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Full text of "Nosotros"

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Sf\T a^V^^.l 



l^arbaríi College iííjraru 




B'ROM THE FUND 



PROFESSORSHIP OF 

LATIN-AMERICAN HISTORY AND 

ECONOMICS 



ESTABLISHED I913 



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NOSOTROS 



NOSOTROS 



BeYísta mensoai de Literatura-ffistoria-Árte-Fílosofía 



DIRECTORES 



ALFREDO A. BIANCHI — ROBERTO F. OIUSTf 



Afio II — Tomo II 



BUENOS AIRES 



1908 



SAP 249? 1 HAHVA^yCOLLÉQEüSRARr 

FEB 241921 

Ui IN-AHEMCMI 
«K^CMORMirFUIia 




La Dirección Explicacián 

Plorencip Sánchez Los derechos de la salud, 

( teatro ) 

Juan Canc ío . , . . , \ Bravo Sánchez I 

Samuel Büxen Charlas de^m montevideano 

V. di Napoli Vita En la frontera 

Joaquín de V^edía. Florencio Sánchez 

Carlos ^Octavio Bunge.. Florencio Sánchez 
"lúi Montero Bustaman- 

• ,,,.... , , , , La ol>ra de Florencio Sánchez 

To JVlonteaVaro El hermano de Florencio 

Gimértez Pastor, Florencio Sánchez 
>ello Jurado.. . . . Florencio Sánchez 

ai0 Pardal ' a labor de Sánchez 

^"'^ ' ' trechos de la saluii 

1 de Revistas ^ 
y Comentarios 



DIRECCIÓN 

Y 

ADMINrSTRACIÓN; 
BUEN ORDEN 357 



BUENOS Ames 



19 8 



NO SOTR OS 

REVISTA MENSUAL DE LITERATURA, HtSTORIA, ARTE, FILOSOFÍA 

APARECE EN LA PRIMERA QUINCENA DE CADA MES 

EN ENTREGAS DE 64 PÁGINAS COMO MÍNIMUM 

Lm oolaboraeiones no se devuelven 



DIRECTORES : 
ALFREDO A. BIANr^' 



SECCIONES PERAANENTES 

Opiniones Emilio Beclier 

Crónica extranjera Joaquín de Vedia 

Letras Francesas Atilio M. Cliiai^pori 

" Italianas José León Pajano 

* Españolas Alberto Gerclinnoff 

" Catalanas Juan Mas y Pi 

* Portuguesas y Brasileñas Elysio de CarVallío 

* Hispano Americanas . . José M. Rizzi 

* Argentinas Roberto F. Giusti 

Educación— Criminología . . . Beniamín García Torre 

Bellas Artes Emilio Ortiz Grognet 

Música Miguel Mastrogianni 

Teatro Nacional Alfredo A. Bianchi 

Revista de Revistas Alfredo Costa Rubert 

Notas y comentarios • Nosotros " 



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_- ^ 



/L 



A LOS SUBSCRIPTORES; 

La Administración de ''NOSOTROS'*, 
mediante un arreglo hecho con la Administración 
de ''La Nación", ofrece como regalo á los 
subscriptores que abonen un SEMESTRE ó un 
ANO adelantado, uno y dos volúmenes respec- 
tivamente de la biblioteca de "La Nación", 
los que podrán elegirse entre los no agotados 
de la lista adjunta (edición á la rustica). 

El envío de los referidos volúmenes 
se hará ñor cuenía rfp Ia AfiminicfrüPÍAfi Aí». 




▲fto II 



BNIBO T FBBEBBO DB 1908 



NÚM. 6 T 7 




NOSOTROS 



EXPLICACIÓN 



I^a dirección de la revista ha resuelto dedicar el número 
de la fecha á Florencio Sánchez. 

Justifica este homenaje el éxito completo de su última 
obra «lyos derechos de la salud», estrenada en Montevideo y 
en Buenos Aires, casi simultáneamente. 

El homenaje es sencillo: no supone una trascendencia de 
ninguna especie, ni pretende ser una consagración. Sólo es 
una forma discreta de dejar sentados públicamente el aprecio 
y la admiración que Sánchez ha sabido conquistarse con su 
obra ya tan vasta y multiforme, aprecio y admiración que 
abonan en este número las firmas de insospechables escri- 
tores. 

I4OS puritanos de la literatura suelen clamar sobre estos 
hnpulsos sinceros, que califican desdeñosamente de «mutuo 
elogio». Bien, sea: mutuo elogio, sí; pero ¿acaso fuera prefe- 
rible un ideal de vida literaria en el que cada escritor se 
encastillase en sí mismo, envolviendo en un profundo des- 
precio á los demás? ¿Cómo han de surgir las buenas, las 
nobles, las fecundas ideas; cómo han de formarse las sólidas 



6 NOSOTROS 

reputaciones sino al calor de los círculos literarios, sino me- 
diante el mutuo apoyo, el mutuo estímulo, exteriorizados por 
el artículo, la carta, el consejo? 

¡Pero si una cosa igual se ha hecho en todas las épocas de 
vida literaria más intensa! 

No, no son por cierto de despreciar aquellos que se alientan, 
que se defienden, que se unen para afirmarse y combatir de 
este modo la indiferencia del medio. Y no se diga que, 
merced á la misma receta, unos pocos tontos logran á me- 
nudo levantarse, pues se debe pensar que ese endiosamiento 
de éste ó aquél mal escritor por medio de los elogios de sus 
colegas, á más de ser efímero nunca engaña á los que en 
verdad han hecho un culto del arte. 

Sí, hay que unirse y afirmarse, en este país principalmente, 
donde, cuando el indiferentismo de los más no ahoga las ver- 
daderas manifestaciones literarias, surgen el esnobismo co- 
rriente, la carencia de un justo criterio artístico, á achicar 
todo lo nuestro en odiosos paralelos con lo europeo. No se 
trata por cierto de ensalzamos más de lo que valemos; pero 
también es justo resistir el convencimiento ya aceptado, ge- 
neral, de que existe un abismo infranqueable entre los escri- 
tores europeos y los americanos. Imposible fuera actualmente 
hacer entrar en muchos cerebros que júzganse despiertos, la 
idea de que tal ó cual obra argentina bien vale tal otra euro- 
pea, si es que no la supera. 

Estas razones y muchas más que por lo extensas ó lo 
sabidas no se exponen, han movido á la dirección de la re- 
vista á tributarle este modesto homenaje á Sánchez, quien es 
sin duda en estos momentos, á juicio de la mayoría de los 
que se ocupan de arte, un pilar necesario, indispensable, de 
los más indispensables, de nuestro naciente teatro. 

La Dirección. 



• LOS DERECHOS DE LA SALUD 

BapTMtntado, por primara tm en Bnenos Aires, en el Teatro Naeional, la 
noehe del Vlemee so de Dielembre de 1907. 

Drama en tres actos^ original de 
FLORENCIO SÁNCHEZ 

PERSONAJES 

Luisa S/a. Gámez 

Renata Sra, Sala 

MiJITA » Navarro 

Albertina » Fernández 

Nena, niña de 4 años. . N, N. 

Roberto Sr, Tallavi 

Doctor Ramos » Vázquez 

Un criado » Cabrera 

Poi.oix>, niño de 5 años N, N, 

ACTO PRIMERO 

UN BALONCrrO ▲MUEBLADO SIN LUJO, PERO CON ELEGANCIA Y BUEN OUSTO 

ESCENA 1 

Luisa — Mijita 

LxnsA — Está bien, Mijita, está bien. Luego me contarás eí 

resto. 
MijiTA — Como gustes. Creí que te interesara. 



8 NOSOTROS 

Luisa — Lo que me interesa es ver á mis hijos. 

MijiTA — Se fueron ya á tomar el aire. 

Luisa — Pero ¿esas criaturas viven en la calle? 

MijiTA — ¡Oh, no hay que exagerar!... 

Luisa — Hace dos días que estoy de vuelta y en todo ese 
tiempo apenas si he podido tenerlos una hora á mi 
lado. Parece que lo hicieran deliberadamente. 

MijiTA — ¿ Qué supones, hijita, que hagamos á propósito ? 

Luisa — Aislarlos de mí. 

MijiTA— Virgen María ! . . . Y lo piensa ! . . . Antes sí, hijita, 
cuando estabas enferma, los médicos aconsejaron que 
los alejáramos un poco para evitarte molestias.... 
Pero hoy que estás tan bien, tan repuesta, ¿qué ne- 
cesidad habría? Es cierto que salen seguido... 

Luisa— Demasiado seguido. 

MijiTA — . .. pero es por el bien de ellos. Las criaturas son 
un poco débiles y necesitan tomar aire, mucho aire, 
como dice el Dr. Ramos. 

Luisa — Pues... en adelante saldrán conmigo. 

MijiTA — Eso me parece muy bien pensado salvo que... 

Luisa — (Brusca), Qué? ¿Salvo qué? 

MijiTA— Como ya empiezan los fríos quien sabe si te con- 
viene hacer muchas excursiones. 

Luisa— También yo necesito mucho aire. 

MijiTA — No este aire de la ciudad. 

Luisa — Mucho aire ! . . . (Ahre la ventana de par en par después 
de descorrer las cortinas). Estoy en una atmósfera de 
invernadero ! . . . (Aspira una bocanada de aire) ¡Ah! . . . 

MijiTA — El relente de la tarde es muy malo, hijita. Sal de 
de esa ventana. No seas imprudente ! Sal de aquí ! 
(Cierra la ventana), 

Luisa — Mijita! Mijita!... (Tomándola por un brazo) Mijita, 
ven acá! Mírame bien, así, los ojos. Tú sabes la 
verdad. Dímela. 

Mijita — Virgen santa ¿qué verdad quieres que te diga?... 

Luisa — La verdad de mi salud. Dímela. 

Mijita— Pero hijita!... 



I.OS DERECHOS DE I*A SALUD 9 

I/UISA— Yo estoy tísica ¿ no es cierto ? 

MijiTA — Virgen santa ! . . . Que locuras te pasan por la cabeza, 
hijita!... (Confundida rehuye las miradas de Luisa), 

lyTTiSA — Mirame, te digo, mirame bien. Tú que nunca has 
engañado á tu hijita, no debes mentirle ahora. Estoy 
condenada ¿verdad? 

MijiTA — No, santa, no pienses cosas tan tristes... cosas tan 
terribles! . . . 

líTJiSA— Más terrible es el tormento de la duda. Quiero saber. 
Quiero defenderme! Te lo han dicho, .¿verdad? «La 
hijita Luisa está condenada, se muere, se muere á 
plazo más ó menos largo, pero se muere ». 

MijiTA—f Angustiada J, No, no, no!... 

Luisa — Sí, sí, sí ! . . . ¿ No ves que te traicionas ? . .. Te han 
hecho entrar en el complot sin contar con que en tu 
alma sencilla no cabe el disimulo. Y sin contar con 
que tú en ningún caso estarías contra mí. 

MijiTA — Contra ella! Quien podría estar contra ella, Dios 
santo! 

Luisa — ^Todos los que me oculten la verdad. De modo, Mi- 
jita, que es preciso ser razonable. ¿Que tú no te 
atreves á decir las cosas ? Yo te ahorraré el trabajo: 
Renata y Roberto conocen mi sentencia. El Doctor 
Ramos se lo ha dicho todo á mi marido y Roberto 
no ha podido ocultárselo á Renata que ejerce aquí, 
desde mi enfermedad, funciones maternales. ¿Com- 
prendes ? Que es una especie de señora de la casa, 
la suegra de Roberto como quien dice. El espíritu 
práctico avezado y fuerte, y como ambos no podían 
obrar sin contar con tu complicidad te enteran del 
caso. Luisa está condenada, está tísica, su mal es 
incurable y lo que es peor, contagioso. Y ya que no 
podemos salvarla, hay que salvar á los niños, tene- 
mos que salvamos todos. 

MijiTA— No, hijita. Te juro. . . 

Luisa — No jures nada. Sé que he perdido todos los dere- 
chos de la vida. Que no puedo ser madre, ni espo- 



lO NOSOTROS 

sa, ni amiga... Me separan de mis hijos para que 
no los envenene con mis besos. . . 

MijiTA — (Llorando ), No, santa. Eres injusta y cruel con noso- 
tros, y contigo misma. La hijita no podría prestarse 
á ningún complot. No podría hacerlo. Te juro... 
I Me crees capaz de jurar en vano ? Te juro ! . . Mira, 
te juro por Dios y María santísima, que nada de lo 
que dices es verdad. Serías capaz de creerme ahora ? 

Luisa — Sí, Mijita, quisiera creerte. 

MijiTA — Mientras estabas en las sierras muchas veces nos ha 
visitado el Dr. Ramos y siempre le he oído hablar 
con Renata de tu enfermedad. Tú tienes una bron- 
quitis, nada más que una bronquitis que se curará 
con paciencia y con cuidados... Una bronquitis... 
Una bronquitis. . . 

IfViSA^I^speranzada), No me engañas? 

Mijita— ¡Oh! ¿quieres que te lo jure otra vez?... 

Luisa — No, Mijita; basta. Sin embargo. . . 

Mijita — ( Advirtiendo á Albertina ). Mira quien llega. (Aparte), 
Dios la manda. 



ESCENA II 

Dichos —Albertina 

Luisa — {Alborozada, yendo á su encuentro). Albertina! Alber- 
tina ! . . . 

Albertina — {Retribuye las caricias extremosas de Luisa con cierto 
embarazo que no pasa inadvertido para esta ). Cómo estás 
Mijita?... Qué?... Has llorado Mijita? Qué cara tan 
fúnebre. Seguro que esta desalmada de Luisa te ha 
regañado ? . . . Qué perversidad ! A la madre y á la • 
hijita de tanta gente!... 

Luisa — Llora por mí. Se le ha ocurrido que estoy enferma 
de gravedad, que estoy tísica; nada menos!... 

Mijita— j Oh, hijita!... {sollozante), 

Luisa— Observa esos pucheros. Es muy capaz de soltar el 



LOS DBRECHOS DE LA SALUD II 

trapo otra vez. {Abrazándola), Pobre viejita. Tranqui- 
lízate. Te juro que nunca me he sentido tan bien. 

Albertina — Efectivamente. Te ha probado la estadía en las 
Sierras. ¿ Cuántos kilos ? Y buenos colores y espíritu 
alegre. Mijita, i cómo se te han ocurrido semejantes 
cavilaciones ? . . . 

Luisa — ^Tan indiscretas sobre todo. . . 

MijiTA — Yo... yo... Yo me voy. {Se vá de prisa, ahogan* 
dose), 

ESCENA III 

Dichos, menos Mijita 

Albertina— ¡La buena Mijita!... Espero que no lo habrás 
tomado en cuenta. 

Luisa— ¿No te sientas? 

Albertina — Claro que sí. ¿Mi marido no ha estado por acá? 
Roberto lo llamó por teléfono esta mañana. Te ase- 
guro que fué una sorpresa, pues no esperábamos que 
regresaran tan pronto. ¿Por qué no avisaron que 
venían ? Habríamos ido á recibirlos á la estación. 

LxnsA — Fué repentino el viaje. Imaginate que media hora 
antes de salir el tren me dice Roberto: nos vamos 
ahora mismo! 

Albertina— Es raro. 

LxnsA — Pietestó un llamado urgente, por despacho telegráfico, 
despacho que, por cierto no me ha mostrado. 

Albertina — Como de costumbre. Me figuro tu inquietud 
pensando en que podía haberles sucedido algo á los 
nenes ó á Renata. 

Luisa — A ese respecto no me asaltó el menor temor, te lo 
aseguro. Roberto hubiera tratado de prevenirme. Por 
otra parte estoy habituada á sus misterios y no trato 
de descifrarlos. En él lo mas enigmático es lo menos 
importante. Sólo sabe ocultar las trivialidades. 

Albertina — Parece que estuvieras resentida. 

Luisa— No. 



12 NOSOTROS 

Albertina — Apuesto á que hay confidencia en puerta. (Con 
exageración cómica). Habla, mujer. Desahoga tus pe- 
nas. ¿Qué te ha hecho ese monstruo de infidelidad? 

IvUiSA — No pensé hacer ningún reproche. 

Albertina — Confía en mí. Cuenta, muchacha. 

LxnsA — Y en último caso el tono que adoptas no es el mas 
aparente para provocar confidencias. 

Albertina — ¿Te has ofendido? Perdóname. Como te conoz- 
co muy bien y conozco igualmente á tu esposo no 
pude colocarme en situación de tragedia. 

I/UISA — Pues nada ocurre. Ni tragedia, ni saínete. 

Albertina — Punto y aparte, entonces. 

Luisa — Como gustes. 

Albertina — (Con extrañeza). Oh! . . . Qué tienes Luisa? . . . 
Por qué me tratas así? No creo haber merecido tan- 
ta acritud por poner un poco de mi buen humor en 
mi empeño de desvanecer, quien sabe qué cr.vilosi- 
dades tuyas. Dime ¿á qué puedo atribuirla^. . . Debe 
mediar algún motivo grave para que hayad llegado á 
á olvidarlos respetos debidos á nuestra vieja amistad. 

Luisa — ¡Oh, cuanta solemnidad! . . . (Remedando). «Los res- 
petos debidos á nuestra vieja amistad» ¡Tonta! 

Ai;E%i¡itTÑK^ (Ofendida) ¡Luisa! 

Luisa — No retiro la palabra. Tonta! . . . Tonta y tonta! . . . 
En el acto pídame Vd. perdón de sus sospechas! 

Albert — Será posible que no acabe de comprenderte! . . . 

Luisa — La culpa es tuya. No soy tan complicada. 

Albert— Confesarás cuando menos que estabas de mal hu- 
mor. . . 

Luisa — ¡Oh, perspicacia! Sí, Albertina! Ya que tan necesa- 
rio es, te diré que me impacienta un poco el tono in- 
crédulo y protector de tus palabras. Advierte que 
me negabas el derecho de tener una complicación en 
mi vida. . . 

Albert — ¿El derecho? . . . No te entiendo. 

Luisa — La posibilidad si quieres, si te resulta mas claro. 

Albert — Bien remota por cierto* 



I«OS DBRKCHOS DE LA SAI<UD Ij 

Luisa— Tú no lo crees así. 

AI.BERT— No eres poco exigente que digamos. Tienes un 
marido que te adora y á quien adoras, un par de 
chicos que son una gloria y el amor de una hermana 
modelo; vives entre espíritus simples y buenos como 
el tuyo. . . Nadie mejor resguardado de las tormen- 
tas de la vida. 

Luisa — |Oh! no hay puerto seguro para todos los vientos. 

Ai«BERT — Está claro, si hemos de ir á los extremos, si hemos 
de pensar en las fatalidades irremediables de la exis- 
tencia. 

Luisa — Las fatalidades irremediables! Y por qué no descon- 
tarlas del haber de nuestra dicha? . . . 

Ai^BKRT— Sencillamente por que. . . por que nos quedaríamos 
sin capital. . . Pero ¿á qué viene tanto pesimismo 
mujer? ¿Será que te han impresionado las tonterías 
de Mijita? 

Luisa— Nada me decía la pobre vieja. Fui yo quien. . . 

AI.BBRT— ¿Tú? 

Luisa — Sí; yo. 

Albkrt— No deja de ser una maldad asustar á la infeliz vie- 
jita. Por otra parte no te alabo el gusto de gastar 
bromas tan lúgubres. 

Luisa — Hablaba muy seriamente. Quise obligarla á confesar 
lo que ninguno de los que me rodean ignora y to- 
dos quieren ocultarme. 

AirBBRT — ¡Dios nos ampare! Linda esperanza nos dejas, mu- 
jer, sí con semejante salud que te rebosa empiezas á 
creerte camino del otro mundo! ¿Estás en tu juicio?. . . 

Luisa— ¡Uff! . . . Siempre lo mismo. La piadosa y compa- 
siva digresión! ¡Oh, hazme el favor de no conti- 
nuar así, si no quieres verme de nuevo irritada! 

AirBKRT — Pero Luisa! 

Luisa — Calla. No te fatigues en persuadirme, en ilusionarme. 
Me hace más daño la caritativa ficción de Vdes., que 
el mismo mal que me roba la vida. 

Ai^BKRT — Estás diciendo cosas absurdas, mujer. 



14 NOSOTROS 

I/UiSA — (Irónica). Sí, absurdas. Desde hace un año mis sen- 
tidos y mis facultades están en bancarrota. Me he 
idiotizado. He perdido la ponderación de las cosas 
y de los hechos. Nada. Ni veo, ni oigo, ni palpo, 
ni presiento, ni discierno. Me ataca una enfermedad 
que me tiene no sé cuantos días á las puertas de la 
muerte, salvo de sus garras providencialmente y en- 
tro á convalecer. Comienzo á experimentar la ale- 
gría del retoñar de mis fuerzas y vuelven á mi es- 
píritu las golondrinas de la esperanza. Unas horas 
mas, un día, quizás un mes. . . Me aguardan todos 
los dones de la plenitud de la vida. Pero pasa la 
hora, el día, el mes. La meta se ha alejado. ¡Sin 
embargo nada es la nueva distancia para la certidum- 
bre del completo revivir! Vamos de nuevo hacia 
ella, pero de nuevo se distancia. . . Y muchas veces 
mas la buscamos en vano. jOh! entonces las golon- 
drinas empiezan á emigrar, sin que baste á retener- 
las el cálido optimismo de los mios. Las he visto 
irse, Albertina, una por una en las alternativas de 
esta convalescencia que no acaba nunca, que acabará 
conmigo. 

Ai^BBRT — ¡Oh, imaginación! 

Luisa — No, no es la imaginación! ... Es la realidad cruel 
de mi dolencia sin lenitivos, Y si ella no bastara 
á convencerme de que estoy irremisiblemente conde- 
nada, ahí están Vdes. ahuyentando las últimas golon- 
drinas; mi marido, mi hermana, la vieja criada, los 
amigos y hasta los extraños. . . 

Ai^BKRT — ¿Nosotros? 

Luisa — Ustedes, ustedes, ustedes. Se les lee en los rostros 
la sentencia iriemisible. ¡Oh! Si tú hubieras visto 
como he visto yo al pobre Roberto tan sufrido, tan 
enérgico, tan fuerte, tan consolador con su optimis- 
mo irradiante, durante la enfermedad, y en los pri- 
meros días de la convalescencia, ir hora por hora 
cediendo y quebrantándose hasta derrumbarse en la 



LOS DBRECHOS DE LA SALUD 15 

congoja de la desesperanza y la piedad. Su opti- 
mismo de hoy es una mediocre simulación caritativa. 
Caritativa ¿me comprendes? ... Y luego mi herma- 
na, un caso estupendo de fatalismo y resignación, y 
los sobresaltos de la triste Mijita, ese fiel animal 
doméstico que gira en tomo mío, azorada, con el 
presentimiento de la catástrofe inminente, gruñendo 
á todos los rumbos en celoso acecho del enemigo que 
sabe que ha de llegar y de quien quisiera protegerme 
y defenderme con todas sus fuerzas. Y luego. . . y 
luego la profilaxia. . . ¡Ah, la profilaxia, la higiene! . . . 
Un trabajo de araña, sutil, sutilísimo. Una tela do- 
rada por mil pretextos y engañifas con que lo van 
envolviendo á uno sin que lo sienta hasta dejarlo 
aislado de sus semejantes para que no los conta- 
mine. 

ki3iS,ViT—( Conmovida) No prosigas, Luisa, no prosigas. Eso 
es falso. . . Tú deliras! . . No continúes que me 
aflijirás también á mi con tus cavilaciones! . . Estás 
viendo fantasmas, mujer. . . 

Luisa — Y lo dices tú, Albertina, tú que hace un momento 
al entrar aquí, me volvías la cara para que en los 
transportes de mi efusión cariñosa no fuera á ino- 
cularte los gérmenes del mal terrible. 

AlbkrT— ¿ Yo ? 

Luisa — Tú. No te dejaste besar en la boca. Comprendo 
ese sentimiento. Hice mal. Tienes hijos además... 
A los míos ya no puedo besarlos. . . 

Albert^í Oh ! i Eso era todo ? . . Ahora verás como te en- 
gañas. . . (Besándola), ¿ Lo vés ? Te beso en la bo- 
ca, bebo tu aliento. . . Te has convencido? Y te be- 
so otra vez, y otra. . . y otra. . . 

hviSA^ (Incr/dula). ¡Ahora! Por caridad! . . 

Albert — (Ofendida) Perdóname entonces. . . 

Luisa — (Reaccionando emocionada) No te ofendas. . . Soy in- 
justa. . . Gracias, Albertina, gracias! . . ¡Ah, si tú 
quisieras comprenderme, sí quisieras ser mi conf 



1 6 NOSOTROS 

dente, el amigo fuerte, el amigo leal, sin prejuicios 
y sincero que me hace falta! 

Ai^BBRT — Lo soy, Luisa. 

Luisa — Me dirás la verdad? . . 

Albbrt — (Impaciente) ¿Pero qué verdad, hija, quieres que te 
diga? No pienses encontrar en mí un cómplice que 
ampare y aliente tus preocupaciones. Eso nunca. 

Luisa — No me sirves entonces. Estoy harta de ficción. Ne- 
cesito un espíritu capaz de acompañarme en las ho- 
ras de la desesperanza, necesito verdad y buena fe. 
Dime, dime que es cierto que estoy condenada, que 
debo morir fatalmente. Dímelo. Yo no le temo á 
la muerte. Tengo miedo de la vida que me espera 
despojada de todos sus derechos. Me horroriza la 
perspectiva de verme convertida en mísero pingajo 
humano, expuesta á la piadosa condolencia de la 
gente. ¿No me entiendes? No quiero que me ten- 
gan lástima. Quisiera afrontar el porvenir, como he 
afrontado la vida, serena y tranquilamente, confor- 
tada con el apoyo de espíritus afines. Basta de ca- 
ridad. Bastantes energías me ha robado mi mal. 
No quisiera que mi altivez se acabara de relajar. 
Hay quienes experimentan la voluptuosidad de la 
conmiseración que inspiran. Yo no, me oyes, no- 
No, no! . . (La fatiga que debe ir sintiendo creciente se 
resuelve en un acceso de tos), 

Ai.B«RT — No te exaltes, que te fatigas. ¿Lo ves? 

Luisa — (Dominándose un instante). Contesta, contesta este ar- 
gumento. . . Desmiénteme! . .. Oh, me sofoco! . . . 
(Huyendo á toser á la habitación inmediata^ Un ins- 
tante! . . Perdóname. . . 

ESCENA IV 

Albertina, después Rknata y los nenes, un varón y una 
mujercita de 5 y 4 años respectivamente 

Al,B^RT — (Acompaña la salida de Luisa de un gesto compasivo y 
enjuga una lágrima). 



LOS DERECHOS DE LA SALUD l^ 

Renata — (Que_ entra con los nenes). ¿Cómo estás, Albertina? 

Albert — ¡Oh, déjame! . . . Muy triste! Si vieras qué mal 
encuentro á Luisa! ¿La oyes? Un acceso terrible 
de tos. Se puso á hablar y hablar exaltándose co- 
mo en un delirio. . . Y lo peor no es eso. . . Des- 
confia. . . sabe todo. . . 

Renata — Sí. Roberto me lo ha dicho. La asaltan con fre- 
cuencia esas crisis nerviosas. Son manifestaciones 
de la enfermedad. . . Ayer nos ha tenido angustia- 
dos á todos con sus interrogatorios y sus reproches. 
Sospecha, pero no está convencida de su mal. Esa 
insistencia en que le digamos la verdad, revela su 
incertidumbre. 

Albert — A mí me impresionó tanto, que estuve á punto de 
confesárselo todo. . . 

Renata — No: Cuidado! . . La mataríamos. Nuestra negativa 
es el último asidero de sus esperanzas. . . 

Albert — Viene hacia acá. Disimula. . . ¡Pero qué bien es- 
tán los nenes! . ^ ¿Vienen del paseo? . . 

ESCENA V 

Dichos— Luisa 

Luisa — (Demudada y temblorosa entra secáridose el sudor con el pa- 
ñuelo. Al ver á sus hijos corre hacia ellos con efusivo trans- 
porte). Pololo! . . Nena! . . ¡Oh mis hijitos, mis cria- 
turitas queridas!. . . ( Los une en un estrecho abrazo y 
llora dulcemente sobre sus cabecitas, monologando ternuras). 

Pololo — ¿Qué tienes mamita? ¿Estás llorando? . . ¿Por qué 
estás llorando? . . . 

Luisa — (Serenándose) No, no lloro. . . Es que. . . Son cari- 
ñitos. . . He pasado tanto tiempo lejos de ustedes! . . 
Y ustedes son tan malos que prefieren irse de paseo 
en vez de estar con su mamá. . . ¡Ah, pero me las 
van á pagar!. . . Ya verán, ya verán! . . . 

Pololo — No te enojes. . . Es Renata que nos lleva todos 
los días á la Recoleta en coche. . . 



iS NOSOTROS 

Luisa — ho sé Pololo. Y hace muy bien. Cuando los ni- 
ños son juiciosos hay que premiarlos. . . . (A Mijito 
que aparece) Quieres algo, Mijita? . . 

ESCENA VI 

Dichos — Mijita 

Mijita — Precisamente venía en busca de estos perjenios. 
Calculaba que estarían de vuelta. 

Luisa— Qué? Ya quieren quitármelos? 

Mijita — Es que deben tomar el alimento. 

Luisa — No, no! . . Hoy se lo daré yo. No los separan de 
mi lado. Albertina, tú no has de haber tomado el 
té tampoco. ¿Quieres pasar? Nos entretendremos 
con estos personajes. 

AlberT — De buena gana aceptaría, pero. . , 

TyUíSA — No temas. Por el momento {indicando á los niiios) no 
puedo ser peligrosa. Vamos. ¡Ay! Se nos complica 
la fiesta íntima. ¿Cómo está Vd., Dr. Ramos? 

ESCENA VII 

Dichos— Roberto — Ramos 

Ramos — (Saludando) Señora! . . No le pregunto como está 
Vd. porque lleva en su aspecto la respuesta. 

Luisa — ¿Lo cree. Doctor? 

Ramos — Roberto á quien encontré en la puerta de calle me 
daba las más optimistas impresiones, y Vd, las con- 
firma plenamente. . . 

Luisa — Sin embargo es extraño que lo ha^^a llamado. . . 

Roberto — Olvidas que bien he podido tener necesidad de 
ver al amigo ya que no al profesional. 

Luisa— Bien. Conformes entonces. Advierto á Vds. que te- 
níamos programa hecho con Albertina. ¿Quieren 
pasar á tomar upa taza de té? 

Roberto — Iremos después. 



I*OS DERKCHOS DE LA SALUD 1 9 

Luisa— Como gusten. Vamos, niños. Albertina. . . ¿Vienes, 

Renata? 
Renata — Prefiero quedan /e. Tengo que concluir la copia 

del último trabajo de Roberto. . . . 
Luisa — {Con intención), !Ah! comprendido! comprendido! . . . 

(Mutis con Albertina los niños y Mijita), 



ESCENA VIII 

Renata— Ramos— Roberto 

Ramos— Tiene efectivamente mejor aspecto la pobre Luisa. 

Roberto — Reaccionó pronto de la última crisis. Sin em- 
bargo aquellas alturas no eran propicias. . . 

Ramos— Sí; un poco enrarecido el aire, pero de todos modos 
hubiera sido preferible aquello á la atmósfera vicia- 
da de la ciudad. No me has explicado aún los mo- 
tivos del regreso tan precipitado. 

Roberto— Nos expulsaron. 

Ramos— ¿Cómo? Por qué? . . . 

Roberto— Una historia muy curiosa. Tú no ignoras que 
mi situación económica es bastante precaria desde 
algún tiempo á esta parte. . . . 

Ramos- Siempre has debido contar con mi amistad. . . . 

Roberto — No; no se trata de lo que supones. Verás. . . En 
los cerros lo pasábamos muy bien, únicos pensionis- 
tas de una de las tantas familias que no tienen mie- 
do del contagio porque están contaminadas y sacan 
doble provecho de su mal y del mal del prójimo. 
Naturaleza pintoresca, clima apacible y presupuesto 
muy llevadero. Aquello era por todo concepto lo 
más conveniente. . . Pero, como te escribí, en la 
imaginación de Luisa empezó á trabajar el miedo y 
la desconfianza. No era para menos, te lo aseguro, 
el espectáculo de aquella población doliente. No te 
lo voy á describir porque tú debes conocerlo muy 
bien, á pesar de que la costumbre de ver una cosa 



20 NOSOTROS 

limita la facultad de analizarla. Bastará con que t e 
diga que yo mismo más de una vez, dejando traba- 
jar un poco la mente, he sentido que la angustia 
y el espanto me oprimían el alma. ¡La tos! Todos 
tosen, creo que allí hasta los sanos tosen por su- 
gestión. En la villa, en los hoteles, en los sanato - 
rios, en los paseos, donde quiera que uno va, lo 
acompaña la lúgubre desafinación de esa orquesta 
de escuálidos músicos exasperados y febricientes, 
que sudan la voluntad de arrancar un poco de ar- 
monía á sus desvencijados instrumentos sin conse- 
guir otra cosa que un monótono jadear de fuelles 
rotos. . . Para Luisa aquello se convirtió en una do- 
lorosa obsesión. Sus desconfianzas y su irritabilidad 
iban creciendo, y una noche en que no nos dejó 
dormir el carraspear desesperante de un tísico, nues- 
tro vecino de habitación, me expresó su resolución 
de huir de aquel antro. Todo mi empeño en di- 
suadirla se estrelló contra su voluntad firme y casi 
amenazadora. Conseguí únicamente arrastrarla á uno 
de los hoteles de la cumbre. Allí al menos no se 
oye tanto la fatídica orquesta, aunque el clima sea 
menos favorable. . . 

Ramos— O precisamente por eso. 

Roberto— La vida és cara. Había además que hacer una 
renovación del equipo y ponerse en actitud de no 
desentonar en aquel ambiente refinado y aristocrá- 
tico. Todo se hizo; no obstante, las exigencias del 
medio sobrepasaron la largueza de mis previsiones. 
¿Qué hacerle? Estaba y estoy resuelto á todos los 
sacrificios en homenaje á la paz de esa triste alma 
compañera. Pero nada bastó. Era también preciso 
salvar distancias sociales y por más que mi reputa- 
ción literaria pudiera obviarlas, Luisa no entraba 
y así lo comprendió. Ni ella, ni yo insistimos, li- 
mitándonos á hacer rancho aparte. De repente, sin 
que se sepa cómo ó quizás por nuestro mismo or- 



f 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 21 

güilo indiferente, las gentes empiezan á huir de 
nuestro contacto, y el hoycott se acentúa cuando Lui- 
sa cae en cama. Así que mejora se me presenta 
el dueño del hotel. * Señor, Vd. perdonará, pero 
los reglamentos de la casa son terminantes y los 
pensionistas me han amenazado con irse á otra par- 
te si sigo albergando enfermos contagiosos. ...» Y 
patatín y patatán. En resumen, una intimación de 
desalojo en regla. Había en el establecimiento, ha- 
bía sí, enfermos más avanzados pero no eran peli- 
grosos. . . 

Ramos— Porque gastarían más. 

Roberto— Precisamente. Ahí tienes explicadas las causas 
de nuestro regreso anticipado. Hubiera podido lle- 
varla á cualquier otro hotel de las inmediaciones, 
pero tuve miedo á un nuevo boycott Luego, ella 
empieza á sentirse deprimida por la pertinacia de 
su dolencia, y esa depresión se traduce en fenóme- 
nos neniosos muy intensos. Una sensibilidad ex- 
trema, humor fácilmente irritable, desconfianzas, pru- 
rito de análisis. . . . 

Ramos — Me has dicho que las impresiones del colega que 
la asistió. . . . 

Roberto — Son pesimistas. Lejos de ceder, el mal avanza. 
Pero me inspira mayores temores su estado moral. 

Renata— Según parece acaba de hacerle una escena á Al- 
bertina. La encontré llorando mientras Luisa se 
debatía en un acceso terrible de tos. Después se 
serenó, como Vds. la han visto. 

RoBER — Nos tiene acosados porque le digamos la verdad. Y 
para colmo, ayer, la sorprendí leyendo un viejo tra- 
bajo mío, inconcluso, que andaba por ahí perdido 
entre papeles inservibles, y titulado «Los derechos 
de la salud». En ese trabajo, una especie de nouvelU, 
un tanto sentimental, estudiaba la situación moral 
de un enfermo incurable — atacado de tuberculosis 
precisamente — que descubre que su esposa le es infiel 



22 NOSOTROS 

y acaba por encontrar lógica su conducta justificán- 
dola en que no siendo apto para llenar las funciones 
de la vida, no se considera con derechos para encade- 
nar á los sanos á sus destinos malogrados. 

Ramos — Conozco el asunto. 

RoBER— Es verdad, pues. Si fuiste tú quien me hizo desistir 
ó postergar su publicación, objetándome que los 
tísicos nunca llegan á darse cuenta de su mal... 

Ramos — Es característico el optimismo de los tuberculosos, 
producto del estado febriciente en que viven. 

ROBER-Bien, eso no hace al caso. Luisa lee aquello y su 
imaginación empieza á fantasear y á despacharse á 
su gusto. «Lo has escrito á propósito y lo has dejado 
á la vista para que lo lea. Niégame ahora que estoy 
tísica». Se exaspera y llega hasta soltarme sin em- 
pacho las cosas más absurdas, las sospechas más 
inverosímiles. . . 

Renata — Que á mi también me alcanzaron. Atribuía mi 
solicitud por sus hijos al propósito de arrebatarle los 
derechos de la maternidad. . . 

RoBKR — i Cuánto absurdo ! Hay que tomar pues, alguna me- 
dida. . . 

Ramos — Quisiera examinarla un poco. 

Renata — Hoy no lo creo oportuno. Podría alarmarse. . . 

Ramos — Mañana ó pasado. . . De cualquier modo creo que no 
debes deshacer las maletas. El invierno se viene 
encima y es preciso llevarla á un clima más benigno, 
al Paraguay por ejemplo. 

RoBBR — LfO he pensado. 

Ramos — Por muchos motivos convendría, y no es el menos con- 
vincente, el de que es necesario preserx^ar á los niños. 
(Mira ¡a hora). Es tarde ya. Si no me necesitas me 
marcho porque me quedan por hacer algunas visitas. 

Renata — Deja usted á Albertina. . . 

Ramos— Sí. Adiós Renata. Y en cuanto á tí... ¡paciencia! 
Mañana vendré. (Le estrecha la mano. Mutis), 



I 



I.OS DERECHOS DE LA SALUD 2$ 



ESCENA IX 



Renata — Roberto 

Renata — {^después de unos instantes de ensimismamiento^ — ¿En qué 
piensa usted, Roberto ? 

RoBER — Pienso. . . pienso. . . En verdad, no podría precisar en 
qué pienso. Tengo tantas cosas en la cabeza y en el 
espíritu. . . 

Renata — ¿ Es que su fe empieza á quebrantarse ? . . 

RoBER — Mi fe. ¿Qué fe resiste á tanta inexorable evidencia? 

Renata — La fortaleza, la energía es fe. . . 

RoBER — Siento que mis fuerzas se desmoronan. 

Renata Cuando más falta le hacen. Tiene usted que resol- 
ver el viaje al Paraguay cuanto antes. . . 

RoBER — La resolución está hecha. Diga usted mejor, que 
debo empezar á buscar los medios de realizarlo. . . 

Renata — Lo sabía. Por eso he querido hablarle. 

RoBER — ¿En qué sentido? 

Renata — Decirle que no debe usted quebrarse la cabeza por 
buscar recursos. Venda mis bienes, ó hipoteque ó 
haga lo que le plazca con ellos. 

RoBER— ¡Oh! ¡No! ¡Eso nunca!.. 

Renata- No he hecho el ofrecimiento antes de ahora por 
ignorancia de su situación financiera y, un poquito, 
por temor de mortificar su susceptibilidad. Hoy sé 
que usted no sólo ha agotado su crédito sino que 
también ha descontado sobre su por^í'enir literario 
comprometiéndose á realizar trabajos á plazos deter- 
minados, sin contar con que las circustancias pueden 
oponerse á sus deseos, y pudiendo muy bien haber 
evitado esos extremos. Ya que ha querido hacerme 
el honor de su confianza le impongo el castigo de 
tomarme por prestamista. 

RoBER — Gracias, Renata. De ningún modo podré aceptar su 
ofrecimiento. . . 



24 NOSOTROS 

Renata — Una sola condición le exijo: que reintegre usted 
en seguida el dinero tomado á cuenta de trabajos 
literarios. 

RoBKR — Repito que no tomaré un céntimo de sus bienes. 
Por otra parte olvida usted que casi no tendría de- 
recho á disponer de ellos. Debe casarse en breve. . . 

Renata — ¡Ah! si sus escrúpulos son esos, poco me costará 
vencerlos. Ya no me caso. 

RoBER — ¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo? 

Renata — Sencillamente, que he desistido de mi enlace. . . que 
he roto las relaciones con Jorge... 

RoBER — No. Usted me engaña... ó se engaña. 

Renata — Ninguna de las dos cosas. 

RoBER — ¡Oh, por qué ha hecho usted eso! Por qué ha dado 
un paso semejante sin consultar á nadie! 

Renata — Creo que los dos íbamos al matrimonio llevados 
por una simple complacencia afectuosa, nada más. 
De modo que la ruptura se produjo sin violencia y 
sin desgarramientos mayores. 

RoBER — Las causas, los motivos, ¿cuáles fueron?.. 

Renata — Una trivialidad. 

RoBER — No lo creo, Renata. Usted lo ha hecho por nosotros, 
para poder entregarse más libre y enteramente á su 
devoción caritativa por Luisa y por nuestros pobres 
hijitos ! ¡ Oh, gracias ! ¡ Es usted una santa ! . . Pero 
no hemos de consentirle tal sacrificio. Se lo contaré 
todo á Luisa. . . 

Renata — | Muy bien pensado !. . ¡Alármela usted más de lo 
que está!.. 

ROBER— ¡ Oh, Renata ! ¡ Renata ! . . ( Muy conmovido, estrechándole 
ambas manos ) ¡ Qué alma la suya ! . . 



ESCENA X 

Dichos-- Luisa— después Albertina 
Luisa — {^Apareciendo con un diario en la mano, alborozada^ — 



I,OS DERECHOS DE LA SALUD 25 

I Doctor!.. ¡Doctor Ramos! ¡Ah! (Paralizada al sor- 
prender la actitud de Roberto y Renata), 

RoBER — ¿ Qué ocurre, Luisa ? . . 

L V1SA^{ Reponiéndose un tanto) — Creí que estuviera el doctor. . . 

RoBER — (Alarmado) — Estás demudada ¿Qué te pasa? — (Con- 
duciéndola muy afectuoso ) — Ven, siéntate. . . ¿ Fué un 
acceso de tos ? . . Algún esfuerzo seguramente. 

Luisa — Ya pasa. Es que. . . j Imagínate mi emoción ! . . — ( Como 
espantando sombras de la meiitc)." ¡Oh, si no es posi- 
ble!.. 

RoBER — ¿Qué, hija mía?.. 

Luisa — ¡Oh, nada!.. Imagínate, imagínense mi alegría al 
leer la noticia. . . Corrí en seguida á consultarle á 
Ramos. . . Creí que estuviera aquí con ustedes y. . . 

RoBER — ¿ Acabaremos de saber de qué se trata ? 

Luisa — ¿Verdad, Roberto, que te alegrarás, conmigo, honda- 
mente, infinitamente? . .— (Del todo repuesta y confiada) — 
Lee... lee... — (Mostrándole el diario). — La más sensa- 
cional de las noticias. Lee fuerte. . . ¡ Ahí ! . . ¡ Esos 
títulos tan gordos ! . . ¡ Lee pronto, pronto ! . . 

ROBER — ( Que ka ojeado el dian'o, tratando de disimular su emo- 
ción), — Sí; es una importante noticia. 

Luisa — (Impaciente) — Pero, lee fuerte, hombre de Dios... 

RoBER — Bien, te haré el gusto. — (Leyendo). — «El suero contra 
la tuberculosis. — Sensacional descubrimiento del doc- 
tor Behring. — Su confirmación plena. — París 8.— Tele- 
grafían de BerHn que el profesor Behring ha termi- 
nado una memoria que presentará á la Academia de 
Medicina, demostrando haber hallado el suero contra 
la tuberculosis. Refiere casos en que ha tenido un 
éxito indiscutible de curación completa. La noticia 
ha causado honda impresión en todos los círculos 
científicos ». 

Luisa — ¿Lo ves, lo ves?.. Continúa, hay otro despacho 
todavía. . . 

ROBER — (Leyendo siempre) — «Berlín 8. — Se confirma la noticia 
del descubrimiento Behring. El ilustre sabio se niega 



26 NOSOTROS 

á suministrar informes limitándose á manifestar que 
someterá el fruto de sus estudios á la opinión de sus 
colegas ». 

Luisa — ¿Qué me dices, qué me dices ahora? 

RoBER — Es una sensacional y consoladora noticia, pero no 
veo qué importancia directa pueda tener para nos- 
otros. 

Luisa — Te estás traicionando. Tonto; ¡si te vende la emo- 
ción ! i Oh, estalla de una vez conmigo, alegrémonos 
todos ! . . ¡ Para qué seguir mintiendo si el remedio 
que me ha de sanar está ahí y lo tendremos antes de 
un mesa nuestro alcance !. . Óyeme; ya no me im- 
porta saber que estoy tísica, como antes no me pre- 
ocupaba saber que tenía influenza, reuma ó jaqueca 
ó cualquier otro mal pasajero y curable... Ahora 
comprendo que tenían razón ustedes al ocultarme mi 
estado. ¿Para qué hacernos desesperar de la vida, 
cuando existen los Behring, los Roux y tantos otros 
sabios creando salud para sus semejantes en el mis- 
terio de los laboratorios ? . . Y pensar que yo he sido 
cruel, tan torpe, tan. . . que sé yo, con mis bienhecho- 
res. ¡Oh, Roberto, Roberto! {Perdóname! ¡Perdó- 
name tú también, Renata ! . . ¡ Y tú, Albertina ! . . 
¿ Dónde está ?. . ¡Con mi aturdimiento la he dejado 
sola !— (yl voces).— \ Ven, Albertina, ven ! . . ¡Oh !— (^^í- 
pira hondamente), — ¡Qué bien respiro ahora!.. ¡Me 
parece estar sana! . . — (3/«v extremosa, acariciando á Ro- 
berto). — ¡ Roberto mío ! . . ¡ Roberto mío ! ¡ Cuánto ha- 
brás padecido!.. ¡Cuánto te habré hecho sufrir! — 
{Aparecen Albertina y yJ/^/Z/j:)— ¡ Ven, Albertina, tú tam- 
bién, pobre Mijita!.. ¡Vengan! ¡Todos tienen que 
participar de esta alegría del revivir! . . Roberto, ¡qué 
dicha!., ¡qué dicha! — (Estrechándolo con transporte), — 
¡Quién pudo pensar hace un rato, Albertina, en un 
cambio semejante ! . . 
Albertina - ¡ Oh, Luisa ! . . ¡ Son las golondrinas que vuel- 
ven ! . . 

TELÓN 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 27 



ACTO SEGUNDO 

El despacho de Roberto— Amplia mesa de trabajo atestada db 
libros y papeles en artístico desorden. 

ESCENA I 

Roberto — Renata 

TRABAJAN JUNTOS TERMINANDO DE ORDENAR LOS ORIGINALES DE UN LIBRO 

Renata — ¿Quiere leer, Roberto? Creo que no falta ningu- 
no, pero tengo poca confianza en mi memoria. 

Roberto— *^ Los herejes». Me gusta poco ese título. 

Renata — Tiene tiempo de cambiarlo al corregir las pruebas. 

Roberto— «La 9* sinfonía». «El imán». 

Renata — {Verificando en los manuscritos). El imán.... 

Roberto — «El señor Pérez». «El derecho á la tristeza».... 

Renata — .... á la tristeza .... El cuento que menos me 
gusta. Yo, en su lugar .... 

Roberto— Necesito completar el volumen y no tengo tiem- 
po ni humor para escribir uno nuevo. Por lo demás 
todos son igualmente mediocres . . . 

Renata — No soy de esa opinión. ¿Porqué no termina este?... 
Con un par de plumadas tendría un espléndido bro- 
che para cerrar el libro. «Los derechos de la salud». 

Roberto — No me tiente, Renata, no me tiente. Déme Vd. 
esos originales . . . 

Renata— ¿Que va á hacer? 

Roberto— Démelos Vd.... Sería un crimen publicar seme- 
jante artículo en estos momentos. Por la pobre Lui- 
sa en primer término, y por el público cuya malig- 
nidad encontraría en él abundante asunto de fantaseos 
y comentarios. Déme Vd. eso!..., 

Renata — ¿Para guardarlo? (Le entrega el manuscrito), 

Roberto — No. Para romperlo. Así ... Así..,. Así.... {Despe- 
dazando el articuló), 

Renata — {Fríamente). Ha hecho Vd. mal. 



28 NOSOTROS 

Roberto — En todo caso siempre hay tiempo de reconstruirlo... 

Renata — Por eso mismo ha hecho mal, porque acaricia la 
idea de poder publicarlo algún día. 

Roberto — No comprendo. 

Renata — Más criminal que darlo á luz hoy, sería acechar la 
oportunidad de poder hacerlo. 

Roberto — Le advierto, Renata, que está cometiendo una in- 
justicia. 

Renata — Más injusto es Vd. consigo mismo. Volvamos la 
hoja, ¿quiere?.... Los originales están en regla. 
¿Piensa Vd. corregir las pruebas del f oUetin? . . . , Las 
han traido hace un rato de la imprenta. 

Roberto — Sí. 

Renata — Yo podría hacerlo.... 

Roberto— Gracias, Renata. Demasiado trabajo le doy. Yo 
en su lugar ya me habría declarado en huelga.... 
(Voces en el vestíbulo), ¿Qué pasa? 

ESCENA II 

Dichos — Mijita — P01.OLO — después Luisa 

MijiTA — (Regañando á Pololo), ¿Crees que esto tiene disculpa?... 
¡Oh, las pagarás todas juntas, bandido!.... Revolto- 
so!.... Miren los juguetes del niño!.... Capaz de 
matarse. Virgen Santa! ... . Renata, te traigo á este 
picaro para que lo castigues. 

Roberto — ¿Qué has hecho Pololo?.... 

Poicólo — Mentira! No hacía nada! ... 

Mijita — (Mostrando un revolver) — Miren Vds. el juguete con 
que se entretenía el niño. Vean Vds! Capaz de ma- 
tarse! ... 

Roberto — (Tomando el revolver), Y estaba cargado! 

Renata— ¿Y de donde sacó esa arma? 

MijiTA— La habían olvidado seguramente en la cochera el 
día que estuvieron tirando al blanco con el Dr. Ra- 
mos. Yo sentía un alboroto terrible en el corral y 
no hacía caso porque estoy acostumbrado á los es- 



r 



I^OS DERECHOS DE LA SALUD 29 

tropicios de este bandido, cuando de repente lo veo 
corriendo á una pobre gallina clueca con el revolver 
en la mano! .... Virgen Santa! 

Luisa — {Entrando), ¿Que ocurre?.... 

Renata — El señorito que jugaba con un revolver .... 

Luisa — Claro está! Si dejan las armas en cualquier par- 

te!. . . . Qué sabe el inocente!. . . . Venga Vd. acá, Po- 
lolo!. . . .Las armas no se tocan porque pueden dispa- 
rar y lastimar al niño. 

MijiTA — ¡Oh! él ya sabe para lo que sirven las armas!.... 
Imagínate en que estaba empeñado en matar, en ma- 
tar, si señor, una gallina. . . . 

Luisa— ¿Y porqué, hijito, pretendías matarla? 

Pololo— Porque quiere quitarle los hijos á la patita blanca. 

MijiTA — Es una gallina clueca que yo no la he querido 
echar porque dice el quintero que es muy mala saca- 
dora, y este perjenio que todo lo revuelve la ha des- 
cubierto echada en el nidal de la patita blanca. 

Pololo— Ya tiene tres patitos chiquititos y la gallina la pi- 
cotea y quiere quedarse con ellos .... Es una ladro- 
na ¿verdad? 

Luisa — Una ladrona, sí, una picara ladrona, ¿Por eso que- 
rías castigarla? 

Pololo— Porque la pata es muy zonza y no sabe defenderse. 

Luisa — Bueno, hijito. Por toda esa gracia, Renata te per- 
donará la travesura. Verdad, Renata? 

Renata — Ese mimoso siempre está perdonado. 

Luisa — Y vendrás con mamá á poner en salvo tu patita blan- 
ca. ¿Quieres que demos un paseo por el jardín, Ro- 
berto? 

Roberto— Con mucho gusto. Aguarda á que ponga este ob- 
jeto fuera del alcance de este demonio. (Guarda el 
revolver bajo llave, en uno de los cajones). 

Luisa — Llévanos tú. Pololo. 

Pololo— Verás. Yo se muy bien dónde están todos los ni- 
dos. {Vánse los tres por el jardín). 



30 NOSOTROS 



ESCENA 111 

Mi jiTA— Renata 

Renata {Una vez que se han ido recoje prolijamente los pedazos del 
articulo roto por Roberto). 

MijiTA — ¿Qué haces, muchacha? 

Renata — Recojo unos papeles que he rolo impensadamente. 

MijiTA — ¡Ah! {Pausa) ¿Sabes que anoche la pobre Luisa no 
ha estado bien? 

Renata— lyO sé. Te sentí varias veces levantarte. 

MijiTA — Pero no tosía ni tenía fiebre ó fatiga como otras 
veces ... 

Renata — {Con indiferencia, ocupada en recomponer los papeles). ¿Y 
qué tenía? 

MijiTA — {Impaciente). Te aseguro que lo pasó muy mal!.... 

Renata — {Con igual tono que antes). Ah, si! No dijiste tanto 
al principio. «De la ... . sa . . . . sa. . . . sa . . . . ¿dónde 
estará el otro pedazo?. ... sa. . . . Este es. De la sa- 
lud. {Leyendo). < Nadie tiene derecho á exígele á la 

vida más de lo de lo que .... de lo que está en 

aptitud de darle». 

Mi JITA — (Fastidiada). Bueno. Si te interesan más esos pape- 
lotes que tu hermana, no te diré una palabra. 

Renata — Habla, mujer, habla. ¿De qué se trata? 

MijiTA— Anoche Luisa.... 

Renata — Lo pasó mal. Ya te oi. ¿Qué más? 

MijiTA — ¡Que más! Que más! .... Me atiendes como si ha- 
blara del gato. {Severa). Eso está muy mal hecho! 

Renata — ¡Ay! Mijita malhumorada! Mijita rezongando!... • 
Es extraordinario. ¿Qué te ocurre? 

Mi JITA —Me ocurre, me ocurre que lo que está pasando en 
esta casa me tiene muy afligida. Vdes. van á matar á 
la hijita Luisa! Ustedes! 

Renata — ¡Tanto has descubierto, Mijita!.... 

MijiTA — La están matando ya! ... . Luisa está más aniquilada 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 31 

por la indiferencia de Vdes. que por su misma en- 
fermedad. Había regresado muy bien del Paraguay, 
llena de salud y de alegría, y en un mes que lleva 
de estadía acá, su buen humor, su apetito, sus colores, 
todo ha ido desapareciendo. Y con mucha razón. 
Ella tan mimada durante toda su vida, verse ahora 
cuando más necesita de la solicitud y la ternura de 
los suyos, arrumbada, abandonada como un mueble 
viejo é inser\áble . . . . 

Renata —¿Es posible que tú también pienses en semejantes 
ridiculeces? 

MijiTA — Es que observo las cosas! Tengo aquí los ojos. 
Aqui ¿me los ves? Bueno. 

Renata — Lo que falta ahora es que tú des alas á las cavila- 
ciones absurdas de Luisa. 

MijiTA — ;Ahi No crean contar conmigo otra vez para enga- 
ñarla. Roberto había de resultar como todos los 
hombres: un zalamero farsante. 

F.ENATA — ¡Mijita! 

MijiTA — No me harás callar. Estoy dispuesta á hablar fuer- 
te hoy. Un zalamero mentiroso. Mientras la mujer 
le ser\'ía porque era sana y linda y fuerte, mucha de- 
voción y mucho mimo. ¡Ahora para qué, si ya no 
la puede usar más!.. . Bandido!.... ¡Portarse así 
con una mujercita tan santa y tan desgraciada! 

Renata — Mijita, has perdido el juicio! 

Mijita — Todo el día, en tanto ella anda por ahí, por los rin* 
cones, consumida por la fiebre y la tristeza, el caba- 
llero, ó está en la calle ó está entregado á sus li- 
bros y á sus escrituras como si no tuviera otra cosa 
más importante que atender. Y tú!.... Bueno; en 
verdad de tí nada puedo decir porque siempre fuiste 
poco expansiva, pero Luisa no está como para acor- 
darse de ello y atribuye tu retraimiento á temor, in- 
diferencia ó que sé yo, si no es que pasan otras ideas 
más tristes por su cabecita. 



32 NOSOTROS 

RknaTA— (¿7« poco alterada), ¿Qué sospechas, Mijita? ¿Qué 
ideas son esas?.... Dilo enseguida. 

Mijita — ¡Hijita! ... Yo no he querido decir nada. Es una 
manera de expresarme nada más. 

Renata — No intentes disculparte. ¿Cuales son las ideas tris- 
tes á que te refieres?.... Vamos, dímelas, Mijita, y 
muy pronto, si no quieres verme alterada .... ¡Vamos, 
vamos, vamos! . . . Habla! 

Mijita — Pero si es un absurdo. Yo te conozco muy bien y 
sé que serías incapaz . . . 

Renata — De qué? Esplícate de una buena vez! . . . 

Mijita — Mira: te juro que ella no ha dicho una sola palabra, 

pero ¡Oh, tú sabes muy bien que soy incapaz de 

mentir! . Nada ha dicho, pero en más de una oca- 
sipn se le han escapado expresiones que .... Bueno; 
yo no digo más por que es una cosa muy fea y muy 
triste.... 

Renata — ¡Oh, empiezo á comprender! .... 

Mijita — Entonces, se acabó .... 

Renata — No se acabó. Es necesario que completes tus pen- 
samientos. 

Mijita — Ella empieza á darse cuenta de que la estás reem- 
plazando demasiado en esta casa. . . 

Renata- ¡Demasiado! 

Mijita — No se cree tan enferma para no poder ayudar á Ro- 
berto en sus trabajos ¿me comprendes? ... Y luego 
los niños. Teme que acaben por perderle el cariño. 
Y en eso no le falta razón porque las criaturas á 
fuerza de estar bajo tus cuidados hoy casi te prefie- 
ren. Y luego la frialdad de Roberto y el verlos á 
Vdes. siempre juntos. . . 

Renata — ¡Oh, basta! . . . Basta, Mijita! . . . Una palabra más 
sería una injuria, ¿me oyes? . . . Basta! . . . 

Mijita -Te juro mi hijita, que yo. . . 

Renata — Basta. . . Vete de aquí. . . {Se pasea nerviosamente), 

Mijita — {Compungida). No supongas que yo piense nada 
malo de tí, mi hijita Ni la hijita Luisa tampo- 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 33 

co. . . No vayas á decirle nada ¿quieres? Atiéndeme: 
si he hablado es porque tengo mucho miedo, mucho 
miedo. La hijita Luisa tiene pensamientos extraños 
en su cabeza; me entiendes? Y debemos quitárselosl 
Por eso, por eso nada mas, he dicho lo que he dicho, 
por la paz de esa desdichada criatura! . . . 

Renata — (Cómo si acabara de adoptar una resolución). Está 
bien. Que Roberto no llegue á enterarse de nada 
de esto! . . . 

MijiTA — Puedes estar tranquila. ¿Qué piensas hacer? Medita 
bien las cosas, hijita, antes de tomar algún partido, 
no sea que empeores mas la situación. 

Remata — No preciso consejos. Déjame sola. 

MijiTA — {Vendóse). ¡Las pobres hijitas! . . . 

ESCENA LV 

Renata — después Luisa y Roberto 

Renata — ¡Oh! . . . Tenía que suceder! . , . (Se sienta. Des- 
pues de unos instantes de honda reflexión, recoge los frag- 
mentos del articulo de Roberto, los contempla un momento 
como indecisa y luego acaba de desmenuzarlos, arrojando 
con rabia los pedazos al cesto), 

Luisa — {En acalorada discusión con Roberto), ¡No, no y no! . . . 
Esta vez no transijo. ¡Oh! . . . Demasiado han ju- 
gado ya Vdes. con mi voluntad! . . . {Irritada y ner- 
viosa va á sentarse en una silld), ¡No! . . . ¡No, no 
y no! . . . 

Roberto— Cálmate, Luisa. Yo no insisto. Fué una simple 
idea que me pareció propio consultarte. Figúrese 
Vd. Renata, que se me ocurrió que á los niños les 
sentaría muy bien un mes ó dos de campo, le ex- 
pongo la idea y estalla como un cohete sin atender 
á jQiis razones, ni siquiera á mis excusas. 

Luisa — Porque conozco las razones y las excusas de Vdes. 

Roberto — ¿Porqué pluralizas? Creo que Renata nada tenga 
que ver. . . 



34 NOSOTROS 

Luisa — Sí, comprendo que se trata de un nuevo complot 
para separarme de mis hijos! 

Roberto— No digas disparates. . . No te perturbes así Lui- 
sa! .. . 

LxTiSA— Es que . . . 

Roberto — {Interrumpiéndola), Déjame hablar; no es cosa de que 
tú lo digas todo. Seamos razonables. 

Luisa — No insistas porque será inútil! . . . 

Roberto — Ni lo pienso, Luisa. Te quedarás con ellos, no 
irán al campo ni á ninguna parte; no saldrán de ta 
lado! . . . ¿Estás conforme? 

Luisa — Lo estaré cuando me den la razón los hechos. 

Roberto — ¡Oh, eso es terquedad, Luisa, ó mas bien ganas de 
mantener el entredicho. 

Luisa — Así han procedido siempre. Así! . . . Así . . . Insi- 
diosamente! Cuando me revelo fingen renunciar á 
todo para aplacarme y recuperar mi credulidad y mi 
confianza. Pero luego empiezan los zapadores á so- 
cavar mi resistencia y ura concesión arrancada hoy 
á mi debilidad y á mi descuido es el pretexto de 
otra mayor que me arrancarán mañana y de otra, y 
de otra y de otra, hasta que les entregue todo. {Con 
creciente exaltación). Así! . . . Así! . . . Paciente é in- 
sidiosamente han ido relajando poco á poco mis 
energías, maleando mi voluntad, limitando mi indepen- 
dencia, mi altivez, mi albedrío, acorralándome, extre- 
chándome, reduciéndome. . . Así! Así! Así! ... De 
esa manera, con procedimientos tan inicuos, tan. . . 

Roberto — ¡Oh! Basta, Luisa! . . . Cálmate! . . . 

Luisa — No. No me desdigo. Con procedimientos tan ini- 
cuos han ido consumando el crimen, sí, sí, el crimen 
de despojarme de mis atributos de esposa y de ma- 
dre, de la facultad de gobernar mi existencia é in- 
tervenir en la existencia de los míos y de todo, por 
el delito de tener la salud precaria como si los bie- 
nes de este mundo fueran un patrimonio exclusivo 
de la carne, mas que un derecho de la salud morall 



LOS DERECHOS D« LA SALUD 35 

Roberto — No te exasperes así, Luisa. Cálmate! Cálmate! 
Tranquiliza esos nervios que boy están endemonia- 
dos. ¿Quieres un poco de bromuro? Tranquilízate 
I y conversaremos de todas esas cosas. Verás cómo 

j pronto espanto los fantasmas de esa cabecita. ¡Oh! 

No. No intentes proseguir. No te permitiremos 
continuar en ese tono. 
I/UiSA — ¿I/O ves? ... Lo ven! ... ¡A esta lastimosa incapa- 
cidad de ente irresponsable me han reducido! No 
puedo ni pensar ni discernir con mi propia autono- 
mía. Son los nervios ó es la fiebre lo que piensa» 
razona, se exalta y se revela en mí. ¡Oh, ni el de- 
recho de injuriarlos me van á dejar! . . . 
Roberto — (Sonriendo con benevolencia), ¡Oh! Criatura! . . . ¿Aca- 
! so no lo estás ensayando? . . . Vamos, vuelve en 

I tí... 

i Luisa — Basta! . . . No continúes en ese tono que me exas- 

I pera. Estoy harta de tu lástima. Estoy harta y em- 

I palagada de tu compasión. Protesta una vez, rebélate, 

enfurécete, castígame, maltrátame, arrástrame por los 
suelos, arráncame la carne á pedazos y me devolverás 
la conciencia de mi existir . . . Mortifícame! . . . ¡Ohl 
no puedo vivir así! . . . No quiero vivir así! . . . No 
quiero vivir así! . . . No quiero vivir así! . . . (Su 
exaltación se resuelve en una crisis de lágrimas y cae en bra- 
zos de Roberto que la acaricia intensamente conmovido). 
Roberto- ¡Mi pobre Luisa! ¡Mi triste enfermita! . . . 
Luisa— ¡Oh! Roberto. . . Roberto! (Solloza hondamente^ estrechán- 
dolo, palpándolo, aferrándolo rabiosamente en ciertos momen^ 
tos como para asegurarse de su presión. Renata después de 
contemplarlos un momento entra en una habitación inmediata 
y regresa trayendo un frasco y una cuchara). 
Roberto — (Al verla). Sí, muy bien pensado! . . . (Mientras 
Renata llena la cuchara). Mi Luisa! . . . Cálmese. . . 
Tome. . . Esto la confortará! . . . Serénese un poco! . . 
Beba ... Es bromuro. . . 
Luisa — No quiero! . . . No quiero nada! ... ( Vuelca el remedio 



36 NOSOTROS 

de una manotada). Quiero vivir! . . . Devuélvanme la 
vida! ... 

Roberto — Sé razonable! . . . Para vivir es necesario recupe- 
rar las fuerzas. . . (Renata llena de nuevo la cuchara). Por 
ahora beba, beba esto! Sea buena! ... Yo le pro- 
meto hacer su voluntad. . . Modificar las condiciones 
de nuestra vida. Beba. . . 

lyUISA — {Después de una pausa, reaccionando como en un despertar 
lento y perezoso). Sí. . . Dame. . . Necesito reponer- 
me. . . (Bebe), Ah! . . . Siéntame. . . Estoy cansa- 
da. . . Me duelen todos los músculos. . . 

ROBKRTo — I/>s nervios te han zurrado, Luisa — (Conducién- 
dola al diván). Reclínate. . . A tu gusto. . . Así! . . . 
Así! . . . ¿Te sientes bien? 

Luisa — Sí. . . Estoy aliviada. . . Pero experimento una sen- 
sación extraña. . . que no podría explicar. . . un do- 
loroso bienestar. . . ^Sufro y no sufro. . . 

Roberto— (^«^ se ka sentado en el suelo junto á ella). Es la 
savia que recupera sus cauces. 

Luisa — ¡Quisiera estar siempre así! . . . Siempre. . . siempre. . . 



ESCENA V 

Dichos— Un criado 

Criado — Con permiso. Buscan al señor. . . 

Roberto— (*Si« volverse), ¿Quién? 

Criado— De la imprenta. Desean hablar con Vd. 

RoBKRTo — Dile que no estoy. 

Criado— Yo. . . Como no tenía orden. . . 

Roberto — Entonces, que aguarde. 

Criado— Está bien. (Mutis), 

Luisa— -Ve, Roberto. Atiéndelo. Por mí no descuides tus 
asuntos. Estoy bien ya. . . Vé. . . Cuando vuelvas 
habré recuperado el dominio de mis facultades y en- 
tonces conversaremos mucho, tranquilamente. 

Roberto — Si es así, obedeceré á mi buena, á mi santa mu* 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 37 

jercita. (La besa en la frente). Renata, la dejó á su 

cargo. 
RBNATA^Pierda cuidado, Roberto. Se la devolveré á Vd. 

curada por completo. 
Roberto — Lo creo. {Mutis), 

ESCENA VI 

lyUísA — Renata 

Renata — {Después de una larga pausa, d la expectativa de un 
pretexto para entablar el diálogo se aproxima á Luisa que 
ha permanecido absorta en sus meditaciones con la vista 
fija en el techo). Luisa. Yo me voy. 

Luisa — {Incorporándose, iluminada por una esperanza, sin disimu- 
lar su impresión). Cómo! ¿Qué dices? ¿Tú, tú, te vas? 

Renata— Sí. Me voy. 

Luisa — Tú! . . . No puede ser! . . . Aguarda un instante. . . 
Estoy todavía perturbada. 

Renata— No, hermana mía, no intentes disimular ó disfra- 
zar tus impresiones! ... Le he prometido á tu es- 
poso que te curaría y aquí me tienes de médico del 
alma operando en carne viva. . . Me voy. He com- 
prendido que el mas grave de tus males soy yo. 

Luisa — ¿Porqué, porqué dices eso, Renata? . , . 

Renata — Tú estas celosa. 

Luisa — ¡Oh! . . . 

Renata — No lo niegues. Tienes celos de mí. Escúchame 
un instante, sin interrumpirme, sin protestar sobre 
todo, porque ademas de no ser sinceras tus protestas 
perjudicarían la claridad de cuanto pienso decirte y 
debes oirme. No temas que trate de ensayar mi de- 
fensa ó de hacerte la caridad de un consuelo. Eso 
sí, como punto de partida te diré que jamás, jamás 
cruzó mi imaginación el pensamiento de disputarte 
nada de lo que era y es tuyo. Te digo esto porque 
en otro tiempo hubimos de ser rivales en la con- 
quista de Roberto. Fuiste la preferida, te casaste 



3^ NOSOTROS 

con él y yo tuve que vivir al amparo de tu hogar 
porque quedaba sola, pero vine á él sinceramente y 
sinceramente compartí siempre las alegrías y los do- 
lores de tu vida. 

Luisa— ¡Oh! Sí! Es verdad, Renata. 

RENATA — Bien. Después sobrevino tu enfermedad. De ahí 
parten todas las contrariedades. Yo cometí entonces 
el error de arrogarme atribuciones y derechos. . . 

Luisa— No hables así, Renata. 

Renata — (Convincente). Te juro que lo digo sin ironía. Fué 
un error. En tu reemplazo asumí el gobierno de esta 
casa, pero con excesivas atribuciones. Estabas grave, 
te morías, Roberto no atinaba mas que á lamentarse 
y en esas horas de tribulación fui el espíritu fuerte 
que lo sostuvo todo. Los médicos aconsejaron el ais- 
lamiento de tus hijos y me convertí en la madre de 
tus hijos. Otro error. 

Luisa — {En tono de reproche). ¡Renata! 

Renata — Te sustituí demasiado. Procuré siempre que no 
echaran de menos el calor de tu afecto, y tus largas 
ausencias por un lado y la prodigalidad de mis ter- 
nuras por el otro han hecho que las inocentes cría- 
turas se habitúen á mi trato y me prefieran. Luego 
tu interminable convalescencia, la indecisión, la per- 
petua inquietud en que hemos estado todos con res- 
pecto á tu suerte es otra causa de que no se te haya 
permitido intervenir como antes en el gobierno de 
tu hogar. Tú eras el amanuense de Roberto, copia- 
bas sus escritos, le ayudabas á corregir las pruebas. 
También te reemplacé. Roberto no podía consentir 
que te entregaras á una tarea fatigosa. 

Luisa — ¡Y también Roberto se habituó á tí!... 

Renata— Precisamente. Se ha habituado. Y acabas de suge- 
rirme la síntesis de todo lo que nos pasa. Se trata 
de una cuestión de costumbre. Nos íbamos acos- 
tumbrando al estado de cosas que creara tu enfer- 
medad. 



I 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 39 

Luisa— Es decir, anticipando los hechos, descontando mi 
desaparición, habituándose preventivamente á la idea 
de mi muerte. ¡ Oh ! ¡ Pero está muy lejano ese día ! . . . 
i Me resta mucha vida aún ! . . . 

Renata — Por eso es que quiero irme de acá; para que nos 
desacostumbremos todos. He debido hacerlo mucho an- 
tes de que te presentaras á reclamar tus fueros . . . 

lyUíSA— ¡Oh! Perdóname, Renata. Si me he rebelado es por- 
que estoy convencida de que voy á curarme pronto. 
I No lo crees así, Renata ? 

Renata—Lo creo, Luisa. 

Luisa — (Con cierto aturdimiento nervioso). Mira: antes cuando 
creía estar tuberculosa, antes del fracaso del suero 
Behring y del viaje al Paraguay que tan bien había 
de probarme, me había resignado á morir. ¡ Imagí- 
nate ! Me había resignado á mi suerte, y muchas ve- 
ces á solas con mi tristeza, pensaba en la situación 
en que quedarían Vds. después que yo muriera; 
pensaba en mis hijitos, en Roberto, en tí, en el des- 
tino de los seres más queridos y hallaba muy lógico 
todo lo que hoy, sana, me resulta un despojo, 
i Ah ! Si Roberto y Renata se casaran ! . . . Y acaricié 
esa idea, cuya enunciación me hace temblar en este 
momento, te lo confieso, como una prolongación de 
mi reinado en el alma de Roberto y una suerte para 
las pobres criaturitas que poco iban á echar de me- 
nos el cambio de madre. Pero luego cuando empecé 
á sentirme fuerte, cuando volvió á mi ánimo, esta 
certidumbre, esta seguridad que tengo de vivir y de 
curarme, la idea se ha convertido en una dolorosa 
obsesión. Sí, Renata, tienes razón ! Estaba y . . . estoy 
celosa!... Nunca sospeché de tí, te lo juro, pero te- 
mía por él. Lo veía, lo veía habituarse... acostum- 
brarse demasiado á tu compañía, á tu contacto, á tu 
solicitud, miraba en redor mío y me veía tan substi- 
tuida por tí, que no pude, no tuve fuerzas para do- 
minar mis inquietudes y me dejé arrastrar por el te- 



40 NOSOTROS 

mor y la duda hasta el extremo doloroso en que me 
has sorprendido, de recibir la noticia de tu partida 
sin alientos para decirte : quédate hermana mía ! . . . 

Renata — Adiós, Luisa. Roberto te quiere, te quiere como 
antes. 

Luisa— Tú lo crees, tú estás segura, ¿verdad? de que me 
quiere ! . . . 

Renata — Sí. Estoy segura así como estoy segura de que 
muy pronto sanarás de esa . . . 

Luisa — De esta bronquitis. 

Renata — De esa bronquitis. 

Luisa — Yo lo siento. Ya la tos no me acosa como antes, 
respiro más á gusto y estoy de mejor semblante y 
mas gruesa, ¿ verdad ? ¡ Ah, qué emoción, poder pron- 
to, muy pronto, ocupar mi puesto de madre y de 
esposa, besar á mis hijitos como antes . . . Porque yo 
ya puedo besarlos sin temor, ¿no es cierto?... 

Renata — ¿A los niños?... No. Todavía no sería prudente 
que te entregaras demasiado á ellos. Pero es cues- 
tión de aguardar unos días más á que estés comple- 
tamente restablecida. 

Luisa — Tienes razón. Es preferible. ¿Y á dónde vas, Re- 
nata ? . . . 

Renata — No lo he determinado aún. Pero es muy posible 
que vaya á refugiarme á casa de los viejos tíos pro- 
vincianos. 

Luisa — No les serás muy gravosa porque como tienes tus 
rentas . . . 

Renata— ¿Mis rentas?... Sí... Sí... 

Luisa — Supongo que te pondrás de acuerdo con Roberto . . . 

Renata — Ahora no. Roberto debe ignorar, como compren- 
derás muy bien, las causas de esta determinación. 
Yo me voy ahora mismo. Tú te encargarás de dis- 
culparme, de justificarme ante él. Adiós, Luisa. {Le 
tiende la mano), 

Luisa— No, Renata. Así no. ( La estrecha y la besa con ternura). 
Así!.. Así!.. ¡Gracias, hermana, gracias!... Cuando esté 



I«OS DERECHOS DB LA SALUD 4 1 

curada, cuando todo haya vuelto á su quicio, volve- 
rás, verdad? Te iremos á buscar con Roberto y con 
los nenes... Adiós, hermana. 
Renata — Adiós, I^uisa. (Mutis). 



ESCENA VII 

Luisa, después Roberto 

Luisa — jAh!... Era necesario!... (Se deja caer en el diván 
con laxitud extrema ). Ahora recomencemos á vivir. 

Roberto — ( Entra. Se dirige al escritorio, y comienza á revolver los 
papeles buscando algo que no encuentra ). 

Luisa — ¿ Qué buscas, Roberto ? 

Roberto — Unas pruebas que tengo que corregir. Renata sa- 
brá dónde están. ( Llamando ). ¡ Renata ! (A Luisa, afec^ 
tuoso). Y... ¿estamos mejor? ¿Te has tranquili- 
zado? 

Luisa — Por completo. Me queda un poquito de laxitud. 

Roberto-— Está claro. No se juega impunemente con el tem- 
peramento. Ahora tienes que prometerme que no 
volverás á dejarte arrastrar por esos odiosos nervios. 
¡No sabes cuánto nos has mortificado!... (Llaman- 
do ). ¡ Renata ! . . . Hay que tener más formalidad, se- 
ñora mía!... ¡Renata! 

Luisa— No la llames. Es inútil. 

RoB. — ¿ Por qué ? Ha salido ? Yo estaba en el vestíbulo y no 
la he visto pasar. 

Luisa — Se ha ido. 

RoB. — No puede ser. No acostumbra salir á estas horas. 

Luisa — Se ha marchado para no volver. 

RoB. — ¡ Qué dices, Luisa ! No. No. Es una broma tuya. Eso 
no puede ser cierto. 

Luisa — Se ha marchado para no volver . . . Me encargó que 
la disculpara contigo. 

RoB.^¡Ah! Luisa! Luisa! 

Luisa — A mí también me pareció extraño . . . 



42 NOSOTROS 

RoB. — Luisa. ¡ Tú la has echado ! . . . j Tu la has echado ! . . . 

Luisa— Te aseguro que no. 

RoB.— ( Cada vez más exaltado), \ Tu la has echado ! . . . Dime 
la verdad ! . . . responde ! . . . Tú ... tú has sido . . . Tú, 
Luisa, i Por qué has hecho semejante cosa ? Por qué? 

Luisa — (Severa, reprendiéndolo). Esos modales, Roberto!.. 

RoB. — Has cometido un delito, Luisa ! . . . 

Luisa — ¿ Por qué supones que la haya echado ? . . . 

RoB.— (5;« oiría). Un delito!... Un delito!... Un delito de 
lesa gratitud. 

Luisa — Atiende, Roberto. Mira que es muy extraño que te 
exaltes así... 

RoB. — ( Como antes). Tamaña desconsideración con la pobre 
Renata, tan buena, tan solícita, tan devota, tan fiel . . . 
¡ Oh ! . . . Era deliberada entonces la escena que hi- 
ciste hace un momento ! . . . 

Luisa — (Con firmeza). No. No, Roberto. Renata se ha ido 
por su voluntad. 

RoB. — Pero Luisa, si eso no puede ser ! Renata es una mujer 
razonable y de buen sentido. Si hubiera tenido el 
propósito de abandonamos, lo habría anunciado pre- 
viamente, lo habría justificado de alguna manera. 
Una fuga así, es inconcebible en ella. Veamos, Lui- 
sa. Si es verdad cuanto me dices, si es cierto que se 
ha ido para siempre, su determinación tiene que 
obedecer á un grave, á un gravísimo motivo y ese 
motivo tú no puedes ignorarlo. Acabo de expresar- 
me con alguna intemperancia. No pude disimular 
la impresión de tu noticia, tan inesperada y tan 
desagradable. Habla, Luisa, habla. Dime con fran- 
queza lo que ha ocurrido. Comprenderás que es pre- 
ciso aclarar este misterio para desagraviar cuanto 
antes á la buena hermana. Yo, por mi parte, no creo 
haberla dado un solo motivo de resentimiento . . . 

Luisa — Tampoco yo. Renata hace un instante, cuando tú te 
alejaste, me comunicó, con su frialdad habitual .. . 

RoB.— ¿Su frialdad?... 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 43 

Luisa — Sí, con su frialdad habitual, que había determinado 
irse á vivir con los tíos á provincias. 

RoB. — Entonces estará preparando su equipaje. ¡Oh! Feliz- 
mente estamos en tiempo de contenerla ó de exi- 
girle una explicación de su actitud. Voy á verla! 
(Llamando). \ Renata ! . . . 

I^uiSA — No vayas. Será en vano. Se ha ido ya ! . . . 

RoB.— ¿Así? 

Luisa — Así. 

RoB.— ¿Con lo puesto, sin llevar equipaje, sin decirme adiós, 
sin besar á los niños siquiera ? . . . 

Luisa — Así. Me dijo que quería evitarse la mortificación de 
una despedida. 

RoB. — Ella ? No puedo creerlo. \ No, no y no ! . . . Tampoco 
puedo creer que su hermana, la compañera afectuosa 
de tantos añ^os, la haya dejado ir así, como á una 
criada, sin exijirle una explicación, sin que brotara 
de tu corazón una frase de protesta ó un argumento 
capaz de retenerla, un día, una hora, un minuto, el 
tiempo necesario para que entrara en razón ó para 
que se fuera si es que había de irse con todos los 
honores de su dignidad. No. No te creo. Tú me en- 
gañas. Tú la has ofendido gravemente, tú la has 
arrojado de esta casa. ¡Luisa, Luisa! Tú has come- 
tido un crimen ! 

Luisa — Roberto ! Olvidas que en todo caso habría ejercido un* 
derecho ! . . . 

RoB. — i Ah ! Lo confiesas ! . . . 

Luisa — No confieso nada. Te recuerdo simplemente que soy 
tu esposa. 

ROB. — Magnífica ocasión de ejercer tus derechos de esposa! 
Magnífica ! Tienes que estar muy perturbada y fuera 
de tí, Luisa, para que intentes justificar de esa ma- 
nera tu conducta. ¿ Ignoras lo que ha hecho Renata, 
por tí y por todos nosotros ? . . . 

Luisa — No lo ignoro, ni pretendo desconocerlo. 

ROB. — Ignoras entonces lo que vale el sacrificio de uua vida. 



44 NOSOTROS 

Te quejabas no hace mucho de un despojo. Ella era 
el único despojado entre nosotros. Ella. Le hemos 
arrebatado la juventud ¿ entiendes ? las ilusiones, las 
esperanzas, la frescura, las alegrías de su juventud, 
lozana como una primavera. 

I^uiSA — Roberto, no hables así!... Me haces daño! 

RoB. — I^a hemos marchitado, la hemos envejecido de cuerpo 
y de espíritu, le hemos puesto una toca de monja, 
avezándola prematuramente en la contemplación del 
dolor y la miseria. 

Luisa — Roberto, tú la amas!... 

RoB.— -(^íVi oiría). Todo nos lo ha dado, todo nos lo ha sacri- 
ficado, con un desinterés supremo, con una abnega- 
ción sin límites. ¿Sabes porqué desistió de su en- 
lace? Para ser la madre de nuestros hijos. Sí. Para 
ser la madre de hijos ajenos, renunció á las emocio- 
nes de la propia maternidad. 

Luisa — Roberto, tú la amas! 

RoB. — ( Como antes). Renunció á su independencia, á su reposo, 
al hogar feliz que la aguardaba como una dulce rea- 
lización de sus más acariciados ensueños, para venir 
á compartir la miseria de nuestra vida sin sonrisas. 
Nada le quedaba por entregamos á esa noble criatura, 
ni los bienes materiales. Con su fortuna hemos com- 
prado un poco de oxígeno para tus pulmones. 

XuiSA — Roberto, tú la amas! 

RoB. — ¡ Oh ! Ese tenía que ser el pago de tanto heroísmo. La 
injuria de una odiosa, de una abominable sospecha, 
j Oh ! No ! . . . No ! . . . No ! . . . No será así ! .. . Tú has 
perdido el dominio de tus sentimientos. La fiebre te 
ha hecho cometer el crimen. Tenemos que reparar, 
sí, reparar la horrenda injusticia. ¡Oh! (llamando) 
Renata!... Tenemos que pedirle perdón de rodillas, 
de rodillas ! . . . Renata ! . . . Corro á buscarla! ... {Lo 
hace ). 

Luisa— No, no la llames!... No la llames, Roberto!... Me 
condenas, me matas ! . . . Roberto ! . . . 



I 



LOS DKRKCHOS DE LA SALUD 45 

RoB. — (Desapareciendo, alterado y descompuesto^ Renata!... Re- 
nata!... Renata!... 

Luisa— (i4/ mismo tiempo), Roberto ! . . . Roberto ! . . . Roberto ! . . 
( Cae de rodillas junto á la puerta sollozando — Pausa. Luego 
se incorpora y con gesto de supremo desconsuelo). Todo, 
todo ha conduído ! . . . Todo ! . . . {Se desploma en una 
silla y se entrega á un agitado proceso mental. Se alza 
después de unos instantes con la seguridad de una resolución 
enérgica y corre hacia el escritorio, forcejeando por abrir el 
cajón en que Roberto ha guardado el revolver) \ La com- 
pleta liberación!... 

ESCENA VIU 

MiJITA — ( Que ha visto azorada los últimos movimientos de ¿Misa, 

aproximándosele), \ Hijita I/Uisa ! . . . 
Luisa — ( Con un movimiento brusco de sorpresa ), ¿ Qué quieres, 

aquí, Mijita?... Vete. 
MrjiTA — Pero Luisa!... ¿Qué haces? ¿Qué buscas? 
Luisa — (Dominándose y mintiendo). Yo... Nada. Buscaba unas 

carillas escritas... de Roberto. Está con llave el 

cajón. ¿ Sabes ? ¿ Quieres ir á pedírselas á Roberto ? . . . 

Traémelas ! . . . Sí. Corre á traérmelas. 
MijiTA — ^Voy, Luisa ! . . . (Se aleja lentamente, volviendo la cabeza 

con desconfianza), 
Luisa — (Asi que Mijita le da la espalda reanuda nerviosamente la 

tarea de forzar la cerradura). 



TELÓN 



46 NOSOTROS 



ACTO TERCERO 
La misma decoración del acto II— Una lámpara con abatjour 

ILUMINA DÉBILMENTE LA ESCENA 

ESCENA 1 

Renata — Albertina — Mijita 

¿STA, HUNDIDA EN UN CANAPÉ, DUERME PROFUNDAMENTE 

Renata— Debe ser muy tarde ya!... (Va d mirar el cielo sin 
descorrer las cortinas). Es de noche aún... ( Volviéndose), 
Pero cantan los gallos. ¿ Qué dirán en su casa, Alber- 
tina? 

Alb — ¡Oh! Duermen todos. 

Renata— Ramos es un trasnochador impenitente. 

Alb — El club, Renata. Felizmente, ahora poco cuida de su 
profesión, pero antes, antes ese hábito era un verda- 
dero sacrificio. Acostarse á las cuatro ó las cinco de 
la mañana y tener que levantarse dos ó tres horas 
después para atender su clínica y visitar á los enfer- 
mos. Figúrate ! Vds. estarán mny rendidos ? . . . 

Renata — Yo no siento la menor fatiga y eso que en estos 
dos días, tres casi, habré dormido á lo sumo un par 
de horas de continuo. Roberto ha descansado me- 
nos, pero está horriblemente sobreexcitado. Se sos- 
tiene á fuerza de café que bebe en dosis enormes, y 
de licores... 

Ai3 — Deben procurar que descanse. 

Renata — ; Quien lo convence ! . . . Ahora si las noticias que 
nos dá Ramos son favorables, como lo espero, trata- 
remos de que tome un calmante. 

Ai,B— Ramos le dejó ayer una fórmula de doral. 

Renata— Tendrá que hacérsela beber él mismo. Si él no lo 
convence. . . ( Interrumpiéndose con un estremecimienio )• 
¡Eh?... Qué es eso?... 

Alb — Nada. Mijita que sueña fuerte. 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 47 

Renata— -j Ah ! . , . Yo también estoy con los nervios en ten- 
sión. El menor ruido me produce un sobresalto... 

Alb — No es para menos, hija. ¿ Por qué no mandas á dormir 
á esa pobre vieja? 

RiSNATA— Otro imposible. 

Alb — Es que á este paso se van á enfermar todos ! . . . 

Renata— Vamos á tentarlo. {Se acerca á Mijiia). Vieja! Mi- 
jita!... 

^AijlTA" (Irguühdose con trágico sobresalto) No!... no le hagan 
nada!... Yo la defiendo !.. . Yo!... Yo!... {Desper- 
tando), ¡Ah! Eras tu!... Mira, casi me he dormido. 
Si no me hablas, seguramente me vence el sueño. 

Renata — ¿ Por qué no te acuestas un rato, Mijita ? 

MijiTA — I Para qué, si no podría dormir ! 

Alb— Para que descanse el cuerpo. Tú no estás en edad de 
hacer estas pruebas... 

Mijita — Soy mas fuerte que todos Vds. Voy á ver si es hora 
de darle la medicina á mi hijita Luisa. 

Renata— Aguarda. Está el Doctor. 

Mijita— ¿Es posible? No puede ser. Yo lo hubiera sentido 
entrar. 

Renata— Te digo que está. 

Mijita — Hacen muy mal en dejarme dormir así, entonces. 
Demasiado saben que soy quien la atiende, quien le 
dá los remedios, única persona que puede cuidarla. 
La única que tiene derecho á cuidarla, la única, la 
única, la única. . . {Se va refunfuñando por la derecha ), 

Renata— ¡Ahí la tienes! 

Alb — Un perro. 

Renata — Un perro viejo, lunático. Acabas de oiría. Todo el 
santo día rezonga así. Nadie ama aquí como ella á la 
hijita Luisa; nadie sabe ni quiete cuidarla. Ni quiere 
cuidarla ! El temor de perderla le sugiere las más ex- 
travagantes ocurrencias. Figúrate que en los prime- 
ros momentos hasta pretendía que Roberto no se 
acercara al lecho de Luisa. « Retírese de aquí. Usted 
es un miserable. Vd. es el causante de su muerte ». . . 



48 NOSOTROS 

Alb— Chocheces, manías de vieja. 

Renata— Tiene una teoría muy rara. Cree que la única expre- 
sión posible del dolor es el llanto, y las actitudes trá- 
gicas. 

Ai<B— Ella sin embargo es la resignación misma. 

Renata— i Ah ! Pero ella no es el mando ni la hermana de la 
pobre I^uisa. La adora como la más tierna y cariñosa 
de las madres podría adorar á un hijo. Quizás la muer- 
te de I/uisa la lleve á la tumba, pero pretende que los 
vínculos de sangpre tienen que determinar un afecto 
más hondo, más intenso que el suyo « el de una 
pobre sirvienta » —son sus palabras— y su pobreza de 
espíritu no concibe la serena resignación con que 
tanto Roberto como yo, aguardamos el desenlace pre- 
visto é inevitable del drama de esa vida amada. A 
eso obedecen sus recriminaciones. . . 

Alb— El desenlace inevitable!... Ramos, desde que empezó 
á asistirla me dijo que sólo un milagro podría sal- 
varla. 

Renata— Recuerdas cuánto se ilusionó con la noticia del 
descubrimiento de Behring!... 

Alb— Pobre Luisa! Pobre amiga !.. . Lo que habrá padecido 
al ver desvanecidas sus últimas ilusiones. 

Renata— Se aferró en seguida, á la esperanza de un error de 
diagnóstico. 

Alb— Pero ahora está convencida de su fin próximo. 

Renata— Parece desear la muerte como una liberación. 

Alb— Qué tristeza!... Qué dolor!... Yo sería incapaz de re- 
signarme á morir. 

Renata— Yo lo preferiría. Sólo deben vivir los sanos. 

ESCENA II 

Dichos — Roberto — Ramos 

Aw— (^ Ramas). ¿Y?... ¿ Cómo la hallas? 
Ramos— Mucho mejor. Reacciona enérgicamente. 
Roberto— Vayan á su lado. Quiere verlas. 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 49 

Alb~Tú me aguardas ¿ verdad ? . . . Supongo que me llevarás 
á casa, digo, si mi presencia no es necesaria mayor 
tiempo. . . 

Roberto— Gracias Albertina. Vd. debe descansar. 

Alb— Y Vd. nó?.. Ramos, tienes que imponerle im poco de 
reposo á este otro enfermo. ( Mutis con Renata ). 



ESCENA III 

Roberto— Ramos 

Roberto —Siéntate. 

'B.AMOS— (Encendiendo un habano). Mi gorro de dormir. 

Roberto— ¿Tienes otro? 

Ramos— Pardon. No te ofrecí porque creo que no te convie- 
nen mas excitantes. Es necesario que duermas, que 
des un poco de alivio a esos nervios que deben estar 
como cuerdas de violín. (Le da un cigarro), ¿Tomaste 
el chocolate? 

RoBi^íiTO— (Encendiendo), ¿Para qué?... Quieres una copa de 
coñac ? 

Ramos— Paso, como dicen los jugadores de pocker. 

Roberto— (& sirve de una botella que está sobre el escritorio y 
bebe la copa de un sorbo ). No le he preguntado á Al- 
bertina por los niños. 

Ramos— Durmiendo á pierna suelta deben estar, con los 
nuestros. 

Roberto— ¿No han extrañado? 

Ramos— Muy poco. I^es dura aún la novelería del cambio 
de vida. Preguntan por Renata con alguna frecuen- 
cia, ¿ Luisa no ha insistido en verlos ? 

Roberto— Al contrario. Renata le ofreció esta noche llevár- 
selos y se negó á recibirlos con singular energía. 

Ramos— A medida que la fiebre cede va recobrando el do- 
minio de las cosas con una serenidad extraordinaria. 



50 NOSOTROS 



ESCENA IV 

Dichos —Renata 

Rbn ATA— {Desde la puerta). Doctor pide que la transportemos 
al sillón. ¿Vd. cree que sería conveniente? 

Ramos— Pueden hacerlo. Talvez esté más cómoda así... 

Roberto— ¿ Necesitan ayuda ? 

Renata— Parece que no. Se ha incorporado con mucha ener- 
gía. En todo caso avisaremos. {Mutis). 

ESCENA V 

Roberto — Ramos 

Roberto — {Se sirve una nueva copa de coñac). 

Ramos— ¿ Más coñac ? ¡ No, hombre, no ! No es razonable. 

Roberto— Quisiera aturdirme un poco. 

Ramos— ¿ También piensas tú que el alcohol aturde? Duer-^ 
me. Lo necesitas. Podría darte una inyección de mor- 
fina. 

Roberto — Déjame así. Dime ¿ctiánto crees que pueda du- 
rar aún? 

Ramos —¿ Luisa ? . . . Es imposible precisar con certeza el des- 
enlace. Si esta reacción continúa podrá tirar algu- 
nos meses. 

Roberto— ¿No temes alguna complicación? 

Ramos— Tenemos que esperarlo todo. 

Roberto — ¿ Todo, verdad ? La muerte también. 

Ramos — Ya te lo he dicho. ¿ Es que ese ánimo empieza á de- 
caer ? ¿Te espanta la inminencia del golpe final ? 

Roberto— No me espanta. Lo deseo, ¿sabes? {Acentuando).. 
Lo deseo. 

Ramos— ( Estupe/acto ). ¡ Hombre ! . . . 

Roberto — Te parece una atrocidad. Pues es así, es así. Lo- 
deseo. 

Ramos— Me explicaría ese sentimiento ante la perpectiva de 
una larga y dolorosa agonía. Pero en este caso no- 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 5 1 

existe semejante temor. Luisa se consumirá en una 
progresiva languidez, apacible y esperanzada. 

Roberto - ¿Y si así no fuera? 

Ramos— Te aseguro que asi será. 

Roberto — ¿Y si estuviera condenada al tormento de una 
agonía moral más cruel que todos sus dolores fí- 
sicos? 

Ramos— No te entiendo. 

Roberto— (Z)^^»Ár de cerciorarse de que nadie viene). Yo le 
arranqué el revólver de las manos. ¿Comprendes, 
ahora? 

Ramos — Entendámonos, Roberto. Estás tan febriciente que 
no sabes lo que dices ó me vienes con una confi- 
dencia literaria. 

Roberto — No hago literatura. Luisa estuvo á punto de 
pegarse un tiro. La sorprendí en el momento en 
que violentaba la cerradura del escritorio y se apo- 
deraba de mi revólver para matarse. Yo nada te 
había contado por falta de oportunidad ó mejor di- 
cho, porque creí poder mantener en secreto este dra- 
ma de mi hogar y de mi vida. Pero ese secreto se 
ha convertido en una obsesión espantosa, inaguan- 
table, y antes que el delirio ó el alcohol me lo ha- 
gan decir á gritos quiero que tú me alivies de su 
peso. 

Ramos — Vamos. Serénate y habla. 

Roberto — Yo puse el arma en manos de Luisa. ¡Yo! . . . 

Ramos— Ah! No! . . . 

Roberto — Yo, yo, yo! . . . 

Ramos — No, no. En este tono no andaremos bien. Expon 
los hechos tranquilamente que ya le llegará su tur- 
no á la distribución de responsabilidades. No te 
castigues aún. 

HOB^Rro— (Serenándose), Sí, Tienes razón, (pausa). Tu co» 
noces muy de cerca mi vida. Sabes que ha trans- 
currido sencillamente, sin lucha, sin conflictos ni 
complicaciones de ningún género. Mi matrimonio 



52 NOSOTROS 

no fué otra cosa que un episodio amable en la se- 
renidad de mi existencia. Encontré á Luisa en mi 
camino, fresca,"sana, hermosa, sutilmente espiritual y 
comprensiva. La amé, me amó y formamos un ho- 
gar modelo de apacible convivencia. Ni una nube, 
ni el menor barrunto de perturbación. Sanos de 
cuerpo y espíritu, ni ella ni yo podíamos aspirar i 
más. Pero sobreviene la enfermedad de esta cria- 
tura. jEh! . . No es nada. Un contratiempo, un 
factor negativo de antemano descontado en el fácil 
problema de nuestra dicha. ¿Qué se agrava? Un 
poco de inquietud, un poco de piedad y un crescendo 
de afecto y de ternura por la amada sufriente. ¿Qué 
se agrava más aún? ¿Qué se llega á temer por su 
existencia? Ese temor no me alcanzó; no llegó á 
conmover mi seguridad, mi optimismo, mi fé, la fé 
de mi salud en la resistencia de ese organismo ple- 
tórico de sanas energías. ¿Lo recuerdas? jOh! . . . 
Pero luego vino la condena, la espantosa revelación 
de la impotencia humana contra los elementos ine- 
xorables, y ante ese fallo inapelable todo cuanto 
en mí vibraba se desmoronó. De esa fé mía que era 
un roble, fueron una á una cayendo las hojas, los 
brotes, desgajándose los retoños, y la fronda de mis 
esperanzas quedó convertida en mísero montón de 
cosas inertes, de hojas secas, de ramas sin savia en 
redor del viejo tronco inconmovible. ¡Oh! . . . Tú 
sabes cuanto he sufrido! . . . ¡Qué injusticia! Qué 
injusticia! ¡Qué injuria, el aniquilamiento de esa 
vida grávida de la eterna potencia! . . ¡Qué dolor! . . 
Sin embargo, yo estaba sano ¿me entiendes? sano, 
incontaminado. Subsistía el viejo tronco arraigado 
en el mismo corazón de la tierra y sus venas co- 
menzaron á hincharse, á hincharse y la desolación 
de aquella derrota á animarse con la alegría de las 
verdes reventazones. ¡Oh! La salud! La salud! Ma- 
dre egoísta del instinto creador, nos traza la ruta 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 53 

luminosa é inmutable y por ella va la caravana de 
peregrinos de lo eterno y va, y va y marcha y mar- 
cha y marcha sin detenerse un instante, sin volver 
los ojos una sola vez, sordos los oídos al clamor 
angustioso de los retardados y los exhaustos que va 
dejando en el camino, que nunca se vuelve á reco- 
rrer. ... Sí. Yo estaba sano. Me conformé. Me 
resigné! I^os inconsolables caen bajo el dominio de 
la patología. Luisa incapacitada para las glorías de 
la maternidad, se convirtió para mí en un objeto 
de ternura, de infinita ternura. Era todo cuanto po- 
día darle. Ella se conformó. Advirtió la mudanza, 
y reclamó sus derechos á la vida integral, sospechó 
la verdad de su estado y se la ocultamos para no 
atormentar más su larga agonía. Cuando hubimos 
de decírsela, no quiso creerla y desde entonces á 
medida que aumentaba su confianza en el porvenir, 
sus protestas se acentuaban por el despojo que pre- 
sintiera en los primeros momentos y que no podía 
pasar inadvertido á su espíritu de análisis sutili- 
zado y exacerbado por el mismo mal que la consu- 
mía. Un día no pudo más. Estalló. Arrojó á Re- 
nata de ésta casa ó consintió que se alejara en con- 
diciones que significaban lo mismo. Yo no tuve 
bastante dominio sobre mis impresiones para disi- 
mularlas ó desnaturalizarlas y explotaron, estallaron 
con una videncia insospechada por mí mismo y 
corrí en busca de Renata, loco, ciego, sin comprender 
que dejaba en el espíritu de la infortunada compa- 
ñera la desolación de una evidencia brutal, sin com- 
prender que dejaba en sus manos el revólver con 
que había de sorprenderla un instante después, á 
punto de matarse. 

IlAMOS— ¡Oh! Luego tú. . . . 

RoBSRTO — Amo á Renata. Sí, amo á Renata, con todas las 
fuerzas del alma y del instinto y con todos los de- 
rechos de mi salud. No puedo negarlo y no me 



54 NOSOTROS 

avergüenzo de esta pasión que no es una impruden- 
cia ni un crimen. 

Ramos— ¿Y Renata? . . . 

RoBER'TO — Ella nada sabe de esta tragedia. Volvió á esta 
casa cuando Luisa se puso tan mal, para asistirla 
con la devoción de siempre. 

Ramos ¿Ignora por completo tus sentimientos? 

Roberto — Nada le he dicho. Nada le he dado á compren- 
der, pero tengo la certidumbre de haberla atraído á 
mis destinos, con el imán de mis energías expan- 
sivas. Nada me acusaría pues, nada nos acusaría. 
Habríamos aguardado sin la menor impaciencia, te 
lo juro, aunque durara años la desaparición de Lui- 
sa, para emprender nuestra marcha. Luego aquí 
no hay más que un crimen, el horrendo crimen de 
haber amargado, envenenado los últimos días de la 
querida enferma, dejándole comprender la verdad de 
su despojo. Yo, yo, yo S03'' el único criminal. ¿Có- 
mo evitar, cómo reparar los efectos del daño, cómo 
llevar un poco de paz á ese espíritu torturado por 
la desesperanza? Ahí tienes la explicación de mi 
problema. Resuélvelo sí eres capaz. 

Ramos — ¿La revelación fué tan decisiva? 

RoBKRTo — Talvez no; pero su convencimiento es inquebran- 
table. Ya lo ves. Iba á matarse. 

Ramos — Es muy posible que exajeres un poco y que eso 
que crees un convencimiento no sea otra cosa que 
una impresión transitoria. Por otra parte no hay 
nada más accesible al consuelo que un espíritu que 
empieza á sentirse corroído por la desesperanza. 
Cálmate pues. Tienes buen deseo y tienes ingenio. 
Prodígale tu solicitud y tu ternura y verás como 
pronto recobra su calma la pobre Luisa, 

RoBKRTO — ¿Y sí así no fuera? . . . 

Ramos — Será así. Lo que hemos conversado me permite 
decirte sin ambages esta crueldad, deja que obre 
el mal, deja que obre el mal. El alma más tem- 



LOS DBRBCHOS DE I^ SALUD 55 

piada se quebranta, las energías morales se relajan 
al par que las energías del organismo y acabamos 
por llegar á un estado que únicamente nos deja ver 
las cosas á través del cristal verde de la esperanza 
ó del cristal sonrosado de la ilusión. Si estás en 
paz contigo mismo no te atormentes más. 

KoBBRTo — ^¿Es un reproche? ( Clarea un poco ). 

Ramos — No, Roberto. Te he comprendido bien. Eres un 
fuerte. Pero toma un poco de doral. Lo tienes por 
ahí. (Buscando sobre el escritorio). Debe ser éste. Bebe 
un par de tragos. {Roberto toma el doral). Así. 

Roberto— Y ahora dime, dime con franqueza ¿qué piensas 
de mí? 

Ramos — Hombre! .... Pienso, que eres un ingenuo. 

ESCENA VI 

Dichos —Albertina — Renata 

Albertina - Roberto, le traigo las mejores impresiones. Noti- 
cias de último momento. Luisa, duerme como una 
santa. Ha charlado con nosotras como en sus me- 
jores días. Es un organismo prodigioso el suyo. 
¿Verdad, Ramos? Un par de días más y la veremos 
por esos jardines vendiendo salud. Por lo pronto 
esta noche, ó mejor dicho, esta mañana no necesita 
de sus cuidados y podía Vd. descansar. Ella misma 
nos pidió que lo obligáramos á acostarse. 

Roberto— ¡Oh! Muchas gracias, Albertina. 

Ramos — Ya he conseguido que tome doral. 

Albertina — ^Y tú también Renata debes irte á descansar.... 
¿Quieres algo para tus nenes? 

Renata — Un beso. Luego iré á verlos. 

Albertina— ¿Nos vamos? 

Ramos — Aguardo tus órdenes. 

Albertina — Adiós, Roberto. Mucho ánimo. Hasta luego 
Renata. {Ramos se despide y ambos se van. De una igle^ 
sia le/ana llaman á misa). 



56 NOSOTROS 

ESCENA Vil 

Roberto — Renata 

Roberto — {Se extiende perezosamente sobre el diván, cada vez más 
dominado por la fatiga. El calmante va amodorrándolo 
poco á poco), 

Renata — (Después de acompañar á Albertina y á Ramos, se vuelve 
al escritorio disponiéndose á trabajar. La fatiga la invade 
también visiblemente), 

Roberto — (Adivinando la presencia de Renata) Renata, ¿qué ha- 
ce VA? 

Renata — Pongo en orden estas pruebas para corregirlas. 

Roberto — ¿De modo que no quiere descansar? 

Renata — Estoy desvelada y aprovecho el tiempo. Pausa lar- 
ga. Roberto se revuelve sin encontrar una postura cómoda). 

Roberto — Renata. ¿Sabe Vd. que los niños la extrañan 
mucho? 

Renata— No tanto. Dice Albertina que revolotean alegre- 
mente. (Pausa más larga). 

Roberto — Renata. Acerqúese Vd., venga un momento. 

Renata — Con mucho placer. 

Roberto— Siéntese á mi lado. Así. (Después de un momento con 
voz y ademanes languidecientes). El doctor Ramos aca- 
ba de llamarme ingenuo por mi íé en las fuerzas con- 
servadoras del instinto. ¿Qué piensa usted? 

Renata — Que tiene usted razón. 

Roberto — ¿Y porqué piensa así? 

Renata — Porque también creo. 

Roberto — ¿Vd. no teme que ese optimismo pueda ser cri- 
minal? 

Renata— No le entiendo. 

Roberto — ¿No ha llegado á pensar que pueda ser un pre- 
texto para disculpar bajos, sucios, innobles apeti- 
tos?.... 

Renata — Cabe en lo posible, tanto que es lo más frecuente 



I.OS DERECHOS DE LA SALUD 57 

ver desnaturalizada la misión inequívoca de los sen- 
tidos. Por eso seguramente el Doctor Ramos le lla- 
maba á Vd. ingenuo. 

Roberto — ¿Luego Vd. cree que nada tenemos que reprochamos? 

Renata — (Inquieta). ¿Quienes? . . . • 

Roberto — Nosotros. Vd. y yo 

Renata — Roberto ¿porqué habla así? 

Roberto— ¿Piensa que nada tenemos que reprochamos? 

Renata — No. No prosiga Vd. No le entiendo. No quisie- 
ra entenderlo. 

Roberto — Nuestros destinos están ligados ya. Venga, ven- 
ga. Hablemos serenamente del porvenir. 

Renata— No, calle Vd., calle Vd. Una palabra más y comen- 
zaremos á ser criminales, horriblemente criminales. 
¡Oh, porqué todo ha de ser así! .... 

Roberto — Renata. Yo la he amado... 

Renata— Basta, Roberto. Hemos concluido. Acaba Vd. de 
romper el encanto . . . 

Roberto — Venga, Renata, venga. ¿Porqué mentir! 

Renata — ¿Porqué? ¡Oh! Mire Vd. un momento hacia alli!.... 
{Señalando la habitación de Luisa), 

Roberto— No se mira hacia atrás. El lamento de los exhaus- 
tos no llega á la caravana ascendente de peregrinos 
de lo eterno. No llega, no llega, no llega . . . 

Renata— Se acabó, Roberto. 

Roberto — No llega.... No llega.... No llega — (Se 
duerme) 

Renata — (Se vuelve y al verlo dormido), ¡Oh! Era la fatiga.... 

El delirio lo hizo hablar (Lo contempla un momento), 

¡Oh! Pobre compañero .... Noble amigo! .... (Domina- 
da, vencida por la ternura, languideciendo con sensualismo 
enfermizo, se deja caer en la silla, besa levemente á Roberto 
en la frente, reclina la cabeza y queda adormecida). 



58 NOSOTROS 

ESCENA Vni 

Dichos — Luisa 

(Aparece la figura expectral de Luisa, Avanza hacia la ventana; 
descorre las cortinas y los cristales. La luz de un amanecer 
esplendente de primavera inunda la escena y llegan amplia- 
mente los rumores del despertar de la naturaleza, Luisa con^ 
templa el espectáculo, respira á bocanadas y luego se vuelve 
hacia el sitio donde Roberto y Renata reposan, gobernando 
sus' pasos con visible esfuerzo, Al llegar á ellos no puede más 
y cae desvanecida). 

Renata — (Se estremece por la impresión del airecillo matutino^ 

se incorpora y ve á Luisa), Luisa! .... Luisa! jOh! 

Perdón! .... Perdón, hermana mía! .... Perdón! . . . 
{La alza y la deposita en un sillón arrodillándose á su ladd). 
Perdón! Perdón!.... (La sofocan los sollozos), 

Roberto — (Despertándose amodorrado), Luisa .... Renata! .... 
¡Oh! Esto es un sueño! Una pesadilla horrible!.... 
(Corre hacia ellos), ¿Qué es eso Luisa, esposa mía? 

Renata — El crimen, Roberto. El crimen!.,.. 

Roberto — (Balbucea algujias palabras incomprensibles), 

Luisa — (Dulcemente), Hijos mios .... Estoy cansada (Pausa)- 
¡Qué hermoso amanecer!... (Pausa), Renata. Tengo 
sueño. Ponme una almohada. (Renata coloca un al- 
mohadón á sus espaldas). Así! . . . Así! .... ("Se adormece- 
Una pausa, Roberto se alza con un gesto de suprema inquie- 
tud, le toma el pulso ^ palpa sus sienes). 

Renata —¿Muerta? 

Roberto — No. Duerme! 



Telón. 



BRAVO SÁNCHEZ! 



He referido más de una vez los argumentos de « El pa- 
sado » y « I<os derechos de la salud », con el deseo de 
transmitir la profunda emoción que en su hora me produ- 
jeron esas dos producciones — las últimas — de Florencio 
Sánchez. 

No sé si habré logrado el noble intento; no sé si habré 
sido creído, — aunque presumo que en algún espíritu selecto, 
— el de Belisario Arana, por ejemplo, — hablaba con él esta 
mañana, — ha quedado cierta curiosa inquietud respecto del 
joven autor. 

Algo se conquista, á fuerza de sinceridad y de entusiasmo, 
por medio de esa propaganda ingenua de la conversación, 
en la que también se corre el riesgo de fracasar ante el gesto 
de los desdeñosos ó la mueca de los incrédulos, cuando el 
propagandista no ha hecho un libro, ni adquirido un título, 
ni alcanzado un éxito,— siquiera mediocre, — por esfuerzo 
continuado ó expontánea manifestación. 

Muy feliz me consideraría si al volver á la escena aque- 
llas obras de Sánchez, descubriese yo en la sala algunos 
espectadores que se hallasen allí por cuenta de mis referen- 
cias y de mis crónicas verbales. 

IfSí última noche de « I<os derechos de la salud », mientras 
el telón subía y bajaba entre las aclamaciones del público, 
yo buscaba ansiosamente á nuestros hombres de letras, á 
nuestros aficionados, á nuestros críticos, y me preguntaba, al 
no verlos, con qué derecho se pretenden tales, cuando no 



6o NOSOTROS 

son capaces de ir á rendirse frente á un triunfo indiscutible 
del talento, frente á la primera prueba real de gran teatro 
verdadero, concebido y ejecutado amplia y definitivamente 
por una inteligencia bien nuestra. 

¿ Es que no hay solidaridad intelectual, ó es que cuesta 
mucho admirar y aplaudir todavía en Buenos Aires? Lo 
primero podría ser consecuencia de lo segundo; pero tam- 
bién podría ser explicación y causa. 

Era muy común considerar á Sánchez como un feliz autor 
de primeros actos ; pero « El Pasado » y « Los derechos de 
la salud », son obras perfectas en su plan y en su desarrollo, 
notándose que el mismo soplo inspirador mueve la primera 
y la última escena y produce el desarrollo principal de las 
piezas. Era igualmente muy común la idea de que Sánchez 
se desprendería con dificultad de su teatro primero, del am- 
biente asfixiante y del medio bajo ó torpe de sus produccio- 
nes anteriores ; pero en éstas ha levantado todo por igual — 
nivel y lenguaje — sin incurrir en una sola vulgaridad, en 
una sola disonancia, en una sola falta de gusto. 

Todo esto no se obtiene sino por el único medio legítimo 
de triunfar : el talento ; todo esto no se alcanza sino por el 
único procedimiento capaz de llevar á la victoria: el tra- 
bajo. 

¡Bravo Sánchez! 

Juan Cancio. 



CHARLAS DS UN MONTEVIDEANO 



Hossanah! .... Hossanah! .... La obra robusta y hermosa, 
que desde hace tanto tiempo prometía el talento de Florencio 
Sánchez, ha venido por fin. La dramaturgia nacional cuenta, 
desde anoche, con una producción digna del más alto encomio, 
y que puede afrontar, serena y tranquila, el juicio de los pú- 
blicos más severos .... No hablo así sugestionado por el tro- 
nar de los aplausos inacabables, ni por el estrépito de las acla- 
maciones entusiastas, ni por el número extraordinario de las 
llamadas á escena. Otros dramas de Sánchez octuvieron qui- 
zás el mismo favor, pero ninguno, hasta ahora, me había causa- 
do una impresión personal tan intensa y profunda . . • . En 
todos encontraba algo que reprochar la índole crítica de mis 
aficiones teatrales, y sin desconocer en el joven y valiente 
autor, excepcionales condiciones para la escena, al constatar la 
seguridad de su instinto en materia de efectos y de recursos, 
muchas veces tuve que limitar el elogio, deplorando la eviden- 
te falsedad ó la exagerada audacia de ciertas «tesis», por él 
sostenidas, con un inmenso talento digno de ponerse al servicio 
de ideas menos pueriles .. No conozco «Nuestros hijos»; 
pero en todas las obras anteriores, notaba fallas, lagunas, pun- 
tos débiles, y, sobre todo, advertía un evidente artificio en la 
manera de solucionar los problemas sociales ó psicológicos, 
abordados, siempre, eso sí, con una laudable valentía ... El 
pensamiento de la obra era franco y honrado, pero los procedi- 
mientos escénicos, por medio de los cuales se desarrollaba 
ante el público, carecían muchas veces de esa honesta sinceri- 



62 NOSOTROS 

dad.... Sánchez se mostraba, desde los comienzos, demasiado 
hábil, dueño en demasía de todas las «fícelles», más ó menos 
autorizadas, del arte en que tanto renombre ha de conseguir. 
Pero la obra estrenada anoche, tiene el mérito de ser fuerte y 
sana por la dolorosa verdad de su tesis, y maravillosamente 
bella, desde el principio hasta el fin, por la perfección de su 
forma. Es, en mi humilde opinión, la obra de un maestro, y 
no sé quién en la hora presente, y hállese donde se halle, es 
capaz de escribir nada mejor. Bernstein y Hervieu han obte- 
nido la celebridad con dramas que no superan, bajo ningún 
concepto, al que anoche aclamó un público delirante. Idea 
fundamental novedosa, clara y exacta; argumento sobrio y lleno 
de interés; originalidad en las situaciones; riqueza de obser- 
vación psicológica; caracteres lógicos y bien trazados; acción 
rápida y segura; diálogo admirable por la naturalidad, el co- 
lorido, y la elocuencia todo eso hay en «Los derechos de 

la Salud». Producción modernísima por su tendencia doctri- 
naria, casi clásica, resulta por la sencillez de sus recursos y la 
sobriedad de su belleza. Está impregnada de ese optimismo 
despiadado y cruel que Nietzsche ha inculcado en las almas con- 
temporáneas, y que da razón hasta á las mismas perversidades 
de la vida. El médico dice á Roberto, en el último acto, una 
frase profunda: «Deja que obre el mal!» De ese mal han de 
surgir los bienes del futuro, gracias á la renovación fatal, cons- 
tante y consoladora, que se produce en las razas, en los suce- 
sos, en la naturaleza entera La misma muerte engendra. 

Es una transmutación. El cadáver se deshace: mañana será 
gusano, después mariposa, más tarde flor, quizás. Del mismo 
modo los afectos que se mueren se transforman también: á 
amores viejos suceden nuevos amores, y ninguno de los pre- 
ciosos jugos de la vida, se pierde ó se volatiliza para siempre 

en los alambiques del alma . . . «Dolor, no eres eterno! 

Oh, mal! No duras siempre!» clamaba el creyente cantor de la 
duda, y Sánchez, con menos ampulosidad y más precisión, 
afirma que «los inconsolables caen bajo el dominio de la pa- 
tología» Sí: son enfermos, y tristes enfermos por cierto, 

los que se niegan á aceptar las compensaciones que la vida. 



CHARLAS DB UN MONTEVIDEANO 63. 

siempre generosa, ofrece á todos los dolores y á todas las 
miserias No hay herida, por profunda que sea y por enco- 

nada que esté, que no pueda y no «deba», curarse .... I^a fe- 
licidad no es un privilegio: es una «obligación» páralos que 
alcanzan á comprender el significado superior de la existencia, 
desde que, por desgracia, y en la generalidad de los casos hay 
que comenzar por ser feliz para llegar á ser bueno .... En 
su eterna peregrinación á través del Tiempo, la caravana hu- 
mana va dejando el tendal de rezagados: son los débiles, los 
enclenques, los ineptos. I<os fuertes, los robustos, los aptos 
siguen su camino, sin volver hacia atrás los ojos, sin atender 
á las súplicas de los que sucumben.... Dura es la ley, pero 
esa es la ley. Y tal la denuncia Sánchez en un drama familiar, 
cuyos incidentes vulgares en apariencia abren grandes venta- 
nales sobre los campos de la nueva moral. Hay un diálogo, 
en el tercer acto, entre Roberto y el Dr. Ramos, cuya intensi- 
dad sólo sabría explicar, valiéndome de una frase de mi ami- 
go Valencia, el célebre poeta colombiano: — «Es formidable 
como un choque de acorazados». Alto es el pensamiento y 
bella la expresión: ¿qué más se puede pedir? En el primer 
acto hay también una admirable escena en que se expone el 
carácter de la protagonista, y en el segundo está la escena 
capital de la obra,— la escena en que Luisa se convence de 
que Roberto ama á Renata — que me atrevo á colocar entre 
las más patéticas é inspiradas que hayan brotado jamás de 
pluma contemporánea. Para ser justo, debo confesar que la 
comedia fué anoche interpretada con tanto cariño como acier- 
to; que la señorita Gámez se ha revelado una actriz dramáti- 
ca de primer orden, eficacísima siempre, inspirada en los mo- 
mentos culminantes; que la señora Sala ha dado mucho 
colorido y realce al papel de Renata, y que Tallaví se ha 
mostrado el gran artista, sobrio, sincero y de buena fe que 
exigía esta comedia de un corte tan nuevo y de una tenden- 
cia tan avanzada. Tallaví, que es moderno hasta la médula,, 
que ama en el teatro todo lo que es fuerza, verdad y hon- 
radez, debe haberse sentido como el pez en el agua dentro 
de esta feliz creación escénica que dará renombre á Floren- 



04 NOSOTROS 

cío Sánchez, y que dentro de pocos meses veremos represen- 
tar, de seguro, en las principales escenas europeas .... Ah! 
¡Si fuera posible enviar á Sánchez, al viejo mundo, pensionán- 
dolo para que allí trabajara tranquilo durante tres ó cuatro 
años! ... El país podría hacer ese pequeño sacrificio, para 
proporcionarse el lujo de contar, dentro de poco, con un 
hijo universalmente célebre! .... 

Samuel Blixbn. 



NOTA— Atendiendo á la importancia de este articulo, aparecido 
en El Día de Montevideo á raíz del estreno de Los derechos de 
la Salad, y á la alta reputación de que en la materia goza el emi- 
nente crítico que lo firma, la revista ha creído conveniente repro- 
ducirlo, ya que de él no son conocidos sino unos párrafos que publi- 
cara La Nación, Samuel Blixen hubiera deseado también contribuir 
á este homenaje con alguna página inédita, pero graves ocupacio- 
nes de última hora le impidieron realizar sus deseos.~N. db l\ D. 



EN LA FRONTERA 



Yo conocía apenas de vista á Florencio Sánchez; me era 
simpático su aspecto de niño grande, con el pelo á ala de cuer- 
vo caído sobre la frente y el rostro lampiño, tipo medio de 
bohemio y medio de anarquista; sabía que ya había dado 
muestras de su tendencia á escribir para el teatro— Canilli- 
la. Los Curdas, y no recuerdo que más, — cuando en la Co- 
media, representado por la compañía de Gerónimo Podestá, 
obtuvo Mhijo el dotor un suceso grande, espontáneo, que fué 
una revelación. Fui á escuchar la vigésima ó trigésima re- 
presentación, acompañado de Antoine, que se hallaba enton- 
ces con su compañía francesa en nuestro Odcón, y del em- 
presario señor Faustino da Rosa, y los tres á una sentencia- 
mos : quien ha escrito esta comedia tiene nervio de verdadero 
autor dramático. Y Antoine además añadió: es un trabajo 
que parece escrito para mi teatro, con una sinceridad de in- 
tenciones y una simplicidad de medios admirables; casi 
siento ganas de representar su traducción en París. ¿ Qué 
juez más competente podía encontrar Sánchez ? 

En efecto creo que Antoine pidió realmente la obra al 
autor: llevóse consigo una copia, pero luego — como todos 
los actores — vuelto á atravesar el Océano, se olvidó de 
ella. 

Había pasado algún mes desde aquella noche, cuando una 
tarde vinieron á visitarme en mi cuarto de trabajo en La 
Patria degli Italiani el actor Antonio Bolognesi y Ema Piro- 
vano, que habían resuelto formar una compañía dramática 



66 NOSOTROS 

italiana para iniciar aquella toumée que los ha conducido^ 
después de innumerables aventuras, en las menos exploradas 
regiones del Brasil. 

Nosotros queremos incluir en nuestro repertorio, me dijo 
con su inefable sonrisa algo maliciosa la Pirovano, alguna 
obra de un autor local ; pero para ello necesitamos la ayuda 
y el consejo del amigo Napoli-Vita. 

— Pongan Vds. en escena Mhijo el dotor — dije yo. 

— I Pero nos hace Vd. la traducción ? . . . 

...De este modo resolvimos ver á Sánchez, y bebiendo 
juntos unos cuantos chops, arreglamos el asunto. Un mes 
después en el Teatro Argén tino, donde Bolognesi y la Piro- 
vano habían establecido sus reales, Mhijo d dotor represen- 
tado en italiano, y bien, obtenía otro éxito más, franco y 
significativo. 

Desde aquella época, en la que tuve frecuentes ocasiones 
de hablar con Sánchez de cosas de arte y de teatro, yo se- 
guí su evolución como autor con interés y cariño, conven- 
ciéndome siempre más — robustecido también mi parecer por 
Ermete Zacconi, Ermete Novelli y Ferruccio Garavaglia, á. 
quienes había hecho leer Mió figlio il dottore — que algún día 
él lograría hacerse apreciar en el vasto campo del teatro» 
universal. 

También los escritores más libres y personales son á me- 
nudo los resultados de influencias contradictorias de escrito- 
res que los han precedido. En la obra de Florencio Sánchez, 
la influencia extraña se fué desarrollando después de la ve- 
nida de Zacconi á Buenos Aires, y no sólo el repertorio- 
mejor del sumo actor italiano, sino también su modo de 
sentir, de vivir, de dar el personaje dejaron una huella salu- 
dable en el espíritu del joven escritor. Atestiguan especial- 
mente esta convicción mía los protagonistas de Barranca 
abajo y Los muertos, que marcaron pasos decisivos, firmes, se- 
guros, de Sánchez, en la ascensión á aquella frontera más 
allá de la cual se encuentra el Arte' con el lauro que consa- 
gra en la mano, sino la celebridad, la universal notoriedad^ 

Otras influencias menores, de ambiente y de estudios — el. 



EN LA FRONTERA 67 

teatro de Roberto Braceo llevó la más reciente contribución 
— se unieron á aquella á que me he referido para formar la 
figura literaria de Sánchez. Y vimos sus reflejos aun en 
obras escritas apresuradamente para satisfacer con frecuencia 
apurados pedidos de las multiplicadas compañías nacionales, 
tomando el escritor el aspecto del educador, del propagan- 
dista humanitario, trabajando talvez sin advertirlo sobre una 
trama sentimental, siempre con la aguja cáustica de una sátira 
no alegre, despertadora de una pensativa melancolía. En el 
fondo Sánchez es un pesimista singularmente dotado de una 
segura visión objetiva, destinado á realizar en América — y 
el campo del teatro es el verdaderamente apropiado — una 
saludable obra de sátira contemporánea. 

Desde el principio, de las personas que quería reflejar, el 
escritor uruguayo conocía los defectos y los vicios como las 
cualidades del corazón, habiendo compartido con ellas la 
casuística de sus sentimientos, no ignorando sus sofismas, 
no temiendo descubrir el secreto de las caretas con que cu- 
bren sus rostros. Quien haya recientemente asistido á alguna 
representación de la dramática comedia Nuestros hijos, me 
dará la razón. 

Sánchez con sus obras no perfora pacientemente los pies 
de las estatuas de la ignorancia, de la pereza, del prejuicio, 
para hacerlas caer poco á poco, pedazo á pedazo: con un 
valor que no se adivinaría en su físico dulce, él empuña 
como un antiguo guerrero en su armadura su férrea maza y 
trata de demoler esas estatuas de un solo golpe. 

Con sus últimas obras Sánchez dejando de refiejar el am- 
biente campesino, demasiado local, que daba á su teatro un 
carácter del todo semejante al de las obras dialectales del 
viejo mundo latino, ha levantado la expresión de los tipos 
y de las costumbres regionales á la dignidad de tipo gene- 
ral: el arte rústico, con el drama Los derechos de la salud se 
ha vuelto arte nacional, orgullo de una base de teatro sud- 
americano, del que el autor bien puede, cual representante,, 
presentarse en la frontera, alta la frente, yendo á reclamar el 
lauro que le espera. 



68 NOSOTROS 

Ya afirmé — y con segura conciencia — en la apresurada 
crónica que escribí en La Patria degli Italiani después de la 
primera representación de Los derechos de la salud, que esta 
obra hubieran podido firmarla los más estimados autores del 
viejo mundo, y ahora no me desdigo, participando con estas 
mis palabras del homenaje que la revista Nosotros tributa á 
Florencio Sánchez. 

Los derechos de la salud darán á Sánchez paso libre á la 
frontera. Descubrámonos, y agitemos en señal de aplauso es- 
timulante nuestro sombrero, saludándolo mientras él se en- 
camina por el amplio sendero que conduce al Templo ! 

V. DI Napoi^i-Vita. 



FLORENCIO SÁNCHEZ 



Si en el teatro no hubiera espectadores, ni « llamadas », ni 
críticos, ni actrices (!), ni nada más que el escenario, la obra 
representada ante el propio autor solo, y cómicos prontos á 
marcharse en cuanto su mandato terminara, sin hablar con 
el dramaturgo para felicitarlo y decirle que lo creen tan 
grande como Shakespeare y como Vital Aza — Florencio 
Sánchez sería autor dramático, lo mismo que es ahora, entre 
muchedumbre, aclamaciones, zalamerías y elogios. 

No conozco ningún comediógrafo, — verdad es que conoz- 
co muy pocos, — más indiferente al éxito inmediato de las 
propias creaciones. En el estreno de su primera pieza « se- 
ria », asistió á la representación apoyado en la segunda bam- 
balina, sin hacer un gesto que no le fuera habitual, son- 
riendo cuando el aplauso sonaba y sonriendo cuando el 
aplauso esperado no venía. Aquella noche debió fumar el mismo 
número de cigarrillos que la noche anterior. Al día siguien- 
te de otros estrenos menos felices, le he visto tan impasible, 
tan impávido como después de las veladas triunfales. No 
pone en ninguna obra más esperanzas ni más amor propio 
que en otra cualquiera. Da en el género que aborda cuanto 
tiene y lo mejor que puede. Lo que da es invariablemente 
suyo ; mejor dicho, del otro, de ese autor que vive en él, que 
se reveló en él, antes de que él fuera al teatro, conociera 
autores, actores, comedias ; supiera, en fin, « lo que es eso ». 
No. le obsede la preocupación de plantar su bandera más alta 
que las banderas de los demás ; ni corre la carrera de los 



70 NOSOTROS 

carteles, que es en sustancia la carrera de la vulgaridad. 
Hace teatro, simple, expontánea, insensiblemente, porque 
comenzó á hacerlo, porque ha de seguir haciéndolo, porque 
si algún día no lo quiere ya, le « saldrá » siempre teatro todo 
lo que haga. 

i Un autor dramático que no responde á la emulación de 
las victorias agenas, es un ejemplo raro en nuestros tiem- 
pos ! La escena se ha envilecido mucho, y la vocación men- 
gua en las peregrinaciones que la toman por Norte de sus 
derroteros. El propósito especulativo, el exhibicionismo, el 
exitismo, la asedian y la rinden. Para ir á ella por pura obe- 
diencia á su genio, es necesario tener coraje y ser digno de 
ese genio. Sánchez no vacila en contrariar las corrientes ; ha 
revelado capacidad mecánica ó técnica para desenvolverse 
dentro de todos los moldes de las dos máscaras, y sin em- 
bargo afirma sus predilecciones, su tendencia personal, su vi- 
sión propia, su voluntad, opuesta á las conformidades y to- 
lerancias del medio. Y triunfa, porque el genio del teatro 
está con él, va hacia él, como va hacia el acero el imán que 
lo arrebata. 

Joaquín dk Vedia. 



FLORENCIO SÁNCHEZ 



Hn medio de la fría indiferencia con que se reciben aun 
en nuestro país las producciones intelectuales, paréceme alta- 
mente plausible la idea de tributar un homenaje á Florencio 
Sánchez, con motivo de su último drama titulado Los derechos 
de la salud. Por esto presto gustosamente mi colaboración 
para el número de la revista Nosotros, que piensa dedicar 
al insigne dramaturgo criollo un selecto grupo de jóvenes 
escritores. Será éste un acto de estricta justicia. El autor 
y la obra lo merecen. 

El autor posee un indiscutible genio dramático que yo 
compararía á un diamante en bruto. Tiene él la exacta visión 
del teatro, conocimiento de la vida, admirable intuición de 
tipos y caracteres. Sus piezas son todas fuertes, llenas de 
lógica, vibrantes de emoción. Abundan en situaciones inten- 
sas, en movimiento, en realidad. 

Junto á estos méritos que bastan para constituir un gran 
dramaturgo, nótase, acaso, cierta falta de pulimiento y de 
ideal. No quiero decir con ello que el teatro de Sánchez 
sea una vulgar fotografía de la vida, sin ideas ni persona- 
lidad. No sólo hay ideas en toda la obra de Sánchez, sino 
que también se revela un temperamento original, una garra 
poderosa qne deja siempre un rastro de sangre... Las defi- 
ciencias á señalarse en ella serían más bien en el fondo, si es 
que ello es deficiencia, la tendencia egoísta de su ideal estético; 
en la forma, un lenguaje á veces pedantesco é inverosímil. 

En cuanto al fondo, Sánchez hace siempre primar en sus 



72 NOSOTROS 

personajes los apetitos y pasiones sensuales, sobre estímulos 
y móviles más bellos. . . ¿Puede hacérsele un cargo por eso? . . 
En manera alguna, pienso, puesto que Sánches ve asi la vida. 
«El arte, como dice genialmente el menos artista de los gran- 
des escritores, Zola, es la Naturaleza vista á través de un 
temperamento». Sánchez no es Sófocles, ni Shakespeare, ni 
Ibsen. Sánchez es Sánchez. Su principal mérito es la sin- 
ceridad. Siempre está de acuerdo consigo mismo. Es así 
que tiene, y tan marcadamente, los defectos de sus cualida- 
des. Si aplaudimos sus cualidades olvidémonos, pues, de sus 
defectos. No pidamos naturalidad á Sarah Bemhardt, ni 
aristocrática distinción á Grasso. Reconozcamos en ellos lo 
que son ellos, esto es, el género que tan maravillosamente 
representan. 

La belleza de una obra humana, que como tal no será jamás 
perfecta, puede medirse por la admiración que nos provoca, y 
esta admiración, por esa especie de aniquilamiento que produce 
en nuestro ánimo quitándonos la voluntad de ver sus defec- 
tos y señalar sus deficiencias. Si Flaubert nos parece per- 
fecto es porque nos deslumhra á punto de enceguecemos 
para que no apreciemos sus fallas y lagunas... 

Sánchez, en su último drama, me produjo una impresión 
tal, debo confesarlo, que no he podido hacer crítica, de fondo, 
al menos. Su manera cruel de ver la vida, me ha vencido, 
me ha quitado la capacidad de hacer análisis... Su moral 
nietzschista me ha parecido verdadera. Y he recordado un 
curioso pasaje donde Aristóteles nos dice que la piedad es 
á veces enfermiza y peligrosa, debiendo curarse con un pur- 
gante ¡la tragedia] Confieso, pues, que si me he hallado in- 
digestado de caridad por los débiles y por los enfermos, Sán- 
chez me ha propinado el remedio que proclamara Aristóteles. 
¡ Curiosa coincidencia de psicología humana á través de las 
edades y los pueblos! 

El único lunarcillo que pudiera criticar en la producción 
de Sánchez, es así más bien de forma: lo inapropiado y arti- 
ficioso del lenguaje. Cuando Sánchez hace hablar al pueblo, 
como en M*hijo el dotot ó Los muertos, el pueblo habla en su 



FLORENCIO SÁNCHEZ 73 

idioma. Sólo cuando hace hablar á la burguesía, como en 
Nuestros hijos 6 Los derechos de la salud, resulta el estilo cho- 
cante en piezas tan realistas, tan humanas, por falta de natu- 
ralidad y sencillez. He ahí una falla que bien puede indicar 
la crítica al dramaturgo y que él ha de corregir fácilmente, 
con su viva inteligencia y su vasta cultura literaria. Mas 
debo declarar también que en ciertos momentos, como en las 
escenas medias del segundo acto de Los derechos de la salud, la 
emoción trágica es tal, que el más descontento retórico olvida 
lo extraño de la forma, sub3rugado por la profunda belleza 
de la idea. . . 

El teatro de Sánchez, en general el teatro criollo, es lo 
que algún crítico francés, refiriéndose á Bemstein llama «tea- 
tro frenético». El diálogo se presenta escueto y desnudo en 
una violenta trama pasional ó ideológica. No hay matices, 
no hay paréntesis, no hay absolutamente serenidad. Desde 
la exposición al desenlace la acción va rápida y segura como 
una puñalada. Hago notar este hecho, no en son de cen- 
sura, ni tampoco de elogio. . . El «teatro frenético* de Bems- 
tein y de Sánchez puede producir tan hermosas piezas como 
el teatro matizado y descriptivo de Dumas ó de Donnay. 
Tan absurdo sería negar una forma como negar la otra. Hay 
que reconocer que en ambos puede hacerse obra de belleza 
y de verdad. Y es bueno consignarlo así, porque nuestra 
crítica parece tender hoy á considerar el «frenesí» de la acción 
como su primer mérito y la armonía y la serenidad como un 
defecto. 

Hay por cierto en Sánchez méritos muy superiores á ese 
«frenesí» de la acción. Yo hallo en sus piezas una filosofía 
amarga y vigorizadora como un tónico. Esta es la mejor 
prueba de su verdadero mérito: la emoción estética proyecta 
sus sombras morales, á veces, hasta nos llena el alma de som- 
bras. . . Porque, es indudable, quien hace arte verdadero hace 
también, sin intentarlo ni saberlo, construyendo ó demolien- 
do, positiva ó negativamente, contra ó según la tradición ó 
el medio ¡hace moral! 

Caritos Octavio Bunge. 



LA OBRA DE FLORENCIO SÁNCHEZ 



Lo que hay de admirable, sobre todo, en la obra de Flo- 
rencio Sánchez, no es el argumento, ni la trama, ni el aná- 
lisis de ambiente y de caracteres, elementos todos indis- 
pensables para la creación dramática, pero que Sánchez lle- 
gará á dominar con mayor maestría cuando el estudio y el 
tiempo modelen definitivamente su espíritu. Lo que hay que 
admirar, sobre todo, en su obra, es la intensidad y la efica- 
cia, dos virtudes madres que hacen al dramaturgo y sin las 
cuales no hay para que perder tiempo en escribir para el teatro. 

La preceptiva dramática, el conocimiento de la escena y 
de sus mil recursos, el dominio de todos esos elementos 
puramente objetivos que concurren al éxito del drama, todo 
hombre medianamente inteligente puede adquirirlos, aplicán- 
dose á la observación y al estudio. Pero estas dos virtudes 
madres son elementos subjetivos que sólo puede ponerlos en 
juego el que los lleva dentro del espíritu. 

Sánchez posee ambas cualidades en forma personalísima. 
Desde sus primeros pasos literarios lo demostró claramente. 
Las situaciones más sencillas, las palabras más llanas, las 
figuras más vulgares, los sentimientos más corrientes, toman 
en su obra maravilloso relieve y elocuencia. Aún falseada la 
realidad, este fuerte temperamento artístico halla medio de 
encontrar la palabra precisa, la actitud justa, la situación ne- 
cesaria que ha de provocar en el alma colectiva que anima á 
toda sala de espectáculos, la emoción estética honda y per- 
durable. 



LA OBRA DE FI^ORKNCIO SÁNCHBZ 75 

Fuera de estos dos elementos esencialísitnos y fundamen- 
tales, hay en la obra del dramaturgo oriental una honrada 
tendencia hacia la simplicidad y el realismo, que á menudo 
crea escena de tan cruda verdad que la idealidad desaparece 
frente á la vida transportada sumariamente al teatro. Pero 
estas caídas que suelen angustiar por lo crueles, están admi- 
rablemente engarzadas en la obra, donde una concepción 
general de la vida, un poco romántica, la mantiene constan- 
temente ajustada al diapasón de una discreta idealidad. 

Por lo demás, Sánchez modela con maestría los elementos 
psicológicos del drama: espíritus, pasiones, sentimientos, 
emociones, en sus manos cobran animación y vida, forman 
personalidad, constituyen acción y chocan, se funden ó se 
rechazan. La acción que rige este mundo moral y lo sujeta 
al mundo físico, es sabia y segura; el medio en que se mue- 
ven los personajes es tomado de la realidad ambiente. 

La forma en que Sánchez realiza sus creaciones es sobria, 
primitiva á veces á fuerza de desnudar el concepto, salvaje 
otras en su audaz realismo, pero siempre llena de vigorosa y 
sana belleza. 

Con Florencio Sánchez, renace la literatura dramática uru- 
guaya, cuya breve tradición sólo reconoce las vacilantes ten- 
tativas de los escritores románticos del siglo pasado y las 
obras llenas de fuerza y belleza de Samuel Blixen, á quien 
bien puede dársele el nombre de maestro. 

Raúl Montero Bustamante. 



EL HERMANO DE FLORENCIO 



Señores directores de Nosotros: 
Estimados amigos: 

Estuve á punto de recortar diversos artículos que he pu- 
blicado sobre Florencio Sánchez, cuando ustedes con empe- 
ñoso celo me instaron á cumplir un deber, que siempre me 
es grato tratándose del intenso dramaturgo, pero á quien mi 
incensario ha quemado ya todas las pastillas, y así lo hubiera 
hecho si no me quedase un vago resto de pudor. 

Felizmente, recordé que Florencio, como la mayoría de mis 
amigos, posee una cualidad excepcional que prolonga su per- 
sona á manera de apéndice caudal: tiene un hermano. 

Yo no sé cómo se las arreglan, pero el hecho es anonadador. 
El hermano de Joaquín, el hermano de I<ópez, el hermano 
de Doello, el hermano de Villagra, el hermano de Saint-Gi- 
rón, el hermano de Ingegnieros, el hermano de Ojeda, el her- 
mano de Pardo, etc., etc., constituyen una siniestra Santa 
Hermandad que desvela mis noches sin que llegue á expli- 
carme el misterio. 

Y Sánchez no escapa á la institución. Se ha provisto de 
un hermano y, por si acaso, tiene en reserva dos ó tres más. 
Es previsor. 

Por lo pronto charlaré del que conocen usdedes, el gurí, 
como le llama Florencio, y Alberto por mal nombre. 

Más joven y más serio que el dramatista, es un apuesto 
mancebo con tendencias á la indumentaria elegante y espíritu 



EL HERMANO DE FI^ORENCIO ^^ 

pleno de socarronerías amables. Un bigote color caña con- 
trasta con la espesa negrura del cabello y las cejas, asi como 
las profesiones á que se dedica (pulpero, policía de campaña, 
revolucionario oriental, consignatario de cales, etc.) se dan 
de coces con su penetrante y sagaz inteligencia que hacen 
de ese joven serio, sólo animado de sonrisas en la intimi- 
dad, un observador de primera fuerza. 

Enemigo de bohemias anacrónicas, infundía en Florencio 
un saludable terror paternal en momentos que el retozón 
Canillita se entregaba á esos paréntesis de parrandas, nece- 
sarias á su alma como un lubrificante para sus armas de 
lucha. 

— No le digas nada al gurí, decíame á veces, después de 
una trasnochada. 

Y al llegar el terrible hermano comenzaba á mirarlo y á 
aturdirlo, evitando cual un chico rabonero la mirada desde- 
ñosa y la sonrisa sarcástica del severo preceptor que lo 
fulminaba con su silencio. 

Esas severidades tenían, sin embargo, sus oasis. La juven- 
tud nunca enagena sus primaveras por más que, á veces, las 
limite á jardines apacibles y uno que otro ramillete de flo- 
reros. 

Y es así que un día, entre un grupo de gente intelectual 
donde el hermano de Sánchez adoptara su consabida actitud 
hierática, poco á poco aflojó sus resortes, y su verba y sus 
gestos comenzaron á chisporrotear. 

No era, como de costumbre, la anotación secreta ó dicha 
en voz baja al amigo de confianza durante esas justas clamo- 
rosas á que se entregan los portavoces del pensamiento, (á 
riesgo de quedarse sin pensamiento y sin voces), sino la audaz 
lozanía de un paladín forastero quebrando lanzas corteses ó 
de guerra con una nueva manera de lidiar, desechadas las 
pragmáticas en vigencia. 

Aquello era un torbellino de frases originales, de locuras 
novedosas, de burla multiplicada en alfileres y de chispas 
extrañas que iban desde el lúgubre azul verdoso hasta el más 
tierno y desmayado de los rosas. 



78 NOSOTROS 

Payró, que estaba en la reunión, lo miró pausadamente con 
sus ojazos redondos y aporcelanados y después de masticarse 
la lengua como habitúa siempre que va á emitir una sen- 
tencia, le dijo inapelablemente: 

— ¡ Usted no es el hermano de Florencio ! Florencio p S9 
hermano suyo. 

Ese fallo me parece que desazonó un tantico á Sánchez, 
porque poco después me preguntó confidencialmente: 

— ¿Verdad que mi hermano es inteligentísimo? 

Y yo, con toda ferocidad, le respondí : 

—Es Alberto quien debe hacerme esa pregunta respecto á 
su hermano. 

Ambos sienten orgullo, el uno del otro. Pero se lo ocultan 
recíprocamente por que si no... ¿qué gracia tendrían en 
admirarse ? 

Me imagino, señores directores, que ustedes se dirán ex- 
trañados: siendo un tipo de complexión mental tan caracte- 
rística y poseyendo cualidades de perspicacia, flexibilidad, 
esprit y observación ¿cómo demonios no se ha hecho lite- 
rato? 

Me apresuro á responderles: ¡por eso mismo! ¡porque es 
inteligente ! 

Los saluda con la obsecuencia debida 



Antonio Montkavaro. 



FLOIIENCIO SÁNCHEZ 



Buenos Aires, Enero >t de 1908. 

Señores Directores de «Nosotros»: 
Muy señores míos: 

Invocando las vivas simpatías que siento por el talento de 
Florencio Sánchez, me piden Vds., una página para el nú- 
mero especial que, con motivo del éxito alcanzado por «Los 
derechos de la salud», se propone la Dirección de Nosotros 
publicar tributando homenaje al autor de esa bella obra. 

Más de una vez, y últimamente en «La Vida Moderna», 
comentando el estreno de esa misma producción y antes el 
de «Nuestros hijos», he manifestado la grande estima que 
tengo por el talento concreto y varonil de Florencio Sán- 
chez, por sus excepcionales facultades de interpretación ar- 
tística de la realidad, que le permiten llevar la vida á la es- 
cena sin que pierda nada de su intensidad al pasar por el cri- 
sol donde el arte la depura de cuanto en ella obsta á la 
armonía estética, y, sobre todo, por el precioso don de la 
natural espontaneidad que caracteriza en Sánchez el sen- 
timiento del teatro, gracias al cual realiza sin esfuerzo ni 
artificio, con certera visión y justa medida, la obra ideal, á. 
tin tiempo mismo creación y verdad. 

Tal temperamento daría materia para un estudio lleno de 
interés y de complacencia que gozará el que se encuentre 
en condiciones de abordarlo. 

Desgraciadamente, no me puedo dar esta satisfacción; so- 



8o NOSOTROS 

licitado por tareas absorbentes que devoran todo mi tiempo, me 
veo en el caso de limitarme á hacer con éstas líneas volan- 
tes un simple «acto de presencia» en el homenaje que uste- 
des van á tributar á Florencio Sánchez. Por lo demás, tengo 
la certidumbre de que en el conjunto del simpático tributo 
rendido á los méritos de esa firme figura de nuestro inci- 
piente teatro, no ha de notarse la insuficiencia de uno entre 
tantos que aprecian y admiran al autor de «Los muertos» y 
«Los derechos de la salud». 

Su atento y S. S. 

Arturo Giménez Pastor. 



FLORENCIO SÁNCHEZ 



Oualegruaycbú. Kiiero 15 de 1908. 

Señores Directores de «Nosotros»: 

Muy honrado con el pedido de Vds., y muy satisfecho con 
su propósito de consagrar un número de Nosotros á nues- 
tro Sánchez, y lleno de los mejores deseos, no puedo con- 
tribuir sino con mis votos á su obra de justicia. 

Me sería imposible hilvanar dos ideas sobre teatro, pues 
no tengo ninguna. Y mucho más difícil hablar de Sánchez, 
de quien entiendo todavía menos. Con un cariño profun- 
dísimo y una admiración sin límites no se hacen artículos; y 
ese es el caso. No habiendo sido nunca un profesional de 
las letras, ignoro cómo pueda separar mis afectos de mis 
apreciaciones. Todo lo de Sánchez me parece admirable. 
Creo que «Los Muertos» es lo más intenso, «Barranca Aba- 
jo» lo más teatral y el holgazán de *£n familia» el mejor 
tipo en la obra de Sánchez, y que «La Gringa» debiera com- 
partir la inmortalidad del «Facundo». 

Ya ven los Señores Directores que, en este tren, vale más 
callar. 

Reitero mis expresiones de agradecimiento por su recuer- 
do, y me ofrezco para otras oportunidades con sincera vo- 
luntad de ser útil á esa hermosa publicación que honra 
nuestra intelectualidad. 

Saluda muy atentamente á los Señores Directores. 

Luis D0EL1.0 Jurado. 



LA LABOR DE SÁNCHEZ 



La labor dramática de Florencio Sánchez ha sido ajena á 
toda concesión al público. Sánchez ha seguido su senda, sin 
temores ni desfallecimientos. Aparto, claro está, algunas obras 
inferiores de su repertorio, escritas « pane lucrando ». Son 
escasas y en todas ellas percíbense no obstante las cualida- 
des que resaltan en las de aliento. En todas se ve lá garra 
del dramaturgo de fibra. 

Su obra es múltiple y vigorosa, notándose en ella una evo- 
lución serena, lógica, señalada por una distinta orientación 
teatral en sus primeros y en sus últimos dramas. 

Se reveló con Mhijo el dotor. No es la obra mejor de su 
repertorio, pero marca en él la fecha inicial, siendo me- 
nester por consiguiente saludarla como una de las mas dig- 
nas de consideración. Su primer acto es admirable. Sin duda 
á él debióse el éxito perdurable del drama. Allí Sánchez se 
mostró realista verdadero : el campo que nos dio era el cam- 
po que todos conocemos ; sus tipos, esos tipos con quienes 
todos hemos hablado. La psicología del viejo estaba presen- 
tada de mano maestra. 

Luego, una á una, vinieron las demás obras. Inmediata- 
mente Pobre gente, de un realismo idéntico al de M'hijo el do- 
tor, aunque en escenario distinto. Y después La gringa, obra 
maestra que desconcertó por su salvaje robustez. La gringa 
se me hace que representa en el teatro de Sánchez lo que La 
tierra en la obra de Zola. No me reñero naturalmente al con- 
tenido sino al valor representativo de ambas como notas dis- 
cordantes por su aspereza, en el concierto de otras obras de 
una crudeza menos enérgica. En La gringa Sánchez derramó 
la lengua de sus tipos camperos, esa jerga multiforme que 



LA LABOR DE SÁNCHEZ 83 

ora es el cocoliche en boca de este gringo, ora es el criollo en 
labios del paisano, ora el lenguaje de la ciudad, español adul- 
terado en boca de aquel pueblero. 

La gringa ^s un drama lleno de vida y de pujanza, disgus- 
tante á ratos por su desnudo naturalismo, pero siempre hu- 
mano, siempre verdadero, siempre sincero. Es además una 
obra saludable. Entraña un símbolo : significa la lucha entre 
el progreso y la rutina, entre la inmigración fecunda y triun- 
fante, y la raza del suelo, noble raza, pero estacionaria y ven- 
cida. La gringa encarna de un modo mas vivido, mas vigoroso, 
mas concreto lo que otro poeta nuestro, Rafael Obligado, ha 
cantado en una hermosa leyenda: la lucha entre Juan sin 
Ropa el forastero y Santos Vega el payador. 

Iva obra empero no resultó. Acaso fuera oportuno que al- 
guna compañía nacional intentara su resurrección. 

En La gringa Sánchez había hecho un símbolo : aun avan- 
zaría un paso más y en Barranca abajo plantearía un problema. 
Por eso alguien le llamó « ibsencito criollo ». Sea como sea, 
el problema era interesante y bien planteado. Barranca abajo 
sin embargo, valía por otros aspectos más interesantes, aparte 
la tesis ó lo que fuese. Bai ranea abajo era una obra más de las 
del verdadero repertorio de Sánchez. Era una obra dolorosa 
y sentida, una obra de obser\^ación y análisis. Y el campo 
aparecía en ella una vez más, maravillosamente reflejado. 

Del campo pasaríamos á la ciudad y allí presenciaríamos 
otro derrumbe moral. En fafnilia, la obra que sucedió crono- 
lógicamente á Barranca abajo, era la pintura fiel de un asunto 
real : el deseqiiilibrio existente en tantos y tantos hogares. 
Del punto de vista de la psicología de los personajes En fa- 
milia es sin duda una de las obras mejor resultadas de Sán- 
chez. El padre, borrachón desmoralizado, las hermanas, len- 
guas largas, haraganas y coquetas, el hermano especie de fi- 
lósofo cínico, todos son caracteres trazados con mano se- 
gura. 

Después de En familia. Los muertos, obra audaz, original, trá- 
gica, que en otro país hubiese consagrado definitivamente á 
un autor. Justo es reconocer sin embargo que la crítica es- 
tuvo unánime en aplaudirla. 



84 NOSOTROS 

Ese drama de orgía y de miseria, sin duda sería en cual- 
quier repertorio, una gran obra moderna. El primer acto, so- 
brio, claro y sentido; el segundo audaz, inapreciable como 
cuadro de género ; el tercero sombrío, obsesionante en su 
atmósfera de borrachera y de crimen. Sana la tesis y enér- 
gicamente planteada. 

Sánchez iba afinándose como psicólogo. Considérese La 
^W^y ^^^ siguió á Los muertos, ensayo en un acto con todos 
los defectos de una obra intérlope, y se notará el largo trecho 
que desde Mhijo el dotor había andado en ese sentido. Esa vida 
triste de camarera, sobre la que Sánchez derramó una lágrima 
en un breve cuadro final de la comedia, cuadro de una sen- 
cillez y de una sobriedad quizás excesivas para la escena, 
hacía perdonar muchos otros defectos. ¿ Pero cuál de nuestros 
autores puede envanecerse como Sánchez de haber escrito 
burla burlando, tantas obras en un acto, de evidente mérito á 
pesar de todos sus errores, como Canillita, ensayo juvenil sin 
importancia, y Cédulas de San Juan y La tigra y aquella Moneda 
falsa que hecha en verdad burla burlando, resultó empero una 
obrita maestra ? Tan es así que de ésas cuatro obras inferio- 
res pueden deducirse las características mas felices del teatro 
de Sánchez, sin recurrir á sus obras de aliento. Sus raras 
dotes de observador, su amor por las vidas humildes, su no- 
table habilidad escénica, su honda perspicacia de analista y 
mucho más se puede hallar en las obras mencionadas. Y en 
todas un asombroso derroche de vida, de movimiento, de 
colorido, aparte la pesimista crudeza del pequeño drama hu- 
mano y novedoso que encierran. 

Negar los evidentes méritos de Sánchez, cual, observador 
de medios scciales inferiores no era ya posible ; pero se su- 
ponía que sólo en ese terreno habría de encontrarse á sus 
anchas, no creyéndosele capaz de salirse de él. Se le relegaba 
á pintor del campo, del conventillo, del café concierto, de la 
calle, de los hogares modestos. Dogmáticamente se afirmaba 
que no lograría abordar con éxito el estudio de cualquier otro 
ambiente que no fuera de los usuales en sus dramas cono- 
cidos. 

Y puso entonces en escena El pasado que echó por tierra 



I*A LABOR DE SÁNCHEZ 85 

todas esas afirmaciones antojadizas. Fué una nueva revela- 
ción. En esa obra angustiosa cambiaba el dramaturgo de 
medio social : transponía esas puertas que se juzgaba habrían 
de permanecerle siempre cerradas. 

El éxito de El pasado no fué el que hubiera podido espe- 
rarse, no porque el drama no reúna todas las múltiples cua- 
lidades de Sánchez, acrecidas por la experiencia, sino á causa 
de que el tercer acto rompe con su dulce serenidad la tiran- 
tez atenaceadora de los dos anteriores, de lo cual resulta una 
acentuada falta de uniformidad desfavorable para la impresión 
de conjunto. Ciertamente la escena tiene sus exigencias, y, 
aunque posible, disuena en el rápido, sintético desarrollo de 
un drama una excesiva disparidad en el colorido de los actos, 
cual sucede en El pasado. 

El hielo estaba roto. Sánchez tenía condiciones de obser- 
vador que le hacían apto para elevarse á ambientes mas cul- 
tos de los que había tratado en sus primeras obras. Después 
de El pasado — Moneda falsa entre ellos — Nuestros hijos. Ya no 
había objeción posible: sí, él también sabía de ambientes 
aristocráticos. ¡ Y qué obra tan bella é intensa y valiente ! La 
tesis es noble, aunque temeraria. Eso disgustó un poco, pero 
— j qué diablos ! — Sánchez no escribe con el fin de satisfacer 
opiniones de grupos. Algo mas legítimo le impulsa que el 
simple ruido de los aplausos que se prodigan sin discerni- 
miento en las noches de estreno. 

Y por liitimo Los derechos de la salud, su obra mas atrevida, 
de las más discutidas y. posiblemente de las mejores. La voz 
de la crítica sobre ella es demasiado reciente, para que nece- 
site yo en esta rápida reseña insistir de mi parte. 

A Sánchez se le ha llamado últimamente nuestro Braceo. 
No hay duda, sí lo es por el conocimiento de la técnica tea- 
tral, por la audacia en abordar las situaciones y en plantear 
las tesis más arriesgadas, por el arte en crear seres de carne 
y hueso. Fáltale de Braceo el gracejo, el diálogo chispeante 
y la habilidad en urdir comedias de una espiritualidad inimi- 
tables ; fáltale también ( y no es de lamentar ) la sutileza^ 
diría casi el alambicamiento del gran dramaturgo italiano,, 
que convierte sus tesis en verdaderos problemas y que llega 



86 NOSOTROS 

á menudo á ser un extravagante casuista, á fuerza de quinta- 
esenciar el espíritu de una situación. 

Pero Sánchez quizá por eso mismo, es más humano, quizás 
mira más hondo en la vida. Ello hace que cada una de sus 
obras sea un documento, un raro documento de psicología y 
y sociología eminentemente nuestras. Por tal concepto nadie 
más nacional que este dramaturgo, uruguayo de patria, ar- 
gentino de adopción, que ha sondado todas las capas socia- 
les y cuya obra constituye un verdadero museo de tipos. 

Pero su labor con ser ya vasta, apenas está en sus comien- 
zos. Diez y seis obras lleva escritas y de ellas ocho, á decir 
poco, que encuentran respectivamente partidarios que las co- 
locan sobre las demás. No las une por otra parte ese incon- 
fundible aire de familia que hallamos frecuentemente entre 
las obras de otros autores. Son ocho piezas diversas por com- 
pleto, en los procedimientos, en la pintura del ambiente, en 
la idea que las informa y en el modo de exponerla. Atiéndase 
precisamente á este último particular. La gringa es una obra 
simbólica; en Barranca ahajo hay un conflicto espiritual, un 
problema, quedando reservada al expectador la decisión ; en 
Los muertos es la acción que va confirmando con los hechos 
la idea engendradora del drama, puesta en boca del prota- 
gonista, tipo representativo de la obra ; en El ptisado teoriza 
el protagonista, así como en Nuestros hijos, mientras que Los 
derechos de la salud al contrario, á pesar de las brutales afir- 
maciones de Roberto, se cierra á mi ver con un interrogante. 

Ahí está otra de las grandes cualidades de Sánchez. No 
se repiten en sus obras las situaciones ó los caracteres: 
una continua variedad imprime un sello propio, inconfundi- 
ble á cada una de sus creaciones. 

El trecho andado es corto comparado al sendero que aun 
ha de recorrer : eso nos dice que si ya Sánchez ha dado mu- 
cho, enormemente más todavía debe esperar de su pluma 
fecunda nuestro teatro que surge con lamentables tropiezos, 
es cierto, pero también con empujes hermosos. 

Ambrosio Pardal. 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 



Con motivo de una crítica del señor Adolpbe Brisson á pro- 
pósito de una obra del señor Fierre Wolff, suscitóse última- 
mente en París una polémica, en la que intervinieron, entre 
otros, el aludido señor Brísson, Henri Berstein, Albert Guiñón 
y Henri Bataille. 

El señor Brisson reprochaba á la generación nueva de auto- 
res dramáticos su inmoralidad, su indiferencia ante el vicio ó 
la virtud. Contraponía á este teatro, el de Augier y Dumas 
y hasta el de Meilhac y Halevy, Sardou y Henri Becque. 
Y concluía diciendo que el teatro no debía proponerse un 
estudio impasible de la vida, considerar el animal humano 
como el sabio observa putrefacciones en el campo del micros- 
copio, indiferente á todo otro cuidado que el de anotar fenó- 
menos, sino que tenía un rol menos humilde que cumplir: 
retratar los individuos, seguramente; pero, al mismo tiempo, 
despertar la conciencia del público, remover las fuentes de 
emoción que brotan de su corazón cuando se sabe golpearle 
en buen sitio, proponerle ejemplos, inspirarle el odio por la 
villanía y el egoísmo, el gusto de la honestidad, la idea justa 
y sana de que todo no es podredumbre acá abajo, que exis- 
ten otras alegrías más delicadas que la feroz satisfacción de 
nuestros apetitos y que es bello alguna vez inmolarse á una 
idea, á un principio, á un escrúpulo . . . 

Henri Berstein, el notable autor de la «Rafale» y «La Griffe», 
interpretando los sentimientos de sus colegas atacados, decía: 
«Sí, querido señor, vicio ó virtud. . . Yo no odio el vicio. No 
escribiré jamás una pieza que glorifique la virtud ó que ata- 
que un artículo del Código, ni tampoco que ataque ó glorifique 
cualquier cosa. La vanidad de esos sermones laicos me hace 
sonreir; se me crispan los nervios ante el ruido bien conocido 
de las puertas desde largo tiempo abiertas y que se pretende 



88 NOSOTROS 

aún abrir; honro el hecho raro, obscuro, ese momento de la 
vida, ese nudo de la cadena, ese minuto brutal, pero que es 
necesario tomar con todo lo que le rodea de existencias per- 
turbadas y de almas puestas al desnudo. En fin, creo que 
los optimismos falsos, las abnegaciones sin amargura, los 
irreales triunfos de lo justo y de lo bello, son atentados con- 
tra el arte, insultos á la miseria humana y acciones impías. 

Usted admitirá que el teatro de los señores Guiñón, Bataille, 
Coolus, Fabre, Picard, Tristán Bernard, (elijo entre la gene- 
ración inculpada) respira una igual indiferencia, un igual 
desdén. Es que mis colegas son artistas y no profesionales. 
En ellos, el artista se inclina con una ternura compasiva, con 
una despiadada curiosidad hacia las pobrezas, las pequeneces, 
las indecisiones, las torpezas, los inconfesables dolores y los 
remolinos fangosos del corazón de los hombres. 

Y el autor dramático sabe que la pasión, la ambición, la 
envidia, los celos, la sed de lucro, forman los resortes eter- 
nos de la actividad humana, que las purezas y las noblezas 
llevan derechamente á la beatitud y que un ser lilial y con- 
templativo sería un ridículo personaje de teatro. 

Somos touristas en busca febril de pintoresco. Soñamos 
extraños senderos apenas abiertos. El alma sin desfalleci- 
mientos de un perfecto hombre honrado, se asemeja á una bella 
avenida muy recta que nos fastidiara un poco ...» 

A su vez, el señor Guiñón decía: 

«Vemos en el teatro la consecuencia de la evolución de las 
costumbres . . . Una tendencia general de la educación y un 
movimiento general de las ideas, nos llevan á disminuir, á 
atenuar la responsabilidad humana. El asesino, el ladrón, el 
sátiro, ó más simplemente, el hombre falto de delicadeza, in- 
correcto, son considerados como irresponsables. Ahora bien, 
nosotros como dramaturgos, somos el reflejo de nuestra época. 
Educados, crecidos en esta atmósfera de escepticismo y de 
indulgencia, es natural y lógico que escribamos obras inspi- 
rándose menos en la moralidad que las obras de épocas más 
disciplinadas y más rigurosas. Y por la misma razón esencial 
y profunda, el público no siente casi la necesidad de una 
sanción moral agregada á su placer intelectual». 



LOS DERECHOS DE LA SALUD 89 

En vista de las discusiones ha que ha dado lugar la repre- 
sentación de la última obra del señor Florencio Sánchez, «Los 
derechos de la salud», hemos juzgado interesante y útil el 
extractar largamente esta polémica, pues como se ha dicho que 
la obra no ha triunfado por carecer de bondad, de misericor- 
dia, de amor, hemos querido dejar sentado, por boca de los 
señores Berstein y Guiñón, que estas obras en que los per- 
sonajes tienen un no se qué de violentos é inhumanos, están 
dentro de la evolución actual del teatro contemporáneo, obe- 
decen á un cambio general de las ideas. 

Por otra parte, pensamos con el mismo señor Guiñón, que 
no hay ninguna diferencia de valor entre una obra provista 
de sanción moral y otra privada de ella, á condición de que 
tanto la una como la otra, sean concebidas y ejecutadas con 
una conciencia igual y un igual cuidado del arte. 



El señor Florencio Sáncliez es el más poderoso removedor 
de ideas con que cuenta nuestro teatro. 

Ahí están para atestiguarlo todas sus obras, desde la popu- 
lachera Canillita hasta sus últimos dramas serios. El pasado. 
Nuestros hijos, Los derechos^ de la salud. 

El nuevo drama del señor Sánchez nos ofrece el raro placer 
de un primer acto admirablemente construido, — la exposición 
es clara y rápida,— vigoroso y emocionante, y de un tercero 
de una intensidad de acción y una simplicidad de medios 
maravillosos. 

En cuanto al segundo acto, el más perfecto de los tres, es 
insuperable. Contiene dos diálogos entre Luisa y Roberto, 
los de las escenas cuarta y séptima, de una realidad com- 
pleta. Aquello es un girón palpitante de humanidad. Es la 
vida misma, pero aguzada, afinada, filtrada por la mano del 
más perspicaz de los psicólogos. Eso es verdaderamente 
arte dramático bien sólido. 

lyos caracteres están presentados de mano maestra. Al leer 
el drama, asombra el relieve de los mismos personajes secun- 
darios: el de Mijita, el del Dr. Ramos, el de Albertina. 

Se ha sutilizado sobre ciertos caracteres: los de Roberto y 



90 NOSOTROS 

Renata. Se ha creído ver el esfuerzo del autor por hacer sim- 
páticos esos personajes, y su incapacidad de conseguirlo. 

Creemos que, como todo buen autor naturalista, el señor 
Sánchez piensa que en el teatro, el autor debe abstenerse de 
toda intervención. Por lo tanto, no desea que tal ó cual per- 
sonaje de sus obras resulte simpático. Tomados de la vida real, 
con sus teorías, sus sentimientos, su estilo propio, su acento y 
sus tics, los traslada á la escena y allí los hace actuar, indiferente 
á todo otro cuidado que el de anotar hechos. Pero para arribar á 
esta exactitud, que es la perfección, á la desaparición com- 
pleta del autor detrás de sus creaciones, es necesario cono- 
cerlas á fondo, identificarse con ellas, entrar, como se dice, en 
su piel: en fin, es preciso un riguroso análisis psicológico. 

Y como á esta identificación con sus personajes ha arribado 
el señor Sánchez en sus últimas obras, parece que los senti- 
mientos ó teorías de tal ó cual protagonista, fueran del autor 
y no exclusivamente de aquél. 

Se ha dicho también que el señor Sánchez no tiene estilo. 
En realidad, poco importa que la fortna del señor Sánchez sea 
buena ó mala. Se trata simplemente de saber si el autor de 
«lyos derechos de la salud» está desprovisto de una persona- 
lidad definida, pues en esto únicamente consiste el estilo. 
Y todos sabemos que no hay una sola página del señor 
Sánchez que no sea reconocida inmediatamente por todo el 
mundo. 

Por las consideraciones antecedentes, habrase visto que 
hemos hablado de la obra considerándola teatralmente, dejando 
á un lado la tesis de su protagonista, cruel é inaceptable á 
nuestro ver, pero que, con todo, no tiene fuerzas suficientes 
para obscurecer las bellezas de este fuerte y sobrio drama. 

«I^os derechos de la salud», escrito en francés y estrenado 
en París, hubiera obtenido uno de esos éxitos que consagran 
un autor y hacen que su obra dé triunfalmente la vuelta al 
mundo. Entre nosotros, se ha dado sólo diez noches, y ocho 
de ellas estaba el teatro vacío ! 

Alfredo A. Bianchi. 



REVISTA DE REVISTAS 



Revista de la Facultad de Letras y Ciencias— /^/^a- 

óinaJ—lÉn esta revista de la Universidad cubana hay un dis- 
curso pronunciado por el catedrático Dr. Juan M. Dihijo, en 
la apertura de las Escuelas Públicas y una conferencia de 
otro catedrático, el Dr. Manuel Valdés Rodríguez. 

Es el primero, un estudio del estado de la enseñanza en 
Cuba, cosa que allí no está descuidada, al contrario, el au- 
mento de las escuelas es rapidísimo. 

La enseñanza es tema de los hombres que estudian y pien- 
san; las conferencias son allí frecuentes y no por ser frecuen- 
tes son inútiles y poco provechosas. 

La educación preocupa y se oye siempre, en las conferen- 
cias inaugurales de cursos, la palabra de los más autorizados. 
En nuestro país no siempre pasa lo mismo; si hay un hom- 
bre que en estos últimos años haya hecho tal cosa, ese hom- 
bre es el vicedecano de la Facultad de Derecho y Ciencias 
Sociales, el Dr. Juan M. Garro; y á ese hombre pocos fueron 
los que lo alentaron. ¿Para qué? Es preciso arrancar un título 
á las facultades y después ya terminó todo: el título es una 
patente muy acomodaticia de sabio y que faculta para ser 
diputado y otras cosas que dan buena renta sin mayor es- 
tudio. 

¿La gloria? va, es una cosa tan lírica, que sólo se deja para 
un Sarmiento ó un Farinelli. 

Allí, en aquella Universidad, se oye la palabra autorizada 
de un catedrático que dice: «Nuestros maestros, en tesis gene- 
ral, dedican sus mejores empeños en pro de la enseñanza, y 



92 NOSOTROS 

de tal modo, que lo que fué en sus comienzos ensayos em- 
píricos, sin otra orientación, inspiración y preparación que la 
buena voluntad, ha ido evolucionando, tan satisfactoriamente, 
que ya hoy podemos decir que se encuentran encauzadas 
nuestras escuelas, no ya según nuestro sentir, sino con el 
testimonio de extranjeros, ingleses, americanos y alemanes, 
que han visitado nuestras aulas y han confesado ingenua- 
mente que la objetividad del método empleado puede com- 
petir con el sancionado en sus respectivos países». 

Y no se crea que esto es simplemente chauvinisme, no; el 
ilustre catedrático dice más adelante: «No quiero decir, en 
manera alguna, que pueda darse todo por hecho, ni tampoco 
que todos los maestros hayan alcanzado uniformemente el 
mismo nivel; ese es un ideal difícil de lograr en lo humano 
y mucho más en tan corto tiempo de dedicación; pero, á lo 
que me refiero, y lo que, desde luego constituye el triunfo, es 
la implantación honrada y entusiasta de métodos que han 
dado buenos y palpables resultados, permitiendo, si los es- 
fuerzos no se desvían, acariciar la unificación posible, en plazo 
no muy lejano en graduación, métodos y procedimientos.» 
Así se habla, así se forman hombres con amor al estudio.. 
Con este ideal de educación se llegará á formar hombres 
para que en la plaza mundial no sólo se cotizen nuestros 
productos, sino también los talentos de nuestra tierra ame- 
ricana. 



Archivos de Psiquiatría y Criminología— /^^2/¿f/{<7<r Aires) - 
Esta revista que dirige nuestro colaborador el Dr. Ingegnie- 
ros, publica en su último número un artículo del sabio pro- 
fesor español, Dr. S. Ramón y Cajal, titulado: «El Renaci- 
miento de la Doctrina neuronal». 

En este artículo, el Dr. S. Ramón y Cajal, refuta á un su 
amigo, el Dr. García Sola, que ha hablado del ocaso de la neu- 
rona. Con firmeza habla el ilustre sabio de esos adversarios 
de la doctrina neuronal, de «la psicología de los jóvenes in- 
vestigadores, quienes ávidos de nombradía y hallando el filón 
de la originalidad demasiado hondo y trabajoso caen á me- 



REVISTA DE REVISTAS 93 

nudo en la tentación malsana de hacer obra negativa, des- 
acreditando doctrinas y empañando prestigios, aun en aquellos 
dominios en que la ciencia parece haber fijado definitivamente 
las fórmulas; que salvadas honrosas excepciones, los antineu- 
ronistas no rayan muy alto en punto á modestia y sincera 
devoción á la verdad científica, mil indicios lo declaran». 

Expone los «argumentos esgrimidos por los antineuronis- 
tas más autorizados* no sólo para examen sino también 
«para información de quienes ignorando la fase actual de la 
cuestión, se atienden al último figurín de hace diez años.» 
Los argumentos pasan por el cerebro del sabio, quien con 
lentitud, para que puedan ser vistos, los va exponiendo con 
claridad y los va desechando. ¿Qué la victoria se anuncia 
próxima y definitiva?, ^no hay en el Dr. Cajal sobresaltos, no: 
sigue él pensando en la doctrina neuronal, y más hoy que 
nunca, pues con los trabajos de: van Gehuchten, Michotte, 
Donaggio, Tello, Schiefferdecker, Marinesco, Azoulay Ha- 
rrison, Neal, Münzer Mott, Medea, Lugaro, Perroncito, Gui- 
do, Sala, Krassin, Nageotte y muchos otros más, que han 
«desembarazado de los artificiosos argumentos de reticulismo y 
catenarismo», se ha «llegado á un grado de solidez y pres- 
tigio jamás alcanzados». 



Por falta de espacio no podemos ocuparnos de las siguien- 
tes revistas, á las cuales agradecemos su remisión: «La 
Lectura» (Madrid), «Revista de Letras y Ciencias Sociales» 
(Tucumán), «El Fígaro» (Habana), «La Verdad» (Buenos Ai- 
res), «La Revista Artística y Teatral» (Buenos Aires), etc., etc. 

AirFRBDO Costa Rubert. 



NOTAS Y COMENTARIOS 



Las caricaturas de Pelele — La exposición de caricatu- 
ras, hace poco alabada por los diarios, ha denunciado al pú- 
blico la presencia de un artista. Hasta ese momento muy 
pocos se han preocupado de seguir las travesuras de este 
muchacho, que pasó de la ciudad del Rosario á la ciudad 
de París, instalóse en ella y en ella dio comienzo á la reali- 
zación de sus sueños. A juzgar por lo que hemos visto, Pe- 
lele no fué á Paris con el exclusivo objeto de ser amigo de 
Gómez Carrillo y confirmar en cartas íntimas, la existencia 
de mujeres alegres y apaches en la sublime capital. P^n este 
sentido, el barbilampiño chicuelo merece quizá más elogios 
que su obra misma. Tampoco consideraría yo obra suya las 
imágenes deformadas de algunos médicos, sorprendidos en 
cómicas tareas de sangre. Esto no es más que la adaptación 
de una viejísima caricatura francesa, donde figuran los nom- 
bres más gloriosos de la medicina. Sin embargo es lo que 
más ha gustado de la exposición. Sólo un escaso número de 
personas apreció con exactitud la faz menos visible del ar- 
tista y ésta la constituyen cositas pequeñas, esbozos sin im- 
portancia, donde se manifiesta un espiritu delicado y pene- 
trante. Corazón de píllete bueno, su tendencia no se dirige 
á la deformidad horrorosa que forma el éxito de las revistas 
actuales. Si ve la miseria no es para exagerarla; es una es- 
pecie de anarquista elegante, que no apresuraría el fin del 
régimen burgués, porque el kake-walk le entretiene y el 
frac le queda bien, aunque partiría su frac y su kake - walk 
con el vagabundo hecho modelo en su taller parisién. Por 
eso sus visiones vividas son menos agrias. El ex -hombre 
que mañana va á arrojarse al río por falta de pan, tiene en 
las páginas de Pelele un aspecto apacible; su dolor es casi 
melancolía y de buen grado, esa figura destrozada sonreirá 
á la muchacha transeúnte y compartirá con vosotros el co- 
mentario picaresco. PUlo se debe á la bondad de Pelele. 
Prefiere la superficialidad á la amargura y la sonrisa á la im- 
precación. En una palabra, el alma de buen muchacho está 
diluida en todos sus dibujos. Pero esa superficialidad no es 
más que aparente. Sus caricaturas por el hecho de ser ama- 



NOTAS Y COMENTARIOS 95 

bles no son menos intencionadas; dice lo que dicen las de- 
más pero sin advertir previamente su ira ó su objeto. Es 
ligero, grácil y fino. Su estadía entre nosotros ha sido breve, 
lo cual prueba el afán de un perfeccionamiento definitivo, 
que sin duda conseguirá en París. Así, se evita también la 
necesidad de someterse á una tarea grosera para poder sub- 
sistir en un medio tan adverso como el nuestro para todo 
lo que no sea política inferior é incidencia de frigorífico. 
Déle Dios buena suerte. Todos afirman que tiene mucho ta- 
lento, y lo demás depende de él mismo. — A. Gerchunoff. 

Advertencia — La dificultosa preparación de este número 
especial ha obligado á la revista á retrasar por unos días su 
salida. Por este motivo, á fin de regularizar su marcha ha 
resuelto la dirección que este número sea doble, es decir, 
correspondiente á los meses de Enero y F'ebrero, por lo que 
se presenta con un aumento en el número de sus páginas. 

La dirección pide asimismo disculpa a sus colaboradores, 
cuyas producciones ha debido postergar para el número 8 que 
aparecerá a principios de Marzo. 

Colaborarán en él, Oswaldo Magnasco, Amado Ñervo, (Ma- 
drid); Manuel S. Pichardo, (Haban^; Manuel Márquez Sterling, 
José León Pagano, Juan Pablo Echagüe, Atilio M. Chiappo- 
ri, Leonardo Shérif, (Madrid); Fernando Fortún, (Madrid); Juan 
Aymerich, José Pardo, Pablo della Costa (hijo), Juan Mas y 
Pi, Alberto Gerchunoff, Mario Bravo, Federico Mertens, Julio 
S. Canata, Arturo Pinto Escalier, Coriolano Alberini, etc. 

José León Pagano — Habiendo debido ausentarse para 
Europa el doctor Leopoldo Longhi, redactor de la sección 
Letras italianas, y abandonar por consiguiente la mencionada 
sección, los Directores deseosos de que ella no quedara de- 
sierta, han encontrado en el distinguido escritor José León 
Pagano, un colaborador eficaz é inmediato que ha honrado 
la revista aceptando el ofrecimiento de ponerse al frente de 
la sección mencionada. 

Presentar al señor Pagano á quienes se ocupan de arte y 
de literatura entre nosotros, es superfino. Acredita su nom- 
bre una extensa y compleja labor efectuada en campos diver- 
sos : la novela, el teatro y la crítica artística, filosófica y lite- 
raria. Desde largo tiempo — como es sabido — desempeña el 
honroso cargo de crítico teatral de La Nación. 

Su profundo conocimiento de la vida intelectual de Italia, 
país en el que ha residido muchos años, le confiere además 
una autoridad indiscutible en la materia que tratará en A^os- 
otros desde el próximo número. 

Sociedad de autores dramáticos — En los primeros días 
del mes se ha constituido una sociedad de autores dramá- 
ticos, cuya mesa directiva la componen los señores: Otto 



96 NOSOTROS 

Miguel Cione, presidente ; V. di Napoli Vita, vice presidente ; 
Félix Alberto de Zabalía, secretario ; Raúl Casariego, secre- 
tario de actas ; Alberto Gliiraldo, tesorero; Enrique García 
Velloso, José de Maturana, Vicente Nicolau Roig, Fernando 
Navarrete, vocales. 

Nosotros acompaña con sus votos la labor de esta asociación, 
de la que puede esperarse mucho en favor del naciente tea- 
tro nacional. 

Círculo de la Prensa - La Comisión Directiva del Círculo 
de la Prensa termina su cometido. Este su año de labor, ha 
sido uno de los más provechosos para el progreso de la aso- 
ciación. En efecto, debido á los esfuerzos del señor Horacio 
Castro Videla, dispone el Círculo de veinte centímetros en 
las páginas de avisos de casi todos los diarios de la Repú- 
blica, lo cual le permitirá, dentro de poco tiempo, contar con 
edificio propio. Organizó un Congreso de la Prensa que, si 
no tuvo los resultados que pudieron esperarse, sirvió por lo 
menos, como \Tinculo de conocimiento entre los miembros 
dispersos de la gran familia periodística. Además, en este 
último año, aumentó considerablemente su número de socios. 

La verdadera preocupación demostrada por el señor de 
Rezabal en su primer presidencia ha impuesto, en el criterio 
de todos, su reelección para el próximo período. ^ 

Considerándola digna de apoyo, publicamos á continuación 
la lista que cuenta con mayores seguridades de éxito. 

Manuel de Rezabal, presidente; fose Varas, vice i**; Jtdsto S. 
López de Gomara, vice 2° ; Juan TJarks, tesorero ; Manuel Marta 
Oliver, secretario; Horacio Castro Videla, pro -tesorero ; Arturo 
Giménez Pastor, pro -secretario ; Roberto /. Bunge, bibliotecario; 
fose L. Cantilo, Juan B. Torres, Tomás J, Izurzu, Federico B. Vilaró, 
Juan Cazenave, Alejandro Rial, José Merlo, Ricardo Font, vocales. 
Tribunal de Honor: Emilio Mitre, Ezequiel P, Paz, Carlos Vega 
Belgrano, Lisandro de la Tone, Agustín Alvarez. 

Libros recibidos — La Casa de la Primavera, por G. Mar- 
tínez Sierra — Madrid— Librería del Pueblo — 1907. 

Leonor, por Rafael Padilla— ( Drama en dos actos y en pro- 
sa) — Prólogo de José Santos Chocano — Madrid— 1907. 

Estudios sobre la política aduanera más conveniente á la Argentina, 
por Luis Eduardo Molina — Córdoba — 1907. 

Noticias de policía . . . por Federico A. Gutiérrez ( Fag. Li- 
bert) — Buenos Aires 1907. 

Apellidos blasonados, por Alejandro L. Bouquet— (Sátira filo- 
sófica en 3 actos)— Buenos Aires 1907. 

Solidaridad Universitaria, (Dos discursos universitarios en 
Córdeba), por Rodolfo Rivarola — Buenos Aires - 1907. 

Los métodos científicos, (Estudio crítico-filosófico), por Juan B. 
Sivori —Buenos Aires— 1907. 

NOSOTROS. 



i 



Afio II — Tomo II 



Marzo de 1908 



Número 8 




Hans Friedrich _ "La Nave ** 

Carlos de Sous^iis... Cantíqtie des Cantiques (Ver- 
sos) 

Amado NerVo.. . . Los tiiie ignoren que están 

muertos 
M. Márquez Sterling.. Los versos de Fray Candil 
Manuel S, Pkhardo,.. Esta noche de Noviembre 

(versos) 

Coriolano Alberini Bl amoraíismo subjetivo 

Jiíaii Aj^inerich _ Sonetos (Versos) 

José Pardo Prosas para Margot 

Pablo Della Costa (h,). Canto á María (versos) 
Alberto GerchunoFF. . . , •* La casa de la primavera ** 

Juan Mas y PL Juan Marañal 1 

Roberto F. Giustt Letras argentinas 

Alfredo Costa Rubert.. Revista de Revistas 
** Nosotros ** , , , , Notas y Comentarios 



dirección 

administración: 
hiten orden 357 



BUENOS AIRES 
19 8 



NOSOTROS 

REVISTA MENSUAL DE LITERATURA, HISTORIA, ARTE, FILOSOFÍA 

APARECE EN LA PRIMERA QUINCENA DE CADA MES 
EN ENTREGAS DE 64 PÁGINAS COMO MÍNIMUM 



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DIRECTORES : 
ALFREDO A. BI ANCHI -ROBERTO P. GlUSTI 

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Ooiniones 

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" Hispano Americanas . . 

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Bellas Artes 

Música 

Teatro Nacional 

Revista de Revistas 

Notas y comentarios 



Bmllio Becher 
Joaquín de Vedis 
Atilio M. Chiappori 
José León Pajfano 
Alberto Gerchunofff 

{nan Mas y Pi 
^lysio de CarValho 
{osé M. Rizzi 
Roberto P. Ginst! 
Beniamín Qarcia Torres 
Emilio Ortiz Grognet 
Miguel Mastrogianni 
Alfredo A. Bianchi 
Alfredo Costa Rnbert 
"Nosotros" 



PRECIOS DE SUBSCRIPCIÓN 

(Adelantada) 

Ciudad S Provincias Exterior 



Trimestre .....$ 2.50 

Semestre ** 5.00 

Afio • 10.00 

Número suelto. ..." 1.00 

Atrasado " 1.50 



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Aflo • 25 



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AÑO II 



MARZO DB 1908 



NÚM. 8. 




NOSOTROS 



í^LA NAVE» 



No me detendré á juzgar la tragedia: se ha publicado y to- 
dos pueden hacerlo. Sin embargo, la impresión que su lectura 
dá, es que ninguno de los oyentes pudo comprender las in- 
tenciones de D'Annunzio. 

Los críticos más amigos del poeta, los que más se regoci- 
jaron con el triunfo, han debido creer al leer «La Nave», que 
era, ó una mistificación, ó un enigma, y esto se nota en los 
artículos que de Italia nos llegan. 

No es que pretenda afirmar que «La Nave» se halla despro- 
vista de mérito: digo y sostengo, y nadie me podrá contra- 
decir después de haberla leído, que no puede ser comprendida 
á la primera audición, y que, si se exceptúan los muy con- 
tados, doctos en historia veneciana, nadie está en grado de 
comprenderla ni siquiera á la centésima, necesitándose para 
ello de estudios especiales. La consecuencia, pues, de esto, es 
que los aplausos y el suceso que obtuvo, débense á causas 
que nada tienen que ver con el valor de la tragedia. Estas 
causas son muchas: la voz de que el poeta se había propuesto 
persuadir á los italianos de la necesidad de poseer una ma- 



98 NOSOTROS 

riña poderosa; la belleza del espectáculo y acaso de la música; 
y, probablemente, muchas otras más. Un fenómeno de su- 
gestión. 

Antes de todo: ¿«La Nave» es un drama? 

Drama es la representación de una acción: si hay la acción, 
dice Aristóteles, hay el drama, aun cuando falte el carácter, 
mientras que la expresión de los caracteres, nunca dará de 
por sí sola un drama. Acción es el fratricidio, la muerte de 
Sergio por mano de su hermano Marco, y allí converge el 
drama, á pesar de las partes que no tienen razón de ser en la 
acción, sino únicamente por el significado alegórico que 
tiene en vista el poeta. El fratricidio es motivado por el odio 
oculto de Basiliola, que trata de vengar con él el horrible su- 
plicio infligido á su padre y á sus hermanos. Para lograr su 
intención, Basiliola disimula, y logra enamorar, tanto á Ser- 
gio, el obispo, como á Marco, el tribuno. Entregándose luego 
á Sergio, llama sobre él la cólera y los celos de Marco, y de 
ahí el desafío y el fratricidio. Consumado el delito, el remor- 
dimiento se apodera de Marco, que resuelve alejarse de la 
patria para siempre, é ir, en su nave, en busca de aventuras 
en países lejanos. En cuanto á Basiliola, expía, dándose vo- 
luntariamente la muerte, el crimen del que ha sido la cau- 
sante. 

Hay, por consiguiente, un drama, una acción, y todas las 
partes que Aristóteles exige en el drama perfecto. 

Pero el juicio cambia si se considera que Basiliola es un per- 
sonaje simbólico, y el símbolo dá igualmente razón del pri- 
mer episodio, que de otro modo no se enlazaría á la acción. 

Es, pues, un drama simbólico, y como tal no puede juz- 
garse con arreglo á los criterios comunes: es una forma de 
arte propia de D'Annunzio, sin ejemplo hasta el día. Shakes- 
peare no la usaba; mas no es hacer crítica decir que Sha- 
kespeare no es D'Annunzio. Cada cual da la que puede ó 
le place. 

D'Annunzio se propuso componer una acción en que se refle- 
jara la historia de Venecia, ciudad de la que celebra el naci- 
miento, y lo consiguió, poniendo en el año 552 hechos y per- 
sonajes de muy distintas edades. De este año, en que coloca 



LA NAVE 99 

D*Annunzio la acción de su drama, la historia no recuerda 
sino un solo acontecimiento, la llegada de Narsete á la isla 
de Rivo-alto, donde hizo edificar dos iglesias. Absurdo sería 
creer que el poeta poseyera algún documento especial del 
que sacara el drama. Los documentos relativos á aquel período 
oscuro de la historia de Venecia son muy contados (la cró- 
nica Altinate, la de Dándolo, la vida de los Dux de Sañudo, 
la crónica justiniana, las enumeraciones de las familias véne- 
tas, Procopio, Pablo Diácono, Ana Comena, etc.), y todos muy 
conocidos. Pero son indispensables algunas indicaciones. 

Es sabido que durante las invasiones barbáricas, muchos 
prófugos de las ciudades de tierra firme se refugiaron en las 
lagunas, y que de tales prófugos se compuso la población de Ve- 
necia. La laguna véneta forma una especie de arco del cual 
unas largas lenguas de tierra que la separan del mar, serían como 
la cuerda. Estas islas llámanse los lidos, Pero, á más de los 
lidos^ esparcidas en el seno del arco surgen algunas más, 
siendo el grupo de mayor importancia el que tiene como 
centro la isla de Rivo-alto ó Rialto. Los prófugos en principio, 
como los bárbaros eran dueños de la tierra firme, buscaron 
asilo en los lidos, las islas más lejanas del continente, que 
cierran la laguna, y allí se detuvieron unos trescientos años. 
Sólo cuando se vieron asaltados por mar, dejaron los lidos y 
se refugiaron en las islas internas de la laguna, siendo la 
ciudad que surgió en esas islas la que más tarde fué llamada Ve- 
necia. En Rialto, isla que dio nombre á la ciudad, en principio, 
ya desde el 421 surgía una iglesia rodeada de 24 casas. Por tal 
motivo, son dos las fechas de la fundación de la ciudad de 
Rialto, llamada después Venecia: el 421 y el 814. Esta última 
es la fecha histórica, pues en ese año el dux Participado 
trasladó de Malamoco á Venecia el asiento del gobierno. 
Mientras tanto, entre 452, año de la invasión de Atila, y 814, 
la vida de los vénetos se desarrollaba en los lidos. En prin- 
cipio. Grado, donde se habían refugiado los prófugos de Aqui- 
leya, era la ciudad más importante: allí, con los prófugos, llegó 
también en 452, el obispo Segundo. Nicetas, su sucesor, al 
retirarse Atila, volvió á Aquileya. En 480 el obispo Marcelino 
acompañado de muchas familias de Aquileya huyó nueva- 



lOO NOSOTROS 

mente á Grado para salvarse de los godos; y también, hu- 
yendo de los longobardos en 568, allí refugióse Paulino, hasta 
que Helia, su sucesor, eligió á Grado por asiento episcopal. 
Contemporáneamente, en otros lidos, otros prófugos se ha- 
bían establecido. Heraclea y Malamoco, surgieron más tarde. 
En 552, año de la acción de la tragedia. Grado, en el lido 
homónimo, es la ciudad más importante, dependiendo del 
obispo de Aquileya, que aun no reside ahi. I<a diaconisa Ema 
representa en el drama como la sombra del obispo aquile- 
yense. En otras partes de las lagunas surgen centros pobla- 
dos, sobre todo en los lidos; pero cada lugar elige su tri- 
buno, viviendo independientes los unos de los otros. Una 
confederación entre ellos no se había todavía establecido. 
Grado era la ciudad principal, pero no la capital, por cuanto, 
no sólo no había asociación, sino también porque el gobierno re- 
conocido por los prófugos era aún el de Constantinopla, y 
por eso los jefes seguían llamándose tribunos. Sin embargo 
la dependencia de Bizancio era tan sólo nominal, pues hacia 
el año 500 Casiodoro, en la carta á los tribunos de los marítimos^ 
habla de los vénetos como de gente libre é independiente. 

El espectáculo que la laguna presentaba está con dili- 
gencia descrito en la didascalia. Compárense con la descrip- 
ción d^Annunziana estas palabras de Molmenti: «Veíanse aquí 
y allá los muros de las salinas . . . Encajonados entre diques 
y canales para que sintiesen mejor la acción de la marea, ex- 
tendían los molinos los rayos de sus ruedas ... y entre las 
casas, sobre los techos, sobre el espejo tranquilo de la laguna, 
en aquella paz de líneas y matices, levantábanse las velas de 
los buques » 

También está pintada en el prólogo la vida de los habi- 
tantes. Capitanes de buques que llevan sal á Ravena; mar- 
moleros, molineros, pilotos, fabricantes de órganos; el maes- 
tro de las aguas, etc., allí vemos agitarse los tipos que 
constituían en la época la población de la isla. La catedral 
en construcción es Santa Eufemia de Grado; el arengo, ó 
plaza de la asamblea popular, con la silla de piedra del tri- 
buno, es el de la misma ciudad. 
El piloto recuerda el sitio de Roma y la defensa de Bell- 



I,A NAVE lOI 

sario: es el gran acontecimiento de la época, del que los vé- 
netos tenían noticia por haber con sus naves ayudado á Beli- 
sario. Hablan también de las crecientes de los ríos, y sobre 
todo de la llegada de Narsete, de la familia Faledra, y del 
tribuno depuesto y cegado junto á sus hijos: en una palabra, 
el tiempo, los lugares y todos los acontecimientos necesarios 
para la comprensión del drama están expuestos y descritos 
con bastante diligencia. Esta parte no sería tan prolija en un 
drama antiguo: hoy en día es indispensable. Los nombres 
son históricos, y de los que más ilustres se harán en los 
tiempos posteriores. Orático era el apellido antiguo de los 
Gradenigo, originarios de Aquileya; Falerdo (Faledro) es la 
forma latina de Fallero. 

Esta célebre familia era oriunda de Fano; sin embargo, en 
un documento en que se narra que en 421 los paduanos en- 
viaron á Rialto tres cónsules para fundar una ciudad, el pri- 
mero de estos cónsules lleva por apellido Falerdo. El do- 
cumento no es auténtico, pero antiguo, y demuestra la 
existencia entre los vénetos, ya desde los primeros tiempos, 
de ese apellido. Los Faledros se llamaban también Anafestos 
(y no Anastasios, como dice Saiiudo), y el primer dux de 
Venecia, que por consejo del obispo de Grado eligióse en 
Heraclea en 697, fué Lucio Polo Anafesto, que otros leen 
Paoluccio Anafesto. Probablemente era de la misma familia, 
Orso, el tercer dux, que mereció del emperador el nombre de 
Ipato y del que es como un reflejo el Orso Faledro de la tra- 
gedia. Fué muerto, y su hijo Teodato, que trasladó la capital 
de Heraclea á Malamoco, también fué depuesto y cegado. 
Los otros tres hijos ciegos que en la tragedia aparecen, se 
deben también buscar en la historia posterior de la familia. 
De Tracia vino la familia Emo, á la que pertenece la diaconisa; 
de Mitilene llegaron los Maganessi (Jorge Magadisci(^). Ya 
desde principio, entre los emigrados de Aquileya se formaron 
los dos bandos, el de los partidarios de los griegos, y el itá- 
lico, representados en el drama, el primero por los Faledros 
y el segundo por los Oráticos, facciones que mantuvieron á 
los vénetos en discordia sangrienta por más de 300 años, 
hasta la fundación de Rialto en 814. Fueron cegados los dux 



I02 NOSOTROS 

Teodato, Fabrício, Galla Gaulo (Gauro en el drama), Monega- 
rio, etc., todos ellos en los primeros tiempos. 

Aquel cuadro, pues, de Orso con sus cuatro hijos, á quienes 
á más de los ojos les fueron arrancadas las lenguas (?), sino 
cronológicamente, es exacto históricamente. Esta nota no po- 
día faltar en un drama representativo de la vida primitiva de 
los vénetos. 

Entonces casi no se hacía expedición ó viaje sin traer á 
Venecia el cuerpo de algún santo. Las reliquias de los santos 
protectores de Grado, Sergio y Baco, las trajeron consigo los 
obispos de Aquileya, y fueron más tarde depositadas por el 
obispo Orso, en la iglesia de San Pedro en Castillo, catedral 
de Venecia hasta 1807. La costumbre anotada la encontramos 
en la tragedia. También era común la costumbre de excavar 
en las ruinas de Aquileya y de las demás ciudades destruidas, 
á fin de hallar tesoros ó reliquias, é igualmente ha sido se- 
ñalada por D'Annunzio. 

En una palabra, el poeta busca los rasgos más salientes de 
la vida veneciana de aquellos tiempos primitivos, y los adap- 
ta en sus cuadros sin cuidarse de la cronología y atendiendo 
únicamente á dar una impresión exacta de conjunto de todo 
aquel largo período. Y la impresión, sin duda, es justa. No es 
la historia del año 552, sino la de todos aquellos siglos, y 
está hecha con tanto arte, que, ó con Orso ó con Orático se 
podrían identificar todos los dux de Venecia, aproximada- 
mente hasta el año 1000. Esto prueba que la obra es seria y 
que hubo de costarle á D'Annunzio no poco trabajo. No 
aparece en la tragedia el título de dux, porque solo en 697 
empezó á usarse; pero las alusiones son evidentes. 

El poeta llama Orática á la facción opuesta á la Grecánica, 
y es que el programa de tal facción varió con el tiempo. En 
los primeros siglos la lucha se entabló entre los partidarios 
de los griegos y los amigos de la independencia; más tarde 
á los favorecedores de los griegos se oponen los partidarios 
de los francos. El dux Juan Gabbaio (787) asocióse á su hijo 
Mauricio en el mando, y á la muerte del obispo de Olivólo 
(Venecia), hizo elegir por medio de la violencia á Cristóbal 
Damiano, á pesar de las protestas del pueblo y del patriarca 



I,A NAVB 103 

de Grado. Este hecho y otros semejantes se reflejan en la 
tragedia en la elección de Sergio, el hermano de Marco Grá- 
tico. Juan lencarga á su hijo Mauricio el castigo del patriarca, 
y Mauricio lo hace arrojar de una torre. Hechos de tal especie 
los recuerda vagamente el duelo de los hermanos, Marco el 
tribuno y Sergio el obispo. 

El poeta inventa, pero guiado* por la historia. La lucha en- 
tre las dos autoridades, la eclesiástica y la civil, no fué menos 
duradera ni menos encarnizada que la entablada entre los 
grecánicos y los itálicos ó gráticos, y si el poder civil está 
representado en Grático, el eclesiástico se personifica en Ser- 
gio. Madre de ambos, es la diaconisa Ema, la iglesia de 
Grado: madre de Grático, porque se debe al obispo Cristóbal 
y á sus consejos la elección de un dux que mandara á todas 
las ciudades de la laguna; madre de Sergio porque el obispo 
de Venecia (antes llamado Olivolense y luego del Castillo, 
por un castillo que surgió en la isla de Olivólo, y que, 
según la leyenda, remontaba á la edad troyana), fué sufragáneo 
del patriarca de Grado hasta el siglo XV, en que el papa 
Nicolás V trasladó el patriarcado á Venecia. 

Entre las dos autoridades Basiliola representa Venecia, la 
ciudad y el pueblo, éste último hasta que dure el régimen 
democrático. Las didascalias parecen afectadas, pero no lo 
son si se advierte que Basiliola es la personificación de la 
ciudad más bella del mundo, la que Byron llamaba la segun- 
da querida de todos los poetas. 

«He traído conmigo nna extravagancia nunca vista sobre 
las aguas» — repite dos veces al principio, y tal extravagancia 
es la ciudad de Venecia que ha de surgir, y especialmente su 
gran monumento San Marco. «Llevo al altar una ampolla 
votiva con la imagen de San Marco que ora entre camellos, 
llena del óleo que arde sobre su sepulcro..^ «San Marco que 
ora entre camellos» es una alusión al estilo de la célebre 
iglesia, una mezcla de bizantino y de árabe. 

El estado y la iglesia eran democráticos, siendo el pueblo 
quien elegía al obispo, y de ahí los amores de Basiliola con 
MsHTco y Sergio. 

A página 68: «Ella avanza hacia los hombres y los mira. 



I04 NOSOTROS 

Detiénese frente á uu véneto de alta estatura que sobresale 
por encima de los demás de toda la cabeza.» «Me bas llama- 
do por mi nombre» — le dice. En efecto, entre los prófugos 
había también descendientes de los antiguos vénetos, y es 
uno de éstos quien la llama por su nombre: Basiliola, pe- 
queña reina, Venecia, 

«Tú apacientas las yeguas lupíferas cerca del Timavo» — 
continúa. lyos vénetos se habían refugiado en Equilia, que 
así llamábase por los caballos que allí se criaban. 

Ellos todavía eran idólatras, debiendo ser seguramente 
el de Belén el ídolo al que hace alusión Basiliola. Esa 
frase: «El hermano la prostituye á los griegos», es una refe- 
rencia á las ayudas continuas que los vénetos proporcionaban 
á los griegos en calidad de mercenarios, especie de prostitu- 
ción. En el carácter de Basiliola se refleja admirablemente 
aquella mezcla de razas y cultos de su población primitiva: 
romanos, griegos, ilirios (vénetos); como también aquella vo- 
luptuosidad que hace de Venecia un pedazo de Oriente. Con- 
sidérese también su afición por las fiestas, por los bailes, por 
el carnaval. 

En cierta ocasión está por revelarse: «Sabrás, sabrás quien 
soy.» Su nombre es Diona, madre de Venus ó Venus mis- 
ma, porque Venecia surge del mar como surgió Afrodita. 
Aquellos dados que caen son una alusión á la leyenda del 
oráculo de Gerión, que mandaba arrojar los dados de oro en 
la fuente de Abano. 

Sus túnicas son los lidos verdes y el mar. Cuando en el 
primer episodio deja caer la primera, aparecen como dos 
mamas: los brazos quedan en sus vainas de varios colores, 
unidas en alto mediante una hilera de pequeñas listas que bri- 
llan al sol sobre la piel. Es cual aparecería Venecia en aquel 
entonces á quien entrara en la laguna á través de los lidos: 
las mamas son las dos islas de Rialto y Olivólo, ésta con 
su castillo, aquélla con su antigua iglesia; las listas pequeñas 
son las islas menores que las circundan; la vaina en que 
permanecen aún ocultos los brazos es el mar. 

Esta es aproximadamente la significación simbólica de 
Basiliola, cuya llegada anuncia el piloto con las palabras: 




MIECIO HORSZOWSKI 



Por tu frente de tiácat cort crinera de miel, 
Por tus sonrientes ojos, caracoles de aurora, 
Por tus manos, sus venas, sus uñas y su piel. 
Que parecen dos lirios para Nuestra Señora; 

Que parecen dos lirios que visita el rubor 
Cuando el viento les hurta la harina del estambre 

Y por todo tu espíritu tramado en ruiseñor, 

Se ha abierto la colmena y ha salido el enjambre. 

Música, tú que apriscas la esquila al tamboril, 
Has dicho: suelte hogaño mi búcaro de abejas 
La mano que es menuda, temprana é infantil. 

Y las profundas pautas que hicieron los maestros, 
Tuvieron yemas nuevas sobre las claves viejas 

Por la virtud de un músico de aquestos días nuestros. 



B. 



« Nosotros » — N'\ 8. 



LA NAVE 105 

«La sirena está en la laguna». Su cinturón, como ella le 
dice á Marco al final del primer episodio, bien vale una 
corona. 

El primer episodio debió ser modificado en la representa- 
ción. Sin embargo el símbolo es allí tan claro, tan evidente, 
que no podían nacer equivocaciones. La Fosa Futa es la que 
encontramos en Dante, en el capítulo XII del Infierno, en 
que son castigados los tiranos violentos contra sus subditos, 
hallándose más ó menos sumergidos en la sangre según la 
gravedad de su culpa. Como alrededor de la fosa dantesca 
andan centauros flechando, así alrededor de la fosa de «La 
Nave» andan arqueros. La significación es idéntica: en la 
fosa de Dante están los tiranos o^che dier nel san^ue e nelVaver 
di piglío^^y y que el pueblo mató. En la tragedia d*Annun- 
ziana Basiliola representa la muchedumbre enfurecida que 
castiga á sus tiranos. En efecto, algunos de los muertos por 
Basiliola son identificables fácilmente. Galla Gaulo (Gauro) 
es el que urdió la conjuración contra Teodato, hijo de Orso, 
y que le sucedió en el poder, habiendo sido en el mismo año 
depuesto y cegado. Dos otros nombres de dux, victimas de 
la muchedumbre, son Gabbaio y Centran ico. Probablemente 
con alguna paciencia podrían identificarse todos los restantes, 
muertos por Basiliola. 

Venecia, trozo del paraíso, en tales revoluciones, muy fre- 
cuentes en los primeros tiempos de la ciudad, en que las 
masas alzábanse, feroces y lujuriosas cual Basiliola, transfor- 
mábase en una especie de círculo dantesco, y esto quiso signi- 
ficar el poeta, tomando de Dante, y precisamente del canto 
XII, el de los violentos contra el prójimo, el adjetivo de 
fuia, lleno de significación, sin que ello importe afectación 
ó arcaísmo. Basiliola misma, esto es, la ciudad, el pueblo, es 
quien les lanza sus flechas á los arrojados en la fosa. La 
escena tiene el horror y el sabor de los espectáculos que 
simboliza. Basiliola no es allí un ser humano: es una fiera 
como toda multitud embravecida. 

Traba puede significar ó el patriarca Helia, ó la orden de 
los carmelitas que del profeta Elias pretenden descender: sea 
como sea, representa los eclesiásticos que en nombre del 



I06 NOSOTROS 

Evangelio predicaban la paz á la muchedumbre, echándole 
valientemente al rostro su ferocidad. Las alusiones al pro- 
feta Elias son evidentes. 

Marco Orático, el poder civil, aparece en seguida, cuando 
ya está hecha la justicia. Traba lo incita á dar muerte á Ba- 
siliola, es decir, á oprimir la multitud y á suprimir la demo- 
cracia. Es el consejo que en ocasiones semejantes dan al 
poder todos los hombres de orden: matar, oprimir, tira- 
nizar. 

En la última parte del episodio Basiliola trata de encender 
la ambición de Marco, y alude al hecho de mayor importancia 
de los primeros períodos de la historia véneta, la toma de 
Constantinopla efectuada por Dándolo, el viejo dux, también 
él cegado por los griegos. 

En el segundo episodio está pintada con los colores más 
vivos una orgía en el templo mismo. Toda la historia del 
patriarcado veneciano con sus cismas, sus herejías, su corrup- 
ción, sus reformas, sus luchas con el poder civil que termi- 
naron con el triunfo de éste último, está allí representada 
con arte pareja á la erudición. Pero el comentario resultaría 
demasiado extenso. Basiliola, el pueblo republicano, ora es 
partidaria del obispo, ora del dux, y se goza en ver al uno 
vencido por el otro. Las luchas, finalmente, en el tercer 
episodio parecen cesar, y desde entonces se desahoga la acti- 
vidad de la República en empresas gloriosas. La varadura 
de la nave no tiene otro significado. La muerte de Basiliola 
es hermosísima: aquella cabeza entre llamas es Venecia en 
la gloria de sus puestas de sol. 

He indicado algunas de las significaciones más claras 
del drama; para las demás, y son innumerables, requeriríase 
particularizar con exceso. El tema ha sido desarrollado con 
gracia y arte no comunes, y si nó en los teatros, «La Nave» 
vivirá como obra literaria de un valor sobresaliente. Es la 
obra de D'Annunzio concebida con mayor seriedad de inten- 
ciones, obra original, de inspiración y erudición aunadas, 
destinada á restablecer la fama del poeta, y á ganarle tam- 
bién las simpatías de quienes hasta el día no le han sido 
favorables. 



I.A NAVE 107 

Xos versos son bellísimos; nobles la lengua y el estilo; 
admirables las imágenes. Para que se hiciera popular se ne- 
cesitaría una cultura histórica demasiado superior á la común. 
Es, pues, natural, que la crítica quede confundida frente á 
una obra semejante. 

Paréceme que lo dicho es suficiente para incitar á cualquier 
entendido á emprender un estudio más completo y reposado, 
que yo no me he propuesto hacer. Sin exageración se puede 
empero afirmar, que un volumen apenas bastaría. 

Hans Friedrich. 



CANTIQUE DES CANTIQUES 



A Lily de C. 



Pour t'avoir delirante et nue entre mes bras, 
Par un printemps d'extase et sous un ciel de gloire, 
Prés d*un lac que la lune argente et le vent moire, 
Je veux, Prince et Poete, ouvrir mes Alhambras, 

Mes Alhambras de réve oü les joyaux fleurissent 
Des mots étincelants qui disent comme l'or : 
— ^Je t'aime!... et te désire, et te désire encor, 
A moins qu*au firmament les soleils ne périssent ! 

Tes cheveux ont Todeur et la couleur du miel. 

lis couronnent un front d'impératrice fée, 

En boucles sur tes reins, une fois décoiíFée, 

lis semblent le mantean d*un nouvel astre au ciel. 

Je crois voir l'Océan des an tiques sirénes 
Dans tes yeux oü Tazur dans le glauque se fond, 
Et des siécles passés j'entends le cri profond 
Au nombre t'acclamer des beautés suzeraines. 

ly'arc divin qu'á ta lévre oublia Cupidon 
S'est trempé dans le sang des blessures des roses, 
Ses fleches, d'un subtil philtre tu les arroses 
Et leur pointe brúlante ignore le pardon. 



CANTIQÜE DES CANTIQÜHS I09 

L'ivoire de ta gorge a des iris de nacre 
Quand ton collier y joue en somptueux dessins. 
Ir'auguste gonflement de tes rigides seins 
Promet deux globes lourds au roi qui les consacre. 

Est-ce un rubis qui tremble á leur sommet neigeux ? 
Dans un champ de jasmins une fleur gjenadine? 
O printanier bouton de cette chair divine, 
Comme tu fais frémir tout mon étre orageux! 

De Venus de Milo le vrai geste olympique, 
Ton bras marmoréen triompbal nous le rend. 
Ta gauche a peur du vol de mon baiser errant 
Et ta droite á mes doigts dispute ta tunique. 

Ah, oui ! laisse la choir pour moi seul, ébloui ! 
Bénissant á genoux les colonnes du Temple, 
Comme un nouveau Phidias, laisse que je contemple 
I/C mystére de gráce en f emme épanoui ! . . . 

Pour tes pieds de satin j'aurai des tourterelles 
Qui, d'un bec de corail, tes ongles poliront, 
Et, pour que les lilas enguirlandent ton front, 
Aux plus froides saisons j'aurai des hirondelles. 

Viens dans le bois toufiu d'un Parnasse ignoré: 
J*y chanterai des vers qui sont mon pur díctame! 
lis te pénétreront jusqu'au tréfonds de Táme 
Et feront de ton coeur un encensoir sacre! 

A nous deux isolés sous les rameaux du songe, 
Nous cueillerons des Dieux tous les fruits défendus, 
Et, de leurs gazouillis á récho répandus, 
I^es oiseaux conteront le vrai d'un doux mensonge! 

Caritos de Soussens. 
Febrero de 1908. 



LOS QUE IGNORAN QUE ESTÁN MUERTOS 



Los muertos— me había dicho varias veces mi amigo el 
viejecito espirita, y por mi parte había encontrado varias ve- 
ces también la misma observación en mis lecturas, — los muer- 
tos, señor mío, no saben que se han muerto. 

No lo saben sino después de cierto tiempo, cuando un es- 
píritu caritativo se lo dice, para despegarlos definitivamente 
de las miserias de este mundo. 

Generalmente se creen aún enfermos de la enfermedad de 
que murieron : se quejan, piden medicinas. , . Están como en 
una especie de adormecimiento, de bruma, de los cuales va 
desprendiéndose poco á poco la divina crisálida del alma. 

Los menos puros, los que han muerto más apegados á las 
cosas, vagan en derredor nuestro, presas de un desconcierto 
y de una desorientación por todo extremo angustiosos. 

Sienten dolores, hambre, sed, exactamente como si vivie- 
ran, no de otra suerte que el amputado siente que posee y 
aún que le duele el miembro que se le segregó. 

Nos hablan, se interponen en nuestro camino, y desesperan 
al advertir que no los vemos ni les hacemos caso. Entonces 
se creen víctimas de una pesadilla y anhelan despertar. 

Pero la impresión más poderosa — como más cercana, — es 
la de que les sigue doliendo aquello que los mató. 



Y, en efecto, una tarde en que por curiosidad asistí á cierta 
sesión espirita, pude comprobarlo. 

La médium era parlante. (Ustedes saben que hay médiums 
auditivos y videntes, materializadores, etc.). Las almas de los muer- 
tos se servían de su boca para conversar con los presentes, ó 
como si dijéramos, hablaban por boca de ganso. 



LOS QUE IGNORAN QUE ESTÁN MUERTOS III 

Debo advertir, á fin de que no parezca á ustedes ilógico ni 
en contradicción con lo que he dicho lo que voy á relatar, que 
no es preciso que un muerto sepa que está muerto para hablar 
ú obrar por ministerio de un médium. 

En ese sopor á que me refería antes, los espíritus reciente- 
mente desencarnados rondan á los vivos é instintiva, maqui- 
nalmente, cuando encuentran un médium lo aprovechan para 
comunicarse, exactamente como un viandante, aunque no esté 
en sus cabales, por instinto también aprovecha un puente 
para llegar al otro lado del río. 

Empezó, pues, la sesión sin matar las luces y la médium 
cayó en trance. 

Momentos después, exclamaba: 

— «¡Estoy mal herido! ¡Socórranme!» y se apretaba con 
ambas manos el costado derecho. 

— I Quién es usted ? — preguntó el que presidía la sesión. 

— «Soy Valente Martínez, y me han herido aquí, en la pla- 
zuela del Carmen; me han herido á traición. Estoy desan- 
grándome... Vengan á levantarme». 

Y por la cara de la médium pasaban como oleadas de dolor 
y de agonía. 

Muchos de los allí presentes experimentamos gran sor- 
presa, porque, en efecto, en los periódicos de la última se- 
mana se había hablado con lujo de detalles del asesinato de 
Valente Martínez, cometido á mansalva por un celoso. Así, 
pues, la sesión se volvía interesante. 

— «¡Vengan á levantarme!» — seguía diciendo con inflexión 
plañidera la médium. — «Me estoy desangrando: es una falta 
de caridad dejarme así, tirado en una plazuela» . . . 

— Yerra usted, insinuó entonces el que presidía: cree usted 
hallarse herido y abandonado en la calle; pero en realidad 
está usted muerto ! 

— «¡Muerto yo! — exclamó la médium con dolorosa sorna. 
¡Muerto! ¡I^e digo á usted que estoy mal herido!» 

Y seguía apretándose el costado. 

— Está usted muerto y bien muerto. Murió usted de la 
puñalada, el viernes último, en el hospital de San Lucas. 
La médium se impacientaba : 



112 NOSOTROS 

— «jEs una falta de caridad dejarme tirado como á un 
perro! ¡Como á un perro, sí, en medio de la calle!» 

Y se retorcía en su asiento. 

— ¿De suerte, preguntó el que presidía, que usted insiste 
en que está vivo? 

— «Sí ¡y mal herido! Ayúdenme á levantarme. ¡ No sean 
malos!» 

— Pues le voy á probar á usted que está muerto. ¿ Usted, 
qué es, hombre ó mujer? 

— «¡Vaya una pregunta tonta: soy hombre!» 

— ¿Está usted seguro? 

La médium hizo un movimiento de contrariedad: — «¡Que 
si estoy seguro! ¡Qué ocurrencia!» 

— Bueno, pues toqúese usted la cara y el pecho. 

La médium se llevó la diestra á las mejillas, y una expre- 
sión de indecible pasmo se pintó en su rostro : Valente Mar- 
tínez (que, según los retratos de los diarios, era barbicerrado,) 
se palpaba imberbe... 

La mano temblorosa se posó enseguida en el labio supe- 
rior, buscando el ausente bigote... Luego, más temblorosa 
aún, descendió al pecho, y al advertir la ingente carne de 
los senos, la médium dejó escapar un grito, gutural, horrible, 
en tanto que fríos sudores mojaban su frente, lívida de tor- 
tura, en la que se leía el supremo espanto de la convic- 
ción ... 

Siguió un silencio muy largo, durante el cual la médium 
inmóvil, murmuraba no sé qué con labios convulsos, y, por 
fin, el que presidía dijo: 

— ¡ Ya vé usted como está bien muerto ! Yo lo he desenga- 
ñado por caridad, para que no piense más en las cosas de la 
tierra y procure elevar su espíritu á Dios . . . 

— «¡Tiene usted razón !» murmuró penosamente la médium. 

Luego, después de una pausa, suspiró : «¡ gracias !» 

Y ya no profirió palabra alguna, hasta salir del trance. 

Amado Nsrvo. 



LOS VERSOS DE FRAY CANDIL 



El poeta de Los Trofeos encontró en los versos de Emilio 
Bobadilla vestigios del habitual pesimismo de Campoamor. A 
mí se me antoja desatinada la obsen^ación y dicho sea sin el 
vano propósito de enmendar la plana á quien tan acreditada 
la tiene. Frías debieron ser las relaciones amistosas de He- 
redia con los poetas castellanos; borrosos recuerdos dejaron, 
de seguro, en su mente, las lecturas de nuestros genios; pocas 
horas empleó en deleitarse con la rimada metafísica del autor 
del Licenciado Torralhas, De no ser así las poesías de Emilio Bo- 
badilla hubiéranle traído á la memoria la musa soñadora y 
airada de otros bardos españoles. No es el pesimismo, ni si- 
quiera la humorada, abstractamente, quien define el parecido 
entre poetas; y figuróme no errarla afirmando que tampoco es 
fuerza de parecido entre artistas, ya sean poetas, prosistas ó 
pintores, la práctica de un mismo género interpretado en un 
mismo sentido ó influenciado por el mismo medio y las mis- 
mas emociones. El colorido abre abismos entre poetas de 
tendencias semejantes, hasta en aquellos que son imitadores 
de un solo modelo. Dos poetas escépticos pueden ir por 
rumbos diametralmente opuestos y las notas amargas de su 
escepticismo darles un carácter antagónico; enfermedades 
iguales tal vez, pero con síntomas diferentes; una sola pena, 
acaso, que arranca lamentos desiguales; una sola sensación 
que lleva lágrimas á los ojos de uno y á los labios de otro 
sonrisas. 



1 14 NOSOTROS 

Sobre todo, para mí, si el verso en Campoamor es más ex- 
pontáneo que en Bobadilla, en este la idea es más profunda; 
si en el primero la visión artística es más universal, en el se- 
gundo es más firme. Lo que Campoamor tiene de candoroso, 
en Bobadilla es aticismo. Tienen, además, modos opuestos de 
apreciar la vida, modos opuestos de apreciar la poesía. Cam- 
poamor era acusado, y con bastante fundamento, de plagiar 
la forma luminosa de Víctor Hugo. Bobadilla es plagiario por 
modo distinto: es plagiario de sí mismo; ha plagiado en 
muchos de sus versos los arranques ardorosos de sus artícu- 
los humorísticos. 

Bobadilla no es de aquellos poetas afamados que logran 
disfrazar sus sensaciones verdaderas con falsos ropajes de da- 
masco. Ateneo no podría acusarle, como acusaba á Anacreonte, 
de inventar estados de ánimo á que jamás se vio sujeto. Bo- 
badilla en sus versos dice lo que en el alma rebosa, aunque 
para ello rompa con las bellezas del idioma ó con el buen 
parecer de los timoratos. Sus extravagancias, que las tiene, 
responden á la fogosidad de su numen, y á veces figúranseme 
estallidos de un cerebro descontento de su propia obra. Ex- 
presa el dolor en todos sus versos, pero es un dolor que no 
tiene faces nuevas y que se manifiesta en todas las cuerdas de 
su lira; es un dolor que agita su alma constantemente y que 
le tiene en perpetuo insomnio divagando sobre las miserias 
de la vida que rodean al hombre. Todos sus versos parecen 
hechos para expresar una idea dilatada, inmensa, imposible 
de contenerse en los límites de un solo canto; una idea sola 
á la que el poeta dedica su existencia, su producción fecunda 
y original. Bobadilla vé todas las cosas á través de una sombra 
que no alcanza jamás á describir; sus puestas de sol tienen 
reflejos semejantes á sus noches de luna; su alma es honda 
y la ilumina en toda su profundidad la solemne idea que 
extremece sus nervios y arranca las quejas armónicas de su 
corazón. 

En Bobadilla el realismo de la prosa caracteriza la forma 
del verso. Sus mayores rarezas consisten en rimar cuanto pa- 
rece refractario á los encantos de la poesía. Sus alegorías son 
tan naturales que jamás podrían confundirse con el decantado 



LOS VERSOS DE FRAY CANDIL II5 

simbolismo parisino. La imagen aparece en él simultánea- 
mente con la emoción, mientras los simbolistas huyen de lo 
pictórico y quieren que el objeto sea visto sin enunciarlo, 
interpretando el lector, como observa Max-Nordau en Dégéné- 
resceme^ la emoción propia. Locura, y grande, buscar entre los 
poetas jóvenes de Francia el maestro de Emilio Bobadilla. Su 
poesía, como su prosa, es suya, no tiene los rasgos que se 
prestan, unos á otros, los poetas adoradores de una escuela 
misma. Habla de amores sin creer en la inmortalidad del 
amor. Sus accesos á la ciencia, de que da muestras cuando 
analiza en prosa, le hacen psicólogo en verso. Sus odios son 
como sus amores y acaso la idea predominante en toda su 
poética es la rima del desprecio, desprecio del espíritu y de la 
carne, desprecio de todo lo humano con negación de todo lo 
divino: la quinta esencia del escepticismo que traspasa los 
límites de su época para ser, segiin la filosofía de Nietzsche, 
lo vulgar en siglos futuros. El es el modelo de sus análisis: 
ha hecho un estudio de sí mismo tan completo que le basta 
para conocer á la humanidad toda. 

Si algún crítico fustigara á Bobadilla por los prosaísmos en 
que incurre adrede, en mi sentir demostraría no entenderle. 
La poesía de esa prosa es tan intensa que llega á los cora- 
zones exquisitos con la ternura de frases dulces y sonoras. 
En cambio no podrá consagrarse, como los versos de Juan 
de Dios Peza y Manuel Acuña, en la memoria de las damas 
románticas. Sin embargo, para mí, las durezas de la forma, 
en Bobadilla, ejercen un poder sugestivo incomparable. El 
Nocturno que dedica al filósofo González Serrano, y que acaso 
sea para las gentes lo menos apreciado del poeta, es bellísimo 
y tiene, sin duda, reminiscencias del Nocturno de José Asun- 
ción Silva que tanto conmueve y que reproduce las trepida- 
ciones de un alma desesperada. A decir verdad en el Nocturno 
de Bobadilla hay algo que se inspira en el Nocturno de Silva, 
caso único en que Bobadilla trae á la mente versos ágenos. 
No son iguales, pero en cierto instante producen emociones 
semejantes. Habla Bobadilla de un perro tísico que 



Il6 NOSOTROS 

«se encogía y alargaba sin ladrarme. 

Y su sombra con la mía confundiéndose 

como el lúgubre capricho 
del pincel de un Goya histérico y borracho, 

se alargaba y encogía 

se alargaba y encogía 
y de pronto separábanse creciendo 

separábanse y huían 

las dos sombras 
las dos sombras de dos seres que vagaban.» 

Las sombras producen en Bobadilla sensaciones sentidas 
también por Silva. La visión es la misma y son ambas igual- 
mente bellas, sobre todo, cuando el poeta colombiano canta: 

«Y tu sombra 

fina y lánguida 

y mi sombra 

por los rayos de la luna proyectadas 

sobre las arenas tristes 

de la senda se juntaban. 

Y eran una 

Y eran una 

Y eran una sola sombra larga 

Y eran una sola sombra larga 

Y eran una sola sombra larga.» 

Bobadilla es, ante todo, un poeta descriptivo admirable. 
Nadie como él dibuja en la estrofa los ojos de fuego de una 
mujer tropical; nadie como él esculpe en la rima sonora la 
Venus amada que delira en el recuerdo. Los paisajes de Bo- 
badilla tienen un matiz tan original, tan bello, que remedan 
pinceladas de Velazquez y Murillo. Las olas del mar, en sus 
versos, tienen tal exactitud que se las vé saltar, que se las 
vé correr, que se las vé deshacerse en espumas .... 

Y es que todo ello refleja el espíritu del poeta, el fuego de 
sus pasiones, la estética de sus ansias de artista, los colores 
vivos de la paleta que lleva en el corazón al correr de sus 
ideas que fluyen y refluyen en un océano de sentimientos! 



I.OS VKRSOS DE FRAY CANDIL II7 

Liras hay hechas de alas de mariposas; liras hay hechas de 
. cascabeles; liras hay hechas de flores; y sus cantos son como 
las mariposas fugaces, como los cascabeles agudos, como las 
flores fragantes .... Pero esta lira, la lira del poeta que titula 
sus versos Vórtice, es misteriosa, invisible; se siente á veces 
que ruje como el mar, que ruje como la tempestad, y sus 
armonías recojen en la braveza de sus sonidos todos los cán- 
ticos que expresan el dolor, los lamentos de las almas en- 
fermas y los bramidos que se lleva, en sus embates, amores 
y alegrías y deja una gota de hiél y una lágrima sobre el co- 
razón helado .... 

M. MÁRQUEZ STERLING. 



ESTA NOCHE DE NOVIEMBRE 



Á LA CONDESA MATHIBÜ DB N0AILLE8. 

Esta noche de otoño es glacial y nubosa; 
sólo el alma está en vela, y duerme cada cosa; 

Todo es ya más antiguo que la vejez; el cielo 
aclaran blancos grumos como barbas de abuelo; 

Las calles de las tumbas son agostados cauces 
que arrastran por el polvo las hojas de los sauces; 

Por las ramas en donde la luciérnaga otea, 
en escarcha menuda el sereno chorrea; 

El silencio camina y hace parada el ruido 
y un sentido se siente con amargo sentido; 

El ambiente es maligno: si lo aspira el que pasa, 
en sus pulmones filtra mezcla de hielo y brasa; 

Por el temor y el frío, que se acercan sutiles, 
tiemblan, si se aventuran, las manos femeniles; 

La luna tiene miedo de salir al espacio 

y la máscara asoma medio oculta y despacio, 

Para, hacer más medroso el silvar de los pinos . . . 
¡ Cuánta tristeza invade los obscuros caminos ! 

Tose el can á lo lejos como pecho con asma; 
la luna lleva puesto capuchón de fantasma; 

La tierra se estremece de pavor, y de angustia; 
es la inquietud, la pena, lo frágil que se mustia. 

¡Ah!... j Podrá ser que noche que tanto mal predice, 
con el alba no acierte y neg^a se eternice ? 

MaNüKIt S. PlCHARDO. 
Habana, Noviembre 2 de 1907. 



EL AMORALISMO SUBJETIVO ^'' 



Al Db. Rodolfo RIyabola. 

En la historia del pensamiento fílosóñco no se producen 
soluciones de continuidad. 

Sería muy fácil demostrar que muchas concepciones, aun 
las de aire más peregrino, verbigracia, el amoralismo, no son, 
por cierto, novedades que nos legara el siglo pasado. Para 
probarlo, tratándose del amoralismo, no hay más que recu- 
rrir á la filosofía pre - socrática, que ya presenta las especula- 
ciones de los sofistas, esencialmente amorales. 

I/a psicología ética de los filósofos sofistas conducía direc- 
tamente á la negación de la moral social, á justificar la anar- 
quía de la conducta individual, degenerando por consiguien- 
te, en el más repugnante utilitarismo egotista que pudiera 
jamás concebirse, pues, por grande que fuere el escepticismo 
profesado, los sofistas no hubieran llevado seguramente á la 
dialéctica demoledora hasta aniquilar la voluntad de vivir. 
¡ Nada es verdad, todo es permitido ! — hubieran podido ex- 
clamar con Zaratustra. 

Tenemos, pues, derecho para considerarles cual precursores 
del amoralismo contemporáneo ; y, talvez, como algo más que 
simples precursores, puesto que los elementos fundamentales 
de éste ya figuran en la concepción sofística. 

El mismo culto del mal y la apoteosis del hombre malo, 
aunque no con fines vitales, tal como los concibiera Nietzs- 
che, no pasan de ser antiguallas. El fetiquismo del mal fué 

( 1 ) Fragmento de un ensayo sobre * El Amoralismo Contempo- 
ráneo ". 



I20 NOSOTROS 

una forma de culto profesada por los que constituyeron la 
secta hiscariotista, cuyo principal objeto era el de rendir 
pleito homenaje á los hombres que mayor mal infligieron á 
la Humanidad. 

I<a maldad natural del hombre, que Nietzsche se esfuerza 
en demostrar, era un lugar común hasta para el mismo Jesu- 
cristo. — « ¿ Por qué me llamas bueno ? Ninguno es bueno, 
sino sólo Dios ». Estas palabras se leen en el Evangelio de 
San Marcos, puestas en boca de Jesús. 

Pero donde las tendencias amoralistas adquieren pretendi- 
da justificación y carácter sistemático es en manos de algunos 
metafísicos alemanes, representantes de la tendencia román- 
tica anticristiana. 

Entre ellos, ninguno más célebre que Max Stirner, autor 
de « El Único y su Propiedad », sistema filosófico burlesco y 
monumento de charlatanismo, como le . ha llamado Max Nor- 
dau. Max Stirner es el teorizador más célebre del individua- 
lismo amoralista. 

La generalidad de los exégetas de Nietzsche, que super- 
abundan, se inclinan á creer que éste no tuvo noticias de la 
obra de Max Stirner, sin dejar por ello de encontrar gran afi- 
nidad entre ambos pensadores. 

Por mi parte, me inclino á no ver en ello más que una afini- 
dad no muy evidente ; por lo menos, aunque no podemos ne- 
garla, no tenemos derecho á llamar á Nietzsche discípulo de 
Max Stirner. Sólo en la parte negativa de la obra de ambos 
pensadores es posible hallar algunos elementos comunes; 
pero podemos tener la seguridad de que la concepción del 
super- hombre hubiera hecho morir de risa al autor de 
« El Único y su Propiedad ». 

La ética super - individualista de la metafísica alemana tie- 
ne una significación histórica que debemos considerar para 
inferir que los filósofos, aun los más geniales, no consiguen 
desvincularse de las sugestiones del ambiente intelectual en 
que se ha desarrollado su espíritu. 

Ello es evidente si se estudian las condiciones políticas y 
sociales de la época que precede á la Revolución Francesa. 

Harto sabemos que se caracteriza esa época por una exa- 



El. AMORALISMO SUBJETIVO 121 

gerada intromisión del Estado en la vida privada, tan exage- 
rada que su acción resultaba reguladora en demasía, rayana 
en inhibitoria. No se limitaba á reglamentar discretamente la 
conducta del individuo frente á la sociedad ; iba más lejos 
aún: reglamentaba el íntimo pensar y sentir del individuo. 
Esta hiperbólica inmixtión del poder social se justificaba 
en nombre de puras entidades abstractas, que Max Stimer, 
entre otros, se encargará de demoler, calificando de poseídos 
á los que las aceptaban como artículos de fe. 

Por otra parte, la metafísica social de Rousseau había fo- 
mentado el espíritu individualista. La pobreza científica de 
los estudios sociales de aquella época, explica el gran incre- 
mento conquistado por la fantástica teoría del contrato so- 
cial, teoría que sostiene el individualismo originario del hom- 
j bre, legítimo individualismo que el estado teocrático había 

i aniquilado mediante la invocación de fantasmas metafísicos, 

como los llamará Max Stimer. 

El mismo Kant, una de las tantas víctimas de aquellas ideo- 
logías, imaginará su teoría formal del derecho, en la que se 
establece una separación artificial entre las normas morales y 
las jurídicas, procurando, por tanto, limitar la jurisdicción 
del Estado. 
Max Stirner, de cuyas verdaderas relaciones con Nietzsche 
i nos ocuparemos al discutir el carácter metafísico é ingenuo 

^ del amoralismo, con su hábil dialéctica elevará al individualis- 

[ mo incipiente á la suprema potencia, de muy otra manera que 

i Zaratustra. Por el momento, solo cabe asegurar que entram- 

bos están contestes en sostener que las entidades metafí- 
sicas, tales como Dios, el noúmeno, el imperativo categórico, 
la verdad, la ley, etc., no pasan de ser fantasmas de nuestra 
imaginación. Más adelante veremos que á esta lista de fan- 
tasmas será necesario agregar la Voluntad de Potencia y el 
Único. Por ahora conviene poner á Kant frente á Nietzsche, 
para evidenciar la tendencia anti - intelectualista de este úl- 
timo. 



La obra de Nietzsche es la apoteosis de las tendencias or- 
gánicas de la naturaleza humana, que según él, han sido en- 



122 NOSOTROS 

vilecidas por la moral, especialmente por la moral cristiana. 
Los instintos, causas esenciales de la impureza de los moti- 
vos de la voluntad, repudiados por Kant, serán glorificados 
por Zaratustra. ¿ Quién de los dos ha estado más cerca de la 
verdad? Lo veremos estudiando la contribución de Kant al 
amoralismo contemporáneo. Esta tesis ha sido insinuada por 
Fouillée, talvez incurriendo en una ligera exageración al de- 
terminar la influencia que pudo tener Kant en la formación 
del pensamiento filosófico de Nietzsche, exageración perfec- 
tamente disculpable si se tiene en cuenta que suele ser un 
sistema fecundo en conjeturas el de echarse á inquirir la ge- 
nealogía de las ideas de un pensador. 

Al decir de Fouillée, los dos corifeos del amoralismo con- 
temporáneo, Max Stirner y Nietzsche, han llegado á la su- 
prema negación de la moral en virtud de las hipérboles in- 
telectualistas consignadas en la «Crítica de la Razón Práctica». 
Se diría que ambos pensadores han encarado la conducta 
humana con el criterio de Kant, criterio que excluye la po- 
sibilidad de fundamentar la moral sobre lo empírico. 

« Es de la mayor importancia, dice Kant, no olvidar que 
sería absurdo querer derivar la realidad de este principio 
(se refiere al del deber) de la constitución particular de la natu- 
raleza humana. En efecto, el deber debe ser una necesidad de 
obrar absolutamente práctica; debe, por lo tanto, tener el 
mismo valor para todos los seres racionales, (á quienes pue- 
de aplicarse en general un imperativo ), y solo bajo este título 
puede ser también una ley para toda voluntad humana. Todo 
lo que deriva, por el contrario, de las disposiciones particu- 
lares de la naturaleza humana, de ciertos sentimientos é in- 
clinaciones, y aun. si es posible, de una dirección particular 
que sería propia de la razón humana, y que necesariamente 
no tendría el mismo valor para la voluntad de todo ser ra- 
cional, bien puede suministramos una máxima, un principio 
subjetivo, según el cual tendríamos inclinación á obrar de un 
modo determinado, pero no un principio objetivo, según el 
cual seríamos competidos á verificar cierta acción, .aun cuando 
nuestras inclinaciones, afectos y disposiciones se opusieran. 
Tal es la sublimidad, la dignidad del mandato contenido en 



BL AMORAXISMO SUBJETIVO 1 23 

d deber, que es tanto mayor cuanto menos auxilio encuentra 
en los móviles subjetivos, ó halla en ellos más obstáculos, 
porque estos obstáculos no debilitan en nada la necesidad 
por la ley impuesta ni quita á su valor lo más míni- 
mo», (i) 

De manera, pues, que el instinto, al decir de Kant, solo 
puede fundar la inmoralidad; jamás la moral. El acto será 
tanto más moral cuanto más despojado se halle de elemento 
emocional. Lo que él llama la pureza del motivo decide la 
moralidad del acto. Es inconcebible, para Kant, que una vo- 
luntad empíricamente condicionada pueda generar actos mo- 
rales. 

« UfO esencial en el valor de las acciones es que la lev moral 
determine inmediatamente á la voluntad. Si la determinación de 
la voluntad se produce, á decir verdad, conformemente á la ley 
moral, pero sólo por medio de un sentimiento, de cualquier 
especie que fuere, que debe ser supuesto para que éste sea 
un principio de determinación suficiente de la voluntad, por 
consiguiente sino se produce solamente en virtud de la ley, 
en la acción habrá legalidad, más no moralidadT>. (2) Estas pa- 
labras de Kant colmarían de grima á Nietzsche; pero su 
irritación no conocería límites al leer en cierta parte de la 
« Doctrina de la virtud » que « la moralidad es el triunfo de 
la voluntad sobre la naturaleza ». Con razón ha dicho Nietzs- 
che que la moral es contra natura ! 

La autonomía de la voluntad es el principio supremo de la 
mroalidad. — ¡ Palabras ! — exclamaría Nietzsche ; — Cualquie- 
ra que no tenga sangre de teólogo, que no sea un turifera- 
rio del nihilismo, un abogado de la nada, diría que no hay 
tal autonomía: el instinto es el alma de la voluntad, y la 
dignidad de la voluntad está precisamente en el instinto que 
la mueve! 

« El moralismo de Kant, dice Fouillée, tiene por postulado 
y presuposición el amoralismo natural de la sensibilidad y 
de la voluntad, al cual él yuxtapone la ley de la razón pura 



(1) Fundamentos de la Metafísica de las Costumbres. 

KA) un» n n 



124 NOSOTROS 

como totalmente diferente y constituyendo un mundo supe- 
rior al de la experiencia. Los que, admitiendo esta antitésis 
absoluta, han repudiado el primer término, es decir, la ley 
moral subsistiendo por sí misma, debían llegar lógicamente 
á la negación de la moralidad ». ( 3 ) 

Para demostrar la influencia de Kant en la formación del 
sistema amoralista no tengo necesidad de hacer una exposi- 
ción prolija del sistema ético consignado en la « Crítica de la 
Razón Práctica » y en el « Fundamento de la Metafísica de 
las Costumbres ». Me limitaré simplemente á poner de relieve 
la esencia y fundamento de la moral de Kant, la imposibilidad 
del imperativo categórico como exclusivo mandato de la ra- 
zón, que se exterioriza con prescindencia absoluta de la sen- 
sibilidad, y, por último, me he de ocupar en especial manera 
de la Teología Moral, pues ésta, más que ninguna otra parte 
de la concepción de Kant, permite evidenciar su inconcuso 
carácter arbitrario y quimérico. Demostraremos, además, que 
tanto Kant como los cultores de la escuela amoralista se 
equivocan al afirmar que la constatación científica del egoísmo 
y del hedonismo psicológico conduce necesariamente al triun- 
fo del amoralismo, ya sea en el terreno de la práctica como 
en el del ideal normativo. 



« El concepto de la libertad, dice Kant, es la piedra del 
escándalo de todos los empíricos, pero también la clave de 
los principios prácticos más sublimes para los moralistas crí- 
ticos, que comprenden por eso la necesidad de proceder ra- 
cionalmente ». Y más adelante agrega : « Conocimiento racio- 
nal y conocimiento á priori son idénticos ». Esto basta para 
demostrar que el concepto que de lo racional tenía Kant di- 
fería con mucho del que tuvieron los filósofos griegos. No- 
torio es que éstos han creído que fundar la moral en la na- 
turaleza equivalía á proceder racionalmente. 

Fouillée, indicando los caracteres de la moral antigua, 
dice: «La moralidad antigua no es sobrenatural; consiste en 



(3) Le Moralisme de Kant. 



EL AMORALISMO SUBJETIVO 1 25 

la conformidad con la verdadera naturaleza: es su primer 
carácter. 

Obedecer á la naturaleza, para el hombre, es obedecer á la 
sociedad humana, dado que ello es también un producto de 
la naturaleza. Si el sabio alcanza alguna vez á desvincular- 
se de la obediencia á la sociedad, ello se debe á que la so- 
ciedad donde él vive, no exprimiendo suficientemente la ver- 
dadera naturaleza, ofrece elementos antinaturales» (4). 

De manera, pues, que los moralistas griegos, esos síntomas 
de decadencia helénica, al decir de Nietzsche, identificaron 
á la razón con la naturaleza. Pensaron en una moral norma- 
tiva ideal, porque los ideales son las verdaderas realidades. 
Para ellos, vivir idealmente equivalía á vivir racionalmente, 
naturalmente. Para probar esta afirmación no hay más que 
recordar la ecuación socrática: razón= virtud— -felicidad. Se- 
mejante intelectualismo indigna á Nietzsche, pues exclama: 
«La más extravagante de todas las ecuaciones y contraria 
en particular á todos los instintos de los antiguos helenos» (5). 
Como se vé, invocando entrambos á la naturaleza, llega- 
ban á conclusiones diametralmente opuestas. Los griegos la 
invocaban para inculcar la superioridad del bien objetivo so- 
bre el subjetivo; Nietzsche, en cambio, fundamenta en la 
naturaleza el mas hiperbólico subjetivismo ético. 

Por su parte, Kant se cuidó bien de invocar, como los 
griegos, á la naturaleza para decantar la superioridad del 
bien objetivo. Sólo en las puras fuentes del apriorismo ra- 
cional hallaremos el bien objetivo, virgen de todo elemento 
empírico. 

La ética cristiana, centón de normas morales que existían 
con prioridad al cristianismo, pretendió hallar su justificación 
en la voluntad divina: trocó, salvo algunos detalles, en sobre 
natural á la moral griega, no sin darle antes un eminente 
cariz ascético. Kant, despojándola de su aparato suprate- 
rrestre, dará á la moral cristiana un carácter pretendidamente 



(4) Le Moralisme de Kant. 

(5) El Crepúsculo de los ídolos. 



126 NOSOTROS 

formal. Era menester inculcar al cristianismo algunas gotas 
de metafísica tudesca: Kant se encargó de ello. 

En todo lo que venimos diciendo hay tres hechos que me- 
recen señalarse; primero: que los griegos acuden á la razón, 
intérprete de la naturaleza, para justificar á la sociedad y, 
por ende, á la moral. Nietzsche, en cambio, declarará anti- 
naturales á las sociedades y, por tanto, á la moral social. 
Segundo: Kant, desdeñando á la naturaleza, funda sobre la 
razón el bien objetivo, mientras, según hemos visto, los grie- 
gos sustentaron el mismo principio por medio de la razón 
que penetra los secretos de la naturaleza. Y, por último, 
tanto en la moral griega como en la de Kant, la idea funda- 
mental, la esencia es la sociabilidad, que los griegos justifica- 
ron por la naturaleza, los cristianos por Dios y Kant por la 
razón. Como se vé, hay un rasgo común y fundamental en 
las tres tendencias: el carácter objetivo de sus principios. 

Bastarla, pues, con escogitar la esencia común de los tres 
sistemas éticos mentados para demostrar cuan verdadero es 
aquello de que en materia de moral no caben invenciones. 

El pretendido racionalismo ético de Kant nos sugiere la 
idea de transcribir un profundo aforismo de uno de sus con- 
trincantes, que, por cierto, cae pintiparado. «Todas las cosas 
que viven mucho, dice Nietzsche, se van empapando poco á 
poco de razón, de tal suerte, que parece inverosímil que ten- 
gan su origen en la sin razón. ¿No cree el sentimiento ver una 
paiadoja ó una blasfemia cada vez que se le muestra la his- 
toria exacta de un origen? Un buen historiador, ¿no está 
continuamente en contradicción con el medio que le rodea?» (6). 

Kant vio la esencia de su sistema en el imperativo cate- 
górico que, según él, tiene un valor objetivo, en tanto que los 
imperativos hipotéticos sólo tienen un valor subjetivo, no 
pudiendo ser, por lo tanto, legítimos generadores de mora- 
lidad. 

El carácter objetivo de su moral lo revela la ley funda- 
mental de la razón pura práctica, formulada prescindiendo en 
absoluto de las percepciones empíricas, puesto que se trataría 



(6) Aurora. 



EL AMORAUSMO SUBJETIVO 1 27 

de un juicio sintético a priori. Efectivamente, la ley moral 
dice: «Obra de tal manera que la máxima de tu voluntad - 
pueda siempre ser erigida en ley universal». ¿Porqué la 
máxima de la voluntad se ha de convertir en ley para que 
el acto tenga valor moral? ¿Porqué la ley ha de ser un juicio 
sintético a priori? Kant, en lo tocante á la primera pregunta, 
nada dijo categóricamente, pero es de presumir que ese cri- 
terio queda justificado por la necesidad de vivir en sociedad. 
Sólo ésta puede justificar la transformación de la máxima 
subjetiva en ley objetiva. Así se explica que este objetivis- 
mo ético haya provocado las violentas arremetidas de Zara- 
tustra, puesto que su espíritu gregario constituye una remora 
para el individualismo de los amoralistas. 

Queda la otra pregunta: ¿La ley moral es realmente un 
juicio sintético a priori? ¿En la concepción de esa ley, el aná- 
lisis psicológico no nos revelaría algún elemento proporcio- 
nado por la experiencia? Hay razones para afirmar, por lo 
que se deduce de lo anteriormente visto, que el pretendido 
formalismo ético de Kant está lleno, si vale la expresión, de 
máculas empíricas. Evidentemente, algún objeto debió pro- 
ponerse al formular su ley moral; y el hecho de proponerse 
un objeto al formularla, acusaría filiación empírica. ¿O es 
que la ley moral se impone á la razón, como pretende Kant, 
con la evidencia y fatalidad de un axioma? Fuera aventurado 
afirmarlo; en primer término, porque no estamos seguros de 
que las verdades matemáticas no tengan un origen empírico; 
y, en segunda, porque el criterio de que nos valemos para 
erigir la máxima de la voluntad subjetiva en \^y universal 
objetiva es un producto de la experiencia. Para probarlo, no 
hay sino ver los ejemplares que el mismo Kant alega para 
clarificar ante la mente del lector su teoría (7). Podemos, 
pues, asegurar que el dilema es este: ó la ley moral es injus- 
tificable, ó lo es bajo el solo punto de vista empírico. Claro 
está que discutir el pretendido carácter apriorístico de la ley 
moral no equivale á discutir su valor. Tal como la concibiera 



(7) Fundamentos de la Metafísica de las Costumbres, 



128 NOSOTROS 

Kant, semejante ley no se hallará exenta de vulnerabilidad; 
pero no por ello deja de ser una concepción genial. 

Dada la índole de mi asunto, lo que me preocupa no sería 
precisamente el valor de la ley sino su realización en las 
condiciones requeridas insistentemente por Kant. 

Ante todo, cabe preguntarse: ¿porqué un principio subjetivo 
no pudiera ser el resorte de la moralidad? ¿porqué se empeña 
Kant en prescindir de todo elemento sensible en el determi- 
nismo del acto moral?. Y, lo que es mas importante aún, 
¿es posible la autonomía de la voluntad? Contestar con un 
no á estas preguntas equivaldría á negar la moralidad, á de- 
mostrar la esencial inmoralidad de la naturaleza humana, 
Pero no hay para qué desolarse. Sería muy fácil demostrar 
que el criterio de Kant es arbitrario. Se desvela por pres- 
cindir de toda condición afectiva en la obligación moral, pues 
vé en ella el pecado original que mancha los sistemas éticos 
imaginados por todos sus antecesores. 

Conviene, en primer lugar, demostrar cómo una voluntad 
independiente de condiciones empíricas es inconcebible, y 
cómo, por otra parte, la libertad y la ley práctica no se im- 
plican recíprocamente. 

La «Crítica de la Razón Práctica» y *E1 fundamento de 
la metafísica de las costumbres» constituyen dos de las tan- 
tas proezas del intelectualismo. De ahí su carácter autonó- 
mico y estéril. 

Para que semejante moral trascienda del libro á la realidad 
es menester que se convierta en heteronómica, es decir, el 
imperativo categórico debe contar con la afectividad, con algo 
de empírico que mueva á la voluntad; pero si esta contara 
con resortes de índole empírica el acto sería inmoral, puesto 
que el valor moral de las acciones, repite Kant hasta el can- 
sancio, depende de la pureza del motivo, entendiendo por 
tal cosa una idea huérfana de afectividad. Despojemos al 
imperativo categórico de toda tonalidad afectiva y quedará 
reducido á un glacial y descolorido elemento intelectual, exen- 
to de eficacia dinámica. Claro está que fuera superfino po- 
ner de relieve el carácter calculador é intelectualista de la 
moral del imperativo categórico. 



EI< AMORALISMO SUBJETIVO 1 29 

En multitud de espíritus, el imperativo categórico existe 
y tiene influjo en la conducta, precisamente en virtud de la 
afectividad que le acompaña. La eficacia del imperativo así 
entendido, se explica merced á las condiciones psicogénicas 
y á las sugestiones de un ambiente ético cristiano! Surge 
en la conciencia, no ya cual mandato de la razón, en forma 
autonómica, sino á manera de inclinación natural. Y preci- 
samente el fin de la educación ética está en convertir el im- 
perativo categórico en inclinación. A Kant se le ocurriría 
que semejante imperativo no pasa de ser hipotético, puesto 
que hay en la voluntad un principio subjetivo, la inclinación, 
importando por lo tanto, la negación del legítimo imperativo 
categórico. En realidad, diría Kant, más que moral, estamos 
haciendo antropología moral. La perfecta moralidad sólo la 
alcanzaremos cuando la voz del deber no coincida con la in- 
clinación. Esta, cuando se realiza tal coincidencia, sólo nos 
lleva á la legalidad. 

Preguntemos á Kant: ¿Es posible poder librarse de las in- 
clinaciones para obedecer puramente á los mandatos de la ra- 
zón? ¿El mismo deber no sería, acaso, una inclinación, y la 
conciencia de la libertad de la voluntad no pudiera ser un 
motivo? El triunfo de la ley moral, en su más pura forma, 
excluye, por ventura, el determinismo psicológico? 

Kant, á mi manera de ver, no ha clarificado mucho su con- 
cepto del deber. Es de presumir que á estas preguntas hu- 
biera contestado: No me preocupa la posibilidad de ver rea- 
lizada mi moral. Sólo sostengo que su base es la conciencia 
de la libertad de la voluntad. Se impone el imperativo ca- 
tegórico limpio de todo móvil impuro. Efectivamente: «Un 
observador de sangre fría, dice Kant, que no desee hacer el 
bien por sí mismo, puede, sin ser enemigo de la virtud, dudar 
en ciertos casos (sobre todo si la experiencia y la observa- 
ción han ejercitado y fortificado su juicio por espacio de lar- 
gos años) que exista realmente en el mundo una verdadera 
virtud, y siendo esto así, sólo una cosa puede salvar nues- 
tras ideas del deber de una completa ruina y sustentar en 
el alma el respeto que debemos á esta ley, que es estar ple- 
namente convencidos de que, aunque no hubiese habido nun- 



I30 NOSOTROS 

ca una acción derivada de esta fuente pura, aquí no se trata 
de lo que tiene ó no lugar, de lo que es ó no es, sino de lo 
que debe ser ó de lo que la razón ordena por sí misma y con 
independencia de las circunstancias; que la razón prescribe 
inflexiblemente acciones de aquellas á que al mundo no ha 
dado ningún ejemplo, y cuya posibilidad puede ser dudosa 
para el que lo refiere todo á la experiencia, y que, por ejem- 
plo, aun cuando hasta aquí no hubiera habido un amigo sin- 
cero, no seria la sinceridad en la amistad menos obligatoria 
para todos los hombres, pues este deber, como deber en ge- 
neral, reside con anterioridad á toda experiencia en la idea 
de una razón que determina la voluntad por principios a 
priori. » (8). 

Esto basta y sobra para demostrar que la moral formal no 
fué hecha para esta humanidad. Es intelectualista en dema- 
sía, es infecunda porque no arraiga en la afectividad, resorte 
de la vida y de la historia. Y tanto más inexplicable resulta 
esta concepción mientras Kant persista en calificar de inmo- 
rales á las inclinaciones, aún cuando generen actos que el 
sentido común no vacilaría en calificar de morales. Y es de 
advertir que Kant no desprecia el sentido común cuando está 
en armonía con su tesis. 

Para nosotros, la inclinación, estado de conciencia com- 
puesto de elementos sensitivos, volitivos é intelectivos, es la 
causa de los actos que significan triunfo unas veces, fracaso 
otras de la ley moral. I^a inclinación no produce necesaria- 
mente la inmoralidad ni la moralidad; pero puede generar la 
moralidad, puede el deber kantiano ser el producto de la 
inclinación. La psicología no puede sino constatar la fatal 
heteronomia de la voluntad, siendo arbitrario deducir de 
este hecho el amoralismo. 

Ahora bien: supongamos hallarnos contemplando una so- 
ciedad donde todos los hombres, sin excepción, son sociables 
y morales por pura y exclusiva inclinación. Allí todo el 
mundo cumple su deber sin lamentarlo; antes, al contrario, 
importaría para aquellas almas de Dios un dolor moral el in- 



(8) Fundamentos de la Metafísica de las Costumbres. 



KL AMORALISMO SUBJETIVO 131 

cumplimiento del deber. Pues bien: llamemos á Kant para 
mostrarle aquel prodigio, aquella sociedad perfecta, producto 
de la afectividad, única fuerza que hizo posible el triunfo de 
la ley moral que él forjara; ¿nos figuraremos que Kant la con- 
templaría arrobado? De ninguna manera. Nada mas inmo- 
ral ! excitaría ¿ Porqué ? Porque los motivos que deter- 
minan los actos de aquellas personas no son puros: entra la 
inclinación. Aquella moral es heteronómica, puesto que sien- 
ten placer siendo buenos. La moral, — insiste dogmáticamente 
Kant, — tiene que ser autonómica. Es la única digna de tal 
nombre. 

Una sociedad perfectamente moral para el sentido común, — 
que Kant no desdeña, — es inmoral! A esta singular paradoja 
había de conducirnos su criterio puramente formal. Esto 
basta y sobra para demostrar que el formalismo ético no es 
digno de este mundo inmundo. — Y en esta indignidad resi- 
de su mayor gloria! — exclamaría Nietzsche. 

Con el mismo autor, diríamos continuando la «Critica de 
la Razón Práctica» debiera llevar como aditamento: «Arte de 
aherrojar á los instintos humanos para fomentar el espíritu 
acarnerado». Esa moral negadora del instinto es la concep- 
ción mas inmoral que haya brotado jamás de un alma de 
tarántula! 

Sin que ello implique participar de las indignaciones de 
Nietzsche, por mi parte, diré que el horror que Kant profesa 
á los instintos, á las inclinaciones, su insistencia en la qui- 
mérica pureza del motivo sólo pueden explicarse suponiendo 
que hubo aceptado al pie de la letra el célebre aforismo de 
Hobbes: «Homo homini lupus». Debió tener un concepto 
altamente pesimista de la naturaleza humana. Tenemos de- 
recho á ver en ello algo mas que una conjetura. La prueba 
evidente está en que sostuvo que la única moral concebible 
debía estar por encima de toda Antropología Moral. La 
Psicología Ética jamás podrá fundamentar una moral como 
pretendía Spencer, cuya obra, más que «Fundamento de la 
Moral», debiera llamarse, como de seguro la llamaría Kant, 
«Antropología Moral». 

La verdadera perfección moral solo se alcanzaría si fuera 



132 NOSOTROS 

posible contar con la neutralidad de la sensibilidad; de lo 
contrario, kantianamente hablando, quedarían justificadas es- 
tas palabras de Nietzsche: «I^a sumisión á las leyes de la 
moral puede ser provocada por el instinto de exclavitud ó 
por la vanidad, por el egoismo ó la resignación, por el fana- 
tismo ó la irreflexión. Puede ser un acto de desesperación 
ó la sumisión á la autoridad de un soberano; en si no tiene 
nada de moral* Se diría que acaba de hablar Kant, se diría 
que su místico horror á los instintos, su amor al formalismo 
ético le fué inspirado por esas palabras de Nietzsche. 

Y, por otra parte, volviendo á -Spencer, ¿qué ha hecho con 
su «Fundamento de la Moral» sino demostrar el porqué del 
fracaso de toda moral absoluta? Fundándonos en lo mentado, 
¿es permitido columbrar en Kant y en Spencer conatos de 
amoralismo? ¿Y estos conatos caricaturizados no producirán 
la doctrina de Nietzsche? Ello es evidente tratándose de 
Kant. Su quimérico formalismo ético implica esta grave afir- 
mación: el hombre es orgánicamente inmoral. 

Pero cabe preguntarse: la imposibilidad de llevar al terreno 
de la efectividad una moral absoluta, ¿constituye acaso, un 
sólido argumento que alegar en pro del amoralismo, sobre 
todo, no ya del amoralismo subjetivo que se desprende de la 
ética formal de Kant, sino del amoralismo propiamente dicho, 
es decir, social? Y aún cuando la conducta humana de todas 
las épocas presentara caracteres de evidente amoralidad, 
¿fuera lógico erigir al individualismo amoralista en ética 
ideal? A lo menos, esta es la inclinación que domina á Za- 
ratustra y á su ingenua cáfila de turiferarios; pero ya sabemos 
cuan arbitrario y dogmático es el criterio de Kant y Nietzs- 
che. Sin embargo, no está demás mentar ligeramente algunas 
razones aducidas para justificar científicamente al individua- 
lismo amoralista. 

(Concluirá). 

CORIOI^ANO AmKRINI. 



SONETOS 



AL MIRAR ESTB CUADRO 

Al mirar este cuadro, este sutil paisaje 

Mi alma medita y sueña. Hay un poco de bruma 

Entre los negros árboles. El ambiente se ahuma 

Y el crepúsculo emprende su taciturno viaje. 

Aún brilla en el poniente polícromo celaje. 
Hay un lago y un cisne que parece de espuma, 

Y allá, en último término, una barca se esfuma 
Como si acaso huyese del borroso paraje. 

Cierro los ojos... Miro en mi cámara interna 
Flotar el mismo cuadro, que un suave difumino 
Traza al través de una niebla de lejanía. 

Y me sorprende entonces la afinidad fraterna 
De imprecisos paisajes que á veces imagino 

Y los cuadros de ensueño que foija el alma mía. 



134 NOSOTROS 



CUANDO ABRÍ TU JOYERO 

Cuando abrí tu joyero me inundó la fragancia 
Que exhalaba la fina seda de tus pañuelos, 

Y Otra vez á mi lado, para calmar mis duelos, 
Surgiste en la penumbra de mi desierta estancia. 

Evoqué largamente nuestra florida infancia, 
Mis rimas encendidas de eróticos anhelos, 
Tus ojos en que ardía la fiebre de los celos 

Y de tu amado cuerpo la plástica elegancia. 

Fué nada más que un sueño. La sombra traicionera 
Disipó de mi lado la visión hechicera. 
Quedaron mis miradas en tu joyero fijas .. . 

Y sólo un tenue rayo de la luna naciente 
Hiriendo la vidriera, venía dulcemente 

A quebrarse en las gemas de tus áureas sortijas. 



Juan Aymkrich. 

Oórdoba. 



PROSAS PARA MARGOT 



PROSA PRIMERA 

Sufría. Una tristeza infinita, un spleen incomprensible, algo 
así como una profunda y enfermiza melancolía, había ido, 
poco á poco, apoderándose de mi espíritu. Muertos mis pa- 
dres y solo en el mundo, nada encontraba con que llenar el 
vado que aquellos dejaron en mi corazón. Sentía la nostalgia 
del amor y lo buscaba. Pero en vano. Todas las mujeres que 
veía me eran ridiculas. La edad de los sentimentalismos ha- 
blase alejado de mí con los veinte años y no deseaba mira- 
das melancólicas, ni relaciones con flores* secas. Anhelaba 
algo más positivo, algo que me hiciera sentir con más inten- 
sidad y huía lejos, muy lejos de esas niñas insensibles que 
sólo buscan un esposo que las proteja. Además las jóvenes, 
las ingenuas y las vírgenes no me seducían. Esas mejillas 
sonrosadas, esas frentes puras y blancas como un sudario de 
nieve, con formas impúberes, y esos senos apenas nacientes, 
producíanme una profunda desilución. 

Mis noches de insomnio no eran visitadas por hieráticas 
visiones místicas. El ideal que yo me había forjado era el 
de una mujer toda nervios, toda sensualidad, que sólo viviera 
por el placer y para el placer. Deliraba con una nueva Agri- 
pina y sólo comprendía el amor en brazos de una erotoma- 
niática. 

Pero todo era inútil. Pasaban los días y la mujer soñada 
no aparecía. Mi tristeza iba en aumento y sólo hallaba un 
pasajero consuelo en la lectura. Los amigos fueron aleján- 
dose de mi lado, como de un ser aburrido y despreciable, 
hasta el extremo de que sólo me quedaron mis libros y mis 



136 NOSOTROS 

ensueños. Entonces recordé á Barbey d'Aurevilly. Sus « Dia- 
bólicas » habíanme entusiasmado desde hacía mucho tiempo 
y casi estoy por creer que, el estudio de esos caracteres, refi- 
nadamente complicados, había influido, no poco, en la con- 
cepción de mi ideal amoroso. 

Cuando el hombre está triste, los libros, si es que sabe 
amarlos, le distraen. El que no cree en ellos, ó el que no 
sabe comprenderlos, acude á los licores y se embriaga. • A 
mi ver son los dos únicos medios que existen. En cuanto al 
fin, siempre es el mismo; colocarse en un estado de semi- 
inconciencia. Unos lo consiguen bebiendo alcohol, otros be- 
biendo ideas. Yo me encontraba en este último caso. Bebía 
y me embriagaba de ideas. 



Una tarde, contra mi costumbre, salí á paseo. I^argo tiem- 
po hacía que me hallaba aislado y lo hermoso de un cielo 
sin nubes hízome pensar en lo agradable que es vagabundear 
por esas calles de Dios, llevando por único compañero el 
pensamiento. 

Y salí. 

Era Domingo y por la Avenida Alvear trotaban hacia Pa- 
lermo lujosos troncos arrastrando no menos lujosos equipa- 
jes. En éstos, cómodamente arrellenadas, veíanse encantado- 
ras señoritas envueltas en fastuosos atavíos que como una 
visión cromática, pasaban ante mis ojos. El rumor incesante 
de los transeúntes y la algazara de sus conversaciones fué 
poco á poco entusiasmando mi espíritu y haciendo que cuan- 
to me rodeaba lo \4era bajo un prisma más optimista que de 
costumbre. 

El sol, cuyos últimos rayos doraba el polvo levantado por 
el continuo desfile de los carruajes, desaparecía tras los árbo- 
les de la Recoleta al mismo tiempo que auroleaba sus con- 
tomos con una sutil y delicada linea de luz. 

Yo, entretanto, caminaba. Mis ojos paseábanse desde la ve- 
reda á los carruajes y desde éstos á los balcones. 

De pronto noté que una mano se posaba sobre mi hombro. 



PROSAS PARA M ARGOT 1 37 

Díme vuelta, y cual no sería mi sorpresa al encontrarme con 
Carlos, mi amigo íntimo, á quien hacia largos meses que no 
veía. 

— ¿ Qué haces ? . . . me preguntó fijando en los míos sus 
obscuros y brillantes ojos de enamorado. 

— Ya lo ves ; paseo, miro y me aburro. 

Kn ese momento llegábamos á la boca -calle de Callao, 
donde nos detuvimos un instante. Carlos levantó la vista ha- 
cia los balcones de un palacete que se alzaba frente á nos- 
otros y saludó . . . Yo, inconscientemente, seguí aquella mirada 
y vi . . . ¿ Pero, á qué decir lo que vi, si tú, Margot inolvidable 
lo sabes mejor que yo ? . . . 

* * 
El sol había concluido por ocultarse y el crepúsculo iba 
poco á poco cayendo silenciosamente sobre la ancha y lujosa 
avenida. Los carruajes tomaban de nuevo á desfilar ante mis 
ojos, pero ahora lo hacían con más velocidad que antes y 
como si un viento desconocido los impeliese hacia el corazón 
de la ciudad. Carlos entretanto me hablaba. A una pregunta 
mía habíame contestado que sí, que la conocía y dulcifi- 
cando en lo posible los acontecimientos, relatábame páginas 
un tanto escabrosas de la vida íntima de aquella mujer. 

— ¿ Quieres conocerla ? . . . preguntóme de pronto interrum- 
piendo su larga peroración. 

— Bueno, — contesté, y mis ojos dirigiéronse hacia el bal- 
cón en cuyo alféizar apoyabas tus brazos y sobre éstos tu 
seno escultural. 

Poco después á pasos lentos y un tanto ensordecidos por 
el incesante ir y venir de los carruajes, marchábamos calle 
arriba, no sin antes haber dirigido una última y larga mirada 
al balcón desde donde tú, encantadora Margot, nos sonreías 
con una misteriosa y enigmática sonrisa. 

Entretanto el crepúsculo, más misterioso todavía que aque- 
lla sonrisa, seguía cayendo silenciosamente sobre el ancho y 
lujoso boulevard. 

José Pardo. 



CANTO A MARÍA 



I 



Me cerraban el paso, me impedían 

que llegara hasta tí. Sus anatemas 

vienen como lebreles azuzados 

tras mi conciencia. 

Mil saetas de sombra 

ha disparado contra mí, la aviesa, 

la hipócrita, la sórdida 

turba de tus eunucos, mil saetas: 

temor de Dios, respeto á los altares, 

misterios de la fé; ritos, creencias, 

postumos juicios de las almas, leyes 

que dicen son tu ley, y, por fin, ¡penas. 

¡horrorosos castigos 

de tus manos severas .... 

y yo sé que tus manos 

no se crispan sangrientas: 

¡Manos, mórbida cuna de perdones! 

¡Manos francas de amor, manos abiertas! 



De mis ropas de fé, que han desgarrado, 
te traigo los andrajos; de las hueras 
cavernas de mis ojos, que han herido 
con mentiras candentes, las sinceras 
lágrimas. 



CANTO Á MARÍA I39 



Y me arranco del oído 
puñados de clamores y blasfemias 
que constelaron mi sendero, y una 
á una las saetas 
de sombra, que de sombra 
constelan mi conciencia. 



Son andrajos, y llanto, y maldiciones: 

¡esa es mi ofrenda! 

Cubierto en sangre de prejuicios muertos 

á estocadas de ideas, 

te la arrojo en un broche de visiones, 

y me parece bella, 

y me parece buena, 

y me parece tierna, 

y me parece inmensa! 

desbordada de mi alma basta tus manos, 

manos francas de amor, manos abiertas. 



La vi, á tus pies rendida, 

de tus eunucos la cohorte negra: 

un monorrimo vacuo entre los labios 

y entre los dedos piedras; 

entre los surcos de las frentes de unos 

dudas, dudas y dudas; en las tersas 

frentes de los demás, solo apatía, 

tinieblas y tinieblas. 

Te ignoran y se rinden, y al purísimo 

vaso de gloria de tu busto, cuelgan 

ropajes desusados 

é impenetrables vestiduras luengas. 

Te ignoran y se rinden, y el misterio 

infinito y caudal de tu cabeza 

no bate alas humanas 

bajo el grillo de fuego en que la cercan. 

No saben, no comprenden 



140 NOSOTROS 

como eres bella; 

yo te quiero desnuda, 

libre y flotante llama de ébano en la cabeza, 

y te arranco del ara, entre la grita 

de muchedumbre estulta que bravea, 

y grito ¡Madre! ¡Madre! 

y basta, ya eres virgen, ya eres reina! 



II 



Venga el tu reino á mí. Yo sé tu espíritu 

y penetro tu esencia, 

como sé que Julieta en siendo madre 

sería tu alma gemela. 

Tu eterna voz de ayer y de mañana, — 

por boca fresca 

por boca nueva 

de otra Julieta, — 

me ha dicho amor, me ha hablado del mañana,- 

vienetu reino á mí,— me ha dicho «Espera». 

Y tú me has prometido 

todo tu amor y toda tu belleza, 

me has jurado hacinar en nuestras almas 

sidos de primaveras, 

me has ofrecido conjunción de espasmos 

como una eterna 

cabalgata de estíos, sagitarios 

persiguiendo bacantes en la selva, 

y tu voz me repite, — 

siempre por esa boca fresca y nueva, — 

que nuestro amor ha de engendrar un hijo 

y que nuestro hijo ha de iniciar una era! 



¡Que alta será su nueva cruz, y cuantas 
memorables auroras 
besarán su cabeza! 



CANTO A MARÍA 14I 

También tendrá los brazos extendidos 
sobre pueblos y razas y creencias 
y las cuatro estaciones 
en vigilia á su vera. 

¡sea! 
Hasta que nazca, y muera, y resucite: 
Jerusalem lo esperará despierta! 



III 

Ya he besado tus manos 

sin doblar la cabeza. 

En el oro de un sueño que me has dado, 

como un exvoto, engarzo este poema; 

cubierto en sangre de prejuicios muertos 

á estocadas de ideas, 

he venido á dejarlo entre tus manos 

manos francas de amor, manos abiertas! 

Pabilo Dki.i.a Costa (hijo). 



LETRAS ESPAÑOLAS 



**lia casa de la primavera'* por G. Martínez Sierra 

Este libro de Gregorio Martínez Sierra, sintetiza la evolu- 
ción iniciada en España. Los literatos españoles desean otra 
vez ser españoles y vivir de sus propias fuentes. Después de 
la invasión extranjera, algo tardía, después del contagio ine- 
vitable de la inquietud modernista, los poetas tratan de recu- 
perar su nativa originalidad. Pero, no exagerar con los pre- 
suntos discípulos de Verlaine, tampoco implica retornar á la 
grandielocuencia melodramática. Rubén Darío ha enseñado la 
sencillez y los cantores actuales se muestran tan excesivos en 
el amor á la simplicidad como antes desmesurados en la 
pompa retórica. No importa. El justo medio vendrá por sí 
mismo y esa tentativa determinará en la cálida península un 
nuevo sentido de poesía. 

El libro de Martínez Sierra es un ejemplo de esa sencillez. 
La humildad no tiene en sus páginas un aspecto demasiado 
artificioso y esa paz que fluye de sus canciones es auténtica. 
Sin embargo, es visible el esfuerzo en no transigir con el 
antiguo sistema y se ve que el rumbo elegido por los poetas 
de ahora requiere todavía arduos empeños antes de llegar á 
familiarizarse con ellos. Lo esencial de la innovación no re- 
side en la técnica. La evolución se opera en los espíritus y 
ello puede también comprobarse en el libro de Martínez 
Sierra. Regresados todos de los países de bruma hacia donde 



LETRAS ESPAÑOLAS I43 

peregrinaron en caravanas silenciosas, seducidos por músicos 
raros, vuelven ahora al sol castellano y loan en versos jocun- 
dos sus beneficios. 

Porque he nacido en tierra de Castilla, 
Donde tú eres el único ornamento, 
Llevo embriagado todo el pensamiento 
Por tu filtro de Luz 

Y de los que loan el sol, es Martínez Sierra uno de los más 
gallardos. Poeta por temperamento, la forma rimada cohibe 
más bien su don natural, que en la prosa se espande orgu- 
llosamente y da lugar á veces á verdaderos hallazgos. Así, 
en un templo, se recitaría con preferencia para honrar al pa- 
dre del día, ciertos fragmentos de su Aventura, Mas, en prosa 
ó en verso, Martínez Sierra es poeta. Ciertamente no lo es 
según aquellos para quienes lo poético se desenvuelve en 
desmayos, invoca con gestos agrios el auxilio de la muerte 
y necesita para el teatro de sus suspiros la fronda clásica, 
decorada de luna. Poesía humilde es la suya. En su casa, la 
primavera ha plantado un jardín y por sus senderos aromados 
va diciendo un nombre, que incrusta en cada canto para real- 
zar con su fuerza la emoción que tiñe cielo y prados en la 
misma color de gracia. Son «Los romances del Hogar». El 
sol está siempre presente en ellos como un buen amigo. Por 
los vidrios penetra en las claras mañanas, se aprisiona en el 
gris mustio de las paredes y se desgrana en franjas polícro- 
mas en el aire y en el alma. 

Nuestra casa es alegre 

como un cascabel lleno 

de música, y serena 

como noche de enero. 

En el blanco lino que envuelve la mesa se refleja como en un 
lago. En su blancura choca el iris de los cristales y ante esa 
magnificencia de luz, el corazón del poeta estalla en rego- 
cijo. Entonces las palabras salen de su boca como un rezo, 
como reza un pobre, con la misma unción profunda y simple, 
ante el pan moreno que le ha deparado la suerte en la vuelta 
insospechada del camino. 



144 NOSOTROS 






Después de las aventuras filosóficas, los poetas de la Es- 
paña actual retoman á su pasado y, lejos de las peregrina- 
ciones á los Falansterios, tratan de vivir vida interna y pre- 
fieren loar las cosas muertas á las cosas por venir. Esta 
tendencia tiene todas las desventajas de una reacción, tan ex- 
tremada ahora como anteriormente. Ella no perdurará, pero de 
ella se obtendrá uno que otro poeta de fuerza. Las ciudades 
románticas muestran á Martínez Sierra en viaje ideal por las 
calles de los lugares remotos : Brujas, Toledo, Avila, Colonia, 
lugares sobre los cuales el cielo parece una telaraña exten- 
dida sobre un objeto agobiado de vejez. Mas la evocación de 
los sitios vetustos, el paseo por lo antiguo, no es enfermizo 
en él. La muerte no le impresiona sino de un modo superfi- 
cial y tras los versos melancólicos á la dama «en el amor 
doctora y en el decir estrella», vibra el alma llena de sol, de 
vida plena y activa. Es esta la característica del autor. Sin 
advertirlo pomposamente, á la manera de Salvador Rueda, 
Martínez Sierra canta, en prosa y en verso, á la existencia 
robusta, á las mujeres hermosas, á los cielos y á las flores y 
su canción resuena, aturde y embriaga. Mejor aún sus pro- 
sas que sus versos. Sus cuentos y sus novelas denuncian la 
presencia de un cerebro sólido y un alto corazón. Su estilo 
es pletórico, vibrante de color y de música y su obra toda es 
un espectáculo de primavera. 

Alberto Gerchxtnofp. 



LETRAS CATALANAS 



La poesía catai^ana : Juan Maragali*. 

En la literatura de las diversas regiones de España, tiene 
Cataluña uno de los primeros lugares. Fuerte como ninguna, 
más innovadora que todas, ofrece la particularidad de ser una 
perpetua adelantada al ambiente pesado que en las demás re- 
giones puede notarse. Ha sido en Cataluña que primero se 
han conocido en España las literatiuras del Norte europeo; 
en los teatros de Barcelona se han representado antes que 
en otra ciudad las obras de Ibsen y de Maeterlinck; de las 
prensas barcelonesas han salido traducciones de las más gran- 
des obras modernas, cuando aún eran desconocidas en el 
resto de España. 

Influencia quizás del espíritu comercial, emprendedor, an- 
dariego de los catalanes; lo cierto, empero, que en Cataluña 
las letras caminan, con un rápido andar, que mucho contrasta 
con la pacífica y mansa andadura de otras regiones. 

Pese á tales ventajas, entretanto, la literatura catalana es 
casi completamente desconocida entre nosotros. Algunos 
nombres hizo conocer José León Pagano durante su prove- 
choso viaje de estudio; Rubén Darío nos ha hablado de otros 
en sus correspondencias de la isla de oro; pero, á pesar de 
estos esfuerzos, continúase ignorando todo lo mucho y bueno 
que las letras catalanas guardan para el curioso que llegue á 
ellas con el afán de investigar y de observar. 

Pocos conocen entre nosotros el nombre de Jacinto Ver- 
daguer, el místico de los Cants, el homérida de U Atlántida, 
ese poema colosal y formidable que basta para honrar é in- 
mortalizar una literatura. Pocos saben de la existencia de 
Narciso Oller, el novelista de la clase media, pintor exacto 
y fiel de un momento del alma de su pueblo. A Rusiñol se 



146 NOSOTROS 

le conoce por las traducciones de Martínez Sierra; pero á 
Maragall, al poeta más hondo que España mantiene hoy, po- 
demos confesar, con dolor del alma, que se le ignora por 
completo. 

De Maragall, pues, quiero hablar en esta primera crónica, 
ya que á él, forzosamente, deberemos volver en cuanto pro- 
cedamos á estudiar los poetas nuevos, los jóvenes poetas, 
mantenedores del gonfalón poético en cuyo escudo han ins- 
cripto la vieja divisa de los trovadores. Patria, Fides, Amor, 
encimada por otra que sintetiza el esfuerzo todo de esa plé- 
yade luchadora y valiente: Pro Catalonia nostra. 

De Maragall debemos partir para comprender más tarde á 
Alomar, que ya algunos pretenden erigir en jefe de una nueva 
cruzada poética, y á otros muchos que en la noble tierra de los 
Conselleres alzan su voz para cantar las maravillas de la na- 
turaleza, los afanes del hombre, los impulsos de la pasión. 

El distinguido crítico R. D. Peres afirma en un reciente es- 
tudio que la cualidad distintiva de Maragall «es una gran 
sensibilidad que le inclina á los afectos tiernos y apacibles, 
y hace que sus nervios vibren fácilmente ante el espectáculo 
de la vida, que se le ha presentado fácil y con el encanto de 
una sonrisa feliz en los labios. Las mejores anuas con que 
cuenta proceden del fondo clásico y del de la poesía popular 
catalana; las más endebles y discutibles, aunque parezca pre- 
ferirlas él y causen, precisamente, todo el entusiasmo de algu- 
nos, son las de fondo romántico-modernista». 

Peres cree que lo romántico es una influencia de los países 
del Norte europeo, sin tener en cuenta que el fondo del espí- 
ritu catalán es, en su esencia, excepcionalmente romántico 
y ensoñativo. Ese romanticismo, al chocar con los moder- 
nismos del día, produce un extraño cabrilleo que puede pare- 
cer falso á quien sólo tenga en cuenta las apariencias de las 
cosas. 

«El espíritu de Maragall, — afirma el poeta Marquina, — es 
hondamente contemplativo >. «^Sus versos son claros y frescos, 
puros de fondo, limpios de forma, sencillos siempre; — conti- 
núa Martínez Sierra — y hablan del amor de las almas y de la 
belleza de las cosas.» 



LETRAS CATALANAS I47 

Altamira ha tejido una bella guirnalda de admiración para 
ese poeta que sabe extraer la esencia de las cosas para zahu- 
mar con ella el alma prosaica de nuestro tiempo. 

El fondo romántico-modernista de que hablaba Peres como 
una influencia de las literaturas extranjeras que tan á fondo 
conoce Maragall, traductor de Helio, de Goethe y de Nova- 
lis, no es, en última deducción, más que ese natural roman- 
ticismo del pueblo catalán, panteista como buen pueblo mon- 
tañés, buscando en todo el secreto de la vida. 

Su panteísmo es investigador; busca en la naturaleza el sen- 
timiento de honda comunión con todo lo creado. Por ello 
exclama en una de sus poesías 

Toí semblava un mon en fló 
i I' ánima n'era jó. 

Es un poeta varonil, aún en aquellos momentos en que la 
pasión doblega la voluntad y debilita los músculos. Su amor, 
no se arrastra vulgarmente, con la desesperante lentitud de lo 
que carece de alas; vuela con vuelo triunfal, para decir á la 
amada: 

De joies vull cobrir ta cabellera, 
el ieu coll el teu pit, bracos i mans^ 
en memorie de totes les caricies 
que vagi feut-te y t' hagi fet abatís, 

Com a pluja els joiells dcmunt tos membres 
també com pluja 'Is besos meus d'amor: 
dessota cada bes vull que s' encengui 
com un astre una nova resplendor. 

Un joiell cada bes, que resplendcixi, 
nit serena^ lo noble del teu eos; 
pro després el gran jom, despre's el di« 
r esposa seus joiells y tota á Vespós, 

Su último libro, Enllá, firma una vez más sus grandes cua- 
lidades descriptivas. Nadie como él para describir en pocos 
versos todo un cuadro de infinita extensión, quizás por- 
que nadie como él sabe compenetrarse tan hondamente de las 
cosas. 



148 NOSOTROS 

Hé aquí unos pocos versos en que el poeta, al describir los 
Pirineos, se detiene en Lourdes y deja, indeleblemente escul- 
pida, la visión de la blanca ciudad á donde acuden con sus 
llagas los romeros de un mundo enfermo. 

An els teiis peus, a ratlla de la plana, 
Lourdes devota té molt bell el cel: 
el sol hi daura la ramada humana 

que bela amb un gran bel 

davant la Verge blanca, 

davant I* Iglesia /reda; 
i en mig del baf de les gentades terboles 
s'alga I miracle y dolfament floreix 
al verme liosos raigs del sol ponent .... 



Al vespre un riu de llumenetes grogues 
passa á la fosca ressonant de veus. 



También, para describir una marina, tiene síntesis de una 
realidad extraordinaria; hé aquí sus palabras, tan fáciles, tan 
sencillas. 

Una á una, com verges a la danga 
entren lliscant les barques en el mar; 
s'obra la vela com un ala al sol, 
i per camins que no me's elles veuen 

s* allunyen mar endintre . 

Ok, cel blan! Oh mar blan, platj'a, deserta, 
groga de sol! D'aprop el mar te canta, 
mentres tu esperes el retom magnific, 
a sol ponent de la primera barca, 
que sortirá del mar tota olorosa. 

Quizás como ningún otro poeta mantiene Maragall la no- 
ble serenidad apolínea, esencia misma de los vates. No por 
eso se mantiene alejado de la cosa pública, pues como doc- 
trinador del pueblo, en el alma de sus contemporáneos ha 
herido muy hondo la pluma del poeta convertido en perio- 
dista. De una campaña suya en pro de la moralidad adminis- 
trativa y de la regeneración española, quedan todavía en la 
atmósfera en que su pueblo palpita nobles gérmenes vitales. 



— I 



I.ETRAS CATALANAS I49 

Por SUS mismas condiciones de serenidad y dignidad tampo- 
co puede ser pasajera, vana y estéril la obra de su cerebro. 

Maestro de una pléyade juvenil, brava y entusiasta, Mara- 
gall es uno de los que más hacen en pro del tan decantado 
renacimiento espiritual de España. El orador que á la pequeña 
fiesta literaria de un pueblo perdido en la montaña llevó su 
concurso, pronunciando una magnífica alocución sobre la be- 
lleza, es algo más que un poeta, mucho más que un pensa- 
dor: es un hombre de acción, que con voluntad y energía ha 
sabido emprender el camino de la vida, dando la única lec- 
ción compatible .con nuestro tiempo: la del ejemplo. 

Este bosquejo sobre la personalidad literaria de Maragall no 
tiene otro objeto que el de abrir esta sección de «Nosotros» 
con el nombre del primero, honra á quien es debida, encau- 
zando con su nombre glorioso una serie de estos artículos 
sobre las obras más interesantes que nos puede ofrecer la ac- 
tualidad catalana. 

Maragall debía ser el primero; en él está comprendido el 
romanticismo ensoñativo del alma catalana, sus fuertes cua- 
lidades descriptivas, su amor patrio y su fé en el hombre, 
cualidades que hoy forman la característica de aquel pueblo 
fuerte y activo. 

Para aquellos de mis lectores que no conociendo la lengua 
de Augias March protesten de las transcripciones en el ori- 
ginal, sólo podré decir que si París vale una misa las obras 
de Maragall, Alomar, Rusiñol, Iglesias y Gener, para sólo 
citar los de hoy, bien merecen el esfuerzo de aprenderla. Y 
el que de ese esfuerzo no sea capaz será porque no le inte- 
resará conocer esas obras, en cuyo caso todo estará demás, lo 
criticante y lo criticado. 

Juan Mas y Pf. 



LETRAS ARGENTINAS 



"El país de la selva*' por Ricardo Rojas 

Hasta la saciedad se ha escrito sobre la conveniencia que 
existe para todo país, de que, palmo á palmo, región por re- 
gión, vayan sus hijos conquistándolo para las letras. Al nues- 
tro, desde tal punto de vista, le ha cabido buena suer- 
te. Aceptado es ya y general que Echeverría conquistó la 
pampa. Cierto es que la pampa de nuestro inmortal románti- 
co, como observaba acertadamente hace ya algunos años un 
crítico, « no es tan pampa como yo quisiera » ; pero no son 
los más quienes creen lo mismo, por lo que, en tren de con- 
cesiones, quiero admitir la mencionada conquista. Obligado 
y lyCguizamón - en verso y prosa, respectivamente — han 
clavado sus estandartes victoriosos en esa riente tierra de 
Entre Ríos cuyo Paraná se ha vuelto el río proverbial del 
poeta de « El hogar paterno ». González ha unido para siem- 
pre su nombre á sus montañas, con aquella clásica obra de 
una arquitectura maciza como la de esas mismas montañas. 
Por allá Lugones se ha apoderado con La guerra gaitcha de 
las mesetas salten as y jujeñas, convirtiéndolas en materia de 
arte en su prosa ruda, abrupta, que bien condice con la épica 
lucha que « canta » ; y Talero, en una emulación plausible, ha 
intentado últimamente dar carta de ciudadanía al Neuquén 
en la república de las letras . . . 

Además, no nos olvidemos de Sarmiento. 

Ahora un nuevo escritor ha aportado también su contribu- 
ción á esta empresa gallarda de dar una expresión literaria 



LKTRAS ARGENTINAS I51 

perdurable á cada rincón del suelo patrio. Es Ricardo Rojas, 
el ya conocido poeta de La victoria del hombre: lo que ha que- 
rido en su último libro, El país de la selva, es contamos la 
vida de nuestros bosques mediterráneos. 

La obra es audaz, pues empresas de índole semejante no 
admiten las victorias á medias; sin embargo, Rojas ha lo- 
grado realizar su propósito. Poeta vibrante, fogoso ; hombre 
de estudio y de pensamiento ; hijo de la tierra que describe, 
y, — en una palabra — artista, verdadero y sincero artista, 
condiciones sobrábanle para no escollar en la tarea. 

El libro se desliza con el tono de una narración, casi siem- 
pre sencilla, llana, que nos pone en contacto directo 
con las cosas y los seres que el autor se propone pintar. Por 
este motivo repruebo el primer capítulo, en el que un cierto 
aparato épico — propio, comprendo, de la materia tratada — y 
algunas fonnas estilísticas lugonianas que el asunto invo- 
luntariamente sugiere, le hurtan al relato sencillez y natura- 
lidad. 

Esa simplicidad del libro es su condición más sólida, con 
tanta mayor razón, cuanto que, no es una fácil fluidez sino 
una espontaneidad brillante, vigorosa, derivada del tono, del 
lenguaje empleados, y de la honda comunión del artista con el 
tema que trata. Es así que las descripciones adquieren en- 
canto en su sinceridad sin aliño, y que todos los pequeños 
detalles en el libro anotados se vuelven poéticos, pues sabido 
es que no hay cosa trivial para quien sabe considerarla con 
espíritu ingenuo, casi diría humilde, y con amor. 

Pero, además de estos elementos artísticos, otros hay en 
El país de la selva de índole distinta y de mérito no menor, 
cuales son esas reflexiones sesudas, esas serias consideracio- 
nes que va Rojas derramando en cada página. Atinadísima 
encuentro así la analogía que señala entre los cantos, danzas 
y fiestas del país de la selva y los similares de los albores de 
Grecia; éntrelos bailes del bosque y los añejos cultos dio- 
nisíacos que originaron la tragedia. 

El lenguaje que Rojas emplea no es desmirriado ni pobre: 
tiene nervio y es rico, jugoso, como era de esperar de quien 
ama darles á sus altas cualidades de artista el sólido subs- 



152 NOSOTROS 

trato de una ilustración literaria severa. Ello me hace lamen- 
tar con mayor razón que incurra en el vicio, ya muy gene- 
ralizado, aunque no menos censurable, de substituir con 
enojosa frecuencia el pretérito perfecto de indicativo por cual- 
quiera de las dos primeras voces del pretérito imperfecto de 
subjuntivo. La forma no es nueva y la abonan en la literatura 
española numerosos pasajes; pero, aun admitiendo su empleo 
moderado, singularmente en substitución del pretérito plus- 
cuamperfecto de indicativo ( de lo que ya se encuentran ejem- 
plos en la Gesta de Mió Cid), no es escusable el abuso en 
que comienzan á incurrir algunos de nuestros mejores escri- 
tores, empleándola en su valor condicional en giros que 
requerirían toda otra cosa. De este paso muchos literatos van 
á suprimir en su léxico, voluntaria y completamente, el pre- 
térito de indicativo. Comprendo que alguien podrá ver en 
estas observaciones un desdichado valbuenismo ; mas paréce- 
me que, so pretexto de no caer en la pedantería gramatical, 
no es del caso pasar por alto cuestiones de vital importancia 
para el idioma. He preferido, sin embargo, presentar desnu- 
das estas apuntaciones sin apoyarlas en ejemplos demostra- 
tivos, bien que indigestos. Con sólo abrir el libro se los ha- 
llará en abundancia. 

Los paisajes, los tipos, los usos, el folk - iore, todo lo que da á 
una región su fisonomía peculiar se halla en El pais de la sel- 
va. Es una obra robusta y lozana, que no ha de morir porque 
la atan múltiples lazos al terruño de cuyos jugos se ha nu- 
trido. Santiago del Estero tiene, pues, desde ahora, también 
su libro como La Rioja, y, precisamente, ha sido al calor de 
Mis montañas que se ha formado El pais de la selva, de la 
misma filiación y con idéntica tendencia. 

Concretando en una imagen una impresión puramente per- 
sonal, hallo una rara relación entre esta obra y el aspecto 
físico de su autor : admiro en ella toda esa arrogante fiereza, 
esa noble austeridad que respira la cabeza del poeta, coro- 
nada por la melena bravia. Diríase que él ha comunicado á 
la obra su vitalidad juvenil. 



LETRAS ARGENTINAS I 53 

Museo histórico nacional: ''El clero argentino desde 
z8io á 1830". 

El señor Adolfo P. Carranza, director del Museo histórico 
nacional, ha compilado en dos tomos nutridos las oraciones 
patrióticas pronunciadas por el clero argentino desde 1810 á 
1830. La obra, inteligentemente prologada por el señor Gui- 
llermo Achával, es útil y loable, como todas las que se proponen 
reunir los materiales dispersos de nuestra historia: no asila 
forma en que ha sido realizada. 

Tratándose de una publicación hecha por el Museo histó- 
rico y de una obra que enciemí toda una faz del pensamiento 
y la acción del primer período de la historia patria, razonable 
es exigirle al señor Carranza una edición menos defectuosa de 
la que ha dado á luz. 

La corrección de las pruebas ha sido deficiente, notándose 
también falta de cuidado en la transcripción de los manus- 
critos. La puntuación y la acentuación son con frecuencia 
defectuosas, no escusdndolas el hecho de que lo sean en los 
originales, pues incumbía la coiTCcción á la crítica sagaz y 
prudente del compil?dor. ¿ Cuándo aprenderemos á tomar en 
serio estas cosas ? ¡ Por Dios, que no se trata de manuscritos 
de los clásicos, sino de modestas páginas, muy inteligibles, 
sin contar con que ya algunas de esas oraciones habían sido 
impresas ! Y á este propósito, ¿ por qué no indicar mediante 
unas sencillísimas notas, dónde y cuándo lo habían sido ? 

No hablo del abundante latín de esos buenos padres, porque 
no hay por donde agarrarlo. Si le damos crédito al señor 
Carranza, ese latín tiene grandes analogías con el guaraní, 
tan adulteradas andan las palabras. Y la disculpa de que en 
el Museo histórico nadie sabe latín no es suficiente. ¿ Abando- 
naremos con criminal indiferencia nuestro orgullo de pueblo 
culto ? 

Pero no he de magnificar estas que podrán parecer minu- 
cias, que en esta tierra todo lo parece. En cuanto á transcrip- 
ciones demostrativas de lo afirmado, no caben, pues fuera el 
caso de llenar las páginas de esta revista. Me hallo sin em- 
bargo dispuesto á puntualizar en cualquier momento más 



154 NOSOTROS 

extensamente los reparos anotados. Aplaudamos por consi- 
guiente la buena intención que ha guiado al señor Carranza, 
y hagamos votos porque aprendamos de una vez á ser serios, 
verdaderamente serios en estas cuestiones, aún en el detalle. 
Ello se obtendría fácilmente mediante una severa fiscalización 
de la labor subalterna por aquellos que han asumido su di- 
rección. 

Quiero terminar transcribiendo el párrafo final de la intro- 
ducción del señor Carranza, modelo de buen gusto literario 
que puede ilustrar sobre la perfección de la obra entera, 
«Complemento mi trabajo — dice — con las ?nonografías (sic) 
de sus autores ( ? ), que el señor Pedro I. Caraffa tenía escri- 
tas y galantemente ( ! ) me las ha ofrecido ». ¡ Cuánta bondad ! 

"Por los caminos del mundo" por Guido A. Cartey 

Es un ramillete de poesías, frescas y humildes. Su autor, 
el señor Cartey, tiene un alma ingenua y sentimental. Al leer 
sus versos sencillos, generalmente melancólicos, se cree sin 
dificultad en lo que él nos dice en el prólogo : 

Estas pálidas flores y ignoto^ han germinado 
en lóbrego terreno con lágrimas bañado, 
donde la noche obscura y siniestra reinaba. 
Oh soñador, la mano que las Juntó temblaba. 

Aunque en su poesía predomina ei elemento subjetivo, no 
faltan en el libro composiciones descriptivas, entre las que 
señalo como délas más eficazmente dibujadas, ese bonito so- 
neto « La moza de cántaro ». 

Tal es la musa del señor Cartey, sincera, sin complicaciones, 
sin audacias de forma de ningún género. El ya ha encontrado 
su camino : recorriéndolo sin desfallecimientos, con el propó- 
sito firme de alcanzar una perfección formal siempre mayor, 
puede darnos libros de mérito no escaso, de los que el pre- 
sente folleto no sería sino un prometedor anticipo. 

Roberto F. Giusti. 



REVISTA DE REVISTAS 



La Lectura — Madrid — En esta revista qne dirige Fran- 
cisco Acebal, el señor Pedro Dorado publica un artículo cuyo 
título, ^ Viva el pecado?, Qs ya promesa de tema interesante. 

El señor Dorado es ya bien conocido entre nosotros, pues 
además de ser La IvECTura — donde con frecuencia colabora 
— muy leída aquí, los Archivos dk Psiquiatría y Crimi- 
nología, publica con frecuencia artículos que no han pasado 
inadvertidos. 

Es este artículo de La Lectura tan bueno, tan interesante, 
tan hermoso que no es posible callar. 

Comienza el señor Dorado: — «Yo comprendo bien el estado 
de inquietud y de tortura espiritual de los místicos. Es cosa 
desesperante, en verdad, engendradora de un desosiego per- 
manente, eso de buscarle norte y un significado á la vida, y 
no encontráiselo. Tiata uno de obrar en todo, ó en lo más 
posible, razonablemente, y después de mucho afanar, tiene 
que declararse vencido, por no haber logrado cLescubrir en 
qué consiste lo razonable. Nuestra razón y nuestra inteligen- 
cia son, quizá, un estorbo y un disolvente incompatibles con 
la apacible tranquilidad que parece condición indispensable 
del vivir gozoso». Y después de hablar brevemente de la li- 
bertad, de la razón y la inteligencia, continúa: 

«No hay manera de escapar al tormento que para el alma 
llevan envueltas todas estas preguntas; ó, mejor dicho, no hay 
otra manera de librarse de él más que no haciéndoselas. Re- 
correr la línea de la vida sin vivirla, como un guijarro del 
camino, que tiene peso y ejerce presión y verifica combina- 
ciones químicas, pero sin saberlo ni buscarlo: tal es, acaso, 
el ideal, si ideal cupiera en circunstancias semejantes. ¡Cuanto 
mejor fuera, quizás, si la suposición no es blasfemia — que 
tampoco sabemos si lo es, y si lo es, decimos como ella mu- 
chas; — cuanto mejor fuera hacer sacrificio y renunciación de 
nuestra actividad inteligente y dejarnos llevar todo lo po- 
sible á la deriva, como cuerpos muertos, sin hacer pinitos de 
independencia ni pretender guiarnos por propias, conscientes 
resoluciones! Si los seres sin vida y sin conciencia, condu- 
ciéndose de esta suerte, contribuyen á los planes divinos y 
los secundan, ¿por qué no había de ocurrir igual con noso- 
tros? Es también posible que así suceda, á nuestro pesar. No 
tendría nada de extraño que la pretendida dirección cons- 
ciente de nuestra conducta fuese del todo ilusoria: quizás 
vamos empujados hacia donde no podemos menos de ir, sin 
otra particularidad característica nuestra sino que en este viaje 



156 NOSOTROS 

nos acompañan anicnudo la inteligencia, la conciencia, la 
razón, que hacen papeles de simples testigos, y no de guíase. 
Hay á continuación una serie de consideraciones sobre 
nuestro afán de triunfar fácilmente en la vida, y después de 
contristar con la realidad de este vivir fatigante é inútil en 
persecución «de cosas inaccesibles,» nos dice: «No sé yo, en 
vista de lo dicho, si será posible negar que todos hemos na- 
cido y crecido en el pecado y que de pecado é iniquidad se 
compone y alimenta la vida humana. Creo que no. Todo esta 
vida, que no se hace sino socialmente, requiere la prepotencia, 
la represión, la imposición de unos sobre otros. I^as rela- 
ciones sociales presuponen la dominación por una parte y la 
sumisión forzosa por otra. De esto se halla tramada tal vida. 
Se dice que el vínculo y el aglutinante de los hombres cons- 
tituidos en sociedad — estado «natural» de estos, según se 
añade — es la moral y el derecho. Pues la moral y el derecho 
ni los concebimos ni los practicamos sino dándole el sentido 
de potestad, quiere decir, de prepotencia y subyugación. No 
parece haber en todo el universo más que subordinación de 
unas partes de él á otras, de unos seres á otros. Ahora, la 
subordinación mutua entre los hombres, exigida coactivamen- 
te, cualquiera que sea el modo de esta coacción, favorable á 
unos y perjudicial á otros, ó aún beneficiosa, si así se quiere, 
para todos ellos, al menos durante un cierto período y desde 
un determinado punto de vista, es lo que denominamos mo- 
ral y derecho, ora estén, ora no estén formulados en reglas 
concretas, legisladas. No se concibe moral ni derecho — los 
cuales son, en el fondo, una misma cosa con distinto nombre 
y mirada por diferente aspecto — que no estén integrados por 
normas de conducta, y toda norma envuelve, indefectible- 
mente, exigencia de un lado y subyugación de otro. ¿No es 
un contenido de deberes el que se da á la moral por todo el 
mundo, sea cual sea la concepción ó filiación filosófica de 
donde se parta y á la que el moralista pertenezca? Pues el 
deber implica sumisión y, por tanto, un somelec^^r 3' un so- 
metido. Y del derecho, ¿no ba}»^ que decir lo 1./.: mo? Todo 
derecho, aseguran los técnicos — y parece que dicen vL-rdad •— 
es por fuerza una relación, en la que existe, por uno de sus 
extremos, pretensión ó exigencia, y por otro — ya en dislinta 
persona, ya en la misma, que esto para muchos es indifercrite, 
igual que en la moral — obligación ó deber. Es lo que quieren 
decir, con otras palabras, cuando aseguran que todo derecho 
tiene siempre por correlativo un deber, y todo deber un dere- 
recho, ó que no hay acreedor sin su correspondiente deudor, ni, 
al revés, deudor sin su correspondiente acreedor. La suma de 
deberes de una persona equivale á la suma de vínculos de 
subordinación y sumisión que la tienen ligada (ob-ligada), y 
merced á las cuales no es dueña de sí ni puede dirigir su 
conducta conforme á su criterio y á su voluntad, sino que 
ha de tomar por guía una voluntad y un criterio ajenos, aun 
cuando le parezca irrazonable lo mandado y torture con ello 



REVISTA DE REVISTAS 157 

SU conciencia; la suma de derechos, en cambio, equivale á la 
suma, de poderes que alguien está facultado para ejercitar 
contra otro ó contra otros, y con cuyo auxilio queda dueño, 
en cierto respecto, del deudor ú obligado, sustituyendo su 
modo de ver las cosas y su querer, al modo de verlas y al 
querer acaso distintos, que tenga éste. 

«Repito que, según eso, más bien que la justicia y la mo- 
ralidad, son la inmoralidad y la injusticia los que forman el 
tejido de la vida humana, social por excelencia». 

Sigue luego el eminente catedrático estudiando la ley crea- 
da para conservar el orden dentro de las agrupaciones socia- 
les, ya completas, ya incompletas, lícitas ó ilícitas, para sentar 
«que la vida que concebimos como natural^ esto es, como deter- 
minada tan sólo por los impulsos naturales y por los dictados de 
la propia conciencia individual, no nos es posible hacerla. El 
individualista y el anarquista más exagerados lo comprenden 
así, y no quieren, por eso, renunciar á la vida en común, de 
que por otra parte, desearían verse libres, por ser ella, inevita- 
blemente, engendradora de ligaduras y trabas para el desple- 
gamiento de la personal actividad. Lo propio les ocurrió á los 
rousseanianos: enamorados de la naturaleza y de su exclusivo 
imperio, y considerando á la sociedad como causa originaria 
de todos los males que á la humanidad afligen, no quisieron 
resolverse á prescindir de la misma; lo que hicieron fué juz- 
garla como un mal inevitable^ que había que procurar reducir 
á las menores proporciones posibles. Y en la misma disposi- 
ción de espíritu se han colocado otros muchos. 

«Tal es la cuestión, en sus ténninos más descarnados: «La 
sociedad es un mal inevitable». Ella degenera al hombre, y el 
hombre, animal social por excelencia, no puede abandonarla. 
Es el caldo de cultivo de donde este no se puede salir, y en el 
que, sin embargo, pierde ó embota sus más excelsas, vigoro- 
sas y recomendables condiciones nativas». 

Y después de decirnos y demostrarnos que la moral es 
convencionalismo, más ó menos reflexivo y consciente, que 
el derecho, las costumbres, las maneras, la cortesía, el arte, 
la industria, el comercio y la religión son convencionalismos, 
nos sorprende con la exposición de su miraje verdadero de 
la vida y el precio de ella: amarguras, iniquidades, necesi- 
dades siempre nuevas, imperfecciones, limitación, injusticia, 
pecado. 

Terminando su interesante estudio, después de largas ob- 
servaciones sobre la vida social, con estos párrafos: «No es 
tan reprobable, como suele decirse, sobre todo de una manera 
general y sin pensar concretamente en lo que se afirma; no 
es tan reprobable como parece el obrar egoísta y, por lo 
tanto, con apariencias de injusto. Es una parte indispensable 
de nuestra vida, y de poco sirve declamar ni sermonear con- 
tra él. La fiebre de los negocios con su secuela, ó si se 
quiere, con su móvil— ambas cosas, como en el hidrópico, — 
la fiebre de la ganancia, que llega al vértigo — el vértigo de 



158 NOSOTROS 

la velocidad, exactamente lo mismo que en otras relaciones, — 
podrá ser muy egoísta y muy pecaminosa; pero constituye, 
cuando menos hoy, una condición ineludible de la existen- 
cia social. Todos los pueblos «civilizados» ó en camino de la 
civilización la padecen, aunque en diverso grado, según el 
grado de esta; es decir, según el grado de su industrialismo, 
característica, como se ha advertido, al decir de los que pa- 
san por sociólogos competentes, de la civilización contempo- 
ránea. Será una fiebre de crecimiento, que mañana podrá 
desaparecer ó darse solo accidental y esporádicamente en 
algún ca^o; pero que en estos tiempos es normal, y si en- 
gendra injusticias, ellas son de las llamadas inevitables, esto 
es, exigidas por todo el complexo orgánico, extructural y 
funcional de la sociedad presente. 

«No tenía razón Nakens al extrañarse, aun cuando iróni- 
camente, de no haberse tropezado en la cárcel á los grandes 
ladrones, á los ladrones de millones, y sí solo á los pequeños 
rateros. Es lo que también se dice con demasiada frecuen- 
cia. Mas el modo que aquellos emplean para hacer pasar á 
su gaveta dinero ajeno, es un modo perfectamente lícito y 
aprobado en los tiempos que corren y en nuestro medio so- 
cial. Por otro lado, ¿cómo no acoger con una escéptica son- 
risa las lamentaciones y censuras que, tanto periódicos como 
las gentes en general, dirigen á cada paso— sin mirar para sí 
propios, que hacen lo mismo, cada cual en su esfera— á los 
individuos con quienes conviven, y sobre todo á las clases 
y profesiones (comerciantes, panaderos, bolsistas, policías, es- 
cribanos. . . todo el mundo), por el modo como se comportan, 
hallándolo teñido de ambición, de codicia, de vanidad, de 
erostratismo, de recelo, de venganza, etc., etc.? Todo ello es, 
precisamente, «la sal de la vida» y sin ello la vida, por lo 
menos la actual, no se comprende. ¡ Con cuánta razón puede 
argüirse á los censores con el «tire la primera piedra el que 
esté libíe de pecado»! Y á todo juez, advertirle que se mire 
mucho antes de calificar de delito ninguna acción, y antes de 
castigarla, si es que quiere, como á todas horas suelen ellos 
decir, no ejercer sus funciones en nombre de la prepotencia, 
sino ejercerlas en nombre ¡de la justicia!» 

El Cuento Semanal — Esta hermosa publicación española 
ha resuelto hacer una edición especial para la República Ar- 
gentina. Edición con la cual se proponen los amigos de El 
Cuento Semanal «hermanar lo más posible la literatura hisi^a- 
na y la bonaerense, ofreciendo á sus representantes una tri- 
buna selecta y propicia á todas las inquietudes del espíritu 
moderno». 

Aplaudimos sin reservas esta simpática iniciativa, deseando 
la vida prósx^cra que esta clase de publicaciones merece. 

Alfredo Costa Rubp:rt. 



NOTAS Y COMENTARIOS 



Miedo Horszowski — Este divino niño que, en 1906, de- 
leitó á nuestra sociedad haciéndole oír las obras de los más 
geniales músicos, ejecutadas por sus manos prodigiosas, nos 
escribe desde San Remo (Italia) con fecha Enero 13 y nos 
envía al mismo tiempo su último retrato. Desde su partida 
de Buenos Aires, ha estado en el Brasil, Estados Unidos, 
Alemania, Austria, Italia, atravesando todos estos países en 
las palmas de la crítica y de los públicos. Ahora mismo, « La 
Bauta », Revista veneziana ilustrada, en su número de Fe- 
brero 1°., que acabamos de recibir, nos informa del último 
gran triunfo obtenido por Miecio en Venecia y hace notar lo 
mucho que ha progresado en en el transcurso del año 1907, 
año que ha impreso una huella indeleble en su vida lumi- 
nosa. 

« Nosotros *, sabiendo que en esta ciudad dejó Miecio 
Horszowski un imperecedero recuerdo de su estadía, ha re- 
suelto regalar á sus lectores una reproducción de la fotogra- 
fía que nos ha enviado, en la seguridad de que este obsequio 
complacerá á todas aquellas personas que tuvieron la buena 
suerte de oirle. Acompaña al retrato un soneto, escrito por 
uno de nuestros más apreciados colaboradores. 

Vicente Medina — Un saludo cariñoso para el poeta. 

Que « Nosotros » le diga una vez más, en estos primeros 
momentos de su estadía en nuestra tierra, que aquí, si ya 
desde tiempo atrás se le estimaba á la distancia, en adelante 
se le querrá no sólo como poeta, más también como compa- 
ñero en esa lucha por el ideal — y por el pan, ay ! — en la 
que es la pluma la única arma. 

Que él sea para nosotros como el representante de esa 
fresca generación de poetas que acaba de surgir en España 
y á la que nosotros estamos vinidos en alma y sangre ; que 
él recoja por ellos todo el afecto que por ellos sentimos. 

Pues Medina no entra en el número de los poetas á quie- 
nes solóse admira: él es de aquellos á quienes también se 
quiere, porque en sus versos hay bondad y ternura, porque 
cantan los afectos sencillos del alma, que son los afectos 
eternos. Se le quiere porque sus versos no son académicos, 
pero « hacen llorar ». 

Para él pues un saludo de hermanos. 



1 6o NOSOTROS 

Enrii^ue J. Bancbs — Como secretario de redacción, el 
señor ^Enrique J. Banchs se incorpora á la revista. A ella 
puede sin embargo decirse que ya la acompañaba espiritual- 
mente desde su aparición, tantos fueron sus desvelos, tanto 
su afectuoso interés por su marcha sin tropiezos, habiendo 
honrado sus páginas, con bellas, raras composiciones en prosa 
y verso, que causaron la admiración de los entendidos. 

El señor Banchs es ventajosamente conocido en nuestro 
mundo literario. Su primer libro de versos. Las Barcas, apa- 
recido en Setiembre próximo pasado, constituyó el mejor 
éxito poético del año. Es joven y tiene mucho talento. Go- 
zosa, pues, la dirección de la revista incorpora á la falange 
de escritores que forman su cuerpo de redacción, á este poeta 
amigo, que, surgido no hace apenas un año, ya se ha con- 
quistado un renombre que muchos no adquieren sino tras 
larga brega. 

Libros recibidos — Amado Ñervo: « Almas que pasan » Ul- 
timas prosas — Madrid — 1906. 

Paul Grotissac: « Santiago de Liniers » Conde de Buenos 
Aires — 1753 - 1810 — Con un retrato al agua fuerte y un pla- 
no de Buenos Aires en 1807. Amoldo Moen y hermano, edi- 
tores — Florida, 323 -Buenos Aires — 1907 — (Nos ocupare- 
mos de él en el próximo número). 

Rudyard Kipling : « El libro de las Tierras Vírgenes » Tra- 
ducido del inglés directamente, con autorización del autor, 
por Ramón D. Peres — Ilustraciones de José Triado — Segun- 
da edición —Gustavo Gilli, Editor— 1908 — Barcelona. 

Rubén Darío : « El Canto Errante* Madrid — Biblioteca Nue- 
va de escritores Españoles — M. Pérez Villavicencio, Editor. 
— 1907. 

Guido Anatolio Cartey : « El Dilema » ( drama) - 1907 — « Por 
los Caminos del Mundo » ( poesías ) — 1908 — Buenos Aires. 

Carlos Schaefer: « lyucha ...» — Tragedia de Almas — Biblio- 
teca Nacional « Non Plus Ultra» 1907 — Buenos Aires. 

Aurelio del Hehrón : « Domus Áurea » — Montevideo 1908. 
Juan Agustín Garda : « Memorias de un sacristán » — Se- 
gunda edición — Dibujos de Carlos Clérice — París — A. Don- 
namette 1908. ( Nos ocuparemos de él en el. próximo nú- 
mero ). 

Félix B. Basterra : « Asuntos Contemporáneos » — Buenos 
Aires - F. R. Miller, editor — 1908. 

«El Clero Argentino de 1810 á 1830» — Oraciones patrió- 
ticas - Compiladas por Adolfo P. Carranza — 2 tomos — Publi- 
cación del Museo Histórico Nacional — Buenos Aires — 1907. 



Ndmero 9 




Carlos Vñz Per re ira. . . Reacciones 

Fernando Fort 11 n Idilios (ver sos) 

Leonardo Shérü Tarde de sol y de fatiga (ver- 
sos) 

Carlos Octavio Bunje. Hoyos, novelista espafío) 

Ida Baroffío Bertotoftí. Cuando la mujer escribe 

Mario Bravo El regreso (versos 1 

Gastón Federico Tobal El diario de Lucy Ocampo 

Arturo Pinto Escalier. La dama inefable (versos) 

Coriolano Alberlní El amoralismo subjetivo 

Julio S. Caaata - Mandolínata (Versos) 

Ambrosio Pardal De Amicís 

Rémulo D. Cárbia "Santiago de Línjers'' 

Roberto P. Gíusti Letras argentinas 

Alfredo A. Biaochi.... Concurso Labardén 

** Nosotros " Notas y comentarios 



OIRECCION 

Y 

aomini&tración: 

BUEN ORDl-N' 357 



DUEÑOS AIKES 
19 8 



T' 



==<? 



A los Subscriptores 



Desde el presente mes, la Administra- 
ción de ''N O S O T R O S'% mediante un 
arreglo hecho con la Administración de 
**I/a Nación", ofrece, como regalo á los 
subscriptores que abonen un SBMBSTRB 
ó AÑO adelantado, uno y dos volúmenes 
respectivamente de la biblioteca de **La 
Nación '% los que podrán elegirse entre 
los no agotados de la lista adjunta (edi- 
ción á la rústica). 

Bl envío de los referidos volúmenes se 
hará por cuenta de la Administración de 
"NOSOTROS". 



AftO II 



ABRIL DE 1908 



NÚM. 9. 




NOSOTROS 



REACCIONES 



Leyendo á.Spencer 

Por su faz antipática y estrecha, por su falta de simpatía 
y por su incomprensión semivoluntaria del pensamiento ajeno, 
tuvo este pensador bastante castigo, y adecuado á la falta 
como si hubiera arreglado las cosas un autor de cuentos 
morales. ¡Nunca quiso leer á Kant? pues su metafísica, su 
estética y su teoría del derecho resultaron luz cinérea de 
Kant. Y, á fuerza de sequedad y de dureza, dejó su sistema 
rígido y frágil como esas «lágrimas batávicas» de la física: á 
la menor rotura se deshizo en polvo. 

Pero rechazo esa comparación, que sólo enfatiza los as- 
pectos malos. Se me ocurre otra menos injusta: la lujuriante 
brotación ideológica con que este pensador cubrió en un mo- 
mento dado todo el campo de los conocimientos humanos, 
fué como el «abono verde» de los agricultores. 

A veces vemos extenderse ante nosotros un trebolar vasto 
y lozano, del cual nada está destinado á quedar: todo será 
enterrado; pero otras cosechas aprovecharán la tierra fecundada 
con tanta riqueza. 

De la obra de Spencer, en sí misma, poco quedó. Pero, hoy 
¿puede alguien estar seguro de no haberla utilizado? 

Recuerdo haber oído hace algunos años, en una clase de 
Fisiología, una lección sobre las teorías de la herencia. El 
profesor citó primero las clásicas; después, las modernas; y, 
al terminar su enumeración, nos dijo: «de todas estas hipó- 



102 NOSOTROS 

tesis, no creo que ninguna sea verdadera; pero, si lie de in- 
dicar la más sugerente, paréceme que lo es todavía, á pesar 
del tiempo transcurrido, la vieja teoría de Spencer». Y como 
yo había sentido la misma impresión, me di á pensar, admi- 
rado, que aquella teoría que permanecía todavía más sugerente 
que todas las otras, posteriores y de especialistas, no era más 
que una especulación incidental de un hombre á quien se 
debían cien como esa en cada una de las direcciones distin- 
tas de la ciencia humana. Y me faltaba todavía ver aparecer 
algunos años después la Biología de Le Dantec, admirar sus 
atrevidas interpretaciones, la tentativa de explicación química 
de todas las manifestaciones vitales, y reconocer en la apli- 
cación de esa tentativa á la herencia (simple resultado, se- 
gún el eminente biologista, de la tendencia de cada sustancia 
química á tomar su forma propia) la vieja teoría de Spencer 
la sugerente comparación entre la tendencia del animal y la 
del cristal, respectivamente, á tomar su forma. 

Leyendo á Víctor Hug^o 



Muchos no admiran á Víctor Hugo; es decin no lo admiran 
como corresponde, — y son sinceros: la explicación no está más 
que en la enormidad extensiva é intensiva de la obra, que no 
se puede aprehender en un acto de percepción estética. Víctor 
Hugo no es aperccptible. Así, en lo material, se puede sentir 
en un acto estético la belleza de un jardín, de un torrente ó 
de una montaña, pero no la de un continente. — Otros hacen 
paralelos con determinados poetas: con Vigny, con Musset; 
paralelos que no tienen sentido. Es como si se preguntara si tal 
jardín, tal torrente, tal montaña, es más ó menos bella que un 
continente; lo que procede es comparar el jardín con alguno 
de los que hay en el continente, el torrente ó la montaña con 
alguno de los que hay en el continente, que, en este caso, 
los tiene en profusión comparables á cualquiera, sin perjuicio 
de todas las malezas y demás vastas regiones estéticamente^ 
infrecuentables. 



REACCIONES 1 63 



Hugo pretendió, y creyó unir lo trágico y lo cómico en 
sil teatro, como Shakespeare; y los juntó, en efecto; pero la 
unión fué combinación en Shakespeare, y, en Hugo, mezcla. 



Leyendo el Eclesiastéa 

Ya en aquella época pudo notarse claramente cuanto más 
fuerte es la parte crítica que la parte dogmática; la parte ne- 
gativa que la parte positiva, la pan Jestmens que la pars cons- 
truejis de lo que los hombres piensan y escriben debajo del sol. 

Leyendo á Augfttsto Comte 

Atreviéndose á hacer el paralelo, se pregunta el lector: 
¿quién está más encerrado: un humilde preso en una celda 
estrecha pero con vistas al campo, al mar, al cielo, á los ho- 
rizontes ilimitados, - ó el Papa en su palacio vasto, rico, pero 
que acaba en un muro? 

Por lo menos, es indudable que esta última situación fa- 
vorece la tendencia á creerse infalible. 

Leyendo á Goethe 

Cuando leo citas del «Fausto», ó cuando las hago yo mismo, 
ese libro me parece de una genialidad sin medida. Cuando 
lo leo directamente, no tanto. Para admirarlo, mi tendencia 
es á considerarlo, más bien que como un libro organizado^ 
como una especie de repertorio de frases para citar, admira- 
bles aisladamente, y con el mérito colosal de haber sido he- 
chas por una misma persona. 

Leyendo á Spinoza 

En general, los filósofos que se consideran como profundos 
son los que dan á la filosofía un aspecto más parecido al de 



104 NOSOTROS 

las matemáticas, es decir: los menos profundos de todos (pues 
son los que prescinden de más elementos de la realidad, para 
llegar á ese simplismo extremo). 

Leyendo á Taine 

Ya es incomprensible que los espíritus geniales puedan 
ser unilaterales, y paralogizarse; ¡cómo no ha de ser, enton- 
ces, el mayor de los misterios intelectuales, este hecho de 
que la misma genialidad representa tan frecuente una faci- 
lidad, una disposición para los paralogismos de esa clase? 

La inteligencia de este autor hace pensar en un caudal 
anchuroso y magnífico, pero de aguas petrificantes. Todo lo 
que tocó, lo dejó rígido. Y la obra es como un museo de 
cristales: variados, brillantes, de una suprema belleza geomé- 
trica; mas la sustancia ha perdido toda plasticidad y no ad- 
mite móldeos ni retoques: el que quiera trabajar sobre ella, 
tiene que empezar por romperla á martillazos. 

Y el mismo cerebro de Taine . . . Un momento de fan- 
tasía: Supongamos que los cristales se perfeccionaran, en 
esa vida misteriosa que empieza á reconocerles la ciencia 
moderna, y «evolucionaran», evolucionaran tanto, que llegaran 
á pensar. Indudablemente, su manera de ver y explicar las 
cosas tendría ciertos caracteres especiales. Y ¿no le parece 
al lector que los cristales de genio harían teorías por el es- 
tilo de las de Taine? 

Leyendo á Verlaine 

Los procedimientos de estas escuelas son una tentativa (es 
algo que hemos comprendido mejor después de James y 
Bergson) para expresar con palabras nuestro psiquismo no 
discursivo: esa realidad mental «fluida», de que no es ex- 
presión adecuada al pensamiento lógico, esquema, ni el len- 
guaje, esquema de ese esquema. Por contradictorio que sea 
ese esfuerzo para expresar por la palabra lo que es rebelde 
á la palabra, se obtiene con él un poco, un principio de lo 
que desearíamos: sugerimos algo del psiqueo inexpresable. Lo 
que resulta hermoso y bueno, ya sea ese psiquismo no dis- 



REACCIONES 1 65 

cursivo, del común á todos los hombres, ó á algunos ma- 
teria simpatizable, — ya sea del exclusivamente personal, por- 
que entonces damos un vislumbre de nuestro tesoro interior. 

Comprender esto, nos hace más simpático lo sincero de 
esas escuelas. También (lo que espanta é indigna, teniendo 
en cuenta la cantidad de engaño, de exageración, de artifi- 
cio, de pose y de snobismo que se pone en esos procedimien- 
tos, y también la gran disposición de ellos, mayor todavía 
que en los corrientes, para hacerse mecánico y perder el es- 
píritu) sentimos que hay una responsabilidad inmensa en 
manejar procedimientos que muerden hasta una región tan 
honda de las almas. 

Y, precisamente, la verdad, la justeza, es mucho más di- 
fícil de obtener y de discernir en la expresión del psiqueo 
fluido que la esquematización discursiva, porque la falsedad 
no consiste ya en dar una idea por otra, lo que es grosero, sino 
en dar un matiz, un grado, por otro. Hay la misma dife- 
rencia que entre tocar mal el piano y tocar mal el violín: en el 
piano se toca una nota por otra, lo que es difícil de evitar 
y fácil de percibir: ese instrumento de notas fijas es el pensa- 
miento discursivo, con sus ideas «solidificadas» por la ac- 
ción de las palabras. Pero en estas otras tentativas, la de- 
terminación de lo verdadero, la discriminación de lo sincero y 
lo insincero, son cuestiones de afinación, de una delicadeza 
infinita. 

Leyendo á Renán 

Refutar á este autor, cuando abusa de su superioridad 
intelectual sobre nosotros para desconcertarnos demasiado, 
es tarea bastante fácil, al alcance de cualquier persona do- 
tada de una consecuencia lógica normal, buen sentido y 
claro criterio. Pero, para refutarlo, habría que decir vulga- 
ridades. 

En época como esta, no hay escritor mejor defendido. 

Carlos Vaz Ferreira. 
Montevideo. 



poesía española 



IDILIOS. . . 



La plus aiméé étt toujours la plu$ Icín, 

C. CORBIÉBB. 

;¡Ensueños olvidados, idilios fugitivos! . . 
amores no sentidos, un momento soñados 
•que en mi espíritu viven como eternos motivos 
de mi canción, jamás en vida realizados. 

Porque unos bellos ojos me miran, ó una boca 

me ríe, forjo historias de divinos amores 

y va mi pobre alma en sus ensueños loca 

á cortar unas rosas.. . Y en mi jardín no hay flores. 

Amo en silencio siempre una imagen angélica 
en un viejo retablo de un pintor primitivo . . . 
¡Bendita tu mirada, virgen prerrafaélica, 
de inefable dulzura, por la que solo vivo! 

Y también guardo como un único tesoro 
el ideal no hallado, en una miniatura 

y tiene melancólica, la divina figura 
lejanos ojos grises que con unción adoro. 

Y mientras que mi alma esos ensueños hila 
quieren hallar mis labios un misterio velado 
en tu boca — una rosa plena de clorofila, 

de haber besado mucho ó nunca haber besado. .. 



POESÍA ESPAÑOLA 167 



EN LA VIEJA SALA 



En la quietud invernal, cerca de la canJÍUa 
he creído contemplar mientras que cae la nieve, 
en este antiguo estrado de cretona amarilla 
una tertulia de principios del siglo diecinueve. 

Vendría un consejero de Indias, grave y sesudo, 
un canónigo que haría exámetros latinos, 
y un capitán de guardias, mujeriego y rudo 
que era uno de los más entusiastas crisiinos. 

Entrarían despacio al toque de oración 

y cuando sobre el pueblo la tarde se moría, 

se les vería inclinarse á la luz del velón 

diciendo: «Oh, mi señora Doña Presentación!....» 
saludando rendidos á aquella abuela mía 
que Don Vicente I^opez, pintó en este sillón. 

Fernando Fortún. 
Madrid. 



TARDE DE SOL Y DE FATIGA 



Tarde de sol y de fatiga, tarde 

de cielo anubarrado presagiando tormenta; 

hay una honda tristeza, una angustia cruenta; 

la tierra bajo el sol se diría que arde 

en recia calentura. Una gris polvareda 

envuelve el pueblo en niebla que enturbia la mirada. 



1 68 NOSOTROS 

En el espacio tiembla la dura campanada 

que toca á muerto, y se repite, y queda 

en el eco. Un perro hambriento cruza 

las calles solitarias sin murmullos de voces. 

Yo anoche oí entre sueños cantar á la lechuza, 

dice alguien. Y con un dolor de incertidumbre 

los segadores han dejado las hoces.... 

Rasgando el horizonte hay un temblor de lumbre. 



EI.OGIO DE LA VIDA MENDIGA 



Vagar, vagar, vagar; un solo anhelo 
de libertad. Vivir es no pensar. 
Mirando abajo— lo blanco del suelo, 
arriba, el cielo. Vagar, vagar, vagar. 
En el invierno es terrible el hielo 
y se añora el rescoldo de un hogar; 
el sol en el verano es un consuelo, 
viviendo así no hay pena de vagar. 
El amor que se ofrece en el camino 
es amor, de la noche á la mañana, 
es como un trago de oloroso vino 
para aplacar la sed .... ¡Oh rubia amiga! 
¡Oh el tumbarse á dormir en la vesana! 
Ira mejor vida es la vida mendiga. 

lyEONARDO ShÉRIF 

Madrid. 



HOYOS, NOVELISTA ESPAÑOL 



I 



Apenas apaciguados los últimos ecos de la escandalera que 
provocase en Madrid la publicación de Cuestión de ambiente, su 
autor, don Antonio de Hoyos y Vinent, desafía nuevamente 
á la crítica y á la maledicencia con otra novela de costum- 
bres titulada A flor de piel. 

El caso es que este joven y talentoso escritor, hijo del dis- 
tinguido diplomático español, marqués de Hoyos y hermano 
del actual marqués, pertenece á la grandeza de España y lle- 
va una activísima vida social. Está vinculado á la más alta 
aristocracia y posee uno de los salones más selectos de Ma- 
drid. Habla pues con pleno conocimiento de causa cuando 
describe el gran mundo madrileño. De ahí que su descripción, 
viniendo de « uno de la casa *, haya impresionado tanto á la 
nobleza que se veía retratada y satirizada en su primer no- 
vela. 

La última, A flor de piel, es todavía una descripción mucho 
más expresiva y gráfica que la primera. Preséntanse las cos- 
tumbres é ideas de ciertos círculos aristocráticos con mayor 
viveza y colorido. ¡Y por cierto que el cuadro no resulta 
ahora más edificante ! . . . 

Aunque eminentes maestros como la señora Pardo Bazán y 
don Juan Valera se ocuparan del primer libro de Hoyos, el 
escritor no había sido aún tomado en serio. Se veía ó creía ver 
siempre en él al hombre de mundo, diletantte de las letras, cu- 
yas obras, si bien agradables y de fácil lectura, no represen- 



170 NOSOTROS 

taban el esfuerzo del profesional y carecían de gran valor li- 
terario. 

Ya no se puede considerar así al joven aristócrata. Sus úl- 
timas obras, especialmente la novela de que nos ocupamos, 
lo colocan en la categoría de los grandes novelistas españoles 
de nuestros tiempos. Sabe presentar tipos reales, concibe in- 
teresantes tramas novelescas, posee un estilo vivo, rico y 
vario. Es todo un escritor. 

Después del padre Coloma, nadie nos ha presentado con 
tanto realismo y verdad la alta sociedad española, como Ho- 
yos en su novela A flor de piel. I^eyendo este libro uno se 
siente maravillosamente transportado á los lujosos salones 
de la capital española. Uno oye hablar y ve pensar á la gente 
del gran mundo. Está así perfectamente justificada la frase 
de Stendhal que sirve de acápite al libro: «Una novela es 
un espejo que paseamos á lo largo del camino ». 

Como en Pequeneces, en la novela de Hoyos sorprende la 
falta de disimulo entre los copetudos personajes, la ausencia de 
toda hipocresía convencional, ó, si queréis, la exhibición 
cruda y cínica de los vicios y lacras morales. Decididamen- 
te, el español no es hipócrita. Sea como fuere, diríase que se 
complace en presentarse tal cual es. I^a maledicencia y el 
chisme, el chascarrillo y la chirigota reinan soberanamente 
en la sociedad de la corte. Todos se soplan y se cantan unos 
á otros, en tono de broma y en forma de farsa, las verdades 
más amargas y los insultos más hirientes. 

La sociedad española que nos pinta Hoyos no es, creo, ni 
más ni menos depravada que la de cualquier otra corte 
contemporánea. Hasta talvez sea más ingenua en sus vicios. 
Pero es más cínica. Y este es el rasgo capital, no del autor 
precisamente, sino de sus personajes, todos maledicentes, to- 
dos francos en sus arrebatos y crudos en sus expresiones. 
Diríase que viven en el amoralismo que estalla en Francia 
durante el siglo XVIII, como una violenta reacción contra el 
rigor excesivo de la antigua moral religiosa de los siglos 
medios. Diríase que los españoles que nos presenta Hoyos 
hacen con su cinismo una especie de teología al revés. 



I 



\ 



HOYOS, NOVELISTA ESPAÑOL I71 



II 

Toda el desarrollo de la novela gira alrededor de la intri- 
ga de amor de una gran dama, la condesa de Monreal y un 
artista bohemio y fracasado, Willy Martínez. Junto á estos 
personajes se mueven otros varios, especialmente los amigos 
de Lina, la condesa. No falta, naturalmente, alguna chula 
procaz y algún admirado torero. 

Los tilmos de mujeres — Lina, María, la Pancorbo, la princesa 
Wladimirosky, Lucerito Soler, — son todos realísimos. Se 
trata de verdaderas españolas, ya de la alta aristocracia, ya 
del bajo pueblo. Tienen el relieve de la verdad. En cambio, 
los personajes masculinos resultan esfumados y difusos. So- 
bre todo el héroe, Willy Martínez, que vive abyectamente de 
lo que le da su distinguida amante, la insulta y la befa con 
cobardía feroz, y no carece sin embargo de dignidad y de 
una elevada inteligencia artística. No es un canalla, ni deja 
de serlo. Es un abúlico y acaba triunfando. Se está muriendo 
de tuberculosis y de pronto reacciona, vive y obra. El lector 
no se explica los cambios de ese tipo de camaleón huma- 
no. El fondo de su carácter que pudiera explicarlos queda 
obscuro y enigmático, á punto de que apena que una hembra 
tan de carne y hueso como Lina se aparee á un hombre que 
más que tal es una sombra que el autor hace pasar capricho- 
samente por las páginas de su libro. El marido de esa pobre 
condesa es tan incomprensible casi como el amante. Solo Julito, 
un personajillo secundario, resulta verdadero entre los seño- 
res y los chulos que se mueven en la novela, como las ma- 
rionetas de un Guignol. 



III 



En cuanto al estilo, pueden sin duda hacérsele dos serias 
observaciones. Es demasiado desigual, y, en ciertos momen- 
tos, un tanto despreocupado, vacilante, lacio. 

El mismo autor reconoce en su prólogo su falta de unidad. 



172 NOSOTROS 

« El estilo de una novela no puede ser uniforme, nos dice ; 
ha de variar en cada período, en cada párrafo, en cada frase, 
puesto que varían los estados de alma y las sensaciones que 
ha de reflejar. Y así como en pintura no podría usarse el 
mismo colorido para una marquesa versallesca á lo Watteau 
que paia un asceta de Dominico Theotocópuli, así en literatura 
no puede usarse el mismo estilo para escribir una trajedia de 
dolor que una escena de mundano devaneo ». 

No estoy del todo de acuerdo con esta teoría literaria del 
señor de Hoyos. Pienso que cada obra de arte debe llevar 
en todas sus partes bien impresa la personalidad del autor. 
Sólo cuando el autor hace hablar á sus personajes me parece 
francamente autorizado á variar y disfrazar su estilo. Cuando 
él habla por sí mismo paréceme que debe usar su estilo 
propio. 

Todo grande escritor tiene una manera personal de estilo 
que no varía á cada página, y que igualmente le sirve para 
describir « una escena de mundano devaneo que una escena 
de dolor ». 

El mismo Hoyos posee un estilo de carácter propio, aun- 
que con esquiveces, alternativas y contrastes. Ese estilo re- 
cuerda tal vez, por su variedad, al de Jean Lorrain, que tiene 
tan felices intuiciones como lamentables ausencias . . . 

Yo creo que el estilo de Hoyos no es aún definitivo. Ha 
de uniformarse y simplificarse en sus nuevas producciones. 
Su indisciplinada policromía acabará por regularizar sus lí- 
neas fundiendo acaso y esfumando ciertos tintes demasiado 
llamativos, ciertos clarobscuros demasiado violentos, á veces 
goyescos, á veces caricaturales. 

El talento de este joven escritor se halla en pleno desen- 
volvimiento, casi diría en plena efervescencia. Parece una 
fuerza potente encerrada en estrechísima vasija y que pugna 
por romperla, estallar y difundirse. 

Hay en su libro agudísimas notas, páginas realistas, en- 
cantadores aciertos, y también parrafadas inacabables, giros 
inelegantes, frases incorrectas. Codéanse un aristocrático cas- 
ticismo y un cosmopolitismo exagerado. Se chocan sutiles 



HOYOS, NOVELISTA ESPAÑOL 173 

delicadezas de artista decadente y expresiones burdas y tri- 
viales . . . 

No podría sin embargo, ni el mas taimado crítico, acusar á 
Hoyos de falta de temperamento artístico. Lo tiene, y de 
sobra, diríase que para den'ochar á diestra y siniestra. Revé- 
lase en las paginas de su obra algo más que un retórico: un 
luchador robusto y decidido. Pero este luchador no ha ele- 
gido todavía su arma: usa indistintamente y según los mo- 
mentos, ya el fino florete francés, ya la pesada espada italiana, 
ya la maza, ó el revólver ¡y hasta la lanza de Don Quijote! 

Las letras castellanas tienen todavía mucho que esperar 
dei ese escritor. Su complejo espíritu en que se revuelven y 
amalgaman el hidalgo y el snob, el nervioso aristócrata y el 
sanguíneo arri vista, el hombre de mundo y el hombre de le- 
tras, el pensador y el esteta, es un producto típico de núes - 
tra época. Hoyos es un hombre moderno, esencialmente mo- 
derno. Se ve que ha nacido y vive en los tiempos del telégrafo 
sin hilos y del automóvil. No es un escritor naturalista lleno 
de fuerza y salud á la manera de la señora Pardo Bazán, ni 
un arcaico caballero á la moderna como Valle Inclán, ni un 
resucitado del Renacimiento al modo de Valera, ni un alma 
rancia y grandiosamente castiza á lo Pereda y Pérez Gal- 
dós.... Es algo distinto de todo eso, que casi raya en la 
literatura mórbida de nuestros días, y que resulta un tanto 

nuevo y casi exótico en España Es, en una palabra, con 

sus condiciones y sus defectos, quizás más por sus defectos 
que por sus condiciones, un hijo genuino del siglo XX. 

Carlos Octavio Bunge. 



CUANDO LA MUJER ESCRIBE 



Hace algunos días, un querido y docto amigo mío, escri- 
tor reputado, Habiendo hallado en uno de los diarios más 
difundidos un artículo firmado con el nombre de una nueva 
colaboradora hasta entonces desconocida, tuvo una expresión 
tragicómica de impaciencia y de indignación, y exclamó: 

— ¡ Otra más ! Pero esto es un contagio, una epidemia ! 
una grafomanía en el período agudo ! una forma de locura 
colectiva ! . . . 

Hechas las concesiones debidas á las exageraciones de mi buen 
amigo, es, sin embargo, necesario reconocer que el número 
siempre creciente de mujeres, no diré literatas, pero que con- 
sagran á la literatura sus ocios, ó toda su intelectualidad, 
puede, en verdad, impresionar, y no en un sentido favorable 
para el mismo fenómeno. 

La añeja sentencia que manda á la mujer á hacer calceta, 
ha hecho ciertamente su tiempo, y ya. todos admiten la par- 
ticipación femenina en las profesiones antes reservadas ex- 
clusivamente para el hombre. La necesidad de ser un agente 
productivo en la economía doméstica, abrió á las mujeres 
las puertas de las oficinas y de las universidades, las instaló 
ante las máquinas de escribir y los inmensos registros de 
protocolo, puso en sus manos el compás del arquitecto y el 
bisturí del médico. Naturalmente la multitud de las valero- 
sas no se amedrentó tampoco ante la pluma y las cari- 
llas blancas del escritor ; antes bien, numerosas manos feme- 
ninas corrieron veloces sobre las páginas candidas. 

Talvez, demasiado veloces. Talvez, demasiadas páginas, ay !, 
no ya candidas, sino cuajadas de líneas, palabras é ideas, ra- 
zonamientos y fantasías, una abundancia, una superabundan- 
cia de producción, que adquirió bien pronto proporciones 
alarmantes. 



CUANDO LA MUJER ESCRIBE 1 75 

Además, siendo la profesión literaria una de las menos re- 
tribuidas, cuyo ejercicio da raramente la riqueza, y muchas 
veces con dificultad el pan cuotidiano, es también la forma 
de actividad escogida por muchas señoras y señoritas que, 
no liostigadas por las necesidades de la vida, escriben sólo á 
fin de ocuparse en algo, concillando el deber universal del 
trabajo con un pequeño sueño de ingenua ambición. Así ve- 
mos las redacciones de los diarios y los despachos de los 
editores invadidos por una muchedumbre de gentiles postu- 
lantes, con el pequeño envoltorio de su manuscrito, ceñido 
por un lazo de seda pálida, temblorosas entre la esperanza 
de una aceptación y el temor del no fatal ; que ofrecen toda 
su actividad intelectual por * amor al arte *, ó por « el bien 
de los niños », ó por « el triunfo de la gran causa femenina », 
ó por cualquier otro fin más ó menos serio, detrás del cual á 
menudo se esconde la grande, inmensa esperanza de ver por 
fin el propio nombre impreso en las columnas de cualquier 
periódico cuotidiano, semanal ó mensual. 

Y he aquí porqué, también en los centros menos poblados 
é intelectuales, en provincia ó en los pueblecitos perdidos y 
lejanos, no falta el periodiquín ó la hoja literaria en que la 
mujer del médico bosteza en cuatro estrofas su melancolía 
sentimental é incomprendida, la maestra del pueblo escribe 
para los chicos unos cuentecillos aun más inocentes que los 
pequeños lectores, y una respetable madre de familia, ex-ins- 
titutriz, da la receta para quitar las manchas de grasa en los 
trajes ó para cocinar el plato del día. 

A veces, también, se logra conciliar lo útil con lo agrada- 
ble : el periodiquín que vive de tijeras ó de colaboraciones de 
diletantes, produce una pequeña renta á la directora, acaso 
más abundante y de todos modos menos penosa que la que 
obtendría á fuerza de aguja ó por cualquier otro expediente. 

Pero estas pequeñas trabajadoras del pensamiento forman 
la población menuda, la muchedumbre ; á su frente y por en- 
cima de ellas marcha la vanguardia de las mujeres activas é 
intelectuales que trabajan valerosamente por un ideal y por 
el pan de cada día, que representan una idea y son cabeza y 
sostén de una familia, que rodean de notoriedad su nombre 



I 



1 76 NOSOTROS 

y de bienestar á los propios ó ajenos hijos, que piensan, 
trabajan, luchan y llegan. 

A estas mujeres de vanguardia, puñado escogido y simpá- 
tico, también la mayoría de los hombres perdona el atrevi- 
miento. El éxito absuelve. Ellen Key, la Buckner, Mme. Se- 
verine, Matilde Serao, ya sólo obtienen aplausos. La crítica 
se vuelve al contrario severa y despiadada con las menores, 
subraya sus lados ridículos, pone en broma los piadosos, re- 
vela y burla las ambiciones ocultas, ó bien es pródiga de una 
indulgente compasión que glosa con la obligada cortesía ha- 
cia la debilidad y la inferioridad. En estos casos es preferi- 
ble la censura, y la más cruel. 

Cuando una mujer comienza á escribir, despierta en el pú- 
blico, como primer sentimiento, el de la desconfianza. Pre- 
sentadle á alguien un mozo, diciendo : « Es un joven escri- 
tor », y noventa y nueve veces sobre cien el otro tendrá una 
expresión ó una frase de simpatía, ó, por lo menos, de bené- 
vola curiosidad. Decid de una mujer: « Es una escritora», y 
en el acto, si su nombre no es ya muy conocido favorable- 
mente, veréis una leve mueca de desconfianza ó de contra- 
riedad reprimida. Parece que el viejo adagio : « Guárdate de 
la mujer que sabe de latines ! », tiene personas afectas asaz 
rigoristas que lo aplican con exceso aún á quien no ha de- 
clinado tampoco una vez el rosa, rosen, y tiene sobre la con- 
ciencia en cosas de literatura, solamente algunos pecadillos 
veniales, como cortas poesías, cuentitos ó breves artículos de 
cualquier índole, en la vulgar lengua patria. 

Esta crítica rigorista hiere, pues, toda aquella turba de hu- 
mildes escritoras, cuyo objeto principal parece ser el de for- 
mar una literatura aparte, algo así como una literatura á uso 
de las mujeres, y gasta todas sus fuerzas tratando de ha- 
cerla muy gentil, muy dulce, una literatura de deshecho, á 
base de flores y de suspiros, de crujidos de sedas y de son- 
risas de niños. 

Ahora bien, todo esto es muy peligroso porque degenera fá- 
cilmente de la gentileza á la dulzonería, de la simplicidad á 
la vaciedad. Por lo cual, exceptuando unas pocas mujeres 
escogidas, los temas frescos y gentiles son mucho mejor 



CUANDO IvA MÜJKR ESCRIBE 177 

tratados por los hombres, cuya robustez de pensamieo- 
to y de concepción da nervio á las ideas más humildes y de- 
licadas. Es este el motivo que explica porqué entre tantas 
mujeres que componen versos, son bastante raras las poeti- 
sas verdaderas, dejándose la mayoría de ellas desmayar en 
una armonía hueca de frases rimadas. 

Mucho mejor resultan las mujeres inteligentes, en el estu- 
dio de las ciencias exactas, de las lenguas antiguas y moder- 
nas y de las ciencias sociales. En efecto, por cada buena li- 
terata encontramos muchas óptimas profesoras ó profesionales 
distinguidas, y también sabias entregadas á estudios severos 
y profundos. 

Eminentemente positivo, el carácter de una mujer inteli- 
gente se revela en el razonamiento sereno, en la visión se- 
gura de una cuestión, en la rectitud de juicio, en la rapidez 
del proceso analítico y en la ingeniosidad de la síntesis. 
Frente á una sola novela discreta debida á una pluma feme- 
nina, tenemos una cantidad respetable de memorias, tesis, en- 
sayos críticos, que dan muestras de la seriedad de estudios 
difíciles. Espíritu de observación, diligencia, dotes críti- 
cas, y, al contrario, fantasía escasa, pasionalidad dudosa, defi- 
ciencia creadora, he aquí, más ó menos, las cualidades y de- 
fectos de la mayoría de las escritoras, aun de las buenas. 

Con todo, muchas mujeres escriben y muchas más escribi- 
rán, porque la carrera literaria, tan difícil para quien la reco- 
rre seriamente y con la mirada y la aspiración muy en alto, 
es pródiga de fáciles satisfacciones á las ambiciones modes- 
tas, á los pequeños orgullos y á las vanidades gentiles. Por 
esto, la tinta continuará manchando los dedos róseos de las 
mujeres y las prensas seguirán gimiendo bajo el peso de fra- 
ses dulces, tan dulces ! 

Para las mejores el camino está sembrado de espinas. Por 
consiguiente se puede juzgar á una mujer que escribe, pre- 
guntándole si se prepara á una cosecha de flores ó á una 
ruda batalla. 

Ida Baropfio Bertolotti. 



EL REGRESO 



A Atilio M. Ohi»ppori. 

¡Cómo esclarece la mañana el vasto 
Prodigio de las tierras familiares ! 
¡ Cuánta dulzura mística difunde 
La luz en las tranquilas praderas y en ios montes 
Azules y en los nítidos cielos y en los claros 
Límites del sereno panorama! 

Una apacible devoción esplende 
Sobre la gran tristeza de los años distantes 
La suave Primavera 
Que en estos días floreció gloriosa- 
mente en el mar, montañas y llanuras. 

Oprime con inmensa caricia 
El maternal abrazo del retorno; 
El maternal abrazo de esta vida presente 

Y luminosa; el maternal abrazo 
Que hace sollozar largos olvidos, 

Que evoca los recuerdos de las horas de luz, 
De libertad, de amor, de religiosa 
Simpleza, cuando éramos 
Todo bondad en los juegos sencillos, 
Teníamos ideas puras como las hostias, 

Y nuestros ojos eran muy claros y muy suaves, 

Del libro en preparación : «Poemas del campo y de la montafia». 



EL REGRESO 1 79 

Y era nuestra alma como una pobre ciega, 

Y teníamos miedo de la noche, 

Y sin malicia amábamos al Señor , á la Virgen ! . . . 

La orguUosa presencia de este dia 
Como la historia nuestra nos encanta : 
El sol que asoma con el mismo 
Explendor de tragedia entre una enorme 
Conflagración de incendios ; 
Las unánimes dianas que saludan 
Su real advenimiento; las ofrendas 
De las rústicas gentes, en los cantos 
Matinales, gloriosos de esperanzas ; 
El vaho de las húmedas tierras, temblorosas 
En el robusto espasmo de las fecundidades ; 
Los potros que desatan sus empujes 
En deserción indómita, poblando 
De alborotos oceánicos la tranquila represa, 
O de épicos galopes 
La cristiana quietud de las llanuras ; 
Los toros que concentran paternales caricias 

Y husmean con voraces intentos 
La castidad ficticia de las vacas ; 
De las vacas, 

que llegan 
lentamente 
una a una, 
por el largo 
camino. . . 

Se abren los campos á la luz del día 
Como un escenario gigantesco 
Donde hubiera de darse un episodio 
Culminante del Génesis. 

Han herido tan hondo los arados 
Que la tierra en dolientes abandonos 
Ofrece al sol el holocausto 



1 8o NOSOTROS 

De los abiertos surcos ; 

De los surcos sedientos que interrogan 

Con suplicante devoción los cielos, 

O en el martirio de la sed, se alargan 

Como buscando el cauce de un torrente. . . 

Y más allá, las siembras que han rendido 

Y auguran con reflejos de madurez, la hora 
Oportuna de las grandes colectas. 

Y más allá, 

Emparedando el linde del Poniente, 

Severa en su actitud de predominio 

La montaña. 

Enflora el sol la nieve de sus cimas 

En un sereno éxtasis de lumbre ; 

Desde la altura un invisible efluvio 

De paraíso celestial proviene ; 

Docilizán los vientos sus banderas indómitas, 

Y junto á la montaña. 
Las rudas tempestades, 

Son las brisas sutiles que conmueven 

Con delicada cortesía 

El lírico follaje de las frondas. 

En su espalda con golpes de certeza pujante 

Voltea el leñador toda una selva; 

Como el sudor de colosal fatiga 

En largos cauces ruedan los torrentes ; 

Cruje en el hondo abrazo de su entraña 

El oro; 

Y hay como un ruego 
Sencillo y dulce 

En la paz de esa mole. 

En la paz de los siglos 

Que se arrodillan contemplando el cielo 

Desde esa mole azul, 

Enorme, maternal y gigantesca, 

Como un gran pensamiento impávido ante Dios, 



I 



Ely REGRESO l8l 

Tal como el lábaro 

De la primer vanguardia victoriosa 

En la conquista de la luz 

Universal ! 

Mirador celestial desde la cumbre 

Se contempla la vida circunstante 

Reasumida en los lindes de aquellos horizontes 

Tal como en una clara pupila luminosa. 

Asaltan con empuje de siglos las visiones 

De las edades muertas : desde la misma cúspide 

Que fué la torre del vigía indiano 

Se mira como una gran derrota de pueblos. . . 

Allá el derrumbamiento de las tribus 

Arrojadas en doliente vorágine ; 

Más allá los fortines que la patria 

Jaloneó como sombras de peligro 

Después de las Hazañas de los sables ; 

Y más allá. . . como una selva 
Que cien inviernos martirizaron 
Erigen sus desnudos perfiles 
Las quinientas mil lanzas 

Que atestiguan quinientos mil sepulcros 

— Tumbas de los caidos 

Para alfombrar la senda de la Luz ! . . . 

Frente á frente del tiempo 

Hierve mi antigua sangre americana; 

Mi incásica nobleza resucita 

Ansias de imperios únicos ; 

Erígese mi orgullo 

Sobre la torre del vigía indiano, 

Lanza alaridos de león mi instinto, 

Y en la sed infinita de imposibles, 
En el dolor de todos los recuerdos, 
En la impetuosa evocación de todas 
Las cosas extinguidas. 

Canto los funerales de mis razas 

Y embandero de sol todas mis cumbres ! 



1 82 NOSOTROS 

Mirad el huerto : 
lyOS familiares olivos muestran 
lya paz gloriosa de sus follajes. 
Como una plegaria pasa el agua 
Que conduce al alma de la montaña, 

Y habla 

Con las ramas largas de los sauces 

Palabras muy vagas. 

Pasa el agua clara. . . 

I<as viñas ! 

Hay un frescor de templo 

Bajo las viñas. 

Los brotes que prolongan 

Una verdad de madurez proficua 

Insinúan deseos de verano. . . 

Cuando las parras den sus racimos, 

Las uvas negras, las blancas uvas. 

Penderán como senos de exuberancia indígena 

Sanos en su desnuda indiferencia. 

Incitando las gulas de los chicos locales, 

Y el asombro trivial de las niñas urbanas. 

Y el doméstico vino 
Refrescará los múltiples cansancios 
En los convites oportunos. 

El naranjal ampara 

Entre el verdor obscuro de sus hojas 

Dorados universos. 

Despertando el recuerdo del sabroso mordisco 

Y el hilo de dulzura que se escapa 
Con pródiga abundancia de los labios. . . 
Los granados se enñoran de púrpura. 
Asoman delatoras gemas en las ramas 
Del abundante duraznal. 

La torva asimetría de las higueras madres 
Que preparan orientales festines 
A los pájaros, y con sus ramas cómplices. 
La sutil delincuencia del rapaz colindante. . . 



EL REGRESO 1 83 

El aire matinal 

Colabora con soplos de sedativa excelsitud. 

Y mi vida se une por un secreto génesis 
A la verdad robusta de esta vida. 

La alquería se afana en sus labores 

De saludable porvenir. Encanta 

Como una orquesta 

Que narrara motivos familiares, 

lya canción colectiva de los campos. 

Y mientras una idea 
Sutiliza remotas concepciones 

Y un pequeño dolor taladra aquellas 
Devociones virtuosas del presente, 
Las manos fraternales 
Dispersan las dolientes perspectivas, 
Con la valiosa ofrenda 

De una copa de leche, espumosa y excelsa 

Y de un ramo de flores tan hermosas. 

Que aun las llevo en mi alma, hermana mia! 

1907. Mario Bravo. 



EL DIARIO DE LUCY OCAMPO 



i EDÜA.RDO BüMOB. 

Serían las siete de la mañana cuando el landaulet de Ocampo 
se detuvo frente al hotel de la Avenida Alvear. La familia 
regresaba de la temporada balnearia de Mar del Plata. Por la 
portezuela que el portero se adelantó á abrir, descendieron los 
señores y los niños, alegres con la novedad del llegar. Lucy 
bajó la última. Un dejo de tristeza velaba la expresión deli- 
cadísima de aquella niña de veinte años, más encantadora 
aún, en el abandono de su atavío matinal. 

Al bajar, después de estrechar á la vieja aya que le tendía 
los brazos, subió lentamente la espléndida escalera del hall, 
cruzó un pequeño corredor y abriendo una puerta penetró en 
su cuarto. Todo estaba cual lo había dejado al partir, una 
noche de Enero: los cortinados envueltos; arrollada la rica 
carpeta de Esmirna en un extremo del encerado parquet; en- 
fundados los muebles; cubiertos de gasas rosadas los suspen- 
sores eléctricos; los vasos sin flores. . . Lucy abrió las ventanas 
que daban sobre el jardín y fué recorriendo amorosamente 
todos los objetos que adornaban la estancia. Abrió el guar- 
darropa y los roperos vacíos, se miró al espejo, movió la cama 
y luego, del cajón de un riquísimo secre taire de palisandro, sacó 
un manojo de flores, de pétalos entumecidos y extraños. De- 
bajo había un pequeño libro finamente encuadernado. Lo tomó 
y con trémula mano abrió las últimas páginas escritas. Era 
su pequeño confidente, el diario de su vida. Lucy leyó sus 



EL DIARIO DE I*UCY OCAMPO 1 85 

páginas y á medida que leía, embargada por intensa emoción 
fué demudándose. Ellas decían así : 

^Lunes 11 de Noviembre, — En este momento acaba de retirarse 
Beba Frers. Vino esta tarde y se quedó á comer. Hemos 
tenido mucha gente porque es día de recibo y el santo de 
mamá. Eduardo Guerrero, mi asiduo festejante, estuvo tam- 
bién. . . ¡ Pobre Guerrero ! esta noche mis nervios excitados 
no lo han podido soportar. A las diez me retiré del salón con 
el pretexto de una lijera enfermedad y me vine con Beba á 
mi cuarto. María debe estar enfurecida. Beba ha estado con- 
migo casi dos horas. Teníamos que hablar tanto ! 

La noche está espléndida. Por el vano de la ventana entre- 
abierta llegan hasta mí los efluvios perfumados del jardín. 
Hay algo de piadoso y de místico en este aire embalsamado 
de aromas de primavera, de retoños nuevos, y corolas frescas. 
En el vecino reloj de la Recoleta dan las doce. . . Las campa- 
nadas se suceden lentas, y en el continuado desgranarse de 
los tañidos en el viento, paréceme que la noche hubiera con- 
densado sus palpitaciones misteriosas. El andar de un ca- 
rruaje interrumpe el silencio. Me inclino. . . Es Beba que 
parte. En la calzada brillan los faroles de los coches estacio- 
nados ; muchos quedan aún. Al fondo, en el cementerio, de- 
trás de las frondas de los árboles ennegrecidas, las blancas 
cruces que coronan las tumbas, parecen almas de penitentes 
acurrucadas en hileras dispersas. Bañada por la luz de la 
luna se destaca, con contornos extraños, la imagen del Sal- 
vador que corona el templo, y al lado del pastor y de la grey 
inmóvil, el campanario, en la obscuridad, me hace pensar en 
un conjuro de aquellos seres, petrificado bajo el azul profundo 
en el que tiemblan las estrellas y brilla la luna pálida. 

La cabeza me da vuelta y siento en los párpados una ari- 
dez febril : es la imagen de ese joven casi desconocido que 
me persigue, es su cara pálida, son sus ojos verdes, incompa- 
rablemente verdes. Se llama Alberto Lasala. Lo veo todas 
las mañanas por Florida cuando salimos á las once con Beba 
á caminar. El viene con Charles, el hermano de Beba. Re- 
gresan de la Facultad. Me llamaron la atención sus ojos. 



1 86 NOSOTROS 

— Mira — le dije hace unos días á Beba, — mira que hermosos 
son. ¿No sabes su nombre? 

— Es Lasala — me dijo, — es de una familia muy vieja, pero 
no tienen fortuna. La madre es amiga de mamá. ¡ Si vieras 
que linda es ! Enviudó hace poco y tiene dos chiquitas riquí- 
simas. El es muy amigo de Charles y tiene su misma edad, 
diez y nueve años. 

— Cuando pasa — le respondí, — yo no hago otra cosa que mi- 
rarle los ojos. ¡ Qué hennoso contraste forma ese iris tan 
verde con las pestañas negras, la palidez de su semblante y 
el cabello obscuro caído sobre la frente ! 

— i Qué daría por tener sus ojos! — añadió Beba; — sería pre- 
ciosa, aunque en realidad ninguna de las dos podemos que- 
jarnos de nuestros ojos negros. 

— Sin embargo, los cambiaría — le respondí sonriendo. — Es- 
toy encantada de esas pupilas de esmeralda. 

* 

* 4: 

Pasaba esta mañana por lo de Frers, de vuelta del Socorro, 
cuando Beba que estaba en el jardín, hizo parar mi automóvil 
y me llamó. 

— Bájate — gritaba corriendo á la vereda, — bájate que tengo 
que contarte una gran novedad. Sabes, Alberto Lasala está 
enamorado de tí. Me lo ha dicho Charles. Dice que ya había 
notado que cuando pasábamos se le mudaba el rostro y que 
ayer al verte que salías de lo de Fabre con tu mamá, le dijo: 
«ahí viene Lucy Ocampo; mira que encantadora», y me contó 
Charles que el chico García, que venía con ellos, le dijo em- 
bromándole: «Che, Lasala, te apuntas muy alto. ¡Cuidado! 
Vo3^ á decirle á la señora que pretendes deshancar á Gue- 
rrero». Y como se lo dijo casi en momentos en que tú pasa- 
bas, se turbó de tal modo, que se le encendió completameate 
el semblante. 

Yo, que lo había notado, callaba encantada. Beba prose- 
guía: — ¿ Y por qué no le haces caso, Lucy ? A esa edad es 
cuando los hombres saben amar. Es natural que con un mu- 
chacho tan joven no te vas á comprometer, pero siempre es 
una variación y una diversión deliciosa. ¿ Tii crees que Gue- 



EL DIARIO DE LUCY OCAMPO 1 87 

rrero se puede inquietar? Como quieres que vaya á temer 
á un rival de diez y nueve años. Además, hijita, piensa que 
estamos en una época en que no hay diversiones: todo se 
compone de Palenno á la mañana, Palenno á la tarde y Pa- 
lerrao á la noche. Yo también tengo mi candidato: ¿ sabes 
quién? Diego Arana, tú le conoces, ¿no es verdad? Es muy 
simpático y por la manera como me mira creo que el mu- 
chacho está enamorado de raí. 

— ¿Sabes, la interrumpí, que lo he visto á Diego en misa de 
once ? Estaba en el Socorro. 

—Pues el domingo, Lasala va á la de una. Ayer recuerdo 
que nos saludó cuando salíamos con Carmenza. 

La señora de Frers desde el carruaje gritaba impaciente: 

— Beba, son las once y cuarto y me vas á hacer perder la 
misa. Lucy, ¿ quieres venir con nosotras á San Ignacio ? 

—Sí, ven. . . decíame Beba caminando hacia el coche. 
— Gracias, Anatilde— le respondí, — pero no puedo. Hoy es 
el santo de mamá y además tengo que almorzar temprano. 
—¿Vas á alguna parte ? preguntó Beba. 

— Sí, á misa de una,— -le respondí sonriendo. 

Beba prorrumpió en un ¡ ah ! para mí desconcertador y 
luego en una alegre carcajada. 

— ¿ Qué es eso, niñas ? preguntó Anatilde azorada. 

— Nada, mamá; es que Lucy está muy devota. Figúrate que 
oye dos misas ! — Y mientras me besaba, añadió muy quedo : 

— Veo que sigues mi consejo. Hasta luego ! 

Debía ser tarde cuando llegué al Socorro, pues al detenerse 
el automóvil, llegaron á mí los ecos mitigados de las campa- 
nillas que entonaban el sanctus. Por el atrio asoleado y de- 
sierto avanzaba una sombra... No necesité volverme para 
saber que era él. Llegamos casi juntos á la puerta y él se 
detuvo, para dejarme pasar. Entonces yo alcé la vista y dejé 
caer en él una de esas miradas que sólo saben lanzar mis ojos 
ardientes y lánguidos, y en aquel batir de párpados sorprendí 
una voluptuosidad angustiosa en sus pupilas inmensas, vi 
crisparse sus labios exangües y palidecer más aún su rostro . . . 
Yo entré al templo radiante, con ansias infinitas de rezar . . , 



1 88 NOSOTROS 

y rezé y debí rezar mucho, porque cuando los murmullos de 
los pequeños que venían á la doctrina interrumpieron mis 
ruegos, el templo estaba casi desierto. Cerca de la puerta me 
encontré con Carmenza, encantadora en su traje blanco. Debía 
tener algo extraño en mi fisonomía, porque Carmenza, mirán- 
dome, me dijo : « Te nato, Lucy, algo raro, aunque hoy estás 
deliciosa». Salimos juntas. Alberto saludó. Ese saludo á Car- 
menza, me produjo una angustia infinita. Recordé las palabras 
de Beba. El no estaba allí por mí, era por ella ! Beba me ha 
asegurado esta noche que el doble encuentro con Carmenza 
es una casualidad y que no la festeja ... ¿ Será cierto ? 
Mañana empiezan los ejercicios en el Sagrado Corazón. 



Sábado 14 de Diciembre, 3 de ¡a tarde — Estoy desolada. El 
tiempo no puede seguir peor. Después de azotarnos varios 
días, la lluvia maligna ha cesado hoy, pero en cambio un 
viento asolador sacude con violencia las copas de los árboles. 
Beba me acaba de hablar por teléfono, diciéndome que la 
comisión de Damas de Misericordia no ha resuelto aún si 
suspenderá el diner - concert que ha de celebrarse esta noche 
en el Pabellón de los Lagos, pues esperarán á ver si el tiem- 
po se compone á las cuatro. ¡ Cuantas esperanzas ciframos 
Beba y yo en esta fiesta ! Los conoceremos por fin ! Nos- 
otras estamos invitadas por Susana Torres, que da una 
gran comida de ochenta cubiertos. Charles ha reservado una 
mesa muy cerca de la de Castex y ha invitado á Diego y á Al- 
berto. Nos los presentará cuando bajemos al jardín. Beba está 
encantada con Diego, pero estoy segura que á ambos la aven- 
tura no les hace mal. Beba es deliciosa, pero incapaz de amar ; 
de Diego casi afirmaría otro tanto; en cambio el pobre Al- 
berto ... A veces me arrepiento de esta locura que puede ser 
cruel. Beba, sin embargo, me quita todos los escrúpulos. « No 
seas tonta, — me repite á menudo — ¿tú tienes la culpa de 
que el muchacho te quiera? y para él mismo que más pue- 
de pretender? » 

A la hora del almuerzo habló Susana con mamá para co- 
municarle que había invitado á Guerrero. Mamá quedó en- 



EL DIARIO DE LUCY OCAMPO 1 89 

cantada. « Ya ves — me dijo, — como todo el mundo da como 
un hecho tu compromiso. Cuida bien como te portas y re- 
flexiona que es locura que desdeñes á ese mozo que reúne 
todo lo que tú puedes desear. Figura, posición, dinero ...» ¿Y 
el amor ? Mamá no se preocupa si existe amor, no lo cuenta. 
Yo en cambio, que casi ya me había ido acostumbrando á 
este compromiso que veía venir, desde aquella tarde en que 
me encontré con Alberto en el Socorro, trato de evitar una 
declaración de Guerrero, porque no podría ni sabría mentir. 
Y, sin embargo, me doy cuenta de que con Lasala no me voy 
á casar. Oigo de nuevo la campanilla del teléfono. Debe ser 
Beba . . . Era ella, en efecto. Me hablaba muy contenta para 
decirme que el cochero que siempre acierta sobre el tiempo, 
le ha asegurado que á la tarde se va Ji componer. Dios lo quie- 
ra, porque si la fiesta se suspende no podré conocerle, pues 
nos vamos pasado mañana á la estancia, hasta Enero, en que 
nos iremos al Bristol. Beba me dice también, que acaba de 
probarse su traje y que le queda espléndido. No ha querido 
decirme como es. El mío es elegantísimo: de espumilla 
blanca, con manojos de flores estampadas, de colores muy 
tenues, verdes y blues, adornado con bieses de terciopelo 
combinados, de los mismos colores, y en la bata un soberbio 
cuello de Irlanda. Mi sombrero también es traído, es modelo 
de Caroline Rebus, es gris, de paja con dos grandes amazo- 
nas, una topo y otra blue, y debajo, en el ala, tiene una coro- 
nita de rosas. Ayer, cuando vino Beba, me lo probé con el 
vestido: me quedaba elegantísimo. « A la verdad — repetía 
Beba, — no hay modista que tenga el gusto de esa mujer. 
Verás el mío. 



Dicúmbn 15, j de ¿a mañana, — ¡Ah, señor, que noche incom- 
parable! Me acabo de levantar al oir dar las tres. No puedo 
dormir. En vano pesa el sueño sobre mis párpados: mis ojos 
no se pueden cerrar; quieren ver más, quieren ver más, aun- 
que inútilmente se fatigan de mirar en la sombra! 

La tarde se compuso y la noche no pudo ser mejor. A 
las ocho vino Beba con Charles á buscarme. Estaba preciosa, 



I90 NOSOTROS 

con un traje de valencianas blanco, con cintas verdes y el 
sombrero blanco. 

Cuando llegamos, el aspecto de la terraza, con tantas luces, 
era deslumbrador. Yo me senté casi al extremo de la larga 
mesa. De un lado tenía á Guerrero, del otro á Luisito Gi- 
ménez, enseguida Beba, enfrente á Susanita y á Carmenza. 
Alberto que estaba en la mesa de Charles, muy cerca mío, al 
verme se sonrojó, y yo misma debía estar muj'' rosada por- 
que Carmenza me dijo: — «Lucy, estás hoy como aquella tarde 
en el Socorro, ¿te acuerdas?» Las tres horas de la comida pa- 
saron muy rápidas para mí, que en esta noche casi ha- 
bía perdido la noción del tiempo, fascinada como estaba 
por esos ojos glaucos, que, sin mirarlos, los adivinaba fijos 
sobre mí. A las once bajamos al jardín. Fué junto al cinema- 
tógrafo, donde Charles rae lo presentó. Alberto me dio la 
mano casi temblando. «Tiene los ojos trágicos» — me dijo 
Beba, acercándose y presentándome á Diego, con quien con- 
versaba, como con un viejo amigo. — «¿Qué te parece, Lucy, 
que diéramos una vuelta en el lago?» — exclamó de repente 
A todas las muchachas y á Diego les pareció encantador. Al- 
berto no contestó, pero vi en sus pupilas una expresión su- 
plicante. — «No vayan, muchachas, que les puede hacer mal, 
pues está la noche muy fresca», nos dijo Anatilde. — Y hay 
mucha humedad -añadió Susana, interrumpiendo la narra- 
ción de no sé que reminiscencias de una novela de Anatole 
France. Ante la insistencia de Beba y la intercesión de Lui- 
sito Giménez y de Guerrero, Anatilde accedió y el señor 
Frers se decidió á acompañarnos. 

Subimos á la góndola. Seríamos como quince. Guerrero, á 
ruegos de Beba, nos hizo de timonel. Ella se sentó al lado de 
Diego y detrás de ellos Susanita con Charles; yo subí la úl- 
tima y á mi lado, en el único lugar disponible, se sentó Al- 
berto. 

¡Qué algazara fué aquella! Todos reían y charlaban, espan- 
tando los pobres cisnes qiíe huían asustados. Sólo él guar- 
daba silencio, contemplando la imagen movediza de la luna 
sobre las aguas. — «Es mi astro, — me dijo de pronto, con la 
voz animada de vehemencia. — Es la eucaristía santa de las 



EL DIARIO DE LÜCY OCAMPO I9I 

almas tristes, la virgen infecunda, el símbolo de los que sien- 
ten amor y no abrigan esperanzas....!» Y yo, entonces, alcé 
los ojos y vi la hostia pálida suspendida en el azul profundo. 
Debajo el islote del centro me pareció el ara inmensa y en las 
dos hileras de casuarinas que bordean la orilla crei ver, dete- 
nida, una doble teoría de esos peregrinos tristes . . El conti- 
nuaba: — «Es el astro de los desolados, de los que velan en 
la noche. No es inmutable como el sol: crece como las espe- 
ranzas y declina como la vida en los hombres .... Es la pri- 
mera quimera que forjó el Hacedor antes de forjar el co- 
razón del hombre!» 

Le miré. Estaba transfigurado. En sus cuencas hundidas 
brillábanle los ojos con una lumbre extraña. Estaba muy 
pálido y sus labios trémulos permanecían entreabiertos en un 
anhelo infinito. Yo, en tanto, sin apartar de sus ojos los míos 
y estrujando unas flores silvestres que él me había cortado, 
repetía muy quedamente como una plegaria: — «Es la eucaris- 
tía de los tristes. • . . de los que aman sin esperanza » 



— ¿Qué tienes, Lucy, estás contrariada? — me dijo Beba al 
subir al coche. — ¿Has sufrido una desilusión? Yo en el lago 
no podía mirarte, porque el sombrero de Susana me lo im- 
pedía, pero no oí tu voz. ¡Pobre Lucy! Veo que Alberto no te 
resulta] Yo en cambio estoy encantada con Diego. Que alegre 
y simpático es! En fin, Lucy, tú debes decidirte por Guerrero; 
un candidato serio como ese no se debe despreciar. ¿No has 
notado como te miraba? estaría celoso? Lo que es Luisito 
Giménez, ha estado conmigo de amable! . . . Créeme que es 
un festejante que no me disgusta; es buen mozo y tiene 
mucho dinero. Susanita me dijo que mi sombrero me que- 
daba muy bien. ¿Viste el de ella? Era elegantísimo; no tenía 
más adorno que un gran ramo de hortigas y briznas blancas. 
Mañana voy á preguntarle por teléfono á que casa lo encargó. 
¡Pero tú no me atiendes! — exclamó de repente, interrum- 
piéndose. 

Subíamos la barranca de la Recolecta .... Yo debía estar 
muy pálida porque al pasar el carruaje debajo de un foco de 
luz, Beba me dijo asustada: — «¿Pero, Lucy, qué tienes? Estás 



192 NOSOTROS 

demudada. — Y luego, tocándome las manos: — jsi las tienes 
heladas! Debió hacerte mal el paseo en el lago. Había mucha 
humedad, hacía mucho fresco. 

— No, le respondí, no tengo nada. ¿Sabes lo que tengo? Es- 
toy enamorada. 

— De Alberto? 

— Sí, de Alberto. Hice mal Tú lo sabes: On ne badi- 

ne pas .... 

AveePamour - concluyó Beba, y luego, asombrada, repitió 
esas palabras para ella ininteligibles: avee PamouK 

Va amaneciendo. Tiembla en el oriente el rosado vapor 
del alba y las cosas aclaran sus contornos en la niebla azul. 
Empieza el día, la hora de los fuertes; por eso en el cielo la 
mística eucaristía de los tristes se desvanece ...» 



Aquí concluía el manuscrito de Lucy. Cuando terminó su 
lectura, dos gruesas lágrimas se deslizaban angustiosas por 
sus mejillas pálidas. Se detuvo un instante para enjugarlas y 
luego, doblando la página, tomó una pluma y escribió con 
letra apocada y lánguida: 

<i Lunes, 30 de Marzo, — Hemos llegado esta mañana de Mar 
del Plata. Me he comprometido el sábado pasado. En casa, 
todos, y sobre todo mamá, están muy contentos » 

Un golpecito en la puerta la interrumpió. 

— Madamoiselle, peut on entrer? 

— Entrez — respondió. 

Era la bonne de chambre que traía un espléndido ramo de 
flores. — Cest de votre flaneé^ — añadió la criada, colocándolo 
sobre la mesa. lyucy, sin mirarlo, tomó el manojo de pétalos 
entumecidos, y extraños, y junto con el libro, los colocó de 
nuevo en el cajón de su riquísimo secretaire de palisandro. Al 
levantarse, leyó en una fina tarjeta de pergamino prendida en 
el lazo del ramo, el nombre de su novio: «Eduardo Guerrero». 

Gastón Federico Tobai,. 



LA DAMA INEFABLE 



. . . Hubo en la sabia unión de nuestras bocas 
un añejo sabor de golosina 
familiar. Y aquellas reyertas locas 
tuvieron siempre la misma divina 

finalidad: un beso que redime 
de lejanos dolores y compendia, 
el secreto afán que el rubor reprime 
y la frase que el corazón incendia. 

No sé cuánto tiempo, gentil señora, 
gozamos de la vida asi. Mas una 
de esas tardes que el sol apenas dora 

y en que el reir al suspirar se aduna, 
hubo tanta pasión en mi alma, que 
extinguióse como una rosa thé. 



II 

Desde entonces, señora mía, llevo 
un perpetuo vivir de remembranzas, 
y en noches de luna, como ésta, bebo 
en vuestros pardos ojos, esperanzas. 

No sé si es vano presumir el mío; 
mas en mis instantes de ensueño, creo 
que hay en vuestro pecho ducal, un río 
úe sentimiento que agotar deseo. 



194 NOSOTROS 

Améraonos, señora, sin la vana 
fórmula que el gozo de amar destruye; 
fundamos nuestras vidas en la humana 

languidez de esta noche que diluye 
pasión, como esa gota de champaña, 
que el cristal de vuestra pupila empaña. 



III 

Oyó la dama mi galante ruego 
que hoy su monótona viudez disipa, 
con aquel amable y gentil sosiego 
que de antiguos romances participa. 

Su blanca mano levemente esquiva 
se agitó á mi contacto clandestino, 
como una suave flor de sensitiva 
abierta á las injurias del camino. 

Después en la noche de luna y seda 
hubo arrullos y ensueños y ambrosía 
bajo el amplio tremor de la arboleda, 

mientras la fuente en el jardín reía 

esa risa infantil y cristalina 

que en los amados labios se adivina. 



Arturo Pinto Escalier. 



EL AMORALISMO SUBJETIVO 



(Conclusión) 

Dícese, en primer térniino, con verdad, á mi manera de ver 
que una ce 1p.s causas de la evolución social es el proceso 
de constante adaptación y desadaptación de los individuos que 
constituyen la sociedad. Se ha demostrado, además, que en 
el dinamismo psicológico de las sociedades nada se pierde: 
las pasiones más detestables son elementos de cardinal im- 
portancia en la vida social: hasta el delito la tiene. ¿Qué 
sería de la civilización sin los siete pecados capitales? 

Se agrega, también, que el empirismo biológico sólo nos 
ha dado una psicología ética; que ha fracasado en su intento 
de damos una moral ideal normativa. Apenas si contiene 
una moral relativa; relativa parque ha comprendido la nece- 
sidad de no prescindir de los instintos humanos. Hay algo 
de verdad en todo esto; pero, no obstante, no es lógico inferir 
de ahí que el amoralismo tiene fundamentos biológicos, hasta 
cosmológicos, según quiere Nietzsche. 

El hecho de que un individuo al procurar su adaptación 
dentro de la sociedad comprometa en algo la adaptación com- 
pleta de otro individuo, ello no prueba, en manera alguna^ 
la amoralidad lejítima de tal conducta. 

El criminal, destruyendo ó limitando con su violencia amo- 
ral la libertad del pacífico observador de la ley moral, com- 
promete las condiciones de su propia existencia normal, 
paesto que el poder social limitará la libertad del criminal 
porque no se adapta al ambiente ético. ¿Porqué no ha de 
ser más legítima la acometividad amoral del criminal que la 



196 NOSOTROS 

facultad que se arroga la sociedad para eliminarle, puesto 
que altera las condiciones de la sociabilidad? La simpatía 
que Nietzsche profesa al criminal es inexplicable, es anticien- 
tífica, dado que esa ciencia que él invoca y torpemente inter- 
preta para fundar su tesis, también podemos invocarla para 
demostrar que el hombre es un animal sociable dominado 
por el instinto de imitación. Esta ya era una verdad trivial 
para los mismos griegos que, según hemos visto, invocaban á 
la naturaleza para fundar la sociedad y, por ende, á la 
moral. 

Spencer, con su habitual claridad penetrante, ha demostra- 
do la importancia cardinal de ciertas fuerzas psicológicas, 
que, menospreciadas por Kant y los místicos, constituyen, en 
realidad, el verdadero fundamento de la moral. El mismo 
Kant no ha conseguido prescindir de aquellas fuerzas. El, 
que no habla de la afectividad sino con desgaire, no puede 
evitar la celebración del respeto, como si el respeto no fuera 
un estado de conciencia en el cual entran elementos sensiti- 
vos; verdad es que Kant nos da á entender que el respeto 
sería el único sentimiento . . . respetable. 

La misma objeción merecen las tarántulas místicas, como 
las llama Nietzsche, que se desvelan por predicar la eradica- * 
ción de las pasiones, como si ese mismo desvelo no fuera 
una genuina manifestación de la sensibilidad! Es que, quie- 
ras que no, no podemos librarnos de la sensibilidad puesto 
que se trata de lo más humano, de lo humano por excelen- 
cia. Y, acaso, una de las manifestaciones más elevadas de la 
espiritualidad, el éxtasis ¿no es la transformación ó término 
de la pasión? ¿El monoideismo de la pasión no es el prelu- 
dio del éxtasis? Cristianismo no puede significar muerte de 
todas las pasiones, sino solamente de aquellas que pudieran 
determinar actos comprometedores de las condiciones funda- 
mentales de la sociabilidad. Pero las manifestaciones de la 
afectividad son indestructibles. Ni siquiera las entidades 
super-n atúrales dejan de tener arranques pasionales. ¿No se 
habla, acaso, de la cólera divina? Para el moralista cristiano, 
si bien se mira, el odio solo es odioso cuando evita la reali- 
zación del llamado bien objetivo. No olvidemos que la mis- 



EL AMORALISMO SUBJETIVO 1 97 

ma moral de Kant es utilitaria bajo el punto de vista social. 
Ha sido generada por el sentimiento de la utilidad. 

Evidentemente, aún en el individuo que cumple al pie de 
la letra los mandatos del más exigente dogmatismo moral, se 
podría, malgrado su perfección moral, demostrar que hay en 
su adaptación una gota de actividad que redunda en detri- 
mento de alguien, puesto que el bienestar ajeno tanto puede 
comprometerse sometiéndose extrictamente á las leyes de una 
moral absoluta como merced al amoralismo. Cualquiera que 
fuere nuestra manera de obrar, para vivir, moral ó amoral- 
mente, cierto grado del mal del prójimo siempre habrá de 
necesitar un individuo para adaptarse. ¿Qué diferencia ha- 
laríamos, bajo el mero punto de vista psicológico, entre el 
odio que el criminal pudiera profesar á un moralista perfec- 
cionista y el que éste siente hacia el criminal? Ninguna: la 
misma pasión les anima, con la sola diferencia, importante, 
sin duda, de que en un caso tiene una función social y en el 
otro ocurre lo contrario. 

Todo lo que venimos diciendo nos permite llegar á la con- 
vicción de que la afectividad no puede considerarse como la 
piedra del escándalo de la moral. Esto por lo que se refiere 
á Kant. En lo que respecta á los amoral istas, ya hemos visto 
que las manifestaciones de la afectividad humana no siempre 
son tan malas como se las pinta. Para probarlo, no hay más 
que ver los desvelos de Nietzsche para hacernos creer que 
los actos llamados altruistas, cuando no se explican por el 
egoismo, es necesario considerarles cual manifestaciones de 
una mórbida voluntad de potencia. Dejando para más tarde 
la demostración de lo arbitrario y unilateral del criterio de 
Nietzsche, por el momento sólo cabe asegurar que no puede 
darse nada más quimérico que el formalismo ético de Kant. 

Hemos dicho, repitiendo una opinión corriente, que el bio- 
logismo moderno no ha alcanzado á formular una moral so- 
cial de alto valor normativo. Por lo contrario, muchos pre- 
fieren recelar que más provecho supieron sacar de él los 
cultores del amoralismo. 

A este respecto, suele traerse á colación el «Fundamento 



198 NOSOTROS 

de la Moral» de Spencer, deducida de sus «Principios de 
Biología» y demás obras. 

I^eyendo el capítulo referente á la moral absoluta y rela- 
tiva, un temperamento metafísico columbraría en él indicios 
evidentes de amoralismo. Replicaría, por mi parte, que, si 
bien Spencer ha explicado la imposibilidad de realizar una 
moral absoluta, no debe inferirse de ahí un argumento en 
pro del amoralismo. Spencer encaró la vida con criterio de- 
terminista, modalidad constante de su espíritu, y el determi- 
nismo tanto puede explicar actos que el criterio tradicional 
calificaría de morales ó de inmorales, criterio que en el pró- 
logo de su obra no desdeña, puesto que lo fundamental para 
él está en secularizar las principales normas éticas predo- 
minantes. El nunca hizo profesión de fé amoralist?. Sólo 
en virtud de un prurito de suspicacia se nos ocurriría lla- 
marle aiiioralista solapado. Claro está que no es mi ánimo 
negar que se le pueda hacer contribuir, mal de su grado, á 
la concepcicm amoralista. Antes al contrario, según veremos, 
la moral de Nietzsche, pues tiene una moral, si bien se mira, 
es la caricatura de la moral de Spencer. Tal vez por eso 
Nietzsche, que siempre habla con displicencia de los ingle- 
ses, quiere hacernos creer que Spencer era una inteligencia 
mediocre. ¡Inteligencia mediocre, Spencer! ¿Cabe mayor he- 
rejía? Pero, en fin, no hay para qué indignarse: ya sabemos 
por boca del mismo Nietzsche que <nada es verdad, todo es 
permitido*. 

Bien, pues; conviene transcribir algunos párrafos del capí- 
tulo mentado. < Ks, pues, evidente, dice Spencer, que^debe- 
mos considerar al hombre ideal, como existiendo en el es- 
tado social ideal. Según la hipótesis de la evolución, estos 
dos términos se suponen mutuamente, y, sin su coexistencia, 
no puede haber una conducta ideal, cuya fórmula ha de en- 
contrar la moral absoluta, y que la moral relativa deberá 
tomar como regla para apreciar la distancia á que se está 
del bien y el grado del mal presente». Y al final de la obra 
agrega: «Mas aunque las reglas de la moral absoluta no 
puediin auxiliarnos mucho en la solución de los problemas 
refcr ntes á la moral relativa, sin embargo, nos serán, como 



EL AMORALISMO SUBJETIVO I99 

siempre, de alguna utilidad, presentando á la conciencia una 
conciliación ideal de las distintas pretensiones que estén en 
juego, y sugiriendo la necesidad de buscar compromisos ta- 
les, que ninguna de esas pretensiones sea desconocida, y to- 
das reciban la satisfacción posible» (9). 

Vuelta que dale, Spencer, después de haber escrito un cor- 
pulento volumen sobre el fundamento de la moral, cae en 
brazos de la moral perfeccionista, no sin antes hacerla fraca- 
sar á la luz del determinismo científico, fundamentando apa- 
rentemente el amoralismo. Debe advertirse, empero, que la 
inconsecuencia de Spencer no es una convicción, sino una 
aspiración que se explica en virtud de la ley de la evolu- 
ción. En realidad, Spencer profesa un utilitarismo racional 
con tendencia perfeccionista. La utilidad es la idea central 
de su sistema, y, sin caer en las fantasmagorías de Nietzs- 
che, ha demostrado que el moralista no puede prescindir de 
los instintos humanos. ¿Prescindió Kant, á pesar de sus 
protestas formalistas, de lo que hemos llamado lo humano 
por excelencia? Hay razones para suponer lo contrario. Ya 
hemos recordado la base afectiva del respeto, por más que 
Kant lo conciba exento de elemento afectivo. Además, ex- 
tremando la suspicacia, ¿no sería posible demostrar el pecado 
original de su formalismo ético? No recuerdo que haya en 
Kant una justificación evidente de su moral; pero, suponien- 
do que la haya dado, ¿no fué por ventura, el sentimiento de 
la utilidad de la moral lo que le llevó á formularla? Si hay 
verdad en [esto, tenemos derecho á calificarle ^e inmoral, 
puesto que es impuro el origen de su obra. Claro está que 
para calificarle de tal, debemos encararle con su propio cri- 
terio. 

El formalismo ético de Kant constituye un lente de aumen- 
to muy adecuado para hacer más relevante la esencial inmo- 
ralidad de la naturaleza humana. En primer lugar, según 
hemos visto, por la radical imposibilidad de eliminar los prin- 
cipios subjetivos de la voluntad; y, en segundo, porque, co- 
mo veremos considerando su teología moral, Kant no ha po- 



(9) "Fundamentos de la moral"j* Spencer. 



200 NOSOTROS 

dido evitar la introducción subrepticia de elementos empíri- 
cos en su pretendido formalismo ético. 

Kant, al revés de la generalidad de sus antecesores, inten- 
tó fundamentar la teología sobre la moral. ¿Qué razones ha- 
brá tenido Kant para imaginar tan peregrina teoría? ¿Cómo 
se explica que Kant, el que acabó con el uso trascendente de 
la razón, haya concedido tamaño privilegio á la moral? Si 
la razón es una facultad que sólo puede ser fructífera en el 
terreno de la inmanencia, es evidente que estamos radical- 
mente incapacitados para pensar en la inmortalidad del alma, 
en la existencia de Dios y demás problemas de la Teología 
especulativa que el mismo Kant aniquiló con su «Crítica de 
la Razón Pura». Pero si bien es verdad que estos problemas 
salen de la cognoscibilidad humana, no tenemos derecho de 
tacharle de inconsecuente: Kant, con su dialéctica estupen- 
da, deja convencido á cualquiera. 

El mentado privilegio concedido á la razón pura práctica, 
se explica en virtud de la teoría del soberano bien. 

Entiende Kant por soberano bien la conciliación de la vir- 
tud con la felicidad. Esa conciliación sería el ideal supre- 
mo de su moral; pero lo grave del caso está en que ese 
ideal no pasa de ser un ideal bajo el punto de vista terre- 
nal. La moral de Kant es irrealizable en este mundo: el soberano 
bien impone dos condiciones supraterrestres, los llamados 
postulados de la razón pura práctica: la existencia de Dios 
y la inmortalidad del alma. En efecto: «I^a realización del 
soberano bien, dice Kant, en el mundo, es el objeto necesa- 
rio de una voluntad que puede ser determinada por la ley moral. 
Pero en esta voluntad, la conformidad completa de las inten- 
ciones con la ley moral es la condición suprema del sobe- 
rano bien. Ella debe ser, pues, posible tanto como su obje- 
to, pues ella está contenida en la orden misma de realizar 
este último. De modo que la conformidad perfecta de la 
voluntad con la ley moral es la santidad, perfección de que no 
es capaz,en momento alguno de su existencia, ningún ser ra- 
zonable del mundo sensible. Como, no obstante, ella no es 
menos exigida como prácticamente necesaria, solamente pue- 
de ser hallada en un progreso infinito hacia esta conformi- 



EL AMORALISMO SUBJETIVO 20I 

dad perfecta, y, según los principios de la razón pura prác- 
tica, es menester admitir un progreso práctico tal como el 
objeto real de nuestra voluntad. De modo que, este progre- 
so indefinido no es posible sino se admite la suposición de 
una existencia y de una personalidad del ser razonable per- 
sistiendo infinitamente (lo que se llama la inmortalidad del 
alma)» (lo). 

Dé todo esto se infiere que, malgrado nuestra buena vo- 
luntad, el soberano bien, la santidad, es una quimera bajo el 
profano punto de vista terrenal. I^a realización absoluta de 
la ley moral impone el postulado de la inmortalidad del al- 
ma. Sólo más allá de la vida es posible dar con la santi- 
dad. Lo esencial, para los que se interesan por el progreso 
moral de la humanidad, estaría en poder encontrarla en este 
bajo mundo, de lo contrario, maldita la falta que nos hace 
la tal santidad. 

Quedamos, pues, enterados: la moral de Kant es irrealiza- 
ble en este mundo por más desarrollada que tengamos la 
conciencia de la libertad de la voluntad, por más buena vo- 
luntad que exista. ¿Por qué este resultado tan desolador? 
El porqué nos lo dirá Nietzsche. 

Pero Kant no se contenta con admitir la inmortalidad del 
alma: es necesario contar, también, con la existencia de Dios. 
«Nuestra razón abriga el deseo de que cada cual sea exac- 
tamente tan feliz como su conducta moral lo merezca. Este 
ideal no se realiza aquí abajo. Por esto postulamos un ser 
omnipotente, omnisciente, universalmente justo y bondadoso, 
que, á la vez soberano del mundo y creador de la Natura- 
leza, establezca en la otra vida ese equilibrio entre la felici- 
dad y la virtud, que falta en la tierra*, (ii) 
\ ¡Claro está que Kant sólo da de la existencia una prueba 
moral; ya hemos demostrado la imposibilidad de la prueba 
metafísica. Pero, aun cuando se la considere como objeto 
mero de fé, semejante creencia no podría tener eficacia sino 
bajo la forma de convicción. Harto sabemos que el carác- 



( 10) "Crítica de la Razón práctica'*. Traducción de Picavet. 
(11 ) "La Filosofía Alemana desde Kant". Faikember^. 



202 NOSOTROS 

ter imperativo de la moral cristiana dimana de la profunda 
convicción en la existencia de Dios con todo su cortejo de 
horrores infernales y delicias paradisíacas. Entendida así la 
moral cristiana, reposa sobre una voluntad heteronómica, vo- 
luntad que indignaría á Kant. Este al despojarla de su apa- 
rato de ultratumba, ha pretendido convertirla en autonómi- 
ca; más tarde, sin duda, en virtud de su pesimismo, con- 
vencido de que el hombre no se resigna á ser bueno gra- 
tuitamente, nos habló de Dios como un postulado de la razón 
práctica que no puede demostrarse á la luz de la razón pura. 
Esto explica cuan justas son las siguientes palabras de 
Nietzsche: «Para hacer sitio á su imperativo moral tuvo 
que reconstruir un mundo indemostrable, un más alia lógi- 
co; por eso hubo menester de su crítica de la razón pura. 

Esa crítica no le hubiera hecho falta si no hubiese habido 
una cosa que le importal^a más que todas: conseguir que su 
mundo moral fuese inatacable, mejor aún, inaccesible á la 
razón, pues de sobra comprendía cuan vulnerable es el orden 
moral frente á la razón. Ante la Naturaleza y la historia, 
ante la radical inmoralidad de la Naturaleza y de la historia, 
Kant, como todo buen alemán, era pesimista. Creía en la 
moral, no porque la demuestren la naturaleza y la historia, 
sino á pesar de que ambas la contradicen de continuo. Para 
entender este á pesar de, podemos recordar algo semejante 
de lyUtero, de aquel otro gran pesimista, que con su intrepi- 
dez característica quiso explicarlo un día á sus amigos, di- 
ciendo: «Si la razón pudiera comprender cómo Dios, que 
muestra tanta ira y crueldad, puede ser justo y bueno, ¿qué 
falta haría la fé?» Y es que en todos los tiempos nada ha 
producido impresión tan profunda en el alma humana como 
esta consecuencia, la más peligrosa de todas, que á un latino 
tiene que parecerle un pecado contra el entendimiento: credo 
guia ahsurdum est». (12) 

Ahora bien: al llegar á este punto, ¿cómo concebir en una 
moral tan racional la necesidad de la existencia de Dios? 
Ello equivale, en cierto modo, á restaurar el elemento em- 



(12) Prólogo de Aurora. 



BL amoralísimo SUBJETIVO 203 

pírico quitado á la moral cristiana. ¿No sería permitido su- 
poner que Kant ha sido víctima de las sugestiones de su 
ascendencia luterana? Esto aseguran los comentaristas de 
Kant. 

La libertad de la voluntad es la esencia del imperativo 
categórico. Pero cabe preguntarse si al aceptar la existencia 
de Dios, el imperativo categórico no se convierte en hipoté- 
tico, lo que equivaldría á hacer de la moral un medio. En 
primer lugar, aún en el terreno abstracto, Kant no ha conse- 
guido probar que la moral no sea un medio. «I^a dignidad 
de la humanidad, dice, consiste precisamente en esa propie- 
dad que tiene de dictar leyes universales, pero con la condi- 
ción de someterse á ellas por sí mismas». ¿Por sí mismas? 
Evidentemente, puede la sugestión, el prejuicio del bien,'-ÍTQLSG 
de Vinet,— hacer que el individuo realice la aspiración de 
Kant, aunque no por completo, puesto que el prejuicio re- 
cibe eficacia en virtud de la afectividad y ya sabemos lo que 
piensa Kant de la afectividad. Pero el hecho de someterse 
á las leyes morales sin pensar en finalidad individual deter- 
minada, no excluye, en manera alguna, que la moral de Kant 
halle justificación en necesidades de índole social. La prueba 
evidente está en que los dos corifeos del amoral ism o co- 
mienzan la parte negativa de su obra atacando el prejuicio 
social, la identidad ética de los individuos que componen 
una entidad gregaria, en una palabra, el nominalismo social, 
como le llama Palante, para demostrar que el individuo, con 
todos sus instintos, es la única realidad. De aquí se infiere, 
pues, que la moral de Kant es utilitaria bajo el punto de 
vista social, de lo contrario no se explica porque hemos de 
querer que la máxima de la voluntad pueda ser erigida en 
ley universal. Conviene advertir, ya que de amoralismo se 
trata, que semejante erección sólo se explica entre la convic- 
ción de que el hombre no sabe moverse sino para mayor 
gloria de su respectivo ego. 

La moral cristiana no sólo es utilitaria socialmente, sino que 
lo es también bajo el punto de vista individual, puesto que 
es heteronómica. La esencia del Evangelio es algo de ín- 
dole heteronómica, dado que ella consagra el bien objetivo 



204 NOSOTROS 

ante la perspectiva de una felicidad eterna. Se trata de un 
epicureismo solapado. Pero, por otra parte, bien puede ase- 
gurarse que Kant, al echarle en cara el cristianismo su ca- 
rácter heteronómico, nos permite sospechar una inconsecuen- 
cia: de lo contrario, no debió pensar en el Dios cristiano, 
precisamente en el Dios cristiano. Si el cristianismo no le 
hubiera proporcionado sus dogmas, ¿de dónde hubiera saca- 
do Kant sus postulados? ¿Porqué la teoria del soberano 
bien había de conducirle necesariamente al deísmo? Si lo 
limitado de esta vida excluía la posibilidad de realizar el 
soberano bien, no debió pensar en los pretendidos postula- 
dos: bastaba con declarar paladinamente que la moral formal 
es una quimera. 

En siéndonos permitido abusar de las conjeturas, á la 
manera de Schopenhauer que no hace más que oliscar el foetot 
judaicos, en la moral que discutimos, ¿no habrá sido Kant víc- 
tima de las sugestiones del ambiente ético que le cupo en 
suerte vivir? ó, por otra parte, como Voltaire, ¿no habrá 
pensado que si Dios no existiera habría que crearlo? ¿Dado 
su pesimismo acerca de la naturaleza humana, ¿no habrá 
pensado en la utilidad de la idea de Dios? Si así fuere, cabe 
ver en el Dios de Kant, lo mismo que en el cristianismo, un 
simple instrumento ético. Así como los jardineros suelen 
colocar monigotes en sus jardines floridos para alejar á los 
pájaros nocivos, del mismo modo Kant y los cristianos colo- 
can en el alma la creencia en Dios y en el más allá con el 
objeto de espantar á los motivos que pudieran determinar 
actos signiñcadores del fracaso de la ley moral. Verdad es 
que el tal Dios quedaría reducido á desempeñar el njiserable 
papel de espantajo, que es sumamente heteronómico. 

Por lo que respecta á Kant, teniendo en cuenta su forma- 
lismo ético, equivale á abusar de la conjetura al entrar en 
semejante género de consideraciones; pero, si bien se mira, 
no puede negarse que resulta altamente incomprensible eso 
de que la teoría del soberano bien ha de conducirnos al 
deismo por el camino de la moral. Lo más honrado y ló- 
gico hubiera sido confesar, para gloria de Zaratustra, que la 
moral formal es una quimera, puesto que la humanidad es 



EL AMORALISMO SUBJETIVO 205 

orgánicamente inmoral. Y tanto más evidente resulta esto 
si no se olvida que, aún aceptando la vida de ultratumba, 
queda sin explicar cómo la pretendida armonía de la felici- 
dad con la virtud habrá de realizarse precisamente fuera del 
mundo terrenal. En éste, los elementos de cuya conciliación 
debe nacer el soberano bien, son equiparables á dos líneas 
paralelas que no pueden encontrarse por más que se prolon- 
guen, en este mundo, repito. Tal es el pensamiento de 
Kant. 

Ahora bien: la vida futura no puede, en manera alguna su- 
ponerse como una simple prolongación de la vida terrenal, 
de lo contrario, la armonía de la felicidad con la virtud, es 
decir, la convergencia de las paralelas, no pasaría de ser un 
ideal en el mismo cielo. Aún cuando se imagine una vida 
infinita, el soberano bien no podría realizarse sino se postula 
un cambio radical en las condiciones de existencia. En el 
más allá diríamos volviendo á Spencer, la moral ideal se 
alcanzaría siempre que ideales fueren las condiciones de exis- 
tencia, de lo contrario, la virtud y la felicidad se encontrarían 
en lo infinito, es decir, jamás. 

De cualquier parte que se la vuelva, la concepción del so- 
berano bien resulta pueril y arbitraria. Es tan quimérica que 
para realizarse es menester, tanto en la tierra como en el más 
allá, que el hombre se despoje de su organización. Se diría, 
que Kant no pudo olvidarse que nos persigue por doquiera, 
aún en el más allá, el cristiano pecado original, 

Pero, cabe preguntarse una vez más, ¿la imposibilidad de 
llevar al terreno de la efectividad una moral formal, constitu- 
ye, acaso, un sólido argumento que alegar en pro del amo- 
ralismo, sobre todo del voluntarismo dominador y criminal 
de Nietzsche? ¿En la heteronomia de la voluntad debe verse 
el fundamento del amoralismo, como quieren Kant y Nietzs- 
che? No lo creo. Apenas si puede concederse que el crite- 
rio ético de Kant conduzca á un amoralismo subjetivo. La 
amoralidad solo existiría en el aspecto psíquico de la con- 
ducta, puesto que en la voluntad, quieras que no, siempre 
encontraremos un principio subjetivo. Y ya hemos visto que 
la doctrina ética de Kant implica el amoralismo de la afecti- 
vidad. En esto le acompaña Nietzsche. Pero el criterio de 
que se valen entrambos para comprobar la esencial amoralidad 
de la sensibilidad, ¿ha tenido comprobación científica? Hay 



206 NOSOTROS 

razones para suponer que la vaguedad metafísica les ha em- 
pañado el criterio. ¿En nombre de qué principio inconcuso 
proclamarán la bancarrota de la moral social por culpa de 
la afectividad? ¿No es lícito suponer que tanto Nietzsche 
como Kant han sido corrompidos intelectualmente por el 
cristianismo? Kant encaró la vida con criterio, en cierto 
modo cristiano, y Nietzsche la encaró con el místico criterio 
de Kant, que no es sino la forma especulativa del primero. 
Se diría, empleando una expresión del mismo Nietzsche, que 
por las venas de ambos corría sangre de teólogos. 

Hemos dicho que el criterio de Kant nos conducía á un 
resultado desolador, á comprobar la fatal inmoralidad de la 
naturaleza humana. Por más conciencia que tengamos de la 
libertad de la voluntad, quieras que no, Kant se desvelará 
por ver una gota de elemento empírico en el aspecto psí- 
quico de la conducta, infiriéndose de aquí un amoralismo 
subjetivo. Nietzsche también, según hemos visto por sus 
propias palabras, declara que el acto en si no tiene nada de mo- 
ral. Los dos están de acuerdo, con la sola diferencia, im- 
portantísima sin duda, de que, ante la imposibilidad de era- 
dicar los instintos y demás manifestaciones de sensibilidad, 
Kant, preconiza el formalismo ético para librarse de lo empí- 
rico, no sin dejar entrever la dificultad de tal liberación; y 
Nietzsche, por su parte, en lugar de participar de las lamen- 
taciones de Kant, acudirá al más chocante de los expedien- 
tes que haya imaginado jamás pensador alguno. ¿Con que 
los instintos tienen la culpa del fracaso de la moral? No hay 
para que lamentarlo; antes al contrario, eso prueba que la 
moral es contra natural. Todo hombre que haya aprendido 
á no temblar ante la realidad, aún la más terrible, todo el 
que no haya perdido su serenidad filosófica, deberá decantar 
las causas de la inmoralidad, celebrará la apoteosis de las más 
torpes tendencias humanas, hará de la voluptuosidad, del 
crimen, del orgullo las virtudes cardinales del Evangelio del 
Superhombre, en una palabra: llegará á la suprema glorifica- 
ción de los ineradicables instintos humanos. Es lo que hizo 
Nietzsche. Su filosofía amoralista, si bien se mira, es una 
hermosa manera de hacer de necesidad virtud. 

CORIOLANO AlBERINI. 



MANDOLINATA 



" Hoy, como ayer, al despuntar el alba, 

¿Viste un rayo de sol 
penetrar en tu alcoba, y sonreirte . . . 

Ríele, por favor, 
pues que cada mañana irá á llevarte 
los «buenos días» que te mando yo. 



No existe abanico 

con virtud tan rara, 

— ni que esparza en su hálito 

emoción tan grata, - 

como el que á mi frente, 

generoso, irradia 

beatitud de cármenes, 

suavidades de aura, 

cuando, al par, me agobian 

calor y nostalgias. . . . 

En él, cual ligeras 

mariposas blancas, 

parece que agitan 

sin cesar las alas, 

en feliz cardumen, 

sueños y esperanzas. . . . 



208 NOwSOTROS 

Y evocando un nombre 
con febriles ansias, 
brotan de él recuerdos 
que de amor embriagan, 
y brotan caricias 
que llegan al alma! 

* * 
I 
Púdica y galana, 
moruna ó cristiana; 
sin aires de diosa, 
pero alma piadosa 
que guarde triunfales 
encantos morales; 
sin galas supremas 
como en los poemas, 
y sin porte egregio 
ni coturno regio; 
mas, con ansias puras, 
y manos propicias 
para las ternuras, 
para las caricias. 

II 
Dulce y temblorosa, 
tímida ó mimosa; 
con un leve indicio 
— mas, sin artificio, 
de humildad discreta 
como de violeta; 
de albo cutis terso, 
tenue como el Verso, 
ó de piel gitana 
que ni el sol profana; 
pero, con voz suave, 
suspirante y fría 
como arrullo de ave, 
como melodía. 



MANDOLINATA 209 



III 



Fiel y acariciante, 
plácida ó joyante; 
con ojos de abismo 
como el judaismo, 
ó con ojos zarcos 
como etéreos arcos; 
ni una Circe artera, 
ni Ifigenia austera; 
pero, sí, amorosa 
madre, al par que esposa. 

Morisca ó cristiana 
mi estro la imagina; 
pero, toda humana, 
toda femenina. 



Escogido con primor 
como emblema, un seductor 
manojo de pensamientos, 
vino á calmar mis tormentos, 
dulce, amante, embriagador. 
Y, — de amor mensaje fiel, — 
al rozar su fina piel 
mi labio, que en fiebre ardía.... 
dióme un cáliz la ambrosía 
de otro beso puesto en él! 



Julio S. Canata. 



DE AMICIS 



Aun recuerdo con melancolía aquellas tardes en que, en 
la escuela humilde en donde cursé mis primeras letras, nues- 
tro maestro, para procuramos un rato de esparcimiento en la 
última hora de clase, de ciertos nublados días invernales, tan 
pesada, tan larga, abría al acaso Cuorcy y nos leía algún ca- 
pítulo. Bastaba que nos dijese: «voy á leerles Cuoreí^, para que 
cambiara súbitamente el aspecto de la clase. Al instante de- 
saparecía el desorden, propio de la hora, y todos, cruzando 
los brazos, — significativo ademán que en nuestro lenguaje 
expresaba obediencia, nos disponíamos á escucharle atentos 
y de antemano conmovidos. Así conocimos, poco á poco, to- 
dos los cuentos mensuales del afortunado libro, que ya hoy 
día ha por completo entrado en las escuelas. En él amamos 
á esos pequeños héroes, cuya abnegación, cuyo dolor ó cuya 
muerte nos hizo derramar tantas lágrimas; y á nuestro afecto 
uníamos anhelos vagos de imitarlos, de ser buenos, de sa- 
crificamos como ellos por algo, por la patria, por la familia, 
por el desdichado. 

He hablado de lágrimas. Sí, la mayoría de nosotros lloraba, 
cuando el maestro daba término á su lectura. Llorábamos 
muchos, bajo la mirada irónica de unos cuantos, que, menos 
sensibles ó más desatentos, se burlaban de nuestra emoción. 
Y á este propósito todavía recuerdo á un muchachito pelirrojo, 
mi compañero de banco, quien riéndose de mi repentino en- 
tristecimiento, solía decirme, todo orgulloso de su fortaleza: 

— ¡Bah! á mí no me hace nada! .... 



DE AMICIS 211 

El recuerdo de mi afecto por el buen libro del que enton- 
ces apenas conocía el nombre del autor, ni me preocupaba 
conocerlo, me volvió fresco á la memoria, cuando supe la 
muerte de De Amicis. 

La noticia me entristeció. Generalmente el fallecimiento 
de un escrito I, aun de los que admiramos, no nos apesa- 
dumbra. Solemos lamentarlo con palabras triviales y pasamos. 
No así el de De Amicis. Su desaparición no ha sido, para 
nadie que lo conociera, la de un extraño, sino la de un cono- 
cido, la de un amigo. Se diría que ella ha dejado un vacío 
en nuestra casa. 

El era, en efecto, de esos escritores con quienes entablamos 
una íntima amistad espiritual, de esos que nos parece ver á 
nuestro lado, porque saben conquistarnos por su franca dul- 
zura, por su exquisito sentimiento. El se volcaba por entero 
en sus libros. Nada le ocultaba al lector, á quien solía hablar 
en ese tono franco y familiar de las confidencias. 

Era además un observador perspicaz y curioso. En cual- 
quier hecho, hasta en el más insignificante, hallaba una mina 
de observaciones sutiles y maravillosas. Sobre un gesto, sobre 
una sonrisa, detallaba mil ingeniosas consideraciones. Agudo 
psicólogo, agudo, sobre todo, porque veía las cosas serena y 
sencillamente, con interés y cariño, cada página suya era un 
tesoro por la fina comprensión de las almas que en ella re- 
velaba Y á sus dotes de observador unía un sano humo- 
rismo que, si contribuía á desfigurar un tanto la observa- 
ción, moviéndplo á exagerar discretamente los rasgos más 
salientes de las cosas, algo, empero, agregaba al cuadro, ilu- 
minándolo como una dulce sonrisa. 

De Amicis fué, sin duda, el más célebre de los literatos ita- 
lianos que se propusieron ser modernos. Con Mantegazza fué 
el jefe de aquel grupo de escritores que, pisando las huellas 
de Manzoni, se habían propuesto hacer marchar la literatura 
en Italia de consuno con la de las demás naciones. En Man- 
tegazza domina más la razón; en De Amicis el sentimiento. 
Recuérdese que éste escribió Cuore y aquél Tesía. 

De Amicis eliminó de sus escritos cuanto pudiera parecer 
honda meditación ; todo en él fué una feliz espontaneidad, 



212 NOSOTROS 

una frecuente y graciosa intromisión de su persona en el 
asunto tratado, con continuas alusiones á hechos y casos del 
día, y con agudezas ó mil recursos imprevistos que hiriéronle 
bien pronto popular. El está lejos talvez del ideal literario 
clásico, impersonal, en que el escritor sólo atiende al orgá- 
nico desarrollo de las ideas, á su análisis, á su expresión pre- 
cisa, exigiéndole al lector un esfuerzo de atención del que 
pocos hoy día se sienten capaces; ideal característico de las 
letras italianas, cuya personal fisonomía las diferencia por 
completo de las francesas, más brillantes, más ligeras, más 
sutiles, más propias para interesar á todos. Está aún lejos, sin 
duda, del ideal literario de Carducci; acaso la misma novela 
de Verga, / Malavoglia, ó el drama de Giacosa Come U foglÍ€y 
responden á un tipo de arte mas vigoroso; pero otras cuali- 
dades le rinden atrayente, la gracia, el suave sentimiento de 
que están impregnados sus escritos, la forma viva, natural, 
la lengua pura y el léxico abundante. No cautiva en De Ami- 
cis la importancia del contenido de sus escritos, ni la pro- 
fundidad del pensamiento, ni la frase sólida, lapidaria: sólo 
se admira en él la efusión de su espíritu en una amable efer- 
vescencia de palabras. Todo lo hace interesante, porque es 
él quien lo cuenta: es un raro causeur, sobre todo, finamente 
educado. Lo que es odio, lo que es desprecio no lo conoce: 
no levanta la voz más de lo necesario, no predica, no preten- 
de dogmatizar. A lo más podrá dar un consejo, nunca un 
precepto, y lo dará con la gracia con que se ofrece una flor. 
Sus escritos son como una serena emanación luminosa de 
su naturaleza y lo que en ellos más agrada es el conocimien- 
to que dan del autor, con quien se entabla rápidamente 
amistad. 

Resulta así un raro escritor sin proponérselo; un literato 
de nota sin presunción de serlo; un educador en cuanto nos 
hace sentir el valor de la educación, de la moderación en todo. 
El fué — caso raro en Italia, donde la polémica está á la orden 
del dia, — uno de los contados escritores italianos que no 
quisieron matar á nadie. 

Trató la novela, el teatro y la poesía, la primera con éxito 
indiscutido; sin embargo, su campo era el boceto, la escena 



DE AMICIS 213 

aislada, el cuadro y todo tema que le dejara vagar libremen- 
te, que permitiera á su personalidad desbordarse. 

Sus *Bocetas. militares obtuvieron así un estruendoso suceso. 
La crítica estuvo conteste en declarar que aquella era la prosa 
mejor que tenía Italia después de Manzoni. Bonghi, en sus 
célebres cartas sobre «porqué la literatura italiana no es 
popular en Italia»^ hacía notar que un italiano, á quien al- 
guna señora francesa ó inglesa preguntara en un tren cuales 
literatos italianos debería leer, no se atrevería á citar sino á 
Manzoni ó De Amicis. Y en aquel entonces tenía casi razón, 
pues Bonghi se refería al interés que fuera de la península 
todos buscan en una obra literaria, mientras que en Italia, 
mas que á deleitar se atendía á la expresión exacta del pen- 
samiento, siendo el contenido de las obras generalmente lite- 
rario, erudito, reflejo de la vida de otras edades, como si la 
nuestra no mereciese ser tenida en cuenta por los escritores. 

De Amicis era, en efecto, después de Manzoni, el primero 
que se narraba á sí mismo, expresando sentimientos propios, 
observaciones que la vida le había sugerido, y todo ello en el 
tono natural de quien conversa. Y el suceso de los Bocetos se 
confirmó con los «viajes», de los que se hicieron numerosas 
ediciones que desaparecían como una gota de agua sobre 
ascuas. Desde entonces su fama fué acrecentándose, á medida 
que dio á la publicidad su vasta producción, que la índole de 
estas breves líneas sin pretensiones de estudio crítico, no 
permite analizar como fuera menester. Sin embargo, como es 
ley fatal, muchos han afectado y afectan desdeñar esa obra. 
Y lo doloroso es que, no fundan su afectado desdén en ra- 
zones estéticas siempre respetables, sino en la censura que 
les merece el sentimiento que De Amicis derramó en todos 
sus libros, sentimiento como ninguno espontáneo y sincero. 
Pero en la vida hay personas que, como ese muchachito peli- 
rrojo, mi compañero de banco, se sienten orgullosas de poder 
exclamar: 

— ¡Bah! eso no me hace nada! . . . 

Ambrosio Pardal. 



SANTIAGO DE LINIERS 

POR PAUL GROÜSSAC 



Fuera de toda duda, el estro del señor Groussac está en 
ocaso. En su espíritu la tarde ha comenzado á caer, inva- 
diéndolo todo de cansancio. Tal, por lo menos, nos lo revela 
su último libro: Santiago de Liniers, editado recientemente por 
la casa Moen. 

Si bien el contenido del libro era ya harto conocido entre 
los estudiosos, pues fué publicado en La Biblioteca — la pri- 
mera parte — y en I^s Anales — la segunda — no teníamos 
aún lo que puede llamarse la impresión de conjunto, que di- 
fícilmente se logra con lecturas dislocadas. Y hoy, cuando 
esperábamos robustecer, á través de la unidad del libro, la 
buena opinión que nos mereciera la obra leída á saltos, una 
decepción — la más ingrata— epiloga la lectura. 

Groussac ya no es Groussac. Aquel escritor, á ratos incom- 
parable, que tenía la habilidad de maestro de armas para he- 
rir magistralmente en pleno pecho, se ha eclipsado : Menén- 
dez y Pelayo tenía razón. 

El que abra el Santiago de Liniers, libro con el propósito de 
buscar aquella admirable ironía que campeaba en todas las 
notas del Groussac de antes, del Groussac polemista y con- 
tendor de Pinero, se equivoca. 

El Santiago de Liniers. ha sido podado. El autor dice en el 
próloq^o — cuya lectura nos transmite yo no sé qué sensación 



SANTIAGO DE LINIERS 215 

de fatiga — que ha quitado del libro todo aquello inútil que 
él ahora estima irreverente. El lector echa de ver, á poco que 
ande, algo que es innecesario apuntar aquí. 

Toda la valentía característica del Groussac que rompía 
lanzas con todos y contra todo, se ha atenuado, y quizá va- 
ya presto á desaparecer. El prólogo del reciente libro nos lo 
hace presumir así. Groussac está cansado de tirar al florete 
hiriendo siempre. Talvez le sobra aún agilidad, pero — por 
qué no decirlo — le ha llegado la hora de temer. El Grou- 
ssac de ahora teme : y habla con un dejo marcado de pesa- 
dumbre ; y sobre todo llama glorioso anciano al señor historiador 
Mitre, á aquel mismo de quien en cierta ocasión dijo que á 
diferencia de don Vicente F. López, que tenía talento pero 
que no conocía el archivo, él lo conocía muy á fondo ... y 
puntos suspensivos. 

Pero aparte de todo esto, el Santiago de Liniers que en su 
estudio á propósito del libro de Ayarragaray La anarquia, 
el doctor Ingegnieros — aplicando el concepto de Renán, á 
la formación del pensamiento sociológico argentino — coloca 
en el segundo período, el del análisis, adolece de otros de- 
fectos sobre los cuales es bueno llamar la atención. 

Por lo mismo que se ha asegurado que el señor Groussac 
no se limita á escribir con pluma ó lápiz sus propias páginas, más 
acaso con papel de lija y goma de horrar los yerros de las páginas 
ágenos, debemos exigirle más de lo que por lo general se le 
suele pedir á un biógrafo. 

He dicho que hay defectos en el libro de Groussac : Véa- 
moslo. En primer término, los constituyen las pomposidades 
de una erudición del todo inútil que el autor almacena en 
los escaparates de sus notas, donde salen á relucir, desde el 
sonoro verso virgiliano, aprendido de memoria, hasta el títu- 
lo, en su idioma natal, de una obra de Shakespeare. Y des- 
pués, — ¡oh injusticia! — se ha querido convertir en chiste, 
muy á propósito para ser rememorado en !as amenas tertulias 
de café, una nota puesta por el señor Saldías en su libro so- 
bre el Padre Castañeda, y en la cual recuerda, hablando de 
lo que era una escuela en los días de la Colonia, que siendo 
ministro de obras públicas de la provincia, hizo restaurar la 



2l6 NOSOTROS 

locomotora Porteña — la primera que conoció Buenos Aires — 
y colocarla en una sala del Museo de La Plata ...(!) 

En el libro del señor Groussac abundan las notas cargadas 
de una erudición tan ampulosa como innecesaria y con las 
cuales la técnica moderna de los estudios históricos está re- 
ñida por completo. A veces, tratando puntos de verdadera 
trascendencia, el señor Groussac interrumpe al lector para 
hacerle una cita en latín, ó recordarle tal ó cual frase de un 
determinado personaje de Moliere — que entre paréntesis, di- 
ría Groussac, se llamaba Juan Bautista Poquelín — la cual 
divirtió enormemente á la famosa cocinera. 

Por desgracia, empero, no es este el más serio de los de- 
fectos de la obra del señor Groussac. Indudablemente, hay 
en Santiago de Liniers verdadero trabajo de investigación his- 
tórica y prolija labor benedictina; pero también abundan 
juicios que acusan una precipitación inexplicable en un hom- 
bre que quiere ser á toda costa historiador imparcial. 

Para mí no son otra cosa que juicios asaz precipitados 
esas opiniones emitidas doctoralmente al pasar, y las cuales 
no se apoyan en nada concreto. A todas les falta — por lo 
mismo que tienden á tener ribetes sociológicos — lo que de 
la Grasserie llama el suelo natural. Así, por ejemplo, — y aquí 
vendría bien la poda por irreverencia de que nos habla el 
autor — el señor Groussac peca contra los procedimientos y 
contra el criterio moderno, cuando haciendo uso de su pun- 
zante ironía, se permite ciertas libertades para con algo que 
hace al preliminar de la Revolución de Mayo. 

Bien está que se analice y se destruya todo lo que á la luz 
de la crítica austera resulte falso, pero no es sereno, porqué 
sí, porque el hecho presta coyuntura para un floretazo y un 
buen gesto, sacriñcar en aras de un placer, cuando mucho 
estético, lo que hasta ahora se tiene por verdad. 

En mi espíritu bien amplio y lleno de Nietzsche, no caben 
— está fuera de duda — los anacronismos de la patriotería 
escolar; pero á fe que me subleva el prurito del snobismo 
cuando por quererlo ser más se lanza á escaramuzas de por 
sí irreverentes. 

No soy de los que creen en la grandiosidad de la Revolu- 



SANTIAGO DE LINIERS 217 

ción de Mayo, ni mucho menos de los que á toda costa pre- 
tenden que se reduzcan á silencio Roma y Esparta, porque 
asoma al mundo la gran capital del Sud. Por el contrario. 
Tengo para mí que el movimiento de Mayo, en realidad, está 
lejos de ser lo que creen la mayoría de los argentinos. Esto, 
empero, pienso que para decir la verdad en lo que á aquel 
hecho atañe, es necesario estudiar mucho y probar documen- 
tariamente cuanto se trate de sostener en contra de la tesis 
actual. Después de todo, nadie discute que el procedimiento 
que cuadra á esta clase de asuntos es el deductivo. El señor 
Groussac, á veces, no parece entenderlo así. 

Todos estos defectos, de procedimiento unos y de criterio 
otros, no amenguan en lo mas mínimo el valor literario de la 
obra. El señor Groussac, tiene en este particular, una fama 
indiscutible, que soy el primero en reconocer. Precisamente 
por eso, huelga aquí todo juicio sobre su prosa, la mejor y 
más robusta de los escritores de América. 

Hay también — y con esto termino — otro defecto en la 
obra, y este es capital. El señor Groussac se nos muestra, 
desde la primera á la última página, demasiado entusiasta 
por su héroe. Francés el biografiado y francés el biógrafo, 
teniendo ambos por escenario de su actividad á la tierra de 
América, el segundo se vuelve panegirista del primero — 
quizá contra su propósito — llevado por esa fuerza inexplica- 
ble, ó explicable talvez, que nos hace ver demasiado brillan- 
tes las acciones de nuestros compatriotas, cuando ellas se 
han llevado á cabo bajo un cielo y bajo una bandera que no 
son los que cobijaron nuestra cuna. Además, no creo que el 
señor Groussac pretenda ungir he'roe á su biografiado. Li- 
niers caudillo, después de todo, no fué mas que un producto 
de las circunstancias. Era natural que siendo el más aventu- 
rado de los que se levantaran contra el usurpador británico, 
fuese también el más favorecido por la simpatía popular. Y 
no entraña esto una injusticia. Si hubiese de levantarse un 
monumento á Liniers, sería el primero en contribuir con mi 
óbolo y con mis esfuerzos, empleados en propaganda de la 
idea, porque creo que debemos distribuir justicia histórica. 
El pueblo que inmortaliza en el marmol el recuerdo de uno 



2l8 NOSOTROS 

de sus servidores — indiscutiblemente útil en un momento 
dado — no debe pararse á hacer filosofía de la historia para 
ajustar á una equidad matemática la recompensa postuma. 

A nosotros no nos importa, ni debemos saber, lo que fué 
antes y lo que fué después de las invasiones don Santiago 
de Liniers, cuando tratemos de hacerle justicia respecto á su 
actuación en los dias de la Reconquista y la Defensa. Este 
es por lo menos mi criterio. 

Y termino repitiendo, porque de ello estoy convencido, lo 
que dijo Juan Agustín García en sus Ensayos, esto es que 
Groussac moralista, fatigado de refutar en vano, prefiere son- 
reir de las tonteras oficiales y académicas que pasan, envuel- 
tas en períodos tan huecos como oratorios. Puesto en Fran- 
cia, en su París — del cual se despide lagrimeando en el 
prologó de Santiago de Liniers — SU producción hubiera sido 
otra. 

RÓMUI.O D. CÁRBIA. 



LETRAS ARGENTINAS 



«Memorias de un Sacristán», por Juan A. García. 

Ingeniosamente ilustrada por el señor Carlos Clérice acaba 
de publicarse la segunda edición de esta obra, cuya apari- 
ción á fines de 1906, fué saludada con general aplauso por la 
crítica. 

Emití en esa fecha mi opinión á su respecto, que de nin- 
gún modo ha variado, antes bien se ha afirmado con una se- 
gunda lectura, hecho que me induce á creer que ningunas 
palabras podría encontrar más sinceras y conformes á mi 
pensamiento para saludar esta nueva edición, que las que en- 
tonces escribí. Me remito, por consiguiente, á algunos pá- 
rrafos de aquel juicio, que concretan en un todo mi opinión 
actual: 



*Para la redacción de estas memorias, la historia, la hagio- 
grafía, la demonología, la paciente lectura de polvorientos 
documentos coloniales, han sido puestas á contribución. Y 
bien se sabe la autoridad que el autor tiene en la materia. El 
es quizás entre nuestros contemporáneos quien más y mejor 
conoce la época colonial, en cuyo meollo se ha hundido, ins- 
pirado tal vez por aquel aforismo de Estrada que ha puesto 
como lema á una de sus obras, á La Ciudad Indiana-, «Si co- 
nociéramos á fondo todos los fenómenos de la sociedad colo- 
nial, habríamos explicado las tres cuartas partes de los pro- 
blemas que nos agobian». Y La Ciudad Indiajia, con todos sus 



220 NOSOTROS 

inevitables defectos, es viviente testigo del valor del doctor 
García como sociólogo. 

Ahora, en las Memorias de un Sacristán, nos presenta un li- 
bro de otra índole, pero inspirado en la misma tendencia. 
Aquella fué una obra de erudición, casi de vulgarización; ésta 
al contrario es de género ameno, novelesco; pero ambas tie- 
nen por base un escrupuloso, un minucioso conocimiento de 
los hechos. 

En las Memorias de un Sacristán aparece la Buenos Aires del 
siglo XVII I considerada en su faz clerical. No son más que 
un trozo de la socialidad porteña colonial, pero un trozo 
real, viviente, palpitante. Ese ambiente, esa vida surgen ante 
nuestros ojos, llenos de vigoroso colorido. 

Por allí vemos deslizarse unos frailes que discuten, que se 
arremeten. Sus ánimos están sordamente roídos por ponzoñosas 
envidias. Su dialéctica dista mucho de ser sutil. No aparecen en 
ella los finos, los tentadores sofismas, los interesantes dilemas. 
En los áridos cerebros de estos frailes retoña sólo raquíticamen- 
te la teología, ya en plena decadencia en la metrópoli, allá en 
Salamanca, cuanto más en estas tierras poco propicias para 
semejantes acrobatismos mentales. En las controversias, á lo 
sumo tienen habilidad para extraviarse en la chicana. Mas si 
les falta agudeza filosófica, les sobra, en cambio, la más burda 
superstición. Por doquiera ven al espíritu maligno en acecho 
de las almas. 

Un inquisidor ... Se llama fray Francisco de los Ríos, Lo 
atormenta un vehemente celo por la extinción de la inmo- 
ralidad. En su estrecho cráneo va rumiando serias represio- 
nes de la heregía triunfante. Su dogmatismo se exaspera 
frente á toda contradicción. Por cierto que es un tipo que 
despierta interés. Nos parece verlo surgir de las páginas .del 
libro, con su enjuto rostro de asceta, su color bilioso y sus 
delgados y pálidos labios, musitando graves amenazas. 

Pasan monjas, pasan beatas . . . Por excepción hay un risue- 
ño obispo propenso á la afabilidad. La atmósfera está cargada 
de superstición. La idea del demonio obsesiona todos los áni- 
mos. Con seriedad discuten los directores de almas sobre el 
modo de ahuyentar los íncubos y los súcubos. Estas cuestio- 



LETRAS ARGENTINAS 221 

nes son de suma gravedad: hay divergencias, se citan textos, 
se hace gala de una pomposa erudición. El culto católico se 
ha transformado en el más grosero fetiquismo. 

En ese ambiente real, que sentimos, que comprendemos, 
surge una figura contradictoria, la del redactor de las memo- 
rias, el sacristán Raymundo. No es él un tipo de aquel tiem- 
po: es más bien una figura tranquila, dulce, sonriente, que á 
duras penas parece reprimir bajo su hábito, su benévolo 
escepticismo finisecular. Algo hay en su espíritu de la sutil 
ironia de Anatole France. Lo envuelve una atmósfera asfixian- 
te de renunciación, de anulación, de todo lo que implica ins- 
tinto, alegría, placer, él, al contrario, ama la vida. Es discreto 
y sencillo. Deléitanle las ingenuas leyendas llenas de piado- 
sas enseñanzas. Comprende la pasión humana, el extravío. 
Su filosofía es bondadosa y lijera, pero lo arrastra con fre- 
cuencia hasta las vecindades de la heregía. Si el comisario 
del Santo Oficio pudiese penetrar en el fondo de su alma, sin 
duda debería acudir á sus exorcismos para poner en fuga á 
tanto diablillo que la ocupa. Los vivaces ojos de Rita, la 
hembra lasciva, escándalo de severos frailes y de escrupulosas 
beatas, su aliento perfumado, su cuerpo voluptuoso, le llenan 
de angustia y de infinito perdón por las culpas humanas. ¿Qué 
siente él junto á la reja del confesonario, tras de la cual la 
cuarterona desmenuza lentamente y en voz baja, sus pecados 
amables, acariciándole el rostro con su aliento que huele á 
hinojo y á menta? ¿Qué siente «el hombre»? . . . 



En las Memorias de un Sacristán no se desenvuelve una no- 
vela; sólo las constituyen unos simples cuadros rápidamente 
esbozados, pero que al armonizarse forman una gran tela en 
que el medio y la época se destacan con nitidez prodigiosa. 
Únicamente es de lamentar que el doctor García no le haya 
dado mayor rotundez a! libro, que al concluir casi en forma 
trunca, nos deja con un íntimo deseo de saber más, de 
continuar algo más en compañía de Raymundo. Cuesta 
trabajo dejarlo. Se desearía seguir observando aún aquel fino, 
suave espíritu, á ratos atormentado, generalmente sereno. 



222 NOSOTROS 

Pero, aparte ya el interés puramente novelesco del libro, 
vale la pena detenerse sobre su mérito como obra erudita. 
Basta haberse puesto en contacto con los viejos papeles de la 
colonia, testigos y relatores de los hechos de ese tiempo, pa- 
peles á través de cuyos jadeantes períodos, de cuyo retorcido 
estilo ridiculamente hueco, se lee en las almas estrechas de 
nuestros antepasados, para comprender la ímproba labor con- 
tenida en las Memorias de un Sacristán, que han resultado toda 
una evocación. No falta tampoco en ellas aquí y allá, la frase 
breve, el rasgo fugitivo que encierra atinadísimas observacio- 
nes sobre nuestros mas fundamentales fenómenos psicológicos 
y colectivos. El carácter fugitivo de esas observaciones hará 
que pasen desapercibidas á muchos que hubieran quizás pre- 
ferido verlas desenvueltas en numerosas paginas apoyadas 
sólidamente sobre eruditas notas. Todo es cuestión de tem- 
peramentos. Algunos diluyen en bien nutridos tomos los da- 
tos que han ido recogiendo merced á una asidua labor; otros 
sintetizan en un rasgo su rico caudal de experiencias. Es- 
tos logran dar una impresión de conjunto, presentarnos las 
cosas visibles y palpables; aquellos, no. Preferimos á los pri- 
meros, entre quienes se encuentra el doctor García. 

Dignos también de atención son los conocimientos demo- 
nológicos presentados en el libro. Es por cierto de sumo in- 
terés conocer cual idea del diablo tenían los colonos ameri- 
canos, desde que esa idea podrá servimos de clave para 
explicamos muchos caracteres importantes de su psicología.* 
Esta tarea en parte la ha realizado el doctor García, que ha 
dedicado muchas paginas de las Memorias á tan entretenido 
como provechoso tópico, páginas en que conocemos las 
diversas modificaciones que el clásico rebelde, el Diablo eu- 
ropeo, ha sufrido al hallarse en contacto con los fetiches in- 
dios y negros. La materia se presta^ sin embargo, para una 
más detenida atención de la que este libro ha podido pres- 
tarle. ¿Le deberemos al autor en el futuro un trabajo capital 
sobre el punto?» 



LETRAS ARGENTINAS 223 

«El Alma Española» por Ricardo Rojas. 

Rojas va afirmando paulatinamente y sin tropiezos su re- 
putación literaria sobre una sólida base. Su obra, ya bastante 
vasta y sin nada de deleznable, acusa además todo un tem- 
peramento. No hay en ella discontinuidad como en la de 
otros escritores: ciertas características comunes de los tres 
libros que la constituyen, son testimonio de la unidad del 
pensamiento de su autor. El último de esos libros, recien- 
temente llegado, es El Alma española, publicado por la bi- 
blioteca Sempére. 

Es una recopilación de artículos críticos, que datan de 
diferentes fechas, sólidamente pensados, escritos con galanura, 
que dan muestras de la seriedad del pensamiento de Rojas y 
de su educación literaria poco común por aquí. Son ar- 
tículos que no justifican talvez á primera vista el título de- 
masiado amplio y significativo del libro, pero que, bien con- 
siderados, lo explican suficientemente. Ellos, en efecto, no 
son unas simples crónicas más ó menos superficiales, de 
aquellas que — como todas estas que se escriben al día - viven 
una hora y mueren, cumpliendo su misión del momento. No. 
Algo alienta en ellas de más positivo y más serio: es el 
sentimiento profundo del alma española que Rojas posee y 
que en todas ellas ha puesto; es la compresión de esa alma, 
tan compleja y tan rica, de la que, yo creo que por desgracia, 
estamos nosotros, los argentinos, demasiado divorciados. Pero 
á Rojas no le falta el sentimiento de la tradición de la raza, 
de la que se siente el eco en todos sus libros; su lenguaje 
conserva algo de lo grave y jugoso de la buena prosa caste- 
llana; y, todo ello, adviértase, lo remoza con su cultura bien 
moderna y su conocimiento de las cosas de Francia. 

Doblemente elogiable, pues, lo considero: no sólo por el 
talento que en todas sus obras demuestra, sino también por 
el espíritu de esas obras, que tiene mucho de castizo que me 
sabe á bien. Pues, ciertamente, ninguna cosa más provechoso 
para nuestras letras que esa influencia francesa, sólo repro- 
bable por los rancios pedantes, que ha venido á airearlas, 
que les ha abierto horizontes, que las ha puesto en el buen 



224 NOSOTROS 

camino; únanse á ella enhorabuena, si es posible, otras in- 
fluencias, sobre todo la italiana; pero manténgase en nuestras 
letras el espíritu español, que si la literatura francesa les ha apor- 
tado elementos que les faltaban, ese espíritu que es su lastre, 
les da el nervio, el colorido, el modo de ser propios del sen- 
tir de la raza, de la cual, — vamos! — no estamos aún tan des- 
vinculados. Téngase efectivamente en cuenta que es el caste- 
llano nuestro idioma y que, si algo nos conviene, es ahon- 
darlo y espulgarlo y conocerlo mejor, para usarlo con prove- 
cho, más bien que dar á nuestra lengua ese colorido gris que 
va adquiriendo por el calco que de ella hacemos sobre la 
francesa. Léase si no El imperio jesuítico de Lugones— justamente 
me refiero á un libro de actualidad — y dígase si no vale más 
esa prosa gallarda que sabe á castizo, que esa jerga mestiza é 
incolora en la que todos solemos nadar. Mas el tema es largo 
y no como para desarrollarlo en una breve nota bibliográfica. 
Me felicito, sin embargo, que á estas consideraciones me 
haya llevado el libro de Rojas, en el que me he sentido du- 
rante unas horas enmedio de una atmósfera sana. 

«Burbujas de la vida», por Manuel Ugarte. 

Mi primera impresión, al recibir el libro, no fué, lo confieso, 
favorable á su autor. Su índole y el título ingenuo no eran, 
por cierto, los más propios para hacérmelo simpático. Tengo, 
en efecto, opiniones radicales sobre esas obras heterogéneas, 
formadas con los más opuestos artículos, obras sin espí- 
ritu y sin unidad, contra las que ya he tenido ocasión de 
arremeter varias veces. Y creí por un instante que la de 
Ugarte entrara en el número. Pero su lectura me conquistó 
y me mostró mi engaño. 

Ugarte no ha necesitado esforzarse para reunir el material 
de ese libro. Cronista fecundo, brillante, poco ha debido 
costarle hallar las páginas necesarias entre su producción 
dispersa Y como libro de crónicas, todas sabrosas en su 
superficialidad genérica, merece con justicia el elogio. Se 
lee sin esfuerzo, sugiere agradables reflexiones, y se deja de 
las manos con la misma benévola simpatía con que se des- 
pide en el café á un amable vecino de mesa que nos ha en- 



LETRAS ARGENTINAS 225 

tretenido unas horas con su charla espiritual y ligera. Además, 
si el vecino ha expuesto alguna paradoja más atrevida que 
seria, ó si ha emitido sobre algo ó alguien un juicio algún 
tanto apresurado, se lo perdonamos indulgentes, atendien- 
do á las circunstancias: é igual cosa diré de Ugarte, cuando 
lo hallo asaz pródigo en elogios para hombres y cosas que 
no los merecen. Por otra parte, estos sus pecadillos algo 
perjudiciales porque logran envanecer á tanto grafómano que 
anda por estas tierras, son compensados con exceso por la 
labor lenta pero proficua que él realiza desde París, sirvien- 
do de vehículo de comunicación mediante sus cartas, sus 
artículos y sus libros, entre las diversas repúblicas hispano- 
americanas, entre éstas y la madre patria, y, si se quiere, aún 
entre estas y Francia. 

«Cantos de juventud» por Angei. Diez de Medina. 

Es el título del tomito de versos que este distinguido es- 
critor boliviano, residente entre nosotros, nos remite. Versos 
ligeros, algo vulgares, con no pocas inexperiencias pro- 
pias de la edad en que su autor nos dice fueron escritos, 
tienen, sin embargo, el mérito de constituir una notación 
nada monótona de la vida sentimental de su autor. Efecti- 
vamente el dolor y la alegría, el odio y el amor, la fé entu- 
siasta ó el amargo escepticismo, la esperanza de un instante 
ó la desesperanza de otro, se confunden en esas rimas, dán- 
doles variedad y animación. 

I^as precede un prólogo, que es una página de bella prosa 
que nos encariña con el autor por la no fingida modestia que 
en ellas se transparenta. 

Roberto F. Giusti. 



CONCURSO LABARDEN 



El día 1 6 del pasado mes de Marzo, dieron comienzo las 
representaciones de las obras seleccionadas por el jurado del 
concurso dramático iniciado por el Conservatorio Labardén. 
Ya era tiempo. Bastante se escribió y habló sobre él, durante 
el largo año de espectativa transcurrido. Hasta un pleito hubo 
en trámite. Decididamente, entre nosotros no tienen suerte 
los concursos teatrales. Basta si no recordar las divertidas es- 
cenas á que diera lugar el anterior. 

Las bases del concurso fijaban en quince el número de las 
obras á seleccionarse de las presentadas. Ahora bien, el ju- 
rado en su fallo ha considerado á veinte obras dignas de tal 
distinción, lo que, á primera vista, indica que el éxito del 
concurso ha sobrepujado todas las esperanzas. 

En la realidad, ¿resultarán todas ellas merecedoras de la 
elección? A anotar esto debe limitarse la crítica seria, aplau- 
diendo al jurado sin titubeos si así sucediera y dejando caer 
sobre él todo el peso de su severidad si aconteciese lo con- 
trario. 



«El Fruto Sano», la primera de las obras representadas, es 
una comedia de positivo mérito, que coloca á su autor al 
lado de nuestros mejores dramaturgos. 

He aquí brevemente relatado su argumento: 

El doctor Alberto Mendía, abogado de renombre, acaba de 
obtener un gran triunfo en la defensa de un acusado. Esto 
hace que en los momentos de iniciarse la acción, sea el hom- 
bre del día en los periódicos y salones. 

En casa de Leonor, de quien se halla enamorado el doctor 
Mendía, no se habla de otra cosa. Sus padres, y Ricardo y 
Luisa, antiguos amigos de la familia, discuten á porfía sus 
méritos. Únicamente Leonor, mujer voluntariosa y coqueta, 
pues se siente poseída de su superioridad, presume no preo- 
cuparse de la fama que circunda á su festejante. Se le repro- 
cha su conducta cruel y peligrosa, pues corre de este modo el 
riesgo de perder un candidato tan envidiable. Pero ella, segu- 
ra de sí misma, desoye todos los consejos, y se ríe de los que 



CONCURSO IvABARDÉN 227 

por carta le envía Elvira, su prima, chicuela que á pesar de 
su corta edad — dice — asume aires de hermana mayor. 

En esta pendiente llega hasta rechazar directamente la mano 
que el doctor Mendía le ofrece, en una escena que juzgamos 
la mejor de la obra y digna en un todo de un gran (&ama- 
turgo. 

Inmediatamente se vé que I^eonor ha jugado con fuego. 
Alberto debía quedarse á cenar en la casa, festejando su triun- 
fo. Pero rechazadas sus pretensiones y para no pasar un mal 
momento, prefiere retirarse, echando mano de un pretexto 
¡ cualquiera. Ella, al enterarse de su partida, que no esperaba, 

sufre un violento choque en su amor propio y, aunque lo 
niega, demuestra su impaciencia, en la misma agitación con 
que cuenta que ha rechazado su mano, sin importarle gran 
cosa la celebridad del postulante. 

Con esta escena termina el acto. Es este un primer acto casi 
. perfecto. La exposición es clara y rápida. Los caracteres bien 

I perfilados, se destacan nítidamente desde la primer palabra, 

' especialmente el de la protagonista. El diálogo brillante y 

lleno de colorido está manejado con gran precisión. Un poco 
falso, sin embargo, el que tiene lugar entre el doctor Mendía 
y los padres de Leonor. 

Segundo acto: Elvira, la primita, ha regresado de Europa 
con la mamá, señora que á pesar de ser una criolla de buena 
ley, apegada á la estancia y á la sencillez campesina, ha ido 
al viejo mundo en busca de unos títulos nobiliarios que, re- 
visando papeles antiguos, se dio cuenta le correspondían. 

Al alzarse el telón se halla reunida toda la familia; también 
están Ricardo y Luisa. Todos acosan á la buena señora por su 
manía nobiliaria, recibiendo de ella algunas contestaciones 
algo francas, y que ponen de manifiesto lo no poco de en- 
vidia que se oculta tras las críticas de los parientes. Esta es- 
cena, que mantiene el interés de los espectadores á pesar de 
su extensión, nos parece exagerada en el tono de acrimonia 
que tienen todas las frases que se pronuncian en ella, y por 
lo tanto poco real. 

Tampoco nos resulta real la escena siguiente entre Leonor 
y Elvira, en la que, como al autor no le conviene descubrir el 
secreto hasta el final de acto, ésta oculta, á riesgo de pasar 
por hipócrita, el compromiso contraído en Europa con el 
doctor Mendía. 

Naturalmente Leonor está ahora más enamorada que nun- 
ca de Alberto. Demuestra un interés por saber noticias suyas, 
que la descubren ante el menos avisado. Por fin su alegría es- 
talla cuando su hermano Félix entra anunciando el regreso 
de Mendía y su próxima visita á la casa. 

Este es recibido en las palmas de todos. Pero desde su apa- 
rición en la sala se ve que su interés ya no se dirige á la 
rara y caprichosa Leonor, del primer acto, sino á su primita. 
Y como la tensión de esta escena no puede mantenerse más 
tiempo, termina el acto con el consabido tabléate, el anuncio 



228 NOSOTROS 

hecho por la madre de Elvira, del próximo matrimonio de 
su hija con el doctor Alberto Mendía. 

Este acto nos parece el más flojo de los tres y el más tor- 
turado. Por el efecto final, sacrifica la veracidad de las esce- 
nas y hace casi antipática á Elvira, á quien el autor quiere 
presentar como prototipo de bondad y buena educación, fren- 
te á Leonor que no tiene corazón, según sus propias pala- 
bras, y ha sido mal educada, si nos atenemos á lo que la 
madre de Elvira dice á la madre de Leonor, en una exposi- 
ción didáctica sobre cual debe ser la educación de los hijos. A 
decir verdad, no notamos en el desarrollo de la obra seme- 
jante carencia de educación en Leonor; su manera de ser, 
depende de su temperamento y no de la educación recibida. 
Al contrario, nos parece una señorita muy educada y con quien 
de buena gana se sostendría un buen rato de conversación. 

El tercer acto es muy rápido. No tiene en realidad más que 
una escena: la última, siendo solo destinadas á prepararla las 
que le anteceden. 

Leonor y sus padres, anonadados por la revelación con que 
termina el segundo acto, no pueden, sin embargo, considerar 
perdida la partida. Se ilusionan pensando que la actitud de 
Alberto se deba quizás al despecho de verse rechazado por 
Leonor y así lo insinúan á Elvira y á la madre de ésta. Am- 
bas se indignan ante la sola sospecha y quieren y exi- 
gen que el mismo Alberto sea quien despeje toda duda. 
Llamado con este objeto, se presenta y entonces tiene lugar 
la escena culminante de la obra: aquella en que Elvira y 
Leonor frente á frente del hombre que las dos aman, se lo 
disputan en un diálogo cálido de pasión, en el que Elvira 
hace con vehemencia el análisis del cariño de ambas y abre 
ante la vista de Alberto asombrado, un horizonte de sana fe- 
licidad futura. Su verba elocuente triunfa y cae el telón de- 
jándola en brazos de aquel por cuya posesión tuviera que 
luchar tan denodadamente durante unos minutos. A pesar de 
la nobleza de alma que pone de manifiesto esta escena, las 
simpatías del público se quedan con Leonor. Posiblemente, 
depende en gran parte este resultado de la interpretación. 

«El Fruto Sano», lo repetimos, es una hermosa comedia, 
con la cual ha inaugurado dignamente el concurso la serie 
de sus representaciones. 



«La Soberbia», segunda de las obras seleccionadas por el 
jurado, ha merecido un juicio unánime. Crítica y público han 
estado contestes en afirmar, y con sobrada razón á nuestro 
juicio, que es una mala comedia, sin caracteres, de asunto 
pobre y de factura mediocre. Lo único que en ella ha resal- 
tado á los ojos de todos, son unos lamentables chistes que 
salpican las escenas de vez en cuando. La elección de esta 
obra por parte del jurado, verdaderamente no se explica. 



CONCURSO I^ABARDÉN 229 

«Divina», tercera de las obras del Concurso, obtuvo la no- 
che de su estreno un éxito franco y merecido. 

Lamentamos que la absoluta falta de espacio nos impida 
dedicar toda la extensión que desearíamos al análisis de esta 
obra, reveladora de un talento joven y promesa de futuros 
triunfos. 

Con un argumento simple, que se desarrolla lentamente, 
sin choques violentos ni trucs de ningún género, ha sabido 
el autor mantener durante tres actos pendiente al auditorio 
de la música amiUadora de las frases que brotaban espontá- 
neas de labios de los personajes. 

Y es este un verdadero triunfo si se tiene en cuenta lo 
convencional de los diálogos. Bien es cierto que si el se- 
ñor Sarcey viviera me diría que no hay teatro sin conven- 
ciones; que CvS imposible alzar el telón sobre un rincón de 
realidad, y que el autor dramático no sirve á su público si no 
realidades arregladas. Pero, hoy en día, después de haber 
pasado el movimiento naturalista por la novela y por la es- 
cena, no es ya posible hacer la misma afirmación. Los natura- 
listas pensaban, y con razón, que cuanto más se daba la sen- 
sación de la vida, más se hacía obra de artista. 

Esta incorrección de «Divina* seguramente no la encon- 
traremos en las obras posteriores del autor quien no es to- 
davía un « hombre de teatro » y por lo tanto hay que pasar 
por alto defectos que sería difícil no contuviera una primera 
obra. 

Los caracteres bien estudiados, especialmente los de Lo- 
renzo y Damiana. No así el de Divina, resultando inexpli- 
cable de todo punto su decisión final, dada la escena que 
tiene lugar momentos antes entre ella y Lorenzo. Para so- 
lucionar el conflicto que se le plantea, cualquier expediente, 
el del suicidio mismo era concebible, menos aquel á que 
apela. 

Con todo, «Divina» es una comedia que puede figurar con 
justicia entre las obras elegidas por el Jurado. 



En este mismo teatro, Julio Castellanos, autor ya ventajo- 
samente conocido por sus producciones anteriores, ha estre- 
nado una breve comedia de salón, titulada «Los Novios», que 
ha obtenido el éxito que le correspondía. En efecto la pieza, 
graciosa y bien tramada, llena de rasgos felices, mantiene 
despierta la atención de. íos espectadores durante todo su 
desarrollo. Y no es del caso pasar por alto sobre estas obras 
teatrales de escasa importancia, pues, si pretendemos crear un 
teatro nacional, no solo hemos de atender á las obras de 
aliento sino también á las de menor cuantía, sólo sean sim- 
ples entremeses, para desterrar una vez de la escena esos 
burdos saínetes, ofensivos del buen gusto y de las buenas 
costumbres. 

Al^FRKDO A. BrANCHI. 



NOTAS Y COMENTARIOS 



Enrique A. S. Delachaux— En momentos de terminarse 
la impresión de este número, nos llega la noticia de la 
muerte de este distinguido geógrafo francés, .residente entre 
nosotros, impidiéndonos la falta de tiempo y espacio dedi- 
carle toda la atención que sus sólidas cualidades de hombre 
de ciencia merecerían. El puede con justicia figurar entre 
aquella falange de hombres de estudio que de tarde en tarde 
ha enviado Europa á estas playas. ¡Lástima grande que una 
muerte prematura le haya impedido realizar la tarea á que 
su saber le destinaba, de cavar hondo surco mediante su 
vasta doctrina y sus amplias vistas, siempre llenas de un 
vivificante humanitarismo! Quedan, sin embargo, como fru- 
tos de su paso fugaz entre nosotros, los muchos artículos 
que en diarios y revistas del país escribió y la influencia 
ejercida por su enseñanza de cuatro años en la Facultad de 
Filosofía y Letras, y últimamente en la Universidad de La 
Plata. 

Ida BarofHo Bertolotti— Esta distinguida escritora ex- 
tranjera se incorpora desde el presente número al grupo de 
redactores de la Revista. Recientemente llegada de Italia, 
en el corto tiempo de permanencia que lleva entre nosotros, 
ha conseguido un envidiabilísimo renombre, mediante sus 
asiduas colaboraciones en La Prensa, que le han conquistado 
las simpatías de todos sus lectores, hasta de los más exigen- 
tes, mucho más tratándose de literatura femenina, siempre 



K<yrAS V COMENTARIOS 2$! 

recibida con la natural desconfianza. Posee, en efecto, la 
gentil escritora, un espíritu delicado, una penetración exqui- 
sita, y un estilo vivido y rico que hacen de cada uno de sus 
artículos una página de prosa irreprochable, varonil por el 
pensamiento, femenina por la delicadeza y la gracia. 

En Nosotros ella tratará asiduamente esos estudios de vida 
y psicología femeniles, temas de su especial predilección en 
los cuales ya ha acreditado su pluma, iniciándolos con el que 
este número lleva sobre las mujeres que escriben, estudio en 
que la rapidez del desarrollo no obstaculiza ni la exactitud 
de las observaciones, ni la seguridad del juicio, ni la com- 
prensión total del asunto. 

Advertencia — Siendo especial empeño de la dirección de es- 
ta revista el de dar á sus colaboradores la más absoluta libertad 
de criterio, y, por tal razón, confundiéndose tan á menudo en 
sus páginas las más variadas y radicales opiniones, singular- 
mente en los artículos de crítica literaria, opiniones que á ve- 
ces no concuerdan, antes bien están en pleno desacuerdo con 
las de la dirección, ésta se halla en la obligación de adver- 
tir, aunque todo lector avisado lo habrá siempre supuesto, 
que no se responsabiliza de los juicios emitidos en las pá- 
ginas de la revista, reservándose su independencia de pensa- 
miento en todos los casos. Por otra parte, sería inconcebible 
semejante consentimiento invariable de la dirección con las 
opiniones en la revista vertidas, considerando la diversidad 
inconciliable de las tales, fundada en el carácter ecléctico que 
en materia artística, literaria ó filosófica quiso darle á Nos- 
otros. Esto para evitar posibles malentendidos. 

Libros recibidos — Enriqui Gómez Carrillo — « I/angueurs 
d*Alger»— Traduit de Tespagnol por Ch. Barthez — París— E. 
Sansot et Cia., 1908. 

Manuel ligarte — «Burbujas de la vida» — París — Paul OUen- 
dorff — 1908. 

Ricardo Rojas — <£1 alma española» — P. Sempere y Compa- 
ñía, editores — Valencia— 1908. 

Leopoldo Lugones-^^ISX Imperio Jesuítico» — Ensayo histórico 
— Segunda edición, corregida y aumentada — Buenos Aires— 



1 



¿2 NOSOTROS 

Amoldo Moen y Hermano, editores— 1908. (Nos ocuparemos 
de él en el próximo número). 

Miguel de Unamuno — «Recuerdos de niñez y de mocedad» — 
Madrid — Femando Fé y Victoriano Suárez, editores — 1908. 
(Nos ocuparemos de él en el próximo número). 

Ángel Diez de Medina — «Cantos de juventud» — Buenos Ai- 
res — 1908 

. José Eneas j^/«—« Yerba mala» — Cuadro dramático en un acto 
—Buenos Aires— 1908. 

Revistas recibidas: — «Anales del Círculo de la Prensa» 
—Buenos Aires. 

«Anales del Ateneo de Panamá»— Panamá. 

«Archivos de Psiquiatría y criminología» — Buenos Aires. 

«Archivos de Pedagogía y ciencias afines» — I^a Plata. 

«Colección Ariel» — San José (Costa Rica). 

«Cultura Española» — Madrid. 

«El Fígaro» — Habana. 

«El Cuento Semanal» — Madrid— Buenos Aires. 

«Ensayos y Rumbos» - Buenos Aires. 

«España y América»— Madrid. 

«La Revista Artística y Teatral»— Buenos Aires. 

«La Verdad» — Buenos Aires. 

«La Rassegna Nazionale» — Firenze. 

«La Lectura» — Madrid. 

«Líneas» — Cartajena (Colombia). 

«Mes Literario» — Coro (Venezuela). 

«Nuevos Ritos» — Panamá. 

«Páginas Ilustradas»— San José (Costa Rica). 

«Revista de la Facultad de Letras y Ciencias» — Habana, 

«Revista de Letras y Ciencias Sociales» — Tucumán. 

«Revista Histórica»— Montevideo. 

«Revista Jurídica y de Ciencias Sociales» — Buenos Aires. 

«Vida Intelectual»— San Salvador. 

Nosotros. 






r 

I 



Año II— Tomo II 



Mayo y Junio de 1908 



Números 10 y II 




Ain-fldü A. Biaitch 
Antonio Dellepiane 

Thespis * • 

Manuel Ugarte. > 
Ricardo Rojas — 
EugeDJo D- Romarn 

Em. Duprat 

FederiDQ Martens 
Leopoldo Veiazoo. 



Luis Ipiña 



Enrique J. Banchs 
Roberto F. Giusti. 
«Rosotros» . . ... 



tí JOB Colegas > 

fia filosofía juridÍ€a 

Loa Colegas (teatro) 

Claro da lima (versos) 

El de^inudo en el arte 

Poniente tráífico (rersop) 

Información ñloaofica 

De mi vida 

Semblanzas de la tierra (ver- 

sos) 
fUecuerdoH de niñez y He 

mo<^edad» 
íDe mí villorrio* 
fEl Imperio Jasuitico* 
Notas y comentarios 



DIRECTORES; 

ALFR EDO 

A. 

BIANCHl 



ROBERTO 
F. 



DIRECCIÓN 
^ V 

An^íNíSTRAClÓHí 

BUEN ORDEN 357 



BUENOS AIRES 
1908 



NO SOTR OS 

REVISTA MENSUAL DE LITERATURA, HISTORIA, ARTE, FILOSOFÍA 



APARECE EN L^ PRIMERA QUINCENA DE CADA MES 
EN ENTREGAS DE 64 PAGINAS COMO niNIMÜn 
Las colaboraciones no se devuelven.* 



Directores: 
ALFREDO A. BIANCHl - ROBERTO F. 6IU9TI 

Secretario : 
ENRIQUE 3. BAÑCHS 

Administrador i 
ALFREDO COSTA RUBERT 

Cuerpo de Redacción t 
5ECC10NE5 PERMANENTES 

Opiniones Emilio Becher 

Crónica extranjera Joaquín de Vcdia 

Letras Francesas Afilio M. Chiappori 

Italianas José León Pagano 

" Españolas, Alberto Gerchunoff 

" Catalanas Juan Mas y Pi 

Portuguesas y Brasileñas... Elysio de Carvaiho 

" Hispano Americanas José M. Riizi 

" Argentinas Roberto F. Oiustí 

" Información filosófica Emilio Duprat 

Educación— Criminología Benjamín García Torres 

Bellas Artes Emilio Ortiz Grognet 

Música Mignel Mastrogianni 

Teatro Nacional Alfredo A. Bianchi 

Revista de Revistas Alfredo Costa Rabert 

Notas y Comentarios *' Nosotros" 



PRECIOS DE SUSCRICIÓN 

<ADeiANTADil) 

Ciudad y Provincias ' ExterÍM* 

Trimestre $ 2 50 



Semestre „ 5.00 

Año „ 10.00 

Número suelto ,, 1 .00 

Atrasado ,, 1 50 



Semestre francos 14 

Año „ 25 



Dirección y Administración: BUEN ORDEN 357 



AHo n Mato t Jukio db 1908 Núm . 10 t 11 




NCSCTReS 



cLOS COLEGAS» 



cLos Colegas», quinta obra de Concurso Labardén, 
(¿y aun se habla del Concurso Labardén?) estrenada 
hace apenas dos meses, es presentada hoy por la Direc- 
ción de Nosotros al veredicto de sus lectores. 

De las cinco obras conocidas hasta ahora de éste, 
por muchas causas, célebre Concurso, «Los Colegas» es, 
indudablemente, sino la mejor, por lo menos la única 
que, junto con «El Fruto Sano», resiste á una crítica un 
poco severa. 

El éxito obtenido por esta pieza la noche de su 
primera representación, es muy digno de tenerse en 
cuenta dadas las deplorables condiciones en que se la 
presentara. En efecto, desconfiando de su teatralidad, 
la compañía del Teatro Moderno, parece que se hubiera 
propuesto hacerla fracasar. Siendo, de todas las obras 
que ella ha puesto en escena, la que más necesitaba de 
un primer actor, fué la única en que no trabajó el pri- 
mer actor de la compañía. No se ensayó, nos consta, 
más que dos veces. Ninguno de los artistas se sabía su 
papel. Substituyóse el texto con palabras improvisadas, 
á veces incorrectas y hasta absurdas. Por otra parte^ 
se efectuaron en el original, sin derecho y sin criterio 
alguno, innumerables cortes. Escenas íntegras fueron 
suprimidas. Nosotros la ofrece hoy, tal cual la escri- 
biera su autor para que pueda evidenciarse la sinrazón 
de tales supresiones. 

Y si á pesar de todas estas circunstancias desfavo- 
rables, la pieza triunfó, hay que convenir en que ello 
se debió al mérito intrínseco de la obra. 



234 NOSOTROS 

cLos Colegas» es un drama intenso y sencillo, es* 
crito con elegancia y vigor. Todo él abunda en efectos 
dramáticos de buena ley, presentando además» desde el 
principio al fin, una perfecta unidad en los caracteres. 

Bl público sintió y pensó desde los primeros mo- 
mentos con el autor, compenetrándose de la original 
idea, nervio de la obra, que aparte sus méritos artísticos, 
es también de una encomiable eficacia ética, lo que 
constatamos sin que esto importe una especial inclina- 
ción nuestra por las piezas moralizadoras. 

Y ahora, juzgue el lector. 

Alfredo A. Bianchi 



LA FILOSOFÍA JURÍDICA EN LA FORMACIÓN 
DEL JURISTA 



Señores: 

El nuevo plan de estudios para nuestra facultad, 
que ha entrado á regir en el presente año universitario, 
introduce, con relación á la filosoffa del derecho, modi- 
ficaciones de no ligera importancia. 

La parte histórica de la materia, que en 1905, al 
crearse una nueva cátedra, se designó con el nombre 
de Evolución de las instituciones jurídicas, se llamará 
en adelante Historía del derecho] y tanto esta asigna- 
tura, como su antigua compañera la parte racional de 
la filosofía del derecho, quedan excluidas del grupo de 
ciencias indispensables para la formación del abogado, 
colocándoselas entre aquellas únicamente obligatorias 
para los que optan al título de doctor en jurisprudencia. 

Impónese á mi juicio, en esta conferencia inaugural, 
que debe versar sobre cuestiones generales de la materia 
á mi cargo, aquilatar el alcance y mérito de la antedicha 
resolución, adoptada sin previo dictamen de los profe- 
sores respectivos, y que los ilustrados consejeros de la 
comisión reformadora del plan de estudios han explicado 
muy someramente, limitándose á decir en su informe á 
la facultad, que el curso existente de Evolución de las 
instituciones jurídicas «será reemplazado con ventaja 
por el de Historia general del derecho». 

Cumple á mi distinguido colega el catedrático de esta 
asignatura, la tarea de examinar la conveniencia de la 
sustitución, en mi concepto nada feliz, si importa trans- 

Aunque el apunto de eata conferencia, pronunciada por el Dr. Antonio 
Delleplane en la claae inaugural de su curso de Piloaoffa del Derecho, se aparta 
un tanto de la índole de los temas tratados en la revista, su dirección se 
honra en publicarla, siendo su autor uno de nuestros más distinguidos hombres 
de estudio, que se ha conquistado un sólido renombre con largos años de cons- 
tante labor, 7 cujas producciones son leídas con agrado por quienes se ocupan 
entre nosotros, de las altas especulaciones del espíritu.— N. de la D. 



236 NOSOTROS 

formar en una mera exposición de las legislaciones que 
fueron, el curso de Evolución de las instituciones jurí- 
dicas, hecho con espíritu y método sociológicos, con 
amplia información histórica y con la rica documen- 
tación etnográfica, hoy tan útil y provechosamente em- 
pleada para dar luz á los hechos del pasado, en forma 
que hasta los mismos romanistas, como escribe el emi- 
nente profesor de derecho romano de la facultad de 
Paris, reconocen ya que «la etnografía puede suministrar 
indicaciones, que se buscaría en vano en otra parte^ 
acerca del estado de los primeros habitantes de Roma.» 
Por mi parte, he de limitarme á apuntar algunas consi- 
deraciones sobre la otra novedad del plan: la que con- 
siste en eliminar á la filosofía del derecho, reducida 
ahora á un año, y desligada, al parecer, de la historia 
del derecho, del elenco de asignaturas necesariamente 
requeridas para formar el jurista. 

La cuestión está lejos de ser nimia y su examen es^ 
de especial interés, no sólo para esta Universidad, sino 
para la de La Plata, que yendo aún más lejos que su. 
hermana bonaerense, ha repudiado á la filosofía del de- 
recho hasta de los estudios del doctorado. No es pecar 
de caviloso hallar en estos hechos concordantes el sín- 
toma de la difusión de una tendencia, qu?, caso de pre- 
valecer, podría resultar nociva para la mentalidad na- 
cional y el porvenir de los estudios jurídicos en la Re- 
pública. Conviene, pues, mostrar, una vez por todas, la 
necesidad superior de la filosofía del derecho para la for- 
mación del jurista, justificando, de este modo, una dis- 
posición transitoria del nuevo plan; disposición por cierto 
inexplicable é inconsecuente con el plan mismo, en tanto 
obliga á los alumnos actuales de 6.^ año á cursar la 
filosofía del derecho, suprimida como no necesaria, cuan- 
do habría sido más lógico, dentro de las ideas del plan, 
sustituir el estudio de esta asignatura, no indispensable 
en la preparación del abogado, por alguna de las nuevas 
introducidas por indispensables, como la legislación in^ 
dustrial ó la ciencia política. 

II 

Toda ciencia es fragmentaría, por necesidad y hasta 
por definición: por definición, porque una ciencia no e» 
sino un sistema de verdades concernientes á un particu- 
lar y reducido orden de relaciones ó fenómenos; por ne- 
cesidad, porque ese sistema de verdades ha sido puesto. 



LA FILOSOFÍA jurídica BN LA FORMACIÓN DEL JURISTA 237 ' 

•en claro y es inculcado en lo9 espíritus mediante tin 
procedimiento abstractivo que consiste en separar de la 
totalidad de las cosas una determinada clase de hechos 
para considerarlos aisladamente y con prescindencia, 
parcial 6 completa, de los otros hechos que en la reali- 
dad los acompañan. 

No hay, así, ciencia 6 grupo de ciencias afínes, cuyas 
verdades no necesiten ser cogrdinadas, integradas y lle- 
vadas á un grado ' de generalización superior, que no 
requieran ser correlacionadas con los principios de otra 
ciencia; que no deban ser, además, discutidas en sí mis- 
mas, en su legitimidad, en su adquiescencia por el espí- 
ritu. No hay, en suma, ciencia 6 grupo de ciencias afínes, 
-que no sea susceptible de tener su fílosofia, vale decir, 
una disciplina sintética destinada á unifícar los resulta- 
dos de las ciencias particulares, á ligarlos con los de las 
demás ciencias y á ocuparse en el problema de la legiti- 
midad del conocimiento, que implica poner el objeto 
conocido en relación con el sujeto que lo estudia. 

Y si las mismas ciencias naturales no pueden sus- 
traerse á esta necesidad, como ocurre por ejemplo con las 
de la vida, que tienen también su fílosofía, de aplicación 
fecundísima hasta para la solución de problemas espe- 
ciales de clasificación, de filogenia, etc., mal podían es- 
capar á esa exigencia las que tratan de la sociedad, pues 
por su índole propia, a^ como por la complejidad de los 
hechos que consideran, reclaman, en mayor grado todavía, 
ese proceso de análisis, de integración y de síntesis, y 
más que todo, el examen detenido y profundo de los 
principios contingentes y de las verdades discutidas en 
que se asientan sus construcciones. 

Esta doble necesidad subjetiva y objetiva; necesidad 
objetiva de las cosas, que obliga á seccionar la realidad 
fenoménica en partes ó tajadas, con el fin de examinarlas 
separadamente y llegar á su conocimiento especial y de- 
tallado; necesidad subjetiva de la mente, que exige la 
síntesis después del análisis, la correlación de lo encon- 
trado en cada orden de fenómenos con lo descubierto 
en los demás órdenes de hechos, para llegar, así, á la 
comprensión de la totalidad de las cosas, aspiración su- 
prema de los esfuerzos mentales del hombre, esa doble 
necesidad, digo, ha dado lugar á la constitución de dos 
ciencias sociales de índole filosi^fica: la filosofía jurídica, 
por una parte, y la filosofía social ó sociología general, 
por la otra; ciencias que guardan entre sí una afinidad 
evidente, cuyas relaciones de vecindad y de mutuo auxi- 



238 NOSOTROS 

lio son importantísimas, que, por tales motivos sin duda, 
se hallan expuestas á ser confundidas una con otra, razón 
por la cual conviene precisarlas y deslindar su contenido 
á fin de prevenir inconvenientes, nada escasos 6 insignifi- 
cantes, que esa confusión puede ocasionar. 

III 

El proceso cognoscitivo del espíritu humano, en 
orden al tiempo, guarda también sus leyes indeclinables 
y la filosofía social ó sociología general, obedeciendo á 
una de ellas, ha debido esperar, para ver la luz y orga- 
nizarse como ciencia autónoma, á que lo estuvieran las 
varias disciplinas que estaba destinada áunir y totalizar 
en leyes más altas. Tanto la sociología general, como 
las ciencias sociales particulares toman por objeto de 
estudio la sociedad; pero aquella la examina en su unidad 
indivisa, mientras éstas la escrutan en su multiforme va- 
riedad, de que resulta la multiplicidad de las mismas. 
En efecfo, los hombres agrupados en sociedad, 
compelidos por necesidades distintas y solicitados por 
fines diferentes realizan actos de diversa clase; ya, me- 
diante ciertos medios que producen y cambian, proveen 
á su subsistencia y bienestar (hechos económicos), ya, 
mediante una cierta organización y subordinación jerár- 
quica mantienen el orden público y la paz social (hechos 
políticos), etc. 

Ahora bien, cada categoría de actos, cada clase de 
fenómenos sociales posee modalidades propias, una fi- 
sonomía especial, condiciones particulares de producción, 
factores específicos; todo lo cual justifica su estudio por 
separado, 6 sea la constitución de una ciencia especial, 
que precise su naturaleza y determine sus leyes pecu- 
liares. Así han nacido las diversas ciencias sociales 
particulares, economía política, ciencia política, ciencia 
del lenguaje, ciencia de las religiones, etc. 

Estas ciencias sociales particulares, no se confun- 
den todavía, en el sentir de muchos sociólogos, con las 
sociologías particulares. Así, la política no es la socio- 
logía política; la ciencia de las religiones no es la so- 
ciología religiosa. La introducción, en una ciencia social 
determinada, del punto de vista sociológico, con el mé- 
todo y el espíritu que le son conexos, dá lugar á la 
transformación de esa ciencia en una sociología parti- 
cular y motiva la constitución de una ciencia indepen- 
diente. 



LA FILOSOFÍA JURÍDICA EN LA FORMACIÓN DEL JURISTA 239 

Pero estas sociologías particulares son también una 
cosa inidentifícable con la sociología general. Acabamos 
de ver, en efecto, que los hombres de una sociedad prac- 
tican actos diversos y que de esta diversidad se origina 
la de las ciencias que los estudian por separado. Pero, 
es claro que esta diversidad de actos, supone también una 
unidad, la del actor que los ejecuta; y de esta unidad del 
sujeto surje la vinculación, la correlación, la dependencia 
mutua de todos los hechos de una sociedad, que, no obs- 
tante su naturaleza y fines diferentes, son apesar de todo, 
actos de un mismo individuo, y por lo tanto se relacio- 
nan unos con otros, se condicionan unos á otros, se ex- 
plican unos por otros. De aquí la necesidad de una cien- 
cia superior, coordinadora é integradora de las sociolo- 
gías especiales; de una ciencia que no abstraiga los hechos 
sociales, para estudiarlos aisladamente, sino que consi- 
dere y estudie la sociedad en su totalidad indivisa, que 
dirija al todo social una mi^-ada de conjunto; y esa cien- 
cia, no es otra que la sociología general ó filosofía de las 
ciencias sociales. 

IV 

Entre las distintas categorías de hechos sociales es- 
tán comprendidos los fenómenos jurídicos, ó, para ex 
presarnos con más exactitud, todos los actos que el hom- 
bre realiza en sociedad, de asociación, de cooperación, de 
creación de riquezas, de intercambio de valores, etc., pue- 
den ser considerados del punto de vista de su garantía 
por el poder público, y, de esta manera, nace el momento 
ó aspecto de esos actos que se denomina jurídico, des- 
prendiéndose de aquí, que no hay acto humano ó fenó- 
meno sociológico, bien sea económico, genésico, político, 
artístico, religioso ó científico, que no pueda revestir un 
carácter jurídico, y que, por lo tanto, el hecho ó fenóme- 
no jurídico viene así á tener un carácter de generalidad 
sociológica, desde que afecta ó comprende á todas las 
manifestaciones de la actividad social. 

Pero, si está fuera de discusión que el hecho jurí- 
dico sea sólo un momento ó aspecto de la vida social, por 
lo cual se ha dicho compendiosamente que el derecho es 
la vida, y que, como en la atmósfera, en él vivimos, nos 
movemos y existimos: in ea vivlmus, movemur et sumus; 
si el fenómeno jurídico presenta, como hemos dicho, tm 
carácter de generalidad sociológica, en tanto las normas 
jurídicas por las cuales se revela, tienen por misión y por 



240 NOSOTROS 

fin desempeñar una función de garantía, como técnica- 
mente se la llama, ello no quiere significar ni trae apare- 
jado que la irida social toda entera sea reductible á la 
vida jurídica, ni mucho menos que sea factible estudiar j 
explicar la sociedad, en la plena totalidad de su ser, por 
el solo lado de las normas jurídicas, bajo el único ángulo 
visual de las reglas encargadas de la función de garantí 
zar todos los actos de la vida colectiva. 

Por otra parte, es así mismo fuera de duda que los 
hechos 6 fenómenos jurídicos, á igual de las otras mani- 
festaciones de la actividad humana, tienen también su 
especificidad propia, esto es, su naturaleza, sus factores y 
sus condiciones peculiares. Surje de aquí que al lado, ó 
enfirente, de la sociología general, y entre las diversas 
ciencias sociales particulares, — ciencia económica, ciencia 
política, ciencia del lenguaje, ciencia de las religiones, etc. 
—hallará cabida otra ciencia, y quizás un grupo de cien- 
cias, cuyo objeto sea estudiar los hechos ó fenómenos 
jurídicos especialmente. 

Un grupo de ciencias, he dicho; y así es en efecto, 
porqué, como fácilmente se percibe, los hechos ó fenó- 
menos jurídicos son susceptibles de ser considerados 
desde varios puntos de vista, naciendo de ello otras 
tantas técnicas independientes. Así, las normas jurídicas 
de un estado, ó como se dice en la escuela, su derecho 
positivo, clasificadas y divididas en categorías diversas, 
—derecho constitucional, derecho civil, derecho comer- 
cial, etc.. — dan lugar á las disciplinas que se cursan en 
los primeros años de esta facultad, y cuyo conocimiento 
importa, en primer término^ al que lo adquiere para ex- 
plotarlo lucrativamente como funcionario judicial, 6 como 
defensor de derechos atropellados ó desconocidos. Cual- 
quiera de estas categorías de normas jurídicas pertene- 
cientes á un estado, puede ser estudiado en su com- 
paración con las de otros estados (derecho comparado). 
Cabe también efectuar un estudio de las normas jurí- 
dicas, desde el punto de visto histórico, averiguando 
los cambios que han experimentado á través del tiempo, 
bien sea en un solo pueblo ó estado (derecho romano, 
derecho egipcio), bien sea en todos los pueblos histó- 
ricos antiguos y modernos (historia general del derecho), 
bien sea en las agrupaciones contemporáneas sin historia 
conocida (etnografía jurídica). 

Hasta aquí, como Vds. habrán notado, no aparece 
la sociología jurídica, que, según el concepto de las 
ciencias sociológicas antes apuntado, implicará el estu- 



LA FILOSOFÍA JURÍDICA EN LA FORMACIÓN DEL JURISTA 241 

dio, hecho con métodos especiales, del fenómeno jurí- 
dico, no en una sociedad ó en varías sociedades de un 
momento dado, ni á través del tiempo, — en una sociedad 
ó en todas las agrupaciones humanas — sino en los fac- 
tores que condicionan sus cambios y en las leyes que go- 
biernan sus transformaciones, en el tiempo y en el espacio 
terrestre. 

Con este estudio de los hechos jurídicos, de índole 
integral, ordenadora y generalizadora, nos elevamos ya 
á la concepción de una ciencia que adquiere un sentido 
y cobra un valor eminentemente filosófico. Sin embargo, 
y malgrado el parecer de autoridades científicas que lo 
han pretendido, la sociología jurídica se distingue neta- 
mente de la filosofía del derecho. Pese al ilustre filósofo 
italiano Ardigó, que ha sustentado la tesis de la identidad 
de ambas ciencias, ellas difieren por su contenido. A lo 
sumo, estaría, por mi parte, dispuesto á admitir, — y en 
ésto me es grato encontrarme en numerosa y docta com- 
pañía — que la sociología jurídica es sólo un fragmento de 
la sociología del derecho, la parte de ésta consagrada á 
estudiar la fenomenología jurídica, que examina el proceso 
de formación histórica del derecho, señalando sus causas y 
sus leyes generales, que intenta, también, religar el hecho 
jurídico al enmarañado complexas de los fenómenos so- 
ciales y yendo aún más lejos en este sendero, que procura 
conectarlos con la totalidad de los hechos del cosmos, 
con el sistema del mundo, con el orden universal. ¿Qué es 
el derecho, como fenómeno social? ¿Qué causas han deter- 
minado su aparición? ¿Cuáles son sus orígenes? ¿Cuáles 
los cambios que ha experimentado y los factores de esas 
transformaciones? ¿Qué influencia ejercita el hecho jurí- 
dico sobre los otros de la vida social y recíprocamente 
cuál es la de éstos sobre el primero? ¿Qué relaciones 
mantiene con la fenomenología universal y qué misión 
desempeña en la totalidad de las cosas? He ahí las cues- 
tiones que agita y trata de resolver la sociología jurídica 
ó Filosofía de la historia del derecho ó Evolución de las 
instituciones jurídicas, como también se la designa, en 
dos formas expresivas y acertadas que tenían ya entrada 
j arraigo en la Universidad de Buenos Aires. 



Decía, hace un instante, que estos problemas consti- 
tuyen apenas un capítulo de la filosofía del derecho, por- 
que, á poco se reflexione sobre ellos, llégase á compren- 



242 NOSOTROS 

der que están lejos de agotar la humana curiosidad en 
lo referente al hecho ó fenómeno jurídico. Hay otra cues- 
tión, otro interrogante supremo que se ha ergtiido desde 
temprano en la mente del hombre, reclamando una inme- 
diata y satisfactoria respuesta. Aquello que las normas 
jurídicas prescriben; lo que está ordenado pena de nuli- 
dad, ó de restitución, ó de indemnización, ó de multa, ó 
de reclusión, ó de muerte, por la legislación positiva ¿es 
justo en sí, es intrínsecamente justo, responde á razones 
ó principios superiores que revistan un carácter de nece- 
sidad ineluctable, de obligatoriedad ineludible, de exigen- 
cia racional categórica? He ahí el problema que se ha le- 
vantado en el espíritu del hombre no bien éste ha sido 
capaz de distinguirse de lo que lo rodea y de replegarse 
sobre sí mismo á meditar. 

iil examen de las anteriores preguntas lleva en sí en- 
vuelto la formulación de las más arduas y trascendenta- 
les cuestiones. Juzgúese, si nó por las siguientes: ¿Hay ó 
no fines que deben ser forzosamente perseguidos por el 
hombreí Caso afirmativo ¿existen ó nó medios que impres- 
cindiblemente deban ser usados para la realización de 
esos fines? Las normas jurídicas ¿han surgido ó nó como 
una necesidad inexcusable para garantizar las condicione» 
fundamentales de la coexistencia y la cooperación social 
sin las cuales no son posibles ni la conservación ni el pro- 
gresivo desenvolvimiento humano, y sin las que no es 
imaginable siquiera la consecución de ningún fin indivi- 
dual, colectivo ó específico? Todas estas preguntas entra- 
ñan la investigación de los más altos problemas metañsi- 
cos que puedan solicitar nuestra actividad razonadora, y 
su solución, á que se vinculan nuestros más caros intere- 
ses, nuestra tranquilidad actual, nuestra felicidad en lo 
futuro, forman el programa de estudio de la filosofía del 
derecho, en su parte llamada racional, que los filósofos 
y juristas ingleses, adoptando la nomenclatura de Ben- 
tham, conocen con el nombre de investigación deonto* 
lógica del derecho ó deontología jurídica. 

La deontología jurídica, para usar de esta expre- 
sión que hoy se ha abierto camino en la ciencia, está^ 
pues, encargada de la muy noble y muy difícil tarea 
de valuar las normas del derecho, de dosar su grado 
de justicia absoluta, de investigar su razón de ser en 
relación á los fines humanos, de averiguar si aquello 
que ha existido 6 existe, en materia de mandatos le- 
gales, es lo que debe realmente ser. Noble y difícil ta- 
rea, he dicho, y pude agregar, empresa que está léjo» 



LA FILOSOFÍA JUR]DICA EN LA FORMACIÓN DEL JURISTA 243 

de ser fútil y estéril, dada la posibilidad de que el 
hombre, — ente racional y libre, capaz de comprender 
la norma y de conformar á ella su conducta— intervenga 
eficazmente en la sucesión de los fenómenos, para al- 
terar sus condiciones, para torcer á voluntad sus rumbos 
y para dirigir y predeterminar sus resultados, en vista 
del propio bien y de la consecución del orden universal 
en que participa y colabora. 

VI 

Lejos estoy, pues, de aceptar, como Vds. ven, que 
la filosofía del derecho pueda ser absorvida por la 
sociología general, ó que sea dable confundirla, por no 
decir embrollarla con la sociología jurídica; y más lejos 
estoy, todavía, de conceder que el estudio de la vasta, 
espinosa y profunda disciplina, cuya sola adquisición 
exige años de largas y penosísimas vigilias al que se 
propone poseerla como maestro, que ese estudio, digo, 
pueda ser englobado en el de las distintas ramas del 
derecho y de la ciencia social, de suerte que, al con- 
siderar cada norma jurídica, cada institución social ó 
política, sea hacedero adquirir, á la vez que el conoci- 
miento de la institución ó de la norma, la noticia com- 
pleta y depurada de su fundamento racional y filosófico. 

He dicho, en otra oportunidad, que el estudio del 
derecho, realizado con sentido al propio tiempo exegé- 
tico y filosófico, constituiría fuera de discusión, el ideal 
del aprendizaje jurídico; ideal, por desgracia, inasequi- 
ble en la práctica de la enseñanza, como me he apre- 
surado á hacerlo constar, anotando, rápidamente, las 
razones que obstan al logro de ese fin; razones de tal 
modo graves y poderosas, que ha poco tiempo mo- 
vieron á uno de los más distinguidos catedráticos de 
la facultad de París á complementar su enseñanza 
del derecho civil por medio de un curso libre de filo- 
sofía del derecho, que se dictó por espacio de seis años 
y se justificó con las siguientes consideraciones, proce- 
dentes de voz tan autorizada é insospechable como es 
la del apreciado civilista Mr. Boistel: 

tNo es exacto que la enseñanza de la escuela se arras- 
tre en el comentario servil de los textos de la legislación 
positiva, sin investigar el vínculo profundo que une sus 
diversas disposiciones, sin determinar su razón de ser, á 
la vez filosófica é histórica, sin hacer su crítica, del punto 
de vista de sus tendencias morales. No obstante, no es 



244 NOSOTROS 

-posible negar que sea eminentemente útil fijar tina espe- 
cial atención sobre las ideas dominantes y directrices, 
consagrarles tin estadio profundo, asentarlas sobre prin* 
cipios seriamente discutidos, hacer conocer las diversas 
soluciones propuestas, examinarlas en todas sus faces y 
establecer así una base sólida para el conjunto de las 
teorías jurídicas .... No es posible profundizar el cono- 
cimiento del derecho positivo, ni satisfacer por entero 
los aspiraciones de nuestra inteligencia si no se la pone 
en relación con una fuente más alta.» 



vn 

Acaban Vds. de oirlo por boca de una imparcial 
y prestigiosa autoridad científica: el aprendizaje del 
derecho civil, realizado en las Universidades, requiere ser 
completado con el de una disciplina filosófica que dis- 
cuta y establezca sobre sólida base, como dice Mr. 
Boistel, sus principios fundamentales, y esa disciplina 
no es ni puede ser otra que la filosofía del derecho, 
cuya exclusión indebida de los planes de estudio de las 
universidades francesas constituye una verdadera ano- 
malía, tanto más sensible é inexplicable cuanto que, 
bajo una ú otra denominación, — derecho natural, teoría 
general del derecho, etc. — ella figura, puede decirse, en 
todas las universidades alemanas, inglesas, italianas, 
austríacas, belgas, rusas, españolas, norte y sud Ameri- 
canas. 

Superfino casi me parece agregar que en idéntico 
caso al del derecho civil se hallan todas las demás téc- 
nicas de la facultad, sean jurídicas, sean sociales. Y el 
hecho tiene una explicación fácilmente alcanzable. Hay, 
en efecto, teorías jurídicas ó sociales, empezando por la 
teoría general del derecho, que sobrepasan, cuando se 
les escudriña, á fondo, — y así deben «erlo, — los límites 
de las ciencias que las estudian. Los altos problemas del 
fundamento de la responsabilidad civil ó penal, la legi- 
timación de la propiedad ó de la herencia, la delicada 
y candente cuestión del divorcio, el arduo problema de 
la delimitación de las funciones del estado, la teoría filo- 
sófica de las pruebas, la de la crítica del testimonio, y 
tantas y tantas otras como pudieran ser citadas, requie- 
ren, para ser tratadas y resueltas con probabilidades de 
acierto, la intervención y el auxilio de todas las ciencias 
filosóficas, comenzando por la psicología y la moral, y 



LA FILOSOFÍA JURÍDICA EN LA FORMACIÓN DEL JURISTA 246 

ascendiendo hasta las alturas escabrosas y poco acce- 
sibles de la metafísica. 

Con lo expuesto queda, á mi ver, suficientemente evi- 
denciada la necesidad, y no sólo la simple utilidad, de 
la filosofía del derecho en la preparación del jurista, 
que privado de sus luces y nociones no pasa de un 
infecundo rumiador de códigos, destituido de vistas per- 
sonales y de criterio jurídico certero. Nada diré de los 
peligros que entraña la formación de magistrados inap- 
tos para suplir, con original y elevado pensamiento, los 
vacíos inevitables déla legislación, y hasta de hacerla 
evolucionar progresivamente, como ocurre en los países 
de verdadera vida judicial, construyendo, á ese efecto, 
teorías jurídicas nuevas, por medio de interpretaciones 
felices que consultan las últimas exigencias de la socie- 
dad, sin dejar, por ello, de beber su inspiración en los 
más rigurosos principios de la eterna y absoluta justi- 
cia. Ni volveré, tampoco, para no pecar de insistente, 
sobre el premioso deber de contrariar la propagación 
de esas doctrinas que se glorian de permanecer esclavas 
de la constatación de los fenómenos, y, de temor á los 
vuelos altos del espíritu, comienzan por amputarle las 
alas. ¡Desgraciado el hombre de ciencia que se hace reo de 
estas imperdonables mutilaciones! ¡Ay de los pueblos que 
se adhieren obstinadamente á los hechos, y pierden asi 
de vista el sano, el benéfico, el considerable influjo so- 
cial del culto al ideal y á la especulación metafísica! 

Antonio Dellepiane. 



LOS COLEGAS 



PERSONAJES 



MARIO BLASCO, tnédiCO 

ANfBAI« FERRANDO, médiCO y COM^jCrO 

de la Facultad de Medicina. 

JOKGB YILANA, médiCO. 

MÁXIMO Téi^LEZ, hacendado. 

DIEGO DB ARYAI<. 
ANTÚftBZ. 
PURA BRB8T. 

Una criada, un criado, un mozo de hotel, un groom, 
I^a accióm es contemporánea, y pasa en Mar del Plata y en Buenos Aires 



SILVIA DB ARYAL. 
ZULBMA ROJAS. 

DoliA LAURA, madre dé Diego y Silrla 

y tía de Pura. 
DOftA BMiLiA, madre de Mario. 
MI88 DOLLT, antigua institutriz de la 

familia de Arral. 



ACTO PRLMERO 

El centro de la terraza de un lujoso hotel, en Mar del Plata. Al foro, 
una balaustrada de piedra, que se extiende á ambos lados del escenario, pro* 
longando la terraza. Diseminadas aquf y allá, algunas sillas y tres ó cuatro 
mesitas de hierro pintadas de blanco. Junto á la balaustrada, á uno y otro 
lado, un par de largos bancos del mismo estilo. Bu el medio de la balaustrada 
una gran escalinata. Por ella se desciende á una rereda que se supone va por 
el foro hacia la rambla; esta vereda no es visible de la terraza, porque está en 
un plano más bajo. Bfi el fondo, á lo leúos, entrecortado por las techumbres 
de las casillas que se levantan sobre la rambla á lo largo de la playa, el mag- 
nífico paisaje del mar, en una tarde de estío. 

ESCENA PRIMERA 

FERRANDO, TÉLLEZ Y UN MOZO DEL HOTEL 

(Ferrando y TéUez toman bebidas frescas sentados ante una meslta. 
Ferrando tiene una fisonomía astuta, lleva su barba gris entera y cortada en 
punta, gasta anteojos, y viste un terno de paño obscuro. Téllez es de franca 
é inteligente fisonomía, usa bigotes, y viste con elegante negligencia un tn^c 
claro. A respetuosa distancia les atiende un mozo del hotel, ora parado, ora 
paseándose semnollento.) 

Téllez. — Seguramente ha llegado á eus oídos la sen- 
sacional noticia que circula desde anoche... 

Ferrando.— ¿Qué noticia? 

Téllez. — Parece que su colega Mario Blasco se casa 
con Silvia Arval. 

Ferrando. — ¡Pues no sería poca la suerte de ese mo- 
cito!. . . ¡Pues no sería poca esa desgracia para el hotel!. . . 

Téllez.— ¿Por qué tanta suerte para el mocito? 



LOS COLEGAS 247 

Ferrando.— ¿No le parece á usted bastante?. . . Con- 
quistaría de pronto nombre, posición, fortuna. «Haría su 
América.» 

Téllez. — ¿Y por qué tanta desgracia para el hotel? 

Ferrando. — ¡Cómo!. . . ¿No cabe usted que los preten- 
dientes de Silvia aquí alojados forman legión? Recibidas 
las calabazas, todos se volverían á Buenos Aires. Bl esta- 
blecimiento quedaría desierto y sus dueños no percibi- 
rían ya los miles de pesos semanales que ellos pagan. 

Téllez.— ¡Y vaya si gastan en vivir y deslumbrar á 
la niña festejada y de moda! 

Ferrando. — Cada cual piensa que se ha de casar con 
ella, y que entonces se resarcirá de sus gastos. Es dinero 
adelantado en la operación ó puesto á interés usurario. 
(Pausa breve.) ¡Mal negocio para el hotel el compromiso 
de Silvia Arval! 

TÉLLEZ. — Mal negocio. Y eso sin tener en cuenta que 
muchos vencidos pueden arrojarse desesperados al mar, 
y desprestigiar el balneario, cubriendo la playa de ca- 
dáveres. 

Ferrando.— No se alarme usted. ¡Nada ha de suceder! 
Ni quebrará el hotel, ni habrá peste de ahogados. Y no 
porque no sean tantos los pretendientes de Silvia. Los 
conocidos se cuentan por docenas, ¡los vergonzantes por 
centenares! 

Téllez. — ¿Los vergonzantes? 

Ferrando.— ¿Ignora usted que esas beldades millo- 
narias arrastran, junto á sus pretendientes ostensibles, 
verdaderos ejércitos de «cazadores de dotes», tan pacien- 
tes y cautelosos como si fueran cazadores de serpientes? 

Téllez (riendo). — ¡Mire usted que yo he pretendido 
á Silvia! 

Ferrando.— Usted está fuera de toda sospecha, por 
su posición social y su carácter. Además, usted no ha... 
«trabajado» ... en serio. 

Téllez.— ¿Piensa usted que Silvia, siendo tan linda, 
no tiene enamorados sinceros? 

Ferrando. — La sinceridad es un concepto muy rela- 
tivo. ¡Hay tanto iluso, tanto sugestionado, tanto autó- 
mata que se da cuerda á sí mismo! 

Téllez.— ¿Por qué cree usted, entonces, que no se 
despoblará el hotel. . . ni se poblará la playa de cadáve- 
res? Los autómatas que hoy se dan cuerda para querer, 
también se la darán mañana para huir ó para matarse. 

Ferrando. — No. Eso no sucederá... (Pausa breve,) 
Por la sencilla razón de que Silvia no ha de casarse con 



248 NOSOTROS 

Blasco. (El mozo se acerca á levantar el servicio de los 
refrescos. Sin darle tiempo para ello, Ferrando le indica 
que se aleje, con impaciente ademán.,. El mozo se retira 
por la derecha.) 

Téllez. — Habla usted con una seguridad , . . 

Ferrando.— La seguridad de la experiencia. 

Téllez. — Sin embargo, los hechos. . . 

Ferrando. — Las apariencias no son los hechos. Y,, 
además, los hechos se destrujen por nuevos hechos. 

Téllez. — Creo que Mario es intachable. No habría 
por qué deshacerle el compromiso... 

Ferrando. — ¡Hum!... ¡Quien sabe!... (Cambiando 
de tono.) ¡Cállese usted, que por ahí viene! (Entra Ma- 
rio por la izquierda del espectador. Es alto, afeitado y 
de ademán resuelto. La arruga de su frente y el gesto 
de sus labios revelan una expresión de energía, que con- 
trasta con el candor de sus ojos claros. Rara vez sonríe; 
frecuentemente parece distraído. Viene con un cigarro 
en la boca, paseándose por la terraza.) 

ESCENA II 

DICHOS Y MARIO 

(Bl dlálosro de la preaente eicetia debe «egnirse con animación y Tira- 
cidad, como si los personajes, sobre todo Ferrando y Mario, se esfonaran ea 
lucir sn Ínstenlo. Parecen agroijoneados por Ta^ro y oculto antagonismo, que da 
como una segunda intención á sus palabras. Bajo formas corteses y hasta cor- 
diales, el gesto de Ferrando descubre cierta ironía; en la tos de Mario Tibra 
sordamente la impaciencia propia de quien presume una hostilidad que no com- 
parte ni acierta á definir y precisar. Ferrando y Télles permanecen sentados. 
MariOi de pie, se apoya, sobre una mesa Tecina; á ratos, se pasea.) 

Mario. — ¡Hola!. . . Se alimentan ustedes. . . 

Téllez. — No sólo de ideas vive el hombre... 

Ferrando. — ¿Quiere usted tomar algo con nosotros?" 

Mario. — No, mil gracias. Iré más tarde á tomar el 
té en la rambla. 

Ferrando. — En la amable compañía de la familia 
de Arval . . . 

Mario.— O de cualquier otra . . . (Cambiando de tono). 

Veo que interrumpo una conversación confidencial 

(Haciendo ademán de irse). Ustedes disculpen... 

Téllez. — Nada interrumpe usted . . . 

Ferrando. — Hablábamos de sports) del tiro á la pa- 
loma, del tenis, del golf. . . 

Téllez. — Parece que hay una verdadera afición á 
este juego. 

Ferrando.— ¿Lo cree usted así? De cien concurren- 
tes al campo de golf, apenas si diez lo juegan. De 



LOS COLEGAS 249 

¿stos, apenas si uno lo juega con gusto. Los demás 
x^oncorren porque no tienen otra cosa que hacer, porque 
^s una ocasión para el AVt, en fin, por moda. . . ¡La 
moda, qué gran tirana, que gran hipócrita! 

Téllez: — ¡No maldigamos de la moda! No imitemos 
á esos románticos melenudos que reniegan la del siglo 
presente... porque siguen la del siglo pasado. 

Mabio. — ^La moda no es más que una forma del 
progreso. El amor á la moda es el instinto de perfec- 
ción en los espíritus vulgares. 

Ferrando. — ¡Vivir para ver!. . . Nunca hubiera pen- 
sado que dos hombres serios ponderasen la moda como 
una bendición del cielo. 

Mario.— Yo no la pondero. La defiendo contra los 
ataques que le dirigieron nuestros padres sin compren- 
derla, ¡y obedeciendo sin saberlo á su tiranía! 

Téllez.--' Antes era moda despreciar la moda. . . Hoy 
es moda andar á la moda. 

Mario. — Si no fuera por la moda andaríamos toda- 
vía con una corona de plumas sobre la nuca por toda 
vestimenta. 

Herrando. — ¡Y no quedarían tan mal así muchas de 
nuestras jóvenes amigas! 

Mario. — Bs cuestión de costumbre. Si las viéramos 
siempre en toilette de salvajes, clamaríamos por el corsé, 
que tantos defectos disimula. (Pausa breve,) Sí, doctor, 
renegar de la moda es renegar de la civilización. 

Ferrando. — Si asf piensa usted, ¿por qué no anda 
vestido de punta en blanco y saca modas como cualquier 
petimetre? 

Mario. — Porque no tengo tiempo. Soy médico. 

Téllez (á Ferrando, sonriendo,) Y usted también, 
doctor ,^ para ser consecuente con sus ideas, ¿por qué no 
anda vestido de salvaje y coronado de plumas? 

Ferrando.— ¡A mi edad!. . . ¡Bonito quedaría!. . . 

Téllez (mirando á Mario de pies á cabeza) — Pues si 
no es usted un dandjr, amigo Mario, en este momento 
lo parece. fNo son todos los que están, ni están todos los 
que son.» 

Ferrando (á Mario). — Cierto. Se ha transformado 
usted. Hasta creo que va usted á dirigir un cotillón 
<:on la señorita de Arval. . . Pero su cambio no obedece 
A sus teorías sobre la moda. Las teorías han venido 
después, para justificar el cambio. (Movimiento de sor- 
presa en Mario.) Estará usted enamorado. En la época 
de celo, los ajoimales se revisten de sus mejores galas. 



250 NOSOTROS 

Los cuadrúpedos cambian de pelaje, las aves despliégate 
sus plumas más brillantes, hasta los reptiles se endosan- 
una piel nueva. . . 

Mario, {interrumpiendo). — ¡Y todo esto á propósito 
del golf! 

Téllez. — Porque yo decía que ha despertado entre- 
nosotros una verdadera afición... 

Fernando.— Porque yo negaba que esta afición sea 
tan verdadera. . . 

Téllez. — Si niega usted todavía, mire aquel grupo 
que viene. {En efecto, por la izquierda entra un grupo de 
damas y caballeros, en trajes de playa^ conversando ale- 
gremente. Entre ellos viene Zulema^ una dama soltera;- 
peTo ya menos joven délo que pretende parecer. Es ele- 
gantCj acaso demasiado elegante. Anda siempre muy em- 
polvada y compuesta. Cuando va á decir alguna pequeña 
perversidad, guiña rápidamente los ojos. Cuando hay 
hay quien se la diga, los abre grandemente, y ríe con so^ 
ñoras carcajadas, mostrando una blanquísima dentadura. 
Pronuncia bien, mas con alguna afectación, las palabras 
y frases francesas que á veces emplea. — Y cierra el grupo- 
un joven con un haz de bastones y palas de golf. Aunque 
todos se encaminaban á la escalinata, al ver á Mario se- 
detienen, se codean, y acuden á él, rodeándole, para fe- 
licitarle cordialmente. No parecen apercibirse de Fe- 
rrando y Téllez, que continúan su conversación. Mario y 
los que llegan forman nn grupo aparte, en primer tér- 



ESCENA III 

DICHOS, ZUT^MA Y DAMAS Y CABAI^EROS 

ZüLEMA {dando la mano á Mario). — ¡Qué sorpresa 
nos reservaba usted! ¡Mis felicitaciones! . . . 

Un caballero {estrechando también la mano de Ma- 
rio y palmoteándole en el hombro), — ¡Y las mías, Blasco!. 
{Las demás personas del grupo repiten sucesivamente: 
€¡Y las mías! ...» tjY las mías! . . . > Mario hace un gesto^ 
de negación y protesta; pero no le d¿in tiempo para 
hablar. . . — Ferrando y Téllez se levantan) 

Téllez (á Ferrando, indicándole el grupo). — Voy á 
pasearme un momento por la terraza . . . mientras pasa^ 
esa nube de langosta saltona. 

Ferrando. — Y yo me quedo. . . á observar sus estra-- 
gos. {Sale Téllez por la izquierda,) 



LOS COLEGAS 251 

ZuLEMA. — ¡Y cómo venía preparándose el triunfo, tan 
calladito! 

El caballero. — Ha dejado usted el tendal de muertos 
y heridos en el campo de batalla. (En el grupo^ ana voz 
masculina dice: tjPobres!* Una voz femenina replica: 
€¡Ya resucitarán y se curarán!*) 

Mabio (alzando la voz para ser oído.) — Agradezco la 
intención de ustedes; pero no hay motivo para felicitarme* 

ZuLEMA. — ¡Lo hay! A tout seigneur. . . 

El caballero. — ¡Vaya si lo hay! {En el grupo repi-- 
te una dama: ^¡Ya lo creo que hay!*) 

Mario. — Parecen ustedes mascarítas. Hablan todoi» 
juntos, en enigmas y en broma. Se anticipan al Carnaval 

Zulema.— Pero le halagamos el oído con palabras 
agradables. ¡Otras cosas oiría usted sí tuviéramos caretal 

Mario. — ¿Cosas desagradables? 

Zülema.— Seguramente. 

Mario. — De manera que la careta . . . natural que 
llevan todo el año les sirve para decir palabras agra- 
dables. Y la máscara de trapo que se pondrán en el 
Carnaval. . . para desenmascarar el alma. 

El caballero. — Poco le falta á usted para Uamamo» 
sepulcros blanqueados, como el cura que predicó el 
domingo. 

Mario. — Eso sería descortés con las señoras. Po- 
dría creerse que me refiero al arte de Moussión. . . 

Ferrando {Acercándose al grupo). — ¡Qué!... ¿Ten- 
dría usted, Blasco, después de defender la moda, el mal 
gusto de desaprobar á las damas que se embellecen^ 
pintándose?. . . ¡No sea usted ingrato!. . . Yo, por mi 
parte, cuando veo á una de ellas me dan ganas de 
acercarme, darle la mano y decirle: «Muchas gracias, 
señora, por la parte que me toca ...» Porque ellas no. 
se toman tanto trabajo para agradar á un hombre de- 
terminado, sino para agradarnos 4 todos. (Risas. — Fe- 
rrando se retira hacia el foro, á mirar el panorama). 

ZuLEiíA (Con iníencidij).— ¡Felices las que despiertan 
pasiones sin tomarse tanto trabajo! 

El caballero. — ¡Felices los que toman la plaza sin 
sitiarla, y contra el sitio de los demás! 

Mario (á Zulema y el Caballero). — Parecen ustedes 
referirse otra vez á mi . . . Y el caso es que no sé porqué 
me felicitan ustedes. 

Zulema. — El muy picaro quiere que le hablemos de 
ella. . . ¡Pues no le daré el gusto! 

El caballero. — ¡Hágase usted el zorro! 



^52 NOSOTROS 

Una dama.— y eso que las uvas no están verdes... 

ZüLEMA. — ¿De qué habló usted ayer toda la noche en 
-el salón de baile con Silvia Arval? 

lijj CABAULEUO.—Todos sabcoios que usted se ha com- 
prometido con ella. Es inútil que lo niegue. 

Mario. — Pues lo niego, aunque sea inútil. 

ZüLEMA. — No lo niega usted muy convencido. . . ¿Es- 
pera que la mamá ratifique el compromiso de la niña?. . . 
¡No tema, Blasco, que ha de ratificarlol Aunque Laura 
es un poco entétée, . . 

Mario (con disimulada j/npacfencía).— Pueden ustedes 
creer lo que quieran. Lo único que yo debo decirles es 
que todavía no hay nada entre Silvia y yo. 

La dama.— ¡Todavía! {Risas en el grupo.) 

El caballero. — ¡Se ha vendido usted! (Vuelve Téllez^ 
y se junta á Ferrando) 

ZüLEMA.— ¿Y no nos agradece nuestras felicitaciones? 

El CABALLERO {remedando á Mario), — «Todavía» no 
es tiempo. 

Ferrando {acercándose al ¿ri/po).— Nosé qué noticia 
acabo de pescar sin querer, porque no rae gusta escuchar 
conversaciones agenas. . . {Dando la mano y palmeando 
efusivamente á Mario) Ahora comprendo su dandysmo. 
Era un recurso para conquistar una mujer. Usted se ha 
disfrazado de dandy como yo me disfrazaría de conde. . . 
Y por haber obtenido usted el éxito deseado, lo felicito, 
lo felicito de todo corazón. 

ZüLEMA (con intención), — Pero si ctodavía» no hay 
nada entre Silvia y él . . . {Al grupo.) Deberíamos aplazar 
nuestras felicitaciones. . . 

El CABALLERO.— É imos ahora con la música á otra 
parte. . . 

ZüLEMA. — Hasta cuando haya algo y se le pueda fe- 
licitar. . . 

El CABALLERO {despidiéndose de Mario), — ¡Hasta luego, 
pues! {Téllez y Ferrando se sientan,) 

ZüLEMA {como apercibiendo recién á Téllez). — Tiens^ 
tiens! , , . ¡Qué triste está usted, Máximo! Parece que hu- 
bieaa sufrido alguna terrible decepción . . . ¿Por qué no 
viene con nosotros, á distraerse jugando al golf? 

Téllez. — Iré más tarde. {Zulema y sus acompañantes 
se encaminan á la escalinata.) 

La dama. — Venga, Téllez. Cabe usted en el coche. 

Téllez.— Gracias. Disculpen. {Indicando á Ferrando) 
Tengo que hacer una importante consulta al doctor. . . 

Mario {saludando á Ferrando y á Téllez). — Les dejo á 



LOS COLEGAS 253 

ustedes. . . (Ferrando y Tellez saludan á Mario, que sale 
por la derecha.) 

El CARALLERO {todávíá en el umbral de lá escalinata^ 
á TélleZfV reñriéndose á Ferrando.)— ¿Le pide usté día re- 
ceta de un filtro dea mor? ¡Es tarde ya! {Sale por el fora 
con su grupo.) 

ZuLEMA. — ¿Le pide usted un remedio para contener 
la calda del cabello? ¡Sería demasiado temprano! (El 
grupo baja riendo y conversando por la escalinata^ y 
sale por la derecha del foro). 

Téllez. (á Zulema antes de que acabe de descender 
por la esca//72/tte).— No ha llegado el momento, es cierto. 

ESCENA IV 

FERRANDO Y TÉLLEZ 

Ferrando. — Si se tratara de una tintura para disi- 
mular las primeras canas, antes que á mi debiera usted 
consultarla á ella. 

Téllez (pasándose la mano por el cabelló). — Fe- 
lizmente, por ahora no hay canas, ni calva. . . 

Ferrando, (a ojirieurfo).— Pero ya vendrán, ya ven- 
drán... Y entonces será usted incurablemente un sol- 
terón ¡por imprudencia! 

Téllez (poniéndose de pie).— ¡Por imprudencia! Bx- 
plíqueme usted eso, doctor. (Comienza á pasearse). 

Ferrando. — Si, amigo mío, por imprudencia. Usted 

deja pasar el verano cantando, como la cigarra, sin 

hacerse un hogar para el invierno, como la hormiga. . . 

¿Por qué no piensa usted seriamente en casarse, en vez 

. de perder el tiempo mariposeando aquí y allá? 

TéLLEZ (deteniéndose).^ ¿Y quien le ha dicho á usted 
que yo pierdo el tiempo «mariposeando aquí y allá»? 

Ferrando. — Mi buen sentido. Con su fortuna, su 
nombre, su mundo, su inteligencia, sus éxitos de dilet- 
tante en las letras, no tendría usted ahora más que 
llamar con el dedo á la niña con quien quisiera casarse 
y ella vendría hacia usted . . . ¡No es niñas casaderas 
lo que nos taita! 

Téllez — ¡Bah! . . . Casarse por casarse... ¡Eso, 
nunca! (Entra Diego por la escalinata del foro. Es un 
jovencito fíácuchín y afeitado, parece un adolescente. 
Viste todo de blanco, con corrección y aspiraciones de 
elegancia.) 



254 NOSOTROS 

ESCENA V 

DICHOS, DIEGO Y DESPUÉS MISS DOLLY 

Diego. — ¡Adiós! ¿Están ustedes de confidencia? 

Ferrando. — Un poco . . . 

Téllez — Y usted, Diego, ¿busca á su inseparable 
Miss Dolly? 

DiBGO (suspirando 6i*rZcscawenfe).— ¡Desgraciado de mí! 
¡Ya no puedo vivir sin el amor de esa beldad pecosa y 
de cartón piedra! (Miss DoUy aparece por la izquierda, 
AÜa, angtdosa, rubia, de facciones hornbrwnas, de ad&mán tí- 
mido y fino, presenta d aspecto típico de una institutrig que ha 
dedicado su vida al servicio de buenas casas. Usa lentes. Habla 
correctamente él castellano, si bien con a,cento extranjero. Viste 
de colores daros, impropios de su edad y condición; pero no sin 
cierta degoñfída romántica. Viene de prisa.) 

Diego (addantáncbse á recibirla). — ¡Al fin ven mis ojos 
el sol de la mañana! {Le ofrece irónicamente d brojso, que 
día no acepta) 

Miss DOLLY.— Déjese de bromas, niño Dieguito. (A 
Ferrando y TéUe^.) ¿No han visto ustedes, señores, pasar 
para la rambla á la señora Laura y á las niñas? 

Ferrando. — No, mis Dolly. Ellas no han pasado 
por acá. 

Diego. — ¡Y yo, que creía fuera á mí á quién usted 
buscaba! 

Miss DOLLY (á Ferrando y TeHejs). — Ustedes disculpen, 
señores. {Sale por donde viniera) 

Téllez (á Diego) — ¡Pero, Diego! . . . ¿No tiene otra cosa 
€n qué entretenerse que incomodar á esa pobre vieja? 

Diego. — ¡Qué poco conoces á las mujeres! Yo no inco- 
modo á miss Dolly, sino que ía divierto... A todas les 
gusta oír cumplimientos; y las que no pueden oirlos en 
serio, se contentan con oirlos en broma. Además, ella no 
es tan vieja. . . 

Téllez. — Pudiera ser tu abuela . . . 

Diego.— ¡No!. . . Cierto que representa unos treinta 
años; pero tiene... más de sesenta. (Cambiando de tono.) 

Y si no me divierto con miss Dolly, ¿con quién iba á di- 
vertirme?. . . ¿La ruleta? Se ha suprimido. ¿Las niñas? En 
cuanto uno conversa con cualquiera, ¡me lo casan! ¿Las 
45eñoras? No hablan más que de los pañales de sus chicos. 

Y si alguna atiende á los jóvenes, ¡pobre de ella! ¡Cómo 
la ponen las mamas con niñas casaderas! 

Ferrando. — Está usted exajerando, Diego... 



LOS COLEGAS 255 

Diego. — . . .Y para colmo, en todo Mar del Plata no 
liay una sola mujer presentable de vida alegre. (A Tdlez,) 
^Sabes lo que pasó á la pobre Niñón, que llegó ayer al 
Confortable Hotel, á tomar baños, muy enferma, por pres- 
cripción médica? ¡La echaron! Y como en ningún hotel 
querían recibirla, la pobrecita tuvo que volverse á Bue- 
nos Aires . . . (Agarrándose la eábeea.) ¡Qué país éste, qué 
país! (Scüe por la izquierda) 

ESCENA VI, 

PERKANDO Y TÉLLEZ 

Ferrando (prosiguiendo la conversación interrumpida). — 
¡Entiéndame usted!... Yo no le aconsejo que se case 
por casarse. . . 

TÉLLEZ (imitando á Diego). — ¡Qué país éste, qué país! 
Aquí no hay más recurso que casarse, vivir tranquilo 
con una mujer muy gorda, y dar á la patria una do- 
cena de hijos. 

Ferrando.— Dice usted bien. Por eso le digo que se 
case, y no con cualquiera: con la que elija entre todas. . . 
Ninguna niña dejará de aceptarle, ¡ninguna! si usted se 
sabe insinuar. (Pausa). 

TÉLLEZ {Muy serio, casi con tristeza). — Pues sépase 
usted, doctor, que me he insinuado. Hace ya tiempo 
que me decidí por una. . . ¡Y la quiero todavía, con toda 
el alma, como un chico de veinte años! 

Ferrando (serio), — No habrá sabido usted cortejarla. 
Se habrá declarado antes de tiempo. . . ¿Ha visto usted 
á los paisanos cazar perdices á caballo, con un lazo co- 
rredizo atado al extremo de una caña? Se dá vuelta al- 
rededor de la perdiz hasta marearla, y cuando ella se echa 
en el suelo, se le tiende el lazo y se la pesca. Si el lazo 
se tiende antes de que ella se eche, la perdiz se escapa 
volando. (Patíío.) Así se casan también las mujeres. {Son- 
riendo.) Su perdicita no se habría echado aún cuando 
usted le tendió el lazo y salió volando... 

TÉLLEZ. — ¡Para no volver más! 

Ferrando. — Puede ser que vuelva. {Pama breve.) 
¿Quién era ella, si no es indiscreción preguntarlo? Re- 
cuerde usted que un médico es un confesor. 

TÉLLEZ.— Mi fracaso no es ningún secreto de confe- 
sionario. No soy de los que saben disimular. . . 

Ferrando.— ¿Quién era, pues? 

TÉLLEZ. — Creo habérselo dicho ya. . . La que se com- 
prometió anoche con Mario. 



266 NOSOTROS 

Ferrando. — ¿Silvia? 

Téllez.— -Silvia. 

Ferrando.— ¿Y está usted tan seguro de que se ha 
comprometido? 

Téllez.— El mismo Mario me lo dijo, aunque en re- 
serva y á requisición mía. 

Ferrando. — Hay mozos que se dicen comprometidos 
con una niña, para alejar á los competidores. 

Téllez. — No es ese el caso de Blasco. Bien sabe usted 
que él nada tiene de mentiroso ni de fanfarrón... 

Ferrando. — Convengo en que fué sincero con usted. 
El ha creído comprometerse . . . Tal vez se comprometie- 
ran ella y él... ¡Pero del compromiso al casamiento!... 
(JJna pausa) {Confidencialmente,) Yo le aconsejaría á usted 
que no desistiera aún. Hasta le auguro la probabilidad de 
que se case con ella, si insiste. Las chicas no saben lo que 
quieren; un día dicen que sí y otro que no . . . Las mamas 
suelen ser más firmes; y me temo que la señora, mi amiga 
Laura, diga decididamente que no. . . 

Téllez (sorprendido).^ ¿Por qué? 

Ferrando. — Por muchas razones. Blasco no puede 
serle simpático, pues su padre tuvo un pleito bastante 
ruidoso con la familia de Arval, pleito que ella no ha 
de haber olvidado del todo. Blasco es pobre, tiene 
deudas, carece de un nombre patricio ... Y la señora 
ha fundado grandes esperanzas en Silvita. Todo le pa- 
recerá poco para su niña. 

TÉLLEZ. — usted olvida que Mario es una brillante 
promesa, profesor de la facultad, autor de varios libro» 
notables . . . 

Ferrando.— Pero no es hábil para ganar dinero... 

Téllez.— ¿Y la gloria? 

Ferrando. — Con gloria no se paga palco y automóvil. 
Además, de esas promesas como Blasco, pocas se cum- 
plen... La juventud del dia es impetuosa; tiene impulso... 
¡Lástima que sus brios se acaben tan pronto! . . . Por mi 
parte, yo desconfío de prematuras reputaciones. Y nunca 
he fundado grandes esperanzas en Blasco... (Patina.) 

Téllez. — Yo lo creía amigo suyo. . . 

Ferrando. — Y lo es. Nada tengo contra él. Hasta 
ahora se ha portado bien . . . 

Téu^z. — ¡Hasta ahora! ... ¿Y después?. . . {Entra 
J üana por la izquierda. Es tm tipo mediocre^ mas no vulgar; 
moreno, de ojos fríos y penetrantes^ naris aguüeña, bigotes negros. 
M apercibirle, Ferrando y Téllez suspenden la conversación , y 
se dirigen á él saludándole.) 



LOS COLEGAS 257 

ESCENA VII 

DICHOS Y VILANA 

Ferrando (dándole la mano).— ¡Hola Vilana! ¿Desde 
cuando por aquí? 

Vilana. — Acabo de llegar en el tren de la mañana. 
Prefiero madrugar á pasar tina mala noche en viaje. 
(Dando la mano á TéUcB,) ¿Y qué novedades se cuentan 
por Mar del Plata? 

Ferrando. — Las de siempre; algún noviazgo nuevo, 
falso ó cierto. Usted sabe que en nuestra sociedad rara 
vez hay otras novedades. Las mujeres son demasiado ho- 
nestas, y los hombres viven absorvidos por sus negocios. 

TÉLLEZ. — La gente no se ocupa aquí más que de 
casarse y de casar á los demás. Todos se casan de puro 
aburridos, sin saber cómo ni por qué. Más que un puebla 
de baños, esto es una agencia de casamientos. Ya lo 
sabe usted, Vilana; no ha de volverse soltero de esta 
temporada. . . 

Vilana. — ¿Y cuál es el último compromiso? 

Ferrando.— El de Blasco... con Silvia Arval. 

Vilana. — ¡De Blasco... con Silvia Arval! 

Téllbz. — Sí. Su casamiento parece cosa hecha. Ma- 
ñana bailará usted un cotillón dirigido por ellos. Y usted,., 
¿qué noticias trae de Buenos Aires? 

Vilana. — También de Blasco. . . ¡Pero no con Silvia 
Arval! Un asunto bastante turbio. . . 

Ferrando {sin poder contener su curiosidad). — ¿Qtié 
asunto? 

Vilana (sentándose). — No estoy bien enterado .. . Uste- 
des saben que él es ahora director del Hospital Muni- 
cipal del Norte. . . (i errando y TéUeñ se sientan.) En la caja 
estaba depositado un ciento de miles de pesos, para cons- 
truir un nuevo pabellón... Casualmente en esa cantidad 
había una fuerte suma donada por la sociedad de San 
Vicente, que preside ó presidió la señora de Arval . . . Pues 
todo el dinero ha desaparecido de la caja, y se acusa al 
director de haberlo substraído. 

Téli^z, — ¿A Mario?... ¡Imposible!... ¡El está sobre 
toda sospecha! 

Vilana, — Yo no dudaba de él... Pero, desgraciada- 
mente, parece que las apariencias están en su contra. 
El asunto se ha hecho de ayer á hoy un escándalo público. 
No ha faltado gente mal intencionada que pusiera tn 
los diarios de hoy sueltos reticentes. 

Ferrando {conteniendo su satUffacción interior). — Ha de 



268 NOSOTROS 

haber un error en todo eso. Yo necesitaría ver las prue- 
bas con mis propios ojos para creer en la culpabilidad 
de Mario. (Insidioso.) Verdad que gastaba un buen tren de 
vida, demasiado caro para un médico principiante. . . 

ViLANA. — Y que además pagaba la deudas que dejó 
.su padre. . . 

Téllez.— Gastara lo que gastase, ¡afirmo que Mario 
no es un ladrón vulgar! 

Ferrando.— ¡Un ladrón vulgar! Nadie dice semejante 
cosa . . . 

YiLANA. — Yo me he limitado á contarles lo que se 
cuenta... Los comentarios... se los dejo á ustedes. 
iPausa.) 

Téllez. — Es extraño, muy extraño; y Mario parece 
no saber nada todavía . . . 

ViLANA. — Es que los diarios se han apresurado mu- 
cho esta vez, en el deseo de sorprender al público. Aun 
no lo nombran, naturalmente; pero dan tales señas y 
datos... 

Téllez. — Debíamos avisarle. 

Ferrando.— Ya tendrá tiempo de saberlo. 

ViLANA. — Por mi parte, creo que nosotros no debemos 
decirle una palabra. Les pido reserva; no quiero meterme 
-en líos. 

Ferrando.— Claro. De un momento á otro él recibirá 
su aviso llamándolo á Buenos Aires. Las malas noticias 
llegan siempre pronto. Entre gente desocupada y fal- 
ta de temas, la llama correrá como en un reguero de 
pólvora. 

ViLANA. — Porque han de saber ustedes que desde a>er 
la justicia instruye el sumario, y que el subdirector ha 
prestado ya una declaración que compromete á Blasco. 

Ferrando. — ¿El subdirector Rosales?. . . Lo tengo por 
decentísima persona. 

ViLANA— Lo mismo yo. 

Ferrando. — El caso es, entonces, más grave de lo 
que yo pensaba. Rosales tendrá sus razones y no ha de 
hablar sin pruebas... ¡Pobre Blasco! ¡Quien lo hubiera 
imaginado! (Aparte á TéUez, sonriendo y palmeándole d hom- 
bro,) ¿No le dije yo que usted debía insistir en sus festejos 
á Silvia? Ahora puedo asegurarle que ella no se casa con 
Mario. (Pausa,) Triunfará la oposición de Laura. La niña 
se sentirá muy abatida, necesitará consuelo. . . ¡Y espero 
que usted aprovechará el momento en que se eche la 
perdiz! . . . (Entra Diego por la izquierda y se dirije directamente 
M Vüana, quien se levanta á saludarle,) 



LOS COLEGAS 259 

ESCENA Vm 

DICHOS Y DIEGO 

Diego {Estrechando la mano á Vilana). — ¡Tanto gusto 
•de verlo por acá! 

ViLANA. — ¿Y la familia? 

Diego. — Buena. Está aquí conmigo, ¡y yo me aburro 
á morirme por acompañarla! . . . Como usted había 
anunciado su viaje, le esperábamos de un día para otro. 

ViLANA. — No he podido venir antes. ¿Y Pura está 
con ustedes? 

Diego {sonriendo). — Como siempre. ¿Porqué habíamos 
de haberla dejado de Cenicienta en la estancia?. . . (Serio). 
Me acaba de decir Valdés que ha venido con usted en 
el tren. . . Yo lo andaba buscando porque tengo algo 
que hablar con usted.. 

ViLANA {á Ferrando y TéUez apartándose de dios). — Con 
el permiso de ustedes. {Ferrando y TMlez se retiran con- 
versando nada d foro.) 

iíiEGO. — ¿Qué hay de verdad en el asunto de Mario? 
Usted, como colega de él, y por venir de Buenos Aires, 
debe saberlo . . . 

ViLANA. — Pues nada sé. ¿Qué quiere usted que yo 
•sepa Diego?... He oído decir que los diarios de la 
mañana traen algo. . . Yo ni los he leído. . . Ya estarán 
en la sala de lectura. Puede usted consultarlos. 

Diego. — Me parece que convendría prevenir á Mario... 

ViLANA. — Mal podría prevenirlo yo, que nada sé. El 
asunto es demasiado escabroso. . . 

Diego. — Tan escabroso no ha de ser. . . Disculpe us- 
ted; yo lo creía amigo de Mario. {Vüana hace un gesto de 
^ protesta por su amistad con Blasco. Siguen cofiversando.) 

Ferrando (prosiguiendo su conversación con TeUez). — No 
tiene usted por qué tener el menor escrúpulo en cortejar 
ahora á Silvia. Usted no falta en nada á su simpatía ó su 
amistad con Blasco. Piense que si no es hoy usted, será 
mañana cualquier otro. . . 

Téllez.— ¡Pero sorprenderla así!. . . 

Ferrando. — Las mujeres todas son lo mismo. Más 
•que al sitio se rinden al asalto. Les gusta ser sorpren- 
didas y dominadas. Mi finada mujer se comprometió con- 
migo casi contra su voluntad, y después fué la mejor 
de las novias y la mejor de las esposas. . . 

ViLANA (á Ferrando y Téífegr).— ¿Quieren ustedes dar 
-conmigo una vuelta? 



260 NOSOTROS 

Téllez. — Vamos. 

Febrahdo. — Yo iré antes al salón de lectura. 

ViLANA (á Diego.) ¿Usted nc viene, Diego? 

Diego. — Luego iré. (Ferrando, TdÜez y Vüana salen par 
la izquierda. Diego se sienta, preocupadOj con las manos en los 
bolsillos j en un banco que está en d fondo j junto á la balaustrada. 
Por la izquierda entra d mozo dd hotdy y retira d servido que 
estaba sobre la mesa. Por la derecha entreoí doña Laura, Síhia 
y Pura.) 

ESCENA IX 

DIEGO, DOÑA LACRA^ SILVIA Y PURA 

(IJoña Laara tiene el porte de una anticua matroaa pairieta. Aonqne 
biea conserrad^, riate •encillamente. Ea delgada, de f&ocionea enérsricaa j 
ademAn resuelto. Ba au cabellera negra hay algnnoa hiloa bl&nooa. Llera 
slempfc clmpertlnentra» consigo, aunque pocas reces los emplea. edlTla es me> 
nuda» graciosa, naturalmente coqueta. Pura, alta j elegante; su andar j au 
palabra tienen «n reposo extraño á sn edad. Las tres Tienen en cabesa. Al 
rerlas Diego se leranta j se adelanta á recibirlas.) 

Diego. — ¿De dónde salen ustedes, sin vestirse á esta 
hora? Miss DoUy las» andaba buscando desesperada- 
mente. . . 

Doña lacra. — Estuvimos en el salón de música, y 
después en las habitaciones de Clara, viendo su colección 
de sombreros. 

Silvia. — Imagínate que se ha traído cuarenta y siete. 

Diego, — ¿Y cuanto tiempo pasará en Mar del Plata? 

Silvia. — Poco. Creo que ocho ó diez dias. 

Diego. — Pues entonces, hijita, si no se cambia de 
sombrero cada cuarto de hora ó no se pone cada vez 
cuatro ó cinco, uno encima de otro, formando una torre 
de Biífel sobre la cabeza, no sé como se dará tiempo 
{3ara lucirlos todos. (En otro tono^ á doña Laura). ¿Sabes 
mamá, que acaba de llegar Vilana? (A Pura). Me ha pre- 
guntado muy especialmente por tí. Voy á convidarlo á 
comer con nosotros esta noche. 

Pura. — Lo que es por mí . . . 

Doña Laura. — Invítalo de mi parte. (Disponiéndose á 
salir por la izquierda?^ Vamos, muchachas, á ponemos los 
sombreros para ir á la rambla. 

Silvia (aparte á Diego, mimosamente). — Invítalo tam« 
bien á Mario. 

Diego (entre dientes). — Mario no estará para convites 
esta noche. 

Doña laura (á Diego, presumiendo la indicación de SH^ 
vid). — No veo la necesidad de invitar á Blasco. 



LOS COLEGAS 261 

DiKGO.— Ni veo yo la necesidad de desairarlo no invi- 
tándolo, precisamente en estos momentos. . . {Dona Lau- 
ra, Silvia y Pwray que se disponían á salir por la izquierda, se 
detienen^ intrigadas por las palabras de Diego,) 

DoSa laura, (impacienté). — ¡Precisamente en estos mo- 
mentos!. . . ¿Qué le pasa á ese señor? 

Dmao. — Quizás algo grave, y que no debemos rea- 
gravar de nuestra parte... {Süvia y Pura se manifiestan 
alarmadas.) 

Doña laura. -¿Algo grave? 

Diego. — Es un decir, vamos... En todo caso no 
será para contárselo á mujeres. Vayan á arreglarse, 
que se hace tarde. ¿Quedamos en que lo invito también 
á Mario? 

Doña laura. — No. 

Pura. — Supongo que no será serio eso que le pasa. . . 
y que tú no puedes contar á njujeres. 

DiEQO. — Es serio, muy serio. 

Pura. — Cualquier cosa que sea, no afectará su honor. 

Diego. — Afecta su honor. . . aunque yo lo tenga por 
un caballero. Creo que debemos invitarlo... sobre 
todo hoy. . . 

Silvia. — Cierto ... 

Doña laura (á Silvia, estallando en una cólera antes 
-contenida). — Pues anoche estuviste» demasiado con Blasco 
en el salón de baile... Te advierto que se dice que se 
ha declarado. . . {Uf^ pausa.) 

Silvia (turbada). — Hace ya tiempo que se declaró, 
mamá... Y anoche lo he aceptado. 

Doña laura. — ¡Lo has aceptado! ... ¡Y sin decirme 
nada! 

Silvia. — Todo el día he estado por decírselo y no 
tne he atrevido . . . 

Doña laura (exaltándose y dominándose). — Pues yo no 
te doy mi consentimiento, Silvia... ¡De ninguna ma- 
nera! . . . ¡De ninguna manera! . . . 

Silvia (lagrimeando). — ¡Mamá, por Dios!... La gente 
del hotel ya lo sabe. 

Doña laura. — ¿Qué sabe? 

Silvia. — Mi compromiso . . . 

Doña laura. — bi tu madre no lo sabía, nadie lo 
sabe. . ¡Lo que tu sabias bienes que yo me he opuesto 
siempre!... ¡Y lo que Diego acaba de decimos, no 
anuncia nada bueno! (A Diego). ¿Quieres explicarte mejor? 

Diego (vacilando). — No puedo . . . (Como hablando con- 
-sigo mismo.) Pero si no se lo digo yo, cualquiera de esas 



\ 



262 NOSOTROS 

almas caritativas que tanto abundan en este país les dará 
la noticia, saturándola de arsénico... 

Doña laura. — Así es. Mejor será que hables pronto y 
nos digas lo que pasa. Ven á nuestras piezas. 

Diego. — No. Lo que pasa... es que se dice... que 
ha desaparecido una fuerte suma de la caja del Hospital 
que administra j dirije Mario, y. . . 

Pura (pálideeiendo). — ¿Qué dices, Diego? 

Silvia. — Aunque se acuse á Mario, eso no será cier- 
to... (Una pausa.) 

Doña laura.— Nada nos importa que sea 6 no cierto. 
Por otras razones te niego mi consentimiento, Silvia, te 
lo niego. Tú eres muy nina para comprender. . . Y no 
insistas si no quieres matarme á disgustos, Silvia, ¡no 
insistas! 

Silvia. — ¿Y yo que voy á hacer, mamá?. . . Ya le he 
dicho que sí. . . 

Doña laura. — Ahora le dirás que no. 

Silvia. — Pero, ¿por qué se opone usted, mamá? 

Doña laura.— Si te empeñas, nos volvemos esta mis- 
ma noche á Buenos Aires... 

Pura.— ¡Tía Laura! 

Diego. — Ya tendrán tiempo de romper el compro- 
miso más adelante. . . Marcharse hoy sería dar una cam- 
panada. 

Silvia. — ¡Piénselo usted bien, mamá! .. . Yo no puedo 
romper así no más. . . Las niñas tenemos también nues- 
tro honor, y yo he dado mi palabra — 

Doña laura. — Rl honor de las niñas es obedecer á 
sus madres. Tu palabra, arrancada por sorpresa, nada 
vale. Dile que le contestaste distraída. . . equivocada. . . 
confundiéndolo!. . . 

SiLvíA. — ¡Distraída! . . . ¡equivocada!. . . ¡confundién- 
dolo!. . . Todo el mundo se reiría de mi. 

Doña laura.— La mitad del mundo se ríe de la otra 
mitad. Ríete tu también del mundo. 

Silvia. — ¡No puedo, mamá, no puedo! (Llora.) 

Diego. — Vayanse á discutir y á llorar á sus cuartos. 
Cualquiera puede pasar ahora por aquí y ver esta pe- 
queña escena de familia. 

Pura (con tono de ruego). — Ven tú con nosotras. 

Diego.— Dios me libre. Ni en el teatro me gustan las^ 
escenas trágicas. 

Pura.— Piense un momento, tía Laura, que nada 
fundamental tiene usted contra Mario... Desairarlo 
esta noche, corriéndose la calumnia que se corre, sería 



LOS COLEQAS 263 

dar pábulo á la maldad de la gente... Podía usted: 
invitarlo á comer, para no hacerle un gran mal. . . Tal 
vez más tarde dará usted su consentimiento á Silvia, y 
entonces ya no habrá remedio para reparar el mal que 
se le hace boy. 

Diego. — Eso digo yo. 

Doña laura (con wUendón, á Diego). — Tú siempre has 
de decir lo que dice Pura. Por lo visto, para tí, tu- 
madre y tu hermana no son nada cuando se trata de tu 
prima. 

DiEGO {con evidente enojo, casi indignado). — ¡Ya pareció 
aquello! . . . 

Doña laura (a Pura).— Y tú, Pura, ¿te atreves á dar 
lecciones á tu tía? 

Pura. — A nadie me atrevo á darle lecciones, tía Lau- 
ra. Pero usted está irritada, y en los momentos de irrita- 
ción todos podemos hacer ó decir cosas de las cuales 
después nos arrepentimos, cuando es demasiado tarde. . . 
Y Mario se justificará. Su reputación. . . 

Doña laura. — ¿Q\xé te importa á tí la reputación de 
Blasco? 

Pura. — Usted sabe que su madre es mi madrina y fué 
amiga íntima de mamá, que murió en sus brazos. . . Yo 
lo conozco desde chica. . . Además, por Silvia. . . 

Doña laura. — Nada tiene que ver Silvia en el asunto . . . 

Silvia. — Mi compromiso . . . 

Doña laura. — No existe. . . ni existió más que en tu 
cabecita de chorlo. {Cambiando de tono.) ¡Vamos, pues, á 
ponernos los sombreros para ir á la rambla! 

Pura. — ¡Un momento, tía Laura, por favor! . . . Dígale 
usted á Diego que invite á Mario . . . 

Doña laura.— ¡Basta! Que lo invite él, si quiere; pera 
no á mi mesa. . . 

Pura (con voz ^orda).— Mario es un caballero... Na 
debemos ofenderlo . . . 

Doña laura.— Si tanto te gusta, Silvia te lo cede. . . 

Diego (señalando á la cferccAa).— Cállense, que viene- 
gente y puede oirías. . . 

Doña laura.— Quedamos. . . 

Diego (impaciente). — En que no lo invitaré. Lo que 
las mujeres quieren, lo C|uiere el diablo. (Pura toma de 
un brazo á Diego interrogándole ansiosamente; pero doña Laura 
le hace un gesto para que la siga. Diego le dá la espalda. 
Salen por la izquierda doña Laura^ su hija y su sóbriiia. Por 
la derecha entran Ferrando y Vilána, d primero con un pe- 
riódico en la mano. Se sientan.) 



264 NOSOTUOS 

ESCENA X 

DIEGO, FERRANDO Y VILANA 

Diego. — Traen ustedes aire de conspiradores de me- 
lodramas. Les dejo, para que tramen cómodamente su 
complot. ¡Y que no corra mucha sangre! 

ViLANA. — Conspiraremos contra la salud pública. 
Bs nuestro oficio, siendo médicos. . . 

Diego, — Y si no conspiran, busquen ustedes el mi- 
crobio del aburrimiento... ¡Qué gran servicio harían 
á este pais si encontraran una vacuna contra ese mal! 
{Sál€ por la izquierda^ 

ESCENA XI 

FERRANDO Y VILANA 

Ferrando (entre dientes). — O el microbio de la tontería 
con su correspondiente vacuna... ¡Qué hallazgo para 
el país! {seriamente). Ahora que estamos solos, dígame 
usted lo que hay de verdad en el asunto de Blasco. ¡Su- 
pongo que no se habrá venido usted de Buenos Aires 
sin averiguarlo! 

VnxáLNA.— Naturalmente. Y creo que nos conviene, á 
usted y á mi, hablar del caso y entendernos. Porque usted 
siempre ha sido verdadero amigo mío. . . 

Ferrando. — ¿Puede usted dudarlo?... ¿Quién le hizo 
nombrar á usted profesor suplente de Blasco? ¡Y cuántas 
veces le he llamado á usted en consulta! ¡Cuántos enfer- 
mos le he enviado á su consultorio! 

ViLANA. — Usted sabe que yo lo proclamo el primer 
clínico de Buenos Aires, de la República Argentina, de 
América ... y si no digo del mundo, es porque el mundo 
es demasiado grande. . . para mi y para usted. 

Ferrando. — Gracias. {Paiisa breve.) En el asunto de 
Blasco, los diarios dan á entender que el culpable es él 6 
el subdirector Rosales. . . 

ViLANA. — Aquí, para inter nos, bien sabe usted que 
Blasco es incapaz de semejante delito. . . 

Ferrando.— El culpable debe ser Rosales. 

ViLANA. — A mí no me cabe la menor duda. 

Ferrando. — (riéndose.) A mi tampoco. Siempre fué un 
gran pillastre ese Rosales. No sé cómo lo nombraron 
subdirector del hospital. 

ViLANA.— Pues debe usted convenir aquí conmigo que, 
para nuestro grupo. . . 



I.OS COLEGAS 265 

Ferrando (interrumpiendo). — ¡El grupo de nuestros 
médicos más competentes! 

ViLANA« — . . . Blasco es un colega incómodo. 

Ferrando {hipócritamente).'-No tanto... 

ViLANA. — Cierto. Un poco más. ¡Incomodísimo! 

Ferrando. — Tiene en estado crónico é incurable esa 
curiosa enfermedad de los médicos jóvenes: cantar la 
verdad, y cnanto más desagradable, ¡cantarla más alto! 

Vilana. — Pero esa enfermedad de nosotros, los mé- 
dicos jóvenes. . . 

Ferrando (interrumpiendo).— Usted es un viejo, mi que- 
rido Vilana, un joven viejo. 

Vilana. — ...No reza conmigo. ¡Las verdades! Esas 
solo se dicen á los enfermos pobres ó á los malos colegas. 

Ferrando.— Los jóvenes no debieran olvidar que el 
secreto del éxito está tanto en la discreción como en la 
ciencia. 

Vilana.— O más. Y Blasco carece de tino. Por eso no 
tiene un solo amigo en el gremio. Es demasiado vanidoso 
y demasiado ingenuo. ¿Sabe usted cómo ha llamado á 
los médicos viejos desde la cátedra? Fusiles de chispa. 

Ferrando.— ¿Y sabe usted cómo ha llamado en las 
consultas, esa ametralladora Krupp de veinte disparos 
por segundo, á ciertos médicos jóvenes? Pistolitas de aire 
comprimido. 

Vilana.— Olvida que él también puede equivocarse. 

Ferrando. — ¡La juventud es tan intransigente! Pien- 
sen los jóvenes de hoy que mañana, cuando ellos y sus 
ideas envejezcan, vendrán otros jóvenes á atacarlos en 
sus últimas trincheras. «Quien á hierro mata. . . » 

Vilana.— En resumen, Blasco, con sus estudios y su 
ojo clínico— ahora que nadie nos oye podemos reconocer 
que es rival formidable,— representa para nosotros, en la 
profesión y en la cátedra... algo como un quiste, una 
epidemia, una catástrofe. 

Ferrando (riéndose).— ¡Pues hay que estirpar el quiste, 
que curar la epidemia, que salvarnos de la catástrofe! 

Vilana (bajando mitcho la vojs, como si hablara en se- 
creto). — Y nada más fácil. La ocasión se nos presenta 
en el asunto del hospital, que por cierto no hemos bus- 
cado. Creeremos en la inocencia de Rosales y en la cul- 
pabilidad de Blasco ... Le haremos el vacio, un boycott 
del que. caerá para no levantarse más. Mar del Plata es 
el mejor campo de acción para nosotros. . . (Patisa). Pero 
* veo un obstáculo que salvar en esta . . . 

Ferrando. — Campaña de descrédito. 



266 NOSOTROS 

Vblana. — No tanto. 

Ferrando (riendo é imitando á Vüana). — Cierto, üd 
poco mas. Esta emboscada para asestar á un inocente 
tin tiro por la espalda. 

ViLANA. — Bueno. Esta «campaña de descrédito» . . . 
si usted se empeña en llamarla así... encontrará un 
obstáculo en la familia de ArvaL Novio de Silvia^ 
Blasco se refugia en el prestigio de la familia, como en 
tin baluarte. 

Ferrando. — Pierda usted cuidado, Vilana. Ese no- 
viazgo no ae hará. Lo sé. Soj el médico de la casa. . . 

Vilana. — ¡Ah! Usted es el médico de la casa. . . 

Ferrando. — Ya lo sabe usted, si se interesa por 
Silvia. . . 

Vilana.— Más bien sería por Pura... 

Ferrando. — ^Pues Pura, siendo menos rica y menos 
festejada que su prima, me parece más diffcil. Tiene 
cierto criterio independiente. Piensa como un hombre . . . 
Es toda una mujer. (Pausa), (Confidencial y festivamente^ 
Y se le ha quedado á usted en el tintero ... 6 en la 
garganta ... lo que más interés tenía usted en decirme. 
(Movimiento de protesta en VHana). Usted sabe que, á raíz 
del asunto del hospital, Blasco tendrá que renunciar á su 
cátedra. Usted aspiró á ella en el concurso. . . 

VnANA. — Esa cátedra colmaría mis aspiraciones... 
Sería un honor inmerecido, y el mejor estímulo para mis 
estudios... 

Ferrando: — Cuente conmigo. Le prometo apoyarlo 
y hablar á mis colegas en la academia. . . (Se pone de pié). Y 
para terminar, permítame un consejo: ¡hable usted menosl 

Vilana.— ¡Bah! Con usted . . . 

Ferrando.— Por lo mismo, conmigo, medias palabras 
hubieran bastado. Supóngase que alguien nos escucha- 
ra. . . (Movimiento de alarma enVüana.) O que á usted se le 
escapase en un momento de olvido ó de inconciencia, . , 
(Oesto de protesta en d mismo.) Cosas como las que hemos 
hablado, no deben decirse. Basta insinuarlas, sugerirlas. . . 

Vilana (sonriendo) — Con todo, me alegro de que no 
nos contentáramos con medias palabras. Así no hubiera 
usted sido tan explícito en lo de la cátedra. . . Hablar es 
á veces el mejor modo de entenderse. 

Ferrando. — El mejor modo de entenderse es tener 
intereses comunes. (Por la derecha entran^ ya de sombrero 
puesto y acompañadas de Diego, doña laura y Süvia. Al ver 
á VUana, que sale á su encuentro, le saludan, ferrando quedcf 
sentado, leyendo su periódico.) 



LOS COLEGAS 267 

ESCENA XII 

DICHOS, DOÑA LAURA, SILVLL Y DIEGO 

Doña laura (dando la mano á Vüana). — ¿Acaba Vd. 
de llegar? 

ViLANA. — Sí, señora. (Da la mano á Süvia.) 

Doña laura. — Le esperábamos á usted, ¡tanto se 
había anunciado! 

Diego. — Y llega usted en la mejoi época... para 
aburrirse. {Vüana, Silvia^ Diego y Téllee forman un grupo y 
conversan entre sí. Doña Laura se acerca á Ferrando, que con- 
tinuaba sentado leyendo un periódico. Al verla, él deja de leer y 
se levanta.) 

Doña laura (á media voz). — Parece que ha hallado 
usted muy interesantes noticias en su diario. 

Ferrando. — En efecto... No salgo de mi sorpresa. 
Hay aquí un suelto lamentable que se refiere, aunque 
sin nombrarlo, á uno de nuestros amigos. . . La prensa 
no respeta nada ya . . . Verdad que se trata de un 
asunto de interés general. 

Doña laura (contrariada por él tema). — ¿El asunto de 
Blasco? 

Ferrakdo.— Precisamente. . . 

Diego (acercándose á Ferrando). — ¿En este diario está 
la noticia? {Gesto afirmativo de Ferrando). ¿Quiere usted 
permitírmelo, si ha concluido?. . . (Diego toma d diario 
que le entrega Ferrando.) ¿Donde está el suelto? (Ferrando 
indica un sitio en él periódico; y Diego se retira hacia él forOy á 
la derecha^ á leer él suelto indicado) 

Doña laura (a Ferrando), — ¿Qué piensa usted del caso? 

Ferrando.— ¿Yo?. .. Nada. Todo puede ser verdad... 
todo puede ser mentira... 

Doña laura.— Los antecedentes de Blasco,.. 

Ferrando.— No son malos. Pero los del doctor Ro- 
sales, el subdirector, son mejores. Uno de los dos es el 
culpable. Blasco gastaba demasiado... Nadie sabía de 
donde sacaba tanto dinero ... Y Rosales es un modesto 
padre de familia. Entre médicos, todos nos conocemos 
bien . . . 

Doña laura.— De modo que el culpable es Blasco 6 
es Rosales... y como Rosales es inocente... 

Ferrando. — Blasco se justificará .. . ¡Pasan cosas tan 
extrañas en el mundo!... En todo caso, él habrá sabido 
hacerlas cosas. 

Doña laura. — Aunque se justifique, su nombre. .. 

Ferrando. — En este país no hay sanción. Ni se premia 



268 NOSOTROS 

lo bueno, ni se castiga lo malo. Todo se olvida. Pasará 
tin año, y ya nadie se acordará del asunto^ ¡créame ttsted! 

Dona laura (con un gesto de indiferencia),-~De todos 
modos. . . (En vo3 alta^ á Süvia.) Seguiremos á la rambla, 
Silvia. 

Silvia.— Un momento, mamá. Esperemos á Pura, que 
se está poniendo el sombrero y debe llegar con miss 
Dolly. (Coutinúan conversando, en un grupo doña Laura con le- 
rrando, y todos los demás en otro grupo. Por la derecha dd 
foro vienen Zulema, una dama y un cabcdlero, del grupo que antes 
pasarapara d campo de ^gólf^. Svbenpor la escalinata.) 

ESCENA XIII 

DICHOS; ZULEMA; UNA DAMA, UN CABALLERO T DESPUÉS TÉLLEZ 

Zulema (á Diego.) — ¿Qué lee usted . . . ¿Son los últimos 
diarios de Buenos Aires?. . . (Diego quiere disimtdar d pe- 
riódico que tenía en la mano . . .) 

Kl caballero (aparte á Zúleme.) — Ahí ha de estar la 
noticia sobre Blasco . . . esa que nos acaba de dar Valdés... 

Zulema (á Diego). — ¿Quiere prestarme un minuto el 
diario, Diego, usted que es tan gentü? (Diego entrega d pe- 
riódico, como centra su voluntad, á Zalema, que le dalas gracias. 
La dama y d caballero se acercan á ésta, EUa busca d sudío; 
señcíasdo por arriba de su hombro uno de sus acompañantes; día 
lee en voz alta. — Tdlez entra por la izquierda.) 

Ferrando (á Zulema y sus^compañeros,)— ¿Están ya us- 
tedes de vuelta del golf?. . . 

El caballero.— Sí. . . No hemos jugado. 

La DAMA.-rHabía allí tantos ingleses. . . Zulema que- 
ría jugar al ajedrez con Teresita Llanos. . . (Se calla, escu- 
chando la lectura de Zulema.) 

Ferrando (á Téllez.)-~Ya ve usted, Téllez, la afición 
de nuestros criollos á los sports. Van al campo del golfa 
jugar al ajedrez y se vuelven porque había allí muchos 
ingleses . . . 

Téllez. —No hagan ustedes caso al doctor Ferrando. 
Habla siempre mal de los criollos y él tiene el más g^ave 
de sus defectos: hablar mal de los criollos. (Zulema, ter- 
minada la lectura dd sudto, entrega d diario al cabdlero, y corre 
hada Süvia. El caballero continúa leyendo y comentando d sudto.) 

Zulema (abrazando á Silvia y íeíawífoía.)— ¡Pobrecita Sil- 
vial. . . ¡Pero qué cosa más desagradable!. . . Cestépatant!... 

Doña laura (á Silvia). — ^¿No llega todavía Pura con 
Miss Dolly? 



LOS COIJSOÁ8 269 

Silvia (a doña Laura). — Ya vfcne. . . (A Zidema, en voe 
baja). No me pasa nada. . . nada me pasa. . . ¿Tú te 
lo habías creído también?. . . ¡Si apenas conozco á 
Blazco! ... Lo que es ahora, bien me guardaré de andar 
con él en ningún baile. (Llega Mario por la isquierda, y se 
dirige sonriendo hacia Süvia. Al verle acercarse, Zulema y Vi- 
lana que estaban junto á Süvia, vuelven la espalda á Mario, y se 
acercan á doña Laura y Ferrando, como si tuvieran algo que con- 
sultarles. TSleB se retira uu paso atrás, dejara que Mario 
pueda hablar en libertad con Süvia; pero sin desairarle como los 
otros. Süvia se por^ serioy baja los ojos, se ruboriza. . . Mario 
comprendiendo que pasa algo grave, deja de sonreírse. . .) 

ESCENA XIV 

DICHOS Y MARIO 

Mario (á Süvia anhelosamente).'-' iQxié significa este 
recibimiento, Silvia, tan distinto del de ayer?. . . (Süendo) 
¿Ha hablado usted con su mamá? 

Silvia (con vos apenas perceptible). — Sí. . . (Tcüea^ se junta 
al grupo donde está doña Laura). 

Doña LAURA (Uamando á Süvia). — ¡Ven, Silvia, vamos ala 
rambla! (A Vüana). Comerá usted con nosotros esta noche. 

ViLANA. — Con mucho gusto. Y ahora iremos á es- 
perarles en la rambla, con Téllez y Ferrando... 

Téllez.— Perfectamente, (Salen por d foro conversando 
Vüana, TdleB, Ferrando, la dama y d caballero. Quedan doña 
Laura, Süvia, Zulema, Mario y Diego. Diego, á quien d caba- 
llero acaba de entregar d periódico que antes prestara él á Zu- 
lema, queda en d fov^, semUsentado sobre la balaustrada?^ 

Mario. — Silvita, hable usted, por Dios. ¿Qué pasa? 

Silvia (siempre sin mirarle, jugara con su sombrüla.) — 
Mamá me ordena que rompa con usted . . . 

Mario.— ¡Silvia! 

Silvia (conteniendo d UarUo). — ¡Perdóneme usted, Mario, 
y olvide lo que hemos conversado anoche! . . . 

Mario (apoyándose en d respaldo de una siUa, como si 
recibiera un golpe en él pecho).— ¡Esto es un mal sueño!. .. 
¡No puede ser verdad, Silvia . . . que de la noche á la ma- 
ñana usted me desprecie. .. destruya mis ilusiones. .. mis 
esperanza^. ..mi vida! 

Zulema {que entretanto se ha acercado á Silvia, tomándola 
cariñosamante de un brazo, y como sino viera á Jfarío.)— ¿No 
vienes, Silvia?... Va nos alcanzarán Pura y miss Dolly 
en la rambla. 



270 NOSOTROS 

Silvia. — ¡Perdóneme, Mario! {Süvia, üevadapor Zulema 
y seguida de doña Laura^ se encamina á lá escalinala dd foro). 

Mario (consigo mismo).— ¡Pero qué significa todo esto! 

Doña laura,— ¿Quieres acompañarme, Diego? 

Diego. — Voy dentro de un momento. (Salen todos menos 
Mario.— Por la derecha entran Pura y miss DoUy, ambas de som- 
brero. Pura se dirige hacia Mario y miss DoUy se hace a un lado. 
— El cr^úscido va obscureciéndose poco á poco.) 

ESCENA XV 

MARIO, PURA Y DESPUÉS DIEGO 

Mario {con ira reconcentrada).— ¿Mt dirás tú, Pura, al 
fin, lo que esto significa?. .. Todos me vuelven la espalda... 
Todos me huyen como á un animal enfermo ... ¡Y Silvia, 
la misma Silvia, me dice que su mamá le ordena que 
rompa para siempre conmigo! 

Pura (tan conmovida que parece no darse cuenta de lo que 
dice). — Ten paciencia, Mario... ¡Domínate!... Yo no sé 
lo que pasa. . . Pero no debe pasar nada serio. . . Mi tía 
Laura se opone á tu compromiso con Silvia. . . 

Mario.— ¿Por qué?. . . ¿Por qué se opone?. . . 

Pura. — Yo no lo sé todavía... Tal vez el antiguo 
pleito de tu padre con su marido . . . 

Mario.— Esa no es una razón. . . ¡Y la actitud de los 
demás! Entre ellos estaba Vilana, mi suplente de la Fa- 
cultad... ¡Pues no me ha reconocido!... ¡Lo que es á 
ese si le he de pedir claras y terminantes explicaciones! 

Pura. — ¿Piensas provocarlo?. . . ¡Sería una locura!. • . 
¡Cálmate! . . . Míralo como si no lo conocieses, ni desea- 
ras conocerlo. . . No lo tomes en cuenta, ni á él ni á los 
demás. . . Esto pasará. . . 

Miss dolly. — Señorita Pura, ya no podemos demo- 
ramos. La señora Laura nos espera en la rambla. . . {En- 
tra Diego por d foro y contempla la escena.) 

Pura (a Mario, sin contestar á miss DoKy.)— Esto se arre- 
glará. No dudes que esto se arreglará. Es cuestión de 
tiempo. . . Para todo hay remedio en la vida, para todo, 
menos para la muerte. 

Mario.— El rompimiento con Silvia es como la muer- 
te para mí . . . ¡Hay tantos modos de morir! . . . ¡Hay tan- 
tas maneras de matar! 

Pura.— ¡Hazte valor, Mario! Para eso eres hombre. . . 
¡Pero, por Dios, domínate y no provoques ahora un in- 
cidente á nadie, y menos á Vilana!. . . Piensa que algu- 



LOS COLEGAS 271 

ñas veces se necesita más valor para contener la indig- 
nación que para castigar la injuria. 

Diego (a Puiraj acercándose.) — Pura, mamá y Silvia te 
están esperando en la rambla. 

Pura. — (a Diego). Ya voy. (a Mario, estrechándole la 
mano). Ten prudencia... Silvia te quiere siempre... 
Luego 6 mañana hablaremos. . . Si no tienes amigos y 
quieres desahogarte, Mario, búscame y te desahogas con 
migo, como con una hermana... Yo soy tan amiga 
tuya como cuando jugábamos al trompo 6 á los sol- 
dados, ¿te acuerdas?. . . Y desde entonces, ¡he vivido 
tanto!... Puedo decirte, Mano, que conozco la vida, 
{Bajan dar la escalinata y salen por la derecha dd foro Pura y 
tniss DoUy) 

Diego {acercándose a Mario). — Los diarios le atacan, 
Mario. Creo que debe usted irse esta misma noche á 
Buenos Aires, á defenderse y arreglar allí sus asuntos. . • 
{Diego entrega él periódico á Mario, señalándole d mdto a que 
alude. Mario toma estupefacto d periódico ylee. . . Diego baja 
lentamente por la escalinata y sale por la derecha dd foro, con 
la mano en los bolsillos, süvando entre dientes tm tango popular. 
Después de leer y rdeer d sudto, Mario levanta la cabeza y 
mira a su alrededor. Esta solo. La noche ha caldo sobre la 
escena.) 

Mario.— ¡Y ellos lo han creído!... ¡Y ellos fingen 
creerlo!. . . {Estruja d periódico en sus manos crispadas por un 
rapto de furor). ¡Ah hipócrítasl ¡Atacan á los demás para 
defenderse á sí mismos! 

{Tdón) 

FIN DEL ACTO PRIMERO 



ACTO SEGUNDO 

Ub bMli del hotel, en Mar del Plata. Dos paertMM laterales A Im derecha 
j dos á la izquierda, las del sesnndo término entreabiertas. Al foro, vna cale- 
Hü de erlstales qne da 4 an jardía. con ana puerta en el medio. A la is qni eida 
del espectador, perpendicular al frente del escenario, naa mesa c o bic r la de 
reristaa j rodeada de sillas. Al lado derecho, en primer término, nn sott. si- 
llones j sillas, lormando nn hemiciclo. MAs atria, en d mismo lado deredK»» 
entre las dos puertas, junto á la pared, una mesita con una carpeta j un recur 
do de escribir. A ambos lados de la puerta dd foro* doa insudes mncctones 
de madera con plantas naturales de anchas hojas. 

ESCENA I 

HABIÓ T DESPUÉS ÁNTÓÑEZ 

Mario (sentado de espaldas junto a la mesa de lecturcij con 
tm sobre cuful en la mano, llamando). — ¡Antúñez! (Por la se- 
gunda puerta de la tequierdoj la puerta que se supone de su despa- 
cho, asómase Antúñezj empleado principal dd hotel. Es hombre 
maduro, calvo, bajo, flaco, de facciones toscas y aspecto sertñL Ha- 
bla con acento español. Grande aficionado a traer y llevar cuen- 
tos y chismes, siempre esta deseoso de charlar con la dientda de- 
gante dd hotd. Viste un gastado saco de lustrina negra y Ueva una 
lapicera en la oreja.) 

Antúñbz (con^csfando).— ¡Señor! . . . 

Mario (conteniendo su impaciencia). — ¡Acerqúese, pnes! 
(Antúñeáf se acerca.) ¿En qué día de la semana estamos? 

Antúñez. — En jueves» doctor. . . 

Mario. — ^¿Y en qué día de la semana pasan ustedes 
las cuentas á sus huéspedes? 

Antúñ£Z.~E1 sábado, doctor. . . 

Mario (mostrando el sobre que tiene en la mano). — Si es 
así, ¿por qué me ha mandado usted hoj la cuenta á la 
mesa?. . • ¿Qué razón tiene para adelantarse?. . . ¿Pensaba 
usted que jo no le iba á pagar? 

Antúñez. — No, doctor, no. . . ¡Un cliente como usted!... 
Usted puede pagar cuando guste. . . Si quiere puede irse 
á Buenos Aires y mandarnos de allá el importe, doctor, 
cuando se acuerde y lo tenga á bien. . . 

Mario.— Si tiene tanta confianza en mí, ¿por qué no 
ha esperado usted al sábado, el día de pagar las cuentas? 

Antúñez. — Usted tendrá la bondad de disculpamos, 



LOS COLEGAS 273 

doctor. . . Se nos dijo que usted se marchaba esta noche 
á Buenos Aires. Yo le mandé la cuenta para no incomo- 
darle á última hora . . . 

Mario.— ¿Pero no sabía usted que mi madre llega 
hoy en el tren de la mañana? ¿Cómo creyó usted que yo 
me voy cuando ella llega?. . . (Bompiendo la cuenta en pe- 
daaosy y arrojándolos (d sudo.) ¡Pues sépase usted que no 
pienso irme por ahora! La cuenta me la dará usted á 
su tiempo, como siempre. (Antúñea recoge los pedazos de 
papel esparcidos.) (Pausa breve.) {Con voz mas tranquüa.) ¿Y ha 
dispuesto usted las habitaciones que le encargué anteayer 
para mi madre? 

Antúñez. — Sí, doctor. Los cuartos números 37 
y 39. 

Mario.— Vea, Antúñez. Yo tengo una cita urgente 
esta tarde. No podré ir á recibir á mi madre A la esta- 
ción. Mande usted un portero para que la traiga y le 
explique mi ausencia — ¿comprende?— sin alarmarla. Usted 
la esperará aquí en la puerta y la conducirá á sus habi- 
taciones, diciéndole que yo estoy ocupado y que iré 
dentro de un momento. 

Antúñez {haciendo un gesto de intéligenciá).^CotnpTendo, 
doctor, comprendo... Puede irse usted tranquilo. {Mario 
busca un periódico entre las revistas que se haUan sobre la n^esa.) 
La señora no se enterará de nada. Le diré. . . 

Mario {in^^aciente). — La señora no tiene nada de 
que enterarse por usted. Usted está aquí para servir al 
público y no para traer y llevar historias . . . {Continúa 
buscando aperiódico.) 

Antúñez. — Está bien, doctor... Como usted me decía 
que cuidara no se alarmase la señora porque usted no 
ya á recibirla á la estación . . . 

Mario {interrumpiendo). — No encuentro aquí los 
últimos diarios... En la sala de lectura tampoco 
están . . . 

Antúñez {con ambigua sonrisa). — Han desaparecido... 
De la sala de lectura han desaparecido también . . . Todo 
el mundo los pedía... Y como tanto se pedían, man- 
damos comprar los ejemplares que quedaran en el quiosco 
de la rambla, y allí los habían vendido todos, ¡todos! 
como pan bendito. {Con muy marcada intención.) Debe haber 
en ellos una noticia interesante, muy interesante, refe- 
rente sin duda á alguna persona bien conocida y vincu- 
lada. ¡La gente es tan novelera! {Antes de que Antúñea 
termine de hablar entra Ziulemapor la puerta del foro, Viene ele- 
gantísima, de traje blanco y de sombrero de paja.) 



274 NOSOTROS 

ESCENA II 

DICHOS y ZULKMA 

ZüLEMA (áAntúñejii, como si no hubiese visto a Mario). — 
Esta tarde debe llegar una gran caja para mi. Llévela 
usted á nuestro departamento en cuanto llegue, y coló- 
quela abierta en la salita. . . La necesito hoy mismo. (En- 
tregándole unpapd.) Aqui tiene usted la guia del terro-carril. 

Antúñez.— En la salita no sé si cabe un alfiler más . . . 
¡Está tan llena de cajas y baúles! 

ZuLEMA. — Haga usted sitio como pueda. Y ahora al- 
cánceme usted papel para hacer un telegrama. (Ztdema da 
la espalda a Antúñez. Este sale refunfuñando por la puerta que se 
supone de su despacho. EntonceSj Ziüema toma al acaso una revista^ 
y se sienta, hojeándola, frente á Mario. La mesa les separa.) 

ZuLEMA (insinuante, en voz baja.) — No debía usted dar 
tanta importancia á estas pequeñas miserias de la yida . . . 
¡Es usted tan superior á todos ellos! 

Mario {fríamente.) — ¿A quiénes, señorita? {Antáñee en- 
tra por la puerta de su despacho con d papd dd tdégrafo en la 
mano. Queda observando á Zidema y Mario, sin oitreverse a 
anunciarse.) 

ZuLBHA. — A Vilana y á Ferrando, sus colegas. . . A 
las de Arval, sus amigas. . . (Mario se encoje de hombros y 
parece reanudar su lectura.) Sé que ustedes han cambiado 
esta mañana palabras muy violentas con Vilana. No debe 
usted hacerle caso, Mario, no vale la pena. . . ¿Para qué 
provocar ahora un duelo?. . . Espere usted tranquilo me- 
jor oportunidad para su desquite. 

Mario (siempre frío é irónico) — También creerá usted 
que he cambiado palabras muy violentas con las de 
Arval . . . 

Antúñez (acercándose a Ztüema). — El papel del telégrafo, 
señorita. 

ZuLEMA.— Déjelo usted ahí. (Antúñez deja el bloque de 
papd sobre la mesita que tiene d recado de escribir, y sale pron- 
tamente.) (A Mario, continuando la conversación interrumpida.) 
Tampoco debe usted hacerles caso á las de Arval. . . Esa 
niña, Silvia, no es capaz de comprenderlo á usted. 

Mario (irínico.)— ¿Y usted. . . sería capaz de com- 
prenderme? 

ZuLEMA. — Yo lo aprecio. Soy su amiga. Siempre le he 
defendido á usted. . . 

Mario (mordaz). — Cuando no me vuelve usted la es- 
palda, como ayer tarde en la terraza. 



L09 COLEGAS 275 

Zulbaul. — Discúlpeme usted ... Yo no tuve intención 
de desairarlo. . . Usted lo ha creído así porque lo ve aho- 
ra todo negro. 

Mabio (firmemente y bajando la voa). — Pues no se lo 
disculpo á usted, señorita. .. Por más que usted lo nie- 
gue — usted, que lo ve ahora todo rosa, — sé que también 
fué usted anoche despiadada conmigo. . . En este instan- 
te cambia usted de táctica ... y me representa una pe- 
queña comedia de la amistad. 

ZüLEMA (picada). — ^¿Con qué objeto podría yo repre- 
sentarle esta comedia? 

Mario. — De la amistad al amor. . . (Pausa^ breve). Svl ac- 
titud me sugiere una reflexión, que callaré por cortesía. 

ZuLEMA. — Dígala. 

Mario. — ¿No se enojará usted? 

ZüLEMA. — No . . . 

Mario (después deun silencio breve). — Pienso que al acer- 
<}arse á una edad crítica, las muieres no desperdician oca- 
sión de pescarse un marido. 

ZuLEMA (riéndose a carcajadas). — ¿Piensa usted que yo 
me finjo ahora su amiga para tener el honor de llevar el 
nombre. . . del director del Hospital del Norte? ¡Interpre- 
ta usted así la buena fe con que le defiendo, cuando lemot 
éPordre es hablar mal de usted! . . . 

Mario (poniéndose de pié y saludando lijeramenle a Zale- 
ma). — Bs usted muy bondadosa. . . Mil gracias. (8e encami- 
na hacia la segunda puerta de la derecha y hoibla desde aUi a Antú- 
ñee, que se súpote adentro, en su de^acho). Antúñez, si ve 
usted al doctor Ferrando y al señor Téllez, dígales que 
les espero en mi habitación. 

AirrúÑEZ (apareciendo ante la puerta de su despacho.)-- 
Descuide usted, doctor. (Mario sale por la primerapuerta de 
la derecha^ Zidema se levanta. . .) 

AntúI^ez (a Zulema, indicándole élpapd dd telégrafo que 
antes trajera). --khx le he dejado el papel para el telegra- 
ma, señorita ... 

ZüLEMA (maümmoradaj saliendo por la primera puerta de la 
is^juicrda).— Puede hacerlo usted mismo, si tanto le interesa. 

Antúñez (hablando solo).^\Va,ja si me interesa el te- 
legrama que debiese mandar usted al banco!. . . ¡Con las 
cuentas que tiene pendientes en el hotel su señora madre!.. 
(Entra Ferrando por la puerta dd foro.) 

ESCENA III 
ferrando y antúñez 
Antúñez (en la puerta de su ¿«ipaoAo).— ¡Señor doctor!... 



276 NOSOTROS 

Bi doctor Blasco le busca. Me ha dicho que le espera á 
usted y al señor Téllez en sus habitaciones. . . 

Ferrando {revolviendo las revistas que están sobre la 
me^a).— Ni los diarios que llegaron esta mañana, ni los 
que llegaron ayer... ¿Qué ha sido de ellos? 

ANTÚÑEZ.—Como había esos ataques contra el doctor 
Blasco, todo el mundo los solicitaba . . . 

Ferrando. — Y volaron, más que si tuvieran alas. (J&i- 
tra TéUejgpor la primera puerta déla izquierda. Antúñez sale) 

ESCENA IV 

FERRANDO Y TÉLLEZ 

Téllez {encaminándose hada Ferrando). — ¡Al fin lo en- 
cuentro á usted! Tengo que hablarlo urgentemente. . . 

Ferrando (sonriendo), — ¿Qué pasa?. . . ¿Se nos viene 
el mundo encima? 

Téllez.— Hoy, después de almorzar, Blasco y Vilana 
tuvieron un incidente. . . Se trata de algo serio. . . Mario 
nos busca á usted y á mi, supongo que para enviamos 
á Vilana como padrinos. 

Ferrando {después de un íífenoio).— ¿Aceptó usted? 

TÉLLEZ. — Todavía no he hablado con Mario. . . 

Ferrando.— De modo que... según parece... está 
usted dispuesto á aceptar. {Pausa breve). Pues yo no 
aceptaré. Ese duelo no puede llevarse á cabo mientras 
Blasco no se justifique de su acusación. 

Téllez. — ¿No cree usted á Mario digno de batirse? 

Ferrando.— Ni lo creo, ni dejo de creerlo... Las 
leyes del duelo nos prohiben concertar un lance si pende 
una acusación formal contra alguno de los duelistas. 

Téllez. — En este caso, la acusación no es grave . . • 

Ferrando.— Eso depende de criterios. Pero lo cierto 
es que, antes de resolverse el asunto pendiente, Vilana 
no debe aceptar el reto, ni nosotros podemos representar 
á Blasco, ni pudo soñar el mismo Blasco en semejante 
lance... {Severo). ¿Cómo es que él no se fué anoche á 
Buenos Aires, en cuanto supo la noticia? 

Téllez. — Ya había hecho telegrama á su madre, que 
está enferma, para que se viniera. . . 

Ferrando.— La señora no vendrá, al conocer el es- 
cándalo que se ha hecho alrededor del nombre de su hijo. 

Téllez. — Vendrá, porque nadie la habrá informa- 
do... Mario se ha quedado á esperarla. . . Y ahora no 
querrá él volverse á Buenos Aires sin batirse. 



LOS COLEGAS 277 

Ferrando. — ¡Batirse en su situación! . . . Eso es absur- 
do. Con tal sistema, cualquier picaro, en vez de defender- 
se cuando se le acusara, provocaría á un caballero y se 
batiría. El duelo será su mejor absolución. Para el honor, 
más valdrá ser espadachín que ser honesto. 

Tellez.— Usted sabe que Mario no es € cualquier pi- 
caro». . , 

Ferrando (fríamente). — Como le dije, ni lo sé, ni dejo 
de saberlo. {Un silencio.) 

Tellez. — Vamos á hablar con franqueza, doctor, de 
hombre á hombre. Usted se rehusa á ser padrino de 
Mario, ¿no es así?. . . (Ferrando confirma con wn gesto.) Pues 
Vilana lo consultará á usted, en caso de recibir los pa- 
drinos de Mario . . . 

Ferrando.— Y yo me negaré también á ser padrino 
de Vilana. 

Tellez.— Perfectamente. Pero... ¿aconsejará usted 
á Vilana que no se bata con Mario? 

Ferrando — Sí, señor. Es mi deber. 

Tellez. — ¡Piense usted, doctor, que perderá para siem- 
pre á nuestro amigo Blasco! Pondrá una lápida sobre 
su nombre. 

Ferrando. — Si la imputación es falsa, ya resucitará 
él bajo la lápida. 

Tellez. — No lo crea usted. El mal queda hecho . . . 

Ferrando. — Pues si usted aprecia á Blasco, evite que se 
ponga él mismo en la picota, mandando padrinos tan ino- 
portunamente. (Por la puerta del foro entra doña Emilia, en 
traje de viaje, seguida de un ^groom^ con wna bálija de mano. Doña 
Emilia es una señora anciana, de cabdlo encanecido y aire enfer- 
miso. Entra Antúñea a recibirla. Al verla, Ferrando sepone de pié, 
dispuesto a saludarla. Tellez, que no la corlee, se sienta, toma al 
acaso una revista y lee durante la siguiente escena.) 

ESCENA V 

DICHOS, DOÑA EMILIA, ANTÚÑEZ Y ÜN «GROOM» 

Antúñez. — ¿La señora de Blasco?. . . 

Dona emilia. — Sí, señor. 

Antúñez. — Su hijo me ha encargado le diga á usted 
que tiene una cita urgente, por lo que no ha podido ir 
á recibirla á la estación . . Yo la conduciré á sus habita- 
ciones. El irá allá más tarde, en cuanto se desocupe. 
(Algroom.) Al 37. (El groom sale por la primea puerta de la 
izquierda-) 



1 



278 NOSOTROS 

Doña emiliá.— Sapongo que no estará enfermo. . . ni 
le ocurrirá nada alarmante. . . 

Antóñez. — No, señora. No ha podido recibirla por 
cumplir ciertos deberes sociales. . . (Guiándóla hacia lapri-- 
mera puerta de la izquierda.) 

Ferrando {tendiendo la mano a doña Emüia.) — ¡Usted 
aquí, señora! 

Doña emilia.— Aquí me tiene, doctor. . . 

Ferrando. — ¿Cómo sigue usted? 

Doña bmilia.— Mejor, gracias; pero mi enfermedad es 
incurable. . . En vano mi hijo trata de engañarme y dis- 
traerme. 

Ferrando.— Acaso le siente bien el aire de mar. 

Doña emilia.— Vengo á ensayarlo. Aunque más fe le 
tengo á la alegría.... No hay mejor remedio que la 
alegría. 

Ferrando.— ¡Gran terapéutica contra todos los males», 
y especialmente contra la vejez, es la satisfacción! Los 
TÍejos satisfechos de sí mismos y de los suyos» son los 
que más viven. 

Doña emili4.— Y la mayor satisfacción para mí es ver 
contento á mi hijo. Sus triunfos son mis mejores drogas. 
Si lo encuentro aquí triunfante y feliz, como me anuncian 
sus cartas y lo espero, ¡no lo dude usted! ... el aire de mar 
me sentará muy bien. 

Ferrando. — A pesar de no ser un tratamiento indica- 
do para su enfermedad. . . 

Doñaemilia.— En todo caso no será perjudicial^ pues 
que él me llama..* Pero este picaro no ha ido á esperar- 
me á la estación y á traerme al hotel. Se contenta con 
avisarme por intermedio del señor {indicando a Antúñez) que 
lo retienen sus ocupaciones sociales, como serán escoltar 
ciertas damas en algún paseo. . . {Con desconfianza). Porque 
usted no tendrá, doctor, noticias desagradables que 
darme . . . 

Ferrando. — Al contrario, señora, al contrario... Si 
son verdad las voces que corren, parece que pronto ten- 
dremos una grande y feliz noticia . . 

Doña emilia {aludiendo al presunto not?ía^^o).— ¡No sea 
indiscreto, doctor!... Esas cosas no deben decirse sino 
cuando están hechas. {Una pausa,) Pero no quiero detener 
á usted, y me despido. . . 

Ferrando.— ¿Quiere usted que la acompañe hasta sus 
habitaciones? 

Doña emilia. — Gracias. (Indicando a Antúñez.) El señor 
me acompañará . . . 



LOS COLEGAS 279 

Antúñez. — Por acá, señora. , . 

Ferrando (despidiéndose).— Ftxeáo seryirla en algo? 

Doña emília.— Dígale usted á mi hijo, si lo ve, que he 
llegado y lo espero en mi cuarto, (Decidiéndose.) ¡Hasta 
luego, doctor! 

Ferrando.— Adiós, señora. Muy pronto se lo man- 
daré á Mario. (Doña Emilia^ conducida por Antúñee, sale 
por la primera puerta de la derecha. Ferrando la acompaña 
hasta la puerta. Tülea consulta su reloj. Por d foro entra 
Vüana.) 

ESCENA VI 

FERRANDO, TÉLLEZ, VILANA T DESPUÉS ANTÚÑEZ 

Ferrando. — ¿Qué tal, doctor Vilana?. . . Me dicen 
que usted se ha dedicado á Juan Moreira y anda bus- 
cando duelos y cuchilladas. . . 

Vilana. — ¡Yo!. . . ¡qué disparate!. . . ¿Se refiere usted 
al incidente que tuve hoy con Blasco? 

Ferrando (con reticencia). — Pues con Blasco me han 
dicho que va usted á batirse. 

Vilana. — Está usted mal informado, doctor. Yo no 
me batiré con Blasco mientras esté pendiente la cuestión 
del hospital. 

Ferrando (á Téüejii).—¿íio se lo decía yo, señor Téllez?... 
Blasco debe dejarse de fantasías é irse á Buenos Aires. 

TÉLLEZ (á Ferrando). — ¡Doctor! (A Vilana.) Piense usted 
en lo que va á hacer, Vilana. ¿Rehusa usted dar cualquier 
satisfacción á Blasco? 

Vilana. — Rehuso. 

Ferrando (a Téílesi). — Y yo rehusaré la honra de ser 
su padrino. 

Téllez (irritado). — ¡Pues ustedes obran muy mal! ¡Esto 
es indigno!. . . 

Ferrando. — Perdone, señor Téllez . . . Usted no tiene 
derecho^ de juzgar nuestra conducta. Consulte usted, for- 
me usted un tribunal de honor, y verá que todo el mundo 
nos da la razón. 

Téllez. — El mundo es injusto. 

Ferrando (a TéUed). — Menos de lo que parece. . . En 
todo caso, si usted es amigo de Blasco, ¡piense antes de 
proceder y ándese con pies de plomo! 

TÉLLBZ. — Me temo que esta negativa de ustedes, con 
lo que le pasa, le ponga fuera de sí, y que él cometa al* 
gún atropello. . . 



280 NOSOTROS • 

YiLANA.— Peor para él. 

Ferrando (fríamente). — Sí no desea usted que se 
pierda, cálmelo, t Cuando los dioses quieren perder Á 
un hombre, decían los griegos, le enloquecen.» (Por la 
primera puerta de la izquierda entra Antúñee y se encamina 
hada la segunda) 

Ferrando (a Aniúñez). — ¿Dejó usted bien á la señora, 
en su cuarto? 

Antúñbz. — Si, doctor. Sólo se halla un poco inquieta 
pprqua no ha visto á su hijo todavía. Como el doctor 
Blasco está alojado en el otro pabellón... 

Ferrando. — Bien, bien. {Antúñez sale). 

Téllez.— ¿Qué señora?. . . ¿La que pasó recién es la 
madre de Mario? 

Ferrando. — Si, acaba de llegar. Y ella es un argu- 
mento vivo para que usted tranquilice á su presunto 
ahijado y le ayude á olvidarse de Vílana. 

Téllez {haciendo ademán de levantarse). — Voy á verlo. . . 
Pero me hallo con el inconveniente de que he invitado 
á tomar té á la familia de Arval, y quedé en esperarla 
aquí . . . 

^ Ferrando. — Pues espere usted á sus invitadas, y 
cuando se desocupe le sobrará tiempo para verse con 
Blasco. 

ViLANA. — Claro. «Lo cortés no quita lo valiente.» 

TélIjEz. — La cuestión es demasiado seria y premiosa. 

Ferrando. — Pero Blasco no parece considerarla tan 
seria y tan premiosa, puesto que no se marcha á Buenos 
Aires, para resolver cuanto antes el punto principal... 
Bien puede esperar á usted una media hora más. . 

Vílana (a TéUez, señalando él foro). — De todos modos, 
me parece que no le queda á usted mucho tiempo para 
decidirse . . . Por ahí veo llegar á la familia de Arval. {En 
efecto, por él foro, detras de la galería de cristaleSy se ven venir 
a doña Laura, Süvia y Pura. Téllez se adelanta a recibirlas 
hasta el foro, donde se detiene saludándolas, mientras hablan Fe- 
rrando y Vüana.) 

ESCENA Vn 

DICHOS, DOÑA LAURA, PURA T SILVIA 

Ferrando {bajo á Yilana). — Hágase usted fuerte en su 
actitud. Por ningún pretexto ni en ninguna forma acep- 
te usted el lance ni dé explicaciones. No admita después 
en los demás la menor alusión al respecto. Manifiéstese 
enérgico, y nadie dudará de su valor. 



LOS COLEGAS 281 

ViLANA. — Téngalo usted por seguro. Un caballero co- 
mo yo no puede batirse con un individuo enjuiciado en 
una causa criminal como Blasco. En cuanto á mi yalor, 
nadie se atreverá á dudar de él porque rechace el lance» 
Una actitud firme es ya un acto de valor. 

Feebando. — Y eso es importante, el valor personal^ 
donde la gente suele apreciar á los hombres más por el 
coraje que por el mérito. . . 

ViLANA. — Para nuestros gauchos, Juan Moreira vale 
más que Víctor Hugo . . . 

Ferrando. — Y para nuestras damas, Juan Tenorio 
vale más que Juan Moreira. No haber sufrido calabazas 
es un gran titulo para un soltero. Mayor aún es el haber- 
las dado. Muéstrese decidido, y vencerá usted á Blasco. 
Manifiéstese desdeñoso é irresistible ... ¡y también ven- 
cerá usted á Pura! (Entre tanto Uegan ai frente de la escena, 
con TéUejSj doña Laura^ Süvia y Pura. Vienen en traje de playa.} 

TÉLLEZ. — Aquí tienen ustedes á Ferrando y Vilana^ 
sus amigos. (Se saludan con una inclinación de cabeza y ama- 
bles sonrisas.) 

FERR.VNDO. — Porque Vilana y yo nos hemos invitada 
á tomar el té en tan agradable compañía . . . 

Doña laura. — Si ustedes no tienen inconveniente la 
tomaremos aquí, y después bajaremos á la playa... 
Hace mucho calor para ir tomarlo en la rambla. 

ViLAUA. — Y á la rambla va por la tarde demasiada 
pueblo. 

Doña laura. — Casi no se ve allí gente decente. 

Ferrando (riendo). — Entonces, no irá más que gente 
indecente... Yo, francamente, no la había apercibido. 
Ano ser que usted considere así á la gente en traje de 
baño . . . 

Vilana.— Decente 6 indecente, la muchedumbre que 
va ahora á la rambla, ¡el pueblo! no es simpático más 
que en los libros 6 visto de lejos. Visto de cerca. . . 

Doña laura. — ¡Ufl Es detestable. 

Ferrando. — Sobre todo cuando se aglomera, suda y 
da pisotones y codazos. 

TÉLLEZ. — Tomemos, pues, asiento aquí, resguardados 
contra los avances del pueblo por los sólidos muros 
del hotel. (Doña Laura, Ferrando y Süvia se sientan en he- 
miciclo, a la derecha. Pura se sienta a la izquierda, en primer 
término, junto a la mesa de lectura. Vilana la sigue y se coloca 
de pie a su lado. TéUejs queda dé pie y toca un tinibr^ eUctrico.} 

Pura (á Vüana). — Me alegro infinito de verle á usted. 
Estaba dispuesta á buscarlo por todas partes, y encon- 



282 NOSOTROS 

trarlo esta tarde decaalquiermodo, tíyo 6 muerto. Ten- 
go prisa en hablarlo. . . {Se presenta un moso dd hotd par 
d faro.) 

TÉLLEZ (oí mojfo). — Tráiganos aquí el té para todos. 
{Sede d moza.) 

Yílána {fiontestando á Pura). — Celebro que usted de- 
seará verme, Pura, j aquí me tiene á sus órdenes, para 
lo que se digne mandarme... {Can emoción.) Sólo por 
usted he venido yo á Mar del Plata. {Entra d masa can 
una mesa portátil^ de las llamadas €de tijera». La colaca en se- 
gundo término, hada la derecha, Cuenta disimuladamente con los 
dedos las personas presentes, mientras hablan, y luego sale.) 

TÉLLEZ {bajo á Süvia). — ¿Cómo se siente usted, Silvia? 

Silvia, — ¿Yo?. . . Bien, como siempre. ¿Por qué me 
hace usted especialmente esta pregunta? ¿Supone que 
he estado enferma?. . . Creo que desde ayer, la última 
vez que nos vimos, no he tenido novedad alguna. . . 

Tkllez.— Todo el mundo dice lo contrario... 

Silvia. — Pues todo el mundo se equivoca. Mi vida 
sigue siempre igual; un día sigue á otro día sin traer- 
me nada nuevo. . . {Sonriendo.) Desgraciadamente, porque 
así no tengo nada que poner en el diario que llevo des- 
de que salí del colegio, por consejo de las hermanas. 

TÉLLEZ. — Omitirá usted ciertos episodios... 

Fbbrando (que ha oido lo anterior^ á Süvia).— 6 borrará 
usted hoy con el codo lo que ayer escribió con la mano. 

Silvia.— No hay una palabra borrada en mi diario. 
{A TSUez) Podría mostrárselo á usted. 

Tellez. — No pido tanto. {El maeo entra con d servicio 
dd té^ y lo dispone cuidadosamente sobre la mesita que antes 
trajera!) 

Perbando. — Las niñas siempre hablan en su diario 
de algún &, sin nombrarlo. Este él es un día uno y 
otro día otro. Cambia según las simpatías é impre- 
siones. Pero está tan vagamente aludido que, cuando 
cuando la niña se compromete para casarse, cualquiera 
que sea el novio, puede leer el diario y creerse siempre 
ese d, que antes fuera Juan, Pedro, Diego . . . 

Tellez.— O Mario. 

Silvia {coquetamente, á TéUez). — ¡Qué malo es usted! . . . 
{Biendo.) ¿No sabe usted que Mario festeja á Pura? 

ViLANA {bajo á Pura).— ¿Ka oído usted?. . . Su prima 
Silvia le echa el perro muerto. 

El mozo {que ha dispuesto ya sobre la mesita tostadas* 
manteca y parte dd servicio dd te). — Aquí está el té, señores 
Debo servirlo? 



LOS COLEGAS 283 

SiLVLL— Yo lo serviré. (Se adelanta á servirlo.— El mozo 
sale,) 

Pura (á Sí/vía).— Voy á ayudarte. (Silvia y Pura, se- 
{luidas de Tmez y VíUma, rodean la mesita dd té, y se disponen 
á servirlo. QtAedan en d frente dd escenario doña Laura y Fe- 
rrara). 

DoSa laura (a Ferrando^ prosiguiendo una conversación 
anterior) Créame usted, doctor. No ha habido absoluta- 
mente compromiso. Blasco pretendía á Silvita y ella no 
lo ha aceptado ni como pretendiente. Esto es todo. 

Ferrando. — Sin embargo, debo decirle á usted que 
Emilia, la madre de Blasco, acaba de llegar á Mar del 
Plata, llena de ilusiones por las cartas de su hijo. Deseaba 
que él se casara pronto, y la candidatura de Silvia colma 
«US anhelos. Presumo que viene á pedirle la mano de su 
hija. 

Doña laura (poniéndose de pie). — ¿Habla usted en se- 
rio?. .. ¡Es posible! .. . 

Ferrando. — Hablo en serio, Laura, y la prevengo co- 
mo viejo amigo. 

Doña laura. — ^Yiene á pedirme la mano de Silvia! . . . 
jPero esto se sabrá, se comentará, nos cubrirá á todos de 
ridiculo! . . . ¿Está usted seguro? 

Ferrando. — Sí, señora. La madre de Blasco está aquí, 
en este mismo hotel, bajo este mismo techo, deseando 
verse con usted. 

Doña laura. — ¡Pues hay que evitar esa entrevista! 
jHay que evitarla de todos modos! ¿Qué debo hacer, doc- 
tor? Dígame usted, ¿Qué debo hacer?. . . (Ziüema entra por 
ia primera puerta de la izquierda.) 

ESCENA Vni 

DICHOS Y ZULEMA 

ZuLEMA (hablando animadamente, desde que entra.)^¿Con- 
que se habían ustedes reunido á tomar el té sin decirme 
iiada, picaras?... Pues mientras ustedes se olvidaban de 
mí, me acordaba yo de ustedes y andaba buscándolas. 

Dona laura. — No huímos niños escondemos. . . 

ZuLBMA {con intención).'-Yo suponía que sí; que huían 
ustedes de alguien y se escondían. . . 

YiLANA. — En todo caso no sería de usted, Zulema. 

ZuLEMA. — (/a va sans diré. (Atropdladamente.) ¿Saben us- 
tedes que ha llegado Perucho?. . . (A Süvia.) Es el hombre 
indicado para dirigir mañana contigo el cotillón. 



284 NOSOTROS 

Ferrando. — Se decía que los directores iban á ser 
Silvia y Blasco . . . 

TÉLLEz. — Creo que Mario no sabe bailar. Sólo acep- 
tó por complacencia, para escusarse á última hora, su- 
poniendo que siempre se le encontraría reemplazante . . . 

ZüLEMA {con reticencia). — El reemplazante tiene que 
ser usted. 

TÉLLEZ. — Como Mario, ni siquiera sé bailar... 

ZüLEMA. — Tampoco tiene usted el talento en los pies» 
Entonces, voto por Perucho. 

Doña LAURA. — Pues que sea Perucho. 

Silvia. — Perucho y Zulema, Yo me contentaré con 
ser dirigida . . . 

ZüLEMA.— Lo mismo yo. Yo no dirijo. Desde que se^ 
te designó á ti y tú aceptaste. . . {Bajo á doña Laura,) A 
no ser que se sienta indispuesta por su disgusto con 
Blasco . . . 

Doña laura (con autoridad y mirando á Zulema con sus 
•impertinentes») — Silvia y Perucho dirigirán el cotillón. Será, 
muy lucido porque hay muchos objetos bonitos. 

Zulema.— Pero hay demasiadas niñas. .. 

ViLAN A. — Las niñas son también objetos bonitos. 

Zulema. — ...Hay demasiadas niñas, porque faltan 
mozos. Debían alquilarse algunos para bailar, como se 
alquilan para servir la mesa, en las fiestas. 

Ferrando (6a;o a -^ítema).—0 también como se alqui- 
lan para servir de maridos, en la vida. 

Zulema {bajo á Ferrara). — Cuando se tiene con que 
pagarlos. {AUo,) ¡Qué cabeza la mía! . . . ¡Me olvidaba de 
lo principal! . . Perucho me encargó que las salude y las 
invite de su parte á dar un paseo en su automóvil. 

Doña laura. — Pero todavía ni lo hemos visto siquiera 
á tu Perucho . . . 

Zulema. — Iremos luego á buscarlo. .. Debe estar abu- 
rriéndose en la sala de juego. .. {Entusiasta) ¿Quieren uste- 
tes que vayamos hasta el faro en el automóvil? ¡Está tan 
linda la tarde! Todos tendremos asiento, porque es enorme 
la carrosserie. {A doña Laura, con intención) Claro está que^ 
con Perucho, no cabe uno solo más de los que aquí es- 
tamos. 

Pura. — ¿Por quién dices eso, Zulema? 

ZüLEMA {con una mirada de desafio). — Por Blasco. {A do- 
ña Laura). Supongo que él no vendrá con nosotros. Tal 
vez á Perucho no le gustaría que se le cteyera su convi- 
vidado... {Con fingida ingenuidad.) ¡Y después sería una 
vergüenza tan grande que nos detuvieran á todos para^ 



I 



LOS COLEGAS 285 

tomarlo preso! (Pitra muerde su abanico^ roja de indignación.) 

Ferrando (por ZuUma^ riéndose.) — ¡Qué ingenuidad de 
niña, creer semejante cosal 

TÉLLEZ (6q;o á Süvia y Pura). — ¡Pobrecita! ... ¡Y yo 
que la suponía una solterona de colmillos ya maduros!. . . 

Ferrando. — Al morder, esos colmillos darían más ve- 
neno que los de una serpiente de cascabel. (Süvia se ríe 
involuntariamente^ amena0ando al médico con el abanico, como 
para castigarle por su mordacidad.) 

Doña laura.— Tranquilízate, Zulema. El señor Blasco 
no vendrá en ningún caso con nosotros. (Mira imperiosa- 
mente á Pura para que no vaya á hablar.) 

Fbrrando (á doña 1/awra)— Dice usted bien, Laura. 
Cuando se le gangrena un brazo á un hombre, el brazo 
debe amputarse, para que la gangrena no se extienda por 
todo el cuerpo. Lo mismo en una familia, cuando un miem- 
bro se corrompe. . . Lo mismo en la sociedad. 

ZuLEBiA. — Mientras se sirve el té podemos ir á ver el 
automóvil, que está allí afuera... Se ha sacado t\ pre- 
mier prix en una exposición universal . . . Ha recorrido 
media Europa... Ha aplastado diecisiete personas... 
jEs magnífico! 

TÉLLEZ. — Vamos á ver esa séptima maravilla. 

Pura (á Silvia.) — Ye tú también. Yo serviré el té mien- 
tras tanto. 

YiLANA (á Pura.) Yo me quedaré para acompañarla, 
Pura. 

Pura. — Vuelvan pronto, que puede enfriarse el té. 

Dona laura. — En seguida. (Seden todos por él foro, menos 
Pura, que queda sirviendo él té, y Vílana, que la acompaña) 

ESCENA IX 

PURA, VILANA Y DESPUÉS ZULEMA 

Pura (d^ando prorUamente la tetera sobre la mesa, en cuanto 
^e ve sola con Vilana, y encarándose angusHosamente con él.) — ¿Es 
cierto, Vilana, que haj una cuestión de honor entre usted 
y Mario, que se han insultado ustedes, que se baten? 

ViLANA. — ¡Qué ocurrencia!... ¿De dónde ha sacado 
«emejante cosa? ¿Quién se lo ha dicho á ustedes?. . 

Pura.— A nosotras, nadie. Tía Laura y Silvia ignoran 
lo que pasa. . . Yo he sabido algo por medias palabras 
que pesqué al pasar, en la terraza, después del almuerzo. 
Parece que los hombres no hablaban de otra cosa. 

ViLANA. — ^Habrá oído usted mal . . . 



286 NOSOTROS 

PuBÁ.— No he oído mal, no. Contésteme francamente^ 
¿se baten ustedes? 

ViLANA. — No. El duelo que usted supone no se rea- 
lizará. 

PuBÁ.— ¿No le ha mandado él los padrinos? 

ViLANA. — Disculpe usted, Pura, pero es cuestión que 
yo no puedo tratar con señoras. . . Todo lo que pueda 
decirle, es que no me bato con Blasco. (Pausa breve.) Y 
le agradezco profundamente su interés, Pura. 

Pura.— Nada tiene usted que agradecerme ;. . . 

ViLANA. — Comprendo; usted no se interesa por mí... 
ni por usted misma. Habla usted por su prima Silvia. 

Pura. — Hablo por mí. . . 

ViLANA. — Como Silvia estuvo comprometida con 
Blasco . . . 

Pura. — No, no ha habido tal compromiso. Si yo me 
intereso por Mario, es porque soy su amiga, desde la 
niñez... Pero, dígame, por el amor de Dios, ¿es verdad 
que Mario le ha mandado á usted sus padrinos y que 
usted rechaza toda explicación ó lance... porque no la 
considera hombre de honor? 

ViLANA.— Pura, yo me faltaria el respeto que me de- 
bo á mí mismo si le contase á usted mi incidente con 
Blasco y mi resolución respecto al duelo que él ha bus- 
cado . . . 

Pura (liominándose). — ¡Luego, él ha buscado un due- 
lo! Y usted lo rehusa porque no lo considera adversa- 
rio digno. . . ¡Así cree usted cumplir con sus deberes de 
caballero, insultando á un hombre honrado y negándole 
toda satisfacción ó reparación! 

ViLANA. — ¡ün hombre honrado!. . . Por ahora, Blasca 
no lo es. 

Pura. — ¡Fíjese usted en lo que dice!... Si su caba- 
llerosidad le impedía contarme el incidente, á mí, una 
mujer, mayormente le impide difamar en su ausencia á 
un hombre que quizá vale tanto como usted. (Patina.) 

YiLANA.— ¡Pura!. . . Yo comprendo su exaltación y la 
disculpo... Usted conoce á Blasco desde chica .. . Usted 
es su amiga . . . Por eso, su generoso corazón de mujer 
no puede concebir la verdad, que á mí mismo me sor- 
prende. 

Pura.— ¡La verdad! ¿Qué verdad?. . . 

ViLANA.— El delito cometido. 

Pura (conteniendo su indignación.) — Por el momento, ya 
no conozco más delito que el del mundo que nos rodea 
y le inspira á usted su conducta, un delito de mentira 



LOS COLEGAS 287 

y de cobardía. . . (Firmemente.) Pues mire, Vilana, si us- 
ted procede como me dice, usted perderá mi aprecio, ¡y 
olvídese de que me ha conocido! (Pausa,) 

ViLANA.— Aunque yo quisiera, Pura, reparar el daño 
hecho á ese amigo de su infancia que usted tanto apre- 
cia, yo lo no podría. Por usted, sólo por usted estoy 
dispuesto á todo; pero ahora nadie apadrinará en un 
duelo á Blasco • • . Blasco tendrá que esperar á que se 
resuelva su asunto en Buenos Aires. Entonces, si el asunto 
se resuelve en su favor, seré yo el primero, ¡se lo juro! en 
darle una reparación ó satisfacción, como usted me lo 
pide. . . 

Fura. — Como su honor se lo manda. 

ViLANA. — Usted y mi honor, Pura, son los dos senti- 
mientos más íntimos de mi alma: tal vez por eso los con- 
fundo... (Una pausa.) (Emocionado.) De todos modos, yo 
sé, yo estoy seguro que alguna vez usted me hará justicia 
y aprobará mi conducta^ Un cariño como el mío, Pura, 
debe triunfar tarde ó temprano. Es él la voz de la natu- 
raleza y de la vida. (Viene Ztdema por d foro^ cantando á 
media vojs.) 

ZüLBMA, (entrando^ á Pura).— Acabaste tu tarea? (Pura 
sigue sirviendo d té.) 

Pura. — Estoy en eso. 

ZuLEMA (á Fííana).— ¿Cómo no ha ido usted también 
á ver el automóvil de Perucho? Yaya usted, que bien 
vale la pena de verse. 

Vn/ANA.— Voy. Estaba acompañando á Pura. La dejo 
con usted; quedará así mejor acompañada. {Sale por d foro.) 

ESCENA X. 

ZULEMA, PURA Y DESPUÉS MIS DOLLY 

ZuLEMA.-r-Mis felicitaciones, Pnra. Le roiestmort, vive 
le roi! 

Pura,— No te comprendo. 

ZuLEMA. — Perdida ya toda esperanza de casarte con 
Blasco, alientas á Yilana. 

Pura (con voe apagada). — Tú sabes que nada tengo 
con Vilana, y que nada tuve con Mario. 

ZuLEMA. — Es cierto. Con Vilana nada tienes todavía. 
En cuanto á Mario. . .te lo arrebató Silvia y te resignaste. 
A mí que soy tu amiga, no me lo negarás. 

Pura. — ¿Cómo no comprendes la insensatez de lo que 
dices, Zulema? ¿Piensas que yo hubiera podido desear el 



288 NOSOTROS 

novio de mi prima, de mi hermana? Y si hubiera sido 
así, ¿no ves que la ruptura de Mario y Silvia, antes que 
extinguir esas esperanzas mías que tú dices, las haría re- 
nacer, más fuertes que nunca? 

ZüLEMA. — Te calumnias. No me parece que te falte 
^mor propio hasta el punto de que aceptes las sobras 
que te arroje tu prima, tu hermana... 

Pura (irónica). — ^¿Acaso no las aceptarían tú? 

ZuLEMA (contínuando) — . . . Y no creo que te falte tam- 
poco tu dignidad de mujer, para que busques un hom- 
bre acusado de. . . 

Pura (ofendida). — ¡Basta, Zulema! . . . Como decías, 
somos amigas y nos conocemos bien. Hablas de despecho. 

ZüLEMA (riéndose ruidosamente). — ¿También tú creerás, 
como él, que la ¿ompasión que le tuve... es deseo de 
llevar su honroso nombre? 

Pura. — ¡Ah! ¡El lo creyó y te lo dijo!... Ahora me 
explico tu rencor... (Con tristeza). Eres muy mala, Zule- 
ma. Desde chiquita fuiste mala. ¿Te acuerdas que, en cuan- 
to me veías una muñeca bonita, me la pedías prestada 
para rompérmela por gusto? Así has querido proceder 
ahora con mis amigos. 

Zulema (con amable sonrisa). — Y tú eres muy tonta, Pu- 
ra. Siempre fuiste tonta. Desde que me prestabas tus mu- 
ñecas para que las rompiera, hasta que te dejaste qui- 
tar por Silvia ese ingenuo de Blasco, tu pasión secreta... 

Pura. — ¡Zulema! Te olvidas de ti misma. 

Zulema. — . . . Pero ha de volver á ti ese hijo pródigo. 
Prefirió á Silvia, porque ella era más rica que tó. Re- 
chazado hoy por Silvia, por toda niña que se aprecia, 
volverá á tí, pues debe saber que algo heredaste de tus 
padres. Y si tú lo rechazas también. . . entonces, no ha- 
llando otro árbol en que ahorcarse, acaso se contentará 
conmigo, aunque yo nada tenga. ¡Bonita ocasióa me da- 
da para ponerlo en su lugar si se atreviera! 

Pura.— Crees que sólo el interés... 

Zulema.— Creo lo que veo. Veo que cada niña rica, 
como Silvia y tú, bonita ó fea, cuenta cuantos festejantes 
quiera. Y veo desdeñadas á las niñas pobres, por bonitas 
que sean . . . (Riendo.) Debo, pues, suponer que la riqueza 
«itrae los novios. . . 

Pura. — No todos los hombres necesitan la fortuna 
de su mujer. Por lo menos reconocerás que hay hom- 
bres ricos. 

Zulema.—- Los ricos buscan á las ricas, así como tam- 
bién las ricas buscan á los ricos, más que por interés, por 



■.ft^rfll 



LOS COLEGAS 289 

desconGanza. Su casamiento es generalmente la unión de 
dos desconfianzas. Ellas y ellos quieren ser queridos por 
81 mismos, lo que presumen de quienes no precisan de su 
dinero. Sólo á una romántica como tú ó á una inocente 
como Silvia puede ocurrírseles aceptar como amor la am- 
bición de cualquier aventurero... ¡Las compadezco! 
(Mientras hablaba Zúlema, miss DóUy entra por la segunda 
puerta de la izquierda.) 

Miss dolly (á Pura). — La señora de Blasco ha manda- 
do preguntar por doña Laura. 

Pora.— ¡La señora de Blasco! ¡la madre de Mario! 

Miss dolly. — Yo contesté que volvería más tarde. 

ZüLEMA (irónicamente á Pura). — ¿Quieres que te traiga un 
frasco de sales, si tanto te impresiona la llegada de tu 
futura suegra? {Entran por d foro doña Laura, Süvia, TdlejSj 
terrario y Vüana.) 

ESCENA XI 

DICHOS, DOÑA LAURA, SILVU, FERRANDO, TÉLLEZ, 
VILANA Y DESPUÉS DIEGO 

Doña Laura. — Hermosísimo, el automóvil. 

Miss Dolly, (a dúña Laura). — La señora de Blasco ha 
preguntado por usted. 

Doña Laura. — ¿Cuándo? 

Miss Dolly. — Hace un momento. 

Doña Laura.— Está bien, miss Dolly. {Pausa breve.) 
Puede usted salir. Le dejamos libre su tarde. {Miss DoUy 
se encamina al foro. Entra Diego.) 

DiEOO (d miss DoUy, scdiéndole al paso), — Y se va usted 
asi no más, sin echarme ni una mirada. . . Cuando vea mi 
cadáver á sus pies, usted se arrepentirá, ingrata! (Miss 
DóUy sale por él foro.) 

ZüLEMA.— ¿Qué esperamos? Podemos salir ya en el 
automóvil, sin perder más tiempo. 

Silvia. — Tomaremos primero el té. 

Pura {ante la mesita dd té) — Ya está servido. 

Diego (bajó á doña Laura). — Mamá, sabrás que ha lle- 
gado la madre de Mario, y que te busca. 

Ferrando {haciendo grupo aparte con doña Laura y Diego), 
—¿No se lo dije? 

Diego. — De un momento á otro vendrá á buscarte 
hasta aquí . . . 

Doña laura {doñrmada). — Pues yo no quiero tener con 
'ella ninguna entrevista desagradable. ¡Nadase ni me im- 
porta de su hijo! 



290 NOSOTUOS 

Ferrando. — Hay que huirles, entonces. Ahí afuera 
tiene usted á su disposición un automóvil de 70 caballos 
7 150 kilómetros de velocidad por hora. 

Doña laura. — No me queda otro remedio. (En me átta.) 
¡Silvia!. . . ¡Pura!. . . Acabamos de resolver con el doctor 
Ferrando imos^ en el automóvil á tomar el té al faro ó 
al golf. 

Pura (presentándole una taza de té). — Si ya está servido, 
tía Laura! . . . 

Doña laura (rehusando la taza). — No importa. Aquí ha- 
ce demasiado calor. . . y el té del hotel es tan malo. . . 

Téllez. — De modo que me desairan ustedes 

Doña laura. — Perdone, usted Téllez, No le desaira- 
mos. . . Al contrario, espero que nos acompañe en nuestro 
paseo. 

Ferrando.— Yaya usted, Téllez. 

Téllez. — No puedo ir ahora. . . Las veré más tarde 
en la rambla. 

ZuLEMA. — Yo no veo por qué este apuro, de repente... 
(Bajo á Vüana.) Aquí hay gato encerrado ... ¡Se huye, 
su huye á un enemigo invisible! 

YiLANA (pajo á ¿ttdema). — A un enemigo en camino . . . 

ZuLEMA.— ¿Usted cree?... ¿A Mario?... Yo pensaba 
que el vencedor nunca huia del vencido. 

YiLANA. — Se huye, más que del vencido, del deses- 
perado . . . 

Doña laura (encaminándose hada d foro, con Süvia). — 
Yamos, pues. 

ZuLEMA. — Pero no sin Perucho. Antes lo iremos á 
buscar todos, para que no se excuse. (Señalando la primera 
puerta de la iequierdd). Por allá.' 

Doña laura.— Tardaríamos demasiado... 

ZuLEMA (tomomdo dd brazo á doña Laura).— Ko, señora. 
Apenas si perderemos cinco minutos. (Ztdema y doña Laura 
se encaminan á la primera puerta de la izquierda). 

Ferrando (d Vüana, después de h(ü>er oído algo que le di-- 
jera TáBcáf.— Usted las acompaña, Yilana... Téllez y yo 
nos quedamos. 

ZuLBMA {desde la puerta).— Dt ningún modo. Ferrando 
y Téllez vendrán también con nosotros. (A Ferrando y Té- 
llez, amerMznádoles con d dedo) No les admitiremos disculpa. 

Pura (6g¡/o á FiZcma).— No se olvide de mi pedido... 
Salve usted caballerescamente la situación de Mario . . . 
¡Yo se lo agradeceré toda la vida! 

Vdlana {en voz aZto).— Doctor Ferrando, ya sabe us- 
ted que no deseo ningún mala Blasco... Usted que la 



LOS COLEGAS 291 

aprecia, trate de salvar su decoro. .. Le doy amplios po- 
deres para que proponga en mi nombre la mejor solu- 
ción. {Bajo á Pura). Me obliga usted á un sacrificio de mi 
amor propio que ningún otro poder humano me hubiera 
impuesto. ¿Bstá usted contenta de mf? 

Pura Qhj^o á Vüana.) — Sí, . . y no. . . No sé qué pen- 
sar. . . Dugo de la sinceridad de Ferrando. . . Temo que 
usted prometa y él no cumpla. . . ¡Temo que usted se bur- 
le de mfl 

YiLANA. — Burlarme de usted. . . sería burlarme de mí 
mismo. (Mientras Vüana y Pura cambian estas frases, Zidema, 
dona LatMra y Süvia salen en grupo por la puerta dd primer tér- 
mino déla izquierda. Süvia, en kt prisa de salir, Jia olvidado su 
sombriUajufUo aun mueble.) 

Diego (desde la puerta á Pura y Vüana), — ¿Se quedan 
ustedes? 

ViLANA (saliendo con Pura por d foro). — Ya vamos. Les 
esperaremos afuera. 

DiEOO (dejándoles pasar y riéndose). — Siempre los enamo- 
rados se retrasan y apartan . . . Debe ser por modestia, pa- 
ra no dar envidia á los demás con el espectáculo de su 
felicidad. (Sede por laprimera puerta de la izquierda.) 

ESCENA Xn 

FEBBAKDOy TÉLLEZ T DESPUÉS MARIO 

Téllez.— ¿De qué peligro huyen? 

Ferrando. — De la madre de Blasco ... y acaso tam- 
bién de su cachorro. 

Téllez. — ¡Pobre señoral 

Ferrando. — Veo que su asunto con Silvia marcha á 
toda vela. Me alegro. Soy el padrino de ese noviazgo á 
hacerse. {Pausa breve.) ¿Por qué ^no ha acompañado usted 
á su festejada? 

Téllez. — No puedo retardar más tiempo mi contesta- 
ción á Mario. ¿Oyó usted lo que le recomendó Vilana al 
despedirse? 

Ferrando. — Sí; que arreglara la cuestión en forma 
decorosa. . . 

Téllez. — Para Blasco. 

Ferrando. — Verdad. Así dijo. . . ¿Sabe usted por^qué? 

Téllez. — No. 

Ferrando. — Es usted poco malicioso. Porque Pura, 
informada por algún indiscreto, se lo pediria. El ha que- 
rido contentarla con vagas promesas .. . Pero estas pro- 



292 NOSOTROS 

mesas no destruyen lo que tan terminantemente nos dijese 
antes: que no admite un lance de honor, sino con un hom- 
bre de honor. 

Mario (entrando por la primera puerta de la derecha.) — 
Esperaba á ustedes. . . Y como ustedes no venían, iba á 
buscarlos. Si la montaña no va hacia Mahoma . . . {Mi- 
rondo con extrañeza las muchas tazas de té servidas é intactas.) 
Pero veo que ustedes esperan mucha gente . . . 

Téllez. — Ya se han ido . . . 

Mario.— Se han ido de pronto, dejando sus provisio- 
nes, sus armas, sus bagajes, como ejército sorprendido y 
en forzosa retirada. . . (Amargamente,) ¿Será todo por mí? 
Pena inútil. No iba yo á atacarlas. Que descansen tran- 
quilas. (Tomando la sombrilla que dejara olvidada Süvia.) Y yo 
reconozco este pertrecho de guerra. Yo mismo regalé á 
Silvia Arval esta arma de guerra. Ella me la ganó por 
apuesta en unas carreras. ¡Felices tiempos aquellos! (D^'a 
la sombrilla junto a un mueble) (Cambiando de tono.) Ya se 
imaginarán ustedes para qué los buscaba. . . 

Téllez (haciendo un aparte con Mario). — Si, lo supongo. . . 
Usted ha tenido un incidente con Vilana y nos busca para 
mandarnos de padrinos. . . (Mientras hablan Tdleg y Mario, 
Ferrando se aparta, bosteza, enciende un cigarrillo, toma una re- 
vista y la mira. . .) 

Mario.— ¿Quién se lo dijo? 

Téllez. — Todo el mundo. El hotel está hecho un 
semillero de suposiciones y de historias . . Sobre eso 
deseo hablar francamente con usted... Yo le aprecio; 
tengo la más alta opinión de su inteligencia y de su 
carácter; estoy dispuesto á servirlo en lo que usted 
quiera... 

Mario. — Gracias. 

Téllez. — Pero creo que usted, por ahora, no debe 
mandarle los padrinos á Vilana. Él se negará á un duelo 
y todos están contra usted . . . Esto es lo que desgracia- 
damente he podido comprobar en la opinión general. 

Mario.— ¡Cómo!. . . 

Téllez. — Yo no debo engañarlo á usted y ponerlo 
en una falsa posición. Mi consejo, mi leal consejo de 
amigo, si usted me permite dárselo, es que se vuelva 
usted esta misma noche á Buenos Aires y allí arregle la 
cuestión pendiente sobre el robo del hospital, (ür^a 
pausa.) 

Mario (demudado).— ¿St niega usted entonces á ser- 
virme de padrino? 

Téllez. — Yo no me niego. Pero me temo que Vilana 



LOS COLEGAS 293 

ae rehuse á batirse con usted . . . Me temo que ese duelo 
sea imposible de verificarse ahora, en este ambiente... 
(Pausa.) 

Mario (á Ferrando).— ¿Y usted que opina doctor? 

Ferrando.— ¿Yo?. . . {Un süencio,) Que á usted le con- 
vendría, Blasco, postergar la solución de la cuestión de 
honor hasta que se resuelva en Buenos Aires la cuestión 
judicial. Por mi parte, no deseo más que servirlo. . . Dudo 
que lo consiga, porque Vilana. . . (Pausa.) 

Mario (muy irritado^ premiosamente). — ¿Ha hablado us- 
ted con Vilana? ¿Le ha aconsejado usted que me des- 
califique? 

I^RRAKDO. — Vilana no escucharía mis consejos. . . 

Mario. — No es eso lo que le pregunto. Le pregunto 
si ha hablado usted con Vilana, ¿sí ó no?. . . 

Ferrando. — Dos palabras, de paso. . . 

Mario.— ¿Le ha propuesto usted que no aceptase el 
lance? 

Ferrando. — Yo no podía proponerle nada . . . 

Mario.— ¿Lo ha propuesto usted. . . ¿si ó no? (Pausa.y 
{A T3lea)y Téllez, usted que es tm verdadero hombre de 
honor y un verdadero amigo, dígame, ¿ha estado Vilana 
aquí con ustedes? 

Téllez. — Estuvo hace un momento . . . 

Mario. — ¿Hablaron ustedes del asunto? 

Téllez.— Algo. . . 

Mario (indicando á Ferrando).— ¿Y este señor ha acon- 
sejado á Vilana que no acepte un duelo conmigo por 
tener el derecho de no creerme un caballero? (Téllez guarda 
sUencio, conmovido por la violencia del gesto y dd tono de Mario.} 

Ferrando. — Perdone usted, doctor; pero... 

Mario, (trémulo de ira).— No tengo ningún t pero» que 
escucharle á usted. Inútil es que trate usted de enga- 
ñarme. Veo claramente su perfidia . . . 

Ferrando. — ¡Doctor Blasco! (Por la primera puerta de 
la izquierda entran conversando en un grupo Zulema, Süvia. 
Diego y doña Laura. Todos se encaminan hacia la puerta ddforo% 

ESCENA XIII 

DICHOS, DOÑA LAURA, ZULEMA, SILVIA Y DIEGO 

Mario (á Ferrando amenazadoramente). — ¡También entre 
nosotros quedan cuentas pendientes! (Ferrando se alza de 
hombros). 

ZuLEMA (á Ferrando y Téllez). — ^¿Están ustedes confe^ 



294 NOSOTROS 

renciando sobre la separación de la Iglesia y del Es- 
tado?. . . Sean ustedes galantes y acompáñennos. 

Ferrando. — Con el mayor gusto. ¿Y Perucho? 

ZuLEMÁ. — No le hemos encontrado. Se ha perdido. 
Iremos sin él. (A Tdlez). Silvia le invita especialmente & 
usted Téllez. Vamos. Pura y Vilana están ya en el auto- 
móvil esperándonos. 

Ferrando, {á TMlea). — ^¿Cómo resistirnos á tanta in- 
vitación?. . . 

TÉLLEZ (alcanzando á Süvia $u sombrilla). — Su sombrilla, 
Silvia. 

Silvia (muy turbada). — Gracias. (Salen por á foro Sil- 
viüj Ferrando y TéUejs, Zalema y Diego siguen junto á doña 
Laura, y se detienen acompañándola cuando la habla Mario.) 

JÍARio (dirigiéndose á doña Laura con voa trémula). — ¡Se- 
ñora!... Ruégole que me escuche una palabra... 

Dona laura (turbada y como si recién se (apercibiera de 
Mario.) — ¡Ahí ¿Es usted, Blasco?. . . (Muy fraímente.) En es- 
te momento no puedo atenderlo. . . (Hatíendo ademán ae 
irse.) Será cuando vuelva. Ahora me esperan . . . 

Mario.— Perdone usted, señora. Sólo pienso hacerle 
una simple pregunta. . . y ahora mismo, pues no sé si 
será posible más tarde. 

Doña laura (d Zulema y Diego, un poco intimidada per 
la firmejga Mario y temiendo provocar una escena violenta si se 
rehusa). — Sigan ustedes. Yo iré muy pronto . . . 

Diego (á doña Laura, saliendo con Zulema).--hei espera- 
mos, mamá. 

ZuLEBíA (á doña Laura). — No se demore Laura. (Seden 
por él foro). 

ESCENA XIV 

DOÑA LAURA I MARIO 

Doña laura (con insultante frialdad).— Ya lo escucho- 
Puede usted hablar. 

Mario (hatiando con lentitud y á media vos). — ^¿No quiere 
usted sentarse, señora, para que conversemos con más 
•omodidad. 

Doña Laura. — Usted se servirá disculparme. . . Llevo 
demasiada prisa para tomar asiento. Le ruego, pues, 
que tenga la bondad de decirme pronto en qué puedo 
servirlo . . . 

Mario.— Yo desearía saber, señora, qué razones ha 
tenido usted para ordenar á su hija Silvia que rompa su 
compromiso conmigo . . . 



LOS COLEGAS 

DofiA Láuba (como extrañada), -^¡Ordenar yo á mi hija 
Silvia que rompa su compromiso con usted! 

Mario.— Sí, señora; deseo saber sus motivos. . . Y 
me permito interrogarla, porque la cuestión afecta mi 
honor. {Un silencio.) 

Dona laura (recapacitando). — Es que yo ignoraba por 
completo que mi hija Silvia se hubiera comprometido 
con nadie. Y aún debo decirle que usted se equivoca, 
pues si se comprometiera, ella me avisaría. . . Mal puedo 
yo haberme opuesto, entonces, á un casamiento que no 
ha existido más que en su imaginación. — Bs esto cuanto 
puedo contestarle. (Hace ademán de salir.) 

Mario (cerrándole d paso.) —¡Stñor al. . . ¿A. qué viene esta 
comedia?. . . ¡Yo tengo derecho, por mi nombre, de exigir 
una contestación franca y categórica! 

Dona Laura. — ¿Olvida usted que está hablando con 
una señora?. . , Recuerde que entre los dos hay una gran 
distancia, que usted no va á salvar faltándome el respeto. 
(Pausa). 

Mario. — No ha sido esa mi intención, y le pido me 
disculpe. Me siento tan profundamente herido que no me 
hallo en estado de medir mis palabras. Retiro las que 
pueden ofenderla.. . . 

Dona Laura (con reticencia). — Comprendo ... y lo dis- 
culpo. 

Mario. — Silvia se compromete un día conmigo . . . 
Al día siguiente me dice que usted se opone á nuestro 
casamiento, y rompe su compromiso, sin darme más ex- 
plicaciones. . . Tampoco yo puedo insistir en pedírselas 
á una niña que obra bajo la autoridad de su madre. Por 
eso me dirijo á usted, señora. . . (Pausa.) Creo que nada 
se me puede enrostrar. No acierto, pues, á comprender 
la causa de su negativa. . . 

Doña laura.— Le he dicho que no hay tal negativa. 

Mario (sin escucharla). — He oido decir que mi padre 
tuvo un pleito contra su marido de usted . . . 

Doña laura.— Han pasado muchos años de ese des- 
graciado pleito. Mi marido mismo lo habría olvidado 
si viviera . . . Por eso yo no me he negado á tratar á 
usted como á los demás compañeros de baile de mi hija. 

Mario (sordamente). —Entonces, la causa puede ser 
otra... Ha llegado hasta usted la noticia de la de- 
fraudación en el hospital que dirijo, ¡y usted la ha creído! 

Doña laura — No conozco tal noticia. 

Mario. — Debe usted conocerla como presidenta de 
la Sociedad de San Vicente. 



296 NOSOTROS 

DofiA LAURA. — Pues no la conozco. Y aimqae la co- 
nociera, le repito que nada he hablado con Silvia. . . En 
cnanto á lo que nsted afirma sobre sn compromiso, se 
me ocnrre qne nsted ha tomado en serio algnna broma 
de mi hija, y ella, no atreriéndose á confesar su broma, 
le dijo á nsted qne soy yo quien deshace el noviazgo. . . 

Mario, (exaUándose par grados). — ¡Usted sabe que es 
falso lo que dice! 

Doña laura. — ¿Me dice usted que miento? 

Mario. — ¡Le digo que falta á la verdad! {Entra Sucia 
por la segunda puerta de la üquierdoj y se encamina hada su 
madre.) 

ESCENA XV 

DICHOS Y SILVIA 

SiLVU (a doña Laura.) — ¡Mamá!. . . ¡Ven!. . . Todos te 
llaman para partir. . . 

Mario. — ¡Silvia! . . . Dígame, ¿no me ha dado usted 
palabra de casamiento?. . . (Patina breve.) ¿No me ha dicho 
usted que su mamá le ordenaba faltar á su palabra?. . . 
(Pausa breve.) ¡Conteste usted, Silvia, que se trata de saber 
quien miente aquí ... si la señora ó yo! 

SiLVlA (Uorosa.) — Vamos, mamá. . . (ün silencio.) 

MarIo. — Su silencio, Silvia, dice bien claro que no 
soy yo quien miente. Pero antes de irse debe usted decir- 
me algo más... Sea usted leal alguna vez conmigo^ se 
lo ruego, y dígame si usted ha creído lo que se me im- 
puta. . . (Pausa.) (Con ira creciente.) ¡Conteste usted, Silvia! 
¿Ha podido usted sospechar, sólo sospechar, que yo haya 
robado á las mujeres, á los enfermos, á los pobre?? ¡Con- 
teste usted! (Silvia queda como clavada en su sitio. Doña Lau- 
ra la toma de un brazo para ¡levársela. (A doña Laura.) ¡Pue- 
de usted llevarse á su hija, señora, una hija bien digna de 
usted! . . . ¡Pensar que ella pudiera haber sido mi mujer, 
la compañera y colaboradora de mi vida! ¡Pensar que yo 
hubiera podido dar á usted el nombre de madre!. . . (lUe 
amargamente.) Tiene usted razón, señora, entre ustedes y 
yo hay un abismo, ¡y no seré yo quien trate de fran- 
quearlo! (Aparece Zalema en la puerta dd foro. Aunque ha oído 
las úUimas palabras, se adelanta sonriente hasta la mitad de la 
escena^ afectando no percatarse de nada. Al verla, doña Laura y 
Silvia cambian de actitud, en una brusca transición, como si hubie- 
ran estado conversando tranquilamente con Mario. El mismo 
Mario se repone y disimula su excitación.) 



LOS COLEGAS 297 

ESCENA XVI 

MARIO, DONA LAUBA, SILVIA Y ZULEMA 

ZuLEMA. — ¿Estaban ustedes discutiendo? 

Doña laura (vacüante). — Si ... á propósito de los 
baños de mar. .. 

ZuLEMA (siempre sonriendo). — Blasco se los recomen- 
daría á ustedes como médico. . . Ustedes habrán contes- 
tado que á las personas nerviosas no les sientan ... ¡Y jo 
les doy la razón! (A Mario con burla.) A propósito de baños, 
debo advertirle á usted, por si no se ha apercibido, que 
estas playas son siempre peligrosas. La corriente es 
muy fuerte. No debe usted aventurarse nadando, como 
lo hace siempre, tan lejos de la orilla. Uno de estos días 
«e puede usted llevar un susto y tendrá que tragar mu- 
cha agua... ¡Hasta se puede ahogaren ese cáliz de 
amargura! (Seria á doña Laura y Süvia). Ya todos están en 
el automóvil esperándolas á ustedes... mientras ustedes 
hablaban aquí tranquilamente de baños de mar. 

Doña laura (saludando ligeramente con la cabeza á Mario). 
— Vamos. (Doña Laura, Süvia y Zukma se encaminan á la 
puerta dd foro). 

ZüLEMA (á Mario desde la puerta).— ht dejamos á usted 
para que medite sobre mi consejo. Nos tiene usted in- 
quietas. ¡Aléjese del peligro! (Salen doña Laura, Silvia y 
Ztdema. Mientras hablaba Zalema, ha entrado doña Emilia por 
la primera puerta de la derecha. Da una ojeada á la escena; con 
su ojo de madre comprende la situación de su hijo, y adelanta 
hada él tendiéndole los brazos, como para protgerle ó bendecirle. 
Al verla, Mario,embargado todavtápor la emoción,quedaperplejo,cO' 
mosi no la reconociera. Por la segunda puerta de la derecha ha entra- 
do también Antúñez, quien se dirige á Mario con un pliego enla manó), 

ESCENA XVn 

MARIO, DOÑA EMILIA Y ANTÚÑEZ 

Antúñez.— Ha llegado una citación para usted, doc- 
tor Blasco. Creo que es del juzgado de Buenos Aires... 
(Como Mario no toma d telegrama ni contesta, Antúñez se queda 
esperando á respetuosa distancia) 

Mario. — ¡Tú, mamá!. . . 

Doña Emilia. — Sí, Mario. . . Ven á preparar tu equi- 
paje y volvámonos. 

Mario. — ¡Pero tú lo sabes!. . . ¿Quién te lo dijo?. . .¿A 
quién se lo preguntaste? 

Dona Bmilia. — Una madre no necesita preguntar para 
«aber. (Pausa.Jíario abraza á su madre. Telón) 

FIN DEL SEGUNDO ACTO 



CLARO DE LUNA 



Viajera desconocida 
que en el lago de cristal 
bajo la luna dormida 
iluminaste mi vida 
con un recuerdo inmortal^ 
8i refrenando mi ardor 
tan solo te di una flor 
como prueba de ternura, 
fué porque quise hacer pura 
nuestra novela de amor. 



De aquel sueüo juvenil 
que una noche fué esbozado 
á los dos nos ha quedado 
como una pena sutil. 

Pero la luna de Abril 
que nos invita á llorar, 
también nos hace escuchar 
los acentos de un laúd 
que tendrá la juventud 
de las estrellas y el mar. 

MaNÜBL UeARTS*. 

Zufieh. 



LA HOJA DE PARRA 



Á PROPÓSITO DEL DESNUDO EN EL ASTE 



Hace dos meses, en París, y en visperae de este viaje por 
Italia^ un artista argentino me avisó de Jas vehementes censuras 
promovioas en Buenos Aires contra la Municipalidad, por haber 
decorado sus paseos con mármoles desnudos y alegorías que una 
pudibundez aldeana consideraba licenciosos. Hizome saber, ademán, 
que tales protestas* habían sido inspiradas por el clero, y que sa- 
cerdotes á quienes se considera como directores intelectuales de 
aquella cristiandad, habían osado subir á la tribuna eclesiástica 
para aconsejar la demolición de esos monumentos. Confieso que al 
oirle, semejante noticia me llenó de profunda congoja, pues no podría 
haberse imaginado argumento mejor para demostrar hasta qué punto 
es externa nuestra civilización, y para hacer comprender á los 
rehacios del industrialismo hasta qué extremo puede ser funesta 
esa moral que desarrolla el progreso sin desenvolver la cultura. 
Pues hubiera sido un espectáculo singular en la historia del mun- 
do, ver en aquella América novísima, tan llena de ímpetus gene- 
rosos, caer en el parque público los mármoles alzados por el noble 
designio de una comuna burguesa— los mármoles desnudos que 
remeidaban en su línea esbdta la gloria de los mármoles anti- 
guos — y caer por la instigación irresponsable de un clero estulto, 
ignorante de las tradiciones estéticas de la Iglesia Católica, que 
en el siglo XVIEE aún nos daba con Pío VI el más ilustre restau- 
rador de las formas paganas, como había dado con Julio 11 y con 
León X los muníficos protectores del Renacimiento, sin que nin- 
guna preocupación mezquina embarazara ante sus ojos las actitu- 
des libres de la Belleza. 

To habitaba, á la sazón de esas noticias, frente al Jardín de 
las Tullerías, que me ofrecía á diario, desde el Arco del Carru- 
sel hasta la puerta de la Concordia, el espectáculo de los mármoles 
y bronces, triunfando sobre pedeítalea pequeños y elegantes eomo 
las aras romanas, viviendo asi su pacifica familiaridad con el 
pueblo feliz que los admiraba, sin que ningún pensar maligno tur- 
base la serena contemplación de Fauno velludo, de Flora volup- 
tuosa, de Céfiro ligero, y de Orithya, Cibeles ó Deyanira contor- 



Bate artículo, fechado en Bnero, se publica con retrafto á cansa de haber 
quedado detenido varios meses en el Correo. La índole del tema que trata, siem- 
pre en el tapete, no le hace perder, empero, nada de su interés, á pesar del 
mencionado retardo en su publicación. 

N. DB i^L D. 



BOO LA HOJA DE PARRA 

isionando el busfco nubil en los brazos viriles de sos raptores. 
Antes de haber visitado los bemplos, los museos y los parques de 
Europa, ya mis opiniones eran en absoluto favorables á la idea 
del desnudo en el arte, de saerte que al visitarlos, sólo he encon- 
trado en ellos el documento plástico que ratificaba una convicción 
anterior. 

T si en virtud de un credo estético muy sólido, debía pro- 
ducirme gran inquietud la noticia de esas protestas bonaerenses 
que hacían peligrar un loable pensamiento de cultura, no lo fué 
menos por la influencia educadora del Jardín vecino, en el cual 
se ve realizada la idea de convertir los parques públicos en museos 
abiertos donde la obra escultórica triunfe en la luz espontánea 
del espacio, y donde al par que decore la tersa linfa de las fuentes 
ó la discreta umbría de ks frondas, restaure ante nuestros ojos, en 
la figura dramática de los Sátiros y las Dianas el gesto de los ins- 
tintos generadores, ó glorifique nuevamente, en la línea tranquila 
de los Apolos y las Venus, esas forman excelsas de la naturaleza 
cuyo culto unifica en un solo amor el destino del arte y de la vida. 

Han procedido bien los más prestigiosos órganos de nuestra 
prensa al condenar esa propaganda bárbara y regresiva; pero yo 
creo que si ahora la han dominado, su victoria es solo ana tregua. 
Tales protestas renacerán apenas otra ocasión análoga vuelva á 
irritar esos pudores de dueñas, y esos instintos de vándalos. Por 
eso yo atribuyo una constante oportunidad al tema de esta carta, 
en la cual desearía dar á mis lectores el concepto europeo sobre 
el desnudo en el arte, proclamar su absoluta moralidad, y decir 
la completa injusticia de esas alharacas hostiles, que solo pueden 
hallar guarida en corazones fanáticos ó en mentes horras de toda 
cultura estética y humanista. Y si en virtud de razonamientos teó- 
ricos tales eran mis convicciones, ellas se han fortalecido con arraigo 
más hondo en mi viaje á través de los templos y los mu- 
seos de Italia, pues nada como un viaje por este país que ha 
sido el centro del catolicismo para familiarizarnos con esos cuer- 
pos desnudos, y convencernos de qiie en sus grandes siglos 
la iglesia no rechazó la desnudez de la figura humana. Las es- 
porádicas protestas que á veces surgieron, £0 prosperaban en 
la voluntad de quienes tenían en sus manos el gobierno eclesiás- 
tico. Refiere Giorgio Vasari que cuando en el muro de la Capilla 
Sixtina, Miguel Ángel pintaba su c Juicio final»— donde no os im- 
presiona la composición sin armonías, sino el relieve escultórico 
de tantos hombres y mujeres desnudos^ — Biagio da Gesena, maes- 
tro do ceremonias de Paolo III, criticó la concepción demasiado 
pagana y las figuras que se le antojaban licenciosas; pero el ar- 
tista aún tuvo tiempo y libertad para castigar su estulticia, re- 
tratándole en la persona del Minos que va por la ribera del 
Infierno. Y se dice que cuando Biagio se quejaba ante el Papa 
de esto castigo, Paolo III, sonriendo, solía contestarle:— Si el pin- 
tor te hubiese colocado en el Purgatorio yo hubiera podido sal- 
varte; pero habiéndote confinado en el Infierno, no está en mi po- 
testad el levantarte la pena, porque Minulla est redemptio . , . 

Así CDmprendínn el arte aquellos grandes papas del Benaci- 



NOSOTROS 301 

mienix); y iaé menester que viniesen tiempos de decadencia artís- 
tica y do decadencia religiosa, ó pontífices insensibles á la belleza, 
para que se sintiera la necesidad de vestir aquellos sexos inocen- 
tes y para que se atrevieran á vestirlos pseadoartistas — que han 
pasado con el mote de camiseros al otro terrible infierno de la His- 
toria. Seria de ver á esos moralistas de Buenos Aires en aquella 
capilla donde el Papa dice su misa, para oír como concillan sus es- 
crúpulos con esas caderas redondas y esos vientres sensuales de laa 
figuras miguelangelescas, donde á veces cuerpos desnudos se entrela- 
zan en cópulas ambiguas. Seguramente responderían que tales son Iob 
restos, conservados por respeto á la tradición, de una época en la 
cual el paganismo rraiaciente en el arte había invadido los dominios 
del culto. Sí: aquella es la época en que la madre de Pietro Are- 
üno, que había sido una linda cortesana do Arezzo, sirvió de mo- 
delo para la Virgen que colocaron en el templo de su ciudad, y 
que el hijo, expósito y libertino, muchos años más tarde, en sus 
días de gloría, encargaba copiar sin duda para conservarla con or- 
gullo en su palacio de Venecia. Si: aquella es la época en que 
Nanni Grosso, agonizante en un hospital, según la anécdota que 
Taine nos refiere, rechazaba el crucifijo vulgar que se le ofrecía 
y pedía que le trajesen en cambio uno tallado por la mano de 
Donatello. Pero yo creo que esa confusión de lo religioso y lo pro- 
fano, de lo místico y lo sensual, no fué en manera alguna un re- 
nacimiento del paganismo, sino un simple y vigoroso florecimiento 
del arte, que no es pagano ni cristiano, pues su obra no reconoce 
otro ideal que la perfección de las formas ni otra religión que el 
amor á la naturaleza. 

He ahí por qué cuando el catolicismo necesitó decorar sus 
capillas ó eregir sus divinidades ante los ojos del pueblo, los 
artistas prefineron para sus creaciones aquellos episodios de 
los libros santos que les permitían pintar la carne humana en su 
magnífica desnudez. Así se explica esa prolusión incontable de 
Susanas perseguidas, de Sebastianes asaetados, de Magdalenas pe- 
nitentes, de Cristos depuestos, de Juanes adolescentes, de Adanes 
seducidos y de Evas pecadoras, — temas que sin* cesar se repiten 
en la imaginería religiosa de Italia. Y qué decir do las figuras 
simplemente decorativas con que los pintores gustaban exornar 
los lugares sagrados, tales por ejemplo aquellos frescos realistas 
del Tintoreto en la Escuela San Eoque de Venecia ó en la 
Sala Gonstantina del Vaticano, aquella que pint-ó Francisco Penni 
junto al retrato de San León : una mujer desnuda que sim- 
boliza la Verdad. .. Las citas podrían multiplicarse hasta lo infinito, 
y no sólo dentro de ese idealismo que reproduce la figura humana 
en su prístina y pura desnudez, sino de ese otro más audaz que 
complicó el desnudo con fábulas dramáticas, henchidas de sensua- 
lidad ó de lujuria; y no dejaré de mencionar que el gótico de las 
basílicas, siempre en rebusca de nuevas magnificencias decorati- 
vas, llegó á florecer en alegorías monstruosas; que en el Castillo 
de Sant' Angelo, antigua residencia de los Papas, aún puede verse 
obscenos episodios de sátiros abrazados á sus ninfas; y que una 
serie de medallones bizantinos en el vestíbulo de San Marco do 



302 LA HOJA DE PARRA 

Veneoia, ilustra la hiaboria del génesis y los amores edénicos, 
con tal profusión de detalles que raya en las escabrosidades de la 
ginecología. .. Oh, nó! La Iglesa y la moral religiosa, para protes- 
tar del desnudo en el artOj» necesitaría quemar primero sus frescos 
más admirados y sus basílicas más gloriosas. 

Cabe, sin embargo, establer una diferencia importante entre 
la pintura y la escultura, respecto á esta cuestión, y es que la 
primera puede crear una composición admirable con figuras yesti* 
das, mientras que á la segunda le es casi indispensable la desnudez. 
Esto se debe á que la escultura está limitada á la forma y al 
individuo, de tal modo que el color es producido en ella por una 
ilusión de la sombra, y que si puede agrupar varias figuras, lo 
hace, ó adhiriéndolas á un plano como en los sarcófagos y los 
vasos antiguos, ó uniéndolas por un vínculo tan débil que cada 
una de ellas conserve su individualidad, como ocurre con el 
Laocoonte, si he de ejemplificar mi teoría con una obra clásica. 
En cambio la pintura puede reproducir todo lo que reflejan nues- 
tras miradas, y disponiendo de la perspectiva y el calor, su campo 
de composición es más extenso. 

. Ella puede copiar rincones de la tierra, asi el paisaje y la 
marina, donde la figura del hombre no es indispensable. Ella 
puede manejar muchedumbres, así en los cuadros de cortejos y de 
batallas. Y como el placer pictórico e9 muchas veces producido 
por el contraste ó la gradación de los colores, las vestiduras tie- 
nen para ella una importancia esencial. Tal se ve, sobre todo, en 
las obras magníficas del Tinano, bien los retratos, como esa Cata« 
lina Gomare, suntuosa en sus sedas y sus joyas; bien la Asunta 
lamosa, donde el contraste de los vestidos sobre el fondo rojizo 
aue entona el cuadro, dominan tanto como la serenidad ya divina 
de la Madona y el asombro todavía humano de los Apóstoles. Pero 
nada de esto acontece con la escultura, arte de tres dimensiones 
que al completarse aislan en el espacio la obra realizada, y que 
necesita, por la misma simplicidad de sus recursos, buscar sus 
modelos entre aquelas figuras de la naturaleza que son capaces, 
por sí mismas, de sugerir profundas emociones 

Entre aquellas ^^^ras, ninguna como el cuerpo sagrado del 
Hombre. Cualquiera de mis lectores puede hacer la experiencia 
de que los animales, ó las formas inanimadas del Universo, tales 
como los árboles y las rocas, no tienen interés escultórico sino en 
relación con la figuia humana. La sala de los Animales, en el 
museo de antiguos del Vaticano, tiene un gran interés pintores- 
co, pero la perfección banal de aquellos perros cinegéticos y de 
aquellas vacas eglógicas, no os dá una sola emoción comparable 
á la que proporciona cualquiera de los dioses en las salas veci- 
nas. Entre los propios animales, el león, por ejemplo, tiene su 
sitio como apéndice decorativo de la arquitectura en el umbral de 
los pórticos, ó como temible centinela de las colunmas heroicas, 
pero nunca es de por sí, á pesar de su efectiva grandeza, un 
objeto exclusivo del arte. El caballo es el- que más nos interesa, 
pero es porque su figura se asocia á los grandes momentos de la 
historia del hombre. Guando lo hallamos solo como en el bronce 



NOSOTROS 303 

aroáico del Museo de Ñápeles, nos despierba una simple curiosidad 
arqueológica, y no consigue conmovernos sino cuando imaginamos 
que aquel corcel perteneció á una cuadriga, j que atados al carro 
condujeron al soldado vencedor en la guerra ó al auriga vencedor 
en el circo. Los caballos que en la escultura han perdtirado son 
les de la estatuaria, los caballos de los monumentos ecuestres, los 
caballos cuyos ijares sangraron al golpe de las espuelas del gue- 
rrero, ios caballos que atrooellaron con los ginetes de la patria 
contra los enemigos de la patria, los caballos que cuando muere 
Patroclo saben verter las lágrimas con que los hombres lloran á 
los héroes. Mas en todo eso, como veis, la figura central é inspi- 
radora de la obra escultórica ea siempre el Hombre; y entonces 
volvemos á nuestro punto de partida, para saber si hay el dere- 
cho de impedir al arte la libertad de representar en roca ó bronce 
esa figura con toda su magnífica desnudez. 

Hoy ya nadie osarla contradecir esa libertad en Europa. Hasta 
los yanquis groseros y las púdicas inglesas han side dominados 
por la pureza del desnudo; y es en la mayor aptitud de estas 
sociedades para el culto del arte donde finca precisamente la su- 
perioridad de su civilización sobre la nuestra. Aquí la mujer se 
ha independizado de esos prejuicios, más que por una prédica 
teórica, por la educación estética de los museos; mientras sé de 
viajeras argentinas que después de una visita al Louvre de Paria 
ó al Oapitolino de Boma, han huido encandalizadas por el sexo 
desnudo de los Apolos y los Bacos, mientras la turista venida de 
Nueva York permanecía arrobada ante ellas, pues sus ojos solo 
veían la gracia de las cabeza^i juveniles, la fuerza de las espal- 
das robustas ó la elegancia de las piernas serenas. To aconse- 
jaría á los que vienen á Boma que visitaran primero el museo del ea- 
pitolio, el del Vaticano, el de las Termas de Diocleciano, el de la Villa 
Borghese, todos los que conservan las esculturas clásicas salva- 
das de los siglos y de las ruinas, y que sólo más tardo habituado 
ya el ojo á la figura desnuda fuesen por la primera vez al Mu- 
seo de Arte Moderno sobre la Vía Nazionale, arte de figuras ves- 
tidas y de decadencia. Y ante esos trajes de mármol, ante esos 
trajes sin color de los cuales sólo vemos la iorma 'que el cambio 
de las modas tornara ridículos, yo les pediría que me confesaran 
si bajo pretexto de una falsa moralidad, prefieren esas fealdades 
grotescas ó la belleza del desnudo, glorioso por la insuperable 
plenitud de sus formas, por la elocuencia divina de su significado, 
por la eternidad universal de su gesto. Si algún velo las cubre, 
ha de ser esa túnica lijera que transparenta bajo un fino lino la 
silueta desnuda, así la Danzarina que se adelanta voluptuosa ea 
el Gabinete de las Máscaras del Vaticano, y así el peplo y la 
falda de las Victorias, que un viento heroico delineaba sobre los 
pechos firmes, sobre los vientres jóvenes, sobre los muslos ágiles. 

Es lamentable que los moralistas coníunilan á menudo la 
desnudez con la obscenidad. Yo estoy en contra de la obscenidad 
porque la creo antiestética; pero estoy en favor de la desnudez 
porque lo oreo moralizante. Juzgo antiestética la obscenidad por- 
que perturba la emoción artística con pensamientos impuros; y 



304 NOSOTROS 

juzgo moralizan fce la desnudez, porque ella sos enseña la sereni- 
dad de 9\m^ en la belleza, y la elegancia de las actítudcs y la 
perfección de las formas, y nos hace sentir tragedias y dolores del 
espíritu en el gesto carnal que todo hombre comprende y que es 
perenne en los siglos. Estas ruinas fecundas de Pompeya^ han 
dado el mu/^eo de Ñápeles una contribución do arte que sugiere 
sobre esto asunto muy concluyentes reflexiones. Los pompeyanos 
tenian á Venus por patrona de la ciudad, y Gastón Bois&ier refie- 
re que hasta los candidatos á las magistraturas edilicias ofrecian 
los favores de la diosa, como el voto mejor que podían formular 
á sus electores. A la sombra de este culto, floreció una cultura 
serena, inspirada en la pureza apolínea, pero creció á su vera otra 
dionisiaca, monstruosa, libertina y deforme. Ejemplo insuperable 
de la primera es el pequeño bronce de aquel Narciso prazitólico 
del cual me acordaré toda mi vida, porque jamás un eíebo ha 
alcanzado una desnndez más casta ni una elegancia más ez- 
quisita. Ejemplo de la segunda es aquel grupo de mármol donde un 
sátiro y una cabra se entrelazan en cópula tan abominable, que la 
dirección del Museo lo ha confinado en una sala secreta. He ahí 
expresadas con ambas obras dos órdenes de ideas que es necesario 
no confundir: eeta última es inmoral porque es obscena, porque es 
contranatura y por consiguiente contrabelleza; mientras el Narciso 
es moral porque nos pacifica el alma en nna sana contemplación, 
y difunde por nuestro ser un goce etéreo, infinito, que está, como 
el de la música, más allá de nuestras palabras y nuestros pensa- 
mientos habituales. Si cubrís su sexo con la menguada hoja de 
parra, no haríais sino llamar nuestra atención sobre una parte de 
su cuerpo que si la dejáis desnuda sd desvanece en la armonía 
de la línea que baja de la cabeza ^ermosa al cuello grácil y dtl 
torso elegante al glúteo firme y á la pierna viril. 

Puéblese, pues, la tierra americana, no sólo de hombrea que 
la trabajen, sino de bronces y mármoles desnudos que la glorifi- 
quen. Bella es la Victoria de Samotracia que está vestida, pero 
la moralidad de su belleza no consiste en el vele que oubre su 
cuerpo decapitado, sino en el esfuerzo triuniador con que se 
avanza sobre la proa, tanto que hace sentir bajo su nave el ru- 
mor de las olas y en torno de sus alas entreabieartas el viento 
de la inmensidad. Bella es también esa Venus de Milo cuya be- 
lleza es grande como su fama, y aunque el seno y el vientre es- 
tán desnudos, la carne de su cuerpo es impoluta, tanto que su 
alma ni lo sabe, y esa inocencia se transparenta en la serenidad 
de su frente y en la paz de sus ojos. Tal es el verdadero sentido de la 
moral en e] arte. Sus criaturas viven más allá del bien y del mal. 
Sus formas son simplemente bellas ó feas. Los cánones morales 
podrían, tal vez, someter á su juicio el valor ético de las concep- 
ciones expresadas en las formas, pero jamás las formas mismas. No 
podemos someter esos hombres y esas mujeres ideales á los 
usos de nuestra vida cotidiana; y sería ilícito ir á abrochar un 
peplo al busto de la Venus Capitolina ó ir á envolver un manto 
á las espaldas de la Venus Calipigia, porque faltaban á los edic- 
tos de las buenas costumbres. Yo he visto por el contrario, en tor- 



LA HOJA DB PARRA 305 

no de la Sagrada Desnudez, hombres venidos de las más diversas 
partes del mando, unirse íraiernalmente en los museos de Europa, 
para inclinarse en una silenciosa y pura adoración. Y mientras 
en nuestro país no pase lo mismo, mientras el pueblo pida hojas 
de parra para los mármoles desnudos, mientras la belleza no sea 
un culto 7 una religión, significará que el haber realizado al evan- 
gelio del írac predicado por Sarmiento, ha sido para nosotros una 
simple maniobra de sastreria, significará que hemos desarrollado 
el progreso sin haber desenvuelto la cultura, y esas muecas de 
enano seguirán ridiculizando nuestro vanidoso ademán de gigantes. 

BlOABDO KOJAS 



Pompeya, Bnero de 1908. 



PONIENTE TRÁGICO 



Cae la tarde en el estoaxio. 

Loe TÍoLines de laa selvas ceaienarias lloran largos misereres. 
LfOS sauces se estremecen bajo el soplo de la brisa, 
T sos ladas cabelleras de mujeres 
Desoladas por el llanto de su sueño ínnerarío, 
Bozan la onda que se irisa 

Como un cuerpo bajo el trémulo contacto de una mano. 
Finge inmensos y untástioos bajeles, 
Fabulosas grutas de oro, 
Caravanas infinitas de enigmáticos camellos, 
Crines crespas y flotantes de corceles, 
£11 crepúsculo violento que se extiende por el cielo, 
Cual mirifico océano hecho todo de destellos 
De joyeles. 

Cual incendio de amatistas y safíros; 
Como rauda catarata de esmeraldas y turquesas 
Desprendida de lo alto en briosos giros; 
Como el gran derruuibamiento de una Álhambra portentosa, 
Cuyos finos capiteles y arquitrabes 
Se convierten en pavesas 
Bajo la Ígnea llama ardiente del ocaso. 
Bajo la ígnea llama ardiente que hace rosa 
De corola y tallo suaves. 
De la nube crugidora como un raso. 
Y en loa ámbitos azules 
Desparrama 
Largos tules 

En que imprime el sol poniente 
Los colores atrevidos de su gama. 
Cae la tarde como lluvia de turquesas. Loa suspiros 
De los árboles jigantes que decoran la ribera 
Desfallecen en el fondo de los tibios horizontes, 
Como queja plaHidera 
De las arpas rumorosas de los montes. 
Una gran melancolía se difunde por el ámbito sereno. 
La tristeza de las tardes desoladas 

Se levanta desde el lecho de los mares y se extiende por 

[doquiera. 
El silencio pulveriza los sonidos en su seno. 



PONIENTE TBÁGIQO 307 

Y caal amplio cendal fino 

Oubre todos los objetos que se alzan á lo largo 

De las márgenes calladas. 

Derrepente, 

De las ondas silenciosas y amarillas, 

Surge suave y lentamente 

Una nave, por un lívido remero tripulada. 

Boga lejos de las plácidas orillas, 

Cual si un lúgubre presagio, un duelo amargo. 

En las hondas lejanías la internara. 

Yo conozco ese fantástico remero... 

Un dolor indestructible lo devora, 

Noche y día, á cualquier hora. 

Las angustias más tenaces y crueles 

Destrozaron su alma rara. 

Comió espinas, bebió hieles. 

Tuvo noches de suplicio, como el tríele prisionero 

A quien quema el amor santo 

Y el Destino obliga, empero, 

A estar lejos de su dulce bien amada. 

Mucho más que en la agonía de la tarde 

Oon el trágico crepúsculo en su alma torturada; 

Mucho más que la tristeza del toibiente 

Es el áspero martirio y el horrísono quebranto 

De su ser, en el misterio de la noche sumergido; 

Mucho más que la inclemente 

Amargura de las hojas, murmurando eterno olvido, 

Es el drama doloroso que se fragua entre las sombras 

De su frente de maldito; 

Mucho más que todas esas pesadumbres del ocaso. 

Es el fiero pensamiento que taladra su cerebro 

Y se escapa de sus labios, como un grito; 
Mucho más que las congojas de ese instante 
Dicen la angustiosa palidez de su semblante. 
Su pupila fulgurante 

Bajo la obra despiadada de la fiebre; 

Mucho más, en fin, que todas esas maravillas 

De la tarde inexorable, le tortura « 

De su amante el abandono; 

La raptura para siempre irreparable 

Con aquella prodigiosa criatura 

De cabellos como el oro. 

De ojos verdes y quemantes, como vivida esmeralda; 

Taso lleno de perfume y de amor lleno hasta el borde; 

Voluptuosa y amorosa hasta dar al paroxismo; 

Blonda y roja como anuncio de la aurora; 

Dura al lloro; 

Atrayente y peligrosa como abismo; 

Flor extraña de pasión y de pecado. 

Lazo fuerte qoe ligándolo al pasado 

Lo encadena en el presente 



308 HOSOTROS 

T 86 extiende, firme y recio, hacia el futaro; 

Hechicera de lascivos lábioe rojos, 

De mirar ígneo y obscuro, 

De apariencia de sibila 7 enigmátícos antojos: 

Indomable faerza ciega y prepotente 

Del fatal y dnlce sexo. 

Ante cuyas misteriosas sedacciones 

Se nublaba el pensamiento del remero; 

Hondo y mágico venero 

Del placer que da el delirio 

Del amor, jamás saciado: 

Tal fué aquella criatura 

Para el triste tripulante de la nave. 

Para el pálido remero que atraviesa 

La onda suave 

Con el trágico recuerdo de aquel bello ser amado; 

Conduciendo el denso fardo de amargura, 

Presa de hondo abatimiento 

T desventura, 

Y sus sueños derrotados bajo el brillo indiferente 
De las trémulas estrellas que aparecen en el cielo, 
Sin calmar la fiebre intensa áe su frente 

Ni aportarle algún consuelo. 

Y la nave avanza en tanto, lentamente; 

Y se aleja por momentos de la tierra, 
£1 crepúsculo la envuelve en su sudario, 

Y los místicos rumores de la noche que se acerca. 
La acompañan en su viaje misterioso. 

Reina un vasto sentimiento de agonía en el estuario. 

Se diría que algo muere en el borroso 

Confín ancho de las costas serpenteantes. 

La figura del remero bajo el palio de las sombras 

Desvanécese y se alarga. 

Toma un tinte visionario, 

Y por fin desaparece en lontananza. 

Y la nave, en tanto, avanza 
Bajo el brillo parpadeante 

De los^ astros que despuntan en el cielo, 

Suavemente, lentamente. 

Como el trémulo pañuelo 

Qae se agita en la ríbera de la vida, 

Despidiendo al desdichado 

En su lúgubre y su trágica partida. 

Eíjgenio DIaz RoMvaa 



INFORMACIÓN FILOSÓFICA 



* Vingt-cinq années de Vie lAttéraire** par MauHce Barres, 
de VAcademie Frangaise^ avec une irUroduction par Henri Bré- 
f/to^kf.— Un vol. in 16, Blond, edUeur.^P&TÍB, 1908. 

He aqai un libro qae no será nunca recomendado demasiado 
á los extranjeros que se interesan por la literatura francesa con- 
temporánea. 

£ki una reunión, excelentemente formada, de páginas escogidas 
en la obra ya considerable de Mauricio Barres. La personalidad del 
joven académico es, del punto de vista puramente literario, curio- 
sa y atrayente; pero les es difícil á quienes no están ya desde larga 
fecha y desde la infancia familiarizados con el genio francés^ de 
penetrar en la intimidad de ese pensamiento tan hostil al cosmo- 
politismo. Y, sin embargo, Mauricio Barres es digno como lite- 
rato de atraer la atención del gran público internacional. Sus 
impresiones de España, sus páginas sobre la c voluptuosidad de 
Córdoba >, sobre Toledo, sobre el Escorial, merecen ser recordadas 
por su interés psicológico. 

Su nacionalismo, en fin, no es solamente una doctrina política 
de la cual nosotros no debemos ocupamos aquí, sino una teoría 
literaria, presentada bajo un aspecto sumamente seductor, con 
sorprendentes recursos de dialéctica. Pero lo que sobre todo es 
menester alabar en Barres, lo que está muy por encima de sus 
teorías sociales ó literarias, es su arte. Escritor de una pureza 
clásica, ha sabido expresar en una prosa rítmica y concisa, las 
más satiles delicadezas sentimentales. Gomo ironista se deleita 
en la sátira violenta ó en ]a jovialidad intelectual, al modo de 
Renán, un Reinan cuya sonrisa esconde á menudo la aspereza de 
sordas cóleras. Poeta y paisagista, Barres nos lleva consigo por 
los museos de Italia, por las viejas ciudades españolas, por Grecia 
y, sobre todo, por la Lorena. 

Es la Lorena que él ha cantado con mayor amor; su pequeña 
patria es la reglón á la cual vuelve con fidelidad, después de las 
largas excursiones que una curiosidad apíuúonada le obliga á 
emprender. 

El lector de estas c páginas selectas» encontrará además en 
este volumen un cuadro fiel de la evolución del pensamiento de 
Barres. El autor de Déracinés ha partido, en efecto, del indivi- 
dualismo radical para acabar en el nacionalismo: él se ha conven- 



310 NOSOTROS 

cido que el individuo no se halla aislado, que el yo orgulloso no s& 
basta, siendo la existencia una condición creada por necesidades 
históricas y geográficas que es menester saber aceptar. Nuestra raasa 
habla en nosotros mediante los instintos y los sentimientos elabo- 
rados por una larga serie de antepasados; una tradición se nos im- 
pone, querámoslo ó no. No rebelarlos contra nuestras propias leyes 
«aceptar nuestro determinismo», tal es la fórmula última á que 
llega el individualismo primitivo de Barres. Y, justamente, en este 
volumen, los textos han sido agrupados en modo de hacer sen- 
sible la continuidad de la evolución que desde un Hombre Ubre 
llega á las Amistades francesas. Agreguemos que la introducción 
del señor Henri Brémond, clara y sabrosa, es un excelente prefa- 
cio á la lectura de estas páginas selectas. 

Indicamos, pues, con placer á los espíritus afectos á las letra» 
francesas, este volumen, que ha coronado un éxito legitimo. 



tMorale des Idées-Forees* por Alfred Fouillée. Bibliothéque 
de Philosophie contemporaine^ F. Alean, éditeur, París, 1908. 

Los lectores de la notable ebra que Fouillée ha consagrado 
á la Critica de los sistemas de moral contemporáneos, esperaban 
desde tiempo atrás la síntesis moral personal prometida al pública 
por el autor del Evolucionismo de las ideas- fuer zas. La parte pu- 
ramente crítica de la doctrina de Fouillée, pedia un complemento. 
Su Moral de las ideas-fuerzas que aparece ahora, nos prueba que 
el autor, no ha perdido ninguna de las cualidades de su aná- 
lisis claro, de su dialéctica flexible y sutil, de su erudición 
siempre bien informada. Pero lo que nos parece sobre todo inte- 
resante es la noble preocupación de conciliación y de unidad que 
caracteriza el punto de vista de Fouillée. De acuerdo con el her- 
moso pensamiento de Leibniz, Fouillée trata antes de todo de con* 
ciliar los pensamientos divergentes, de harmonizar los fragmentoa 
esparcidos y, por decirlo así, las facetas de verdad que toda 
doctrina esconde. 

En este libro, particularmente, el autor ha querido conciliar 
la moral tradicional con la teoría hkntiana del imperativo moral;, 
ha ensayado de hacer la síntesis de las morales de lo deseable 
(hedonismo antiguo) y de las morales del deber. Por otra parte, 
la misma conciliación es intentada en lo que concierne á la ética 
clásica, fundada sobre las revelaciones de la conciencia y la nueva 
ciencia de las costumbres, elaborada por la sociología en la es- 
cuela de Dürkheim y Lévy-Brühl. Esta tarea era difícil; trate- 
mos de ver cómo Fouillée la ha realizado. 

El verdadero punto de partida de la moralidad se halla en. 
la sola reflexión de la conciencia sobre sí misma. Es necesario 
plantear al principio cun análisis radical de la experiencia inte- 
rior y de la idea misma de moralidad, en que la conciencia se 
expresa». Pero la conciencia no está aislada' ella es un individuo, 
un sujeto de una sociedad de conciencias. Al cogite de Descartes- 



LETRAS 311 

qne ha desempeñado un rol tan grande en la filosofía teórica, es 
necesario, en filosofía práctica, substitair nn cogito, ergo sumus. 
Asi, la moral de las Ideas-Fuerzas huirá de la estrechez de las 
doctrinas basadas sobre un principio único y abstracto; en vez de 
ser unilateral, ella será omnilateral. Apoyándose en una síntesis 
completa de loe resultados de la experiencia, ella utilizará asi las 
condiciones objetivas de la vida social como la reflexión sobre la 
conciencia. Esta moral será, pues, metafísica en sus principios, 
científica en lo que concierne á los datos objetivos sobre loe cua- 
les ella establece sus reglas y deduce sus aplicaciones. Es una 
primera conciliación. 

De otro lado Fouillée reacciona contra el kantismo ortodo- 
xo y se aproxima á las morales antiguas. El cree en el valor 
práctico de las verdades puramente racionales: no hay heteroge- 
neidad absoluta entre la verdad y la moralidad. Una idea verda- 
dera puede tener un coeficiente moral. Aunque reconociendo la 
importancia de la noción de ley en la moral kantiana, Fouillée 
protesta contra una doctrina que separa la razón y la conciencia 
humanas, que rehusa al sentimiento un papel legítimo, y que, para 
fortificar mejor la razón práctica, la separa de todo lo que la sos- 
tiene. La moral kantiana implica un dualismo de los elementos 
concientes, dualismo que Fouillée se niega á admitir. tUna de 
las más íntimas bases de la moralidad, es precisamente esa 
disposición científica y filosófica que caracteriza al hombre: 
sentido de la unidad, aspiración á la síntesis total. En la socie- 
dad como en sí mismo, el hombre concibe y quiere la unidad. Es 
imposible no querer existir y vivir universalmente. Esta vida, 
comenzada por la inteligencia, tiende, bajo la ley de las ideas — 
fuerzas, á terminarse en el sentimiento y la voluntad reflexiva.» 
He aquí xma segunda síntesis. 

Es necesario agregar que la moral de la obligación no es el 
estado más elevado de la moralidad. La verdad moral es la moral 
de la libertad. Fouillée substituye al imperativo categórico el tSu- 
premo persuasivos. En este punto, unos sutiles análisis psicoló- 
gicos nos indican el sentido en el cual son entendidos esos térmi- 
nos. tLo que nosotros debemos, es lo que ya 'queremos en el 
fondo mismo de nuestro ser y de nuestra conciencia, por esto 
mismo que tenemos en nosotros una voluntad que va á lo uni- 
versal como nuestro pensamiento, no sólo una voluntad con 
centrada en el yo egoísta.» El principio de la moralidad, 'es 
pues, en el fondo, el bien, lo deseable. Solamente que, el l3ien 
no debe ser definido por una aspiración parcial, deseo único, sino 
por el conjunto de nuestras tendencias, por la ciencia completa de 
nuestro ser. Será necesario asimismo utilizar el carácter estético 
del ideal moral, bien que una moral puramente estética no puede 
bastar. En suma, es necesario considerar los diversos elementos 
racionales, estéticos y sentimentales y volitivos de la moralidad, 
8ÍB atribuir un papel exclusivo á ninguno de ellos. 

£m. Duprat. 



DE MI VIDA 



¡fríos i 



Gonversábamoa. . . conversábamos. . . en fin. . . de todo y de 
nada con un oficial de justicia amigo mío, cuando se oyeron repe- 
tidas llamadas de auxilio. 

Corrimos hacia el sitio desde donde partían. 

Frente á una vieja casa de inquilinato se agolpaba la gente 
pretendiendo derribar al vigilante que impedia el paso en la puerta. 
Mi amigo Equis, el oficial, al ser reconocido por el agente pasó, 
y me hizo pasar á mi también, yendo ambos á dar, después de 
salvar el interminable zaguán, á una habitación tan miserable como 
desordenada. Una cama de fierro, dos sillas desesterilladas, una 
mesa de pino blanco á modo de escritorio y un ropero antiguo, 
sin espejo, y pintado, eran los muebles todos de aquel cuarto 
alfombrado de revistas, diarios y fajas á nombre de Eoger Hant. 

Todo esto lo he reparado después, porque ni bien franqueamos 
el umbral de aquella pieza, un horripilante caadro hozónos contraer 
de terror, al menos á mí que no sov oficial de justicia. Sobre el 
lecho purpurado por la sangre, un hombre, joven aun, á deducir 
por los cabellos ebanáceos, pues en el rostro difícil ó imposible era 
reconocer indicios seniles ó lo contrario: parecía desgarrado á 
zarpazos de fiera sitibunda y vengativa. En aquella cabeza había 
horribles amplias heridas por todos lados. La frente abierta por el 
medio como á golpea de hoz, dejaba salir, entre coágulos de san- 
gre negra, como pedazos de algodón granate, nauseabundos despojos 
de la despedazaaa masa cefálica. De la nariz descarnada surgía 
oscura sangre también. La boca, abierta, enormemente abierta, 
recordaba no sé qué heridas asquerosas, pestilentas, y dentro, 
mostraba, colgantes algunos y algunos rotos, unos dientecitos 
pequeños como de mujer que tintados por la sangre imaginábanse 
de coral. Losr ojos, ¡oh los ojosl no puedo hablar de los ojos. Y 
de los oídos destrozados como á fuerza de barréneos, brotaban 
espumarajos purpurinos ahora, sonrosados después, grisáceos y 
verdosos en seguida. . . 

¡Ah, horrible, horrible! 



DE MI VIDA 313 

La bala suicida, disparada en la boca, habíale dado aquella 
repugnante desfiguración facial. Un secando miré de fijo aquel 
cuadro y aunque mi interesada vista hubiera deseado observarlo 
un día entero, la helada sensación de terror que mordía mis car- 
nes no me lo permitió, y pretendí salir. Pero mi amigo Equis me 
pidió que recorriera de sobre el escritorio todo aquello que creyera 
interesante para la identificación del suicida. 

Obedecí. 

De espaldas al cadáveri puse manos en la obra, v á poco, di 
en el cajoncillo de la mesa, con cinco cuadernos de doscientos y 
tantos folios cada uno en cuyas tapas leíase escrito en gruesas y 
firmes letras góticas: tD$ mi nidai. 

Oomo los cuadernos estaban numerados, tomé el último y leí 
el final. 

He aquí la transcripción del último capítulo: 



Terminada la cena en un modesto restaurant de arrabal, en- 
cendí un cigarrillo no menos modesto que el restaurant y salí sin 
rumbo. . ó mejor dicho... con rumbo á cualquier café central 
donde abonar dies centavos por un pocillito de agua sucia, cinco 
azucarillos y quince ó veinte bodrios musicales; para, después, 
cuando el reloj, ese inmortal mensajero anunciador de nuestro 
nacimiento y de nuestra muerte, — primero parcial, en seguida 
absoluta,— juntos los brasos, musita la oración de la noche, dándose 
devotamente, católicamente, doce golpes en el pecho, irme á dormir. 

¡Que delicioso es dormir! 

cLa vida es un suefio corto y deleitable» — dijo mi pluma in- 
cauta, mi pluma adolescente, mi púbera pluma de quince años, 
tres tomos anteriores á éste, página 155, capítulo zn. 

«La vida es un 9ueño. .. corto. .. y deUüable». 

Sonrío. 

¡AJi, si la vida fuese un sueño! Si nuestras almas no amasen; 
si nuestras almas no odiasen; si nuestros cerebros no levantasen 
quimeras, gigantescos andamiajes de ilusiones; \ si nuestros cere- 
bros no amamantaran envidias, egoísmos, hipocresías; si nuestros 
cerebros no maquinaran venganzas; si fuéramos nada más que un 
montón de carne, animada, si, pero sin cabeza, ó con cabeza de palo, 
con cabeza de piedrai con cabeza de mármol! 

(Ah, si la vida fuese un sueño! ... 

* 

Salí del café. ..de un café central donde hube abonado diez 
centavos por un pocillito de agua sucia, cinco azucarillos y quinoo 
ó veinte bodrios musicales. 

La noche estaba iría, fría y triste, tan triste y fría que hacía 
pensar en almas de escépticos, en corazones de esposas viejas y 
sin hijos, y en la vida, y en el porqué de la vida, y en la muerte, 
y en el porqué de la muerte, y en el más allá de la muerte. 



314 NOSOTROS 

^ La noche estaba fría, fria y triste. En las calles desierta» 
casi, las mechas incandescentes de algunos faroles osdlaban como 
si taviesen frío, macho irlo: algunos se apagaban recordando men- 
digos que se murieron ateridos, otros permanecían inmóviles, impa- 
sibles, indiferentes, como si tuvieran gabanes de gruesas pieles y 
hubieran bebido sendos ponches de rhom. En las esquinas, lo» 
vigilantes, envueltos en sus capotes, se resguardaban del rocío y 
pretendían también resguardarse de la brisa glacial acurrucados 
en las puertas de los almacenes ya cerrados. Unos miraban al 
suelo, pensando talvez en que un hada milagrosa ó una bella 
hechicera disfrazada de vieja bruja, abriendo de improviso un 
boquete en la tierra, aparecería entre una humareda de incienso 
para decirles: Yo aoy Todolopuede ¿qué queréis^ Pedid. — Ser mi^ 
llanario, — Tomad esta varita de virtud, agitadla tres veces y pedid 
que aerdn cumplidas ipso fado vxsestras órdenes. Otros, miraban 
al cielo, esperando ver desprenderse un aerolito y contar después 
hasta veinte, antes que se perdiera el bólido en oí espacio, y luego 
ansiar, como el primero, ser millonario, ó, si menos ambicioso, tan 
sólo un ascenso á sargento, y ver satisfechos sus deseos, según dicta 
la vulgar superstición. Pero ni el boquete se abria, y aunque la pie- 
dra meteorólica se desincrustaba del vacío, nunca llegaban á con- 
tar hasta veinte, y si llegaban, los millones ni el ascenso aparecían 
para no desviar la rutinaria característica de la esperanza, ese 
imposible de lo imposible, esa interminable senda alumbrada pero 
sin metas, ese inconmensurable mar navegable, pero sin puertos. 

Otros se adormecían. Luego el trote de un caballo de carruaje 
les despertaba. ¡El ofíciall No. No era el oficial. T volvían á amo- 
dorrarse semisoüando en que la vida era un sueiko. 

¡Ah, si la vida fuese un sueño!. .. 

* 

Llegué á mi vivienda. Al introducir la llave en la puerta 
pensé en las puertas de la felicidad siempre sin cerrojos y siempre 
herméticamente cerradas, y en las puertas del dolor siempre abier- 
tos de par en par y siempre con una amable portera, joven y her- 
mosa, que, con la flamante mirada de sus aleves ojos ingenuos que 
parecen brindaros un mundo de dichas inequiparables, y la sonrisa 
fementida de sus labios sanguíneos, os atrae, os atrae. 

Entré á mi habitación. 

¡Qué sola estaba mi habitación, qué frío estaba aquel cuarto 
de bohemio en donde jamás, desde cinco años ha, entró un amigo 
porque los amigos son como las amigas: objetos de venta, y yo 
nunca pude reunir unos centavos para comprarme un compidüero 
y una compañera para .. . ¡vaya! para ambos. ¡Y pensar que nunca 
podría comprarme estás frágiles chucherías pueriles, mientras los 
trabajos literarios de un día, de un mes, de un año^ sigan dando 
á sus padres tan sólo para vivir una hora, uq día, una semanal 

¡Qué sola estaba mi habitación, qué sola y fría! más fría y 
sola que de costumbre porque, días pasados, hasta mi biblioteca 
también me había abandonado para irse con un vampiro ruso. 



DE MI YIDA 315 

¡Oh, Sadermann, Hanpassant, Bandelaire, Ibsen y vuesiroB compa- 
ñeros de estante, perdonadme, pero los primeros fríos me aoobar- 
daronl 

{T sin embargol ¡sarcasmo desaroasmol vosotros todos apenas 
si me~ distéis para un par de mamelucos j media docena de cami- 
setas! Pero, mañana, mañana vuestros retratos me darán para 
nna ¿rasada. Mas, ¡oh, ingrato de mí! ¡desagradecido! Algo más 
me distéis, sí* Me distéis esta vida neurótica, hipocondríaca, y, si 
no me distéis también este escepticismo misantrópico, acaso oooperas- 
téis en la obra de la Humanidad y de los Años, cooperasteis á enve- 
nenar mi a!ma inocente de los quince eneros, ó al menos, me pre- 
dispusisteis á ello. . . Hoy ya soy un viejo niño de quince eneros 
y siete junios, con canas en el alma, achaques en el corazón, y 
frío, mucho frío en el cerebro! . » . 

¡Ah, si la vida fuese un sueño! 

Me acosté. 

¡Ah, qué helada estaba mi cama! ¡Qué helada! ¡Qué heladal 

* 

Comencé á dormirme. 

¡Qué delicioso es dormir! 

¡Si pudiese dormir eternamente! 

¡Ah, el sueño si que es la vida! 

He 

« m 

Un vecino que cruzaba el patio, encendió un fósforo al cruzar 
por mi habitación y la luz de la cerilla, franqueando los cristales 
de la puerta, hizo brillar mi revólver sobre su repisa. 

¡Ah, qué deliciosas ideas danzaron un vals cadencioso y me- 
lifluo en mi cabeza! 

Pero, no obstante, me levanté, tomé mi revólver y lo oculta 
en el cajón del ropero. 

¡Cobarde! ¡Cobarde! 

Tuve miedo que algún otro vecino encendiese un fósforo fren^ 
te á mi pieza y la fulguración incitante de mi revólver me llevara 
á ser valiente. 

¡Cobarde! ¡Cobarde! 

T más cobarde fui aún. Pensé que, ya en el cajón, podría 
brillar al contacto de otra lucecilla y cerré los postigos. 

¡Ah, qué cobarde soy, qué despreciablemente cobarde! 

¡Ah, si la vida fuese un sueño! Si la vida fuese un sueño 
¿sería lo que soy? 

m 

Tal capítulo estaba fechado 20 de Mayo. 
T aquella noche era 81. . . 

Fedbrico S. Mebtens 



SEMBLANZAS DE LA TIERRA 



CABBEBA 



Un puñado de intrépidos varones 
comandaba aquel bravo aventurero, 
Henos los brazos de vigor guerrero 
y las almas pobladas de visiones. 

Contemplaron las fértiles regiones 
que festonan las aguas del Primero, 
alto el glorioso pabellón ibero 
y jadeantes los rustióos bridones. 

y en nombre de pu dios y su monarca 

tomaron posesión de la comarca 

que se hundía en lejanas lontananzas... 

Mientras en sus recónditos follajes 
las indómitas turbas de salvajes 
«filaban las puntas de sus lanzas... 

LA CONQUISTA 

Era la nueva raza que venia 
de los mares remotos del oriente 
y en su mirada audaz resplandecía 
el fantástico mundo de su mente. 

¡Quien sabe qué dolores presentía, 
que doblegando la tostada frente, 
ante su planta temeraria huía 
tímida y triste la nativa gente! 

Y buscaban con trágica pavura 
las miradas atónitas é inquietas 
el seno maternal de la espesura, 

Y allá por los lejanos horizontes 
asomaban las bélicas siluetas 

sobre el amplio silencio de los montes... 



SEMBLANZAS DE LA TIERRA 817 



FRAY FEBNAMDO 



£n la silente soledad moría 
el alma de la América llorosa, 
el alma vagabunda y sílenoiosa, 
reina en otrora de la selva umbría . 

Mientras la fiera inquisición rujia 
como enorme serpiente pavorosa, 
se erguía la ignorancia tenebrosa 
como la noche amenazando al día. 

Lleno, entonces, de mística clemencia^ 
quiso alzar otro templo de la ciencia 
un viejo sacerdote venerando. .. 

Y allí está con su inmóvil apostura 
en la perpetuidad de su escultura 

la sombra paternal de Fray Femando^ 

LA EPOPEYA 

Viento de rebeliones vengadoras 
sacudía los tronos carcomidos, 
alumbrando los pueblos oprimidos 
una risueHa claridad de auroras. 

Del Plata, por las márgenes sonoraa 
resonaron sus fuertes resoplidos, 
y marcharon sus hijos atrevidos 
agitando banderas redentoras. 

Y cuando á despertar á sus hermano» 
pisaban los confines de los llanos 

al rebelde marcial de sus tambores. 

Surgió desde el silencio de la sierra 
un aullido frenético de guerra 
como una llamarada de rencores. .. 

KL DEÁN FUNES 

Por un raro capricho del destino 
del sacerdocio se enroló soldado, 
aquel fogoso luchador templado 
como agudo estileto florentino. 

Tenía algo de trágico y felino 
su patriótico ardor de iluminado, 
cuando escrutaba el porvenir soüado. 
señalando á los pueblos su camino . . . 



ai8 NOSOTROS 

Al través de su yerba oonvinoente 

flotaban las ideas de su mente 

como lengoas de fa^go de ana hoguera. 

Y ante sos pensamienton luminosos 
se plegaban los labios silenciosos 

como diciendo: su rasón impera! 

PAZ 

Romántico señor de las contiendas, 
tenían sus homéricas hagaflas 
una altiva grandeza de montañas 
y un solemne misterio de leyendas. 

En la ruda intemperie de sus tiendas 
que azotaba el rigor de las campañas, 
ardía en el altar de sus entrañas 
el fuego de sus bélicas ofrendas. 

La visión de la patria desolada 
anublaba la luz de su mirada 
con un grave dolor meditabundo, 

Y al filo de sus sables vengadores 
estrellaban sus bárbaros furores 

las selváticas hordas de Facundo. . . 

VÉLEZ SÁaSFUELD 

Formidable adalid del pensamiento 
en su olímpica frente dilatada 
revelaba la raza no domada 
de Gutiérrez, de Bawson, de Sarmiento. 

En las ásperas bregas del talento, 
cuando tronaba su palabra airada 
era su cabellera enmarañada 
como un penacho desafiando al viento. 

EU más temido entre los más temidos, 
se azuzaban nerviosos los oídos 
ante la magestad de su sapiencia, 

Guando al herir sobre la carne viva 

fluía de su verba persuasiva 

el sonoro raudal de su elocuencia. 

LAS M0KTAÑA8 

Solitarias montañas silenciosas 
que dilatan sus páramos desiertos, 
escalando los ámbitos abiertos 
donde reinan las águilas gloriosas. 



SEMBLANZAS DE LA TIERRA 319 

Rememoran leyendas misteriosas 
en la qoietnd de sus pénaseos yertos, 
como si el alma de los tiempos muertos 
meditara en la nada de las cosas. 

Y cuando el sol desblleciente arde 
envolviendo las crestas del granito 
en los trémulos brazos de la tarde. 

Evocando insondables pesadumbres, 

parece que soñara el infinito 

tendido sobre el lecho de las cumbres. . . 

bovaoosá 

Oaballero cruzado de la idea, 
rumbo á la gloria atravesó la vida 
con la corona de laurel ceñida 
como una aureola de su sien febea. 

Guerrero de Micala ó de Platea, 
le atraía la li^a embravecida. . . 
y buscaba el abismo del suicida 
como el punto final de su odisea . . . 

Derrochaba su intrépida hidalguía, 
sin frase torpe ni intención ambigua; 
la frase altiva, la intención bravia. 

Azotando la faz de los malvados, 
como esos reyes de la edad antigua, 
que peleaban al par de sus soldados. . . 

EL DIQUE DE SAN ROQÜB 

Serpeando por las costas del Primero 
que corre entre la abrupta serranía, 
canta el progreso resonante y fiero 
en la lira de hierro de la vía. 

Al caer de las tardes de Febrero 
sobre la sepulcral monotonía, 
gime en el triste resplandor postrero 
el fánebre rumor de una elegía. 

Y allá sobre el confin, donde se evoca 
soñando en un letárgico embeleso 
el alma impenetrable de la roca. 

Alza el titán su contextura huraña, 
como una fortaleza del progreso 
enclavada en el pie de la montaña. 

Leopoldo Velasoo. 

La Plata. 



€ RECUERDOS DE NIÑEZ Y MOCEDAD > 



POB laeüSL DE TJNAM17N0 



El Sr. Unamnno, escritor que encaentra partícolar deleito en 
hablar de si mismo, acaba de publicar las memorias de sos años 
javeniles. Tan insistente ha sido siempre en él la manía de recordar 
sn persona en cnanto escribe que la aparición del presente libro se 
dejaba prever mucho antes de ser anunciada por su propio autor. 

Creo encontrar en el egotismo de que alardea el fecundo 
escritor vasco, las trazas di^sretamento veladas de una fogosa 
egolatría cuyo deplorable resultado es el de hacerle indiferente 
por trabajos de objetivación que darían á su nombre el mismo 
noble brillo alcanzado en el cEn tomo al Casticismo». Ese inva- 
riable replegamiento sobre sí mismo constriñe á Unamuno á ser 
áspero y monótono. La lectura de un detalle de mediana importan- 
cia en la vida de una persona, por ilustre que sea, resulta anodina 
casi siempre. Y Unamuno menudea en referencias de esto género 
en la mayor parte de sus escritos. En su último libro nos relata 
un período de su existencia asaz idéndca al de todas las gentes; 
circunstancia que no puede ser más consoladora^ pues nos enseña, 
una vez más, á no ver cosas extraordinarias en las primeras faces 
de la vida de los hombres de tolento. 

No puede ser más reconfortante saber que uno de los primeros 
filólogos sufrió en el aprendizaje del latín idénticas contrariedades 
á las que sufre hoy cualquier escolar. Es igualmente alentador, 
reconocer que aún aquellos espíritus mejor nutridos — y precisa- 
mente éstos—han debido redoblar sus energías para lograr por si 
mismos una ilustración cuyos cimientos no fraguó el colegio ni nin- 
gún maestro. La frecuente rutina del auto-didacta suele hallar 
en estas semejanzas esperanza y aliento eficaces; pero nada más. 
Las memorias y biografías interesan sólo cuando son interesantes 
de verdad; es decir, cuando vienen de algún aventurero ó de Sara 
Bemhardt. La biografía y el recuerdo son novelas más ó menos 
ciertas, que sin hacer excepción á las de otro género saben ser ame- 
nas sólo cuando en ellas se refiere algún suceso culminante que 
intriga y que seduce. Narrar lo que cada día ocurre á cada uno 
de los hombres no podría ser más pesado. Es lo que acaba de 
hacer el señor Unamuno. Sus recuerdos son los de cualquier es- 
tudiante circunspecto. Tal vez dándoles otro escenario que el de 



€ RECUERDOS DE NISEZ Y MOCEDAD» 321 

la escuela y el colegio, resultasen menos áridos. Asi, su única utili- 
dad es la que he indicado. 

Y es lástima! Siendo la de Unamuno una inteligencia tan alta 
7 fuerte podía desplegarse en trabajos de una mayor impersona- 
lidad que soK siempre los más duraderos. 

Ahí están para atestiguarlo muchos de los capítulos de sus- 
comentarios al Quijote, aquellos en los cuales expone por ejem- 
plo su original concepto de justicia; ahí está ese libro de rarísima 
penetración crítica que se llama En tomo al Casiicmno; ahí 
está su preciso y su precioso ensayo sobre la Ideocracia; ahí. . . 
cada una de las páginas en que olvida un poco su persona ó en 
que Jiolo se refiere á un sentimiento ó á una pasión que lo agita: 
sus salmos son una condensación rítmica y emocionante de una 
preocupaoión espiritual profunda que sin duda ha de sobrevivirle. 
¿Porqué encastillarse en el yo? La variedad de temas que éste 
proporcionales tan reducida que ala postre se hace fuerza el re- 
petir cosas ya expresadas. Una gran ilustración es responsable 
mientras no aborda el mundo, mientras se cierra al exterior y 
sólo sirve do lente aplicada á un yo deformado por la sugestión y 
el amor propio. Tal es mi pensar modesto sobre este particular. 

Mas debo también reconocer, que este mismo temperamento 
áspero é intolerante ha servido á Unamuno para hacerle consignar 
más de una idea vivida y sincera. Desgraciadamente el indoma- 
ble egoísmo que le produce esa infinita ansia de vida y terror 
casi enfermizo del no ser, reside en lo más íntimo de todas las- 
almas sin alcanzar una manifestación en palabras. Es un egoísmo 
pudibundo, tímido, que busca la forma más eficaz de refrenarse, 
de anularse, sin conseguirlo totalmente. Pero en todo caso, es 
ésta la distinción más palmaria entre el egoísta y el que no lo 
es. Si en el fondo, las acciones en apariencia más desinteresadas 
son tan egoístas como las demás, por lo menos es evidente que 
BU agente al ejecutarlas no ha tenido conciencia de ese fondo 
egoísta y ha podido olvidarse de sí mismo. A Unamuno pa- 
rece enorgullecer la hipertrofia de su yo y por paradojal 
que parezca, es este orgullo, la raíz de su idealismo. Ama 
á Dulcinea, porque Dulcinea encama la gloria, el vivir impe- 
recedero, y amaá sus semejantes en un desborde ae amor propio 
y porque encuentra simpatizantes por excelencia sus principios 
egotistas. Derivar con toda conciencia el amor á los demás, de un 
exceso del amor á sí, acaso sea exacto; pero tenerlo siempre 
presente, me parece funesto. No es de observación psicológica el 
que la intensidad de un sentimiento ó de una idea produzca una 
desviación de parte del mismo hacia otros sentimientos ú otra idea. 
El sentimiento se tornará pasión morbosa y la idea, idea fija. El 
egotismo, no se tomará altruismo, sino egolatría. 

don todo, el Sr. Unamuno es escritor tan noble y sincero que 
consigue lo que pocos alcanzan: suscitar general discusión sobre su 
personalidad y sus ideas bajo cualquier pretexto. Casi todas sus pu- 
blicaciones atraen por su notable enjundia. Esta última responde se- 
guramente, tan sólo á algún paréntesis abierto en su labor más sería.. 

Lms JfiSá. 



cDE MI VILLORRIO* 

VKR80S DK LUIS C. LÓPEZ 



He abierto este libro á la media noche, desganadamente, como 
-alguien que ahito de sensaciones suaves, desaira el roce lánguido y 
sedante de unos cabellos infantiles. He abierto la obra y pronto faJ 
forzado de avizorar el espíritu; asombrarlo luego con amable inquie- 
tud, y hacerle entrar por fin en este libro, mitad callejuela rancia, 
ajetreada de vulgares vaivenes, mitad cíimino de campiña, de cam- 
.piña olorosa cuando es Diciembre. 

Porque éste es un libro original. Imaginad, si podéis, un prado 
sentimental, con un molino color humo que hace gestos cansados, y 
un arroyo que en los cromos lo pintan de plata, y un vientiño maña- 
nero que rompe las rosas rosadas y un cielo— azul, morado, pizarra, 
— donde las nubes se han dado cita y en manso coloquio cambian 
fábulas banales, y allí, arrastrando la lengua de plata de la esquila, 
una vaca grande, de uores pesantes y perfiles embotados: La Vaca 
Tulgaridad. 

Ese señor López, que hace versos en la lejana Oolombia— 
Colombia está más lejos que París, — tiene un exquisito, un sedeño, 
un suprasensible temperamento y tal vez por eso, no hurta á su 
verso el detalle prosaico, sucio, vulgar que madura en todos loe 
^minutos. A lo mejor se pone á labrar un sándalo y se llega una 
señora de trazas leas — la tilinguería, la vanidad, la verUre-á-ierrej 
de las gentes — y porque sí, porque se le da la gana, le saca 
los cinceles de las manos, y ¡darol el poeta que quería hac^ 
una rosa de olor, da suelta á un poco de ironía, á un poco de 
sátira epigramática, que el epigrama es insulto desalentado y 
queja que se sonríe. .. 

Oye, amada muy mía, me voy tornando obeso, 
Oomo un abad.— El bruto del Alcalde asegura 
Que me tiene rollizo lo sabroso del queso; 
Y, ponte muy contenta: soy amigo del cura. . . 

Y m 18 tarde: 

... Ni qué tú, desgreñados los tirabuzones 
De tus cabellos, busques nuevas sensaciones 
Oon algún dependiente de Lanman y Kemp. 



CDE MI VILLORRIO» 323 

Y también dice: 

. .. (Ya no me rio 
De tí, Bubén Darío). 

Oid, todavía: 

. . . Hombre de pelo en pecho, rubio como la estopa 
Rubrica con la punta de su machete y por 
La noche cuando toma la lugareña sopa 
De tallarines j ajos, se afloja el cinturón. .. 

Su mujer, una chica nerviosamente guapa, 
Que lo tiene cogido como con una grapa 
Gusta de las grasicntas obras de Paul de Eock. 

En MUin^ la colectiva estupidez, salida de madre, arma fiero 
zipizape que la guardia pretoriana se encarga de docilizar á punta 
de bayoneta, y el poeta 

— Gomo no soy apástol del Derecho— contempla desde un te- 
jado, la furia de los hombres tranquilamente, con toda la frialdad 
de un erudito. 

Más allá se le ocurre: 

. . . .(Jiñendo rica sotana 
De paño, le importa un higo 
La miseria del redii, 

Y yo, desde mi ventana, 
Limpiando un fusil me digo 
¿Qué hago con este fusil? 

Bien quisiera multiplicar las citas, pero me toca el temor de 
que esa tarea poi lo larga, resulte tela de Penélope. Bastan, tal vez 
las que tengo desengarzadas de este libro muy breve, para que 
adviertan muchos, una de las facetas más típicas del psiquismo del 
autor. 

Es posible que alguien diga que en esos versos no encuentran 
poesía, porque López no exorna las cosas con muselinas de irreali- 
dad. Es posible que diga: zagala ventruda, si ventruda la ve, y 
quizás acierta, que las zagalas de todos los días, no son como las 
del Arcipreste, fermosasj gatTidas é lopanas. Gomo quiere Epitecto, 
López acepta las cosas como son, no como se desean. 

Quizás la poesía de esta índole bien revela un poco de tedio, 
un mucho de ese fastidio, que la siempre materia infiltra en 
nuestros espíritus cuando éstos se rinden á las plantas graves de 
Nuestra Señora la Tristeza. Quizás la poesía de esta índole bien 
revela arraigada desilusión, pero decidme si esta desilusión que 
da en hacer versos no es la ilusión de la desilusión, como la locura 
de Alonso de Quijano, era la razón de la sinrazón. 



324 NOSOTROS 

Yo quiero bien á esta poesía y la quiero alabar, porque sabe 
despertar en nuestro retablo subjetiyo rica variedad de imágenes- 
y suscitar contrastes, acicates del pensamiento analizador, porque 
siembra exotismos y estrambotismos que habilitan para nuevas 
sensaciones dormidas células cerebrales y porque á ratos insinúa 
lincamientos tan vagos, que nos inducen á acentuarlos, á darles 
colorido y ademoleración, según el estado de nuestros ánimos, pues 
el poeta no quiere imponernos su imagen hecha y derecha, no- 
quiere que la miremos simplemente, sino que la sintamos y la 
creemos junto con él, y asi le vemos esquioiar un personaje y cada 
lector aporta á la escena las bambalinas propias de su espíritu. 

Esta poesía con sus vaguedades, sus salidas de tono, sus afina- 
mientos y sus contradicciones, refleja— tal un espejo— el espíritu 
del hombre, siempre indeciso, siempre incoherente, siempre voluble,, 
enigmático y misterioso como un trípode deifico. 

¿Aceptáis la tabula rawS Baeno, es una ialmUk rasa, pero 
sobre ella no se fijan los caracteree, no se labran, antes bien danzan 
en loca farándula, de suerte que rara vez logramos sorprenderlos 
en reposada, serena actitud. 

No hagáis caso, por favor, á esos señores que os dicen: Este 
hombre es bueno, este hombre es franco. Digan mejor: este 
hombre tiene momentos de bondad, este hombre tiene momentos 
de franqueza. Luciano y Gatulo os harán el elogio de la virtud 
y á línea corrida escribirán un epigrama brutalmente puerco. O, 
digan mejor, si quieren, este hombre es virtuoso en esta época, 
como Sócrates, cuya virtud á ratos se nos hace dudosa, era el 
hombre más virtuoso en tiempos de Alcibíades. 

No creamos, por consiguiente, que la razón pueda sintetizar 
en fórmulas algebraicas, esa paradojía y esa incoherencia de 
nuestro espíritu y lo muestre al examen uniforme é integip. (El 
concepto uniformidad, no responde á cosa ó cualidad existente. 
Aceptamos el término por incapacidad y pobreza de nuestros 
medios para establecer diferencias). Pero ocurre que la educación 
intelectual, la robustez del pensamiento y la norma de conducta 
ideológica — que también la hay— apaguen temores y deseos y aduer- 
man las larvas de locura espiritual. Zenón no temió á Antígono, 
porque pensaba que no debia temerlo. Taivez en un huequecito 
de su corazón alzaba plegaria á los númenes poderosos para que 
velaran por la integridad de su cuerpo maltraído. 

Bevenons á nos moutons. — El autor de este libro tiene á me- 
nudo la buena virtud de corporalizar con admirable justeza en 
los duendes del abecedario las sensaciones de perfiles más huido- 
res, de tornasolados más nimios, de alitas más frágiles é impal- 
pables. Y advierto que á prima vista muchas de sus imágenes no- 
admiten explicación que apague la curiosidad. 

Acostumbra escribir la impresión primitiva, no siempre me- 
surada, más bien que la impresión destilada en los tamices de la 
lógica. Asi os dirá que la voz de las campanas semeja peinar ter- 
nuras canas; que por la carretera la diligencia camina como si 
jugara al ajedrez; que el barbero trabaja alegre como un vaso de 



€DE MI VILLORRIO» 325 

vino moBoatel; que la oigüeña de la hortaliza ordeña la ubre del 
cangilón. Y tantas más qne no quiero citar. 

Pienso que esos atrevimientos son sinceros. Y si alguien viera 
asomar por allí, una caperuza de fumistería, yo le aconsejaría que 
malgrado la repulsión de ambos términos, hiciera concordar since- 
ridid y fumistería en la creencia de que ésta última se funda en 
recursos estéticos sinceramente concebidos. 

Las imágenes de que hablo dos líneas más arriba, nacen 
súbita y espontáneamente y no se conforman á las cualidades rela- 
tivas más visibles entre dos objetos^ entre dos seres, sino que 
penetran, por fenómeno más bien instintivo que intelectual, los 
atributos íntimos ó convencionales, que resisten á comprobaciones 
físicas: el ala de la materia. De esta suerte, si al hablar de un 
labio, nuestros padres dedan á la invariable, labio de coral, con- 
formando la imagen á la sensación que primero les hería ó al menos 
la más cuerda: la del calor; si nosotros sentimos mejor, ó más habi- 
lidad tenemos para expresar el sentimiento, bien pudiéramos decir, 
refiriéndonos á un labio de niño: labio de corola de lirio. — ¡Pero el 
liño no es rojol dirá alguien. — No señor, el lino no es rojo, pero 
existe una inefable simpatía entre una hoja de lirio y un labio 
de niño. 

A los dos les atribuímos pureza, tersura, delicadeza, y no sé 
qué grada ingenua, qué dulcedumbre que acariciadora tiembla 
en la de ambos comba fina. Hay colegialas que parecen gorriones 
y hay hombres que parecen bueyes mansos. Guando os sorprende 
una de estas analogías, es inútil razonar, que el razonamiento 
no os dará satisfacción... y creed en la excelencia de los tem- 
peramentos que perdben la espiritualidad de la cosa antes qué 
la cosa misma. 

Si mi pluma no fuera de tanto rato cautiva de este libro, 
que me ha dejado ocasión de insinuar algunas frases sobre asuntos 
de poesía, hablaría tal vez, de la emoción de este poeta ante el 
paisaje, pero más quiero dejar á él la palabra y á vosotros el 
comento. Leed y sentid: 

DE TIERRA CALIENTE 

Flota en el horizonte opaco dejo 
crepuscular. La noche se avecina 
bostezando. Y el mar, bilioso y viejo, 
duerme como con sueño de morfina. 

Todo está en laxitud bajo el reflejo 
de la tarde invernal, la campesina 
tarde de la cigarra, del cangrejo 
Y de la fuga de la golondrina. .. 

Cabecean las aspas del molino 
como con neurastenia. En el camino, 
tirando el carretón de la alquería. 



336 NOSOTROS 

marchan dos bueyes con un ritmo amargo, 
llevando en sa mirar, mimoso y largo, 
la dejadez de la melancolía... 

UNA VIÑETA 

Tarde sucia de invierno. El caserío, 
como si fuera un croquis al creyón, 
se hunde en la noche. El humo de un Dohio, 
que sube en forma de tirabuzón, 

mancha el paisaje que produce frío, 
y debajo de la genuflexión 
de la arboleda, somormuja el rio 
8u canción, su somnítera canción. 

Los labradores, camellón abalo, 
retoman fatigosos del trabajo^ 
como un problema sin definición 

y el dueño del terruño, indiferente, 
rápidamente, muy rápidamente, 
baja en su coche por el camellón. 

Se me ocurre que por poeo que se repitiesen los libros de la 
índole del que nos ocupa — que es un libro bueno sin llegar á la 
maravilla — se trocaría, y en lo muy hondo, el carácter de la lite- 
ratura joven de Colombia, donde la poesía, en manera especial, 
se enriquece á diario, con labor asidua de múltiples astros de luz 
más ó menos larga. 

Enbiqub J. Banobs. 



.EL IMPERIO jesuítico» 

POR LEOPOLDO LUGONES 



{Segunda edición) 



Si se considera esta obra con an criterio meramente literari<yy 
en el más superficial sentido de la palabra, y sin el menor asoma 
de crítica de fondo, nada cabe, por cierto, agregar á lo ya di^^ho 
sobre eUa, á pesar de la escasa atención que se le ha dedicado, 
salvo contadas y honrosas excepciones. 

¿Sobre qné, en efecto, reeditar los elogios? ¿Sobre el estilo?... 
¡Por Dios! Pues no es poco enojosa tarea el volverlo á presentar 
nna ves más á Lagones como estilista, de lo cual, por otra parte, 
él no ha de sentir ningona necesidad I 

Si él es ó no qaien mejor maneja hoy día el idioma castella- 
no, como últimamente se ha afirmado, no entraré aqní á discntirlo, 
pues me llevaría mny lejos, si bien quizás á disentir con quien 
tal dijo; sin embargo, su no común riqueza de léxico, su fuerza en 
la expresión, y la originalidad de sus combinaciones verbales que 
tan dilatada influencia han tenido sobre nuestros jóvenes escrito- 
res, obüffan á reconocer en él á nn vigoroso escritor, cuya prosa, 
aunque desigual y adoleciente á menudo de fidta de flexibilidad, 
es verdaderamente admirable. 

Bastaría para probarlo, ese celebrado primer capitulo de BU 
imperio jesuítico^ que ea, sin duda, uno de los más bellos trabajos 
de estilo con que cuentan nuestras letras, hermoso cuadro de con- 
junto, rico en colorido, un cuadio todo luz y sombra, que da una 
cabal representación de esa España en decadencia que Lugones 
se propuso pintar. Y obsérvense en ese cuadro como se destacan 
con nítida precisión las siluetas de los tipos más característicos 
de la sociedad de entonces,— el hidalgo, el soldado, el hombre de 
ley, el estudiante, el clérigo, el gitano, el picaro, la alta dama y 
la chula — delineadas todas ellas con unos pocos trazos no menos 
expresivos que pintorescos. 

Es la de Lugones una prosa robusta, personal, inconfundible. 
Es 9U prosa, y como tal, no debe ni puede ser recogida por na- 
die. Si ciertas formas estilísticas propias de ella han hecho for- 
tuna, si su influencia es enorme y fecunda sobre la nueva gene- 
ración, no creo, empero, que esta influencia pueda ser duradera-. 



328 NOSOTROS 

-Oomo él nos dice de Qaevedo, ha de quedar oiertameDte «sin 
sucesión, de pié como un monolito sobre la coraza de su prosa». 

Otra vana tarea es repetir lo ya dicho sobre las condiciones 
de historiador que en este libro ha revelado. Se le pidió una 
memoria j él escribió una obra completa^ con la cual ha enri- 
quecido dignamente nuestra bibliografía histórica, una obra al par 
de minuciosa investigación y de síntesis brillante. 

Bien. De acuerlo voy con todo esto; pero, si considerada en 
general la obra me obliga al aplauso, no obstante confieso que 
mi lápiz ha ido marcando de cuando en cuando — muy raramente— 
en las páginas del libro unas pocas notas marginales que esta- 
blecían mi disconformidad con ciertas afirmaciones del autor, en 
desacuerdo con la verdad de los hechos; y, como tengo enten- 
dido que el primordial objeto de la histoija es el de llegar á una 
relativa verdad, debiéndose siempre dar por bienvenido, venga 
de donde venga, todo aquello que pueda contribuir á hacérnosla 
alcanzar, me he de permitir de reproducir aquí rápidamente aque- 
llas rectificaciones, sin atribuirles ma^or importancia de la que 
en realidad tienen y sabrá darles el justo criterio del lector. 



Al tratar Irugones de la muerte de Solís y sus compañeros, 
á cuyo propósito niega expeditivamente que sus cuerpos hayan 
podido ser pasto de los indios, — cuestión que no entraré á debatir, 
pues la polémica á que ha dado origen no ha hallado todavía, á 
mi parecer, una conclusión satisfactoria — afirma de paso que se 
debe considerar á los charrúas como miembros de la nación gua- 
raní (pág. 113). 

No sé cuales fundamentos tiene Lugones para lanzar semejante 
aserto categórico; mas, sea como sea, si él lo da por exacto, á él 
es, empero, á quien incumbe la prueba, pues, todos loe actuales 
conocimientos etnográficos demuestran absolutamente lo contrario. 

No me corresponde, por lo tanto, otro papel en este caso frente 
á la antedicha afirmación, que el de negarla, pues .datos y argumen- 
tos sobrados para probar su inconsistencia no habrían de faltar en 
el momento oportuno, si fuera menester. 

Pero en un error más craso incurre Lugones algo más adelan- 
te, á página 123, al atribuir á Ayolas la fundación de la Asunción, 
atribución desde hace años demostrada inexacta, siendo actualmente 
del patrimonio común de quienes de estas cosas se ocupan, que la 
fundación de dicha ciudad fué obra de Juan de Salazar y no de aquel 
primer enviado del adelantado, como se entendió por una errada 
interpretación del relato de Schmidell. 

Una tercera afirmación inexacta ¿a encontramos á página 129, 
donde se lee que en los cinco primeros lustros de su apostolado en 
el Paraguay, sólo fundaron los jesuítas 19 pueblos. Me inclino á 
creer, con suficientes razones, que el autor se ha apoyado para de- 
cirlo,^ en el prólogo interesantísimo, aunque demasiado partidista, 
puesto por el malogrado Blas Garay á la traducción castellana de 
la historia del P. Techo. 



4ÍGt DffEBlO jesuítico» ^2^ 

t)ioe Blas Garay: 

€Y el hecho históricamente comprobado es... que los prlmeroB (poeb/oa^ 
qne á «a carero tnvlerofi {loa jemfUtá) los fnndaron las espafloles antes de la 
entrada de la Compaflfa {esto lo fonda en unm noiát. qae onAUBaré inmediatm,- 
Tuenteyi que hasta 1614 no pudieron implantar ning^uno más, y que, desconta- 
dos los tres al Norte del Paraguay, hechos con el ohjeto de qne sirviesen de 
tránsito para las misiones de Chiquitos, y» como todos, en gran parte con el 
auxilio secular, y los seis de San Boija (169C), San I«orenso (1001), Santa Bosa 
(1696), San Juan (1696), THnidad (1706) y San Ángel (1707), que, como colonias 
respectiyamente de Santo Tomé, Santa Marta la Mayor, Santa María de Pe, 
San Mij^el, San Carlos y Concepción, no dieron más trabajo que el de trans- 
migrar á otro sitio á loa indios ya reducidos; quedan diecinueve, los cuales^ 
con una sola excepción, la de Jesüs (1685), fueron todos establecidos en un 
periodo de Teinte afios...» \\) 

Aceptado lo cual el cálcalo les resulta ya fácil tanto á Blas Garay 
como á Lugones, quien, sin la necesaria critica aceptó las afirma- 
ciones del primero. Descartando, en efecto, como ellos hacen, las 
tres misiones en el norte, de San Joaquín, San Estanislao y Be- 
lén, fondadas entre 1746 y 1760; luego la de Jesús que data de 
1686 y las 6 citadas colonias establecidas entre 1690 y 1707; agre- 
gjando á estas 10 misiones que son ya de la segundiÉi mitad del 
siglo XVU y principios del XVIII las 4 que ellos dan como de 
fundación fgenuinamente española», se obtienen 14 pueblos que, 
restados de loe 38 que existían en 1767, en la época de la expul- 
sión, dan por resultado 19 de origen verdaderamente jesuítico. 

Y no naya extrañosa si refuto indistintamente á Lugones y á 
Blas Garay, trayendo á colación las afirmaciones de éste para re- 
batir las de aquél, puesto que, si así no hiciera, tomando en cuenta 
los argumentos del publicista paraguayo, el aserto lanzado por 
Lugones sin pruebas, y que se basa, no hay duda, en el párrafo 
transcripto, no tendría siquiera donde apoyarse. Solo puede hallar 
un punto de apoyo en los datos que come verdaderos suministra 
Blas Garay. 

T vuelvo al asunto. Eespeeto al cálculo efectuado más arriba, 

Saréceme que no puede resolverse con una tan sencilla operación 
e suma y resta. 

Trece reducciones fundaron los jesuítas entre 1610 y 1680 
en el G^ayrá, y así Blas Garay como Lugones comienzan por no 
incluirlas en la cuenta. El porqué lo ignoro. Su destrucción poste* 
ríor en nada amengua el mérito de los jesuítas al establecerlas^ 
no tratándose además aquí de dilucidar cuales quedaron y cuales 
no^ de las reducciones, sino de apreciar la importancia de la con* 
quista laica en contraposición con la religiosa. 

Pero, prescindamos pródigamente de ellas y analicemos loa 
argumentos restantes. 

En el párrafo reproducido dice Blas Garay que los primeros 
pueblos que loe jesuítas tuvieron á su cargo los fundaron los espa- 
ñoles antes de la entrada de la Compañía, y, para probarlo agrega 
la nota siguiente: 

< Loreto, San Ignacio Mirf , Santa María de Pé y Santiago eran de fun- 
daelÓB genninamente espafiola; San Ignacio Ouaxd, Itaptia y Corpus, de esta« 
blecimiento posterior, fueron formados con indios ja sometidos por los 
conquistadores seculares, por lo cual estaban, como aquéllos, sujetos á 
encomiendas. » 



<1) Páginas XIX, XX y XXI del prólogo. 



330 NOSOTKOd 

Pues bien, esta nota no pasa de ser un tejido de incongruen- 
cias y no sin razón, desde que su redactor da como fuente de 
ella á Azara, si grande autoridad en otras materias, mala, malísi- 
ma en todo lo concerniente á las misiones. 

¿Loreto y San Ignacio Miní de fundación genuinamente es- 
pañola? Pero, ¿á cuál de los dos Loreto y de los dos San Ignacio 
Miní se refiere, á los del Guayrá ó á sus traslaciones posteriores al 
Yabebirí? Si á los del Guayrá ¿por qué no haberentonces nombrado 
ni por incidencia á los otros 11 pueblos de la región que, como 
hemos visto, no incluye en la cuenta? Y si es á los del Yabebirí 
¿cómo nos da entonces á San Ignacio Guazú, Itapúa y Corpus cual 
de establecimiento posterhf^ cuando las traslaciones al Yabebirí 
se hicieron en 1631, mientras aquellos tres mencionados pueblos 
son todos anteriores á esa íecha? E, incongruencia mayor aún, ¿cómo 
pueden ser de establecimiento posterior estos tres pueblos al de 
Santa María de Fé y Santiago, fundados en 1762? 

Todo esto no tiene ni pies ni cabeza. Además Lugones no 
puede recoger de ningún modo el dato do que Loreto y San 
Ignacio Miní eran de fundación española^ ya se refiera á los del 
Guayrá ó ya á sus titislaciones posteriores, pues á página 127 
del libro admite, aun en contra de Azara, que las fundaciones je- 
suíticas del Guayrá nada tuvieron que ver con las laicas, cuestión, 
eso sí, que también se prestaría para un más maduro examen. 

Quedamos, pues, en que Loreto y San Ignacio Miní, y nos 
referiremos para mayor claridad á los trasladados al Yabebirí 
en 1631, cuando la invasión del Guayrá por los pauüstas, son de 
fundación jesuítica. 

Esto sentado pasemos á otro cálculo. 

A los cinco lustros de haber comenzado la conquista jesuítica, 
existían las siguientes reducciones: (1) 

Al occidente del Paraná: San Ignacio Guazú (1611), Itapúa 
(1614 ?), Natividad del Acaray (1619 ó 1624 ?) y Corpus (1622); 
entre el Paraná y el Uruguay: Concepción (1620), Beyes del Ya- 
peyú (1626) y Asunción del Acarana (1630?), esta última tras- 
ladada, prooablemente unos siete años; después, más al sud, á la 
izquierda del Uruguay; y al oriente del Uruguay: San Nicolás 
(1627), Candelaria (1627), Mártires (1628 ?), San Joaquín (1633), 
Jesús María (1633), San Cristóbal (1634 ó 33), Santa Ana fl633), 
Natividad (1632), Santa Teresa (1633), San Carlos de Caapí (1681), 
Apóstoles (1632 ó 33), Santo Tomó (1632 ó 33), San José ^1633), 
San Miguel (1632), Santos Cosme y Damián (1634). 

Veintitrés misiones acabo de contar en las cuencas del Para- 
ná y el Uruguay, á las cuales si agrego las dos de Loreto y San 
Ignacio Miní, debatidas más arriba, se logra un total de 25 esta- 
blecidas antes de 1635, año en que rematan los cinco lustros 
fijados por Lugones. 

Veinticinco íueron y no diez y nueve, lo cual no tendrá ma- 
yor importancia; pero establece una incontrovertible verdad. 



(1> I^aa fechas entre paréntesis sefialan el año de la primera fündadóti; 
aquéllas seguidas de interrogante no logré garlas con absoluta certeza. 



«EL IMPERIO jesuítico» 331 

Blas Garay y Lugones se olvidaron en absoluto de tomar en 
cuenta que, de las 15 reducciones que los jesuítas llegaron á toner 
al oriente del Uruguay, en su propósito de alcanzar la costa del 
Atlántico, sólo 10 se establecieron al occidente del río, cuando 
los paulistas ocuparon esa región, desapareciendo las 6 de San 
Joaquín, Jesús María, San Cristóbal, Natividad y Santa Teresa. 

A todo esto el autor podría con razón contestar que poco le 
interesan tales minucias, y haría bien y me tendría con él; sin 
embargo, puesto que se ha lanzado en cálculos de la índole de 
los nombrados, tanto más cuando dichos cálculos son el resultado 
de un eslabonamiento de yerros, como los analizados, bueno es 
rectificarlos y poner las cosas en su debido lugar, aunque para 
ello sea menester rendir homenaje á una engorrosa cuanto íácil 
erudición. 



El capítulo ni de El imperio jesuUico, trata de las dos con- 
quistas, la laica y la espiritual, entre las cuales establece un 
paralelo. Al referirse á la segunda relata Lugones brevemente, 
fundándose en Lozano, la historia de los primeros pasos de los 
jesuítas en el Paraguay, desde su entrada en 1588. Sin embargo, 
al llegar á 1607, fecha en que el primer Provincial del Paraguay, 
P. Diego de Torres Bollo, empezó activamente sus tareas acompa- 
ñado de 15 sacerdotes, interrumpe Lugones el relato ordenado de 
los trabajos de los jesuítas, para no reanudarlo ya más. 

Francamente no me explico este singular método ¿e exposi- 
ción. Pues, justamente cuando, comprendiendo la utilidad que 
reportaría el envío de misioneros al Guayrá y alentado además 
por la carta del Rey á Hernandarias, en la cual S. M. expresaba 
la volunted de que la conquista de los indios se hiciera median- 
te la doctrina y predicación del Evangelio, se resolvió el P. To- 
rres Bollo á mandar al Guayrá á los PP. italianos José Gataldino 
y Simón Mazeta, quienes fundaron en 1610 las dos leduccic^nes 
de Loreto y San Ignacio Miní, las primeras de las 18 que llegó 
á tener esa región en el espacio de veinte años^ he aquí que Lu- 
gunes da por terminada su relación de los trabajos de los jesuítas. 
¿Por qué? ¿acaso no le interesa más á su propósito de detallar la 
historia de la marcha progresiva de los jesuítas en sus tundacio- 
nes, á partir de 1610, que la de sus insignificantes tareas pieli- 
minares entre 1688 y 1609? 

Sin embargo, nada de lo anteriormente apuntado se dice en 
el libro, dejándose en el más absoluto silencio la conquista reli- 
giosa del Guayrá, cuyas trece misiones sólo son mencionadas de 
paso dos ó tres veces con el exclusivo objeto de decirnos que fue- 
ros destruidas. ¡Pero alguna vez debieron ser fandadas! En El im- 
perio jesuítico eso se calla. 

Y, lo que es más deplorable, el mismo procedimiento ha se- 
guido al referirse á las misiones del Paraguay. ¿Cómo se hizo la 
colonización jesuítica, cómo se extendió desde la fundación de San 
Ignacio Guarú, en 1611, por los P. P. Lorenzana y San Martín? No 
Ip sabemos: el libro lo pasa en silencio, y si los nombres de I^q* 



332 NOSOTROS 

renzana y Maaeta aparecen es por otros motivos 'menos importan- 
tes. El asunto de la obra, mil raiones de método, de claridad, de 
precisión, el hecho de que se haya el autor ocupado de los traba- 
jos preliminares de los jesuítas, todo eso le obligaban á hablar 
de los avances progresivos de la conquista espiritual, sólo fuera 
en pocas páginas bien definidas. 

Pues bien, de estos datos que la índole' de la obra requería, 
sólo se nos dice en el libro, aparte las mencionadas referencias á 
las misiones del Ouayrá: 

cLas oriUas del Yababirí adonde arribaron por último loe emlfirrados 
(del Gnayrá) «astentaban dles redacciones detde 1611. Allí fueron acosrldofl, 
empezando recién con «ii establecimiento la existencia firme del ndcleo central 
del Imperio, 7 las fundaciones definitiras que» andando el tiempo, serian los 
treinta y tres pueblos célebres. Las trece primeras recibieron los mismos 
nombres que las abandonadas de la Guayra, estribando en esto, sin duda, los 
errores cronológicos de Asara 7 de sus secuaces»... (pág. 162) 

Párrafo que contiene dos errores de detalle: 

1.0 Esas 10 reducciones (yo cuento 11, tal vez porque Lugones 
calla la de Natividad del Acaray que dan todos los mapasj, no 
estaban propiamente dicho á orillas del arroyo Yabebirí, sino re- 
partidas en una dilatada extensión, que va desde el Tape hasta 
el río Paraná y desde el Tebicuary al Ibicuhy. 

2.^ Tampoco es cierto que á raíz de la emigración del Guayrá, 
las trece primeras misiones que se fundaron en las cuencas del 
Paraná y el Uruguay recibieran los mismos nombres que las 
abandonadas: una rápida confrontación demostrará que no todas 
los nombres volvieron á aparecer. 

Ese error de método que ha hecho callar al autor lo más 
fundamental de la conquista jesuítica, cual es la época de sus 
comienzos, su marcha lenta pero firme durante los primeros años, 
sus núcleos de irradiación, los nombres de sus esforzados fundado- 
res, etc., es la deñcencia más importante que se puede señalar en 
este hermoso libro, tan completo si se le mira desde otros muchos 
puntos de vista. 



T basta va. Mi lápiz aquí se ha detenido en su roedora tarea, 
por fortuna, bastante breve. Más largo tiempo me ocuparía, al 
contrario, la de expresar las gratas impresiones que la lectura de 
esta sólida obra me ha reportado, y aún la verdadera admiración 
en que por instantes me ha sumergido esa pluma que es paleta 
y cincel á un tiempo mismo y que tiene también todo el macho 
vigor, la bravia aspereza, la filosidad cortante de una garra. 

RoBKBTo F. Giusn. 



NOTAS Y COMENTARIOS 



Advertencia-— Dificultades imprevistas que se opusieron á la 
salida del número 10 en el plazo ñjado, — lo que comunicamos en 
su oportunidad á Buestros suscritores — y los deseos de la Direc- 
ción de dar á sus lectores un drama completo de algún autor 
nacional, la han determinado á reunir los dos números sencillos 
de Mayo y Junio (10 y 11) en uno solo doble, de 128 páginas, 
restableciendo asi su normalidad en la aparición de los números 
subsiguientes. 

La dirección se vé, por lo tanto, obligada á pedir disculpa á 
sus lectores de esta involuntaria demora en la salida del número 
de Mayo, subsanándola mediante la determinación antedicha, y 
también á sus colaboradores, por la tardanza que se origina en la 
publicación de sus producciones, explicable tardanza si se piensa 
que la capacidad de cada número no basta, con ser mucha, para 
dar cabida á todos los artículos dignos de publicación que á esta 
mesa de redacción llegan mensualmente de aquí y del extranjero. 

Por esta razón esperamos nos disculparán los siguientes cola- 
boradores cuyas producciones aparecerán en los números próximos: 
Srta. Clotilde Ouillén y señares José León Pagano, Ricardo Ro- 
jas, Juan Aymerioh, Ricardo Levene, Juan Julián Lastra, Eloy 
Fariña Núñez, Arturo Pinto Escalier, Nerio A. Rojas, etc. 

Ricardo Rojas.— Este distinguido escritor argentino, nuestro 
colaborador, de quien oportunamente nos hemos ocupado en los 
números anteriores, está por terminar su gira por Europa, para 
volver en breve á estas tierras. 

Con interés afectuoso de compañeros le hemos seguido en su 
provechoso viaje á través de los países del viejo mundo de más 
antigua cultura^ de los cuales nos ha transmitido de continuo sus 
impresiones en sus interesantes correspondencias á La Nacían^ 
habiéndonos sido dado observar con verdadero placer no exento 
de un cierto orgullo de compatriotas, la favorable acogida que 
por doquier se le ha hecho, sobre todo en la madre patna, cuyos 
periódicos más importantes se han disputado la publicación de sus 
composiciones poéticas. Y, como otro más de sus éxitos, nos co- 
municaba el telégrafo últimamente, la conferencia dada por él 
sobre Olegario Andrade en el Ateneo de Madrid, ante un audito- 
rio selecto, ou^a autoridad realzaban personalidades literarias de 



334 NOSOTROS 

tanta importancia como Emilia Pardo Bazán, Bubén Darío, José 
Santos Ghocano y Francisoo Grandmontagne. 

Nuestras efasivas felicitaciones para el amigo y el poeta. 

Palabras de aliento.— Max Grillo, conocido literato colombiano, 
de quien publicamos en el núm. 8 un bellísimo articulo sobre 
don Miguel de Unamuno, nos escribe una afectuosa carta, de la 
cual transcribimos los siguientes párrafos que nos alientan á 
proseguir en la labor emprendida, y que dicen de la halagüeña 
simpatía con que va siendo acogido en toda América, nuestro 
modesto esfuerzo por estrechar los vínculos intelectuales que á 
las demás naciones hispano-amerícanas nos unen: c Laudable por 
todos los conceptos es la publicación de Vds.; palestra para los 
jóvenes ingenios de esa próspera Nación; lugar de cita de los 
escritores sudamericanos donde se den á conocer unos á otros;" 
lazo de confraternidad que puede dar resultados trascendentales 
en el acercamiento de nuestros pueblos. Ya es tiempo que la 
Argentina se dé cuenta de que está llamada á atsumir la direc- 
ción de las demás Naciones de origen hispano. Yo sueño en 
verla á la cabeza de Sud América, con legítima hegemonía. En la 
realización de este ideal las publicaciones como c Nosotros» llenan 
un hermoso deber. Tenemos que conocemos, ante todo.» 

Un nuevo colaborador extranjero.— Es éste el señor Emüe 

Duprat, distinguido profesor nances, quien se encargará regular- 
mente desde la fecha de la información bibliográfica sobre las 
novedades ñlosófícas y religiosas que aparezcan en Francia, como 
asimismo mantendrá al corriente á nuestros lectores del actual 
movimiento fílosóñco de dicho país, mediante estudios sucesivos 
que enviará sobre sus más ilustres representantes. 

El señor Duprat tiene á su cargo la misma sección en la im- 
portantísima revista Cultura Española^ cuyos últimos números 
publicaban un detenido estudio de él sobre Bergson; y colabora 
también asiduamente en otras varias renombradas publicacaciones, 
tales como Coenobium, y la Eevue de Philosophie^ revelando en 
todos sus escritos el espíritu sagaz que ya pone de manifiesto en 
las breves pero jugosas notas que en este número aparecen. 

Miecio HorszOWSki.— Miecio;Horszowsk¡, el pequeño y prodi- 
gioso concertista polaco de quien nos ocupáramos no hace aún tres 
meses, acaba de experimentar una gran desgracia: la muerte de su 
madre. Así Miecio queda privado, no solamente de la madre que 
él adoraba, síqo también de la persona que antes que ninguna otra 
le inició con inteligencia y amor en los grandes triunfos de su 
excelso arte. La pobre señora ha muerto á ios 39 años, en Oannes, 
donde Miecio había adquirido una villa para reposar de las fatigas 
de sus conciertos. 

LIBROS RECIBIDOS.— Max Grillo: 'ílaza vencida».— Tragedia 
en dos actos. — Prefacio del autor. — Bogotá (Colombia) — 1905. 

Luis C López: «Do mi Villorrio», — Prólogo de Manuel Cer- 
vera.— Madrid— 1908. 



NOTAS Y COMENTARIOS 



3Ú 



Carlos Olivera : cMujeres de Ibsen».— La Plata— 1908. 

Francisco Ramos Mejiá: «Bosas y su tiempo» — Segunda edi- 
ción corregida. — Tres tomos, — Buenos Aires.— Félix Lajouane y 
Cía., editores— 1907. 

Juan B. AmbrOSetti : tExploracíones arqueológicas en la ciudad 
prehistórica do «La Paya» (Valle Calchaquí. — Provincia de Salta) 
— Facultad de Filosofía y Letras. — Publicaciones de la Sección 
Antropológica— N® 3, (1» parte.)— Buenos Aires.— 1907. 

Justo González Hervás: «Vértigo en altura».— Novela.— Pró- 
logo de José Francés. — Madrid.— Librería de Gregorio Pueyo. — 
1908. 

«Los derechos de la Salud».— De este hermoso drama de Flo- 
rencio Sánchez, que Nosotros publicó íntegro en el numero 6, se 
ha ocupado extensamente la antigua y conocida revista de Floren- 
cia La Bassegna Nazionale en su número de la primera quincena 
de Abril, analiasando su argumento y aplaudiendo ciertas aprecia- 
ciones sobre él vertidas en el aludido número de Nosotros por los 
señores Bunge y Bianchi. 

Es este un hecho digno de ser recordado, así porque constituye 
un timbre de honor para Nosotros, cuyas publicaciones comienzan 
á ser transcriptas y comentadas en el extranjero, como porque 
redunda en mérito ae nuestro arte teatral, que tiene en Sánchez 
su columna más sólida. Y á este propósito recordemos también que 
Nuestros hijos, una de las últimas y mejores obras dramáticas del 
afamado dramaturgo^ será en breve representada en su versión 
italiana, por la compañía de Ettore Berti y Gemma Caimmi, en 
el Teatro Urquiza de Montevideo. 

Nosotros. 



Año II Tomo II 



Julio de 1908 



Número. 12 




ThespiS- . . Lo9 Colegas (teatro) 

Ángel de Estrada (hijo; Lia góadola de María Ad- 

fconieta (versos; 
Jasé Ingepieros. • . . Sobre el Amor 

Enrique J. Banchs Yeraos de este Otoño 

Clotilde Guillen ... . La Ciencia 3^ el Arte 
Nerio A. Rojas Ven ligero y olvida. 

(veraos) 
« Nosotros* ^ ^ Notas y comentarios 



OlRECTOREBí 

ALFR EDO 

A. 

BIANCHl 

ROBERTO 
61U5TI 

DIRECCIÓN 

Y 

ADMINISTRACIÓN! 

BUEN ORDEN 357 



BUENOS AIRES 
190S 



NOSOTROS 

REVISTA MQI8UAL OE LiTERATURA, HISTORIA, ARTE, RLOSOFÍA 

APAREC£ EN L^^ PRIHERA QUINCENA DE CADA HÉS 

EN ENTREGAS DE 64 PA6INA5 COMO HINinun 

bas colaboraciones no se devuelven 

Directores : 
ALFREDO A. BIANCHl - ROBERTO F. 6IUSTI 

Secretario : 
ENRIQUE d. BANCH5 

Administrador : 
ALFREDO COSTA RUBERT 

Cuerpo de Redacción : 
SECCIONES PERMANENTES 

Opiniones Emilio Becher 

Crónica extranjera Joaquín de Vedia 

Letras Francesas Atílio M. Chiappori 

" Italianas José León Pagano 

Españolas Alberto Gerchunofr 

" Catalanas Juan Mas y P¡ 

** Portuguesas y Brasileñas.. . Elysio de Carvalho 

" Hispano Americanas José M. Rízzi 

" Argentinas Roberto F. Giustí 

" Información filosófica . . ? Emilio Duprat 

Educación— Criminología Benjamín García Torres 

Bellas Artes Emilio Ortiz Grognet 

Música Miguel Mastrogíanni 

Teatro Nacional Alfredo A. Bianchi 

Revista de Revistas Alfredo Costa Rnbert 

Notas y Comentarios •'Nosotros" 



PRECIOS OE SUSCRICIÓN 

(ADELANTADA) 

Ciudad y Provincias Exterior 

Trimestre $ 2 50 ^ 

Semestre 500 Semestre francos 14 

Afto 10.00 _ _ 

Número suelto 1.00 Ano „ 25 

Atrasado , 150 

Dirección y Administración: BUEN ORDEN 357 



Afto II 



Julio de lOC* 



NÚM. 12 




NOSCTROS 



LOS COLBGAS 

(Conclusión) 

ACTO TERCERO 

Eü despacho del doctor Blasco, en sn casa de Buenos Airea. Bl mueblaje 
es cómodo y hasta elegante; un escritorio, bibliotecas, un sofá, sillones» 
lus eléctrica..... Sobre el escritorio, que está en segundo término á, la Üquler- 
da, un florero con flores frescas. Una puerta á, la izquierda, que se supone 
comunica con el consultorio; otra á la derecha, que deue comunicar con 
las habitaciones interiores; y una última en el medio, al foro. Por ésta, 
completamenta abierta, se ve un vestíbulo, que sirve de sala de espera 
del consultorio y del despacho. Hay allí una pequeña mesa circular, con 
albums, revistas y una planta de heléchos. Junto & la mesa, un par de sillas. 



ESCENA I 



MARIO Y DESPUÉS DOÑA EMILIA 

(Mario está sentado ante su escritorio, esmbiendo. A poco 
entra doña Emilia por la puerta de la derecha; está muy pálida 
y evidentemente enferma y débil; se apoya en un bastón. Al 
verla entrar, Mario se sorprende, se pone rápidamente de pie 
y acíide presuroso á sostenerla. Tomándola de la cintura la 
conduce á un sillón). 

Mario (sentando á su madre en el sillón y arreglándole 
cariñosamente unos almohadones en el respaldar). — jCómo, ma» 
má!.w. ¡Te has levantado contra mis prescripciones, y te vie- 
nes sola hasta aquí ! . . . 

DoñA Emilia. — Sí, hijo; estoy harta de cama. Necesitaba 
distraerme un momento. . . Por eso he venido á verte trabajar. 
Continúa, pues. No quiero interrumpirte, sino contemplarte. 

Mario (cerrando las puertas de la izquierda y la derecha) 
— Es una imprudencia esta escapada. Debieras ser más razona- 
ble. Pareces un chico. 



336 NOSOTROS 

DoñA Emilia. — Eso querría ser, al sentirme ahora tan TÍe- 
jita y enferma: una chica mimada, mimada p<Hr ü 

Mario (ante la puerta del foro). — ; Sientes írfo» mamíl 

DoñA Emilu. — ^No. Deja abierta esa puerta para qoe entre 
aire. (Aspirando con fuerza). ¡ Aire, aire es lo que neeeflitol — ^Y 
tú signe trabajando j déjame tranquila. (Tose ks^raménU y 
$e lleva el pañuelo a la boca). 

Mario (sentándose á su lado). — No tengo nada mneente 
que hacer. 

DoñA Emilia. — ^Entonces, ya que me siento tan bien esta 
tarde, vamos á hablar un momento de tus asuntos. 

Mabio. — ^Ya sabes que mis asuntos están feUsnente re- 
sueltos. 

DoñA Emilia. — ^No, hijo. Tus asuntos no están todava re- 
sueltos. Tu me lo dices siempre para no alarmarme, y yo finjo 
creerte para tranquilizarte... (Pausa breve). No, hija Tos 
asuntos no están resueltos. Pero yo sé que se resolverán pronto, 
y ¿ tu entera satisfacción. He pensado mucho sobre eso, y 
ereo que no puede ser de otro modo. 

Mabio (echándolo á broma). — ^Dime siquiera de qué asuntos^ 
se trata.. . 

DoñA Emilia. — Primero, de la causa sobre el robo dd hos- 
pital. Después, de la cuestión de honor que dejaste pendiente 
con Vilana. Y por último. . . de algo que yo me sé y no te 
lo digo. 

Mario. — Pues de todo eso. . . sólo me intriga lo que tá te 
sabes y no me dices. No se me ocurre qué puede ser. . . {Estás 
tan enterada! 

DoñA Emilia. — ^Pues también sé que esperas de un momen' 
to á otro el fallo del juez. . . Y que si te es favorable, estás 
decidido á saldar inmediatamente cuentas con Vilana. 

Mario (sorprendido). — Sabes más que yo. . . 

DoñA Emilia. — ^Y aún más de lo que te digo. Sé que el 
fallo condenará á Rosales y te absolverá, declarando que )a 
causa no afecta tu honor. . . 

Mario. — No era eso difícil de presumir. 

DoñA Emilia. — Y sé que Vilana te dará espontáneamente 
una satisfacción y tal vez antes del fallo, en cuanto lo presuma. 

Mario. — ¿Por qué? 

DoñA Emilia. — Porque le conviene, si quiere seguir en la 
facultad, donde tu renuncia no puede ser aceptada. — No tibies 
más que cruzarte de brazos y esperar. Si tomaran esa actitud 
de espera los hombres exasperados, ¡cuántos errores se evi* 
tarían! (Una pausa). 

Mario. — Pues tienes razón. Vilana y Ferrando me han en- 
viado un emisario, preguntándome si podía recibirlos... amis- 
tosamente. 

DoñA Emilia. — ^Los recibirás, supongo. A enemigo que 
huye... 



LOS COLEGAS 337 

Mabio. — ^Más creo en una amnistía y hasta en una estra- 
tagema que en una huida. . . Pero, sea como sea, los recibiréb 
(Pausa breve). Quedamos, pues, en que todo acabará bien para 
mí. ^'Fin bueno, todo bueno". Debes alegrarte. T espero que 
la satisfacción ayudará tu convalescencia. Harás el esfuerzo 
de vivir para verme vencer. Siempre he tenido la superstición 
de que nada acaece en la vida con más oportunidad que la 
muerte. Se vive... cuando el porvenir nos reserva goces. Se 
muere. . . cuando el porvenir sería una noche sin aurora. 

DoñA Emillv. — ¡Hijo mío, no nos hagamos ilusiones so- 
bre mi enfermedad I (Tose otra vez ligeramente, y vuelve á pa- 
sarse el pañuelo por la boca, con lentitud). Esto marcha, y 
creo que acabaré muy pronto. Tú como médico debes saberlo 
mejor que yo. 

Mi^io (con fingida alegría). — Pues como médico sé que 
pronto vas á sanarte. 

DoñA EmOíIA. — Nueva mentira piadosa, Mario, con la que 
ni me engañas ni te engañas á ti mismo. (Cambiando de tono). 
Precisamente, me he levantado hoy porque quiero hablarte de 
eosas importantes, para tí y para mí. Acá me parece que po- 
dré hacerlo mejor que en la cama. Tal vez sea esta la úHima 
conversación seria que yo pueda sostener contigo. . . 



ESCENA II 

DICHOS Y UNA dUADA 

Una cruda (entrando por el foro cmi una carta en la 
mano), — Una carta para la señora. 

Mario (levantándose y tomando la carta). — Démela usted, 
I No tiene contestación t 

La criada. — No ; ha venido por correo. 

Mario- — Está bien. Gracias. (Sale la criada por el foro). 

DoñA Emilia. — Léeme tú esa carta, hijo. Yo no tengo an- 
teojos para leerla. . . ni cabeza. 

IVLvRio (después de leer la carta, y quedando de pie). — Son 
tres líneas muy cariñosas de Pura... Contesta una tarjetita 
que le enviaste ayer, el día de su cumpleaños. . . (Pausa breve). 
4 Y cómo no me dijiste que querías escribir á esa niñaf 

DoñA Emilia. — Porque tú no me lo hubieras permitido y 
yo no tenía fe en lo que tú escribieras en mi nombre, estando 
tan enojado con la familia de Arval. — ¿Qué me dice Pura? 

Mario (dejando la carta sobre el escritorio). — Dice que va 
á venir hoy á verte. (Pausa breve). Pero tú no puedes recibir 
todavía ninguna visita. Estás demasiado débil. La conversa- 
ción te haría mal. (Toca el timbre). Voy á dar orden para 
que no la hagan entrar. 

DoñA EmHjIa (con vivacidad insólita en su estado de pos- 



338 NOSOTROS 

traoión). — Sí. Que la hagan entrar. Tengo que hablar con ella.- 
(A la críadaj que entra por el foro). Espero una visita, la seño- 
rita Pura. . . Si viene, voy á recibirla aquí. (Sale la criada), 

Mario (contrariado), — ¡ Sería una locura! 

DoñA Emkja. — Todas las cosas verdaderamente buenas y 
hermosas parecen locuras (Pausa breve). (Mostrando á Mario 
un medaUón que lleva en el pecho). Quiero ofrecerle unas car- 
tas y esta miniatura de su madre. Tú se lo entregarás todo 
cuando yo muera. (Sacándose el medaUón y pasándoselo á Ma- 
rio), Mira que linda era mi amiga Carmen. Este es su mejor 
retrato. 

Mario (contemplando la miniatura del mr dallan). — Era 
realmente muy linda. 

DoñA Emilia. — ¡ Y tan inteligente, tan buena ! 

Mario (pensativo y para sí mismo, contemplando siempre 
la miniatura). — Pura se le parece. Tiene la misma belleza y la 
misma expresión de inteligencia y de bondad, que no he en- 
contrado en ningún otro rostro humano. 

DoñA Emilia. — Pues es de Pura y de los Arval de quienes 
quería hablarte. (Mario devuelve la miniatura, hace un gesto 
de viva contrariedad y comienza á pasearse por la pieza; pera 
lentamente á causa del estado de doña Emilia, para no moles- 
tarla), A ellos se refería eso que me se y que tú te ignoras. . . 

Mario. — Sabrás que Silvia se casa con Téllez; la noticia 
ha aparecido en todos los diarios. Sabrás también, puesto que 
te lo he dicho, que á mí ahora me es completamente indiferente 
ese casamiento. Silvia no es capaz de comprenderme ; nunca me 
hubiera hecho feliz . Hasta me alegro del triunfo de Téllez. 
En su círculo de títeres, él es casi un hombre. 

DoñA Emilia. — No se trata ya de Silvia, sino de Pura. . . 

Mario. — Es también de la familia. 

DoñA Emilia. — . . . Y de tí. 

Mario (parándose y recostándose contra el escritorio), — 
¡ De Pura y de mí ! . . . Pura siempre ha sido buena y gentil. Se 
ha portado hasta generosamente conmigo. Pero de ahí no pu^ 
des inducir que debamos casarnos. (Ríe un tanto forzadamente). 
Ni ella ha pensado en casarse conmigo, ni yo con ella. . . Ni con 
nadie. Me quedaré solo, para cuidarte. 

DoñA Emilia. — ^Poco tiempo tendrás ya que cuidarme, mi 
pobre hijo; siento muy próxima la muerte. Seamos valientes 
ante la muerte. Y ser valiente ante la muerte es pensar en 
la vida, en la vida de los que quedan. (Movimiento de protesta 
en Mario), ¡No te alarmes, hijo! No voy á darte consejos 
patéticos. Lejos de eso, quiero hacerte la agradable i'evelación 
de un pequeño descubrimiento que he hecho. 

Mario. — Un descubrimiento, y agradable, ¡te felicito!... 
No se hacen tales todos los días. 

DoñA Emilia. — He visto algo que no vieron tus ojos, y 
quiero abrírtelos yo antes de que tú cierres los míos. 



LOS COLEGAS 339 

Mario. — ¿Y qué quieres hacerme ver, madre? 

DoñA Emilia. — Bl porvenir Mira un poco hacia atrás. . . 
Mirando hacia atrás es generalmente como se ve haeia ade- 
lante. (Pausa breve). ¿Has olvidado que cuando eras niño tu- 
viste una noviecita? 

Mario (ligeramente emocionado). No lo he olvidado, ma- 
má. Guando éramos chicos jugábamos siempre á los novios con 
Pura Brest. 

DoñA Emilia (después de un nuevo acceso de tos, leve 
como los anteriores). — Y en cuanto creciste y te apuntó el bozo 
sobre el labio, se acabó el juego. Miraste á la amiguita con la 
indiferencia del hombre hecho y derecho. 

Mario (interrumpiendo). — Siempre fui amigo de Pura. 

DoñA Emillv. — Murió Carmen, y Pura fué recogida por 
la familia de Arval. Entonces dejaste de ver largos años á la 
amiguita de tu infancia. . . Y cuando te encontraste de nuevo 
con ella, te enamoraste ó creíste enamorarte de su prima Sil- 
via. . . ¿No es así ?. . . (Mario asinte con la cabeza). Hubo un 
momento en que estuviste suficientemente ofuscado para creer 
«lUc Silvia te quería. . . ¡Y la que siempre te quería en secreto 
era la pobre Pura! (Pausa breve). Este es mi descubrimiento. 

Mario. — ¿ Cómo lo hiciste ? 

DoñA Emilia. — ^Porque soy tu madre, porque conozco á 
Pura, porque soy mujer. . . (Pausa). 

ÍIario. — Pues si eres mi madre, si me conoces á mí, si 
tienes intuición de mujer. . . sabrás que yo no estoy enamo- 
rado de Pura. 

DoñA Emilia. — ¿Quién sabe?... ¡El corazón tiene sus 
sorpresas ! . . . ¡El amor sabe disfrazarse tan bien, de amistad, 
de compasión, hasta de odio ! . . . Tal vez tú mismo no te cono- 
ces todavía ... Lo malo fué que Pura era una victoria que se 
te brindaba demasiado fácil. Necesitabas lucha y obstáculos; 
los hallaste en Silvia, y por eso te propusiste conquistarla. 

Mario. — Te he dicho que nunca pensé en Pura. 

DoñA EmuliIA. — Lo dices, sí; pero lo repites demasiado. . . 
Y lo repites porque tienes miedo de quererla. Así, cuando eras 
chico y te perdías en la obscuridad, silbabas para darte valor. 

La criada (entrando por el foro). — La señorita Pura. 
Pregunta si la señora puede recibirla. . . 

Mario. — Iré yo á decirle que todavía no puedes recibir 
visitas, que vuelva más adelante. . . 

DoñA Emilia. — ¿Cómo médico ó cómo hijo me prohibes 
verla t 

Mario. — Como médico ... y como hijo. 

DoñA Emhja. — Pues yo, no como tu enferma sino como 
tu madre, quiero recibirla, ¿has oídot. . , ¡Quiero recibirla! 
(Pausa). 

l^ÍARio (á l-a C7iada). — Dígale usted que pase, (Sdle la 



340 N080TU0S 

criada). (Palmeándole la espalda 6 doña Emilia y Jiaciendo 
ademán de irse). Te dejo sola con ella. . . 

DoñA Emilia (tomándole de un brazo), — Quédate tú tam- 
bién. Ayúdame á atenderla. Es quizá la felicidad que viene á 
«sta casa. 

Mark).^ — ¡Pobre mi felicidad si dependiera de la familia 
de Arval ! 

La criada (entrando por el foro). Por aquí, señorita. (En- 
tran por el foro Pura y miss Dolly. Mario se adelanta á salu^ 
darlas. La criada sale). 



ESCENA III 

DICHOS, PURA, anSS DOLLY Y DESPUÉS LA CRIADA 

Mario (dando la mano á Pura é indicándole á doña Emilia) 
— ^Ahí está mamá, que la esperaba á usted. (Pura abraza á alo- 
na Emilia. Miss Dolly saluda á Mario y á doña Emilia con 
una lijera reverencia). 

DoñA Emilia. — ¡ Cuánta amabilidad, venir á ver una vieja 
<3nf erma ! 

Pura- — ^|C6mo se encuentra usted, Emilia? 

DoñA Emilia. — Estoy mejor. . . desde que tú estás aquí. 

Mario. — Siéntese, Pura. 

Pura (á miss DoUy, indicándole la puerta del foro). — ^Rué- 
gole, miss Dolly, que me espere un momento en el vestíbulo. 

Mario (á miss Doüy). — Ahí tiene usted ilustraciones ingle- 
sas para entretenerse mientras espera. 

Miss Dolly (bajo á Pura). — ¡Cómo no me dijo usted, se- 
ñorita Pura, que venía á casa del señor Blasco!. . . Tal vez no 
le guste á la señora Laura. . . 

Pura. — ^Tranquilícese, miss Dolly, que yo no he de com- 
prometerla. . . (Indicándole otra vez el vestíbulo). — ^Y tenga la 
bondad de esperarme un momento. 

Miss Dolly (eíica^ninándose al vestíbulo). — ^Por lo me- 
nos, no tarde usted mucho, señorita Pura. (Miss Dolly vuelve 
á hacer una ligera revereTieia^ pasa (d vesiíbtdo, cálase los len- 
tes, toma algunas í^evistas, y sale con ellas por el foro. Supo- 
nesela de espera en él vestíbulo, leyendo en un sitio no visible 
desde el despacho. Pura, á indicación de Mario, toma asisnto 
junto á doña Emilia. Mario qwda de pie). 

Mario. — Por casualidad, Pura, encuentra usted levantada 
á mi madre, que recibe esta visita sólo por ser suya. 

DoñA Emilia.— ¿Cómo?! . . ¡Ahora se tratan ustedes ce- 
remoniosamente de ** usted", cuando se tutearon desde que 
aprendieron á hablar! 

Mario. — Es que Laura prohibió á Pura que se tuteara 
con ningún mozo, incluso conmigo, ¡especialmente conmigo!. . . 



LOS COLEGAS 341 

Pora. — Sin embargo, yo siempre te he tuteado, Mario, j 
no por desobedecer á tía Laura, sino porque nunca podría 
acostumbrarme á tratarte de *' usted". Pero si tú... pero si 
usted se empeña en que lo trate de usted, desde que rompiste 
con nosotros. . . 

Habió. — ^No tengo ningún empeño de que me trates de 
este ó aquel modo. Ya que te dignas tratarme, trátame como 
quieras. 

Pura (con lágrimas m la voz). — No seas rencoroso, Ma- 
rio, y perdona á Silvia y á tía Laura, ¡y perdóname á mí 
también! 

DoñA IRuiLiA (acariciando la ma'no de Pura), — ¡Vaya!. . . 
No se peleen ustedes. (A Pura), Mario y yo te hemos querido 
siempre como quisimos á tu madre. No puedes figurarte el 
gusto que me da tu visita. (Tose), (Cambiando de tono), ¿Qué 
noticias me traes? ¿Has encontrado novio, como tu prima 
SUvia? 

Pura. — ^Ni lo busco, ni lo hallaré sin buscarlo. . . 

DoñA EmuíIA. — Me han dicho que un colega de Mario, el 
doctor Vilana, te festeja asiduamente. 

Pura (ruborizándose), — Quizá menos que con nadie me 
casaría con Vilana. (Mario toma unos papeles del escritorio y 
parece revisarlos). 

DoñA EmUjIA. — Sin embargo, todo el mundo pondera á 
Vilana. 4 Por qué con él menos que con nadie? 

Pura (á media voz), — Porque lo conozco demasiado. 

Mario (levantando la cabeza). — ^De verlo en fiestas? 

Pura (después de una pausa). — i Para qué esa pregunta, 
Mario? Digo que con él menos que con nadie, y aunque lo 
apoye mi tía Laura, teugo mis razones. . . (bajando la voz). Bien 
sebes que tuve una oportunidad de conocerlo... y que esa 
oportunidad no fué una fiesta. 

Marx). — ^i Últimamente en Mar del Plata, cuando su 
incidente conmigo? 

Pura.— Sí. 

Mario. — ^Pues si lo desechas por esos sentimientos de. . . 
emulación. . . que le supones, nunca te casarás con nadie. Todos 
los hombres los sienten. 

Pura. — | Todos, no!. . . Tú no los sientes. 

Mario. — Tal vez no los revelo del mismo modo; pero los 
ciento. . . 

Pura. — No es cierto. Tú no los sientes, Mario. 

DoñA Emilia. — Tienes razón, Pura ; él no es capaz de sen- 
tir envidia. 

Mario. — En todo caso, un hombre, por sentir 6 no envidia 
en sus luchas por la vida, no será más 6 menos capaz de hacer 
feliz á su mujer. 

DoñA Emilia. — Según quien sea esa mujer. Para ser feliz, 



342 NOSOTROS 

la esposa debe apreciar al marido. Hay mujeres que jamás apre- 
ciarán un hombre de bajos sentimientos. 

Mario. — ^Las mujeres más nobles se han enamorado á 
veces de los hombres más viles. 

Pura. — ¡Hay tantos modos de enamorarse!... 

Mario. — Sea como sea, ''nadie puede decir de esta agua 
no beberé". Yo estoy perfectamente convencido, Pura. . . de 
que acabarás casándote con Vilana. 

Pura. — Todo puede ser. 

Mario. — Seguirás el ejemplo de tu prima Silvia: el casa- 
miento razonable. La acción constante de tu tía dominará poeo 
á poco tu voluntad. Es la gota de agua que horada la piednu 

Pura. — Todo puede ser. Pero ni Téllez es Vilana. . . ni 
yo soy Silvia. 

Mario. — lY estará Silvia tan enamorada de su novio como 
lo estuvo de mi? 

DoñA Emilia. — ; Mario, no toques ese temal . 

Mario. — ¡ Felicítales á ella y á él de mi parte ! Cuando tú 
entrabas, decía yo á mi madre que Téllez es el mejor. . . en 
su círculo. 

Pura (sonriendo). — En el "reino de los ciegos", quieres 
decir... Téllez es sin duda un sujeto bueno é inteligente; 
pero. . . ¿Cómo te diré?. .. Es un dilettarite, solamente un düet- 
tante, en su estancia, en las letras, ¡en la vida!. . . Parece man- 
dado hacer para Silvia. (Sería), El también te aprecia á ti. 
Ha de venir á saludarte uno de estos días. 

Mario. — Tendré mucho gusto. . . Como no es mi colega,, 
no es mi enemigo. 



ESCENA IV 

doña EMIIAA, MARIO. PURA Y LA CRL\DA 

La cruda (entrando por el foro), — ^Un señor pregunta 
por el doctor. . . Dice que viene de los tribunales. 

Mario. — Hágalo pasar al consultorio y dígale que me 
espere. En este momento estoy ocupado. (La criada saU). 

DoñA Emilia. — Vendrán á notificarte la sentencia de- 
finitiva... 

Pura. — Por mí no te detengas, Mario. . . 

Mario. — ¿Tienes mucha prisa en conocer la resolución de 
los jueces ? . . . Yo creí que tú no eras de los que dudaban de 
mi. Te suponía segura de que la sentencia no puede ser sino 
favorable á mi parte. Pero este apuro tuyo prueba que, en el 
fondo, tenías tus vacilaciones y deseas salir de la curiosidad. . . 

Pura. — Eres injusto conmigo, Mario. sCómo iba á tener 
dudas y vacilaciones, yo, que me he criado contigo» y que te 
conozco á mí misma, casi más que á mí misma? 



LOS Colegas 34$ 

Mario (conmovido á pesar suyo), — Gracias, Pura. 

Pura. — ^Y, á pesar de tu sospecha contra mi amistad, in- 
sista, Mario, en que no te detengas por mf y vayas á conocer los 
términos de la resolución del juez... de esa resolución que no 
puede menos de serte favorable. 

Mario (encaminándose á la ptierta de la izquierda). — Voy 
entonces... (Desde la puerta). Hay tanta estupidez y tanta 
perversidad en el mundo, que todavía puedo traerles una mala 
noticia. 

Pura. — ^No es posible. (Pausa breve). Ya lo ves. Tú mismo 

tienes tu duda rebelde y secreta sobre el resultado del juicio 

Pues yo no la tengo, ¡ no la tuve nunca ! 

DoñA Bmilia. — ^Yo tampoco. (Sale Mario). 

ESCENA V. 

DoñA EMILIA Y PURA 

DoñA Emilu. — Hazme ahora tus confidencias, Pura, como 
antes... ¿Te acuerdas?... (Pausa breve.) ¿Eres feliz en casa de 
iutíat 

Pura. — ^¿Hay alguien que sea feliz en el mundo t 

DoñA Emiua. — ^Veo ya que no lo eres, mi pobre Pura. ¿Por 
quéí 4 No te quiere Laura? 

Pura. — Sí. Quererme, me quiere, á su modo... 

DoñA Emilia. — ^4 Y! 

Pura. — Es que últimamente tiene algunas ideas... algu- 
nas sospechas... 

DoñA Emilia. — ^¿Cuáles? 

P .- . — ¡Ah, no se ?;is diría!.. 

DoñA Emilia. — Estamos solas. 

Pura. — Ni estando sola conmigo me atrevo á decírmelas 
á mi misma. (Un silencio.) 

DoñA Emilia. — ^Y los demás, ¿son buenas contigo t 

Pura. — Silvia es como una hermana menor. 

DoñA Emilia. — ¿Y Diego! 

Pura. — ^Diego tiene un corazí'm de oro. Es allí mi mejor 
amigo. (Pausa breve.) Demasiado amigo, según tía Laura.... 

DoñA Emilia (extrañada). — ¿Demasiado amigo?... (U71 
süencio). 

Pura. — ^Ya le he dado a usted noticias mías, Emilia. Dé- 
me usted ahora noticias suyas y de Mario... 

DoñA Emilia. — ^Ya conoces mi situación. . . A Mario, debes 
disculparlo si no ha estado bastante cariñoso contigo. ¡Está 
tan amargado! 

Pura. — Es natural. Pasa por una época terrible. 

DoñA Emilia. — Una de esas épocas de crisis que sobi^e- 
vienen en la vida de los hombres, hasta de los más dichosos, y 



\ 



344 NOSOTROS 

en ías cuales se atropellan las penas y los desengaños. Son tor- 
mentas desenfrenadas, verdaderos cataclinnos del alma... Pe- 
ro la naturaleza reacciona, y más tarde vuelve á salir el soL 

Pura (como para sí misma.) A veces sobre las ruinas del 
alma. 

DoñA Emu-ia (como respo7idiendo al pensamiento de Pura). 
— En Mario, la tormenta pasará sin destruirlo... Es un hom- 
bre de estudio y de pensamiento. Tiene una fuente de vida en 
sus trabajos, que lo distraen de otras preocupaciones. 

Pura. — ¡Y no son pocas para Mario esas preocupaciones 
en estos últimos tiempos! 

DoñA Emilia. — El rompimiento de su noviazgo, el robo 
del hospital, el consiguiente escándalo, las cuestiones con los 
colegas que aprovechan ahora el mal momento para desprestí- 
giario, mi enfermedad... (Tose y se fatiga,) Una mujer, sólo 
una mujer que lo comprendiera hubiese podido curar su cora- 
zón de tantas heridas y defender su carácter contra tantas 
amarguras. 

Pura (lentamente.) — ^Yo creí que esa mujer fuera Silvia. 

DoñA Emilia. — Y te equivocaste. (Tose y se pasa el pa- 
ñuelo por la boca. Su fatiga crece por grados hasta d final de 
la esceTta.) 

Pura (poniéndose de pié, alafi^iada) — ¿Se siente usted 
mal, Emilia?... ¿Quiere que llame íi Mario? 

DoñA Emilia. — No ; ya ha de venir. Óyeme antes. (Cierra 
los ojos, mareada, y á poco los reabre, coma reponiéndose un 
tanto). Te equivocaste. . . Esa mujer no era Silvia. . . Eras tú. 
(Pausa). Yo se lo he dicho. El no ha querido escucharme; está 
todavía demasiado resentido con tu familia ... ¡ Se le ofendió 
tan gravemente ! . . . Algún i'encor debe quedarle contra Laura, 
contra Silvia, contra todos, ¡ hasta contra tí, Pura !... (Silencio) 
. Pura. — Está usted muy fatigada, Emilia. . . Debe ro- 
oostarso... 

DoñA Emilia. — Dentro de un momento. . . Antes de des- 
pedirme de ti quiero ofrecerte unas cartas de tu madre. . . 
y esta miniatura. Cuando yo muera, Mario te las llevará. . . si 
tú no quieres venir á darme el último adiós. (La fatiga llega 6 
su mayor grado; doña Emilia pierde el conocimiento). 

Pura (gritando) . — ¡ Mario ! . . . | Mario ! . . . ¡ Pronto acá, 
Mario I . . . (Mario acude corrie^ido por la puerta de la izquier- 
da, la criada por la puerta de la dtrecha y miss DoUy por 
fl foro). 

ESCENA VI 

DOñA EMILIA, PURA, MARIO, MISS DOLLY Y LA CRIADA 

Mario (desabrochándole la bata á doña Emilia). — No es 



LOS COLEGAS 346 

nada... un simple desmayo... (A li diada). Traiga en se- 
guida una copa de agua de azahar y el agua de Cotonia. . . (La 
criada sale apresuradamente por la puerta de la derecha). 

Miss DoLLY (ofreciendo un frasco de sales que traia en 
su saco de mano), — Aquí liay sales, doctor. . . 

Mario. — Hágaselas aspirar. . . (Miss Dolly hace lo que se 
le indica). 

Pura (abanicando á la enferma). — Parece que reacciona. .. 

Mario (á media voz). — Sí. Reaccionará pronto. . . No me 
perdono haberla dejado recibir visitas y conversar... ¡Pero 
estaba tan empeñada en verte! 

La criada (presentándose por la derecha con la c^pa pe- 
dida y un frasco de agua de Colonia). — ^Aquí está el agua de 
azahar, señor. 

Mario (dando á beber á la enferma), — Pura, tú puedes 
pasarle un poco de agua de Colonia por las sienes... (Pura 
hace como se le dic^.). 

DoñA Emilia (volviendo poco á poco en sí, con voz muy 
débil). — Tenías razón, hijo. . . Estoy muy floja. . . No debí re- 
cibir á Pura... Pero me alegro de haberla visto, ¡me alegro 
tanto! 

Mario. — No hables, mamá. Te llevaremos á la cama... 
(A la criada), jEstá preparado el cuarto de la señora? 

La criada. — Sí, señor. 

Mario (preparándose á levantar á doña Emilia). — ^¿Quie- 
res ayudarme, Pura? (Mario toma de un lado á doña Emilia, 
Pura dsl otro, y la llevan por la puerta de la derecha. La criada 
les abre la puerta y les sigue). 

ESCENA VII 

MISS DOLLY Y DESPUÉS LA CRIADA 

(Miss Dolly, muy emocionada, se apoya de pie contra un mue^ 
ble, huele sus sales, suspira, se alisa el cabello. En seguida en- 
tra la criada por la p^ierta de la derecha), 

Miss Dolly. — ¿Cómo sigue la señora? ¿Qué tiene? 

La criada. — Sigue mejor. No ha sido nada. Pronto le 
pasará. . . 

Miss Dolly. — ¿ Y la señorita Pura? 

La criada (con grosera malicia). — Ha quedado adentro 
con el doctor. Y el doctor me encarga le diga á usted que 
los espere un momento. (Encaminándose á la puerta de la 
izquierda y señalándola), ¿El señor que estaba ahí no ha pa- 
sado por acá? 

Miss Dolly. — No. 

La crlu)a. — ^Me ha dicho el doctor que lo acompañe á la 
pueria de calle. . . Voy á eso. 



346 NOSoTJtos 

(La criada sale. — Miss Dolly, cuando se siente sola, da una 
vuelta por Ig, pieza, observándolo iodo. Toma la caria de Pura, 
que estaia sobre el escritorio, le echa tena rápida mirada, la 
deja,y se sienta entre el escritorio y la puerta del foro). 

La criada (apareciendo por la puerta del foro y dirigién- 
dose á unos señores que están en el vestíbulo). — Pasen uste- 
des, señores. El doctor me ha dicho que haga entrar á los que 
vengan y les diga que lo esperen. 

(Entran por el foro Téllez y Diego. Adelantan hasta el primer 
término de la escena, sin apercibir á miss Dolly, que, al verles, 
queda como muda y paralizada de terror). 

ESCENA VIII 

MISS DOLLY, TELLBZ, DIEX30 Y LA CRIADA 

Tellez (á la criada, que está á sus espaldas, sin mirarla). 
— Tardará mucho en salir el doctor f 

La criada. — No, señor. Siéntense ustedes. (Sale). 

Tellez (apercibiendo o miss Dolly. — \ Miss Dolly ! 

Diego. — ¡Miss Dolly, la ingrata, de cita aquí con Blasco? 

Miss Dolly (poniéndose de pie, en una turbación tal que 
tiene que reponerse un instante antes de hablar)- — Sí. . . He ve- 
nido acompañando á la señorita Pura. . . 

Diego. — ¿Pura está aquíf 

Miss Dolly. — Sí, niño Diego. . . Está en las habitaciones 
interiores. . . 

Diego. — ¡ En las habitaciones interiores ! . . . 

Miss Dolly. — Sí, niño Diego... Vino á visitar á la se- 
ñora madre del doctor Blasco... La señora sufrió un sínco- 
pe... Tuvieron que llevarla adentro, con el doctor Blasco. . . 

TEiJaEZ. — No tiene esto nada de extraño, Diego. Pura lia 
venido á visitar á su madrina, á quien tanto quiere. . . 

Diego (vsiblemente contrariado). — Es quo mamá se lo 
tenía prohibido... terminantemente prohibido... ¿No lo 
sabía usted, miss Dolly? 

Miss Dolly. — Algo sospechaba. . . Pero la señorita Pura 
me pidió que la acompañase, sin decirme á dónde veníamos. . . 

Diego. — ¡Caramba!. . . Esto es una incorrección de Pura. 

Tellez. — No tanto. Su buen corazón la ha traído aquí. . . 
Y como caballeros debemos aguardarle el secreto. 

Diego (sentándose). — Lo tine más siento es que mamá se 
dará por ofendida con esta escapada. . . Fíjate que á ella no 
le faltan sus motivos, después de lo que pasó en Mar del Plata. 

Tellez (sentándose también). — Tan grave no es lo que 
pasó, puesto que tú has venido. . . 

Diego. — Por insistencia tuya. 

Tellez (á miss Dolly). — ¿Por qué no se sienta usted, miss 



LOS COLEGAS 347 

Dolly? (Miss Dolly vuelve á sentarse en la misma silla de an- 
tes en segundo téi-mino, entre el escritorio y la puerta del 
foro). (A Diego). Debíamos esta pequeña reparación á Mario. 
jLe hicimos tanto daño, y con tanta injusticia! Yo me acuAo 
de haber sido demasiado condescendiente con sus falsos ami- 
gos... I con sus verdaderos enemigos! 

(Apenas se sentara, miss Dolly tomó al acaso un grueso volu- 
men que estala sobre el escritorio, . . Lo abre, mira las lámi- 
nas, lo cierra violentamente, y lo pone donde estuviera, excla- 
mando á mdia voz-, ^'SchockingL . .). 

Diego (que se ha apercibido de lo que pasa á miss Dolly). 
— :¡ Qué imprudencia, miss Dolly ! ¿ No es ese un libro de me- 
dicina? 

Miss Dolly (con voz que es wn suspiro). — Sí. . . 

Diego (con fingida indignación). — ¡Y usted miraba las 
figuras!... ¿Cómo se ha atrevido usted á bajar sus castos 
ojos de doncella sobre las desnudeces y los horrores que se ven 
«n las figuras de un libro de medicina?. . . ¡Quién lo hubiera 
creído, Dios mío, quien lo hubiera creído ! 

Miss Dolly. — Yo no sabía de qué trataba el libro, ni que 
tuviera figuras. . . 

Tellez (irónicamcnie sentencioso). — La ciencia ó el 
arte lo disculpan todo. Sólo carecen de disculpa para hacer 
lo que se les antoja, los que nada saben de ciencia ni de aii;e. 
¡Pobres! No hay mayor mal que la ignorancia. . . (Serio á Die- 
go). Me decías que has venido por insistencia mía . . . Supongo 
que no te arrepentirás. 

Diego. — ^^No. ]Mario es buen muchacho. 

TeIíLez. — Es más. Es un espíritu superior, á pesar de 
«US niñerías y candideces, i y por sus mismas candideces y ni- 
ñerías ! . . . Los que marchan mirando al cielo no pueden ver 
los pequeños accidentes de su camino en la tierra; por eso tro- 
piezan fácilmente. Los que no levantamos la vista de la tierra, 
en cambio, no tropezamos nunca. 

Diego. — ^Para mí, esto es una suerte... Ninguna aspira- 
ción me compensaría de estarme dando á cada rato de narices 
contra el suelo. 

Tellez. — ^Lo peor es que á esos que llevan la vista fija en 
lo alto, la envidia les pone obstáculos en su camino, como una 
trampa para que caigan. . . Con Mario, sus colegas fueron co- 
bardes y venenosos, verdaderos colegas, i hinchados como cs- 
encrzos por el odium medicorum! 

Diego. — Será así... Pero debes reconocer que Ferrando 
y Vilana son buenos sujetos y buenos médicos; pudieron estar 
equivocados... 

Tellez. — Son buenos para tí y para mí, que no les hace- 
mos sombra. Son amables amigos y serán honestos padres de 
familia. ¡ Pero no caritativos colegas ! He oído decir que nadie, 
después de los tenores, siente más la rivalidad profesional que 



348 NOSOTROS 

los médicos, y no sólo los de una misma especialidad, sino tam- 
bién de grupo á gi'upo, y aún de categoría á categoría. . . 

Deboo. — lY los jockey s. . . y los tenorios. . . y los literatos f 

Tellez. — Todos son amigos de los demás y enemigos entre 
sí. Sólo los vagos no tienen enemigos profesionales. ¡Hay tan- 
to espacio para la vagancia I 

Diego. — ¡ Qué felicidad para mí ser uno de ellos ! 

(Mientras Téllez y Diego siguen hablando, miss DMy 
parece no poder resistir á lu tentación de mirar otra vez Uu 
láminas del libro de mcdicÍ7ia. . . Lo tmna, y lo deja de nicew/y 
ruborizada. . . Espera un rato. . . Viendo al fin á los dos j&ue- 
nss distraídos en su conversación^ ataba por ahrirlo y dis- 
traerse ella también eii saborear aqticl pequeño fruto prohi- 
bido...) 

Tellez. — Hasta nosotros, los criadores, los cabamros. . . 
j Si supieras los líos que se annan en cada exposición rural con 
motivo de la adjudicación de prcinfos a los mejores productos 
expuestos, y las rechiflas y maldiciones que r,c llevan los jui*a- 
dos! Por eso yo nunca quise ser miembro del jury. Y nada te 
diría de esos juñes que, en concursos artísticos y literarios, no 
juzgan ya toros, caballos y carneros, sino la fiera de las fieras, 
¡ el hombre ! . . . Si alguna vez, ¡ líbreme Dios de semejante 
desgracia! se me obligara á formar parte de alguno de ellos. . . 
¡créeme!. . . antes de aceptar me aseguraría la vida. 

Diego. — Ya que vas á entrar en mi familia, acepta y ase* 
gúratela á mi favor, en una compañía seria, ¿oyes?... ¡Me 
vendría tan bien esa herencia! (Pausa). 

Tellez (serio). — Mira, Diego, con todo, la vieja invidia 
m&dicorum pessima, /a emulación profesional, es un sentimien- 
to útil ... Es una defensa natural é instintiva contra una po- 
sible tiranía. Es un contralor para evitar tiranos indignos... 
Porque un hombre que impone sus ideas es siempre un tirano. 

Diego. — j Ahora salimos con eso ! . . . Acabarás ponderando 
la envidia. . . 

Tellez. — Veo el pro y el contra. (Pausa breve). Además 
de ser útil á la sociedad, esa envidia profesional es útil al' en- 
vidiado. Le estimula para alcanzar el triunfo definitivo. Y 
cuando definitivamente lo alcanza, los mismos que le tiraban 
piedras le queman incienso. El hombre superior es como una 
pelota de goma. Cuanto con más fuerza se le arroja contra el 
suelo, más alto rebota- — Tarde ó temprano el egoísmo indivi- 
dual reconoce el mérito, por su utilidad para todos. 

Diego. — Más bien tarde que temprano. . . 

TelIjEZ. — Cierto. Muchas veces el triunfo llega después de 
que el luchador perdió un brazo ó una pierna en la contienda 
jy aún después de que yace tendido en el campo de batalla! 

(Mientras Tíllcz hablaba, Diego se ha acercado en puntas 
de pie á miss DoUy, y m^'ra agudamente sobre sus h<>mbros el 



LOS COLEGAS 349 

libro que ella hojea. . . Absorta en su libro, miss DcUy no lo 
ka apercibido). 

DiBGO.— ¡Miss DoUy!... ¡Mifis DoUy!... (Al oirle, miss 
DoUy cierra rápidamente el libro, lo deja sobre el escritorio, y 
se pone de pie, roja de confusión). (A Téllez). ¿A qué no te 
imagiDas lo que lefa y observaba miss DoUy en su libro de 
medicina í (Dice algo al oído a Téllez, con grandes aspavientos) 

Miss Dolly (balbuceante de inocente vergüenza). — |Nol... 
¡Eso no!... ¡eso no!... 

Téllez. — ¿Cómo, eso nof . . . Fíjese, miss Dolly, que usted 
no sabe lo que me ha dicho Diego. . . y ''quien se excusa, se 
acusa". 

Mise Dolly. — ^Yo miraba. . . yo leía. 

Tellbz. — No se afane en convencernos de su inocencia, 
miss Dolly. Estamos de antemano convencidos. A los chicos 
miedosos les gusta las historias terroríficas, á las mujeres de 
vida alegi^e las historias tristes, y á miss DoUy. . . las estam* 
pos de los libros de medicina. 

(Entra por la puerta de la izquierda la criada^ llevando 
en las ma7ios una bandeja con un frasco. Se encamina hacia 
la puerta de la derecha, cruzando la escena en primer término). 

ESCENA IX 

DICHOS. LA CRIADA, DB6PUB8 ANTUÑBZ Y POR UL.TIMO ICARIO 

DiEQO (á la criada). — ^{Tardará mucho el doctor f 

La CRIADA. — No sé. . . Creo que no. . . La señora ya eet& 
mejor. . . (sale por la derecha). 

Diego (á Téllez, después de una pausa), — ^4 Qué te parece 
que nos fuéramos?. . . Yo tengo prisa. Me esperan en el club. 
Mario no tendrá ahora la cabeza como para recibir nuestra 
visita. Volveremos otro día. Lo que siento es dejar aquí sola, 
en la cueva del lobo, ¡ y con sus libros llenos de figuras medici- 
nales! á esta encantadora miss Dolly, el ángel de mis horas 
melancólicas. . . 

Miss DoLLY. — Parece iucreible que el niño Dieguito tenga 
ánimo para darme bromas, hallándome en esta situación. . . 

TsXiLEZ. — No es tan critica la situación. (A Diego, después 
de meditar un instante). Tienes razón, Diego. Podemos irnos 
ahora, para volver más adelante. De este modo evitaremos á 
Pura la desagradable sorpresa de encontrarnos aquí. 

Diego (disponiéndose á marcharse). — ^Yo me lavo las ma- 
nos en la cuestión de Pura. 

Téllez. — Te las lavarás en tu casa. . . Aquí no veo lava- 
torio. 

Miss Dolly. — i Y yo qué hago?. . . i Qué debo hacer yo? 

Diego. — Esperar á la señorita y acompañarla á casa. 



350 NOSOTROS 

Miss DoLLY. — Pero después, i qué diré á la señora t 

Debqo. — ^Dígale usted lo que quiera. Cualquier cosa que 
haga Pura, estará siempre bien hecha. 

ANTüñBz (entrando por el foro y saludando profunda 
mente). — ^Ustedes perdonen, señores. . . La criada me ha di- 
cho que entre aquí á esperar al doctor. 

Desgo. — ¡ También Antúñez ! . . . Vendrá á consultarlo so- 
bre su enfermedad crónica. . . 

ANTuñEz. — ^íQué enfermedad, señor de Arval? Yo me 
creía sano. . . 

Diego. — La enfermedad de meterse en lo que no le im- 
porta. . . 

Tellez. — Y de venir á donde no lo llaman. 

ANTUñEZ. — Vengo á traerle la cuenta del hotel de Mar 
del Plata al doctor Blasco. El se enfadó cuando yo se la pasé. .>. 
La rompió y dijo que no pensaba marcharse todavía á Buenos 
Aires. . . Pero se marchó el mismo día, sin acordarse de pa- 
garla. Y yo, que he venido de Mar del Plata por otros asuntos, 
aprovecho la oportunidad para cobrarle esa cuentita olvidada. 

Tellez. — Y para meter las narices en su casa, curiosear 
un poco, y volverse al hotel con nuevas historias y chismes. . . 
¿No es verdad, ilustre señor de Antúñez t 

ANTüñEz. — No, señor Tellez, no. .- ¡ Qué falsa opinión tiene 
usted de este su servidor ! . . . 

Tellez (despidiéndose), — Espere usted ahí al doctor 
Blasco. 

Diego (lo mismo), — Y respete usted entretanto á miss Do- 
lly, que lo detesta. ¿Ha oído usted? |Lo detesta! En otro tiene 
eÜa puestos sus cinco sentidos y sus mil amores. 

Miss Dolly (á Antúñez), — No haga usted caso, señor. . . 

Diego (á miss Dolly , indicándole á Antúñez). — ^De él es 
de quien no debe usted hacer caso, miss Dolly. 

Tellez (desde la puerta, á miss Dolly). — ^Ya lo sabe usted, 
miss Dolly. (Indicando á Diego). Si sufre usted de amores 
(indicándole á Antúñez), ahí tiene el remedio. . . 

Diego (interumpiendo). — Sólo aquí, aquí puede ponerse 
al nivel de un gentlcman un inmigrante fondero. ¡Qué país 
éste, que país! 

Tellez (continuando), — . . . Pues tres remedios hay para 
•curarse de un amor desgraciado : la ausencia, la muerte y otro 
amor. Como Diego no piensa en ausentarse y menos en mo- 
rirse, no le queda á usted más que el tercer remedio: otro 
amor. Coquetee usted con Antúñez y se olvidará de Diego. 
Amor con amor se cura. 

Miss Dolly. — ^Vaya usted con Dios, señor Tellez. . . Es- 
toy asegurada contra incendios. 

MxVRIO (entra por la puerta de la derecha). Hablando bajo 
á Pura, que ha quedado sin entrar, del otro leído de la puerta). 
— Espérame un momento, Pura . . . Aquí hay gente que es 



LOS COI.KCÍAS ^51 

uuejor que lio te vea . . . (cierra la puerta y se dirige á Téllez y 
.Dmjo, saludándoles). ¡Hola!. . . ¡Ustedes por acá!. . . 

Tbllez. — Pero en un momento bien oportuno. . . 

Diego. — Nos vamos y volveremos otro día. . . 

Mario. — Ale disculparán de que no pueda atenderles aho- 
Ta. . . (íiftlpii ]H)r la pueria del fondo Mario, Téllez y Diego), 

KSCKXA X 

MISS 1K)LLY. ANTUÑKZ Y liESPUES MARIO 

ANTüfiEZ. — ¡ Qué bromistas, esos señores ! 

Miss DoLLY (sentándose otra vez junio al esvrítorio, en 
-^iditifd displicente). — ¡Oh! son bromas inocentes. Están dema- 
siado contentos de la vida para dar bromas ofensivas. 

Antuíiez. — ¿Y usted, miss Dolly, está contenta de la vida? 
(Faum, Miss Dolly, considerando indiscreta la pregunta^ guar- 
da reserva). (Cambiando de disposición y de tono). No sabia 
-ípie usted, miss Dolly, fuera amiga personal del doctor Blasco. 
Porque supongo que usted habn'i venido á visitarle por su 
-euenta. . . 

Miss Dolly. — No. 

ANTufÍEZ. — Entonces, habrá vejiido usted acompañando 
íilguna de las niñas, que estará de consulta (íon el doctor. . . 

Miss Dolly (con energía) , — ¡No! 

AntuiIez. — Entonces, habrá venido usted con algún reca- 
•<lo de la señora. . . 

Mlss Dolly (turbada). — Sí. . . He venido á preguntar por 
la madre del doctor Blasco, que está enferma. . . 

ANTuñEz. — ¡Conque doña Laura tiene todavía atenciones 
con el díK'tor Blasco, después de todas aquellas cosas que se 
K-ontaban ! . . . 

(Mario entra por la puerta' del foro, y hace un gesto de 
j<or presa y desagrado al oir á Antnñez su ídtimu frase . . .) 

M ARIO. — i Me espera)>a usted aquí, Antúñez ? . . . ¿En qué 
puedo servirlo?. . . 

(Miss Dolly sale otra vez por el foro, discretamente. 8upó- 
nese que se dienta en el vestíbulo, de modo que no se la ve por 
Ja puerta abierta). 

ESCENA XI 

MARIO V ANTUSKZ 

ANTüñKZ (saludándole y presentándole la cuenta). — Venial 
á saludarle, doctor, y á traerle la cuenta que dejó sin pagar 
-del hotel. . . Pero si le molesto volveré otro día. . . cuando xm- 
:ted ordene. ... 



352 XOSOTROS 

Mario. — Déme usted esa cuenta. 

ANTuñKZ (entregándole la cuenta), — Aquí está con el re-^ 
cibo. 

Mario (tomando la cuenta* mirándola y sentá^idose en el 
escritorio), — ¿Por qué no me la mandó por correo? (Abre el 
cajón del medio y saca de él nn libro de cheques, donde escribe). 

ÁNTüñEZ. — Temía molestarlo, doctor... Como se decían: 
allí tantas cosas, pensé que usted estaría demasiado ocupado 
para ocuparse de esta bagatela. . . 

, Mario (dejando de escribir y levantando la cabeza). — 
¿Qué se decía? 

ANTuñEZ (muy satisfecho de la oportunidad^ de una con- 
versación confidencial con el doctor Blasco). — Tonterías, doc- 
tor, tonterías sin pies ni cabeza. Mentiras de gente envidiosa. . . 
bromas de gente desocupada . . . 

Mario (levantándose con el cheque firm^ido, en la mano, 
curioso de oir hablar á Antúñcz). — ¿Qué tonterías?... ¿qué 
bromas ? . . . 

ANTufiEZ. — Usted podría onfadaree, doctor. . . Son malda- 
des que no le llegan ni á la suela de sus zapatos. . . 

Mario. — i Vaya ! . . . Repítamelas usted amistosamente.- 
Tengo verdadera curiosidad de saberlas. . . Desde que me vi- 
ne á Buenos Aires no he habhido (»on nadie (|ue me las pu- 
diera contar. 

ANTufiEz.— ¡ Doctor!. . . ¡^le pone usted en un aprieto!. . ^ 

Mario. — Hable usted no más, con franqueza. . . Me haría 
usted un verdadero servicio con informarme. (En su deseo de 
ser infoi^nado llega hasta palmtarle el hombro, lo que sorpren- 
de g ralamente á Aniúñez). 

ANTüñEZ- — Se decía que la señorita Zuloma Rojas. . . 

^Iario. — No me interesa lo que se decía de la señorita Zu- 
lema Rojas. 

ANTuñEZ. — Se decía también (|ue la señorita Pura... 

Mario. — Tampoco me interesa lo (pie se dijera de la se" 
ñorita Pura. 

Antuuez. — i Esto sí que le interesa ! 

Mario. — No me interesal más (jvie lo ((ue se refiere á mí. 

ANTUñEZ. — Pues se decía que la señorita Pura estaba lo- 
ca, perdidamente enamorada de usted... Me parece (pie esto 
bien se refiere á usted, y no á mí ó al Papa. 

Mario (inlirrumpicndo impaciente). — ¿Y ({ué más se de- 
cía?... Cuénteme usted lo que circulaba respecto á mis rela- 
ciones con la familia de Arval. 

ANTUfiEZ. — No me atrevo, doctor. Eran bromas, más bien 
bromas que calumnias; bromas que le dijeron á la misma se- 
ñora doña Laura . . . 

Mario. — ¿ Qué le dijeron ? 

ANTüñEZ (luchando entre la tentación y el temor de ha- 
blar). — Le dijeron. . . le dijeron. . . 



LOS COLEGAS 353 

?Jario. — Siéntese iLstod y cuente, pues, señor Antáñez. 

ANTüñEZ (quedando de ¡>ie). — Así estoy bien, señor doc- 
tor ; gracias. Pues dijeron . . . 

Mario. — Que yo me burlé de su hija . . . 

ANTuñEZ. — No, señor doctor. 

!Mario. — Que su hija se burló de mí . . . 

ANTuñEZ. — No, señor doctor. 

Mario.— ¿Y?... 

ANTUñEZ. — Dijeron . . . 

íMario (ofreciéndole un puro ni una caja que estaba sobre 
el escritorío), — ¿Pinna usted? 

ANTuñEz (lomando él puro y guardándoselo en nn bol- 
sillo del chaleco). — Gracias, doctor. . . Pues dijeron... ¡Já. 
já ! . . . Le dijeron á la señora de Arval . . . que ella y usted, 
quisieron hacer un negocito con los fondos de la Sociedad de 
San Vicente y el hospital. Usted so casaba con la niña, y entre 
suegra y yerno se repartirían las ganancias. . . Como el pas- 
tel se descubrió á. tiempo, hubo que romper el noviazgo. . . 

Mario (dominando su ira), — ¿Y quiénes decían eso? 

ANTüñEZ. — No sé, doctor. Algunos bromistas ! . . . 

Mario. — | Bromistas ! ¡ Usted los llama bromistas ! . . . 

ANTüñEZ. — En este país se les llama más bien *' vivos". . . 
y *'locos lindos". . . 

Mario. — En este país, como en todos los países civilizados 
de la tiorra, se llaman infames á quienes dicen tales cosas. (E71- 
tregándolc el cheque), ¿Y sabe usted cómo se llaman aquí á 
los que las repiten? 

ANTüñEZ (guardándose el cheque después de mirarlo. — No. 

]\Tario (indicándole la puerta del foro). — Tilingos. 

(Antúñez .^ale después de saluclar ¡profunda y amable^ 
mente, balbuceando su agradcciiniento y sus excusas con fra- 
ses como estas: ''Muchas gracias, señor doctor... Usted dis- 
cid pe, scFior doctor. . .No lo tome usted á mal. . . " 

(Mientras se retira Antúñez, entra la cnada por la iz- 
quierda). 

ESCENA XI r 

MARIO, LA CRIADA Y DESPUF:» MiSS DOL.LY 

La CRIADA. — Acaban de entrar dos señores. Han insistido* 
mucho en verlo. Dicen (lue son dos colegas suyos y que ya 
habían anuncM'ado su visita. . . 

Mauio. — ¿Usted no los conoce? 

l^A CRIADA. — Sí. Ya estuvieron aquí otras veces, el año 
pasado... (Sin poder recordar sus nombres). Me dijeron que: 
anunciara á . . . 

Mario. — Pernindo, Vilana... 



':]54 N080TKOS 

La (uuada. — Eso es. Los hict» entrar al eo!isulU>rio y les 
^li je que esperen . . . 

ALvuio. — Hizo usttíd bien. V'oy en seguida. (La vriada sale 
por la izquierda). (Asomándose á la puerta del foro). ¡Miss 
boUyl (Entra miss Dolly). (Indieándoh vi consultorio). Están 
Ahí los íUxitores Ferrando y Vilana. (Gesto de desagradable sor- 
presa en 7niss Dolly). Me parece conveniente que no se en- 
íuientren con ustedes en est-« casa, ni las vean salir de aquí. . . 
Yo los despacharé en unos pocos minutos. Ustedes esj^erarán 
mientras tanto, (¡mlivándole las habitaciones interiores). Kn 
•esa salita está Pura; vaya nsted á acompañarla. 

Miss Dolly. — ]*or favor no les dijra usted. . . 

Mario. — (indicando otra wz la puerta derecha). — Vaya 
ust4'd tramiuila y explíquele á l^ura . . . (MÍ4is Dolly sale por 
la derecha). 

Mario (abri<ndo la puerta d( la izquierda). — Pueden pasar 
ustedes. 

(Entran Ferrandtf y Vilana. Se saludan todos kíu darse 
la mano, l^n .silencio). 

KSOKNA XriT 

MAKIO. FRIIKANIH) V VILANA 

Ferrando. — Pienso, doctor Hlasco, que c»stá en nuestro 
deber hablar ahora con franqueza y resolver poiiieiones . . . Mi 
norma de conducta ha sido 8Íempr<» la verdad. 

]\LvRi() (de pie, sin ofrecerles asiento). — Pienso lo mismo, 
y mi coiuiucta tuvo siempre esa imrma. Por eso les he contes- 
tado á ustedes, por intennedio de sn (»misíirio. que tendría 
mucho gusto tm reitibírlos. 

Ff:RRAND(). — Pues veníamos á felicitar á iisted por la ter- 
minación del asunto del hospital. Sabemos que Rosahís será 
eon denado. . . 

Mario. — Mueh;is f^racias. 

Vilana. — Y al mismo tiempo, vengo yo á retirar mis an- 
tiguas apreciat'iones ofensivas para usted . . . 

Ferrando. — Hemos creído que la mejor solucón del asun- 
to era esta enti-evista, no dudando que usted, (m su cjisa. . . 

Mario. — No los insultaría, ni los pondría en la puerta de 
la calle. . . Así lo he prometido. Estén \istedes tranquilos. 

Feíírandoí — Y eu cuanto á la cuestión de honor, está en 
el interés de todos evitar un nuevo (escándalo. . . 

Vn.ANA. — Yo le esí^ribiré á usted una carta, dándole la 
>*atisfacción que mercHíc. (himplo así (ron mi conciencia y con 
una persona que le aprecia y me lo ha pedido. . . 

Mario. — Le ahorra i'é a usted esa molestia. Doy por termi- 
nado el asunto con su.<! explicííciones verbales. (Vilana se m- 
<'li n a . a.sintie ndo). 



LOS coLKiíAS :J55 

Ferrando. — Algo más solicitamos de usted, (tomo colegas, 
como eompañéroK de la facultad . . . Que olvide lo pasado y 
seamos tan amigos como siempre. (Pausa breve). 

Mario. — Eso no. Si ustedes me han pedido franqueza, delK> 
decirle^s que nunca fueron ustedes ínis amigos y que yo nunca 
olvidaré lo pasado. 

ViiiANA. — Justo es casi amenazarnos con una vengauzn. 

.Mario. — Es sólo anunciarles que tomaré mi desquite. 

Ferrando. — Volvemos así á la situación (pie dí^ea riamos 
evitar... 

DIARIO. — Quedamos así m la situación (pie ustcthís han 
buscado. (Tn silencio). 

Ferrando. — ¿Puede si)l)erse de <pié genero será el des- 
quite que usted nos aniuicia? 

Mario. — ¿Lo sé yo acaso?... Sólo sé <pu^ no hay plazo 
que no se cumpla. . . La vida tiene sus ironías. (Pausa breve). 
I Doctor Vilana, doctor Ferrando, tengan ustedes por scgunj 
que alguna vez nos encontraremos car?i á cnra y nos hablare- 
mos sin máscara! Y asa vez... el triimfo s(»rá mío. 

ViLANA. — Veníamos como amigos... 

Mario. — í^stedes no han sido ni serán jmnca más que uiis- 
eueiuigos. 

Ferrando (conciliador, como fsi tratara de hacer entrar 
4n razón á un niño), — Siempre exagerado usted. O forján- 
dose persecuciones, ó levantando castillos de naipes. . . 

Mario. — Rato hace que soplaron ustedes sobre mi castillo 
•de naipes. Jjas cartas están esparcidas sobre la mesa. No hay 
ya f>ara qué ocultar el juego. Ahoi-a jugamos á cai-tas vista«. 

Ferrando. — Es usted incorregible. 

Mario. — Aun no siéndolo, ;no serían ust<*des quienes uw 
corrigieran! (Pausa breve). 

Ferrando (á Vilana). — IJabiendo tomado este giro nues- 
tra entrevista, lo unís pnidente me parece retiramos. . . 

VhxAna (con ira). — Y esperar. 

Mario (sonrundo irónicamente). — Esperemos. (Al pro- 
nunciar .^us vltinias palabras, Fermndo y Vüan<i salndnn lige- 
ramente y salen por el foro). 

Mario (ante la puerta do ¡a derecha). — ¡Pura!... ¡ .Mís.k 
Dolly! (Knira Pura). 



ESCENA XIV 

MAUIO Y PimA 

Í^RA (ante la puerta). Aguárdeme todavía uji momentito, 
miss Dolly (Pura se da vuilta >/ queda un instante mirávdosf 
en silencio con Mario). 

Mario. — ¿Ha.s oído? 



"356 X()S(>Tl;OS 

PuKA. — Sí. á todos. 

Mario. — ¿Fuiste tú la que pidió á Vilana?... 

Pura. — Fui yo. 

Mario. — ¿Y eonoeÍMs los cuentos {iquollos de Mar del 
Vhita? 

}*rRA (casi sin voz). — Sí... (Pausa). 

Mario. — l^iies eres inuy valiente. . . 

Pura (hidícando la puerta por dvndc sali'rau Fcrrand/f 
y Vilana). — Parece (lue no les has perdonado... j Cuánto de- 
l)es haber sufrido, jMario! 

í\1ario. — Sí. he sufrido imieho Pura. Y tanto, que casi 
'he perdido mi antigua confianza en mí mismo. Ahora soy otro. 
Me siento también capaz de odios. No pudiendo subir hasta 
mí. ellos me han rebajado á su nivel. 

Pura. — Ese debe ser A peor mal cpie los malos hagan á 
los buenos: enseñarles (\ odiar. 

JMario- — Y eso es lo (pie no les perdono, lo que no les per- 
donaré nunca: que 111(4 enseñaran (\ odiar. ; Era tan cómodo 
vivir sin odiar! ¡ Fls. tan penoso vivir odiaudo! 

Pura. — Quizá sea ini defecto ser demasiado bueno, como 
«eres... Su enseñanza pudiera serte provechosa... 

.Mario. -No cambio el provet^ho por lo que me cuesU. 
*( Pausa hrcvc). Todavía ni se ha pronunciado el juez; se me 
Venía á notificar un trámite insignificante. . . 

Pura.- -Ya saldrá la sentencia. . . La crisis ha de pasar, 
y cuando pase, volverás á ser el hombre de antes. Te encontrarás 
á tí mismo, como quien encuentra una joya que ha perdido. 

Mario. — Sólo con tu ayuda . . . ¡ Soy tan tor¡>e para encon- 
trar lo que pierdo! 

Pura. — Mi pobre ayuda la tendrás siempiv. ¡Lo que he 
rezado por tí . . . no podrás agradecérmelo sino volviéndote 
creyente ! 

íMarto. — Creo en ti, Pura... Eso es ya creer un poco en 
Dios. 

(Vn silencio. La tscena se ha venido obscureciendo con la 
rapidez propia de una haJyiiación casi cerrada al caer una 
larde de otoño). 

Mario (con voz H(jeramcnte trémula). — Estás i)álida, Pu" 
ra . . . i Qué tienes ? 

Pura. — ;,Yo?... Nada. (Pausa breve). < Conservas espe- 
ranzas de que mejoi*e Emilia? 

]Mario. — No. Pronto me ({uedaré solo, completamente solo 
en la vida. 

Pu^RA. — Es triste, l^ero no eres el único que está solo. Mu- 
chos haA' que siempre estíin acom])a nados, y sin enibai'go viven 
solos con su alma (Un sil(ncio). 

Mario (siempre con voz insegura ) .—Mxwho te agi-adez^ni 
<pie haya.s venido. Pura, mucho. . . ^ 

Pura.- -Pero más ine hubieras agradecido que no viniese. 



LOS COLIÍÍUS 357 

•contentándome con mandar i)reguntar por tu madre. ¿ No es 
eierto? (Pausa breve). Dime, ¿no es cierto? (Pausa breve). 

Mario (como quién habla á su pesar, casi mecánicamente, 
algo que tenía muy pensado). — Pues que me lo preguntas, no 
debo ocultártelo... Tú perteneces á una familia con la cual no 
puedo tener ya relaciones cordiales. (Silencio). Por tí. por mí, 
mejor sería que no hubieses venido. 

Pura (lentamente, con los ojos bajos, como distraída). — 
Por mí, me explico. . . ¡Pero, por tí!... ¿Qué mal puede hacerte 
jni visita? 

Mario (conienicndo un arrancjnic pasional). — ¿Para qué 
Avenir á despertar en mí ideas... y sentimientos... que pueden 
hacerme desgraciado? 

Pitra. — No sé qué ideas 6 sentimientos que te hagan des- 
-graciado puedo despertarte... (Con femenina 7nalicia, alzando) 
los ojos, sonrientes). ¡Ah, recién me doy cuenta! Discúlpame... 
Mi visita te será desagradable porque te recuerdo a Silvia. 

Mario (bruscamente). — Eso es. lias puesto el dedo en la 
llaga. 

Pura (dcspuís de una breve pausa, esforzándose por pa- 
recer serena). — Me voy... Es muy tarde... ]\Iiss Dolly estará 
desesperada... 

Mario (tomándole ambas matios, casi sin voz). — ¿Te 
vas?. . . ¿Te vas para siempre?. . . No te lo decía yo, Pura?. . . 
¿Para qué has venido á ofrecerme tu amistad, tu compasión?... 
¿No pensaste que sólo serviría para exasperarme y entriste- 
cerme, esta limosna de ternura que me traes, este mendrugo de 
cariño que me arrojas como á un perro hambriento?.... ¿Qué 
consuelo puedes darme tú, pobre esclava de las preocupaciones 
sociales, que no me ofenda tanto como el desprecio de los tu- 
yos?.... ¿No ves que yo no puedo aceptar tu sacrificio y que tu 
gesto de caridad me duele y me enrojece el rostro como un bo- 
fetón. . . ¡no ves que yo devuelvo á tu mundo insulto por in- 
sulto, desdén por desdén, odio por odio? 

Pura. — ¡ Mario ! . . . ¡tú no tienes el derecho de insultarme ! 

Mario. — ¡Claro! (Rie amargamente). Yo, el hombre obs- 
curo y trabajador, el desgraciado á quién la sociedad sindica 
^e robo, el ladrón Blasco, no tiene derecho de acusar á nadie, 
y menos á una pobre niña que aunque lo desprecia también lo 
compadece !... 

Pura. — ¡Calla, por Dios. Mario, calla! ; Estás lo(ío?.... 
(Tiembla, llora). 

Mario. — i Qué tienes Pura ? . . . Pareces enferma . . . tiem- 
blas. . . lloras. . . (Mario tiende inslintivamente á abrazarla. . . 
Ella se aparta con rapidez, pálida como una muerta... T el 
deja caer sus brazos y se contiene con uu esfuerzo doloro.^o, 
<:omo fisicaynente doloroso. Vn sil er) ció). 



358 NOHOTROS 

KSCENA XV 

DÍCHOS V MfSS IK)I.LY 

Miss doUjY (futra Hilo por (4 foro, á media voz) — No hay 
luz... Ya no se ve casi... (Palim d marco d^ la puerta y aprie- 
ta un botó ti de Ivz eUctrica. La estancia sr ihtynina. Mario ííc 
.wnta con la c alteza entre las manos). 

Miss DOLLY. — Señorita Pura, hace ya una hora (jue esta- 
mos de visita, y hi señora se enojará tanto cuando lo sepa...- 
Hace un momento estuvieron aquí el niño Die^iito v el .señor 
Téllez... • 

Pura (reponiéndose, mas todavía con voz trémula). — ¿Qué 
dice usted, miss Dolly? ¿Diego y Téllez han estado aquí/ 

^liss dolía.' — Sí. señorita Pura. Y se fueron cansados dti- 
esperar, mientras usted estaln» adentro con el doctor. (Tna 
pansa) . 

Mario. — Ya lo ves, Pura. Te siguen. Nos espían... Kntre 
nosotros no [)uede híd)er ya ni la sombra de nuíístra antigua 
amistad. ; No tuve yo razón en decirte (jue hiciste mal «mi ha- 
b<*r venido? 

Pura. — No, Alario, no tuviste razón. Ahora tampoco la.- 
tienes. (Pausa breve). (A miss Dolly). Vamos, misss Dolly. 
(A Mario, disponiéndost á .^alir). Tengo <|ue pedirte una pro- 
mesa antes de irme. . . 

Mario (bajo á Pura, eniusi<^'<fa y al mismo tiempo liji ra- 
mente irónico). — ; Es todo un acto de heroísmo. Pura, haber 
venido á ver á mi madre desafiando la cólera de tu faiiiilia?' 
Te lo agradece !'c raieiitnis viva. jY en agradecimiento cumpliré 
cualquier proines-i (lUe me pidas! (xil oido). Aunque seí¿ la 
Ai tcndeniuí en la mesa del anfiteatro, para í|ue mis «'ole^^HK 
me despedacen. 

Pi'KA. — \ Ah I. . . Lo (pie tengo <pie pedirte e.s bien poco. . . 
(¿ue si el estado de Emilia llega {\ agravai'se, me llames pañi- 
que venga á at<íiderbi en la llora de la muerte, coíe.o ella, 
atendió á mi madre. 

MARio.--Te lo prometo. 

Pura. — «Me das tu palabi^a ? 

Mario. — Te doy nú palabra. 

Pura (fnuíiéndole la mano). — Adiós, Mario. (Mario beso- 
largamente la mano de Pura). 

Mario (Sordamente). Adió», Pura. (Miss Dolly hace, uua 
reverencia á Mario, y sale con Pura por el foro. Mario las octmi- 
paüa hasta la pverta, y, apoyándose contra el marco, las re 
alejarse. TeUn). 

..-fii.Wi. ' 

FIN DBI. TKROKR ACTO 



AC^TO ('HARTO 

(Una sala en rasa de la familia de ArrtU. Lujo y buen 'jvs- 
tú. Hada el fondo, un plano, cubmto por una rica tela aníi- 
gua. Profusión de luces tj flores- Puertas laterales y otra al 
foro. Por la puerta abierta al foro se ( ,iirrv*r un follaje de in~ 
vermículo). 



ESCENA T 

( Doa Laura^ nstida eon un sí vero y ilajanlt traj( de sa- 
roip, inspecciona la sal a. pr^ parada eowo para una fiesta. Mueve- 
algunas .s'Uas, do .v'x \df'ni\0'< foqurs n hts rawos de los flo- 
reros...) . . . 

^Jiss DoKi V f(nf rundo por la pu( ría de la izquierda)- - - 
\ Sííñora I . . . 

f)oñA Ijai'ha. — ¿Qué hay, mis Dolly? 

Miss Dolí. Y. -La soñoritu l*nra rn'*^'a á la si^Moni que la 
disííulpo. . . D'n'e (jiK» lio purdc ]>ajar ponjue tiono <lolor de- 
cabezíi. 

DofiA Lai;k.\.. ¡Eso ih> ts luAs (jue un ¡>r(*textoI. . . No» 
fié qué pueda teii'*>' es:! scloritíi í'uiij de un tiempo á ost« 
parte, eon sus enci^ronas y sus li istcza.s. . . (yuiihpiiera quo ?h* 
me eoiKK'iese encría (pie ella es un;j víelinin en esta casa. 

Miss DoLi.Y-- -Tal voz <sté enfeiina. . . 

Doüa liAirKA. — Y eiiuTidn le he í)l'r(H*ido lUuiiar al uiédieo.. 
ha puesto el grito en el <Melo couu) .si la amenazara eon el demo- 
nio. . . Suba usted a (iecirh* que se vista como es debido y baje 
¿ recibir á mis ¡nvití^do<5. Vendrá alcruien para ella. Si no baja, 
tendré que ir yo misiuj, á traerla. (lUiss Dolly queda parada: 
tiene algo que decir y no se atreve). Vaya f>ronto. niiss Do- 
^'y ; ya «'^ tanle y puede llegar la gente. 

Mit*< Doi.rv. — Es que. . . yo «pii^iera Imblar eon la se- 
ñora. . . 

UofiA Laihv. — ;i*u»'s d< spí'ich<:>(' usIimI, uiiss Dolly I... 
4Qué tiene usted ([ue deeii in(» ] 

íMtss D01.L.Y. — Algo serio. . . l^erdónemí» si no lo he lieclio% 
^ntes. . .'ITaee varios días (pie deseaba hablar eon la señora. . .. 



360 NOSOTROS 

No me apresuré ponqué esperaba que el niño Dieguito y el 
señor Téllez hablaran antes. . . 

DoñA Laura. — ¡El niño Dieguito! ¡el señor Téllez!. . . 
;, Qué tiene usted de eomiin con ellos? ¿Qué secreto misterioso 
va usted á comunicarme? 

]\Iisfi DoLLY. — Se refiere (i la señorita Pura . . . 

DoñA Laura. — Ahora entiendo todavía menos... ¡La 
señorita Pura, usted, Diego, Téllez, qué cuarteto más original ! 

Miss DoLLiY. — El doctor Blasco. . . 

DoñA Laura. — ¿ También el doctor Blasco ? . . . ¡ Entonces 
vs quinteto! 

MiFS DoLLY. — La señora había prohibido á la señorita 
Pura que fuese á casa del doctor Blasco á visitar á su ma- 
drina . . . 

DoñA Lai-ka. — ¿IL'ibrá cometido ella semejante inconve- 
niencia? ¡Bien se lo prohibí yo! (Miss Dolly guarda silencio). 
¿Y usted, cómo se ha atrevido usted á acompañarla sin decir- 
me nada ? 

Miss Dolly. — Yo la acompañé sin saber á dónde iba . . . 

DoñA Laura. — Usted está aquí á mi servicio. Debe hacer 
k> íiue yo mando, y no lo que manda la señorita Pura. 

MiHS Dolly. — ^Lo sé, señora. La señorita Pura me pidió 
que la acompañara, como otras veces, y como yo no le pre- 
gunto nunca . . . 

DoñA Laura. — ¿Por qué no me lo dijo usted en cuanto es- 
tuvieron de vuelta ? 

Miss Dolly. — Allí me encontré con el niño Dieguito y el 
sííñor Téllez, y pensé que ellos hablarían antes que yo. . . 

DoñA Laura (se pasea agitada). — ¡Eso no tiene sentido 
común!... ¡Pues no faltaba más!... (Parándose ante miss 
Dolly). Dígale usted á Pura que baje inmediatamente á hablar 
conmigo. Ya sabe usted que estamos de comida. Ayúdela á 
vestirse pronto. 

(Miss Dolly sale por la puerta de la izciuicrda; doña Imu- 
ra se eneamina al foro). 

DoñA Laura. — ¡Silvia!... ¡Téllez!... (Entran Süvia y 
Téllez, la primera en traje de baile y el segundo (n trajo de 
■etiqueta). 



ESiCEXA lí 

«• 

\HJSX LATMIA, SILVIA Y TKLLKZ 

SiLVLV (Aeudiindü pnsurosa). — ¿Llamas, mamá?... 
¿ Quieres que yo vaya á buscar á Pura ? 

DoñA Laura. —No, hija ; ya fué miss DoU^v. (Bruscameníe 
^n Tfllcz). ¿Oómo ha podido usted ocultármelo? 
Tfj.lrz. — ¿Ocultar quv. sonora? 



LOS COI.K(iAS 361 

üoñ.v Laura. — | El encuentro que tuvieron iLsted y Dietro 
'í'on Pura en casa de Blasco! 

Tellez. — No me pareció que fuera nada de particular. . . 

DofiA Laura. — ¡Nada de particular, que luia niña vaya 
-sola á visitar á un mozo que no está en buenas relaciones con 
su familia! 

Silvia. — Pura no fué sola, mamá, sino con niiss Dolly. . . 

Tellez. — ^Y fue á visitar á una señora enferma, su ma- 
drina, la amiga de su madre. 

Don A Laura. — ;Y después de las historias qxio todos sa- 
bernos ! ¡ Y habiéndole yo recomendado tanto que no fuera ! 
(A Téllcz). Supongamos que en vez de usted y de Diego s(i 
-encontrara allí con otros hombres, ¿.cómo hubieran comentado 
estos hombres el encuentro en sus conversaciones de club? 

SiLVLv. — Déjala tranquila cuando venga, mamá. A Pura 
le pasa algo. Ayer lloró la noche entera; yo la he sentido, aun- 
Mjue ella lo negara después. 

DoñA Laura. — Si yo le permitiese esos caprichos, ¿qué se 
diría de la educación que doy á mi sobrina ? . . . Ya bastanti* 
^os ha molestado antes con su antojo de no salir. (A Tellez). 
¿ No sabe usted que casi á la fuerza tuvimos que sacarla á so- 
eieilad ? | Y todavía se ha dicho que yo quería tenerla encerrada 
en casa, para que no eclipsase á Silvia ! 

Tellez. — Hacer caso de esas habladurías, señora, sería 
,sj)onerse al nivel de los que hablan. 

DoñA Laura. — Pues al nivel de los qlie hablan vivimos. 

Con ellos nos codeamos y chocamos. Dependemas de su opi- 

^nión, como ellos de la nuestra. Valemos por ellos, y ellos valen 

por nosotros. (Entra Ferrando por el foro, en traje de etiqueta) 



ESCENA 11 [ 

DICHOS, FERRANDO Y DESPUKS MISS DOLliY 

Ferrando (dirigiéndose á doña Laura y dándole la mano). 
— ¡Hola!. . . Entro sin anunciarme. . . Como sabía que rae es- 
4oeraban y Jes oí conversar. , . 

DoñA Laura. — Es usted de los que no necesitan anunciarse 
vn esta (tasa. ¿ Está usted bien ? 

Fekhando.— (Vnno siempre, más fresco que una lechuga. 
Y, por lo visto, soy el })rimero en llegar, desiniés del novio. Los 
viejos somos ahora más puntuales que los jóvenes, si es que han 
fjuedado jóvenes en el mundo. (Dando efusivamente la mano á 
Silvia). De ustedes no hay ya que preguntar, ¡con la buena 
noticia que he sabido J. . . Porque supongo que esta comida será 
j)ani participar á los amigos el acontecimiento de familia. 
¿Saludundo á Tellez no menos efusivamente). ¡Mis felicitacio- 
ines, querido amigo! /No se lo anuncié yo este verano, mandu. 



usted se <.*níyo vencido:?. . . Hasta crtH) cjue apostíuiios cualíjuier- 
cosa . . , Xo se olvide usted, qne algo me debe. 

Tellez" — Es verdad, doetor. Ha sido usted profeta. Es us- 
ted muy |)(»rsj>¡caz. 

Feúra XT>(>. -Ijos iiiédieos somos perspicaces porque somos 
fisonomistiis. ¡ Estamos tan acostu mi arados á U^v en los sem- 
blantes de los enfiM'mosI. . . V el aiiior es una enfermedad como 
otra cualquiera. 

Tkllez (bajo. indUamlo á SHríti).— rsted profetizó el 
amor donde aun no existía. . . 

Ferrando (lo inianto). -\*]x\>.t\iiu los síntomas precurson^. 
lias enfennedades pueden j>roní)stii.-;irse á veces antes de pro- 
ducirse. Se i)roduccn [)or el estildo del or<íanismo. Aunque el 
bacilo de Kock anda (mi lodos los puhnones. no todos somos tísi- 
íM>s. rnicaiíK iitf se enfiM-nutn Jos (]ue no pu(Hlen resistirlo y 
expulsarlo. L(» mismo ])asa con el microbio del amor. Anda en 
todos los corazones. Pero sólo se arraipi y propaíra cuando el 
corazón rsíá débil y triste. 

SUiVíA. — ; Aíe (M-iti<an ustedes? 

Fkkkando. --; linenií fuera I... Pir^untaba para cu?ind<>- 
es la boda. 

Teli.kz.- -Para íin de ano. 

Silvia, — V después nos irenu)s á Europa. 

Ferrando. — jOb juventud feliz! (Bajo á Silria). ¿Ve us- 
ted como yo Ik^ sabido ver en su coi-azón lo <pie usted misma 
no veía aunV... (Alio á dona LaurrO. Y usted, señora, ¿qué 
me cuenta de nuevo? 

J)oriA IiAiíR\. -¡(¿tie ai'abo d(f reci!)ir uii dis«^ust() bien 
grande ! 

FMjR\.\n(). — ;. Se ba excusado á últimn bor;i alguno de 
Hus invitados? 

DofiA JjArKA.--Xo. Sólo vienen tres ó cuatro amigos de 
confía n ::;í : usted, Vilann. Zulema . . . .\o son los de afuera los 
que dan disgustos. 

Silvia.— ¡ Pero, mamá I . . . 

DoilA Laura. -El doctor es el inéiru-o de casa, y por <ion- 
siguiente el amigo de la familia. .Me i»ar<ve (jue delante» de éi 
bien puedo hablar con confianza. Y más pmsto (pie debo, no^- 
8ÓIo disculparme de ]as críticas que s<* pueden bacer á mi 
antoridad sobre f^ura, sino consultarlo sobn* lu misnuí Pura. 

Ferrando. — ¿Qué le pasa á su sobrina? 

DofiA Lauj?a. — Se lo diré á ust^^d. pidiéndole restírva... 
No tengo otro de tjuien aconsejarme. 

Ferrando. — Vbí(h\ sabe, finura, ipie soy un viejo y sineei'o- 
amigo. 

Don A Laura. — Lo sé, doctor. Mil gracias. 

Ferrando.- -¿ Está enferma Pura? 

J)oñA ÍjAURA. — Enferma, no panY*e estarlo. . . Má« valiera 
eAo tal vez. 



Fekkanix). — ^Qiié le pasa, entonces? 

Don A Laura.- -Le pasa... que contra mi expivsa prohibi- 
ción ha ido a casa de Blasco. 

Silvia. — (!on miss DoUy. . . 

TelIíEZ. — Y á visitar á doña Emilia. 

l)«)n.\ Lai'ka. — ¡(\mio ustedt-< (piieran I Pero con los ante- 
vedentes. . . 

Ferrando. — Que yo eono/eo. 

DoiIa Laika. -V con lo <|U(* se murmuraba en ^lar del 
Platíi... 

Fkrra xdo.- -;. (^ué se inunnuraba ? 

J)oñA Lahra. — Que Pura tenía una mareada inelinaeión 
por Blasco. 

SiLVfA {sor¡m muda). — ¿ Q\ie Pura estaba enamorada de 
Blasco? i Qué dispc'jr;iíel 

FKURANm) (hnjii y sotinulo, á Silvia). — .Mal podría usleil 
saber lo que pasal)a. en el corazón de Pura, si no snpo usted 
siquiera lo que pas;d)a en el suyo. 

Doñx Lai'ra. — Yo me temo ({ue algo baya de verdad en 
<iso que se dice de Pura... (Aparte, á Ferrando). Pero no 
pierdo la esperanza de (pie triiuit'e nuestro ami«:o Vilana. 

Fkrranix) (aparte á doña /.(?«/»).- —i)e usted dejiende. 

{ Entra }niss Dolí y por la pvnia (U la izquierda, ij aaludn 
4ion la enhf :n á Ffrroiuln), 

íMiss DoiiiiV. -La s<*ru)rita Pura dice que bajará en segui- 
da. Ya estaba arreglándose. [>orí|iic pensaba que la sefiora la 
mandaría Llamar. . . 

DoñA Laitra. — Está bien. Gracias. (Sale miss Dollif). 

ESC^EXA IV 

I>05tA LA i: FIA, SILVIA. TKLLKZ Y FKKRANIX) 

Ferrando (.it Halando ú miss Dolhf (pie sr retira). — ¿La 
Htonfidente de Pura? 

Silvia. — ¡Oh, no! Puní no hace confidencias... Yo creo 
ipie nuiKía ha sentido esa necesidad. 

OoñA Laura. — Ahí está, como un ogro, metida en su 
<*uarto. 

Silvia.- En est^)s últimos tiempos parwe nniy triste. 

Tellez. — ¿No conoce usted un remedio contra la tristeza? 
j Se haría usted inmortal si lo descubriera I 

Ferranix). — Eso sólo se cura cm toros y vacáis. 

Tellkz. — ¿ Es incurable en el hombre? 

Ferrandía — En las niñas, la tristeai es una nul)e de pri- 
mavera. Xub<* que refi-esea, pasa y deja el jardín más florido 
v oloroso que nunca. 

Tellez. — Las sonrisas son las rosas. 

Sn i VIA. —En el jardín de Pura ya no hay rosas. 



*3*j4 NOSOTIÍñS 

DoñA Lahra. — Siempre fué Pura independiente y hasüt 
voluntariosa, y ahora está más rara que nunca. . . (A Fe- 
rrando). Que le parece á usted, doctor, ¿no se me criticaría, y 
con razón, si yo permitiese á mi sobrina escapadas como la 
visita á casa de Blasco? 

Ferrando. — Seguramente, Laura. Por eso hizo usted muy 
bien en prohibirlo. 

DoñA Laura. — Dígame usted también, doctor, ¿no debo- 
tomar una resoluci(3n enérgica para que el hecho no se repita. ? 

Ferrando. — Debe usted tomarla, si no quiere exponerse y 
exponer á Pura á la malediceicia pública. 

DoñA Laura (indicando á TéUez y Silvia). — Pues estos- 
señores opinan que hacer caso de las habladurías es ponerse 
al nivel ele los que hablan . . . 

Ferrando. — La sociedad es un gran mar, con sus abis- 
y odio con odio. Despreciar la opinión es hacerse despreciar por- 
la opinión. ¡Y nada más peligroso! 

DoñA JjAURA, — Creernos superiores al juicio de los demás 
es el mejor medio de extraviarnos. . . 

Ferrando. — La sociedad es un gran mar, con sus abi.s- 
mos, sus borrascas, sus calmas, (^ada individuo es una gota de 
agua en ese mar. Si la gota pretende aislarse y síilta sobre una 
piedra de la orilla, se secará al beso del primer rayo de sol. 

Teli.ez. — Se vuelve usted poeta. Y todo para reprobar el 
generoso impulso de Vnvn . . . Fué con his manos llenas de ro- 
sas y volvió con las manos llenas de espinas. 

DoñA Lai:ra. — l*or lo visto, no sólo Ferrando se vuelve 
poeta. . . ¡ Y todo para disculpar la rebeldía de una muchacha 
sin experiencia, «lue compromete su reputación y el nombre de 
su familia I Porque nada más delicado que la reputación de- 
una niña... Basta una soml)ra para mancharla. Basta una 
sospecha para ahuyentar á sus pretendientes. Xo sé qué pensará, 
el doctor Vilaua, si llega á saber i|ue Pura. . . 

Ferrando. — Felizmente. Vilaua <^ un espíritu elevado v'- 
sordo a esas pequeneces. 

DoñA L.\uiíA. — Aquí todos somos sus partidarias. 

Ferrando. — Fs ya \\n médico notable. 

DoñA Laura. — Xo dudamas que Pura acabará aceptándolo.. 
A propósito de Vilana. Ya sabe usted que lo he invitado á co- 
mer. Xada ha contestado, aunque nos mandó una bonita ca- 
nasta de claveles blancos. ¿Cree usted que vendrá? 

Ferrando. — Xo lo dudo. A los médicas debe perdonárse- 
nos algún retardo. Xunca somos dueños de nuestro tiempo. 

SUiViA. — Tampoíío ha venido Zulema todavía. 

Tellez. — ; Antes de que Zulema acabe su t&ilette!. (Entra. 
Diego, de ^*.^mocl'ing'-, por el foro). 



I.SS COLEGAS 305- 

ESCENA V 

DICHOS Y DIEGO 

Diego (después ch saludar con una sonrisa á TcTlez, dando^* 
la mano á Ferrando). — Buenas noches, doctor. 

DoñA Laura. — Me extraña, Diego, que tú tiíuipoco me- 
dí jeras nada de la extravagancia de Pura . . . 

Diego. — Dejemos ese asunto, mamá. Yo no creo que la 
visita de Pura á Emilia fuera tan extravagante. Ella es mayor- 
de edad, sabe lo que hace, y me inspira plena confianza. 

DoñA Laura. — ^ Y yo, tu madre, no te inspiro también ple- 
na confianza ? . . . Pues yo prohibí á Pura lo que ha hecho. Tú,.. 
como mi único hijo varón, debiste hacer cumplir las órdenes ; 
de tti madre. 

Diego. — Ya le dije, mamá, que yo no quiero intervenir- 
para nada en las cosas de Pura. Su prohibición rae parece 
hasta ofensiva para ella. No s<íré yo quien se meta á hacerla 
cumplir. 

DoñA Laura. — Tus deberes, Diego . . . 

Diego. — Mis deberes de caballero y de hombre son dejar 
en paz á una pobre muchacha que se ha refugiado bajo nuestra 
techo. 

DoñA Laura. — Tu deber de hijo. . . 

Diego. — Dejemos d(^ lado mi deber de hijo, pues que yo 
no hablo de sus deberes de tutora ó madre adoptiva de Pura. 

DoñA Laura.— ¡I^íe faltas el respeto, Diego!. . . 

(Pausa breve). 

Diego. — Entonces, n^tiro lo dicho. 

DoñA Laura (cou reticencia y á media voz). — J'ero no 
puedes retirar lo (lue sientes. Y cuando se trata de tu madre 
y de tu prima... optas por tu prima. ¡Así entiendes tú ■ 
el deber ! 

Diego. — ¡ Fíjese usted en lo que dice, mamá I 

DoñA Laura. — Tiempo hace (pie me vengo fijando. (TJna^ 
pausa). 

Diego (con violencia). — Más tarde nos explicaremos. . . No - 
olvidemos que ahora tenemos visitas. 

Ferrando. — Somos todos de confianza, Diego, y la señora 
tiene razón. 

Diego (sin disimular su ira). — Tiene razón, ¿en qué? 

Ferrando. — En quejarse de Pura. (Diego vuelve la es- 
palda á Ferrando). No es posible mantener el decoro de una. 
familia si no se respeta la autoridad del jefe. 

(Entra Fura por la puerta izquierda, en un traje de baile 
que realza su natural belleza y elegancia. Está algo pálida y- 
ojerosa. — Diego sah por el foro). 



::5(>r> NOSOTROS 

ESCENA VI 

J)OSA LArilA, SIIA'IA, TKL.LEZ, FBRRANIK) Y PUUA 

VuTCA (siúudüiido á Ferrando y sonWc«(/Y;>— Hablaban us" 
tedtíK de mí. . . y seguramente muy mal. (Saluda á Téllez). 

TELÍ.EZ. — Mal ... y bieu. 

Silvia (seria). — Yo. . . bien. 

Ferrando (sonriente). — Yo... mal. 

I^'RA (después de saludar á Téllez). — Xo neiíesitan ustedes 
-decir más. Ya sé de qué tratiiban. (Seria). Pues muchas gra- 
Híias á los que hablaban bien. . . (sonriendo) y nniehas gracias 
á los que hablaban mal. 

Ferrando. — A(iuí todos somos amigos suyos. 

Pura. — Yo no tengo enemigos. 

DoñA Laura (á Ferrando y Téllez). — ¿No (juieren ustedes 
pasar al hall? Estarán allí más eómodos. 

Ferrando. — Como usted disponga. 

(KncaminanHv convtrsando liacia d foro Silvia, TéUsz y. 
Ferrando). 

Doxix Lauka (mirando con su.s ""impirtinentea'* el tocado 
hU Pura). Tengo que hablarte seriamente. Pura. 

Pura. — Estoy á sus órdenes. 

(Salen todos menos doña Laura y Fura. Fausa). 

ESCKNA VI J 

J)O.^A LAURA Y PURA 

DoñA Laura. — Dime, Pura, ¿no te hemos tratado siempre 
en esta casa con las consideraciones que te debíamoB? 

Pura (casi sin voz). Es cierto, tía Ijaura. Y usted ha sido 
muy bondadosa coninigo . . . 

DoñA Laura. — Al vivir eou nosotros, ¿no te comprometías 
H obedecerme como si yo fuera tu madre ? 

Pura. — También es cierto, tía Laura. 

DoñA Laura. — Entonces, ¿por qué has desoído mis conse- 
:jos y fuiste á visitar á la familia de Blasco? 

Pura. — Perdóname, tía Laura. Emilia me esíiribió una 
<tartH que partía el alma, y yo pensé que debía ir. . . Ella cuidó 
á mi madrv sin apart^u'se de la cabecera en su última enfer- 
medad. 

DoíÍA Laura. — Excusas no te han de faltar... Yo no 
<|uiero discutir contigo. Pero el hecho es que me desobedeciste. 
¿Has meditado sobre las c(msecuencias que puede traerte el 
-de-sobedecciTue ? 

Pura. — Como creí (jue obraba bien. . . 

DoñA Lai RA. — No obrabas bien. Pura; obrabas muy maL 

l^TRA. — Obraba según mi conciencia y mi corazón. 



ü 



LOS COLEGAS 367 

DoñA Laura. — Tu conciencia y tu corazón te engañaban. 
Debiste más bien escribir á esa señora, sin ponerme en el caso 
de despachar á miss Dolly. . . 

Pura. — ¡Despachar á miss Dolly, después de tantos años 
de servicio!. . . ¡No vaya usted á hacer eso, tía Laura!. . . Yo 
la llevé sin que ella supiese. . . 

DoñA Laura. — ^De todos modos la despediré, ahora que se 
casa Silvia, para evitar que te acompañe en nuevas escapato- 
rias. No quiero que comprometas más esta casa. (Pausa). 

Pura. — Sólo le pido permiso para ir á ver una vez más á 
Emilia. Ella quiere entregarme al morir unas alhajas y cartas 
de mi madre. Yo le prometí ir á recibirlas cuando ella me Ua- 
me. . . ¡y cumpliré mi promesa, tía Laura, la cumpliré! 

DoñA Laura. — ^No irás, Pura, no irás. Si vas, te rebelas 
contra mi autoridad. Puedes prever los resultados. . . ¿No com- 
prendes que esas visitas á casa de Blasco te comprometen? 

Pura. — ^ Por qué ? 

DoñA Laura. — Se dice que tú quieres á Mario. 

Pura. — Como un amigo, como un hermano. . . 

DoñA Laura (entre dientes), — Tienes una curiosa manera 
de sentir tu cariño de hermana. . . 

Pura. — ¡ Tía Laura !. . . (Pausa). 

DoñA Laura. — ¿Y él, Mario?. . . • 

Pura (amargamente). — ¡El!. . . ¡A él no le importa nada 
de mí, absolutamente nada ! . . . ¿ Acaso me ha dado siquiera 
señales de vida desde que fui á su casa, exponiéndome á la 
indignación de mi familia ! . . . Pierda usted cuidado. Mario 
tiene muchas cosas en qué pensar para acordarse de mí. 

DoñA Laura. — Eso no me importa. Lo que me importa, ¡ y 
no toleraré! es que vuelvas á provocar la murmuración yendo 
otra vez á su ca«a, ¿oyes? ¡No lo toleraré! (Pausa). 

Pura. — ¡Tía Laura! Hablemos claro. Usted está descon- 
tenta conmigo no sólo por ese motivo. . . sino también por 
otros. . . 

DoñA Laura. — Estoy disgustada, muy disgustada por tu 
conducta en estos últimos tiempos. Te encierras, no quieres ir 
á ninguna parte, no hablas casi, no me escuchas. 

Pura (con suprema angustia). — ¡Pero hay algo más, tía 
Laura, hay algo más ! . . . 

DoñA Laura. — ^¿Qué? 

Pura. — ^Dígalo de una vez, tía Laura. . . Usted quiere que 
yo salga pronto de aquí, que yo me case. . . 

DoñA Laura. — ¡ Pura ! 

Pura. — Usted quiere que yo salga de aquí, que me case. . . 
porque piensa. . . usted supone. . . algo muy feo, tan feo. . . 

DoñA Laura. — ¡ Pura ! 

Pura. — ^Usted sospecha del cariño que me tiene Diego, su 
hijo, mi primo, ¡ mi hermano ! . . . 

DoñA Laura. — Nada te he dicho. . . 



368 NOSOTROS 

Pura. — Pero usted lo piensa, lo piensa siempre... Hace 
nn momento, cuando yo entré á esta sala y usted discutía cou 
8U hijo, ¿qué pensaba asted? ¿qué pensaba usted de mi?. . . 

DoñA Ilvcra. — Yo sé que eres buena, muy buena. . . 

Pura (como delirando). — Sí, tía Laura. No lo niegue. Us- 
ted sospecha ... ¡ Yo lo veo, yo lo siento, yo respiro como un 
veneno esa sospecha en el aire de esta casa! (Se arroja soUo' 
zando sobre un sofá). 

DoñA Laura. — ¡ Qué niña eres ! . . . ¡ Serénate ! . . . ¡ Pue- 
den encontrarte así las personas que vengan ! . . . (Patisa bre- 
ve). ¡Pura, por Dios, haz de cuenta que nada te he dicho!. . . 
(Un largo sUencio), 

Pura (poniéndose de pie, con inusitada entereza, casi con 
altivez). — ¡Hablemos claro, tía Laura!... Yo estoy aquí 
demás. 

Doüa Laura. — ¡ Nadie te dice semejante cosa ! 

Pura. — ^Ya sé que nadie piensa en ponerme en la puerta. 
Pero esta prisa por casarme. . . 

DoñA Laura. — Es por tu bien. Tú no tienes otro porvenir. 
Las mujeres no tenemos otro porvenir. 

Pura. — Lo sé. No tengo más parientes que ustedes. De- 
biendo salirse aquí no hay más solución que el matrimonio 6 
el convento. Y como no siento vocación religiosa, no me queda 
más que el matrimonio... Pues le prometo á usted casarme 
pronto, cuanto antes. Sólo le pido un plazo, un plazo corto, el 
que se da siempre para liquidar las malas mercaderías ó des- 
alojar las casas mal ocupadas. 

DoñA Laura. — No tomes el asunto por el lado trágico. Es 
•61o cuestión de casamiento. . . 

Pura. — Tiene usted razón. El casamiento es más bien una 
cosa cómica. 

DoñA Laura. — O por lo menos un acontecimiento feliz, 
sobre todo cuando se tiene pretendientes como los tuyos. Ahí 
está Vilana . . . ¿ Piensas aceptarlo ? 

Pura. — A Vilana ó cualquier otro. . . Pero déme usted 
tiempo. . . 

Dow a Laura. — Todo el que necesites ... Yo no quiero no- 
viazgos improvisados de la noche á la mañana. Siempre salen 
mal. Recuerda lo que le sucedió á Silvia. . . 

Pura. — Sí. . . sí. . . No se apure, tía Laura, que yo tam- 
bién trataré de complacerla. 

DoñA Laura. — Pues para complacerme, empieza por se- 
carte esas lágrimas. . . Arréglate el pelo. . . Pon una cara más 
amable á mis invitados. . . 

(Antes de que termine su frase dona Laura entran por el 
foro Vilana, también de frac, y Ferrando). 



1 



I os COLEGAS 3gQ 

ESCENA VIII 

DICHOS, VILANA Y FERRANDO 

ViLANA (entrando y áeteniíndose). — A mal tiempo, buena 
cara. 

Ferrando. — Aquí se lo traigo . . . Tenía miedo de entrar. 

ViLANA (dando la mano á doña Laura), — ^Y, por cierto, 
que venimos á sorprender un coloquio de familia . . . 

Pura (sonriendo y tendiéndole á su vez la mano). — ^Ver- 
daderos secretos de familia. 

ViLANA. — . . . Y, para colmo, con algún retraso. 

DoñA Laura. — Ninguno. Todavía esperamos gente. 

Pura (forzadamente amable), — Recibimos sus claveles 
blancos, como heraldos que nos anunciaban su llegada. . . 

Ferrando. — La llegada del príncipe que viene á romper 
el encanto que mantiene triste y cautiva á la princesa de los 
rizos de oro. 

Pitra (á Vilana^ sonriindo). — ¡Adelante!... Ningún dra- 
gón de niego me defiende. 

DoñA Laura (con visible complacencia). — Veo que estoy 
demás aquí. Yo nada entiendo do encantos. . . 

Pura (para sí), — ¡Ni de desencantos! (Se retira á segundo 
término hablando aparte con doña Laura, — Ferrando y Vilaiia 
quedan solos en piimer término), 

FerRxVndo (bajo á Vilana). — Tuvimos esta tardo sesión 
en la facultad. Por mucho empeño que pusimos, yo y varios com- 
pañeros, la renuncia de Blas(;o no fue aceptada. 

Vilana. — ^Vle lo temía. Los términos de la sentencia le son 
tan favorables... como que el ¿uez no se contenta con condenar 
á Rosales, sino que absuelve á Blasco y declara que la causa no 
afecta su honor. 

Ferrando. — Y la intendencia lo confirma también en la 
dirección del hospital, y los médicos y empleados le preparan 
un gran banquete... Los estudiantes, por no ser menos, le pro- 
yectan á su vez no sé qué manifestación de desagravio... Es el 
caso de que yo le repita á usted lo que usted decía hace un ins- 
tante: '*A mal tiempo buena cara". 

ViiANA (sonriendo). — Y la he puesto... La hemos puesto 
cuando fuimos á visitarlo, ¡ á meternos en la cueva de la fiera ! 
Voy á contarle á Pura nuestra visita, para que crea en mi buen 
corazón. (Dase vuelta há'Cia Pura), 

Ferrando (alto ó doña Laura), — Parece que aquí estor- 
bamos... 

DoñA Laura. — ^Así parce... (Ferrando y doña Laura sa- 
len por la puerta de la izquierda)* 



370 NOSOTROS 

ESCENA IX 

PURA Y VILANA 

ViIjAna. — No sé qué noto en usted esta noche... Usted es 
otra. 

Pura. — Otra soy, en efecto... Acabo de tomar una gran re- 
solución, de esas que generalmente solo se toman una vez en la 
vida. 

VHíAna. — ¿Me haría usted el honor de tomarme por con- 
fidente ? 

Pura. — ¡Oh, no es ningún secreto!... Siéntese usted para 
oirme mejor... (Amhos se sientan). He resuelto casarme. (Pau- 
sa), ¿Halla usted extraña esta resolución? 

ViLANA. — La resolución, no. A usted la hallo extraña. 

Pura. — ¿ A mí ? 

ViLANA. — A usted. . . Porque hasta hace poco tiempo me 
decía usted que no pensaba casarse. 

Pitra. — He cambiado de opinión. 

ViLANA. — Habrá usted encontrado un hombre que le 
guste... 

Pura. — Todavía no lo sé. 

VniiANA. — ¿No quiere... no ha querido usted á nadie? 

Pura. — Se lo he dicho ya otra vez. 

ViLANA. — ¿Y se acuerda usted lo que yo le repuse? 

Pura. — Me acuerdo. Que el amor me sorprendería cuando 
yo menos lo pensara. (Pausa breve). Pues hasta ahora se ha 
equivocado usted : el amor no me ha sorprendido. 

ViLANA. — Según lo que usted entienda por amor. Ha leído 
usted demasiado Pablo y Virginia y Rafael. Esa lectura román" 
tica le ha sugerido una falsa idea del amor en nuestros tiempos. 

Pura.— ¿Sí?... 

ViLANA. — El amor no es ya un torbellino ni un abismo. Es 
lo que usted ha visto en Silvia: la amistad razonable, el apre- 
cio fundado.... Cuando un hombre y una mujer son amigos y 
se estiman, el amor viene después, con el casamiento. Y ese es 
el amor verdadero y durable, el amor del corazón y la cabeza.. 
El otro por mucho que se le idealice, no es más que el amor de 
los sentidos, ¡ el viejo diablo metido á fraile ! 

Pura. — Poco á poco voy creyéndolo así... 

VHíAna. — ^Y acabará usted por creerlo completamente. 
(Emocionado). Entonces se resolverá usted á aceptar el hombre 
que siempre la quiso, el único hombre que verdaderamente la 
ha querido.... 

Pura.— ¿Usted? 

ViLANA. — Sí; yo. (Una pausa). Usted se formó últimamen- 
te en Blar del Plata un mal juicio de mí. Creyó usted que, por 
motivos indignos, era yo capaz de hacer una guerra sorda á 
su amigo el doctor Blasco... Pues bien, debo confesarle ingenua- 



LOS COLEGRS 371 

mente que me equivoqué respecto dé Blasco. Su amigo era ino- 
cente de la imputación que se le hizo... 

Pura. — ¿Lo han declarado así los jueces? 

ViLANA. — Sí. ¿No lo sabía usted? La noticia ha salido ho^ 
en todos los diarios, y, por cierto, que en términos elogiosísimos 
para él.... 

Pura. — ^Yo no leo los diarios. (Para sí misma). ¡Y él, no 
haberme escrito una palabra! 

VHíANA. — ^Por ciertos indicios, y sobre todo por aquello 
que usted me dijo, ¿recuerda? ya antes de que saliera la sen- 
tencia, yo pensé que ella sería favorable á Blasco. Y fui á su 
casa a darle amplias satisfacciones... ¿Está usted contenta 
de mí? 

PüRA.---Ha cumplido usted con su deber, Vilana. 

ViLANA. — ¿Acaba usted entonces, por desechar las pre- 
venciones que tenía contra mí y por reconocer la rectitud de 
mis sentimientos y de mis procederes? 

Pura.— Sí. 

Vn^ANA. — Gracias. Da usted ahora el primer paso para 
quererme, Pura... Y usted llegará á casarse conmigo, como se 
lo he pronosticado, y será muy feliz, !se lo prometo ! 

Pura. — Es posible. Con ese casamiento, no se lo debo 
ocultar, daría yo un gran gusto á mi familia y hasta una feliz 
solución á ciertas cuestiones enojosas. . . Pero déme usted tiem- 
po para pensarlo, Vilana- 

Vilana. — Le doy á usted todo el tiempo que quiera, pues 
cuanto más lo piense usted, más seguro estoy yo de la victoria. 

(Entra Zulema por el foro, muy apresurada, envuelta en 
una lujosa '^salida de laüe"). 

ESCENA X 

DICHOS Y ZULEMA 

Zulema (besando cariñosamente á Pura). ¡Aquí me tie- 
nen ustedes ! . . . Entro de la calle, pregunto dónde está Vilana, 
Ferrando me dice al oído que se halla de gran conferencia con 
Pura. . . (dando la mano á Vilana) y me vengo directamente 
hasta aquí, sin sacarme el abrigo ni detenerme, para ser la pri- 
mera en felicitarlos. 

Vilana. — ^Le agradecemos la intención. Pero todavía. . . 

Zulema. — j Todavía ! . . . Me contesta usted como Blasco, 
cuando creyó comprometerse con Silvia... ¡Tenga usted cui- 
dado! Mire que esa contestación es de mal agüero. , . Pas de 
chance! 

Pura. — Estás sofocada, hija. . . Vete á sacarte el abrigo. 

Zulema (encaminándose á la puerta de la izquierda). — 
Espérenme ustedes, que ya vuelvo. . . Tengo muchas cosas que 
decirles. (Sale). 



372 NOSOTROS 

ESCENA XI 

PURA Y VILANA 

ViLANA. — j Qué afán casamentero el de Zulema ! 

Pura. — Quiere casar á todo el inimdo. . . y no principia 
por casarse ella misma. 

VhjANA. — Eso sería más difícil. . . En todo caso, intencio- 
nes no han de faltarle. 

Pura (sonriendo). — Tiene la manía de felicitar. Y lo cier- 
to es que, á juzgar por ciertos antecedentes, sus felicitaciones 
resultan á veces de mal augurio, como ella misma recordaba. . . 

ViiiANA. — ^Por lo menos son de mala intención. Es ella como 
el perro del hortelano. . . 

(Zulema entra por el foro, habiéndose ya despojado del 
ifibrigo. Corre hacia el piano, lo aire, se sienta y ataca brillan- 
temente la ^'Marcha NupciaV de Mendelsohn. — Luego entran 
Diego, Silvia y Téllez). . 

ESCENA XII 

DICHOS, ZULEMA, DIEGO, SILVIA, TELLEZ Y DESPUÉS DOflA LAURA 

Y FERRANDO 

Diego. — Pura, ¿qué hay de verdad en la noticia que nos 
acaba de dar Zulema? 

Silvia. — i Es cierto, Pura? 

Ferrando (entrando por la puerta de la izquierda). — ^[Ho- 
la, hola ! . . . I Con que esas teníamos ! . . . 

DoñA Laura (siguiendo á Ferrando). — ¡Lo esperábamos 
doctor Vilana, aunque no tan pronto ! 

ViLANA. — Me sorprenden ustedes. • 

Pura. — ^No ; esto no es más que una picardía de Zulema. . . 

Diego. — Ella nos ha dicho que se acaban de comprometer 
ustedes. 

Pura (llamando) j Zulema! 

(Zulema se levanta del piano y acude al llamado). 

Ferrando (á Zulema, sonriendo). — ^Venga usted, mentiro- 
sa, á rendir cuentas de su mentira. 

Zulema. — ¿Qué mentira?... (A VVAina y Pura). Por la 
manera de contestar de ustedes yo supuse. . . y como todas se 
casan en esta familia. . . (Haciendo ademán de bendecir). Sil- 
via con Téllez... Pura con Vilana... Creo que hasta la se- 
ñora con Ferrando. . . 

Diego (á vulema). — ¡Cómo sentirá usted no ser de la fa- 
milia. (Todos ríen). 

Pura (ligeramente irritada, á Zulema). — ¡De dónde has 
vsacado que yo me case con Vilana? 



j 

j 



LOS COLEGAS 373 

ZvhEUA. — ^Por tu contestación, como te he dicho. Por lo 
menos creí que estabas comprometida á medias. . . 

Pura. — ^To no entiendo eso de comprometerse á medias. . . 
O se da ó no se da palabra de casamiento. 

ZuLEMA. — Sin embargo, nada más general que los com* 
promisos á medias. Hasta creo que son una especialidad de 
esta tierra. . . Pero tienes razón, Pura. A mí no me agradaría 
tampoco eso de estar á medias de novia. . . Me suena como estar 
á media ración. 

Ferrando. — Siempre será mejor que el ayuno forzado. . . 

Diego. — !Mala cosa es el ayuno, Zulema. Llena la boca de 
bilis. . . (Todos ríen). 

ZuLEMA (riendo á carcajadas). — ^Pues ya están galantes 
ustedes conmigo. . . 

Diego. — De tanto hablar de media ración y de ayuno, me 
han despertado ustedes el apetito. . . 

ZuLEMA. — i El apetito de qué ? . . . 

Diego. — ^Ya debe ser hora de ir á la mesa. . . 

ESCENA XIII 

DICHOS, MISS DOLLY Y DESPUÉS UN CRIADO 

Miss DoLLY (ante la puerta de la izquierda, bajo á doña 
Laura). — He hecho servir la comida, señora. 

DoñA Laura. — Podemos pasar al comedor. 

(Miss Dolly sale, y todos los demás se disponen también á 
salir por el foro, Ferrando con doña Laura, Téllez con Süvia 
y Diego con Ztdema, cuando entra por ahí un criado con una 
tarjeta en una bandeja de plata y se ta presenta á Pura). 

DoñA Laura (al criado). — ¿Qué es eso? 

El criado. — ^Ún señor que pregunta por la señorita Pura. 

DoñA Laura. — i No le ha dicho usted que no podemos reci- 
birlo porque tenemos invitados? 

El criado- — Sí; pero ha insistido tanto. . . 

Pura (después de leer la tarjeta, al criado, muy turbada). 
— Hágalo usted pasar al escritorio y dígale que me espere. (Él 
criado sale por el foro. Pausa). Es el doctor Blasco. . . 

Zulema. — ; Blasco ! (Con intención de incomodar á Vilana 
y á Ferrando). Es ahora Vhomme du jour. ¿Han visto ustedes 
que elogios le prodigan los diarios? Hoy no he leído menos de 
dos 6 tres columnas de ponderaciones. (Haciendo como si le- 
yera). Es un carácter austero, un trabajador incansable, una 
gloria de la patria. . . Los médicos del hospital y los estudian- 
tes de la Facultad le ofrecen grandes manifestaciones públicas, 
que él rehusa porque su modestia está á la altura de sus mé- 
ritos. . . 

Ferrando (vagamente irónico). — ^Los verdaderos hombres 
^e ciencia son siempre modestos. 



374 NOSOTROS 

ViLANA. — ^Nosotros nos felicitamos de que al fin se haya 
hecho paso la verdad. . . 

Pura (á doña Laura). — Blasco viene á verme de parU-í de 
Emilia. . . Tal vez me trae las cartas y alhajas de mi madre. . . 
Le pido permiso para recibirlo, tía Laura. . . 

DoñA Laura (secamente). — ^T yo te niego ese permiso. 

Pura. — Entonces, tendré que ir á recibirlo en la puerta 
de calle. . . 

DoñA Laura. — ; Pues no faltaba más ! . . . Mándale pregun- 
tar lo que quiere. . . 

Pura. — He dado orden al sirviente de que lo haga pasar 
al escritorio. 

DoñA Laura (tocando con el timbre eléctrico). — En mi ca- 
sa, nadie da órdenes más que yo. (Al criado que se presenta 
por la puerta de la derecha). Diga usted á ese señor que la 
señorita Pura no puede recibirlo. 

El criado (indicando la habitación que se supone á la 
derecha). — ^Ya lo he hecho pasar, señora... Está ahí espe- 
rando. . . 

DoñA Laura. — Dígale de mi parte que se retire. . . 
tía Laura. Eso no puede ser. Es el hijo de Emilia. 

Pura (interponiéndose entre el criado y la puerta). — Xo. 

DoñA Laura (al criado). — ¿No ha oído usted? 

Diego. — Mamá, Blasco es mi amigo. 

Tellez. — ^T el mío. 

ViLANA (á doña Laura). — Es amigo de todos, señora. . . 

Ferrando. — No debemos proceder tan violentamente, que- 
rida Laura. . . Sin necesidad de que lo reciba Pura, ¿no puede 
ir alguien á ver lo que desea f 

Diego. — Eso me parece mejor. Iré yo. (Sale por la derecha, 
y el criado por él foro). 

Tellez (bajo á Silvia). — ^Yo he venido á visitarla á us- 
ted, Silvia, á usted sola. Tengo mucho que decirle, y veo que 
estamos perdiendo el tiempo aquí y escuchando lo que no nos 
importa. . . 

Silvia. — ^Vamonos á la antestla. — (Sal en por la izquierda) 

ESCENA XIV 

DOñA laura, ZULEMA, ferrando, VIL.VNA Y DESPUÉS DIEGO 

ZuLEMA (á doña Laura). — Acaso ese señor Blasco tendrá 
que decir á Pura algo reservado y confidencial. 

DoñA Laura (bajo y severamente á Pura). — ^Ya ves los re- 
sultados de la visita. 

ZuLEMA (que ha sorprendido la reconundación de doña 
Laura á Pura). — ¿Qué visita? (Silencio). 

Pura. — Mi última visita á Emilia. 

ZuLEMA, — ¿ A Emilia, la madre de Blasco ? . . . ¿ Has tenido- 



LOS COLEGAS 375 

tú el valor de ir á la casa de Blasco?. . . ¿Y no perdiste la car- 
tera? 

ViLANA. — Usted sabe, Zulema, que Blasco es un caballero 
y un amigo de Pura. 

ZüLEMA. — ^Yo también hago justicia á Blasco. Era una 
broma. . . Peores las gastan ustedes conmigo. 

(Diego entra por la puerta de la derecha y la cierra detrás 
de sí). 

Diego (á Pura). — Mario quiere hablar de cualquier modo 
contigo. (Señalando la derecha). Te espera ahí. 

DoñA Laura (á Diego). — Pues Pura no puede recibirlo. 
Vuelve á que te diga para qué la quiere. (Diego 7W se mueve). 

Pura. — Es el último favor que le pido, tía Laura. Déje- 
me ir. . . 

DoñA Laura. — En mi casa no se ha faltado jamás á las 
conveniencias; . . 

Zulema (á Pura). — Piensa en lo que dirá el mundo, si 
acudes así al primer hombre que te llama. 

Ferrando. — Aquí no hay más que un pequeño mal enten- 
dido, bien fácil de solucionar si procedemos con prudencia. . . 
(A doña Laura), i Por qué no va usted misma, Laura, y trata 
de hacer entrar en razón á ese mozo ? Será un nuevo sacrificio 
que usted haga por la educación de los suyos. 

DoñA Laura. — No podría. . . Me ofendió tan gravemente... 

Zulema (después de acercarse á la puerta de la derecha y 
aplicarle el oído). — ¡Schit!... (Pausa breve). Se pasea como- 
una fiera enjaulada de un extremo á otro del cuarto. . . (Pausa 
breve). Parece que está muy nervioso. . . 

Diego. — ^Y no es para menos. Hacerlo entrar, negarse des- 
pués á recibirlo, mandarle un emisario. . . 

DoñA Laura (á Ferrando). — ¿Por qué no va usted en mi 
nombre, doctor? 

Ferrando. — ¡ Yo ! . . . Imposible. He tenido mis pequeños 
disgustos con Blasco. . . Además, no soy de la familia. 

Zulema (á doña Laura). — Si usted quiere, Laura, voy yo... 

Diego. — Sería el mejor modo de ponerlo pronto en fuga. 

Zulema (riéndose). — ¡Insolente! 

Diego. — ^üsted no me ha dejado concluir. . . De ponerlo 
en fuga ; pero con una flecha de Cupido clavada en medio del 
pecho. 

Vilana. — ^Yo no me ofrezco á recibir al doctor Blasco, por- 
que soy el menos indicado. . . 

Pura. — Es inútil que nadie se incomode. Ha venido á ver" 
me á mí. . . 

DoñA Laura. — ; Pura ! . . . 

Diego. — Me parece que también yo estoy aquí demás... 
(Sale por la izquierda). 

Ferrando. — ^Lo mismo nosotros. . . (Quiera salir con Vi- 
lana). 



376 NOSOTROS 

DoíLv Laura (reteniíndólcs), — Quédense ustedes. Se lo 
ruego. . . Ayúdenme á convencer á esta niña. 

Pura. — Estoy convencida de antemano... Blasco ha ve- 
nido á verme. . . y yo voy. . . (Quiere salir por la derecha), 

DoiiA Laura (amenazadoramente, tomándola de la mu- 
ñeca). — ¿Te olvidas que estás todavía en mi casa? (Se abre 
la puerta de la derecha y se presenta Mario^ que saluda grave- 
mente con una inclinación de cabeza. Un largo silencio). 



ESCENA XV 
DoñA laura, pura, ferrando, vilana y M.UtIO 

Mario (articulando lentamente^ como quien quiere ser 
comprendido en pocas palabras), — Siento interrumpir á uste- 
des, señores, y les pido disculpa. . . 

DoñA Laura. — ; Se ha atrevido usted á venir a mi casa sin 
mi consentimiento ! . . . Le ruego que se retire. 

JIario. — ¡ Señora ! . . . He pasado mi tarjeta á la señorita 
Pura Brest y el portero me ha hecho entrar. Vengo á pedido 
suyo y de mi madre. Seré breve. (A Pura), Cumplo mi promesa, 
Pura. Mi madre está en sus últimos momentos y quiere verte. 
(Pausa breve), Pero, en tu interés, debo hacerte presente que, 
si vienes, no se te perdonará en tu casa. . . 

Pura. — No importa. 

DoñA Laura. — ¡ No irás con él ! . . . Eso sería descabellado... 

Pura. — No es descabellado, tía Laura ; es mi deber. Al mo- 
rir mi madre me encargó que quisiera y respetase á Emilia 
como á ella misma. Ahora Emilia me llama. Es este el primero... 
y el último pedido que me hace. Debo obedecerla. Podría acom- 
pañarme miss DoUy. . . 

DoñA Laura. — ¡Pura!... Te prohibo que salgas, ¿has 
oído ? . . . Te prohibo que des un escándalo y faltes á tu nom- 
bre ! . . . 

Pura (siempre con firmeza y aparente tranquilidad).— 
Perdóneme, tía Laura. Esta vez no puedo obedecerla. (Pausa 
breve), ¿Permite usted siquiera que alguien me acompañe? 

DoñA Laura. — No. Si sales, sales escapada, contra mi vo- 
luntad, y para no volver nunca á esta casa. (Pavesa breve), 

Mario. — El tiempo urge, Pura. Decídete por ti misma. Yo 
nada puedo aconsejarte. 

Ferrando. — Razonemos un poco, Purita. Usted es una 
niña buena, muy buena, demasiado buena. . . Por eso no se da 
cuenta de la maldad del mundo. Yo, que soy viejo amigo suyo, 
le aconsejo que no desafíe la maledicencia. 

Vilana. — Usted, Pura, se forja además deberes que no 
existen. Su mamá, al morir, sólo le recomendó que tuviera cari- 






LOS COLEGAS 377 

ño y respeto á su señora madrina ; pero no que le sacrifique su 
nombre y su porvenir. . . 

Mario (á Ferrando y Vüana, sin poder refrenar un gesto 
de desprecio). — Creo que nadie les consulta. Pura es bastante 
inteligente para comprender lo que valen los consejos de uste- 
des. ¡ Sólo se da un consejo noble cuando se tiene un alma noble ! 

ViLANA. — ¡Usted nos provoca! 

;Mario. — No deseo provocar á nadie. Hago, sí, constar que 
f^ólo á espíritus perversos puede ocurrírseles dudar de la virtud 
de una niña, porque honra la memoria de su madre y va á 
darle el último adiós á una pobre mujer que la llama al morirse. 

Ferrando. — \ Mida usted sus palabras, doctor ! 

ViLANA (fuera de sí), — ¡Recuerde que, cualquiera que 
haya sido el fallo de sus jueces y nuestra benevolencia, la opi- 
nión pública no le da á usted el derecho de insultarnos ! 

Mario (perdiendo también el dominio de sí mismo). — Ha- 
go también constar que sólo á dos miserables puede ocurrírseles 
que lui hombre honrado como yo, aproveche la agonía de su 
madre para atentar contra el honor de una niña que acude á 
despedirla con sus caricias y sus lágrimas. (Se hace un silencio, 
tan intensamente dramático, que parece esperarse un grito. . .). 

Ferrando (con voz trémula). — ^Ya ve usted, Pura, el hom- 
bre á quien quería confiarse. Aprovecha la presencia de señoras 
para insultar á sus pares, sino á sus superiores. (A doña Lau- 
ra). Señora, ¿no lo oye usted? Puede usted arrojarlo de su 
casa como á un perro. 

Mario (inconscientemente declamando en su exaltación). — 
Como un perro es usted quien debiera ser arrojado de cualquier 
casa honesta. ¿ Cuáles son sus méritos, cuáles sino una rastrera 
simulación de competencia y el saber difamar á quienes, mejor 
preparados, pudieran arrancarle su máscara y su pan ? . . . 

ViLANA. — Esto es demasiado (Llama). (A doña Laura). 
Llamo á su sirviente, señora, para que ponga en la calle á quien 
la insulta al insultar á sus amigos. 

Mario (á Vilana). — ¿Se cree usted ya con derechos de 
dueño y señor en esta casa por sus pretensiones á casarse con 
Pura?. . . Pues sépase usted que si ella lo acepta, será como una 
última tabla de salvación en el naufragio de su vida. En el 
fondo de su alma, diga lo que diga, ella le desprecia. Sabe per- 
fectamente que usted es capaz de todas las villanías. 

Vilana. — Usted me dará cuenta de sus insultos. . . 

Mario. — ¿ Qué ? . . . ¿ Otra vez la ridicula comedia de un 
duelo?. . . ¡No, señor mío! Esta vez seré yo quien se rehusa á 
batirse... ¿Sabe usted por qué? Porque lo considero á usted 
indigno. ¡Y sepa usted también que este es un motivo sincero 
y no como fué el suyo, un pretexto cobarde ! 

(Atraídos por las voces de la dispxUa han entrado sucesi- 
vamente, por la izquierda, Téllez, Silvia, Diego, miss Dolly. — 



378 NOSOTROS 

Téllez se coloca junto á Mario, y Diego entre Ferrando y Vi- 
lana. Miss Dolly ha quedado ante la puerta, sin atreverse á 
adelantar). 

ESCENA XVI 

DICHOS, TELLEZ, SU^VIA, DIEGO Y MISS DOLLY 

Tellez. — ¡ Mario ! 

Diego (casi al mismo tiempo). — ¡Blasco! 

Don A Laura (á Mario, próxima á desfallecer). — Retírese 
usted ! . . . ¡ Retírese usted ! . . . 

Pura. — ^Yo me voy con él. 

Diego. — ^Yo te acompañaré, Pura. 

Pura (como sin saber lo que dice). — ¡No, me voy con él, 
sola con él ! . . . 

Silvia. — ¡ Pura ! . . . Piensa en nosotros, piensa en mí . . . 
(Un silencio). 

Mario (á Vilana y Ferrando, bajando la voz). — ^Ya lo ven 
ustedes, i No les anuncié yo que todo plazo se cumple y que la 
vida tiene sus ironías? Sin que la busque, me ha llegado la 
hora de la venganza. Y mi venganza es más grande que mi 
bofetón ó una estocada. Es el desprecio. No necesito la sangre 
de ustedes, ¡ me basta la vergüenza ! 

Vilana (á Pura). — ¿Será usted todavía capaz de seguirlo, 
Pura? 

Pura.— Sí. 

Mario (á Vilana). — ^Y ésta es la mejor de mis victorias. 

DoñA Laura. — Si te vas con él no vuelves á mi casa ... Te 
separas para siempre de tu familia y de tus amigos. . . No te 
queda más solución que la calle y la deshonra. . . 

Mario. — Disculpe usted, señora . . . Otra solución le que- 
da. . . (A Pura, vibrante de emoción). Pura, tú eres libre y yo 
te ofrezco mi nombre y mi vida. ¿ Quieres dejar este mundo de 
vanidades y mentiras y vivir conmigo un mundo de trabajo y 
de verdad?. . . 

(Pura se cubre la cara con ambas manos. Reclina la frente 
sobre el pecho de Mario y estalla en sollozos de pasión y de 
júbilo). 

Diego. — Tiene razón alario. Aquí está su triunfo y su ven- 
ganza. . . 

Mario. — El mejor triunfo de la vida de un hombre es en- 
contrar la mujer que lo comprenda. 

(Mario y Pura salen por la derecha. — Telón). 

PIN DEL DRAMA 



1 



LA GÓNDOLA DE MARU ANTONIETA 



El museo Marico 

Del Louvre, abre camino 

Al Ensueño que parte peregrino. 

La rigidez inerte 

De la materia fuerte 

Exhala en él mutismo doble muerte. 

No cruzan las gaviotas 

Ni dan agudas notas 

Sobre el bauprés de las silentes flotas. 

A los rudos alciones 

Substituyen gorriones 

En las urnas con sol de los balcones. 

Reemplaza los olajes 

Y los vastos mirajes 

La opresión de los muros sin paisajes. 

Ohl el dolor sin lamento, 

Oh! el épico tormento, 

De la inacción mientras resopla el viento! 

Evocan los navios, 
Brillantes y sombríos, 
Firmamentos, océanos, puertos, ríos. 

Cruzan naves cargadas, 

De riquezas soñadas^ 

Realidades de cuentos de las hadas. 

Surgen naves de guerra 

Que dieron á la tierra 

El ígneo espanto que la nube encierra; 

Y con gloria y pesares 
Lepantes, Trafalgares, 

Al torbellino de los hondos mares. 



280 NOSOTROS 

Orzan rudas fragatas 

De velas escarlatas 

Cual sangrienta visión de sus piratas. 

Van rítmicas caal odas 
A principescas bodas, 
Firagoas coronadas de pagodas; 

Ante áareos hipocampos 
Que entro los remos blancos 
Fueron en Grecia de galera bancos. 

Viran las carabelas 

Que empajaron las velas 

A completar el mundo con sus telas. 

Llegan caiques, coro 

Que perturbó el tesoro 

De Stambul vista sobre el Cuerno de Oro. 

Pasa el navio chino 

De las Flores, que fino 

Lleva el Amor en seno alabastrino. 

Las cufas de Basora 

De palmera sonora. 

Son aves que al girar buscan la aurora: 

Auroras orientales 

En rios de cristales 

Cadentes de las cunas siderales. 

La verdad, la leyenda. 
Sobre las flotas, tienda 
Construyen, cantan y el Amor su venda 

Se quita entre marinos 
Acres soplos, salinos, 

Y el combo hinchar de los flotantes lino.^; 

Porque gentil y altiva 

La góndola, cautiva 

Con el espectro de la Reina viva. 

El fulgurante lago 

De Versalles aciago, 

Tiende sus aguas en imperio vago 

De realidad que es sueño, 

Y la mente beleño 

Aspira en el esquife del ensueño. 



J 



LA GÓNDOLA DE MARÍA ANTONIETA 281 

Su bauprés es sirena 

Dorada, con cadena 

De delfines; la popa cantilena 

Escucha de Cupidos, 

Que brindan conmovidos 

A la deidad sus pámpanos floridos. 

Pasa errante la brisa 

Llevando la sonrisa 

De Fronsac amador de Oidalisa. 

EL soplo de fragancia 

Toca con elegancia 

Las armas esculpidas de su Francia. 

Tiene frescor de fresa; 

jAh! cómo suave besa 

Sobre el fondo de pálida turquesa 

La corona, el argento 

De las Uses, y el cruento 

Dragón que mata San Miguel contento 

La sirena silente 

Lleva en seno turgente 

El áureo signo de Escorpión ardiente; 

Y alzándose sobre ella 
Luminosa descuella 

La Reina mártir, en la dicha bella. 

En el rápido viaje 

Su vaporoso traje 

Es el alma risueña del paisaje. 

La fugitiva estela. 

Del barco se constela; 

Tender ol arco de Cupido anhela. 

La Gran Cruz de Versalles 

Se alarga y fínge calles 

De perspectivas á los griegos valles^ 

A las islas lejanas, 
Adonde van lozanas 
Las risueñas festivas caravanas; 

Y vibra vaporosa 
Amante, azul y rosa. 

La visión de Watteau maravillosa. 



282 NOSOTROS 

¡Cantad á Citerea, 
Su ritmo centellea 
T el mundo alado de las danzas crea! 

La góndola entre flores 
Convoca los Amores 

Y 63 sonrisa de sol hecha colores. 

Dóminos de alegría 

Le dan algarabía; 

Su dicha acrece el esplendor del día. 

Suenan los arlequines 

Cual Anfión, sus violines 

T brincan encantados los delfines. 

Sin ser de noche, trina 

Filomela divina, 

Al contemplar la Beina en Colombina. 

A su lado fulgura, 

Mortaja de blancura, 

Pierrot, espectro de belleza pura; 

Modulador de un canto 

Donde se anuncia el llanto 

Velo glorioso de inmortal quebranto. 

Oh! góndola vestida 

Por la mente encendida 

Símbolo augusto de la humana vida; 

Tras de llevar vibrante 

El poder fulgurante 

De una Francia exquisita y arrogante; 

Y derramar con gozo 
Gracia, pensar radioso: 

¿No fuiste sombra y colosal sollozo? 

Ah! si en cierta quimera 

En Versalles, ligera 

Del lago vuelves á tocar la esfera; 

No darán los boscajes 
De los antiguos viajes 
Abates, damas, caballeros, pajes; 



f.A (ÍÓXDOLA \)K MAKIA ANTONIBTA ^83 

Poro !a honda tristeza 

Do tu frágil belleza, 

Y la heroica vieíón de tu grandeza; 

So equipará en la gira, 
Mieniras Amor suspira, 
•ÍJon los ensueños que tu reina inspira! 



AxiiKL UK Estrada fhijo). 



París. 



SOBRE EL AMOR 



Pragmeiitoi del libro ea prensa «Al mareen de la Ciencia» 



Amor y timidez son estados de espíritu absolutamente- 
inseparables. Amar es temer. El amador teme á su amada (*o- 
mo el albino teme á la luz ; el amor ciega como el albinismo. 
La teme por sí y por ella. Tome ser inferior al concepto en 
que desearía ser tenido, no responder al juicio en que so le 
estima, romper el propio ensueño con ima palabra imprtuna, 
con un atrevimiento imprevisor, con un gesto brusco. La pa- 
sión unánime es niebla que empaña, tul que mitiga, resplan- 
dor que deslumbra; idealiza las cosas borrando sus contomos, 
las esfuma en penumbras d(; imaginación, las fragiliza en de- 
masía. En el espíritu ebrio de emociones la persona amada 
parece el polen de una flor endeble que toda leve aura puede 
volcar para siempre; caja musical complicadísima cuyo en- 
granaje trabaría un visible átomo de polvo; telaraña sen- 
timental (jue se quiebra al calor de toda llama; seda suave de 
Esmima <{\w. una gota de rocío mancha por toda la eter- 
nidad. 

Amar es sufrir agradablemente; (»s gozar de una an- 
siedad perenní». de un sobresalto ininterrumpido. Es mirar al 
objeto amado y suponer que las miradas pueden ajarlo; tocar 
su mano temblorosamente, con la inquietud de que sus de- 
dos puedan resquebrajarse entre los propios; oirlo hablar te- 
miendo que el esfuerzo de las palabras (Mimudezca sus 
labios. 

El que ama llora á solas sin saber por qué : es un esclavo 
del propio miedo. 

Hombres audaces con otras cien mujeres, se espant4in 
cierto día frente á una. El fenómeno parece extraño. ¿Cómo? 
¿El más osado, el más impertinente, (4 más afortunado, tiem-^ 



SOHUK KL AMOU 38o 

bla ante esa mujer ¡ Es pm*adojal, pero lógico. El hombre que- 
sabe engañar á mil casquivanas sin amarlas, es incapaz de- 
eonquistar á la única que ama. Cuando se atreve — si alguna, 
vez lo ensaya — se limita á ofrecer su esclavitud incondicio- 
nal. Es la historia eterna : Don Juan se arroja humildemente- 
á las plantas de doña Inés anhelando la esclavitud de su 
amor. Huelga decir que cualquiera Manon hace lo misino- 
con su caballero Des Grieux. 

En todo conquistador y en toda coqueta hay un germoiL 
do Don Juan ó de Manon. 



II 



El enamorado ticni* la idea ñja de su amor. Las sensa- 
ciones recibidas por su cerebro se asocian con otras que se re- 
fieren á la persona amada. Si ve un hermoso jardin, sueña 
un idilio pastoral; si oye un rumor de alas entre las ramas, 
supone (lue los pájaros se aman y desearía aletear como- 
ellos; si un manjar sabe á miel, cr^íe tener entre los propios 
los otros labios y morderlos como ciruelas maduras; si toca 
un terciopelo, recuerda la mano cuyo contacto frisa sus ner- 
vios i'Am inefable calofrío; todo perfume despierta una com- 
paraeióii eoii el que de ella emana. Si ve el mar de índigo ó- 
de ultramarino, rtíconstruyo un paseo romántico en barqui- 
lla, como en un v(irso de Musset; si im retazo de cielo, cree 
descubrir el parpadeo de sus ojos en la titilación de las más- 
luminosas estrellas, como en una canción de Petrarca; si im 
bosque silencioso, suponí» que en traje agreste de ninfa va á 
salir de entre las frondas, como en una evocación de Fierre 
J^ouys. Todo breve ruido semeja un beso, toda apretura wxt 
abrazo, todo (Contacto una caricia. El cerebro del amante es 
un piano en el cual todas las teclas golpean sobre ima sola 
nota. Sus palabras rtímatan siempre en el mismo tema, su 
conversación es una interminable estrofa de versos monorri- 
mos. Como á Dafne en la leyenda griega, Pan le ha enseñado 
á frasear sus soplos en una siringa de pasión, cuyas cañas 
suenan perpetuamente la historia de Psiquis y de Amor. 



Jlí 



Las variedades del amor son infinitas. El uno ama sa- 
biendo que es correspondido con vehemencia superior á todos 
los obstáculos; el otro se apaga lánguidamente y se suicida: 
ante el amor imposible; éste mata en su crisis de celos; aquél 



.jKf) XOsOTKOS 

paga eoii su vida el precio de uu amor absoluto, ó ve triiui- 
fante un rival, ó siente serpentear en su alma la pasión cul- 
pable: son los héroes de Shakespeare y de Goethe, de Zola 
y de Wagner, de Barres y de D'Annunzio. Iguales todos por 
]a intensidad de su fiebre devastadora, todos distintos por el 
color de su llama. Un mismo fu^o devora heterogéneos com- 
bustibles, como un rayo íinico de sol se descompone en la 
infinita policromía dol iris. 



IV 



Así (íojiio ciertas «'ufennedatles suelen l)enefieiar á los 
,pati(;ntes — la tuberculosis embellece á Mareraríta (4authier, 
la historia ilumina ^ Santa Teresa, la locura inspira á Ham- 
Jet.- -el aijior favorece íi algunos enamorados. Este privile- 
í^io correspojiíle n loa artistas; y es justo, por ser ellos los 
mas sensibles á la plenitud de las pasiones. Nadie podría 
convencernos de que Wagner no amaba al escribir **Tristán 
•é Isolda". Petrarca al rimar los sonetos á Laura, Canova al 
esculpir su Dafne y (^loo, Leonardo al pintar la sonrisa sin 
,par de la Gioconda. La llama que (-onsuniió sus corazon(*s nos 
'ha dejado prodigiosas cenizas. 

En los dem?is el amor es una divina catiístrofe. 



C^ialquie.r hombre sufre en su vida cien dolencias corpo- 
rales y diez afecciones pelií<rosas; sólo una ó dos se vuelven 
crónicas y le acompañan hasta la muerte. Con el amor esa 
regla se repite; cien accesos pasan como nubes en un cielo 
•í'stival, imo ó dos se arraigan en el espíritu y lo embargan 
])or toda la existencia. En un año hay cien días de viento y 
sólo uno de ciclón. 



VI 



Amar á la mujer es servirla, someterse á sus más insta- 
bles anhelos, esclavizarse á su intención. Las mujeres dignas 
(le sor amadas merecen del hombre el holocausto absoluto 
ítle la rendición incondicional, porque amar es el sacerdocio 
Míe un rito cuyo ídolo es la persona amada. Las hetairas qm^ 
•rsc entregan sin conquista no merecen el amor, porque no ins- 



SOIJUK EL AMOR 1^87 

piran respetuosa devoción. Amamos para dar felicidad más 
que para recibirla; el amador solo necesita la dicha subje- 
tiva de complacer á quien ama. La juventud, la belleza, la 
gracia y el talento, sumados en un cuerpo lozano, esperan 
y necesitan el homenaje de servidores fieles; la beatitud de 
amar es por sí sola un bálsamo á todos los dolores, una com- 
pensación á todas las inquietudes, un acicate á todas las. 
(^orgías, una sonrisa á todas las esperanzas. 



VII 



La distancia agig^uita las pasiones intensas, borrando 
en la memoria los lunares y los defectos para poner en relie- 
v(» las cualidades y las virtudes. El que de cerca ama, de le- 
jos idolatra; el que puede olvidar no ha amado nunca. Si la 
mala fortuna es el reactivo de la amistad verdadera, la 
ausencia (»s A arbitro más seguro d(4 amor. 



VIH 



Kl matrimonio puede ser su antídoto más eñcaz; si los quí- 
micos pudieran analizarlo encontrarían en él todos los eb»- 
inentos constitutivos del tedio y del hartazgo. Armando Char- 
penticr, en un libro lleno de observaciones i>erspicaces, d(^- 
mostró que el amor sólo llega á sobrevivir un par de años en- 
el consorcio; se refería, naturalmente, á los casos más fa- 
vorables. l"]ste juicio no implica una opinión contraria al 
matrimonio; ¿medio siglo de amistad completa no vale más 
que una pasajera fulguración do. amor? 

Por desgracia la amistad completa no siempre sobre- 
viene con tanta prisa como el amor huye. Entonces la enfer- 
medad cura desagradablemente y deja una cicatriz afren- 
tosa como un estigma, la desaimonía conyugal, la infelici- 
dad irremediable. Es decir, ordinariamente irremediable; 
pues tales cicatrices puinlen extirpars(» mediante la cirugía 
del amor, que es la culpa, el engaño recíproco. Pero entonces 
apaece un peligro de otra clase, la recidiva; pocos infelici^H 
escapan á ella. Sólo (\s difícil la prim(»ra culpa. 



IX 



En Italia, país de las pasiones más vehementes, ei 
amor está en todas las cosas: en las playas tranquilas, en 



:)88 Nosuriios 

Jas nubes gárnÜHs. en las fíorcK olientes como incensario, en 
3ofi horujos de las olas coquetas, en la tierra, en ol mar. jPó- 
nlía no estar en el corazón de Romeo? 

El vio en la sonrisa de Julieta un anianwer y en su primera 
X)alabra oj'^ó una melopeya; desde ese minuto la amó locamente 
como todo el que sabe amar. El amor ei? una enfermedad 
iiná: atracción de precipicio, violencia de alud, fragor de 
catarata. La primera sonrisa fué el prefíicio de otras mil; 
hnbo caricias como aleteos de mariposas (iu(í hacen estre- 
mecer una corola, frases musicales como vei'sos de Samain, 
suspiros suavísimos como favonios, promesas, ensueños, me- 
lancolías, toda la gama de alternativas que conoee quien 
ha amado alguna vez. 

Pasaba innumerables noches al pié del balcón, atisbando 
Híl más leve suspiro, durmiendo muchas veces sobre los fríos 
mármoles de la calle solitaria. Enternecida Erato por la cons- 
tancia del amante, dejó á sus ocho hermanas y vino en su 
•ayuda, aconsejando á Julieta. Esta abrió una noche su ven- 
tana y lo divisó. 

— ¡ Ojos que seréis la clara luz de los míos, mientras plazca 
al cielo! ¡Boca que besaría mil veces, dulcemente, como la 
^beja sorbe el polen de los cálices predilectos! Seno delicioso, 
refugio de mis caricias, estuche único de mi adoración y mi 
ternura! |C6mo vivir sin vosotros! Yo podría morir aquí; y 
moriría, seguramente^, alguna noche, si finteas (pie h\ mue»*te no 
viniese en mi ajaida vuesti'o amor. En cual<.|uiera otra parte 
e«toy tan cerca de la muerte como aquí. ¡Dejaduíe al menos 
expirar en este sitio, junto á vuestra i>ersona. líomo sería mi 
dicha vivir, si pluguiera al cielo y á vos! 

Un minuto después la luna envolvía sus cuerpos y se in- 
sinuaba tenuemente en ellos, como una (^térea solución de per- 
las finas. Sólo el antiguo odio desleía un reflejo escarlata en 
torno de ambos: su amor sentía ese halo triste, como el obs- 
táculo de una marafía imprecisa. Y las estrellas, en su titila- 
ción silenciosa, parcíúan lágrimas adamanlinjis del llanto infi- 
nito con que la noche comprendía su angustia. Cada estrella 
una gota . 

Se dieron el primer beso. Quien lo haya dado sabe que 
la primera vez el amor tiembla tímivlan^ent** sobre los labios, 
como la mañana primaveral cuando asomt^ sobre las colinas. 
La tibia humedad del i)rim(»r(> qxw amanece entre los cuatro 
labios temblorosos — prolon^íadí), insistenl (^ interminable — ^tie- 
ne sabor á miel himeta y desci(»n(le fonio un filtro hasta los 
corazones. ¿No es más podeíoso <(iie el ofríM»ido por Rrangania 
á Isolda y á Tristán, en el tempestuoso poema wagneriano? 

Sobre el balcón y bajo la luna si^ estrecharon con frenerií 
muchas veces todavía, volcando sus bocas en los labios recí- 



SOBKK EL AMOK 389 

proeoB, como dos ánforas inagotables, desbordan te.s de bosoe, 
infinitas. 

Desde entonces, después de la hora en que el véspero luce, 
las sombras trágicas de los sublimes amantes parecen despciiiar, 
inconscientes^ eternas, pasearse por las calles de Verona y lle- 
garse hasta el balcón, poblado otrora por su^í más cairos ensíle- 
nos, reviviendo las horas felices. Y la (*«Ka de Julieta, (n las 
noches de luna, diriase el templo de un culto imaí?iuaiio ; y 
sale de sus ventanas un perfumcí hierátieo. extraño, como ai 
fíeles esclavas de Bitinia ó de Frigia agitaran incensarios de 
amor; y se oyen palpitaciones, calofríos, anhelos, como si un 
enjambre de impolutas vestales se o.^reiiuviera i>or el vigoroso 
abrazo de faimos robustos. 



J(>SE Ingeoniercís. 



VERSOS DE ESTE OTOÑO 
EL ELOGIO DE LOS NIÑOS 



Canto el brote. 

Canto el capullo, 

Canto el Jablo breve y groaeruelo 

Y la sonrisa tierna sobre el labio menudo. 

Venid á mí lirios de la vida, 

LdrioB blancos, 

Lirios frágiles, 

Lirios llenos de aroma santo. 

Gracias demos á la Vida, 

Señora Vida, gracias, gracias, 

Porque nuestro camino es dulce 

Nuestro camino constelado de cabecitas castas.. 

¿ Quién está en mi árbol ? 
¿ Qaién está en mi árbol con sonrisa de olor 
Criatnritas tembladoras como corolas, 
Reid y llorad en mi árbol en flor. 

Preparémonos para la victoria; 
Venceremos á los buitres del Mal: 
Tendrán los niños senda pacifica 
Para descender á nuestra aldea sentimental. 

La casa estaba vacia 

Y las alcobas estaban oscuras. 

He aquí que han venido los niños 

Y la casa se ha llenado de lunas. 

Nuestro corazón estaba oscuro con su sangre,. 

Como una coraza de ébano, 

He aquí que los niños nos miran 

Y el ébano se torna campana y campanero. 



VERSOS DE ESTE OTOÑO 391 

También eran oscuras nuestras pupilas 

No veian á la paloma ni al cordero, 

Nos reposamos una tarde en una frente infantil 

Y á la paloma y al cordero vieron. 

Vieron el racimo en la viíia, 
Vieron la nave y la vela, 
Vieron la puerta y la ventana 

Y vieron el lino en la mano de la abuela. 

Mirar á los niños aclara los ojos, 
Aclara la sangre en el corazón, 
Endulsa la piel de la mano 

Y endulza el hilo de la sensación. 

Escuchad hombres y mujeres: 
Hombres y mujeres haceos ricos 
En los niños encontré mi diamante 
Diamante de ibrtaleza y seda de suspiro. 

Y si me escucharais aún os diría: 
Hombres y mujeres, suaves estad. 
Suaves como loa niños y los nidos. 

Ved la gracia de nuestra hermana la Suavidad. 

Ved la gracia, hombres y siujeres, 
No deis prisa al pie que tiembla, 
Abierta está la cabana de la felicidad. 
Abierta está la puertu. 

¡ Cómo sonríe el Sol en los niños ! 

¡ Cómo sonríe el Sol ! ; Cómo sonríe el Sol ! 

Abrid los brazos tibios 

A los ungidos del celeste calor. 

Sb vano ponéis las manos sobre Jos ojos, 
En vano, que para la sant"dad intantil 
Orifltal es Ja carre de la mano 

Y la carne de los ojos rocío do Abril. 

Así os ponetrará la santidad infantil: 

(3omo ftgijón eu la miel. 

No la sentiréis en el desierto. 

En el deMÍerto murió el cordero y el laurel. 

Murió también la mariposa, 

La blanca, la azul y la de siete colores, 

Hombres ceñudos id al desierto^ 

Id al desierto porque osUaTnftmos jiecadores. 



'392 NOSOTROS 

Qaien «n la casa mueva ia mano 

Y no la mazóle en una temprana caballera, 
(j. Qaé alegría tendrá para abrir el sarco ? 
/. Qaé alegría para r.3n<llr á la fiera V 

Como el vino naevo da baen olor 

Y dulce komor el pan puesto al fuego, 
Los ni¿os dan pas y serenidad, 

Paz y serenidad para hacernos pacíficos y serenos. 

3in temor vemos caer el Sol: 

Bn paz y serenidad y alegría estamos; 

Sin temor vemoa llegar la nube: 

De paz y serenidad nos acompañamos. 

He alzado las manos á las estrellas, 
A las estrellas he alzado las manos 
Por los niños muertos he alzado las manos 
A las estrellas donde alambran sus almas. 

Nuestro pan más blanco sea para los niños. 
Para los niños la pluma más blanda. 

Y el mejor escabel cerca del fuego 

Y el ánfora mejor labrada. 

Lias vírgenes iluminan los ojos infantiles. 
Por oso tienen ceguedad de nuestras cosas. 
Gomo palomas ciegas son sus manos, 
Gomo palomas, como palomas. . . 

Las hadas les bajan los párpados. 
. ¿Quién puso una iior sobre la almohada? 
Sobre ia nieve del campo ha caído una rosa, 
Rosa rosada. ... 

EHti'ibamos en la alcoba tibia 

Y los niños en el jardín jugaban 
En el jardín jugaban y vimos 
Que todos los niños tenían alas. 

Butonces bajamos al jardín 

Para jugar con los niños milagrosos. . . 

¡ Gomo florecían los ciruelos ! 

; Gomo se alegraban nuestros ojos ! 

Los niños eran tan buenos 
-^^ue casi no eran humanos, 

Con los niños jugamos y por un instante 
><]lasi no fuimos humanos. 



VKUS08 DE ESTE OTOÑO d^ 

..Al claro de lona vinioron loa Beyes; 
Trajeron en venados flores y telas. 

Á nnestros niños ¿ qué les dieron ? 

A nuestros niños les dieron palomas de Oalilea. 

Y cuando la aurora de los dedos de rosa 
'Trajo al día luminoso y bendito 

Los niños se juntaron á las palomas 

Y no sabemos cuáles son las palomas, cuáles los niños. 

. i Cuan cerca está de los labios el tierno corazón ! 
Cerca como la entraña y el ombligo; 
Los labios quieren hablar y resucitan 
El día primero de nuestro balbucear latino. 

Ved como se abren sus grandes ojos nobles: 

Como dos yemas de cielo sobre una toca de monja 

Si asules son, y si negros son, 

Como dos lágrimas de la noche en la nuca de la aurora. 

La madre desoiñe sus senos. . . 

Ved la turbación del girasol : 

A los dos soles tibios seguir no puede. . . 

¡ Oh, santa hermosura ! ; Seno de turbación ! 

De emoción se tiñen los labios menudos 

Y arrimados á la diáfana piel materna 
Nadie sabe si gustan de un cariño eterno 

de una savia de estrella. 

Hugo 
'Que en el arfce de ser abuelo fuiste gran artesano, 

1 Qivien tuviera la sonrisa que nacía en tus labios 
Cuando los pájaros de tu casa te besaban las manos! 

Tu sonrisa quien la tuviera 
Hugo, torre de bondad, 

'Quien la tuviera para ]a mañana y para la tarde, 
Para Pascua y para Navidad. 

He cantado e] broto 

Y la sonrisa tierna sobre el labio menudo . . . 
La noche quiere llegar y el Sol detiene 
lia cuadriga heroica en el círculo oscuro. 



394 NOSOTROS 

HOMBRE DE LA PLAZA. 

A través de los días y los meses 

Me vuelve muchas veces 

lua olímpica, délfíca traza 

Del hombre que hablaba en la plaza. 

Y el redondeado gesto 

Que magniñcaba el denuesto 
Contra las instituciones 

Y el río suelto de las pasiones 

Y recuerdo también el j) uñado 
De gente dominguera que lo oía.-^ 
Con un poco de atonía, 

Bajo el gran gesto reposado 
(floronado de sol-oro fino 
Vespertino. 

EPlbTOLA 

Díunita quo amabas antes 
A los troveros guedejudos 
Que á busca van de consonantes 
Entre las sedas y magnolias 
Entre suspiros y velludos 

Y luz do luna en langui folias; 

Y que de ])uena íó creías 
En la romántica quejumbre 

Y en Jas s a permelan colías 

Y en las plasticidades helónidas 

Y en las invocación is á la cumbre - 
De los marientes melesigénidas. 

Daniita, entonces era 
Tu ahiiii paloma suave 
De una fría primavera 

Y pálida te encerrabas 

En tu alcoba y en uu grave 
Ensueño la tarde estabas. 

Y como no habías llegado 
A edad de tener ironía 
Te enternecías al rimado 
F)e una desperanza ilusa 

Y á lamaíaboría 

Do ¡ay fie mí!, y ¡cunfa^ 7«//.s.7/ 



VERSOS DK B8TE OTOÑO 395 

Y pienso que llegaste á creer 
Qae los bardos de gestos bellos 

Y barba á medio florecer 

Y ojeras amorfinadas 
E hiperbólicos cabellos, 
Eran de crías más sagradas. 

¡Gil, dama, ob, dama, oh, dama! 
Ahora que eres madrecíta 

Y tu sonrisa se derrama 
Sobre sonrisa menudita. 
Dama con ojos de lluvia fína 

Y voz de gajo de mandolina, 

Ahora que no tienes muñecas 
Ni secretos con las amigas, 
Ni libros nuevos, ni jaquecas 

Y haces compota y te fatigas. 
Dama, daraita, linaa como 
Nardos y cuellos de palomo; 

Ahora que en tu hogar eres una 
Lampara de luz tranquila 

Y ya no enciendes ninguna 
Veleidad loca en tu pupila, 
Dama, damita, de paso tan blando 

Como un vellón blanco que está suspirando; 

Te ruego amigablemente 

En este verso un poco triste 

Que apagues el inconsciente 

*Ensueño que antaño tuviste; 

Dama, damita, la del corazón 

Como una canción, como una canción. 

Y veles porque tu retoño 
Se entregue á cosa mejor 
Que contemplar el otoño 

Y luego ser rimador, 

Dama que te vuelves un si no es seria 

Y con un poquito de pena y de histeria. 

Porque esta tarea inútil 

De hacer verso dama mía 

Es como la lluvia fútil 

Sobre una cristalería. . . . 

Dama, damita, el mejor rimado 

No valiera cuanto pasar por tu lado. 



39H NO8OTU08 



Vela de tu hijo la planta, 

Apártale del mal camino: 

¡No sea citara santa 

Ni pájaro divino! . . . 

¡Dama, Taelve tus ojos á mi vida 

Qae por darse á versos ha sido perdida!' 

AL PORVENIR 



Ni he sido presa vil de las pasiones 
Ni me ha herido el amor senadamente, 
Llaga no fai de ajenas compasiones 

Y no faí de mis males voz doliente. 

Sembré con mano pródiga ilasiones, 

— Toda tierra es benigna á esta simiente, - 

Y en las cuatro estaciones 

Mi corazón está suave y sonriente. 

A mo la dulce vida como á una 
Mcyer cuya sonrisa es la iortuna 
M\n biiliiiute que el oro }•' el zafir, 

Y trabajo y perdono y sueño y hablo 

Y mi alma tranquila es cual venablo 
De azucenas lanzado al porvenir. 

HACEN SEÑAS 

<Juando vuelvo el a luía al pasado 

Y llamo á todos los que he amado > 

Y á los que vivieron á mi lado 

Y la Intrusa los ha llevado, 

Guando evoco el cariño ido 

El ultraje padecido 

El sentimiento incomprendido 

Y el mal que me ha entristccidoj. 

Pienso que he vivido mucho 

Y que pronto han de llamarme 
Todos los que me dejaron. 

Cuanto más amo y más lucho, 

¡Más quisiera ir á juntarme 

Con los que rae abandonaron!.... 



VERSOS DE KSTB OTOÑO 391: 

NOSOTROS 

Dad paso á nosotros loi avergonzados, 
Nosotros les tímidos, nosotros los suaves, 
Koeotros los callados, 
Nosotros las alas de todas las aves. 

Nosotros los que amamos silenciosaBMnte 
Los qi>o miramos mucho y nos dolemos más, 
Los que sentimos por el que no siente 
T somos los hnmiídes, ios que vamos detrás. . .. 

Boca de los suspiros, 
Lámpara de bondad, 
Coágulo de zafiros . 
De dulzura y piedad, 

Somos todo eso 

Y también la más blanca casa sentimental, 
Damos calladamente la abejuca del beso 

Y quien lo siente ignora que es de nuestro pana!. . 

Nosotros los humildes que ora somos cantores, 
O monjes ó artesacos ó tal vez vagabundos, 
Buscamos á las almas junto á loa inxiseftores 
Porque somos profundos. 

Nosotros ios que somos simples de corazón 
Tememos á los hombres y les compadecemos 

Y ese temor nos viene de la desilusión, 

Y el compadecimiento de ilusión que aun tenemos. 

Somos los prometidos espoi<os de ias cosas. . . 
La dueña nos olvida pero la casa se abre. 
Amemos á la casa, la puerta, las baldosas, 
La fuente y la campánula que en el patio entreabre. 

Nosotros los lejanos, todo virtualidad. 

Con un fleco de aromas amansamos el alma. 

Olor y luz es toda nuestra sensualidad: 

Nuestras naves son naves para la mar en calma. . 

Nosotros los no vistos, los imperceptibles, 
Que desde nuestra celda removemos el ponto. 
En esta dulce vida somos los imposibles 

Y moriremos pronto. 

E^BKirs J. Banch», 



LA (^ÍKNCIA Y VAj ARTK 



Nada existe aislaik» en la uatufaleza: manteniclo por infi- 
nito número de hilos, todo se halla sostenido y .sostiene á su 
vez el infinito número de eosas eon que se encuentra en rela- 
ción. Rota una sola ligadura se produce una catástrofe, esto 
e<s una serie de movimientos y oscilaciones í|uc miran á man- 
tener el equilibrio roto, hasta que la fuerza creadora tiende 
un nuevo brazo que permito continuar los procesos vitales de 
conseivaeión y evolución . La naturaleza es indivisa, y el espí- 
ritu, una d(í sus j)artcs. conserva los eariicteres del todo. Clasifi- 
caciones arbitrarias se han hecho y se harán para separar fun- 
ciones que tienen un carácter distinto de hia demás, pero que, 
como las olas del mar que se levantan y bajan produciendo 
burbujas en las crestas que se pierden luego en el Hquido homo- 
géneo, siji poderse distinguir las moléculas que formaban esas 
intenuinables y sucesivas cascadas de perlas, así también el 
espíritu ondula, efervesce, decae, se unifica y siempre es el 
mismo bajo distintos aspectos. ¿Cómo es posible pues, que una 
producción del espíritu sea característicamente opuesta á las 
demás? Salen de un mismo todo, y si bien luias han vivido en 
las profundidades incoloras y tranquilas del mar del pensa- 
miento, otras en las olas que se mueven blandas ó furiosas 
y otras finalmente, son burbujas cnstalinaí; que juegan y cho- 
can entre sí. una mi.snia materia las forma, la inteligencia; una 
misma fuerza las une, el sentimiento, y un mismo movimiento 
las arroja ó mantiene en el secreto: la voluntad. 

Pretender, pues, hacer del cerebro un casillero; de la pro- 
ducción intelectual, un catálogo; y de las fuentes de inspira- 
ción un archivo, es empresa vana y ridicula. 

Rl poeta y el hombre de ciencia, son inversamente hombre 
de ciencia y poeta . En la poesía hay ciencia y en la ciencia, 
poesía . En la música hay ciencia y en la ciencia hay ritmos y 
armonías. ¿En dónde empieza la línea que divide ambas pro- 
ducciones? ¿En qué versos, en que líneas, la Divina Comedía. 
(« ciencia y no art(? y en (*uáles otros es arte puro sin mezcla 
de ciencia ? / No liay por acaso, ciencia en el conocimiento gra- 



LA CilíN'CIA Y KL AIJTK H99 

inaticnl de la lengua que el poeta usa? ¿No hay eieucia en el 
descubrimiento de las afinidades que ligan entre sí, las letras, 
las sílabas y palabras? ¿No hñy ciencia en observar la verdad 
del mundo externo axuique se refleje con mente de poeta? 

Pero, no es sólo la pseudo-ciencia la que señala huellas en 
el arte. La ciencia madura, dogínatizada y rigurosamente for- 
mulíida s(i entreteje con todas las faces del pensamiento. 

Ahora bien, ¿quién domina á quién? El arte dirije á la 
ciencia ó la ciencia dirije a la primera? 

1". El arte no está subordinrclo á la cieneia, i)ero la depen- 
dencia es estrecha. 

2*^. La dependencia es de dos ordenes: material é intelec- 
tual; material, puesto que el arte necesita para exteriorizarse 
de la materia prima, cuya utilización y facilidad de aplicación 
i¿ depende de los descnbiimientos de orden científico y de los ade- 

^>! lautos de la técnica; intelectual porque la mente que posee más 

é ventanas abiertas sobre el mundo externo é interno, vé mayor 

* número de bellezas, aumentando éstas en relación directa á 

m los adelantos científicos. Ahora bien, esta influencia int<;1ec- 

ú tual puede ser directa é indirecta . 

^ La influencia directa se manifiesta por la prei>onderancia 

f, del razonamiento, del juicio, del análisis y síntesis, dominado 

^ todo por una tendencia netamente (ñentífica. La indirecta 

I se refleja por las mismas funciones intelectuales, pero sin la 

i tendencia científica. La primera es consciente, querida por el 

I artista y dá generalmente un pésimo resviltado. La segunda es 

y inconsciente, se mezcbi con todos los factores que constituyen 

i <'l medio ambienten del artista y constituye una fuerza creadora. 

Estas dos influencias, directa é indirecta, condeciente é in- 

conscieníe se mezclan casi siempre y lo que ear.Mcteviza h\ obra, 

es la mayor ó menor cantidnd de unn .sobre otry. 

VA reflejo inconsciente, (»s inútil ilustrarlo: es tan evidente 
^lue se impon(í h la rMzón. La obra de arte no ha representado 
las cosas sino en el estado en qiu* la ciencia se las entrega. 
Y salvo los casos de adivinación profética común im los poetas, 
rl arte ha caminado al paso de la ciencia. 

Basta recorrer la ri(|uísinia colección de primitivos alema- 
nes, italianos, franceses de l:is galerías del Louvre, del Zwin-' 
gle de Dresden. de la ** Altere Pinakotek de München. de la 
Galería degli Ofizzi íU' l'^lorcTuia para recítmoccr (|ue la ins- 
piración en el camino de la verdad, no adelanta nunca la in- 
vestigación científica . 

La teología, la aMrononiÍH, la anatomía, la tísica, etc., según 
se refl(ijan en esos cuadros apenas merecen el nombre de cien- 
cias — y la inspiración se ve sofocada, empequeñecida, compri- 
mida en la* red convencional, fabricada por el hombre para 
explicar la organización del mundo físico y moral á su gusto 
é ínteres. Ks el ai-te oprimido por la ignorancia que bate sus alas 



4U0 NOSOTROS 

de cuando eu cniando para remontarse, pero cuyos esfuerzo»- 
son vanos hasta que la libre investigación y explicación del 
mundo le abre los dominios de la verdad. 

Y con la renovación de la ciencia en el Renacimiento, em- 
pieza el arte, libre de trabas, á ser grande, fecundo; á inter- 
pretar luminosamente las verdades eternas, las relaciones inque- 
brantables y las maravillas de la naturaleza al fin revelada. 

Pero, como el velo que cubre todos esos misterios se corre 
antes que la técnica de las artes estuviera en el caso de poder- 
los interpretar, la inspiración está casi siempre en desacuerdo 
con la representación ; la idea brilla luminosa é intensa y hace 
fuerzas para quebrar los moldes que la encierran, pugna por 
hallar los medios que la habiliten para ponerse en íntimo con- 
tacto con la belleza y estos medios tiene que tomarlos de la 
ciencia que se los brinda generosa. El arte de los Cranach Qou- 
jon, Metsys. van Outvater, Meemling, Van Eyck, Crivelli, Lippi 
ete., reflejan el primer estado de la lucha entre el arte y la 
verdad revelada, entre la inspiración y la ciencia. Con Holbein 
Dürer, Veronese, Tintoretto, Tiziano, Correggio, Rafael, Miguel 
Ángel, Vinci, tenemos el segundo momento en que la ciencia, 
cual poderoso reflector, al servicio del artista, ilumina las som- 
bras, avanza los objetos y recula los horizontes; quiebra la 
bóveda de los (»ielos, y las estrellas y el sol radiante dejan bajo 
su luz de desempeñar el principal papel, desapareciendo casi 
por completo de las telas de los maestros. 

Al lado de e^tns dos acciones, directa é indii-eí'ta, existen 
otras dos ({ue H.-nnaré positiva y negativa. 

Positivamente influye, (oreando Tiuevos Hspwlos, nuevas 
orientaciones ó tendencias, cuyo ejemplo más notable es el 
realismo y aún más, el realismo naturalista de la época mo- 
derna. 

Y negativamente influye haciendo desaparecer géneros ó 
maneras. ITu ejemplo evidente nos dá de la Sizeranne en **Le 
miroir de la vie" al demostrar el porqué de la desaparación 
del género llamado de batallas. Los medios de guerra moder- 
nos son antiestéticos, opacos, incoloros; el ruido tiende á des- 
aparecer; la pólvora sin Innno suprime la niebla poética que 
envolvía á los combatientes en las guerras de ayer. Los pro- 
yectiles, (jiuí províK'an la rigidez cadavérica instautánea ha 
suprimido las bellas muertes, las hermosas agonías de los anti- 
guos y ya no es dable representar el * ' frladiador muriendo'* 
que enriquece las salas del Louvre . 

Masas monstruosas, horribles, se mueven solas como por 
encantamiento guarecidas tras de enormes murallas, vestidos 
los soldados con horripilantes trajes; hasta el acero brillante 
ha desaparecido para dejar lugar al bruñido opaco que se des- 
vanece en la lontananza. Todo esto es feo, es informe, no es. 



LA CIKNÍ'IA Y Eli ARTE 401 

artístico y la inspiración ya nada tiene (jue hacer en los 
eampamentos . 

Los caracteres del arte moderno son distintos de los del 
arte antiguo, casi diría que se oponen. A la idea simple, uni- 
taria, que simboliza el arte clásico, se opone la multiformidad 
del moderno. Uno, es el arte sencillo y despreocupado de la 
infancia, que persigue y acaricia una sola idea, un sólo capri- 
cho aun no satisfecho, otro es el arte de la madurez, que solici- 
tado por un sinnúmero de vías, de deseos é ideas, queda siempre 
descontento una vez la obra acabada. Es siempre en el s<»gund(), 
el trabajo sin terminarse que pudo j)erfeccionarse, al ([ue algo 
faltó para ser mejor. 

Impenetrable, confundiéndose en Dios, creyeron el alma 
humana los antiguos y se abstuvieron de interpretarla ; impene- 
trable también la cree el positivismo moderno, pero, empujado 
por el espíritu de observación y ajiálisis (lue domina el siglo, 
el filósofo, el hombre de ciencia pura la desmenuzan, <'scudr¡- 
ñan y disecan, y el artista envuelto en la corriente general hace 
obra de filósofo y de hombre de ciencia. 

El musgo, la piedra, el grano de arena, el agua, han empe- 
zado á vivir bajo el microscopio y ante los agentes químicos. 
La vida, para el biólogo moderno, como chispa eléctrica ha pene- 
trado en todos los rincones del universo y ante esa nueva <íon- 
(]uista de la ciencia, el arte no ha quedado indiferente, lia 
(luerido ver la vida en el paisaje, en la montaña, en el mar y 
en la caverníi . Peio no se ha (íontentado con darles la vida (|ue 
el biólogo le aseguran que tienen ; junto con la vida les ha dado 
sentimientos, odios, pasiones, ideas y hasta voluntad. Y toda, la 
escuela impresionista se desarrolla en este ambiente antropo- 
morfista . 

El artista clásico ha glorificado á la natiu*aleza impulsado- 
por el miedo: A modei'no lo hace admirado <le su grandiosidad; 
la ama. la comprende, entra en íntimo coloíjuio con ella ; no la 
teme; sabe (jue si vs á veces mala, no lo es por venganza — y has- 
ta en sus mahhules la admirfi. 

Ahora hien, no se ama más que aquello (lue se conoce, quiv 
no se teme. ¿Y quién, sino la ciencia le ha abierto al artista o\ 
pasaje á la comprensión consciente y sabia de la naturaleza? 

Y el amor (pie hacia las cosas despiertan la física, la <[uí- 
mica, la geología, etc.. lo despi(»rta hacia los animales la moral 
del positivismo y antes que e;;ta el culto por la naturaleza de 
Buffon y luego Rousseau. \jí\ {)sicol()gía moderna levanta aun 
más el p<Hlestal en que la sim])atía los había colocado y el arte 
inglés moderno sobre todo es insuperable en el arte de darles 
alma y con ellas sentimientos é ideas, sin necesidad de recordar 
animalistas que como Rosa Bonheur han descollado á tal altura 
que no es menester recordarlos, pues acuden solos á la mente 
ciiando sc^ trata de citar ejemplo del género que nos ocui>a . 



Si tüílHs las afirmaciones que hasta ahora ho formulado a 
favor de la intlueneia do la cieiieia sobre el arte pueden ser 
contradichas eon mayor ó menor éxito, poniéndose en un punt-o 
de vista opuesto, creo que toda contradieción es imposible en 
e] siglo XIX, euya earaeterística es indudablemente el ** espí- 
ritu científico '\ 

E ntodas las artes se manifiesta su influencia, por medio, so- 
hiv todo, de una ten(l(*neia que á vtH^es se exagera de encontrar 
y fijar la vprúad. 

El impresionismo en pintura, el wagiierismo en nuusica, 
las escuelas de Rodiu y Meunier vu esenlturn y el realismo en 
literatura son sus más salientes foi-iras. 

El pintoí' desmenuza los ('({lores d(^l (*si)eetro en su ])aleta, 
-estudia sus inOiiencias so])i-e la retii]=> — desTmnuiza las atmós- 
feras de] mediodía y del norte y We^w k fusiones finales, al 
dominio de un color que la ciencia le ha revelado es (4 coui- 
pafiero ins(»]ja rabie de tal ó cual estado sentimental 6 intelec- 
tual. Descubre armonías de vibraciones entre el sonido y el 
eolor y trata de eoi}ií)oner sonatas bethovianas íi óperas waj^f- 
nerianas. Y eiieiient»-a e\\ el sonido el eolor y en (^1 eolor 
el sonido. 

El \\íi<tner¡smo eoii la revolueión que ha opi^rado en la 
música sólo ha sido posible á raíz de un desarrollo decisivo de 
la acústica. Y la obra escuHórica de Tíodin y Meunier e^ obra 
de filósofo, de psicólogo y la del seí^undo es sobre todo la de 
un socialista ar(lie]ite y (^ntusíjist^i, (]ue estudia y analiza las 
miserias y aniíustias de\ íi'íibajo eou la maestría de un Marx 
-ó de un B(írnstein. 

El espíritu científico en lit(^i'atura. es tan podeníso ((ue .se 
s()l)j'ei)one á todas las divergencias de <\'ícuelas y es el lazo que 
las une (^?!T';;ete!-:'':;ind(^ la p-! oílne.ción d'»! si*.rlo. 

FjU '*^lme. I'ovary-', obra (jue e>;clusiv;niiente tiende á 
la belleza, li^y el d<\S(n) evidente de a!(*anzar '*la magestad de 
la l(\v y la precisión de la cieni'ia'\ lo que se (^'idencia por 
íA espíi-itu {\\\e la anima, por el deseo de alcanzar la verdad, 
.y por el método eujplíMdo. Flaubert (íií su coí-res|)ondencia 
(jf y^M'i" 185('-r)4> esc]'il)e "La literülura tomai'á cada vez 
nii'ís 'os cjjrach'.res i\e h» ciencia; será sobre todo < six.'in ntvy 
lo que no (piiere decij- didáctica: hay (}ue hacer cuadros, mos- 
trando la realidad tal cuní (»s. [)ero cuadros eompleíos, pin- 
"taiulo ambos lados". 

La tendencia de Flanbert, sin embüi-iro. hay (fue recordar, 
no es perseíjuir un fin científico, sino por el contrario pide 
ayuda á la ciencia pnra llef-^ar á un más alto írrado de precisión, 
exactitud y vo-dad, á fin de alcanzai- la realización de la 
belleza. 

Los hospitales y laboratorios constituyen e\ medio am- 
biente cíi qu'' se nnieve bi obra de los henuanos Goncourt, á 



LA <li:X(;iA Y VA. ARTE 403 

fiíi de hacer la historia moral de la sociedad <[ue reñeja el 
pesimismo resultanU^. de las investigaciones del positivismo. 

La ''Introducción al estudio de la medicina experimental" 
de Claudio IJernard es el verdadero maniíiesto de la ^*\ovela 
experimentar' de Zola. el cual declara (jue el novelista debe 
ser un observador y un experimentador. "El observador dá 
los hechos tal cuál los ha observado, dá el punto de partida y 
establecíi el terreno sólido sobre el cual van á caminar los per- 
sonajes y desrj'rollarse los fenómenos. Lue^^o el experimenta- 
dor aparece é inicia la experiencia, esto es. hace mover á los 
personajes en una historia particular para demostrar í[ue la 
sucesión de los hechos será tal cual el determinismo de los he- 
chos puestos en estudio lo exije'\ ' TJontinuamos con nues- 
tras observaciones y i;xp(MÍencias la obi-a del fisiólogo (pie á 
su vez Címtinúa la del físico y del íjULmico. Deliemos operar 
sobr(* los caracteres, sobre bus pasiones, sobre los hechos huma- 
nos y sociales, (*omo el (juímieo y (ú físico oí)eran sobre los cuer- 
pos brutos, conjo el fisiólogo oi)era sol)re los cuerpos vivos". 

Estas citas no requieren (íomentai'ios y son Ja más evi- 
dente prueba del acercamiento cada vez más preciso de la 
ciencia y literatiu'a y asi h) entiende Zola en la misma obra, 
al decir: **La novela experimental es una consecuencia de la 

evolución científica del siglo sustituye al estudio del 

hombre abstracto, del hombre metafísico, el estudio del hom- 
bre natural sometido á las leyes físico-químicas y determinado 
por las inriuencias del medio; es, en una palabra, la literatura 
que (íorresponde á nuestra época científica así como la litera- 
tura clásica y roniántica han correspondido á una odñá de 
escolástica y teología". 

Rosny ha ensancíhado los límites del cuadro en (pie se 
movía su maestro, y muestra no sólo la relación del individuo 
con su medio, sino taníbi(?n la (pie le une con la humanidad, con 
el Cosmos entero. Tiene en la (iiencia una fe absoluta, la ado- 
ra como á una Religión y funda en ella la felicidad del ])orvenir. 

Desj)ués de los grandes maestros, tenemos á los discípulos 
é imita(Jores que han querido seguir las huellas señaladas, 
aprovechando las tendencias del siglo en edificar obras en que 
el interés principal resulta dc^ alguna anomalía ó perversión 
sexual . 

Y sin detenernos en Verne y Flanuuariím que (Hiuivocan el 
fin por el medio, tenemos aun en la misma corriente á Bour- 
get, Ohnet, Feuillet I\íaupassant, Gyp, Daudet, etc., que han 
sufrido más ó menos artísticamente la infhumcia de las co- 
rrientí^s científicas dominantes. 

l']n poesía, á la inquietud vaga de los románticos ha suce- 
dido ima melancolía darwinista: la obra de Leeonte de Lisie 
traduce este» estado filosófico de los c^spíritus y es obra de 
erudito al mismo tiempo que de potóla. 



4<)4 NOSOTROS 

A Suily-Prudhüiiiine lo (¿lie más le conmueve son las anti- 
nomias n que llega la ciencia humana en sus últimos límite» 
(*on los postulados de la voz interna . l'na afirma la justicia, la 
otra la niega. Nuestro espíritu re(»lama la inmortalidad y la 
ciencia demuestra que la inmortalidad os sólo de la materia. 
Estas contradice i(mes lo llenan de duda, de vacilaciones: no 
(|uicre someterse á los dictámenes d(» la ciencia y r(»conoce sin 
embargo que llevan el sello de la evidencia. 

La filosofía, cosmogonía, biología, historia y j)rehistoria 
son las ciencias que mayor contingeiitt^ lian prestado á los poe- 
tas; sin embargo, este contado, snlvo casos excejx'ionales, no 
ha sido feliz y sólo ha marcado un grado de degeneración (»n 
la inspiración poética. 

Augier y Duraas en el t»'atru no han escapado á la tendencia 
general que se ha manifestado en este género por una verda- 
dera preocupación de la vt^rdad en la *'mise (»n scene". carac- 
lei'cs. indumentaria, etc. Se ban enipcn^iado en dar al teatro 
^'trozos de la vida'\ ])ei*() se llegó á cuidar tanto de la verdad 
fisiológica, <|ue dándose al olvido la ])sicología se bastardeó 
la verdad científica (pie tan rigurosamente pretendían seguir. 

En Bec(pie ha infinido el deterunnisino científico, casi diré 
mecánico, y sus personajes lleg.m á moverse on una forma 
automática y desempeñan sini])les funciones psico-fisiológicas. 

Kn Pailleron, Ohnet, Sardón, Alaupassant, bay numerosos 
sabios (pie d(\semp(Mlan el princ¡])al pa])el. eon menoscabo es 
cierto, aunque no hayan pretendido hacerU) de la dignidad 
xle la ciencia . 

Ija consecuencia de i^ste eoiisorcio íntiino de la ciencia 
con el arte tiene por resultado luiei^rjo cada vtv. más abstracto, 
más elevado, más difícil de entender, más sutil, y menos ai*ce- 
sible á todas las inteligeneias. El arte no se socializa, por el 
contrario, tiende á UTia aristocratización cada vez más evi" 
dente y creo (fue llegará un momento en (jU(^ la inílnencia de la 
ciencia sobre el sí^rá tan fuerte y extcMisa que el arle será el 
l)riviIegio de la arisloeracia intelectual. 



ClOTU;!)!-: Gl'IIiT.KN'. 



VEN LieKRO Y OLVIDA... 



Primaveral princesa de diez y seis abriiofl 
¿Por qué ho}' en tus la})ios las sonrisas sutiles 

Como aütea lio florecen? 
¿Por que están tus mejillan j)urpiirinaH tan pálidas. 

Y tus ojos azulea de mira das escu/ilidas 

Que han llorado [>arecen? 

¿Qué tienes? PJs que acaso la lágrima primera 
Cayó al jardín de ta alma, que es una primavera. 

Marchitando una flor? 
^,Qué tienes? Hoy están pensativos tus ojopj 
Talvez hayas sh1.>'l1o do los incendios rojos 

Voraces del amor. 

Deja que ci viento frío do las horas malditas 
Desfloradas arranque tus írescas margaritas 

Y rosas de ilusión. 

Tienes simiente joven: siembra para el fut'iro: 
No importa quo la nieve do invierno prematuro 
Caíí^a en tu corazón. 

Ven ii.i{ero y olvida tas dolores tempranos. 
E,evive tus sonrisas, quo los llantos son vanos 

Y es preciso vivir; 
-Guardemos la alegría como la luz un astro. 

Sigamos los consejos sraijios de Zori.a?ítro 

Y sepamos reir. 

Sonríe ante el destino y vive con ia risa, 
Que ella sea el incienso de tu diaria misa 

Dulce y primaveral, 
Primaveral y dulce como tu alma ungida. 

Y olvídate del mundo y de la triste vida 

Y del b^'en y de! mal. 

Ven ligero y olvida tus dolores tempranos, 
Princesita romántica, juntemos nuestras manos, 

Quiero besar tu sien, 
Quiero marchar contigo, romántica princesa. 
Para escanciar nepentes en tu boca de freída: 

Yo he llorado tnmbién. 



Xkbio a. R -ja?». 



NOTAS Y COMENTAPxIOS 



El atentado contra ''Salomé''. 

Conocida es la nota que un grupo de damas de nuestra alta- 
sociedad, presentó el iiies pasado á la empresa del teatro de la 
Opera, solicitando la no representación, por inmoral, de la ü^a- 
hmé de Ricardo Strauss, que, sin embargo, habían ya presencia- 
do sin ruborizarse hipócritamente, los principales contros artís- 
ticos europeos. 

Esta actitud de dichas damas no podría ser más eensura- 
ble, tanto que, en verdad, (íxlraña (jue no haya levantado un 
unánime grito de protesta, siquiera de parte de aquellos ói-tyv-- 
nos de publicidad que pregonan de independientes y de cultos. 
Y esto lo decimos, porque, en el fondo, la mencionada nota no 
es otra cosa que una patente manifestación de la escasa eultura 
de nuestra sociedad. 

Lo que en ninguna ciudad civilizada del orbe hubiei'a pa- 
sado sin una merecida rechifla, aquí se ha realizado tranquila- 
mente, apenas con la oposición libia de uno ó dos diarios, y con 
el apoyo tácito ó expreso de la mayoría. 

Pero es que en Buenos Aires ya estamos curados di- siis;ti»s. 

Después del caso de la pobre Iris, que, por una desdichada 
ocurrencia de Miguel Gané, se vio puesta en el índice, le hemos 
dado el vergonzoso espectáculo á Eleonora Diise de prohibirle la 
representación de La abadesa de Jouatiw por no sabemos cuales 
necias inspiraciones clericales, y luego nos hemos visto en el tran- 
ce de presenciar con las manos cruzadas la prédica idiota, lle- 
vada hasta desde el pulpito, contra los castos, los bellos desnu- 
dos que la Municipalidad creyó oportuno colocar en las plazas.. 
Todos estos hechos son otras tantas pruebas inequívocas de nues- 
tro colectivo achatamiento intelectual. Curados de sustos, pues. 

Pero ¿hasta cuando durará este estado de cosas, esta absur- 
da censura ejercida por la moral frailuna y los monjiles pudo- 
res de las viejas sobre todo espectáculo de arte? 

No nos incumbe la defensa do Salome: es una bella trage- 
dia, digna del alto espíritu deOscar Wilde y cuya música íbamos" 
á juzgar — que no necesita que nadie rompa lanzas en favor d(v 
su moralidad. La belleza lleva en sí iiiisma su propia defensa. 



NOTAS Y COMKXTAUIOS 4()7 

Además sobre este partieuhir se Im es^-rito ya lo baslaiil(\ ¡ Con- 
decir que fué i'epresentada en Xá polos eon permiso dA Arzo- 
bispo!.... 

Tampoco hemos de indignarnos eon la empresa de la Ope- 
ra, que no ha jxn-sistido en su prpósito de ponerla en eseena, 
aunque fuera en función popular. Aeaso haya convenido á sus 
intereses la pudibundez íjldornia (h* sus ahonadns. 

Sólo no limitamos, pues, á (^onsij^nar nuestra prolesíji por 
la ofensa inferida en nombre de una falsa moral eoutrn el arle 
y contra la naturaleza de aciuellos que nos sentimos ya lo bas- 
tante superiores y dueños de nuestros bajos instintos líomo pava 
no temer qu(í. — suf)rimida la hoja do parra — la visión de la 
belleza en toda su pura desnudez pueda inspirnrnos lascivos de- 
seos y hacernos incurrir en peeado. 

La visita de Enrique Ferri. 

Acaba de llegar á lUienos Aires este distin^^uido orador y 
hombre de ciencia ([ue ya ha iniciado su serie do conferencias 
en nuestro teatro Odeón, tíoutratado por uno de los más hábiles 
empresarios que actúa en esta plaza intelectual. 

Esta llegada de Ferri, el leader de partido (tuyos be- 
llos gestos, derrotíis ó triunfos, siempre ruidosos, nos ha 
transmitido el telégrafo día á día; el sociólogo de nota, el ora- 
dor fogoso, el criminalista que ha abierto nuevos derroteros 
penales, nos obliga á darle la más calurosa bienvenida y á fe- 
licitarnos contemporáneamente de que Buenos Aires ya no sea 
sólo el bienquisto mercado de cueros y cereales de estas leja- 
nas regiones — lejanas para Europa — de Soiith-Americay sino 
también la gran eiudad latina que despliega sus alas como- 
para remontar el vuelo siempre más alto, y (pie es yá conside- 
rada por las más preclaras intí^lectualidades europeas, como 
merecedora de una visita. Pero. . . . Completo sería nuestro re- 
gocijo si Ferri hubiera venido espontáneamente, llevado por 
un natural deseo de visitar este interesante rincón del mundo. 
y no contratado á semejanza de un artista, para una fournrr 
que en este cuso es de conferencias, pero á la (pie no falta, y 
es natural que no falte, la reclame. Y si, bien predispuestos, 
admitimos que las condiciones de nuestra sociedad actual ([ue 
todo lo mercantiliza, hacen naturales estos viajes bien remu- 
nerados, no por ello dejan de ser menos simpáticos. 

¡Cuánto más grata fué para nosotros aquella visita (pie 
años atrás nos hiciera De A miéis, eon aípiella su familiar bon- 
bomía!.... 

Ferri hablará de muchas cosas en el Odeón. Sus cíonferen- 
cias versarán sobre lo más distanciados tópicos, así científicos, 
como literarios, hist(>ricos ó de mera información novedos".. 



408 NOSOTROS 

Eso también es de dudosa utilidad y de interés discutible. Nada 
dirá, en efecto, y sils primeras disertaciones lo demuestran, que 
ya no bajeamos leído 6 podamos leer en los libros más á mano, 
ó que, en el mejor de los casos, no haya dicho él en su vasta pro- 
ducción. Y para eso no necesitábamos — y menos el gran público 
qxn' irá á escucharlo por (Nsnobismo — qiu^ él viniera de Italia. 
En definitiva, más podría interesamos oir de sus labios un dis- 
curso partidista en euahjuier reunión obrera que una conferen- 
cia distinguida ante un auditorio en guante blanco. 

Por creer, pues, con plena convicción, (pie no es otro el ob- 
jeto (jue 1(^ trac sino esc meramente utilitario que enunciamos, 
allí estri]):i nuestra oposición á felicitarnos de este viaje, tanto 
más cuanto no habiendo otni cosa ((ue conveniencia debajo de 
estas amal)les visitas do los intelectuales europeos, ellas como 
es natural, en vez de halagar deben herir nuestro amor propio 
xle pueblo rpie aunípie joven, tiene el justo orgullo de no abrir 
admirativamente la boca (Mi todas las ocasiones. 

''NOSOTROS'' en Madrid. 

Nuestro colabonulor. v] eonocido escritor español. I). Fran- 
cisco Acebal, director de La Lectura de Madrid, acogiendo con 
el más cordial compañerismo una proposición de la dirección de 
Nosotros, ha resiu^lto gustoso de esforzarse en colocar esta re- 
vista en el mercado de libros y difundirla entre los intelectuales 
(le allá, cn^.jíeHfMlo con sus mejores deseos en estabUn-er entre am- 
bas publicaciones un lazo de verdadera amistad. 

Nos anuncia taujbién nuestro colega que La Lectura está 
próxima á crear una casa editorial, lo que contribuirá á afirmar 
y ampliar nuestras relaciones con ella, pues es})ontáneamente 
ofrece á Nosotros las mismas ventajas para sus suscritores que 
á los de Jm Jj(cturü, y en ])rimer término la adquisición de las 
obras (iiie publicará dicha casri editora, con un 25 por ciento 
de rebajii eji el precio. 

A cs1«' cniíícño decidido del distinguido colega de establecer 
^.óIid(ís vínculos de aujistiíd entre Nosotros y La Lectura, á sus 
(lesinleres.íulos ofrecimientos y á su aí)lauso por la obra que 
Nosotros realiza, vaya de nuí^stra parte un * 'gracias'' efusivo, 
sincero, partido de lo más hondo de nuestro corazón. 

* NOSOTROS" en Cuba. 

A las halagüeñas })alabras de aliento (|ue Nosotros recibe 
(Muitinuamcíite en cartas, diarios y revistas, así de Europa co- 
mo de América, y que á menudo hemos transcripto con él ftAico 
fin de dejar constancia del intercambio intelectual, lento pero 



XOTAS Y COMKNTAIUOS 4U9 

eficaz, que poco á poco va estableciéndose entre todos los inte- 
lectuales de habla latina, debemos unir en este número las que 
Julio Laurent Pagés, distinguido escritor cubano, director de 
la bella revista América, nos dedica en El Diario Español de 
Vd Habana, en su número del 4 de Mayo. 

De las dos columnas en que nuestro colega se ocupa de .Yo.s*- 
oiros, analizando el texto de sus ])rimeras ocho entregas, trans- 
cribiendo su Presentación eu la primera y los nombres de sus 
redactores, entresacamos los párrafos siguientes que resumen el 
artículo del señor Laurent J'agés: 

'* Entre el sinnúmero de periódicos y revistas literarias y 
científicas que, á mi regreso de Europa, me he encontrado entre 
mi correspondencia, hay una lucientemente fundada en la capital 
de la progresista República Arirentina y (|ue tiene ¡)or nombre 
el título de luia novela iiicdita del notable literato Roberto J. 
Payró: Nosoíros. 

''En estos tieini)(>s t*ji íjue el cinematógrafo (piita coneurren- 
cia al drama y á la ópeni. en (|ue la mayoría de los literatos 
jóvenes del continente son pos( urs, (mi estos titnnpos. repito, 
en que el nov(*nta y nueve ])or ciento de los que se dedican á 
la literatura resultan al final detestables grafómaiios, la apari- 
ción de una revista de las cualidades de Xosofros n^sulta un 
grito de protesta (*ontra las costumbres de la época y un ver- 
dadero (»stínuil() })ara los Cjue. más aconsejados por el espíritu, 
se entregan con sincero entusiasmo al culto del Arte. 

"La verdadera juventud literaria de Anu'rica habrá visto 
con intensa alegría la a])arición de Nosotros. 

** Desde hace algún tiempo se notaba en el campo de nues- 
tras letras un vacío que, aún á los nu'is fanáticos y esperanza- 
dos, parecía difícil el que se llenas(\ Una verdadera revista lite- 
i*aria continental en la que la firma de todos los escritores, viejos 
ó jóvenes, de cada uno de los diferentes países hispano-america- 
nos viesen sus ti'abajos al lado de los de sus colegas distantes, 
hermanados por un estrecho lazo cordinl y sincero. 

"Por lo manifestado, una revista de las proporciones de 
Nosotros está llamada á ocupar uno de los pnestos más presti- 
giosos en las l(4ras americanas". 

Al companero (|ue desde tan larga distancia, nos titíude 
afectnosamente la mano, nnestro más sincero agradecimiento. 

Ernesto Mario Barreda 

En nuestra constante intención de anotar (íu estas páginas 
todo esfuerzo, toda iniciativa que pueda significar. 6 un pro- 
greso argentino en el campo intt^lectnal. ó un estrechann'ento de 



410 XOSOTJIOS 

vínculos espiritiuilcs entre este país y los dejníis de Aniéricrt 
ó la madre patria, debemos agregar al triunfo de Ricardo Rojas^ 
en el Ateneo de IMadrid, de que hablamos en el número anterior, 
el de otro argentino, un poeta, Ernesto Mario Barreda, quien le- 
yó últimamente en dicha institución, ímte un numeroso y selecto 
auditorio, wsus composiciones poéticas, bellas poesías en las cua- 
les la (H)rrección se hermana á la galanura, valiéndole á su 
autor el éxito más merecido. 

Una vez más debemos, pues, felicitarnos y expresar ade- 
más nuestra simpatía por el Ateneo de ^ladrid, que tan favo- 
rable acogida ha siempre dispensado á los buenos escritores d(v 
América. 

Advertencia 

La impresión de (ísta revista <iue equivale á la de un libro, 
por las mil dificultades que importa, le ha impedido aparecer 
esta vez en la fecha fijada. 

Pedimos disculpa á nuestros lectores por este pequeño re- 
tvixso sólo debido á imprevistas dificultades de impresión. 

De los últimos libros recibidos, se ocupará NoSotkos en 
el próximo núnu^-o de Agosto. 



Nosotros. 



NOSOTROS 

ANO II — TOMO TI 

índice 

A 

Alberini Coriolano VA AinonjlisiiK» suhjclivo 119 \^i^y 

Aymerich Juan Sonetos 13;> 

B 

Banchs Enrique J "Uc mi villorio" ;i22 

" Versos de este Olooo . . . ;^90 

Baroffio Bertolotti Ida . . Ouamlo in mujer eserilie . . 174 

Bianchi Alfredo A "Los dereehos de 1h snlnd'\ 87 

" " " . . . . ('o]M'in'S(í Labin'déii 22G 

" . . . . 'M.os í ole^i^s'^ 22íi 

B Mieeio ]lors/:owski (soneto) 

eon retralo 112 bis 

Blixen Samuel Oluirbis de un iiioiitevi(l(»H7]o 61 

Bravo Mario Kl regi'eso (versos) 178 

Bunge Carlos Octavio. . . FJoi-eiieio Sánchez 71 

"... Tíoyos, novel isiji español. . lOí) 

C 

Canata Julio S Alandolinata (versos). . . . 207 

Oancio Juan ¡Bravo Sánchez! 59 

Cárbia Rómulo D ''Santiapjo Liniers'' .... 214 

Costa Rubert Alfredo. . . Revista de Revistas. . . 91 155 



412 



Della Costa (hijo) Pablo 
Dellepiane Antonio. . . 
Díaz Romero Eugenio . . 
Doello Jnrado Luis. 
Duprat Emilio 



Estrada (hijo) Ángel de. 



B 

Fortún Fernando. . . . 
Friedrich Hans 

Oerchuuoff Alberto. . . 
Giménez Pastor Arturo. 
Oiusti Roberto F 

Guillen Clotilde 

Ingegnieros José . . . . 
Ipiña Luis 

La Dirección 

Marques Sterling M. . . 

Más y Pi Juan 

Mertens Federico S. . . 



NOSOTIÍOS 

D 

Canto á María (versos) . . 138 

La Filosofía Jurídica . . . 235 

Poniente trágico (versos) . 30H 

Florencio Sánchez S^ 

Inforinación filosófica. . . . 309 

E 

La góndola d(» María Auto- 
nieta (versos) 379 

F 

Idilios (versos) 166 

**La Nave'' 97 

G 

"La casa de la Primavera". 142 
Florencio Sánchez. . .^ • . 79 
Letras argentinas. . . . 150 219 
"El Imperio Jesuíliiío*' . . 327 
La Ciencia y el Arte 398 

I 

Sobre el Amor 384 

"Recuerdos de niñez y de 
mocedad'' 320 

L 

Exjdieaeión 5 

M 

Los versos de Fray Candil. 113 

Juan Ma raga 11 145 

De mi vida 312 



ÍNDICE 413 

Montero Bnstamante Raúl. La obra de Florencio Sánchez 74 

Monteavaro Antonio ... El hermano de Florencio. . 76^ 

1:3 N 

Nápoli Vita V. de ... . En la frontera 6,> 

Ñervo Amado Los que ignoran que están 

muertos 110 

'' Nosotros'' Notas y Comentarios. 94, 159, 220' 

833 406 

R 

Pardal Ambrosio La labor de Sánchez .... 82 

De Amicis 210 

Pardo José Prosas para Mar^ot 185 

Pichardo Manuel S Esta noche de Noviembre 

(versos) 118 

Pinto Escalier Arturo ... La dama incitable (versos) . 193 



Rojas Ricardo El desnudo en el arte . . . 299 

Rojas Nerio A Ven ligero y olvida, (versos) 405 



Sánchez Florencio Los derechos de la snlud. 

(teatro) 7 

Shérif Leonardo Tarde de sol y de fatiga (ver- 
sos) I(i7 

Soussens Carlos de ... . Cantique d(^s (^antiques (ver- 
sos) 108 



Thespis Los Colegas (teatro) . . 246, 337 

Tobal Gastón Federico . . El diario de Lucy Ocampo. 184 



414 NOSOTIiOS 

ü 

Ugarte Manuel Claro do Luna (versos) . . 298 

V 

Vaz Ferreira Carlos .... Kea(ei()ii(\s 161 

Vedia Joaquín de Floroucio Bánohez 69 

Velasco Leopoldo Semblaiizas do la tierra (ver- 
sos) 316 



A^ : =^ 

A LOS SUBSCRIPTORES: 



La Administración de «'NOSOTROS" 
mediante un arreglo hecho con la Adminístracián 
de ''La Nación'\ ofrece como regalo á los 
subscriptores que abonen un SEMESTRE ó un 
AÑO adelantado, uno y dos volúmenes respec- 
tivamente de la bibliotectt de "La Nación'', 
los que podrán elegirse entre los no agotados 
de la lista adjunta (edición á la rústica). 

El envío de los referidos volúmenes 
se hará por cuenta de la Administración de 
"NOSOTROS". 




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by retaining it beyond the speoifled 
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OCT -9 1926 



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