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Full text of "Magdalena"

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MAGDALENA 


ES PROPIEDAD 


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YULIO SANDEAU 


MAGDALENA 


( NOVELA PREMIADA POR LA ACADEMIA ZRANCESA ) 


A —Á 


VERSIÓN CASTELLANA DE 


A. BLANCO PRIETO 


PRECEDIDA DE UNA INTRODUCCIÓN POR 


EDMUNDO WERDET 


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ILUSTRACIÓN DE E, BAYARD 


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BARCELONA 
BIBLIOTECA «ARTE Y LETRAS» 
Daniel Cortezo y C.2-Calle de Pallars (Salón de S, Juan) 
1888 


Establecimiento tipográfico-editorial de DanteL Correzo Y C.! 


NULTIO SADDAHU 


(1832 Á 1859) 


AQ 


horas iNTIMAS 


Q onocí á Julio Sandeau en esa fase de la vida (tenía 
veinticinco años apenas) en que fermenta la sa- 
via del talento y de la juventud, en que las pasiones 
generosas desbordan sobre las demás, en que estalla 
la amistad, vanguardia del amor, llena de abnegación 
y de filantropía. 

Asistí á todos esos instantes de dolorosas angustias 
en que las entrañas del poeta se desgarran para abrir 
paso á los primeros frutos que da á luz el genio. 

He sido testigo, confidente, de las quejas que exhala- 
ba un corazón herido en sus más tiernas, en sus más 
caras afecciones, las primeras en espaciarse y cuya 
amargura no está exenta de cierto atractivo. 


6 NOTAS ÍNTIMAS 


En mi pecho resonaron los gritos ahogados de sus 
primeras creaciones. Y concebí para este escritor una 
estimación tan profunda, una amistad tan sincera, que 
sus recuerdos constituyen aún la felicidad de mi vejez, 
pensando en la intimidad que me unió con un hombre 
tan insigne. 

Cada vez que evoco esta época de mi carrera de edi- 
tor, mi sangre reanimada circula por mis venas con 
más libertad y abundancia; al recuerdo de semejantes 
relaciones, paréceme que no he envejecido. 

Me sucede lo que á esos viajeros que, encontrándo- 
se de repente sentados al hogar de una hospitalidad 
generosa, después de haber franqueado las asperezas | 
del camino, se dicen, restregándose las manos con 
fruición : 

—¡ Pues señor, qué bien estoy aqui! 

¿Le acontece hoy al escritor lo que á su antiguo 
editor ? 

Dudarlo un momento sería crimen. 

Los éxitos famosos de Mademoiselle de la Seígliére, 
del Neveu de M. Potrson, y otras y otras obras delica- 
das y artisticamente cinceladas ¿han hecho olvidar al 
poeta á su antiguo editor de Marianna, de Madame 
de Somerville, del Docteur Herbeau ? 

No, no; es imposible. 

Rechazo semejante idea, por serme dolorosa, y la 
rechazo tanto más porque sería injuriosa para el hom- 
bre á quien me he habituado á amar desde hace largo 
tiempo. 

La gloria, sobre todo cuando se adquirió legitima- 


NOTAS ÍNTIMAS 7 


mente, no sabria transformar hasta este punto un no- 
ble corazón ; y aun cuando ejerciera tan deletérea in- 
fluencia en todos los demás, paréceme que debería 
invocarse una excepción en favor de Julio Sandean. 

Sea como fuere, tengo empeño, y mucho, en que el 
lector conozca á fondo al escritor de talento á quien 
debe tantas obras encantadoras y á quien yo á mi vez 
debo tan afectuosos recuerdos. 


19 


Un día (corría el año 1832) el autor de Marianna, 
quebrantado el corazón, victima de las más amargas 
decepciones, encontró en su vía á tres amigos, 

Cuéstame decirlo, tanto estimo á los literatos, pero 
la verdad ante todo! 

Aquellos no eran tres escritores, sino tres simples 
comerciantes: un impresor y dos libreros, hombres de 
corazón y de espiritu, cuyos nombres cito con or- 
gulio. 

Uno de ellos se llamaba Allardin, editor; con su for- 
tuna y su vida ha pagado su adhesión á las letras y á 
los que las cultivan. 

Los otros dos eran los hermanos Duputs, impresor 
el uno, y librero el otro. 


8 NOTAS ÍNTIMAS 


A estos tres hombres de corazón deben quizá la poe- 
sía y el arte la conservación de los dias del autor de 
tantos libros que encantan nuestras veladas solitarias, 
y de tantas obras dramáticas cuyos éxitos merecidos 
han tenido otras fuentes que el entusiasmo del mo- 
mento, el capricho ó la moda. 

De sus manos recibió Julio Sandeau el precio de su 
primer libro: Madame de Somerville; en seguida salió 
de París para visitar á Italia. 

A usanza de artista, con la mochila al hombro y el 
bastón en la mano, emprendió su ruta á pie. 

Este viaje, durante el cual sus tres amigos publica- 
ron Madame de Somerville que obtuvo inmenso éxito, 
duró cerca de dos años; los amigos velaron todavía, 
durante su larga ausencia de poeta, por aquel soña- 
dor, con paternal solicitud. 

Después, regresó Julio á Paris, instalándose en 
Chailiot. 

Aquí abandono todo rodeo para llegar en linea rec- 
ta, por el camino real, á referir cómo entré en relacio- 
nes con él, en Junio de 1834. 

Era yo editor entonces de Balzac, de Enrique Ber- 
thoud, de Félix Davin, de Norvins y de otros autores 
de verdadero mérito para la época; estaba al acecho 
de todos los nuevos astros que se elevaban en el hori- 
zonte literario; hojeaba sus producciones con fruición; 
y entre todas esas obras, había leído con verdadero 
entusiasmo un volumen que acababa de publicar Allar- 
din; -era la deliciosa novela de Julio Sandeau: Mada- 
me de Somerville, su estreno literario, á la verdad, pero 


NOTAS ÍNTIMAS 9 


obra maestra de gracia, de frescura, de imaginación 
y de estilo. 

La lectura del volumen me sorprendió, y prometime 
desde entonces trabar buenas relaciones con un joven 
autor tan distinguido. 

Hablé de ello á Balzac, que me dijo: « Julio Sandeau 
es mi amigo; ahora viaja por Italia; cuando regrese, 
no dejará de venir á visitarme; os avisaré y os presen- 
taréá él; lo demás corre de vuestra cuenta; tenéis 
sobradísima razón en desear relacionaros con ese joven, 
que irá lejos, os lo aseguro.» 

Semejante profecia en boca de Balzac parecióme 
tanto más notable, cuanto que, por lo general, era 
muy parco en elogios para todo astro nuevo que bri- 
llaba en el horizonte; tal era su constante temor de 
encontrar en su senda algún rival. 

Esta vez mi esperanza no salio fallida. 

«Venid á comer conmigo mañana, dijome cierto dia 
Balzac; quiero presentaros á dos buenos amigos; que- 
daréis encantado de su conocimiento.» 

Engolosinado por tan graciosa invitación, ya com- 
prenderéis si fui exacto á la cita! 

"Encontré á Balzac en su despacho, calle Cassini, en 
compañia de dos jóvenes, cuyo traje sencillo, pero 
elegante, mostraba que pertenecian á la buena so- 
ciedad. 

Uno de ellos esbelto, alto, tenia la mirada viva, chis- 
peando penetración é ingenio; negra y abundante ca- 
bellera formaba marco á su rostro sonrosado, de per- 
fecto óvalo; el otro, de estatura mediana, á lo que creí 


10 NOTAS ÍNTIMAS 


notar, pues estaba negligentemente recostado en el 
diván, en actitud graciosa, que dejaba adivinar una 
apostura perfecta, llena de elegancia, tenia el cabello 
castaño, fino y sedoso; su elevada frente denunciaba ya 
las fatigas del alma; sus ojos, de extremada dulzura, 
se fijaron en mi; levantose al verme y Balzac, tomán- 
dole de la mano, me dijo: 

—Estos son los dos amigos que os dije; uno, el que 
os presento, es el literato de quien tantas veces me 
habéis hablado con admiración, Julio Sandeau. 

A este nombre, á este encuentro inesperado, latió 
mi corazón con violencia; estreché cordialmente la ma- 
no de Balzac, quien repuso: 

—También os presento á un discipulo de Esculapio, 
el Pilades de Sandeau, amable y buen amigo de nos- 
otros dos. 

Era Emilio Regnault, que no tardó en serlo también 
mío y de quien me ocuparé detenidamente en otro es- 
tudio, 

Asi se efectuó mi conocimiento con Julio Sandeau. 

El día siguiente, presentábame yo en su casa, calle 
Mayor de Chaillot y le compraba el manuscrito de una 
novela en dos tomos, 4 entregar en el plazo de seís me- 
ses: La Patricienne, á cuyo titulo el autor substituyó 
más adelante el de Marianna. 


NOTAS ÍNTIMAS nr 


11 


Desde aquel día, la más simpática amistad me unió 
con Julio Sandeau; nunca la menor nube vino á alte- 
rarla, ni siquiera durante mis desastres comerciales 
cuando me vi abandonado de los demás escritores, 
mientras luchaba con el heroismo de la desesperación 
contra los golpes redoblados de la fortuna que cada 
vez parecia alejarse más de mi; pues, sobre todo en 
tan delicadas y dolorosas circunstancias, es cuando se 
conoce á los verdaderos amigos. 

En cuanto á Julio Sandeau, cuando más desdichado 
me veía, más ardiente, expansivo y generoso era para 
mi, en tal grado que distando mucho, entonces, de ser 
rico, no vaciló en desterrarse voluntariamente de Pa- 
rís, en correr por mi á Pornic, á las playas del Océano, 
en escribir en mi favor á sus mejores amigos y en re- 
galarme, así como suena, el manuscrito de una novela 
intitulada: Le Docteur Aristide Herbeau. 

He aquí lo que hizo ese joven escritor, que debía 
alcanzar la celebridad, para su amigo, para su editor 
infortunado, arruinado, espoliado por el maquiavelis- 
mo y el egoísmo de otro literato que tenía una mone- 
da de oro en lugar de corazón... 


12 NOTAS ÍNTIMAS 


He dicho en otra parte que, á consecuencia de mi 
derroía, tan friamente significada y preparada con 
tanta perfidia por Balzac, mi salud antes robusta se 
vió comprometida en tal grado por una aguda gastri- 
tis, que me ví en la precisión de guardar cama y de 
suspender mis trabajos. 

Resolví ausentarme una larga temporada, con la es- 
peranza de que, arrancándome de mis deplorables ne- 
gocios, las distracciones que procuran siempre los via- 
jes, el cambio de aires y de clima, podrian tal vez de- 
volverme la perdida salud. á 

El día de mi derrota, loco de dolor y de la desespe- 
ración de abandonar á la rapacidad de los alguaciles 
mi tienda de librero, tan pacífica hasta entonces, 
mandé llevar á un coche mis libros de comercio para 
dirigirme á pedir un asilo á Julio Sandeau, á tin de 
poder efectuar con tranquilidad en su casa un inven- 
tario exactísimo de mi situación. 

A ese amigo tan adicto resolvi pedir el auxilio de sus 
consuelos, de su amistad y el reposo de que tanto habia 
menester. 

Julio Sandeau no residía ya en París; había tenido 
que abandonar su linda habitación de la calle Cassini 
para sustraer su varonil y fresca imaginación, tan fe- 
cunda. á las obsesiones egoístas del coloso llamado 
Balzac quien, á manera de bomba aspirante, absorbía 
en provecho suyo todas las facultades creatrices de 
aquel joven escritor, como ya lo hiciera con las de 
Mauricio Alhoy, Emilio Regnault, Lassailly, Chaude- 
saigues, y más adelante con las de Dutacy; todos ellos 


NOTAS ÍNTIMAS 13 


se habrian vuelto locos, bajo la influencia de ese ex- 
plotador que producia diariamente proyectos tras 
proyectos : dramas, cuentos, novelas, etc. 

Pero ya sabia yo donde encontrar á Julio Sandeau, 
pues sosteniamos una correspondencia seguida. 


IV 


Casi moribundo, quise probar de vivir. Puse en orden 
mis asuntos ; en mi mesa-despacho coloqué, en eviden- 
cia, un voluminoso paquete, con un epigrafe que decía: 
Para abrir después de mi muerte. Es mi testamento. Pa- 
ris 25 Julio 1830: Ep. Werner: 7 

Tomadas estas precauciones sensatas, fui á reunirme 
con Julio Sandeau. En consecuencia, el 27 Julio de 1836, 
hiceme conducir al despacho de la Diligencia de La- 
ffite y Caillard; tenía reservado desde la vispera un 
asiento de cupé, hasta Orleans únicamente, donde 
contaba reponerme un tanto de mis fatigas, 

Pero el hombre propone, y Dios dispone. : 

Júzguese de la verdad de este proverbio. 

Ocupaba yo el asiento n.? 1 de cupé; eran cerca de 
las ocho de la mañana; la diligencia se disponía á 
arrancar. 


14 NOTAS ÍNTIMAS 


Pensaba viajar solo, y esta idea me sonreía, pero sa- 
lió fallida mi esperanza. 

Un caballero y una señora, ambos ya de cierta edad, 
y de suma distinción, se presentaron en el momento 
de la partida. 

Al aspecto de aquella dama respetable, me levanté, 
para ofrecerle mi sitio. 

—-No, no, contestóme el marido; no se moleste us- 
ted, caballero; parece que se encuentra usted algo 
débil y doliente. ¿Qué enfermedad le ha puesto á us- 
ted en tan lastimoso estado, siendo todavía usted tan 
joven? 

—Cuando la diligencia haya llegado al camino real 
contestaré, caballero, á sus benévolas palabras; en Pa- 
rís el ruido me obliga á Jevantar la voz, lo cual me fa- 
tiga muy de veras. 

—Tiene usted razón, caballero; no se esfuerce en 
hablar. 

Apenas habiamos traspuesto el gran Montrouge, 
cuando mis atentos compañeros redoblaron sus de- 
mostraciones cariñosas. 

—¿Quiere usted, caballero, me dijo la dama, que le 
sirva de madre ? ¿quiere usted que le cuide como á 
un hijo, mientras nos hallemos juntos ? 

—Señora, respondi con ardor, sea usted mi ángel 
guardián, sea usted mi madre; el hijo la obedecerá, 
agradecido. 

En Etampes detúvose la diligencia para el almuerzo 
de los viajeros. 

Obedeciendo á las órdenes de mi protectora sirvié- 


NOTAS ÍNTIMAS 15 


ronme dos chuletas asadas, con un buen vino de Bur- 
deos. 

—No comerá usted sino el magro de esas chuletas, 
ni beberá más de dos copas de vino, me dijo la buena 
señora. Tiene usted muy debilitado el estómago, gra- 
cias al régimen que le prescribió su Esculapio, y 
necesita reforzarse. Yo á mi vez le prescribo: car- 
nes asadas á la parrilla, carnero Ó vaca, acompaña- 
das de algunas copitas de Burdeos 6 Medoc; comer 
poco de una vez, pero á menudo; y siguiendo á la 
letra mi receta, aseguro á usted que dentro de poco 
tiempo recobrará sus extenuadas fuerzas, junto con 
la salud, 

A las seis llegábamos á Orleans. 

—Conductor, dije al apearme, seguiré hasta Tours. 

—Muy bien. 

¡Había pasado un dia tan feliz! 

A las cinco de la mañana paraba la diligencia á la 
puerta del Hotel de la Boule d'Or, en Tours. Proseguí, 
así, mi viaje hasta Angers, á donde llegamos al ano- 
checer. Aquí hubimos de pasar la noche para embar- 
carnos á las seis de la mañana en el vapor que, del 
Maine, al Loire, debía dejarnos en Nantes. 

Idénticos cuidados, idénticas atenciones durante 
nuestra comida, por parte de mis amables incógnitos, 
á quienes ardía en deseos de conocer, ya que al si- 
guiente dia debiamos separarnos. 

Llegó la hora de dormir. 

—Hija mía, dije á la muchacha que me indicó mi 
habitación, ¿quiénes son los viajeros.con los que he te- 


16 NOTAS ÍNTIMAS 


nido el honor de comer y de pasar una velada tan 
agradable ? 

—¡Cómo! ¿ no les conoce usted, señor ? 

—No por cierto. 

—Pero si han tratado á usted con tanto cariño, que... 

A esta resistencia, que ya prevela, deslicéen su ma- 
no un argumento irresistible, una moneda de plata. 

—Pues son el señor barón y la señora baronesa de 
V... El marido es presidente del Tribunal real de Pa- 
ris y va á pasar las vacaciones en su Castillo de Pornic. 
Cuando se detienen en este Hotel, es día de júbilo para 
nosotros ; el señor barón y su esposa son tan genero- 
sos, y sobre todo tan afables! Son la Providencia de 
todos los infortunados de la comarca, donde, gracias á 
ellos, no hay pobres. 

¡Qué bello encuentro me había deparado la suerte! 

A las seis de la siguiente mañana, nos hallábamos 
á bordo del vapor. El día era precioso. A eso de las 
once, por orden del señor barón, sirviéronnos un al- 
muerzo en cubierta. 

Cuanto más se aproximaba el momento de la sepa- 
ración, tanto más afectuosas eran nuestras palabras, 
hasta el extremo que el señor barón me pidió mi libro 
de memorias: a Quiero darle por escrito, me dijo, 
nuestra dirección en Pornic, donde confio que irá us- 
ted á visitarnos; tomo esta precaución, por temor de 
que olvide usted las señas.-—Si, querido amigo, venga 
usted á pasar unos días en nuestro castillo, añadió con 
bondad su excelente esposa; vivimos alli muy retira- 
dos; los aires del mar le probarán á usted, de seguro. 


NOTAS ÍNTIMAS ¿17 


—Procuraremos que no se fastidie usted mucho entre 
dos viejos como nosotros. —¿Nos da usted su promesa?» 

Acepté tan gracioso ofrecimiento: ¿cómo no, á menos 
de parecer un ente sin educación ? 

Tuvo lugar, pues, nuestra despedida en Nantes. 

Disponible por fortuna un asiento en el coche de 
Clisson, pude aprovecharlo. 

Dos horas después, caía como un aerolito en brazos 
de mi amigo Julio Sandeau, precisamente cuando se 
disponía á sentarse á la mesa á comer solo, en el Hotel 
del Grand Clisson. 

Renuncio á describiros el júbilo de Julio Sandeau, 
á quien no había prevenido mi visita, cuando me vio 
en sus brazos. i 

Al salir de Pornic, mi amigo había pasado á sentar 
sus reales de nómada en Clisson. 


Añadiose un segundo cubierto á la mesa de mijoven 
amigo. 

Ordinariamente comia solo, sencillamente porque 
era el único huésped del Hotel del Grand-Clisson; yo 
iba á ser el segundo. 

A pesar de mi formidable apetito, fui sobrio, 


13 NOTAS ÍNTIMAS 


Pero si, por precaución, me condené voluntariamen- 
te á la abstinencia, mi lengua, en cambio, se hartó de 
hablar. 

A las once aún estábamos en la mesa. 

Por fin, nos dirigimos á nuestros respectivos cuartos, 
para entregarnos á las dulzuras del reposo; nuestras 
habitaciones eran contiguas. 

Julio me acompañó y no quiso dejarme hasta tener 
la seguridad de que no me faltaba nada. 

Terminado su minucioso examen, retiróse, dicién- 
dome: 

—Dormid, amigo mío; velo por vos; no os levantéis 
hasta que os venga á llamar; debéis encontraros ren- 
dido de fatiga y de sueño. 

A las once del siguiente día, entraba Julio en mi 
cuarto: : 

—A vestirse, querido; el café os espera; vamos á al- 
morzar. 

Habia pasado yo una noche feliz; iba recobrando 
fuerzas; sentíame tan dichoso! 

—Anoche me dijisteis, viejo achacoso, que desde 
vuestra salida de París habíais tenido la buena suerte 
de caer, no en manos de los infieles, sino en las de 
unas personas respetabilísimas, el señor y la señora de 
V... Os habéis hallado bajo la tutela de una santa y 
bienhechora mujer... Durante mi residencia en Pornic 
oíá menudo los mayores elogios del señor barón y de 
la señora baronesa. En tres días de cuidados prodiga- 
dos por esa imagen moderna de Filemón y Baucis, 
vuestro ángel guardián, como la llamáis, os ha hecho 


NOTAS ÍNTIMAS 19 


subir las primeras gradas que conducen al templo de 
la salud. A mi vez, quiero continuar sometiéndoos al 
mismo régimen que os prescribió la señora Razón. 
No os separaréis de mi lado, hasta que os halléis 
perfectamente restablecido. Si un régimen excelen- 
te, tiernos y afectuosos cuidados, conversaciones 
amenas, las distracciones del paseo, de las excursio- 
nes en lancha por el Seigre, nuestro torrentuoso ria- 
<huelo, bastan, nada de ello os faltará en Clisson, 
cuya residencia es deliciosa. ¿Me permitis que. reem- 
place á vuestro buen ángel guardián, á esa adorable y 
piadosa dama +? ¿Me obedeceréis como .á un padre ? 
Prometo no tiranizaros con mis exigencias puramente 
filiales, cuyo único objeto ha de ser el recobro de vues- 
tra débil salud. 

—Demasiado dichoso me conceptuaré obedecien- 
doos, mi buen padrecito, contesté á palabras tan llenas 
de ternura. Y ahora que acabo de saborear con extre- 
mo placer esas buenas tostadas de manteca, prepara- 
das por vos mismo, y de tomar ese excelente moka 
¿qué debo hacer, padre mio, para daros gusto y obe- 
deceros ? 

—i¡Magnífico, querido; me satisface esa sumisión! 
Empecemos por el principio. Tomad el bastón y el som- 
brero. Vamos á visitar el antiguo Castillo y la Torre 
de Clisson ; todavia no los conozco; desde que llegué 
á este pueblo de recuerdos históricos, no he salido de 
mi cuarto; he trabajado sin descanso; ayer, sin ir más 
lejos, envié por correo á Buloz, para la Revue de Paris, 
un largo artículo del que presumo quedará satisfecho. 


20 NOTAS INTIMAS 


También he trabajado para vos; ya os lo explicaré des- 
pués; ahora sólo se trata de ir á dar un paseo al Casti- 
llo. Por la tarde, emprenderemos otro á la Garenne, 
cita ordinaria de los paseantes. 

Dirigímonos, pues, hacia las ruinas de lo que sub- 
siste del antiguo Castillo feudal de Clisson, y de su 
formidable Torre, que todavía se conserva en muy 
buen estado y á la que circunda casi enteramente el 
Seigre que, á unos 30 metros de distancia, se precipi- 
ta en el Loire, casi frente á Nantes. 

Al vernos, preséntase un anciano gorra en mano, 
preguntándonos si tenemos intención de visitar la 
Torre. 

A nuestra contestación afirmativa, entra en su alber- 
gue y vuelve á salir provisto de un manojo de formi- 
dables llaves, llenas todas de orín, y que, agitadas, 
dejan oir un ¿rin-trin siniestro. 

Comienza por abrir una primera puerta, y otra des- 
pués: ambas están forradas de gruesa chapa de hie- 
rro. En la Torre, preséntase una escalera de piedra, 
en forma de caracol ; nuestro guía nos precede; á cada 
piso (hay tres) abre una nueva puerta. 

Cuéstame algún trabajo subir por aquella escalera 
cuyos peldaños están desgastados por el tiempo. 

Por fin, llegamos á Ja plataforma del vasto torreón, 
Desde aqui se descubre un admirable panorama. A esa 
altura de más de treinta y cinco metros sobre el Sei- 
gre, la mirada domina todos los lugares circundantes 
y principalmente un vasto encinar. A lo largo de los 
muros, donde antaño debían existir almenas, diviso 


NOTAS ÍNTIMAS 21 


enormes moles de piedra. Del centro de la misma pla- 
taforma surge una encina colosal, cuyo diámetro bien 
tendrá 60 centimetros. Todo el. suelo está cubierto de 
cardos, espinas, malva salvaje y otras hierbas pará- 
sitas. 

—Diga usted, buen hombre, esa encina magnifica, 
de espeso follaje, que el sol no puede atravesar, ¿cre- 
ció ahí, en el centro de la plataforma, espontáneamen- 
te, y sola como un hongo? 

—La observación de usted, caballero, me contesta 
nuestro guia, es muy atináda ; pocos visitantes dejan 
de hacerla. No señor, este árbol no creció como un 
hongo, según acaba usted de decir, Lo planté yo mis- 
mo, Santiago lvon, por orden de nuestras autorida- 
des, en 1793, y coloqué en derredor una rústica ba- 
laustrada.para protegerlo contra toda mano sacrilega 
ó profana que intentara destruirlo. Esta encina es sa- 
grada para los clisoneses. 

—Y ¿en qué ocasión la plantó usted ? 

—Con objeto de eternizar para siempre el glorioso 
recuerdo de un combate encarnizado que nosotros los . 
blancos sostuvimos en 13 Agosto de 1793 contra los 
azules, los enemigos de nuestro antiguo rey y de 
nuestra divina religión; aquí, en Clisson mismo, de 
donde se habian apoderado por sorpresa, les pusimos 
fuera de combate un centenar de soldados. Como nues- 
tro cementerio era demasiado chico para enterrar á 
todos aquellos desdichados, decidióse que esta torre 
les serviria de sepulcro. Al efecto, levantamos todas 
las losas que se ven á lo largo de las almenas; ahueca- 


22 NOTAS ÍNTIMAS 


mos el suelo hasta el tercer piso, y depositamos alli 
todos los cadáveres cubiertos con varias capas de cal 
viva. Y como quiera que los lvon, desde hace más de 
dos siglos, vienen siendo, de padres á hijos, conserjes 
de estas ruinas, yo, Santiago, el menor de todos, fui 
designado por las autoridades para elegir la encina 
más bella, más joven y más vigorosa, en el próximo 
encinar; y después de elegida, la planté, como he di- 
cho, en el centro de la plataforma. En recompensa de 
mis cuidados, el Concejo me otorga cada año una pe- 
queña retribución. : 

— Mil gracias, tio lvon, por su leyenda histórica. 
Pero ¿á quién pertenecen hoy las ruinas de este viejo 
castillo feudal, de esta torre, y de ese inmenso bosque 
de magníficas encinas? ¿ podria usted decirnoslo ? 

—Nada más fácil. Después de la abolición de todos 
los privilegios de nuestros señores, el último vástago 
de la familia del inmortal Clisson emigró. Desde en- 
tonces, nadie ha vuelto á oir de él. Todas sus propie- 
dades, incluso las granjas, fueron vendidas en subasta, 
como bienes nacionales. Los asignados tenian ya po- 
quisimo valor, habian bajado á más de la mitad. Un 
parisiense ofreció por todas estas propiedades, que 
valen más de dos millones, diez mil libras en buenos 
escudos de seis francos; y como el dinero estaba ocul- 
to, y era tan escaso, le fueron adjudicadas. Su hijo 
único, su heredero, joven de unos treinta años, es hoy 
el rico propietario. Reside en Paris, y alli voy cada año 
á renovar los arrendamientos. 

Recompensamos liberalmente al buen Ivon, por sus 


NOTAS ÍNTIMAS 23 


informes, y como se dejara sentir demasiado el ardor 
del sol en la terraza, creímos muy prudente regresar á 
nuestro hotel. 


vI 


En el cuarto de Julio y por sus órdenes nos aguar- 
daba una colación; hicimosle los honores debidos. 
Eran las tres. 

Después de comer, recostóse mi amigo en un diván, 
saboreando el grato aroma de un legitimo cigarro de 
la Habana. 

Colocado frente al fumador, instalado en una cómo- 
da butaca, hubiérame placido aspirar á mi vez uno de 
esos productos de las Antillas; pero no osaba mani- 
festar mi deseo, temiendo la negativa de mi nuevo 
ángel guardián. 

—Desde nuestra separación hace algunos meses, 
pregunté á mi amigo, ¿qué tierras habéis visitado? 
¿qué sucesos os han ocurrido? Todo lo que os concier- 
ne es para mí un motivo de alegria ó un motivo de 
pesar. Para fijar bien vuestros recuerdos, he aqui con 
qué ocasión os desterrasteis de París. La mañana si- 
guiente al dia en que volví á mi casa, después de tres 
pasados bajo vuestro techo hospitalario, á consecuen- 


24 NOTAS ÍNTIMAS 


cia de una caida, vinisteis á buscarme.en un coche 
para conducirme á casa de Balzac que os había dado 
este encargo á fin de celebrar, en vuestra presencia, 
explicaciones conciliatorias sobre nuestros intereses, 
En el coche que nos trasladaba á la calle des Batailles, 
estabais meditabundo, y ni aun despegabais los labios. 
Sorprendido de semejante mutismo, os pregunté la 
causa, y el por qué de aquella entrevista con el autor 
de mi ruina. Y me contestasteis únicamente :—Nada 
puedo deciros, sino que os mantengáis firme y pru- 
dente. j 

A nuestra entrada en su despacho, contestó Balzac 
con un movimiento de cabeza á vuestro saludo; os in- 
dicó con la mano un sillón situado junto al suyo, y 
luego, con ese tono de insolente arrogancia que le es 
peculiar, sin invitarme siquiera á tomar asiento, me 
dijo con su voz más brutal: 

—He llamado á usted para enterarle de una cosa que 
al parecer ignora y es que de hecho y de derecho están 
rotos todos nuestros contratos; un librero que no paga 
á la orden de un autor un documento que le firmó. 
queda desposeído de todos sus derechos. 

A esta interpelación singularmente judaica, tan ex- 
traña, afluyó la sangre á mi cabeza, y poseído de vio- 
lenta cólera, me cubri altivamente, respondiendo: 

—Verdad es, caballero, que no he pagado el 15 de 
este mes un efecto á su orden, de mil francos; pero, á 
su vez, finge usted ignorar que el tal documento era 
de favor; usted debía haberme entregado los fondos el 
14, €n virtud de un aval de garantia depositado en 


NOTAS ÍNTIMAS 25 


manos de M. Brisson. Desgraciadamente firmé ese do- 
cumento y otros cinco más de igual suma, para. evitar 
á usted el disgusto de ver vender en el Hotel Boui- 
llon todos sus muebles embargados por los acreedo- 
res. Asi pues no he faltado á ninguno de mis compro- 
misos con usted. 

Y en seguida abrumé á sangrientos y vigorosos re- 
proches á ese ex-pasante de procurador. 

Sofocado por la cólera, impotente para replicar, roja - 
la faz, púsose en pie y volvió á caer anonadado en su 
sillón, llevando sus manos a las sienes como temiendo 
que estallaran. 

—Ya veremos, caballero, si estoy desposeido de mis 
contratos con usted; los tribunales decidirán sobre su 
vergonzosa, sl, vergonzosa jurisprudencia. 

Y me retiré furioso. 

Ya sabéis el resto, 

—Demasiadamente recuerdo aquellas dolorosas y 
amargas horas, me dijo Julio; la conducta de Balzac 
me indignó. No me habia manifestado e! fondo de su 
pensamiento, pues en este caso le habría declarado yo 
clara y netamente que no quería intervenir en tan ver- 
gonzosos debates. Alos dos dias salí de Paris sin des- 
pedirme de vos, encargando de ello á nuestro buen 
amigo Emilio Regnault, y de un tirón me trasladé á 
Nantes... 

Si la señora Naturaleza me ha tratado cual madras- 
tra, si me ha negado ese dón inapreciable de una ima- 
ginación fértil y creadora, en recompensa me dotó de 
excelente memoria, 


26 NOTAS ÍNTIMAS 


Voy, pues, á referir casi textualmente lo que me 
contó Julio Sandeau después de la escena ocurrida en 
presencia de Balzac. 

—En Nantes, pasé á bordo del vapor que me trans- 
portó á Paimbauf. Después de almorzar, tomé el co- 
che que me condujo á Pornic, á través de un pais cuya 
soledad me extasiaba. Las encinas, las retamas y los 
juncos fioridos inclinaban sus cabezas sobre los linde- 
ros de la salceda. Los arroyuelos, las verdes praderas, 
cierto olorcillo de brezo, todo, ello me recordaba mi 
querido pais natal. ' 

En Pornic, me apeé en la posada. 

Busqué por la aldea un nido donde albergarme. Des- 
pués de varias caminatas fatigantes, para mí que tan 
perezoso soy, como sabéis, acabé por encontrar lo que 
necesitaba. 

Alojéme en un cuartito que dominaba todo el paisa- 
je circundante. Bajo mis ventanas tenia tejados hu- 
meantes, jardines en terraplén, el puerto con sus más- 
tiles, la colina que azotan las olas; á mi derecha la 
iglesia rústica con su esbelto campanario; y á mi iz- 
quierda el vasto Océano cuyo rumor me sumía en per- 
petuos éxtasis. 

Dividía mi existencia entre el paseo, el tabaco y el 
trabajo. No me atrevo á hablaros de mis ensueños, que 
me roban constantemente la mejor parte de mi tiempo. 

Me desayunaba con manteca, thé y aguardiente; 
esos almuerzos eran exquisitos. 

He observado que el thé, con algunas gotas dé 
aguardiente, alegra y regocija el corazón. 


NOTAS ÍNTIMAS 27 


Después de almorzar encendia mi pipa; salía á dar 
un paseo por la costa; la vista es magnifica, la orilla 
está bordada de rocas contra las que se estrella la onda. 

Cierto día, llevé la broma hasta bañarme en una en-- 
senada; era tan fina la arena de la playa y tan bello y 
tentador el mar! costóme el bañito un catarro, 

Nunca me sentía más dichoso que cuando el mar 
estaba embravecido. 

Comia á las cinco, absolutamente como en Paris. 

La vida material era alli horriblemente cara; sólo la 
leña y el carbón eran baratos, la manteca detestable y 
el pescado escasisimo. 

El humo del tabaco era compañero obligado de todas 
mis acciones. 

Me acostaba á las diez. 

Ya lo veis, amigo mio; eran costumbres totalmente 
patriarcales. 

A nadie visitaba; vivia como un lobo. 

Cuánto pueda deciros es que mis huéspedes estaban 
dotados de encantadora benevolencia y que el posade- 

ro en cuyo establecimiento me hospedé al llegar, me 
habia tomado tanto cariño, que cada mañana me en- 
viaba ostras y un vinillo del pais que me costaba tan- 
to trabajo en lograr que lo cobrase, como en beberlo. 
El tal vinillo era menos generoso que su dueño. 

Olvidaba deciros que un domingo fui á misa, doude 
vi á algunas porniquesas muy apetecibles. 

Mi cuartito era modesto y alegre; bañábale el sol 
todo el dia; mi cama era un poco dura, pero no me 
impedia dormir el sueño de los justos; mi chimenea 


28 NOTAS ÍNTIMAS 


daba bastante humo, pero yo en cambio encendia ho- 
gueras homéricas; el piso era algo frio, pero en com- 
pensación usaba yo gruesas zapatillas de gotoso; el 
tabaco de estanco era algo acre, pero los ensueños que 
salian de mi pipa eran tan dulces! 

Abandoné á Pornic porque el espectáculo de tan 
bello pais me hacía soñar demasiado y se resentía mi 
trabajo.-Vivia muy distraido. 

Y vine á plantar mi tienda en Clisson. Aquí, al 
regreso de una exploración que bube de hacer por los 
alrededores, recibi vuestra deplorable carta; el cora- 
zón se me llenó de tristeza, y poco me faltó para echar- 
me a llorar como un chiquillo. 

¡Ay! no tengo nada, nada, nada, sino una amistad 
estéril que ofreceros; paréceme que hasta hoy no he 
advertido mi pobreza y mi miseria. 

¡Pobre amigo, pobre hijo mio! ¿qué vais á hacer? 
¿qué será de vos? 

Anoche me preguntasteis si aún era yo amigo vues- 
tro: ¿estabais loco al hablar así? Ya sabéis cuánto os 
estimo, y ahora, que tengo el honor de póseeros á mi 
lado, como nunca. 

¿Qué le importa á mi amistad, que os halléis arrui- 
nado, perseguido, hostigado por algunos desdichados 
que hubieran debido tenderos una mano compasiva ? 

¿ Dejáis por ello de ser para mí lo que siempre fuis- 
teis, el mejor y el más complaciente de los hombres ? 

¡Vaya! no me hagáis la injuria de pensar que atem- 
pero mis sentimientos con vos á la necia opinión del 
mundo. Sabed que cuánto más bajo os halléis á mis 


NOTAS ÍNTIMAS 29 


ojos, tanto más elevado os hallaréis para mi corazon. 

¿Qué seria la amistad si estuviese sometida á tan 
pobres intereses ? No, no tal. 

¿Qué pensáis hacer? 

Me consta que sois tan probo, tan delicado, que ten- 
go la seguridad de que nada habéis puesto en salvo, 
que no os habéis reservado la más mínima cosa, y que 
á estas horas carecéis de medios de subsistencia! 

¿No podríais vender á la Revue de París el manus- 
erito que tuve la dicha de regalaros y que os dirigí 
desde Pornic para ayudaros en algo ? 

Pero ya hablaremos de ello; ahora, querido, vamos 
á comer. 


VII 


De esta suerte, los quince dias que tuve la honra de : 
pasar en Clisson, en compañia de mi amigo, fueron 
los más bellos y deliciosos de toda mi vida; aquel co- 
razón noble y adicto me infundía ánimo, fortalecia mi 
salud por largas caminatas en el bosque y violentos 
ejercicios de remo en el riachuelo Seigre, de capricho- 
sos meandros y corriente sumamente rápida. 

La tarde del primer día fuimos á visitar la Garenne, 
delicioso paseo enclavado en el bosque. Es el punto 


3o NOTAS ÍNTIMAS 


de reunión ordinario de la aristocracia rica y opulenta 
de los nanteses que, en primavera, acuden á Clisson á 
pasar veraneando el setiembre. 

Para los nanteses, Clisson es lo que Saint-Cloud, 
Versalles y Trianon para los parisienses. 

De tres á seis, los elegantes y las elegantes, de gran 
toilette (vaya usted á buscar esa sencillez de la vida 
del campo) se reunen bajo la sombra de los árboles se- 
culares de Clisson, en la Garenne, para aspirar las 
frescas brisas y los perfumados efluvios del heno re- 
cién segado. ; 

Después de anochecido, al levantarse de la mesa, la 
brillante sociedad se dirige de nuevo á ese kursaal al 
aire libre; pero entonces la toilette de las damas es 
menos elegante, menos pretenciosa, y permite revol- 
carse ó sentarse en el césped. 

A pesar de las reiteradas súplicas de mi buen ami- 
go, no quise asistir á esas reuniones campestres, pre- 
firiendo nuestros saludables paseos á través de los si- 
nuosos senderos del bosque. 

Con semejantes caminatas, con semejante ejercicio 
al remo, reaparecieron mis fuerzas y la salud con 
ellas. 

Sentíame feliz, sin penas ni cuidados; existía de 
presente; dejábame vivir en ese Eldorado. 

De todo debe usarse, pero no abusarse. 

Hube de poner fin á tan adorable existencia. 

Cierta noche, pues, tras largo paseo, anuncié á mi 
amigo que saldría de Clisson al día siguiente, de re- 
greso á París, á donde mis negocios me llamaban 


NOTAS ÍNTIMAS 31 


impériosamente y donde iba á ceñir de nuevo mi co- 
llar de miseria. 

Quedó aterrado Julio.—¡Cómo! me dijo con voz tré- 
mula al oir tamaña noticia, ¿ya queréis dejarme? ¡Yo 
que era tan feliz poseyéndoos solo! ¡Otra ilusión per- 
dida ! 

Ee expliqué los motivos que me obligaban á renun- 
ciar á las delicias de aquella nueva Capua. 

—Si, tenéis razón; pero cuán cruel va á ser para mí 
esta separación ! Voy á quedarme otra vez a solas con 
mis constantes ensueños y mi tedio á la vida. 

—Trabajaréis, amigo mío; no hay como ei trabajo 
para dominar las penas. 

—Sií, si, es verdad; hay que separarnos! Pero ¡no 
desmayéis! Yo por mi parte voy á borronear de firme, 
os lo aseguro. 

El siguiente día á las ocho, sali para Nantes, 

Imaginaos, benévolo lector, cuál no debía ser mi sor- 
presa, cuando al pedir al propietario del Hotel del 
Grand Clisson la cuenta de mi gasto: 

—Esta pagada, me dijo el buen hombre, y hasta con 
propina para mis criados. 

Faltáronme palabras para significar á mi queridísi- 
mo Julio Sandeau lo que sentía ante procedimento tan 
generoso, como noble y delicado. 

Sólo pude lanzarme á sus brazos, dándole un cordial 
apretón y diciendo: Gracias! 

Tres días después, hallábame en mi casa. 

Poseía una bella provisión de salud que me condujo 
hasta el mes de Abril siguiente, en cuya época las 


NOTAS ÍNTIMAS 


ta) 
15 


más dolorosas circunstancias resucitaron la tenaz gas- 
tritis. 


vHI 


A su regreso de Bretaña, en Noviembre inmediato, 
lo primero que hizo Julio Sandeau fué venir á verme. 

He aquí las buenas y simpáticas palabras que me 
dirigió, hijas de un corazón generoso y adicto, que 
quedaron grabadas eternamente en el fondo del mio. 

—He pensado continuamente en vos, mi buen ami- 
go, en vos á quien siempre he haliado tan bueno, tan 
tierno, tan adicto, en vos que me habéis servido de fa- 
milia. No he olvidado nuestras veladas, nuestros pali- 
ques, nuestros cigarros, ni nuestras copitas de licor. 
He recordado siempre, con júbilo mezclado de triste- 
za, aquellas dulces horas que pasábamos juntos, en 
nuestra querida choza, contándonos nuestras miserias 
y ayudándonos á soportar nuestros males. ¿Y vos, ami- 
go, no me habéis olvidado en mi larga ausencia ? Por 
las noches, junto á la. chimenea, ¿ pensabais un poco en 
el viajero ausente? ¿Le echabais de menos? ¿ Deseábais 
volverle á ver? Nada, nada! ya he vuelto, y cuanto más 
desdichado seáis, más amigo me tendréis. 


Con ocasión de Julio Sandeau permitaseme una pa- 


NOTAS ÍNTIMAS 33 


labra tocante á otro corazón demasiado desconocido 
por Zoilos impotentes, celosos y envidiosos de la glo- 
ria de un colega; me refiero á un literato apellidado 
con justicia el Rey de la crítica: Julio Janin. 

Lo que voy á decir de él atañe á mi asunto. 

Acababa yo de poner en venta, en 1839, la novela de 
Sandeau: Marianna. 

A pesar de mis anuncios, de mis reclamos pirotécni- 
cos en todos los periódicos, grandes ó chicos, no se 
vendia el libro; apenas si en quince dias habia salido 
un centenar de ellos, 

Cada día mi pobre Julio pasaba á enterarse dél re- 
sultado de la venta; cada vez se desesperaba en vista 
de su negativo éxito; á cada vísita suya vela intactos 
en mi almacén los rimeros de ejemplares de una obra 
que le había costado tres años de vigilias, de reflexio- 
nes, de trabajos sin cesar renacientes, por no hallarse 
nunca satisfecho de lo que escribia. 

En vano le decía yo que no se desanimara, que ya 
se operaría una reacción muy favorable para su amor 
propio cuando la novela fuese conocida y mejor apre- 
ciada; que, por mi parte, tenía tales esperanzas que, ' 
contando con un éxito piramidal, había mandado en- 
cuadernar toda la edición! ¡Vanos esfuerzos! 

La verdad es que el abatimiento de mi pobre amigo 
me destrozaba el corazón. 

¡Pobre Julio, cómo sufria ! 

Erame preciso, pues, tomar una resolución cual- 
quiera, 

Un sábado, por la mañana, á eso de las siete, cogí un 


34 NOTAS ÍNTIMAS 


ejemplar de la novela de mi amigo y me dirigí á la calle 
de Vaugirard, á casa de Julio Janin. 

A pesar de la hora intempestiva, fui recibido al mo- 
mento en la alcoba del célebre crítico, que aún no se 
había levantado. 

Sentado en su lecho, formando sus piernas una es- 
pecie de pupitre en que se apoyaba un espejo, ocupá- 
base en peinar su abundante cabellera negra. 

—¡Hola! ¡vos por aqui! me dijo, saludándome con 
una sonrisa solapada. Apuesto que me tratis alguna 
nueva obra maestra incógnita de vuestro amigo Balzac 
que, como todas las demás, termina en cola de pescado. 

—Vuestro «vos por aquí» es bien duro, le repliqué, 
y creo prudente retirarme; no tengo la costumbre de 
ser indiscreto.., 

-—¡Qué mala mosca os ha picado hoy! Nada más lejos 
de mí, que la intención de ofenderos, dijome entonces 
Julio Janin con benévolo acento. ¿Qué os trae por acá? 
Veamos. 

—Vedlo aquí! 

Y le presenté el volumen, del que se apoderó viva- 
mente. 

—Bienvenido seáis, lo mismo que Marianna, excla- 
mó; justamente deseaba conocer este libro. Desde ayer 
sólo pienso en él. Anoche estuve en una reunión donde 
se habló mucho en su favor, y una sola persona en 
contra. Yo compartí su parecer. 

—¡Cómo! ¿hablasteis mal de un libro que no habéis 
leido? Permitid que os diga que no hallo muy correc- 
to ese proceder. 


NOTAS ÍNTIMAS 35 


—Convenido; pero ¿qué queréis? lo hice por pura 
galantería; quise complacer á una mujer célebre ya. 
Voy pues á leer hoy mismo este libro y si, en realidad, 
como decís, es notable, os ofrezco un articulo en los 
Débats. 

—Ya que tan bien dispuesto os halláis, dignaos, 
para ahorrarme otro «vos por aqui,» tener la bondad 
de indicarme qué día y á qué hora podré volver á en- 
terarme de vuestra opinión. 

—¡Rencoroso!... Ea, venid mañana, y la sabréis. 

El siguiente día, á las siete, acudí á la cita y me 
condujeron de nuevo á la alcoba de Julio Janin, á quien 
hallé también en la cama, corrigiendo pruebas. 

—Vamos á ver, le dije, ¿estáis satisfecho de la obra 
maestra de Julio Sandeau > 

—Si por cierto, y esto os lo probarál He pasado la 
noche redactando un buen articulo, y aqui tengo las 
pruebas de imprenta. Pero ¿por qué no ha venido á 
verme Julio Sandeau? Dicen que es muy altivo; me 
agradan esos caracteres, y deseo entrar en relaciones 
con él. Dignaos decirle de mi parte que mi artículo 
sobre su bello libro saldrá mañana en los Débats y que 
hoy á medio dia le espero sin cumplidos, como buen 
colega, á almorzar. 

Corrí á casa de Julio Sandeau quien, sumamente 
complacido del buen resultado de mi gestión, acudió 
á la cordial invitación del célebre critico. 

Los dos Julios almorzaron juntos. 

Y como dijo el inimitable Juan de La Fontaine, en 
su fábula El Ratón de la Corte y el del Campo: 


36 NOTAS ÍNTIMAS 


«Sobre una alfombra de Turquia, se halló dispuesta 
la mesa; ya podéis imaginar qué gran vida se darían : 
los dos amigos; nadie vino á interrumpir su banque- 
te...» 

Y esto por una excelente razón, toda vez que, por 
una atención delicada del espiritual anfitrión, se ha- 
bian cerrado todas las puertas.. 

Al siguiente día, apareció el artículo. 

Al finir la semana, ya no me quedaba ni un ejemplar 
de Martanna, 

¡Tan poderosa era entonces, como lo es hoy todavia, 
la influencia que produce un juicio de Julio Janin pu- 
blicado en el Journal des Débats! 

Y ved aqui otro de esos literatos de corazón de oro, 
como repetidas veces ha demostrado, especialmente 
en la época de la muerte del malogrado poeta y crítico 
Santiago de Chaudesaigues, á quien en vano atacan 
los impotentes; pero Julio Janin es como el sol; según 
el pindárico J. B. Rousseau en una de sus Odas: 

«Derrama raudales de luz sobre sus obscuros blas- 
femadores. » 

Es la única venganza que este escritor célebre en- 
cuentra digna de su alma bella. 

Permitidme aún, benévolo lector, que os refiera otro 
hecho de Julio Janin, para probaros una vez más la pro- 
digiosa influencia de ese rey de la critica. 

Carlos de Bernard, prematuramente arrebatado á 
sus amigos, al público, y que, por verdaderos éxitos, 
debia alcanzar uno de los puestos más brillantes y me- 
recidos entre nuestros escritores de fama, vino cierto 


NOTAS ÍNTIMAS 37 


dia á ofrecerme una novela (su estreno literario) inti- 
tulada Gerfaut. Dejóme el manuscrito para que me hi- 
ciese cargo de su contenido; y le dije que volviese á los 
quince dias, si no prefería que pasara yo á su casa. 

—Volveré dentro de quince dias, me contestó. 

Leí concienzudamente el manuscrito, y lo encontré 
demasiado flojo en algunos pasajes, y demasiado des- 
hilvanado en otros; era el esbozo de un aprendiz lite- 
rario que tenía la pretensión de lanzarse, del primer 
salto, á la cumbre del Parnaso. 

Balzac me habia recomendado varias veces que me 
interesara por este novel escritor. 

Comuniqué á mi Mecenas mis impresiones de lec- 
tura y mis apuros para declarar, sin ofenderle, mi 
opinión á Carlos de Bernard. 

—¡Diantre! me respondió, tal vez tengáis razón; es 
un compromiso: el señor de Bernard, á quien conozco 
apenas, me ha parecido muy altivo y muy quisquillo- 
so sobre su propio mérito. No sé qué deciros; salios 
de ese mal paso como mejor podáis... 

Extrema era, por cierto, mi perplejidad sobre este 
particular, cuando Carlos de Bernard se presentó en 
mi despacho el décimoquinto día, según prometiera. 

—¡Vamos á ver! me preguntó desde luego antes de 
sentarse en el sillón que yo le ofrecía, ¿ qué opina us- 
ted, qué me dice usted de mi novela? 

—Digo que estoy muy dispuesto á entenderme con 
usted, no sólo sobre Gerfaut, sino sobre todas las de- 
más novelas que piense usted publicar; pero con una 
sola condición... 


38 NOTAS ÍNTIMAS 


—«¿ Y cuál es esa condición? Veamos! 

—Ya la conoceria.usted, si no me hubiese interrum- 
pido. Su manuscrito de Gerfaut está escrito en muy 
buen estilo, pero, á intervalos, tiene pasajes que ne- 
cesitan algún retoque. 

Y le señalé con la mayor delicadeza los puntos que 
me parecian reformables. 

—Basta, caballero! Quiero y hasta exijo que mi ma- 
nuscrito se publique tal cual es; no quiero someter- 
me á los retoques indicados por un librero. Me consi- 
dero más superior y más competente! 

Y al decir estas palabras, recogió su manuscrito, lo 
arrolló silenciosamente, metióselo en el bolsillo y se 
retiró orgullosamente sin saludarme siquiera. 

¡Qué joven más original! me dije, después de la im- 
política salida de Carlos de Bernard; ¡qué altivez! ¡qué 

orgullo! 

. Siempre ha sido, es, y será asunto delicadísimo para 
un editor decirle francamente á un autor su opinión 
sobre una obra que éste le someta; es cruel responder- 
le luego:—Vuestro trabajo no me conviene! 

Y el librero-editor tiene ya otro enemigo más. 

La posición de un editor es á veces de las más espi- 
nosas y graves para sus intereses, sobre todo cuando 
le acontece comprar á un autor gato por liebre, es decir: 
un manuscrito sin haberlo leído, ó cuando menos sin 
haber tenido la prudencia de hacerlo leer por persona 
competente. 

Á menudo les ha ocurrido á pobres editores, y tam- 
bién á mi, hacer corregir lo que llamamos enormes faltas 


NOTAS ÍNTIMAS 39. 


de francés inadvertidas por los escritores, sin duda en 
el calor de la composición, y terminar, ó hacer terminar 
á veces un libro que el autor dejó incompleto, sin aca- 
bar, agotada su imaginación. 

Semejantes retoques no aprovechaban, en realidad, 
sino á los autores mismos. 

Asi, hube de hacer corregir y reconstruir de cabo ú 
rabo, por Malepeyre, el Precis de la Revolution francaise 
de Norvins; 

Les Sotrées de Louis XVIII, del barón de Lamothe- 
Langon, por Felix Daviao ; 

Sous le Froc, de Mauricio Alhoy, por Chaudesaigues; 

L'Enfant de Dieu, de Antony Thouret, por Carlos Le- 
mesle; 

Y de otros muchos escritores, por muchos otros chu- 
pa-tintas que de buen grado dejo de mencionar. 

Pero de entre todos esos colaboradores anónimos, el 
más experto, el más infatigable era mi excelente ami- 
go Eugenio de Monglave. Tenia éste á su disposición 
todos los estilos imaginables; los zurcidos que hacia 
en la trama se confundian con ella tanto, que los auto- 
res mismos renunciaban á distinguir lo que era de 
ellos, de lo que era de él. 

Sin exageración, Monglave había blanqueado y re- 
vocado de esta suerte unos diez mil volúmenes: histo- 
rias, novelas, obras poéticas, literarias ó políticas, relacio- 
nes de viajes:y hasta de guerra. 

Este trabajo de cinceladura mecánica sonrela a su 
infatigable oficiosidad. 

Así ha creado y dado a luz varias celebridades lite- 


40 NOTAS ÍNTIMAS 


rarias, masculinas y femeninas, cuyos titulares se ve- 
rían quizá muy apurados para escribir la cuenta de su 
lavandera. 

Cuando Eugenio de Monglave exhale su último sus- 
piro, más de un autor se verá con dificultades para 
proseguir su carrera. 

No agrada confiar secretos tales á todo el mundo. 

En resumen: Monglave ha hecho muchas reputacio- 
nes, sin preocuparse de hacer la suya. 

Plácele más servir á los otros, que enriquecerse. 

Unaño después de lo que acabo de referir tocante á 
Carlos de Bernard, un tipógrafo en boga á la sazón, Ma- 
ximiliano Bethune, vino á suplicarme que lanzara por 
su cuenta, considerándose de ello incapaz, dos volú- 
menes en 8. que acababa de imprimir, con el título 
de: Le Noeud gordien, por Carlos de Bernard, 

Como había leido ya, en la Chronique de Parts, varios 
artículos muy notables de este joven escritor, entre 
ellos: La Femme de quarante ans, parecióme chistoso 
probar al orgulloso Carlos de Bernard lo mucho que 
apreciaba yo su talento. Encarguéme con gusto de ser- 
virle de introductor en el mundo literario, con la con- 
dición, para ello, de que se me dejara completa liber- 
tad para cuanto concerniese á anuncios y reclamos, á 
lo cual accedió Bethune. 

-Publiqué, pues, anuncios á granel en todos los pe- 
riódicos, avisando en mis reclamos que el joven debu- 
tante prometía ser afortunado rival de Balzac y que su 
estilo sobrepujaba al de Jorge Sand, Teófilo Gau- 
tier, etc. 


NOTAS ÍNTIMAS 41 


Y sin embargo á pesar de inauditos esfuerzos, no 
habia logrado vender más de ciento cincuenta ejem- 
plares del Voeud gordien, llevando gastados en anun- 
cios mil y quinientos francos. 

Mis colegas los comisionistas en libreria, los que es- 
peculan para el comercio de novedades, los gabinetes 
de lectura de Paris y de los departamentos habíanse 
coligado para negarse exclusivamente á comprar los 
dos volúmenes que había sacado yo á la venta, bajo el 
pretexto, según decían, de que el autor no tenta nom- 
bre! ¡Qué estupidez! 

Semejante fracaso abrumaba de tristeza á Carlos de 
Bernard y más aún á su editor Bethune. i 

Aconsejé á éste que fuese á ver á Julio Janin y á con- 
tarle su lastimosa odisea como negociante. 

Siguió mi consejo. 

De la noche á la mañana aparece, en el Journal des 
Débats, un artículo en elogio del debutante, firmado: 
Julio Janin. 

A los pocos dias, la edición del Noeud gordien estaba 
agotada. 

Al año siguiente se publicó el Gerfaut. 

El orgulloso autor habia aprovechado mis consejos; 
su libro estaba retocado de la cruz á la fecha. 


42 NOTAS ÍNTIMAS 


IX 


No podría terminar mejor este esbozo sobre mi an- 
tiguo amigo Julio Sandeau, sino transcribiendo in ex- 
fenso un articulo notabilisimo que he encontrado no 
sé dónde, sintiendo mucho no poder citar el nombre 
de su autor. 

Sea como fuere, nunca he tenido la costumbre del 
grajo de la fábula ataviándome descocadamente, como 
tantos hacen, con plumas que no son mías. 

He aqui el artículo: 

« Julio Sandeau, uno de nuestros escritores contem- 
poráneos más estimados de la sociedad selecta, nació 
el año 1811 en Aubusson (Creuse), y se educó en el 
Colegio de Bourges. 

»Destinado á la carrera del foro, vino, á la edad de 
veinte años, á estudiar el Derecho en París; pero pron- 
to dejó á un lado las Instituciones y los Códigos para 
dedicarse al periodismo y, al finalizar el año 1831, fi- 
guraba entre Jos redactores habituales del Figaro, di- 
rigido á la sazón por Latouche. 

»Más adelante, se le encargo la crítica teatral en la 
antigua Revue de Paris, y desempeñó durante diez años 
tan ingrata y dificil tarea, lo cual no le impedía figu- 


NOTAS ÍNTIMAS 43 


rar, al mismo tiempo, en la redacción de la antigua 
Chronique de Parts (que murió en manos de Honorato de 
Balzac encargado de la sección extraña, no extranjera), 
en la del Dictionnaire de la Conversation et de la Lecture 
(bajo la dirección de mis antiguos amigos Guillermo 
Ducket padre y Eugenio de Monglave), como tampoco 
publicar, en 1832, Madame de Somerville; en 1836, Ma- 
rianna; en 1840, Le Docteuwr Herbeau; en 1842, Richard; 
en 1843, Waillance Fernand; en 1845, Catherine; en 
1846, MADELEINE; en 1847, Valcreuse, y Un héritage; en 
1848, la Chasse aux Romans. : 

» Todas las novelas que acabo de citar obtuvieron 
gran resonancia y desde entonces colocaron á este es- 
critor entre los más brillantes estilistas de nuestra 
época. , 

»La idea-madre es siempre pura y casta.—Jamás Ju- 
lio Sandeau, para acrecentar la curiosidad de sus lec- 
tores, pensó en explotar en sus obras ideas subversi- 
vas contra la moral, ni tampoco apelar a las pasiones 
políticas. 

»En vez de pretender reconstituir la sociedad sobre 
bases nuevas, limítase á pintar sus extravios con gran 
sutileza de observación, pero sin misantropía. 

»Añadamos que maneja el idioma con notable habi- 
lidad y que sus obras conservarán siempre por ello 
ese valor literario de que carecen tantas producciones 
cuyo éxito tal vez ha sido más ruidoso. 

. »En 1857, dió Julio Sandeau, en el Teatro Francés, 
su Mademoiselle de la Seigliére, comedia cuya boga dis- 
ta mucho de haberse agotado y que, traducida á varias 


44 NOTAS ÍNTIMAS 


lenguas, se representa en todos los teatros de Europa. 
Más adelante dió, en el mismo Teatro, la Pierre de tou- 
che, comedia en cinco actos, y en el Gymnase, Le Gen- 
dre de Monsieur Poirter, en cuatro. 

»Estas dos últimas obras fueron escritas en colabo- 
ración con Augier y Goubeaux. 

»Mencionemos por fin entre las producciones de que 
somos deudores á tan infatigable escritor :. RRose el 
Blanche, en colaboración con Jorge Sand; La Croix de 
Berny, obra compuesta con M.”* de Girardin, Mery, Teó- 
filo Gautier, y dos volúmenes con Arsenio Houssaye.» 


Y sin embargo, de este literato oso decir una ilustre 
escritora (1) en una de sus novelas : 

«Rascando bajo la epidermis de Horacio, descubriría- 
se la toba de su corazón; es un perezoso, un soñador, 
incapaz de producir nunca cosa que valga.» 

Desde 1834 ¡cuán triunfalmente no se vengo Horacio 
de esa escritora Rey entre las mujeres, Reina entre los 
hombres, de quien dijo Balzac: «es un literato del género 
neutro; la naturaleza se equivocó en ella, prodigándo- 
le demasiado estilo y no bastantes pantalones...» 

«Malos consejeros son la cólera y el despecho» ha 
dicho Santiago Aymot. Y tuvo razón el gran filósofo. 
Quien quiere probar demasiado, nada prueba! 

Para formar concepto de la nobleza de carácter de 
Julio Sandeau, basta leer el presente esbozo. 


* 


(z) Jorge Sand. 


NOTAS ÍNTIMAS 45 


¡Perezoso! ¡él! vaya otra ridícula exageración! 

Julio Sandeau ha contestado victoriosamante á las 
profecias de la rencorosa escritora, con todas las obras 
maestras que de su pluma han brotado. 

Desde 1859, figura Julio Sandeau entre los indivi- 
duos de la Academia Francesa; es además uno de los 
conservadores de la Biblioteca Mazarina, y en la sola- 
pa de su frac brilla la roseta de oficial de la Legión de 
Honor. 


Ebxunbo WERDET. 
1850. 


«Julio Sandeau, añade J. Claretie, falleció el 22 Abril 
de 1883, á la edad de setenta y dos años, después de 
una existencia honradisima y digna de servir de ejem- 
plo á los puros literatos.  * 

»Amó sobre todo á esas Letras, que consolarían todos 
los dolores, si para ciertas heridas hubiese consuelo. 
No se llamaba precisamente Julio, sino Juliano:' Leo- 
nardo-Silvano- Juliano Sandeau, dice su fe de pila. Su 
padre era inspector ambulante de la Administración 
de Derechos reunidos del distrito de Aubusson; y su 
padrino, Juliano Parricaud, inspector principal. Sabi- 
do es cómo nació en el joven lemosino la afición á las 
letras, encontrando en su sendero á una mujer de ge- 
nio, y uniendo ambos sus ilusiones de amor y sus en: 


46 NOTAS ÍNTIMAS 


sueños de literatura y arte. En 1831, Julio Sandeau y 
Jorge Sand publicaban una novela, escrita en colabo- 
ración é intitulada: Rose et Blanche. Los dos autores 
contaban, á la sazón, él unos veinte años y ella algo 
más de veinticinco, y firmaban con el pseudónimo 
J. Sand esta profesión de fe pesimista, con que termi- 
naba la novela: «¿Qué esla vida? Un mal libro que no 
quisiera volver á leer.» 

»Jorge Sand no le quitó la vida á Julio Sandeau, pero 
sí la primera mitad de su nombre. La misma Jorge 
Sand refiere el hecho. « Bosquejé un primer libro, que 
rehizo enseguida Julio Sandeau, á quien el editor La- 
touche bautizó con el nombre de Julio Sand.» Este li- 
bro acarreó un nuevo editor, que á su vez acarreó una 
nueva novela, bajo el mismo pseudónimo. Habia escri- 
to yo mi Indiana en Nohant y queria producirla bajo 
el pseudónimo exigido; pero Julio Sandeau, por mo- 
destia, no quiso aceptar la paternidad de un libro que 
nada suyo tenía... No entraba ello en las cuentas del 
editor... La «primera obra» había tenido buen éxito, 
y el negociante se empeñaba en dar salida á otra. Enri- 
que Latouche zanjó la cuestión. Sand subsistiria indi- 
viso. Ella adoptaría otro nombre: Jorge, y Sandeau 
firmaria como quisiese: Julio, de su nombre Julio Sand, 
y Julio y Jorge pasarían por primos ú por hermanos. 
—jJuliano Sandeau se avino á firmar: Julio Sandeau; 
pero, por modestia, jamás consintió en ataviarse «con 
las plumas» de la autora de Indiana. 

»Cuando apareció la segunda edición de Rose et Blan- 
che, Jorge Sand y Sandeau se habían separado ya, y 


NOTAS ÍNTIMAS 47 


Julio Sand, el autor de un solo libro, el Seraphita-Se- 
raphitus de un solo ensueño, ya no existia. Julio con- 
tinuaba su vida cuya soledad velaba una sonrisa, y 
Sand se llevaba la mitad del nombre y tal vez la mitad 
del corazón del bondadoso joven. 

»Julio Sandeau, ya casado, ya encanecido, nunca ol- 
vidó por completo aquel sufrimiento. No había vuelto 
á verá Jorge Sand desde hacía luengos años, cuando 
cierta tarde, en las oficinas de la Revue des Deux-Mon- 
des, un hombrecito calvo, de apostura militar y medi- 
tabunda, tropezó al entrar con una mujer gruesa, de 
cutis bronceado, y á la cual saludó cortésmente: 

»—Dispense usted, señora. 

»—No hay de qué, caballero. 

» Y en cuanto Sandeau se hubo sentado: 

»—¿Quién es esa señora que acaba de salir? preguntó. 

»—¡Cómo! ¿y usted lo pregunta? ¡es Jorge Sand! 

»El novelista volvió involuntariamente la cabeza ha- 
cia aquella puerta por donde acababa de salir todavía 
viviente su pasado! Ironía de la vida humana y vanidad 
de las pasiones que creemos eternas! Los autores de 
Rose et Blanche acababan de encontrarse frente á frente 
y ni siquiera se habían reconocido. 

»Sandeau, dice Lataye, en plena palestra romántica 
fué desde sus primeras obras un realista tierno y pro- 
fundo, estudiando la vida, y al hombre, del natural.— 
Los más habían desconocido esa ley que domina el arte 
y la literatura, lo mismo que la sociedad, y que Julio 
Sandeau casi formuló en las siguientes palabras: «Sólo 
la realidad es fecunda; trátase únicamente de saber com- 


48 NOTAS ÍNTIMAS 


prenderla y amarla.» Por más que se diga y por más 
que se haga, no podemos salir de la vida ordinaria. 
Por desarrollado que esté nuestro libre albedrio, sea 
«cual fuere la potencia de nuestra fuerza accional, no 
podemos eludir el destino que nos impone nuestra or- 
ganización, no podemos gravitar fuera del circulo co- 
muún á todos. Verdad es que el radio de este circulo va- 
ría para cada individualidad humana, pero hay que con- 
vencernos de que tiene un limite fijo y no indefinido.» 

»Pero esta realidad, Julio Sandeau la «interpretaba» 
según su temperamento y su alma. En arte, seguía la 
religión de Platón. Lo que amaba, era el esplendor de 
lo verdadero, el heroísmo en la pasión, lo sublimado del 
amor; sublimado y heroísmo de cada dia, eso sí: la 
sencillez en la grandeza. «No puede negarse que San- 
deau ha alcanzado el primer fin, que es crear; después, 
las ideas que expone pertenecen al orden de las ideas 
verdaderas y eternas, consideradas en los límites á que 
cada cual puede alcanzar. Ellas nos han demostrado, 
otra vez más, que la grandeza noreside en la exagera- 
ción ni en una originalidad estudiada, sino que la ver- 
dadera superioridad del espiritu se halla donde se en- 
cuentra la sumisión razonada € inteligente á las exi- 
gencias de la vida común. » 

»Andrés Theuriet ha comparado el tálento luminoso 
de Sandeau con esos bellos dias de verano del Lemosi- 
nado y del Poitou. En todas las obras de este maestro 
encantador, desde Madame de Samerville hasta el Co- 
lonel Evrard, hay, en efecto, luz, armonía, seducción, 
Nada les sobra, y nada les falta. MaDELEINE, en que 


NOTAS ÍNTIMAS 49 


los cuatro objetos de la vida humana: «amar, tra- 
bajar, soñar, esperar» se encuentran como proclama- 
dos y cantados por un poeta de la prosa, Mademoiselle 
de la Seiglitre, Sacs el Parchemins, La Maison de Penar- 
van, Jean de Tommeray, he aqui otras tantas obras só- 
lidas de sana virilidad y donde jamás aparecen el es- 
fuerzo ni la pretensión, obras vivientes que el teatro 
ha consagrado. Y debe convenirse en que todo perso- 
naje que puede pasar del -Zibro á las tablas y vivir la 
vida de la escena, tiene sangre en sus venas. 

»En 11 Febrero de 1858, Julio Sandeau fué nombrado 
individuo de la Academia Francesa. La poesia y la 
novela salían aquel día victoriosas de la batalla. Víctor 
de Laprade sucedía á Alfredo de Musset, y Julio San- 
deau á Briffaut. « La elección de los señores Laprade y 
Sandeau, decía el Artiste, da razón á nuestras esperan- 
zas y reconcilia felizmente á la Academia con la Jitera- 
tura. Un culto sincero á la poesía, un raro talento de 
forma, un sentimiento elevado de las grandes cosas 
del arte hacian merecedor desde largo tiempo á La- 
prade de la honra que le ha cabido. No menos digno 
del sillón académico era Sandeau, novelista de la. 
mejor escuela. Observador delicado de las costum- 
bres modernas, encantador intérprete de las sen- 
timentalidades nuevas, paisajista cuando quiere serlo, 
y siempre poeta, el autor del Docteur Herbeau será en 
adelante una de las fisonomias más simpáticas de la 
Academia Francesa. Su elección servirá de buen ejemn- 
plo, y nos tranquilizará para lo porvenir. »- 


30 NOTAS ÍNTIMAS 


»Añadamos un titulo más á los que mereció Julio 
Sandeau. Este infatigable obrero de la inteligencia no 
era rico, y sin embargo, más de una vez, auxilió á los 
desheredados. Por revelación del librero Werdet sabe- 
mos que, hallándose arruinado, Julio Sandeau le rega- 
ló una de sus novelas para aliviar las necesidades del 
desdichado editor. De todas las fiebres de su pasado, 
Sandeau sólo conservará sus entusiasmos y sus hábi- 
tos de abnegación. 

»Quizá se le ocurrió alguna vez escribir, en pos del 
Docteur Herbeau 0 la Maison de Penarvan, esas obras 
maestras soñadas, algún libro sacado del manantial 
amargo de los llantos de otros tiempos; pero aquellos 
llantos los tenía casi olvidados, y nunca dijo, como en 
Marianna, recordando el pasado: «¡Alli estaba la felici- 
dadi»—No; sentado junto al hogar, entre un libro 
querido, una mesa modesta, una mujer y un hijo, ha- 
bía dicho (venturoso hasta el día en que la muerte le 
arrebatara este hijo adorado): «La felicidad está aqui.» 
—Después de haber soñado ser grande, fué perfecto; 
contentóse con ser bueno, y lo fué.» 


MAGDALENA 


EUVY-LES-BOIS, como casi todas las aldeas atrave- 
D sadas por una carretera real, es un villajo feo, 
sucio en invierno, polvoriento en verano y huérfano 
de poesia y misterio en todas las estaciones. Tan exi- 
gua es su importancia que, antes de la fecha en que 
comienza este sencillo relato, ningún indigena recor- 
daba la parada de un carruaje público ante sus muros. 
Ese desdén con que los postillones y los conductores 


Su JULIO SANDEAU 


han tratado en todas épocas á Neuvy-les-Bois da muy 
pobre idea de la cualidad de sus vinos. 

Era un domingo de otoño, entre misa y vísperas. 
Agrupados á la entrada del burgo, caldeados por el. 
ardiente sol que con sus rayos les envolvía, aguarda- 
ban gravemente los naturales el paso de la diligencia 
de París á Limoges, en lo cual se cifraba, los días fes- 
tivos, su Única distracción, corta en verdad, pero em- 
briagadora como todos los goces que no duran, En 
cuanto olan su aproximación, alineábanse solemne- 
mente á cada lado del camino; después, cuando la ro- 
dadora máquina, cruzando, al amplio trotar de sus 
caballos, entre dos setos de narices al aire, de ojos ale- 
lados y de bocas abiertas, desaparecía en el recodo de 
la carretera, entre una nube de polvo, aquellas buenas 
gentes se dirigían á sus chozas, embargado el pecho 
de satisfacción dulcisima. 

El domingo á que nos referimos parecia que el acae- 
cimiento debia de ocurrir como de costumbre; y sin 
embargo, escrito estaba que Neuvy-les-Bois iba á ser 
aquel día teatro de un prodigio con el cual no se atre- 
vía á contar la modesta aldea, profundamente desalen- 
tada tras medio siglo de espera. En vez de cruzar como 
un relámpago, según su habitual usanza, detúvose en 
seco la diligencia en mitad del camino, entre los dos 
setos vivos que á su paso se formaran. Ante espectá- 
culo tan inesperado, ante ese golpe imprevisto de la 
suerte, todo Neuvy-les-Bois permaneció firme en su 
sitio, sin ocurrírsele siquiera preguntarse de qué pro- 
cedia ventura tanta. Hasta los perros, que tenian la 


MAGDALENA 53 


costumbre de correr, ladrando, en pos del carruaje, y 
de solicitar los latigazos del postillón, parecian com- 
partir el asombro de sus amos, permaneciendo tam- 
bién, como éstos, inmóviles y mudos de estupor. En- 
tretanto el conductor, descendiendo de su pescante, 
habia abierto la portezuela, y en cuanto hubo emitido, 
con tono áspero, esta sola palabra: «Neuvy-les-Bois !» 
apeóse del carruaje una jovencilla, cuyo equipaje se 
reducia á un exiguo paquete. Vestia de negro y su 
edad no pasaba de catorce á quince años. Su frente 
pálida, sus ojos abrasados por el llanto, su aire triste 
y dolorido eran todavia más elocuentes que su traje de 
luto. Ya el conductor había vuelto á su pescante, mien- 
tras la joven trocaba un silencioso saludo con sus com- 
pañeros de viaje. Cuando se vió sola en aquella gran 
carretera caldeada, á la entrada de aquel feo burgo 
donde no la conocía nadie, sola en medio de todos 
aquellos rostros que la examinaban con expresión de 
curiosidad estúpida y desconfiada, fué á sentarse en 
un montón de piedras,. y alli, sintiéndose desfallecer, 
rompió á llorar ocultando el rostro entre sus manos. 
Los indígenas proseguian contemplándola del mismo 
modo, sin despegar los labios, ni moverse de sus sitios. 
Afortunadamente, entre el grupo rústico habia algu- 
nas mujeres; y entre éstas, una madre que mecía en 
su seno á un pequeñuelo recien-nacido, se aproximó 
á la afligida joven y permaneció breves momentos con- 
siderándola con titubeante compasión, por cuanto si 
bien en la forastera todo anunciaba el abandono, casi 
la pobreza, la distinción natural de la persona realzaba 


54 JULIO SANDEAU 


singularmente la sencillez del traje, infundiendo sin 
esfuerzo, respeto y deferencia. 

-——¡Pobre señorita! — dijo aquella por fin: —sola, á 
esta edad, en mitad de la carretera... Sin duda ha 
perdido usted á su madre ? 

—Si, señora, he tenido la desgracia de perder á mi 
madre —respondió la joven con dulce voz, en que se 
traslucia leve acento extranjero.—¡Ay! Todo lo he per- 
dido. todo, hasta el rincón de tierra donde nací, y 
donde reposan amados restos. ¡Nada me queda ya bajo 
la capa del cielo! —añadió, moviendo la cabeza. 

—¡Apiádese el buen Dios de sus penas, señorita! Por 
su manera de hablar, comprendo que no es usted de 
nuestras tierras. ¿Viene usted de muy lejos ? 

—¡Oh! sí, de muy lejos, de muy lejos. Creí no llegar 
nunca! 

—Y ¿á dónde va usted > 

—Donde mi madre, antes de espirar, me encargó 
que me dirigiera. Sabía, al partir, que una vez llegase 
á Neuvy-les-Bois, encontraría facilmente el camino de 
Valtravers. 

—¿Va usted á Valtravers ? 

—Si, señora. 

—¿Al castillo ? 

—Precisamente. 

—Pues ha andado usted de sobras, señorita; el con- 
ductor debia dejarla en el vecino pueblo. Pero lo mis- 
mo da. El castillo sólo dista unas tres leguas .y, acor- 
tando por el bosque, podrá usted ahorrarse una horita 
de camino. Si usted lo permite, la acompañará mi so- 


MAGDALENA 55 


brino Perico; pero está haciendo un calor bochornoso 
y me atreveria ájurar que todavía no ha probado usted 
bocado. Véngase usted á la granja; tomará usted un 
vaso de la leche de nuestras vacas, esperando á que 
caiga la tarde para ponerse en marcha. 

—Gracias, señora, mil gracias; es usted demasiado 
bondadosa; pero no necesito nada. Quisiera partir 
desde luego, y si no fuese abusar de la complacencia 
de su sobrino... 

—Ven acá, Perico! —gritó la labradora. 

A semejante invitación, hecha en un tono que no 
admitía réplica, desprendióse del grupo un bribonzue- 
lo, aproximándose con el aire compungido del perro 
que comprende que su amo no le llama sino para har- 
tarle de palos. Perico que, desde el amanecer, acari- 
ciaba la grata esperanza de echar, después de víspe- 
ras, su partidita de truco en la plaza de la iglesia, pa- 
reció medianamente satisfecho de la proposición de su 
tia; pero ésta se la reiteró en tales términos, que el 
muchacho juzgó prudente resignarse. Su tía le colocó 
bajo el brazo el paquetito de la extranjera; y después, 
dándole un empellón: «Taomarás el bosque—le dijo, 
—y procura no hacer andar demasiado aprisa á esta 
señorita, que no tiene tus pies, ni tus piernas.» Ácto 
seguido emprendió Perico la marcha, con ademán hu- 
raño, mientras Neuvy-les-Bois, que comenzaba á repo- 
nerse de su estupor, perdíase en comentarios sobre 
los acontecimientos de aquel dia magno. 

Sospechamos. que ese burgo de Neuvy-les-Bois fué 
bautizado con semejante nombre por antifrasis. En 


536 JULIO SANDEAU 


cuanto á Neuvy, muy santo y bueno; pero, tocante á los 
Bosques (les-Bois), ya es harina de otro costal. Por mi 
parte nada conozco más pérfido ni falaz que esos nom- 
bres de lugares ó de personas que tienen un significado 
preciso y vienen á ser como otros tantos compromisos 
formales. He observado que, en este caso, lugares y 
personas raras veces cumplen lo que prometen, y por 
regla general lo que les falta es precisamente la cuali- 
dad que les sirvió de madrina. Angélicas he conocido 
que nada tienen de ángel, y Blancas, negras como 
“cuervos. Por lo que atañe á lugares, sin ir más lejos, 
Neuvy-les-Bois, ya que en él nos encontramos, ni si- 
quiera tiene un ramillete de olmos, ó álamos temblones 
para guarecerse de los vientos del Norte ó los ardores 
del Mediodía. Sus contornos son pelados y llanos como 
los del mar, y en sus inmediaciones, en un radio de 
'" media legua, con dificultad hallariais la sombra de una 
encina. Cuando menos, en Fontenay-aux-Roses, 0s 
enseñarán algunos rosales escuálidos, 
Sin embargo, á medida que la joven y su guía ¡ban 
alejándose de la polvorienta carretera, internándose 
en los campos, adquiría insensiblemente el paisaje as- 
pectos más risueños y más verdes. A las dos horas de 
marcha, percibieron los bosques de Valtravers que en 
el horizonte ondulaban. Desoyendo las recomendacio- 
nes de su tia, caminaba Perico á grandes zancadas, sin 
preocuparse de su compañera. La posibilidad que en- 
treveia de hallarse de regreso á hora útil para su par- 
tida de trucos, parecia como si le diese alas. De vez en 
cuando, y no porque sus pies careciesen de ligereza, 


MAGDALENA 57 


ni sus piernas -de agilidad, la pobre joven pedia cle- 
mencia; mas el abominable Perico, haciéndose el sor- 
do, proseguía implacable su camino. Andando como 
por la posta, contemplaba á la vez con vista huraña la 
sombra de los árboles que el sol prolongaba desmesu- 
radamente sobre la hierba de los prados, y presa el 
corazón de la mayor amargura, no se le ocultaba que, 
si había de llegar hasta Valtravers ¡adiós, dominicales 
delicias! Encontrábase entonces en los linderos del 
bosque, cuando cruzó por su cerebro una idea infernal: 

—¡Ea!-—dijo resueltamente, dejando sobre el césped 
el paquetillo que llevaba bajo el brazo:-—Con seguir esa 
grande calle de árboles, llegaréis en derechura al cas- 
tillo. Antes de un cuarto de hora, daréis de narices 
en Su puerta. 

Dicho esto, disponiase el bribón á escurrirse; pero 
un gesto le detuvo. Después de haber desprendido de 
su cinturón un bolsillejo que no parecía muy pesado, 
sacó la joven una monedilla blanca, ofreciéndola cari- 
ñosamente á Perico y dándole mil gracias por su tra- 
bajo, Ante semejante rasgo de generosidad con el cual 
no contaba ni mucho menos, sintióse conmovido Peri- 
co. Vaciló: é iba tal vez á ceder al grito de su concien- 
cia, cuando descubrió, á lo lejos, en la llanura, el cam- 
panario de Neuvy-les-Bois, asaz parecido al mástil de 
un navío encallado en la playa. Por un efecto de espe- 
Jismo que sólo la pasión podria explicar, creyó ver, vió 
en la plaza de la iglesia á una docena de bribonzuelos 
jugando á trucos, al hoyuelo y al tejo. Esta vez, ya no 
resistió Perico; tomó la moneda, la sepultó en el bol- 


58 JULIO SANDEAU 


sillo y echó á correr á pierna tendida, como si le per- 
siguiera una legión de diablos. 

_ Apenas hubo penetrado en el bosque, experimentó 
la joven esa sensación de bienestar que, en los ardores 
del verano, produce el zambullirse en un baño de agua 
fresca. Su primer impulso fué dar gracias al cielo que 
la había sostenido y protegido en el largo viaje que 
acababa de efectuar, y rogarle que le hiciese hospita- 

_laria la puerta á donde á Jlamar iba. No dudando, ni 
por asomo, de que el castillo se encontraba á poca dis- 
tancia, sentóse al pie de una encina, y no tardó en 
quedar embargada por los encantos de la selva; y es 
que tú ¡oh indulgente y buena Naturaleza! eres la ami- 
ga de todas las edades: tú consuelas á los ancianos; y 
hasta los niños mismos, cuando les sonries, llegan á 
olvidar que perdieron sus madres, Eu derredor de la 
joven todo era armonía, frescor, perfumes. Los obli- 
cuos rayos que á través del follaje el sol enviaba á 
morir á sus pies, le recordaron que se acercaba la no- 
che. Levantóse y echó á andar siguiendo la gran calle 
de árboles, y esperando que, de un momento á otro, 
surgirian á su vista fachada y torreones. Ocurrió, sia 
embargo, que esta calle la cual, al decir de Perico, ser- 
via de avenida al castillo, no convergía, realmente, 
sino á otra calle transversal. Aplicó el oido la joven 
procurando percibir algunos rumores de habitación 
próxima, y sólo alcanzó á oir los sordos murmullos 
que recorren la profundidad de las selvas á lá caída de 
la tarde. Trepó entonces a un terromontero y sólo vió 
en derredor un vasto océano de verdura. Anduvo lar- 


—Caballero, agradezco al cielo la llegada de usted. 


MAGDALENA 61 


go tiempo á Dios y á ventura, y cuando ya descorazo- 
nada intentó volver atrás, fuéle imposible reconocer 
los senderos por donde había pasado. Si bien el sol 
no se habia despedido aún del horizonte, ya la selva 
se iba llenando de sombra y de misterio. Las aves ha- 
biau dado fin á sus cantos; batían el aire las falenas 
con sus algodonosas alas, y comenzaba el siniestro 
concierto de las osifragas. Ésta es la hora en que, sobre 
todo, ei abandono, la tristeza y la soledad dejan sentir 
toda su pesadumbre en el alma de los desheredados. 
Desalentada, no pudiendo más, dejóse caer la pobreci- 
lla sobre la hierba, brotando de nuevo sus lágrimas. 
Había desatado los lazos de su sombrero de paja, y 
mientras lloraba, las juguetonas brisas retozaban con 
su blonda cabellera que doraba un postrer rayo de sol. 

Asi estaba desde hacia algunos instantes, sumida en 
plena desesperación, cuando percibió á corta distancia 
un arrogante caballo lemosino que no oyera llegar, y 
que permanecia inmóvil, mientras su jinete la con- 
templaba con el aire de sorpresa de quien no está ha- 
bituado á semejantes encuentros, en semejante hora y 
semejante sitio, Púsose en pie la joven con movimien- 
to brusco, y tranquilizada en breve por la sonriente 
benevolencia de la mirada fija en ella: 

—Caballero—dijo,-—agradezco al cielo la llegada de 
usted. Si es usted del país, ya habrá comprendido que 
soy extranjera. Hace más de dos horas que voy diva- 
gando por el bosque, sin lograr salir, ni saber dónde 
me encuentro. Tal vez tenga usted la bondad de indi- 
carme mi camino. 


602 JULIO SANDEAU 


—Con mucho gusto, señorita—respondió una voz 
casi tan dulce como la de la joven;—mas para ello he 
de saber á dénde se dirige usted, 

—A Valtravers, caballero, 

—¿Al castillo? 

—Si, señor, al castillo de Valtravers. 

—A nadie mejor que á mi podía usted dirigirse, se- 
ñorita, pues allá voy yo también, y si usted lo permi- 
te, tendré el honor de acompañarla, 

Dicho esto, y sin esperar contestación echó pieá 
tierra el jinete. Era un joven en todo el esplendor de 
la primavera de la vida, esbelto, elegante, de dulce y 
arrogante mirada y dominando estas dotes una gracia 
inexplicable. Sus cabellos, negros como el azabache, 
rizábanse abundantes en derredor de las sienes, Ceñi- 
da negligentemente en torno del cuello, la corbata de 
seda gris con rayas azules, en vez de ocultarlo, hacia 
resaltar su marfilino cutis. Una levita de oscuro color 
oprimía su delgado y flexible talle, y el pantalón baja- 
ba en amplios pliegues sobre finisima bota, armada de 
brillante y sonora espuela. 

—¿Es de usted eso, señorita ?— preguntó, señalando 
con la punta del látigo el humilde paquete que yacla 
sobre el césped. 

—Si, señor; es toda mi fortuna-—respondió con tris- 
te sonrisa la extranjera, 

Gogió el joven el paquete y lo ató sólidamente á la 
silla de su corcel; hecho esto, ofreció su brazo á la niña 
y ambos emprendieron la marcha en dirección al cas- 
tillo, siguiéndoles el hermoso y dócil animal, que de 


MAGDALENA 63 


paso ibo desmochando los tiernos retoños que a dere- 
cha é izquierda se ofrecían. 

—Asi pues, señorita, cuando he tenido la suerte de 
encontrar a usted, se hallaba usted extraviada, perdi- 
da y sin saber qué hacerse? Agradezco al azar que me 
condujo por este lado, pues corría usted gran riesgo 
de pasar la noche á la luz de las estrellas, sin otra cama 
que el musgo de los bosques. 

—Resignada estaba á ello, caballero. 

Y en seguida la joven refirió de qué manera la había 
burlado el tunantón de Perico. 

—Ese Perico es un bribón que merecería que le cor- 
taran las dos orejas. ¿Dice usted que va á Valtravers? 
En este caso, debe usted conocer al caballero, ó cuando 
menos, á alguno de los habitantes del castillo ? 

—No, señor; no conozco á nadie. 

—+¿ De veras? 

—A nadie absolutamente; pero ¿usted conoce al ca- 
ballero ? 

—Ya lo creo, somos antiguos amigos. 

—Dicen quees muy bondadoso, generoso, caritativo. 

—¡Oh, sí, muy caritativo !|-—replicó el joven, creyen- 
do que se trataba sencillamente de aliviar algún infor- 
tunio; pero, después de dirigir una rápida ojeada á su 
joven compañera, rechazó semejante idea y compren- 
dió que, positivamente, no era aquella niña una pos- 
tulante ordinaria. 

—Señorita—añadió gravemente, —el caballero tiene 
el corazón más noble que jamás latió bajo la capa del 
cielo. 


64 JULIO SANDEAU 


—Lo sabía, y no abrigaba la menor duda sobre el 
particular; pero, en estos momentos, me es sumamen- 
te grato oirlo afirmar de nuevo. ¿Y el pequeño Mau- 
ricio? ¿también deberá usted conocerle > 

—¿Quién es el pequeño Mauricio, señorita ? 

—El hijo del caballero. 

—¡Vaya! ¡vaya! —exclamó riendo el joven;—y mu- 
cho que si! ¡pues no he de conocerle al pequeño Máu- 
ricio! 

— Verdad que promete llegar á ser, un día, tan 
bueno y generoso como su padre? 

—¡Diantre! en el pais le consideran generalmente 
como un buen muchacho. No seré yo quien diga mal 
de ¿l. 

—Presiento que he de quererle comoá un hermano. 
. —Y yo aseguro que, por su parte, tendrá suma sa- 
tisfacción en conocer á usted. 

En. este momento cruzaban un claro y, á espaldas 
del muro de un parque cuya verja se abria en la selva, 
apareció un lindo castillejo cuyas ventanas incendia- 
ban los rayos del sol poniente. : 


II 


QUELLA misma tarde, y á la misma hora, el ancia- 
A no caballero de Valtravers se hallaba sentado en 
el rellano de la escalinata, en compañía de la vieja 
marquesa de Fresnes, cuyo vecino castillo se percibia 
en el fondo del valle, á través del follaje, verde aún, de 
los álamos que costean el Vienne. Los dos departian 
plácidamente sobre tiempos pasados, por cuanto, á la 
edad que contaban uno y otra, la vida sólo se ve ilu- 
minada por ese pálido y dulce destello que se llama 
recuerdo. 


66 JULIO SANDEAU 


De luenga fecha databa la amistad de la marquesa y 
el caballero. A los primeros toques de rebato dados 
por la monarquía acorralada, habiendo estimado con- 
veniente el marqués de Fresnes ir á dar con su mujer 
un paseo de algunos meses por las márgenes del Rhin, 
aunque no fuera más que para protestar contra lo que 
ocurria en Francia y tributar al trono de san Luís un 
testimonio auténtico de respeto y adhesión, decidióse 
á acompañarles el caballero de Valtravers. Sabido es 
lo que resultó de aquellos viajes de algunos meses, y 
cómo aquellas cortas excursiones, que al principio se 
presentaran como partidas de recreo, tuvieron por 
meta un duro y prolongado destierro. Nuestros tres 
compañeros tenían tal seguridad de regresar pronto, 
que apenas habian llevado con qué subvenir á-los ocios 
de más de un año. Agotados aquellos recursos, vendi- 
dos los diamantes, trocadas por oro las joyas, encami- 
náronse á Nuremberg, donde se instalaron pobremen- 
te, aspirando tan sólo á vivir. Los señores de Fresnes 
y de Valtravers se hacían los remolones; y como acon- 
tece siempre, la mujer fué quien dió ejemplo de re- 
signación, valor y energía. « Trabajaremos, » contestó 
sencillamente la señora de Fresnes á los dos amigos al 
preguntarle, ansiosos, qué resolución cabía tomar. Y 
como pintaba regularmente al pastel y la miniatura, 
se puso á dar lecciones y hacer retratos. Su belleza, 
su gracia y su infortunio, más aún que su talento, le 
procuraron en breve tiempo numerosa y selecta clien- 
tela. Los dos gentiles hombres, que habían comenzado 
por decretar que aquello era rebajarse, y que clamaban 


MAGDALENA 67. 


al cielo viendo trabajar á la marquesa, acabaron, quie- 
ras que no, por advertir que tenian mesa muy regu- 
lar, sin hacer nada, y que en resumidas cuentas la 
marquesa era quien llevaba el agua al molino, como 
vulgarmente se dice. La cosa no preocupó mayormen- 
te al marqués; pero el señor de Valtravers comprendió 
que permanecer de aquel modo, con los brazos cruza- 
dos, era tomar el orgullo y la dignidad al revés. Pero 
¿qué empleo encontrar para sus facultades? ¿á qué 
industria aplicar sus dos brazos ociosos ? Ocurriósele 
la idea de enseñar el francés, pero la necesidad previa 
-de aprenderlo como es debido dió al traste con tan lu- 
cido proyecto. Después de estudiarse y darse á sí pro- 
pio mil vueltas en todos sentidos, reconoció el caba- 
llero, con toda humildad, que únicamente servía para 
ir á hacerse matar en el ejército de Conde. Disponiase 
á ello, aunque sin entusiasmo, cuando, al divagar un 
día tristemente por las calles, se detuvo maquinal- 
mente ante un aparador de chucherías donde, entre 
otros mil objetos de madera torneada, veíanse nume- 
rosos boliches artisticamente labrados y gran copia de 
esos trompos roncadores, delicia de la infancia y gloria 
de Nuremberg. Parece, desde luego, que para un gen- 
til-hombre emigrado, arruinado de pies á cabeza, y 
habiendo doblado desde luengo tiempo hacía la edad 
de los boliches y de los trompos de Alemania, seme- 
jante espectáculo no debía entrañar nada que exaltar 
pudiese la imaginación y agolpar la sangre á la cabe- 
za. Y sin embargo aconteció que, después de algunos 
minutos de silenciosa contemplación, hubiérase dicho 


68 JULIO SANDEAU 


que el señor de Valtravers experimentaba algo muy 
parecido á lo que sintieron Cristóbal Colón al ver sur- 
gir del seno del Océano las orillas del Nuevo Mundo y 
Galileo al comprobar que nuestro pequeño globo te- 
rraqueo, clavado por la ignorancia y sellado desde seis. 
mil años antes en el espacio, se movia y paseaba en 
derredor del sol. 

El caballero de Valtravers había nacido en 1760. A 
la sazón, y gracias al Emilio de Rousseau, era moda, 
entre las elevadas clases de la sociedad francesa, com- 
pletar toda educación con el aprendizaje de un oficio 
cualquiera. De alto descendía el ejemplo: en 1780, el rey 
de Francia, que era el hombre-más bondadoso de todo: 
su reino, era también el mejor cerrajero de su nación. 
De buen tono era para todos los grandes señores saber 
un arte mecánico, lo mismo que para las grandes da- 
mas lactar por si mismas á sus hijos. Todo ello, en ge- 
neral, se practicaba por ser moda, sin previsión, ni 
gravedad, jugando ellos al trabajo, y á la maternidad 
ellas; prestándose ellas al capricho del dia más bien que 
al voto de la naturaleza, y no sospechando ellos al ma- 
nejar la lima ó el cepillo que se acercaba la hora en 
que los hijos de familia se verían obligados á hacerse 
hijos de sus obras, y que era obrar cuerdamente el 
pensar desde entonces en crearse títulos de menestra- 
lia. 

A la vista de todos aquellos juguetes, ante los cuales 
acababa de guiarle el azar, ó más bien el instinto de una 
vocación misteriosa, recordó el señor de Valtravers 
que en sus mocedades habia aprendido á tornear el 


Reían como chiquillos. 


MAGDALENA 7í. 


ébano y el marfil. Tres meses después, pasaba en Nu- 
remberg por el Benvenuto Cellini de la ebanistería 
torneada. Lo positivo es que en menos de tres meses 
habia logrado trabajar la madera como nadie. Sobre- 
salía en la confección del boliche; sus trompos eran 
generalmente muy apreciados; pero ¿qué diré de sus 
casca-nueces, que por la delicadeza y lo acabado de 
sus detalles, eran sencillamente otras tantas maravi- 
llas? Fabricaba algunos de marfil, que se estimaban 
como verdaderas joyas. Intervino la moda, y como 
quiera que los pasteles de la señora de Fresnes gozaban 
ya de boga casi igual, ocurrió que, durante dos años, 
en la antigua villa alemana, todo original de buena 
cuna debió servir de modelo á la marquesa, y ni una 
sola avellana se comio sin la intervención del emigra- 
do francés. 

Puede creerse perfectamente que, muy al revés de 
ciertas gentes, nuestros dos artistas no tomaban sus 
triunfos por lo serio; y si en público cotizaban sus ta- 
lentos á subido precio, en la intimidad del hogar los 
conceptuaban de mediano valer. Después de haber 
trabajado cada cual por su parte, reunianse al anoche- 
cer, y entonces tenían lugar entre ella y él escenas de 
loca jovialidad, cuando la marquesa exhibía en su ca- 
ballete la rubicunda faz de algún rechoncho nurem- 
bergués, mientras el caballero sacaba del bolsillo me- 
dia docena de rompe-nueces que había torneado du- 
rante el dia. Reian como chiquillos, sin advertir que 
debían su encantadora alegría al trabajo, al trabajo. 
que los hacia mejores y más dichosos de lo que nunca 


72 JULIOCO SANDEADU. 


fueron en los tiempos floridos de.su prosperidad. Por 
lo que atañe al marqués, estimaba que ganar el pan 
era cosa exclusiva de ela canalla», y que un gentil-hom- 
bre que se respete debe saber morir como los senado- 
res romanos en sus sillas curules, antes que rebajarse 
á vivir como los indigentes, trabajando. Guardaba por 
ello cierto rencor sordo á su mujer, y despreciaba so- 
beranamente al caballero, sin que le costara gran 
cosa manifestárselo. Lo que sobre todo le exasperaba 
era encontrarles ocupados todo el dia y siempre de 
buen humor, mientras él se moria literalmente de ese 
profundo y huraño aburrimiento que la inacción aca- 
rrea consigo, A la vez que respetándose, no dejaba de 
comer con gran apetito, aprovechaba sin escrúpulos los 
beneficios de la asociación y mostrábase en ciertos de- 
talles tan pueril, tan fútil y más exigente que si toda- 
vía se encontrara en su castillo, á orillas del Vienne. 
A las horas de comer, cuando se hallaban reunidos los 
tres, exhalábase en grande su bilis. «¡Hola, marqués! 
—exclamaba á veces el caballero—¿ podriais decirnos 
qué seria de vos, actualmente, sin los pasteles de la 
marquesa ?—¿Y sin los rompe-nueces de nuestro ami- 
go>»—añadía la marquesa riendo.—Encoglase de hom- 
bros el señor de Fresnes, hablaba de raspar sus blaso- 
nes, pedia perdón para su mujer á los manes de sus 
antepasados y se lamentaba de no ver en la mesa una 
botella de Burdeos. 

A la larga, en cuanto hubieron asegurado el bien- 
estar de su hogar, la señora de Fresnes y el caballero 
de Valtravers pudieron obedecer á un sentimiento más 


MAGDALENA 73 


«lesinteresado y más poético, que insensiblemente ha- 
bia ido germinando en ellos. Sin sospecharlo, habian 
franqueado los peldaños que conducen del oficio al 
arte, como la escala de Jacob conducia de la tierra al 
cielo. La marquesa se adiestró en la copia reducida de 
los cuadros de antiguos maestros, adquiriendo en bre- 
ve tal perfección, que las gentes de gusto artistico se 
disputaban sus miniaturas-copias de Holbein y Alberto 
Durero. Por su parte, el caballero emprendió formal- 
mente la escultura en madera, logrando ser en este 
género uno de los artistas más eminentes de allende el 
Rhin. Todavia os enseñarán hoy, en la Catedral de 
Nuremberg, un púlpito tallado por él. Perfectamente 
labrados, no-.todos sus ornamentos son de gusto irre- 
prochable; pero el fragmento principal, que representa 
áSan Juan predicando en el desierto, es uno de los 
más bellos que posee Alemania y podría competir con 
las labores de madera esculpida que se ven en Vene- 
cia, en la iglesia de San Giorgio Maggiore. 

A más de los goces que proporciona, por humilde y 
modesto que sea, tiene el arte la preciosa seguridad de 
elevar el corazón, de agrandar el espiritu y de abrir al 
pensamiento más amplios y serenos horizontes. Por lo 
menos, asi aconteció en la marquesa y en el caballero. 
Una y otro llegaron paulatinamente á romper del todo 
el circulo de preocupaciones mezquinas donde les te- 
nian encerrados su nacimiento y su educación. Reco- 
nocieron la aristocracia del trabajo y la realeza de la 
inteligencia; como dos mariposas, despojadas de su 
crisálida, salieron de su casta estrecha y limitada 


74 JULIO SANDEAU 


para entrar triunfantes en la gran familia humana. 
Entre tanto, roido por el tedio hasta los huesos, seguía 
el marqués consumiéndose en deseos impotentes, en 
remordimientos estériles, De la noche á la mañana, 
entregó á Dios lo que de alma tenía, y su mujer y su 
amigo lo lloraron como se llora á un niño. 

A los pocos meses (corria el año de 1802), invitados 
por el Primer Cónsul, pasaron otra vez el Rhin, y regre- 
saron alegremente á su patria, regenerada como ellos. 
Desde hacía largo tiempo, habian ambos acabado por 
comprender y aceptar las nuevas glorias de la Francia; 
al sentar de nuevo la planta en este suelo heroico, sin- 
tieron latir con vehemencia el corazón, inundando sus 
ojos dulce llanto. La mejor parte de sus dominios ha- 
bia sido considerada propiedad nacional; asi, pues, 
obtuvieron fácilmente el reintegro de sus hogares, es- 
timando como un largo sueño los años de destierro que 
habian transcurrido; sólo que, al revés de Epiménides, 
despertaban jóvenes después de haberse dormido vie- 
jos. Apenas reinstalado en el castillo de sus padres, 
apresuróse el caballero á llamar á sí á una bella y cas- 
ta criatura de quien se enamorara en Alemania, con la 
cual casó, y que murió al darle un hijo. Creció éste 
entre su padre y la señora de Fresnes, quienesse con- 
sagraron á él por completo y continuaron viviendo fi- 
losóficamente en su retiro, practicando el bien, ocu- 
pando sus ocios, sordos ó poco menos á los mundanos 
rumores, y ajenos á toda ambición. De entre todos los 
hábitos, el del trabajo es á la vez el más raro y el más 
imperioso. La marquesa pintaba como antaño, mien- 


MAGDALENA 75 


tras por su parte el caballero, levantado cada mañana 
con el alba, acepillaba, tallaba, vaciaba el peral, el no- 
gal y la encina. Habiase impuesto la tarea de renovar 
magnificamente, con sus propias manos, las carcomi- 
das entabladuras de su casa solariega, y de vez en 
cuando, como recuerdo plácido de sus primeros éxi- 
tos, torncaba algunos rompe-nueces que luego regala- 
ba a las hijas de sus colonos. La lectura, el paseo, las 
delicias de una intimidad, cuyo encanto no habia en- 
vejecido, y la educación del joven Mauricio absorbian 
el resto de su tiempo, siempre demasiado corto para 
el que trabaja y el que ama. 


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as deciamos, pues, cierta tarde, sentados uno jun- 
to á otra, los dos viejos compañeros se complacian 
en remontar el curso de los días que habían recorrido 
juntos, cuando percibieron, desembocando por una de 
las calles de árboles del parque, á los dos jóvenes á 
quienes dejamos en la verja. Llegados al pie de la es- 
calinata, subió la muchacha lentamente las gradas, con 
aire grave, visiblemente conmovida. La marquesa y el 
caballero se habian puesto en pie para recibirla. Sacó 
la joven del seno una carta, que aplicó piadosa contra 


78 JULIO SANDEAU 


sus labios, entregándola luego al señor de Valtravers, 
quien examinaba con un sentimiento de benévola cu- 
riosidad á aquella niña que veia por vez primera. 
Rompió el anciano gentil- hombre el sobre, y leyó. De 
pie, cruzados los enflaquecidos brazos sobre el pecho, 
tranquila en su dolor, digoa en su humildad, perma- 
necia la extranjera, inclinados los ojos, bajo la mirada 
de la señora de Fresnes, que la observaba con interés, 
mientras á corta distancia, el joven quela había acompa- 
ñado, asistia, testigo discreto, á esta escena silenciosa. 


Munich, 13 Julio de 18... 


«Próxima á abandonar este mundo, en presencia de 
la eternidad que en breve empezará para mí, no al 
cielo, sino á Francia se dirigen mis ojos antes de ce- 
rrarse; no á Dios, sino á vos es á quien clamo, herma- 
no mío, y os tiendo mis suplicantes brazos, en nombre 
de la que fué mi hermana y vuestra esposa. ¡Ah! ¡por 
cuán duras pruebas no ha pasado esta casa, que vos 
conocisteis tan próspera! ¿A donde fueron aquellos 
goces de este hogar donde un día vinisteis á sentaros? 
La tumba me ha ido arrebatando todos los mios. Mi 
marido no pudo sobrevivir á su fortuna y yo, desven- 
turada, voy á seguirle pronto. Muero, y soy madre! 
esto es morir dos veces, Dios mio! Cuando leais estas 
lineas, solo tesoro, única herencia que habré podido 
dejarle al partir, mi hija no tendrá á nadie más que 
vos en el mundo; cuando teugáis en las manos este 
papel bañado con mis lagrimas, mi hija se encontrará 
ante vos, sola, después de un largo viaje, quebrantada 


MAGDALENA 79 


por el dolor y la fatiga, sin más refugio que vuestro 
techo, sin otro apoyo que vuestro corazón. ¡Ah! ¡en 
nombre del dulce lazo que os fué tan caro y que la 
muerte sin duda no ha roto, en nombre de esta Ale- 
manía que con vos se mostró hospitalaria y que du- 
rante largo tiempo fué vuestra patria; en nombre de 
mi familia que vino á ser la vuestra; en nombre de la 
santa criatura prematuramente arrebatada á vuestro 
amor y que os suplica aquí por mi voz, no rechacéis á 
mi pobre abandonada! Recoged, abrigad en vuestro 
seno á la paloma que ha caido de su nido! Y túuá 
quien no conozco, pero á quien me complazco en con- 
fundir á menudo con mi hija en un mismo sentimiento 
de ternura y de solicitud, hijo de mi hermana, si tu 
madre te dió su alma, serás bueno también y fraternal 
con mi adorada Magdalena. Protegela, vela por ella 
cuando tu padre haya dejado de existir, y no olvides 
jamás, joven amigo, quela huérfana que el cielo nos 
envia se convierte á veces en ángel tutelar de la.casa 
que le abrió sus puertas. » 


—¡Ven, hija mia, ven á mis brazos! —exclamó el ca- 
ballero al terminar su lectura ;—bienvenida seas, hija 
mia, al hogar de tu anciano tío. Á no ser por el luto 
que te trae, considerara yo este dia como tres veces 
venturoso y tu llegada sería para todos una fiesta. Es 
mi sobrina, marquesa —añadió estrechando cariñosa- 
mente en sus manos la cabeza de la niña ;—Mauricio, 
es tu prima, mejor dicho, una joven hermana que vie- 
ne del país de tu madre. 


3o JULIO SANDEAU 


La huérfana pasó de los brazos de su tio á los de la 
marquesa. La señora de Fresnes había tenido el dolor 
de perder una hija única, arrebatada en flor, casi de 
la misma edad que Magdalena; ahora bien, en todos 
los desventurados que han sufrido tan triste desgra- 
cia, y sobre todo en las madres, hay la irresistible pro- 
pensión á encontrar, aun cuando no existan, analogías 
visibles y sorprendentes entre el hijo que la muerte 
les robó y la mayoria de los que encuentran en su ca- 
mino: conmovedoras ilusiones del amor y del dolor 
que transforman todos esos juveniles rostros en otros 
tantos vivos retratos del sér adorado que ya no es! La 
marquesa, pues, habíase sentido inclinada natural- 
mente hacia aquella blanca criatura que de aparecér- 
sele acababa como viviente imagen de su hija. Eran 
sus mismos ojos, su misma mirada, su mismo encanto 
triste y grave, peculiar á los seres que han sentido 
tempranamente las amarguras de la vida ó condenados 
á morir prematuramente. Asi dispuesta desde luego, 
déjase comprender si la señora de Fresnues, espíritu 
vivo, naturaleza generosa que no habian empobrecido 
los años, acogeria con entusiasmo aquella ocasión de 
practicar el bien. Estrechando contra su seno á la joven 
extranjera, prodigábale los nombres más tiernos, col- 
mándola de besos y caricias. Tocó después su turno al 
joven. «¡Cómo! ¡primo! ¿era usted el pequeño Mauri- 
cio »—dijo la huérfana sonriendo á través de su llanto. 
—¡Pues no me había figurado que debía ser usted un 
muchacho!» Mauricio la abrazó cordialmente; ni re- 
motamente sospechara hasta entonces que tuviese una 


MAGDALENA 81 


prima. Entre tanto el caballero daba sus órdenes, acti- 
vo, previéndolo todo, y diciendo con efusión á sus vie- 
jos sirvientes: «¡nos ha llegado una hija!» Realmente 
aquella noche, si pudo ver la acogida que recibió su 
hija en Valtravers, debió de quedar complacida en el 
cielo la madre de nuestra heroina. 

La instalación de Magdalena no alteró en lo más mi- 
nimo la existencia del castillo. Era una joven piadosa, 
sencilla, modesta, ya seria y reflexiva, ocupando poco 
sitio, no haciendo el menor.ruido, callada casi siem- 
pre, € inclinada sobre su labor. En pocos días se habia 
hecho simpática á todo el mundo con su dulzura y su 
bondad. En cuanto á su figura, nada diremos; todos 
sabemos lo que es una muchacha en esa edad ingrata 
que ya no tiene las gracias de la niñez y aún no posee 
las de la juventud. No era “bella, precisamente, y no 
nos atreveriamos á afirmar que prometiese serlo. Antes 
de emitir dictamen sobre cuestiones tan delicadas, es 
conveniente esperar, tanto más cuanto que en ese pe- 
ríodo de transición se opera un misterioso trabajo en 
que la fealdad se transfigura tan á menudo, como se 
marchitan las flores de belleza demasiado temprana. 
“Tal como era, el caballero y la marquesa la amaban 
con viva ternura, compartiéndose la existencia de la 
joven entre las dos habitaciones vecinas una de otra y 
que propiamente hablando sólo formaban una. Lejos 
de haber sido descuidada, su educación habia sido lle- 
vada al punto de que pudiese continuarla por sí mis- 
ma y terminarla sin auxilio ajeno. Hablaba el francés 
<on pureza, y casi con su acento propio. Como todas 

6 


82 JULIO SANDEAU 


las alemanas y demasiadas francesas ¡ay! sabia á fondo 
la música y, cosa desgraciadamente más rara, no abu- 
saba de ella. El caballero y la marquesa complacianse: 
en hacerle cantar tirolesas de su pais; pero estas melo- 
días que evocaban en ellos con delicia sus tiempos de: 
destierro y de pobreza, despertaban cruelmente en ella 
los recuerdos de su madre y de su patria, ambas per- 
didas sin remedio, y á menudo la pobre niña se vela. 
interrumpida por sus lágrimas y sollozos. En cuanto 
á Mauricio, al cabo de dos ó tres semanas, durante las 
cuales se había creído obligado a ocuparse de su pri- 
mita y á tributarle los honores que Ja fina educa- 
ción exige, apenas pareció advertir su presencia. Te- 
nía veintidós años y toda la efervescencia, todos los 
arrebatos de su edad; agitábanle otras preocupacio- 
nes. Había crecido en plena libertad, doblemente 
mimado por su padre y la marquesa, que no en- 
contraban en el mundo á nadie más bello que él, ni 
más simpático. Un preceptor le habia enseñado algo 
de griego y de latin ; al mismo tiempo el señor de Val- 
travers, en quien la afición á la madera esculpida se 
habia trocado en manía, le iniciara en el culto de su 
arte. Lágrimas de gozo y de orgullo derramaba el an- 
ciano caballero cuando veia junto á sí á su hijo escua- 
drando, torneando, acepillando y prometiendo dejar 
rezagado á su padre. Mauricio, por su parte, parecía 
tomarle gusto á tan inofensivo pasatiempo cuando 
cierto dia, por desgracia, se preguntó si, además del 
caballero, de la marquesa y de la madera esculpida, 
no existía en el mundo algo. A esta indiscreta pregun- 


MAGDALENA 83 


ta que le dirigia vagamente la mocedad turbulenta, 
inquieta y próxima á estallar, no se hizo esperar la 
respuesta : la misma juventud fué la que contestó con 
una explosión. ¡ 

Existen tiernas y poéticas naturalezas veladas en su 
aurora por leve bruma; y otras, por el contrario, más 
vivas y enérgicas, cuya aurora surge abrasada cón todos 
los ardores del mediodía. En aquellas, la primera per- 
turbación de los sentidos y de la imaginación que des- 
piertan, se revela silenciosa y se manifiesta en tristes 
ensueños; y en estas, violentamente, en tumuituosas 
agitaciones. Mauricio participaba á la vez de entram- 
bas naturalezas. Viósele sucesivamente triste, preocu- 
pado, meditabundo y luego, de improviso, presa de 
ardores sin objeto y sin nombre, no pudiendo ya parar 
en casa, impetuoso, enardecido, hasta algo colérico y 
no sabiendo á qué vientos lanzar la salvaje energia que 
le consumía; con ello, afectuoso con su padre, lleno de 
gracia para su anciana amiga, bondadoso con todo el 
mundo, adorado por todos, y únicamente ahíto de la 
escultura en madera, del hogar hereditario, de las 
eternas historias que oía desde veinte años y pregun- 
tandose con sorda irritación si su existencia debia 
transcurrir entera torneando el boj, modelando la en- 
cina y por la noche, junto á la chimenea, oyendo los 
interminables relatos del tiempo de la emigración, 
Entretanto, cazaba á rabiar, recorría los alrededores, 
y estropeaba los caballos. 

Con el periodo álgido de la explosión coincidió la 
llegada de Magdalena. Compréndese qué importancia 


84 JULIO SANDEAU 


debió entrañar, á semejante hora, en el destino del 
joven, la aparición de una muchacha de catorce á quin- 
ce años, timida, reservada, silenciosa, dotada de esca- 
sas belleza y gracia. Ocupóse de ella casi lo mismo que 
si la primita se hallara todavía en Munich. Partia al 
amanecer y no regresaba sino al caer de la noche, y 
eso cuando no le ocurria pasar toda una semana en la 
aldea vecina, ó en cualquiera de los castillos cercanos.: 
Si al dispertar divisaba á Magdalena en su ventana, 
le daba los buenos dias silenciosamente y pare usted 
de contar. A las horas de comer le dirigía, á interva- 
los y sin mirarla, alguna frase insignificante. Cuando 
la muchacha cantaba sus tirolesas, ocasión que siem- 
pre aprovechaban con ahinco el caballero y la mar- 
quesa para hablar de Nuremberg y recordar, aquél 
sus rompe-nueces y sus miniaturas ésta, Mauricio que 
tenía más que machacados los oidos con semejantes 
temas, escabulliase sin chistar, desde la primera nota. 
Cierta noche, sin embargo, encontrándose junto á su 
prímita no pudo dejar de fijarse en su magnífica y 
abundante cabellera. Manifestó su observación en alta 
voz, levantando con familiaridad la poderosa trenza de 
rubios y finos cabellos que ornaban la cabeza de la 
muchacha. Tan poco avezada se hallaba la pobrecita 
á verse objeto de las atenciones de su primo, que se 
ruborizó, se turbó y quedó buen rato trémula. Mas 
cuando se disponía á expresar su agradecimiento con 
una sonrisa, Mauricio, presintiendo una tirolesa, habia 
tomado ya las de Villadiego. Otra vez, al regresar de 
caza, ofreció á su primita un lindo faisán que había 


ta un lindo faisán 


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freció á 5u pr: 


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MAGDALENA 87 


arrancado vivo de las garras de uno de sus perros. 
«Cómo! ¡querido primo! ¿os acordáis de mi alguna 
vez ?»»—preguntó temblando la muchacha.—Mauricio 
había vuelto ya las espaldas. Y no porque le disgusta- 
ra la presencia de la huérfana en el paterno hogar; 
nada de eso! Con todos los ardores de su edad, posela 
todos sus nobles y generosos instintos. Nunca se le 
hubiera ocurrido calcular qué porción podria corres- 
ponder á Magdalena en el testamento del caballero. 
Digámoslo, de paso, en loor de la juventud: raras veces 
se anidan calculos tan vergonzosos en los corazones de 
veinte años. Mauricio se hallaba dispuesto á partir con 
su prima como con una hermana, y si no se mostraba 
con ella más asiduo y más tierno, era sencillamente 
porque Magdalena se había olvidado de venir al mundo 
quince ó veinte meses antes. 

No dejaban la marquesa y el caballero de haber no- 
tado desde luego el brusco cambio que acababa de 
efectuarse en los hábitos de aquel Mauricio á quien 
hasta entonces conocieran de tan sencillos gustos y 
humor tan fácil. Ambos se afligian sin ver más allá de 
sus narices. Habían sido jóvenes en un tiempo que la 
juventud, disipándose á tontas y á locas en mezquinas 
distracciones, en elegantes frivolidades, no sospecha- 
ba ese sordo malestar y ese profundo tedio que de- 
bían ser más tarde el suplicio y el martirio de toda una 
generación. Aun cuando educado en el retiro, en la 
soledad de los campos, habia recibido Mauricio, in- 
conscientemente, la influencia de las ideas nuevas. 
Las ideas son fuerzas vivas mezcladas con el aire que 


88 JULIO SANDEAU 


- respiramos; el viento las acarrea y las siembra en todos 
-los puntos del horizonte; y por más que se haga para 
escapar á estas invisibles corrientes, por apartado que 
uno esté, se empapa, se compenetra de ellas; el hom- 
bre siempre es hijo de su siglo. Lo que sobre todo: 
sorprendía singularmente al caballero y á la marquesa 
era, no esa necesidad de actividad devorante, que se 
explicaban naturalmente por el ardor de la sangre y- 
la impetuosidad de la edad juvenil, sino la sombria 
melancolía en que se abismaban casi siempre sus ar- 
dores y sus arrebatos. En efecto, ¿qué podian compren- 
der ellos de la enfermedad de una época en que la 
alegría, desterrada de las almas de veinte años, se ha- 
bía refugiado bajo los blancos cabellos de la anciani- 
dad? A fuerza de sondear la cuestión y de discutirla, 
llegaron no obstante á convenir en que la existencia 
de Mauricio hasta entonces ni habia sido fecunda, ni 
divertida y que, á pesar del encanto incomparable de 
la escultura en madera, no era de extrañar que un co- 
razón juvenil nose hubiese absorbido en ella por com- 
pleto. Tal era la opinión de la marquesa, y el caballero 
acabó por compartirla. ¿Qué hacer, pues? Ocurrióse- 
les de sopetón la idea de un matrimonio, pero el re- 
medio les parecia demasiado violento; por otra parte 
y con mucha razón observó la marquesa que ya no se 
casaban los hombres á veinte años, y que al révés de 
lo que se practicaba en otros tiempos, el matrimonio 
habia venido á ser menos un principio, que un fin. En 
resumen, después de maduras reflexiones, decidieron 
que Mauricio partiese á recorrer mundo, durante dos 


MAGDALENA 89 


O tres años, comenzando por Paris y luego, á su elec- 
ción, visitando la Alemania 6 la Italia, á fin de comple- 
tar su educación con el conocimiento profundizado de 
hombres y cosas. Semejante programa no era mucho 
más vago que el que traza cada año la provincia á sus 
hijos, antes de soltarles las riendas y de lanzarlos á la 
vida parisiense. 

Transcurridos pocos días, en una velada de otoño, 
al año cabal de la llegada de Magdalena, encontrában- 
se reunidos el caballero, su hijo y la marquesa en el 
castillo de Valtravers. El caballo que debía conducir á 
Mauricio á la vecina aldea por donde pasaba la silla de 
posta, esperaba, ensillado, al pie de la escalinata. Era 
el momento de la despedida. Una partida tiene sien- 
pre algo de triste y de solemne, aun cuando no se trate 
de una separación dolorosa. El caballero parecia peno- 
samente afectado; la marquesa ocultaba mal su enter- 
necimiento; Mauricio también sentíase conmovido, y 
cuando su anciano padre le abrió los brazos, abalanzó- 
se á ellos deshecho en llanto, como si aquel abrazo hu- 
biese de ser el postrero. La señora de Fresnes le estre- 
chó contra su pecho, con vivísima efusión. Finalmente 
los criados de la casa, los más viejos, los que le habían 
visto nacer, le abrazaron como á su propio hijo. 

Urgía el tiempo, y Mauricio hubo de arrancarse á 
tan dulces caricias. Hasta el último instante, al poner 
el pie en el estribo, no se acordó de Magdalena. La 
buscó con la mirada, y extrañando no verla, disponía- 
se á hacerla llamar, cuando le dijeron que la joven, 
que había salido hacia unas cuantas horas, aún no es- 


go JULIO SANDEADU 


taba de regreso. Después de encargar que saludaran 
afectuosamente á su prima, alejóse al paso regular de 
su cabalgadura, no sin volver repetidas veces la cabe- 
za, para saludar con tierno ademán á los excelentes 
seres que le seguian con la vista. Próximo a la verja, y 
antes de franquearla, titubeó, como aguilucho al borde 
de su nido antes de lanzarse al espacio. Evocó los días 
venturosos que había pasado bajo la sombra de aquel 
lindo hogar, entre los cuidados de la marquesa y la 
ternura de su padre. Creyó ver á través del follaje 
conmovido el gracioso fantasma de su adolescencia 
que le miraba triste y se esforzaba en retenerle, Creyó 
escuchar voces encantadoras que le decian: «¿ A dónde 
vas, ingrato?» Ablandósele el corazón y humedeciéron- 
se sus ojos; pero su destino le arrebataba. Y penetró 


en la selva que debía atravesar para dirigirse á la al- 
dea. 


Al breve rato de una rápida carrera, en el mismo 
sitio donde la habia encontrado un año antes, en igual 
dia y á semejante hora, percibió Mauricio á Magdale- 
na sentada y sumida en hondas reflexiones. Lo mismo 
que el año anterior, tampoco habia oido la huérfana el 
galopar del caballo sobre el musgo, y al levantar los 
ojos vió á su primo contemplándola. Eran el mismo 
marco y el mismo lienzo. Nada habia cambiado; úni- 
camente, en lugar de una muchacha apenas desarro- 
llada, delgaducha, enfermiza, sin belleza y casi sin 
gracia, veiase una blanca figura en torno de la cual 
comenzaba á revolotear el blondo enjambre de los 
dulces sueños de la juventud. No era todavía la flor 


MAGDALENA 91 


abierta, pero el capullo había entreabierto su envoltu- 
ra. No era todavía la aurora, pero el alba blanqueaba 
y la naturaleza, próxima á despertar, estremeciase á 
los primeros besos de la mañana. Mauricio se apeó 
para abrazar á su prima y despedirse; y después, vol- 
viendo á montar, prosiguió su marcha sin sospechar 
¡ay! que en pos de si dejaba la felicidad. 

Tan luego como hubo desaparecido al torcer de la 
avenida, emprendió Magdalena el regreso al castillo. 
Cuando entró en el salón, vió sentado al caballero 
junto al angulo de su hogar desierto. Aproximose len- 
tamente la joven, y apoyando triste los codos en el 
respaldo del silión donde se hallaba el anciano en acti- 
tud aplomada, permaneció unos instantes contem- 
plándole silenciosa. 

—Padre mio—exclamó al fin, inclinando hacia él su 
rubia cabeza—padre mio, os queda una hija. 

El pobre caballero sonrió, atrayéndola dulcemente 
contra su corazón. 


IV 


Di de la partida de Mauricio, vino Magdalena 
a ser la alegria toda de Valtravers. Ella, con su 
gracia siempre creciente, amenizó el hogar que ya no 
animaba la presencia del hijo. Viósela, cual joven An- 
tigone, centuplicar filiales y conmovedoras atenciones 
en derredor de suanciano tio; y aunque triste todavía el 
corazón y con un espíritu más reflexivo de lo que co- 
rrespondía á su edad, supo, para distraerle, olvidarse 
de sí propia y transformar su gravedad natural en se- 
renidad risueña. Acompañábale en todas sus excursio- 


94 JULIO SANDEAU 


nes, daba vueltas en torno suyo cuando trabajaba en 
su taller, leía en alta voz los periódicos, no se cansaba 
de hacerle repetir los relatos de la emigración, ni se 
descuidaba jamás de extasiarse ante todas las labores 
escultóricas con que el infatigable artista atestaba todos 
los rincones y rinconcillos de la mansión. Al mismo 
tiempo era la hija adorada, y muy en verdad adorable, 
de la marquesa, que le enseñaba la pintura y se com- 
placia en desarrollar todos sus encantos. Asi, entre los 
dos ancianos, acabó la niña de crecer en talentos y en 
amables virtudes. A los tres años de su llegada, era 
Magdalena una buena y bella criatura, no, en verdad, 
de esa belleza cabal y de convención á que parecen 
irrevocablemente destinadas todas las heroinas surgi- 
das del cerebro de novelistas y poetas. Ni grande, ni 
chica, su talle no era absolutamente flexible como un 
junco. Un crítico, apasionado del arte plástico, hubiera 
encontrado algo que reprochar en el óvalo del rostro. 
Los cabellos, que habian adquirido una coloración más 
oscura, no habrian podido compararse, ni aun dada la 
mejor voluntad, con el negro del ébano, ni el oro de 
las mieses. Si la piel tenía esa biancura mate de la ca- 
melia, que desafía los mordiscos del sol y del aire, los 
ojos. no eran de un azur muy pronunciado ni muy 
franco. Si los dientes, alineados como perlas de un 
collar, tenían la límpida nitidez del nácar, la boca era 
en cambio algo grande y los labios algo carnosos. Por 
último, las pestañas, al bajarse, no caian sobre la me- 
jilla como franjas de confalón, y para decirlo todo, la 
línea de la nariz sólo recordaba vagamente la nariz 


MAGDALENA 95 


recta de las razas regias. Sea como fuere, es lo cierto 
que la figura y la persona formaban un conjunto sua- 
ve, donde se fundían esas imperfecciones de detalle, 
armonizándose tan bien que cada una de ellas parecía 
una seducción y un encanto más. Agrádanme esas be- 
llezas, menos correctas que simpáticas, que subyugan 
el corazón antes que los ojos, y que sin tener nada de 
cuanto deslumbra y fascina á primera vista, hállanse 
dispuestas siempre á revelar, al que comprenderlas 
sabe, alguna gracia imprevista, algún encanto nuevo. 

A la vez que consagrándose á la administración do- 
méstica y á velar por el buen orden de la casa, la cor- 
dura y la razón precoces de que en ello daba prueba 
no excluian en Magdalena la distinción, la poesía, ni 
siquiera cierto espiritu novelesco y soñador que debia 
á su madre, á la Alemania y á Dios. Era en suma una 
muchacha simpática de ver, en toda la flor de la ju- 
ventud y de la salud, rica naturaleza bien venida y 
abierta, derramando en torno suyo el movimiento, la 
dicha y la vida. 

Fácil es formarse idea de la actitud de Magdalena 
entre la marquesa y el caballero. Era la sonrisa de su 
vejez y como un tibio rayo de sol que iluminaba el 
ocaso de sus vidas. Mezcladas'y confundidas, nave- 
gaban estas tres existencias en lentas y apacibles on- 
das, sin que nada diese á pensar que su transparente 
limpidez pudiera alterarse nunca. Y aconteció no obs- 
tante que aquellas ondas puras se enturbiaron, 

Las cartas de Mauricio habian llegado al principio 
llenas de encanto y poesla, frescas y embalsamadas 


96 JULIO SANDEAU 


como otros tantos ramilletes cogidos en el rocio de los 
campos. Así se escribe en esa edad feliz, de tan breve 
duración. En las horas pálidas, cuando la vida empie- 
za á declinar, ¿habéis encontrado á veces, en el fondo 
de un viejo cajón de familia, algunas de las cartas de 
vuestros tiempos juveniles? ¿Os habéis detenido en 
leerlas: Y en su lectura ¿no habéis visto pasar á través 
de vuestro llanto la imagen de vuestros bellos años ? 
Por un amargo retroceso sobre el estado actual de 
vuestro corazón ¿os habéis preguntado si era verdad 
que de ese mismo manantia], próximo á secarse hoy, 
habían podido brotar todos esos tesoros de entusias- 
mo y de fe, de gracia y virtud, de esperanza y amor ? 
De esta indole eran las cartas que escribía Mauricio á 
los veinte años. 

De fiesta eran, pues, los días de llegada del correo á 
Valtravers. En cuanto divisaba á lo lejos al peatón ru- 
ral, corría á su encuentro Magdalena, y regresaba 
triunfante al castillo. Regularmente era ella quien leía 
en alta voz las misivas de su primo. Cuando encon- 
traba entre aquellas líneas su nombre, lo cual aconte- 
cía raras veces, hubiérase podido ver agitarse su seno 
y colorear un instante el alabastro de su rostro un 
matiz rosado, casi imperceptible. Sien las cartas no se 
trataba de la primita, lo cual acontecia á menudo, no 
daba muestras de sorpresa ni entristecimiento; sólo 
si, se hubiera podido observar que estaba más grave 
y silenciosa el resto de aquel dia. Estas cartas de Mau- 
ricio hacían vibrar á la vez todas las fibras del buen 
caballero que podia seguir en ellas, á través de las ex- 


MAGDALENA 97 


pansiones de una ternura apasionada, la evolución de 
un espiritu distinguido y de una inteligencia despeja- 
da. Por otra parte, algunos viejos amigos que tenia en 
París, le escribian felicitándole, exaltando á su hijo a 
porfía y contándole de él maravillas. Todo iba lo mejor 
posible, y uno de los temas de conversación eran ya 
las venturas del regreso. 

Cuando he aquí que, al cabo de un año, las cartas de 
nuestro amiguito comenzaron á ser cada vez más raras 
y cortas, cada vez menos afectuosas y tiernas. Vagas 
-en el pensamiento, cohibidas en la expresión, denun- 
ciaban evidentemente una gran perturbación de los 
sentidos y del alma. La pequeña colonia empezó por 
afligirse en silencio, y acabó por alarmarse seriamente 
y por quejarse. A los indulgentes reproches que se le 
dirigieron, no supo Mauricio oponer más que respues- 
tas evasivas. Largo tiempo hacía que expirara el plazo 
fijado para su permanencia en París, y á pesar de ello 
no se mostraba Mauricio muy dispuesto á partir á 
Alemania 0 á Italia como estaba acordado. A las ob- 
servaciones del caballero, que le daba prisa para su 
partida, nada contestó al principio; y después, impa- 
.cientado por la insistencia de su padre, respondió en 
un lenguaje poco retenido, en que se traslucia la impa- 
ciencia del freno. Si los viejos amigos escribían aún 
era sólo para espresar el sentimiento de no ver á Mau- 
ricio como antes. Finalmente algunos obuses vinie- 
ron de lejos á estallar, en forma de letras de cambio, 
sobre el honrado hogar, sobrecogido de mustio espan- 
to. Semejantes hechos no se habían realizado en una 


98 JULIO SANDEAU 


semana, ni en un mes, pero les bastaron menos de tres 
años para llegar al punto que decimos. 

Más aún. Si gracias á los pretextos más ó menos es- 
peciosos con que Mauricio procuraba disfrazar todavia 
sus extravios, había podido el señor de Valtravers 
abrigar algunas ilusiones sobre la conducta de su hijo, 
las buenas almas que en los pueblos hormiguean no 
hubieran dejado de robárselas. Siendo como era un 
completo gentil hombre, en la bella acepción de esta 
palabra (tan común desde que la cosa es tan rara), 
generoso, afable, corazón noble, carácter leal, tenía 
el caballero numerosos enemigos en la comarca, no 
entre los aldeanos, que se hubieran dejado matar por 
él, sino en la villa vecina, donde unos cuantos algua- 
ciles y procuradores, politicos de café, corifeos del li- 
beralismo y polilla de la provincia, no le perdonaban 
el haber recobrado sus dominios ni el haberse con- 
quistado Ja estimación de sus gentes. Ahora bien, la 

. villa toda sabía desde largo tiempo á qué atenerse 
sobre la existencia que el joven de Valtravers hacia en 
Paris; porque la provincia es una buena madre que no 
abandona á sus hijos ausentes, siguiéndolos á través de 
la vida con ojos ávidos, curiosos y celosos, dispuesta 
siempre á aplastar á los que caen para vengarse de los 
que se elevan. Por regla general, si queréis sembrar 
la desesperación y la consternación en la madriguera 
de seres humanos que os vió nacer ó crecer, liegad, 
erguida la cabeza y por el camino recto, al logro de los. 
éxitos, de los honores y de la fortuna. Si, por el con- 
trario, preferís derramar dulce alegria en el tugurio, 


MAGDALENA 09 


procurad hundiros y que vuestros virtuosos conciuda- 
danos puedan llorar por vuestra ruiua. Cuando nues- 
tros conciudadanos lloran por nosotros, es seguro que 
tienen grandes ganas de reir. 

En este concepto, Mauricio habia venido á ser en 
breve tiempo para la villa en cuestión maravilloso 
tema de escándalo público y de satisfacción interior. 
Traidoramente oculto bajo el manto de la piedad, 
el rencor sacióse á tuti-plen. No se le escatimaron al 
caballero advertencias caritativas, ni manifestaciones 
de hipocrito pésame; los anónimos completaron la 
obra. 

Devoraba sus lágrimas la marquesa, y el caballero 
desmejoraba á ojos vistas. Volado había desde largo 
tiempo la ventura del antes plácido hogar. Magdalena 
acudía á una yá otro como ángel consolador. Defen- 
día á Mauricio y aun hablaba de su próximo regreso; 
pero, á decir verdad, ni ella misma lo esperaba, y á 
menudo ocultábase para llorar. Todo el mundo com- 
prendia que el caballero estaba gravemente atacado, 
por cuanto después de haber empezado por descuidar 
la escultura en madera, acabó por abandonarla ente- 
ramente. Ya no tenía gusto para nada ; sólo Magdale- 
na poseía el secreto de desarrugar su frente y de atraer 
á sus labios una pálida sonrisa. Deciale á veces el buen 
señor: «Preciso será, pobre niña, que antes de morir 
me ocupe de asegurar tu destino, pues, con la marcha 
que lleva, no será Mauricio quien vele por ti cuando 
yo falte.—¡Vaya, vaya, padre mio—contestaba Mag- . 
dalena—no se ocupe usted de ello. Toda mi ambición 


roo JULIO SANDEAU 


se cifra en amar á usted; y el día en que usted falte, 
no necesitaré nada. Ya soy bastante crecida para poder 
cuidarme de mí. No me falta valor á Dios gracias, y lo 
que hicieron en mi Alemania usted y la señora mar- 
quesa, también sabré hacerlo yo en Francia; trabaja- 
ré; por qué no?» Y el anciano sonreía, moviendo dul- 
cemente la cabeza. Cierto día la joven se atrevió á 
escribir en secreto á su primo. Debia ser una carta 
adorable; Mauricio no la contestó. Por lo que atañe al 
caballero, ya no escribía, y apenas toleraba en los últi- 
mos tiempos que hablasen de su hijo en su presencia. 
Mas, sintiéndose desmejorar de dia en día y compren- 
diendo que no estaba lejano su fin, decidióse á exhalar 
hacia aquel malhadado muchacho un postrer grito de 
amor y desesperación. 

Lenta fué en llegar la respuesta; por último se reci- 
bió, al cabo de tres meses. Y era que, ausente de París 
desde hacia un año, en viaje no se sabe á dónde, nien 
compañia de quién, Mauricio no habia podido recibir 
hasta su regreso las últimas noticias de su padre. 
¡ Alabado sea Dios! el muchacho volvia á mejor sende- 
ro; de ello daba fe su carta. Trasluciase en ella la an- 
gustia de un alma caida, pero que, por un esfuerzo 
supremo, aspiraba á realzarse. Besaba las rodillas de 
su buen padre; bañaba en llanto las manos de la mar- 
quesa, y la propia Magdalena se hallaba mezclada en 
las efusiones de su arrepentimiento. Sólo pedía unas 
pocas semanas para acabar de romper los malos lazos. 
Dentro de pocas semanas partía, daudo un eterno 
adiós al mundo que le había descarriado; azotado por 


Habíase extinguido la víspera. 


MAGDALENA 103 


la tempestad, regresaba al puerto para no volver á 
salir de él. —¡Techo paternal! ¡A ti vuelvo, por fin, 
dulce nido de mi infancia! amables compañeros de mis 
juveniles años! ¡con qué gozo no os estrecharé contra 
mi corazón! ¡y á mi primita también, que hoy debe 
ser ya una real moza |—Exaltada por estas vivas imá- 
f£enes, su imaginación habia recobrado de momento 
la poesia y el frescor de la adolescencia. Desgraciada- 
mente cuando la carta llego al castillo, hacia veinticua- 
tro horas que el caballero dejara de existir. Habiase 
extinguido, la vispera, junto á la ventana, sentado en 
su sillón y oprimidas dulcemente sus manos por la 
marquesa y Magdalena. 

El mismo día de los funerales, cuando la tierra hubo 
cubierto lo que restaba en este valle de aquel sér ex- 
-celente que el azar hiciera gentil-hombre, y que el 
trabajo y la pobreza hicieran hombre, llevóse la mar- 
quesa á Magdalena, huérfana por vez segunda. 

—Hija mía—le dijo—tu obra no está concluida aún. 
“Todavia debes ayudarme á morir y cerrar mis ojos. 

Y ambas permanecieron largo tiempo estrechamen- 
te abrazadas. 

—¡Ah!—exclamó la marquesa;— ya que tú me has 
devuelto á mi hija, es justo que: yo sea para ti una 
madre. 

Desde aquel día vivió Magdalena en el castillo de 
Fresnes. Una semana antes de expirar, el caballero 
había entregado á la marquesa un testamento ológrafo 
por el que legaba á su sobrina su granja del Coudray, 
«le valor unos ochenta ó cien mil francos. Este docu- 


104 JULIO SANDEAU 


mento estaba concebido en términos afectuosos y con- 
movedores, revelando en unas cuantas lineas adora- 
bles toda la delicadeza dei testador. Cuando, para 
tranquilizar sin duda á Magdalena sobre su porvenir,, 
le confió la señora de Fresnes este precioso testimonio 
de la ternura de su tío, la joven, movida por un senti- 
miento de piadosa gratitud, lo estrechó contra sus- 
labios y contra su pecho, y luego, rasgandolo, deslizó. 
religiosamente aquellos fragmentos en su seno. 

—¿Qué es eso, hija mía, qué has hecho?—exclamo la 
marquesa, alarmada en apariencia y encantada en rea- 
lidad. 

—«¿Y usted, corazón noble, lo pregunta ?—respondió- 
sonriendo Magdalena.—No sé nada de la vida de Mau- 
ricio; únicamente presiento que ese joven debe nece- 
sitar de todos sus recursos, y mal reconoceria yo los 
beneficios del padre aprovechándome de una parte de 
la fortuna del hijo. Tenga usted la seguridad, señora, 
de que lo que acabo de hacer, está bien hecho. No: 
habria usted obrado de otro modo, en mi lugar. 

—Pero, mi pobre hija, ¡tú nada posees! No te acon- 
sejaré que fíes mucho en la abnegación de Mauricio. 
Cuando yo falte, lo cual no ha de tardar mucho, ¿qué 
va á ser de ti en el mundo? 

—Lo que pasa á los que sólo poseen buen ánimo y 
buena voluntad. Por ventura, y gracias á las buenas 
lecciones de usted, ¿no soy tan rica como lo era usted 
misma al llegar á Nuremberg? Confío en que Dios, que 
á la sazón auxilió á usted, no me abandonará y que lo- 
graré construir mi nido como construyó usted el suyo. 


MAGDALENA 105 


— ¡Vaya! eres una buena muchacha, tan buena 
como linda—añadió la marquesa cogiendo bruscamen- 
te entre sus dos blancas "y secas manos la cabeza de 
Magdalena, y llenando de besos su frente y su cabello. 

Esperábase de un día para otro á Mauricio, á quien 
la muerte de su padre habia herido como un rayo. 
Transcurrieron semanas y meses, y Mauricio no lle- 
gaba. En breve se supo que había otorgado poderes, y 
que su procurador se ocupaba en los quebraderos de 
cabeza que los muertos suscitan á los vivos. Había es- 
crito al principio á su prima una carta sín mucha efu- 
sión, aunque muy afable, y en la cual le ofrecia, sin 
entusiasmo ni malgrado, una amplia parte en la he- 
rencia de su padre, precisamente la granja del Coudray 
que la huérfana acababa de renunciar generosamente, 
por manera que, sin sospecharlo, Mauricio ofrecia á 
Magdalena lo que ésta le daba. Contestó la joven sen- 
ciilamente que, retirada junto á la señora de Fresnes, 
no necesitaba absolutamente nada, No insistió Mauri- 
cio: ¿dónde estaban sus buenas resoluciones ? Rete- - 
nido por el respeto y el remordimiento, tal vez no 
osaba afrontar aún la vista de un sepulcro cuya antici- 
pada ocupación podia, en rigor, echarse en cara. Agra- 
decianle esta reserva; no dudaban que más adelante 
llevaría á Valtravers la ofrenda de sus expiaciones. 

Mientras en Fresnes abrigaban cándidamente esta 
última esperanza, caian como granizo á algunos pasos 
de alli las hipotecas. Un año apenas había transcurri- 
do desde la muerte del caballero, cuando comenzo a 
propalarse por la comarca la noticia de que las tierras 


106 JULIO SÁAÁNDEATSU 


y el castillo de Valtravers iban á venderse en pública 
subasta. La marquesa y Magdalena se negaron rotun- 
damente á darle crédito y clamaron ¡calumnia !, como 
cada vez que se había tratado de defender á Mauricio 
contra las hablillas de la provincia. Cierto día, sin em- 
bargo, mientras daban un paseo por el bosque, ha- 
blando del cruel y querido ausente (pues, aun cuando 
le maldecian, no podían dejar de amarle) percibieron 
á través de la verja del parque, en las gradas de la es- 
calinata, á varios de los sirvientes del castillo depar- 
tiendo vivamente con numerosos campesinos, y mi- 
rándose unos á otros con aire consternado. Impelidas 
por secreto presentimiento y vehemente curiosidad 
encamináronse hacia la solariega mansión. 

—¡Ah! señora marquesa! ¡ah! señorita Magdalena! 
—clamaron á la vez todas aquellas buenas gentes— 
¡ah! ¡qué terrible desgracia para todos nosotros! Ha 
caido el rayo sobre nuestras cabezas; es la ruina de 
nuestra pobre vida. 

—¿Qué hay, hijos míos? ¿qué ha ocurrido? ¿qué os 
pasa ?*—preguntó la señora de Fresnes. 

—;¡Vea usted! ¡vea usted! señora marquesa. ¿Qué 
debe pensar de esto en el cielo nuestro bendito amo? 

Y con gesto azorado designaron la puerta y la facha- 
da del castillo deshonradas por inmensos cartelones 
con los timbres del fisco. Ya no cabía duda; eran los 
avisos de venta. 

Inclinó Magdalena la cabeza y dos lágrimas silencio- 
sas surcaron sus mejillas. Hasta entonces, no había 
comprendido gran cosa de lo que en torno suyo lla- 


MAGDALENA 107 


maban desórdenes y extravios de Mauricio. Asi, pues, 
en su fuero interno, le habia absuelto siempre. Esta 
vez, todos sus nobles instintos sublevados gritáronle 
implacables que su primo estaba perdido. En cuanto 
á la marquesa, sintió afluir á su frente toda la sangre 
de su corazón indignado, que no había enfriado la 
edad, corazón siempre joven, siempre ardiente. 

—No, hijos mios, no —contestó resueltamente; — 
mientras yo viva, estas tierras y este castillo no serán 
presa de los lobos cervales de la banda negra. No tole- 
raré que se dé tal gustazo á los necios y á los malos. 
Tranquilizáos pues, amigos míos. Seguiréis como 
antes: vosotros en vuestra granja donde nacisteis y 
vosotros en esta casa donde habéis crecido. Nada se 
alterará en vuestra existencia; fiad en mi y corred á 
consolar á vuestras mujeres y vuestros hijos. 

Dicho esto y sin perder momento, mandó recado á 
su notario y le entregó los titulos de la Renta que re- 
presentaban la mejor parte de su fortuna, mediante la 
cual, el dia de la venta, debía cubrir todas las pujas. 
Despertó pues la marquesa cierta mañana propietaria 
legítima de los dominios de Valtravers, lo cual no mo- 
dificó ni en un ápice sus hábitos, pues continuó vi- 
viendo con Magdalena en el castillo de Fresnes, donde 
había muerto su hija y donde quería ella morir. 

¡ Ay! fué aquel el último arranque de la amable y 
estimada marquesa. Desde hacía largo tiempo, sentia- 
se atraída dulce aunque imperiosamente por el alma 
impaciente de su viejo compañero. 

—¿ Qué quieres »—le decía á veces á Magdalena; — 


108 JULIO SANDEAU 


nunca nos habiamos separado. Sin hablarte del mar- 
qués á quien no conociste, juraría que el pobre caba- 
llero se fastidia allá arriba no viéndome á su lado. Mal 
me he portado haciéndole esperar tanto tiempo. Eso 
si, lo que me tiene en apuros es saber qué le voy á 
contestar cuando me pida noticias de su hijo. 

La vispera de su muerte, al volver en si de un pro- 
longado amodorramiento, volvió la marquesa el rostro: 
hacia Magdalena, que permanecia sentada á su cabe- 
cera, y le dijo: «Acabo de tener un sueño raro, que 
quiero contarte. Veia á Mauricio en el fondo de un 
abismo, Asquerosos reptiles rastreaban y silbaban á 
sus pies y el pobre muchacho hacia desesperados es- 
fuerzos para salir de aquel antro. Bien queria yo correr 
á ayudarle, pero mis pies parecian clavados en el sue- 
lo, y le tendía mis dos brazos impotentes, cuando de 
pronto te vi venir de lejos, tranquila y serena. Llega- 
da al borde del abismo, después de desatar la blanca 
manteleta que ceñía tu cuello y flotaba sobre tus 
hombros, la ofreciste sonriente á Mauricio, que se 
apresuró á cogerla; le sacaste de allí sin esfuerzo algu- 
no, y se apareció á nuestra vista radiante y transfigu- 
rado. Esto he soñado: ¿qué te parece, hija mía 2» 

Un pálido destello animó los labios de Magdalena, 
que permaneció pensativa y sin contestar. La marque- 
sa falleció al siguiente dia, ó por mejor decir, se ex- 
tinguió entre los brazos de la joven alemana, exhalan- 
do su alma hermosa á través de una sonrisa. 

— Hija mia — había dicho jovialmente pocas horas 
antes de expirar; —no te he olvidado en mi testamen- 


MAGDALENA 109 


to. Ya que tan aficionada eres á la miniatura, te dejo 
mis colores y mis pinceles. Procura con ellos encon- 
trar un marido. 

Efectivamente, al abrir el testamento, reconoció 
Magdalena que la señora de Fresnes había dicho ver- 
dad. Sólo que, á este corto legado, añadía la marquesa 
el castillo y las tierras de Valtravers, dejando todavía 
buena herencia á sus herederos naturales que, en 
verdad, no tenian de ello necesidad alguna. 

De esta suerte, la joven y hermosa niña pudo entrar 
como soberana en aquella mansión donde, una velada 
de otoño, cinco años antes, se habia presentado con su 
paquetito en el brazo. 


ENOSs deslumbrada de lo que pudiera creerse por 
(MD su nueva posición, volvió Magdalena piadosa- 
mente á aquel castillo, cuya servidumbre entera, que 
la habia visto crecer y que la amaba cordialmente, la 
recibió como á una reina, Alli vivió como en pasados 
tiempos, modestamente, sin ostentación, preocupada 
tan sólo de los seres confiados á su cuidado. Su auto- 
ridad demostróse unicamente por la profusión de be- 
neficios que derramaba en torno suyo; á no ser por 
esto, dificilmente hubiera podido sospecharse el acre- 


12 JULIO SANDEADU 


centamiento de su fortuna, creyéndose que todavía era 
la huerfanita recogida por su tio. Había declarado, 
desde luego, que no quería que sufriese ninguna alte- 
ración el antiguo tren de vida de la casa, y que desea- 
ba que todos los hábitos del buen caballero se respeta- 
ran, absolutamente como si no hubiese muerto y hu- 
biera de volver de un momento á otro. En cuanto á 
ella, no habia querido otra habitación que el cuartito 
donde transcurrieron los últimos dias de su adolescen- 
cia y los primeros años de su juventud. Cuando iban 
á recibir sus órdenes sobre algún asunto un poco gra- 
ve, nunca dejaba de consultarlo con sus sirvientes, 
para saber lo que hubiera decidido el caballero en aná- 
loga circunstancia. Si le ocurría aconsejar ó reprender 
(este último caso era muy raro), preparábase á ello con 
alguna frase por el estilo:—Creo, hijos mios, que el 
caballero, vuestro excelente amo, habría dicho ó hecho 
esto 0 aquello.—A menudo repetia que el mejor modo 
de honrar la memoria de los seres que hemos amado, 
es no hacer cosa que hubiera podido afligirlos, y pre- 
guntarse, antes de obrar, lo que les pareceria si aún 
estuviesen presentes. Por último, cuando hablaba de 
Mauricio, era con respeto y como de un joven rey, 
cuyo reino administraba durante su menor edad. Era 
menos reina, que regente. 

Habiéndose extendido por todo el país el rumor de 
su prosperidad, no tardaron en afluir pretendientes á 
su mano. Valtravers habiase convertido en una Meca, 
ó en una especie de Santo Sepulcro, designado á la 
ferviente piedad de todos los solteros del departamen- 


MAGDALENA 113 


to. Durante algunos meses vióse una larga hilera de 
peregrinos, dirigiéndose al santo Jugar para practicar 
sus devociones. Pequeños hidalgúeios, gentil-hombres 
arruinados, hijos de familia, jovenes y viejos, unos en 
su calesín de mimbre, otros en su rancia berlina, otros 
cabalgando delgaducho rocinante, acudieron de todos 
los ámbitos del horizonte, recitando sus padre-nues- 
tros. Si bien formal y pensadora, poseía Magdalena 
ese franco buenhumor, que procede naturalmente de 
una conciencia pura, de un corazón recto y de un es- 
piritu sano. Contestó á aqueilos fieles que era un es- 
pectáculo edificante el ver á una pobre huérfana con- 
vertida de improviso en objeto de un culto tan puro y 
de una abnegación tan desinteresada. Ya había oído 
decir en Alemania que Francia era la patria de las 
almas piadosas y de los corazones generosos; pero 
nunca hubiera creído, á no verlo, que llevase á tal 
punto la religión del infortunio. Conmovida profunda- 
mente, sólo una cosa sentia, y era encontrarse bastan- 
te dichosa en su humilde estado para no querer tro- 
carlo con la rara fortuna que iban á ofrecerle. De esta 
guisa viéronse despedidos, sucesivamente, aquellos. 
devotos y pios personajes. 

Por lo demás, siempre Magdalena había contestado 
formalmente en el mismo sentido cada vez que el ca- 
ballero ó la marquesa le habian hablado de casamiento. 
La muchacha habia decidido no casarse nunca. Si tal 
era'su gusto, lo apruebo, no sabiendo comprender ese 
tantillo de ridiculez con que se tilda á las solteras en- 
vejecidas en el celibato. ¿Será acaso un marido una 


8 


114 JULIO SANDEAU 


droga tan indispensable y tan rara á la vez, que no 
pueda una mujer pasar sin ella, corriendo al mismo 
tiempo el riesgo de no encontrarla? No hay criatura 
fea o pobre que no la haya encontrado en su camino; 
mas yo estimo á la que se resigno á envejecer en la 
soledad, antes que consentir en un mal enlace de su 
corazón ó de su espiritu. 

Libre de sus pretendientes, continuó viviendo Mag- 
dalena en su retiro, compartiendo sus dias entre los 
cuidados de su pequeño imperio, el ejercicio de la be- 
neficencia y el cultivo de sus predilectas artes. Había 
exhumado de la biblioteca de su tio algunos viejos y 
buenos libros, que acabaron de madurar su inteligen- 
cia. En su gravedad sonriente, en su tranquila y se- 
rena belleza, representaba, á los veintiún años, la 
gracia y la razón, el buen sentido y la poesia, parecida 
á las flores que aspiran el jugo de la tierra por las rai- 
ces de su tallo y que beben al mismo tiempo en su 
embalsamado cáliz el rocío del cielo. Era también pia- 
dosa y cada domingo concurria á la misa de Neuvy- 
les-Bois. Visitaba de buen grado la maligna aldea que 
la vió tan abandonada, y donde, en la actualidad, tenía 
sus pobres y sus huérfanos que la llenaban de bendi- 
ciones. Al salir de la iglesia, pocas veces dejaba de 
entrar en casa de la buena campesina, que tan carita- 
tivamente le ofreciera beber de la leche de sus vacas. 
Por lo que toca al señor Perico, jamás pudo conseguir 
amansarlo. Ya fuese porque en su presencia se sentia 
abrumado de remordimientos, ya más bjen por miedo 
de que no le reclamara la moneda de plata que había 


MAGDALENA 115 


«ganado con su buen proceder, el muy bribón se lar- 
gaba a todo correr en cuanto la percibía. 

Cuando los fúnebres matices que la muerte deja en 
pos de sí se hubieron disipado en derredor de Magda- 
lena, cuando el tiempo hubo trocado en sonrientes 
sombras los espectros de su dolor, la joven hubiera 
podido considerarse feliz entre todas, á no asediarla 
sin tregua una preocupación en el seno de su ventura. 
¿Qué hacia Mauricio + ¿qué era de él? Desde la muerte 
de su padre, no habia dado señal de vida sino por el 
escándalo de sus desórdenes, siempre crecientes. An- 
tes de tomar posesión de Valtravers, cediendo á los 
impulsos de una delicadeza, que sin dificultad adivi- 
narán las almas selectas, y que en vano intentarian 
comprender los espiritus mediocres, Magdalena le ha- 
bía dirigido una carta, excusándose de su fortuna. 
Esta carta, que Mauricio debía de llevar respetuosa- 
mente á sus labios, á no ser que en su pecho se hubie- 
se extinguido todo sentimiento de virtud, habia que- 
dado sin contestar. Y sin embargo, á pesar de motivos 
tantos para desterrarle de su corazón, a pesar de lo 
que hubiese hecho y de lo que de él hubiesen dicho, 
preocupábase todavia Magdalena del malaventurado 
joven con inquieto y torturado pensar; velale, en 
sus sueños, tal como aquella tarde de otoño en que, 
por vez primera, le habja abierto la puerta del hospi- 
talario hogar. En aquel tiempo, no pasaba de ser una 
niña; pero en esa edad, en que nosotros los hombres 
sólo acabamos de salir de los juegos de la cuna, quién 
sabe lo que germina ya en esotros corazones de quince 


116 JULIO SANDEAU 


años! Las muchachas no tienen infancia, y por joven: 
que sea su mujer (á menos de haberla visto nacer y 
desarrollarse) ningún marido puede lisonjearse de ha- 
ber aspirado el primer perfume de su alma. 

Dios, que ve formarse el diamante en las entrañas de 
la tierra y abrirse Ja perla en los abismos del Océano, 
Dios únicamente ha podido saber lo que pasó en el 
seno de nuestra heroina desde el primer encuentro. 
Magdalena se habia resistido largo tiempo á creer que 
Mauricio hubiese degenerado tanto como aseguraban. 
Largo tiempo le habia defendido contra todos, hasta 
contra su padre, tan indulgente, y contra la marquesa, 
tan bondadosa. Por último, cuando después de haber 
visto abreviados los dias del caballero y sacado á pú- 
blica subasta el dominio de los abuelos, hubo de ren- 
dirse á la evidencia, no por ello habia dejado de ser 
aquel joven el secreto pensamiento, la oculta novela 
de su vida. Tales preocupaciones habian redoblado en 
intensidad desde que Magdalena, aposentada en Val- 
travers, volvía á encontrar á cada paso las huellas vi- 
vientes de aquella juventud que conociera ya tan im- 
petuosa, pero tan simpática todavía en sus arrebatos. 
Ninguna modificación había sufrido, desde su partida, 
la habitación que ocupara en el paterno hogar. Alli 
Magdalena pasaba á menudo horas largas, tristes á 
veces, y otras, encantadas. En el parque sentábase al 
pie de los árboles que habia plantado Mauricio. Cuan- 
do cruzaba el patio del castillo, los perros de caza acu- 
dian solicitos á lamer sus manos. Cuando se dirigía á 
las riberas del Vienne, percibía por encima de los se- 


MAGDALENA 117 


10s los caballos que él había montado y que pacian li- 
bres en los abundantes prados. La selva entera estaba 
Jena de su sola imagen. Más aún: vivia en Valtravers 
una buena y apreciable criatura que nunca se habia 
ausentado del castillo donde nació casi al mismo tiem- 
po que Mauricio. Los dos se habian nutrido con la 
misma leche, lo cual, en nuestras provincias, establece 
“siempre entre los muchachos cierta fraternidad, El 
«caballero, que la profesaba cordial cariño, había hecho 
dar una especie de educación á esta niña, que tuvo el 
raro acierto de aprovecharla muy poco y de seguir 
siendo buenamente lo que la naturaleza la hiciera: 
limpia, activa, avispada, complaciente, de franco ha- 
blar, regocijando á los ojos por su bella salud y recor- 
dando de lejos'á Dorina y á Marineta. No se le sabía 
más defecto que el ser á veces demasiado expresiva 
en la efusión de sus sentimientos, naturalmente exal- 
tados. No era amor lo que sentía por su hermano de 
leche; era una verdadera adoración. Parecíale muy 
puesto en orden que se hubiese comido su patrimonio 
á su gusto y sólo se admiraba de una cosa: que hu- 
biera quien se permitiese dudarlo. Si en lugar de ven- 
derlo, hubiese prendido fuego al castillo de su padre, 
sin vacilar habria Úrsula declarado admirable el acto. 
Si á guisa de distracción hubiese mandado asar en las 
parrillas á sus colonos, la muchacha habria juzgado, 
cuando más, singular el caso. Desde un principio con- 
<ibió por Magdalena un cariño análogo. En cuanto 
supo que una alemanita huérfana, prima de Mauricio, 
acababa de llegar al castillo, había volado á su encuen- 


118 JULIO SANDEAU 


tro, abalanzandose á sus brazos y anegándola casi con: 
sus lágrimas. Era hermosa, sobre todo cuando la ser- 
vidumbre o los mozos de granja fingian dudar ante 
ella de las virtudes del joven caballero. Un trompicón 
acá, una bofetada allá, le costaban un bledo: tenía fir-- 
mes los puños, y con ella no osaban habérselas los más: 
atrevidos. Complaciase Magdalena en charlar con esta 
buena muchacha. ¿Qué atractivo la impulsaba? no 
hay para qué decirlo. Como Úrsula, por su parte, no: 
tenia mayor ventura que oir hablar de su señorito, la 
cosa marchaba como por un carril. Raro era el día en 
que Magdalena no la llamara. Y sentadas las dos junto 
al alféizar de la ventana, una bordando y la otra echan- 
do zurcidos, en breve salía Mauricio á colación, Úrsula. 
comenzaba narrando los primeros años del joven. Era 
lo mismo siempre; pero lo que una no se cansaba de 
oir, la otra mo se cansaba de contar. Remontando el 
curso de los recuerdos, llegaban insensiblemente á la 
hora presente. Úrsula presentaba á su hermano de le- 
che como cordero sin mancha, y auguraba su próximo- 
regreso. Magdalena movia la cabeza, Sin embargo, la 
granja del Coudray no había sido puesta en venta; de 
consiguiente, Mauricio no habja dado un adiós eterno- 
al pais. 

También se extinguió esta esperanza postrera, Cier- 
to día llegó la noticia de que iba á venderse la granja. 
dei Coudray; y como una desgracia nunca va sola, 
aquel dia mismo un acontecimiento imprevisto sem- 
bró el trastorno y la consternación en la pequeña colo-- 
nia. Presentóse un procurador á prevenir á Magdalena 


MAGDALENA 119 


que un sobrino de la señora de Fresnes, á quien supo- 
nian muerto desde muchos años, había reaparecido 
en la comarca, impugnando el testamento de su tía 
y que desde aquel instante comenzaban las hostilida- 
des. 

Poco tiempo después, paseaba Magdalena una tarde 
por las avenidas del parque. Caminaba lentamente, 
sola, triste, preocupada. Si bien era imposible prever 
el resultado del pleito, y aun cuando le desagrada- 
ban los enojosos cuidados que esta clase de asuntos 
lleva consigo, no era la preocupación de su fortuna lo 
que tan conmovida la tenia. Su primer impulso había 
sido salir del castillo, erguida la frente; y si se resignó 
á defender sus derechos, sólo fué por respeto á la me- 
moria de sus bienhechores. Actualmente, sucediera lo 
que sucediese, habia cumplido su deber. Lo demás la 
inquietaba poco. ¿Qué le importaba en lo sucesivo 
aquelia mansión, á donde jamás volveria Mauricio? 
Nunca la había considerado ella sino como propiedad 
de su primo; durante tres años, el ensueño de su vida 
y el gozo de su alma se cifraron en pensar que llegaría 
un día en que el hijo pródigo recobrara, por su media- 
ción, los dominios de sus padres. 

Entre tanto ¿él, qué hacia? Al doblar una calle de 
árboles, la joven le vió ante si. Era él, en verdad, era 
Mauricio; pero tan pálido, tan cambiado, que parecia 
su espectro. Efectivamente, ya no era ¡ay! sino la 
sombra de si propio. Magdalena, fuera de si, quizo lan- 
zarse á sus brazos; su emoción zozobró contra la gla- 
cial actitud de aquella huraña figura, Después de haber 


120 JULIO SANDEAU 


observado que la tarde era fresca, ofreció á su prima 
acompañarla al castillo. Mientras en su brazo temblaba 
Magdalena, andaba él con paso firme. Subió, sin vaci- 
lar, las gradas de la escalinata. Sólo cuando entró en 
el salón y en cuanto Magdalena le hubo dicho:—¡Aquí 
murió vuestro padre! pareció que se le dobiaban las 
piernas, y ocultó el rostro entre sus manos.—¡ Ah! 
¡eres tú!l—dijo á Ursula, que le ahogaba á abrazos. 
Después de algunos cumplimientos triviales á su pri- 
ma, contó que, próximo á emprender un largo viaje, 
del que esperaba no regresar, había querido ver, por 
vez postrera, la casa de su padre y dar un adiós á 
cuanto había amado. Al cabo de una hora retiróse á su 
cuarto, por haber exigido Magdalena que no pensara 
en buscar otro albergue, 

—¡Ah! ¡desventurado! ¡desventurado!-—exclamó 
ella, deshaciéndose en llanto y estallando en sollo- 
zOS, 

En cuanto á Úrsula, parecía transformada en piedra. 

Mauricio, al ir á Valtravers, estaba decidido á no 
pasar alli sino unas horas; debía partir en seguida, 
volviendo á París para arreglar sus asuntos y termi- 
nar los preparativos del largo viaje que meditaba. Ce- 
diendo á las vivas instancias de su prima, consintió en 
pasar algunos dias á su lado. En este tiempo pudo 
Magdalena observar los estragos operados en aquel 
joven, menos aún en la figura, que en el corazón y en 
el espíritu. Vióle á menudo sombrío, taciturno, bur- 
lón, raras veces afectuoso y bueno. Sin embargo, pa- 
reció preocuparse de los intereses de su prima. Cierta 


MAGDALENA 121 


noche, para tranquilidad de su conciencia, hojeó por 
encima los papeles del proceso, opinó que el asunto 
estaba en buen terreno y declaró, sin saber nada, que 
era pleito ganado. 

—A vos incumbe eso, primo—dijo la joven son- 
riendo. 

—¿A mi, prima > 

—«¿Ignoráis que, después de la muerte de vuestro 
padre, estos dominios no han cambiado de dueño ? 

—;¡Oh, Dios mío, prima !—replicó Mauricio con tono 
indiferente—ese sería un acto de generosidad perdida. 
Debo deciros que aun cuando poseyera todos los casti- 
llos de Francia, no seria por ello más dichoso. 

—Según eso, sois desgraciado, Mauricio?—preguntó 
la joven con voz tan dulce y triste, que hubiera ablan- 
dado un corazón de roca. 

— ¡Yo, prima! si soy el hombre más feliz del 
mundo! 

La mañana siguiente, supo Magdalena que Mauricio 
se había marchado sin despedirse. Verdad es que, á 
su arribo á Paris, la escribió, excusándose de tan 
brusca partida. Dos meses después, volvió á escribir. 
Sus preparativos estaban terminados; dentro de quin- 
ce días emprendia su viaje. Bajo una apariencia bur- 
lona, las dos cartas denunciaban el malestar de su 
alma. La última, sobre todo, respiraba sombrío des- 
aliento y esperanzas más sombrías aún. Al leer la pri- 
mera, Magdalena sintióse triste hasta casi morir; la 
lectura de la segunda la dejó helada de espanto. 

En el ínterin, seguia su curso el pleito: todos los 


122 JULIO SANDEAU 


piadosos peregrinos, cuyos votos había rechazado Mag- 
dalena, regocijábanse ya del mal cariz que tomaban 
los asuntos de la alemanita. La única que de ello nose: 
preocupaba era Magdalena. 


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ONFORME lo anunciara, disponiase Mauricio á em- 
Q prender un viaje, muy largo en efecto, pues de to- 
dos los que lo han emprendido, ninguno ha regresado 
aún, y que, á la hora de partir, los más intrépidos han 
sentido helarse su corazón y palidecer de espanto su 
frente. Tenia tomadas todas sus disposiciones ; sólo le 
restaba dar un eterno adiós á este mundo que iba á 
dejar por otro mundo mejor, según aseguran y según 
es dado creer, sin por ello presumir demasiado de la 
bondad de Dios. A tal extremo habia llegado Mauricio 


124 JULIO SANDEAU 


por una pendiente insensible, pero fatal. Es una histo- 
ria tan sabida, tan comun, tantas veces narrada por 
voces más elocuentes que la nuestra, que bastará bos- 
quejar sus más salientes rasgos. 

Ved á ese joven; apenas tiene veinte años, Entra en 
la vida que hasta ahora solamente entrevió al través de 
las encantadas soledades donde ha crecido. Su infan- 
cia se deslizó á la sombra del techo paternal, en la pro-. 
fundidad de los valles. La naturaleza le meció en su 
seno; Dios colocó en torno suyo únicamente nobles y 
piadosos ejemplos. Vedle ahí avanzando, escoltado por 
el risueño cortejo que lleva en pos de si la juventud. 
En su frente reside la gracia; la ilusión anida en su 
seno; como una flor abierta bajo el cristal de la onda, 
se ve en el fondo de su mirada la belleza de su alma. 
Cree candidamente, y sin esfuerzo, en todas las pasio- 
nes honradas, en las ternuras sin fin que se perpetúan 
más allá de la tumba, en los juramentos cambiados á 
la claridad de las noches serenas, Sólo una ambición 
tiene: el amor! ¡Pues bien! mientras os preguntaréis 
bajo qué hálito asaz embalsamado acabarán de florecer 
tan preciosos tesoros, mientras procuraréis averiguar 
cuál es la Beatriz cuya mano asaz pura osará coger 
esta virginidad encantadora, todo ello es presa ya de 
algún corazón vicioso y corrompido. Las Beatrices 
nunca llegan á tiempo, y cuando por fin el ángel se 
presenta, sólo le es dado espigar el campo donde el 
demonio cosechó. 

Tal fué la primera experiencia que hizo Mauricio 
del mundo y de la vida. Algunas mujeres (y éstas son 


MAGDALENA 125 


raras) han recibido del cielo el dón de ennoblecer y 
fecundar cuanto las rodea; hasta el mismo dolor que 
de ellas nos viene es bendito. Otras, por el contrario, 
mucho más numerosas, tienen la funesta propiedad 
de esas aguas que petrifican en breve tiempo todos los 
objetos depositados en su seno. Malhadado ¡ay! tres 
veces malhadado el joven confiado y crédulo que se ve 
poseido del encanto fatal, tan á menudo difundido en 
torno de esas criaturas engañosas! Allí perdió Mauri- 
cio la mejor porción de si mismo; y como es achaque 
de las almas débiles y ardientes tocar todos los extre- 
mos, de alli salió insultando á la humanidad entera. 
Si hay nobles corazones que adquieren nuevo vigor y 
se purifican en la sangre misma de sus heridas, hay 
atros que se agrian y acaban por corromperse. Nada 
mejor creyó Mauricio que meterse de lleno en esa filo- 
sofía burlona que consiste en zaherir los sentimientos 
que se llaman exaltados, y en considerar como quime- 
ras todo lo que no entra en el circulo de los goces ma- 
_teriales: filosofía de antesala, reservada antaño á Jos 
criados de comedia y que ciertos talentazos de nues- 
tros días han pretendido trocar en doctrina de la ra- 
zón, en teoria del buen gusto y de la elegancia. Estas 
almas abortadas no tienen más ocupación que rebajar, 
á diestro y siniestro, todo cuanto enaltece á la natura- 
leza humana, estimando que las palabras poesia, he- 
roismo, amor, patria y libertad sólo se inventaron 
para distracción de su medianía. Mauricio fué, en 
breve, uno de los discipulos más fervientes de este 
burlón escepticismo. Una vez sobre esta pendiente, se 


126 JULIO SANDEAU 


camina aprisa. Al principio uno se persuade con faci- 
lidad de que la cosa no pasa de juego, y, en efecto, du- 
rante largo tiempo, es un juego en realidad, Por más 
que se le diga para probar lo contrario, uno tiene 
siempre en si, en toda su virtualidad, esos sentimien- 
tos de que tan menguado caso hizo. Sabe que, si llega 
la ocasión, volverá á encontrarlos y que al primer lla- 
mamiento algo formal, ninguno dejará de presentarse. 
Con tal seguridad, descansa, sin percibir que con esas 
fanfarronadas de vicio, con esas albaracas de incredu- 
lidad, el sentido moral se degrada, y por fin, el día 
menos pensado descubre que, á fuerza de sentirse 
burlados y zaheridos, esos sentimientos con los cuales 
contaba como con un capital de reserva, han tomado 
el partido de liar el petate y de largarse callandito, 
Asi, después de haber comenzado por valer más, en 
el fondo, de lo que uno se placia en dar á entender, 
acaba por ser en realidad lo que parecer quiso. 
Todavía el corazón de Mauricio volvía de vez en 
cuando sus miradas hacia Valtravers; pero demasia- 
dos lazos le ataban y oprimian por todas partes. Meti- 
do ya el pie en las malezas de la vida, difícil es salirse 
de ellas. Las cartas de su padre irritábanle sordamen- 
te; aun cuando tiernas y muy maternales las observa- 
ciones de la buena marquesa, le hacían sonreir de lás- 
tima Ó botar como león herido. Era muy de moda, 
entre la juventud de entonces, estimar en muy poco 
lo que antaño tuvieron la debilidad de venerar en La- 
cedemonía. La Restauración tocaba a su fin; acercá- 
base á pasos de gigante esa crisis social que se anun- 


MAGDALENA 127 


ciaba como debiendo cambiar la faz del mundo, y no 
creo que en época alguna se haya llevado más adelan- 
te que entonces el desprecio de toda regla y la ausen- 
cia de todo respeto. Sin advertirlo, hallábase im- 
pregnado Mauricio de ese espíritu de rebelión que 
imperaba en la atmósfera y hacia el cual le impelían 
naturalmente los ardores de su sangre y el arrebato 
de su carácter, ¡ Ay! cuán distinto era ya este joven 
del que conocimos ornado de tantas gracias € ilusio- 
nes, afectuoso, simpático, bondadoso con todo el mun- 
do! Y es lo que pasa con estas organizaciones poéticas 
y frágiles como el cristal, suave al tocar mientras se 
halla intacto, y cortante en cuanto se halla roto. 

Entre tanto Mauricio recorría el empedrado de Pa- 
ris, comiendo su trigo en flor y cultivando su inteli- 
gencia lo absolutamente preciso para no pasar por un 
recién llegado del Congo, Al revés de los grandes co- 
razones, que al sentirse heridos profundamente, se 
refugian en la soledad para curarse en secreto Ó aca- 
bar de morir, habíase lanzado á cuerpo descubierto 
al torbellino de las distracciones vulgares. El ocio y el 
hastío que subsiguen á las borrascas de la pasión, le 
sumieron más y más en el cieno. Singular remedio 
para las heridas del alma, el que consiste en lavarlas 
con el fango del arroyo! Digno es de compasión el 
joven que no sabe respetar su dolor; ultrajándolo, da 
prueba de que no merecía ser feliz. Hermoso, genero- 
so, pródigo, no tardó éste en conquistarse un nombre 
en ese mundo equivoco, donde se han refugiado las 
costumbres de la Regencia, menos la elegancia de sus 


128 JULIO SANDEAU 


maneras y el atractivo de su cortesía. Se habló de sus 
duelos y de sus caballos, de sus deudas y de sus con- 
quistas. De tumbo en tumbo, encontróse un día frente 
á frente con la disolución. Contempló impávido al 
monstruo y le dió á devorar el resto de su juventud. 

En el seno de tamaños desórdenes sorprendióle la 
última carta paternal. Era una carta bella y conmove- 
dora, sin vana cólera ni pueril declamación. Al leerla, 
sintió Mauricio despertar, bajo el aguijón del remor- 
dimiento, todos sus nobles instintos. A aquella voz 
augusta y cara, estallaron sus sollozos, brotó de sus 
ojos un raudal de lágrimas y surgió por fin un grito 
de amor de aquel pecho silencioso y cerrado largo 
tiempo. Iba á partir, partía, arrancábase á funestos 
abrazos cuando supo que su padre habia muerto. Jó- 
venes y llenos de vida, á menudo olvidamos en la 
ausencia que los dias de nuestro padre están contados; 
aplazamos meses y meses el darle testimonios de nues- 
tra ternura y casi siempre aportamos sobre una tum- 
ba, con nuestro llanto, la ofrenda de una piedad tar- 
día. 

Mauricio quedó aterrado. Se le declaró una fiebre 
grave, con delirio. So pretexto de consolarle, sus ami- 
gos, mejor dicho, sus cómplices, se agolparon á su Ca- 
becera de tal modo, que el golpe que al parecer debia 
acabar de romper los malos lazos, sólo sirvió para es- 
trecharlos más. Por otra parte, ¿qué hubiera ido á ha- 
cer en Valtravers ? Después de inútiles esfuerzos para 
domarlo y subyugarlo, encontró más fácil abandonarse 
al cenagoso torbellino que le arrastraba. Y en verdad, 


MAGDALENA 129 


es ruda de remontar esa corriente de tan fácil descen- 
der; en verdad, la sima á donde conduce tiene extra- 
ñas fascinaciones, ignoradas de los que sólo han nave- 
gado en aguas puras y apacibles. Sin embargo, la 
realidad, cada vez más amenazadora, comenzaba á 
hostigarle. Multiplicábanse los apuros en torno suyo, 
porque el desorden de los sentimientos conduce en 
dlerechura á todos los desórdenes. Para apaciguar la 
hidra de la deuda y colmar el abismo abierto á sus 
pies, hubo de resignarse forzosamente Mauricio á 
vender en subasta el castillo donde naciera y Jos domi- 
nios de sus padres. Asi, insensiblemente, vino á mez- 
clarse con ese grupo de calaverones insignes que se 
ven en Paris, sin patrimonio, sin carrera y sin posi- 
ción, jugando fuerte, dándose la gran vida, aplastando 
con su fortuna inexplicada á las gentes de bien á quie- 
nes desprecian, y las cuales ¡á Dios gracias! les pagan 
Con creces. 

Por más que se intente eludirlo, llega inevitable- 
mente una hora en que, como acreedor implacable, el 
«destino llama á nuestra puerta, con su cuenta en la 
mano. En vano, cuando se presenta, pretendemos re- 
novar la escena de Don Juan: fuerza es, quieras que 
no, someterse y, en el acto, saldar las cuentas. Se ha 
dicho y repetido que el hombre es juguete del azar. 
Por mi parte, no conozco lógica más extricta € inflexi- 
ble que la de la vida humana. Todo se enlaza en ella, 
todo se encadena; para quien sabe desentrañar las 
premisas y aguardar con paciencia la solución, es cier- 
tamente el más riguroso de los silogismos. Así, pues, 


9 


130 JULIO SANDEAU 


para Mauricio lo que debia acontecer, aconteció; la 
hora fatal sorprendióle arrinconado en un callejón sin 
salida, ni más escapadero que el suicidio ó la des- 
honra. 

Era un alma pervertida, pero no un alma perversa. 
En sus mayores desórdenes habiase podido encontrar 
en él el sello de su orígen, y aun cuando singularmen- 
te alterada, la marca de una grandeza nativa. En un 
mundo en que la pobreza de la educación se pavonea 
entre el lujo del mueblaje, en esa turba de advenedi- 
zos, donde, como en las Preciosas ridículas, pueden 
verse palafreneros dándose el tono de marqueses, nues- 
tro joven había aportado maneras elegantes y caballe- 
rescas, y un espiritu fiero y osado. En la noche profun- 
da donde se extravió, habia lanzado vívidos destellos. 
Entre las dos salidas que se le ofrecian, no titubeo. 
Desde luengo tiempo, su suicidio moral estaba consu- 
mado; sólo le faltaba amortajarse; y el tétrico tedio 
que le dominaba, el hastío que de si propio sentía, 
más aún que de las cosas, debian impulsarle tarde ó 
temprano á ese vulgar desenlace, fácil de prever en 
una época en que no era raro encontrar á muchachos 
de veinte años desesperados de la vida. 

Tomada su resolución, y demasiado orgulloso hasta 
en su rebajamiento para consentir en dejar la vida 
como un deudor insolvente que huye ante los algua- 
ciles, puso en venta su granja del Coudray, que hasta 
entonces se habia abstenido de tocar, únicamente en 
vista de Magdalena, pues si bien sólo guardaba en su 
pecho una imagen casi desvanecida de su prima, ha- 


MAGDALENA 131 


bía previsto el caso en que esta muchacha se viese 
reducida á la pobreza. Tranquilo ya, no ignorando 
que Magdalena era legitima propietaria de los domi- 
nios de Valtravers, enajenó, para saldar las nuevas deu- 
das contraídas, el único y postrero resto de la herencia 
paterna; después, cediendo á esa vaga necesidad de 
emociones que jamás. se extingue en nosotros, quiso 
ver otra vez, antes de morir, el rincón de tierra donde 
habia nacido. 

Este regreso al pais natal, con el que tal vez contara 
para reavivar en él su juventud, sólo sirvió para mos- 
trarle, en toda su estéril desnudez, el empobrecimien- 
to de su sér. Apenas reconoció los senderos donde 
tantas veces habia paseado entre la marquesa y el ca- 
ballero; volvió á ver sin emoción aquella hermosa na- 
turaleza que tanto amara, y que contemplara joven y 
bello como ella. Cuando fué á sentarse en el umbral 
de la casa donde su padre había fallecido, ni una sola 
lágrima brotó de su párpado seco. ¡Justo castigo de las 
almas marchitas que, después de haber ultrajado cuan- 
to hay de santo y respetable en la tierra, se proponen 
ir un día á apagar su sed en el manantial de las emo- 
ciones puras! En vez de agua, encuentran guijarros. 

Creer que aquel joven iba á regenerarse al contacto 
de esa suave criatura á quien llamamos Magdalena, 
hubiera sido equivocarse singularmente y prepararse 
amargas decepciones. Levita grosero del culto de la 
belleza sensual, ¿cómo podía comprender aquella be- 
lleza virginal ? No sólo, al volverla á ver, no se sintió 
tocado de tanta gracia, sino que, después de haberla 


132 JULIO SANDEAU 


examinado detenidamente, como hubiera podido ana- 
lizar un mármol ó lienzo, reconoció que su prima ca- 
recia resueltamente de carácter. Todo cuanto experi- 
mentó á su lado redújose á ese vago sentimiento de 
sujeción y embarazo que sienten casi todos los disolu- 
tos cuando por azar se encuentran junto á una mujer 
casta. Insensible desde largo tiempo al enternecimien- 
to de las despedidas, partió una mañana como había 
venido, sin decir nada á nadie. 

De regreso en Paris, apresuróse á poner en orden 
sus asuntos. Ya, antes de su partida, había reformado 
su casa, despidiendo á la servidumbre y vendiendo 
sus trenes. El precio del Coudray canceló sus postre- 
ras deudas. Hecho esto, encontróse posesor de un mi- 
llar de escudos; era más de lo necesario para llegar 
al término del viaje. Libre de todo cuidado, vivió 
aparte, decidido á sepultarse en el retiro los pocos dias 
que le restaba pasar en el mundo. Si había vivido 
mal, queria al menos morir bien; es decir, con digni- 
dad, pues no crela en nada y el desdichado no se pre- 
ocupaba más de Dios que de los hombres. Ni aun la 
imagen de Magdalena iluminó con un pálido reflejo el 
ocaso anticipado de su vida. En su cobarde egoismo no 
recordó que un proceso ponia gravemente en tela de 
juicio la fortuna de su prima y su destino entero. 

Acercábase la hora. Si aún esperaba, no era por 
debilidad, ni vacilación ; sólo si, después de tantas fa- 
tigas y vanas agitaciones, adormeciase saboreando la 
calma y el silencio que reinan en torno de la pobre 
alma humana cuando, próxima á partir y cumplida su 


Acercábase la hora. 


MAGDALENA 135 


tarea, sabe que nada le queda que hacer en este valle 
de lágrimas. En breve, todo pareció anunciar en él la 
decidida resolución de un fin inmediato. Habia escrito 
á Magdalena la carta de postrera despedida, Cargadas 
estaban sus pistolas; mas de una vez habia apoyado 
-contra su frente los labios de bronce, como para acos- 
tumbrarse al beso helado de la muerte. Por último ( y 
en esto hubiera podido verse que tocaba al momento 
supremo), ocupóse en destruir todos los vestigios de 
su pasado, á fin de no dejar más que un cadáver á los 
«<omentarios de la curiosidad. 


VII 


DS de salir aquella mañana de París, había re- 

gresado por la tarde, transcurrida la jornada en 
divagar por los bosques de Lucienne y del Celle. Nun- 
ca la vida había gravitado sobre él con tan rudo peso, 
ni jamás habia sentido tan profundamente la nada de 
su corazón, el agotamiento de sus facultades. De re- 
greso en su habitación, cogió un cofrecito y lo abrió; 
contenía las cartas que recibiera en tiempos mejores, 
hacinadas confusamente, sin más orden ni cuidado 
que el que aportara á la distribución de toda su exis- 


138 JULIO SANDEAU 


tencia. Cartas de familia y cartas de amor, flores mar- 
chitas, cintas descoloridas, rizos de cabellos, alli se 
veía todo el poema de su juventud. Cuando con mano 
menos piadosa y conmovida de lo que nos pluguie- 
ra decir, levantó la tapa, si bien inaccesible desde 
larga fecha á las sensaciones de esta índole, no pudo 
menos de estremecerse al perfume de los dias felices 
que se exhalaba como soplo primaveral. Entre las po- 
cas cartas que volvió á leer, antes de entregarlas, una 
por una, á la llama, deslizó precisamente el azar la que 
su prima le escribiera antaño, á escondidas del caba- 
Jlero y de la marquesa, y que él dejó sin contestar. 
Por vez primera, la leyó de cabo á rabo, sonriendo á 
intervalos por la encantadora candidez que respiraba. 
Cuando el fuego lo hubo consumido todo, retiró Mau- 
ricio del cofrecillo un medallón, contemplándolo largo 
rato con aire sombrio. Al tomarlo, habiase estremecido 
como al contacto de una víbora. Reconociéndolo, apo- 
deróse de él un temblor nervioso, cubrióse su frente 
de tempestades y brotaron siniestros relampagos de 
aquellos ojos, apagados poco há en el fondo de su ór- 
bita. Era el retrato de.la primera, de la única mujer 
amada. La figura era bella, de belleza lúgubre y fatal: 
examinándola con detención, creiase ver una esfinge 
misteriosa, proponiendo á los viandantes su corazón 
por enigma y devorando á los insensatos que se pre- 
sentan á descifrarlo. Después de algunos minutos de 
huraña contemplación, con un movimiento de rencor 
y cólera, arrojó Mauricio lejos de sí el delgado y frágil 
marfil que fué á estrellarse contra la plancha de la 


MAGDALENA 139 


chimenea. Extenuado por este último esfuerzo, había- 
se dejado caer sobre un diván, ocultando el rostro en- 
tre las manos. Y al levantar la cabeza divisó, de pie 
ante él, á Magdalena que le contemplaba con triste y 
dulce sonrisa. Pensó, de pronto, gue era una ilusión 
de sus sentidos excitados; por un momento creyó ver 
al ángel de la muerte que había acudido á asistirle; 
pero no era ya hombre capaz de detenerse largo tiem- 
po en tan poéticas imágenes. 

—¡Vos! ¡vos, Magdalena! ¿qué me queréis? ¿qué 
ocurre? ¿qué capricho ó más bien qué interés os trae? 
De todos modos, no es éste vuestro sitio, 

—Si, primo mio, si—contestó la joven sin parecer 
turbada ni sorprendida por estas palabras, dichas con 
acento breve y casi brutal.—Sí, soy yo, ó mejor dicho 
somos nosotras—añadió—pues vuestra hermana Úrsu- 
la está aqui, á dos pasos, en vuestra antesala. No he 
podido decidir á esa buena criatura á separarse de mi. 
Tal vez no os desagrade ver de cuando en cuando su 
honrada y buena fisonomia. 

—¿Qué idea se os ocurrió de abandonar vuestro 
nido ¿—preguntó bruscamente el joven.—¿Qué habéis 
venido á buscar en esta ciudad infame ? ¿No sabéis que 
el aire que aqui se respira está apestado? ¿lgnoráis 
que aquí se muere la gente de tristeza y aburrimiento? 
¡ Úrsula y vos, las dos en París! Alejaos pronto, pobres 
niñas; volveos á Valtravers, bajo la sombra de vues- 
tros bosques. 

—Pero, querido primo, eso es bien fácil de decir— 
replicó dulcemente Magdalena ;—á vuestra vez igno- 


140 JULIO SANDEAU 


ráis que el proceso que yo debia ganar lo he perdido 
en última instancia; ignoráis que Valtravers ya no me 
pertenece y que vuelvo á hallarme en la misma situa- 
ción que la tarde en que me encontrasteis en el fondo 
del bosque, cuya sombra me recomendáis ? 

— ¡Habéis perdido el proceso! ¡Valtravers no os per- 
tenece ya!—exclamó Mauricio con un sentimiento de 
espanto. , 

—¡Dios mio! si, primo, si. Esa no es una razón 
para insultar á la justicia humana. ¡Ah! testigo es el 
cielo de que no echo de menos la riqueza. Sólo me da 
pena pensar que no han respetado la última voluntad 
de nuestra buena y querida marquesa. También os 
diré que acariciaba la esperanza de que aquel bello 
dominio y aquel castillo, que me tocaron en herencia, 
volverian con el tiempo á vos, 0 á vuestros hijos. 

—Mis hijos de nada habrán menester, y no se trata 
de mi—replicó Mauricio con acento cada vez más bre- 
ve y duro.—¿Por qué no aceptasteis esa granja del 
Coudray que os ofrecí? ¿por qué me la habéis dejado 
vender ? ¿por qué no haberme dicho entonces que po- 
día llegar un día en que os viéseis sin recursos? Este 
día ha llegado, ¿que va á ser de vos? 

—No me riñáis, querido primo. Bien veis que no he 
dudado de vuestro corazón, puesto que á él acudo. 
Os juro que ni un momento he vacilado. Dijeme: En 
adelante mi primo es el único apoyo que me sea dado 
implorar en este mundo; sabe que amé con ternura á 
su anciano padre y que, en resumidas cuentas, soy 
una buena muchacha, digna quizá de su interés; le 


MAGDALENA 14H 


-COnOzco, es generoso; iré á escudarme bajo su amparo; 
“segura estoy que no me rechazará. Y en seguida he 
hecho mi paquetito, como en otro tiempo cuando sali 
-de Munich, y después de arrodillarme en el umbral, 
que tan hospitalario fué para mi, después de haber 
-dado un prolongado, un triste adiós á la casa donde 
acabé de crecer, á aquellos dulces sitios que no debia 
ver más, he partido y aqui estoy. ¿No he obrado bien, 
Mauricio ? ¿ pensáis que debi hacer otra cosa ? 

Mauricio no contestó. Sentado en el diván, enfrente 
de Magdalena, la contemplaba con aire de tétrico es- 
tupor, como hombre que no sabe si duerme ó si está 
despierto. No hacía falta una rara perspicacia para 
adivinar en su frente lo que en su alma ocurria. Mag- 
delena pareció no advertirlo. Y añadió, no obstante, 
con dignidad : 

—Sobre todo, no temáis, primo mio, que jamás sea 
yo una grave carga en vuestra existencia, No pretendo 
estorbar en lo más mínimo vuestros hábitos, ni vuestra 
libertad. Sencillos y modestos son mis gustos; mi pobre- 
za no será muy gravosa a vuestra fortuna. Sólo os roga- 
ré que renunciéis, por algún tiempo al menos, á ese lar- 
go viaje que meditabais. No querréis abandonarme sola 
y sin protección en esta gran ciudad que vos mismo 
llamáis infame. Os quedaréis aqui; no partiréis. Vues- 
tro noble padre, la amable marquesa os lo ruegan por 
mi boca; mi santa madre, también, antes de expirar 
me confió al hijo de su hermana. Recordad la carta 
que al morir me dejó como única herencia. Si la ha- 
béis olvidado, Mauricio, tomad, aqui está : leedla. 


142 JULIO SANDEAU 


El hecho es que Mauricio jamás habia leido esta 
carta. Como era la única reliquia que le quedaba de 
su madre, al día siguiente de su llegada á Valtravers 
la huérfana habia suplicado á su tío que se la devol- 
viese, y el buen señor se apresuró á acceder á tan pia- 
doso deseo. En medio de las preocupaciones que le 
agitaban ya, no era extraño que al joven no se le hu- 
biese ocurrido la idea de verificar los títulos que da- 
ban fe de la identidad de Magdalena, ni de conocer de 
qué manera escribía el francés su tía de Munich. Este 
había sido naturalmente el menor de sus cuidados. Su 
padre le había dicho: «Esta es tu prima.» Y el habia 
abrazado á la extranjera, sin más averiguaciones. Mas 
bien por hallarse perplejo, que por curiosidad, cogió 
maquinalmente el papel que su prima le presentaba, y 
después de haberlo desdoblado con distraida mano, se 
puso á recorrerlo con ojos indiferentes y secos. 

Por más que pensarse pueda, y por más que pen- 
sara él mismo, su corazón no estaba profundamente 
endurecido. Bajo las callosidades de la superficie, ha- 
bía algunas fibras no heridas de parálisis completa y 
que aún podian vibrar al soplo de una emoción po- 
tente. Había conservado, sobre todo, no por cierto en 
todo su frescor ni en su integridad toda, la más pre- 
ciosa y la más funesta de las facultades que el hombre 
recibió de la cólera y de la misericordia divinas, la 
primera que en nosotros se despierta y que no muere 
sino en pos de todas las demás, beneficio á la vez y 
maldición, veneno y triaca, suplicio infernal, celeste 
encanto, fuerza sobrehumana añadida á nuestros go- 


Contemplábale silenciosa Magdalena. 


MAGDALENA 145 


ces y á nuestros dolores: en una palabra, la imagina- 
ción. 

Leyendo aquella carta, cuyos caracteres semi-borra- 
dos por las lágrimas y los besos habian pasado al prin- 
cipio bajo los ojos de su padre, recordo Mauricio poco 
á poco todos los detalles de la tarde de otoño en que, 
por vez primera, se le apareció Magdalena. Volvióá 
ver la selva umbría, el claro inundado por los fuegos 
del sol poniente, la verja del parque, y en la escalina- 
ta, cuyos peldaños subía la alemanita lentamente, al 
caballero y á la marquesa poniéndose en pie para re- 
cibirla. Conmovióse ante estas imágenes; un hilillo de 
agua viva brotó de los áridos flancos de la roca; pero, 
al llegar á las postreras líneas, á las que sólo á él se 
dirigían, al leer estas palabras: «Y tú, á quien no co- 
nozco, pero á quien me complazco en confundir á me- 
nudo con mi hija en un mismo sentimiento de ternura 
y de solicitud, hijo de mi hermana: si tu madre te dió 
su alma, serás bueno también y fraternal con mi ado- 
rada Magdalena...», la roca estalló y durante un mo- 
mento el manantial, cautivo tanto tiempo, se desbordó 
en abundantes y apresuradas olas. Y mientras Mauri- 
cio ahogaba sus sollozos entre los almohadones del 
diván, contemplábale silenciosa Magdalena, en pie, 
cruzados los brazos sobre el pecho, triste y grave, 
como una joven madre junto á la cuna de su hijo en- 
fermo. 

—Mauricio, amigo milo, hermano, ¿qué tenéis:—le 
preguntó al fin con cariñosa voz. 

El la sentó á su lado, tomó sus manos entre las su- 


10 


146 JULIO SANDEAU 


yas y allí, bajo el golpe de la emoción todavía vibrante, 
le contó de su vida cuanto podia contarle sin alarmar 
demasiado aquel alma virginal de sus labios suspen- 
dida. Refirió la pérdida de sus ilusiones, los desórde- 
nes en que le sumieron el dolor y el tedio, sus extra- 
vios, su ruina completa, su profundo aburrimiento de 
la existencia, y su firme resolución de acabar; todo lo 
dijo. Puede comprenderse fácilmente lo que debió de 
ser este relato. Mauricio se presentó en él, con secreta 
complacencia, como héroe del desencanto y poética 
victima de las realidades de la vida; ¡tan grande es el 
“orgullo de la humana debilidad! Corrian á la sazón 
por el mundo teorias que presentaban la disolución 
como la única senda abierta á la energía de las almas 
fuertes. De ella dijo algunas palabras Mauricio. Acusó 
á cielo y tierra y, en la inmolación que hizo de la so- 
ciedad entera, sólo quedó respetado uno: él. 
Escuchábale Magdalena con aire de soñadora triste- 
za y de melancólica piedad. Cuando hubo terminado 
Mauricio su confesión, permaneció aquella largo rato 
silenciosa, en actitud pensativa y recogida : 
—Singular historia—dijo de repente con bastante 
alegría, levantando hacia él sus bellos ojos, cuyo lim- 
pido azur no habían empañado ni un instante las re- 
velaciones que de oir acababa.—Es demasiado embro- 
llada para la inteligencia de una pobre muchacha que 
llega de su provincia, donde ha crecido, sencillamente, 
entre corazones honrados y satisfechos con poco. No. 
se me ha acostumbrado alli á sentimientos tan extra- 
ordinarios, y á pesar de sus vicisitudes, crel siempre 


MAGDALENA 147 


que la vida era un hermoso dón de Dios. Lo que veo 
más claro en cuanto acabáis de decirme es que habéis 
derrochado vuestro patrimonio, y que si yo nada ten- 
go, lo mismo tenéis vos. No por eilo hay motivo de 
desesperar. Sólo os preguntaré, a mi vez, ¿qué vaá 
ser de vos? ¿ qué pensáis hacer? Mataros? Ya no po- 
déis, No he venido únicamente á dirigirme a vuestra 
fortuna. Conté, al partir, menos con vuestro oro, 
que con vuestro afecto. Aunque arruinado y pobre 
como yo, no por ello dejáis de ser mi sostén legitimo, 
mi apoyo natural. Juzgáos vos mismo. Nuestras ma- 
dres eran hermanas. Las dos nos contemplan y nos 
oyen desde el cielo. Cuando me presenté en vuestro 
umbral, abrióme vuestro padre los brazos, y fui su 
hija estimada. Yo os reemplazaba á su lado, yo que 
fui la última sonrisa de su vejez. Yo le ayudé á morir 
y mi mano cerró sus ojos. Ahora, huérfana por segun- 
da vez, aquí me tenéis sola, sin recursos, sin más pro- 
tección que la vuestra, en un mundo lleno de escollos 
y que yo no conozco. Responded, Mauricio, ¿pensáis 
que vuestra vida os pertenece ? 

Abrumado bajo el peso de los deberes que como el 
rayo acababan de estallar sobre su cabeza, tan espan- 
tado ante la obligación de vivir como lo hubiera esta- 
do, en más felices tiempos, ante la necesidad de la' 
muerte, empotrado en la existencia como presidiario 
que después de haber visto caer su cadena, siente que 
se la soldan en el tobillo más estrecha que antes, Mau- 
ricio sólo respondió con un grito de desesperación. 
¿Qué podía hacer por su prima, cuando nada podía 


148 JULIO SANDEAU 


hacer para sí mismo? ¿De qué. auxilio le seria, cuando 
él propio se doblegaba bajo el peso de su destino ? 

—i¡ldos! ¡marchad ! ¡dejadme l—exclamó con exal- 
tación.—Respetad mi desgracia, no insultéis á mi an- 
gustia. Desde la orilla donde os encontráis no Jlaméis 
á vuestro auxilio al desdichado que se ahoga; no pi- 
dáis apoyo á la caña combatida por los vientos. 

—Amigo—respondió Magdalena, —apoyémonos uno 
en otro y resistiremos á los vientos contrarios. Tendá- 
monos uno á otro una mano caritativa, y escaparemos 
ambos á la ola que amenaza engullirnos; uniendo 
nuestros esfuerzos llegaremos á la orilla donde ya no 
me hallo, por más que digáis lo contrario. ¡ Vaya, 
Mauricio, buen ánimo! En vez de llorar y de enterra- 
ros, levantaos. La muerte no pasa de ser una expia- 
ción estéril. Vivid, sed hombre al fin. Sólo la realidad 
es fecunda; trátase únicamente de saber comprender- 
la y amarla. Somos pobres, si; pero ¿para qué recibi- 
mos del cielo la inteligencia, la fuerza y la salud > Ha- 
remos, primo mío, lo que tantos otros, semejantes 
nuestros, lo que antaño hicieron la marquesa y el ca- 
ballero. Trabajaremos como dos hijos del buen Dios. 

No pareció sonreir esta perspectiva á Mauricio, que 
dejó escapar un gesto violento, donde se traslucian á 
la vez el desdén y la cólera. 

—Haré boliches, ¿verdad >-—preguntó encogiéndose 
de hombros, 

—+ Y por qué no, primo? Vuestro padre los hizo, y 
supongo que era tan buen gentil- hombre como vos. 

Púsose en pie Mauricio, dió un par de vueltas por 


MAGDALENA: 149 


el cuarto y acabó por detenerse bruscamente ante 
Magdalena. 

—¡ Vaya, Mauricio, resolución !—exclamó decidida 
la blanca y dulce criatura, 

—Pues bien, primita, quedaréis complacida—dijo 
con acento poco afectuoso, atento cuando más.—Haré 
por vos lo que de seguro no hubiera hecho por mí: 
viviré, 

—Gracias, primo !—dijo Magdalena con enternecida 
voz.—¡ Ah! sois bueno, y sabia que no ibais á recha- 
zarme !l—añadió cogiéndole una mano y estrechándola 
contra su seno conmovido.—Rogaré á Dios mañana y 
tarde para que derrame sobre vuestra cabeza el rocio 
de sus bendiciones. 

—Bueno, bueno, primita—respondió Mauricio des- 
prendiendo su mano, que metió en el bolsillo del cha- 
leco.—Dios debe estar muy ocupado, y no vale la pena 
molestarle por tan poca cosa. Viviré, sí; pero con la 
condición de que tan pronto como hayamos asegurado 
vuestro porvenir, volveré á ser dueño y árbitro del 
mio. 

—Perfectamente—dijo la joven.—Tengo ya mis pro- 
yectos de organización ; de ello hablaremos como bue- 
nos hermanos. Segura estoy, de antemano, que los 
aprobaréis. Con el cielo y vuestro auxilio, no pido más 
de dos años para establecerme convenientemente en 
la vida. 

—¡Dos años! ¡pedis dos años!—exclamó el joven 
con un movimiento de estupor que no procuró disi- 
mular. 


150 + JULIO SANDEAU 


—+¿ Será exigir demasiado de vos? Tened la seguri- 
dad, amigo mío, que nada omitiré para abreviar este 
tiempo de prueba—dijo Magdalena con triste sonrisa. 

Mauricio puso fin al diálogo con un gesto de heroica 
resignación. 

En el ínteria, Úrsula no pudiendo contenerse más, 
precipitóse como una tromba en el cuarto y se abalan- 
zó al cuello de su hermano de leche, quien se despren- 
dió mal humorado de las ruidosas efusiones de una 
ternura intempestiva. 

De pie junto al marco de una ventana, pálido, inmó- 
vil, apretados los puños, contemplaba alternativamen- 
te á las dos mujeres. Decíase, sin rodeos, que las tenía 
á entrambas encima; y á pesar suyo, frenético de co- 
raje, sentia encenderse en su corazón apetitos de bes- 
tia feroz presta á lanzarse sobre su presa. 

Declinaba en tanto el día. Aplazóse para el siguiente 
el tratar del arreglo del porvenir, y Mauricio acompañó 
á Magdalena hasta la puerta del hotel donde se habian 
apeado las dos forasteras. Hubo de sufrir, durante el 
trayecto, las preguntas provincianas y las admiracio- 
nes inocentonas de Úrsula que, tomando la ilumina- 
ción de las calles como un signo inequivoco de regocijo 
público y habiendo vivido toda su vida en la intimidad ' 
de los santos del calendario, preguntaba cándidamente 
si se habia iluminado la ciudad en honra de san Ma- 
cario. Semejantes niñadas, que en otras circunstancias 
hubieran divertido singularmente á Mauricio, acaba- 
ron de exasperarle. Regresó por los malecones desier- j 
tos, sumergiendo á intervalos un ávida mirada en la 


MAGDALENA 151 


negra y profunda agua del rio, que parecia atraerle. 
Ya en su habitación, encaminóse en derechura á la 
caja de pistolas, abriéndola y contemplándolas duran- 
te algunos minutos con ojos ardientes y huraños, 

—Dormid—dijo por fin volviendo á cerrar la caja ;— 
dormid, fieles amigas, hasta el día de la liberación, en 
que vendré á despertaros. 


VIII 


LT mañana siguiente, después de unas cuantas ho- 
ras de sueño febril, levantóse Mauricio, avergon- 
zado de su debilidad, furioso con Magdalena, exaspe- 
rado contra si mismo, Al fin y al cabo ¿qué le importaba 
el destino de su prima? En buena conciencia ¿le debía 
algo á esa muchacha ? ¿Con qué derecho, bajo qué ti- 
tulo venía á imponérsele > ¿ Acaso tenía la culpa el de 
que hubiese perdido el pleito? ¡Cómo! porque á una 
tía, á quien nunca conoció, se le habia ocurrido en- 
tregar el alma, y enviar á Francia una muchachuela 


154 JULIO SANDEAU 


de quien jamás se preocupó; porque una joven ale- 
mana, cuya existencia sospechaba apenas, llamo, cier- 
ta tarde de otoño, á la puerta de Valtravers, ¿debia 
verse obligado á vivir y resignarse al papel de tutor, 
en el preciso instante de acabar con la perra existen- 
cia y refugiarse en los brazos de la muerte > ¿Desde 
cuándo tenian los primos la misión de hermanos? Por 
otra parte, Magdalena ya no era una niña. En resumi- 
das cuentas, tenia de veintidós á veintitrés años; á esta 
edad las huérfanas dejan de ser interesantes. La tal 
Magdalena abusaba singularmente de la ventaja de no 
tener familia. Y además, con franqueza, ¿qué podía 
hacer por ella él? Sus recursos estaban agotados; nada 
poseía, ni siquiera los muebles de su habitación, que 
representaban el importe de sus alquileres. Si había 
decidido matarse, era porque le daba la gana; el hecho 
es que, dado el punto á que había llegado, cualquier 
otra resolución le hubiera puesto en el mayor apuro. 
¡Trabajar! nada cuesta decirlo; pero cuando se echa- 
ron raíces en la corrupción y en la holganza, no es ta- 
rea tan fácil trasplantarse y aclimatarse en las regiones 
del orden y del trabajo. Por último, Mauricio se hacia 
justicia y se apreciaba á sí propio con rigurosa impar- 
cialidad. No tenia más pretensiones á la continencia 
de Escipión que á la castidad de José; y. aun cuando 
su primita no le pareciese bella ni deseable, aun cuan- 
do aquella suave figura no les hubiese dicho nada ja- 
más á sus sentidos degradados, se conocía él de sobras. 
Habia sondeado su corazón; sabía cuánto cieno habian 
depositado en él los ocho años transcurridos, y decía- 


MAGDALENA 155 


se que al primer choque imprevisto, todo aquel limo, 
hoy día amodorrado, podría agitarse y remontar á la 
superficie, 

En tal punto se hallaba de sus reflexiones, irritado, 
confuso, dispuesto á romper los compromisos que tan 
atolondradamente contrajera la vispera, cuando vió en- 
trar en el cuarto á su prima, sonriente, acompañada 
de Úrsula. Magdalena vestía sencillamente una bata, 
ajustada hasta el cuello, de cuti gris sin más adorno 
que una línea de olivas de marfil arrancando desde lo 
alto del corpiño y continuando a lo largo de la falda 
que bajaba a pliegues hasta el suelo. Una manteleta de 
crepé de China blanca sin bordados modelaba los con- 
tornos de su talle y de sus hombros, que aún conser- 
vaban la esbelta elegancia y la tenue gracia de las 
formas de la adolescencia. Dos severas trenzas de pelo 
calan á lo largo de sus mejillas á cuya blancura mate 
servia de marco un sombrero de paja calado y forrado 
de tafetán color cereza. Llevaba en la mano una som- 
brilla de moaré azul con mango de madera blanca y 
lisa, y de su brazo colgaba un bolsillito de estambre. 
Avezado desde largo tiempo á las mujeres magnifica- 
mente enjaezadas, encontró Mauricio que su prima 
tenía el aire de una modistilla. Muy raro es que se 
haya perdido el gusto á las cosas honestas sin perder 
al mismo tiempo el instinto de la verdadera belleza, 
tan intimamente van enlazados entre si ambos senti- 
mientos. Úrsula, por su parte, ataviada con sus más 
ricos adornos, llevaba el traje de las muchachas de su 
pais, zapato descubierto, con hebilla de plata, falda 


156 JULIO SANDEAU 


corta, cofia extravagante, que había exagerado todavía 
con intento de hacerse más linda para su hermano de 
leche. Pierna vigorosa, cadera fuerte, corsé opulento, 
dientes blancos y boca bermeja, trascendía de una le- 
gua á su terruño lemosino. Mauricio, al verla de tal 
suerte emperejilada, estuvo á pique de caer de es- 
paldas. 

Apenas hubo entrado, y como si adivinara las secre- 
tas vacilaciones de su primo, Magdalena le hizo sentar 
á su lado, y sin darle espacio á volverse atrás sobre lo 
concertado la vispera, le explicó de qué modo entendía 
ella la distribución de su nueva existencia. Ante todo 
iban á consagrarse á encontrar, en un barrio silencio- 
so, y bajo un mismo techo, dos habitaciones, una para 
Mauricio y otra para ella y Úrsula, donde se instala- 
rian modestamente, como desde entonces correspon- 
dia á la humildad de su condición. Magdalena habia 
salvado de su naufragio unos cuantos diamantes que 
debía al cariño de la buena marquesa, y que habia 
creído poder guardar sin escrúpulo. Elimporte que de 
su venta obtendrian debía bastar para los gastos de ins- 
talación y subvenir á las primeras necesidades, Con tal 
que se sintiese dirigida por una mano firme, y escu- 
dada por un corazón fiel, no se veía apurada Magdale- 
na para asegurar su subsistencia, ni arreglarse un 
nido á su gusto. Tenia, como vulgarmente se dice, 
más de una cuerda en su arco. Bordaba como una 
hada y con el crochet hacía labores tejidas de oro y 
seda, de una delicadeza y perfección maravillosas. 
Pintaba en madera pájaros y flores que, barnizados 


MAGDALENA 157 


luego, ofrecian el brillo de las flores y los pájaros del 
trópico. Podía dar lecciones de piano y canto. Final- 
mente, gracias á los cuidados de la señora de Fres- 
nes, sobresalia en la miniatura, y sea por respeto á la 
memoria de la marquesa, y porque en realidad fuera 
éste el más evidente y seguro de sus recursos, a el 
tendían sus esperanzas. Como se ve, no le faltaban 
conocimientos, y sobre todo ello, poseia ese valor ala- 
do que se rie de los obstáculos, esa energia espontá- 
nea que no há menester esfuerzo, y esa alegría encan- 
tadora que canta y ríe junto á la voluntad que trabaja. 
Quedaba pues decidido ó poco menos que Magdalena 
se practicaria en la miniatura, y animábala un rego- 
cijo infantil por vivir en París como en otro tiempo la 
adorable marquesa había vivido en Nuremberg. Tal 
había sido siempre su sueño, como puede recordarse. 
Y aun llegariamos á afirmar que en este sentido la 
pérdida de su fortuna encerraba algo que no la des- 
placia. En cuanto á Mauricio, quedaría en libertad de 
obrar á su guisa y de obedecer á sus inspiraciones; 
ella no le pedia más que sostenerla y dirigir sus pri- 
meros pasos en el mundo y en la carrera donde ¡iba á 
aventurarse. Al cabo de dos años, como estaba pacta- 
do, recobraria él su independencia, volviendo á ser 
árbitro de su destino. Únicamente, hasta entonces, 
tendria Magdalena derecho á apoyarse en él como en 
un hermano; y tanto para escapar á la malignidad 
de los comentarios, como para dar aún mayor peso y 
autoridad á la tutela que iba á ejercer, pasaría como 
su verdadero hermano á vista del público; piadoso 


158 JULIO SANDEAU 


embuste que el cielo debía ver sin cólera. Todo esto 
fué dicho con tanta verbosidad y animación, que Mau- 
ricio no halló espacio para oponer objeción alguna, y 
con tanta gracia y buen humor, que no pudo menos 
de sonreir, de vez en cuando. No obstante, en cuanto 
la joven hubo acabado de hablar, movió la cabeza 
como hombre poco convencido; pero, levantándose 
ella en seguida y tomándole el brazo sin la menor va-- 
cilación: : 

—Querido primo—le dijo —desde hoy empieza nues- 
tra fraternidad. Ya recordaréis que vuestro padre me 
llamaba hija suya, y que yo era su afectuosa hija. El 
día es espléndido; aprovechémoslo para ir á buscar 
en cualquier rincón dos cuartos á nuestro gusto. Á vos 
incumbe elegir el barrio. Asi como así, debéis de te- 
ner ganas de salir de esta habitación cuyo lujo insul- 
taba vuestra pobreza. Salid cuanto antes podáis, y— 
añadió jovialmente—procurad dejar en él ese aire som- 
brío y huraño impropio de vuestra edad y que os pone 
muy feo. 

—¿Eb ? ¡sil ¿eh? mi buen señorito—dijo á su vez 
Úrsula ;—hay que reir, jugar y divertirse. Todavía no 
tencis veintinueve años, ni los cumpliréis hasta el día 
de san Nicasio. ¡Es la mejor edad, caramba! Ya veréis 
qué lindo menaje formamos los tres y cómo voy á 
cuidaros á los dos. Ea, no todo se perdió, pues os que- 
dan la salud, la juventud, y vuestra hermana de leche 
para aderezaros, como en Valtravers, esos bizcochos 
de trigo negro y esos buñuelos que tanto os gustan. 

Entretanto, Magdalena arrastraba á Mauricio, quien 


MAGDALENA 159 


al dejarse llevar, mostraba el ahinco de un hombre 
que camina al patíbulo. Ya en el umbral, volvió la ca- 
beza y vió á Úrsula disponiéndose á seguirles : 

—¡ Hola ! ¿ con que también sales con nosotros »—ex- 
clamó bruscamente, mirándola de pies á cabeza. 

—;¡ Cómo que si salgo ! —gritó la buena muchacha con 
ingenua sorpresa. —¿Pensáis, señorito, que me he 
puesto el vestido de fiestas sólo para contemplar las 
musarañas ? 

—Pero, desgraciada, repuso Mauricio, con sordo 
furor apenas reprimido, —¿no sabes, no quieres com- 
prender que te van a mirar como animal raro por las 
calles donde pasemos ? 

—Con ello cuento, señorito—respondió Úrsula pavo- 
neándose.—No me disgustará mostrar á vuestros pari- 
sienses de qué madera estamos hechas las mozas de 
Valtravers. Al verme, dirán: es la hermana de leche 
de Mauricio, y, respetando lo presente, me atrevo á 
Creer que eso os ha de honrar un poco-—añadió, ha- 
ciendo una reverencia. 

Resignado á apurar el cáliz hasta las heces, sólo re- 
plicó Mauricio esta vez con un gesto de taciturna de- 
sesperación. Poco después, andaban á lo largo de los 
bulevares, Magdalena del brazo de su primo, siguién- 
doles de cerca Úrsula muy erguida, muy satisfecha y 
el puño en la cadera, hendiendo así las oleadas de la 
muchedumbre como navio á toda vela y ataviado con 
todos sus gallardetes. 

Era aquel precisamente uno de esos dias hermosos 
en que París abre sus doradas jaulas, dando suelta á 


160 JUL1O SANDEAU 


sus más lindos pájaros; uno de esos alegres dias de sol 
que hacen brotar, sobre las esplendentes losas de la 
gran ciudad, toda una población de jóvenes elegantes 
y de mujeres sonrientes. Con no escaso pesar de Úr- 
sula, que iba obteniendo un éxito completo, y cada 
uno de cuyos pasos era señalado por un verdadero 
triunfo, apresuróse Mauricio á abandonar aquellos lu- 
gares que tantas veces le habían contemplado ex-- 
hibiendo el lujo desenfrenado de sus queridas y de 
sus caballos. La cosa, dicho sea en verdad, era ya in- 
sostenible. Sin hablar de su traje, que amotinaba la 
curiosidad de los transeúntes, Úrsula, creyendo á su 
señorito tan conocido en París como en Neuvy-les- 
Bois, le dirigía de vez en cuando, yen alta voz, alguna 
pregunta espeluznante, á fin de que todo el mundo 
viese que iba con el. Otras veces, cuando el tropel de 
gente era demasiado compacto, agarrábase de los fal- 
dones de su levita, temiendo perderse óÓ extraviarse. 
De cuando en cuando Mauricio volvía ligeramente la 
cabeza lanzándole una mirada fulminante, á la que la' 
buena muchacha contestaba con una plácida sonrisa 
ó con alguna gracia de su invención. El desventurado 
pasaba la pena negra. Bien pensara al principio pasear 
su vergienza en coche; pero su prima le objetó que 
semejantes lujos no se acomodaban ya con su humil- 
de fortuna. El cielo estaba sereno, seco el empedrado, 
y el más simple buen sentido decía que no se busca 
piso andando en carroza. En cuanto á Magdalena, 
como pastorcilla al borde de un estanque, avanzaba 
con pie ligero, sin sentirse turbada ni sorprendida por 


MAGDALENA 161 
; 


el bullicio y movimiento que imperaba en derredor, 
y sin dar muestras de advertir el humor de jabalí que 
su compañero no se tomaba la pena de ocultar, pre- 
ocupada únicamente de la existencia que iban á orga- 
nizar juntos, y mostrando el gozo de una joven despo- 
sada que se apresura á instalar su menaje. 

De esta suerte llegaron á la orilla izquierda. Junto al 
portillo del Louvre, en el preciso momento de desem- 
barcar en el malecón, ocurrió lo que tanto Mauricio 
temía. Echándose atrás para dejar paso á una carrete- 
la descubierta que avanzaba al trote de dos soberbios 
alazanes, fué reconocido por un grupo jovial que se 
dirigía al Bosque, Era la flor y nata del mundo don- 
de había vivido, Por un movimiento de respeto, de- 
masiado profundo para ser sincero, cuatro Ó cinco 
cabezas locas se inclinaron gravemente ante él; y cuan- 
do el coche hubo pasado, dejando tras de si un rastro 
penetrante de humo de cigarro y de patchuli, el po- 
bre joven, inmóvil todavía en su sitio, oyó una pro- 
longada carcajada. En aquel momento, diéronle vivos 
impulsos de tirar á Magdalena y á Úrsula al rio. 

Aun cuando al salir de su casa se hubiese hallado 
piadosamente decidido á cumplir sus pactos de la vís- 
pera, este paseo de presidiario arrastrando dos cade- 
nas le hubiera bastado para demostrarle hasta la evi- 
dencia que el sacrificio que prometiera era superior á 
sus fuerzas. Vivir dos años semejante vida, era em- 
plear dos años en morir. Sin embargo, Mauricio reco- 
nocia, al propio tiempo, que á menos de ser el más 
ruin de los hombres, no podía dispensarse de velar 


II 


102 JULIO SANDEAU 


por aquellas dos pobres criaturas, perdidas en Paris, 
sin más guía ni sostén que él, Quizá no hubiera retro- 
cedido ante un crimen ; pero sentía horror á un acto 
cobarde. Eso si, desde más de un hora venia acarl- 
ciando el pensamiento de retorcerle el cuello á Úrsula; 
pero abandonar indignamente á dos mujeres que ha- 
bian venido á implorar su protección, era cosa á que 
no podía resolverse. 

Si bien pálido y temblando de coraje, seguia Mau- 
ricio marchando á la meta que le habia marcado Mag-. 
dalena. Puesto que ella quería retirarse á un rincón 
de Paris, honrado y recogido, pensó que los alrededo- 
res del Luxemburgo podian realizar los deseos de su 
prima. Suponiendo, por otra parte, que se resignara 
á pasar algunos meses junto á ella, en aquel barrio, al 
menos, asilo de la ciencia y de los estudios superiores, 
se hallaria casi seguro de no encontrar jamás un ros- 
tro de su conocimiento. Después de haber buscado, 
en vano, por las calles adyacentes una habitación que 
se armonizara á la vez con los poéticos instintos y las 
modestas ambiciones de la joven alemana, almorzaron 
sobriamente en los alrededores del Observatorio, lo 
cual no contribuyó á poner de buen humor á Mauri- 
cio, dispuesto á un desenlace menos frugal por ascen- 
siones á quintos pisos, sobrado reiteradas. Debo aña- 
dir que, aun en frente del suicidio, habia conservado 
hábitos que no eran de anacoreta. Tenía apego, sobre 
todo, á la elegancia del servicio, y. aun cuando desen- 
gañado de todo, no admitía que un hombre distingui- 
do, aunque se hallara en vísperas de saltarse la tapa 


MAGDALENA 163 


de los sesos, se degradara tomando dos manjares dis- 
tiatos con un mismo tenedor. Bebió con la punta de 
los labios y comió con el filo de los dientes. Úrsula 
devoro, es la palabra; Magdalena declaró que en su 
vida habia tenido un almuerzo tan encantador. Y al 
«emprender su viaje de regreso, buscando aún á dere- 
Cha é izquierda por si encontraban una casa que !la- 
mase su atención, penetraron, de común acuerdo, en 
una calle cuyo aspecto sedujo, desde luego, á Magda- 
lena : calle solitaria, confinando por un extremo con 
el Bulevar de los Inválidos y por el otro con esa calle 
«del Bac, cuyo arroyo debe tanta celebridad á Mme. de 
Staél. Gracias al aumento de la población y á los pro- 
gresos de la industria, dentro de quinientos años ya 
no quedará en el mundo entero un refugio para las 
almas soñadoras; así, pues, dicha calle no es hoy sino 
una doble hilera de casas más ó menos nuevas, feas y 
mal construidas. En aquel entonces hubiérase tomado 
por una alquería, ó cuando menos, por el verdeante 
arrabal de una aldea escondida entre follaje. A la vuel- 
ta de la plácida estación, respirábase, al penetrar allí, 
el perfume del lirio 6 el efiuvio de los tilos en flor. 
. Surgiendo de los muros que servian de seto, las aca- 
cias, el falso ébano, el árbol de Judea sacudian sus 
odoriferos racimos. En el fondo de los parques, donde 
el ruiseñor trinaba durante las noches estivales, perci- 
biase, á través de las verjas, hermosos hoteles silen- 
ciosos y lindos muchachueios retozando en el césped. 
Era, en una palabra, la calle de Babilonia, así llamada 
ya sea por sus jardines, ya porque en ella habitara en 


164 JUL1O SANDEAU 


otro tiempo el obispo de la antigua ciudad de Semíra- 
mis. Úrsula pensó hallarse en Valtravers y preguntó 
por dónde corria el Vienne. Magdalena declaró que 
sería para ella la felicidad el habitar aquella aldea ex- 
traviada en el seno de París. A Mauricio, todo le era 
indiferente. Los deseos de la joven fueron cumplidos. 
En una de las raras viviendas, que cortaban á interva- 
los el paisaje, encontró dos pequeñas habitaciones ve- 
cinas y separadas una de otra; una para Mauricio, 
compuesta de dos cuartos, y otra, de tres, para ella y 
Úrsula; todo ello un poco alto, bajo terrado, pero con 
vistas á jardines. Soy de parecer, y del mismo era 
Magdalena, que más vale tener delante de nuestras 
ventanas una brizna de verdura, que la Columnata del 
Louvre. 

Asi terminó aquella jornada, que podía dar á Mau- 
ricio una. muestra de las delicias que se le reservaban. 
El día siguiente y los sucesivos fueron todavía más 
rudos y laboriosos. No basta haber buscado el mato- 
rral donde anidar; hay.que procurarse además crin, 
pelusilla y musgo. Siempre con Úrsula pegada á sus 
talones, hubo Mauricio de acompañar á Magdalena á 
las tiendas, verlo y examinarlo todo, oir discusiones y 
regateos, cuando él en su vida habia regateado y tenia 
á honra pagarlo todo más caro que los demás. Bien 
que dotado en alto grado del sentimiento de la reali- 
dad, y de tanto talento como gracias, Magdalena hacía 
sus compras con bastante abandono y flojedad : mos- 
traba ese regocijo infantil que hace menguado caso 
de los trapos y no se fija mucho en cálculos ; pero Úr- 


MAGDALENA 165 


sula, que se figuraba que los tenderos querían abusar 
de su cualidad de lemosina, la implacable Úrsula pro- 
movía á cada paso dificultades interminables y defen- 
día los intereses de sus señoritos con la parsimoniosa 
aspereza del más avariento usurero. Algo boquirrota, 
como las criadas de Moliére, contendia con los depen- 
dientes, tratándolos sin empacho de mendigos y ladro- 
nes, hasta el extremo de que en más de una ocasión 
hubieron de invitarla á pasar la puerta. Mauricio pen- 
só volverse loco. Mandaba á Úrsula á todos los diablos; 
pero á Úrsula la tenía muy sin cuidado, constándole 
perfectamente que los coches públicos no llegan hasta 
allá. Sólo conminándola con enviarla á su tierra pudo 
inducirla Mauricio á sentimientos más moderados. 

Por fin, al cabo de una semana, tomaron posesión 
de su pequeño dominio nuestros tres compañeros. 
Cierta mañana, un simon, tirado por dos rocinantes, 
se paró bruscamente á la puerta del suntuoso hotel 
que Mauricio ocupaba todavía. Y se apearon Magda- 
lena y Úrsula. 

—Ea, Mauricio, ea, hermano mio—exclamó la joven 
entrando en el cuarto de su primo, más vivaracha, 
más ligera que cervatilla saltando por el césped ;—ha 
llegado el gran día. Sólo os resta dar un último adiós 
á esos muebles, á esos tapices, á esos cortinajes, á esos 
techos dorados. No encontraréis su equivalente en 
nuestro nuevo domicilio; pero también tiene su lujo 
la pobreza, y la felicidad no há menester alojamiento 
tan magnifico, 

—¡Pobre corderillo! —dijo con inefable acento de 


166 JULIO SANDEAU 


ternura Úrsula, que no cabía en si de gozo á la idea de- 
vivir con su señorito.—¡ Cómo vamos á quererle, y á 
mimarle, y á regalarle! Creerá encontrarse aún en 
Valtravers! Y qué gusto, los domingos y dias de fies- 
ta, cuando después de haber trabajado toda la sema- 
na, iremos á pasear, los tres, por los jardines públicos! 
Vaya, señor Mauricio, soy demasiado dichosa. Me 
ahogo, no puedo más, ¡ea! es preciso que os dé un 
abrazo! 

Y al decir esto, la excelente criatura abalanzóse, 
como una pantera, al cuello de su hermano de leche, 
y á pesar de los esfuerzos de éste para librarse de sus 
vivos apretones, le aplicó dos sonoros besos en las me- 
jillas. 

¡Con que era verdad! ¡con que habia sonado la 
hora, aquella hora que Mauricio pensaba no llegaría 
nunca! Había contado con impedimentos imprevis- 
tos, con obstáculos insuperables, y todo se había rea- 
lizado como por ensalmo. Todavia la vispera deciase 
que necesariamente iba á ocurrir un incidente que le 
sacara de la extraña posición en que se veía acorrala- 
do, y nada había llegado, nada, á no ser la realidad 
con pie firme y puño de hierro. ¿Retroceder? Ya era 
tarde. En el momento de franquear el umbral que no 
debía volver á pisar más, próximo á separarse de los 
objetos entre los cuales había tronado su borrascosa 
juventud, no era hombre Mauricio para esparcirse en 
elegías plañideras, en poéticas despedidas. Por lo de- 
más, muy distintos de los lugares donde hemos sufri- 
do y que no podemos abandonar sin enternecimiento, 


Le aplicó dos sonoros besos. 


MAGDALENA 169 


los sitios donde se vivió mal no podrían ser una pa- 
tria, y siempre se dejan sin emoción y sin pesar, Hizo 
que Úrsula bajara al coche todo aquello de que podia 
disponer; y luego, después de haber paseado en de- 
rredor una seca y taciturana mirada, colocó bajo el 
brazo la caja de pistolas y se lanzó fuera de la habita- 
ción, llevando asi toda su fortuna y su esperanza toda. 
En aquel momento hubiérase visto brillar en la frente 
de Magdalena un reflejo del gozo celeste que debe ilu- 
minar la faz de los ángeles cuando llevan á presencia 
de Dios, entonando cánticos, un alma descarriada. 


IX 


OMRES Didos eran las dos habitaciones donde Mag- 
dalena y Mauricio iban á vivir uno junto a otro; 
pero á un poeta le hubieran hechizado, á la sazón en 
que los poetas se albergaban todavia en buhardillas. 
Aun cuando todo fuese de la mayor sencillez, resen- 
tíase no obstante del gusto y de la elegancia nativos 
que presidieran á los detalles del menaje. El cuarto de 
la joven alemana estaba entapizado de papel gris-perla 
sembrado de ramitos de claveles, rosas y jacintos, con- 


172 JULIO SANDEAU 


vergiendo en el techo á modo de tienda. Los muebles 
eran de nogal y la silleria de rejilla. El lecho, pequeño, 
angosto, virginal, verdadera cama de colegiala, ocul- 
tábase casto bajo un amplio pabellón de indiana armo- 
nizado con el papel de las paredes. Junto á la ventana 
velase una mesa cubierta de pinceles, cajas de color y 
platillos de porcelana que pertenecieron á la amable 
marquesa. El mármol de la chimenea no tenía más. 
adorno que dos jarrones de barro de ancho cuello, 
muestras de la alfarería de Ziégler; y esperando el 
Noviembre, el hornillo y la plancha habian des- 
aparecido bajo un compacto almohadón de musgo 
verde. 

En la cabecera de la cama un velador servia de so- 
porte á una lámpara de nivel adaptable a voluntad. Si 
faltaban alfombras, podía uno mirarse en el piso, tan 
claro era y reluciente. A lo largo del marco del espejo 
pendian, de un lado, varias miniaturas de la señora de 
Fresnes, religiosamente conservadas, entre ellas una 
copia reducida de la Virgen del Jilguero, que no hu- 
bieran desdeñado firmar Mirbel 4 Máximo David ; del 
otro, algunos estantes movibles retenidos por un cor- 
dón de seda azul y cargados de libros y de flores mar- 
chitas, plantas y minerales piadosamente traidos de 
Valtravers. La ventana, como va dicho, se abría sobre 
un parque en cuyo fondo parecia meditar con melan- 
colia un hotel grave y triste. El cuarto de Mauricio 
presentaba poco más 0 menos idéntico arreglo y aná- 
loga disposición ; solamente, nada en él indicaba hábi- 
tos ó proyectos de trabajo; en vano se hubiera busca- 


MAGDALENA 173 


do algún objeto al que se refiriese una esperanza ó un 
recuerdo. Las paredes estaban desnudas; el lecho, sin 
cortinas, tenía un aspecto duro y frio. 

—No es muy bello que digamos!—exclamó Magda- 
lena al instalar á Mauricio en su nuevo albergue;— 
pero creo que no hay habitación por pobre que sea 
que uno no pueda embellecer mejor que el más afa- 
mado tapicero. Nuestros pensamientos y nuestros en- 
sueños, nuestras alegrías y nuestros dolores son un 
lujo de ajuar y de decoración que muchos ricos niaun 
sospechan, y que á mi entender equivale al terciopelo 
y á la seda, al palo-rosa y al palosanto. Las cuatro pa- 
redes que nos ven amar, trabajar, soñar, esperar, son 
siempre las paredes de un palacio, 

Poca mella hicieron estas palabras en Mauricio que, 
al quedar solo, comenzó á recorrer su cuarto como 
león recién enjaulado. Por fin, estalló su cólera, Retor- 
ció los puños, golpeóse la frente y se revolcó en el le- 
cho exhalando gritos de rabia, Preguntábase por qué 
cobarde complacencia, por qué increible debilidad 
había dejado llegar las cosas á aquel punto ; acusábase 
de imbécil y blasfemaba el nombre de su prima. Entre 
tanto Magdalena se ocupaba en ordenar sus colores, 
sus pinceles, sus hojas de marfil, sintiéndose ya tan á 
sus anchas en su nueva condición, como si nunca hu- 
biese conocido otra, más enajenada con su pobreza, de 
lo que se halló con su fortuna cuando regresara como 
soberana á Valtravers, después del fallecimiento de la 
marquesa. 

También Úrsula había puesto manos á la obra, y 


174 JULIO SANDEAU 


ordenaba, frotaba, atendía á todo, entonando á ple- 

na voz una canción del país. Al cabo de uná hora, 

Mauricio salió, La voz de su hermana de leche, que 

llegaba á sus oidos á través del tabique, había puesto 

el colmo á sus arrebatos. Anduvo errante por la ciudad 

hasta la noche, sin saber á dónde iba, ni ocurriéndo- 

sele siquiera preguntárselo. A eso de las once, el 

azar le recondujo paulatinamente á su punto de par--: 
tida. 

Surcaban el horizonte vivos relámpagos; roncaba el 
trueno y empezaban á caer gruesas gotas. Mauricio 
que, en realidad, ya no tenía más asilo que su buhar- 
dilla de la calle de Babilonia, tomo el partido de refu- 
giarse en él, Úrsula acechaba su regreso. Saliendo á la 
escalera al rumor de los pasos de su señorito, la asus- 
tó la palidez de aquel rostro. Los labios estaban livi- 
dos; y los ojos, hundidos en las órbitas, brillaban con 
fulgor febril. La buena muchacha, seriamente alar- 
mada, quiso conducirle al lado de Magdalena, que te- 
nía la costumbre de velar hasta muy entrada la noche; 
mas él, rechazándola ma! humorado, pasó adelante y 
se entró en su habitación. Sentado junto a la abierta 
ventana, permaneció hasta el amanecer escuchando 
mugir el parque á impulsos del viento, y contemplan- 
do el cielo, menos sombrio y tempestuoso que su alma. 
Tenía calentura al acostarse y delirio cuando entraron 
á verle. 

Temióse por sus dias. Puesto en presencia de la rea- 
lidad, no habia podido sostener el pobre mozo la mi- 
rada de aquella ruda compañera que no creia tan cer- 


£ 


MAGDALENA 172 


cana; como don Juan, al tocar la mano de mármol, 
habiase sentido Mauricio herido del rayo. Los cuida- 
dos de la ciencia, la juventud que aún no muriera en 
él, y más aún la apasionada solicitud de Magdalena y 
Úrsula, le devolvieron poco á poco á la vida. Las dos 
jóvenes disputáronse la gloria de salvarle, y no creo 
que jamás madre alguna haya prodigado á su hijo do- 
liente más abnegación, terneza y amor que el desple- 
gado por aquellas buenas criaturas á la cabecera del 
enfermo. 

Por más que digan, la enfermedad no es una hués- 
peda tan mala. Tiene sus lados buenos, y aunque 
sólo sirviese para hacernos apreciar mejor la afección 
de los seres que nos son caros y que reune en nuestro 
derredor, no habria que maldecir de ella demasiado. 
Además, tiene la excelente circunstancia de derrocar 
las pasiones malas, ablandar los corazones endureci- 
dos y doblegar bajo su rodilla, como rama de sauce, 
los más indomables caracteres. Ási, aquel terrible 
Mauricio, tan furioso contra la necesidad de vivir 
cuando estaba sano y bueno, se dejó cuidar como cor- 
dero manso. Más de una vez, con tierna mirada, de- 
mostró su agradecimiento á Magdalena y á Úrsula que 
á su lado velaban, y más de una vez su conmovida 
mano buscó la mano de su prima. Cierto dia, perci- 
biendo sobre su cabeza, en la pared, un retrato de su 
padre, hecho por la marquesa un año antes de morir 
el caballero, lo cogió y pasó largo contemplándolo, y 
dirigiéndole, con voz entrecortada por sollozos, senti- 
das palabras de pesar y de remordimiento. Magdalena 


176 JULIO SANDEAU 


y Ursula también lloraban; lloraban dulces lágrimas. 
Otro día descubrió sobre la chimenea un cofrecito de 
caoba que aún no habia advertido. La convalecencia, 
como se sabe, es un estado muy parecido á la infancia. 
Idéntica debilidad de órganos, iguales hechizamientos, 
análoga curiosidad, que una nonada basta á despertar 
ó distraer, es la vida que comienza de nuevo, es en 
efecto una nueva infancia. Mauricio pidió aquel cofre- 
cito, levanto la tapa y reconoció, simétricamente colo- 
cados en sus compartimientos de terciopelo verde, los 
útiles que empleaba antaño, con su padre, para escul- 
pir el nogal, el peral y la encina. 

—¡ Ay !—dijo Magdalena;—eso es todo cuanto pude 
salvar de vuestro patrimonio. Pensé que no os sabría 
mal guardar esos objetos, y que tal vez me agradece- 
riais no haberlos dejado á merced de extrañas ma- 
nos. 

—Sií, prima mía, si, hermana —añadió Mauricio 
(era la vez primera que le daba este nombre; la joven 
palideció y se turbó);—sí, hicisteis bien. Al abrir este 
cofrecillo, he creído ver la imagen de mis años prime- 
ros. 

—¡ Y cuando una piensa—añadió Úrsula—que con 
eso ganó su pan nuestro noble caballero entre los in- 
fieles! ¡Él, un gran señor, un aristócrata, ea! ¡Y decir 
que con sus blancas manos torneaba boliches, como si 
en su vida no hubiese hecho otra cosa! ¡decir que no 
se avergonzaba de trabajar como un hijo del pue- 
bio! 

—Si— dijo Magdalena—si; era un noble corazón. 


MAGDALENA 177 


—;¡ Y la señora marquesa !—exclamó Úrsula, que no 
era Capaz de detenerse una vez lanzada.—¡He aquí 
otra que no debió de llamar mucho tiempo á la puerta 
del paraíso. Pensar que una tan gran señora, que ha- 
bia vivido en la corte, hacia los retratos de un hato de 
bebedores de cerveza y de comedores de sopa de 
coles, cuando tan fácil le hubiera sido vivir á mejor 
cuenta y con mayor riqueza! ¡Pardiez! ¡era una gran 
señora ! : 

—Si—dijo Magdalena;—era un alma bellísima. 

—Como la vuestra, mi buena señorita—repuso Úr- 
sula, llevando con respeto á sus labios la mano de 
Magdalena. 

Lo mismo que los que oyen un apólogo sia preocu- 
parse de su moraleja, escuchaba Mauricio el diálogo, 
sin pensar en preguntarse si por azar encerraba algún 
-<onsejo a su intención. Lo más hermoso que tiene la 
convalecencia es el olvido profundo, la ausencia com- 
pleta de toda preocupación del porvenir. Demasiado 
débiles aún para lanzarnos más allá de la hora pre- 
sente, nos refugiamos por completo en el sentimiento 
de nuestra propia conservación. Nos sentimos vivir; y 
€s lo que basta. Desgraciadamente, un estado tan plá- 
cido no puede durar; paulatinamente recobramos, con 
la salud, la carga de la vida. 

Si bien fuera de peligro y casi enteramente restable- 
cido, hallábase Mauricio sumamente débil, y, sea por- 
que su posición exigiese aún asiduos cuidados, sea 
para alegrarle y distraerle, Magdalena y Úrsula pasa- 
ban la mayor parte del tiempo á su lado. Según el de- 


12 


178 JULIO SANDEAU 


seo manifestado por él, la joven habia trasladado su 
taller al cuarto de su primo, y allí trabajaba durante 
el dia, y á menudo alli velaba de noche. Pintaba, bor- 
daba, hacía labores al crochet, mientras Úrsula se de- 
dicaba á ribetes 0 á la calceta. Mauricio encontró al 
principio seductor aquel cuadro de la vida íntima; 
pero, reavivándose las dolencias de su corazón y de 
su espíritu á medida que se acercaba la curación fisi-- 
ca, cmpezaba á irritarle secretamente la solicitud de 
aquellas dos mujeres que no se apartaban de su cabe- 
cera. Ya la conciencia de los cargos y deberes suspen- 
didos sobre su cabeza le oprimia, sin de ello darse 
uenta, como borrascosa atmósfera; sin pretender aún 
explicárselo, oía, con vago sentimiento de terror, el 
sordo roncar de su destino, semejante al ruido lejano 
de la marea creciente. 

Cierta noche en que, al parecer, se hallaba dormido 
profundamente, sentadas las dos junto á la misma 
mesa, conversaban Magdalena y Úrsula á media voz, 
trabajando á la velada luz de la lampara. 

—¡Pobre querubin!—decía Úrsula, moviendo con 
agilidad la aguja;—no siento el dinero que nos ha cos- 
tado. Por él empeñaría hasta mi última cofia y mi úl- 
tima falda. Pero es la verdad que nuestros últimos 
recursos se han ido en gastos de médico y botica y 
que á estas horas no hay en casa ni dos miíseros es- 
cudos. 

—No te preocupes por ello, mi buena Ursula. Confío 
acabar, de hoy á mañana, la pintura de esta caja de 
thé. Estoy satisfecha de mi trabajo. ¡Mira qué lindas 


Á menudo allí velaba de noche. 


MAGDALENA 181 


flores y qué bellos pájaros! Mucha desgracia será si no 
consigo vender esta obra en el gran almacén donde 
me han comprado ya dos pantallas. Y aún hay mas. 
He acabado un par de saquitos que no están del todo 
mal. lremos juntas á ofrecerlos á las tiendas. Dicen 
que estas chucherías se venden caras en Paris. Pero 
si todo fracasara á la vez, aún me quedan algunas sor- 
tijas, algunas joyas; las mandaremos á que hagan 
compañia á los brillantes. 

—Y á mis pendientes y á mi cruz de oro—añadió 
Úrsula.—Perfectamente; pero vos, mi buena señorita, 
os pasáis las noches trabajando; siguiendo asi, echa- 
réis á perder vuestros lindos ojos azules y vuestra sa- 
lud, lo que es peor. 

—¡Bueno, bueno !—replicó Magdalena sonriendo;— 
soy más robusta que aparento. Por lo demás, el traba- 
jo es sano. La marquesa me repetia, á menudo, que 
nunca habia tenido mejor salud que en Nuremberg. 
A fe que trabajó día y noche, y sin embargo, puedo 
asegurarte que sus ojos se conservaban todavia muy 
hermosos pocas horas antes de morir. Has de pensar 
también, querida Úrsula, que para nuestro amado en- 
fermo, mi deber es redoblar en animo y en esfuerzo. 
Tal vez su convalecencia sea larga; si no le rodeáse- 
mos de todos los cuidados que su estado requiere, ¡qué 
de reproches no deberiamos hacernos, qué remordi- 
mientos los nuestros, y qué pensaria Mauricio, que 
sólo por nosotras se resigno á vivir! 

- —Si—exclamó Úrsula, dirigiendo una mirada llena 
de adoración al lecho donde su señorito reposaba;— 


182 JULIO SANDEAT 


sí, la verdad es que se ha portado noblemente con nos- 
otras. No podemos quejarnos. ¡Pensar que en el mo- 
mento de pegarse un tiro, se abstuvo únicamente por 
cariño á nosotras! ¡Y cuán engreido estaba al pasear- 
nos por las calles! ¡Sin contar que, una vez restable- 
cido, trabajará de firme, para su prima y su hermana 
de leche! Porque es un ángel; sí, señorita Magdalena, 
un ángel del buen Dios, siempre Jo he dicho. 

Asi prosiguieron hablando en voz baja, hasta que 
Úrsula obligó á Magdalena á retirarse á descansar. 
Antes de alejarse, inclinadas las dos á la cabecera de 
Mauricio, permanecieron un rato contemplando en si- 
lencio aquel rostro pálido, al que el sufrimiento había 
restituido su primitivo carácter de grandeza y digni- 
dad. 

Mauricio no dormía; habia escuchado toda la con- 
versación. El siguiente dia se levantó de la cama. Tan 
tranquilo, tan resuelto, como vacilante, colérico y arre- 
batado fué en sus tiempos malos, aceptaba al fin la 
tarea impuesta por la suerte. Sin embargo, las almas 
honradas se equivocarian, atribuyendo ese despertar 
súbito de su voluntad á un arranque de gratitud y en- 
ternecimiento. Con la salud habia recobrado Mauricio 
la dureza de alma. La abnegación de aquellas dos no- 
bles criaturas, que venian á agotar á su cabecera sus 
postreros recursos, en vez de conmoverle, le irritaba; 
pero Dios ha puesto el orgullo en el fondo de nuestro 
corazón para suplir, si es menester, a la virtud. Esta 
vez el orgullo hizo el milagro que la virtud sola hu- 
biera debido obrar. 


MAGDALENA 183 


Dispuesto estaba, sin entusiasmo á la verdad, pero 
sin vacilación, como hombre bien nacido que acude al 
terreno, menos por ahinco que por necesidad. Eso si, 
¿qué partido tomar? Trabajar, es fácil de decir; pero 
hay que saber en qué. ¿Tornear boliches d rompe- 
nueces? Eso estaba muy bueno en Nuremberg, en la 
patria de los juguetes y chucherias. ¿ Atreverse con la 
escultura en madera? Aqui, mil dificultades. Para los 
perezosos las avenidas del trabajo están siempre ates- 
tadas de obstáculos. Por otra parte, hacia demasiado 
tiempo que descuidara este arte, que tenía casi olvi- 
dado. 

En cuanto á las tareas de la inteligencia, no de- 
bia pensar en ello, y no porque careciera de aptitud 
para esa especie de literatura á vuela pluma, que en 
nuestros días alcanza tanto éxito; desgraciadamente, 
en la época á que nos referimos, las letras conserva- 
ban todavía algún prestigio y la más difícil de las ar- 
tes no había llegado á ser el más fácil de los oficios. 
Algunos años más tarde, Mauricio no habría vacilado 
y hoy tendriamos otro gran escritor más. Llegar á 
punto es uno de los grandes secretos de la vida. Por 
fin, aburrido consultó Mauricio á su prima: y ésta le 
contestó dulcemente: 

—«¿ A qué apresurarse ? ¡si no urge! Todavía os ha- 
lláis muy débil. Recobrad fuerzas; lo demás vendrá 
por sus pasos. Con tal de sentirme yo escudada bajo 
vuestro brazo, me basta y no pido más. No os inquie- 
teis. Soy robusta; tengo buen ánimo. Trabajaré por 
vos con alegría, esperando á que vos podáis traba- 


184 JULIO SANDEAU 


jar por mi con ventura. ¿No os parece bien, hermano- 
mio? 

Ya se comprende que semejantes palabras no harian: 
sino irritar el orgullo de Mauricio. Vamos á ver de 
qué manera el azar, ó más bien la Providencia, bajo 
los rasgos de Magdalena, impelió á aquel joven á la 
única senda que abierta tenia. 


ÑN un ala de la casa, frente por frente á las buhar- 

dillas ocupadas por Mauricio y Magdalena, había 
una modesta habitación compuesta de tres cuartos 
donde vivia un matrimonio de jóvenes artesanos. 
Ebanista de oficio, llamábase el marido Pedro Marceau. 
Era un guapo mozo, de veinticinco años á lo mas, 
siempre de buen humor, de aire franco y expansivo, 
muy simpático con su blusa de lienzo gris que un cin- 
turón de cuero charolado ceñía en torno de su flexible 
y vigoroso talle. Este tal no hacia versos, ni tenía más 


136 JULIO SANDEAU 


lira que su cepillo y $u cincel. De pie cada día con el 
alba, trabajaba alegremente de la mañana á la noche, 
como si estuviese convencido de que el trabajo es á un 
tiempo la verdadera poesia del pueblo y el mejor sis- 
tema que se haya inventado hasta hoy para mejorar 
Ja condición de los obreros. Atenta y gentil, su mujer 
manejaba la aguja á su lado, sin dejar de atender á 
dos muchachuelós que jugueteaban en derredor de su . 
padre. De vez en cuando abandonaba Marceau su ta- 
rea para inclinarse sobre la labor de su compañera 6 
tomar en brazos á los .bribonzuelos, y en seguida vol- 
via al trabajo con nuevo ardor. A veces la mujer tara- 
reaba una canción de Béranger, una de esas canciones 
inmortales que han consolado á la patria, y sin inte- 
rrumpir su tarea el marido entonaba el estribillo con 
enérgica y robusta voz. Cuando el día tocaba á su oca- 
so, la linda casera se ocupaba en los preparativos de 
la comida, regocijada por la palabrería de los mucha- 
chos. Largo era á menudo el sobremesa, prolongán- 
dose la velada entre familiares conversaciones. 

Apoyado en el alféizar de su ventana, habíale ocu- 
rrido frecuentemente á Mauricio seguir.con distraída 
mirada los detalles de aquel interior honrado y labo- 
rioso. Y no porque le interesara en lo más mínimo, ni 
porque en ello buscara saludable enseñanza, sino como 
espectáculo ofrecido á su ociosidad. 

Por su parte, Magdalena complaciase en observar el 
método de vida de aquella humilde pareja; y en ello 
encontraba misterioso encanto. Entre ella y aquel ma- 
trimonio habianse establecido poco á poco relaciones 


MAGDALENA 187 


de buena vecindad. La joven aleinana acariciaba á los 
chicos cuando los encontraba en la meseta ; y durante 
la enfermedad de Mauricio, habia ido más de una vez 
Pedro Marceau á informarse de su estado. Cierta ma- 
ñana, habiendo notado que el joven ebanista acepilla- 
ba y tallabá la encina, como en otro tiempo Mauricio 
en compañía del buen caballero, púsose Magdalena á 
examinarlo con mirada conmovida. Inclinado sobre 
su banco, junto á la abierta ventana, parecia Marceau 
absorbido por alguna dificultad que en vano intentaba 
vencer. De pronto, por uno de esos movimientos brus- 
cos que denuncian el sentimiento de la impotencia, 
tiró sus herramientas y se golpeó la frente con deses- 
peración; después, cruzando los brazos, permaneció. 
de pie, en actitud del hombre profundamente des- 
alentado. La mujer se habia acercado á él para ver 
- de realzar su abatido ánimo con caricias y dulces pa- 
labras; y por vez primera quizá, la rechazó él con ru- 
deza, brotando de sus ojos lágrimas de furor. Rompió 
su esposa á llorar, mientras los chicos, arrastrados por 
el ejemplo, gritaban á quien más. A tal escena de 
desolación, cediendo á un buen arranque, salió Mag- 
dalena de su cuarto, y apareció, pocos instantes des- 
pués, en medio de aquella familia, cuya benévola cu- 
riosidad había despertado más de una vez, 

—¡Ah, señorita! —respondió la mujer, á quien había 
interrogado la primera ;—oiga usted de qué se trata. 
Mi marido debe entregar hoy mismo un encargo, de 
cuyo resultado depende todo nuestro porvenir. Ya sea 
porque al aceptarlo presumiera demasiado de sus fuer- 


188 JULIO SANDEADU 


zas, ya porque su talento le haya fallado, el pobrecillo 
comprende la imposibilidad de llevar á buen fin el 
trabajo importante que le confiaron. Mi marido se des- 
consuela á causa de mi y de nuestros hijos; y yo lloro 
porque le veo llorar. 

—Mire usted, señorita —dijo á su vez el joven obre- 
ro—Dios me perdone el haberme atrevido á pensar 
que había en mi fondo algo de artista! No paso de ser - 
un infeliz, bueno cuando más para acepillar tablas y 
tornear palos de sillas. 

—¡Qué sabe usted! —replicóo dulcemente Magdalena: 
—el talento tiene sus horas, como la fortuna. Solo la 
medianía está dispuesta siempre y no vacila jamas. 
Vamos a ver ¿ de qué se trata ? 

Tratábase de una escultura representando una figu- 
ra de arcangel destinada á la ornamentación de una 
de las iglesias de París. El hecho es que la figura es- 
taba abortada. Aun cuando indulgente de sí, hubo de 
convenir Magdalena en que, si el porvenir de aquella 
familia dependía verdaderamente del mérito de la 
obra, motivo habia para desesperar. En aquel mo- 
mento percibió en la ventana 4 Mauricio quien, á una 
seña de su prima, se encaminó á su lado sin mucho 
ahínco. 

-—Veamos, hermano—le dijo —¿no habria medio de 
ayudar á esta buena gente y sacarles del apuro? 

Impuesto del caso, acercose Mauricio al trozo escul- 
pido y permaneció contemplándolo unos instantes 
con desdeñosa atención. Propiamente hablando, no 
era sino un esbozo que nada bueno prometjia, Agru- 


Atacó resueltamente el trozo de encina. 


MAGDALENA 191 


pados en torno suyo el joven ebanista, su mujer y 
Magdalena esperaban ansiosos su respuesta. No abrió 
los labios Mauricio; pero de repente, menos por bon-. 
dad de alma que con intención de lucirse, se quitó la 
levita, dobló sobre sus muñecas los puños de la cami- 
sa de batista, y, cogiendo uno de los útiles, atacó re- 
sueltamente el trozo de encina rebelde á la mano de 
Marceau. Magdalena triunfaba en secreto. De pie, in- 
móviles, en muda contemplación, seguían los dos ar- 
tesanos los progresos del trabajo, mientras, en derre- 
dor del banco, subidos curiosamente cada uno a una 
silla, con sus blondas cabecitas y sus rostros de que- 
rubines, los chicuelos parecian el acompañamiento 
natural de la figura que comenzaba á animarse á im- 
pulsos del cincel creador. 

Por más borrascas que haya atravesado, por devas- 
tado que esté nuestro corazón, aun cuando se parecie- 
se á un desierto de Sahara, aun cuando sólo encerrase 
áridas y desoladas arenas, hay una flor que todavia 
puede verse en él, en todo su frescor y en su brillo 
todo, como abierta la vispera. En vano cayeron todas 
las demás marchitas en torno suyo. Á su corola no le 
falta ni un pétalo, y sonrie en el extremo de su tallo, 
que ningún viento logró desarraigar. Esta flor inmor- 
tal del corazón humano tiene un nombre: es la vanidad, 
Asi pues, muerto casi á todo lo que hace vivir, sabo- 
reaba Mauricio con secreta complacencia el. efecto 
producido en su público. Bajo el aguijón del amor 
propio, había vuelto á encontrar, como por encanto, 
aquella osadia y aquella precisión de cincel que anta- 


192 JULIO SANDEAU 


ño fueron orgullo del Caballero. Desprendido de los 
lazos de la encina, el arcángel sacudía sus estreme- 
cientes alas. Pocas horas despues, la figura que Mau- 
ricio había tomado en estado de esbozo apareció tan 
neta, tan pura como si hubiese sido labrada en már- 
mol. 

—¡Ya está l—dijo soltando los útiles y bajando los 
puños de su camisa.—;¡ Así se hacen estas cosas! 

Imaginaos el gozo de aquella familia. Los chicuelos 
batian palmas; atraidos alternativamente por la admi- 
ración y la gratitud, la joven y su marido se deshacian 
en manifestaciones de reconocimiento, felicitando á 
Mauricio por su bella obra y bendiciéndole por su 
bella acción. Silenciosa y sonriente, Magdalena con- 
templaba aquella dulce enagenación, lisonjeándose de 
que su primo la compartiera; mas éste, una vez ter- 
minada su tarea, se habia apresurado á mofarse inte- 
riormente del necio placer que acababa de experimen- 
tar, y como nada le parecia más cándido que las escenas 
de enternecimiento, dió por terminada ésta, ponién- 
dose la levita. 

—¡ Ah, señor, me ha salvado usted la vida! —excla- 
mó el obrero con efusión. 

—Presumo—replicó secamente Mauricio— que eso 
es de parte de usted un modo de hablar, una pura exa- 
geración ; de no ser así, le habría prestado á usted un 
mal servicio, y no valdria la pena de agradecérmelo. 

Dicho-esto, y apartando con bastante rudeza á los 
muchachos que se empeñaban en encaramarse por sus 
piernas, salió como habia entrado y se retiróá su habi- 


MAGDALENA 193 


tación. ¿De qué le venía tan feroz humor? Es que el 
corazón humano es un abismo de infames cobardías. 
Sin sospecharlo, Mauricio estaba furioso porque ya 
no tenia pretexto ni excusa para no hacer nada. Los 
jóvenes artesanos quedaron consternados por una par- 
tida tan brusca y confusos de no haber podido expre- 
sar su agradecimiento. En cuanto á Magdalena, dura- 
mente herida por las palabras que acababa de oir, se 
alejó para enjugar su llanto. Sin embargo, pensó en 
sus adentros que aquel dia encerraba tal vez el ger- 
men del porvenir. 

En efecto, así como lo esperara, á partir de enton- 
ces notó Magdalena que Mauricio celebraba frecuen- 
tes conferencias con Pedro Marceau. Callábase él en 
su presencia; pero por su aire grave y preocupado, 
demasiado comprendia ella que se estaba preparando 
algo extraño en su destino. 

Cierta mañana, al ir á penetrar Úrsula en el cuarto 
de su señorito, volvió atrás como trastornada y de- 
jando entornada la puerta. ¿Qué habia visto? ¿Qué 
ocurria de extraordinario en la habitación de Mauri- 
cio? Corrió la muchacha á encontrar á Magdalena y 
se precipitó en sus brazos inundándola de llanto y 
besos. 

—¡ Venid, venid, mi buena señorita! 

Y sin más explicaciones, tomó de la mano á Magda- 
lena y la condujo á paso de lobo hasta la habitación 
del joven. 

—No hagáis ruido—dijo—y mirad. 

Retuvo el aliento la joven y miró por la entornada 


13 


194 JULIO SANDEAU 


puerta; y cuando hubo visto bien, ciñó llorando los 
brazos al cuello de Úrsula, y las dos angelicales cria- 
turas permanecieron largo rato enlazadas. 

A su vez, ¿qué había visto Magdalena ? El más her- 
moso espectáculo que contemplar pudiera: á Mauri- 
cio, de blusa, en pie, inclinado sobre el banco y traba- 
jando. 


XI 


RA la época propicia para dedicarse á esculpir en 
madera. Descuidada desde largo tiempo, casi 
perdida, esta rama del arte acababa de retoñar al ca- 
prichoso soplo de la moda. Recuérdese que á la sazón 
nos hallábamos en plena Edad-media. La literatura, 
para remozarse, se había hecho gótica. El gusto domi- 
nante en la poesia había invadido todas las artes del 
dibujo. Pintura, estatuaria, arquitectura, todo depen- 
dia de la Edad-media. Por una atracción natural el 
mueblaje habia seguido igual pendiente. Se comenzó 


196 JULIO SANDEAU 


por desbalijar gran número de castillos de provincias 
para satisfacer la pasión parisiense; después, cuando 
los cofres, los aparadores, las credencias, los sitiales. 
esculpidos, blasonados, se agotaron, cuando la verda- 
dera Edad-media faltó, preciso fué crear una Edad- 
media flamante. El nogal, la encina, el peral, modela- 
dos por hábiles manos, engatusaron á más de un 
inteligente, y esta inocente estratagema enriqueció á 
algunos artistas privilegiados. Por mediación de Pedro 
Marceau, confiáronse muy en breve á Mauricio impor- 
tantes trabajos; en pocos meses pudo, sino difundir 
en torno suyo la comodidad y el bienestar, cuando 
menos ponerse al abrigo de la necesidad con las dos 
criaturas que se habían confiado á su guarda. Era la 
pobreza, pero esa pobreza laboriosa que no debe nada 
á nadie, sín remordimientos de la vispera, ni quebra- 
deros de cabeza para el día siguiente, preferible cien 
veces al lujo ficticio y torturado en cuyo seno viviera 
Mauricio. 

Verdad es que nuestro joven no parecia muy to- 
cado ni muy convencido de las ventajas de su nue- 
va condición. Aceptaba su destino, pero detestándo- 
lo; trabajaba, pero maldiciendo el trabajo. ¡Cuántas 
veces, durante aquellos meses primeros, mo sintió 
cejar su ánimo y titubear su voluntad! ¡Cuántas ve- 
ces, abandonándose á arrebatos sin nombre, hasta en 
presencia de su prima, no tiró sus herramientas con 
cólera, pisoteando la obra que había empezado, como 
si hubiese ignorado que la gracia dobla el valor del 
sacrificio y que la abnegación más bella debe ir acom-. 


MAGDALENA 197 


pañada de una sonrisa! En semejantes ocasiones, Mau- 
ricio estaba terrible. Magdalena le contemplaba con 
tristeza ; después, cuando el malhadado mozo, exte- 
nuado y sin poder más, cala aplomado en su lecho, 
llegábase á él la angelical criatura, y enjugaba el sudor 
de su frente, creyéndose muy afortunada si no la re- 
chazaba con alguna frase dura. Lo que le aguijonea- 
ba y le sostenia en la lucha emprendida era el or- 
gullo. Tenia decidido empeño en no deberle nada á 
su prima. El recuerdo de que había vendido sus dia- 
mantes y trabajado para cuidarle, era para él grave 
carga. 

Deciase también que cuanto antes hubiese asegurado 
la existencia de Magdalena, tanto más pronto estaria 
en paz con ella, y en libertad de acabar á su antojo. El 
suicidio velaba á su cabecera, no como espectro ame- 
nazador, sino como el ángel de la liberación. 

Hay sin embargo un gozo, ignorado de aquellos á 
quienes la vida sólo costó el trabajo de nacer, y que 
Mauricio saboreó tanto más vivamente cuanto que no 
previéndolo, no habia podido pensar en ponerse en 
guardia contra él. Me refiero á ese gozo, pueril si se 
quiere, y sin embargo enagenador, que se experimen- 
ta al sentir en la mano el primer dinero que se ganó 
con el trabajo. No, ese gozo no es pueril, por cuanto 
es la conciencia de nuestro valer personal. La riqueza 
<reada por nuestro trabajo ¿no es. la más legítima de 
todas las riquezas, la de que con más justicia nos sen- 
timos orgullosos ? El heredero que cuenta su oro, es 
menos rico á los ojos de Dios que el obrero que per- 


198 JULIO SANDEAU 


cibe su salario. Estas reflexiones estaban muy distan- 
tes del espíritu de Mauricio; pero cuando vió en su 
banco el montón de escudos que Pedro Marceau habia 
cobrado por su cuenta, los tomó uno á uno y los exa- 
minó uno tras otro con expresión de infantil curiosi- 
dad. Hubiérase dicho que era un avaro ó un pobre 
diablo que se ve con dinero por vez primera. Cediendo 
á un arranque ingenuo, digno de los mejores días de 
su juventud, salió alegremente para llevar en triunfo 
aquellas primicias á Magdalena. Sonreia; tenía veinte 
años! ¡Ay! aún no habia llegado á la puerta de la jo- 
ven alemana, cuando ya tachaba de necedad el con- 
tento que acababa de sentir, y de tonteria el senti- 
miento que le llevaba á la habitación de su prima, En 
menos de un minuto, todo aquel bello arranque se 
había extinguido como fuego de paja bajo un ancha 
ola. Úrsula estaba en el recibimiento; Mauricio echó 
friamente un puñado de escudos en su delantal y se 
alejó sin despegar los labios. 

. En el cumplimiento de un deber formal, por duro y 
penoso que pueda ser, ha infundido Dios una satisfac- 
ción interior que con dificultad eluden las almas más 
degradadas. Por otro lado, si la profesión más ingrata 
tiene de vez en cuando sus horas de enagenamiento, 
el cultivo de un arte, por modesto que sea, debe tener 
sus momentos de entusiasmo. A la vez que tascando 
el freno, experimentaba Mauricio cierta fruición se- 
creta en saberse útil y necesario. En esto, nos parece- 
mos todos algo á las gentes que ocupan un destino 
importante. En el fondo de las importunidades que 


1] 


ños! 


tenía veinte a 


3 


Sonreta 


MAGDALENA 201 


asedian su crédito y su valimiento, hay siempre algo 
que no les desplace: el enojo que dejan ver no es á 
menudo sino un disfraz que sirve para ocultar el triun- 
fo de su vanidad. 

Por otra parte, Mauricio llegaba muchas veces á 
apasionarse por las figuras que su cincel creaba. Las 
castas imágenes de su juventud retozaban en derre- 
dor de su banco. Veiase al lado de su padre, tra- 
bajando en el taller de Valtravers; la imagen del buen 
señor parecia sonreirle y animarle. En resumen, excep- 
ción hecha de los arranques de furor que acabo de in- 
dicar y que iban siendo menos frecuentes de día en 
dia, al cabo de algunos meses, cuando llegaba la no- 
che, admirabase Mauricio de la rapidez del tiempo y 
de la paz que habia gozado. El trabajo lleva en si su 
recompensa. Nos aisla del mundo y de nosotros mis- 
mos. Aunque sólo se le debiese esa serenidad que co- 
rona, de seguro, toda jornada bien empleada, serla 
cosa de bendecirlo y amarlo, 

Por desdicha estas sanas influencias casi no tenian 
tiempo de fructificar en el espíritu de Mauricio quien, 
terminado el día, disipaba fuera el provecho moral 
que sin sospecharlo habia ganado. Demasiado supe- 
rior (así opinaba él) para poderse someter á una exis- 
tencia burguesa y regular, habia declarado explicita- 
mente que queria vivir á su antojo. Sea dicho inter 
nos, no le sonreia gran cosa la cocina de Úrsula, y las 
comidas mano á mano con Magdalena tampoco le son- 
reían más. Finalmente, como todos los seres débiles, 
tenia empeño Mauricio en dejar bien sentado que sólo 


202 JULIO SANDEAU 


, dependía de su voluntad. Por las mañanas, se desayu- 
naba frugalmente en su cuarto; y por la tarde, cuan- 
do daban las seis los relojes de la vecindad, quitábase 
la blusa, vestiase y salia, generalmente sin haber vis- 
to en todo el día á su prima. Imaginaba que no le 
debía nada, en cuanto había proveido á sus necesi- 
dades, 

Salía bastante tranquilo, reposada la cabeza, refres- 
cada la sangre por el trabajo, el silencio y la soledad. 
Experimentaba, desde luego, una especie de embria- 
guez al verse fuera de su buhardilla, perdido entre la 
muchedumbre, libre sobre el empedrado. Pero ¿á 
dónde ir ? Había roto violentamente con su pasado. No 
le quedaba ni un amigo; mejor dicho, en el mundo 
donde se habia marchitado su juventud se tienen 
compañeros, pero no amigos. Caminaba á la ventura, 
y casi siempre un atractivo fatal le llevaba á los para- 
jes donde habia zozobrado. 

Pálido, mustio, rozando las paredes, cual náufrago 
errante en la playa y contemplando con envidiosa mi- 
rada á los navios que se burlan de las olas que engu- 
Heron su fortuna, atravesaba con aire sombrío esa 
fiesta eterna que jamás se pone luto por sus victimas, 
de donde los más jóvenes, los más bellos, los más bri- 
llantes desaparecen sin dejar tras de si ni vacio ni pe- 
sar, ni aun siquiera el surco luminoso de la estrella 
errante. 

Adormecidas un. momento, las pasiones malas se 
despertaban y rugían en su pecho. En esos buleva- 
res inundados de luz, en medio de los encantos que 


MAGDALENA 203 


hacen de ellos el orgullo de Paris y una de las ma- 
ravillas del mundo, en medio de aquellas alamedas 
que tantas veces le vieran paseando su elegante ocio- 
sidad, pensaba Mauricio en la calle de Babilonia, en su 
buhardilla, en su banco, y llanto de rabia bañaba sus 
mejillas. Irritado, calenturiento, miserable, volvia 
como bestia salvaje herida por mil golpes. De vuelta 
al hogar, antes de retirarse á su cuarto, raras veces 
dejaba de entrar en el de Magdalena, quien, como 
queda dicho, tenía la costumbre de prolongar su ve- 
lada en compañía de Úrsula hasta muy avanzada la 
noche. 

No vaya á creerse que en esto cediera Mauricio á un 
movimiento de solicitud, ó que le moviese un deber 
de simple cortesía. El desdichado obedecia únicamen- 
te a la cobarde necesidad de exhalar su cólera y de 
vengarse en aquellas dos pobres criaturas del mal que 
le atosigaba. Cualidad de los egoistas es querer, cuan- 
do sufren, que todo el mundo sufra en torno suyo. 

Mauricio encontraba infaliblemente á Magdalena y 
á Úrsula sentadas y trabajando á la luz de la lámpara, 
tan serenas una y otra como si todavía se hallaran á 
orillas del Vienne, en el salón de Valtravers, Calado el 
sombrero, y abotonada la levita hasta la barba, entra- 
ba bruscamente descompuesta la faz, dura la mirada, 
desdeñoso el labio. Las dos se levantaban para reci- 
birle, Úrsula con una caricia, con una sonrisa Magda- 
lena. ] j 

Jamás una palabra ofensiva, jamás una pregunta 
indiscreta; nada en su acogida dejaba de respirar, por 


204 JULIO SANDEAU 


el contrario, la más adorable ternura, como si sehubie- 
se tratado de un hermano amable ó de un amigo cari- 
ñoso. Después de rechazar brutalmente á su hermana 
de leche y de dirigir una mirada altanera á las pinturas 
de la joven alemana, se sentaba en un rincón del cuar- 
to, y mientras las dos angelicales criaturas reanuda- 
ban su tarea, contemplábalas con aire huraño ó bur- 
lón. , 

La placidez de aquellas dos figuras, la tranquilidad 
de aquel nido, el orden que reinaba bajo aquel humilde 
techo, la gracia armoniosa que se revelaba en los me- 
nores detalles de aquel modesto mueblaje, todo ello le 
exasperaba en vez de apaciguarle. Ordinariamente ta- 
citurno, mostraba entonces una alegría cruel, agresi- 
va, implacable; ceñudo y silencioso casi siempre, vol- 
víase decidor, ingenioso y hasta elocuente, en cuanto 
se trataba de torturar el corazón de su prima. Lo que 
más claramente resaltaba en sus discursos era que es- 
taba harto y ahito de Magdalena y Úrsula. Magdalena 
sólo oponía á sus enormidades una dulce razón, una 
bondad inalterable; pero ya le constaba á Úrsula cuán- 
tos raudales de lágrimas vertía la pobre niña después 
de retirarse su primo. 

Aún debían ir más allá los ultrajes. Pertenecia Mau- 
ricio á esa escuela de jóvenes calaveras, Lovelace de 
bastidores, Don Juan de baja estofa, que, porque se 
comieron neciamente su patrimonio con algunas mu- 
chachas perdidas, creen conocer á las mujeres, y se 
jactan de despreciarlas. Por dos ó tres bacantes de- 
rrengadas y marchitas que habrán paseado en coche, 


MAGDALENA 205 


los tales caballeretes hablan de la bella mitad del gé- 
nero humano con tal irreverencia, que ocurren deseos 
de preguntarles, al oirles, qué oficio hacen sus her- 
manas y de qué flancos nacieron. Sin encontrar á su 
prima hermosa ni apetecible, habia acabado Mauricio 
por descubrir que representaba, junto á ella, el papel 
de un tonto. A falta de los sentidos que aquella blanca 
y casta beldad dejaba absolutamente dormidos, el 
amor propio y la vanidad se le subian al cerebro en 
groseros humos. ¿Era natural que un joven que no 
tenia treinta años viviese fraternalmente con una mu- 
chacha que tenía veintitrés á lo sumo, en habitaciones 
contiguas, bajo un mismo techo? ¿Qué pensarían, si 
lo supiesen, sus antiguos camaradas? ¿Qué debía pen- 
sar la misma Magdalena? Porque, en la ternura que 
la joven le demostraba, sólo veia Mauricio una incita- 
ción. Sin embargo, cada vez que se arrimaba á ella 
con ánimo de cambiar una posición que le parecia ri- 
dicula, poseído de un vago sentimiento de respeto que 
no se explicaba al pronto y que luego le sublevaba, 
retirábase sin haberse atrevido á tomarle siquiera la 
mano. 

Cierto día en que faltaba trabajo, salió temprano 
Mauricio á la calle y anduvo errante hasta el anoche- 
cer bajo uno de esos soles ardientes que hacen fer- 
mentar el cieno de los pantanos y el fango de las pa- 
siones impuras. Comió en las inmediaciones del anti- 
guo Teatro ltaliano, en una especie de taberna de 
non sancto aspecto. Sentado en el fondo de una pieza 
oscura, á la luz de un quinqué humoso, comió poco y 


206 JULIO SANDEAU 


vació trago tras trago una botella de esos vinos de 
espiritu que jamás han pagado derechos de puertas. 
¡Qué diferencia entre esta comida y las que en otros 
tiempos saboreaba Mauricio en jovial compañía en los 
salones del Café de Paris, mientras su coche esperaba 
á la puerta y su groom al pie de la escalinata! De co- 
dos sobre el mantel, con la frente entre sus manos, 
permaneció luengo rato sumido en un caos de pensa- 
mientos irritantes, que todavía los humos de la em- 
briaguez exaltaban. Abrasados cabeza y sentidos, pasó 
el resto de la velada en las encrucijadas, siguiendo con 
mirada salvaje las evoluciones de las sirenas infames 
que los albañales de la vida parisiense vomitan sobre 
las aceras. 

Cuando entró en el cuarto de su prima y la vió 
sola, no pudo reprimir un movimiento de alegría 
diabólica. Ligeramente indispuesta desde la vispera, 
Úrsula, cediendo, á pesar suyo, á las solicitaciones de 
su señorita, se habia acostado temprano. Magdalena 
leia cuando llegó Mauricio. Cerró el libro, lo dejó so- 
bre la mesa y acogió á su primo como siempre, sin 
parecer notar la alteración de sus rasgos, el sombrio 
fulgor de sus ojos y la palidez inflamada de su faz. 
Sentóse Mauricio junto á ella, y con voz breve, ardien- 
te, convulsa, cuyo acento más se avenia con el insulto 
que con la lisonja, comenzó, sin transición, por cumpli- 
mientos, de tal suerte exagerados, que la joven le miró 
al principio con aire de sorpresa, y por fin soltó una 
risotada. Fué un nuevo aguijón. Aquella risa argenti- 
na y perlada, aquella viva jovialidad de ninfa sin des- 


MAGDALENA 207 


confianza, perseguida por un sátiro, y tomando la cosa 
á broma, acabaron de irritar á Mauricio, sacándole 
de si. 

Sofocó en el pecho un grito de rabia, y reponién- 
dose luego, habló de amor con el arrebato del odio, 
de ternura con acento del rencor, lenguaje tenebroso 
que de vez en cuando iluminaban con siniestros des- 
tellos frases singulares. Blanca, fria, inmóvil, seme- 
jando á la Castidad atónita de ver á sus pies las ofren- 
das destinadas á los altares de la Venus impúdica, 
Magdalena, mientras el desdichado hablaba, contem- 
plábale con aire á la vez tan altivo y triste, que llegó un 
momento en que Mauricio, aterrado bajo la mirada de 
su prima, se detuvo, como si hubiese oprimido entre 
sus brazos un mármol insensible. Siempre en la misma 
actitud, seguia contemplándole Magdalena con el mis.- 
mo aire triste y grave en que no se vislumbraba in- 
dignación ni cólera, mezcla de piedad maternal y de 
doloroso asombro. No pudo más Mauricio ; levantóse y 
se alejó con espanto. 

Cuando, después de algunas horas de ese sueño que 
sigue á la embriaguez, recobro el infortunado, al des- 
pertar la siguiente mañana, el recuerdo de lo ocurri- 
do, sintióse morir de vergúenza y confusión. No por- 
que su conciencia le dirigiera los reproches que mere- 
cia: desde largo tiempo la habia habituado á una 
indulgencia excesiva; pero no podía soportar la idea 
de tener que ruborizarse ante Magdalena. ¿Cómo osa- 
ría volver á su presencia > Presentía recriminaciones 
exageradas; veíase ya objeto de los rencores implaca- 


208 JULIO SANDEAU 


bles de una gazmoñeria quisquillosa, porque cuando 
esos calaveretes se ven obligados á reconocer la virtud 
en las mujeres, consuélanse representándosela bajo un 
aspecto poco gracioso á modo de espantajo, de objeto 
de chacota. Tocaba el dia á su ocaso, y aún Mauricio 
era presa de estas reflexiones nada halagieñas, cuan- 
do su prima entró en su habitación. Ruborizóse él, 
palideció, turbóse; hubiera querido que la tierra se 
abriese bajo sus pies y que el techo se desplomara so- 
bre su cabeza. Tendida la mano, cariñosa la mirada, 
sonriente el labio, le llamó «hermano mio», por manera 
que llegó á imaginar un momento que había soñado 
la escena de la vispera. Muy raro es que los hombres 
no guarden un sentimiento de sincero afecto á la mu- 
jer junto á la cual se descarriaron, y que pudiendo 
humillarles en su derrota, les ha dispensado su gra- 
cia, su indulgencia y su bondad. Nuestro corazón agra- 
dece siempre las pequeñas atenciones que se tributan 
á nuestra vanidad. Aun cuando nada diera á conocer, 
quedo Mauricio sumamente conmovido de la genero- 
sidad de Magdalena, reconociendo en su fuero interno 
que la virtud no es necesariamente ridícula é insocia- 
ble y que puede ser amable una vez por casualidad. 
Magdalena venía á rogar á Mauricio que compartie- 
ra con ella su comida aquel dia. Miró Mauricio al cielo 
que, desde por la mañana, se deshacia en agua. Salir 
con un tiempo como aquel para ir á buscar, lejos de 
allí, una comida mediocre, nada tenía de divertido. 
Por otra parte, su estómago se resentía de los excesos 
de la vispera. He leído, no recuerdo dónde, que los 


MAGDALENA 209 


dias siguientes á los de orgía dieron origen á los ana- 
<oretas. Finalmente, á Mauricio, reconociéndose cul- 
pable ante su prima, no le venia mal poder expiar sus 
<ulpas á tan poca costa. A su vez, grande y generoso, 
aceptó la súplica de Magdalena. 


14 


XI 


Le mesa estaba dispuesta en ua comedorcito, tapi- 
zado de un papel que imitaba á la perfección los 
entablonados de encina. Ocultaban la chimenea ma- 
zorcas de asters, dalias y brezos de color rosa: la única 
ventana miraba á los árboles del parque, cuyas hojas 
atizonaran ya las otoñales brisas. La mesa era algo 
angosta; el lujo del servicio no hubiera alarmado los 
hábitos de un quákero ó de un cartujo; pero sobre el 
mantel deslumbrante de blancura y del que se exhala- 
ba el grato perfume de la buena colada, todo relucia 
de limpieza, todo tenia un aire alegre, honrado, encan- 


212 JULIO SANDEAU 


tador. Al sentarse frente á la joven alemana, que hacia 
los honores de su pobreza con una gracia que no siem- 
pre la riqueza posee, hubo de convenir Mauricio en 
que aquello valía mucho más que la horrible taberna 
donde desde algún tiempo acá comia habitualmente. 
Los platos no eran numerosos, ni refinados: ventaja to-. 
davia más rara, eran sanos y exquisitos. Podemos creer 
que en su confección había empleado Úrsula todo su sa- 
ber. "Limpia, sonriente, vivaracha, ágil el pie, ligera la 
mano, remangada basta el codo y descubriendo la re- 
dondez de un brazo hecho á torno, era de ver la fornida 
moza dando vueltas en derredor de sus amos, sirvien- 
do los manjares, retirando los platos, indicandoá Mau- 
ricio los bocados más finos, pronta á caerse de espal- 
das cada vez que éste se dignaba encontrar algo á su 
gusto. Magdalena comía apenas, no ocupándose sino 
de su primo, con la inquieta solicitud de una joven 
querida, feliz y orgullosa de servir á su amante. Obje- 
to de tantas atenciones, Mauricio no podia menos de 
sentirse conmovido, y preguntábase, perplejo, qué ha- 
bía hecho para merecerlas, Debo añadir que tampoco 
era insensible al talento y al saber de Úrsula, que has- 
ta entonces no habia sospechado. Otra sorpresa le es- 
peraba á los postres. Acercósele Úrsula con un enorme 
ramo, y empezó á recitar una felicitación que apren- 
diera de antemano; pero, cortándole su emoción la 
voz, abalanzóse sobre su hermano de leche, deseán- 
dole unicamente un dichoso día de su santo, y cu- 
briéndole de dulces lágrimas y sonoros besos. Tocóle 
la vez á Magdalena. Tendió á Mauricio su linda mano 
por encima de la mesa, dirigiéndole algunas palabras 


Apoyóse en su hombro. 


MAGDALENA 215 


sencillas y afectuosas. En tanto el mantel se había lle- 
nado de buñuelos y galletas como en Valtravers; una 
botella de rancio vino que las dos jóvenes se habian 
procurado en vista de aquel día magno, á costa de 
todo un mes de privaciones y rigurosa economia, er- 
guía entre las flores su largo cuello cubierto de lacre. 
El cielo acababa de despejarse; los pájaros, antes de 
dormir, gorjeaban en las ramas; los embriagantes eflu- 
vios de la hoja húmeda penetraban por la abierta 
ventana; finalmente, próximo á desaparecer en el ho- 
rizonte, enviaba el sol á la mesa un alegre rayo, á cuyo 
beso centelleaban los vasos como otros tantos cristales 
preciosos. Desde que Mauricio abandonó el techo pa- 
ternal, aquella era la primera vez que le felicitaban 
sus dias. Olvidado y perdido desde hacía diez años, 
este aniversario despertó violentamente en él las me- 
jores memorias de su juventud. Recordó el tiempo en 
que semejante día era de regocijo público en Valtra- 
vers. Vióse entre la marquesa y el caballero, rodeado 
de todos los servidores que le ofrecian cordialmente 
sus votos y su amor. A estas imágenes dióle un vuelco 
el corazón; un sacudimiento eléctrico recorrió todo su 
sér; palideció su frente y humedeciéronse sus ojos. 
Magdalena, que no le dejaba de vista, levantóse y co- 
rrió á él, para aprovechar tan excelente movimiento. 
Apoyóse en su hombro, inclinó hacia él su virginal 
cabeza y, parecida á esa bella estatua del Louvre co- 
nocida bajo el nombre de Polimnia, 0 más bien como 
ángel de la guarda espiando la resurrección del niño 
confiado á su vigilancia, permaneció unos instantes 
en actitud meditabunda y recogida. Pensando en lo 


216 JULIO SANDEAU 


que había sido ella por él, y en lo que él habia sido 
por ella, sintió Mauricio ablandarse por fin su alma 
endurecida. Esta vez, su orgullo, desprevenido, en 
lugar de irritarse, doblegó la rodilla y se humilló ante 
virtud tanta. Ni una palabra perturbó esta escena con- 
movedora. La misma Úrsula permaneció muda. Pero 
cuando el joven, con un gesto demasiado brusco para 
no ser involuntario, cogió la mano de Magdalena lle- 
vándola vivamente á sus labios, no pudo Úrsula rete- 
ner uno de aquellos gritos de admiración familiares 
en ella, como si su hermano de leche acabara de eje- 
cutar la acción más bella del mundo. La velada ter- 
minó en el cuarto de Magdalena á la luz de la lampara, 
en dulces pláticas. Hablaron de Valtravers, de la mar- 
quesa, del buen caballero, y también de aquella tarde 
de otoño en que por primera vez se habían encontra- 
do, Mauricio á caballo y Magdalena, victima de las 
fechorias de Perico, sentada en el césped y llorando. 
Complaciéronse los dos en resucitar todos los detalles 
de su llegada al castillo, la huerfanita dando el brazo - 
al joven caballero y no sospechando que fuese su pri- 
mo; el caballo siguiéndoles en libertad, y trasquilando 
los nuevos retoños; el claro iluminado por los fuegos 
del sol poniente; la alegria del joven cuando Magdale- 
na había hablado del pequeño Mauricio; la verja del 
parque; las torrecillas del lindo castillejo surgiendo 
detrás de la cerca, y finalmente á los ancianos compa- 
ñeros levantándose, en la meseta de la escalinata, para 
recibir á la extranjera. Placianse escuchando todos 
estos recuerdos que gorjeaban en su memoria como 
pájaros en dorada jaula. En Mauricio, atónito del en- 


MAGDALENA 217 


canto que saboreaba, dejábase oir aún el acompaña- 
miento burlón de la romanza de Don Juan, pero á raros 
intervalos, débil y enseguida sofocado por el canto. 
Antes de retirarse hubo de convenir que la vida tiene 
sus buenos ratos y la pobreza sus fiestas, lo mismisi- 
mo que la fortuna. Ya en su cuarto, miró sin cólera 
los útiles de su oficio y con satisfacción el retrato de 
su padre; y luego se durmió en paz extraña, dicién- 
dose que al fin y al cabo su prima y su hermana de 
leche eran dos buenas muchachas. Tranquilo y pro- 
fundo fué su sueño. Despertado al apuntar el alba por 
la voz de Pedro Marceau que saludaba al día y oraba 
á Dios cantando y trabajando, saltó de la cama y em- 
prendió resuelto su tarea. 


XHMI 


aos salvado á Mauricio, alegrarse y cantar victo- 

ria, figurarse que sólo le falta tender la mano para 
de nuevo coger la juventud y todos sus perdidos teso- 
ros, sería exponerse á crueles equivocaciones y des- 
conocer, al mismo tiempo, el pensamiento de Dios, 
que quiere que la expiación preceda á la rehabilitación 
y no permite que el hombre pueda volver á subir en 
un dia la colina santa, desde cuya faida se dejo caer. 
Ruda es de trepar esa pendiente, y de algunos más 
fuertes que Mauricio sé que se han detenido á mitad 


220 JULIO SANDEAU 


del camino, pálidos, magullados, quebrantados, mi- 
diendo con mirada liena de espanto el largo trayecto 
que les faltaba recorrer. Verdad es que estos tales no 
tenían junto á sí un ángel que les sostuviera, que en- 
jugara el sudor de su frente, y que les mostrara el 
sendero más corto y menos escarpado, por donde las 
almas caídas pueden remontarse á las celestes cum- 
bres. 

Tocaba á su fin el otoño. Avanzaba Noviembre, tiri- 
tando en su manto de escarchas, chorreando lluvias, 
con los pies en el barro y la frente en la bruma. Para 
comprender cuán sombria tristeza entraña esta esta- 
ción, hay que encontrarse solo en Paris, pobre, sin 
familia, obligado á salir para ir á comer, con la pers- 
pectiva, al regreso, de la soledad sentada junto á un 
hogar avaro. Repuesto de su prevención contra la co- 
cina de Úrsula, precisado por el rigor del invierno á 
reconciliarse con la vida de familia, habia acabado 
Mauricio por resignarse a comer con su prima. Leja- 
nas ya las puras emociones del día de su santo, costóle 
algún trabajo avenirse á esos hábitos burgueses. Sin 
embargo, cuando la brisa soplaba y la escarcha azota- 
ba los cristales, no le desplacia pensar que su comida 
le esperaba, á dos pasos, en un cuarto calentito y bien 
cerrado, donde dos sonrientes figuras jamás dejaban 
de acogerle con ahinco. Para apreciar semejantes go- 
ces, no hay necesidad de ser un Grandisson. 

Si bien, poco suntuosas, las comidas tenian lugar - 
¿on bastante alegría. Mauricio aportaba generalmente 
el formidable apetito que debia al trabajo, y que le ha” 


MAGDALENA 221 


Y 


cia indulgente sobre la distribución del servicio. Ur- 
Sula conocia los gustos de su señorito y cifraba su glo- 
ria en confeccionar sus predilectos platos. Por su parte 
Magdalena suplía al lujo de los manjares con la gracia 
de su espiritu. Mauricio. se dejaba subyugar dificil- 
mente por tan poéticas ilusiones; sin embargo, de vez 
en cuando maravillábanle aquel espiritu y aquella 
gracia á que tanto tiempo había pasado sin otorgar la 
anás minima atención. Asi, todo marchaba perfecta- 
mente, durante la comida. Por desgracia, las veladas 
transcurrian con desesperante lentitud, no para Úrsula 
ni Magdalena, sino para Mauricio, que no sabía cómo 
inatar el tiempo. Es de notar que las mujeres siempre 
tienen una ocupación ú otra, mientras que los hom- 
bres no hacen absolutamente nada desde que dejan de 
trabajar seriamente. Sentadas junto á la lámpara, 
Magdalena y Úrsula hacian correr la aguja o el gan- 
chito; Mauricio, con las manos en los bolsillos, daba 
vueltas en derredor del cuarto, con aire fastidiado. 
Iba de una á otra, examinaba su labor, sentábase, se 
levantaba y volvia á sentarse. Aun entre las más be- 
lias inteligencias no son inagotables los temas de con- 
versación, y así me explico perfectamente que los 
hombres hayan inventado las cartas y el ajedrez para 
dispensarse de hablar cuando están reunidos. Desde 
el dia en que entrara en el cuarto de su prima, con 
intento de ultrajarla, era Mauricio menos acerado en 
sus discursos. Más de una vez había retenido en sus 
labios trémulos el dardo, presto á partir. Sin embargo, 
por mas que hiciese para dominarse y vencerse, exas- 


222 ¿JULIO SANDEAU 


perado por el aburrimiento que también tiene sus có- 
leras y sus arrebatos, raras veces terminaba su velada 
sin soltar alguna palabra amarga ú ofensiva. Más se- 
gura de su imperio, Magdalena en vez de inclinar la 
cabeza como en otro tiempo, contestaba entonces con 
dulce firmeza, en ese lenguaje encantador que habla la 
razón cuando la templan la gracia y la bondad. De vez 
en cuando Úrsula metia su cucharada, que no hubiera 
desaprobado la criada de Moliere. Mauricio comenzaba 
por irritarse, no tardando en conservar un silencio 
enfurruñado, y algunas veces no podía menos de son- 
reirse. 

A pesar de la angélica bondad, á pesar de Jas cari- 
nosas atenciones de Magdalena, las veladas parecian 
aún muy largas á Mauricio. A menudo la conversa- 
ción se cortaba, reanudándose con algún trabajo. La 
joven, para combatir el tedio, habia suplicado á Mau- 
ricio que les leyese algo, á cual proposición se rebeló 
éste. En su existencia ociosa y disipada, pocas veces 
le había ocurrido abrir un libro. En el seno de sus lo- 
cos dispendios, habíase ocupado de caballos, de trenes, 
de mobiliario, sin pensar en pedir á la lectura un ali- 
mento para los momentos de ensueño ó de reflexión. 
Rechazada una vez, no por ello se desalentó Magdale- 
na. Cierta noche, presentó á su primo una de las obras 
más simpáticas de la literatura inglesa: El Vicario de 
Wakefield. Sabido es con que delicadeza, con qué con- 
movedora sencillez ha sabido Goldsmith, en este libro, 
narrarnos todos los goces, todas las angustias de la 
familia. Mauricio, en su profunda ignorancia, resistia- 


MAGDALENA 223 


se malhumorado á leer las primeras páginas, Pregunto 
á su prima si le tomaba por un chiquillo á quien se 
distrae con cuentos. lusistió Magdalena dulcemente y 
Mauricio, más por impaciencia, que por bondad, para 
desembarazarse de aquellas importunidades, comenzó 
la lectura de esta admirable relación. En la pintura de 
todos sus personajes, en la manera de moverse en es- 
cena, en el artificio con que las menores circunstan- 
cias se enlazan con la acción, encierra este libro tanta 
naturalidad y tanto interés, que es muy dificil dejarlo 
sin haber terminado su lectura. Mauricio, á pesar de 
su soberbio desdén por lo que él llamaba cuentos de 
vieja, no pudo resistir al atractivo de aquella epopeya 
doméstica. Ya sus dialogos cuotidianos con Magdalena 
habían ablandado su corazón, predisponiéndolo á re- 
-cibir y fecundar tan preciosos gérmenes. Viendo las 
pruebas que se hallan reservadas á los destinos más 
oscuros, comprendió que hay lugar para las virtudes 
más elevadas, para las más heroicas abnegaciones en 
los estados más humildes, Acabó de un tirón, y dió 
gracias á su prima por el placer que le había procura- 
do. Desde aquel día no se hizo más de rogar. Asom- 
brado del encanto que experimentaba en sus lecturas, 
admiraba, sin confesarlo, la razón superior de Magda- 
lena, dejábase guiar por ella y sentíase mejorar moral. 
mente. Una vez cerrado el libro, cambiaban sus refle- 
xiones y sentimientos; Úrsula tomaba parte en la dis- 
cusión, y así llegaban al término de la velada sin haber 
contado las horas. 
De vez en cuando venian Pedro Marceau y su mujer 


224 JULIO SANDEADU 


á pasar su velada en la habitación de Magdalena, que 
había tomado vivo cariño por aquella familia. En el 
fondo de su corazón veia en Pedro Marceau el instru- 
mento providencial de la rehabilitación de Mauricio; 
no podía olvidar que, á no ser por él, quizá hubiera 
aguardado Mauricio todavia largo tiempo la ocasión 
de decidirse á trabajar. Por su parte, Pedro y su mujer 
tampoco olvidaban que habian debido á la interven- 
ción de Magdalena el auxilio de Mauricio, en una cir- 
cunstancia espinosa donde su porvenir se hallaba empe- 
ñado. De ello conservaban piadoso recuerdo, gratitud 
exaltada. Si bien se habian acostumbrado á sus mane- 
ras, acabando por estimarlo, Mauricio les intimidaba 
un poco aún; pero á Magdalena le profesaban un ver- 
dadero culto que casi rayaba en adoración. No les ha- 
bia sido difícil comprender que aquellos dos jóvenes, 
á quienes creían. hermano y hermana, no estaban en 
su esfera; asi, pues, con ese amable tacto que la edu- 
cación no enseña, transpiraba en sus relaciones de ve- 
cindad un sentimiento de respeto y deferencia que en 
nada menguaba la sinceridad de su afecto. 
Generalmente, cuando llegaban, dejaban acostados 
á los niños; pero er ocasiones, y á instancias de Mag- 
dalena que gustaba de verles junto á ella, los llevaban 
consigo. Mauricio habia comenzado por quejarse de 
la intrusión de los Marceau; de la sangre aristocrática 
que tenía en sus venas el pobre mozo, sólo había con- 
servado el instinto del orgullo y de la ociosidad. Cier- 
to dia, ante Magdalena, habló de ellos con desdén. 
Magdalena, que cada día se sentia más fuerte y que 


MAGDALENA 225 


no toleraba bromas sobre el particular, le miró por 
vez primera con severidad : «¡Bah!—le dijo—¡sois un 
ingrato! aun cuando ese buen Marceau no os hubie- 
se despejado la senda del trabajo donde entrasteis, 
debiais enorgulleceros de estrechar la mano á un hom- 
bre que cerró los ojos á su padre y alimenta á su mu- 
jer y á sus hijos». A este reproche, bien merecido, 
Mauricio que, algunos días antes, hubiera dado un 
bote de cólera, ruborizóse y calló. 

Una noche, estaba reunida toda la familia. Teresa, 
la mujer de Marceau, habia traido su labor; sentadas 
en torno de la lámpara, trabajaban las tres mujeres 
hablando en voz baja. A corta distancia las observaba 
desde su silla Marceau, con la expresión benévola de 
la fuerza en reposo. De vez en cuando Teresa, sin de- 
jar su bordado, le dirigía una mirada sonriente, y 
entonces el rostro del obrero destellaba más plácido 
gozo. De codos en la mesa, y apoyada la frente en una 
de sus manos, torturaba Mauricio con la otra las hojas 
de un libro que había tráido, y cuya elección habria 
sorprendido no poco á Magdalena si hubiese podido 
adivinar la ponzoña que encerraba. Aquella noche te- 
nia cierto aire de ángel rebelde, triunfante en el mal, 
que preocupaba singularmente a Magdalena. Con su 
habitual sagacidad, comprendió la joven que aquel 
libro absorbia toda su atención. Curiosa é inquieta, 
rogó á Mauricio que leyera en voz alta; y él obedeció 
enseguida. 

Era una de esas novelas tan numerosas quince años 
há, y que afortunadamente van haciéndose más raras 


15 


226 JULIO SANDEAU 


de dia en día. En ella se hablaba con desdén, casi con 
desprecio, del deber y de la familia. En cambio, exal- 
tábase la pasión atribuyéndole una misión divina. En 
la tal novela, como en otras tantas publicadas á la sa- 
zón, el héroe, después de pisotear todas las ridículas 
preocupaciones de que se compone la educación, des- 
pués de erguirse frente á la sociedad como un Ayax in- 
sultando a los dioses, ó más bien como un Solón que 
¿debia regenerarla con el ejemplo de su vida, después 
de sostener encarnizada lucha contra las instituciones, 
comenzaba á flaquear y á perder ánimo, Desesperando 
de los hombres y de las cosas, indignado contra una 
sociedad corrompida que se negaba á admitir las leyes 
de su orgullo y los oráculos de su genio, refugiábase, 
para castigarla, en el suicidio, como el postrero, el 
único asilo que quedara en la tierra para los grandes 
corazones y las almas bellas. Pero no queriendo confe- 
sarse vencido, intentaba todavia ocultar su derrota y 
su agonía lanzando al cielo y á la tierra un grito de 
furor y de reto. Todas esas lindezas que han constituí- 
do la admiración de una generación entera, estaban 
escritas en estilo hueco, sonoro y retumbante, algo 
parecido á aquellos trompos holandeses que el buen 
Caballero fabricaba en Nuremberg. Mauricio hallaba 
en aquel libro la imagen fiel de los pensamientos que 
durante largo tiempo le devoraran y que, aun cuando 
adormecidos, podían despertar todavia al menor soplo 
imprudente. Por ello su mirada animábase con som- 
brío y siniestro fulgor, y su voz adquiría por grados 
un acento amenazador y terrible. Habiase identificado 


MAGDALENA 227 


-€n tal manera con el héroe cuyas imprecaciones leia, 
que se imaginaba hablar por su boca; el genio del mal 
habia vuelto á enseñorearse de su espíritu. Escuchábale 
Magdalena estremecida, Teresa con ingenuo asombro, 
Úrsula con aire un tanto chocarrero y Pedro Marceau 
con la expresión de una credulidad algo burlona. 
Cuando hubo terminado, dejó Mauricio el libro en la 
mesa y miró á su auditorio con aire de triunfo y curio- 
sidad. Sus ojos parecian interrogarles, o 

—;¡Qué fárrago !—dijo Úrsula; —¡qué montón de lo- 
«curas! ¿quién es ese bribón empeñado en regenerar el 
mundo y que no sabe gobernar su vida > 

— ¡Bah! —añadió Pedro Marceau ;—¡triste héroe 
«quien no encuentra nada mejor que matarse! Los hom- 
bres que valen algo, tienen siempre una misión que 
«desempeñar; sólo se trata de elegirla apropiada á sus - 
alcances. Yo no paso de ser un obrero, y estimo en 
mucho más el trabajo de mis dos brazos, que todas las 
grandes frases de ese libro fastidioso. 

Teresa confesó ingenuamente que no había com- 
prendido nada. Magdalena callaba y aplaudía con la 
mirada las palabras de Úrsula, de Marceau y de Tere- 
sa. Estupefacto por el singular éxito de su lectura, 
tomó el sombrero Mauricio y salió. 

Sin embargo, aquella velada no fué perdida para él. 
A solas consigo mismo, después de haber soltado rien- 
das á su cólera, después de haber calificado como 
puede suponerse á Úrsula, á Teresa y á Marceau, des- 
“pués de haber agotado contra ellos todos los epitetos 
que podían suministrarle el desdén y la humillación, 


228 JULIO SANDEAU 


vióse inducido, quieras que no, á reconocer que habian 
abogado en pro del buen sentido. Más adelante, en- 
contrando á menudo en la habitación de Magdalena á 
Marceau y á su mujer, y viendo su apacible calma y 
su ventura, aprendió á amarles. Los mismos niños, 
que en un principio excitaran su impaciencia y mal- 
humor, despertaron en él una ternura inesperada. To- 
mábales sobre sus rodillas, cubrialos de caricias y 
entreveia, al besarlos, todos los goces de la familia. 

De esta suerte, nuestro joven remontaba la cenago- 
sa ola que le había arrastrado. Algunos esfuerzos más 
y alcanzaba la orilla, sacudia el fango de sus pies y se 
elevaba á las regiones serenas. 

Aquella existencia laboriosa y retirada tenia sus 
distracciones y sus placeres: Mauricio y Magdalena 
iban de vez en cuando al teatro. Cierta noche fueron á 
la Opera. Representábase el Guillermo. Mauricio, en 
sus tiempos de esplendor, no habia pasado una sola 
velada en la Opera sin aburrirse por completo. Entre 
los frivolos dicharachos de sus camaradas de locura, 
apenas había entrevisto lo que entraña de arrebatador 
la música, esa forma de la imaginación tan vaga, y, sin 
embargo, tan rica; munca los acentos de una voz me- 
lodiosa le habian transportado á las regiones ideales 
de la pasión y de los ensueños. Actualmente, sentado 
junto á Magdalena, solo con ella, puesto que nadie, 
entre la muchedumbre que le circuia, le enviaba una 
mirada amiga, ola el último canto de Rossini como.. 
una lengua nueva cuyo sentido se revelaba á él por 
primera vez. Los primeros compases le conmovieron 


MAGDALENA 229 


deliciosamente, sintiéndose penetrado de entusiasmo 
y simpatía por tan bello poema. Los sollozos de Arnol- 
do, cuando se entera de la muerte de su padre, des- 
pertaron en él el recuerdo del suyo, muerto sin haber 
estrechado por última vez su mano desfallecida. El 
juramento de los cantones conjurados por la libera- 
ción común, dispertó en su corazón una fibra muda 
hasta entonces: el amor á la patria y á la libertad, To- 
dos los pensamientos santos se dan la mano: cuando 
uno de ellos se ha enseñoreado de nuestra conciencia, 
llama á sus hermanos con misterioso signo, y les fran- 
quea la puerta de su nuevo dominio. Mauricio no pudo 
menos de iofligirse tristes y severos cargos. Pregun- 
tóse qué había hecho por su pais, y qué por su fami- 
lia. Cambiaba con su prima raras frases; pero, por el 
sonido de su voz, por su distraído mirar, sobrado 
<comprendia Magdalena que su pensamiento no esta- 
ba en sus labios, y temiendo distraerle, no le habló 
más. 

Regresaron los dos, á la luz de las estrellas, depar- 
tiendo sobre sus emociones. Oyendo á Magdalena, 
descubría Mauricio nuevos manantiales de admiración 
que le pasaran inadvertidos. Ya en su hogar, domina- 
do por la impresión profunda de la ópera, no dejó á su 
prima para irse á su cuarto; abrió la ventana y per- 
maneció unos instantes contemplando el cielo, cuya 
serenidad había descendido hasta su corazón. Des- 
pués, fuéá sentarse junto á la joven alemana, quien 
para coronar dignamente la velada, le suplicó que le 
leyera el Guillermo Tell de Schiller, Obedeció gozoso. 


230 JULIO SANDEAU 


Apenas hubo leído algunas páginas, su voz, transfor- 
mada como por encanto, adquirió un acento de unción 
que Magdalena escuchaba enagenada. A medida que 
avanzaba en el relato de esa maravillosa liberación de 
todo un pueblo, parecía transfigurarse. En su frente 
lucía dulce destello y animaba sus ojos celeste esperan- 
za. El hombre antiguo se desvanecia y Magdalena con- 
templaba orgullosa al hombre nuevo que ante si tenia. 
Fecunda debia ser aquella velada. 

Comprendiendo la extensión de sus deberes, no se 
engañó Mauricio sobre la entidad de sus fuerzas, pues 
Magdalena poseía el arte deexcitarle y retenerle alter- 
nativamente, No se exagero, pues, la importancia de la 
misión que le incumbia desempeñar. Demasiadas gen- 
tes ¡Dios sea loado ! créense llamadas á gobernar las 
riendas del Estado; Mauricio tuvo el buen sentido de 
no querer engrosar su número. Mantúvose prudente 
en su sitio, comprendiendo que no á todos es dado con- 
ducir los negocios públicos, pero que el deber de to- 
dos es interesarse por ellos. Desde aquel dia siguió 
con ardiente solicitud la marcha de los acontecimien- 
tos y su corazón no estuvo ya cerrado á esos senti- 
mientos de honor y gloria de que tanto se mofara en 
otro tiempo. 

Gracias á su trabajo, gozaba ya Mauricio de cierto 
bienestar. En épocas más felices, Magdalena había 
estudiado la música y sabla cantar con gusto y expre- 
sión. No lo olvidara Mauricio, y como para dar gracias. 
á su prima por los cuidados que le había prodigado, 
y, sobre todo, en reconocimiento de la paciencia angé- 


y 


li 
l ji: 


pa 


También Mauricio se complacía. 


MAGDALENA 233 


lica con que habia soportado su cólera y su dureza, le 
compró un piano. Fué una solemnidad para Magdale- 
na; y este obsequio inesperado dió nueva vida á sus 
reunioncillas familiares. A menudo Magdalena veía á 
su lado á Pedro Marceau, á su mujer y á los niños es- 
cuchándola con éxtasis. También Mauricio se com- 
placía. 

Cierta noche, hallábanse los dos solos; Magdalena 
hojeaba un cuaderno colocado sobre el piano; era una 
colección de melodías de Schubert; eligió una de las 
más bellas y patéticas: la Despedida. Lo que más me 
agrada en estas composiciones, es que no se avienen 
con la mediocridad. Interpretadas fielmente nos exta- 
sían ó nos arroban en dulces sueños; cantadas sin in- 
teligencia, con exactitud puramente literal, nos causan 
profundo tedio. Es una piedra de toque que raras ve- 
ces engaña: para conmover y encantar con las melo- 
días de Schubert no basta saber de música; es me- 
nester un alma de poeta. Magdalena comprendia y 
sentía profundamente aquel genio divino y sabía .ex- 
presar con sencillez lo que sentía. No era muy volumi- 
nosa Su voz, pero tenía penetrante timbre, y no se la 
oia sin emoción. Cantó la Despedida con tan conmove- 
dora melancolía, que Mauricio quedó enternecido. 

Levantó los ojos hacia ella y por primera vez de su 
vida comprendió que era hermosa; no porque ofre- 
ciese á la estatuaria un tipo completo de perfección, 
según ya dije, sino porque su alma celeste irradiaba 
en sus ojos; sus melodiosos labios tenian una gracia 
que ninguna palabra hubiera podido traducir. Hasta 


234 JULIO SANDEAU 


entonces Mauricio no habia separado la belleza de la: 
voluptuosidad ; confundia la admiración con el deseo; 
¿sabia acaso lo que era admirar? Un sentido nuevo: 
acababa de abrirse en él. Contempló á Magdalena con 
éxtasis casi religioso, como peregrino arrodillado á los 
pies de una Madona. 


XIV 


si se realizaba el sueño que acariciara la marquesa 
pocas horas antes de expirar: desde el fondo del 
abismo donde habia caido, remontábase Mauricio 
poco á poco á la claridad del día, gracias á Magdalena 
que le tendía la mano. Ya sentia refrescados sus cabe- 
llos por el viento de las altas regiones; aspiraba el 
perfume de las cumbres vecinas, y oía confusamente 
las voces de su juventud celebrando en cánticos su re- 
greso. 


236 JULIO SANDEAU 


En su rostro asomaba ya el signo glorioso de la 
rehabilitación. Sus rasgos, tanto tiempo torturados y 
marchitos prematuramente, llevaban el sello de digni- 
dad que imprime infaliblemente el trabajo en la fren- 
te de los hombres de valor y de buena voluntad. Sus 
ojos, empañados por la disoluta vida, habian recobra- 
do su limpidez; sus labios, antes contraídos por la 
cólera y siempre dispuestos á disparar la flecha enve- 
nenada, distendidos ora como arco en reposo, no ex- 
presaban ya sino benevolencia. Hasta el timbre de su 
voz se habia dulcificado. Por último, cuando caminaba 
al lado de su prima, recobraba Mauricio el andar de 
sus años juveniles. Operábase en el una segunda pri- 
mavera, ornada tal vez de menos gracias que la pri- 
mera, pero fecunda en promesas más seguras y rica 
ya con los tesoros del verano. ¡Ay! no sin esfuerzos 
habia llegado á este punto el pobre mozo. ¡Cuántas 
veces, ensangrentado el pie, y bañada en sudor la faz, 
no se paró desalentado á la orilla del camino! ¡Cuán- 
tas veces, tropezando cerca de la meta, no se sintió 
resbalar á lo largo de la pendiente que con tanta pena 
habia trepado! A menudo, en una hora de rebeldía d 
desaliento, habia perdido el fruto de varios meses de 
“luchas y fatigas. A menudo, en el momento en que la 
buena semilla comenzaba á germinar en su corazón, 
una tempestad terrible, imposible de prever, habia 
anonadado la esperanza de la cosecha. Pero Magdale- 
na velaba por él. Paciencia angélica, solicitud infati- 
gable, le sostenía, le levantaba, le alentaba, y sembra- 
ba de nuevo el corazón que la tormenta había devas- 


MAGDALENA 237 


tado. Después, arrodillada en su cuarto, oraba con 
fervor porque, tan piadosa como bella, pensaba que la 
criatura nada puede sin auxilio del Creador, y que las 
más nobles empresas no pueden prescindir de una 
sonrisa del cielo. 

Dios, que lee en los corazones, había bendecido ya 
su tarea. Llegó una hora en que aquel alma santa sólo 
se exhaló en acciones de gracias. Ese Mauricio, á 
quien hemos conocido desengañado de todo, burlón, 
acerbo, despiadado, ya no existia; Magdalena lo ha- 
_bia transformado en hombre nuevo. Si de tarde en 
tarde reaparecia el hombre antiguo, era sólo un pálido 
fantasma que la joven conjuraba al momento con un 
gesto o una mirada; si el borrascoso pasado se reani- 
maba y mugia á largos intervalos, sólo era el ruido 
sordo del rayo que se aleja cuando el cielo vuelve á 
serenarse. 

Mauricio ya no sentía tristeza ó mal humor que 
pudiese rebelarse contra una' palabra de su prima; 
la misma Úrsula, que durante tanto tiempo le irrita- 
ra, ahora le distraia y á veces le comunicaba su alegre 
humor. Si por azar le acontecia evocar sus tiempos de 
desencanto, la buena muchacha, con su natural buen 
sentido, le volvía á la razón con alguna ocurrencia le- 
mosina; y él, en vez de enojarse, poniase á reir con 
ella. 

Había llegado á morder con avidez los frutos de 
la realidad que antaño rechazara con asco. Acre es su 
sabor ; pero al fin acaba por gustar. Comprendía que 
en el cumplimiento de un deber, por humilde y mo- 


238 JULIO SANDEAU 


desto que sea, hay más grandeza verdadera que en esa 
filosofía de lacayo consistente en negar ó despreciar 
todo lo que realza la naturaleza humana. Comprendia 
también que la vida es dulce mientras es útil, y que 
salvo raras excepciones, sólo se suicidan los egoístas ó 
los impotentes. Hijo de un siglo impío sentia, bajo la 
influencia de su ángel bueno, despertar en él la espe- 
ranza y la caridad. No creía, pero esperaba y hubiera 
querido creer. En el interin, convenía de buen grado 
con Magdalena que nada se arriesga en este valle 
obrando de conformidad con las verdades que la reli- 
gión enseña. 

Ya no velaba á su cabecera el suicidio; las per- 
sonas que trabajan desde el amanecer á la puesta del 
sol, duermen de noche y no piensan en saltarse la 
tapa de los sesos. Aquellas famosas pistolas, que en 
otro tiempo le inspiraran tan bellas frases, habialas 
vendido para regalar flores á su prima en sus días. Á 
la vez que su corazón, habíase elevado su espiritu. 
Amaba las artes; leía los poetas. Lo mismo que su 
padre en Nuremberg, habia aprendido á conocer la 
realeza de la inteligencia. Testigo atento del movi- 
miento que á la sazón se operaba en las ideas, acogía 
con indulgencia, y á veces con entusiasmo, todas las 
utopias generosas que en otro tiempo sólo excitaban 
su cólera ó su desdén. Si conservaba implacable ren- 
cor contra esa democracia baja, envidiosa, hipócrita, 
amiga del pueblo porque es enemiga de toda superio- 
ridad, si detestaba profundamente á los charlatanes 
que mercadean con el socialismo y la filantropía, 


MAGDALENA 239 


veneraba las almas desinteresadas que abrazan con . 
abnegación sincera la causa del trabajo y de la po- 
breza. 

No vaya por ello á creerse que ya no tuviese Mauri- 
cio sus dias malos. Aún tenía algunos de desespera- 
ción y abatimiento. De vez en cuando volvía á abru- 
marle con todo su peso la carga de sus faltas; á veces 
el espectro de su juventud mancillada se le aparecía 
bruscamente llenáandole de. mudo espanto. Es castigo 
de los seres que vivieron mal, arrastrar largo tiempo 
tras de si, hasta en el seno de una vida mejor, la som- 
bra maculada de su pasado. Consternado, extraviado 
el mirar, el desventurado veía desfilar ante si el som- 
brio cortejo de sus recuerdos: su padre abandonado, 
€l dominio de sus antepasados vendido en pública su- 
basta, el destino de Magdalena entregado á las contin- 
gencias del azar; y luego seguía, como una prostituta, 
la imagen de los postreros años que devoró la disolu- 
ción. 

Aplastado bajo su propio desprecio, demasiado or- 
Sulloso para pedir á las efusiones del arrepentimien- 
to el alivio de su conciencia, encerrábase entonces 
Mauricio en huraño silencio; sin exhalar un grito; 
<omo el hijo de Lacedemonia, dejábase roer el pecho. 
Pero Magdalena estaba siempre allí, inquieta, vigi- 
lante, sin perderle de vista, espiando todos los movi- 
mientos de su alma. Sabía, mejor que Mauricio, lo 
Que en su alma pasaba. En tales dias de decaimiento 
y de melancolía taciturna, multiplicaba sus atenciones 
piadosas y conmovedoras con ingeniosa ternura. Po- 


240 JULIO SANDEAU 


seia adorables secretos para aflojar y ablandar aquel 
corazón dolorosamente replegado sobre sí mismo, 
para abrir en él la fuente de las efusiones y para dar 
salidas misteriosas á las olas que le oprimian. Ora 
sentada junto á su primo, cual joven madre, le habla- 
ba con dulce y suave acento, y al oirla sentia Mauricio 
correr sobre sus heridas cariñoso hálito; ora se sen- 
taba al piano, y como Orestes á los acentos de su 
hermana Electra, Mauricio, al escucharla, sentia apa- 
ciguarse sus remordimientos. Insensiblemente apode- 
rábase de él la emoción. Bajo el hechizo siempre cre- 
ciente, su corazón estaba próximo á fundirse; y al fin 
brotaban de sus ojos raudales de lágrimas. Las lágri- 
mas son divinas; es el rocío celeste que lava nuestras 
manchas. Con ello acabó Mauricio de purificarse. 
Exceptuando estos días, que cada vez iban siendo 
más raros, deslizabase el tiempo en horas deliciosas. 
Los dos años que Mauricio habia empeñado de tan 
mala voluntad en manos de su prima, habian expirado 
hacia varios meses, y sin embargo no pensaba en re- 
clamar su libertad. Después de haberle tomado gusto 
al trabajo, se había apasionado por su arte. No le esca- 
seaba la tarea; por mediación de Pedro Marceau, que 
le profesaba una amistad, una abnegación á toda prue- 
ba, los encargos venian á encontrarle, sin que los soli- 
citara. Mauricio lograba en la escultura en madera 
casi tanto éxito como había alcanzado su padre en el 
boliche y en el casca-nueces. Por su parte Magdalena 
ya no se hallaba reducida á pintar pantallas 0 cajas de 
thé; sus miniaturas eran muy buscadas, sobre todo 


MAGDALENA 241 


«€n los salones aristocráticos donde habia corrido la 
voz de que un hijo de noble familia y su hermana, 
arruinados por un proceso, vivian pobremente de su 
trabajo, en unos sotabancos de la calle de Babilonia. 
Era más de lo menester para ocupar é interesar á un 
mundo aburrido que acecha ávido ocasiones para dis- 
traerse, 
Después de haber padecido pobreza, Magdalena y 
Mauricio gozaban por fin el bienestar que corona, 
sin falta, los esfuerzos de la voluntad, cuando ésta 
tiene por auxiliares el sentimiento del orden, la senci- 
llez en los gustos y la modestia en las ambiciones. 
Hubieran podido dejar su buhardilla é instalarse con 
más elegancia, ó cuando menos buscar dos nidos no 
tan altos. En ello habia pensado Mauricio. No porque 
deseara para él una habitación más suntuosa: amaba 
Su cuartito, habiendo reconocido la verdad de aquellas 
palabras: «que las paredes que nos ven trabajar, soñar, 
esperar, son siempre las paredes de un palacio». El 
<uartitó que le viera regenerarse por el trabajo y la 
resignación habia venido á ser para él como un san- 
tuario que no hubiera abandonado sin dolor; pero este 
joven, tan brusco y duro en otro tiempo, preocupába- 
se del bienestar de Magdalena con la solicitud de un 
hermano. La desventura de su vida era no poder de- 
volver á'su prima la fortuna que había perdido. Así 
pues en distintas ocasiones le habia ofrecido un alber- 
gue más vasto y cómodo, en un barrio menos aparta- 
do. A lo cual contestaba Magdalena : 
—¿A qué cambiar nuestra existencia, si con ella 


16 


242 JULIO SANDEAU 


somos felices? La dicha tiene sus hábitos; guardémo- 
nos de tocarlos. Verdad es que vivimos algo cerca del 
cielo, pero respiramos aires puros; verdad es que ha- 
bitamos un barrio desierto, pero tenemos un parque 
frente á nuestras ventanas; en lugar del ruido de los 
coches, nos despierta cada mañana el gorjeo de los pá- 
jaros. Nuestros cuartos son pequeños; pero el invier- 
no lo pasamos más abrigados. Creedme, amigo mio; 
sigamos en nuestras buhardillas; ingratitud sería 
abandonarlas. 

Si Mauricio insistía aún para reposo de su concien- 
cia, aplaudia en secreto los razonamientos de su com- 
pañera. Continuaban viviendo como antes; pero, eso 
sí, complaciase Mauricio en embellecer el humilde al- 
bergue de su prima, mientras Magdalena no tenía 
mayor gozo que ornar el cuarto de Mauricio con todos 
los objetos de arte que le seducian. Ambos trabajaban 
uno para otro; asi, sobre todo, es dulce el trabajo. 

Vivian retirados, sin más relaciones que los buenos 
Marceau. Encantadas por la gracia y la elegancia de 
toda su persona, algunas bellas damas, cuyo «retrato 
había hecho, se esforzaron en atraer á Magdalena ; 
mas la joven supo resistir á estas obsequiosas atencio- 
nes que, á la verdad, sólo eran hijas de un sentimien- 
to de curiosidad. Manteníase apartada; y era tal la 
serenidad de su espíritu, que jamás Ursula y Mauricio- 
la oyeron exhalar una queja ni siquiera un gemido en 
recuerdo del hermoso dominio que un proceso le arre- 
batara. Raras veces hablaba de tan maihadado asun- 
to, y aun lo habría recordado con alegria, á no haber- 


Eran sus fiestas más gratas. 


MAGDALENA 245 


se tratado del patrimonio de Mauricio. En este punto, 
la resignación de Mauricio era menor. No podia pensar 
sin remordimientos y sin amargura en aquel castillo 
donde nació, donde murió su padre, y que él habia - 
perdido por su culpa. Á menudo su corazón se volvía 
con tristeza hacia Valtravers. Querer que no hubiese 
sido asi, seria exigir demasiado de la resignación hu- 
mana, sería también exagerar demasiadamente las 
delicias de la buhardilla, los encantos de la escultura 
en madera, En cuanto á Úrsula, nada echaba de me- 
nos, ni deseaba nada. Cantaba alabanzas de Mauricio 
y repetía en voz más alta que nunca, que era un án- 
gel, un ángel del cielo, un ángel del buen Dios. 

—¡Bah! ¡bah !—decia á veces Mauricio bondadosa- 
mente;—demasiado sabes que si hay un ángel aqui, 
no somos tú, ni yo, gran bestia! 

A estas dos últimas palabras, que en todo tiempo 
habian sido la más alta expresión del afecto de Mauri- 
cio por su hermana de leche, deshaciase Úrsula en 
llanto, estallaba en sollozos, y gritaba que Mauricio 
era un arcangel. Durante la plácida estación, después 
de haber trabajado toda la semana, al llegar el domin- 
go emprendían los tres el vuelo hacia la campiña, en 
cuanto Úrsula y Magdalena habian oído la misa pri- 
mera en la iglesia de Jas Misiones Extranjeras. Eran 
sus fiestas más gratas. Pasaban el dia en los ribazos, 
en el fondo de los valles, comiendo á la ventura y re- 
gresando llenos de júbilo. De esta suerte volvió Mau- 
ricio á ver, con su linda prima, aquellos bosques de 
Lucienne y del Celle donde, dos años antes, paseara 


246 JULIO SANDEAU 


sus proyectos de suicidio. Bajo los castañares que ha- 
bía llenado con el duelo de su alma, á orillas del lago 
orlado de álamos y pobos, donde se le apareciera la 
muerte, oía la vida cantando en su seno. 


CONTECIÓLE no obstante á nuestro joven sentirse 
A poseido de extraño malestar. Desde algún tiempo, 
experimentaba junto á Magdalena una turbación in- 
explicada. Hubiéraisle visto, alternativamente palide- 
cer y ruborizarse bajo una de sus miradas, y estreme- 
<erse al sonido de su voz. Por las noches, mientras 
€lla bordaba, pasábase horas enteras contemplándola 
silencioso, y no con el aire hosco ú burlesco que gas- 
taba en otro tiempo. Al entrar en el cuarto de su pri- 
ma, afluía toda su sangre al corazón. Si Magdalena 


248 JULIO SANDEAU 

entraba en su cuarto, la recibia con la perplejidad y 
timidez de un muchacho. A veces lloraba sin acertar 
con la causa de sus lágrimas. A todas horas y hasta 
durmiendo oía el rumor apenas perceptible de un tra- 
bajo encantado que se operaba en torno suyo. ¿Qué 
era aquello > 

Por mediación de Marceau había obtenido 'Mauri- 
cio el encargo de una figura de gran tamaño.. Tratá- 
base de una Santa Isabel de Hungría que un rico ba- 
ronet, fiel á las tradiciones de su familia, profundamente: 
católica, destinaba para decorar el oratorio de uno de 
sus castillos en el Lancashire. El joven artista aceptó: 
este encargo con tanto mayor ahinco, cuanto que su 
madre había tenido el nombre de esta santa y él con- 
fundia a las dos en un mismo sentimiento de venera- 
ción. 

Sin embargo, á pesar del saber muy real y posi- 
tivo que debia á las lecciones de su padre, á pesar de 
la destreza con que manejaba el cincel, en el momento 
de atacar la encina sintióse poseído de verdadera des- 
confianza. El que hasta entonces se burlara de todas 
las dificultades con un atrevimiento que podía tachar- 
se de presunción, vacilaba, no osaba descantillar la 
madera, asombrándose de su timidez, pues ignoraba 
todavia que la desconfianza de si propio es el signo del 
verdadero talento. Evocó el recuerdo de todas las figu- 
ras esculpidas que habia visto en las iglesias; ninguna 
de elias realizaba el ideal de una reina y de una santa, 
ninguna tenia la nobleza y castidad que el personaje 
requería. 


MÁGDALENA 249 


Urgla el.tiempo. Esbozó desde luego el ropaje y 
las manos. La ambición de producir al fin una obra 
capaz de sentar su fama y de merecer los sufragios 
de su prima sostenía su valor y al propio tiempo 
le hacía más severo para consigo mismo. Nunca que- 
daba satisfecho del pliegue que acababa de terminar, 
nunca le parecia que la tela tuviese bastante suavidad, 
ni el movimiento del cuerpo bastante gracia. Las 
manos le entretuvieron largo tiempo; esforzóse en 
darles una elegancia regia. Asi se elaboran las obras 
maestras; la muchedumbre que las admira no sospe- 
cha ni por asomo el trabajo que exigieron. Cuando 
llegó el punto de comenzar la testa, aumentó su irre- 
solución, Emprendió sin embargo la tarea y en breve 
el cincel obedeció al impulso de una idea misteriosa. 
La frente se redondeó sin esfuerzos, y los ojos mode- 
lándose como por encanto, dulcemente abrigados bajo 
la sombra de las órbitas, expresaron el arrobamiento 
de un alma en oración. Los labios, llenos de indulgen- 
cia y bondad, entreabriéronse como para dar paso al - 
embalsamado hálito; los cabellos, divididos sobre la 
frente en dos mitades, trenzados sobre las mejillas y 
alzados por encima de las orejas, formaron gracioso 
marco al óvalo de la faz. Después de unos instantes de 
muda contemplación, retocó Mauricio lentamente, con 
secreta complacencia, todas las partes que le parecian 
modeladas con incompleta precisión. Afiló las alas de 
la mariz, que no encontraba suficientemente delga- 
das, y suavizó el arco de las cejas, que no le parecía 
suficientemente majestuoso. Por fin, soltó el cincel 


250 JULIO SANDEAU 


y retrocedió algunos pasos para asi juzgar mejor su 
obra. 

En esto entró Magdalena, y no le costó trabajo reco- 
nocerse. Palmoteó dando muestras de cándido regoci- 
jo, mientras Mauricio, confuso, perplejo, no sabía qué 
hacer, y se ruborizaba como muchacha cuyo primer 
secreto acaban de descubrir. Buscando el modelo que 
debía guiarle, habia percibido en su corazón la imagen 
de Magdalena, y sin sospecharlo, sin quererlo, ni siquie- 
ra pensarlo, había interpretado fielmente los encanta- 
dores rasgos de su prima. Aquello fué para él un ful- 
gor vivisimo; pero extinguido casi al momento. ¿Qué 
podía comprender de esos castos preludios del amor, 
él, que hasta entonces sólo había conocido la embria- 
guez grosera y los desbordamientos de la pasión? Sin 
embargo, á partir de este dia, el extraño malestar 
que experimentaba fué progresando, y la serenidad 
de su alma quedó trastornada más profundamente 
de lo que él mismo hubiera osado decir, ni aun con- 
fesarse. 

Esta figura de Santa Isabel debía aportar á su vida 
una tormenta muy distintamente pavorosa, sin sospe- 
char él ni remotamente que iba á decidir de su porve- 
nir entero. : 

La figura estaba todavía en su taller; hubiérase di- 
cho que Mauricio no podía decidirse á desprenderse 
de ella. Cada vez que habia llegado un recado del rico 
baronet, encontraba algún pretexto para aplazar la 
entrega. Según él, quedaba siempre algún detalle im- 
perfecto, que exigía la intervención del cincel, La ver- 


MAGDALENA 251 


dad es que el artista no retocaba ya su obra, conten- 
tándose, como Pigmalión, con mirarla. Cierta mañana 
presentóse en persona el mismisimo baronet. Alto, 
delgado, esbelto, de azules ojos, blanco cutis, barba y 
cabello rubios, era joven todavía, aparentando menos 
edad que Mauricio, si bien en realidad tenía algunos 
años más. Sencillo y de buen gusto, su traje, de pies 
á cabeza, era de irreprochable elegancia. Entró fria- 
mente; saludó con aire distraído; después, sin preocu- 
parse en lo más minimo del amo del hogar, se dirigió 
hacia la escultura de Santa Isabel. Permaneció unos 
instantes contemplándola en silencio, de pie, inmóvil, 
ligeramente inclinado, con el lente en una mano, y el 
bastón y el sombrero en la otra. 

— No me habian engañado—dijo al fin, sin volver la 
cabeza y como hablando para si; —es el ideal que yo 
soñaba; es obra de un grande artista. 

Dicho esto, abrió el gentleman una carterita que ha- 
bia sacado del bolsillo de su levita, y tomando un pu- 
ñado de billetes de banco, los dejó negligentemente 
sobre la mesa. 

—¡No, caballero, no! —exclamó Mauricio.—Si usted 
lo permite, quedaremos en el precio convenido. Recoja 
usted sus billetes. Por lo demás, esa seria generosidad 
inútil, pues si quisiera usted pagar esta figura en el 
precio que yo la estimo, no bastaría su fortuna €n- 
tera. : 

A estas palabras, Sir Edward (asi se llamaba el gent- 
leman) fijó por vez primera los ojos en el escultor. Aun 
cuando Mauricio vestia su blusa, la blancura de sus 


252 JULIO SANDEAU 


manos, la pureza de líneas de su rostro, la altiva acti- 
tud de aquel joven en cuya frente el trabajo había res- 
tablecido la marca desvanecida de su raza, demostra- 
ron al baronet que no era un obrero vulgar. Compren- 
diólo tanto más fácilmente, cuanto él mismo, por la 
elevación de sus facultades, se distinguía de la gene- 
ralidad de los ricos. Algo confuso y turbado, no quiso 
despedirse sin haberse hecho perdonar su entrada por 
demás británica. Sentado familiarmente en el borde 
de la camilla que servia á la vez de lecho y sofá, con- 
versó con Mauricio, dando pruebas de una gracia muy 
rara en los hijos de la Albión. Le hablo de su arte con 
gusto, como aficionado y apreciador. Reservado en un 
principio, frio y silencioso, el joven artista dejose cau- 
tivar poco á poco por la exquisita sencillez de aquel 
lenguaje y aquellas maneras. En aquel cuartito, junto 
á aquel banco, entre pedazos de encina y virutas que 
tapizaban el piso, departieron los dos como en un sa- 
lón. 

Por un cálculo de vanidad involuntario, mientras 
el uno se esforzaba en probar que no siempre había 
vivido con el trabajo de sus manos, y que no era ex- 
traño á ninguna de las elegancias de la vida opulenta, 
esforzábase el otro en mostrar que, no obstante su ri- 
queza, comprendía todo el valor del trabajo y de la 
inteligencia. Asi verso también su conversación sobre 
asuntos importantes. Escuchando á Mauricio, no tar- 
dó en convencerse sir Edward de que se las había con 
uno de sus iguales. Oyendo a sir Edward, comprendió 
Mauricio que la pobreza no tiene el privilegio de la 


MAGDALENA 253 


sabiduría, y que todas las condiciones de la vida, des- 
de la más elevada á la más humilde, encierran ense- 
ñanzas fecundas para las almas que saben aprovechar- 
las. 

Volviendo á la figura de la santa duquesa de Turin- 
gia, contó el baronet que su madre habia llevado el dul- 
ce nombre de Isabel, los breves días que pasó en este 
valle. Mauricio dijo á su vez que su madre, fallecida 
joven, había tenido el mismo nombre, y esta coinci- 
dencia, por exigua que su importancia fuese, estable- 
ció entre ambos una corriente de simpatía. En resu- 
men, á las dos horas de conversación, separábanse 
muy complacidos uno de otro y casi amigos. 

No debia limitarse aqui este principio de intimidad, 
Rico sin infatuación, grave sin tiesura, expansivo, 
afectuoso, agudo cuando lo requeria el caso, era sir 
Edward uno de esos ingleses que á veces encuentra 
quien nació bajo venturosa estrella. Pasaba general- 
mente por original, y lo era en efecto. Espiritu elevado, 
carácter leal, corazón generoso y caballeresco, tipo de 
abnegación, poseía sobre todo en alto grado ese senti- 
miento que lleva á las almas delicadas á disimular las 
ventajas que les procuró el azar ó la cuna y que pudie- 
ra llamarse : el pudor de la riqueza. Más afortunado, 
más fuerte que Mauricio, habia atravesado las borras- 
cas de la juventud sin desprenderse en nada de su 
pureza nativa. El naufragio de sus ilusiones no le ha- 
bía apartado de su senda; ni se creyera autorizado, 
como Mauricio, por algunos desengaños vulgares para 
insultar á la humanidad. Aprendiendo á conocer á los 


234 JULIO SANDEAU 


hombres, no se creyera obligado á odiarlos ni á des- 
preciarlos. Con la experiencia del sabio, poseía el en- 
tusiasmo del poeta, y el candor y la ingenuidad del 
niño. 

Por raro privilegio, reunía dos facultades que por 
desgracia parecen excluirse: sabia como los que ya 
no pueden amar, y amaba como los que todavía no 
saben. Además, había fecundado su inteligencia por 
el estudio y los viajes. Dotado de vivo instinto de lo 
beilo en las artes, honraba al talento, y profesaba cul- 
to al genio. Desde varios años á entonces, pasaba en 
Paris el invierno, en la intimidad de algunos artistas 
selectos. El mundo le atraía poco; encontrábasele me- 
nos á menudo en los salones, que en los talleres. 

Volvió con frecuencia á casa de Mauricio. Llegaba 
poco después de mediodia. Con buenos cigarros que 
no eran de estanco, sentábase en la esquina del lecho 
y fumaba mientras Mauricio de pie, ante su banco, 
tallaba, sin dejar de hablar, la encina 0 el nogal. A ve- 
ces sir Edward se levantaba para dar un vistazo á la 
obra; y otras veces Mauricio interrumpia su tarea, 
encendía un cigarro y se sentaba junto al baronet. De 
esta suerte acabó por cimentarse entre los dos una 
afección sincera. Mauricio habia llegado insensible- 
mente al terreno de las semiconfidencias. Si se callaba 
prudentemente sobre los desórdenes de su vida pasa- 
da, hablaba con efusión de su hermana, que trabajaba 
bajo el mismo techo. De indole tierna, y organización 
poética, complaciase sir Edward en los relatos de 
aquella fraternal existencia; pero, por más deseos que 


Volvió con frecuencia á casa de Mauricio. 


MAGDALENA 257 


tuviese de conocer á la hermanita, su discreción le 
habia impedido rogar á Mauricio que le presentara á 
ella; y ¡cosa extraña! á pesar del sincero afecto que 
profesaba á sir Edward, guardaba Mauricio sobre este 
punto absoluto silencio, como si presintiera que se 
trataba de la ruina de su felicidad. ¡Ay! nadie escapa 
á su destino. Cierta tarde en que el baronet estaba en 
el cuarto de Mauricio, entró Magdalena. Su primo la 
habia hablado más de una vez de su nuevo amigo, y 
la joven, regocijada al ver que iban retoñando uno á 
uno los bellos sentimientos en un corazón tanto tiempo 
devastado, había dado alas á esta amistad naciente. 

En presencia de sir Edward mostróse Magdalena co- 
mo naturalmente era; sin embargo, con ánimo de com- 
placer á su primo, y comprendiendo con una sola mira- 
da que el nuevo amigo era digno de toda su confianza, 
hizo, como comunmente se dice, mayor gasto del que 
tal vez exigía una primera entrevista. Retiróse al cabo 
de una hora, dejando arrobado á sir Edward. 

—Tenia usted razón, amigo—exclamó con entusias- 
mo en cuanto hubo salido la joven,—tenía usted razón 
al ensalzar los atractivos de su hermana, y aun en- 
cuentro que hablaba usted muy friamente de tantas 
gracias y virginales seducciones. Jamás alma más pura 
iluminó rostro más suave. Comprendo que le sea á 
usted facil crear obras maestras: la belleza del modelo 
explica el genio del. artista. Amigo mio, la fortuna le 
ha tratado á usted menos duramente de lo que me 
figuraba, toda vez que le ha dejado un tesoro de tal 
precio. 


7 


258 JULIO SANDEAU 


Largo rato hubiera podido seguir hablando asi, sin 
riesgo de que le interrumpiesen. Mauricio torturaba 
un trozo de madera, y ni siquiera parecía oir lo que le 
decia sir Edward. Aquel mismo día, durante la cena y 
el resto de la velada, sólo se trató del baronet en el 
cuarto de Magdalena. Por la elegante sencillez de sus 
modales, por las delicadezas de su lenguaje, por la 
elevación natural de sus ideas, habíase captado sir 
Edward las simpatias de la joven, que no lo negaba y 
felicitaba á su primo por semejante intimidad. Las 
mujeres que nos aman, poseen un instinto maravilloso 
para medir y apreciar de una ojeada el valor y la sin- 
ceridad de las amistades que nos rodean. Más aún. 
Úrsula, que habia encontrado al gentleman en la esca- 
lera, no se cansaba de hablar sobre su buen talante y 
negábase á creer que fuese un inglés. Por último, Pe- 
dro Marceau, que pasaba su velada en la habitación de 
Magdalena y conocía de mucho tiempo á lord Edward 
por haber ejecutado en su hotel varias obras de eba- 
nistería, refirió de él algunos rasgos de generosidad, 
que parecieron hacer viva impresión en la imaginación 
de la joven alemana, mientras Úrsula exhalaba gritos 
de admiración y enternecimiento. En medio de aquel 
concierto de alabanzas, no permanecía mudo Mauri- 
cio, Y no obstante sufría, sin que procurase explicarse 
la causa de tal malestar. Sufría sin saber por qué, 
como las plantas al aproximarse la tempestad, aunque 
el cielo esté sereno y ninguna nube aparente enturbie 
su limpidez. 

Desde aquel día, sir Edward tuvo entrada en la ha- 


MAGDALENA 259 


bitación de Magdalena. Cortas y raras al principio, 
volviéronse sus visitas insensiblemente más largas y 
frecuentes. Presentábase durante el día, y á menudo 
volvia por la noche. Magdalena lo recibía con solícita 
benevolencia, sin disimular la satisfacción que experi- 
mentaba. Observábala Mauricio con inquietud, y á 
veces, sin saber por qué, los espiaba con mirada celo- 
sa. Horas habia en que el pobre mozo sentia contra su 
amigo una sorda irritación que no atinaba á explicarse. 
En breve creyó notar que su prima era más reservada 
con él, y más expansiva con el extranjero. Había obser- 
vado ya que el baronet no hablaba más del viaje que 
tenia por costumbre hacer cada año en aquella época, 
Una noche atrevióse á interrogarle sobre su próxima 
partida ; el baronet respondió que no partiría, y Mau- 
Ticio creyó ver que Magdalena le agradecía la contes- 
tación con una sonrisa. Este hondo malestar, este sufri- 
miento acabaron, á la larga, por revestir un carácter 
serio y alarmante. Mauricio buscaba la soledad, perdía 
la afición al trabajo; un mal desconocido le quebran- 
taba y consumía. Lo más raro en todo ello es que 
Magdalena, tan vigilante en otro tiempo y tan perspi- 
caz, no parecia advertir los nuevos cambios que en su 
primo se operaban. Hubiérase dicho que la joven sólo 
tenia ojos para sir Edward. 

Cierta mañana, encontrándose sentado al borde de 
su cama, triste, abatido, calenturiento, interrogándose 
-con espanto, vió Mauricio entrar en su cuarto al gent- 
leman, más serio que de costumbre. Fué á sentarse 
sir Edward á su lado, y sin despegar los labios, púso- 


260 "JULIO SANDEAU 


se á trazar círculos en el suelo con la contera del bas- 
tón, como quien tiene que decir algo importante y no: 
sabe por dónde empezar, mientras Mauricio le exami- 
naba ansioso, cual si hubiese adivinado que la tempes- 
tad, cuya influencia sufria desde hacia un mes, iba á 
estallar sobre su cabeza. ! 

—Mauricio—dijo por fin sir Edward con esa amable 
perplejidad que tan bien sienta en la riqueza cuando 
se dirige á la pobreza;—antes de conocer á su herma- 
na de usted, la amaba ya. Hablándome de ella, me 
había enseñado usted á amarla y yo me complacía en 
mezclarla con usted en un mismo sentimiento de cari- 
ño y respeto. La conocí, y este sentimiento no tardó. 
en trocarse en amor. ¿Y cómo no? Sea usted mismo 
juez; si esa amable joven no hubiese sido hermana 
suya, ¿hubiera podido usted verla y no adorarla? Nobles 
jóvenes: nada sé de la familia de ustedes ni de sus des- 
tinos; pero los he visto vivir y esto me basta. Por la 
manera con que ha sobrellevado usted el infortunio, 
me ha probado que es usted digno de la opulencia; 
por mi parte, creo haber demostrado que no soy de- 
masiado indigno de la pobreza. Ámigos somos, Mauri- 
cio; ¿quiere usted que seamos hermanos ? 

Más pálido que la muerte, dejó caer Mauricio una 
mano helada entre las del baronet. 

—Sir Edward—contestó con voz alterada que se es- 
forzó en aparentar tranquila—las palabras que acabo: 
de oir nos honran por igual á los tres; crea usted que 
me conmueven profundamente; pero Magdalena, pero 
mi hermana... sin duda corresponde á usted... ¿tiene 


MAGDALENA 261 


usted su consentimiento? ¿ha sorprendido usted al 
menos el secreto de su alma ?» 

—No, amigo mío, no; no sé si soy amado—respon- 
dió modestamente sir Edward ;--mas creo firmemente 
en la fuerza de atracción del verdadero amor, y me 
digo que tal vez, mediante una ternura perseverante 
y una abnegación sin límites, logrará mi corazón alcan- 
zar la ternura del corazón elegido. 

—Pero Magdalena, sir Edward, Magdalena sabe que” 
usted la ama ? 

—No creo que me vea con desagrado; sin embargo, 
nunca mis ojos, ni mis labios la han hablado de miamor. 
Antes de implorar su asentimiento, he creído de mi de- 
ber y de mi lealtad comenzar por solicitar el de usted. 

—¡ Muy bien!—dijo Mauricio, tendiendo á su vez la 
mano á sir Edward.—No he aguardado hasta ahora 
para saber lo mucho que usted vale; desde largo tiem- 
po tiene usted captada mi estimación y mi amistad. 
Consultaré á Magdalena, y si acoge sus votos, puedo 
prometer á usted de antemano que nada perturbará 
su ventura. 

Retiróse el baronet con el corazón poseído de dulci- 
sima esperanza. Si amaba á Magdalena, si no había 
podido ver, sin quedar subyugado, tanto candor y ta- 
lento, tanta gracia y belleza, amaba también a Mauri- 
cio con vivo afecto, y lo que sobre todo sonreía á aquel 
poético espiritu, á aquel alma generosa y tierna, era la 
idea de vengar á los dos hermanos de las injusticias de 
la suerte, restituyéndoles, á la faz del mundo, la posi- 
ción que habían perdido. 


202 JULIO SANDEAU 


Al quedar solo, abismóse Mauricio en un caos de 
pensamientos tan confusos y de sentimientos tan en- 
contrados, que el más sutil analista, el más consu- 
mado fisiólogo con dificultad hubieran logrado des- 
enmarañar tal madeja. Después de haber acompañado, 
por un supremo esfuerzo, á sir Edward hasta la me- 
seta de la escalera, había vuelto á entrar en su cuarto, 
cayendo desplomado en el lecho como aplastado por 
las palabras que de oir acababa. Al principio sólo sin- 
tió un horrible padecer, sin saber en qué consistia. A 
esta tormenta siguió una especie de anonadamiento. 
El tumulto de sus sentidos se había apaciguado; poco 
á poco sus percepciones despertaron más claras y lú- 
cidas. En breve iluminó su frente dulce fulgor, pare- 
cido á los primeros destellos del alba. En efecto, era el 
alba de una vida nueva. Brilló en su mirada una llama 
celeste, y entreabrió sus labios, todavia pálidos y tem- 
blorosos, una sonrisa de niño al despertar. Largo rato 
permaneció en mudo éxtasis. Por fin hinchóse el pe- 
cho conmovido; brotó el llanto de sus ojos, surgió un 
grito del seno, y como Lázaro resucitado, alzó los bra- 
zos al cielo. Mirando al fondo de su corazón, acababa 
de percibir en él una flor recién abierta ; había aspira- 
do su perfume; y esta flor era el amor. ¡Amaba! ¡Ah! 
¡para comprender esta embriaguez, es preciso haberla 
experimentado; al declinar de un otoño precoz, hay 
que haber sentido germinar en el alma una segunda 
primavera, renacer y abrirse bajo un hálito divino esa 
flor del amor, que se creyera perdida para siempre! 

Corta fué esta embriaguez, saliendo de ella Mauricio 


MAGDALENA 263 


con un brusco movimiento de cólera y desesperación. 
Cual pájaro mortalmente herido en las llanuras del 
aire, recayó pesadamente en el suelo de la realidad. 
¡Mísero! amaba, cuando ya no era tiempo; llegaba 
tarde á las puertas del Edén; entreveia la felicidad en 
el momento de darle un eterno adiós. Su naturaleza 
violenta se reanimó por vez primera; surgieron, cual 
impetuoso torrente, imprecaciones celosas contra sir 
Edward que le robaba la vida; en el extravío de su 
dolor, apenas respetó á Magdalena. Recordaba la ac- 
titud de su prima en los últimos días; veiala sonrien- 
do al baronet, que se la comia con los ojos, y sentía 
desgarrado su pecho por todas las torturas del infier- 
no. Ni siquiera tenía el consuelo de decirse que tal vez 
se engañaba. Aun cuando no hubiese observado á los 
dos jóvenes, aun cuando no hubiese seguido con mi- 
rar celoso el progreso de su mutua pasión,. el vago 
malestar que sufriera debia haberle iluminado ya; el 
martirio que padecía actualmente le hubiera gritado 
en voz sobrado alta que Magdalena amaba á sir Ed- 
ward. Recorría á grandes pasos su cuarto, cuando se 
paró de pronto, avergonzado de su arrebato. Entró en 
si, y se llenó de confusión. 

—¿ De qué te quejas, miserable >—exclamó bajando 
la cabeza.—Apenas escapado del fango donde arras- 
traste tu juventud, te quejas de no ser amado, te in- 
dignas al ver que prefieren á ti un noble corazón, una 
virtud sin tacha, una conciencia que nunca pecó! ¿Qué 
has hecho tú para merecer esa ternura que hoy con- 
sideras el bien supremo? Durante más de dos años 


264 JULIO SANDEAU 


que has tenido ese tesoro al alcance de tu mano, ¿qué 
has hecho para hacerte digno de él? Lo has descono- 
cido, lo has desdeñado, lo has pisoteado y ahora te 
sublevas á la idea de que lo posea otro! En pago de 
los ultrajes de que la colmaste, no te basta que la ado- 
rable criatura que Dios colocó bajo tu guarda, te haya 
sacado del fondo del abismo, haya lavado las man- 
chas de tu alma, y abierto á tus pasos los senderós 
benditos. En pago de las villanas afrentas que le pro- 
digaste, imaginas que su amor no sería demasiado sa- 
lario á tu dureza, á tu conducta infame! ¡ Ah! Cállate, 
sí; permanece en la sombra, y agradece al cielo que te 
hizo la gracia de poder amar. 

Nunca había llorado Mauricio con tanta amargura 
las faltas de su pasado; nunca, al recuerdo de sus ex- 
travios, habia derramado lágrimas tan acres, tan ar- 
dientes;.nunca el remordimiento de los días mal em- 
pleados le habia oprimido con más violencia. Por pri- 
mera vez media toda la extensión de su ruina; al fin 
su alma acababa de abrirse al sentimiento de la felici- 
dad que tuviera á su alcance y que no supo coger. 
Actualmente, se decia, si hubiese yo seguido siempre, 
como sir Edward, la línea inflexible del deber, me ha- 
María en el hogar de mis padres, al lado de Magdalena 
que me amaria quizá, puesto que yo sería digno de su 
amor. 

El verdadero amor es humilde, resignado, y se halla 
siempre dispuesto al sacrificio. ¿Qué podia ofrecerle 
Mauricio á su prima ? Por más que hiciera, á pesar de 
su ánimo y de su perseverancia, á pesar de la boga 


MAGDALENA 265 


que obtenian sus obras, aun suponiendo que ésta fue- 
se duradera, jamás podria brindarle sino una existen- 
cia mezquina y limitada. Casando con sir Edward, 
Magdalena recobraría en la sociedad el rango que le 
pertenecía y que nunca hubiera debido dejar. Si se 
sentía atraida á él por un sentimiento de afecto, aun- 
que fuese débil, ¿debia contrariarlo Mauricio? Su - 
deber era, por el contrario, alentario con todas sus 
fuerzas y sacrificarlo todo para la felicidad de Magda- 
lena. No había que vacilar; desde luego, quedó tomado 
su partido. 

Triste y silencioso, pero sin mal humor, pasó como 
de costumbre la velada en el cuarto de su prima. Por 
uno de esos contrastes asaz frecuentes en todas las in- 
timidades, la joven alemana estaba aquella noche su- 
mamente alegre; Mauricio la observaba melancólico, 
con aire de sonriente resignación. No solicitó una pa- 
labra, ni buscó una mirada que pudiese quebrantar su 
resolución. Sólo, poco antes de retirarse, rogó á Mag- 
dalena que se sentara al piano y cantase la Despedida, 
esa melodía de Schubert que cierta noche le había 
conmovido tan profundamente. Accedió la joven de 
muy buen grado á este capricho. Nunca su canto fué 
más sentido. Cuando hubo terminado, levantóse Mau- 
ricio, tomó entre las suyas las manos de su prima, las 
llevó respetuoso á sus labios y en seguida salió para 
aliviar á su corazón del peso que lo oprimia. 

—¿ Estáis triste, señorito Mauricio ? ¿qué os pasa +— 
preguntóle Úrsula, deteniéndole en el recibimiento. 

—No es nada, querida Úrsula—dijo Mauricio repri- 


266 JULIO SANDEAU 


miéndose.—Ya sabes que de algún tiempo acá, mis 
tristezas no son muy graves. Vaya, dame un abrazo; 
estoy seguro que eso me aliviará. 

Saltó Úrsula al cuello de su hermano de leche, quien 
la estrechó entre sus brazos. Solo al fin, ya no se con- 
tuvo Mauricio; dejó exhalar su desesperación en sollo- 
zos y desbordar en raudales de llanto: fué el último 
tributo que pagó á la debilidad humana, El siguiente 
día, saltando de la cama al asomar el alba, sentóse 
junto á su banco y allí, para que nada faltase á la in- 
molación de sus esperanzas, sofocando los gritos de 
su alma, enterrando el amor en su seno, escribió con 
firme pulso: 


«He cumplido mi palabra, Magdalena. Me pedisteis 
que viviese dos años á vuestro lado; el plazo que vos 
misma fijasteis ha expirado desde hace algunos meses. 
Me pedisteis dos años de abnegación y sacrificio, y 
esta misión la habéis desempeñado vos. Dándome á 
conocer el valor del trabajo, la grandeza y la santidad 
del deber, habéis casi borrado en mi la huella de mis 
extravios. Sea cual fuere el porvenir que Dios me de- 
pare, siempre sentiré hacia vos eterno reconocimiento 
y mis palabras serán de bendición para vos; pero no 
quiero, ni debo aceptar por más tiempo el sacrificio á 
que con tanto valor os resignasteis; seria, de mi parte, 
egoismo grosero que nunca me perdonaria. Ahora ya 
no se trata de mi, sino de vos y de vuestra ventura. Sir 
Edward os ama, y es digno de vuestro amor. El os co- 
locará en el rango que merecéis. Como me profesa, sin 


MAGDALENA 267 


la menor duda, un afecto sincero, se encargará de 
desempeñar mi deuda para con vos. Adiós; voy á par- 
tir. No os dé cuidado mi destino. Donde quiera que 
me halle, ya sabéis que mi trabajo puede bastar á to- 
das mis necesidades. No temáis que vuelva á caer en 
la profunda noche de donde me sacasteis; siempre me 
guiará una estrella misteriosa en el sendero que me 
habéis allanado. Si mis fuerzas flaquearan, si llegase á 
sobrecogerme el desaliento, me bastará, para reponer- 
me, mirar al fondo de mi corazón: en él hallaré vues- 
tra imagen. Voy á visitar de nuevo el castillo de mis 
padres; es una legitima reparación que debo á la me- 
moria «lel Caballero. Quiero mostrarme puro y rege- 
nerado á aquellos lugares que me vieron degradado y 
mancillado. Mi buen padre murió lejos de mi, sin es- 
trechar la mia con su desfalleciente mano. Esta piado- 
sa peregrinación acabará de apaciguar la turbación de 
mi conciencia. Después marcharé con firme paso á 
donde Dios me conduzca. Adiós otra vez, Magdalena; 
sed feliz, y mientras yo bendigo los recuerdos de los 
días que hemos pasado juntos, ¡quiera el cielo que 
esta memoria no os sea demasiado amarga! 
Vuestro hermano, MAURICIO.» 


Dobloó la carta, trazó en el sobre el dulce nombre que 
en adelante debía llenar toda su vida, y la dejó en sitio ' 
visible sobre el mármol de la chimenea. En aquel mo- 
mento, percibió á Marceau y á su mujer, trabajando 
ya, junto á la cuna de los niños, y les saludó con 
afectuoso ademán. Después de contemplar con mirada 


268 JULIO SANDEAU 


de envidia, durante algunos minutos, la paz y la felici- 
dad de aquella familia, ocupóse en los preparativos 
de su partida, que en menos de un cuarto de hora 
quedaron listos. Dispuesto ya todo, ciñó en torno de 
su blusa su cinturón de cuero, echóse á la espalda la 
mochila que contenía toda su fortuna, empuñó resuel- 
to el bastón del obrero viajante, y luego, después de 
recorrer con enternecidos ojos aquel cuartito, donde 
había entrado endurecido por el egoismo, manciltado 
por la ociosidad, envejecido por la disolución, salió re- 
generado por el trabajo, rejuvenecido por el amor, 
santificado por el sacrificio. 


XVI 


ENTRAS andaba por Paris, una secreta irrita- 
MD ción acompañaba su tristeza. Sentía vacilar la 
generosa resolución que le impulsara á separarse de 
Magdalena. Parecía que en la atmósfera de la gran 
ciudad habia como un resto de las funestas influencias 
que antaño le subyugaron. Fuera ya de Paris, cuando 
sintió dilatarse el pecho en el aire vivificante de la 
campiña, en plena naturaleza, se apaciguó su cólera, 
ablandóse su corazón y se dejó dominar enteramente 
por un sentimiento único: su amor á Magdalena. En 
los tiempos de su vida borrascosa, que él calificaba 


270 s JULIO SANDEAU 


locamente de vida apasionada, cada vez que uno de 
sus deseos se veia contrariado o no podía saciarse sino 
tras encarnizada lucha, la resistencia despertaba en él 
el despecho ó el rencor. No comprendía el amor sin la 
posesión; hubiera sonreído de lástima si le hubiesen 
dicho que el corazón puede gozar en el amor una feli- 
cidad independiente del objeto amado. Ahora, á solas 
consigo mismo, entreveia la grandeza y la santidad de 
un sentimiento que nunca habia conocido y del que 
hasta entonces sólo abrazara la imagen grosera. Ale- 
jábase de Magdalena; su corazón sangraba por esta 
separación, y, sin embargo, saboreaba su dolor con 
delicias. En su aislamiento voluntario, en el destierro 
á que se resignaba, sentia un goce más vivo y profun- 
do que en la embriaguez de sus pasiones satisfechas. 
No era amado, pero se sentía más digno de amor, y la 
conciencia de su valor moral le inspiraba legitimo orgu- 
llo. No era amado; pero se aplaudía por el sacrificio que 
acababa de hacer á la mujer amada, y encontraba, en el 
sacrificio mismo, un goce que á nadie le era dado ro- 
barle. En su peregrinacióná Valtravers no le guiaba tan 
sólo el deseo de cumplir con la memoria de su padre; 
quería, además, ver de nuevolos lugares donde encon- 
tró por primera vez á Magdalena y bendecir la huella 
de sus pisadas. Queria respirar el aire que ella embal- 
samó con su presencia, recorrer los senderos donde ha- 
bía oido sus palabras ; era para él una forma postrera y 
suprema del agradecimiento, 

Caminaba erguida la cabeza, aspirando el aire á ple- 
nos pulmones. El sentimiento de las bellezas de la 
naturaleza, adormecido desde largo tiempo en su cora- 


MAGDALENA 271 


zón, despertaba al fin. Tocaba á sus postreros días 
Mayo: el sol sonrela á la tierra. Todas las ondulacio- 
nes de los ribazos, todos los caprichos del cielo, todos 
los accidentes del paisaje eran para Mauricio manan- 
tial de inesperados goces. Al ver su cándido asombro, 
hubiérase dicho que contemplaba, por primera vez, 
las maravillas de la creación. Las austeras fatigas de 
aquel viaje á pie eran para él más dulces, que todos los 
paseos hechos antaño en el fondo de una carretela in- 
dolente, al galopar de los caballos. Las paradas de 
noche en las posadas, las partidas al asomar el alba, 
las reuniones en la mesa común, los saludos cambia- 
dos en la ruta, las conversaciones con los chicuelos en 
el banco de piedra, ante la puerta, eran otros tantos 
episodios poéticos. que renovaban á cada instante el 
interés de la peregrinación, á la vez que le iniciaban 
en la práctica de la igualdad. 

Por último, una postrera revolución moral debía co- 
ronar á las otras. 

Magdalena habia logrado reanimar el sentimiento 
religioso en el corazón de Mauricio, pero siempre ha- 
bian sido vanos sus esfuerzos para inducirle á la ple- 
garia, y á invocar, en sus tristezas, los consuelos divi- 
nos. Reservado estaba al dolor el llevarle de nuevo, 
por insensible pendiente, á las creencias y al culto de 
que hasta entonces se mofara. Todo sincero dolor nos 
eleva á Dios; así le aconteció á Mauricio. Cruzando 
una aldea que se encontraba en su camino, pasó jun- 
to á una iglesia; impelido por instinto irresistible, sia 
consultarse á si mismo, sin previa deliberación, entró. 
Era una de esas pobres iglesias que Dios prefiere á los 


272 JULIO SANDEAU 


templos suntuosos y dorados. El sol penetraba en ella 
dulcemente á través de las persianas; campestres flo- 
res cubrian las gradas del altar; aquí y alli, en las 
losas, unas cuantas mujeres y unos cuantos ancianos 
rezaban arrodillados en la sombra. Mauricio dobló sus 
rodillas y oró. Oró para obtener de su padre el perdón 
de sus extravios y para obtener del cielo la felicidad 
de Magdalena. 

Por último, después de quince dias de marcha soli- 
taria atravesó, sin ser conocido, la aldea vécina de Val- 
travers. Su traje bastaba para asegurarle el incógnito, 
además, en aquel andar firme, en aquella mirada altiva 
y serena, en la calma y en la dignidad de aquella noble 
y varonil figura, ¿quién hubiera reconocido al joven 
que recordaban haber visto pasar como un proscrito, 
tres años antes? 

¡Ah! ¿quién pudiera narrar las emociones que le 
asaltaron cuando, una hora después, vió surgir al ho- 
rizonte las umbrías que cobijaron su cuna, cuando 
sentó la planta en el lindero del bosque, cuando pene- 
tró en las profundidades misteriosas que tan á menu- 
do recorriera entre su padre y la marquesa, y donde 
se le apareció Magdalena? Encontrándose de nuevo, 
lleno de amor y de vida, en aquellos hermosos lugares 
á donde, tres años antes, sólo llevara el sentimiento de 

su decadencia, su primer impulso fué clamar á la na- 
turaleza entera que era joven, que podia amar, que 
amaba; su alma regenerada exaltóse en santa enage- 
nación. «Alégrate, naturaleza, aún soy hijo tuyo! Lige- 
ras brisas, acariciad mi frente, como en otro tiempo! 
Reconoced mis pisadas, musgos de los bosques, cés- 


MAGDALENA 273 


pedes de los claros! Estremeceos de júbilo á mi paso, 
árboles que mis padres plantaron l»—Caminaba lenta- 
mente; los recuerdos saltaban ante él como la alondra 
en los surcos. A la sombra de esta encina, habia repo- 
sado junto al Caballero; bajo el plateado follaje de este 
pobo, se habia pasado un dia entero escuchando los 
primeros murmullos, contando los primeros estreme- 
cimientos de la juventud que se agitaba en él. Al do- 
blar una avenida reconoció el sitio donde, una tarde 
de otoño, había encontrado á su prima. Evocó todos los 
detalles de aquella poética velada, recordando también 
que un año después, el día de su primera partida, en- 
contró otra vezá Magdalena sentada en el mismo sitio. 

—¡Ah, desdichado! ¿qué demonio te impelía >— 
exclamó con tristeza.—Alli estaba ella, ya hermosa y 
simpática, como un aviso celeste, como la imagen de 
la felicidad que ibas á dejar lejos de ti. ¡Cómo no la 
cogiste de la mano, desandando tus pasos ! 

Costeó el muro hasta la verja, y permaneció largo 
rato con la frente apoyada en los hierros. Maquinal- 
mente, abrió la puerta, é impulsado por su corazón, 
entró. El parque estaba desierto ; comenzaban á bajar 
las sombras de la noche. Mauricio ño oía más que el 
murmurar del viento en las hojas, gritos de algunas 
aves agazapándose en sus nidos y el ruido de la arena 
al hundirse bajo sus plantas. Rozando los setos, avan- 
zaba con furtivo paso. Al doblar la avenida, próximo 
á descubrir la fachada, se paró, reteniendo el aliento y 
apretando con ambas manos el pecho para impedir 
que estallara. Por fin, miró... ¿ Debía dar crédito á sus 
ojos? ¿No era aquello un sueño, un espejismo, una 

8 


274 JULIO SANDEAU 


ilusión de su exaltado cerebro + Quiso gritar, y la voz 
expiró en sus labios. El bastón que llevaba escapó á 
sus dedos; dobláronse sus piernas, y para no caer, 
hubo de apoyarse contra un árbol. Allá, á veinte pasos, 
ante él, sentados en la escalinata, iluminados por los 
postreros rayos del sol, mientras dos chiquillos, muy 
conocidos de Mauricio, retozaban en el césped, Magda- 
lena, sir Edward, Pedro Marceau y su mujer, conver- 
saban familiarmente. De pronto Magdalena se levantó 
y Mauricio la vió avanzar hacia el sonriente, tan sere- 
na, tan tranquila, como si se hubiese tratado de la 
cosa más sencilla y natural del mundo. 

—Os esperábamos, amigo mío—le dijo, 

Y, tomando el brazo de su primo, llevóle la joven ha- 
cia el baronet, Teresa y Marceau quienes, por su parte, 
venían todos á su encuentro. Estrecharon sus manos 
en silencio; ni una palabra se pronuncio, Todos los co- 
razones estaban conmovidos; mudas todas las bocas. 

—¡ Amigos mios|l—dijo por fin Mauricio con trémula 
voz, deteniéndose al pie de la escalinata y paseando en 
derredor miradas extraviadas—¡amigos mios! ¿qué 
ha pasado ? ¿qué pasa? Hablad, contestadme. ¿He so- 
ñado el dolor y la desesperación, ú bien estoy soñando 
ahora la felicidad ? 

Eos rostros que le rodeaban sólo contestaron con 
" afectuosa sonrisa. Sostenido por Magdalena, subió los 
peldaños de la escalinata. Ya toda la servidumbre se 
hallaba reunida en el salón de entrada. Mauricio los 
reconocía á todos; todos le habían visto nacer ó crecer. 

— Hijos mios —les dijo Magdalena —aqui tenéis 
á vuestro joven señor, que vuelve á nuestro lado. 


MAGDALENA 275 


Rodeáronie con amor y respeto, mientras Úrsula des- 
ataba con cariñoso celo las correas que retenían la mo- 
chila en los kombros de su señorito. En aquel instante, 
vinieron á anunciar que el Caballero tenía dispuesta la 
mesa. Seguida de sir Edward y de los Marceau, Mag- 
dalena le cogió de la mano, conduciéndole al comedor, 
donde todo se hallaba en su antiguo sitio, y haciéndole 
sentar, con su traje de obrero, en el sillón que antaño 
ocupaba su padre. 5i bien la mesa estaba ataviada 
con todo el lujo hereditario en cuyo seno habia cre- 
cido Mauricio, la comida fué silenciosa y corta. Mau- 
ricio conservó hasta el fin la actitud del hombre que, 
no sabiendo si sueña ó si está despierto, teme desva- 
necer, por un gesto demasiado brusco ó por una pala- 
bra imprudente, los encantos de que es testigo. Al 
cabo de un cuarto de hora levantóose Magdalena y de- 
jando el grupo de convidados dirigióse hacia el bosque 
con su primo, que se dejaba llevar como un niño. Al 
llegar junto á un verde otero, la joven se sentó, ha- 
ciendo que Mauricio tomara asiento á su lado. 

Era una de aquellas hermosas veladas que parecen 
doblar el valor de la felicidad. Mientras una región del 
cielo estaba aún enrojecida por los últimos rayos del 
sol poniente, en el otro extremo del horizonte surgia 
la luna de un lago de azur, y subia lentamente á la 
copa de los árboles, plateándolos con su luz pálida. El 
ruiseñor llenaba con sus trinos el denso follaje; las bri- 
sas nocturnas despertaban; y en el fondo del bosque 
oíase como rumor lejano de cascada, 

—¡Oh amigo mio! —dijo Magdalena con voz más me- 
lodiosa que el canto del ruiseñor, más fresca que el aura 


276 JULIO SANDEAU 


de la noche—¡os amo desde el día en que os vi por pri- 
mera vez! Necesitabais, para regeneraros, pasar por la 
pobreza, el trabajo y la abnegación. Lo comprendl y 
quise compartir las pruebas que os imponía. Estas 
pruebas han terminado; ¿me las perdonáis, Mauricio? 

Mauricio sintió fundirse su alma como un grano de 
incienso y exhalarse hacia Magdalena en silenciosa 
adoración. Habiase arrodiliado al pie del otero, donde 
su prima continuaba sentada. La blanca criatura incli- 
nó hacia él su dulce rostro, y á la claridad de los cie- 
los estrellados, encontráronse sus labios en casto beso. 

¿Será menester decirlo ahora? la pobreza de Mag- 
dalena no era sino piadosa mentira. No había perdido 
su proceso. Habia engañado á Mauricio, para salvarle. 
No quiero referir día por día lo que pasó en el cora- 
zón de Magdalena mientras Mauricio proseguía la obra 
de su rehabilitación. Es un relato que las almas deli- 
cadas harán por sí mismas; en cuanto á las almas vul. 
gares, no lo comprenderian. El joven caballero acababa 
de encontrar á sus amigos de Paris, bajo el techo de 
sus padres. «[lan sido testigos de vuestras luchas y de 
vuestros esfuerzos; justo es—le dijo Magdalena —que 
se hallen presentes en el momento en que recibáis la 
recompensa de que tan digno os habéis hecho. Lo que 
sir Edward amaba sobre todo en mi, era nuestra po- 
breza; nuestra dicha le consolará.» 

Transcurrido un mes, Mauricio y Magdalena se ca- 
saban sin ostentación en Neuvy-les-Bois, en presencia 
de sus amigos, de sus colonos y de sus servidores, 
Después de haber gozado durante algunos días el es- 
pectáculo de sus dulces goces, Pedro Marceau partió 


Hahlase arrodillado, 


MAGDALENA 279 


para París con su mujer y sus hijos. En vano Magda- 
lena intentó retenerlos, en vano Mauricio les ofreció 
albergue en el castillo, donde encontrarian fácil em- 
pleo á su actividad y á su inteligencia. 

—Habéis vuelto á encontrar aquí vuestro sitio—res- 
pondió Marceau;—dejadme conservar el mio. A pesar 
de la amistad que nos une, comprendo que estorbarla 
vuestra felicidad. Nada temo de vuestro orgullo; el tra- 
bajo que hemos compartido juntos ha establecido en- 
tre nosotros una igualdad que nada podría allerar; 
pero el mundo en cuyo seno vais á vivir se negaría á 
comprenderla, y su extrañeza sería para mi un mudo 
reproche, que quiero que nos ahorremos los dos. 

La apreciada familia partió colmada de testimonios 
de afecto. Al cabo de un mes, despidióse á su vez sir 
Edward. aVelad por vuestra felicidad—dijo á Mauri- 
cio en el acto de despedirse;-es una planta delicada ' 
que necesita solícitos cuidados. Creció bajo un hálito 
embalsamado; sabed defenderla contra las tormentas 
que pudieran troncharla.» Después, volviéndose hacia 
Magdalena, quiso dirigirle algunas palabras de des- 
pedida; pero turbóse, humedeciéronse sus ojos, y la 
joven sintió una lágrima en su mano, que el digno 
amigo oprimía contra sus labios. 


Terminó mi tarea. Las existencias venturosas no se 
describen. Mauricio estaba ya libre de peligro y ni 
siquiera había menester de valor. Si el trabajo ya no 
es para él una necesidad, no por ello permanece inac- 
tivo; ocúpase en practicar el bien, sembrando en torno 
suyo su riqueza. Magdalena ve pagada con amor su 


280 JULIO SANDEAU 


abnegación. Ninguna nube ha venido á enturbiar la 
serenidad de su ternura mutua. En cuanto á Úrsula, 
por más que le diga Magdalena, persiste en creer que 
su joven señorita perdió realmente el pleito, y que 
Mauricio encontró en la escultura el medio de adqui- 
rir nuevamente el dominio de sus antepasados. Mau- 
ricio ha conservado á su mujer una gratitud exaltada; 
á menudo le acontece bendecirla con enagenación. 
«Amigo mio — le responde ella en estos casos — no es 
á mi á quien debes agradecerlo; yo sólo te indiqué la 
senda que debias seguir. Al trabajo deben: dirigirse 
tus bendiciones; pues gracias á él encontraste de nue- 
vo la juventud, el amor y la felicidad.» 


2N 


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