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Full text of "Novelas cortas"

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OBRAS 

DE 

D.     PEDRO    ANTONIO    DE    ALARCON 

de  la  Real  Academia  EspaSola. 


NOVELAS  CORTAS. 


TERCERA  SERIE. 


Es  propiedad  del  autor. — Quedan  hechos  los  de- 
pósitos que  marca  la  Ley. 


NOVELAS  CORTAS 

DE 

D.     PEDRO    ANTONIO    DE    ALARCON. 


TERCERA   SERIE. 

NARRACIONES 

INVEROSÍMILES 


El  amigo  de  la  muerte.— La  mujer  alta. 

Los  seis  velos.— Moros  y  cristianos. — El  aSo  en  Spitzberg. 

Soy,  tengo  y  quiero. — Los  ojos  negros. — Lo  QUS 

ss  oye  desde  una  silla  del  Prado. 


MADRID. 

IMPRENTA  Y  FUNDICIÓN  DE  M.  TELLO. 

impresor  de  cámara  de  s.  m. 

Isabel  la  Católica,  23. 


t^ 


A  DIÓSCORO  PUEBLA. 


tí,  mi  querido  artista;  a!  nuble  pintor 
de  El  Descubrimiento  de  América; 
á  mi  bondadoso  cicerone  en  Roma;  á 
mi  paciente  compañero  de  viaje  en  Ñapóles  y  Pom- 
Peya;  al  más  asiduo  y  taciturno  tertuliano  de  mi 
casa;  á  tí,  digo,  van  dedicadas,  al  volver  á  salir  á 
luz,  estas  Narraciones  inverosímiles,  fantásti- 
cas unas,  románticas  otras,  y  humorísticas  las  de- 
más; escritas  casi  todas  en  mi  niñez  ó  en  mi  prime- 
ra juventud;  pertenecientes  varias  de  ellas  á  una 
moda  ó  gusto  literario  hoy  abolido,  pero  que  enton- 
ces hacía  relamerse  á  los  admiradores  de  Alfonso 
Karr,  y  sólo  una  (El  Amigo  de  la  Muerte)  dig- 
na de  que  más  experimentado  y  sabio  escritor  hubie- 
se desenvuelto  el  profundo  y  generoso  pensamiento 
que,  al  decir  de  respetables  críticos,  le  sirve  de  tema, 


6  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

y  que  yo  tío  sé  por  qué  rara  casualidad  buscó  alber- 
gue en  mi  pobre  cerebro... 

De  un  modo  6  de  otro,  acepta  la  dedicatoria  de 
estas-  obrillas,  que  en  su  mayor  parte  timen  casi  tan- 
ta fecha  como  nuestra  amistad,  y  sírvante  para  re- 
cordar alguna  vez,  si  me  sobrevives,  el  verdadero  ca- 
riño que  te  profesa  tu  cantarada 

Pedro. 

MuJriJ,  1882. 


EL  AMIGO  DE  LA  MUERTE. 


EL  AMIGO  DE  LA  MUERTE. 


CUENTO     FANTÁSTICO. 


I. 


MÉRITOS  Y  SERVICIOS. 


ste  era  un  pobre  muchacho,  alto, 
flaco,  amarillo,  con  buenos  ojos  ne- 
gros, la  frente  despejada  y  las  ma- 
nos más  hermosas  del  mundo;  muy 
mal  vestido,  de  altanero  porte  y  humor  in- 
aguantable...— Tenía  diez  y  nueve  años,  y 
llamábase  Gil  Gil. 

Gil  Gil  era  hijo,  nieto,  biznieto,  chozno,  y 
Dios  sabe  qué  más,  de  los  mejores  zapateros 
de  viejo  de  la  Corte,  y,  al  venir  al  mundo,  le 
costó  la  vida  á  su  madre  Crispina  López,  cu- 
yos padres,  abuelos,  bisabuelos  y  tatarabuelos 
honraron  también  la  misma  profesión. 

Juan  Gil,  padre  del  artesano  melancólico, 
principió  á  amarlo,  no  desde  que  supo  que  lia- 


10  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

maba  con  los  talones  á  las  puertas  de  la  vida, 
sino  desde  el  instante  en  que  compareció  en 
el  mundo,  por  más  que  de  esta  comparecen- 
cia proviniese  la  viudez  del  maestro  de  obra 
prima;  circunstancia  que  induce  á  sospe- 
char que  Juan  Gil  y  Crispina  López  fue- 
ron un  modelo  de  matrimonios  cortos,  pero 
malos. 

Tan  corto  fué  el  suyo,  que  no  pudo  serlo 
más,  si  tenemos  en  cuenta  que  dejó  fruto  de 
bendición...,  hasta  cierto  punto. — Queremos 
significar  con  esto  que  Gil  Gil  era  sietemesi- 
no, ó  por  mejor  decir,  que  nació  á  los  siete 
meses  del  casamiento  de  sus  padres;  lo  cual 
no  es  ya  la  misma  cosa...;  y  eso  que  nosotros, 
al  nombrar  á  sus  padres,  aludimos  siempre  á 
Juan  Gil  tanto  como  á  su  mujer. 

Sea  de  todo  lo  que  fuere,  y  juzgando  sólo 
por  las  apariencias,  Crispina  López  merecía 
ser  más  llorada  de  lo  que  la  lloró  su  marido; 
pues  al  pasar  á  la  suya  desde  la  zapata  lia  pa- 
1 11  dote,  amén  dé  una  hermosu- 
ra casi  excesiva  y  de  mocha  ropa  decanía  y 
de  vestir,  un  riquísimo  parroquiano, — ¡nada 
menos  que  un  conde,  y  Cunde  de  Rionuevol 
— quien  tuvo,  durante  algunoa  mt  tnoa 

.  el  <  atrafio  capí  icho  de  i 
menú  licadoa  pies  en  la  tosca  obra  del 

buen  Ju;i!  ntante  el  mi  Q0  de 


RL   AMIGO   DE    LA   MUERTE  II 

los  santos  mártires  Crispín  y  Crispiniano,  que 
de  Dios  gozan... 

Pero  nada  de  esto  tiene  que  ver  ahora  con 
mi  cuento,  llamado  El  amigo  de  la  Muerte. 

Lo  que  sí  nos  importa  saber  es  que  Gil  Gil 
se  quedó  sin  padre,  ó  sea,  sin  el  honrado  za- 
patero, á  la  edad  de  catorce  años,  y  que  el 
Conde  de  Rionuevo,  compadecido  de  su  or- 
fandad, ó  prendado  de  su  peregrino  talento, 
que  lo  cierto  no  pudo  averiguarse,  se  lo  llevó 
en  calidad  de  paje  á  su  casa,  no  sin  gran  re- 
pugnancia de  su  esposa  la  Condesa,  que  ya 
tenía  noticias  del  niño  parido  por  Crispina 
López. 

Nuestro  héroe  había  recibido  alguna  edu- 
cación,— leer,  escribir,  contar  y  doctrina  cris- 
tiana;— de  manera  que  pudo  emprenderla  des- 
de luego  con  el  latín,  bajo  la  dirección  de  un 
fraile  Jerónimo  que  entraba  mucho  en  casa  del 
Conde  de  Rionuevo. 

Fueron  estos  años  los  más  dichosos  de  la 
vida  de  Gil  Gil;  dichosos,  no  porque  carecie- 
se el  pobre  de  disgustos;  que  se  los  daba  y  muy 
grandes  la  señora  Condesa,  recordándole  á  to- 
das horas  la  lezna  y  el  tirapié;  sino  porque 
acompañaba  de  noche  á  su  protector  á  casa  del 
Duque  de  Monteclaro,  y  el  Duque  de  Monte- 
claro  tenía  una  hija,  la  hermosísima  Elena, 
presunta,  universal  y  única  heredera  de  todos 


12  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

sus  bienes  y  rentas  habidos  y  por  haber... 
Rayaba  Elena  en  los  doce  Febreros  cuando 
la  conoció  Gil  Gil;  y,  como  en  aquella  casa  pa- 
saba el  joven  paje  por  hijo  de  una  muy  noble 
familia  arruinada, — piadoso  embuste  del  Con- 
de de  Rionuevo, — la  aristocrática  niña  no  se 
desdeñó  de  jugar  con  él  á  las  cosas  que  juegan 
los  muchachos,  llegando  hasta  darle,  por  su- 
puesto en  broma,  el  dictado  de  novio,  y  aun  á 
cobrarle  algún  cariño,  cuando  los  doce  años  de 
ella  se  convirtieron  en  catorce  y  los  catorce  de 
él  en  diez  y  seis. 

Así  trascurrieron  tres  años  más. 
El  hijo  del  zapatero  vivió  todo  este  tiempo 
en  una  atmósfera  de  lujo  y  de  placeres;  entró 
en  la  corte;  trató  con  la  Grandeza;  adquirió 
sus  modales;  tartamudeó  el  francés  (entonces 
muy  en  boga),  y  aprendió,  en  fin,  equitación, 
baile,  esgrima,  algo  de  ajedrea  y  un  poco  de 
nigromancia. 

I 'en.  he  aquí  iiue  la  Mutrte  vino  porten 

idada  que  las  anterio- 
i  echar  poi  tía  ci  el  porvenir  de  nu 

le  de  Rionuevo  falleció  abin  - 
tto,  y  l.i  Condesa  viuda,  que  odiaba  cor- 
di. límente  al  i  a  difunto,  le  partí- 
,  i  on  Utgi  imas  i  n  Loa  "i"s  v  veneno  en  la 
[ue  abandonase  aquella  casa  sin  p6i  - 
dida  de  tiempo,  pues  su  preten<  is  le  mordaba 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  1 3 

la  de  su  marido,  y  esto  no  podía  menos  de  en- 
tristecerla. 

Gil  Gil  creyó  que  despertaba  de  un  hermo- 
so sueño,  ó  que  era  presa  de  cruel  pesadilla. 
— Ello  es  que  cogió  debajo  del  brazo  los  ves- 
tidos que  quisieron  dejarle,  y  abandonó,  llo- 
rando á  lágrima  viva,  aquel  que  ya  no  era 
hospitalario  techo. 

Pobre,  y  sin  familia  ni  hogar  á  que  acoger- 
se, acordóse  el  desgraciado  de  que  en  cierta 
calleja  del  barrio  de  las  Vistillas  poseía  un  hu- 
milde portal  y  algunas  herramientas  de  zapa- 
tero encerradas  en  un  arca;  todo  lo  cual  co- 
rría á  cargo  de  la  vieja  más  vieja  de  la  vecin- 
dad, en  cuya  casa  había  encontrado  el  pobre 
caricias  y  hasta  confitura  en  vida  del  virtuo- 
so Juan  Gil... 

Fué  allá:  la  vieja  duraba  todavía;  las  herra- 
mientas se  hallaban  en  buen  estado,  y  el  al- 
quiler del  portal  le  había  producido  en  aque- 
llos años  unos  siete  doblones,  que  la  buena  mu- 
jer le  entregó,  no  sin  regarlos  antes  con  lágri- 
mas de  alegría. 

Gil  decidió  vivir  con  la  vieja;  dedicarse  á  la 
obra  prima,  y  olvidar  completamente  la  equi- 
tación, las  armas,  el  baile  y  el  ajedrez...  ¡Pero 
de  ningún  modo  á  Elena  de  Monteclaro! 

Esto  último  le  hubiera  sido  imposible. — 
Comprendió,  sin  embargo,  que  había  mueito 


14     NARRACIONES  INVEROSÍMILES 

para  ella,  ó  que  ella  había  muerto  para  él;  y, 
antes  de  colocar  la  fúnebre  losa  de  la  desespe- 
ración sobre  aquel  amor  inextinguible,  quiso 
dar  un  adiós  supremo  á  la  que  era  hacía  mu- 
cho tiempo  alma  de  su  alma. 

Vistióse,  pues,  una  noche  con  su  mejor  ro- 
pa de  caballero,  y  tomó  el  camino  de  la  casa 
del  Duque. 

A  la  puerta  había  un  coche  de  camino  con 
las  muías  ya  enganchadas. 

Elena  subía  á  él,  seguida  de  su  padre. 

— ¡Gil! — exclamó  al  ver  al  joven. 

—  ¡Vamos!— gritó  el -Duque  al  cochero,  sin 
oir  la  voz  de  su  hija. 

Las  muías  partieron  á  escape. 

El  infeliz  tendió  los  brazos  hacia  su  adora- 
da, sin  tener  tiempo  ni  aun  para  decirle 
¡adiós! 

— ¡A  ver!— (gruñó  el  portero);  ¡hay  que 
.ir! 

Gil  volvió  de  su  atolondramiento* 
— ¡Se  van!— dijo. 

— J  i. ni.  i  i!— respondió  el  por- 

tero tecamente,  dándole  con  la  puerta  en  los 
hocicos. 

El  ■  volvió  á  su  casa  más  deseap 

do,  que  nú  nudóse,  y  guaní 

pud 
feitó  un  ligero  bozo  que  ya  le  apuntaba,  v 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  1 5 

al  día  siguiente  tomó  posesión  de  la  desven- 
cijada silla  que  Juan  Gil  ocupó  cuarenta  años 
entre  hormas,  cuchillas,  leznas  y  cerote. 

Así  lo  encontramos  al  empezar  este  cuento, 
que,  como  ya  queda  dicho,  se  titula  El  amigo 

DE  LA  MUERTE. 

IT. 

MÁS    SERVICIOS    Y    MÉRITOS. 

Acababa  el  mes  de  Junio  de  1724. 

Gil  Gil  llevaba  dos  años  de  zapatero;  mas 
no  por  esto  creáis  que  se  había  resignado  con 
su  suerte. 

Tenía  que  trabajar  día  y  noche  para  ganar- 
se el  preciso  sustento,  lamentando  sobre  todo 
el  deterioro  consiguiente  de  sus  hermosas  ma- 
nos; leía  cuando  le  faltaba  parroquia,  y  ni  por 
los  padres  de  Gracia  alargaba  sus  paseos  más 
allá  de  la  esquina  de  su  escondida  calle. 

Allí  vivía  solo,  taciturno,  hipocondriaco, 
sin  otra  distracción  que  oir  de  labios  de  la 
vieja  alguna  que  otra  descripción  de  la  her- 
mosura de  Crispina  López  ó  de  cómo  apren- 
dió á  hablar  y  á  andar  el  mismo  que  la  escu- 
chaba... 

Ahora:  los  domingos,  la  cosa  mudaba  de 
aspecto.— Gil  Gil  se  ponía  sus  antiguos  vesti- 


1 6  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

dos  de  paje,  cuidadosamente  conservados  en 
el  resto  de  la  semana,  y  se  iba  alas  gradas  de 
la  iglesia  de  San  Millán,  la  más  próxima  al 
palacio  de  Monteclaro,  y  donde  su  inolvida- 
ble Elena  oía  misa  antes  de  marcharse  de  Ma- 
drid. 

Allí  la  esperó  un  año  y  otro,  sin  verla  pa- 
recer. 

En  cambio,  encontraba  estudiantes  y  pajes 
que  trató  cuando  niño,  y  que  le  ponían  ahora 
al  corriente  de  cuanto  sucedía  en  las  altas  es- 
feras de  que  él  había  sido  arrojado... 

Por  ellos  supo  que  su  adorada  seguía  en 
Francia... — Mas,  ni  ruin  así,  llegó  el  caso  de 
que  nadie  sospechara  en  aquellos  barrios  que 
nuestro  joven  fuese  en  otros  un  pobre  remen- 
dón; sino  que  todos  lo  creían  poseedor  de  afr. 
gún  legado  del  Conde  de  RionuCYO,  quien 
manifestó  en  vida  demasiada  predilección  al 
6  para  que   se  pudiera  ereei   que    no 

había  pensadoen  asegurar  tu  porvenir. 

por  la  época  que  hemos  ri- 
zar este  capítulo,  hallando; 
'  n  dft de  fiesta  á  la  pin  lia  .1(1    susodieho 

templo,  vio  llegar  doe  damas  Lujosamenti 

y  con  gran  séquito,  las  cuales  pasaron  lo 

bastante  cerca  de  61  pan  que  iceon 

le  ellas  á  su  fatal  la  Conde) 

vo. 


EL   AMIGO   DE    LA    MUERTE  1 7 

Iba  nuestro  joven  á  esconderse  entre  la  mul- 
titud, cuando  la  otra  dama  se  levantó  el  velo, 
y...  ¡oh  ventura!...  Gil  Gil  vio  que  era  su  ado- 
rada Elena,  la  dulce  causa  de  sus  acerbos  pe- 
sares. 

El  pobre  mozo  dio  un  grito  de  frenética 
alegría,  y  se  adelantó  hacia  la  beldad. 

Elena  lo  reconoció  al  momento,  y  exclamó 
como  dos  años  antes: 

—¡Gil! 

La  Condesa  de  Rionuevo  apretó  el  brazo  á 
la  heredera  de  Monteclaro,  y  murmuró  vol- 
viéndose á  Gil  Gil: 

— Te  he  dicho  que  estoy  contenta  con  mi 
zapatero...  ¡Yo  no  calzo  de  viejo!...  Déjame 
en  paz. 

Gil  Gil  palideció  como  un  difunto,  y  cayó 
contra  las  losas  del  atrio. 

Elena  y  la  Condesa  penetraron  en  el  templo. 

Dos  ó  tres  estudiantes  que  presenciaron  la 
escena  se  rieron  á  todo  trapo,  aunque  no  la 
entendieron  completamente. 

Gil  Gil  fué  conducido  á  su  casa. 

Allí  le  esperaba  otro  golpe. 

La  vieja  que  constituía  toda  su  familia  ha- 
bía muerto  de  lo  que  se  llama  muerte  senil. 

Él  cayó  en  cama  con  una  fiebre  cerebral 
muy  intensa,  y  estuvo,  como  quien  dice,  á  las 
puertas  de  la  muerte. 

TOMO  ni  2 


1 8  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

Cuando  volvió  en  sí,  se  encontró  con  que 
un  vecino  de  aquella  calle,  más  pobre  aunque 
él,  lo  había  cuidado  durante  su  larga  enferme  - 
dad,  no  sin  verse  obligado,  para  costear  médi- 
co y  botica,  á  vender  los  muebles,  las  herra- 
mientas, el  portal,  los  libros  y  hasta  el  traje  de 
caballero  de  nuestro  joven. 

Al  cabo  de  dos  meses,  Gil  Gil,  cubierto  de 
harapos,  hambriento,  debilitado  por  la  enfer- 
medad, sin  un  maravedí,  sin  familia,  sin  ami- 
gos, sin  aquella  vieja  á  quien  amaba  3'a  como 
á  una  madre,  y,  lo  que  era  peor  que  todo,  sin 
el  dulce  sueño  de  toda  su  juventud,  que  era 
Elena,  abandonó  el  portal  (asilo  de  sus  as- 
cendientes, y  ya  propiedad  de  otro  zapatero), 
y  tomó  á  la  ventura  por  la  primera  calle  que 
encontró,  sin  saber  á  dónde  iba,  ni  qué  hacer, 
i  quién  dirigirse,  ni  cómo  trabajar. 

Llovía.  Era  una  de  esas  tristísimas  tardes 
en  que  parece  que  hasta  los  relojes  tocan  á 
muerto;  en  que  el  cielo  está  cubierto  de  nubes 
y  la  tierra  de  lodo;  en  que  el  aire,  húmedo  y 
macilento,  ahoga  Loa  auepiroa  dentro  del  cora- 
zón del  hombre;  en  que  todos  los  pobres; 
tea  hambre,  todos  los  huérfanot  frío,  y  todos 
los  desdichado!  envidia  á  los  que  ya  murieron. 
ió,  y  Gil  Gil,  que  tente  calentura, 
acurrucóse  en  el  hueco  da  una  puerta,  y  M  i"i 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  10. 

La  idea  de  la  muerte  ofrecióse  á  su  imagina- 
ción, no  entre  las  sombras  del  miedo  y  las 
convulsiones  de  la  agonía,  sino  afable,  bella 
y  luminosa,  como  la  describe  Espronceda. 

El  desgraciado  cruzó  los  brazos  contra  su 
corazón,  como  para  retener  aquella  dulce  ima- 
gen que  tanto  descanso,  tanta  gloria  y  tanta 
dicha  le  ofrecía;  y,  al  hacer  este  movimiento, 
sintió  que  sus  manos  se  posaban  sobre  una  co- 
sa dura  que  tenía  en  el  bolsillo. 

La  reacción  fué  súbita;  la  idea  de  la  vida,  ó 
de  la  conservación,  que  corría  atribulada  por 
el  cerebro  de  Gil  Gil,  huyendo  de  la  otra  idea 
que  hemos  enunciado,  asióse  con  toda  su 
fuerza  á  aquel  inesperado  accidente  que  se  le 
presentaba  en  el  borde  mismo  del  sepulcro. 

La  esperanza  murmuró  en  su  oido  mil  se- 
ductoras promesas  que  le  indujeron  á  sospe- 
char si  aquella  cosa  dura  que  había  tocado  se- 
ría dinero,  ó  una  enorme  piedra  preciosa,  ó  un 
talismán...;  algo,  en  fin,  que  encerrase  la  vi- 
da, la  fortuna,  la  dicha  y  la  gloria  (que  para 
él  se  reducían  al  amor  de  Elena  de  Montecla- 
ro);  y,  diciendo  á  la  Muerte:  Aguarda..,,  se  lle- 
vó la  mano  al  bolsillo. 

Pero  ¡ay!  la  cosa  dura  "era  el  barrilillo  de 
ácido  sulfúrico,  ó,  por  decirlo  más  claramente, 
de  aceite  vitriolo  que  le  servía  para  hacer  be- 
tún, y  que,  último  resto  de  sus  útiles  de  zapa- 


20  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

tero,  se  hallaba  en  su  faltriquera  por  una  ca- 
sualidad inexplicable. 

De  consiguiente,  allí  donde  el  desgraciado 
creyó  ver  una  áncora  de  salvación,  encontra- 
ron sus  manos  un  veneno  y  de  los  más  activos. 

—  ¡Muramos,  pues!  se  dijo  entonces. 

Y  se  llevó  el  bote  á  los  labios 

Y  una  mano  fría  como  el  granizo  se  posó 
sobre  sus  hombros,  y  una  voz  dulce,  tierna, 
paternal,  divina,  murmuró  sobre  su  cabeza 
estas  palabras: 

—  ¡Hola,  amigo! 

III. 

DE  COMO  GIL  GIL  APRENDIÓ  MEDICINA  EN  UNA 
HORA. 

Ninguna  frase  pudiera  haber  sorprendido 
a  (iil  C.il  como  la  que  acababa  de  es- 
cuchar: 

— ¿Ifoltl,  «»;: 

qo  tenia  amigos. 

:o  mucho  mas  i--  Borpn  adió  la  hoi ; 
impresión  de  frió  que  le  comunicó  la  mano  tic 

aquella  sombra,  y  aun  el  tono  .1 

taba,  como  el  viento  del  polo,  ha 
ila  de  los  huesos. 


EL   AMIGO    DE   LA   MUERTE  21 

Hemos  dicho  que  la  noche  estaba  muy  os- 
cura... 

El  pobre  huérfano  no  podía,  por  consiguien- 
te, distinguir  las  facciones  del  recien  llegado, 
aunque  sí  su  traje  negro  de  caballero. 

Lleno  de  dudas,  de  misteriosos  temores  y 
hasta  de  una  curiosidad  vivísima,  levantóse 
del  tranco  de  la  puerta  en  que  seguía  acurru- 
cado, y  murmuró  con  voz  desfallecida,  entre- 
cortada por  el  castañeteo  de  sus  dientes: 

— ¿Qué  me  queréis? 

— ¡Eso  te  pregunto  yo! — respondió  el  des- 
conocido, enlazando  su  brazo  al  de  Gil  Gil 
con  familiaridad  afectuosa. 

— ¿Quién  sois? — replicó  el  pobre  muchacho, 
que  se  sentía  morir  al  contacto  de  aquel  hom- 
bre. 

— Soy  la  persona  que  buscas. 

— ¡Quién!...  ¿yo?...  ¡Yo  no  busco  anadie! 
— replicó  Gil,  queriendo  desasirse. 

— Pues,  ¿por  qué  me  has  llamado? — repuso 
el  otro,  estrechando  su  brazo  con  más  fuerza. 

— ¡Ah!...  Dejadme... 

— Tranquilízate,  Gil;  que  no  pienso  hacer- 
te daño  alguno...  (añadió  el  ser  misterioso). — 
¡Ven!  Tú  tiemblas  de  hambre  y  frío...  Allí  veo 
una  hostería  abierta,  en  la  que  cabalmente 
tengo  que  hacer  esta  noche...  Entremos,  y  to- 
marás algo. 


22  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— Bien...:  pero  ¿quién  sois?  —  preguntó  de 
nuevo  Gil  Gil,  cuya  curiosidad  empezaba  á 
sobreponerse  á  los  demás  sentimientos. 

— Ya  te  lo  dije  al  llegar:  soy  tu  amigo...  ¡Y 
cuenta  que  tú  eres  el  único  á  quien  doy  este 
nombre  sobre  la  tierra! — ¡Úneme  á  tí  el  re- 
mordimiento! i..  Yo  he  sido  la  causa  de  todos 
tus  infortunios. 

— No  os  conozco... — replicó  el  zapatero. 

—  ¡Sin  embargo,  he  entrado  en  tu  casa  mu- 
chas veces!  Por  mí  quedaste  sin  madre  al  tiem- 
po de  nacer:  yo  fui  causa  de  la  apoplegía  que 
mató  á  Juan  Gil;  yo  te  arrojé  del  palacio  de 
Rionuevo;  yo  asesiné  un  domingo  á  tu  vieja 
compañera  de  casa;  yo,  en  fin,  te  puse  en  el 
bolsillo  ese  bote  de  ácido  sulfúrico... 

Gil  Gil  tembló  como  un  azogado:  sintió  que 
la  raiz  del  cabello  se  le  clavaba  en  el  cráneo, 
i»  que  sus  músculos  crispados  se  rom- 
pían. 

—  ¡Krcs  el  demonio! — exclamó  con  indeci- 
ble miedo. 

— ¡Niño!  (contestó  el  caballero  en  son  de 
amable  censura).  ¿De  dónde  sacas  eso? — ¡Yo 
.  y  mejor  que  el  triste  Ser  que 
nombras! 

—¿Quién  eres,  pues? 

— Entremos  en  la  hoateifa  y  1»)  sabrás. 

Gil  entró  apresurad. iinentc;  puso  al  deseo- 


EL   AMIGO   DE    LA   MUERTE  23 

nocido  delante  del  humilde  farol  que  alum- 
braba el  aposento,  y  lo  miró  con  avidez... 

Era  el  caballero  un  hombre  como  de  trein- 
ta y  tres  años,  alto,  hermoso,  pálido,  vestido 
todo  de  negro  con  escrupulosa  elegancia.  Sus 
cabellos,  sus  ojos  y  su  luenga  barba  eran  ne- 
gros como  el  humo  de  pez,  y  toda  su  persona 
ofrecía  un  aire  singular  de  tristeza,  majestad  y 
dulzura. 

Sus  ojos  no  tenían  resplandor  alguno.  Re- 
cordaban la  negrura  de  las  tinieblas.  Eran, 
sí,  unos  ojos  de  sombra,  unos  ojos  de  luto, 
unos  ojos  muertos...  Pero  tan  apacibles,  tan 
inofensivos,  tan  mudos,  que,  una  vez  mirados 
con  atención,  no  se  podía  apartar  la  vista  de 
ellos.  Atraían  como  el  mar;  fascinaban  como 
un  abismo  sin  fondo;  consolaban  como  el  ol- 
vido. 

Así  es  que  Gil  Gil,  á  poco  que  fijó  los  su- 
yos en  aquellos  ojos  inanimados,  sintió  que 
un  velo  negro  lo  envolvía,  que  el  orbe  torna- 
ba al  caos,  que  el  ruido  del  mundo  era  como 
el  de  una  tempestad  que  se  lleva  el  aire... 

Entonces  aquel  ser  misterioso  dijo  estas 
tremendas  palabras: 

— Yo  soy  la  Muerte,  amigo  mío...  Yo  soy  la 
Muerte,  y  Dios  esquíen  me  envía...  ¡Dios, 
que  te  tiene  reservado  un  glorioso  lugar  en  el 
cielo! — Cinco  veces  he  causado  tu  desventura; 


24  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

y  yo,  la  deidad  implacable,  te  he  tenido  com- 
pasión. Cuando  Dios  me  ordenó  esta  noche 
llevar  ante  su  tribunal  tu  alma  impía,  le  ro- 
gué  que  me  confiase  tu  existencia  y  me  dejase 
vivir  á  tu  lado  algún  tiempo,  ofreciéndole  en- 
tregarle al  cabo  tu  espíritu,  limpio  de  culpa  y 
digno  de  su  gloria.  — El  cielo  no  ha  sido  sor- 
do á  mi  súplica. — ¡Tú  eres,  pues,  el  primer 
mortal  á  quien  me  he  acercado  sin  que  su 
cuerpo  se  torne  fría  ceniza!  ¡Tú  eres  mi  único 
amigo! — Oye  ahora,  y  aprende  el  camino  de 
tu  dicha  y  de  tu  salvación  eterna. 

Al  llegar  aquí  la  Muerte,  Gil  Gil  murmuró 
una  palabra  casi  ininteligible. 

— Te  he  comprendido...  (replicó  la  Muerte.) 

ablas  de  Elena  de  Monteclaro. 
— ¡Sí! — respondió  el  joven. 
— ¡Te  juro  que  no  la  estrecharán  otros  bra- 
zos que  los  tuyos  ó  los  mios!  ¡Y,  además,  te 
repito  que  he  de  darte  la  felicidad  de  este  mun- 
do y  la  del  otro!  —  I 'ara  ello  bastará  con  lo  si- 
:te:—  Yo,  amigo  mío,  no  soy  la  Omnipo- 
i...     ¡Mi    poder   es   muy   limitado,    muy 
!  Yo  no  tengo  la  facultad  de  crear.  Mi 
ia  se  reduce  á  destruir.— Sin  embargo, 
ni  i  no:,  (1  irte  una  fuerza,  un  poder, 
que  la  de  los  príncipes  y 

v  I  hacerte  módico;  pero 

o  que  me  conozca,  que 


EL   AMIGO    DE    LA   MUERTE  25 

me  vea,  que  me  hable! — Adivina  lo  demás. 

Gil  Gil  estaba  absorto. 

— ¿Será  verdad? — exclamó,  cual  si  luchara 
con  una  pesadilla. 

— Todo  es  verdad,  y  algo  más  que  te  iré  di- 
ciendo...— Por  ahora  sólo  debo  advertirte  que 
tú  no  eres  hijo  de  Juan  Gil. — Yo  oigo  la  confe- 
sión de  todos  los  moribundos,  y  sé  que  eres 
hijo  natural  del  Conde  de  Rionuevo,  tu  difun- 
to protector,  y  de  Crispina  López,  que  te  con- 
cibió dos  meses  antes  de  casarse  con  el  infor- 
tunado Juan  Gil. 

— ¡  Ah,  calla! — exclamó  el  pobre  niño,  tapán- 
dose el  rostro  con  las  manos. 

Luego,  herido  de  una  súbita  idea,  se  volvió 
hacia  el  extraño  personaje  y  exclamó  con  in- 
descriptible horror : 

— ¡Conque  tú  matarás  á  Elena  algún  día! 

— Tranquilízate...  (respondió  la  divinidad): 
¡Elena  no  morirá  nunca  para  tí! — Así,  pues: 
¡Responde!...  ¿Quieres,  ó  no  quieres  ser  mi 
amigo? 

Gil  contestó  con  esta  otra  pregunta: 

— ¿Me  darás  en  cambio  á  Elena? 

— Te  he  dicho  que  sí. 

—  ¡Pues  esta  es  mi  mano! — añadió  el  joven, 
alargándosela  á  la  Muerte. 

Pero  otra  idea,  más  horrible  que  la  ante- 
rior, le  asaltó  en  aquel  momento. 


2  6  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

—  ¡Con  estas  manos  que  estrechan  la  mia 
(dijo)  mataste  á  mi  pobre  madre!... 

— Sí;  tu  madre  murió...  (respondió  la  Muer- 
te). Entiende,  sin  embargo,  que  yo  no  le  causé 
dolor  alguno...  ¡Yo  no  hago  sufrir  á  nadie! 
Quien  os  atormenta  hasta  el  último  instante 
es  mi  rival  la  Vida;  ¡esa  vida  que  tanto  amáis! 

Gil  se  arrojó  en  brazos  de  la  Muerte  por  to- 
da contestación. 

— Vamos,  pues, — dijo  el  enlutado. 

— ¿A  dónde? 

— A  la  Granja,  á  comenzar  tus  funciones  de 
médico. 

— Pero,  ¿á  quién  vamos  á  ver? 

— Al  ex-rey  Felipe  V. 

— ¡Cómo!  ¿Felipe  V.  va  á  morir? 

— Todavía  no:  antes  ha  de  volver  á  reinar, 
y  tú  vas  á  regalarle  la  corona. 

Gil  inclinó  la  frente,  abrumado  bajo  el  pe- 
so de  tantas  nuevas  ideas. 

La  Muerte  lo  cogió  del  brazo  y  lo  sacó  de  la 
hostería. 

No  habían  llegado  á  la  puerta,  cuando  oye- 
<  spalda  gritos  y  lamentaciones. 

i.i  dueño  de  la  hostería  acababa  de  morir. 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  27 

VI. 
DIGRESIÓN,  QUE  NO  HACE  AL  CASO. 

Desde  que  Gil  Gil  salió  de  la  hostería,  em- 
pezó á  observar  tal  cambio  en  sí  mismo  y  en  la 
naturaleza  toda,  que,  á  no  ir  asido  á  un  bra- 
zo tan  robusto  como  el  de  la  Muerte,  induda- 
blemente hubiera  caido  anonadado  contra  el 
suelo. 

Y  era  que  nuestro  héroe  sentía  lo  que  no  ha 
sentido  ningún  otro  hombre:  ¡el  doble  movi- 
miento de  la  Tierra! 

En  cambio,  no  percibía  el  de  su  propio  co- 
razón. 

Por  lo  demás,  cualquiera  que  hubiese  exa- 
minado á  la  esplendorosa  luz  de  la  luna  el 
rostro  del  ex-zapatero,  habría  echado  de  ver 
que  la  melancólica  hermosura  que  siempre 
lo  hizo  admirable  había  subido  de  punto  de 
una  manera  extraordinaria...  Sus  ojos,  de  un 
negro  aterciopelado,  reflejaban  ya  aquella  paz 
misteriosa  que  reinaba  en  los  de  la  perso- 
nificación de  la  Muerte.  Sus  largos  y  sedosos 
cabellos,  oscuros  como  las  alas  del  cuervo, 
adornaban  una  fisonomía  pálida  como  el  ala- 
bastro de  las  tumbas,  radiosa  y  opaca  á  un 
mismo  tiempo,  cual  si  dentro  de  aquel  alabas- 


28  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

tro  ardiese  una  luz  funeral  que  se  filtrara  te- 
nuemente por  sus  poros.  Su  gesto,  su  actitud, 
su  ademán,  todo  en  él  se  había  trasfigurado, 
adquiriendo  cierto  aire  monumental,  eterno, 
extraño  á  toda  relación  con  la  naturaleza,  y 
que,  indudablemente,  donde  quiera  que  Gil  se 
presentase,  lo  haría  superior  á  las  mujeres 
más  insensibles,  á  los  poderosos  más  sober- 
bios, á  los  guerreros  más  esforzados. 

Andaban  y  andaban  los  dos  amigos  hacia  la 
Sierra,  unas  veces  por  el  camino  y  otras  fue- 
ra de  él. 

Siempre  que  pasaban  por  algún  pueblo  ó 
caserío,  lentas  campanadas,  vibrando  en  el  es- 
pacio en  son  de  agonía,  anunciaban  á  nuestro 
joven  que  la.  Muerte  no  perdía  su  tiempo;  que 
su  brazo  alcanzaba  á  todas  partes,  y  que,  no 
por  sentirlo  él  sobre  su  corazón  como  una 
montaña  de  hielo,  dejaba  de  cubrir  de  luto 
\  de  ruinas  todo  el  lia/,  de  la  dilatada  tierra. 
mies  y  peregrinas  coma  iba  contándole 

ido. 

i  miga  de  la  i  listona,  complacíase  en  ha- 
blar peates  acerca  de  bus  pretendidas  virtu- 
j ,  en  n  alidad,  presentábale  loa  hechos  ta- 
les como  acontecieron  y  no  como  los  guardan 
t       y  cronicoi 
Los  abismos  de  lo  pasado  te  entreabrían 
!a  absorta  Imaginación  de  Gil  Gil,  ofre- 


EL   AMIGO    DE   LA   MUERTE  2Q 

ciéndole  revelaciones  importantísimas  sobre 
el  destino  de  los  imperios  y  de  la  humani  lad 
entera,  explicándole  el  gran  misterio  del  ori- 
gen de  la  vida  y  el  no  menos  temeroso  y  gran- 
de del  fin  á  que  caminamos  los  mal  llamados 
mortales,  y  haciéndole  comprender,  por  últi- 
mo, ala  luz  de  tan  alta  filosofía,  las  leyes  que 
presiden  al  desensolvimiento  de  la  materia 
cósmica  y  á  sus  múltiples  manifestaciones  en 
esas  formas  efímeras  y  pasajeras  que  se  lla- 
man minerales,  plantas,  animales,  astros, 
constelaciones,  nebulosas  y  mundos. 

La  fisiología,  la  geología,  la  química,  la 
botánica,  todo  se  esclarecía  á  los  ojos  del  ex- 
zapatero, dándole  á  conocer  los  misteriosos  re- 
sortes de  la  vida,  del  movimiento,  de  la  repro- 
ducción, de  la  pasión,  del  sentimiento,  de  la 
idea,  de  la  conciencia,  déla  reflexión,  de  la 
memoria  y  de  la  voluntad. 

¡Dios,  sólo  Dios,  permanecía  velado  en  el 
fondo  de  aquellos  mares  de  luz! 

¡Dios,  sólo  Dios,  era  ajeno  á  la  vida  y  á  la 
muerte;  extraño  á  la  solidaridad  universal;  úni- 
co y  superior  en  esencia;  sólo,  como  sustan- 
cia; independiente,  libre  y  todo-poderoso  co- 
mo acción! 

La  Muerte  no  alcanzaba  á  envolver  al  Cria- 
dor en  su  infinita  sombra. 

¡Sólo  él  era!  Su  eternidad,  su  inmutabili- 


30  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

dad,  su  impenetrabilidad,  deslumhraron  la 
vista  de  Gil  Gil;  el  cual,  inclinó  la  cabeza,  y 
adoró,  y  creyó,  quedando  sumido  en  mayor  ig- 
norancia que  antes  de  bajar  á  los  abismos  de 
la  Muerte... 


V. 


LO  CIERTO  POR  LO  DUDOSO. 

Eran  las  diez  de  la  mañana  del  30  de  Agos- 
to de  1724  cuando  Gil  Gil,  perfectamente 
aleccionado  por  su  disfrazada  amiga,  penetra- 
ba en  el  palacio  de  San  Ildefonso  y  pedía  au- 
diencia á  Felipe  V. 

Recordemos  al  lector  la  situación  de  este 
monarca  en  el  día  y  hora  que  acabamos  de  ci- 
tar. 

l'.l  primer  Borbón  de  España,  nieto  de  Luis 
XIV  de  Francia,  aceptó  el  trono  español 
ruando  110  podía  soñar  con  sentarse  en  el  tro- 

ro  fueron  moliendo  otros  prínci- 
pes, tíos  y  primos  suyos,  que  le  separaban  del 
•olio  de  su  tierra  nativa,  y,  entonces,  á  fin  de 
habilitarse  para  ocuparlo,  si  moría  también  su 
sobrino  Luís  xv  (que  estaba  muy  enfermo  y 

1  ontaba  catorro  ai  lad),  abdicó  la 

ia  de  Castilla  en  su  hijo  Luís  I,  y  se  1 
ró  á  San  Ildefonso. 


EL   AMIGO    DE   LA   MUERTE  3 1 

En  tal  situación,  mejoró  algo  de  salud  Luís 
XV,  y  Luís  I  cayó  en  cama  gravísimamente 
atacado  de  viruelas,  hasta  el  extremo  de  te- 
merse ya  por  su  vida...  Diez  correos,  escalona- 
dos entre  la  Granja  y  Madrid,  llevaban  cada 
hora  á  Felipe  noticias  del  estado  de  su  hijo,  y 
el  padre  ambicioso,  excitado  además  por  su 
célebre  segunda  esposa  Isabel  Farnesio  (mu- 
cho más  ambiciosa  que  él),  no  sabía  qué  par- 
tido tomar  en  tan  inesperado  y  grave  conflicto. 

¿Iba  á  vacar  el  trono  de  España  antes  que 
el  de  Francia?  ¿Debía  manifestar  su  inten- 
ción de  reinar  de  nuevo,  disponiéndose  á  re- 
coger la  herencia  de  su  hijo? 

Pero  ¿y  si  no  moría  éste? 

¿No  sería  insigne  torpeza  descubrir  á  toda 
Europa  el  tenebroso  fondo  de  su  alma?  ¿No 
era  esterilizar  el  sacrificio  de  haber  vivido  sie- 
te meses  en  la  soledad? — ¿No  fuera  renunciar 
para  siempre  á  la  dulce  esperanza  de  sostener- 
se en  el  solio  de  San  Luís? 

¿Qué  hacer,  pues? 

¡Esperar,  equivalía  á  perder  un  tiempo  pre- 
cioso!— La  Junta  de  Gobierno  lo  aborrecía  y 
le  disputaba  toda  influencia  en  las  cosas  del 
Estado... 

Dar  un  solo  paso,  podía  comprometer  la 
ambición  de  toda  su  vida  y  su  nombre  en  la 
posteridad... 


32  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

¡Falso  Carlos  V,  las  tentaciones  del  mundo 
lo  asaltaban  en  el  desierto,  y  pagaba  harto  ca- 
ra en  aquellas  horas  de  incertidumbre  la  hipo- 
cresía de  su  abdicación! 

Tal  era  la  circunstancia  en  que  nuestro 
amigo  Gil  Gil  se  anunciaba  al  meditabundo 
Felipe,  diciéndose  portador  de  importantísi- 
mas noticias. 

— ¿Qué  me  quieres? — preguntó  el  rey  sin 
mirarlo,  cuando  lo  sintió  dentro  de  la  cá- 
mara. 

— Señor,  míreme  V.  M.  (respondió  Gil  Gil 
con  desenfado). — No  tema  que  lea  sus  pensa- 
mientos; pues  no  son  un  misterio  para  mí. 

Felipe  V  se  volvió  bruscamente  hacia  aquel 
hombre,  cuya  voz,  seca  y  fría  como  la  w 
que  revelaba,  había  helado  la  sangre  < 
/.ón. 

Pero  su  enojo  se  estrelló  en  la  fúnebre  son- 

B  dd  Amigo  de  la  Muerte. 

Sintióse,  pues,  poseído  da  Supersticioso  te- 
il  lijar  sus  ojos  en  los  de  Gil  Gil;  j 
o  una  mano  trémula  á  la  campan  I 
raía  que  adornaba  la  mesa,  r 
uta: 

— ¿Qué  me  «¡turres? 

— S  médico..«  (respondió  el  jo- 

con  reposado  acento),  y  tengo  tal 
la, que  me  atrevo á  decir  á  V-  M.  qué 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  33 

día,  á  qué  hora  y  en  qué  instante  ha  de  morir 
Luís  I. 

Felipe  V  miró  con  más  atención  á  aquel  ni- 
ño cubierto  de  harapos,  cuyo  rostro  tenía  tan- 
to de  hermoso  como  de  sobrenatural. 

— Habla... — dijo  por  toda  contestación. 

—  ¡No  tan  así,  señor  rey!  (replicó  Gil  con 
cierto  sarcasmo). — ¡Antes  hemos  de  convenir 
en  el  precio! 

El  francés  sacudió  la  cabeza  al  oir  estas  pa- 
labras, como  si  despertase  de  un  sueño:  vio 
aquella  escena  de  otro  modo,  y  casi  se  aver- 
gonzó de  haberla  tolerado. 

—  ¡Hola!  (dijo,  tocando  la  campanilla). — 
Prended  á  este  hombre. 

Un  capitán  apareció  y  puso  su  mano  sobre 
el  hombro  de  Gil  Gil. 

Este  permaneció  impasible. 

El  rey,  volviendo  á  su  anterior  supersti- 
ción, miró  de  reojo  al  extraño  médico...  Le- 
vantóse luego  trabajosamente,  pues  la  langui- 
dez que  sufría  hacía  algunos  años  se  había 
agravado  aquellos  días,  y  dijo  al  Capitán  de 
guardias: 

— Déjanos  solos. 

Plantóse,  por  último,  en  frente  de  Gil  Gil, 
cual  si  quisiera  perderle  el  miedo,  y  le  pregun- 
tó con  fingida  calma: 

— ¿Quién  diablos  eres,  cara  de  buho? 
tomo  ni  3 


34  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— ¡Soy  el  Amigo  de  la  Muerte! — respondió 
nuestro  joven  sin  pestañear. 

— Muy  señora  mía  y  de  todos  los  pecado- 
res... (dijo  el  rey  con  aire  de  broma,  á  fin  de 
disfrazar  su  pueril  espanto). — ¿Y  qué  decías 
de  nuestro  hijo? 

— Digo,  señor,  (exclamó  Gil  Gil,  dando  un 
paso  hacia  el  rey,  quien  retrocedió  á  su  pesar): 
que  vengo  á  traeros  una  corona...,  no  os  diré  si 
la  de  España  ó  la  de  Francia,  pues  este  es  el  se- 
creto que  habéis  de  pagarme.  Digo  que  esta- 
mos perdiendo  un  tiempo  precioso,  y  que,  por 
consiguiente,  necesito  hablaros  pronto  y  cla- 
ro.— Oidme  por  consiguiente  con  atención. — 
Luís  I  está  agonizando...  Su  enfermedades, 
sin  embargo,  de  las  que  tienen  cura...  Y.  M. 
es  el  perro  de  la  fábula... 

Felipe:  Y  interrumpió  á  Gil  Gil. 

—  [Dí!...  ¡dí  lo  que  gustes!  Deseo  oirlo  to- 
do...—  ¡De  todas  maneras  voy  á  tener  que 
ahoi< 

II  Amigo  dé  la  Muirte  se  encogió  de  hom- 
v  continuó: 

— Decía  que  V.  M.  es  el  perro  de  la  fábula. 
iis  «ii  la  cabeza  la  corona  (1.    r.spafta:  os 
bajasteis  para  coger  la  «le  Francia:  si:  os  cayó 
la    Wiestrs    sobre    !■■    cuna    de   vuestro   hijo; 
Luís  XV  S8  i  vos  os  quedasteis 

sin  la  una  y  SU  la  día... 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  35 

— ¡Es  verdad! — exclamó  Felipe  V,  si  no  con 
la  voz,  con  la  mirada. 

— Hoy...  (continuó  Gil  Gil,  recogiendo  la 
mirada  del  rey):  hoy,  que  estáis  más  cerca  de 
la  corona  de  Francia  que  de  la  de  España, 
vais  á exponeros  al  mismo  azar...  Luís  XV  y 
Luís  I,  los  dos  reyes  niños,  están  enfermos. 
Podéis  heredar  á  ambos;  pero  necesitáis  saber 
con  algunas  horas  de  anticipación  cuál  de  los 
dos  va  á  morir  antes. — Luís  I  está  demás  pe- 
ligro; pero  la  corona  de  Francia  es  más  her- 
mosa.— De  aquí  vuestra  perplejidad... — ¡Bien 
se  conoce  que  estáis  escarmentado! — Ya  no  os 
atrevéis  á  tender  la  mano  al  cetro  de  San  Fer- 
nando, temeroso  de  que  vuestro  hijo  se  salve, 
la  historia  os  escarnezca  y  vuestros  partidarios 
de  Francia  os  abandonen... — Más  claro:  ¡ya 
no  os  atrevéis  á  soltar  la  presa  que  tenéis  en- 
tre los  dientes,  temeroso  de  que  la  otra  que 
veis  sea  una  nueva  ilusión! 

— ¡Habla...  habla!  (dijo  Felipe  con  ansie- 
dad, creyendo  que  Gil  había  terminado).  ¡Ha- 
bla! ¡De  todos  modos  has  de  ir  de  aquí  á  una 
mazmorra,  donde  sólo  te  oigan  las  p'aredes!... 
¡Habla!...  ¡quiero  saber  qué  es  lo  que  el  mun- 
do ha  leído  en  mis  pensamientos! 

El  ex-zapatero  sonrió  con  desdén. 

— ¡Cárcel!  ¡Horca!...  (exclamó):  ¡He  aquí 
todo  lo  que  los  reyes  sabéis! — Pero  yo  no  me 


36  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

asusto. —  Escuchadme  otro  poco;  que  voy  á 
concluir. — Yo,  señor,  necesito  ser  Médico  de 
Cámara,  obtener  un  título  de  Duque,  y  ganar 
hoy  mismo  30.000  pesos... — ¿Serie  V.  M.? — 
¡Pues  los  necesito  tanto  como  V.  M.  saber  si 
Luís  I  morirá  de  las  viruelas! 

— ¿Y  qué?  ¿lo  sabes  tú? — preguntó  el  rey  en 
voz  baja,  sin  poder  sobreponerse  al  terror  que 
le  causaba  aquel  muchacho. 

— Puedo  saberlo  esta  noche. 

— ¿Cómo? 

—  Ya  os  he  dicho  que  soy  Amigo  de  la  Mua  te. 
— Y  ¿qué  es  eso? — ¡Explícamelo! 

— Eso...  ¡yo  mismo  lo  ignoro!  Llevadme  al 
Palacio  de  Madrid...  Hacedme  ver  al  rey  rei- 
nante, y  yo  os  diré  la  sentencia  que  el  Eterno 
haya  escrito  sobre  su  frente. 

— ¿Y  si  te  equivocas? — dijo  el  de  Anjou, 
acercándote  mas  i  Gil  Gil. 

—  ¡Me  aliDicáis!...;  pan  lo  cual  me  reten- 

todo  el  tiempo  que  os  plazca. 
— [Conque  cus  bechicerol— exclamé  Feli- 
pe, p<>i  justificar  de  algún  modo  la  fé  que  da- 
ba .1  lai  palabra  de  Gil  Gil. 

—  [Señor,   ya   DO    hay    hechizos!  (respondió 

1  i  último  bechi<  uno"  Luto  x  IV, 

ultimo  hechizado  I  [I.— La  corona 

i'.ou.  que  os  mandamos  i  Paríi  hace 
tii  meo  años  envuelta  1  n  el  ti  itamento  de 


EL   AMIGO    DE   LA    MUERTE  37 

un  idiota,  nos  rescató  de  la  cautividad  del  de- 
monio, en  que  vivíamos  desde  la  abdicación 
de  Carlos  V. — Vos  lo  sabéis  mejor  que  nadie. 
— Médico  de  cámara...,  duque...,  y  30.000 
pesos... — murmuró  el  rey. 

—  ¡Por  una  corona  que  vale  más  de  lo  que 
pensáis!— respondió  Gil  Gil. 

— ¡Tienes  mi  real  palabra! — añadió  con  so- 
lemnidad Felipe  V,  dominado  por  aquella  voz, 
por  aquella  fisonomía,  por  aquella  actitud  lle- 
na de  misterio. 

— ¿Lo  jura  V.  M.? 

—  ¡Lo  prometo!  (respondió  el  francés:)  ¡Lo 
prometo,  si  antes  me  pruebas  que  eres  algo 
más  que  un  hombre! 

— ¡Elena!...,  serás  mia! — balbuceó  Gil. 
El  rey  llamó  al  Capitán  y  le  dio  algunas  ór- 
denes. 

—  Ahora...  (dijo:)  mientras  se  dispone  tu 
marcha  á  Madrid,  cuéntame  tu  historia  y  ex- 
plícame tu  ciencia. 

— Voy  á  complaceros,  señor;  pero  temo  que 
no  comprendáis  ni  la  una  ni  la  otra. 

Una  hora  después  el  Capitán  corría  la  posta 
hacia  Madrid  al  lado  de  nuestro  héroe;  quien, 
por  lo  pronto,  ya  había  soltado  sus  harapos  y 
vestía  un  magnífico  traje  de  terciopelo  negro, 
adornado  con  encajes  vistosísimos. 


38  NARRACIONES  INVEROSÍMILES 

Felipe  V  le  había  regalado  aquella  vesti- 
menta y  mucho  dinero,  después  que  se  hubo 
enterado  de  su  milagrosa  amistad  con  la 
Muerte, 

Sigamos  nosotros  al  buen  Gil  Gil  por  mu- 
cho que  corra;  pues  podría  acontecer  que  se 
encontrara  en  la  cámara  de  la  Reina  con  su 
idolatrada  Elena  de  Monteclaro,  ó  con  la  odio- 
sa Condesa  de  Rionuevo,  y  no  es  cosa  de  que 
ignoremos  los  pormenores  de  unas  entrevistas 
tan  interesantes. 

VI. 

CONFERENCIA    PRELIMINAR. 

Serían  las  seis  de  la  tarde  cuando  Gil  Gil  y 
el  Capitán  se  apeaban  a  las  puntas  de  Palacio. 

Un  gentío  inmenso  inundaba  aquellos  luga- 
res, sabedor  del  peligro  en  que  se  encontraba 

l.t  \  ida  del  joven  rey. 

Al  poner  nuestro  anii-o  <  1  pié  en  el  umbral 

(K  1  alcázar,  dio  de  mano;.  .1  boca  con  la  Muo- 

llífl  COn  1  pilado. 

— ¿Ya? — preguntó  ( ril  <  íü  lleno  do  susto. 

— I  1  qoI — reí  pondió  el  siniestro  per- 

tje, 

El  o  piró  con  satisfa»  ción: 

— Pues ¿<  u.u  1.  ¡o.- — replicó  al  cabo  de  un  mo- 
to. 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  39 

— No  puedo  decírtelo. 

— ¡Oh!  habla... — ¡Si  supieras  lo  que  me  ha 
prometido  Felipe  V! 

— Me  lo  figuro. 

— Pues  bien;  necesito  saber  cuándo  muere 
Luís  I. 

— Lo  sabrás  á  su  debido  tiempo. — Entra... 
El  Capitán  ha  penetrado  ya  en  la  regia  estan- 
cia. Trae  instrucciones  del  rey  padre...  En 
este  momento  te  anuncian  como  el  primer  mé- 
dico del  mundo...  La  gente  se  agolpa  á  la  es- 
calera para  verte  llegar...  ¡Vas  á  encontrarte 
con  Elena  y  con  la  Condesa  de  Rionuevo!... 

— ¡Oh  dicha! — exclamó  Gil  Gil. 

— Las  seis  y  cuarto...  (continuó  la  Muerte, 
tomándose  el  pulso,  que  era  su  único  é  infali- 
ble reloj). — Te  esperan... — Hasta  luego. 

— Pero  dime... 

— Es  verdad...  ¡Se  me  olvidaba! — Escucha: 
Si  cuando  veas  al  rey  Luís  estoy  en  la  cá- 
mara, su  enfermedad  no  tiene  cura. 

— ¿Y  estarás? — ¿No  dices  que  vas  á  otro 
lado? 

— No  sé  todavía  si  estaré... — Yo  soy  ubicua; 
y,  si  recibo  órdenes  superiores,  allí  me  verás, 
como  donde  quiera  que  me  halle... 

— ¿Qué  hacías  ahora  aquí? 

— Vengo  de  matar  un  caballo. 

Gil  Gil  retrocedió  lleno  de  asombro. 


4-0  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

— ¿Cómo?  (exclamó): — ¡También  tienes  que 
ver  con  los  irracionales!... 

— ¿Qué  es  eso  de  irracionales? — ¿Acaso  los 
hombres  tenéis  verdadera  Razón? — ¡La  razón 
es  una  sola,  y  esa  no  se  ve  desde  la  tierra! 

— Pero  dime,  (replicó  Gil):  Los  animales..., 
los  brutos...,  los  que  aquí  llamamos  irraciona- 
les, ¿tienen  alma? 

— Sí,  y  no.  —  Tienen  un  espíritu  sin  libertad 
é  irresponsable... — Pero  ¡vete  al  diablo!  ¡Qué 
preguntón  estás  hoy! — Conque,  adiós... — Me 
encamino  á  cierta  noble  casa...,  donde  voy  á 
hacerte  otro  favor. 

— ¡Un  favor  á  mí!  —  ¡Dímelo  claramente!  — 
¿De  qué  se  trata? 

— De  frustrar  cierta  boda. 

— ¡Ah!...  (exclamó  Gil  Gil,  concibiendo  una 
horrible  sospecha):  ¿Será  acaso?... 

— Nada  más  te  puedo  decir...  (contestó  la 
Muerte).  V6  adentro;  que  m  hace  tarde, 

— ¡Me  vuelves  loco! 

— [Déjate  Llevar,  y  lo  peaarái  mejorl — Tie- 
,i  prometa  de  que  ]  ¡t  i  comple- 

ate  (lidioso. 

— ¡Ah!  [Conque  ton  I  ¿No  piensas 

materno  i  ni  ;i  ni  ni  á  i  i  ■ 

— ¿I ><siiu,i<i! — replicó  la  Muerte  con  una  l:i 
I  v  una  soleninid.nl.  con  un.i  l<  muía  y  una 

na,  con  tantoi  j  tan  distinto  ten  la 


EL   AMIGO   DE    LA   MUERTE  41 

voz,  que  Gil  renunció  desde  luego  á  la  espe- 
ranza de  comprender  aquella  palabra. 

— ¡Espera!  (dijo  por  último,  viendo  que  el 
enlutado  se  alejaba).  Repíteme  aquello  de  las 
horas,  pues  no  quiero  equivocarme... — Si  es- 
tas en  la  habitación  de  un  enfermo,  pero  no 
lo  miras,  significa  que  el  paciente  muere  de 
aquella  enfermedad... 

— ¡Cierto!  Mas  si  estoy  de  cara  á  él,  fenece 
dentro  del  día...  Si  yazgo  en  su  mismo  lecho, 
le  quedan  tres  horas  de  existencia...  Si  lo  en- 
cuentras entre  mis  brazos,  no  respondas  sino 
de  una  hora...  Y  si  me  ves  besarle  la  frente, 
reza  un  credo  por  su  alma. 

— ¿Y  no  me  hablarás  una  palabra  siquiera? 

—  ¡Ni  una! — Yo  no  puedo  revelarte  los  mis- 
terios del  Eterno. — Tu  ventaja  sobre  los  de- 
más hombres  consiste  solamente  en  que  soy 
visible  para  tí. — Conque  adiós,  ¡y  no  me  ol- 
vides! 

Dijo,  y  se  desvaneció  en  el  espacio. 


VIL 


LA  CÁMARA  REAL. 

Gil  Gil  penetró  en  la  regia  morada,  ni 
arrepentido  ni  contento  de  haber  entablado  re- 
laciones con  aquel  personaje. 


42  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Mas  no  bien  pisó  las  escaleras  del  Palacio, 
y  recordó  que  iba  á  ver  á  su  idolatrada  Elena, 
todas  sus  ideas  lúgubres  desaparecieron,  como 
huyen  las  aves  nocturnas  al  despuntar  el  día. 

Con  lucido  acompañamiento  de  servidores 
del  rey  y  de  personajes  de  la  nobleza,  atrave- 
só Gil  Gil  galenas  y  salones,  dirigiéndose  á  la 
Cámara  real;  y  por  cierto  que  todos  admira- 
ban la  extraña  hermosura  y  tierna  juventud  del 
famoso  médico  que  Felipe  V  enviaba  desde  la 
Granja  como  última  apelación  del  humano 
poder  para  salvar  la  vida  de  Luís  I. 

Allí  estaban  las  dos  Cortes,  la  de  Luís  y  la 
de  Felipe. 

Eran  éstas,  por  decirlo  así,  dos  poderes  ri- 
vales que  hacía  una  semana  vivían  en  cons- 
tante guerra:  eran  los  antiguos  palaciegos  de 
Ja  casa  de  Borbón  y  los  nuevos  que  el  Regen- 
Francia,  Felipe  deOrleans  el  Cmeroso, 
había  agrupado  alrededor  del  trono  de  Espa- 
ntar qne  el  ambicioso  ex-duque  de 
Anj<>:.  ,1  trono  de  su  abuelo: 

eran,  en  ftn,  los  cortesanos  del  dócil  niño  que 
.  moribundo,  y  loe  de  su  bella  espo 

indomable  hija  del   Ivegeute,  la    renombrada 
duqu  ier. 

Los  allegados  á  Isabel  de  Farnesio,  madi 

tradc  Luís  I,  d< -sí-aban  que  éste  muí  i<    <-,  p.,!.i 

que  los  hijos  del  s«';,u  i  ido  matrimonio  ■<■  en- 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  43 

contrasen  más  cerca  de  la  corona  de  San  Fer- 
nando. 

Los  partidarios  de  la  joven  Orleans,  de  la 
reina  hija,  deseaban  que  el  enfermo  se  salva- 
se, no  por  amor  á  los  mal  avenidos  esposos, 
sino  en  odio  á  Felipe  V,  á  quien  no  querían 
ver  reinar  nuevamente. 

Los  amigos  del  desgraciado  Luís  tembla- 
ban á  la  idea  de  que  muriese;  porque,  habién- 
dole inducido  á  sacudir  la  tutela  en  que  lo  te- 
nía el  solitario  de  la  Granja,  sabían  muy  bien 
que,  al  volver  éste  al  trono,  lo  primero  que 
haría  sería  desterrarlos  ó  prenderlos. 

El  Palacio  era,  pues,  un  laberinto  de  encon- 
trados deseos,  de  opuestas  ambiciones,  de  in- 
trigas y  recelos,  de  temores  y  esperanzas. 

Gil  Gil  penetró  en  la  Cámara,  buscando 
con  la  vista  á  una  sola  persona,  á  su  inolvida- 
ble Elena. 

Cerca  del  lecho  del  rey  vio  al  padre  de  ésta, 
al  grande  amigo  del  difunto  Conde  de  Rio- 
nuevo,  al  Duque  de  Monteclaro,  en  fin;  el 
cual  hablaba  con  los  Arzobispos  de  Santiago 
y  de  Toledo,  con  el  Marqués  de  Mirabal  y 
con  D.  Miguel  de  Guerra,  los  cuatro  más  en- 
carnizados enemigos  de  Felipe  V. 

El  Duque  de  Monteclaro  no  reconoció  al 
antiguo  paje,  compañero  de  infancia  de  su  en- 
cantadora hija. 


44  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

En  otro  lado,  y  no  sin  cierta  impresión  de 
miedo,  el  Amigo  de  la  Muerte  vio  entre  las 
damas  que  rodeaban  á  la  joven  y  hermosa 
Luisa  Isabel  de  Orleans,  á  su  implacable  y 
eterna  enemiga  la  Condesa  de  Rionuevo. 

Gil  Gil  pasó  casi  rozando  con  su  vestido 
al  ir  á  besar  la  mano  á  la  Reina. 

La  Condesa  no  reconoció  tampoco  al  hijo 
natural  de  su  marido. 

En  esto  se  levantó  un  tapiz  detrás  del  gru- 
po que  formaban  las  damas,  y  apareció,  entre 
otras  dos  ó  tres  que  Gil  Gil  no  conocía,  una 
mujer  alta,  pálida,  hermosísima... 

Era  Elena  de  Monteclaro. 

Gil  Gil  la  miró  intensamente,  y  la  joven  se 
extremeció  al  ver  aquella  fúnebre  y  bella  fiso- 
nomía, cual  si  contemplara  el  espectro  de  un 
difunto  adorado;  cual  si  tuviese  ante  sus  ojos, 
no  á  Gil,  sino  su  sombra  envuelta  en  la  mor- 
taja; cual  si  viese,  en  fin,  un  sor  del  otro 
inundo. 

¡Gil  en  la  corte!  |Gil  consolando á  la  Reina, 
á  aquella  princesa  altiva  y  burlona  que  todo 
lo  desdeñaba!  ¡<iil.  con  aquel  lujoso  traje, 
mirado}-  iado   de  toda  la  nobleza!..! 

—  ¡Mi!  ¡Sin   duda  es    un   sin Tid! — pensó  la 

encantadora  Blena. 

—  Venid,  docl"!...  (dijo  en  <  '.lo  el  Mar 
<!-•  Mirabal):— S.  M.  lia  despertado. 


EL   AMIGO    DE    LA   MUERTE  45 

Gil  hizo  un  penoso  esfuerzo  para  sacudir  el 
éxtasis  que  embargaba  todo  su  ser  al  verse 
enfrente  de  su  adorada,  y  se  acercó  á  la  cama 
del  virolento. 

El  segundo  Borbón  de  España  era  un  man- 
cebo de  diez  y  siete  años,  flaco,  largo  y  ra- 
quítico como  planta  que  crece  á  la  sombra. 

Su  rostro  (que  no  había  carecido  de  cierta 
finura  de  expresión,  á  pesar  de  la  irregulari- 
dad de  sus  facciones)  estaba  ahora  espantosa- 
mente hinchado  y  cubierto  de  cenicientas  pús- 
tulas.— Parecía  un  informe  boceto  de  escul- 
tura modelado  en  barro. 

Tendió  el  rey  niño  una  angustiosa  mirada  á 
aquel  otro  adolescente  que  se  acercaba  á  su 
lecho,  y,  al  encontrarse  con  sus  mudos  y  som- 
bríos ojos,  insondables  como  el  misterio  de  la 
eternidad,  dio  un  ligero  grito,  y  ocultó  el  sem- 
blante bajo  las  sábanas. 

Gil  Gil,  en  tanto,  miraba  á  los  cuatro  án- 
gulos de  la  habitación  buscando  á  la  Muerte. 

Pero  la  Muerte  no  estaba  allí. 

— ¿Vivirá? — le  preguntaron  en  voz  baja  al- 
gunos cortesanos  que  habían  creido  leer  una 
esperanza  en  el  rostro  de  Gil  Gil. 

Iba  á  decir  que  sí,  olvidando  que  su  opinión 
debía  darla  solamente  á  Felipe  V,  cuando  sin- 
tió que  le  tiraban  de  la  ropa. 

Volvióse,  y  vio  cerca  de  sí  á  un  caballero 


46  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

vestido  todo  de  negro,  que  se  hallaba  de  es- 
paldas al  lecho  del  re)'. . . 

Era  la  Muerte. 

— Morirá  de  las  viruelas...  Pero  no  hoy, — 
pensó  Gil  Gil. 

— ¿Qué  os  parece? — le  preguntó  el  Arzobis- 
po de  Toledo,  sintiendo  como  todos  aquel  in- 
vencible respeto  que  infundía  el  rostro  sobre- 
humano de  nuestro  joven. 

— Dispensadme...  (respondió  el  ex- zapate- 
ro): Mi  opinión  queda  reservada  para  el  que 
me  envía... 

— Pero  vos...  (añadió  el  marqués  de  Mira- 
bal):  vos,  que  sois  tan  joven,  no  podéis  haber 
aprendido  tanta  ciencia... — Indudablemente, 
Dios  ó  el  diablo  os  la  ha  in fundido... — Seréis 
un  Santo,  que  hace  milagros,  ó  un  mago,  ami- 
go de  las  brujas... 

— Como  gustéis...  (respondió  Gil  Gil).  De 
un  modo  ó  de  otro,  yo  leo  en  el  porvenir  del 
Principe  que  yace  en  ese  lecho;  secreto  por  el 
cual  dierail  alguna  cota;  pues  resuelve  la  du- 
da d<  el  privado  de  Luis  I  ó 
el  pi¡             de  Felipe  V. 

— ¡Y  qué!—  balbuceó  el  de  Miial>al,  pálido 
de  ira,  pero  1  onriendo  Leyemente. 

En  <"t<>  ícpaio  Gil    Gil  que  la  Muerte,  no 

ata  con  acecha  i-  al  monarca,  aprovecha- 
ba su  permanencia  cnla  caí  ¡parasen- 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  47 

tarse  al  lado  de  una  dama...,  casi  en  su  misma 
silla...,  y  mirarla  con  fijeza... 

La  sentenciada  era  la  Condesa  de  Rionuevo. 

—  ¡Tres  horas! — pensó  Gil  Gil. 

— Necesito  hablaros...  — seguía  diciéndole 
entre  tanto  el  marqués  de  Mirabal,  á  quien  se 
le  había  ocurrido  nada  menos  que  comprar  su 
secreto  al  extraño  médico. 

Pero  una  mirada  y  una  sonrisa  de  Gil,  que 
adivinó  los  pensamientos  del  Marqués,  des- 
concertaron á  éste  de  tal  modo,  que  retrocedió 
un  paso. 

Aquella  mirada  y  aquella  sonrisa  eran  las 
mismas  que  habían  dominado  por  la  mañana 
á  Felipe  V. 

Gil  aprovechó  aquel  momento  de  turbación 
de  Mirabal  para  dar  un  gran  paso  en  su  carre- 
ra y  fijar  su  reputación  en  la  corte. 

— Señor...  (dijo  al  Arzobispo  de  Toledo). — 
La  Condesa  de  Rionuevo,  á  quien  veis  tran- 
quila y  sola  en  aquel  rincón...  (Ya  sabemos 
que  la  Muerte  sólo  era  visible  á  los  ojos  de  Gil 
Gil),  morirá  antes  de  tres  horas. — Aconsejadle 
que  disponga  su  espíritu  para  el  supremo 
trance. 

El  Arzobispo  retrocedió  espantado. 

— ¿Qué  es  eso? — preguntó  D.  Miguel  de 
Guerra. 

El  Prelado  contó  á  varias  personas  la  pro- 


48  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

fecía  de  Gil  Gil,  y  todos  los  ojos  se  fijaron  en 
la  Condesa,  que  efectivamente  empezaba  á  pa- 
lidecer horriblemente. 

Gil  Gil,  entre  tanto,  se  acercaba  á  Elena. 

Elena  estaba  en  medio  de  la  cámara,  de  pié 
sobre  el  marmol  del  pavimento,  inmóvil  y  si- 
lenciosa como  una  noble  escultura. 

Desde  allí,  fanatizada,  subyugada,  poseída 
de  un  terror  y  de  una  felicidad  que  no  podía 
definirse,  seguía  todos  los  movimientos  del 
amigo  de  su  infancia. 

— Elena... — murmuró  el  joven  al  pasar  á  su 
lado. 

— Gil...  (contestó  ella  maquinalmente). — 
¿Eres  tú? 

—  ¡Sí;  yo  soy!  (replicó  él  con  idolatría).  Na- 
da temas... 

Y  salió  de  la  habitación. 

II  Capitán  lo  esperaba  en  la  antecámara. 

Gil  Gil  escribió  al-unas  palabras  en  un  pa- 
dijo  al  fie]  servidor  de  Felipe  V. 

— Tomad...  y  uoperdáii  un  momento.  —  ¡A 
nja! 

•—Paro...  ¿y  vos?  (replicó  el  Capitán).— Yo 
DO  puado  deja  ais  preso  bajo  mi  cus- 

1... 

— Lo  aataré  bajo  mi  palabra...  (respondió 
Gil  con  nobleza)' — No  puedo  seguiros. 

— Mas...  el  Rey... 


EL   AMIGO    DE   LA   MUERTE  49 

— El  Rey  aprobará  vuestra  conducta. 

— ¡Imposible! 

— Escuchad,  y  veréis  cómo  tengo  razón. 

En  este  momento  se  oyó  en  la  cámara  real 
un  fuerte  murmullo. 

— ¡El  médico!  ¡Ese  médico!... — salieron  gri- 
tando algunas  personas. 

— ¿Qué  ocurre? — preguntó  Gil  Gil. 

— La  Condesa  de  Rionuevo  se  muere...  (dijo 
D.  Miguel  de  Guerra):  ¡Venid!  Por  aquí...  Ya 
estará  en  la  cámara  de  la  Reina... 

— Id,  Capitán...  (murmuró  Gil  Gil). — Yo  os 
lo  digo. 

Y  apoyó  estas  palabras  con  una  mirada  y  un 
gesto  tales,  que  el  soldado  partió  sin  replicar 
palabra. 

Gil  siguió  á  Guerra,  y  penetró  en  la  cámara 
de  la  esposa  de  Luís  I. 

VII. 

REVELACIONES. 

— ¡Oye!— dijo  una  voz  á  Gil  Gil  cuando  ca- 
minaba hacia  el  lecho  en  que  yacía  la  Conde- 
sa de  Rionuevo. 

— ¡Ah!  ¿Eres  tú?  (exclamó  nuestro  joven,  re- 
conociendo á  la  Muerte). — ¿Ha  espirado  ya? 

—¿Quién? 

TOMO   III  4. 


50  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

— La  Condesa... 

—No. 

— Pues  ¿cómo  la  abandonas? 

— No  la  he  abandonado,  amigo  mío;  sino 
que,  como  ya  te  he  dicho,  yo  estoy  á  un  mis- 
mo tiempo  en  todas  partes  y  bajo  diversas  for- 
mas.— Para  tí,  revisto  la  forma  de  un  caballero 
joven  y  guapo;  pero  yo  no  tengo  sexo,  ni  edad, 
ni  figura. . .  Yo  tomo  la  figura  de  mis  víctimas. .. 

— Bien...  ¿qué  me  quieres?— preguntó  Gil 
con  cierto  disgusto  al  oir  aquellas  sentencias. 

— Vengo  á  hacerte  otro  favor. 

—  i  Así  será  él! — Habla. 

— ¿Sabes  que  vas  faltándome  al  respeto? — 
exclamó  la  Muerte  con  mucha  sorna. 

— Es  natural...  (respondió  Gil).  La  confian- 
za... la  complicidad... 

— ¿Qué  es  eso  de  complicidad? 

— ¡Nada!...  Aludo  á  una  pintura  alemana 

que  vi  cuando  niño. — Representaba  á  lail/t\/;- 

En  una  cama  yacían  dos  personas,  ó,  por 

mejor  decir,  un  hombre  y  su  <  ufermedad,  I'I 

medico  había  entrado  en  la  habitación  con  los 

ojos  vendados  y  armado  de  un  garrote,  y,  una 

vez  cerca  de  la  cama,  había  empezado  á  dar 

palos  de  c  I  "•  el  enfermo  y  sobre  la  en- 

'... — No  recuerdo  ¡  ente  quién 

fué  antes  \  le  los  golpes...— Creo  que 

■  rmo, 


EL   AMIGO    DE    LA   MUERTE  5 1 

— ¡Donosa  alegoría! — Pero  vamos  á  cuen- 
tas... 

— Sí...  vamos...:  que  todos  se  extrañan  de 
verme  así,  tan  solo,  parado  en  medio  de  la  cá- 
mara. 

—  ¡Déjalos!  Creerán  que  meditas  ó  que 
aguardas  la  inspiración. — Óyeme  un  momen- 
to.— Tú  sabes  que  lo  pasado  me  pertenece  de 
derecho,  y  que  puedo  referírtelo...  No  así  lo 
porvenir... 

— ¡Adelante! 

— ¡Un  poco  de  paciencia! — Vasa  hablar  por 
última  vez  con  la  Condesa  de  Rionuevo,  y  es 
de  mi  deber  contarte  cierta  historia. 

— Es  inútil. — Yo  perdono  á  esa  mujer. 

— ¡Se  trata  de  Elena,  majadero! — exclamó 
la  Muerte. 

— ¿Cómo? 

—Digo,  se  trata  de  que  seas  noble  y  puedas 
casarte  con  ella. 

— ¡Noble  lo  soy  ya!... — El  rey  Felipe  V  me 
hace  Duque. 

— Monteclai  o  no  se  contentará  con  un  ad- 
venedizo...— Necesitas  ascendientes. 

—¿Y  qué? 

— Ya  te  tengo  dicho  que  eres  el  último  vas- 
tago de  los  Rionuevo. 

— ¡Sí!...;  pero...  adulterino. 

— ¡Te  equivocas!  ¡Natural...  y  muy  natural! 


52  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

— Sea...;  pero  ¿quién  prueba  eso? 
— Es  precisamente  lo  que  voy  á  decirte. 
—Habla... 

— Oye,  y  no  me  interrumpas. — La  Condesa 
de  Rionuevo  es  la  esfinge  de  tu  vida... 
— Ya  lo  sé . . . 

—  ¡Ella  tiene  en  su  mano  toda  tu  felicidad! 
— ¡Lo  sé  también! 

— Pues  ha  llegado  la  ocasión  de  arrancár- 
sela. 

— ¿De  qué  manera? 

— Verás. — Como  tu  padre  te  amaba  tanto... 

— ¡Ah!  ¿me  amaba  mucho? — exclamó  Gil 
Gil. 

— ¡Te  he  dicho  que  no  me  interrumpas! — 
Como  tu  padre  te  amaba  tanto,  no  se  fué  de 
este  mundo  sin  pensar  muy  seriamente  en  tu 
porvenir. 

— ¡Pues  qué!  ¿no  murió  abintcstato  el  Con- 
de? 

— ¿De  dónde  sacas  eso? 

— Así  consta  en  todas  pai  i 

—  ;!'uia  Invención  de  l«  Condesa  para  apo- 
te de  todo  el   dinero  del  Conde  y  dejar 

luego  poi  heredero  i  cierto  sobrino!. •. 
-lOhl 

—  ¡('alma;  que  t<  .use! — Tu 

efe  una  declaración  de  Crispina  Ló- 
dfl  Juan  Gil,  y  además  una  justifica- 


EL    AMIGO    DE    LA    MUERTE  53 

•ción  facultativa  en  toda  forma,  que  acredita- 
ban perfectamente  que  tú  eres  hijo  natural  del 
Conde  de  Rionuevo  y  de  Crispina  López,  con- 
cebido cuando  los  dos  eran  solteros. — Esto 
mismo  confesó  tu  padre  á  la  hora  de  la  muer- 
te ante  un  cura  y  un  escribano  que  yo  vi  allí, 
y  que  conozco  perfectamente... — Por  cierto 
que  el  cura...  Pero  esto  no  puedo  decírtelo. — 
En  fin,  el  caso  es  que  el  Conde  te  nombró  su 
único  y  universal  heredero;  cosa  que  podía  ha- 
cer con  tanta  mayor  facilidad,  cuanto  que  no 
tenía  ningún  pariente  próximo  ni  lejano. — Ni 
paró  aquí  la  solicitud  con  que  aquél  buen  pa- 
dre echaba  los  cimientos  de  tu  felicidad  futu- 
ra desde  el  borde  mismo  del  sepulcro... 

— ¡Oh,  padre  mió! — murmuró  Gil  Gil. 

— Escucha. — Tú  sabes  la  grande  y  buena 
amistad  que  unía  de  muy  antiguo  al  honrado 
Conde  con  el  Duque  deMonteclaro,  compañero 
suyo  de  armas  durante  la  Guerra  de  Sucesión... 

— Sí,  la  sé. 

— Pues  bien  (continuó  la  Muerte),  tu  padre, 
adivinando  el  amor  que  profesabas  á  la  en- 
cantadora Elena,  dirigió  al  Duque,  pocos  mo- 
mentos antes  de  espirar,  una  larga  y  sentida 
carta  en  que  se  lo  declaraba  todo,  le  pedía 
para  tí  la  mano  de  su  hija,  y  le  recordaba 
tantas  y  tan  señaladas  pruebas  de  amistad 
como  se  habían  dado  en  todo  tiempo... 


54  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

— ¿Y  esa  carta? — preguntó  Gil  Gil  con  ex- 
traordinaria vehemencia. 

— Esa  carta  sola  hubiera  convencido  al 
Duque,  y  ya  serías  su  yerno...  hace  muchos 
años... 

— ¿Qué  ha  sido  de  esa  carta? — volvió  á  pre- 
guntar el  joven,  trémulo  de  amor  y  de  ira. 

— Esa  carta  te  hubiera  ahorrado  el  entrar 
en  relaciones  conmigo... — continuó  la  Muerte. 

—  ¡Oh!...  ¡no  seas  cruel!...  ¡Dime  que  la 
carta  existe! 

— Esa  es  la  verdad. 

— ¿Conque  existe? 

—Sí. 

— ¿Quién  la  tiene? 

— La  misma  persona  que  la  interceptó. 

—  ¡La  Condesa! 
— La  Condesa. 

— ¡Olí!... — exclamó  el  joven,  dando  un  paso 
hacia  el  lecho  de  agonía. 

—  Espera  (dijo  la  Muerte).  No  he  concluido 
aún. — La  Condesa  l  también  el  testa- 
mento de  fU  marido,  que  casi  me  arrebató  de 
lai  ni. mus... 

—  A  tí? 

— Digo  .1  mí,   poique  <  1  Conde  estaba  ya 
uní'  i  lo.  —  En  cuanto  al  cura  y  al  e 

baño,  yo  u-  diré  dónde  viven,  y  creo  que  de- 
t  v<  rdadi 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  55 

Gil  Gil  meditó  un  momento. 

Luego,  mirando  fijamente  al  fúnebre  perso- 
naje: 

— Es  decir...  (exclamó)  que  si  logro  apode- 
rarme de  esos  documentos... 

— Mañana  puedes  casarte  con  Elena. 

—  ¡Oh,  Dios! — murmuró  el  joven,  dando 
otro  paso  hacia  el  lecho. 

— Allí  se  volvió  de  nuevo  hacia  la  Muerte. 

Los  cortesanos  no  comprendían  lo  que  pa- 
saba en  el  corazón  de  Gil  Gil.  Creíanle  solo, 
ó  luchando  con  la  visión  milagrosa  á  que 
debía  su  peregrina  ciencia;  pero  era  tal  el 
terror  que  ya  les  inspiraba,  que  ninguno  se 
atrevía  á  interrumpirlo. 

— Díme  (añadió  el  ex-zapatero,  dirigiéndose 
á  su  tremenda  amiga);  y  ¿cómo  es  que  la 
Condesa  no  ha  quemado  esos  papeles? 

— Porque  la  Condesa,  como  todos  los  cri- 
minales, es  supersticiosa;  porque  temía  arre- 
pentirse algún  dia;  porque  adivinaba  que  esos 
papeles  podrían  ser  en  tal  situación  su  pasa- 
porte para  la  Eternidad...  En  fin,  porque 
es  un  hecho  constante  que  ningún  pecador 
borra  las  huellas  de  sus  crímenes,  temeroso 
de  olvidarlos  á  la  hora  de  la  muerte  y  de  no 
poder  retroceder  por  sus  mismos  pasos  hasta 
encontrar  la  senda  de  la  virtud. — Te  repito, 
pues,  que  esos  papeles  existen. 


56  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

— De  modo  que,  en  consiguiéndolos,  Elena 
será  mía... — insistió  Gil  Gil,  dudando  siempre 
de  que  la  Muerte  pudiera  procurarle  la  felicidad. 

— Aún  habría  que  vencer  otro  obstáculo... 
— respondió  la  Muerte. 

—¿Cuál? 

— Que  Elena  está  prometida  por  su  padre  á 
un  sobrino  de  la  Condesa,  al  Vizconde  de 
Daimiel. 

— ¡Cómo!  ¿Ella  le  ama? 

— No;  pero  es  lo  mismo,  puesto  que  hace 
dos  meses  contrajeron  exponsales... 

— ¡Oh!...  ¡Conque  todo  es  inútil! — exclamó 
Gil  con  desesperación. 

— ¡Lo  hubiera  sido  sin  mí!  (replicó  la  Muer- 
te). Pero  ya  te  dije  á  las  puertas  de  este  Pa- 
lacio, que  trataba  de  frustrar  una  boda... 

— ¿Cómo?  ¿Has  matado  al  Vizconde? 

— ;  Yo!. . .  (exclamó  la  Muertecon  cierto  terror 
sarcástico). — ¡Dios  me  libre!... — Yo  no  lo  he 
matado...  El  bq  ha  muerto. 

—I  Ahí 

—¡Chito!...  Nadie  lo  sabe  todavía...  Su  fa- 
milia cree  <'ti  este  instante  que  (1  pobre  joven 
durmiendo  la  siesta. — Conque...   ¡á  ver 
■na.  la  1  el  Duque 

lias  a  «i-  le  tí...    [Ahora  ó  nunca! 

V,  lo,  l.i  Muerte  se  acercó  al  lecho 

•  nferma. 


EL    AMIGO    DE    LA    MUERTE  57 

Gil  Gil  siguió  sus  pasos. 

Muchas  de  las  personas  que  se  hallaban  en 
el  aposento,  entre  ellas  el  Duque  de  Mon- 
teclaro,  sabían  ya  el  vaticinio  de  Gil  respecto 
á  que  antes  de  tres  horas  moriría  la  Condesa 
de  Rionuevo;  así  es  que,  al  verlo  casi  cumpli- 
do, pues  de  buena  y  alegre  que  se  hallaba  la 
dama  pocos  momentos  antes,  habíase  conver- 
tido de  pronto  en  un  tronco  inerte,  que  agita- 
ban por  intervalos  violentas  convulsiones,  em- 
pezaron todos  á  mirar  á  nuestro  amigo  con 
supersticioso  terror  y  fanática  idolatría. 

La  Condesa,  por  su  parte,  no  bien  distin- 
guió á  Gil,  tendió  hacia  él  una  mano  trémula 
y  suplicante,  mientras  con  la  otra  hacía  seña 
de  que  los  dejasen  solos. 

Alejáronse  todos  del  lecho,  y  Gil  se  sentó 
al  lado  de  la  moribunda. 

VIII. 

EL   ALMA. 

Aunque  la  Condesa  de  Rionuevo,  la  terri- 
ble enemiga  de  Gil  Gil,  hace  tan  odioso  pa- 
pel en  nuestra  historia,  no  era,  como  muchos 
habrán  quizás  imaginado,  una  mujer  vieja  ó 
fea,  ó  fea  y  vieja  á  un  mismo  tiempo...  La 
naturaleza  física  es  también  hipócrita  algunas 
veces . 


58  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

La  ilustre  moribunda  que,  á  la  sazón  ten- 
dría treinta  y  cinco  años,  se  hallaba  en  toda 
la  plenitud  de  una  magnífica  hermosura.  Era 
alta,  recia  y  muy  bien  formada.  Sus  ojos,  azu- 
les como  la  mar,  pérfidos  como  ella,  encu- 
brían hondos  abismos  bajo  su  apariencia  lán- 
guida y  suave.  La  frescura  de  su  boca,  la 
morbidez  de  sus  carnes,  la  apacible  serenidad 
de  sus  facciones,  revelaban  que  ni  el  dolor  ni 
la  pasión  habían  trabajado  nunca  aquella 
insensible  belleza.  Así  es,  que  al  verla  ahora 
caida  y  paciente,  dominada  por  el  terror  y 
vencida  por  el  sufrimiento,  el  alma  menos 
compasiva  hubiera  experimentado  cierta  rara 
piedad  muy  parecida  al  susto  ó  al  espanto. 

Gil  Gil,  que  tanto  odiaba  aquella  mujer,  no 
dejó  de  sentir  esta  complicada  impresión  de 
lástima  y  asombro,  y,  cogiendo  maquinal- 
mente  la  blanca,  hermosa  y  trasparente  mano 
que  le  tendía  la  enferma,  murmuró  con  más 
|ue  resentimiento: 

— ¿Me  cono< 

— |í  I— respondió  la  moribunda,  sin 

escuchar  la  pregunta  de  Gil  Gil. 

En  esto  s<-  desli:  6  por  detrás  de  las  cortinas 
un  enero  peri  1  maje,  y  vino  á  colocare  cutir 
los  dos  Interlocutores,  apoyando  un  01  do 
en  la  almohada  y  la  cábese  sobre  una  mano. 

Era  la  Mitote. 


EL    AMIGO    DE    LA    MUERTE  59 

— ¡Salvadme!  (repitió  la  condesa,  á  quien 
la  intuición  del  miedo  le  había  ya  revelado 
que  nuestro  héroe  la  aborrecía).  Vos  sois  he- 
chicero... Dicen  que  habláis  con  la  Muerte... 
¡Salvadme! 

—  ¡Mucho  teméis  al  morir,  señora! — res- 
pondió el  joven  con  despego,  soltando  la  mano 
de  la  enferma. 

Aquella  estúpida  cobardía ,  aquel  terror 
animal  que  no  dejaba  paso  á  ninguna  otra 
idea,  á  ningún  otro  afecto,  disgustó  profun- 
damente á  Gil  Gil,  por  cuanto  le  dio  la  medida 
del  espíritu  egoista  de  la  autora  de  todos  sus 
males. 

—  ¡Condesa!  (exclamó  entonces). — ¡Pensad 
en  vuestro  pasado  y  en  vuestro  porvenir!  ¡Pen- 
sad en  Dios  y  en  vuestro  prójimo!...  ¡Salvad 
el  alma,  supuesto  que  el  cuerpo  ya  no  os 
pertenece! 

—  ¡Ah,  voy  á  morir! — exclamó   la  condesa. 
— ¡No...  condesa...;  no  vais  á  morir! 

— ¡No  voy  á  morir! — gritó  la  pobre  mujer 
con  una  alegría  salvaje. 

El  joven  continuó  con  la  misma  severidad. 

— ¡No  vais  á  morir,  porque  nunca  habéis 
vivido!...  Al  contrario;  ¡vais  á  nacer  á  la  vida 
del  alma,  que  para  vos  será  un  sufrimiento 
eterno,  como  para  los  justos  es  una  eterna 
bienaventuranza! 


6o  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

— ¡Ah,  conque  voy  á  morir! — murmuró  la 
enferma  nuevamente  ,  derramando  lágrimas 
por  la  primera  vez  de  su  vida. 

— No,  Condesa,  no  vais  á  morir — replicó 
otra  vez  el  médico  con  indecible  majestad. 

— ¡Ah!  ¡tenedme  compasión! — exclamó  la 
pobre  mujer,  recobrando  la  esperanza. 

— No  vais  á  morir  (prosiguió  el  joven),  su- 
puesto que  lloráis.  El  alma  nunca  muere,  y 
el  arrepentimiento  puede  abriros  las  puertas 
de  una  eterna  vida... 

— ¡Ah,  Dios  mió! — exclamó  la  Condesa, 
rendida  por  aquella  cruel  incertidumbre. 

— ¡Hacéis  bien  en  llamará  Dios!  ¡Salvad  el 
alma!  os  repito...  ¡salvad  el  alma!  Vuestro 
cuerpo  hermoso ,  vuestro  ídolo  de  tierra, 
vuestro  sacrilego  existir,  han  concluido  ¡vara 
siempre.  Esta  vida  temporal;  estos  goces  del 
mundo;  aquella  salud  y  aquella  belleza,  y  aquel 
!■>  y  aquella  fortuna  que  tanto  procuras- 
teis conservar;  los  bienet  que  usurpasteis;  el 
el  sol;  el  mundo  que  hasta  aquí  habéis 
conocido;  todo  lo  vais  a  perder;  todo  ha  des- 
aparecido  ya;  todo  será  mañana  para  vos  pol- 
vo y  tinieblas,  vanidad  y  podredumbre,  sole- 
dad y  olvido,  sólo  os  queda  el  alma,  Conde- 
sa... ¡i 'ensad  en  vuestra  alma! 

— ¿Quién  so:  intó  I  "idamente  la  mo- 

ribunda, lijando  en  Gil  Gil  una  atónita  mira- 


EL   AMIGO    DE   LA    MUERTE  6 1 

da).  Yo  os  he  conocido  antes  de  ahora...  Vos 
me  aborrecéis...  Vos  sois  quien  me  matáis... 
I  Ahí... 

En  este  instante,  la  Muerte  colocó  su  mano 
pálida  sobre  la  cabeza  de  la  enferma. 

— Concluye,  Gil,  concluye...;  que  la  hora 
eterna  se  aproxima — murmuró  el  siniestro  en- 
lutado. 

— ¡Ah,  yo  no  quiero  que  muera!  (respondió 
Gil  á  su  amigo).  ¡Aún  puede  enmendarse;  aún 
puede  remediar  todo  el  mal  que  ha  hecho!... 
¡Salva  su  cuerpo,  y  yo  te  respondo  de  salvar 
su  alma! 

•—Concluye  ,    Gil ,    concluye    (repitió   la 
Muerte);  que  la  hora  eterna  va  á  sonar. 

—  ¡Pobre  mujer! — murmuró  el  joven,  mi- 
rando con  piedad  á  la  Condesa. 

— ¡Me  compadecéis!  (dijo  la  agonizante  con 
inefable  ternura).  Nunca  he  agradecido...; 
nunca  he  amado...;  nunca  he  sentido  lo  que 
por  vos  siento...  ¡Compadecedme!...  ¡decíd- 
melo!.. ¡Mi  corazón  se  ablanda  al  escuchar 
vuestra  voz  entristecida! 

Y  era  verdad. 

La  Condesa,  exaltada  por  el  terror  en  aquel 
supremo  trance,  atribulada  por  los  remordi- 
dimientos,  temerosa  del  castigo,  desposeída 
de  cuanto  había  constituido  su  orgullo  y  sus 
aficiones  sobre  la  tierra,  empezaba  asentir  los 


62  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

primeros  suspiros  de  un  alma  que  hasta  en- 
tonces había  permanecido  escondida  y  silen- 
ciosa allá  en  los  últimos  ámbitos  de  su  men- 
te; alma  siempre  insultada,  pero  rica  de  pa- 
ciencia y  heroismo;  alma,  en  fin,  comparable 
á  la  triste  hija  de  padres  criminales  ó  viciosos, 
que  piensa,  calla,  se  oculta  de  su  vista  y  llora 
en  rincones  de  la  casa,  hasta  que  un  dia,  al 
primer  síntoma  de  arrepentimiento  que  nota 
en  ellos,  recobra  el  valor,  corre  á  sus  brazos  y 
les  deja  oir  su  voz  pura  y  divina,  cántico  de 
alondra,  música  del  cielo,  que  parece  saluda 
el  amanecer  de  la  virtud  después  de  las  tinie- 
blas del  pecado...  « 

—  ¡Me  preguntáis  quién  soy!  (respondió  Gil 
Gil,  comprendiendo  todo  esto). — ¡Ya  no  lo  sé 
yo! — Era  vuestro  mortal  enemigo;  pero  aho- 
ra ya  no  os  odio. — ¡Habéis  oido  la  voz  de  la 
Verdad.*,,  la  voz  déla  muerte...,  y  vuestro  co- 
razón ha  respondido!  ¡Dios  sea  loado! — Yo 
venía  á  este  lecho  de  dolor  á  pediros  la  felici- 
dad de  mi  vida...,  y  ya  me  Irla  gustoso  sin 
ella,  porque  creo  haber  labrado  vuestra  feli- 
cidad..*; porque  be  larvado  vuestra  alma] — 

divino!  |He  aquí  que   he  perdonado  las 
injurias  y  hecho  el  bien  ;i  mi  <  nemigol... — Ks- 

toy  satisfecho...;  soy  felia...;no  pido  más. 
— ¿Quién  eres,   misterioso  y  sublime  niño? 
,  l.m  bueno  y  tan  hermoso,  que 


EL   AMIGO    DE    LA   MUERTE  63 

vienes  como  un  ángel  á  la  cabecera  de  mi  lecho 
de  agonía,  y  me  haces  tan  dulces  mis  últimos 
momentos? — preguntó  la  Condesa  cogiendo 
con  ansia  las  manos  de  Gil  Gil. 

—  ¡Yo  soy  el  amigo  de  la  Muerte!...  (respon- 
dió el  joven).  No  extrañéis,  pues,  que  st  rene 
vuestro  corazón. — Yo  os  hablo  en  nombre  de  la 
Muerte,  y  por  eso  me  habéis  creído.  Yo  he  ve- 
nido á  vos  delegado  por  aquella  divinidad 
piadosa  que  es  la  paz  de  la  tierra,  que  es  la 
verdad  de  los  mundos,  que  es  la  redentora 
del  espíritu,  que  es  la  mensajera  de  Dios,  que 
lo  es  todo  menos  el  olvido. — El  olvido  está 
en  la  vida,  Condesa;  no  en  la  muerte. — Re- 
cordad..., y  me  conoceréis. 

— ¡Gil  Gil!— exclamó  la  Condesa,  perdien- 
do el  sentido. 

— ¿Se  ha  muerto? — preguntó  el  médico  á 
la  Muerte. 

— No.  Aún  le  queda  media  hora. 

— Pero...  ¿hablará  todavía? 

— ¡Gil!...  suspiró  la  moribunda. 

— Acaba... — añadió  la  Muerte, 

El  joven  se  inclinó  sobre  la  Condesa,  cuyo 
hermoso  semblante  resplandecía  con  una  be- 
lleza nueva,  inmortal,  divina;  y  de  aquellos 
ojos  donde  el  fuego  de  la  vida  se  quebraba  en 
lánguidas  y  melancólicas  luces ,  de  aquella 
boca  anhelante  y  entreabierta  que  la  fiebre 


64  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

coloreaba,  de  aquellas  manos  suaves  y  ardo- 
rosas, de  aquel  blanco  cuello  que  se  extendía 
hacia  él  con  infinita  angustia,  recibió  tan  elo- 
cuente expresión  de  arrepentimiento  y  ternu- 
ra, tan  íntima  caricia  y  frenético  ruego,  tan 
infinita  y  solemne  promesa,  que  sin  vacilar  un 
instante,  apartóse  del  lecho,  llamó  al  duque 
de  Monteclaro,  al  Arzobispo  y  á  otros  tres 
nobles  de  los  muchos  que  había  en  la  Cámara 
y  les  dijo: 

— Escuchad  la  confesión  pública  de  un  alma 
que  vuelve  a  Dios. 

Los  personajes  susodichos  se  acercaron  á  la 
moribunda,  arrastrados  más  por  el  inspirado 
rostro  que  por  las  palabras  de  Gil  Gil. 

— Duque  (murmuró  la  Condesa  al  ver  á 
Monteclaro);  mi  confesor  tiene  una  llave... — 
Señor...  (continuó  volviéndose  al  Arzobispo); 
Iscla... — Kste  niño,  este  médico,  este  án- 
gel, es  hijo  natural  y  ir.  del  Conde  de 
Rionuevo,  mi  difunto  esposo,  quien  al  morir 
os  escribió  uní  duque,  pidiéndoos  para 
él  la  mano  de  Elena. — Con  esa  llave...,  en 
mí  alcoba...  todos  los  papeles...  —  ¡Yo  lo  rue- 
go!... iyo  Lo  mandol*.. 

Dijo  y  cayó  sobre  la  almohada,   sin  luz  en 
diento  en  loe  labios,  sin  coloren 
el  temblante. 

— Va  á  '  lamo  Gil  Gil).  Quedad 


EL    AMIGO    DE    LA    MUERTE  65 

con  ella,  señor...  (añadió,  dirigiéndose  al  Ar- 
zobispo). Y  vos,  señor  Duque,  escuchadme. 

— Aguarda... — dijo  la  Muerte  al  oido  de 
nuestro  joven. 

— ¿Qué  más? — replicó  éste. 

— ¡No  la  has  perdonado!... 

—  ¡Gil  Gil!...  ¡tu  perdón!... — tartamudeó  la 
moribunda. 

—  ¡Gil  Gil!  (exclamó  el  Duque  de  Montecla- 
ro). — ¿Eres  tú? 

— Condesa,  ¡que  Dios  os  perdone  como  yo 
os  perdono!... — ¡Morid  en  paz! — dijo  con  re- 
ligioso acento  el  hijo  de  Crispina  López. 

En  esto  se  inclinó  la  Muerte  sobre  la  Conde- 
sa, y  puso  los  labios  en  su  frente... 

Aquel  beso  resonó  en  el  pecho  de  un  ca- 
dáver. 

Una  lágrima  fria  y  turbia  corrió  por  el  ros- 
tro de  la  muerta. 

Gil  enjugó  las  suyas  y  respondió  al  de  Mon- 
teclaro: 

— Sí,  señor  Duque;  yo  soy. 

El  Arzobispo  rezaba  fúnebres  oraciones  á  la 
cabecera  del  lecho. 

Entre  tanto  la  Muerte  había  desaparecido. 

Eran  las  doce  de  la  noche. 


TOMO  III 


66  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

IX. 
HASTA   MAÑANA. 

— Buscad  esos  papeles,  señor  Duque... 
(dijo  Gil  Gil)  y  hacedme  la  merced  de  hablar 
con  Elena. 

— ¡Venid,  señor  doctor,  venid!  El  Rey  se 
muere... — exclamó  D.  Miguel  de  Guerra  in- 
terrumpiendo al  amigo  de  la  Muerte. 

— Seguidme,  señor  Duque...  (dijo  el  joven 
con  gran  respeto).  Han  dado  las  doce,  y  puedo 
comunicaros  una  noticia  muy  importante,  no 
sé  si  buena,  ó  mala.  Estoes:  puedo  deciros  si 
Luis  I  morirá  ó  no  morirá  durante  el  día  que 
principia  en  este  momento. 

En  efecto,  ya  había  empezado  el  día  31 
de  Agosto,  en  que  Luis  I  debía  entregar  su 
espíritu  al  Criador. 

Gil  Gil  tuvo  la  certeza  de  ello  al  ver  que  la 
MutrU  se  hallaba  de  pié,  en  medio  de  la  cá- 
mara, con  los  ojos  fijos  en  el  regio  enfermo. 

— Hoy  muera  el  Rey...  (dijo  Gil  Gil  al  oído 
de  Monteclaro.  Beta  noticia  es  el  regalo  de 
>  á  Elena. — Si  conocéis  el  va- 
lor de  tal  regalo,  guardadlo  en  secreto,  y  BÜ> 
vaosd'i'  mductacon  Felipe  Vt 

— Elena  está  prometida  á  otro... — replicó  el 
Duque* 


EL    AMIGO    DE    LA    MUERTE  67 

— El  sobrino  de  la  Condesa  de  Rionuevo 
ha  muerto  esta  tarde, — interrumpió  Gil  Gil. 

— ¡Oh!  ¿Qué  es  esto  que  nos  pasa?  (excla- 
mó el  Duque.)  ¿Quién  eres  tú,  á  quien  yo  co- 
nocí niño,  y  que  ahora  me  espantas  con  tu  po- 
der y  tu  ciencia? 

— La  Reina  os  llama,  padre  mió... — dijo 
una  dama  al  Duque  de  Monteclaro,  que  per- 
manecía absorto. 

Aquella  dama  era  Elena. 

El  Duque  se  acercó  á  la  Reina,  dejando  so- 
los en  medio  de  la  cámara  á  los  dos  amantes. 

No  solos;  pues  á  tres  pasos  de  ellos  estaba 
la  Muerte. 

Elena  y  Gil  Gil  quedaron  de  pié,  mirándo- 
se, sin  acertar  á  decirse  una  palabra,  como 
asustados  de  verse,  como  si  temieran  que  su 
mutua  presencia  fuese  un  sueño  del  que  des- 
pertarían al  tenderse  la  mano  ó  al  lanzar  el 
más  leve  suspiro. 

Ya  otra  vez,  aquella  tarde;  al  encontrarse 
en  aquel  mismo  sitio,  ambos  experimentaron, 
en  medio  de  su  inefable  alegría,  cierta  secreta 
angustia,  semejante  á  la  que  sentirían  dos 
amigos  que,  al  cabo  de  mucho  tiempo  de  to- 
tal ausencia,  se  reconociesen  en  una  cárcel,  al 
clarear  el  día  del  suplicio,  cómplices  sin  sa- 
berlo de  un  delito  fatal,  ó  víctimas  ambos  de 
idéntica  persecución... 


68  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

También  pudiera  decirse  que  el  doloroso 
júbilo  con  que  se  reconocieron  Gil  y  Elena 
fué  semejante  al  amargo  placer  con  que  el 
cadáver  de  un  marido  celoso  (si  los  cadáveres 
sintiesen)  sonreiría  dentro  de  la  tumba  al  oir 
abrir  una  noche  la  puerta  del  cementerio,  y 
comprender  que  era  el  cadáver  de  su  esposa 
el  que  llevaban  á  enterrar... 

—  «¡Ya  estás  aquí!  (diría  el  pobre  muerto): 
¡ya  estás  aquí!...  Place  cuatro  años  que  cuen- 
to solo  las  noches  y  los  días,  pensando  en  lo 
que  harías  en  el  mundo,  tú,  tan  hermosa  y  tan 
ingrata,  que  te  quitarías  el  luto  al  año  de  mi 
muerte. — ¡Mucho  has  tardado!...  Pero  ya 
estás  aquí.  Si  entre  nosotros  no  es  ya  posible 
el  amor,  en  cambio  tampoco  son  posibles  las 
infidelidades  y  muchísimo  menos  el  olvido... 
¡Nos  pertenecemos  negativamente!  Aunque 
nada  nos  une,  estamos  unidoé,  puesto  que 
nada  nos  separa.  A  los  celos,  á  la  incertid tim- 
bre, á  las  zozobras  de  la  vida,  ha  sustituido 
bernidad  da  amor  fi  de  recuerdos! — ¡Todo 
i  perdono!» 

si  bien  dulcificadas  un  tanto 
por  la  su.:  de  Gil  y  Ele- 

na, poi  i.t  Inocencia  de  ella,  por  la  alta  inte- 
cia  ile  él,  y  por  la  (levada  viitud  de  ara- 
m    cu    el  alma    de    loi   doi    amantes 
:    uhas  ¡i  cuya  luz  veían  un 


EL   AMIGO   DE    LA   MUERTE  69 

porvenir  ilimitado  de  pacífico  amor,  que  na- 
die podría  turbar  ni  destruir,  á  menos  que 
todo  lo  que  les  pasaba  fuese  un  fugitivo  sueño. 

Miráronse,  pues,  mucho  tiempo  con  faná- 
tica idolatría. 

Los  ojos  azules  de  Elena  se  abismaban  en 
los  oscuros  ojos  de  Gil  Gil,  como  el  alto  cielo 
envía  inútilmente  sus  claridades  á  las  tinieblas 
de  nuestras  noches;  mientras  que  los  ojos  ne- 
gros de  Gil  Gil  se  perdían  en  la  insondable 
diafanidad  de  los  celestes  purísimos  ojos  de 
Elena,  como  la  vista  y  la  idea  y  hasta  el  sen- 
timiento se  fatigan  inútilmente  cuando  miden 
la  inmensidad  de  los  espacios  infinitos. 

Así  hubieran  permanecido  no  sabemos  cuán- 
to tiempo,  creemos  que  toda  la  eternidad,  si 
la  Muerte  no  hubiera  llamado  la  atención  á 
Gil  Gil. 

— ¿Qué  me  quieres? — murmuró  el  joven. 

— ¿Qué  he  de  querer?  (respondió  la  Muerte.) 
¡Que  no  la  mires  más! 

— ¡Ah!  ¡tú  la  amas! — exclamó  Gil  con  in- 
decible angustia. 

— Sí... — respondió  la  Muerte  con  dulzura. 

— ¡Piensas  arrebatármela! 

— ¡No! — Pienso  unirte  á  ella. 

—  Un  dia  me  dijiste  que  no  la  estrecha- 
rían otros  brazos  que  los  tuyos  ó  los  mios... 
(murmuró  Gil  Gil  con  desesperación.) — ¿De 


70  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

quién  va  á  ser  antes?  ¿Mía  ó  tuya? — ¡Dímeloí 
— ¡Tienes  celos  de  mí! 

—  ¡Horrorosos! 

— Haces  mal... — replicó  la  Muerte. 

— ¿De  quién  va  á  ser  antes? — repitió  el 
joven  ,  cogiendo  las  heladas  manos  de  su 
amigo. 

— No  te  puedo  responder. — Pios,  tú  y  ya 
nos  la  disputamos...  Pero  no  somos  incom- 
patibles. 

— ¡Pime  que  no  piensas  matarla!.. .  ¡Pime 
que  me  unirás  á  ella  en  este  mundo!. . . 

— ¿En  este  mundo!  (repitió  la  Muerte  con  iro- 
nía.)— Será  en  este  mundo...  Yo  te  lo  prometo. 

— ¿Y  después? 

— Pespués...  será  de  Pios. 

— ¿Y  tuya?  ¿Cuándo? 

— Mía...  ¡lo  ha  sido  ¡ 

— Me  vuelves  loco. — ¿Elena  vive? 

— ¡Lo  mismo  que  tú!— replicó  la  Muerte. 

—  Pero...  ¿vivo  yo? 
Mas  (¡lie  mima  . 

—  []  ladl 

— Hada  tengo  que  decirte,*, — Todavía  no 

ríai  comprenderme, — ¿Qué  es  el  morir? 

ibes  tu  acaso?— ¿Qué  et  la  vida?— ¿Te 

la  has  explicado  alguna  vez? — Pin 

«i  valor  de  atas  palabree,  ¿áqué  me  pregunta! 
fií  muerto  ó  vivo? 


EL  AMIGO   DE   LA      MUERTE  7 1 

— Pero  ¿las  entenderé  alguna  vez? — excla- 
mó Gil  Gil  desesperado. 
— Sí...  ¡Mañana!.. — respondióla  Muerte. 

—  ¡Mañana! — No  te  comprendo. 
— Mañana  serás  esposo  de  Elena. 

—  ¡Ah! 

— Y  yo  seré  el  padrino... — continuó  la  Muerte. 

— ¡Tú! — ¿Piensas  acaso  matarnos? 

— Nada  de  eso. — Mañana  serás  rico,  noble, 
poderoso,  feliz...  ¡Mañana  también  lo  sabrás 
todo! 

— ¿Conque  me  amas? — exclamó  Gil  Gil. 

— ¿Si  te  amo?  (replicó  la  Muerte.) — ¡Ingrato! 
¿Cómo  lo  dudas? 

— Pues  hasta  mañana... — dijo  Gil  Gil,  dan- 
do la  mano  á  la  terrible  divinidad. 

Elena  seguía  de  pié  delante  de  Gil  Gil. 

— Hasta  mañana... — respondió  ella, —  como 
si  hubiese  oido  aquella  frase,  como  si  respon- 
diese á  otra  secreta  voz,  como  si  adivinase  los 
pensamientos  del  joven. 

Y  se  volvió  lentamente,  y  salió  de  la  cá- 
mara real. 

Gil  se  acercó  al  lecho  del  Rey. 

El  Duque  de  Monteclaro  colocóse  al  lado 
de  nuestro  amigo,  y  le  dijo  á  media  voz: 

— Hasta  mañana... — Si  muere  el  Rey,  ma- 
ñana se  verificará  vuestro  enlace  con  mi  hija. 
La  Reina  acaba  de  participarme  la  muerte 


72  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

del  Vizconde  de  Rionuevo...  Yo  le  he  anun- 
ciado vuestras  bodas  con  Elena,  y  las  aplaude 
con  todo  su  corazón. — Mañana  seréis  el  pri- 
mer personaje  de  la  corte,  si  efectivamente 
baja  hoy  al  sepulcro  Luís  I. 

— ¡Pues  no  lo  dudéis,  señor  duque! — res- 
pondió Gil  Gil  con  acento  sepulcral. 

— Entonces,  ¡hasta  mañana! — repitió  solem- 
nemente Monteclaro. 


GIL  VUELVE  Á  SER  DICHOSO  Y    ACABA    LA  PRIMERA 
PARTE  DE  ESTE  CUENTO. 

Al   día  siguiente,   el   i.°  de  Setiembre  de 

1724,  á  las  nueve  de  la  mañana,  paseábase 

(i;l  Gil  por  una  sala  del  palacio  de  Rionuevo. 

Aquel  1  lo  que  ya 

taba  legitimado,  en  virtud  del 

testamento  y  demás  papeles  de  su  padre,  que 

el  Du  1  Monteclaro  y  el  Arzobispo  de 

m  en  el  lugar  que  dijo  la 

Con<¡ 

Además,   la   Qoche  antes,  UU  mensajero  le 

había  entregado  de  parte  de  l;<  lipe  Y,  que  al 

Jver  al  trono  de  San  Fer> 

m  título  de  Médico  de  Cámara,  el 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  73 

nombramiento  de  Duque  de  la  Verdad  y  3.000 
pesos  en  oro. 

En  fin,  al  otro  día  debía  verificarse  su  ma- 
trimonio con  Elena  de  Monteclaro, 

Por  lo  que  respecta  á  la  Muerte,  Gil  Gil  la 
había  perdido  completamente  de  vista  desde 
la  mañana  anterior,  que  salió  de  Palacio  lle- 
vándose el  alma  de  Luis  I. 

Sin  embargo,  nuestro  joven  recordaba  que 
su  implacable  amiga  le  había  ofrecido  apadri- 
narlo en  su  casamiento  con  Elena;  y  ved  la 
razón  de  que  se  paseara  tan  pensativo. 

—  ¡Hé  aquí  (decía)  que  ya  soy  noble,  rico  y 
poderoso!  ¡Heme  aquí  dueño  de  la  mujer  que 
idolatro!... — Y,  sin  embargo,  no  soy  feliz. — 
Anoche,  al  mirar  á  Elena,  y  luego  en  mi  últi- 
ma plática  con  la  Muerte s  he  creido  entrever  no 
sé  qué  pavorosos  misterios.  — ¡Yo  necesito 
romper  mis  relaciones  con  el  siniestro  numen 
que  me  ha  protegido!... — Será  una  ingrati- 
tud... —  ¡Que  lo  sea!  ¡Ya  tendrá  con  el  tiempo 
ocasión  de  vengarse! — No...  ¡no  quiero  ver 
más  á  la  Muertel...  ¡Soy  tan  feliz!... 

El  nuevo  Duque  púsose  á  escogitar  la  ma- 
nera de  no  tener  amistad  con  la  Muerte  sino  en 
la  última  hora  de  su  vida . 

— Es  un  hecho  (continuaba),  que  yo  no  me 
moriré  hasta  que  Dios  quiera.  ¡La  Muerte,  por 
sí  y  ante  sí,  no  puede  hacerme  ningún  daño, 


74  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

dado  que  no  está  en  sus  facultades  acelerar 
mi  fallecimiento  ni  el  de  Elena! — La  cues- 
tión, por  tanto,  es  no  verla,  no  oiría  á  todas 
horas. — Su  voz  me  espanta,  sus  revelaciones 
me  desconsuelan,  sus  discursos  me  inspiran 
desprecio  á  la  vida  y  á  las  cosas...  ¿Cómo  ha- 
ré yo  para  que  no  siga  siendo  mi  pesadilla? — 
¡A.h,  qué  idea!...  La  Muerte  no  se  presenta  sino 
donde  tiene  algo  que  matar...  ¡Viviendo  en  el 
campo...,  sin  ver  gente...,  solo  con  Elena..., 
mi  enemiga  me  dejaría  en  paz  hasta  que  fue- 
se directamente  á  buscarnos  á  uno  de  los  dos! 
— Y,  entre  tanto,  para  no  verla  tampoco  en 
Madrid,  viviré  con  los  ojos  vendados... 

Entusiasmado  con  este  último  pensamien- 
to, nuestro  joven  radió  de  alegría,  como  si  aca- 
bara do  salir  de  una  larga  enfermedad  y  se 
creyese  asegurado  sobre  la  tierra  hasta  la  con- 
sumación de  los  siglos. 

A  la  tarde  siguiente,  á  las  seis,  Gil  Gil  y  Ele- 
na de  Monteclaro  contrajeron  matrimonio  en 

una  b  nada  al  pié  del  (inadar- 

rama  y  perteni  dente  al  nuevo  Conde  y  Duque. 
A  las  seis  y  media  regresó  á  Madrid  la  co- 
mitiva, y  quedaron  solos  i: 

es  ni  [simo  jardfsi 

no  Gil  Gil  do  había  vuelto  á  verá 
la  Mitote. 


EL   AMIGO    DE   LA    MUERTE  75 

Y  aquí  pudiera  terminar  la  presente  histo- 
ria, y,  sin  embargo,  aquí  es  donde  verdadera- 
mente principia  á  ser  interesante  y  clara. 


XI. 

EL   SOL   EN    EL   OCASO. 


Amaba  y  era  amada ;  adoraba  y 
era  adorada.  Siguiendo  la  ley  de 
la  naturaleza,  las  almas  de  los  dos 
amantes,  al  confundirse  la  una  con 
la  otra,  hubieran  dejado  de  existir 
en  la  embriaguez  de  la  pasión,  si  las 
almas  pudieran  morir. 

(Lord  Byron.) 


Gil  y  Elena  se  amaban,  se  pertenecían, 
eran  libres,  estaban  solos. 

Los  recuerdos  de  su  infancia,  los  latidos  de 
su  corazón,  la  voluntad  de  sus  padres,  la  for- 
tuna, el  nacimiento,  la  bendición  de  Dios, 
todo  los  unía,  todo  los  enlazaba. 

Eran  el  uno  del  otro  sin  reserva,  sin  temor, 
sin  remordimiento. 

Los  que  se  vieron  con  placer  desde  muy  ni- 
ños, los  que  se  prendaron  recíprocamente  de  su 
belleza  cuando  adolescentes,  los  que  habían  llo- 
rado aunas  mismas  horas  los  tormentos  de  la 
ausencia;  Gil  y  Elena,  Elena  y  Gil;  aquellas 
dos  almas  inseparables  por  predestinación,  per- 
dían al  fin,  en  hora  tan  mística  y  solemne,  su 


j6  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

individualidad  mísera  y  solitaria  para  confun- 
dirse en  un  porvenir  inmenso  de  ventura, 
como  dos  rios,  nacidos  en  una  misma  monta- 
ña y  alejados  muchas  veces  en  su  tortuoso 
curso,  se  encuentran,  se  reúnen  y  se  identifi- 
can en  la  soledad  infinita  del  Océano. 

Era  por  la  tarde:  pero  no  parecía  la  tarde 
de  un  día,  sino  la  tarde  de  la  existencia  del 
mundo,  la  tarde  de  todos  los  tiempos  pasados 
desde  la  creación  del  universo. 

El  sol  declinaba  melancólicamente  hacia  el 
ocaso.  Las  esplendorosas  luces  de  Poniente  do- 
raban la  fachada  de  la  quinta,  filtrándose  al 
través  de  los  lujosos  y  verdes  pámpanos  de 
una  extensa  parra,  especie  de  dosel  que  cobi- 
jaba á  los  dos  nuevos  esposos.  El  aire  sosega- 
do y  tibio,  las  últimas  flores  del  año,  las  aves 
inmóviles  en  las  ramas  de  los  árboles,  toda  la 
naturaleza,  en  fin,  asistía  ¡nuda  y  asombrada 
á  la  muerta  de  aquel  «lía,  á  aquella  puesta  del 
sol,  como  si  debiera  ser  la  última  que  presen- 
il los  humanos;  cual  si  el  astro-rey  no 
hubiera  de  volver  al  día  liguiente  tan  genero- 
so y  alegre,  tan  pródigo    de   Vida   y  juventud 

oomo  ie  había  presentado  tantai  man. mis 

Conse  luíante  tantos  miles  de  siglos... 

Diriateque  en  aquel  punto  el  tiempo  te  ha- 
de   U  Con- 
tinua dai  tbfan   tentado  á  dase 


EL   AMIGO   DE    LA    MUERTE  77 

sobre  la  yerba  y  se  contaban  las  patéticas  his- 
torias del  amor  y  de  la  muerte,  como  jóvenes 
pensionistas  que,  fatigadas  de  jugar,  hacen 
corro  en  el  jardín  de  un  convento  y  se  refie- 
ren las  aventuras  de  su  niñez  y  los  delirios  de 
su  adolescencia. 

Diríase  también  que  en  aquel  momento  ter- 
minaba un  período  de  la  historia  del  mundo; 
que  todo  lo  criado  se  daba  una  despedida  eter- 
na, el  pájaro  á  su  nido,  el  céfiro  á  las  flores, 
los  árboles  á  los  ríos,  el  sol  á  las  montañas; 
que  la  íntima  unión  en  que  todos  habían  vivi- 
do, prestándose  mutuamente  color  ó  fragancia, 
música  ó  movimiento,  y  confundiéndose  en 
una  misma  palpitación  de  la  existencia  uni- 
versal, habíase  interrumpido  para  siempre,  y 
que  en  adelante  cada  uno  de  aquellos  elemen- 
tos quedaría  sometido  á  nuevas  leyes  é  influen- 
cias. 

Diríase,  en  fin,  que  en  aquella  tarde  iba  á 
disolverse  la  asociación  misteriosa  que  consti- 
tuye la  unidad  y  la  armonía  de  los  orbes;  aso- 
ciación que  hace  imposible  la  muerte  de  la  más 
fútil  de  las  cosas  creadas;  que  trasforma  y  re- 
sucita continuamente  la  materia;  que  de  nada 
prescinde;  que  todo  se  lo  identifica;  que  todo 
lo  renueva  y  embellece. 

Más  que  nada  y  más  que  nadie  poseídos  de 
esta  suprema  intuición  y  de  esta  alucinación 


78  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

extraña,  Gil  y  Elena,  inmóviles  también,  tam- 
bién silenciosos,  cogidos  de  la  mano,  atentos 
á  la  augusta  tragedia  de  la  muerte  de  aquel 
día,  último  de  sus  desventuras,  mirábanse  con 
hondo  afán  y  ciega  idolatría,  sin  saber  en  qué 
pensaban,  olvidados  del  universo  entero,  está- 
ticos y  suspendidos,  como  dos  retratos,  como 
dos  estatuas,  como  dos  cadáveres. 

Quizás  creían  estar  solos  sobre  la  tierra;  qui- 
zás creían  haberla  abandonado... 

Desde  que  desaparecieron  los  testigos  de  su 
casamiento;  desde  que  espiró  el  rumor  de  sus 
pasos  á  lo  lejos  del  camino;  desde  que  el  mun- 
do los  abandonó  completamente,  nada  se  ha- 
bían dicho,  ¡nada!,  absortos  en  la  delicia  de 
mirarse. 

¡Alií  estaban;  sentados  en  un  banco  de  cés- 
ped; rodeados  de  flores  y  verdura;  con  un  cie- 
lo infinito  ante  los  ojos;  libres  y  solitarios, 
como  dos  gaviotas  paradas  en  medio  de  los 

desie::  o  sohru  un  alga  mecida  pol- 

las olas! 

Allí  estaban;  embebidos  en  su  mutua  con- 
templa* i6n¡  avaros  de  mi  misma  dicha;  con  la 

copa  de  la  (VI i(  nl.i.l  cu  l.i  mano;  sin  atreverse á 
llevar  los  labios  a  ella;  temerosos  de  (pie  todo 

fuera  un  ¡iando  mayor  ven- 

tura, 1  Icr  la  que  ya  1  entían... 

|A11Í  estaban,   en   lín,   Igtv  \  írgenes, 


EL   AMIGO    DE   LA    MUERTE  79 

hermosos,  inmortales,  como  Adán  y  Eva  en  el 
Paraíso  antes  del  pecado! 

Elena,  la  doncella  de  diez  y  nueve  años,  se 
hallaba  en  toda  la  plenitud  de  su  peregrina 
hermosura,  ó,  por  mejor  decir,  hallábase  en 
aquel  fugitivo  momento  de  la  juventud  de  la 
mujer,  en  que,  poseedora  ya  de  todos  sus  he- 
chizos, conocedora  de  su  propia  naturaleza, 
colmada  de  bendiciones  del  cielo  y  de  prome- 
sas de  felicidad,  puede  sentirlo  todo  y  aún  no 
ha  sentido  nada,  es  mujer  y  niña  á  un  mismo 
tiempo...  Rosa  entreabierta  al  generoso  in- 
flujo del  sol,  que  ha  desplegado  ya  todas  sus 
hojas,  muestra  todos  sus  encantos,  y  recibe  los 
halagos  del  céfiro;  pero  que  aún  conserva  aque- 
lla forma,  aquel  color  y  aquel  perfume  que 
sólo  guardan  los  púdicos  pimpollos. 

Elena  era  alta,  de  formas  esbeltas  y  escul- 
turales, toda  bella,  artística  y  seductora.  Su 
redonda  cabeza,  coronada  de  cabellos  rubios, 
dorados  hacia  las  sienes  y  castaños  en  lo  más 
recio  de  sus  ondas,  se  adelantaba  valiente- 
mente sobre  un  cuello  blanco  y  torneado  como 
el  de  Juno.  Sus  ojos  azules  parecían  reflejar  lo 
infinito  del  pensamiento  increado.  De  aquellos 
ojos  podía  decirse  que,  por  mucho  que  se  los 
miraba,  nunca  se  acababa  de  verlos.  Tenían 
algo  del  cielo,  además  del  color  y  de  la  pureza. 

Y  era  así:  en  la  mirada  de  Elena  había  una 


8o  NARRACIONES  INVEROSÍMILES 

luz  de  eternidad,  de  espíritu  puro,  de  pasión 
inmortal,  que  no  pertenecía  á  la  tierra.  Su  tez, 
blanca  y  pálida  como  el  agua  al  anochecer, 
ofrecía  la  trasparencia  del  nácar,  pero  no  re- 
flejaba el  rubor  de  la  sangre:  sólo  alguna  del- 
gada vena,  de  color  celeste,  interrumpía  tan 
serena  y  apacible  blancura.  —  Dijérase  que 
Elena  era  de  mármol. 

Su  rostro  de  ángel  tenía,  empero,  boca  de 
mujer.  Aquella  boca,  bermeja  como  la  flor  del 
granado,  húmeda  y  brillante  como  la  cuna  de 
las  perlas,  estaba  si  puede  decirse  así  anegada 
en  un  vapor  tibio  y  voluptuoso,  como  el  sus- 
piro que  la  mantenía  entreabierta.  —  Hubié- 
rase,  pues,  podido  comparar  también  á  Elena 
á  la  estatua  labrada  por  Pigmalion,  cuando, 
por  primera  vez  y  para  besar  al  artista,  movió 
los  hechiceros  labios... 

Elena,  en  fin,  vestía  de  blanco,  lo  cual  au- 
mentaba la  deslumbradora  magnificencia  de 
su  hermosura.  Sin  o,  era  una  de  esas 

mujeres  que  los  Atavíos  nunca  logran  di 
zar.  A  i  con  ella  lo  que  con  las  nobles 

dejan  adivinar,  ;í  tr.i- 
vés  de  sus  vestiduras,  las  purísimas  forma.1-  de 
!</a  olímpica.  — 1  !a  y    supicina 

beldad  de  la  nueva  revelaba  también 

en  todo  su  esplendor,  aun  bajo  la  seda  y  los 
encajes.  Parecía  como  que  su  cuerpo  ra 


EL    AMIGO    DE    LA    MUERTE  8l 

entre  los  pliegues  del  vestido  blanco,  al  modo 
que  las  náyades  y  las  nereidas  iluminan  con 
sus  bruñidos  miembros  el  fondo  de  las  olas. 

Tal  era  Elena  la  tarde  de  sus  bodas  con  Gil 
Gil... 

Y  tal  la  miraba  Gil  Gil:  ¡tal  era  suya! 

XII. 

ECLIPSE    DE    LUNA. 

Nunca  pusieran  fin  al  triste  lloro 
los  pastores,  ni  fueran  acabadas 
las  canciones  que  sólo  el  monte  oía, 
si  mirando  las  nubes  coloradas 
al  trasmontar  del  sol  bordadas  de  oro, 
no  vieran  que  era  ya  pasado  el  dia. 
La  sombra  se  veía 
venir  corriendo  apriesa, 
ya  por  la  falda  espesa 
del  altísimo  monte... 

(Garcilaso.) 

jOh!  sí:  el  joven  la  miraba...  como  el  ciego 
mira  al  sol;  que  no  ve  el  astro,  pero  siente  su 
calor  en  las  muertas  pupilas. 

Después  de  tantos  años  de  soledad  y  pena, 
después  de  tantas  horas  de  fúnebres  visiones, 
él,  El  Amigo  de  la  Muerte,  contemplábase  en- 
golfado en  un  océano  de  vida,  en  un  mundo 
de  luz,  de  esperanza,  de  felicidad! 

¿Qué  había  de  decir,  que  había  de  pensar 
tomo  m  6 


82  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

el  desventurado,  si  todavía  no  acertaba  á 
creer  que  existía,  que  aquella  mujer  era  Elena, 
que  él  era  su  esposo,  que  ambos  habían  esca- 
pado á  las  garras  de  la  Muerte? 

— ¡Habla,  Elena  mía!...  ¡dímelo  todo!  (ex- 
clamó al  cabo  Gil  Gil,  cuando  ya  se  hubo 
puesto  el  sol  y  los  pájaros  interumpieron  el 
silencio.)  jHabla,  bien  mío!... 

Entonces  le  contó  Elena  todo  lo  que  había 
pensado  y  sentido  durante  aquellos  tres  últi- 
mos años;  su  pena,  cuando  dejó  de  ver  á  Gil 
Gil;  su  desesperación  al  marchar  á  Francia; 
cómo  lo  divisó  al  partir,  á  la  puerta  de  su  pa- 
lacio; cómo  el  Duque  de  Monteclaro  se  había 
opuesto  á  este  amor  de  que  le  enteró  la  Con- 
desa de  Rionuevo;  cómo  gozó  al  encontrarlo 
en  el  atrio  de  San  Milkin  hacía  tres  dias; 
cuánto  sufrió  al  verlo  caer  herido  por  la  terri- 
ble frase  de  la  Condesa...  jTodo...  todo  se  lo 
contó!...;— porque  todo  había  aumentado  su 
le  entibiarlo. 

Caía  la  noche...,  y,  ;i  medida  que  se    espe- 

,  calmábase  la  secreta  an- 
i   que  turbaba  la  dicha  de  <  til  Gil. 

—  ¡Oh!    (pensaba  el  joven,  atrayendo  á  Ele- 

bre  su  corazón.)  La  Mutile  lia  perdido 
v  ii"  i  alie  den, !c  ma  <  ncuentro. — 
|No  vendrá  aquí,  no'...  [Nuestro  amoi  inmor- 
tal la  ahuyentaría!-^  |  i  de  h.n  1 1  la 


EL    AMIGO    DE    LA    MUERTE  83 

Muerte  á nuestro  lado? — ¡Ven,  ven,  noche  te- 
nebrosa, y  envuélvenos  en  tu  negro  velo!... 
¡Ven,  aunque  hayas  de  durar  siempre!...  ¡Ven, 
aunque  el  día  de  mañana  no  amanezca  nunca! 

—  ¡Tiemblas...  Gil!...  (balbuceó  Elena). — 
¡Lloras!... 

— ¡Esposa  mía!  (murmuró  el  joven)  ¡mi 
bien!...  ¡mi  cielo!...  ¡lloro  de  felicidad! 

Dijo,  y,  cogiendo  en  sus  manos  la  hechicera 
cabeza  de  la  desposada,  fijó  en  sus  ojos  una 
mirada  intensa,  delirante,  loca. 

Un  hondo  y  abrasador  suspiro,  un  grito  de 
embriagadora  pasión  se  confundió  entre  los 
labios  de  Gil  y  de  Elena. 

— ¡Amor  mío! — tartamudearon  losdos  en  el 
delirio  de  aquel  primer  beso,  á  cuyo  regalado 
son  se  extremecieron  los  espíritus  invisibles  de 
la  soledad. 

En  esto  salió  súbitamente  la  luna,  plena, 
magnífica,  esplendorosa. 

Su  fantástica  luz,  no  esperada,  asustó  á  los 
<ios  esposos,  que  volvieron  la  cabeza  á  un  mis- 
mo tiempo  hacia  el  Oriente,  alejándose  el  uno 
del  otro,  no  sabemos  por  qué  misterioso  ins- 
tinto, pero  sin  desenlazar  sus  manos  trémulas 
y  crispadas,  frías  en  aquel  instante  como  el 
alabastro  de  un  sepulcro. 

— ¡Es  la  luna! — murmuraron  los  dos  con  en- 
ronquecido acento. 


84  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Y  tornaron  á  mirarse  extáticamente,  y  Gil 
extendió  los  brazos  hacia  Elena  con  un  afán 
indefinible,  con  tanto  amor  como  desespera- 
ción... 

Pero  Elena  estaba  pálida  como  una  muerta. 

Gil  se  extremeció. 

— Elena...  ¿qué  tienes? — dijo. 

— ¡Oh!  Gil...  (respondió  la  niña). — ¡Estás 
muy  pálido! 

En  este  momento  se  eclipsó  la  luna,  como 
si  una  nube  se  hubiese  interpuesto  entre  ella  y 
los  dos  jóvenes... 

Pero  ¡ay!  ¡no  era  una  nube!... 

Era  una  larga  sombra  negra,  que,  vista  por 
Gil  Gil  desde  el  césped  en  que  se  reclinaba, 
tocaba  en  los  cielos  y  en  la  tierra,  enlutando 
casi  todo  el  horizonte... 

Era  una  colosal  figura,  que  acaso  agrandaba 
su  imaginación.., 

I  un  hombre  envuelto  en  una  larga  capa 
oscura;  el  cual  M  hallaba  de  pié,  á  su  lado,  in- 
móvil, silencioso,  cul >i iniciólos  con  susonilua. 

¡Gil  ("ni  adivinó  quién  mUi 

Elena  no  veía  al  lúgubre  personaje...  Elena 
seguía  viendo  la  luna. 


EL    AMIGO    DE    LA    MUERTE  85 

XIII. 
¡AL  FÍN...  MÉDICO! 

Gil  Gil  estaba  entre  su  amor  y  la  Muirte,  ó 
sea.  entre  la  muerte  y  la  vida. 

Sí:  porque  aquella  lúgubre  sombra  que  se  ha- 
bía interpuesto  entre  él  y  la  luna,  nublando  en 
el  semblante  de  Elena  los  resplandores  de  la  pa- 
sión, era  la  divinidad  de  las  tinieblas,  el  terri- 
ble protector  de  nuestro  héroe,  el  enlutado  ca- 
ballero que  se  le  apareciera  la  noche  en  que 
pensó  suicidarse. 

— ¡Hola,  amigo! — le  dijo  como  aquella  no- 
che. 

—  ¡Ah,  calla!... — murmuró  Gil  Gil,  tapán- 
dose el  rostro  con  las  manos. 

— ¿Qué  tienes,  amor  mío? — preguntó  Elena, 
reparando  en  la  angustia  de  su  esposo. 

— ¡Elena!...  ¡Elena!...  ¡no  te  apartes  de  mí! 
—  exclamó  el  joven  desesperadamente,  ro- 
deando con  el  brazo  izquierdo  el  cuello  de  la 
desposada. 

Tengo  que  hablarte... — añadió  la  Muerte, 
cogiendo  la  mano  derecha  de  Gil  Gil  y  atra- 
yéndolo con  dulzura. 

— ¡Ah!  ven...  ¡entremos!...  — decía  la  joven, 
tirando  de  él  hacia  la  quinta. 


86  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— ¡No!  ¡ven!  ¡salgamos!...  — murmuraba  la 
Muerte,  señalándole  la  puerta  del  jardín. 

Elena  no  veía  á  la  Muerte  ni  la  oía. 

Este  triste  privilegio  era  solo  del  Duque  de 
la  Verdad. 

— Gil...  ¡te  estoy  esperando!... — añadió  el 
siniestro  personaje. 

El  desgraciado  se  estremeció  hasta  la  mé- 
dula de  los  huesos.  Copiosas  lágrimas  caye- 
ron de  sus  ojos,  que  Elena  enjugó  con  su  mano. 
Desprendióse  luego  de  los  brazos  de  ésta,  y 
corrió  desatentado  por  el  jardín,  gritando  en- 
tre desgarradores  sollozos: 

— ¡Morir,  morir  ahora! 

Elena  quiso  seguirle;  pero  fué  tal  el  terror 
que  le  causó  el  estado  de  su  esposo,  que,  al 
dar  el  primer  paso,  cayó  sobre  la  yerba  sin 
sentido. 

—  ¡Morir,  morir! — seguía  exclamando  el  jo- 
ven con  desesperación^ 

— No  temas...  (replicó  la  Muntc,  acercán- 
dosele con  afabilidad.) — Por  lo  demás,  es  inú- 
til (¡ue  huyas  de  mí:  la  casualidad  ha  hecho 
que  nos  cnconticinos,  y  no  pienso  abandonarte 
orno  qui 

— ¿l'<  id  i  qué  lias  venido  aquí?  (exclamó  el 

oven  con  acento  <lc  iuioi,  enjugándose  las  lá- 

grimai  como  quien  renuncia  i  la  suplica  y 

ÍS  á  la  prudencia,  y  encarándose  con  la 


EL    AMIGO    DE    LA    MUERTE  87 

Muerte,  no  sin  cierto  aire  de  desafío.) — ¿A  qué 
has  venido  aquí?  ¡Responde! 

Y  giró  en  torno  la  irritada  vista  como  bus- 
cando un  arma. 

Cerca  de  él  había  un  azadón  perteneciente 
al  jardinero;  cogiólo  con  mano  convulsiva, 
lo  levantó  en  el  aire  como  si  fuera  débil  caña 
(que  la  desesperación  había  duplicado  su  fuer- 
za), y  repitió  por  tercera  vez  y  con  más  ira 
que  nunca: 

— ¿A  qué  has  venido  aquí? 

La  Muerte  lanzó  una  carcajada  que  debiéra- 
mos llamar  fi  lo  sófica. 

El  eco  de  aquella  risa  se  prolongó  por  mu- 
cho rato,  repercutiendo  en  las  cuatro  tapias 
del  jardín  y  remedando  con  su  estridente  son 
el  chasquido  de  los  huesos  de  muerto  cuando 
dan  unos  contra  otros. 

— ¡Quieres  matarme!  (exclamó  por  fin  el  en- 
lutado). —  ¡Conque  la  Vida  se  atreve  con  la 
Muerte! — Esto  es  curioso...  ¡Luchemos! 

Dijo,  y,  echando  atrás  su  larga  capa  negra, 
mostró  un  brazo,  armado  de  otra  especie  de 
azadón  (que  más  parecía  una  hoz  ó  guada- 
ña), y  se  puso  en  guardia  enfrente  de  Gil  Gil. 

Tomó  la  luna  el  color  amarillento  de  la  ce- 
ra que  alumbra  los  templos  el  Viernes  Santo; 
alzóse  un  viento  tan  frío  que  hizo  gemir  de  do- 
lor á  los  árboles  cargados  de  frutos;  sintióse  el 


88  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

lejano  ladrido  de  muchos  perros,  ó,  más  bien, 
largos  aullidos  de  funeral  augurio,  y  hasta  pa- 
reció oirse  allá,  muy  alto,  en  la  región  de  las 
nubes,  el  destemplado  son  de  innumerables 
campanas  que  tocaban  á  muerto... 

Gil  Gil  percibió  todas  estas  cosas,  y  cayó  de 
rodillas  delante  de  su  enemigo. 

— ¡Piedad!  ¡Perdón! — le  dijo  con  indescrip- 
tible angustia. 

— Estás  perdonado... — respondió  la  Muerte, 
ocultando  su  guadaña. 

Y,  como  si  todo  aquel  fúnebre  aparato  de  la 
Naturaleza  hubiera  provenido  del  furor  de  la 
negra  divinidad;  no  bien  lució  una  sonrisa  en 
los  labios  de  ésta,  calmóse  el  frío  de  la  atmós- 
fera, callaron  las  campanas,  dejaron  de  aullar 
los  perros  y  brilló  la  luna  tan  dulcemente  co- 
mo al  principio  de  la  noche. 

—  ¡Has  pretendido  luchar  conmigo!  (excla- 

eon  buen  humor). — ¿A!  fin,  mc- 

dteol — Levántate,  infeliz;  levántate,  y  dame  la 

mano. — Te  he  dicho  ya  (¡iic  no  teínas  nada/or 

■i  he. 

— ¿Pero  á  qué  has  venido  aquí?  (repitió  el 

joven  con  creciente  zozobra). — ¿A  qué  has  vc- 

tquí?  ¿Cómo  te  encuentro  en  mi  casa? — 

|T6  '  "1"  «  Dtrai  donde  tienes  que  matar  á  al- 

'...— ¿A  quién  bui 

— Todo  t'-  I  i  >!ne...— Sentémonos  un  mo- 


EL    AMIGO    DE    LA    MUERTE  89 

mentó... — respondió  la  Muerte,  acariciándolas 
heladas  manos  de  Gil  Gil. 

— Pero  Elena... — murmuró  el  joven. 

— Déjala:  en  este  momento  está  dormida:  yo 
velo  por  ella. — Conque  vamos  á  cuentas. — 
Gil  Gil...  ¡eres  un  ingrato!  ¡Eres  como  todos! 
¡Una  vez  en  la  cumbre,  das  un  puntapié  á  la 
escalera  por  donde  has  subido!...  ¡Oh!  ¡tu  con- 
ducta conmigo  no  tiene  perdón  de  Dios!  ¡Cuán- 
to me  has  hecho  padecer  en  estos  últimos  días! 
¡Cuánto!  ¡cuánto! 

— ¡Ay!...  ¡yo  la  adoro! — balbuceó  Gil  Gil. 

— ¡Tú  la  adoras! — ¡Eso  es!...  La  habías  per- 
dido para  siempre;  eras  un  miserable  zapatero, 
y  ella  se  iba  á  casar  con  un  magnate:  me  in- 
terpongo entre  vosotros,  y  te  hago  rico,  noble, 
afamado;  te  libro  de  tu  rival;  te  reconcilio  con 
tu  enemiga  y  me  la  llevo  al  otro  mundo;  te 
doy,  en  fin,  la  mano  de  Elena;  y  ¡he  aquí  que 
en  este  momento  me  vuelves  la  espalda,  te  ol- 
vidas de  mí,  y  te  pones  una  venda  en  los  ojos 
para  no  verme!... — ¡Insensato!  ¡Tan  insensato 
como  los  demás  hombres!  ¡Ellos,  que  deberían 
estar  viéndome  siempre  con  la  imaginación,  se 
ponen  la  venda  de  las  vanidades  del  mundo,  y 
viven  sin  dedicarme  un  recuerdo,  hasta  que 
llego  á  buscarlos!  —  ¡Mi  suerte  es  bien  desgra- 
ciada! ¡No  guardo  memoria  de  haberme  acer- 
cado á  un  mortal,  sin  que  se  haya  asustado  y 


gO  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

sorprendido,  como  si  no  me  esperase  nnncaí 
¡Hasta  los  viejos  de  cien  años  creen  que  pue- 
den pasar  sin  mí! — Tú,  por  tu  parte,  que  tie- 
nes el  privilegio  de  verme  con  los  sentidos 
físicos,  y  que  no  podrías  olvidarte  de  mí  así 
como  quiera,  te  pusiste  el  otro  día  ante  los 
ojos  un  olvido  material,  una  venda  de  trapo, 
y  hoy  te  encierras  en  un  jardín  solitario  y  te 
crees  libre  de  mí  para  siempre! — ¡Imbécil!  ¡In- 
grato! ¡Mal  amigo!  ¡Hombre...,  y  esto  lo  dice 
todo! 

— Y  bien...  (tartamudeó  Gil  Gil,  á  quien  la 
confusión  y  la  vergüenza  no  habían  hecho  de- 
sistir de  su  recelosa  curiosidad):  ¿A  qué  vienes 
á  mi  casa? 

— Vengo  á  continuar  la  misión  que  el  Eter- 
no me  ha  encomendado  cerca  de  tí. 

— ¿Pero  no  vienes  á  matarnos} 

— De  ninguna  manera. 

—  ¡Ah!...  entonces... 

— Sin  embargo;  ya  que  logro  verte,  ó,  por 
mejor  decir,  que  tú  me  veas,  necesito  tomar 
derta  'iones,  a  fin  de  que  no  vuelvas 

;t  olvidarme. 

— ¿Y  que  precauciones  son  esas? — preguntó 
Gil,  temblando  mas  que  cunea. 

— N  hacerte  ciertas  revela- 

ciones importantí:  ini 

—  |Ah!  ¡Vuelve  ni. muña! 


EL   AMIGO   DE    LA   MUERTE  9 1 

— ¡Oh!...  no.  ¡Imposible!  Nuestro  encuentro 
de  esta  noche  es  providencial. 

— ¡Amigo  mío! — exclamó  el  pobre  joven. 

—  ¡Y  tan  amigo!  (respondió  la  Muerte.)  Por 
que  lo  soy,  necesito  que  me  sigas. 

— ¿A  donde? 
— A  mi  casa. 

—  ¡A  tu  casa! — ¿Conque  vienes  á  matarme? 
—  ¡Ah  cruel!  ¡Y  esa  es  tu  amistad! — ¡Espan- 
toso sarcasmo!  ¡Me  haces  conocer  la  ventura, 
y  me  la  arrebatas  en  seguida!... — ¿Porqué  no 
me  dejaste  morir  aquella  noche? 

— ¡Calla,  desgraciado!  (replicó  la  Muerte  con 
solemne  tristeza.)  ¡Dices  que  conoces  la  feli- 
cidad!...—  ¡Cómo  te  engañas! — ¡A  eso  propen- 
do yo!  ¡A  que  la  conozcas! 

—  ¡Mi  felicidad  es  Elena! — ¡Renuncio  á  todo 
lo  demás! 

— Mañana  verás  más  claro. 

— ¡Mátame  ,  pues! — gritó  Gil  con  deses- 
peración. 

— Sería  inútil. 

— ¡Mátala  á  ella  entonces!  ¡Mátanos  á 
los  dos! 

—  ¡Cómo  deliras! 

—  ¡Ir  á  su  casa,  Dios  mío! 
— Tranquilízate... 

— Pero  ¡déjame  siquiera  despedirme  de  mi 
adorada!...  ¡Déjame  decirle  adiós!... 


92  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

— Accedo  á  ello... — ¡Despierta  Elena!  ¡Ven! 
¡Yo  te  lo  mando! — Mírala...  Allí  viene... 

— Y  bien:  ¿qué  le  digo?  ¿A  qué  hora  podré 
volver  esta  noche? 

— Dile...  que  al  amanecer  os  veréis. 

— ¡Oh!  ¡no!...  ¡Yo  no  quiero  estar  contigo 
tantas  horas!...  —  ¡Hoy  te  tengo  más  miedo 
que  nunca! 

—  ¡Cuidado  conmigo! 

— ¡No  te  enojes!  (exclamó  el  desconsolado 
esposo).  ¡No  te  enojes,  y  dime  la  verdad!... 
¿Nos  veremos  en  electo  al  amanecer  Elena 
y  yo? 

La  Muerte  levantó  solemnemente  la  mano 
derecha  y  miró  al  cielo,  mientras  que  su  triste 
voz  respondía: 

— Te  lo  juro. 

— ¡Oh!  Gil...  ¿Qué  es  esto? — exclamó  Ele- 
na, avanzando  por  entre  los  árboles,  pálida, 
gentil  y  resplandeciente  como  una  personifi- 
cación mitológica  de  la  luna. 

Gil,  pálido  también  como  un  desenterrado, 
descompuesto  el  cabello,  torva  l.i  mirada,  an- 
heloso el  corazón,  besó  en  la  frente  á  Elena, 
y  dijo  COn  acento  sepulcral: 

— i  [asta  mañana*— |  Espérame,  vida  mial 

— ¡Su  vi.i.i1.—  murmuro  laAfiwfecon  honda 
compasión. 

Elena  I  cielo  los  ojos,  bañados  en 


EL   AMIGO    DE   LA    MUERTE  93 

dulces  lágrimas:  cruzó  las  manos  poseída  de 
misteriosa  angustia,  y  repitió  con  voz  que  no 
era  de  este  mundo: 

— Hasta  mañana. 

Y  Gil  y  la  Muerte  se  marcharon,  y  ella  se  que- 
dó allí  entre  los  árboles,  de  pié,  con  las  manos 
cruzadas  y  los  brazos  caídos,  inmóvil,  magní- 
fica, intensamente  alumbrada  por  la  luna. 

Parecía  una  noble  estatua  sin  pedestal,  olvi- 
dada en  medio  del  jardín. 

XIV. 

EL  TIEMFO  AL  REVÉS. 

— Mucho  tenemos  que  andar...  —  (dijo  la 
Muerte  á  nuestro  amigo  Gil  luego  que  salieron 
de  la  quinta.) — Voy  á  pedir  mi  carro. 

É  hirió  con  el  pié  el  suelo. 

Un  sordo  ruido,  como  el  que  precede  al  te- 
rremoto, resonó  debajo  de  tierra.  Alzóse  lue- 
go al  rededor  de  los  dos  amigos  un  vapor  ce- 
niciento, entre  cuya  niebla  apareció  una  es- 
pecie de  carro  de  marfil,  por  el  estilo  de  los 
que  vemos  en  los  bajo-relieves  de  la  antigüe- 
dad pagana. 

A  poco  que  reparase  cualquiera  (no  lo 
ocultaremos  al  lector),  habría  echado  de  ver 
que  aquel  carro  no  era  de  marfil,  sino  pura  y 


94  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

simplemente  de  huesos  humanos,  pulidos  y 
enlazados  con  exquisito  primor,  pero  que  no 
habían  perdido  su  forma  natural. 

Dio  la  Muerte  la  mano  á  Gil  y  montaron  en 
el  carro,  el  cual  se  alzó  por  el  aire  como  los 
globos  que  conocemos  hoy,  con  la  sola  dife- 
rencia de  que  lo  dirigía  la  voluntad  de  los  que 
iban  dentro. 

— Aunque  tenemos  mucho  que  andar  (conti- 
nuó la  Muerte),  ya  nos  sobra  tiempo,  pues  este 
carro  volará  tanto  como  á  mí  se  me  antoje... 
¡tanto  como  la  imaginación! — Quiere  decir, 
que  iremos  alternativamente  de  prisa  y  despa- 
cio, procurando  dar  una  vuelta  á  toda  la  Tie- 
rra en  las  tres  horas  de  que  podemos  disponer. 
— Ahora  son  las  nueve  de  la  noche  en  Ma- 
drid... Caminaremos  hacia  el  Nordeste,  y  así 
evitaremos  el  encontrarnos  desde  luego  con  la 
luz  del  sol... 

Gil  permaneció  silencioso. 

— [Magnifico!  ¡Te  empeñas  en  callar!  (pro- 
siguió la  Mitote). — Pues  hablaré  yo  solo.  ¡Ve- 
ne pronto  te  distraen  y  te  hacen  romper 
el  BÜencio  los  espectáculos  que  vas  á  conUm- 
plar!  —  ¡Ku  maich.i! 

Id  carro,  que  oscilaba  en  el  aii <•  mu  direc- 
ción desde  que  nuestro!  viajeros  Bubieron  .1  el, 
■  M  movimiento,  casi  rozando  con  la 
i,  pero  con  una  velocidad  Indescriptible. 


EL    AMIGO    DE    LA    MUERTE  95 

Gil  vio  á  sus  plantas  montes,  árboles,  ríos, 
despeñaderos,  llanuras...;  todo  en  revuelta 
confusión. 

De  vez  en  cuando,  alguna  hoguera  le  reve- 
laba el  albergue  de  sencillos  pastores;  pero, 
más  frecuentemente,  el  carro  pasaba  algo  des- 
pacio por  encima  de  grandes  masas  pétreas, 
hacinadas  en  formas  rectangulares,  por  entre 
las  que  cruzaba  alguna  sombra  precedida  de 
una  luz...,  y  al  mismo  tiempo  se  oían  tañidos 
de  campanas  que  doblaban  á  muerto  ó  daban 
la  hora,  lo  cual  es  casi  lo  mismo,  y  el  canto 
del  sereno  que  la  repetía... — Reíase  entonces 
la  Muerte,  y  el  carro  volaba  otra  vez  suma- 
mente de  prisa. 

A  medida  que  avanzaban  hacia  el  Oriente, 
la  oscuridad  era  más  densa,  el  reposo  de  las 
ciudades  más  profundo,  mayor  el  silencio  de 
la  naturaleza. 

La  luna  huía  hacia  el  ocaso  como  una  palo- 
ma asustada,  mientras  que  las  estrellas  cam- 
biaban de  lugar  en  el  cielo  como  un  ejército  en 
dispersión. 

— ¿Dónde  estamos? — preguntó  Gil  Gil. 

— En  Francia...  (respondió  la  Muerte). — He- 
mos atravesado  ya  mucha  parte  de  las  dos  be- 
licosas naciones  que  tan  encarnizadamente 
han  luchado  al  principio  de  este  siglo.  Hemos 
visto  todo  el  teatro  de  la  Guerra  de  Sucesión... 


96  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— Vencidos  y  vencedores  duermen  en  este  ins- 
tante... Mi  aprendiz,  el  sueño,  reina  sobre  los 
héroes  que  no  murieron  entonces  en  las  bata- 
llas, ni  después,  de  enfermedad  ó  de  viejos... 
— ¡Yo  no  sé  cómo  abajo  no  sois  amigos  todos 
los  hombres!  La  identidad  de  vuestras  desgra- 
cias y  debilidades,  la  necesidad  que  tenéis  los 
unos  de  los  otros,  la  brevedad  de  vuestra  vi- 
da, el  espectáculo  de  la  grandeza  infinita  de 
los  orbes  y  la  comparación  de  estos  con  vues- 
tra pequenez,  todo  debía  uniros  fraternalmen- 
te, como  se  unen  los  pasajeros  de  un  buque 
amenazado  de  naufragar. — En  él  no  hay  amo- 
res, ni  odios,  ni  ambiciones;  nadie  es  acree- 
dor ni  deudor;  nadie  grande  ni  pequeño;  nadie 
feo  ni  hermoso;  nadie  feliz  ni  desgraciado.  Un 
mismo  peligro  los  rodea...  y  mi  frcsaicia  los 
iguala  á  todos. — Pues  bien;  ¿qué  es  la  Tierra, 
vista  desde  esta  altura,  sino  un  buque  que  se 
va  á  pique,  una  ciudad  presa  de  la  peste  ó  del 
incendio? 

— ¿Qué  luces  fatuas  son  esas  que,  desde  que 
se  ocultó  la  luna,  veo  brillar  en  algunos  pun- 
rlobo  terrestre? — preguntó  el  joven. 

— Son    cementerios..!    listamos   encima  de 

.—Al  lado  de  cada  ciudad,  década  villa, 
de  cads  aldea  viva,  hay  siempre  una  ciudad, 

illa  ó  una  aldea  muei  ta,  como  la  sombra 
está  siempre  al  ladodel  cuerpo.  La  geo;, 


EL    AMIGO    DE    LA    MUERTE  97 

es  doble,  por  consiguiente,  aunque  vosotros 
jamás  habléis  sino  de  la  mitad  que  os  parece 
más  agradable.  Con  hacer  un  mapa  de  todos 
los  cementerios  que  hay  sobre  la  tierra  os  bas- 
taría para  explicar  la  geografía  política  de 
vuestro  mundo. — Sin  embargo,  os  equivoca- 
ríais en  la  cuantía  ó  número  de  la  población: 
las  ciudades  muertas  están  mucho  más  habi- 
tadas que  las  vivas:  en  estas  hay  apenas  tres 
generaciones,  y  en  aquellas  se  hallan  hacina- 
das á  veces  por  centenares.  —  En  cuanto  á 
esas  luces  que  ves  brillar,  son  fosforescencias 
de  los  cadáveres,  ó,  por  mejor  decir,  son  los 
últimos  fulgores  de  mil  existencias  desvane- 
cidas; son  crepúsculos  de  amor,  de  ambición, 
de  ira,  de  genio,  de  caridad;  son,  en  fin,  las 
últimas  llamaradas  de  la  luz  que  se  extin- 
gue, de  la  individualidad  que  desaparece,  del 
ser  que  devuelve  sus  sustancias  á  la  madre 
tierra...  Son, — y  ahora  es  cuando  acierto  con 
la  verdadera  frase, — lo  que  la  espuma  que  for- 
ma el  rio  al  fenecer  en  el  Océano. 

La  Muerte  hizo  una  pausa. 

Gil  Gil  sintió  al  mismo  tiempo  un  estruendo 
espantoso  bajo  sus  pies,  como  el  trote  de  mil 
carros  sobre  los  puentes  de  madera. — Miró  ha- 
cia la  tierra,  y  no  la  encontró,  sino  que  vio  en 
su  lugar  una  especie  de  cielo  movible  en  que 
se  abismaban... 

tomo  ni  7 


98  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

— ¿Qué  es  eso? — preguntó  asombrado. 

— Es  el  mar...  (dijo  la  Muerte.) — Acabamos 
de  cruzar  la  Alemania,  y  entramos  en  el  Mar 
del  Norte. 

—  ¡Ah!...  no...  (murmuró  Gil  poseido  de  un 
terror  instintivo). — Llévame  hacia  otro  lado... 
—  ¡Quisiera  ver  el  sol! 

— Te  llevaré  á  ver  el  sol,  aunque  retroceda- 
mos para  ello.  — Así  verás  el  curiosísimo  es- 
pectáculo del  tiempo  ni  revés. 

Giró  el  carro  en  el  espacio,  y  empezaron  á 
correr  hacia  el  Sudoeste. 

Un  momento  después  volvió  á  escuchar  Gil 
Gil  el  ruido  de  las  olas. 

—  Estamos  en  el  Mediterráneo...  (dijo  la 
Muerte).  Ahora  cruzamos  el  Estrecho  de  Gi- 
braltar... — ¡lié  aquí  el  Océano  Atlántico! 

—  ¡El  Atlántico!  murmuró  Gil  con  respeto. 
Y  ya  no  vio  sino  cielo  y  agua,  ó,  por  mejor 

decir,  cielo  solamente. 

El  cano  parecía  vagar  en  el  vacío,  fuera 
de  la  atmósti  ra  terrestre. 

Las  brillaban  en  todas  partes:  bajo 

obre  su  cabeza,  i  n  <l<'rredor  suyo... 
donde  quien  «i1"'  fijaba  la  vista. 

Ai  í  pasó  otro  minuto. 

Al  cabo  de  61,  p<  n  Ibió*  i  lo  lejos  una  línea 

aquello  •  dos  cielos, 
Inmóvil  <-i  uno  y  flotante  el  "iro. 


EL   AMIGO    DE    LA   MUERTE  gg 

Esta  línea  purpúrea  convirtióse  en  roja,  y 
luego  en  anaranjada;  después  se  dilató  bri- 
llante como  el  oro,  iluminando  la  inmensidad 
de  los  mares. 

Las  estrellas  desaparecieron  poco  á  poco... 
Iba  á  amanecer. 

Pero  entonces  volvió  á  salir  la  luna. 

Sin  embargo,  apenas  brilló  un  momento, 
cuando  la  luz  del  horizonte  eclipsó  su  clari- 
dad... 

— Está  amaneciendo... — dijo  Gil  Gil. 

— Al  contrario...  (respondió  la  Muerte).  — 
Está  anocheciendo;  solo  que,  como  camina- 
mos detrás  del  sol,  y  mucho  más  de  prisa  que 
él,  el  ocaso  va  á  servirnos  de  aurora  y  la  auro- 
ra de  poniente... — Aquí  tienes  las  Azores. 

En  efecto,  un  gracioso  grupo  de  islas  apare- 
ció en  medio  del  Océano. 

La  luz  melancólica  de  la  tarde,  quebrándo- 
se entre  nubes  y  filtrándose  por  la  niebla  de  los 
ríos,  daba  al  archipiélago  un  aspecto  encan- 
tador. 

Gil  y  la  Muerte  pasaron  sobre  aquellos  oasis 
de  los  desiertos  marinos  sin  detenerse  un  mo- 
mento. 

A  los  diez  minutos  salió  el  sol  del  seno  de 
las  olas,  y  levantóse  un  poco  en  el  horizonte. 

Pero  la  Muerte  paró  el  carro,  y  el  sol  volvió 
á  ponerse. 


IOO  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

Echaron  á  andar  de  nuevo,  y  el  sol  tornó  á 
salir. 

Eran  dos  crepúsculos  en  uno. 

Todo  esto  asombró  mucho  á  nuestro  héroe- 
Anduvieron  más  y  más,  engolfándose  en  el 
día  y  en  el  Océano. 

El  reloj  de  Gil  señalaba,  sin  embargo,  las 
nueve  y  cuarto...  de  la  noche, — si  así  podemos 
decirlo. 

Pocos  minutos  después,  la  América  del  Nor- 
te surgió  en  los  mares. 

Gil  vio  al  paso  los  afanes  de  los  hombres, 
que  ya  labraban  los  campos,  ya  se  deslizaban 
en  buques  por  las  costas,  ya  bullían  por  las 
calles  de  las  ciudades. 

En  no  sé  qué  parte  distinguió  una  gran  pol- 
vareda...— Se  daba  una  batalla. 

En  otro  lado,  le  hizo  reparar  la  Muerte  en 
una  gran  solemnidad  religiosa...  consagrada  á 
un  árbol,  ídolo  de  aquel  pueblo... 

Más  allá,  le  designó  á  dos  jóvenes  salva- 
jes, solos  en  un  bosque,  que  se  miraban  con 
amor... 

Luego  desapareció  la  tierra  otra  vez,  y  pe- 
i¡'  tía  ron  en  el  Mar  Pacífico. 

I ■  ii  la  Isla  de  los  Pájaros  era  mediodía. 

Mil  otra  islas  aparecieron  á  sus  ojos  por  to- 
d<M  ladot, 

En  cada  una  de  ellas  había  costumbres,  re- 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  10 1 

ligión,  ocupaciones  diferentes.  ¡Y  qué  variedad 
de  trajes  y  de  ceremonias! 

Así  llegaron  á  la  China,  donde  estaba  ama- 
neciendo. 

Este  amanecer  fué  un  anochecer  para  nues- 
tros viajeros. 

Otras  estrellas,  distintas  de  las  que  habían 
visto  con  anterioridad,  decoraron  la  bóveda 
celeste. 

La  luna  volvió  á  brillar  hacia  Levante  y  se 
ocultó  en  seguida. 

Ellos  continuaban  volando  con  más  rapidez 
que  gira  la  Tierra  sobre  su  eje. 

Cruzaron,  en  fin,  el  Asia,  donde  era  de  no- 
che; dejáronse  á  la  izquierda  las  cordilleras  del 
Himalaya,  cuyas  eternas  nieves  brillaban  á  la 
luz  de  los  luceros;  pasaron  por  las  orillas  del 
Mar  Caspio;  viraron  un  poco  hacia  la  izquier- 
da, é  hicieron  alto  en  una  colina  al  lado  de 
cierta  ciudad,  donde  era  media  noche  en  aquel 
momento. 

— ¿Qué  ciudad  es  esa? — preguntó  Gil  Gil. 

— Estamos  en  Jerusalem  —  respondió  la 
Muerte. 

—¿Ya? 

— Sí...  Poco  nos  falta  para  haber  dado  la 
vuelta  á  la  Tierra. — Me  detengo  aquí  porque 
oigo  las  doce  de  la  noche,  y  yo  no  dejo  de  arro- 
dillarme nunca  á  esta  hora. 


102  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

— ¿Por  qué? 

— Para  adorar  al  Criador  del  Universo. 

Y,  así  diciendo,  el  enlutado  descendió  del 
carro. 

— Yo  también  quiero  contemplar  la  ciudad 
de  Dios  y  meditar  sobre  sus  ruinas, — repuso 
Gil,  arrodillándose  al  lado  de  la  Muerte  y  cru- 
zando las  manos  con  fervorosa  piedad. 

Cuando  ambos  hubieron  terminado  su  ora- 
ción, la  Muerte  recobró  su  locuacidad  y  su 
alegría,  y,  entrando  otra  vez  en  el  carro,  pre- 
cedida de  Gil  Gil,  dijo  de  esta  manera: 

— Aquella  aldea  que  ves  sobre  un  monte  es 
Jetsemaní. — En  ella  estuvo  el  Huerto  de  las 
Olivas. — A  este  otro  lado  distinguirás  una 
eminencia  coronada  por  un  templo,  que  se 
destaca  sobre  un  campo  de  estrellas. .. —  ¡Es  el 
Gólgota!  —  ¡Ahí  pasé  el  gran  día  de  mi  vida!... 
haber  vencido  al  mismo  Dios...,  y  ven- 
cido lo  tuve  duiaiite  niin  has  lioras... — Pero 
|ayl  que  también  fué  en  esc  monte  donde, 
has  después,  me  \  I  desarmada  y  anulada 
al  amanecer  de  un  domingo..!  ¡  [esús  había  re- 
imbiéo  pre  i  ociaron  i  stos  sitios, 
en  la  misma  ocasión,  mis  grandes  combates 
personales  con  ls  Naturaleza...  Aquí  fué  mi 
duelo  con  ella;  aquel  terrible  duelo...  (á  las 
tres  de  la  tarde;  me  acuerdo  peí  rectamente) 
en  que,  no  bien  me  vio  blandir  La  lanza  de 


EL   AMIGO    DE    LA   MUERTE  IO3 

Longinos  contra  el  pecho  del  Redentor,  em- 
pezó á  tirarme  piedras,  á  desarreglarme  los 
cementerios  ,  á  resucitarme  los  muertos... 
¡qué  sé  yo!  ¡Creí  que  la  pobre  Natura  había 
perdido  el  juicio! 

La  Muerte  reflexionó  un  momenío;  y  al- 
zando luego  la  cabeza,  con  más  seriedad  en 
el  semblante,  añadió: 

— ¡Es  la  hora!... — Ha  pasado  la  media  no- 
che.— Vamos  á  mi  casa,  y  despachemos  lo 
que  tenemos  que  hablar. 

— ¿Dónde  vives? — preguntó  tímidamente 
Gil  Gil. 

— En  el  Polo  Boreal  (respondió  la  Muerte). 
¡Allí  donde  nunca  ha  pisado  ni  pisará  pié 
humano!...  ¡Entre  nieves  y  hielos  tan  antiguos 
como  el  mundo! 

Dicho  esto,  la  Muerte  puso  el  rumbo  hacia 
el  Norte,  y  el  carro  voló  con  más  celeridad 
que  nunca. 

El  Asia  Menor,  el  Mar  Negro,  la  Rusia  y 
el  Spitzberg  desaparecieron  bajo  sus  ruedas 
como  fantásticas  visiones. 

Iluminóse  luego  el  horizonte  de  vistosísi- 
mas llamas,  reflejadas  por  un  paisaje  de 
cristal  de  roca. 

Todo  era  silencio  y  blancura  sobre  la  tierra. . . 

El  resto  del  cielo  estaba  cárdeno,  salpicado 
de  casi  imperceptibles  astros. 


104  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

¡La  auYora  boreal  y  el  hielo!...  He  aquí  toda 
la  vida  de  aquella  pavorosa  región. 

— Estamos  en  el  Polo...  (dijo  la  Muerte).  He- 
mos llegado. 

XV. 

LA  MUERTE  RECOBRA  SU  SERIEDAD. 

Si  Gil  Gil  no  hubiera  visto  ya  tantas  cosas 
extraordinarias  durante  su  viaje  aéreo;  si  el 
recuerdo  de  Elena  no  ocupase  completamente 
su  imaginación;  si  el  deseo  de  saber  á  dónde 
le  llevaba  la  Muerte,  y  la  presencia  de  ésta  no 
conturbasen  su  contristado  espíritu,  ocasión 
muy  envidiable  era  la  en  que  se  veía  para  es- 
tudiar y  resolver  el  mayor  de  los  problemas 
geográficos:  la  forma  y  la  disposición  de  los 
polos  de  la  tierra. 

Los  límites  misteriosos  de  los  continentes  y 
d«l  mar  polar,  confundidos  por  eternos  hie- 
los; la  prominencia  ó  el  abismo  que,  según 
B,  ha  de  señalar  el  paso  del 
nal  sobre  que  gira  nuestro  globo;  el 
aspecto  de  la  bóveda  estrellada,  en  la  cual 

iguirfa  i'ntoncesá  un  mismo  tiempo  todos 

lo    (!<•  la  Amé- 
rica d«l  Noi  te,  de  la  Europa  entera,  del  Am.i, 

.  <  1   [opon,  y  <!<•  la  paite  sep- 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  IO5 

tentrional  de  los  dos  Océanos;  el  ardiente  foco 
de  la  aurora  boreal,  y  en  fin,  tantos  otros  fe- 
nómenos como  persigue  la  ciencia  inútilmente 
hace  muchos  siglos,  á  costa  de  mil  ilustres  na- 
vegantes que  han  perecido  en  aquellas  pavo- 
rosas regiones,  hubieran  sido  para  nuestro  hé- 
roe cosas  tan  claras  y  manifiestas  como  la  luz 
del  día,  y  nosotros  podríamos  hoy  comunicar- 
las á  nuestros  lectores. 

Pero,  pues  Gil  no  estaba  para  semejantes 
observaciones,  ni  nosotros  podemos  hacernos 
cargo  de  cosa  alguna  que  no  tenga  relación 
con  nuestro  héroe,  quédese  el  género  humano 
en  su  ignorancia  respecto  al  Polo,  y  conti- 
nuemos nuestra  relación. 

Por  lo  demás,  con  recordar  nuestros  lecto- 
res que  á  la  sazón  eran  los  primeros  días  de 
un  mes  de  Setiembre,  comprenderán  que  el 
sol  brillaba  todavía  en  aquel  cielo,  donde  no 
había  sido  de  noche  ni  un  solo  instanse  du- 
rante más  de  cinco  meses. 

A  su  pálida  y  oblicua  luz  descendieron  del 
carro  nuestros  dos  viajeros;  y,  cogiendo  la 
Muerte  la  mano  de  Gil  Gil,  le  dijo  con  afable 
cortesía: 

— Estás  en  tu  casa:  entremos. 

Un  colosal  témpano  de  hielo  se  elevaba 
ante  sus  ojos. 

En  medio  de  aquel  témpano,  especie  de  muro 


Io6  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

de  cristal,  clavado  en  una  nieve  tan  antigua 
como  el  mundo,  había  una  prolongada  grieta 
que  apenas  permitía  pasará  un  hombre. 

— Te  enseñaré  el  camino... — dijo  la  Muerte  y 
pasando  delante. 

El  Duque  de  la  Verdad  se  paró,  no  atrevién- 
dose á  seguir  á  su  compañero. 

Pero  ¿qué  hacer?  ¿A  donde  huir  por  aquel 
páramo  infinito?  ¿Qué  camino  tomar  en  aque- 
llas blancas  é  interminables  llanuras  de  hielo? 

— ¡Gil!  ¿no  entras?— exclamó  la  Muerte. 

Gil  dirigió  al  pálido  sol  una  última  y  supre- 
ma mirada,  y  penetró  en  el  hielo. 

Una  escalera  de  caracol,  tallada  en  la  mis- 
ma congelada  materia,  condújole  por  retor- 
cidas espirales  hasta  un  vasto  salón  cuadrado, 
sin  mueble!  ai  adorno  alguno,  todo  de  hielo 
también,  que  recordaba  las  grandes  minas  de 
sal  de  Polonia  ó  Lm  estancias  de  mármol  de 
los  baños  de  [spahan  y  de  Medina* 

había  acurrucado  en  un  rincón, 
Bobre  las  piernas  como  los  orien- 
tales. 

— Ven  acá:  siéntate  á  mi  lado  y  hablaremos. 
— le  <lij'»  I  (  lili 

i  i  maquinalmente, 

■  i  tan  profundo,  que  se.  hu- 

I  oído  la  i  ¡i  de  un  insecto  111 1 

;  en  aquella  región  pudiese  existí) 


EL   AMIGO    DE   LA   MUERTE  IO7 

ser  alguno  que  no  contase  con  la  protección 
de  la  Muerte. 

Del  frió  que  hacía,  cuanto  dijéramos  sería 
poco. 

Imaginaos  una  total  ausencia  de  calor;  una 
negación  completa  de  vida;  la  cesación  ab- 
soluta de  todo  movimiento;  la  muerte  como 
forma  del  ser,  y  aún  no  habréis  formado  idea 
exacta  de  aquel  mundo  cadáver...,  ó  más  que 
cadáver,  puesto  que  no  se  corrompía  ni  se 
transfiguraba,  y  no  daba  por  consiguiente, 
pasto  á  los  gusanos,  ni  abono  á  las  plantas,  ni 
elementos  á  los  minerales,  ni  gases  á  la  at- 
mósfera. 

Era  el  caos  sin  el  embrión  del  universo;  era 
la  nada  bajo  la  apariencia  de  hielos  seculares. 

Sin  embargo,  Gil  Gil  soportaba  aquel  frío, 
gracias  á  la  protección  de  la  Muerte . 

— Gil  Gil...  (exclamó  ésta  con  reposado  y 
majestuoso  acento),  ha  llegado  la  hora  de  que 
brille  ante  tus  ojos  la  verdad  en  toda  su  mag- 
nífica desnudez:  voy  á  resumir  en  pocas  pa- 
labras la  historia  de  nuestras  relaciones,  y  á 
revelarte  el  misterio  de  tu  destino. 

— Habla... —  respondió  Gil  Gil  denodada- 
mente. 

— Es  indudable,  amigo  mío  (continuó  la 
Muerte),  que  quieres  vivir;  que  todos  mis  es- 
fuerzos, que  todas  mis  reflexiones,  que  las  re- 


108    NARRACIONES  INVEROSÍMILES 

velaciones  que  te  hago  á  cada  momento,  son 
ineficaces  para  apagar  en  tu  corazón  el  amor  á 
la  vida... 

— ¡El  amor  á  Elena,  querrás  decir!  —  inte- 
rrumpió el  joven. 

—  El  amor  al  amor...  (replicó  la. Muerte.)  — 
El  amor  es  la  vida,  la  vida  es  el  amor...  no 
desconozcas  esto...  — Y,  si  no,  piensa  en  una 
cosa  que  habrás  comprendido  perfectamente 
en  tu  gloriosa  carrera  de  médico  y  durante  el 
viaje  que  acabamos  de  hacer. — ¿Qué  es  el  hom- 
bre? ¿Qué  significa  su  existencia?  — Tú  lo  has 
visto  dormir  de  sol  á  sol  y  soñar  mientras  dor- 
mía. En  los  intervalos  de  este  sueño  lo  has 
contemplado  poseedor  de  doce  ó  catorce  ho- 
ras diarias  de  vigilia  que  no  sabe  en  qué  em- 
plear. —  En  una  parte,  lo  has  hallado  con  las 
armas  en  la  mano  matando  semejantes  suyos; 
en  otra  lo  has  visto  cruzar  los  mares  á  fin  de 
cambiar  de  alimentos.  Quiénes  se  afanaban 
por  vestirse  de  éste  ó  de  aquél  color;  quiénes 
agujereaban  la  tierra  y  extraían  metales  con 
qué  Adornarte.  Aquí  ajusticiaban    á  uno:   allí 

obedecían  cii  I  otro,  En  un  Lulo  la 

virtud  y  el  derecho  consistían  en  tal  ó  cual 
cosa;  en  otro  lado  cornil  dan  en  lo  adverso,  lis- 
tos tenían  por  \  rulad  lo  que  aquell" 
ban  error.   La  misma  belleza  te   habrá   paie- 
•ii.il  e  Imaginaria,  ti  medida  que 


EL   AMIGO    DE   LA    MUERTE  IOg 

hayas  pasado  por  Circasia,  por  la  China,  por 
el  Congo  ó  por  los  Esquimales.  También  te 
será  patente  que  la  ciencia  es  un  experimento 
torpísimo  de  los  efectos  más  inmediatos,  ó 
una  conjetura  desatinada  de  las  causas  más 
recónditas,  y  que  la  gloria  es  una  palabra  hue- 
ca que  la  casualidad,  nada  más  que  la  casua- 
lidad, añade  al  nombre  de  este  ó  de  aquel  cada- 
ver.  Habrás  comprendido,  en  fin,  que  todo  lo 
que  hacen  los  hombres  allá  abajo  es  un  juego 
de  niños  para  pasar  el  tiempo;  que  sus  mise- 
rias y  sus  grandezas  son  relativas;  que  su  ci- 
vilización, su  organización  social,  sus  más  se- 
rios intereses  carecen  de  sentido  común;  que 
las  modas,  las  costumbres,  las  gerarquías,  son 
humo,  polvo,  vanidad  de  vanidades...  Más 
¿qué  digo  vanidad?  ¡Menos  aún!  ¡Son  los  ju- 
guetes con  que  entretenéis  el  ocio  de  la  vida; 
los  delirios  de  un  calenturiento;  las  alucina- 
ciones de  un  loco!  — Niños,  ancianos,  nobles, 
plebeyos,  sabios,  ignorantes,  hermosos,  contra- 
hechos, reyes,  esclavos,  ricos,  mendigos...  to- 
dos son  iguales  para  mí:  todos  son  puñados 
de  polvo  que  deshace  mi  aliento. — ¡Y  aún  cla- 
marás por  la  vida!  ¡Y  aún  me  dirás  que  deseas 
permanecer  en  el  mundo!  ¡Y  aún  amarás  esa 
transitoria  apariencia! 

— ¡Amo  á  Elena!... — replicó  Gil  Gil. 

— ¡Ah!  sí...  (continuó  la  Muerte):  la  vida  es 


IIO         NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

el  amor;  la  vida  es  el  deseo...  — Pero  el  ideal 
de  ese  amor  y  de  ese  deseo  no  debe  ser  tal  ó 
cual  hermosura  de  barro...  —  ¡Ilusos,  que  to- 
máis siempre  lo  próximo  por  lo  remoto! — La 
vida  es  el  amor;  la  vida  es  el  sentimiento;  pero 
lo  grande,  lo  noble,  lo  revelador  de  la  vida  es 
la  lágrima  de  la  tristeza  que  corre  por  la  faz 
del  recién  nacido  y  del  moribundo,  la  queja 
melancólica  del  corazón  humano  que  siente 
hambre  de  ser  y  pena  de  existir,  la  dulcísima 
aspiración  á  otra  vida,  ó  la  patética  memoria 
de  otro  mundo.  El  disgusto  y  el  malestar,  la 
duda  y  la  zozobra  de  las  grandes  almas  que 
no  se  satisfacen  con  las  vanidades  de  la  tierra, 
no  son  sino  un  presentimiento  de  otra  patria, 
de  una  más  alta  misión  que  la  ciencia  y  el  po- 
der; de  algo,  en  fin,  más  infinito  que  las  gran- 
dezas temporales  de  los  hombres  y  que  los 
hechizos  deleznables  de  las  mujeres. —  Fijé- 
monos ahora  en  tí  y  en  tu  historia,  que  no  co- 
noces; descendamos  al  misterio  de  tu  snóraa- 
la   es  pliquemos  Las   razones  de 

tía  amistad. — Col  Gil,  tú  lo  has  dicho:  de 

cuentes  supuestas  felicidades  ofrece  la  vida, 
una  sola  deseas,  y  es  la  posesión  de  una  mu- 
jer.—  iGrandeS Conquistas  he  hecho  en  tu  espí- 
ritu, por  COnSÍgUÍ<  nte!  Ni  poder,  ni  riquezas, 
ni  honores,  el  gloria...,  nada  sonríe  á  tu  ima- 
ginación...  Eres,   pues,  un  filósofo  consuma- 


EL   AMIGO    DE    LA   MUERTE  III 

do,  un  cristiano  perfecto...,  y  á  este  punto  he 
querido  encaminarte... — Ahora  bien;  díme:  si 
esa  mujer  hubiera  muerto,  ¿sentinas  el  morir? 

Gil  Gil  se  levantó  dando  un  espantoso  grito. 

— ¡Cómo!  (exclamó).  — ¿Elena?... 

— Cálmate...  (continuó  la  Muerte).  —  Elena 
se  halla  tal  como  la  dejaste...  Hablamos  en 
hipótesis. — Así,  pues,  contéstame. 

—  ¡Antes  de  matar  á  Elena,  quítame  la  vida! 
— He  aquí  mi  contestación. 

— ¡Magnífico!  (replicó  la  Muerte). — Y  dime: 
si  supieras  tú  que  Elena  estaba  en  el  cielo  es- 
perándote, ¿no  morirías  tranquilo,  conten- 
to, bendiciendo  á  Dios  y  encomendándole  tu 
alma? 

— ¡Oh!  sí:  ¡la  muerte  sería  entonces  la  re- 
surrección!— exclamó  Gil  Gil. 

— De  modo...  (prosiguió  el  tremendo  per- 
sonaje), que,  con  tal  de  ver  á  tu  lado  á  Ele- 
na, nada  te  importa  lo  demás... 

—¡Nada! 

— Pues  bien:  ¡sábelo  todo! — Hoy  no  es  en  el 
mundo  católico  el  día  2  de  Setiembre  de  1721, 
como  acaso  te  imaginas... — Hace  muchísimos 
más  años  que  tú  y  yo  somos  amigos... 

—  ¡Cielos!  — ¿Qué  me  dices? — ¿En  qué  año 
estoy? 

— El  siglo  diez  y  ocho  ha  pasado,  y  el  diez  y 
nueve,  y  el  veinte,  y  algunos  más. — La  Igle- 


112    NARRACIONES  INVEROSÍMILES 

sia  reza  hoy  por  San  Antonio,  y  es  el  año 
de  2316. 

— ¡Conque  estoy  muerto! 

— Hace  muy  cerca  de  seiscientos  años. 

—¿Y  Elena? 

— Murió  cuando  tú. — Tú  moriste  la  noche 
en  que  nos  conocimos... 

— ¿Cómo?  ¿Me  bebí  el  aceite  vitriolo? 

— Hasta  la  última  gota. — En  cuanto  á  Ele- 
na, murió  del  sentimiento,  cuando  supo  tu 
desgraciado  fin. — Hace,  pues,  seis  siglos  que 
los  dos  os  halláis  en  mi  poder. 

— ¡Imposible!  ¡Tú  me  vuelves  loco! — excla- 
mó Gil  Gil. 

—  Yo  no  vuelvo  loco  anadie...  (replicó  la  Muer- 
te).— Escucha,  y  sabrás  todo  lo  que  he  hecho 
en  tu  favor. — Elena  y  tú  moristeis  el  día  que 
te  digo;  Elena,  destinada  á  subirá  la  mansión 
de  los  ángeles  el  día  del  Juicio  final,  y  tú  me- 
recedor de  todas  las  penas  del  infierno.  Ella; 
por  inocente  y  pura:  t6,  por  haber  vivido  olvi- 
dado de  Diosy  alimentando  1  ilea  ambiciones. 

— Ahora  bu  Di  >  final  so  celébrala  ina- 

ñ.in.i,  do  bien  den  las  tres  de  la  tarde  en 
Roma* 

—  ¡Oh,  Dios  mío!...  ¡Conque  se  acaba  el 
mundo!   •exclamó  ( íil  ( iil. 

— ¡Ya  era  tiempo!  (replicó  el  enlutado). — 
Al  lin  voy  á  descansar... 


EL   AMIGO   DE   LA   MUERTE  II3 

— ¡Se  acaba  el  mundo! — tartamudeó  Gil  Gil 
con  indecible  espanto. 

— ¡Nada  te  importe!  Tú  no  tienes  ya  nada 
que  perder.  —  Escucha.  Viendo  hoy  que  se 
acercaba  el  Juicio  final,  yo  (que  siempre  te  tuve 
predilección,  como  ya  te  dije  la  primera  vez 
que'hablamos),  y  Elena,  que  te  amaba  en  el 
cielo  tanto  como  te  había  amado  en  la  tierra, 
suplicamos  al  Eterno  que  salvase  tu  alma. — 
«Nada  debo  hacer  por  el  suicida...  (nos  res- 
pondió el  Criador):  os  confío  su  espíritu  por 
una  hora;  mejoradlo,  si  podéis.» — «¡Sálvalo!» 
— me  dijo  Elena  por  su  parte.  —  Yo  se  lo  pro- 
metí, y  bajé  á  buscarte  al  sepulcro,  donde  dor- 
mías hace  seis  siglos.  — Sentéme  allí,  á  la  ca- 
becera de  tu  féretro,  y  te  hice  soñar  con  la 
vida.  —  Nuestro  encuentro,  tu  visita  á  Feli- 
pe V,  tus  escenas  en  la  corte  de  Luís  I,  tu  ca- 
samiento con  Elena,  todo  lo  has  soñado  en  la 
tumba.  ¡En  una  sola  hora,  has  creído  pasar  tres 
días  de  vida,  como  en  un  solo  instante  habías  pa- 
sado seiscientos  años  de  muerte! 

—  ¡Oh!...  no...  ¡no  ha  sido  un  sueño!  — ex- 
clamó Gil  Gil. 

—  Comprendo  tu  extrañeza...  (replicó  la 
Muerte). —  ¡Te  parecía  verdad!... —  ¡Eso  te 
dirá  lo  que  es  la  vida!  Los  sueños  parecen 
realidades,  y  las  realidades  sueños. — Elena  y 
yo  hemos  triunfado.  La  ciencia,  la  experien- 

TOMO  III  8 


114         NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

cia  y  la  filosofía  han  purificado  tu  corazón, 
han  ennoblecido  tu  espíritu,  te  han  hecho  ver 
las  grandezas  de  la  tierra  en  toda  su  repug- 
nante vanidad,  y  hé  aquí  que,  huyendo  de  la 
muerte,  como  lo  hacías  ayer,  no  huías  sino 
del  mundo;  y  que,  clamando  por  un  amor 
eterno,  como  lo  haces  hoy,  clamas  por  la  in- 
mortalidad.— ¡Estás  redimido! 

— Pero  Elena... — murmuró  Gil  Gil. 

— ¡Se  trata  de  Dios! ...  No  pienses  en  Elena. 
— Elena  no  existe  ni  ha  existido  realmente 
jamás.  Elena  era  la  belleza,  reflejo  de  la  in- 
mortalidad. Hoy  que  el  Astro  de  verdad  y 
de  justicia  recoge  sus  resplandores,  Elena  se 
confunde  con  ÉL  para  siempre.  —  Á  ÉL, 
pues,  debes  encaminar  tus  votos! 

—  ¡Ha  sido  un  sueño! — exclamó  el  joven  con 
indecible  angustia. 

— Y  eso  será  el  mundo  dentro  de  algunas 
horas:  un  sueño  del  Criador. 

Diciendo  asi  I*  Mitote  levantóse,  descubrió 
su  cabeza  y  alzó  leí  OJOI  ti  cielo. 

—Amanece  M  Roma...  (murmuró).—  Em- 
pieza el  último  día.  — Adiós,  Gil...  ¡Hasta 
nunca! 

—  ¡Oh!  ¡no  BM  .-ib;. nilones!—  exclamó  el  des- 
graciado. 

—*\No  me  abmulunts,*  dices  á  la  Muertel  ¡Y 
huías  de  mí! 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  II5 

— ¡Oh!...  ¡no  me  dejes  aquí  solo,  en  esta 
región  de  desconsuelo ! .. .  ¡Esto  es  una  tumba! . . . 

— ¿Qué?  (dijo  la  deidad  con  ironía).  ¿Tan 
mal  te  ha  ido  en  ella  seiscientos  años? 

— ¿Cómo?  ¿He  vivido  aquí? 

— ¡Vivido! — Llámalo  como  quieras. — Aquí 
has  dormido  todo  ese  tiempo. 

— ¿Conque  este  es  mi  sepulcro? 

— Sí...  amigo  mío...  y,  no  bien  desaparezca 
yo,  te  convencerás  de  ello.  ¡Sólo  entonces  sen- 
tirás todo  el  frío  que  hace  en  esta  mansión! 

—  ¡Ah!...  ¡moriré  instantáneamente!  —  ex- 
clamó Gil  Gil. — Estoy  en  el  polo  boreal. 

— No  morirás,  porque  estás  muerto;  pero 
dormirás  hasta  las  tres  de  la  tarde,  en  que 
despertarás  con  todas  las  generaciones. 

— ¡Amiga  mía!  (gritó  Gil  Gil  con  indescrip- 
tible amargura)...  ¡No  me  dejes,  ó  haz  que 
siga  soñando! — Yo  no  quiero  dormir...  ¡Ese 
sueño  me  asusta!...  ¡Este  sepulcro  me  ahoga! 
— Vuélveme  á  aquella  quinta  del  Guadarra- 
ma, donde  imaginé  ver  á  Elena,  y  sorpréndame 
allí  la  ruina  del  universo! — Yo  creo  en  Dios 
y  acato  su  justicia  yápelo  á  su  misericordia... 
Pero  ¡volvedme  á  Elena! 

— ¡Qué  inmenso  amor!  (dijo  la  deidad).  — 
¡Él  ha  triunfado  de  la  vida  y  va  á  triunfar 
de  la  muerte!  ¡Él  menospreció  la  tierra  y 
menospreciaría  el  cielo!  —  Será  como    de- 


Il6         NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

seas,  Gil  Gil... — Pero  no  olvides  tu   alma... 

—  !Oh!  ¡gracias...  gracias,  amiga  mía!... 
¡Veo  que  vas  á  llevarme  al  lado  de  Elena! 

— No:  no  voy  á  llevarte. —  Elena  duerme 
en  su  sepulcro. — Yo  la  haré  venir  aquí,  á  que 
duerma  á  tu  lado  las  últimas  horas  de  su 
muerte. 

—  ¡Estaremos  un  dia  enterrados  juntos!  ¡Es 
demasiado  para  mi  gloria  y  mi  ventura!  ¡Vea 
yo  á  Elena;  óigala  decir  que  me  ama;  sepa 
que  permanecerá  á  mi  lado  eternamente,  en 
la  tierra  ó  el  cielo,  y  nada  me  importa  la  no- 
che del  sepulcro! 

—  ¡Ven,  pues,  Elena:  yo  lo  mando! — dijo  la 
Muerte  con  cavernoso  acento,  llamando  en  la 
tierra  con  el  pie. 

Elena,  tal  como  quedó,  al  parecer,  en  el  jar- 
dín del  Guadarrama,  envuelta  en  sus  blancas 
vestiduras,  pero  pálida  como  el  alabastro, 
apareció  en  medio  de  la  estancia  de  hielo  en 
que  ocurría  esta  maiavillosa  escena. 

Gil  Gil  la  recibió  arrodillado,  inundado  de 
lágrimas  el  rostro,  con  las  manos  cruzadas, 
fija  una  mirada  de  profunda  gratitud  en  el 
apa'  oblante  de  la  Muatc. 

— Adiós,  amigOl  míos... — exclamó  ésta. 

—  l'l  11  mano,  Elena! — balbuceó  Gil  Gil. 

—  (Gil  mío!  —  murmuró  la  joven,  arrodillán- 
dose al  lado  de  su  esposo. 


EL   AMIGO    DE    LA   MUERTE  II7 

Y,  con  las  manos  enlazadas  y  los  ojos  le- 
vantados al  cielo,  respondieron  al  adiós  de  la 
Muerte  con  otro  melancólico  adiós. 

La  negra  divinidad  se  retiraba  en  tanto  len- 
tamente. 

— ¡Hasta  nunca! — murmuraba  la  Amiga  del 
hombre  al  alejarse. 

—  ¡Mío  para  siempre!  (exclamaba  Elena, 
estrechando  entre  las  suyas  las  manos  de  Gil 
Gil).  ¡Dios  te  ha  perdonado,  y  viviremos  jun- 
tos en  el  cielo! 

— ¡Para  siempre! — repitió  el  joven  con  ine- 
fable alegría. 

La  Muerte  desapareció  en  esto . 

Un  frío  horrible  invadió  la  estancia,  é  ins- 
tantáneamente Gil  Gil  y  Elena  quedaron  he- 
lados, petrificados,  inmóviles  en  aquella  reli- 
ligiosa  actitud,  de  rodillas,  cogidos  de  las  ma- 
nos, con  los  ojos  alzados  al  cielo,  como  dos 
magníficas  estatuas  sepulcrales. 

CONCLUSIÓN. 

Pocas  horas  después  estalló  la  Tierra  como 
xina  granada. 

Los  astros  más  próximos  á  ella  atrajeron  y 
•se  asimilaron  los  fragmentos  de  la  desecha 
mole,  no  sin  que  la  anexión  les  originase  tre- 


Il8  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

mendos  cataclismos,  como  diluvios,  desvia- 
ciones de  sus  ejes  polares,  etc.,  etc. 

La  Luna,  casi  intacta,  pasó  á  ser  satélite, 
no  sé  si  de  Venus  ó  de  Mercurio. 

Entre  tanto,  se  había  verificado  el  Juicio 
fnalde  la  familia  de  Adán  y  Eva,  no  en  el  va- 
lle de  Josaphat,  sino  en  el  cometa  llamado  de 
Carlos  V,  y  las  almas  de  los  reprobos  fueron 
desterradas  á  otros  planetas,  donde  hubieron 
de  emprender  una  nueva  vida... — ¿Qué  mayor 
condenación? 

Los  que  se  purifiquen  en  esta  segunda  exis- 
tencia, alcanzarán  la  gloria  de  volver  al  seno 
de  Dios,  el  día  que  desaparezcan  aquellos  as- 
tros... 

Los  que  no  se  purifiquen,  aún  habrán  de 
emigrar  á  otros  cien  mandos,  donde  peregri- 
narán del  mismo  modo  que  nosotros  peregri- 
namos por  el  nuestro... 

En  cuanto  á  Gil  y  Elena,  aquella  tarde  en- 
D  en  la  Tierra  de  Promisión,  cogidos  de  la 
mano,  libi's  para  siempre  de  duelo  y  peni- 
y  redimidos;  reconciliados  con 
Dios,  partí<  ipes  de  su  bienaventuranza  y  he- 
rederos  &  a,  ni  más  ni  menos  que  el 

resto  de  los  Justos  y  de  los  purificados,  todos 
los  cuales  sumarían  (exceptuando  los  niños  y 
los  tonto-  ■'■<■  sacramento) cosí  de 

ocho  mil  simal  ;   i-sto  es,  un  alma  y  pico  por 


EL   AMIGO    DE    LA    MUERTE  IIQ 

cada  año  que  había  existido  la  tierra...,  según 
el  cómputo  del  Padre  Petavio. 

Por  lo  demás,  yo  puedo  terminar  mi  cuento, 
del  propio  modo  que  terminan  las  viejas  to- 
dos los  suyos,  diciendo  que  fui,  vine  y  no  me 
dieron  nada. 

Guadix,  1852. 


*^* 


LA   MUJER   ALTA. 


LA  MUJER  ALTA. 


(cuento  de  miedo.) 


ué  sabemos!  amigos  míos...  ¡qué  sa- 
bemos (exclamó  Gabriel,  distinguido 
ingeniero  de  Montes,  sentándose  de- 
bajo de  un  pino  y  cerca  de  una  fuen- 
te, en  la  cumbre  del  Guadarrama,  á  legua  y 
media  del  Escorial,  en  el  límite  divisorio  de  las 
provincias  de  Madrid  y  Segovia;  sitio  y  fuen- 
te y  pino  que  yo  conozco  y  me  parece  estar 
viendo;  pero  cuyo  nombre  se  me  ha  olvidado): 
— Sentémonos,  como  es  de  rigor  y  está  escrito... 
en  nuestro  programa  (continuó  Gabriel),  á  des- 
cansar y  hacer  por  la  vida  en  este  ameno  y 
clásico  paraje,  famoso  por  la  virtud  digestiva 
del  agua  de  ese  manantial  y  por  los  muchos 
borregos  que  aquí  se  han  comido  nuestros  ilus- 
tres maestros  D.  Miguel  Bosch,  D.  Máximo 
Laguna,  D.  Agustín  Pascual  y  otros  grandes 


124  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

naturalistas;  os  contaré  una  rara  y  peregrina 
historia  en  comprobación  de  mi  tesis...,  re- 
ducida á  declarar  y  sostener,  aunque  me  lla- 
méis oscurantista,  que  en  el  globo  terráqueo 
ocurren  todavía  cosas  sobrenaturales,  esto  es, 
cosas  que  no  caben  en  la  cuadrícula  de  la  ra- 
zón, de  la  ciencia  ni  de  la  filosofía,  tal  y  como 
hoy  se  entienden,  ó  no  se  entienden,  semejan- 
tes palabras,  palabras  y  palabras,  que  diría 
Hamlet. 

Enderezaba  Gabriel  este  pintoresco  discur- 
so á  cinco  sujetos  de  diferente  edad,  pero  nin- 
guno joven,  y  sólo  uno  entrado  ya  en  años, 
también  ingenieros  de  Montes  tres  de  ellos, 
pintor  el  cuarto  y  un  poco  literato  el  quinto; 
todos  los  cuales  habían  subido  con  el  orador, 
que  era  el  más  pollo,  en  sendas  burras  de  al- 
quiler, desde  el  Real  Sitio  de  San  Lorenzo,  á 
pasar  aquel  día  herborizando  en  los  hermosos 
pinares  de  Pegucrinos,  cazando  mariposas  por 
medio  de  mangas  de  tul,  cogiendo  coleópte- 
ros raros  bajo  la  corteza  de  los  pinos  enfer- 
mos, y  comiéndose  una  carga  de  víveres  fiam- 
bres pagados  á  escote. 

Hace  de  esto  seis  años,  y  era  en  el  rigor  del 

ido  si  el  día  de  Santiago  ó  el 

de  San  Luí...  Inclinóme  á  Creer  <1  de  San 

—Como  quiera  <j  .gozábase  en 

iqotllftl  altuias  de   un   íreSCO  delicioso,  y  el 


LA    MUJER    ALTA  1 25 

corazón,  el  estómago  y  la  inteligencia  funcio- 
naban allí  mejor  que  en  el  mundo  social  y  en 
la  vida  ordinaria... 

Sentado  que  se  hubieron  los  seis  amigos 
Gabriel  continuó  hablando  de  esta  manera: 

— Creo  que  no  me  tacharéis  de  visionario... 
Por  fortuna  ó  desgracia  mía,  soy,  digámoslo 
así,  un  hombre  á  la  moderna,  nada  supersti- 
cioso y  tan  positivista  como  el  que  más,  bien 
que  incluya  entre  los  datos  positivos  de  la  Natu- 
raleza todas  las  misteriosas  facultades  y  emo- 
ciones de  mi  alma  en  materias  de  sentimiento... 
— Pues  bien:  á  propósito  de  fenómenos  sobre- 
naturales ó  extra-naturales,  oid  lo  que  yo  he 
oído  y  ved  lo  que  yo  he  visto,  aun  sin  ser  el 
verdadero  héroe  de  la  singularísima  historia 
que  voy  á  contar,  y  decidme  en  seguida  qué 
explicación  terrestre,  física,  natural,  ó  como 
queramos  llamarla,  puede  darse  á  tan  maravi- 
lloso acontecimiento. 

El  caso  fué  como  sigue-.. —  ¡A  ver!  ¡echad 
una  gota,  que  ya  se  habrá  refrescado  el  pellejo 
dentro  de  esa  bullidora  y  cristalina  fuente, 
colocada  por  Dios  en  esta  pinífera  cumbre 
para  enfriar  el  vino  de  los  botánicos! 


126  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 


II. 


Pues,  señor:  no  sé  si  habréis  oído  hablar  de 
un  ingeniero  de  Caminos,  llamado  Telesforo 
X....,  que  murió  en  1860... 

— Yo  no... 

—¡Yo  sí! 

— Yo  también:  un  muchacho  andaluz,  con 
bigote  negro,  que  estuvo  para  casarse  con  la 
hija  del  marqués  de  Moreda...,  y  que  murió 
de  ictericia... 

— ¡Ese  mismo!  (continuó  Gabriel).  — Pues 
bien:  mi  amigo  Telesforo,  medio  año  antes 
de  su  muerte,  era  todavía  un  joven  brillantí- 
simo, como  se  dice  ahora.  Guapo,  fuerte,  ani- 
moso, con  la  aureola  de  haber  sido  el  pri- 
mero de  su  piomoción  en  la  Escuela  de  Ca- 
minos, y  acreditado  ya  en  la  práctica  por  la 
ejecución  de  notables  ti  abajos,   disputabanso- 

lo  vanas  ciii,  irticulares,  es  aquellos 

años  de  oro  de  leí  obrai  públicas,  y  también 
Be  lo  disputaban  Lae  mujeres  por  casar  ó  mal 

Casada-.,  y,    pot  supuestOj  las  viudas  inipeni- 

1  muy  l'in  na  moza 

que.*.  —  P(  role  tal  viuda  do  viene  ahora  á  cuen- 
to; pues  á  f  1  »i  1 «  010  (piiso  (Dii  toda  for- 
malidad íufcá  su  «  it.ida  novia,  la  pobre  |oaqui- 


LA    MUJER    ALTA  1 27 

nita  Moreda,  y  lo  otro  no  pasó  de  un  amorío 
puramente  usufructuario. .. 

—  ¡Sr.  D.  Gabriel!  ¡al  orden! 

— Sí...  sí:  voy  al  orden:  pues  ni  mi  historia 
ni  la  controversia  pendiente  se  prestan  á  chan- 
zas ni  donaires.  —  Juan:  échame  (¡tro  medio 
vaso... — ¡Bueno  está  de  verdad  este  vino!  — 
Conque  atención  y  poneos  serios,  que  ahora 
comienza  lo  luctuoso. 

Sucedió,  como  sabréis  los  que  la  conocis- 
teis, que  Joaquina  murió  de  repente  en  los 
Baños  de  Santa  Águeda,  al  fin  del  verano  de 
1859... —  Hallábame  yo  en  Pau  cuando  me 
dieron  tan  triste  noticia,  que  me  afectó  muy 
especialmente  por  la  íntima  amistad  que  me 
unía  á  Telesforo... — A  ella  sólo  le  había  ha- 
blado una  vez  en  casa  de  su  tía  la  Generala 
López,  y  por  cierto  que  aquella  palidez  azu- 
lada, propia  de  las  personas  que  tienen  una 
aneurisma,  me  pareció  desde  luego  indicio  de 
mala  salud... — Pero,  en  fin,  la  muchacha  va- 
lía cualquier  cosa  por  su  distinción,  hermo- 
sura y  garbo,  y,  como  además  era  hija  única 
de  Título,  y  de  Título  que  llevaba  anejos  al- 
gunos millones,  conocí  que  mi  buen  matemá- 
tico estaría  inconsolable...  Por  consiguiente, 
no  bien  me  hallé  de  regreso  en  Madrid,  á  los 
quince  ó  veinte  días  de  su  desgracia,  fui  á 
verlo  una  mañana  muy  temprano  á  su  ele- 


128  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

gante  habitación  de  mozo  de  casa  abierta  y 
de  jefe  de  oficina,  calle  del  Lobo...  No  re- 
cuerdo el  número,  pero  sí  que  era  muy  cerca 
de  la  Carrera  de  San  Jerónimo. 

Contristadísimo,  bien  que  grave  y  en  apa- 
riencia dueño  de  su  dolor,  estaba  el  joven  in- 
geniero, trabajando  ya  á  aquella  hora  con  sus 
ayudantes  en  no  sé  qué  proyecto  de  ferro-ca- 
rril, y  vestido  de  riguroso  luto.  —  Abrazóme 
estrechísimamente  y  por  largo  rato,  sin  lan- 
zar ni  el  más  leve  suspiro;  dio  en  seguida  algu- 
nas instrucciones,  sobre  el  trabajo  pendiente, 
auno  de  sus  ayudantes,  y  condújome,  en  fin, 
á  su  despacho  particular,  situado  al  extremo 
opuesto  de  la  casa,  diciéndome  por  el  camino 
con  acento  lúgubre  y  sin  mirarme: 

— Mucho  me  alegro  de  que  hayas  venido... 
Varias  veces  te  he  echado  de  menos  en  el  es- 
tado en  que  me  hallo...  Ocúncme  una  cosa 
muy  particular  y  extraña,  que  solo  un  amigo 
como  tú  podría  oír  sin  considerarme  imbécil 
ó  loco,  y  acerca  de  la  cual  necesito  oír  alguna 
opinión  sci <  na  y  fiía  como  la  ciencia... 

—  Siéntate...  (prosiguió  diciendo,  cuando 
hubimos  llegado  á  su  despacho):  y  no  temas 
«ii  manera  alguna  que  vaya  á  angustiarte  d<  s- 
ti  ibi  I  dolor  queme  aflige  y  que  dura- 

í.i  tanto  como  mi   vida... — ¿Para  qué?  ¡Tú  te 
lo  figurarás  fácilmente,  á  poco  que  entienda! 


LA    MUJER    ALTA  1 29 

de  cuitas  humanas,  y  yo  no  quiero  ser  conso- 
lado ni  ahora,  ni  después,  ni  nunca! — De  lo 
que  te  voy  á  hablar,  con  la  detención  que  re- 
quiere el  caso,  ó  sea  tomando  el  asunto  desde 
su  origen,  es  de  una  circunstancia  horrenda  y 
misteriosa  que  ha  servido  como  de  agüero  in- 
fernal á  esta  desventura,  y  que  tiene  contur- 
bado mi  espíritu  hasta  un  extremo  que  te 
dará  espanto... 

—  ¡Habla! — respondí  yo,  comenzando  á  sen- 
tir, en  efecto,  no  sé  qué  arrepentimiento  de 
haber  entrado  en  aquella  casa,  al  ver  la  ex- 
presión de  cobardía  que  se  pintó  en  el  rostro 
de  mi  amigo. 

— Oye... —  repuso  él,  pasándose  una  mano 
por  la  sudosa  frente. 


III. 


No  sé  si  por  fatalidad  innata  de  mi  imagi- 
nación, ó  por  vicio  adquirido  al  oír  algu- 
no de  aquellos  cuentos  de  vieja  con  que  tan 
imprudentemente  se  asusta  á  los  niños  en  la 
cuna,  el  caso  es  que,  desde  mis  tiernos  años, 
no  hubo  cosa  que  me  causase  tanto  horror  y 
susto,  ya  me  la  figurara  mentalmente,  ya  me 
la  encontrase  en  realidad,  como  una  mujer  so- 

TOMO  III  g 


I3O  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

la,  en  la  calle,   á  las  altas  horas  de  la  noche. 
Te  consta  que  nunca  he  sido  cobarde.  Me 
batí  en   duelo,  como  cualquier  hombre  de- 
cente, cierta  vez  que  fué  necesario;  y,  recién 
salido  de  la  Escuela  de  Ingenieros,  cerré  á 
palos  y  á  tiros  en  Despeñaperros  con  mis  su- 
blevados peones,  hasta  que  los  reduje  á  la 
obediencia.  Toda  mi  vida,  en  Jaén,  en  Madrid 
y  en  otros  varios  puntos,  he  andado  á  desho- 
ra por  la  calle,  solo,  sin  armas,  atento  única- 
mente al  cuidado  amoroso  que  me  hacía  ve- 
lar, y  si,  por  acaso,  he  topado  con  bultos  de 
mala  catadura,  fueran  ladrones  ó  simples  per- 
dona-vidas, á  ellos  les  ha  tocado  huir  ó  echar- 
se ú  un  lado,  dejándome  libre  el  mejor  cami- 
no... Pero  si  el  bulto  era  una  mujer  sola,  pa- 
rada ó   andando,  y  yo  iba  también  solo,  y 
no  se   veía    más  alma  viviente  por   ningún 
..,  entonces  (ríete,  si  se  te  antoja,  pero 
ne),  poníaseme  carne  da  gallina,  vagos 
temon  b asaltaban  mi  espíritu,  pensaba  en  al- 
mas del  otro  mundo,  en  seres  fantásticos,  en 
todas  lis  invenciones  supersticiosas  que  me 
hacían  reír  en  cualquier  otra  circunstancia,  y 
apretaba  el  paso,  6  me  volvía  atrás,  sin  que 

ya  se  me  quitan  <l  susto  ni  pudiera  distraer- 
me ni  ui¡  momento  hasta  que  me  veía  dentro 
de  mi  'asa. 

■  vez  en  ella,  echábame  también  á  reir 


LA.   MUJER    ALTA  131 

y  avergonzábame  de  mi  locura,  sirviéndome 
de  alivio  el  pensar  que  no  la  conocía  nadie. 
Allí  me  daba  cuenta  fríamente  de  que,  pues 
yo  no  creía  en  duendes,  ni  en  brujas,  ni  en 
aparecidos,  nada  había  debido  temer  de  aque- 
lla flaca  hembra,  á  quien  la  miseria,  el  vicio  ó 
algún  accidente  desgraciado  tendrían  á  tal 
hora  fuera  de  su  hogar,  y  á  quien  mejor  me  hu- 
biera estado  ofrecer  auxilio,  por  si  lo  necesi- 
taba, ó  dar  limosna,  si  me  la  pedía... — Repe- 
tíase, con  todo,  la  deplorable  escena  cuantas 
veces  se  me  presentaba  otro  caso  igual,  ¡y 
cuenta  que  ya  tenía  yo  veinticinco  años,  mu- 
chos de  ellos  de  aventurero  nocturno,  sin  que 
jamás  me  hubiese  ocurrido  lance  alguno  pe- 
noso con  las  tales  mujeres  solitarias  y  trasno- 
chadoras!...—  Pero,  en  fin,  nada  de  lo  dicho 
llegó  nunca  á  adquirir  verdadera  importancia, 
pues  aquél  pavor  irracional  se  me  disipaba 
siempre,  tan  luego  como  llegaba  á  mi  casa  ó 
veía  otras  personas  en  la  calle,  y  ni  tan  si- 
quiera lo  recordaba  á  los  pocos  minutos,  como 
no  se  recuerdan  las  equivocaciones  ó  neceda- 
des sin  fundamento  ni  consecuencia. 

Así  las  cosas,  hace  muy  cerca  de  tres  años... 
(desgraciadamente  tengo  varios  motivos  para 
poder  fijar  la  fecha:  ¡la  noche  del  15  al  16  de 
Noviembre  de  1857!),  volvía  yo,  á  las  tres  de 
la  madrugada,  á  aquella  casita  de  la  calle  de 


132  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Jardines,  cerca  de  la  calle  de  la  Montera,  en 
que  recordarás  viví  por  entonces... — Acababa 
de  salir,  á  hora  tan  avanzada,  y  con  un  tiempo 
feroz,  de  viento  y  frío,  no  de  ningún  nido 
amoroso,  sino  de...  (te  lo  diré  aunque  te  sor- 
prendas) de  una  especie  de  casa  de  juego,  no 
conocida  bajo  este  nombre  por  la  policía, 
pero  donde  ya  se  habían  arruinado  muchas 
gentes,  y  á  la  cual  me  habían  llevado  á  mí 
aquella  noche  por  primera...  y  última  vez. — 
Sabes  que  nunca  he  sido  jugador:  entré  allí 
engañado  por  un  mal  amigo,  en  la  creencia 
de  que  todo  iba  á  reducirse  á  trabar  conoci- 
miento con  ciertas  damas  elegantes  de  virtud 
equívoca  [demi-mondc  puro),  so  pretexto  de 
jugar  algunos  maravedises  al  Enano,  en  mesa 
redonda,  con  faldas  de  bayeta;  y  el  caso  fué 
que,  á  eso  de  las  doce,  comenzaron  á  llegar 
nuevos  tertulios,  que  iban  del  Teatro  Real  ó 
de  salones  verdaderamente  aristocráticos,  y 
mudóse  da  juego,  y  salieron  á  relucir  monedas 
de  OJO,  di  ¿listos,  y  Luego  bonos  escri- 

tos con  lápiz,  y  yo  me  enfrasqué  poco  á  poco 
S9  la  selva  oscura  del  vicio,  llena  de  liebres  y 
Ll  Iones,  y   perdí    todo  lo   que    llevaba,   y 

todo  i"  que  poseía,  y  aún  quedé  debiendo  un 

dineral. ••  con  el/  rrespondientei — Es 

.  que  ms  arruiné  por  completo,  y  que, 

sin  la  herencia  y  los  grandes  negocios  que 


LA   MUJER    ALTA  1 33 

tuve   en  seguida,    mi   situación  hubiera  sido 
muy  angustiosa  y  apurada. 

Volvía  yo,  digo,  á  mi  casa  aquella  noche, 
tan  á  deshora,  yerto  de  frío,  hambriento,  con 
la  vergüenza  y  el  disgusto  que  puedes  supo- 
ner, pensando,  más  que  en  mí  mismo,  en  mi 
anciano  y  enfermo  padre,  á  quien  tendría  que 
escribir  pidiéndole  dinero,  lo  cual  no  podría 
menos  de  causarle  tanto  dolor  como  asombro, 
pues  me  consideraba  en  muy  buena  y  desaho- 
gada posición...,  cuando,  á  poco  de  penetrar 
en  mi  calle,  por  el  extremo  que  daá  la  de  Pe- 
ligros, y  al  pasar  por  delante  de  una  casa  re- 
cien  construida  de  la  acera  que  yo  llevaba, 
advertí  que,  en  el  hueco  de  su  cerrada  puerta, 
estaba  de  pié,  inmóvil  y  rígida,  como  si  fue- 
se de  palo,  una  mujer  muy  alta  y  fuerte, 
como  de  sesenta  años  de  edad,  cuyos  malig- 
nos y  audaces  ojos  sin  pestañas  se  clavaron 
en  los  míos  como  dos  puñales,  mientras  que 
su  desdentada  boca  me  hizo  una  mueca  ho- 
rrible por  vía  de  sonrisa... 

El  propio  terror  ó  delirante  miedo  que  se 
apoderó  de  mí  instantáneamente,  dióme  no 
sé  qué  percepción  maravillosa  para  distinguir 
de  golpe,  ó  sea  en  dos  segundos  que  tardaría 
en  pasar  rozando  con  aquella  repugnante  vi- 
sión, los  pormenores  más  ligeros  de  su  figura 
y  de  su  traje...  —  Voy  á  ver  si  coordino  mis 


134    NARRACIONES  INVEROSÍMILES 

impresiones,  del  modo  y  forma  que  las  recibí 
y  tal  y  como  se  grabaron  para  siempre  en  mi 
cerebro  á  la  mortecina  luz  del  farol  que  alum- 
bró con  infernales  relámpagos  tan  aciaga  y 
fatídica  escena... 

Pero  me  excito  demasiado,  ¡aunque  no  sin 
motivo,  como  verás  mas  adelante! — Descui- 
da, sin  embargo,  por  el  estado  de  mi  razón... 
— ¡Todavía  no  estoy  loco! 

Lo  primero  que  me  chocó  en  aquella  que 
denominaré  mujer,  fué  su  elevadísima  talla  y 
la  anchura  de  sus  descarnados  hombros:  lue- 
go, la  redondez  y  fijeza  de  sus  marchitos  ojos 
de  buho,  la  enormidad  de  su  saliente  nariz  y 
la  gran  mella  central  de  su  dentadura,  que 
convertía  su  boca  en  una  especie  de  oscuro 
agujero;  y,  por  último,  su  traje  de  mozuela 
del  Avapiés,  el  pañolillo  nuevo  de  algodón 
que  llevaba  á  la  cabeza  atado  debajo  de  la 
btrba,  y  un  diminuto  abanico  abierto  que  te- 
nía en  la  mano,  y  con  el  cual  se  cubría,  afec- 
tando pudor,  I d  centro  del  talle. 

|Nada  nías  ridfi  ulo  y  tremendo,  nada  más 

tico  que    aquel  abaniquülo 

en  unas  ni. m<  .riñes,  sil  viendo  como 

de  cello  de  debilid;  anta  tan  fea,  \  i<  ¡a 

y  lnif  ud.i!  Igual  efecto  producía  el  paftolejo 

■  p  real  Que  adornaba  su  c. 
parado  con  aquella  uarii  de  tajamar,  a 


LA    MUJER    ALTA  I35 

leña,  masculina,  que  me  hizo  creer  un  mo- 
mento (no  sin  regocijo)  si  se  trataría  de  un  hom- 
bre disfrazado...  — Pero  su  cínica  mirada  y 
asquerosa  sonrisa  eran  de  vieja,  de  bruja,  de 
hechicera,  de  Parca...  ¡no  sé  de  qué!  ¡de  algo 
que  justificaba  plenamente  la  aversión  y  el 
susto  que  me  habían  causado  toda  mi  vida  las 
mujeres  que  andaban  solas,  de  noche,  por  la 
calle!... — ¡Dijérase  que,  desde  la  cuna,  había 
presentido  yo  aquel  encuentro!  ¡Dijérase  que 
lo  temía  por  instinto,  como  cada  ser  animado 
teme  y  adivina  y  ventea  y  reconoce  á  su  an- 
tagonista natural,  antes  de  haber  recibido  de 
él  ninguna  ofensa,  antes  de  haberlo  visto,  sólo 
con  sentir  sus  pisadas! 

No  eché  á  correr  en  cuanto  vi  á  la  esfinge 
de  mi  vida,  menos  por  vergüenza  ó  varonil 
decoro,  que  por  temor  á  que  mi  propio  miedo 
le  revelase  quién  era  yo,  ó  le  diese  alas  para 
seguirme,  para  acometerme,  para...  ¡no  sé! 
¡Los  peligros  que  sueña  el  pánico  no  tienen 
forma  ni  nombre  traducibles! 

Mi  casa  estaba  al  extremo  opuesto  de  aque- 
lla prolongada  y  angosta  calle,  en  que  me  ha- 
llaba yo  solo,  enteramente  solo,  con  aquella 
misteriosa  estantigua,  á  quien  creía  capaz  de 
aniquilarme  con  una  palabra!... —  ¿Qué  hacer 
para  llegar  hasta  allí?  —  ¡Ah!  ¡con  qué  ansia 
veía  á  lo  lejos  la  anchurosa  y  muy  alumbrada 


I36  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

calle  de  la  Montera,  donde  á  todas  horas  hay 
agentes  de  la  autoridad!... 

Decidí,  pues,  sacar  fuerzas  de  flaqueza;  di- 
simular y  ocultar  aquel  pavor  miserable;  no 
acelerar  el  paso,  pero  ganar  siempre  terreno, 
aun  á  costa  de  años  de  vida  y  de  salud,  y  de 
esta  manera,  poco  á  poco,  irme  acercando  á 
mi  casa,  procurando  muy  especialmente  no 
caerme  antes  redondo  al  suelo! 

Así  caminaba...;  así  habría  andado  ya  lo 
menos  veinte  pasos  desde  que  dejé  atrás  la 
puerta  en  que  estaba  escondida  la  mujer  del 
abanico,  cuando  de  pronto  me  ocurrió  una 
idea  horrible,  espantosa  y,  sin  embargo,  muy 
racional:  ¡la  idea  de  volver  la  cabeza,  á  ver 
si  me  seguía  mi  enemiga! 

— Una  de  dos...  (pensé  con  la  rapidez  del 
rayo):  —  O  mi  terror  tiene  fundamento,  ó  es 
una  locura:  si  tiene  fundamento,  esa  mujer 
habrá  echado  detrás  de  mí,  estará  'alcanzán- 
dome, y  DO  hay  salvación  pan  mí  en  el  mun- 
do... —  Y  si  es  una  locura,  una  aprensión,  un 
pánico  como  cualquier  otro,  me  convenceré 
de  (lio,  en  el  \  caso  y   para  todos  los 

qOfl  me  ocurran,  al  ver  que  esa  pobre  ancia- 
na se  ha  quedado  <  n  el  huero  de  Aquella  puer- 
ta, preservándote  del  trío,  ó  esperando  á  que 
le  abran;  con  lo  cual  yo  podré  leguir  tnar« 
ohando  bai  la  mi  casa  muy  tranquilamente  y 


LA    MUJER   ALTA  1 37 

me  habré  curado  de  una  manía  que  tanto  me 
abochorna. 

Formulado  este  razonamiento,  hice  un  es- 
fuerzo extraordinario  y  volví  la  cabeza. 

¡Ah!  ¡Gabriel!  ¡Gabriel!  ¡Qué  desventura! 
— ¡La  mujer  alta  me  había  seguido  con  sordos 
pasos,  estaba  encima  de  mí,  casi  me  tocaba 
con  el  abanico,  casi  asomaba  su  cabeza  sobre 
mi  hombro. 

¿Por  qué?  ¿Para  qué,  Gabriel  mío? — ¿Era 
una  ladrona?  ¿Era  efectivamente  un  hombre 
disfrazado?  ¿Era  una  vieja  irónica,  que  había 
comprendido  que  le  tenía  miedo?  ¿Era  el  es- 
pectro de  mi  propia  cobardía?  ¿Era  el  fantas- 
ma burlón  de  las  decepciones  y  deficiencias 
humanas? 

¡Interminable  sería  decirte  todas  las  cosas 
que  pensé  en  un  momento! — El  caso  fué  que 
di  un  grito  y  salí  corriendo  como  un  niño  de 
cuatro  años  que  juzga  ver  al  Coco,  y  que  no 
dejé  de  correr  hasta  que  desemboqué  en  la  ca- 
lle de  la  Montera... 

Una  vez  allí,  se  me  quitó  el  miedo  como 
por  ensalmo. — ¡Y  eso  que  la  calle  de  la  Mon- 
tera estaba  también  sola! — Volví,  pues,  la  ca- 
beza hacia  la  de  Jardines,  que  enfilaba  en  toda 
su  longitud,  y  que  estaba  lo  suficientemente 
alumbrada  por  sus  tres  faroles  y  por  un  re- 
verbero de  la  calle  de  Peligros  para  que  no 


I38  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

se  me  pudiese  oscurecer  la  mujer  alta,  si  por 
acaso  había  retrocedido  en  aquella  dirección, 
y  ¡vive  el  cielo!  que  no  la  vi  parada,  ni  an- 
dando, ni   en  manera  alguna! 

Con  todo,  guárdeme  muy  bien  de  penetrar 
de  nuevo  en  mi  calle. 

—  ¡Esa  bribona  (me  dije)  se  habrá  metido 
en  el  hueco  de  otra  puerta!...  Pero,  mientras 
sigan  alumbrando  los  faroles,  no  se  moverá 
sin  que  yo  no  lo  note  desde  aquí... 

En  esto  vi  aparecer  aun  sereno  por  la  calle 
del  Caballero  de  Gracia,  y  lo  llamé  sin  des- 
viarme de  mi  sitio:  díjele,  para  justificar  la 
llamada  y  excitar  su  celo,  que  en  la  calle  de 
Jardines  había  un  hombre  vestido  de  mujer: 
que  entrase  en  dicha  calle  por  la  de  Peligros, 
á  la  cual  debía  dirigirse  por  la  de  la  Aduana; 
que  yo  permanecería  quieto  en  aquella  otra 
salida,  y  que,  con  tal  medio  no  podría  esca- 
pársenos el  que  á  todas  luces  era  un  ladrón  ó 
un  asesino. 

Obedeció  el  sereno;  tomó  por  la  calle  de  la 
Aduana,  y,  cuando  yo  \í  avanzar  su  farol  por 
el  otro  lado  <!<•  la  de  Jardines,  penetré  también 
en  ella  ic;, licitamente. 

Pronto  nos  reunimos  en  su  promedio,  sin 
que  ni  el  uno  ni  el  i.lio  luilm ■■  <  RlOfl  tüO >nl va- 
do I  nadie,  a  pe  .iv  df  l¡.il>";  regil  trado  puerta 
por  puerta. 


LA    MUJER    ALTA  139 

— Se  habrá  metido  en  alguna  casa... — dijo 
el  sereno. 

—  ¡Eso  será!  —  respondí  yo,  abriendo  la 
puerta  de  la  mía,  con  firme  resolución  de  mu- 
darme á  otra  calle  al  día  siguiente. 

Pocos  momentos  después  hallábame  den- 
tro de  mi  cuarto  tercero,  cuyo  picaporte  lle- 
vaba también  siempre  conmigo,  á  fin  de  no 
molestar  á  mi  buen  criado  José. 

¡Sin  embargo,  éste  me  aguardaba  aquella 
noche! — ¡Mis  desgracias  del  15  al  16  de  No- 
viembre no  habían  concluido! 

— ¿Qué  ocurre? — le  pregunté  con  extrañeza. 

—  Aquí  ha  estado  (me  respondió  visible- 
mente conmovido),  esperando  á  V.  desde  las 
once  hasta  las  dos  y  media,  el  señor  coman- 
dante Falcón,  y  me  ha  dicho  que,  si  venía  V. 
á  dormir  á  casa,  no  se  desnudase,  pues  él  vol- 
vería al  amanecer... 

Semejantes  palabras  me  dejaron  frío  de  do- 
lor y  espanto,  cual  si  me  hubieran  notificado 
mi  propia  muerte...  —  Sabedor  yo  de  que  mi 
amadísimo  padre,  residente  en  Jaén,  padecía 
aquel  invierno  frecuentes  y  peligrosísimos  ata- 
ques de  su  crónica  enfermedad,  había  escrito 
á  mis  hermanos  que,  en  el  caso  de  un  repen- 
tino desenlace  funesto,  telegrafiasen  al  co- 
mandante Falcón,  el  cual  me  daría  la  noticia 
de  la  manera  más  conveniente... — ¡No  me  ca- 


140  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

bía,  pues,  duda  de  que  mi  padre  había  falle- 
cido! 

Sentéme  en  una  butaca  á  esperar  el  día  y  á 
mi  amigo,  y  con  ellos  la  noticia  oficial  de  tan 
grande  infortunio,  y  ¡Dios  solo  sabe  cuánto 
padecí  en  aquellas  dos  horas  de  cruel  expecta- 
tiva, durante  las  cuales  (y  es  lo  que  tiene  rela- 
ción con  la  presente  historia)  no  podía  sepa- 
rar en  mi  mente  tres  ideas  distintas,  y  al  pa- 
recer heterogéneas,  que  se  empeñaban  en  for- 
mar monstruoso  y  tremendo  grupo:  mi  pérdida 
al  juego,  el  encuentro  con  la  mujer  alta  y  la 
muerte  de  mi  honrado  padre! 

A  las  seis  en  punto  penetró  en  mi  despa- 
cho el  comandante  Falcón,  y  me  miró  en  si- 
lencio... 

Arrójeme  en  sus  brazos,  llorando  desconso- 
ladamente, y  él  exclamó  acariciándome: 

—  ¡  Llora,  sí,  hombre!  ¡llora! — ¡Y  ojalá  ese 
dolor  pudiera  sentirse  muchas  veces! 


IV. 


—Mi   amigo  Telesforo  (continuó  Gabriel, 
después  que  httbo  aparado  otro  vaso  de  vino) 

; •  1  mi >n  11  un  momento  al  llegar  áeste 
posto,  y  luego  prosiguió  en  los  términos  si- 

— Si  mi  historia  terminara  aquí,  acaso  no 


LA   MUJER    ALTA  141 

encontrarías  nada  de  extraordinario  ni  sobre- 
natural en  ella,  y  podrías  decirme  lo  mismo 
que  por  entonces  me  dijeron  dos  hombres  de 
mucho  juicio  á  quienes  se  la  conté:  que  cada 
persona  de  viva  y  ardiente  imaginación  tiene 
su  terror  pánico;  que  el  mío  eran  las  trasno- 
chadoras solitarias,  y  que  la  vieja  de  la  calle 
de  Jardines  no  pasaría  de  ser  una  pobre  sin 
casa  ni  hogar,  que  iba  á  pedirme  limosna 
cuando  yo  lancé  el  grito  y  salí  corriendo,  ó 
bien  una  repugnante  Celestina  de  aquel  barrio, 
no  muy  católico  en  materia  de  amores... 

También  quise  creerlo  yo  así;  también  lo 
llegué  á  creer  al  cabo  de  algunos  meses;  no 
obstante  lo  cual,  hubiera  dado  entonces  años 
de  vida  por  la  seguridad  de  no  volver  á  en- 
contrarme á  la  mujer  alta. —  ¡En  cambio,  hoy 
daría  toda  mi  sangre  por  encontrármela  de 
nuevo! 

— ¿Para  qué? 

— ¡Para  matarla  en  el  acto! 

— No  te  comprendo... 

— Me  comprenderás  si  te  digo  que  volví  á 
tropezar  con  ella  hace  tres  semanas,  pocas  ho- 
ras antes  de  recibir  la  nueva  fatal  de  la  muer- 
te de  mi  pobre  Joaquina... 

— Cuéntame...  cuéntame... 

— Poco  más  tengo  que  decirte.  — Eran  las 
cinco  déla  madrugada:  volvía  yo  de  pasar  la 


I42  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

última  noche,  no  diré  de  amor,  sino  de  amar- 
guísimos lloros  y  desgarradora  contienda,  con 
mi  antigua  querida  la  viuda  de  T...,  de  quien 
érame  ya  preciso  separarme,  por  haberse  pu- 
blicado mi  casamiento  con  la  otra  infeliz,  á 
quien  estaban  enterrando  en  Santa  Águeda  á 
aquella  misma  hora! 

Todavía  no  era  día  completo;  pero  3ra  cla- 
reaba el  alba  en  las  calles  enfiladas  hacia 
Oriente.  Acababan  de  apagar  los  faroles,  y  ha- 
bíanse retirado  los  serenos,  cuando  al  irá  cor- 
tar la  calle  del  Prado,  ó  sea  á  pasar  de  una 
á  otra  sección  de  la  calle  del  Lobo,  cruzó  por 
delante  de  mí,  como  viniendo  de  la  plaza  de 
las  Cortes  y  dirigiéndose  á  la  de  Santa  Ana,  la 
espantosa  mujer  de  la  calle  de  Jardines. 

No  me  miró,  y  creí  que  no  me  había  visto... 
— Llevaba  la  misma  vestimenta  y  el  mismo 
abanico  que  liare  tres  años... —  ¡Mi  azoramien- 
to  y  cobardía    turrón  n,.i\<>irs  que    nunca!  — 

Corté  rapidíaimtmente  la  calle  del   Prado, 

luego  que  1  Ha  PASÓ,  l>i<'il  que  sin  quitaile  OJO, 

para  asegurarme  que  no  volvía  la  cabeza;  y, 

cuando  hulx-  peni  liado  <u   la   oda    sección  de 

la  calle  del  Lobo,  re*  piré  como  si  acabara  de 
pasar  á  nado  una  impetuosa  corriente,  y  apre¿ 
turé  de  nuevo  mi  man  ha  liana  acá,  con  más 

regocijo  que  miedo,  pues  consideraba  vencida 
y  anulada  á  la  odiosa  bi  uja  Bfl  <l  mero  hecho 


LA    MUJER    ALTA  I43 

de  haber  estado  tan  próximo  de  ella  sin  que 
me  viese... 

De  pronto,  y  cerca  ya  de  esta  mi  casa,  aco- 
metióme como  un  vértigo  de  terror,  pensando 
en  si  la  muy  taimada  vieja  me  habría  visto  y 
conocido;  en  si  se  habría  hecho  la  desenten- 
dida para  dejarme  penetrar  en  la  todavía  os- 
cura calle  del  Lobo  y  asaltarme  allí  impune- 
mente; en  si  vendría  tras  de  mí;  en  si  ya  la 
tendría  encima... 

Vuélvome  en  esto...  ¡y  allí  estaba!  ¡Allí,  á 
mi  espalda,  casi  tocándome  con  sus  ropas, 
mirándome  con  sus  viles  ojuelos,  mostrándo- 
me la  asquerosa  mella  de  su  dentadura,  aba- 
nicándose irrisoriamente,  como  si  se  burlara 
de  mi  pueril  espanto!... 

Pasé  del  terror  á  la  más  insensata  ira,  á  la 
furia  salvaje  de  la  desesperación,  y  arrójeme 
sobre  el  corpulento  vejestorio;  tirólo  contra  la 
pared,  echándole  una  mano  á  la  garganta;  y 
con  la  otra  ¡qué  asco!  póseme  á  palpar  su 
cara,  su  seno,  el  lío  ruin  de  sus  cabellos  ru- 
cios, hasta  que  me  convencí  juntamente  de 
que  era  criatura  humana  y  mujer... 

Ella  había  lanzado  entre  tanto  un  aullido 
ronco  y  agudo  al  propio  tiempo,  que  me  pa- 
reció falso,  ó  fingido,  como  expresión  hipócri- 
ta de  un  dolor  y  de  un  miedo  que  no  sentía, 
y  luego  exclamó,  haciendo  como  que  lloraba, 


144  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

pero  sin  llorar;  antes  bien  mirándome  con  ojos 
de  hiena: 

— ¿Por  qué  la  ha  tomado  V.  conmigo? 

Esta  frase  aumentó  mi  pavor  y  debilitó  mi 
cólera. 

—  ¡Luego  V.  recuerda  (grité)  haberme  visto 
en  otra  parte! 

—  ¡Ya  lo  creo,  alma  mía!  (respondió  sardó- 
nicamente) ¡la  noche  de  San  Eugenio,  en  la 
calle  de  Jardines,  hace  tres  años!... 

Sentí  frío  dentro  de  los  tuétanos. 

— Pero  ¿quién  es  V.?  (le  dije  sin  soltarla). 
¿Por  qué  corre  detrás  de  mí?  ¿Qué  tiene  V. 
que  ver  conmigo? 

— Yo  soy  una  débil  mujer...  (contestó  dia- 
bólicamente.)— ¡  V.  me  odia  y  me  teme  sin  mo- 
tivo!...— Y,  sino,  dígame  V.,  señor  caballero; 
¿por  qué  se  asustó  de  aquel  modo  la  primera 
vez  que  me  vio? 

—  ¡Porque  l;i  aborrezco  á  V.  desde  que  na- 
cí! [Porque  ea  V.  el  demonio  de  mi  vida! 

—  ¡I  )e  nio  lo  que  V.  me  conocía  hace  mucho 
tiempo?  -jPoea  mira,  lujo,  yo  también  á  tí! 

— ¡Usted  me  conocía! — ¿Deade  cuándo? 

—  ¡Desde    antes   que   naeier.is! — Y,  cuando 

]>.i  ai  junto  ¡i  mí  liace  lr<  s  anos,  me  dije 
i  mi:. nía:  —  l/£Mf  ($!* 

—  Pero  ¿quién  soy  yo  para  V.?  ¿Quién  esV. 
para  mí? 


LA   MUJER    ALTA  145 

— ¡El  demonio!  —  respondió  la  vieja,  escu- 
piéndome en  mitad  de  la  cara,  librándose  de 
mis  manos  y  echando  á  correr  velocísimamen- 
te,  con  las  faldas  levantadas  hasta  más  arriba 
de  las  rodillas  y  sin  que  sus  pies  moviesen 
ruido  alguno  al  tocar  la  tierra... 

¡Locura  intentar  alcanzarla!... — Además, 
por  la  Carrera  de  San  Jerónimo  pasaba  ya  al- 
guna gente  y  por  la  calle  del  Prado  también. 
— Era  completamente  de  día. — La  viujer  alta 
siguió  corriendo,  ó  volando,  hasta  la  calle  de 
las  Huertas,  alumbrada  ya  por  el  sol;  paróse 
allí  á  mirarme;  amenazóme  una  y  otra  vez  es- 
grimiendo el  abaniquillo  cerrado,  y  desapa- 
reció detrás  de  una  esquina... 

¡Espera  otro  poco,  Gabriel!  ¡No  falles  to- 
davía este  pleito  en  que  se  juegan  mi  alma  y 
mi  vida!  —  ¡Óyeme  dos  minutos  más! 

Cuando  entré  en  mi  casa,  me  encontré  con 
el  coronel  Falcón,  que  acababa  de  llegar  para 
decirme  que  mi  Joaquina,  mi  novia,  toda  mi 
esperanza  de  dicha  y  ventura  sobre  la  tierra, 
había  muerto  el  día  anterior  en  Santa  Águeda! 
— El  desgraciado  padre  se  lo  había  telegrafia- 
do á  Falcón  para  que  meló  dijese...  ¡á  mí, 
que  debí  haberlo  adivinado  una  hora  antes,  al 
encontrarme  al  demonio  de  mi  vida! — ¿Com- 
prendes ahora  que  necesito  matar  á  la  enemiga 
innata  de  mi  felicidad,  á  esa  inmunda  vieja, 

tomo  ni  10 


146  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

que  es  como  el  sarcasmo  viviente  de  mi  des- 
tino? 

Pero  ¿qué  digo  matar? — ¿Es  mujer? ¿Es  cria- 
tura humana? — ¿Por  qué  la  he  presentido  desde 
que  nací?  ¿Por  qué  me  reconoció  al  verme?  ¿Por 
qué  no  se  me  presenta,  sino  cuando  me  ha  su- 
cedido alguna  gran  desdicha?  —  ¿Es  Satanás? 
¿Es  la  Muerte?  ¿Es  la  Vida?  ¿Es  el  Antecristo? 
—  ¿Quién  es?  ¿Qué  es?... 


V. 


Os  hago  gracia,  mis  queridos  amigos  (con- 
tinuó Gabriel),  de  las  reflexiones  y  argumen- 
tos que  emplearía  yo  para  ver  de  tranquilizar 
á  Telesforo,  pues  son  los  mismos,  mismísi- 
mos, que  estáis  vosotros  preparando  ahora 
demostrarme  que  en  mi  historia  no  pasa 
Dada  sobrenatural  ó  sobrehumano... — Vos- 
otros diréis  más:  vosotros  diréis  que  mi  ami- 
go estaba  medio  Loco;  que  Lo  estuvo  siempre; 
quej  cuando  menoSi  padecía  la  enfermedad 
moral  llamada  pOf  unos  terror  pánico  y  por 
otros  deliiii'  tmoHvo\  que,  aun  siendo  verdad 
todo  lo  que  referís  acerca  de  Is  mujer  sita, 

habría  que   ati  ibuii  ucius    casuales 

de  fochas  y  accidentes;  y,  en  Un,  que  aquella 


LA   MUJER   ALTA  1 47 

pobre  vieja  podía  también  estar  loca,  ó  ser 
una  ratera,  ó  una  mendiga,  ó  una  zurcidora 
de  voluntades,  como  se  dijo  á  sí  propio  el  hé- 
roe de  mi  cuento  en  un  intervalo  de  lucidez  y 
buen  sentido... 

—  ¡Admirable  suposición!  (exclamaron  los 
camaradas  de  Gabriel  en  variedad  de  formas). 
¡Eso  mismo  íbamos  á  contestarte  nosotros! 

— Pues  escuchad  todavía  unos  momentos, 
y  veréis  que  yo  me  equivoqué  entonces,  como 
vosotros  os  equivocáis  ahora.  —  ¡El  que  des- 
graciadamente no  se  equivocó  nunca  fué  Te- 
lesforo!  —  ¡Ah!  ¡es  mucho  mas  fácil  pronunciar 
la  palabra  «locura,»  que  hallar  explicación  á 
ciertas  cosas  que  pasan  en  la  tierra! 

—¡Habla!  ¡habla! 

— Voy  allá;  y  esta  vez,  por  ser  ya  la  última, 
reanudaré  el  hilo  de  mi  historia  sin  beberme 
antes  un  vaso  de  vino. 


VI. 


A  los  pocos  días  de  aquella  conversación 
con  Telesforo,  fui  destinado  á  la  provincia  de 
Albacete  en  mi  calidad  de  ingeniero  de  Mon- 
tes; y,  no  habían  trascurrido  muchas  semanas, 
cuando  supe,  por  un  contratista  de  obras  pú- 


I48  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

blicas,  que  mi  infeliz  amigo  había  sido  ataca- 
do de  una  horrorosa  ictericia;  que  estaba  en- 
teramente verde,  postrado  en  un  sillón,  sin 
trabajar  ni  querer  ver  á  nadie,  llorando  de 
día  y  de  noche  con  inconsolable  amargura,  y 
que  los  médicos  no  tenían  ya  esperanza  algu- 
na de  salvarlo. — Comprendí  entonces  por  qué 
no  contestaba  á  mis  cartas,  y  hube  de  reducir- 
me á  pedir  noticias  suyas  al  coronel  Falcón, 
que  cada  vez  me  las  daba  más  desfavorables  y 
tristes... 

Después  de  cinco  meses  de  ausencia,  regre- 
sé á  Madrid  el  mismo  día  que  llegó  el  parte 
telegráfico  de  la  batalla  de  Tetuan... —  Me 
acuerdo  como  de  lo  que  hice  ayer. — Aquella 
noche  compré  la  indispensable  Correspondencia 
de  España,  y  lo  primero  que  leí  en  ella  fue  la 
noticia  de  que  Telesforo  había  fallecido,  y  la 
invitación  á  su  entierro  para  la  mañana  si- 
guiente. 

Comprenderéis  que  no  falté  á  la  triste  ce- 
remonia.—  Al  llegar  al  cementerio  de  San 
Luis,  á  donde  fui  en  uno  de  los  coches  más 
nnos  al  carro  fúnebre,  llamó  mi  atención 
una  mojar  dd  puebk>i  vieja  y  niuv  alta,  que 
se  reía  impíamente  al  ver  bajar  d  Icietro,  y 
que  luego  se  colocó  en  ademán  de  triunfo  de- 

lanta  da  loa  anterradoree,  leftalándoiei  con  on 

abanico  muy  pequeño  la  galería  que  debían 


LA    MUJER   ALTA  1 49 

seguir  para  llegar  á  la  abierta  y  ansiosa  tum- 
ba... 

A  la  primera  ojeada  reconocí,  con  asombro 
y  pavura,  que  era  la  implacable  enemiga  de 
Telesforo,  tal  y  como  él  me  la  había  retratado, 
con  su  enorme  nariz,  con  sus  infernales  ojos, 
con  su  asquerosa  mella,  con  su  pañolejo  de 
percal  y  con  aquel  diminuto  abanico,  que  pa- 
recía en  sus  manos  el  cetro  del  impudor  y  de 
la  mofa... 

Instantáneamente  reparó  en  que  yo  la  mira- 
ba, y  fijó  en  mí  la  vista  de  un  modo  particular, 
como  reconociéndome,  como  dándose  cuenta 
de  que  yo  la  reconocía,  como  enterada  de  que 
el  difunto  me  había  contado  las  escenas  de  la 
calle  de  Jardines  y  de  la  del  Lobo,  como  de- 
■■sanándome,  como  declarándome  heredero  del 
odio  que  había  profesado  á  mi  infortunado 
amigo... 

Confieso  que  entonces  mi  miedo  fué  supe- 
rior á  la  maravilla  que  me  causaban  aquellas 
nuevas  coincidencias  ó  casualidades. — Veía  pa- 
tente que  alguna  relación  sobrenatural,  ante- 
rior á  la  vida  terrena,  había  existido  entre  la 
misteriosa  vieja  y  Telesforo;  pero,  en  tal  mo- 
mento, solo  me  preocupaba  mi  propia  vida, 
mi  propia  alma,  mi  propia  ventura,  que  corre- 
rían peligro  si  llegaba  á  heredar  semejante  in- 
fortunio. . . 


I5O  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

La  mujer  alta  se  echó  á  reir  y  me  señaló  igno- 
miniosamente con  el  abanico,  cual  si  hubiese 
leído  en  mi  pensamiento  y  denunciase  al  pú- 
blico mi  cobardía... — Yo  tuve  que  apoyarme 
en  el  brazo  de  un  amigo  para  no  caer  al  suelo, 
y  entonces  ella  hizo  un  ademán  compasivo  ó 
desdeñoso,  giró  sobre  los  talones  y  penetró  en 
el  Campo  Santo,  con  la  cabeza  vuelta  hacia 
mí,  abanicándose  y  saludándome  á  un  propio 
tiempo,  y  contoneándose  entre  los  muertos 
con  no  sé  qué  infernal  coquetería,  hasta  que, 
por  último,  desapareció  para  siempre  en  aquel 
laberinto  de  patios  y  columnatas  llenos  de 
tumbas... 

Y  digo  fara  sinn/te,  porque  han  pasadoquin- 
ce  años  y  no  he  vuelto  á  verla... — Si  era  cria- 
tura humana,  ya  debe  de  haber  muerto;  y  si 
no  lo  era,  tengo  la  seguridad  de  que  me  ha 
desdeñado... 

Conque  ¡vamos  f  !  ¡Decidme  vues- 

tra opinión  acerca  de  lan  curiosos  hechos! — 
¿Los  consideráis  todavía  naturales? 

Ocioso  fuera  qur  yo,  el  autor  del  cuento  ó 
sucedido  que  acabáis  de  leer,  estampase  aquí 
las  contestaciones  que  dieron  a  (íabiicl  sus 
<  ompafteros  y  ami  to  que,  al  Hn  y  á 

la  postre,  cada  lector  habrá1  de  juzgar  el  caso 
según  sus  pn  ,  as.t. 


LA    MUJER    ALTA  151 

Prefiero,  por  consiguiente,  hacer  punto  final 
en  este  párrafo,  no  sin  dirigir  el  más  cariñoso 
y  expresivo  saludo  á  cinco  de  los  seis  expe- 
dicionarios que  pasaron  juntos  aquel  inolvida- 
ble día  en  las  frondosas  cumbres  del  Guada- 
rrama. 

Valdemoro  25  de  Agosto  de  1881. 


^10 


LOS  SEIS  VELOS. 


LOS  SEIS  VELOS. 


A    AGUSTÍN    BONNAT. 


(prólogo  y  dedicatoria.) 


ace  algún  tiempo  que  mi  amigo  Ra- 
fael y  yo,  más  enamorados  de  la 
muerte  que  de  la  vida,  dimos  un  lar- 
go paseo  por  el  mar,  á  las  altas  horas 
de  una  tranquila  noche  de  verano,  sin  otra 
compañía  que  la  implacable  luna,  y  rigiendo 
por  nosotros  mismos  un  barquichuelo  del  ta- 
maño de  un  ataúd. 

Cansados  de  remar,  y  extáticos  ante  la  so- 
lemne calma  de  la  naturaleza,  acabamos  por 
abandonar  el  bote  á  merced  de  las  olas,  con- 
fiando en  la  mansedumbre  con  que  lo  acari- 
ciaban, ó  más  bien  en  nuestra  mala  suer- 
te, que  parecía  decidida  á  no  ayudarnos  á 
morir. 

Rafael  había  cantado  una  patética  barcarola, 
cuya  letra  decía  de  este  modo: 


I56  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Boga,  boga,  sin  recelo, 
del  remo  al  impulso  blando, 
como  las  almas  bogando 
van  desde  la  tierra  al  cielo. 

Boga,  que  el  viento  no  zumba, 
y  la  mar  se  duerme  en  calma; 
boga,  como  boga  el  alma 
desde  la  cuna  á  la  tumba. 

Esta  sencilla  canción  había  aumentado  la 
tristeza  que  nos  devoraba;  tristeza  que  en  él 
era  ingénita  ó  consustancial,  y  que  á  mí  me 
habían  comunicado  los  libros  románticos,  al- 
gunos hombres  sin  creencias  y  las  esquiveces 
de  la  fortuna... 

— Rafael...  (exclamé  de  pronto).  Tú  debes 
de  haber  tenido  algún  amor  desgraciado... 

Rafael  no  era  comunicativo.  En  otra  cual- 
quier circunstancia  habría  eludido  la  respues- 
ta. Pero,  en  aquella  situación  culminante,  mi 
interpelación  fué  como  la  ruptura  de  un  dique. 

— Escucha.» — dijo. 

Y  un-  contó  ana  historia  incoherente!  inex- 
plicable, tan  origina]  cuino  melancólica. 

|E1  desgraciado  había  pasado  la  vida  cor- 
riendo  tras  un  celaje  de  amor,  que  se  desva- 
lentamt  Qtfl  ante  sus  ojos,  dejándole  el 
alma  llena  de  amai;;nia!... 

Acabo  de  saber  que  mi  amigo  ha  muerto. 

Su  bii  toria,  dormids  en  lo  profundo  de  mi 
lo  a  la  luperfície. 


LOS   SEIS   VELOS  1 57 

Y,  sin  vacilar,  he  cogido  la  pluma. 

Esta  es  la  historia  de  la  historia  que  te  de- 
dico. 

Recíbela  como  mía  para  tí...,  sin  parar 
mientes  en  el  juicio  de  los  profanos. 

No  te  digo  más. 

Pedro. 


I58  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 


PRIMERA   PARTE. 


EL  VELO  BLANCO. 


I. 


HABLA    RAFAEL. 

¿Por  qué  estaba  30  triste  á  los  diez  y  ocho 
años? 

Todo  me  sonreía.  Era  rico;  pertenecía  á  la 
familia  más  ilustre  de  mi  pueblo;  amábanme 
mis  padres;  había  sido  dotado  por  Dios  de  un 
alma  entusiasta;  adoraba  lo  bello  y  lo  grande, 
y  todo  era  bello  y  grande  para  mí  en  la  tierra 
y  en  el  espacio... 

La  muerte  del  día,  el  amanecer  de  la  luna, 

los  rumore    da]  < ■ampo  que  me  vio  nacer,  los 

himnos  amorosos  qtM  procedan  al  sol  por  la 

la,  al  variado  aroma  de  las  flores; 

todo  hablaba  á  mi  corazón ...  Pero  jay!  su  len- 

ara  triste,  desconsolador,  como  la  me- 

i  lo... 


LOS   SEIS   VELOS  159 

¡Lloraba  yo!  ¿Porqué? 

¿Era  el  sufrimiento  mi  predestinación?  ¿Tra- 
je en  mi  alma  el  germen  de  la  melancolía? 
¿Había  sellado  Dios  mi  frente  con  la  marca 
de  un  dolor  indefinible,  excepcional,  privile- 
giado? 

¿Por  qué  no  era  yo  como  los  demás  hom- 
bres? ¿Por  qué  mi  disgusto  hacia  las  cosas  que 
ellos  amaban  tanto?  ¿Por  qué  mi  aislamiento 
sobre  la  tierra?  ¿Qué  deseaba  yo?  ¿Qué  nece- 
sitaba? ¿Qué  aristocracia  de  seres  representa- 
ba en  la  vida?  ¿Era  yo  más  ángel  ó  más  de- 
monio que  el  resto  de  la  humanidad?  ¿Cuál 
era  mi  gerarquía? — Degradación  ó  preeminen- 
cia, jyo  la  aborrecía,  yo  la  rechazaba! — Ser 
como  todos  era  mi  constante  deseo...  ¡Había 
en  mí  una  superabundancia  de  vida  que  me 
agobiaba! — ¿Qué  crimen  había  yo  cometido 
antes  de  nacer,  para  que  se  me  impusiera  aquel 
tormento  extraordinario?  ¿Qué  premio,  más 
alto  que  el  de  los  demás,  me  esperaba  á  mí, 
en  pago  de  tan  incesante  martirio?  —  ¡Ah! 
¡Cuánto  me  odiaba! 

En  esta  situación  decidí  viajar,  á  fin  de  es- 
parcir mi  alma  por  el  universo,  y  dejar  en  ca- 
da horizonte  una  cantidad  de  pensamiento  y 
de  melancolía. 


1 6o  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

II. 

Á  AGUSTÍN  BONNAT. 

— Agustín,  ¿cómo  se  llama  la  enfermedad 
que  sufría  mi  amigo? 

— Celibato  intelectual,  moral  y  físico. 

— ¿Qué  lo  produce? 

— El  demasiado  talento,  madurado  precoz- 
mente en  la  soledad,  ó  sea  en  compañía  de 
tontos  y  de  necios. 

— ¿Cómo  se  cura? 

— Con  tres  mujeres:  primero  una  coqueta; 
luego,  un  ángel  que  se  muera  amándole;  y, 
por  último,  una  mujer  que  se  haga  amar. 

— ¿Qué  le  pasa,  si  carece  de  las  tres? 

—  I C 1  paciente  sucumbe  al  dolor  de  estó- 
mago. 

— ¿Y  si  sólo  halla  la  coqueta? 

— Se  su¡< 

— ¿Y  sida  con  el  ángel,  y  el  ángel  no  se 
muere? 

— Se  casa;  se  aburre  más  que  de  soltero; 
del  ángel  un  demonio,  y  revienta  de  una 
plétOn  dfl  vino. 

— ¿Y  si  halla  á  la  mujer  amable  y  amanda 
antes  que  á  las  otras? 

— No  li  de  ella,  ni  la  comprende... 


LOS    SEIS    VELOS  l6l 

— ¿Y  si  llega  el  ángel  antes  que  la  coqueta? 

— El  enfermo  muere  á  manos  de  su  presun- 
to suegro. 

— ¿Y  si  tropieza  con  la  mujer  amamla,  des- 
pués de  salir  de  manos  de  la  coqueta,  y  antes 
de  ver  morir  al  ángel? 

— Entonces  pagan  justos  por  pecadores. 

— Pues  bien,  Agustín;  Rafael  se  libró  de 
todo  eso,  porque  no  encontró  á  ninguna  de 
las  tres... 

— ¿Qué  mujer  halló  entonces? 

—  ¡A  las  tres  resumidas  en  una  sola! — To- 
tal, ¡nada! 

— Es  decir,  una  sal  neutra...  —  ¡Desgraciado 
Rafael! 

— Tu  dixisti. 


III. 


DE  AGUSTÍN  BONNAT. 

Aquí  se  me  hace  indispensable  advertir  al 
lector,  que  cuando  habla  Agustín  Bonnat,  no 
es  por  cuenta  suya. 

Lo  que  él  dice  lo  digo  yo. 

Y  no  puede  ser  de  otro  modo,  supuesto  que 
nos  separan  trescientas  cincuenta  leguas,  par- 
te de  ellas  de  monarquía  española,  y  parte  de 
imperio  francés. 

TOMO  III  II 


1 62  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Porque  estoy  en  París;  en  el  París  de  Al- 
fonso Karr;  en  la  residencia  del  gran  maestro 
de  este  nuevo  género  de  literatura  que  Agus- 
tín y  )'o  nos  hemos  propuesto  cultivar  desafo- 
radamente, hasta  que  nuestros  lectores  pier- 
dan el  juicio.-.. 

IV. 

SIGUE    RAFAEL. 

La  primera  vez  que  la  vi,  fué  al  rayar  el 
alba  de  un  día  de  Enero. 

Cruzaba  yoá  caballo  la  antigua  villa  de  ***, 
sin  pensar  en  detenerme  en  ella. — Había  en- 
trado por  una  puerta  para  salir  por  la  otra  y 
continuar  mi  camino. 

Te  he  dicho  que  amanecía. 

Los  ruidosos  pasos  de  mi  caballo  turbaban 
Bolamente  la  quietud  de  la  dormida  po- 
blación. 

iba  mirando  á  los  cerrados  balcones,  sa- 
ludando con  la  imaginación  á  todos  aquellos 
seres  desconocidos  que  dejaba  detrás  de  mí,  y 
que  suponía  i  ntregados  al  sueño;  6  bien  pensa- 
bt  ''o  queseguirían  viviendo allírutinariamente 

más  <  afiOS»  sin  noticia   alguna  de   que 

yo  había  pasado  una  mañana  poi  delante  de 

;  hasta  que  la  Munle  los  obliga- 
se A  viajar  también  á  ellos,  de  quienes  al  cabo 


LOS    SEIS    VELOS  163 

de  cierto  tiempo  tampoco  tendrían  noticia,  ó 
memoria,  los  nuevos  habitadores  de  sus  ho- 
gares... 

De  pronto  vi  moverse  las  blancas  cortinillas 
de  un  balcón,  levantadas  por  linda  mano  que 
parecía  de  marfil,  y  luego  divisé  una  cabeza 
despeinada  y  curiosa  que  se  pegaba  á  los  cris- 
tales para  verme  pasar... 

Detuve  mi  caballo. 

Erase  una  hermosísima  joven,  de  diez  y 
siete  á  diez  y  ocho  años,  blanca  como  la  nieve. 
Anchos  bucles  de  cabellos  negros  encerraban 
unas  facciones  correctas  y  delicadas,  de  pureza 
encantadora.  Sus  ojos,  negros  también,  tenían 
aquella  mirada  tranquila  que  hace  meditar  al 
hombre  en  quien  se  detiene,  y  sus  labios  os- 
tentaban cierto  orgulloso  desdén,  propio  de 
las  clases  mimadas  por  la  fortuna... 

Mal  hice  en  detener  mi  caballo...,  y  muy 
mal  también  en  saludar  á  la  gentil  madru- 
gadora... 

Ella  no  me  contestó;  pero  tampoco  dio  se- 
ñales, de  enojo,  de  turbación,  de  burla  ni  de 
complacencia... 

Limitóse  á  dejar  caer  la  cortinilla,  ocul- 
tándose á  mi  atrevida  mirada,  y  yo  me  alejé 
más  triste  que  nunca... 

Medita  en  este  encuentro. 


164  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

Si  yo  hubiera  tropezado  con  una  mujer  se- 
mejante en  cualquier  gran  población,  induda- 
blemente me  habría  sorprendido  su  rara  belle- 
za; pero  al  cabo  de  un  minuto  la  habría  olvi- 
dado... Mas  encontrármela  al  cruzar  por  una 
aldea,  al  amanecer,  y  como  sola  en  el  mundo; 
perderla  al  encontrarla;  verla  morir  para  mi 
vida,  cuando  mi  amor  podía  haber  nacido 
para  ella;  dejarla  así  entregada  á  un  destino 
en  que  yo  nunca  influiría;  sospechar  que  de- 
trás de  mí  vendí ía  otro  hombre  y  se  haría 
dueño  de  su  corazón;  pensar  en  que  ella  acaso 
me  hubiera  dado  la  ventura,  y  en  que  yo  había 
pasado  á  su  lado  sin  demandársela...  ¡esto  era 
ya,  para  mi  melancolía,  casi  una  pasión  malo- 
grada por  la  fatalidad! 

Así  ítlé  que  súbitamente  sentí  laitoraimin.ics, 

como  si  hubiera  hecho  mal  en  no  quedarme 

en  aquella  villa;  ;no  si  acabara  de 

1  a  una  amiga  ds  mi  infancia;  celos,  como 

si  aquella  nifta   me    hubiera  jurado  eterno 

anuir;   y  amOf,  cuino  si  en  el  minuto  que  había 

lola  Be  hubiese  detenido  mi  exis- 

inera  «ir  un  reloj  que  se  para..  • 

Todo  el  tlía  y  <1  siguiente;  «    decir,  todo  el 

viaje,  luí  pensando  en  mi  apaiie.ión. 

taba  levantada  á 
Ha  hora?  ¿Esperaba  á  su  amante?  ¿Acaba- 

él? 


LOS    SEIS    VELOS  1G5 

Aquí  me  asaltaban  penosas  ideas:  mi  ima- 
ginación se  trazaba  cuadros  desesperadores: 
la  envidia  me  roía  el  alma. 

¿Había  reparado  en  mí?  ¿Me  recordó  en  el 
resto  del  día?  ¿Creó  hipótesis  sobre  mi  destino, 
«orno  yo  acerca  del  suyo? 

¡Ya  ves  hasta  qué  punto  era  yo  loco  en 
aquel  tiempo! — Por  lo  demás,  hazte  cargo  de 
-que  las  emociones  que  intento  traducirte  con 
palabras,  son  de  aquellas  que  el  juicio  persi- 
gue inútilmente,  ó  que  no  pueden  ser  aprisio- 
nadas en  el  molde  de  un  concepto.  De  las 
verdades  que  se  sienten  y  no  se  explican,  es 
«na  la  historia  que  estoy  contando... 

Hoy  mismo  creo  aún  distinguir  el  rostro  de 
aquella  niña,  entre  el  blanco  tul  de  las  corti- 
nillas del  balcón,  y  lloro,  lo  mismo  que  lloré 
aquella  mañana... 

Como  amanecía,  creí  por  un  momento  que 
era  la  aurora  medio  velada  todavía  en  los  va- 
pores de  la  noche... 

Como  aún  era  algo  de  noche,  la  creí  la  luna, 
pálida  de  celos  al  verse  en  frente  de  la  au- 
rora... 

Y  desde  aquel  día  la  adoré  con  toda  mi 
alma. 


1 66  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

V. 

Á  AGUSTÍN  BONNAT. 

En  este  punto,  mi  querido  Agustín,  pienso 
y  siento  lo  propio  que  mi  infortunado  amigo 
Rafael. 

No  sé  en  qué  consiste  que  los  hombres  de 
cierto  temple  nos  enamoramos  de  la  última 
desconocida  que  vemos  al  paso... 

Tal  vez  sea  por  atormentarnos  á  nosotros 
mismos,  como  el  personaje  de  Terencio. 

¿No  hay  seres  que  sólo  aman  lo  difícil,  lo- 
irrealizable? 

Pues  irrealizable  es  un  deseo,  siempre  fijo 
en  lo  que  ya  ha  quedado  atrás. 

Oye  y  maravíllate. 

Cuando  la  diligencia  en  que  yo  voy  cruza 
al  galope  de  diez  caballos  por  la  calle  de  una 
al  tea  cualquiera,  me  entran  ganas  de  casarme 
con  todas  las  zagalas  que  me  miran  estólida- 
mente. 

—¡Qué  feliz  sería  yo  aquí!  (me  digo  á  cada 
momento).  ¿Dónde  hallaré  otra  mujer  como  esa? 

Y  la  diligencia  corre,  y  el  meteoro  desapare- 
ce... — Pero  me  queda  la  melancolía  en  el  alma. 
lerdo   qua  una  (arde   pasé   por  cierto- 
pueblo  de  la  M.m«  li.i. 


LOS    SEIS    VELOS  1 67 

Era  domingo. 

Yo  no  lo  sabía,  ó  no  lo  recordaba  en  aquel 
instante;  pero  los  cuellos  limpios  de  los  luga- 
reños, y  los  zapatos  de  cordobán  de  las  zaga- 
las, me  hicieron  caer  en  la  cuenta. 

Mediaba  Mayo. 

La  tarde  era  tranquila,  trasparente,  embal- 
samada. 

El  mundo  parecía  un  vasto  diván,  prepara- 
do para  dos  amantes. 

Los  ancianos  labradores  manchegos  pasea- 
ban por  el  campo. 

Los  mozos  se  contoneaban  por  las  esquinas 
con  su  eterno  aire  amenazador. 

Las  muchachas  jugaban,  bailaban,  canta- 
ban, y  se  burlaban  de  nosotros  los  ¡aquilinos 
de  la  diligencia. 

¡Cómo  me  entristeció  aquel  sencillo  cuadro 
de  paz,  de  ignorancia,  de  felicidad  domés- 
tica! 

¡Cómo  envidié  las  almas  estúpidas  de  aque- 
llos aldeanos! 

¡Cómo  amé  á  todas  aquellas  jóvenes  castas, 
devotas  é  inciviles! 

Y,  sin  embargo,  escribo  esta  historia  en  la 
patria  de  Rafael  Valentín,  el  héroe  de  la  Piel 
de  Zapa... 

Desde  mis  balcones  se  ve  el  Puente  Nuevo, 
y  debajo  el  luctuoso  Sena... 


1 68  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Mañana  se  estrena  en  la  Grande  Opera  Las 
vísperas  sicilianas,  última  obra  de  Verdi. 

¿Qué  son  ya  para  mi  corazón  todas  las  za- 
galas de  la  Mancha? 

FÍN  DB    LA    PRIMERA   PARTE. 


COMENTARIO    DEL    AUTOR. 

Amigos  lectores: 

Antes  de  proseguir,  detengámonos  un  mo- 
ta meditar  sobre  la  blancura,  color  ó  an- 
ticolor  que  resalta  en  esta  primera  parte  de 
inj  historia. 

Blanca  ha  sido  nuestra  heroína;  blanco  es  el 
ruó,  estación  en  que  la  hemos  conocido; 
a  es  el  alba,  á  cuya  luz  dudosa  se  han  cea- 
■  >\osgravcs  acontecimientos  que  preceden; 
i     el  velo  á  través  del  cual  ha  visto  Ra- 
fael á  su  desconocida;  pues  no  me  Qegareja 
una  cortinilla  es  un  velo;  en  el  blanco  em- 
I  la  gradación  de  !•  paleta;  blanco  vx:\  todo 
ipe]  que  n.-vo  emborronado  desde  que 
ti  atención,  y  blanca  es  la  inocencia 
que  precede  a  los  amo 

Con    razón,    pues,    se   llama  esta    primen 
parte:  El  vtlo  blanco. 


LOS    SEIS    VELOS  1 69 

Añadiré  ahora,  que  yo  amo  la  blancura. — 
La  amo: 

En  Sierra  Nevada,  paloma  enorme  que  co- 
bija bajo  sus  alas  purísimas  á  Granada  la 
Sarracena; 

En  las  nubes  de  incienso,  que  suben  á  las 
cúpulas  del  templo  católico,  entre  las  armo- 
nías del  órgano  sagrado...  (Por  eso  no  soy 
protestante); 

En  una  media  de  seda,  ó  sea  en  dos; 

En  el  majestuoso  hábito  de  un  fraile  do- 
minico; 

En  la  lana  de  los  corderos  que  se  comen 
la  hierba  de  los  valles; 

En  el  cantar  de  Salomón,  cuando  nos  des- 
cribe las  recónditas  bellezas  de  la  mujer  bien 
amada; 

En  un  limpio  mantel; 

En  una  rabiosa  cascada,  cubierta  de  espuma 
como  un  caballo  indómito; 

En  las  provincias  Vascongadas,  donde  no 
hay  papel  sellado,  sino  blanco  por  excelencia 
i oral; 

En  una  hermosa  dentadura; 

En  la  cabellera  de  un  anciano,  hombre  de 
bien,  que  parece  en  su  casa  una  bendición  de 
Dios; 

En  un  tazón  de  rica  leche,  si  me  lo  sirven 
en  el  campo,  bajo  los  árboles,  al  anochecer; 


170  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

En  un  fantasma...  (¡Creo  en  ellos;  los  he 
visto!); 

En  una  bandera  de  paz,  después  de  largos 
años  de  guerra; 

En  un  día  de  invierno,  cuando  nieva  mu- 
cho, y  yo  estoy  sentado  á  la  chimenea,  viendo 
el  campo  á  través  de  un  cristal,  olvidado  de 
los  pobres  que  se  hallan  sin  pan,  ni  casa,  ni 
trabajo,  ni  abrigo; 

En  un  pañuelo  de  batista  que  me  dice 
¡adiós!  á  lo  lejos,  cuando  doblo  la  esquina  de 
cierta  calle; 

En  una  azucena; 

En  la  vela  latina  que  cruza  los  mares  con 
dirección  á  los  puertos  que  adoro  en  mi 
memoria; 

En  una  bata  de  muselina,  con  una  mujer 
dentro;  sentadas  ambas  á  una  reja,  en  el  mes 
de  Setiembre,  á  media  noche...  Por  eso  soy 
tan  melancólico...  —  (¡El  cólera  no  respetó 
sexo  ni  edad!); 

Bu  la  luz  de  la  luna,  ruando  besa  por  orden 
mía  la  losa  de  un  sepulcro,  del  cual  yo  estoy 

distante; 

una    Inicua  cama,    después  de  un   largo 

en  que  be  bebido  lluvias,  ladronee,  edua- 
Jai  f<  indas; 
1 .11  el  ermiho  del  manto  de  loe  reyes,  sin  el 

,e  (  onfundiiían  con  sus  vasall' 


LOS    SEIS   VELOS  I71 

En  la  blanca-doble,  cuando  hago  dominó  con 
ella; 

En  la  posesión  de  una  blanca,  que,  multipli- 
cada treinta  y  cinco  veces,  me  daría  un  capi- 
tal de  más  de  cien  millones; 

En  el  nombre  de  una  dama  de  Madrid; 

En  un  arma  blanca,  cuando  tengo  miedo, 
celos  ó  ira...  (Por  eso  no  las  llevo  nunca); 

En  toda  conciencia,  así  privada,  como  cu- 
rial, como  política,  como  literaria...  (Este  es 
un  amor  platónico)... 

En  fin,  yo  amo  la  blancura  en  todo  lo  que 
es  puro,  inocente,  candido,  angelical,  virgí- 
neo; en  lo  corpóreo,  en  lo  espiritual,  en  lo 
moral,  en  lo  teórico;  como  color,  como  au- 
sencia de  color,  como  emblema,  como  sím- 
bolo, como  apoteosis,  como  ropa  limpia,  y 
como  albayalde,  que  al  fin  y  al  cabo  es  un 
veneno. 


172  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 


PARTE  SEGUNDA. 


EL  VELO  DE  COLOR  DE  ROSA. 


(Habla  Rafael). — La  segunda  vez  que  la  vi, 
fué  tres  años  después. 

Era  una  hermosa  tarde  de  primavera. 

Paseaba  yo  por  los  alrededores  de  Sevilla, 
solo  aún,  siempre  solo,  con  el  corazón  hen- 
chido de  reconcentradas  ternuras,  todavía  sin 
historia  de  amores,  aunque  más  enamorado 
<jue  nunca  de  mi  aparición. 

Un  año  antes  había  ido  á  buscarla  al  pueblo 
en  que  la  encontré;  pero  ya  DO  estaba  allí,  ni 
nadie  me  dio  razón  de  til  persona. 

La  casa  de  las  cortinillas  blancas  era  un 

parador  de  diligencias,  aunque  en  otros  tiem- 

i  lo   palacio  de  no  sé  que    noble 

familia. 
Sólo  un  criado  del  parador  hizo  memoria 

!••  hube  di  ■    la  lecha  y  el   bal- 

cón   en    que  1  ieid.il,   de  que  era 

soitei.i,  <ic  que  eetuvo  allí  trea  días,  de  que  se 

llamaba  Matilde  y  de  que  viajaba  con  IU  pa- 


LOS    SEIS    VELOS  1 73 

dre,  el  cual  se  vio  obligado  á  hacer  tan  larga 
parada  en  aquella  aldea,  por  resultas  de  una 
enfermedad. 

Desesperé,  pues,  de  volver  á  hallar  á  Ma- 
tilde, y  hasta  sentí  saber  su  nombre,  compren- 
diendo que  éste  me  serviría  únicamente  para 
dar  más  cuerpo  y  violencia  á  la  rara  pasión  que 
iba  tomando  caracteres  de  manía  y  hasta  de 
locura  en  mi  debilitado  cerebro... 

Una  tarde,  digo,  me  paseaba  por  los  alre- 
dedores de  Sevilla,  cuando,  en  cierto  angosto 
y  solitario  camino  rural,  me  alcanzó  un  lujoso 
carruaje,  tirado  por  dos  magníficas  yeguas. 

Mientras  yo  me  apartaba  contra  un  áspero 
seto  para  no  ser  atropellado,  el  coche  tuvo 
que  detenerse;  y,  al  través  del  crista!,  y  junto 
á  una  medio  descorrida  cortinilla  de  color  de 
rosa,  distinguí  un  rostro  bello  y  sonriente  que 
no  podía  confundir  con  ningún  otro... 

¡Era  ella!  ¡Era  Matilde! — ¡Matilde,  sin  noti- 
cia alguna  de  que  yo  sabía  su  nombre,  de  que 
yo  la  amaba,  de  que  su  hermosura  era  mi 
constante  pensamiento  hacía  tres  años! 

Miróme  atentamente,  y  no  sé  si  me  reco- 
noció... 

Yo  me  llevé  la  mano  al  sombrero;  y  aun 
pensaba  ya  en  hacerle  seña  de  que  bajase  el 
cristal,  cuando  de  pronto...  (bien  que  todo 
esto  era  pronto,  rápido,  instantáneo),   observé 


174  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

que  enfrente  de  ella  iba  una  nodriza  con  un 
niño  en  brazos... 

Quédeme  frío,  insensato,  estúpido...;  y, 
cuando  llegué  á  dominar  en  parte  mi  emoción, 
la  carretela  había  ya  desaparecido  al  trote  con 
dirección  á  la  gran  capital. 

¡Oh  desventura!  Mis  antiguos  presentimien- 
tos se  habían  realizado.  ¡Otro  hombre  la  había 
conocido  después  que  yo!...  ¡Matilde  se  había 
casado  con  él!  ¡Matilde  tenía  un  hijo  que  no 
era  mío!... 

¿Sabes  tú  la  angustia,  la  envidia,  los  rabio- 
sos celos,  la  desesperación  que  se  experimen- 
ta al  ver  casada  con  otro  á  la  mujer  á  quien 
se  adoró  cuando  era  virgen? 

¿Sabes  tú  las  adivinaciones,  las  intuiciones, 
las  recreaciones  infernales  á  que  se  entrega  la 
vil  y  desvergonzada  imaginación  del  mísero  y 
defraudado  amante? 

¿Te  figuras  cuánto  padecería  yo  cu  aquel 
momento,  al  enterarme  de  la  traición  da  Ma- 
tilde? 

¡Oh!  ¡Y  qué  bermoM  iba,  medió  oculta  tras 
aquel  velo  de  color  de  rosa!... —  Enmedio  de 
mi  Infortunio,  perecióme  verá  la  <i¡ 

,  dormida  ya  en  su  lecho  de  esplendoro- 
sas nubes,  al  otro  lado  del  horizonte  de  mi 
vida... 

rtH    M   LA    hBOUNDA   PARTÍ, 


LOS    SEIS    VELOS  1 75 


COMENTARIO    DEL   AUTOR. 

La  tarde  ha  sido  de  color  de  rosa;  de  color  de 
rosa  la  cortina  de  seda  del  carruaje,  segundo 
velo  de  nuestra  heroína;  de  color  de  rosa  es  la 
luna  de  miel,  primavera  del  matrimonio;  de  co- 
lor de  rosa  es  el  porvenir  del  primogénito  de 
toda  rica  familia.  La  hora,  pues,  el  sitio,  la 
estación,  y  todas  las  circunstancias  de  la  an- 
terior escena  han  sido  rosadas  y  sonrientes... 
Justo  es,  por  lo  tanto,  que  la  segunda  parte 
de  esta  relación  se  llame  El  velo  de  color  de 
rosa. 

Y  aquí  reparo  por  primera  vez  en  que  el 
nombre  de  este  color  es  una  tontería. 

Se  dice:  «una  ilusión,  un  vestido,  un  pano- 
rama de  color  de  rosa...»  con  lo  cual  no  se  ha 
dicho  nada,  puesto  que  hay  rosas  blancas, 
opalinas,  doradas,  pajizas,  purpúreas,  carme- 
síes... 

Agustín  Bonnat.  (Interrumpiéndome.)  Es  que 
quizá  habrá  una  rosa  por  antonomasia,  desde 
que  Venus  matizó  los  campos  con  la  sangre  de 
sus  pies... 

— Convengo  en  ello:  hay  una  rosa  de  color 
de  sí  misma;  hay  una  rosa  modelo,  de  la  cual 
son  variedades  las  demás... 


I76  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Prescindamos,  pues,  de  las  demás  y  ciñá- 
monos á  ella. 

Queda  planteada  así  la  cuestión: 

— ¿De  qué  color  es  una  roso? 

Agustín  Bonnat. — De  color  de  rosa. 

— ¿Y  una  rosa  de  color  de  rosa? 

Agustín  Bonnat. — Rosada. 

— Eso  no  puede  ser. — Déjame  pensar  un 
rato. — Yo  daré  con  ello. — Fuma  si  quieres. 

Una  rosa...  una  rosa...  es  de  color  de...  de... 

De  color  de  uñas.    (Yo  gusto  de  las  uñas 
bonitas,  largas,  sonrosadas...) 

De  color  de  labios  de  niño.  (¡Qué  grato  es 
tener  por  amigo  íntimo,  no  á  ningún  hoi, 
sino  á  un  chiquitín  de  tres  años!...) 

De  color  de  billetes  de  500  reales. 

De  color  de...  (Aquí  vuelvo  á  recordar  el 
\t  de  Salomón.) 

De  color  de  rubor...  ([Bendito  sea  él!  [Ben- 
dito sea  cuando  abrasa  una  mejilla  m< 
sellada  por  un  beso!...) 

ando  sube  á  la  trente  de  una  virg*  n.  1 
to  á  un  ati<  vido  galán, 
Cuando  invade  las  orejas  de  un  hombre  tí- 
mido, 
Cu;ui<l<>  ..t.  Btigua  honrad*  enza,  in- 

.  cuando  • 

¡Mii  (  .',  d:  Ú  mbttStí  le  sale-  á  ¡a  cara! 


LOS    SEIS    VELOS  I  77 

O  cuando  ha  sitio  comprado  en  una  perfu- 
mería y  se  lo  lleva  en  los  labios  un  D.  Juan 
de  entre-bastidores, 

O  cuando  es  producido  por  el  deseo,  más 
bien  que  por  el  temor, 

O  cuando  ilumina  de  júbilo  y  de  entusias- 
mo un  rostro  marchito  antes  de  tiempo, 

0  cuando  viene  seguido  de  una  apoplegía 
fulminante... 

Pero  vuelvo  á  la  rosa. 

Una  rosa  es: 

De  color  de  viaje  á  Madrid,  cuando  lleva  uno 
la  cartera  atestada  de  cartas  de  recomenda- 
ción... (Yo  llegué  á  Madrid  sin  cartera,  ni  más 
ni  menos  que  I103'  se  halla  el  Presidente  del 
Consejo  de  Ministros.) 

De  color  de  herida  que  empieza  á  sanar, 

De  color  de  María,  llamada  Rosa  Mysiica, 
denominación,  por  cierto,  muy  tierna  é  inspi- 
rada...— ¡Bien,  que  toda  la  Letanía  es  un  cán- 
tico divino,  que  parece  escrito  por  los  ánge- 
les; un  Rosario  de  dulcísimas  metáforas,  que 
equivale  á  un  ramillete  de  ricas  flores!... 

1  Ahí  Yo  gusto  de  recordar  á  mis  solas  la 
Letanía, — y  siempre  me  dejo  algo. 

Pero,  á  propósito  de  rosario: 
Una  rosa  puede  ser  también: 
De  color  de  rosario,  puesto  que  rosario  sig- 
nifica guirnalda  de  rosas... 

TOMO  III  12 


I78    NARRACIONES  INVEROSÍMILES 

De  color  de  cierto  rosoli  del  mismo  nombre, 
que  beben  los  imperitos, 

De  color  de  polvos  dentríficos  de  Quiroga... 
(Los  recomiendo), 

De  color  de  alegría, 

De  color  de  fresa, 

De  color  de  amor,  de  dicha,  de  esperanza, 
de  juventud,  de  castillos  en  el  aire,  de  salud, 
de  amanecer,  de  flor  entreabierta,  de  fruto  sa- 
no, de  escenas  pastoriles,  de  gloria,  de  ado- 
lescencia, y  de  papel  secante  para  que  no  se 
borre  esta  novela... 

¡Escoged! 


LOS   SEIS    VELOS  I79 


PARTE  TERCERA. 

EL  VELO  VERDE. 

I. 

(Habla  Rafael.)  Inútilmente  busqué  á  Ma- 
tilde por  toda  Sevilla:  no  la  encontré. 

Pasó  un  año. 

Mi  amor,  mi  extravagante  amor,  era  una 
monomanía,  una  locura. 

Cuando  un  hombre  de  mi  temple  se  fija  en 
un  deseo  y  no  lo  consigue,  vive  como  Prome- 
teo, sintiendo  en  las  entrañas  el  lento  roer  de 
un  buitre. 

Veía  otras  mujeres,  otras  caras;  j'o  era  lo 
bastante  rico  para  hacerme  amar,  lo  bastante 
joven  para  inspirar  amor;  pero  yo  no  quería 
otra  mujer  que  aquella.  Yo  la  había  visto  ni- 
ña, virgen,  inocente.  Yo  había  meditado  sobre 
su  destino.  Yo  había  seguido  su  vida  con  la 
imaginación.  Yo  estaba  íntimamente  ligado  á 
ella...  Y,  por  lo  tanto,  padecía  como  un  espo- 
so  ofendido,  como  un  amante  abandonado, 


l8o  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

como  un  bienhechor  á  quien  afligen  la  ingra- 
titud y  la  perfidia  de  su  cliente. 

Tal  era  mi  estado  la  tercera  vez  que  la  vi. 


II. 


Terminaba  un  baile  de  máscaras  en  el  gran 
salón  del  teatro  de  Oriente  en  Madrid. 

De  pronto  oyéronse  ásperos  gritos,  y  se  pro- 
dujo grande  alarma  bajo  la  famosa  araña  cen- 
tral, punto  de  cita  de  las  personas  más  ele- 
gantes. 

Parecía  ser  que  un  caballero  había  arranca- 
do la  careta  á  cierta  máscara  vestida  de  hechi- 
cera y  cubierta  con  un  velo  verde... 

Decíase  que  el  agresor  era  su  esposo,  y  que 
la  había  oido  jurar  amor  y  constancia  á  otro 
caballero,  de  cuyo  brazo  il>a. 

acción  con  que  el 
injuriado  manilo  adquirió  la  certeza  da  bu  in- 
fortunio y  de  su  deshonra,  lo  insultó  i' 

mente  y  aun  puso  la  mano  sobre  su  rostro... 

Palabras  de  duelo  á  muerte  habían  media- 
do, per  tanto,  entre  - 

to  se  conocían  y  hasta  se  tutéa- 
me acerqué  al  lugar  del  conflicto. 
adúltera  recobraba  en  aquí  i  Instante  el 
conocimiento,  sostenida  poi  piadosas 


LOS    SEIS    VELOS  iSl 

enmascaradas  y  rodeada  de  varios  caballeros, 
que  la  defendían  del  airado  esposo,  empeñado 
en  ahogarla  allí  mismo  con  sus  manos. 

Nadie  la  conocía...  Pero  todos  la  ampara- 
ban misericordiosamente. 

Yo  sí  la  conocí. — ¡Era  ella!  ¡Era  Matilde! 

Sin  darme  cuenta  de  lo  que  hacía,  penetré 
en  el  grupo,  y  le  dije  á  la  sin  ventura,  ofre- 
ciéndole mi  brazo  para  que  se  apoyara: 

— ¡Nada  tema  V.,  Matilde!...  ¡Nada  tema 
X ...\  Aquí  estoy  yo... 

— Este  caballero  la  conoce... — exclamaron 
algunos,  cediéndome  el  honor  de  protegerla. 

La  infortunada  me  miró,  y  lanzó  un  leve 
grito,  al  propio  tiempo  que  se  tapaba  el  rostro 
con  las  manos... 

¡Me  había  reconocido! 

— ¿Quién  es  esta  señora?  ¿Cómo  se  llama  su 
esposo? — me  preguntaban  al  propio  tiempo 
los  circunstantes,  en  voz  baja  y  con  extremada 
cortesía. 

— No  lo  sé... — respondí  tan  estúpidamen- 
te, que  todos  se  echaron  á  reir. 

Entre  tanto,  \&  hechicera  había  logrado  esca- 
par y  perderse  entre  el  compacto  gentío,  y  el 
marido  era  conducido  ante  la  autoridad  por 
un  comisario  de  policía. 

— ¿Quién  es  la  señora  que  ha  dado  ese  es- 
cándalo? ¿Cómo  se  llama  su  marido? — pregun- 


l82  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

té  yo  entonces  á  mi  vez  á  varias  personas..* 

Pero  nadie  los  conocía,  ni  pudo  tampoco 
decirme  el  nombre  del  tercer  personaje  de 
aquella  horrible  escena,  de  mi  segundo  ven- 
turoso rival,  del  amante  de  Matilde... 

En  cuanto  á  las  consecuencias  del  lance, 
nada  oí  hablar  en  Madrid  al  día  siguiente  ni 
en  los  sucesivos. 

Comprenderás  perfectamente  que  no  había 
yo  de  hacer  indagaciones  directas  y  formales 
por  medio  de  la  policía. 

¿Para  qué,  ni  por  qué? 

;  Ay!  Matilde  me  inspiraba  ya,  no  solo  amor, 
no  solo  despecho,  no  solo  piedad,  no  solo  lás- 
tima, sino  también  terror  y  miedo... 

Además,  su  actitud  al  reconocerme  en  el 
baile,  demostraba  que  no  quería  tener  nada 
que  ver  conmigo;  que  también  táñ  temía  ó  me 
odiaba;  que  yo  le  infundía,  Lo  mismo  que  ella 
á  mí,  no  sé  qué  terror  supersticioso,  y  que  lo 

ar  era  no  volver  á 
encontrarnos  en  toda  la  vida. 

Sin  ',  la  fatalidad  lo  había  dispuesto 

de  otro  modo. 

I  IN    M    I  A    TliHCKKA    l'AKIll. 


LOS   SEIS    VELOS  1 83 


COMENTARIO    DEL   AUTOR. 

Todo  baile  de  máscaras  tiene  algo  de  infer- 
nal; é  infernal  se  titula  la  galop  con  que  todos 
acaban... 

Pues  bien:  lo  infernal  es  verde. 

Una  hechicera  huele  á  azufre... 

El  azufre  tira  á  verde. 

Y  el  adulterio  es  verde...',  es  decir,  un  cuen- 
to verde. 

Por  tanto:  aun  prescindiendo  del  color  del 
velo  que  envolvía  á  Matilde  en  el  baile  de 
máscaras,  he  procedido  como  un  sabio  al  titu- 
lar esta  fatídica  tercera  parte  de  la  historia  de 
Rafael:  El  velo  verde. 

Lo  cual  no  impide  para  que  sean  todo  lo 
contrario  de  fatídicas,  y  á  mí  me  gusten  mu- 
cho, las  siguientes  cosas  verdes: 

Paul  de  Kock... 

Un  vestido  de  terciopelo  verde. — Dicen  que 
el  terciopelo  viste  mal...  Pero  el  verde, cuando 
oprime  un  talle  esbelto,  adquiere  graciosos 
tornasoles  de  culebra...  —  ¡Jóvenes  recién  ca- 
sadas! Si  tenéis  buen  talle,  egregia  garganta  y 
elegantes  caderas,  y  sabéis  andar  á  la  andalu- 
za, id  á  la  Plaza  de  San  Antonio  de  la  ciudad 
de  Cádiz,  á  las  tres  de  la  tarde  de  un  día  de 


I84  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

"Enero,  con  vestido  de  terciopelo  verde  y  man- 
tilla de  blonda... — ¡Así  os  he  visto  yo!... — 
[Ah,  francesas,  francesas!  Si  no  queréis  suici- 
daros, no  vayáis  á  la  Plaza  de  San  Antonio  de 
la  ciudad  de  Cádiz! 

Pero  basta  de  digresión,  y  sigamos  enume- 
rando cosas  verdes  que  me  son  gratas: 

Las  olas  del  mar; 

Los  negros,  vestidos  de  ceremonia,  en  su 
país; 

Los  trigos  en  Marzo; 

Algunos  ojos  de  coqueta; 

El  bronce  antiguo; 

El  tapete  de  una  mesa  de  juego,  cuando 
juega  uno  la  última  moneda  que  espera  tener; 

Las  esmeraldas; 

Las  cortinas  de  las  salas  de  óptica  de  los 
hospitales,  y  las  galas  de  un  amigo  mío; 

Y  los  tallos  y  las  hojas  de  todas  las  llores. 

No  diré  nadado  latmeaaa  de  billar,  ni  de 

toa  C  .  <ito,   ni   de  la  Cm.   de 

Alcántara,  ni  de  las  Islas  de  .  ni  de 

B    de    Irlanda,    Con8tantÍnopla, 

.  .  Aho  Perú,  Trípoli 

.<  l.  que  b 

en  silencio  el  laurel  sacro 

apoco  dejaré  de  hacer  mención  de  la 


LOS    SEIS    VELOS  1 85 

■de  los  cocodrilos,  y  de  las  uvas  verdes  de  la  fá- 
bula. 

Pero  lo  que  sobre  todo  amo  yo,  es  la  espe- 
ranza, de  que  es  símbolo  el  color  ve\ 

Y  la  amo  con  frenesí,  con  locura,  como  á 
una  coqueta  casquivana  que  me  atrae,  me 
repele,  me  acaricia  y  me  burla  á  un  mismo 
tiempo... 

¡Ay!...  ¡Quizás  la  amo  más  bien  como  se 
ama  á  una  muerta  querida...,  esto  es,  á  una 
querida  muerta! 


1 86  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 


PARTE  CUARTA. 


EL    VELO    AZUL. 


I. 


—  ¡Bravo! 
— ¡Re-bravo! 
— ¡Archi-  bravo! 

—  ¡Proto-  bravo! 

— ¡Non-plus-ultra-bravo! 

—  ¡Bravo-Murillo! 

—  ¡Maldición  sobre  tí,  político  de  los  dia- 
blos! 

—Tú  nos  desencantas  al  hablarnos  de  los 
hombres. 

i  rubia,—  ¿rúes  de  qué  ha  da  hablarnos? 
¿Que  sciía  del  inundo  sin  hombres? 

— Los  políticos  no  son  hombres. 

— Son  animalea  divorciados  de  la  oatura- 
lasa. 

— Son  locos;  dejan  lo  positivo  por  lo  ideal: 
— V,  vice-vasíi;  ton  los  poetas  de  la  prosa, 


LOS   SEIS    VELOS  1 87 

persiguen  la  quimera  de  un  dudoso  materia- 
lismo. 
—Valen  menos  que  una  botella  vacía. 

—  ¡Valen  menos  que  el  corazón  de  mi  Do- 
lores! 

Dolores.—  Desde  que  tú  reinas  en  él. 

— ¡Luego  yo  reino! 

— ¡Él  reina! 

— ¡No  se  admiten  razonamientos! 

— ¡Muera  el  silogismo! 

— ¡Viva  el  dinero! 

— ¡Y  el  ocio! 

— ¡Y  el  vino! 

— ¡Y  la  bacanal! 

—  ¡Guerra  al  trabajo! 

—  ¡Y  al  pensamiento! 
— ¡Y  al  estudio! 
—¡Guerra  á  la  guerra! 
— ¡Dadme  un  abrazol 

—  ¡Quemad  perfumes! 
— ¡Llenad  mi  copa! 
— ¡Bailad,  infames! 
— ¡Canta,  Dolores! 
— ¡Abrid  ese  piano! 
— ¡Dadme  opio! 

—  ¡A  mí  cigarros! 
— ¡Dejadme  dormir! 

— ¡Coronadme  de  flores! 
— ¡Poeta,  improvisa! 


1 88  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— ¡Allá  va!...  Necesito  un  trono...  Hacéd- 
melo con  vuestros  brazos,  hijas  mías...  ¡La- 
vadme los  pies,  esclavas! — ¡Atención! 

¡Dadme  vino!  ¡dadme  sueño! 
¡dadme  muerte!  ¡dadme  olvido! 
¡Cese  ya  este  loco  empeño 
en  que  el  hombre  nuuca  es  dueño 
del  placer  apetecido! 

Ó  dadme  vida  mejor, 
en  que,  chivada  [a  rueda 
del  tiempo  devastador, 
gozar  sin  recelo  pueda 
eternidades  de  amor: 

— ¡Bravo!  ¡re- bravo!  ¡archi-bravo!  ¡non- 
plus-ultra-bravo! 

¡Dadme  esa  vida  que  veo 
al  través  de  aquesM  vi d.t! ... 
¡Dadme  esa  vida  en  que  creo... 
esa  vida  que  deseo 
como  una  gloria  ptl 
¡Dadme  l.t  .1!... 

to  es  nuche 
a  la  bacanal, 
y  cu  tata  frágil  i  riatal 

cacan  v  1 1  c  uir. 

—Poeta,  tú  lloras... 
— Tú  túentcs... 
— Tú  recuerd 

— Tu  ;in. 

— ¡Fuera  el  poeta!  ¡Alucia  el  hombre  que 


LOS    SEIS    VELOS  1 89 

El  poeta  se  encoge  de  hombros,  y  se  bebe 
otra  botella  de  Champagne. 

Tres  minutos  después  cae  sobre  la  alfombra. 

Una  salva  de  carcajadas  truena  sobre  sus 
ruinas. 

Dolores  recuesta  en  su  regazo  la  marchita 
frente  del  joven  cantor,  y  lo  vé  dormir  con 
honda  pena. 

Entre  tanto  ruge  el  piano  locamente  bajo 
los  dedos  del  músico. 

Está  ebrio,  y  traza  un  preludio  frenético, 
delirante. 

Todos  guardan  silencio. 

Una  fantasía  lúgubre,  siniestra,  desespera- 
dora,  brota  del  aire. 

Es  la  Campana  de  los  agonizantes  del  maestro- 
Schubert. 

Dan  las  tres  de  la  mañana. 

Las  bujías  van  amortiguándose  consumidas. 

El  sueño  se  apodera  de  aquellas  cabezas 
estúpidas  ó  insensatas. 

La  canción  espira  lentamente... 

El  músico  se  duerme  sobre  el  piano,  y,  al 
rodar  luego  al  suelo,  arranca  del  teclado  un 
largo  gemido  inacorde... 

Sólo  velaya,  pues,  entre  los  calaveras  y  cor- 
tesanas vencidos  por  la  orgía,  la  insomne  y 
triste  mirada  de  Dolores... 


190  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

Pero  ¡ay,   no!...   ¡Que   también   estaba  yo 
allí... 

—¿Tú  Rafael? 

— Sí:  iyo  mismo!...  ¡Ojalá  no  fuera  cierto! 

— Cuéntame...  Cuéntame... 


II. 


(Sigue  Rafael). — Yo  había  presenciado,  ocul- 
to detrás  de  una  cortina,  la  escena  que  acabo 
de  pintarte. 

No  pudiendo  creer  que  Matilde,  mi  adorada 
de  toda  la  vida,  hubiese  descendido  tanto  en 
la  escala  de  la  degradación,  habíame  hecho 
conducir  á  aquella  infame  casa,  en  uno  de  cu- 
yos balcones  me  parecía  haberla  visto  servir 
de  muestra  y  señuelo  á  los  transeúntes. 

Y,  desgraciadamente,  no  me  habían  enga- 
ñado mis  ojos...  —  ¡Dolores  era  Matilde!... 
¡Matilde,  cuya  impudente  desnudez...  no  di- 
ré que  estaba  encubierta,  sino  que  lucía  mis 
y  más,  adornada  por  una  vil  tu  nica  da  gasa 
azul!... 

Ni  por  un  momento  pensé  en  hablarle... — 
¡Respetaba  demasiado  mi  antiguo  ideal,  la 

ilusión  (le  tantos  afiOSj  p.ira  pi  <>slil  uii  la  en  un 
inmuto! 

ClttOéi  linembaigOi  ante  ella,   saliendo  cié 


LOS   SEIS   VELOS  igi 

mi  escondite,  cuando  hubo  terminado  la  ba- 
canal, y  le  dirigí  una  dolorosa  mirada... 

La  sin  ventura  dio  un  grito  de  espanto,  de 
vergüenza,  de  remordimiento,  como  si  viera 
ante  sí  el  fantasma  de  sus  muertas  virtudes,  y 
se  cubrió  el  rostro  con  las  manos. 

El  poeta  que  dormitaba  con  la  cabeza  re- 
clinada en  las  rodillas  de  la  asalariada  beldad, 
abrió  los  ojos  al  oir  aquel  grito;  la  miró  con 
ojos  estúpidos;  trató  de  abrazarla;  y,  no  per- 
mitiéndolo la  embriaguez,  volvió  á  dormirse 
tartamudeando  algunos  versos... 

Yo  huí  de  aquella  casa,  loco  de  amor  y  de- 
sesperación. 

FÍN   DE    LA   CUARTA   PARTE. 


COMENTARIO    DEL    AUTOR. 

¡Lo  azul! — He  aquí  mi  color  favorito. 

¡Lástima,  pues,  que  en  la  anterior  escena 
Matilde  estuviera  velada  de  azul! ... 

Lo  azul  es  el  crepúsculo  de  lo  negro... — 
(Ya  lo  dije  antes  de  ahora,  creo  que  hablando 
del  color  de  la  bóveda  celeste... — Pero  des- 
pués me  he  arrepentido  de  este  blasfemo  epi- 
grama.) 


IQ2  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Azul  es  la  melancolía  del  espíritu;  no  la  cor- 
poral, que  es  amarilla,  según  veremos  más 
adelante. 

Azul  es  la  distancia,  —  patria  del  pensa- 
miento. 

¡es  son  los  lirios,  esas  elegías  del  mundo 
de  las  flores. 

Azul,  en  fin,  es  la  tristeza. 

Azul  es  Alfonso  de  Lamartine,  según  Alfon- 
so de  Cormenein. 

La  lontananza  del  horizonte,  las  rem 
montañas,  el  Océano,  el  cielo...  ¡todo  lo  in- 
menso, todo  lo  infinito...  es  azul! 

¡El  cielo!...,  fanal  que  recoge  y  guarda  los 
suspiros  del  género  humano,  el  ámbar  de 
nuestra  fé  y  el  humo  de  las  chimeneas... 

El  humo,  he   dicho... — [También  es   azul 
el  humo!   ¡Y  cuenta  que  el  humo  repreí 
cosas! — Os  recomiendo  que  penséis  en  el  hu- 
ía tan   ]' 

tan  í  i  m  la  naturaleza!   El  humo 

ino  medio  entre  « I 

la  tierra  y  el  cielo... 

il  ¿quién  i  ''.'.'/  (i'-l  ciclo  consis- 

i  ahumado?... 
Lo  demás,  yo  amo  el  cirio;  ese  cielo  in- 

brios  y  la 

cui  ¡o:  i  l.cl    <lc  un    alma;  ese    <  i,  lo  mucho  mas 

.•i  que  mil  dése*  ir,  v  que  mil 


LOS   SEIS    VELOS  193 

fuerzas,  y  que  mi  paciencia...  pero  no  que 
mi  esperanza';  esc  cielo,  en  fin,  que  me  ha  en- 
señado á  despreciar  la  tierra,  bien  que  no  á 
comprender  la  vida... 

¡Oh!  ¡qué  grande  es  todo  lo  azul! 

Y,  además,  ¡qué  bonito! 

Azules  eran  aquellos  ojos  de  serafín,  hoy  ce- 
rrados por  la  impía  muerte,  que  no  hablaban  á 
mis  pasiones,  sino  que  acariciaban  suavemen- 
te mi  corazón,  calmando  en  él  la  fiebre  de  los 
sentidos... 

Azules  son  ciertos  diablos  extranjeros  que 
llevan  este  nombre,  y  los  lagos  de  Suiza,  y  la 
tisis,  y  la  putrefacción,  y  aquellos  lazos  de 
seda  con  que  amortajan  en  toda  Europa  á  las 
vírgenes... 

Mas,  ¿qué  digo? — Todo  lo  moribundo,  todo 
lo  que  va  á  desaparecer,  es  azul. — Por  ejem- 
plo: la  mañana  es  blanca,  y  la  tarde  es  azul... 

Como  azul  es  la  asfixia...  (Véase  Cyanósis.) 

Y  las  venas  de  las  mujeres  blancas,  y  el 
manto  de  las  Concepciones  de  Murillo,  y  la  au- 
sencia, y  los  celos,  y  las  violetas  y  otras  mu- 
chas cosas  exquisitas,  son  azules... 

¡Qué  horror!  ¡Acabo  de  acordarme  de  las 
medias  de  los  aragoneses! 


tomo  111  13 


194  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 


PARTE   QUINTA 


EL  VELO  NEGRO. 


I. 


SIGUE    RAFAEL. 

El  velo  con  que  siempre  se  me  aparecía 
aquella  mujer,  iba  oscureciéndose  poco  á  poco 
como  su  destino  y  como  mi  alma. 

Ciñó  primero  el  velo  blanco  de  la  inocencia, 

después  el  velo  rosado  de  la  dicha,  luego  el 

velo  verde  de  criminales  deseos  y  esperanzas, 

en  seguida  el  velo  azul  del  desamparo  y  la 

/a... — No  fué  mucho,  por  tanto,  que,  al 

cérseme  otra  \  69 ',  ciñera  el  velo  negro  del 

ir  y  los  rt'inoKliiniíiitos... 

Era  el  día  de  Finados. 

tabt  yo  en  el  cementerio  que  guarda  lee 
r.  da  mi',  padres,  y  paaeábama  por  aque- 
lla! largas  calles  de  tumbas,  como  un  alma  en 
pena. 


LOS    SEIS    VELOS  1 95 

De  pronto  distinguí,  entre  el  gentío,  una 
pobre  mujer  vestida  de  negro,  que  colocaba 
algunas  flores  sobre  la  sepultura  de  un  niño. 

jEra  ella! 

Procuré  que  no  me  divisara... — ¡No  quise 
que  mi  vista  acrecentase  su  dolor,  recordán- 
dole aquel  tiempo  dichoso  en  que  la  vi  joven 
y  llena  de  hermosura,  dentro  de  lujosa  carre- 
tela, en  las  orillas  del  Guadalquivir,  acompa- 
ñada del  precioso  niño  de  color  de  rosa  que 
me  causó  tantos  celos  y  envidia! 

¡Desventurada!  ¡Su  hijo  la  había  abandona- 
do también!... — Pero  ella  no  le  había  olvida- 
do, y  desde  la  más  honda  miseria,  desde  los 
abismos  de  la  infamia,  iba  á  cubrir  su  sepul- 
tura de  lágrimas  y  flores!... 

Aquella  piedad  maternal  la  redimió  á  mis 
ojos;  y,  al  alejarme,  sin  que  por  fortuna  me 
hubiese  visto,  exclamé  con  indecible  amar- 
gura: 

— ¡Matilde!  ¡Matilde!...  No  quiero  volver 
á  verte...  ¡Ignore  yo,  al  menos,  el  triste  fin 
de  tu  existencia,  ya  que  la  suerte  no  dispuso 
que  corriese  unida  á  la  mía! 

¡Pero  el  cielo  lo  quiso  de  otro  modo,  y  vol- 
ví á  verla!... 

FÍN    DR    LA   QUINTA   PART8. 


I96  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 


COMENTARIO  DEL  AUTOR. 

Lo  negro  absorbe  todos  los  colores;  como  el 
luto  de  una  madre  resume  las  esperanzas  ci- 
fradas en  su  hijo... 

Sin  embargo,  benditos  sean  tus  ojos  negros, 
actual  amada  de  mi  alma!  (He  dicho  actual.) 

Tus  ojos  negros,  sepulcro  de  todas  las  mira- 
das mías... 

Tus  ojos  negros,  siempre  fatigados  y  sedien- 
tos de  amor... 

Tus  ojos  negros,  que  leen  en  lo  profundo  de 
mis  ideas... 

¡Tus  ojos  negros!... 

Y  tu  mantilla  negra... 

Y  tus  cabellos,  y  tus  cejas,  y  tus  párpados 
negros... 

Y  tu  botita  negra  de  charol. 

Y  <i<  ti.  ¡maldito  sea  todo  lo  negro! 
La  noche  sin  luna  ni  luceros...  ¡maldita  sea! 
La  nada... 

11  al'-isnio... 

11  odio... 

La  primera  hora  de  viudez... 

¡Malditos!  |Malditttl 

Y  la  tinta  da  mi  tintero... — ¡Ah!  ¡no! 

i  i.i  tinta  nsgra  da  ni  tintero! 


LOS   SEIS    VELOS  I97 

Ella  es  mi  capital, 

Mi  descanso, 

Mi  recreo, 

Mi  porvenir, 

¡Quizás  mi  gloria! 

¡Bendita  sea  la  tinta  negra  de  mi  tintero! 

Mi  tintero  encierra  un  mundo,  una  infini- 
dad de  seres  que  nacerán  algún  día. 

¡Pienso  escribir  cien  novelas  de  pura  inven- 
ción! 

Cien  novelas,  á  veinte  personajes,  componen 
dos  mil  individuos. 

Ellos  vivirán,  hablarán,  y  forse. ..  dejarán  un 
recuerdo... 

Yo  los  sacaré  de  la  nada,  los  crearé,  les  da- 
ré cara,  pasiones  y  vestidos  á  medida  de  mi 
gusto,  los  bautizaré  ó  no  los  bautizaré,  y  les 
cortaré  el  pescuezo  el  día  que  me  se  antoje... 

¿No  es  esto  ser  un  semi-Dios? 

¿Qué  me  falta? 

Crear  la  materia;  la  parte  vil  del  universo, 
y  haberme  creado  á  mí  propio... 

Pero  almas,  caracteres,  afectos,  discursos, 
sucesos  que  parecerán  reales,  yo  los  inventa- 
ré, yo  los  lanzaré  al  mundo,  yo  haré  que  in- 
fluyan en  su  marcha  tanto  como  si  fueran 
verdad. 

¡Bendita  sea,  pues,  la  tinta  negra  de  mi  tin- 
tero! 


I98     NARRACIONES  INVEROSÍMILES 

Y,  fuera  de  mi  amada  y  de  mi  tintero,  ¡mue- 
ran todas  las  cosas  negras! 

Pero  ahora  recuerdo  que  soy  cristiano  y  ne- 
grófilo... 

Elimino,  pues,  de  mi  reprobación  á  San 
Benedicto  y  á  todos  los  esclavos  del  mundo. 

En  cambio,  incluyo  á  los  limpiabotas. 

Odio  además  los  escarabajos, 

Los  cabestrillos, 

Los  lutos, 

El  carbón, 

La  pólvora, 

Y  el  casco  de  las  botellas  vacías. 

Pero  aquí  se  me  ocurren  otras  cosas  negras 
que  amo. 

Amo  al  negro  Plácido,  al  poeta  sacrificado, 
al  Chaúcr  de  América. 

Amo  un  templo  oscuro,  una  catacumba. 

Cualquier  superstición. 

Un  traje  negro  de  señora. 

El  éb.ino,  las  trufas,  el  frac,  el  azabache. 

Y  una  aventura  en  d  interior  de  una  chi- 
menea. Y,  subte  todo  lo  negro,  amo  ó  abo¡ 

CO  mucho,  pues  no  sé  qué  decir,  un  alma  de 
ciego  de  nacimiento. 

La  ceguedad,  ó  la  ceguera  (como  queráis 
llamarla),  es  el  bello  ideal  de  lo  negro. 

|Sei  CiegOl  ¡no  ver!  ¡no  luiber  visto!... 

1  ie  aquí  el  mas  alto  símbolo  de  la   n<  g[  ui.i  . 


LOS    SEIS   VELOS  I99 


PARTE  SEXTA. 

EL    VELO    AMARILLO. 

(Habla  Rafael) .—La  última  vez  que  la  vi 
fué  también  al  través  de  un  velo. 

Pasaba  yo  un  día  por  la  calle  de  la  Monte- 
ra, cuando  un  amigo  mío,  que  estaba  parado 
en  la  puerta  de  la  Iglesia  de  San  Luis,  me  lla- 
mó, y  suplicóme  que  entrase  á  ser  testigo  de 
una  boda,  en  sustitución  de  otro  que  tardaba. 

Accedí,  y  al  atravesar  el  templo  con  direc- 
ción á  la  sacristía,  vi  en  medio  de  él  una  mu- 
jer todavía  joven,  enteramente  sola...,  com- 
pletamente abandonada... 

¡Era  Matilde!... 

Cubría  su  faz  un  espantoso  velo  amarillo... 

¡El  velo  déla  muerte! 

Porque,  ¡ay!  Matilde  no  era  ya  Matilde... — 
Era  un  cadáver,  tendido  en  negro  y  pobre 
ataúd;  ¡en  la  caja  de  las  Animas! 

Lloré  entonces  su  desgraciada  suerte...,  y, 
¡mira!...  no  sé  por  qué,  todavía  la  lloro... 

FÍN    DE    LA    SEXTA    Y    ÚLTIMA    PARTE. 


200  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 


COMENTARIO    DEL    AUTOR. 

Hay  algo  más  horrible  que  lo  negro,  y  es  lo 
amarillo. 

Negro  es  el  caos;  negro  es  el  no  ser:  pero  la 
muerte  del  ser,  la  muerte  de  lo  que  ha  vivido, 
es  amarilla  como  las  mieses  agostadas. 

El  ocio,  el  tedio,  el  fastidio,  todos  los  en- 
gendros de  la  hiél,  son  amarillos.  Dijérase  que 
en  ellos  la  muerte  está  mezclada  con  la  vida. 

La  siempre-viva,  flor  de    las  tumbas;  una 
lámpara  cansada  de  arder,  y  el  oro  frío  y  de- 
idor,  amitrillcan  también  como  los  cadá- 
v  res. 

La  fiebre  aviar  illa  es  la  peor  de  las  fiebres... 

Y  la  cera  amarilla  es  la  cera  funeral, 
ii.uillos  son: 

El  cóicra  y  la  có! 

Todo  lo  viejo,  todo  lo  rancio  y  todo  lo  des- 
coloridoi 

Lj  hopa  de  loa  ahorcados, 

Los  arenalea  de  Áiiica, 

i..r.  hienas, 

Lj  icteri  M,  l.i  misantropía,  la  androfobia, 

La  dolencia  y  el  dolor, 

i  .1  [ntondabl 


LOS    SEIS    VELOS  201 

¡El  hambre!, 

La  faz  del  libertinaje, 

Los  pergaminos, 

Pallida  mors, 

Una  carta  de  amor  de  antigua  fecha... 

Y  la  mitad  de  la  bandera  española. 

¡Ay  de  aquel,  cuya  vida  es  un  amarillento 
erial  cubierto  de  espinas ,  que  le  recuerdan  otras 
tantas  rosas  llevadas  por  el  viento! 

¡Ay  de  la  bandera  española! 

Adiós,  Agustín  Bonnat. 

París,  1855. 


PIN. 


^ 


MOROS  Y  CRISTIANOS. 


3%gga&' 


MOROS  Y  CRISTIANOS. 


CUENTO. 


1. 


a  antes  famosa  y  ya  poco  nombrada 
villa  de  Aldeire  forma  parte  del  Mar- 
quesado del  Cenet,  ó,  como  si  dijéra- 
/jk  mos,  del  respaldo  de  la  Alpujarra,  ha- 
cia Levante,  y  está  medio  colgada,  medio  es- 
condida, en  un  escalón  ó  barranco  de  la  for- 
midable mole  central  de  Sierra- Nevada,  á 
cinco  ó  seis  mil  pies  sobre  el  nivel  del  mar,  y 
seis  ó  siete  mil  por  debajo  de  las  eternas  nie- 
ves del  Mulhacem. 

Aldeire,  dicho  sea  con  perdón  de  su  señor 
cura,  es  un  pueblo  morisco.  Que  fué  moro, 
lo  dicen  claramente  su  nombre,  su  situación 
y  su  estructura,  y  que  no  ha  llegado  aún  á  ser 
enteramente  cristiano,  aunque  figure  en  la  Es- 
paña reconquistada  y  tenga  su  iglesita  católi- 
ca y  sus  cofradías  de  la  Virgen,  de  Jesús  y  de 


2o5  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

no  pocos  Santos  y  Santas,  lo  demuestran  el 
carácter  y  costumbres  de  sus  moradores,  las 
pasiones  terribles,  cuanto  quiméricas,  que  los 
unen  ó  separan  en  perpetuos  bandos,  y  los  lú- 
gubres ojos  negros,  pálida  tez  y  escaso  hablar 
y  reir  de  mujeres,  hombres  y  niños... 

Porque  bueno  será  recordar,  para  que  ni 
dicho  señor  cura  ni  nadie  ponga  eu  cuarentena 
la  solidez  de  este  razonamiento,  que  los  mo- 
riscos del  Marquesado  del  Cenet  no  fueron 
expulsados  en  totalidad  como  los  de  la  Alpu- 
jarra,  sino  que  muchos  de  ellos  lograron  que- 
darse allí  agazapados  y  escondidos,  gracias  á 
la  prudencia,  ó  cobardía,  con  que  desoyeron 
el  temerario  y  heroico  grito  de  su  malhadado 
príncipe  Aben-Humeya;  de  donde  yo  deduz- 
co que  el  tio  Juan  Gómez  (a)  Hormiga,  al- 
calde constitucional  de  Aldeire  en  el  año  de 
gracia  de  1821,  poma  muy  bien  ser  nieto 
de  algún  Mustafá,  Mahommed  6  cosa  por  el 
estilo. 

Cuéntase,  pues,  que  el  tal  Juan  Gómez, 
hombre  á  la  tufa  <!<■  ma*  •  <!<■  media  centuria, 
rústico  mi:  !<>,  aunque  no  entendía  de 

letra,  y  codicioso  \  lorcon  fruto,  00» 

molo  acreditaba,  no  solamente  su  apodo, 
también  su  mucha  hacienda,  por  él  adquirida 
afueras  de  buenas  6  malas  artas,  jrrepre 

le  tierra  de  aquella 


MOROS    Y    CRISTIANOS  207 

jurisdicción,  tomó  á  censo  enfitéutico  el  caudal 
de  Propios,  y  casi  de  balde,  mediante  algunas 
gallinas  no  ponedoras,  que  regaló  al  secretario 
del  Ayuntamiento,  unos  secanos  situados  á  las 
inmediaciones  de  la  villa,  en  medio  de  los 
cuales  veíanse  los  restos  y  escombros  de  un 
antiguo  castillejo,  morabito  ó  atalaya  árabe, 
cuyo  nombre  era  todavía  La  Torre  del  Moro. 

Excusado  es  decir  que  el  tio  Hormiga  no 
se  detuvo  ni  un  instante  á  pensaren  qué  moro 
sería  aquél,  ni  en  la  índole  ó  prístino  objeto 
de  la  arruinada  construcción:  lo  único  que  vio 
desde  luego  más  claro  que  el  agua,  fué  que, 
con  tantas  desmoronadas  piedras  y  con  las 
que  él  desmoronara,  podía  hacer  allí  un  her- 
moso y  mu}'  seguro  corral  para  sus  ganados; 
por  lo  que,  desde  el  día  siguiente,  y  como  re- 
creo muy  propio  de  quien  tan  económico  era, 
dedicó  las  tardes  á  derribar  por  sí  mismo,  y  á 
sus  solas,  lo  que  en  pié  quedaba  del  vetusto 
edificio  arábigo. 

—  ¡Te  vas  á  reventar! — le  decía  su  mujer, 
al  verlo  llegar  por  la  noche,  lleno  de  polvo  y 
de  sudor,  y  con  la  barra  de  hierro  oculta  bajo 
la  capa. 

— ¡Al  contrario!  (respondía  él.)  Este  ejerci- 
cio me  conviene  para  no  podrirme  como  nues- 
tros hijos  los  estudiantes,  que,  según  me  ha 
dicho  el  estanquero,  estaban  la  otra  noche  en 


208  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

el  teatro  de  Granada  y  tenían  un  color  de 
manteca  que  daba  asco  mirarlos... 

— ¡Pobres!  ¡De  tanto  estudiar! — Pero  á  tí 
debía  darte  vergüenza  de  trabajar  como  un 
peón,  siendo  el  más  rico  del  pueblo,  y  alcalde 
por  añadidura... 

— Por  eso  voy  solo... — ¡A  ver!...  Acércame 
esa  ensalada... 

— Sin  embargo,  convendría  que  te  ayudase 
alguien...  ¡Vas  á  echar  un  siglo  en  derribar  la 
Torre,  y  hasta  quizás  no  sepas  componértelas 
para  volcarla  toda!..^*^ja»^ 

—  ¡No  digas  simplezas,  Torcuata!  Cuando 
se  trate  de  construir  la  tapia  del  corral,  pagaré 
jornales,  y  hasta  llevaré  un  maestro  alarife...* 
— ¡Pero  derribar  sabe  cualquiera! — ¡Y  es  tan 
divertido  destruir!  — ¡Vaya,  quita  la  mesa  y 
acostémonos!... 

— Eso  lo  dices  porque  eres  hombre. — ¡A  mí 
me  da  miedo  y  lástima  todo  lo  que  es  deshacer! 

— ¡Debilidades  de  vieja!  ¡Si  supieras  tú 
cuántas  cosas  hay  que  deshacer  en  este  mundo! 

—  ¡Calla,  hacina  -tni!  —  ¿  I  •;  1 1  nial  hora  te  lian 
elegido  alcalde!  ¡\  no  el  día  que  vuel- 

|  mandar  los  realistas,  te  ahorca  el  Rey 
absoluto! 

—  ¡Eso...  lo  veremos!  — ¡Santurrona!  ¡Bea- 
ta] I  —¡Vaya!  apaga  esa  luz  y  DO  tfl 
santigües  más...,  que  tengo  muclio  sueño. 


MOROS    Y    CRISTIANOS  200. 

Y  así  continuaban  los  diálogos,  hasta  que  se 
dormía  uno  de  los  dos  consortes. 


II. 


Una  tarde  regresó  de  su  faena  el  tío  Hormi- 
ga muy  preocupado  y  caviloso  y  más  tempra- 
no que  de  costumbre. 

Su  mujer  aguardó  á  que  despachase  á  los 
mozos  de  la  labor,  para  preguntarle  qué  tenía, 
y  él  respondió  enseñándole  un  tubo  de  plomo 
con  tapadera,  por  el  estilo  del  cañuto  de  un 
licenciado  del  ejército:  sacó  de  allí,  y  desarro- 
lló cuidadosamente,  un  amarillento  pergamino 
escrito  en  caracteres  muy  enrevesados,  y  dijo 
con  imponente  seriedad: 

— Yo  no  sé  leer,  ni  tan  siquiera  en  castella- 
no, que  es  la  lengua  más  clara  del  mundo;  pero 
el  diablo  me  lleve  si  esta  escritura  no  es  de 
moros. 

— ¿Es  decir,  que  la  has  encontrado  en  la 
Torre? 

— No  lo  digo  sólo  por  eso,  sino  porque  es- 
tos garrapatos  no  se  parecen  á  ningunos  de  los 
que  he  visto  hacer  á  gente  cristiana. 

La  mujer  de  Juan  Gómez  miró  y  olió  el  per- 
gamino, y  exclamó  con  una  seguridad  tan  có- 
mica como  gratuita: 

—  ¡De  moros  es! 
tomo  m  14 


2IO  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Pasado  un  rato,  añadió  melancólicamente: 

— Aunque  también  me  estorba  á  mí  lo  negro, 
juraría  que  tenemos* en  las  manos  la  licencia 
absoluta  de  algún  soldado  de  Mahoma,  que  ya 
estará  en  los  profundos  infiernos. 

— ¿Lo  dices  por  el  cañuto  de  plomo? 

— Por  el  cañuto  lo  digo. 

— Pues  te  equivocas  de  medio  á  medio, 
amiga  Torcuata;  porque  ni  los  moros  entraban 
en  quintas,  según  me  ha  dicho  varias  veces 
nuestro  hijo  Agustín,  ni  esto  es  una  licencia 
absoluta. — Esto  es...  un... 

El  tio  Hormiga  miró  en  torno  suyo,  bajó  la 
voz  y  dijo  con  entera  fé: 

— ¡Estas  son  las  señas  de  un  tesoro! 

— ¡Tienes  razón!  (respondió  la  mujer,  súbi- 
tamente inflamada  por  la  misma  creencia.) — 
¿Y  lo  has  encontrado  ya?  ¿Es  muy  grande?  ¿Lo 
has  vuelto  á  tapar  bien?  ¿Son  monedas  de  pla- 
ta, ó  de  oro?  ¿Crees  tú  quo  pasarán  todavía? 
— ¡Qué  felicidad  para  nuestros  lujos!  ¡Cómo 
van  B*  gastar  y  á  triunfar  en  Granada  y  en  Ma- 
drid!—  ¡Yo  quiero  ver  eso! — Vamos  allá... — 
i  noche  hace  luna... 

—  ¡Mujer  de  Dios!  ¡Sosiégate!  ¿Cómo  quie- 
[ue  haya  topado  yñ  con  el  tesoro,  guián- 
dome  por  estas  senas,  i  yo  no  sé  leer  en 
ro  ni  en  cristiano? 

— |E§  verdad'  l'urs  mira...  Haz  una  cosa. 


MOROS   Y    CRISTIANOS  211 

En  cuanto  Dios  eche  sus  luces,  apareja  un 
buen  mulo;  pasa  la  Sierra  por  el  Puerto  de  la 
Ragua,  que  dicen  está  bueno,  y  llégate  á 
Ugíjar,  á  casa  de  nuestro  compadre  D.  Matías 
Quesada,  el  cual  sabes  entiende  de  todo... — Él 
te  pondrá  en  claro  ese  papel  y  te  dará  buenos 
consejos,  como  siempre. 

—  ¡Mis  dineros  me  cuestan  todos  sus  conse- 
jos, á  pesar  de  nuestro  compadrazgo!...  Pero, 
en  fin,  lo  mismo  había  pensado  yo.  Mañana 
iré  á  Ugíjar,  y  á  la  noche  estaré  aquí  de  vuel- 
ta; pues  todo  será  apretar  un  poco  á  la  caba- 
llería... 

— Pero  ¡cuidado  que  le  expliques  bien  las 
cosas!... 

— Poco  tengo  que  explicarle.  El  cañuto  es- 
taba escondido  en  un  hueco  ó  nicho,  revestido 
de  azulejos  como  los  de  Valencia,  formado 
en  el  espesor  de  una  pared.  He  derribado 
todo  aquel  lienzo,  y  nada  más  de  particular 
he  hallado.  Debajo  de  lo  ya  destruido  comien- 
za la  obra  de  sillería  de  los  cimientos,  cuyas 
enormes  piedras,  de  más  de  vara  en  cuadro, 
no  removerá  fácilmente  una  persona  sola..., 
ni  dos  de  puños  tan  buenos  como  los  míos. 
Por  consiguiente,  es  necesario  saber  fijamente 
en  qué  punto  estaba  escondido  el  tesoro,  so- 
pena  de  tener  que  arrancar,  con  ayuda  de  ve- 
cinos, todos  los  cimientos  de  la  Torre... 


212  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— ¡Nada!  ¡Nada!  ¡A  Ugíjar  en  cuanto  ama- 
nezca!— Ofrécele  á  nuestro  compadre  una  par- 
te..., no  muy  larga,  de  lo  que  hallemos,  y, 
cuando  sepamos  dónde  hay  que  excavar,  yo 
misma  te  ayudaré  á  arrancar  piedras  de  sille- 
ría.—  ¡Hijos  de  mi  alma!  ¡Todo  para  ellos! — 
Por  lo  que  á  mí  toca,  sólo  siento  si  habrá  algo 
que  sea  pecado  en  esto  que  hablamos  en  voz. 
baja... 

— ¿Qué  pecado  puede  haber,  grandísima 
tonta? 

— No  sé  explicártelo...  Pero  los  tesoros  me 
habían  parecido  siempre  cosa  del  demonio, 
ó  de  duendes... — Además,  ¡tomaste  á  censo 
aquel  terreno  por  tan  poco  rédito  al  año!... 
¡Todo  el  pueblo  dice  hubo  trampa  en  el  ne- 
gocio! 

—  ¡Eso  es  cuenta  del  secretario  y  de  los 
concejales!  Ellos  me  han  hecho  la  escritura. 

— l'or  otro  lado,  tengo  entendido  quede  los 
tesoros,  hay  que  i].u  parte  al  Rey... 

— Eso  es  cuando  no  se  hallan  en  terreno 
propio,  como  éste  mío... 

—  ¡Propio!  ¡Propio!...  ¡A  saber  de  quién 
I  <  ríi  '  '  i  torre,  que  te  ha  vendido  el  A\  iint.i- 
niii  ntol 

—  ¡Toma!  ¡Pcl  Morol 

— ¡A  líber  quién  sería  eae  ¿I  ¡oro!...  Por  de 
prontOi  Juan,  las  nonada  i  que  1 1  Moro  escon- 


MOROS   Y    CRISTIANOS  213 

diera  en  su  casa,  son  suyas  ó  de  sus  herede- 
ros; no  tuyas,  ni  mías... 

— ¡Estás  diciendo  disparates!  Por  esa  cuen- 
ta, no  debía  yo  ser  Alcalde  de  Aldeire,  sino  el 
que  lo  era  el  año  pasado  cuando  se  pronunció 
Eiego.  Por  esa  cuenta,  habría  que  mandar 
todos  los  años  á  África,  á  los  descendientes  de 
los  Moros,  las  rentas  que  produjesen  las  vegas 
de  Granada,  de  Guadix  y  de  centenares  de 
pueblos... 

—  ¡Puede  que  tengas  razón!...  En  fin,  ve  á 
Ugíjar,  y  el  compadre  te  aconsejará  lo  mejor 
en  todo. 

III. 

Ugíjar  dista  de  Aldeire  cosa  de  cuatro  le- 
guas de  muy  mal  camino.  No  serían,  sin  em- 
bargo, las  nueve  de  la  siguiente  mañana  cuan- 
do el  tío  Juan  Gómez,  vestido  con  su  calzón 
corto  de  punto  azul  y  sus  bordadas  botas 
blancas  de  los  días  de  fiesta,  hallábase  ya  en 
-el  despacho  de  D.  Matías  de  Quesada,  hombre 
de  mucha  edad  y  mucha  salud,  doctoren  am- 
bos derechos  y  autor  de  la  mayor  parte  de  los 
entuertos  contra  la  justicia  que  se  hacían  por 
entonces  en  aquella  tierra.  Había  sido  toda 
su  vida  lo  que  se  llama  un  abogado  pica.-  ■■■- ' 
pleitos,  y  estaba  riquísimo  y  muy  bien  rela- 
cionado en  Granada  y  en  Madrid. 


214  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

Oido  que  hubo  la  historia  de  su  digno  com- 
padre, y  después  de  examinar  atentamente  el 
pergamino,  díjole  que,  en  su  opinión,  nada  de 
aquello  olía  atesoro;  que  el  nicho  en  que  halló 
el  tubo  debió  de  ser  un  babuchero,  y  que  el  es- 
crito le  parecía  una  especie  de  oración  que 
los  moros  suelen  leer  todos  los  viernes  por  la 
mañana...  Pero  que,  sin  embargo;  no  sién- 
dole á  él  completamente  conocida  la  lengua 
árabe,  remitiría  el  documento  á  Madrid,  á  un 
condiscípulo  suyo  que  estaba  empleado  en  la 
Comisaría  de  los  Santos  Lugares,  á  fin  de  que 
lo  enviara  á  Jerusalém,  donde  lo  traducirían 
al  castellano;  por  todo  lo  cual  sería  conve- 
niente mandarle  al  madrileño  un  par  de  onzas 
de  oro,  en  letra,  para  una  jicara  de  cho- 
colate. 

Mucho  lo  pensó  el  tío  Juan  Gómez  antes  de 
pagar  un  chocolate  tan  cajx),  que  resultaba  á 
diez  mil  doscientos  cuarenta  reales  la  libra. 
pero  tenía  tal  seguridad  en  lo  del  tesoro  (y  á 
le  que  no  se  equivocaba,  según  después  ve- 
remos), que  sacó  de  la  faja  ocho  monedillaa 
de  á  cuatro  duros  y  se  las  entregó  al  abogado, 
quien  las  pesó  una  por  una  antes  de  guardár- 
selas en  el  bolsillo;  con  lo  que  el  tio  Hora 
tomó  la  vuelta  de  Aldi  seguir 

excavando  en  la  Torre  del  Moro,  mientras 
tanto   que  enviaban  el   pergamino  á  Tierra 


MOROS   Y    CRISTIANOS  215 

Santa  y  volvía  de  allá  traducido;  diligencias 
en  que,  según  el  letrado,  se  tardaría  cosa  de 
año  y  medio. 

IV. 

No  bien  había  vuelto  la  espalda  el  tío  Juan, 
cuando  su  compadre  y  asesor  cogió  la  pluma 
y  escribió  la  siguiente  carta,  comenzando  por 
el  sobre: 

«Sr.  D.  Bonifacio  Tudela  y  González. — 
Maestro  de  capilla  de  la  Santa  Iglesia  Cate- 
dral de  CEUTA. 

Mi  querido  sobrino  político: 

Solamente  á  un  hombre  de  tu  religiosidad 
confiaría  yo  el  importantísimo  secreto  conte- 
nido en  el  documento  adjunto.  Dígolo,  por- 
que indudablemente  están  escritas  en  él  las 
'señas  de  un  tesoro,  de  que  te  daré  alguna  par- 
te, si  llego  á  descubrirlo  con  tu  ayuda.  Para 
ello  es  necesario  que  busques  un  moro  que  te 
traduzca  ese  pergamino,  y  que  me  mandes  la 
traducción  encarta  certificada,  sin¿ enterará 
nadie  del  asunto,  como  no  sea  á  tu  mujer,  que 
me  consta  es  persona  reservada. 

Perdona  que  no  te  haya  escrito  en  tantos 
años;  pero  bien  conoces  mis  muchos  quehace- 
res. Tu  tía  sigue  rezando  por  tí  todas  las  no- 


2l6  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

ches  al  tiempo  de  acostarse.  Que  estés  mejor 
del  dolor  de  estómago  que  padecías  en  i8o5, 
y  sabes  que  te  quiere  tu  tío  político, 

Matías  de  Quesada. 

Ugíjar  15  de  Enero  de  1821. 

Posdata. — Expresiones  á  Pepa,  y  dime  si 
habéis  tenido  hijos.» 

Escrita  la  precedente  carta,  el  insigne  ju- 
risconsulto pasó  á  la  cocina,  donde  su  mujer 
estaba  haciendo  calceta  y  cuidando  el  pu- 
chero, y  díjole  las  siguientes  expresiones  en 
tono  muy  áspero  y  desabrido ,  después  de 
echarle  en  la  falda  las  ocho  monedas  de  á 
cuatro  duros  que  ya  conocemos: 

— Encarnación:  ahí  tienes:  compra  más  tri- 
go, que  va  á  subir  en  los  meses  mayores,  y 
procura  que  lo  midan  bien.  Hazme  de  almor- 
zar, mientras  yo  voy  á  echar  al  correo  esta 
carta  para  Sevilla,  preguntando  los  precios  de 
l>ada. — ¡Que  el  huevo  esté  bien  uto  y  el 
Chocolate  claro]  1N0  tengamos  la  de  todos  los 
días! 

mujer  del  abogado  no  respondió  pala- 
bra, y  siguió  haciendo  calceta  como  un  au- 
tómata. 


MOROS   Y    CRISTIANOS  217 

V. 

Dos  semanas  después,  un  hermosísimo  día 
de  Enero,  como  sólo  los  hay  en  el  Norte  de 
África  y  en  el  Sur  de  Europa,  tomaba  el  sol 
en  la  azotea  de  su  casa  de  dos  pisos  el  Maestro 
de  capilla  de  la  catedral  de  Ceuta,  con  la 
tranquilidad  de  quien  ha  tocado  el  órgano  en 
misa  mayor  y  se  ha  comido  luego  una  libra  de 
boquerones,  otra  de  carne  y  otra  de  pan,  con 
su  correspondiente  dosis  de  vino  de  Tarifa. 

El  buen  músico,  gordo  como  un  cebón  y  co- 
lorado como  una  remolacha,  digería  penosa- 
mente, paseando  su  turbia  mirada  de  apoplético 
por  el  magnífico  panorama  del  azul  Mediterrá- 
neo, del  parduzco  Estrecho  de  Gibraltar,  del 
maldecido  Peñón  que  le  da  nombre,  de  las  cer- 
canas cumbres  de  Anghera  y  Benzú,  y  de  las 
remotas  nieves  del  Pequeño  Atlas,  cuando 
sintió  acelerados  pasos  en  la  escalera  y  la  ar- 
gentina voz  de  su  mujer,  que  gritaba  gozosa  - 
mente: 

— ¡Bonifacio!  ¡Bonifacio!  ¡Carta  de  Ugíjar! 
¡Carta  de  tu  tío!  ¡Y  vaya  si  es  gorda! 

— ¡Hombre!  (respondió  el  Maestro  de  capi- 
lla, girando  como  una  esfera  ó  globo  terráqueo 
sobre  el  punto  de  su  redonda  individualidad 
que  descansaba  en  el  asiento.)  ¿Qué  Santo  se 


2l8  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

habrá  empeñado  para  que  mi  tío  se  acuerde 
de  mí?  ¡Quince  años  hace  que  resido  en  esta 
tierra  usurpada  á  Mahoma,  y  cata  aquí  la 
primera  vez  que  me  escribe  aquel  abencerra- 
je, sin  embargo  de  haberle  yo  escrito  cien 
veces  á  él!   ¡Sin  duda  me  necesita  para  algo! 

Y,  dicho  esto,  abrió  la  epístola,  procurando 
que  no  la  leyese  la  Pepa  de  la  posdata,  y  apa- 
reció, crujiente  y  tratando  de  arrollarse  por  sí 
propio,  el  amarillento  pergamino. 

— ¿Qué  nos  envía? — preguntó  entonces  la 
mujer,  gaditana  y  rubia  por  más  señas,  y  muy 
agraciada  y  valiente,  á  pesar  de  sus  cuarenta 
agostos. 

— ¡Pepita,  no  seas  tan  curiosa!...  Yo  te  lo 
diré,  si  debo  decírtelo,  luego  que  me  entere. 
¡Mil  veces  te  he  advertido  que  respetes  mis 
cartas!... 

—  ¡Advertencia  propia  de  un  libertino  como 
tú! — En  fin  ¡despacha!  y  veamos  si  yo  pue- 
do  saber   que   papelote    te   manda  tu    tío!  — 

ce  un  billete  de  Banco  del  otro  mundo! 
tanto  que  su  mujer  decía  aquellas  cosas 
y  otras,  el  músico  leyó  la  carta,  y  maravillóse 
¡no  de  ponerse  de  pié  sin  esfuer- 
zo alguno. 

Tenía,  sin  embargo,  tal  habito  de  disimular, 
que  acertó  á  decir  muy  naturalmente: 

—  (Qué  tontería]   ¡sin  «luda  está  ya  cho- 


MOROS   Y   CRISTIANOS  2IO, 

cheando  aquel  mal  hombre!  ¿Querrás  creer 
que  me  remite  esta  hoja  de  una  Biblia  en  he- 
breo, para  que  yo  busque  algún  judío  que  la 
compre,  imaginándose  el  muy  bobo  que  darán 
por  ella  un  dineral? — Al  mismo  tiempo...  (aña- 
dió, para  cambiarla  conversación,  y  guardán- 
dose en  la  faltriquera  la  carta  y  el  pergamino.) 
Al  propio  tiempo...  me  pregunta  con  mucho 
interés  si  tenemos  hijos. 

— ¡Él  no  los  tiene!...  (observó  vivamente 
Pepita.)  Sin  duda  piensa  dejarnos  por  here- 
deros! 

— Más  fácil  es  que  al  muy  avaro  se  le  haya 
ocurrido  heredarnos  á  nosotros!... — Pero  ¡ca- 
lla! están  dando  las  once,  y  yo  tengo  que  afi- 
nar el  órgano  paralas  vísperas  de  esta  tarde... 
— Me  voy. — Oye,  prenda:  que  la  comida  esté 
dispuesta  á  la  una,  y  que  no  se  te  olvide  echar 
dos  buenas  patatas  en  el  puchero. — ¡Que  si 
tenemos  hijos!... —  ¡Vergüenza  me  dá  haber  de 
contestarle  que  no! 

— ¡Escucha!  ¡Espera!  ¡Oye! — ¡La  culpa  no 
es  mía!  (contestó  como  un  rayo  la  parte  con- 
traria.) ¡Bien  sabes  que  en  mis  primeras  nup- 
cias tuve  un  niño  muerto! 

— ¡Ya!  ¡Ya!  ¡En  tus  primeras  nupcias!  ¡Co- 
mo si  eso  pudiera  servirme  de  satisfacción!  — 
¡Un  día  vas  á  dar  lugar  á  que  yo  te  cuente  to- 
das mis  habilidades  de  soltero! 


220  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— ¡Anda,  zambombo,  tonel,  desagradecido! 
¿Quién  te  babrá  amado  á  tí  en  el  mundo  como 
esta  necia  que,  con  ese  barrigón  y  todo,  te  con- 
sidera el  hombre  más  hermoso  que  Dios  ha 
criado? 

— ¿Sí?  ¿Me  has  dicho  hermoso?  ¡Pues  mira, 
Pepa  (respondió  el  artista,  pensando  segura- 
mente en  el  pergamino  árabe);  si  mi  tío  llega 
á  dejarme  por  heredero,  ó  yo  me  hago  rico  de 
cualquier  otro  modo,  te  juro  llevarte  á  vivir  á 
la  plaza  de  San  Antonio  de  la  ciudad  de  Cá- 
diz, y  comprarte  más  joyas  que  tiene  la  Vir- 
gen de  las  Angustias  de  Granada! — Conque 
hasta  luego,  pichona. 

Y,  tirando  un  pellizco  en  la  barba  á  la  que 
de  antemano  tenía  ya  el  hoyo  en  ella,  cogió  el 
sombrero  y  tomó  el  camino...,  no  de  la  ca- 
tedral, sino  de  las  callejuelas  en  que  suelen 
vivir  las  familias  moras  avecindadas  en  aque- 
lla plaza  fueitt  . 


VI. 


En  la  más  angosta  de  dichas  callejuelas,  y 
á  l.i  puerta  de  una  muy  pobre,  pero  muy  Man- 
queada catuche»  <  I  o  en  el  suelo,  ó 
más  1'kii  .  fumando  en  pipi 
de  ban<>  :.<  ( ..(i.,  al  sol,  un  moro  de  treinta  y 
cinco  .1  cuarenta  años,  n  vendedor  de  huevos 


MOROS    Y    CRISTIANOS  221 

y  gallinas  que  le  traían  á  las  puertas  de  Ceuta 
los  campesinos  independientes  de  Sierra-Bu- 
llones y  Sierra  Bermeja,  y  que  él  despachaba 
á  domicilio  ó  en  el  mercado,  con  una  ganan- 
cia de  ciento  por  ciento. — Vestía  chilava  de 
lana  blanca  y  jaique  de  lana  negra,  y  llamá- 
base, entre  los  españoles,  Manos-gordas,  y, 
entre  los  marroquíes,  Admet-Ben-Carime-el- 
Abdoun. 

Tan  luego  como  el  moro  vio  al  maestro  de 
capilla,  levantóse  y  salió  á  su  encuentro,  ha- 
ciéndole grandes  zalemas;  y,  cuando  estuvie- 
ron ya  juntos,  díjole  cautelosamente: 

— ¿Querer  morita?  Yo  traer  mañana  cosa 
meleja;  de  doce  años... 

— Mi  mujer  no  quiere  más  criadas  moras..» 
— respondió  el  músico  con  inusitada  dignidad. 

Manos-gordas  se  echó  á  reir. 

— Además...  (prosiguió  D.  Bonifacio):  tus 
endiabladas  moritas  son  muy  sucias. 

— Lavar... — respondió  el  moro,  poniéndose 
en  cruz  y  ladeando  la  cabeza. 

— ¡Te  digo  que  no  quiero  moritas!  (prosi- 
guió D.  Bonifacio). — Lo  que  necesito  hoy  es 
que  tú,  que  sabes  tanto  y  que  por  tanto  saber 
eres  intérprete  de  la  plaza,  me  traduzcas  al 
español  este  documento. 

Manos-gordas  cogió  el  pergamino,  y,  á  la  pri- 
mera ojeada,  murmuró: 


222  NARRACIONES  INVEROSÍMILES 

— Estar  moro... 

— ¡Ya  lo  creo  que  es  árabe!  Pero  quiero  sa- 
ber qué  dice,  y,  si  no  me  engañas,  te  haré  un 
buen  regalo...  cuando  se  realice  el  negocio  que 
confío  á  tu  lealtad. 

A  todo  esto,  Admet-Ben-Carime  había  pa- 
sado ya  la  vista  por  todo  el  pergamino  y  pués- 
tose  muy  pálido. 

— ¿Ves  que  se  trata  de  un  gran  tesoro? — 
medio  afirmó,  medio  interrogó  el  maestro  de 
capilla. 

— Creer  que  sí, — tartamudeó  el  mahome- 
tano. 

— ¿Cómo  creer?  ¡Tu  misma  turbación  lo 
dice! 

— Perdona...  (replicó  Manos-gordas  sudando 
á  mares.)  Haber  aquí  palabras  de  árabe  mo- 
derno, y  yo  entender.  Haber  otras  de  árabe 
antiguo  ó  literario,  y  yo  no  entender. 

— ¿Qué  dicen  las  palabras  que  entiendes? 

— Decir  oro,  decir  ferias,  decir  maldición  de 
Alá...  Pero  yo  no  entender  sentido,  explica- 
i  lunes  m  :..  i'i.is.  Necesitar  ver  al  Derwich  de 
Anghera,  que  e  tac  sabio,  y  él  traducir  todo. 
Llevarme  yo  pergamino  hoy,  y  traer  pergami- 
no m.iíi. tu. i,  y  DO  en;;.ui.u  ni  loluí  al  Si.  Tíl- 
dela.— ¡Moro  jurarl 

«lie  leudo,  eni/.o  tai  manos,  se  las  llevó 
.1  la  bo<  ■>  y  las  1"   "  i'  i  \  "i. 


MOROS   Y    CRISTIANOS  223 

Reflexionó  D.  Bonifacio:  conoció  que,  para 
descifrar  aquel  documento,  tendría  que  fiarse 
de  algún  moro  y  que  ninguno  le  era  tan  cono- 
cido ni  tan  afecto  como  Manos-gordas,  y  acce- 
dió á  dejarle  el  manuscrito,  bien  que  bajo 
reiterados  juramentos  de  que  al  día  siguiente 
estaría  de  vuelta  de  Anghera  con  la  traduc- 
ción, y  jurándole  él,  por  su  parte,  que  le  en- 
tregaría lo  menos  cien  duros  cuando  fuese 
descubierto  el  tesoro. 

Despidiéronse  el  musulmán  y  el  cristiano, 
y  este  se  dirigió,  no  á  su  casa  ni  á  la  catedral, 
sino  á  la  oficina  de  un  amigo,  donde  escribió 
la  siguiente  carta: 

«Sr.   D.  Matías  de  Quesada  y  Sánchez. — 
Alpujarra.  UGÍJAR. 

Mi  queridísimo  tío: 

Gracias  á  Dios  que  hemos  tenido  noticias 
de  V.  y  de  tía  Encarnación,  y  que  estas  son 
tan  buenas  como  Josefa  y  yo  deseábamos. 
Nosotros,  querido  tío,  aunque  más  jóvenes 
que  Vds.,  estamos  muy  achacosos,  y  cargados 
de  hijos,  que  pronto  se  quedarán  huérfanos  y 
pidiendo  limosna. 

Se  burló  de  V.  quien  le  dijera  que  el  per- 
gamino que  me  ha  enviado  contenía  las  señas 
de  un  tesoro.  He  hecho  traducirlo  por  perso- 


224  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

na  muy  competente,  y  ha  resultado  ser  una 
sarta  de  blasfemias  contra  Nuestro  Señor  Je- 
sucristo, la  Santísima  Virgen  y  los  Santos  de 
la  corte  celestial,  escritas  en  versos  árabes  por 
un  perro  morisco  del  Marquesado  del  Cenet 
durante  la  rebelión  de  Aben-Humeya.  En  vis- 
ta de  semejante  sacrilegio,  y  por  consejo  del 
Sr.  Penitenciario,  acabo  de  quemar  tan  impío 
testimonio  de  la  perversidad  mahometana. 

Memorias  á  mi  tía:  recíbanlas  Vds.  de  Jose- 
fa, que  se  halla  por  décima  vez  en  estado  in- 
teresante, y  mande  algún  socorro  á  su  sobri- 
no, que  está  en  los  huesos  por  resultas  del  pi- 
caro dolor  de  estómago, 

Bonifacio. 

Ceuta  29  de  Enero  de  1821. 

VIL 

Al  mismo  tiempo  que  el  Maestro  de  capilla 
bíi  la  precedente  certa  y  la  echaba  al 
■  >,   Admet-Ben-Carime-el-Abdoun  re- 
unía en  Un  envoltorio  no  muy  gi  do  su 
hato  y  ajuar,    n-dundos  á  tres  jaique;  viejos, 

mantas  de  i"  I  ■•  un  moi  tero  para 

hacer  alcuzcuz,  un  candil  de  hierro  y  una 
olla  de  cobre  llena  de  pesetas  (que  detenterró* 
de  un  rincón  del  patinillo  de  bu  casa);  cargó 
con  todo  eüoá  tu  taica  mujer,  esclava,  ©da- 


MOROS   Y   CRISTIANOS  225 

lisca  ó  lo  que  fuera,  más  fea  que  una  mala 
noticia  dicha  de  pronto,  y  más  sucia  que  la 
conciencia  de  su  marido,  y  salióse  de  Ceuta, 
diciendo  al  oficial  de  guardia  de  la  puerta 
que  da  al  campo  moro,  que  se  iban  á  Fez 
á  mudar  de  aires  por  consejo  de  un  veteri- 
nario. 

Y,  como  quiera  que  esta  sea  la  hora,  des- 
pués de  sesenta  años  y  algunos  meses  de  au- 
sencia, que  no  se  haya  vuelto  á  saber  de  Ma- 
nos-gordas ni  en  Ceuta  ni  en  sus  cercanías, 
dicho  se  está  que  D.  Bonifacio  Tudela  y  Gon- 
zález no  tuvo  el  gusto  de  recibir  de  sus  manos 
la  traducción  del  pergamino  ,  ni  al  día  si- 
guiente, ni  al  otro,  ni  en  toda  su  vida,  que 
por  cierto  no  debió  de  ser  muy  larga,  puesto 
que  de  informes  dignos  de  crédito  aparece 
que  su  adorada  Pepita  se  casó  en  Marbella  en 
terceras  nupcias  con  un  tambor  mayor  astu- 
riano, á  quien  hizo  padre  de  cuatro  hijos  como 
cuatro  soles,  y  era  otra  vez  viuda  á  la  muerte 
del  Rey  absoluto,  fecha  en  que  ganó  por  opo- 
sición en  Málaga  el  título  de  comadre  de  pa- 
rir y  el  destino  de  matrona  aduanera. 

Conque  busquemos  nosotros  á  Manos-gor- 
das, y  sepamos  qué  fué  de  él  y  del  interesante 
pergamino. 


TOMO  III 


J5 


2  26  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

VIII. 

Admet-ben-Carime-el-Abdoun  respiró  ale- 
gremente ,  y  aun  hizo  alguna  zapateta,  sin 
que  por  eso  se  le  cayesen  las  mal  aseguradas 
zapatillas,  tan  luego  como  se  vio  fuera  de  los 
redoblados  muros  de  la  Plaza  española  y  con 
toda  el  África  delante  de  sí... 

Poique  África,  para  un  verdadero  africano 
como  Manos-gordas,  es  la  tierra  de  la  libertad 
absoluta;  de  una  libertad  anterior  y  superior 
á  todas  las  Constituciones  é  instituciones  hu- 
manas; de  una  libertad  parecida  á  la  de  los 
conejos  no  caseros  y  demás  animales  de  mon- 
te, valle  ó  arenal. 

África,  quiero  decir,  es  la  Jauja  de  los  mal- 
hechores, el  seguro  de  la  impunidad,  el  cam- 
po neutral  de  los  hombres  y  de  las  fieras,  pro- 
lo  por  el  calor  y  la  extensión  de  los  de- 

sicitos.—  l.n  cuanto   á  los  Suli 

Beyes  que  presumen  imperar  en  aquella  par- 
te del  mundo,  y  6  las  autoridades  y  milites 
que  1  ii,    puede  decirse  que  vie- 

,  paia  tal  •  que  el  caza- 

]...,  ii-  br<  ¡oraos;  un  mal 

,  eos  tienen  en 
en  '1  ■  ii.il  :  <•  muere  6  no  ->e  muere: 
si  se  muere,  tal  día  hizo  un  año;  y,  si  no  be 


MOROS    Y    CRISTIANOS  227 

muere,  con  poner  mucha  tierra  por  medio  no 
hay  que  pensar  más  en  el  asunto. — Sirva  esta 
digresión  de  advertencia  á  quien  la  necesita- 
re, y  prosigamos  nosotros  nuestra  relación. 

— ¡Toma  aquí,  Zama! — dijo  el  moro  á  su 
cansada  esposa ,  como  si  hablase  con  una 
acémila. 

Y,  en  lugar  de  dirigirse  al  Oeste,  ó  sea  hacia 
el  Boquete  de  Anghera,  en  busca  del  sabio 
santón,  según  había  dicho  á  D.  Bonifacio, 
tomó  hacia  el  Sur,  por  un  barranquillo  tapa- 
do de  malezas  y  árboles  silvestres,  que  muy 
luego  le  llevó  al  camino  de  Tetuán,  ó  bien  á 
la  borrosa  vereda  que,  siguiendo  las  ondula- 
ciones de  puntas  y  playas,  conduce  á  Cabo- 
Negro  por  el  valle  del  Tarajar,  por  el  de  los 
Castillejos,  por  Monte-Negrón  y  por  las  la- 
gunas de  Rio-Azmir, — nombres  que  todo  es- 
pañol bien  nacido  leerá  hoy  con  amor  y  ve- 
neración, y  que  entonces  no  se  habían  oido 
pronunciar  todavía  en  España  ni  en  el  resto 
del  mundo  civilizado. 

Llegado  que  hubieron  Ben-Carime  y  Zama 
al  vallecillo  del  Tarajar,  diéronse  un  punto 
de  descanso  á  la  orilla  del  arroyuelo  de  agua 
potable  que  lo  atraviesa,  procedente  de  las  al- 
turas de  Sierra-Bullones,  y,  en  aquella  tan 
segura  y  áspera  soledad,  que  parecía  recién 
salida  de  manos  del  Criador  y  no  estrenada 


V- 


228  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

todavía  por  el  hombre;  á  la  vista  de  un  mar 
solitario,  únicamente  surcado,  tal  ó  cual  no- 
che de  luna,  por  cárabos  de  piratas  ó  buques 
oficiales  de  Europa  encargados  de  perseguir- 
los, la  mora  se  puso  á  lavarse  y  peinarse,  y  el 
moro  sacó  el  manuscrito  y  volvió  á  leerlo  con 
tanta  emoción  como  la  primera  vez. 

Decía  así  el  pergamino  árabe: 

«La  bendición  de  Alá  sea  con  los  hombres 
buenos  que  lean  estas  letras. 

»No  hay  más  gloria  que  la  de  Alá,  de  quien 
Mahoma  fué  y  es,  en  el  corazón  de  los  cre- 
yentes, Profeta  y  Enviado. 

•Los  hombres  que  roban  la  casa  del  que 
está  en  la  guerra  ó  en  el  destierro,  viven  bajo 
la  maldición  de  Alá  y  de  Mahoma,  y  mueren 
roidos  de  escarabajos  y  cucarachas. 

» ¡Bendito  sea,  pues,  Alá,  que  crió  estos  y 
otros  bichos  para  que  se  coman  á  los  hombres 
malos! 

»Yo  soy  el  caid  llassan-ben-Jusstf,  siervo 
de  Alá,  aunque  malamente  he  sido  llamado 
D.  Rodrigo  de  Acuña  por  los  sucesores  de  los 
perros  cristianos  que ,  haciéndoles  fuerza  y 
violando  i  capitulaciones,  luutizaron 

con  una4  i  guisa  de  msopo¡  á  mis 

Infortunados  ascendientes  y  á  otrot  muchos 
Mitas  de  estos  reinos. 

»Yo  soy  capitán  bajo  el  estandarte  del  que, 


MOROS   Y   CRISTIANOS  229 

desde  la  muerte  de  Aben-Humeya,  titúlase 
legítimamente  Rey  de  los  Andaluces,  Muley- 
Abdalá-Mahamud-Aben-Aboó,  el  cual,  si  no 
está  ya  sentado  en  el  trono  de  Granada,  es 
por  la  traición  y  cobardía  con  que  los  moros 
valencianos  han  faltado  á  sus  compromisos 
y  juramentos,  dejando  de  alzarse  al  mismo 
tiempo  que  los  moros  granadinos  contra  el 
tirano  común;  pero  de  Alá  recibirán  el  pago, 
y,  si  somos  vencidos  nosotros,  vencidos  serán 
también  ellos  y  expulsados  á  la  postre  de 
España,  sin  el  mérito  de  haber  luchado  hasta 
última  hora  en  el  campo  del  honor  y  en  de- 
fensa de  la  justicia;  y,  si  somos  vencedores, 
les  cortaremos  el  pescuezo  y  echaremos  sus 
cabezas  á  los  marranos. 

» Yo  soy,  en  fin,  el  dueño  de  esta  Torre  y  de 
toda  la  tierra  que  hay  á  su  alrededor,  hasta 
llegar  por  Occidente  al  barranco  del  Zorro  y 
por  Oriente  al  de  los  Espárragos,  el  cual  debe 
tai  nombre  á  los  muchos  y  muy  exquisitos  que 
cultivó  allí  mi  abuelo  Sidi-Jussef-ben-Jussuf. 

»La  cosa  no  anda  bien.  Desde  que  el  mal 
nacido  D.  Juan  de  Austria  (confúndalo  Alá) 
vino  á  combatir  contra  los  creyentes,  preve- 
mos que  por  ahora  vamos  á  ser  derrotados, 
sin  perjuicio  de  que,  andando  los  años  ó  las 
centurias,  otro  Príncipe  de  la  sangre  del  Pro- 
feta venga  á  recobrar  el  trono  de  Granada, 


23O  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

que  ha  pertenecido  setecientos  años  á  los  mo- 
ros, y  volverá  á  pertenecerles  cuando  Alá 
quiera,  con  el  mismo  título/conque  lo  poseye- 
ron antes  vándalos  y  godos,  y  antes  los  roma- 
nos, y  antes  aquellos  otros  africanos  que  se 
llamaban  los  cartagineses:  ¡con  el  título  de  la 
Conquista! — Pero  conozco,  vuelvo á  decir,  que 
por  la  presente  la  cosa  anda  mal,  y  que  muy 
pronto  tendré  que  trasladarme  á  Marruecos 
con  mis  cuarenta  y  tres  hijos,  suponiendo  que 
los  austríacos  no  me  cojan  en  la  primera  ba- 
talla y  me  cuelguen  de  un  alcornoque,  como 
yo  los  colgaría  á  todos  ellos,  si  pudiera. 

»Pues  bien;  al  salir  de  esta  Torre,  para  em- 
prender la  última  y  decisiva  campaña,  dejo 
escondidos  aquí,  en  sitio  á  que  no  podrá  llegar 
nadie  sin  topar  primero  con  el  presente  ma- 
nuscrito, todo  mi  oro,  toda  mi  plata,  todas 
mis  perlas;  el  tesoro  de  mi  familia;  la  hacienda 
de  mis  padres,  mía  y  de  mis  henderos;  el  cau- 
dal di-  (pie  soy  du<  1  por  ley  divina  y 
humana,  COCQ0  es  del  ave  la  pluma  que  cría,  ó 
como  BOU  'leí  niño  los  dientes  (pie  echa  con 
dolor  y  trabajo,  ó  como  son  de  cada  mortal 
los  malos  huí;                cáncer  ó  de   Lepra  que 

1  (Detente,  por  lo  tanto,  oh  tú,  moro,  cris- 
tiano o  judío  que,  habiéndote  puerta  &  derri- 
bar (  luir  y  leer 


MOROS   Y   CRISTIANOS  23 1 

los  renglones  que  estoy  escribiendo!  ¡Detente, 
y  respeta  el  arca  de  tu  prójimo!  ¡No  pongas  la 
mano  en  su  caudal!  ¡No  te  apoderes  de  lo  aje- 
no!— Aquí  no  hay  nada  del  fisco,  nada  de  do- 
minio público,  nada  del  Estado.  El  oro  de  las 
minas  podrá  pertenecer  á  quien  lo  descubra, 
y  una  parte  de  él  al  Rey  del  territorio.  Pero  el 
oro  fundido  y  acuñado,  el  dinero,  la  moneda, 
es  de  su  dueño,  y  nada  más  que  de  su  dueño. 
— ¡No  me  robes,  pues,  mal  hombre!  ¡No  ro- 
bes á  mis  descendientes,  que  ya  vendrán,  el 
día  que  esté  escrito,  á  recoger  su  herencia!  — 
Y  si  es  que  buenamente,  por  casualidad,  en- 
cuentras mi  tesoro,  te  aconsejo  que  publiques 
edictos,  llamando  y  notificando  el  caso  á  los 
causa-habientes  de  Hassan-ben^Jussef;  que 
no  es  de  hombres  honestos  guardarse  los  ha- 
llazgos, cuando  estos  hallazgos  tienen  propie- 
tario conocido. 

»Si  así  no  lo  hicieres,  ¡maldito  seas,  con  la 
maldición  de  Alá  y  con  la  mía!  ¡Y  pártate  un 
rayo!  ¡Y  quiera  Dios  que  cada  una  de  mis  mo- 
nedas se  vuelva  en  tus  manos  un  escorpión  y 
cada  perla  un  alacrán!  ¡Y  que  mueran  de  le- 
pra tus  hijos,  con  los  dedos  podridos  y  deshe- 
chos, para  que  no  tengan  ni  tan  siquiera  el 
placer  de  rascarse!  ¡Y  que  todas  las  mujeres 
que  ames  y  engordes  se  diviertan  y  refocilen 
con  tus  esclavos!  ¡Y  que  tu  hija  la  mayor  se 


232  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

escape  de  tu  casa  con  un  judfoU¡Y  que  á  tí  te 
metan  un  palo  por  mala  parte,  y  te  saquen  así 
á  la  vergüenza,  teniéndote  en  alto  hasta  que, 
con  el  peso  de  tu  cuerpo,  el  palo  salga  por 
encima  de  la  coronilla  y  quedes  pati-abierto 
en  el  suelo,  como  indecente  rana  atravesada 
por  un  asador! 

» Ya  lo  sabes,  y  sépanlo  todos,  y  bendito  sea 
Alá,  que  es  Alá. 

•  Torre  de  Zoraya,  en  Aldeire  del  Cenet,  á 
15  días  del  mes  de  Saphar  del  año  de  la 
Egira  968. 

Hassan-ben-Jussef.  » 


IX. 


Manos-gordas  quedó  profundamente  preocu- 
pado con  la  nueva  lectura  de  este  documento, 
no  por  las  máximas  morales  y  por  las  espan- 
maldiciones  que  contenía,  pues  el  picaro 
había  perdido  la  fé  en  Alá  y  en  Mahoma,  de 
resultas  de  su  frecuente  trato  con  los  cristianos 
y  judíos  de  Trtiun  y  ("cuta,  que,  naturalmen- 
te, se  reían  del  Corán,  sino  por  creer  que  su 
.  su  acento  y  algún  otro  signo  musulmán 
de  su  persona,  le  impedían  trasladar*  i  Bl 
paña,  donde  se  vería  expuesto  .1  muerte  segura 
tan  luego  i:omo  cualquiei  cristiano  6 cristiana 


MOROS    V    CRISTIANOS  233 

descubriese  en  él  á  un  enemigo  de  la  Virgen 
María. 

Además,  ¿qué  apoyo  (ajuicio  de  Manos -gor- 
das) podría  hallar  en  las  leyes  ni  en  las  autori- 
dades de  España  un  extranjero,  un  mahome- 
tano, un  semi-salvaje,  para  adquirir  la  Torre 
de  Zoraya,  para  hacer  excavaciones  en  ella, 
para  entrar  en  posesión  del  tesoro,  ó  para  no 
perderlo  inmediatamente  con  la  vida? 

— ¡No  hay  remedio!  (díjose  por  remate  de 
largas  reflexiones.)  ¡Tengo  que  confiarme  al 
renegado  Ben-Munuza!  El  es  español,  y  su  com- 
paña me  librará  de  todo  peligro  en  aquella 
tierra. — Pero,  como  no  existe  bajo  la  capa  del 
cielo  un  hombre  de  peor  alma  que  el  tal  rene- 
gado, no  me  estará  demás  tomar  algunas  pre- 
cauciones. 

Y,  en  virtud  de  esta  cavilación,  sacó  del 
bolsillo  avíos  de  escribir,  redactó  una  carta, 
púsole  el  sobre,  pególo  con  un  poco  de  pan 
mascado,  y  echóse  á  reir  de  una  manera  dia- 
bólica. 

En  seguida  fijó  los  ojos  en  su  mujer,  que 
continuaba  haciendo  la  policía  de  todo  un  año, 
á  costa  de  la  limpieza  física  y...  moral  del  ma- 
laventurado arroyuelo,  y,  llamándola  por  me- 
dio de  un  silbido,  dignóse  hablarle  de  este 
modo: 

— Cara  de  higo  chumbo,  siéntate  á  mi  lado 


234  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

y  óyeme...  Luego  acabarás  de  lavarte,  que  bien 
lo  necesitas,  y  puede  que  entonces  te  juzgue 
merecedora  de  algo  mejor  que  la  paliza  diaria 
con  que  te  demuestro  mi  cariño. — Por  de 
pronto,  sinvergüenzona,  déjate  de  monadas, 
y  entérate  bien  de  lo  que  voy  á  decirte. 

La  mora,  que,  lavada  y  peinada,  resultaba 
más  joven  y  artística,  aunque  no  menos  fea 
que  antes,  se  relamió  como  una  gata,  clavó  en 
Manos-gordas  los  dos  carbunclos  que  le  servían 
de  ojos,  y  díjole,  mostrando  sus  blanquísimos 
y  anchos  dientes,  que  nada  tenían  de  humanos: 

—  Habla,  mi  señor;  que  tu  esclava  solo  desea 
servirte. 

Manos-gordas  continuó: 

— Si,  desde  este  momento  en  adelante,  llega 
á  ocurrirme  alguna  desgracia,  ó  desaparezco 
del  mundo  sin  haberme  despedido  de  tí,  ó,  ha- 
biéndome despedido,  no  tienes  noticias  mías 
¡i  semanas,  procura  volver  á  entrar  en 
Cdlta,   y  <  t  al  correo. — ¿Te  lias 

enterado  bien,  cara  de  mona? 

Zaina  rompió  á  llorar,  y  exclamó: 

— ¡Admet!  ¿Pi<  oaai  dejarme? 

— ¡No  rebuenee,  mujerl  (contestó  el  moro.) 
it-n  habla  ahora  de  eso? — ¡Demasiado 
aabes  que  me  gustas  y  que  mesirvesl  >Pero 
de  lo  que  ahora   se  trata  es  de  que  t--  1 

:.i<lo  bien  <lc  mi  (  n<  .!■•"... 


MOROS    Y    CRISTIANOS  235 

—  ¡Trae!  (dijo  la  mora,  apoderándose  de  la 
carta,  abriéndose  el  justillo  y  colocándola  en- 
tre él  y  su  gordo  y  pardo  seno,  ai  lado  del  co- 
razón.) Si  algo  malo  llega  á  sucederte,  esta 
carta  caerá  en  el  correo  de  Ceuta,  aunque 
después  caiga  yo  en  la  sepultura. 

Aben-Carime  sonrió  humanamente  al  oir 
aquellas  palabras,  y  dignóse  mirar  á  su  mujer 
como  á  una  persona. 


X. 


Mucho  y  muy  regaladamente  debió  de  dor- 
mir aquella  noche  el  matrimonio  agareno  en- 
tre los  matorrales  del  camino,  pues  no  serían 
menos  de  las  nueve  de  la  siguiente  mañana 
cuando  llegó  al  pié  de  Cabo-Negro. 

Hay  allí  un  aduar  de  pastores  y  labriegos 
árabes,  llamado  «Medik,»  compuesto  de  algu- 
nas chozas,  de  un  morabito,  ó  ermita  maho- 
metana, y  de  un  pozo  de  agua  potable,  con  su 
brocal  de  piedra  y  su  acetre  de  cobre,  como  los 
que  figuran  en  algunas  escenas  bíblicas. 

El  aduar  se  hallaba  completamente  solo  en 
aquel  momento.  Todos  sus  habitantes  habían 
salido  ya  con  el  ganado  ó  con  los  aperos  de  la- 
bor á  los  vecinos  montes  y  cañadas. 

— Espérame  aquí...  (dijo  Manos-gordas  á  su 
mujer.)  Yo  voy  á  buscar  á  Ben-Munuza,  que 


236"  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

debe  de  hallarse  al  otro  lado  de  aquel  cerro, 
arando  los  pobres  secanos  que  allí  posee... 

— ¡Ben-Munuza!  (exclamó  Zama  con  te- 
rror.) ¡El  renegado  de  quien  me  has  dicho!... 

— Descuida...  (interrumpió  Manos-gordas). 
¡Hoy  puedo  yo  más  que  él!  Dentro  de  un  par 
de  horas  estaré  de  vuelta,  y  verás  como  se 
viene  detrás  de  mí,  con  la  humildad  de  un 
perro. — Esta  es  su  choza...  Aguárdanos  en 
-ella,  y  haznos  una  buena  ración  de  alcuzcuz 
con  el  maíz  y  la  manteca  que  hallarás  á  mano. 
jYa  sabes  que  me  gusta  muy  recocido! — ¡Ah! 
se  me  olvidaba...  Si  ves  que  anochece  y  no  he 
bajado,  sube  tú,  y,  si  no  me  hallas  en  la  otra 
ladera  del  cerro,  ó  me  hallas  cadáver,  vuél- 
vete á  Ceuta  y  echa  la  carta  al  correo... — 
Otra  advertencia:  suponiendo  que  sea  mi  ca-. 
daver  lo  que  encuentres,  regístrame,  á  ver  si 
Ben-Munuza  me  ha  robado,  6  no,  este  perga- 
mino...—  Si  me  lo  ha  robado,  vuélvete  de 
Ceuta  á  Tetuán,  y  denuncia  á  las  autoridades 
el  asesinato  y  el  robo. — ¡No  tengo  más  que 
decirte!— Adiós. 

La  mora  se  quedó  llorando  á  lágrima  viva, 
y  Manos-gordas  tomó  la  senda  que  llevaba  á 
la  cumbre  del  inmediato  cerro. 


MOROS    Y    CRISTIANOS  237 

XI. 

Pasada  la  cumbre,  no  tardó  en  descubrir  en 
la  cañada  próxima  á  un  corpulento  moro  ves- 
tido de  blanco,  el  cual  araba  patriarcalmente 
la  negruzca  tierra  con  auxilio  de  una  hermosa 
yunta  de  bueyes. — Parecía  aquel  hombre  la 
estatua  de  la  Paz,  tallada  en  mármol.  Y,  sin 
embargo,  era  el  triste  y  temido  renegado  Ben- 
Munuza ,  cuya  historia  os  causará  espanto 
cuando  la  conozcáis. 

Contentaos  por  lo  pronto  con  saber  que  ten- 
dría cuarenta  años  y  que  era  rudo,  fuerte,  ágil 
y  de  muy  lúgubre  fisonomía,  bien  que  sus  ojos 
fuesen  azules  como  el  cielo  y  rubias  sus  bar- 
bas como  aquel  sol  de  África  que  había  dora- 
do á  fuego  la  antigua  blancura  europea  de  su 
semblante. 

— ¡Buenos  días,  Manos- gordas! — gritó  en 
castellano  el  antiguo  español  tan  luego  como 
divisó  al  marroquí. 

Y  su  voz  expresó  la  alegría  melancólica 
propia  del  extranjero  que  halla  ocasión  de  ha- 
blar la  lengua  patria. 

—  ¡Buenos  días,  Juan  Falgueira! — respon- 
dió sarcásticamente  Ben-Carime. 

El  renegado  tembló  de  pies  á  cabeza  al  oir 


238  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

semejante  saludo,  y  sacó  del  arado  la  reja  de 
hierro,  como  para  defender  su  vida. 

—  ¿Qué  nombre  acabas  de  pronunciar? — 
añadió  luego,  avanzando  hacia  Manos-gordas. 

Este  lo  aguardaba  riéndose,  y  le  respondió 
en  árabe,  con  un  valor  de  que  nadie  le  hubie- 
ra creído  capaz: 

— He  pronunciado  tu  verdadero  nombre:  el 
nombre  que  llevabas  en  España  cuando  eras 
cristiano,  y  que  yo  conozco  desde  que  estuve 
en  Oran  hace  tres  años... 

— ¿En  Oran? 

— ¡En  Oran,  sí,  señor!...  ¿Qué  tiene  eso  de 
extraordinario?  De  allí  habías  venido  tú  á 
Marruecos,  y  allí  fui  yo  á  comprar  gallinas. 
Allí  pregunté  tu  historia,  dando  tus  señas,  y 
allí  me  la  contaron  varios  españoles.  Supe, 
por  tanto,  que  eras  gallego,  que  te  llamabas 
Juan  FaliMiciía,  y  que  te  hal>í,is  escapado  de 
la  carcel-alta  de  Granada,  donde  1  tabas  ya 
en  capilla  pan  ir  á  la  horca  por  resuli 
babee  robado  y  dado  muerte,  hace  quince 
quien*  1  Ben  (as  ei 

se  de  mulero...  ¿Dudaras  ahora  de  que  te  co- 
nozco perfectamente? 

— Dime,  alma  mía...  (respondió  el  : 
con  Vd/    -oída  y   liman  lo   .111  . 

has  contado  eso  á  algún  marroquí?  ¿Lo 
alguien  más  que  tú  en  etta  condenada  tierra? 


MOROS    V    CRISTIANOS  239 

— Porque  es  el  caso  que  yo  quiero  vivir  en 
paz,  sin  que  nadie  ni  nada  me  recuerde  aque- 
lla mala  hora,  que  harto  he  purgado. — Soy 
pobre:  no  tengo  familia,  ni  patria,  ni  lengua, 
ni  el  Dios  que  me  crió.  Vivo  entre  enemigos, 
sin  más  capital  que  estos  bueyes  y  que  esos 
secanos,  comprados  á  fuerza  de  diez  años  de 
sudores...  Por  consiguiente,  haces  muy  mal 
en  venir  á  decirme... 

— ¡Espera!  (respondióle  muy  alarmado  Ma- 
nos -govd as.)  No  me  eches  esas  miradas  de  lo- 
bo; que  vengo  á  hacerte  un  gran  favor,  y  no  á 
ofenderte  por  mero  capricho. — ¡A  nadie  he 
contado  tu  desgraciada  historia!  ¿Para  qué? — 
¡Todo  secreto  puede  ser  un  tesoro,  y  quien  lo 
cuenta  se  queda  sin  él! — Hay,  empero,  oca- 
siones en  que  se  hacen  cambios  de  secretos,  su- 
mamente útiles.  Por  ejemplo:  yo  te  voy  á 
contar  un  importante  secreto  mío,  que  te  ser- 
virá como  de  fianza  del  tuyo,  y  que  nos  obli- 
gará á  ser  amigos  toda  la  vida... 

— Te  oigo.  Concluye... — respondió  calmo- 
samente el  renegado. 

Aben-Carime  leyóle  entonces  el  pergamino 
árabe,  que  Juan  Falgueira  oyó  sin  pestañear  y 
como  enojado;  visto  lo  cual  por  el  moro,  y  á 
fin  de  acabar  de  atraerse  su  confianza,  le  reve- 
ló también  que  había  robado  aquel  documento 
á  un  cristiano  de  Ceuta... 


24O  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

El  español  se  sonrió  ligeramente,  al  pensar 
en  el  mucho  miedo  que  debía  de  tenerle  el 
mercader  de  huevos  y  de  gallinas  cuando  le 
contaba  sin  necesidad  aquel  robo,  y,  animado 
el  pobre  Manos-gordas  con  la  sonrisa  de  Ben- 
Munuza,  entró  al  fin  en  el  fondo  del  asunto, 
hablando  de  la  siguiente  manera: 

— Supongo  que  te  has  hecho  cargo  de  la 
importancia  de  este  documento  y  de  la  razón 
por  qué  te  lo  he  leido.  Yo  no  sé  donde  está  la 
Torre  de  Zoraya,  ni  Aldeire,  ni  el  Cenet:  yo  no 
sabría  irá  España,  ni  caminar  por  ella;  y  ade- 
más, allí  me  matarían  por  no  ser  cristiano,  ó, 
cuando  menos,  me  robarían  el  tesoro,  antes  ó 
después  de  descubierto.  Por  todas  estas  razo- 
nes, necesito  que  me  acompañe  un  español 
fiel  y  leal,  de  cuya  vida  sea  yo  dueño  y  á  quien 
pueda  hacer  ahorcar  con  media  palabra;  un 
español,  en  fin,  como  tú,  Juan  Pftlgueira,  que, 
después  de  todo,  nada  adelantaste  con  robar 
y  ni.it. ir,  pueg  trabajas  aquí  como  un  asno, 
cuantío ,  con  los  millones  que  voy  á  pro- 
porcionarte, podrás  irte  á  América,  á  Fran- 
cia, á  la  India,  y  gozar,  y  triunfar,  y  subir 
tal  vez  hasta  rey. — ¡Qué  te  parece  mi  pin- 
to? 

— Que  está  bien  hilado,  como  obra  de  un 
moro... — respondió  Ben-Munuza,  de  cuyai 
recias   manos,  cruzadas    sobre  la   rabadilla, 


MOROS   Y    CRISTIANOS  24I 

pendía  balanceándose  la  barra  de  hierro,  á  la 
manera  de  la  cola  de  un  tigre. 

Manos-gordas  se  sonrió  ufanamente,  creyen- 
do aceptada  su  proposición. 

— Sin  embargo...  (añadió  después  el  som- 
brío gallego.)  Tú  no  has  caido  en  una  cuenta.. . 

— ¿En  cuál? — preguntó  cómicamente  Ben- 
Carime,  alzando  mucho  la  cara  y  no  mirando 
á  parte  alguna,  como  quien  se  dispone  á  oir 
sandeces  y  majaderías. 

— ¡Tú  no  has  caido  en  que  yo  sería  tonto  de 
capirote  si  me  marchase  contigo  á  España  á 
ponerte  en  posesión  de...  medio  tesoro,  con- 
tando con  que  tú  me  pondrías  á  mí  en  pose- 
sión del  otro  medio! — Lo  digo,  porque  no  ten- 
drías más  que  pronunciar  media  palabra,  el 
día  que  llegásemos  á  Aldeire  y  te  creyeses  libre 
de  peligros,  para  zafarte  de  mi  compañía  y  de 
darme  la  mitad  de  las  halladas  riquezas... — 
¡En  verdad  que  no  eres  tan  listo  como  te 
figuras,  sino  un  pobre  hombre,  digno  de  lás- 
tima, que  te  has  metido  en  un  callejón  sin  sa- 
lida al  descubrirme  las  señas  de  ese  gran  teso- 
ro y  decirme  al  mismo  tiempo  que  conoces 
mi  historia  y  que,  si  yo  fuera  contigo  á  Es- 
paña, serías  dueño  absoluto  de  mi  vida!... — 
Pues  ¿para  qué  te  necesito  yo  á  tí?  ¿Qué  falta 
me  hace  tu  ayuda  para  ir  á  apoderarme  del 
tesoro  entero?  ¿Ni  qué  falta  me  haces  en  el 

tomo  m  16 


242  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

mundo?  ¿Quién  eres  tú,  desde  el  momento  en 
que  me  has  leido  ese  pergamino,  desde  el  mo- 
mento en  que  puedo  quitártelo? 

— ¿Qué  dices? — gritó  Manos-gordas,  sintien- 
do de  pronto  circular  por  todos  sus  huesos  el 
fiío  de  la  muerte. 

—  No  digo  nada... — ¡Toma! — respondió 
Juan  Falgueira,  asestando  un  terrible  golpe 
con  la  barra  de  hierro  sobre  la  cabeza  de  Ben- 
Carime,  el  cual  rodó  en  tierra,  echando  sangre 
por  ojos,  narices  y  boca,  y  sin  poder  articular 
palabia... 

El  desgraciado  estaba  muerto. 

XII. 

Tres  ó  cuatro  semanas  después  de  la  muer- 
te de  Manos-gordas,  el  veintitantos  de  Febre- 
ro da  182 1,  nevaba  si  había  que  nevar  en  la  vi- 
lla de  Aldcirey  en  toda  la  elegantísima  sierra 
andaluza  á  que  la  propia  nieve  da  vida  y 
nombi<-. 

I  ra  domingo  do  Carnaval,  y  la  campana  de 

la  iglesia  llamaba  por  coarta  veza  misa,  con 

■0  v<>/.   delgada  y  pura  como  la  de  un   niño,  á 

:  ■  aquella  feligresía,  de- 

mii.i  al  áelOi  que  no  m  reaigna- 

i  1I111-  uta,  en  día  tan  crudo  y  desapaci- 

1  dejar  la  cama  ó  a    apararas  da  los  tizo- 


MOROS   Y    CRISTIANOS  243 

nes,  alegando  acaso,  como  pretexto,  que  «los 
días  de  Carnestolendas  no  se  debe  rendir  cul- 
to á  Dios,  sino  al  diablo.» 

Algo  semejante  decía  por  lo  menos  el  tío 
Juan  Gómez  á  su  piadosa  mujer,  la  seña  Tor- 
cuata, defendiéndose  en  el  rincón  del  fuego 
de  los  argumentos  con  que  nuestra  amiga  le 
rogaba  que  no  bebiera  más  aguardiente  ni 
comiese  más  roscos,  sino  que  la  acompañase 
á  misa,  á  fuer  de  buen  cristiano,  sin  miedo 
alguno  á  las  críticas  del  maestro  de  escuela  y 
demás  electores  liberales:  y,  muy  enredada  es- 
taba la  disputa,  cuando  cata  aquí  que  entró 
en  la  cocina  el  tío  Genaro,  mayoral  de  los 
pastores  de  su  merced,  y  dijo,  quitándose  el 
sombrero  y  rascándose  la  cabeza  de  un  solo 
golpe: 

— Buenos  días  nos  dé  Dios,  Sr.  Juan  y  seña 
Torcuata.  ¡Ya  se  harán  Vds.  cargo  de  que  al- 
go habrá  sucedido  por  allá  arriba  para  que  yo 
baje  por  aquí  con  tan  mal  tiempo,  no  tocán- 
dome oir  misa  este  domingo! — ¿Cómo  va  de 
salud? 

— ¡Vaya!  ¡vaya!  ¡no  espero  más!  (exclamó 
la  mujer  del  alcalde,  cruzándose  la  mantilla 
con  violencia.)  ¡Estaría  de  Dios  que  hoy  echa- 
ses la  misa  en  el  puchero!  ¡Ya  tienes  ahí  con- 
versación y  copas  para  todo  el  día,  sobre  si  las 
cabras  están  preñadas  ó  sobre  si  los  borregos 


244  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

han  echado  cuernos!  ¡Te  condenarás,  Juan,  te 
condenarás,  si  no  haces  pronto  las  paces  con 
la  Iglesia,  dejando  la  maldita  alcaldía! 

Marchado  que  se  hubo  la  seña  Torcuata,  el 
alcalde  alargó  un  rosco  y  una  copa  al  mayo- 
ral," y  le  dijo: 

— ¡Simplezas  de  mujeres,  tío  Genaro!  Arrí- 
mese V.  á  la  lumbre  y  hable. — ¿Qué  ocurre 
por  allá  arriba? 

— Pues  nada:  que  ayer  tarde  el  cabrero 
Francisco  vio  que  un  hombre,  vestido  á  la 
malagueña,  con  pantalón  largo  y  chaquetilla 
de  lienzo,  y  liado  en  una  manta  de  muestra, 
se  había  metido  en  el  corral  nuevo  por  la  parte 
que  todavía  no  tiene  tapia,  y  rondaba  la  Tor- 
re del  Moro,  estudiándola  y  midiéndola  como 
si  fuese  un  maestro  de  obras.  Preguntóle  Fran- 
cisco qué  significaba  aquello,  y  el  forastero  Le 
interrogó  á  su  vez  quiñi  era  el  du< 
y,  como  Francisco  le  dijese  que  nada  menos 
que  el  ahnlde  del  /■neldo,  repuso  que  él  hablaría 

ala  noche  con  su  merced  y  le  explicad 
planes. — Llegó  presto  la  noche,  y  el  hombre 
hizo  como  que  se  man  baba,  COI)  lo  que  el  ca- 

-  se  encerró  en  •  u  choza,  que,  como  sa- 
be Y.,  dieta  poco  de  allí. — Dos  horas  después 
de    oscurecer   enteramente,    notó   el    mismo 

a  i  oo  que  ( n  la  Torre  sonaban  ruidoi 
muy  raros  y  se  veía  luz,  lo  cual  le  11< 


MOROS   Y   CRISTIANOS  245 

miedo  que  ni  tan  siquiera  se  atrevió  á  ir  á  mi 
choza  á  avisarme;  cosa  que  hizo  en  cuanto  fué 
de  día,  refiriéndome  el  lance  de  ayer  tarde  y 
advirtiéndome  que  los  tales  ruidos  habían  du- 
rado toda  la  noche.  Como  yo  soy  viejo,  y  he 
servido  al  Rey,  y  me  asusto  de  pocas  cosas, 
me  plantifiqué  en  seguida  en  la  Torre  del  Moro, 
acompañado  de  Francisco,  que  iba  temblan- 
do, y  encontramos  al  forastero  liado  en  su 
manta  y  durmiendo  en  un  cuartucho  del  piso 
bajo,  que  tiene  todavía  su  bóveda  de  hormi- 
gón. Desperté  al  sospechoso  personaje  y  le  re- 
convine por  haber  pasado  la  noche  en  la  casa 
ajena  sin  la  voluntad  de  su  dueño;  á  lo  que 
me  respondió  que  aquello  no  era  casa,  sino  un 
montón  de  escombros,  donde  bien  podía  ha- 
berse albergado  un  pobre  caminante  en  noche 
de  nieves,  y  que  estaba  dispuesto  á  presentar- 
se á  V.  y  á  explicarle  quién  era  y  todas  sus 
operaciones  y  pensamientos.  Le  he  hecho, 
pues,  venir  conmigo,  y  en  la  puerta  del  corral 
aguarda,  acompañado  del  cabrero,  á  que  us- 
ted le  dé  licencia  para  entrar... 

— ¡Que  entre! — respondió  el  tío  Hormiga, 
levantándose  muy  alterado,  por  habérsele 
ocurrido,  desde  las  primeras  palabras  del  ma- 
yoral, que  todo  aquello  tenía  bastante  que 
ver  con  el  célebre  tesoro,  á  cuyo  hallazgo  por 
sus  solos  esfuerzos  había  renunciado  su  mer- 


246  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

ced  hacía  una  semana,  no  sin  haber  arrancado 
antes  inútilmente  muchas  y  muy  pesadas  pie- 
dras de  sillería. 

XIII. 

Tenemos  ya  cara  á  cara  y  solos  al  tío  Juan 
Gómez  y  al  forastero. 

— ¿Cómo  se  llama  V.? — interrogó  el  prime- 
ro al  segundo,  con  todo  el  imperio  de  un  al- 
calde de  monterilla  y  sin  invitarle  á  que  se 
sentara. 

— Llamóme  Jaime  Olot, — respondió  el  hom- 
bre misterioso. 

— ¡Su  habla  de  V.  no  parece  de  esta  tie- 
rra!...—¿Es  V.  inglés? 

—Soy  catalán. 

— ¡Hombre!  ¡Catalán!...  Me  parece  bien. — 
Y...  ¿qué  le  trae  á  V.  por  aquí? — Sobre  todo, 
¿qué  diablos  de  medidas  tomaba  V.  ayer  en 
mi  Ten*? 

—  L<  diré  á  V. — Yo  soy  minero  de  oficio,  y 
he  venido  á  buscar  trabajo  &  esta  tierra,  faino* 
sa  por  sus  millas  da  cobre  y  plata. — Ayer  tar- 
de, al  pasar  por  la  Torndti  Moro,  \í  que,  con 
las  piedras  de  ella  extraídas,  estaban  coostru 

I    una   tapia,    y   que    aun    sriía    ihc  , 

derribaí  6  arrancaí  otras  muchas  para  termi- 
nare] cercado... — k*o  m<'  pinto  solo  en  esto 


MOROS   Y    CRISTIANOS  247 

de  demoler,  ya  sea  dando  barrenos,  ya  por 
medio  de  mis  propios  puños,  pues  tengo  más 
fuerza  que  un  buey,  y  ocurrióseme  la  idea  de 
tomar  á  mi  cargo,  por  contrata,  la  total  des- 
trucción de  la  Torre  y  el  arranque  de  sus  ci- 
mientos, suponiendo  que  llegase  á  entender- 
me con  el  propietario. 

El  tío  Hormiga  guiñó  sus  ojillos  grises,  y 
respondió  con  mucha  sorna: 

—Pues,  señor;  no  me  conviene  la  contrata. 
—Es  que  haré  todo  ese  trabajo  por  muy  po- 
co precio,  casi  de  balde... 

¡Ahora  me  conviene  mucho  menos! 

El  llamado  Jaime  Olot  paró  mientes  en  la 
soflama  del  tío  Juan  Gómez,  y  miróle  á  fondo, 
como  para  adivinar  el  sentido  de  aquella  rara 
contestación;  pero,  no  logrando  leer  nada  en 
la  fisonomía  zorruna  de  su  merced,  parecióle 
oportuno  añadir  con  fingida  naturalidad: 

—Tampoco  dejaría  de  agradarme  recompo- 
ner parte  de  aquel  antiguo  edificio  y  vivir  en 
él  cultivando  el  terreno  que  destina  V.  á  co- 
rral de  ganado.  — ¡Le  compro  áV.,  pues,  la 
Torre  del  Moro  y  el  secano  que  la  circunda! 

No  me  conviene  vender, — respondió  el 

tío  Hormiga. 

—¡Es  que  le  pagaré  á  V.  el  doble  de  lo  que 
aquello  valga!— observó  enfáticamente  el  que 
se  decía  catalán. 


248  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

— ¡Por  esa  razón  me  conviene  menos! — re- 
pitió el  andaluz  con  tan  insultante  socarrone- 
ría, que  su  interlocutor  dio  un  paso  atrás,  co- 
mo quien  conoce  que  pisa  terreno  falso. 

Reflexionó,  pues,  un  momento,  pasado  el 
cual,  alzó  la  cabeza  con  entera  resolución, 
echó  los  brazos  á  la  espalda  y  dijo,  riéndose 
cínicamente: 

—  ¡Luego  sabe  V.  que  en  aquel  terreno  hay 
un  te  sor  o  l 

El  tio  Juan  Gómez  se  agachó»  sentado  co- 
mo estaba;  y,  mirando  al  catalán  de  abajo 
arriba,  exclamó  donosísimamente: 

— ¡Lo  que  me  choca  es  que  lo  sepa  V.! 

— ¡Pues  mucho  más  le  chocaría  si  le  dijese 
que  yo  soy  el  único  que  lo  sabe  de  cierto. 

— ¿Es  decir,  que  conoce  V.  el  punto  fijo  en 
que  se  halla  sepultado  el  tesoro? 

— Conozco  el  punto  fijo,  y  no  tardaría  vein- 
ticuatro horas  en  desenterrar  tanta  riqueza 
como  allí  (luciinc  ;i  l.i  sombra... 

— Según  eso,  ¿tiene  V.  cierto  documento?... 

— Sí,  señor:  tengo  un  pergamino  del  tiempo 
de  los  moros,  de  media  vara  en  cuadro...,  en 
que  todo  eso  se  explica... 

— i  ifgame  Y.;  ¿y  ese  pergamino?... 

— No  lo  llevo  sobre  mi  persona,  ni  hay  para 
qué,  supuesto  que  dm  Lo  ié  de  memoria  al  pie 
de  la  letra  en  español  y  en  ;u;ibe...  —¡Oh!  no 


MOROS   Y    CRISTIANOS  249 

soy  yo  tan  bobo  que  me  entregue  nunca  con 
armas  y  bagajes!  Así  es  que,  antes  de  presen- 
tarme en  estas  tierras,  escondí  el  pergamino... 
donde  nadie  más  que  yo  podrá  dar  con  él. 

— ¡Pues  entonces  no  hay  más  que  hablar! 
Sr.  Jaime  Olot,  entendámonos  como  dos  bue- 
nos amigos... — exclamó  el  alcalde,  echando  al 
forastero  una  copa  de  aguardiente. 

— ¡Entendámonos! — repitió  el  forastero,  sen- 
tándose sin  más  permiso  y  bebiéndose  la  copa 
en  toda  regla. 

— Dígame  V.  (continuó  el  tío  Hormiga):  y 
dígamelo  sin  mentir,  para  que  yo  me  acos- 
tumbre á  creer  en  su  formalidad... 

— Vaya  V.  preguntando:  que  yo  me  callaré 
cuando  me  convenga  ocultar  alguna  cosa. 

— ¿Viene  V.  de  Madrid? 

— No,  señor.  Hace  veinticinco  años  que  es- 
tuve en  la  corte  por  primera  y  última  vez. 

— ¿Viene  V.  de  Tierra-Santa? 

— No,  señor.  No  me  dá  por  ahí. 

— ¿Conoce  V.  á  un  abogado  de  Ugíjar,  lla- 
mado D.  Matías  de  Quesada? 

— No,  señor:  yo  detesto  á  los  abogados  y  á 
toda  la  gente  de  pluma. 

— Pues  entonces,  ¿cómo  ha  llegado  á  poder 
de  V.  ese  pergamino? 

Jaime  Olot  guardó  silencio. 

— ¡Eso  me  gusta!  ¡veo  que  no  quiere  usted 


25O  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

mentir!  (exclamó  el  alcalde.) — Pero  también 
es  cierto  que  D.  Matías  de  Quesada  me  enga- 
ñó como  á  un  chino,  robándome  dos  onzas  de 
oro,  y  vendiendo  luego  aquel  documento  á  al- 
guna persona  de  Melilla  ó  de  Ceuta...  ¡Por 
cierto  que,  aunque  V.  no  es  moro,  tiene  facha 
de  haber  estado  por  allá! 

— ¡No  se  fatigue  "V.  ni  pierda  el  tiempo! — 
Yo  le  sacaré  á  V.  de  dudas. — Ese  abogado  de- 
bió de  enviar  el  manuscrito  á  un  español  de 
Ceuta,  al  cual  se  lo  robó  hace  tres  semanas  el 
moro  que  me  lo  ha  traspasado  á  mí... 

— ¡Toma!  ¡ya  caigo!  Se  lo  enviaría  á  un  so- 
brino que  tiene  de  músico  en  aquella  cate- 
dral..., á  un  tal  Bonifacio  Tudela... 

— Puede  ser. 

— ¡Picaro  D.  Matías!  ¡Estafar  de  ese  modo 
á  su  compadre! — ¡Pero  véase  como  la  casuali- 
dad ha  vuelto  á  traer  el  pergamino  á  mis  ma- 
nos!... 

— Dirá  V.  á  las  mías... — observó  el  foras- 
tero. 

— ¡A  las  nuestras!  (replicó  el  alcalde,  echan- 
do más  aguardiente)—  ¡Pues,  señor!  ¡Somos 
millonarios!  Partiremos  el  tesoro  mitad  por 
mitad,  dado  que,  ni  V.  puede  escavar  en  aquel 
11   mi    licencia,  ni  yo  puedo   hall;ii  el 

tesoro  sin  auxilio  d<  1  pergamino  que  ha  llega- 
do á  ser  de  V. — Es  decir,  que  la  suerte  nos  ha 


MOROS    Y   CRISTIANOS  25 1 

hecho  hermanos. — ¡Desde  hoy  vivirá  V.  en  mi 
casa! — ¡Vaya  otra  copa! — Y,  en  seguidita  que 
almorcemos,  daremos  principio  á  las  excava- 
ciones... 

Por  aquí  iba  la  conferencia,  cuando  la  seña 
Torcuata  volvió  de  misa.  Su  marido  le  refirió 
todo  lo  que  pasaba  y  le  hizo  la  presentación 
del  Sr.  Jaime  Olot.  La  buena  mujer  oyó  con 
tanto  miedo  como  alegría  la  noticia  de  que  el 
tesoro  estaba  á  punto  de  parecer;  santiguóse 
repetidas  veces  al  enterarse  de  la  traición  y 
vileza  de  su  compadre  D.  Matías  de  Quesada, 
y  miró  con  susto  al  forastero,  cuya  fisonomía 
le  hizo  presentir  grandes  infortunios. 

Sabedora,  en  fin,  de  que  tenía  que  dar  de  al- 
morzar á  aquel  hombre,  entró  en  la  despensa 
á  sacar  lo  más  precioso  y  reservado  que  con- 
tenía, ó  sea  lomo  en  adobo  y  longaniza  de  la 
reciente  matanza,  no  sin  decirse  mientras  des- 
tapaba las  respectivas  orzas: 

— ¡Tiempo  es  de  que  parezca  el  tesoro;  pues 
entre  si  parece  ó  no  parece,  nos  lleva  de  coste 
los  treinta  y  dos  duros  de  la  famosa  jicara  de 
chocolate,  la  antigua  amistad  del  compadre 
D.  Matías,  estas  hermosas  tajadas,  que  tan  ri- 
cas habrían  estado  con  pimientos  y  tomates  en 
el  mes  de  Agosto,  y  el  tener  de  huésped  á  un 
forastero  de  tan  mala  cara. — ¡Malditos  sean 
los  tesoros  y  las  minas  y  los  diablos  y  todo  lo 


252  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

que  está  debajo  de  tierra,  menos  el  agua  y  los 
fieles  difuntos! 

XIV. 


Pensando  estaba  así  la  seña  Torcuata,  y  ya 
se  dirigía  á  las  hornillas  con  una  sartén  en  ca- 
da mano,  cuando  se  oyeron  sonar  en  la  calle 
gritos  y  silbidos  de  viejas  y  chicuelos,  y  voces 
de  gente  más  formal  que  decía: 

— ¡Señor  alcalde!  ¡Abra  V.  la  puerta!  ¡La 
justicia  de  la  ciudad  está  entrando  en  el  pue- 
blo con  mucha  tropa! 

Jaime  Olot  se  puso  más  amarillo  que  la  ce- 
ra al  oir  aquellas  palabras,  y  dijo,  cruzando 
las  manos: 

— ¡Escóndame  V.  señor  alcalde!  ¡De  lo  con- 
trario no  teii'li'  mos  tesoro!  ¡La  justicia  viene 
en  mi  bu 

— ¿En  busca  de  V.?  ¿Por  qué  razón?  ¿Es  us- 
ted algún  criminal? 

—  |Bien  lo  decía  yo!  (gritó  la  tia  Torcuata.) 
jDe  esa  caía  tu  te  no  podía  venir  nada  bueno! 
¡  I Odo  esto  es  cosa  de  Luciln! 

— ¡Pronto!  ¡Pronto!  (añadió  el  forastero.) 
¡Sáqucme  V.  poi  U  puerta  del  cornil 

— |Bionl  Paro  áV  dm  v.  tntei  la  1  w  tai  di  1 
tesoro... — expuaoel  tío  Eiormi 


MOROS   Y   CRISTIANOS  253 

— Señor  alcalde...  (seguían  diciendo  los  que 
llamaban  á  la  puerta).  ¡AbraV.!  ¡El  pueblo 
está  cercado!  ¡Parece  que  buscan  á  ese  hom- 
bre que  habla  con  V.  hace  una  hora!... 

—  ¡Abrid  al  juzgado  de  primera  instancia!  — 
gritó  por  último  una  voz  imperiosa,  acompa- 
ñada de  fuertes  golpes  dados  á  la  puerta. 

— ¡No  hay  remedio! — dijo  el  alcalde  yendo 
á  abrir,  mientras  que  el  forastero  se  encami- 
naba por  la  otra  puerta  en  busca  del  corral. 

Pero  el  mayoral  y  el  cabrero,  advertidos  de 
todo,  le  cerraron  el  paso,  y  entre  ellos  y  los 
soldados  que  ya  penetraban  también  por  aque- 
lla puerta,  lo  cogieron  y  ataron  sin  contratiem- 
po alguno,  aunque  aquel  diablo  de  hombre 
desplegó  en  la  lucha  las  fuerzas  y  la  agilidad 
de  un  tigre. 

El  alguacil  del  juzgado,  á  cuyas  órdenes 
iban  un  escribano  y  veinte  soldados  de  infan- 
tería, contaba  entretanto  al  despavorido  al- 
calde las  causas  y  fundamentos  de  aquella 
prisión  tan  aparatosa. 

— Ese  hombre  (decía)  con  quien  V.  estaba 
encerrado...  no  sé  por  qué,  hablando  de...  no 
sé  qué  asunto,  es  el  célebre  gallego  Juan  Fal- 
gueira,  que  degolló  y  robó  hace  quince  años 
á  unos  señores,  de  quienes  era  mulero  en  cier- 
ta casería  de  la  vega  de  Granada,  y  que  se  es- 
capó de  la  capilla  la  víspera  de  la  ejecución, 


254  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

vestido  con  el  hábito  del  fraile  que  lo  auxilia- 
ba, á  quien  dejó  allí  medio  estrangulado. — 
El  mismísimo  Rey  (Q.  D.  G.)  recibió  hace 
quince  días  una  carta  de  Ceuta,  firmada  por 
un  moro  llamado  Manos-gordas,  en  que  le  de- 
cía que  Juan  Falgueira,  después  de  haber  re- 
sidido largo  tiempo  en  Oran  y  otros  puntos  de 
África,  iba  á  embarcarse  para  España,  y  que 
sería  fácil  echarle  mano  en  Aldeire  del  Ce- 
net,  donde  pensaba  comprar  una  torre  de  mo- 
ros y  dedicarse  á  la  minería... —  Al  propio 
tiempo  el  cónsul  español  en  Tetuán  escribía  á 
nuestro  Gobierno,  participándole  que  una  mo- 
ra llamada  Zama  se  le  había  presentado  que- 
jándose de  que  el  renegado  español  Ben-Mu- 
nuza,  antes  Juan  Falgueira,  acababa  de  em- 
barcarse para  España,  después  de  asesinar  al 
moro  Manos-gordas,  marido  de  la  querellante, 
y  de  haberle  robado  cierto  precioso  pergami- 
no..• — Por  todo  ello,  y  niuv  principalmente 
por  el  atentado  contra  el  fraile  en  la  capilla, 
S.  M.  el  Rey  ha  recomendado  con  particular 
encarecimiento  á  la  Chancillcría  de  Granada 
la  captura  de  tal  facineroso  y  su  inmediata 
ejecución  en  aquella  misma  capital. 

Imagínete  el  que  leyere,  el  <•  panto  y  asom- 
bro de  todos  los  que  oyemí  I  ación,  así 
como  la  angustia  del  tío  i  iermig^,  i  quien  no 
podía  cab<  i  va  .luda  da  que  el  pergamino  es- 


MOROS   Y    CRISTIANOS  255 

taba  en  poder  de  aquel  hombre  ¡sentenciado  á 
muerte! 

Atrevióse,  pues,  el  codicioso  alcalde,  aun  á 
riesgo  de  comprometerse  más  de  lo  que  ya  es- 
taba, á  llamar  á  un  lado  á  Juan  Falgueira  y  á 
hablarle  al  oido,  bien  que  anunciando  antes 
al  concurso,  que  iba  á  ver  si  lograba  que  con- 
fesase á  Dios  y  á  los  hombres  sus  delitos. — Pe- 
ro lo  que  hablaron  en  realidad  ambos  socios 
fué  lo  siguiente: 

— ¡Compadre!  (dijo  el  tío  Hormiga):  ¡Ni  la 
Caridad  lo  salva  á  V.!  Pero  ya  conoce  que 
será  lástima  que  ese  pergamino  se  pierda... 
¡Dígame  donde  lo  ha  escondido! 

— ¡Compadre!  (respondió  el  gallego).  Con  ese 
pergamino,  ó  sea  con  el  tesoro  que  representa, 
pienso  yo  negociar  mi  indulto.  Proporcióne- 
me V.  la  real  gracia,  y  le  entregaré  el  documen- 
to; pero,  por  lo  pronto,  se  lo  ofreceré  á  los  jue- 
ces para  que  declaren  que  mi  crimen  ha  pres-^" 
crito en  estos  quince  años  de  expatriación... 

— ¡Compadre!  (replicó  el  tío  Hormiga):  Es 
usted  un  sabio,  y  celebraré  que  le  salgan  bien 
todos  sus  planes.  Pero,  si  fracasan,  ¡por  Dios 
le  pido  que  no  se  lleve  á  la  tumba  un  secreto 
que  no  aprovechará  á  nadie! 

— ¡Vaya  si  me  lo  llevaré!  (contestó  Juan 
Falgueira.)  ¡De  algún  modo  me  he  de  vengar 
del  mundo! 


256  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— ¡Vamos  andando! — gritó  en  esto  el  algua- 
cil, poniendo  término  á  aquella  curiosa  confe- 
rencia. 

Y,  cargado  que  fué  de  grillos  y  esposas  el 
condenado  á  muerte,  salieron  con  él  los  curia- 
les y  los  soldados  en  dirección  á  la  ciudad  de 
Guadix,  de  donde  habían  de  conducirlo  á  la 
de  Granada. 

—  ¡El  demonio!  ¡El  demonio!  (seguía  dicien- 
do la  mujer  del  tio  Juan  Gómez  una  hora  des- 
pués, al  colocar  de  nuevo  el  lomo  y  la  longa- 
niza en  sus  respectivas  orzas.)  ¡Malditos  sean 
todos  los  tesoros  habidos  y  por  haber! 

XV. 

Excusado  es  decir  que  ni  el  tío  Hormiga 
halló  medio  de  negociar  el  indulto  de  Juan 
Falgueiía,  ni  los  jueces  se  rebajaron  á  oir  se- 
riamente los  ofrecimientos  de  un  Usoro  que 
/<>,  porque  sobreseyesen  su  causa,  ni 
el  terrible  gallego  accedió  á  revelar  el  parade- 
ro del  pergamino  ni  el  sitio  de]  tesoro,  ;il  im- 

rritoalcaldedeAldeirc,  quien,  con  tal  prc- 
•  n,  tuvo  todavía  estomago  para  ir  á  visi- 
tarlo I  l.i  capilla  en  la  cárcel  alta  de  Granada. 
Ahorcaron,  pues,  á  Juan  Falgueira  el  Yi<  1 

■lores,  en  el  paseo  del  Triunfo,  y,  re- 
!o  que  hubo  á  Aldeire  el  tío  I  lo:  un    . 


MOROS    Y    CRISTIANOS  257 

el  Domingo  de  Ramos,  cayó  enfermo  con  ca- 
lentura tifoidea,  agravándose  de  tal  modo  en 
pocos  dias,  que  el  miércoles  santo  se  confesó 
é  hizo  testamento,  y  espiró  el  sábado  de  gloria 
por  la  mañana. 

Pero,  antes  de  morir,  mandó  poner  una  car- 
ta á  D.  Matías  de  Ouesada,  reconviniéndole 
por  su  traición  y  latrocinio,  que  habían  dado 
lugar  á  que  tres  hombres  perdiesen  la  vida,  y 
perdonándole  cristianamente,  á  condición  de 
que  devolviese  á  la  seña  Torcuata  los  trein- 
ta y  dos  duros  de  la  jicara  de  chocolate. 

Llegó  esta  formidable  carta  á  Ugíjar  al  mis- 
mo tiempo  que  la  noticia  de  la  muerte  del  tío 
Juan  Gómez;  todo  lo  cual  afectó  por  tal  extre- 
mo al  viejo  abogado,  que  no  volvió  á  echar 
más  luz,  y  murió  de  allí  á  poco,  no  sin  escribir 
á  última  hora  una  terrible  epístola,  llena  de  in- 
sultos y  maldiciones,  á  su  sobrino  el  maestro 
de  la  capilla  de  la  catedral  de  Ceuta,  acusán- 
dole de  haberle  engañado  y  robado,  y  de  ser 
causa  de  su  muerte. 

De  la  lectura  de  tan  justificada  y  tremenda 
acusación,  dicen  que  se  originó  la  apoplegía 
fulminante  que  llevó  al  sepulcro  á  D.  Boni- 
facio. 

Por  manera,  que  solamente  los  barruntos  de 
la  existencia  de  un  tesoro  fueron  causa  de  cin- 
co muertes  y  de  otras  desventuras,  quedando 
tomo  ni  17 


258  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

á  la  postre  las  cosas  tan  ignoradas  y  ocul- 
tas como  estaban  al  principio,  puesto  que  la 
seña  Torcuata,  única  persona  que  ya  sabía  en 
el  mundo  la  historia  del  fatal  pergamino,  guar- 
dóse muy  bien  de  volver  á  mentarlo  en  toda  su 
vida,  por  juzgar  que  todo  aquello  había  sido 
obra  del  diablo  y  consecuencia  necesaria  del 
trato  de  su  marido  con  los  enemigos  del  altar 
y  del  trono. 

Preguntará  el  lector:  ¿cómo  es  que  nosotros, 
sabedores  de  que  el  tesoro  está  allí  escondido, 
no  hemos  ido  á  desenterrarlo  y  apoderarnos  de 
él? — Y  á  esto  le  responderemos  que  la  curiosí- 
sima historia  del  hallazgo  y  empleo  de  aque- 
llas riquezas,  con  posterioridad  á  la  muerte  de 
la  seña  Torcuata,  nos  es  también  perfectamen- 
te conocida,  y  que  tal  vez  la  refiramos,  andan- 
do el  tiempo,  si  llega  á  nuestra  noticia  que  el 
público  tiene  interés  en  leerla. 

Va  Memoro  6  de  Julio  de  1881. 


Y 


EL  AÑO  EN  SPITZBERG. 


A 

't    EL  AÑO  EN  SPITZBERG. 


i. 


stoy  viendo  desaparecer  hacia  el  Me- 
diodía el  buque  ballenero  que  rae  de- 
ja abandonado  en  esta  isla  desierta, 
sobre  la  arena  de  una  playa  sin  nombre... 

¡Heme  aquí  solo:  solo  en  un  ámbito  de  mil 
leguas! 

Yo  amaba  á  una  mujer...  El  demonio  de 
los  celos  me  mordió  el  corazón,  y  he  matado 
á  mi  rival  en  desafío... — ¡Era  un  príncipe!... 

Y  el  Gobierno  ruso  me  ha  condenado  á  pa- 
sar aquí  un  año...;  es  decir,  me  ha  condenado 
á  muerte. 

¡Ah!  ¿Por  qué  no  me  entregó  al  hacha  del 
verdugo? — ¿Porqué  hacerme  espirar  de  frió, 
de  hambre,  de  tristeza,  de  desesperación,  ó 
disputando  mi  cuerpo  al  terrible  oso  blanco,  si 
mi  delito  no  era  más  que  uno? 

¿Spitzberg!...— ¡Estoy  en  el  terrible  Archipié- 


262  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

lago  que  ninguna  raza  ha  podido  habitar!  ¡Me 
hallo  á  los  77o  latitud  Norte;  doscientas  sesen- 
ta leguas  del  Polo! 

Creo  haber  oído  decir  á  mis  asesinos  que 
esta  isla  es  la  del  Nordeste,  la  más  meridional 
del  horroroso  grupo,  lamas  templada  de  todas... 
— ¡Cruel  compasión...,  que  prolongará  algu- 
nas horas  mi  agonía! 

Ignoro  en  cuál  de  estos  témpanos  de  hielo 
eterno  tiene  la  Rusia  una  colonia  para  la  pe- 
letería y  la  pesca  de  la  ballena;  pero  lo  que  sí 
sé  es  que  los  colonos  emigrarían  á  la  Laponia 
á  fines  de  Agosto,  hace  dos  meses,  y  no  volve- 
rán hasta  la  primavera...  ¡Dentro  de  doscien- 
tos cuarenta  días! 

¡Estoy,  pues,  solo,  sin  hogar,  sin  amparo, 
sin  víveres,  sin  consuelosl 

¡Morir!  He  aquí  mi  inevitable  y  próxima 
suerte. 

Hoy  (  s  17  de  Octttbce.*.  El  firfo  avanza  por 

el  Norte...  Dentro  de  pocos  días  me  helaré  lio 

remedio. 
Entretanto  me  alimentaré  con  la  caza.  ¡Si— 
nieles  nú' li.-in   dejado  una  esco- 
>■  té  </ua  ¡a  tMtcidamu  de  uU  moioh — 
ios,  chuparé  hielo  y  me  procu- 
raré un  abrigo  entre  etai  rocas.  -El  inglés 
habitó  cabeftu  de  aleve  en  el  Norte  de 
América  á  los  73°-.. 


EL   AÑO   EN   SPITZBERG  263 

¡Ah!  sí...;  pero  yo  estoy  cuatro  grados  más 
cerca  del  Polo,  y  no  tengo  fuego  para  calen- 
tarme! 

¡Morir!  ¡Morir!  ¡He  aquí  mi  infalible  des- 
tino! 


II. 


Han  transcurrido  seis  días. 

Una  ráfaga  de  esperanza  brilla  ante  mis 
ojos... 

Me  he  procurado  fuego  como  Robinsón,  ro- 
zando dos  pedazos  de  cedro. 

Ayer  encontré  en  el  centro  de  una  inmensa 
roca  una  profunda  cavidad  muy  reservada  del 
frío. 

Todos  los  dias  mato  cinco  ó  seis  rengíferos, 
los  despedazo,  y  conservo  la  carne  entre  los 
témpanos  de  hielo. 

Así  se  conservará  incorrupta  hasta  el  año 
que  viene. 

También  hago  provisión  de  combustibles. — 
No  tengo  hacha;  pero  el  frío  me  sirve  de  le- 
ñador.— Todas  las  noches  crujen  algunos  ár- 
boles y  saltan  hechos  astillas  por  el  rigor  de 
la  helada,  y  yo  traslado  á  mi  gruta  cada  ma- 
ñana miles  de  estos  fragmentos,  que  alimen- 
tarán mi  hogar  hasta  que  yo  me  muera... 

Voy,  pues,  á  entablar  una  insensata  lucha 


264  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

con  el  invierno. — ¡Porque  deseo  vivir  y  volver 
al  lado  de  los  hombres!  ¡Porque  la  soledad  me 
ha  vuelto  cobarde!...  ¡Porque  adoróla  vida!... 


III. 


El  frío  es  ya  irresistible... 

Ha  llegado  el  momento  de  encerrarme  en 
las  entrañas  de  esa  peña;  de  incrustarme  en 
su  centro  como  un  marisco  en  su  concha. 

Antes  de  sepultarme  en  la  que  acaso  será 
efectivamente  mi  tumba;  antes  de  vestirme 
esa  mortaja  de  piedra,  quiero  despedirme  del 
mundo,  de  la  naturaleza,  de  la  luz,  de  la  vida... 

Camina  el  sol  tan  poco  elevado  en  el  hori- 
zonte, que,  desde  que  sale  hasta  que  se  pone, 
no  hace  más  que  recorrer  su  ocaso,  como  lumi- 
noso fantasma  que  da  vueltas  alrededor  de  su 
sepulcro. 

Sus  rayos  pálidos  y  horizontales  reverberan 
U<-  il  mar. 

La  I  1 1  /.arse. . .  Pronto  que- 

ridas por  el  lli'-lo. 

La  b6\  tfl  ostenta  un  azul  cárdeno 

y  sombrío  que  la  hace  apareoex  COmo  mal  dii- 

Bl  toplo  del  aquilón  quema  y  marchita  las 

si  qus  osaron  desplegar  aquí  su-,  en- 

,   ata  con  lazos  de  cristal  el  curso  de 


EL   AÑO    EN    SPITZBERG  265 

los  torrentes...  ¡Helos  ya  mudos,  inmóviles, 
petrificados  en  sus  enérgicas  actitudes,  como 
trágicos  héroes  esculpidos  en  marmol!... 

Reina  un  silencio  sepulcral,  un  silencio  ab- 
soluto. No  se  oye  ni  canto  de  ave,  ni  rumor 
de  corriente,  ni  suspiro  de  brisa,  ni  columpio 
de  planta... 

Ni  movimiento  ni  ruido...  ¡Nada! — El  mu- 
tismo del  no-ser:  he  aquí  todo. — La  eternidad 
y  lo  infinito  deben  de  parecerse  á  estas  monó- 
tonas soledades,  á  estos  páramos  de  inacción  y 
muerte. 

El  calor  de  mi  sangre,  los  latidos  de  mi  co- 
razón, el  soplo  de  mi  aliento,  el  eco  de  mis 
pasos,  son  los  únicos  síntomas  de  vida  que 
ofrece  la  naturaleza.  Me  creo,  pues,  solo  en 
un  mundo-cadáver,  en  un  planeta  posterior  á 
su  Apocalipsis;  en  la  Tierra  misma,  pasado  el 
Juicio  final... 

Hoy  tiene  el  día  diez  y  seis  minutos. 
Mañana  no  saldrá  el  sol. 
Mañana  me  ocultaré  yo  por  seis  meses:  él 
por  tres. 

¡Oh,  sol!  ¿volveremos  á  vernos? 

¡Qué  frío  tan  espantoso!... 
La  humedad  del  aire  se  convierte  en  agu- 
jas de  hielo  que  punzan  mi  semblante. 


266  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

Mi  aliento  me  rodea  de  una  especie  de  nie- 
bla que  no  puede  elevarse  á  la  condensada  at- 
mósfera. 

El  humo  de  mi  escopeta  se  dilata  también 
horizontalmente. 

Ayer  toqué  el  gatillo  sin  mis  gruesos  guan- 
tes, y  mis  dedos  quedaron  tan  fuertemente 
unidos  al  acero,  que,  para  separarlos,  hube  de 
dejarme  allí  la  piel. 

La  sábana  blanca  que  se  extiende  indefini- 
damente alrededor  de  mí,  y  las  irradiaciones 
de  la  luz  en  ella,  hánme  producido  en  la  vista 
una  grande  inflamación... 

Pronto  vendrá  el  escorbuto... 

¡Oh!  ¡qué  espantosa  es  esta  lucha  de  mi  vi- 
da con  la  muerte  de  todo  lo  creado! 


IV. 


En  efecto,  ayer  apareció  el  sol;  no  por  el 
Oriente,  sino  por  el  Sur.  Trazó  en  lontananza 
un  ligero  semicírculo,  y  se  hundió  al  cabo  de 
un  cuarto  de  luna. 

Eloy  etel  7  de  Noviembre,  el  tremendo  día 

del  Spitzberg,  el  último  M  que  vé*  el  BOl.t. 

Son  la  media  <l<-.  li  mañana, 

luloroso  cre- 
púsculo luce  en  <1   i'inotí  imo  confín  de  los 

los. 


EL   AÑO   EN    SPITZBEBG  267 

Mas  el  sol  no  aparece... 

¡Ah!...  ¡sí!...  ¡Helo  qué  pálido  y  entristecido 
pugna  por  asomar  su  frente!... 

Pero  el  disco  no  se  eleva... 

El  limbo  solamente  pasa  rozando  por  el  lí- 
mite del  cielo  y  de  las  olas... 

¡Un  momento  más,  y  ha  desaparecido! 

¡Adiós  para  siempre,  padre  de  la  luz,  coro- 
na de  los  cielos,  alma  del  mundo! 

¡Adiós,  mi  último  amigo!  ¡Adiós,  y  vuelve! 


V. 


¿Cuánto  tiempo  ha  transcurrido? 

No  lo  sé. 

Mi  reloj  anduvo  una  semana:  el  frío  lo  paró 
después,  ó,  mejor  dicho,  lo  mató. 

El  frío  lo  mata  todo. 

Ignoro,  pues,  qué  día  es  hoy. 

Pero  ¿qué  significa  la  palabra  hoy? 

El  hoy  no  existe  para  mí. 

Mi  vida  carece  de  horas. 

Lo  pasado,  lo  presente  y  el  porvenir  forman 
horrible  grupo  en  mi  imaginación. 

Un  momento  continuo,  tal  es  el  tiempo  den- 
tro de  este  sepulcro. 

Si  los  muertos  pensaran  en  el  panteón,  pa- 
decerían lo  que  yo  padezco. 


268  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Los  siglos  caminan  más  de  prisa  que  aquí 
los  instantes.    * 

Un  invierno  en  Spitzberg  da  una  idea  de  la 
eternidad  en  el  infierno. 

¡Y  qué  abismo  sin  fondo  el  de  mi  tenaz 
meditación!... 

Mis  ideas,  indefinidamente  desbordadas,  ex- 
playadas, extendidas  por  el  páramo  de  mi  no- 
ser,  concluirán  por  escapárseme...  y  me  volve- 
ré loco. 

Vivo  náufrago  y  sin  tabla  en  un  océano  de 
negaciones.  Paréceme  un  sueño  la  idea  de  que 
existe  el  mundo.  Dudo  hasta  de  mi  propia 
existencia.  Mi  desesperación  es  más  cruel  que 
la  de  los  ateos:  ellos  niegan  el  porvenir:  yo 
niego  lo  presente.  Yo  no  he  perdido  la  espe- 
ranza, sino  la  realidad. 


VI. 


¡Qué  lejos  estoy  de  los  hombres!  iQué  olvi- 
dado sobre  la  i¡<  na! 

Hacía  cualquier  parte  que  dirijo  el  pensa- 
miento, disto  de  la  humanidad  cantonare!  de 

i.lS. 

Mil  quinientai  milla*  al  Occidente  se  halla 
la  Groenlan  lia,  continente  «le  hido  que  enla- 
za dos  inund 

Al  Norte...  ¡no  hay  nal  que  el  Polo! 


EL   AÑO   EN    SPITZBERG  269 

El  Océano  Atlántico  se  dilata  por  el  Sur... 
Allá  está  Europa,  con  su  perdurable  primave- 
ra... Luego  el  África,  ¡la  patria  del  sol!...  Des- 
pués las  zonas  antarticas,  gozando  ahora  de  los 
favores  del  estío... 

Al  Oriente,  á  2.400  millas  de  este  Archipié- 
lago, sólo  se  halla  la  Nueva  Zembla. 

¡Oh!  ¡Qué  pesadilla  descorrió  en  mente  hu- 
mana ilusión  tan  negra  como  la  realidad  de  mi 
desventura! 

VII. 

El  tipas,  árbol  venenoso  de  la  Oceanía,  no 
deja  brotar  ni  una  planta  en  el  ámbito  que  co- 
bija su  ramaje. 

Donde  el  caballo  de  Atila  sentaba  el  pié,  no 
volvía  á  nacer  yerba. 

El  envidioso  no  vé  más  que  la  sombra  del 
bien  ajeno. 

El  egoísta  está  siempre  asfixiado,  por  falta 
de  otro  mundo  que  absorber... 

El  escéptico  vive  negativamente. 

¿Y  yo?  ¿Qué  soy?  ¿Qué  hago?  ¿Cómo  vivo? 

VIII. 

¡Cuántos  brillantes  salones  se  abrirán  en  este 
momento  á  una  multitud  alegre  y  bulliciosa! 


270  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

El  baile...  el  amor...  la  música... 

¡Condenación  para  mí! 

Allá  imagino  un  perfumado  gabinete,  una 
chispeante  chimenea,  alfombras,  butacas,  pie- 
les, café,  rom,  tabaco...;  una  plática  tierna, 
descanso  del  placer,  incentivo  de  más  place- 
res...; una  alcoba  tibiamente  alumbrada,  un 
lecho  mullido,  y  el  sueño  de  la  felicidad... — 
¡Ay  mi  Alejandra! 

Pero  no Estoy  en  San  Petersburgo.  Es 

una  tarde  de  Mayo.  Tomamos  el  sol  en  em- 
balsamados jardines.  La  gente  ríe,  habla  acá 
y  allá,  me  saluda... — ¡Alejandra!  ¡Alejandra 
mía! 

¡Tampoco! 

jAh!  ¡qué  perdurable  noche!... 

¿Cuándo  llegará  muñana? 


IX. 


Nuevas  eternidades  lian  rodado  sobre  mi 
cabeza. 

1  himno  mucho. 

¿Kn  qué  hora,  en  Qué  dfo,  en  qué  mes  me 
cncucnti 

¿I  la  pasado  ya  un  año  ó  una  semana  sola- 
DMDÍ 

¿Abulto  yo  el  tiempo  con  la  imaginación? 
¿ó  no  lo  siento  pasar,  y  lo  achico? 


EL    AÑO    EN    SPITZBERG  27I 

¿De  qué  pecan  mis  cálculos?  ¿de  exagerados 
ó  de  cobardes? 

¡Oh!  ¿Qué  es  este  tiempo  sin  medida,  pro-in- 
diviso, sin  cronómetro,  sin  día  ni  noche,  sin 
sol,  luna  ni  estrellas? — ¡Es  el  caos,  es  la  na- 
da; con  un  solo  ser,  con  mi  pobre  espíritu, 
abismado  en  el  vacío  eterno! 

Me  he  puesto  á  veces  las]manos  sobre  el  co- 
razón: he  sumado  luego  los  latidos  que  he 
contado  en  distintas  ocasiones,  y  ha  pasado 
de  un  millón  la  suma  total. 

¡Un  millón  de  latidos!...  ¡Un  millón  de  se- 
gundos!... ¡Once  días  y  medio! 

¡Y  luego  se  deslizan  los  años  de  nuestra 
ventura,  como  pájaros  por  el  aire,  sin  dejar 
rastro  en  la  memoria! 

¡Cuántas  veces  me  vio  el  crepúsculo  de  la 
tarde  al  lado  de  mi  adorada,  y  llegó  la  noche, 
y  pasó,  y  rayó  el  día...,  y  toda  esta  cantidad  de 
tiempo  no  fué  otra  cosa  que  una  larga  mirada! 

¡Oh!  ¡cuántas  inmensidades  contiene  un  mi- 
nuto de  dolor! 

Y  ¡cuan  pasajera  es  una  inmensidad  de  ven- 
tura! 

X. 

Las  rocas  crujen  sobre  mi  cabeza. 
Parece  que  la  isla  va  á  partirse  en  mil  pe- 
dazos. 


272  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Este  debe  ser  el  vendaval  del  Equinoccio... 

Es  decir,  que  Marzo  habrá  mediado  ya,  y 
que  el  sol  lucirá  en  el  horizonte... 

¡Voy  á  salir!  ¡Quiero  ver  el  cielo!  ¡Quiero 
ver  el  sol! 

Pero  ¿qué  oigo? 

Los  osos  blancos  rugen  terriblemente... — 
¡Mejor!  ¡Lucharemos!... 

¡También  yo  tengo  hambre  de  sangre  ca- 
liente, de  carne  que  palpite  entre  mis  uñas! 

Cojo  la  escopeta;  rompo  el  hielo  que  obs- 
truye la  entrada  de  esta  gruta,  y  salgo... 

¡Extraña  debe  ser  mi  aparición  entre  las 
nieves!  ¡Pareceré  una  fiera  que  deja  su  cubil, 
un  monstruo  que  sale  del  infierno,  Lázaro  que 
se  levanta  de  la  tumba! 


Xí. 


¡Me  be  engañado  miserablemente! 

-  í.i  hallarme  en  la  Primavera;  esperaba 
ver  el  sd;  contaba  con  que  habrían  trascurri- 
do cuatro  6  cinco  meses...  ¡y  me  hallo  con  el 

invi' 

á  jutj  de  las  estrellas!... 

¡Aun  1,0  ha  mediado  mi  sufrimiento,  euan- 


EL    AÑO    EN    SPITZBERG  273 

do  yo  no  podía  sufrir  ya  más!... — ¿Qué  va  á 
ser  de  mí? 

He  allí  la  luna  en  el  cénit  oscuro  del  firma- 
mento... 

Parece  una  blanca  paloma  venida  de  otros 
horizontes  á  visitar  un  mundo  olvidado  por  el 
Criador... 

¡Doloroso  espectáculo! 

Por  donde  quiera  que  miro,  veo  solo  un  in- 
terminable páramo,  una  soledad  sin  límites... 

El  mar,  helado  y  cubierto  además  de  nie- 
ve, no  se  diferencia  de  la  tierra. 

Los  elementos  se  confunden  aquí  como  las 
horas  de  mi  ocio. 

Todo  ha  mudado  de  sitio,  de  forma,  de 
color. 

El  valle  está  repleto  de  nieve  y  nivelado  con 
el  monte. 

El  árbol  se  asemeja  á  una  campana  de 
cristal. 

La  superficie  del  Océano  no  es  lisa:  fantás- 
ticas breñas  de  hielo  la  cubren. 

Y  todo  está  mudo,  blanco,  frío,  inmóvil. 

¡Qué  monotonía  tan  desesperadora! 

El  cielo  aparece  negro  al  lado  de  la  rever- 
berante claridad  de  la  luna  y  de  la  nieve. 

Las  estrellas  se  ven  tan  lejos  y  tan  atenua- 
das, que  parecen  pertenecer  á  otros  mundos. 

tomo  ni  18 


274  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Mas  ¿por  qué  se  extiende  de  pronto  una  os- 
curidad densísima? 

¿Por  qué  las  estrellas  fulguran  en  la  sombra 
con  un  brillo  desusado? 

¿Qué  es  esto? 

Desbórdase  de  la  luna  un  océano  de  clari- 
dad; la  blanca  sábana  que  envuelve  la  crea- 
ción refleja  una  luz  intensa;  la  lontananza  del 
horizonte  se  rasga  y  se  prolonga... 

En  seguida,  las  tinieblas  se  tornan  espesí- 
simas. 

¿Qué  misterio  se  obra  en  la  naturaleza? 

¡Oh!  ¡La  Aurora  boreal! 

El  Septentrión  se  inflama  con  mil  luces  y 
colores:  una  llamarada  de  oro  y  fuego  inunda 
el  espacio  ilimitado:  las  soledades  se  incen- 
dian: los  monolitos  de  hielo  brillan  con  todos 
los  matices  del  arco-iris.  Cada  carámbano  es 
una  columna  de  topacio;  cada  estalagmita 
una  lluvia  de  zafiros.  RálglM  ll  penumbra,  y 
descúbrense  océanos  de  olvidad...  ¡Allá  adi- 
vino <1  Polo,  alumbrado  intensamente;  erial 
Solitario  que  ningún  pié  humano  llegará  á  ho- 
llar nunca]  Y  en  aquella  regios  de  continuo 
:  >  creo  divisar  el  eje  misterioso  de  la 
Tien 

tadot  de  este  lublime  drama, 

caigo  instintivamente  <lr  rodillas. 

¡II'  confines  de]  globo  trocados  en 


EL   AÑO    EN    SPITZBERG  275 

un  templo  esplendoroso,  en  una  capella  arden- 
te,  en  un  sagrario  de  purísimo  oro  derretido! 

En  medio  de  tan  vasta  iluminación,  álzan- 
se  columnas  de  luz  aerea,  arcos  de  divina 
lumbre,  bóvedas  de  flámulas  desatadas... — 
Así  se  conciben  la  cuna  del  rayo,  el  manan- 
tial de  la  luz,  el  lecho  del  sol  en  la  fulgente 
tarde... 

¡Cuánta  vida,  cuánto  ardor,  cuánta  belleza 
en  el  universo!  ¡Qué  lujo  de  fuego  y  de  colo- 
res, después  de  tanto  tiempo  en  que  mis  ojos 
sólo  vieron  la  atonía  del  color  y  de  la  exis- 
tencia! 

Pronto  se  concentran  en  un  punto  tantos 
rios  de  ebulliciente  claridad,  y  fórmanse  mil 
soles  de  fuegos  fatuos,  que  se  apagan  sucesi- 
vamente, como  la  iluminación  de  una  fiesta 
terminada.  Los  prismas  se  descoloran:  la  es- 
carlata amarillea:  la  púrpura  toma  un  tinte 
violado... 

¡Otra  vez  desolación  y  tinieblas! 

El  meteoro  ha  desaparecido. 

XII. 

Heme  de  nuevo  en  mi  sepulcro. 
El  ocio  y  el  frío  combaten  otra  vez  mi  cuer- 
po y  mi  alma. 


276  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

¡El  ocio! — Acurrucado  frente  á  la  hoguera, 
paso  unas  horas  sin  medida... 

Mis  ojos  se  nutren  de  la  llama:  mi  corazón 
respira  olas  de  fuego. — Sin  este  fuego  no  flui- 
ría mi  sangre... — El  ocio  y  el  frío  son  una 
misma  cosa. 

Y  pasa  el  tiempo... 

Ya  pienso  en  nimiedades,  en  frivolas  rela- 
ciones de  un  átomo  de  ceniza  con  un  átomo 
de  lumbre:  ya  se  desentumecen  mis  ideas,  y 
recorro  el  mundo  de  una  ojeada. 

Mi  niñez  y  mis  amores;  toda  la  historia  de 
mi  vida  pasa  ante  mi  imaginación... 

Cuando  salga  de  aquí,  si  lo  consigo,  habré 
nacido  de  nuevo. 

El  frío  y  el  ocio  han  cristalizado  otro  ser 
con  los  despojos  de  mi  ser  pasado. 

¡Cuánto  profundo  y  asolador  pensamiento, 
cuánta  negativa  ciencia  adivinada  sacaré  de 
esta  prisión! 

La  soledad  me  ha  engrandecido  de  un  modo 
que  me  da  espanto. 

visto  el  inundo  y  la  sociedad  tan  á  lo  le- 
jos, es  tan  graduada  perapectivaí  que  he  ad- 
quirido el  conocimiento  exacto  de  todas  las 
cosas. 

tata  pequenez  he  dejado  de  apreciar I... 
eOM  Que  all.i  |ii/.gabade  alta  tías- 
cendenc ; 


EL    AÑO    EN    SPITZBERG  277 

¡Oh!  ¡si  vuelvo  al  mundo,  viviré  soberana- 
mente, sin  que  el  velo  de  la  preocupación  me 
oculte  la  felicidad,  sin  que  la  costumbre  me 
aprisione  entre  sus  redes! — ¡Qué  invulnerable 
me  hizo  la  desesperación! 

Entre  mi  corazón  y  el  mundo  no  hay  ya 
ningún  lazo:  el  hielo  nos  separó  para  siempre. 

¡Yo  soy  yo!  Todos  los  hombres  son  una 
unidad,  y  yo  soy  otra. 

¡Yo  soy,  pues,  un  mundo!  ¡Un  mundo  rival 
de  aquel! 

Yo  lo  aplastaré  mañana  bajo  mi  egoísmo, 
como  él  me  arrojó  ayer  de  su  seno. 

Yo  era  humilde;  yo  quería  mi  puesto  en 
aquella  familia  de  hermanos;  yo  abdicaba  mi 
individualidad  por  conseguir  solidaridad  en  un 
poco  de  amor.  Hoy  me  han  endurecido  mi 
pensamiento  y  su  crueldad. — ¡Guerra  á  muer- 
te! ¡Me  basto  contra  todos  ellos! 

¡Tengo  frío!... 

XIII. 

Después  de  otra  eternidad  de  inacción,  que 
así  puede  haber  sido  un  día,  como  un  año 
(pues  no  tengo  conciencia  de  mi  propia  vida), 
abandono  de  nuevo  esta  caverna. 

El  frío  es  insoportable... 

¡Oh!...  ¡qué  duda  tan  espantosa  llevo  en  el 
alma! 


278  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Acabo  de  pensar  que  acaso  habrá  trascurri- 
do ya  el  verano;  que  bien  puedo  encontrarme 
con  nuevas  nieves;  que  quizás  ha  empezado 
otra  noche  de  2.200  horas!... 

¡Ah!...  Este  pensamiento  me  hiela  el  co- 
razón. 

He  salido  de  la  gruta. 

¡Aún  es  de  noche! 

¡Tremendo  problema!...  ¿Qué  noche  es  es- 
ta que  estoy  mirando? 

¿Es  que  no  ha  concluido  el  invierno  de  mi 
condena? 

¿Es  que  ha  empezado  otro? 

¿En  qué  año  me  encuentro? 

XIV. 

¡Oh  ventura!  El  horizonte  se  tiñe  de  color  de 
rosa  hacia  el  Mediodía! 

Díjér&M  que  la  auiora  boreal  brilla  en  el 
punto  opuesto  de  la  bóveda  celeste. 

l'-ro  no  es  la  fatua  aurora  boreal.,,  ¡Es  la 
verdadeía  autora,  la  aurora  del  día!... 

I  l  aliento  del  Bcutdoi  euiojecc  las  brumas 

(!(  I    (  )<  r;ui<>... 

hielos  sonríen  por  todas  partes  al  reci- 
bir leí  caí  la  primara  alborada,., 


EL    AÑO    EN    SPITZBERG  279 

Las  estrellas  se  borran  en  el  cárdeno  firma- 
mento... 

La  luna  se  oculta  por  el  Septentrión... 

¡Está  amaneciendo! 

¡Salve,  primera  luz  del  alba! 

¡Salve,  rayo  perdido  del  astro  deseado,  que 
vienes  á  alegrar  estos  desiertos! 

¡Salve,  cabello  luminoso,  desprendido  de  la 
dorada  frente  del  sol! 

¡Ya  es  de  día! 

Así  despertaría  el  mundo  el  día  de  la  crea- 
ción. 

Así  saldría  la  creación  de  las  tinieblas  del 
caos. 

Así  renacería  la  especie  humana  cuando  vol- 
vió la  paloma  al  arca  de  Noé  con  el  ramo  de 
oliva. 

En  cuanto  á  mí,  hoy  despierto  de  la  nada, 
del  no-ser,  de  esa  negación  sin  nombre  en  que 
he  vivido  tantos  meses. 

Hoy  sacuden  mis  sentidos  su  letargo,  y  la 
luz  turba  la  monotonía  de  la  noche  y  de  la 
nieve. 

Hoy  renazco  á  la  vida,  y  ese  rayo  matinal 
que  colora  el  Oriente,  viene  á  ser  el  iris  que 
me  presagia  mejores  días. 

Hoy,  en  fin,  se  reanuda  mi  dulce  consorcio 
con  la  esperanza  de  vivir. 


280  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

Una  hora  ha  durado  la  alborada. 

Hubo  un  momento  en  que  me  pareció  que 
el  sol  iba  á  salir... 

La  cerrazón  de  niebla  que  entolda  el  hori- 
zonte amenazaba  romperse... 

Todo  ha  desaparecido. 

He  contemplado,  pues,  sin  intervalo  algu- 
no el  crepúsculo  de  la  mañana  y  el  de  la  tarde. 
¡Espectáculo  grandioso! — Mi  corazón  rebosa 
de  entusiasmo  y  de  alegría. 

Hoy  debe  de  ser  el  4  de  Febrero. 

XV. 

Día  5. 

Los  resplandores  del  sol  han  durado  hora  y 
media. 

La  cúspide  de  una  montaña  elevadísima  ha 
reflejado  por  un  momento  los  rayos  del  sol. 

¡Yo  lo  veré  mañana! 

XVI. 

|E1  Boíl  |E1  sol! 

¡Al  fia  his  biillado  ante  mis  ojos,  astro  di- 
vino, manantial  de  luz,  foco  de  la  vida! 

jCómo  me  alegra  el  alma  esta  corta  visita 
que  hoy  haces  al  Spitzb 

¡  Bendito  seas  mil  veces,  rey  de  la  naturale 
za,  coronado  de  rayos  y  vestido  de  oro,  que  te 


EL    AÑO    EN    SPITZBERG  28 1 

anuncias  al  mundo  con  la  risueña  aurora  y  te 
despides  con  el  melancólico  suspiro  de  la 
tarde! 

¿Qué  son  las  estrellas,  sino  tu  brillante  sé- 
quito, tu  numerosa  corte,  que  tarda  una  noche 
entera  en  desfilar  por  los  cielos? 

XVII. 

Han  transcurrido  tres  meses  más,  abrevia- 
dos por  la  esperanza. 

¡La  primavera!  La  diosa  de  los  perfumes  y 
de  la  armonía  sonríe  ya  en  el  cielo,  en  la  tie- 
rra, en  el  mar  y  en  el  ambiente. 

Todo  vive;  todo  se  agita;  todo  se  alegra. 

El  sol  acaba  de  ocultarse  por  el  Norte:  ¡den- 
tro de  una  hora  volverá  á  salir! 

Pasado  mañana,  que  deberá  ser  el  5  de  Ma- 
yo, empezará  el  día  de  tres  meses,  durante  el 
cual  vendrá  algún  buque  groelandero  á  este  ar- 
chipiélago, y  me  volverá  al  mundo  habitado 
por  los  hombres. 

En  este  instante  iluminan  la  tierra  cinco  dis- 
tintos resplandores:  el  crepúsculo  de  la  tarde, 
la  claridad  del  amanecer,  un  perdido  destello 
de  la  agonizante  aurora  boreal,  el  moribundo 
resplandor  que  desde  el  Sur  envía  la  mengua- 
da luna  y  la  vacilante  luz  de  las  remotísimas 
estrellas.  El  blinc,  ó  sea  la  refracción  de  la  nie- 


282  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

ve,  mezcla  su  fulgor  á  tantos  fulgores,  dando 
á  la  naturaleza  cierto  vislumbre  fantástico. 

XVIII. 

He  aquí  á  la  creación  revestida  de  todos  los 
encantos  que  se  atreve  á  desplegar  en  esta  la- 
titud. 

El  mar  ha  roto  sus  cadenas  de  hielo  y  mece 
en  lontananza  sus  verdes  olas. 

El  viento  ha  recobrado  elasticidad...  ¡Si- 
quiera el  ruido  es  ya  una  distracción  en  esta 
ociosidad  perdurable! 

Oyense  hacia  el  Norte  estruendos  misterio- 
sos... 

Es  que  se  hunden  los  alcázares  de  cristal 
que  edificó  la  mano  del  invierno. 

Incesantemente  se  deslizan  por  el  Océano, 
viniendo  del  Polo,  mil  flotantes  islas  que  pa- 
san ante  mis  ojos  como  fantasmas,  hijos  del 
espanto  de  estas  regiones,  ó  como  ambulante 
cordillera. 

Son  témpanos  de  hielo  que  desharán  maña- 
na las  luisas  dd  Circulo  polar. 

Esto  sucede  en  el  Océano.  En  la  tierra  todo 
muí  :imia,  cuita  y  se  desenvuelve. 

Las  campiñas  so  cubren  de  cierta  verdura, 
algunos  vegetales  cuelgan  por  los  laderos  de 


EL   AÑO    EN    SPITZBERG  283 

las  montañas,  y  hasta  en  la  nieve  brotan  ama* 
rillos  fresales. 

Mil  cascadas  y  torrentes,  formados  por  el 
deshielo,  corren,  saltan  y  se  derrumban  con 
alegre  estrépito,  comunicando  al  aire  estreme- 
cido placidísimos  rumores. 

Las  adormideras  blancas  y  las  doradas  siem- 
previvas inclinan  sus  lánguidas  cabezas  sobre 
la  espuma  de  las  aguas,  como  náyades  volup- 
tuosas. 

Los  cedros  seculares  y  los  desgajados  abe- 
tos se  cubren  de  oscuras  hojas. 

El  liquen  festonea  los  zócalos  de  las  mon- 
tañas. 

Donde  quiera  hay  variedad,  colores,  vida» 
movimiento. 

La  isla  canta,  el  mar  se  lamenta,  la  atmós- 
fera murmura...  ¡Magnífico  concierto! 

El  burgomaestre,  buitre  del  Norte,  arroja  su 
prolongado  grito. 

Los  mallemahs  trinan  con  blanda  melodía. 

Los  rotger  modulan  su  patético  gorjeo,  se- 
mejante al  arrullo  de  la  tórtola. 

El  Apura-nieves,  el  pájaro  de  oro,  revolotea 
de  acá  para  allá  como  una  estrella  sin  des- 
tino. 

¡Qué  transformación,  qué  resurrección  tan 
admirable! 

Y  sin  embargo,  esta  primavera  sería  aterra- 


284         NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

dora  comparada  con  el  más  rudo  invierno  de 
Escocia. 

XIX. 

¡Ah!  ¿qué  es  aquel  punto  negro  que  se  des- 
taca sobre  los  confines  del  Océano,  bajo  la  cú- 
pula azul  del  firmamento? 

Mi  corazón  late  con  una  violencia  irresis- 
tible. 

¿Me  habré  engañado? 

¡Gracias,  Dios  mío!  ¡Es  un  buque  ballenero! 

Viene  hacia  aquí... 

Irá  al  estrecho  de  Henlopen,  y  pasará  á  un 
cuarto  de  milla  de  esta  isla. 

Mi  escopeta  le  avisará... 

¡Me  he  salvado! 

¡  Desesperación  1 

1.1  frío  ha  destruido  el  organismo  de  mi  es- 
ta. 
¡No  podré  hacer  señal  á  ese  buque! 
Lo  estoy  viendo..*  Dista  de  aquí  una  milla... 
1  ¡•roíUmdiix... 

—  [Socorrol  ¡Socorro!  ¡Socorro! 

¡Ah!  no  puedo  111. is:  mi  voz  enronquece... 
1    ¡miado! 

—  [Socorrol.*. 


EL    AÑO    EN    SPITZBERG  285 

¡Oh,  estar  tan  cerca  de  los  hombres,  y  no 
salvarme! 

¡Ver  el  puerto  después  del  naufragio,  y  mo- 
rir sin  tocar  la  orilla! 

¡Morir,  como  Prometeo,  encadenado  en 
una  roca! 

¡Morir,  después  de  un  año  de  martirio;  des- 
pués de  haber  comprado  la  vida  con  diez  me- 
ses de  sepultura! 

¡Y  no  hay  remedio! 

¡Ya  doblan  el  cabo  de  Henlopen!... 

¡Desaparecieron!...  ¡Ay!...  ¡Desaparecieron! 

¡Tremenda  ironía  de  mi  destino! 

¡Necio  de  mí,  que  me  reconcilié  con  la  es- 
peranza! ¡Necio  de  mí...  que... — ¡Ah!  ¡No  hu- 
yas de  esa  manera  ante  mis  ojos,  Dios  mío! 

¿Y  qué? 

¿He  de  confiarme  de  nuevo  á  una  suerte 
cruel  que  se  burla  de  mis  lágrimas? 

¡No! 

Estoy  decidido. 

Yo  mismo  me  daré  la  muerte. 

Esto  es  mejor  que  pasar  otro  invierno  en- 
terrado vivo  en  un  sepulcro. 

¡Los  sepulcros  se  han  hecho  para  los 
muertos! 


286  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

XX. 

A  bordo  del  Grande  Esberrer. 

Día  8  de  Agosto. 

Camino  hacia  los  lares  patrios. 

Acabo  de  perder  de  vista  la  última  montaña 
del  Spitzberg. 

El  buque  que  me  ha  recogido  es  el  mismo 
que  vi  alejarse  hacia  el  estrecho  de  Henlopen. 

Cuando  me  desangraba  por  cuatro  cisuras 
que  me  hice  en  pies  y  manos,  la  tripulación 
del  Grande  Esberrer,  que  había  desembarcado 
en  otra  rada  de  la  isla  del  Nordeste,  me  en- 
contró tendido  en  tierra  y  me  salvó  la  vida... 

Llegué  al  Spitzberg  á  la  edad  de  19  años,  y 
he  permanecido  allí  diez  meses.  Sin  embargo, 
los  marineros  que  me  acompañan,  al  ver  en- 
canecidos mis  cabellos,  mi  frente  surcada  de 
arrugas  y  mis  ojos  tétricos  y  apagados,  me 
llegado  á  la  edad  de  treinta  y  cinco  ó 
cuarenta  años... 

Guadli,  183a. 


EL    AÑO    EN    SPITZBERG  287 

EPÍLOGO .  — DEDICATORIA . 
Á  MI  BUEN   AMIGO  EL  SR.  D.    JOSÉ  J.  VILLANUEVA. 


Te  remito  un  puñado  de  canas  de  mi  cabeza. 

El  papel  en  que  van  envueltas  es  mi  fe  de 
bautismo. 

Por  ella  verás  que  tengo  21  años:  de  consi- 
guiente, tenía  19  cuando  escribí  el  anterior 
monólogo. 

Dice  un  refrán  que  por  todas  partes  se  va  á 
Roma. 

Y  yo  añado  que  por  cualquier  parte  se  va  á 
Spitzberg. 

Este  epílogo  es  también  la  dedicatoria  de  la 
presente  obrilla. 

Recíbelo  todo  con  indulgencia,  y  devuél- 
veme la  fe  de  bautismo. 


Madrid,  185 1. 


s^k- 


SOY,  TENGO  Y  QUIERO. 


TOMO    III  Xg 


SOY,  TENGO  Y  QUIERO. 


HISTORIA    LITERARIA. 


I. 


LA    MUSA. 


o  gusto  de  los  poetas  que  no  tienen  un 
cuarto; 

De  las  niñas  pálidas  y  bellas  que 
montan  sobre  su    nariz  unos  aristo- 
cráticos quevedos) 

De  las  tardes  de  otoño,  si  hubo  tormenta 
por  la  mañana; 

Y  de  una  ópera  de  Bellini,  oida  desde  el 
paraíso  del  Teatro  Real. 

Pues  este  paraíso,  como  todos  los  prometi- 
dos en  las  religiones  de  que  me  acuerdo,  es  el 
consuelo  de  los  pobres. 

Y  las  tardes  de  otoño  recuerdan  al  hombre 
la  muerte. 

Y  las  niñas  con  anteojos  son  muy  co- 
quetas. 

Y  la  pobreza  pone  al  genio  en  su  carro  de 
Dios  terrenal. 


20,2  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

Divinidad,  coquetisino,  muerte  y  consola- 
ción y  demás  cosas  mencionadas  que  soy,  ten- 
go y  quiero. 

II. 

ALONSO   ÍDEM. 

Alonso  Alonso  vive  en  Madrid. 

Su  Musa  (porque  todo  poeta  tiene  su  Musa, 
y  Alonso  Alonso  es  poeta)  lo  encontró  un  día 
en  la  calle  de  Fuencarral. 

— Adiós,  Alonso... — dijo  la  Musa. 

— Adiós,  muchacha... — contestó  él. 

— ¿A  dónde  vas? 

— A  cualquier  parte. 

— ¿Qué  tienes? 

— Voy  muy  triste. 

— ¿Por  qué? 

— Porque  me  aborrezco. 

— ¡Siempre  lo  mismo! 

—  ¡Hoy  más  que  nunca!— Vengo  de  estar 
solo  en  el  paseo  del  Prado  entre  dos  ó  tres  mil 
personas. 

—¿fin  qué  trabajas? 
— En  ñadí. 
— ¿Por  que? 

—  i  'orque  no  tengo  dinero. 

— I:  que  trabajes. 


SOY,    TENGO   Y   QUIERO  293 

— No  tengo  tiempo. 

— Pues  ¿qué  haces? 

— Pensar  en  que  no  tengo  dinero. 

— Compon  una  comedia. 

— ¿Y  entre  tanto? 

— ¿Qué  importa? — Comerás  ó  ayunarás  tan- 
tas veces  como  ayunarías  ó  comerías  sin  com- 
ponerla. 

— Pero  ¿la  comprarás  tú  luego? 

— Yo  no.  ¡Harto  hago  con  hallar  quien  com- 
pre las  quisicosas  que  tú  te  desdeñas  en  escri- 
bir, como  por  ejemplo  la  historia  de  esta  con- 
versación, que  escribirá  cierto  amigo  tuyo. — 
Pero,  si  tu  comedia  es  buena,  no  faltará  un 
teatro  que  la  represente. 

—Te  equivocas,  Musa. — Los  empresarios  me 
odian  tanto  como  yo  desprecio  al  público. 

— Y  ¿por  qué  te  odian  los  empresarios? 

— Porque  he  sido  crítico. 

— Y  ¿por  qué  desprecias  al  público? 

— Porque  el  público  no  desprecia  á  los  em- 
presarios. 

— Haz  un  tomo  de  poesías... 

— No  las  quiere  de  balde  ningún  editor,  ni 
el  pueblo  las  lee  aunque  le  den  dinero  encima. 

— ¿Qué  piensas,  pues,  hacer? 

— ¡Nada!  He  dedicado  mi  juventud  á  una 
carrera  demasiado  ilustre,  á  las  bellas  letras,  y 
mi  huéspeda  conviene  conmigo  en  que  no  pro- 


294  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

duce  la  literatura  lo  bastante  para  comer;  de 
lo  cual  me  alegro,  porque  odio  á  los  lectores  y 
á  mi  huéspeda  tanto  como  me  aborrezco  á  mí 
propio... 

— Entonces...  solicita  un  destino. 

— ¡Seis  mil  pretendientes  hay  en  Madrid  es- 
perando una  vacante! — Además,  yo  aborrezco 
también  al  Gobierno. 

— En  ese  caso,  escribe  un  periódico  de  opo- 
sición... 

— No  tengo  opinión  política,  y  aborrezco 
por  igual  á  todos  los  partidos!... 

— Forja  tú  uno  nuevo... 

— No  me  gusta  mentir. 

— Busca  una  novia  rica,  y  cásate... 

— No  puede  ser. 

—¿Por  qué? 

— Porque  estoy  enamorado  de  una  mujer 
que  no  me  amará  nunca. 

—  ¡Al  fin  amas  algo! — ¿Quién  es  ella? 

— La  marquesa  de  ***... 

— ¡Pobre  Alonsol — exclamó  la  Musa. 

— [Maldita  Boctedadl  (exclamó  Alonso).  Fi- 
gúrat<-  uii.i  mujer  pálida,  bellísima,  de  risa 
despreciativa,  atrevido  peinado  y  (alie  deli- 
cioso... Añade,  para  colmo  de  tortura,  UBOfl 
rtinentet  quw  n  bu  nariz  <l(  Lii 

una  i  mil. i: 

por  los  lentes;  una  mano  fina  que  cae  á  lo  lar- 


SOY,    TENGO   Y    QUIERO  295 

go  del  cuerpo;  una  mirada  que  nunca  se  fija, 
que  todo  lo  desdeña... — ¡Oh!  Y  el  lacayo  de 
esa  mujer  será  acaso  mi  pariente,  mi  amigo... 
i  Y  esa  mujer  no  puede  ser  mía!  —  ¡Desespera- 
ción! Pues  que  ella  no  pertenece  á  la  región 
de  mis  deseos,  al  mundo  de  mis  esperanzas, 
¿por  qué  hace  gala  ante  mí  de  unos  tesoros 
que  no  me  ha  de  conceder?... — ¡Tanto  valiera 
enseñar  pan  á  un  mendigo  y  rehusárselo  en 
seguida! — ¡Ni  pasión  ni  virtud  reconozco  en 
vos,  señora  marquesa!...  ¡Tenéis  mal  corazón! 
¡Dios  os  pedirá  cuenta  del  mal  que  hacéis! 

El  joven  calló:  la  Musa  meditó  un  momen- 
to, y  dijo  con  gravedad: 

— ¿Crees  en  el  infierno,  Alonso? 

—No. 

— Pues  ahórcate. 

— Lo  pensaré. 

Dijo,  y  se  alejó  hacia  la  red  de  San  Luis. 

A  poco  volvió,  para  preguntar  á  la  Musa: 

— ¿Y  tú,  chica;  crees  en  el  infierno? 

— Yo  creo  en  tí, — contestó  la  Musa. 

Y  le  volvió  la  espalda. 

Así  hacemos  todos  con  los  poetas. 

Y  así  viven,  sienten  y  piensan  casi  todos  los 
poetas  hoy  en  día. 

¡Y  así  anda  la  literatura! 
Por  lo  cual,  á  esto  que  yo  estoy  escribien- 
do, con  sujeción  al  último  figurín  literario  de 


2g6  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Francia,  se  le  hace  el  honor  de  publicarlo  en 
letras  de  molde... 

¡Quién  me  lo  dijera  cuando  estudiaba  el 
Arte  poético  de  Horacio! 

III. 

OTRA    VEZ    LA    MUSA. 

El  Autor  y  Alonso  Alonso  tienen  una  mis'- 
ma  Musa,  como  podrían  tener  una  misma  la- 
vandera. 

Deseoso,  pues,  de  saber  qué  había  sido  del 
melancólico  y  desesperado  poeta,  llamó  el 
Autor  una  tarde  á  su  Musa,  y  entabló  con 
ella  el  siguiente  diálogo: 

El  Autor. — Responde ,  diosa:  ¿Qué  es  de 
Alonso  Alonso? 

La   Musa.— ¿Alonso  Alonso?...   ¡Ah!  ( 
giendo  que  se  desmaya.) 

El  Autor.— 'Cuéntame,  y  déjate  de  melin- 
dros... 

La  Musa.— Ayer  al  medio  día  hubo  tormen- 
ta en  Madrid... 

El  Autor.— ¡Gran  noticia,  Musa! 

La  Musa  (imperturlmble). — Y,  por  consiguien- 
te, A  Ion-;')  AlontO  DAfó  l.i  Lude  en  el  campo.— 
Yo  estuve  con  1 1,  porque  me  evocó  tres  veces 
ias  en  los  ojos... 


SOY,    TENGO    Y   QUIERO  297 

«Paseábase  tu  amigo  por  la  Montaña  del 
Príncipe  Pío,  aspirando  los  efluvios  eléctricos 
que  la  tempestad  había  dejado  en  la  atmósfera, 
y  el  viejo  corazón  del  niño  se  dilataba  querien- 
do absorber  océanos  de  ambiente.  Alonso 
Alonso  era  feliz,  porque  pensaba  en  muchas 
cosas  tristes:  en  los  siglos  pasados,  desvane- 
cidos como  humo;  en  su  existencia  y  sus  pena- 
lidades, que  se  desvanecerían  como  los  siglos 
pasados;  en  los  amigos  que  había  perdido;  en 
las  mujeres  que  había  amado;  en  la  brevedad 
de  la  vida  y  en  las  ridiculeces  de  que  está  po- 
blada; en  la  vanidad  de  la  ciencia,  en  la  nada 
de  la  ambición,  en  toda  esta  comedia,  en  fin, 
que  representáis  sobre  la  Tierra. — Entonces 
Alonso  era  grande,  rico,  feliz,  sabio,  re)',  ángel! 
Su  imaginación  abarcaba  el  universo  entero. 
Aquella  agonía  de  la  naturaleza  le  representa- 
ba el  término  de  sus  dolores.  La  caída  del  sol 
le  hablaba  de  su  vejez,  á  que  no  llegaría,  de 
su  muerte,  que  no  lloraría  nadie... — Quedó, 
pues,  abismado  en  una  extática  somnolencia 
que  ya  no  era  la  vida:  su  alma  había  huido  de 
nuestro  globo:  no  tenía  conciencia  de  sí  mis- 
mo, ni  sabía  dónde  se  encontraba:  era  libre!... 

»De  pronto...  (ya  había  anochecido)  siente 
el  crujido  de  un  traje  de  seda...  La  forma  de 
una  mujer  se  destaca  en  los  cielos,  y  quedan 
tras  ella  mil  astros,  invisibles  á  los  ojos  de 


20.8  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

Alonso.  La  aparición  se  acerca;  siéntase  junto 
al  joven  y  rodea  su  cuello  con  los  brazos. 

«Alonso  reconoce  á  la  Marquesa  de***,  á  la 
señora  de  los  quevedos... — Cree  que  se  vuelve 
loco;  cree  que  sueña;  cree...  ¡hasta  en  un  mi- 
lagro! 

»A  la  primera  palabra  de  la  beldad,  arroja 
Alonso  tan  brutal  carcajada,  que  rueda  sobre 
la  tierra  como  herido  de  un  rayo,  y  la  visión 
huye,  riéndose  también... — ¡Era  la  Traviata!... 

El  Autor. — ¡Diosa,  tú  deliras;  tú  me  enga- 
ñas; tú  me  cuentas  imposibles! — ¡Esto  no  es 
literatura!...  Esto  es  un  galimatías...— ¡Siento 
muchísimo  tener  que  publicar  las  extravagan- 
cias que  me  inspiras  hoy!... 

La  Musa. — Te  cuento  la  verdad.  Alonso  se 
había  dormido  sobre  el  banco,  y  su  aparición 
era  un  sueño  de  poeta...  de  los  de  ahora. 

El  Autor  (con  desaliento). — Prosigue,  Musa. 

La  Musa.— Perdida  aquella  suprema  ilu- 
sión; creyendo  que  había  sido  un  sarcasmo  de 
la  suerte;  viéndose  tan  pobre  y  tan  solitario, 
recordó  que  el  Canal  estaba  próximo,  y  se  di- 
,  ron  liune  propósito  de  suicidarse... 
;u  i  la  pradera.  La  noche  ettaba  esplén- 
dida. Los  árboles,  rejuvenecidos  por  la  llu- 
lUbfta  tcreí  y  vigorosos  perfumes. 
Los  astro  kan  iniclicescoino 

el   nuestro,   parecían  faros  del  puerto  de  la 


SOY,    TENGO   Y    QUIERO  299 

bienaventuranza.  El  último  reflejo  vespertino 
semejaba  el  broche  de  oro  del  manto  de  las  ti- 
nieblas... 

(La  Musa  se  entusiasma,  pierde  los  estribos  y 
se  pone  á  hablar  en  verso,  plagiando  una  poesía 
del  Autor,  que  no  le  había  inspirado  ella,  sino  otra 
Musa,  rimadora  de  oficio,  que  tuvo  antes.) 

Mas  no  penséis  por  esto,  provincianos, 
que  el  lugar  de  esta  escena 
es  un  edén...  Los  pobres  cortesanos 
moran  en  cierta  orilla  nada  amena 
de  un  arroyo  que  emigra  los  veranos... 
Clorótica  parece  6  pervertida 
naturaleza  allí:  pálido  arde 
el  sol,  como  cansado  de  la  vida; 
es  la  vegetación  pobre  y  cobarde, 
flaca  la  aurora,  cual  mujer  perdida, 
y,  cual  vieja  soez,  sucia  la  tarde. 

lOh!  bien  hayan  tan  lejos  de  los  hombres 
y  tan  ocultos  á  los  madrileños, 
los  países  sin  pueblos  y  sin  nombres 
que  abriga  la  feraz  Sierra-Morena!... 
¡De  los  montes  róndenos 
bien  hayan  las  augustas  soledades, 
y  la  tierra  fructífera  y  amena 
que  sirve  de  colchón  y  de  almohada 
á  Jaén    a  San  Lúcar  y  á  Lucena 
ó  á  Córdoba,  a  Sevilla  y  á  Granada. 

El  Autor. — Señora  Musa,  quisiera  que,  en 
vez  de  hablar  de  geografía,  me  hablase  V.  de 
Alonso  Alonso. 

La  Musa. — ¡Yo  hablo  de  lo  que  quiero! 

El  Autor. — Entonces,  para  nada  la  necesi- 
to...— ¡Vayase  V.! 


3<X>  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

La  Musa. — ¡Insolente! 

El  Autor. — ¡Bachillera! 

La  Musa. — ¡V.  me  llamará  algún  día! 

El  Autor. — ¡Yo! — Pierda  V.  cuidado. — Ma- 
ñana pido  turrón  al  Gobierno. 

La  Musa. — ¡Abur,  ingrato,  pérfido,  mate- 
rialista!... 

El  Autor. — ¡Vaya  V.  con  Dios,  señora! 

IV. 

EL  AUTOR  TOMA  LA  PALABRA. 

Entre  estas  y  las  otras,  querido  lector,  han 
dado  las  cuatro  y  media  de  la  mañana. 

El  alba  se  ríe  de  mí,  asomando  su  rubia 
cabeza  por  el  ajimez  oriental  del  palacio  de 
la  noche. 

El  reflejo  del  lucero  matinal  viene  á  poner 
más  blanco  el  papel  en  que  escribo. 

La  luz  de  mi  lámpara  empalidece  como 
una  virgen  moribunda  ó  como  un  disoluto 
arruinado. 

Por  el  balcón  de  mi  gabinete  entra  un  aire 
fiío  y  ligero  como  beso  de  hipócrita. 

Las  «;.ii días  desaparecen  poco  á  poco, 
como  esos  geroglíficos  misteriosos  que  el  tir ñi- 
po borra  i  ias. 

La  luna  se  ha  ido  á  Am6ri<  •>:  acaba  de  po- 


SOY,    TENGO   Y    QUIERO  3OI 

nerse  aquí,  y  va  á  aparecer  allá,  como  una  ac- 
triz que,  terminada  la  función  de  la  tarde,  se 
viste  para  la  de  la  noche. 

Esta  es  la  hora  en  que  las  niñas  de  Anda- 
lucía que  han  trasnochado  pelando  la  pava, 
dicen  á  su  novio  «adiós...»  y  cierran  la  reja, 
procurando  al  hacerlo  ponerse  muy  bonitas,  á 
fin  de  que  se  vaya  lo  uno  por  lo  otro. 

Esta  es  la  hora  en  que  los  estudiantes  que 
han  pasado  las  vacaciones  en  su  aldea,  llegan 
al  lecho  de  su  madre  y  le  dicen: — Me  voy...  A 
lo  que  contesta  la  madre,  ocultando  la  cabeza 
entre  las  sábanas: — ¿Adiós,  hijo  de  mi  alma!... 
Después  de  lo  cual  el  estudiante  sube,  lloran- 
do, en  un  burro,  que  lo  lleva  á  la  Universidad. 

Esta  es  la  hora  en  que  van  á  venir  de  la  im- 
prenta á  buscar  el  presente  artículo... 

Esta  es  la  hora  en  que  el  enfermo  se  duer- 
me ó  se  muere,  y  en  que  el  enfermero,  dormi- 
do también,  retarda  veinte  minutos  la  poción 
más  importante. 

Hasta  el  sabio  que  vela  sobre  los  libros  da 
una  cabezada  al  llegar  esta  hora. . . 

En  cambio,  el  sereno  despierta  y  se  va  á  su 
casa... 

Entre  tanto,  el  arriero  y  el  campesino  echan 
el  aguardiente... 

El  jugador  hace  el  último  arqueo... 

El  adúltero  baja  por  el  balcón... 


302  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

Y  el  escudero  de  Marte  canta  tres  veces  en 
el  corral,  porque  San  Pedro  negó  tres  veces  á 
Cristo... 

¡Buenos  días,  lectores;  voy  á  acostarme! 

El  Autor  (al  tiempo  de  dormirse.) — ¿Qué  habrá 
sido  de  Alonso  Alonso?... — ¿Se  suicidaría?... 
— ¡Pobre...  muchacho!...  (El  Autor  se  duerme.) 

Madrid,  1834. 


LOS  OJOS  NEGROS. 


LOS  OJOS  NEGROS. 


(historia  escandinava,  imaginada  por  un 
andaluz). 


I. 


Tienes  los  ojos  negros, 
ojos  de  luto... 
Mi  corazón  lo  lleva 
desde  que  es  tuyo. 

Ás  allá  del  Círculo  polar-ártico,  en 
los  confines  de  la  Laponia,  cerca  de 
Hammesfert, — último  punto  habi- 
table del  continente  europeo, — se  le- 
vanta, sobre  un  mar  helado  cada  año  durante 
seis  meses,  la  negra,  escarpada  y  colosal  isla 
de  Loppen. 

Caían  las  primeras  escarchas  de  1730:  era 
el  15  de  Agosto. 

Las  noches  tenían  ya  cerca  de  tres  horas,  y 
la  aurora  boreal  lucía  en  ellas,  cerrando  el  ar- 
co esplendoroso  de  los  crepúsculos  simultá- 
neos de  la  mañana  y  de  la  tarde. 

Hacía  una  semana  que  la  luna  aparecía  en 
tomo  111  20 


306     NARRACIONES  INVEROSÍMILES 

aquel  cielo  después  de  mes  y  medio  de  abso- 
luta ausencia. 

Todo  anunciábala  proximidad  del  invierno, 
cuyo  blanco  fantasma,  no  bien  asoma  por  el 
Polo,  envuelve  en  su  inconmensurable  suda- 
rio todas  aquellas  tristes  latitudes. 

Los  nobles  se  encerraban  ya  en  sus  casti- 
llos, los  pobres  en  sus  cuevas,  los  osos  blan- 
cos entre  los  témpanos  de  hielo  secular. 

Algunas  aves  hacían  su  nido  en  las  grietas 
de  los  desgajados  abetos,  en  tanto  que  otras 
levantaban  el  vuelo  hacia  el  Mediodía,  bus- 
cando nuevas  primaveras. 

Los  balleneros  y  los  groelanderos  dábanse  á  la 
vela  con  dirección  á  Europa,  temerosos  de 
quedar  clavados  en  una  mar  helada... 

Los  campos,  los  puertos,,  los  pueblos  mis- 
mos veíanse  desiertos  y  abandonados.  No  pa- 
recía sino  que  una  horrible  epidemia  había  pa- 
por  ellos,  ó  que  se  aproximaba,  amena- 
zándoles, mi  BO  Conquistador. 

Y  así  hablan  de  permanecer  aquellas  regio- 
nes durante  odio  meses,  ó  tea  hasta  el  15  de 
Abril,  (jue  comienza  el  derretimiento  de  los 

lucios. 

II. 

Solne  las  áridas  \«  nal  de  la  isla  de  Loppen, 
Uo  que  pareos  riscosa  excre- 


LOS   OJOS    NEGROS  3O7 

cencía  de  la  montaña:  tan  musgosos  y  viejos 
son  sus  muros,  tallados  casi  todos  en  la  roca 
viva. 

Aquella  guarida  de  buitres  no  ha  sido  obra 
de  edificación,  sino  de  excavación  y  desbaste. — 
Es  un  monolito  ahuecado,  coronado  de  al- 
menas. 

Algunos  óvalos  abiertos  en  la  peña  para  lle- 
var aire  al  interior  indican  vagamente  el  des- 
censo á  los  siete  pisos  del  castillo,  en  el  último 
de  los  cuales,  inaccesible  completamente  á  los 
rigores  del  invierno,  habitan  los  señores  de 
aquel  alcázar  subterráneo. 

No  tenemos  para  qué  decir  qué  hora  era... 
— Allí  es  siempre  de  noche. 

En  un  salón  triangular,  tapizado  y  alfom- 
brado de  ricas  pieles  de  marta  y  de  rengífero 
y  alumbrado  por  tres  grandes  lámparas,  ardía 
un  enorme  tronco  de  teoso  pino.  Huía  el  hu- 
mo arremolinado,  semejando  movible  columna 
salomónica,  por  el  techo  horadado  de  aquella 
aristocrática  gruta,  excavada  á  cien  pies  de 
profundidad,  en  tanto  que  una  inmensa  gale- 
ría abierta  en  frente  de  la  chimenea  traía  rá- 
fagas de  aire  tibio  y  perfumado... 

Dos  personajes  había  en  este  aposento. 

Dormía  el  uno,  sentado  en  disforme  sillón 
de  encina;  y  era  Magno  de  Kimi,  el  Javl  ó 
Conde  reinante  de  la  isla  de  Loppen . 


308  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

Tendría  veinticinco  años:  vestía  larga  túnica 
de  pieles  negras,  por  debajo  de  la  cual  asoma- 
ba un  traje  medio  guerrero,  medio  cortesano, 
sumamente  lujoso.  Este  joven,  que  en  el  Me- 
diodía hubiera  pasado  por  feo,  ó  cuando  menos 
por  raro,  no  carecía  de  cierta  belleza  local.  Era 
pequeño  de  talla;  un  poco  grueso,  ó,  por  me- 
jor decir,  muy  recio  y  fornido;  moreno  de  ca- 
ra, ó,  más  bien,  pardo  tirando  á  rojo;  pero 
con  cabellos  rubios  como  el  oro,  sumamente 
largos  y  espesos,  y  ojos  de  un  azul  tan  claro 
como  el  cielo  de  España  en  despejado  día  de 
Enero.  Su  rostro,  en  fin,  imberbe  como  el  de 
una  mujer,  tenía,  sin  embargo,  tal  aire  de 
fuerza  y  de  entereza  varonil,  que  nadie  hu- 
biera puesto  en  duda  el  salvaje  valor  del  no- 
ble escandinavo. 

Enfrente  de  él,  é  iluminada  dulcemente  por 
los  resplandores  del  hogar,  rezaba  en  silencio 
una  mujer,  que  más  parecía  una  niña;  blanca 
como  el  alabastro;  rubia  también;  con  ojos 
celestes,  semejantes á  dos  turquesas,  y  hermo- 
sa y  triste  como  las  siempre  moribundas  flores 
de  aquellas  fugacea  primaveras.  —  Envolvía 
todo  su  cuerpo  anchísima  bata] de  dobles  pie- 
.  cuya  blancura  deslumhraba,  y 
cubila  su  cabed  gracioso  capuchón  ¡de  blon- 
.. — Con  aquel  baje,  parecía  la  joven  una 
rosa  flotando  en  golfos  de  nacarada  espuma, 


LOS   OJOS    NEGROS  309 

un  elegante  cisne  de  albo  plumaje,  la  luz  matu- 
tina reflejada  en  intacta  nieve. 

Era  la  jarlesa  F  oidora,  la  esposa  del  joven 
Magno. 

Mucho  tiempo  hacía  que  los  cónyuges  es- 
taban en  aquella  actitud...  Él,  haciendo  como 
que  dormía ,  y  ella  haciendo  como  que  re- 
zaba. 

Fcedora,  en  cuyo  rostro  se  veían  las  hue- 
llas de  un  dolor  sin  consuelo,  clavaba  los  ojos 
en  las  juguetonas  llamas  del  hogar...  Mas,  si 
por  acaso  los  tornaba  un  momento  hacia  la 
sombría  figura  de  Magno,  no  era  sin  que  leve 
temblor  la  agitase,  ni  sin  que  al  punto  volvie- 
ra á  fijar  la  vista  en  la  lumbre,  prosiguiendo 
con  más  fervor  sus  oraciones. 

Una  vez  abrió  Magno  los  ojos  repentina- 
mente, y  sorprendió  la  tímida  mirada  que  le 
dirigía  su  esposa. 

— ¿Dormíais? — murmuró  ésta  con  voz  dulce 
y  apagada. 

— Yo  no  duermo  nunca...  (respondió  áspera- 
mente Magno). — ¿Por  qué  me  mirabais  de 
aquella  manera? 

Fcedora  tembló  de  nuevo,  y  cruzó  las  manos. 

— ¡Porque  os  amo  mucho! — respondió  al 
cabo  de  un  momento. 

Y  se  enjugó  las  lágrimas,  y  tornó  á  sus  ora- 
ciones. 


3IO  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

Pero  sus  dedos  no  atinaban  á  pasar  las 
cuentas  de  ámbar  del  rosario. 

Y  ya  no  hablaron  más,  y  habían  hablado 
más  que  de  costumbre. 


III. 


Tres  años  contaban  de  matrimonio  Fcedora 
y  el  jarl  de  Kimi,  y  era  aquel  el  primer  invier- 
no que  pasaban  en  el  castillo  deLoppen. 

Ibanse  antes  á  Cristianía,  donde  la  vida  de 
los  nobles  es  una  fiesta  continua  durante  los 
grandes  fríos;  pero  el  año  en  que  acontece  es- 
ta historia,  y  después  de  haber  viajado  por  to- 
da la  costa  de  Noruega  en  los  hermosos  días 
de  Junio  y  Julio,  Magno  decidió  sepultarse 
con  su  esposa  en  el  alcázar  de  piedra  y  hielo 
que  hemos  descrito,  en  donde,  solos,  tacitur- 
nos, sentados  el  uno  en  frente  del  otro,  lleva- 
ban quince  días  de  reclusión,  y  de  donde  no 
podrían  lalirya  en  ocho  meses,  á  causa  de 
haberte  helado  las  primeras  nieves  sobre  las 
puertas  del  Castillo. 


IV. 

Habí  '.>  otras  quince  noel iet. 

Ma¡'  su  arpa  escandinava, 


LOS    OJOS    NEGROS  3II 

y  cantó  el  siguiente  romance  á  su   aterrada 
esposa: 

De  rodillas  en  la  tumba, 
en  la  tumba  de  mi  padre, 
amor  eterno 
tú  me  juraste... 
Si  al  juramento  un  día 
faltas,  cobarde... 
te  lo  ruego,  amor  mío, 
¡no  pases  por  la  tumba  de  mi  padre! 

La  voz  de  Magno  retumbó  como  un  trueno 
en  las  concavidades  del  castillo,  al  repetir  el 
último  verso  de  su  canción. 

Volvióse  luego  el  Conde  á  la  angustiada  jar- 
lesa,  y  le  preguntó,  sonriendo  amargamente: 

— ¿Qué  hacéis,  Fcedora? 

— ¡Rezo  por  el  alma  de  vuestro  padre!  con- 
testó ella,  cerrando  los  ojos  para  no  ver  la 
sonrisa  de  su  marido. 

Magno  pulsó  de  nuevo  el  arpa,  y  prosiguió 
su  romance. 

Luz  de  los  cielos, 
flor  de  los  valles, 
aquí  nacerán  mis  hijos, 
aquí  murieron  mis  padres. 
Si,  por  tu  desdicha, 
mis  hijos  no  nacen; 
si  es  tu  seno  la  tumba  de  mis  hijos, 
¡no  pases  por  la  tumba  de  mi  padre! 

El   rosario  de  ámbar  se  desprendió  de  las 


312  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

manos  de  Foe  dora  y  fué  á  caer  sobre  las  bra- 
sas del  hogar... 

Allí  se  desgranaron  sus  cuentas,  que  al  po- 
co rato  eran  otras  tantas  ascuas. 

Un  delicioso  aroma  inundó  la  habitación. 

— ¿Cómo  os  sentís,  señora?  —  preguntó  el 
jarl,  como  si  no  hubiera  visto  nada. 

— ¡Bien,  Magno! — respondió  ella,  que  tam- 
poco parecía  haber  reparado  en  aquel  acciden- 
te de  tan  nial  agüero. 

— ¿Tenéis  todavía  duda  acerca  de  vuestro 
estado? 

— No,  señor... 

— ¡Vais  á  ser  madre!...  ¡oh  ventura! — ¡Ved 
cumplidos  mis  votos  de  tres  añosl 

— ¡Sí!... — murmuró  mansamente  la  joven. 

— ¡Sí!  (repitió  el  esposo  con  voz  terrible). — 
Pero  no  olvidéis  el  otro  cantar  escandinavo... 

Y,  riéndose  con  satánica  furia,  cantó  de  este 
modo: 

Cruz*  los  montes 
un  extranjero, 
nebros  los  ojos, 
negro  el  cabello... 

¡  l'u  |M  mi     I 

MfHl  |    |0(   |, 

los  ojos  negros! 

—  ¡Ah!  ¡Callad!...— murmuró  F  oidora,  arro- 
dillándose. 


LOS    OJOS    NEGROS  313 

— ¿Conocisteis  á  vuestros  abuelos? — excla- 
mó Magno,  levantando  á  su  esposa  y  con  un 
rugido  de  fiera. 

— ¡Ah!  señor...  (respondió  la  pobre  mujer, 
estrechando  sus  manos.) — Matadme  de  un  so- 
lo golpe!  ¡No  prolonguéis  mi  agonía! 

— ¿De  qué  color  tenían  los  ojos?  ¡Res- 
ponded! 

— Ya  lo  sabéis... — Los  tenían  azules... 

— ¿Y  á  mis  abuelos?  ¿los  conocisteis? 

— No,  señor... 

— ¡Vais  á  conocerlos! — replicó  el  joven,  co- 
giendo á  su  esposa  de  un  brazo  y  arrastrán- 
dola hacia  la  galería  próxima. 

Había  en  ella  una  larga  hilera  de  retratos 
alumbrados  por  lámparas  colocadas  de  trecho 
en  trecho. — Los  señores  de  Kimi  parecían  vi- 
vos dentro  de  los  marcos  que  los  encerraban... 

— ¡Estos  son  mis  antepasados!  (exclamó  el 
jarl.)  ¡Vedlos,  señora!  Todos  tienen  los  ojos 
azules,  como  vos  y  como  yo,  como  nuestros 
padres  y  abuelos,  como  todos  los  escandina- 
vos! ¡Comprenderéis,  en  consecuencia,  que 
nuestro  hijo  ha  de  tener  también  los  ojos  azu- 
les!— ¡Ay  de  vos  si  los  tiene  negros,  como  el 
español  D.  Alfonso  de  Haro! 

Dijo,  y  se  alejó  riendo  convulsivamente, 
mientras  que  la  joven  caía  de  rodillas  sin  voz 
ni  aliento. 


314  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

Así  permaneció  largas  horas;  3%  cuando  ya 
todo  era  silencio  en  el  Castillo,  y  las  lámparas 
espiraban  consumidas,  y  la  hoguera  del  próxi- 
mo salón  se  apagaba  también,  levantóse  que- 
brantada y  moribunda  y  tomó  el  camino  de 
su  aposento. 

— Hijo  mío... — (murmuró  allí  con  voz  hon- 
da y  sepulcral,  apoyando  ambas  manos  sobre 
su  corazón,  como  si  las  pusiese  sobre  el  del 
hijo  que  llevaba  en  su  seno): — Hijo  mió,  ¿por 
qué  quieres  ser  el  verdugo  de  tu  madre? 

Y  echó  una  mirada  sobre  sí,  y  huyó  con  ho- 
rror hacia  otro  lado  de  la  estancia,  tapándose 
el  rostro  con  las  manos. 

Era  la  estatua  del  remordimiento,  maldi- 
ciéndose  á  sí  misma. 


V. 


Han  trascurrido  cuatro  nn 

Magno  <h-  Kimi  está  «n  su  cámara. 

ron  los  codos  apoyados  en 
una  mrsa.  con  la  frente  caída  sobre  Las  calen* 
hirientes  manos  y  fijos  los  ojos  en  objetos 
que  parece  querer  grabar  en  lo  más  recóndito 

i   .Ir  .it.  ncion  con 
que  los  n 

Aquello*  objetos  son  una  carta  y  un  re- 
trato. 


LOS   OJOS   NEGROS  315 

Representa  el  retrato  á  un  hermosísimo  jo- 
ven vestido  con  el  lujoso  traje  español  del  rei- 
nado de  Felipe  V.  Sus  cabellos,  negros  como 
el  ébano,  sombrean  un  bello  rostro  moreno  y 
descolorido:  sus  ojos,  más  negros  aún,  brillan 
como  azabache  entre  las  oscuras  y  largas  pes- 
tañas. Una  sedosa  linea  de  bozo  cubre  su  la- 
bio superior,  graciosamente  dibujado  bajo  clá- 
sica nariz  caucasiana. 

En  cuanto  á  la  carta  decía  así: 

«Al  jarl  Magno  de  Kimi,  su  siervo  Esta- 
nislao. 

«Señor:  ¡Venid!  ¡venid  á  Cristianía!  ¡Habéis 
perdido  su  amor!...  ¡Salvad  la  honra!  La  jar- 
lesa  Fcedora  os  es  infiel.  Hay  en  esta  corte, 
desde  pocos  días  después  de  vuestra  marcha, 
un  joven  extranjero,  embajador  y  marino,  be- 
llo como  el  ángel  de  las  tinieblas,  el  cual  os 
ha  robado  el  corazón  de  vuestra  esposa.  Mi- 
radas y  suspiros,  palabras  y  sonrisas,  todo  re- 
vela la  criminal  pasión  de  los  dos  traidores. 
— Yo  he  sido  arrojado  de  la  casa  como  un  pe- 
rro; pero  como  un  perro  fiel  á  su  señor. — ¡Ve- 
nid, os  digo!... 

»E1  asesino  de  vuestra  dicha  es  español. 
— Tiene  los  ojos  negros  como  la  noche,  y 
negra  la  cabellera  como  las  alas  del  cuervo 
que  cae  sobre  los  cadáveres. — Es  noble  y  po- 
deroso, y  se  llama  D.  Alfonso  de  Haro. — Ve- 


316  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

nid,  y  contad  con  el  brazo  de  vuestro  siervo 

Estanislao.  » 

Mucho  tiempo  permaneció  Magno  de  Kimi 
contemplando  aquel  retrato  y  aquella   carta. 

Levantóse  al  fin;  miró  un  reloj  que  señala- 
ba las  doce,  y  dijo: 

Han  pasado  veinticuatro  horas  de  noche  y  em- 
pieza otro  dia  de  tinieblas... — Estamos  á  22 
de  Diciembre.  Dentro  de  sesenta  días  nace- 
rá el  acusador  de  Fcedora. ..  Su  mirada  de 
luto,  su  primera  mirada,  dará  la  señal  de  la 
muerte  de  la  esposa  infiel,  que  ya  no  podrá 
negarme  la  consumación  de  mi  deshonra. 
¡No  dirá  entonces,  como  cuando  hallé  aquí, 
entre  sus  alhajas,  el  retrato  del  infame  espa- 
ñol, «que  D.  Alfonso  de  Haro  sólo  había  sido  su 
amigo! t — Llegará  luego  el  20  de  Abril;  se  des- 
helará el  Océano;  me  daré  á  la  vela  en  el  Thor; 
buscaré  al  través  de  todos  los  mares  del  Uni- 
verso al  asesino  de  mi  ventura...,  y  morirá! 
¡Morirá,  aunque  sea  Lucifer  en  persona! 


VI. 


Dos  meses  después,  el  22  de  Febrero,  la 
jail'  :.i  de  Kimi  dio  á  luz  un  niño. 

El  niño  tenía  los  ojos  negí 

:  -i  t.in    ferOX,    no  se    atrevió  á 
:  ¿una muja  moribunda,  ni á  arrebatarle 


LOS    OJOS    NEGROS  317 

el  hijo  que  estrechaba  convulsivamente  entre 
sus  brazos. 

— Os  mataré  después...  (dijo  ala  madre). 
Os  mataré  á  los  dos  cuando  estés  buena. — |Es 
la  última  prueba  de  amor  que  puedo  darte! 

VIL 

Comenzó  la  primavera  en  la  Isla  de  Lop- 
pen.  Rompiéronse  las  cadenas  de  hielo  que 
tenían  amarrado  el  mar  al  pie  del  Castillo. 
Tornaron  las  aves  á  aquel  cielo.  Fluyeron  los 
arroyos.  Crecieron  fresales  en  la  ablandada 
nieve. 

Magno  de  Kimi  se  presentó  á  su  esposa,  á 
quien  no  había  vuelto  á  ver,  y  le  habló  en  es- 
tos términos: 

— No  me  he  atrevido  á  matarte  hasta  hoy, 
porque  estás  criando  á  tu  hijo.  Y  no  he  mata- 
do á  tu  hijo,  porque  debo  esperar  para  ello  á 
que  sea  hombre  y  pueda  defenderse. — ¡No  en 
vano  soy  noble!  ¡En  algo  se  han  de  diferenciar 
mis  acciones  de  las  tuyas! — ¡Tú  has  mancha- 
do el  nombre  que  heredaste  y  el  que  yo  te 
di!...  ¡Yo  no  debo  manchar  el  mío! — Me  dis- 
pongo á  partir  en  busca  de  tu  cómplice,  á 
quien  mataré,  si  Dios  no  me  niega  su  ayuda. 
— Ni  uno  solo  de  nuestros  servidores  quedará 
en  esta  morada...  A  todos  me  los  llevo  en  mi 


3l8  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

bergantín. — Te  dejo,  pues,  aquí  sola  con  tu 
hijo.  Clavaré  las  puertas  de  hierro  que  comu- 
nican con  el  exterior,  y  cortaré  el  puente  que 
une  este  escollo  con  la  Isla  de  Loppen,  de 
modo  y  forma  que  nadie  podrá  entrar  en  tu 
auxilio,  ni  tú  podrás  salir  á  demandarlo. — 
Tienes  á  tu  disposición  víveres  para  seis  me- 
ses.— Si  al  cabo  de  ellos  no  he  venido,  será 
señal  de  que  he  muerto,  y  entonces  tú  y  tu 
hijo  moriréis  de  hambre...  Mas,  si  logro  vol- 
ver, te  daré  á  elegir  muerte. 

Fcedora  estrechó  al  corazón  á  su  hijo  y  no 
respondió  ni  una  palabra. 

VIII. 

Era  la  brevísima  noche  del  25  de  Abril. 

La  aurora  boreal  abrasaba  con  su  misterio- 
so incendio  la  lontananza  del  horizonte. 

Hacía  un  frío  espantoso. 

En  la  i&la  de  Langa:  reinaba  el  silencio  de 
las  tumbas. 

l.ii  una  ensenada  de  su  costa  meridional 
ncladosel  Thor,  el  bergantín  de  Mag- 
no de  Kimi,  y  el  Fimsttrrtf  la  goleta  de  Pon 
Alfonso  de  Haro. 

En  lo  más  bravo  \  erizado  de  aquella  costa 
las  1  nina  1  de  un  dolmen  colosal  res- 


LOS   OJOS    NEGROS  319 

to  de  los  altares  malditos  en  que  los  escandi- 
navos daban  á  Odín  sangriento  culto. 

La  luna,  magnífica  y  resplandeciente  en  las 
regiones  polares,  donde  el  sol  es  tan  pálido  y 
melancólico,  asomó  por  el  Sudeste  su  blanca 
faz,  iluminando  el  ara  derruida. 

Á  su  fulgor  vióse  á  dos  hombres,  sentado  el 
uno  sobre  el  tronco  de  un  pino  roto  por  los 
hielos,  y  apoyado  el  otro  en  el  antiguo  dolmen. 

Parecían  dos  blancos  fantasmas,  dos  som- 
bras de  las  víctimas  inmoladas  antiguamente 
sobre  aquellas  peñas. 

El  hombre  sentado  era  el  jarl  Magno  de 
Kimi. 

El  que  permanecía  de  pié,  era  D.  Alfonso 
de  Haro. 

Los  dos  empuñaban  corvo  sable  marino. 

Su  anhelosa  respiración  demostraba  la  vio- 
lencia con  que  habían  luchado... 

Pero  ambos  estaban  ilesos...  No  porque  sus 
fuerzas  ó  su  habilidad  hubieran  resultado 
iguales,  sino  porque  D.  Alfonso,  más  diestro 
y  ágil  que  el  Conde,  lo  había  desarmado  ya 
tres  veces,  renunciando  las  tres  á  su  derecho 
de  matarlo. 

El  combate  había  sido  furioso,  tenaz,  vio- 
lentísimo. 

—  ¡Mátame! — gritó  Magno  la  segunda  vez 
que  el  español  hizo  saltar  de  sus  manos  el  sable. 


320  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— Yo  no  quiero  que  mueras  (respondió  Don 
Alfonso),  sino  regalarte  cien  veces  la  vida,  para 
que  me  respondas  en  cambio  de  la  Foedora, 
puesto  que  me  has  dicho  que  morirá  si  tú 
mueres... 

— ¡Luchemos  otra  vez! — replicó  Magno. 

Y  el  tercer  combate  había  sido  más  terrible 
que  los  dos  anteriores... 

¡Pero  también  inútil! — El  ímpetu  del  no- 
ruego siguió  estrellándose  en  la  serenidad  y  la 
pericia  del  español;  y,  cuando  volvió  á  ser 
desarmado  por  éste,  era  tal  su  fatiga,  que  ca- 
yó al  suelo,  como  un  abeto  que  se  derrumba,  y 
exclamó  dolorosamente: 

— ¡Yo  me  mataré!...  ¡Yo  me  mataré!... — ¡Me 
sería  insoportable  una  vida  regalada  por  tí! 

Y  fué  á  reclinarse  en  el  tronco  del  pino  caí- 
do, tal  como  le  hemos  visto  al  salir  la  luna. 

— Me  dejaré  matar  por  tu  flaca  mano,  ó  me 
mataré  yo  ahora  mismo...  (<  1  íjole  á  su  vez 
D.  Alfonso,  si  me  juras  no  matar  a  Foedora...) 

— Te  juro  lo  contrario...  (respondió  el  no- 
ruego). ¡Te  juro  que  Fuedora  sucumbirá  de 
todos  modos! — Si  yo  muero,  nadie  podrá 
correrla  donde  la  he  dejado,  y  perecerá  de 
hambre. — Si  tu  muerati  iré  á  matarla,  como 
ya  te  he  dicho... — Mátame,  pues*.,  ¡Quítame 
la  vi¡  .  me  has  quitado  ls   honra  y  la 

ventura!... 


LOS    OJOS    NEGROS  321 

— Yo  no  puedo  matarte...  (repuso  el  espa- 
ñol). ¡Pero  ni  tú  matarás  á  Fcedora  ni  Foedo- 
ra  morirá  donde  la  tienes  encarcelada! — Corro 
á  mi  barco,  y  con  él  apresaré  el  tuyo.  Tus  ma- 
rineros me  conducirán  á  precio  de  oro,  ó  por 
no  morir  á  manos  de  los  mios,  á  la  prisión  de 
Foedora,  y  la  libertaré,  y  será  mía  para 
siempre. 

— ¡Acepto  el  duelo  de  tus  españoles  contra 
mis  escandinavos,  de  mi  raza  contra  la  tuya, 
de  mi  bergantín  contra  tu  goleta! — (exclamó 
el  Jarl  de  Kimi,  levantándose  y  cogiendo  su 
sable).  Si  el  infierno  te  dio  una  destreza  dia- 
bólica en  el  manejo  de  las  armas;  si  mi  cora- 
zón y  mi  brazo  han  sido  impotentes  contra 
tu  satánica  astucia,  no  ocurrirá  lo  mismo  en 
el  nuevo  combate  á  que  me  provocas!... — ¡Al 
mar,  Alfonso  de  Haro!  ¡Al  mar! 

—  ¡Al  mar! — contestó  el  español,  tomando 
el  camino  de  la  playa. 


IX. 


Era  el  oscurecer  del  día  siguiente.  Reinaba 
en  el  mar  la  más  formidable  tormenta. 

El  Thor,  montado  por  Magno  de  Kimi,  y  el 
Finisterre,  mandado  por  D.  Alfonso  de  Haro, 

TOMO  III  21 


322  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

estaban  acribillados  de  balas  de  cañón  y  de 
fusil,  y  tan  cerca  el  uno  del  otro,  que  sus 
bandas  se  tocaban  á  veces  á  impulsos  del  hu- 
racanado viento. 

— ¡Al  abordaje!  ¿Al  abordaje! — rugían  ambas 
tripulaciones  con  espantosa  furia. 

— ¡Al  abordaje! — gritaron  al  fin  los  dos  jefes. 

Pero  la  tempestad,  que  por  momentos  iba 
siendo  más  terrible,  impedía  el  trasbordo  de 
los  combatientes,  hasta  que,  por  último,  la 
propia  fuerza  del  vendaval  unió  á  las  dos  em- 
barcaciones, se  echaron  las  amarras,  y  comen- 
zó la  lucha  cuerpo  á  cuerpo. 

Magno  y  Alfonso  se  encontraron  sobre  la 
cubierta  del  Fwistcrre,  cada  cual  con  un  hacha 
en  la  mano  y  ambos  heridos. 

Iban  á  acometerse  de  nuevo  en  aquel  nuevo 
género  de  lid,  cuyo  éxito  podía  ser  muy  otro 
que  el  del  combate  á  sable,  cuando  se  oyó  vn 
grito  horrible,  pavoroso,  fúnebre,  que  salía  de 
cien  bocas  heladas  de  espanto,  y  que  llegó  á 
estreñid  < a  hasta  á  los  dos  heroi 

—  ¡Kl  Maii.stkoom!  |E1  MablstroomI 

Todos  repitieron  este  siniestro  nombre  y  lo- 
dos arrojaron  las  armas. — Va  no  había  rivales 
ni  enemigos...  ¡Ya  no  había  más  que  sen- 
tenciados á  una  misma  muerte,  segura,  infa- 
lible, pióxini  i,  que  los  heriría  á  todos  de  un 
solo  golpe,  que  no  istro  de  ellos  ni  de 


LOS   OJOS    NEGROS  323 

sus  naves,  y  de  que  jamás  setenaría  noticia  en 
el  mundo! 


X. 


— ¿Qué  es  el  Maelstroom? — preguntó  un 
grumete  muy  joven,  al  más  viejo  marino  del 
buque  de  Magno  de  Kimi. 

El  Maelstroom...  (respondió  tristemente  el 
anciano)  es  un  remolino  del  mar,  un  sumide- 
ro de  la  tierra,  un  abismo  sin  fondo,  una  se- 
pultura abierta  por  Dios  á  todos  los  navegan- 
tes en  esta  parte  del  Océano. — El  Maelstroom 
es  para  un  buque  lo  que  la  culebra  boa  para 
el  pájaro:  ¡lo  mira;  lo  atrae;  lo  devora! — ¡Es  un 
monstruo  que  ya  nos  enseña  los  dientes;  que 
ya  nos  abre  sus  fauces;  que  dentro  de  pocos 
minutos  nos  habrá  tragado! — ¿No  lo  oyes  ru- 
gir?— Inútiles  son  las  velas,  inútil  el  timón, 
inútil  el  remo...  ¡Todo  es  inútil! — Ponte  de 
rodillas  como  yo,  y  reza...;  ¡porque  el  Maels- 
troom es  la  muerte! 

El  grumete  se  precipitó  al  mar. 

Muchos  marineros  de  ambas  embarcaciones 
habían  hecho  ya  lo  mismo. — Otros  se  mata- 
ban con  sus  armas.  Los  menos  animosos  pe- 
dían á  sus  amigos  que  les  quitasen  la  vida. — 
De  todas  las  muertes,   ninguna  horrorizaba 


324  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

tanto,  como  la  de  ser  tragado  vivo  por  el 
Maelstroom. 

Magno  y  Alfonso  se  miraban  en  silencio. 

Pensaban  en  Fcedora. 

El  remolino  mugía  cada  vez  con  más  fuer- 
za... La  tempestad  había  callado...  La  atrac- 
ción del  sumidero  se  sobreponía  al  ímpetu  del 
huracán... — El  viento  parecía  allí  esclavo  del 
agua. 

La  mar,  negra,  tersa,  muda,  semejante  á 
dura  lámina  de  plomo,  formaba  una  especie  de 
plano  inclinado,  sobre  el  cual  se  deslizaban 
los  dos  buques,  con  espantosa  velocidad,  pe- 
gados el  uno  al  otro  por  la  propia  fuerza  de  la 
corriente. 

Aún  distaban  una  legua  del  oculto  abismo; 
pero  no  podían  tardar  ni  cuatro  minutos  en 
llegar  á  él... 

Los  dos  nobles,  animados  de  súbito  é  idén- 
tico pensamiento,  arrojaron  las  hachas  lejos  de 
sí,  se  dieron  la  mano  con  solemne  religiosi- 
dad, y  avanzando  unidos  á  la  proa  del  Fiuis- 
lardaron  allí  la  tremenda  catástrofe. 

Pronto  cruginoii  ambos  buques,  deshacién- 
dose el  uno  contra  el  otro,  comprimidos  por 
la  atracción.  Abrazáronse  entonces  ferozím  11- 
t<-  Alfonso  y  Magno,  como  para  asi igurane 
cada  uno  de  (líos  de  qu6  su  rival  no  podría 
1  i  volver  á  ver  á  Fcedora,  y  un 


LOS    OJOS    NEGROS  325 

minuto  después,  los  dos  enemigos,  sesenta 
hombres  más,  y  los  destrozados  restos  del  Thor 
y  del  Finistem,  y  una  suprema  explosión  de 
oraciones,  gemidos  y  blasfemias;  todo...  todo 
se  hundió  para  siempre  en  aquella  espantable 
sima,  apenas  señalada,  en  los  días  serenos,  por 
una  movible  corona  de  leve  espuma. 


Guadix,  1833. 


LO  QUE  SE  OYE 

DESDE  UNA  SILLA  DEL  PRADO, 


LO  QUE  SE  OYE 

DESDE    UNA    SILLA    DEL    PRADO. 


(verano  de  1874.) 


ué  noche  tan  hermosa! 
^  — ¡Hermosísima!... 

-Y  ¡qué  calor  ha  hecho  hoy!...  Fi- 
gúrese V.  que  esta  mañana... 


— Abur... 

— Adiós... 

— Muy  buenas  noches.. 


— Pues,  sí,  señor:  como  le  iba  diciendo  á 
usted... 

—  ¡Ja!  ¡ja!  ¡ja! 

— ¿Has  conocido  á  ese?  Es  aquel  que  el  año 


pasado... 


— ¡Agua,  aguardiente  y  azucarillos!  ¡Agua! 


330    NARRACIONES  INVEROSÍMILES 

— ¡Niñas!  ¡niñas!  ¡más  despacio! 
— Tenga  V.  cuidado,  Arturo;  ¡que  nos  llama 
mamá! 

— ¡Barquillero! 

— Matilde,  ¡eres  un  ángel!...  ¡eres  una  dio- 
sa!... ¡eres  una... 

— Pero,  ¡hombre!  ¡Esa  mujer  es  una  arpía. 
Gustavo  debía  divorciarse... 

— ¡Ramitos  y  camelias!   ¡La  vara  de  nardo 
á  dos  reales! —Señorito,  cómpreme  V.  una... 

—  ¡Allá  van!  ¡Ella  es!   ¡Aprieta  el  paso!... 
¡Bendita  sea  la  gracia!... 

— ¡Aquí  vienen!  ¡Ellos  son!...  ¡Qué  tontos! 

—  ¡Caballero!  ¡Que  no  tengo  padrel   ¡Una 
limosnita  por  el  amor  de  Dios! 

— ¡La  Correspoudeiici'!.' 

— Pues  bien,  ¡desde  entonces  estoy  cesan- 
te!... ¡Esto  no  es  ¡ 

— ¡cinco!  ¡Chico!  (Buen  taxr6nl  ¿Y  cómo 
te  las  lias  compuesto? 


LO  QUE  SE  OYE,  ETC.  33 1 

— Es  un  cuadro  muy  bonito.  Pero  á  mí  me 
gusta  más  aquel  en  que  Pepita  Jiménez  y  el 
teólogo... 

— Lo  que  V.  oye:  Murió  abintestato,  y  me 
correspondió  la  mitad  de  la  herencia.  Yo  no 
le  había  hablado  nunca... 

— Lo  mismo  creo  yo.  La  crisis  es  infalible. 
¡Así  no  podemos  seguir!  Cristino  será  minis- 
tro antes  de  un  mes. 

Y  ¿qué  hiciste  tú?  ¿Le  devolviste  su  carta 
con  una  bala? 

—  ¡Le  di  dos  bastonazos,  y  en  paz!  No  tenía 
él  la  culpa,  sino  ella... 

— Pues  dicen  que  los  carlistas  están  en  Gua- 
dalajara... 
— ¡Mejor! 

—  ¡Lo  mismo  me  da!... 

—  ¡Señorita!  ¡merengues!  ¡Acabaditos  de 
hacer! 

— Adiós.  Yo  me  voy  al  Concierto  del  Reti- 
ro. Aquello  estará  más  fresco. 


332  NARRACIONES   INVEROSÍMILES 

— ¡Oh!  ¡si  yo  encontrara  una  mujer  que  me 
comprendiese!  ¡Una  mujer!... 

— ¡Ay!  ¡si  yo  encontrara  un  hombre  digno 
de  ser  amado!  ¡Un  hombre!... 

— ¡Hoy  se  cieña  el  juego!  ¡Cómpremelo  us- 
ted, señorito,  que  va  á  salir! 

— Entonces  me  apretó  la  mano,  y  espiró... 
Tenía  veintiséis  años. 
— ¡Pobre  Adelaida! 

— Pues  yo  los  clasifico  de  otro  modo:  Fras- 
cuelo es  Shakspeare,  y  Lagartijo  es  Comedie. 
Frascuelo  representa  una  revolución  en  el  ar- 
te, mientras  que  Lagartijo... 

— ¡Nada!  convénzase  V...  Todas  las  cues- 
tiones se  resumen  en  una,  que  es  la  cuestión 
teológica.  En  mi  concepto,  la  presciencia  de 
y  el  libre  albedrfo  de]  hombre  son  los  dos 
únicos  puntos  que  hay  que  dilucidar  al  discu- 
rrir sobre  la  pena  de  muerte» 

—  ¡De  manen  quee]  traje  completo  te  lia 
lo  á  costar  unos  seis  mil  reales?  Paraee- 


LO    QUE    SE    OYE,    ETC.  333 

—  ¿Y  cree  V.  que  pronto  habrá  elecciones? 

— No  sé.  Pero  los  distritos  hay  que  culti- 
varlos sin  cesar.  Si  logro  que  me  quiten  el  es- 
tanquero de... 

¡Señora!  ¡que  tengo  tres  hijos,  y  soy  viuda, 
y  estoy  enferma!... 

— ¡Jesús!  ¡qué  mendigos  estos!  ¡No  la  dejan 
á  una  pasear!  ¡Perdone  V.  por  Dios,  herma- 
na! Dios  la  ampare. 

— Mamá,  llévanos  al  Café  Suizo... 

— Todavía  es  muy  temprano.  Luego  ire- 
mos... 

— Está  V.  equivocado.  Donde  reside  el  al- 
ma es  debajo  de  la  dura  mater,  al  principio  del 
cerebelo.  Drelincourt  dice... 

— ¡Mañana  sale,  jugadores!  ¡El  8250!  ¡El 
premio  de  60.000  duros! 

— Pero,  Manuel:  ¿cómo  duda  V.  de  mí?  ¿Me 
cree  usted  capaz?... 

— Pues,  sí,  chico:  al  poco  tiempo  supe  que 
amaba  á  otro... 

— Oye...  Pero  no  te  acerques  mucho... 
— ¿Qué?  ¡Habla!...  ¡habla,  bien  mío! 


334  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— Mañana  sigue  la  novena.  Que  no  faltes... 
— ¡Bendita  seas! 

— ¿Yo?...  veinte  cuartos.  ¿Y  tú,  cuánto  tienes? 
— ¿Yo?...  una  pesetilla... 
— Entonces  podemos  ir.  ¡Verás  qué  mujer  y 
qué  manera  de  bailar  el  can-can! 

— ¿Y  nuestras  pérdidas? 

— Nuestras  pérdidas  han  sido  insignifican- 
tes: veinte  muertos  y  un  contuso.  Los  carlis- 
tas, en  cambio,  han  tenido  más  de  mil  bajas 
y...  tres  prisioneros... 

— ¿Y  de  qué  es  el  aderezo? 

— De  perlas.  Me  ha  costado  un  dineral.  ¡Oh! 
es  una  mujer  encantadora.  Mañana  cenamos 
juntos. 

— Igual  me  pasa  á  mí  con  este  reuma  de  to- 
dos los  diablos.  Estoy  peor  que  antes  de  ir  á 
Archena. 

— De  modo,  ¿que  se  casaron  anoche? 
— Anoche  mismo. 

— (Qué  baxbfti  idadl  ¡  fugar  un  dos  á  la  <\r\c- 
cha  contra  un  cinco!  Es  una  cuta  que  no  sc^da 
nunca. 


LO  QUE  SE  OYE,  ETC.  335 

— ¡Mañana,  á  las  seis,  en  el  baño  de  la  Ele- 
fanta!— Mi  doncella  se  quedará  atrás... 

— Según  eso,  ahora  está  amaneciendo  en  la 
Habana  y  son  las  once  del  día  en  la  Nueva 
Zembla?... 

— Justamente,  hijo  mío. 

— Dime,  papá:  ¿y  creen  los  moros  que  todos 
los  cristianos  vamos  al  infierno? 

— Te  diré... 

— Mañana,  á  las  ocho,  en  la  iglesia  de  San 
Sebastián...  Capilla  de  la  Virgen. — Pero  ten 
cuidado,  pues  mi  cochero  empieza  á  esca- 
marse... 

— ¿Y  nada  más  que  por  eso  se  ha  suicida- 
do? ¡Qué  animal!  ¡Habiendo  tantas  Manuelas 
en  el  mundo! 

Señores:  los  derechos  individuales  son  an- 
teriores y  superiores  á  la  ley  escrita.  El  dere- 
cho es  inmanente  y  consustancial  de... 

— ¿Quién  es  ese? 

— Ruiz  el  peluquero. 

— ¡Fósforos  y  cerillas! 


33§  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— La  verdadera  felicidad  consiste  para  mí 
en  oir  una  buena  ópera.  La  música  es  el  arte 
por  excelencia,  por  lo  mismo  que  no  expresa 
nada  terminante. 

—  ¡Señor!  ¡que  me  falta  un  ochavo  para  una 
rosca! 

— Tranquilícese  V.  Nuestro  negocio  es  se- 
gurísimo. El  trigo  no  puede  menos  de  subir 
este  año  á  noventa  reales.  Vendemos  enton- 
ces las  diez  mil  fanegas,  y  compramos  ce- 
bada... 

— ¡Oh!  ¡pues  lo  que  es  V.,  se  conserva  per- 
fectamente! ¡Parece  hermana  de  sus  hijas!... 
¿Se  acuerda  V.  de  Valencia? 

— ¿No  me  he  de  acordar?  ¡Qué  mundo  este, 
.incisco! 

—  ¡Nada!   no  puedo  pagarle  á  V...  Ejecú- 

6.  Cargue  V.  con  mi  mujer  y  con- 
mi  suegra... 

— (Hombre]  extranj<  ro  por  extranjero,  pre- 
fiero un  rey  alemán.  ¡Ahora,  la  cuestión  <• 
que  qtiú  ra  venir! — En  cuanto  á  Inglaterra.*. 


LO   QUE    SE    OYE,    ETC.  337 

—  ¡Partís  de  un  error!  El  cólera  morbo 
existía  ya  en  tiempo  de  los  Faraones...  Cuan- 
do yo  haga  el  grado  de  licencia,  escribiré  una 
Memoria... 

— Eduardo,  ¡mire  V.  qué  hermosa  sale  la 
luna! 

— ¡Oh!  sí,  los  radicales  tienen  la  culpa  de 
todo. 

— ¡Más  hermosa  es  V,,  condesa!... 

— Pues,  en  ese  caso,  tendrá  que  marcharse 
como  D.  Amadeo. 

— A  mí  me  robaron  los  cantonales... 

—  ¡Oh,  yo  te  adoro!  ¡Yo  te  idolatro! 
— ¡Calla!  ¡Que  te  oyen!... 

— Y  á  mí  me  han  robado  los  carlistas... 

— El  cólera  fué  una  de  las  siete  plagas  de 
Egipto... 

— ¡Eso...  lo  veremos!  Si  tu  padre  se  opone, 
te  depositaré  judicialmente. 

tomo  111  22 


33§  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— ¡Pobre  muchacho!  ¡Haberle  tocado  la 
quinta!  ¡Un  pintor  tan  bueno! 

— Yo  lo  compré  á  48,  y  hoy  ha  quedado  á  1 1 . 
— Pues  yo  lo  he  comprado  hoy  á  1 1 ,  Vere- 
mos lo  que  el  tiempo  da  de  sí. 

—  ¡Hemos  roto  las  sillas,  los  espejos,  todo! 
En  fin,  nos  hemos  divertido  mucho. 

— Mañana  predicará  en  el  Carmen.  ¡Ya  ve- 
rá V.!  Es  un  verdadero  apóstol. 

— ¡Pobre  Enrique  mío!  ¿Quién  habia  de  de- 
cirme que  se  moriría  antes  que  yo? — Crea  V. 
que,  si  he  vuelto  á  casarme,  ha  sido  sola- 
mente... 

— Eso  va  en  gustos.  Yo  prefiero  el  melón 
valenciano  á  la  pina  de  América.  La  pina  tie- 
ne demasiada  fibra  leñosa. 

— ¡Pura  superstición!  |¡E1  espiritismo  es  la 
ciencia  de  las  ciencias  y  la  religión  de  las  re- 
nes! 

— Tero,  bombee.»)  ¿Dice  v.  que  n  ha  vuel- 
to loco?   ¡Parece  imposible!    El    fué   siempre 

de. 


LO    QUE    SE    OYE,    ETC.  339 

— ¡Ahí  verá  V.! 

— Señores...  ¡al  tiempo! 

— ¡Pues  yo  le  repito  á  V.  que  el  príncipe 
Alfonso  es  la  fórmula  del  porvenir! 

— Y  ¿qué  tal  lo  pasan  Vds.  en  la  Granja? 

— ¡Oh!  ¡allí  se  vive  admirablemente!  ¡Con 
tal  que  los  carlistas  no  vayan  á  darnos  un 
susto! 

— ¡El  Cencerro!  ¡El  Cencerro! 

— Vuelvo  á  aconsejarle  á  V.  que  se  suscri- 
ba. Es  un  periódico  de  primer  orden. 

— ¿Y  cómo  dice  V.  que  se  titula? 

— La  Ilustración  Española  y  Americana. 

— ¡Ah!  sí.  He  oído  hablar  de  ella  en  casa 
del  tío. 

— ¿Vamonos? 

— Vamonos,  que  principia  á  sentirse  mucha 
humedad. 

— Hasta  mañana. 

— Adiós... 

— Hasta  mañana,  Antonio... 
— Pepita,  hasta  mañana. 


34-0  NARRACIONES    INVEROSÍMILES 

— ¡Niñas!  ¡niñas!  ¡Más  despacio! 

— Buenas  noches... 

— ¡Abur! 

— ¡La  Correspondcnciaaaa! 


k 


ÍNDICE. 


Páginas. 

Á  Dióscoro  Puebla 5 

El  Amigo  de  la  muerte 7 

La  Mujer  alta 1*1 

Los  siis  velos 153 

Moros  y  cristianos 303 

El  año  en  Spitzberg 259 

Soy,  tengo  y  quiero 289 

Los  ojos  negros 503 

Lo  que  se  oye  desde  una  silla  del  Prado 327 


COLECCIÓN 

DE 

ESCRITORES    CASTELLANOS. 


OBRAS    PUBLICADAS. 

Romancero  espiritual  del  Maestro  Valdiviel- 
so. — Un  tomo,  con  el  retrato  del  Autor,  y  un 
prólogo  del  Rdo.  P.  Miguel  Mir,  4  pesetas. 
Ejemplares  de  tiradas  especiales,  á  6,  10,  25, 
30  y  250  pesetas. 

Teatro  de  D.  Adelardo  López  de  Ayala. — 
Tomo  I. — Un  tomo,  con  el  retrato  del  Autor, 
5  pesetas.  Ejemplares  de  tiradas  especiales, 
á  6,  7  'A,  10,  30  y  250  pesetas. 

Novelas  cortas  deD.  Pedro  A.  de  Alarcon. — 
Primera  serie:  Cuentos  amatorios. — Segunda 
serie:  Historietas  nacionales. — Tercera  serie: 
Narraciones  inverosímiles. — Tres  tomos,  á  4 
pesetas  cada  uno. 

El  Escándalo,  novela  por  el  mismo. — Un  to- 
mo, 4  pesetas. 

Poesías  de  D.  Andrés  Bello,  con  un  prólogo 
de  D.  Miguel  A.  Caro,  Director  de  la  Acade- 
mia Colombiana,  y  el  retrato  del  Autor. — Un 
tomo,  4  pesetas.  Tiradas  especiales,  de  6  á  30 
pesetas. 

La  Pródiga,  novela  de  D.  Pedro  A.  de 
Alarcon. — Un  tomo,  4  pesetas. 

OBRAS    EN    PRENSA. 

Teatro  de  D.  A.  L.  de  Ayala. — Tomo  II. 
Obras  de  D.  Alejandro  Pidal  y  Mon. 
Cosas  que  fueron  ,  cuadros  de  costumbres, 
por  D.  Pedro  A.  de  Alarcon. 


OBRAS    EN    PREPARACIÓN. 

Teatro  de  D.  A.  L.  de  Ayala.— Tomo  III. 

Obras  de  D.  Juan  Eugenio  Hartzenbusch. 

Historia  de  Carlos  V,  por  Pedro  Mexía  (iné- 
dita). 

Historia  de  las  ideas  estéticas  de  España,  por 
D.  M.  Menendez  Pelayo. 

Viajes  por  España,  porD.  P.  A.  de  Alarcon. 

Juicios  literarios  y  artísticos,  por  el  mismo. 

La  Alpujarra,  por  el  mismo. 

Novelas  escogidas  de  Salas  Barbadillo. 

Obras  escogidas  de  P.  Maitín  de  Roa. 

(Los  pedidos  de  ejemplares  ó  suscriciones 
de  la  Colección  de  Escritores  Castellanos,  se  harán 
á  la  Librería  de  Murillo,  calle  de  Alcalá,  7.) 


OBRAS    DE   D.    SEVERO    CATALINA. 

La  mujer. — Un  tomo,  4  pesetas. 

Roma. — Tres  tomos,  12  pesetas. 

La  Verdad  del  Progreso. — Un  tomo,  4  pe- 
setas. 

Viaje  de  SS.  MM.  </'  Portugal.— La  Rosa  de 
Oto. — Discurso   Académico.—  un   tomo,   4  pe- 


Poesías,  Cantara  y  Lsytndast  por  I  >.  Mariano 
Una,  de  Lf  R<  a]  Academia  I  ¡1  palióla,— 
l  i!  tomo,  5  pesetas. 


OBRAS  SUELTAS 

DE 

D.  PEDRO  A.  DE  ALARCON, 

DE  QUE  HAY  EJEMPLARES  Á  LA  VENTA 
EN    LAS    PRINCIPALES   LIBRERÍAS    DE   ESPAÑA  . 


Diario  de  un  testigo  de  la  guerra  de  África .  — 
Historia  de  todos  los  combates  de  aquella 
campaña,  en  que  el  Autor  fué  soldado  volun- 
tario: relación  de  los  Jefes  y  Oficiales  muertos 
en  ella:  descripción  de  Tetuan  y  de  las  costum- 
bres de  Moros  y  Judíos. — Tres  tomos,  á  3  pe- 
setas cada  uno. 

De  Madrid  á  Ñapóles. — Relación  del  viaje 
del  Autor  por  Italia.  Descripción  de  ciudades, 
monumentos,  museos,  etc. — Segunda  edición, 
con  24  magníficas  láminas. — Un  tomo  en  4.0 
mayor,  de  580  páginas,  7  pesetas. 

Poesías. — Colección  completa,  con  un  pró- 
logo de  D.  Juan  Valera. — Un  tomo,  5  pesetas. 

El  Sombrero  de  tres  picos,  novela. — Un  tomo, 
2  pesetas  50  céntimos. 

El  Escándalo,  novela. — Un  tomo,  4  pesetas. 

El  Niño  de  la  Bola,  novela. — Un  tomo,  4 
pesetas. 

El  Jiña l  de  Norma,  novela.— Un  tomo,  3  pe- 
setas. 

El  Capitán  Veneno,  novela. — Un  tomo,  3  pe- 
setas. 

La  Pródiga,  novela.— Un  tomo,  4  pesetas. 

Novelas  cortas. — Primera  serie:  Cuentos 
amatorios. — Sinfonía:  Conjugación  del  verbo 
«amar». — La  comendadora. — El  coro  de  Ánge- 


les. — Novela  natural. — La  última  calaverada. — 
El  clavo. — La  belleza  ideal. — El  abrazo  de  Ver- 
gara. — Sin  un  cuarto. — ¿Por  qué  era  rubia? — 
Tic...  Tac... — Un  tomo,  con  el  retrato  y  la  bio- 
grafía del  Autor,  4  pesetas. 

Novelas  cortas. — Segunda  serie:  Historie- 
tas nacionales. — El  carbonero  -alcalde . —  El 
afrancesado. — El  extranjero. — ¡Viva  el  Papa! — 
de  la  Guarda. — La  buenaventura. — 
¡Buena  pesca! — La  cormta  de  llaves. — El  asistente. 
— Dos  retratos. — Las  dos  glorias. — El  Rey  se  di- 
vierte.— Fin  de  una  novela. — El  libro  talonario. — 
Una  conversación  en  la  Alhambra,  etc.,  etc. — Un 
tomo,  4  pesetas. 

Novelas   cortas. — Tercera   serie:  Narracio- 
nes INVEROSÍMILES. — El  amigo  de  la   muerte. — 
La  mujer  alta. — Los  seis  velos. — Soy,   tr 
quiero. — Moros  y  cristianos. — Los  ojos  negros. — 
El  año  en  Spitzberg,  etc. — Un  tomo,  4  pesetas. 

La  Alpujarra  (sesenta  leguas  á  caballo,  pre- 
cedidas de  seis  on  diligencia).— Un  tomo  en 
.(.",  de  lujo,  9  pesetas. 

Discursos  sobre  la  Moral  en  el  Arte,  leídos  pol- 
los Sus.  Alarcon  y  Nocedal  al  ser  recibido  pú- 
blicamente <•]  primero  en  la  Real  Academia 
i  ñola. — 2  ; 


N    l'REPARACl' 
Cosas  que  fueron.  —  Nueva   edición.- 

paña.— Un  tomo. 
Jui  ¡os y  artísticos, — Un  tomo. 


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