•~~ .*^3íL' *m¡ +
'
f
OBRAS
DE
D. PEDRO ANTONIO DE ALARCON
de la Real Academia EspaSola.
NOVELAS CORTAS.
TERCERA SERIE.
Es propiedad del autor. — Quedan hechos los de-
pósitos que marca la Ley.
NOVELAS CORTAS
DE
D. PEDRO ANTONIO DE ALARCON.
TERCERA SERIE.
NARRACIONES
INVEROSÍMILES
El amigo de la muerte.— La mujer alta.
Los seis velos.— Moros y cristianos. — El aSo en Spitzberg.
Soy, tengo y quiero. — Los ojos negros. — Lo QUS
ss oye desde una silla del Prado.
MADRID.
IMPRENTA Y FUNDICIÓN DE M. TELLO.
impresor de cámara de s. m.
Isabel la Católica, 23.
t^
A DIÓSCORO PUEBLA.
tí, mi querido artista; a! nuble pintor
de El Descubrimiento de América;
á mi bondadoso cicerone en Roma; á
mi paciente compañero de viaje en Ñapóles y Pom-
Peya; al más asiduo y taciturno tertuliano de mi
casa; á tí, digo, van dedicadas, al volver á salir á
luz, estas Narraciones inverosímiles, fantásti-
cas unas, románticas otras, y humorísticas las de-
más; escritas casi todas en mi niñez ó en mi prime-
ra juventud; pertenecientes varias de ellas á una
moda ó gusto literario hoy abolido, pero que enton-
ces hacía relamerse á los admiradores de Alfonso
Karr, y sólo una (El Amigo de la Muerte) dig-
na de que más experimentado y sabio escritor hubie-
se desenvuelto el profundo y generoso pensamiento
que, al decir de respetables críticos, le sirve de tema,
6 NARRACIONES INVEROSÍMILES
y que yo tío sé por qué rara casualidad buscó alber-
gue en mi pobre cerebro...
De un modo 6 de otro, acepta la dedicatoria de
estas- obrillas, que en su mayor parte timen casi tan-
ta fecha como nuestra amistad, y sírvante para re-
cordar alguna vez, si me sobrevives, el verdadero ca-
riño que te profesa tu cantarada
Pedro.
MuJriJ, 1882.
EL AMIGO DE LA MUERTE.
EL AMIGO DE LA MUERTE.
CUENTO FANTÁSTICO.
I.
MÉRITOS Y SERVICIOS.
ste era un pobre muchacho, alto,
flaco, amarillo, con buenos ojos ne-
gros, la frente despejada y las ma-
nos más hermosas del mundo; muy
mal vestido, de altanero porte y humor in-
aguantable...— Tenía diez y nueve años, y
llamábase Gil Gil.
Gil Gil era hijo, nieto, biznieto, chozno, y
Dios sabe qué más, de los mejores zapateros
de viejo de la Corte, y, al venir al mundo, le
costó la vida á su madre Crispina López, cu-
yos padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos
honraron también la misma profesión.
Juan Gil, padre del artesano melancólico,
principió á amarlo, no desde que supo que lia-
10 NARRACIONES INVEROSÍMILES
maba con los talones á las puertas de la vida,
sino desde el instante en que compareció en
el mundo, por más que de esta comparecen-
cia proviniese la viudez del maestro de obra
prima; circunstancia que induce á sospe-
char que Juan Gil y Crispina López fue-
ron un modelo de matrimonios cortos, pero
malos.
Tan corto fué el suyo, que no pudo serlo
más, si tenemos en cuenta que dejó fruto de
bendición..., hasta cierto punto. — Queremos
significar con esto que Gil Gil era sietemesi-
no, ó por mejor decir, que nació á los siete
meses del casamiento de sus padres; lo cual
no es ya la misma cosa...; y eso que nosotros,
al nombrar á sus padres, aludimos siempre á
Juan Gil tanto como á su mujer.
Sea de todo lo que fuere, y juzgando sólo
por las apariencias, Crispina López merecía
ser más llorada de lo que la lloró su marido;
pues al pasar á la suya desde la zapata lia pa-
1 11 dote, amén dé una hermosu-
ra casi excesiva y de mocha ropa decanía y
de vestir, un riquísimo parroquiano, — ¡nada
menos que un conde, y Cunde de Rionuevol
— quien tuvo, durante algunoa mt tnoa
. el < atrafio capí icho de i
menú licadoa pies en la tosca obra del
buen Ju;i! ntante el mi Q0 de
RL AMIGO DE LA MUERTE II
los santos mártires Crispín y Crispiniano, que
de Dios gozan...
Pero nada de esto tiene que ver ahora con
mi cuento, llamado El amigo de la Muerte.
Lo que sí nos importa saber es que Gil Gil
se quedó sin padre, ó sea, sin el honrado za-
patero, á la edad de catorce años, y que el
Conde de Rionuevo, compadecido de su or-
fandad, ó prendado de su peregrino talento,
que lo cierto no pudo averiguarse, se lo llevó
en calidad de paje á su casa, no sin gran re-
pugnancia de su esposa la Condesa, que ya
tenía noticias del niño parido por Crispina
López.
Nuestro héroe había recibido alguna edu-
cación,— leer, escribir, contar y doctrina cris-
tiana;— de manera que pudo emprenderla des-
de luego con el latín, bajo la dirección de un
fraile Jerónimo que entraba mucho en casa del
Conde de Rionuevo.
Fueron estos años los más dichosos de la
vida de Gil Gil; dichosos, no porque carecie-
se el pobre de disgustos; que se los daba y muy
grandes la señora Condesa, recordándole á to-
das horas la lezna y el tirapié; sino porque
acompañaba de noche á su protector á casa del
Duque de Monteclaro, y el Duque de Monte-
claro tenía una hija, la hermosísima Elena,
presunta, universal y única heredera de todos
12 NARRACIONES INVEROSÍMILES
sus bienes y rentas habidos y por haber...
Rayaba Elena en los doce Febreros cuando
la conoció Gil Gil; y, como en aquella casa pa-
saba el joven paje por hijo de una muy noble
familia arruinada, — piadoso embuste del Con-
de de Rionuevo, — la aristocrática niña no se
desdeñó de jugar con él á las cosas que juegan
los muchachos, llegando hasta darle, por su-
puesto en broma, el dictado de novio, y aun á
cobrarle algún cariño, cuando los doce años de
ella se convirtieron en catorce y los catorce de
él en diez y seis.
Así trascurrieron tres años más.
El hijo del zapatero vivió todo este tiempo
en una atmósfera de lujo y de placeres; entró
en la corte; trató con la Grandeza; adquirió
sus modales; tartamudeó el francés (entonces
muy en boga), y aprendió, en fin, equitación,
baile, esgrima, algo de ajedrea y un poco de
nigromancia.
I 'en. he aquí iiue la Mutrte vino porten
idada que las anterio-
i echar poi tía ci el porvenir de nu
le de Rionuevo falleció abin -
tto, y l.i Condesa viuda, que odiaba cor-
di. límente al i a difunto, le partí-
, i on Utgi imas i n Loa "i"s v veneno en la
[ue abandonase aquella casa sin p6i -
dida de tiempo, pues su preten< is le mordaba
EL AMIGO DE LA MUERTE 1 3
la de su marido, y esto no podía menos de en-
tristecerla.
Gil Gil creyó que despertaba de un hermo-
so sueño, ó que era presa de cruel pesadilla.
— Ello es que cogió debajo del brazo los ves-
tidos que quisieron dejarle, y abandonó, llo-
rando á lágrima viva, aquel que ya no era
hospitalario techo.
Pobre, y sin familia ni hogar á que acoger-
se, acordóse el desgraciado de que en cierta
calleja del barrio de las Vistillas poseía un hu-
milde portal y algunas herramientas de zapa-
tero encerradas en un arca; todo lo cual co-
rría á cargo de la vieja más vieja de la vecin-
dad, en cuya casa había encontrado el pobre
caricias y hasta confitura en vida del virtuo-
so Juan Gil...
Fué allá: la vieja duraba todavía; las herra-
mientas se hallaban en buen estado, y el al-
quiler del portal le había producido en aque-
llos años unos siete doblones, que la buena mu-
jer le entregó, no sin regarlos antes con lágri-
mas de alegría.
Gil decidió vivir con la vieja; dedicarse á la
obra prima, y olvidar completamente la equi-
tación, las armas, el baile y el ajedrez... ¡Pero
de ningún modo á Elena de Monteclaro!
Esto último le hubiera sido imposible. —
Comprendió, sin embargo, que había mueito
14 NARRACIONES INVEROSÍMILES
para ella, ó que ella había muerto para él; y,
antes de colocar la fúnebre losa de la desespe-
ración sobre aquel amor inextinguible, quiso
dar un adiós supremo á la que era hacía mu-
cho tiempo alma de su alma.
Vistióse, pues, una noche con su mejor ro-
pa de caballero, y tomó el camino de la casa
del Duque.
A la puerta había un coche de camino con
las muías ya enganchadas.
Elena subía á él, seguida de su padre.
— ¡Gil! — exclamó al ver al joven.
— ¡Vamos!— gritó el -Duque al cochero, sin
oir la voz de su hija.
Las muías partieron á escape.
El infeliz tendió los brazos hacia su adora-
da, sin tener tiempo ni aun para decirle
¡adiós!
— ¡A ver!— (gruñó el portero); ¡hay que
.ir!
Gil volvió de su atolondramiento*
— ¡Se van!— dijo.
— J i. ni. i i!— respondió el por-
tero tecamente, dándole con la puerta en los
hocicos.
El ■ volvió á su casa más deseap
do, que nú nudóse, y guaní
pud
feitó un ligero bozo que ya le apuntaba, v
EL AMIGO DE LA MUERTE 1 5
al día siguiente tomó posesión de la desven-
cijada silla que Juan Gil ocupó cuarenta años
entre hormas, cuchillas, leznas y cerote.
Así lo encontramos al empezar este cuento,
que, como ya queda dicho, se titula El amigo
DE LA MUERTE.
IT.
MÁS SERVICIOS Y MÉRITOS.
Acababa el mes de Junio de 1724.
Gil Gil llevaba dos años de zapatero; mas
no por esto creáis que se había resignado con
su suerte.
Tenía que trabajar día y noche para ganar-
se el preciso sustento, lamentando sobre todo
el deterioro consiguiente de sus hermosas ma-
nos; leía cuando le faltaba parroquia, y ni por
los padres de Gracia alargaba sus paseos más
allá de la esquina de su escondida calle.
Allí vivía solo, taciturno, hipocondriaco,
sin otra distracción que oir de labios de la
vieja alguna que otra descripción de la her-
mosura de Crispina López ó de cómo apren-
dió á hablar y á andar el mismo que la escu-
chaba...
Ahora: los domingos, la cosa mudaba de
aspecto.— Gil Gil se ponía sus antiguos vesti-
1 6 NARRACIONES INVEROSÍMILES
dos de paje, cuidadosamente conservados en
el resto de la semana, y se iba alas gradas de
la iglesia de San Millán, la más próxima al
palacio de Monteclaro, y donde su inolvida-
ble Elena oía misa antes de marcharse de Ma-
drid.
Allí la esperó un año y otro, sin verla pa-
recer.
En cambio, encontraba estudiantes y pajes
que trató cuando niño, y que le ponían ahora
al corriente de cuanto sucedía en las altas es-
feras de que él había sido arrojado...
Por ellos supo que su adorada seguía en
Francia... — Mas, ni ruin así, llegó el caso de
que nadie sospechara en aquellos barrios que
nuestro joven fuese en otros un pobre remen-
dón; sino que todos lo creían poseedor de afr.
gún legado del Conde de RionuCYO, quien
manifestó en vida demasiada predilección al
6 para que se pudiera ereei que no
había pensadoen asegurar tu porvenir.
por la época que hemos ri-
zar este capítulo, hallando;
' n dft de fiesta á la pin lia .1(1 susodieho
templo, vio llegar doe damas Lujosamenti
y con gran séquito, las cuales pasaron lo
bastante cerca de 61 pan que iceon
le ellas á su fatal la Conde)
vo.
EL AMIGO DE LA MUERTE 1 7
Iba nuestro joven á esconderse entre la mul-
titud, cuando la otra dama se levantó el velo,
y... ¡oh ventura!... Gil Gil vio que era su ado-
rada Elena, la dulce causa de sus acerbos pe-
sares.
El pobre mozo dio un grito de frenética
alegría, y se adelantó hacia la beldad.
Elena lo reconoció al momento, y exclamó
como dos años antes:
—¡Gil!
La Condesa de Rionuevo apretó el brazo á
la heredera de Monteclaro, y murmuró vol-
viéndose á Gil Gil:
— Te he dicho que estoy contenta con mi
zapatero... ¡Yo no calzo de viejo!... Déjame
en paz.
Gil Gil palideció como un difunto, y cayó
contra las losas del atrio.
Elena y la Condesa penetraron en el templo.
Dos ó tres estudiantes que presenciaron la
escena se rieron á todo trapo, aunque no la
entendieron completamente.
Gil Gil fué conducido á su casa.
Allí le esperaba otro golpe.
La vieja que constituía toda su familia ha-
bía muerto de lo que se llama muerte senil.
Él cayó en cama con una fiebre cerebral
muy intensa, y estuvo, como quien dice, á las
puertas de la muerte.
TOMO ni 2
1 8 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Cuando volvió en sí, se encontró con que
un vecino de aquella calle, más pobre aunque
él, lo había cuidado durante su larga enferme -
dad, no sin verse obligado, para costear médi-
co y botica, á vender los muebles, las herra-
mientas, el portal, los libros y hasta el traje de
caballero de nuestro joven.
Al cabo de dos meses, Gil Gil, cubierto de
harapos, hambriento, debilitado por la enfer-
medad, sin un maravedí, sin familia, sin ami-
gos, sin aquella vieja á quien amaba 3'a como
á una madre, y, lo que era peor que todo, sin
el dulce sueño de toda su juventud, que era
Elena, abandonó el portal (asilo de sus as-
cendientes, y ya propiedad de otro zapatero),
y tomó á la ventura por la primera calle que
encontró, sin saber á dónde iba, ni qué hacer,
i quién dirigirse, ni cómo trabajar.
Llovía. Era una de esas tristísimas tardes
en que parece que hasta los relojes tocan á
muerto; en que el cielo está cubierto de nubes
y la tierra de lodo; en que el aire, húmedo y
macilento, ahoga Loa auepiroa dentro del cora-
zón del hombre; en que todos los pobres;
tea hambre, todos los huérfanot frío, y todos
los desdichado! envidia á los que ya murieron.
ió, y Gil Gil, que tente calentura,
acurrucóse en el hueco da una puerta, y M i"i
EL AMIGO DE LA MUERTE 10.
La idea de la muerte ofrecióse á su imagina-
ción, no entre las sombras del miedo y las
convulsiones de la agonía, sino afable, bella
y luminosa, como la describe Espronceda.
El desgraciado cruzó los brazos contra su
corazón, como para retener aquella dulce ima-
gen que tanto descanso, tanta gloria y tanta
dicha le ofrecía; y, al hacer este movimiento,
sintió que sus manos se posaban sobre una co-
sa dura que tenía en el bolsillo.
La reacción fué súbita; la idea de la vida, ó
de la conservación, que corría atribulada por
el cerebro de Gil Gil, huyendo de la otra idea
que hemos enunciado, asióse con toda su
fuerza á aquel inesperado accidente que se le
presentaba en el borde mismo del sepulcro.
La esperanza murmuró en su oido mil se-
ductoras promesas que le indujeron á sospe-
char si aquella cosa dura que había tocado se-
ría dinero, ó una enorme piedra preciosa, ó un
talismán...; algo, en fin, que encerrase la vi-
da, la fortuna, la dicha y la gloria (que para
él se reducían al amor de Elena de Montecla-
ro); y, diciendo á la Muerte: Aguarda..,, se lle-
vó la mano al bolsillo.
Pero ¡ay! la cosa dura "era el barrilillo de
ácido sulfúrico, ó, por decirlo más claramente,
de aceite vitriolo que le servía para hacer be-
tún, y que, último resto de sus útiles de zapa-
20 NARRACIONES INVEROSÍMILES
tero, se hallaba en su faltriquera por una ca-
sualidad inexplicable.
De consiguiente, allí donde el desgraciado
creyó ver una áncora de salvación, encontra-
ron sus manos un veneno y de los más activos.
— ¡Muramos, pues! se dijo entonces.
Y se llevó el bote á los labios
Y una mano fría como el granizo se posó
sobre sus hombros, y una voz dulce, tierna,
paternal, divina, murmuró sobre su cabeza
estas palabras:
— ¡Hola, amigo!
III.
DE COMO GIL GIL APRENDIÓ MEDICINA EN UNA
HORA.
Ninguna frase pudiera haber sorprendido
a (iil C.il como la que acababa de es-
cuchar:
— ¿Ifoltl, «»;:
qo tenia amigos.
:o mucho mas i-- Borpn adió la hoi ;
impresión de frió que le comunicó la mano tic
aquella sombra, y aun el tono .1
taba, como el viento del polo, ha
ila de los huesos.
EL AMIGO DE LA MUERTE 21
Hemos dicho que la noche estaba muy os-
cura...
El pobre huérfano no podía, por consiguien-
te, distinguir las facciones del recien llegado,
aunque sí su traje negro de caballero.
Lleno de dudas, de misteriosos temores y
hasta de una curiosidad vivísima, levantóse
del tranco de la puerta en que seguía acurru-
cado, y murmuró con voz desfallecida, entre-
cortada por el castañeteo de sus dientes:
— ¿Qué me queréis?
— ¡Eso te pregunto yo! — respondió el des-
conocido, enlazando su brazo al de Gil Gil
con familiaridad afectuosa.
— ¿Quién sois? — replicó el pobre muchacho,
que se sentía morir al contacto de aquel hom-
bre.
— Soy la persona que buscas.
— ¡Quién!... ¿yo?... ¡Yo no busco anadie!
— replicó Gil, queriendo desasirse.
— Pues, ¿por qué me has llamado? — repuso
el otro, estrechando su brazo con más fuerza.
— ¡Ah!... Dejadme...
— Tranquilízate, Gil; que no pienso hacer-
te daño alguno... (añadió el ser misterioso). —
¡Ven! Tú tiemblas de hambre y frío... Allí veo
una hostería abierta, en la que cabalmente
tengo que hacer esta noche... Entremos, y to-
marás algo.
22 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— Bien...: pero ¿quién sois? — preguntó de
nuevo Gil Gil, cuya curiosidad empezaba á
sobreponerse á los demás sentimientos.
— Ya te lo dije al llegar: soy tu amigo... ¡Y
cuenta que tú eres el único á quien doy este
nombre sobre la tierra! — ¡Úneme á tí el re-
mordimiento! i.. Yo he sido la causa de todos
tus infortunios.
— No os conozco... — replicó el zapatero.
— ¡Sin embargo, he entrado en tu casa mu-
chas veces! Por mí quedaste sin madre al tiem-
po de nacer: yo fui causa de la apoplegía que
mató á Juan Gil; yo te arrojé del palacio de
Rionuevo; yo asesiné un domingo á tu vieja
compañera de casa; yo, en fin, te puse en el
bolsillo ese bote de ácido sulfúrico...
Gil Gil tembló como un azogado: sintió que
la raiz del cabello se le clavaba en el cráneo,
i» que sus músculos crispados se rom-
pían.
— ¡Krcs el demonio! — exclamó con indeci-
ble miedo.
— ¡Niño! (contestó el caballero en son de
amable censura). ¿De dónde sacas eso? — ¡Yo
. y mejor que el triste Ser que
nombras!
—¿Quién eres, pues?
— Entremos en la hoateifa y 1») sabrás.
Gil entró apresurad. iinentc; puso al deseo-
EL AMIGO DE LA MUERTE 23
nocido delante del humilde farol que alum-
braba el aposento, y lo miró con avidez...
Era el caballero un hombre como de trein-
ta y tres años, alto, hermoso, pálido, vestido
todo de negro con escrupulosa elegancia. Sus
cabellos, sus ojos y su luenga barba eran ne-
gros como el humo de pez, y toda su persona
ofrecía un aire singular de tristeza, majestad y
dulzura.
Sus ojos no tenían resplandor alguno. Re-
cordaban la negrura de las tinieblas. Eran,
sí, unos ojos de sombra, unos ojos de luto,
unos ojos muertos... Pero tan apacibles, tan
inofensivos, tan mudos, que, una vez mirados
con atención, no se podía apartar la vista de
ellos. Atraían como el mar; fascinaban como
un abismo sin fondo; consolaban como el ol-
vido.
Así es que Gil Gil, á poco que fijó los su-
yos en aquellos ojos inanimados, sintió que
un velo negro lo envolvía, que el orbe torna-
ba al caos, que el ruido del mundo era como
el de una tempestad que se lleva el aire...
Entonces aquel ser misterioso dijo estas
tremendas palabras:
— Yo soy la Muerte, amigo mío... Yo soy la
Muerte, y Dios esquíen me envía... ¡Dios,
que te tiene reservado un glorioso lugar en el
cielo! — Cinco veces he causado tu desventura;
24 NARRACIONES INVEROSÍMILES
y yo, la deidad implacable, te he tenido com-
pasión. Cuando Dios me ordenó esta noche
llevar ante su tribunal tu alma impía, le ro-
gué que me confiase tu existencia y me dejase
vivir á tu lado algún tiempo, ofreciéndole en-
tregarle al cabo tu espíritu, limpio de culpa y
digno de su gloria. — El cielo no ha sido sor-
do á mi súplica. — ¡Tú eres, pues, el primer
mortal á quien me he acercado sin que su
cuerpo se torne fría ceniza! ¡Tú eres mi único
amigo! — Oye ahora, y aprende el camino de
tu dicha y de tu salvación eterna.
Al llegar aquí la Muerte, Gil Gil murmuró
una palabra casi ininteligible.
— Te he comprendido... (replicó la Muerte.)
ablas de Elena de Monteclaro.
— ¡Sí! — respondió el joven.
— ¡Te juro que no la estrecharán otros bra-
zos que los tuyos ó los mios! ¡Y, además, te
repito que he de darte la felicidad de este mun-
do y la del otro! — I 'ara ello bastará con lo si-
:te:— Yo, amigo mío, no soy la Omnipo-
i... ¡Mi poder es muy limitado, muy
! Yo no tengo la facultad de crear. Mi
ia se reduce á destruir.— Sin embargo,
ni i no:, (1 irte una fuerza, un poder,
que la de los príncipes y
v I hacerte módico; pero
o que me conozca, que
EL AMIGO DE LA MUERTE 25
me vea, que me hable! — Adivina lo demás.
Gil Gil estaba absorto.
— ¿Será verdad? — exclamó, cual si luchara
con una pesadilla.
— Todo es verdad, y algo más que te iré di-
ciendo...— Por ahora sólo debo advertirte que
tú no eres hijo de Juan Gil. — Yo oigo la confe-
sión de todos los moribundos, y sé que eres
hijo natural del Conde de Rionuevo, tu difun-
to protector, y de Crispina López, que te con-
cibió dos meses antes de casarse con el infor-
tunado Juan Gil.
— ¡ Ah, calla! — exclamó el pobre niño, tapán-
dose el rostro con las manos.
Luego, herido de una súbita idea, se volvió
hacia el extraño personaje y exclamó con in-
descriptible horror :
— ¡Conque tú matarás á Elena algún día!
— Tranquilízate... (respondió la divinidad):
¡Elena no morirá nunca para tí! — Así, pues:
¡Responde!... ¿Quieres, ó no quieres ser mi
amigo?
Gil contestó con esta otra pregunta:
— ¿Me darás en cambio á Elena?
— Te he dicho que sí.
— ¡Pues esta es mi mano! — añadió el joven,
alargándosela á la Muerte.
Pero otra idea, más horrible que la ante-
rior, le asaltó en aquel momento.
2 6 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡Con estas manos que estrechan la mia
(dijo) mataste á mi pobre madre!...
— Sí; tu madre murió... (respondió la Muer-
te). Entiende, sin embargo, que yo no le causé
dolor alguno... ¡Yo no hago sufrir á nadie!
Quien os atormenta hasta el último instante
es mi rival la Vida; ¡esa vida que tanto amáis!
Gil se arrojó en brazos de la Muerte por to-
da contestación.
— Vamos, pues, — dijo el enlutado.
— ¿A dónde?
— A la Granja, á comenzar tus funciones de
médico.
— Pero, ¿á quién vamos á ver?
— Al ex-rey Felipe V.
— ¡Cómo! ¿Felipe V. va á morir?
— Todavía no: antes ha de volver á reinar,
y tú vas á regalarle la corona.
Gil inclinó la frente, abrumado bajo el pe-
so de tantas nuevas ideas.
La Muerte lo cogió del brazo y lo sacó de la
hostería.
No habían llegado á la puerta, cuando oye-
< spalda gritos y lamentaciones.
i.i dueño de la hostería acababa de morir.
EL AMIGO DE LA MUERTE 27
VI.
DIGRESIÓN, QUE NO HACE AL CASO.
Desde que Gil Gil salió de la hostería, em-
pezó á observar tal cambio en sí mismo y en la
naturaleza toda, que, á no ir asido á un bra-
zo tan robusto como el de la Muerte, induda-
blemente hubiera caido anonadado contra el
suelo.
Y era que nuestro héroe sentía lo que no ha
sentido ningún otro hombre: ¡el doble movi-
miento de la Tierra!
En cambio, no percibía el de su propio co-
razón.
Por lo demás, cualquiera que hubiese exa-
minado á la esplendorosa luz de la luna el
rostro del ex-zapatero, habría echado de ver
que la melancólica hermosura que siempre
lo hizo admirable había subido de punto de
una manera extraordinaria... Sus ojos, de un
negro aterciopelado, reflejaban ya aquella paz
misteriosa que reinaba en los de la perso-
nificación de la Muerte. Sus largos y sedosos
cabellos, oscuros como las alas del cuervo,
adornaban una fisonomía pálida como el ala-
bastro de las tumbas, radiosa y opaca á un
mismo tiempo, cual si dentro de aquel alabas-
28 NARRACIONES INVEROSÍMILES
tro ardiese una luz funeral que se filtrara te-
nuemente por sus poros. Su gesto, su actitud,
su ademán, todo en él se había trasfigurado,
adquiriendo cierto aire monumental, eterno,
extraño á toda relación con la naturaleza, y
que, indudablemente, donde quiera que Gil se
presentase, lo haría superior á las mujeres
más insensibles, á los poderosos más sober-
bios, á los guerreros más esforzados.
Andaban y andaban los dos amigos hacia la
Sierra, unas veces por el camino y otras fue-
ra de él.
Siempre que pasaban por algún pueblo ó
caserío, lentas campanadas, vibrando en el es-
pacio en son de agonía, anunciaban á nuestro
joven que la. Muerte no perdía su tiempo; que
su brazo alcanzaba á todas partes, y que, no
por sentirlo él sobre su corazón como una
montaña de hielo, dejaba de cubrir de luto
\ de ruinas todo el lia/, de la dilatada tierra.
mies y peregrinas coma iba contándole
ido.
i miga de la i listona, complacíase en ha-
blar peates acerca de bus pretendidas virtu-
j , en n alidad, presentábale loa hechos ta-
les como acontecieron y no como los guardan
t y cronicoi
Los abismos de lo pasado te entreabrían
!a absorta Imaginación de Gil Gil, ofre-
EL AMIGO DE LA MUERTE 2Q
ciéndole revelaciones importantísimas sobre
el destino de los imperios y de la humani lad
entera, explicándole el gran misterio del ori-
gen de la vida y el no menos temeroso y gran-
de del fin á que caminamos los mal llamados
mortales, y haciéndole comprender, por últi-
mo, ala luz de tan alta filosofía, las leyes que
presiden al desensolvimiento de la materia
cósmica y á sus múltiples manifestaciones en
esas formas efímeras y pasajeras que se lla-
man minerales, plantas, animales, astros,
constelaciones, nebulosas y mundos.
La fisiología, la geología, la química, la
botánica, todo se esclarecía á los ojos del ex-
zapatero, dándole á conocer los misteriosos re-
sortes de la vida, del movimiento, de la repro-
ducción, de la pasión, del sentimiento, de la
idea, de la conciencia, déla reflexión, de la
memoria y de la voluntad.
¡Dios, sólo Dios, permanecía velado en el
fondo de aquellos mares de luz!
¡Dios, sólo Dios, era ajeno á la vida y á la
muerte; extraño á la solidaridad universal; úni-
co y superior en esencia; sólo, como sustan-
cia; independiente, libre y todo-poderoso co-
mo acción!
La Muerte no alcanzaba á envolver al Cria-
dor en su infinita sombra.
¡Sólo él era! Su eternidad, su inmutabili-
30 NARRACIONES INVEROSÍMILES
dad, su impenetrabilidad, deslumhraron la
vista de Gil Gil; el cual, inclinó la cabeza, y
adoró, y creyó, quedando sumido en mayor ig-
norancia que antes de bajar á los abismos de
la Muerte...
V.
LO CIERTO POR LO DUDOSO.
Eran las diez de la mañana del 30 de Agos-
to de 1724 cuando Gil Gil, perfectamente
aleccionado por su disfrazada amiga, penetra-
ba en el palacio de San Ildefonso y pedía au-
diencia á Felipe V.
Recordemos al lector la situación de este
monarca en el día y hora que acabamos de ci-
tar.
l'.l primer Borbón de España, nieto de Luis
XIV de Francia, aceptó el trono español
ruando 110 podía soñar con sentarse en el tro-
ro fueron moliendo otros prínci-
pes, tíos y primos suyos, que le separaban del
•olio de su tierra nativa, y, entonces, á fin de
habilitarse para ocuparlo, si moría también su
sobrino Luís xv (que estaba muy enfermo y
1 ontaba catorro ai lad), abdicó la
ia de Castilla en su hijo Luís I, y se 1
ró á San Ildefonso.
EL AMIGO DE LA MUERTE 3 1
En tal situación, mejoró algo de salud Luís
XV, y Luís I cayó en cama gravísimamente
atacado de viruelas, hasta el extremo de te-
merse ya por su vida... Diez correos, escalona-
dos entre la Granja y Madrid, llevaban cada
hora á Felipe noticias del estado de su hijo, y
el padre ambicioso, excitado además por su
célebre segunda esposa Isabel Farnesio (mu-
cho más ambiciosa que él), no sabía qué par-
tido tomar en tan inesperado y grave conflicto.
¿Iba á vacar el trono de España antes que
el de Francia? ¿Debía manifestar su inten-
ción de reinar de nuevo, disponiéndose á re-
coger la herencia de su hijo?
Pero ¿y si no moría éste?
¿No sería insigne torpeza descubrir á toda
Europa el tenebroso fondo de su alma? ¿No
era esterilizar el sacrificio de haber vivido sie-
te meses en la soledad? — ¿No fuera renunciar
para siempre á la dulce esperanza de sostener-
se en el solio de San Luís?
¿Qué hacer, pues?
¡Esperar, equivalía á perder un tiempo pre-
cioso!— La Junta de Gobierno lo aborrecía y
le disputaba toda influencia en las cosas del
Estado...
Dar un solo paso, podía comprometer la
ambición de toda su vida y su nombre en la
posteridad...
32 NARRACIONES INVEROSÍMILES
¡Falso Carlos V, las tentaciones del mundo
lo asaltaban en el desierto, y pagaba harto ca-
ra en aquellas horas de incertidumbre la hipo-
cresía de su abdicación!
Tal era la circunstancia en que nuestro
amigo Gil Gil se anunciaba al meditabundo
Felipe, diciéndose portador de importantísi-
mas noticias.
— ¿Qué me quieres? — preguntó el rey sin
mirarlo, cuando lo sintió dentro de la cá-
mara.
— Señor, míreme V. M. (respondió Gil Gil
con desenfado). — No tema que lea sus pensa-
mientos; pues no son un misterio para mí.
Felipe V se volvió bruscamente hacia aquel
hombre, cuya voz, seca y fría como la w
que revelaba, había helado la sangre <
/.ón.
Pero su enojo se estrelló en la fúnebre son-
B dd Amigo de la Muerte.
Sintióse, pues, poseído da Supersticioso te-
il lijar sus ojos en los de Gil Gil; j
o una mano trémula á la campan I
raía que adornaba la mesa, r
uta:
— ¿Qué me «¡turres?
— S médico..« (respondió el jo-
con reposado acento), y tengo tal
la, que me atrevo á decir á V- M. qué
EL AMIGO DE LA MUERTE 33
día, á qué hora y en qué instante ha de morir
Luís I.
Felipe V miró con más atención á aquel ni-
ño cubierto de harapos, cuyo rostro tenía tan-
to de hermoso como de sobrenatural.
— Habla... — dijo por toda contestación.
— ¡No tan así, señor rey! (replicó Gil con
cierto sarcasmo). — ¡Antes hemos de convenir
en el precio!
El francés sacudió la cabeza al oir estas pa-
labras, como si despertase de un sueño: vio
aquella escena de otro modo, y casi se aver-
gonzó de haberla tolerado.
— ¡Hola! (dijo, tocando la campanilla). —
Prended á este hombre.
Un capitán apareció y puso su mano sobre
el hombro de Gil Gil.
Este permaneció impasible.
El rey, volviendo á su anterior supersti-
ción, miró de reojo al extraño médico... Le-
vantóse luego trabajosamente, pues la langui-
dez que sufría hacía algunos años se había
agravado aquellos días, y dijo al Capitán de
guardias:
— Déjanos solos.
Plantóse, por último, en frente de Gil Gil,
cual si quisiera perderle el miedo, y le pregun-
tó con fingida calma:
— ¿Quién diablos eres, cara de buho?
tomo ni 3
34 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡Soy el Amigo de la Muerte! — respondió
nuestro joven sin pestañear.
— Muy señora mía y de todos los pecado-
res... (dijo el rey con aire de broma, á fin de
disfrazar su pueril espanto). — ¿Y qué decías
de nuestro hijo?
— Digo, señor, (exclamó Gil Gil, dando un
paso hacia el rey, quien retrocedió á su pesar):
que vengo á traeros una corona..., no os diré si
la de España ó la de Francia, pues este es el se-
creto que habéis de pagarme. Digo que esta-
mos perdiendo un tiempo precioso, y que, por
consiguiente, necesito hablaros pronto y cla-
ro.— Oidme por consiguiente con atención. —
Luís I está agonizando... Su enfermedades,
sin embargo, de las que tienen cura... Y. M.
es el perro de la fábula...
Felipe: Y interrumpió á Gil Gil.
— [Dí!... ¡dí lo que gustes! Deseo oirlo to-
do...— ¡De todas maneras voy á tener que
ahoi<
II Amigo dé la Muirte se encogió de hom-
v continuó:
— Decía que V. M. es el perro de la fábula.
iis «ii la cabeza la corona (1. r.spafta: os
bajasteis para coger la «le Francia: si: os cayó
la Wiestrs sobre !■■ cuna de vuestro hijo;
Luís XV S8 i vos os quedasteis
sin la una y SU la día...
EL AMIGO DE LA MUERTE 35
— ¡Es verdad! — exclamó Felipe V, si no con
la voz, con la mirada.
— Hoy... (continuó Gil Gil, recogiendo la
mirada del rey): hoy, que estáis más cerca de
la corona de Francia que de la de España,
vais á exponeros al mismo azar... Luís XV y
Luís I, los dos reyes niños, están enfermos.
Podéis heredar á ambos; pero necesitáis saber
con algunas horas de anticipación cuál de los
dos va á morir antes. — Luís I está demás pe-
ligro; pero la corona de Francia es más her-
mosa.— De aquí vuestra perplejidad... — ¡Bien
se conoce que estáis escarmentado! — Ya no os
atrevéis á tender la mano al cetro de San Fer-
nando, temeroso de que vuestro hijo se salve,
la historia os escarnezca y vuestros partidarios
de Francia os abandonen... — Más claro: ¡ya
no os atrevéis á soltar la presa que tenéis en-
tre los dientes, temeroso de que la otra que
veis sea una nueva ilusión!
— ¡Habla... habla! (dijo Felipe con ansie-
dad, creyendo que Gil había terminado). ¡Ha-
bla! ¡De todos modos has de ir de aquí á una
mazmorra, donde sólo te oigan las p'aredes!...
¡Habla!... ¡quiero saber qué es lo que el mun-
do ha leído en mis pensamientos!
El ex-zapatero sonrió con desdén.
— ¡Cárcel! ¡Horca!... (exclamó): ¡He aquí
todo lo que los reyes sabéis! — Pero yo no me
36 NARRACIONES INVEROSÍMILES
asusto. — Escuchadme otro poco; que voy á
concluir. — Yo, señor, necesito ser Médico de
Cámara, obtener un título de Duque, y ganar
hoy mismo 30.000 pesos... — ¿Serie V. M.? —
¡Pues los necesito tanto como V. M. saber si
Luís I morirá de las viruelas!
— ¿Y qué? ¿lo sabes tú? — preguntó el rey en
voz baja, sin poder sobreponerse al terror que
le causaba aquel muchacho.
— Puedo saberlo esta noche.
— ¿Cómo?
— Ya os he dicho que soy Amigo de la Mua te.
— Y ¿qué es eso? — ¡Explícamelo!
— Eso... ¡yo mismo lo ignoro! Llevadme al
Palacio de Madrid... Hacedme ver al rey rei-
nante, y yo os diré la sentencia que el Eterno
haya escrito sobre su frente.
— ¿Y si te equivocas? — dijo el de Anjou,
acercándote mas i Gil Gil.
— ¡Me aliDicáis!...; pan lo cual me reten-
todo el tiempo que os plazca.
— [Conque cus bechicerol— exclamé Feli-
pe, p<>i justificar de algún modo la fé que da-
ba .1 lai palabra de Gil Gil.
— [Señor, ya DO hay hechizos! (respondió
1 i último bechi< uno" Luto x IV,
ultimo hechizado I [I.— La corona
i'.ou. que os mandamos i Paríi hace
tii meo años envuelta 1 n el ti itamento de
EL AMIGO DE LA MUERTE 37
un idiota, nos rescató de la cautividad del de-
monio, en que vivíamos desde la abdicación
de Carlos V. — Vos lo sabéis mejor que nadie.
— Médico de cámara..., duque..., y 30.000
pesos... — murmuró el rey.
— ¡Por una corona que vale más de lo que
pensáis!— respondió Gil Gil.
— ¡Tienes mi real palabra! — añadió con so-
lemnidad Felipe V, dominado por aquella voz,
por aquella fisonomía, por aquella actitud lle-
na de misterio.
— ¿Lo jura V. M.?
— ¡Lo prometo! (respondió el francés:) ¡Lo
prometo, si antes me pruebas que eres algo
más que un hombre!
— ¡Elena!..., serás mia! — balbuceó Gil.
El rey llamó al Capitán y le dio algunas ór-
denes.
— Ahora... (dijo:) mientras se dispone tu
marcha á Madrid, cuéntame tu historia y ex-
plícame tu ciencia.
— Voy á complaceros, señor; pero temo que
no comprendáis ni la una ni la otra.
Una hora después el Capitán corría la posta
hacia Madrid al lado de nuestro héroe; quien,
por lo pronto, ya había soltado sus harapos y
vestía un magnífico traje de terciopelo negro,
adornado con encajes vistosísimos.
38 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Felipe V le había regalado aquella vesti-
menta y mucho dinero, después que se hubo
enterado de su milagrosa amistad con la
Muerte,
Sigamos nosotros al buen Gil Gil por mu-
cho que corra; pues podría acontecer que se
encontrara en la cámara de la Reina con su
idolatrada Elena de Monteclaro, ó con la odio-
sa Condesa de Rionuevo, y no es cosa de que
ignoremos los pormenores de unas entrevistas
tan interesantes.
VI.
CONFERENCIA PRELIMINAR.
Serían las seis de la tarde cuando Gil Gil y
el Capitán se apeaban a las puntas de Palacio.
Un gentío inmenso inundaba aquellos luga-
res, sabedor del peligro en que se encontraba
l.t \ ida del joven rey.
Al poner nuestro anii-o < 1 pié en el umbral
(K 1 alcázar, dio de mano;. .1 boca con la Muo-
llífl COn 1 pilado.
— ¿Ya? — preguntó ( ril < íü lleno do susto.
— I 1 qoI — reí pondió el siniestro per-
tje,
El o piró con satisfa» ción:
— Pues ¿< u.u 1. ¡o.- — replicó al cabo de un mo-
to.
EL AMIGO DE LA MUERTE 39
— No puedo decírtelo.
— ¡Oh! habla... — ¡Si supieras lo que me ha
prometido Felipe V!
— Me lo figuro.
— Pues bien; necesito saber cuándo muere
Luís I.
— Lo sabrás á su debido tiempo. — Entra...
El Capitán ha penetrado ya en la regia estan-
cia. Trae instrucciones del rey padre... En
este momento te anuncian como el primer mé-
dico del mundo... La gente se agolpa á la es-
calera para verte llegar... ¡Vas á encontrarte
con Elena y con la Condesa de Rionuevo!...
— ¡Oh dicha! — exclamó Gil Gil.
— Las seis y cuarto... (continuó la Muerte,
tomándose el pulso, que era su único é infali-
ble reloj). — Te esperan... — Hasta luego.
— Pero dime...
— Es verdad... ¡Se me olvidaba! — Escucha:
Si cuando veas al rey Luís estoy en la cá-
mara, su enfermedad no tiene cura.
— ¿Y estarás? — ¿No dices que vas á otro
lado?
— No sé todavía si estaré... — Yo soy ubicua;
y, si recibo órdenes superiores, allí me verás,
como donde quiera que me halle...
— ¿Qué hacías ahora aquí?
— Vengo de matar un caballo.
Gil Gil retrocedió lleno de asombro.
4-0 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¿Cómo? (exclamó): — ¡También tienes que
ver con los irracionales!...
— ¿Qué es eso de irracionales? — ¿Acaso los
hombres tenéis verdadera Razón? — ¡La razón
es una sola, y esa no se ve desde la tierra!
— Pero dime, (replicó Gil): Los animales...,
los brutos..., los que aquí llamamos irraciona-
les, ¿tienen alma?
— Sí, y no. — Tienen un espíritu sin libertad
é irresponsable... — Pero ¡vete al diablo! ¡Qué
preguntón estás hoy! — Conque, adiós... — Me
encamino á cierta noble casa..., donde voy á
hacerte otro favor.
— ¡Un favor á mí! — ¡Dímelo claramente! —
¿De qué se trata?
— De frustrar cierta boda.
— ¡Ah!... (exclamó Gil Gil, concibiendo una
horrible sospecha): ¿Será acaso?...
— Nada más te puedo decir... (contestó la
Muerte). V6 adentro; que m hace tarde,
— ¡Me vuelves loco!
— [Déjate Llevar, y lo peaarái mejorl — Tie-
,i prometa de que ] ¡t i comple-
ate (lidioso.
— ¡Ah! [Conque ton I ¿No piensas
materno i ni ;i ni ni á i i ■
— ¿I ><siiu,i<i! — replicó la Muerte con una l:i
I v una soleninid.nl. con un.i l< muía y una
na, con tantoi j tan distinto ten la
EL AMIGO DE LA MUERTE 41
voz, que Gil renunció desde luego á la espe-
ranza de comprender aquella palabra.
— ¡Espera! (dijo por último, viendo que el
enlutado se alejaba). Repíteme aquello de las
horas, pues no quiero equivocarme... — Si es-
tas en la habitación de un enfermo, pero no
lo miras, significa que el paciente muere de
aquella enfermedad...
— ¡Cierto! Mas si estoy de cara á él, fenece
dentro del día... Si yazgo en su mismo lecho,
le quedan tres horas de existencia... Si lo en-
cuentras entre mis brazos, no respondas sino
de una hora... Y si me ves besarle la frente,
reza un credo por su alma.
— ¿Y no me hablarás una palabra siquiera?
— ¡Ni una! — Yo no puedo revelarte los mis-
terios del Eterno. — Tu ventaja sobre los de-
más hombres consiste solamente en que soy
visible para tí. — Conque adiós, ¡y no me ol-
vides!
Dijo, y se desvaneció en el espacio.
VIL
LA CÁMARA REAL.
Gil Gil penetró en la regia morada, ni
arrepentido ni contento de haber entablado re-
laciones con aquel personaje.
42 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Mas no bien pisó las escaleras del Palacio,
y recordó que iba á ver á su idolatrada Elena,
todas sus ideas lúgubres desaparecieron, como
huyen las aves nocturnas al despuntar el día.
Con lucido acompañamiento de servidores
del rey y de personajes de la nobleza, atrave-
só Gil Gil galenas y salones, dirigiéndose á la
Cámara real; y por cierto que todos admira-
ban la extraña hermosura y tierna juventud del
famoso médico que Felipe V enviaba desde la
Granja como última apelación del humano
poder para salvar la vida de Luís I.
Allí estaban las dos Cortes, la de Luís y la
de Felipe.
Eran éstas, por decirlo así, dos poderes ri-
vales que hacía una semana vivían en cons-
tante guerra: eran los antiguos palaciegos de
Ja casa de Borbón y los nuevos que el Regen-
Francia, Felipe deOrleans el Cmeroso,
había agrupado alrededor del trono de Espa-
ntar qne el ambicioso ex-duque de
Anj<>:. ,1 trono de su abuelo:
eran, en ftn, los cortesanos del dócil niño que
. moribundo, y loe de su bella espo
indomable hija del Ivegeute, la renombrada
duqu ier.
Los allegados á Isabel de Farnesio, madi
tradc Luís I, d< -sí-aban que éste muí i< <-, p.,!.i
que los hijos del s«';,u i ido matrimonio ■<■ en-
EL AMIGO DE LA MUERTE 43
contrasen más cerca de la corona de San Fer-
nando.
Los partidarios de la joven Orleans, de la
reina hija, deseaban que el enfermo se salva-
se, no por amor á los mal avenidos esposos,
sino en odio á Felipe V, á quien no querían
ver reinar nuevamente.
Los amigos del desgraciado Luís tembla-
ban á la idea de que muriese; porque, habién-
dole inducido á sacudir la tutela en que lo te-
nía el solitario de la Granja, sabían muy bien
que, al volver éste al trono, lo primero que
haría sería desterrarlos ó prenderlos.
El Palacio era, pues, un laberinto de encon-
trados deseos, de opuestas ambiciones, de in-
trigas y recelos, de temores y esperanzas.
Gil Gil penetró en la Cámara, buscando
con la vista á una sola persona, á su inolvida-
ble Elena.
Cerca del lecho del rey vio al padre de ésta,
al grande amigo del difunto Conde de Rio-
nuevo, al Duque de Monteclaro, en fin; el
cual hablaba con los Arzobispos de Santiago
y de Toledo, con el Marqués de Mirabal y
con D. Miguel de Guerra, los cuatro más en-
carnizados enemigos de Felipe V.
El Duque de Monteclaro no reconoció al
antiguo paje, compañero de infancia de su en-
cantadora hija.
44 NARRACIONES INVEROSÍMILES
En otro lado, y no sin cierta impresión de
miedo, el Amigo de la Muerte vio entre las
damas que rodeaban á la joven y hermosa
Luisa Isabel de Orleans, á su implacable y
eterna enemiga la Condesa de Rionuevo.
Gil Gil pasó casi rozando con su vestido
al ir á besar la mano á la Reina.
La Condesa no reconoció tampoco al hijo
natural de su marido.
En esto se levantó un tapiz detrás del gru-
po que formaban las damas, y apareció, entre
otras dos ó tres que Gil Gil no conocía, una
mujer alta, pálida, hermosísima...
Era Elena de Monteclaro.
Gil Gil la miró intensamente, y la joven se
extremeció al ver aquella fúnebre y bella fiso-
nomía, cual si contemplara el espectro de un
difunto adorado; cual si tuviese ante sus ojos,
no á Gil, sino su sombra envuelta en la mor-
taja; cual si viese, en fin, un sor del otro
inundo.
¡Gil en la corte! |Gil consolando á la Reina,
á aquella princesa altiva y burlona que todo
lo desdeñaba! ¡<iil. con aquel lujoso traje,
mirado}- iado de toda la nobleza!..!
— ¡Mi! ¡Sin duda es un sin Tid! — pensó la
encantadora Blena.
— Venid, docl"!... (dijo en < '.lo el Mar
<!-• Mirabal):— S. M. lia despertado.
EL AMIGO DE LA MUERTE 45
Gil hizo un penoso esfuerzo para sacudir el
éxtasis que embargaba todo su ser al verse
enfrente de su adorada, y se acercó á la cama
del virolento.
El segundo Borbón de España era un man-
cebo de diez y siete años, flaco, largo y ra-
quítico como planta que crece á la sombra.
Su rostro (que no había carecido de cierta
finura de expresión, á pesar de la irregulari-
dad de sus facciones) estaba ahora espantosa-
mente hinchado y cubierto de cenicientas pús-
tulas.— Parecía un informe boceto de escul-
tura modelado en barro.
Tendió el rey niño una angustiosa mirada á
aquel otro adolescente que se acercaba á su
lecho, y, al encontrarse con sus mudos y som-
bríos ojos, insondables como el misterio de la
eternidad, dio un ligero grito, y ocultó el sem-
blante bajo las sábanas.
Gil Gil, en tanto, miraba á los cuatro án-
gulos de la habitación buscando á la Muerte.
Pero la Muerte no estaba allí.
— ¿Vivirá? — le preguntaron en voz baja al-
gunos cortesanos que habían creido leer una
esperanza en el rostro de Gil Gil.
Iba á decir que sí, olvidando que su opinión
debía darla solamente á Felipe V, cuando sin-
tió que le tiraban de la ropa.
Volvióse, y vio cerca de sí á un caballero
46 NARRACIONES INVEROSÍMILES
vestido todo de negro, que se hallaba de es-
paldas al lecho del re)'. . .
Era la Muerte.
— Morirá de las viruelas... Pero no hoy, —
pensó Gil Gil.
— ¿Qué os parece? — le preguntó el Arzobis-
po de Toledo, sintiendo como todos aquel in-
vencible respeto que infundía el rostro sobre-
humano de nuestro joven.
— Dispensadme... (respondió el ex- zapate-
ro): Mi opinión queda reservada para el que
me envía...
— Pero vos... (añadió el marqués de Mira-
bal): vos, que sois tan joven, no podéis haber
aprendido tanta ciencia... — Indudablemente,
Dios ó el diablo os la ha in fundido... — Seréis
un Santo, que hace milagros, ó un mago, ami-
go de las brujas...
— Como gustéis... (respondió Gil Gil). De
un modo ó de otro, yo leo en el porvenir del
Principe que yace en ese lecho; secreto por el
cual dierail alguna cota; pues resuelve la du-
da d< el privado de Luis I ó
el pi¡ de Felipe V.
— ¡Y qué!— balbuceó el de Miial>al, pálido
de ira, pero 1 onriendo Leyemente.
En <"t<> ícpaio Gil Gil que la Muerte, no
ata con acecha i- al monarca, aprovecha-
ba su permanencia cnla caí ¡parasen-
EL AMIGO DE LA MUERTE 47
tarse al lado de una dama..., casi en su misma
silla..., y mirarla con fijeza...
La sentenciada era la Condesa de Rionuevo.
— ¡Tres horas! — pensó Gil Gil.
— Necesito hablaros... — seguía diciéndole
entre tanto el marqués de Mirabal, á quien se
le había ocurrido nada menos que comprar su
secreto al extraño médico.
Pero una mirada y una sonrisa de Gil, que
adivinó los pensamientos del Marqués, des-
concertaron á éste de tal modo, que retrocedió
un paso.
Aquella mirada y aquella sonrisa eran las
mismas que habían dominado por la mañana
á Felipe V.
Gil aprovechó aquel momento de turbación
de Mirabal para dar un gran paso en su carre-
ra y fijar su reputación en la corte.
— Señor... (dijo al Arzobispo de Toledo). —
La Condesa de Rionuevo, á quien veis tran-
quila y sola en aquel rincón... (Ya sabemos
que la Muerte sólo era visible á los ojos de Gil
Gil), morirá antes de tres horas. — Aconsejadle
que disponga su espíritu para el supremo
trance.
El Arzobispo retrocedió espantado.
— ¿Qué es eso? — preguntó D. Miguel de
Guerra.
El Prelado contó á varias personas la pro-
48 NARRACIONES INVEROSÍMILES
fecía de Gil Gil, y todos los ojos se fijaron en
la Condesa, que efectivamente empezaba á pa-
lidecer horriblemente.
Gil Gil, entre tanto, se acercaba á Elena.
Elena estaba en medio de la cámara, de pié
sobre el marmol del pavimento, inmóvil y si-
lenciosa como una noble escultura.
Desde allí, fanatizada, subyugada, poseída
de un terror y de una felicidad que no podía
definirse, seguía todos los movimientos del
amigo de su infancia.
— Elena... — murmuró el joven al pasar á su
lado.
— Gil... (contestó ella maquinalmente). —
¿Eres tú?
— ¡Sí; yo soy! (replicó él con idolatría). Na-
da temas...
Y salió de la habitación.
II Capitán lo esperaba en la antecámara.
Gil Gil escribió al-unas palabras en un pa-
dijo al fie] servidor de Felipe V.
— Tomad... y uoperdáii un momento. — ¡A
nja!
•—Paro... ¿y vos? (replicó el Capitán).— Yo
DO puado deja ais preso bajo mi cus-
1...
— Lo aataré bajo mi palabra... (respondió
Gil con nobleza)' — No puedo seguiros.
— Mas... el Rey...
EL AMIGO DE LA MUERTE 49
— El Rey aprobará vuestra conducta.
— ¡Imposible!
— Escuchad, y veréis cómo tengo razón.
En este momento se oyó en la cámara real
un fuerte murmullo.
— ¡El médico! ¡Ese médico!... — salieron gri-
tando algunas personas.
— ¿Qué ocurre? — preguntó Gil Gil.
— La Condesa de Rionuevo se muere... (dijo
D. Miguel de Guerra): ¡Venid! Por aquí... Ya
estará en la cámara de la Reina...
— Id, Capitán... (murmuró Gil Gil). — Yo os
lo digo.
Y apoyó estas palabras con una mirada y un
gesto tales, que el soldado partió sin replicar
palabra.
Gil siguió á Guerra, y penetró en la cámara
de la esposa de Luís I.
VII.
REVELACIONES.
— ¡Oye!— dijo una voz á Gil Gil cuando ca-
minaba hacia el lecho en que yacía la Conde-
sa de Rionuevo.
— ¡Ah! ¿Eres tú? (exclamó nuestro joven, re-
conociendo á la Muerte). — ¿Ha espirado ya?
—¿Quién?
TOMO III 4.
50 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— La Condesa...
—No.
— Pues ¿cómo la abandonas?
— No la he abandonado, amigo mío; sino
que, como ya te he dicho, yo estoy á un mis-
mo tiempo en todas partes y bajo diversas for-
mas.— Para tí, revisto la forma de un caballero
joven y guapo; pero yo no tengo sexo, ni edad,
ni figura. . . Yo tomo la figura de mis víctimas. ..
— Bien... ¿qué me quieres?— preguntó Gil
con cierto disgusto al oir aquellas sentencias.
— Vengo á hacerte otro favor.
— i Así será él! — Habla.
— ¿Sabes que vas faltándome al respeto? —
exclamó la Muerte con mucha sorna.
— Es natural... (respondió Gil). La confian-
za... la complicidad...
— ¿Qué es eso de complicidad?
— ¡Nada!... Aludo á una pintura alemana
que vi cuando niño. — Representaba á lail/t\/;-
En una cama yacían dos personas, ó, por
mejor decir, un hombre y su < ufermedad, I'I
medico había entrado en la habitación con los
ojos vendados y armado de un garrote, y, una
vez cerca de la cama, había empezado á dar
palos de c I "• el enfermo y sobre la en-
'... — No recuerdo ¡ ente quién
fué antes \ le los golpes...— Creo que
■ rmo,
EL AMIGO DE LA MUERTE 5 1
— ¡Donosa alegoría! — Pero vamos á cuen-
tas...
— Sí... vamos...: que todos se extrañan de
verme así, tan solo, parado en medio de la cá-
mara.
— ¡Déjalos! Creerán que meditas ó que
aguardas la inspiración. — Óyeme un momen-
to.— Tú sabes que lo pasado me pertenece de
derecho, y que puedo referírtelo... No así lo
porvenir...
— ¡Adelante!
— ¡Un poco de paciencia! — Vasa hablar por
última vez con la Condesa de Rionuevo, y es
de mi deber contarte cierta historia.
— Es inútil. — Yo perdono á esa mujer.
— ¡Se trata de Elena, majadero! — exclamó
la Muerte.
— ¿Cómo?
—Digo, se trata de que seas noble y puedas
casarte con ella.
— ¡Noble lo soy ya!... — El rey Felipe V me
hace Duque.
— Monteclai o no se contentará con un ad-
venedizo...— Necesitas ascendientes.
—¿Y qué?
— Ya te tengo dicho que eres el último vas-
tago de los Rionuevo.
— ¡Sí!...; pero... adulterino.
— ¡Te equivocas! ¡Natural... y muy natural!
52 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— Sea...; pero ¿quién prueba eso?
— Es precisamente lo que voy á decirte.
—Habla...
— Oye, y no me interrumpas. — La Condesa
de Rionuevo es la esfinge de tu vida...
— Ya lo sé . . .
— ¡Ella tiene en su mano toda tu felicidad!
— ¡Lo sé también!
— Pues ha llegado la ocasión de arrancár-
sela.
— ¿De qué manera?
— Verás. — Como tu padre te amaba tanto...
— ¡Ah! ¿me amaba mucho? — exclamó Gil
Gil.
— ¡Te he dicho que no me interrumpas! —
Como tu padre te amaba tanto, no se fué de
este mundo sin pensar muy seriamente en tu
porvenir.
— ¡Pues qué! ¿no murió abintcstato el Con-
de?
— ¿De dónde sacas eso?
— Así consta en todas pai i
— ;!'uia Invención de l« Condesa para apo-
te de todo el dinero del Conde y dejar
luego poi heredero i cierto sobrino!. •.
-lOhl
— ¡('alma; que t< .use! — Tu
efe una declaración de Crispina Ló-
dfl Juan Gil, y además una justifica-
EL AMIGO DE LA MUERTE 53
•ción facultativa en toda forma, que acredita-
ban perfectamente que tú eres hijo natural del
Conde de Rionuevo y de Crispina López, con-
cebido cuando los dos eran solteros. — Esto
mismo confesó tu padre á la hora de la muer-
te ante un cura y un escribano que yo vi allí,
y que conozco perfectamente... — Por cierto
que el cura... Pero esto no puedo decírtelo. —
En fin, el caso es que el Conde te nombró su
único y universal heredero; cosa que podía ha-
cer con tanta mayor facilidad, cuanto que no
tenía ningún pariente próximo ni lejano. — Ni
paró aquí la solicitud con que aquél buen pa-
dre echaba los cimientos de tu felicidad futu-
ra desde el borde mismo del sepulcro...
— ¡Oh, padre mió! — murmuró Gil Gil.
— Escucha. — Tú sabes la grande y buena
amistad que unía de muy antiguo al honrado
Conde con el Duque deMonteclaro, compañero
suyo de armas durante la Guerra de Sucesión...
— Sí, la sé.
— Pues bien (continuó la Muerte), tu padre,
adivinando el amor que profesabas á la en-
cantadora Elena, dirigió al Duque, pocos mo-
mentos antes de espirar, una larga y sentida
carta en que se lo declaraba todo, le pedía
para tí la mano de su hija, y le recordaba
tantas y tan señaladas pruebas de amistad
como se habían dado en todo tiempo...
54 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¿Y esa carta? — preguntó Gil Gil con ex-
traordinaria vehemencia.
— Esa carta sola hubiera convencido al
Duque, y ya serías su yerno... hace muchos
años...
— ¿Qué ha sido de esa carta? — volvió á pre-
guntar el joven, trémulo de amor y de ira.
— Esa carta te hubiera ahorrado el entrar
en relaciones conmigo... — continuó la Muerte.
— ¡Oh!... ¡no seas cruel!... ¡Dime que la
carta existe!
— Esa es la verdad.
— ¿Conque existe?
—Sí.
— ¿Quién la tiene?
— La misma persona que la interceptó.
— ¡La Condesa!
— La Condesa.
— ¡Olí!... — exclamó el joven, dando un paso
hacia el lecho de agonía.
— Espera (dijo la Muerte). No he concluido
aún. — La Condesa l también el testa-
mento de fU marido, que casi me arrebató de
lai ni. mus...
— A tí?
— Digo .1 mí, poique < 1 Conde estaba ya
uní' i lo. — En cuanto al cura y al e
baño, yo u- diré dónde viven, y creo que de-
t v< rdadi
EL AMIGO DE LA MUERTE 55
Gil Gil meditó un momento.
Luego, mirando fijamente al fúnebre perso-
naje:
— Es decir... (exclamó) que si logro apode-
rarme de esos documentos...
— Mañana puedes casarte con Elena.
— ¡Oh, Dios! — murmuró el joven, dando
otro paso hacia el lecho.
— Allí se volvió de nuevo hacia la Muerte.
Los cortesanos no comprendían lo que pa-
saba en el corazón de Gil Gil. Creíanle solo,
ó luchando con la visión milagrosa á que
debía su peregrina ciencia; pero era tal el
terror que ya les inspiraba, que ninguno se
atrevía á interrumpirlo.
— Díme (añadió el ex-zapatero, dirigiéndose
á su tremenda amiga); y ¿cómo es que la
Condesa no ha quemado esos papeles?
— Porque la Condesa, como todos los cri-
minales, es supersticiosa; porque temía arre-
pentirse algún dia; porque adivinaba que esos
papeles podrían ser en tal situación su pasa-
porte para la Eternidad... En fin, porque
es un hecho constante que ningún pecador
borra las huellas de sus crímenes, temeroso
de olvidarlos á la hora de la muerte y de no
poder retroceder por sus mismos pasos hasta
encontrar la senda de la virtud. — Te repito,
pues, que esos papeles existen.
56 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— De modo que, en consiguiéndolos, Elena
será mía... — insistió Gil Gil, dudando siempre
de que la Muerte pudiera procurarle la felicidad.
— Aún habría que vencer otro obstáculo...
— respondió la Muerte.
—¿Cuál?
— Que Elena está prometida por su padre á
un sobrino de la Condesa, al Vizconde de
Daimiel.
— ¡Cómo! ¿Ella le ama?
— No; pero es lo mismo, puesto que hace
dos meses contrajeron exponsales...
— ¡Oh!... ¡Conque todo es inútil! — exclamó
Gil con desesperación.
— ¡Lo hubiera sido sin mí! (replicó la Muer-
te). Pero ya te dije á las puertas de este Pa-
lacio, que trataba de frustrar una boda...
— ¿Cómo? ¿Has matado al Vizconde?
— ; Yo!. . . (exclamó la Muertecon cierto terror
sarcástico). — ¡Dios me libre!... — Yo no lo he
matado... El bq ha muerto.
—I Ahí
—¡Chito!... Nadie lo sabe todavía... Su fa-
milia cree <'ti este instante que (1 pobre joven
durmiendo la siesta. — Conque... ¡á ver
■na. la 1 el Duque
lias a «i- le tí... [Ahora ó nunca!
V, lo, l.i Muerte se acercó al lecho
• nferma.
EL AMIGO DE LA MUERTE 57
Gil Gil siguió sus pasos.
Muchas de las personas que se hallaban en
el aposento, entre ellas el Duque de Mon-
teclaro, sabían ya el vaticinio de Gil respecto
á que antes de tres horas moriría la Condesa
de Rionuevo; así es que, al verlo casi cumpli-
do, pues de buena y alegre que se hallaba la
dama pocos momentos antes, habíase conver-
tido de pronto en un tronco inerte, que agita-
ban por intervalos violentas convulsiones, em-
pezaron todos á mirar á nuestro amigo con
supersticioso terror y fanática idolatría.
La Condesa, por su parte, no bien distin-
guió á Gil, tendió hacia él una mano trémula
y suplicante, mientras con la otra hacía seña
de que los dejasen solos.
Alejáronse todos del lecho, y Gil se sentó
al lado de la moribunda.
VIII.
EL ALMA.
Aunque la Condesa de Rionuevo, la terri-
ble enemiga de Gil Gil, hace tan odioso pa-
pel en nuestra historia, no era, como muchos
habrán quizás imaginado, una mujer vieja ó
fea, ó fea y vieja á un mismo tiempo... La
naturaleza física es también hipócrita algunas
veces .
58 NARRACIONES INVEROSÍMILES
La ilustre moribunda que, á la sazón ten-
dría treinta y cinco años, se hallaba en toda
la plenitud de una magnífica hermosura. Era
alta, recia y muy bien formada. Sus ojos, azu-
les como la mar, pérfidos como ella, encu-
brían hondos abismos bajo su apariencia lán-
guida y suave. La frescura de su boca, la
morbidez de sus carnes, la apacible serenidad
de sus facciones, revelaban que ni el dolor ni
la pasión habían trabajado nunca aquella
insensible belleza. Así es, que al verla ahora
caida y paciente, dominada por el terror y
vencida por el sufrimiento, el alma menos
compasiva hubiera experimentado cierta rara
piedad muy parecida al susto ó al espanto.
Gil Gil, que tanto odiaba aquella mujer, no
dejó de sentir esta complicada impresión de
lástima y asombro, y, cogiendo maquinal-
mente la blanca, hermosa y trasparente mano
que le tendía la enferma, murmuró con más
|ue resentimiento:
— ¿Me cono<
— |í I— respondió la moribunda, sin
escuchar la pregunta de Gil Gil.
En esto s<- desli: 6 por detrás de las cortinas
un enero peri 1 maje, y vino á colocare cutir
los dos Interlocutores, apoyando un 01 do
en la almohada y la cábese sobre una mano.
Era la Mitote.
EL AMIGO DE LA MUERTE 59
— ¡Salvadme! (repitió la condesa, á quien
la intuición del miedo le había ya revelado
que nuestro héroe la aborrecía). Vos sois he-
chicero... Dicen que habláis con la Muerte...
¡Salvadme!
— ¡Mucho teméis al morir, señora! — res-
pondió el joven con despego, soltando la mano
de la enferma.
Aquella estúpida cobardía , aquel terror
animal que no dejaba paso á ninguna otra
idea, á ningún otro afecto, disgustó profun-
damente á Gil Gil, por cuanto le dio la medida
del espíritu egoista de la autora de todos sus
males.
— ¡Condesa! (exclamó entonces). — ¡Pensad
en vuestro pasado y en vuestro porvenir! ¡Pen-
sad en Dios y en vuestro prójimo!... ¡Salvad
el alma, supuesto que el cuerpo ya no os
pertenece!
— ¡Ah, voy á morir! — exclamó la condesa.
— ¡No... condesa...; no vais á morir!
— ¡No voy á morir! — gritó la pobre mujer
con una alegría salvaje.
El joven continuó con la misma severidad.
— ¡No vais á morir, porque nunca habéis
vivido!... Al contrario; ¡vais á nacer á la vida
del alma, que para vos será un sufrimiento
eterno, como para los justos es una eterna
bienaventuranza!
6o NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡Ah, conque voy á morir! — murmuró la
enferma nuevamente , derramando lágrimas
por la primera vez de su vida.
— No, Condesa, no vais á morir — replicó
otra vez el médico con indecible majestad.
— ¡Ah! ¡tenedme compasión! — exclamó la
pobre mujer, recobrando la esperanza.
— No vais á morir (prosiguió el joven), su-
puesto que lloráis. El alma nunca muere, y
el arrepentimiento puede abriros las puertas
de una eterna vida...
— ¡Ah, Dios mió! — exclamó la Condesa,
rendida por aquella cruel incertidumbre.
— ¡Hacéis bien en llamará Dios! ¡Salvad el
alma! os repito... ¡salvad el alma! Vuestro
cuerpo hermoso , vuestro ídolo de tierra,
vuestro sacrilego existir, han concluido ¡vara
siempre. Esta vida temporal; estos goces del
mundo; aquella salud y aquella belleza, y aquel
!■> y aquella fortuna que tanto procuras-
teis conservar; los bienet que usurpasteis; el
el sol; el mundo que hasta aquí habéis
conocido; todo lo vais a perder; todo ha des-
aparecido ya; todo será mañana para vos pol-
vo y tinieblas, vanidad y podredumbre, sole-
dad y olvido, sólo os queda el alma, Conde-
sa... ¡i 'ensad en vuestra alma!
— ¿Quién so: intó I "idamente la mo-
ribunda, lijando en Gil Gil una atónita mira-
EL AMIGO DE LA MUERTE 6 1
da). Yo os he conocido antes de ahora... Vos
me aborrecéis... Vos sois quien me matáis...
I Ahí...
En este instante, la Muerte colocó su mano
pálida sobre la cabeza de la enferma.
— Concluye, Gil, concluye...; que la hora
eterna se aproxima — murmuró el siniestro en-
lutado.
— ¡Ah, yo no quiero que muera! (respondió
Gil á su amigo). ¡Aún puede enmendarse; aún
puede remediar todo el mal que ha hecho!...
¡Salva su cuerpo, y yo te respondo de salvar
su alma!
•—Concluye , Gil , concluye (repitió la
Muerte); que la hora eterna va á sonar.
— ¡Pobre mujer! — murmuró el joven, mi-
rando con piedad á la Condesa.
— ¡Me compadecéis! (dijo la agonizante con
inefable ternura). Nunca he agradecido...;
nunca he amado...; nunca he sentido lo que
por vos siento... ¡Compadecedme!... ¡decíd-
melo!.. ¡Mi corazón se ablanda al escuchar
vuestra voz entristecida!
Y era verdad.
La Condesa, exaltada por el terror en aquel
supremo trance, atribulada por los remordi-
dimientos, temerosa del castigo, desposeída
de cuanto había constituido su orgullo y sus
aficiones sobre la tierra, empezaba asentir los
62 NARRACIONES INVEROSÍMILES
primeros suspiros de un alma que hasta en-
tonces había permanecido escondida y silen-
ciosa allá en los últimos ámbitos de su men-
te; alma siempre insultada, pero rica de pa-
ciencia y heroismo; alma, en fin, comparable
á la triste hija de padres criminales ó viciosos,
que piensa, calla, se oculta de su vista y llora
en rincones de la casa, hasta que un dia, al
primer síntoma de arrepentimiento que nota
en ellos, recobra el valor, corre á sus brazos y
les deja oir su voz pura y divina, cántico de
alondra, música del cielo, que parece saluda
el amanecer de la virtud después de las tinie-
blas del pecado... «
— ¡Me preguntáis quién soy! (respondió Gil
Gil, comprendiendo todo esto). — ¡Ya no lo sé
yo! — Era vuestro mortal enemigo; pero aho-
ra ya no os odio. — ¡Habéis oido la voz de la
Verdad.*,, la voz déla muerte..., y vuestro co-
razón ha respondido! ¡Dios sea loado! — Yo
venía á este lecho de dolor á pediros la felici-
dad de mi vida..., y ya me Irla gustoso sin
ella, porque creo haber labrado vuestra feli-
cidad..*; porque be larvado vuestra alma] —
divino! |He aquí que he perdonado las
injurias y hecho el bien ;i mi < nemigol... — Ks-
toy satisfecho...; soy felia...;no pido más.
— ¿Quién eres, misterioso y sublime niño?
, l.m bueno y tan hermoso, que
EL AMIGO DE LA MUERTE 63
vienes como un ángel á la cabecera de mi lecho
de agonía, y me haces tan dulces mis últimos
momentos? — preguntó la Condesa cogiendo
con ansia las manos de Gil Gil.
— ¡Yo soy el amigo de la Muerte!... (respon-
dió el joven). No extrañéis, pues, que st rene
vuestro corazón. — Yo os hablo en nombre de la
Muerte, y por eso me habéis creído. Yo he ve-
nido á vos delegado por aquella divinidad
piadosa que es la paz de la tierra, que es la
verdad de los mundos, que es la redentora
del espíritu, que es la mensajera de Dios, que
lo es todo menos el olvido. — El olvido está
en la vida, Condesa; no en la muerte. — Re-
cordad..., y me conoceréis.
— ¡Gil Gil!— exclamó la Condesa, perdien-
do el sentido.
— ¿Se ha muerto? — preguntó el médico á
la Muerte.
— No. Aún le queda media hora.
— Pero... ¿hablará todavía?
— ¡Gil!... suspiró la moribunda.
— Acaba... — añadió la Muerte,
El joven se inclinó sobre la Condesa, cuyo
hermoso semblante resplandecía con una be-
lleza nueva, inmortal, divina; y de aquellos
ojos donde el fuego de la vida se quebraba en
lánguidas y melancólicas luces , de aquella
boca anhelante y entreabierta que la fiebre
64 NARRACIONES INVEROSÍMILES
coloreaba, de aquellas manos suaves y ardo-
rosas, de aquel blanco cuello que se extendía
hacia él con infinita angustia, recibió tan elo-
cuente expresión de arrepentimiento y ternu-
ra, tan íntima caricia y frenético ruego, tan
infinita y solemne promesa, que sin vacilar un
instante, apartóse del lecho, llamó al duque
de Monteclaro, al Arzobispo y á otros tres
nobles de los muchos que había en la Cámara
y les dijo:
— Escuchad la confesión pública de un alma
que vuelve a Dios.
Los personajes susodichos se acercaron á la
moribunda, arrastrados más por el inspirado
rostro que por las palabras de Gil Gil.
— Duque (murmuró la Condesa al ver á
Monteclaro); mi confesor tiene una llave... —
Señor... (continuó volviéndose al Arzobispo);
Iscla... — Kste niño, este médico, este án-
gel, es hijo natural y ir. del Conde de
Rionuevo, mi difunto esposo, quien al morir
os escribió uní duque, pidiéndoos para
él la mano de Elena. — Con esa llave..., en
mí alcoba... todos los papeles... — ¡Yo lo rue-
go!... iyo Lo mandol*..
Dijo y cayó sobre la almohada, sin luz en
diento en loe labios, sin coloren
el temblante.
— Va á ' lamo Gil Gil). Quedad
EL AMIGO DE LA MUERTE 65
con ella, señor... (añadió, dirigiéndose al Ar-
zobispo). Y vos, señor Duque, escuchadme.
— Aguarda... — dijo la Muerte al oido de
nuestro joven.
— ¿Qué más? — replicó éste.
— ¡No la has perdonado!...
— ¡Gil Gil!... ¡tu perdón!... — tartamudeó la
moribunda.
— ¡Gil Gil! (exclamó el Duque de Montecla-
ro). — ¿Eres tú?
— Condesa, ¡que Dios os perdone como yo
os perdono!... — ¡Morid en paz! — dijo con re-
ligioso acento el hijo de Crispina López.
En esto se inclinó la Muerte sobre la Conde-
sa, y puso los labios en su frente...
Aquel beso resonó en el pecho de un ca-
dáver.
Una lágrima fria y turbia corrió por el ros-
tro de la muerta.
Gil enjugó las suyas y respondió al de Mon-
teclaro:
— Sí, señor Duque; yo soy.
El Arzobispo rezaba fúnebres oraciones á la
cabecera del lecho.
Entre tanto la Muerte había desaparecido.
Eran las doce de la noche.
TOMO III
66 NARRACIONES INVEROSÍMILES
IX.
HASTA MAÑANA.
— Buscad esos papeles, señor Duque...
(dijo Gil Gil) y hacedme la merced de hablar
con Elena.
— ¡Venid, señor doctor, venid! El Rey se
muere... — exclamó D. Miguel de Guerra in-
terrumpiendo al amigo de la Muerte.
— Seguidme, señor Duque... (dijo el joven
con gran respeto). Han dado las doce, y puedo
comunicaros una noticia muy importante, no
sé si buena, ó mala. Estoes: puedo deciros si
Luis I morirá ó no morirá durante el día que
principia en este momento.
En efecto, ya había empezado el día 31
de Agosto, en que Luis I debía entregar su
espíritu al Criador.
Gil Gil tuvo la certeza de ello al ver que la
MutrU se hallaba de pié, en medio de la cá-
mara, con los ojos fijos en el regio enfermo.
— Hoy muera el Rey... (dijo Gil Gil al oído
de Monteclaro. Beta noticia es el regalo de
> á Elena. — Si conocéis el va-
lor de tal regalo, guardadlo en secreto, y BÜ>
vaosd'i' mductacon Felipe Vt
— Elena está prometida á otro... — replicó el
Duque*
EL AMIGO DE LA MUERTE 67
— El sobrino de la Condesa de Rionuevo
ha muerto esta tarde, — interrumpió Gil Gil.
— ¡Oh! ¿Qué es esto que nos pasa? (excla-
mó el Duque.) ¿Quién eres tú, á quien yo co-
nocí niño, y que ahora me espantas con tu po-
der y tu ciencia?
— La Reina os llama, padre mió... — dijo
una dama al Duque de Monteclaro, que per-
manecía absorto.
Aquella dama era Elena.
El Duque se acercó á la Reina, dejando so-
los en medio de la cámara á los dos amantes.
No solos; pues á tres pasos de ellos estaba
la Muerte.
Elena y Gil Gil quedaron de pié, mirándo-
se, sin acertar á decirse una palabra, como
asustados de verse, como si temieran que su
mutua presencia fuese un sueño del que des-
pertarían al tenderse la mano ó al lanzar el
más leve suspiro.
Ya otra vez, aquella tarde; al encontrarse
en aquel mismo sitio, ambos experimentaron,
en medio de su inefable alegría, cierta secreta
angustia, semejante á la que sentirían dos
amigos que, al cabo de mucho tiempo de to-
tal ausencia, se reconociesen en una cárcel, al
clarear el día del suplicio, cómplices sin sa-
berlo de un delito fatal, ó víctimas ambos de
idéntica persecución...
68 NARRACIONES INVEROSÍMILES
También pudiera decirse que el doloroso
júbilo con que se reconocieron Gil y Elena
fué semejante al amargo placer con que el
cadáver de un marido celoso (si los cadáveres
sintiesen) sonreiría dentro de la tumba al oir
abrir una noche la puerta del cementerio, y
comprender que era el cadáver de su esposa
el que llevaban á enterrar...
— «¡Ya estás aquí! (diría el pobre muerto):
¡ya estás aquí!... Place cuatro años que cuen-
to solo las noches y los días, pensando en lo
que harías en el mundo, tú, tan hermosa y tan
ingrata, que te quitarías el luto al año de mi
muerte. — ¡Mucho has tardado!... Pero ya
estás aquí. Si entre nosotros no es ya posible
el amor, en cambio tampoco son posibles las
infidelidades y muchísimo menos el olvido...
¡Nos pertenecemos negativamente! Aunque
nada nos une, estamos unidoé, puesto que
nada nos separa. A los celos, á la incertid tim-
bre, á las zozobras de la vida, ha sustituido
bernidad da amor fi de recuerdos! — ¡Todo
i perdono!»
si bien dulcificadas un tanto
por la su.: de Gil y Ele-
na, poi i.t Inocencia de ella, por la alta inte-
cia ile él, y por la (levada viitud de ara-
m cu el alma de loi doi amantes
: uhas ¡i cuya luz veían un
EL AMIGO DE LA MUERTE 69
porvenir ilimitado de pacífico amor, que na-
die podría turbar ni destruir, á menos que
todo lo que les pasaba fuese un fugitivo sueño.
Miráronse, pues, mucho tiempo con faná-
tica idolatría.
Los ojos azules de Elena se abismaban en
los oscuros ojos de Gil Gil, como el alto cielo
envía inútilmente sus claridades á las tinieblas
de nuestras noches; mientras que los ojos ne-
gros de Gil Gil se perdían en la insondable
diafanidad de los celestes purísimos ojos de
Elena, como la vista y la idea y hasta el sen-
timiento se fatigan inútilmente cuando miden
la inmensidad de los espacios infinitos.
Así hubieran permanecido no sabemos cuán-
to tiempo, creemos que toda la eternidad, si
la Muerte no hubiera llamado la atención á
Gil Gil.
— ¿Qué me quieres? — murmuró el joven.
— ¿Qué he de querer? (respondió la Muerte.)
¡Que no la mires más!
— ¡Ah! ¡tú la amas! — exclamó Gil con in-
decible angustia.
— Sí... — respondió la Muerte con dulzura.
— ¡Piensas arrebatármela!
— ¡No! — Pienso unirte á ella.
— Un dia me dijiste que no la estrecha-
rían otros brazos que los tuyos ó los mios...
(murmuró Gil Gil con desesperación.) — ¿De
70 NARRACIONES INVEROSÍMILES
quién va á ser antes? ¿Mía ó tuya? — ¡Dímeloí
— ¡Tienes celos de mí!
— ¡Horrorosos!
— Haces mal... — replicó la Muerte.
— ¿De quién va á ser antes? — repitió el
joven , cogiendo las heladas manos de su
amigo.
— No te puedo responder. — Pios, tú y ya
nos la disputamos... Pero no somos incom-
patibles.
— ¡Pime que no piensas matarla!.. . ¡Pime
que me unirás á ella en este mundo!. . .
— ¿En este mundo! (repitió la Muerte con iro-
nía.)— Será en este mundo... Yo te lo prometo.
— ¿Y después?
— Pespués... será de Pios.
— ¿Y tuya? ¿Cuándo?
— Mía... ¡lo ha sido ¡
— Me vuelves loco. — ¿Elena vive?
— ¡Lo mismo que tú!— replicó la Muerte.
— Pero... ¿vivo yo?
Mas (¡lie mima .
— [] ladl
— Hada tengo que decirte,*, — Todavía no
ríai comprenderme, — ¿Qué es el morir?
ibes tu acaso?— ¿Qué et la vida?— ¿Te
la has explicado alguna vez? — Pin
«i valor de atas palabree, ¿áqué me pregunta!
fií muerto ó vivo?
EL AMIGO DE LA MUERTE 7 1
— Pero ¿las entenderé alguna vez? — excla-
mó Gil Gil desesperado.
— Sí... ¡Mañana!.. — respondióla Muerte.
— ¡Mañana! — No te comprendo.
— Mañana serás esposo de Elena.
— ¡Ah!
— Y yo seré el padrino... — continuó la Muerte.
— ¡Tú! — ¿Piensas acaso matarnos?
— Nada de eso. — Mañana serás rico, noble,
poderoso, feliz... ¡Mañana también lo sabrás
todo!
— ¿Conque me amas? — exclamó Gil Gil.
— ¿Si te amo? (replicó la Muerte.) — ¡Ingrato!
¿Cómo lo dudas?
— Pues hasta mañana... — dijo Gil Gil, dan-
do la mano á la terrible divinidad.
Elena seguía de pié delante de Gil Gil.
— Hasta mañana... — respondió ella, — como
si hubiese oido aquella frase, como si respon-
diese á otra secreta voz, como si adivinase los
pensamientos del joven.
Y se volvió lentamente, y salió de la cá-
mara real.
Gil se acercó al lecho del Rey.
El Duque de Monteclaro colocóse al lado
de nuestro amigo, y le dijo á media voz:
— Hasta mañana... — Si muere el Rey, ma-
ñana se verificará vuestro enlace con mi hija.
La Reina acaba de participarme la muerte
72 NARRACIONES INVEROSÍMILES
del Vizconde de Rionuevo... Yo le he anun-
ciado vuestras bodas con Elena, y las aplaude
con todo su corazón. — Mañana seréis el pri-
mer personaje de la corte, si efectivamente
baja hoy al sepulcro Luís I.
— ¡Pues no lo dudéis, señor duque! — res-
pondió Gil Gil con acento sepulcral.
— Entonces, ¡hasta mañana! — repitió solem-
nemente Monteclaro.
GIL VUELVE Á SER DICHOSO Y ACABA LA PRIMERA
PARTE DE ESTE CUENTO.
Al día siguiente, el i.° de Setiembre de
1724, á las nueve de la mañana, paseábase
(i;l Gil por una sala del palacio de Rionuevo.
Aquel 1 lo que ya
taba legitimado, en virtud del
testamento y demás papeles de su padre, que
el Du 1 Monteclaro y el Arzobispo de
m en el lugar que dijo la
Con<¡
Además, la Qoche antes, UU mensajero le
había entregado de parte de l;< lipe Y, que al
Jver al trono de San Fer>
m título de Médico de Cámara, el
EL AMIGO DE LA MUERTE 73
nombramiento de Duque de la Verdad y 3.000
pesos en oro.
En fin, al otro día debía verificarse su ma-
trimonio con Elena de Monteclaro,
Por lo que respecta á la Muerte, Gil Gil la
había perdido completamente de vista desde
la mañana anterior, que salió de Palacio lle-
vándose el alma de Luis I.
Sin embargo, nuestro joven recordaba que
su implacable amiga le había ofrecido apadri-
narlo en su casamiento con Elena; y ved la
razón de que se paseara tan pensativo.
— ¡Hé aquí (decía) que ya soy noble, rico y
poderoso! ¡Heme aquí dueño de la mujer que
idolatro!... — Y, sin embargo, no soy feliz. —
Anoche, al mirar á Elena, y luego en mi últi-
ma plática con la Muerte s he creido entrever no
sé qué pavorosos misterios. — ¡Yo necesito
romper mis relaciones con el siniestro numen
que me ha protegido!... — Será una ingrati-
tud... — ¡Que lo sea! ¡Ya tendrá con el tiempo
ocasión de vengarse! — No... ¡no quiero ver
más á la Muertel... ¡Soy tan feliz!...
El nuevo Duque púsose á escogitar la ma-
nera de no tener amistad con la Muerte sino en
la última hora de su vida .
— Es un hecho (continuaba), que yo no me
moriré hasta que Dios quiera. ¡La Muerte, por
sí y ante sí, no puede hacerme ningún daño,
74 NARRACIONES INVEROSÍMILES
dado que no está en sus facultades acelerar
mi fallecimiento ni el de Elena! — La cues-
tión, por tanto, es no verla, no oiría á todas
horas. — Su voz me espanta, sus revelaciones
me desconsuelan, sus discursos me inspiran
desprecio á la vida y á las cosas... ¿Cómo ha-
ré yo para que no siga siendo mi pesadilla? —
¡A.h, qué idea!... La Muerte no se presenta sino
donde tiene algo que matar... ¡Viviendo en el
campo..., sin ver gente..., solo con Elena...,
mi enemiga me dejaría en paz hasta que fue-
se directamente á buscarnos á uno de los dos!
— Y, entre tanto, para no verla tampoco en
Madrid, viviré con los ojos vendados...
Entusiasmado con este último pensamien-
to, nuestro joven radió de alegría, como si aca-
bara do salir de una larga enfermedad y se
creyese asegurado sobre la tierra hasta la con-
sumación de los siglos.
A la tarde siguiente, á las seis, Gil Gil y Ele-
na de Monteclaro contrajeron matrimonio en
una b nada al pié del (inadar-
rama y perteni dente al nuevo Conde y Duque.
A las seis y media regresó á Madrid la co-
mitiva, y quedaron solos i:
es ni [simo jardfsi
no Gil Gil do había vuelto á verá
la Mitote.
EL AMIGO DE LA MUERTE 75
Y aquí pudiera terminar la presente histo-
ria, y, sin embargo, aquí es donde verdadera-
mente principia á ser interesante y clara.
XI.
EL SOL EN EL OCASO.
Amaba y era amada ; adoraba y
era adorada. Siguiendo la ley de
la naturaleza, las almas de los dos
amantes, al confundirse la una con
la otra, hubieran dejado de existir
en la embriaguez de la pasión, si las
almas pudieran morir.
(Lord Byron.)
Gil y Elena se amaban, se pertenecían,
eran libres, estaban solos.
Los recuerdos de su infancia, los latidos de
su corazón, la voluntad de sus padres, la for-
tuna, el nacimiento, la bendición de Dios,
todo los unía, todo los enlazaba.
Eran el uno del otro sin reserva, sin temor,
sin remordimiento.
Los que se vieron con placer desde muy ni-
ños, los que se prendaron recíprocamente de su
belleza cuando adolescentes, los que habían llo-
rado aunas mismas horas los tormentos de la
ausencia; Gil y Elena, Elena y Gil; aquellas
dos almas inseparables por predestinación, per-
dían al fin, en hora tan mística y solemne, su
j6 NARRACIONES INVEROSÍMILES
individualidad mísera y solitaria para confun-
dirse en un porvenir inmenso de ventura,
como dos rios, nacidos en una misma monta-
ña y alejados muchas veces en su tortuoso
curso, se encuentran, se reúnen y se identifi-
can en la soledad infinita del Océano.
Era por la tarde: pero no parecía la tarde
de un día, sino la tarde de la existencia del
mundo, la tarde de todos los tiempos pasados
desde la creación del universo.
El sol declinaba melancólicamente hacia el
ocaso. Las esplendorosas luces de Poniente do-
raban la fachada de la quinta, filtrándose al
través de los lujosos y verdes pámpanos de
una extensa parra, especie de dosel que cobi-
jaba á los dos nuevos esposos. El aire sosega-
do y tibio, las últimas flores del año, las aves
inmóviles en las ramas de los árboles, toda la
naturaleza, en fin, asistía ¡nuda y asombrada
á la muerta de aquel «lía, á aquella puesta del
sol, como si debiera ser la última que presen-
il los humanos; cual si el astro-rey no
hubiera de volver al día liguiente tan genero-
so y alegre, tan pródigo de Vida y juventud
oomo ie había presentado tantai man. mis
Conse luíante tantos miles de siglos...
Diriateque en aquel punto el tiempo te ha-
de U Con-
tinua dai tbfan tentado á dase
EL AMIGO DE LA MUERTE 77
sobre la yerba y se contaban las patéticas his-
torias del amor y de la muerte, como jóvenes
pensionistas que, fatigadas de jugar, hacen
corro en el jardín de un convento y se refie-
ren las aventuras de su niñez y los delirios de
su adolescencia.
Diríase también que en aquel momento ter-
minaba un período de la historia del mundo;
que todo lo criado se daba una despedida eter-
na, el pájaro á su nido, el céfiro á las flores,
los árboles á los ríos, el sol á las montañas;
que la íntima unión en que todos habían vivi-
do, prestándose mutuamente color ó fragancia,
música ó movimiento, y confundiéndose en
una misma palpitación de la existencia uni-
versal, habíase interrumpido para siempre, y
que en adelante cada uno de aquellos elemen-
tos quedaría sometido á nuevas leyes é influen-
cias.
Diríase, en fin, que en aquella tarde iba á
disolverse la asociación misteriosa que consti-
tuye la unidad y la armonía de los orbes; aso-
ciación que hace imposible la muerte de la más
fútil de las cosas creadas; que trasforma y re-
sucita continuamente la materia; que de nada
prescinde; que todo se lo identifica; que todo
lo renueva y embellece.
Más que nada y más que nadie poseídos de
esta suprema intuición y de esta alucinación
78 NARRACIONES INVEROSÍMILES
extraña, Gil y Elena, inmóviles también, tam-
bién silenciosos, cogidos de la mano, atentos
á la augusta tragedia de la muerte de aquel
día, último de sus desventuras, mirábanse con
hondo afán y ciega idolatría, sin saber en qué
pensaban, olvidados del universo entero, está-
ticos y suspendidos, como dos retratos, como
dos estatuas, como dos cadáveres.
Quizás creían estar solos sobre la tierra; qui-
zás creían haberla abandonado...
Desde que desaparecieron los testigos de su
casamiento; desde que espiró el rumor de sus
pasos á lo lejos del camino; desde que el mun-
do los abandonó completamente, nada se ha-
bían dicho, ¡nada!, absortos en la delicia de
mirarse.
¡Alií estaban; sentados en un banco de cés-
ped; rodeados de flores y verdura; con un cie-
lo infinito ante los ojos; libres y solitarios,
como dos gaviotas paradas en medio de los
desie:: o sohru un alga mecida pol-
las olas!
Allí estaban; embebidos en su mutua con-
templa* i6n¡ avaros de mi misma dicha; con la
copa de la (VI i( nl.i.l cu l.i mano; sin atreverse á
llevar los labios a ella; temerosos de (pie todo
fuera un ¡iando mayor ven-
tura, 1 Icr la que ya 1 entían...
|A11Í estaban, en lín, Igtv \ írgenes,
EL AMIGO DE LA MUERTE 79
hermosos, inmortales, como Adán y Eva en el
Paraíso antes del pecado!
Elena, la doncella de diez y nueve años, se
hallaba en toda la plenitud de su peregrina
hermosura, ó, por mejor decir, hallábase en
aquel fugitivo momento de la juventud de la
mujer, en que, poseedora ya de todos sus he-
chizos, conocedora de su propia naturaleza,
colmada de bendiciones del cielo y de prome-
sas de felicidad, puede sentirlo todo y aún no
ha sentido nada, es mujer y niña á un mismo
tiempo... Rosa entreabierta al generoso in-
flujo del sol, que ha desplegado ya todas sus
hojas, muestra todos sus encantos, y recibe los
halagos del céfiro; pero que aún conserva aque-
lla forma, aquel color y aquel perfume que
sólo guardan los púdicos pimpollos.
Elena era alta, de formas esbeltas y escul-
turales, toda bella, artística y seductora. Su
redonda cabeza, coronada de cabellos rubios,
dorados hacia las sienes y castaños en lo más
recio de sus ondas, se adelantaba valiente-
mente sobre un cuello blanco y torneado como
el de Juno. Sus ojos azules parecían reflejar lo
infinito del pensamiento increado. De aquellos
ojos podía decirse que, por mucho que se los
miraba, nunca se acababa de verlos. Tenían
algo del cielo, además del color y de la pureza.
Y era así: en la mirada de Elena había una
8o NARRACIONES INVEROSÍMILES
luz de eternidad, de espíritu puro, de pasión
inmortal, que no pertenecía á la tierra. Su tez,
blanca y pálida como el agua al anochecer,
ofrecía la trasparencia del nácar, pero no re-
flejaba el rubor de la sangre: sólo alguna del-
gada vena, de color celeste, interrumpía tan
serena y apacible blancura. — Dijérase que
Elena era de mármol.
Su rostro de ángel tenía, empero, boca de
mujer. Aquella boca, bermeja como la flor del
granado, húmeda y brillante como la cuna de
las perlas, estaba si puede decirse así anegada
en un vapor tibio y voluptuoso, como el sus-
piro que la mantenía entreabierta. — Hubié-
rase, pues, podido comparar también á Elena
á la estatua labrada por Pigmalion, cuando,
por primera vez y para besar al artista, movió
los hechiceros labios...
Elena, en fin, vestía de blanco, lo cual au-
mentaba la deslumbradora magnificencia de
su hermosura. Sin o, era una de esas
mujeres que los Atavíos nunca logran di
zar. A i con ella lo que con las nobles
dejan adivinar, ;í tr.i-
vés de sus vestiduras, las purísimas forma.1- de
!</a olímpica. — 1 !a y supicina
beldad de la nueva revelaba también
en todo su esplendor, aun bajo la seda y los
encajes. Parecía como que su cuerpo ra
EL AMIGO DE LA MUERTE 8l
entre los pliegues del vestido blanco, al modo
que las náyades y las nereidas iluminan con
sus bruñidos miembros el fondo de las olas.
Tal era Elena la tarde de sus bodas con Gil
Gil...
Y tal la miraba Gil Gil: ¡tal era suya!
XII.
ECLIPSE DE LUNA.
Nunca pusieran fin al triste lloro
los pastores, ni fueran acabadas
las canciones que sólo el monte oía,
si mirando las nubes coloradas
al trasmontar del sol bordadas de oro,
no vieran que era ya pasado el dia.
La sombra se veía
venir corriendo apriesa,
ya por la falda espesa
del altísimo monte...
(Garcilaso.)
jOh! sí: el joven la miraba... como el ciego
mira al sol; que no ve el astro, pero siente su
calor en las muertas pupilas.
Después de tantos años de soledad y pena,
después de tantas horas de fúnebres visiones,
él, El Amigo de la Muerte, contemplábase en-
golfado en un océano de vida, en un mundo
de luz, de esperanza, de felicidad!
¿Qué había de decir, que había de pensar
tomo m 6
82 NARRACIONES INVEROSÍMILES
el desventurado, si todavía no acertaba á
creer que existía, que aquella mujer era Elena,
que él era su esposo, que ambos habían esca-
pado á las garras de la Muerte?
— ¡Habla, Elena mía!... ¡dímelo todo! (ex-
clamó al cabo Gil Gil, cuando ya se hubo
puesto el sol y los pájaros interumpieron el
silencio.) jHabla, bien mío!...
Entonces le contó Elena todo lo que había
pensado y sentido durante aquellos tres últi-
mos años; su pena, cuando dejó de ver á Gil
Gil; su desesperación al marchar á Francia;
cómo lo divisó al partir, á la puerta de su pa-
lacio; cómo el Duque de Monteclaro se había
opuesto á este amor de que le enteró la Con-
desa de Rionuevo; cómo gozó al encontrarlo
en el atrio de San Milkin hacía tres dias;
cuánto sufrió al verlo caer herido por la terri-
ble frase de la Condesa... jTodo... todo se lo
contó!...;— porque todo había aumentado su
le entibiarlo.
Caía la noche..., y, ;i medida que se espe-
, calmábase la secreta an-
i que turbaba la dicha de < til Gil.
— ¡Oh! (pensaba el joven, atrayendo á Ele-
bre su corazón.) La Mutile lia perdido
v ii" i alie den, !c ma < ncuentro. —
|No vendrá aquí, no'... [Nuestro amoi inmor-
tal la ahuyentaría!-^ | i de h.n 1 1 la
EL AMIGO DE LA MUERTE 83
Muerte á nuestro lado? — ¡Ven, ven, noche te-
nebrosa, y envuélvenos en tu negro velo!...
¡Ven, aunque hayas de durar siempre!... ¡Ven,
aunque el día de mañana no amanezca nunca!
— ¡Tiemblas... Gil!... (balbuceó Elena). —
¡Lloras!...
— ¡Esposa mía! (murmuró el joven) ¡mi
bien!... ¡mi cielo!... ¡lloro de felicidad!
Dijo, y, cogiendo en sus manos la hechicera
cabeza de la desposada, fijó en sus ojos una
mirada intensa, delirante, loca.
Un hondo y abrasador suspiro, un grito de
embriagadora pasión se confundió entre los
labios de Gil y de Elena.
— ¡Amor mío! — tartamudearon losdos en el
delirio de aquel primer beso, á cuyo regalado
son se extremecieron los espíritus invisibles de
la soledad.
En esto salió súbitamente la luna, plena,
magnífica, esplendorosa.
Su fantástica luz, no esperada, asustó á los
<ios esposos, que volvieron la cabeza á un mis-
mo tiempo hacia el Oriente, alejándose el uno
del otro, no sabemos por qué misterioso ins-
tinto, pero sin desenlazar sus manos trémulas
y crispadas, frías en aquel instante como el
alabastro de un sepulcro.
— ¡Es la luna! — murmuraron los dos con en-
ronquecido acento.
84 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Y tornaron á mirarse extáticamente, y Gil
extendió los brazos hacia Elena con un afán
indefinible, con tanto amor como desespera-
ción...
Pero Elena estaba pálida como una muerta.
Gil se extremeció.
— Elena... ¿qué tienes? — dijo.
— ¡Oh! Gil... (respondió la niña). — ¡Estás
muy pálido!
En este momento se eclipsó la luna, como
si una nube se hubiese interpuesto entre ella y
los dos jóvenes...
Pero ¡ay! ¡no era una nube!...
Era una larga sombra negra, que, vista por
Gil Gil desde el césped en que se reclinaba,
tocaba en los cielos y en la tierra, enlutando
casi todo el horizonte...
Era una colosal figura, que acaso agrandaba
su imaginación..,
I un hombre envuelto en una larga capa
oscura; el cual M hallaba de pié, á su lado, in-
móvil, silencioso, cul >i iniciólos con susonilua.
¡Gil ("ni adivinó quién mUi
Elena no veía al lúgubre personaje... Elena
seguía viendo la luna.
EL AMIGO DE LA MUERTE 85
XIII.
¡AL FÍN... MÉDICO!
Gil Gil estaba entre su amor y la Muirte, ó
sea. entre la muerte y la vida.
Sí: porque aquella lúgubre sombra que se ha-
bía interpuesto entre él y la luna, nublando en
el semblante de Elena los resplandores de la pa-
sión, era la divinidad de las tinieblas, el terri-
ble protector de nuestro héroe, el enlutado ca-
ballero que se le apareciera la noche en que
pensó suicidarse.
— ¡Hola, amigo! — le dijo como aquella no-
che.
— ¡Ah, calla!... — murmuró Gil Gil, tapán-
dose el rostro con las manos.
— ¿Qué tienes, amor mío? — preguntó Elena,
reparando en la angustia de su esposo.
— ¡Elena!... ¡Elena!... ¡no te apartes de mí!
— exclamó el joven desesperadamente, ro-
deando con el brazo izquierdo el cuello de la
desposada.
Tengo que hablarte... — añadió la Muerte,
cogiendo la mano derecha de Gil Gil y atra-
yéndolo con dulzura.
— ¡Ah! ven... ¡entremos!... — decía la joven,
tirando de él hacia la quinta.
86 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡No! ¡ven! ¡salgamos!... — murmuraba la
Muerte, señalándole la puerta del jardín.
Elena no veía á la Muerte ni la oía.
Este triste privilegio era solo del Duque de
la Verdad.
— Gil... ¡te estoy esperando!... — añadió el
siniestro personaje.
El desgraciado se estremeció hasta la mé-
dula de los huesos. Copiosas lágrimas caye-
ron de sus ojos, que Elena enjugó con su mano.
Desprendióse luego de los brazos de ésta, y
corrió desatentado por el jardín, gritando en-
tre desgarradores sollozos:
— ¡Morir, morir ahora!
Elena quiso seguirle; pero fué tal el terror
que le causó el estado de su esposo, que, al
dar el primer paso, cayó sobre la yerba sin
sentido.
— ¡Morir, morir! — seguía exclamando el jo-
ven con desesperación^
— No temas... (replicó la Muntc, acercán-
dosele con afabilidad.) — Por lo demás, es inú-
til (¡ue huyas de mí: la casualidad ha hecho
que nos cnconticinos, y no pienso abandonarte
orno qui
— ¿l'< id i qué lias venido aquí? (exclamó el
oven con acento <lc iuioi, enjugándose las lá-
grimai como quien renuncia i la suplica y
ÍS á la prudencia, y encarándose con la
EL AMIGO DE LA MUERTE 87
Muerte, no sin cierto aire de desafío.) — ¿A qué
has venido aquí? ¡Responde!
Y giró en torno la irritada vista como bus-
cando un arma.
Cerca de él había un azadón perteneciente
al jardinero; cogiólo con mano convulsiva,
lo levantó en el aire como si fuera débil caña
(que la desesperación había duplicado su fuer-
za), y repitió por tercera vez y con más ira
que nunca:
— ¿A qué has venido aquí?
La Muerte lanzó una carcajada que debiéra-
mos llamar fi lo sófica.
El eco de aquella risa se prolongó por mu-
cho rato, repercutiendo en las cuatro tapias
del jardín y remedando con su estridente son
el chasquido de los huesos de muerto cuando
dan unos contra otros.
— ¡Quieres matarme! (exclamó por fin el en-
lutado). — ¡Conque la Vida se atreve con la
Muerte! — Esto es curioso... ¡Luchemos!
Dijo, y, echando atrás su larga capa negra,
mostró un brazo, armado de otra especie de
azadón (que más parecía una hoz ó guada-
ña), y se puso en guardia enfrente de Gil Gil.
Tomó la luna el color amarillento de la ce-
ra que alumbra los templos el Viernes Santo;
alzóse un viento tan frío que hizo gemir de do-
lor á los árboles cargados de frutos; sintióse el
88 NARRACIONES INVEROSÍMILES
lejano ladrido de muchos perros, ó, más bien,
largos aullidos de funeral augurio, y hasta pa-
reció oirse allá, muy alto, en la región de las
nubes, el destemplado son de innumerables
campanas que tocaban á muerto...
Gil Gil percibió todas estas cosas, y cayó de
rodillas delante de su enemigo.
— ¡Piedad! ¡Perdón! — le dijo con indescrip-
tible angustia.
— Estás perdonado... — respondió la Muerte,
ocultando su guadaña.
Y, como si todo aquel fúnebre aparato de la
Naturaleza hubiera provenido del furor de la
negra divinidad; no bien lució una sonrisa en
los labios de ésta, calmóse el frío de la atmós-
fera, callaron las campanas, dejaron de aullar
los perros y brilló la luna tan dulcemente co-
mo al principio de la noche.
— ¡Has pretendido luchar conmigo! (excla-
eon buen humor). — ¿A! fin, mc-
dteol — Levántate, infeliz; levántate, y dame la
mano. — Te he dicho ya (¡iic no teínas nada/or
■i he.
— ¿Pero á qué has venido aquí? (repitió el
joven con creciente zozobra). — ¿A qué has vc-
tquí? ¿Cómo te encuentro en mi casa? —
|T6 ' "1" « Dtrai donde tienes que matar á al-
'...— ¿A quién bui
— Todo t'- I i >!ne...— Sentémonos un mo-
EL AMIGO DE LA MUERTE 89
mentó... — respondió la Muerte, acariciándolas
heladas manos de Gil Gil.
— Pero Elena... — murmuró el joven.
— Déjala: en este momento está dormida: yo
velo por ella. — Conque vamos á cuentas. —
Gil Gil... ¡eres un ingrato! ¡Eres como todos!
¡Una vez en la cumbre, das un puntapié á la
escalera por donde has subido!... ¡Oh! ¡tu con-
ducta conmigo no tiene perdón de Dios! ¡Cuán-
to me has hecho padecer en estos últimos días!
¡Cuánto! ¡cuánto!
— ¡Ay!... ¡yo la adoro! — balbuceó Gil Gil.
— ¡Tú la adoras! — ¡Eso es!... La habías per-
dido para siempre; eras un miserable zapatero,
y ella se iba á casar con un magnate: me in-
terpongo entre vosotros, y te hago rico, noble,
afamado; te libro de tu rival; te reconcilio con
tu enemiga y me la llevo al otro mundo; te
doy, en fin, la mano de Elena; y ¡he aquí que
en este momento me vuelves la espalda, te ol-
vidas de mí, y te pones una venda en los ojos
para no verme!... — ¡Insensato! ¡Tan insensato
como los demás hombres! ¡Ellos, que deberían
estar viéndome siempre con la imaginación, se
ponen la venda de las vanidades del mundo, y
viven sin dedicarme un recuerdo, hasta que
llego á buscarlos! — ¡Mi suerte es bien desgra-
ciada! ¡No guardo memoria de haberme acer-
cado á un mortal, sin que se haya asustado y
gO NARRACIONES INVEROSÍMILES
sorprendido, como si no me esperase nnncaí
¡Hasta los viejos de cien años creen que pue-
den pasar sin mí! — Tú, por tu parte, que tie-
nes el privilegio de verme con los sentidos
físicos, y que no podrías olvidarte de mí así
como quiera, te pusiste el otro día ante los
ojos un olvido material, una venda de trapo,
y hoy te encierras en un jardín solitario y te
crees libre de mí para siempre! — ¡Imbécil! ¡In-
grato! ¡Mal amigo! ¡Hombre..., y esto lo dice
todo!
— Y bien... (tartamudeó Gil Gil, á quien la
confusión y la vergüenza no habían hecho de-
sistir de su recelosa curiosidad): ¿A qué vienes
á mi casa?
— Vengo á continuar la misión que el Eter-
no me ha encomendado cerca de tí.
— ¿Pero no vienes á matarnos}
— De ninguna manera.
— ¡Ah!... entonces...
— Sin embargo; ya que logro verte, ó, por
mejor decir, que tú me veas, necesito tomar
derta 'iones, a fin de que no vuelvas
;t olvidarme.
— ¿Y que precauciones son esas? — preguntó
Gil, temblando mas que cunea.
— N hacerte ciertas revela-
ciones importantí: ini
— |Ah! ¡Vuelve ni. muña!
EL AMIGO DE LA MUERTE 9 1
— ¡Oh!... no. ¡Imposible! Nuestro encuentro
de esta noche es providencial.
— ¡Amigo mío! — exclamó el pobre joven.
— ¡Y tan amigo! (respondió la Muerte.) Por
que lo soy, necesito que me sigas.
— ¿A donde?
— A mi casa.
— ¡A tu casa! — ¿Conque vienes á matarme?
— ¡Ah cruel! ¡Y esa es tu amistad! — ¡Espan-
toso sarcasmo! ¡Me haces conocer la ventura,
y me la arrebatas en seguida!... — ¿Porqué no
me dejaste morir aquella noche?
— ¡Calla, desgraciado! (replicó la Muerte con
solemne tristeza.) ¡Dices que conoces la feli-
cidad!...— ¡Cómo te engañas! — ¡A eso propen-
do yo! ¡A que la conozcas!
— ¡Mi felicidad es Elena! — ¡Renuncio á todo
lo demás!
— Mañana verás más claro.
— ¡Mátame , pues! — gritó Gil con deses-
peración.
— Sería inútil.
— ¡Mátala á ella entonces! ¡Mátanos á
los dos!
— ¡Cómo deliras!
— ¡Ir á su casa, Dios mío!
— Tranquilízate...
— Pero ¡déjame siquiera despedirme de mi
adorada!... ¡Déjame decirle adiós!...
92 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— Accedo á ello... — ¡Despierta Elena! ¡Ven!
¡Yo te lo mando! — Mírala... Allí viene...
— Y bien: ¿qué le digo? ¿A qué hora podré
volver esta noche?
— Dile... que al amanecer os veréis.
— ¡Oh! ¡no!... ¡Yo no quiero estar contigo
tantas horas!... — ¡Hoy te tengo más miedo
que nunca!
— ¡Cuidado conmigo!
— ¡No te enojes! (exclamó el desconsolado
esposo). ¡No te enojes, y dime la verdad!...
¿Nos veremos en electo al amanecer Elena
y yo?
La Muerte levantó solemnemente la mano
derecha y miró al cielo, mientras que su triste
voz respondía:
— Te lo juro.
— ¡Oh! Gil... ¿Qué es esto? — exclamó Ele-
na, avanzando por entre los árboles, pálida,
gentil y resplandeciente como una personifi-
cación mitológica de la luna.
Gil, pálido también como un desenterrado,
descompuesto el cabello, torva l.i mirada, an-
heloso el corazón, besó en la frente á Elena,
y dijo COn acento sepulcral:
— i [asta mañana*— | Espérame, vida mial
— ¡Su vi.i.i1.— murmuro laAfiwfecon honda
compasión.
Elena I cielo los ojos, bañados en
EL AMIGO DE LA MUERTE 93
dulces lágrimas: cruzó las manos poseída de
misteriosa angustia, y repitió con voz que no
era de este mundo:
— Hasta mañana.
Y Gil y la Muerte se marcharon, y ella se que-
dó allí entre los árboles, de pié, con las manos
cruzadas y los brazos caídos, inmóvil, magní-
fica, intensamente alumbrada por la luna.
Parecía una noble estatua sin pedestal, olvi-
dada en medio del jardín.
XIV.
EL TIEMFO AL REVÉS.
— Mucho tenemos que andar... — (dijo la
Muerte á nuestro amigo Gil luego que salieron
de la quinta.) — Voy á pedir mi carro.
É hirió con el pié el suelo.
Un sordo ruido, como el que precede al te-
rremoto, resonó debajo de tierra. Alzóse lue-
go al rededor de los dos amigos un vapor ce-
niciento, entre cuya niebla apareció una es-
pecie de carro de marfil, por el estilo de los
que vemos en los bajo-relieves de la antigüe-
dad pagana.
A poco que reparase cualquiera (no lo
ocultaremos al lector), habría echado de ver
que aquel carro no era de marfil, sino pura y
94 NARRACIONES INVEROSÍMILES
simplemente de huesos humanos, pulidos y
enlazados con exquisito primor, pero que no
habían perdido su forma natural.
Dio la Muerte la mano á Gil y montaron en
el carro, el cual se alzó por el aire como los
globos que conocemos hoy, con la sola dife-
rencia de que lo dirigía la voluntad de los que
iban dentro.
— Aunque tenemos mucho que andar (conti-
nuó la Muerte), ya nos sobra tiempo, pues este
carro volará tanto como á mí se me antoje...
¡tanto como la imaginación! — Quiere decir,
que iremos alternativamente de prisa y despa-
cio, procurando dar una vuelta á toda la Tie-
rra en las tres horas de que podemos disponer.
— Ahora son las nueve de la noche en Ma-
drid... Caminaremos hacia el Nordeste, y así
evitaremos el encontrarnos desde luego con la
luz del sol...
Gil permaneció silencioso.
— [Magnifico! ¡Te empeñas en callar! (pro-
siguió la Mitote). — Pues hablaré yo solo. ¡Ve-
ne pronto te distraen y te hacen romper
el BÜencio los espectáculos que vas á conUm-
plar! — ¡Ku maich.i!
Id carro, que oscilaba en el aii <• mu direc-
ción desde que nuestro! viajeros Bubieron .1 el,
■ M movimiento, casi rozando con la
i, pero con una velocidad Indescriptible.
EL AMIGO DE LA MUERTE 95
Gil vio á sus plantas montes, árboles, ríos,
despeñaderos, llanuras...; todo en revuelta
confusión.
De vez en cuando, alguna hoguera le reve-
laba el albergue de sencillos pastores; pero,
más frecuentemente, el carro pasaba algo des-
pacio por encima de grandes masas pétreas,
hacinadas en formas rectangulares, por entre
las que cruzaba alguna sombra precedida de
una luz..., y al mismo tiempo se oían tañidos
de campanas que doblaban á muerto ó daban
la hora, lo cual es casi lo mismo, y el canto
del sereno que la repetía... — Reíase entonces
la Muerte, y el carro volaba otra vez suma-
mente de prisa.
A medida que avanzaban hacia el Oriente,
la oscuridad era más densa, el reposo de las
ciudades más profundo, mayor el silencio de
la naturaleza.
La luna huía hacia el ocaso como una palo-
ma asustada, mientras que las estrellas cam-
biaban de lugar en el cielo como un ejército en
dispersión.
— ¿Dónde estamos? — preguntó Gil Gil.
— En Francia... (respondió la Muerte). — He-
mos atravesado ya mucha parte de las dos be-
licosas naciones que tan encarnizadamente
han luchado al principio de este siglo. Hemos
visto todo el teatro de la Guerra de Sucesión...
96 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— Vencidos y vencedores duermen en este ins-
tante... Mi aprendiz, el sueño, reina sobre los
héroes que no murieron entonces en las bata-
llas, ni después, de enfermedad ó de viejos...
— ¡Yo no sé cómo abajo no sois amigos todos
los hombres! La identidad de vuestras desgra-
cias y debilidades, la necesidad que tenéis los
unos de los otros, la brevedad de vuestra vi-
da, el espectáculo de la grandeza infinita de
los orbes y la comparación de estos con vues-
tra pequenez, todo debía uniros fraternalmen-
te, como se unen los pasajeros de un buque
amenazado de naufragar. — En él no hay amo-
res, ni odios, ni ambiciones; nadie es acree-
dor ni deudor; nadie grande ni pequeño; nadie
feo ni hermoso; nadie feliz ni desgraciado. Un
mismo peligro los rodea... y mi frcsaicia los
iguala á todos. — Pues bien; ¿qué es la Tierra,
vista desde esta altura, sino un buque que se
va á pique, una ciudad presa de la peste ó del
incendio?
— ¿Qué luces fatuas son esas que, desde que
se ocultó la luna, veo brillar en algunos pun-
rlobo terrestre? — preguntó el joven.
— Son cementerios..! listamos encima de
.—Al lado de cada ciudad, década villa,
de cads aldea viva, hay siempre una ciudad,
illa ó una aldea muei ta, como la sombra
está siempre al ladodel cuerpo. La geo;,
EL AMIGO DE LA MUERTE 97
es doble, por consiguiente, aunque vosotros
jamás habléis sino de la mitad que os parece
más agradable. Con hacer un mapa de todos
los cementerios que hay sobre la tierra os bas-
taría para explicar la geografía política de
vuestro mundo. — Sin embargo, os equivoca-
ríais en la cuantía ó número de la población:
las ciudades muertas están mucho más habi-
tadas que las vivas: en estas hay apenas tres
generaciones, y en aquellas se hallan hacina-
das á veces por centenares. — En cuanto á
esas luces que ves brillar, son fosforescencias
de los cadáveres, ó, por mejor decir, son los
últimos fulgores de mil existencias desvane-
cidas; son crepúsculos de amor, de ambición,
de ira, de genio, de caridad; son, en fin, las
últimas llamaradas de la luz que se extin-
gue, de la individualidad que desaparece, del
ser que devuelve sus sustancias á la madre
tierra... Son, — y ahora es cuando acierto con
la verdadera frase, — lo que la espuma que for-
ma el rio al fenecer en el Océano.
La Muerte hizo una pausa.
Gil Gil sintió al mismo tiempo un estruendo
espantoso bajo sus pies, como el trote de mil
carros sobre los puentes de madera. — Miró ha-
cia la tierra, y no la encontró, sino que vio en
su lugar una especie de cielo movible en que
se abismaban...
tomo ni 7
98 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¿Qué es eso? — preguntó asombrado.
— Es el mar... (dijo la Muerte.) — Acabamos
de cruzar la Alemania, y entramos en el Mar
del Norte.
— ¡Ah!... no... (murmuró Gil poseido de un
terror instintivo). — Llévame hacia otro lado...
— ¡Quisiera ver el sol!
— Te llevaré á ver el sol, aunque retroceda-
mos para ello. — Así verás el curiosísimo es-
pectáculo del tiempo ni revés.
Giró el carro en el espacio, y empezaron á
correr hacia el Sudoeste.
Un momento después volvió á escuchar Gil
Gil el ruido de las olas.
— Estamos en el Mediterráneo... (dijo la
Muerte). Ahora cruzamos el Estrecho de Gi-
braltar... — ¡lié aquí el Océano Atlántico!
— ¡El Atlántico! murmuró Gil con respeto.
Y ya no vio sino cielo y agua, ó, por mejor
decir, cielo solamente.
El cano parecía vagar en el vacío, fuera
de la atmósti ra terrestre.
Las brillaban en todas partes: bajo
obre su cabeza, i n <l<'rredor suyo...
donde quien «i1"' fijaba la vista.
Ai í pasó otro minuto.
Al cabo de 61, p< n Ibió* i lo lejos una línea
aquello • dos cielos,
Inmóvil <-i uno y flotante el "iro.
EL AMIGO DE LA MUERTE gg
Esta línea purpúrea convirtióse en roja, y
luego en anaranjada; después se dilató bri-
llante como el oro, iluminando la inmensidad
de los mares.
Las estrellas desaparecieron poco á poco...
Iba á amanecer.
Pero entonces volvió á salir la luna.
Sin embargo, apenas brilló un momento,
cuando la luz del horizonte eclipsó su clari-
dad...
— Está amaneciendo... — dijo Gil Gil.
— Al contrario... (respondió la Muerte). —
Está anocheciendo; solo que, como camina-
mos detrás del sol, y mucho más de prisa que
él, el ocaso va á servirnos de aurora y la auro-
ra de poniente... — Aquí tienes las Azores.
En efecto, un gracioso grupo de islas apare-
ció en medio del Océano.
La luz melancólica de la tarde, quebrándo-
se entre nubes y filtrándose por la niebla de los
ríos, daba al archipiélago un aspecto encan-
tador.
Gil y la Muerte pasaron sobre aquellos oasis
de los desiertos marinos sin detenerse un mo-
mento.
A los diez minutos salió el sol del seno de
las olas, y levantóse un poco en el horizonte.
Pero la Muerte paró el carro, y el sol volvió
á ponerse.
IOO NARRACIONES INVEROSÍMILES
Echaron á andar de nuevo, y el sol tornó á
salir.
Eran dos crepúsculos en uno.
Todo esto asombró mucho á nuestro héroe-
Anduvieron más y más, engolfándose en el
día y en el Océano.
El reloj de Gil señalaba, sin embargo, las
nueve y cuarto... de la noche, — si así podemos
decirlo.
Pocos minutos después, la América del Nor-
te surgió en los mares.
Gil vio al paso los afanes de los hombres,
que ya labraban los campos, ya se deslizaban
en buques por las costas, ya bullían por las
calles de las ciudades.
En no sé qué parte distinguió una gran pol-
vareda...— Se daba una batalla.
En otro lado, le hizo reparar la Muerte en
una gran solemnidad religiosa... consagrada á
un árbol, ídolo de aquel pueblo...
Más allá, le designó á dos jóvenes salva-
jes, solos en un bosque, que se miraban con
amor...
Luego desapareció la tierra otra vez, y pe-
i¡' tía ron en el Mar Pacífico.
I ■ ii la Isla de los Pájaros era mediodía.
Mil otra islas aparecieron á sus ojos por to-
d<M ladot,
En cada una de ellas había costumbres, re-
EL AMIGO DE LA MUERTE 10 1
ligión, ocupaciones diferentes. ¡Y qué variedad
de trajes y de ceremonias!
Así llegaron á la China, donde estaba ama-
neciendo.
Este amanecer fué un anochecer para nues-
tros viajeros.
Otras estrellas, distintas de las que habían
visto con anterioridad, decoraron la bóveda
celeste.
La luna volvió á brillar hacia Levante y se
ocultó en seguida.
Ellos continuaban volando con más rapidez
que gira la Tierra sobre su eje.
Cruzaron, en fin, el Asia, donde era de no-
che; dejáronse á la izquierda las cordilleras del
Himalaya, cuyas eternas nieves brillaban á la
luz de los luceros; pasaron por las orillas del
Mar Caspio; viraron un poco hacia la izquier-
da, é hicieron alto en una colina al lado de
cierta ciudad, donde era media noche en aquel
momento.
— ¿Qué ciudad es esa? — preguntó Gil Gil.
— Estamos en Jerusalem — respondió la
Muerte.
—¿Ya?
— Sí... Poco nos falta para haber dado la
vuelta á la Tierra. — Me detengo aquí porque
oigo las doce de la noche, y yo no dejo de arro-
dillarme nunca á esta hora.
102 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¿Por qué?
— Para adorar al Criador del Universo.
Y, así diciendo, el enlutado descendió del
carro.
— Yo también quiero contemplar la ciudad
de Dios y meditar sobre sus ruinas, — repuso
Gil, arrodillándose al lado de la Muerte y cru-
zando las manos con fervorosa piedad.
Cuando ambos hubieron terminado su ora-
ción, la Muerte recobró su locuacidad y su
alegría, y, entrando otra vez en el carro, pre-
cedida de Gil Gil, dijo de esta manera:
— Aquella aldea que ves sobre un monte es
Jetsemaní. — En ella estuvo el Huerto de las
Olivas. — A este otro lado distinguirás una
eminencia coronada por un templo, que se
destaca sobre un campo de estrellas. .. — ¡Es el
Gólgota! — ¡Ahí pasé el gran día de mi vida!...
haber vencido al mismo Dios..., y ven-
cido lo tuve duiaiite niin has lioras... — Pero
|ayl que también fué en esc monte donde,
has después, me \ I desarmada y anulada
al amanecer de un domingo..! ¡ [esús había re-
imbiéo pre i ociaron i stos sitios,
en la misma ocasión, mis grandes combates
personales con ls Naturaleza... Aquí fué mi
duelo con ella; aquel terrible duelo... (á las
tres de la tarde; me acuerdo peí rectamente)
en que, no bien me vio blandir La lanza de
EL AMIGO DE LA MUERTE IO3
Longinos contra el pecho del Redentor, em-
pezó á tirarme piedras, á desarreglarme los
cementerios , á resucitarme los muertos...
¡qué sé yo! ¡Creí que la pobre Natura había
perdido el juicio!
La Muerte reflexionó un momenío; y al-
zando luego la cabeza, con más seriedad en
el semblante, añadió:
— ¡Es la hora!... — Ha pasado la media no-
che.— Vamos á mi casa, y despachemos lo
que tenemos que hablar.
— ¿Dónde vives? — preguntó tímidamente
Gil Gil.
— En el Polo Boreal (respondió la Muerte).
¡Allí donde nunca ha pisado ni pisará pié
humano!... ¡Entre nieves y hielos tan antiguos
como el mundo!
Dicho esto, la Muerte puso el rumbo hacia
el Norte, y el carro voló con más celeridad
que nunca.
El Asia Menor, el Mar Negro, la Rusia y
el Spitzberg desaparecieron bajo sus ruedas
como fantásticas visiones.
Iluminóse luego el horizonte de vistosísi-
mas llamas, reflejadas por un paisaje de
cristal de roca.
Todo era silencio y blancura sobre la tierra. . .
El resto del cielo estaba cárdeno, salpicado
de casi imperceptibles astros.
104 NARRACIONES INVEROSÍMILES
¡La auYora boreal y el hielo!... He aquí toda
la vida de aquella pavorosa región.
— Estamos en el Polo... (dijo la Muerte). He-
mos llegado.
XV.
LA MUERTE RECOBRA SU SERIEDAD.
Si Gil Gil no hubiera visto ya tantas cosas
extraordinarias durante su viaje aéreo; si el
recuerdo de Elena no ocupase completamente
su imaginación; si el deseo de saber á dónde
le llevaba la Muerte, y la presencia de ésta no
conturbasen su contristado espíritu, ocasión
muy envidiable era la en que se veía para es-
tudiar y resolver el mayor de los problemas
geográficos: la forma y la disposición de los
polos de la tierra.
Los límites misteriosos de los continentes y
d«l mar polar, confundidos por eternos hie-
los; la prominencia ó el abismo que, según
B, ha de señalar el paso del
nal sobre que gira nuestro globo; el
aspecto de la bóveda estrellada, en la cual
iguirfa i'ntoncesá un mismo tiempo todos
lo (!<• la Amé-
rica d«l Noi te, de la Europa entera, del Am.i,
. < 1 [opon, y <!<• la paite sep-
EL AMIGO DE LA MUERTE IO5
tentrional de los dos Océanos; el ardiente foco
de la aurora boreal, y en fin, tantos otros fe-
nómenos como persigue la ciencia inútilmente
hace muchos siglos, á costa de mil ilustres na-
vegantes que han perecido en aquellas pavo-
rosas regiones, hubieran sido para nuestro hé-
roe cosas tan claras y manifiestas como la luz
del día, y nosotros podríamos hoy comunicar-
las á nuestros lectores.
Pero, pues Gil no estaba para semejantes
observaciones, ni nosotros podemos hacernos
cargo de cosa alguna que no tenga relación
con nuestro héroe, quédese el género humano
en su ignorancia respecto al Polo, y conti-
nuemos nuestra relación.
Por lo demás, con recordar nuestros lecto-
res que á la sazón eran los primeros días de
un mes de Setiembre, comprenderán que el
sol brillaba todavía en aquel cielo, donde no
había sido de noche ni un solo instanse du-
rante más de cinco meses.
A su pálida y oblicua luz descendieron del
carro nuestros dos viajeros; y, cogiendo la
Muerte la mano de Gil Gil, le dijo con afable
cortesía:
— Estás en tu casa: entremos.
Un colosal témpano de hielo se elevaba
ante sus ojos.
En medio de aquel témpano, especie de muro
Io6 NARRACIONES INVEROSÍMILES
de cristal, clavado en una nieve tan antigua
como el mundo, había una prolongada grieta
que apenas permitía pasará un hombre.
— Te enseñaré el camino... — dijo la Muerte y
pasando delante.
El Duque de la Verdad se paró, no atrevién-
dose á seguir á su compañero.
Pero ¿qué hacer? ¿A donde huir por aquel
páramo infinito? ¿Qué camino tomar en aque-
llas blancas é interminables llanuras de hielo?
— ¡Gil! ¿no entras?— exclamó la Muerte.
Gil dirigió al pálido sol una última y supre-
ma mirada, y penetró en el hielo.
Una escalera de caracol, tallada en la mis-
ma congelada materia, condújole por retor-
cidas espirales hasta un vasto salón cuadrado,
sin mueble! ai adorno alguno, todo de hielo
también, que recordaba las grandes minas de
sal de Polonia ó Lm estancias de mármol de
los baños de [spahan y de Medina*
había acurrucado en un rincón,
Bobre las piernas como los orien-
tales.
— Ven acá: siéntate á mi lado y hablaremos.
— le <lij'» I ( lili
i i maquinalmente,
■ i tan profundo, que se. hu-
I oído la i ¡i de un insecto 111 1
; en aquella región pudiese existí)
EL AMIGO DE LA MUERTE IO7
ser alguno que no contase con la protección
de la Muerte.
Del frió que hacía, cuanto dijéramos sería
poco.
Imaginaos una total ausencia de calor; una
negación completa de vida; la cesación ab-
soluta de todo movimiento; la muerte como
forma del ser, y aún no habréis formado idea
exacta de aquel mundo cadáver..., ó más que
cadáver, puesto que no se corrompía ni se
transfiguraba, y no daba por consiguiente,
pasto á los gusanos, ni abono á las plantas, ni
elementos á los minerales, ni gases á la at-
mósfera.
Era el caos sin el embrión del universo; era
la nada bajo la apariencia de hielos seculares.
Sin embargo, Gil Gil soportaba aquel frío,
gracias á la protección de la Muerte .
— Gil Gil... (exclamó ésta con reposado y
majestuoso acento), ha llegado la hora de que
brille ante tus ojos la verdad en toda su mag-
nífica desnudez: voy á resumir en pocas pa-
labras la historia de nuestras relaciones, y á
revelarte el misterio de tu destino.
— Habla... — respondió Gil Gil denodada-
mente.
— Es indudable, amigo mío (continuó la
Muerte), que quieres vivir; que todos mis es-
fuerzos, que todas mis reflexiones, que las re-
108 NARRACIONES INVEROSÍMILES
velaciones que te hago á cada momento, son
ineficaces para apagar en tu corazón el amor á
la vida...
— ¡El amor á Elena, querrás decir! — inte-
rrumpió el joven.
— El amor al amor... (replicó la. Muerte.) —
El amor es la vida, la vida es el amor... no
desconozcas esto... — Y, si no, piensa en una
cosa que habrás comprendido perfectamente
en tu gloriosa carrera de médico y durante el
viaje que acabamos de hacer. — ¿Qué es el hom-
bre? ¿Qué significa su existencia? — Tú lo has
visto dormir de sol á sol y soñar mientras dor-
mía. En los intervalos de este sueño lo has
contemplado poseedor de doce ó catorce ho-
ras diarias de vigilia que no sabe en qué em-
plear. — En una parte, lo has hallado con las
armas en la mano matando semejantes suyos;
en otra lo has visto cruzar los mares á fin de
cambiar de alimentos. Quiénes se afanaban
por vestirse de éste ó de aquél color; quiénes
agujereaban la tierra y extraían metales con
qué Adornarte. Aquí ajusticiaban á uno: allí
obedecían cii I otro, En un Lulo la
virtud y el derecho consistían en tal ó cual
cosa; en otro lado cornil dan en lo adverso, lis-
tos tenían por \ rulad lo que aquell"
ban error. La misma belleza te habrá paie-
•ii.il e Imaginaria, ti medida que
EL AMIGO DE LA MUERTE IOg
hayas pasado por Circasia, por la China, por
el Congo ó por los Esquimales. También te
será patente que la ciencia es un experimento
torpísimo de los efectos más inmediatos, ó
una conjetura desatinada de las causas más
recónditas, y que la gloria es una palabra hue-
ca que la casualidad, nada más que la casua-
lidad, añade al nombre de este ó de aquel cada-
ver. Habrás comprendido, en fin, que todo lo
que hacen los hombres allá abajo es un juego
de niños para pasar el tiempo; que sus mise-
rias y sus grandezas son relativas; que su ci-
vilización, su organización social, sus más se-
rios intereses carecen de sentido común; que
las modas, las costumbres, las gerarquías, son
humo, polvo, vanidad de vanidades... Más
¿qué digo vanidad? ¡Menos aún! ¡Son los ju-
guetes con que entretenéis el ocio de la vida;
los delirios de un calenturiento; las alucina-
ciones de un loco! — Niños, ancianos, nobles,
plebeyos, sabios, ignorantes, hermosos, contra-
hechos, reyes, esclavos, ricos, mendigos... to-
dos son iguales para mí: todos son puñados
de polvo que deshace mi aliento. — ¡Y aún cla-
marás por la vida! ¡Y aún me dirás que deseas
permanecer en el mundo! ¡Y aún amarás esa
transitoria apariencia!
— ¡Amo á Elena!... — replicó Gil Gil.
— ¡Ah! sí... (continuó la Muerte): la vida es
IIO NARRACIONES INVEROSÍMILES
el amor; la vida es el deseo... — Pero el ideal
de ese amor y de ese deseo no debe ser tal ó
cual hermosura de barro... — ¡Ilusos, que to-
máis siempre lo próximo por lo remoto! — La
vida es el amor; la vida es el sentimiento; pero
lo grande, lo noble, lo revelador de la vida es
la lágrima de la tristeza que corre por la faz
del recién nacido y del moribundo, la queja
melancólica del corazón humano que siente
hambre de ser y pena de existir, la dulcísima
aspiración á otra vida, ó la patética memoria
de otro mundo. El disgusto y el malestar, la
duda y la zozobra de las grandes almas que
no se satisfacen con las vanidades de la tierra,
no son sino un presentimiento de otra patria,
de una más alta misión que la ciencia y el po-
der; de algo, en fin, más infinito que las gran-
dezas temporales de los hombres y que los
hechizos deleznables de las mujeres. — Fijé-
monos ahora en tí y en tu historia, que no co-
noces; descendamos al misterio de tu snóraa-
la es pliquemos Las razones de
tía amistad. — Col Gil, tú lo has dicho: de
cuentes supuestas felicidades ofrece la vida,
una sola deseas, y es la posesión de una mu-
jer.— iGrandeS Conquistas he hecho en tu espí-
ritu, por COnSÍgUÍ< nte! Ni poder, ni riquezas,
ni honores, el gloria..., nada sonríe á tu ima-
ginación... Eres, pues, un filósofo consuma-
EL AMIGO DE LA MUERTE III
do, un cristiano perfecto..., y á este punto he
querido encaminarte... — Ahora bien; díme: si
esa mujer hubiera muerto, ¿sentinas el morir?
Gil Gil se levantó dando un espantoso grito.
— ¡Cómo! (exclamó). — ¿Elena?...
— Cálmate... (continuó la Muerte). — Elena
se halla tal como la dejaste... Hablamos en
hipótesis. — Así, pues, contéstame.
— ¡Antes de matar á Elena, quítame la vida!
— He aquí mi contestación.
— ¡Magnífico! (replicó la Muerte). — Y dime:
si supieras tú que Elena estaba en el cielo es-
perándote, ¿no morirías tranquilo, conten-
to, bendiciendo á Dios y encomendándole tu
alma?
— ¡Oh! sí: ¡la muerte sería entonces la re-
surrección!— exclamó Gil Gil.
— De modo... (prosiguió el tremendo per-
sonaje), que, con tal de ver á tu lado á Ele-
na, nada te importa lo demás...
—¡Nada!
— Pues bien: ¡sábelo todo! — Hoy no es en el
mundo católico el día 2 de Setiembre de 1721,
como acaso te imaginas... — Hace muchísimos
más años que tú y yo somos amigos...
— ¡Cielos! — ¿Qué me dices? — ¿En qué año
estoy?
— El siglo diez y ocho ha pasado, y el diez y
nueve, y el veinte, y algunos más. — La Igle-
112 NARRACIONES INVEROSÍMILES
sia reza hoy por San Antonio, y es el año
de 2316.
— ¡Conque estoy muerto!
— Hace muy cerca de seiscientos años.
—¿Y Elena?
— Murió cuando tú. — Tú moriste la noche
en que nos conocimos...
— ¿Cómo? ¿Me bebí el aceite vitriolo?
— Hasta la última gota. — En cuanto á Ele-
na, murió del sentimiento, cuando supo tu
desgraciado fin. — Hace, pues, seis siglos que
los dos os halláis en mi poder.
— ¡Imposible! ¡Tú me vuelves loco! — excla-
mó Gil Gil.
— Yo no vuelvo loco anadie... (replicó la Muer-
te).— Escucha, y sabrás todo lo que he hecho
en tu favor. — Elena y tú moristeis el día que
te digo; Elena, destinada á subirá la mansión
de los ángeles el día del Juicio final, y tú me-
recedor de todas las penas del infierno. Ella;
por inocente y pura: t6, por haber vivido olvi-
dado de Diosy alimentando 1 ilea ambiciones.
— Ahora bu Di > final so celébrala ina-
ñ.in.i, do bien den las tres de la tarde en
Roma*
— ¡Oh, Dios mío!... ¡Conque se acaba el
mundo! •exclamó ( íil ( iil.
— ¡Ya era tiempo! (replicó el enlutado). —
Al lin voy á descansar...
EL AMIGO DE LA MUERTE II3
— ¡Se acaba el mundo! — tartamudeó Gil Gil
con indecible espanto.
— ¡Nada te importe! Tú no tienes ya nada
que perder. — Escucha. Viendo hoy que se
acercaba el Juicio final, yo (que siempre te tuve
predilección, como ya te dije la primera vez
que'hablamos), y Elena, que te amaba en el
cielo tanto como te había amado en la tierra,
suplicamos al Eterno que salvase tu alma. —
«Nada debo hacer por el suicida... (nos res-
pondió el Criador): os confío su espíritu por
una hora; mejoradlo, si podéis.» — «¡Sálvalo!»
— me dijo Elena por su parte. — Yo se lo pro-
metí, y bajé á buscarte al sepulcro, donde dor-
mías hace seis siglos. — Sentéme allí, á la ca-
becera de tu féretro, y te hice soñar con la
vida. — Nuestro encuentro, tu visita á Feli-
pe V, tus escenas en la corte de Luís I, tu ca-
samiento con Elena, todo lo has soñado en la
tumba. ¡En una sola hora, has creído pasar tres
días de vida, como en un solo instante habías pa-
sado seiscientos años de muerte!
— ¡Oh!... no... ¡no ha sido un sueño! — ex-
clamó Gil Gil.
— Comprendo tu extrañeza... (replicó la
Muerte). — ¡Te parecía verdad!... — ¡Eso te
dirá lo que es la vida! Los sueños parecen
realidades, y las realidades sueños. — Elena y
yo hemos triunfado. La ciencia, la experien-
TOMO III 8
114 NARRACIONES INVEROSÍMILES
cia y la filosofía han purificado tu corazón,
han ennoblecido tu espíritu, te han hecho ver
las grandezas de la tierra en toda su repug-
nante vanidad, y hé aquí que, huyendo de la
muerte, como lo hacías ayer, no huías sino
del mundo; y que, clamando por un amor
eterno, como lo haces hoy, clamas por la in-
mortalidad.— ¡Estás redimido!
— Pero Elena... — murmuró Gil Gil.
— ¡Se trata de Dios! ... No pienses en Elena.
— Elena no existe ni ha existido realmente
jamás. Elena era la belleza, reflejo de la in-
mortalidad. Hoy que el Astro de verdad y
de justicia recoge sus resplandores, Elena se
confunde con ÉL para siempre. — Á ÉL,
pues, debes encaminar tus votos!
— ¡Ha sido un sueño! — exclamó el joven con
indecible angustia.
— Y eso será el mundo dentro de algunas
horas: un sueño del Criador.
Diciendo asi I* Mitote levantóse, descubrió
su cabeza y alzó leí OJOI ti cielo.
—Amanece M Roma... (murmuró).— Em-
pieza el último día. — Adiós, Gil... ¡Hasta
nunca!
— ¡Oh! ¡no BM .-ib;. nilones!— exclamó el des-
graciado.
—*\No me abmulunts,* dices á la Muertel ¡Y
huías de mí!
EL AMIGO DE LA MUERTE II5
— ¡Oh!... ¡no me dejes aquí solo, en esta
región de desconsuelo ! .. . ¡Esto es una tumba! . . .
— ¿Qué? (dijo la deidad con ironía). ¿Tan
mal te ha ido en ella seiscientos años?
— ¿Cómo? ¿He vivido aquí?
— ¡Vivido! — Llámalo como quieras. — Aquí
has dormido todo ese tiempo.
— ¿Conque este es mi sepulcro?
— Sí... amigo mío... y, no bien desaparezca
yo, te convencerás de ello. ¡Sólo entonces sen-
tirás todo el frío que hace en esta mansión!
— ¡Ah!... ¡moriré instantáneamente! — ex-
clamó Gil Gil. — Estoy en el polo boreal.
— No morirás, porque estás muerto; pero
dormirás hasta las tres de la tarde, en que
despertarás con todas las generaciones.
— ¡Amiga mía! (gritó Gil Gil con indescrip-
tible amargura)... ¡No me dejes, ó haz que
siga soñando! — Yo no quiero dormir... ¡Ese
sueño me asusta!... ¡Este sepulcro me ahoga!
— Vuélveme á aquella quinta del Guadarra-
ma, donde imaginé ver á Elena, y sorpréndame
allí la ruina del universo! — Yo creo en Dios
y acato su justicia yápelo á su misericordia...
Pero ¡volvedme á Elena!
— ¡Qué inmenso amor! (dijo la deidad). —
¡Él ha triunfado de la vida y va á triunfar
de la muerte! ¡Él menospreció la tierra y
menospreciaría el cielo! — Será como de-
Il6 NARRACIONES INVEROSÍMILES
seas, Gil Gil... — Pero no olvides tu alma...
— !Oh! ¡gracias... gracias, amiga mía!...
¡Veo que vas á llevarme al lado de Elena!
— No: no voy á llevarte. — Elena duerme
en su sepulcro. — Yo la haré venir aquí, á que
duerma á tu lado las últimas horas de su
muerte.
— ¡Estaremos un dia enterrados juntos! ¡Es
demasiado para mi gloria y mi ventura! ¡Vea
yo á Elena; óigala decir que me ama; sepa
que permanecerá á mi lado eternamente, en
la tierra ó el cielo, y nada me importa la no-
che del sepulcro!
— ¡Ven, pues, Elena: yo lo mando! — dijo la
Muerte con cavernoso acento, llamando en la
tierra con el pie.
Elena, tal como quedó, al parecer, en el jar-
dín del Guadarrama, envuelta en sus blancas
vestiduras, pero pálida como el alabastro,
apareció en medio de la estancia de hielo en
que ocurría esta maiavillosa escena.
Gil Gil la recibió arrodillado, inundado de
lágrimas el rostro, con las manos cruzadas,
fija una mirada de profunda gratitud en el
apa' oblante de la Muatc.
— Adiós, amigOl míos... — exclamó ésta.
— l'l 11 mano, Elena! — balbuceó Gil Gil.
— (Gil mío! — murmuró la joven, arrodillán-
dose al lado de su esposo.
EL AMIGO DE LA MUERTE II7
Y, con las manos enlazadas y los ojos le-
vantados al cielo, respondieron al adiós de la
Muerte con otro melancólico adiós.
La negra divinidad se retiraba en tanto len-
tamente.
— ¡Hasta nunca! — murmuraba la Amiga del
hombre al alejarse.
— ¡Mío para siempre! (exclamaba Elena,
estrechando entre las suyas las manos de Gil
Gil). ¡Dios te ha perdonado, y viviremos jun-
tos en el cielo!
— ¡Para siempre! — repitió el joven con ine-
fable alegría.
La Muerte desapareció en esto .
Un frío horrible invadió la estancia, é ins-
tantáneamente Gil Gil y Elena quedaron he-
lados, petrificados, inmóviles en aquella reli-
ligiosa actitud, de rodillas, cogidos de las ma-
nos, con los ojos alzados al cielo, como dos
magníficas estatuas sepulcrales.
CONCLUSIÓN.
Pocas horas después estalló la Tierra como
xina granada.
Los astros más próximos á ella atrajeron y
•se asimilaron los fragmentos de la desecha
mole, no sin que la anexión les originase tre-
Il8 NARRACIONES INVEROSÍMILES
mendos cataclismos, como diluvios, desvia-
ciones de sus ejes polares, etc., etc.
La Luna, casi intacta, pasó á ser satélite,
no sé si de Venus ó de Mercurio.
Entre tanto, se había verificado el Juicio
fnalde la familia de Adán y Eva, no en el va-
lle de Josaphat, sino en el cometa llamado de
Carlos V, y las almas de los reprobos fueron
desterradas á otros planetas, donde hubieron
de emprender una nueva vida... — ¿Qué mayor
condenación?
Los que se purifiquen en esta segunda exis-
tencia, alcanzarán la gloria de volver al seno
de Dios, el día que desaparezcan aquellos as-
tros...
Los que no se purifiquen, aún habrán de
emigrar á otros cien mandos, donde peregri-
narán del mismo modo que nosotros peregri-
namos por el nuestro...
En cuanto á Gil y Elena, aquella tarde en-
D en la Tierra de Promisión, cogidos de la
mano, libi's para siempre de duelo y peni-
y redimidos; reconciliados con
Dios, partí< ipes de su bienaventuranza y he-
rederos & a, ni más ni menos que el
resto de los Justos y de los purificados, todos
los cuales sumarían (exceptuando los niños y
los tonto- ■'■<■ sacramento) cosí de
ocho mil simal ; i-sto es, un alma y pico por
EL AMIGO DE LA MUERTE IIQ
cada año que había existido la tierra..., según
el cómputo del Padre Petavio.
Por lo demás, yo puedo terminar mi cuento,
del propio modo que terminan las viejas to-
dos los suyos, diciendo que fui, vine y no me
dieron nada.
Guadix, 1852.
*^*
LA MUJER ALTA.
LA MUJER ALTA.
(cuento de miedo.)
ué sabemos! amigos míos... ¡qué sa-
bemos (exclamó Gabriel, distinguido
ingeniero de Montes, sentándose de-
bajo de un pino y cerca de una fuen-
te, en la cumbre del Guadarrama, á legua y
media del Escorial, en el límite divisorio de las
provincias de Madrid y Segovia; sitio y fuen-
te y pino que yo conozco y me parece estar
viendo; pero cuyo nombre se me ha olvidado):
— Sentémonos, como es de rigor y está escrito...
en nuestro programa (continuó Gabriel), á des-
cansar y hacer por la vida en este ameno y
clásico paraje, famoso por la virtud digestiva
del agua de ese manantial y por los muchos
borregos que aquí se han comido nuestros ilus-
tres maestros D. Miguel Bosch, D. Máximo
Laguna, D. Agustín Pascual y otros grandes
124 NARRACIONES INVEROSÍMILES
naturalistas; os contaré una rara y peregrina
historia en comprobación de mi tesis..., re-
ducida á declarar y sostener, aunque me lla-
méis oscurantista, que en el globo terráqueo
ocurren todavía cosas sobrenaturales, esto es,
cosas que no caben en la cuadrícula de la ra-
zón, de la ciencia ni de la filosofía, tal y como
hoy se entienden, ó no se entienden, semejan-
tes palabras, palabras y palabras, que diría
Hamlet.
Enderezaba Gabriel este pintoresco discur-
so á cinco sujetos de diferente edad, pero nin-
guno joven, y sólo uno entrado ya en años,
también ingenieros de Montes tres de ellos,
pintor el cuarto y un poco literato el quinto;
todos los cuales habían subido con el orador,
que era el más pollo, en sendas burras de al-
quiler, desde el Real Sitio de San Lorenzo, á
pasar aquel día herborizando en los hermosos
pinares de Pegucrinos, cazando mariposas por
medio de mangas de tul, cogiendo coleópte-
ros raros bajo la corteza de los pinos enfer-
mos, y comiéndose una carga de víveres fiam-
bres pagados á escote.
Hace de esto seis años, y era en el rigor del
ido si el día de Santiago ó el
de San Luí... Inclinóme á Creer <1 de San
—Como quiera <j .gozábase en
iqotllftl altuias de un íreSCO delicioso, y el
LA MUJER ALTA 1 25
corazón, el estómago y la inteligencia funcio-
naban allí mejor que en el mundo social y en
la vida ordinaria...
Sentado que se hubieron los seis amigos
Gabriel continuó hablando de esta manera:
— Creo que no me tacharéis de visionario...
Por fortuna ó desgracia mía, soy, digámoslo
así, un hombre á la moderna, nada supersti-
cioso y tan positivista como el que más, bien
que incluya entre los datos positivos de la Natu-
raleza todas las misteriosas facultades y emo-
ciones de mi alma en materias de sentimiento...
— Pues bien: á propósito de fenómenos sobre-
naturales ó extra-naturales, oid lo que yo he
oído y ved lo que yo he visto, aun sin ser el
verdadero héroe de la singularísima historia
que voy á contar, y decidme en seguida qué
explicación terrestre, física, natural, ó como
queramos llamarla, puede darse á tan maravi-
lloso acontecimiento.
El caso fué como sigue-.. — ¡A ver! ¡echad
una gota, que ya se habrá refrescado el pellejo
dentro de esa bullidora y cristalina fuente,
colocada por Dios en esta pinífera cumbre
para enfriar el vino de los botánicos!
126 NARRACIONES INVEROSÍMILES
II.
Pues, señor: no sé si habréis oído hablar de
un ingeniero de Caminos, llamado Telesforo
X...., que murió en 1860...
— Yo no...
—¡Yo sí!
— Yo también: un muchacho andaluz, con
bigote negro, que estuvo para casarse con la
hija del marqués de Moreda..., y que murió
de ictericia...
— ¡Ese mismo! (continuó Gabriel). — Pues
bien: mi amigo Telesforo, medio año antes
de su muerte, era todavía un joven brillantí-
simo, como se dice ahora. Guapo, fuerte, ani-
moso, con la aureola de haber sido el pri-
mero de su piomoción en la Escuela de Ca-
minos, y acreditado ya en la práctica por la
ejecución de notables ti abajos, disputabanso-
lo vanas ciii, irticulares, es aquellos
años de oro de leí obrai públicas, y también
Be lo disputaban Lae mujeres por casar ó mal
Casada-., y, pot supuestOj las viudas inipeni-
1 muy l'in na moza
que.*. — P( role tal viuda do viene ahora á cuen-
to; pues á f 1 »i 1 « 010 (piiso (Dii toda for-
malidad íufcá su « it.ida novia, la pobre |oaqui-
LA MUJER ALTA 1 27
nita Moreda, y lo otro no pasó de un amorío
puramente usufructuario. ..
— ¡Sr. D. Gabriel! ¡al orden!
— Sí... sí: voy al orden: pues ni mi historia
ni la controversia pendiente se prestan á chan-
zas ni donaires. — Juan: échame (¡tro medio
vaso... — ¡Bueno está de verdad este vino! —
Conque atención y poneos serios, que ahora
comienza lo luctuoso.
Sucedió, como sabréis los que la conocis-
teis, que Joaquina murió de repente en los
Baños de Santa Águeda, al fin del verano de
1859... — Hallábame yo en Pau cuando me
dieron tan triste noticia, que me afectó muy
especialmente por la íntima amistad que me
unía á Telesforo... — A ella sólo le había ha-
blado una vez en casa de su tía la Generala
López, y por cierto que aquella palidez azu-
lada, propia de las personas que tienen una
aneurisma, me pareció desde luego indicio de
mala salud... — Pero, en fin, la muchacha va-
lía cualquier cosa por su distinción, hermo-
sura y garbo, y, como además era hija única
de Título, y de Título que llevaba anejos al-
gunos millones, conocí que mi buen matemá-
tico estaría inconsolable... Por consiguiente,
no bien me hallé de regreso en Madrid, á los
quince ó veinte días de su desgracia, fui á
verlo una mañana muy temprano á su ele-
128 NARRACIONES INVEROSÍMILES
gante habitación de mozo de casa abierta y
de jefe de oficina, calle del Lobo... No re-
cuerdo el número, pero sí que era muy cerca
de la Carrera de San Jerónimo.
Contristadísimo, bien que grave y en apa-
riencia dueño de su dolor, estaba el joven in-
geniero, trabajando ya á aquella hora con sus
ayudantes en no sé qué proyecto de ferro-ca-
rril, y vestido de riguroso luto. — Abrazóme
estrechísimamente y por largo rato, sin lan-
zar ni el más leve suspiro; dio en seguida algu-
nas instrucciones, sobre el trabajo pendiente,
auno de sus ayudantes, y condújome, en fin,
á su despacho particular, situado al extremo
opuesto de la casa, diciéndome por el camino
con acento lúgubre y sin mirarme:
— Mucho me alegro de que hayas venido...
Varias veces te he echado de menos en el es-
tado en que me hallo... Ocúncme una cosa
muy particular y extraña, que solo un amigo
como tú podría oír sin considerarme imbécil
ó loco, y acerca de la cual necesito oír alguna
opinión sci < na y fiía como la ciencia...
— Siéntate... (prosiguió diciendo, cuando
hubimos llegado á su despacho): y no temas
«ii manera alguna que vaya á angustiarte d< s-
ti ibi I dolor queme aflige y que dura-
í.i tanto como mi vida... — ¿Para qué? ¡Tú te
lo figurarás fácilmente, á poco que entienda!
LA MUJER ALTA 1 29
de cuitas humanas, y yo no quiero ser conso-
lado ni ahora, ni después, ni nunca! — De lo
que te voy á hablar, con la detención que re-
quiere el caso, ó sea tomando el asunto desde
su origen, es de una circunstancia horrenda y
misteriosa que ha servido como de agüero in-
fernal á esta desventura, y que tiene contur-
bado mi espíritu hasta un extremo que te
dará espanto...
— ¡Habla! — respondí yo, comenzando á sen-
tir, en efecto, no sé qué arrepentimiento de
haber entrado en aquella casa, al ver la ex-
presión de cobardía que se pintó en el rostro
de mi amigo.
— Oye... — repuso él, pasándose una mano
por la sudosa frente.
III.
No sé si por fatalidad innata de mi imagi-
nación, ó por vicio adquirido al oír algu-
no de aquellos cuentos de vieja con que tan
imprudentemente se asusta á los niños en la
cuna, el caso es que, desde mis tiernos años,
no hubo cosa que me causase tanto horror y
susto, ya me la figurara mentalmente, ya me
la encontrase en realidad, como una mujer so-
TOMO III g
I3O NARRACIONES INVEROSÍMILES
la, en la calle, á las altas horas de la noche.
Te consta que nunca he sido cobarde. Me
batí en duelo, como cualquier hombre de-
cente, cierta vez que fué necesario; y, recién
salido de la Escuela de Ingenieros, cerré á
palos y á tiros en Despeñaperros con mis su-
blevados peones, hasta que los reduje á la
obediencia. Toda mi vida, en Jaén, en Madrid
y en otros varios puntos, he andado á desho-
ra por la calle, solo, sin armas, atento única-
mente al cuidado amoroso que me hacía ve-
lar, y si, por acaso, he topado con bultos de
mala catadura, fueran ladrones ó simples per-
dona-vidas, á ellos les ha tocado huir ó echar-
se ú un lado, dejándome libre el mejor cami-
no... Pero si el bulto era una mujer sola, pa-
rada ó andando, y yo iba también solo, y
no se veía más alma viviente por ningún
.., entonces (ríete, si se te antoja, pero
ne), poníaseme carne da gallina, vagos
temon b asaltaban mi espíritu, pensaba en al-
mas del otro mundo, en seres fantásticos, en
todas lis invenciones supersticiosas que me
hacían reír en cualquier otra circunstancia, y
apretaba el paso, 6 me volvía atrás, sin que
ya se me quitan <l susto ni pudiera distraer-
me ni ui¡ momento hasta que me veía dentro
de mi 'asa.
■ vez en ella, echábame también á reir
LA. MUJER ALTA 131
y avergonzábame de mi locura, sirviéndome
de alivio el pensar que no la conocía nadie.
Allí me daba cuenta fríamente de que, pues
yo no creía en duendes, ni en brujas, ni en
aparecidos, nada había debido temer de aque-
lla flaca hembra, á quien la miseria, el vicio ó
algún accidente desgraciado tendrían á tal
hora fuera de su hogar, y á quien mejor me hu-
biera estado ofrecer auxilio, por si lo necesi-
taba, ó dar limosna, si me la pedía... — Repe-
tíase, con todo, la deplorable escena cuantas
veces se me presentaba otro caso igual, ¡y
cuenta que ya tenía yo veinticinco años, mu-
chos de ellos de aventurero nocturno, sin que
jamás me hubiese ocurrido lance alguno pe-
noso con las tales mujeres solitarias y trasno-
chadoras!...— Pero, en fin, nada de lo dicho
llegó nunca á adquirir verdadera importancia,
pues aquél pavor irracional se me disipaba
siempre, tan luego como llegaba á mi casa ó
veía otras personas en la calle, y ni tan si-
quiera lo recordaba á los pocos minutos, como
no se recuerdan las equivocaciones ó neceda-
des sin fundamento ni consecuencia.
Así las cosas, hace muy cerca de tres años...
(desgraciadamente tengo varios motivos para
poder fijar la fecha: ¡la noche del 15 al 16 de
Noviembre de 1857!), volvía yo, á las tres de
la madrugada, á aquella casita de la calle de
132 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Jardines, cerca de la calle de la Montera, en
que recordarás viví por entonces... — Acababa
de salir, á hora tan avanzada, y con un tiempo
feroz, de viento y frío, no de ningún nido
amoroso, sino de... (te lo diré aunque te sor-
prendas) de una especie de casa de juego, no
conocida bajo este nombre por la policía,
pero donde ya se habían arruinado muchas
gentes, y á la cual me habían llevado á mí
aquella noche por primera... y última vez. —
Sabes que nunca he sido jugador: entré allí
engañado por un mal amigo, en la creencia
de que todo iba á reducirse á trabar conoci-
miento con ciertas damas elegantes de virtud
equívoca [demi-mondc puro), so pretexto de
jugar algunos maravedises al Enano, en mesa
redonda, con faldas de bayeta; y el caso fué
que, á eso de las doce, comenzaron á llegar
nuevos tertulios, que iban del Teatro Real ó
de salones verdaderamente aristocráticos, y
mudóse da juego, y salieron á relucir monedas
de OJO, di ¿listos, y Luego bonos escri-
tos con lápiz, y yo me enfrasqué poco á poco
S9 la selva oscura del vicio, llena de liebres y
Ll Iones, y perdí todo lo que llevaba, y
todo i" que poseía, y aún quedé debiendo un
dineral. •• con el/ rrespondientei — Es
. que ms arruiné por completo, y que,
sin la herencia y los grandes negocios que
LA MUJER ALTA 1 33
tuve en seguida, mi situación hubiera sido
muy angustiosa y apurada.
Volvía yo, digo, á mi casa aquella noche,
tan á deshora, yerto de frío, hambriento, con
la vergüenza y el disgusto que puedes supo-
ner, pensando, más que en mí mismo, en mi
anciano y enfermo padre, á quien tendría que
escribir pidiéndole dinero, lo cual no podría
menos de causarle tanto dolor como asombro,
pues me consideraba en muy buena y desaho-
gada posición..., cuando, á poco de penetrar
en mi calle, por el extremo que daá la de Pe-
ligros, y al pasar por delante de una casa re-
cien construida de la acera que yo llevaba,
advertí que, en el hueco de su cerrada puerta,
estaba de pié, inmóvil y rígida, como si fue-
se de palo, una mujer muy alta y fuerte,
como de sesenta años de edad, cuyos malig-
nos y audaces ojos sin pestañas se clavaron
en los míos como dos puñales, mientras que
su desdentada boca me hizo una mueca ho-
rrible por vía de sonrisa...
El propio terror ó delirante miedo que se
apoderó de mí instantáneamente, dióme no
sé qué percepción maravillosa para distinguir
de golpe, ó sea en dos segundos que tardaría
en pasar rozando con aquella repugnante vi-
sión, los pormenores más ligeros de su figura
y de su traje... — Voy á ver si coordino mis
134 NARRACIONES INVEROSÍMILES
impresiones, del modo y forma que las recibí
y tal y como se grabaron para siempre en mi
cerebro á la mortecina luz del farol que alum-
bró con infernales relámpagos tan aciaga y
fatídica escena...
Pero me excito demasiado, ¡aunque no sin
motivo, como verás mas adelante! — Descui-
da, sin embargo, por el estado de mi razón...
— ¡Todavía no estoy loco!
Lo primero que me chocó en aquella que
denominaré mujer, fué su elevadísima talla y
la anchura de sus descarnados hombros: lue-
go, la redondez y fijeza de sus marchitos ojos
de buho, la enormidad de su saliente nariz y
la gran mella central de su dentadura, que
convertía su boca en una especie de oscuro
agujero; y, por último, su traje de mozuela
del Avapiés, el pañolillo nuevo de algodón
que llevaba á la cabeza atado debajo de la
btrba, y un diminuto abanico abierto que te-
nía en la mano, y con el cual se cubría, afec-
tando pudor, I d centro del talle.
|Nada nías ridfi ulo y tremendo, nada más
tico que aquel abaniquülo
en unas ni. m< .riñes, sil viendo como
de cello de debilid; anta tan fea, \ i< ¡a
y lnif ud.i! Igual efecto producía el paftolejo
■ p real Que adornaba su c.
parado con aquella uarii de tajamar, a
LA MUJER ALTA I35
leña, masculina, que me hizo creer un mo-
mento (no sin regocijo) si se trataría de un hom-
bre disfrazado... — Pero su cínica mirada y
asquerosa sonrisa eran de vieja, de bruja, de
hechicera, de Parca... ¡no sé de qué! ¡de algo
que justificaba plenamente la aversión y el
susto que me habían causado toda mi vida las
mujeres que andaban solas, de noche, por la
calle!... — ¡Dijérase que, desde la cuna, había
presentido yo aquel encuentro! ¡Dijérase que
lo temía por instinto, como cada ser animado
teme y adivina y ventea y reconoce á su an-
tagonista natural, antes de haber recibido de
él ninguna ofensa, antes de haberlo visto, sólo
con sentir sus pisadas!
No eché á correr en cuanto vi á la esfinge
de mi vida, menos por vergüenza ó varonil
decoro, que por temor á que mi propio miedo
le revelase quién era yo, ó le diese alas para
seguirme, para acometerme, para... ¡no sé!
¡Los peligros que sueña el pánico no tienen
forma ni nombre traducibles!
Mi casa estaba al extremo opuesto de aque-
lla prolongada y angosta calle, en que me ha-
llaba yo solo, enteramente solo, con aquella
misteriosa estantigua, á quien creía capaz de
aniquilarme con una palabra!... — ¿Qué hacer
para llegar hasta allí? — ¡Ah! ¡con qué ansia
veía á lo lejos la anchurosa y muy alumbrada
I36 NARRACIONES INVEROSÍMILES
calle de la Montera, donde á todas horas hay
agentes de la autoridad!...
Decidí, pues, sacar fuerzas de flaqueza; di-
simular y ocultar aquel pavor miserable; no
acelerar el paso, pero ganar siempre terreno,
aun á costa de años de vida y de salud, y de
esta manera, poco á poco, irme acercando á
mi casa, procurando muy especialmente no
caerme antes redondo al suelo!
Así caminaba...; así habría andado ya lo
menos veinte pasos desde que dejé atrás la
puerta en que estaba escondida la mujer del
abanico, cuando de pronto me ocurrió una
idea horrible, espantosa y, sin embargo, muy
racional: ¡la idea de volver la cabeza, á ver
si me seguía mi enemiga!
— Una de dos... (pensé con la rapidez del
rayo): — O mi terror tiene fundamento, ó es
una locura: si tiene fundamento, esa mujer
habrá echado detrás de mí, estará 'alcanzán-
dome, y DO hay salvación pan mí en el mun-
do... — Y si es una locura, una aprensión, un
pánico como cualquier otro, me convenceré
de (lio, en el \ caso y para todos los
qOfl me ocurran, al ver que esa pobre ancia-
na se ha quedado < n el huero de Aquella puer-
ta, preservándote del trío, ó esperando á que
le abran; con lo cual yo podré leguir tnar«
ohando bai la mi casa muy tranquilamente y
LA MUJER ALTA 1 37
me habré curado de una manía que tanto me
abochorna.
Formulado este razonamiento, hice un es-
fuerzo extraordinario y volví la cabeza.
¡Ah! ¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Qué desventura!
— ¡La mujer alta me había seguido con sordos
pasos, estaba encima de mí, casi me tocaba
con el abanico, casi asomaba su cabeza sobre
mi hombro.
¿Por qué? ¿Para qué, Gabriel mío? — ¿Era
una ladrona? ¿Era efectivamente un hombre
disfrazado? ¿Era una vieja irónica, que había
comprendido que le tenía miedo? ¿Era el es-
pectro de mi propia cobardía? ¿Era el fantas-
ma burlón de las decepciones y deficiencias
humanas?
¡Interminable sería decirte todas las cosas
que pensé en un momento! — El caso fué que
di un grito y salí corriendo como un niño de
cuatro años que juzga ver al Coco, y que no
dejé de correr hasta que desemboqué en la ca-
lle de la Montera...
Una vez allí, se me quitó el miedo como
por ensalmo. — ¡Y eso que la calle de la Mon-
tera estaba también sola! — Volví, pues, la ca-
beza hacia la de Jardines, que enfilaba en toda
su longitud, y que estaba lo suficientemente
alumbrada por sus tres faroles y por un re-
verbero de la calle de Peligros para que no
I38 NARRACIONES INVEROSÍMILES
se me pudiese oscurecer la mujer alta, si por
acaso había retrocedido en aquella dirección,
y ¡vive el cielo! que no la vi parada, ni an-
dando, ni en manera alguna!
Con todo, guárdeme muy bien de penetrar
de nuevo en mi calle.
— ¡Esa bribona (me dije) se habrá metido
en el hueco de otra puerta!... Pero, mientras
sigan alumbrando los faroles, no se moverá
sin que yo no lo note desde aquí...
En esto vi aparecer aun sereno por la calle
del Caballero de Gracia, y lo llamé sin des-
viarme de mi sitio: díjele, para justificar la
llamada y excitar su celo, que en la calle de
Jardines había un hombre vestido de mujer:
que entrase en dicha calle por la de Peligros,
á la cual debía dirigirse por la de la Aduana;
que yo permanecería quieto en aquella otra
salida, y que, con tal medio no podría esca-
pársenos el que á todas luces era un ladrón ó
un asesino.
Obedeció el sereno; tomó por la calle de la
Aduana, y, cuando yo \í avanzar su farol por
el otro lado <!<• la de Jardines, penetré también
en ella ic;, licitamente.
Pronto nos reunimos en su promedio, sin
que ni el uno ni el i.lio luilm ■■ < RlOfl tüO >nl va-
do I nadie, a pe .iv df l¡.il>"; regil trado puerta
por puerta.
LA MUJER ALTA 139
— Se habrá metido en alguna casa... — dijo
el sereno.
— ¡Eso será! — respondí yo, abriendo la
puerta de la mía, con firme resolución de mu-
darme á otra calle al día siguiente.
Pocos momentos después hallábame den-
tro de mi cuarto tercero, cuyo picaporte lle-
vaba también siempre conmigo, á fin de no
molestar á mi buen criado José.
¡Sin embargo, éste me aguardaba aquella
noche! — ¡Mis desgracias del 15 al 16 de No-
viembre no habían concluido!
— ¿Qué ocurre? — le pregunté con extrañeza.
— Aquí ha estado (me respondió visible-
mente conmovido), esperando á V. desde las
once hasta las dos y media, el señor coman-
dante Falcón, y me ha dicho que, si venía V.
á dormir á casa, no se desnudase, pues él vol-
vería al amanecer...
Semejantes palabras me dejaron frío de do-
lor y espanto, cual si me hubieran notificado
mi propia muerte... — Sabedor yo de que mi
amadísimo padre, residente en Jaén, padecía
aquel invierno frecuentes y peligrosísimos ata-
ques de su crónica enfermedad, había escrito
á mis hermanos que, en el caso de un repen-
tino desenlace funesto, telegrafiasen al co-
mandante Falcón, el cual me daría la noticia
de la manera más conveniente... — ¡No me ca-
140 NARRACIONES INVEROSÍMILES
bía, pues, duda de que mi padre había falle-
cido!
Sentéme en una butaca á esperar el día y á
mi amigo, y con ellos la noticia oficial de tan
grande infortunio, y ¡Dios solo sabe cuánto
padecí en aquellas dos horas de cruel expecta-
tiva, durante las cuales (y es lo que tiene rela-
ción con la presente historia) no podía sepa-
rar en mi mente tres ideas distintas, y al pa-
recer heterogéneas, que se empeñaban en for-
mar monstruoso y tremendo grupo: mi pérdida
al juego, el encuentro con la mujer alta y la
muerte de mi honrado padre!
A las seis en punto penetró en mi despa-
cho el comandante Falcón, y me miró en si-
lencio...
Arrójeme en sus brazos, llorando desconso-
ladamente, y él exclamó acariciándome:
— ¡ Llora, sí, hombre! ¡llora! — ¡Y ojalá ese
dolor pudiera sentirse muchas veces!
IV.
—Mi amigo Telesforo (continuó Gabriel,
después que httbo aparado otro vaso de vino)
; • 1 mi >n 11 un momento al llegar áeste
posto, y luego prosiguió en los términos si-
— Si mi historia terminara aquí, acaso no
LA MUJER ALTA 141
encontrarías nada de extraordinario ni sobre-
natural en ella, y podrías decirme lo mismo
que por entonces me dijeron dos hombres de
mucho juicio á quienes se la conté: que cada
persona de viva y ardiente imaginación tiene
su terror pánico; que el mío eran las trasno-
chadoras solitarias, y que la vieja de la calle
de Jardines no pasaría de ser una pobre sin
casa ni hogar, que iba á pedirme limosna
cuando yo lancé el grito y salí corriendo, ó
bien una repugnante Celestina de aquel barrio,
no muy católico en materia de amores...
También quise creerlo yo así; también lo
llegué á creer al cabo de algunos meses; no
obstante lo cual, hubiera dado entonces años
de vida por la seguridad de no volver á en-
contrarme á la mujer alta. — ¡En cambio, hoy
daría toda mi sangre por encontrármela de
nuevo!
— ¿Para qué?
— ¡Para matarla en el acto!
— No te comprendo...
— Me comprenderás si te digo que volví á
tropezar con ella hace tres semanas, pocas ho-
ras antes de recibir la nueva fatal de la muer-
te de mi pobre Joaquina...
— Cuéntame... cuéntame...
— Poco más tengo que decirte. — Eran las
cinco déla madrugada: volvía yo de pasar la
I42 NARRACIONES INVEROSÍMILES
última noche, no diré de amor, sino de amar-
guísimos lloros y desgarradora contienda, con
mi antigua querida la viuda de T..., de quien
érame ya preciso separarme, por haberse pu-
blicado mi casamiento con la otra infeliz, á
quien estaban enterrando en Santa Águeda á
aquella misma hora!
Todavía no era día completo; pero 3ra cla-
reaba el alba en las calles enfiladas hacia
Oriente. Acababan de apagar los faroles, y ha-
bíanse retirado los serenos, cuando al irá cor-
tar la calle del Prado, ó sea á pasar de una
á otra sección de la calle del Lobo, cruzó por
delante de mí, como viniendo de la plaza de
las Cortes y dirigiéndose á la de Santa Ana, la
espantosa mujer de la calle de Jardines.
No me miró, y creí que no me había visto...
— Llevaba la misma vestimenta y el mismo
abanico que liare tres años... — ¡Mi azoramien-
to y cobardía turrón n,.i\<>irs que nunca! —
Corté rapidíaimtmente la calle del Prado,
luego que 1 Ha PASÓ, l>i<'il que sin quitaile OJO,
para asegurarme que no volvía la cabeza; y,
cuando hulx- peni liado <u la oda sección de
la calle del Lobo, re* piré como si acabara de
pasar á nado una impetuosa corriente, y apre¿
turé de nuevo mi man ha liana acá, con más
regocijo que miedo, pues consideraba vencida
y anulada á la odiosa bi uja Bfl <l mero hecho
LA MUJER ALTA I43
de haber estado tan próximo de ella sin que
me viese...
De pronto, y cerca ya de esta mi casa, aco-
metióme como un vértigo de terror, pensando
en si la muy taimada vieja me habría visto y
conocido; en si se habría hecho la desenten-
dida para dejarme penetrar en la todavía os-
cura calle del Lobo y asaltarme allí impune-
mente; en si vendría tras de mí; en si ya la
tendría encima...
Vuélvome en esto... ¡y allí estaba! ¡Allí, á
mi espalda, casi tocándome con sus ropas,
mirándome con sus viles ojuelos, mostrándo-
me la asquerosa mella de su dentadura, aba-
nicándose irrisoriamente, como si se burlara
de mi pueril espanto!...
Pasé del terror á la más insensata ira, á la
furia salvaje de la desesperación, y arrójeme
sobre el corpulento vejestorio; tirólo contra la
pared, echándole una mano á la garganta; y
con la otra ¡qué asco! póseme á palpar su
cara, su seno, el lío ruin de sus cabellos ru-
cios, hasta que me convencí juntamente de
que era criatura humana y mujer...
Ella había lanzado entre tanto un aullido
ronco y agudo al propio tiempo, que me pa-
reció falso, ó fingido, como expresión hipócri-
ta de un dolor y de un miedo que no sentía,
y luego exclamó, haciendo como que lloraba,
144 NARRACIONES INVEROSÍMILES
pero sin llorar; antes bien mirándome con ojos
de hiena:
— ¿Por qué la ha tomado V. conmigo?
Esta frase aumentó mi pavor y debilitó mi
cólera.
— ¡Luego V. recuerda (grité) haberme visto
en otra parte!
— ¡Ya lo creo, alma mía! (respondió sardó-
nicamente) ¡la noche de San Eugenio, en la
calle de Jardines, hace tres años!...
Sentí frío dentro de los tuétanos.
— Pero ¿quién es V.? (le dije sin soltarla).
¿Por qué corre detrás de mí? ¿Qué tiene V.
que ver conmigo?
— Yo soy una débil mujer... (contestó dia-
bólicamente.)— ¡ V. me odia y me teme sin mo-
tivo!...— Y, sino, dígame V., señor caballero;
¿por qué se asustó de aquel modo la primera
vez que me vio?
— ¡Porque l;i aborrezco á V. desde que na-
cí! [Porque ea V. el demonio de mi vida!
— ¡I )e nio lo que V. me conocía hace mucho
tiempo? -jPoea mira, lujo, yo también á tí!
— ¡Usted me conocía! — ¿Deade cuándo?
— ¡Desde antes que naeier.is! — Y, cuando
]>.i ai junto ¡i mí liace lr< s anos, me dije
i mi:. nía: — l/£Mf ($!*
— Pero ¿quién soy yo para V.? ¿Quién esV.
para mí?
LA MUJER ALTA 145
— ¡El demonio! — respondió la vieja, escu-
piéndome en mitad de la cara, librándose de
mis manos y echando á correr velocísimamen-
te, con las faldas levantadas hasta más arriba
de las rodillas y sin que sus pies moviesen
ruido alguno al tocar la tierra...
¡Locura intentar alcanzarla!... — Además,
por la Carrera de San Jerónimo pasaba ya al-
guna gente y por la calle del Prado también.
— Era completamente de día. — La viujer alta
siguió corriendo, ó volando, hasta la calle de
las Huertas, alumbrada ya por el sol; paróse
allí á mirarme; amenazóme una y otra vez es-
grimiendo el abaniquillo cerrado, y desapa-
reció detrás de una esquina...
¡Espera otro poco, Gabriel! ¡No falles to-
davía este pleito en que se juegan mi alma y
mi vida! — ¡Óyeme dos minutos más!
Cuando entré en mi casa, me encontré con
el coronel Falcón, que acababa de llegar para
decirme que mi Joaquina, mi novia, toda mi
esperanza de dicha y ventura sobre la tierra,
había muerto el día anterior en Santa Águeda!
— El desgraciado padre se lo había telegrafia-
do á Falcón para que meló dijese... ¡á mí,
que debí haberlo adivinado una hora antes, al
encontrarme al demonio de mi vida! — ¿Com-
prendes ahora que necesito matar á la enemiga
innata de mi felicidad, á esa inmunda vieja,
tomo ni 10
146 NARRACIONES INVEROSÍMILES
que es como el sarcasmo viviente de mi des-
tino?
Pero ¿qué digo matar? — ¿Es mujer? ¿Es cria-
tura humana? — ¿Por qué la he presentido desde
que nací? ¿Por qué me reconoció al verme? ¿Por
qué no se me presenta, sino cuando me ha su-
cedido alguna gran desdicha? — ¿Es Satanás?
¿Es la Muerte? ¿Es la Vida? ¿Es el Antecristo?
— ¿Quién es? ¿Qué es?...
V.
Os hago gracia, mis queridos amigos (con-
tinuó Gabriel), de las reflexiones y argumen-
tos que emplearía yo para ver de tranquilizar
á Telesforo, pues son los mismos, mismísi-
mos, que estáis vosotros preparando ahora
demostrarme que en mi historia no pasa
Dada sobrenatural ó sobrehumano... — Vos-
otros diréis más: vosotros diréis que mi ami-
go estaba medio Loco; que Lo estuvo siempre;
quej cuando menoSi padecía la enfermedad
moral llamada pOf unos terror pánico y por
otros deliiii' tmoHvo\ que, aun siendo verdad
todo lo que referís acerca de Is mujer sita,
habría que ati ibuii ucius casuales
de fochas y accidentes; y, en Un, que aquella
LA MUJER ALTA 1 47
pobre vieja podía también estar loca, ó ser
una ratera, ó una mendiga, ó una zurcidora
de voluntades, como se dijo á sí propio el hé-
roe de mi cuento en un intervalo de lucidez y
buen sentido...
— ¡Admirable suposición! (exclamaron los
camaradas de Gabriel en variedad de formas).
¡Eso mismo íbamos á contestarte nosotros!
— Pues escuchad todavía unos momentos,
y veréis que yo me equivoqué entonces, como
vosotros os equivocáis ahora. — ¡El que des-
graciadamente no se equivocó nunca fué Te-
lesforo! — ¡Ah! ¡es mucho mas fácil pronunciar
la palabra «locura,» que hallar explicación á
ciertas cosas que pasan en la tierra!
—¡Habla! ¡habla!
— Voy allá; y esta vez, por ser ya la última,
reanudaré el hilo de mi historia sin beberme
antes un vaso de vino.
VI.
A los pocos días de aquella conversación
con Telesforo, fui destinado á la provincia de
Albacete en mi calidad de ingeniero de Mon-
tes; y, no habían trascurrido muchas semanas,
cuando supe, por un contratista de obras pú-
I48 NARRACIONES INVEROSÍMILES
blicas, que mi infeliz amigo había sido ataca-
do de una horrorosa ictericia; que estaba en-
teramente verde, postrado en un sillón, sin
trabajar ni querer ver á nadie, llorando de
día y de noche con inconsolable amargura, y
que los médicos no tenían ya esperanza algu-
na de salvarlo. — Comprendí entonces por qué
no contestaba á mis cartas, y hube de reducir-
me á pedir noticias suyas al coronel Falcón,
que cada vez me las daba más desfavorables y
tristes...
Después de cinco meses de ausencia, regre-
sé á Madrid el mismo día que llegó el parte
telegráfico de la batalla de Tetuan... — Me
acuerdo como de lo que hice ayer. — Aquella
noche compré la indispensable Correspondencia
de España, y lo primero que leí en ella fue la
noticia de que Telesforo había fallecido, y la
invitación á su entierro para la mañana si-
guiente.
Comprenderéis que no falté á la triste ce-
remonia.— Al llegar al cementerio de San
Luis, á donde fui en uno de los coches más
nnos al carro fúnebre, llamó mi atención
una mojar dd puebk>i vieja y niuv alta, que
se reía impíamente al ver bajar d Icietro, y
que luego se colocó en ademán de triunfo de-
lanta da loa anterradoree, leftalándoiei con on
abanico muy pequeño la galería que debían
LA MUJER ALTA 1 49
seguir para llegar á la abierta y ansiosa tum-
ba...
A la primera ojeada reconocí, con asombro
y pavura, que era la implacable enemiga de
Telesforo, tal y como él me la había retratado,
con su enorme nariz, con sus infernales ojos,
con su asquerosa mella, con su pañolejo de
percal y con aquel diminuto abanico, que pa-
recía en sus manos el cetro del impudor y de
la mofa...
Instantáneamente reparó en que yo la mira-
ba, y fijó en mí la vista de un modo particular,
como reconociéndome, como dándose cuenta
de que yo la reconocía, como enterada de que
el difunto me había contado las escenas de la
calle de Jardines y de la del Lobo, como de-
■■sanándome, como declarándome heredero del
odio que había profesado á mi infortunado
amigo...
Confieso que entonces mi miedo fué supe-
rior á la maravilla que me causaban aquellas
nuevas coincidencias ó casualidades. — Veía pa-
tente que alguna relación sobrenatural, ante-
rior á la vida terrena, había existido entre la
misteriosa vieja y Telesforo; pero, en tal mo-
mento, solo me preocupaba mi propia vida,
mi propia alma, mi propia ventura, que corre-
rían peligro si llegaba á heredar semejante in-
fortunio. . .
I5O NARRACIONES INVEROSÍMILES
La mujer alta se echó á reir y me señaló igno-
miniosamente con el abanico, cual si hubiese
leído en mi pensamiento y denunciase al pú-
blico mi cobardía... — Yo tuve que apoyarme
en el brazo de un amigo para no caer al suelo,
y entonces ella hizo un ademán compasivo ó
desdeñoso, giró sobre los talones y penetró en
el Campo Santo, con la cabeza vuelta hacia
mí, abanicándose y saludándome á un propio
tiempo, y contoneándose entre los muertos
con no sé qué infernal coquetería, hasta que,
por último, desapareció para siempre en aquel
laberinto de patios y columnatas llenos de
tumbas...
Y digo fara sinn/te, porque han pasadoquin-
ce años y no he vuelto á verla... — Si era cria-
tura humana, ya debe de haber muerto; y si
no lo era, tengo la seguridad de que me ha
desdeñado...
Conque ¡vamos f ! ¡Decidme vues-
tra opinión acerca de lan curiosos hechos! —
¿Los consideráis todavía naturales?
Ocioso fuera qur yo, el autor del cuento ó
sucedido que acabáis de leer, estampase aquí
las contestaciones que dieron a (íabiicl sus
< ompafteros y ami to que, al Hn y á
la postre, cada lector habrá1 de juzgar el caso
según sus pn , as.t.
LA MUJER ALTA 151
Prefiero, por consiguiente, hacer punto final
en este párrafo, no sin dirigir el más cariñoso
y expresivo saludo á cinco de los seis expe-
dicionarios que pasaron juntos aquel inolvida-
ble día en las frondosas cumbres del Guada-
rrama.
Valdemoro 25 de Agosto de 1881.
^10
LOS SEIS VELOS.
LOS SEIS VELOS.
A AGUSTÍN BONNAT.
(prólogo y dedicatoria.)
ace algún tiempo que mi amigo Ra-
fael y yo, más enamorados de la
muerte que de la vida, dimos un lar-
go paseo por el mar, á las altas horas
de una tranquila noche de verano, sin otra
compañía que la implacable luna, y rigiendo
por nosotros mismos un barquichuelo del ta-
maño de un ataúd.
Cansados de remar, y extáticos ante la so-
lemne calma de la naturaleza, acabamos por
abandonar el bote á merced de las olas, con-
fiando en la mansedumbre con que lo acari-
ciaban, ó más bien en nuestra mala suer-
te, que parecía decidida á no ayudarnos á
morir.
Rafael había cantado una patética barcarola,
cuya letra decía de este modo:
I56 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Boga, boga, sin recelo,
del remo al impulso blando,
como las almas bogando
van desde la tierra al cielo.
Boga, que el viento no zumba,
y la mar se duerme en calma;
boga, como boga el alma
desde la cuna á la tumba.
Esta sencilla canción había aumentado la
tristeza que nos devoraba; tristeza que en él
era ingénita ó consustancial, y que á mí me
habían comunicado los libros románticos, al-
gunos hombres sin creencias y las esquiveces
de la fortuna...
— Rafael... (exclamé de pronto). Tú debes
de haber tenido algún amor desgraciado...
Rafael no era comunicativo. En otra cual-
quier circunstancia habría eludido la respues-
ta. Pero, en aquella situación culminante, mi
interpelación fué como la ruptura de un dique.
— Escucha.» — dijo.
Y un- contó ana historia incoherente! inex-
plicable, tan origina] cuino melancólica.
|E1 desgraciado había pasado la vida cor-
riendo tras un celaje de amor, que se desva-
lentamt Qtfl ante sus ojos, dejándole el
alma llena de amai;;nia!...
Acabo de saber que mi amigo ha muerto.
Su bii toria, dormids en lo profundo de mi
lo a la luperfície.
LOS SEIS VELOS 1 57
Y, sin vacilar, he cogido la pluma.
Esta es la historia de la historia que te de-
dico.
Recíbela como mía para tí..., sin parar
mientes en el juicio de los profanos.
No te digo más.
Pedro.
I58 NARRACIONES INVEROSÍMILES
PRIMERA PARTE.
EL VELO BLANCO.
I.
HABLA RAFAEL.
¿Por qué estaba 30 triste á los diez y ocho
años?
Todo me sonreía. Era rico; pertenecía á la
familia más ilustre de mi pueblo; amábanme
mis padres; había sido dotado por Dios de un
alma entusiasta; adoraba lo bello y lo grande,
y todo era bello y grande para mí en la tierra
y en el espacio...
La muerte del día, el amanecer de la luna,
los rumore da] < ■ampo que me vio nacer, los
himnos amorosos qtM procedan al sol por la
la, al variado aroma de las flores;
todo hablaba á mi corazón ... Pero jay! su len-
ara triste, desconsolador, como la me-
i lo...
LOS SEIS VELOS 159
¡Lloraba yo! ¿Porqué?
¿Era el sufrimiento mi predestinación? ¿Tra-
je en mi alma el germen de la melancolía?
¿Había sellado Dios mi frente con la marca
de un dolor indefinible, excepcional, privile-
giado?
¿Por qué no era yo como los demás hom-
bres? ¿Por qué mi disgusto hacia las cosas que
ellos amaban tanto? ¿Por qué mi aislamiento
sobre la tierra? ¿Qué deseaba yo? ¿Qué nece-
sitaba? ¿Qué aristocracia de seres representa-
ba en la vida? ¿Era yo más ángel ó más de-
monio que el resto de la humanidad? ¿Cuál
era mi gerarquía? — Degradación ó preeminen-
cia, jyo la aborrecía, yo la rechazaba! — Ser
como todos era mi constante deseo... ¡Había
en mí una superabundancia de vida que me
agobiaba! — ¿Qué crimen había yo cometido
antes de nacer, para que se me impusiera aquel
tormento extraordinario? ¿Qué premio, más
alto que el de los demás, me esperaba á mí,
en pago de tan incesante martirio? — ¡Ah!
¡Cuánto me odiaba!
En esta situación decidí viajar, á fin de es-
parcir mi alma por el universo, y dejar en ca-
da horizonte una cantidad de pensamiento y
de melancolía.
1 6o NARRACIONES INVEROSÍMILES
II.
Á AGUSTÍN BONNAT.
— Agustín, ¿cómo se llama la enfermedad
que sufría mi amigo?
— Celibato intelectual, moral y físico.
— ¿Qué lo produce?
— El demasiado talento, madurado precoz-
mente en la soledad, ó sea en compañía de
tontos y de necios.
— ¿Cómo se cura?
— Con tres mujeres: primero una coqueta;
luego, un ángel que se muera amándole; y,
por último, una mujer que se haga amar.
— ¿Qué le pasa, si carece de las tres?
— I C 1 paciente sucumbe al dolor de estó-
mago.
— ¿Y si sólo halla la coqueta?
— Se su¡<
— ¿Y sida con el ángel, y el ángel no se
muere?
— Se casa; se aburre más que de soltero;
del ángel un demonio, y revienta de una
plétOn dfl vino.
— ¿Y si halla á la mujer amable y amanda
antes que á las otras?
— No li de ella, ni la comprende...
LOS SEIS VELOS l6l
— ¿Y si llega el ángel antes que la coqueta?
— El enfermo muere á manos de su presun-
to suegro.
— ¿Y si tropieza con la mujer amamla, des-
pués de salir de manos de la coqueta, y antes
de ver morir al ángel?
— Entonces pagan justos por pecadores.
— Pues bien, Agustín; Rafael se libró de
todo eso, porque no encontró á ninguna de
las tres...
— ¿Qué mujer halló entonces?
— ¡A las tres resumidas en una sola! — To-
tal, ¡nada!
— Es decir, una sal neutra... — ¡Desgraciado
Rafael!
— Tu dixisti.
III.
DE AGUSTÍN BONNAT.
Aquí se me hace indispensable advertir al
lector, que cuando habla Agustín Bonnat, no
es por cuenta suya.
Lo que él dice lo digo yo.
Y no puede ser de otro modo, supuesto que
nos separan trescientas cincuenta leguas, par-
te de ellas de monarquía española, y parte de
imperio francés.
TOMO III II
1 62 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Porque estoy en París; en el París de Al-
fonso Karr; en la residencia del gran maestro
de este nuevo género de literatura que Agus-
tín y )'o nos hemos propuesto cultivar desafo-
radamente, hasta que nuestros lectores pier-
dan el juicio.-..
IV.
SIGUE RAFAEL.
La primera vez que la vi, fué al rayar el
alba de un día de Enero.
Cruzaba yoá caballo la antigua villa de ***,
sin pensar en detenerme en ella. — Había en-
trado por una puerta para salir por la otra y
continuar mi camino.
Te he dicho que amanecía.
Los ruidosos pasos de mi caballo turbaban
Bolamente la quietud de la dormida po-
blación.
iba mirando á los cerrados balcones, sa-
ludando con la imaginación á todos aquellos
seres desconocidos que dejaba detrás de mí, y
que suponía i ntregados al sueño; 6 bien pensa-
bt ''o queseguirían viviendo allírutinariamente
más < afiOS» sin noticia alguna de que
yo había pasado una mañana poi delante de
; hasta que la Munle los obliga-
se A viajar también á ellos, de quienes al cabo
LOS SEIS VELOS 163
de cierto tiempo tampoco tendrían noticia, ó
memoria, los nuevos habitadores de sus ho-
gares...
De pronto vi moverse las blancas cortinillas
de un balcón, levantadas por linda mano que
parecía de marfil, y luego divisé una cabeza
despeinada y curiosa que se pegaba á los cris-
tales para verme pasar...
Detuve mi caballo.
Erase una hermosísima joven, de diez y
siete á diez y ocho años, blanca como la nieve.
Anchos bucles de cabellos negros encerraban
unas facciones correctas y delicadas, de pureza
encantadora. Sus ojos, negros también, tenían
aquella mirada tranquila que hace meditar al
hombre en quien se detiene, y sus labios os-
tentaban cierto orgulloso desdén, propio de
las clases mimadas por la fortuna...
Mal hice en detener mi caballo..., y muy
mal también en saludar á la gentil madru-
gadora...
Ella no me contestó; pero tampoco dio se-
ñales, de enojo, de turbación, de burla ni de
complacencia...
Limitóse á dejar caer la cortinilla, ocul-
tándose á mi atrevida mirada, y yo me alejé
más triste que nunca...
Medita en este encuentro.
164 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Si yo hubiera tropezado con una mujer se-
mejante en cualquier gran población, induda-
blemente me habría sorprendido su rara belle-
za; pero al cabo de un minuto la habría olvi-
dado... Mas encontrármela al cruzar por una
aldea, al amanecer, y como sola en el mundo;
perderla al encontrarla; verla morir para mi
vida, cuando mi amor podía haber nacido
para ella; dejarla así entregada á un destino
en que yo nunca influiría; sospechar que de-
trás de mí vendí ía otro hombre y se haría
dueño de su corazón; pensar en que ella acaso
me hubiera dado la ventura, y en que yo había
pasado á su lado sin demandársela... ¡esto era
ya, para mi melancolía, casi una pasión malo-
grada por la fatalidad!
Así ítlé que súbitamente sentí laitoraimin.ics,
como si hubiera hecho mal en no quedarme
en aquella villa; ;no si acabara de
1 a una amiga ds mi infancia; celos, como
si aquella nifta me hubiera jurado eterno
anuir; y amOf, cuino si en el minuto que había
lola Be hubiese detenido mi exis-
inera «ir un reloj que se para.. •
Todo el tlía y <1 siguiente; « decir, todo el
viaje, luí pensando en mi apaiie.ión.
taba levantada á
Ha hora? ¿Esperaba á su amante? ¿Acaba-
él?
LOS SEIS VELOS 1G5
Aquí me asaltaban penosas ideas: mi ima-
ginación se trazaba cuadros desesperadores:
la envidia me roía el alma.
¿Había reparado en mí? ¿Me recordó en el
resto del día? ¿Creó hipótesis sobre mi destino,
«orno yo acerca del suyo?
¡Ya ves hasta qué punto era yo loco en
aquel tiempo! — Por lo demás, hazte cargo de
-que las emociones que intento traducirte con
palabras, son de aquellas que el juicio persi-
gue inútilmente, ó que no pueden ser aprisio-
nadas en el molde de un concepto. De las
verdades que se sienten y no se explican, es
«na la historia que estoy contando...
Hoy mismo creo aún distinguir el rostro de
aquella niña, entre el blanco tul de las corti-
nillas del balcón, y lloro, lo mismo que lloré
aquella mañana...
Como amanecía, creí por un momento que
era la aurora medio velada todavía en los va-
pores de la noche...
Como aún era algo de noche, la creí la luna,
pálida de celos al verse en frente de la au-
rora...
Y desde aquel día la adoré con toda mi
alma.
1 66 NARRACIONES INVEROSÍMILES
V.
Á AGUSTÍN BONNAT.
En este punto, mi querido Agustín, pienso
y siento lo propio que mi infortunado amigo
Rafael.
No sé en qué consiste que los hombres de
cierto temple nos enamoramos de la última
desconocida que vemos al paso...
Tal vez sea por atormentarnos á nosotros
mismos, como el personaje de Terencio.
¿No hay seres que sólo aman lo difícil, lo-
irrealizable?
Pues irrealizable es un deseo, siempre fijo
en lo que ya ha quedado atrás.
Oye y maravíllate.
Cuando la diligencia en que yo voy cruza
al galope de diez caballos por la calle de una
al tea cualquiera, me entran ganas de casarme
con todas las zagalas que me miran estólida-
mente.
—¡Qué feliz sería yo aquí! (me digo á cada
momento). ¿Dónde hallaré otra mujer como esa?
Y la diligencia corre, y el meteoro desapare-
ce... — Pero me queda la melancolía en el alma.
lerdo qua una (arde pasé por cierto-
pueblo de la M.m« li.i.
LOS SEIS VELOS 1 67
Era domingo.
Yo no lo sabía, ó no lo recordaba en aquel
instante; pero los cuellos limpios de los luga-
reños, y los zapatos de cordobán de las zaga-
las, me hicieron caer en la cuenta.
Mediaba Mayo.
La tarde era tranquila, trasparente, embal-
samada.
El mundo parecía un vasto diván, prepara-
do para dos amantes.
Los ancianos labradores manchegos pasea-
ban por el campo.
Los mozos se contoneaban por las esquinas
con su eterno aire amenazador.
Las muchachas jugaban, bailaban, canta-
ban, y se burlaban de nosotros los ¡aquilinos
de la diligencia.
¡Cómo me entristeció aquel sencillo cuadro
de paz, de ignorancia, de felicidad domés-
tica!
¡Cómo envidié las almas estúpidas de aque-
llos aldeanos!
¡Cómo amé á todas aquellas jóvenes castas,
devotas é inciviles!
Y, sin embargo, escribo esta historia en la
patria de Rafael Valentín, el héroe de la Piel
de Zapa...
Desde mis balcones se ve el Puente Nuevo,
y debajo el luctuoso Sena...
1 68 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Mañana se estrena en la Grande Opera Las
vísperas sicilianas, última obra de Verdi.
¿Qué son ya para mi corazón todas las za-
galas de la Mancha?
FÍN DB LA PRIMERA PARTE.
COMENTARIO DEL AUTOR.
Amigos lectores:
Antes de proseguir, detengámonos un mo-
ta meditar sobre la blancura, color ó an-
ticolor que resalta en esta primera parte de
inj historia.
Blanca ha sido nuestra heroína; blanco es el
ruó, estación en que la hemos conocido;
a es el alba, á cuya luz dudosa se han cea-
■ >\osgravcs acontecimientos que preceden;
i el velo á través del cual ha visto Ra-
fael á su desconocida; pues no me Qegareja
una cortinilla es un velo; en el blanco em-
I la gradación de !• paleta; blanco vx:\ todo
ipe] que n.-vo emborronado desde que
ti atención, y blanca es la inocencia
que precede a los amo
Con razón, pues, se llama esta primen
parte: El vtlo blanco.
LOS SEIS VELOS 1 69
Añadiré ahora, que yo amo la blancura. —
La amo:
En Sierra Nevada, paloma enorme que co-
bija bajo sus alas purísimas á Granada la
Sarracena;
En las nubes de incienso, que suben á las
cúpulas del templo católico, entre las armo-
nías del órgano sagrado... (Por eso no soy
protestante);
En una media de seda, ó sea en dos;
En el majestuoso hábito de un fraile do-
minico;
En la lana de los corderos que se comen
la hierba de los valles;
En el cantar de Salomón, cuando nos des-
cribe las recónditas bellezas de la mujer bien
amada;
En un limpio mantel;
En una rabiosa cascada, cubierta de espuma
como un caballo indómito;
En las provincias Vascongadas, donde no
hay papel sellado, sino blanco por excelencia
i oral;
En una hermosa dentadura;
En la cabellera de un anciano, hombre de
bien, que parece en su casa una bendición de
Dios;
En un tazón de rica leche, si me lo sirven
en el campo, bajo los árboles, al anochecer;
170 NARRACIONES INVEROSÍMILES
En un fantasma... (¡Creo en ellos; los he
visto!);
En una bandera de paz, después de largos
años de guerra;
En un día de invierno, cuando nieva mu-
cho, y yo estoy sentado á la chimenea, viendo
el campo á través de un cristal, olvidado de
los pobres que se hallan sin pan, ni casa, ni
trabajo, ni abrigo;
En un pañuelo de batista que me dice
¡adiós! á lo lejos, cuando doblo la esquina de
cierta calle;
En una azucena;
En la vela latina que cruza los mares con
dirección á los puertos que adoro en mi
memoria;
En una bata de muselina, con una mujer
dentro; sentadas ambas á una reja, en el mes
de Setiembre, á media noche... Por eso soy
tan melancólico... — (¡El cólera no respetó
sexo ni edad!);
Bu la luz de la luna, ruando besa por orden
mía la losa de un sepulcro, del cual yo estoy
distante;
una Inicua cama, después de un largo
en que be bebido lluvias, ladronee, edua-
Jai f< indas;
1 .11 el ermiho del manto de loe reyes, sin el
,e ( onfundiiían con sus vasall'
LOS SEIS VELOS I71
En la blanca-doble, cuando hago dominó con
ella;
En la posesión de una blanca, que, multipli-
cada treinta y cinco veces, me daría un capi-
tal de más de cien millones;
En el nombre de una dama de Madrid;
En un arma blanca, cuando tengo miedo,
celos ó ira... (Por eso no las llevo nunca);
En toda conciencia, así privada, como cu-
rial, como política, como literaria... (Este es
un amor platónico)...
En fin, yo amo la blancura en todo lo que
es puro, inocente, candido, angelical, virgí-
neo; en lo corpóreo, en lo espiritual, en lo
moral, en lo teórico; como color, como au-
sencia de color, como emblema, como sím-
bolo, como apoteosis, como ropa limpia, y
como albayalde, que al fin y al cabo es un
veneno.
172 NARRACIONES INVEROSÍMILES
PARTE SEGUNDA.
EL VELO DE COLOR DE ROSA.
(Habla Rafael). — La segunda vez que la vi,
fué tres años después.
Era una hermosa tarde de primavera.
Paseaba yo por los alrededores de Sevilla,
solo aún, siempre solo, con el corazón hen-
chido de reconcentradas ternuras, todavía sin
historia de amores, aunque más enamorado
<jue nunca de mi aparición.
Un año antes había ido á buscarla al pueblo
en que la encontré; pero ya DO estaba allí, ni
nadie me dio razón de til persona.
La casa de las cortinillas blancas era un
parador de diligencias, aunque en otros tiem-
i lo palacio de no sé que noble
familia.
Sólo un criado del parador hizo memoria
!•• hube di ■ la lecha y el bal-
cón en que 1 ieid.il, de que era
soitei.i, <ic que eetuvo allí trea días, de que se
llamaba Matilde y de que viajaba con IU pa-
LOS SEIS VELOS 1 73
dre, el cual se vio obligado á hacer tan larga
parada en aquella aldea, por resultas de una
enfermedad.
Desesperé, pues, de volver á hallar á Ma-
tilde, y hasta sentí saber su nombre, compren-
diendo que éste me serviría únicamente para
dar más cuerpo y violencia á la rara pasión que
iba tomando caracteres de manía y hasta de
locura en mi debilitado cerebro...
Una tarde, digo, me paseaba por los alre-
dedores de Sevilla, cuando, en cierto angosto
y solitario camino rural, me alcanzó un lujoso
carruaje, tirado por dos magníficas yeguas.
Mientras yo me apartaba contra un áspero
seto para no ser atropellado, el coche tuvo
que detenerse; y, al través del crista!, y junto
á una medio descorrida cortinilla de color de
rosa, distinguí un rostro bello y sonriente que
no podía confundir con ningún otro...
¡Era ella! ¡Era Matilde! — ¡Matilde, sin noti-
cia alguna de que yo sabía su nombre, de que
yo la amaba, de que su hermosura era mi
constante pensamiento hacía tres años!
Miróme atentamente, y no sé si me reco-
noció...
Yo me llevé la mano al sombrero; y aun
pensaba ya en hacerle seña de que bajase el
cristal, cuando de pronto... (bien que todo
esto era pronto, rápido, instantáneo), observé
174 NARRACIONES INVEROSÍMILES
que enfrente de ella iba una nodriza con un
niño en brazos...
Quédeme frío, insensato, estúpido...; y,
cuando llegué á dominar en parte mi emoción,
la carretela había ya desaparecido al trote con
dirección á la gran capital.
¡Oh desventura! Mis antiguos presentimien-
tos se habían realizado. ¡Otro hombre la había
conocido después que yo!... ¡Matilde se había
casado con él! ¡Matilde tenía un hijo que no
era mío!...
¿Sabes tú la angustia, la envidia, los rabio-
sos celos, la desesperación que se experimen-
ta al ver casada con otro á la mujer á quien
se adoró cuando era virgen?
¿Sabes tú las adivinaciones, las intuiciones,
las recreaciones infernales á que se entrega la
vil y desvergonzada imaginación del mísero y
defraudado amante?
¿Te figuras cuánto padecería yo cu aquel
momento, al enterarme de la traición da Ma-
tilde?
¡Oh! ¡Y qué bermoM iba, medió oculta tras
aquel velo de color de rosa!... — Enmedio de
mi Infortunio, perecióme verá la <i¡
, dormida ya en su lecho de esplendoro-
sas nubes, al otro lado del horizonte de mi
vida...
rtH M LA hBOUNDA PARTÍ,
LOS SEIS VELOS 1 75
COMENTARIO DEL AUTOR.
La tarde ha sido de color de rosa; de color de
rosa la cortina de seda del carruaje, segundo
velo de nuestra heroína; de color de rosa es la
luna de miel, primavera del matrimonio; de co-
lor de rosa es el porvenir del primogénito de
toda rica familia. La hora, pues, el sitio, la
estación, y todas las circunstancias de la an-
terior escena han sido rosadas y sonrientes...
Justo es, por lo tanto, que la segunda parte
de esta relación se llame El velo de color de
rosa.
Y aquí reparo por primera vez en que el
nombre de este color es una tontería.
Se dice: «una ilusión, un vestido, un pano-
rama de color de rosa...» con lo cual no se ha
dicho nada, puesto que hay rosas blancas,
opalinas, doradas, pajizas, purpúreas, carme-
síes...
Agustín Bonnat. (Interrumpiéndome.) Es que
quizá habrá una rosa por antonomasia, desde
que Venus matizó los campos con la sangre de
sus pies...
— Convengo en ello: hay una rosa de color
de sí misma; hay una rosa modelo, de la cual
son variedades las demás...
I76 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Prescindamos, pues, de las demás y ciñá-
monos á ella.
Queda planteada así la cuestión:
— ¿De qué color es una roso?
Agustín Bonnat. — De color de rosa.
— ¿Y una rosa de color de rosa?
Agustín Bonnat. — Rosada.
— Eso no puede ser. — Déjame pensar un
rato. — Yo daré con ello. — Fuma si quieres.
Una rosa... una rosa... es de color de... de...
De color de uñas. (Yo gusto de las uñas
bonitas, largas, sonrosadas...)
De color de labios de niño. (¡Qué grato es
tener por amigo íntimo, no á ningún hoi,
sino á un chiquitín de tres años!...)
De color de billetes de 500 reales.
De color de... (Aquí vuelvo á recordar el
\t de Salomón.)
De color de rubor... ([Bendito sea él! [Ben-
dito sea cuando abrasa una mejilla m<
sellada por un beso!...)
ando sube á la trente de una virg* n. 1
to á un ati< vido galán,
Cuando invade las orejas de un hombre tí-
mido,
Cu;ui<l<> ..t. Btigua honrad* enza, in-
. cuando •
¡Mii ( .', d: Ú mbttStí le sale- á ¡a cara!
LOS SEIS VELOS I 77
O cuando ha sitio comprado en una perfu-
mería y se lo lleva en los labios un D. Juan
de entre-bastidores,
O cuando es producido por el deseo, más
bien que por el temor,
O cuando ilumina de júbilo y de entusias-
mo un rostro marchito antes de tiempo,
0 cuando viene seguido de una apoplegía
fulminante...
Pero vuelvo á la rosa.
Una rosa es:
De color de viaje á Madrid, cuando lleva uno
la cartera atestada de cartas de recomenda-
ción... (Yo llegué á Madrid sin cartera, ni más
ni menos que I103' se halla el Presidente del
Consejo de Ministros.)
De color de herida que empieza á sanar,
De color de María, llamada Rosa Mysiica,
denominación, por cierto, muy tierna é inspi-
rada...— ¡Bien, que toda la Letanía es un cán-
tico divino, que parece escrito por los ánge-
les; un Rosario de dulcísimas metáforas, que
equivale á un ramillete de ricas flores!...
1 Ahí Yo gusto de recordar á mis solas la
Letanía, — y siempre me dejo algo.
Pero, á propósito de rosario:
Una rosa puede ser también:
De color de rosario, puesto que rosario sig-
nifica guirnalda de rosas...
TOMO III 12
I78 NARRACIONES INVEROSÍMILES
De color de cierto rosoli del mismo nombre,
que beben los imperitos,
De color de polvos dentríficos de Quiroga...
(Los recomiendo),
De color de alegría,
De color de fresa,
De color de amor, de dicha, de esperanza,
de juventud, de castillos en el aire, de salud,
de amanecer, de flor entreabierta, de fruto sa-
no, de escenas pastoriles, de gloria, de ado-
lescencia, y de papel secante para que no se
borre esta novela...
¡Escoged!
LOS SEIS VELOS I79
PARTE TERCERA.
EL VELO VERDE.
I.
(Habla Rafael.) Inútilmente busqué á Ma-
tilde por toda Sevilla: no la encontré.
Pasó un año.
Mi amor, mi extravagante amor, era una
monomanía, una locura.
Cuando un hombre de mi temple se fija en
un deseo y no lo consigue, vive como Prome-
teo, sintiendo en las entrañas el lento roer de
un buitre.
Veía otras mujeres, otras caras; j'o era lo
bastante rico para hacerme amar, lo bastante
joven para inspirar amor; pero yo no quería
otra mujer que aquella. Yo la había visto ni-
ña, virgen, inocente. Yo había meditado sobre
su destino. Yo había seguido su vida con la
imaginación. Yo estaba íntimamente ligado á
ella... Y, por lo tanto, padecía como un espo-
so ofendido, como un amante abandonado,
l8o NARRACIONES INVEROSÍMILES
como un bienhechor á quien afligen la ingra-
titud y la perfidia de su cliente.
Tal era mi estado la tercera vez que la vi.
II.
Terminaba un baile de máscaras en el gran
salón del teatro de Oriente en Madrid.
De pronto oyéronse ásperos gritos, y se pro-
dujo grande alarma bajo la famosa araña cen-
tral, punto de cita de las personas más ele-
gantes.
Parecía ser que un caballero había arranca-
do la careta á cierta máscara vestida de hechi-
cera y cubierta con un velo verde...
Decíase que el agresor era su esposo, y que
la había oido jurar amor y constancia á otro
caballero, de cuyo brazo il>a.
acción con que el
injuriado manilo adquirió la certeza da bu in-
fortunio y de su deshonra, lo insultó i'
mente y aun puso la mano sobre su rostro...
Palabras de duelo á muerte habían media-
do, per tanto, entre -
to se conocían y hasta se tutéa-
me acerqué al lugar del conflicto.
adúltera recobraba en aquí i Instante el
conocimiento, sostenida poi piadosas
LOS SEIS VELOS iSl
enmascaradas y rodeada de varios caballeros,
que la defendían del airado esposo, empeñado
en ahogarla allí mismo con sus manos.
Nadie la conocía... Pero todos la ampara-
ban misericordiosamente.
Yo sí la conocí. — ¡Era ella! ¡Era Matilde!
Sin darme cuenta de lo que hacía, penetré
en el grupo, y le dije á la sin ventura, ofre-
ciéndole mi brazo para que se apoyara:
— ¡Nada tema V., Matilde!... ¡Nada tema
X ...\ Aquí estoy yo...
— Este caballero la conoce... — exclamaron
algunos, cediéndome el honor de protegerla.
La infortunada me miró, y lanzó un leve
grito, al propio tiempo que se tapaba el rostro
con las manos...
¡Me había reconocido!
— ¿Quién es esta señora? ¿Cómo se llama su
esposo? — me preguntaban al propio tiempo
los circunstantes, en voz baja y con extremada
cortesía.
— No lo sé... — respondí tan estúpidamen-
te, que todos se echaron á reir.
Entre tanto, \& hechicera había logrado esca-
par y perderse entre el compacto gentío, y el
marido era conducido ante la autoridad por
un comisario de policía.
— ¿Quién es la señora que ha dado ese es-
cándalo? ¿Cómo se llama su marido? — pregun-
l82 NARRACIONES INVEROSÍMILES
té yo entonces á mi vez á varias personas..*
Pero nadie los conocía, ni pudo tampoco
decirme el nombre del tercer personaje de
aquella horrible escena, de mi segundo ven-
turoso rival, del amante de Matilde...
En cuanto á las consecuencias del lance,
nada oí hablar en Madrid al día siguiente ni
en los sucesivos.
Comprenderás perfectamente que no había
yo de hacer indagaciones directas y formales
por medio de la policía.
¿Para qué, ni por qué?
; Ay! Matilde me inspiraba ya, no solo amor,
no solo despecho, no solo piedad, no solo lás-
tima, sino también terror y miedo...
Además, su actitud al reconocerme en el
baile, demostraba que no quería tener nada
que ver conmigo; que también táñ temía ó me
odiaba; que yo le infundía, Lo mismo que ella
á mí, no sé qué terror supersticioso, y que lo
ar era no volver á
encontrarnos en toda la vida.
Sin ', la fatalidad lo había dispuesto
de otro modo.
I IN M I A TliHCKKA l'AKIll.
LOS SEIS VELOS 1 83
COMENTARIO DEL AUTOR.
Todo baile de máscaras tiene algo de infer-
nal; é infernal se titula la galop con que todos
acaban...
Pues bien: lo infernal es verde.
Una hechicera huele á azufre...
El azufre tira á verde.
Y el adulterio es verde...', es decir, un cuen-
to verde.
Por tanto: aun prescindiendo del color del
velo que envolvía á Matilde en el baile de
máscaras, he procedido como un sabio al titu-
lar esta fatídica tercera parte de la historia de
Rafael: El velo verde.
Lo cual no impide para que sean todo lo
contrario de fatídicas, y á mí me gusten mu-
cho, las siguientes cosas verdes:
Paul de Kock...
Un vestido de terciopelo verde. — Dicen que
el terciopelo viste mal... Pero el verde, cuando
oprime un talle esbelto, adquiere graciosos
tornasoles de culebra... — ¡Jóvenes recién ca-
sadas! Si tenéis buen talle, egregia garganta y
elegantes caderas, y sabéis andar á la andalu-
za, id á la Plaza de San Antonio de la ciudad
de Cádiz, á las tres de la tarde de un día de
I84 NARRACIONES INVEROSÍMILES
"Enero, con vestido de terciopelo verde y man-
tilla de blonda... — ¡Así os he visto yo!... —
[Ah, francesas, francesas! Si no queréis suici-
daros, no vayáis á la Plaza de San Antonio de
la ciudad de Cádiz!
Pero basta de digresión, y sigamos enume-
rando cosas verdes que me son gratas:
Las olas del mar;
Los negros, vestidos de ceremonia, en su
país;
Los trigos en Marzo;
Algunos ojos de coqueta;
El bronce antiguo;
El tapete de una mesa de juego, cuando
juega uno la última moneda que espera tener;
Las esmeraldas;
Las cortinas de las salas de óptica de los
hospitales, y las galas de un amigo mío;
Y los tallos y las hojas de todas las llores.
No diré nadado latmeaaa de billar, ni de
toa C . <ito, ni de la Cm. de
Alcántara, ni de las Islas de . ni de
B de Irlanda, Con8tantÍnopla,
. . Aho Perú, Trípoli
.< l. que b
en silencio el laurel sacro
apoco dejaré de hacer mención de la
LOS SEIS VELOS 1 85
■de los cocodrilos, y de las uvas verdes de la fá-
bula.
Pero lo que sobre todo amo yo, es la espe-
ranza, de que es símbolo el color ve\
Y la amo con frenesí, con locura, como á
una coqueta casquivana que me atrae, me
repele, me acaricia y me burla á un mismo
tiempo...
¡Ay!... ¡Quizás la amo más bien como se
ama á una muerta querida..., esto es, á una
querida muerta!
1 86 NARRACIONES INVEROSÍMILES
PARTE CUARTA.
EL VELO AZUL.
I.
— ¡Bravo!
— ¡Re-bravo!
— ¡Archi- bravo!
— ¡Proto- bravo!
— ¡Non-plus-ultra-bravo!
— ¡Bravo-Murillo!
— ¡Maldición sobre tí, político de los dia-
blos!
—Tú nos desencantas al hablarnos de los
hombres.
i rubia,— ¿rúes de qué ha da hablarnos?
¿Que sciía del inundo sin hombres?
— Los políticos no son hombres.
— Son animalea divorciados de la oatura-
lasa.
— Son locos; dejan lo positivo por lo ideal:
— V, vice-vasíi; ton los poetas de la prosa,
LOS SEIS VELOS 1 87
persiguen la quimera de un dudoso materia-
lismo.
—Valen menos que una botella vacía.
— ¡Valen menos que el corazón de mi Do-
lores!
Dolores.— Desde que tú reinas en él.
— ¡Luego yo reino!
— ¡Él reina!
— ¡No se admiten razonamientos!
— ¡Muera el silogismo!
— ¡Viva el dinero!
— ¡Y el ocio!
— ¡Y el vino!
— ¡Y la bacanal!
— ¡Guerra al trabajo!
— ¡Y al pensamiento!
— ¡Y al estudio!
—¡Guerra á la guerra!
— ¡Dadme un abrazol
— ¡Quemad perfumes!
— ¡Llenad mi copa!
— ¡Bailad, infames!
— ¡Canta, Dolores!
— ¡Abrid ese piano!
— ¡Dadme opio!
— ¡A mí cigarros!
— ¡Dejadme dormir!
— ¡Coronadme de flores!
— ¡Poeta, improvisa!
1 88 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡Allá va!... Necesito un trono... Hacéd-
melo con vuestros brazos, hijas mías... ¡La-
vadme los pies, esclavas! — ¡Atención!
¡Dadme vino! ¡dadme sueño!
¡dadme muerte! ¡dadme olvido!
¡Cese ya este loco empeño
en que el hombre nuuca es dueño
del placer apetecido!
Ó dadme vida mejor,
en que, chivada [a rueda
del tiempo devastador,
gozar sin recelo pueda
eternidades de amor:
— ¡Bravo! ¡re- bravo! ¡archi-bravo! ¡non-
plus-ultra-bravo!
¡Dadme esa vida que veo
al través de aquesM vi d.t! ...
¡Dadme esa vida en que creo...
esa vida que deseo
como una gloria ptl
¡Dadme l.t .1!...
to es nuche
a la bacanal,
y cu tata frágil i riatal
cacan v 1 1 c uir.
—Poeta, tú lloras...
— Tú túentcs...
— Tú recuerd
— Tu ;in.
— ¡Fuera el poeta! ¡Alucia el hombre que
LOS SEIS VELOS 1 89
El poeta se encoge de hombros, y se bebe
otra botella de Champagne.
Tres minutos después cae sobre la alfombra.
Una salva de carcajadas truena sobre sus
ruinas.
Dolores recuesta en su regazo la marchita
frente del joven cantor, y lo vé dormir con
honda pena.
Entre tanto ruge el piano locamente bajo
los dedos del músico.
Está ebrio, y traza un preludio frenético,
delirante.
Todos guardan silencio.
Una fantasía lúgubre, siniestra, desespera-
dora, brota del aire.
Es la Campana de los agonizantes del maestro-
Schubert.
Dan las tres de la mañana.
Las bujías van amortiguándose consumidas.
El sueño se apodera de aquellas cabezas
estúpidas ó insensatas.
La canción espira lentamente...
El músico se duerme sobre el piano, y, al
rodar luego al suelo, arranca del teclado un
largo gemido inacorde...
Sólo velaya, pues, entre los calaveras y cor-
tesanas vencidos por la orgía, la insomne y
triste mirada de Dolores...
190 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Pero ¡ay, no!... ¡Que también estaba yo
allí...
—¿Tú Rafael?
— Sí: iyo mismo!... ¡Ojalá no fuera cierto!
— Cuéntame... Cuéntame...
II.
(Sigue Rafael). — Yo había presenciado, ocul-
to detrás de una cortina, la escena que acabo
de pintarte.
No pudiendo creer que Matilde, mi adorada
de toda la vida, hubiese descendido tanto en
la escala de la degradación, habíame hecho
conducir á aquella infame casa, en uno de cu-
yos balcones me parecía haberla visto servir
de muestra y señuelo á los transeúntes.
Y, desgraciadamente, no me habían enga-
ñado mis ojos... — ¡Dolores era Matilde!...
¡Matilde, cuya impudente desnudez... no di-
ré que estaba encubierta, sino que lucía mis
y más, adornada por una vil tu nica da gasa
azul!...
Ni por un momento pensé en hablarle... —
¡Respetaba demasiado mi antiguo ideal, la
ilusión (le tantos afiOSj p.ira pi <>slil uii la en un
inmuto!
ClttOéi linembaigOi ante ella, saliendo cié
LOS SEIS VELOS igi
mi escondite, cuando hubo terminado la ba-
canal, y le dirigí una dolorosa mirada...
La sin ventura dio un grito de espanto, de
vergüenza, de remordimiento, como si viera
ante sí el fantasma de sus muertas virtudes, y
se cubrió el rostro con las manos.
El poeta que dormitaba con la cabeza re-
clinada en las rodillas de la asalariada beldad,
abrió los ojos al oir aquel grito; la miró con
ojos estúpidos; trató de abrazarla; y, no per-
mitiéndolo la embriaguez, volvió á dormirse
tartamudeando algunos versos...
Yo huí de aquella casa, loco de amor y de-
sesperación.
FÍN DE LA CUARTA PARTE.
COMENTARIO DEL AUTOR.
¡Lo azul! — He aquí mi color favorito.
¡Lástima, pues, que en la anterior escena
Matilde estuviera velada de azul! ...
Lo azul es el crepúsculo de lo negro... —
(Ya lo dije antes de ahora, creo que hablando
del color de la bóveda celeste... — Pero des-
pués me he arrepentido de este blasfemo epi-
grama.)
IQ2 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Azul es la melancolía del espíritu; no la cor-
poral, que es amarilla, según veremos más
adelante.
Azul es la distancia, — patria del pensa-
miento.
¡es son los lirios, esas elegías del mundo
de las flores.
Azul, en fin, es la tristeza.
Azul es Alfonso de Lamartine, según Alfon-
so de Cormenein.
La lontananza del horizonte, las rem
montañas, el Océano, el cielo... ¡todo lo in-
menso, todo lo infinito... es azul!
¡El cielo!..., fanal que recoge y guarda los
suspiros del género humano, el ámbar de
nuestra fé y el humo de las chimeneas...
El humo, he dicho... — [También es azul
el humo! ¡Y cuenta que el humo repreí
cosas! — Os recomiendo que penséis en el hu-
ía tan ]'
tan í i m la naturaleza! El humo
ino medio entre « I
la tierra y el cielo...
il ¿quién i ''.'.'/ (i'-l ciclo consis-
i ahumado?...
Lo demás, yo amo el cirio; ese cielo in-
brios y la
cui ¡o: i l.cl <lc un alma; ese < i, lo mucho mas
.•i que mil dése* ir, v que mil
LOS SEIS VELOS 193
fuerzas, y que mi paciencia... pero no que
mi esperanza'; esc cielo, en fin, que me ha en-
señado á despreciar la tierra, bien que no á
comprender la vida...
¡Oh! ¡qué grande es todo lo azul!
Y, además, ¡qué bonito!
Azules eran aquellos ojos de serafín, hoy ce-
rrados por la impía muerte, que no hablaban á
mis pasiones, sino que acariciaban suavemen-
te mi corazón, calmando en él la fiebre de los
sentidos...
Azules son ciertos diablos extranjeros que
llevan este nombre, y los lagos de Suiza, y la
tisis, y la putrefacción, y aquellos lazos de
seda con que amortajan en toda Europa á las
vírgenes...
Mas, ¿qué digo? — Todo lo moribundo, todo
lo que va á desaparecer, es azul. — Por ejem-
plo: la mañana es blanca, y la tarde es azul...
Como azul es la asfixia... (Véase Cyanósis.)
Y las venas de las mujeres blancas, y el
manto de las Concepciones de Murillo, y la au-
sencia, y los celos, y las violetas y otras mu-
chas cosas exquisitas, son azules...
¡Qué horror! ¡Acabo de acordarme de las
medias de los aragoneses!
tomo 111 13
194 NARRACIONES INVEROSÍMILES
PARTE QUINTA
EL VELO NEGRO.
I.
SIGUE RAFAEL.
El velo con que siempre se me aparecía
aquella mujer, iba oscureciéndose poco á poco
como su destino y como mi alma.
Ciñó primero el velo blanco de la inocencia,
después el velo rosado de la dicha, luego el
velo verde de criminales deseos y esperanzas,
en seguida el velo azul del desamparo y la
/a... — No fué mucho, por tanto, que, al
cérseme otra \ 69 ', ciñera el velo negro del
ir y los rt'inoKliiniíiitos...
Era el día de Finados.
tabt yo en el cementerio que guarda lee
r. da mi', padres, y paaeábama por aque-
lla! largas calles de tumbas, como un alma en
pena.
LOS SEIS VELOS 1 95
De pronto distinguí, entre el gentío, una
pobre mujer vestida de negro, que colocaba
algunas flores sobre la sepultura de un niño.
jEra ella!
Procuré que no me divisara... — ¡No quise
que mi vista acrecentase su dolor, recordán-
dole aquel tiempo dichoso en que la vi joven
y llena de hermosura, dentro de lujosa carre-
tela, en las orillas del Guadalquivir, acompa-
ñada del precioso niño de color de rosa que
me causó tantos celos y envidia!
¡Desventurada! ¡Su hijo la había abandona-
do también!... — Pero ella no le había olvida-
do, y desde la más honda miseria, desde los
abismos de la infamia, iba á cubrir su sepul-
tura de lágrimas y flores!...
Aquella piedad maternal la redimió á mis
ojos; y, al alejarme, sin que por fortuna me
hubiese visto, exclamé con indecible amar-
gura:
— ¡Matilde! ¡Matilde!... No quiero volver
á verte... ¡Ignore yo, al menos, el triste fin
de tu existencia, ya que la suerte no dispuso
que corriese unida á la mía!
¡Pero el cielo lo quiso de otro modo, y vol-
ví á verla!...
FÍN DR LA QUINTA PART8.
I96 NARRACIONES INVEROSÍMILES
COMENTARIO DEL AUTOR.
Lo negro absorbe todos los colores; como el
luto de una madre resume las esperanzas ci-
fradas en su hijo...
Sin embargo, benditos sean tus ojos negros,
actual amada de mi alma! (He dicho actual.)
Tus ojos negros, sepulcro de todas las mira-
das mías...
Tus ojos negros, siempre fatigados y sedien-
tos de amor...
Tus ojos negros, que leen en lo profundo de
mis ideas...
¡Tus ojos negros!...
Y tu mantilla negra...
Y tus cabellos, y tus cejas, y tus párpados
negros...
Y tu botita negra de charol.
Y <i< ti. ¡maldito sea todo lo negro!
La noche sin luna ni luceros... ¡maldita sea!
La nada...
11 al'-isnio...
11 odio...
La primera hora de viudez...
¡Malditos! |Malditttl
Y la tinta da mi tintero... — ¡Ah! ¡no!
i i.i tinta nsgra da ni tintero!
LOS SEIS VELOS I97
Ella es mi capital,
Mi descanso,
Mi recreo,
Mi porvenir,
¡Quizás mi gloria!
¡Bendita sea la tinta negra de mi tintero!
Mi tintero encierra un mundo, una infini-
dad de seres que nacerán algún día.
¡Pienso escribir cien novelas de pura inven-
ción!
Cien novelas, á veinte personajes, componen
dos mil individuos.
Ellos vivirán, hablarán, y forse. .. dejarán un
recuerdo...
Yo los sacaré de la nada, los crearé, les da-
ré cara, pasiones y vestidos á medida de mi
gusto, los bautizaré ó no los bautizaré, y les
cortaré el pescuezo el día que me se antoje...
¿No es esto ser un semi-Dios?
¿Qué me falta?
Crear la materia; la parte vil del universo,
y haberme creado á mí propio...
Pero almas, caracteres, afectos, discursos,
sucesos que parecerán reales, yo los inventa-
ré, yo los lanzaré al mundo, yo haré que in-
fluyan en su marcha tanto como si fueran
verdad.
¡Bendita sea, pues, la tinta negra de mi tin-
tero!
I98 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Y, fuera de mi amada y de mi tintero, ¡mue-
ran todas las cosas negras!
Pero ahora recuerdo que soy cristiano y ne-
grófilo...
Elimino, pues, de mi reprobación á San
Benedicto y á todos los esclavos del mundo.
En cambio, incluyo á los limpiabotas.
Odio además los escarabajos,
Los cabestrillos,
Los lutos,
El carbón,
La pólvora,
Y el casco de las botellas vacías.
Pero aquí se me ocurren otras cosas negras
que amo.
Amo al negro Plácido, al poeta sacrificado,
al Chaúcr de América.
Amo un templo oscuro, una catacumba.
Cualquier superstición.
Un traje negro de señora.
El éb.ino, las trufas, el frac, el azabache.
Y una aventura en d interior de una chi-
menea. Y, subte todo lo negro, amo ó abo¡
CO mucho, pues no sé qué decir, un alma de
ciego de nacimiento.
La ceguedad, ó la ceguera (como queráis
llamarla), es el bello ideal de lo negro.
|Sei CiegOl ¡no ver! ¡no luiber visto!...
1 ie aquí el mas alto símbolo de la n< g[ ui.i .
LOS SEIS VELOS I99
PARTE SEXTA.
EL VELO AMARILLO.
(Habla Rafael) .—La última vez que la vi
fué también al través de un velo.
Pasaba yo un día por la calle de la Monte-
ra, cuando un amigo mío, que estaba parado
en la puerta de la Iglesia de San Luis, me lla-
mó, y suplicóme que entrase á ser testigo de
una boda, en sustitución de otro que tardaba.
Accedí, y al atravesar el templo con direc-
ción á la sacristía, vi en medio de él una mu-
jer todavía joven, enteramente sola..., com-
pletamente abandonada...
¡Era Matilde!...
Cubría su faz un espantoso velo amarillo...
¡El velo déla muerte!
Porque, ¡ay! Matilde no era ya Matilde... —
Era un cadáver, tendido en negro y pobre
ataúd; ¡en la caja de las Animas!
Lloré entonces su desgraciada suerte..., y,
¡mira!... no sé por qué, todavía la lloro...
FÍN DE LA SEXTA Y ÚLTIMA PARTE.
200 NARRACIONES INVEROSÍMILES
COMENTARIO DEL AUTOR.
Hay algo más horrible que lo negro, y es lo
amarillo.
Negro es el caos; negro es el no ser: pero la
muerte del ser, la muerte de lo que ha vivido,
es amarilla como las mieses agostadas.
El ocio, el tedio, el fastidio, todos los en-
gendros de la hiél, son amarillos. Dijérase que
en ellos la muerte está mezclada con la vida.
La siempre-viva, flor de las tumbas; una
lámpara cansada de arder, y el oro frío y de-
idor, amitrillcan también como los cadá-
v res.
La fiebre aviar illa es la peor de las fiebres...
Y la cera amarilla es la cera funeral,
ii.uillos son:
El cóicra y la có!
Todo lo viejo, todo lo rancio y todo lo des-
coloridoi
Lj hopa de loa ahorcados,
Los arenalea de Áiiica,
i..r. hienas,
Lj icteri M, l.i misantropía, la androfobia,
La dolencia y el dolor,
i .1 [ntondabl
LOS SEIS VELOS 201
¡El hambre!,
La faz del libertinaje,
Los pergaminos,
Pallida mors,
Una carta de amor de antigua fecha...
Y la mitad de la bandera española.
¡Ay de aquel, cuya vida es un amarillento
erial cubierto de espinas , que le recuerdan otras
tantas rosas llevadas por el viento!
¡Ay de la bandera española!
Adiós, Agustín Bonnat.
París, 1855.
PIN.
^
MOROS Y CRISTIANOS.
3%gga&'
MOROS Y CRISTIANOS.
CUENTO.
1.
a antes famosa y ya poco nombrada
villa de Aldeire forma parte del Mar-
quesado del Cenet, ó, como si dijéra-
/jk mos, del respaldo de la Alpujarra, ha-
cia Levante, y está medio colgada, medio es-
condida, en un escalón ó barranco de la for-
midable mole central de Sierra- Nevada, á
cinco ó seis mil pies sobre el nivel del mar, y
seis ó siete mil por debajo de las eternas nie-
ves del Mulhacem.
Aldeire, dicho sea con perdón de su señor
cura, es un pueblo morisco. Que fué moro,
lo dicen claramente su nombre, su situación
y su estructura, y que no ha llegado aún á ser
enteramente cristiano, aunque figure en la Es-
paña reconquistada y tenga su iglesita católi-
ca y sus cofradías de la Virgen, de Jesús y de
2o5 NARRACIONES INVEROSÍMILES
no pocos Santos y Santas, lo demuestran el
carácter y costumbres de sus moradores, las
pasiones terribles, cuanto quiméricas, que los
unen ó separan en perpetuos bandos, y los lú-
gubres ojos negros, pálida tez y escaso hablar
y reir de mujeres, hombres y niños...
Porque bueno será recordar, para que ni
dicho señor cura ni nadie ponga eu cuarentena
la solidez de este razonamiento, que los mo-
riscos del Marquesado del Cenet no fueron
expulsados en totalidad como los de la Alpu-
jarra, sino que muchos de ellos lograron que-
darse allí agazapados y escondidos, gracias á
la prudencia, ó cobardía, con que desoyeron
el temerario y heroico grito de su malhadado
príncipe Aben-Humeya; de donde yo deduz-
co que el tio Juan Gómez (a) Hormiga, al-
calde constitucional de Aldeire en el año de
gracia de 1821, poma muy bien ser nieto
de algún Mustafá, Mahommed 6 cosa por el
estilo.
Cuéntase, pues, que el tal Juan Gómez,
hombre á la tufa <!<■ ma* • <!<■ media centuria,
rústico mi: !<>, aunque no entendía de
letra, y codicioso \ lorcon fruto, 00»
molo acreditaba, no solamente su apodo,
también su mucha hacienda, por él adquirida
afueras de buenas 6 malas artas, jrrepre
le tierra de aquella
MOROS Y CRISTIANOS 207
jurisdicción, tomó á censo enfitéutico el caudal
de Propios, y casi de balde, mediante algunas
gallinas no ponedoras, que regaló al secretario
del Ayuntamiento, unos secanos situados á las
inmediaciones de la villa, en medio de los
cuales veíanse los restos y escombros de un
antiguo castillejo, morabito ó atalaya árabe,
cuyo nombre era todavía La Torre del Moro.
Excusado es decir que el tio Hormiga no
se detuvo ni un instante á pensaren qué moro
sería aquél, ni en la índole ó prístino objeto
de la arruinada construcción: lo único que vio
desde luego más claro que el agua, fué que,
con tantas desmoronadas piedras y con las
que él desmoronara, podía hacer allí un her-
moso y mu}' seguro corral para sus ganados;
por lo que, desde el día siguiente, y como re-
creo muy propio de quien tan económico era,
dedicó las tardes á derribar por sí mismo, y á
sus solas, lo que en pié quedaba del vetusto
edificio arábigo.
— ¡Te vas á reventar! — le decía su mujer,
al verlo llegar por la noche, lleno de polvo y
de sudor, y con la barra de hierro oculta bajo
la capa.
— ¡Al contrario! (respondía él.) Este ejerci-
cio me conviene para no podrirme como nues-
tros hijos los estudiantes, que, según me ha
dicho el estanquero, estaban la otra noche en
208 NARRACIONES INVEROSÍMILES
el teatro de Granada y tenían un color de
manteca que daba asco mirarlos...
— ¡Pobres! ¡De tanto estudiar! — Pero á tí
debía darte vergüenza de trabajar como un
peón, siendo el más rico del pueblo, y alcalde
por añadidura...
— Por eso voy solo... — ¡A ver!... Acércame
esa ensalada...
— Sin embargo, convendría que te ayudase
alguien... ¡Vas á echar un siglo en derribar la
Torre, y hasta quizás no sepas componértelas
para volcarla toda!..^*^ja»^
— ¡No digas simplezas, Torcuata! Cuando
se trate de construir la tapia del corral, pagaré
jornales, y hasta llevaré un maestro alarife...*
— ¡Pero derribar sabe cualquiera! — ¡Y es tan
divertido destruir! — ¡Vaya, quita la mesa y
acostémonos!...
— Eso lo dices porque eres hombre. — ¡A mí
me da miedo y lástima todo lo que es deshacer!
— ¡Debilidades de vieja! ¡Si supieras tú
cuántas cosas hay que deshacer en este mundo!
— ¡Calla, hacina -tni! — ¿ I •; 1 1 nial hora te lian
elegido alcalde! ¡\ no el día que vuel-
| mandar los realistas, te ahorca el Rey
absoluto!
— ¡Eso... lo veremos! — ¡Santurrona! ¡Bea-
ta] I —¡Vaya! apaga esa luz y DO tfl
santigües más..., que tengo muclio sueño.
MOROS Y CRISTIANOS 200.
Y así continuaban los diálogos, hasta que se
dormía uno de los dos consortes.
II.
Una tarde regresó de su faena el tío Hormi-
ga muy preocupado y caviloso y más tempra-
no que de costumbre.
Su mujer aguardó á que despachase á los
mozos de la labor, para preguntarle qué tenía,
y él respondió enseñándole un tubo de plomo
con tapadera, por el estilo del cañuto de un
licenciado del ejército: sacó de allí, y desarro-
lló cuidadosamente, un amarillento pergamino
escrito en caracteres muy enrevesados, y dijo
con imponente seriedad:
— Yo no sé leer, ni tan siquiera en castella-
no, que es la lengua más clara del mundo; pero
el diablo me lleve si esta escritura no es de
moros.
— ¿Es decir, que la has encontrado en la
Torre?
— No lo digo sólo por eso, sino porque es-
tos garrapatos no se parecen á ningunos de los
que he visto hacer á gente cristiana.
La mujer de Juan Gómez miró y olió el per-
gamino, y exclamó con una seguridad tan có-
mica como gratuita:
— ¡De moros es!
tomo m 14
2IO NARRACIONES INVEROSÍMILES
Pasado un rato, añadió melancólicamente:
— Aunque también me estorba á mí lo negro,
juraría que tenemos* en las manos la licencia
absoluta de algún soldado de Mahoma, que ya
estará en los profundos infiernos.
— ¿Lo dices por el cañuto de plomo?
— Por el cañuto lo digo.
— Pues te equivocas de medio á medio,
amiga Torcuata; porque ni los moros entraban
en quintas, según me ha dicho varias veces
nuestro hijo Agustín, ni esto es una licencia
absoluta. — Esto es... un...
El tio Hormiga miró en torno suyo, bajó la
voz y dijo con entera fé:
— ¡Estas son las señas de un tesoro!
— ¡Tienes razón! (respondió la mujer, súbi-
tamente inflamada por la misma creencia.) —
¿Y lo has encontrado ya? ¿Es muy grande? ¿Lo
has vuelto á tapar bien? ¿Son monedas de pla-
ta, ó de oro? ¿Crees tú quo pasarán todavía?
— ¡Qué felicidad para nuestros lujos! ¡Cómo
van B* gastar y á triunfar en Granada y en Ma-
drid!— ¡Yo quiero ver eso! — Vamos allá... —
i noche hace luna...
— ¡Mujer de Dios! ¡Sosiégate! ¿Cómo quie-
[ue haya topado yñ con el tesoro, guián-
dome por estas senas, i yo no sé leer en
ro ni en cristiano?
— |E§ verdad' l'urs mira... Haz una cosa.
MOROS Y CRISTIANOS 211
En cuanto Dios eche sus luces, apareja un
buen mulo; pasa la Sierra por el Puerto de la
Ragua, que dicen está bueno, y llégate á
Ugíjar, á casa de nuestro compadre D. Matías
Quesada, el cual sabes entiende de todo... — Él
te pondrá en claro ese papel y te dará buenos
consejos, como siempre.
— ¡Mis dineros me cuestan todos sus conse-
jos, á pesar de nuestro compadrazgo!... Pero,
en fin, lo mismo había pensado yo. Mañana
iré á Ugíjar, y á la noche estaré aquí de vuel-
ta; pues todo será apretar un poco á la caba-
llería...
— Pero ¡cuidado que le expliques bien las
cosas!...
— Poco tengo que explicarle. El cañuto es-
taba escondido en un hueco ó nicho, revestido
de azulejos como los de Valencia, formado
en el espesor de una pared. He derribado
todo aquel lienzo, y nada más de particular
he hallado. Debajo de lo ya destruido comien-
za la obra de sillería de los cimientos, cuyas
enormes piedras, de más de vara en cuadro,
no removerá fácilmente una persona sola...,
ni dos de puños tan buenos como los míos.
Por consiguiente, es necesario saber fijamente
en qué punto estaba escondido el tesoro, so-
pena de tener que arrancar, con ayuda de ve-
cinos, todos los cimientos de la Torre...
212 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡Nada! ¡Nada! ¡A Ugíjar en cuanto ama-
nezca!— Ofrécele á nuestro compadre una par-
te..., no muy larga, de lo que hallemos, y,
cuando sepamos dónde hay que excavar, yo
misma te ayudaré á arrancar piedras de sille-
ría.— ¡Hijos de mi alma! ¡Todo para ellos! —
Por lo que á mí toca, sólo siento si habrá algo
que sea pecado en esto que hablamos en voz.
baja...
— ¿Qué pecado puede haber, grandísima
tonta?
— No sé explicártelo... Pero los tesoros me
habían parecido siempre cosa del demonio,
ó de duendes... — Además, ¡tomaste á censo
aquel terreno por tan poco rédito al año!...
¡Todo el pueblo dice hubo trampa en el ne-
gocio!
— ¡Eso es cuenta del secretario y de los
concejales! Ellos me han hecho la escritura.
— l'or otro lado, tengo entendido quede los
tesoros, hay que i].u parte al Rey...
— Eso es cuando no se hallan en terreno
propio, como éste mío...
— ¡Propio! ¡Propio!... ¡A saber de quién
I < ríi ' ' i torre, que te ha vendido el A\ iint.i-
niii ntol
— ¡Toma! ¡Pcl Morol
— ¡A líber quién sería eae ¿I ¡oro!... Por de
prontOi Juan, las nonada i que 1 1 Moro escon-
MOROS Y CRISTIANOS 213
diera en su casa, son suyas ó de sus herede-
ros; no tuyas, ni mías...
— ¡Estás diciendo disparates! Por esa cuen-
ta, no debía yo ser Alcalde de Aldeire, sino el
que lo era el año pasado cuando se pronunció
Eiego. Por esa cuenta, habría que mandar
todos los años á África, á los descendientes de
los Moros, las rentas que produjesen las vegas
de Granada, de Guadix y de centenares de
pueblos...
— ¡Puede que tengas razón!... En fin, ve á
Ugíjar, y el compadre te aconsejará lo mejor
en todo.
III.
Ugíjar dista de Aldeire cosa de cuatro le-
guas de muy mal camino. No serían, sin em-
bargo, las nueve de la siguiente mañana cuan-
do el tío Juan Gómez, vestido con su calzón
corto de punto azul y sus bordadas botas
blancas de los días de fiesta, hallábase ya en
-el despacho de D. Matías de Quesada, hombre
de mucha edad y mucha salud, doctoren am-
bos derechos y autor de la mayor parte de los
entuertos contra la justicia que se hacían por
entonces en aquella tierra. Había sido toda
su vida lo que se llama un abogado pica.- ■■■- '
pleitos, y estaba riquísimo y muy bien rela-
cionado en Granada y en Madrid.
214 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Oido que hubo la historia de su digno com-
padre, y después de examinar atentamente el
pergamino, díjole que, en su opinión, nada de
aquello olía atesoro; que el nicho en que halló
el tubo debió de ser un babuchero, y que el es-
crito le parecía una especie de oración que
los moros suelen leer todos los viernes por la
mañana... Pero que, sin embargo; no sién-
dole á él completamente conocida la lengua
árabe, remitiría el documento á Madrid, á un
condiscípulo suyo que estaba empleado en la
Comisaría de los Santos Lugares, á fin de que
lo enviara á Jerusalém, donde lo traducirían
al castellano; por todo lo cual sería conve-
niente mandarle al madrileño un par de onzas
de oro, en letra, para una jicara de cho-
colate.
Mucho lo pensó el tío Juan Gómez antes de
pagar un chocolate tan cajx), que resultaba á
diez mil doscientos cuarenta reales la libra.
pero tenía tal seguridad en lo del tesoro (y á
le que no se equivocaba, según después ve-
remos), que sacó de la faja ocho monedillaa
de á cuatro duros y se las entregó al abogado,
quien las pesó una por una antes de guardár-
selas en el bolsillo; con lo que el tio Hora
tomó la vuelta de Aldi seguir
excavando en la Torre del Moro, mientras
tanto que enviaban el pergamino á Tierra
MOROS Y CRISTIANOS 215
Santa y volvía de allá traducido; diligencias
en que, según el letrado, se tardaría cosa de
año y medio.
IV.
No bien había vuelto la espalda el tío Juan,
cuando su compadre y asesor cogió la pluma
y escribió la siguiente carta, comenzando por
el sobre:
«Sr. D. Bonifacio Tudela y González. —
Maestro de capilla de la Santa Iglesia Cate-
dral de CEUTA.
Mi querido sobrino político:
Solamente á un hombre de tu religiosidad
confiaría yo el importantísimo secreto conte-
nido en el documento adjunto. Dígolo, por-
que indudablemente están escritas en él las
'señas de un tesoro, de que te daré alguna par-
te, si llego á descubrirlo con tu ayuda. Para
ello es necesario que busques un moro que te
traduzca ese pergamino, y que me mandes la
traducción encarta certificada, sin¿ enterará
nadie del asunto, como no sea á tu mujer, que
me consta es persona reservada.
Perdona que no te haya escrito en tantos
años; pero bien conoces mis muchos quehace-
res. Tu tía sigue rezando por tí todas las no-
2l6 NARRACIONES INVEROSÍMILES
ches al tiempo de acostarse. Que estés mejor
del dolor de estómago que padecías en i8o5,
y sabes que te quiere tu tío político,
Matías de Quesada.
Ugíjar 15 de Enero de 1821.
Posdata. — Expresiones á Pepa, y dime si
habéis tenido hijos.»
Escrita la precedente carta, el insigne ju-
risconsulto pasó á la cocina, donde su mujer
estaba haciendo calceta y cuidando el pu-
chero, y díjole las siguientes expresiones en
tono muy áspero y desabrido , después de
echarle en la falda las ocho monedas de á
cuatro duros que ya conocemos:
— Encarnación: ahí tienes: compra más tri-
go, que va á subir en los meses mayores, y
procura que lo midan bien. Hazme de almor-
zar, mientras yo voy á echar al correo esta
carta para Sevilla, preguntando los precios de
l>ada. — ¡Que el huevo esté bien uto y el
Chocolate claro] 1N0 tengamos la de todos los
días!
mujer del abogado no respondió pala-
bra, y siguió haciendo calceta como un au-
tómata.
MOROS Y CRISTIANOS 217
V.
Dos semanas después, un hermosísimo día
de Enero, como sólo los hay en el Norte de
África y en el Sur de Europa, tomaba el sol
en la azotea de su casa de dos pisos el Maestro
de capilla de la catedral de Ceuta, con la
tranquilidad de quien ha tocado el órgano en
misa mayor y se ha comido luego una libra de
boquerones, otra de carne y otra de pan, con
su correspondiente dosis de vino de Tarifa.
El buen músico, gordo como un cebón y co-
lorado como una remolacha, digería penosa-
mente, paseando su turbia mirada de apoplético
por el magnífico panorama del azul Mediterrá-
neo, del parduzco Estrecho de Gibraltar, del
maldecido Peñón que le da nombre, de las cer-
canas cumbres de Anghera y Benzú, y de las
remotas nieves del Pequeño Atlas, cuando
sintió acelerados pasos en la escalera y la ar-
gentina voz de su mujer, que gritaba gozosa -
mente:
— ¡Bonifacio! ¡Bonifacio! ¡Carta de Ugíjar!
¡Carta de tu tío! ¡Y vaya si es gorda!
— ¡Hombre! (respondió el Maestro de capi-
lla, girando como una esfera ó globo terráqueo
sobre el punto de su redonda individualidad
que descansaba en el asiento.) ¿Qué Santo se
2l8 NARRACIONES INVEROSÍMILES
habrá empeñado para que mi tío se acuerde
de mí? ¡Quince años hace que resido en esta
tierra usurpada á Mahoma, y cata aquí la
primera vez que me escribe aquel abencerra-
je, sin embargo de haberle yo escrito cien
veces á él! ¡Sin duda me necesita para algo!
Y, dicho esto, abrió la epístola, procurando
que no la leyese la Pepa de la posdata, y apa-
reció, crujiente y tratando de arrollarse por sí
propio, el amarillento pergamino.
— ¿Qué nos envía? — preguntó entonces la
mujer, gaditana y rubia por más señas, y muy
agraciada y valiente, á pesar de sus cuarenta
agostos.
— ¡Pepita, no seas tan curiosa!... Yo te lo
diré, si debo decírtelo, luego que me entere.
¡Mil veces te he advertido que respetes mis
cartas!...
— ¡Advertencia propia de un libertino como
tú! — En fin ¡despacha! y veamos si yo pue-
do saber que papelote te manda tu tío! —
ce un billete de Banco del otro mundo!
tanto que su mujer decía aquellas cosas
y otras, el músico leyó la carta, y maravillóse
¡no de ponerse de pié sin esfuer-
zo alguno.
Tenía, sin embargo, tal habito de disimular,
que acertó á decir muy naturalmente:
— (Qué tontería] ¡sin «luda está ya cho-
MOROS Y CRISTIANOS 2IO,
cheando aquel mal hombre! ¿Querrás creer
que me remite esta hoja de una Biblia en he-
breo, para que yo busque algún judío que la
compre, imaginándose el muy bobo que darán
por ella un dineral? — Al mismo tiempo... (aña-
dió, para cambiarla conversación, y guardán-
dose en la faltriquera la carta y el pergamino.)
Al propio tiempo... me pregunta con mucho
interés si tenemos hijos.
— ¡Él no los tiene!... (observó vivamente
Pepita.) Sin duda piensa dejarnos por here-
deros!
— Más fácil es que al muy avaro se le haya
ocurrido heredarnos á nosotros!... — Pero ¡ca-
lla! están dando las once, y yo tengo que afi-
nar el órgano paralas vísperas de esta tarde...
— Me voy. — Oye, prenda: que la comida esté
dispuesta á la una, y que no se te olvide echar
dos buenas patatas en el puchero. — ¡Que si
tenemos hijos!... — ¡Vergüenza me dá haber de
contestarle que no!
— ¡Escucha! ¡Espera! ¡Oye! — ¡La culpa no
es mía! (contestó como un rayo la parte con-
traria.) ¡Bien sabes que en mis primeras nup-
cias tuve un niño muerto!
— ¡Ya! ¡Ya! ¡En tus primeras nupcias! ¡Co-
mo si eso pudiera servirme de satisfacción! —
¡Un día vas á dar lugar á que yo te cuente to-
das mis habilidades de soltero!
220 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡Anda, zambombo, tonel, desagradecido!
¿Quién te babrá amado á tí en el mundo como
esta necia que, con ese barrigón y todo, te con-
sidera el hombre más hermoso que Dios ha
criado?
— ¿Sí? ¿Me has dicho hermoso? ¡Pues mira,
Pepa (respondió el artista, pensando segura-
mente en el pergamino árabe); si mi tío llega
á dejarme por heredero, ó yo me hago rico de
cualquier otro modo, te juro llevarte á vivir á
la plaza de San Antonio de la ciudad de Cá-
diz, y comprarte más joyas que tiene la Vir-
gen de las Angustias de Granada! — Conque
hasta luego, pichona.
Y, tirando un pellizco en la barba á la que
de antemano tenía ya el hoyo en ella, cogió el
sombrero y tomó el camino..., no de la ca-
tedral, sino de las callejuelas en que suelen
vivir las familias moras avecindadas en aque-
lla plaza fueitt .
VI.
En la más angosta de dichas callejuelas, y
á l.i puerta de una muy pobre, pero muy Man-
queada catuche» < I o en el suelo, ó
más 1'kii . fumando en pipi
de ban<> :.< ( ..(i., al sol, un moro de treinta y
cinco .1 cuarenta años, n vendedor de huevos
MOROS Y CRISTIANOS 221
y gallinas que le traían á las puertas de Ceuta
los campesinos independientes de Sierra-Bu-
llones y Sierra Bermeja, y que él despachaba
á domicilio ó en el mercado, con una ganan-
cia de ciento por ciento. — Vestía chilava de
lana blanca y jaique de lana negra, y llamá-
base, entre los españoles, Manos-gordas, y,
entre los marroquíes, Admet-Ben-Carime-el-
Abdoun.
Tan luego como el moro vio al maestro de
capilla, levantóse y salió á su encuentro, ha-
ciéndole grandes zalemas; y, cuando estuvie-
ron ya juntos, díjole cautelosamente:
— ¿Querer morita? Yo traer mañana cosa
meleja; de doce años...
— Mi mujer no quiere más criadas moras..»
— respondió el músico con inusitada dignidad.
Manos-gordas se echó á reir.
— Además... (prosiguió D. Bonifacio): tus
endiabladas moritas son muy sucias.
— Lavar... — respondió el moro, poniéndose
en cruz y ladeando la cabeza.
— ¡Te digo que no quiero moritas! (prosi-
guió D. Bonifacio). — Lo que necesito hoy es
que tú, que sabes tanto y que por tanto saber
eres intérprete de la plaza, me traduzcas al
español este documento.
Manos-gordas cogió el pergamino, y, á la pri-
mera ojeada, murmuró:
222 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— Estar moro...
— ¡Ya lo creo que es árabe! Pero quiero sa-
ber qué dice, y, si no me engañas, te haré un
buen regalo... cuando se realice el negocio que
confío á tu lealtad.
A todo esto, Admet-Ben-Carime había pa-
sado ya la vista por todo el pergamino y pués-
tose muy pálido.
— ¿Ves que se trata de un gran tesoro? —
medio afirmó, medio interrogó el maestro de
capilla.
— Creer que sí, — tartamudeó el mahome-
tano.
— ¿Cómo creer? ¡Tu misma turbación lo
dice!
— Perdona... (replicó Manos-gordas sudando
á mares.) Haber aquí palabras de árabe mo-
derno, y yo entender. Haber otras de árabe
antiguo ó literario, y yo no entender.
— ¿Qué dicen las palabras que entiendes?
— Decir oro, decir ferias, decir maldición de
Alá... Pero yo no entender sentido, explica-
i lunes m :.. i'i.is. Necesitar ver al Derwich de
Anghera, que e tac sabio, y él traducir todo.
Llevarme yo pergamino hoy, y traer pergami-
no m.iíi. tu. i, y DO en;;.ui.u ni loluí al Si. Tíl-
dela.— ¡Moro jurarl
«lie leudo, eni/.o tai manos, se las llevó
.1 la bo< ■> y las 1" " i' i \ "i.
MOROS Y CRISTIANOS 223
Reflexionó D. Bonifacio: conoció que, para
descifrar aquel documento, tendría que fiarse
de algún moro y que ninguno le era tan cono-
cido ni tan afecto como Manos-gordas, y acce-
dió á dejarle el manuscrito, bien que bajo
reiterados juramentos de que al día siguiente
estaría de vuelta de Anghera con la traduc-
ción, y jurándole él, por su parte, que le en-
tregaría lo menos cien duros cuando fuese
descubierto el tesoro.
Despidiéronse el musulmán y el cristiano,
y este se dirigió, no á su casa ni á la catedral,
sino á la oficina de un amigo, donde escribió
la siguiente carta:
«Sr. D. Matías de Quesada y Sánchez. —
Alpujarra. UGÍJAR.
Mi queridísimo tío:
Gracias á Dios que hemos tenido noticias
de V. y de tía Encarnación, y que estas son
tan buenas como Josefa y yo deseábamos.
Nosotros, querido tío, aunque más jóvenes
que Vds., estamos muy achacosos, y cargados
de hijos, que pronto se quedarán huérfanos y
pidiendo limosna.
Se burló de V. quien le dijera que el per-
gamino que me ha enviado contenía las señas
de un tesoro. He hecho traducirlo por perso-
224 NARRACIONES INVEROSÍMILES
na muy competente, y ha resultado ser una
sarta de blasfemias contra Nuestro Señor Je-
sucristo, la Santísima Virgen y los Santos de
la corte celestial, escritas en versos árabes por
un perro morisco del Marquesado del Cenet
durante la rebelión de Aben-Humeya. En vis-
ta de semejante sacrilegio, y por consejo del
Sr. Penitenciario, acabo de quemar tan impío
testimonio de la perversidad mahometana.
Memorias á mi tía: recíbanlas Vds. de Jose-
fa, que se halla por décima vez en estado in-
teresante, y mande algún socorro á su sobri-
no, que está en los huesos por resultas del pi-
caro dolor de estómago,
Bonifacio.
Ceuta 29 de Enero de 1821.
VIL
Al mismo tiempo que el Maestro de capilla
bíi la precedente certa y la echaba al
■ >, Admet-Ben-Carime-el-Abdoun re-
unía en Un envoltorio no muy gi do su
hato y ajuar, n-dundos á tres jaique; viejos,
mantas de i" I ■• un moi tero para
hacer alcuzcuz, un candil de hierro y una
olla de cobre llena de pesetas (que detenterró*
de un rincón del patinillo de bu casa); cargó
con todo eüoá tu taica mujer, esclava, ©da-
MOROS Y CRISTIANOS 225
lisca ó lo que fuera, más fea que una mala
noticia dicha de pronto, y más sucia que la
conciencia de su marido, y salióse de Ceuta,
diciendo al oficial de guardia de la puerta
que da al campo moro, que se iban á Fez
á mudar de aires por consejo de un veteri-
nario.
Y, como quiera que esta sea la hora, des-
pués de sesenta años y algunos meses de au-
sencia, que no se haya vuelto á saber de Ma-
nos-gordas ni en Ceuta ni en sus cercanías,
dicho se está que D. Bonifacio Tudela y Gon-
zález no tuvo el gusto de recibir de sus manos
la traducción del pergamino , ni al día si-
guiente, ni al otro, ni en toda su vida, que
por cierto no debió de ser muy larga, puesto
que de informes dignos de crédito aparece
que su adorada Pepita se casó en Marbella en
terceras nupcias con un tambor mayor astu-
riano, á quien hizo padre de cuatro hijos como
cuatro soles, y era otra vez viuda á la muerte
del Rey absoluto, fecha en que ganó por opo-
sición en Málaga el título de comadre de pa-
rir y el destino de matrona aduanera.
Conque busquemos nosotros á Manos-gor-
das, y sepamos qué fué de él y del interesante
pergamino.
TOMO III
J5
2 26 NARRACIONES INVEROSÍMILES
VIII.
Admet-ben-Carime-el-Abdoun respiró ale-
gremente , y aun hizo alguna zapateta, sin
que por eso se le cayesen las mal aseguradas
zapatillas, tan luego como se vio fuera de los
redoblados muros de la Plaza española y con
toda el África delante de sí...
Poique África, para un verdadero africano
como Manos-gordas, es la tierra de la libertad
absoluta; de una libertad anterior y superior
á todas las Constituciones é instituciones hu-
manas; de una libertad parecida á la de los
conejos no caseros y demás animales de mon-
te, valle ó arenal.
África, quiero decir, es la Jauja de los mal-
hechores, el seguro de la impunidad, el cam-
po neutral de los hombres y de las fieras, pro-
lo por el calor y la extensión de los de-
sicitos.— l.n cuanto á los Suli
Beyes que presumen imperar en aquella par-
te del mundo, y 6 las autoridades y milites
que 1 ii, puede decirse que vie-
, paia tal • que el caza-
]..., ii- br< ¡oraos; un mal
, eos tienen en
en '1 ■ ii.il : <• muere 6 no ->e muere:
si se muere, tal día hizo un año; y, si no be
MOROS Y CRISTIANOS 227
muere, con poner mucha tierra por medio no
hay que pensar más en el asunto. — Sirva esta
digresión de advertencia á quien la necesita-
re, y prosigamos nosotros nuestra relación.
— ¡Toma aquí, Zama! — dijo el moro á su
cansada esposa , como si hablase con una
acémila.
Y, en lugar de dirigirse al Oeste, ó sea hacia
el Boquete de Anghera, en busca del sabio
santón, según había dicho á D. Bonifacio,
tomó hacia el Sur, por un barranquillo tapa-
do de malezas y árboles silvestres, que muy
luego le llevó al camino de Tetuán, ó bien á
la borrosa vereda que, siguiendo las ondula-
ciones de puntas y playas, conduce á Cabo-
Negro por el valle del Tarajar, por el de los
Castillejos, por Monte-Negrón y por las la-
gunas de Rio-Azmir, — nombres que todo es-
pañol bien nacido leerá hoy con amor y ve-
neración, y que entonces no se habían oido
pronunciar todavía en España ni en el resto
del mundo civilizado.
Llegado que hubieron Ben-Carime y Zama
al vallecillo del Tarajar, diéronse un punto
de descanso á la orilla del arroyuelo de agua
potable que lo atraviesa, procedente de las al-
turas de Sierra-Bullones, y, en aquella tan
segura y áspera soledad, que parecía recién
salida de manos del Criador y no estrenada
V-
228 NARRACIONES INVEROSÍMILES
todavía por el hombre; á la vista de un mar
solitario, únicamente surcado, tal ó cual no-
che de luna, por cárabos de piratas ó buques
oficiales de Europa encargados de perseguir-
los, la mora se puso á lavarse y peinarse, y el
moro sacó el manuscrito y volvió á leerlo con
tanta emoción como la primera vez.
Decía así el pergamino árabe:
«La bendición de Alá sea con los hombres
buenos que lean estas letras.
»No hay más gloria que la de Alá, de quien
Mahoma fué y es, en el corazón de los cre-
yentes, Profeta y Enviado.
•Los hombres que roban la casa del que
está en la guerra ó en el destierro, viven bajo
la maldición de Alá y de Mahoma, y mueren
roidos de escarabajos y cucarachas.
» ¡Bendito sea, pues, Alá, que crió estos y
otros bichos para que se coman á los hombres
malos!
»Yo soy el caid llassan-ben-Jusstf, siervo
de Alá, aunque malamente he sido llamado
D. Rodrigo de Acuña por los sucesores de los
perros cristianos que , haciéndoles fuerza y
violando i capitulaciones, luutizaron
con una4 i guisa de msopo¡ á mis
Infortunados ascendientes y á otrot muchos
Mitas de estos reinos.
»Yo soy capitán bajo el estandarte del que,
MOROS Y CRISTIANOS 229
desde la muerte de Aben-Humeya, titúlase
legítimamente Rey de los Andaluces, Muley-
Abdalá-Mahamud-Aben-Aboó, el cual, si no
está ya sentado en el trono de Granada, es
por la traición y cobardía con que los moros
valencianos han faltado á sus compromisos
y juramentos, dejando de alzarse al mismo
tiempo que los moros granadinos contra el
tirano común; pero de Alá recibirán el pago,
y, si somos vencidos nosotros, vencidos serán
también ellos y expulsados á la postre de
España, sin el mérito de haber luchado hasta
última hora en el campo del honor y en de-
fensa de la justicia; y, si somos vencedores,
les cortaremos el pescuezo y echaremos sus
cabezas á los marranos.
» Yo soy, en fin, el dueño de esta Torre y de
toda la tierra que hay á su alrededor, hasta
llegar por Occidente al barranco del Zorro y
por Oriente al de los Espárragos, el cual debe
tai nombre á los muchos y muy exquisitos que
cultivó allí mi abuelo Sidi-Jussef-ben-Jussuf.
»La cosa no anda bien. Desde que el mal
nacido D. Juan de Austria (confúndalo Alá)
vino á combatir contra los creyentes, preve-
mos que por ahora vamos á ser derrotados,
sin perjuicio de que, andando los años ó las
centurias, otro Príncipe de la sangre del Pro-
feta venga á recobrar el trono de Granada,
23O NARRACIONES INVEROSÍMILES
que ha pertenecido setecientos años á los mo-
ros, y volverá á pertenecerles cuando Alá
quiera, con el mismo título/conque lo poseye-
ron antes vándalos y godos, y antes los roma-
nos, y antes aquellos otros africanos que se
llamaban los cartagineses: ¡con el título de la
Conquista! — Pero conozco, vuelvo á decir, que
por la presente la cosa anda mal, y que muy
pronto tendré que trasladarme á Marruecos
con mis cuarenta y tres hijos, suponiendo que
los austríacos no me cojan en la primera ba-
talla y me cuelguen de un alcornoque, como
yo los colgaría á todos ellos, si pudiera.
»Pues bien; al salir de esta Torre, para em-
prender la última y decisiva campaña, dejo
escondidos aquí, en sitio á que no podrá llegar
nadie sin topar primero con el presente ma-
nuscrito, todo mi oro, toda mi plata, todas
mis perlas; el tesoro de mi familia; la hacienda
de mis padres, mía y de mis henderos; el cau-
dal di- (pie soy du< 1 por ley divina y
humana, COCQ0 es del ave la pluma que cría, ó
como BOU 'leí niño los dientes (pie echa con
dolor y trabajo, ó como son de cada mortal
los malos huí; cáncer ó de Lepra que
1 (Detente, por lo tanto, oh tú, moro, cris-
tiano o judío que, habiéndote puerta & derri-
bar ( luir y leer
MOROS Y CRISTIANOS 23 1
los renglones que estoy escribiendo! ¡Detente,
y respeta el arca de tu prójimo! ¡No pongas la
mano en su caudal! ¡No te apoderes de lo aje-
no!— Aquí no hay nada del fisco, nada de do-
minio público, nada del Estado. El oro de las
minas podrá pertenecer á quien lo descubra,
y una parte de él al Rey del territorio. Pero el
oro fundido y acuñado, el dinero, la moneda,
es de su dueño, y nada más que de su dueño.
— ¡No me robes, pues, mal hombre! ¡No ro-
bes á mis descendientes, que ya vendrán, el
día que esté escrito, á recoger su herencia! —
Y si es que buenamente, por casualidad, en-
cuentras mi tesoro, te aconsejo que publiques
edictos, llamando y notificando el caso á los
causa-habientes de Hassan-ben^Jussef; que
no es de hombres honestos guardarse los ha-
llazgos, cuando estos hallazgos tienen propie-
tario conocido.
»Si así no lo hicieres, ¡maldito seas, con la
maldición de Alá y con la mía! ¡Y pártate un
rayo! ¡Y quiera Dios que cada una de mis mo-
nedas se vuelva en tus manos un escorpión y
cada perla un alacrán! ¡Y que mueran de le-
pra tus hijos, con los dedos podridos y deshe-
chos, para que no tengan ni tan siquiera el
placer de rascarse! ¡Y que todas las mujeres
que ames y engordes se diviertan y refocilen
con tus esclavos! ¡Y que tu hija la mayor se
232 NARRACIONES INVEROSÍMILES
escape de tu casa con un judfoU¡Y que á tí te
metan un palo por mala parte, y te saquen así
á la vergüenza, teniéndote en alto hasta que,
con el peso de tu cuerpo, el palo salga por
encima de la coronilla y quedes pati-abierto
en el suelo, como indecente rana atravesada
por un asador!
» Ya lo sabes, y sépanlo todos, y bendito sea
Alá, que es Alá.
• Torre de Zoraya, en Aldeire del Cenet, á
15 días del mes de Saphar del año de la
Egira 968.
Hassan-ben-Jussef. »
IX.
Manos-gordas quedó profundamente preocu-
pado con la nueva lectura de este documento,
no por las máximas morales y por las espan-
maldiciones que contenía, pues el picaro
había perdido la fé en Alá y en Mahoma, de
resultas de su frecuente trato con los cristianos
y judíos de Trtiun y ("cuta, que, naturalmen-
te, se reían del Corán, sino por creer que su
. su acento y algún otro signo musulmán
de su persona, le impedían trasladar* i Bl
paña, donde se vería expuesto .1 muerte segura
tan luego i:omo cualquiei cristiano 6 cristiana
MOROS V CRISTIANOS 233
descubriese en él á un enemigo de la Virgen
María.
Además, ¿qué apoyo (ajuicio de Manos -gor-
das) podría hallar en las leyes ni en las autori-
dades de España un extranjero, un mahome-
tano, un semi-salvaje, para adquirir la Torre
de Zoraya, para hacer excavaciones en ella,
para entrar en posesión del tesoro, ó para no
perderlo inmediatamente con la vida?
— ¡No hay remedio! (díjose por remate de
largas reflexiones.) ¡Tengo que confiarme al
renegado Ben-Munuza! El es español, y su com-
paña me librará de todo peligro en aquella
tierra. — Pero, como no existe bajo la capa del
cielo un hombre de peor alma que el tal rene-
gado, no me estará demás tomar algunas pre-
cauciones.
Y, en virtud de esta cavilación, sacó del
bolsillo avíos de escribir, redactó una carta,
púsole el sobre, pególo con un poco de pan
mascado, y echóse á reir de una manera dia-
bólica.
En seguida fijó los ojos en su mujer, que
continuaba haciendo la policía de todo un año,
á costa de la limpieza física y... moral del ma-
laventurado arroyuelo, y, llamándola por me-
dio de un silbido, dignóse hablarle de este
modo:
— Cara de higo chumbo, siéntate á mi lado
234 NARRACIONES INVEROSÍMILES
y óyeme... Luego acabarás de lavarte, que bien
lo necesitas, y puede que entonces te juzgue
merecedora de algo mejor que la paliza diaria
con que te demuestro mi cariño. — Por de
pronto, sinvergüenzona, déjate de monadas,
y entérate bien de lo que voy á decirte.
La mora, que, lavada y peinada, resultaba
más joven y artística, aunque no menos fea
que antes, se relamió como una gata, clavó en
Manos-gordas los dos carbunclos que le servían
de ojos, y díjole, mostrando sus blanquísimos
y anchos dientes, que nada tenían de humanos:
— Habla, mi señor; que tu esclava solo desea
servirte.
Manos-gordas continuó:
— Si, desde este momento en adelante, llega
á ocurrirme alguna desgracia, ó desaparezco
del mundo sin haberme despedido de tí, ó, ha-
biéndome despedido, no tienes noticias mías
¡i semanas, procura volver á entrar en
Cdlta, y < t al correo. — ¿Te lias
enterado bien, cara de mona?
Zaina rompió á llorar, y exclamó:
— ¡Admet! ¿Pi< oaai dejarme?
— ¡No rebuenee, mujerl (contestó el moro.)
it-n habla ahora de eso? — ¡Demasiado
aabes que me gustas y que mesirvesl >Pero
de lo que ahora se trata es de que t-- 1
:.i<lo bien <lc mi ( n< .!■•"...
MOROS Y CRISTIANOS 235
— ¡Trae! (dijo la mora, apoderándose de la
carta, abriéndose el justillo y colocándola en-
tre él y su gordo y pardo seno, ai lado del co-
razón.) Si algo malo llega á sucederte, esta
carta caerá en el correo de Ceuta, aunque
después caiga yo en la sepultura.
Aben-Carime sonrió humanamente al oir
aquellas palabras, y dignóse mirar á su mujer
como á una persona.
X.
Mucho y muy regaladamente debió de dor-
mir aquella noche el matrimonio agareno en-
tre los matorrales del camino, pues no serían
menos de las nueve de la siguiente mañana
cuando llegó al pié de Cabo-Negro.
Hay allí un aduar de pastores y labriegos
árabes, llamado «Medik,» compuesto de algu-
nas chozas, de un morabito, ó ermita maho-
metana, y de un pozo de agua potable, con su
brocal de piedra y su acetre de cobre, como los
que figuran en algunas escenas bíblicas.
El aduar se hallaba completamente solo en
aquel momento. Todos sus habitantes habían
salido ya con el ganado ó con los aperos de la-
bor á los vecinos montes y cañadas.
— Espérame aquí... (dijo Manos-gordas á su
mujer.) Yo voy á buscar á Ben-Munuza, que
236" NARRACIONES INVEROSÍMILES
debe de hallarse al otro lado de aquel cerro,
arando los pobres secanos que allí posee...
— ¡Ben-Munuza! (exclamó Zama con te-
rror.) ¡El renegado de quien me has dicho!...
— Descuida... (interrumpió Manos-gordas).
¡Hoy puedo yo más que él! Dentro de un par
de horas estaré de vuelta, y verás como se
viene detrás de mí, con la humildad de un
perro. — Esta es su choza... Aguárdanos en
-ella, y haznos una buena ración de alcuzcuz
con el maíz y la manteca que hallarás á mano.
jYa sabes que me gusta muy recocido! — ¡Ah!
se me olvidaba... Si ves que anochece y no he
bajado, sube tú, y, si no me hallas en la otra
ladera del cerro, ó me hallas cadáver, vuél-
vete á Ceuta y echa la carta al correo... —
Otra advertencia: suponiendo que sea mi ca-.
daver lo que encuentres, regístrame, á ver si
Ben-Munuza me ha robado, 6 no, este perga-
mino...— Si me lo ha robado, vuélvete de
Ceuta á Tetuán, y denuncia á las autoridades
el asesinato y el robo. — ¡No tengo más que
decirte!— Adiós.
La mora se quedó llorando á lágrima viva,
y Manos-gordas tomó la senda que llevaba á
la cumbre del inmediato cerro.
MOROS Y CRISTIANOS 237
XI.
Pasada la cumbre, no tardó en descubrir en
la cañada próxima á un corpulento moro ves-
tido de blanco, el cual araba patriarcalmente
la negruzca tierra con auxilio de una hermosa
yunta de bueyes. — Parecía aquel hombre la
estatua de la Paz, tallada en mármol. Y, sin
embargo, era el triste y temido renegado Ben-
Munuza , cuya historia os causará espanto
cuando la conozcáis.
Contentaos por lo pronto con saber que ten-
dría cuarenta años y que era rudo, fuerte, ágil
y de muy lúgubre fisonomía, bien que sus ojos
fuesen azules como el cielo y rubias sus bar-
bas como aquel sol de África que había dora-
do á fuego la antigua blancura europea de su
semblante.
— ¡Buenos días, Manos- gordas! — gritó en
castellano el antiguo español tan luego como
divisó al marroquí.
Y su voz expresó la alegría melancólica
propia del extranjero que halla ocasión de ha-
blar la lengua patria.
— ¡Buenos días, Juan Falgueira! — respon-
dió sarcásticamente Ben-Carime.
El renegado tembló de pies á cabeza al oir
238 NARRACIONES INVEROSÍMILES
semejante saludo, y sacó del arado la reja de
hierro, como para defender su vida.
— ¿Qué nombre acabas de pronunciar? —
añadió luego, avanzando hacia Manos-gordas.
Este lo aguardaba riéndose, y le respondió
en árabe, con un valor de que nadie le hubie-
ra creído capaz:
— He pronunciado tu verdadero nombre: el
nombre que llevabas en España cuando eras
cristiano, y que yo conozco desde que estuve
en Oran hace tres años...
— ¿En Oran?
— ¡En Oran, sí, señor!... ¿Qué tiene eso de
extraordinario? De allí habías venido tú á
Marruecos, y allí fui yo á comprar gallinas.
Allí pregunté tu historia, dando tus señas, y
allí me la contaron varios españoles. Supe,
por tanto, que eras gallego, que te llamabas
Juan FaliMiciía, y que te hal>í,is escapado de
la carcel-alta de Granada, donde 1 tabas ya
en capilla pan ir á la horca por resuli
babee robado y dado muerte, hace quince
quien* 1 Ben (as ei
se de mulero... ¿Dudaras ahora de que te co-
nozco perfectamente?
— Dime, alma mía... (respondió el :
con Vd/ -oída y liman lo .111 .
has contado eso á algún marroquí? ¿Lo
alguien más que tú en etta condenada tierra?
MOROS V CRISTIANOS 239
— Porque es el caso que yo quiero vivir en
paz, sin que nadie ni nada me recuerde aque-
lla mala hora, que harto he purgado. — Soy
pobre: no tengo familia, ni patria, ni lengua,
ni el Dios que me crió. Vivo entre enemigos,
sin más capital que estos bueyes y que esos
secanos, comprados á fuerza de diez años de
sudores... Por consiguiente, haces muy mal
en venir á decirme...
— ¡Espera! (respondióle muy alarmado Ma-
nos -govd as.) No me eches esas miradas de lo-
bo; que vengo á hacerte un gran favor, y no á
ofenderte por mero capricho. — ¡A nadie he
contado tu desgraciada historia! ¿Para qué? —
¡Todo secreto puede ser un tesoro, y quien lo
cuenta se queda sin él! — Hay, empero, oca-
siones en que se hacen cambios de secretos, su-
mamente útiles. Por ejemplo: yo te voy á
contar un importante secreto mío, que te ser-
virá como de fianza del tuyo, y que nos obli-
gará á ser amigos toda la vida...
— Te oigo. Concluye... — respondió calmo-
samente el renegado.
Aben-Carime leyóle entonces el pergamino
árabe, que Juan Falgueira oyó sin pestañear y
como enojado; visto lo cual por el moro, y á
fin de acabar de atraerse su confianza, le reve-
ló también que había robado aquel documento
á un cristiano de Ceuta...
24O NARRACIONES INVEROSÍMILES
El español se sonrió ligeramente, al pensar
en el mucho miedo que debía de tenerle el
mercader de huevos y de gallinas cuando le
contaba sin necesidad aquel robo, y, animado
el pobre Manos-gordas con la sonrisa de Ben-
Munuza, entró al fin en el fondo del asunto,
hablando de la siguiente manera:
— Supongo que te has hecho cargo de la
importancia de este documento y de la razón
por qué te lo he leido. Yo no sé donde está la
Torre de Zoraya, ni Aldeire, ni el Cenet: yo no
sabría irá España, ni caminar por ella; y ade-
más, allí me matarían por no ser cristiano, ó,
cuando menos, me robarían el tesoro, antes ó
después de descubierto. Por todas estas razo-
nes, necesito que me acompañe un español
fiel y leal, de cuya vida sea yo dueño y á quien
pueda hacer ahorcar con media palabra; un
español, en fin, como tú, Juan Pftlgueira, que,
después de todo, nada adelantaste con robar
y ni.it. ir, pueg trabajas aquí como un asno,
cuantío , con los millones que voy á pro-
porcionarte, podrás irte á América, á Fran-
cia, á la India, y gozar, y triunfar, y subir
tal vez hasta rey. — ¡Qué te parece mi pin-
to?
— Que está bien hilado, como obra de un
moro... — respondió Ben-Munuza, de cuyai
recias manos, cruzadas sobre la rabadilla,
MOROS Y CRISTIANOS 24I
pendía balanceándose la barra de hierro, á la
manera de la cola de un tigre.
Manos-gordas se sonrió ufanamente, creyen-
do aceptada su proposición.
— Sin embargo... (añadió después el som-
brío gallego.) Tú no has caido en una cuenta.. .
— ¿En cuál? — preguntó cómicamente Ben-
Carime, alzando mucho la cara y no mirando
á parte alguna, como quien se dispone á oir
sandeces y majaderías.
— ¡Tú no has caido en que yo sería tonto de
capirote si me marchase contigo á España á
ponerte en posesión de... medio tesoro, con-
tando con que tú me pondrías á mí en pose-
sión del otro medio! — Lo digo, porque no ten-
drías más que pronunciar media palabra, el
día que llegásemos á Aldeire y te creyeses libre
de peligros, para zafarte de mi compañía y de
darme la mitad de las halladas riquezas... —
¡En verdad que no eres tan listo como te
figuras, sino un pobre hombre, digno de lás-
tima, que te has metido en un callejón sin sa-
lida al descubrirme las señas de ese gran teso-
ro y decirme al mismo tiempo que conoces
mi historia y que, si yo fuera contigo á Es-
paña, serías dueño absoluto de mi vida!... —
Pues ¿para qué te necesito yo á tí? ¿Qué falta
me hace tu ayuda para ir á apoderarme del
tesoro entero? ¿Ni qué falta me haces en el
tomo m 16
242 NARRACIONES INVEROSÍMILES
mundo? ¿Quién eres tú, desde el momento en
que me has leido ese pergamino, desde el mo-
mento en que puedo quitártelo?
— ¿Qué dices? — gritó Manos-gordas, sintien-
do de pronto circular por todos sus huesos el
fiío de la muerte.
— No digo nada... — ¡Toma! — respondió
Juan Falgueira, asestando un terrible golpe
con la barra de hierro sobre la cabeza de Ben-
Carime, el cual rodó en tierra, echando sangre
por ojos, narices y boca, y sin poder articular
palabia...
El desgraciado estaba muerto.
XII.
Tres ó cuatro semanas después de la muer-
te de Manos-gordas, el veintitantos de Febre-
ro da 182 1, nevaba si había que nevar en la vi-
lla de Aldcirey en toda la elegantísima sierra
andaluza á que la propia nieve da vida y
nombi<-.
I ra domingo do Carnaval, y la campana de
la iglesia llamaba por coarta veza misa, con
■0 v<>/. delgada y pura como la de un niño, á
: ■ aquella feligresía, de-
mii.i al áelOi que no m reaigna-
i 1I111- uta, en día tan crudo y desapaci-
1 dejar la cama ó a apararas da los tizo-
MOROS Y CRISTIANOS 243
nes, alegando acaso, como pretexto, que «los
días de Carnestolendas no se debe rendir cul-
to á Dios, sino al diablo.»
Algo semejante decía por lo menos el tío
Juan Gómez á su piadosa mujer, la seña Tor-
cuata, defendiéndose en el rincón del fuego
de los argumentos con que nuestra amiga le
rogaba que no bebiera más aguardiente ni
comiese más roscos, sino que la acompañase
á misa, á fuer de buen cristiano, sin miedo
alguno á las críticas del maestro de escuela y
demás electores liberales: y, muy enredada es-
taba la disputa, cuando cata aquí que entró
en la cocina el tío Genaro, mayoral de los
pastores de su merced, y dijo, quitándose el
sombrero y rascándose la cabeza de un solo
golpe:
— Buenos días nos dé Dios, Sr. Juan y seña
Torcuata. ¡Ya se harán Vds. cargo de que al-
go habrá sucedido por allá arriba para que yo
baje por aquí con tan mal tiempo, no tocán-
dome oir misa este domingo! — ¿Cómo va de
salud?
— ¡Vaya! ¡vaya! ¡no espero más! (exclamó
la mujer del alcalde, cruzándose la mantilla
con violencia.) ¡Estaría de Dios que hoy echa-
ses la misa en el puchero! ¡Ya tienes ahí con-
versación y copas para todo el día, sobre si las
cabras están preñadas ó sobre si los borregos
244 NARRACIONES INVEROSÍMILES
han echado cuernos! ¡Te condenarás, Juan, te
condenarás, si no haces pronto las paces con
la Iglesia, dejando la maldita alcaldía!
Marchado que se hubo la seña Torcuata, el
alcalde alargó un rosco y una copa al mayo-
ral," y le dijo:
— ¡Simplezas de mujeres, tío Genaro! Arrí-
mese V. á la lumbre y hable. — ¿Qué ocurre
por allá arriba?
— Pues nada: que ayer tarde el cabrero
Francisco vio que un hombre, vestido á la
malagueña, con pantalón largo y chaquetilla
de lienzo, y liado en una manta de muestra,
se había metido en el corral nuevo por la parte
que todavía no tiene tapia, y rondaba la Tor-
re del Moro, estudiándola y midiéndola como
si fuese un maestro de obras. Preguntóle Fran-
cisco qué significaba aquello, y el forastero Le
interrogó á su vez quiñi era el du<
y, como Francisco le dijese que nada menos
que el ahnlde del /■neldo, repuso que él hablaría
ala noche con su merced y le explicad
planes. — Llegó presto la noche, y el hombre
hizo como que se man baba, COI) lo que el ca-
- se encerró en • u choza, que, como sa-
be Y., dieta poco de allí. — Dos horas después
de oscurecer enteramente, notó el mismo
a i oo que ( n la Torre sonaban ruidoi
muy raros y se veía luz, lo cual le 11<
MOROS Y CRISTIANOS 245
miedo que ni tan siquiera se atrevió á ir á mi
choza á avisarme; cosa que hizo en cuanto fué
de día, refiriéndome el lance de ayer tarde y
advirtiéndome que los tales ruidos habían du-
rado toda la noche. Como yo soy viejo, y he
servido al Rey, y me asusto de pocas cosas,
me plantifiqué en seguida en la Torre del Moro,
acompañado de Francisco, que iba temblan-
do, y encontramos al forastero liado en su
manta y durmiendo en un cuartucho del piso
bajo, que tiene todavía su bóveda de hormi-
gón. Desperté al sospechoso personaje y le re-
convine por haber pasado la noche en la casa
ajena sin la voluntad de su dueño; á lo que
me respondió que aquello no era casa, sino un
montón de escombros, donde bien podía ha-
berse albergado un pobre caminante en noche
de nieves, y que estaba dispuesto á presentar-
se á V. y á explicarle quién era y todas sus
operaciones y pensamientos. Le he hecho,
pues, venir conmigo, y en la puerta del corral
aguarda, acompañado del cabrero, á que us-
ted le dé licencia para entrar...
— ¡Que entre! — respondió el tío Hormiga,
levantándose muy alterado, por habérsele
ocurrido, desde las primeras palabras del ma-
yoral, que todo aquello tenía bastante que
ver con el célebre tesoro, á cuyo hallazgo por
sus solos esfuerzos había renunciado su mer-
246 NARRACIONES INVEROSÍMILES
ced hacía una semana, no sin haber arrancado
antes inútilmente muchas y muy pesadas pie-
dras de sillería.
XIII.
Tenemos ya cara á cara y solos al tío Juan
Gómez y al forastero.
— ¿Cómo se llama V.? — interrogó el prime-
ro al segundo, con todo el imperio de un al-
calde de monterilla y sin invitarle á que se
sentara.
— Llamóme Jaime Olot, — respondió el hom-
bre misterioso.
— ¡Su habla de V. no parece de esta tie-
rra!...—¿Es V. inglés?
—Soy catalán.
— ¡Hombre! ¡Catalán!... Me parece bien. —
Y... ¿qué le trae á V. por aquí? — Sobre todo,
¿qué diablos de medidas tomaba V. ayer en
mi Ten*?
— L< diré á V. — Yo soy minero de oficio, y
he venido á buscar trabajo & esta tierra, faino*
sa por sus millas da cobre y plata. — Ayer tar-
de, al pasar por la Torndti Moro, \í que, con
las piedras de ella extraídas, estaban coostru
I una tapia, y que aun sriía ihc ,
derribaí 6 arrancaí otras muchas para termi-
nare] cercado... — k*o m<' pinto solo en esto
MOROS Y CRISTIANOS 247
de demoler, ya sea dando barrenos, ya por
medio de mis propios puños, pues tengo más
fuerza que un buey, y ocurrióseme la idea de
tomar á mi cargo, por contrata, la total des-
trucción de la Torre y el arranque de sus ci-
mientos, suponiendo que llegase á entender-
me con el propietario.
El tío Hormiga guiñó sus ojillos grises, y
respondió con mucha sorna:
—Pues, señor; no me conviene la contrata.
—Es que haré todo ese trabajo por muy po-
co precio, casi de balde...
¡Ahora me conviene mucho menos!
El llamado Jaime Olot paró mientes en la
soflama del tío Juan Gómez, y miróle á fondo,
como para adivinar el sentido de aquella rara
contestación; pero, no logrando leer nada en
la fisonomía zorruna de su merced, parecióle
oportuno añadir con fingida naturalidad:
—Tampoco dejaría de agradarme recompo-
ner parte de aquel antiguo edificio y vivir en
él cultivando el terreno que destina V. á co-
rral de ganado. — ¡Le compro áV., pues, la
Torre del Moro y el secano que la circunda!
No me conviene vender, — respondió el
tío Hormiga.
—¡Es que le pagaré á V. el doble de lo que
aquello valga!— observó enfáticamente el que
se decía catalán.
248 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡Por esa razón me conviene menos! — re-
pitió el andaluz con tan insultante socarrone-
ría, que su interlocutor dio un paso atrás, co-
mo quien conoce que pisa terreno falso.
Reflexionó, pues, un momento, pasado el
cual, alzó la cabeza con entera resolución,
echó los brazos á la espalda y dijo, riéndose
cínicamente:
— ¡Luego sabe V. que en aquel terreno hay
un te sor o l
El tio Juan Gómez se agachó» sentado co-
mo estaba; y, mirando al catalán de abajo
arriba, exclamó donosísimamente:
— ¡Lo que me choca es que lo sepa V.!
— ¡Pues mucho más le chocaría si le dijese
que yo soy el único que lo sabe de cierto.
— ¿Es decir, que conoce V. el punto fijo en
que se halla sepultado el tesoro?
— Conozco el punto fijo, y no tardaría vein-
ticuatro horas en desenterrar tanta riqueza
como allí (luciinc ;i l.i sombra...
— Según eso, ¿tiene V. cierto documento?...
— Sí, señor: tengo un pergamino del tiempo
de los moros, de media vara en cuadro..., en
que todo eso se explica...
— i ifgame Y.; ¿y ese pergamino?...
— No lo llevo sobre mi persona, ni hay para
qué, supuesto que dm Lo ié de memoria al pie
de la letra en español y en ;u;ibe... —¡Oh! no
MOROS Y CRISTIANOS 249
soy yo tan bobo que me entregue nunca con
armas y bagajes! Así es que, antes de presen-
tarme en estas tierras, escondí el pergamino...
donde nadie más que yo podrá dar con él.
— ¡Pues entonces no hay más que hablar!
Sr. Jaime Olot, entendámonos como dos bue-
nos amigos... — exclamó el alcalde, echando al
forastero una copa de aguardiente.
— ¡Entendámonos! — repitió el forastero, sen-
tándose sin más permiso y bebiéndose la copa
en toda regla.
— Dígame V. (continuó el tío Hormiga): y
dígamelo sin mentir, para que yo me acos-
tumbre á creer en su formalidad...
— Vaya V. preguntando: que yo me callaré
cuando me convenga ocultar alguna cosa.
— ¿Viene V. de Madrid?
— No, señor. Hace veinticinco años que es-
tuve en la corte por primera y última vez.
— ¿Viene V. de Tierra-Santa?
— No, señor. No me dá por ahí.
— ¿Conoce V. á un abogado de Ugíjar, lla-
mado D. Matías de Quesada?
— No, señor: yo detesto á los abogados y á
toda la gente de pluma.
— Pues entonces, ¿cómo ha llegado á poder
de V. ese pergamino?
Jaime Olot guardó silencio.
— ¡Eso me gusta! ¡veo que no quiere usted
25O NARRACIONES INVEROSÍMILES
mentir! (exclamó el alcalde.) — Pero también
es cierto que D. Matías de Quesada me enga-
ñó como á un chino, robándome dos onzas de
oro, y vendiendo luego aquel documento á al-
guna persona de Melilla ó de Ceuta... ¡Por
cierto que, aunque V. no es moro, tiene facha
de haber estado por allá!
— ¡No se fatigue "V. ni pierda el tiempo! —
Yo le sacaré á V. de dudas. — Ese abogado de-
bió de enviar el manuscrito á un español de
Ceuta, al cual se lo robó hace tres semanas el
moro que me lo ha traspasado á mí...
— ¡Toma! ¡ya caigo! Se lo enviaría á un so-
brino que tiene de músico en aquella cate-
dral..., á un tal Bonifacio Tudela...
— Puede ser.
— ¡Picaro D. Matías! ¡Estafar de ese modo
á su compadre! — ¡Pero véase como la casuali-
dad ha vuelto á traer el pergamino á mis ma-
nos!...
— Dirá V. á las mías... — observó el foras-
tero.
— ¡A las nuestras! (replicó el alcalde, echan-
do más aguardiente)— ¡Pues, señor! ¡Somos
millonarios! Partiremos el tesoro mitad por
mitad, dado que, ni V. puede escavar en aquel
11 mi licencia, ni yo puedo hall;ii el
tesoro sin auxilio d< 1 pergamino que ha llega-
do á ser de V. — Es decir, que la suerte nos ha
MOROS Y CRISTIANOS 25 1
hecho hermanos. — ¡Desde hoy vivirá V. en mi
casa! — ¡Vaya otra copa! — Y, en seguidita que
almorcemos, daremos principio á las excava-
ciones...
Por aquí iba la conferencia, cuando la seña
Torcuata volvió de misa. Su marido le refirió
todo lo que pasaba y le hizo la presentación
del Sr. Jaime Olot. La buena mujer oyó con
tanto miedo como alegría la noticia de que el
tesoro estaba á punto de parecer; santiguóse
repetidas veces al enterarse de la traición y
vileza de su compadre D. Matías de Quesada,
y miró con susto al forastero, cuya fisonomía
le hizo presentir grandes infortunios.
Sabedora, en fin, de que tenía que dar de al-
morzar á aquel hombre, entró en la despensa
á sacar lo más precioso y reservado que con-
tenía, ó sea lomo en adobo y longaniza de la
reciente matanza, no sin decirse mientras des-
tapaba las respectivas orzas:
— ¡Tiempo es de que parezca el tesoro; pues
entre si parece ó no parece, nos lleva de coste
los treinta y dos duros de la famosa jicara de
chocolate, la antigua amistad del compadre
D. Matías, estas hermosas tajadas, que tan ri-
cas habrían estado con pimientos y tomates en
el mes de Agosto, y el tener de huésped á un
forastero de tan mala cara. — ¡Malditos sean
los tesoros y las minas y los diablos y todo lo
252 NARRACIONES INVEROSÍMILES
que está debajo de tierra, menos el agua y los
fieles difuntos!
XIV.
Pensando estaba así la seña Torcuata, y ya
se dirigía á las hornillas con una sartén en ca-
da mano, cuando se oyeron sonar en la calle
gritos y silbidos de viejas y chicuelos, y voces
de gente más formal que decía:
— ¡Señor alcalde! ¡Abra V. la puerta! ¡La
justicia de la ciudad está entrando en el pue-
blo con mucha tropa!
Jaime Olot se puso más amarillo que la ce-
ra al oir aquellas palabras, y dijo, cruzando
las manos:
— ¡Escóndame V. señor alcalde! ¡De lo con-
trario no teii'li' mos tesoro! ¡La justicia viene
en mi bu
— ¿En busca de V.? ¿Por qué razón? ¿Es us-
ted algún criminal?
— |Bien lo decía yo! (gritó la tia Torcuata.)
jDe esa caía tu te no podía venir nada bueno!
¡ I Odo esto es cosa de Luciln!
— ¡Pronto! ¡Pronto! (añadió el forastero.)
¡Sáqucme V. poi U puerta del cornil
— |Bionl Paro áV dm v. tntei la 1 w tai di 1
tesoro... — expuaoel tío Eiormi
MOROS Y CRISTIANOS 253
— Señor alcalde... (seguían diciendo los que
llamaban á la puerta). ¡AbraV.! ¡El pueblo
está cercado! ¡Parece que buscan á ese hom-
bre que habla con V. hace una hora!...
— ¡Abrid al juzgado de primera instancia! —
gritó por último una voz imperiosa, acompa-
ñada de fuertes golpes dados á la puerta.
— ¡No hay remedio! — dijo el alcalde yendo
á abrir, mientras que el forastero se encami-
naba por la otra puerta en busca del corral.
Pero el mayoral y el cabrero, advertidos de
todo, le cerraron el paso, y entre ellos y los
soldados que ya penetraban también por aque-
lla puerta, lo cogieron y ataron sin contratiem-
po alguno, aunque aquel diablo de hombre
desplegó en la lucha las fuerzas y la agilidad
de un tigre.
El alguacil del juzgado, á cuyas órdenes
iban un escribano y veinte soldados de infan-
tería, contaba entretanto al despavorido al-
calde las causas y fundamentos de aquella
prisión tan aparatosa.
— Ese hombre (decía) con quien V. estaba
encerrado... no sé por qué, hablando de... no
sé qué asunto, es el célebre gallego Juan Fal-
gueira, que degolló y robó hace quince años
á unos señores, de quienes era mulero en cier-
ta casería de la vega de Granada, y que se es-
capó de la capilla la víspera de la ejecución,
254 NARRACIONES INVEROSÍMILES
vestido con el hábito del fraile que lo auxilia-
ba, á quien dejó allí medio estrangulado. —
El mismísimo Rey (Q. D. G.) recibió hace
quince días una carta de Ceuta, firmada por
un moro llamado Manos-gordas, en que le de-
cía que Juan Falgueira, después de haber re-
sidido largo tiempo en Oran y otros puntos de
África, iba á embarcarse para España, y que
sería fácil echarle mano en Aldeire del Ce-
net, donde pensaba comprar una torre de mo-
ros y dedicarse á la minería... — Al propio
tiempo el cónsul español en Tetuán escribía á
nuestro Gobierno, participándole que una mo-
ra llamada Zama se le había presentado que-
jándose de que el renegado español Ben-Mu-
nuza, antes Juan Falgueira, acababa de em-
barcarse para España, después de asesinar al
moro Manos-gordas, marido de la querellante,
y de haberle robado cierto precioso pergami-
no..• — Por todo ello, y niuv principalmente
por el atentado contra el fraile en la capilla,
S. M. el Rey ha recomendado con particular
encarecimiento á la Chancillcría de Granada
la captura de tal facineroso y su inmediata
ejecución en aquella misma capital.
Imagínete el que leyere, el <• panto y asom-
bro de todos los que oyemí I ación, así
como la angustia del tío i iermig^, i quien no
podía cab< i va .luda da que el pergamino es-
MOROS Y CRISTIANOS 255
taba en poder de aquel hombre ¡sentenciado á
muerte!
Atrevióse, pues, el codicioso alcalde, aun á
riesgo de comprometerse más de lo que ya es-
taba, á llamar á un lado á Juan Falgueira y á
hablarle al oido, bien que anunciando antes
al concurso, que iba á ver si lograba que con-
fesase á Dios y á los hombres sus delitos. — Pe-
ro lo que hablaron en realidad ambos socios
fué lo siguiente:
— ¡Compadre! (dijo el tío Hormiga): ¡Ni la
Caridad lo salva á V.! Pero ya conoce que
será lástima que ese pergamino se pierda...
¡Dígame donde lo ha escondido!
— ¡Compadre! (respondió el gallego). Con ese
pergamino, ó sea con el tesoro que representa,
pienso yo negociar mi indulto. Proporcióne-
me V. la real gracia, y le entregaré el documen-
to; pero, por lo pronto, se lo ofreceré á los jue-
ces para que declaren que mi crimen ha pres-^"
crito en estos quince años de expatriación...
— ¡Compadre! (replicó el tío Hormiga): Es
usted un sabio, y celebraré que le salgan bien
todos sus planes. Pero, si fracasan, ¡por Dios
le pido que no se lleve á la tumba un secreto
que no aprovechará á nadie!
— ¡Vaya si me lo llevaré! (contestó Juan
Falgueira.) ¡De algún modo me he de vengar
del mundo!
256 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡Vamos andando! — gritó en esto el algua-
cil, poniendo término á aquella curiosa confe-
rencia.
Y, cargado que fué de grillos y esposas el
condenado á muerte, salieron con él los curia-
les y los soldados en dirección á la ciudad de
Guadix, de donde habían de conducirlo á la
de Granada.
— ¡El demonio! ¡El demonio! (seguía dicien-
do la mujer del tio Juan Gómez una hora des-
pués, al colocar de nuevo el lomo y la longa-
niza en sus respectivas orzas.) ¡Malditos sean
todos los tesoros habidos y por haber!
XV.
Excusado es decir que ni el tío Hormiga
halló medio de negociar el indulto de Juan
Falgueiía, ni los jueces se rebajaron á oir se-
riamente los ofrecimientos de un Usoro que
/<>, porque sobreseyesen su causa, ni
el terrible gallego accedió á revelar el parade-
ro del pergamino ni el sitio de] tesoro, ;il im-
rritoalcaldedeAldeirc, quien, con tal prc-
• n, tuvo todavía estomago para ir á visi-
tarlo I l.i capilla en la cárcel alta de Granada.
Ahorcaron, pues, á Juan Falgueira el Yi< 1
■lores, en el paseo del Triunfo, y, re-
!o que hubo á Aldeire el tío I lo: un .
MOROS Y CRISTIANOS 257
el Domingo de Ramos, cayó enfermo con ca-
lentura tifoidea, agravándose de tal modo en
pocos dias, que el miércoles santo se confesó
é hizo testamento, y espiró el sábado de gloria
por la mañana.
Pero, antes de morir, mandó poner una car-
ta á D. Matías de Ouesada, reconviniéndole
por su traición y latrocinio, que habían dado
lugar á que tres hombres perdiesen la vida, y
perdonándole cristianamente, á condición de
que devolviese á la seña Torcuata los trein-
ta y dos duros de la jicara de chocolate.
Llegó esta formidable carta á Ugíjar al mis-
mo tiempo que la noticia de la muerte del tío
Juan Gómez; todo lo cual afectó por tal extre-
mo al viejo abogado, que no volvió á echar
más luz, y murió de allí á poco, no sin escribir
á última hora una terrible epístola, llena de in-
sultos y maldiciones, á su sobrino el maestro
de la capilla de la catedral de Ceuta, acusán-
dole de haberle engañado y robado, y de ser
causa de su muerte.
De la lectura de tan justificada y tremenda
acusación, dicen que se originó la apoplegía
fulminante que llevó al sepulcro á D. Boni-
facio.
Por manera, que solamente los barruntos de
la existencia de un tesoro fueron causa de cin-
co muertes y de otras desventuras, quedando
tomo ni 17
258 NARRACIONES INVEROSÍMILES
á la postre las cosas tan ignoradas y ocul-
tas como estaban al principio, puesto que la
seña Torcuata, única persona que ya sabía en
el mundo la historia del fatal pergamino, guar-
dóse muy bien de volver á mentarlo en toda su
vida, por juzgar que todo aquello había sido
obra del diablo y consecuencia necesaria del
trato de su marido con los enemigos del altar
y del trono.
Preguntará el lector: ¿cómo es que nosotros,
sabedores de que el tesoro está allí escondido,
no hemos ido á desenterrarlo y apoderarnos de
él? — Y á esto le responderemos que la curiosí-
sima historia del hallazgo y empleo de aque-
llas riquezas, con posterioridad á la muerte de
la seña Torcuata, nos es también perfectamen-
te conocida, y que tal vez la refiramos, andan-
do el tiempo, si llega á nuestra noticia que el
público tiene interés en leerla.
Va Memoro 6 de Julio de 1881.
Y
EL AÑO EN SPITZBERG.
A
't EL AÑO EN SPITZBERG.
i.
stoy viendo desaparecer hacia el Me-
diodía el buque ballenero que rae de-
ja abandonado en esta isla desierta,
sobre la arena de una playa sin nombre...
¡Heme aquí solo: solo en un ámbito de mil
leguas!
Yo amaba á una mujer... El demonio de
los celos me mordió el corazón, y he matado
á mi rival en desafío... — ¡Era un príncipe!...
Y el Gobierno ruso me ha condenado á pa-
sar aquí un año...; es decir, me ha condenado
á muerte.
¡Ah! ¿Por qué no me entregó al hacha del
verdugo? — ¿Porqué hacerme espirar de frió,
de hambre, de tristeza, de desesperación, ó
disputando mi cuerpo al terrible oso blanco, si
mi delito no era más que uno?
¿Spitzberg!...— ¡Estoy en el terrible Archipié-
262 NARRACIONES INVEROSÍMILES
lago que ninguna raza ha podido habitar! ¡Me
hallo á los 77o latitud Norte; doscientas sesen-
ta leguas del Polo!
Creo haber oído decir á mis asesinos que
esta isla es la del Nordeste, la más meridional
del horroroso grupo, lamas templada de todas...
— ¡Cruel compasión..., que prolongará algu-
nas horas mi agonía!
Ignoro en cuál de estos témpanos de hielo
eterno tiene la Rusia una colonia para la pe-
letería y la pesca de la ballena; pero lo que sí
sé es que los colonos emigrarían á la Laponia
á fines de Agosto, hace dos meses, y no volve-
rán hasta la primavera... ¡Dentro de doscien-
tos cuarenta días!
¡Estoy, pues, solo, sin hogar, sin amparo,
sin víveres, sin consuelosl
¡Morir! He aquí mi inevitable y próxima
suerte.
Hoy ( s 17 de Octttbce.*. El firfo avanza por
el Norte... Dentro de pocos días me helaré lio
remedio.
Entretanto me alimentaré con la caza. ¡Si—
nieles nú' li.-in dejado una esco-
>■ té </ua ¡a tMtcidamu de uU moioh —
ios, chuparé hielo y me procu-
raré un abrigo entre etai rocas. -El inglés
habitó cabeftu de aleve en el Norte de
América á los 73°-..
EL AÑO EN SPITZBERG 263
¡Ah! sí...; pero yo estoy cuatro grados más
cerca del Polo, y no tengo fuego para calen-
tarme!
¡Morir! ¡Morir! ¡He aquí mi infalible des-
tino!
II.
Han transcurrido seis días.
Una ráfaga de esperanza brilla ante mis
ojos...
Me he procurado fuego como Robinsón, ro-
zando dos pedazos de cedro.
Ayer encontré en el centro de una inmensa
roca una profunda cavidad muy reservada del
frío.
Todos los dias mato cinco ó seis rengíferos,
los despedazo, y conservo la carne entre los
témpanos de hielo.
Así se conservará incorrupta hasta el año
que viene.
También hago provisión de combustibles. —
No tengo hacha; pero el frío me sirve de le-
ñador.— Todas las noches crujen algunos ár-
boles y saltan hechos astillas por el rigor de
la helada, y yo traslado á mi gruta cada ma-
ñana miles de estos fragmentos, que alimen-
tarán mi hogar hasta que yo me muera...
Voy, pues, á entablar una insensata lucha
264 NARRACIONES INVEROSÍMILES
con el invierno. — ¡Porque deseo vivir y volver
al lado de los hombres! ¡Porque la soledad me
ha vuelto cobarde!... ¡Porque adoróla vida!...
III.
El frío es ya irresistible...
Ha llegado el momento de encerrarme en
las entrañas de esa peña; de incrustarme en
su centro como un marisco en su concha.
Antes de sepultarme en la que acaso será
efectivamente mi tumba; antes de vestirme
esa mortaja de piedra, quiero despedirme del
mundo, de la naturaleza, de la luz, de la vida...
Camina el sol tan poco elevado en el hori-
zonte, que, desde que sale hasta que se pone,
no hace más que recorrer su ocaso, como lumi-
noso fantasma que da vueltas alrededor de su
sepulcro.
Sus rayos pálidos y horizontales reverberan
U<- il mar.
La I 1 1 /.arse. . . Pronto que-
ridas por el lli'-lo.
La b6\ tfl ostenta un azul cárdeno
y sombrío que la hace apareoex COmo mal dii-
Bl toplo del aquilón quema y marchita las
si qus osaron desplegar aquí su-, en-
, ata con lazos de cristal el curso de
EL AÑO EN SPITZBERG 265
los torrentes... ¡Helos ya mudos, inmóviles,
petrificados en sus enérgicas actitudes, como
trágicos héroes esculpidos en marmol!...
Reina un silencio sepulcral, un silencio ab-
soluto. No se oye ni canto de ave, ni rumor
de corriente, ni suspiro de brisa, ni columpio
de planta...
Ni movimiento ni ruido... ¡Nada! — El mu-
tismo del no-ser: he aquí todo. — La eternidad
y lo infinito deben de parecerse á estas monó-
tonas soledades, á estos páramos de inacción y
muerte.
El calor de mi sangre, los latidos de mi co-
razón, el soplo de mi aliento, el eco de mis
pasos, son los únicos síntomas de vida que
ofrece la naturaleza. Me creo, pues, solo en
un mundo-cadáver, en un planeta posterior á
su Apocalipsis; en la Tierra misma, pasado el
Juicio final...
Hoy tiene el día diez y seis minutos.
Mañana no saldrá el sol.
Mañana me ocultaré yo por seis meses: él
por tres.
¡Oh, sol! ¿volveremos á vernos?
¡Qué frío tan espantoso!...
La humedad del aire se convierte en agu-
jas de hielo que punzan mi semblante.
266 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Mi aliento me rodea de una especie de nie-
bla que no puede elevarse á la condensada at-
mósfera.
El humo de mi escopeta se dilata también
horizontalmente.
Ayer toqué el gatillo sin mis gruesos guan-
tes, y mis dedos quedaron tan fuertemente
unidos al acero, que, para separarlos, hube de
dejarme allí la piel.
La sábana blanca que se extiende indefini-
damente alrededor de mí, y las irradiaciones
de la luz en ella, hánme producido en la vista
una grande inflamación...
Pronto vendrá el escorbuto...
¡Oh! ¡qué espantosa es esta lucha de mi vi-
da con la muerte de todo lo creado!
IV.
En efecto, ayer apareció el sol; no por el
Oriente, sino por el Sur. Trazó en lontananza
un ligero semicírculo, y se hundió al cabo de
un cuarto de luna.
Eloy etel 7 de Noviembre, el tremendo día
del Spitzberg, el último M que vé* el BOl.t.
Son la media <l<-. li mañana,
luloroso cre-
púsculo luce en <1 i'inotí imo confín de los
los.
EL AÑO EN SPITZBEBG 267
Mas el sol no aparece...
¡Ah!... ¡sí!... ¡Helo qué pálido y entristecido
pugna por asomar su frente!...
Pero el disco no se eleva...
El limbo solamente pasa rozando por el lí-
mite del cielo y de las olas...
¡Un momento más, y ha desaparecido!
¡Adiós para siempre, padre de la luz, coro-
na de los cielos, alma del mundo!
¡Adiós, mi último amigo! ¡Adiós, y vuelve!
V.
¿Cuánto tiempo ha transcurrido?
No lo sé.
Mi reloj anduvo una semana: el frío lo paró
después, ó, mejor dicho, lo mató.
El frío lo mata todo.
Ignoro, pues, qué día es hoy.
Pero ¿qué significa la palabra hoy?
El hoy no existe para mí.
Mi vida carece de horas.
Lo pasado, lo presente y el porvenir forman
horrible grupo en mi imaginación.
Un momento continuo, tal es el tiempo den-
tro de este sepulcro.
Si los muertos pensaran en el panteón, pa-
decerían lo que yo padezco.
268 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Los siglos caminan más de prisa que aquí
los instantes. *
Un invierno en Spitzberg da una idea de la
eternidad en el infierno.
¡Y qué abismo sin fondo el de mi tenaz
meditación!...
Mis ideas, indefinidamente desbordadas, ex-
playadas, extendidas por el páramo de mi no-
ser, concluirán por escapárseme... y me volve-
ré loco.
Vivo náufrago y sin tabla en un océano de
negaciones. Paréceme un sueño la idea de que
existe el mundo. Dudo hasta de mi propia
existencia. Mi desesperación es más cruel que
la de los ateos: ellos niegan el porvenir: yo
niego lo presente. Yo no he perdido la espe-
ranza, sino la realidad.
VI.
¡Qué lejos estoy de los hombres! iQué olvi-
dado sobre la i¡< na!
Hacía cualquier parte que dirijo el pensa-
miento, disto de la humanidad cantonare! de
i.lS.
Mil quinientai milla* al Occidente se halla
la Groenlan lia, continente «le hido que enla-
za dos inund
Al Norte... ¡no hay nal que el Polo!
EL AÑO EN SPITZBERG 269
El Océano Atlántico se dilata por el Sur...
Allá está Europa, con su perdurable primave-
ra... Luego el África, ¡la patria del sol!... Des-
pués las zonas antarticas, gozando ahora de los
favores del estío...
Al Oriente, á 2.400 millas de este Archipié-
lago, sólo se halla la Nueva Zembla.
¡Oh! ¡Qué pesadilla descorrió en mente hu-
mana ilusión tan negra como la realidad de mi
desventura!
VII.
El tipas, árbol venenoso de la Oceanía, no
deja brotar ni una planta en el ámbito que co-
bija su ramaje.
Donde el caballo de Atila sentaba el pié, no
volvía á nacer yerba.
El envidioso no vé más que la sombra del
bien ajeno.
El egoísta está siempre asfixiado, por falta
de otro mundo que absorber...
El escéptico vive negativamente.
¿Y yo? ¿Qué soy? ¿Qué hago? ¿Cómo vivo?
VIII.
¡Cuántos brillantes salones se abrirán en este
momento á una multitud alegre y bulliciosa!
270 NARRACIONES INVEROSÍMILES
El baile... el amor... la música...
¡Condenación para mí!
Allá imagino un perfumado gabinete, una
chispeante chimenea, alfombras, butacas, pie-
les, café, rom, tabaco...; una plática tierna,
descanso del placer, incentivo de más place-
res...; una alcoba tibiamente alumbrada, un
lecho mullido, y el sueño de la felicidad... —
¡Ay mi Alejandra!
Pero no Estoy en San Petersburgo. Es
una tarde de Mayo. Tomamos el sol en em-
balsamados jardines. La gente ríe, habla acá
y allá, me saluda... — ¡Alejandra! ¡Alejandra
mía!
¡Tampoco!
jAh! ¡qué perdurable noche!...
¿Cuándo llegará muñana?
IX.
Nuevas eternidades lian rodado sobre mi
cabeza.
1 himno mucho.
¿Kn qué hora, en Qué dfo, en qué mes me
cncucnti
¿I la pasado ya un año ó una semana sola-
DMDÍ
¿Abulto yo el tiempo con la imaginación?
¿ó no lo siento pasar, y lo achico?
EL AÑO EN SPITZBERG 27I
¿De qué pecan mis cálculos? ¿de exagerados
ó de cobardes?
¡Oh! ¿Qué es este tiempo sin medida, pro-in-
diviso, sin cronómetro, sin día ni noche, sin
sol, luna ni estrellas? — ¡Es el caos, es la na-
da; con un solo ser, con mi pobre espíritu,
abismado en el vacío eterno!
Me he puesto á veces las]manos sobre el co-
razón: he sumado luego los latidos que he
contado en distintas ocasiones, y ha pasado
de un millón la suma total.
¡Un millón de latidos!... ¡Un millón de se-
gundos!... ¡Once días y medio!
¡Y luego se deslizan los años de nuestra
ventura, como pájaros por el aire, sin dejar
rastro en la memoria!
¡Cuántas veces me vio el crepúsculo de la
tarde al lado de mi adorada, y llegó la noche,
y pasó, y rayó el día..., y toda esta cantidad de
tiempo no fué otra cosa que una larga mirada!
¡Oh! ¡cuántas inmensidades contiene un mi-
nuto de dolor!
Y ¡cuan pasajera es una inmensidad de ven-
tura!
X.
Las rocas crujen sobre mi cabeza.
Parece que la isla va á partirse en mil pe-
dazos.
272 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Este debe ser el vendaval del Equinoccio...
Es decir, que Marzo habrá mediado ya, y
que el sol lucirá en el horizonte...
¡Voy á salir! ¡Quiero ver el cielo! ¡Quiero
ver el sol!
Pero ¿qué oigo?
Los osos blancos rugen terriblemente... —
¡Mejor! ¡Lucharemos!...
¡También yo tengo hambre de sangre ca-
liente, de carne que palpite entre mis uñas!
Cojo la escopeta; rompo el hielo que obs-
truye la entrada de esta gruta, y salgo...
¡Extraña debe ser mi aparición entre las
nieves! ¡Pareceré una fiera que deja su cubil,
un monstruo que sale del infierno, Lázaro que
se levanta de la tumba!
Xí.
¡Me be engañado miserablemente!
- í.i hallarme en la Primavera; esperaba
ver el sd; contaba con que habrían trascurri-
do cuatro 6 cinco meses... ¡y me hallo con el
invi'
á jutj de las estrellas!...
¡Aun 1,0 ha mediado mi sufrimiento, euan-
EL AÑO EN SPITZBERG 273
do yo no podía sufrir ya más!... — ¿Qué va á
ser de mí?
He allí la luna en el cénit oscuro del firma-
mento...
Parece una blanca paloma venida de otros
horizontes á visitar un mundo olvidado por el
Criador...
¡Doloroso espectáculo!
Por donde quiera que miro, veo solo un in-
terminable páramo, una soledad sin límites...
El mar, helado y cubierto además de nie-
ve, no se diferencia de la tierra.
Los elementos se confunden aquí como las
horas de mi ocio.
Todo ha mudado de sitio, de forma, de
color.
El valle está repleto de nieve y nivelado con
el monte.
El árbol se asemeja á una campana de
cristal.
La superficie del Océano no es lisa: fantás-
ticas breñas de hielo la cubren.
Y todo está mudo, blanco, frío, inmóvil.
¡Qué monotonía tan desesperadora!
El cielo aparece negro al lado de la rever-
berante claridad de la luna y de la nieve.
Las estrellas se ven tan lejos y tan atenua-
das, que parecen pertenecer á otros mundos.
tomo ni 18
274 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Mas ¿por qué se extiende de pronto una os-
curidad densísima?
¿Por qué las estrellas fulguran en la sombra
con un brillo desusado?
¿Qué es esto?
Desbórdase de la luna un océano de clari-
dad; la blanca sábana que envuelve la crea-
ción refleja una luz intensa; la lontananza del
horizonte se rasga y se prolonga...
En seguida, las tinieblas se tornan espesí-
simas.
¿Qué misterio se obra en la naturaleza?
¡Oh! ¡La Aurora boreal!
El Septentrión se inflama con mil luces y
colores: una llamarada de oro y fuego inunda
el espacio ilimitado: las soledades se incen-
dian: los monolitos de hielo brillan con todos
los matices del arco-iris. Cada carámbano es
una columna de topacio; cada estalagmita
una lluvia de zafiros. RálglM ll penumbra, y
descúbrense océanos de olvidad... ¡Allá adi-
vino <1 Polo, alumbrado intensamente; erial
Solitario que ningún pié humano llegará á ho-
llar nunca] Y en aquella regios de continuo
: > creo divisar el eje misterioso de la
Tien
tadot de este lublime drama,
caigo instintivamente <lr rodillas.
¡II' confines de] globo trocados en
EL AÑO EN SPITZBERG 275
un templo esplendoroso, en una capella arden-
te, en un sagrario de purísimo oro derretido!
En medio de tan vasta iluminación, álzan-
se columnas de luz aerea, arcos de divina
lumbre, bóvedas de flámulas desatadas... —
Así se conciben la cuna del rayo, el manan-
tial de la luz, el lecho del sol en la fulgente
tarde...
¡Cuánta vida, cuánto ardor, cuánta belleza
en el universo! ¡Qué lujo de fuego y de colo-
res, después de tanto tiempo en que mis ojos
sólo vieron la atonía del color y de la exis-
tencia!
Pronto se concentran en un punto tantos
rios de ebulliciente claridad, y fórmanse mil
soles de fuegos fatuos, que se apagan sucesi-
vamente, como la iluminación de una fiesta
terminada. Los prismas se descoloran: la es-
carlata amarillea: la púrpura toma un tinte
violado...
¡Otra vez desolación y tinieblas!
El meteoro ha desaparecido.
XII.
Heme de nuevo en mi sepulcro.
El ocio y el frío combaten otra vez mi cuer-
po y mi alma.
276 NARRACIONES INVEROSÍMILES
¡El ocio! — Acurrucado frente á la hoguera,
paso unas horas sin medida...
Mis ojos se nutren de la llama: mi corazón
respira olas de fuego. — Sin este fuego no flui-
ría mi sangre... — El ocio y el frío son una
misma cosa.
Y pasa el tiempo...
Ya pienso en nimiedades, en frivolas rela-
ciones de un átomo de ceniza con un átomo
de lumbre: ya se desentumecen mis ideas, y
recorro el mundo de una ojeada.
Mi niñez y mis amores; toda la historia de
mi vida pasa ante mi imaginación...
Cuando salga de aquí, si lo consigo, habré
nacido de nuevo.
El frío y el ocio han cristalizado otro ser
con los despojos de mi ser pasado.
¡Cuánto profundo y asolador pensamiento,
cuánta negativa ciencia adivinada sacaré de
esta prisión!
La soledad me ha engrandecido de un modo
que me da espanto.
visto el inundo y la sociedad tan á lo le-
jos, es tan graduada perapectivaí que he ad-
quirido el conocimiento exacto de todas las
cosas.
tata pequenez he dejado de apreciar I...
eOM Que all.i |ii/.gabade alta tías-
cendenc ;
EL AÑO EN SPITZBERG 277
¡Oh! ¡si vuelvo al mundo, viviré soberana-
mente, sin que el velo de la preocupación me
oculte la felicidad, sin que la costumbre me
aprisione entre sus redes! — ¡Qué invulnerable
me hizo la desesperación!
Entre mi corazón y el mundo no hay ya
ningún lazo: el hielo nos separó para siempre.
¡Yo soy yo! Todos los hombres son una
unidad, y yo soy otra.
¡Yo soy, pues, un mundo! ¡Un mundo rival
de aquel!
Yo lo aplastaré mañana bajo mi egoísmo,
como él me arrojó ayer de su seno.
Yo era humilde; yo quería mi puesto en
aquella familia de hermanos; yo abdicaba mi
individualidad por conseguir solidaridad en un
poco de amor. Hoy me han endurecido mi
pensamiento y su crueldad. — ¡Guerra á muer-
te! ¡Me basto contra todos ellos!
¡Tengo frío!...
XIII.
Después de otra eternidad de inacción, que
así puede haber sido un día, como un año
(pues no tengo conciencia de mi propia vida),
abandono de nuevo esta caverna.
El frío es insoportable...
¡Oh!... ¡qué duda tan espantosa llevo en el
alma!
278 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Acabo de pensar que acaso habrá trascurri-
do ya el verano; que bien puedo encontrarme
con nuevas nieves; que quizás ha empezado
otra noche de 2.200 horas!...
¡Ah!... Este pensamiento me hiela el co-
razón.
He salido de la gruta.
¡Aún es de noche!
¡Tremendo problema!... ¿Qué noche es es-
ta que estoy mirando?
¿Es que no ha concluido el invierno de mi
condena?
¿Es que ha empezado otro?
¿En qué año me encuentro?
XIV.
¡Oh ventura! El horizonte se tiñe de color de
rosa hacia el Mediodía!
Díjér&M que la auiora boreal brilla en el
punto opuesto de la bóveda celeste.
l'-ro no es la fatua aurora boreal.,, ¡Es la
verdadeía autora, la aurora del día!...
I l aliento del Bcutdoi euiojecc las brumas
(!( I ( )< r;ui<>...
hielos sonríen por todas partes al reci-
bir leí caí la primara alborada,.,
EL AÑO EN SPITZBERG 279
Las estrellas se borran en el cárdeno firma-
mento...
La luna se oculta por el Septentrión...
¡Está amaneciendo!
¡Salve, primera luz del alba!
¡Salve, rayo perdido del astro deseado, que
vienes á alegrar estos desiertos!
¡Salve, cabello luminoso, desprendido de la
dorada frente del sol!
¡Ya es de día!
Así despertaría el mundo el día de la crea-
ción.
Así saldría la creación de las tinieblas del
caos.
Así renacería la especie humana cuando vol-
vió la paloma al arca de Noé con el ramo de
oliva.
En cuanto á mí, hoy despierto de la nada,
del no-ser, de esa negación sin nombre en que
he vivido tantos meses.
Hoy sacuden mis sentidos su letargo, y la
luz turba la monotonía de la noche y de la
nieve.
Hoy renazco á la vida, y ese rayo matinal
que colora el Oriente, viene á ser el iris que
me presagia mejores días.
Hoy, en fin, se reanuda mi dulce consorcio
con la esperanza de vivir.
280 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Una hora ha durado la alborada.
Hubo un momento en que me pareció que
el sol iba á salir...
La cerrazón de niebla que entolda el hori-
zonte amenazaba romperse...
Todo ha desaparecido.
He contemplado, pues, sin intervalo algu-
no el crepúsculo de la mañana y el de la tarde.
¡Espectáculo grandioso! — Mi corazón rebosa
de entusiasmo y de alegría.
Hoy debe de ser el 4 de Febrero.
XV.
Día 5.
Los resplandores del sol han durado hora y
media.
La cúspide de una montaña elevadísima ha
reflejado por un momento los rayos del sol.
¡Yo lo veré mañana!
XVI.
|E1 Boíl |E1 sol!
¡Al fia his biillado ante mis ojos, astro di-
vino, manantial de luz, foco de la vida!
jCómo me alegra el alma esta corta visita
que hoy haces al Spitzb
¡ Bendito seas mil veces, rey de la naturale
za, coronado de rayos y vestido de oro, que te
EL AÑO EN SPITZBERG 28 1
anuncias al mundo con la risueña aurora y te
despides con el melancólico suspiro de la
tarde!
¿Qué son las estrellas, sino tu brillante sé-
quito, tu numerosa corte, que tarda una noche
entera en desfilar por los cielos?
XVII.
Han transcurrido tres meses más, abrevia-
dos por la esperanza.
¡La primavera! La diosa de los perfumes y
de la armonía sonríe ya en el cielo, en la tie-
rra, en el mar y en el ambiente.
Todo vive; todo se agita; todo se alegra.
El sol acaba de ocultarse por el Norte: ¡den-
tro de una hora volverá á salir!
Pasado mañana, que deberá ser el 5 de Ma-
yo, empezará el día de tres meses, durante el
cual vendrá algún buque groelandero á este ar-
chipiélago, y me volverá al mundo habitado
por los hombres.
En este instante iluminan la tierra cinco dis-
tintos resplandores: el crepúsculo de la tarde,
la claridad del amanecer, un perdido destello
de la agonizante aurora boreal, el moribundo
resplandor que desde el Sur envía la mengua-
da luna y la vacilante luz de las remotísimas
estrellas. El blinc, ó sea la refracción de la nie-
282 NARRACIONES INVEROSÍMILES
ve, mezcla su fulgor á tantos fulgores, dando
á la naturaleza cierto vislumbre fantástico.
XVIII.
He aquí á la creación revestida de todos los
encantos que se atreve á desplegar en esta la-
titud.
El mar ha roto sus cadenas de hielo y mece
en lontananza sus verdes olas.
El viento ha recobrado elasticidad... ¡Si-
quiera el ruido es ya una distracción en esta
ociosidad perdurable!
Oyense hacia el Norte estruendos misterio-
sos...
Es que se hunden los alcázares de cristal
que edificó la mano del invierno.
Incesantemente se deslizan por el Océano,
viniendo del Polo, mil flotantes islas que pa-
san ante mis ojos como fantasmas, hijos del
espanto de estas regiones, ó como ambulante
cordillera.
Son témpanos de hielo que desharán maña-
na las luisas dd Circulo polar.
Esto sucede en el Océano. En la tierra todo
muí :imia, cuita y se desenvuelve.
Las campiñas so cubren de cierta verdura,
algunos vegetales cuelgan por los laderos de
EL AÑO EN SPITZBERG 283
las montañas, y hasta en la nieve brotan ama*
rillos fresales.
Mil cascadas y torrentes, formados por el
deshielo, corren, saltan y se derrumban con
alegre estrépito, comunicando al aire estreme-
cido placidísimos rumores.
Las adormideras blancas y las doradas siem-
previvas inclinan sus lánguidas cabezas sobre
la espuma de las aguas, como náyades volup-
tuosas.
Los cedros seculares y los desgajados abe-
tos se cubren de oscuras hojas.
El liquen festonea los zócalos de las mon-
tañas.
Donde quiera hay variedad, colores, vida»
movimiento.
La isla canta, el mar se lamenta, la atmós-
fera murmura... ¡Magnífico concierto!
El burgomaestre, buitre del Norte, arroja su
prolongado grito.
Los mallemahs trinan con blanda melodía.
Los rotger modulan su patético gorjeo, se-
mejante al arrullo de la tórtola.
El Apura-nieves, el pájaro de oro, revolotea
de acá para allá como una estrella sin des-
tino.
¡Qué transformación, qué resurrección tan
admirable!
Y sin embargo, esta primavera sería aterra-
284 NARRACIONES INVEROSÍMILES
dora comparada con el más rudo invierno de
Escocia.
XIX.
¡Ah! ¿qué es aquel punto negro que se des-
taca sobre los confines del Océano, bajo la cú-
pula azul del firmamento?
Mi corazón late con una violencia irresis-
tible.
¿Me habré engañado?
¡Gracias, Dios mío! ¡Es un buque ballenero!
Viene hacia aquí...
Irá al estrecho de Henlopen, y pasará á un
cuarto de milla de esta isla.
Mi escopeta le avisará...
¡Me he salvado!
¡ Desesperación 1
1.1 frío ha destruido el organismo de mi es-
ta.
¡No podré hacer señal á ese buque!
Lo estoy viendo..* Dista de aquí una milla...
1 ¡•roíUmdiix...
— [Socorrol ¡Socorro! ¡Socorro!
¡Ah! no puedo 111. is: mi voz enronquece...
1 ¡miado!
— [Socorrol.*.
EL AÑO EN SPITZBERG 285
¡Oh, estar tan cerca de los hombres, y no
salvarme!
¡Ver el puerto después del naufragio, y mo-
rir sin tocar la orilla!
¡Morir, como Prometeo, encadenado en
una roca!
¡Morir, después de un año de martirio; des-
pués de haber comprado la vida con diez me-
ses de sepultura!
¡Y no hay remedio!
¡Ya doblan el cabo de Henlopen!...
¡Desaparecieron!... ¡Ay!... ¡Desaparecieron!
¡Tremenda ironía de mi destino!
¡Necio de mí, que me reconcilié con la es-
peranza! ¡Necio de mí... que... — ¡Ah! ¡No hu-
yas de esa manera ante mis ojos, Dios mío!
¿Y qué?
¿He de confiarme de nuevo á una suerte
cruel que se burla de mis lágrimas?
¡No!
Estoy decidido.
Yo mismo me daré la muerte.
Esto es mejor que pasar otro invierno en-
terrado vivo en un sepulcro.
¡Los sepulcros se han hecho para los
muertos!
286 NARRACIONES INVEROSÍMILES
XX.
A bordo del Grande Esberrer.
Día 8 de Agosto.
Camino hacia los lares patrios.
Acabo de perder de vista la última montaña
del Spitzberg.
El buque que me ha recogido es el mismo
que vi alejarse hacia el estrecho de Henlopen.
Cuando me desangraba por cuatro cisuras
que me hice en pies y manos, la tripulación
del Grande Esberrer, que había desembarcado
en otra rada de la isla del Nordeste, me en-
contró tendido en tierra y me salvó la vida...
Llegué al Spitzberg á la edad de 19 años, y
he permanecido allí diez meses. Sin embargo,
los marineros que me acompañan, al ver en-
canecidos mis cabellos, mi frente surcada de
arrugas y mis ojos tétricos y apagados, me
llegado á la edad de treinta y cinco ó
cuarenta años...
Guadli, 183a.
EL AÑO EN SPITZBERG 287
EPÍLOGO . — DEDICATORIA .
Á MI BUEN AMIGO EL SR. D. JOSÉ J. VILLANUEVA.
Te remito un puñado de canas de mi cabeza.
El papel en que van envueltas es mi fe de
bautismo.
Por ella verás que tengo 21 años: de consi-
guiente, tenía 19 cuando escribí el anterior
monólogo.
Dice un refrán que por todas partes se va á
Roma.
Y yo añado que por cualquier parte se va á
Spitzberg.
Este epílogo es también la dedicatoria de la
presente obrilla.
Recíbelo todo con indulgencia, y devuél-
veme la fe de bautismo.
Madrid, 185 1.
s^k-
SOY, TENGO Y QUIERO.
TOMO III Xg
SOY, TENGO Y QUIERO.
HISTORIA LITERARIA.
I.
LA MUSA.
o gusto de los poetas que no tienen un
cuarto;
De las niñas pálidas y bellas que
montan sobre su nariz unos aristo-
cráticos quevedos)
De las tardes de otoño, si hubo tormenta
por la mañana;
Y de una ópera de Bellini, oida desde el
paraíso del Teatro Real.
Pues este paraíso, como todos los prometi-
dos en las religiones de que me acuerdo, es el
consuelo de los pobres.
Y las tardes de otoño recuerdan al hombre
la muerte.
Y las niñas con anteojos son muy co-
quetas.
Y la pobreza pone al genio en su carro de
Dios terrenal.
20,2 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Divinidad, coquetisino, muerte y consola-
ción y demás cosas mencionadas que soy, ten-
go y quiero.
II.
ALONSO ÍDEM.
Alonso Alonso vive en Madrid.
Su Musa (porque todo poeta tiene su Musa,
y Alonso Alonso es poeta) lo encontró un día
en la calle de Fuencarral.
— Adiós, Alonso... — dijo la Musa.
— Adiós, muchacha... — contestó él.
— ¿A dónde vas?
— A cualquier parte.
— ¿Qué tienes?
— Voy muy triste.
— ¿Por qué?
— Porque me aborrezco.
— ¡Siempre lo mismo!
— ¡Hoy más que nunca!— Vengo de estar
solo en el paseo del Prado entre dos ó tres mil
personas.
—¿fin qué trabajas?
— En ñadí.
— ¿Por que?
— i 'orque no tengo dinero.
— I: que trabajes.
SOY, TENGO Y QUIERO 293
— No tengo tiempo.
— Pues ¿qué haces?
— Pensar en que no tengo dinero.
— Compon una comedia.
— ¿Y entre tanto?
— ¿Qué importa? — Comerás ó ayunarás tan-
tas veces como ayunarías ó comerías sin com-
ponerla.
— Pero ¿la comprarás tú luego?
— Yo no. ¡Harto hago con hallar quien com-
pre las quisicosas que tú te desdeñas en escri-
bir, como por ejemplo la historia de esta con-
versación, que escribirá cierto amigo tuyo. —
Pero, si tu comedia es buena, no faltará un
teatro que la represente.
—Te equivocas, Musa. — Los empresarios me
odian tanto como yo desprecio al público.
— Y ¿por qué te odian los empresarios?
— Porque he sido crítico.
— Y ¿por qué desprecias al público?
— Porque el público no desprecia á los em-
presarios.
— Haz un tomo de poesías...
— No las quiere de balde ningún editor, ni
el pueblo las lee aunque le den dinero encima.
— ¿Qué piensas, pues, hacer?
— ¡Nada! He dedicado mi juventud á una
carrera demasiado ilustre, á las bellas letras, y
mi huéspeda conviene conmigo en que no pro-
294 NARRACIONES INVEROSÍMILES
duce la literatura lo bastante para comer; de
lo cual me alegro, porque odio á los lectores y
á mi huéspeda tanto como me aborrezco á mí
propio...
— Entonces... solicita un destino.
— ¡Seis mil pretendientes hay en Madrid es-
perando una vacante! — Además, yo aborrezco
también al Gobierno.
— En ese caso, escribe un periódico de opo-
sición...
— No tengo opinión política, y aborrezco
por igual á todos los partidos!...
— Forja tú uno nuevo...
— No me gusta mentir.
— Busca una novia rica, y cásate...
— No puede ser.
—¿Por qué?
— Porque estoy enamorado de una mujer
que no me amará nunca.
— ¡Al fin amas algo! — ¿Quién es ella?
— La marquesa de ***...
— ¡Pobre Alonsol — exclamó la Musa.
— [Maldita Boctedadl (exclamó Alonso). Fi-
gúrat<- uii.i mujer pálida, bellísima, de risa
despreciativa, atrevido peinado y (alie deli-
cioso... Añade, para colmo de tortura, UBOfl
rtinentet quw n bu nariz <l( Lii
una i mil. i:
por los lentes; una mano fina que cae á lo lar-
SOY, TENGO Y QUIERO 295
go del cuerpo; una mirada que nunca se fija,
que todo lo desdeña... — ¡Oh! Y el lacayo de
esa mujer será acaso mi pariente, mi amigo...
i Y esa mujer no puede ser mía! — ¡Desespera-
ción! Pues que ella no pertenece á la región
de mis deseos, al mundo de mis esperanzas,
¿por qué hace gala ante mí de unos tesoros
que no me ha de conceder?... — ¡Tanto valiera
enseñar pan á un mendigo y rehusárselo en
seguida! — ¡Ni pasión ni virtud reconozco en
vos, señora marquesa!... ¡Tenéis mal corazón!
¡Dios os pedirá cuenta del mal que hacéis!
El joven calló: la Musa meditó un momen-
to, y dijo con gravedad:
— ¿Crees en el infierno, Alonso?
—No.
— Pues ahórcate.
— Lo pensaré.
Dijo, y se alejó hacia la red de San Luis.
A poco volvió, para preguntar á la Musa:
— ¿Y tú, chica; crees en el infierno?
— Yo creo en tí, — contestó la Musa.
Y le volvió la espalda.
Así hacemos todos con los poetas.
Y así viven, sienten y piensan casi todos los
poetas hoy en día.
¡Y así anda la literatura!
Por lo cual, á esto que yo estoy escribien-
do, con sujeción al último figurín literario de
2g6 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Francia, se le hace el honor de publicarlo en
letras de molde...
¡Quién me lo dijera cuando estudiaba el
Arte poético de Horacio!
III.
OTRA VEZ LA MUSA.
El Autor y Alonso Alonso tienen una mis'-
ma Musa, como podrían tener una misma la-
vandera.
Deseoso, pues, de saber qué había sido del
melancólico y desesperado poeta, llamó el
Autor una tarde á su Musa, y entabló con
ella el siguiente diálogo:
El Autor. — Responde , diosa: ¿Qué es de
Alonso Alonso?
La Musa.— ¿Alonso Alonso?... ¡Ah! (
giendo que se desmaya.)
El Autor.— 'Cuéntame, y déjate de melin-
dros...
La Musa.— Ayer al medio día hubo tormen-
ta en Madrid...
El Autor.— ¡Gran noticia, Musa!
La Musa (imperturlmble). — Y, por consiguien-
te, A Ion-;') AlontO DAfó l.i Lude en el campo.—
Yo estuve con 1 1, porque me evocó tres veces
ias en los ojos...
SOY, TENGO Y QUIERO 297
«Paseábase tu amigo por la Montaña del
Príncipe Pío, aspirando los efluvios eléctricos
que la tempestad había dejado en la atmósfera,
y el viejo corazón del niño se dilataba querien-
do absorber océanos de ambiente. Alonso
Alonso era feliz, porque pensaba en muchas
cosas tristes: en los siglos pasados, desvane-
cidos como humo; en su existencia y sus pena-
lidades, que se desvanecerían como los siglos
pasados; en los amigos que había perdido; en
las mujeres que había amado; en la brevedad
de la vida y en las ridiculeces de que está po-
blada; en la vanidad de la ciencia, en la nada
de la ambición, en toda esta comedia, en fin,
que representáis sobre la Tierra. — Entonces
Alonso era grande, rico, feliz, sabio, re)', ángel!
Su imaginación abarcaba el universo entero.
Aquella agonía de la naturaleza le representa-
ba el término de sus dolores. La caída del sol
le hablaba de su vejez, á que no llegaría, de
su muerte, que no lloraría nadie... — Quedó,
pues, abismado en una extática somnolencia
que ya no era la vida: su alma había huido de
nuestro globo: no tenía conciencia de sí mis-
mo, ni sabía dónde se encontraba: era libre!...
»De pronto... (ya había anochecido) siente
el crujido de un traje de seda... La forma de
una mujer se destaca en los cielos, y quedan
tras ella mil astros, invisibles á los ojos de
20.8 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Alonso. La aparición se acerca; siéntase junto
al joven y rodea su cuello con los brazos.
«Alonso reconoce á la Marquesa de***, á la
señora de los quevedos... — Cree que se vuelve
loco; cree que sueña; cree... ¡hasta en un mi-
lagro!
»A la primera palabra de la beldad, arroja
Alonso tan brutal carcajada, que rueda sobre
la tierra como herido de un rayo, y la visión
huye, riéndose también... — ¡Era la Traviata!...
El Autor. — ¡Diosa, tú deliras; tú me enga-
ñas; tú me cuentas imposibles! — ¡Esto no es
literatura!... Esto es un galimatías...— ¡Siento
muchísimo tener que publicar las extravagan-
cias que me inspiras hoy!...
La Musa. — Te cuento la verdad. Alonso se
había dormido sobre el banco, y su aparición
era un sueño de poeta... de los de ahora.
El Autor (con desaliento). — Prosigue, Musa.
La Musa.— Perdida aquella suprema ilu-
sión; creyendo que había sido un sarcasmo de
la suerte; viéndose tan pobre y tan solitario,
recordó que el Canal estaba próximo, y se di-
, ron liune propósito de suicidarse...
;u i la pradera. La noche ettaba esplén-
dida. Los árboles, rejuvenecidos por la llu-
lUbfta tcreí y vigorosos perfumes.
Los astro kan iniclicescoino
el nuestro, parecían faros del puerto de la
SOY, TENGO Y QUIERO 299
bienaventuranza. El último reflejo vespertino
semejaba el broche de oro del manto de las ti-
nieblas...
(La Musa se entusiasma, pierde los estribos y
se pone á hablar en verso, plagiando una poesía
del Autor, que no le había inspirado ella, sino otra
Musa, rimadora de oficio, que tuvo antes.)
Mas no penséis por esto, provincianos,
que el lugar de esta escena
es un edén... Los pobres cortesanos
moran en cierta orilla nada amena
de un arroyo que emigra los veranos...
Clorótica parece 6 pervertida
naturaleza allí: pálido arde
el sol, como cansado de la vida;
es la vegetación pobre y cobarde,
flaca la aurora, cual mujer perdida,
y, cual vieja soez, sucia la tarde.
lOh! bien hayan tan lejos de los hombres
y tan ocultos á los madrileños,
los países sin pueblos y sin nombres
que abriga la feraz Sierra-Morena!...
¡De los montes róndenos
bien hayan las augustas soledades,
y la tierra fructífera y amena
que sirve de colchón y de almohada
á Jaén a San Lúcar y á Lucena
ó á Córdoba, a Sevilla y á Granada.
El Autor. — Señora Musa, quisiera que, en
vez de hablar de geografía, me hablase V. de
Alonso Alonso.
La Musa. — ¡Yo hablo de lo que quiero!
El Autor. — Entonces, para nada la necesi-
to...— ¡Vayase V.!
3<X> NARRACIONES INVEROSÍMILES
La Musa. — ¡Insolente!
El Autor. — ¡Bachillera!
La Musa. — ¡V. me llamará algún día!
El Autor. — ¡Yo! — Pierda V. cuidado. — Ma-
ñana pido turrón al Gobierno.
La Musa. — ¡Abur, ingrato, pérfido, mate-
rialista!...
El Autor. — ¡Vaya V. con Dios, señora!
IV.
EL AUTOR TOMA LA PALABRA.
Entre estas y las otras, querido lector, han
dado las cuatro y media de la mañana.
El alba se ríe de mí, asomando su rubia
cabeza por el ajimez oriental del palacio de
la noche.
El reflejo del lucero matinal viene á poner
más blanco el papel en que escribo.
La luz de mi lámpara empalidece como
una virgen moribunda ó como un disoluto
arruinado.
Por el balcón de mi gabinete entra un aire
fiío y ligero como beso de hipócrita.
Las «;.ii días desaparecen poco á poco,
como esos geroglíficos misteriosos que el tir ñi-
po borra i ias.
La luna se ha ido á Am6ri< •>: acaba de po-
SOY, TENGO Y QUIERO 3OI
nerse aquí, y va á aparecer allá, como una ac-
triz que, terminada la función de la tarde, se
viste para la de la noche.
Esta es la hora en que las niñas de Anda-
lucía que han trasnochado pelando la pava,
dicen á su novio «adiós...» y cierran la reja,
procurando al hacerlo ponerse muy bonitas, á
fin de que se vaya lo uno por lo otro.
Esta es la hora en que los estudiantes que
han pasado las vacaciones en su aldea, llegan
al lecho de su madre y le dicen: — Me voy... A
lo que contesta la madre, ocultando la cabeza
entre las sábanas: — ¿Adiós, hijo de mi alma!...
Después de lo cual el estudiante sube, lloran-
do, en un burro, que lo lleva á la Universidad.
Esta es la hora en que van á venir de la im-
prenta á buscar el presente artículo...
Esta es la hora en que el enfermo se duer-
me ó se muere, y en que el enfermero, dormi-
do también, retarda veinte minutos la poción
más importante.
Hasta el sabio que vela sobre los libros da
una cabezada al llegar esta hora. . .
En cambio, el sereno despierta y se va á su
casa...
Entre tanto, el arriero y el campesino echan
el aguardiente...
El jugador hace el último arqueo...
El adúltero baja por el balcón...
302 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Y el escudero de Marte canta tres veces en
el corral, porque San Pedro negó tres veces á
Cristo...
¡Buenos días, lectores; voy á acostarme!
El Autor (al tiempo de dormirse.) — ¿Qué habrá
sido de Alonso Alonso?... — ¿Se suicidaría?...
— ¡Pobre... muchacho!... (El Autor se duerme.)
Madrid, 1834.
LOS OJOS NEGROS.
LOS OJOS NEGROS.
(historia escandinava, imaginada por un
andaluz).
I.
Tienes los ojos negros,
ojos de luto...
Mi corazón lo lleva
desde que es tuyo.
Ás allá del Círculo polar-ártico, en
los confines de la Laponia, cerca de
Hammesfert, — último punto habi-
table del continente europeo, — se le-
vanta, sobre un mar helado cada año durante
seis meses, la negra, escarpada y colosal isla
de Loppen.
Caían las primeras escarchas de 1730: era
el 15 de Agosto.
Las noches tenían ya cerca de tres horas, y
la aurora boreal lucía en ellas, cerrando el ar-
co esplendoroso de los crepúsculos simultá-
neos de la mañana y de la tarde.
Hacía una semana que la luna aparecía en
tomo 111 20
306 NARRACIONES INVEROSÍMILES
aquel cielo después de mes y medio de abso-
luta ausencia.
Todo anunciábala proximidad del invierno,
cuyo blanco fantasma, no bien asoma por el
Polo, envuelve en su inconmensurable suda-
rio todas aquellas tristes latitudes.
Los nobles se encerraban ya en sus casti-
llos, los pobres en sus cuevas, los osos blan-
cos entre los témpanos de hielo secular.
Algunas aves hacían su nido en las grietas
de los desgajados abetos, en tanto que otras
levantaban el vuelo hacia el Mediodía, bus-
cando nuevas primaveras.
Los balleneros y los groelanderos dábanse á la
vela con dirección á Europa, temerosos de
quedar clavados en una mar helada...
Los campos, los puertos,, los pueblos mis-
mos veíanse desiertos y abandonados. No pa-
recía sino que una horrible epidemia había pa-
por ellos, ó que se aproximaba, amena-
zándoles, mi BO Conquistador.
Y así hablan de permanecer aquellas regio-
nes durante odio meses, ó tea hasta el 15 de
Abril, (jue comienza el derretimiento de los
lucios.
II.
Solne las áridas \« nal de la isla de Loppen,
Uo que pareos riscosa excre-
LOS OJOS NEGROS 3O7
cencía de la montaña: tan musgosos y viejos
son sus muros, tallados casi todos en la roca
viva.
Aquella guarida de buitres no ha sido obra
de edificación, sino de excavación y desbaste. —
Es un monolito ahuecado, coronado de al-
menas.
Algunos óvalos abiertos en la peña para lle-
var aire al interior indican vagamente el des-
censo á los siete pisos del castillo, en el último
de los cuales, inaccesible completamente á los
rigores del invierno, habitan los señores de
aquel alcázar subterráneo.
No tenemos para qué decir qué hora era...
— Allí es siempre de noche.
En un salón triangular, tapizado y alfom-
brado de ricas pieles de marta y de rengífero
y alumbrado por tres grandes lámparas, ardía
un enorme tronco de teoso pino. Huía el hu-
mo arremolinado, semejando movible columna
salomónica, por el techo horadado de aquella
aristocrática gruta, excavada á cien pies de
profundidad, en tanto que una inmensa gale-
ría abierta en frente de la chimenea traía rá-
fagas de aire tibio y perfumado...
Dos personajes había en este aposento.
Dormía el uno, sentado en disforme sillón
de encina; y era Magno de Kimi, el Javl ó
Conde reinante de la isla de Loppen .
308 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Tendría veinticinco años: vestía larga túnica
de pieles negras, por debajo de la cual asoma-
ba un traje medio guerrero, medio cortesano,
sumamente lujoso. Este joven, que en el Me-
diodía hubiera pasado por feo, ó cuando menos
por raro, no carecía de cierta belleza local. Era
pequeño de talla; un poco grueso, ó, por me-
jor decir, muy recio y fornido; moreno de ca-
ra, ó, más bien, pardo tirando á rojo; pero
con cabellos rubios como el oro, sumamente
largos y espesos, y ojos de un azul tan claro
como el cielo de España en despejado día de
Enero. Su rostro, en fin, imberbe como el de
una mujer, tenía, sin embargo, tal aire de
fuerza y de entereza varonil, que nadie hu-
biera puesto en duda el salvaje valor del no-
ble escandinavo.
Enfrente de él, é iluminada dulcemente por
los resplandores del hogar, rezaba en silencio
una mujer, que más parecía una niña; blanca
como el alabastro; rubia también; con ojos
celestes, semejantes á dos turquesas, y hermo-
sa y triste como las siempre moribundas flores
de aquellas fugacea primaveras. — Envolvía
todo su cuerpo anchísima bata] de dobles pie-
. cuya blancura deslumhraba, y
cubila su cabed gracioso capuchón ¡de blon-
.. — Con aquel baje, parecía la joven una
rosa flotando en golfos de nacarada espuma,
LOS OJOS NEGROS 309
un elegante cisne de albo plumaje, la luz matu-
tina reflejada en intacta nieve.
Era la jarlesa F oidora, la esposa del joven
Magno.
Mucho tiempo hacía que los cónyuges es-
taban en aquella actitud... Él, haciendo como
que dormía , y ella haciendo como que re-
zaba.
Fcedora, en cuyo rostro se veían las hue-
llas de un dolor sin consuelo, clavaba los ojos
en las juguetonas llamas del hogar... Mas, si
por acaso los tornaba un momento hacia la
sombría figura de Magno, no era sin que leve
temblor la agitase, ni sin que al punto volvie-
ra á fijar la vista en la lumbre, prosiguiendo
con más fervor sus oraciones.
Una vez abrió Magno los ojos repentina-
mente, y sorprendió la tímida mirada que le
dirigía su esposa.
— ¿Dormíais? — murmuró ésta con voz dulce
y apagada.
— Yo no duermo nunca... (respondió áspera-
mente Magno). — ¿Por qué me mirabais de
aquella manera?
Fcedora tembló de nuevo, y cruzó las manos.
— ¡Porque os amo mucho! — respondió al
cabo de un momento.
Y se enjugó las lágrimas, y tornó á sus ora-
ciones.
3IO NARRACIONES INVEROSÍMILES
Pero sus dedos no atinaban á pasar las
cuentas de ámbar del rosario.
Y ya no hablaron más, y habían hablado
más que de costumbre.
III.
Tres años contaban de matrimonio Fcedora
y el jarl de Kimi, y era aquel el primer invier-
no que pasaban en el castillo deLoppen.
Ibanse antes á Cristianía, donde la vida de
los nobles es una fiesta continua durante los
grandes fríos; pero el año en que acontece es-
ta historia, y después de haber viajado por to-
da la costa de Noruega en los hermosos días
de Junio y Julio, Magno decidió sepultarse
con su esposa en el alcázar de piedra y hielo
que hemos descrito, en donde, solos, tacitur-
nos, sentados el uno en frente del otro, lleva-
ban quince días de reclusión, y de donde no
podrían lalirya en ocho meses, á causa de
haberte helado las primeras nieves sobre las
puertas del Castillo.
IV.
Habí '.> otras quince noel iet.
Ma¡' su arpa escandinava,
LOS OJOS NEGROS 3II
y cantó el siguiente romance á su aterrada
esposa:
De rodillas en la tumba,
en la tumba de mi padre,
amor eterno
tú me juraste...
Si al juramento un día
faltas, cobarde...
te lo ruego, amor mío,
¡no pases por la tumba de mi padre!
La voz de Magno retumbó como un trueno
en las concavidades del castillo, al repetir el
último verso de su canción.
Volvióse luego el Conde á la angustiada jar-
lesa, y le preguntó, sonriendo amargamente:
— ¿Qué hacéis, Fcedora?
— ¡Rezo por el alma de vuestro padre! con-
testó ella, cerrando los ojos para no ver la
sonrisa de su marido.
Magno pulsó de nuevo el arpa, y prosiguió
su romance.
Luz de los cielos,
flor de los valles,
aquí nacerán mis hijos,
aquí murieron mis padres.
Si, por tu desdicha,
mis hijos no nacen;
si es tu seno la tumba de mis hijos,
¡no pases por la tumba de mi padre!
El rosario de ámbar se desprendió de las
312 NARRACIONES INVEROSÍMILES
manos de Foe dora y fué á caer sobre las bra-
sas del hogar...
Allí se desgranaron sus cuentas, que al po-
co rato eran otras tantas ascuas.
Un delicioso aroma inundó la habitación.
— ¿Cómo os sentís, señora? — preguntó el
jarl, como si no hubiera visto nada.
— ¡Bien, Magno! — respondió ella, que tam-
poco parecía haber reparado en aquel acciden-
te de tan nial agüero.
— ¿Tenéis todavía duda acerca de vuestro
estado?
— No, señor...
— ¡Vais á ser madre!... ¡oh ventura! — ¡Ved
cumplidos mis votos de tres añosl
— ¡Sí!... — murmuró mansamente la joven.
— ¡Sí! (repitió el esposo con voz terrible). —
Pero no olvidéis el otro cantar escandinavo...
Y, riéndose con satánica furia, cantó de este
modo:
Cruz* los montes
un extranjero,
nebros los ojos,
negro el cabello...
¡ l'u |M mi I
MfHl | |0( |,
los ojos negros!
— ¡Ah! ¡Callad!...— murmuró F oidora, arro-
dillándose.
LOS OJOS NEGROS 313
— ¿Conocisteis á vuestros abuelos? — excla-
mó Magno, levantando á su esposa y con un
rugido de fiera.
— ¡Ah! señor... (respondió la pobre mujer,
estrechando sus manos.) — Matadme de un so-
lo golpe! ¡No prolonguéis mi agonía!
— ¿De qué color tenían los ojos? ¡Res-
ponded!
— Ya lo sabéis... — Los tenían azules...
— ¿Y á mis abuelos? ¿los conocisteis?
— No, señor...
— ¡Vais á conocerlos! — replicó el joven, co-
giendo á su esposa de un brazo y arrastrán-
dola hacia la galería próxima.
Había en ella una larga hilera de retratos
alumbrados por lámparas colocadas de trecho
en trecho. — Los señores de Kimi parecían vi-
vos dentro de los marcos que los encerraban...
— ¡Estos son mis antepasados! (exclamó el
jarl.) ¡Vedlos, señora! Todos tienen los ojos
azules, como vos y como yo, como nuestros
padres y abuelos, como todos los escandina-
vos! ¡Comprenderéis, en consecuencia, que
nuestro hijo ha de tener también los ojos azu-
les!— ¡Ay de vos si los tiene negros, como el
español D. Alfonso de Haro!
Dijo, y se alejó riendo convulsivamente,
mientras que la joven caía de rodillas sin voz
ni aliento.
314 NARRACIONES INVEROSÍMILES
Así permaneció largas horas; 3% cuando ya
todo era silencio en el Castillo, y las lámparas
espiraban consumidas, y la hoguera del próxi-
mo salón se apagaba también, levantóse que-
brantada y moribunda y tomó el camino de
su aposento.
— Hijo mío... — (murmuró allí con voz hon-
da y sepulcral, apoyando ambas manos sobre
su corazón, como si las pusiese sobre el del
hijo que llevaba en su seno): — Hijo mió, ¿por
qué quieres ser el verdugo de tu madre?
Y echó una mirada sobre sí, y huyó con ho-
rror hacia otro lado de la estancia, tapándose
el rostro con las manos.
Era la estatua del remordimiento, maldi-
ciéndose á sí misma.
V.
Han trascurrido cuatro nn
Magno <h- Kimi está «n su cámara.
ron los codos apoyados en
una mrsa. con la frente caída sobre Las calen*
hirientes manos y fijos los ojos en objetos
que parece querer grabar en lo más recóndito
i .Ir .it. ncion con
que los n
Aquello* objetos son una carta y un re-
trato.
LOS OJOS NEGROS 315
Representa el retrato á un hermosísimo jo-
ven vestido con el lujoso traje español del rei-
nado de Felipe V. Sus cabellos, negros como
el ébano, sombrean un bello rostro moreno y
descolorido: sus ojos, más negros aún, brillan
como azabache entre las oscuras y largas pes-
tañas. Una sedosa linea de bozo cubre su la-
bio superior, graciosamente dibujado bajo clá-
sica nariz caucasiana.
En cuanto á la carta decía así:
«Al jarl Magno de Kimi, su siervo Esta-
nislao.
«Señor: ¡Venid! ¡venid á Cristianía! ¡Habéis
perdido su amor!... ¡Salvad la honra! La jar-
lesa Fcedora os es infiel. Hay en esta corte,
desde pocos días después de vuestra marcha,
un joven extranjero, embajador y marino, be-
llo como el ángel de las tinieblas, el cual os
ha robado el corazón de vuestra esposa. Mi-
radas y suspiros, palabras y sonrisas, todo re-
vela la criminal pasión de los dos traidores.
— Yo he sido arrojado de la casa como un pe-
rro; pero como un perro fiel á su señor. — ¡Ve-
nid, os digo!...
»E1 asesino de vuestra dicha es español.
— Tiene los ojos negros como la noche, y
negra la cabellera como las alas del cuervo
que cae sobre los cadáveres. — Es noble y po-
deroso, y se llama D. Alfonso de Haro. — Ve-
316 NARRACIONES INVEROSÍMILES
nid, y contad con el brazo de vuestro siervo
Estanislao. »
Mucho tiempo permaneció Magno de Kimi
contemplando aquel retrato y aquella carta.
Levantóse al fin; miró un reloj que señala-
ba las doce, y dijo:
Han pasado veinticuatro horas de noche y em-
pieza otro dia de tinieblas... — Estamos á 22
de Diciembre. Dentro de sesenta días nace-
rá el acusador de Fcedora. .. Su mirada de
luto, su primera mirada, dará la señal de la
muerte de la esposa infiel, que ya no podrá
negarme la consumación de mi deshonra.
¡No dirá entonces, como cuando hallé aquí,
entre sus alhajas, el retrato del infame espa-
ñol, «que D. Alfonso de Haro sólo había sido su
amigo! t — Llegará luego el 20 de Abril; se des-
helará el Océano; me daré á la vela en el Thor;
buscaré al través de todos los mares del Uni-
verso al asesino de mi ventura..., y morirá!
¡Morirá, aunque sea Lucifer en persona!
VI.
Dos meses después, el 22 de Febrero, la
jail' :.i de Kimi dio á luz un niño.
El niño tenía los ojos negí
: -i t.in ferOX, no se atrevió á
: ¿una muja moribunda, ni á arrebatarle
LOS OJOS NEGROS 317
el hijo que estrechaba convulsivamente entre
sus brazos.
— Os mataré después... (dijo ala madre).
Os mataré á los dos cuando estés buena. — |Es
la última prueba de amor que puedo darte!
VIL
Comenzó la primavera en la Isla de Lop-
pen. Rompiéronse las cadenas de hielo que
tenían amarrado el mar al pie del Castillo.
Tornaron las aves á aquel cielo. Fluyeron los
arroyos. Crecieron fresales en la ablandada
nieve.
Magno de Kimi se presentó á su esposa, á
quien no había vuelto á ver, y le habló en es-
tos términos:
— No me he atrevido á matarte hasta hoy,
porque estás criando á tu hijo. Y no he mata-
do á tu hijo, porque debo esperar para ello á
que sea hombre y pueda defenderse. — ¡No en
vano soy noble! ¡En algo se han de diferenciar
mis acciones de las tuyas! — ¡Tú has mancha-
do el nombre que heredaste y el que yo te
di!... ¡Yo no debo manchar el mío! — Me dis-
pongo á partir en busca de tu cómplice, á
quien mataré, si Dios no me niega su ayuda.
— Ni uno solo de nuestros servidores quedará
en esta morada... A todos me los llevo en mi
3l8 NARRACIONES INVEROSÍMILES
bergantín. — Te dejo, pues, aquí sola con tu
hijo. Clavaré las puertas de hierro que comu-
nican con el exterior, y cortaré el puente que
une este escollo con la Isla de Loppen, de
modo y forma que nadie podrá entrar en tu
auxilio, ni tú podrás salir á demandarlo. —
Tienes á tu disposición víveres para seis me-
ses.— Si al cabo de ellos no he venido, será
señal de que he muerto, y entonces tú y tu
hijo moriréis de hambre... Mas, si logro vol-
ver, te daré á elegir muerte.
Fcedora estrechó al corazón á su hijo y no
respondió ni una palabra.
VIII.
Era la brevísima noche del 25 de Abril.
La aurora boreal abrasaba con su misterio-
so incendio la lontananza del horizonte.
Hacía un frío espantoso.
En la i&la de Langa: reinaba el silencio de
las tumbas.
l.ii una ensenada de su costa meridional
ncladosel Thor, el bergantín de Mag-
no de Kimi, y el Fimsttrrtf la goleta de Pon
Alfonso de Haro.
En lo más bravo \ erizado de aquella costa
las 1 nina 1 de un dolmen colosal res-
LOS OJOS NEGROS 319
to de los altares malditos en que los escandi-
navos daban á Odín sangriento culto.
La luna, magnífica y resplandeciente en las
regiones polares, donde el sol es tan pálido y
melancólico, asomó por el Sudeste su blanca
faz, iluminando el ara derruida.
Á su fulgor vióse á dos hombres, sentado el
uno sobre el tronco de un pino roto por los
hielos, y apoyado el otro en el antiguo dolmen.
Parecían dos blancos fantasmas, dos som-
bras de las víctimas inmoladas antiguamente
sobre aquellas peñas.
El hombre sentado era el jarl Magno de
Kimi.
El que permanecía de pié, era D. Alfonso
de Haro.
Los dos empuñaban corvo sable marino.
Su anhelosa respiración demostraba la vio-
lencia con que habían luchado...
Pero ambos estaban ilesos... No porque sus
fuerzas ó su habilidad hubieran resultado
iguales, sino porque D. Alfonso, más diestro
y ágil que el Conde, lo había desarmado ya
tres veces, renunciando las tres á su derecho
de matarlo.
El combate había sido furioso, tenaz, vio-
lentísimo.
— ¡Mátame! — gritó Magno la segunda vez
que el español hizo saltar de sus manos el sable.
320 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— Yo no quiero que mueras (respondió Don
Alfonso), sino regalarte cien veces la vida, para
que me respondas en cambio de la Foedora,
puesto que me has dicho que morirá si tú
mueres...
— ¡Luchemos otra vez! — replicó Magno.
Y el tercer combate había sido más terrible
que los dos anteriores...
¡Pero también inútil! — El ímpetu del no-
ruego siguió estrellándose en la serenidad y la
pericia del español; y, cuando volvió á ser
desarmado por éste, era tal su fatiga, que ca-
yó al suelo, como un abeto que se derrumba, y
exclamó dolorosamente:
— ¡Yo me mataré!... ¡Yo me mataré!... — ¡Me
sería insoportable una vida regalada por tí!
Y fué á reclinarse en el tronco del pino caí-
do, tal como le hemos visto al salir la luna.
— Me dejaré matar por tu flaca mano, ó me
mataré yo ahora mismo... (< 1 íjole á su vez
D. Alfonso, si me juras no matar a Foedora...)
— Te juro lo contrario... (respondió el no-
ruego). ¡Te juro que Fuedora sucumbirá de
todos modos! — Si yo muero, nadie podrá
correrla donde la he dejado, y perecerá de
hambre. — Si tu muerati iré á matarla, como
ya te he dicho... — Mátame, pues*., ¡Quítame
la vi¡ . me has quitado ls honra y la
ventura!...
LOS OJOS NEGROS 321
— Yo no puedo matarte... (repuso el espa-
ñol). ¡Pero ni tú matarás á Fcedora ni Foedo-
ra morirá donde la tienes encarcelada! — Corro
á mi barco, y con él apresaré el tuyo. Tus ma-
rineros me conducirán á precio de oro, ó por
no morir á manos de los mios, á la prisión de
Foedora, y la libertaré, y será mía para
siempre.
— ¡Acepto el duelo de tus españoles contra
mis escandinavos, de mi raza contra la tuya,
de mi bergantín contra tu goleta! — (exclamó
el Jarl de Kimi, levantándose y cogiendo su
sable). Si el infierno te dio una destreza dia-
bólica en el manejo de las armas; si mi cora-
zón y mi brazo han sido impotentes contra
tu satánica astucia, no ocurrirá lo mismo en
el nuevo combate á que me provocas!... — ¡Al
mar, Alfonso de Haro! ¡Al mar!
— ¡Al mar! — contestó el español, tomando
el camino de la playa.
IX.
Era el oscurecer del día siguiente. Reinaba
en el mar la más formidable tormenta.
El Thor, montado por Magno de Kimi, y el
Finisterre, mandado por D. Alfonso de Haro,
TOMO III 21
322 NARRACIONES INVEROSÍMILES
estaban acribillados de balas de cañón y de
fusil, y tan cerca el uno del otro, que sus
bandas se tocaban á veces á impulsos del hu-
racanado viento.
— ¡Al abordaje! ¿Al abordaje! — rugían ambas
tripulaciones con espantosa furia.
— ¡Al abordaje! — gritaron al fin los dos jefes.
Pero la tempestad, que por momentos iba
siendo más terrible, impedía el trasbordo de
los combatientes, hasta que, por último, la
propia fuerza del vendaval unió á las dos em-
barcaciones, se echaron las amarras, y comen-
zó la lucha cuerpo á cuerpo.
Magno y Alfonso se encontraron sobre la
cubierta del Fwistcrre, cada cual con un hacha
en la mano y ambos heridos.
Iban á acometerse de nuevo en aquel nuevo
género de lid, cuyo éxito podía ser muy otro
que el del combate á sable, cuando se oyó vn
grito horrible, pavoroso, fúnebre, que salía de
cien bocas heladas de espanto, y que llegó á
estreñid < a hasta á los dos heroi
— ¡Kl Maii.stkoom! |E1 MablstroomI
Todos repitieron este siniestro nombre y lo-
dos arrojaron las armas. — Va no había rivales
ni enemigos... ¡Ya no había más que sen-
tenciados á una misma muerte, segura, infa-
lible, pióxini i, que los heriría á todos de un
solo golpe, que no istro de ellos ni de
LOS OJOS NEGROS 323
sus naves, y de que jamás setenaría noticia en
el mundo!
X.
— ¿Qué es el Maelstroom? — preguntó un
grumete muy joven, al más viejo marino del
buque de Magno de Kimi.
El Maelstroom... (respondió tristemente el
anciano) es un remolino del mar, un sumide-
ro de la tierra, un abismo sin fondo, una se-
pultura abierta por Dios á todos los navegan-
tes en esta parte del Océano. — El Maelstroom
es para un buque lo que la culebra boa para
el pájaro: ¡lo mira; lo atrae; lo devora! — ¡Es un
monstruo que ya nos enseña los dientes; que
ya nos abre sus fauces; que dentro de pocos
minutos nos habrá tragado! — ¿No lo oyes ru-
gir?— Inútiles son las velas, inútil el timón,
inútil el remo... ¡Todo es inútil! — Ponte de
rodillas como yo, y reza...; ¡porque el Maels-
troom es la muerte!
El grumete se precipitó al mar.
Muchos marineros de ambas embarcaciones
habían hecho ya lo mismo. — Otros se mata-
ban con sus armas. Los menos animosos pe-
dían á sus amigos que les quitasen la vida. —
De todas las muertes, ninguna horrorizaba
324 NARRACIONES INVEROSÍMILES
tanto, como la de ser tragado vivo por el
Maelstroom.
Magno y Alfonso se miraban en silencio.
Pensaban en Fcedora.
El remolino mugía cada vez con más fuer-
za... La tempestad había callado... La atrac-
ción del sumidero se sobreponía al ímpetu del
huracán... — El viento parecía allí esclavo del
agua.
La mar, negra, tersa, muda, semejante á
dura lámina de plomo, formaba una especie de
plano inclinado, sobre el cual se deslizaban
los dos buques, con espantosa velocidad, pe-
gados el uno al otro por la propia fuerza de la
corriente.
Aún distaban una legua del oculto abismo;
pero no podían tardar ni cuatro minutos en
llegar á él...
Los dos nobles, animados de súbito é idén-
tico pensamiento, arrojaron las hachas lejos de
sí, se dieron la mano con solemne religiosi-
dad, y avanzando unidos á la proa del Fiuis-
lardaron allí la tremenda catástrofe.
Pronto cruginoii ambos buques, deshacién-
dose el uno contra el otro, comprimidos por
la atracción. Abrazáronse entonces ferozím 11-
t<- Alfonso y Magno, como para asi igurane
cada uno de (líos de qu6 su rival no podría
1 i volver á ver á Fcedora, y un
LOS OJOS NEGROS 325
minuto después, los dos enemigos, sesenta
hombres más, y los destrozados restos del Thor
y del Finistem, y una suprema explosión de
oraciones, gemidos y blasfemias; todo... todo
se hundió para siempre en aquella espantable
sima, apenas señalada, en los días serenos, por
una movible corona de leve espuma.
Guadix, 1833.
LO QUE SE OYE
DESDE UNA SILLA DEL PRADO,
LO QUE SE OYE
DESDE UNA SILLA DEL PRADO.
(verano de 1874.)
ué noche tan hermosa!
^ — ¡Hermosísima!...
-Y ¡qué calor ha hecho hoy!... Fi-
gúrese V. que esta mañana...
— Abur...
— Adiós...
— Muy buenas noches..
— Pues, sí, señor: como le iba diciendo á
usted...
— ¡Ja! ¡ja! ¡ja!
— ¿Has conocido á ese? Es aquel que el año
pasado...
— ¡Agua, aguardiente y azucarillos! ¡Agua!
330 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡Niñas! ¡niñas! ¡más despacio!
— Tenga V. cuidado, Arturo; ¡que nos llama
mamá!
— ¡Barquillero!
— Matilde, ¡eres un ángel!... ¡eres una dio-
sa!... ¡eres una...
— Pero, ¡hombre! ¡Esa mujer es una arpía.
Gustavo debía divorciarse...
— ¡Ramitos y camelias! ¡La vara de nardo
á dos reales! —Señorito, cómpreme V. una...
— ¡Allá van! ¡Ella es! ¡Aprieta el paso!...
¡Bendita sea la gracia!...
— ¡Aquí vienen! ¡Ellos son!... ¡Qué tontos!
— ¡Caballero! ¡Que no tengo padrel ¡Una
limosnita por el amor de Dios!
— ¡La Correspoudeiici'!.'
— Pues bien, ¡desde entonces estoy cesan-
te!... ¡Esto no es ¡
— ¡cinco! ¡Chico! (Buen taxr6nl ¿Y cómo
te las lias compuesto?
LO QUE SE OYE, ETC. 33 1
— Es un cuadro muy bonito. Pero á mí me
gusta más aquel en que Pepita Jiménez y el
teólogo...
— Lo que V. oye: Murió abintestato, y me
correspondió la mitad de la herencia. Yo no
le había hablado nunca...
— Lo mismo creo yo. La crisis es infalible.
¡Así no podemos seguir! Cristino será minis-
tro antes de un mes.
Y ¿qué hiciste tú? ¿Le devolviste su carta
con una bala?
— ¡Le di dos bastonazos, y en paz! No tenía
él la culpa, sino ella...
— Pues dicen que los carlistas están en Gua-
dalajara...
— ¡Mejor!
— ¡Lo mismo me da!...
— ¡Señorita! ¡merengues! ¡Acabaditos de
hacer!
— Adiós. Yo me voy al Concierto del Reti-
ro. Aquello estará más fresco.
332 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡Oh! ¡si yo encontrara una mujer que me
comprendiese! ¡Una mujer!...
— ¡Ay! ¡si yo encontrara un hombre digno
de ser amado! ¡Un hombre!...
— ¡Hoy se cieña el juego! ¡Cómpremelo us-
ted, señorito, que va á salir!
— Entonces me apretó la mano, y espiró...
Tenía veintiséis años.
— ¡Pobre Adelaida!
— Pues yo los clasifico de otro modo: Fras-
cuelo es Shakspeare, y Lagartijo es Comedie.
Frascuelo representa una revolución en el ar-
te, mientras que Lagartijo...
— ¡Nada! convénzase V... Todas las cues-
tiones se resumen en una, que es la cuestión
teológica. En mi concepto, la presciencia de
y el libre albedrfo de] hombre son los dos
únicos puntos que hay que dilucidar al discu-
rrir sobre la pena de muerte»
— ¡De manen quee] traje completo te lia
lo á costar unos seis mil reales? Paraee-
LO QUE SE OYE, ETC. 333
— ¿Y cree V. que pronto habrá elecciones?
— No sé. Pero los distritos hay que culti-
varlos sin cesar. Si logro que me quiten el es-
tanquero de...
¡Señora! ¡que tengo tres hijos, y soy viuda,
y estoy enferma!...
— ¡Jesús! ¡qué mendigos estos! ¡No la dejan
á una pasear! ¡Perdone V. por Dios, herma-
na! Dios la ampare.
— Mamá, llévanos al Café Suizo...
— Todavía es muy temprano. Luego ire-
mos...
— Está V. equivocado. Donde reside el al-
ma es debajo de la dura mater, al principio del
cerebelo. Drelincourt dice...
— ¡Mañana sale, jugadores! ¡El 8250! ¡El
premio de 60.000 duros!
— Pero, Manuel: ¿cómo duda V. de mí? ¿Me
cree usted capaz?...
— Pues, sí, chico: al poco tiempo supe que
amaba á otro...
— Oye... Pero no te acerques mucho...
— ¿Qué? ¡Habla!... ¡habla, bien mío!
334 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— Mañana sigue la novena. Que no faltes...
— ¡Bendita seas!
— ¿Yo?... veinte cuartos. ¿Y tú, cuánto tienes?
— ¿Yo?... una pesetilla...
— Entonces podemos ir. ¡Verás qué mujer y
qué manera de bailar el can-can!
— ¿Y nuestras pérdidas?
— Nuestras pérdidas han sido insignifican-
tes: veinte muertos y un contuso. Los carlis-
tas, en cambio, han tenido más de mil bajas
y... tres prisioneros...
— ¿Y de qué es el aderezo?
— De perlas. Me ha costado un dineral. ¡Oh!
es una mujer encantadora. Mañana cenamos
juntos.
— Igual me pasa á mí con este reuma de to-
dos los diablos. Estoy peor que antes de ir á
Archena.
— De modo, ¿que se casaron anoche?
— Anoche mismo.
— (Qué baxbfti idadl ¡ fugar un dos á la <\r\c-
cha contra un cinco! Es una cuta que no sc^da
nunca.
LO QUE SE OYE, ETC. 335
— ¡Mañana, á las seis, en el baño de la Ele-
fanta!— Mi doncella se quedará atrás...
— Según eso, ahora está amaneciendo en la
Habana y son las once del día en la Nueva
Zembla?...
— Justamente, hijo mío.
— Dime, papá: ¿y creen los moros que todos
los cristianos vamos al infierno?
— Te diré...
— Mañana, á las ocho, en la iglesia de San
Sebastián... Capilla de la Virgen. — Pero ten
cuidado, pues mi cochero empieza á esca-
marse...
— ¿Y nada más que por eso se ha suicida-
do? ¡Qué animal! ¡Habiendo tantas Manuelas
en el mundo!
Señores: los derechos individuales son an-
teriores y superiores á la ley escrita. El dere-
cho es inmanente y consustancial de...
— ¿Quién es ese?
— Ruiz el peluquero.
— ¡Fósforos y cerillas!
33§ NARRACIONES INVEROSÍMILES
— La verdadera felicidad consiste para mí
en oir una buena ópera. La música es el arte
por excelencia, por lo mismo que no expresa
nada terminante.
— ¡Señor! ¡que me falta un ochavo para una
rosca!
— Tranquilícese V. Nuestro negocio es se-
gurísimo. El trigo no puede menos de subir
este año á noventa reales. Vendemos enton-
ces las diez mil fanegas, y compramos ce-
bada...
— ¡Oh! ¡pues lo que es V., se conserva per-
fectamente! ¡Parece hermana de sus hijas!...
¿Se acuerda V. de Valencia?
— ¿No me he de acordar? ¡Qué mundo este,
.incisco!
— ¡Nada! no puedo pagarle á V... Ejecú-
6. Cargue V. con mi mujer y con-
mi suegra...
— (Hombre] extranj< ro por extranjero, pre-
fiero un rey alemán. ¡Ahora, la cuestión <•
que qtiú ra venir! — En cuanto á Inglaterra.*.
LO QUE SE OYE, ETC. 337
— ¡Partís de un error! El cólera morbo
existía ya en tiempo de los Faraones... Cuan-
do yo haga el grado de licencia, escribiré una
Memoria...
— Eduardo, ¡mire V. qué hermosa sale la
luna!
— ¡Oh! sí, los radicales tienen la culpa de
todo.
— ¡Más hermosa es V,, condesa!...
— Pues, en ese caso, tendrá que marcharse
como D. Amadeo.
— A mí me robaron los cantonales...
— ¡Oh, yo te adoro! ¡Yo te idolatro!
— ¡Calla! ¡Que te oyen!...
— Y á mí me han robado los carlistas...
— El cólera fué una de las siete plagas de
Egipto...
— ¡Eso... lo veremos! Si tu padre se opone,
te depositaré judicialmente.
tomo 111 22
33§ NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡Pobre muchacho! ¡Haberle tocado la
quinta! ¡Un pintor tan bueno!
— Yo lo compré á 48, y hoy ha quedado á 1 1 .
— Pues yo lo he comprado hoy á 1 1 , Vere-
mos lo que el tiempo da de sí.
— ¡Hemos roto las sillas, los espejos, todo!
En fin, nos hemos divertido mucho.
— Mañana predicará en el Carmen. ¡Ya ve-
rá V.! Es un verdadero apóstol.
— ¡Pobre Enrique mío! ¿Quién habia de de-
cirme que se moriría antes que yo? — Crea V.
que, si he vuelto á casarme, ha sido sola-
mente...
— Eso va en gustos. Yo prefiero el melón
valenciano á la pina de América. La pina tie-
ne demasiada fibra leñosa.
— ¡Pura superstición! |¡E1 espiritismo es la
ciencia de las ciencias y la religión de las re-
nes!
— Tero, bombee.») ¿Dice v. que n ha vuel-
to loco? ¡Parece imposible! El fué siempre
de.
LO QUE SE OYE, ETC. 339
— ¡Ahí verá V.!
— Señores... ¡al tiempo!
— ¡Pues yo le repito á V. que el príncipe
Alfonso es la fórmula del porvenir!
— Y ¿qué tal lo pasan Vds. en la Granja?
— ¡Oh! ¡allí se vive admirablemente! ¡Con
tal que los carlistas no vayan á darnos un
susto!
— ¡El Cencerro! ¡El Cencerro!
— Vuelvo á aconsejarle á V. que se suscri-
ba. Es un periódico de primer orden.
— ¿Y cómo dice V. que se titula?
— La Ilustración Española y Americana.
— ¡Ah! sí. He oído hablar de ella en casa
del tío.
— ¿Vamonos?
— Vamonos, que principia á sentirse mucha
humedad.
— Hasta mañana.
— Adiós...
— Hasta mañana, Antonio...
— Pepita, hasta mañana.
34-0 NARRACIONES INVEROSÍMILES
— ¡Niñas! ¡niñas! ¡Más despacio!
— Buenas noches...
— ¡Abur!
— ¡La Correspondcnciaaaa!
k
ÍNDICE.
Páginas.
Á Dióscoro Puebla 5
El Amigo de la muerte 7
La Mujer alta 1*1
Los siis velos 153
Moros y cristianos 303
El año en Spitzberg 259
Soy, tengo y quiero 289
Los ojos negros 503
Lo que se oye desde una silla del Prado 327
COLECCIÓN
DE
ESCRITORES CASTELLANOS.
OBRAS PUBLICADAS.
Romancero espiritual del Maestro Valdiviel-
so. — Un tomo, con el retrato del Autor, y un
prólogo del Rdo. P. Miguel Mir, 4 pesetas.
Ejemplares de tiradas especiales, á 6, 10, 25,
30 y 250 pesetas.
Teatro de D. Adelardo López de Ayala. —
Tomo I. — Un tomo, con el retrato del Autor,
5 pesetas. Ejemplares de tiradas especiales,
á 6, 7 'A, 10, 30 y 250 pesetas.
Novelas cortas deD. Pedro A. de Alarcon. —
Primera serie: Cuentos amatorios. — Segunda
serie: Historietas nacionales. — Tercera serie:
Narraciones inverosímiles. — Tres tomos, á 4
pesetas cada uno.
El Escándalo, novela por el mismo. — Un to-
mo, 4 pesetas.
Poesías de D. Andrés Bello, con un prólogo
de D. Miguel A. Caro, Director de la Acade-
mia Colombiana, y el retrato del Autor. — Un
tomo, 4 pesetas. Tiradas especiales, de 6 á 30
pesetas.
La Pródiga, novela de D. Pedro A. de
Alarcon. — Un tomo, 4 pesetas.
OBRAS EN PRENSA.
Teatro de D. A. L. de Ayala. — Tomo II.
Obras de D. Alejandro Pidal y Mon.
Cosas que fueron , cuadros de costumbres,
por D. Pedro A. de Alarcon.
OBRAS EN PREPARACIÓN.
Teatro de D. A. L. de Ayala.— Tomo III.
Obras de D. Juan Eugenio Hartzenbusch.
Historia de Carlos V, por Pedro Mexía (iné-
dita).
Historia de las ideas estéticas de España, por
D. M. Menendez Pelayo.
Viajes por España, porD. P. A. de Alarcon.
Juicios literarios y artísticos, por el mismo.
La Alpujarra, por el mismo.
Novelas escogidas de Salas Barbadillo.
Obras escogidas de P. Maitín de Roa.
(Los pedidos de ejemplares ó suscriciones
de la Colección de Escritores Castellanos, se harán
á la Librería de Murillo, calle de Alcalá, 7.)
OBRAS DE D. SEVERO CATALINA.
La mujer. — Un tomo, 4 pesetas.
Roma. — Tres tomos, 12 pesetas.
La Verdad del Progreso. — Un tomo, 4 pe-
setas.
Viaje de SS. MM. </' Portugal.— La Rosa de
Oto. — Discurso Académico.— un tomo, 4 pe-
Poesías, Cantara y Lsytndast por I >. Mariano
Una, de Lf R< a] Academia I ¡1 palióla,—
l i! tomo, 5 pesetas.
OBRAS SUELTAS
DE
D. PEDRO A. DE ALARCON,
DE QUE HAY EJEMPLARES Á LA VENTA
EN LAS PRINCIPALES LIBRERÍAS DE ESPAÑA .
Diario de un testigo de la guerra de África . —
Historia de todos los combates de aquella
campaña, en que el Autor fué soldado volun-
tario: relación de los Jefes y Oficiales muertos
en ella: descripción de Tetuan y de las costum-
bres de Moros y Judíos. — Tres tomos, á 3 pe-
setas cada uno.
De Madrid á Ñapóles. — Relación del viaje
del Autor por Italia. Descripción de ciudades,
monumentos, museos, etc. — Segunda edición,
con 24 magníficas láminas. — Un tomo en 4.0
mayor, de 580 páginas, 7 pesetas.
Poesías. — Colección completa, con un pró-
logo de D. Juan Valera. — Un tomo, 5 pesetas.
El Sombrero de tres picos, novela. — Un tomo,
2 pesetas 50 céntimos.
El Escándalo, novela. — Un tomo, 4 pesetas.
El Niño de la Bola, novela. — Un tomo, 4
pesetas.
El Jiña l de Norma, novela.— Un tomo, 3 pe-
setas.
El Capitán Veneno, novela. — Un tomo, 3 pe-
setas.
La Pródiga, novela.— Un tomo, 4 pesetas.
Novelas cortas. — Primera serie: Cuentos
amatorios. — Sinfonía: Conjugación del verbo
«amar». — La comendadora. — El coro de Ánge-
les. — Novela natural. — La última calaverada. —
El clavo. — La belleza ideal. — El abrazo de Ver-
gara. — Sin un cuarto. — ¿Por qué era rubia? —
Tic... Tac... — Un tomo, con el retrato y la bio-
grafía del Autor, 4 pesetas.
Novelas cortas. — Segunda serie: Historie-
tas nacionales. — El carbonero -alcalde . — El
afrancesado. — El extranjero. — ¡Viva el Papa! —
de la Guarda. — La buenaventura. —
¡Buena pesca! — La cormta de llaves. — El asistente.
— Dos retratos. — Las dos glorias. — El Rey se di-
vierte.— Fin de una novela. — El libro talonario. —
Una conversación en la Alhambra, etc., etc. — Un
tomo, 4 pesetas.
Novelas cortas. — Tercera serie: Narracio-
nes INVEROSÍMILES. — El amigo de la muerte. —
La mujer alta. — Los seis velos. — Soy, tr
quiero. — Moros y cristianos. — Los ojos negros. —
El año en Spitzberg, etc. — Un tomo, 4 pesetas.
La Alpujarra (sesenta leguas á caballo, pre-
cedidas de seis on diligencia).— Un tomo en
.(.", de lujo, 9 pesetas.
Discursos sobre la Moral en el Arte, leídos pol-
los Sus. Alarcon y Nocedal al ser recibido pú-
blicamente <•] primero en la Real Academia
i ñola. — 2 ;
N l'REPARACl'
Cosas que fueron. — Nueva edición.-
paña.— Un tomo.
Jui ¡os y artísticos, — Un tomo.
/
Ci
>
til
«Si
H
O
>
O
53
u
o
s
University of Toronto
Library
DO NOT
REMOVE
THE
CARD
FROM
THIS
POCKET
Acmé Library Card Pocket
Under Pat. "Ref. Index File"
Made by LIBRARY BUREAU
~-*v-vr%
*
.!J5^V
I
-x*t
- • "*»' t
-