos del sol poniente. :
II
QUELLA misma tarde, y á la misma hora, el ancia-
A no caballero de Valtravers se hallaba sentado en
el rellano de la escalinata, en compañía de la vieja
marquesa de Fresnes, cuyo vecino castillo se percibia
en el fondo del valle, á través del follaje, verde aún, de
los álamos que costean el Vienne. Los dos departian
plácidamente sobre tiempos pasados, por cuanto, á la
edad que contaban uno y otra, la vida sólo se ve ilu-
minada por ese pálido y dulce destello que se llama
recuerdo.
66 JULIO SANDEAU
De luenga fecha databa la amistad de la marquesa y
el caballero. A los primeros toques de rebato dados
por la monarquía acorralada, habiendo estimado con-
veniente el marqués de Fresnes ir á dar con su mujer
un paseo de algunos meses por las márgenes del Rhin,
aunque no fuera más que para protestar contra lo que
ocurria en Francia y tributar al trono de san Luís un
testimonio auténtico de respeto y adhesión, decidióse
á acompañarles el caballero de Valtravers. Sabido es
lo que resultó de aquellos viajes de algunos meses, y
cómo aquellas cortas excursiones, que al principio se
presentaran como partidas de recreo, tuvieron por
meta un duro y prolongado destierro. Nuestros tres
compañeros tenían tal seguridad de regresar pronto,
que apenas habian llevado con qué subvenir á-los ocios
de más de un año. Agotados aquellos recursos, vendi-
dos los diamantes, trocadas por oro las joyas, encami-
náronse á Nuremberg, donde se instalaron pobremen-
te, aspirando tan sólo á vivir. Los señores de Fresnes
y de Valtravers se hacían los remolones; y como acon-
tece siempre, la mujer fué quien dió ejemplo de re-
signación, valor y energía. « Trabajaremos, » contestó
sencillamente la señora de Fresnes á los dos amigos al
preguntarle, ansiosos, qué resolución cabía tomar. Y
como pintaba regularmente al pastel y la miniatura,
se puso á dar lecciones y hacer retratos. Su belleza,
su gracia y su infortunio, más aún que su talento, le
procuraron en breve tiempo numerosa y selecta clien-
tela. Los dos gentiles hombres, que habían comenzado
por decretar que aquello era rebajarse, y que clamaban
MAGDALENA 67.
al cielo viendo trabajar á la marquesa, acabaron, quie-
ras que no, por advertir que tenian mesa muy regu-
lar, sin hacer nada, y que en resumidas cuentas la
marquesa era quien llevaba el agua al molino, como
vulgarmente se dice. La cosa no preocupó mayormen-
te al marqués; pero el señor de Valtravers comprendió
que permanecer de aquel modo, con los brazos cruza-
dos, era tomar el orgullo y la dignidad al revés. Pero
¿qué empleo encontrar para sus facultades? ¿á qué
industria aplicar sus dos brazos ociosos ? Ocurriósele
la idea de enseñar el francés, pero la necesidad previa
-de aprenderlo como es debido dió al traste con tan lu-
cido proyecto. Después de estudiarse y darse á sí pro-
pio mil vueltas en todos sentidos, reconoció el caba-
llero, con toda humildad, que únicamente servía para
ir á hacerse matar en el ejército de Conde. Disponiase
á ello, aunque sin entusiasmo, cuando, al divagar un
día tristemente por las calles, se detuvo maquinal-
mente ante un aparador de chucherías donde, entre
otros mil objetos de madera torneada, veíanse nume-
rosos boliches artisticamente labrados y gran copia de
esos trompos roncadores, delicia de la infancia y gloria
de Nuremberg. Parece, desde luego, que para un gen-
til-hombre emigrado, arruinado de pies á cabeza, y
habiendo doblado desde luengo tiempo hacía la edad
de los boliches y de los trompos de Alemania, seme-
jante espectáculo no debía entrañar nada que exaltar
pudiese la imaginación y agolpar la sangre á la cabe-
za. Y sin embargo aconteció que, después de algunos
minutos de silenciosa contemplación, hubiérase dicho
68 JULIO SANDEAU
que el señor de Valtravers experimentaba algo muy
parecido á lo que sintieron Cristóbal Colón al ver sur-
gir del seno del Océano las orillas del Nuevo Mundo y
Galileo al comprobar que nuestro pequeño globo te-
rraqueo, clavado por la ignorancia y sellado desde seis.
mil años antes en el espacio, se movia y paseaba en
derredor del sol.
El caballero de Valtravers había nacido en 1760. A
la sazón, y gracias al Emilio de Rousseau, era moda,
entre las elevadas clases de la sociedad francesa, com-
pletar toda educación con el aprendizaje de un oficio
cualquiera. De alto descendía el ejemplo: en 1780, el rey
de Francia, que era el hombre-más bondadoso de todo:
su reino, era también el mejor cerrajero de su nación.
De buen tono era para todos los grandes señores saber
un arte mecánico, lo mismo que para las grandes da-
mas lactar por si mismas á sus hijos. Todo ello, en ge-
neral, se practicaba por ser moda, sin previsión, ni
gravedad, jugando ellos al trabajo, y á la maternidad
ellas; prestándose ellas al capricho del dia más bien que
al voto de la naturaleza, y no sospechando ellos al ma-
nejar la lima ó el cepillo que se acercaba la hora en
que los hijos de familia se verían obligados á hacerse
hijos de sus obras, y que era obrar cuerdamente el
pensar desde entonces en crearse títulos de menestra-
lia.
A la vista de todos aquellos juguetes, ante los cuales
acababa de guiarle el azar, ó más bien el instinto de una
vocación misteriosa, recordó el señor de Valtravers
que en sus mocedades habia aprendido á tornear el
Reían como chiquillos.
MAGDALENA 7í.
ébano y el marfil. Tres meses después, pasaba en Nu-
remberg por el Benvenuto Cellini de la ebanistería
torneada. Lo positivo es que en menos de tres meses
habia logrado trabajar la madera como nadie. Sobre-
salía en la confección del boliche; sus trompos eran
generalmente muy apreciados; pero ¿qué diré de sus
casca-nueces, que por la delicadeza y lo acabado de
sus detalles, eran sencillamente otras tantas maravi-
llas? Fabricaba algunos de marfil, que se estimaban
como verdaderas joyas. Intervino la moda, y como
quiera que los pasteles de la señora de Fresnes gozaban
ya de boga casi igual, ocurrió que, durante dos años,
en la antigua villa alemana, todo original de buena
cuna debió servir de modelo á la marquesa, y ni una
sola avellana se comio sin la intervención del emigra-
do francés.
Puede creerse perfectamente que, muy al revés de
ciertas gentes, nuestros dos artistas no tomaban sus
triunfos por lo serio; y si en público cotizaban sus ta-
lentos á subido precio, en la intimidad del hogar los
conceptuaban de mediano valer. Después de haber
trabajado cada cual por su parte, reunianse al anoche-
cer, y entonces tenían lugar entre ella y él escenas de
loca jovialidad, cuando la marquesa exhibía en su ca-
ballete la rubicunda faz de algún rechoncho nurem-
bergués, mientras el caballero sacaba del bolsillo me-
dia docena de rompe-nueces que había torneado du-
rante el dia. Reian como chiquillos, sin advertir que
debían su encantadora alegría al trabajo, al trabajo.
que los hacia mejores y más dichosos de lo que nunca
72 JULIOCO SANDEADU.
fueron en los tiempos floridos de.su prosperidad. Por
lo que atañe al marqués, estimaba que ganar el pan
era cosa exclusiva de ela canalla», y que un gentil-hom-
bre que se respete debe saber morir como los senado-
res romanos en sus sillas curules, antes que rebajarse
á vivir como los indigentes, trabajando. Guardaba por
ello cierto rencor sordo á su mujer, y despreciaba so-
beranamente al caballero, sin que le costara gran
cosa manifestárselo. Lo que sobre todo le exasperaba
era encontrarles ocupados todo el dia y siempre de
buen humor, mientras él se moria literalmente de ese
profundo y huraño aburrimiento que la inacción aca-
rrea consigo, A la vez que respetándose, no dejaba de
comer con gran apetito, aprovechaba sin escrúpulos los
beneficios de la asociación y mostrábase en ciertos de-
talles tan pueril, tan fútil y más exigente que si toda-
vía se encontrara en su castillo, á orillas del Vienne.
A las horas de comer, cuando se hallaban reunidos los
tres, exhalábase en grande su bilis. «¡Hola, marqués!
—exclamaba á veces el caballero—¿ podriais decirnos
qué seria de vos, actualmente, sin los pasteles de la
marquesa ?—¿Y sin los rompe-nueces de nuestro ami-
go>»—añadía la marquesa riendo.—Encoglase de hom-
bros el señor de Fresnes, hablaba de raspar sus blaso-
nes, pedia perdón para su mujer á los manes de sus
antepasados y se lamentaba de no ver en la mesa una
botella de Burdeos.
A la larga, en cuanto hubieron asegurado el bien-
estar de su hogar, la señora de Fresnes y el caballero
de Valtravers pudieron obedecer á un sentimiento más
MAGDALENA 73
«lesinteresado y más poético, que insensiblemente ha-
bia ido germinando en ellos. Sin sospecharlo, habian
franqueado los peldaños que conducen del oficio al
arte, como la escala de Jacob conducia de la tierra al
cielo. La marquesa se adiestró en la copia reducida de
los cuadros de antiguos maestros, adquiriendo en bre-
ve tal perfección, que las gentes de gusto artistico se
disputaban sus miniaturas-copias de Holbein y Alberto
Durero. Por su parte, el caballero emprendió formal-
mente la escultura en madera, logrando ser en este
género uno de los artistas más eminentes de allende el
Rhin. Todavia os enseñarán hoy, en la Catedral de
Nuremberg, un púlpito tallado por él. Perfectamente
labrados, no-.todos sus ornamentos son de gusto irre-
prochable; pero el fragmento principal, que representa
áSan Juan predicando en el desierto, es uno de los
más bellos que posee Alemania y podría competir con
las labores de madera esculpida que se ven en Vene-
cia, en la iglesia de San Giorgio Maggiore.
A más de los goces que proporciona, por humilde y
modesto que sea, tiene el arte la preciosa seguridad de
elevar el corazón, de agrandar el espiritu y de abrir al
pensamiento más amplios y serenos horizontes. Por lo
menos, asi aconteció en la marquesa y en el caballero.
Una y otro llegaron paulatinamente á romper del todo
el circulo de preocupaciones mezquinas donde les te-
nian encerrados su nacimiento y su educación. Reco-
nocieron la aristocracia del trabajo y la realeza de la
inteligencia; como dos mariposas, despojadas de su
crisálida, salieron de su casta estrecha y limitada
74 JULIO SANDEAU
para entrar triunfantes en la gran familia humana.
Entre tanto, roido por el tedio hasta los huesos, seguía
el marqués consumiéndose en deseos impotentes, en
remordimientos estériles, De la noche á la mañana,
entregó á Dios lo que de alma tenía, y su mujer y su
amigo lo lloraron como se llora á un niño.
A los pocos meses (corria el año de 1802), invitados
por el Primer Cónsul, pasaron otra vez el Rhin, y regre-
saron alegremente á su patria, regenerada como ellos.
Desde hacía largo tiempo, habian ambos acabado por
comprender y aceptar las nuevas glorias de la Francia;
al sentar de nuevo la planta en este suelo heroico, sin-
tieron latir con vehemencia el corazón, inundando sus
ojos dulce llanto. La mejor parte de sus dominios ha-
bia sido considerada propiedad nacional; asi, pues,
obtuvieron fácilmente el reintegro de sus hogares, es-
timando como un largo sueño los años de destierro que
habian transcurrido; sólo que, al revés de Epiménides,
despertaban jóvenes después de haberse dormido vie-
jos. Apenas reinstalado en el castillo de sus padres,
apresuróse el caballero á llamar á sí á una bella y cas-
ta criatura de quien se enamorara en Alemania, con la
cual casó, y que murió al darle un hijo. Creció éste
entre su padre y la señora de Fresnes, quienesse con-
sagraron á él por completo y continuaron viviendo fi-
losóficamente en su retiro, practicando el bien, ocu-
pando sus ocios, sordos ó poco menos á los mundanos
rumores, y ajenos á toda ambición. De entre todos los
hábitos, el del trabajo es á la vez el más raro y el más
imperioso. La marquesa pintaba como antaño, mien-
MAGDALENA 75
tras por su parte el caballero, levantado cada mañana
con el alba, acepillaba, tallaba, vaciaba el peral, el no-
gal y la encina. Habiase impuesto la tarea de renovar
magnificamente, con sus propias manos, las carcomi-
das entabladuras de su casa solariega, y de vez en
cuando, como recuerdo plácido de sus primeros éxi-
tos, torncaba algunos rompe-nueces que luego regala-
ba a las hijas de sus colonos. La lectura, el paseo, las
delicias de una intimidad, cuyo encanto no habia en-
vejecido, y la educación del joven Mauricio absorbian
el resto de su tiempo, siempre demasiado corto para
el que trabaja y el que ama.
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as deciamos, pues, cierta tarde, sentados uno jun-
to á otra, los dos viejos compañeros se complacian
en remontar el curso de los días que habían recorrido
juntos, cuando percibieron, desembocando por una de
las calles de árboles del parque, á los dos jóvenes á
quienes dejamos en la verja. Llegados al pie de la es-
calinata, subió la muchacha lentamente las gradas, con
aire grave, visiblemente conmovida. La marquesa y el
caballero se habian puesto en pie para recibirla. Sacó
la joven del seno una carta, que aplicó piadosa contra
78 JULIO SANDEAU
sus labios, entregándola luego al señor de Valtravers,
quien examinaba con un sentimiento de benévola cu-
riosidad á aquella niña que veia por vez primera.
Rompió el anciano gentil- hombre el sobre, y leyó. De
pie, cruzados los enflaquecidos brazos sobre el pecho,
tranquila en su dolor, digoa en su humildad, perma-
necia la extranjera, inclinados los ojos, bajo la mirada
de la señora de Fresnes, que la observaba con interés,
mientras á corta distancia, el joven quela había acompa-
ñado, asistia, testigo discreto, á esta escena silenciosa.
Munich, 13 Julio de 18...
«Próxima á abandonar este mundo, en presencia de
la eternidad que en breve empezará para mí, no al
cielo, sino á Francia se dirigen mis ojos antes de ce-
rrarse; no á Dios, sino á vos es á quien clamo, herma-
no mío, y os tiendo mis suplicantes brazos, en nombre
de la que fué mi hermana y vuestra esposa. ¡Ah! ¡por
cuán duras pruebas no ha pasado esta casa, que vos
conocisteis tan próspera! ¿A donde fueron aquellos
goces de este hogar donde un día vinisteis á sentaros?
La tumba me ha ido arrebatando todos los mios. Mi
marido no pudo sobrevivir á su fortuna y yo, desven-
turada, voy á seguirle pronto. Muero, y soy madre!
esto es morir dos veces, Dios mio! Cuando leais estas
lineas, solo tesoro, única herencia que habré podido
dejarle al partir, mi hija no tendrá á nadie más que
vos en el mundo; cuando teugáis en las manos este
papel bañado con mis lagrimas, mi hija se encontrará
ante vos, sola, después de un largo viaje, quebrantada
MAGDALENA 79
por el dolor y la fatiga, sin más refugio que vuestro
techo, sin otro apoyo que vuestro corazón. ¡Ah! ¡en
nombre del dulce lazo que os fué tan caro y que la
muerte sin duda no ha roto, en nombre de esta Ale-
manía que con vos se mostró hospitalaria y que du-
rante largo tiempo fué vuestra patria; en nombre de
mi familia que vino á ser la vuestra; en nombre de la
santa criatura prematuramente arrebatada á vuestro
amor y que os suplica aquí por mi voz, no rechacéis á
mi pobre abandonada! Recoged, abrigad en vuestro
seno á la paloma que ha caido de su nido! Y túuá
quien no conozco, pero á quien me complazco en con-
fundir á menudo con mi hija en un mismo sentimiento
de ternura y de solicitud, hijo de mi hermana, si tu
madre te dió su alma, serás bueno también y fraternal
con mi adorada Magdalena. Protegela, vela por ella
cuando tu padre haya dejado de existir, y no olvides
jamás, joven amigo, quela huérfana que el cielo nos
envia se convierte á veces en ángel tutelar de la.casa
que le abrió sus puertas. »
—¡Ven, hija mia, ven á mis brazos! —exclamó el ca-
ballero al terminar su lectura ;—bienvenida seas, hija
mia, al hogar de tu anciano tío. Á no ser por el luto
que te trae, considerara yo este dia como tres veces
venturoso y tu llegada sería para todos una fiesta. Es
mi sobrina, marquesa —añadió estrechando cariñosa-
mente en sus manos la cabeza de la niña ;—Mauricio,
es tu prima, mejor dicho, una joven hermana que vie-
ne del país de tu madre.
3o JULIO SANDEAU
La huérfana pasó de los brazos de su tio á los de la
marquesa. La señora de Fresnes había tenido el dolor
de perder una hija única, arrebatada en flor, casi de
la misma edad que Magdalena; ahora bien, en todos
los desventurados que han sufrido tan triste desgra-
cia, y sobre todo en las madres, hay la irresistible pro-
pensión á encontrar, aun cuando no existan, analogías
visibles y sorprendentes entre el hijo que la muerte
les robó y la mayoria de los que encuentran en su ca-
mino: conmovedoras ilusiones del amor y del dolor
que transforman todos esos juveniles rostros en otros
tantos vivos retratos del sér adorado que ya no es! La
marquesa, pues, habíase sentido inclinada natural-
mente hacia aquella blanca criatura que de aparecér-
sele acababa como viviente imagen de su hija. Eran
sus mismos ojos, su misma mirada, su mismo encanto
triste y grave, peculiar á los seres que han sentido
tempranamente las amarguras de la vida ó condenados
á morir prematuramente. Asi dispuesta desde luego,
déjase comprender si la señora de Fresnues, espíritu
vivo, naturaleza generosa que no habian empobrecido
los años, acogeria con entusiasmo aquella ocasión de
practicar el bien. Estrechando contra su seno á la joven
extranjera, prodigábale los nombres más tiernos, col-
mándola de besos y caricias. Tocó después su turno al
joven. «¡Cómo! ¡primo! ¿era usted el pequeño Mauri-
cio »—dijo la huérfana sonriendo á través de su llanto.
—¡Pues no me había figurado que debía ser usted un
muchacho!» Mauricio la abrazó cordialmente; ni re-
motamente sospechara hasta entonces que tuviese una
MAGDALENA 81
prima. Entre tanto el caballero daba sus órdenes, acti-
vo, previéndolo todo, y diciendo con efusión á sus vie-
jos sirvientes: «¡nos ha llegado una hija!» Realmente
aquella noche, si pudo ver la acogida que recibió su
hija en Valtravers, debió de quedar complacida en el
cielo la madre de nuestra heroina.
La instalación de Magdalena no alteró en lo más mi-
nimo la existencia del castillo. Era una joven piadosa,
sencilla, modesta, ya seria y reflexiva, ocupando poco
sitio, no haciendo el menor.ruido, callada casi siem-
pre, € inclinada sobre su labor. En pocos días se habia
hecho simpática á todo el mundo con su dulzura y su
bondad. En cuanto á su figura, nada diremos; todos
sabemos lo que es una muchacha en esa edad ingrata
que ya no tiene las gracias de la niñez y aún no posee
las de la juventud. No era “bella, precisamente, y no
nos atreveriamos á afirmar que prometiese serlo. Antes
de emitir dictamen sobre cuestiones tan delicadas, es
conveniente esperar, tanto más cuanto que en ese pe-
ríodo de transición se opera un misterioso trabajo en
que la fealdad se transfigura tan á menudo, como se
marchitan las flores de belleza demasiado temprana.
“Tal como era, el caballero y la marquesa la amaban
con viva ternura, compartiéndose la existencia de la
joven entre las dos habitaciones vecinas una de otra y
que propiamente hablando sólo formaban una. Lejos
de haber sido descuidada, su educación habia sido lle-
vada al punto de que pudiese continuarla por sí mis-
ma y terminarla sin auxilio ajeno. Hablaba el francés
<on pureza, y casi con su acento propio. Como todas
6
82 JULIO SANDEAU
las alemanas y demasiadas francesas ¡ay! sabia á fondo
la música y, cosa desgraciadamente más rara, no abu-
saba de ella. El caballero y la marquesa complacianse:
en hacerle cantar tirolesas de su pais; pero estas melo-
días que evocaban en ellos con delicia sus tiempos de:
destierro y de pobreza, despertaban cruelmente en ella
los recuerdos de su madre y de su patria, ambas per-
didas sin remedio, y á menudo la pobre niña se vela.
interrumpida por sus lágrimas y sollozos. En cuanto
á Mauricio, al cabo de dos ó tres semanas, durante las
cuales se había creído obligado a ocuparse de su pri-
mita y á tributarle los honores que Ja fina educa-
ción exige, apenas pareció advertir su presencia. Te-
nía veintidós años y toda la efervescencia, todos los
arrebatos de su edad; agitábanle otras preocupacio-
nes. Había crecido en plena libertad, doblemente
mimado por su padre y la marquesa, que no en-
contraban en el mundo á nadie más bello que él, ni
más simpático. Un preceptor le habia enseñado algo
de griego y de latin ; al mismo tiempo el señor de Val-
travers, en quien la afición á la madera esculpida se
habia trocado en manía, le iniciara en el culto de su
arte. Lágrimas de gozo y de orgullo derramaba el an-
ciano caballero cuando veia junto á sí á su hijo escua-
drando, torneando, acepillando y prometiendo dejar
rezagado á su padre. Mauricio, por su parte, parecía
tomarle gusto á tan inofensivo pasatiempo cuando
cierto dia, por desgracia, se preguntó si, además del
caballero, de la marquesa y de la madera esculpida,
no existía en el mundo algo. A esta indiscreta pregun-
MAGDALENA 83
ta que le dirigia vagamente la mocedad turbulenta,
inquieta y próxima á estallar, no se hizo esperar la
respuesta : la misma juventud fué la que contestó con
una explosión. ¡
Existen tiernas y poéticas naturalezas veladas en su
aurora por leve bruma; y otras, por el contrario, más
vivas y enérgicas, cuya aurora surge abrasada cón todos
los ardores del mediodía. En aquellas, la primera per-
turbación de los sentidos y de la imaginación que des-
piertan, se revela silenciosa y se manifiesta en tristes
ensueños; y en estas, violentamente, en tumuituosas
agitaciones. Mauricio participaba á la vez de entram-
bas naturalezas. Viósele sucesivamente triste, preocu-
pado, meditabundo y luego, de improviso, presa de
ardores sin objeto y sin nombre, no pudiendo ya parar
en casa, impetuoso, enardecido, hasta algo colérico y
no sabiendo á qué vientos lanzar la salvaje energia que
le consumía; con ello, afectuoso con su padre, lleno de
gracia para su anciana amiga, bondadoso con todo el
mundo, adorado por todos, y únicamente ahíto de la
escultura en madera, del hogar hereditario, de las
eternas historias que oía desde veinte años y pregun-
tandose con sorda irritación si su existencia debia
transcurrir entera torneando el boj, modelando la en-
cina y por la noche, junto á la chimenea, oyendo los
interminables relatos del tiempo de la emigración,
Entretanto, cazaba á rabiar, recorría los alrededores,
y estropeaba los caballos.
Con el periodo álgido de la explosión coincidió la
llegada de Magdalena. Compréndese qué importancia
84 JULIO SANDEAU
debió entrañar, á semejante hora, en el destino del
joven, la aparición de una muchacha de catorce á quin-
ce años, timida, reservada, silenciosa, dotada de esca-
sas belleza y gracia. Ocupóse de ella casi lo mismo que
si la primita se hallara todavía en Munich. Partia al
amanecer y no regresaba sino al caer de la noche, y
eso cuando no le ocurria pasar toda una semana en la
aldea vecina, ó en cualquiera de los castillos cercanos.:
Si al dispertar divisaba á Magdalena en su ventana,
le daba los buenos dias silenciosamente y pare usted
de contar. A las horas de comer le dirigía, á interva-
los y sin mirarla, alguna frase insignificante. Cuando
la muchacha cantaba sus tirolesas, ocasión que siem-
pre aprovechaban con ahinco el caballero y la mar-
quesa para hablar de Nuremberg y recordar, aquél
sus rompe-nueces y sus miniaturas ésta, Mauricio que
tenía más que machacados los oidos con semejantes
temas, escabulliase sin chistar, desde la primera nota.
Cierta noche, sin embargo, encontrándose junto á su
prímita no pudo dejar de fijarse en su magnífica y
abundante cabellera. Manifestó su observación en alta
voz, levantando con familiaridad la poderosa trenza de
rubios y finos cabellos que ornaban la cabeza de la
muchacha. Tan poco avezada se hallaba la pobrecita
á verse objeto de las atenciones de su primo, que se
ruborizó, se turbó y quedó buen rato trémula. Mas
cuando se disponía á expresar su agradecimiento con
una sonrisa, Mauricio, presintiendo una tirolesa, habia
tomado ya las de Villadiego. Otra vez, al regresar de
caza, ofreció á su primita un lindo faisán que había
ta un lindo faisán
i
10
2
freció á 5u pr:
O
MAGDALENA 87
arrancado vivo de las garras de uno de sus perros.
«Cómo! ¡querido primo! ¿os acordáis de mi alguna
vez ?»»—preguntó temblando la muchacha.—Mauricio
había vuelto ya las espaldas. Y no porque le disgusta-
ra la presencia de la huérfana en el paterno hogar;
nada de eso! Con todos los ardores de su edad, posela
todos sus nobles y generosos instintos. Nunca se le
hubiera ocurrido calcular qué porción podria corres-
ponder á Magdalena en el testamento del caballero.
Digámoslo, de paso, en loor de la juventud: raras veces
se anidan calculos tan vergonzosos en los corazones de
veinte años. Mauricio se hallaba dispuesto á partir con
su prima como con una hermana, y si no se mostraba
con ella más asiduo y más tierno, era sencillamente
porque Magdalena se había olvidado de venir al mundo
quince ó veinte meses antes.
No dejaban la marquesa y el caballero de haber no-
tado desde luego el brusco cambio que acababa de
efectuarse en los hábitos de aquel Mauricio á quien
hasta entonces conocieran de tan sencillos gustos y
humor tan fácil. Ambos se afligian sin ver más allá de
sus narices. Habían sido jóvenes en un tiempo que la
juventud, disipándose á tontas y á locas en mezquinas
distracciones, en elegantes frivolidades, no sospecha-
ba ese sordo malestar y ese profundo tedio que de-
bían ser más tarde el suplicio y el martirio de toda una
generación. Aun cuando educado en el retiro, en la
soledad de los campos, habia recibido Mauricio, in-
conscientemente, la influencia de las ideas nuevas.
Las ideas son fuerzas vivas mezcladas con el aire que
88 JULIO SANDEAU
- respiramos; el viento las acarrea y las siembra en todos
-los puntos del horizonte; y por más que se haga para
escapar á estas invisibles corrientes, por apartado que
uno esté, se empapa, se compenetra de ellas; el hom-
bre siempre es hijo de su siglo. Lo que sobre todo:
sorprendía singularmente al caballero y á la marquesa
era, no esa necesidad de actividad devorante, que se
explicaban naturalmente por el ardor de la sangre y-
la impetuosidad de la edad juvenil, sino la sombria
melancolía en que se abismaban casi siempre sus ar-
dores y sus arrebatos. En efecto, ¿qué podian compren-
der ellos de la enfermedad de una época en que la
alegría, desterrada de las almas de veinte años, se ha-
bía refugiado bajo los blancos cabellos de la anciani-
dad? A fuerza de sondear la cuestión y de discutirla,
llegaron no obstante á convenir en que la existencia
de Mauricio hasta entonces ni habia sido fecunda, ni
divertida y que, á pesar del encanto incomparable de
la escultura en madera, no era de extrañar que un co-
razón juvenil nose hubiese absorbido en ella por com-
pleto. Tal era la opinión de la marquesa, y el caballero
acabó por compartirla. ¿Qué hacer, pues? Ocurrióse-
les de sopetón la idea de un matrimonio, pero el re-
medio les parecia demasiado violento; por otra parte
y con mucha razón observó la marquesa que ya no se
casaban los hombres á veinte años, y que al révés de
lo que se practicaba en otros tiempos, el matrimonio
habia venido á ser menos un principio, que un fin. En
resumen, después de maduras reflexiones, decidieron
que Mauricio partiese á recorrer mundo, durante dos
MAGDALENA 89
O tres años, comenzando por Paris y luego, á su elec-
ción, visitando la Alemania 6 la Italia, á fin de comple-
tar su educación con el conocimiento profundizado de
hombres y cosas. Semejante programa no era mucho
más vago que el que traza cada año la provincia á sus
hijos, antes de soltarles las riendas y de lanzarlos á la
vida parisiense.
Transcurridos pocos días, en una velada de otoño,
al año cabal de la llegada de Magdalena, encontrában-
se reunidos el caballero, su hijo y la marquesa en el
castillo de Valtravers. El caballo que debía conducir á
Mauricio á la vecina aldea por donde pasaba la silla de
posta, esperaba, ensillado, al pie de la escalinata. Era
el momento de la despedida. Una partida tiene sien-
pre algo de triste y de solemne, aun cuando no se trate
de una separación dolorosa. El caballero parecia peno-
samente afectado; la marquesa ocultaba mal su enter-
necimiento; Mauricio también sentíase conmovido, y
cuando su anciano padre le abrió los brazos, abalanzó-
se á ellos deshecho en llanto, como si aquel abrazo hu-
biese de ser el postrero. La señora de Fresnes le estre-
chó contra su pecho, con vivísima efusión. Finalmente
los criados de la casa, los más viejos, los que le habían
visto nacer, le abrazaron como á su propio hijo.
Urgía el tiempo, y Mauricio hubo de arrancarse á
tan dulces caricias. Hasta el último instante, al poner
el pie en el estribo, no se acordó de Magdalena. La
buscó con la mirada, y extrañando no verla, disponía-
se á hacerla llamar, cuando le dijeron que la joven,
que había salido hacia unas cuantas horas, aún no es-
go JULIO SANDEADU
taba de regreso. Después de encargar que saludaran
afectuosamente á su prima, alejóse al paso regular de
su cabalgadura, no sin volver repetidas veces la cabe-
za, para saludar con tierno ademán á los excelentes
seres que le seguian con la vista. Próximo a la verja, y
antes de franquearla, titubeó, como aguilucho al borde
de su nido antes de lanzarse al espacio. Evocó los días
venturosos que había pasado bajo la sombra de aquel
lindo hogar, entre los cuidados de la marquesa y la
ternura de su padre. Creyó ver á través del follaje
conmovido el gracioso fantasma de su adolescencia
que le miraba triste y se esforzaba en retenerle, Creyó
escuchar voces encantadoras que le decian: «¿ A dónde
vas, ingrato?» Ablandósele el corazón y humedeciéron-
se sus ojos; pero su destino le arrebataba. Y penetró
en la selva que debía atravesar para dirigirse á la al-
dea.
Al breve rato de una rápida carrera, en el mismo
sitio donde la habia encontrado un año antes, en igual
dia y á semejante hora, percibió Mauricio á Magdale-
na sentada y sumida en hondas reflexiones. Lo mismo
que el año anterior, tampoco habia oido la huérfana el
galopar del caballo sobre el musgo, y al levantar los
ojos vió á su primo contemplándola. Eran el mismo
marco y el mismo lienzo. Nada habia cambiado; úni-
camente, en lugar de una muchacha apenas desarro-
llada, delgaducha, enfermiza, sin belleza y casi sin
gracia, veiase una blanca figura en torno de la cual
comenzaba á revolotear el blondo enjambre de los
dulces sueños de la juventud. No era todavía la flor
MAGDALENA 91
abierta, pero el capullo había entreabierto su envoltu-
ra. No era todavía la aurora, pero el alba blanqueaba
y la naturaleza, próxima á despertar, estremeciase á
los primeros besos de la mañana. Mauricio se apeó
para abrazar á su prima y despedirse; y después, vol-
viendo á montar, prosiguió su marcha sin sospechar
¡ay! que en pos de si dejaba la felicidad.
Tan luego como hubo desaparecido al torcer de la
avenida, emprendió Magdalena el regreso al castillo.
Cuando entró en el salón, vió sentado al caballero
junto al angulo de su hogar desierto. Aproximose len-
tamente la joven, y apoyando triste los codos en el
respaldo del silión donde se hallaba el anciano en acti-
tud aplomada, permaneció unos instantes contem-
plándole silenciosa.
—Padre mio—exclamó al fin, inclinando hacia él su
rubia cabeza—padre mio, os queda una hija.
El pobre caballero sonrió, atrayéndola dulcemente
contra su corazón.
IV
Di de la partida de Mauricio, vino Magdalena
a ser la alegria toda de Valtravers. Ella, con su
gracia siempre creciente, amenizó el hogar que ya no
animaba la presencia del hijo. Viósela, cual joven An-
tigone, centuplicar filiales y conmovedoras atenciones
en derredor de suanciano tio; y aunque triste todavía el
corazón y con un espíritu más reflexivo de lo que co-
rrespondía á su edad, supo, para distraerle, olvidarse
de sí propia y transformar su gravedad natural en se-
renidad risueña. Acompañábale en todas sus excursio-
94 JULIO SANDEAU
nes, daba vueltas en torno suyo cuando trabajaba en
su taller, leía en alta voz los periódicos, no se cansaba
de hacerle repetir los relatos de la emigración, ni se
descuidaba jamás de extasiarse ante todas las labores
escultóricas con que el infatigable artista atestaba todos
los rincones y rinconcillos de la mansión. Al mismo
tiempo era la hija adorada, y muy en verdad adorable,
de la marquesa, que le enseñaba la pintura y se com-
placia en desarrollar todos sus encantos. Asi, entre los
dos ancianos, acabó la niña de crecer en talentos y en
amables virtudes. A los tres años de su llegada, era
Magdalena una buena y bella criatura, no, en verdad,
de esa belleza cabal y de convención á que parecen
irrevocablemente destinadas todas las heroinas surgi-
das del cerebro de novelistas y poetas. Ni grande, ni
chica, su talle no era absolutamente flexible como un
junco. Un crítico, apasionado del arte plástico, hubiera
encontrado algo que reprochar en el óvalo del rostro.
Los cabellos, que habian adquirido una coloración más
oscura, no habrian podido compararse, ni aun dada la
mejor voluntad, con el negro del ébano, ni el oro de
las mieses. Si la piel tenía esa biancura mate de la ca-
melia, que desafía los mordiscos del sol y del aire, los
ojos. no eran de un azur muy pronunciado ni muy
franco. Si los dientes, alineados como perlas de un
collar, tenían la límpida nitidez del nácar, la boca era
en cambio algo grande y los labios algo carnosos. Por
último, las pestañas, al bajarse, no caian sobre la me-
jilla como franjas de confalón, y para decirlo todo, la
línea de la nariz sólo recordaba vagamente la nariz
MAGDALENA 95
recta de las razas regias. Sea como fuere, es lo cierto
que la figura y la persona formaban un conjunto sua-
ve, donde se fundían esas imperfecciones de detalle,
armonizándose tan bien que cada una de ellas parecía
una seducción y un encanto más. Agrádanme esas be-
llezas, menos correctas que simpáticas, que subyugan
el corazón antes que los ojos, y que sin tener nada de
cuanto deslumbra y fascina á primera vista, hállanse
dispuestas siempre á revelar, al que comprenderlas
sabe, alguna gracia imprevista, algún encanto nuevo.
A la vez que consagrándose á la administración do-
méstica y á velar por el buen orden de la casa, la cor-
dura y la razón precoces de que en ello daba prueba
no excluian en Magdalena la distinción, la poesía, ni
siquiera cierto espiritu novelesco y soñador que debia
á su madre, á la Alemania y á Dios. Era en suma una
muchacha simpática de ver, en toda la flor de la ju-
ventud y de la salud, rica naturaleza bien venida y
abierta, derramando en torno suyo el movimiento, la
dicha y la vida.
Fácil es formarse idea de la actitud de Magdalena
entre la marquesa y el caballero. Era la sonrisa de su
vejez y como un tibio rayo de sol que iluminaba el
ocaso de sus vidas. Mezcladas'y confundidas, nave-
gaban estas tres existencias en lentas y apacibles on-
das, sin que nada diese á pensar que su transparente
limpidez pudiera alterarse nunca. Y aconteció no obs-
tante que aquellas ondas puras se enturbiaron,
Las cartas de Mauricio habian llegado al principio
llenas de encanto y poesla, frescas y embalsamadas
96 JULIO SANDEAU
como otros tantos ramilletes cogidos en el rocio de los
campos. Así se escribe en esa edad feliz, de tan breve
duración. En las horas pálidas, cuando la vida empie-
za á declinar, ¿habéis encontrado á veces, en el fondo
de un viejo cajón de familia, algunas de las cartas de
vuestros tiempos juveniles? ¿Os habéis detenido en
leerlas: Y en su lectura ¿no habéis visto pasar á través
de vuestro llanto la imagen de vuestros bellos años ?
Por un amargo retroceso sobre el estado actual de
vuestro corazón ¿os habéis preguntado si era verdad
que de ese mismo manantia], próximo á secarse hoy,
habían podido brotar todos esos tesoros de entusias-
mo y de fe, de gracia y virtud, de esperanza y amor ?
De esta indole eran las cartas que escribía Mauricio á
los veinte años.
De fiesta eran, pues, los días de llegada del correo á
Valtravers. En cuanto divisaba á lo lejos al peatón ru-
ral, corría á su encuentro Magdalena, y regresaba
triunfante al castillo. Regularmente era ella quien leía
en alta voz las misivas de su primo. Cuando encon-
traba entre aquellas líneas su nombre, lo cual aconte-
cía raras veces, hubiérase podido ver agitarse su seno
y colorear un instante el alabastro de su rostro un
matiz rosado, casi imperceptible. Sien las cartas no se
trataba de la primita, lo cual acontecia á menudo, no
daba muestras de sorpresa ni entristecimiento; sólo
si, se hubiera podido observar que estaba más grave
y silenciosa el resto de aquel dia. Estas cartas de Mau-
ricio hacían vibrar á la vez todas las fibras del buen
caballero que podia seguir en ellas, á través de las ex-
MAGDALENA 97
pansiones de una ternura apasionada, la evolución de
un espiritu distinguido y de una inteligencia despeja-
da. Por otra parte, algunos viejos amigos que tenia en
París, le escribian felicitándole, exaltando á su hijo a
porfía y contándole de él maravillas. Todo iba lo mejor
posible, y uno de los temas de conversación eran ya
las venturas del regreso.
Cuando he aquí que, al cabo de un año, las cartas de
nuestro amiguito comenzaron á ser cada vez más raras
y cortas, cada vez menos afectuosas y tiernas. Vagas
-en el pensamiento, cohibidas en la expresión, denun-
ciaban evidentemente una gran perturbación de los
sentidos y del alma. La pequeña colonia empezó por
afligirse en silencio, y acabó por alarmarse seriamente
y por quejarse. A los indulgentes reproches que se le
dirigieron, no supo Mauricio oponer más que respues-
tas evasivas. Largo tiempo hacía que expirara el plazo
fijado para su permanencia en París, y á pesar de ello
no se mostraba Mauricio muy dispuesto á partir á
Alemania 0 á Italia como estaba acordado. A las ob-
servaciones del caballero, que le daba prisa para su
partida, nada contestó al principio; y después, impa-
.cientado por la insistencia de su padre, respondió en
un lenguaje poco retenido, en que se traslucia la impa-
ciencia del freno. Si los viejos amigos escribían aún
era sólo para espresar el sentimiento de no ver á Mau-
ricio como antes. Finalmente algunos obuses vinie-
ron de lejos á estallar, en forma de letras de cambio,
sobre el honrado hogar, sobrecogido de mustio espan-
to. Semejantes hechos no se habían realizado en una
98 JULIO SANDEAU
semana, ni en un mes, pero les bastaron menos de tres
años para llegar al punto que decimos.
Más aún. Si gracias á los pretextos más ó menos es-
peciosos con que Mauricio procuraba disfrazar todavia
sus extravios, había podido el señor de Valtravers
abrigar algunas ilusiones sobre la conducta de su hijo,
las buenas almas que en los pueblos hormiguean no
hubieran dejado de robárselas. Siendo como era un
completo gentil hombre, en la bella acepción de esta
palabra (tan común desde que la cosa es tan rara),
generoso, afable, corazón noble, carácter leal, tenía
el caballero numerosos enemigos en la comarca, no
entre los aldeanos, que se hubieran dejado matar por
él, sino en la villa vecina, donde unos cuantos algua-
ciles y procuradores, politicos de café, corifeos del li-
beralismo y polilla de la provincia, no le perdonaban
el haber recobrado sus dominios ni el haberse con-
quistado Ja estimación de sus gentes. Ahora bien, la
. villa toda sabía desde largo tiempo á qué atenerse
sobre la existencia que el joven de Valtravers hacia en
Paris; porque la provincia es una buena madre que no
abandona á sus hijos ausentes, siguiéndolos á través de
la vida con ojos ávidos, curiosos y celosos, dispuesta
siempre á aplastar á los que caen para vengarse de los
que se elevan. Por regla general, si queréis sembrar
la desesperación y la consternación en la madriguera
de seres humanos que os vió nacer ó crecer, liegad,
erguida la cabeza y por el camino recto, al logro de los.
éxitos, de los honores y de la fortuna. Si, por el con-
trario, preferís derramar dulce alegria en el tugurio,
MAGDALENA 09
procurad hundiros y que vuestros virtuosos conciuda-
danos puedan llorar por vuestra ruiua. Cuando nues-
tros conciudadanos lloran por nosotros, es seguro que
tienen grandes ganas de reir.
En este concepto, Mauricio habia venido á ser en
breve tiempo para la villa en cuestión maravilloso
tema de escándalo público y de satisfacción interior.
Traidoramente oculto bajo el manto de la piedad,
el rencor sacióse á tuti-plen. No se le escatimaron al
caballero advertencias caritativas, ni manifestaciones
de hipocrito pésame; los anónimos completaron la
obra.
Devoraba sus lágrimas la marquesa, y el caballero
desmejoraba á ojos vistas. Volado había desde largo
tiempo la ventura del antes plácido hogar. Magdalena
acudía á una yá otro como ángel consolador. Defen-
día á Mauricio y aun hablaba de su próximo regreso;
pero, á decir verdad, ni ella misma lo esperaba, y á
menudo ocultábase para llorar. Todo el mundo com-
prendia que el caballero estaba gravemente atacado,
por cuanto después de haber empezado por descuidar
la escultura en madera, acabó por abandonarla ente-
ramente. Ya no tenía gusto para nada ; sólo Magdale-
na poseía el secreto de desarrugar su frente y de atraer
á sus labios una pálida sonrisa. Deciale á veces el buen
señor: «Preciso será, pobre niña, que antes de morir
me ocupe de asegurar tu destino, pues, con la marcha
que lleva, no será Mauricio quien vele por ti cuando
yo falte.—¡Vaya, vaya, padre mio—contestaba Mag- .
dalena—no se ocupe usted de ello. Toda mi ambición
roo JULIO SANDEAU
se cifra en amar á usted; y el día en que usted falte,
no necesitaré nada. Ya soy bastante crecida para poder
cuidarme de mí. No me falta valor á Dios gracias, y lo
que hicieron en mi Alemania usted y la señora mar-
quesa, también sabré hacerlo yo en Francia; trabaja-
ré; por qué no?» Y el anciano sonreía, moviendo dul-
cemente la cabeza. Cierto día la joven se atrevió á
escribir en secreto á su primo. Debia ser una carta
adorable; Mauricio no la contestó. Por lo que atañe al
caballero, ya no escribía, y apenas toleraba en los últi-
mos tiempos que hablasen de su hijo en su presencia.
Mas, sintiéndose desmejorar de dia en día y compren-
diendo que no estaba lejano su fin, decidióse á exhalar
hacia aquel malhadado muchacho un postrer grito de
amor y desesperación.
Lenta fué en llegar la respuesta; por último se reci-
bió, al cabo de tres meses. Y era que, ausente de París
desde hacia un año, en viaje no se sabe á dónde, nien
compañia de quién, Mauricio no habia podido recibir
hasta su regreso las últimas noticias de su padre.
¡ Alabado sea Dios! el muchacho volvia á mejor sende-
ro; de ello daba fe su carta. Trasluciase en ella la an-
gustia de un alma caida, pero que, por un esfuerzo
supremo, aspiraba á realzarse. Besaba las rodillas de
su buen padre; bañaba en llanto las manos de la mar-
quesa, y la propia Magdalena se hallaba mezclada en
las efusiones de su arrepentimiento. Sólo pedía unas
pocas semanas para acabar de romper los malos lazos.
Dentro de pocas semanas partía, daudo un eterno
adiós al mundo que le había descarriado; azotado por
Habíase extinguido la víspera.
MAGDALENA 103
la tempestad, regresaba al puerto para no volver á
salir de él. —¡Techo paternal! ¡A ti vuelvo, por fin,
dulce nido de mi infancia! amables compañeros de mis
juveniles años! ¡con qué gozo no os estrecharé contra
mi corazón! ¡y á mi primita también, que hoy debe
ser ya una real moza |—Exaltada por estas vivas imá-
f£enes, su imaginación habia recobrado de momento
la poesia y el frescor de la adolescencia. Desgraciada-
mente cuando la carta llego al castillo, hacia veinticua-
tro horas que el caballero dejara de existir. Habiase
extinguido, la vispera, junto á la ventana, sentado en
su sillón y oprimidas dulcemente sus manos por la
marquesa y Magdalena.
El mismo día de los funerales, cuando la tierra hubo
cubierto lo que restaba en este valle de aquel sér ex-
-celente que el azar hiciera gentil-hombre, y que el
trabajo y la pobreza hicieran hombre, llevóse la mar-
quesa á Magdalena, huérfana por vez segunda.
—Hija mía—le dijo—tu obra no está concluida aún.
“Todavia debes ayudarme á morir y cerrar mis ojos.
Y ambas permanecieron largo tiempo estrechamen-
te abrazadas.
—¡Ah!—exclamó la marquesa;— ya que tú me has
devuelto á mi hija, es justo que: yo sea para ti una
madre.
Desde aquel día vivió Magdalena en el castillo de
Fresnes. Una semana antes de expirar, el caballero
había entregado á la marquesa un testamento ológrafo
por el que legaba á su sobrina su granja del Coudray,
«le valor unos ochenta ó cien mil francos. Este docu-
104 JULIO SANDEAU
mento estaba concebido en términos afectuosos y con-
movedores, revelando en unas cuantas lineas adora-
bles toda la delicadeza dei testador. Cuando, para
tranquilizar sin duda á Magdalena sobre su porvenir,,
le confió la señora de Fresnes este precioso testimonio
de la ternura de su tío, la joven, movida por un senti-
miento de piadosa gratitud, lo estrechó contra sus-
labios y contra su pecho, y luego, rasgandolo, deslizó.
religiosamente aquellos fragmentos en su seno.
—¿Qué es eso, hija mía, qué has hecho?—exclamo la
marquesa, alarmada en apariencia y encantada en rea-
lidad.
—«¿Y usted, corazón noble, lo pregunta ?—respondió-
sonriendo Magdalena.—No sé nada de la vida de Mau-
ricio; únicamente presiento que ese joven debe nece-
sitar de todos sus recursos, y mal reconoceria yo los
beneficios del padre aprovechándome de una parte de
la fortuna del hijo. Tenga usted la seguridad, señora,
de que lo que acabo de hacer, está bien hecho. No:
habria usted obrado de otro modo, en mi lugar.
—Pero, mi pobre hija, ¡tú nada posees! No te acon-
sejaré que fíes mucho en la abnegación de Mauricio.
Cuando yo falte, lo cual no ha de tardar mucho, ¿qué
va á ser de ti en el mundo?
—Lo que pasa á los que sólo poseen buen ánimo y
buena voluntad. Por ventura, y gracias á las buenas
lecciones de usted, ¿no soy tan rica como lo era usted
misma al llegar á Nuremberg? Confío en que Dios, que
á la sazón auxilió á usted, no me abandonará y que lo-
graré construir mi nido como construyó usted el suyo.
MAGDALENA 105
— ¡Vaya! eres una buena muchacha, tan buena
como linda—añadió la marquesa cogiendo bruscamen-
te entre sus dos blancas "y secas manos la cabeza de
Magdalena, y llenando de besos su frente y su cabello.
Esperábase de un día para otro á Mauricio, á quien
la muerte de su padre habia herido como un rayo.
Transcurrieron semanas y meses, y Mauricio no lle-
gaba. En breve se supo que había otorgado poderes, y
que su procurador se ocupaba en los quebraderos de
cabeza que los muertos suscitan á los vivos. Había es-
crito al principio á su prima una carta sín mucha efu-
sión, aunque muy afable, y en la cual le ofrecia, sin
entusiasmo ni malgrado, una amplia parte en la he-
rencia de su padre, precisamente la granja del Coudray
que la huérfana acababa de renunciar generosamente,
por manera que, sin sospecharlo, Mauricio ofrecia á
Magdalena lo que ésta le daba. Contestó la joven sen-
ciilamente que, retirada junto á la señora de Fresnes,
no necesitaba absolutamente nada, No insistió Mauri-
cio: ¿dónde estaban sus buenas resoluciones ? Rete- -
nido por el respeto y el remordimiento, tal vez no
osaba afrontar aún la vista de un sepulcro cuya antici-
pada ocupación podia, en rigor, echarse en cara. Agra-
decianle esta reserva; no dudaban que más adelante
llevaría á Valtravers la ofrenda de sus expiaciones.
Mientras en Fresnes abrigaban cándidamente esta
última esperanza, caian como granizo á algunos pasos
de alli las hipotecas. Un año apenas había transcurri-
do desde la muerte del caballero, cuando comenzo a
propalarse por la comarca la noticia de que las tierras
106 JULIO SÁAÁNDEATSU
y el castillo de Valtravers iban á venderse en pública
subasta. La marquesa y Magdalena se negaron rotun-
damente á darle crédito y clamaron ¡calumnia !, como
cada vez que se había tratado de defender á Mauricio
contra las hablillas de la provincia. Cierto día, sin em-
bargo, mientras daban un paseo por el bosque, ha-
blando del cruel y querido ausente (pues, aun cuando
le maldecian, no podían dejar de amarle) percibieron
á través de la verja del parque, en las gradas de la es-
calinata, á varios de los sirvientes del castillo depar-
tiendo vivamente con numerosos campesinos, y mi-
rándose unos á otros con aire consternado. Impelidas
por secreto presentimiento y vehemente curiosidad
encamináronse hacia la solariega mansión.
—¡Ah! señora marquesa! ¡ah! señorita Magdalena!
—clamaron á la vez todas aquellas buenas gentes—
¡ah! ¡qué terrible desgracia para todos nosotros! Ha
caido el rayo sobre nuestras cabezas; es la ruina de
nuestra pobre vida.
—¿Qué hay, hijos míos? ¿qué ha ocurrido? ¿qué os
pasa ?*—preguntó la señora de Fresnes.
—;¡Vea usted! ¡vea usted! señora marquesa. ¿Qué
debe pensar de esto en el cielo nuestro bendito amo?
Y con gesto azorado designaron la puerta y la facha-
da del castillo deshonradas por inmensos cartelones
con los timbres del fisco. Ya no cabía duda; eran los
avisos de venta.
Inclinó Magdalena la cabeza y dos lágrimas silencio-
sas surcaron sus mejillas. Hasta entonces, no había
comprendido gran cosa de lo que en torno suyo lla-
MAGDALENA 107
maban desórdenes y extravios de Mauricio. Asi, pues,
en su fuero interno, le habia absuelto siempre. Esta
vez, todos sus nobles instintos sublevados gritáronle
implacables que su primo estaba perdido. En cuanto
á la marquesa, sintió afluir á su frente toda la sangre
de su corazón indignado, que no había enfriado la
edad, corazón siempre joven, siempre ardiente.
—No, hijos mios, no —contestó resueltamente; —
mientras yo viva, estas tierras y este castillo no serán
presa de los lobos cervales de la banda negra. No tole-
raré que se dé tal gustazo á los necios y á los malos.
Tranquilizáos pues, amigos míos. Seguiréis como
antes: vosotros en vuestra granja donde nacisteis y
vosotros en esta casa donde habéis crecido. Nada se
alterará en vuestra existencia; fiad en mi y corred á
consolar á vuestras mujeres y vuestros hijos.
Dicho esto y sin perder momento, mandó recado á
su notario y le entregó los titulos de la Renta que re-
presentaban la mejor parte de su fortuna, mediante la
cual, el dia de la venta, debía cubrir todas las pujas.
Despertó pues la marquesa cierta mañana propietaria
legítima de los dominios de Valtravers, lo cual no mo-
dificó ni en un ápice sus hábitos, pues continuó vi-
viendo con Magdalena en el castillo de Fresnes, donde
había muerto su hija y donde quería ella morir.
¡ Ay! fué aquel el último arranque de la amable y
estimada marquesa. Desde hacía largo tiempo, sentia-
se atraída dulce aunque imperiosamente por el alma
impaciente de su viejo compañero.
—¿ Qué quieres »—le decía á veces á Magdalena; —
108 JULIO SANDEAU
nunca nos habiamos separado. Sin hablarte del mar-
qués á quien no conociste, juraría que el pobre caba-
llero se fastidia allá arriba no viéndome á su lado. Mal
me he portado haciéndole esperar tanto tiempo. Eso
si, lo que me tiene en apuros es saber qué le voy á
contestar cuando me pida noticias de su hijo.
La vispera de su muerte, al volver en si de un pro-
longado amodorramiento, volvió la marquesa el rostro:
hacia Magdalena, que permanecia sentada á su cabe-
cera, y le dijo: «Acabo de tener un sueño raro, que
quiero contarte. Veia á Mauricio en el fondo de un
abismo, Asquerosos reptiles rastreaban y silbaban á
sus pies y el pobre muchacho hacia desesperados es-
fuerzos para salir de aquel antro. Bien queria yo correr
á ayudarle, pero mis pies parecian clavados en el sue-
lo, y le tendía mis dos brazos impotentes, cuando de
pronto te vi venir de lejos, tranquila y serena. Llega-
da al borde del abismo, después de desatar la blanca
manteleta que ceñía tu cuello y flotaba sobre tus
hombros, la ofreciste sonriente á Mauricio, que se
apresuró á cogerla; le sacaste de allí sin esfuerzo algu-
no, y se apareció á nuestra vista radiante y transfigu-
rado. Esto he soñado: ¿qué te parece, hija mía 2»
Un pálido destello animó los labios de Magdalena,
que permaneció pensativa y sin contestar. La marque-
sa falleció al siguiente dia, ó por mejor decir, se ex-
tinguió entre los brazos de la joven alemana, exhalan-
do su alma hermosa á través de una sonrisa.
— Hija mia — había dicho jovialmente pocas horas
antes de expirar; —no te he olvidado en mi testamen-
MAGDALENA 109
to. Ya que tan aficionada eres á la miniatura, te dejo
mis colores y mis pinceles. Procura con ellos encon-
trar un marido.
Efectivamente, al abrir el testamento, reconoció
Magdalena que la señora de Fresnes había dicho ver-
dad. Sólo que, á este corto legado, añadía la marquesa
el castillo y las tierras de Valtravers, dejando todavía
buena herencia á sus herederos naturales que, en
verdad, no tenian de ello necesidad alguna.
De esta suerte, la joven y hermosa niña pudo entrar
como soberana en aquella mansión donde, una velada
de otoño, cinco años antes, se habia presentado con su
paquetito en el brazo.
ENOSs deslumbrada de lo que pudiera creerse por
(MD su nueva posición, volvió Magdalena piadosa-
mente á aquel castillo, cuya servidumbre entera, que
la habia visto crecer y que la amaba cordialmente, la
recibió como á una reina, Alli vivió como en pasados
tiempos, modestamente, sin ostentación, preocupada
tan sólo de los seres confiados á su cuidado. Su auto-
ridad demostróse unicamente por la profusión de be-
neficios que derramaba en torno suyo; á no ser por
esto, dificilmente hubiera podido sospecharse el acre-
12 JULIO SANDEADU
centamiento de su fortuna, creyéndose que todavía era
la huerfanita recogida por su tio. Había declarado,
desde luego, que no quería que sufriese ninguna alte-
ración el antiguo tren de vida de la casa, y que desea-
ba que todos los hábitos del buen caballero se respeta-
ran, absolutamente como si no hubiese muerto y hu-
biera de volver de un momento á otro. En cuanto á
ella, no habia querido otra habitación que el cuartito
donde transcurrieron los últimos dias de su adolescen-
cia y los primeros años de su juventud. Cuando iban
á recibir sus órdenes sobre algún asunto un poco gra-
ve, nunca dejaba de consultarlo con sus sirvientes,
para saber lo que hubiera decidido el caballero en aná-
loga circunstancia. Si le ocurría aconsejar ó reprender
(este último caso era muy raro), preparábase á ello con
alguna frase por el estilo:—Creo, hijos mios, que el
caballero, vuestro excelente amo, habría dicho ó hecho
esto 0 aquello.—A menudo repetia que el mejor modo
de honrar la memoria de los seres que hemos amado,
es no hacer cosa que hubiera podido afligirlos, y pre-
guntarse, antes de obrar, lo que les pareceria si aún
estuviesen presentes. Por último, cuando hablaba de
Mauricio, era con respeto y como de un joven rey,
cuyo reino administraba durante su menor edad. Era
menos reina, que regente.
Habiéndose extendido por todo el país el rumor de
su prosperidad, no tardaron en afluir pretendientes á
su mano. Valtravers habiase convertido en una Meca,
ó en una especie de Santo Sepulcro, designado á la
ferviente piedad de todos los solteros del departamen-
MAGDALENA 113
to. Durante algunos meses vióse una larga hilera de
peregrinos, dirigiéndose al santo Jugar para practicar
sus devociones. Pequeños hidalgúeios, gentil-hombres
arruinados, hijos de familia, jovenes y viejos, unos en
su calesín de mimbre, otros en su rancia berlina, otros
cabalgando delgaducho rocinante, acudieron de todos
los ámbitos del horizonte, recitando sus padre-nues-
tros. Si bien formal y pensadora, poseía Magdalena
ese franco buenhumor, que procede naturalmente de
una conciencia pura, de un corazón recto y de un es-
piritu sano. Contestó á aqueilos fieles que era un es-
pectáculo edificante el ver á una pobre huérfana con-
vertida de improviso en objeto de un culto tan puro y
de una abnegación tan desinteresada. Ya había oído
decir en Alemania que Francia era la patria de las
almas piadosas y de los corazones generosos; pero
nunca hubiera creído, á no verlo, que llevase á tal
punto la religión del infortunio. Conmovida profunda-
mente, sólo una cosa sentia, y era encontrarse bastan-
te dichosa en su humilde estado para no querer tro-
carlo con la rara fortuna que iban á ofrecerle. De esta
guisa viéronse despedidos, sucesivamente, aquellos.
devotos y pios personajes.
Por lo demás, siempre Magdalena había contestado
formalmente en el mismo sentido cada vez que el ca-
ballero ó la marquesa le habian hablado de casamiento.
La muchacha habia decidido no casarse nunca. Si tal
era'su gusto, lo apruebo, no sabiendo comprender ese
tantillo de ridiculez con que se tilda á las solteras en-
vejecidas en el celibato. ¿Será acaso un marido una
8
114 JULIO SANDEAU
droga tan indispensable y tan rara á la vez, que no
pueda una mujer pasar sin ella, corriendo al mismo
tiempo el riesgo de no encontrarla? No hay criatura
fea o pobre que no la haya encontrado en su camino;
mas yo estimo á la que se resigno á envejecer en la
soledad, antes que consentir en un mal enlace de su
corazón ó de su espiritu.
Libre de sus pretendientes, continuó viviendo Mag-
dalena en su retiro, compartiendo sus dias entre los
cuidados de su pequeño imperio, el ejercicio de la be-
neficencia y el cultivo de sus predilectas artes. Había
exhumado de la biblioteca de su tio algunos viejos y
buenos libros, que acabaron de madurar su inteligen-
cia. En su gravedad sonriente, en su tranquila y se-
rena belleza, representaba, á los veintiún años, la
gracia y la razón, el buen sentido y la poesia, parecida
á las flores que aspiran el jugo de la tierra por las rai-
ces de su tallo y que beben al mismo tiempo en su
embalsamado cáliz el rocío del cielo. Era también pia-
dosa y cada domingo concurria á la misa de Neuvy-
les-Bois. Visitaba de buen grado la maligna aldea que
la vió tan abandonada, y donde, en la actualidad, tenía
sus pobres y sus huérfanos que la llenaban de bendi-
ciones. Al salir de la iglesia, pocas veces dejaba de
entrar en casa de la buena campesina, que tan carita-
tivamente le ofreciera beber de la leche de sus vacas.
Por lo que toca al señor Perico, jamás pudo conseguir
amansarlo. Ya fuese porque en su presencia se sentia
abrumado de remordimientos, ya más bjen por miedo
de que no le reclamara la moneda de plata que había
MAGDALENA 115
«ganado con su buen proceder, el muy bribón se lar-
gaba a todo correr en cuanto la percibía.
Cuando los fúnebres matices que la muerte deja en
pos de sí se hubieron disipado en derredor de Magda-
lena, cuando el tiempo hubo trocado en sonrientes
sombras los espectros de su dolor, la joven hubiera
podido considerarse feliz entre todas, á no asediarla
sin tregua una preocupación en el seno de su ventura.
¿Qué hacia Mauricio + ¿qué era de él? Desde la muerte
de su padre, no habia dado señal de vida sino por el
escándalo de sus desórdenes, siempre crecientes. An-
tes de tomar posesión de Valtravers, cediendo á los
impulsos de una delicadeza, que sin dificultad adivi-
narán las almas selectas, y que en vano intentarian
comprender los espiritus mediocres, Magdalena le ha-
bía dirigido una carta, excusándose de su fortuna.
Esta carta, que Mauricio debía de llevar respetuosa-
mente á sus labios, á no ser que en su pecho se hubie-
se extinguido todo sentimiento de virtud, habia que-
dado sin contestar. Y sin embargo, á pesar de motivos
tantos para desterrarle de su corazón, a pesar de lo
que hubiese hecho y de lo que de él hubiesen dicho,
preocupábase todavia Magdalena del malaventurado
joven con inquieto y torturado pensar; velale, en
sus sueños, tal como aquella tarde de otoño en que,
por vez primera, le habja abierto la puerta del hospi-
talario hogar. En aquel tiempo, no pasaba de ser una
niña; pero en esa edad, en que nosotros los hombres
sólo acabamos de salir de los juegos de la cuna, quién
sabe lo que germina ya en esotros corazones de quince
116 JULIO SANDEAU
años! Las muchachas no tienen infancia, y por joven:
que sea su mujer (á menos de haberla visto nacer y
desarrollarse) ningún marido puede lisonjearse de ha-
ber aspirado el primer perfume de su alma.
Dios, que ve formarse el diamante en las entrañas de
la tierra y abrirse Ja perla en los abismos del Océano,
Dios únicamente ha podido saber lo que pasó en el
seno de nuestra heroina desde el primer encuentro.
Magdalena se habia resistido largo tiempo á creer que
Mauricio hubiese degenerado tanto como aseguraban.
Largo tiempo le habia defendido contra todos, hasta
contra su padre, tan indulgente, y contra la marquesa,
tan bondadosa. Por último, cuando después de haber
visto abreviados los dias del caballero y sacado á pú-
blica subasta el dominio de los abuelos, hubo de ren-
dirse á la evidencia, no por ello habia dejado de ser
aquel joven el secreto pensamiento, la oculta novela
de su vida. Tales preocupaciones habian redoblado en
intensidad desde que Magdalena, aposentada en Val-
travers, volvía á encontrar á cada paso las huellas vi-
vientes de aquella juventud que conociera ya tan im-
petuosa, pero tan simpática todavía en sus arrebatos.
Ninguna modificación había sufrido, desde su partida,
la habitación que ocupara en el paterno hogar. Alli
Magdalena pasaba á menudo horas largas, tristes á
veces, y otras, encantadas. En el parque sentábase al
pie de los árboles que habia plantado Mauricio. Cuan-
do cruzaba el patio del castillo, los perros de caza acu-
dian solicitos á lamer sus manos. Cuando se dirigía á
las riberas del Vienne, percibía por encima de los se-
MAGDALENA 117
10s los caballos que él había montado y que pacian li-
bres en los abundantes prados. La selva entera estaba
Jena de su sola imagen. Más aún: vivia en Valtravers
una buena y apreciable criatura que nunca se habia
ausentado del castillo donde nació casi al mismo tiem-
po que Mauricio. Los dos se habian nutrido con la
misma leche, lo cual, en nuestras provincias, establece
“siempre entre los muchachos cierta fraternidad, El
«caballero, que la profesaba cordial cariño, había hecho
dar una especie de educación á esta niña, que tuvo el
raro acierto de aprovecharla muy poco y de seguir
siendo buenamente lo que la naturaleza la hiciera:
limpia, activa, avispada, complaciente, de franco ha-
blar, regocijando á los ojos por su bella salud y recor-
dando de lejos'á Dorina y á Marineta. No se le sabía
más defecto que el ser á veces demasiado expresiva
en la efusión de sus sentimientos, naturalmente exal-
tados. No era amor lo que sentía por su hermano de
leche; era una verdadera adoración. Parecíale muy
puesto en orden que se hubiese comido su patrimonio
á su gusto y sólo se admiraba de una cosa: que hu-
biera quien se permitiese dudarlo. Si en lugar de ven-
derlo, hubiese prendido fuego al castillo de su padre,
sin vacilar habria Úrsula declarado admirable el acto.
Si á guisa de distracción hubiese mandado asar en las
parrillas á sus colonos, la muchacha habria juzgado,
cuando más, singular el caso. Desde un principio con-
<ibió por Magdalena un cariño análogo. En cuanto
supo que una alemanita huérfana, prima de Mauricio,
acababa de llegar al castillo, había volado á su encuen-
118 JULIO SANDEAU
tro, abalanzandose á sus brazos y anegándola casi con:
sus lágrimas. Era hermosa, sobre todo cuando la ser-
vidumbre o los mozos de granja fingian dudar ante
ella de las virtudes del joven caballero. Un trompicón
acá, una bofetada allá, le costaban un bledo: tenía fir--
mes los puños, y con ella no osaban habérselas los más:
atrevidos. Complaciase Magdalena en charlar con esta
buena muchacha. ¿Qué atractivo la impulsaba? no
hay para qué decirlo. Como Úrsula, por su parte, no:
tenia mayor ventura que oir hablar de su señorito, la
cosa marchaba como por un carril. Raro era el día en
que Magdalena no la llamara. Y sentadas las dos junto
al alféizar de la ventana, una bordando y la otra echan-
do zurcidos, en breve salía Mauricio á colación, Úrsula.
comenzaba narrando los primeros años del joven. Era
lo mismo siempre; pero lo que una no se cansaba de
oir, la otra mo se cansaba de contar. Remontando el
curso de los recuerdos, llegaban insensiblemente á la
hora presente. Úrsula presentaba á su hermano de le-
che como cordero sin mancha, y auguraba su próximo-
regreso. Magdalena movia la cabeza, Sin embargo, la
granja del Coudray no había sido puesta en venta; de
consiguiente, Mauricio no habja dado un adiós eterno-
al pais.
También se extinguió esta esperanza postrera, Cier-
to día llegó la noticia de que iba á venderse la granja.
dei Coudray; y como una desgracia nunca va sola,
aquel dia mismo un acontecimiento imprevisto sem-
bró el trastorno y la consternación en la pequeña colo--
nia. Presentóse un procurador á prevenir á Magdalena
MAGDALENA 119
que un sobrino de la señora de Fresnes, á quien supo-
nian muerto desde muchos años, había reaparecido
en la comarca, impugnando el testamento de su tía
y que desde aquel instante comenzaban las hostilida-
des.
Poco tiempo después, paseaba Magdalena una tarde
por las avenidas del parque. Caminaba lentamente,
sola, triste, preocupada. Si bien era imposible prever
el resultado del pleito, y aun cuando le desagrada-
ban los enojosos cuidados que esta clase de asuntos
lleva consigo, no era la preocupación de su fortuna lo
que tan conmovida la tenia. Su primer impulso había
sido salir del castillo, erguida la frente; y si se resignó
á defender sus derechos, sólo fué por respeto á la me-
moria de sus bienhechores. Actualmente, sucediera lo
que sucediese, habia cumplido su deber. Lo demás la
inquietaba poco. ¿Qué le importaba en lo sucesivo
aquelia mansión, á donde jamás volveria Mauricio?
Nunca la había considerado ella sino como propiedad
de su primo; durante tres años, el ensueño de su vida
y el gozo de su alma se cifraron en pensar que llegaría
un día en que el hijo pródigo recobrara, por su media-
ción, los dominios de sus padres.
Entre tanto ¿él, qué hacia? Al doblar una calle de
árboles, la joven le vió ante si. Era él, en verdad, era
Mauricio; pero tan pálido, tan cambiado, que parecia
su espectro. Efectivamente, ya no era ¡ay! sino la
sombra de si propio. Magdalena, fuera de si, quizo lan-
zarse á sus brazos; su emoción zozobró contra la gla-
cial actitud de aquella huraña figura, Después de haber
120 JULIO SANDEAU
observado que la tarde era fresca, ofreció á su prima
acompañarla al castillo. Mientras en su brazo temblaba
Magdalena, andaba él con paso firme. Subió, sin vaci-
lar, las gradas de la escalinata. Sólo cuando entró en
el salón y en cuanto Magdalena le hubo dicho:—¡Aquí
murió vuestro padre! pareció que se le dobiaban las
piernas, y ocultó el rostro entre sus manos.—¡ Ah!
¡eres tú!l—dijo á Ursula, que le ahogaba á abrazos.
Después de algunos cumplimientos triviales á su pri-
ma, contó que, próximo á emprender un largo viaje,
del que esperaba no regresar, había querido ver, por
vez postrera, la casa de su padre y dar un adiós á
cuanto había amado. Al cabo de una hora retiróse á su
cuarto, por haber exigido Magdalena que no pensara
en buscar otro albergue,
—¡Ah! ¡desventurado! ¡desventurado!-—exclamó
ella, deshaciéndose en llanto y estallando en sollo-
zOS,
En cuanto á Úrsula, parecía transformada en piedra.
Mauricio, al ir á Valtravers, estaba decidido á no
pasar alli sino unas horas; debía partir en seguida,
volviendo á París para arreglar sus asuntos y termi-
nar los preparativos del largo viaje que meditaba. Ce-
diendo á las vivas instancias de su prima, consintió en
pasar algunos dias á su lado. En este tiempo pudo
Magdalena observar los estragos operados en aquel
joven, menos aún en la figura, que en el corazón y en
el espíritu. Vióle á menudo sombrío, taciturno, bur-
lón, raras veces afectuoso y bueno. Sin embargo, pa-
reció preocuparse de los intereses de su prima. Cierta
MAGDALENA 121
noche, para tranquilidad de su conciencia, hojeó por
encima los papeles del proceso, opinó que el asunto
estaba en buen terreno y declaró, sin saber nada, que
era pleito ganado.
—A vos incumbe eso, primo—dijo la joven son-
riendo.
—¿A mi, prima >
—«¿Ignoráis que, después de la muerte de vuestro
padre, estos dominios no han cambiado de dueño ?
—;¡Oh, Dios mío, prima !—replicó Mauricio con tono
indiferente—ese sería un acto de generosidad perdida.
Debo deciros que aun cuando poseyera todos los casti-
llos de Francia, no seria por ello más dichoso.
—Según eso, sois desgraciado, Mauricio?—preguntó
la joven con voz tan dulce y triste, que hubiera ablan-
dado un corazón de roca.
— ¡Yo, prima! si soy el hombre más feliz del
mundo!
La mañana siguiente, supo Magdalena que Mauricio
se había marchado sin despedirse. Verdad es que, á
su arribo á Paris, la escribió, excusándose de tan
brusca partida. Dos meses después, volvió á escribir.
Sus preparativos estaban terminados; dentro de quin-
ce días emprendia su viaje. Bajo una apariencia bur-
lona, las dos cartas denunciaban el malestar de su
alma. La última, sobre todo, respiraba sombrío des-
aliento y esperanzas más sombrías aún. Al leer la pri-
mera, Magdalena sintióse triste hasta casi morir; la
lectura de la segunda la dejó helada de espanto.
En el ínterin, seguia su curso el pleito: todos los
122 JULIO SANDEAU
piadosos peregrinos, cuyos votos había rechazado Mag-
dalena, regocijábanse ya del mal cariz que tomaban
los asuntos de la alemanita. La única que de ello nose:
preocupaba era Magdalena.
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ONFORME lo anunciara, disponiase Mauricio á em-
Q prender un viaje, muy largo en efecto, pues de to-
dos los que lo han emprendido, ninguno ha regresado
aún, y que, á la hora de partir, los más intrépidos han
sentido helarse su corazón y palidecer de espanto su
frente. Tenia tomadas todas sus disposiciones ; sólo le
restaba dar un eterno adiós á este mundo que iba á
dejar por otro mundo mejor, según aseguran y según
es dado creer, sin por ello presumir demasiado de la
bondad de Dios. A tal extremo habia llegado Mauricio
124 JULIO SANDEAU
por una pendiente insensible, pero fatal. Es una histo-
ria tan sabida, tan comun, tantas veces narrada por
voces más elocuentes que la nuestra, que bastará bos-
quejar sus más salientes rasgos.
Ved á ese joven; apenas tiene veinte años, Entra en
la vida que hasta ahora solamente entrevió al través de
las encantadas soledades donde ha crecido. Su infan-
cia se deslizó á la sombra del techo paternal, en la pro-.
fundidad de los valles. La naturaleza le meció en su
seno; Dios colocó en torno suyo únicamente nobles y
piadosos ejemplos. Vedle ahí avanzando, escoltado por
el risueño cortejo que lleva en pos de si la juventud.
En su frente reside la gracia; la ilusión anida en su
seno; como una flor abierta bajo el cristal de la onda,
se ve en el fondo de su mirada la belleza de su alma.
Cree candidamente, y sin esfuerzo, en todas las pasio-
nes honradas, en las ternuras sin fin que se perpetúan
más allá de la tumba, en los juramentos cambiados á
la claridad de las noches serenas, Sólo una ambición
tiene: el amor! ¡Pues bien! mientras os preguntaréis
bajo qué hálito asaz embalsamado acabarán de florecer
tan preciosos tesoros, mientras procuraréis averiguar
cuál es la Beatriz cuya mano asaz pura osará coger
esta virginidad encantadora, todo ello es presa ya de
algún corazón vicioso y corrompido. Las Beatrices
nunca llegan á tiempo, y cuando por fin el ángel se
presenta, sólo le es dado espigar el campo donde el
demonio cosechó.
Tal fué la primera experiencia que hizo Mauricio
del mundo y de la vida. Algunas mujeres (y éstas son
MAGDALENA 125
raras) han recibido del cielo el dón de ennoblecer y
fecundar cuanto las rodea; hasta el mismo dolor que
de ellas nos viene es bendito. Otras, por el contrario,
mucho más numerosas, tienen la funesta propiedad
de esas aguas que petrifican en breve tiempo todos los
objetos depositados en su seno. Malhadado ¡ay! tres
veces malhadado el joven confiado y crédulo que se ve
poseido del encanto fatal, tan á menudo difundido en
torno de esas criaturas engañosas! Allí perdió Mauri-
cio la mejor porción de si mismo; y como es achaque
de las almas débiles y ardientes tocar todos los extre-
mos, de alli salió insultando á la humanidad entera.
Si hay nobles corazones que adquieren nuevo vigor y
se purifican en la sangre misma de sus heridas, hay
atros que se agrian y acaban por corromperse. Nada
mejor creyó Mauricio que meterse de lleno en esa filo-
sofía burlona que consiste en zaherir los sentimientos
que se llaman exaltados, y en considerar como quime-
ras todo lo que no entra en el circulo de los goces ma-
_teriales: filosofía de antesala, reservada antaño á Jos
criados de comedia y que ciertos talentazos de nues-
tros días han pretendido trocar en doctrina de la ra-
zón, en teoria del buen gusto y de la elegancia. Estas
almas abortadas no tienen más ocupación que rebajar,
á diestro y siniestro, todo cuanto enaltece á la natura-
leza humana, estimando que las palabras poesia, he-
roismo, amor, patria y libertad sólo se inventaron
para distracción de su medianía. Mauricio fué, en
breve, uno de los discipulos más fervientes de este
burlón escepticismo. Una vez sobre esta pendiente, se
126 JULIO SANDEAU
camina aprisa. Al principio uno se persuade con faci-
lidad de que la cosa no pasa de juego, y, en efecto, du-
rante largo tiempo, es un juego en realidad, Por más
que se le diga para probar lo contrario, uno tiene
siempre en si, en toda su virtualidad, esos sentimien-
tos de que tan menguado caso hizo. Sabe que, si llega
la ocasión, volverá á encontrarlos y que al primer lla-
mamiento algo formal, ninguno dejará de presentarse.
Con tal seguridad, descansa, sin percibir que con esas
fanfarronadas de vicio, con esas albaracas de incredu-
lidad, el sentido moral se degrada, y por fin, el día
menos pensado descubre que, á fuerza de sentirse
burlados y zaheridos, esos sentimientos con los cuales
contaba como con un capital de reserva, han tomado
el partido de liar el petate y de largarse callandito,
Asi, después de haber comenzado por valer más, en
el fondo, de lo que uno se placia en dar á entender,
acaba por ser en realidad lo que parecer quiso.
Todavía el corazón de Mauricio volvía de vez en
cuando sus miradas hacia Valtravers; pero demasia-
dos lazos le ataban y oprimian por todas partes. Meti-
do ya el pie en las malezas de la vida, difícil es salirse
de ellas. Las cartas de su padre irritábanle sordamen-
te; aun cuando tiernas y muy maternales las observa-
ciones de la buena marquesa, le hacían sonreir de lás-
tima Ó botar como león herido. Era muy de moda,
entre la juventud de entonces, estimar en muy poco
lo que antaño tuvieron la debilidad de venerar en La-
cedemonía. La Restauración tocaba a su fin; acercá-
base á pasos de gigante esa crisis social que se anun-
MAGDALENA 127
ciaba como debiendo cambiar la faz del mundo, y no
creo que en época alguna se haya llevado más adelan-
te que entonces el desprecio de toda regla y la ausen-
cia de todo respeto. Sin advertirlo, hallábase im-
pregnado Mauricio de ese espíritu de rebelión que
imperaba en la atmósfera y hacia el cual le impelían
naturalmente los ardores de su sangre y el arrebato
de su carácter, ¡ Ay! cuán distinto era ya este joven
del que conocimos ornado de tantas gracias € ilusio-
nes, afectuoso, simpático, bondadoso con todo el mun-
do! Y es lo que pasa con estas organizaciones poéticas
y frágiles como el cristal, suave al tocar mientras se
halla intacto, y cortante en cuanto se halla roto.
Entre tanto Mauricio recorría el empedrado de Pa-
ris, comiendo su trigo en flor y cultivando su inteli-
gencia lo absolutamente preciso para no pasar por un
recién llegado del Congo, Al revés de los grandes co-
razones, que al sentirse heridos profundamente, se
refugian en la soledad para curarse en secreto Ó aca-
bar de morir, habíase lanzado á cuerpo descubierto
al torbellino de las distracciones vulgares. El ocio y el
hastío que subsiguen á las borrascas de la pasión, le
sumieron más y más en el cieno. Singular remedio
para las heridas del alma, el que consiste en lavarlas
con el fango del arroyo! Digno es de compasión el
joven que no sabe respetar su dolor; ultrajándolo, da
prueba de que no merecía ser feliz. Hermoso, genero-
so, pródigo, no tardó éste en conquistarse un nombre
en ese mundo equivoco, donde se han refugiado las
costumbres de la Regencia, menos la elegancia de sus
128 JULIO SANDEAU
maneras y el atractivo de su cortesía. Se habló de sus
duelos y de sus caballos, de sus deudas y de sus con-
quistas. De tumbo en tumbo, encontróse un día frente
á frente con la disolución. Contempló impávido al
monstruo y le dió á devorar el resto de su juventud.
En el seno de tamaños desórdenes sorprendióle la
última carta paternal. Era una carta bella y conmove-
dora, sin vana cólera ni pueril declamación. Al leerla,
sintió Mauricio despertar, bajo el aguijón del remor-
dimiento, todos sus nobles instintos. A aquella voz
augusta y cara, estallaron sus sollozos, brotó de sus
ojos un raudal de lágrimas y surgió por fin un grito
de amor de aquel pecho silencioso y cerrado largo
tiempo. Iba á partir, partía, arrancábase á funestos
abrazos cuando supo que su padre habia muerto. Jó-
venes y llenos de vida, á menudo olvidamos en la
ausencia que los dias de nuestro padre están contados;
aplazamos meses y meses el darle testimonios de nues-
tra ternura y casi siempre aportamos sobre una tum-
ba, con nuestro llanto, la ofrenda de una piedad tar-
día.
Mauricio quedó aterrado. Se le declaró una fiebre
grave, con delirio. So pretexto de consolarle, sus ami-
gos, mejor dicho, sus cómplices, se agolparon á su Ca-
becera de tal modo, que el golpe que al parecer debia
acabar de romper los malos lazos, sólo sirvió para es-
trecharlos más. Por otra parte, ¿qué hubiera ido á ha-
cer en Valtravers ? Después de inútiles esfuerzos para
domarlo y subyugarlo, encontró más fácil abandonarse
al cenagoso torbellino que le arrastraba. Y en verdad,
MAGDALENA 129
es ruda de remontar esa corriente de tan fácil descen-
der; en verdad, la sima á donde conduce tiene extra-
ñas fascinaciones, ignoradas de los que sólo han nave-
gado en aguas puras y apacibles. Sin embargo, la
realidad, cada vez más amenazadora, comenzaba á
hostigarle. Multiplicábanse los apuros en torno suyo,
porque el desorden de los sentimientos conduce en
dlerechura á todos los desórdenes. Para apaciguar la
hidra de la deuda y colmar el abismo abierto á sus
pies, hubo de resignarse forzosamente Mauricio á
vender en subasta el castillo donde naciera y Jos domi-
nios de sus padres. Asi, insensiblemente, vino á mez-
clarse con ese grupo de calaverones insignes que se
ven en Paris, sin patrimonio, sin carrera y sin posi-
ción, jugando fuerte, dándose la gran vida, aplastando
con su fortuna inexplicada á las gentes de bien á quie-
nes desprecian, y las cuales ¡á Dios gracias! les pagan
Con creces.
Por más que se intente eludirlo, llega inevitable-
mente una hora en que, como acreedor implacable, el
«destino llama á nuestra puerta, con su cuenta en la
mano. En vano, cuando se presenta, pretendemos re-
novar la escena de Don Juan: fuerza es, quieras que
no, someterse y, en el acto, saldar las cuentas. Se ha
dicho y repetido que el hombre es juguete del azar.
Por mi parte, no conozco lógica más extricta € inflexi-
ble que la de la vida humana. Todo se enlaza en ella,
todo se encadena; para quien sabe desentrañar las
premisas y aguardar con paciencia la solución, es cier-
tamente el más riguroso de los silogismos. Así, pues,
9
130 JULIO SANDEAU
para Mauricio lo que debia acontecer, aconteció; la
hora fatal sorprendióle arrinconado en un callejón sin
salida, ni más escapadero que el suicidio ó la des-
honra.
Era un alma pervertida, pero no un alma perversa.
En sus mayores desórdenes habiase podido encontrar
en él el sello de su orígen, y aun cuando singularmen-
te alterada, la marca de una grandeza nativa. En un
mundo en que la pobreza de la educación se pavonea
entre el lujo del mueblaje, en esa turba de advenedi-
zos, donde, como en las Preciosas ridículas, pueden
verse palafreneros dándose el tono de marqueses, nues-
tro joven había aportado maneras elegantes y caballe-
rescas, y un espiritu fiero y osado. En la noche profun-
da donde se extravió, habia lanzado vívidos destellos.
Entre las dos salidas que se le ofrecian, no titubeo.
Desde luengo tiempo, su suicidio moral estaba consu-
mado; sólo le faltaba amortajarse; y el tétrico tedio
que le dominaba, el hastío que de si propio sentía,
más aún que de las cosas, debian impulsarle tarde ó
temprano á ese vulgar desenlace, fácil de prever en
una época en que no era raro encontrar á muchachos
de veinte años desesperados de la vida.
Tomada su resolución, y demasiado orgulloso hasta
en su rebajamiento para consentir en dejar la vida
como un deudor insolvente que huye ante los algua-
ciles, puso en venta su granja del Coudray, que hasta
entonces se habia abstenido de tocar, únicamente en
vista de Magdalena, pues si bien sólo guardaba en su
pecho una imagen casi desvanecida de su prima, ha-
MAGDALENA 131
bía previsto el caso en que esta muchacha se viese
reducida á la pobreza. Tranquilo ya, no ignorando
que Magdalena era legitima propietaria de los domi-
nios de Valtravers, enajenó, para saldar las nuevas deu-
das contraídas, el único y postrero resto de la herencia
paterna; después, cediendo á esa vaga necesidad de
emociones que jamás. se extingue en nosotros, quiso
ver otra vez, antes de morir, el rincón de tierra donde
habia nacido.
Este regreso al pais natal, con el que tal vez contara
para reavivar en él su juventud, sólo sirvió para mos-
trarle, en toda su estéril desnudez, el empobrecimien-
to de su sér. Apenas reconoció los senderos donde
tantas veces habia paseado entre la marquesa y el ca-
ballero; volvió á ver sin emoción aquella hermosa na-
turaleza que tanto amara, y que contemplara joven y
bello como ella. Cuando fué á sentarse en el umbral
de la casa donde su padre había fallecido, ni una sola
lágrima brotó de su párpado seco. ¡Justo castigo de las
almas marchitas que, después de haber ultrajado cuan-
to hay de santo y respetable en la tierra, se proponen
ir un día á apagar su sed en el manantial de las emo-
ciones puras! En vez de agua, encuentran guijarros.
Creer que aquel joven iba á regenerarse al contacto
de esa suave criatura á quien llamamos Magdalena,
hubiera sido equivocarse singularmente y prepararse
amargas decepciones. Levita grosero del culto de la
belleza sensual, ¿cómo podía comprender aquella be-
lleza virginal ? No sólo, al volverla á ver, no se sintió
tocado de tanta gracia, sino que, después de haberla
132 JULIO SANDEAU
examinado detenidamente, como hubiera podido ana-
lizar un mármol ó lienzo, reconoció que su prima ca-
recia resueltamente de carácter. Todo cuanto experi-
mentó á su lado redújose á ese vago sentimiento de
sujeción y embarazo que sienten casi todos los disolu-
tos cuando por azar se encuentran junto á una mujer
casta. Insensible desde largo tiempo al enternecimien-
to de las despedidas, partió una mañana como había
venido, sin decir nada á nadie.
De regreso en Paris, apresuróse á poner en orden
sus asuntos. Ya, antes de su partida, había reformado
su casa, despidiendo á la servidumbre y vendiendo
sus trenes. El precio del Coudray canceló sus postre-
ras deudas. Hecho esto, encontróse posesor de un mi-
llar de escudos; era más de lo necesario para llegar
al término del viaje. Libre de todo cuidado, vivió
aparte, decidido á sepultarse en el retiro los pocos dias
que le restaba pasar en el mundo. Si había vivido
mal, queria al menos morir bien; es decir, con digni-
dad, pues no crela en nada y el desdichado no se pre-
ocupaba más de Dios que de los hombres. Ni aun la
imagen de Magdalena iluminó con un pálido reflejo el
ocaso anticipado de su vida. En su cobarde egoismo no
recordó que un proceso ponia gravemente en tela de
juicio la fortuna de su prima y su destino entero.
Acercábase la hora. Si aún esperaba, no era por
debilidad, ni vacilación ; sólo si, después de tantas fa-
tigas y vanas agitaciones, adormeciase saboreando la
calma y el silencio que reinan en torno de la pobre
alma humana cuando, próxima á partir y cumplida su
Acercábase la hora.
MAGDALENA 135
tarea, sabe que nada le queda que hacer en este valle
de lágrimas. En breve, todo pareció anunciar en él la
decidida resolución de un fin inmediato. Habia escrito
á Magdalena la carta de postrera despedida, Cargadas
estaban sus pistolas; mas de una vez habia apoyado
-contra su frente los labios de bronce, como para acos-
tumbrarse al beso helado de la muerte. Por último ( y
en esto hubiera podido verse que tocaba al momento
supremo), ocupóse en destruir todos los vestigios de
su pasado, á fin de no dejar más que un cadáver á los
«<omentarios de la curiosidad.
VII
DS de salir aquella mañana de París, había re-
gresado por la tarde, transcurrida la jornada en
divagar por los bosques de Lucienne y del Celle. Nun-
ca la vida había gravitado sobre él con tan rudo peso,
ni jamás habia sentido tan profundamente la nada de
su corazón, el agotamiento de sus facultades. De re-
greso en su habitación, cogió un cofrecito y lo abrió;
contenía las cartas que recibiera en tiempos mejores,
hacinadas confusamente, sin más orden ni cuidado
que el que aportara á la distribución de toda su exis-
138 JULIO SANDEAU
tencia. Cartas de familia y cartas de amor, flores mar-
chitas, cintas descoloridas, rizos de cabellos, alli se
veía todo el poema de su juventud. Cuando con mano
menos piadosa y conmovida de lo que nos pluguie-
ra decir, levantó la tapa, si bien inaccesible desde
larga fecha á las sensaciones de esta índole, no pudo
menos de estremecerse al perfume de los dias felices
que se exhalaba como soplo primaveral. Entre las po-
cas cartas que volvió á leer, antes de entregarlas, una
por una, á la llama, deslizó precisamente el azar la que
su prima le escribiera antaño, á escondidas del caba-
Jlero y de la marquesa, y que él dejó sin contestar.
Por vez primera, la leyó de cabo á rabo, sonriendo á
intervalos por la encantadora candidez que respiraba.
Cuando el fuego lo hubo consumido todo, retiró Mau-
ricio del cofrecillo un medallón, contemplándolo largo
rato con aire sombrio. Al tomarlo, habiase estremecido
como al contacto de una víbora. Reconociéndolo, apo-
deróse de él un temblor nervioso, cubrióse su frente
de tempestades y brotaron siniestros relampagos de
aquellos ojos, apagados poco há en el fondo de su ór-
bita. Era el retrato de.la primera, de la única mujer
amada. La figura era bella, de belleza lúgubre y fatal:
examinándola con detención, creiase ver una esfinge
misteriosa, proponiendo á los viandantes su corazón
por enigma y devorando á los insensatos que se pre-
sentan á descifrarlo. Después de algunos minutos de
huraña contemplación, con un movimiento de rencor
y cólera, arrojó Mauricio lejos de sí el delgado y frágil
marfil que fué á estrellarse contra la plancha de la
MAGDALENA 139
chimenea. Extenuado por este último esfuerzo, había-
se dejado caer sobre un diván, ocultando el rostro en-
tre las manos. Y al levantar la cabeza divisó, de pie
ante él, á Magdalena que le contemplaba con triste y
dulce sonrisa. Pensó, de pronto, gue era una ilusión
de sus sentidos excitados; por un momento creyó ver
al ángel de la muerte que había acudido á asistirle;
pero no era ya hombre capaz de detenerse largo tiem-
po en tan poéticas imágenes.
—¡Vos! ¡vos, Magdalena! ¿qué me queréis? ¿qué
ocurre? ¿qué capricho ó más bien qué interés os trae?
De todos modos, no es éste vuestro sitio,
—Si, primo mio, si—contestó la joven sin parecer
turbada ni sorprendida por estas palabras, dichas con
acento breve y casi brutal.—Sí, soy yo, ó mejor dicho
somos nosotras—añadió—pues vuestra hermana Úrsu-
la está aqui, á dos pasos, en vuestra antesala. No he
podido decidir á esa buena criatura á separarse de mi.
Tal vez no os desagrade ver de cuando en cuando su
honrada y buena fisonomia.
—¿Qué idea se os ocurrió de abandonar vuestro
nido ¿—preguntó bruscamente el joven.—¿Qué habéis
venido á buscar en esta ciudad infame ? ¿No sabéis que
el aire que aqui se respira está apestado? ¿lgnoráis
que aquí se muere la gente de tristeza y aburrimiento?
¡ Úrsula y vos, las dos en París! Alejaos pronto, pobres
niñas; volveos á Valtravers, bajo la sombra de vues-
tros bosques.
—Pero, querido primo, eso es bien fácil de decir—
replicó dulcemente Magdalena ;—á vuestra vez igno-
140 JULIO SANDEAU
ráis que el proceso que yo debia ganar lo he perdido
en última instancia; ignoráis que Valtravers ya no me
pertenece y que vuelvo á hallarme en la misma situa-
ción que la tarde en que me encontrasteis en el fondo
del bosque, cuya sombra me recomendáis ?
— ¡Habéis perdido el proceso! ¡Valtravers no os per-
tenece ya!—exclamó Mauricio con un sentimiento de
espanto. ,
—¡Dios mio! si, primo, si. Esa no es una razón
para insultar á la justicia humana. ¡Ah! testigo es el
cielo de que no echo de menos la riqueza. Sólo me da
pena pensar que no han respetado la última voluntad
de nuestra buena y querida marquesa. También os
diré que acariciaba la esperanza de que aquel bello
dominio y aquel castillo, que me tocaron en herencia,
volverian con el tiempo á vos, 0 á vuestros hijos.
—Mis hijos de nada habrán menester, y no se trata
de mi—replicó Mauricio con acento cada vez más bre-
ve y duro.—¿Por qué no aceptasteis esa granja del
Coudray que os ofrecí? ¿por qué me la habéis dejado
vender ? ¿por qué no haberme dicho entonces que po-
día llegar un día en que os viéseis sin recursos? Este
día ha llegado, ¿que va á ser de vos?
—No me riñáis, querido primo. Bien veis que no he
dudado de vuestro corazón, puesto que á él acudo.
Os juro que ni un momento he vacilado. Dijeme: En
adelante mi primo es el único apoyo que me sea dado
implorar en este mundo; sabe que amé con ternura á
su anciano padre y que, en resumidas cuentas, soy
una buena muchacha, digna quizá de su interés; le
MAGDALENA 14H
-COnOzco, es generoso; iré á escudarme bajo su amparo;
“segura estoy que no me rechazará. Y en seguida he
hecho mi paquetito, como en otro tiempo cuando sali
-de Munich, y después de arrodillarme en el umbral,
que tan hospitalario fué para mi, después de haber
-dado un prolongado, un triste adiós á la casa donde
acabé de crecer, á aquellos dulces sitios que no debia
ver más, he partido y aqui estoy. ¿No he obrado bien,
Mauricio ? ¿ pensáis que debi hacer otra cosa ?
Mauricio no contestó. Sentado en el diván, enfrente
de Magdalena, la contemplaba con aire de tétrico es-
tupor, como hombre que no sabe si duerme ó si está
despierto. No hacía falta una rara perspicacia para
adivinar en su frente lo que en su alma ocurria. Mag-
delena pareció no advertirlo. Y añadió, no obstante,
con dignidad :
—Sobre todo, no temáis, primo mio, que jamás sea
yo una grave carga en vuestra existencia, No pretendo
estorbar en lo más mínimo vuestros hábitos, ni vuestra
libertad. Sencillos y modestos son mis gustos; mi pobre-
za no será muy gravosa a vuestra fortuna. Sólo os roga-
ré que renunciéis, por algún tiempo al menos, á ese lar-
go viaje que meditabais. No querréis abandonarme sola
y sin protección en esta gran ciudad que vos mismo
llamáis infame. Os quedaréis aqui; no partiréis. Vues-
tro noble padre, la amable marquesa os lo ruegan por
mi boca; mi santa madre, también, antes de expirar
me confió al hijo de su hermana. Recordad la carta
que al morir me dejó como única herencia. Si la ha-
béis olvidado, Mauricio, tomad, aqui está : leedla.
142 JULIO SANDEAU
El hecho es que Mauricio jamás habia leido esta
carta. Como era la única reliquia que le quedaba de
su madre, al día siguiente de su llegada á Valtravers
la huérfana habia suplicado á su tío que se la devol-
viese, y el buen señor se apresuró á acceder á tan pia-
doso deseo. En medio de las preocupaciones que le
agitaban ya, no era extraño que al joven no se le hu-
biese ocurrido la idea de verificar los títulos que da-
ban fe de la identidad de Magdalena, ni de conocer de
qué manera escribía el francés su tía de Munich. Este
había sido naturalmente el menor de sus cuidados. Su
padre le había dicho: «Esta es tu prima.» Y el habia
abrazado á la extranjera, sin más averiguaciones. Mas
bien por hallarse perplejo, que por curiosidad, cogió
maquinalmente el papel que su prima le presentaba, y
después de haberlo desdoblado con distraida mano, se
puso á recorrerlo con ojos indiferentes y secos.
Por más que pensarse pueda, y por más que pen-
sara él mismo, su corazón no estaba profundamente
endurecido. Bajo las callosidades de la superficie, ha-
bía algunas fibras no heridas de parálisis completa y
que aún podian vibrar al soplo de una emoción po-
tente. Había conservado, sobre todo, no por cierto en
todo su frescor ni en su integridad toda, la más pre-
ciosa y la más funesta de las facultades que el hombre
recibió de la cólera y de la misericordia divinas, la
primera que en nosotros se despierta y que no muere
sino en pos de todas las demás, beneficio á la vez y
maldición, veneno y triaca, suplicio infernal, celeste
encanto, fuerza sobrehumana añadida á nuestros go-
Contemplábale silenciosa Magdalena.
MAGDALENA 145
ces y á nuestros dolores: en una palabra, la imagina-
ción.
Leyendo aquella carta, cuyos caracteres semi-borra-
dos por las lágrimas y los besos habian pasado al prin-
cipio bajo los ojos de su padre, recordo Mauricio poco
á poco todos los detalles de la tarde de otoño en que,
por vez primera, se le apareció Magdalena. Volvióá
ver la selva umbría, el claro inundado por los fuegos
del sol poniente, la verja del parque, y en la escalina-
ta, cuyos peldaños subía la alemanita lentamente, al
caballero y á la marquesa poniéndose en pie para re-
cibirla. Conmovióse ante estas imágenes; un hilillo de
agua viva brotó de los áridos flancos de la roca; pero,
al llegar á las postreras líneas, á las que sólo á él se
dirigían, al leer estas palabras: «Y tú, á quien no co-
nozco, pero á quien me complazco en confundir á me-
nudo con mi hija en un mismo sentimiento de ternura
y de solicitud, hijo de mi hermana: si tu madre te dió
su alma, serás bueno también y fraternal con mi ado-
rada Magdalena...», la roca estalló y durante un mo-
mento el manantial, cautivo tanto tiempo, se desbordó
en abundantes y apresuradas olas. Y mientras Mauri-
cio ahogaba sus sollozos entre los almohadones del
diván, contemplábale silenciosa Magdalena, en pie,
cruzados los brazos sobre el pecho, triste y grave,
como una joven madre junto á la cuna de su hijo en-
fermo.
—Mauricio, amigo milo, hermano, ¿qué tenéis:—le
preguntó al fin con cariñosa voz.
El la sentó á su lado, tomó sus manos entre las su-
10
146 JULIO SANDEAU
yas y allí, bajo el golpe de la emoción todavía vibrante,
le contó de su vida cuanto podia contarle sin alarmar
demasiado aquel alma virginal de sus labios suspen-
dida. Refirió la pérdida de sus ilusiones, los desórde-
nes en que le sumieron el dolor y el tedio, sus extra-
vios, su ruina completa, su profundo aburrimiento de
la existencia, y su firme resolución de acabar; todo lo
dijo. Puede comprenderse fácilmente lo que debió de
ser este relato. Mauricio se presentó en él, con secreta
complacencia, como héroe del desencanto y poética
victima de las realidades de la vida; ¡tan grande es el
“orgullo de la humana debilidad! Corrian á la sazón
por el mundo teorias que presentaban la disolución
como la única senda abierta á la energía de las almas
fuertes. De ella dijo algunas palabras Mauricio. Acusó
á cielo y tierra y, en la inmolación que hizo de la so-
ciedad entera, sólo quedó respetado uno: él.
Escuchábale Magdalena con aire de soñadora triste-
za y de melancólica piedad. Cuando hubo terminado
Mauricio su confesión, permaneció aquella largo rato
silenciosa, en actitud pensativa y recogida :
—Singular historia—dijo de repente con bastante
alegría, levantando hacia él sus bellos ojos, cuyo lim-
pido azur no habían empañado ni un instante las re-
velaciones que de oir acababa.—Es demasiado embro-
llada para la inteligencia de una pobre muchacha que
llega de su provincia, donde ha crecido, sencillamente,
entre corazones honrados y satisfechos con poco. No.
se me ha acostumbrado alli á sentimientos tan extra-
ordinarios, y á pesar de sus vicisitudes, crel siempre
MAGDALENA 147
que la vida era un hermoso dón de Dios. Lo que veo
más claro en cuanto acabáis de decirme es que habéis
derrochado vuestro patrimonio, y que si yo nada ten-
go, lo mismo tenéis vos. No por eilo hay motivo de
desesperar. Sólo os preguntaré, a mi vez, ¿qué vaá
ser de vos? ¿ qué pensáis hacer? Mataros? Ya no po-
déis, No he venido únicamente á dirigirme a vuestra
fortuna. Conté, al partir, menos con vuestro oro,
que con vuestro afecto. Aunque arruinado y pobre
como yo, no por ello dejáis de ser mi sostén legitimo,
mi apoyo natural. Juzgáos vos mismo. Nuestras ma-
dres eran hermanas. Las dos nos contemplan y nos
oyen desde el cielo. Cuando me presenté en vuestro
umbral, abrióme vuestro padre los brazos, y fui su
hija estimada. Yo os reemplazaba á su lado, yo que
fui la última sonrisa de su vejez. Yo le ayudé á morir
y mi mano cerró sus ojos. Ahora, huérfana por segun-
da vez, aquí me tenéis sola, sin recursos, sin más pro-
tección que la vuestra, en un mundo lleno de escollos
y que yo no conozco. Responded, Mauricio, ¿pensáis
que vuestra vida os pertenece ?
Abrumado bajo el peso de los deberes que como el
rayo acababan de estallar sobre su cabeza, tan espan-
tado ante la obligación de vivir como lo hubiera esta-
do, en más felices tiempos, ante la necesidad de la'
muerte, empotrado en la existencia como presidiario
que después de haber visto caer su cadena, siente que
se la soldan en el tobillo más estrecha que antes, Mau-
ricio sólo respondió con un grito de desesperación.
¿Qué podía hacer por su prima, cuando nada podía
148 JULIO SANDEAU
hacer para sí mismo? ¿De qué. auxilio le seria, cuando
él propio se doblegaba bajo el peso de su destino ?
—i¡ldos! ¡marchad ! ¡dejadme l—exclamó con exal-
tación.—Respetad mi desgracia, no insultéis á mi an-
gustia. Desde la orilla donde os encontráis no Jlaméis
á vuestro auxilio al desdichado que se ahoga; no pi-
dáis apoyo á la caña combatida por los vientos.
—Amigo—respondió Magdalena, —apoyémonos uno
en otro y resistiremos á los vientos contrarios. Tendá-
monos uno á otro una mano caritativa, y escaparemos
ambos á la ola que amenaza engullirnos; uniendo
nuestros esfuerzos llegaremos á la orilla donde ya no
me hallo, por más que digáis lo contrario. ¡ Vaya,
Mauricio, buen ánimo! En vez de llorar y de enterra-
ros, levantaos. La muerte no pasa de ser una expia-
ción estéril. Vivid, sed hombre al fin. Sólo la realidad
es fecunda; trátase únicamente de saber comprender-
la y amarla. Somos pobres, si; pero ¿para qué recibi-
mos del cielo la inteligencia, la fuerza y la salud > Ha-
remos, primo mío, lo que tantos otros, semejantes
nuestros, lo que antaño hicieron la marquesa y el ca-
ballero. Trabajaremos como dos hijos del buen Dios.
No pareció sonreir esta perspectiva á Mauricio, que
dejó escapar un gesto violento, donde se traslucian á
la vez el desdén y la cólera.
—Haré boliches, ¿verdad >-—preguntó encogiéndose
de hombros,
—+ Y por qué no, primo? Vuestro padre los hizo, y
supongo que era tan buen gentil- hombre como vos.
Púsose en pie Mauricio, dió un par de vueltas por
MAGDALENA: 149
el cuarto y acabó por detenerse bruscamente ante
Magdalena.
—¡ Vaya, Mauricio, resolución !—exclamó decidida
la blanca y dulce criatura,
—Pues bien, primita, quedaréis complacida—dijo
con acento poco afectuoso, atento cuando más.—Haré
por vos lo que de seguro no hubiera hecho por mí:
viviré,
—Gracias, primo !—dijo Magdalena con enternecida
voz.—¡ Ah! sois bueno, y sabia que no ibais á recha-
zarme !l—añadió cogiéndole una mano y estrechándola
contra su seno conmovido.—Rogaré á Dios mañana y
tarde para que derrame sobre vuestra cabeza el rocio
de sus bendiciones.
—Bueno, bueno, primita—respondió Mauricio des-
prendiendo su mano, que metió en el bolsillo del cha-
leco.—Dios debe estar muy ocupado, y no vale la pena
molestarle por tan poca cosa. Viviré, sí; pero con la
condición de que tan pronto como hayamos asegurado
vuestro porvenir, volveré á ser dueño y árbitro del
mio.
—Perfectamente—dijo la joven.—Tengo ya mis pro-
yectos de organización ; de ello hablaremos como bue-
nos hermanos. Segura estoy, de antemano, que los
aprobaréis. Con el cielo y vuestro auxilio, no pido más
de dos años para establecerme convenientemente en
la vida.
—¡Dos años! ¡pedis dos años!—exclamó el joven
con un movimiento de estupor que no procuró disi-
mular.
150 + JULIO SANDEAU
—+¿ Será exigir demasiado de vos? Tened la seguri-
dad, amigo mío, que nada omitiré para abreviar este
tiempo de prueba—dijo Magdalena con triste sonrisa.
Mauricio puso fin al diálogo con un gesto de heroica
resignación.
En el ínteria, Úrsula no pudiendo contenerse más,
precipitóse como una tromba en el cuarto y se abalan-
zó al cuello de su hermano de leche, quien se despren-
dió mal humorado de las ruidosas efusiones de una
ternura intempestiva.
De pie junto al marco de una ventana, pálido, inmó-
vil, apretados los puños, contemplaba alternativamen-
te á las dos mujeres. Decíase, sin rodeos, que las tenía
á entrambas encima; y á pesar suyo, frenético de co-
raje, sentia encenderse en su corazón apetitos de bes-
tia feroz presta á lanzarse sobre su presa.
Declinaba en tanto el día. Aplazóse para el siguiente
el tratar del arreglo del porvenir, y Mauricio acompañó
á Magdalena hasta la puerta del hotel donde se habian
apeado las dos forasteras. Hubo de sufrir, durante el
trayecto, las preguntas provincianas y las admiracio-
nes inocentonas de Úrsula que, tomando la ilumina-
ción de las calles como un signo inequivoco de regocijo
público y habiendo vivido toda su vida en la intimidad '
de los santos del calendario, preguntaba cándidamente
si se habia iluminado la ciudad en honra de san Ma-
cario. Semejantes niñadas, que en otras circunstancias
hubieran divertido singularmente á Mauricio, acaba-
ron de exasperarle. Regresó por los malecones desier- j
tos, sumergiendo á intervalos un ávida mirada en la
MAGDALENA 151
negra y profunda agua del rio, que parecia atraerle.
Ya en su habitación, encaminóse en derechura á la
caja de pistolas, abriéndola y contemplándolas duran-
te algunos minutos con ojos ardientes y huraños,
—Dormid—dijo por fin volviendo á cerrar la caja ;—
dormid, fieles amigas, hasta el día de la liberación, en
que vendré á despertaros.
VIII
LT mañana siguiente, después de unas cuantas ho-
ras de sueño febril, levantóse Mauricio, avergon-
zado de su debilidad, furioso con Magdalena, exaspe-
rado contra si mismo, Al fin y al cabo ¿qué le importaba
el destino de su prima? En buena conciencia ¿le debía
algo á esa muchacha ? ¿Con qué derecho, bajo qué ti-
tulo venía á imponérsele > ¿ Acaso tenía la culpa el de
que hubiese perdido el pleito? ¡Cómo! porque á una
tía, á quien nunca conoció, se le habia ocurrido en-
tregar el alma, y enviar á Francia una muchachuela
154 JULIO SANDEAU
de quien jamás se preocupó; porque una joven ale-
mana, cuya existencia sospechaba apenas, llamo, cier-
ta tarde de otoño, á la puerta de Valtravers, ¿debia
verse obligado á vivir y resignarse al papel de tutor,
en el preciso instante de acabar con la perra existen-
cia y refugiarse en los brazos de la muerte > ¿Desde
cuándo tenian los primos la misión de hermanos? Por
otra parte, Magdalena ya no era una niña. En resumi-
das cuentas, tenia de veintidós á veintitrés años; á esta
edad las huérfanas dejan de ser interesantes. La tal
Magdalena abusaba singularmente de la ventaja de no
tener familia. Y además, con franqueza, ¿qué podía
hacer por ella él? Sus recursos estaban agotados; nada
poseía, ni siquiera los muebles de su habitación, que
representaban el importe de sus alquileres. Si había
decidido matarse, era porque le daba la gana; el hecho
es que, dado el punto á que había llegado, cualquier
otra resolución le hubiera puesto en el mayor apuro.
¡Trabajar! nada cuesta decirlo; pero cuando se echa-
ron raíces en la corrupción y en la holganza, no es ta-
rea tan fácil trasplantarse y aclimatarse en las regiones
del orden y del trabajo. Por último, Mauricio se hacia
justicia y se apreciaba á sí propio con rigurosa impar-
cialidad. No tenia más pretensiones á la continencia
de Escipión que á la castidad de José; y. aun cuando
su primita no le pareciese bella ni deseable, aun cuan-
do aquella suave figura no les hubiese dicho nada ja-
más á sus sentidos degradados, se conocía él de sobras.
Habia sondeado su corazón; sabía cuánto cieno habian
depositado en él los ocho años transcurridos, y decía-
MAGDALENA 155
se que al primer choque imprevisto, todo aquel limo,
hoy día amodorrado, podría agitarse y remontar á la
superficie,
En tal punto se hallaba de sus reflexiones, irritado,
confuso, dispuesto á romper los compromisos que tan
atolondradamente contrajera la vispera, cuando vió en-
trar en el cuarto á su prima, sonriente, acompañada
de Úrsula. Magdalena vestía sencillamente una bata,
ajustada hasta el cuello, de cuti gris sin más adorno
que una línea de olivas de marfil arrancando desde lo
alto del corpiño y continuando a lo largo de la falda
que bajaba a pliegues hasta el suelo. Una manteleta de
crepé de China blanca sin bordados modelaba los con-
tornos de su talle y de sus hombros, que aún conser-
vaban la esbelta elegancia y la tenue gracia de las
formas de la adolescencia. Dos severas trenzas de pelo
calan á lo largo de sus mejillas á cuya blancura mate
servia de marco un sombrero de paja calado y forrado
de tafetán color cereza. Llevaba en la mano una som-
brilla de moaré azul con mango de madera blanca y
lisa, y de su brazo colgaba un bolsillito de estambre.
Avezado desde largo tiempo á las mujeres magnifica-
mente enjaezadas, encontró Mauricio que su prima
tenía el aire de una modistilla. Muy raro es que se
haya perdido el gusto á las cosas honestas sin perder
al mismo tiempo el instinto de la verdadera belleza,
tan intimamente van enlazados entre si ambos senti-
mientos. Úrsula, por su parte, ataviada con sus más
ricos adornos, llevaba el traje de las muchachas de su
pais, zapato descubierto, con hebilla de plata, falda
156 JULIO SANDEAU
corta, cofia extravagante, que había exagerado todavía
con intento de hacerse más linda para su hermano de
leche. Pierna vigorosa, cadera fuerte, corsé opulento,
dientes blancos y boca bermeja, trascendía de una le-
gua á su terruño lemosino. Mauricio, al verla de tal
suerte emperejilada, estuvo á pique de caer de es-
paldas.
Apenas hubo entrado, y como si adivinara las secre-
tas vacilaciones de su primo, Magdalena le hizo sentar
á su lado, y sin darle espacio á volverse atrás sobre lo
concertado la vispera, le explicó de qué modo entendía
ella la distribución de su nueva existencia. Ante todo
iban á consagrarse á encontrar, en un barrio silencio-
so, y bajo un mismo techo, dos habitaciones, una para
Mauricio y otra para ella y Úrsula, donde se instala-
rian modestamente, como desde entonces correspon-
dia á la humildad de su condición. Magdalena habia
salvado de su naufragio unos cuantos diamantes que
debía al cariño de la buena marquesa, y que habia
creído poder guardar sin escrúpulo. Elimporte que de
su venta obtendrian debía bastar para los gastos de ins-
talación y subvenir á las primeras necesidades, Con tal
que se sintiese dirigida por una mano firme, y escu-
dada por un corazón fiel, no se veía apurada Magdale-
na para asegurar su subsistencia, ni arreglarse un
nido á su gusto. Tenia, como vulgarmente se dice,
más de una cuerda en su arco. Bordaba como una
hada y con el crochet hacía labores tejidas de oro y
seda, de una delicadeza y perfección maravillosas.
Pintaba en madera pájaros y flores que, barnizados
MAGDALENA 157
luego, ofrecian el brillo de las flores y los pájaros del
trópico. Podía dar lecciones de piano y canto. Final-
mente, gracias á los cuidados de la señora de Fres-
nes, sobresalia en la miniatura, y sea por respeto á la
memoria de la marquesa, y porque en realidad fuera
éste el más evidente y seguro de sus recursos, a el
tendían sus esperanzas. Como se ve, no le faltaban
conocimientos, y sobre todo ello, poseia ese valor ala-
do que se rie de los obstáculos, esa energia espontá-
nea que no há menester esfuerzo, y esa alegría encan-
tadora que canta y ríe junto á la voluntad que trabaja.
Quedaba pues decidido ó poco menos que Magdalena
se practicaria en la miniatura, y animábala un rego-
cijo infantil por vivir en París como en otro tiempo la
adorable marquesa había vivido en Nuremberg. Tal
había sido siempre su sueño, como puede recordarse.
Y aun llegariamos á afirmar que en este sentido la
pérdida de su fortuna encerraba algo que no la des-
placia. En cuanto á Mauricio, quedaría en libertad de
obrar á su guisa y de obedecer á sus inspiraciones;
ella no le pedia más que sostenerla y dirigir sus pri-
meros pasos en el mundo y en la carrera donde ¡iba á
aventurarse. Al cabo de dos años, como estaba pacta-
do, recobraria él su independencia, volviendo á ser
árbitro de su destino. Únicamente, hasta entonces,
tendria Magdalena derecho á apoyarse en él como en
un hermano; y tanto para escapar á la malignidad
de los comentarios, como para dar aún mayor peso y
autoridad á la tutela que iba á ejercer, pasaría como
su verdadero hermano á vista del público; piadoso
158 JULIO SANDEAU
embuste que el cielo debía ver sin cólera. Todo esto
fué dicho con tanta verbosidad y animación, que Mau-
ricio no halló espacio para oponer objeción alguna, y
con tanta gracia y buen humor, que no pudo menos
de sonreir, de vez en cuando. No obstante, en cuanto
la joven hubo acabado de hablar, movió la cabeza
como hombre poco convencido; pero, levantándose
ella en seguida y tomándole el brazo sin la menor va--
cilación: :
—Querido primo—le dijo —desde hoy empieza nues-
tra fraternidad. Ya recordaréis que vuestro padre me
llamaba hija suya, y que yo era su afectuosa hija. El
día es espléndido; aprovechémoslo para ir á buscar
en cualquier rincón dos cuartos á nuestro gusto. Á vos
incumbe elegir el barrio. Asi como así, debéis de te-
ner ganas de salir de esta habitación cuyo lujo insul-
taba vuestra pobreza. Salid cuanto antes podáis, y—
añadió jovialmente—procurad dejar en él ese aire som-
brío y huraño impropio de vuestra edad y que os pone
muy feo.
—¿Eb ? ¡sil ¿eh? mi buen señorito—dijo á su vez
Úrsula ;—hay que reir, jugar y divertirse. Todavía no
tencis veintinueve años, ni los cumpliréis hasta el día
de san Nicasio. ¡Es la mejor edad, caramba! Ya veréis
qué lindo menaje formamos los tres y cómo voy á
cuidaros á los dos. Ea, no todo se perdió, pues os que-
dan la salud, la juventud, y vuestra hermana de leche
para aderezaros, como en Valtravers, esos bizcochos
de trigo negro y esos buñuelos que tanto os gustan.
Entretanto, Magdalena arrastraba á Mauricio, quien
MAGDALENA 159
al dejarse llevar, mostraba el ahinco de un hombre
que camina al patíbulo. Ya en el umbral, volvió la ca-
beza y vió á Úrsula disponiéndose á seguirles :
—¡ Hola ! ¿ con que también sales con nosotros »—ex-
clamó bruscamente, mirándola de pies á cabeza.
—;¡ Cómo que si salgo ! —gritó la buena muchacha con
ingenua sorpresa. —¿Pensáis, señorito, que me he
puesto el vestido de fiestas sólo para contemplar las
musarañas ?
—Pero, desgraciada, repuso Mauricio, con sordo
furor apenas reprimido, —¿no sabes, no quieres com-
prender que te van a mirar como animal raro por las
calles donde pasemos ?
—Con ello cuento, señorito—respondió Úrsula pavo-
neándose.—No me disgustará mostrar á vuestros pari-
sienses de qué madera estamos hechas las mozas de
Valtravers. Al verme, dirán: es la hermana de leche
de Mauricio, y, respetando lo presente, me atrevo á
Creer que eso os ha de honrar un poco-—añadió, ha-
ciendo una reverencia.
Resignado á apurar el cáliz hasta las heces, sólo re-
plicó Mauricio esta vez con un gesto de taciturna de-
sesperación. Poco después, andaban á lo largo de los
bulevares, Magdalena del brazo de su primo, siguién-
doles de cerca Úrsula muy erguida, muy satisfecha y
el puño en la cadera, hendiendo así las oleadas de la
muchedumbre como navio á toda vela y ataviado con
todos sus gallardetes.
Era aquel precisamente uno de esos dias hermosos
en que París abre sus doradas jaulas, dando suelta á
160 JUL1O SANDEAU
sus más lindos pájaros; uno de esos alegres dias de sol
que hacen brotar, sobre las esplendentes losas de la
gran ciudad, toda una población de jóvenes elegantes
y de mujeres sonrientes. Con no escaso pesar de Úr-
sula, que iba obteniendo un éxito completo, y cada
uno de cuyos pasos era señalado por un verdadero
triunfo, apresuróse Mauricio á abandonar aquellos lu-
gares que tantas veces le habían contemplado ex--
hibiendo el lujo desenfrenado de sus queridas y de
sus caballos. La cosa, dicho sea en verdad, era ya in-
sostenible. Sin hablar de su traje, que amotinaba la
curiosidad de los transeúntes, Úrsula, creyendo á su
señorito tan conocido en París como en Neuvy-les-
Bois, le dirigía de vez en cuando, yen alta voz, alguna
pregunta espeluznante, á fin de que todo el mundo
viese que iba con el. Otras veces, cuando el tropel de
gente era demasiado compacto, agarrábase de los fal-
dones de su levita, temiendo perderse óÓ extraviarse.
De cuando en cuando Mauricio volvía ligeramente la
cabeza lanzándole una mirada fulminante, á la que la'
buena muchacha contestaba con una plácida sonrisa
ó con alguna gracia de su invención. El desventurado
pasaba la pena negra. Bien pensara al principio pasear
su vergienza en coche; pero su prima le objetó que
semejantes lujos no se acomodaban ya con su humil-
de fortuna. El cielo estaba sereno, seco el empedrado,
y el más simple buen sentido decía que no se busca
piso andando en carroza. En cuanto á Magdalena,
como pastorcilla al borde de un estanque, avanzaba
con pie ligero, sin sentirse turbada ni sorprendida por
MAGDALENA 161
;
el bullicio y movimiento que imperaba en derredor,
y sin dar muestras de advertir el humor de jabalí que
su compañero no se tomaba la pena de ocultar, pre-
ocupada únicamente de la existencia que iban á orga-
nizar juntos, y mostrando el gozo de una joven despo-
sada que se apresura á instalar su menaje.
De esta suerte llegaron á la orilla izquierda. Junto al
portillo del Louvre, en el preciso momento de desem-
barcar en el malecón, ocurrió lo que tanto Mauricio
temía. Echándose atrás para dejar paso á una carrete-
la descubierta que avanzaba al trote de dos soberbios
alazanes, fué reconocido por un grupo jovial que se
dirigía al Bosque, Era la flor y nata del mundo don-
de había vivido, Por un movimiento de respeto, de-
masiado profundo para ser sincero, cuatro Ó cinco
cabezas locas se inclinaron gravemente ante él; y cuan-
do el coche hubo pasado, dejando tras de si un rastro
penetrante de humo de cigarro y de patchuli, el po-
bre joven, inmóvil todavía en su sitio, oyó una pro-
longada carcajada. En aquel momento, diéronle vivos
impulsos de tirar á Magdalena y á Úrsula al rio.
Aun cuando al salir de su casa se hubiese hallado
piadosamente decidido á cumplir sus pactos de la vís-
pera, este paseo de presidiario arrastrando dos cade-
nas le hubiera bastado para demostrarle hasta la evi-
dencia que el sacrificio que prometiera era superior á
sus fuerzas. Vivir dos años semejante vida, era em-
plear dos años en morir. Sin embargo, Mauricio reco-
nocia, al propio tiempo, que á menos de ser el más
ruin de los hombres, no podía dispensarse de velar
II
102 JULIO SANDEAU
por aquellas dos pobres criaturas, perdidas en Paris,
sin más guía ni sostén que él, Quizá no hubiera retro-
cedido ante un crimen ; pero sentía horror á un acto
cobarde. Eso si, desde más de un hora venia acarl-
ciando el pensamiento de retorcerle el cuello á Úrsula;
pero abandonar indignamente á dos mujeres que ha-
bian venido á implorar su protección, era cosa á que
no podía resolverse.
Si bien pálido y temblando de coraje, seguia Mau-
ricio marchando á la meta que le habia marcado Mag-.
dalena. Puesto que ella quería retirarse á un rincón
de Paris, honrado y recogido, pensó que los alrededo-
res del Luxemburgo podian realizar los deseos de su
prima. Suponiendo, por otra parte, que se resignara
á pasar algunos meses junto á ella, en aquel barrio, al
menos, asilo de la ciencia y de los estudios superiores,
se hallaria casi seguro de no encontrar jamás un ros-
tro de su conocimiento. Después de haber buscado,
en vano, por las calles adyacentes una habitación que
se armonizara á la vez con los poéticos instintos y las
modestas ambiciones de la joven alemana, almorzaron
sobriamente en los alrededores del Observatorio, lo
cual no contribuyó á poner de buen humor á Mauri-
cio, dispuesto á un desenlace menos frugal por ascen-
siones á quintos pisos, sobrado reiteradas. Debo aña-
dir que, aun en frente del suicidio, habia conservado
hábitos que no eran de anacoreta. Tenía apego, sobre
todo, á la elegancia del servicio, y. aun cuando desen-
gañado de todo, no admitía que un hombre distingui-
do, aunque se hallara en vísperas de saltarse la tapa
MAGDALENA 163
de los sesos, se degradara tomando dos manjares dis-
tiatos con un mismo tenedor. Bebió con la punta de
los labios y comió con el filo de los dientes. Úrsula
devoro, es la palabra; Magdalena declaró que en su
vida habia tenido un almuerzo tan encantador. Y al
«emprender su viaje de regreso, buscando aún á dere-
Cha é izquierda por si encontraban una casa que !la-
mase su atención, penetraron, de común acuerdo, en
una calle cuyo aspecto sedujo, desde luego, á Magda-
lena : calle solitaria, confinando por un extremo con
el Bulevar de los Inválidos y por el otro con esa calle
«del Bac, cuyo arroyo debe tanta celebridad á Mme. de
Staél. Gracias al aumento de la población y á los pro-
gresos de la industria, dentro de quinientos años ya
no quedará en el mundo entero un refugio para las
almas soñadoras; así, pues, dicha calle no es hoy sino
una doble hilera de casas más ó menos nuevas, feas y
mal construidas. En aquel entonces hubiérase tomado
por una alquería, ó cuando menos, por el verdeante
arrabal de una aldea escondida entre follaje. A la vuel-
ta de la plácida estación, respirábase, al penetrar allí,
el perfume del lirio 6 el efiuvio de los tilos en flor.
. Surgiendo de los muros que servian de seto, las aca-
cias, el falso ébano, el árbol de Judea sacudian sus
odoriferos racimos. En el fondo de los parques, donde
el ruiseñor trinaba durante las noches estivales, perci-
biase, á través de las verjas, hermosos hoteles silen-
ciosos y lindos muchachueios retozando en el césped.
Era, en una palabra, la calle de Babilonia, así llamada
ya sea por sus jardines, ya porque en ella habitara en
164 JUL1O SANDEAU
otro tiempo el obispo de la antigua ciudad de Semíra-
mis. Úrsula pensó hallarse en Valtravers y preguntó
por dónde corria el Vienne. Magdalena declaró que
sería para ella la felicidad el habitar aquella aldea ex-
traviada en el seno de París. A Mauricio, todo le era
indiferente. Los deseos de la joven fueron cumplidos.
En una de las raras viviendas, que cortaban á interva-
los el paisaje, encontró dos pequeñas habitaciones ve-
cinas y separadas una de otra; una para Mauricio,
compuesta de dos cuartos, y otra, de tres, para ella y
Úrsula; todo ello un poco alto, bajo terrado, pero con
vistas á jardines. Soy de parecer, y del mismo era
Magdalena, que más vale tener delante de nuestras
ventanas una brizna de verdura, que la Columnata del
Louvre.
Asi terminó aquella jornada, que podía dar á Mau-
ricio una. muestra de las delicias que se le reservaban.
El día siguiente y los sucesivos fueron todavía más
rudos y laboriosos. No basta haber buscado el mato-
rral donde anidar; hay.que procurarse además crin,
pelusilla y musgo. Siempre con Úrsula pegada á sus
talones, hubo Mauricio de acompañar á Magdalena á
las tiendas, verlo y examinarlo todo, oir discusiones y
regateos, cuando él en su vida habia regateado y tenia
á honra pagarlo todo más caro que los demás. Bien
que dotado en alto grado del sentimiento de la reali-
dad, y de tanto talento como gracias, Magdalena hacía
sus compras con bastante abandono y flojedad : mos-
traba ese regocijo infantil que hace menguado caso
de los trapos y no se fija mucho en cálculos ; pero Úr-
MAGDALENA 165
sula, que se figuraba que los tenderos querían abusar
de su cualidad de lemosina, la implacable Úrsula pro-
movía á cada paso dificultades interminables y defen-
día los intereses de sus señoritos con la parsimoniosa
aspereza del más avariento usurero. Algo boquirrota,
como las criadas de Moliére, contendia con los depen-
dientes, tratándolos sin empacho de mendigos y ladro-
nes, hasta el extremo de que en más de una ocasión
hubieron de invitarla á pasar la puerta. Mauricio pen-
só volverse loco. Mandaba á Úrsula á todos los diablos;
pero á Úrsula la tenía muy sin cuidado, constándole
perfectamente que los coches públicos no llegan hasta
allá. Sólo conminándola con enviarla á su tierra pudo
inducirla Mauricio á sentimientos más moderados.
Por fin, al cabo de una semana, tomaron posesión
de su pequeño dominio nuestros tres compañeros.
Cierta mañana, un simon, tirado por dos rocinantes,
se paró bruscamente á la puerta del suntuoso hotel
que Mauricio ocupaba todavía. Y se apearon Magda-
lena y Úrsula.
—Ea, Mauricio, ea, hermano mio—exclamó la joven
entrando en el cuarto de su primo, más vivaracha,
más ligera que cervatilla saltando por el césped ;—ha
llegado el gran día. Sólo os resta dar un último adiós
á esos muebles, á esos tapices, á esos cortinajes, á esos
techos dorados. No encontraréis su equivalente en
nuestro nuevo domicilio; pero también tiene su lujo
la pobreza, y la felicidad no há menester alojamiento
tan magnifico,
—¡Pobre corderillo! —dijo con inefable acento de
166 JULIO SANDEAU
ternura Úrsula, que no cabía en si de gozo á la idea de-
vivir con su señorito.—¡ Cómo vamos á quererle, y á
mimarle, y á regalarle! Creerá encontrarse aún en
Valtravers! Y qué gusto, los domingos y dias de fies-
ta, cuando después de haber trabajado toda la sema-
na, iremos á pasear, los tres, por los jardines públicos!
Vaya, señor Mauricio, soy demasiado dichosa. Me
ahogo, no puedo más, ¡ea! es preciso que os dé un
abrazo!
Y al decir esto, la excelente criatura abalanzóse,
como una pantera, al cuello de su hermano de leche,
y á pesar de los esfuerzos de éste para librarse de sus
vivos apretones, le aplicó dos sonoros besos en las me-
jillas.
¡Con que era verdad! ¡con que habia sonado la
hora, aquella hora que Mauricio pensaba no llegaría
nunca! Había contado con impedimentos imprevis-
tos, con obstáculos insuperables, y todo se había rea-
lizado como por ensalmo. Todavia la vispera deciase
que necesariamente iba á ocurrir un incidente que le
sacara de la extraña posición en que se veía acorrala-
do, y nada había llegado, nada, á no ser la realidad
con pie firme y puño de hierro. ¿Retroceder? Ya era
tarde. En el momento de franquear el umbral que no
debía volver á pisar más, próximo á separarse de los
objetos entre los cuales había tronado su borrascosa
juventud, no era hombre Mauricio para esparcirse en
elegías plañideras, en poéticas despedidas. Por lo de-
más, muy distintos de los lugares donde hemos sufri-
do y que no podemos abandonar sin enternecimiento,
Le aplicó dos sonoros besos.
MAGDALENA 169
los sitios donde se vivió mal no podrían ser una pa-
tria, y siempre se dejan sin emoción y sin pesar, Hizo
que Úrsula bajara al coche todo aquello de que podia
disponer; y luego, después de haber paseado en de-
rredor una seca y taciturana mirada, colocó bajo el
brazo la caja de pistolas y se lanzó fuera de la habita-
ción, llevando asi toda su fortuna y su esperanza toda.
En aquel momento hubiérase visto brillar en la frente
de Magdalena un reflejo del gozo celeste que debe ilu-
minar la faz de los ángeles cuando llevan á presencia
de Dios, entonando cánticos, un alma descarriada.
IX
OMRES Didos eran las dos habitaciones donde Mag-
dalena y Mauricio iban á vivir uno junto a otro;
pero á un poeta le hubieran hechizado, á la sazón en
que los poetas se albergaban todavia en buhardillas.
Aun cuando todo fuese de la mayor sencillez, resen-
tíase no obstante del gusto y de la elegancia nativos
que presidieran á los detalles del menaje. El cuarto de
la joven alemana estaba entapizado de papel gris-perla
sembrado de ramitos de claveles, rosas y jacintos, con-
172 JULIO SANDEAU
vergiendo en el techo á modo de tienda. Los muebles
eran de nogal y la silleria de rejilla. El lecho, pequeño,
angosto, virginal, verdadera cama de colegiala, ocul-
tábase casto bajo un amplio pabellón de indiana armo-
nizado con el papel de las paredes. Junto á la ventana
velase una mesa cubierta de pinceles, cajas de color y
platillos de porcelana que pertenecieron á la amable
marquesa. El mármol de la chimenea no tenía más.
adorno que dos jarrones de barro de ancho cuello,
muestras de la alfarería de Ziégler; y esperando el
Noviembre, el hornillo y la plancha habian des-
aparecido bajo un compacto almohadón de musgo
verde.
En la cabecera de la cama un velador servia de so-
porte á una lámpara de nivel adaptable a voluntad. Si
faltaban alfombras, podía uno mirarse en el piso, tan
claro era y reluciente. A lo largo del marco del espejo
pendian, de un lado, varias miniaturas de la señora de
Fresnes, religiosamente conservadas, entre ellas una
copia reducida de la Virgen del Jilguero, que no hu-
bieran desdeñado firmar Mirbel 4 Máximo David ; del
otro, algunos estantes movibles retenidos por un cor-
dón de seda azul y cargados de libros y de flores mar-
chitas, plantas y minerales piadosamente traidos de
Valtravers. La ventana, como va dicho, se abría sobre
un parque en cuyo fondo parecia meditar con melan-
colia un hotel grave y triste. El cuarto de Mauricio
presentaba poco más 0 menos idéntico arreglo y aná-
loga disposición ; solamente, nada en él indicaba hábi-
tos ó proyectos de trabajo; en vano se hubiera busca-
MAGDALENA 173
do algún objeto al que se refiriese una esperanza ó un
recuerdo. Las paredes estaban desnudas; el lecho, sin
cortinas, tenía un aspecto duro y frio.
—No es muy bello que digamos!—exclamó Magda-
lena al instalar á Mauricio en su nuevo albergue;—
pero creo que no hay habitación por pobre que sea
que uno no pueda embellecer mejor que el más afa-
mado tapicero. Nuestros pensamientos y nuestros en-
sueños, nuestras alegrías y nuestros dolores son un
lujo de ajuar y de decoración que muchos ricos niaun
sospechan, y que á mi entender equivale al terciopelo
y á la seda, al palo-rosa y al palosanto. Las cuatro pa-
redes que nos ven amar, trabajar, soñar, esperar, son
siempre las paredes de un palacio,
Poca mella hicieron estas palabras en Mauricio que,
al quedar solo, comenzó á recorrer su cuarto como
león recién enjaulado. Por fin, estalló su cólera, Retor-
ció los puños, golpeóse la frente y se revolcó en el le-
cho exhalando gritos de rabia, Preguntábase por qué
cobarde complacencia, por qué increible debilidad
había dejado llegar las cosas á aquel punto ; acusábase
de imbécil y blasfemaba el nombre de su prima. Entre
tanto Magdalena se ocupaba en ordenar sus colores,
sus pinceles, sus hojas de marfil, sintiéndose ya tan á
sus anchas en su nueva condición, como si nunca hu-
biese conocido otra, más enajenada con su pobreza, de
lo que se halló con su fortuna cuando regresara como
soberana á Valtravers, después del fallecimiento de la
marquesa.
También Úrsula había puesto manos á la obra, y
174 JULIO SANDEAU
ordenaba, frotaba, atendía á todo, entonando á ple-
na voz una canción del país. Al cabo de uná hora,
Mauricio salió, La voz de su hermana de leche, que
llegaba á sus oidos á través del tabique, había puesto
el colmo á sus arrebatos. Anduvo errante por la ciudad
hasta la noche, sin saber á dónde iba, ni ocurriéndo-
sele siquiera preguntárselo. A eso de las once, el
azar le recondujo paulatinamente á su punto de par--:
tida.
Surcaban el horizonte vivos relámpagos; roncaba el
trueno y empezaban á caer gruesas gotas. Mauricio
que, en realidad, ya no tenía más asilo que su buhar-
dilla de la calle de Babilonia, tomo el partido de refu-
giarse en él, Úrsula acechaba su regreso. Saliendo á la
escalera al rumor de los pasos de su señorito, la asus-
tó la palidez de aquel rostro. Los labios estaban livi-
dos; y los ojos, hundidos en las órbitas, brillaban con
fulgor febril. La buena muchacha, seriamente alar-
mada, quiso conducirle al lado de Magdalena, que te-
nía la costumbre de velar hasta muy entrada la noche;
mas él, rechazándola ma! humorado, pasó adelante y
se entró en su habitación. Sentado junto a la abierta
ventana, permaneció hasta el amanecer escuchando
mugir el parque á impulsos del viento, y contemplan-
do el cielo, menos sombrio y tempestuoso que su alma.
Tenía calentura al acostarse y delirio cuando entraron
á verle.
Temióse por sus dias. Puesto en presencia de la rea-
lidad, no habia podido sostener el pobre mozo la mi-
rada de aquella ruda compañera que no creia tan cer-
£
MAGDALENA 172
cana; como don Juan, al tocar la mano de mármol,
habiase sentido Mauricio herido del rayo. Los cuida-
dos de la ciencia, la juventud que aún no muriera en
él, y más aún la apasionada solicitud de Magdalena y
Úrsula, le devolvieron poco á poco á la vida. Las dos
jóvenes disputáronse la gloria de salvarle, y no creo
que jamás madre alguna haya prodigado á su hijo do-
liente más abnegación, terneza y amor que el desple-
gado por aquellas buenas criaturas á la cabecera del
enfermo.
Por más que digan, la enfermedad no es una hués-
peda tan mala. Tiene sus lados buenos, y aunque
sólo sirviese para hacernos apreciar mejor la afección
de los seres que nos son caros y que reune en nuestro
derredor, no habria que maldecir de ella demasiado.
Además, tiene la excelente circunstancia de derrocar
las pasiones malas, ablandar los corazones endureci-
dos y doblegar bajo su rodilla, como rama de sauce,
los más indomables caracteres. Ási, aquel terrible
Mauricio, tan furioso contra la necesidad de vivir
cuando estaba sano y bueno, se dejó cuidar como cor-
dero manso. Más de una vez, con tierna mirada, de-
mostró su agradecimiento á Magdalena y á Úrsula que
á su lado velaban, y más de una vez su conmovida
mano buscó la mano de su prima. Cierto dia, perci-
biendo sobre su cabeza, en la pared, un retrato de su
padre, hecho por la marquesa un año antes de morir
el caballero, lo cogió y pasó largo contemplándolo, y
dirigiéndole, con voz entrecortada por sollozos, senti-
das palabras de pesar y de remordimiento. Magdalena
176 JULIO SANDEAU
y Ursula también lloraban; lloraban dulces lágrimas.
Otro día descubrió sobre la chimenea un cofrecito de
caoba que aún no habia advertido. La convalecencia,
como se sabe, es un estado muy parecido á la infancia.
Idéntica debilidad de órganos, iguales hechizamientos,
análoga curiosidad, que una nonada basta á despertar
ó distraer, es la vida que comienza de nuevo, es en
efecto una nueva infancia. Mauricio pidió aquel cofre-
cito, levanto la tapa y reconoció, simétricamente colo-
cados en sus compartimientos de terciopelo verde, los
útiles que empleaba antaño, con su padre, para escul-
pir el nogal, el peral y la encina.
—¡ Ay !—dijo Magdalena;—eso es todo cuanto pude
salvar de vuestro patrimonio. Pensé que no os sabría
mal guardar esos objetos, y que tal vez me agradece-
riais no haberlos dejado á merced de extrañas ma-
nos.
—Sií, prima mía, si, hermana —añadió Mauricio
(era la vez primera que le daba este nombre; la joven
palideció y se turbó);—sí, hicisteis bien. Al abrir este
cofrecillo, he creído ver la imagen de mis años prime-
ros.
—¡ Y cuando una piensa—añadió Úrsula—que con
eso ganó su pan nuestro noble caballero entre los in-
fieles! ¡Él, un gran señor, un aristócrata, ea! ¡Y decir
que con sus blancas manos torneaba boliches, como si
en su vida no hubiese hecho otra cosa! ¡decir que no
se avergonzaba de trabajar como un hijo del pue-
bio!
—Si— dijo Magdalena—si; era un noble corazón.
MAGDALENA 177
—;¡ Y la señora marquesa !—exclamó Úrsula, que no
era Capaz de detenerse una vez lanzada.—¡He aquí
otra que no debió de llamar mucho tiempo á la puerta
del paraíso. Pensar que una tan gran señora, que ha-
bia vivido en la corte, hacia los retratos de un hato de
bebedores de cerveza y de comedores de sopa de
coles, cuando tan fácil le hubiera sido vivir á mejor
cuenta y con mayor riqueza! ¡Pardiez! ¡era una gran
señora ! :
—Si—dijo Magdalena;—era un alma bellísima.
—Como la vuestra, mi buena señorita—repuso Úr-
sula, llevando con respeto á sus labios la mano de
Magdalena.
Lo mismo que los que oyen un apólogo sia preocu-
parse de su moraleja, escuchaba Mauricio el diálogo,
sin pensar en preguntarse si por azar encerraba algún
-<onsejo a su intención. Lo más hermoso que tiene la
convalecencia es el olvido profundo, la ausencia com-
pleta de toda preocupación del porvenir. Demasiado
débiles aún para lanzarnos más allá de la hora pre-
sente, nos refugiamos por completo en el sentimiento
de nuestra propia conservación. Nos sentimos vivir; y
€s lo que basta. Desgraciadamente, un estado tan plá-
cido no puede durar; paulatinamente recobramos, con
la salud, la carga de la vida.
Si bien fuera de peligro y casi enteramente restable-
cido, hallábase Mauricio sumamente débil, y, sea por-
que su posición exigiese aún asiduos cuidados, sea
para alegrarle y distraerle, Magdalena y Úrsula pasa-
ban la mayor parte del tiempo á su lado. Según el de-
12
178 JULIO SANDEAU
seo manifestado por él, la joven habia trasladado su
taller al cuarto de su primo, y allí trabajaba durante
el dia, y á menudo alli velaba de noche. Pintaba, bor-
daba, hacía labores al crochet, mientras Úrsula se de-
dicaba á ribetes 0 á la calceta. Mauricio encontró al
principio seductor aquel cuadro de la vida íntima;
pero, reavivándose las dolencias de su corazón y de
su espíritu á medida que se acercaba la curación fisi--
ca, cmpezaba á irritarle secretamente la solicitud de
aquellas dos mujeres que no se apartaban de su cabe-
cera. Ya la conciencia de los cargos y deberes suspen-
didos sobre su cabeza le oprimia, sin de ello darse
uenta, como borrascosa atmósfera; sin pretender aún
explicárselo, oía, con vago sentimiento de terror, el
sordo roncar de su destino, semejante al ruido lejano
de la marea creciente.
Cierta noche en que, al parecer, se hallaba dormido
profundamente, sentadas las dos junto á la misma
mesa, conversaban Magdalena y Úrsula á media voz,
trabajando á la velada luz de la lampara.
—¡Pobre querubin!—decía Úrsula, moviendo con
agilidad la aguja;—no siento el dinero que nos ha cos-
tado. Por él empeñaría hasta mi última cofia y mi úl-
tima falda. Pero es la verdad que nuestros últimos
recursos se han ido en gastos de médico y botica y
que á estas horas no hay en casa ni dos miíseros es-
cudos.
—No te preocupes por ello, mi buena Ursula. Confío
acabar, de hoy á mañana, la pintura de esta caja de
thé. Estoy satisfecha de mi trabajo. ¡Mira qué lindas
Á menudo allí velaba de noche.
MAGDALENA 181
flores y qué bellos pájaros! Mucha desgracia será si no
consigo vender esta obra en el gran almacén donde
me han comprado ya dos pantallas. Y aún hay mas.
He acabado un par de saquitos que no están del todo
mal. lremos juntas á ofrecerlos á las tiendas. Dicen
que estas chucherías se venden caras en Paris. Pero
si todo fracasara á la vez, aún me quedan algunas sor-
tijas, algunas joyas; las mandaremos á que hagan
compañia á los brillantes.
—Y á mis pendientes y á mi cruz de oro—añadió
Úrsula.—Perfectamente; pero vos, mi buena señorita,
os pasáis las noches trabajando; siguiendo asi, echa-
réis á perder vuestros lindos ojos azules y vuestra sa-
lud, lo que es peor.
—¡Bueno, bueno !—replicó Magdalena sonriendo;—
soy más robusta que aparento. Por lo demás, el traba-
jo es sano. La marquesa me repetia, á menudo, que
nunca habia tenido mejor salud que en Nuremberg.
A fe que trabajó día y noche, y sin embargo, puedo
asegurarte que sus ojos se conservaban todavia muy
hermosos pocas horas antes de morir. Has de pensar
también, querida Úrsula, que para nuestro amado en-
fermo, mi deber es redoblar en animo y en esfuerzo.
Tal vez su convalecencia sea larga; si no le rodeáse-
mos de todos los cuidados que su estado requiere, ¡qué
de reproches no deberiamos hacernos, qué remordi-
mientos los nuestros, y qué pensaria Mauricio, que
sólo por nosotras se resigno á vivir!
- —Si—exclamó Úrsula, dirigiendo una mirada llena
de adoración al lecho donde su señorito reposaba;—
182 JULIO SANDEAT
sí, la verdad es que se ha portado noblemente con nos-
otras. No podemos quejarnos. ¡Pensar que en el mo-
mento de pegarse un tiro, se abstuvo únicamente por
cariño á nosotras! ¡Y cuán engreido estaba al pasear-
nos por las calles! ¡Sin contar que, una vez restable-
cido, trabajará de firme, para su prima y su hermana
de leche! Porque es un ángel; sí, señorita Magdalena,
un ángel del buen Dios, siempre Jo he dicho.
Asi prosiguieron hablando en voz baja, hasta que
Úrsula obligó á Magdalena á retirarse á descansar.
Antes de alejarse, inclinadas las dos á la cabecera de
Mauricio, permanecieron un rato contemplando en si-
lencio aquel rostro pálido, al que el sufrimiento había
restituido su primitivo carácter de grandeza y digni-
dad.
Mauricio no dormía; habia escuchado toda la con-
versación. El siguiente dia se levantó de la cama. Tan
tranquilo, tan resuelto, como vacilante, colérico y arre-
batado fué en sus tiempos malos, aceptaba al fin la
tarea impuesta por la suerte. Sin embargo, las almas
honradas se equivocarian, atribuyendo ese despertar
súbito de su voluntad á un arranque de gratitud y en-
ternecimiento. Con la salud habia recobrado Mauricio
la dureza de alma. La abnegación de aquellas dos no-
bles criaturas, que venian á agotar á su cabecera sus
postreros recursos, en vez de conmoverle, le irritaba;
pero Dios ha puesto el orgullo en el fondo de nuestro
corazón para suplir, si es menester, a la virtud. Esta
vez el orgullo hizo el milagro que la virtud sola hu-
biera debido obrar.
MAGDALENA 183
Dispuesto estaba, sin entusiasmo á la verdad, pero
sin vacilación, como hombre bien nacido que acude al
terreno, menos por ahinco que por necesidad. Eso si,
¿qué partido tomar? Trabajar, es fácil de decir; pero
hay que saber en qué. ¿Tornear boliches d rompe-
nueces? Eso estaba muy bueno en Nuremberg, en la
patria de los juguetes y chucherias. ¿ Atreverse con la
escultura en madera? Aqui, mil dificultades. Para los
perezosos las avenidas del trabajo están siempre ates-
tadas de obstáculos. Por otra parte, hacia demasiado
tiempo que descuidara este arte, que tenía casi olvi-
dado.
En cuanto á las tareas de la inteligencia, no de-
bia pensar en ello, y no porque careciera de aptitud
para esa especie de literatura á vuela pluma, que en
nuestros días alcanza tanto éxito; desgraciadamente,
en la época á que nos referimos, las letras conserva-
ban todavía algún prestigio y la más difícil de las ar-
tes no había llegado á ser el más fácil de los oficios.
Algunos años más tarde, Mauricio no habría vacilado
y hoy tendriamos otro gran escritor más. Llegar á
punto es uno de los grandes secretos de la vida. Por
fin, aburrido consultó Mauricio á su prima: y ésta le
contestó dulcemente:
—«¿ A qué apresurarse ? ¡si no urge! Todavía os ha-
lláis muy débil. Recobrad fuerzas; lo demás vendrá
por sus pasos. Con tal de sentirme yo escudada bajo
vuestro brazo, me basta y no pido más. No os inquie-
teis. Soy robusta; tengo buen ánimo. Trabajaré por
vos con alegría, esperando á que vos podáis traba-
184 JULIO SANDEAU
jar por mi con ventura. ¿No os parece bien, hermano-
mio?
Ya se comprende que semejantes palabras no harian:
sino irritar el orgullo de Mauricio. Vamos á ver de
qué manera el azar, ó más bien la Providencia, bajo
los rasgos de Magdalena, impelió á aquel joven á la
única senda que abierta tenia.
ÑN un ala de la casa, frente por frente á las buhar-
dillas ocupadas por Mauricio y Magdalena, había
una modesta habitación compuesta de tres cuartos
donde vivia un matrimonio de jóvenes artesanos.
Ebanista de oficio, llamábase el marido Pedro Marceau.
Era un guapo mozo, de veinticinco años á lo mas,
siempre de buen humor, de aire franco y expansivo,
muy simpático con su blusa de lienzo gris que un cin-
turón de cuero charolado ceñía en torno de su flexible
y vigoroso talle. Este tal no hacia versos, ni tenía más
136 JULIO SANDEAU
lira que su cepillo y $u cincel. De pie cada día con el
alba, trabajaba alegremente de la mañana á la noche,
como si estuviese convencido de que el trabajo es á un
tiempo la verdadera poesia del pueblo y el mejor sis-
tema que se haya inventado hasta hoy para mejorar
Ja condición de los obreros. Atenta y gentil, su mujer
manejaba la aguja á su lado, sin dejar de atender á
dos muchachuelós que jugueteaban en derredor de su .
padre. De vez en cuando abandonaba Marceau su ta-
rea para inclinarse sobre la labor de su compañera 6
tomar en brazos á los .bribonzuelos, y en seguida vol-
via al trabajo con nuevo ardor. A veces la mujer tara-
reaba una canción de Béranger, una de esas canciones
inmortales que han consolado á la patria, y sin inte-
rrumpir su tarea el marido entonaba el estribillo con
enérgica y robusta voz. Cuando el día tocaba á su oca-
so, la linda casera se ocupaba en los preparativos de
la comida, regocijada por la palabrería de los mucha-
chos. Largo era á menudo el sobremesa, prolongán-
dose la velada entre familiares conversaciones.
Apoyado en el alféizar de su ventana, habíale ocu-
rrido frecuentemente á Mauricio seguir.con distraída
mirada los detalles de aquel interior honrado y labo-
rioso. Y no porque le interesara en lo más mínimo, ni
porque en ello buscara saludable enseñanza, sino como
espectáculo ofrecido á su ociosidad.
Por su parte, Magdalena complaciase en observar el
método de vida de aquella humilde pareja; y en ello
encontraba misterioso encanto. Entre ella y aquel ma-
trimonio habianse establecido poco á poco relaciones
MAGDALENA 187
de buena vecindad. La joven aleinana acariciaba á los
chicos cuando los encontraba en la meseta ; y durante
la enfermedad de Mauricio, habia ido más de una vez
Pedro Marceau á informarse de su estado. Cierta ma-
ñana, habiendo notado que el joven ebanista acepilla-
ba y tallabá la encina, como en otro tiempo Mauricio
en compañía del buen caballero, púsose Magdalena á
examinarlo con mirada conmovida. Inclinado sobre
su banco, junto á la abierta ventana, parecia Marceau
absorbido por alguna dificultad que en vano intentaba
vencer. De pronto, por uno de esos movimientos brus-
cos que denuncian el sentimiento de la impotencia,
tiró sus herramientas y se golpeó la frente con deses-
peración; después, cruzando los brazos, permaneció.
de pie, en actitud del hombre profundamente des-
alentado. La mujer se habia acercado á él para ver
- de realzar su abatido ánimo con caricias y dulces pa-
labras; y por vez primera quizá, la rechazó él con ru-
deza, brotando de sus ojos lágrimas de furor. Rompió
su esposa á llorar, mientras los chicos, arrastrados por
el ejemplo, gritaban á quien más. A tal escena de
desolación, cediendo á un buen arranque, salió Mag-
dalena de su cuarto, y apareció, pocos instantes des-
pués, en medio de aquella familia, cuya benévola cu-
riosidad había despertado más de una vez,
—¡Ah, señorita! —respondió la mujer, á quien había
interrogado la primera ;—oiga usted de qué se trata.
Mi marido debe entregar hoy mismo un encargo, de
cuyo resultado depende todo nuestro porvenir. Ya sea
porque al aceptarlo presumiera demasiado de sus fuer-
188 JULIO SANDEADU
zas, ya porque su talento le haya fallado, el pobrecillo
comprende la imposibilidad de llevar á buen fin el
trabajo importante que le confiaron. Mi marido se des-
consuela á causa de mi y de nuestros hijos; y yo lloro
porque le veo llorar.
—Mire usted, señorita —dijo á su vez el joven obre-
ro—Dios me perdone el haberme atrevido á pensar
que había en mi fondo algo de artista! No paso de ser -
un infeliz, bueno cuando más para acepillar tablas y
tornear palos de sillas.
—¡Qué sabe usted! —replicóo dulcemente Magdalena:
—el talento tiene sus horas, como la fortuna. Solo la
medianía está dispuesta siempre y no vacila jamas.
Vamos a ver ¿ de qué se trata ?
Tratábase de una escultura representando una figu-
ra de arcangel destinada á la ornamentación de una
de las iglesias de París. El hecho es que la figura es-
taba abortada. Aun cuando indulgente de sí, hubo de
convenir Magdalena en que, si el porvenir de aquella
familia dependía verdaderamente del mérito de la
obra, motivo habia para desesperar. En aquel mo-
mento percibió en la ventana 4 Mauricio quien, á una
seña de su prima, se encaminó á su lado sin mucho
ahínco.
-—Veamos, hermano—le dijo —¿no habria medio de
ayudar á esta buena gente y sacarles del apuro?
Impuesto del caso, acercose Mauricio al trozo escul-
pido y permaneció contemplándolo unos instantes
con desdeñosa atención. Propiamente hablando, no
era sino un esbozo que nada bueno prometjia, Agru-
Atacó resueltamente el trozo de encina.
MAGDALENA 191
pados en torno suyo el joven ebanista, su mujer y
Magdalena esperaban ansiosos su respuesta. No abrió
los labios Mauricio; pero de repente, menos por bon-.
dad de alma que con intención de lucirse, se quitó la
levita, dobló sobre sus muñecas los puños de la cami-
sa de batista, y, cogiendo uno de los útiles, atacó re-
sueltamente el trozo de encina rebelde á la mano de
Marceau. Magdalena triunfaba en secreto. De pie, in-
móviles, en muda contemplación, seguían los dos ar-
tesanos los progresos del trabajo, mientras, en derre-
dor del banco, subidos curiosamente cada uno a una
silla, con sus blondas cabecitas y sus rostros de que-
rubines, los chicuelos parecian el acompañamiento
natural de la figura que comenzaba á animarse á im-
pulsos del cincel creador.
Por más borrascas que haya atravesado, por devas-
tado que esté nuestro corazón, aun cuando se parecie-
se á un desierto de Sahara, aun cuando sólo encerrase
áridas y desoladas arenas, hay una flor que todavia
puede verse en él, en todo su frescor y en su brillo
todo, como abierta la vispera. En vano cayeron todas
las demás marchitas en torno suyo. Á su corola no le
falta ni un pétalo, y sonrie en el extremo de su tallo,
que ningún viento logró desarraigar. Esta flor inmor-
tal del corazón humano tiene un nombre: es la vanidad,
Asi pues, muerto casi á todo lo que hace vivir, sabo-
reaba Mauricio con secreta complacencia el. efecto
producido en su público. Bajo el aguijón del amor
propio, había vuelto á encontrar, como por encanto,
aquella osadia y aquella precisión de cincel que anta-
192 JULIO SANDEAU
ño fueron orgullo del Caballero. Desprendido de los
lazos de la encina, el arcángel sacudía sus estreme-
cientes alas. Pocas horas despues, la figura que Mau-
ricio había tomado en estado de esbozo apareció tan
neta, tan pura como si hubiese sido labrada en már-
mol.
—¡Ya está l—dijo soltando los útiles y bajando los
puños de su camisa.—;¡ Así se hacen estas cosas!
Imaginaos el gozo de aquella familia. Los chicuelos
batian palmas; atraidos alternativamente por la admi-
ración y la gratitud, la joven y su marido se deshacian
en manifestaciones de reconocimiento, felicitando á
Mauricio por su bella obra y bendiciéndole por su
bella acción. Silenciosa y sonriente, Magdalena con-
templaba aquella dulce enagenación, lisonjeándose de
que su primo la compartiera; mas éste, una vez ter-
minada su tarea, se habia apresurado á mofarse inte-
riormente del necio placer que acababa de experimen-
tar, y como nada le parecia más cándido que las escenas
de enternecimiento, dió por terminada ésta, ponién-
dose la levita.
—¡ Ah, señor, me ha salvado usted la vida! —excla-
mó el obrero con efusión.
—Presumo—replicó secamente Mauricio— que eso
es de parte de usted un modo de hablar, una pura exa-
geración ; de no ser así, le habría prestado á usted un
mal servicio, y no valdria la pena de agradecérmelo.
Dicho-esto, y apartando con bastante rudeza á los
muchachos que se empeñaban en encaramarse por sus
piernas, salió como habia entrado y se retiróá su habi-
MAGDALENA 193
tación. ¿De qué le venía tan feroz humor? Es que el
corazón humano es un abismo de infames cobardías.
Sin sospecharlo, Mauricio estaba furioso porque ya
no tenia pretexto ni excusa para no hacer nada. Los
jóvenes artesanos quedaron consternados por una par-
tida tan brusca y confusos de no haber podido expre-
sar su agradecimiento. En cuanto á Magdalena, dura-
mente herida por las palabras que acababa de oir, se
alejó para enjugar su llanto. Sin embargo, pensó en
sus adentros que aquel dia encerraba tal vez el ger-
men del porvenir.
En efecto, así como lo esperara, á partir de enton-
ces notó Magdalena que Mauricio celebraba frecuen-
tes conferencias con Pedro Marceau. Callábase él en
su presencia; pero por su aire grave y preocupado,
demasiado comprendia ella que se estaba preparando
algo extraño en su destino.
Cierta mañana, al ir á penetrar Úrsula en el cuarto
de su señorito, volvió atrás como trastornada y de-
jando entornada la puerta. ¿Qué habia visto? ¿Qué
ocurria de extraordinario en la habitación de Mauri-
cio? Corrió la muchacha á encontrar á Magdalena y
se precipitó en sus brazos inundándola de llanto y
besos.
—¡ Venid, venid, mi buena señorita!
Y sin más explicaciones, tomó de la mano á Magda-
lena y la condujo á paso de lobo hasta la habitación
del joven.
—No hagáis ruido—dijo—y mirad.
Retuvo el aliento la joven y miró por la entornada
13
194 JULIO SANDEAU
puerta; y cuando hubo visto bien, ciñó llorando los
brazos al cuello de Úrsula, y las dos angelicales cria-
turas permanecieron largo rato enlazadas.
A su vez, ¿qué había visto Magdalena ? El más her-
moso espectáculo que contemplar pudiera: á Mauri-
cio, de blusa, en pie, inclinado sobre el banco y traba-
jando.
XI
RA la época propicia para dedicarse á esculpir en
madera. Descuidada desde largo tiempo, casi
perdida, esta rama del arte acababa de retoñar al ca-
prichoso soplo de la moda. Recuérdese que á la sazón
nos hallábamos en plena Edad-media. La literatura,
para remozarse, se había hecho gótica. El gusto domi-
nante en la poesia había invadido todas las artes del
dibujo. Pintura, estatuaria, arquitectura, todo depen-
dia de la Edad-media. Por una atracción natural el
mueblaje habia seguido igual pendiente. Se comenzó
196 JULIO SANDEAU
por desbalijar gran número de castillos de provincias
para satisfacer la pasión parisiense; después, cuando
los cofres, los aparadores, las credencias, los sitiales.
esculpidos, blasonados, se agotaron, cuando la verda-
dera Edad-media faltó, preciso fué crear una Edad-
media flamante. El nogal, la encina, el peral, modela-
dos por hábiles manos, engatusaron á más de un
inteligente, y esta inocente estratagema enriqueció á
algunos artistas privilegiados. Por mediación de Pedro
Marceau, confiáronse muy en breve á Mauricio impor-
tantes trabajos; en pocos meses pudo, sino difundir
en torno suyo la comodidad y el bienestar, cuando
menos ponerse al abrigo de la necesidad con las dos
criaturas que se habían confiado á su guarda. Era la
pobreza, pero esa pobreza laboriosa que no debe nada
á nadie, sín remordimientos de la vispera, ni quebra-
deros de cabeza para el día siguiente, preferible cien
veces al lujo ficticio y torturado en cuyo seno viviera
Mauricio.
Verdad es que nuestro joven no parecia muy to-
cado ni muy convencido de las ventajas de su nue-
va condición. Aceptaba su destino, pero detestándo-
lo; trabajaba, pero maldiciendo el trabajo. ¡Cuántas
veces, durante aquellos meses primeros, mo sintió
cejar su ánimo y titubear su voluntad! ¡Cuántas ve-
ces, abandonándose á arrebatos sin nombre, hasta en
presencia de su prima, no tiró sus herramientas con
cólera, pisoteando la obra que había empezado, como
si hubiese ignorado que la gracia dobla el valor del
sacrificio y que la abnegación más bella debe ir acom-.
MAGDALENA 197
pañada de una sonrisa! En semejantes ocasiones, Mau-
ricio estaba terrible. Magdalena le contemplaba con
tristeza ; después, cuando el malhadado mozo, exte-
nuado y sin poder más, cala aplomado en su lecho,
llegábase á él la angelical criatura, y enjugaba el sudor
de su frente, creyéndose muy afortunada si no la re-
chazaba con alguna frase dura. Lo que le aguijonea-
ba y le sostenia en la lucha emprendida era el or-
gullo. Tenia decidido empeño en no deberle nada á
su prima. El recuerdo de que había vendido sus dia-
mantes y trabajado para cuidarle, era para él grave
carga.
Deciase también que cuanto antes hubiese asegurado
la existencia de Magdalena, tanto más pronto estaria
en paz con ella, y en libertad de acabar á su antojo. El
suicidio velaba á su cabecera, no como espectro ame-
nazador, sino como el ángel de la liberación.
Hay sin embargo un gozo, ignorado de aquellos á
quienes la vida sólo costó el trabajo de nacer, y que
Mauricio saboreó tanto más vivamente cuanto que no
previéndolo, no habia podido pensar en ponerse en
guardia contra él. Me refiero á ese gozo, pueril si se
quiere, y sin embargo enagenador, que se experimen-
ta al sentir en la mano el primer dinero que se ganó
con el trabajo. No, ese gozo no es pueril, por cuanto
es la conciencia de nuestro valer personal. La riqueza
<reada por nuestro trabajo ¿no es. la más legítima de
todas las riquezas, la de que con más justicia nos sen-
timos orgullosos ? El heredero que cuenta su oro, es
menos rico á los ojos de Dios que el obrero que per-
198 JULIO SANDEAU
cibe su salario. Estas reflexiones estaban muy distan-
tes del espíritu de Mauricio; pero cuando vió en su
banco el montón de escudos que Pedro Marceau habia
cobrado por su cuenta, los tomó uno á uno y los exa-
minó uno tras otro con expresión de infantil curiosi-
dad. Hubiérase dicho que era un avaro ó un pobre
diablo que se ve con dinero por vez primera. Cediendo
á un arranque ingenuo, digno de los mejores días de
su juventud, salió alegremente para llevar en triunfo
aquellas primicias á Magdalena. Sonreia; tenía veinte
años! ¡Ay! aún no habia llegado á la puerta de la jo-
ven alemana, cuando ya tachaba de necedad el con-
tento que acababa de sentir, y de tonteria el senti-
miento que le llevaba á la habitación de su prima, En
menos de un minuto, todo aquel bello arranque se
había extinguido como fuego de paja bajo un ancha
ola. Úrsula estaba en el recibimiento; Mauricio echó
friamente un puñado de escudos en su delantal y se
alejó sin despegar los labios.
. En el cumplimiento de un deber formal, por duro y
penoso que pueda ser, ha infundido Dios una satisfac-
ción interior que con dificultad eluden las almas más
degradadas. Por otro lado, si la profesión más ingrata
tiene de vez en cuando sus horas de enagenamiento,
el cultivo de un arte, por modesto que sea, debe tener
sus momentos de entusiasmo. A la vez que tascando
el freno, experimentaba Mauricio cierta fruición se-
creta en saberse útil y necesario. En esto, nos parece-
mos todos algo á las gentes que ocupan un destino
importante. En el fondo de las importunidades que
1]
ños!
tenía veinte a
3
Sonreta
MAGDALENA 201
asedian su crédito y su valimiento, hay siempre algo
que no les desplace: el enojo que dejan ver no es á
menudo sino un disfraz que sirve para ocultar el triun-
fo de su vanidad.
Por otra parte, Mauricio llegaba muchas veces á
apasionarse por las figuras que su cincel creaba. Las
castas imágenes de su juventud retozaban en derre-
dor de su banco. Veiase al lado de su padre, tra-
bajando en el taller de Valtravers; la imagen del buen
señor parecia sonreirle y animarle. En resumen, excep-
ción hecha de los arranques de furor que acabo de in-
dicar y que iban siendo menos frecuentes de día en
dia, al cabo de algunos meses, cuando llegaba la no-
che, admirabase Mauricio de la rapidez del tiempo y
de la paz que habia gozado. El trabajo lleva en si su
recompensa. Nos aisla del mundo y de nosotros mis-
mos. Aunque sólo se le debiese esa serenidad que co-
rona, de seguro, toda jornada bien empleada, serla
cosa de bendecirlo y amarlo,
Por desdicha estas sanas influencias casi no tenian
tiempo de fructificar en el espíritu de Mauricio quien,
terminado el día, disipaba fuera el provecho moral
que sin sospecharlo habia ganado. Demasiado supe-
rior (así opinaba él) para poderse someter á una exis-
tencia burguesa y regular, habia declarado explicita-
mente que queria vivir á su antojo. Sea dicho inter
nos, no le sonreia gran cosa la cocina de Úrsula, y las
comidas mano á mano con Magdalena tampoco le son-
reían más. Finalmente, como todos los seres débiles,
tenia empeño Mauricio en dejar bien sentado que sólo
202 JULIO SANDEAU
, dependía de su voluntad. Por las mañanas, se desayu-
naba frugalmente en su cuarto; y por la tarde, cuan-
do daban las seis los relojes de la vecindad, quitábase
la blusa, vestiase y salia, generalmente sin haber vis-
to en todo el día á su prima. Imaginaba que no le
debía nada, en cuanto había proveido á sus necesi-
dades,
Salía bastante tranquilo, reposada la cabeza, refres-
cada la sangre por el trabajo, el silencio y la soledad.
Experimentaba, desde luego, una especie de embria-
guez al verse fuera de su buhardilla, perdido entre la
muchedumbre, libre sobre el empedrado. Pero ¿á
dónde ir ? Había roto violentamente con su pasado. No
le quedaba ni un amigo; mejor dicho, en el mundo
donde se habia marchitado su juventud se tienen
compañeros, pero no amigos. Caminaba á la ventura,
y casi siempre un atractivo fatal le llevaba á los para-
jes donde habia zozobrado.
Pálido, mustio, rozando las paredes, cual náufrago
errante en la playa y contemplando con envidiosa mi-
rada á los navios que se burlan de las olas que engu-
Heron su fortuna, atravesaba con aire sombrío esa
fiesta eterna que jamás se pone luto por sus victimas,
de donde los más jóvenes, los más bellos, los más bri-
llantes desaparecen sin dejar tras de si ni vacio ni pe-
sar, ni aun siquiera el surco luminoso de la estrella
errante.
Adormecidas un. momento, las pasiones malas se
despertaban y rugían en su pecho. En esos buleva-
res inundados de luz, en medio de los encantos que
MAGDALENA 203
hacen de ellos el orgullo de Paris y una de las ma-
ravillas del mundo, en medio de aquellas alamedas
que tantas veces le vieran paseando su elegante ocio-
sidad, pensaba Mauricio en la calle de Babilonia, en su
buhardilla, en su banco, y llanto de rabia bañaba sus
mejillas. Irritado, calenturiento, miserable, volvia
como bestia salvaje herida por mil golpes. De vuelta
al hogar, antes de retirarse á su cuarto, raras veces
dejaba de entrar en el de Magdalena, quien, como
queda dicho, tenía la costumbre de prolongar su ve-
lada en compañía de Úrsula hasta muy avanzada la
noche.
No vaya á creerse que en esto cediera Mauricio á un
movimiento de solicitud, ó que le moviese un deber
de simple cortesía. El desdichado obedecia únicamen-
te a la cobarde necesidad de exhalar su cólera y de
vengarse en aquellas dos pobres criaturas del mal que
le atosigaba. Cualidad de los egoistas es querer, cuan-
do sufren, que todo el mundo sufra en torno suyo.
Mauricio encontraba infaliblemente á Magdalena y
á Úrsula sentadas y trabajando á la luz de la lámpara,
tan serenas una y otra como si todavía se hallaran á
orillas del Vienne, en el salón de Valtravers, Calado el
sombrero, y abotonada la levita hasta la barba, entra-
ba bruscamente descompuesta la faz, dura la mirada,
desdeñoso el labio. Las dos se levantaban para reci-
birle, Úrsula con una caricia, con una sonrisa Magda-
lena. ] j
Jamás una palabra ofensiva, jamás una pregunta
indiscreta; nada en su acogida dejaba de respirar, por
204 JULIO SANDEAU
el contrario, la más adorable ternura, como si sehubie-
se tratado de un hermano amable ó de un amigo cari-
ñoso. Después de rechazar brutalmente á su hermana
de leche y de dirigir una mirada altanera á las pinturas
de la joven alemana, se sentaba en un rincón del cuar-
to, y mientras las dos angelicales criaturas reanuda-
ban su tarea, contemplábalas con aire huraño ó bur-
lón. ,
La placidez de aquellas dos figuras, la tranquilidad
de aquel nido, el orden que reinaba bajo aquel humilde
techo, la gracia armoniosa que se revelaba en los me-
nores detalles de aquel modesto mueblaje, todo ello le
exasperaba en vez de apaciguarle. Ordinariamente ta-
citurno, mostraba entonces una alegría cruel, agresi-
va, implacable; ceñudo y silencioso casi siempre, vol-
víase decidor, ingenioso y hasta elocuente, en cuanto
se trataba de torturar el corazón de su prima. Lo que
más claramente resaltaba en sus discursos era que es-
taba harto y ahito de Magdalena y Úrsula. Magdalena
sólo oponía á sus enormidades una dulce razón, una
bondad inalterable; pero ya le constaba á Úrsula cuán-
tos raudales de lágrimas vertía la pobre niña después
de retirarse su primo.
Aún debían ir más allá los ultrajes. Pertenecia Mau-
ricio á esa escuela de jóvenes calaveras, Lovelace de
bastidores, Don Juan de baja estofa, que, porque se
comieron neciamente su patrimonio con algunas mu-
chachas perdidas, creen conocer á las mujeres, y se
jactan de despreciarlas. Por dos ó tres bacantes de-
rrengadas y marchitas que habrán paseado en coche,
MAGDALENA 205
los tales caballeretes hablan de la bella mitad del gé-
nero humano con tal irreverencia, que ocurren deseos
de preguntarles, al oirles, qué oficio hacen sus her-
manas y de qué flancos nacieron. Sin encontrar á su
prima hermosa ni apetecible, habia acabado Mauricio
por descubrir que representaba, junto á ella, el papel
de un tonto. A falta de los sentidos que aquella blanca
y casta beldad dejaba absolutamente dormidos, el
amor propio y la vanidad se le subian al cerebro en
groseros humos. ¿Era natural que un joven que no
tenia treinta años viviese fraternalmente con una mu-
chacha que tenía veintitrés á lo sumo, en habitaciones
contiguas, bajo un mismo techo? ¿Qué pensarían, si
lo supiesen, sus antiguos camaradas? ¿Qué debía pen-
sar la misma Magdalena? Porque, en la ternura que
la joven le demostraba, sólo veia Mauricio una incita-
ción. Sin embargo, cada vez que se arrimaba á ella
con ánimo de cambiar una posición que le parecia ri-
dicula, poseído de un vago sentimiento de respeto que
no se explicaba al pronto y que luego le sublevaba,
retirábase sin haberse atrevido á tomarle siquiera la
mano.
Cierto día en que faltaba trabajo, salió temprano
Mauricio á la calle y anduvo errante hasta el anoche-
cer bajo uno de esos soles ardientes que hacen fer-
mentar el cieno de los pantanos y el fango de las pa-
siones impuras. Comió en las inmediaciones del anti-
guo Teatro ltaliano, en una especie de taberna de
non sancto aspecto. Sentado en el fondo de una pieza
oscura, á la luz de un quinqué humoso, comió poco y
206 JULIO SANDEAU
vació trago tras trago una botella de esos vinos de
espiritu que jamás han pagado derechos de puertas.
¡Qué diferencia entre esta comida y las que en otros
tiempos saboreaba Mauricio en jovial compañía en los
salones del Café de Paris, mientras su coche esperaba
á la puerta y su groom al pie de la escalinata! De co-
dos sobre el mantel, con la frente entre sus manos,
permaneció luengo rato sumido en un caos de pensa-
mientos irritantes, que todavía los humos de la em-
briaguez exaltaban. Abrasados cabeza y sentidos, pasó
el resto de la velada en las encrucijadas, siguiendo con
mirada salvaje las evoluciones de las sirenas infames
que los albañales de la vida parisiense vomitan sobre
las aceras.
Cuando entró en el cuarto de su prima y la vió
sola, no pudo reprimir un movimiento de alegría
diabólica. Ligeramente indispuesta desde la vispera,
Úrsula, cediendo, á pesar suyo, á las solicitaciones de
su señorita, se habia acostado temprano. Magdalena
leia cuando llegó Mauricio. Cerró el libro, lo dejó so-
bre la mesa y acogió á su primo como siempre, sin
parecer notar la alteración de sus rasgos, el sombrio
fulgor de sus ojos y la palidez inflamada de su faz.
Sentóse Mauricio junto á ella, y con voz breve, ardien-
te, convulsa, cuyo acento más se avenia con el insulto
que con la lisonja, comenzó, sin transición, por cumpli-
mientos, de tal suerte exagerados, que la joven le miró
al principio con aire de sorpresa, y por fin soltó una
risotada. Fué un nuevo aguijón. Aquella risa argenti-
na y perlada, aquella viva jovialidad de ninfa sin des-
MAGDALENA 207
confianza, perseguida por un sátiro, y tomando la cosa
á broma, acabaron de irritar á Mauricio, sacándole
de si.
Sofocó en el pecho un grito de rabia, y reponién-
dose luego, habló de amor con el arrebato del odio,
de ternura con acento del rencor, lenguaje tenebroso
que de vez en cuando iluminaban con siniestros des-
tellos frases singulares. Blanca, fria, inmóvil, seme-
jando á la Castidad atónita de ver á sus pies las ofren-
das destinadas á los altares de la Venus impúdica,
Magdalena, mientras el desdichado hablaba, contem-
plábale con aire á la vez tan altivo y triste, que llegó un
momento en que Mauricio, aterrado bajo la mirada de
su prima, se detuvo, como si hubiese oprimido entre
sus brazos un mármol insensible. Siempre en la misma
actitud, seguia contemplándole Magdalena con el mis.-
mo aire triste y grave en que no se vislumbraba in-
dignación ni cólera, mezcla de piedad maternal y de
doloroso asombro. No pudo más Mauricio ; levantóse y
se alejó con espanto.
Cuando, después de algunas horas de ese sueño que
sigue á la embriaguez, recobro el infortunado, al des-
pertar la siguiente mañana, el recuerdo de lo ocurri-
do, sintióse morir de vergúenza y confusión. No por-
que su conciencia le dirigiera los reproches que mere-
cia: desde largo tiempo la habia habituado á una
indulgencia excesiva; pero no podía soportar la idea
de tener que ruborizarse ante Magdalena. ¿Cómo osa-
ría volver á su presencia > Presentía recriminaciones
exageradas; veíase ya objeto de los rencores implaca-
208 JULIO SANDEAU
bles de una gazmoñeria quisquillosa, porque cuando
esos calaveretes se ven obligados á reconocer la virtud
en las mujeres, consuélanse representándosela bajo un
aspecto poco gracioso á modo de espantajo, de objeto
de chacota. Tocaba el dia á su ocaso, y aún Mauricio
era presa de estas reflexiones nada halagieñas, cuan-
do su prima entró en su habitación. Ruborizóse él,
palideció, turbóse; hubiera querido que la tierra se
abriese bajo sus pies y que el techo se desplomara so-
bre su cabeza. Tendida la mano, cariñosa la mirada,
sonriente el labio, le llamó «hermano mio», por manera
que llegó á imaginar un momento que había soñado
la escena de la vispera. Muy raro es que los hombres
no guarden un sentimiento de sincero afecto á la mu-
jer junto á la cual se descarriaron, y que pudiendo
humillarles en su derrota, les ha dispensado su gra-
cia, su indulgencia y su bondad. Nuestro corazón agra-
dece siempre las pequeñas atenciones que se tributan
á nuestra vanidad. Aun cuando nada diera á conocer,
quedo Mauricio sumamente conmovido de la genero-
sidad de Magdalena, reconociendo en su fuero interno
que la virtud no es necesariamente ridícula é insocia-
ble y que puede ser amable una vez por casualidad.
Magdalena venía á rogar á Mauricio que compartie-
ra con ella su comida aquel dia. Miró Mauricio al cielo
que, desde por la mañana, se deshacia en agua. Salir
con un tiempo como aquel para ir á buscar, lejos de
allí, una comida mediocre, nada tenía de divertido.
Por otra parte, su estómago se resentía de los excesos
de la vispera. He leído, no recuerdo dónde, que los
MAGDALENA 209
dias siguientes á los de orgía dieron origen á los ana-
<oretas. Finalmente, á Mauricio, reconociéndose cul-
pable ante su prima, no le venia mal poder expiar sus
<ulpas á tan poca costa. A su vez, grande y generoso,
aceptó la súplica de Magdalena.
14
XI
Le mesa estaba dispuesta en ua comedorcito, tapi-
zado de un papel que imitaba á la perfección los
entablonados de encina. Ocultaban la chimenea ma-
zorcas de asters, dalias y brezos de color rosa: la única
ventana miraba á los árboles del parque, cuyas hojas
atizonaran ya las otoñales brisas. La mesa era algo
angosta; el lujo del servicio no hubiera alarmado los
hábitos de un quákero ó de un cartujo; pero sobre el
mantel deslumbrante de blancura y del que se exhala-
ba el grato perfume de la buena colada, todo relucia
de limpieza, todo tenia un aire alegre, honrado, encan-
212 JULIO SANDEAU
tador. Al sentarse frente á la joven alemana, que hacia
los honores de su pobreza con una gracia que no siem-
pre la riqueza posee, hubo de convenir Mauricio en
que aquello valía mucho más que la horrible taberna
donde desde algún tiempo acá comia habitualmente.
Los platos no eran numerosos, ni refinados: ventaja to-.
davia más rara, eran sanos y exquisitos. Podemos creer
que en su confección había empleado Úrsula todo su sa-
ber. "Limpia, sonriente, vivaracha, ágil el pie, ligera la
mano, remangada basta el codo y descubriendo la re-
dondez de un brazo hecho á torno, era de ver la fornida
moza dando vueltas en derredor de sus amos, sirvien-
do los manjares, retirando los platos, indicandoá Mau-
ricio los bocados más finos, pronta á caerse de espal-
das cada vez que éste se dignaba encontrar algo á su
gusto. Magdalena comía apenas, no ocupándose sino
de su primo, con la inquieta solicitud de una joven
querida, feliz y orgullosa de servir á su amante. Obje-
to de tantas atenciones, Mauricio no podia menos de
sentirse conmovido, y preguntábase, perplejo, qué ha-
bía hecho para merecerlas, Debo añadir que tampoco
era insensible al talento y al saber de Úrsula, que has-
ta entonces no habia sospechado. Otra sorpresa le es-
peraba á los postres. Acercósele Úrsula con un enorme
ramo, y empezó á recitar una felicitación que apren-
diera de antemano; pero, cortándole su emoción la
voz, abalanzóse sobre su hermano de leche, deseán-
dole unicamente un dichoso día de su santo, y cu-
briéndole de dulces lágrimas y sonoros besos. Tocóle
la vez á Magdalena. Tendió á Mauricio su linda mano
por encima de la mesa, dirigiéndole algunas palabras
Apoyóse en su hombro.
MAGDALENA 215
sencillas y afectuosas. En tanto el mantel se había lle-
nado de buñuelos y galletas como en Valtravers; una
botella de rancio vino que las dos jóvenes se habian
procurado en vista de aquel día magno, á costa de
todo un mes de privaciones y rigurosa economia, er-
guía entre las flores su largo cuello cubierto de lacre.
El cielo acababa de despejarse; los pájaros, antes de
dormir, gorjeaban en las ramas; los embriagantes eflu-
vios de la hoja húmeda penetraban por la abierta
ventana; finalmente, próximo á desaparecer en el ho-
rizonte, enviaba el sol á la mesa un alegre rayo, á cuyo
beso centelleaban los vasos como otros tantos cristales
preciosos. Desde que Mauricio abandonó el techo pa-
ternal, aquella era la primera vez que le felicitaban
sus dias. Olvidado y perdido desde hacía diez años,
este aniversario despertó violentamente en él las me-
jores memorias de su juventud. Recordó el tiempo en
que semejante día era de regocijo público en Valtra-
vers. Vióse entre la marquesa y el caballero, rodeado
de todos los servidores que le ofrecian cordialmente
sus votos y su amor. A estas imágenes dióle un vuelco
el corazón; un sacudimiento eléctrico recorrió todo su
sér; palideció su frente y humedeciéronse sus ojos.
Magdalena, que no le dejaba de vista, levantóse y co-
rrió á él, para aprovechar tan excelente movimiento.
Apoyóse en su hombro, inclinó hacia él su virginal
cabeza y, parecida á esa bella estatua del Louvre co-
nocida bajo el nombre de Polimnia, 0 más bien como
ángel de la guarda espiando la resurrección del niño
confiado á su vigilancia, permaneció unos instantes
en actitud meditabunda y recogida. Pensando en lo
216 JULIO SANDEAU
que había sido ella por él, y en lo que él habia sido
por ella, sintió Mauricio ablandarse por fin su alma
endurecida. Esta vez, su orgullo, desprevenido, en
lugar de irritarse, doblegó la rodilla y se humilló ante
virtud tanta. Ni una palabra perturbó esta escena con-
movedora. La misma Úrsula permaneció muda. Pero
cuando el joven, con un gesto demasiado brusco para
no ser involuntario, cogió la mano de Magdalena lle-
vándola vivamente á sus labios, no pudo Úrsula rete-
ner uno de aquellos gritos de admiración familiares
en ella, como si su hermano de leche acabara de eje-
cutar la acción más bella del mundo. La velada ter-
minó en el cuarto de Magdalena á la luz de la lampara,
en dulces pláticas. Hablaron de Valtravers, de la mar-
quesa, del buen caballero, y también de aquella tarde
de otoño en que por primera vez se habían encontra-
do, Mauricio á caballo y Magdalena, victima de las
fechorias de Perico, sentada en el césped y llorando.
Complaciéronse los dos en resucitar todos los detalles
de su llegada al castillo, la huerfanita dando el brazo -
al joven caballero y no sospechando que fuese su pri-
mo; el caballo siguiéndoles en libertad, y trasquilando
los nuevos retoños; el claro iluminado por los fuegos
del sol poniente; la alegria del joven cuando Magdale-
na había hablado del pequeño Mauricio; la verja del
parque; las torrecillas del lindo castillejo surgiendo
detrás de la cerca, y finalmente á los ancianos compa-
ñeros levantándose, en la meseta de la escalinata, para
recibir á la extranjera. Placianse escuchando todos
estos recuerdos que gorjeaban en su memoria como
pájaros en dorada jaula. En Mauricio, atónito del en-
MAGDALENA 217
canto que saboreaba, dejábase oir aún el acompaña-
miento burlón de la romanza de Don Juan, pero á raros
intervalos, débil y enseguida sofocado por el canto.
Antes de retirarse hubo de convenir que la vida tiene
sus buenos ratos y la pobreza sus fiestas, lo mismisi-
mo que la fortuna. Ya en su cuarto, miró sin cólera
los útiles de su oficio y con satisfacción el retrato de
su padre; y luego se durmió en paz extraña, dicién-
dose que al fin y al cabo su prima y su hermana de
leche eran dos buenas muchachas. Tranquilo y pro-
fundo fué su sueño. Despertado al apuntar el alba por
la voz de Pedro Marceau que saludaba al día y oraba
á Dios cantando y trabajando, saltó de la cama y em-
prendió resuelto su tarea.
XHMI
aos salvado á Mauricio, alegrarse y cantar victo-
ria, figurarse que sólo le falta tender la mano para
de nuevo coger la juventud y todos sus perdidos teso-
ros, sería exponerse á crueles equivocaciones y des-
conocer, al mismo tiempo, el pensamiento de Dios,
que quiere que la expiación preceda á la rehabilitación
y no permite que el hombre pueda volver á subir en
un dia la colina santa, desde cuya faida se dejo caer.
Ruda es de trepar esa pendiente, y de algunos más
fuertes que Mauricio sé que se han detenido á mitad
220 JULIO SANDEAU
del camino, pálidos, magullados, quebrantados, mi-
diendo con mirada liena de espanto el largo trayecto
que les faltaba recorrer. Verdad es que estos tales no
tenían junto á sí un ángel que les sostuviera, que en-
jugara el sudor de su frente, y que les mostrara el
sendero más corto y menos escarpado, por donde las
almas caídas pueden remontarse á las celestes cum-
bres.
Tocaba á su fin el otoño. Avanzaba Noviembre, tiri-
tando en su manto de escarchas, chorreando lluvias,
con los pies en el barro y la frente en la bruma. Para
comprender cuán sombria tristeza entraña esta esta-
ción, hay que encontrarse solo en Paris, pobre, sin
familia, obligado á salir para ir á comer, con la pers-
pectiva, al regreso, de la soledad sentada junto á un
hogar avaro. Repuesto de su prevención contra la co-
cina de Úrsula, precisado por el rigor del invierno á
reconciliarse con la vida de familia, habia acabado
Mauricio por resignarse a comer con su prima. Leja-
nas ya las puras emociones del día de su santo, costóle
algún trabajo avenirse á esos hábitos burgueses. Sin
embargo, cuando la brisa soplaba y la escarcha azota-
ba los cristales, no le desplacia pensar que su comida
le esperaba, á dos pasos, en un cuarto calentito y bien
cerrado, donde dos sonrientes figuras jamás dejaban
de acogerle con ahinco. Para apreciar semejantes go-
ces, no hay necesidad de ser un Grandisson.
Si bien, poco suntuosas, las comidas tenian lugar -
¿on bastante alegría. Mauricio aportaba generalmente
el formidable apetito que debia al trabajo, y que le ha”
MAGDALENA 221
Y
cia indulgente sobre la distribución del servicio. Ur-
Sula conocia los gustos de su señorito y cifraba su glo-
ria en confeccionar sus predilectos platos. Por su parte
Magdalena suplía al lujo de los manjares con la gracia
de su espiritu. Mauricio. se dejaba subyugar dificil-
mente por tan poéticas ilusiones; sin embargo, de vez
en cuando maravillábanle aquel espiritu y aquella
gracia á que tanto tiempo había pasado sin otorgar la
anás minima atención. Asi, todo marchaba perfecta-
mente, durante la comida. Por desgracia, las veladas
transcurrian con desesperante lentitud, no para Úrsula
ni Magdalena, sino para Mauricio, que no sabía cómo
inatar el tiempo. Es de notar que las mujeres siempre
tienen una ocupación ú otra, mientras que los hom-
bres no hacen absolutamente nada desde que dejan de
trabajar seriamente. Sentadas junto á la lámpara,
Magdalena y Úrsula hacian correr la aguja o el gan-
chito; Mauricio, con las manos en los bolsillos, daba
vueltas en derredor del cuarto, con aire fastidiado.
Iba de una á otra, examinaba su labor, sentábase, se
levantaba y volvia á sentarse. Aun entre las más be-
lias inteligencias no son inagotables los temas de con-
versación, y así me explico perfectamente que los
hombres hayan inventado las cartas y el ajedrez para
dispensarse de hablar cuando están reunidos. Desde
el dia en que entrara en el cuarto de su prima, con
intento de ultrajarla, era Mauricio menos acerado en
sus discursos. Más de una vez había retenido en sus
labios trémulos el dardo, presto á partir. Sin embargo,
por mas que hiciese para dominarse y vencerse, exas-
222 ¿JULIO SANDEAU
perado por el aburrimiento que también tiene sus có-
leras y sus arrebatos, raras veces terminaba su velada
sin soltar alguna palabra amarga ú ofensiva. Más se-
gura de su imperio, Magdalena en vez de inclinar la
cabeza como en otro tiempo, contestaba entonces con
dulce firmeza, en ese lenguaje encantador que habla la
razón cuando la templan la gracia y la bondad. De vez
en cuando Úrsula metia su cucharada, que no hubiera
desaprobado la criada de Moliere. Mauricio comenzaba
por irritarse, no tardando en conservar un silencio
enfurruñado, y algunas veces no podía menos de son-
reirse.
A pesar de la angélica bondad, á pesar de Jas cari-
nosas atenciones de Magdalena, las veladas parecian
aún muy largas á Mauricio. A menudo la conversa-
ción se cortaba, reanudándose con algún trabajo. La
joven, para combatir el tedio, habia suplicado á Mau-
ricio que les leyese algo, á cual proposición se rebeló
éste. En su existencia ociosa y disipada, pocas veces
le había ocurrido abrir un libro. En el seno de sus lo-
cos dispendios, habíase ocupado de caballos, de trenes,
de mobiliario, sin pensar en pedir á la lectura un ali-
mento para los momentos de ensueño ó de reflexión.
Rechazada una vez, no por ello se desalentó Magdale-
na. Cierta noche, presentó á su primo una de las obras
más simpáticas de la literatura inglesa: El Vicario de
Wakefield. Sabido es con que delicadeza, con qué con-
movedora sencillez ha sabido Goldsmith, en este libro,
narrarnos todos los goces, todas las angustias de la
familia. Mauricio, en su profunda ignorancia, resistia-
MAGDALENA 223
se malhumorado á leer las primeras páginas, Pregunto
á su prima si le tomaba por un chiquillo á quien se
distrae con cuentos. lusistió Magdalena dulcemente y
Mauricio, más por impaciencia, que por bondad, para
desembarazarse de aquellas importunidades, comenzó
la lectura de esta admirable relación. En la pintura de
todos sus personajes, en la manera de moverse en es-
cena, en el artificio con que las menores circunstan-
cias se enlazan con la acción, encierra este libro tanta
naturalidad y tanto interés, que es muy dificil dejarlo
sin haber terminado su lectura. Mauricio, á pesar de
su soberbio desdén por lo que él llamaba cuentos de
vieja, no pudo resistir al atractivo de aquella epopeya
doméstica. Ya sus dialogos cuotidianos con Magdalena
habían ablandado su corazón, predisponiéndolo á re-
-cibir y fecundar tan preciosos gérmenes. Viendo las
pruebas que se hallan reservadas á los destinos más
oscuros, comprendió que hay lugar para las virtudes
más elevadas, para las más heroicas abnegaciones en
los estados más humildes, Acabó de un tirón, y dió
gracias á su prima por el placer que le había procura-
do. Desde aquel día no se hizo más de rogar. Asom-
brado del encanto que experimentaba en sus lecturas,
admiraba, sin confesarlo, la razón superior de Magda-
lena, dejábase guiar por ella y sentíase mejorar moral.
mente. Una vez cerrado el libro, cambiaban sus refle-
xiones y sentimientos; Úrsula tomaba parte en la dis-
cusión, y así llegaban al término de la velada sin haber
contado las horas.
De vez en cuando venian Pedro Marceau y su mujer
224 JULIO SANDEADU
á pasar su velada en la habitación de Magdalena, que
había tomado vivo cariño por aquella familia. En el
fondo de su corazón veia en Pedro Marceau el instru-
mento providencial de la rehabilitación de Mauricio;
no podía olvidar que, á no ser por él, quizá hubiera
aguardado Mauricio todavia largo tiempo la ocasión
de decidirse á trabajar. Por su parte, Pedro y su mujer
tampoco olvidaban que habian debido á la interven-
ción de Magdalena el auxilio de Mauricio, en una cir-
cunstancia espinosa donde su porvenir se hallaba empe-
ñado. De ello conservaban piadoso recuerdo, gratitud
exaltada. Si bien se habian acostumbrado á sus mane-
ras, acabando por estimarlo, Mauricio les intimidaba
un poco aún; pero á Magdalena le profesaban un ver-
dadero culto que casi rayaba en adoración. No les ha-
bia sido difícil comprender que aquellos dos jóvenes,
á quienes creían. hermano y hermana, no estaban en
su esfera; asi, pues, con ese amable tacto que la edu-
cación no enseña, transpiraba en sus relaciones de ve-
cindad un sentimiento de respeto y deferencia que en
nada menguaba la sinceridad de su afecto.
Generalmente, cuando llegaban, dejaban acostados
á los niños; pero er ocasiones, y á instancias de Mag-
dalena que gustaba de verles junto á ella, los llevaban
consigo. Mauricio habia comenzado por quejarse de
la intrusión de los Marceau; de la sangre aristocrática
que tenía en sus venas el pobre mozo, sólo había con-
servado el instinto del orgullo y de la ociosidad. Cier-
to dia, ante Magdalena, habló de ellos con desdén.
Magdalena, que cada día se sentia más fuerte y que
MAGDALENA 225
no toleraba bromas sobre el particular, le miró por
vez primera con severidad : «¡Bah!—le dijo—¡sois un
ingrato! aun cuando ese buen Marceau no os hubie-
se despejado la senda del trabajo donde entrasteis,
debiais enorgulleceros de estrechar la mano á un hom-
bre que cerró los ojos á su padre y alimenta á su mu-
jer y á sus hijos». A este reproche, bien merecido,
Mauricio que, algunos días antes, hubiera dado un
bote de cólera, ruborizóse y calló.
Una noche, estaba reunida toda la familia. Teresa,
la mujer de Marceau, habia traido su labor; sentadas
en torno de la lámpara, trabajaban las tres mujeres
hablando en voz baja. A corta distancia las observaba
desde su silla Marceau, con la expresión benévola de
la fuerza en reposo. De vez en cuando Teresa, sin de-
jar su bordado, le dirigía una mirada sonriente, y
entonces el rostro del obrero destellaba más plácido
gozo. De codos en la mesa, y apoyada la frente en una
de sus manos, torturaba Mauricio con la otra las hojas
de un libro que había tráido, y cuya elección habria
sorprendido no poco á Magdalena si hubiese podido
adivinar la ponzoña que encerraba. Aquella noche te-
nia cierto aire de ángel rebelde, triunfante en el mal,
que preocupaba singularmente a Magdalena. Con su
habitual sagacidad, comprendió la joven que aquel
libro absorbia toda su atención. Curiosa é inquieta,
rogó á Mauricio que leyera en voz alta; y él obedeció
enseguida.
Era una de esas novelas tan numerosas quince años
há, y que afortunadamente van haciéndose más raras
15
226 JULIO SANDEAU
de dia en día. En ella se hablaba con desdén, casi con
desprecio, del deber y de la familia. En cambio, exal-
tábase la pasión atribuyéndole una misión divina. En
la tal novela, como en otras tantas publicadas á la sa-
zón, el héroe, después de pisotear todas las ridículas
preocupaciones de que se compone la educación, des-
pués de erguirse frente á la sociedad como un Ayax in-
sultando a los dioses, ó más bien como un Solón que
¿debia regenerarla con el ejemplo de su vida, después
de sostener encarnizada lucha contra las instituciones,
comenzaba á flaquear y á perder ánimo, Desesperando
de los hombres y de las cosas, indignado contra una
sociedad corrompida que se negaba á admitir las leyes
de su orgullo y los oráculos de su genio, refugiábase,
para castigarla, en el suicidio, como el postrero, el
único asilo que quedara en la tierra para los grandes
corazones y las almas bellas. Pero no queriendo confe-
sarse vencido, intentaba todavia ocultar su derrota y
su agonía lanzando al cielo y á la tierra un grito de
furor y de reto. Todas esas lindezas que han constituí-
do la admiración de una generación entera, estaban
escritas en estilo hueco, sonoro y retumbante, algo
parecido á aquellos trompos holandeses que el buen
Caballero fabricaba en Nuremberg. Mauricio hallaba
en aquel libro la imagen fiel de los pensamientos que
durante largo tiempo le devoraran y que, aun cuando
adormecidos, podían despertar todavia al menor soplo
imprudente. Por ello su mirada animábase con som-
brío y siniestro fulgor, y su voz adquiría por grados
un acento amenazador y terrible. Habiase identificado
MAGDALENA 227
-€n tal manera con el héroe cuyas imprecaciones leia,
que se imaginaba hablar por su boca; el genio del mal
habia vuelto á enseñorearse de su espíritu. Escuchábale
Magdalena estremecida, Teresa con ingenuo asombro,
Úrsula con aire un tanto chocarrero y Pedro Marceau
con la expresión de una credulidad algo burlona.
Cuando hubo terminado, dejó Mauricio el libro en la
mesa y miró á su auditorio con aire de triunfo y curio-
sidad. Sus ojos parecian interrogarles, o
—;¡Qué fárrago !—dijo Úrsula; —¡qué montón de lo-
«curas! ¿quién es ese bribón empeñado en regenerar el
mundo y que no sabe gobernar su vida >
— ¡Bah! —añadió Pedro Marceau ;—¡triste héroe
«quien no encuentra nada mejor que matarse! Los hom-
bres que valen algo, tienen siempre una misión que
«desempeñar; sólo se trata de elegirla apropiada á sus -
alcances. Yo no paso de ser un obrero, y estimo en
mucho más el trabajo de mis dos brazos, que todas las
grandes frases de ese libro fastidioso.
Teresa confesó ingenuamente que no había com-
prendido nada. Magdalena callaba y aplaudía con la
mirada las palabras de Úrsula, de Marceau y de Tere-
sa. Estupefacto por el singular éxito de su lectura,
tomó el sombrero Mauricio y salió.
Sin embargo, aquella velada no fué perdida para él.
A solas consigo mismo, después de haber soltado rien-
das á su cólera, después de haber calificado como
puede suponerse á Úrsula, á Teresa y á Marceau, des-
“pués de haber agotado contra ellos todos los epitetos
que podían suministrarle el desdén y la humillación,
228 JULIO SANDEAU
vióse inducido, quieras que no, á reconocer que habian
abogado en pro del buen sentido. Más adelante, en-
contrando á menudo en la habitación de Magdalena á
Marceau y á su mujer, y viendo su apacible calma y
su ventura, aprendió á amarles. Los mismos niños,
que en un principio excitaran su impaciencia y mal-
humor, despertaron en él una ternura inesperada. To-
mábales sobre sus rodillas, cubrialos de caricias y
entreveia, al besarlos, todos los goces de la familia.
De esta suerte, nuestro joven remontaba la cenago-
sa ola que le había arrastrado. Algunos esfuerzos más
y alcanzaba la orilla, sacudia el fango de sus pies y se
elevaba á las regiones serenas.
Aquella existencia laboriosa y retirada tenia sus
distracciones y sus placeres: Mauricio y Magdalena
iban de vez en cuando al teatro. Cierta noche fueron á
la Opera. Representábase el Guillermo. Mauricio, en
sus tiempos de esplendor, no habia pasado una sola
velada en la Opera sin aburrirse por completo. Entre
los frivolos dicharachos de sus camaradas de locura,
apenas había entrevisto lo que entraña de arrebatador
la música, esa forma de la imaginación tan vaga, y, sin
embargo, tan rica; munca los acentos de una voz me-
lodiosa le habian transportado á las regiones ideales
de la pasión y de los ensueños. Actualmente, sentado
junto á Magdalena, solo con ella, puesto que nadie,
entre la muchedumbre que le circuia, le enviaba una
mirada amiga, ola el último canto de Rossini como..
una lengua nueva cuyo sentido se revelaba á él por
primera vez. Los primeros compases le conmovieron
MAGDALENA 229
deliciosamente, sintiéndose penetrado de entusiasmo
y simpatía por tan bello poema. Los sollozos de Arnol-
do, cuando se entera de la muerte de su padre, des-
pertaron en él el recuerdo del suyo, muerto sin haber
estrechado por última vez su mano desfallecida. El
juramento de los cantones conjurados por la libera-
ción común, dispertó en su corazón una fibra muda
hasta entonces: el amor á la patria y á la libertad, To-
dos los pensamientos santos se dan la mano: cuando
uno de ellos se ha enseñoreado de nuestra conciencia,
llama á sus hermanos con misterioso signo, y les fran-
quea la puerta de su nuevo dominio. Mauricio no pudo
menos de iofligirse tristes y severos cargos. Pregun-
tóse qué había hecho por su pais, y qué por su fami-
lia. Cambiaba con su prima raras frases; pero, por el
sonido de su voz, por su distraído mirar, sobrado
<comprendia Magdalena que su pensamiento no esta-
ba en sus labios, y temiendo distraerle, no le habló
más.
Regresaron los dos, á la luz de las estrellas, depar-
tiendo sobre sus emociones. Oyendo á Magdalena,
descubría Mauricio nuevos manantiales de admiración
que le pasaran inadvertidos. Ya en su hogar, domina-
do por la impresión profunda de la ópera, no dejó á su
prima para irse á su cuarto; abrió la ventana y per-
maneció unos instantes contemplando el cielo, cuya
serenidad había descendido hasta su corazón. Des-
pués, fuéá sentarse junto á la joven alemana, quien
para coronar dignamente la velada, le suplicó que le
leyera el Guillermo Tell de Schiller, Obedeció gozoso.
230 JULIO SANDEAU
Apenas hubo leído algunas páginas, su voz, transfor-
mada como por encanto, adquirió un acento de unción
que Magdalena escuchaba enagenada. A medida que
avanzaba en el relato de esa maravillosa liberación de
todo un pueblo, parecía transfigurarse. En su frente
lucía dulce destello y animaba sus ojos celeste esperan-
za. El hombre antiguo se desvanecia y Magdalena con-
templaba orgullosa al hombre nuevo que ante si tenia.
Fecunda debia ser aquella velada.
Comprendiendo la extensión de sus deberes, no se
engañó Mauricio sobre la entidad de sus fuerzas, pues
Magdalena poseía el arte deexcitarle y retenerle alter-
nativamente, No se exagero, pues, la importancia de la
misión que le incumbia desempeñar. Demasiadas gen-
tes ¡Dios sea loado ! créense llamadas á gobernar las
riendas del Estado; Mauricio tuvo el buen sentido de
no querer engrosar su número. Mantúvose prudente
en su sitio, comprendiendo que no á todos es dado con-
ducir los negocios públicos, pero que el deber de to-
dos es interesarse por ellos. Desde aquel dia siguió
con ardiente solicitud la marcha de los acontecimien-
tos y su corazón no estuvo ya cerrado á esos senti-
mientos de honor y gloria de que tanto se mofara en
otro tiempo.
Gracias á su trabajo, gozaba ya Mauricio de cierto
bienestar. En épocas más felices, Magdalena había
estudiado la música y sabla cantar con gusto y expre-
sión. No lo olvidara Mauricio, y como para dar gracias.
á su prima por los cuidados que le había prodigado,
y, sobre todo, en reconocimiento de la paciencia angé-
y
li
l ji:
pa
También Mauricio se complacía.
MAGDALENA 233
lica con que habia soportado su cólera y su dureza, le
compró un piano. Fué una solemnidad para Magdale-
na; y este obsequio inesperado dió nueva vida á sus
reunioncillas familiares. A menudo Magdalena veía á
su lado á Pedro Marceau, á su mujer y á los niños es-
cuchándola con éxtasis. También Mauricio se com-
placía.
Cierta noche, hallábanse los dos solos; Magdalena
hojeaba un cuaderno colocado sobre el piano; era una
colección de melodías de Schubert; eligió una de las
más bellas y patéticas: la Despedida. Lo que más me
agrada en estas composiciones, es que no se avienen
con la mediocridad. Interpretadas fielmente nos exta-
sían ó nos arroban en dulces sueños; cantadas sin in-
teligencia, con exactitud puramente literal, nos causan
profundo tedio. Es una piedra de toque que raras ve-
ces engaña: para conmover y encantar con las melo-
días de Schubert no basta saber de música; es me-
nester un alma de poeta. Magdalena comprendia y
sentía profundamente aquel genio divino y sabía .ex-
presar con sencillez lo que sentía. No era muy volumi-
nosa Su voz, pero tenía penetrante timbre, y no se la
oia sin emoción. Cantó la Despedida con tan conmove-
dora melancolía, que Mauricio quedó enternecido.
Levantó los ojos hacia ella y por primera vez de su
vida comprendió que era hermosa; no porque ofre-
ciese á la estatuaria un tipo completo de perfección,
según ya dije, sino porque su alma celeste irradiaba
en sus ojos; sus melodiosos labios tenian una gracia
que ninguna palabra hubiera podido traducir. Hasta
234 JULIO SANDEAU
entonces Mauricio no habia separado la belleza de la:
voluptuosidad ; confundia la admiración con el deseo;
¿sabia acaso lo que era admirar? Un sentido nuevo:
acababa de abrirse en él. Contempló á Magdalena con
éxtasis casi religioso, como peregrino arrodillado á los
pies de una Madona.
XIV
si se realizaba el sueño que acariciara la marquesa
pocas horas antes de expirar: desde el fondo del
abismo donde habia caido, remontábase Mauricio
poco á poco á la claridad del día, gracias á Magdalena
que le tendía la mano. Ya sentia refrescados sus cabe-
llos por el viento de las altas regiones; aspiraba el
perfume de las cumbres vecinas, y oía confusamente
las voces de su juventud celebrando en cánticos su re-
greso.
236 JULIO SANDEAU
En su rostro asomaba ya el signo glorioso de la
rehabilitación. Sus rasgos, tanto tiempo torturados y
marchitos prematuramente, llevaban el sello de digni-
dad que imprime infaliblemente el trabajo en la fren-
te de los hombres de valor y de buena voluntad. Sus
ojos, empañados por la disoluta vida, habian recobra-
do su limpidez; sus labios, antes contraídos por la
cólera y siempre dispuestos á disparar la flecha enve-
nenada, distendidos ora como arco en reposo, no ex-
presaban ya sino benevolencia. Hasta el timbre de su
voz se habia dulcificado. Por último, cuando caminaba
al lado de su prima, recobraba Mauricio el andar de
sus años juveniles. Operábase en el una segunda pri-
mavera, ornada tal vez de menos gracias que la pri-
mera, pero fecunda en promesas más seguras y rica
ya con los tesoros del verano. ¡Ay! no sin esfuerzos
habia llegado á este punto el pobre mozo. ¡Cuántas
veces, ensangrentado el pie, y bañada en sudor la faz,
no se paró desalentado á la orilla del camino! ¡Cuán-
tas veces, tropezando cerca de la meta, no se sintió
resbalar á lo largo de la pendiente que con tanta pena
habia trepado! A menudo, en una hora de rebeldía d
desaliento, habia perdido el fruto de varios meses de
“luchas y fatigas. A menudo, en el momento en que la
buena semilla comenzaba á germinar en su corazón,
una tempestad terrible, imposible de prever, habia
anonadado la esperanza de la cosecha. Pero Magdale-
na velaba por él. Paciencia angélica, solicitud infati-
gable, le sostenía, le levantaba, le alentaba, y sembra-
ba de nuevo el corazón que la tormenta había devas-
MAGDALENA 237
tado. Después, arrodillada en su cuarto, oraba con
fervor porque, tan piadosa como bella, pensaba que la
criatura nada puede sin auxilio del Creador, y que las
más nobles empresas no pueden prescindir de una
sonrisa del cielo.
Dios, que lee en los corazones, había bendecido ya
su tarea. Llegó una hora en que aquel alma santa sólo
se exhaló en acciones de gracias. Ese Mauricio, á
quien hemos conocido desengañado de todo, burlón,
acerbo, despiadado, ya no existia; Magdalena lo ha-
_bia transformado en hombre nuevo. Si de tarde en
tarde reaparecia el hombre antiguo, era sólo un pálido
fantasma que la joven conjuraba al momento con un
gesto o una mirada; si el borrascoso pasado se reani-
maba y mugia á largos intervalos, sólo era el ruido
sordo del rayo que se aleja cuando el cielo vuelve á
serenarse.
Mauricio ya no sentía tristeza ó mal humor que
pudiese rebelarse contra una' palabra de su prima;
la misma Úrsula, que durante tanto tiempo le irrita-
ra, ahora le distraia y á veces le comunicaba su alegre
humor. Si por azar le acontecia evocar sus tiempos de
desencanto, la buena muchacha, con su natural buen
sentido, le volvía á la razón con alguna ocurrencia le-
mosina; y él, en vez de enojarse, poniase á reir con
ella.
Había llegado á morder con avidez los frutos de
la realidad que antaño rechazara con asco. Acre es su
sabor ; pero al fin acaba por gustar. Comprendía que
en el cumplimiento de un deber, por humilde y mo-
238 JULIO SANDEAU
desto que sea, hay más grandeza verdadera que en esa
filosofía de lacayo consistente en negar ó despreciar
todo lo que realza la naturaleza humana. Comprendia
también que la vida es dulce mientras es útil, y que
salvo raras excepciones, sólo se suicidan los egoístas ó
los impotentes. Hijo de un siglo impío sentia, bajo la
influencia de su ángel bueno, despertar en él la espe-
ranza y la caridad. No creía, pero esperaba y hubiera
querido creer. En el interin, convenía de buen grado
con Magdalena que nada se arriesga en este valle
obrando de conformidad con las verdades que la reli-
gión enseña.
Ya no velaba á su cabecera el suicidio; las per-
sonas que trabajan desde el amanecer á la puesta del
sol, duermen de noche y no piensan en saltarse la
tapa de los sesos. Aquellas famosas pistolas, que en
otro tiempo le inspiraran tan bellas frases, habialas
vendido para regalar flores á su prima en sus días. Á
la vez que su corazón, habíase elevado su espiritu.
Amaba las artes; leía los poetas. Lo mismo que su
padre en Nuremberg, habia aprendido á conocer la
realeza de la inteligencia. Testigo atento del movi-
miento que á la sazón se operaba en las ideas, acogía
con indulgencia, y á veces con entusiasmo, todas las
utopias generosas que en otro tiempo sólo excitaban
su cólera ó su desdén. Si conservaba implacable ren-
cor contra esa democracia baja, envidiosa, hipócrita,
amiga del pueblo porque es enemiga de toda superio-
ridad, si detestaba profundamente á los charlatanes
que mercadean con el socialismo y la filantropía,
MAGDALENA 239
veneraba las almas desinteresadas que abrazan con .
abnegación sincera la causa del trabajo y de la po-
breza.
No vaya por ello á creerse que ya no tuviese Mauri-
cio sus dias malos. Aún tenía algunos de desespera-
ción y abatimiento. De vez en cuando volvía á abru-
marle con todo su peso la carga de sus faltas; á veces
el espectro de su juventud mancillada se le aparecía
bruscamente llenáandole de. mudo espanto. Es castigo
de los seres que vivieron mal, arrastrar largo tiempo
tras de si, hasta en el seno de una vida mejor, la som-
bra maculada de su pasado. Consternado, extraviado
el mirar, el desventurado veía desfilar ante si el som-
brio cortejo de sus recuerdos: su padre abandonado,
€l dominio de sus antepasados vendido en pública su-
basta, el destino de Magdalena entregado á las contin-
gencias del azar; y luego seguía, como una prostituta,
la imagen de los postreros años que devoró la disolu-
ción.
Aplastado bajo su propio desprecio, demasiado or-
Sulloso para pedir á las efusiones del arrepentimien-
to el alivio de su conciencia, encerrábase entonces
Mauricio en huraño silencio; sin exhalar un grito;
<omo el hijo de Lacedemonia, dejábase roer el pecho.
Pero Magdalena estaba siempre allí, inquieta, vigi-
lante, sin perderle de vista, espiando todos los movi-
mientos de su alma. Sabía, mejor que Mauricio, lo
Que en su alma pasaba. En tales dias de decaimiento
y de melancolía taciturna, multiplicaba sus atenciones
piadosas y conmovedoras con ingeniosa ternura. Po-
240 JULIO SANDEAU
seia adorables secretos para aflojar y ablandar aquel
corazón dolorosamente replegado sobre sí mismo,
para abrir en él la fuente de las efusiones y para dar
salidas misteriosas á las olas que le oprimian. Ora
sentada junto á su primo, cual joven madre, le habla-
ba con dulce y suave acento, y al oirla sentia Mauricio
correr sobre sus heridas cariñoso hálito; ora se sen-
taba al piano, y como Orestes á los acentos de su
hermana Electra, Mauricio, al escucharla, sentia apa-
ciguarse sus remordimientos. Insensiblemente apode-
rábase de él la emoción. Bajo el hechizo siempre cre-
ciente, su corazón estaba próximo á fundirse; y al fin
brotaban de sus ojos raudales de lágrimas. Las lágri-
mas son divinas; es el rocío celeste que lava nuestras
manchas. Con ello acabó Mauricio de purificarse.
Exceptuando estos días, que cada vez iban siendo
más raros, deslizabase el tiempo en horas deliciosas.
Los dos años que Mauricio habia empeñado de tan
mala voluntad en manos de su prima, habian expirado
hacia varios meses, y sin embargo no pensaba en re-
clamar su libertad. Después de haberle tomado gusto
al trabajo, se había apasionado por su arte. No le esca-
seaba la tarea; por mediación de Pedro Marceau, que
le profesaba una amistad, una abnegación á toda prue-
ba, los encargos venian á encontrarle, sin que los soli-
citara. Mauricio lograba en la escultura en madera
casi tanto éxito como había alcanzado su padre en el
boliche y en el casca-nueces. Por su parte Magdalena
ya no se hallaba reducida á pintar pantallas 0 cajas de
thé; sus miniaturas eran muy buscadas, sobre todo
MAGDALENA 241
«€n los salones aristocráticos donde habia corrido la
voz de que un hijo de noble familia y su hermana,
arruinados por un proceso, vivian pobremente de su
trabajo, en unos sotabancos de la calle de Babilonia.
Era más de lo menester para ocupar é interesar á un
mundo aburrido que acecha ávido ocasiones para dis-
traerse,
Después de haber padecido pobreza, Magdalena y
Mauricio gozaban por fin el bienestar que corona,
sin falta, los esfuerzos de la voluntad, cuando ésta
tiene por auxiliares el sentimiento del orden, la senci-
llez en los gustos y la modestia en las ambiciones.
Hubieran podido dejar su buhardilla é instalarse con
más elegancia, ó cuando menos buscar dos nidos no
tan altos. En ello habia pensado Mauricio. No porque
deseara para él una habitación más suntuosa: amaba
Su cuartito, habiendo reconocido la verdad de aquellas
palabras: «que las paredes que nos ven trabajar, soñar,
esperar, son siempre las paredes de un palacio». El
<uartitó que le viera regenerarse por el trabajo y la
resignación habia venido á ser para él como un san-
tuario que no hubiera abandonado sin dolor; pero este
joven, tan brusco y duro en otro tiempo, preocupába-
se del bienestar de Magdalena con la solicitud de un
hermano. La desventura de su vida era no poder de-
volver á'su prima la fortuna que había perdido. Así
pues en distintas ocasiones le habia ofrecido un alber-
gue más vasto y cómodo, en un barrio menos aparta-
do. A lo cual contestaba Magdalena :
—¿A qué cambiar nuestra existencia, si con ella
16
242 JULIO SANDEAU
somos felices? La dicha tiene sus hábitos; guardémo-
nos de tocarlos. Verdad es que vivimos algo cerca del
cielo, pero respiramos aires puros; verdad es que ha-
bitamos un barrio desierto, pero tenemos un parque
frente á nuestras ventanas; en lugar del ruido de los
coches, nos despierta cada mañana el gorjeo de los pá-
jaros. Nuestros cuartos son pequeños; pero el invier-
no lo pasamos más abrigados. Creedme, amigo mio;
sigamos en nuestras buhardillas; ingratitud sería
abandonarlas.
Si Mauricio insistía aún para reposo de su concien-
cia, aplaudia en secreto los razonamientos de su com-
pañera. Continuaban viviendo como antes; pero, eso
sí, complaciase Mauricio en embellecer el humilde al-
bergue de su prima, mientras Magdalena no tenía
mayor gozo que ornar el cuarto de Mauricio con todos
los objetos de arte que le seducian. Ambos trabajaban
uno para otro; asi, sobre todo, es dulce el trabajo.
Vivian retirados, sin más relaciones que los buenos
Marceau. Encantadas por la gracia y la elegancia de
toda su persona, algunas bellas damas, cuyo «retrato
había hecho, se esforzaron en atraer á Magdalena ;
mas la joven supo resistir á estas obsequiosas atencio-
nes que, á la verdad, sólo eran hijas de un sentimien-
to de curiosidad. Manteníase apartada; y era tal la
serenidad de su espíritu, que jamás Ursula y Mauricio-
la oyeron exhalar una queja ni siquiera un gemido en
recuerdo del hermoso dominio que un proceso le arre-
batara. Raras veces hablaba de tan maihadado asun-
to, y aun lo habría recordado con alegria, á no haber-
Eran sus fiestas más gratas.
MAGDALENA 245
se tratado del patrimonio de Mauricio. En este punto,
la resignación de Mauricio era menor. No podia pensar
sin remordimientos y sin amargura en aquel castillo
donde nació, donde murió su padre, y que él habia -
perdido por su culpa. Á menudo su corazón se volvía
con tristeza hacia Valtravers. Querer que no hubiese
sido asi, seria exigir demasiado de la resignación hu-
mana, sería también exagerar demasiadamente las
delicias de la buhardilla, los encantos de la escultura
en madera, En cuanto á Úrsula, nada echaba de me-
nos, ni deseaba nada. Cantaba alabanzas de Mauricio
y repetía en voz más alta que nunca, que era un án-
gel, un ángel del cielo, un ángel del buen Dios.
—¡Bah! ¡bah !—decia á veces Mauricio bondadosa-
mente;—demasiado sabes que si hay un ángel aqui,
no somos tú, ni yo, gran bestia!
A estas dos últimas palabras, que en todo tiempo
habian sido la más alta expresión del afecto de Mauri-
cio por su hermana de leche, deshaciase Úrsula en
llanto, estallaba en sollozos, y gritaba que Mauricio
era un arcangel. Durante la plácida estación, después
de haber trabajado toda la semana, al llegar el domin-
go emprendían los tres el vuelo hacia la campiña, en
cuanto Úrsula y Magdalena habian oído la misa pri-
mera en la iglesia de Jas Misiones Extranjeras. Eran
sus fiestas más gratas. Pasaban el dia en los ribazos,
en el fondo de los valles, comiendo á la ventura y re-
gresando llenos de júbilo. De esta suerte volvió Mau-
ricio á ver, con su linda prima, aquellos bosques de
Lucienne y del Celle donde, dos años antes, paseara
246 JULIO SANDEAU
sus proyectos de suicidio. Bajo los castañares que ha-
bía llenado con el duelo de su alma, á orillas del lago
orlado de álamos y pobos, donde se le apareciera la
muerte, oía la vida cantando en su seno.
CONTECIÓLE no obstante á nuestro joven sentirse
A poseido de extraño malestar. Desde algún tiempo,
experimentaba junto á Magdalena una turbación in-
explicada. Hubiéraisle visto, alternativamente palide-
cer y ruborizarse bajo una de sus miradas, y estreme-
<erse al sonido de su voz. Por las noches, mientras
€lla bordaba, pasábase horas enteras contemplándola
silencioso, y no con el aire hosco ú burlesco que gas-
taba en otro tiempo. Al entrar en el cuarto de su pri-
ma, afluía toda su sangre al corazón. Si Magdalena
248 JULIO SANDEAU
entraba en su cuarto, la recibia con la perplejidad y
timidez de un muchacho. A veces lloraba sin acertar
con la causa de sus lágrimas. A todas horas y hasta
durmiendo oía el rumor apenas perceptible de un tra-
bajo encantado que se operaba en torno suyo. ¿Qué
era aquello >
Por mediación de Marceau había obtenido 'Mauri-
cio el encargo de una figura de gran tamaño.. Tratá-
base de una Santa Isabel de Hungría que un rico ba-
ronet, fiel á las tradiciones de su familia, profundamente:
católica, destinaba para decorar el oratorio de uno de
sus castillos en el Lancashire. El joven artista aceptó:
este encargo con tanto mayor ahinco, cuanto que su
madre había tenido el nombre de esta santa y él con-
fundia a las dos en un mismo sentimiento de venera-
ción.
Sin embargo, á pesar del saber muy real y posi-
tivo que debia á las lecciones de su padre, á pesar de
la destreza con que manejaba el cincel, en el momento
de atacar la encina sintióse poseído de verdadera des-
confianza. El que hasta entonces se burlara de todas
las dificultades con un atrevimiento que podía tachar-
se de presunción, vacilaba, no osaba descantillar la
madera, asombrándose de su timidez, pues ignoraba
todavia que la desconfianza de si propio es el signo del
verdadero talento. Evocó el recuerdo de todas las figu-
ras esculpidas que habia visto en las iglesias; ninguna
de elias realizaba el ideal de una reina y de una santa,
ninguna tenia la nobleza y castidad que el personaje
requería.
MÁGDALENA 249
Urgla el.tiempo. Esbozó desde luego el ropaje y
las manos. La ambición de producir al fin una obra
capaz de sentar su fama y de merecer los sufragios
de su prima sostenía su valor y al propio tiempo
le hacía más severo para consigo mismo. Nunca que-
daba satisfecho del pliegue que acababa de terminar,
nunca le parecia que la tela tuviese bastante suavidad,
ni el movimiento del cuerpo bastante gracia. Las
manos le entretuvieron largo tiempo; esforzóse en
darles una elegancia regia. Asi se elaboran las obras
maestras; la muchedumbre que las admira no sospe-
cha ni por asomo el trabajo que exigieron. Cuando
llegó el punto de comenzar la testa, aumentó su irre-
solución, Emprendió sin embargo la tarea y en breve
el cincel obedeció al impulso de una idea misteriosa.
La frente se redondeó sin esfuerzos, y los ojos mode-
lándose como por encanto, dulcemente abrigados bajo
la sombra de las órbitas, expresaron el arrobamiento
de un alma en oración. Los labios, llenos de indulgen-
cia y bondad, entreabriéronse como para dar paso al -
embalsamado hálito; los cabellos, divididos sobre la
frente en dos mitades, trenzados sobre las mejillas y
alzados por encima de las orejas, formaron gracioso
marco al óvalo de la faz. Después de unos instantes de
muda contemplación, retocó Mauricio lentamente, con
secreta complacencia, todas las partes que le parecian
modeladas con incompleta precisión. Afiló las alas de
la mariz, que no encontraba suficientemente delga-
das, y suavizó el arco de las cejas, que no le parecía
suficientemente majestuoso. Por fin, soltó el cincel
250 JULIO SANDEAU
y retrocedió algunos pasos para asi juzgar mejor su
obra.
En esto entró Magdalena, y no le costó trabajo reco-
nocerse. Palmoteó dando muestras de cándido regoci-
jo, mientras Mauricio, confuso, perplejo, no sabía qué
hacer, y se ruborizaba como muchacha cuyo primer
secreto acaban de descubrir. Buscando el modelo que
debía guiarle, habia percibido en su corazón la imagen
de Magdalena, y sin sospecharlo, sin quererlo, ni siquie-
ra pensarlo, había interpretado fielmente los encanta-
dores rasgos de su prima. Aquello fué para él un ful-
gor vivisimo; pero extinguido casi al momento. ¿Qué
podía comprender de esos castos preludios del amor,
él, que hasta entonces sólo había conocido la embria-
guez grosera y los desbordamientos de la pasión? Sin
embargo, á partir de este dia, el extraño malestar
que experimentaba fué progresando, y la serenidad
de su alma quedó trastornada más profundamente
de lo que él mismo hubiera osado decir, ni aun con-
fesarse.
Esta figura de Santa Isabel debía aportar á su vida
una tormenta muy distintamente pavorosa, sin sospe-
char él ni remotamente que iba á decidir de su porve-
nir entero. :
La figura estaba todavía en su taller; hubiérase di-
cho que Mauricio no podía decidirse á desprenderse
de ella. Cada vez que habia llegado un recado del rico
baronet, encontraba algún pretexto para aplazar la
entrega. Según él, quedaba siempre algún detalle im-
perfecto, que exigía la intervención del cincel, La ver-
MAGDALENA 251
dad es que el artista no retocaba ya su obra, conten-
tándose, como Pigmalión, con mirarla. Cierta mañana
presentóse en persona el mismisimo baronet. Alto,
delgado, esbelto, de azules ojos, blanco cutis, barba y
cabello rubios, era joven todavía, aparentando menos
edad que Mauricio, si bien en realidad tenía algunos
años más. Sencillo y de buen gusto, su traje, de pies
á cabeza, era de irreprochable elegancia. Entró fria-
mente; saludó con aire distraído; después, sin preocu-
parse en lo más minimo del amo del hogar, se dirigió
hacia la escultura de Santa Isabel. Permaneció unos
instantes contemplándola en silencio, de pie, inmóvil,
ligeramente inclinado, con el lente en una mano, y el
bastón y el sombrero en la otra.
— No me habian engañado—dijo al fin, sin volver la
cabeza y como hablando para si; —es el ideal que yo
soñaba; es obra de un grande artista.
Dicho esto, abrió el gentleman una carterita que ha-
bia sacado del bolsillo de su levita, y tomando un pu-
ñado de billetes de banco, los dejó negligentemente
sobre la mesa.
—¡No, caballero, no! —exclamó Mauricio.—Si usted
lo permite, quedaremos en el precio convenido. Recoja
usted sus billetes. Por lo demás, esa seria generosidad
inútil, pues si quisiera usted pagar esta figura en el
precio que yo la estimo, no bastaría su fortuna €n-
tera. :
A estas palabras, Sir Edward (asi se llamaba el gent-
leman) fijó por vez primera los ojos en el escultor. Aun
cuando Mauricio vestia su blusa, la blancura de sus
252 JULIO SANDEAU
manos, la pureza de líneas de su rostro, la altiva acti-
tud de aquel joven en cuya frente el trabajo había res-
tablecido la marca desvanecida de su raza, demostra-
ron al baronet que no era un obrero vulgar. Compren-
diólo tanto más fácilmente, cuanto él mismo, por la
elevación de sus facultades, se distinguía de la gene-
ralidad de los ricos. Algo confuso y turbado, no quiso
despedirse sin haberse hecho perdonar su entrada por
demás británica. Sentado familiarmente en el borde
de la camilla que servia á la vez de lecho y sofá, con-
versó con Mauricio, dando pruebas de una gracia muy
rara en los hijos de la Albión. Le hablo de su arte con
gusto, como aficionado y apreciador. Reservado en un
principio, frio y silencioso, el joven artista dejose cau-
tivar poco á poco por la exquisita sencillez de aquel
lenguaje y aquellas maneras. En aquel cuartito, junto
á aquel banco, entre pedazos de encina y virutas que
tapizaban el piso, departieron los dos como en un sa-
lón.
Por un cálculo de vanidad involuntario, mientras
el uno se esforzaba en probar que no siempre había
vivido con el trabajo de sus manos, y que no era ex-
traño á ninguna de las elegancias de la vida opulenta,
esforzábase el otro en mostrar que, no obstante su ri-
queza, comprendía todo el valor del trabajo y de la
inteligencia. Asi verso también su conversación sobre
asuntos importantes. Escuchando á Mauricio, no tar-
dó en convencerse sir Edward de que se las había con
uno de sus iguales. Oyendo a sir Edward, comprendió
Mauricio que la pobreza no tiene el privilegio de la
MAGDALENA 253
sabiduría, y que todas las condiciones de la vida, des-
de la más elevada á la más humilde, encierran ense-
ñanzas fecundas para las almas que saben aprovechar-
las.
Volviendo á la figura de la santa duquesa de Turin-
gia, contó el baronet que su madre habia llevado el dul-
ce nombre de Isabel, los breves días que pasó en este
valle. Mauricio dijo á su vez que su madre, fallecida
joven, había tenido el mismo nombre, y esta coinci-
dencia, por exigua que su importancia fuese, estable-
ció entre ambos una corriente de simpatía. En resu-
men, á las dos horas de conversación, separábanse
muy complacidos uno de otro y casi amigos.
No debia limitarse aqui este principio de intimidad,
Rico sin infatuación, grave sin tiesura, expansivo,
afectuoso, agudo cuando lo requeria el caso, era sir
Edward uno de esos ingleses que á veces encuentra
quien nació bajo venturosa estrella. Pasaba general-
mente por original, y lo era en efecto. Espiritu elevado,
carácter leal, corazón generoso y caballeresco, tipo de
abnegación, poseía sobre todo en alto grado ese senti-
miento que lleva á las almas delicadas á disimular las
ventajas que les procuró el azar ó la cuna y que pudie-
ra llamarse : el pudor de la riqueza. Más afortunado,
más fuerte que Mauricio, habia atravesado las borras-
cas de la juventud sin desprenderse en nada de su
pureza nativa. El naufragio de sus ilusiones no le ha-
bía apartado de su senda; ni se creyera autorizado,
como Mauricio, por algunos desengaños vulgares para
insultar á la humanidad. Aprendiendo á conocer á los
234 JULIO SANDEAU
hombres, no se creyera obligado á odiarlos ni á des-
preciarlos. Con la experiencia del sabio, poseía el en-
tusiasmo del poeta, y el candor y la ingenuidad del
niño.
Por raro privilegio, reunía dos facultades que por
desgracia parecen excluirse: sabia como los que ya
no pueden amar, y amaba como los que todavía no
saben. Además, había fecundado su inteligencia por
el estudio y los viajes. Dotado de vivo instinto de lo
beilo en las artes, honraba al talento, y profesaba cul-
to al genio. Desde varios años á entonces, pasaba en
Paris el invierno, en la intimidad de algunos artistas
selectos. El mundo le atraía poco; encontrábasele me-
nos á menudo en los salones, que en los talleres.
Volvió con frecuencia á casa de Mauricio. Llegaba
poco después de mediodia. Con buenos cigarros que
no eran de estanco, sentábase en la esquina del lecho
y fumaba mientras Mauricio de pie, ante su banco,
tallaba, sin dejar de hablar, la encina 0 el nogal. A ve-
ces sir Edward se levantaba para dar un vistazo á la
obra; y otras veces Mauricio interrumpia su tarea,
encendía un cigarro y se sentaba junto al baronet. De
esta suerte acabó por cimentarse entre los dos una
afección sincera. Mauricio habia llegado insensible-
mente al terreno de las semiconfidencias. Si se callaba
prudentemente sobre los desórdenes de su vida pasa-
da, hablaba con efusión de su hermana, que trabajaba
bajo el mismo techo. De indole tierna, y organización
poética, complaciase sir Edward en los relatos de
aquella fraternal existencia; pero, por más deseos que
Volvió con frecuencia á casa de Mauricio.
MAGDALENA 257
tuviese de conocer á la hermanita, su discreción le
habia impedido rogar á Mauricio que le presentara á
ella; y ¡cosa extraña! á pesar del sincero afecto que
profesaba á sir Edward, guardaba Mauricio sobre este
punto absoluto silencio, como si presintiera que se
trataba de la ruina de su felicidad. ¡Ay! nadie escapa
á su destino. Cierta tarde en que el baronet estaba en
el cuarto de Mauricio, entró Magdalena. Su primo la
habia hablado más de una vez de su nuevo amigo, y
la joven, regocijada al ver que iban retoñando uno á
uno los bellos sentimientos en un corazón tanto tiempo
devastado, había dado alas á esta amistad naciente.
En presencia de sir Edward mostróse Magdalena co-
mo naturalmente era; sin embargo, con ánimo de com-
placer á su primo, y comprendiendo con una sola mira-
da que el nuevo amigo era digno de toda su confianza,
hizo, como comunmente se dice, mayor gasto del que
tal vez exigía una primera entrevista. Retiróse al cabo
de una hora, dejando arrobado á sir Edward.
—Tenia usted razón, amigo—exclamó con entusias-
mo en cuanto hubo salido la joven,—tenía usted razón
al ensalzar los atractivos de su hermana, y aun en-
cuentro que hablaba usted muy friamente de tantas
gracias y virginales seducciones. Jamás alma más pura
iluminó rostro más suave. Comprendo que le sea á
usted facil crear obras maestras: la belleza del modelo
explica el genio del. artista. Amigo mio, la fortuna le
ha tratado á usted menos duramente de lo que me
figuraba, toda vez que le ha dejado un tesoro de tal
precio.
7
258 JULIO SANDEAU
Largo rato hubiera podido seguir hablando asi, sin
riesgo de que le interrumpiesen. Mauricio torturaba
un trozo de madera, y ni siquiera parecía oir lo que le
decia sir Edward. Aquel mismo día, durante la cena y
el resto de la velada, sólo se trató del baronet en el
cuarto de Magdalena. Por la elegante sencillez de sus
modales, por las delicadezas de su lenguaje, por la
elevación natural de sus ideas, habíase captado sir
Edward las simpatias de la joven, que no lo negaba y
felicitaba á su primo por semejante intimidad. Las
mujeres que nos aman, poseen un instinto maravilloso
para medir y apreciar de una ojeada el valor y la sin-
ceridad de las amistades que nos rodean. Más aún.
Úrsula, que habia encontrado al gentleman en la esca-
lera, no se cansaba de hablar sobre su buen talante y
negábase á creer que fuese un inglés. Por último, Pe-
dro Marceau, que pasaba su velada en la habitación de
Magdalena y conocía de mucho tiempo á lord Edward
por haber ejecutado en su hotel varias obras de eba-
nistería, refirió de él algunos rasgos de generosidad,
que parecieron hacer viva impresión en la imaginación
de la joven alemana, mientras Úrsula exhalaba gritos
de admiración y enternecimiento. En medio de aquel
concierto de alabanzas, no permanecía mudo Mauri-
cio, Y no obstante sufría, sin que procurase explicarse
la causa de tal malestar. Sufría sin saber por qué,
como las plantas al aproximarse la tempestad, aunque
el cielo esté sereno y ninguna nube aparente enturbie
su limpidez.
Desde aquel día, sir Edward tuvo entrada en la ha-
MAGDALENA 259
bitación de Magdalena. Cortas y raras al principio,
volviéronse sus visitas insensiblemente más largas y
frecuentes. Presentábase durante el día, y á menudo
volvia por la noche. Magdalena lo recibía con solícita
benevolencia, sin disimular la satisfacción que experi-
mentaba. Observábala Mauricio con inquietud, y á
veces, sin saber por qué, los espiaba con mirada celo-
sa. Horas habia en que el pobre mozo sentia contra su
amigo una sorda irritación que no atinaba á explicarse.
En breve creyó notar que su prima era más reservada
con él, y más expansiva con el extranjero. Había obser-
vado ya que el baronet no hablaba más del viaje que
tenia por costumbre hacer cada año en aquella época,
Una noche atrevióse á interrogarle sobre su próxima
partida ; el baronet respondió que no partiría, y Mau-
Ticio creyó ver que Magdalena le agradecía la contes-
tación con una sonrisa. Este hondo malestar, este sufri-
miento acabaron, á la larga, por revestir un carácter
serio y alarmante. Mauricio buscaba la soledad, perdía
la afición al trabajo; un mal desconocido le quebran-
taba y consumía. Lo más raro en todo ello es que
Magdalena, tan vigilante en otro tiempo y tan perspi-
caz, no parecia advertir los nuevos cambios que en su
primo se operaban. Hubiérase dicho que la joven sólo
tenia ojos para sir Edward.
Cierta mañana, encontrándose sentado al borde de
su cama, triste, abatido, calenturiento, interrogándose
-con espanto, vió Mauricio entrar en su cuarto al gent-
leman, más serio que de costumbre. Fué á sentarse
sir Edward á su lado, y sin despegar los labios, púso-
260 "JULIO SANDEAU
se á trazar círculos en el suelo con la contera del bas-
tón, como quien tiene que decir algo importante y no:
sabe por dónde empezar, mientras Mauricio le exami-
naba ansioso, cual si hubiese adivinado que la tempes-
tad, cuya influencia sufria desde hacia un mes, iba á
estallar sobre su cabeza. !
—Mauricio—dijo por fin sir Edward con esa amable
perplejidad que tan bien sienta en la riqueza cuando
se dirige á la pobreza;—antes de conocer á su herma-
na de usted, la amaba ya. Hablándome de ella, me
había enseñado usted á amarla y yo me complacía en
mezclarla con usted en un mismo sentimiento de cari-
ño y respeto. La conocí, y este sentimiento no tardó.
en trocarse en amor. ¿Y cómo no? Sea usted mismo
juez; si esa amable joven no hubiese sido hermana
suya, ¿hubiera podido usted verla y no adorarla? Nobles
jóvenes: nada sé de la familia de ustedes ni de sus des-
tinos; pero los he visto vivir y esto me basta. Por la
manera con que ha sobrellevado usted el infortunio,
me ha probado que es usted digno de la opulencia;
por mi parte, creo haber demostrado que no soy de-
masiado indigno de la pobreza. Ámigos somos, Mauri-
cio; ¿quiere usted que seamos hermanos ?
Más pálido que la muerte, dejó caer Mauricio una
mano helada entre las del baronet.
—Sir Edward—contestó con voz alterada que se es-
forzó en aparentar tranquila—las palabras que acabo:
de oir nos honran por igual á los tres; crea usted que
me conmueven profundamente; pero Magdalena, pero
mi hermana... sin duda corresponde á usted... ¿tiene
MAGDALENA 261
usted su consentimiento? ¿ha sorprendido usted al
menos el secreto de su alma ?»
—No, amigo mío, no; no sé si soy amado—respon-
dió modestamente sir Edward ;--mas creo firmemente
en la fuerza de atracción del verdadero amor, y me
digo que tal vez, mediante una ternura perseverante
y una abnegación sin límites, logrará mi corazón alcan-
zar la ternura del corazón elegido.
—Pero Magdalena, sir Edward, Magdalena sabe que”
usted la ama ?
—No creo que me vea con desagrado; sin embargo,
nunca mis ojos, ni mis labios la han hablado de miamor.
Antes de implorar su asentimiento, he creído de mi de-
ber y de mi lealtad comenzar por solicitar el de usted.
—¡ Muy bien!—dijo Mauricio, tendiendo á su vez la
mano á sir Edward.—No he aguardado hasta ahora
para saber lo mucho que usted vale; desde largo tiem-
po tiene usted captada mi estimación y mi amistad.
Consultaré á Magdalena, y si acoge sus votos, puedo
prometer á usted de antemano que nada perturbará
su ventura.
Retiróse el baronet con el corazón poseído de dulci-
sima esperanza. Si amaba á Magdalena, si no había
podido ver, sin quedar subyugado, tanto candor y ta-
lento, tanta gracia y belleza, amaba también a Mauri-
cio con vivo afecto, y lo que sobre todo sonreía á aquel
poético espiritu, á aquel alma generosa y tierna, era la
idea de vengar á los dos hermanos de las injusticias de
la suerte, restituyéndoles, á la faz del mundo, la posi-
ción que habían perdido.
202 JULIO SANDEAU
Al quedar solo, abismóse Mauricio en un caos de
pensamientos tan confusos y de sentimientos tan en-
contrados, que el más sutil analista, el más consu-
mado fisiólogo con dificultad hubieran logrado des-
enmarañar tal madeja. Después de haber acompañado,
por un supremo esfuerzo, á sir Edward hasta la me-
seta de la escalera, había vuelto á entrar en su cuarto,
cayendo desplomado en el lecho como aplastado por
las palabras que de oir acababa. Al principio sólo sin-
tió un horrible padecer, sin saber en qué consistia. A
esta tormenta siguió una especie de anonadamiento.
El tumulto de sus sentidos se había apaciguado; poco
á poco sus percepciones despertaron más claras y lú-
cidas. En breve iluminó su frente dulce fulgor, pare-
cido á los primeros destellos del alba. En efecto, era el
alba de una vida nueva. Brilló en su mirada una llama
celeste, y entreabrió sus labios, todavia pálidos y tem-
blorosos, una sonrisa de niño al despertar. Largo rato
permaneció en mudo éxtasis. Por fin hinchóse el pe-
cho conmovido; brotó el llanto de sus ojos, surgió un
grito del seno, y como Lázaro resucitado, alzó los bra-
zos al cielo. Mirando al fondo de su corazón, acababa
de percibir en él una flor recién abierta ; había aspira-
do su perfume; y esta flor era el amor. ¡Amaba! ¡Ah!
¡para comprender esta embriaguez, es preciso haberla
experimentado; al declinar de un otoño precoz, hay
que haber sentido germinar en el alma una segunda
primavera, renacer y abrirse bajo un hálito divino esa
flor del amor, que se creyera perdida para siempre!
Corta fué esta embriaguez, saliendo de ella Mauricio
MAGDALENA 263
con un brusco movimiento de cólera y desesperación.
Cual pájaro mortalmente herido en las llanuras del
aire, recayó pesadamente en el suelo de la realidad.
¡Mísero! amaba, cuando ya no era tiempo; llegaba
tarde á las puertas del Edén; entreveia la felicidad en
el momento de darle un eterno adiós. Su naturaleza
violenta se reanimó por vez primera; surgieron, cual
impetuoso torrente, imprecaciones celosas contra sir
Edward que le robaba la vida; en el extravío de su
dolor, apenas respetó á Magdalena. Recordaba la ac-
titud de su prima en los últimos días; veiala sonrien-
do al baronet, que se la comia con los ojos, y sentía
desgarrado su pecho por todas las torturas del infier-
no. Ni siquiera tenía el consuelo de decirse que tal vez
se engañaba. Aun cuando no hubiese observado á los
dos jóvenes, aun cuando no hubiese seguido con mi-
rar celoso el progreso de su mutua pasión,. el vago
malestar que sufriera debia haberle iluminado ya; el
martirio que padecía actualmente le hubiera gritado
en voz sobrado alta que Magdalena amaba á sir Ed-
ward. Recorría á grandes pasos su cuarto, cuando se
paró de pronto, avergonzado de su arrebato. Entró en
si, y se llenó de confusión.
—¿ De qué te quejas, miserable >—exclamó bajando
la cabeza.—Apenas escapado del fango donde arras-
traste tu juventud, te quejas de no ser amado, te in-
dignas al ver que prefieren á ti un noble corazón, una
virtud sin tacha, una conciencia que nunca pecó! ¿Qué
has hecho tú para merecer esa ternura que hoy con-
sideras el bien supremo? Durante más de dos años
264 JULIO SANDEAU
que has tenido ese tesoro al alcance de tu mano, ¿qué
has hecho para hacerte digno de él? Lo has descono-
cido, lo has desdeñado, lo has pisoteado y ahora te
sublevas á la idea de que lo posea otro! En pago de
los ultrajes de que la colmaste, no te basta que la ado-
rable criatura que Dios colocó bajo tu guarda, te haya
sacado del fondo del abismo, haya lavado las man-
chas de tu alma, y abierto á tus pasos los senderós
benditos. En pago de las villanas afrentas que le pro-
digaste, imaginas que su amor no sería demasiado sa-
lario á tu dureza, á tu conducta infame! ¡ Ah! Cállate,
sí; permanece en la sombra, y agradece al cielo que te
hizo la gracia de poder amar.
Nunca había llorado Mauricio con tanta amargura
las faltas de su pasado; nunca, al recuerdo de sus ex-
travios, habia derramado lágrimas tan acres, tan ar-
dientes;.nunca el remordimiento de los días mal em-
pleados le habia oprimido con más violencia. Por pri-
mera vez media toda la extensión de su ruina; al fin
su alma acababa de abrirse al sentimiento de la felici-
dad que tuviera á su alcance y que no supo coger.
Actualmente, se decia, si hubiese yo seguido siempre,
como sir Edward, la línea inflexible del deber, me ha-
María en el hogar de mis padres, al lado de Magdalena
que me amaria quizá, puesto que yo sería digno de su
amor.
El verdadero amor es humilde, resignado, y se halla
siempre dispuesto al sacrificio. ¿Qué podia ofrecerle
Mauricio á su prima ? Por más que hiciera, á pesar de
su ánimo y de su perseverancia, á pesar de la boga
MAGDALENA 265
que obtenian sus obras, aun suponiendo que ésta fue-
se duradera, jamás podria brindarle sino una existen-
cia mezquina y limitada. Casando con sir Edward,
Magdalena recobraría en la sociedad el rango que le
pertenecía y que nunca hubiera debido dejar. Si se
sentía atraida á él por un sentimiento de afecto, aun-
que fuese débil, ¿debia contrariarlo Mauricio? Su -
deber era, por el contrario, alentario con todas sus
fuerzas y sacrificarlo todo para la felicidad de Magda-
lena. No había que vacilar; desde luego, quedó tomado
su partido.
Triste y silencioso, pero sin mal humor, pasó como
de costumbre la velada en el cuarto de su prima. Por
uno de esos contrastes asaz frecuentes en todas las in-
timidades, la joven alemana estaba aquella noche su-
mamente alegre; Mauricio la observaba melancólico,
con aire de sonriente resignación. No solicitó una pa-
labra, ni buscó una mirada que pudiese quebrantar su
resolución. Sólo, poco antes de retirarse, rogó á Mag-
dalena que se sentara al piano y cantase la Despedida,
esa melodía de Schubert que cierta noche le había
conmovido tan profundamente. Accedió la joven de
muy buen grado á este capricho. Nunca su canto fué
más sentido. Cuando hubo terminado, levantóse Mau-
ricio, tomó entre las suyas las manos de su prima, las
llevó respetuoso á sus labios y en seguida salió para
aliviar á su corazón del peso que lo oprimia.
—¿ Estáis triste, señorito Mauricio ? ¿qué os pasa +—
preguntóle Úrsula, deteniéndole en el recibimiento.
—No es nada, querida Úrsula—dijo Mauricio repri-
266 JULIO SANDEAU
miéndose.—Ya sabes que de algún tiempo acá, mis
tristezas no son muy graves. Vaya, dame un abrazo;
estoy seguro que eso me aliviará.
Saltó Úrsula al cuello de su hermano de leche, quien
la estrechó entre sus brazos. Solo al fin, ya no se con-
tuvo Mauricio; dejó exhalar su desesperación en sollo-
zos y desbordar en raudales de llanto: fué el último
tributo que pagó á la debilidad humana, El siguiente
día, saltando de la cama al asomar el alba, sentóse
junto á su banco y allí, para que nada faltase á la in-
molación de sus esperanzas, sofocando los gritos de
su alma, enterrando el amor en su seno, escribió con
firme pulso:
«He cumplido mi palabra, Magdalena. Me pedisteis
que viviese dos años á vuestro lado; el plazo que vos
misma fijasteis ha expirado desde hace algunos meses.
Me pedisteis dos años de abnegación y sacrificio, y
esta misión la habéis desempeñado vos. Dándome á
conocer el valor del trabajo, la grandeza y la santidad
del deber, habéis casi borrado en mi la huella de mis
extravios. Sea cual fuere el porvenir que Dios me de-
pare, siempre sentiré hacia vos eterno reconocimiento
y mis palabras serán de bendición para vos; pero no
quiero, ni debo aceptar por más tiempo el sacrificio á
que con tanto valor os resignasteis; seria, de mi parte,
egoismo grosero que nunca me perdonaria. Ahora ya
no se trata de mi, sino de vos y de vuestra ventura. Sir
Edward os ama, y es digno de vuestro amor. El os co-
locará en el rango que merecéis. Como me profesa, sin
MAGDALENA 267
la menor duda, un afecto sincero, se encargará de
desempeñar mi deuda para con vos. Adiós; voy á par-
tir. No os dé cuidado mi destino. Donde quiera que
me halle, ya sabéis que mi trabajo puede bastar á to-
das mis necesidades. No temáis que vuelva á caer en
la profunda noche de donde me sacasteis; siempre me
guiará una estrella misteriosa en el sendero que me
habéis allanado. Si mis fuerzas flaquearan, si llegase á
sobrecogerme el desaliento, me bastará, para reponer-
me, mirar al fondo de mi corazón: en él hallaré vues-
tra imagen. Voy á visitar de nuevo el castillo de mis
padres; es una legitima reparación que debo á la me-
moria «lel Caballero. Quiero mostrarme puro y rege-
nerado á aquellos lugares que me vieron degradado y
mancillado. Mi buen padre murió lejos de mi, sin es-
trechar la mia con su desfalleciente mano. Esta piado-
sa peregrinación acabará de apaciguar la turbación de
mi conciencia. Después marcharé con firme paso á
donde Dios me conduzca. Adiós otra vez, Magdalena;
sed feliz, y mientras yo bendigo los recuerdos de los
días que hemos pasado juntos, ¡quiera el cielo que
esta memoria no os sea demasiado amarga!
Vuestro hermano, MAURICIO.»
Dobloó la carta, trazó en el sobre el dulce nombre que
en adelante debía llenar toda su vida, y la dejó en sitio '
visible sobre el mármol de la chimenea. En aquel mo-
mento, percibió á Marceau y á su mujer, trabajando
ya, junto á la cuna de los niños, y les saludó con
afectuoso ademán. Después de contemplar con mirada
268 JULIO SANDEAU
de envidia, durante algunos minutos, la paz y la felici-
dad de aquella familia, ocupóse en los preparativos
de su partida, que en menos de un cuarto de hora
quedaron listos. Dispuesto ya todo, ciñó en torno de
su blusa su cinturón de cuero, echóse á la espalda la
mochila que contenía toda su fortuna, empuñó resuel-
to el bastón del obrero viajante, y luego, después de
recorrer con enternecidos ojos aquel cuartito, donde
había entrado endurecido por el egoismo, manciltado
por la ociosidad, envejecido por la disolución, salió re-
generado por el trabajo, rejuvenecido por el amor,
santificado por el sacrificio.
XVI
ENTRAS andaba por Paris, una secreta irrita-
MD ción acompañaba su tristeza. Sentía vacilar la
generosa resolución que le impulsara á separarse de
Magdalena. Parecía que en la atmósfera de la gran
ciudad habia como un resto de las funestas influencias
que antaño le subyugaron. Fuera ya de Paris, cuando
sintió dilatarse el pecho en el aire vivificante de la
campiña, en plena naturaleza, se apaciguó su cólera,
ablandóse su corazón y se dejó dominar enteramente
por un sentimiento único: su amor á Magdalena. En
los tiempos de su vida borrascosa, que él calificaba
270 s JULIO SANDEAU
locamente de vida apasionada, cada vez que uno de
sus deseos se veia contrariado o no podía saciarse sino
tras encarnizada lucha, la resistencia despertaba en él
el despecho ó el rencor. No comprendía el amor sin la
posesión; hubiera sonreído de lástima si le hubiesen
dicho que el corazón puede gozar en el amor una feli-
cidad independiente del objeto amado. Ahora, á solas
consigo mismo, entreveia la grandeza y la santidad de
un sentimiento que nunca habia conocido y del que
hasta entonces sólo abrazara la imagen grosera. Ale-
jábase de Magdalena; su corazón sangraba por esta
separación, y, sin embargo, saboreaba su dolor con
delicias. En su aislamiento voluntario, en el destierro
á que se resignaba, sentia un goce más vivo y profun-
do que en la embriaguez de sus pasiones satisfechas.
No era amado, pero se sentía más digno de amor, y la
conciencia de su valor moral le inspiraba legitimo orgu-
llo. No era amado; pero se aplaudía por el sacrificio que
acababa de hacer á la mujer amada, y encontraba, en el
sacrificio mismo, un goce que á nadie le era dado ro-
barle. En su peregrinacióná Valtravers no le guiaba tan
sólo el deseo de cumplir con la memoria de su padre;
quería, además, ver de nuevolos lugares donde encon-
tró por primera vez á Magdalena y bendecir la huella
de sus pisadas. Queria respirar el aire que ella embal-
samó con su presencia, recorrer los senderos donde ha-
bía oido sus palabras ; era para él una forma postrera y
suprema del agradecimiento,
Caminaba erguida la cabeza, aspirando el aire á ple-
nos pulmones. El sentimiento de las bellezas de la
naturaleza, adormecido desde largo tiempo en su cora-
MAGDALENA 271
zón, despertaba al fin. Tocaba á sus postreros días
Mayo: el sol sonrela á la tierra. Todas las ondulacio-
nes de los ribazos, todos los caprichos del cielo, todos
los accidentes del paisaje eran para Mauricio manan-
tial de inesperados goces. Al ver su cándido asombro,
hubiérase dicho que contemplaba, por primera vez,
las maravillas de la creación. Las austeras fatigas de
aquel viaje á pie eran para él más dulces, que todos los
paseos hechos antaño en el fondo de una carretela in-
dolente, al galopar de los caballos. Las paradas de
noche en las posadas, las partidas al asomar el alba,
las reuniones en la mesa común, los saludos cambia-
dos en la ruta, las conversaciones con los chicuelos en
el banco de piedra, ante la puerta, eran otros tantos
episodios poéticos. que renovaban á cada instante el
interés de la peregrinación, á la vez que le iniciaban
en la práctica de la igualdad.
Por último, una postrera revolución moral debía co-
ronar á las otras.
Magdalena habia logrado reanimar el sentimiento
religioso en el corazón de Mauricio, pero siempre ha-
bian sido vanos sus esfuerzos para inducirle á la ple-
garia, y á invocar, en sus tristezas, los consuelos divi-
nos. Reservado estaba al dolor el llevarle de nuevo,
por insensible pendiente, á las creencias y al culto de
que hasta entonces se mofara. Todo sincero dolor nos
eleva á Dios; así le aconteció á Mauricio. Cruzando
una aldea que se encontraba en su camino, pasó jun-
to á una iglesia; impelido por instinto irresistible, sia
consultarse á si mismo, sin previa deliberación, entró.
Era una de esas pobres iglesias que Dios prefiere á los
272 JULIO SANDEAU
templos suntuosos y dorados. El sol penetraba en ella
dulcemente á través de las persianas; campestres flo-
res cubrian las gradas del altar; aquí y alli, en las
losas, unas cuantas mujeres y unos cuantos ancianos
rezaban arrodillados en la sombra. Mauricio dobló sus
rodillas y oró. Oró para obtener de su padre el perdón
de sus extravios y para obtener del cielo la felicidad
de Magdalena.
Por último, después de quince dias de marcha soli-
taria atravesó, sin ser conocido, la aldea vécina de Val-
travers. Su traje bastaba para asegurarle el incógnito,
además, en aquel andar firme, en aquella mirada altiva
y serena, en la calma y en la dignidad de aquella noble
y varonil figura, ¿quién hubiera reconocido al joven
que recordaban haber visto pasar como un proscrito,
tres años antes?
¡Ah! ¿quién pudiera narrar las emociones que le
asaltaron cuando, una hora después, vió surgir al ho-
rizonte las umbrías que cobijaron su cuna, cuando
sentó la planta en el lindero del bosque, cuando pene-
tró en las profundidades misteriosas que tan á menu-
do recorriera entre su padre y la marquesa, y donde
se le apareció Magdalena? Encontrándose de nuevo,
lleno de amor y de vida, en aquellos hermosos lugares
á donde, tres años antes, sólo llevara el sentimiento de
su decadencia, su primer impulso fué clamar á la na-
turaleza entera que era joven, que podia amar, que
amaba; su alma regenerada exaltóse en santa enage-
nación. «Alégrate, naturaleza, aún soy hijo tuyo! Lige-
ras brisas, acariciad mi frente, como en otro tiempo!
Reconoced mis pisadas, musgos de los bosques, cés-
MAGDALENA 273
pedes de los claros! Estremeceos de júbilo á mi paso,
árboles que mis padres plantaron l»—Caminaba lenta-
mente; los recuerdos saltaban ante él como la alondra
en los surcos. A la sombra de esta encina, habia repo-
sado junto al Caballero; bajo el plateado follaje de este
pobo, se habia pasado un dia entero escuchando los
primeros murmullos, contando los primeros estreme-
cimientos de la juventud que se agitaba en él. Al do-
blar una avenida reconoció el sitio donde, una tarde
de otoño, había encontrado á su prima. Evocó todos los
detalles de aquella poética velada, recordando también
que un año después, el día de su primera partida, en-
contró otra vezá Magdalena sentada en el mismo sitio.
—¡Ah, desdichado! ¿qué demonio te impelía >—
exclamó con tristeza.—Alli estaba ella, ya hermosa y
simpática, como un aviso celeste, como la imagen de
la felicidad que ibas á dejar lejos de ti. ¡Cómo no la
cogiste de la mano, desandando tus pasos !
Costeó el muro hasta la verja, y permaneció largo
rato con la frente apoyada en los hierros. Maquinal-
mente, abrió la puerta, é impulsado por su corazón,
entró. El parque estaba desierto ; comenzaban á bajar
las sombras de la noche. Mauricio ño oía más que el
murmurar del viento en las hojas, gritos de algunas
aves agazapándose en sus nidos y el ruido de la arena
al hundirse bajo sus plantas. Rozando los setos, avan-
zaba con furtivo paso. Al doblar la avenida, próximo
á descubrir la fachada, se paró, reteniendo el aliento y
apretando con ambas manos el pecho para impedir
que estallara. Por fin, miró... ¿ Debía dar crédito á sus
ojos? ¿No era aquello un sueño, un espejismo, una
8
274 JULIO SANDEAU
ilusión de su exaltado cerebro + Quiso gritar, y la voz
expiró en sus labios. El bastón que llevaba escapó á
sus dedos; dobláronse sus piernas, y para no caer,
hubo de apoyarse contra un árbol. Allá, á veinte pasos,
ante él, sentados en la escalinata, iluminados por los
postreros rayos del sol, mientras dos chiquillos, muy
conocidos de Mauricio, retozaban en el césped, Magda-
lena, sir Edward, Pedro Marceau y su mujer, conver-
saban familiarmente. De pronto Magdalena se levantó
y Mauricio la vió avanzar hacia el sonriente, tan sere-
na, tan tranquila, como si se hubiese tratado de la
cosa más sencilla y natural del mundo.
—Os esperábamos, amigo mío—le dijo,
Y, tomando el brazo de su primo, llevóle la joven ha-
cia el baronet, Teresa y Marceau quienes, por su parte,
venían todos á su encuentro. Estrecharon sus manos
en silencio; ni una palabra se pronuncio, Todos los co-
razones estaban conmovidos; mudas todas las bocas.
—¡ Amigos mios|l—dijo por fin Mauricio con trémula
voz, deteniéndose al pie de la escalinata y paseando en
derredor miradas extraviadas—¡amigos mios! ¿qué
ha pasado ? ¿qué pasa? Hablad, contestadme. ¿He so-
ñado el dolor y la desesperación, ú bien estoy soñando
ahora la felicidad ?
Eos rostros que le rodeaban sólo contestaron con
" afectuosa sonrisa. Sostenido por Magdalena, subió los
peldaños de la escalinata. Ya toda la servidumbre se
hallaba reunida en el salón de entrada. Mauricio los
reconocía á todos; todos le habían visto nacer ó crecer.
— Hijos mios —les dijo Magdalena —aqui tenéis
á vuestro joven señor, que vuelve á nuestro lado.
MAGDALENA 275
Rodeáronie con amor y respeto, mientras Úrsula des-
ataba con cariñoso celo las correas que retenían la mo-
chila en los kombros de su señorito. En aquel instante,
vinieron á anunciar que el Caballero tenía dispuesta la
mesa. Seguida de sir Edward y de los Marceau, Mag-
dalena le cogió de la mano, conduciéndole al comedor,
donde todo se hallaba en su antiguo sitio, y haciéndole
sentar, con su traje de obrero, en el sillón que antaño
ocupaba su padre. 5i bien la mesa estaba ataviada
con todo el lujo hereditario en cuyo seno habia cre-
cido Mauricio, la comida fué silenciosa y corta. Mau-
ricio conservó hasta el fin la actitud del hombre que,
no sabiendo si sueña ó si está despierto, teme desva-
necer, por un gesto demasiado brusco ó por una pala-
bra imprudente, los encantos de que es testigo. Al
cabo de un cuarto de hora levantóose Magdalena y de-
jando el grupo de convidados dirigióse hacia el bosque
con su primo, que se dejaba llevar como un niño. Al
llegar junto á un verde otero, la joven se sentó, ha-
ciendo que Mauricio tomara asiento á su lado.
Era una de aquellas hermosas veladas que parecen
doblar el valor de la felicidad. Mientras una región del
cielo estaba aún enrojecida por los últimos rayos del
sol poniente, en el otro extremo del horizonte surgia
la luna de un lago de azur, y subia lentamente á la
copa de los árboles, plateándolos con su luz pálida. El
ruiseñor llenaba con sus trinos el denso follaje; las bri-
sas nocturnas despertaban; y en el fondo del bosque
oíase como rumor lejano de cascada,
—¡Oh amigo mio! —dijo Magdalena con voz más me-
lodiosa que el canto del ruiseñor, más fresca que el aura
276 JULIO SANDEAU
de la noche—¡os amo desde el día en que os vi por pri-
mera vez! Necesitabais, para regeneraros, pasar por la
pobreza, el trabajo y la abnegación. Lo comprendl y
quise compartir las pruebas que os imponía. Estas
pruebas han terminado; ¿me las perdonáis, Mauricio?
Mauricio sintió fundirse su alma como un grano de
incienso y exhalarse hacia Magdalena en silenciosa
adoración. Habiase arrodiliado al pie del otero, donde
su prima continuaba sentada. La blanca criatura incli-
nó hacia él su dulce rostro, y á la claridad de los cie-
los estrellados, encontráronse sus labios en casto beso.
¿Será menester decirlo ahora? la pobreza de Mag-
dalena no era sino piadosa mentira. No había perdido
su proceso. Habia engañado á Mauricio, para salvarle.
No quiero referir día por día lo que pasó en el cora-
zón de Magdalena mientras Mauricio proseguía la obra
de su rehabilitación. Es un relato que las almas deli-
cadas harán por sí mismas; en cuanto á las almas vul.
gares, no lo comprenderian. El joven caballero acababa
de encontrar á sus amigos de Paris, bajo el techo de
sus padres. «[lan sido testigos de vuestras luchas y de
vuestros esfuerzos; justo es—le dijo Magdalena —que
se hallen presentes en el momento en que recibáis la
recompensa de que tan digno os habéis hecho. Lo que
sir Edward amaba sobre todo en mi, era nuestra po-
breza; nuestra dicha le consolará.»
Transcurrido un mes, Mauricio y Magdalena se ca-
saban sin ostentación en Neuvy-les-Bois, en presencia
de sus amigos, de sus colonos y de sus servidores,
Después de haber gozado durante algunos días el es-
pectáculo de sus dulces goces, Pedro Marceau partió
Hahlase arrodillado,
MAGDALENA 279
para París con su mujer y sus hijos. En vano Magda-
lena intentó retenerlos, en vano Mauricio les ofreció
albergue en el castillo, donde encontrarian fácil em-
pleo á su actividad y á su inteligencia.
—Habéis vuelto á encontrar aquí vuestro sitio—res-
pondió Marceau;—dejadme conservar el mio. A pesar
de la amistad que nos une, comprendo que estorbarla
vuestra felicidad. Nada temo de vuestro orgullo; el tra-
bajo que hemos compartido juntos ha establecido en-
tre nosotros una igualdad que nada podría allerar;
pero el mundo en cuyo seno vais á vivir se negaría á
comprenderla, y su extrañeza sería para mi un mudo
reproche, que quiero que nos ahorremos los dos.
La apreciada familia partió colmada de testimonios
de afecto. Al cabo de un mes, despidióse á su vez sir
Edward. aVelad por vuestra felicidad—dijo á Mauri-
cio en el acto de despedirse;-es una planta delicada '
que necesita solícitos cuidados. Creció bajo un hálito
embalsamado; sabed defenderla contra las tormentas
que pudieran troncharla.» Después, volviéndose hacia
Magdalena, quiso dirigirle algunas palabras de des-
pedida; pero turbóse, humedeciéronse sus ojos, y la
joven sintió una lágrima en su mano, que el digno
amigo oprimía contra sus labios.
Terminó mi tarea. Las existencias venturosas no se
describen. Mauricio estaba ya libre de peligro y ni
siquiera había menester de valor. Si el trabajo ya no
es para él una necesidad, no por ello permanece inac-
tivo; ocúpase en practicar el bien, sembrando en torno
suyo su riqueza. Magdalena ve pagada con amor su
280 JULIO SANDEAU
abnegación. Ninguna nube ha venido á enturbiar la
serenidad de su ternura mutua. En cuanto á Úrsula,
por más que le diga Magdalena, persiste en creer que
su joven señorita perdió realmente el pleito, y que
Mauricio encontró en la escultura el medio de adqui-
rir nuevamente el dominio de sus antepasados. Mau-
ricio ha conservado á su mujer una gratitud exaltada;
á menudo le acontece bendecirla con enagenación.
«Amigo mio — le responde ella en estos casos — no es
á mi á quien debes agradecerlo; yo sólo te indiqué la
senda que debias seguir. Al trabajo deben: dirigirse
tus bendiciones; pues gracias á él encontraste de nue-
vo la juventud, el amor y la felicidad.»
2N
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